El Peregrino: En los tiempos de Jesucristo
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"El Peregrino" de Luis Carneiro es una novela que se desarrolla en la antigua Roma y sigue la vida de Fulvio, un centurión romano, en un contexto de conflictos y desafíos personales. La historia comienza con Fulvio encontrando ayuda en una joven llamada Vima, quien, a pesar de su ceguera, muestra una aguda percepción del mundo que la ro
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El Peregrino - Luiz Carlos Carneiro
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
LOS HERMANOS
– No sé, hermano mío, si tienes razón o no. No lo sé y realmente no lo sé.
– ¿Te molesto con mis palabras?
t:Jão, mi hermano, no. Y eso...
– ¿Y qué?
– Fíjate bien, Fulvio. Soy como tú.
– Eres como nuestro padre...
– No, no como piensas.
– Marco, ¿qué pasa? Eres un tribuno... tu compañía sería apreciada por un centurión¹ como yo. ¿Vamos o no?
– Espera…
Y volviéndose hacia un criado, ordenó:
– Lavinia, tráenos más vino y uvas... por favor.
– Por favor, ¿por qué?
– Ahora bien, Fulvio, la buena educación así lo exige.
– Pero, ¿con un esclavo? ¿Un sirviente?
– ¿Y por qué no?
– ¿Las mujeres tienen alma?
– Por supuesto que sí. Bueno, si es para tu placer, no es malo.
Los dos conversaron en la extensa finca de Cayo Silônios, senador romano, en un amplio y florido balcón con columnatas de mármol, desde donde se podía ver casi toda la ciudad.
– Dejemos a las mujeres – dijo Marco, aburrido.
– Sí, pero ¿vas o no?
Marco se levantó del sofá donde estaba reclinado. Caminó sosteniendo en su brazo derecho el paño de la toga que cubría su cuerpo y yo respondí convencido:
– No, Fulvio, no lo haré.
– ¿Y Tiberio?²
– No le debo nada a Tiberio más que mi obediencia ilimitada.
– Pero, ¿por qué ir a un lugar así? No soy un hombre de guerra.
Apareció la criada con el vino y las uvas. Respetuosamente se lo ofreció a los hermanos.
– ¿Lavinia es tu nombre? – preguntó Fulvio, mirando con descaro a la bella joven.
– Sí, señor.
– ¿De dónde eres?
– De Belén.
– ¿Belén? Estás muy lejos de tu tierra natal. ¿Cómo terminaste aquí?
– Me trajo un traficante de esclavos. Tu hermano me compró.
– Estoy seguro que fue una gran adquisición. ¿Solo haces tareas domésticas?
La joven se sonrojó. Marco, al notar la vergüenza de la niña, intervino:
– Está bien, Lavinia. Puedes volver a tus tareas.
La joven se alejó, sintiendo los ojos de Fulvio sobre ella.
– ¡Es muy hermosa! – comentó –. Y debajo de las sábanas, ¿cómo es?
– Fulvio, Fulvio. ¿Nunca cambias? Si te interesa, Lavinia es virgen.
¿Qué? – se quedó asombrado el tribuno, casi derramando el vino.
– ¿Virgen? Ahora bien, por Baco³, ¿existen todavía?
– Evitemos este tipo de conversaciones. No me gusta.
– Lo que sea. ¿Cómo es, vas o no?
– No, no lo haré. Esa tierra es un enjambre de abejas, listas para caer sobre nosotros... ¿por qué elegiste ese lugar?
– Caí en el favor de un pariente de Poncio Pilatos...
– ¿Poncio Pilatos? ¿Quién es?
– Realmente no lo sé todavía. Voy a ir al palacio hoy para saber más sobre él.
– Creo que es gobernador, cónsul o procónsul de Jerusalén.
– ¿Y te arriesgas a ir allí, aunque no estés seguro de Poncio Pilatos?
Fulvio se recostó en el mullido sofá, tomó un sorbo de vino y respondió:
– Roma me aburre. Este tiempo de paz me pone nervioso.
– ¿Nuestro padre ya lo sabe?
– Sí.
– ¿Y lo ha aprobado?
– A disgusto.
– ¿Qué puesto ocuparás?
– Jefe de cohorte.⁴
– ¿Y qué sería yo si fuera?
– Serías, segundo al mando.
Marco sonrió.
– Sabes lo que pienso sobre las guerras...
– Bueno, ¿no fue en una de ellas donde me salvaste la vida? Nuestros padres estarían de luto por mi muerte si no hubieses actuado con determinación.
– Tú harías lo mismo por mí, hermano.
– Fuiste heroico. El nubio⁵ era poderoso y yo, sin armas, mi espada ya se había roto.
– Lo sé, lo sé, viví ese día...
– Pero nunca me canso de recordar. Luchaste con él y lo mataste.
Fuimos nosotros, o él... ese crimen pesa en mi mente hasta el día de hoy...
– ¿Crimen? Pero, ¿qué crimen?
– Es la verdad. Estábamos en guerra. ¿No es correcto matar o morir?
– Así es. Este no es un acto criminal.
– Ahora, hermano, quitar una vida, bajo cualquier circunstancia, es un delito.
– ¿Incluso en defensa propia? ¿O un familiar?
Marco reflexionó. Veinticinco años, robusto, ojos negros como la noche pero brillantes, coronados por cejas pobladas, frente amplia sobre una espesa cabellera castaña, nariz aguileña, labios bien formados, todo rematado por una silueta bien definida y musculoso cuerpo.
Su hermano, aunque se parecía a él, era vigoroso. Cualquiera que los observara podía ver el antagonismo en su personalidad. Imponente, con superioridad, fuerza de carácter en la firmeza de su mirada, que se volvía ruidosa, inquieta, maliciosa ante la vista de una bella mujer. Asimismo, esta faceta de su naturaleza se manifestaba cuando en reuniones sociales, con amigos o en intercambios con su hermano a quien le dedicaba especial cariño.
– Si no estuviéramos en guerra, hermano, sería un crimen. Quisiera demostrar que actué en defensa propia. En cualquier caso, los jueces habrían ganado mi caso. Pero en la guerra...
–Aun mejor. En la guerra todo vale.
– Y ahí radica el problema. Vamos a la guerra porque nos dicen que lo hagamos.
– Los emperadores los promueven, pero ellos permanecen en sus palacios. Entonces tenemos que matar para protegerlos. Tienes razón, no es nuestro crimen.
– Ahora, Marco, Roma es la dueña del mundo. Todo él tiembla bajo su poder.
– Yo también tiemblo, Fulvio.
– ¿Qué sucede contigo?
– Nada importante.
– Te ves extraño, Marco. ¿Esta Lavinia te sacudió el corazón?
– Levántate de ese triclinio⁶. ¿Vamos a los baños? Luego aprovecharé esta oportunidad para informarte de todo lo que quieras escuchar. Como no tengo nada que hacer... ¿tienes esclavas hermosas así para masajearnos mientras nos duchamos?
Marco sonrió y echándose parte de su bata sobre los hombros, respondió:
– No, hermano, no, tengo esclavos nubios, excelentes masajistas.
– ¿Hombres?
Sí, hombres. Y son excelentes, sobre todo los de Nubia, en el arte del masaje.
– Marzo...
– ¿Qué?
– ¿Eres homosexual?
– ¿Yo? – Y Marco se rio a carcajadas –. No, hermano, no lo soy. Asegúrate de esto.
– Pero...
– Como dice nuestro padre, no creciste en intelecto.
– Nuestro padre es viejo.
–Nos generó.
– ¡Oh! ¡Esto ha estado sucediendo durante tanto tiempo!
– Al menos respétalo.
– Me echó de esta casa.
– ¿Tiene la culpa?
Fulvio meneó la cabeza como buscando una respuesta que no encontró:
– Ya basta, ya basta, Marco.
– Entonces, ¿vamos a los baños?
Pensándolo bien, hoy no, hermano. Me acordé, ahora, como te dije, tengo que ir al palacio para averiguar sobre Poncio Pilatos.
– Como desees.
– Un abrazo a tu padre y a tu madre.
– Deberías esperarlos.
– Es mejor no hacerlo. Mi padre me echó...
–No, él no te echó – y Marco se paró frente a su hermano –. Lo exacerbaste. Solo te dijo que si no te gustaba quedarte en nuestra casa, debías irte... y, Fulvio, elegiste irte. Ellos, nuestros padres, nos adoran. Habla con nuestro padre y todo irá bien.
– No, Marco. Solo regresaré aquí como ganador.
– ¿De regreso de Jerusalén?
– Del fin del mundo.
– Es verdad. ¿Puedes regresar como un ganador? Creo, pero ¿nuestro padre seguirá vivo?
– No me importa.
Marco puso sus manos sobre los hombros de su hermano y habló en voz alta:
Si a nuestro padre no le importa, ve, sube los escalones de las escaleras que ahora se te ofrecen. Al regresar, cualesquiera que sean las condiciones, y ya no existe, yo, Fulvio, estaré aquí para responder por él. Eres un tonto.
– Ahora...
– Ahora te lo digo, hermano mío. Te invité a los baños, un lugar íntimo. Nunca lo haré. Anda, anda y que Marte⁷ te proteja.
– ¿Me echarás a mí también?
No, no. Nuestro padre lo ha hecho antes. Lo siento mucho –. Le dio la espalda a su hermano y lo siguió por el gran patio. Se detuvo unos pasos más adelante, se volvió y dijo:
– Conoces esta casa. El puerto de entrada es el mismo que el de salida. Pero mira, esta casa sigue siendo tuya, hermano mío.
– ¡Ave!
– ¡Ave!, Fulvio.
CAPÍTULO II
ROMA Y HERODES
Después del baño, Marco se reunió con sus padres para almorzar.
– Hijo – preguntó el senador, un hombre de unos setenta años, robusto, de porte erguido y elegante – ¿qué te dijo Fulvio?
– Confío en que no desconozca el motivo de su visita. Quería convencerme que fuera con él a Jerusalén.
– ¿Y lo logró?
– ¿Qué perdí en una tierra tan lejana?
Tu hermano aborrece la paz. Siempre quieres estar involucrado en conflictos, batallas. Y eligió el lugar adecuado para satisfacer su carácter beligerante. Esa tierra es un caldero hirviendo.
– Por cierto, padre, ¿quién es ese Poncio Pilatos?
– Solo lo vi una vez. Es procónsul en Jerusalén.
– ¿Estás de acuerdo, entonces, con que Fulvio vaya a Jerusalén?
El senador eructó ruidosamente, se limpió las yemas de los dedos sobre el ungüento de plata con agua perfumada, se pasó el dorso de las manos por la boca y respondió, acomodándose en el asiento acolchado:
– ¿Qué puedo hacer? Fulvio es un hombre, con libertad para tomar sus propias decisiones. Sin embargo, no apruebo esta actitud... Pero no lo degradaría. Ya no vive bajo nuestro techo... y, ya sabes, porque quería.
El senador volvió a eructar. Lavinia, que estaba sirviendo, instintivamente volvió la cara. Al darse cuenta, Marco observó:
– Sí, papá, me alegro que te haya gustado la comida.
– ¿Y por qué esta observación?
– Para los callejeros...
– ¡Ah! Sí... un filósofo de Cathay⁸, con quien me reuní, me dijo que en su lejana tierra, eructar denota satisfacción con la comida ingerida... y es motivo de alegría para el anfitrión.
– Estamos en Roma, padre... y aquí hay buenos modales.
– Estamos en casa, ¿no?
– Por supuesto, por esta misma razón. Los buenos modales deben empezar aquí.
– ¿Eructarías así, en un ágape de un palacio? ¿Junto con Tiberio?
–¡Ah, ah! – Se rio el senador.
– ¿Lo harías?
– No, no, por razones obvias... pero no puedo ocultar el hecho que me gustaría soplarle flatos magníficos en la nariz...
– Padre...Sírveme agua, niña – ordenó Silônios a Lavinia, quien obedeció y se alejó –. Te gusta mucho, ¿no?
– ¿Cómo?
– Bueno, hijo, ¿por qué esconder lo que se revela en tus ojos?
– Te respeto, papá...
– Por supuesto, por supuesto. Es muy hermosa. ¿Ya te la llevaste a la cama?
Marco se movió, miró a su padre y respondió:
– Cambiemos de tema, por favor. ¿Se te subió el vino a la cabeza? ¿O esas enormes patas de pollo y tanta grasa te harán soltar los flatos que crees que estás guardando para Tiberio, en la nariz de tu hijo?
– Olvídalo, olvídalo – dijo el padre enojado, con un gesto de la mano –. A veces pienso que eres tú quien debe tener el equilibrio aquí, no tu hermano.
– Sí, yo también pienso en esto. Conozco tu preferencia por él... ambos son guerreros...
–No te preocupes, tu padre no quería llegar tan lejos. Vamos al balcón, hablemos – intentó apaciguar a Lívia, su madre, que había estado observando todo, hasta entonces, sin pronunciarse.
– Fue lo mejor que se ha dicho hasta ahora – asintió el senador poniéndose de pie –. ¿Nos vamos? ¿Sin rencores?
– No te guardo rencor, padre mío. Vamos.
– Adelante. Primero tengo que hablar con Lavinia –. decidió Lívia.
– Muy bien.
Sobre la barandilla del gran balcón, el senador apoyó las manos y permaneció un rato contemplando la ciudad.
– Roma – dijo – ¡la señora del mundo!
– ¿Podría ser, papá? Esta aparente calma me despierta miedo.
– Mira, Marco – y puso una mano en el hombro de su hijo– , creo que Fulvio tiene razón. Un hombre como él no estaba hecho para sentarse en las tribunas del Senado ni para servir en los cuarteles. Ya soy viejo. Sin embargo, daría el resto de mi vida por tomar parte activa en una batalla.
– ¿No amas la paz?
– Sí, sí, la paz la conquistamos con nuestros gladius, nuestras espadas y lanzas. El que logramos sometiendo a los bárbaros.
Cuando es duradero, para un soldado de nuestra especie, conduce a la indolencia...
– Padre, ¿qué sabes sobre a dónde quiere ir Fulvio?
– Justo lo que me dicen y lo que leo...
– ¿Puedes decirme algo al respecto? ¿Conoces Belén?
– ¡Pero claro! Es una tierra hermosa. Aunque salvaje… por cierto, ¿no es de allí tu esclava?
– ¿Esclava?
– Sí, Lavinia...
– ¡Oh! Padre, ¿por qué llamarla esclava? ¿No puedes al me– nos pretender considerarla como amiga?
– Sin duda Marco. Perdóname. Es que la costumbre...
– Una vez dijiste que Fulvio no creció en intelecto...
– Lo cual es una pena. Pero tienes todo lo que le falta.
– No me gusta que me comparen con mi hermano...
– Sí.
– Vamos, cuéntame qué pasa en Jerusalén. Si no vas allí, ¿por qué te interesa?
– Simplemente quiero saber dónde vivirá mi hermano.
– Ciertamente. Sentémonos, te diré lo que sé.
Se sentaron en un largo banco de mármol, que los esclavos nubios cubrieron con suaves cojines.
– No puedo decirte con certeza qué está pasando allí, pero, leyendo las cartas que están archivadas en el Senado, Herodes Antipas, a quien la propia Roma nombró rey, es un animal irracional. Ha subyugado al pueblo ante los ojos dormidos de Roma.
– ¿Y Poncio Pilatos?
Gobierna Judea, como representante romano, pero es el blanco de las intrigas de Herodes, que hace todo lo posible para desprestigiarlo ante el emperador.
– ¿Y por qué Roma guarda silencio?
– Es extraño que un tirano, asesino de cientos de hombres, cuyos enemigos no pueden decir eso vive, no sufre interferencias de Roma. Pero hay una muy buena razón.
La fortuna enviada a nuestras arcas es considerable.
Hace poco más de veinte años, su padre, Herodes, conocido como el Grande, cuando supo que en Belén nacería un niño varón, nacimiento predicho por los profetas epitonianos, y que sería el futuro rey ordenó matar a todos los recién nacidos. Fue una ¡matanza!
– ¡Dioses, qué horrible!
– Así es. ¿Y el niño que sería rey?
– Ciertamente, si la predicción era cierta, fue sacrificado.
–¿Dijiste que Roma nombró rey a ese monstruo?
Sí, padre e hijo, según nuestros alfabetos. Herodes, padre, fue inicialmente gobernador de Galilea. Con las invasiones espartanas huyó a Roma, donde cayó en favor de Marco Antonio, quien logró que el Senado romano lo nombrara rey de Judea. Sin embargo, tuvo que sostener una pelea que duró más de tres años con Antígono, dueño de la Corona. Ayudado por los romanos, logró tomar Jerusalén y decapitó a Antígono. Hace de la fiel obediencia a Roma su política. Astuto, se alió con Octavio y tras el desastre de Marco Antonio y su bella reina egipcia, Cleopatra, su poder quedó confirmado. Se casó con Mariamne, princesa de los asmoneos, aumentando aun más su poder. Pero los fariseos, que dirigen a la mayoría de los judíos, lo ven como un usurpador, un felpudo de Roma. Ladino, tomó medidas enérgicas contra los aristócratas de Jerusalén y los hizo desaparecer, ordenando naturalmente su asesinato, así como a los sucesores de la familia asmonea. Su reinado fue una sucesión de crímenes.
– ¡Pero este hombre fue una catástrofe!
– Sin duda, Herodes Antipas no le debe nada a la ferocidad de su padre. No hace mucho ordenó decapitar a un tal Juan, uno de esos llamados profetas que pululan por esas regiones. En una fiesta en un palacio, su hija Salomé bailó con la cabeza del pobre en una bandeja de plata.
– ¡Por Marte! ¿Y Roma sigue siendo insensible a todo esto?
– No es que no quiera, no puedes. Habría peligro de insurrección y tal acontecimiento no sería bueno para el Imperio.
– ¡Y a esta tierra se va mi hermano!
– Para quienes gustan de vivir en peligro, esa tierra tiene mucho que ofrecer.
– Es la verdad. Fulvio es demasiado belicoso.
– Bueno, hijo, tu padre tiene que irse.
– ¿Vas al Senado?
– Sí, lo haré.
– Ve, papá. Que los dioses te guíen.
El anciano empezó a caminar, alejándose del porche. Al salir, se volvió hacia Marco.
– Mira bien, hijo. No distorsiones mis palabras.
– No entendí.
– Cuando te dije que eras tú quien debería haberse ido...
Bueno, padre, no te preocupes por eso – interrumpió el joven.
– Me gustaría verte casado... tu madre y yo necesitamos un nieto... ¡y la hija del Senador Apolônio es tan hermosa! ¡Qué fiesta tiras por la ventana!
Marco, algo avergonzado, respondió:
– Tranquilo, senador... si no es con Vânia, será con otra.
¡Salve, hijo!
– ¡Salve, padre!
Marco permaneció en el gran balcón, reflexionando. Vânia, en efecto, era una muchacha hermosa. Pero, muy discutido, demasiado independiente, austera, orgullosa, además de malvada. Trataba a sus sirvientes con látigos.
– Sé que le gusto mucho, pero su mayor intención es unir a las dos familias. No, no siento nada por ella. Mi padre, sin embargo, tiene razón: ya debería haberle dado un nieto. O Fulvio... Pero esta ola de pensamientos que no puedo entender... y esta sensación que alguien está por llegar... pero ¿quién? ¿Qué pasa? – Sacudió la cabeza, se acercó al mostrador, se sirvió una copa de vino y regresó a la barandilla, observando la ciudad.
En algún lugar de la patria espiritual, dos criaturas conversaban, sentadas sobre la verde hierba, frente a un arroyo que corría rápidamente entre los guijarros, en un rítmico y agradable susurro.
En fin, ha llegado el momento, Jessica – dijo un joven de piel oscura y ojos negros, acariciando la mano de la otra, una joven de ojos azul cielo.
Ésta, dirigiendo su lánguida mirada al joven, respondió seriamente:
– Sí, cariño. Esa es la ley.
– ¿Cuándo te volveré a ver? Si supiera dónde encontrarte...
– Ni siquiera sé a dónde voy.
– Pero te encontraré. Incluso si tienes que viajar por todo el planeta.
De los dos, se acercaron dos entidades. Al notarlos, los dos rápidamente se levantaron. Los recién llegados, dos señores de edad avanzada, vestidos con largas togas blancas, sonreían a los dos, sobre cuyos hombros cada uno ponía una mano. Uno de ellos dijo:
– Ya es hora, niños. Deben regresar al cuerpo carnal. Las que serán vuestras madres ya están sintiendo las contracciones del parto.
– Lo sabemos, hermano Dulcídio – dijo la niña –. Sentimos en nuestro cuerpo espiritual el impacto del organismo dispuesto a expulsarnos del vientre materno.
– Lo siento hermanos – dijo el niño –, pero teníamos que volver a encontrarnos, ya que, quién sabe, tal vez no nos veamos en mucho tiempo.
Siempre existe la posibilidad de entrevistarte cuando el vehículo carnal se queda dormido.
– Lo sabemos... pero tenemos miedo. ¡La vida corporal es tan densa! Estaremos enredados con las costumbres, el idioma, la religión y, como tenemos un pasado de obstinación, no podemos garantizar nuestra firmeza de propósito en el futuro.
– Aquí aprendiste mucho – observó el otro.
– Lo sé, no lo negamos.
– ¿Y por qué esta tristeza, querido hermano?
– Es el miedo a tener que regresar. Después de todo, olvidaremos todo...
– Así tiene que ser.
– No queremos – añadió la muchacha – dudar de la Justicia Divina... pero ¿cómo podemos juntarnos allí en la brumosa vida carnal?
– Es un riesgo que van a correr.
– Si supiéramos dónde encarnaríamos...
– ¿No crees que sería lo mismo?
– Es la verdad.
– Sin embargo, te animo a que no te preocupes por esto. Solo vive. Intenta actuar bien, porque siempre volverás a encontrarte aquí. Cuanto mejor actúes, antes estarán juntos para siempre. Y recuerda que la oración es un bálsamo. Ahora vámonos, porque el tiempo se acaba.
Y pasó su brazo sobre los hombros de la joven, mientras el otro hacía lo mismo con el niño. Los dos se miraron.
– ¡Adiós! – se despidió.
– ¡Adiós, cariño! – respondió ella.
Y fueron llevados cada uno a un lado. Ella reencarnó en un lecho humilde, en Belén, en Judea. Él, con cuchara de plata, en Roma.
CAPÍTULO III
VâNIA FURIOSA
Aun reflexionando, con la copa de vino en la mano, Marco se giró cuando escuchó pasos detrás de él.
– Lavinia...
– ¿Necesita algo, señor?
La joven rubia de ojos azul muy claro era de una belleza notable. Llevaba un vestido blanco sin mangas que le llegaba hasta los tobillos. Alrededor de su cintura, un cinturón dorado, cuyos extremos caían hacia un lado. En sus pequeños pies, sandalias de tiras doradas. El rostro franco estaba ensombrecido por un toque de melancolía.
– No, Lavinia, no necesito nada. Pero, ¿qué tienes? Hoy me pareces más triste de lo habitual.
– No hay nada, señor. Estoy bien.
El joven se acercó y, colocándole ambas manos en los brazos, la miró a los ojos.
– Vamos, señorita, no tenga miedo. Alguien te molestó. ¿No eres feliz aquí?
Ella sonrió, bajó la cabeza evitando la mirada del chico y respondió:
– No señor, nadie me molestó. Y soy feliz aquí.
– Bueno, no parece...
– No hay nada de qué preocuparse, se lo aseguro.
– Ven aquí – dijo tomándole la mano –. Sentémonos un rato en ese sofá. Quiero preguntarte algo.
– Señor Marco – se resistió –, no queda bien que una esclava se siente al lado de su amo...
– ¿Esclava? ¿Qué dices, Lavinia? Entonces, ¿me consideras tu amo?
Y se puso serio.
– Después de todo, ¿no me compraste?
– Bueno, Lavinia. Sabes que nunca te consideré una esclava... tienes total libertad... vamos, sentémonos. Y cálmate, deshazte de tus miedos – Y condujo a la joven hasta un gran sofá, donde la hizo sentarse.
– ¿Qué desea? Estoy a sus órdenes.
– Dime: eres de Belén, que está bastante lejos de Roma. ¿Cómo terminaste aquí? ¿Y tu familia?
Una niebla de tristeza apareció en el rostro de la hermosa joven.
Marco insistió:
– ¿No quieres responder?
– ¡Oh! Esto me avergüenza mucho, señor... sin embargo, responderé.
– Si hay algo que no quieres confiarme, olvídalo. No hagas nada que no quieras hacer.
– Sí, nací en Belén. Como sabes, es una ciudad perteneciente a Palestina.
¿Está cerca de Jerusalén, supongo?
– Sí, hacia el sur. Son unas horas de viaje a caballo.
– Belén... ¿a qué te refieres?
Ella sonriendo dijo:
– La casa del pan. También la llamamos Belén de Judá, ya que existen otras ciudades con el mismo nombre. También fue llamada la ciudad de David.
– ¿Y qué hacías allí?
– Aplastaba uvas...
– ¿Hacías vino?
– Sí.
– ¿Y tus padres?
Había mucha gente pobre... a veces teníamos dificultades. Vivíamos en una casa pequeña, sin ninguna comodidad. Cuando teníamos trigo, comíamos pan. Cuando no, recogíamos frijoles silvestres para saciar nuestro hambre. Mi pobre padre esperaba que un hijo lo ayudara y se sintió frustrado cuando yo nací.
– ¿Te trató mal?
No, solo con indiferencia. Sufrí por esto. Pero mi madre fue muy amable – Dios sabe lo que hace
–, dijo y me animó.
– Pero, Lavinia, ¿cómo caíste en manos de un traficante de esclavos?
– ¡Oh! Señor, mi madre me dijo que, cuando nací, hubo un gran revuelo en la ciudad. Una enorme estrella, que parecía moverse, se detuvo en cierto lugar. La gente temía alguna desgracia, pero no pasó nada. Algunos sacerdotes estaban difundiendo la noticia que el Mesías nació en Belén.
– ¿Mesías?
– Sí, el Hijo de Dios que vino a la Tierra para salvarnos.
– ¿Salvarlos? ¿De quién? ¿De los romanos?
– No, salvo de nosotros mismos, vendría a poner orden en nuestra tierra.
Marco sonrió divertido.
– Una vez – prosiguió la joven – mi madre me lo reveló, me llevó al templo, para el registro necesario. Caminó allí, conmigo en mis brazos, cuando iba por el camino de barro, se encontró con un hombre que conducía un asno, sobre el cual estaba sentada a un lado una mujer que llevaba un niño en brazos. Ella se hizo a un lado para ceder el paso. Cuando estaban a punto de alcanzarnos, la mujer detuvo la montura. Y, mirando a mi madre, se dirigió a ella preguntándole sonriendo:
– ¿También recibiste un hijo?
Mi madre dijo que, ante esa dulce mirada, toda ella temblaba. Con dificultad respondió:
– Una hija, señora.
– ¡Oh! – dijo – ¿puedo verla?
Mi madre estaba avergonzada. Por la ropa pensó que era aquella mujer, nazarena, su hijo estaba envuelto en lino blanco, mientras que yo estaba en harapos. El hombre se acercó amablemente y me tomó de las manos de mi madre, levantándome hacia ella, quien mirándome me dijo:
– Que Dios la bendiga. ¿Cómo se llama?
– Lavinia, señora.
– ¿Cuándo nació?
– Han pasado ocho días.
– También mi Jesús. Hace ocho días. Como niña, estás fuera de peligro. Se cometerán muchos crímenes contra niños recién nacidos, de hasta dos años.
Mi madre no entendió nada. El hombre me devolvió a sus brazos y recogió nuevamente la cuerda que sujetaba al animal. Y la bondadosa mujer le pidió a mi madre que me diera un mensaje:
– Dile que los caminos de Dios a veces son tortuosos, pero que ella encontrará lo que busca
– y bendiciéndome, continuó su camino por el camino polvoriento. Mi madre dice que se quedó
