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A quien los dioses destruyen: Los rollos de Sertorio, #1
A quien los dioses destruyen: Los rollos de Sertorio, #1
A quien los dioses destruyen: Los rollos de Sertorio, #1
Libro electrónico451 páginas9 horasLos rollos de Sertorio

A quien los dioses destruyen: Los rollos de Sertorio, #1

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Información de este libro electrónico

"A quien los dioses quieren destruir, primero lo enloquecen" Roma - 97 a. C. Quinto Sertorio ahora se desempeña como legado en Grecia. Se supone que es una misión en tiempo de paz, pero Sertorio pronto descubre que hay más cosas bajo la fachada pacífica de la cuna de la democracia. Los ciudadanos romanos están desapareciendo. Se están esparciendo rumores de que hay una fuerza que opera en las sombras, empeñada en la destrucción de Roma. Sertorio y sus compañeros están decididos a descubrir quién está detrás de todo esto, pero rápidamente, el enemigo se pone a la ofensiva. Los amigos desaparecen. Hay ataques en la noche. Sangre en las calles. Sertorio no debe detenerse ante nada para sofocar esta gran conspiración antes de que incendie a la República.

IdiomaEspañol
EditorialVincent B. Davis II
Fecha de lanzamiento11 mar 2024
ISBN9798224824212
A quien los dioses destruyen: Los rollos de Sertorio, #1

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    A quien los dioses destruyen - Vincent B. Davis II

    A QUIEN LOS DIOSES DESTRUYEN

    VINCENT B. DAVIS II

    PRIMERA PARTE

    Rollo I

    El cuchillo hizo un corte profundo y la víctima no emitió gemido alguno. La sangre brotó y se filtró por las grietas del altar de mármol. La luz de la antorcha parpadeó con el viento e iluminó las manos del sacerdote.

    Hice un gesto a los hombres para que se mantuvieran firmes y avancé, acomodándome la capa debajo de la barbilla y luchando contra la ráfaga de viento.

    —¿Qué ves? —le pregunté al arúspice.

    Tenía las manos empapadas de sangre y separaba el hígado meticulosamente, inspeccionándolo en busca de la voluntad de los dioses.

    —¿Qué te parece?

    Asintió hacia las nubes grises en la distancia, que cubrían el sol del mediodía. Levanté la vista, anticipando el destello del relámpago de Júpiter o el estallido de un trueno.

    Me asomé por encima del hombro del sacerdote, como si fuera capaz de detectar alguna imperfección en el cordero sacrificado, pero solo me pareció un animal muerto.

    Él se volvió hacia mí y negó con la cabeza.

    —La voluntad de los dioses es incierta, excepto por una cosa: mañana no debes navegar. Neptuno lo prohíbe.

    —¿Es lo que te dice el hígado?

    Me lanzó una mirada torva.

    —Correcto, legado. Una tormenta caerá sobre ti, el azote de Tritón arrastrará a tus hombres a la perdición y estrellará tus barcos contra las rocas.

    No necesitaba que un sacerdote me dijera que se avecinaba una tormenta. Las nubes oscuras se movían velozmente y había la brisa cortante que siempre precedía a los chubascos. Los granjeros estarían contentos, sin duda, porque el invierno había sido seco. Pero nadie envidiaría a los que estuvieran en el agua.

    —Le transmitiré el mensaje al comandante. Gracias.

    Le hice una reverencia al sacerdote y me di la vuelta para irme, pero me agarró la muñeca con sus manos ensangrentadas antes de que pudiera descender del altar.

    —Tu comandante... es Didio, ¿verdad?

    —El procónsul Tito Didio es nuestro oficial al mando, sí.

    Me liberé, consciente de que la sangre caliente ahora corría entre mis dedos.

    —Es un hombre orgulloso. Un buen romano, pero orgulloso. No dejes que su arrogancia se convierta en soberbia. No permitas que su dignitas arrastre a tus hombres a la perdición. No debes navegar.

    —¿Qué debo decirle? —pregunté, frustrado.

    Después de todo, él era mi superior. Si quería partir hacia Grecia, ¡joder!, lo haríamos.

    —¿Debo decirle que perderá todo su ejército si lo hacemos? ¿Hay algún sacrificio que podamos hacer para apaciguar a los dioses? No puedo regresar a él con las manos vacías, con solo órdenes de permanecer inactivo.

    Negó con la cabeza, decepcionado.

    —No hay sacrificio que pueda hacer, y no perderá todo su ejército. La propiciación será quien se pierda en el camino. Dile a tu general que puede navegar si quiere, pero solo si está dispuesto a aceptar la pérdida que sufrirá. La sangre estará en sus manos.

    Levantó las suyas para ilustrar su punto.

    #

    Encontré a Didio en el Campo de Marte. Hasta entonces nuestras interacciones habían sido limitadas. No era un general como Mario, alguien a quien podías acercarte con cualquier cosa que consideraras necesaria.

    Didio esperaba que la cadena de mando se obedeciera al pie de la letra, y ni siquiera como legado podía interrumpirlo espontáneamente.

    Parecía complacido de contar con un veterano distinguido en su personal, pero dejó en claro que no seríamos amigos.

    Sin embargo, al menos en esta ocasión, había solicitado mi presencia.

    Caminaba entre las ordenadas filas de las tiendas de su legión con un pergamino en la mano, seguido por dos esclavos. Nunca había visto a un hombre escribir y caminar al mismo tiempo, pero Didio era completamente incapaz de quedarse quieto. Sostenía los pergaminos en un bloque de madera y firmaba cada uno, entregándolos por encima del hombro.

    Corrí detrás de ellos. El aroma del cuero, tan común en los campamentos romanos, llenó mis pulmones, tranquilizándome, aunque solo un poco.

    —Legado Sertorio, ¿qué dice el sacerdote? —preguntó sin levantar la vista.

    Me cuadré y saludé.

    —Señor, los auspicios no fueron buenos. Los presagios dicen que no debemos navegar hacia Grecia o sufriremos grandes pérdidas en el mar. Habrá tormentas.

    Ahogó una risita y miró el cielo amenazador.

    —Los dioses se comunica con ellos, ¿no es así? Los sacerdotes están tan iluminados.

    Negó con la cabeza.

    —¿Los hombres conocen los vaticinios?

    —Aquellos que estaban conmigo en el altar de Marte pueden haber escuchado por casualidad, pero aún no he anunciado nada. Quería que lo supieras primero y dieras instrucciones.

    —Hiciste bien.

    Continuó dando grandes zancadas, que tuve dificultad para replicar.

    —No informaremos a los hombres. Que esta carga sea solo mía y tuya. No hay necesidad de despertar los temores de los simples.

    —¿No les dirás, procónsul?

    Me esforcé para ver su expresión.

    Didio se detuvo y entregó su pergamino.

    Se acercó a mí y se cruzó de brazos. Se rumoreaba que fue un campeón de lucha libre en su juventud, y no era difícil de creer. Sus antebrazos eran gruesos y musculosos, su pecho ancho. Era una cabeza más alto que yo. Solo con su estatura era imponente, pero la frialdad de sus ojos grises podía impresionar a los hombres hasta someterlos.

    —Legado, no creo en los dioses, en presagios ni en auspicios. Y no creo que los dioses, si existieran, hablarían por medio del hígado de un cordero sacrificado. Y aquí estoy. El primero de mi linaje en ser nombrado Cónsul, un general triunfante en cada comando que me han asignado. Si hay dioses por ahí, legado, me dejan en paz. No me quedaré en Roma ni un día más de lo que hemos planeado, a pesar de lo que algún tonto sacerdote, medio ciego tenga que decir al respecto.

    Eso esperaba, pero su franqueza al blasfemar a los dioses me dejó atónito. Me imagino que había muchos hombres entre la élite de Roma que sentían lo mismo, pero muy pocos serían tan audaces como para expresarlo.

    —Entendido, procónsul —respondí.

    Creí escuchar un trueno en la distancia. A juzgar por las cabezas de los legionarios que nos rodeaban, no fui el único.

    —Estamos cerca de la temporada de guerra y tengo la intención de llegar a Grecia en las calendas de marzo.

    Reanudó su caminata, extendiendo una mano para pedir sus documentos.

    —¿No es esta una campaña en tiempos de paz, señor?

    Por supuesto que lo era, pero ya sabía que era un error asumir cualquier cosa con mi nuevo comandante.

    —Por ahora. No esperamos problemas con los griegos. Han sido sometidos por completo desde hace algún tiempo. Pero he trabajado muy duro para asegurar la rica provincia de Grecia que regresaremos a casa sin un triunfo, por lo que en algún momento tendremos que encontrar 5000 hombres que matar.

    —¿En una misión en tiempos de paz?

    No cuestioné a qué se refería con trabajar duro para asegurar su provincia... se suponía que eran ser sorteadas. Torció el cuello para chasquearlo, conteniendo mal su irritación por mi insolencia.

    —Correcto, legado. Mi último mando fue en Macedonia. Allí encontramos una tribu de réprobos que necesitaban ser borrados de la tierra. Ahora se están pudriendo en los campos de Pella y yo soy un triunfador. No volveré a Roma con menos que la última vez.

    Didio volvió a detenerse y me miró a los ojos.

    —Tu trabajo como mi legado es encontrar a los hombres adecuados para matar.

    Suspiré y fruncí los labios. Esperó, así que asentí.

    —Me alegro de que nos entendamos. Tú y tus barcos partiréis de Ostia mañana, al rayar el alba.

    Se cruzó de brazos.

    —Es inapropiado que el general viaje con sus hombres, así que partiré de Brundisium tan pronto como mi carruaje pueda llevarme allí. En mi lugar estará mi hijo, Publio. Cuidarás de él por mí, ¿no?

    —Por supuesto, procónsul.

    —Bien. Ha recibido su cargo de tribuno militar por méritos propios. En esta campaña lo consideraré un oficial de la legión más que mi heredero. Tendrá que ganarse todo por sí mismo, como hice yo. Aunque todo lo que hago es por ese chico. Me esfuerzo porque un día estará obligado a superarme. Mientras tanto, necesito buenos oficiales como tú para que le enseñen todo lo que debe saber.

    Este era el primer cumplido que me hacía, y no lo tomé a la ligera.

    —Entiendo, procónsul. Eres un buen padre. Yo también intento ser uno. Si de verdad estamos en paz con Grecia, me gustaría traer a mi esposa y a mi hijo por un tiempo, si me lo permites.

    Me miró por el rabillo del ojo y me dirigió una sonrisa de complicidad, la primera señal de humanidad que percibí en él.

    —Nuestras familias pueden ser nuestra perdición. Recuerda esto, legado: Agamenón conquistó Troya porque estuvo dispuesto a sacrificar a su propia hija por la victoria, aunque ella era inocente. Príamo vio a Troya arder porque se negó a sacrificar a su hijo, a pesar de que este se había equivocado.

    Negó con la cabeza.

    —Recuerda esto si alguna vez te conviertes en comandante. Debes ser frío y pragmático. Es lo mejor para tus legiones, tu carrera y, de hecho, para tu familia.

    Caminamos hasta una fogata donde varias mulas estaban sentados, cenando. Cuando lo vieron, se cuadraron y lo saludaron, pero él no les prestó atención y continuó firmando un documento tras otro. Finalmente, extendió su mano, a la que un legionario le entregó rápidamente una taza de agua.

    Bebió, cogió uno de los documentos y me lo entregó.

    —La comisión para los hombres que traerás a esta campaña. ¿Quiénes son?

    El documento tenía los nombres de L. Hirtuleyo, C. Herenio, Au. Insteyo y Es. Insteyo, junto con sus rangos.

    —El tribuno Lucio Hirtuleyo es uno de los mejores oficiales con los que he servido. Sirvió con distinción en la guerra contra los cimbrios y los teutones.

    Omití decirle que éramos amigos de la infancia.

    —El primus pilus Cayo Herenio tiene más de veinte años como veterano, y también sirvió con valentía y distinción en la guerra contra los cimbrios. Será invaluable en el entrenamiento de los nuevos reclutas.

    —¿Y los otros dos? Los gemelos Sabinos.

    Dudé y consideré si debía ser honesto. Aulo y Espurio Insteyo crecieron con Lucio y conmigo. Habíamos sido inseparables, los cuatro. Todos estudiamos con el mismo tutor y jugamos los mismos juegos. En los años transcurridos desde que partí hacia Roma, ambos habían servido como magistrados locales en nuestra ciudad natal de Nursia, pero ninguno había tocado una espada.

    —Viejos amigos.

    Él arqueó una ceja.

    —¿Y eso es todo?

    —Correcto, señor. Son buenos hombres y se convertirán en buenos oficiales. Servir a Roma me ha dejado poco tiempo para el compañerismo, por lo que me he visto obligado a traer a mis amigos.

    Él clavó sus ojos en los míos y me negué a apartar la mirada hasta que esbozó una sonrisa.

    Vertió un poco de agua en su mano y la frotó sobre el cortísimo pelo blanco dorado de su cabeza.

    —La mayoría de mis oficiales vende puestos al mejor postor, así que no puedo culparte por traer a algunos hombres de tu confianza. Siempre y cuando entiendas que eres responsable de ellos.

    Me señaló.

    —Absolutamente, señor... por supuesto.

    —Dámelo, entonces. Lo firmaré.

    Garabateó su firma y se lo pasó a su esclavo.

    —Vuelve con tu legión. Si alguien pregunta por la aruspicina dile que los resultados fueron favorables.

    Se me cayó el alma a los pies.

    —El deber exige que no mienta, señor —repliqué con toda la confianza que pude.

    Puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

    —Entonces tose y mira en otra dirección o algo así. Pero zarparás mañana, junto con todos tus hombres. Los llevarás a punta de espada a la nave si es necesario, pero al despuntar el alba, levaréis anclas. ¿Entendido?

    —Entendido, procónsul.

    —Puedes retirarte, legado.

    #

    Esa noche, llevé a Arrea a la azotea, con dos sillas y un ánfora de vino. Nos sentamos en el borde de la terraza y contemplamos la ciudad. La luz de las antorchas iluminaba los escalones del templo al pie de la colina. Una suave brisa las hizo parpadear.

    Permanecíamos en un cómodo silencio, tenía la mano aferrada a la de ella. Solo había una cosa en nuestras mentes: mi partida a la mañana siguiente.

    —¿Puedo volver a llenar tu copa, amor? —pregunté.

    —Aún tengo.

    Hizo girar su copa para demostrarlo.

    —Las rosas empiezan a florecer. Tal vez el verano llegue antes de lo que esperábamos —comenté, inspeccionando las macetas que Arrea había plantado en el techo unas semanas antes.

    Me soltó la mano, juntó las rodillas al pecho y las rodeó con los brazos.

    —¿Necesitas otra manta?

    —¿Cuánto tiempo crees que estarás ausente?

    La luz de la luna brilló en sus ojos cuando miró a los míos. Su cabello estaba desordenado por una noche de preparar mi partida, pero se veía tan preciosa como el día que me casé con ella. Fijé la mirada en sus labios, y me pregunté cómo me las arreglaría para estar lejos de ellos por tanto tiempo. Todas mis ambiciones y sueños parecían tontos y sin sentido cuando la miraba. ¿Valía la pena estar lejos de ella durante tanto tiempo?

    Suspiré y me recordé por qué acepté la comisión.

    —No lo sé. Podría ser un año o podrían ser diez. Espero que sea lo primero. Grecia ha estado libre de conflictos durante años.

    Se estremeció.

    —Diez años... Gavio tendrá casi la edad que tienes ahora cuando regreses.

    —Como dije, amor...

    —Sabía lo que me esperaba cuando me casé contigo, Quinto. No necesitas darme explicaciones.

    Se puso de pie y se dirigió a la balaustrada.

    —Solo me preocupo.

    —¿Por? Puedes hablar con franqueza.

    Dejé mi copa de vino.

    —Hemos trabajado muy duro para traerte a casa. Y me preocupa que cuando vuelvas, la campaña te acompañe. Temo esa ira y la bebida y...

    —Lo sé. Confía en mí, Arrea, lo sé.

    Me puse de pie y envolví mis brazos alrededor de su cintura.

    —Yo también lo temo. Pero no voy a dejar que eso suceda. ¿Qué penas tengo que ahogar, eh?

    Le pellizqué el costado para hacerla sonreír.

    —Estoy casado con una mujer encantadora, tengo grandes amigos para hacerme compañía, un buen hijo. Fortuna me ha bendecido. Y no permitiré que mi alma vuelva a descarriarse.

    Se giró y me rodeó el cuello con los brazos.

    —Oh, Quinto. Te echaré de menos.

    Cerré mi ojo e inhalé el aroma de su cabello.

    Puse un dedo en su barbilla y la levanté para que me mirara. Me acarició el rostro antes de que le susurrara:

    —Recordaré cómo eres ahora y recordaré este momento hasta que regrese.

    —Debes volver a casa, Quinto. Te necesito. ¿Me oyes?

    —Sí.

    —No, lo digo en serio, Quinto. Nada de heroísmo. No hagas nada que tengas que lamentar. Ve y sirve y luego vuelve a mí sano y salvo, como el hombre que eres ahora. Porque amo al hombre que eres ahora mismo.

    —Lo prometo, Arrea.

    —Tengo algo.

    Sacó una bolsa de cuero y me la entregó. Dentro había un anillo de sellar, de oro, con la imagen de un águila. Lo conocía bien. Mis ojos brillaron.

    —Tu madre me dijo que te lo diera antes de que te fueras. Dijo que ha sido tuyo desde que tu padre murió, pero... lo ha estado guardando todo este tiempo.

    —¿Sabes lo que es?

    —Un anillo de sello, ¿no?

    —Sí, pero es mucho más que eso.

    Le di la vuelta entre mis dedos, la luz de la antorcha brilló en sus bordes pulidos.

    —Hace años, mi tribu ancestral luchó contra los romanos. Cuando perdimos la guerra, los romanos quedaron tan impresionados por nuestra valentía y coraje que inmediatamente decidieron formar una alianza y hacernos parte de su República.

    Me perdí en mis pensamientos por un momento mientras probaba el ajuste. Se fijó perfectamente en mi dedo, como lo había hecho en el de mi padre. Siempre me había parecido tan grande cuando era niño y me sorprendió que me quedara bien ahora.

    —¿Qué tiene eso que ver con el anillo?

    —El general romano le dio este anillo a mi antepasado como muestra de paz y amistad. Es probable que valga más que esta casa.

    —Eso es increíble, Quinto. No tenía idea de que fuera tan importante —dijo, pero sabía que no podía entender cuánto significaba para mí. Nadie podría, salvo, quizás, mi madre.

    —Puedes usarlo para sellar cada carta que envíes a casa.

    —Lo haré. Gracias, Arrea.

    Me incliné hasta que mis labios se encontraron con los suyos.

    Y debido a que a Mercurio, dios de las travesuras, le encanta arruinar momentos como este, Gavio y Apolonio subieron corriendo las escaleras.

    —No puedo dormir, pater —dijo Gavio, su voz era cada día más grave. Si fuera como su padre y como yo, pronto le crecería su primer vello en la barbilla.

    —Intenté detenerlo —dijo Apolonio—. Exigió hablar contigo.

    La amistad entre Gavio y yo había crecido en los últimos dos años, desde que Arrea y yo nos casamos. De niño se había aferrado a Arrea, pero a medida que se hacía mayor, más confiaba en mí.

    —Acompañadnos.

    Solté a Arrea y les hice señas hacia nosotros. Vertí un poco de vino en una copa y se la di a Gavio.

    —¿Qué es lo que te causa insomnio?

    —Es la luz de la luna. Es demasiado brillante —dijo, tomando un pequeño sorbo ya que aún no le gustaba el sabor. Esperaba que así continuara.

    —Amo Gavio —dijo Apolonio, con las manos en la cintura—, te he dicho que cierres esa ventana por la noche. Eso debería bastar.

    La intuición de un padre me indicaba que la luna no era la causa. Gavio temía el mañana.

    —Ven aquí, muchacho.

    Acomodé a Gavio entre Arrea y yo.

    —Apolonio, coge una copa para ti también. Esta es una noche de celebración.

    —¿Qué hay que celebrar? —cuestionó Gavio—. La Quirinalia no es sino hasta la próxima semana.

    Ver crecer a un niño es increíble. En cada palabra, en cada movimiento, podía ver matices de otros. Tenía el porte pragmático y serio de Tito, y quizás la tristeza de su madre. Tenía el espíritu amable y la resolución de Arrea, y compartía mi sentido del humor y mi buena apariencia, o al menos eso me decía yo. Me alegraba escucharlo repetir términos o frases que había aprendido de mí.

    —Esta noche es especial, porque es tu última noche como niño. Mañana te conviertes en un hombre —dije, recuperando mi copa de vino.

    —No he recibido mi toga virilis, padre. ¿Has bebido demasiado?

    Arrea mostró una risa furtiva.

    —La toga virilis es solo un símbolo de hombría. Pero muchos niños se convierten en hombres antes de tiempo porque el Destino lo exige. Y este es un momento así.

    Todos me miraron con escepticismo.

    —Mañana me voy a Grecia, y tu viejo y cascarrabias tutor, Apolonio, me acompañará. Así que mañana serás el pater de esta casa. Tendrás que proteger a tu madre...

    —Y obedecerla también.

    Arrea sonrió.

    —Bueno, sí. Por supuesto. Obedecer a las mujeres es parte de la masculinidad. —Me incliné más cerca de él—. Créeme.

    Arrea me pinchó en las costillas.

    —En ocasiones, tal vez tengas que responder ante los clientes de tu padre —agregó Apolonio. Gavio abrió los ojos desmesuradamente.

    —Tiene razón —dije—. Y tendrás que visitar a tu abuela en Nursia para asegurarte de que no se sienta sola. ¡Ah, y trabajar con mi caballo!

    —Lo haré, pater —dijo Gavio, irguiendo los hombros.

    —Bueno, entonces levantad vuestras copas.

    Levanté la mía.

    —¡Por Gavio!

    Repitieron y escanciaron sus copas. Echaría de menos este momento cuando estuviera en Grecia. Le revolví el pelo.

    —Ahora, vete a dormir y danos a tu madre y a mí un poco de privacidad.

    Hizo una mueca pero permitió que Apolonio lo condujera de regreso a la Domus.

    —Se parece tanto a ti —dijo Arrea.

    —Entonces, esperemos que algún tiempo separados lo haga más como tú. Si hubieras nacido hombre, ya serías cónsul —dije en broma, pero su sonrisa se desvaneció.

    —Esperemos que no sea muy largo.

    La rodeé con el brazo y nos quedamos en silencio, contemplando la ciudad mientras las antorchas del templo se apagaban una por una.

    Rollo II

    Nos acercamos a los muelles de Ostia cuando aún estaba oscuro. Un solo faro iluminaba nuestro camino y a los barcos que nos esperaban.

    —Nos escribirás pronto, ¿verdad? —preguntó Arrea y colocó sus dos manos suaves alrededor de las mías.

    —Claro, cariño. Tienes mi palabra.

    —¿Y estarás a salvo?

    —Apolonio me protegerá.

    Hice un gesto a mi amigo y liberto, quien guiñó un ojo a Arrea y al pequeño Gavio. No había dicho mucho en nuestro camino a los muelles, probablemente estaba más nervioso por el viaje de regreso a su tierra natal de lo que había pensado anteriormente.

    —Buenos días —dijo Lucio Hirtuleyo al acercarse, frotándose los ojos con cautela.

    —Un buen día para un viaje por mar —dije mientras besaba a Arrea en ambas mejillas.

    —En mi opinión, es demasiado temprano para estar despierto. Pero si me veo obligado a levantarme, bien podríamos estar navegando en el Mare Nostrum.

    No le había contado a Lucio sobre la aruspicina. Era tan tradicional y supersticioso como cualquier romano y la verdad lo asustaría.

    —¿Cuál es el tuyo, pater? —preguntó Gavio, fascinado por los barcos y sus velas que ondeaban con en el viento matutino.

    —Si eres el legado Sertorio, es este —intervino un viejo marinero, acercándose a nosotros.

    —Soy yo —respondí, extendiendo mi mano—, ¿y tú eres?

    —Capitán Municio. Este es mi barco —dijo. Tenía un atractivo bastante tosco hasta que sonrió, revelando los dientes podridos.

    —¿Cómo están las aguas, capitán? —preguntó Arrea.

    —Esta es mi esposa, Arrea —dije.

    —Me complace conocer al hombre que mantendrá a salvo a mi esposo —dijo ella con una reverencia.

    —Sí. Lo haré. Las aguas estarán picadas, así que prepárate para el viaje. Pero llegaremos bien. He navegado en temporada de guerra durante casi treinta años y aún no he perdido un barco. Lo llevaré allí, señora.

    Inclinó la cabeza y le besó la mano. Ella se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Debió ser bastante divertido, ya que soltó una carcajada e interrumpió la tranquilidad matutina.

    —¿Te importaría explicar? —le pregunté a mi pícara esposa.

    El capitán levantó las manos en fingida rendición y se alejó.

    —Le dije que el agua te causa pavor, mi amor.

    Sonrió maliciosamente.

    Negué con la cabeza y me reí. La extrañaría mucho.

    —Iba a enterarse cuando vacíe mi estómago en el mar durante dos semanas. No había necesidad de estropear la sorpresa.

    Las campanillas tañeron en la bahía.

    —¡Los primeros en abordar! ¡Los primeros en abordar!

    —Me temo que somos nosotros, amor. —Me incliné y besé sus labios, saboreándolos—. Nos veremos pronto.

    —¿Lo juras?

    —Por los fuegos de Vesta.

    Me volví hacia Gavio y lo abracé.

    Había crecido como la mala hierba desde que Arrea y yo nos casamos. Ya no necesitaba arrodillarme, ni levantarlo. Supuse que sería tan alto como yo cuando volviera.

    —Adiós, pater —dijo.

    Gavio era el hijo de Tito, porfiado y duro. Hizo todo lo posible para despedirme frente a mis hombres con el adiós más estoico y respetuoso que pudo, pero pude ver el brillo de las lágrimas en sus ojos.

    —Adiós, mi niño. —Besé su cabeza y alboroté su cabello—. La próxima vez que me vaya a la campaña, me imagino que cabalgarás junto a mí —dije y su rostro se iluminó con orgullo.

    —¡Los primeros en abordar!

    —Ya oímos, viejo bastardo —gruñó Lucio mientras se ajustaba el penacho de crin e intentaba parpadear para despertarse.

    —Lucio, me temo que te estás convirtiendo en un anciano ante mis ojos —le dije y Apolonio soltó una risita.

    —Me temo que tú has sido un anciano desde que éramos niños.

    —Puede que tengas razón.

    Nos alineamos con el resto de los hombres, que previamente fueron identificados como los primeros en abordar. Navegaríamos en quinquerremes, cada uno de los cuales podía albergar a cuatrocientos veinte hombres. Después de incluir trescientos remeros y veinte tripulantes de cubierta, solo hay espacio suficiente para unos cien soldados. La legión bajo mi mando tenía 4.000 nuevos reclutas, así que puedes aplicar matemáticas para determinar la gran cantidad de barcos que necesitaría nuestra expedición. Solo tres barcos podían alinearse uno al lado del otro en el puerto, y nos amontonamos en la rampa del barco de Municio en el centro.

    —Tendremos que ponerle un nombre —dijo Lucio.

    —¿A quién? Me temo que no te entiendo —dijo Apolonio.

    —A la nave. Todo barco debe tener un nombre.

    —Creo que la llamaré Medusa —dije mientras nos apretujábamos.

    —¿Por qué? ¿Porque petrificará a nuestros enemigos? —preguntó Lucio.

    —No. Porque me petrifica.

    —No me importa lo que tenga que hacer para llegar a Grecia. Es mi primera oportunidad de ganar algo de gloria —dijo él.

    Era tribuno laticlavio de la Decimoséptima legión, pues la Cuarta a mi mando ya tenía uno alistado. Ciertamente habría una oportunidad para la gloria, pero no estoy seguro de por qué la querría.

    —La gloria no vale la pena, amicus, te lo aseguro.

    Negó con la cabeza.

    —Es fácil para ti decirlo.

    Noté algo diferente en sus ojos, algo que nunca antes había visto.

    —Ya la has alcanzado. Quizás diré lo mismo cuando tenga algo de gloria propia, pero antes, debo adquirirla.

    Estaba a punto de responder cuando un grito desde los muelles atrajo nuestra atención.

    —¡No se olviden de nosotros, bastardos!

    Estaba demasiado oscuro para ver a los hombres amontonándose detrás de nosotros, pero ya sabía quiénes eran: mis compañeros de infancia, los gemelos Insteyo, rezagados, como de costumbre.

    Intenté ocultar mi sonrisa y miré hacia el sol que acababa de asomar sobre el océano en el este.

    —Temía tener que navegar sin vosotros.

    Negué con la cabeza con fingida decepción.

    —Espurio me llevó al muelle equivocado. Abordamos y estábamos a medio camino de Sicilia cuando nos dimos cuenta de que era el barco de un viejo pescador —dijo Aulo respirando con dificultad mientras Lucio y yo los abrazábamos.

    —Bueno, me alegro de que hayáis regresado a tiempo, camaradas. Grecia no sería lo mismo sin vosotros —respondió Lucio, animándose por primera vez esa mañana.

    —Tienes razón. Grecia nunca volverá a ser la misma después de que Aulo se apodere de ella.

    Espurio rio, el aprecio que sentía por su hermano gemelo era evidente en la mirada que intercambiaron.

    —Llaman a Sertorio... lo siento, al legado Sertorio... el Héroe del Norte. Bueno, por las tetas de Juno, a mí me llamarán el

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