Mercurio El Negociador - Acto I
Por David Sánchez
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Mercurio El Negociador - Acto I - David Sánchez
Mercurio, el negociador: acto I
David Sánchez
ISBN: 978-84-19198-38-9
1ª edición, agosto de 2021.
Editora Autografia Edição e Comunicação Ltda.
Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona
www.autografia.es
Reservados todos los derechos.
Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.
Índice
Acto I:
El Capricho de Dante
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
Entreacto:
Las Lágrimas de Marsella
Agradecimientos
A los que nos cuidan desde arriba.
Acto I:
El Capricho de Dante
I
Y no pudo ser. Nunca tuvo la certeza de que pudiera haber sido, pero ahora que la sangre le pintaba la cara, sabía que no iba a poder ser. No podía culparlo a él, al fin y al cabo, su acero había sido más rápido y eficiente, y más letal. Tampoco podía, ni quería, culparla a ella, la mujer no tiene más culpa que nacer bella, es el hombre el que se encapricha, y acaba obseso por corazones que no le corresponden. Nadie tuvo la culpa… si acaso, el desalmado destino, que los cruzó a los tres en el mismo momento y en el mismo lugar, cuando uno sobraba. Ya le habían aconsejado que se olvidase de ella, hacía unos meses, pero el amor es caprichoso e inconsciente.
— No eliges de quien te enamoras —chillaba, mientras el Chianti danzaba en su copa.
— No tiene nada que ver con lo que estoy intentando decirte.
— Deja de decir sandeces, Filippo, ¿Cómo va a ser eso?
— Está claro, Albert, es, de hecho, bastante sencillo de comprender. Imagina que yo estoy locamente enamorado de Josephine, la que fuese esposa de Napoleón, pero no puedo estar con ella —replicó Filippo.
— Es mayor, incluso para ti —se burló Dante.
— ¿Y por qué no vas a estar con ella? —se quejó Albert—. Si ambos queréis…
— Ahí reside el problema, mi buen Albert, aquí, nuestro Casanova
, no sabe si ella lo corresponde.
— Ah, que agorero eres, Filippo.
— Es verdad, Dante —replicó Filippo—. Siempre acaba pasando lo mismo, tú te enamoras de alguien, la rondas un poco, y al final me toca levantarme al alba para sujetar tu pistola o tu espada. Yo no voy a apadrinarte en más duelos, Dante.
— Va, Filippo, no seas así, no todos tienen que acabar en duelo… alguna habrá que le querrá —dijo Albert, mirando a su amigo Dante.
— Sí, claro, como con la última… —Filippo se rascó el mentón—. Lyss, era su nombre, ¿no?
— ¡Me hacía ojitos, Filippo! Nadie va a la ópera a hacer ojitos —se defendió Dante.
— ¡Era una prostituta Dante!, iba acompañada de un señor bastante importante, no sé cómo no te diste cuenta. —Filippo puso los ojos en blanco—. Tú, que tan buen olfato tienes para los negocios, eres un imbécil para todo lo demás.
— ¡Mira, Filippo, no voy a permitir que me alecciones y me faltes al respeto, por mucha sangre que compartamos!
Dante se puso en pie y golpeó fuertemente la mesa, haciendo que el vaso de Chianti se precipitase y se hiciese añicos, desparramando todo el líquido por el empedrado suelo. Filippo también hizo el amago de levantarse, aunque fuesen hermanos, les encantaba pelear entre ellos. Siempre habían tenido esa rivalidad por ver quién era el más apto de los dos.
— Dante, deberías respetar a tus mayores —resopló Filippo, al darse cuenta de que había alertado a todo el bar.
— Filippo, que seas dos años mayor que yo, no quiere decir que seas mejor —bufó el hermano menor—. Simplemente eres más viejo.
Filippo esta vez sí que se levantó. Ya estaba cansado de que su hermano le faltase continuamente al respeto, y continuamente pusiese en tela de juicio sus decisiones, aunque su padre lo había nombrado su sucesor. Dante no había tomado de buena gana esa decisión, pues en su arrogancia desmedida creía que él era el merecedor de aquel privilegio.
— ¡Ya está bien! —chilló Filippo, cruzándole la cara de una bofetada a su hermano—. Padre me eligió a mí, porque soy el mayor, y porque soy diez mil veces más responsable que tú. Puede que seas un gran negociante, el mejor desde Damasco hasta Algeciras, y más allá, pero que no se te olvide ¡Yo soy tu hermano mayor, me debes respeto!
Dante no sabía qué hacer. Apretaba los puños, lleno de rabia, y se mordía el labio. Todo su cuerpo temblaba por la tensión del momento. Odiaba que Filippo tuviese razón, pero en ese momento la tenía. Últimamente había estado un poco más rebelde para con su hermano mayor, pero la verdad era que la decisión de su padre lo había decepcionado. Él pensaba que su anciano
padre iba a dejarle a cargo del negocio familiar y de los barcos, pero había sido Filippo el elegido. Lo entendía perfectamente, a fin de cuentas, su hermano estaba más preparado y familiarizado con la parte administrativa del negocio, pero no dejaba de decepcionarle aquella decisión.
— Dante, no quiero ponerme duro contigo, a fin de cuentas, eres mi único hermano, pero hay momentos en los que sobrepasas mi límite —se disculpó Filippo, tendiéndole la mano.
— ¡Eh, que me parece excelente que los hermanos se reconcilien, pero a mi quien me va a pagar las pérdidas de la tasca! —gritó un orondo mesonero, saliendo de la puerta de la cocina.
— Vamos hombre, han sido un par de vasos, tampoco es para tanto —repuso Filippo.
— No dejan de ser pérdidas —insistió el mesonero, saliendo de detrás de la barra y acercándose a ellos.
— Tampoco es para ponerse así, mi buen señor —comenzó Albert, intentando ablandar el corazón de aquel tipo, con buenas palabras—. Ha sido una pequeña trifulca entre hermanos, nada más.
— ¡Mira retaco, he dicho que me paguéis las pérdidas, ahora! —agarró a Albert por el cuello, y se llevó la mano al cuchillo jamonero que llevaba en la cintura—. ¿Me he expresado con claridad?
— Transparente —respondió Albert, forcejeando con la gran mano de aquel hombre.
— ¡Déjese de estupideces! —bramó Dante, aún con el calentón en el cuerpo—. ¿En serio cree que vamos a gastarnos el dinero en la tasca de un cerdo puesto a dos patas?
— ¿Qué me has llamado, mocoso? —el mesonero, que estaba amenazando a Albert con el cuchillo, pasó a apuntar a Dante.
— Cerdo, te he llamado cerdo —resolvió Dante, apartando el cuchillo de su cara.
El mesonero montó en cólera y lanzó a Albert, mientras empezaba a perseguir a Dante. El joven empezó a correr por entre las mesas, volcándolas todas, ante los chillidos y cuchilladas al aire del mesonero. El hombretón parecía un jabalí, saltando sobre las sillas y espantando a todos los clientes de aquella taberna. Los tres amigos salieron corriendo de allí, alternando la vista entre el empedrado de la calle y la puerta de la taberna en la que estaban. No se detuvieron hasta llegar al puerto, donde estaba anclado el barco de los dos hermanos.
Estaban seguros de que no les había seguido, aunque viendo la facha de aquel orondo mesonero, posiblemente no les hubiese aguantado el ritmo. Aun así, los tres reposaban jadeantes a la luz de los faroles que alumbraban el puerto, recobrando lentamente el aliento. El joven mercader empezó a reír.
Dante era un chico joven, con veintiún años. Enérgico y arrogante, ligeramente resabiado y curioso, con cierto desmán en el tema amoroso, pero bastante confiado. No era muy alto, rondaría el metro setenta y cinco, ni tampoco estaba excesivamente gordo, ni demasiado delgado. Tenía los ojos muy negros, ligeramente entrecerrados y en constante movimiento. Era bastante coqueto con su aspecto, incluso narcisista, por lo que siempre intentaba pasar por una barbería cada vez que desembarcaban. Llevaba el pelo perfectamente peinado y recogido en un pequeño moño detrás de su cabeza, además de la barba completamente afeitada, dándole un aspecto galante, que sabía explotar a la perfección.
Junto a él, su hermano Filippo, apoyado en unos cajones de madera. Era joven también, con la cabeza cuadrada y el pelo cortado a cepillo, totalmente diferente a su hermano. Era un poco más alto que él, con la espalda muy ancha y la cintura bastante delgada. De cabello oscuro y piel pálida, en contraste con la atezada piel de su hermano. Sin duda alguna, era el más alto y delgado de los tres. Un hombre sereno y reflexivo, no le gustaba tener que repetir el trabajo, por eso era muy meticuloso y determinado. Al contrario que su hermano, Dante, que era una persona bastante pasional e impulsiva a la hora de atender sus faenas.
Por último, estaba Albert, tirado en el suelo, recobrando el aliento. Era bajito y rechonchete, con el cuello muy pegado a los hombros. Tenía el pelo rubio, los ojos claros, y la cara redondita. Los labios muy estrechos, aunque ligeramente remarcados con alguna especie de pote, de esos que se aplicaban las mujeres, y un lunar postizo sobre el labio superior. Era miope, así que siempre llevaba puestos unos impertinentes con la montura dorada. Iba perfectamente afeitado, y era el único de los tres que llevaba ropa ligeramente elegante
, frente a las ropas más humildes que vestían los hermanos. Era una especie de intelectual marsellés, aunque aún le quedaba un largo camino para poder medirse con los intelectuales de la época, como Rousseau o Voltaire. Además, era un acérrimo defensor del Marqués de Sade y su obra.
— Maldita sea, Dante, cualquier día moriremos por tu bravuconería —lo regañó Filippo—. Debes empezar a sentar un poco la cabeza, hermano, ni padre ni yo estaremos siempre para sacarte las castañas del fuego.
— Cállate, Filippo, no digas esas cosas… agorero – respondió Dante, echando la vista al cielo—. El destino nos deparará grandes fortunas, como a los Polo.
— Dante, aún eres un crio.
— Albert es más crio que yo, ¿Por qué a él no le dices nada? —gimoteó el menor de los hermanos.
— Albert está más centrado que tú en la vida, hermano —miró a Albert, que aún resoplaba, tirado en el suelo—. No mucho más, pero sí un poco.
Rieron. Albert se levantó costosamente, maldiciéndose por el mal estado de forma en el que se encontraba. Dante hizo una broma que su amigo
