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Cambio de planes - Hernán Góngora
Cambio de planes
Hernán Góngora
Góngora, Hernán
Cambio de planes / Hernán Góngora. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2019.
78 p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-987-4116-27-7
1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Literatura. 3. Cuentos. I. Título.
CDD A863
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
ISBN 978-987-4116-27-7
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Impreso en Argentina.
El mensaje
"Como un poema enterado
del silencio de las cosas
hablas para no verme"
18, Alejandra Pizarnik
Roli tenía los piecitos negros. Eran negros como el barro que rodeaba su casa. La arcilla oscura, pegajosa, fluía entre sus dedos desnudos a cada paso y pintaba el empeine con su color. Llovía con frecuencia, pero vivir en el basural tenía sus ventajas: Roli y su familia eran los primeros en escarbar entre las montañas de basura que traían los camiones desde la ciudad. Solo necesitaban espantar las ratas y los perros flacos que competían por el botín. Hacía tiempo que no calzaba zapatillas, ya no se encontraban entre los residuos. La crisis también reducía la calidad de la basura.
Roli siempre tenía hambre. Los parásitos, que se alojaban en su pequeño intestino desde su nacimiento, no se conformaban con la cantidad de comida que ingería diariamente. Estaba vivo de milagro. Algunos hermanitos suyos no habían tenido la misma suerte. Los vivos eran doce y se refugiaban de la intensa lluvia en ese ranchito del basural. Dormían sobre unos colchones agujereados, envueltos con un plástico para protegerlos del agua que filtraba por todos lados. Techo, paredes, aberturas, piso. Por todos lados. Todo se mojaba. Todos se mojaban. Vivian empapados. A veces era preferible estar afuera que adentro. Pero en invierno la casita los resguardaba del frío y entonces era preferible adentro.
Todas las mañanas, la Gladis los despertaba temprano a los gritos. Y Roli era el primero en levantarse. Era el más disciplinado de todos. Cuando la Gladis pedía algo o daba alguna orden, Roli era el más dispuesto a satisfacerla. Aunque no recordaba si alguna vez le había hablado a él, solo a él. La Gladis gritaba su orden al montón, y los hijos o nietos tenían que ejecutar su orden, porque todo era motivo de enojo. ¡Y cómo se enojaba! No les gustaría saber cómo se enojaba.
Cuando la Gladis necesitaba cigarrillos, Roli siempre caminaba los dos kilómetros hasta la Terminal para comprarlos. Él estaba siempre dispuesto a ir. Ocasionalmente sobraba alguna moneda, con la que podía comprarse caramelos y entonces Roli era feliz.
A la mañana, los hermanos más grandes lo alistaban con alguna ropa que lo abrigara del frío y lo pateaban para que se apurara. Siempre lo pateaban. No parecían hacerlo con maldad. Simplemente lo hacían porque Roli vivía en babia, como decía la Gladis. No prestaba atención. Se distraía con cualquier cosa. Cosas de poca importancia, como un perro moviendo la cola o un pajarito picoteando los restos de una bolsa. Y le decían tarado porque no sabía ni contar el dinero. Pero sí sabía que una moneda chica le alcanzaba para dos caramelos y una moneda grande para un montón. Pero Roli los quería igual. Eran lo único que tenía.
Hasta que cumplió los 3 años, se solía mear mientras dormía. Entonces los hermanos lo arrastraban de los pelos hasta afuera, y con bastante frecuencia, terminaba durmiendo con los perros. Era un cachorrito más. La perra le lamía las lágrimas y él sonreía, se acurrucaba y se dormía de nuevo entre los cachorros, sus otros hermanos.
Ese domingo Roli era el primero en despertarse. Sabía qué día era porque la Gladis no estaba. Todos los sábados a la noche la venían a buscar unos amigos y aparecía al día siguiente con alguna ropa nueva. Una vez, la Gladis desapareció una semana y cuando volvió le trajo un chupetín. Roli lo relamió lentamente hasta terminarlo. Disfrutó tanto ese momento, que guardó el palito como recuerdo.
Esa mañana escuchó ruido de motores en el basural, pero los domingos los camiones no entraban. Se acercó al camino y detrás de la montaña de residuos observó esos autos. Roli pensó que podían ser policías, pero no tenían sirena y además no estaban golpeando a nadie. Eran personas bien vestidas. Los hombres tenían traje y las mujeres unas polleras largas hasta los tobillos y el cabello recogido. Una de las señoras se acercó a Roli y amablemente le preguntó:
—Hola, ¿está tu mamá? –Roli sin hablar, le dijo que no.
—¿Estás solito? –otra vez negó con la cabeza.
—¿Y dónde están los demás? –finalmente rompió el silencio.
—Durmiendo.
—Ah bueno… porque nosotros queríamos hablar con toda la familia… somos cristianos… venimos a traer el mensaje de Dios.
—¿Y quién es ese? –preguntó Roli.
—¿No lo conocés?... es el creador de todos y de todo.
—¿Usted lo conoce? –la mujer se sorprendió por la pregunta. Sonrió y miró a los otros que compartían esa mueca amable dirigida a brindar confianza a los demás. Sonreían con complicidad. La mujer finalmente respondió:
—Sí, lo conozco, él me protege todos los días y a él le agradezco por estar viva y por el pan de cada día.
—¡Qué rico!… pan –dijo Roli —¿tendrá pan para mí? … Y si puede… también un chupetín —La señora sonrió amablemente y le entregó un caramelo que sacó de su cartera.
—Tomá… te lo envía Dios –Roli lo agarró con rapidez, quitó el papel que lo envolvía y comenzó a masticarlo con desesperación. La señora un poco incómoda, siguió sonriendo.
—¿Tendrá algo más?… digo … ese dios
—No, ahora no… pero si vos y tu familia vienen a la iglesia, seguro tendrá algo más
