Los miserables
Por Victor Hugo
4.5/5
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Así, Jean Valjean se ve obligado a cambiar varias veces de nombres, es apresado, se fuga y reaparece.
Al mismo tiempo, debe eludir al comisario Javert, un policía inflexible que lo persigue convencido de que tiene cuentas pendientes con la justicia.
El enfrentamiento entre ambos se produce durante las revueltas de 1832 en París, donde, en las barricadas, un grupo de jóvenes idealistas planta cara al ejército en defensa de la libertad.
Y, entre todo ello, historias de amor, de sacrificio, de redención, de amistad.
El progreso, la ley, el alma, Dios, la Revolución Francesa, Waterloo, el idilio amoroso, la prisión, el contrato social, las barricadas de 1832, el crimen, las cloacas de París… todo tiene cabida en esta monumental novela.
Y, como su título indica, todo gira en torno a la palabra "miserable", pues Víctor Hugo distingue entre los miserables hijos de la degradación material, aquellos que nada tienen salvo su dignidad, y los miserables producto de la degradación moral, a los que ya nada les queda, pues han perdido incluso aquello que les hace personas: su humanidad.
Ambos tipos de miserable giran en un fantástico torbellino, los unos luchando denodadamente por avanzar hacia la luz, los otros deslizándose sigilosamente hacia las tinieblas, que siempre, en el fondo, tienen un origen que hay que ir a buscar lejos de quien las sufre.
Una de las mejores novelas de todos los tiempos.
Victor Hugo
Victor Hugo (Besançon, 1802-París, 1885) es quizá el escritor más representativo de las letras francesas del siglo xix. De vocación temprana, comenzó su andadura literaria con Odas y poesías diversas (1822), su primera obra poética. Muy pronto fue considerado el jefe de las filas del Romanticismo francés y sus obras encontraron un reconocimiento generalizado debido, fundamentalmente, al virtuosismo de su prosa y a la elección de unos argumentos en los que se entremezclan a la perfección lo misterioso y sobrenatural con la denuncia social más inteligente y certera. Entre sus obras más destacadas se encuentran Las orientales (1829), Nuestra señora de París (1830), Ruy Blas (1838), Los miserables (1862) o Los trabajadores del mar (1866), además de un buen número de obras teatrales, poemas, ensayos históricos y discursos políticos. Victor Hugo murió el 22 de mayo de 1885 a causa de una pulmonía. Su ataúd permaneció durante varios días bajo el arco del triunfo, donde se dice que fue visitado por cerca de tres millones de personas.
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Comentarios para Los miserables
4,604 clasificaciones140 comentarios
- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5
Nov 19, 2019
I know this is a classic, but I just couldn't get into it. I found it terribly boring, and I gave it a good try--about ten chapters. I simply couldn't make myself care. Major blah.
Added a "gave-up-on" shelf to put this book on. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Nov 19, 2019
I didn't realize I was listening to the abridged version of the book until I saw that the page number was supposed to be over a thousand pages, which would have been impossible in a audiobook of 13 hours. Once again I have been mislead - the first time when I read The Count of Monte Cristo abridged. And yet I did not feel as if I were missing pieces of the story. Perhaps because I went into this having seen the movie adaption and the musical play? I'm not sure I have the patience to go through another 700 pages of Hugo, to tell the truth, but I've heard the experience of the unabridged book is wonderful. I will take everyone's word on it. I haven't decided if I like the book as much as I do because I loved the play and movie first or not but regardless this is a classic I enjoyed reading. There's a charm to watching Jean-Valjean redeem himself but yet is always just human in his emotions. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Nov 19, 2019
It's long but well worth the read. I consider this my favorite classic novel. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Nov 19, 2019
Certainly one of the greatest things ever written. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Nov 19, 2019
Long, but worth reading. - Calificación: 2 de 5 estrellas2/5
Nov 19, 2019
I love the musical and I love the over all story of Les Mis, but I found the book really difficult to get through. I started it a year ago, and just managed to get through it now. The characters and the plot about the characters was beautiful, but all the back story and history of France was rather dull and long for my liking. I am not taking away from the story itself, as I know it's a classic, and I adore the musical. This was just very hard for me to read. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Nov 19, 2019
"Les Miserables" by Victor HugoMy thoughts and comments:I finished "Les Miserables" as part of the Le Salon group read yesterday morning and, (attempting to keep it spoiler free), yes, this is indeed a book that I loved and will read again over the years. Hugo has a way about writing that almost made me feel like he was attempting to lure my head from the story at times, but if so, he sadly failed. He tends to do what my mum calls "going off on a tangent". He gets caught up in a netherwind and is off and running with it for a while but then here he brings it back to the story line and yes, it usually had some little/big something to do with one or the other of the characters, including Paris.By the way, this is the best book with Paris as the backdrop that I have ever read.So I really liked it; I cared very much about most of the characters. I think that the only character I actually detested was Thenardier. I liked how Hugo built his characters so they were multifacted and layered and not just one dimensional. And he took the time to do it, which not all authors do; sometimes all parts of a character are described at once. But not here. Here, we actually got to see the growth (to the bad or the good) of the characters.Thank you Le Salon, for organizing this read. For me, it was a reading experience of a lifetime for me. I highly recommend Victor Hugo's "Les Miserables". - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Nov 19, 2019
The story of the results of forgiveness and grace is powerful. I really grew to love, hate, pity, and otherwise empathize with the characters in this book. At times the writing was amazingly beautiful, at others the insights were hilarious or profound. All in all an excellent, mostly terribly sad book. However, reading the entirety of this unabridged version has really opened my eyes to the potential benefit of an abridged version of this, or other massive classic works. There were hundreds of pages in this book that could have been omitted without detriment to the story, in fact, not having to trudge through these parts may have made it more powerful by not losing the emotional pull of the story as we wade through 70+ pages on how nuns lived in certain convents (which convent I believe was given fewer pages of story than the historical exposition). I'd be afraid to have a child read the unabridged, lest I destroyed his love of books. :/ - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Nov 19, 2019
This got so much better towards the end. 3.5 stars is a better fit. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Jan 13, 2025
This took me 3 whole days to get through, it's probably the longest narrative I've ever read. I am surprised by how modern it felt, how easy it was to follow, and how much Hugo loved Parisian sewers. Oh Javert, find something better to do with your life! It is so hard to imagine seeing the world so black and white like that, but I know it happens. I haven't seen the movie or play, so I was also surprised how little page time Fantine gets, it's all her daughter in the end. This has so many excellent takes on redemption, love, social issues, and so much history woven in as well. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Nov 1, 2024
This is a mix of fiction and nonfiction. In its fiction mode, there are many moments that make this 1000+ page worth reading; some are very sad, whilst others made me smile. Gavroche’s spirit is wonderful (for one so young he’s been through so much and yet is so free and so brave) but it’s Jean Valjean and Fantine that make the story. And though I didn’t like the ending, it was the right ending, as a whole this has left quite an impression on me. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 3, 2024
I decided it was high time to read this reknowned and beloved classic finally. My expectations were high. But it turned out this was a hard back for me to get through. I stuck with it and finally completed it, but only through a stubborn persistence. It dragged on, and on, and on until I felt that it would never end. There are many places throughout the book where the author digresses in what I would term rambling. These soliliquoys were the author's opinion on sundry subjects from recounting battles to many social issues of the time and even including lengthy discourses on the city of Paris' sewer system leading up to a section of the story that transpires there. Victor Hugo certainly had vociferous opinions, but I tended to disagree with his analyses on many occasions, particularly having to do with social issues. In fact this tendency to have multiple chapters of these ramblings seemed to divide the book into two separate tomes. Or perhaps it should have been divided up thusly. Each time it would take off on one of these diversions, it took away from the story for me.
Of course, throughout the book, we do pick up the famous, beloved story of Fontine, Cosette and Jean Valjean; which is naturally why I was reading this book. And though it was like pulling teeth, eventually, and bit by excruciating bit, it came out piece by piece. In the ending chapters particularly the story became way too melodramatic for my liking. Only after I finally finished the book, could I appreciate the greatness of this classic and finally embrace and fully sympathize with the main characters. I always believe so much is lost in translation when reading a book outside of its original language. So many nuances and little plays on words have to be lost, just by virtue of the differences in languages. So I realize that likely had a big effect on my impression of this novel. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 19, 2022
Summary: A massive book by a French patriot about people, humanity society and philosophy.
He uses an epic story of one mans redemption to illustrate and navigate a lot of these ideas.
Things I liked:
Characters:
I loved the characters like Val Jean and Gav Roche. Fantine and Javert and many other besides.
While they may have been a little unrealistic at times (extreme people in extreme circumstances certainly not like anyone I really know or have met); they ooze poetry (extreme ideas counter pointed within themselves or against each other). Just thinking about the contrast of Val Jean and Javert right now gives me goose bumps.
I also really liked the way he would introduce a small-ish character into the story, use them and let them go again.
Scope:
Hugo will set up a character hundreds of pages earlier for a beautiful payoff later on (for example the Sister Simplice who never lies (not even to spare Fantine the pain not having her daughter,
who then lies twice to Javert to protect Val Jean. Other characters like this include the horticulturist who dies waving the flag at the barricade and Thenadier who weaves his way through the entire story .
Things I thought could be improved:
Informational Sections:
I'm a bit in two minds, but basically I think a lot of the 'non-fiction' sections could have potentially been moved to an appendix at the back. It seems you'd just be getting to a really good bit of the plot and then STOP !!! I'd be treated to 140 pages on Waterloo or the sewersof Paris (their historical antecedents etc). It's been pointed out to me and I agree that this information does add to the plot, but I still think a bit of editing could have tightened things up a bit.
Name dropping:
I get the impression Victor Hugo had read very widely and learnt about a lot of things and events because he must have mentioned just about everyone of them in this book. I got probably about 30% of them and found all the classical references a bit over the top sometimes.
Highlight:
For me the section when Javert confronts Val Jean by Fantine's bedside gave me goosebumps.
Jean Valjean, armed with his bar of iron, walked slowly up to Fantine's couch. When he arrived there he turned and said to Javert, in a voice that was barely audible:-
"I advise you not to disturb me at this moment."
One thing is certain, and that is that Javert trembled. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
May 27, 2019
Phew - this was a long one. I downloaded a French edition to an e-reader and read it on the T. Hugo loves to digress and I found myself zoning out on the long descriptions of Waterloo and such. The man did love his language though and there are some great passages and lots of interesting words that the weak French/English dictionary installed on the reader couldn't handle. Who knew there were so many French words for hovel? The best parts of course were the adventures of Jean Valjean, the badass ex-prisoner who knew how to escape and be a loving father to the orphan Cosette. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
May 6, 2019
A masterpiece!
Though not flawless Les Misérables earns its five-star rating through and through. The characters are unforgettable, the plot easily digestible and the romanticism palatable. Still relevant, though a little dated, Les Misérables stands tall.
Hats off. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Feb 22, 2019
The guilty one is not he who commits the sin, but he who causes the darkness.
It will always be Belmondo when I think of Jean Valjean in that wonky adaptation I saw at the Vogue back in the 90s. The film affected me deeply, thinking about the Occupation and questions of race and justice; the Willa Cather quote which surfaces a number of times. Beyond all that, the smoldering desire to read the novel was forged and eventually realized. I read Les Miserables here and there, with airports occupying a great deal of the effort. One drunken night in New Orleans the following year I spied someone in a pub reading the novel with obvious pleasure. I wished the man well and tripped out into the balmy night. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jan 11, 2019
I've never been married, but reading Les Miserables is what I imagine marriage would be like. I started out so excited to get into the the book, knowing that it was going to be a doozy, but knowing that it was a classic and that I liked the overall story and characters. Then around page 500, Hugo starts going on and on about nunneries and I think, "I did not sign up for this!"
This indignant thought leads to temptation; after all, why bother time with this long-winded book when there are so many other, shorter, newer books out there? Everywhere I turn, a temptation. Every time, though, I always refrain and turn back to good ol' Les Miserables, because every time I pick it up again and become engrossed with the intricate thought processes and descriptions, I would remember why I was reading it in the first place.
Sure, there are (as in marriage), times when I wanted to rip my hair out, and other times when things got so syrupy that I wanted to puke, but as a whole, looking back over all those pages, all that time I spent with this book...it really is stunning. Just know that if you're picking up this book with the intention of finishing it, you're entering a pretty hefty commitment. For richer or poorer, better or worse... - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Dec 31, 2018
Les Misérables was one of the first full-length (very full length!) books I managed to read in French. I can still remember the Friday afternoon, all those years ago, when I began to read it. I didn't look up from its pages until the following Sunday evening. A truly magnificent book. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Dec 1, 2018
Beautifully written, long-winded but informative. I read the Denny translation and listened to the Hopwood translation read by Homewood. Jean Valjean forever! - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Aug 1, 2018
I read the abridged version when I was in 9th grade and I absolutely fell into the story - I loved it! I want to revisit this one again soon, but go for the unabridged version (which will be a bit of a challenge but I'm up for it). I have yet to see the adaptation and would like to read it before I do watch it. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
May 7, 2018
Wow, I knew going in that this was a beast of a book. I knew the basic plot from the movies and the musical, but I was not prepared in the least for the political and social commentary about the dregs of French society.
The story of Jean Valjean, Fantine, and Cosette, is the heart of the book. If this is the story you are looking for, I'd recommend finding a good abridged version. If you want to know about the innumerable details of Waterloo (skewed toward the French viewpoint, of course), French monasteries and convents, the treatment of galley slaves, the lives of the thousands of homeless children in and around Paris... I could go on, but you get the point. This book is more of a treatise on the downtrodden and how the more-fortunate need to turn their attention and wealth to helping them.
I do love this story, which is a perfect analogy of redemption and salvation. Jean Valjean, the galley slave turned mayor turned fugitive. Cosette, the young girl saved out the pit of despair and pain. It's a wonderful story, if you can get through many, many tangents that push and pull the characters. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Nov 4, 2017
Amazing. A passionate tale, full of nostalgia for days gone by. A tale of redemption, of a convict with a conscience, of the great arc of life told through fully-fleshed out characters. As much social commentary as it is a fictional piece, in Les Miserables the genius of Victor Hugo is on full display. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Sep 5, 2017
Great book, but man it was long. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
May 18, 2017
I know I read at least parts of this book many years ago and I was familiar with the story and the characters. However, I thought it would be a great book to listen to and I was able to download a copy of the audiobook from my library. The story is compelling but the narrator, David Case, practically spoiled it for me. I kept losing the thread because his voice was annoying and monotonous. He also had a very odd way of pronouncing the French names that made them almost unintelligible.
Jean Valjean was convicted of theft of a loaf of bread which he stole to feed his sister's children. He spent many years in the galleys and when he was finally released he was treated as a pariah. One man, a bishop, was kind to him and gave him food and shelter for a night but Jean Valjean took the bishop's silver and fled in the night. When he was apprehended by the police he told them the bishop had given him the silver and the bishop confirmed the story. He also gave Jean the silver candlesticks. By this man's example Jean determined that he should turn over a new leaf and help others. He successfully started a business that made him a lot of money but also provided jobs with good wages which improved the region's economy. He was even appointed the mayor but one detective. Javert, realized who he was and had him arrested just as he was trying to help one of his employees dying of TB get reunited with her daughter. Although Valjean was again relegated to the galleys he managed to escape after a few years in a way that made it seem he was dead. He found his employee's daughter, Cosette, and adopts her, moving to Paris and changing his name again. When Cosette is grown a young man, Marius, sees her in the Gardens of Luxembourg and falls in love. Javert has again found Valjean and Valjean has determined that he and Cosette should leave for England. Marius and Cosette wanted to marry so Cosette writes a letter to Marius to tell him of this plan. Marius gets caught up in the students' revolution and Valjean saves him from certain death by spiriting him away through the sewers of Paris. When Marius recovers he marries Cosette but he is appalled when Valjean discloses his past. He banishes Valjean from their house but when he realizes that Valjean is the man who rescued him he and Cosette go to Valjean and are reconciled before Valjean dies.
It's quite a convoluted plot and relies extensively on coincidence and synchronicitiy. Nevertheless Valjean comes across as a heroic figure and the reader can't help but feel sorry for him. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Apr 3, 2017
I read this book during my sophomore year of high school. I think that its when we had the KBAR (kick back and read) period. This allowed me to read the novel bit by bit at a leisurely pace.
What I remember most is how Hugo chose to write this work. Some areas of the novel followed a pattern of one chapter of details and "setting the scene" followed by one chapter of story action.
I enjoyed reading it, although this book requires patience. You might not finish if you aren't a patient person or create a schedule to help see you though. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Jan 4, 2017
This is a slow read, but well worth the effort. Hugo chronicles the time and place in detail, with many digressions that may seem unneccessary to the modern reader, but I think are essential to the texture of the work. The novel's main story deals with the convict Jean Valjean, and his search for redemption against the backdrop of 19th century poverty and a vindictive penal system. Lots of food for ethical thought. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 31, 2016
I won't even lie, this book took me 3-4 months to read? I did put it down a lot, but I always picked it up again.
Having said that, this book is probably one of the most rewarding books I've ever read. This book left one of the greatest impressions on me. I don't usually have 'favourite' books - I can't pick one book to end all books, but when I think about the books that affected me most, this book comes out on top.
I read the unabridged version of this book and I have to say it did take me quite a while to get used to Victor Hugo's writing style. He will build a world meticulously, talking of a village and its history, building it brick by brick. Nothing will happen, and as a reader, I would often drown in the details.
Then, suddenly, a character enters the scene and so much happens in 20 pages that I can't even look up because the plot grips me so much. World-building aside, I adored a lot of Victor Hugo's characters.
Jean Valjean, Javert and a couple of other characters all have very distinct character arcs and it's wonderful to watch them transform.
This book has one of the strongest and most resonant voices I've ever read. It talks about class, about judging people prematurely, about compassion, about love, about how a person's past is always their future. These are all still very relevant ideas and so it's not as antiquated as you might think.
Fair warning, though - this book will make you cry. I cried for the last 100 pages or so. (I suppose it is called 'The Miserable', which is sort of indicative and warning enough - but still.)
This book does a really brilliant job of finishing the plot into a nice little dovetail, which I really appreciated. And afterwards I wondered how one man could write a book like that, and what an incredible feat it must've been. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 21, 2016
I had to re-read Les Miserables. I fell in love with the story on the first read, but not the language. Having seen a few adaptations on stage and screen in the few years since my first read of the book, it has not lost any of its original appeal but I noticed that in all the adaptations I was drawn to Javert almost more than to Valjean. So, it was time to rediscover the original characters from the book... I still don't find the language used adequately telling the story - but maybe that's a translation issue. (And yeah, Javert is still the character that intrigues me most.) - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Aug 9, 2016
This book is an undeniable masterpiece. The sheer scope of the novel is praise-worthy. Then you add on fascinating characters, the complicated plot, which weaves countless lives together, the detailed history of France and so much more and it blows you away. The basic plot (there's no way to briefly sum up the whole thing) follows a convict named Jean Valjean. He was imprisoned for stealing bread and now, years later, he tries to make a life for himself in 19th century France.
The plot is complex and the characters are intricately connected in unexpected ways. I loved the Bishop at the very beginning of the story. His gentle heart and merciful choices make him unforgettable even though he is only in a brief section of the book. The police chief Javert is a villain of sorts. He is so focused on living by the letter of the law that he misses the point of true justice.
Hugo writes dozens of pages of French history in between actions scenes. By the time I made it through his wandering sidetracked thought I'd sometimes forget where we'd left the major characters. I just wish that Hugo had had a better editor. It's not even that the history lessons weren't interesting, it's just that they hindered the flow of the book (at more than 1,400 pages, it doesn't need to be hindered). Apparently Hugo told his editor that he wasn't allowed to remove anything from the book. ANYTHING. Not a single line. Now this obviously shows Hugo's passion for his work and his desire to maintain the integrity of his original vision, but there are editors for a reason. Sometimes authors aren't the best judge of what might improve their book after its been completed.
I loved the story. It's such an inspiring tale of redemption and sacrifice. There are so many beautiful lines in the novel that are a testament to Hugo's talent.
"One can no more prevent the mind from returning to an idea than the sea from returning to a shore. In the case of the sailor, this is called a tide; in the case of the guilty, it is called remorse."
Over all I really enjoyed it. I was able to sink completely into the time period because of the books length and details. I do believe that trimming a few of the historical parts would have sharpened the focus on the plot, but that's just my opinion. I'm so glad I read it. It is one of those books that provide such a rich experience. It's not one I'll read every year or something, but it's a story that will stay in my soul for decades to come. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Aug 8, 2016
An incredible writer who needed a better editor. I loved it anyway.
Vista previa del libro
Los miserables - Victor Hugo
VICTOR HUGO
LOS MISERABLES
Traducción de Andrés Ruiz y Elena Sandoval
LOS MISERABLES
En tanto exista, por causa de las leyes y las costumbres, una condenación social que crea artificialmente infiernos, en pleno desarrollo de la civilización, y contamina de fatalidad humana el destino del hombre, que es divino; en tanto no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por la noche; en tanto sea posible la asfixia social en determinadas regiones. En otros términos, mientras haya en la Tierra ignorancia y miseria, quizá no sean inútiles libros de la naturaleza de éste.
Hauteville-House, 1 de enero de 1862
PRIMERA PARTE
Fantine
LIBRO PRIMERO
Un justo
I
El señor Myriel
En 1815, el señor Charles François Bienvenue Myriel, un anciano de unos setenta y cinco años, era obispo de Digne, sede que ocupaba desde 1806.
Aunque este detalle no afecte al fondo de la historia que vamos a contar, quizá no sea inútil constatar, para ser exactos en todo, los rumores y habladurías que sobre su persona habían circulado cuando llegó a la diócesis. Lo que de los hombres se dice, cierto o no, a menudo ocupa tanto lugar en su vida, y sobre todo en su porvenir, como lo que hacen. Myriel era hijo de un consejero del Parlamento de Aix; nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredaría su puesto, lo había casado, como era costumbre entre los parlamentarios, muy joven, con apenas veinte años.A pesar de su matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia aunque de pequeña estatura, elegante, inteligente, encantador; el mundo, sobre todo el femenino, había ocupado toda la primera parte de su vida.
Sobrevino la Revolución, los acontecimientos se precipitaron y las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidas, acosadas, diezmadas, se dispersaron. Nada más comenzar la Revolución, Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de una enfermedad del pecho que venía padeciendo tiempo atrás. No tenían hijos. ¿Qué ocurrió después en los destinos del señor Myriel? El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos sucesos del 93, más espantosos quizá para los emigrantes, que los veían con un horror aumentado por la distancia, ¿hicieron germinar en su alma ideas de retiro y de soledad? ¿Acaso, en medio de alguna de las distracciones o afecciones que ocupaban su vida, lo alcanzó en el corazón alguno de esos golpes misteriosos y terribles capaces de derribar a un hombre al que no afectan las catástrofes públicas, aun cuando afecten a su existencia y a su fortuna? Nadie habría podido decirlo; sólo se sabía que a la vuelta de Italia era sacerdote.
En 1804 el señor Myriel, ya mayor, era el cura de Brignolles y vivía en un profundo retiro.
Poco después de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia, no se sabe muy bien cuál, lo llevó a París.Visitó, entre otras personas poderosas de las que solicitaba ayuda para sus feligreses, al cardenal Fesch, tío del Emperador. Éste, un día que fue también a visitarlo, vio al digno cura que esperaba en la antesala y, notando la curiosidad con que aquel viejecito lo miraba, se volvió y dijo bruscamente:
–¿Quién es ese buen hombre que me mira?
–Majestad –dijo el cura–, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.
Esa misma noche, el Emperador pidió al cardenal el nombre de aquel cura. Poco tiempo después, el cura Myriel recibió una sorpresa: había sido nombrado obispo de Digne.
¿Qué había, por lo demás, de cierto en lo que se decía de la primera parte de su vida? Nadie lo sabe. Pocas familias habían conocido a la suya antes de la Revolución.
Monseñor Myriel tuvo que correr la suerte de todos los recién llegados a una ciudad pequeña en la que hay muchas bocas que hablan y pocas cabezas que piensan. La debía sufrir, aunque fuera obispo y precisamente porque lo era. Pero, después de todo, los asuntos con los que se mezclaba su nombre no eran quizá más que habladurías; ruido, chismes, rumores; palabres, como se dice en la enérgica lengua del Midi.
Sea como fuere, tras nueve años de episcopado y de residencia en Digne, todas estas historias, temas de conversación que ocupan en los primeros momentos a las gentes de baja condición de las pequeñas ciudades, habían caído en un profundo olvido. Nadie habría osado hablar de ello, nadie se habría atrevido a acordarse siquiera.
Monseñor Myriel llegó a Digne acompañado de una solterona, la señorita Baptistine, una hermana diez años menor que él.Tenían por toda servidumbre a la señora Magloire, una criada de la edad de la hermana, quien, después de haber sido la criada del señor cura, asumía ahora el doble título de doncella de la señorita Baptistine y ama de llaves de monseñor.
La señorita Baptistine era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves; era la encarnación de ese ideal que expresa la palabra respetable; pues parece necesario que una mujer sea madre para que pueda ser llamada venerable. Nunca había sido bonita; su vida, que no había sido más que una sucesión de buenas obras, había terminado por adornarla con una especie de blancura luminosa; al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. La delgadez de la juventud se había convertido en transparencia, a través de la cual se veía el ángel. Era, más que virgen, un alma pura. Su persona parecía hecha de sombra, con apenas cuerpo como para que en él albergara un sexo; un poco de materia resplandeciente; grandes ojos siempre bajos; un pretexto para que un alma permanezca sobre la Tierra.
La señora Magloire era una viejecilla blanca, oronda y rolliza siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma.
Monseñor Myriel se instaló en el palacio episcopal con todos los honores dispuestos por los decretos imperiales, que colocan al obispo inmediatamente después del mariscal de campo. El alcalde y el presidente le hicieron la primera visita, y él, por su parte, visitó en primer lugar al general y al gobernador.
Una vez instalado, la ciudad observó el comportamiento de su obispo.
II
Mons. Myriel se convierte en Mons. Bienvenue
El palacio episcopal estaba unido al hospital. Era un vasto y hermoso edificio de piedra construido a principios del siglo pasado por monseñor Henri Puget, doctor en teología por la universidad de París, abad de Simore, que había sido obispo de Digne en 1712. Se trataba de una mansión auténticamente señorial.Todo en ella respiraba un cierto aire de grandeza: los aposentos del obispo, los salones, las habitaciones, un patio de honor muy amplio con galerías y soportales, según la antigua costumbre florentina, y los jardines, con magníficos árboles. En el comedor, una larga y soberbia galería que se hallaba en la planta baja y se abría a los jardines, Mons. Henri Puget había dado de comer el 29 de julio de 1714 a Mons. Charles Brûlart de Genlis, arzobispo-príncipe de Embrun; a Antoine de Mesgrigny, capuchino, obispo de Grasse; a Philippe de Vendôme, gran prior de Francia, abad de Saint-Honoré de Lérins; a François de Berton de Crillon, obispo y barón de Vence; a César de Sabran de Forcalquier, obispo y señor de Glandeve; y a Jean Soanen, sacerdote del oratorio, predicador ordinario del rey, obispo y señor de Senez. Los retratos de estos siete reverendos personajes decoraban la sala, y aquella fecha memorable, 29 de julio de 1714, quedó grabada con letras de oro en una mesa de mármol blanco.
El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín.
Tres días después de su llegada, el obispo visitó el hospital.Terminada la visita, le pidió al director que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.
–Señor director –le dijo–, ¿cuántos enfermos tiene en este momento?
–Veintiséis, monseñor.
–Son los que había contado –dijo el obispo.
–Las camas –continuó el director– están muy próximas unas de otras.
–Ya lo había notado.
–Las salas, más que salas, son celdas, y en ellas el aire se renueva con dificultad.
–Me lo había parecido.
–Además, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, los convalecientes no caben en el jardín.
–También me lo había figurado.
–En años de epidemia como éste, que hemos tenido el tifus, y hace dos, que sufrimos las fiebres miliares, se juntan tantos enfermos, más de cien, que no sabemos qué hacer.
–Ya lo había pensado.
–¡Qué le vamos a hacer, monseñor!, hay que resignarse.
Esta conversación se mantenía en la galería-comedor de la planta baja. El obispo calló un momento; luego, volviéndose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó:
–¿Cuántas camas cree que podrían caber en esta sala?
–¿En el comedor de Su Ilustrísima? –exclamó el director, estupefacto.
El obispo recorría la sala con la vista y parecía que sus ojos tomaban medidas y hacían cálculos.
–Al menos veinte camas –dijo como hablando consigo mismo; después, alzando la voz, añadió–: Mire, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital son veintiséis personas repartidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros aquí somos tres y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, le digo; la casa que usted ocupa es la mía y la que yo tengo es la suya. Devuélvamela, pues aquí estoy en su casa.
Al día siguiente, los veintiséis enfermos estaban instalados en el palacio del obispo, y éste en el hospital.
Mons. Myriel no tenía bienes, pues su familia había sido arruinada por la Revolución. Su hermana cobraba una renta vitalicia de quinientos francos, que bastaban al presbítero para sus gastos personales. Mons. Myriel recibía del Estado, como obispo que era, unos emolumentos de quince mil francos. Nada más alojarse en el hospital, decidió, de una vez por todas, el empleo de esta suma de la forma siguiente.Transcribimos aquí una nota suya manuscrita:
Nota para ordenar los gastos de la casa
Para el seminario mil quinientos francos
Congregación de la misión cien francos
Para los lazaristas de Montdidier cien francos
Seminario de las legiones extranjeras en París doscientos francos
Congregación del Santo Espíritu ciento cincuenta francos
Establecimientos religiosos en Tierra Santa cien francos
Sociedades para el auxilio de la infancia trescientos francos
Suplemento para la de Arlés cincuenta francos
Para la mejora de las prisiones cuatrocientos francos
Para el alivio y liberación de los encarcelados quinientos francos
Para liberar a los padres de familia encarcelados por deudas. mil francos
Suplemento para los maestros de escuela de la diócesis dos mil francos
Pósito de los Altos Alpes cien francos
Congregación de damas de Digne, de Manosque y de Sisteron, para la enseñanza gratuita de niños indigentes mil quinientos francos
Para los pobres seis mil francos
Para mis gastos personales mil francos
Total quince mil francos
Durante todo el tiempo que ocupó la sede de Digne, Mons. Myriel no cambió casi nada del plan de gastos. Su cumplimiento era para él, como se puede ver, la forma de tener ordenados los gastos de su casa.
Estas disposiciones fueron aceptadas con absoluta sumisión por su hermana. Para esta santa mujer, monseñor era a la vez su hermano y su obispo, su amigo, según la naturaleza, y su superior, según la Iglesia. Lo amaba y lo veneraba, eso era todo. Cuando él hablaba, ella se inclinaba; cuando él obraba, ella se adhería. Sólo la sirvienta, la señora Magloire, murmuró un poco. El señor obispo, como se ha podido observar, no se había reservado más que mil francos, lo que con la pensión de Baptistine daba una suma de mil quinientos francos al año. Con estos mil quinientos francos vivían las dos mujeres y el anciano.
Y, gracias a las severas economías de la señorita Baptistine y de la señora Magloire, cuando un cura de la diócesis iba a Digne, el obispo todavía se las arreglaba para atenderle.
Un día, a los tres meses de haber llegado a la ciudad, dijo el obispo:
–La verdad es que con todo esto no voy muy desahogado.
–Ya lo creo –dijo la señora Magloire–, como que monseñor no ha reclamado ni siquiera la renta que el departamento le debe por los gastos de carruaje para sus desplazamientos en la ciudad y sus visitas pastorales. Era lo habitual en otros tiempos.
–¡Vaya! –dijo el obispo–, tiene razón.
E hizo la reclamación.
Poco tiempo después, el consejo general, tomando en consideración su demanda, le asignó una suma anual de tres mil francos con el añadido: «Ayuda al señor obispo para gastos de carruajes de correo y de visitas pastorales».
Ello dio mucho que hablar a la burguesía local, y, con tal motivo, un senador imperial, antiguo miembro del Consejo de los Quinientos, favorable al dieciocho brumario y provisto de una magnífica senaduría, dirigió al ministro de cultos, señor Bigot de Préameneu, una breve carta, irritada y confidencial, que hizo entregarle en mano, de la que extraemos estas líneas:
«¿Gastos de carruaje? ¿Para qué, en una ciudad de menos de cuatro mil habitantes? ¿Gastos de correo y de giras por la diócesis?; en primer lugar, ¿a santo de qué tanta gira?, y después, ¿por qué tanta prisa en un país de montañas? No hay caminos. Sólo se puede ir a caballo. Incluso el puente del Durance en Château-Arnoux apenas puede soportar el paso de las carretas de bueyes. Estos curas son todos iguales. Avaros y codiciosos. Se las dio de buen apóstol nada más llegar.Ahora hace como los demás. Necesita carruaje y silla de posta. Necesita lujo, como los antiguos obispos. ¡Vaya con la clerigalla! Señor conde, las cosas no irán bien hasta que el Emperador no nos entregue a estos comecirios. ¡Abajo el Papa! (las relaciones con el Vaticano no estaban en su mejor momento). Por mi parte, yo estoy solamente con el César. Etc., etc.»
Por el contrario, la señora Magloire se mostró encantada.
–Bien –dijo a la señorita Baptistine–, monseñor ha empezado por los otros, pero justo era que terminara por él mismo. Después de pagar todas sus caridades, qué buenos son tres mil francos para nosotros. Por fin.
Aquella misma tarde, el obispo escribió y entregó a su hermana una nota:
Gastos de carruaje y de visitas pastorales
Caldo de carne para los enfermos del hospital mil quinientos francos
Caridad para la infancia de Aix doscientas cincuenta francos
Caridad para la infancia de Draguignan doscientas cincuenta francos
Para la inclusa quinientos francos
Para los huérfanos quinientos francos
Total tres mil francos
Así era el presupuesto de Mons. Myriel.
En cuanto a los honorarios episcopales por publicación de amonestaciones, dispensas, bautismos, predicaciones, bendiciones de iglesias o de capillas, bodas, etc., el obispo se los cobraba a los ricos con tanto rigor como largueza usaba luego dándoselos a los pobres.
Los donativos de dinero afluyeron al poco tiempo. Los que tenían y los que carecían llamaban a la puerta de Mons. Myriel, los unos en busca de la limosna que dejaban los otros. En un año, el obispo se convirtió en el tesorero de todas las buenas obras y en el cajero de todas las miserias. Por sus manos pasaban sumas considerables, pero nada pudo hacer que cambiara un ápice su forma de vida ni que añadiera nada superfluo a lo necesario.
Al contrario. Como siempre hay más miseria abajo que fraternidad arriba, todo se daba, por así decir, antes de ser recibido; era como el agua que riega una tierra seca: por más dinero que recibiera, no era suficiente, y él daba de lo suyo.
Era costumbre que los obispos encabezaran sus mandamientos y sus cartas pastorales con el nombre de pila completo.Y así, las buenas gentes del país habían elegido entre los nombres del obispo, con un afecto instintivo, el que mejor le acomodaba, y sólo le llamaban Mons. Bienvenue. Haremos como ellos, y le llamaremos así cuando convenga. Por lo demás, este nombre le gustaba.
–Me gusta ese nombre –decía–. Bienvenue enmienda a monseñor.
No pretendemos que el retrato que acabamos de hacer sea verosímil; nos limitamos a decir que se le parecía.
III
A buen obispo, obispado difícil
No por haber convertido su carruaje en limosnas hacía el obispo menos visitas pastorales. La de Digne es una diócesis difícil. Hay muy pocas llanuras, muchas montañas, casi ninguna carretera, como acabamos de ver; treinta y dos parroquias, cuarenta y una vicarías, y doscientas ochenta y cinco iglesias.Visitar todo aquello era un arduo problema que no arredraba al señor obispo.A pie cuando iba cerca, en carreta para ir al llano, y en las zonas de montaña, a caballo. Solían acompañarle las dos mujeres. Cuando el trayecto era demasiado penoso, iba solo.
Un día llegó a Senez, antigua sede del episcopado, montado en un asno. Su economía, muy ajustada en ese momento, no le había permitido medio mejor de desplazarse. El alcalde fue a recibirle a la puerta del obispado y le miraba escandalizado bajarse del burro.Algunos burgueses reían a su alrededor.
–Señor alcalde –dijo el obispo–, señores míos, ya veo lo que os escandaliza; os parece un acto de soberbia que un pobre sacerdote monte la misma cabalgadura que Jesucristo. Lo hago por necesidad, os lo aseguro, no por vanidad.
En sus visitas era indulgente y dulce, y más que predicar, hablaba. Nunca les hablaba de virtudes inalcanzables. Sus razonamientos y sus modelos los tomaba siempre de su pequeño mundo circundante.A los habitantes de una región les citaba ejemplos de la región vecina. En las zonas donde más menesterosos había, decía:
–Mirad las gentes de Briançon. Han permitido a las viudas, a los huérfanos y a los indigentes segar sus prados tres días antes que a los demás. Les levantan gratis sus casas cuando están en ruinas.También es un país bendecido por Dios. Durante los cien años de un siglo no ha habido allí ni un asesinato.
En los pueblos donde la gente no pensaba más que en hacer dinero y en la recolección de sus cosechas les decía:
–Mirad a los de Embrun. Si un padre de familia tiene a sus hijos en el servicio militar y a sus hijas haciendo el servicio social, y en el tiempo de la recolección se halla impedido, el cura lo dice en la predicación; y el domingo, después de la misa, todo el pueblo, hombres, mujeres y niños van a las tierras del pobre hombre para hacerle la cosecha, y le meten el grano y la paja en el granero.
A las familias divididas por cuestiones de dinero o de herencia les decía:
–Fijaos en los montañeses de Devolny, un pueblo tan agreste que sólo cada cincuenta años se oye allí el canto del ruiseñor. Pues bien, cuando muere un padre de familia, los hijos se van a buscar fortuna y dejan los bienes a sus hermanas para que puedan encontrar marido.
A los pueblos pendencieros que andaban siempre metidos en pleitos, cuyos labradores se arruinaban con los gastos en papel timbrado les decía:
–Mirad a los paisanos del valle de Queyras. Son unas tres mil almas. ¡Dios mío!, es como una pequeña república.Allí no saben lo que es un juez ni un agente judicial. El alcalde se encarga de todo. Reparte los impuestos, grava a cada vecino en conciencia, juzga gratis las querellas, reparte los patrimonios sin cobrar honorarios; y le obedecen, porque es un hombre justo entre hombres sencillos.
A los de los pueblos donde no había maestro, les seguía citando a los de Queyras:
–¿Sabéis cómo se las arreglan? Como un pueblo pequeño de doce o quince hogares no puede alimentar a un maestro, tienen uno para todo el valle que recorre los pueblos y pasa ocho días enseñando en este de aquí y diez en el de más allá. Estos maestros van a las ferias, yo los he visto. Se los reconoce por las plumas de escribir que llevan en la trencilla del sombrero. Los que sólo enseñan a leer llevan una pluma y los que, además, enseñan aritmética, llevan dos; los que, sobre la lectura y la aritmética, enseñan el latín llevan tres. Estos últimos son grandes sabios. ¡Pero qué vergüenza ser tan ignorantes! Haced como los de Queyras.
Hablaba así, grave y paternalmente, inventando parábolas si no tenía ejemplos, yendo derecho al fin propuesto, con pocas palabras y muchas imágenes, con la elocuencia misma de Jesucristo, seguro y persuasivo.
IV
Obras semejantes a las palabras
Su conversación era afable y alegre. Se ponía al nivel de las dos mujeres que se pasaban la vida a su lado; cuando se reía, era la risa de un colegial.
La señora Magloire le llamaba gustosamente Vuestra Grandeza. Un día el obispo se levantó del sillón para ir a buscar un libro a la biblioteca. El libro estaba en uno de los estantes de arriba. Como era de talla bastante pequeña, no pudo alcanzarlo.
–Señora Magloire –dijo–, alcánceme una silla. Mi Grandeza no llega hasta esa balda.
Uno de sus parientes lejanos, la señora condesa de Lô, raramente dejaba escapar la ocasión de enumerar en su presencia lo que ella llamaba «las esperanzas» de sus tres hijos.Tenía varios ascendientes, muy viejos y próximos a la muerte, de los que sus hijos eran los herederos naturales. El más joven de los tres iba a recibir de una tía abuela sus buenas cien mil libras de renta; el segundo sucedería a su tío en el título de duque; el mayor heredaría de su abuelo la condición de par. El obispo escuchaba habitualmente en silencio aquellas inocentes y perdonables ostentaciones maternales. Sin embargo, una vez el obispo se quedó más meditabundo que de costumbre mientras la señora de Lô renovaba los detalles de todas estas herencias y «esperanzas». La condesa se interrumpió con alguna impaciencia:
–¡Dios mío, sobrino!, pero ¿en qué piensas ahora?
–Pienso en algo singular que está escrito, creo, en san Agustín: «Poned vuestra esperanza en aquel a quien nadie sucede».
Otra vez, al recibir una carta con la notificación del fallecimiento de un gentilhombre de la región, en la que se describían en una larga página, además de las dignidades del difunto, todos los títulos feudales y nobiliarios de todos sus antepasados, exclamó:
–Anchas espaldas tiene la muerte. ¡Qué admirable carga de títulos se le hace llevar alegremente y qué talento hay que tener para hacer de una tumba un monumento a la vanidad!
A veces mostraba un dulce espíritu burlón que casi siempre contenía un lado serio. Una vez, durante la Cuaresma, vino a Digne un joven vicario para predicar en la catedral. El tema del sermón era la caridad. Se mostró bastante elocuente. Invitó a los ricos a dar a los indigentes, a fin de evitar el infierno, que dibujó lo más espantoso que pudo, y de ganar el paraíso, que pintó como lo más deseable y encantador. Había en el auditorio un rico comerciante retirado, algo usurero, Géborand, el cual había ganado medio millón fabricando gruesas telas, sargas diversas y un tipo de bonetes de fieltro llamado fez, todo de bajo precio. No había dado una limosna en su vida, pero después del sermón se advirtió que todos los domingos daba cinco céntimos a los viejos mendigos que pedían en el portal de la catedral.Y eran seis a repartirse aquello. Un día, el obispo le vio haciendo su caridad y le dijo a la hermana con una sonrisa:
–Ahí tienes al señor Géborand comprando cinco céntimos de paraíso.
Cuando se trataba de caridad no retrocedía nunca, ni siquiera ante una negativa; entonces encontraba palabras que hacían reflexionar. Una vez, que pedía para los pobres en un salón de la ciudad, estaba allí el marqués de Champtercier, viejo, rico, avaro; se las arreglaba para mostrarse al mismo tiempo ultramonárquico y ultravolteriano. Es ésta una variedad que verdaderamente ha existido. El obispo se le acercó y le tocó en el brazo. «Señor Marqués, es preciso que dé algo». El marqués se volvió y respondió secamente: «Monseñor, yo tengo mis pobres». «Démelos», dijo el obispo.
Un día, predicó este sermón en la catedral:
«Mis muy queridos hermanos, mis buenos amigos: hay en Francia trescientas veinte mil casas de campesinos que no tienen más que tres aberturas, ochocientas diecisiete mil que tienen sólo dos, la puerta y una ventana, y, en fin, trescientas cuarenta y seis mil cabañas con sólo una abertura, la puerta.Y esto, debido a algo que se llama impuesto sobre puertas y ventanas. Poned una familia pobre con ancianos y niños en una de esas viviendas y veréis cómo enseguida aparecen fiebres y enfermedades. ¡Ay! Dios da el aire a los hombres y la ley se lo vende. No acuso a la ley, pero bendigo a Dios. En el Isère, en el Var, en los dos Alpes, en los altos y en los bajos, los labradores no tienen ni siquiera carretillas: tienen que transportar el abono a las espaldas; no tienen velas, y por eso queman palos resinosos y puntas de cuerda impregnadas de pez resinosa. Es así en todo el Delfinado. Hacen pan para seis meses, y lo cuecen no con leña, sino con boñiga seca de vaca. En invierno cortan el pan a golpe de hacha, y lo tienen que poner a remojo en agua durante veinticuatro horas para poderlo comer. ¡Tened piedad, hermanos míos! Ved cómo se sufre a vuestro alrededor».
Como provenzal que era, se había familiarizado rápidamente con todos los dialectos del Mediodía. Decía: «Eh bé! moussu, sès sagé?», como en el bajo Languedoc. «Onté anaras passa?», como en los Bajos Alpes. «Puerte un bouen moutou embe un bouen froumage grase», como en el bajo Delfinado. Esto gustaba mucho a la gente y había contribuido no poco a que lo sintieran como uno de ellos. Se encontraba en la aldea y en la montaña como en su casa. Sabía decir las cosas más grandes en los idiomas más vulgares. Como hablaba todas las lenguas, entraba en todas las almas.
Por lo demás, era el mismo para la gente de mundo que para el pueblo.
No se apresuraba en condenar y siempre tenía en cuenta las circunstancias. Decía:
–Veamos el camino por donde ha pasado la falta.
Siendo, como se calificaba a sí mismo sonriendo, un expecador, no tenía la actitud escarpada que da el rigorismo, y profesaba, alto y sin el fruncimiento de cejas de los virtuosos feroces, una doctrina que se podría resumir, poco más o menos, así:
«El hombre lleva sobre sí el peso de la carne, que es a la vez su fardo y su tentación. La arrastra y cede a ella.
»Debe vigilarla, contenerla, reprimirla, y no obedecerla más que en caso extremo. En esta obediencia, puede todavía haber falta, pero la falta así cometida es venial. Es una caída, pero una caída de rodillas que puede acabar en oración.
»Ser un santo es la excepción; ser un justo es la regla. Errad, desfalleced, pecad, pero sed justos.
»Pecar lo menos posible es la ley del hombre. No pecar en absoluto es el sueño del ángel.Todo lo que es terrestre está sometido al pecado. El pecado atrae como la gravitación».
Cuando veía que ante un pecado la gente gritaba mucho y se indignaba rápidamente, decía sonriendo:
–¡Bah! ¡Bah!, parece que se está cometiendo un crimen. No es para tanto. Son las hipocresías escandalizadas, que se apresuran a protestar y a esconderse.
Era indulgente con las mujeres y los pobres, sobre los que cae todo el peso de la sociedad. Y decía:
–Las faltas de las mujeres, de los niños, de los sirvientes, de los débiles, de los indigentes y de los ignorantes son las de los maridos, de los padres, de los señores, de los fuertes, de los ricos y de los sabios.
Y decía más:
–A los que no saben, enseñadles todo lo que podáis; la sociedad es culpable de no dar gratis la instrucción; ella es responsable de la oscuridad que produce. Un alma llena de sombra comete pecados. Pero la culpable no es ella, sino quien la sumerge en las tinieblas.
Como puede verse, tenía una manera propia y extraña de juzgar las cosas. Supongo que la había tomado del Evangelio.
Un día oyó contar en un salón un proceso criminal que se estaba instruyendo y que pronto se iba a juzgar. Un hombre miserable, por el amor de una mujer y del hijo que con ella tenía, al límite ya de sus recursos, había acuñado moneda falsa. Pagar con moneda falsa era un delito que por entonces se castigaba con la pena de muerte. Habían arrestado a la mujer cuando pagaba con la primera moneda fabricada por el hombre. La tenían presa, pero sólo había pruebas contra ella. Sólo ella, confesando, podía culpar a su amante y perderle. Ella negó. Insistieron. Siguió negando. El fiscal tuvo una idea. Urdió una infidelidad del amante con fragmentos de cartas astutamente presentados, persuadiendo así a la desgraciada de que tenía una rival, de que había sido traicionada y de que el hombre la engañaba. Entonces la mujer, exasperada por los celos, denunció a su amante: todo confesado, todo probado. El hombre estaba perdido y lo iban a juzgar muy pronto junto con su cómplice. Contaban el hecho, y todos quedaban extasiados ante la habilidad del magistrado.Al sacar a escena los celos, había hecho surgir la verdad impulsada por la cólera, de la venganza había hecho salir la justicia. El obispo lo escuchaba todo en silencio. Cuando terminó la historia, preguntó:
–¿Dónde juzgarán a ese hombre y a esa mujer?
–En la Audiencia.
Y él, de nuevo:
–¿Y dónde se juzgará al magistrado?
Ocurrió en Digne un suceso trágico. Un hombre fue condenado a muerte por asesinato. Era un desgraciado no del todo letrado, no del todo ignorante, que había sido titiritero en las ferias y escribano público. El proceso tenía a la ciudad en vilo. La víspera del día fijado para la ejecución, el capellán de la prisión cayó enfermo. Hacía falta un sacerdote para asistir al condenado en sus últimos momentos. Fueron a buscar al cura. Parece que rehusó diciendo: «Eso no me atañe. Como si no tuviera otra cosa que hacer que atender a este saltimbanqui; yo también estoy enfermo; y por otra parte, ése no es mi trabajo». Se lo contaron al obispo, que dijo:
–El señor cura tiene razón. No es su sitio; es el mío.
Al momento se fue a la prisión, bajó a la celda del «saltimbanqui», lo llamó por su nombre, le tomó la mano y le habló. Pasó todo el día y toda la noche a su lado, olvidando el alimento y el sueño, rogando a Dios por el alma del condenado y rogando al condenado por la suya propia. Le dijo las mayores verdades, que son las más sencillas. Fue padre, hermano, amigo; obispo, sólo para bendecirle. Le enseñó todo lo necesario, tranquilizándolo y consolándolo.Aquel hombre iba a morir desesperado. La muerte era para él como un abismo. De pie y tembloroso ante aquel lúgubre umbral, retrocedía con horror. No era lo suficientemente ignorante como para ser absolutamente indiferente. Su condena, profunda sacudida, había roto de alguna forma, acá y allá, alrededor de él, ese muro que nos separa del misterio de las cosas y que llamamos la vida. Miraba sin cesar fuera del mundo a través de aquellas brechas fatales, y no veía más que tinieblas. El obispo le hizo ver un poco de luz.
Al día siguiente, cuando vinieron a buscar al desgraciado, el obispo estaba allí. Lo siguió. Se mostró ante el gentío revestido de su muceta color violeta y con la cruz episcopal al cuello junto a aquel miserable atado y bien atado.
Subió con él a la carreta, subió al cadalso con él. El condenado, tan triste y acongojado la víspera, estaba radiante. Sentía que su alma estaba reconciliada y esperaba a Dios. El obispo lo abrazó y, en el momento en que la cuchilla iba a caer, le dijo:
–Aquel a quien el hombre mata, Dios lo resucita; aquel que es expulsado por sus hermanos encuentra a Dios. ¡Reza, cree, entra en la vida! El Padre te espera.
Cuando bajó del cadalso tenía algo en la mirada que hizo que el pueblo le rindiera un homenaje de silencio. Entre su palidez y su serenidad, no se sabía qué era más admirable. Al volver a su humilde casa, que él llamaba sonriendo su palacio, dijo a su hermana:
–Acabo de oficiar de pontifical.
Como las cosas más sublimes son a menudo las peor comprendidas, hubo en la ciudad quien dijo, hablando de la conducta del obispo: «Es un afectado». Pero no fue más que un comentario de salón. El pueblo, que no ve malicia en las acciones santas, se enterneció y lo admiró.
En cuanto al obispo, el haber visto la guillotina fue para él un choque del que tardó mucho tiempo en reponerse.
El cadalso, cuando se tiene delante, desafiante y en pie, tiene algo que alucina. Se puede ser indiferente ante la pena de muerte, no pronunciarse, no decir ni sí ni no, mientras no ha se ha tenido la guillotina delante de los ojos; pero cuando se la tiene delante, la sacudida es violenta y es preciso decidir y tomar partido, a favor o en contra. Unos la admiran, como Maistre; otros la execran, como Beccaria. La guillotina es la concreción de la ley; se llama vindicte; no es neutra, y no nos permite permanecer neutros. Quien la ve se estremece con el más misterioso de los estremecimientos.Todas las cuestiones sociales trazan alrededor de esta cuchilla un punto de interrogación. El cadalso no es un armazón, el cadalso no es un mecanismo inerte hecho de madera, de hierro y de cuerdas. Parece que sea una especie de ser que tiene no sé qué sombría iniciativa; se diría que este armazón ve, que esta máquina oye, que esta mecánica comprende, que esta madera, este hierro y estas cuerdas desean. En la horrible meditación a la que el alma es arrojada en su presencia, el patíbulo aparece siempre participando en lo que en él ocurre. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora; come carne y bebe sangre. El patíbulo es una especie de monstruo creado por el juez y el carpintero, un espectro que parece vivir una especie de vida espantosa hecha de toda la muerte que ha producido.
Por eso fue tan horrible y profunda la impresión que recibió el obispo; el día siguiente a la ejecución, y todavía muchos días después, parecía abatido. La serenidad casi violenta que mantuvo durante el momento fúnebre había desaparecido: el fantasma de la justicia social lo obsesionaba. Él, que siempre volvía radiante de todas sus actividades, parecía que se hacía reproches. Hablaba a veces consigo mismo y tartamudeaba lúgubres monólogos a media voz. He aquí uno de ellos, que su hermana oyó y anotó una noche:
–No pensaba que esto fuera tan monstruoso. Es un error pensar sólo en la ley divina hasta el punto de no reparar ya en la humana. La muerte sólo pertenece a Dios. ¿Con qué derecho los hombres entran en contacto con esa cosa desconocida?
Estas impresiones se atenuaron y probablemente se borraron con el tiempo. Sin embargo, se notó que el obispo evitaba desde entonces pasar por la plaza de las ejecuciones.
Se le podía llamar a cualquier hora a la cabecera de los enfermos y de los moribundos. Él sabía que aquel era su mayor deber y su principal trabajo. Las familias de viudas o de huérfanos no tenían necesidad de llamarlo, acudía por sí mismo. Sabía sentarse y callar durante largas horas cerca del hombre que había perdido a la mujer que amaba, o de la madre que había perdido al hijo. Igual que sabía el momento de callar, sabía el momento de hablar. ¡Qué admirable consolador! No buscaba borrar el dolor por el olvido, sino agrandarlo y dignificarlo por la esperanza. Decía:
–Tened cuidado con la forma en que contempláis a los muertos. No penséis en lo que se pudre. Mirad fijamente, no apartéis la vista. Percibiréis la viva luz de vuestra propia y amada muerte en el fondo del cielo.
Sabía que creer es sano.Trataba de aconsejar y calmar al hombre desesperado, indicándole con el dedo al hombre resignado; y de transformar el dolor que mira a una fosa, mostrándole el dolor que mira a una estrella.
V
De cómo monseñor Bienvenue
hacía durar tanto sus sotanas
La vida interior de Mons. Myriel estaba llena de los mismos pensamientos que su vida pública. Para quien hubiera podido observarla de cerca, aquella pobreza voluntaria en la que vivía el obispo de Digne habría constituido un espectáculo grave y fascinante.
Como casi todos los ancianos y la mayoría de los pensadores, dormía poco. Pero su sueño era profundo. Por la mañana se recogía durante una hora, luego decía misa, bien en la catedral, bien en su oratorio. Oficiada la misa, desayunaba pan de centeno mojado en la leche de sus vacas. Después trabajaba.
Un obispo es una persona muy ocupada; tiene que recibir todos los días al secretario del obispado, por lo general un canónigo, y casi todos los días a los principales vicarios.Tiene congregaciones que controlar, privilegios que conceder, toda una biblioteca eclesiástica que examinar, feligreses, catecismos diocesanos, libro de horas, etc., cartas pastorales que escribir, predicaciones que autorizar, curas y alcaldes a quienes poner de acuerdo, correspondencia eclesiástica, correspondencia administrativa; por una parte el Estado, por otra la Santa Sede, en fin, mil asuntos.
El tiempo que le dejaban estos mil asuntos, sus oficios y su breviario lo dedicaba, en primer lugar, a los necesitados, a los enfermos, a los afligidos; el tiempo que le dejaban los afligidos, los enfermos y los necesitados se lo daba al trabajo. Lo mismo cavaba en el jardín que leía y escribía.Tenía una palabra para estos dos tipos de trabajo; lo llamaba jardinear.
–El espíritu es un jardín –decía.
Comía a mediodía. El almuerzo se parecía al desayuno.
Hacia las dos, cuando hacía bueno, salía y paseaba por el campo o por la ciudad, entrando a menudo en las casas humildes. Se le veía caminar solo, entregado a sus pensamientos, la mirada baja, apoyado en su largo bastón, vestido con un abrigo guateado color malva, bien caliente, calzado con medias violeta y gruesos zapatos y tocado con un sombrero de teja de cuyo borde colgaban tres borlas bañadas en oro granulado con semillas de espinacas.
Allí donde aparecía era una fiesta. Se diría que su presencia tenía algo de reconfortante y luminoso. Los niños y los viejos salían al umbral de las puertas, lo mismo por el obispo que por el sol. Bendecía y lo bendecían. Si alguien tenía necesidad de algo, se le indicaba la casa del obispo.
Se paraba acá y allá, hablaba a los chicos y a las chicas, y sonreía a las madres.Visitaba a los pobres cuando tenía dinero; cuando no, a los ricos.
Como hacía durar las sotanas mucho tiempo y no quería que nadie se diera cuenta, siempre salía vestido con su abrigo malva. Eso le molestaba algo en verano.
Por la noche, a eso de las ocho y media, cenaba con su hermana, y la señora Magloire, en pie detrás de ellos, servía la mesa. Nada más frugal que su cena.Ahora bien, si el obispo tenía a cenar a alguno de sus curas, entonces la señora Magloire aprovechaba para servir alguno de los excelentes pescados de los lagos o alguna fina pieza de caza de la montaña. Cualquier cura era un pretexto para una buena comida.Aparte de eso, lo normal era un hervido de legumbres y sopa de pan con aceite. En la ciudad se decía:
–Cuando el obispo no come como un cura, come como un trapense.
Después de cenar charlaba durante una media hora con su hermana Baptistine y con la señora Magloire; luego entraba en su habitación, se ponía a escribir tanto en hojas sueltas como en los márgenes de algún infolio. Era muy letrado y algo sabio. Dejó cinco o seis manuscritos bastante curiosos; entre otros, una disertación sobre el versículo del Génesis: Al principio, el espíritu de Dios flotaba sobre las aguas. Confronta con este versículo tres textos: la versión árabe, que dice: «Los vientos de Dios soplaban»; Flavio Josefo, que dice: «Un viento venido de lo alto se precipitó sobre la Tierra», y, en fin, la paráfrasis caldea de Onkelos que reza: «Un viento procedente de Dios soplaba sobre la faz de las aguas». En otra disertación, examina las obras teológicas de Hugo, obispo de Ptolemais, tío abuelo de quien escribe este libro, y establece que es necesario atribuir a este obispo los diversos opúsculos publicados en el siglo pasado bajo el pseudónimo de Barleycourt.
A veces, en medio de una lectura, cualquiera que fuese el libro que tuviera entre manos, caía de repente en una meditación profunda, de la que no salía más que para escribir algunas líneas sobre las páginas del mismo volumen. Estas líneas no tenían a menudo ninguna relación con lo que estaba leyendo.Tenemos a la vista una nota suya manuscrita en uno de los márgenes de un libro en cuarto titulado: Correspondencia de Lord Germain con los generales Clinton, Cornwallis y los almirantes de la escuadra de América. En Versalles, librería Poinçot, y en París, Librería Pissot, muelle de Agustins.
La nota dice así:
«¡Oh vos, que sois!
»El Eclesiastés os llama Todopoderoso, los Macabeos os llaman Creador; la Epístola a los Efesios os llama Libertad; Baruch os llama Inmensidad; los Salmos os llaman Sabiduría y Verdad; Juan os llama Luz; los Reyes, Señor; el Éxodo, Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras, Justicia; la creación os llama Dios, el hombre os llama Padre; pero Salomón os llama Misericordia, y éste es el más bello de todos vuestros nombres».
Hacia las nueve de la noche, las dos mujeres se retiraban y subían a sus habitaciones de la primera planta, dejándolo solo hasta la mañana siguiente en la planta baja.
Ahora es necesario que demos una idea exacta de la vivienda del señor obispo de Digne.
VI
Quién guardaba su casa
La casa se componía, como hemos dicho, de una planta baja y un solo piso: tres habitaciones en la planta baja, tres en el primer piso y, encima, el granero. Detrás de la casa, un jardín de apenas tres cuartos de hectárea. Las dos mujeres ocupaban el primer piso. El obispo se alojaba abajo. La primera habitación, la que daba a la calle, le servía de comedor; la segunda, de dormitorio; y la tercera, de oratorio. No se podía salir del oratorio sin pasar por el dormitorio, ni salir de éste sin atravesar el comedor. En el oratorio había, al fondo, una alcoba, cerrada, con una cama dedicada a los huéspedes. Monseñor se la ofrecía a los curas de pueblo cuyos asuntos o necesidades de su parroquia llevaban a Digne. La farmacia del hospital, un pequeño añadido a la casa construido sobre el jardín, se había transformado en cocina y despensa.
Había además en el jardín un establo, que había sido cocina en el antiguo hospicio, en el que el obispo guardaba dos vacas. Independientemente de la leche que dieran, él hacía llegar todas las mañanas la mitad a los enfermos del hospital. «Pago mi diezmo», decía.
Su dormitorio era bastante grande y bastante difícil de calentar en invierno. Como la leña en Digne era muy cara, se le había ocurrido hacer en el establo un compartimento cerrado con unos tabiques de tablas. Era allí donde pasaba las tardes cuando el frío arreciaba. Decía que era su salón de invierno.
No había en este salón de invierno, lo mismo que en el comedor, más muebles que una mesa blanca de madera, cuadrada, y cuatro sillas de paja. El comedor estaba adornado, además, con un viejo aparador rosa pintado al temple. De semejante armatoste, convenientemente adornado con manteles blancos y puntillas, el obispo había hecho el altar que decoraba el oratorio.
Los ricos que con él se confesaban y las santas mujeres de Digne a menudo daban dinero para comprarle un altar nuevo digno del oratorio de monseñor; él, en cada ocasión, se lo había dado a los pobres.
–El altar más bello, decía, es el alma de un desgraciado consolado que da gracias a Dios.
Tenía en el oratorio dos reclinatorios de mimbre, y un sillón, igualmente de mimbre, en su dormitorio. Cuando por una casualidad recibía a siete u ocho personas a la vez: el prefecto, o el general, o el Estado Mayor del regimiento de la guarnición, o algunos alumnos del seminario, se veía en la obligación de buscar en el establo las sillas del salón de invierno, los reclinatorios del oratorio y el sillón del dormitorio; de esta forma se podían reunir hasta once asientos para los visitantes. Con cada visita se desamueblaba alguna habitación.
Ocurría, a veces, que eran doce; entonces el obispo disimulaba su apuro manteniéndose de pie, al lado de la chimenea si era invierno o proponiendo un paseo por el jardín si era verano.
Había además en la alcoba una silla, pero estaba medio desfondada y no tenía más que tres patas, lo que hacía que no pudiera usarse más que apoyada contra la pared. La señorita Baptistine tenía también en su dormitorio una gran butaca de madera, ancha y profunda, con sus cojines, en otro tiempo dorada y tapizada con un tejido floreado de seda, pero se habían visto obligados a subirla al primer piso por la ventana, dado lo estrecho de la escalera; no se podía, por tanto, contar con ella en caso de apuro mobiliario.
La ambición de la señorita Baptistine habría sido comprar un mueble de salón con canapé, de caoba con molduras y patas torneadas en cuello de cisne, tapizado de terciopelo amarillo de Utrecht adornado con rosetones bordados. Pero habría costado al menos quinientos francos, y, viendo que no había conseguido ahorrar más que cuarenta y dos con cincuenta céntimos, había terminado por renunciar a él. Por otra parte, ¿quién alcanza su ideal?
Nada más fácil de imaginar que el dormitorio del obispo. Una puerta-ventana que daba al jardín, enfrente de la cama; una cama de hospital, de hierro, con un dosel de sarga verde; junto a la cama, detrás de una cortina, unos utensilios de aseo que todavía delataban las antiguas costumbres elegantes del hombre de mundo; dos puertas: una, cerca de la chimenea, daba al oratorio, y la otra, junto a la biblioteca, al comedor; la biblioteca, un gran armario con puertas acristaladas lleno de libros; la chimenea, con la campana de madera pintada imitando mármol, normalmente sin fuego; en el hogar, un par de caballetes de hierro para sujetar los troncos, adornados con búcaros, guirnaldas y estrías, en un tiempo argentadas con polvo de plata, lo que era una especie de lujo episcopal; encima de la chimenea, en el lugar donde normalmente se coloca el espejo, un crucifijo de cobre, en otro tiempo plateado, fijado sobre una tabla forrada de terciopelo negro raído en un marco de madera desdorado. Cerca de la puerta-ventana una gran mesa con un tintero, llena de papeles desordenados y de gruesos volúmenes. Delante de la mesa, el sillón de mimbre. Delante de la cama, un reclinatorio tomado prestado del oratorio.
Dos retratos en marcos ovalados colgaban de la pared, uno a cada lado de la cama. Unas pequeñas inscripciones doradas sobre el fondo neutro de la tela, al lado de las figuras, indicaban que los retratos representaban, uno al abad de Chaliot, obispo de SaintClaude, y el otro, al abad Tourteau, vicario general de Agde, abad de Grand-Champ, de la orden cisterciense, diócesis de Chartres. El obispo, que sustituía en esta habitación a los enfermos del hospital, había encontrado allí los retratos y allí los había dejado. Eran sacerdotes, probablemente donantes: dos motivos para que él los respetara.Todo lo que sabía de estos personajes era que habían sido nombrados por el rey, el uno para su obispado y el otro para su vicaría, el mismo día: el 27 de abril de 1785.Al descolgar la señora Magloire los cuadros para sacudir el polvo, el obispo había encontrado este dato escrito con tinta blancuzca en un papel amarillento, pegado en cuatro puntos con goma arábiga al dorso del retrato del abad de Grand-Champ.
Tenía en la ventana una antigua cortina de lana, que terminó por ser vieja hasta el punto de que, para evitar el gasto de una nueva, la señora Magloire había tenido que hacer un gran cosido justo en el medio. El cosido dibujaba una cruz. El obispo a menudo lo hacía notar.
–¡Qué bien queda! –decía.
Todas las habitaciones de la casa, tanto las de la planta baja como las del primero, estaban encaladas, una moda propia de cuarteles y hospitales.
Sin embargo, los últimos años la señora Magloire había encontrado, como se verá más adelante, bajo el papel pintado, unas pinturas que adornaban la habitación de la señorita Baptistine.Antes de ser hospital, aquella casa había sido sala de juntas de burgueses. De ahí aquella decoración. Los suelos de todas las habitaciones eran de ladrillos de barro rojos, que se lavaban todas las semanas, y cada cama tenía delante su alfombra de paja trenzada. Por lo demás, la casa, regentada por las dos mujeres, estaba, de arriba abajo, exquisitamente limpia. Era el único lujo que el obispo se permitía.Y decía:
–Esto no quita nada a los pobres.
Hay que admitir, sin embargo, que de lo que en otro tiempo poseía le quedaban seis cubiertos de plata y un cucharón para la sopa que la señora Magloire, dichosa, miraba relucir espléndidamente sobre el grueso mantel de tela blanca.Y como aquí pintamos al señor obispo tal cual era, debemos añadir que más de una vez llegó a decir:
–Difícilmente me acostumbraría a comer sin esta cubertería.
Tenía, además, dos grandes candelabros de plata maciza que había heredado de una tía abuela. Estos candelabros, normalmente puestos sobre la chimenea del obispo, portaban dos velas de cera cada uno. Cuando había invitados, la señora Magloire encendía las velas y ponía los candelabros en la mesa.
Había en el dormitorio del obispo, junto a la cabecera de la cama, un pequeño armario en el que la señora Magloire guardaba todas las noches los seis cubiertos de plata y el cucharón. Hay que decir que nunca se quitaba la llave de la cerradura
El jardín, algo estropeado por las construcciones bastante feas de las que hemos hablado, se componía de cuatro senderos en cruz que confluían en un sumidero en el centro del jardín y un paseo circundante que seguía el muro blanco que lo cercaba. Estos paseos limitaban cuatro rectángulos de tierra bordeados de boj. En tres de ellos la señora Magloire cultivaba todo tipo de hortalizas; en el cuarto el obispo había puesto flores. Había, aquí y allá, algunos árboles frutales.
Una vez la señora Magloire le dijo con cierta malicia cariñosa:
–Monseñor, usted, que saca provecho de todo, tiene ahí un terreno inútil. Más valdría que produjera legumbres y hortalizas.
–Señora Magloire, se equivoca. Lo bello es tan útil como lo útil.
Y añadió tras un momento de silencio:
–Quizá más.
El rectángulo en cuestión, compuesto de tres o cuatro arriates, ocupaba al obispo casi tanto como los libros. Pasaba en él buenos ratos cortando, escardando, haciendo hoyos donde sembrar sus semillas. No era hostil con los insectos, al menos tanto como habría deseado un jardinero. Por lo demás, no tenía pretensiones botánicas; no conocía las esporas ni la doctrina del solidismo; no trataba, en modo alguno, de decidir entre Tournefort y el método natural; no tomaba partido ni por los utrículos en contra de los cotiledones, ni por Jussieu contra Linneo. No estudiaba las plantas; amaba las flores. Respetaba mucho a los sabios y más a los ignorantes, y, sin faltar jamás a los dos respetos, regaba sus arriates todas las tardes de verano con una regadera de hierro estañado pintada de verde.
Ninguna puerta de la casa cerraba con llave. La del comedor, que, como ya se ha dicho, daba directamente a la plaza de la catedral, estuvo en otro tiempo armada de cerraduras y cerrojos, como la puerta de una prisión. El obispo hizo quitar todos estos hierros, y la puerta, de día y de noche, sólo se cerraba con el picaporte. Cualquiera que llegara a cualquier hora no tenía más que empujar la puerta.Al principio, aquella puerta nunca cerrada atormentaba a las dos mujeres; pero el señor de Digne les dijo:
–Poned cerrojos en vuestras habitaciones si eso os tranquiliza.
Ellas terminaron por compartir su confianza o, al menos, hicieron como si la compartieran. La señora Magloire, sólo de tarde en tarde, sentía algún pavor. En cuanto al obispo, se puede encontrar su pensamiento explicado o al menos expresado en estas tres líneas escritas por él mismo en los márgenes de su Biblia: «Éste es el matiz: la puerta del médico nunca debe estar cerrada; la del sacerdote siempre debe estar abierta».
En otro libro, titulado Filosofía de la ciencia médica, había escrito esta otra nota: «¿Acaso no soy médico como ellos? Yo también tengo enfermos; en primer lugar, tengo los suyos, que ellos llaman enfermos; y después tengo los míos, que yo llamo desgraciados».
Y también había escrito en otro lugar: «No preguntéis el nombre a quien os pide amparo. Es, sobre todo, aquel a quien su nombre turba quien necesita asilo».
Sucedió que a un digno cura, no sé ya si el de Couloubroux o el de Pompierry, se le ocurrió preguntarle, probablemente instigado por la señora Magloire, si monseñor estaba seguro de no cometer imprudencia dejando la puerta abierta noche y día a disposición de quien quisiera entrar, y si no temía que ocurriera alguna desgracia por tener la casa tan poco guardada. El obispo le tocó en el hombro con dulce gravedad y le dijo:
–Nisi Dominus custodierit domum, in vanum vigilant qui custodiunt eam.¹
Después habló de otras cosas.
Decía con cierta fruición:
–Hay la valentía del sacerdote, como hay la del coronel de dragones. Sólo que –añadía–, la nuestra debe ser tranquila.
VII
Cravatte
Es el momento de referir un hecho que no debemos omitir, pues es de los que mejor reflejan la clase de hombre que era el obispo de Digne.
Tras la destrucción de la banda de Gaspard Bès, que había infestado las gargantas de d’Ollioules, uno de sus lugartenientes, Cravatte, se refugió en la montaña. Durante algún tiempo se ocultó con sus bandidos, los que quedaban del grupo de Gaspard Bès, en el condado de Niza, después pasó al Piamonte, y de repente apareció en Francia, cerca de Barcelonnette. Se le vio primero en Jauziers, después en Les Tuiles. Se ocultó en las cuevas de Joug-de-l’Aigle, y de allí bajó a las aldeas y pueblos por los barrancos del río Ubaye y su afluente el Ubayette. Se atrevió a llegar hasta Embrun, entró una noche en la catedral y desvalijó la sacristía. En sus correrías desolaba el país. La gendarmería lo persiguió, pero en vano; siempre escapaba; algunas veces resistía a viva fuerza. Era un osado miserable. En medio de este terror, llegó el obispo. Hacía su visita pastoral. En Chastelar, el alcalde le salió al encuentro y le instó a desandar el camino. Cravatte controlaba la montaña hasta el Arche, y más allá. Había peligro, incluso con escolta. Era exponer inútilmente a tres o cuatro desgraciados gendarmes.
–También cuento –dijo el obispo– con ir sin escolta.
–¿Eso piensa, monseñor? –exclamó el alcalde.
–Tan es así, que rechazo absolutamente la escolta y partiré dentro de una hora.
–¿Partir?
–Partir.
–¿Solo?
–Solo.
–¡Monseñor!, no hará eso.
–Hay allí, en la montaña –siguió el obispo–, una humilde parroquia, muy pequeña, que no visito desde hace tres años. Son buenos amigos.Amables y honrados pastores. De treinta cabras que guardan, sólo una es suya. Hacen unos preciosos cordones de lana de diversos colores y tocan canciones montañesas con sus pequeñas flautas de seis agujeros. Necesitan que se les hable de vez en cuando del buen Dios. ¿Qué pensarían de un obispo que tiene miedo? ¿Qué dirían si no fuese a verlos?
–¡Pero, monseñor, los bandidos! ¡Mire que si se topa con los bandidos!
–Ahora que lo pienso.Tiene razón. Puedo encontrarlos.También ellos necesitarán que se les hable del buen Dios.
–¡Monseñor!, ¡pero si es una banda! ¡Una manada de lobos!
–Señor alcalde, quizá sea éste el rebaño del que Jesús quiere hacerme pastor. ¿Quién conoce los caminos de la Providencia?
–Monseñor, lo desvalijarán.
–No tengo nada.
–Lo matarán.
–¿A un buen hombre, viejo y sacerdote, que anda por la vida farfullando sus memorias? ¡Bah! ¿A santo de qué?
–¡Ah, Dios mío!, ¡si llegara a encontrarlos!
–Les pediría limosna para mis pobres.
–Monseñor, no vaya. ¡Por lo que más quiera! Expone la vida.
–Señor alcalde, ¿no es más que eso? No estoy en este mundo para conservar la vida, sino para velar por las almas.
Hubo que dejarle hacer. Partió, acompañado solamente de un niño que se ofreció a servirle de guía. Su obstinación dio que hablar en el país y asustó mucho a la población.
No quiso llevar ni a su hermana ni a la señora Magloire.Atravesó la montaña en mulo sin encontrar a nadie y llegó sano y salvo donde sus «buenos amigos» los pastores. Se quedó quince días predicando, administrando, enseñando la doctrina, moralizando. Próximo a partir, resolvió cantar pontificalmente un Te Deum. Se lo dijo al cura. Pero ¿cómo hacer si no había ornamentos episcopales? Sólo podían ofrecerle una miserable sacristía de pueblo con algunas viejas casullas de damasco gastado adornadas con falsos galones
–¡Bah! Señor cura, anunciemos nuestro Te Deum en la plática. Esto se va a arreglar.
Buscaron en las iglesias de los alrededores.Todas las magnificencias de aquellas humildes parroquias no habrían servido para vestir convenientemente a un sochantre de la catedral.
En medio del apuro, llegaron dos jinetes desconocidos y depositaron en el presbiterio una gran caja para el señor obispo, marchándose inmediatamente.Abrieron la caja; contenía una capa de paño tejido en oro, una cruz, una mitra adornada con diamantes, una cruz arzobispal, un báculo magnífico, todas las vestiduras pontificales robadas un mes antes al tesoro de Nuestra Señora de Embrun. En la caja encontraron un papel en el que se leía: «De Cravatte para monseñor Bienvenue».
–¡Cuando yo decía que esto se arreglaría! –dijo el obispo.
Después añadió sonriendo:
–A quien se contenta con una sobrepelliz de cura, Dios le envía una capa de arzobispo.
–Monseñor –murmuró el cura cabeceando con una sonrisa–, Dios o el diablo.
El obispo miró fijamente al cura y recalcó con autoridad:
–¡Dios!
Cuando volvía a Chastelar, a lo largo del camino, y cuando llegó a la villa, la gente iba a verle con gran curiosidad. En el presbiterio de la iglesia encontró a la señorita Baptistine y a la señora Magloire, que lo estaban esperando, y dijo a su hermana:
–¿Qué, tenía yo razón? El pobre cura se fue donde los pobres montañeses con las manos vacías y vuelve con las manos llenas. Partí llevando conmigo nada más que la confianza en Dios; vuelvo con el tesoro de la catedral.
Por la noche, antes de acostarse, aún añadió:
–No temamos jamás a los ladrones ni a los asesinos. Esos peligros son los peligros de fuera, pequeños peligros.Temámonos a nosotros mismos. Los prejuicios, ésos son los ladrones; los vicios, ahí tenéis a los asesinos. Los grandes peligros están en nuestro interior. ¡Poco importa lo que amenaza nuestra cabeza o nuestro bolsillo! No pensemos sino en lo que amenaza nuestra alma.
Después, volviéndose a su hermana:
–Hermana mía, un sacerdote nunca tomará precaución contra el prójimo. Lo que el prójimo hace, Dios lo permite. Limitémonos a rogar a Dios cuando creemos que nos llega un peligro. Roguémosle, no por nosotros, sino para que no seamos nosotros la ocasión de que nuestro hermano caiga en falta.
Por lo demás, en su