REVISTA CHILENA dE LITERATuRA
Abril 2013. Número 83, 137-159
CENSuRA y (RE)ESCRITuRA EN EL TEATRo dE
CARLoS MuñIz
Diego Santos
universidad Autónoma de Barcelona
dsantos@post.harvard.edu
RESuMEN / ABSTRACT
El artículo estudia la relación entre censura y (re)escritura en la dramaturgia de Carlos Muñiz.
A través del estudio de dos de sus principales obras y de los expedientes censores de éstas, se
analiza la deriva estética del autor en dos procesos de (re)escritura. Ambos constituyen una
reacción del autor ante la censura y buscan generar lenguajes más susceptibles de escapar
a ella. En el primero se produce el tránsito de lenguajes positivistas a otros más netamente
expresionistas; en el segundo se observa cómo el expresionismo del autor se vio potenciado.
Finalmente se hace una valoración general del impacto estético de la censura en la obra de Muñiz.
Palabras clave: censura, reescritura, realismo, expresionismo, abstracto.
This article explores the relationship between censorship and (re)writing in Carlos Muñiz’
theatre. The study of two of his masterpieces and their censorial reports leads to the analysis
of the author’s (re)writing process as an aesthetic shift to escape from censorship. This
process is explored in two instances: firstly from positivism to expressionism and secondly
as an enhancement of the latter. Finally the aesthetic impact of censorship in Muñiz’ theatre
is assessed.
Key words: censorship, rewriting, realism, expressionism, abstract.
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LA CENSuRA TEATRAL duRANTE EL FRANquISMo y LA
gENERACIóN REALISTA
Tras la victoria de los rebeldes nacionales, el régimen establecido por el
general Franco en España tardó poco tiempo en generar una legislación
específica que amparase el ejercicio de la censura teatral (Muñoz Cáliz 36).
Este protocolo, que estaría vigente hasta 1978, años después de la muerte del
dictador, determinó que los libretos de las obras de teatro pasasen por una
serie de censores que habrían de informar sobre su oportunidad y adecuación,
proponiendo en caso necesario cambios, supresiones e incluso prohibiciones
tanto en el texto como en la puesta en escena. El sistema se articuló en torno
a la defensa y la legitimación ideológica del régimen franquista, así como
a un fuerte nacionalismo y una férrea moral católica. La censura, por tanto,
basó su ámbito de actuación en los ámbitos sexual, político, del lenguaje y
de la religión (Abellán 88-89). dicha situación trajo consigo consecuencias
dramáticas para la vida teatral española: el exilio o el silencio fueron las únicas
opciones para los discursos que quedasen fuera de los estrechos márgenes
de la ortodoxia franquista.
El panorama teatral de la España franquista de los años cuarenta distó
mucho de gozar de una buena salud. Con el final de la Guerra Civil moría la
gran tradición teatral republicana: voces como las de Lorca o Valle-Inclán
se apagaron; otras, como las de Alberti o Max Aub, se exiliaron; y las de
los autores que se quedaron en España se silenciaron o, lo que es peor, se
autosilenciaron. La censura sometió a un severo escrutinio todas las obras y
juzgó con especial severidad todo lo extranjero y “moderno”, que comportaba
siempre reminiscencias de la Segunda República y se entendía, por tanto,
como símbolo de decadencia y barbarie. El hueco que dejaban todas estas
ausencias se intentó llenar con dramaturgias como las de Felipe Lluch,
que loasen a Franco y volviesen los ojos a la historia de la España eterna
e imperial. Sin embargo, los gustos del público determinaron una vuelta a
moldes teatrales conocidos, a un teatro más banal que evitase la confrontación
entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil y facilitase la evasión en
un país económica y moralmente devastado. La comedia intrascendental,
ligera, burguesa y meramente comercial acabaría poblando los escenarios
de la década de los cuarenta. de este modo se perpetuaba un molde bien
forjado en las décadas anteriores y se cerraba la puerta a toda innovación
técnica, estética y formal. José María Pemán o Jacinto Benavente, nombres
ya consolidados antes del conflicto civil, continuaron copando los grandes
escenarios de aquellos primeros años de la dictadura.
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
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Si bien hasta entonces ninguna voz se atrevió a desafiar las reglas impuestas
por el nuevo régimen, esta situación cambió en la década de los cincuenta.
El estreno en 1949 de la obra de Antonio Buero Vallejo Historia de una
escalera supondría un punto de inflexión en esta escena conservadora de
los años cuarenta y marcaría el inicio de una nueva etapa del teatro español
del siglo XX. La obra, historia de las frustraciones y penurias económicas
de las familias de una misma escalera, contrastaba con el mundo amable de
las comedias de evasión y abría la puerta a una realidad dura, reflejo de la
angustiante situación económica que atravesaba la mayoría de los españoles
de la época. Siguiendo la estela de Buero Vallejo, otros autores como Sastre,
olmo, Martín Recuerda, Rodríguez Méndez o Muñiz dieron luz a un teatro
nuevo, de corte realista, que formulaba la denuncia de la situación creada por
el franquismo mediante un fuerte grado de compromiso. Este neorrealismo
ha sido interpretado por parte de la crítica como la recreación de una tragedia
contemporánea que, si bien entronca directamente con los lenguajes positivistas
del realismo, cuenta también con una capa simbolista que le concede un
significado más trascendente; su realismo es, además, más ético y social
que meramente costumbrista (Serrano 2788-90). Como no podía haber sido
de otra manera, esta generación fue seguramente la más castigada por una
inquebrantable censura presta a ver el peligro tras cada réplica, que apreció
en estos textos una clara amenaza al statu quo del régimen.
En palabras del propio Muñiz, la censura jugó un papel capital a la hora
de marginarle a él y a sus compañeros dramaturgos: “[la censura] ha hecho
cuanto ha estado en sus manos –y en sus manos ha tenido toda la fuerza de la
represión– para impedir que las obras que hemos logrado estrenar conservaran
todo su vigor” (O’Connor y Pasquariello 15). Existen estudios (Muñoz Cáliz)
que abordan de manera detallada y sistemática las vicisitudes a que fueron
sometidas las obras de buena parte de estos autores críticos con el régimen:
las prohibiciones y los cortes determinaron estrategias que ayudasen a la
escritura dramática a sortear la barrera censora. Sin embargo, el trabajo de la
crítica pasa por alto en buena medida la dramaturgia de Carlos Muñiz 1, uno
1
Carlos Muñiz (Madrid, 1927-1994), dramaturgo español de la llamada “generación
Realista”, liderada por Antonio Buero Vallejo y en la que se incluyen nombres como los de
Lauro Olmo, Alfonso Sastre o José María Rodríguez Méndez. Su producción dramática arranca
en 1955, con la obra Telarañas, y fue merecedora de galardones como el Premio Nacional
de Cámara y Ensayo. Nunca se sintió cómodo con la etiqueta “realista”, que transgredió en
buena parte de sus obras. Fue funcionario del Ministerio de Hacienda, guionista en varias
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de los autores de este grupo más castigados por la censura. otros nombres
de esta generación, como Buero, olmo o Rodríguez Méndez, desempeñaron
un papel más central en la vida teatral de aquellos años y han relegado a un
segundo plano más discreto la labor dramática de Muñiz. A ello se suma el
hecho de que, además de dramaturgo, Muñiz se acabase convirtiendo en un
hombre de televisión, lo que le restaría importancia en las tablas de la época;
el dramaturgo Jesús Campos, por ejemplo, confiesa que en aquellos años
Muñiz le era un desconocido porque había sido “avanzadilla de la emigración”
hacia la televisión (en Muñiz, Teatro 5).
Aunque ha sido tradicionalmente englobado en la nómina de autores de
la generación realista, el propio Muñiz parece no sentirse muy conforme
con esta etiqueta, demasiado vaga, que se aplica a quienes adoptaron una
actitud abiertamente crítica con la realidad socio-política del momento y
con independencia de las preferencias estéticas de cada autor (O’Connor y
Pasquariello 15). De hecho, la crítica ha venido señalando tres etapas bien
diferenciadas en su creación dramática: una inicial realista, otra expresionista
y una tercera y última basada en obras de corte histórico (Serrano). En este
trabajo se ofrece un estudio del tránsito entre las dos primeras etapas y la
mediación en él de la censura. Para ello, se analizarán los expedientes censores
de dos obras, una de cada periodo, que recrean una narración similar. A
través de dicho análisis se valorará cómo estas obras y sus lenguajes fueron
entendidos, juzgados y condenados por el aparato censor del franquismo,
así como el grado en que dicho aparato determinó la escritura del autor y su
deriva estética.
EL REALISMo dE MuñIz
El primer estreno teatral de Muñiz, Telarañas, en 1955, le valió el aplauso
del público, el mecenazgo de Buero y el optimismo de la crítica ante su
futuro como autor, aunque el texto cosechó malas críticas (Serrano 2806).
En la obra afloraba ya el compromiso de Muñiz con el hombre alienado por
el sistema y la situación sociopolítica del momento, que se observará en las
obras que comentaremos más abajo. A nivel estético, el crítico de Pueblo
novelas históricas y biográficas, y realizador del espacio dramático Estudio 1, de Televisión
Española.
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
141
señaló una oscilación “entre realismo y evasión” (Torres Nebrera, Carlos
Muñiz 23-24), que se traducía como “la coexistencia pacífica” de naturalismo
y expresionismo (Torres Nebrera, De Jardiel 284) en la obra. Esta dualidad
estética del autor, inserto entre los lenguajes positivistas y la más abstracta
vanguardia, abre la doble vía que analizaremos en este artículo. Las duras
críticas al texto determinaron que Muñiz se volcase a partir de este momento
a la confección de un teatro de corte más realista que demostrase a los críticos
su capacidad dramatúrgica, ya que estos parecían desdeñar su aspecto más
innovador. El propio autor manifestó que su llegada al expresionismo habría
sido más temprana si la crítica no le “hubiera machacado prácticamente
cuando estren[ó] Telarañas” (Muñiz, Tintero 26).
La auto-impuesta deriva hacia el realismo lleva al autor a la redacción
de El grillo ese mismo año 1955. La obra mereció el Premio del Teatro
Nacional de Cámara y Ensayo y, tras someterse a censura en 1956, el texto
llegó a las tablas del Teatro Nacional María guerrero en 1957. Mariano, su
protagonista, es un hombre mediocre, un personaje abrumado por presiones
económicas y diana de los engaños de todos, que se comporta como un
grillo: “A los grillos nadie les hace caso y, sin embargo, fíjate cómo se les
oye en el silencio del campo…, pero nadie les hace caso” (Muñiz, El grillo
141). Continuamente se lamenta por su precaria situación económica, que
contrasta con la opulencia en que vive su hermano. Pretende que la vida de
sus hijos sea mejor que la suya, pero ellos acaban reproduciendo el patrón
y Pilar, la hija, lamenta que “Ni José Luis [hermano] ni yo ni nadie de esta
casa tendremos nunca dinero” (139). Finalmente la familia accede al dinero
del hermano del protagonista, a pesar de que este ha intentado abusar de la
hija de Mariano. Este “concierto estridente”, tal y como lo subtitula su autor,
era la obra de corte realista que lo redimía ante la crítica y demostraba que
podía llegar donde los críticos habían previsto.
Al mismo tiempo, el autor daba forma a los presupuestos del realismo
inaugurado por Buero, en que “frente a la comedia amable, intrascendente y
evasiva […] lejos de concebir el arte como mera distracción, [el teatro se va
a emplear] como vehículo de denuncia, en un intento de dar testimonio de las
realidades más sórdidas y de dar voz a los perdedores del sistema” (Muñoz
Cáliz 62). En la denuncia de la precariedad del orden social que se aprecia
en esta obra señalan los críticos el comienzo de la protesta social en Muñiz
(Zeller 41). El hecho de que las obras de este tipo apareciesen revestidas de un
nuevo lenguaje teatral, que auguraba un cambio de patrón en las empobrecidas
tablas del franquismo, determinó que los censores recibieran inicialmente estas
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obras con buenos ojos. “No obstante, estos juicios favorables irán cambiando
a lo largo del franquismo, a medida que los censores tomen conciencia de
las posturas progresistas de estos dramaturgos” (Muñoz Cáliz 65). En 1956,
años después del estreno de Historia de una escalera, los censores ya estaban
acostumbrados a obras de este tipo. La crítica social contenida en El grillo,
por tanto, no habría de pasarle inadvertida a la censura.
El hecho de haber ganado el Premio del Teatro Nacional de Cámara y
Ensayo garantizaba el estreno de la obra en dicho teatro. Para ello, el texto
debía ser sometido, según el protocolo vigente, al juicio previo de la censura;
en este caso, y frente a lo que sucedía con las solicitudes ordinarias, un único
censor juzgó la obra. Adolfo Carril retrató al protagonista de la obra como
un “tipo social de mediocres ambiciones” 2 y calificó el tema de la obra de
“amargo”. Interesante es, sin duda, su análisis artístico y técnico del texto:
“Teatralmente analizada tiene algunos fallos y quizá pueda faltarle altura de
expresión de arquitectura teatral y de procedimiento”. A pesar de todo, el
censor consideró que la obra podía autorizarse en los minoritarios teatros de
cámara. En efecto, en 1955 se promulgaba la ley que instauraba un nuevo
régimen teatral alternativo al general (también denominado comercial); se
trataba del régimen de los teatros de Cámara y Ensayo, que autorizaba en
salas pequeñas y para funciones únicas obras delicadas que se consideraban
inadecuadas para el gran público pero inofensivas para un reducido núcleo de
intelectuales urbanos (BoE 1955). El régimen, mediante este nuevo resorte
legal, contentaba a una minoría potencialmente crítica (tanto los nuevos
autores como su público) al tiempo que evitaba que este nuevo teatro ejerciese
ningún tipo de impacto en la gran masa de espectadores.
Se impusieron también algunas tachaduras que suprimían la condición de
funcionario del protagonista. En efecto, la censura prohibía “todo lo que atente
de alguna manera contra nuestras instituciones” (BOE 1963, 3930) 3, entre
ellas la administración, que debía por tanto ser siempre presentada de manera
inmaculada. En la obra, el ambiente laboral alienante y deshumanizador a que
se sometía al personaje ponía en una situación delicada a la administración, por
lo que simples referencias como “funcionario”, “Ministerio” o “negociado”
2
Para las citas de los expedientes no se facilitará la referencia completa, ya que no
son fuentes paginadas. Se trata de los expedientes de El grillo (5/57) y El tintero (306/60),
Archivo general de la Administración, Alcalá de Henares, Madrid.
3
Hasta 1963 la censura carecía de normas explícitas, por lo que se citan las normas
promulgadas aquel año.
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143
fueron eliminadas del texto, haciendo parecer que Mariano era un trabajador
de una empresa, nunca un empleado público de un Estado de cuya defensa
hizo bandera la censura. Tal y como nos ha llegado hasta hoy, el texto aún
mantiene esa ambientación. La reescritura motivada por la censura no solo
se aplicó, pues, en la representación, sino que se ha mantenido en la edición
del texto ya en la época democrática. La censura, de este modo, ha de ser
tenida en cuenta como agente activo en la génesis y fijación de los textos,
como se estudiará más adelante.
El aparato teatral franquista permitía, de este modo, que la obra de Muñiz
llegase a escena, desprovista de cualquier mención al estado franquista y su
administración, aunque ésta hubiese sido del todo inocua desde el punto de
vista político y moral. La obra, así, veía cambiado su enfoque conceptual y
llegaba a las tablas en 1957 como función única de cámara. A finales de ese
mismo 1957, el Instituto de Estudios Alicantinos hacía una nueva solicitud
para montar la obra, también en régimen de cámara. El Delegado Provincial
del Ministerio de Información y Turismo analizó el texto y, tras dictaminar
que no atacaba a la moral, al dogma católico ni a las instituciones del Estado,
lo autorizó para función de cámara, que para él era sinónimo de público
“reducido y escogido”. Aunque había sido premiada y autorizada, la obra se
restringía a un público marginal ya que se intuía en ella una peligrosidad, no
explícita pero sí latente, que inquietaba al régimen.
En 1959, la compañía de Andrés Mejuto solicitaba el montaje de la obra
por diversas provincias en régimen comercial, lo que significaba un mayor
impacto potencial en un público más amplio y exigía por tanto un análisis
más exhaustivo del peligro que entrañaba el texto. Este hecho determinó una
nueva lectura, esta vez por parte de dos censores, que debían dictaminar su
idoneidad para este nuevo contexto. Ninguno alabó la calidad dramática de la
obra: la consideraron aburrida e incluso juzgaron como torpe su diálogo. Lo
más interesante, sin embargo, son los juicios que los censores hacían sobre
su estética y su lenguaje teatral. Al tratarse de una comedia realista, la obra
reflejaba “los hechos anodinos y vulgares de la clase media baja” de manera
muy correcta y verídica, lo que uno de los censores veía como un aspecto
positivo. El otro, sin embargo, parecía hacer una lectura más elaborada de
este lenguaje artístico y de sus implicaciones: la obra, “resentida”, desprendía
un “tufillo revolucionario” y se insertaba en la “línea del teatro social que
mira más al escenario, al ambiente que a la punzada argumental”. Este
censor veía una intencionalidad extra-escénica en el joven autor y alertó de
las connotaciones que el lenguaje realista parecía acarrear.
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En efecto, una vez que la censura desentrañó su verdadera intención,
las obras de corte realista fueron tachadas de marxistas por los censores,
que las temieron sistemáticamente y las escrutinaron con meticulosidad.
No podemos aventurar una hipótesis de hasta qué grado los censores, en su
mayoría funcionarios ajenos a las letras, conocían, por ejemplo, los escritos
de Lukács y su defensa del realismo como lenguaje de la revolución. En
cualquier caso, sus recelos hacia este lenguaje teatral fueron constantes. El
lenguaje realista conllevaba aspectos que incomodaban al régimen; al fin y al
cabo se trataba de obras que “conta[ban] desde la escena los aspectos menos
tolerables de una sociedad en la que los individuos más desfavorecidos por la
fortuna lucha[ba]n por una vida sin horizontes” (Serrano 2789). Lo hacían,
además, con presupuestos estéticos asequibles y planteando una homología
clara entre escenario y realidad, es decir, una lectura interpretativa fácil
susceptible de llegarle a un gran público. Al mismo tiempo, cualquier atisbo
de crítica se hacía demasiado evidente para la tinta roja, que se cebó con
este tipo de textos.
Al margen de los recelos propios hacia el realismo, los censores estaban
alerta porque los peticionarios intentaban siempre burlar al sistema para
obtener condiciones menos restrictivas. En este sentido, el texto que se
presentó en la solicitud de 1959 debió de ser la versión original del autor,
sin las supresiones que se habían impuesto en las solicitudes previas. De
este modo, uno de los censores volvía a señalar la inviabilidad de que el
personaje fuese un funcionario: “Aunque se llama funcionario del Estado,
el protagonista, bien se vé [sic] que se trata de un empleado de oficina, pues
toda su mentalidad y sus problemas surgen de su situación de oficinista de
Empresa, ya que esos problemas serían distintos si el protagonista fuera
funcionario del Estado”. Una vez más, la defensa del Estado se convertía en
el caballo de batalla de los censores. Se impusieron, por tanto, tachaduras y
modificaciones en la línea de lo que apuntaba el censor y siempre en defensa
de la administración franquista: “Conviene sustituir la palabra funcionario
por la palabra empleado, y la palabra despacho o ministerio por la palabra
oficina, pues lo que sucede al protagonista, si fuera funcionario, no tendría
razón de ser. Se vé [sic] que el autor no está fuerte en cuestiones de Derecho
Administrativo”. Estos ejemplos ilustran la continua negociación, en forma
de tira y afloja, de los autores y peticionarios con la censura.
En 1962 hubo una nueva solicitud en Bilbao; en este caso la obra se
autorizó sin cortes, precisamente porque el libreto enviado a censura no
registraba ya los fragmentos con menciones directas del funcionariado
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que habían sido eliminadas en solicitudes previas. Constan dos solicitudes
más, en 1967 y 1968, autorizadas en condiciones similares. De esta forma,
el texto había sido finalmente autorizado por la censura y había llegado a
un público amplio, pese a los temores iniciales que lo habían relegado al
exclusivo circuito de teatros de cámara. Varios cortes en aspectos relativos
a la administración pública alteraban su lectura pero, pese a la desconfianza
que el lenguaje realista provocaba en la Junta de Censura, la obra acabó
llegando a las tablas y al gran público.
HACIA EL EXPRESIONISMO
En 1958, el autor obtiene el premio Carlos Arniches por la obra El precio de
los sueños, que cierra su etapa más realista, una vez que ya ha demostrado al
establishment teatral que es capaz de hacer teatro de calidad. El vuelco estético
se produce en 1960 con la obra La casa sin ventanas, cuyo título definitivo
sería con el tiempo El tintero. Se trata de un texto abiertamente integrado en
una estética expresionista que toma El grillo como “borrador” (Torres Nebrera,
Carlos Muñiz 25) para sublimarlo. La prefiguración expresionista que se había
visto en Telarañas cobra finalmente forma en esta obra, que supone un proceso
de reescritura respecto a El grillo. La obra es una farsa expresionista en que
Pérez, el protagonista, es un oficinista que apenas gana para subsistir en la
ciudad y que vuelve cada fin de semana con su familia, al pueblo, tan agotado
que tiene problemas para satisfacer sexualmente a su esposa: “Cada sábado
sesenta kilómetros en bicicleta. Me compré la bici porque subieron el precio
del coche de línea. ya la he pagado, y monto en ella, pero me canso mucho! y
me da tos. Y cuando llego el sábado por la noche al pueblo, no tengo fuerzas
para abrazar a mi mujer” (El tintero 14)4. La mujer acaba siendo seducida por
el maestro del pueblo y el protagonista se ve, por tanto, vejado en el ámbito
personal. Esta vejación se traslada también al profesional, cuyas normas no
entiende y donde se ve sistemáticamente atacado hasta perder el empleo: “Se
ha excluido de ellas [de las nóminas], como usted sabe muy bien, a todos
los que han llevado un comportamiento irregular y han fumado cigarrillos
durante las hora de oficina, o han comido bocadillos, o han respirado hondo”
4
La imposibilidad de citar La casa sin ventanas, inédita, hace que las citas se hayan
tomado de El tintero, reescritura de esta primera, como se indica más adelante.
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(21). En este entorno alienante el protagonista es recriminado por tener flores
o escribir poesía y acaba siendo finalmente despedido. Asfixiado por una
sociedad extremadamente deshumanizada y avasalladora, el protagonista
se deja arrollar por un tren. Sin embargo, la crítica ha señalado que mientras
Mariano, el protagonista de El grillo, es pasivo, Pérez se rige más por ideales
y lucha de forma más activa (Cazorla 231).
La deriva estética de Muñiz es compleja. El lenguaje realista le había
planteado al autor problemas con una censura recelosa de que los referentes
fuesen fácilmente reconocibles por parte del público, especialmente si
dichos referentes eran instituciones del régimen de Franco. El precio de los
sueños, la segunda obra de Muñiz y premio Carlos Arniches, había seguido
un itinerario estético similar, en su empeño por demostrarle a los críticos su
capacidad de escribir buen teatro, es decir, un teatro de corte más realista.
Hay quien ha señalado que existe en estas obras miedo a la censura al
mostrar al antagonista de manera marginal (Zeller 42). En efecto, las estéticas
positivistas, los realismos, ofrecían este problema en los regímenes totalitarios:
la representación clara de la realidad planteaba una forma óptima de crítica
accesible al gran público, pero también al censor.
Es más que factible, pues, que el autor abandonase esta línea estética,
“porque entendía que por él no había posibilidad de llegar a ninguna meta
apetecible” (Muñiz 23), lo que puede interpretarse como su deseo de burlar
la censura. Con La vida sin ventanas el autor deja de lado la estética realista
y se adentra en el terreno del expresionismo, lenguaje “impregnado de
violencia reivindicativa” (oliva y Torres Monreal 355) y cuya innovación
técnica lo hacía susceptible de vehicular un mayor grado de protesta social
que el “suave” naturalismo (Ríos Carratalá 120). En efecto, mientras que el
realismo proporciona un fácil acceso a la literatura, los lenguajes de vanguardia
determinan un acceso mucho más restringido a los textos; este mayor grado
de abstracción del expresionismo presumiblemente dificultaría la lectura
de los censores y posibilitaría una crítica más eficaz que la propuesta en El
grillo, fuertemente mutilada. De esto modo la censura se mostraría a priori
más benévola con las obras, acaso menos capaz de comprender su lenguaje
teatral, menos asequible que el realista.
El lenguaje expresionista de La vida sin ventanas se deja notar en varios
aspectos. La acotación inicial indica que “El decorado de esta obra ha de
ser totalmente esquemático. Los elementos de decoración de cada uno de
los cuadros estarán reducidos al mínimo” (9) y los personajes, por su parte,
se definen también con muy pocos trazos: “La descripción que se hace de
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
147
alguno de ellos a lo largo de la acción puede bastar para definirlos. Los demás
no necesitan descripción” (9). Trazos que, además, inciden en descripciones
deformantes: “[Frank] Es un tipo de hortera refinado. Traje verdoso, calcetines
amarillos y zapatos colorados. Es algo cargado de hombros y lleva un lacio y
repugnante bigote que cae hacia las comisuras de los labios con una languidez
desesperante. Su palidez biliosa […] le da un aspecto nauseabundo” (12);
“[Livi] Es muy pálido. Casi amarillento” (19). La acción responde a estos
personajes arquetípicos y es igualmente esquemática; la interpretación es,
por tanto, lejana a la naturalista 5. El protagonista se ve obligado a hacerse un
bocadillo de papel, por no tener dinero para otra cosa y, en el segundo acto,
aparece vestido como un presidiario.
La obra vehicula, a través de estos resortes, una denuncia social más
generalizada que en sus obras anteriores. Monleón denomina esta nueva
caracterización formal “estilización tragicómica” (Monleón 264). Si Mariano
era un ser concreto, Pérez se convierte ahora en un símbolo (Llabrés 219); si
la crítica de El grillo se hacía a nivel de un individuo determinado, en esta
nueva obra se trasciende lo individual para dirigirse a la sociedad en general
(Cazorla 230) y proponer una interpretación más trascendental. Esta nueva
configuración de corte expresionista permitía una lectura en clave arquetípica
y simbólica, por ende más general, al tiempo que determinaba que el texto
fuese más complejo y, en el sentido que Carlson le confiere al término,
que favoreciese la abstracción y el exceso sobre la mimesis (Carlson 346),
imponiendo una lectura más difícil y una asimilación menos inmediata. A
pesar de todo ello, la censura no se mostró más benévola de lo que lo había
sido con El grillo.
A finales de 1960, la compañía comercial de Amparo Soler Leal 6 presentó
la obra a censura solicitando autorización para su montaje. El texto debió
El director del montaje de 1961 señala cómo los personajes son arquetipos y no
deben someterse a una interpretación naturalista (Torres Nebrera, Carlos Muñiz 29).
6
Aunque la compañía que figura en la solicitud es la de Amparo Soler Leal, el nombre
de De Quinto y del Grupo de Teatro Realista (GRT) de Alfonso Sastre aparecen en muchos de
los documentos de esta serie. Se trata de la misma solicitud, realizada para el Teatro Recoletos
de Madrid. La crítica siempre menciona que fue el GRT quien realizó el estreno; además, no
se ha podido encontrar evidencia que hablase del estreno por parte de la empresa de Amparo
Soler Leal, compañía comercial de gran trayectoria. Una hipótesis es que este grupo con
solera amparase a la hora de llevar a cabo la solicitud a la joven compañía, seguramente más
sospechosa ante la autoridad censora.
5
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de ser polémico desde su llegada a la Junta de Censura, ya que los tres
informes que habitualmente se requerían se elevaron a cinco en esta ocasión.
En ellos se incide en el pesimismo absoluto de la obra y se apuntan varios
problemas desde el punto de vista moral. Por un lado está el tema siempre
complejo del adulterio, que comete la mujer del protagonista. El supuesto
suicidio de Pérez también se menciona entre los reparos, aunque el hecho
de que aparezca barnizado de accidente casual parece solventar el problema.
Sin embargo, más allá de los elementos concretos y puntuales que puedan
transgredir las líneas rojas de la censura, el tono general de la obra es lo que
más preocupa a la tinta censora. Su falta de expectativas, lo cerrado de su
universo y el desamparo que rige la vida del protagonista incidían en valores
que el régimen buscaba silenciar.
A pesar de todo, algunos censores vieron en el texto una tremenda
exageración que el “espectador sensato” debería se capaz de valorar en su
justa medida. Pero hubo voces en varias direcciones: algunas creyeron que
la obra fomentaría en el público la caridad y la justicia, mientras que otras
justificaron las desventuras que le sucedían al protagonista por su carácter
apocado. Sin embargo, el juicio general fue que en la obra la moral social
salía mucho más perjudicada que la individual, y el sentimiento generalizado
de la censura puede resumirse en estas palabras de uno de los informantes:
“aparte de ser falsa, [la obra] es demoledora y de perniciosas consecuencias.
Fomenta la amargura y el resentimiento y muchos que llevan una vida estrecha
podrían creer encontrarse en el mismo caso”. La censura ejerce una vez más
de garante de la integridad del público, al que quiere proteger de una obra
claramente desalentadora y, en una lectura más profunda, contraria a la fe
del catolicismo.
Más allá de la moral, hubo también voces que alertaron contra la problemática
política de la obra. Es anecdótico que uno de los censores viese inconveniente
que la mujer de Pérez cometiera adulterio con un maestro, funcionario público,
y manifieste que el autor “ya podía haber echado mano de otro [personaje]”.
Como ya se señaló al tratar El grillo, la censura tenía por misión la defensa
de las instituciones del Estado y no parecía adecuado que fuese un maestro
el objeto de las burlas en el texto. Pero, como en el caso de las quejas de
orden moral, la mayor parte de los comentarios de tipo político obviaban lo
anecdótico y apuntaban a la obra en su conjunto, porque destilaba “tendencia”
y “cierta demagogia de bachillerato”. Algunos censores la entendieron como
un ataque al egoísmo y la dictadura del dinero, mientras que uno de ellos ve
en Pérez la “justificación de la violencia y el rencor marxistas”, al estar el
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
149
personaje sometido por la burguesía y el capitalismo. La virulencia de este
informe culminaba con la sugerencia de prohibición por tratarse de un “panfleto
lleno de violencia discursiva y pretensiones demagógicas”. Es decir, a pesar
de lo que podría haberse deducido del cambio de paradigma estético, la obra
expresionista mereció un dictamen más severo que la realista gracias a una
lectura cuidadosa que intentaba desentrañar los elementos “peligrosos”, que
se habían camuflado a través de un lenguaje de corte más abstracto.
En los informes existe una tercera línea crítica que se centra precisamente en
la estética. Son comunes los comentarios sobre la falta de calidad de diálogos
y trama, muchas veces reiterativos y guiados por la “motivación obsesiva,
polémica y revolucionaria” que acaba de señalarse. Aunque el cambio de línea
estética podría haberle hecho pensar al autor que la lectura revolucionaria
del realismo marxista desaparecería, los censores siguieron alerta, listos para
ver el peligro de alteración del orden social también en este lenguaje menos
figurativo. Son además de un gran interés las interpretaciones que del nuevo
lenguaje escénico hacen los censores. El término expresionismo no aparece
en ninguno de sus informes, que, en su lugar, abundan en apreciaciones del
tipo de “el lenguaje es ingenuo”. Entienden que los personajes, especialmente
Pérez, son símbolos más que encarnaciones realistas de personas concretas: “la
acción toma estilo de ‘ballet’ en el que los personajes y su significación están
estilizados, en rasgos extremosos e hirientes”. A pesar de esta estilización,
los censores consideran que el peligro no desaparece por la manipulación
estilística y que los personajes siguen encerrando un potencial nocivo, pese
a su naturaleza simbólica.
La deriva estética del autor, lejos de hacerle pasar desapercibido, había
levantado la ira de una serie de censores no acostumbrados a lenguajes escénicos
experimentales y recelosos de que se les intentase engañar a través de ellos.
Sin embargo, lo más destacable respecto a la nueva configuración estética
de la obra es la discordancia que se generó entre los censores. Aunque hubo
quienes condenaron la obra, algunos censores optaron, sin embargo, por un
juicio más benévolo, precisamente en virtud del lenguaje escénico abstracto,
menos fácilmente asequible por parte del gran público. Constan comentarios
sobre cómo el exceso de fantasía y la falta de verosimilitud (que es como
los censores interpretan y conceptúan el alejamiento de la estética realista)
le restan fatalismo a la obra y determinan que el público no la pueda tomar
completamente en serio, haciéndola acaso válida para un público amplio.
En esta línea permisiva se inserta uno de los comentarios que más llama la
atención y que sugiere “castigar [subrayado del censor] al autor autorizandole
150
revista chilena de literatura Nº 83, 2013
[sic] esta comedia, y que se enfrente con el publico [sic], sin que la ominosa
censura le convierta en un autor malogrado por falta de libertad intelectual para
concebir obras de las calidades de esta historia-fantasia [sic]”. Lo fantástico
de la obra es interpretado como un atenuante, como un elemento que le quita
peligro al texto y le concede un carácter más inocuo. En el comentario, el
censor parece estar convencido de que el público no estaría preparado para
enfrentarse a lenguajes escénicos tan innovadores, por lo que considera más
apropiado para el autor el castigo de la taquilla que el de la tinta roja.
En general, la obra cosechó, como se desprende de los párrafos anteriores,
una crítica por parte de la censura mucho más feroz y virulenta que El grillo.
Sin embargo, los censores formularon en sus juicios asunciones de naturaleza
opuesta: por un lado consideraron que el lenguaje, un tanto más abstracto,
podía encerrar peligros, al igual que las obras realistas, y lo analizaron con
mayor cautela y sospecha si cabe; por otro, concluyeron que quizá el público
no podría desentrañar dichos peligros (como en buena parte tampoco ellos
pudieron). La disparidad de estos comentarios desenmascara dos aspectos.
El primero es que la censura no contaba con directrices estéticas. El segundo
es el hecho de que el expresionismo se les planteó a los censores como una
estética nueva para la que aún no disponían de herramientas apropiadas,
que les desconcertó y les llevó a formular juicios contrarios en el seno de la
Junta de Censura. En una situación como ésta, no autorizar la obra habría
sido la solución más fácil; sin embargo, como se desprende de la cita del
párrafo anterior, la censura parece ser ya consciente de las consecuencias de
prohibir indiscriminadamente: en muchas ocasiones esta decisión contribuía
a crear un halo de malditismo sobre autores jóvenes que podía, a la larga,
llegar a generar en el gran público una fuerte demanda de esos textos. La
ausencia de criterios ante la nueva estética, la imposibilidad de aprobar y
la reticencia a prohibir debieron de generar un clima de desconcierto en la
Junta de Censura que no se resolvió, con lo que, como en tantos otros casos,
el expediente quedó en suspenso.
Aunque aún no se había producido el dictamen, la prohibición de La vida
sin ventanas parecía inminente. Así se lo hizo saber el director general de
Cinematografía y Teatro al autor en una conversación telefónica de que queda
constancia en el expediente. En ella el autor debió de escuchar las objeciones
ofrecidas en los informes de los censores. Los “graves reparos de orden social”
que encerraba el texto fueron el argumento blandido con mayor contundencia
por el Director General ante un autor que, disconforme, le elevó una carta
explicativa al día siguiente. En ella, Muñiz desgranaba su defensa contestando
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
151
a los puntos que articulaban los informes de la Junta de Censura. El autor
comienza en primer lugar hablando de “lo moral” y defiende que su opción
no es otra que la de fustigar algunos defectos de su sociedad para conseguir
en el público un “efecto purificador”. Muñiz aborda también el capítulo de “lo
social” negando categóricamente la existencia de cualquier efecto pernicioso
de la obra. Su única intención, aclara, había sido la de despertar la conciencia
del público, que es a priori acomodado y ajeno a situaciones de estrechez 7
como las del personaje; con esta aclaración, Muñiz invalidaba las acusaciones
de que la obra podría generar identificación con el personaje y, por tanto,
angustia y descontento en buena parte del público. El autor argüía que su
obra podía ser incómoda, pero bajo ningún concepto negativa o demoledora,
y solicitaba por tanto su autorización para llevarla a las tablas.
El tratamiento que hace el autor de “lo estético” es sin duda la parte
más interesante de la carta. Muñiz define su lenguaje escénico como “farsa
expresionista”, género basado en la “exageración de los tipos, de las situaciones,
de todo el material dramático” hacia lo grotesco y caricaturesco. Precisamente
desde la estética intentó el autor desmontar la supuesta interpretación marxista
que la censura había hecho de su obra y de la que el Director General debió
de informarle; sin ningún lugar a dudas, éste era el más peligroso de los
argumentos censores y el que hacía pender la puesta en escena de un fino
hilo. de este modo, Muñiz explicó a la luz de la naturaleza caricaturesca del
lenguaje de la farsa expresionista el hecho de “que los ricos de mi obra sean
más ricos, y los pobres, más pobres”. Este elemento de la obra suponía una
desviación estética con ánimo de caricatura y exageración, en el contexto del
expresionismo. No cabía, por tanto, la lectura en clave realista, hecho que
negaba cualquier viso de contenido social o político. Con una justificación
estética, el autor dejaba a la censura sin argumentos. de este modo, Muñiz
se desligaba de su trayectoria anterior, que la censura había vinculado a un
realismo más marxista y beligerante, y aducía motivos únicamente estéticos para
esta nueva configuración. Aunque en el fondo las intenciones extra-literarias
del autor seguían intactas, Muñiz ofrece en su carta una teorización de los
géneros teatrales con el fin de esquivar a la censura, intentando demostrar
que su obra no tenía conexiones con la realidad y que a mayor abstracción,
menor fuerza del mensaje.
7
Sin embargo, Muñiz manifestó en alguna ocasión que aspiraba a que su teatro
gozase de aceptación entre los estudiantes y la gente más humilde (Monleón 263).
152
revista chilena de literatura Nº 83, 2013
La prohibición de obras teatrales ya en proceso de montaje y a menudo
con pagos efectuados al teatro donde habrían de celebrarse conllevaba, como
es natural, un enorme perjuicio económico que recaía sobre el empresario.
Por esa razón y blandiendo ese argumento, apenas dos días después de la
carta del autor, el director de la compañía le escribe también una carta al
director general. En ella incide en el proceso de producción de la obra y la
problemática de suspenderlo; pero loa también “los valores literarios, dramáticos
y morales” del texto y declara que una de las prioridades de la compañía es
la de fomentar el teatro de los “nuevos autores españoles”, presionando de
manera más o menos sutil a la censura. Estas cartas no debieron de surtir efecto
alguno, ya que, una semana después, el autor hubo de dirigirse nuevamente
al Director General. En esta nueva ocasión lamenta Muñiz que, dos meses
después de que se hubiese enviado la solicitud de autorización, no hubiera
habido aún dictamen en ningún sentido. Pero, sobre todo, el autor expresa
su preocupación ante la decisión de la empresa de sustituir su obra por otra
ante la falta de autorización: “Por primera vez en mi lenta carrera de escritor,
se me ofrece la posibilidad de estrenar en Teatro Comercial. Si no lo hago
ahora, acaso tarde mucho en poder hacerlo. Personalmente, considero vital
esta coyuntura que se me ofrece”.
UN NUEVO GIRO EXPRESIONISTA
Motivada o no por estas cartas, lo cierto es que finalmente la censura reactivó
el proceso de La vida sin ventanas, que se encontraba de facto en suspenso.
Se le encargó un nuevo informe al censor Esteban y Romero, autor de las
palabras que, semanas antes, habían sugerido la autorización como castigo
para esta obra. No hay constancia explícita de que se le exigiese al autor una
nueva versión con correcciones, pero el nuevo informe del censor valoraba
un texto distinto del entregado en primera instancia. El lector evaluó esta
nueva versión comentando los cambios y remitiéndose, para el resto de
valoraciones, a su informe previo. No es descartable que se produjese una
llamada telefónica de la que no queda registro en el expediente y que en ella se
le sugiriese al autor una nueva redacción; práctica, por otra parte, nada ajena
al proceder de la censura franquista. Sin embargo, Monleón (265) sugiere
que esta nueva redacción no fue un requisito de la censura, sino que partió
del propio autor. El crítico da cuenta de cómo Muñiz valoró que, mientras la
oficina y los personajes se situasen en la sociedad española, la autorización
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
153
seguiría quedando lejana. Este dato apunta a un proceso de reescritura que
arranca del propio autor y que se activa como mecanismo para evitar la censura.
Esta adecuación a las imposiciones del aparato censor son susceptibles, por
tanto, de catalogarse como ‘autocensura’, ya que el autor decide reescribir
su texto eliminando elementos ‘incómodos’ para la censura con el único fin
de que fuese autorizado. Sin ser consciente, el autor colabora con el régimen
y se convierte en un apéndice de su práctica del control cultural; pero, al
mismo tiempo, esta autocensura le lleva a una indagación de orden estético
que le permita una nueva expresión que, a su vez, burle a la propia censura.
La censura, pues, motiva una reescritura que permita esquivarla.
Este ejercicio de reescritura es acaso lo más interesante de todo el expediente
y supone una vuelta de tuerca más en el proceso de reescritura que se traza
desde El grillo hasta El tintero. Si primero el autor había reformulado El grillo
en una nueva versión (La casa sin ventanas) más acorde a sus gustos estéticos,
en este último episodio del proceso La vida sin ventanas se convertiría en El
tintero (inicialmente titulado La farsa del tintero). En este tránsito se establece
una dialéctica entre el texto original, el censurado, y el que conocemos a día
de hoy, el autorizado. Pérez, el protagonista, cambia en esta (re)escritura su
identidad simbólica española por la de Crock, un abúlico ser sin afiliación
nacional concreta, sin referente específico pero ajeno, en cualquier caso, a
la España de Franco. Este proceso de abstracción lo sufrieron también el
resto de personajes, que vieron sus nombres extranjerizados (Livi o Frank)
o reducidos a genéricos de tipo “Conserje” o “Secretario”; en algunos casos
se fue más allá y aparecieron otros nombres como “Pim” o “Pam”. Mediante
este recurso, Muñiz reduce los personajes, previamente caracterizados con
apellidos españoles, a una “característica civil” (Ryngaert y Sermon 66), lo
que a su vez redunda en la abstracción y permite una interpretación menos
local. Lo mismo sucede con la reducción de los apellidos españoles de los
otros personajes a nombres como “Pim”, que proponen una caracterización
más burlesca y, en última instancia, expresionista. La ambientación también
sufrió modificaciones en esta dirección: la palabra “funcionarios” se sustituyó,
por ejemplo, por “empleados”, cambiando así de manera clara los referentes
de la obra y sacándola de un ministerio español para insertarla en cualquier
empresa de otro mundo, real o inventado. Como el propio Muñiz ha señalado,
de este modo se hacía inviable la identificación de la obra con la situación
de España (en Primer Acto 5).
Si el paso de El grillo a La vida sin ventanas había estado ya marcado
por una fuerte abstracción de corte expresionista, este nuevo proceso que
154
revista chilena de literatura Nº 83, 2013
acaba en El tintero supone una vuelta de tuerca más en la misma dirección.
Los rasgos enumerados en el párrafo anterior le conceden a la obra un
carácter más cercano a la farsa, una psicología más débil en los personajes,
una mayor esquematización y una pérdida total de referentes, rasgos todos
tradicionalmente asimilables a los lenguajes expresionistas. Lo cierto, sin
embargo, es que estos rasgos, comúnmente destacados como exponentes
del carácter expresionista de El tintero (Torres Nebrera, De Jardiel 293), no
existían en primera instancia en La vida sin ventanas, sino que se incluyeron
para ayudar a la obra a esquivar la barrera censora. Este proceso ilustra cómo,
si bien Muñiz había declarado su anhelo por llegar al expresionismo, la censura
determinó el lenguaje teatral de su obra y lo empujó hacia posiciones más
claramente expresionistas que las concebidas en primera instancia.
En el expediente de censura existe un único Ejemplar de Archivo que
muestra el proceso de (re)escritura y negociación con la autoridad censora. En
algunas páginas el protagonista es aún Pérez, pero en otras ha habido cambios
y es ya Crock. Hay marcas en menciones a ordenanzas y jefes de personal
que debieron de estudiarse detenidamente y quizá negociarse en cada caso.
También las hay en acotaciones que inciden en el carácter violento de los
superiores de Pérez o en la imagen del protagonista. En una de ellas se indica
que el atuendo de Pérez es similar al de un recluso, sugiriendo que el lugar de
trabajo era una cárcel. Este aspecto debió de discutirse con la autoridad censora,
ya que hay un comentario del autor al margen, en que se lee: “Si es preciso
se quita, pero estimo que da un caracter [sic] más profundamente grotesco
a la farsa”. La negociación debió saldarse de parte de Muñiz, porque este
atuendo consta en las ediciones que hoy tenemos de la obra. De la apariencia
del volumen que consta en el expediente de censura, de la existencia en él de
varias tintas, varios tipos de marcas, insertos y correcciones, se desprende que
el texto se negoció con la censura de manera detenida y analizando los casos
problemáticos uno a uno, por lo que es posible determinar que el proceso
de reescritura, es decir, El tintero, provenga más de un acuerdo de las dos
partes que de un ejercicio solitario del autor.
La nueva versión parecía, en cualquier caso, apta para la escena. En su
valoración del nuevo texto, el censor celebraba los cambios, que habían
“quitado mucha ‘carga’ politico-social [sic] a esta obra”. Aunque Esteban y
Romero consideró que los reparos de orden moral seguían intactos, concedió
que el texto no revestía “especial peligrosidad” y abogó por su autorización
en base a dos motivos: la poca “garra” de la trama y lo reducido y elitista del
teatro donde había de representarse. La versión más descafeinada y la opción
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
155
de los elitistas teatros de cámara le valían a El tintero su llegada a las tablas.
Sin embargo, el censor impuso una única condición, que hemos visto ya en
otros puntos del proceso: que el maestro con quien la mujer del protagonista
cometía adulterio no fuese un empleado público. La obra, finalmente, se
aprobó y el estreno se produjo en el Teatro Recoletos de Madrid ya en 1961.
El mismo año del estreno en Madrid, una compañía de cámara asturiana
solicitó autorización para montar de nuevo la obra. En esa ocasión, dictaminado
ya el texto, bastó el informe del Delegado Provincial. Pese a destacar su falta
de ejemplaridad (la exaltación de la amargura, la desesperación, el suicidio y
la caricatura amarga y sangrienta que la obra es de la propia vida), el censor
señaló también sus momentos de comicidad y el valor de la amistad como
atenuantes. La obra se autorizó para una única sesión de cámara, mientras se
indicaba que el texto solo estaba autorizado para funciones comerciales en
Madrid. Tres solicitudes posteriores de La Laguna, San Sebastián y Talavera
de la Reina, de entre 1961 y 1964, fueron devueltas sin resolución por no
ajustarse al texto autorizado, sino al publicado por la revista Primer Acto; la
censura quería asegurarse de que se respetaba la versión autorizada, en que
Pérez se convertía en un extranjero y el texto había pasado de localizarse en
un ministerio a hacerlo en una empresa, negando toda coincidencia con la
administración del régimen franquista. Ninguna de las tres compañías volvió
a formular su petición; hubo sin embargo tres grupos amateur de Madrid
(1968 y 1972) y Tolosa (1969) que sí se ciñeron a la versión autorizada y
lograron permiso para la representación para mayores de 18 años.
REESCRITuRA y CENSuRA
El grillo, un texto realista con carga social, una obra de fácil lectura y
equiparación con la realidad, se había visto castrado por una censura ávida
de imponer su criterio e intransigente con los ataques a la moral o las
instituciones del régimen. Esta férrea censura debió de llevar a Muñiz a
un replanteamiento estético que le permitiera esquivarla y dar salida a su
teatro crítico. La semilla del expresionismo, que el autor había sembrado
en su primera obra, germinó como alternativa abstracta con que disfrazar el
mensaje. Muñiz planteó La casa sin ventanas como una reelaboración de El
grillo desde una estética expresionista, proponiendo una homología con la
realidad más oscurecida y haciendo un tratamiento más universal del mismo
tema. Sin duda el autor pensó que este nuevo lenguaje le permitiría sortear
156
revista chilena de literatura Nº 83, 2013
la censura y llegar al público de manera más directa. Ésta es la primera fase
del proceso de reescritura que culminaría con El tintero.
El resultado, como se ha mostrado, fue bien distinto y la obra se analizó
con aún más desconfianza. El cambio de paradigma estético de La vida sin
ventanas levantó sospechas en una censura no habituada a la experimentación
formal y seguramente más cómoda con los lenguajes realistas que, aunque
críticos, mostraban sus aspectos espinosos de manera más explícita, facilitando
la labor de la tinta roja. En efecto, los censores se habían mostrado menos
alerta con la primera obra, pese a su desconfianza hacia el realismo, acaso
porque la habían entendido mejor y los cortes impuestos habían atajado el
problema de manera clara. El salto a una estética de corte más vanguardista
les había, de alguna manera, pillado por sorpresa. El carácter abstracto de
la obra proponía una lectura en clave simbólica que hablaba de la falta de
esperanza del hombre, no de un hombre, lo cual parecía incompatible con
el dogma católico del que la censura había hecho bandera. Además, había
referentes en clave española y la censura, fuertemente nacionalista, no podía
permitir ningún tipo de ambigüedad al respecto.
Se hizo por tanto necesaria una nueva reescritura del mismo tema que
forzara una lectura si cabe aún más abstracta para que el texto pudiese ser
por fin autorizado y le llegase al público. La vida sin ventanas se había
quedado en tierra de nadie: contaba tanto con elementos del realismo
(nombres, localizaciones) como con otros expresionistas (universalidad,
esquematización) que habían despertado las sospechas de la censura. Había
que llevar el texto más allá y, entre otras medidas, los referentes concretos se
desplazaron a nombres y lugares no solo de fuera de España, sino de fuera de
toda coordenada espacial. Esta vuelta de tuerca parecía restarle peligrosidad
a la obra y hacerla viable para la escena. Este tercer estadio del proceso de
reescritura se había bautizado con el nombre de El tintero.
En este punto hay que enjuiciar en su justa medida la deriva de este
proceso de (re)escritura. Es un hecho que la tendencia de Muñiz fue hacia el
expresionismo, hacia lo abstracto, como se desprende de la transición entre
El grillo y La vida sin ventanas. Sin embargo, muchos de los elementos que
hacen de El tintero una obra más expresionista que La vida sin ventanas
se deben a la existencia misma de la censura, como se ha demostrado
en las páginas anteriores. Se llevase a cabo este proceso de (re)escritura
en solitario o en intensa negociación con los censores, lo cierto es que
fenómenos como los cambios de nombres de los personajes y la pérdida de
referencias espaciales son consecuencia directa de la necesidad de burlar
Censura y (re)escritura en el teatro de Carlos Muñiz
157
la tinta roja y llegar al escenario. El protagonista de El tintero sería Pérez
en lugar de Crock y la ambientación sería un ministerio español en lugar
de una anónima oficina de no haber sido por la existencia de la censura.
Los cambios proporcionaron un fuerte barniz de abstracción a la obra, que
agudizó su carácter expresionista con la existencia de personajes como Pim
y Pam, que actuaban más como marionetas, como encarnaciones huecas, que
como psicologías vivas. Aunque Pérez sea un nombre abstracto que funcione
de manera óptima en una obra expresionista, Crock le añade un grado de
indeterminación e inconcreción que ahonda en ese halo expresionista que
reina en la obra, al tiempo que facilita el trámite censor. Lo mismo sucede
con el resto de personajes: los Sabas y Povedilla de La casa sin ventanas no
existen en El tintero, que se puebla ahora de nombres como Livi o Slamb,
que apuntan en la misma dirección.
Por tanto, hay que aclarar algunas cuestiones de la lectura expresionista
tradicionalmente hecha de El tintero. La obra atiende, en efecto, a esta lectura,
pero puede concluirse que la censura ayudó en esta deriva estética a través
de un proceso de (re)escritura que no siempre es evidente. Si bien la crítica
ha observado en la evolución de El grillo a El tintero el deseo de Muñiz
de llegar al expresionismo, el papel desempeñado por la censura en esta
evolución no ha sido debidamente enjuiciado hasta el momento. El eslabón
intermedio de La casa sin ventanas, del que no había constancia, es sin duda
un paso necesario para llegar a El tintero. Sin la censura, El tintero que hoy
conocemos se reduciría a su versión tamizada de La casa sin ventanas. Este
hecho tiene también consecuencias en el ámbito de la edición: las ediciones
del texto que a día de hoy existen son herederas de una hipotética primera
versión que fijó estos cambios impuestos a la representación teatral. Por
tanto, puede concluirse que El tintero nunca fue la idea primitiva del autor y
que, sin embargo, La casa sin ventanas es un gran desconocido para el gran
público, a pesar de ser la propuesta original de Muñiz. La censura, operando
como autocensura, motivó un proceso de reescritura que, si bien es cierto
que radicalizó el expresionismo al que el autor siempre había pretendido
llegar, acabó plasmando una idea que no coincidía íntegramente con la que
Muñiz había tenido en primera instancia. En este sentido es preciso evaluar
el hecho de que buena parte de los textos teatrales que conocemos hoy en
día responden a formas reescritas por los autores para evitar, o más bien para
acomodarse, a la censura. Si bien la sustitución por los textos originales es
una quimera, se hace necesario conocer estos textos previos para analizar en
su justa medida la intención del autor y su forzado proceso de reescritura.
158
revista chilena de literatura Nº 83, 2013
Serrano (2807) manifiesta cómo “la pieza [El tintero] representa el kafkiano
mundo de una oficina con sus seres idénticos y uniformados (Pim, Pam, Pum)”,
lo cual es cierto; ¿pero fue esta la intención original del autor? ¿O se vio
empujado hacia este tipo de personajes por la censura? El argumento que se
blande en este trabajo es que precisamente la censura determinó esta deriva
estética, llevando al autor más lejos en sus presupuestos expresionistas de
donde habría llegado si la representación teatral no hubiese estado sometida
a la censura previa. Serrano señala también que la obra bebe del realismo
esperpentizador, como si hubiese pasado a través del espejo valleinclanesco
(2808); aunque estas afirmaciones no son incorrectas, hay que señalar a la
censura como juez y parte en esta causa. Sin saberlo, los censores estaban
llevando la creación por el camino de la vanguardia. de este modo, censura
y (re)escritura van, tanto en este como en muchos otros casos, de la mano.
La investigación demuestra cómo el impacto del aparato censor no se
limita únicamente a cortes y prohibiciones, sino que ejerce una influencia
directa en la dramaturgia. Según el propio autor manifestaba, la censura le
quitó fuerza a su obra y determinó un impacto devaluado en la audiencia;
pero, además, la censura, o más bien el deseo por esquivarla, determinó que
Muñiz se viese obligado a (re)escribir su teatro indagando nuevas formas,
siguiendo líneas estéticas que le permitiesen cumplir sus propósitos. La
experimentación formal a través de la reescritura es, pues, una más de
las consecuencias del complejo fenómeno censor, que sin embargo suele
enjuiciarse únicamente desde el prisma de las prohibiciones. Este trabajo
no pretende en ningún caso señalar esta experimentación forzada como una
virtud de la censura, ni tampoco concluir taxativamente que fue la censura
quien condujo a Muñiz al expresionismo; bien al contrario, se ha citado el
deseo del autor por llegar a esta estética una vez que se hubiese ganado un
lugar en el establishment teatral. Lo que sí se concluye es que la censura
determinó, en buena medida, la dramaturgia del autor al contribuir en (la
acentuación de) su deriva expresionista. El tintero que hoy conocemos, en
definitiva, no habría sido posible sin la existencia de la censura.
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