La Decadencia de Occidente
Bosquejo de una morfología de la historia de la
Historia Universal.
Oswald Spengler
FORMA Y REALIDAD.
Volumen 1.
Traducido del alemán por
Manuel G. Morente
Prólogo de José Ortega y Gasset.
En los últimos años se oye por dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada y
concluida. Filisteos de todas las lenguas y todas las observancias se inclinan ficticiamente
compungidos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido. La
guerra mundial, que no ha sido tan mundial como se dice, parece ser el síntoma y, al par, la
causa de la defunción.
La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede destruir la cultura. Lo mas a que
puede aspirar el bélico suceso es a suprimir las personas que la crean o transmiten. Pero la
cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sospecha de qué otro
modo pueda sucumbir una cultura que no sea por propia detención, dejando de producir
nuevos pensamientos y nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea
de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural.
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Y, en efecto, lejos de existir éste, acontece que, al menos la ciencia, experimenta en
nuestros días un incomparable crecimiento de vitalidad. Desde 1900, coincidiendo
peregrinamente con la fecha inicial del nuevo siglo, comienzan a elevarse sobre el horizonte
intelectual pensamientos de nueva trayectoria. Esporádicamente, sin percibir su radical
parentesco, aparecen en unas y otras ciencias teorías que se caracterizan por disentir de las
dominantes en el siglo XIX y lograr su superación. Nadie hasta ahora se había fijado en que
todas esas ideas que se hallan en su hora de oriente, a pesar de referirse a los asuntos mas
disparejos, poseen una fisonomía común, una rara y sugestiva unidad de estilo.
Desde hace tiempo sostengo en mis escritos que existe ya un organismo de ideas peculiares
a este siglo XX que ahora pasa por nosotros. La ideología del siglo XIX, vista desde ese
organismo, parece una pobre cosa tosca, maniática, imprecisa, inelegante y sin remedio
periclitada.
Esto, que era en mis escritos poco mas que una privada afirmación, podrá recibir ahora una
prueba brillante con la Biblioteca de Ideas del siglo XX.
En ella reúno las obras más características del tiempo nuevo, donde principian su vida
pensamientos antes no pensados. Desde la matemática a la estética y la historia, procurará
esta colección mostrar el nuevo espíritu labrando su miel futura sobre toda la flora
intelectual. Claro es que tratándose de una ideología en plena mocedad no podrá pedirse
que existan ya tratados clásicos donde aparezca con una perfección sistemática. Es más,
algunos de estos libros contienen, junto a las ideas de nuevo perfil, residuos de la antigua
manera, y como las naves al ganar la ribera, mientras hincan ya la proa en la arena aun se
hunde su timón en la marina.
***
El libro de Oswald Spengler, la Decadencia de Occidente, es, sin disputa, la peripecia
intelectual más estruendosa de los últimos años. El primer tomo se publicó en julio de 1918:
en abril de 1922 se habían vendido en Alemania 53.000 ejemplares, y en la misma fecha se
imprimían 50.000 del segundo tomo. No hay duda de que influyeron en tal fortuna la ocasión
y el título.
Alemania derrotada sentía una transitoria depresión que el título del libro venía a acariciar,
dándole una especie de consagración ideológica.
Sin embargo, conforme el tiempo avanzaba se ha ido viendo que la obra de Spengler no
necesitaba apoyarse en la anecdótica coincidencia con un estado fugaz de la opinión pública
alemana.
Es un libro que nace de profundas necesidades intelectuales y formula pensamientos que
latían en el seno de nuestra época.
Hasta tal punto es asi, que una de las graves faltas del estilo de Spengler es presentar
como exclusivas y propias suyas ideas que, con más o menos mesura, habían sido
expresadas antes por otros. Puede decirse que casi todos los temas fundamentales de
Spengler le son ajenos, si bien es preciso reconocer que ha adquirido sobre ellos el derecho
de cuño. Spengler es un poderoso acuñador de ideas, y quienquiera penetre en las tupidas
páginas de este libro se sentirá sacudido una y otra vez por el eléctrico dramatismo de que
las ideas se cargan cuando son fuertemente pensadas.
¿Qué es la obra de Spengler? Ante todo una filosofía de la historia. Los que siguen la
publicación de esta biblioteca habrán podido advertir que la física de Einstein y la biología
de Uxküll coinciden, por lo pronto, en un rasgo que ahora reaparece en Spengler y más
tarde veremos en la nueva estética, en la ética, en la pura matemática. Este rasgo, común a
todas las reorganizaciones científicas del siglo XX, consiste en la autonomía de cada
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disciplina. Einstein quiere hacer una física que no sea matemática abstracta, sino propia y
puramente física. Uxküll y Driesch bogan hacia una biología que sea sólo biología y no física
aplicada a los organismos. Pues bien; desde hace tiempo se aspira a una interpretación
histórica de la historia. Durante el siglo XIX se seguía una propensión inversa: parecía
obligatorio deducir lo histórico de lo que no es histórico. Así, Hegel describe el desarrollo de
los sucesos humanos como resultado automático de la dialéctica abstracta de los conceptos;
Buckle, Taine, Ratzel, derivan la historia de la geografía; Chamberlain, de la antropología;
Marx, de la economía. Todos estos ensayos suponen que no hay una realidad última y
propiamente histórica.
Por otra parte, los historiadores de profesión, desentendiéndose de aquellas teorías, se
limitan a coleccionar los «hechos» históricos. Nos refieren, por ejemplo, el asesinato de
César. Pero ¿«hechos» como éste son la realidad histórica? La narración de ese asesinato
no nos descubre una realidad, sino, por el contrario, presenta un problema a nuestra
comprensión. ¿Qué significa la muerte de César? Apenas nos hacemos esta pregunta
caemos en la cuenta de que su muerte es sólo un punto vivo dentro de un enorme volumen
de realidad histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su mano, y a la
mano el brazo movido por centros nerviosos donde actúan las ideas de un romano del siglo I
a. de J. Pero el siglo I no es comprensible sin el siglo II, sin toda la existencia romana desde
los tiempos primeros. De este modo se advierte que el «hecho» de la muerte de César sólo
es históricamente real, es decir, sólo es lo que en verdad es, sólo esta completo cuando
aparece como manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo orgánico
amplísimo que es la vida toda del pueblo romano. Los «hechos» son sólo datos, indicios,
síntomas en que aparece la realidad histórica. Esta no es ninguno de ellos, por lo mismo que
es fuente de todos. Más aún: qué «hechos» acontezcan depende, en parte, del azar. Las
heridas de César pudieron no ser mortales. Sin embargo, la significación histórica del
atentado hubiera sido la misma.
Quiero decir que la realidad histórica latente de que el acto de Bruto surgió, como la fruta en
el árbol, permanece idéntica más allá de la zona de los «hechos»—piel de la historia—en
que la casualidad interviene. En este sentido es preciso decir que la realidad histórica no
sólo es fuente de los «hechos» que efectivamente han acontecido, sino también de otros
muchos que con otro coeficiente de azar fueron posibles. ¡De tal modo rebosa la realidad
histórica el área superficial de los «hechos»!
No basta, pues, con la historia de los historiadores. Spengler cree descubrir la verdadera
substancia, el verdadero «objeto» Histórico en la «cultura». La«cultura», esto es, un cierto
modo orgánico de pensar y sentir, sería, según él el sujeto, el protagonista de todo proceso
histórico. Hasta ahora han aparecido sobre la tierra varios de estos seres propiamente
históricos. Spengler enumera hasta nueve culturas, cuya existencia ha ido sucesivamente
llenando el tiempo histórico. Las «culturas» tienen una vida independiente de las razas que
las llevan en si. Son individuos biológicos aparte. Las culturas son plantas—dice—. Y, como
éstas, tienen su carrera vital predeterminada. Atraviesan la juventud y la madurez para caer
inexorablemente en decrepitud.
Estamos hoy alojados en el ultimo estadio—en la vejez, consunción o «decadencia»—
Untergang— de una de estas culturas: la occidental. De aquí el titulo del libro.
La riqueza y problematismo de las ideas spenglerianas impide que yo ahora intente ni un
resumen ni una crítica. En otro lugar espero ocuparme largamente de esta obra, ya que su
presente versión me permitirá darla por conocida de los lectores hispanoamericanos.
Sólo añadiré dos palabras sobre esta traducción: El señor García Morente ha hecho un
enorme y cuidadoso esfuerzo para conseguir transvasar al odre castellano la prosa de
Spengler. El estilo del autor, su terminología son tan bravamente tudescos, que no era
empresa dulce hallar sus equivalencias españolas. Yo mismo he colaborado un poco en la
dura faena de esta versión.
Hoy, al ofrecerla al público, me complace, sin embargo, pensar que sin hallarse exenta de
defectos, esta adaptación del libro alemán conserva fielmente el sentido y aun el gesto
literario del original sin perder nada de su claridad. Cuando ésta falta puede el lector estar
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seguro de que no sobra en el texto alemán, y si alguna frase es equívoca en español, lo es
también, y con idéntica ambigüedad, en tudesco.
La edición Alemana forma dos tomos tan gruesos y compactos que ha parecido mejor
repartir cada uno de ellos en dos volúmenes. El presente corresponde, pues, a la primera
parte del primer tomo. La obra íntegra contará cuatro volúmenes en esta edición castellana.
José Ortega y Gasset.
PROLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN ALEMANA
Habiendo llegado al término de este libro, que empezó siendo un breve bosquejo y se ha
convertido, al cabo de diez años, en una obra de conjunto, cuya extensión ha superado
todas mis previsiones, cúmpleme volver la mirada hacia atrás y explicar cuáles han sido mis
propósitos, qué es lo que he conseguido, cómo lo he hallado y cuál es la actitud que hoy
mantengo.
En la Introducción a la edición de 1918—un fragmento en lo externo como en lo interno—
hube de decir que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un pensamiento que, una
vez expuesto, no podría ser atacado. Pero hubiera debido decir: una vez comprendido. En
efecto, para ello hace falta, según voy viendo—y no sólo en este caso, sino en general en la
historia del pensamiento—, una nueva generación, que nazca con las disposiciones
necesarias.
Dije también entonces que se trataba de un primer ensayo, con los defectos inherentes a
todos los ensayos, incompleto y no exento seguramente de contradicciones internas.
Esta observación no ha sido tomada tan en serio como fue hecha, ni mucho menos. El que
haya penetrado hasta las raíces más profundas del pensamiento vivo sabrá que no nos es
dado conocer sin contradicción los últimos fundamentos de la vida. Un pensador es un
hombre cuyo destino consiste en representar simbólicamente su tiempo por medio de sus
intuiciones y conceptos personales. No puede elegir. Piensa como tiene que pensar, y lo
verdadero para él es, en último término, lo que con él ha nacido, constituyendo la imagen de
su mundo. La verdad no la construye él, sino que la descubre en sí mismo. La verdad es el
pensador mismo; es su esencia propia, reducida a palabras, el sentido de su personalidad,
vaciado en una doctrina. Y la verdad es inmutable para toda su vida, porque es idéntica a su
vida. Lo único necesario es este simbolismo, vaso y expresión de la historia humana. La
labor filosófica profesional es superflua y sólo sirve para alargar las listas bibliográficas.
Así, pues, el núcleo de lo que he encontrado, sólo puedo calificarlo de «verdadero», es
decir, de verdadero para mí y, según creo, también para los espíritus directores del futuro;
pero no de verdadero «en sí», esto es, independientemente de las condiciones impuestas
por la sangre y por la historia, pues tales «verdades» no existen. Mas lo que escribí en la
tormentosa impetuosidad de aquellos años era sin duda una manifestación muy imperfecta
de lo que aparecía claramente ante mis ojos; y en los años siguientes ha consistido mi labor
en ordenar los hechos y en dar a la expresión verbal de mis pensamientos la forma más
penetrante que me ha sido posible conseguir.
Nada se acaba nunca plenamente; la vida misma no se acaba hasta la muerte. Pero he
vuelto sobre las partes más antiguas del libro, y he intentado elevarlas a la misma altitud de
exposición intuitiva a que hoy he llegado. Y ahora me despido definitivamente de este
trabajo, con sus esperanzas y sus decepciones, sus cualidades y sus defectos.
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El resultado ha sido feliz para mi, y también para otros, a juzgar por los efectos que
comienzan lentamente a producirse en amplias esferas del saber. Por eso debo acentuar
con energía los limites que me he impuesto yo mismo en este libro. No se busque todo en él.
Sólo contiene un aspecto de lo que tengo ante mis ojos, una visión nueva de la historia y
sólo de ella, una filosofía del sino, la primera de su clase.
Es intuitivo en todas sus partes. Está escrito en un lenguaje que trata de reproducir con
imágenes sensibles las cosas y las relaciones, en lugar de substituirlas por series de
conceptos.
Se dirige solamente a aquellos lectores que saben también dar vida a los sonidos verbales y
a las imágenes. Esto es difícil, ciertamente, sobre todo cuando la veneración del misterio—
la veneración de Goethe—nos impide trocar las intuiciones profundas por los análisis de
conceptos.
Se ha clamado sobre el pesimismo de mi libro. Es el clamor de los eternos rezagados, que
persiguen cuantos pensamientos se brindan a los que en la vanguardia buscan la senda del
futuro. Pero yo no he escrito para los que toman por una hazaña el cavilar sobre la esencia
de las hazañas. El que define no sabe lo que es el sino.
Comprender el mundo es, par mí, estar a la altura del mundo. Esencial es la dureza de la
vida, no el concepto de la vida, como enseña la filosofía a lo avestruz del idealismo. El que
no se deje deslumbrar por los conceptos, no tendrá la sensación de que esto sea pesimismo.
Los demás no me preocupan. Para los lectores serios que quieran tener una visión, no una
definición, de la vida, he citado en nota algunas obras que no tenían cabida en el texto, dada
su forma harto concisa, y que podrán orientarles sobre temas de nuestro conocimiento que
se hallan algo apartados.
Para terminar, no puedo por menos de citar de nuevo los nombres de los dos espíritus a
quienes debo casi todo: Goethe y Nietzsche. De Goethe es el método; de Nietzsche, los
problemas. Y para reducir a una fórmula mi relación con los dos citados, diré que yo he
convertido en visión panorámica lo que era en ellos una perspectiva fugaz. Goethe, empero,
fue, por su modo de pensar, un discípulo de Leibniz, sin saberlo.
De suerte que este caudal de ideas que, para mi propia sorpresa, se me ha venido a las
manos, me aparece como algo que, a pesar de la miseria y el asco de estos últimos años,
quiero designar, orgulloso, con el nombre de: una filosofía alemana.
Blankenburgo, en el Harz, diciembre de 1922.
Oswald Spengler.
PROLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN
Este libro, resultado de tres años de labor, estaba ya terminado en su primera redacción
cuando estalló la gran guerra. Hasta la primavera de 1917 seguí corrigiéndolo, añadiendo
detalles y aclarando algunas de sus partes. Las coyunturas tan extraordinarias de estos
últimos tiempos han ido demorando su publicación.
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Aun cuando trata de una filosofía general de la historia, constituye, sin embargo, un
comentario, en sentido profundo, a la gran época bajo cuyo signo hanse formado sus ideas
directrices.
El título, decidido desde 1912, designa con estricta terminología, y correspondiendo a la
decadencia u ocaso de la «antigüedad», una fase de la historia universal que comprende
varios siglos y en cuyos comienzos nos encontramos al presente.
Los acontecimientos han confirmado mucho y no han refutado nada de lo que digo. Más
bien han revelado que estas ideas tenían que surgir precisamente ahora y en Alemania, y
que la guerra misma era uno de los supuestos necesarios para que se llegase a predecir en
sus menores rasgos la nueva imagen del mundo.
Trátase, en efecto, según mi convicción, no de una filosofía más, como hay tantas posibles,
fundadas y justificadas sólo por la lógica, sino de la filosofía de nuestro tiempo, filosofía en
cierta manera espontánea y presentida confusamente por todos. Puedo decir esto sin
presunción. Una idea históricamente necesaria, una idea que no cae en una época, sino que
hace época, es sólo en sentido limitado propiedad de quien la engendra. Pertenece al
tiempo; actúa inconsciente en el pensamiento de todos, y sólo su concepción personal,
contingente, sin la cual no sería posible ninguna filosofía, es, con sus flaquezas y sus
ventajas, lo que constituye el sino—y la buena fortuna—de un individuo.
Réstame únicamente expresar el deseo de que este libro no desmerezca por completo de
los esfuerzos militares de Alemania.
Munich, diciembre de 1917.
Oswald Spengler
Cuando, en lo infinito, lo idéntico
A compás eternamente fluye,
La bóveda de mil claves
Encaja con fuerza unas en otras.
Brota a torrentes de todas las cosas la alegría de vivir,
De la estrella más pequeña, como de la más grande,
Y todo afán, toda porfía
Es paz eterna en el seno de Dios, Nuestro Señor.
Goethe.
Primera Parte.
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Forma y realidad.
Introducción
1
En este libro se acomete por vez primera el intento de predecir la historia. Trátase de
vislumbrar el destino de una cultura, la única de la tierra que se halla hoy camino de la
plenitud: la cultura de América y de Europa occidental. Trátase, digo, de perseguirla en
aquellos estadios de su desarrollo que todavía no han transcurrido.
Nadie hasta ahora ha parado mientes en la posibilidad de resolver problema de tan enorme
trascendencia, y si alguna vez fue intentado, no se conocieron bien los medios propios para
tratarlo o se usó de ellos en forma deficiente.
¿Hay una lógica de la historia? ¿Hay más allá de los hechos singulares, que son
contingentes e imprevisibles, una estructura de la humanidad histórica, por decirlo así,
metafísica, que sea en lo esencial independiente de las manifestaciones político-espirituales
tan patentes y de todos conocidas? ¿Una estructura que es, en rigor, la generadora de esa
otra menos profunda? ¿No ocurre que los grandes monumentos de la historia universal se
presentan siempre ante la pupila inteligente con una configuración que permite deducir
ciertas conclusiones? Y si esto es así, ¿cuáles son los límites de tales deducciones? ¿Es
posible descubrir en la vida misma — porque historia humana no es sino el conjunto de
enormes ciclos vitales, cada cual con un yo y una personalidad, que el mismo lenguaje usual
concibe indeliberadamente como individuos de orden superior, activos y pensantes y llama
«la Antigüedad», «la cultura china» o «la Civilización moderna» —, es posible, digo,
descubrir en la vida misma los estadios por que ha de pasar y un orden en ellos que no
admite excepción?
Los conceptos fundamentales de todo lo orgánico: nacimiento, muerte, juventud, vejez,
duración de la vida, ¿no tendrán también en esta esfera un sentido riguroso que nadie aún
ha desentrañado?
¿No habrá, en suma, a la base de todo lo histórico, ciertas protoformas biográficas
universales?
La decadencia de Occidente, que, por lo pronto, no es sino un fenómeno limitado en lugar y
tiempo, como lo es su correspondiente la decadencia de la «Antigüedad», resulta, pues, un
tema filosófico que, considerado en todo su peso, implica todos los grandes problemas de la
realidad.
Si queremos saber en qué forma se está verificando la extinción de la cultura occidental,
habrá que averiguar primero qué sea cultura, en que relación se halle la cultura con la
historia visible, con la vida, con el alma, con la naturaleza, con el espíritu; en qué formas se
manifieste, y hasta qué punto sean esas formas — pueblos, idiomas y épocas, batallas e
ideas, Estados y dioses, artes y obras, ciencias, derechos, organizaciones económicas y
concepciones del universo, grandes hombres y grandes acontecimientos — símbolos y, por
lo tanto, cuál deba ser su interpretación legitima.
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2
El medio por el cual concebimos las formas muertas es la ley matemática. El medio por el
cual comprendemos las formas vivientes es la analogía. De esta suerte distinguimos en el
mundo polaridad y periodicidad.
Siempre se ha tenido conciencia de que el número de las formas en que se manifiesta la
historia es limitado; de que las edades, las épocas, las situaciones, las personas, se repiten
en forma típica. Al estudiar la aparición de Napoleón, raro es que no se dirija una mirada a
César y otra a Alejandro; la primera de estas miradas es, como veremos, morfológicamente
inadmisible; la segunda es, en cambio, certera. Napoleón mismo advirtió que su posición
tenía ciertas afinidades con la de Carlomagno. La Convención hablaba de Cartago,
refiriéndose a Inglaterra; y los jacobinos se llamaban a si mismos romanos. Se ha
comparado, con muy diferente legitimidad, a Florencia con Atenas, a Buda con Cristo, al
cristianismo primitivo con el socialismo moderno, a los potentados financieros del tiempo de
César con los yanquis. Petrarca, que fue el primer arqueólogo apasionado — arqueología
misma es una expresión del sentimiento de que la historia se repite — pensaba en Cicerón
al pensar en sí mismo; y no hace mucho tiempo, Cecil Rhodes, el organizador del África
inglesa del Sur, el que poseía en su biblioteca las antiguas biografías de los césares,
traducidas expresamente para él, pensaba en el emperador Adriano, al pensar en sí mismo.
La desdicha de Carlos XII de Suecia fue que desde muy joven llevó en el bolsillo la Vida de
Alejandro, por Curcio Rufo, y quiso copiar a este conquistador.
Federico el Grande, en sus escritos políticos — como las Considérations, de 1738 —, se
mueve con seguridad perfecta entre analogías, para formular su concepto de la situación
política del mundo; por ejemplo, cuando compara a los franceses con los macedonios del
tiempo de Filipo y a los alemanes con los griegos. «Ya las Termópilas de Alemania, Alsacia
y Lorena, hállanse en manos de Filipo». Quedaba perfectamente definida de ese modo la
política del cardenal Fleury. En el mismo lugar encontramos la comparación entre la política
de las Casas de Habsburgo y de Borbón y las proscripciones de Antonio y Octaviano.
Pero todo esto no pasa de ser fragmentado y caprichoso. Obedece generalmente a un
momentáneo afán de expresarse en forma poética e ingeniosa, más que a un profundo
sentido de la forma histórica.
Así sucede que los paralelos de Ranke, maestro de la analogía ingeniosa, entre Ciajares y
Enrique I, entre las invasiones de los cimbrios y las de los magiares, son insignificantes en
sentido morfológico; y no vale mucho más tampoco la tan repetida comparación entre las
ciudades-Estados de los griegos y las repúblicas del Renacimiento. En cambio, el paralelo
entre Alcibíades y Napoleón es de una exactitud profunda, aunque fortuita. Ranke, como
otros muchos, ha seguido en esto cierto gusto plutarquiano, es decir, cierto romanticismo
vulgar, que se limita a considerar la semejanza de la escena en el teatro del mundo; pero sin
darle el sentido estricto del matemático, que conoce la íntima afinidad de dos grupos de
ecuaciones diferenciales, en las cuales el lego no ve sino diferencias.
Adviértese fácilmente que, en el fondo, es el capricho y no una idea, no el sentimiento de
una necesidad, el que determina la elección de estos cuadros. Estamos todavía muy lejos de
poseer una técnica de la comparación. Precisamente hoy se producen comparaciones al por
mayor, pero sin plan y sin nexo; y si alguna vez son certeras en un sentido profundo, que
luego fijaremos, débese ello al azar, rara vez al instinto, nunca a un principio. A nadie se le
ha Ocurrido todavía instituir un método en esta cuestión. Nadie ha sospechado siquiera que
hay aquí un manantial, el único de donde puede surgir una gran solución para el problema
de la historia.
Las comparaciones podrían ser la ventura del pensamiento histórico, ya que sirven para
manifestar la estructura orgánica del proceso de la historia. Para ello sería preciso afinar su
técnica, sometiéndola a una idea comprensiva que la condujese hasta un grado de
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necesidad exento de vacilaciones, hasta la lógica maestría. Pero las comparaciones no han
sido hasta ahora más que una desdicha; pues tenidas por simple cuestión de gustos, han
eximido al historiador de la intuición y del esfuerzo necesarios para reconocer en el lenguaje
de las formas históricas y su análisis el problema más difícil e inmediato, un problema que
se encuentra, no ya sin resolver, pero ni siquiera comprendido todavía. Las comparaciones
han sido unas veces superficiales, como cuando se llamado a César el fundador de una
Gaceta oficial de Roma, o cuando, lo que es peor, se han puesto nombres de moda, como
socialismo, impresionismo, capitalismo, clericalismo, a fenómenos de la existencia antigua,
tan lejanos y complicados, tan íntimamente heterogéneos de nuestro modo de ser actual.
Otras veces han consistido en extrañas tergiversaciones, como el culto tributado por el Club
de los Jacobinos a Bruto, millonario y usurero, que, en nombre de una ideología oligárquica
y con aplauso del Senado patricio, había apuñalado al hombre de la democracia [1].
3
Nuestra tarea, pues, se amplifica. Al principio abarcaba sólo un problema particular de la
civilización moderna, y ahora se convierte en una filosofía enteramente nueva, la filosofía
del porvenir, si es que de nuestro suelo, metafísicamente exhausto, puede aún brotar una.
Esta filosofía es la única que puede contarse al menos entre las posibilidades que aún
quedan al espíritu occidental en sus postreros estadios. Nuestra tarea se agranda hasta
convertirse en la idea de una morfología de la historia universal, del universo como historia.
En oposición a la morfología de la naturaleza, tema único, hasta hoy, de la filosofía,
comprenderá todas las formas y movimientos del mundo, en su significación última y más
profunda; pero ordenándolas muy de otra manera, a fin de constituir, no un panorama de las
cosas conocidas, sino un cuadro de la vida misma, no de lo que se ha producido, sino del
producirse mismo.
¡El universo como historia, comprendido, intuido, elaborado en oposición al universo como
naturaleza! Es éste un nuevo aspecto de la existencia humana, cuya aplicación práctica y
teórica no ha sido nunca hecha hasta hoy. Y aunque se haya quizá presentido y a veces
sospechado, nunca se arriesgó nadie a precisarla con todas sus consecuencias.
Manifiéstanse aquí dos maneras posibles, para el hombre, de poseer y vivir su derredor. Yo
distingo radicalmente según su forma, no según su substancia, la impresión orgánica de la
impresión mecánica que el mundo produce; el conjunto de las formas, del conjunto de las
leyes; la imagen y el símbolo, de la fórmula y el sistema; la realidad singular, de la
posibilidad general; el fin que persigue la imaginación ordenando las cosas según un plan, y
el que establece la experiencia en sus análisis prácticos; o, para declarar desde luego una
contraposición muy importante y aun desconocida, el dominio del número cronológico y el
del número matemático [2].
En una investigación como ésta no puede tratarse, por consiguiente, de tomar los sucesos
político-espirituales tal como se dejan ver a la faz del día, para ordenarlos según causa y
efecto y perseguir su tendencia aparente, fácil de captar por medios intelectualistas. Este
tratamiento — «pragmático» — de la historia no sería más que un pedazo de física
disfrazada, que los partidarios de la concepción materialista de la historia no ocultan,
mientras sus adversarios no llegan a percatarse de la identidad de su método con el de
aquéllos. No se trata, pues, de determinar qué sean los hechos tangibles de la historia en sí
y por sí, en cuanto fenómenos acontecidos en un tiempo; trátase de desentrañar lo que por
medio de su apariencia significan. Los historiadores del presente creen que han realizado su
cometido con aducir hechos singulares, religiosos, sociales y, a lo sumo, artísticos, para
«ilustrar» el sentido político de una época. Pero olvidan lo decisivo; decisivo, efectivamente,
cuanto que la historia visible es expresión, signo, alma hecha forma. Todavía no he
encontrado a nadie que haya acometido con seriedad el estudio de esas afinidades
morfológicas que traban íntimamente las formas todas de una misma cultura; nadie que,
saliéndose de la esfera de los hechos políticos, haya conocido a fondo los últimos y más
profundos pensamientos matemáticos de los griegos, árabes, indios y europeos; el sentido
de sus primeras ornamentaciones, de las formas primarias de su arquitectura, de su
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metafísica, de su dramática, de su lírica; los principios selectivos y la tendencia de sus artes
mayores; las particularidades de su técnica artística y de la elección de materiales. Y mucho
menos aún ha penetrado nadie la importancia decisiva de estas cuestiones para el problema
de la forma histórica. ¿Quién sabe que existe una profunda conexión formal entre el cálculo
diferencial y el principio dinástico del Estado en la época de Luis XIV; o entre la antigua
forma politicé de la polis (ciudad) y la geometría euclidiana; o entre la perspectiva del
espacio, en la pintura occidental, y la superación del espacio por ferrocarriles, teléfonos y
armamentos; o entre la música instrumental contrapuntística y el sistema económico del
crédito? Incluso los factores más reales de la política, considerados en esta perspectiva,
adquieren un carácter simbólico y hasta metafísico. Y acaso por vez primera sucede ahora
que cosas tan varias como el sistema administrativo de Egipto, el sistema monetario
antiguo, la geometría analítica, el cheque, el canal de Suez, la imprenta china, el ejército
prusiano y la técnica romana de construir vías son parejamente entendidas como símbolos e
interpretadas como tales.
En este punto se hace manifiesto que no existe todavía un arte bien definido del
conocimiento histórico. Lo que recibe este nombre toma sus métodos casi exclusivamente
de una esfera científica, que es la única en donde los métodos del conocimiento han llegado
a una rigurosa perfección: la física. Los historiadores creen que llevan a cabo una
investigación histórica cuando persiguen e indagan el nexo objetivo de causa y efecto. Y es
sobremanera extraño que la filosofía de estilo añejo no haya pensado nunca en que puede
haber para la inteligencia vigilante otro modo de enfrentarse con el mundo. Kant, que en su
obra capital determinó las reglas formales del conocimiento, no tomó en consideración como
objeto de la actividad intelectual más que a la naturaleza. Ni él mismo ni ningún otro
pensador cayó en la cuenta de esta limitación. El saber es para Kant saber matemático.
Cuando habla de formas innatas de la intuición y de categorías del entendimiento, no piensa
nunca en que concebimos los fenómenos históricos con otros medios. Y Schopenhauer que,
de modo harto significativo, conserva sólo la causalidad de las categorías kantianas, habla
de la historia con desprecio [3]. Todavía no ha penetrado en nuestras fórmulas intelectuales
la convicción de que, además de la necesidad que une la causa con el efecto — y que yo
llamaría lógica del espacio —, hay en la vida otra necesidad: la necesidad orgánica del sino
— lógica del tiempo — que es un hecho de profunda certidumbre interior, un hecho que
llena el pensamiento mitológico, religioso y artístico, un hecho que constituye el ser y núcleo
de toda historia, en oposición a la naturaleza, pero que es inaccesible para las formas del
conocimiento analizadas en la Crítica de la razón pura. La filosofía, como dice Galileo en un
pasaje famoso de su Saggiatore, está scritta in lingua matematica en el gran libro de la
naturaleza. Aún estamos aguardando al filósofo que conteste a estas preguntas: ¿En qué
lengua está escrita la historia? ¿Cómo leerla?
La matemática y el principio de causalidad conducen a una ordenación naturalista de los
fenómenos. La cronología y la idea del sino conducen a una ordenación histórica. Ambas
ordenaciones abarcan el mundo íntegro. Sólo varían los ojos en los cuales y por los cuales
se realiza ese mundo.
4
Naturaleza es la forma en que el hombre de las culturas elevadas da unidad y significación a
las impresiones inmediatas de sus sentidos. Historia es la forma en que su imaginación trata
de comprender la existencia viviente del universo con relación a su propia vida, prestándole
así una realidad más profunda ¿Es el hombre capaz de constituir esas formas? ¿Cuál de
ellas es la que domina en su con ciencia vigilante? He aquí un problema primario de toda
existencia humana.
Hay para el hombre dos posibilidades de formar un mundo. Con esto queda dicho que no
son necesariamente realidades. Por lo tanto, si nos preguntamos cuál sea el sentido de toda
historia, habrá que resolver previamente una cuestión que hasta ahora no ha sido planteada.
¿Para quién hay historia? ¡Pregunta paradójica, a lo que parece! Sin duda hay historia para
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todos, por cuanto cada hombre, con la totalidad de su existencia vigilante, es miembro de la
historia. Pero hay una gran diferencia entre vivir bajo la impresión continua de que la propia
vida es un elemento de un ciclo vital mucho más amplio, que se extiende sobre siglos o
milenios, y sentir la vida como algo completo, redondo, bien delimitado. Es seguro que para
esta última clase de conciencia no hay historia universal, no existe el universo como historia.
¿Y qué ocurrirá cuando toda una cultura, cuando un alma colectiva se desarrolla según este
espíritu ahistórico? ¿Cómo ha de aparecerle la realidad, el mundo, la vida? En la conciencia
que los helenos tenían del universo, todo lo vivido, no sólo el propio y personal pasado, sino
el pasado universal, convertíase al punto en un segundo plano intemporal, inmóvil, de forma
mítica, que servia de fondo al presente momentáneo; de tal suerte, que la historia de
Alejandro Magno, aun antes de morir este rey, comenzó a fundirse, para el sentir antiguo,
con la leyenda de Dioniso, y que César consideraba su descendencia de Venus como cosa,
por lo menos, no absurda. Ante esto habremos de confesar que a nosotros, hombres de
Occidente, teniendo como tenemos un fuerte sentimiento de las distancias en el tiempo, nos
es casi imposible revivir tales estados de alma. Mas no por eso nos es licito prescindir, sin
más ni más, de este hecho, cuando nos situamos frente al problema de la historia.
Lo que para el individuo significan los diarios íntimos, las autobiografías, las confesiones,
significa para el alma de culturas enteras la investigación histórica, en aquel sentido amplio
que incluye todos los modos del análisis psicológico de pueblos extraños, de épocas y
costumbres. Pero la cultura «antigua» no tenía memoria, en este sentido específico; no tenía
órgano histórico. La memoria del hombre «antiguo» — y al decir esto que vamos a decir no
hay duda que imprimimos en un alma extraña a la nuestra un concepto derivado de nuestros
propios hábitos anímicos — es cosa muy distinta de la nuestra, porque en la conciencia del
antiguo faltan el pasado como perspectivas creadoras de un cierto orden; y el «presente»
puro, que Goethe admiraba tanto en las manifestaciones de la vida antigua, en la plástica
sobre todo, llena esa vida con una plenitud que nos es por completo desconocida. Ese
presente puro, cuyo símbolo supremo es la columna dórica, representa en realidad una
negación del tiempo (de la dirección). Para Herodoto y Sófocles, como para Temístocles y
para un cónsul romano, el pasado se desvanece al punto en una impresión inmóvil,
intemporal, de estructura polar, no periódica, que tal es el último sentido de toda mitología
perespiritualizada. En cambio, para nuestro sentimiento del mundo, para nuestra íntima
visión, es el pasado un organismo de siglos o milenios, dividido claramente en períodos y
enderezado hacia una meta. Ahora bien: este fondo diverso es el que da a la vida, tanto a la
antigua como a la occidental, su especialísimo color. Lo que el griego llamaba cosmos era la
imagen de un universo que no va siendo, sino que es. Por consiguiente, era el griego mismo
un hombre que nunca fue siendo, sino que siempre fue.
El hombre antiguo conoció muy bien la cronología, el cómputo del calendario y, por lo tanto,
aquel fuerte sentimiento de la eternidad y de la nulidad del presente, que se manifiesta en la
cultura babilónica y egipcia por la observación grandiosa de los astros y la exacta medición
de enormes transcursos del tiempo. Pero lo curioso es advertir que, sin embargo, no pudo
apropiarse íntimamente nada de eso. Lo que sus filósofos, en ocasiones, refieren, lo han
oído, pero no lo han comprobado. Y los descubrimientos de algunos ingenios brillantes, pero
aislados, oriundos de las ciudades griegas de Asia, como Hiparco y Aristarco, fueron
rechazados por la corriente estoica y aristotélica, sin que nadie, salvo los científicos
profesionales, les concediese la menor atención. Ni Platón ni Aristóteles poseían un
observatorio astronómico. En los últimos años de Pendes votó el pueblo de Atenas una ley
en la que se amenazaba con la grave acusación de eisangelia [4] a quien propagase teorías
astronómicas. Fue éste un acto de profundo simbolismo, en el que se manifestó la voluntad
del alma antigua, decidida a borrar de su conciencia la lejanía en todos los sentidos de ésta.
Por lo que se refiere a la historiografía antigua, fijémonos en Tucídides. Consiste su
maestría en la fuerza netamente «antigua» con que viven los acontecimientos del presente,
comprendiéndolos por el presente mismo; a lo cual debe añadirse una magnífica visión de
los hechos, muy propia de un hombre de Estado que fue también general y funcionario. Esta
experiencia práctica, que suele confundirse con el sentido histórico, hace que los
historiadores lo consideren con justicia como un modelo que nadie ha podido todavía
igualar. Pero hay algo que le falta en absoluto; es esa manera de mirar la historia desde la
perspectiva de muchos siglos, que para nosotros constituye un elemento evidentemente
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esencial en el concepto del historiador. Los buenos trozos de la historiografía antigua se
limitan al presente político del autor; en cambio, las obras maestras de la historia en nuestra
época tratan, sin excepción, del pasado remoto. Tucídides habría fracasado si hubiese
elegido por tema las guerras médicas; no hay que hablar de una historia general de Grecia o
de Egipto. Tanto él como Polibio y Tácito, que también fueron políticos prácticos, pierden su
certera visión cuando vuelven la cara hacia el pasado, a veces a pocos decenios de
distancia, y tropiezan con fuerzas que no conocen por no haberlas hallado en su propia
experiencia práctica. Polibio no entiende ya la primera guerra púnica. Para Tácito, Augusto
es incomprensible. Y el sentido ahistórico de Tucídides — según el criterio de nuestra
investigación histórica, toda llena de amplias perspectivas —, se revela en la afirmación
inaudita, estampada en la primera página de su libro, de que antes de su época — hacia 400
— no han ocurrido en el mundo acontecimientos de importancia [5].
A consecuencia de esto, la historia antigua, hasta las guerras médicas, y aun la estructura
de períodos muy posteriores, es el producto de una manera de pensar esencialmente mítica.
La historia constitucional de Esparta — Licurgo, cuya biografía se refiere con todo detalle,
fue probablemente una insignificante deidad silvestre del Taigeto — es un poema de la
época helenística; y la invención de la historia romana anterior a Aníbal no había cesado aún
en la época de César. La expulsión de los Tarquinos por Bruto es una invención, para la cual
sirvió de modelo un contemporáneo del censor Apio Claudio (310). Los nombres de los
reyes de Roma fueron forjados en esa misma época, siguiendo los nombres de las familias
plebeyas que se habían enriquecido (K. J. Neumann). Prescindiendo totalmente de la
«Constitución serviana», la famosa ley agraria de Licinio, de 376, no existía aún en la época
de Aníbal (B. Niese). Cuando Epaminondas hubo libertado a los mesinos y los arcadios,
haciendo de estos pueblos un Estado independiente, en seguida se empezó a imaginar una
historia de sus tiempos primitivos. Lo extraordinario no es que ello sucediera, sino que ésta
fuese la única «historia» que había. Para manifestar la oposición entre el sentido occidental
y el sentido antiguo de la historia basta con decir que la historia romana anterior al año 250,
tal como la conocían los romanos en tiempos de César, es en lo esencial una falsificación; y
que lo poco que nosotros hemos podido averiguar lo ignoraban por completo los romanos.
Caracteriza el sentido antiguo de la palabra «historia» el hecho de que la literatura
novelesca alejandrina haya ejercido, por su materia misma, el más poderoso influjo sobre
los que escribieron en serio la historia política y religiosa. A nadie se le ocurrió distinguir con
el rigor de un principio esas novelas de los datos documentales. Cuando Varrón, hacia el
final de la República, se ocupó en fijar la religión romana, que iba desvaneciéndose
rápidamente de la conciencia del pueblo, dividió las deidades, cuyo servicio celebraba el
Estado con meticuloso cuidado, en di certi y di incerti, dioses de los cuales se sabia algo
todavía y dioses de los cuales, a pesar del persistente culto público, sólo quedaba el
nombre. En realidad, la religión de la sociedad romana de su tiempo — tal como no sólo
Goethe, sino el mismo Nietzsche, la aceptaron de los poetas romanos sin vacilación ni
sospecha — era en su mayor parte un producto de la literatura helenizante y casi no la unía
nexo alguno al antiguo culto, que ya nadie comprendía.
Mommsen ha formulado claramente el punto de vista europeo occidental, cuando llama a
los historiadores romanos — aludiendo principalmente a Tácito — «unos hombres que dicen
lo que merecía callarse y callan lo que era necesario decir».
La cultura india, cuya idea del nirvana (brahmánico) es la expresión más decisiva que puede
haber de un alma perfectamente ahistórica, no ha poseído nunca el menor sentimiento del
«cuando» en ningún sentido. No hay astronomía india; no hay calendario indio; no hay, pues,
historia india, en cuanto por historia se entiende la conciencia de una evolución vital. Del
transcurso visible de esta cultura, cuya parte orgánica estaba ya conclusa antes del
advenimiento del budismo, sabemos mucho menos aún que de la historia «antigua», no
obstante haber sido, de seguro, muy rica en grandes acontecimientos entre los siglos XII y
VIII antes de Jesucristo. Ambas se han conservado exclusivamente en la forma de un
ensueño mítico. Un milenio después de Buda, hacia el año 500 de Jesucristo, fue cuando en
Ceilán, en el Mahavamsa [6], se produjo algo que recuerda de lejos la narración histórica.
La conciencia del hombre indio era de tal modo ahistórico que ni siquiera conoció el
fenómeno de un libro escrito por un autor, como acontecimiento determinado en el tiempo.
En lugar de una serie orgánica de obras literarias, delimitadas por sus autores personales,
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fue formándose poco a poco una masa vaga de textos, en los que cada cual escribía lo que
quería, sin que nadie tuviese para nada en cuenta las nociones de propiedad intelectual del
individuo, o evolución de un pensamiento, o época espiritual. En esta misma forma anónima
— la de toda la historia india — preséntase la filosofía india. Considérese, en cambio, la
historia filosófica del Occidente, elaborada con la máxima precisión fisiognómica, en libros y
personas.
El hombre indio lo olvidaba todo; en cambio, el egipcio no podía olvidar nada. No ha habido
nunca un arte indio del retrato, de la biografía in nuce. La plástica egipcia, en cambio, no
conoció apenas otro tema.
El alma egipcia, dotada excelentemente para la historia e impulsada hacia el infinito con
primigenia pasión, sintió el pasado y el futuro como la totalidad de su universo; en cuanto al
presente, que se identifica con la conciencia vigilante, aparecióle como el límite estricto
entre dos inconmensurables lejanías. La cultura egipcia es la preocupación encarnada —
correlato anímico de la lejanía —; preocupación por lo futuro, que se manifiesta en la
elección del granito y el basalto para materiales plásticos [7], en los documentos tallados
sobre piedra, en la organización de un magistral sistema administrativo, en la red de canales
de irrigación [8]. Iba unida necesariamente a la preocupación por el pasado. La momia
egipcia es un símbolo de orden máximo; eternizábase en ella el cuerpo de los muertos, del
mismo modo que la personalidad, el ka, adquiría duración eterna por medio de las estatuas,
repetidas a veces en numerosos ejemplares y labradas con una semejanza o parecido a que
los egipcios daban un sentido muy elevado.
Existe una profunda relación entre la manera de interpretar el pasado histórico y la
concepción de la muerte, que se manifiesta en las formas funerarias. El egipcio niega la
corrupción; el antiguo la afirma mediante todo el lenguaje de formas de su cultura. Los
egipcios conservan la momia de su historia; fechas y números cronológicos. De la historia
griega anterior a Solón no nos queda nada, ni un año fechado, ni un nombre. cierto, ni un
suceso tangible — lo cual da al resto conocido un acento exagerado —; y en cambio
sabemos casi todos los nombres y números de los reyes egipcios del milenio tercero, y los
egipcios posteriores conocíanlos, naturalmente, sin excepción alguna. Como terrible símbolo
de esa voluntad de durar yacen hoy en nuestros museos los cuerpos de los grandes
faraones, con sus rasgos personales perfectamente reconocibles. Sobre la refulgente
cúspide de granito pulimentado, en la pirámide de Amenemeht III, léense aún hoy estas
palabras: «Amenemeht contempla la belleza del Sol.» Y del otro lado: «Más alta es el alma
de Amenemeht que la altura de Orión, y se reúne con el universo subterráneo». Esto
significa la superación de todo lo transitorio y actual, y es lo menos «antiguo» que cabe
imaginar.
5
Frente a este poderoso grupo que forman los símbolos vitales egipcios, aparece en el
umbral de la cultura antigua la costumbre de quemar los muertos, como respondiendo al
olvido que deja extenderse sobre toda porción de su pasado interno y externo. La época
miceniana desconoció por completo esta preferente consagración de la ceremonia entre las
demás formas de sepelio, que los pueblos primitivos suelen usar indiferentemente. Las
tumbas regias de Micenas revelan más bien cierta preferencia por la inhumación. Pero en la
época homérica, como en la védica, se pasa súbitamente, por ciertos motivos espirituales,
del enterramiento a la cremación, la cual, como nos muestra la Ilíada, se celebraba con todo
el pathos de un acto que era al mismo tiempo imagen simbólica de un solemne
aniquilamiento y negación de la permanencia histórica.
Desde este momento queda suprimida toda representación plástica de la evolución del alma
individual. El drama «antiguo» no tolera motivos verdaderamente históricos ni admite el
tema de la evolución interna, y es sabido que el instinto helénico se oponía resueltamente al
retrato en el arte plástico. Hasta la época imperial no conoció el arte «antiguo» más que una
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materia que le fuese en cierto modo natural: el mito [9]. Los retratos ideales de la plástica
helenística son también míticos, como lo son las biografías típicas, a la manera de Plutarco.
Ninguno de los grandes griegos escribió memorias que fijasen ante la mirada de su espíritu
una época ya superada. Ni siquiera Sócrates ha dicho sobre su vida interior nada que
nosotros podamos juzgar importante. Cabe preguntarse si en un alma «antigua» hubiera sido
posible algo parejo a lo que supone la concepción de Parsifal, Hamlet, Werther. En Platón
echamos de menos la conciencia de una evolución en su propia doctrina. Sus escritos,
individualmente considerados, no hacen sino formular los muy diferentes puntos de vista
que adoptó en diferentes épocas. El nexo genético que los une no fue objeto de su reflexión.
En cambio, ya en los comienzos de la historia del espíritu occidental encontramos un trozo
donde se hace la más profunda investigación de la propia intimidad: la Vita nuova de Dante.
Esto bastaría para colegir cuán poco de la Antigüedad, es decir, del presente puro, tenía
realmente Goethe, quien no olvidó nunca que sus obras — son sus propias palabras — eran
«fragmentos» de una gran confesión.
Destruida Atenas por los persas, fueron las viejas obras de arte arrojadas a la basura —de
donde ahora las estamos sacando —, y nunca se vio a nadie, en la Hélade, que se
preocupase de las ruinas de Micenas o de Festos, con el objeto de descubrir hechos
históricos. Leían los antiguos a Homero; pero a ninguno se le ocurrió, como a Schliemann,
excavar la colina de Troya. Los griegos querían mitos, no historia. Ya en la época helenística
habíase perdido parte de las obras de Esquilo y de los filósofos presocráticos. En cambio,
Petrarca coleccionaba antigüedades, monedas, manuscritos, con una piedad, con una
contemplativa devoción, que son propias sólo de esta cultura. Petrarca sentía lo histórico,
volvía la mirada hacia los mundos lejanos, anhelaba toda lontananza — fue el primero que
emprendió la ascensión a una montaña alpina —; en rigor, fue un extranjero en su tiempo.
En esta conexión con el problema del tiempo inicia su desarrollo la psicología del
coleccionista. Más apasionada todavía, aunque de distinto matiz, es quizá la afición de los
chinos a las colecciones. El viajero que viaja por China va en busca de los «viejos rastros»,
Ku-tsi. Para interpretar el concepto fundamental del alma china, el tao, intraducible a
nuestros idiomas, hace falta referirlo a un profundo sentimiento histórico [10]. En la época
helenística se coleccionaba también y se viajaba; pero el interés recaía sobre curiosidades
mitológicas, como las que describe Pausanias, sin tener en cuenta para nada el valor
estrictamente histórico, el cuándo y el porqué. En cambio, la tierra egipcia, ya en tiempos del
gran Tutmosis, habíase convertido en un ingente museo de tradición y arquitectura.
En los pueblos occidentales fueron los alemanes los inventores del reloj mecánico, símbolo
terrible del tiempo raudo, cuyos latidos, resonando noche y día en las innumerables torres de
Europa, son acaso la expresión más formidable que ha podido hallar el sentido histórico del
universo [11]. Nada de esto vemos en los campos y las ciudades antiguas, que no tenían
tiempo. Hasta Pendes, la hora del día se estimaba por la longitud de la sombra; y sólo desde
Aristóteles tiene la palabra la significación — babilónica — de ahora. Antes de esta época no
había una división exacta del tiempo diurno. Los relojes de agua y de sol fueron
descubiertos en Babilonia y Egipto. El primero que introdujo en Atenas la clepsidra fue
Platón; más tarde adoptáronse también los relojes de sol, pero como simples herramientas
para fines habituales, sin que variase en lo más mínimo el sentimiento antiguo de la vida.
Hay que mencionar aquí la diferencia, paralela a ésta, que existe entre la matemática
antigua y la matemática occidental. Esta diferencia es muy profunda y no ha sido nunca
justamente valorada. El antiguo pensar numérico concibe las cosas como son, como
magnitudes, ajenas al tiempo, en puro presente. Esto conduce a la geometría euclidiana, a
la estática matemática y a rematar todo el sistema con la teoría de las secciones cónicas.
Nosotros, en cambio, concebimos las cosas según devienen y se comportan, es decir, como
funciones. Esto nos ha conducido a la dinámica, a la geometría analítica, y de aquí al
cálculo diferencial [12]. La teoría moderna de las funciones es la ordenación gigantesca de
toda esa masa de pensamientos. Es un hecho extraño, pero sólidamente fundado en
determinada predisposición espiritual, que la física helénica — como estática y no dinámica
— desconoce el uso del reloj y no lo echa de menos. Mientras nosotros contamos fracciones
mínimas de segundo, ellos prescinden enteramente de medir el tiempo. La entelequia
aristotélica es su único concepto evolutivo, y es un concepto intemporal, totalmente
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ahistórico.
De esta manera queda delimitado nuestro problema. Nosotros, hombres de la cultura
europea occidental, con nuestro sentido histórico, somos la excepción y no la regla. La
historia universal es nuestra imagen del mundo, no la imagen de la «humanidad». El indio y
el antiguo no se representaban el mundo en su devenir. Y cuando se extinga la civilización
del Occidente, acaso no vuelva a existir otra cultura y, por lo tanto, otro tipo humano, para
quien la «historia universal» sea una forma tan enérgica de la conciencia vigilante.
6
Pero... ¿qué es historia universal? Una representación ordenada del pasado, un postulado
interior, la expresión de un sentimiento de la forma. Sin duda. Pero un sentimiento, por muy
concreto que sea, no es una forma acabada, y si es cierto que todos creemos sentir la
historia universal y creemos vivirla y abarcar con plena seguridad su configuración, también
lo es que hasta hoy sólo conocemos formas y no la forma de ella.
Sin duda alguna, todo el que sea preguntado afirmará que percibe clara y distintamente la
estructura periódica de la historia. Esta ilusión obedece a que nadie ha reflexionado
seriamente sobre ella, a que nadie pone en duda lo que ya sabe, porque nadie sospecha de
las dudas a que este punto da lugar. En realidad, la configuración de la historia universal es
una adquisición espiritual que no está garantida ni demostrada. Perpetúase intacta de
generación en generación, aun entre los historiadores profesionales. Pero le vendría muy
bien una pequeña parte de ese escepticismo que desde Galileo ha servido para analizar y
hacer más honda la imagen espontánea que tenemos de la naturaleza.
Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna: tal es el esquema, increíblemente mezquino y
falto de sentido, cuyo absoluto dominio sobre nuestra mentalidad histórica nos ha impedido
una y otra vez comprender exactamente la posición verdadera de este breve trozo de
universo que desde la época de los emperadores alemanes se ha desarrollado sobre el
suelo de la Europa occidental. A él, más que a nada, debemos el no haber conseguido aún
concebir nuestra historia en su relación con la historia universal — es decir, con toda la
historia de la humanidad íntegra —, descubriendo su rango, su forma y la duración de su
vida. Las culturas venideras tendrán por casi creíble que ese esquema, sin embargo, no
haya sido puesto nunca en duda, a pesar de su simple curso rectilíneo y sus absurdas
proporciones, a pesar de que de siglo en siglo se va haciendo más insensato y de que se
opone a una incorporación natural de los nuevos territorios traídos a la luz de nuestra
conciencia histórica. Nada importa, en efecto, que los historiadores hayan tomado la
costumbre de criticar el citado esquema. Con eso lo que consiguen es hacer más borrosa la
única pauta de que disponemos, en lugar de substituirla por otra. Por mucho que se hable de
Edad Media griega y de Antigüedad germánica, no se llegará a establecer un cuadro claro y
preciso de la historia, en el que China y Méjico, el imperio de Axum y el de los sasánidas
encuentren su lugar orgánico. Trasladar el comienzo de la Edad Moderna desde las
Cruzadas al Renacimiento y de aquí al principio del siglo XIX, es un recurso que demuestra
tan sólo que el esquema mismo se ha considerado inconmovible.
No sólo reduce la extensión de la historia, sino, lo que es peor aún, empequeñece la escena
histórica. El territorio de la Europa occidental [13] constituye así como un polo inmóvil o,
hablando en términos matemáticos, un punto particular de una superficie esférica; no se
sabe por qué, a no ser porque nosotros, los constructores de esa imagen histórica, nos
sentimos aquí en nuestra propia casa. Alrededor de ese polo giran, con singular modestia,
milenios de potentísima historia y enormes culturas acampadas en remotas lontananzas. Es
éste un sistema planetario de invención muy particular. Elígese un paraje único como punto
central de un sistema histórico; he aquí el Sol, de donde los acontecimientos históricos
reciben la mejor luz; desde este lugar se formará la perspectiva que va a servir para evaluar
la significación e importancia de cada suceso. Pero quien aquí habla es, en rigor, la vanidad,
por ningún escepticismo contenida, del occidental, en cuyo espíritu se va desenvolviendo
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ese fantasma de «la historia universal». A ella se debe la enorme ilusión óptica, desde hace
tiempo ya transformada en costumbre, que reduce la materia histórica de los milenios
lejanos — por ejemplo, el antiguo Egipto y la China — al tamaño de una miniatura, mientras
que los decenios más próximos, desde Lutero y principalmente desde Napoleón, se
agrandan como gigantescos fantasmas. Sabemos muy bien que si una nube que va muy alta
camina más despacio que una baja, es esto mera apariencia, y que si vemos al tren
arrastrarse lentamente por la lejanía, es esto también un engañó de la visión, y sin embargo,
creemos que el ritmo de la remota historia india, babilónica, egipcia, era realmente más
lento que el de nuestro pasado próximo, y encontramos más tenue su substancia, más
borrosas y más estiradas sus formas, porque no hemos aprendido a calcular la distancia
exterior e interior.
Para la cultura de Occidente se comprende que la existencia de Atenas, Florencia, París,
sea más importante que la de Lo-yang y Pataliputra. Pero ¿es lícito fundar sobre tales
valoraciones un esquema de la historia universal? Sería dar la razón al historiador chino
que, por su parte, construyese una historia universal en donde las Cruzadas y el
Renacimiento, César y Federico el Grande quedaran, por insignificantes, sepultados en el
silencio. ¿Por qué ha de ser el siglo XVIII, morfológicamente considerado, más importante
que uno cualquiera de los que preceden al XVI? ¿No es ridículo oponer la «Edad Moderna»,
con sus escasos siglos de extensión, localizada además esencialmente en la Europa
occidental, a la «Edad Antigua», que comprende otros tantos milenios, y en la cual la masa
de las culturas prehelénicas, sin intentar de ellas una profunda división, se aprecia como un
simple apéndice? Para salvar el caduco esquema, ¿no se ha despachado a Egipto y a
Babilonia — cuyas historias forman cada una un todo concluso, cualquiera de los cuales
pesa tanto por sí solo como la supuesta historia universal desde Carlomagno hasta la guerra
mundial, y aun más allá — calificándolas de preludios de la Antigüedad? ¿No se han
recluido a las estrecheces de una nota, con una mueca de perplejidad, los poderosos
complejos de las culturas india y china? y en cuanto a las grandes culturas americanas, han
sido, sin más ni más, ignoradas, so pretexto de que les falta «toda conexión»; ¿con qué?
Este esquema, tan corriente en la Europa occidental, hace girar las grandes culturas en
torno nuestro, como si fuéramos nosotros el centro de todo el proceso universal. Yo le llamo
sistema tolemaico de la historia. Y considero como el descubrimiento copernicano, en el
terreno de la historia, el nuevo sistema que este libro propone, sistema en el cual la
Antigüedad y el Occidente aparecen junto a la India, Babilonia, China, Egipto, la cultura
árabe y la cultura mejicana, sin adoptar en modo alguno una posición privilegiada. Todas
estas culturas son manifestaciones y expresiones cambiantes de una vida que reposa en el
centro; todas son orbes distintos en el devenir universal, que pesan tanto como Grecia en la
imagen total de la historia y la superan con mucho en grandeza de concepciones y en
potencia ascensional.
7
El esquema Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna es, en su forma primitiva, una
creación del sentimiento semítico, que se manifiesta primero en la religión pérsica y judía,
desde Ciro [14], que recibe luego una acepción apocalíptica en la doctrina del libro de Daniel
sobre las cuatro edades del mundo, y que adopta, en fin, la forma de una historia universal
en las religiones postcristianas de Oriente, sobre todo en los sistemas gnósticos [15].
Dentro de los estrechísimos límites que constituyen las premisas intelectuales de esta
importante concepción, no le falta fundamento legítimo. Ni la historia india, ni aun la egipcia,
entran aquí en el círculo de la consideración, pues la expresión «historia universal» significa,
en boca de aquellos pensadores gnósticos, una acción única, sobremanera dramática, cuyo
teatro fue el territorio entre la Hélade y Persia. En esa acción logra expresarse el sentimiento
estrictamente dualista del universo, que es propio del oriental, y lo logra, no en sentido
popular, como en la metafísica de ese mismo tiempo, por la oposición de alma y espíritu,
sino en sentido periódico [16], vista como una catástrofe, como un bisel que separa dos
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edades, entre la creación del mundo y el fin del mismo, prescindiendo de todos los
elementos que no habían sido fijados, de una parte, por la literatura antigua, y, de otra, por
la Biblia o por el libro sacro que hace las veces de la Biblia en el sistema de que se trate. En
esta imagen del mundo aparecen la «Edad Antigua» y la «Edad Moderna» como la
oposición entonces tan obvia entre pagano y cristiano, antiguo y oriental, estatua y dogma,
naturaleza y espíritu; y esta oposición se alarga y se transforma en una concepción
temporal, en un proceso de superación del uno por el otro. La transición histórica adquiere
los caracteres religiosos de una salvación. Hállase esta concepción, sin duda, fundada en
nociones harto estrechas y provincianas; pero era lógica y perfecta en sí, bien que adscrita a
aquel territorio y a aquellos hombres, e incapaz de toda natural amplificación.
Sólo por acoplamiento adicional de una tercera época — nuestra «Edad Moderna» —, en el
territorio de Occidente, hase introducido en la imagen una tendencia de movimiento. La
imagen oriental, con sus dos épocas contrapuestas, era inmóvil, era una antítesis
cerrada, permanentemente equilibrada, con una acción divina singular en el centro. Pero
este fragmento de historia esterilizado así, fue recogido y sustentado por una nueva especie
de hombres, y recibió de pronto — sin que se diera cuenta nadie de lo extraño de tal
mutación— una prolongación en forma de una línea que, partiendo de Homero o de Adán
(las posibilidades se han aumentado hoy grandemente con los indogermanos, la edad de
piedra y el hombre mono), pasaba luego por Jerusalén, Roma, Florencia y Paris, subiendo o
bajando, según el gusto personal del historiador, pensador o artista, que interpretaba la
imagen tripartita con ilimitada libertad.
Así, pues, a los conceptos complementarios de «paganismo» y «cristianismo» —concebidos
como sucesivas edades del mundo— añadióse luego el concepto finalizador de «Edad
Moderna», la cual, por su parte, tiene la gracia de no permitir una prosecución del mismo
método, pues habiéndose «alargado» repetidas veces desde las Cruzadas, no parece ya
capaz de nuevos estirones [17]. Sin declararlo, se pensaba que, pasadas la Edad Antigua y
la Edad Media, empezaba algo definitivo, un tercer reino, en que algo había de cumplirse,
un punto supremo, un fin, cuyo reconocimiento ha ido atribuyéndose cada cual a sí mismo,
desde los escolásticos hasta los socialistas de nuestros días. Y esta intuición del curso de las
cosas resultaba comodísima y siempre muy halagüeña para su descubridor. Sencillamente
consistía en identificar el espíritu de Occidente con el sentido del universo. De una
necesidad espiritual hicieron luego algunos grandes pensadores una virtud metafísica,
convirtiendo, sin seria crítica previa, el esquema consagrado por el consensus omnium en
base de una filosofía, y cargando a Dios la paternidad de su propio «plan universal». El tres,
número místico de las viejas edades, tenía algo de seductor para el gusto metafísico. Herder
llamó a la historia una educación del género humano; Kant, una evolución del concepto de
libertad; Hegel, un desenvolvimiento del espíritu universal; otros emplearon otros términos.
Pero todo el que supo introducir un sentido abstracto en los tres trozos absolutamente
dados, creyó que ya había meditado bastante sobre la forma fundamental de la historia.
En el umbral mismo de la cultura occidental aparece la gran figura de Joaquín de Floris (†
1202) [18], primer pensador del calibre de Hegel, que deshace la imagen dualista de San
Agustín y, lleno de un sentimiento verdaderamente gótico, opone el nuevo cristianismo de su
tiempo, como tercer momento, a la religión del Viejo y del Nuevo Testamento: la edad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Joaquín de Floris conmovió a los mejores de entre los
franciscanos y dominicos, a Dante y a Santo Tomás, y provocó una visión del mundo que
poco a poco fue invadiendo todo el pensamiento histórico de nuestra cultura. Lessing, que
muchas veces designa su propia época, oponiéndola a la Antigüedad, con el nombre de
«postmundo» [19], tomó la idea en los místicos del siglo XVI y la aplicó a su Educación del
género humano, con las etapas de niñez juventud, virilidad. Ibsen, que trató a fondo ese
tema en su drama Emperador y Galileo — en donde la idea gnóstica del mundo surge
encarnada en la figura del mago Máximo —, no ha dado un paso más allá en su conocido
discurso de Estocolmo de 1887. Por lo visto, la soberbia de los europeos occidentales exige
que se considere su propia aparición como una especie de final.
Pero la creación del abad de Floris era una visión mística que penetraba en los misterios del
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orden dado por Dios al universo. Al ser interpretada en sentido intelectualista y considerada
como una premisa del pensamiento científico, hubo, pues, de perder toda significación. Y,
en efecto, eso es lo que ha ocurrido desde el siglo XVII. Es completamente inaceptable el
modo de interpretar la historia universal que consiste en dar rienda suelta a las propias
convicciones políticas, religiosas y sociales, y en las tres fases que nadie se atreve a tocar,
discernir una dirección que conduce justamente al punto en que el interpretador se
encuentra. Unas veces será la madurez del intelecto, otras la humanidad, o la felicidad del
mayor número, o la evolución económica, o la ilustración, o la libertad de los pueblos, o la
victoria sobre la naturaleza, o la concepción científica del universo, o cualquiera otra noción
por el estilo la que sirva de unidad absoluta para medir los milenios y demostrar que los
antepasados, o no supieron concebir la verdad, o no pudieron alcanzarla. Pero lo que
realmente sucede es que esas épocas pretéritas no quisieron lo mismo que queremos
nosotros. «Lo que importa en la vida es la vida, y no un resultado de la vida.» Esta frase de
Goethe debiera oponerse a todos los que intentan neciamente desentrañar el secreto de la
forma histórica, suponiendo en ella implícito un programa.
Igual cuadro histórico pergeñan los historiadores de las artes o de las ciencias particulares,
sin olvidar la economía nacional o la filosofía. Preséntannos “la” pintura desde los egipcios
— o desde el hombre cavernario — hasta el impresionismo; “la” música, desde el cantor
ciego Homero hasta Bayreuth; “el” orden social, desde las ciudades lacustres hasta el
socialismo, y todo ello progresa en línea recta y sigue una tendencia que el propio
historiador insinúa en el curso de ese progreso. Nadie concibe la posibilidad de que las artes
tengan una vida circunscrita, adherida a un territorio y a una determinada especie de
hombres, cuya expresión ellas sean; nadie comprende que todas esas historias de conjunto
no son, en realidad, sino una adición extrínseca de múltiples fenómenos aislados, de artes
peculiares que nada tienen entre sí de común sino el nombre y algo de la técnica manual.
Es bien sabido que todo organismo tiene su ritmo, su figura, su duración determinada, e
igual sucede a todas las manifestaciones de su vida. Nadie supondrá que un roble
centenario se halle ahora a punto de comenzar su evolución. Nadie creerá que un gusano, al
que se ve crecer todos los días, vaya a seguir creciendo así un par de años más. Todo el
mundo, en tales casos, posee con absoluta certeza el sentimiento de un límite, que es
idéntico al sentimiento de las formas orgánicas. Pero cuando se trata de la historia de las
grandes formas humanas, domina un optimismo ilimitadamente trivial respecto al futuro.
Entonces enmudece toda experiencia histórica y orgánica y cada cual acierta a descubrir en
el presente, cualquiera que sea, los síntomas o iniciaciones de un magnífico «progreso»
lineal, no porque lo demuestre la ciencia, sino porque así lo desea él. Entonces se cuenta
con posibilidades ilimitadas — nunca con un término natural —, y partiendo de la situación
del momento, se bosqueja una ingenua construcción de lo que ha de seguir.
Pero «la humanidad» no tiene un fin, una idea, un plan; como no tiene fin ni plan la especie
de las mariposas o de las orquídeas. «Humanidad» es un concepto zoológico o una palabra
vana [20]. Que desaparezca este fantasma del círculo de problemas referentes a la forma
histórica, y se verán surgir con sorprendente abundancia las verdaderas formas. Hay aquí
una insondable riqueza, profundidad y movilidad de lo viviente, que hasta ahora ha
permanecido oculta bajo una frase vacía, un esquema seco, o unos «ideales» personales.
En lugar de la monótona imagen de una historia universal en línea recta, que sólo se
mantiene porque cerramos los ojos ante el número abrumador de los hechos, veo yo el
fenómeno de múltiples culturas poderosas, que florecen con vigor cósmico en el seno de
una tierra madre, a la que cada una de ellas está unida por todo el curso de su existencia.
Cada una de esas culturas imprime a su materia, que es el hombre, su forma propia; cada
una tiene su propia idea, sus propias pasiones, su propia vida, su querer, su sentir, su morir
propios. Hay aquí colores, luces, movimientos, que
ninguna contemplación intelectual ha descubierto aún. Hay culturas, pueblos, idiomas
verdades, dioses, paisajes, que son jóvenes y florecientes; otros que son ya viejos y
decadentes; como hay robles, tallos, ramas, hojas, flores, que son viejos y otros que son,
jóvenes. Pero no hay «humanidad» vieja. Cada cultura posee sus propias posibilidades de
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expresión, que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás. Hay muchas plásticas
muy diferentes, muchas pinturas, muchas matemáticas, muchas físicas; cada una de ellas
es, en su profunda esencia, totalmente distinta de las demás; cada una tiene su duración
limitada; cada una está encerrada en sí misma, como cada especie vegetal tiene sus propias
flores y sus propios frutos, su tipo de crecimiento y de decadencia. Esas culturas, seres
vivos de orden superior, crecen en una sublime ausencia de todo fin y propósito, como flores
en el campo. Pertenecen, cual plantas y animales, a la naturaleza viviente de Goethe, no a
la naturaleza muerta de Newton. Yo veo en la historia universal la imagen de una eterna
formación y deformación, de un maravilloso advenimiento y perecimiento de formas
orgánicas. El historiador de oficio, en cambio, concibe la historia a la manera de una tenia
que, incansablemente, va añadiendo época tras época.
Pero la combinación Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna ha agotado, finalmente, su
eficacia. Era estrecha y mísera; sin embargo, fue la única concepción no enteramente
desprovista de filosofía que poseímos, y lo que literariamente se ha coordinado en forma de
historia universal debe a esa concepción el resto que aún le queda de contenido filosófico.
Pero el número de siglos que podían a lo sumo contenerse bajo tal esquema ha sido ya
alcanzado hace tiempo. Con el rápido aumento del material histórico, sobre todo del que cae
fuera de ese esquema, comienza la imagen tradicional a deshacerse en un caos que la vista
no puede abarcar. Todo historiador que no esté completamente ciego sabe y siente esto; y
para no naufragar por completo, mantiene vigente con gran esfuerzo el único esquema que
conoce. La expresión «Edad Media» [21], acuñada en 1667 por el profesor Horn, en Leyden,
cubre hoy una masa informe de historia, que se halla en continuo aumento, y que se limita
de modo puramente negativo, por aquello que no cabe, bajo ningún pretexto, en los otros
dos conjuntos, ordenados tolerablemente al menos. Ejemplos de lo que digo son el
tratamiento inseguro y la vacilante estimación de las historias de Persia, Arabia y Rusia.
Pero sobre todo hay una circunstancia que no puede desconocerse por mas tiempo, y es que
esa supuesta historia del mundo se limita de hecho, en un principio, a la región del
Mediterráneo oriental, y luego, a partir de las irrupciones germánicas, con un súbito traslado
de la escena a la Europa occidental, queda reducida a unos sucesos importantes sólo para
nosotros y, en consecuencia, sobremanera aumentados de tamaño, siendo así que, en
realidad, se trata de acontecimientos meramente locales, indiferentes por ejemplo, a la
cultura árabe, que es la mas próxima. Hegel había declarado, con toda ingenuidad, que los
pueblos que no tuvieran acomodo en su sistema de la historia los ignoraría. Ésta fue
simplemente la honrada declaración de sus premisas metódicas, sin las cuales ningún
historiador llega nunca a su fin. Basándose en ellas cabe estimar y apreciar la disposición de
todas las obras de historia. Hoy, en realidad, es pura cuestión de tacto científico el decidir
cuál de los fenómenos históricos se toma seriamente en cuenta y cuál no. Ranke es un buen
ejemplo de ello.
8
Pensamos hoy por partes del mundo. Los únicos que aún no han aprendido a hacerlo son
nuestros filósofos e historiadores. ¿Qué pueden significar para nosotros esas ideas y
perspectivas que se presentan con la pretensión de una validez universal y cuyo horizonte
no excede en realidad los límites de la atmósfera ideológica del europeo occidental?
Véanse sobre este punto nuestros mejores libros. Cuando Platón habla de la humanidad, se
refiere a los helenos, en oposición a los bárbaros. Corresponde ello perfectamente al estilo
ahistórico del «antiguo» vivir y pensar, y dentro de esta suposición limitativa conduce a
resultados que son exactos y significativos para los griegos. Pero cuando Kant filosofa sobre
ideales éticos, por ejemplo, afirma la validez de sus proposiciones para los hombres de
todas clases y tiempos. Y si no lo declara explícitamente es porque para él y sus lectores la
cosa es harto evidente. En su estética no formula el principio del arte de Fidias o de
Rembrandt, sino el de todo arte en general. Y, sin embargo, de pensar que él determina
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como necesarias son las formas necesarias del pensar occidental exclusivamente. Con sólo
referirse a Aristóteles y considerar a cuán distintos resultados llega este filósofo, hubiera
debido comprenderse que el pensador griego, al reflexionar acerca de sí mismo, es un
espíritu no menos claro que el pensador alemán, aunque de diferente temple y disposición.
Las categorías
del pensamiento occidental son tan inaccesibles al pensamiento ruso como las del griego al
nuestro. Una inteligencia verdadera, integral, de los términos antiguos, es para nosotros tan
imposible como de los términos rusos [22] e indios; y. para el chino o el árabe moderno,
cuyos intelectos son muy diferentes del nuestro, la filosofía de Bacon o de Kant tiene el valor
de una simple curiosidad.
He aquí lo que le falta al pensador occidental y lo que no debiera faltarle precisamente a él:
la comprensión de que sus conclusiones tienen un carácter histórico-relativo, de que no son
sino la expresión de un modo de ser singular y sólo de él. El pensador occidental ignora los
necesarios limites en que se encierra la validez de sus asertos; no sabe que sus «verdades
inconmovibles», sus «verdades eternas», son verdaderas sólo para él y son eternas sólo
para su propia visión del mundo; no cree que sea su deber salir de ellas para considerar las
otras que el hombre de otras culturas ha extraído de sí y afirmado con idéntica certeza. Pero
esto justamente tendrá que hacerlo la filosofía del futuro si quiere preciarse de integral. Eso
es lo que significa comprender el lenguaje de las formas históricas, del mundo viviente.
Nada es aquí perdurable, nada universal. No se hable más de formas del pensamiento, del
principio de lo trágico, del problema del Estado. La validez universal es siempre una
conclusión falsa que verificamos extendiendo a los demás lo que sólo para nosotros vale.
Y esta imagen nos aparecerá todavía más vacilante y sospechosa si volvemos la mirada
hacia los pensadores modernos occidentales posteriores a Schopenhauer. En éstos el centro
de gravedad de los filosofemas se desplaza y se aleja de la abstracción sistemática para
acercarse a la práctica ética; en el lugar del problema del conocimiento viene a situarse
ahora el problema de la vida: voluntad de vida, de potencia, de acción. La consideración se
dirige aquí, no ya a la abstracción ideal «hombre», como en Kant, sino al hombre real, al
hombre tal como, en tiempos históricos y agrupado en pueblos primitivos o en núcleos de
cultura, habita la superficie de la tierra. Y resulta altamente ridículo que en este punto siga
determinándose la forma de los conceptos supremos por el esquema Edad Antigua-Edad
Media-Edad Moderna y la limitación local con siguiente a este esquema. Tal es, sin
embargo, el caso.
Contemplemos el horizonte histórico de Nietzsche. Sus conceptos de decadencia, de
nihilismo, de transmutación de los valores, están fundados en la entraña de la civilización
occidental y poseen un valor decisivo para el análisis de esta civilización. Mas ¿cuál fue la
base sobre la que Nietzsche se apoyó para formularlos? Los romanos y los griegos, el
Renacimiento y la actualidad europea, una mirada rauda, de soslayo, sobre la filosofía india
— mal interpretada —; en suma: la Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna.
Nietzsche, en puridad, no se ha salido de este marco. Y otro tanto les sucede a los demás
pensadores de su época.
¿En qué relación se encuentra su concepto de lo dionisíaco... con la vida interna del
civilizadísimo chino, en la época de Confucio, o del americano moderno? ¿Qué significa el
tipo del superhombre... para el mundo del Islam? Los conceptos de naturaleza y espíritu,
paganismo y cristianismo, antigüedad y modernidad, concebidos como antítesis de las
formas, ¿qué sentido pueden tener en el alma del indio y del ruso? ¿Qué tiene que ver
Tolstoi — quien en lo más profundo de su humanidad rechazó todo el universo ideológico de
Occidente como cosa extraña y lejana — con la «Edad Media», con Dante, con Lutero? ¿
Qué tiene que ver un japonés con Parsifal y Zaratustra? ¿Qué un indio con Sófocles? Y el
mundo de los pensamientos de Schopenhauer, de Comte, de Feuerbach, de Hebbel, de
Strindberg, ¿es acaso más extenso? ¿No es su psicología, pese a todas sus aspiraciones
cósmicas, de pura cepa y significación dental? Los problemas de la mujer, planteados por
Ibsen con la pretensión asimismo de fijar sobre ellos el interés de la «humanidad» entera, ¡
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qué efectos tan cómicos no nos producirían si en lugar de la famosa Nora — que vive en
una gran ciudad de la Europa occidental, que se mueve en el limitado horizonte de una casa
de 2.000 a 6.000 marcos anuales, y que ha recibido una educación burguesa y protestante
— pusiéramos, v. gr., la mujer de César, madame de Sevigné, una japonesa o una aldeana
del Tirol! Y es que el mismo Ibsen ve las cosas con la perspectiva de la clase media de ayer
y de hoy en las grandes urbes europeas. Sus conflictos, cuyas premisas psicológicas
proceden poco más o menos de 1850 y acaso no valgan ya en 1950, no son los del gran
mundo, ni los de la masa inferior, y no hay que decir los de las ciudades habitadas por no
europeos.
Todos esos valores son episódicos y locales, limitados casi siempre a la inteligencia
momentánea de las grandes urbes de tipo occidental; no son, ni mucho menos, históricouniversales, eternos. Y si todavía aparecen esencialísimos a las generaciones de Ibsen y de
Nietzsche, es porque, en realidad, estas generaciones desconocen el sentido de la expresión
«historia universal» — que no es una selección, sino una totalidad —, puesto que subordinan
los factores ajenos al interés propio, moderno, rebajándolos o
desconociéndolos. Y así ha acontecido, efectivamente, en grado sumo. Todo lo que el
Occidente ha dicho y pensado hasta ahora sobre los problemas del tiempo, del espacio, del
movimiento, del número, de la voluntad, del matrimonio, de la propiedad, de la tragedia, de
la ciencia, tiene un indeleble matiz de estrechez e inseguridad, que procede de que se ha
procurado ante todo encontrar la solución de los problemas, sin comprender que a múltiples
interrogadores corresponden contestaciones múltiples, que una pregunta filosófica no es
más que el deseo encubierto de recibir determinada respuesta, ya inclusa en la pregunta
misma, que nunca pueden concebirse como bastante efímeros los grandes problemas de
una época y que, por lo tanto, es preciso elegir un grupo de soluciones históricamente
condicionadas, cuya visión panorámica —prescindiendo de todas las convicciones propias
— será quien nos descubra los últimos secretos. Para el pensador — el legítimo pensador —
ningún punto de vista es absolutamente verdadero o falso. Frente a problemas tan difíciles
como el del tiempo o el del matrimonio, no basta consultar la experiencia personal, la voz
íntima, la razón, la opinión de los antecesores o de los contemporáneos. Por este camino se
llegará, sin duda, a conocer lo que es verdadero para uno mismo o para la época en que uno
vive. Pero esto no es todo. Las manifestaciones de otras culturas hablan otra lengua. A
distintos hombres, distintas verdades. Y para el pensador todas son válidas o no lo es
ninguna.
¿Compréndese ahora de qué amplificaciones y ahondamientos es capaz la crítica del
universo usada hasta ahora en Occidente, y cuántas cosas pueden incluirse, en el círculo de
la investigación, rebasando el mísero relativismo de Nietzsche y su generación? ¡Cuánta
finura en el sentimiento de la forma, qué grado de psicología, qué renuncia e independencia
de los intereses prácticos, qué ilimitación del horizonte habrá de conseguirse antes de poder
decir que se ha entendido lo que es la historia universal, el universo como historia!
9
Frente a todo eso, frente a las formas caprichosas, estrechas, externas, dictadas por el
propio interés e impuestas a la historia, coloco yo la figura natural, «copernicana», del
suceder universal, la que está profundamente impresa en lo más hondo, y no se manifiesta
sino a los que miran la historia libres de todo prejuicio.
Recuérdese a Goethe. Lo que Goethe llamó la naturaleza viviente, eso es lo que yo aquí
llamo la historia universal, en el más amplio sentido: el universo como historia. Goethe, que,
como artista, dio formas a la a la evolución de sus figuras, al devenir y no a lo ya hecho, y
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así lo demuestra Wilhelm Meister y Poesía y realidad, odiaba la matemáticas Percibía la
oposición entre el mundo como mecanismo y el mundo como organismo, entre la naturaleza
muerta y la naturaleza viva, entre la ley y la forma. Cada línea de las que escribió como
naturalista iba encaminada a ponernos ante los ojos la figura de lo que deviene, «forma
esencial que viviendo se desenvuelve». Sentimientos, intuiciones, comparaciones,
inmediata certeza interior, exacta fantasía sensible, tales eran los medios con que se
acercaba al misterio de las inquietas apariencias. Tales son precisamente los medios de la
investigación histórica en general. No hay otros. Esa divina mirada es la que le empuja a
decir la noche de la batalla de Valmy, en el campamento: «A partir de hoy comienza una
nueva época de la historia universal; podéis decir que lo habéis presenciado». Ningún
general, ningún diplomático y, por supuesto, ningún filósofo, ha sentido tan inmediatamente
el hacerse mismo de la historia. Éste es el juicio más profundo que se ha pronunciado nunca
sobre un gran hecho histórico, en el momento mismo de verificarse.
Y así como Goethe perseguía la evolución de la forma vegetal partiendo de la hoja, buscaba
el origen y nacimiento del tipo vertebrado, inquiría la génesis de las capas geológicas — el
sino de la naturaleza, no su causalidad —, así también hemos de desenvolver nosotros aquí
el lenguaje de las formas que nos habla la historia humana, su estructura periódica, el hálito
de la historia, partiendo de la muchedumbre de particularidades perceptibles.
Con razón se ha contado al hombre entre los organismos de la superficie terrestre. Su
estructura corporal, sus funciones naturales, todo su aspecto sensible, pertenecen a una
unidad más amplia. Sólo aquí se hace una excepción, a pesar de la afinidad profundamente
sentida entre el sino de las plantas y el sino del hombre, tema eterno de toda lírica, y a pesar
de la semejanza de la historia humana con la de cualquier otro grupo de seres vivos de
orden superior, tema de innumerables cuentos, leyendas y fábulas. Compárense, pues, unos
y otros organismos, dejando que el mundo de las culturas humanas actúe puro y hondo
sobre la imaginación, sin forzarlo a acomodarse en un esquema prefijado; considérense las
palabras «juventud», «crecimiento», «florecimiento», «decadencia», que han sido hasta
ahora, y hoy más que nunca, la expresión de estimaciones subjetivas e intereses
personalísimos de índole social, moral y estética; considérense, digo, esas palabras como
designaciones objetivas de estados orgánicos; colóquese la cultura «antigua», como
fenómeno cerrado en sí mismo, como cuerpo y expresión del alma «antigua» junto a la
cultura egipcia, a la cultura india, a la babilónica, a la china, a la occidental, y búsquese lo
típico en los mudables destinos de estos grandes individuos, lo necesario en el indomable
tropel de las contingencias, y a la postre se verá abrirse ante nosotros mismos el cuadro de
la historia universal; cuadro natural para nosotros, pero sólo para nosotros.
10
Pero, volviendo a nuestro tema estricto, intentemos desde este punto de vista determinar
morfológicamente la estructura de la época actual, ante todo entre los años 1800 y 2000.
Tenemos que fijar el momento de esta época en el conjunto de la cultura occidental;
tenemos que definir su sentido como periodo biográfico, que debe hallarse necesariamente,
bajo una u otra forma, en toda cultura, y desentrañar la significación orgánica y simbólica de
los complejos morfológicos de carácter político, artístico, espiritual, social, que le son
propios.
Desde luego resalta la identidad entre este período y el helenismo; particularmente la
identidad entre el actual momento culminante de este período. — señalado por la guerra
mundial — y el tránsito de la época helenística a la romana. El romanismo, con su estricto
sentido de los hechos, desprovisto de genio, bárbaro, disciplinado, práctico, protestante,
prusiano, nos dará siempre la clave — ya que estamos atenidos a las comparaciones —
para comprender nuestro propio futuro. ¡Griegos y romanos! Así, efectivamente,
diferénciase el sino que ya se ha cumplido para nosotros y el sino que va a cumplirse ahora.
En la «Antigüedad» hubiera podido, hubiera debido hallarse ya hace tiempo una evolución
enteramente pareja a la de nuestra propia cultura occidental; esa evolución es diferente en
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los detalles superficiales, pero idéntica por el impulso íntimo, que conduce el gran organismo
a su acabamiento. Habríamos entonces encontrado en la Antigüedad un constante álter ego
comparable, rasgo por rasgo, con nuestra propia realidad, desde la guerra de Troya y las
Cruzadas, desde Homero y los Nibelungos, pasando por el dórico gótico, el movimiento
dionisíaco y el Renacimiento, Policleto y Sebastián Bach, Atenas y París, Aristóteles y Kant,
Alejandro y Napoleón, hasta el predominio de la gran ciudad moderna y el imperialismo de
ambas culturas.
Mas para esto era condición previa la justa interpretación de la historia antigua. ¡Y con qué
parcialidad, con qué superficialidad, con qué ligereza y estrechez de miras se ha hecho
siempre esa interpretación! Porque nos sentíamos demasiado emparentados con los
«antiguos» hemos arreglado el problema a nuestra comodidad. La semejanza superficial es
el escollo en que naufraga la ciencia de la Antigüedad cuando cesa de ordenar y determinar
sus hallazgos — tarea en la que es maestra — y pasa a interpretar el espíritu que los anima.
El eterno prejuicio, que debiéramos al cabo desechar, consiste en creer que la Antigüedad
nos es íntimamente próxima porque hemos sido o pretendemos ser sus discípulos y
sucesores, cuando en realidad sólo somos sus adoradores. La labor toda que el siglo XIX ha
realizado en la filosofía de la religión, en la historia del arte, en la crítica social, era muy
necesaria, y ha servido de mucho, no para enseñarnos a comprender los dramas de Esquilo,
las teorías de Platón, Apolo y Dioniso, el Estado ateniense, el cesarismo — que estamos
muy lejos de comprender —, sino para hacernos sentir, por fin, lo extraño y lejano que nos
es todo eso, más extraño quizá que los dioses mejicanos y la arquitectura india.
Nuestras opiniones sobre la cultura grecorromana han oscilado siempre entre dos extremos,
y siempre, por supuesto, bajo una perspectiva dominada, cualquiera que fuese el «punto de
vista», por el esquema Edad Antigua-Media-Moderna. Los unos, hombres de vida pública,
economistas, políticos, juristas, encuentran que la «humanidad actual» se halla en lucido
progreso; la valoran altamente y con ella miden todo lo anterior. No hay ningún partido
moderno cuyas doctrinas no hayan servido de criterio para «valorar» a Cleón, a Mario, a
Temístocles, a Catilina y a los Gracos. Los otros, en cambio, artistas, poetas, filólogos y
filósofos, no se sienten a gusto en el presente; buscan en el pasado un punto de referencia
absoluto, desde el cual condenan el hoy con igual dogmatismo. Aquéllos consideran a los
griegos como un «todavía no»; éstos consideran a los modernos como un «ya no»; ambos,
empero, están sugestionados por una misma imagen histórica que enlaza las dos edades en
una línea recta.
Encárnanse en esta oposición las dos almas de Fausto. El peligro de la una es la
superficialidad inteligente. De todo lo que fue la cultura antigua, del brillante fulgor del alma
antigua, no quedan, a la
postre, entre sus manos, sino «hechos» sociales, económicos, jurídicos, políticos, filológicos.
Todo lo demás adquiere el carácter de «consecuencias secundarias», «reflejos»,
«fenómenos concomitantes». En sus libros no se percibe el menor rastro de aquella mítica
gravedad que acompaña a los coros de Esquilo, de aquella colosal fuerza telúrica que anima
a la plástica arcaica, a la columna dórica; de aquel fuego que arde en el culto apolíneo; de
aquella profundidad que aún manifiesta el mismo culto romano de los césares. Los otros, en
cambio, románticos rezagados, como los tres profesores de Basilea, Bachofen, Burckhardt y
Nietzsche, sucumben al peligro de toda ideología. Piérdense en las regiones nebulosas de
una Antigüedad que no es sino la imagen de su propia sensibilidad regulada por la filología.
Se entregan a los restos de la literatura antigua, único testimonio que les parece
suficientemente prócer, aunque no ha habido cultura más imperfectamente representada por
sus grandes escritores que la cultura de los antiguos [23].
Aquéllos se apoyan principalmente en el material prosaico; documentos jurídicos,
inscripciones y monedas, que Burckhardt y Nietzsche habían despreciado, exponiéndose por
ello a graves errores; subordinan a estos materiales la literatura, manifestando así su sentido
muchas veces mínimo de la verdad y de la realidad. Sucedió, pues, que no se tomaron en
serio unos a otros, a causa del fundamento mismo sobre que se asentaba su crítica. Que yo
sepa, no han sentido Nietzsche y Mommsen la menor estimación mutua.
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Pero ninguno de los dos grupos llegó a la altura desde la cual — esta oposición se disipa. Y,
sin embargo, hubiera sido posible llegar a ella. Es ésta la venganza que toma el principio de
causalidad, por haber sido trasladado ilícitamente de la física a la historia. Establecióse un
pragmatismo superficial, copia de la concepción física del mundo, que lejos de esclarecer,
encubre y confunde el lenguaje de las formas históricas, distinto totalmente del de la
naturaleza. Para someter la masa de los materiales históricos a una concepción ordenada y
profunda, no se encontró nada mejor que destacar como lo primario, como la causa, cierto
conjunto de fenómenos, y tratar luego como lo secundario, como consecuencias o efectos,
los demás fenómenos. No sólo los prácticos, sino también los románticos han acudido a este
medio, porque la historia seguía ocultando su lógica propia a las miradas miopes, y además
porque apremiaba harto la exigencia de fijar una necesidad inmanente, cuya presencia se
sentía sin poderla definir. Era, pues, inevitable aquel recurso, so pena de volver, como
Schopenhauer, la espalda a la historia, haciendo una mueca de mal humor.
11
Podemos decir sin más que hay dos modos de ver la Antigüedad: uno materialista y otro
ideológico. El materialista explica el descenso de un platillo de la balanza por la subida del
otro. Demuestra que siempre acaece así, sin excepción alguna, y la prueba, a no dudarlo, es
decisiva. He aquí, pues, causas y efectos, y las causas están representadas evidentemente
por los fenómenos sociales y sexuales o, a lo sumo, los puramente políticos; los efectos son
los hechos religiosos, espirituales, artísticos, si es que para éstos admite el materialista la
denominación de hechos. Los ideólogos demuestran, en cambio, que la subida de uno de los
platillos es consecuencia del descenso del otro, y lo demuestran con igual exactitud.
Penetran en los cultos, misterios y usos; escudriñan el secreto de los versos y de las líneas.
La vida diaria, con su trivialidad, considéranla como una consecuencia dolorosa de la
imperfección terrestre, y no le conceden sino escasamente una mirada de soslayo. Cada una
de las partes, pues, señalando insistentemente al nexo causal, demuestra que la contraria
no percibe, o no quiere percibir, la verdadera relación entre las cosas, y terminan todos
tachándose mutuamente de ciegos, ligeros, tontos, absurdos, frívolos, extravagantes y
filisteos. El ideólogo se indigna cuando ve que alguien toma en serio los problemas
económicos de Grecia, y que habla, por ejemplo, no de las sentencias profundas del oráculo
délfico sino de las amplias operaciones financieras que los sacerdotes de Delfos realizaban
con las sumas que tenían en depósito. El político, a su vez, sonríese suavemente del infeliz
que despilfarra su entusiasmo en el estudio de las fórmulas sagradas y el ornamento de los
áticos efebos, en vez de escribir acerca de la lucha de clases en la Antigüedad un libro bien
repleto de copiosas fórmulas modernas.
Uno de estos tipos está ya preformado en Petrarca. Petrarca ha creado Florencia, y Weimar
el concepto del Renacimiento y el clasicismo occidental. El otro tipo aparece a mediados del
siglo XVII, al iniciarse una política «civilizada» [24], una política económica de gran ciudad;
por lo tanto, antes que en otra parte, en Inglaterra (Grote). En el fondo se enfrentan aquí la
concepción del hombre culto y la del hombre civilizado; oposición demasiado profunda,
demasiado humana para que deje advertir la inferioridad de ambos puntos de vista y mucho
menos la posibilidad de superarlos.
También el materialismo procede en este punto con sesgo idealista. También él, sin saberlo
ni quererlo, ha subordinado sus concepciones a sus íntimos deseos. En realidad, nuestros
mejores ingenios, sin excepción, se han inclinado llenos de respeto ante la imagen de la
Antigüedad, y en este único caso han renunciado al uso habitual de una crítica sin límites. El
análisis de la Antigüedad ha sido siempre obscurecido por cierta tímida contención. No hay
en toda la historia otro ejemplo de culto tan entusiasta, tributado por una cultura a la
memoria de otra cultura. Cuando enlazamos idealmente la Antigüedad y la Edad Moderna
por medio de una «Edad Media», que ocupa un milenio de mal apreciada, casi despreciada
historia, no hacemos sino expresar esa involuntaria devoción. Nosotros, europeos
occidentales, hemos sacrificado a los «antiguos» la pureza e independencia de nuestro arte,
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no atreviéndonos a crear nada sin antes alzar la vista hacia el augusto «modelo». En nuestra
imagen de los griegos y de los romanos hemos proyectado siempre lo que en lo más
profundo de nuestra alma anhelábamos o esperábamos alcanzar. Llegará un día en que
algún agudo psicólogo nos refiera la historia de nuestra más fatal ilusión, la historia de lo que
en cada momento íbamos reverenciando como «antiguo». Pocos problemas habrá más
instructivos para el conocimiento íntimo del alma occidental, desde el emperador Otón III
hasta Nietzsche, primera y última víctimas del Sur.
En su Viaje a Italia habla Goethe con entusiasmo de las construcciones de Paladio, cuyo
helado academismo nos deja hoy bastante escépticos. Ve luego a Pompeya, y habla con
franco descontento de la impresión «extraña, casi desagradable», que allí recibió. Lo que
dice de los templos de Poestum y Segesta, obras maestras del arte helénico, es vacilante y
de poca substancia. Se advierte bien que no ha reconocido la Antigüedad, al verla ahora
corporalmente, en toda su fuerza. Y otro tanto les ha sucedido a los demás. No han querido
ver muchos de los aspectos antiguos, y así han conseguido salvar la imagen íntima que se
habían formado de la Antigüedad. Su «Antigüedad» ha sido, pues, el horizonte de un ideal
vital que ellos mismos han creado y alimentado con su sangre, un vaso donde han vertido
su propio sentimiento del mundo, un fantasma, un ídolo. En las celdas de los pensadores, en
las tertulias de los poetas, entusiasman las crudas descripciones que hace Aristófanes de la
vida en las grandes ciudades antiguas; producen admiración Juvenal y Petronio, la suciedad
y la plebe del Sur, el ruido y la violencia, los mancebos y las Frinés, el culto del falo y las
orgías de los césares. Sin embargo, ante esos mismos aspectos de la realidad, en nuestras
urbes actuales pasamos de largo profiriendo lamentos y tapándonos las narices. «En las
ciudades es malo vivir: hay demasiados rijosos.» Así habló Zaratustra. Enaltecen la
ciudadanía de los romanos y desprecian a quienes hoy no evitan todo contacto con los
negocios públicos. Hay una clase de hombres, versados en estas cosas, para quienes la
diferencia entre la toga y la levita, el circo bizantino y la pista inglesa de deportes, las
antiguas vías de los Alpes y el ferrocarril transcontinental, las trieras y los vapores, las
lanzas romanas y las bayonetas prusianas, el canal de Suez, hecho por un faraón, y el
mismo canal hecho por un ingeniero moderno, posee tal fuerza de magia, que les nubla la
vista y les impide sin remisión mirar libremente las cosas. No admitirían la máquina de vapor
como símbolo de pasión humana y expresión de energía vital, a menos que la hubiese
inventado Hierón de Alejandría. Consideran que es una blasfemia hablar de calefacción
central y teneduría de libros en Roma, en vez de hablar del culto de la Gran Madre en el
monte Pessino.
Los otros, en cambio, no ven más que eso. Se figuran que agotan la esencia de esa cultura,
tan extraña para nosotros, tratando a los griegos, sin más ni más, como si fueran sus
iguales. Muévense, al sacar conclusiones psicológicas, en un sistema de identidades que no
tiene el menor contacto con el alma antigua. No sospechan que las palabras «república»,
«libertad», «propiedad», designan allá y acá cosas que no poseen el más leve parentesco
entre sí. Búrlanse de los historiadores de la época de Goethe porque manifiestan sus ideales
políticos al escribir la historia de la Antigüedad, expresando en los nombres de Licurgo,
Bruto, Catón, Cicerón, Augusto, y en la condenación o absolución de estos personajes, su
propio programa o su personal misticismo; mas los mismos que así se burlan no son
capaces de escribir un capítulo sin que se conozca en seguida a qué partido pertenece el
periódico que leen por las mañanas.
Pero lo mismo da contemplar el pasado con los ojos de don Quijote que con los de Sancho.
Ninguno de los dos caminos conduce a buena meta. A la postre, cada cual se ha permitido
poner en el primer plano aquel trocito de Antigüedad que casualmente concuerda mejor con
las intenciones propias; Nietzsche, la Atenas presocrática; los economistas, el período
helenístico; los políticos, la Roma republicana; los poetas, el imperio.
Ni los fenómenos religiosos o artísticos son más originales y primarios que los sociales y
económicos, ni viceversa. Para quien haya logrado conquistar en este punto la absoluta
libertad de la contemplación; para quien se sitúe más allá de todo interés personal, sea cual
fuere, no hay, entre los distintos fenómenos, subordinación, ni prioridad, ni causa, ni efecto,
ni diferencia de valor o de importancia. Lo que al fenómeno particular le confiere rango es
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simplemente la mayor o menor pureza y energía del lenguaje formal que nos habla, la
mayor o menor potencia de su simbolismo, sin que debamos tener en cuenta para nada
bondad y maldad, superioridad o vileza, utilidad o idealidad.
12
La decadencia de Occidente, considerada así, significa nada menos que el problema de la
civilización. Nos hallamos frente a una de las cuestiones fundamentales de toda historia. ¿
Qué es «civilización», concebida como secuencia lógica, como plenitud y término de una
«cultura»?
Porque cada «cultura» tiene su «civilización» propia. Por primera vez tómanse aquí estas
dos palabras — que hasta ahora designaban una vaga distinción ética de índole personal —
en un sentido periódico, como expresiones de una orgánica sucesión estricta y necesaria. La
«civilización» es el inevitable sino de toda «cultura». Hemos subido a la cima desde donde
se hacen solubles los últimos y más difíciles problemas de la morfología histórica.
«Civilización» es el extremo y más artificioso estado a que puede llegar una especie
superior de hombres. Es un remate; subsigue a la acción creadora como lo ya creado, lo ya
hecho, a la vida como la muerte, a la evolución como el anquilosamiento, al campo y a la
infancia de las almas — que se manifiesta, por ejemplo, en el dórico y en el gótico — como
la decrepitud espiritual y la urbe mundial petrificada y petrificante. Es un final irrevocable, al
que se llega siempre de nuevo, con íntima necesidad.
Sólo así puede comprenderse a los romanos en cuanto sucesores de los griegos. Sólo así se
coloca la última etapa de la Antigüedad bajo uña luz que revela sus más hondos secretos.
Pues ¿qué significa — lo que sólo con palabras vanas cabría negar — que los romanos
hayan sido bárbaros, bárbaros que no preceden a una época de gran crecimiento, sino que,
al contrario, la terminan? Sin alma, sin filosofía, sin arte, animales hasta la brutalidad, sin
escrúpulos, pendientes del éxito material, hállanse situados los romanos entre la cultura
helénica y la nada. Su imaginación, enderezada exclusivamente a lo práctico — poseían un
derecho sacro que regulaba las relaciones entre dioses y hombres como si fueran personas
privadas y no tuvieron nunca mitos —, es una facultad que en Atenas no se encuentra. Los
griegos tienen alma; los romanos, intelecto. Así se diferencian la «cultura» y la
«civilización». Y esto no vale sólo para la «Antigüedad». Una y otra vez, en la historia,
preséntase ese mismo tipo de hombres de espíritu fuerte, completamente ametafísico. En
sus manos está el destino espiritual y material de toda época postrimera. Ellos son los que
han llevado a cabo el imperialismo babilónico, egipcio, indio, chino, romano. En tales
períodos desarróllanse el budismo, el estoicismo, el socialismo, emociones definitivas que
pueden, por última vez, captar y transformar en toda su substancia una humanidad
mortecina y decadente. La civilización pura, como proceso histórico, consiste en una gradual
disolución de formas ya muertas, de formas que se han tornado inorgánicas.
El tránsito de la «cultura» a la «civilización» se lleva a cabo, en la Antigüedad, hacia el siglo
IV; en el Occidente, hacia el XIX. A partir de estos momentos, las grandes decisiones
espirituales no se toman ya «en el mundo entero», como sucedía en tiempos del movimiento
órfico y de la Reforma, en que no había una sola aldea que no tuviese su importancia. Ahora
tómanse esas decisiones en tres o cuatro grandes urbes que han absorbido el jugo todo de
la historia, y frente a las cuales el territorio restante de la cultura queda rebajado al rango de
«provincia»; la cual, por su parte, no tiene ya otra misión que alimentar a las grandes urbes
con sus restos de humanidad superior. ¡Ciudad mundial y provincia! [25]. Estos dos
conceptos fundamentales de toda civilización plantean ahora para la historia un nuevo
problema de forma. Estamos viviéndolo justamente los hombres de hoy, sin haberlo
comprendido, ni siquiera de lejos, en todo su alcance. En lugar de un mundo tenemos una
ciudad, un punto, en donde se compendia la vida de extensos países, que mientras tanto se
marchitan. En lugar de un pueblo lleno de formas, creciendo con la tierra misma, tenemos
un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la gran urbe, hombre puramente atenido a los
hechos, hombre sin tradición, que se presenta en masas informes y fluctuantes; hombre sin
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religión, inteligente, improductivo, imbuido de una profunda aversión a la vida agrícola — y
su forma superior, la nobleza rural —, hombre que representa un paso gigantesco hacia lo
inorgánico, hacia el fin. ¿Qué significa esto? Francia e Inglaterra han franqueado ya ese
paso; Alemania está franqueándolo. A Siracusa, Atenas, Alejandría, siguió Roma. A Madrid,
París, Londres, sigue Berlín. Transformarse en provincia, tal es el sino de los territorios que
no radican en el círculo irradiante de esas ciudades: «antiguamente» fueron Creta y
Macedonia, y hoy el norte de Escandinavia [26].
Antaño desarrollóse la lucha por la concepción ideal de la época, en una esfera de
problemas universales, impregnados de temas metafísicos, litúrgicos o dogmáticos, y esa
lucha fue entre el espíritu telúrico de los aldeanos — nobleza y clase sacerdotal — y el
espíritu «mundano» y patricio de las viejas, pequeñas y famosas ciudades de la primitiva
época dórica y gótica. Tales fueron las luchas por la religión de Dioniso — por ejemplo, bajo
el tirano Clístenes, de Sicione [27] — y por la Reforma en las ciudades imperiales alemanas
y en las guerras de los hugonotes. Pero así como esas ciudades por fin dominaron al campo
— ya Parménides y Descartes representan una conciencia puramente ciudadana —, de igual
manera la urbe las domina a ellas. Tal es el proceso espiritual de todas las postrimerías, la
jónica y la barroca. Hoy, como en la época del helenismo, en cuyo umbral se halla la
fundación de Alejandría, gran urbe artificial, es decir, ajena al campo, hanse transformado
esas ciudades de cultura — Florencia, Nuremberg, Salamanca, Brujas, Praga — en
ciudades provincianas que actúan en una desesperada oposición intelectual frente al espíritu
de la gran urbe. La urbe mundial significa el cosmopolitismo ocupando el puesto del
«terruño» [28], el sentido frío de los hechos substituyendo a la veneración de lo tradicional;
significa la irreligión científica como petrificación de la anterior religión del alma, «sociedad»
en lugar del Estado, los derechos naturales en lugar de los adquiridos. El dinero como factor
abstracto inorgánico, desprovisto de toda relación con el sentido del campo fructífero y con
los valores de una originaria economía de la vida, esto es lo que ya los romanos tienen
antes que los griegos y sobre los griegos. A partir de este momento, una concepción
distinguida y elegante del mundo es también cuestión de dinero. No el estoicismo griego de
Crisipo, pero si el romano de Catón y Séneca presupone como fundamento una fortuna [29];
no los sentimientos ético-sociales del siglo XVIII, pero si los del siglo XX son, sin duda
alguna — si han de traducirse en hechos que excedan los límites de una agitación
profesional y lucrativa —, cosas de millonarios. En la urbe mundial no vive un pueblo, sino
una masa. La incomprensión de toda tradición que, al ser atacada, arrastra en su ruina a la
cultura misma — nobleza, iglesia, privilegios, dinastía, convenciones artísticas, límites
científicos de la posibilidad del conocimiento —, la inteligencia aguda y fría, muy superior a
la prudencia aldeana, el naturalismo de sentido novísimo que saltando por encima de
Sócrates y Rousseau va a enlazarse, en lo que toca a lo sexual y social, con los instintos y
estados más primitivos, el panem et circenses que se manifiesta de nuevo hoy en los
concursos de boxeo y en la pista de deportes, todo eso caracteriza bien, frente a la cultura
definitivamente conclusa, frente a la provincia, una forma nueva, postrera y sin porvenir,
pero inevitable, de la existencia humana.
Esto es lo que hay que ver — no con los ojos del partidista, del ideólogo, del moralista que
se acomoda a su tiempo; no desde el ángulo de un «punto de vista» particular, sino desde la
altura intemporal en donde la mirada domina el mundo de las formas históricas repartido por
miles de años— si se quiere comprender realmente la gran crisis de la época actual.
Símbolo de primer orden es para mi el hecho de que en Roma, donde por el año 60 antes de
Jesucristo fue el triunviro Craso el primer especulador en solares, aquel pueblo romano, que
ostentaba sus iniciales ilustres en todas las inscripciones; aquel pueblo romano ante el cual
temblaban en lejanas tierras los galos, los griegos, los partos, los sirios; aquel pueblo
romano vivía en una miseria espantosa, hacinado en edificios enormes, de muchos pisos,
construidos en barrios lóbregos [30] y escuchaba con indiferencia o con una especie de
interés deportivo las noticias de los éxitos militares y de las conquistas.
Al mismo rango simbólico pertenece el hecho de que muchas grandes familias de la nobleza
primitiva, descendientes de los que vencieron a los celtas, a los samnitas, a Aníbal, no
habiendo tomado parte en la orgía de las especulaciones, hubieron de vender sus casas
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solariegas y trasladarse a míseros cuartos de alquiler. Mientras a lo largo de la vía Apia se
alzaban los mausoleos, aún hoy admirados, de los grandes financieros romanos, los
cadáveres del pueblo, juntos con cuerpos de animales y basura de la ciudad, iban
amontonándose en horribles escombreras, hasta que durante el reinado de Augusto, para
evitar las epidemias, se limpió y aplanó el lugar, donde luego Mecenas construyó sus
famosos jardines. En la despoblada Atenas, que vivía de los turistas y de las fundaciones de
extranjeros opulentos — como el rey Herodes de Judea —, se enseñaba a la plebe viajera
de los nuevos ricos romanos las obras del siglo de Pendes, de las cuales entendía el
ricachón romano tan poco como los americanos que visitan hoy la capilla Sixtina entienden
de Miguel Ángel. Ya entonces todas las obras de arte habían sido substraídas o compradas
a precios fabulosos, a precios de moda, levantándose, en cambio, colosales y presuntuosos
edificios romanos, junto a las profundas y humildes obras del tiempo pasado. En tales cosas,
que el historiador no debe ni aplaudir ni censurar, sino estudiar morfológicamente, exprésase
clarísima una idea para quien ha aprendido a mirar y a ver.
En efecto, habrá de evidenciarse que, a partir de este momento, todos los grandes conflictos
de la filosofía, de la política, del arte, del saber, del sentimiento, se hallan dominados por la
mencionada oposición. ¿Qué es la política civilizada de mañana en oposición a la culta de
ayer? En la Antigüedad, retórica; en el Occidente, periodismo; ambos al servicio de esa
abstracción que representa el poder de la civilización: el dinero [31]. Su espíritu es el que
penetra, sin ser notado, en las formas históricas de la existencia popular, muchas veces sin
alterarlas ni descomponerlas en lo más mínimo. El mecanismo del Estado romano, desde
Escipión el Africano hasta Augusto, permaneció mucho más estacionario de lo que
generalmente se cree. Pero los grandes partidos son sólo en apariencia el centro de las
acciones decisivas. Decídelo todo un pequeño número de cerebros superiores, cuyos
nombres en este momento no son acaso los más conocidos, mientras que la gran masa de
los políticos de segunda fila: retores y tribunos, abogados y periodistas, mantiene una
selección para los horizontes provincianos y, hacia abajo, la ilusión de que el pueblo se
determina a sí mismo. ¿Y el arte? ¿Y la filosofía? Los ideales de la época de Platón y de
Kant valían para una humanidad superior. Pero los ideales del helenismo y de la época
actual sólo existen para el habitante de la gran urbe. El socialismo y el darvinismo, próximos
parientes por su origen, con sus fórmulas de lucha por la vida y de selección, tan contrarias
a Goethe; los problemas femeninos y matrimoniales — también afines entre sí — que se
encuentran en Ibsen, Strindberg y Shaw; las tendencias impresionistas de una sensibilidad
anárquica; el montón de los modernos anhelos, excitaciones, dolores, expresados en la lírica
de Baudelaire y en la música de Wagner, todo esto es inexistente para el sentimiento del
hombre de la aldea y, en general, de la naturaleza; todo ello es patrimonio exclusivo del
hombre cerebral de las grandes urbes. Cuanto más pequeña sea una ciudad, menos sentido
tiene para ella el ocuparse de esa música y de esa pintura.
A la cultura corresponde la gimnasia, el torneo, el certamen agonal; a la civilización, el
deporte. He aquí la diferencia entre la palestra griega y el circo romano [32]. El arte mismo
se convierte en deporte — no otra cosa es l‘art pour l‘art — ante un público inteligente de
aficionados y compradores, ya se trate de dominar masas instrumentales absurdas, ya de
vencer dificultades armónicas o de resolver un problema de colorido. Surge una nueva
filosofía de los hechos que para las especulaciones metafísicas tiene sólo una sonrisa; una
nueva literatura que para el intelecto, el gusto y los nervios de los habitantes de las grandes
urbes es una necesidad y, en cambio, para el provinciano resulta incomprensible y odiosa.
Ni la poesía alejandrina ni la pintura al aire libre le importan nada al «pueblo». El tránsito
caracterízase, entonces como hoy, por una serie de escándalos que sólo en estas épocas
pueden darse. La indignación de los atenienses contra Eurípides y contra la técnica
revolucionaria de la pintura, por ejemplo, de Apolodoro, repítese en la oposición a Wagner, a
Manet, a Ibsen y a Nietzsche.
Puede comprenderse a los griegos sin hablar de su economía. Pero a los romanos sólo por
su economía cabe entenderlos. La última vez que se peleó por una idea fue en Queronea y
en Leipzig. En la primera guerra púnica y en Sedán no pueden ya desconocerse los
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elementos económicos. Los romanos, con su energía práctica, fueron los primeros en dar al
trabajo de los esclavos ese estilo gigantesco que para muchos determina el tipo de la
economía, del derecho y de la vida antiguos, y que en todo caso rebaja notablemente la
dignidad interior del trabajo libre asalariado. Han sido los pueblos germánicos, no los
románicos, los primeros que en la Europa occidental han sacado de la máquina de vapor
una industria grande que cambia el aspecto de las comarcas. Adviértase cómo estos dos
fenómenos, hondamente simbólicos, se relacionan con el estoicismo y el socialismo. El
cesarismo romano, anunciado en Cayo Flaminio, formado ya por vez primera en Mario, es el
que dentro del mundo antiguo da a conocer la sublimidad del dinero, en manos de hombres
eficaces, de fuerte espíritu y grandes capacidades. Sin eso, ni César ni el romanismo serían
inteligibles. Todo griego tiene algo de don Quijote; todo romano, algo de Sancho Panza. Lo
que fueron además de eso, pasa a segundo término.
13
El dominio del mundo por los romanos es un fenómeno negativo. No resulta de un exceso
de fuerza — que después de Zama ya Roma no poseía —, sino de la falta de resistencia en
el lado opuesto. Los romanos no conquistaron el mundo [33] (Se apoderaron de un botín que
estaba a disposición del primero que llegase. Surgió el imperio romano, no de una suprema
tensión de todos los resortes militares y financieros, como cuando Roma se enfrentó contra
Cartago, sino de la renuncia del viejo Oriente a regir su vida externa. No nos dejemos
engañar por la apariencia de los brillantes éxitos militares. Con un par de legiones mal
aguerridas, mal mandados, malhumoradas, conquistaron reinos enteros Lúculo y Pompeyo;
cosa que no hubiera sido posible en la época de las batalla de Ipso. Mitrídates, que fue un
peligro verdadero para ese sistema de fuerzas materiales, nunca seriamente puesto a
prueba, no hubiera sido peligroso para los vencedores de Aníbal. Después de Zama, los
romanos no hicieron ya ninguna guerra contra una gran potencia militar, ni hubieran podido
sostenerla [34]. Las guerras clásicas de Roma fueron las de los samnitas, la de Pirro y la de
Cartago. La hora grande de Roma fue Cannas. No hay pueblo que esté siglos y siglos con el
coturno calzado. El pueblo alemán-prusiano que vivió los momentos poderosos de 1813,
1870 y 1914 tiene más que ninguno en su historia tales horas fuertes.
Es el imperialismo, según mi concepto, el símbolo típico de las postrimerías. Produce
petrificaciones como los imperios egipcio, chino, romano, indio, islámico, que perduran
siglos y siglos, pasan de las manos de un conquistador a las de otro; cuerpos muertos,
masas amorfas de hombres, masas sin alma, materiales viejos y gastados de una gran
historia. El imperialismo es civilización pura. El sino del Occidente condena a éste,
irremediablemente, a tomar el mismo aspecto. El hombre culto dirige su energía hacia
dentro; el civilizado, hacia fuera. Por eso considero yo a Cecil Rhodes como el primer
hombre de una época nueva. Representa el estilo político de un futuro lejano, occidental,
germánico, y particularmente alemán. Sus palabras «la expansión es todo» encierran en esa
misma construcción napoleónica la tendencia más característica de toda civilización
madura. Lo mismo puede decirse de los romanos, de los árabes, de los chinos. Aquí no cabe
elección. Aquí no decide ni siquiera la voluntad consciente del individuo o de clases y
pueblos enteros. La tendencia expansiva es una fatalidad, algo demoníaco y monstruoso,
que se apodera del hombre en el postrer estadio de la gran urbe y, quiéralo o no, sépalo o
no [35], le constriñe y le utiliza en su servicio La vida es la realización de posibilidades, y
para el hombre cerebral no hay más que posibilidades expansivas [36]. El socialismo actual,
poco desarrollado aún, rechaza la expansión; pero llegará un día en que, con la vehemencia
de un sino, sea él su principal vehículo. El lenguaje de las formas políticas — como
expresión intelectual inmediata de una índole humana — toca aquí a un problema profundo
de la metafísica: al hecho, confirmado por la absoluta validez del principio causal, de que el
espíritu es el complemento de la extensión.
El mundo de los Estados chinos caminaba derechamente hacia el imperialismo entre los
años 500 y 300 — que corresponden, morfológicamente, a los 300 a 500 de la Antigüedad
—, y era por lo tanto inútil toda oposición al principio imperialista (lienheng), que estaba
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representado principalmente en la práctica por el Estado Tsin [37].— la Roma del mundo
chino — y en la teoría por el filósofo Chang Yi. Los enemigos de la tendencia imperialista
defendían la idea de una liga de pueblos (hohtsung), fundándose en ciertos pensamientos de
Wang Hü, profundo escéptico y gran conocedor de los hombres y de las posibilidades
políticas de esta época posterior. Ambos eran enemigos de la ideología de Laotsé, que se
manifestaba contraria a la actividad política; pero el lienheng tenía a su favor el curso
natural de la civilización expansiva [38].
Rhodes aparece como el precursor primero de un tipo de César occidental a quien todavía
no le ha llegado su hora. Hállase en la mitad de la distancia que existe entre Napoleón y el
hombre de la fuerza que ha de surgir en el próximo siglo; así, entre Alejandro y César se
encuentra aquel Flaminio que en 232 empujó a los romanos a la conquista de la Galia
cisalpina y señaló de esa suerte el comienzo de la política expansiva colonial. Flaminio era
propiamente un personaje privado, particular [39], que gozaba de un influjo dominante en el
Estado, en un tiempo en que la idea del Estado empezaba a sucumbir bajo el poder de los
factores económicos; fue, de seguro, en Roma, el primer hombre que representa el tipo de
la oposición cesárea. Con él termina la idea del servicio al Estado y comienza la voluntad de
potencia, que sólo cuenta con fuerzas, no con tradiciones. Alejandro y Napoleón fueron
románticos, en el umbral mismo de la civilización, envueltos ya en su atmósfera clara y fría;
pero aquél se complacía en representar el papel de Aquiles y éste leía el Werther. César, en
cambio, fue exclusivamente hombre de acción, un hombre de enorme intelecto.
Ya Rhodes entendía por política eficaz y triunfante la política de éxitos territoriales y
financieros. Esto es lo que tenía de romano, y él mismo se daba cuenta de ello. La
civilización occidental europea no se ha encarnado nunca en nadie con tanta energía y
pureza. Solo, delante de sus mapas, sucedíale sumirse en una especie de éxtasis poético,
él, el hijo de un pastor puritano que marchó al África del Sur sin recursos y conquistó una
colosal fortuna para ponerla al servicio de sus fines políticos. Su pensamiento de un
ferrocarril transafricano del Cabo a El Cairo; su plan de un imperio sudafricano; su poder
espiritual sobre los magnates mineros, férreos hombres de negocios a quienes obligó a
poner sus fortunas al servicio de sus ideas; su capital, Buluwayo, que él mismo, omnipotente
hombre de Estado sin relación definible con el Estado, dispuso en proporciones regias para
residencia futura; sus guerras; sus negociaciones diplomáticas; su sistema de carreteras; sus
sindicatos; su ejército; su concepto de «gran deber de los hombres cerebrales para con la
civilización», todo eso es, en su grandeza y calidad, el preludio del futuro que nos guarda y
con el cual se cerrará definitivamente la historia del hombre occidental.
Quien no comprenda que nada puede alterarse a ese resultado final, que hay que querer eso
o no querer nada, que hay que amar ese sino o desesperar del futuro y de la vida; quien no
sienta la grandeza que reside en esa eficacia de las inteligencias magnas, en esa energía y
disciplina de las naturalezas férreas, en esa lucha con los más fríos y abstractos medios;
quien se entretenga en idealismos provincianos y busque para la vida estilos de tiempos
pretéritos, ése..., que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia.
Así aparece el imperio romano, no como un fenómeno único, sino como el producto normal
de una espiritualidad severa y enérgica, urbana y eminentemente práctica, estadio final
típico que ya ha existido varias veces, pero que no había sido nunca identificado hasta
ahora. Comprendamos, por fin, que el misterio de la forma histórica no reside en la
superficie y que no puede resolverse por semejanzas de traje o de escena; que en la historia
humana, como en la historia de los animales y de las plantas, existen fenómenos de falaz
parecido, que, sin embargo, interiormente no poseen ninguna afinidad real — Carlomagno y
Harún al Raschid, Alejandro y César, las guerras de los germanos contra Roma y los
ataques de los mongoles contra la Europa occidental —, y que hay otros, en cambio, que, a
pesar de una gran diferencia externa, expresan cosa idéntica, como Trajano y Ramsés II, los
Borbones y el demos ateniense, Mahoma y Pitágoras.
Convenzámonos de que el siglo XIX y el XX, supuesta cima de una historia universal
progresiva en línea recta, constituyen un fenómeno que puede registrarse en toda cultura
cuando llega a su madurez. No se trata aquí, ciertamente, de nuestros socialistas,
impresionistas, ferrocarriles eléctricos, torpedos y ecuaciones diferenciales, todo lo cual
pertenece tan sólo a la corporeidad de esta época; trátase de una misma espiritualidad
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civilizada, preñada además de muy otras posibilidades de externa configuración. Debemos
convencernos de que la época actual representa un estadio de tránsito que se produce
irremisiblemente en determinadas condiciones; que hay, por lo tanto, otros determinados
estados postreros, no sólo los modernos occidentales, y que esos estados postreros han
existido ya en la historia pasada más de una vez, y que el porvenir del Occidente no
consiste en una marcha adelante sin término, en la dirección de nuestros ideales presentes y
con espacios fantásticos de tiempo, sino que es un fenómeno normal de la historia, limitado
en su forma y duración; fenómeno inevitable que se extiende a pocos siglos y que, por los
ejemplos antecedentes, puede ser estudiado y previsto en sus rasgos esenciales.
14
Cuando se ha alcanzado esta altitud contemplativa, todos los frutos se le vienen a uno a las
manos. En un solo pensamiento se anudan y resuelven sin esfuerzo todos los problemas
particulares de la historia de las religiones, de la historia del arte, de la crítica del
conocimiento, de la ética, de la política, de la economía, que preocupan a los pensadores
modernos desde hace años con pasión, pero sin éxito definitivo.
Este pensamiento es una verdad que, si se expresa con toda claridad, no podrá ser
combatida. Pertenece a las necesidades íntimas de la cultura occidental, a su modo de
sentir el universo. Es capaz de cambiar por completo la concepción de la vida de quienes lo
comprendan en su integridad, es decir, se lo apropien íntimamente. Hoy ya podemos prever
las grandes líneas futuras de la evolución histórica presente, que hasta ahora hemos
considerado retrospectivamente, como un todo orgánico; y esta nueva posibilidad hace más
profunda la imagen del mundo, que nos es natural y necesaria. Sólo el físico, con sus
cálculos, pudo hacerse la ilusión de conseguir semejantes resultados. Esto significa, repito,
substituir en la historia la visión de Tolomeo por la de Copérnico, es decir, ensanchar
infinitamente el horizonte de la vida.
Hasta hoy éramos libres de esperar del futuro lo que quisiéramos. Donde no hay hechos
manda el sentimiento. Pero en adelante será un deber para todos preguntar al porvenir qué
es lo que puede suceder, lo que sucederá con la invariable forzosidad de un sino, y qué lo
que no depende de nuestros ideales privados, de nuestras esperanzas y deseos. Empleando
la palabra «libertad», tan equívoca y peligrosa, podemos decir que ya no tenemos libertad
para realizar esto o aquello, sino lo prefijado o nada. Sentir esta situación como «buena» es,
en última instancia, lo que caracteriza al realista. Lamentarla y censurarla no significa
cambiarla. El nacimiento trae consigo la muerte, y la juventud la vejez. La vida tiene su
forma y una duración prefijada. La época actual es una fase civilizada, no una fase culta; lo
cual excluye por imposible toda una serie de contenidos vitales. Ello podrá lamentarse, y los
lamentos podrán revestir la forma de una filosofía o de una lírica pesimista — como en
efecto sucederá —; pero no es posible evitarlo. De aquí en adelante nadie podrá
sinceramente abrigar la convicción de que hoy o mañana van a realizarse o tomar vuelos
sus ideales predilectos, aun cuando la experiencia histórica se pronuncie en contra.
Estoy preparado contra la objeción de que un cuadro del mundo que, como éste, da
seguridades sobre las directivas generales del futuro y corta de raíz largas esperanzas es
enemigo de la vida. Muchos pensarán que habría de resultar fatal, si en lugar de una simple
teoría llegase a ser la concepción práctica del grupo de personalidades que verdaderamente
influyen en la formación del futuro.
No es ésa mi opinión. Somos hombres civilizados, no hombres del gótico o del rococó.
Hemos de contar con los hechos duros y fríos de una vida que está en sus postrimerías y
cuyo paralelo no se halla en la Atenas de Pendes, sino en la Roma de César. El hombre del
Occidente europeo no puede ya tener ni una gran pintura ni una gran música, y sus
posibilidades arquitectónicas están agotadas desde hace cien años. No le quedan más que
posibilidades extensivas. Pero yo no veo qué perjuicios puede acarrear el que una
generación robusta y llena de ilimitadas esperanzas se entere a tiempo de que una parte de
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esas esperanzas corren al fracaso. ¡Y aunque fuesen las más preciadas! El que valga algo,
sabrá salvarse. Sin duda, para algunos será una tragedia el convencerse, en los años
decisivos, de que ya no queda nada que hacer ni en la arquitectura, ni en el drama, ni en la
pintura. Pues bien: ¡que sucumban! Hasta ahora se había convenido unánimemente no
admitir en esto limitación alguna; creíase que cada época tiene, en cada esfera, su propio
problema; se descubría este problema, a veces con violencia y mal talante; y en todo caso,
sólo después de la muerte se comprobaba si aquella creencia era o no fundada, y si la labor
de una vida había sido necesaria o superflua. Pero el que no sea un simple romántico
rechazará tal subterfugio. No es éste el orgullo que caracterizaba a los romanos. ¿Qué nos
importan los que prefieren, ante una mina agotada, que les digan: «mañana se descubrirá
aquí un nuevo filón» —como hace ahora el arte con la creación de insinceros estilos— en
lugar de enseñarles los ricos yacimientos de arcilla que están al lado sin explotar? Considero
esta doctrina como un gran beneficio para las generaciones venideras, porque les enseñará
a discernir entre lo que es posible y, por lo tanto, necesario, y lo que no cuenta entre las
posibilidades internas de la época. Estamos desperdiciando enormes cantidades de espíritu
y de fuerza en empresas mal orientadas. El europeo occidental, por históricamente que
sienta y piense, cuando llega a cierta edad, no tiene conciencia clara de su propia dirección.
Tantea, bucea y se desvía si las circunstancias exteriores no le son favorables. Pero la labor
de los siglos le da por fin ahora la posibilidad de contemplar su vida en relación con toda la
cultura, y de averiguar lo que puede y debe hacer. Si bajo la influencia de este libro, algunos
hombres de la nueva generación se dedican a la técnica en vez de al lirismo, a la marina en
vez de a la pintura, a la política en vez de a la lógica, harán lo que yo deseo, y nada mejor,
en efecto, puede deseárseles.
15
Réstanos determinar la relación entre la morfología de la historia universal y la filosofía.
Toda auténtica reflexión histórica es auténtica filosofía, o es sólo labor de hormigas. Pero el
filósofo sistemático comete un grave error cuando piensa en lo que van a durar sus
conclusiones. No advierte que los pensamientos viven en un mundo histórico, y que, por lo
tanto, comparten el sino general y son también efímeros. Cree que el pensamiento superior
tiene un objeto eterno e inmutable, que las grandes preguntas son siempre las mismas y que
al cabo podrán ser contestadas algún día.
Pero pregunta y respuesta son en este orden una misma cosa. Toda gran pregunta, que
lleva en su seno el apasionado deseo de una determinada respuesta, posee la exclusiva
significación de un símbolo vital. No hay verdades eternas. Toda filosofía es expresión de su
tiempo y sólo de él. No hay dos épocas que tengan las mismas intenciones filosóficas; claro
es que me refiero a la verdadera filosofía y no a minucias académicas sobre las formas del
juicio o las categorías del sentimiento. La diferencia no debe establecerse entre teorías
inmortales y teorías efímeras, sino entre teorías que viven un cierto tiempo y teorías que no
viven nunca. La inmortalidad de los pensamientos que se producen en el mundo es una
ilusión. Lo esencial es el hombre que en ellos se realiza. Cuanto más grande es el hombre,
más verdadera la filosofía, en el sentido de esa verdad interior de las grandes obras
artísticas, que es independiente de la certidumbre y coherencia lógica. A lo sumo puede la
filosofía absorber el contenido de una época, realizarlo, y habiéndole dado forma,
habiéndolo encarnado en personalidad e idea, entregarlo a la evolución subsecuente. La
vestidura y máscara científicas de una filosofía no significan nada. No hay nada más sencillo
que construir un sistema, en substitución de pensamientos que no se tienen. Y hasta un
buen pensamiento posee escaso valor si es pensado por un espíritu superficial. Lo que le da
importancia a una teoría es su necesidad para la vida.
Por eso me parece que el mejor medio para apreciar lo que vale un pensador es estudiar
cómo ha visto los grandes hechos de su tiempo. Pronto se advertirá, en efecto, si se trata
simplemente de un hábil constructor de sistemas y principios, que se mueve con maña y
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erudición entre definiciones y análisis, o si es el alma misma de su época la que habla por su
obras e intuiciones. Un filósofo que no se apodera también de la realidad y la domina no es
nunca de primera fila. Los presocráticos fueron grandes mercaderes y políticos. Platón
estuvo a punto de perder la vida por querer realizar sus ideales políticos en Siracusa. El
mismo Platón descubrió la serie de teoremas geométricos que permitieron a Euclides
construir el sistema de la matemática antigua. Pascal — a quien Nietzsche conoce tan sólo
por «el cristiano roto» —, Descartes, Leibniz, fueron los primeros matemáticos y técnicos de
su tiempo.
Los grandes «presocráticos» de China, desde Kwantsi (670) hasta Confucio (550.478),
fueron hombres de Estado, gobernantes, legisladores, como Pitágoras y Parménides,
Hobbes y Leibniz. Hasta Laotsé, enemigo de todo poder público y de toda gran política,
místico defensor de un ideal de pequeñas comunidades pacíficas, no aparece en la filosofía
china la tendencia a separarse del mundo y de la vida activa y a formar una filosofía de
cátedra y de escuela. Pero Laotsé fue en su tiempo — el ancien régime de China — una
excepción que se contrapone a aquel tipo fuerte de filósofos para quienes la teoría del
conocimiento era la ciencia de los grandes problemas de la vida real.
Y en esto encuentro yo una grave objeción contra todos los filósofos del pasado reciente:
carecen de rango, de importancia en la vida real. Ninguno de ellos ha influido, por medio de
un acto o de una idea poderosa, en faceta alguna de la gran realidad, ni en la alta política, ni
en el desarrollo de la técnica moderna, de las comunicaciones o de la economía. Ninguno
cuyo nombre se cite en la matemática, en la física, en la ciencia política, como aún se citaba
el nombre de Kant en la ciencia de su tiempo. Basta volver la mirada hacia otras épocas
para comprender lo que esto significa. Confucio fue ministro varias veces. Pitágoras
organizó un movimiento político muy importante [40], que recuerda el Estado de Cromwell;
desgraciadamente, la ciencia de la Antigüedad no le ha concedido la atención que merece.
Goethe, cuya gestión ministerial es un modelo, y a quien por desgracia faltó una gran ciudad
en donde desarrollar sus iniciativas, sintió vivo interés por la construcción de los canales de
Suez y de Panamá y predijo con notable exactitud la fecha en que habían de hacerse y los
efectos que tendrían para el comercio. La vida económica de América, su repercusión en la
vieja Europa, el florecimiento de la industria fabril, preocuparon mucho a Goethe. Hobbes
fue uno de los que idearon el plan gigantesco de la conquista de Sudamérica para Inglaterra;
y aunque no llegó a ejecutarse y se redujo a la ocupación de Jamaica, queda a su autor la
gloria de haber sido uno de los fundadores del imperio colonial inglés. Leibniz, el espíritu
más poderoso de la filosofía occidental, fundador del cálculo diferencial y del analysis situs,
colaboró en numerosos planes de alta política y compuso para Luis XIV una memoria, en la
que, con el fin de desviar de Alemania las ambiciones del Rey Sol, exponía la importancia
de Egipto para la política mundial francesa. Sus pensamientos se adelantaron tanto a su
época (1672), que se ha llegado a creer si Napoleón los conocía cuando planeó la
expedición a Oriente. Leibniz demostraba ya entonces lo que Napoleón empezó a ver
claramente desde Wagram; esto es, que las conquistas sobre el Rin y Bélgica no podían
mejorar a la larga la posición de Francia y que el istmo de Suez iba a ser la clave del
dominio sobre el mundo. Sin duda el rey no estuvo a la altura de las profundas reflexiones
políticas y estratégicas del filósofo.
Mas si dejando a estos grandes hombres volvemos la mirada hacia los filósofos actuales, ¡
qué vergüenza!, ¡qué insignificancia personal!, ¡qué mezquino horizonte práctico y espiritual!
El mero hecho de figuramos a uno de ellos en el trance de demostrar su principado espiritual
en la política, en la diplomacia, en la organización, en la dirección de alguna gran empresa
colonial, comercial o de transportes, nos produce un sentimiento de verdadera compasión. Y
esto no es señal de riqueza interior, es falta de enjundia. En vano busco a uno que se haya
hecho ilustre por algún juicio profundo y previsor sobre cualquiera cuestión decisiva del
presente. No encuentro más que opiniones provincianas, como las puede tener cualquiera.
Cuando tomo en las manos un libro de un pensador moderno, me pregunto si el autor tiene
alguna idea de las realidades políticas mundiales, de los grandes problemas urbanos, del
capitalismo, del porvenir del Estado, de las relaciones entre la técnica y la marcha de la
civilización, de los rusos, de la ciencia. Goethe hubiera entendido y amado todas estas
cosas. Entre los filósofos vivientes no hay uno solo capaz de do minarlas con la mirada.
Todo ello, lo repito, no es contenido de la filosofía; pero es un síntoma indudable de su
interior necesidad, de su fertilidad, de su rango simbólico.
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No nos forjemos ilusiones sobre la importancia de este resultado negativo. Es evidente que
se ha perdido la visión para el sentido último de la actividad filosófica. Se confunde ésta con
la predicación, la propaganda, el folletón o la ciencia especializada. Se ha descendido de la
perspectiva del pájaro a la perspectiva de la rana. Se trata nada menos que de saber si una
verdadera filosofía es en absoluto posible hoy o mañana. Si no lo es, más valiera hacerse
ingeniero o plantador, dedicarse a algo verdadero y real, en vez de andar machacando
añejos temas con el pretexto de dar «un nuevo impulso al pensamiento filosófico». Mejor es
construir un motor de aviación que una nueva y superflua teoría de la percepción. Mísero en
verdad es el contenido de la vida que consiste en formular una vez más, cambiándolas un
poco, las viejas opiniones de cien predecesores sobre el concepto de la voluntad y el
paralelismo psicofísico. Puede que tal cosa sea un oficio, pero no es filosofía. Lo que no
apresa y transforma la vida toda de una época hasta sus más hondas profundidades, mejor
es callarlo. Y lo que aun ayer era posible, hoy ya no es, cuando menos, necesario.
Amo la hondura y sutileza de las teorías matemáticas y físicas, frente a las cuales la estética
y la filología resultan unos tanteos burdos, con aciertos fortuitos. Por las formas
suntuosamente claras e intelectuales de un transatlántico, o un horno alto, o una máquina de
precisión; por la sutileza y elegancia de ciertos procedimientos químicos y ópticos, doy con
gusto toda la guardarropía estilística del arte actual, incluso la pintura y la arquitectura.
Prefiero un acueducto romano a todos los templos y estatuas imperiales. Amo el Coliseo y
las bóvedas gigantescas del Palatino porque la masa parda de sus cuerpos de ladrillo
representa el verdadero romanismo, el grandioso sentido de los hechos que tenían sus
constructores. En cambio, esos edificios me dejarían indiferente si hubieran conservado la
pompa vana y presuntuosa de los mármoles cesáreos en sus estatuas, frisos y recargados
arquitrabes. Contemplad una reconstrucción de los foros imperiales y veréis en ella la fiel
correspondencia de las modernas exposiciones universales, donde todo es llamativo y
enorme, vana ostentación de materiales y dimensiones, extraña por completo a los griegos
del tiempo de Pendes o a los hombres del rococó. De igual manera las ruinas de Luksor y de
Karnak, época de Ramsés II, representan la modernidad egipcia en el año 1300 antes de
Jesucristo. Con razón despreciaba el buen romano al graeculus histro, «artista» y «filósofo»
trasplantado al suelo de la civilización latina. La filosofía y las artes no eran ya de aquel
tiempo; estaban agotadas, gastadas y, además, eran superfluas. El instinto de las realidades
vitales se lo decía al romano. Una ley romana pesaba entonces más que todas las líricas y
metafísicas de las escuelas. Y yo sostengo que muchos inventores diplomáticos y
financieros de hoy son mejores filósofos que todos esos que se dedican al vulgar oficio de la
psicología experimental. Ésta es una situación que se repite siempre en cierto estadio de la
historia. Sería absurdo que un romano de alto valer espiritual, en vez de mandar un ejército
como cónsul o pretor, o de organizar una provincia, o de construir ciudades y vías, o de «ser
el primero» en Roma, se hubiera marchado a Atenas o a Rodas a empollar tal o cual matiz
nuevo de las escuelas postplatónicas. Naturalmente, ninguno lo hizo. Repugnaba al curso
del tiempo; sólo podía atraer a hombres de tercera fila, siempre detenidos en el espíritu de
anteayer. Y es un problema muy grave el de averiguar si este estadio ha comenzado ya para
nosotros o todavía no.
Un siglo de actuación puramente extensiva, que excluye toda elevada producción artística y
metafísica — digámoslo en dos palabras: uña época irreligiosa, pues tal es precisamente el
concepto de la gran urbe —, es una época de decadencia. Sin duda. Pero nosotros no
hemos elegido esta época. ¿Qué le vamos a hacer, si hemos venido al mundo en el ocaso
de la civilización y no en el mediodía de la cultura, en la época de Fidias o de Mozart? Todo
depende de que nos demos claramente cuenta de esta situación, de este sino, y
comprendamos que el engañarse a sí mismo no cambia en nada el estado de las cosas. El
que no lo comprenda así, no cuenta entre los hombres de su generación. Es un necio, un
charlatán o un pedante.
Antes, pues, de abordar un problema, debe cada cual preguntarse — pregunta a la que ya
contesta por instinto el que tiene verdadera vocación — qué cosas son posibles para un
hombre de nuestro tiempo y cuáles debe abstenerse de querer. Siempre es pequeño el
número de los problemas metafísicos cuya solución le está reservada a una época del
pensamiento. Ha transcurrido ya una eternidad entre la época de Nietzsche, en que aún
vibraba un postrer destello de romanticismo, y la presente, que ha vuelto la espalda
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definitivamente a todo lo romántico.
La filosofía sistemática llegó a su plenitud al finalizar el siglo XVIII. Kant dio a sus extremas
posibilidades una forma grandiosa y — para el espíritu occidental — definitiva en muchos
puntos. Tras él viene, como tras Platón y Aristóteles, una filosofía específicamente urbana,
no especulativa, sino práctica, irreligiosa, ético-social. Esta filosofía, que en la civilización
china corresponde a las es cuelas del «epicúreo» Yangchu, del «socialista» Mohdsi, del
«pesimista» Chvang-tsi, del «positivista» Meng-tse, y en la antigua a los cínicos, cirenaicos,
estoicos y epicúreos, comienza en Occidente con Schopenhauer, que fue el primero que
puso en el centro mismo de su pensamiento la voluntad de vivir, fuerza creadora de la vida.
Pero lo que obscurece la tendencia profunda de su doctrina es el haber conservado, bajo el
influjo de una gran tradición, las vetustas distinciones entre el fenómeno y la cosa en sí, la
forma y el contenido de la intuición, el entendimiento y la razón. Esa voluntad vital,
creadora, es la que Tristán niega, a la manera de Schopenhauer, y Sigfredo afirma, a la
manera de Darwin; es la que Nietzsche ha formulado en Zaratustra con brillante teatralidad;
es la que ha dado ocasión al hegeliano Marx para una hipótesis económica y al maltusiano
Darwin para una hipótesis zoológica, las cuales, de consuno y sin ser notadas, han
transformado el sentido del universo que anima al europeo occidental, habitante de las
grandes urbes; es, en fin, la que, desde la Judit, de Hebbel, hasta el Epílogo, de Ibsen, ha
producido una serie de concepciones trágicas de idéntico tipo, agotando de este modo el
círculo de las verdaderas posibilidades filosóficas.
La filosofía sistemática queda ya para nosotros infinitamente lejos. Y la filosofía ética ha
terminado. Resta una tercera posibilidad para el espíritu occidental, la que corresponde al
escepticismo helénico, la que se caracteriza por el método, hasta ahora desconocido, de la
morfología histórica comparativa. Una posibilidad quiere decir una necesidad. El antiguo
escepticismo es ahistórico; duda, diciendo simplemente «no».
El escepticismo occidental deberá ser absolutamente histórico si ha de poseer necesidad
interna, si ha de ser símbolo de esta nuestra alma que declina hacia su término. Su nervio
consiste en comprenderlo todo como relativo, como fenómeno histórico. Procede
psicológicamente. La filosofía escéptica aparece en el helenismo como negación de la
filosofía, que declara inútil y sin finalidad. Nosotros, en cambio, tomamos la historia de la
filosofía como último tema serio de la filosofía. La skepsis es eso: renunciar a los puntos de
vista absolutos. La renuncia griega consiste en sonreír sobre el pasado intelectual; la
renuncia nuestra, en concebirlo como un organismo.
En el presente libro intentamos bosquejar esa «filosofía afilosófica» del futuro, la última del
occidente europeo. El escepticismo es la expresión de una civilización pura; descompone la
imagen del mundo, que nos ha legado la cultura pasada. Todos los viejos problemas se
disuelven en la investigación de las génesis. La convicción de que todo lo real es un
producto, de que todo lo cognoscible, que nos parece naturaleza, procede de algo histórico,
el mundo, en cuanto realidad, de un yo en cuanto posibilidad que en aquel se realiza; el
conocimiento de que no sólo el «qué», sino también el «cuándo» y el «cómo» encierran un
profundo secreto, nos conduce al hecho siguiente: todo, sea lo que fuere, debe ser también
expresión de algo que vive. Los conocimientos y las valoraciones son también actos de
hombres vivos. Para la anterior filosofía, la realidad externa era un producto del
conocimiento y una ocasión de valoraciones éticas; para la filosofía de este estadio final, la
realidad es ante todo un símbolo. La morfología de la historia universal se convierte
necesariamente en una simbólica universal.
Así se derrumba también la pretensión del pensamiento, que se jacta de descubrir verdades
universales y eternas. No hay verdades sino con relación a un determinado tipo de hombres.
Mi filosofía es ella misma expresión y reflejo del alma occidental, a diferencia, por ejemplo,
de la antigua y de la india; y lo es sólo en su actual estadio de civilización. Con esto quedan
definidos su contenido, como concepción del mundo, su importancia práctica y los límites de
su validez.
16
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Por último, séame permitida una observación personal. En el año 1911 concebí el propósito
de escribir un libro de amplios horizontes, sobre ciertos fenómenos políticos del presente,
con las conclusiones que para el futuro pudieran sacarse. La guerra mundial, forma exterior
inevitable de la crisis histórica, era entonces inminente; y se trataba de comprenderla por el
espíritu de los siglos — no de los años — antecedentes. En el curso de aquel primer trabajo
[41] fue arraigando en mí la convicción de que para comprender verdaderamente la época
actual era necesario partir de una base mucho más amplia, y de que era imposible en
absoluto limitar una investigación de esta índole a una sola época y al solo círculo de los
hechos políticos. Mantenerse en la esfera de las reflexiones pragmáticas y renunciar a
consideraciones metafísicas y trascendentes era tanto como renunciar también a que los
resultados llevasen el sello de una profunda necesidad. Comprendí claramente que un
problema político no puede entenderse partiendo de la política misma; hay muchos rasgos
esenciales que actúan en las profundidades y que sólo se manifiestan en la esfera del arte y
aun en la forma de pensamientos científicos y puramente filosóficos. Me pareció imposible
hacer un análisis político-social de los últimos decenios del siglo XIX — época de paz
expectante entre dos magnos sucesos, visibles a gran distancia, uno la revolución y el
imperio napoleónico, que determinó para cien años el cuadro de la Europa occidental, y otro
de igual importancia, por lo menos, que venía acercándose a gran velocidad— a menos de
incluir en él los problemas de la realidad en toda su amplitud. Efectivamente, la imagen
histórica, como la imagen natural del mundo, no contiene nada que no sea la encarnación de
las más profundas tendencias. Así, el tema primitivo hubo de adquirir enormes dimensiones.
Muchos problemas sorprendentes y en gran parte nuevos, muchos nexos y relaciones
imprevistas, presentáronse ante mis ojos. Por último, comprendí claramente que ningún
fragmento de la historia puede ser iluminado por completo si antes no se ha descubierto el
secreto de la historia universal, o, mejor dicho, de la historia de la
humanidad superior, como unidad orgánica de estructura regular. Y esto justamente era lo
que nadie había conseguido hasta entonces.
A partir de aquel instante aparecieron ante mis ojos, cada vez en mayor abundancia, las
relaciones — vislumbradas a veces y hasta estudiadas en algunos casos, pero nunca bien
comprendidas — que enlazan las formas de las artes plásticas con las de la guerra y la
administración del Estado. Comprendí la profunda afinidad que existe entre las formaciones
políticas y matemáticas de una misma cultura, entre las intuiciones religiosas y técnicas,
entre la matemática, la música y la plástica, entre las formas económicas y las del
conocimiento. La íntima dependencia que une las más modernas teorías de la física y la
química a las representaciones mitológicas de nuestros antepasados germánicos; la perfecta
congruencia que se manifiesta en el estilo de la tragedia, de la técnica dinámica y de la
actual circulación del dinero; el hecho, al parecer extraño, pero evidente, si se aquilata un
poco, de que la perspectiva pictórica, la imprenta, el sistema del crédito, las armas de largo
alcance, la música contrapuntística, por una parte, y la estatua desnuda, la polis, la moneda,
que inventaron los griegos, por otra parte, son expresiones idénticas de una misma
tendencia espiritual; todo eso me apareció con claridad indudable y trajo a plena luz el hecho
de que esos poderosos grupos de afinidades morfológicas, cada uno de los cuales expresa
simbólicamente una índole humana en el conjunto de la historia, tienen una estructura
rigurosamente simétrica. Esta perspectiva es la que descubre el verdadero concepto de la
historia. Y como ella, a su vez, es síntoma y expresión de una época; como no es
interiormente posible y, por lo tanto, necesaria, sino hoy y para el europeo occidental sólo
puede compararse con ciertas intuiciones de la matemática novísima, en la esfera de los
grupos de transformación, y aun eso de lejos. Estos pensamientos eran los mismos que
venían asaltándome desde hacía varios años, si bien con muchas obscuridades e
imprecisiones Pero en esta ocasión se me presentaron, en fin, en forma palpable.
Ví la época presente — la guerra mundial que se acercaba — bajo un prisma muy distinto.
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Ya no fue para mí una constelación singular de hechos fortuitos, consecuencia de
aspiraciones nacionales, actuaciones personales, tendencias económicas, a los que el
historiador imprime una unidad y una necesidad aparentes, aplicándoles un esquema
mecánico de índole política o social; fue el tipo de un acto histórico que, dentro de un gran
organismo histórico, de extensión exactamente delimitada, ocupa un lugar que la vida
misma tiene prefijado desde hace siglos. La gran crisis se manifiesta por un sinnúmero de
apasionantes problemas e intuiciones que han salido a la luz del día en mil libros y
proclamas. Estos problemas, dispersos, aislados, estudiados en el reducido marco de una
disciplina particular, han podido a veces excitar, deprimir y confundir el espíritu, nunca,
empero, libertario. Son conocidos, pero nadie comprende su identidad. Me refiero a los
problemas del arte, que no han sido planteados en su verdadera significación y que
constituyen la base de todas las discusiones sobre forma y contenido, línea o espacio, dibujo
o pintura, concepto del estilo, sentido del impresionismo, música de Wagner; me refiero a la
decadencia del arte, a la creciente duda sobre el valor de la ciencia, a los difíciles problemas
que nacen del predominio de la urbe sobre la aldea, a la falta de hijos, al abandono de los
campos, a la importancia social de la fluctuante cuarta clase; a la crisis del socialismo, del
parlamentarismo, del racionalismo; a la relación del individuo con el Estado; al problema de
la propiedad y al del matrimonio, que de la propiedad depende; y, en esferas al parecer
totalmente distintas, a los numerosísimos trabajos sobre psicología de los pueblos, sobre
mitos y cultos, sobre los orígenes del arte, de la religión y del pensamiento, que súbitamente
aparecen tratados, no en sentido ideológico, sino en sentido estrictamente morfológico.
Todos estos problemas aspiran a descifrar el misterio único de la historia, misterio que
nunca se ha manifestado a la conciencia con suficiente claridad. Todos éstos no son
múltiples y distintos problemas, sino uno y el mismo problema. Cada investigador ha
vislumbrado algo; mas ninguno ha sabido salir de su punto de vista estrecho para hallar la
única solución comprensiva, que estaba en el aire desde los tiempos de Nietzsche. Pero
éste, que tuvo ya en sus manos los problemas decisivos, no se atrevió — ¡romántico! — a
mirar cara a cara la severa realidad.
He aquí por qué era también profundamente necesaria esta teoría; tenía que producirse,
como remate y conclusión de las anteriores, y no podía producirse más que en este
momento. No es un ataque a las ideas y obras del presente. Es más bien una confirmación
de todo cuanto viene haciéndose y buscándose desde hace varias generaciones. Este
escepticismo manifiesta el núcleo de las tendencias vivas que actúan en todas las
disciplinas particulares, sea cual sea su propósito especial.
Pero, sobre todo, logré formular al fin la oposición que nos permite descubrir la esencia de la
historia: la oposición entre historia y naturaleza. Repito: el hombre, como elemento y
sustentáculo del universo, no sólo es miembro de la naturaleza, sino también de la historia,
que es un segundo cosmos de distinto orden y distinto porte, harto descuidado por la
metafísica, en favor del primero. Lo que me condujo a mis iniciales reflexiones sobre este
problema fundamental de nuestra conciencia del universo fue el observar que el historiador
actual se aplica a conocer los sucesos aprehensibles por los sentidos, los productos,
creyendo que así ha captado la historia, es decir, el producirse, el acontecer, el devenir
mismo; prejuicio común a todos los que conocen por el entendimiento sólo, sin acudir a la
intuición [42], prejuicio que desconcertó ya a los grandes eleáticos, cuando afirmaron que no
hay devenir, para el que conoce, sino solamente ser. Dicho de otro modo: el historiador ha
visto la historia como si ésta fuera naturaleza, en el sentido del objeto del físico, y la trata en
consecuencia. De aquí el gravísimo error que consiste en aplicar al cuadro del acontecer los
principios de causalidad, ley, sistema; esto es, la estructura de la realidad mecánica. El
historiador se ha conducido como si hubiera una cultura humana, única, universal,
semejante a la electricidad o a la gravitación y con iguales posibilidades de análisis en lo
esencial; ha sentido la ambición de copiar los hábitos del físico, indagando, v. gr., qué sea lo
lógico, el Islam, la antigua polis, y no ha pensado en averiguar por qué esos símbolos de un
ser viviente tuvieron que aparecer justamente entonces y allí, en tal forma y con tal
duración. Cuando ha percibido alguna de las innumerables semejanzas entre dos fenómenos
históricos, separados por mucho tiempo y espacio, el historiador se ha contentado con
registrarla, escribiendo una ingeniosa nota sobre lo admirable de la coincidencia, v. gr.,
sobre Rodas, «Venecia de la Antigüedad», o Napoleón, nuevo Alejandro; pero sin
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comprender que ahí precisamente es donde surge el problema del sino, el problema propio
de la historia — el problema del tiempo —; que ahí es donde hace falta apelar a la máxima
enjundia de una psicología científica; que ahí es donde precisa buscar la respuesta a la
pregunta fundamental: ¿qué necesidad, de índole enteramente distinta a la mecánica, actúa
en esta esfera? Comprender que todo fenómeno manifiesta un enigma metafísico; que no se
presenta nunca indiferentemente en una época cualquiera; que es preciso indagar cuál sea
ese otro nexo viviente que existe en el mundo, además del inorgánico y natural — el mundo
es la irradiación del hombre todo, y no, como Kant creía, del hombre en cuanto que conoce
— que un fenómeno no sólo es un hecho para el entendimiento, sino una expresión del
alma; no sólo un objeto, sino también un símbolo, desde las más sublimes creaciones
religiosas y artísticas hasta las menudencias de la vida diaria; comprender todo esto era,
filosóficamente, una novedad.
Por último, percibí claramente la solución, en trazos inmensos, con íntima necesidad,
solución reducida a un solo principio, que había que encontrar y que nadie hasta entonces
había encontrado, que venía persiguiéndome y atrayéndome desde mi juventud, que me
torturaba, porque lo sentía presente, como un problema, sin poder apresarlo. Así, de aquella
circunstancia, algo accidentada, ha nacido este libro, expresión provisional de una nueva
imagen del universo, con todas las deficiencias inevitables en un primer ensayo — bien lo sé
— incompleto y seguramente no exento de contradicciones. Contiene, sin embargo, según
mi convicción, la fórmula irrefutable de un pensamiento que, lo repito, no podrá ser
combatido una vez que haya sido expresado.
El tema estricto es, pues, el análisis de la decadencia de la cultura occidental. Pero mi
propósito es exponer toda una filosofía, con su método característico —que habrá de hacer
aquí sus pruebas— consistente en una morfología comparativa de la historia universal.
El trabajo se divide naturalmente en dos partes. La primera, «Forma y realidad», parte del
lenguaje de formas que nos hablan las grandes culturas, intenta penetrar hasta las últimas
raíces de sus orígenes y establece así los fundamentos de una simbólica. La segunda,
«Perspectivas de la historia universal», parte de los hechos de la vida real y, analizando la
práctica histórica de la humanidad superior, intenta extraer la quintaesencia de la
experiencia histórica, base que nos permite predecir la forma de nuestro futuro.
Los cuadros siguientes presentan una sinopsis de los resultados a que llega esta
investigación. También podrán servirle al lector para hacerse una idea de la fecundidad y
alcance del nuevo método.
CUADRO 1.
ÉPOCAS «CORRESPONDIENTES» DEL ESPÍRITU.
Cultura India
Cultura Occidental
Desde 1
Desde 900
600
Cultura antigua
Cultura árabe
Desde 1100
Desde 0
PRIMAVERA: ÉPOCA AGRESTE, INTUITIVA, PODEROSAS CREACIONES
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DE UN ALMA QUE DESPIERTA CARGADA DE ENSUEÑOS. UNIDAD Y PLENITUD
SUPRAPERSONAL
1. NACIMIENTO DE UNA MITOLOGÍA DE GRANDIOSO ESTILO, COMO
EXPRESIÓNDE UN NUEVO SENTIMIENTO DE DIOS. TERROR CÓSMICO Y ANHELO
CÓSMICO.
00
900-1200
primitivo
1100 -1200
1100-800
Religión del Veda.
Religión popular de «demeter»
Catolicismo Germánico
Gnosis
Edda, (Baldur)
Baal)
en Grecia y en italia Mitología
Bernardo de Claraval
del Olimpo
0-300
Cristianismo
Mandeos, Marción,
Sincretimso (Mitra
Joaquin d Floris, Francisco
de Asis
Leyendas Heroicas de
Epica Popular (Sigfredo)
los Arios
Épica caballeresca (Graal)
Leyendas occidentales
Homero
Evangelios
Leyenda de Teseo, de
Apocalípsis
Hércules
Leyendas Cristianas
y Paganas
de los Santos
2. FORMA PRIMITIVA MÍSTICO-METAFÍSICA DE LA NUEVA VISIÓN DEL
MUNDO, ESCOLASTICISMO
Esta
contenida en la parte
Antiquísimas tradiciones
Orígenes (+254),
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Plotino
Tomas de Aquino (+1270)
más
276),
antigua de los Vedas
Duns Scoto (+1308)
orales Órficas
Disciplina Etrusca
Dante (+1321)
Resonancias en Hesíodo y
Eckart (+1329)
Patrística.
(+269), Mani (+
Mística y Escolástica.
Jámblico (+330)
Avesta, Talmud,
en las cosmogonías
VERANO: EMPIEZA A MADURAR LA CONCIENCIA. PRIMEROS
MOVIMIENTOS POLÍTICOS, URBANOS Y CRÍTICOS.
3. REFORMAS: EN LA RELIGIÓN, APARTASE EL PUEBLO DE LAS GRANDES FORMAS
PRIMITIVAS.
Bramana. Los más antiguos
Nicolas Cusano (+1464)
elementos de los Upanishads
430) Hus (+1415), Savonarola
450)
(siglos -10/9)
Karlstadt, Lutero
Calvino (+1564)
Movimiento Órfico
Religión de Dyonisos.
San Agustín (+430)
Los Nestorianos (hacia
Religión de Numa
(siglo 7)
Los Monofisitas (hacia
Mazdak (hacia 500)
4
.COMIENZA UNA CONCEPCIÓN PURAMENTE FILOSÓFICA DEL
SENTIMIENTO CÓSMICO.OPOSICIÓN ENTRE LOS SISTEMAS IDEALISTAS Y LOS
SISTEMAS REALISTAS.
Está contenida en los
Los grandes Presocráticos
Bizantina, judía
Galileo, Bacon, Descartes
Literatura
Upanishads
Bruno, Boehme, Leibniz
Siria, Copta, Persa
(siglo 16/17)
(siglos - 6/5)
de los siglos 6/7
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5
4. FORMACIÓN DE UNA NUEVA MATEMÁTICA. CONCEPCIÓN DEL
NÚMERO COMO COPIA Y COMPENDIO DE LA FORMA CÓSMICA.
Desaparecido
El número como magnitud
indeterminado
El número como función
(medida)
(Algebra)
(Geometría, Aritmética)
La Evolución subsiguiente
(Análisis)
Descartes, Pascal, Fermat
El número
Pitagóricos desde 540
Hacia 1600
desconocida
Newton, Leibniz, hacia 1670
6. PURITANISMO. EMPOBRECIMIENTO DE LA RELIGIÓN EN EL SENTIDO
RACIONALISTA MÍSTICO.
622.
Hay rastros en los
Puritanos Ingleses
Upanishads
Iconoclastas
desde 1620.
Jansenistas Franceses
La sociedad Pitagórica
desde 540
Mahoma,
Pauliquianos,
desde 650
desde 1640 (Port Royal)
OTOÑO: INTELIGENCIA URBANA. CULMINACIÓN DE LOS ESFUERZOS
ESPIRITUALES.
7. LA « 7. ILUSTRACIÓN»: FE EN LA OMNIPOTENCIA DEL INTELECTO. CULTO DE LA
«NATURALEZA». «RELIGIÓN RACIONAL».
L
Los Sutras, Sankhya, Buda
Sofistas del siglo 5
Mutazilitas
Sensualistas ingleses (Locke)
Up
Upanishda posteriores
Enciclopedistas Franceses
830)
(Voltaire); Rousseau.
Sócrates (+399)
Demócrito (+360)
Sufismo
Nazzam, Alkindi (hacia
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8. CULMINACIÓN DEL PENSAMIENTO MATEMÁTICO. DEPURACIÓN DEL
MUNDO FORMAL DE LOS NÚMEROS.
Desaparecido
Euler (+1783), Lagrange
números
cero co
esférica)
(valor de posesión. El
(+1813), Laplace (+1827)
o número)
Problema infinitesimal
Archytas (+365), Platón
Deconocido
(+346), Eudoxo (+355)
(secciones cónicas)
(teoría de los
trigonometría
9. LOS GRANDE SISTEMAS FINALES.
(+950)
El idealismo: yoga, vedanta.
Goethe, Kant, Schelling,
La Teoría del conocimiento:
(hacia 1000)
Hegel, Fichet.
Platón (+346),
Alfarabi
Aristóteles (+322)
Avicena
Vaiçeshica
La Lógica: Nyaya
INVIERNO: COMIENZO DE LA CIVILIZACIÓN URBANA COSMOPOLÍTA.
EXTINCIÓN DE LA FUERZA CREADORA EN EL ESPÍRITU. LA VIDA MISMA SE
CONVIERTE EN PROBLEMA. TENDENCIAS ÉTICO-PRÁCTICAS DE UNA HUMANIDAD
COSMOPOLÍTA IRRELIGIOSA Y AMETAFÍSICA.
1
10. CONCEPCIÓN MATERIALISTA DEL UNIVERSO: CULTO DE LA CIENCIA, DE
LA UTILIDAD, DE LA FELICIDAD.
Ateístas
Sankhya Tscharvaka
Bentham, Comte
época
(Lokotyata)
Últimos sofistas (Pirrón)
Spencer, Stirner, Marx
Feuerbach.
Cínicos, cirenaicos
Sectas comunistas,
Y Epicúreas de la
de los Abassidas
Los «hermanos puros»
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11. IDEALES ÉTICO-SOCIALES DE LA VIDA: ÉPOCAS DE «FILOSOFÍA SIN
MATEMÁTICAS», ESCEPTICISMO.
Islam
Corrientes del tiempo de
Schopenhauer, Nietzsche
Buda.
Socialismo, Anarquismo
Helenismo
Corrientes en el
Epicuro (+270)
Zenón (+295)
Hebbel, Wagner, Ibsen
1
12. EL MUNDO DE LAS FORMAS MATEMÁTICAS LLEGA A SU PLENITUD
INTERIOR. LAS IDEAS FINALES.
Desaparecido
Gauss (+1855)
Euclides, Apolonio,
Hacia 300
Cauchy (+1857)
10.
Alchwarizmi, 800.
Riemann (+1866)
Arquímedes, hacia 250.
Ibn Kurra, 850.
Alkarchi, Albiruni, siglo
13. EL PENSAMIENTO ABSTRACTO QUEDA REDUCIDO A UNA FILOSOFÍA DE
CÁTEDRA, CONSIDERADA COMO UNA CIENCIA ESPECIALIZADA. LITERATUA DE
COMPENDIOS.
Los «seis sistemas clásicos»
Bagdad y Basra
«Kantianos»,
Academia, Perípatéticos
Escuelas de
«lógicos» y «Psicólogos».
14. PROPAGACIÓN DE UN SENTIDO ÚLTIMO DEL MUNDO.
práctico del
1000
Budismo indio, desde 500.
Socialismo Ético
Extendiéndose
Estoicismo grecorromano
Desde 200
Fatalismo
Islam desde
1900.
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CUADRO 2.
ÉPOCAS «CORRESPONDIENTES» DEL ARTE.
Cultura Egipcia
Occidental
Cultura antigua
Cultura árabe
Cultura
PERÍODO PREVIO: CAOS DE FORMAS EXPRESIVAS EN UNA HUMANIDAD
PRIMITIVA. SIMBOLISMO MÍTICO E IMITACIÓN INGENUA.
INFLUENCIA:
seléucida
800-900
Los tinitas
Época Miceniana
Época merovingio-carolingia
3400-3000
Del arte árabe posterior
(Árabe Bizantino)
1600-1100
Del arte egipcio posterior
(Época de Minos)
del arte Babilonio posterior
(Asia menor)
Época persa
500-0
Del arte antiguo posterior
(Helenismo)
del arte Indio posterior
(¿indoiránico?)
CUL
PINTURA: HISTORIA DE UN ESTILO QUE DA FORMA A TODA LA
REALIDAD EXTERNA. LENGUAJE DE FORMAS LLENO DE LA MAS PROFUNDA
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NECESIDAD SIMBOLICA.
1.
PERIODO PRIMITIVO: ORNAMENTACIÓN Y ARQUITECTURA COMO EXPRESIÓN
ELEMENTAL DE4L SENTIMIENTO CÓSMICO JUVENIL. («LOS PRIMITIVOS»).
EL VIEJO IMPERIO
primitivo de las
GOTICO
bizantino,
2900-2400
DORICO
1100-650
900-1500
Mundo árabe
formas sassanídico,
armenio, sirio, sabeo,
antiguo
decadente y cristiano
primitivo).
0-500
1º. NACIMIENTO Y DESARROLLO. FORMAS QUE BROTAN DEL ESPÍRITU DEL
PAISAJE Y QUE SON CREADAS INCONCIENTEMENTE.
4/5 Dinastía: 2930-2625.
Siglos 11/13
Siglos 11/9
Estilo geométrico de los
culto.
Románico y gótico
Arquitectura en madera
Templos-pirámides
primitivo
La columna Dórica
Series de Columnas vegetales
mezquita) Sistema de contrafuertes
Series de Relieves.
columnas
Vidrieras
Alquitrabe
Estilo Geométrico
Estatuas Sepulcrales
para
Plástica de las
superficies
Siglos 1/3
catedrales.
(Dìpylon).
Vasos funerarios.
Espacios interiores del
Basílica, cúpula
(El panteón como
Arcos sorbe
Modelos de hojarasca
Cubrir las
Sarcófagos.
2º. PERFECCIONAMIENTO DEL LENGUAJE DE FORMAS. AGOTAMIENTO DE LAS
POSIBILIDADES Y CONTRADICCIÓN.
Siglos 4/5
6ª Dinastía: 2625-2475.
Siglos 14/15
Siglos 8/7
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las artes
Extinción del estilo de las
Góitico posterior y
Pirámides y de los relieves
sirias
Renacimiento.
Épico-idílicos.
Florece y muere el
Final de estilo Arcaico
dórico-etrusco
Final de
plásticas, persas,
Pintura cerámica protocorintia
y coptas.
fresco
Florecimiento de la plástica
de los mosaicos
y la estatua desde
arabescos
ática (mitológica).
desarrollo
Arcaica del retrato
Giotto (hasta Miguel
y
Ángel (Barroco), Síena
Nuremberga. La tabla
Gótica desde Van Eyck
Hasta Holbein.
Contrapunto y pintura
al óleo.
2.
PERÍODO POSTERIOR: SE FORMA UN GRUPO DE ARTES CONSCIENTES,
URBANAS, ESCOGIDAS Y CULTIVADAS POR INDIVIDUOS. («LOS GRANDES
MAESTROS»)
EL IMPERIO MEDIO
ÁRABE DE LAS
BARROCO
FORMAS
nestoriano,
armenio
2150-1800
1500-1800
EL JONICO
MUNDO
650-350
(persabizantinoislámico-moro).
500-800
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3º. FORMACIÓN DE UN MUNDO DE ARTISTAS EN PLENA MADUREZ.
1
1ª Dinastía, un arte delicado
de la Mezquita
El Estilo pintoresco
Perfección del Templo
Perfección
y sig
sinificativo, del que apenas
(perípteros, construcción
(construcción con cúpula
de la Arquitectura
quedan rastros.
Desde Miguel Angel
Sofía).
mosaico
los
(Mschatta).
La colúmna jónica
Predominio de la
pintura al fresco desde
de los
en piedra)
Ticiano hasta
central, Santa
Florecimiento del
Predominio de la pintura al
Apogeo del estilo de
fresco hasta Polígnoto
arabescos al modo
(460). Desarrollo de la escultura
Rembrandt (+1680)
Desarrollo de la música
Tapices
(«Apolo de Tenea» Hasta Hageladas.)
desde Orlando de Lasso
Hasta Heinrich Schülz.
4ª. SUMA PERFECCIÓN DE UN LENGUAJE PERESPIRITUALIZADO DE LAS FORMAS.
1
2ª Dinastía: 2000-1788.
de los Omeyas.
Rococó.
Siglos 7/8.
Templos-pílonos. Laberinto
Estilo musical de la
Estatuas de Carácter.
del Arabesco
Clásica desde Bach hasta
Florecimiento de Atenas
480-350
El Acrópolis
Relieves Históricos.
Predominio de la plástica
incluso sobre la Mozart. Final de la pintura
Arquitectura.
Época
Total victoria
sin figuras,
Clásica de Miron a Fidias.
Clásica de Watteau a Goya
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5º. DESCENSO DE LA FUERZA CREADORA, DISOLUCIÓN DE LA FORMA
GRANDE. FIN DE SIGLO: «CLASICISMO Y ROMANTICISMO».
al Raschid»
Los disturbios hacia 1750.
Imperio y estilo Biedermeier
Epoca de Alejandro
No
(hacia 1800)
No se conserva nada.
gusto clasicista en la
La columna corintia.
moro»
Lisipo y Apelles.
Arquitectura.
«Harum
«arte
Beethoven, Delacroix.
C
CIVILIZACION: LA EXISTENCIA NO TIENE UNA FORMA INTERIOR, EL ARTE
DE LA GRAN URBE ES UNA
COSTUMBRE, UN LUJO, UN DEPORTE, UN
EXITANTE. LOS ESTILOS SE PONEN DE MODA Y VARIAN RAPIDAMENTE
(REHABILITACIONES, INVENTOS CAPRICHOSOS, IMITACIONES); YA NO TIENE
CONTENIDO SIMBOLICO.
1º. «
ARTE MODERNO». «PROBLEMAS» ARTÍSTICOS. ENSAYOS QUE SE
PROPONEN DAR FORMA A LA
CONCIENCIA COSMOPOLITA Y EXITARLA.
LA MUSICA, LA ARQUITECTURA, Y LA PINTURA SE CONVIERTEN EN OFICIOS.
Epoca de los Hycsos.
de los sultanes
Siglos 19/20
Helenismo.
Se conserva solo en Creta.
los siglos 9/10
Liszt, Berlioz, Wagner
Arte de Pergamo.
Arte Hispano-
Arte de Minos.
El impresionismo, desde
Siciliano.
Manet.
Arquitectura Americana.
(Teatralidad)
Dinastías
en
Florece el
Estilos de la pintura helenística
Constable hasta Leibl y
(Verista, extraño, Subjetivo).
Samarra.
Arquitectura ostentosa de la
Época de los Diádocos.
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2º. FIN
DE LA EVOLUCIÓN DE LA FORMA. LA ORNAMENTACIÓN Y LA
ARQUITECTURA CARECEN DE SENTIDO; SON VACUAS, ARTIFICIOSAS,
AMONTONADAS, IMITACIÓN DE MOTIVOS ARCAICOS Y
EXÓTICOS.
18ª Dinastía: 1580-1350.
los Seld-chukas,
Desde 2000
Epoca Romana.
el tem
desde 1050.
100 a J.C. p.J.C.
El colos
Oriente»
Templo de Dehr el Bari
o de Memnon. Arte
Amontonamiento de los tres
D
de Knossos y Amarna.
las Cruzadas.
Epoca de
«Arte de
Órdenes: Foros, teatros
Durante
(el Coliseo), Arcos de triunfo.
3º. FINAL. FORMACIÓN DE UN REPERTORIO DE FORMAS RIGIDAS. OSTENTACION
CESAREA DE
MATERIALES Y DE MASAS. OFICIOS PROVINCIANOS.
1
19ª dinastía: 1350-1205
Mongólica, desde 1250
DesdeTrajano hasta Aureliano
Edi
Edificios gigantescos de
Edificios gigantescos, por
foros gigantescos. Termas.
Luxor, Karnak y Abydos.
Ejemplo en India.
Orientales.
Arte diminuto.
(plástica bestiaria, tejidos,
(tapices, armas, objetos)
.
armas).
Epoca
Columnatas.
Columnas triunfales.
Oficios
Arte Romano provinciano.
(Cerámica, Estatuas, Armas)
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CUADRO 3.
ÉPOCAS «CORRESPONDIENTES» DE LA POLÍTICA.
DFDFDFD
Cultura Egipcia
Cultura antigua
Cultura China
Cultura Occidental
P
PERÍODO PREVIO: TIPO PRIMITIVO DE LOS PUEBLOS TRIBUS Y
JEFES. NO HAY TODAVÍA «POLÍTICA» NI «ESTADO».
ÉPO
CHANG
EPOCA DE LOS TINITAS
ÉPOCA MICENIANA
ÉPOCA DE LOS FRANCOS ANCOS
(MENES)
(CARLOMAGNO)
3100
ÉPOCA
(AGAMENON)
3400-3000
500-900
1600-1100
1700-
CULTURA: GRUPO DE PUEBLOS CON ESTILO PROPIO Y SENTIMIENTO
CÓSMICO COMUN. «NACIONES». ACCIÓN DE UNA IDEA INMANENTE DEL ESTADO.
1. PERIODO PRIMITIVO: LA VIDA POLÍTICA ADQUIERE UNA ESTRUCTURA
ORGÁNICA. LAS DOS CLASES
PRIMITIVAS: NOBLES Y SACERDOTES.
ECONOMÍA FEUDAL FUNDADA EN LOS VALORES PUROS DE LA TIERRA.
ANTIGUO IMPERIO
PERIODO GÓTICO
800
2900-2400
PERIODO DORICO
900-1500
PERIODO CHU PRIMITIVO
1100-650
1300-
1º
1a. FEUDALISMO, ESPÍRITU ALDEANO. LA «CIUDAD» ES SOLAMENTE
MERCADO O FORTALEZA. RE
SIDENCIAS VARIABLES DE LOS SEÑORES.
IDEALES CABALLERESCO-RELIGIOSOS. LUCHAS DE LOS VASALLOS ENTRE SÍ Y
CONTRA LOS PRÍNCIPES.
Estado feudal de la 4ª dinastía.
central (Wang)
Época del imperio Alemán
Creciente poderío de los
Reyes Homéricos
Desarrollo de la nobleza.
El señor
Acosado por
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la nobleza.
feudal.
Nobleza de los Cruzadas
Feudatarios y Sacerdotes
Imperio y Pontificado.
(Itaca, Etruria, Esparta)
El Faraón como encarnación de
Ré.
2º
1b. CRISIS Y DISOLUCIÓN DE LAS FORMAS PATRIARCALES: DEL
LIGAMEN FEUDAL AL ESTAFO DE CLASES.
Expulsión.
6ª dinastía:
Sinoikismo de la nobleza:
Príncipes territoriales.
vasallos
Ruina del imperio en
Estados del Renacimiento
Interregno.
Principados hereditarios
en cargos anuales.
Láncaster y York.
1254. Interregno.
Disolución de la monarquía
934-909de I-Wang por los
842,
Oligarquía.
2. PERÍODO POSTERIOR: REALIZACIÓN DE LA IDEA DEL ESTADO. LA CIUDAD
CONTRA EL CAMPO. NACIMIENTO DEL TERCER ESTADO (BURGUESÍA). VICTORIA
DEL DINERO SOBRE LA PROPIEDAD TERRITORIAL.
CHU
IMPERIO MEDIO
PERIODO BARROCO
PERIODO JONICO
PERIODO
POSTERIOR.
1500-1800.
2150-1800.
650-300.
800-500.
3º. FORMACIÓN DE UN MUNDO DE ESTADOS CON FORMAS PRECISAS. FRONDA.
11ª dinastía: ruina de los
Siglo 6º. Primera tiranía
los protectores»
Poder, dinamismo y Fronda
barones vencidos por los
(Clístenes, Periandro, Polícrates,
685-591) y de
(Richelieu, Wallestein,
«Época de
(Ming-Chu,
señores de Tebas. Estado
los Tarquinos). La ciudad- Estado. los congresos
de príncipes.
Cromwell) Hacia 1630.
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4º. SUPREMA PERFECCIÓN DE LA FORMA DEL ESTADO
(«ABSOLUTISMO»). UNIDAD DE CIUDAD Y CAMPO («ESTADO Y SOCIEDAD», «LOS
TRES ESTADOS».)
Chu-Tsiu
12ª Dinastía (2000-1788)
La Polis (Absolutismo del Demos)
Antiguo régimen Rococó.
Período
Poder central absoluto.
Política del ágora. Nacimiento del
(«primavera y otoño»)
Nobleza cortesana
Nobleza cortesana y
tribunado. Temístocles y Perícles.
Siete grandes
(Versailles) y política de
590-480.
Financiera: Amenement,
potencias. Formas
gabinete. Habsburgo y
perfectas (li).
Sesostris.
Borbón. Luis XIV.
Distinguidas
Federico el Grande.
5ª. LA FORMA DEL ESTADO HACE EXPLOSIÓN (REVOLUCIÓN Y NAPOLEONISMO).
VENCE LA CIUDAD AL CAMPO (EL “PUEBLO” A LOS PRIVILEGIADOS; LA
INTELIGENCIA A LA TRADICIÓN; EL DINERO A LA POLÍTICA.
1788-1680. revoluciones y
Siglo 4. revoluciones sociales y
período
Fines del siglo 18.
Regimen militar.
Revoluciónes en Francia
segunda tiranía (Dionisio 1, Jason
Caída del imperio, pequeños
de Feräe, el Censor Ap. Claudio
Revoluciones
y América.
Dominadores, oriundos
(Washington, Mirabeau,
Alejandro.)
480. comienza el
Chankuo. En 441 cae la
dinastía Chú.
y Guerras.
muchos del pueblo.
Fox, Robespiere,
Napoleón).
CIVILIZACIÓN: EL CUERPO DES PUEBLO, QUE YA EN LO ESCENCIAL SE HA HECHO
URBANO, SE DISUELVE EN MASAS INFORMES. LA GRAN URBE Y LA PROVINCIA. LA
CUARTA CLASE (MASA) ES INORGANICA Y COSMOPOLITA.
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1º. PREDOMINIO DEL DINERO (DE LA «DEMOCRACIA»). LOS PODERES
ECONOMICOS PENETRAN EN LAS FORMAS Y SOBERANÍAS POLÍTICAS.
1680 (1788)-1550. epoca de
«los
1800-2000. Siglo 19.
300-100, Helenismo politico
Los Hycsos. Profunda decadencia desde Alejandro hasta Anibal
228 Desde Napoleón hasta
Dictadura de generales extranjeros
Los
la guerra mundial.
y Escipión (200), la
(Chian). Desde 1600, victoria final omnipotencia del rey. Desde
de
«sistema de las grandes
de los señores de Tebas.
Potencias», ejército
permanente, constituciónes.
Siglo 20. Tránsito de las
Soberanias
480-230. Época de
estados de lucha». En
el título de emperador.
políticos imperialistas
Cleomenes III y C. Flamminic
Tsin. Desde 249,
(220) hasta Mario, los caudillos
incorporación de los
Radicales.
Último Estados.
constitucionales
A las personales sin forma.
Guerras destructoras.
Imperialismo.
2º. FORMACION DE CESARISMO. LA POLÍTICA DE LA VIOLENCIA VENCE AL DINERO.
LAS FORMAS POLÍTICAS VAN TOMANDO UN CARÁCTER CADA VEZ MAS PRIMITIVO.
LAS NACIONES SE CONVIERTEN EN UNA POBLACION INFORME, QUE SE REUNE EN
UN IMPERIO DE CARÁCTER CADA VEZ MAS PRIMITIVO Y DESPOTICO.
1580-1350: 18ª Dinastía.
J.C.
2000-2200.
Thutmotsis III.
Chen y
occidental Han.
Augusto (chi)
86. Wu-ti.
100 a. J.C. –100 p. J. C.
De Sila a Domiciano.
César, Tiberio.
250 a. J.C –26 p.
La casa de Wang
La dinastía
221. título de
del César Hoang-ti. 140-
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3º. DESARROLLO DE LA ÚLTIMA FORMA. POLÍTICA Y FAMILIAR DE LOS CAUDILLOS.
EL MUNDO, COMO BOTIN DE GUERRA. EGIPTICISMO, MANDARINISMO,
BIZANTINISMO. PETRIFICACION SIN HISTORIA. IMPOTENCIA INCLUSO DEL
MECANISMO IMPERIAL PARA OPONERSE AL AFAN DE PILLAJE QUE MANIFIESTAN
LOS PUEBLOS JOVENES O LOS CONQUISTADORES EXTRANJEROS. LENTA
SUBMERSION EN LOS ESTADOS PRIMITIVOS DE LA HUMANIDAD, A PESAR DE VIVIR
UNA VIDA CIVILIZADÍSIMA.
1350-1205: 19ª dinastía
oriental.
Despues de 2200.
100-300. de Trajano a Aureliano
Sethos 1, Ramses II.
Ming-ti.
Trajano, Séptimo Severo.
25-220. Dinastía
Han. 58-76,
Notas:
[1] Véase parte I cap. IV, núm. 15.
[2] Kant cometió un error de trascendencia enorme, y que todavía no ha sido remediado,
cuando puso al hombre exterior e interior en relación esquemática con los conceptos de
espacio y tiempo, conceptos multívocos y, sobre todo, no invariables lo que vino a enlazar
de una manera errónea estos conceptos con la aritmética y la geometría. En lugar de esto,
quede aquí, al menos, enunciada la oposición mucho más honda entre el número
matemático y el número cronológico. La aritmética y la geometría son ambas cálculos de
espacio, y en sus más altas esferas no se distinguen una de otra. En cambio, el cálculo del
tiempo, cuyo concepto el hombre ingenuo comprende clarísimamente por sentimiento,
contesta a la pregunta ¿cuándo?, y no a las preguntas ¿qué? o ¿cuánto?
[3] La profundidad de la combinación formal y la energía de la abstracción empleadas, por
ejemplo, en las investigaciones sobre el Renacimiento, o en la historia de las emigraciones
de los pueblos, son muy inferiores — capacitado para ello lo siente al punto — a las que
evidentemente requiere la teoría de las funciones y la óptica teórica. Junto al físico y al
matemático, da el historiador la impresión de abandonado, tan pronto como deja de
coleccionar y ordenar materiales para entrar en su interpretación.
[4] La palabra significa literalmente denuncia. Era una acusación judicial gravísima, porque
se substanciaba ante el consejo y no admitía demora en la aplicación de la pena. — N. del
T.
[5] Los ensayos que mucho más tarde empezaron a hacer los griegos, siguiendo el modelo
de Egipto, para constituir algo así corno un calendario o una cronología, son de la mayor
ingenuidad. El cómputo del tiempo por olimpíadas no es una era, como lo es, verbigracia, la
cristiana: además, fue sólo un recurso erudito y no de uso corriente en el pueblo. El pueblo
no sentía la necesidad de una regla cronológica para fijar y conservar los recuerdos de los
padres y de los abuelos: sólo algunos sabios se interesaban aisladamente por los problemas
del calendario. Lo importante no es saber si un calendario es bueno o malo, sino si está en
uso, esto es, si la vida de la generalidad transcurre conforme a él. Pero la lista de los
olimpiónicos anterior al año 500 es una invención, como asimismo la de los arcontes
atenienses y la de los cónsules romanos. No hay una sola fecha exacta referente a las
colonizaciones (E. Meyer: Historia de la Antigüedad, II, 442; Beloch: Historia de Grecia, 1, 2,
219). «Antes del siglo V no se le ocurre a nadie en Grecia tomar nota de los acontecimientos
históricos» (Beloch, 1, I, 125). Poseemos el texto de un contrato entre Elis y Herea, que
deberá regir cien años a partir del año actual. Pero no se dice cuál sea el año actual. Pasado
algún tiempo, no se sabría ya cuántos años llevaba el contrato en vigor, y nadie,
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evidentemente, pensó en esta dificultad. Es probable que aquellos hombres del puro
presente lo olvidaran muy pronto. El carácter legendario-pueril de la historia entre los
antiguos se manifiesta en que el haber fechado ordenadamente los hechos, por ejemplo, de
la «guerra de Troya», que corresponde al estadio de nuestras Cruzadas, hubiérase tenido
por contrario al buen estilo. Igualmente la geografía de los antiguos es muy inferior a la de
los egipcios y babilonios. E. Meyer (Historia de la Antigüedad, III, 102) demuestra que
Herodoto conocía las formas del África (por fuentes pérsicas) mejor que Aristóteles. Otro
tanto puede decirse de los romanos, herederos de los cartagineses. Empezaron repitiendo
los conocimientos ajenos y luego los olvidaron.
[6] El Mahavamsa es una Historia de Ceilán que abarca desde el siglo V antes de
Jesucristo hasta mediados del siglo V de Jesucristo. Está en verso y su autor fue
Mahanama. Es el primer libro escrito en pali que se conoció en Europa. En 1837 publicó G.
Tournour una traducción. Sobre el Mahavamsa puede leerse: W. Geiger: Di und
Mahavamsa. Leipzig, 1905. — N. del T.
[7] En cambio, es un símbolo de primer orden y sin ejemplo en la historia del arte el hecho
de que los helenos, en contraposición a la primitiva época miceniana, abandonaran la
edificación con piedra — en un país riquísimo en materiales pétreos — y volvieran a
emplear la madera, lo cual explica la ausencia de restos arquitectónicos entre 1200 y 600.
La columna egipcia fue desde un principio de piedra; la columna dórica, de madera. En esto
se manifiesta la profunda hostilidad del alma «antigua» a la duración.
[8] ¿Dónde está la ciudad griega que haya realizado una sola obra considerable, con el
pensamiento puesto en las generaciones venideras? Los sistemas de carreteras y canales
que han podido señalarse en época miceniana, esto es, Preantigua, decayeron y olvidáronse
al venir al mundo los pueblos «antiguos», es decir, al irrumpir los tiempos homéricos. La
escritura literal no fue adoptada por los antiguos hasta después del año 900, y en muy
limitadas proporciones, seguramente reducidas a los fines económicos más apremiantes.
Este hecho extraño, que está demostrado con certeza plena por la falta de inscripciones,
resulta tanto más extraordinario cuanto que en las culturas egipcia, babilónica, mejicana y
china la formación de la escritura comienza en el más remoto pasado; los germanos crearon
un alfabeto rúnico y mostraron luego su respeto hacia la escritura inventando de continuo
caracteres de letras ornamentales. En cambio, la primitiva antigüedad ignoró por completo
las varias escrituras que eran de uso corriente tanto en el Sur como en el Oriente. Poseemos
numerosas inscripciones de los hititas de Asia Menor, y de Creta: pero ni una sola de la
época homérica (parte II, cap. II, núm. 13).
[9] Desde Homero hasta Séneca, es decir, durante un milenio completo, salen en las
tragedias las figuras míticas, v. gr., Tieste, Clitemnestra, Hércules, inalterables a pesar de su
número ilimitado. En cambio, en la poesía occidental, el hombre fáustico aparece primero en
la figura de Parsifal y Tristán; luego transfórmase, según el sentido de la época, en Hamlet,
don Quijote, don Juan y, en una postrer transfiguración, conforme al tiempo, manifiéstase en
Fausto y Werther, para ser por último el héroe de la novela moderna, de la ciudad mundial.
Siempre, empero, aparece en la atmósfera y condicionalidad de un siglo determinado.
[10] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[11] El abad Gerberto — Papa con el nombre de Silvestre II —, amigo del emperador Otón
III, manifestó hacia el año 1000, es decir, en los albores del estilo románico y de las
Cruzadas, los primeros síntomas de una alma nueva, construyendo los relojes de ruedas y
péndulos. Los primeros relojes de torre fueron fabricados en Alemania hacia 1200; poco
después, los de bolsillo. Adviértase el significativo nexo que une la medición del tiempo con
los edificios del culto religioso.
[12] Newton lo llama, muy significativamente, «cálculo de fluxiones», refiriéndose a ciertas
ideas metafísicas sobre la esencia del tiempo. En la matemática griega no interviene el
tiempo.
[13] Hállase en esto el historiador atenazado por el prejuicio fatal de la geografía —por no
decir la sugestión de un mapa— que considera a Europa como una parte del mundo por lo
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cual el historiador se siente obligado a trazar igualmente un límite ideal, que separe a
Europa de Asia. La voz «Europa» debiera borrarse de la historia. No existe el tipo histórico
del «europeo». Es locura, en el caso de los helenos, hablar de «Antigüedad europea» —
Homero, Heráclito, Pitágoras, ¿eran pues, asiáticos? — y de su «misión», consistente en
aproximar culturalmente Asia y Europa. Estas son palabras que provienen de una trivial
interpretación del mapa y que no corresponden a ninguna realidad. La palabra «Europa»,
con todo el complejo de ideas que han nacido bajo su influencia, es la que ha fundido a
Rusia con el Occidente, en nuestra conciencia histórica, formando así una unidad que nada
justifica. En este punto, para nuestra cultura de lectores, hecha en los libros, ha tenido una
mera abstracción enormes consecuencias reales. En la persona de Pedro el Grande ha
falseado, para siglos, la tendencia histórica de una masa primitiva de pueblos: aun cuando el
instinto ruso traza el límite entre «Europa» y «la madre Rusia», mediante una hostilidad que
se encarna muy exacta y profundamente en Tolstoi, Aksakov y Dostoyevski. Oriente y
Occidente son conceptos de verdadero contenido histórico. «Europa» es un mero sonido que
no justifica nada. Todo lo que la antigüedad creó de grande, nació por la negación de un
límite continental entre Roma y Chipre, Bizancio y Alejandría. Lo que se llama la cultura
europea prodújose entre el Vístula, el Adriático y el Guadalquivir. Y aun suponiendo que
Grecia, en tiempos de Pendes, «estuviese en Europa», ya hoy no lo está.
[14] Véase parte II, cap. 1, núm. 7, y cap. III, núm. 9.
[15] Windelband: Geschichte der Philosophie (Historia de la Filosofía), 1900; págs. 275 y
siguientes.
[16] En el Nuevo Testamento la concepción polar está representada más bien por la
dialéctica del apóstol Pablo; la periódica, más bien por el Apocalipsis.
[17] Bien se ve en la expresión ridícula y desesperada de «Edad Contemporánea».
[18] K. Burdach: Reformation, Renaissance, Humanismus (La Reforma, el Renacimiento y
el Humanismo), 1918; págs. 48 y siguientes.
[19] La expresión «los antiguos» aparece ya empleada en sentido dualista por Porfirio en su
Isagoge (300 de J. C.).
[20] «¿La humanidad?» Eso es una abstracción. Nunca ha habido más que hombres, ni
habrá más que hombres.» (Goethe a Luden.)
[21] La «Edad Media» es la historia de la comarca en que domina el idioma latino de la
Iglesia y de los sabios. Los grandes sinos del cristianismo oriental que, con anterioridad a
Bonifacio, había penetrado por Turquestán hasta China y por Saba hasta Abisinia, no han
sido tenidos en cuenta por esa «historia universal».
[22] Véase parte II, cap. III, núm. 17. Para el verdadero ruso la representación fundamental
del darvinismo es tan absurda como para el árabe la del sistema copernicano.
[23] Sobre este punto es muy significativa la selección de lo que ha perdurado hasta
nosotros. No es una selección debida solamente al azar, sino determinada esencialmente
por una tendencia. El aticismo de la época de Augusto, ya cansado, agotado, pedante y
reaccionario, fue el que forjó el concepto de «lo clásico» y reconoció por clásicas a un
pequeñísimo grupo de obras griegas hasta Platón inclusive. El resto, entre lo cual estaba la
riquísima literatura helenística, fue rechazado y perdióse casi por completo. Ese grupo,
elegido con un gusto de maestro de escuela, es el que ha perdurado en su mayoría y ha
determinado el cuadro imaginario de la «antigüedad» clásica para los florentinos como para
Winckelmann, Hölderlin, Goethe y hasta el mismo Nietzsche.
[24] Más adelante explicará el autor claramente su idea de lo que es civilización. — N. del
T.
[25] Véase parte II, cap. II, núm. 5.
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[26] Esto se echa de ver en la evolución de Strindberg y, sobre todo, de Ibsen, que, en la
atmósfera civilizada de sus problemas, da siempre la impresión de un convidado en casa
extraña. El motivo de Brand y Rosmersholrn es una curiosa mezcla de provincialismo nativo
y horizontes de gran urbe, adquiridos teóricamente. Nora es el tipo de una provinciana
desorientada por la lectura.
[27] Éste fue el que prohibió el culto del héroe local Adrastos y la recitación de los cantos
homéricos, para arrancar a la nobleza dórica las raíces de su espíritu (hacia 560).
[28] Vocablo profundo que recibe su sentido pleno cuando el bárbaro se torna hombre de
cultura, y que lo vuelve a perder cuando el hombre civilizado acepta el ubi bene, ibi patria.
[29] Por eso entraron en el cristianismo, en primer lugar, aquellos de entre los romanos que
no habían podido ser estoicos. (Véase parte II, capítulo V, núm. 3.)
[30] En Roma y Bizancio se construyeron casas de seis a diez pisos. La anchura de la calle
era, a lo sumo, de tres metros. Y como no existían reglamentos de urbanización, ocurrió
muchas veces que las casas se vinieron abajo con todos los inquilinos Una gran parte de los
cives romani para quienes la vida se reducía al panem et circenses, no poseían más que un
lecho carísimo en aquellas insulae, pululantes como hormigueros. (Pöhlmann: Aus Altertum
und Gegenwart [Antigüedad y Presente], 1911, páginas 199 y siguientes.)
[31] Véase parte II, cap. V, núm. 19.
[32] La gimnasia alemana, desde 1813 y desde las formas provincianas que Jahn le diera,
ha entrado en rápida evolución hacia el deporte. La diferencia entre una pista berlinesa de
deportes en un día importante y el circo romano era ya pequeñísima en 1914.
[33] Véase parte II, cap. IV, núm. 14.
[34] La conquista de las Galias por César fue muy claramente una guerra colonial, es decir,
de actividad por una sola de las partes. Si esta campaña es, sin embargo, el punto
culminante de la historia guerrera de Roma, en su época posterior, ello confirma cuán
rápidamente esa historia pierde su riqueza en verdaderas hazañas.
[35] Los alemanes modernos son el ejemplo más brillante de un pueblo que sin saberlo ni
quererlo se ha tornado expansivo. Éranlo ya cuando aún creían ser el pueblo de Goethe.
Bismarck no sospechó siquiera este profundo sentido de la época por él fundada. Creyó que
había cerrado una evolución política anterior. (Véase parte II, cap. IV núm. 14.)
[36] Acaso las palabras de Napoleón a Goethe, tan significativas, querían decir esto mismo.
Napoleón dijo: «¿A qué hablar hoy del sino? La política es el sino».
[37] Que fue el que acabó dando su nombre a todo el imperio. Tsin: China.
[38] Véase parte II, cap. IV, núm. 14.
[39] Su verdadera fuerza no corresponde ya al sentido de ningún cargo o función pública.
[40] Véase parte II, cap. III, núm. 19.
[41] Va incluido en este libro, parte II, cap. IV, num. 4 y siguientes, 18 y siguientes, y cap. V,
núm. 7.
[42] La filosofía de este libro la debo a la filosofía de Goethe, tan desconocida, y sólo en
mucho menor cuantía, a la filosofía de Nietzsche. La posición de Goethe en la metafísica
occidental no ha sido bien comprendida todavía. Ni siquiera se le cita cuando se trata de
filosofía. Por desgracia, no ha formulado su teoría en un sistema rígido: por eso los sistemas
le olvidan. Pero fue filósofo. Adopté frente a Kant la misma posición que Platón representa
frente a Aristóteles, y también es aventurado reducir a Platón a un sistema. Platón y Goethe
representan la filosofía del devenir; Kant y Aristóteles, la de lo producido. Aquí la intuición se
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opone al análisis. Lo que no, es expresable con el entendimiento, se encuentra en
advertencias particulares y en poesías, como los versos órficos, o las estrofas «Cuando en
el infinito... » y «... Dice nadie...», que deben considerarse como encarnaciones de una
metafísica muy definida. En las siguientes palabras no quisiera ver cambiada ni una tilde: La
divinidad es activa en lo viviente, no en lo muerto; está en lo que deviene y se transforma,
no en lo ya producido y petrificado. Por eso la razón, en su tendencia a lo divino, se aplica a
lo que vive; el entendimiento se aplica a lo producido, petrificado, para utilizarlo
(Eckermann). En estas palabras se encierra toda mi filosofía.
Capítulo 1
El Sentido de los números.
1 [1]
Ante todo es necesario definir algunos conceptos fundamentales, que empleo aquí en un
sentido riguroso y en parte nuevo. Su contenido metafísico irá manifestándose por sí mismo
en el curso de la exposición; pero tienen que quedar desde un principio definidos sin
ambigüedades.
La distinción popular, corriente también en la filosofía, entre ser y devenir, no expresa
adecuadamente lo esencial de la oposición a que se refiere. Un devenir infinito—actuar,
«actualidad»—puede concebirse también como un estado y por lo tanto subsumirse en el
ser; sirvan de ejemplos los conceptos físicos de velocidad uniforme, de estado de
movimiento, o la representación fundamental de la teoría cinética de los gases. En cambio
cabe distinguir—con Goethe—el producirse y el producto [2] como últimos elementos de lo
que está absolutamente dado en la conciencia y con la conciencia. En todo caso, si se pone
en duda la posibilidad de reducir a conceptos abstractos los últimos fundamentos de lo
humano, el sentimiento muy claro y preciso, de donde brota esa oposición fundamental, que
toca a los extremos límites de la conciencia, es el elemento más primario que podemos
alcanzar.
De aquí se sigue con necesidad que el producto siempre implica un producirse y no
viceversa.
Distingo, además, con las denominaciones de lo propio y lo extraño dos hechos primarios de
la conciencia, cuyo sentido comprende todo hombre que se halle en el estado de vigilia—no
en el ensueño—con inmediata certidumbre interna, sin que pueda aclararse más por medio
de una definición. El elemento de lo extraño se halla siempre en cierta relación con el hecho
primario que designa la voz sensibilidad —mundo sensible—. La potencia expresiva de los
grandes filósofos se ha esforzado repetidas veces por aprehender rigurosamente esa
relación, empleando concepciones esquemáticas semiintuitivas: fenómeno y cosa en sí,
mundo como voluntad y representación, yo y no yo. Pero tal propósito excede de seguro las
posibilidades del conocimiento humano exacto.
Igualmente el hecho primario que llamamos sentimiento— mundo interior—contiene el
elemento de lo propio de una manera cuya rigurosa concepción permanece inasequible a los
métodos del pensamiento abstracto.
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Designo con las palabras alma y mundo una oposición que es idéntica a la conciencia
vigilante y puramente humana.
Hay grados en la claridad y agudeza de esta oposición, es decir, hay grados en la
espiritualidad de la conciencia vigilante, desde la sensibilidad intelectiva de los hombres
primitivos y del niño, que a pesar de ser nebulosa tiene a veces una claridad que llega a lo
profundo—a este grado pertenecen los momentos de inspiración religiosa y artística, que en
las épocas decadentes se hacen cada vez más raros—hasta la máxima agudeza de la
conciencia vigilante, en pura intelección; por ejemplo, el pensamiento de Kant y Napoleón.
En este estado, la oposición entre el alma y el mundo se convierte en la oposición entre
sujeto y objeto. Esta estructura elemental de la conciencia vigilante es un hecho
inmediatamente cierto, inasequible al análisis conceptual. Y esos dos elementos, separables
sólo por el lenguaje y, en cierto modo, artificialmente, existen siempre uno con otro, uno por
otro, y se presentan siempre en unidad, en totalidad, sin que nada justifique el prejuicio
gnoseológico del idealista y del realista nativos, que sostienen, el uno, que el alma es lo
primario, la «causa»—así dicen—del mundo, y el otro, que el mundo es la del alma.
En los sistemas filosóficos gravita el acento unas veces sobre el alma, otras sobre el mundo;
pero esta diferencia no tiene mas que una importancia biográfica que caracteriza la
personalidad del autor.
Si aplicamos los conceptos del producirse y del producto a esta estructura de la conciencia
vigilante, considerada como la tensa contraposición de dos términos, recibirá la palabra vida
un sentido que se acerca mucho al de la voz «producirse».
Cabe decir que el producirse y el producto constituyen la forma en que el hecho y el
resultado de la vida se presentan ante la conciencia vigilante. La vida propia, progrediente,
en constante ejecutividad, es representada en la conciencia vigilante—mientras dura el
estado de vigilia—por el elemento del devenir—este hecho se llama el presente—, y tanto la
vida como todo devenir en general poseen la enigmática nota de dirección, que el hombre
ha intentado fijar e interpretar en vano en todos los idiomas superiores por medio de la
palabra tiempo y los problemas que se conexionan con ella. De aquí se sigue una profunda
relación que une el producto (lo rígido) con la muerte.
Si el alma—tal como la sentimos, no tal como nos la imaginamos o representamos—la
llamamos posibilidad, y al mundo, en cambio, realidad, expresiones de cuyo sentido no nos
deja duda un sentimiento íntimo, nos aparecerá la vida como la forma en que la posibilidad
se realiza. Con referencia a la nota de dirección, la posibilidad se llama futuro; lo realizado,
pasado. La realización misma, centro y sentido de la vida, llevará el nombre de presente.
«Alma» es lo que está realizándose; «mundo», lo realizado; «vida», la realización. Las
expresiones momento, duración, evolución, contenido de la vida, destino, extensión, fin,
término, plenitud y vacío de la vida, reciben así una significación esencial para cuanto
digamos en adelante, sobre todo para la inteligencia de los fenómenos históricos.
Por último, las palabras historia y naturaleza se emplean aquí, como ya hemos dicho, en un
sentido muy preciso no usado hasta ahora. Significan los modos -posibles de reducir el
conjunto de lo consciente, el producirse y el producto, la vida y lo vivido, a una imagen
cósmica uniforme, espiritualizada y bien ordenada, imagen que será histórica o naturalista,
según sea el producirse o el producto, la dirección o la extensión—«el tiempo» o «el
espacio»—el que predomine y dé forma a la impresión indivisible. Pero no se trata aquí de
una alternativa entre dos posibilidades, sino de una escala infinitamente rica y variada. Hay
infinitas formas posibles del «mundo exterior», reflejo y testimonio de la propia existencia; y
esas formas posibles constituyen una escala, cuyos dos extremos son una intuición
puramente orgánica y una intuición puramente mecánica del mundo. El hombre primitivo—
tal como nos imaginamos su conciencia vigilante—y el niño—tal como recordamos nuestra
infancia—no poseen todavía ninguna de esas posibilidades estructuradas con suficiente
claridad. La condición de esta superior conciencia del mundo es, en primer término, el
lenguaje, y no un lenguaje humano cualquiera, sino un idioma culto que para el hombre
primitivo no existe aún, y para el niño, aunque existe, no está a su alcance. Dicho de otro
modo: ninguno de los dos posee todavía un pensamiento claro y distinto; vislumbra algo,
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pero no tiene un conocimiento real de la historia y de la naturaleza, en cuyo nexo su propia
existencia aparece incluida; no tiene cultura.
Este término importantísimo recibe aquí un sentido determinado, altamente significativo, que
va implícito en todo lo que hemos de decir en adelante. Refiriéndome a las palabras
«posibilidad» y «realidad», con que ya he designado antes el alma y el mundo, distinguiré
ahora la cultura posible y la cultura real, es decir, la cultura como idea de la existencia—
general o particular—y la cultura como el cuerpo de esa idea, como el conjunto de su
expresión sensible en el espacio: actos y opiniones, religión y Estado, artes y ciencias,
pueblos y ciudades, formas económicas y sociales, idiomas, derechos, costumbres,
caracteres, rostros y trajes. La historia es—en íntima afinidad con la vida, con el devenir— la
realización de la cultura posible [3].
Debemos añadir que estas nociones fundamentales son en gran parte incomunicables por
conceptos, definiciones y demostraciones. En su sentido más profundo han de ser sentidas,
vividas, intuidas. Existe una gran diferencia—rara vez apreciada—entre vivir una cosa y
conocer una cosa, entre la certeza inmediata, que proporcionan las varias clases de
intuición—iluminación, inspiración, visión artística, experiencia de la vida, golpe de vista del
entendido en hombres, «fantasía sensible exacta» de Goethe—y los resultados de la
experiencia intelectual y de la técnica experimental. Para comunicar aquélla, sirven la
comparación, la imagen, el símbolo; para comunicar éstos, sirven la fórmula, la ley, el
esquema. El objeto del conocimiento es lo producido, o, mejor dicho, el acto del
conocimiento, una vez verificado, es para el espíritu humano—como demostraremos—
idéntico al objeto. Pero el producirse mismo sólo puede ser vivido, sentido en una
aprehensión profunda e inefable. He aquí el fundamento de eso que llamamos experiencia
de la vida, conocimiento de los hombres. Comprender la historia es como conocer a los
hombres, en el más alto sentido de la palabra. La pura imagen histórica no es visible sino
para quien la mira con esa mirada que penetra en lo íntimo de las almas y que nada tiene
que ver con los medios del conocimiento estudiados en la Critica de la razón pura. El
mecanismo de una imagen naturalista, v. g., el mundo de Newton y de Kant, se conoce, se
concibe, se analiza, se reduce a leyes y ecuaciones, y, finalmente, a un sistema. El
organismo de una pura imagen histórica, v. g., el mundo de Plotino, Dante y Bruno, se
intuye, se vive internamente, se aprehende como forma y símbolo y se reproduce por último
en concepciones poéticas y artísticas.
La «naturaleza viviente» de Goethe es una imagen histórica del mundo [4].
2
Para hacer ver cómo un alma intenta realizarse en la imagen del mundo que la circunda;
para mostrar hasta qué punto la cultura realizada es expresión y copia de una idea de la
existencia humana, tomaré por ejemplo el número, elemento que la matemática recibe pura
y simplemente para poder constituirse. Y elijo el número porque la matemática, ciencia que
pocos pueden penetrar en toda su profundidad, ocupa un puesto peculiar entre todas las
creaciones del espíritu. Es una ciencia de estilo riguroso, como la lógica, pero más amplia y
mucho más rica de contenido; es un verdadero arte, que puede ponerse al lado de la
plástica y de la música, porque, como éstas, ha menester una inspiración directriz y amplias
convenciones formales para su desarrollo; es, por último, una metafísica de primer orden,
como lo demuestran Platón, y sobre todo Leibnitz. El desarrollo de la filosofía se ha
verificado hasta ahora en íntima unión con una matemática correspondiente. El número es
el símbolo de la necesidad causal. Contiene, como el concepto de Dios, el último sentido del
universo, considerado como naturaleza. Por eso puede decirse que la existencia de los
números es un misterio, y el pensamiento religioso de todas las culturas ha afirmado
siempre esta impresión [5].
Así como todo producirse tiene la nota primaria de dirección—irreversibilidad—, así también
todo producto tiene la nota de extensión, de tal suerte que no parece posible distinguir sin
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artificio el sentido de estas palabras. El enigma propio de lo producido y por lo tanto de lo
extenso—en el espacio y la materia—se manifiesta en el tipo del número matemático, que
se opone al número cronológico. En la esencia del número matemático hay el propósito de
una limitación mecánica. El número tiene en esto gran afinidad con la palabra, la cual—
como concepto, esto es, captando, o como signo, esto es, dibujando—limita igualmente las
impresiones del mundo. Lo más hondo aquí resulta siempre inaprensible e inexplicable. El
número real con que trabaja el matemático, el signo numérico, exactamente representado,
hablado y escrito —cifra, fórmula, guarismo, figura—es ya, como la palabra pensada, dicha,
escrita, un símbolo óptico, sensible y comunicable, una cosa que la visión interna y externa
puede captar y en la que aparece realizada la limitación. El origen de los números se parece
al origen del mito. El hombre primitivo considera las confusas impresiones de la
naturaleza—«lo extraño»—como deidades, numina, y las conjura, limitándolas por medio de
un nombre. De igual manera los números sirven para circunscribir y, por lo tanto, conjurar
las impresiones de la naturaleza. Por medio de los nombres y de los números, la inteligencia
humana adquiere poder sobre el mundo. El ¿Idioma de signos de una matemática y la
gramática de una lengua hablada tienen, en último término, la misma estructura. La lógica
es siempre una especie de matemática y viceversa. Por eso, en todos los actos de la
intelección humana llagué están relacionados con el número matemático—medir, contar,
dibujar, pesar, ordenar, dividir [6]—existe la tendencia a limitar la extensión, tendencia que
igualmente se manifiesta en sentido verbal por las formas de la demostración, la conclusión,
la proposición, el sistema. Actos de esta índole, de que apenas nos damos cuenta, son los
que hacen que para la conciencia humana vigilante haya objetos determinados por números
de orden, propiedades, relaciones, lo singular, unidad y pluralidad, una estructura, en suma,
del universo, que el hombre siente como necesaria e invariable y que llama «naturaleza» y
que «conoce» como tal. La naturaleza es lo numerable. La historia es el conjunto de lo que
no tiene relación con la matemática. De aquí la certeza matemática de las leyes naturales y
la admirable concepción de Galileo, que la naturaleza está scritta in lingua matemática; de
aquí el hecho, subrayado por Kant, de que la física exacta llega exactamente adonde llegue
la posibilidad de aplicar los métodos matemáticos.
En el número, como signo de la total limitación extensiva, reside; pues, como lo comprendió
Pitágoras, o quien fuera, con la íntima certidumbre de una sublime intuición religiosa, la
esencia de todo lo real, esto es, de lo producido, de lo conocido y, al mismo tiempo,
limitado. Mas no debe confundirse la matemática, considerada como la facultad de pensar
prácticamente los números, con el concepto mucho más estrecho de la matemática como
teoría de los números desarrollada en forma hablada o escrita. Ni la matemática escrita ni la
filosofía explicada en libros teóricos representan todo el caudal de intuiciones y
pensamientos matemáticos y filosóficos que atesora una cultura. Hay otras muchas maneras
de dar forma perceptible al sentimiento que sirve de fundamento a los números. Al
comienzo de toda cultura aparece un estilo arcaico, que no sólo en el primitivo arte helénico
hubiera debido llamarse geométrico. Un rasgo común, netamente matemático, se encuentra
sucesivamente en ese estilo antiguo del siglo x, en el estilo de los templos de la cuarta
dinastía de Egipto, con su absoluto predominio de la línea y del ángulo rectos, en los
relieves de los sarcófagos cristianos primitivos y en la construcción y ornamentación
románica. Toda línea, toda figura de hombre o animal, con su tendencia no imitativa,
manifiesta aquí un pensamiento místico de los números, que está en inmediata relación con
el misterio de la muerte —de lo rígido—. Las catedrales góticas y los templos dóricos son
matemática Metrificada. Cierto que Pitágoras concibió científicamente el número «antiguo»
como principio de un orden universal de las cosas palpables, como medida o magnitud. Pero
justamente entonces se manifiesta también el número como ordenamiento estético de
unidades sensibles y corpóreas; y ello sucede en el canon riguroso de la estatua y en el
orden dórico de las columnas. Todas las artes mayores son modos de limitación y tienen el
mismo carácter significativo que los números.
Basta recordar el problema del espacio en la pintura. Un gran talento matemático puede
muy bien, sin ciencia, llegar a ser productivo y adquirir plena conciencia de sí mismo. Ante
el poderoso sentido de los números que revelan la distribución del espacio en las Pirámides,
la técnica de la construcción, de la irrigación, de la administración, y no hablemos del
calendario egipcio, durante el Antiguo Imperio, nadie se atreverá a pensar que el nivel de la
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matemática egipcia esté exactamente representado por el insignificante «Libro de cuentas
de Ames», escrito en la época del Nuevo Imperio. Los naturales de Australia, cuyo
desarrollo espiritual corresponde al estadio del hombre primitivo, poseen un instinto
matemático o, lo que es lo mismo, un pensar numérico que no ha llegado a hacerse
comunicable por palabras y signos, pero que, en lo que se refiere a la interpretación de la
espacialidad pura, supera con mucho al de los griegos. Han inventado el bumerang, cuyos
efectos nos permiten suponer en esos salvajes una familiaridad sentimental con cierta índole
de números que nosotros incluiríamos en las regiones del análisis geométrico superior.
Correspondiendo a esto—en virtud de un nexo que más adelante explicaremos—, poseen un
ceremonial complicadísimo y un léxico de gradaciones tan sutiles para expresar los grados
de parentesco, como no se encuentra en ninguna otra Cultura, ni aun en las más elevadas.
En cambio, los griegos, en la época de su florecimiento, en el siglo de Pericles, no tenían
sentido ni del ceremonial en la vida pública ni de la soledad; todo lo cual se ajusta muy
exactamente a la matemática euclidiana. Lo contrario sucede en la época del barroco, que
vio aparecer a un tiempo mismo el análisis del espacio, la corte del rey Sol y un sistema
político basado en los parentescos dinásticos.
Así, el estilo de un alma halla su expresión en un mundo numérico; mas no solamente en la
concepción científica del mismo.
3
De aquí se sigue una circunstancia decisiva que ha permanecido oculta hasta ahora para los
mismos matemáticos.
No hay ni puede haber número en sí. Hay varios mundos numéricos porque hay varias
culturas. Encontramos diferentes tipos de pensamiento matemático y, por tanto, diferentes
tipos de número; uno indio, otro árabe, otro antiguo, otro occidental. Cada uno es
radicalmente propio y único; cada uno es la expresión de un sentimiento del universo; cada
uno es un símbolo, cuya validez está exactamente limitada aún en lo científico; cada uno es
principio de un ordenamiento de lo producido, en que se refleja lo más profundo de un alma
única, centro de una cultura única. Hay, por lo tanto, más de una matemática. Pues no cabe
duda que la estructura interna de la geometría euclidiana es completamente distinta de la
cartesiana; el análisis de Arquímedes es muy diferente del de Gauss, no sólo por lo que toca
al lenguaje de las formas, al propósito y a los medios, sino sobre todo por la raíz profunda,
por el sentido primario del número, cuya evolución científica expone. Ese número, esa
peculiar intuición del límite que en el número se hace sensible con evidencia absoluta, la
naturaleza entera, por lo tanto, el mundo extenso, cuya imagen surge de esa limitación y
que no admite ser tratado mas que por una sola especie de matemática; todo eso nos habla
no de humanidad universal, sino siempre y en todo caso de una determinada índole
humana.
El estilo de una matemática naciente depende pues, de la cultura en que arraiga, de los
hombres que la construyen.
El espíritu puede desplegar científicamente las posibilidades de esa cultura; puede
concebirlas y llegar en su tratamiento a la máxima madurez; pero le es totalmente imposible
modificarlas. En las primeras formas de la ornamentación antigua y de la arquitectura gótica
estaba ya realizada la idea de la geometría euclidiana y del cálculo infinitesimal, muchos
siglos antes de que naciese el primer matemático de esas culturas.
El momento en que comienza la comprensión del número y del idioma se caracteriza por
una profunda experiencia íntima, verdadero despertar del yo, que de un niño hace un
hombre, un miembro de una cultura. A partir de este momento existen para la conciencia
vigilante objetos, esto es, cosas ilimitadas y bien distintas por su número y su especie. A
partir de este momento, existen propiedades bien determinables, conceptos, un nexo causal,
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un sistema del mundo circundante, una forma del mundo, leyes del mundo—la, ley es lo
asentado en firme y, por esencia, lo limitado, lo rígido, lo sometido a números—. En este
momento se produce un sentimiento súbito y casi metafísico de temor y respeto a lo que
significan profundamente las palabras medir, contar, dibujar, formar.
Kant ha dividido el campo del saber humano en síntesis a priori— necesarias y
universales—y síntesis a posteriori—derivadas de la experiencia—, y ha situado entre las
primeras el conocimiento matemático, dando asi, sin duda, una expresión abstracta a un
sentimiento íntimo muy poderoso. Pero, en primer lugar, no existe una estricta separación
entre ambas clases de síntesis (esto se ve muy bien en numerosos ejemplos de la alta
matemática y mecánica modernas), aunque a juzgar por la procedencia del principio esa
separación debiera ser rigorosa y absoluta; y, en segundo lugar, el a priori, sin duda una de
las más geniales concepciones de toda crítica gnoseológica, es un concepto lleno de
dificultades. Kant presupone en él, sin tomarse el trabajo de probarlo—prueba que por lo
demás es imposible en absoluto dar—que la forma de toda actividad espiritual no sólo es
inmutable, sino también idéntica en todos los hombres. Y a consecuencia de ello no advirtió
una circunstancia de importancia incalculable, porque, para contrastar sus pensamientos con
la realidad científica, no hizo uso de otros hábitos mentales que los de su tiempo, por no
decir los de su persona. Y no pudo ver que esa «validez universal» de los teoremas es en
realidad harto vacilante e insegura.
Junto a ciertos factores que sin duda alguna tienen una amplísima validez y son
independientes, al parecer, por lo menos, de la cultura y del siglo a que pertenece el sujeto
cognoscente, hay además en todo pensamiento una necesidad formal de muy otra índole, y
a la cual el hombre se halla constreñido, no como hombre en general, sino como miembro
de una cierta cultura, con exclusión de otra cualquiera. Hay, pues, dos muy distintas
especies de a priori, y nadie podrá contestar nunca a la pregunta siguiente, que rebasa toda
posibilidad de conocimiento: ¿Cuál es el límite entre esos dos a priori, si es que, en realidad,
tal límite existe? Nadie hasta ahora se ha atrevido a afirmar que la constancia de las formas
espirituales, considerada por todos como evidente, es una ilusión, y que en la historia hay
más de un estilo de conocimiento. Pero recordemos que la unanimidad de pareceres en
cosas que no se han presentado aún como problemáticas lo mismo puede demostrar la
generalidad de una verdad que la generalidad de un error. En todo caso, había aquí una
obscuridad, y lo exacto hubiera podido inferirse de la no coincidencia de todos los
pensadores.
Ahora bien; el verdadero descubrimiento consiste en comprender que esa variedad de
pensamientos no procede de una imperfección del espíritu humano, no obedece al carácter
provisional y fragmentario del conocimiento, no es un defecto, en suma, sino el resultado
forzoso de una necesidad histórica, la necesidad de un sino. Lo más hondo, lo último que el
hombre puede conocer no ha de derivarse de la constancia, sino de la variedad y de la
lógica orgánica de esta variedad.
La morfología comparativa de las formas del conocimiento es un problema que aun le queda
por resolver al pensamiento occidental.
4
Si la matemática fuese una mera ciencia, como la astronomía o la mineralogía, podríamos
definir su objeto. Pero nadie ha podido ni puede dar esa definición. En vano aplicaremos
nosotros, los occidentales, nuestro propio concepto científico del número, violentamente, al
objeto de que se ocupaban los matemáticos de Atenas y Bagdad; es lo cierto que el tema, el
propósito y el método de la ciencia que en estas ciudades llevaba el mismo nombre, eran
muy diferentes de los de nuestra matemática. No hay una matemática; hay muchas
matemáticas. Lo que llamamos historia «de la» matemática, supuesta realización progresiva
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de un ideal único e inmutable, es, en realidad, si damos de lado a la engañosa imagen de la
historia superficial, una pluralidad de procesos cerrados en sí, independientes, un nacimiento
repetido de distintos y nuevos mundos de la forma, que son incorporados, luego
transfigurados y, por último, analizados hasta sus elementos finales, un brote puramente
orgánico, de duración fija, una florescencia, una madurez, una decadencia, una muerte. No
nos engañemos. El espíritu antiguo creó su matemática casi de la nada. El espíritu
occidental, histórico, había aprendido la matemática antigua, y la poseía—aunque sólo
exteriormente y sin incorporarla a su intimidad—; hubo, pues, de crear la suya modificando y
mejorando, al parecer, pero en realidad aniquilando la matemática euclidiana, que no le era
adecuada. Pitágoras llevó a cabo lo primero; Descartes, lo segundo. Pero los dos actos son,
en lo profundo, idénticos.
La afinidad entre el lenguaje formal de una matemática y el de las artes mayores de la
misma época [7] no admite, pues, ninguna duda. El sentimiento vital de los pensadores y de
los artistas es muy distinto; pero los medios de que dispone su conciencia vigilante para
expresarse son, en su interioridad, de idéntica forma. El sentimiento de la forma en el
escultor, pintor y músico es esencialmente matemático. El análisis geométrico y la
geometría proyectiva del siglo XVII revelan una ordenación espiritual de un universo infinito;
es la misma que la música de esa época quiere evocar, aprehender, realizar con su
armonía, derivada del arte del bajo cifrado, verdadera geometría del espacio musical; la
misma también que su hermana, la pintura al óleo, quiere realizar mediante un principio de
perspectiva—conocido sólo en Occidente—, que es como la geometría sentimental del
espacio plástico. Esto es lo que Goethe llamaba la idea. La forma de la idea puede intuirse
inmediatamente en lo sensible; pero la ciencia no es intuición, sino observación y análisis.
Mas la matemática traspasa los linderos de la observación y del análisis y, en sus momentos
supremos, procede por intuición, no por abstracción. De Goethe son estas hondas palabras:
«El matemático no es perfecto sino cuando siente la belleza de la verdad.» Bien se
comprende aquí que el enigma del número está muy próximo al misterio de la forma
artística. El matemático genial tiene su puesto junto a los grandes maestros de la fuga, del
cincel y del pincel, que aspiran también a comunicar, a realizar, a revestir de símbolos ese
gran orden de todas las cosas que el hombre vulgar de cada cultura lleva en sí sin poseerlo
realmente. Así, el reino de los números es, como el de las armonías, el de las líneas y el de
los colores, una reproducción de la forma cósmica. Por eso la voz «creador» significa en la
matemática algo más que en las simples ciencias. Newton, Gauss, Riemann fueron
naturalezas artísticas. Léanse sus obras y se verá que sus grandes concepciones les
vinieron de repente. «Un matemático—decía el viejo Weierstrass—que no tenga también
algo de poeta no será nunca un matemático completo.»
La matemática, pues, es también un arte. Tiene su estilo y sus períodos. No es, como el
lego cree—y también el filósofo, en tanto que juzga como lego—, de inmutable substancia,
sino que está sometida, como todo arte, a cambios imperceptibles, de época en época. No
debiera estudiarse la evolución de las artes mayores sin conceder a la matemática una
mirada, que de seguro no sería infructuosa. Nunca se han investigado al detalle las
relaciones harto profundas que existen entre las variaciones de la teoría musical y el análisis
del infinito; y, sin embargo, la estética habría sacado más fruto de estos estudios que de
todas las investigaciones «psicológicas». Una historia de los instrumentos musicales daría
sin duda resultados de gran importancia, si se hiciese, no desde el punto de vista técnico
(producción del sonido), como es lo corriente, sino partiendo de los últimos fundamentos
espirituales en que radica la aspiración al colorido y al efecto sonoros. El deseo de llenar el
espacio de infinitas sonoridades, deseo que se intensifica hasta el punto de convertirse en
angustioso y anhelante, ha producido las dos familias predominantes de los instrumentos
musicales modernos: la de teclado—órgano, piano—y la de cuerda, por oposición a la lira,
cítara, caramillo y siringa antiguos y al laúd árabe. Esas dos familias, sea cual fuere su
procedencia técnica, responden a un espíritu musical, que se forma en el norte
germanocelta, entre Irlanda, el Weser y el Sena. El órgano y el clavicordio proceden
seguramente de Inglaterra. Los instrumentos de cuerda reciben su forma definitiva en la
Italia del norte, entre 1480 y 1530. El órgano se ha desarrollado principalmente en Alemania
hasta convertirse en el instrumento que domina el espacio, en ese gigantesco aparato que
no tiene semejante en toda la historia de la música. El arte de Bach y su tiempo es
enteramente el análisis de un inmenso mundo de sonoridades. De igual manera el hecho de
que los instrumentos de cuerda y de Viento no se toquen solos, sino por grupos de igual
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timbre, Según las distintas alturas de la voz humana (cuarteto de cuerda, instrumentos de
madera, grupo de trompas) corresponde adecuadamente a la íntima estructura del
pensamiento matemático occidental y no a la de la matemática antigua; de suerte que la
historia de la orquesta moderna, con sus invenciones de nuevos instrumentos y sus
transformaciones de los más viejos, es, en realidad, la historia de un universo sonoro que
podría describirse muy bien con expresiones tomadas del análisis superior.
5
El círculo de los pitagóricos, hacia 540, llegó a la concepción de que el número es la esencia
de todas las cosas. Esto no es, como suele decirse, «un gran paso en el desarrollo de la
matemática». Es más aún: es propiamente el orto de una matemática nueva, creada en las
profundidades del alma «antigua», teoría consciente de si misma, que ya se había
anunciado en problemas metafísicos y en tendencias de la forma artística.
Es una nueva matemática, como la de los egipcios, que nunca fue escrita, y como la de la
cultura babilónica, con sus formas algebraico-astronómicas y sus sistemas de coordenadas
eclípticas. Pero la matemática egipcia y la matemática babilónica, que vinieron al mundo en
una hora grande de la historia, estaban ya muertas hacía mucho tiempo cuando nació la
matemática griega. Esta, que en lo esencial llega a su conclusión en el siglo II antes de
Jesucristo, acabó por desaparecer también del mundo, aun cuando semeja perdurar todavía
en nuestras denominaciones. Más tarde fue substituida por la matemática árabe. Lo que
conocemos de la matemática alejandrina nos permite suponer que le precedió un gran
movimiento, cuyo centro debió de estar en las escuelas persas y babilónicas, como Edessa,
Seleucia y Ctesifon. Esta matemática prealejandrina no ejerció influencia sobre el espíritu
antiguo, a no ser por algunos pequeños detalles. Los matemáticos de Alejandría, aunque
tienen nombres griegos—como Zenodoro, que estudió las figuras isoperimétricas; Sereno,
que investigó las propiedades de un haz de radiaciones armónicas en el espacio; Hypsicles,
que introdujo la división caldea del círculo y, sobre todo, Diofanto—son todos, seguramente,
arameos, y sus tratados representan una pequeña parte de una literatura escrita
principalmente en lengua siria [8]. Esta matemática llegó a su plenitud en la ciencia árabeislámica, y cuando ésta, a su vez, hubo muerto, surgió mucho después, en un nuevo suelo,
una nueva creación, la matemática occidental, la matemática nuestra, la que nosotros, con
extraña ceguera, consideramos como única matemática, como la cima y remate de una
evolución de dos mil años, pero que, en verdad, casi ha cumplido ya su tiempo, prefijado
para ella tan rigurosamente como para las anteriores.
La afirmación de que el número es la esencia de todas las cosas aprensibles por los sentidos
sigue siendo la más valiosa proposición de la matemática antigua. En ella, el número se
define como medida, expresando así el sentimiento cósmico de un alma apasionadamente
entregada al ahora y al aquí. Medir, en este sentido, significa medir algo próximo y corpóreo.
Pensemos en la obra que compendia todo el arte antiguo: la estatua de un hombre desnudo.
Lo más esencial y significativo de la existencia, el ethos de la vida, se halla ahí
íntegramente expresado en los planos, medidas y proporciones sensibles de las partes. El
concepto pitagórico de la armonía numérica, aunque deducido acaso de una música que no
conocía la polifonía ni la armonía y que, a juzgar por la forma de sus instrumentos, buscaba
un sonido único, pastoso y casi corpóreo, parece enteramente forjado para ideal de esa
plástica. La piedra labrada no es una cosa sino en cuanto posee límites bien calculados, una
forma bien medida; es lo que es, porque el cincel del artista le ha dado ese su ser; de otra
suerte sería un caos, algo no realizado aún y, por lo pronto, nada. Este sentimiento,
trasladado a lo grande, es el que crea el cosmos, en oposición al caos, el mundo exterior del
alma «antigua», el orden armónico de todas las cosas singulares, limitadas, de palpable
presencia. La suma de esas cosas es justamente el mundo entero. Lo que media entre las
cosas, el espacio cósmico, en el cual nosotros los occidentales ponemos todo el pathos de
un símbolo magno, es para los griegos la nada, tò m¯ ön [9]. Para el antiguo, extensión
significa cuerpo; para nosotros, espacio, como función del cual nos «aparecen» las cosas.
Desde este punto de vista se llega acaso a descifrar el concepto más profundo de la
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metafísica antigua, el peiron [10] de Anaximandro. Esta palabra no puede traducirse a
ningún idioma occidental; peiron es lo que no posee «número», en el sentido pitagórico; lo
que no tiene medida, ni límite, ni por lo tanto esencia; es lo inmenso, lo informe, la estatua
antes de surgir labrada del bloque. Esto es la Œrx® [11], lo que a la vista es ilimitado e
informe, pero que, cuando recibe límites y se individualiza, se transforma en algo: el mundo.
Es la forma a priori del conocimiento «antiguo»; es la corporeidad en sí. En la imagen
kantiana del mundo, el lugar correspondiente lo ocupa el espacio absoluto que Kant podía
pensar, «excluyendo de él todas las cosas».
Ahora ya se comprenderá lo que separa unas matemáticas de otras y especialmente la
«antigua» de la occidental. Para el pensamiento antiguo, para el sentimiento cósmico de los
antiguos, la matemática no podía ser mas que teoría de las relaciones de magnitud, medida
y figura entre cuerpos sólidos.
Cuando Pitágoras, movido por ese sentimiento, halló la fórmula decisiva, era para él el
número precisamente un símbolo óptico, no una forma en general o una relación abstracta;
era el signo de la limitación de las cosas, que abarcamos con la mirada, como individuos
sueltos. Toda la antigüedad, sin excepción, concibió los números como unidades de medida,
magnitudes, distancias, superficies. No podía representarse otra especie de extensión. La
matemática antigua es, en última instancia, estereometría. Cuando Euclides—que concluyó
el sistema de esa matemática en el siglo III—habla de un triángulo, se refiere con íntima
necesidad a la superficie límite de un cuerpo, nunca a un sistema de tres rectas secantes o a
un grupo de tres puntos en el espacio de tres dimensiones. Llama a la línea «longitud sin
anchura»:
( m°kow Œplat¡w ) .
En nuestra época, esta definición sería defectuosa. En la matemática antigua es excelente.
El número occidental no nace, como pensaba Kant y el mismo Helmholtz, de «la intuición a
priori del tiempo». Es algo específicamente espacial, como ordenamiento de unidades
homogéneas. El tiempo real no tiene la menor relación con las matemáticas; lo iremos
viendo claramente en lo sucesivo.
Los números pertenecen exclusivamente a la esfera de lo extenso. Pero hay tantas maneras
posibles—y por ende necesarias—de representarse el orden de lo extenso como existen
culturas. El número antiguo no es el pensamiento de relaciones espaciales, sino de unidades
tangibles, limitadas para los ojos del cuerpo. La «antigüedad», por lo tanto—ello se sigue
necesariamente—, no conoció mas que los números «naturales»; —positivos enteros—que
entre las muchas y muy abstractas especies numéricas de nuestra matemática occidental —
sistemas complejos, hipercomplejos, no arquimédicos, etc. —no ocupan un lugar
privilegiado.
Por eso la representación de los números irracionales, o cómo decimos nosotros, fracciones
decimales infinitas, ha sido siempre irrealizable para el espíritu griego. Dice Euclides—y
esto hubiera debido comprenderse mejor —que las distancias inconmensurables no se
comportan como números. Y en realidad, si se analiza el concepto de número irracional, se
ve que el concepto de número y el concepto de magnitud están en él perfectamente
separados, porque los números irracionales, v. g., p no pueden ser nunca exactamente
limitados o representados por una distancia. De aquí se sigue que para el número antiguo,
que es justamente límite sensible, magnitud conclusa y nada más, la representación, v. gr.,
de la relación del lado del cuadrado con la diagonal, entra en contacto con una idea
numérica totalmente distinta, muy extraña al sentimiento antiguo del universo y, por lo tanto,
intolerable, idea que parece próxima a descubrir el arcano de la propia existencia. Este
sentimiento se expresa en un extraño mito griego, de época posterior, según el cual el
primero que sacó a la luz pública la noción de lo irracional perdió la vida en un naufragio,
«porque lo inexpresable e inimaginable debe siempre permanecer oculto». Quien sienta el
terror que se manifiesta en este mito—es el mismo terror que estremecía a los griegos de la
época más floreciente ante la idea de ensanchar sus minúsculos Estados-ciudades,
convirtiéndolos en territorios políticamente organizados; ante las perspectivas de largas
calles en línea recta y avenidas interminables; ante la astronomía babilónica, con sus
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infinitos espacios estelares; ante la idea de salir del Mediterráneo con rumbos que ya de
antiguo habían descubierto las naves egipcias y fenicias; es la misma angustia metafísica
que les atenazaba al pensar en la disolución de lo tangible, lo sensible, lo presente, lo actual,
con que la existencia antigua se había construido como una cerca protectora, allende la cual
yacía no sabemos qué cosa inquietante, una sima, un elemento primario de ese cosmos,
creado y mantenido en cierto modo artificialmente—, quien comprenda ese sentimiento, ha
comprendido también el sentido más hondo del número antiguo, la medida opuesta a lo
inmenso, y ha logrado compenetrarse con el superior ethos religioso de esa limitación.
Goethe, al estudiar la naturaleza, ha conocido muy bien ese sentimiento; y así se explica su
polémica, casi angustiosa, contra la matemática que, en realidad—y esto nadie todavía lo ha
entendido bien—, iba dirigida instintivamente contra la matemática no «antigua», contra el
cálculo infinitesimal, que servía de fundamento a la física de su tiempo.
El sentimiento religioso de los antiguos va condensándose en manifestaciones cada vez
más expresivas, en cultos sensibles, actuales— locales— que corresponden a deidades
euclidianas. La religión griega no conoció los dogmas abstractos, que flotan en los espacios
mostrencos del pensamiento. El culto es al dogma pontificio como la estatua es al órgano de
nuestras catedrales. La matemática euclidiana tiene sin duda algo de culto. Recuérdese la
teoría secreta de los pitagóricos y la teoría de los poliedros regulares con su significación en
el esoterismo de los platónicos. Por otra parte, a esta relación entre el culto y la matemática
antigua corresponde en Occidente la profunda afinidad entre el análisis del infinito, a partir
de Descartes, y la dogmática de la misma época, en su progresión, que va desde las últimas
decisiones de la Reforma y
la Contrarreforma hasta el deísmo puro, libre de toda referencia a lo sensible. Descartes y
Pascal fueron matemáticos y jansenistas. Leibnitz fue matemático y pietista. Voltaire,
Lagrange y d'Alembert son contemporáneos. Para el alma antigua, el principio de lo
irracional, esto es, la destrucción de la serie estatuaria de los números enteros,
representantes de un orden perfecto del mundo, fue como un criminal atentado a la
divinidad misma. Este sentimiento se percibe claramente en el Timeo de Platón. La
transformación de la serie discontinua de los números en una serie continua pone en
cuestión no sólo el concepto «antiguo» del número, sino hasta el concepto del mundo
antiguo. Se comprende ahora que en la matemática antigua no fuesen posibles no ya el cero
como número —refinada creación de admirable energía, que aniquila toda representación
sensible y, para el alma india, que la concibió como base del sistema de posición, constituye
la clave para desentrañar el sentido de la realidad—, pero ni siquiera los números negativos,
que nosotros nos representamos sin dificultad. En efecto, no hay magnitudes que sean
negativas. La expresión — --2. -3 = + 6 ni es intuíble ni representa una magnitud. Con + 1
termina la serie de las magnitudes.
En la representación gráfica de los números negativos
(+3 +2 +1 0 -1 -2 -3)
._ ._ ._ ._ ._ ._ ._
cada signo, a partir del cero, se convierte de pronto en símbolo positivo de algo negativo.
Significa algo, pero ya no es nada. Mas el pensamiento aritmético antiguo no estaba
orientado en la dirección de un acto mental como éste.
Todo lo que nace del espíritu antiguo asciende a la categoría de realidad, por medio de la
limitación plástica. Lo que no puede dibujarse no es «número». Platón, Archytas y Eudoxo
hablan de números superficiales y números corporales cuando quieren expresar nuestra
segunda y tercera potencia; y se comprende muy bien que no exista para ellos el concepto
de potencias mayores en los números enteros. Una potencia cuarta sería un absurdo, porque
el sentimiento plástico fundamental de los antiguos exigiría inmediatamente que se la
imaginase como extensión material de cuatro dimensiones.
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Una expresión como e –ix, que aparece muchas veces en nuestras fórmulas, o simplemente
el signo 51/2, que fue empleado en el siglo XIV por Nicolás Oresme, les hubiera parecido a
los griegos completamente absurdo. Euclides llama lados (pleuraÜ) a los factores de un
producto. Para investigar en números enteros la relación entre dos distancias, el antiguo
cuenta por quebrados—finitos, naturalmente—. Por eso no puede manifestarse la idea del
cero como número; en efecto, el cero no tiene un sentido que pueda dibujarse. Contra esto
no cabe argumentar diciendo que la matemática griega constituye precisamente el «estadio
primitivo» en la evolución «de la» matemática. Tal objeción lleva impreso el sello
característico de nuestros hábitos mentales. Pero la matemática antigua no es un preludio;
dentro del mundo que la «antigüedad» se creó a sí misma, constituye un todo perfecto, y
sólo nosotros no lo consideramos así. La matemática babilónica y la india, construidas
mucho antes que la griega, habían ya elaborado, como elementos esenciales de su mundo
numérico, esas mismas nociones que para el sentimiento de los antiguos resultaban
absurdas; y algunos pensadores griegos las conocían. La matemática, repetimos, es una
ilusión. Un pensamiento matemático y, en general, científico, es exacto, convincente,
«necesario lógicamente», cuando corresponde perfectamente al propio sentimiento de la
vida. De lo contrario, es imposible, falso, absurdo, o como solemos decir nosotros con el
orgullo de los espíritus históricos, «primitivo». La matemática moderna, obra maestra del
espíritu occidental—«verdadera» sólo para este espíritu—le hubiera parecido a Platón una
ridicula y fatigosa aberración que se aproxima, a veces, a la matemática verdadera, la
«antigua». ¡Cuántas grandes concepciones de otras culturas no habremos dejado perderse,
por no poder acomodarlas en nuestro pensamiento con sus propias limitaciones o lo que es
lo mismo, por sentirlas falsas, superfluas y absurdas!
6
La matemática antigua, teoría de magnitudes intuitivas, no quiere interpretar sino los hechos
del presente palpable; por lo tanto, limita su investigación y su vigencia a ejemplos próximos
y pequeños. En esto la matemática antigua es perfectamente consecuente consigo misma.
En cambio la matemática occidental se ha conducido con una falta de lógica, que el
descubrimiento de las geometrías no euclidianas ha puesto claramente de manifiesto. Los
números son formaciones intelectuales que no tienen nada de común con la percepción
sensible; son formaciones del pensamiento puro [12] que poseen en sí mismas su validez
abstracta. ¿Pueden aplicarse exactamente a la realidad de la percepción inteligente? He
aquí un problema continuamente planteado y nunca resuelto a satisfacción. La congruencia
de los sistemas matemáticos con los hechos de la experiencia diaria no tiene por de pronto
nada de evidente. Según el prejuicio vulgar—que Schopenhauer comparte—, la intuición
posee una evidencia matemática inmediata; y, sin embargo, la geometría euclidiana, que
idéntica grosso modo a la geometría popular de todos los tiempos, no coincide con la
intuición sino en muy estrechos límites —en el papel—. En la intuición de remotas distancias
vemos a las paralelas juntamente en el horizonte. Sobre este hecho descansa toda la
perspectiva pictórica. Y, sin embargo,
Kant, prescindiendo de «la matemática de lo lejano», olvido imperdonable en un pensador
occidental, apela siempre a figuras pequeñas en las que, justamente por su pequeñez, no
puede presentarse el problema propiamente occidental, el problema infinitesimal del
espacio. De la misma manera Euclides, cuando quiere dar a sus axiomas certidumbre
intuitiva, tiene buen cuidado de no referirse a un triángulo imposible de dibujar ni de «intuir»,
como, por ejemplo, el que forman el observador y dos estrellas fijas. Pero en esto procede
de acuerdo con el modo de sentir antiguo; obedece a aquel terror ante lo irracional que
impidió a los antiguos concebir la nada como cero, como número, excluyendo de la
contemplación cósmica las relaciones inconmensurables para conservar intacto el símbolo
de la medida.
Aristarco de Samos, que vivió en Alejandría entre 288 y 277, en un círculo de astrónomos
relacionados sin duda alguna con las escuelas de Persia y Babilonia, bosquejó un sistema
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heliocéntrico [13] del universo que, al ser nuevamente descubierto por Copérnico, causó en
Occidente una profunda emoción metafísica — recuérdese a Giordano Bruno — y fue como
el cumplimiento de grandes presagios, la confirmación de aquel sentimiento fáustico y gótico
que, en la arquitectura de las catedrales, ofrendara un sacrificio a la idea del espacio infinito.
Pero las ideas de Aristarco de Samos fueron recibidas por los antiguos con una indiferencia
absoluta y bien pronto —dijérase intencionadamente—olvidadas. Sus partidarios se
redujeron a unos cuantos sabios, oriundos casi todos del Asia Menor. Su defensor más
famoso, Seleuco (hacia 150), era natural de Seleucia, ciudad persa situada a orillas del
Tigris.
En realidad, el sistema de Aristarco carecía de todo valor espiritual para aquella cultura. Su
idea fundamental hubiera sido incluso peligrosa. Y eso que se distinguía del sistema de
Copérnico—nadie ha observado hasta ahora este hecho decisivo—por una variante
particular, muy conforme con el sentimiento antiguo del mundo. Aristarco se representaba el
Cosmos encerrado en una esfera hueca, de límites corpóreos, asequible a la mirada, en
cuyo centro estaba el sistema planetario, pensado a la manera de Copérnico. La astronomía
antigua, cualquiera que fuese su modo de concebir los movimientos celestes, consideró
siempre la tierra como algo distinto de los astros. La idea de que la tierra es una estrella
entre estrellas [14], idea preparada ya por Nicolás Cusano y por Leonardo, es compatible
con el sistema de Ptolomeo como con el de Copérnico. Pero la hipótesis de una esfera
celeste excluía el principio del infinito, que hubiera puesto en peligro el concepto antiguo del
límite sensible. No aparece, pues, en Aristarco la idea de un espacio cósmico ilimitado, que
parecía imponerse inevitablemente y que el espíritu babilónico ya había concebido mucho
antes. Al contrario, Arquímedes demuestra en su famoso libro del «Número de arena»—el
título mismo indica que se trata de una refutación de las tendencias infinitesimales, y no,
como se ha venido diciendo, de un primer paso hacia el moderno cálculo integral—que ese
cuerpo estereométrico (pues no otra cosa es el cosmos de Aristarco) lleno de átomos (arena)
conduce a resultados muy grandes, pero no infinitos. Esto es justamente la negación de todo
cuanto el análisis significa para nosotros. El cosmos de nuestra física es la más rigurosa
superación de todo límite material, como lo demuestran el continuo fracaso y la constante
resurrección de las hipótesis sobre el éter cósmico, pensado materialmente, esto es, por
medio de una intuición mediata. Eudoxo, Apolonio y Arquímedes, que fueron sin duda los
más finos y audaces matemáticos de la antigüedad, desenvolvieron a la perfección un
análisis puramente óptico de lo concreto, partiendo del valor que para los antiguos tenía el
límite plástico y aplicando principalmente la regla y el compás. Emplearon métodos
profundos y de difícil acceso para nosotros, una especie de cálculo integral, que sólo en
apariencia es semejante al método de la integral definida de Leibnitz; usaron de lugares
geométricos y coordenadas que son verdaderos números y líneas definidas y no, como en
Fermat y sobre todo en Descartes, relaciones innominadas del espacio, valores de puntos,
relativos a su posición. Entre esos procedimientos se destaca el método exhaustivo,
empleado por Arquímedes [15] en el tratado, descubierto hace poco, que dedica a
Eratóstenes, aquí ya no se obtiene la cuadratura del segmento de parábola, calculando
polígonos semejantes, sino rectángulos inscritos.
Pero justamente esta manera tan ingeniosa y complicada de resolver el problema,
fundándose en ciertas ideas geométricas de Platón, pone de manifiesto la enorme diferencia
entre esta intuición y la de Pascal, por ejemplo, que se le parece superficialmente. No hay
nada más opuesto al método «antiguo»—si se prescinde del concepto de la integral de
Riemann—que nuestro método de las cuadraturas (que asi por desgracia siguen
llamándose), en donde la «superficie» se define como limitada por una función, y entonces
ya ni siquiera cabe hablar de una solución por el dibujo. En este punto las dos matemáticas
llegan casi a tocarse; y precisamente en este punto es donde mejor se percibe el abismo
infranqueable que separa a las dos almas, de que esas dos matemáticas son la expresión.
Los números puros, cuya esencia los egipcios encerraron, por decirlo así, en el estilo cúbico
de su arquitectura primitiva, con un terror profundo ante el misterio, fueron también para los
helenos la clave que les descubrió el sentido de las cosas, de lo rígido y, por lo tanto, de lo
perecedero. La construcción de piedra y el sistema científico niegan la vida. El número
matemático, principio formal del mundo extenso, que sólo existe por y para la conciencia
humana vigilante, está en relación con la muerte por medio del nexo causal, como el
número cronológico está en relación con el devenir, con la vida, con la necesidad del sino.
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Iremos viendo cada vez más claramente que el origen de todas las artes mayores está en
esa relación de la forma estricta matemática con el fin y término de lo orgánico, con el resto
visible de lo que fue vivo, con el cadáver.
Ya hemos hecho notar que la ornamentación primitiva se desarrolla en los objetos y
recipientes del culto funerario.
Los números son símbolos de lo transitorio. Las formas rígidas niegan la vida. Las fórmulas
y las leyes dan rigidez a la imagen de la naturaleza. Los números matan. Son las madres de
Fausto, que reinan majestuosas en la soledad, «en los imperios de lo increado...
configuración y transfiguración, eterno alimento del sentido eterno, envuelto en las imágenes
de todas de las criaturas».
Aquí coinciden Platón y Goethe en el presentimiento de un postrer misterio. Las madres, lo
inasequible—las ideas de Platón—, significan las posibilidades de un alma colectiva, sus
formas nonatas. En el mundo visible, que una necesidad íntima ordena conforme a la idea
de ese alma colectiva, se idealizan aquellas posibilidades en forma de cultura—cultura
creadora y cultura creada— de arte, de pensamiento, de Estado, de religión. Así se explica
la afinidad entre el sistema de los números y la idea del mundo en una misma cultura; y esta
conexión da al sistema de los números un sentido que trasciende del mero saber y
conocimiento y le confiere el valor de una intuición del universo. Por eso hay tantas
matemáticas— mundos de los números—como culturas superiores.
Sólo así se comprende que los grandes pensadores matemáticos, artistas plásticos de los
números, hayan necesitado el auxilio de una profunda intuición religiosa para descubrir los
problemas decisivos de su cultura. Tal es el sentido de la creación del número antiguo,
apolíneo, por Pitágoras, fundador de una Religión Ese mismo sentimiento primario es el que
anima a Nicolás Cusano, el gran obispo de Brixen, cuando, en 1450, partiendo de la
infinidad divina en la naturaleza, descubre los fundamentos del cálculo infinitesimal.
Leibnitz, quien, dos siglos más tarde, fijó definitivamente el método y las características de
ese cálculo, se funda sobre consideraciones puramente metafísicas acerca del principio
divino y su relación con la extensión infinita, para desenvolver el analysis situs, que es quizá
la más genial interpretación del espacio puro, sin mezcla de elemento sensible y cuyas
riquísimas posibilidades no han sido desarrolladas hasta el siglo XIX por Grassman, en su
teoría de la extensión, y sobre todo por Riemann, que es su verdadero creador, en la
simbólica de las superficies bilaterales, que representan la naturaleza de ciertas ecuaciones.
Keplero y Newton fueron también almas de temple religioso y, como Platón, tuvieron clara
conciencia de que, por medio de los números, habían logrado penetrar en la esencia de un
orden divino del universo.
7
Suele decirse que Diofanto fue el primero que libertó a la aritmética antigua de su condición
sensible y la hizo progresar, amplificándola y creando el álgebra, como teoría de las
cantidades indeterminadas. Pero Diofanto no creó el álgebra, sino que la introdujo de
repente en la matemática antigua que conocemos, haciendo uso de pensamientos
anteriores. Para el sentimiento antiguo del mundo, el álgebra no es un progreso, sino una
absoluta superación. Esto basta ya para demostrar que Diofanto no pertenece interiormente
a la cultura antigua.
Actúa en él un nuevo sentimiento del número o, mejor dicho, un nuevo sentimiento del limite
que el número impone a la realidad. Ya no es aquel sentimiento helénico, cuya idea del
límite sensible y actual dio origen a la geometría euclidiana de los cuerpos tangibles y a la
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plástica de la estatua desnuda.
No conocemos los detalles que acompañan la formación de esta nueva matemática.
Diofanto es un caso único en la matemática de la antigüedad posterior; tanto, que se ha
pensado en influencias de la India. Pero sin duda lo que hay aquí es un influjo de aquellas
escuelas árabes primitivas de la Mesopotamia, cuyos trabajos han sido tan poco estudiados,
salvo los que se refieren a temas dogmáticos. Diofanto se propone desarrollar ciertos
pensamientos euclidianos; pero en ese desarrollo surge un nuevo sentimiento del limite—yo
le llamo mágico—aunque sin conciencia de su oposición al concepto antiguo. Diofanto no
amplifica la idea del número como magnitud, sino que la deshace sin darse cuenta de ello.
Ningún griego hubiera podido comprender lo que es un número indeterminado a 0 un
número innominado 3—que no son ni magnitud, ni medida, ni distancia—. Pues bien; el
nuevo sentimiento del límite encarnado en estas especies numéricas está ya por lo menos
latente en las reflexiones de Diofanto.
El cálculo por letras, tan corriente hoy entre nosotros, la forma actual del álgebra, que ha
recibido desde entonces otra nueva interpretación, fue introducida en 1591 por Vieta, en
oposición notable, aunque inconsciente, al cálculo del Renacimiento, que seguía el estilo
antiguo.
Diofanto vivió hacia 250 de J. C., esto es, en el tercer siglo de la cultura árabe. El organismo
histórico de la cultura árabe ha permanecido oculto bajo las formas más aparentes y
superficiales del Imperio romano y de la «Edad Media» [16]. A la cultura árabe pertenece
todo lo que se produjo en el territorio del futuro Islam, desde los comienzos de nuestra era.
Justamente entonces despunta un nuevo sentimiento del espacio, que se manifiesta en las
basílicas, los mosaicos y los relieves sepulcrales de estilo cristiano-sirio, y al mismo tiempo
acaban de extinguirse los últimos rescoldos de la plástica estatuaria de Atenas. En esta
época surge otra vez un arte arcaico y una ornamentación rigurosamente geométrica.
Diocleciano establece entonces un verdadero califato en aquel imperio, que sólo en
apariencia era romano. Entre Euclides y Diofanto median quinientos años. Otros tantos
median entre Platón y Plotino, entre el último pensador—el Kant—, que remata una cultura,
y el primer escolástico—el Duns Escoto—, de una cultura recién nacida.
Por primera vez nos encontramos ante el fenómeno, hasta hoy desconocido, de esos
grandes individuos, cuyo nacimiento,
desarrollo y decadencia constituye la substancia propia de la historia universal, oculta tras un
velo superficial de mil confusos colores. El alma «antigua» que declina y se extingue en la
inteligencia romana; aquel alma cuyo «cuerpo» es la cultura antigua, con sus obras,
pensamientos, hechos y ruinas, había surgido 1100 años antes de J. C., en el territorio del
mar Egeo.
La cultura arábiga, que empieza a alentar en Oriente, desde Augusto, bajo el manto de la
civilización antigua, tiene indudablemente su origen en la comarca que se extiende entre
Armenia y la Arabia meridional, Alejandría y Ctesifón. Son expresiones de este alma nueva
casi todo el arte de la época imperial, los cultos orientales, llenos de savia joven, la religión
mandea y maniquea, el cristianismo y el neoplatonismo, los Foros imperiales de Roma y el
Panteón, que es la primera mezquita del mundo.
Es cierto que en Alejandría y Antioquía se escribía en griego y aun se creía pensar en
griego; pero este hecho no tiene la menor importancia, como no la tiene el que la ciencia
occidental haya usado, hasta Kant, la lengua latina o que Carlomagno se figurase haber
«resucitado» el Imperio romano.
Para Diofanto ya no es el número la medida y esencia de las cosas plásticas. En los
mosaicos de Rávena el hombre ya no es cuerpo. Insensiblemente han ido perdiendo los
términos griegos su primitiva significación. Estamos muy lejos de la kalokŒgayÞa [17] ática,
de la
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ŒtarajÞa [18] y la gal®nh [19] estoicas. Sin duda, Diofanto no conoce aún el cero y los
números negativos; pero ya no conoce tampoco las unidades plásticas de los números
pitagóricos. Por otra parte, la indeterminación de los números árabes innominados es
enteramente distinta de la variabilidad regular del número occidental, que se expresa en la
función.
La matemática mágica, el álgebra, se desarrolla lógicamente, sin que conozcamos los
detalles de esta evolución, sobre el estadio en que la dejara Diofanto—que ya supone un
cierto desarrollo anterior—y llega a su plenitud en el siglo IX, época de los Abassidas, como
lo demuestra la ciencia de Alchwarizmi y Aisidschzi. Así como la plástica ateniense se
desarrolla paralelamente a la geometría euclidiana—dos manifestaciones externas de un
mismo lenguaje formal—; así como el estilo fugado de la música instrumental evoluciona
junto al análisis del espacio, asi también al lado del álgebra nace y crece un arte mágico, el
arte de los mosaicos, de los arabescos—que, desde el imperio sassánida y luego desde
Bizancio, van ostentando cada vez mayor riqueza y complicación en su absurdo tejido de
formas orgánicas—, el arte de los altorrelieves constantinianos con la incierta obscuridad del
fondo entre las figuras libremente destacadas. El álgebra está con la aritmética antigua y
con el análisis occidental en la, misma relación que la basílica cupular con el templo dórico y
con la catedral gótica.
No es que Diofanto haya sido un gran matemático. La mayor parte de lo que su nombre
evoca no se halla en sus escritos; y lo que está en sus escritos no es seguramente todo
propiedad suya. Su importancia casual obedece a que, hasta donde nuestro conocimiento
alcanza, es el primero que manifiesta por modo indudable un nuevo sentimiento del número.
Frente a los grandes maestros, que perfeccionan y cierran una matemática, como Apolonio y
Arquímedes en la antigüedad, y como Gauss, Cauchy y Riemann en el Occidente, produce
Diofanto la impresión de que en su idioma de fórmulas hay algo de primitivo que hasta ahora
se ha solido calificar de decadente. Como primitivo habrá de ser comprendido y estimado en
lo futuro, una vez que se haya verificado en el cuadro del arte antiguo la indispensable
transmutación de Valores, que consiste en ver que eso que se llama arte decadente y que
tanto se desprecia no es sino la vacilante e insegura manifestación del sentimiento arábigo,
que empezaba a despuntar. Igual impresión de arcaísmo, de primitivismo, de inseguridad,
produce la matemática de Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux—1323-1382—, que fue el
primero que empleó en Occidente coordenadas libremente elegidas y hasta potencias con
exponentes quebrados. Esto supone un sentimiento del número poco claro, sin duda,
todavía, pero ya inconfundible, un sentimiento totalmente distinto del antiguo y también del
arábigo. Pensemos en Diofanto y al mismo tiempo en los primitivos sarcófagos cristianos de
las colecciones romanas; pensemos luego en Oresme y en las estatuas góticas de las
catedrales alemanas; advertiremos pronto cierta afinidad entre ambos matemáticos, cuyos
pensamientos representan un mismo período arcaico de la inteligencia abstracta. En la
época de Diofanto ya se había extinguido aquel sentimiento estereométrico, que palpitaba
en la finura y elegancia suprema de un Arquímedes y que supone ya una inteligencia
urbana. En aquel mundo árabe primitivo eran los hombres torpes, anhelantes, místicos. Ya
no tenían aquella claridad aquella desenvoltura de los atenienses. Eran hijos de la tierra.
Habían nacido en un paisaje matutino y no, como Euclides o d'Alembert, en una gran ciudad
[20]. Ya nadie comprendía los profundos y complicados productos del pensamiento antiguo;
se pensaban ideas nuevas, confusas, cuya
organización clara, cuya concepción urbana intelectual no podía formularse aún. Tal es el
estadio gótico de todas las culturas jóvenes. La «antigüedad» había pasado por él en la
época dórica, de la cual no nos queda mas que la cerámica de estilo dipylon. Las
concepciones del tiempo de Diofanto fueron desenvueltas y perfeccionadas más tarde, en el
siglo IX y X, en Bagdad, por grandes maestros que no desmerecen de Platón y de Gauss.
8
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La acción decisiva de Descartes, cuya Geometría vio la luz pública en 1637, no consistió,
como suele decirse, en introducir un nuevo método o una nueva intuición en la geometría
tradicional, sino en formular definitivamente una nueva idea del número, que se manifiesta
en el hecho de haber cortado todo lazo de unión entre la geometría y la construcción óptica
de las figuras, distancias medidas y mensurables. Con esto era ya un hecho el análisis del
infinito. Quien estudie a fondo la obra de Descartes verá que el sistema rígido de
coordenadas llamado cartesiano, representante ideal de las magnitudes mensurables, en
sentido semieuclidiano, tuvo en realidad su importancia en el período anterior, en el de
Oresme, por ejemplo, y que Descartes, más que perfeccionarlo, lo que hizo fue superarlo.
Su contemporáneo Fermat fue el último clásico de ese sistema.
En lugar de los elementos sensibles, distancias y superficies concretas—expresión
específica del sentimiento antiguo del límite—aparece ahora el punto, elemento abstracto
de el Espacio, totalmente extraño al sentir antiguo; y el punto se caracteriza desde ahora
como un grupo de números puros coordenados. Descartes deshace el concepto de la
magnitud, de la dimensión sensible, transmitido por los textos antiguos y la tradición árabe, y
lo substituye por el valor variable relativo de las posiciones en el espacio. Nadie ha
comprendido que esto significaba en realidad prescindir por completo de la geometría, que,
en adelante, vive en el mundo numérico del análisis una existencia aparente, compuesta tan
sólo de reminiscencias antiguas. La palabra geometría posee un sentido apolíneo
indestructible. A partir de Descartes, la mal llamada «geometría nueva» es, en verdad, o un
proceso sintético que determina la posición de ciertos puntos, por medio de ciertos
números, en un espacio no necesariamente tridimensional —una «colección de puntos»—, o
un proceso analítico que determina ciertos números por medio de la posición de ciertos
puntos. Substituir las distancias por posiciones es concebir la extensión como espacio puro,
como espacio sin cuerpos.
Creo que el ejemplo clásico que mejor revela la destrucción de esa geometría óptica y finita,
heredada de los antiguos, es la, transformación de las funciones angulares—que fueron
números de la matemática india con un sentido que apenas podemos vislumbrar—en
funciones ciclométricas y su descomposición en series, que, en el campo infinito del análisis
algebraico, han perdido ya hasta el más leve recuerdo de las figuras geométricas de estilo
euclidiano. El número cíclico p, como la base de los logaritmos naturales e, se manifiesta
por doquiera en este grupo numérico y produce relaciones que borran todo límite entre la
geometría, la trigonometría y el álgebra; relaciones que no son ni aritméticas ni geométricas
y ante las cuales ya nadie piensa en círculos realmente dibujados o en potencias
calculables.
9
El alma antigua llegó, por medio de Pitágoras, en 540, a la concepción de su número
apolíneo, como magnitud mensurable; asimismo el alma occidental, en una fecha que
corresponde a aquélla, formuló por medio de Descartes y los de su generación—Pascal,
Fermat, Desargues—la idea de un número, que nace de una tendencia apasionada, fáustica,
hacia el infinito. El número, como magnitud pura, adherido a la presencia corpórea de la
cosa singular, encuentra su correlato en el número como relación pura [21]. Si es lícito
definir el mundo antiguo, el cosmos—partiendo de aquella profunda necesidad de limitación
visible—, como la suma calculable de las cosas materiales, podrá decirse en cambio que
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nuestro sentimiento del universo se ha realizado en la imagen de un espacio infinito, en el
cual lo visible resulta lo condicionado, lo opuesto al absoluto, y casi como una realidad de
segundo orden. Su símbolo es el concepto de función, concepto decisivo, que no aparece, ni
vislumbrado siquiera, en ninguna otra cultura. La función no es, en modo alguno, la
amplificación o desarrollo de un concepto del número recibido por tradición; es la superación
completa de todo número. No sólo la geometría euclidiana, y con ésta la geometría
«universal humana» fundada en la experiencia diaria, la geometría de los niños y de los
indoctos, sino también la noción arquimédica del cálculo elemental, la aritmética, cesa de
tener valor para la matemática verdaderamente significativa del Occidente europeo. Ya no
hay mas que análisis abstracto. Para los antiguos, la geometría y la aritmética eran ciencias
conclusas, integrales, de primer orden, y su método era la intuición, el contar o dibujar
magnitudes; para nosotros esas disciplinas ya no son mas que los instrumentos prácticos de
la vida diaria. La adición y la multiplicación, los dos métodos antiguos del cálculo, hermanos
gemelos de la construcción de las figuras, desaparecen por completo en la infinidad de
nuestros procesos funcionales.
La potencia que es, en principio, un simple signo numérico que indica un determinado grupo
de multiplicaciones—productos de cantidades iguales—queda hoy completamente desligada
del concepto de magnitud; el nuevo símbolo del exponente—logaritmo—empleado en
formas complejas, negativas, quebradas, ha trasladado la potencia a un mundo trascendente
de relaciones, que para los griegos, que no conocían sino dos potencias positivas -enteras,
las superficies y los volúmenes, hubiera sido completamente inaccesible—pensemos en
expresiones como:
Las profundas creaciones que, a partir del Renacimiento, se suceden rápidamente unas a
otras; los números imaginarios y complejos, introducidos por Cardán en 1550; las series
infinitas, fundadas teóricamente en 1666 por el gran descubrimiento del binomio de Newton;
los logaritmos en 1610, la geometría diferencial, la integral definida de Leibnitz; la colección,
como nueva unidad numérica, ya presentida por Descartes; los nuevos procesos como el de
la integración indefinida, el desarrollo de las funciones en series y aun en series infinitas de
otras funciones; todas estas conquistas son otras tantas victorias sobre el sentimiento
popular sensible del número, que el espíritu de la nueva matemática debía superar, para
poder dar cuerpo a un nuevo sentimiento del universo.
No hay ejemplo de una cultura que haya manifestado tanto respeto como la occidental por
los productos de otra anterior—la «antigua»—desaparecida hacía mucho tiempo y que le
haya permitido tener sobre sí tan amplio influjo científico.
Hemos tardado mucho en atrevemos a pensar nuestro propio pensamiento. En el fondo
hemos sentido de continuo el deseo de imitar a los antiguos. Y, sin embargo, cada paso que
dábamos en esa dirección nos alejaba más y más del ideal ansiado.
Por eso la historia del saber occidental es la de una progresiva emancipación de los influjos
antiguos, una liberación que ni siquiera fue deseada, sino obligada por hondas tendencias
inconscientes. Y asi, la evolución de la matemática moderna aparece como una lucha sorda,
larga y, al cabo, triunfante contra el concepto de magnitud [22].
10
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Los prejuicios favorables con que miramos la antigüedad nos han impedido hallar un nuevo
nombre para el número propiamente occidental. El actual lenguaje de los signos
matemáticos falsea los hechos y ha sido el culpable de que, aun entre los mismos
matemáticos, domine la creencia de que los números son magnitudes. Y, en efecto, sobre
esa suposición descansan nuestras designaciones gráficas habituales.
Pero los signos particulares, que sirven para expresar la función (x, p, s), no constituyen el
número nuevo. El nuevo número occidental es la función misma, la función como unidad,
como elemento, la relación variable, irreductible a limites ópticos. Y hubiera debido buscarse
para él un nuevo lenguaje de fórmulas no influido en su estructura por las concepciones de
la antigüedad.
Representémonos la diferencia entre dos ecuaciones—esta palabra misma no debiera
comprender cosas tan heterogéneas-tales como:
3x + 4x = 5x
y
xn + yn = zn,
(la ecuación del teorema de Fermat). La primera consta de varios «números antiguos»—
magnitudes—. La segunda es ella misma un número de muy distinta especie, si bien ello
permanece encubierto por la identidad de la grafía. En efecto, los signos de nuestra
matemática se han formado bajo la influencia de representaciones euclidianas y
arquimédicas. En la primera ecuación, el signo de igualdad define el enlace rígido de dos
magnitudes determinadas, tangibles; en la segunda, representa una relación constante
dentro de un grupo de variables, de tal suerte que ciertas alteraciones arrastran como
consecuencia necesaria otras alteraciones. La primera ecuación se propone determinar—
medir—una magnitud concreta, que se llama resultado. La segunda no tiene resultado
alguno; es la copia y signo de una relación que para n > 2—éste es el famoso problema de
Fermat—excluye valores enteros probablemente indicables. Un matemático griego no
hubiera entendido lo que se pretende con operaciones de esta índole, cuyo fin último no es
un «cálculo».
El concepto de incógnita induce a error si se aplica a las letras de la ecuación de Fermat.
En la primera ecuación, en la «antigua», x es una magnitud determinada y mensurable que
hay que despejar. En la segunda ecuación, la palabra «determinar» no tiene sentido alguno
para x, y, z, n; por consiguiente, lo que se quiere no es hallar el valor de esos símbolos; x, y,
z, n no son, pues, números, en sentido plástico, sino signos de una conexión a la cual le
faltan los caracteres de magnitud, figura y univocidad; son signos de una infinidad de
posibles posiciones de igual carácter que, concebidas como unidad, constituyen el verdadero
número. La ecuación toda, expresada en una grafía que contiene, por desgracia, muchos y
engañosos signos, es de hecho un número único; los signos x, y, z no son números, como
no lo son los signos + y =.
El concepto de los números irracionales, de los números propiamente antihelénicos,
deshace en su fundamento mismo la noción del número concreto y determinado. A partir de
este momento ya no forman estos números una serie de magnitudes crecientes, discretas,
plásticas, sino un continuo de una dimensión, en el cual cada corte—en el sentido de
Dedekind—representa «un número», aunque ya en realidad no puede dársele este nombre.
Para el espíritu antiguo no hay más que un número entre el 1 y el 3; para el espíritu
occidental, hay una colección infinita. Y el último resto de tangibilidad popular y antigua
queda, finalmente, destruido, cuando se introducen en la matemática los números
imaginarios
y los números complejos (de la forma general a + bi) que amplifican el continuo lineal y lo
transforman en la noción sumamente trascendente de cuerpo numérico —conjunto de una
colección de elementos homogéneos—en donde cada corte representa un plano numérico,
una colección infinita de inferior «potencia», como, por ejemplo, el conjunto de todos los
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números reales. Estos planos numéricos que, desde Cauchy y Gauss, tienen un papel muy
importante en la teoría de las funciones, son puras creaciones del pensamiento. En cierto
modo, hubieran podido los griegos concebir el número irracional positivo, v. gr., aunque
sólo fuese negándolo, excluyéndolo de entre los números, llamándolo rrhtow logow [23].
Pero expresiones de la forma x + y i exceden todas las posibilidades del pensamiento
antiguo. La extensión de las leyes aritméticas a toda la esfera del complejo, dentro de la cual
son continuamente aplicables, es el fundamento de la teoría de las funciones, teoría que
representaren su mayor pureza la matemática occidental, porque comprende en sí todas sus
partes. De esta suerte la matemática occidental se hace perfectamente aplicable al cuadro
de la física dinámica, que se ha desenvuelto al mismo tiempo; como también la matemática
antigua representa el correlato exacto de aquel mundo de cosas plásticas, que la física
estática, desde Leucipo hasta Arquímedes, estudia en el sentido teórico y mecánico.
El siglo clásico de esta matemática barroca—en oposición al estilo jónico—es el XVIII, que
empieza con los descubrimientos decisivos de Newton y Leibnitz y sigue con Euler
Lagrange, Laplace, d'Alembert hasta llegar a Gauss. El desenvolvimiento de esta poderosa
creación espiritual fue como un milagro. Apenas osaba nadie creer en lo que veía.
Descubríanse verdades a montones, que parecían imposibles a los refinados espíritus de
aquel siglo de temple escéptico. Y d'Alembert decía: Allez en avant et la foi vous viendra,
refiriéndose a la teoría del cociente diferencial. En efecto, la lógica misma parecía formular
oposición; todos los supuestos descansaban, en apariencia, sobre errores; y, sin embargo,
se llegó a buen término.
Este siglo, en la sublime embriaguez de aquellas formas saturadas de espíritu y ocultas a los
ojos del cuerpo—pues junto a esos grandes maestros del análisis hay que poner también a
Bach, Gluck, Haydn, Mozart—; este siglo, en el cual un pequeño círculo de espíritus selectos
y profundos, de donde Goethe y Kant permanecieron excluidos, vivía entre los más
refinados descubrimientos y las más audaces combinaciones formales, corresponde por su
contenido exactamente a la época más plena del jónico, a la época de Eudoxo y Archytas
(450-350)—y debemos añadir también Fidias, Policleto, Alkamenes y los edificios del
Acrópolis—, en la cual el mundo de la matemática y de la plástica antiguas brilló con todo el
esplendor de sus posibilidades y llegó a su final apogeo.
Ahora ya podemos comprender la elemental oposición entre el alma antigua y el alma
occidental. No hay nada más íntimamente distinto en toda la historia de la humanidad
superior. Y justamente porque los extremos se tocan, porque acaso las oposiciones
arranquen de un fondo común, sepultado en las más profundas capas de la vida, siente el
alma occidental, fáustica, esa anhelante aspiración hacia el ideal del alma apolínea, que es
la única que el alma occidental ha amado, envidiándole la fuerza con que se entregaba al
presente puro.
11
Ya hemos hecho notar que en el hombre primitivo y en el niño hay un momento de la vida
interior en que súbitamente nace el yo; y entonces es cuando comprenden ambos el
fenómeno del número, entonces es cuando, de pronto, poseen un mundo circundante, y lo
refieren al yo.
Cuando la mirada atónita del hombre primitivo ve destacarse en grandes rasgos, sobre el
caos de las impresiones, ese mundo naciente de la extensión; cuando la oposición profunda,
irreductible, entre ese mundo exterior y el mundo interior ha dado forma y dirección a la vida
vigilante, entonces despierta también el sentimiento primario del anhelo, en ese alma, que
súbitamente se da cuenta de su soledad. Es el anhelo hacia el término del devenir, hacia la
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plenitud y realización de todas las posibilidades internas; el alma aspira a desenvolver la
idea de su propia existencia. Es el anhelo del niño, penetrando a raudales en la conciencia
clara, como sentimiento de una irresistible dirección, y que más tarde viene a situarse ante
el espíritu viril, como enigma del tiempo, enigma inquietante, seductor, insoluble. Las
palabras pasado y futuro han adquirido ahora de pronto un sentido fatídico.
Pero ese anhelo, que nace de la riqueza y beatitud de la vida interna, es al mismo tiempo,
en los más hondos repliegues de cada alma, terror. Así como todo producirse camina batía
un producto, en el que concluye y remata, así también el sentimiento primario del
producirse, el anhelo, está en contacto con el otro sentimiento de lo ya producido, el terror.
En el presente, sentimos fluir la vida; en el pretérito, yace lo transitorio. Esta es la raíz del
eterno terror a lo irrevocable, a lo ya conseguido, a lo definitivo, a lo perecedero, al mundo
mismo, como cosa realizada, en donde con el límite del nacimiento queda marcado también
el de la muerte; terror al instante en que la posibilidad sea realidad, en que la vida se cumpla
y termine, en que la conciencia llegue a su fin. Es ese profundo terror cósmico que embarga
el alma del niño y que no abandona nunca al gran hombre, creyente, poeta, artista, en su
infinita soledad; terror a las potencias extrañas, que, inmensas y amenazadoras, irrumpen en
el naciente mundo en forma de fenómenos naturales. La voluntad de intelección que hay en
el hombre siente la dirección, implícita en todo proceso productivo, como un elemento
extraño y hostil, en su inflexibilidad—irreversibilidad—; y para conjurar lo eternamente
incomprensible le aplica un nombre. La dirección es algo extraño que transforma el futuro en
pasado y le da al tiempo, en oposición al espacio, esa contradictoria inquietud, esa
ambigüedad dolorosa que ningún hombre de valía deja nunca de sentir.
El terror cósmico es sin duda alguna el mas creador de todos los sentimientos primarios. El
hombre le debe las más plenas y profundas formas y figuras, no sólo de la vida interior
consciente, sino también de su reflejo en los innumerables productos de la cultura externa.
Como una melodía recóndita, que no todos pueden oír, insinúase el terror en el lenguaje de
formas que habla toda verdadera obra artística, toda filosofía íntima, toda acción importante;
y asimismo—aunque perceptible para muy pocos—se manifiesta también en los grandes
problemas de toda matemática. Sólo el hombre que interiormente es ya cadáver, el
habitante de las grandes urbes postrimeras, la Babilonia de Hammurabi, la Alejandría de los
Ptolomeos, el Bagdad del mundo islámico, el París y el Berlín de hoy; sólo el puro sofista
intelectual, el sensualista, el darwinista, pierde o niega ese terror, interponiendo entre sí y lo
extraño una «concepción científica del mundo» sin arcanos ni misterios.
Así como el anhelo se refiere a ese algo incomprensible, cuyas mil formas cambiantes,
inaprensibles, más bien se ocultan que se expresan en la palabra tiempo, así el sentimiento
primario del terror se manifiesta por medio de los símbolos de la extensión, símbolos
espirituales, comprensibles, susceptibles de recibir una configuración. De' esta suerte, en la
conciencia vigilante de cada cultura aparecen, distintas en cada una, las formas
contrapuestas de tiempo y espacio, dirección y extensión, sirviendo aquéllas de fundamento
a éstas como el producirse sirve de fundamento al producto—pues también el anhelo es
base del terror, se transforma en terror y no viceversa—, Aquéllas están substraídas a la
potencia del espíritu; éstas quedan rendidas a su servicio. Aquéllas son sólo para vivir; éstas
sólo para conocer. «Temer y amar a Dios», he aquí
la expresión cristiana que manifiesta el sentido contrapuesto de ambos sentimientos
cósmicos.
En el alma de la humanidad primitiva, como también en la del niño, surge el impulso, el afán
de conjurar, vencer, aplacar—«conocer»—ese elemento de las potencias extrañas, que
irremisiblemente actúa en todo lo extenso, en el espacio y por el espacio. Conjurar, vencer,
aplacar, «conocer», es en el fondo lo mismo. Conocer a Dios significa, en la mística de
todas las edades primitivas, conjurarlo, inclinarlo a nuestro favor, apropiárnoslo
íntimamente. Y ello se consigue por medio de la palabra, del «nombre» con que se nombra,
se evoca al numen, o también mediante los usos de un culto, en que reside una fuerza
secreta. La forma más refinada y más poderosa de ese acto defensivo es el conocimiento de
las causas, el conocimiento sistemático, la limitación por conceptos y números.
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Por eso el hombre no es plenamente hombre hasta que posee el idioma. Con irresistible
necesidad, el conocimiento, que ha madurado en las palabras, convierte el caos de las
impresiones primarias en la «naturaleza», con sus leyes, a las que ha de obedecer;
transforma el «mundo en sí» en «mundo para nosotros» [24]. Aplaca el terror cósmico,
dominando lo misterioso, convirtiéndolo en realidad comprensible, encadenándolo con las
férreas reglas de un idioma propio, cuyas formas intelectuales quedan impresas en la
realidad.
Esta es la idea del tabú [25], que representa un papel predominante en la vida espiritual de
todos los hombres primitivos, pero cuyo contenido originario está ya tan lejos de nosotros,
que la palabra resulta intraducible a los idiomas cultos.
La angustia sin reposo, el sagrado temor, la profunda desesperanza, la melancolía, el odio,
los obscuros deseos de aproximación, de unión, de alejamiento, todas esas emociones
plenamente formadas, propias ya de las almas maduras, se mezclan y confunden en ese
infantil estado con opaca indecisión. El doble significado de la voz conjurar, que quiere decir
al mismo tiempo constreñir y suplicar, ilumina en cierto modo el sentido de ese acto místico,
con el cual el hombre primitivo hace «tabú» lo extraño y lo temible. El temeroso respeto ante
lo que no depende de él, ante lo que se impone, ante lo legal, ante las potencias extrañas
del mundo, es el origen de toda forma elemental. En los primeros tiempos se manifiesta por
medio de la ornamentación, de las ceremonias y los ritos complicados, de las rigurosas
disposiciones de costumbres primitivas. Pero en la cumbre de las grandes culturas esas
producciones, aunque no han perdido interiormente el sello de su origen, el carácter de
conjuro, constituyen los mundos perfectos de formas que llamamos el arte, el pensamiento
religioso, físico, y, sobre todo, matemático. El medio común a todas las almas para
realizarse en el mundo, el único que todas conocen, es la simbolización de lo extenso, del
espacio o de las cosas, ya en las
concepciones del espacio absoluto universal de la física newtoniana, o en los espacios
interiores de las catedrales góticas y mezquitas árabes, o en la infinitud atmosférica de los
cuadros de Rembrandt, que volvemos a encontrar en los obscuros mundos sonoros de los
cuartetos de Beethoven, o en los poliedros regulares de Euclides, o en las esculturas del
Partenón, o en las Pirámides de Egipto, o en el Nirvana de Buda, o en la exquisitez y
jerarquía de las costumbres cortesanas bajo Sesostris, Justiniano I y Luis XIV, o, por último,
en la idea de Dios de un Esquilo, Plotino, Dante, o en la energía de la técnica actual, que
circunda y apresa, como en una red, el globo terráqueo.
12
Volvamos a la matemática. El punto de partida de toda actividad productiva, en la cultura
antigua, fue, como vimos, la ordenación de las cosas, en tanto que son presentes,
abarcables, mensurables, contables. El sentimiento occidental de la forma, el sentimiento
gótico de un alma desmedida, llena de aspiraciones, perdida en las lejanías, prefirió, en
cambio, el signo del espacio puro, inintuíble, ilimitado. No nos engañemos; estos símbolos,
que fácilmente podrían aparecemos como idénticos y provistos de un valor universal, están
rigurosamente condicionados. Nuestro espacio cósmico infinito, sobre cuya presencia, al
parecer, no cabe la más mínima duda, no existe para el hombre antiguo; ni siquiera puede
representárselo. Por otra parte, el cosmos helénico, cuya profunda incompatibilidad con
nuestro modo de concebir el mundo no hubiera debido permanecer tanto tiempo ignorada,
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es para los helenos algo evidente. En realidad, el espacio absoluto de nuestra física es una
forma que supone muchas y muy complicadas premisas tácitas, una forma que ha nacido de
nuestra alma, como copia y expresión de ella; y sólo para la índole propia de nuestra
existencia vigilante es ese espacio algo real, necesario y natural. Los conceptos simples son
siempre los más difíciles. Su simplicidad consiste justamente en que hay en ellos infinitas
cosas, que no podrían expresarse y que tampoco hace falta decir, porque los hombres que
pertenecen a ese círculo las sienten con profunda certidumbre y los extraños no pueden
entenderlas por mucho que se esfuercen en lograrlo. Esto mismo puede decirse del
contenido propiamente occidental que tiene la palabra espacio. Toda la matemática, desde
Descartes, sirve a la interpretación teórica de ese símbolo máximo, lleno de
substancia religiosa. La física, desde Galileo, no quiere otra cosa. En cambio, la matemática
y la física antiguas no conocen en absoluto tal objeto.
También aquí han traído obscuridades peligrosas los nombres antiguos, herencia literaria de
los griegos. Geometría significa arte de medir; aritmética, arte de contar. Pero la matemática
occidental no tiene ya en realidad nada que ver con esos dos modos de limitación, y, sin
embargo, no ha sabido encontrar nombres nuevos para designarse a sí misma. La palabra
análisis está bien lejos de decirlo todo.
El «antiguo» comienza y concluye sus reflexiones matemáticas en el cuerpo singular y sus
planos limitantes, a los cuales pertenecen indirectamente las secciones cónicas y las curvas
superiores. Nosotros, en el fondo, no conocemos sino el elemento espacial abstracto, el
punto que, sin intuición, ni medición, ni denominación posibles, representa simplemente un
centro de referencia. La recta para el griego es una arista mensurable; para nosotros, un
ilimitado continuo de puntos.
Leibnitz da como ejemplo de su principio infinitesimal la recta, que representa el caso límite
de una circunferencia de radio infinitamente grande, siendo el punto el otro caso límite.
Para los griegos, el círculo es una superficie, y el problema consiste en reducirla a una figura
conmensurable. Por eso la cuadratura del círculo fue el problema limite clásico, para el
espíritu de los antiguos. Les pareció que el más profundo de todos los problemas de la forma
era convertir las superficies curvilíneas en rectángulos, sin variar su magnitud, y de ese
modo medirlas íntegramente. Para nosotros ese problema se ha transformado en un método
casi insignificante, que consiste en representar el número p por medios algebraicos, sin que
en ello se trate para nada de figuras geométricas.
El matemático antiguo no conoce mas que lo que ve y toca. Donde cesa la visibilidad
limitada y limitante, objeto único de sus pensamientos, allí termina su ciencia. El matemático
occidental, en cambio, tan pronto como se pertenece a sí mismo y se libra de los prejuicios
«antiguos», se traslada a la región abstracta de una colección numérica infinita de n—no ya
sólo de 3—dimensiones, dentro de la cual su geometría—pues todavía sigue llamándola
así—puede y aun casi siempre debe prescindir de todo auxilio intuitivo. Cuando el antiguo
recurre al arte para expresar su sentimiento de la forma, le da al cuerpo humano, en danzas
y luchas, en mármoles y bronces, un porte tal que sea capaz de
contener en sus planos y contornos el máximum de medida y de sentido.
En cambio, el verdadero artista occidental cierra los ojos y se pierde en un abismo de
músicas incorpóreas, cuyas armonías y polifonías evocan puros fantasmas del más allá,
regiones que trascienden de toda posibilidad óptica. Pensemos en lo que un escultor
ateniense y un contrapuntista septentrional entienden por figura y tendremos la oposición de
los dos mundos, de las dos matemáticas. Los matemáticos griegos emplean la palabra
sÇma. en el sentido de cuerpo. Por otra parte, la terminología jurídica usa del mismo
vocablo para designar la persona por oposición a la cosa: sÅmata kai prŒgmata, persones
et res.
Por eso el número antiguo, entero, material, busca involuntariamente una relación que lo
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una con el nacimiento del hombre corpóreo, del svma. El número I es apenas considerado
como número real. Es la Œrx® la materia prima de la serie numérica, el origen de todos los
números verdaderamente tales, y por lo mismo el origen de toda magnitud, de toda medida,
de toda cosa real. Su signo fue, en la sociedad de los pitagóricos—no importa el tiempo en
que ello ocurriera—, el símbolo del seno materno, del origen de la vida. El 2, primer número
propiamente tal, que duplica el I, entró por ello en relación con el principio viril y su signo era
una imitación del falo. El sagrado tres de los pitagóricos, por último, designaba el acto de la
unión del varón con la hembra, el acto de la generación—fácilmente puede comprenderse la
interpretación erótica de los dos únicos procesos a que el antiguo daba valor, el aumento de
magnitudes y la producción de magnitudes, la adición y la multiplicación—, y su signo era la
reunión de los dos primeros. Desde ese punto de vista se comprende claramente el mito,
que ya hemos referido, del criminal descubrimiento del número irracional. El irracional, o,
según nuestro
modo de expresarnos, el uso de los decimales infinitos, viene a destruir el orden genético, el
orden corpóreo-orgánico, instituido por los dioses. No hay duda de que la reforma que los
pitagóricos introdujeron en la religión antigua consistió en rehabilitar el viejísimo culto de
Demeter. Demeter es pariente de Gaia, la tierra madre. Existe una profunda relación entre
su culto y esa concepción sublime de los números.
Así, la antigüedad hubo de ser, por una necesidad íntima, la cultura de lo pequeño. El alma
apolínea había intentado conjurar el sentido de las cosas con el principio del límite visible; su
«tabú» se aplicó a la presencia inmediata, a la proximidad de lo extraño. Lo que pasaba
lejos y raudo, lo que no era visible, no existía para ella. El griego, como el romano,
sacrificaba a los dioses de la comarca en donde se encontraba; las demás deidades
desaparecían de su horizonte visual. La lengua griega no tiene palabra para designar el
espacio— habremos de perseguir continuamente el profundo sentido simbólico de tales
fenómenos lingüísticos—, e igualmente le faltaba al griego el sentimiento—¡tan nuestro!—
del paisaje, de los amplios horizontes, de los panoramas, de las perspectiva lejanía y nubes.
Faltábale también el concepto de la patria, que se extiende a lo lejos y comprende una gran
nación. La patria, para el hombre antiguo, es el territorio que su vista abarca desde la torre
de su ciudad natal. Lo que haya tras esos límites ópticos de un átomo político es el
extranjero y hasta el enemigo. Aquí comienza ya el terror de la existencia antigua; y así se
explica la tremenda animosidad con que se aniquilaron unas a otras aquellas minúsculas
ciudades. La Polis es la más pequeña de todas las formas de Estado imaginables; su política
es la política de la proximidad, muy en oposición a nuestra diplomacia, que es la política de
lo ilimitado. El templo antiguo, que podía abarcarse de una mirada, es el tipo más pequeño
de todos los edificios clásicos. La Geometría, desde Archytas hasta Euclides—y lo mismo le
sucede por su influjo a la geometría de nuestras escuelas—, trata de figuras y cuerpos
pequeños y manejables; por eso justamente ignoró las dificultades que surgen al considerar
figuras de dimensiones astronómicas, que no siempre admiten la aplicación de la geometría
euclidiana [26]. De otra suerte, el espíritu ático, tan fino, hubiera quizá vislumbrado algo del
problema de las geometrías no euclidianas; en efecto, las objeciones contra el axioma de las
paralelas [27], cuya expresión incierta y, sin embargo, imposible de perfeccionar, produjo
bien pronto escándalo, andaban cerca del descubrimiento decisivo. Así como el sentir
antiguo se entregaba con evidente espontaneidad al pensamiento de lo próximo y pequeño,
así también nuestro modo de pensar prefiere con igual evidencia el infinito, aquello que
trasciende de toda capacidad óptica. Las perspectivas matemáticas que el occidente ha
descubierto o aprendido han sido todas, con profunda necesidad, traducidas al idioma de las
formas infinitesimales, aun antes de descubrirse propiamente el cálculo diferencial. El
álgebra árabe, la trigonometría india, la mecánica antigua, han sido incorporadas al análisis.
Las «más evidentes» proposiciones del cálculo elemental—v. gr. 2 + 2 = 4 —si se
consideran desde puntos de vista analíticos, se transforman en problemas, cuya solución
deberá lograrse en la teoría de los grupos y en muchos casos aun no ha sido lograda—cosa
que a Platón y su tiempo le hubiera parecido
una locura y prueba patente de una falta total de disposiciones matemáticas.
En cierto modo cabe tratar la geometría como álgebra o el álgebra como geometría; esto es,
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cabe prescindir de la visión o imponerla. Lo primero es lo que nosotros hemos hecho; lo
segundo, lo que hicieron los griegos. Arquímedes, que en su admirable cálculo de la espiral
toca a ciertos hechos generales que sirven de fundamento al método leibnitziano de la
integral definida, subordina su método a principios estereométricos; y un estudio superficial
encontraría en ese método un sentido muy moderno. Un indio que estudiase ese mismo
problema de la espiral llegaría con toda evidencia a una fórmula trigonométrica—o cosa
parecida [28].
13
De la oposición fundamental entre los números antiguos y los números occidentales se
deriva otra oposición igualmente profunda: la de las relaciones que median entre los
elementos de cada uno de esos mundos numéricos. La relación entre magnitudes se llama
proporción; la relación entre relaciones constituye la esencia de la función. Pero las palabras
proporción y función rebasan los límites de la matemática y tienen un sentido muy
importante en la técnica de las dos artes correspondientes: plástica y música. Prescindiendo
de lo que la proporción significa en la distribución de cada estatua, individualmente
considerada, puede decirse que las obras de arte típicamente antiguas, estatuas, relieves,
frescos, permiten siempre una ampliación o una reducción de las proporciones.
En cambio estas palabras carecen de sentido para la música.
Recordemos el arte de las piedras preciosas, cuyos objetos eran esencialmente reducciones
de motivos en tamaño natural. En la teoría de las funciones, el concepto de transformación
de grupos tiene una importancia decisiva; y cualquier músico puede comprobar fácilmente
que en las teorías modernas de la composición hay una parte esencial constituida por
formaciones análogas. Bastará citar una de las formas instrumentales más finas del siglo
XVIII, el «tema con varazioni».
La proporción supone la constancia de los elementos; la transformación, en cambio, su
variabilidad. Comparemos en este punto los teoremas de congruencia, en Euclides—cuya
demostración descansa de hecho sobre la proporción actualmente dada I : I —, con la
deducción moderna de esos mismos teoremas, merced a las funciones angulares.
14
La construcción— que en su más amplio sentido comprende todos los métodos de la
aritmética elemental—es el alfa y omega de la matemática antigua; consiste en producir
ante nosotros una figura única bien visible. El compás es el cincel de esta segunda arte
plástica. En cambio, en las investigaciones de la teoría de las funciones, que buscan como
resultado no una magnitud, sino la discusión de posibilidades generales, formales, el método
de trabajo puede caracterizarse como una especie de composición, íntimamente
emparentada con la composición musical. Un gran número de conceptos musicales podrían
aplicarse inmediatamente a ciertas operaciones analíticas de la física—modalidad, tono,
frase, cromatismo y otros—, y cabe preguntar si muchas relaciones no ganarían en claridad
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aceptando estos nombres.
Toda construcción afirma, toda operación niega la apariencia. visible; aquélla labra lo dado
ante los ojos, ésta lo analiza y descompone. Así surge otra nueva oposición entre las dos
modalidades del método matemático. La antigua matemática de lo pequeño consideraba el
caso singular concreto, resolvía el problema determinado, verificaba la construcción
particular.
En cambio la matemática de lo infinito estudia clases enteras de posibilidades formales,
grupos de funciones, operaciones, ecuaciones y curvas, y no las estudia en vista de cierto
resultado sino con respecto a su realización. Hace ya dos siglos —y apenas se dan cuenta
de ello los matemáticos actuales— que ha surgido la idea de una morfología general de las
operaciones matemáticas, que puede considerarse como el sentido propio de toda la
matemática moderna. Revélase aquí una tendencia comprensiva de la espiritualidad
occidental, que iremos notando cada vez con mayor claridad en adelante; una tendencia que
es propiedad exclusiva del espíritu fáustico y de su cultura. Y no se encuentra nada parecido
en ninguna otra. La mayor parte de las cuestiones de que se ocupa nuestra matemática, sus
problemas más peculiares—los que corresponden a la cuadratura del círculo entre los
griegos— como, por ejemplo, la investigación de los criterios de convergencia de series
infinitas (Cauchy) o la transformación en funciones periódicas de las integrales elípticas y
algebraicas en general (Abel, Gauss), hubieran sido para los antiguos, que buscaban como
resultados magnitudes sencillas y determinadas, un juego ingenioso y algo abstruso, lo cual
coincide perfectamente con el actual juicio del gran público. Nada es más impopular que la
matemática moderna; y hay en esto algo de simbólico también, algo de la lejanía infinita, de
la distancia.
Todas las grandes obras occidentales, desde Dante hasta Parsifal, son impopulares; todas
las obras antiguas, desde Homero hasta el Altar de Pergamo, son populares en grado
máximo.
15
Y asi, por último, el contenido del pensar numérico occidental viene a condensarse en el
clásico problema-límite de la matemática fáustica, clave del concepto de infinito—del infinito
fáustico—, concepto de difícil acceso y totalmente diferente del sentimiento que los árabes y
los indios tuvieron de la infinidad. Me refiero a la teoría del valor-limite, ya se conciba el
número, en particular, como serie infinita, como curva o como función. Este valor-limite de
los modernos es la más rigurosa oposición al valor-limite de los antiguos, que hasta ahora no
habíamos llamado así y que se manifiesta en el clásico problema-límite de la cuadratura del
círculo. Hasta el siglo XVIII el principio de la diferencial quedó obscurecido en su
significación por prejuicios euclidianos populares. A pesar de todas las precauciones que se
tomen, el concepto de lo infinitamente pequeño, tal como se presenta inmediatamente a la
inteligencia, tiene siempre un leve resto de la constancia antigua; siempre hay en él la
apariencia, al menos, de una magnitud, aunque Euclides no la hubiera reconocido y admitido
como tal. El cero es una constante, un número entero, en el continuo lineal, entre + I y — I.
Las investigaciones analíticas de Euler han padecido notablemente porque este sabio—
como muchos otros después de él—consideró las diferenciales como ceros. Sólo el
concepto de valor-limite, explicado definitivamente por Cauchy, elimina ese resto del
antiguo sentimiento numérico y convierte el cálculo infinitesimal en un sistema perfecto y
limpio de contradicciones. Ya no se habla de «magnitud infinitamente pequeña», sino de
«valor inferior al límite de toda posible magnitud finita»; y este cambio nos conduce
derechamente a la concepción de un número variable, que oscila entre todas las magnitudes
finitas, distintas de cero, y que por lo tanto no tiene ya la más leve sombra de magnitud. El
valor-limite, en esta definitiva concepción, no es ya aquello a que los valores concretos van
acercándose. Representa el acercamiento mismo— el proceso, la operación—. Ya no es un
estado, sino una actividad. Así, en el problema decisivo de la matemática occidental
manifiéstase súbitamente nuestra alma como un alma histórica [29].
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16
Eliminar de la geometría la intuición y del álgebra el concepto de magnitud, para unir luego
ambas disciplinas, allende las limitaciones elementales de la construcción y del cálculo, en
el edificio ingente de la teoría de las funciones, tal es la marcha que ha seguido el
pensamiento numérico occidental.
Así, el número antiguo, constante, ha quedado disuelto en el número variable. La geometría,
convertida en analítica, ha deshecho todas las formas concretas. En lugar del cuerpo
matemático, en cuya imagen rígida se hallan ciertos valores geométricos, el análisis ha
puesto relaciones abstractas de espacio que ya no son aplicables a los hechos de las
intuiciones sensibles actuales. Las formaciones ópticas de Euclides quedan reemplazadas
por lugares geométricos, referidos a un sistema de coordenadas, cuyo punto de partida
puede elegirse libremente. La existencia objetiva del objeto geométrico se reduce ahora a la
exigencia de que no se altere aquel sistema de coordenadas durante la operación,
encaminada a obtener no mediciones, sino ecuaciones. Pero entonces las coordenadas son
concebidas como puros valores; no puede decirse que determinan, sino más bien que
representan y substituyen la posición de los puntos, elementos abstractos de espacio. El
número, el límite de la realidad concreta, no encuentra su representación simbólica en la
imagen de una figura, sino en la imagen de una ecuación. La «geometría» cambia de
sentido; el sistema de coordenadas desaparece como imagen, y el punto es ahora ya un
grupo numérico abstracto. El tránsito de la arquitectura del Renacimiento a la del barroco,
que se verifica mediante las innovaciones constructivas de Miguel Ángel y Vignola, es la
reproducción exacta de esa evolución interior del análisis. En las fachadas de los palacios y
de las iglesias, las líneas sensibles, puras, se tornan, por decirlo así, irreales. En lugar de las
coordenadas claras que vemos en las columnatas florentino-romanas, con sus divisiones en
cuerpos y pisos, aparecen ahora elementos infinitesimales, cuerpos fluctuantes, volutas,
cartuchos y demás detalles, en agitación y movimiento continuos. La construcción
desaparece bajo la riqueza del decorado, o hablando matemáticamente, de la función;
columnas y pilastras, reunidas en grupos y haces, atraviesan los frontones, sin punto de
reposo para los ojos, se reúnen y vuelven a dispersarse. Las superficies de los muros,
techos y pisos se deshacen en la ola de estucados y ornamentos, se volatilizan y esfuman
bajo los efectos de luces y colores. Pero esa luz que juguetea sobre el mundo de formas del
barroco floreciente—desde Bernini en 1650 hasta el rococó de Dresde, Viena y París—se ha
transformado ahora en un elemento puramente musical. La torre de Dresde es una sinfonía.
Como la matemática, la arquitectura del siglo XVIII se desarrolla en un mundo de formas
musicales.
17
En el desenvolvimiento de esta matemática debía llegar finalmente un momento en que no
sólo los límites de los objetos geométricos artificiales, sino hasta los límites de la facultad
visual, fueran sentidos como verdaderos obstáculos por la teoría y por el alma, deseosa de
expresar sin tregua sus íntimas posibilidades; había de llegar un momento en que el ideal de
la extensión trascendente cayera en contradicción fundamental con las limitadas
posibilidades de la visión inmediata. El alma antigua, que, abandonada por completo a la
ŒtarajÞa platónica y estoica, afirmó siempre el valor supremo de lo sensible y que más bien
recibió que no dio sus símbolos, como lo demuestra el sentido erótico de los números
pitagóricos, no pudo querer nunca salirse del ahora y del aquí corpóreos. Pero si el número
pitagórico se manifiesta como la esencia de las cosas singulares, dadas en la naturaleza, en
cambio el número de Descartes y de los matemáticos posteriores es algo que hay que
conquistar y forzar, una relación abstracta de dominio, independiente de toda actualidad
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sensible y siempre dispuesta a defender esa independencia frente a la naturaleza. La
voluntad de potencia—para usar de la gran fórmula de Nietzsche—que caracteriza la actitud
del alma nórdica frente a su mundo, desde el gótico primitivo de los Edda, de las catedrales,
de las Cruzadas, y aun de los conquistadores wikingos y godos, va implícita en esa energía
que el número occidental manifiesta frente a la intuición. Esto es «dinamismo». En la
matemática apolínea el espíritu sirve a los ojos; en la matemática fáustica el espíritu vence y
supera a los ojos.
Ese espacio matemático «absoluto», tan contrario al sentir antiguo, fue desde el principio—
sin que la matemática por su y respeto a la tradición helénica se atreviera a advertirlo—no la
vaga espaciosidad de las impresiones diarias, de la pintura corriente, de la intuición
apriorística kantiana, tan unívoca y cierta en apariencia, sino una pura abstracción, el
postulado ideal, irrealizable, de un alma a quien cada vez la satisfacía menos la sensibilidad,
como medio de expresión, y que acabó al fin por separarse de ella con apasionada
violencia. Era el despertar de la visión interna.
Sólo entonces pudieron sentir algunos profundos pensadores que la geometría euclidiana,
única exacta para la visión ingenua de todos los tiempos, no es mas que una hipótesis, si se
la considera desde ese superior punto de vista; una hipótesis, cuya validez exclusiva, frente
a otras especies de geometrías, inaccesibles también a la intuición, no puede nunca
demostrarse, como sabemos, a ciencia cierta desde Gauss. La proposición central de esa
geometría, el axioma euclidiano de las paralelas, es una afirmación que puede substituirse
por otras—v. gr., que por un punto no pasa ninguna, o pasan dos, o pasan muchas paralelas
a una recta—que conducen todas a sistemas geométricos tridimensionales sin contradicción,
que pueden usarse en la física y sobre todo en la astronomía y a veces son preferibles al
euclidiano.
La simple exigencia del espacio sin límites—que no debe confundirse con el espacio infinito,
pues desde Riemann tenemos una teoría de los espacios ilimitados, aunque no infinitos, a
causa de su curvatura—contradice el carácter de toda intuición inmediata, que depende de
resistencias luminosas, esto es, de límites materiales. Pero cabe pensar principios
abstractos de limitación que, en un sentido novísimo, superen las posibilidades de la
limitación óptica. Para el que mira al fondo de las cosas, existe ya en la geometría
cartesiana la tendencia a trascender de las tres dimensiones del espacio vivido,
considerándolas como una limitación innecesaria para el simbolismo de los números. Y aun
cuando hasta 1800 no llegó la representación de los espacios pluridimensionales— mejor
hubiera sido emplear otra palabra—a constituir una base amplia para el pensamiento
analítico, sin embargo, el primer paso había sido dado en el momento en que las potencias,
o más propiamente los logaritmos, quedaron libres de su primitiva relación con superficies y
cuerpos realizables en la intuición sensible, y, empleando exponentes irracionales y
complejos, entraron en el terreno de las funciones, como valores de relación, de índole
totalmente general. El que pueda seguir este razonamiento comprenderá que el tránsito de
la representación a3 como máximum natural, a la expresión an suprime ya la necesidad
incondicional de un espacio de tres dimensiones.
Cuando el elemento de espacio, el punto, hubo perdido su último carácter óptico de
intersección de coordenadas en un sistema intuitivo, quedando definido como grupo de tres
números independientes, ya no había realmente obstáculo alguno que se opusiera a
substituir el número 3 por el número general n. El concepto de dimensión queda aquí
totalmente invertido. Ya las dimensiones no significan los números que miden las
propiedades ópticas de un punto con respecto a su Imposición en un sistema. Ahora las
dimensiones, en cantidad ilimitada, representan propiedades perfectamente abstractas de un
grupo numérico. Este grupo numérico—de n elementos independientes ordenados—es la
imagen del punto; se llama un punto. Una ecuación lógicamente derivada de ese punto se
llama plano; es la imagen de un plano. El conjunto de todos los puntos de n dimensiones se
llama espacio de n dimensiones [30]. En estos mundos trascendentes del espacio, que ya no
están en referencia a sensibilidad alguna, de cualquier especie que ésta sea, reinan
relaciones que el análisis habrá de descubrir y que se hallan en constante concordancia con
los resultados de la física experimental. Esta espacialidad de orden superior constituye un
símbolo, que es propiedad integra y única del espíritu occidental. Sólo este espíritu ha
intentado y ha logrado evocar lo producido, lo extenso en estas formas, conjurar, forzar y por
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tanto «conocer» lo extraño por este modo de incorporación—recuérdese el concepto de
«tabú».
Sólo en esta esfera del pensamiento numérico, accesible a muy escasos hombres,
aparecen, con el carácter de realidad, formaciones tales como los sistemas de números
hipercomplejos –v. gr., los cuaterniones del cálculo de vectores—y sobre todo signos
incomprensibles, como: Pero hay que comprender justamente que la realidad no es sólo
realidad sensible y que el alma puede realizar su idea en muy otras formaciones que las
imágenes de la intuición.
18
Esta grandiosa intuición de esos mundos simbólicos del espacio es la base de la noción
última y conclusiva que cierra la matemática occidental: la amplificación y espiritualización
de la teoría de las funciones en teoría de los grupos. Los grupos son conjuntos de
formaciones matemáticas homogéneas, por ejemplo, la totalidad de las ecuaciones
diferenciales de cierto tipo, conjuntos construidos y ordenados por modo análogo al cuerpo
numérico de Dedekind. Trátase, como ve el lector, de mundos nuevos de números, que para
la visión interior del iniciado no dejan de tener cierto aspecto sensible. Y se trata de
investigar ciertos elementos de esos sistemas formales, sumamente abstractos, que con
relación a un solo grupo de operaciones—de transformaciones del sistema— permanecen
independientes de los efectos de esas operaciones, o dicho de otro modo, son invariantes.
El problema general de esta matemática recibe, pues, según Klein, la forma siguiente:
«Dada una multiplicidad de n dimensiones—«espacio»—y un grupo de transformaciones,
investigar las formas pertenecientes a aquella multiplicidad, cuyas propiedades no sean
alteradas por las transformaciones del grupo.»
En esta altísima cumbre—después de haber agotado todas sus posibilidades internas,
después de haber cumplido su destino, que es ser la copia y más pura expresión de la idea
del alma fáustica— remata la matemática occidental su evolución, en el mismo sentido en
que la matemática de la cultura antigua lo hizo en el siglo III. Ambas ciencias—son las
únicas cuya estructura orgánica se puede conocer ya hoy históricamente— han nacido de la
concepción, por Pitágoras y Descartes, de un número enteramente nuevo; ambas han
llegado con vuelo magnífico a su madurez un siglo más tarde; y ambas, tras un florecimiento
de tres siglos, rematan el edificio de sus ideas, en la misma época en que la cultura, a que
pertenecen, se convierte en civilización de urbe mundial. Más tarde habremos de explicar
este nexo hondamente significativo. Pero es seguro que para nosotros ya pasó la época de
los grandes matemáticos. La labor de hoy es una labor de conservación, de afinamiento,
pulimento, selección; es la labor minuciosa del talento, que se substituye a las grandes
creaciones, y estos mismos caracteres tuvo la matemática alejandrina del helenismo
posterior.
Un esquema histórico lo compendiará todo más claramente.
1º CONCEPCIÓN DE UN NUEVO NUMERO
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ANTIGÜEDAD.
OCCIDENTE.
Hacia 540.
El número, magnitud.
Pitagóricos.
Hacia 1630.
El número, relación.
Descartes, Fermat, Pascal;
Newton, Leibnitz (1670).
(Hacia 470, victoria de la
(Hacia 1670, victoria de la plástica sobre la
pintura
música sobre la pintura al
al fresco.)
óleo.)
2º CULMINACIÓN DEL DESARROLLO SISTEMÁTICO
450-350.
1750-1800.
Platón-Archytas-Eudoxo.
Euler-Lagrange-Laplace.
(Fidias, Praxiteles.)
(Gluck, Haydn, Mozart.)
3º INTERIOR CONCLUSIÓN DEL MUNDO NUMÉRICO
300-250.
Euclides, Apolonio, Arquímedes.
(Lysipo, Leochares.)
Despues de 1800.
Gauss, Cauchy, Riemann.
(Beethoven.)
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Notas:
[1] Véase también parte II, cap. I (al principio).
[2] Estos términos traducen imperfectamente las palabras alemanas «das Werden und das
Gewordene», que significan literalmente: el devenir y lo devenido. Se trata de manifestar la
oposición entre una actuación continua transformadora y un resultado estático, definitivo,
rígido de esa actuación. Según los casos, emplearemos unos u otros términos para traducir
las mismas palabras alemanas.—N, del T.]
[3] Véase sobre el concepto del hombre sin historia, parte II, capítulo l, núm. II.
[4] Y con un «horizonte biológico». Véase parte II, cap. I, núm. 7.
[5] Véase parte II, cap. III, núm. 15.
[6] Entre éstos hay que poner también el acto de «pensar en dinero». Véase parte II, cap.
V, núm. 3.
[7] E igualmente del derecho y del dinero. Véase parte II, cap. I, núm. 13, y cap. V, núm. 4.
[8] Véase parte II, cap. II, núm. 18, y cap. III, núm. 3.
[9]
[Lo que no existe.—N. del T. ]
[10] [Lo ilimitado.—N. del T.]
[11] [El principio.—N. del T.]
[12] Véase parte II, cap. I, núm. 2.
[13] En el único tratado que se conserva de él defiende la opinión geocéntrica. Cabe,
pues, sospechar que fue poco a poco
aceptando una hipótesis científica de origen sirio.
[14] F. Strunz. Geschichte der Naturwwissenschaft im Mittelalter
ciencias físicas en la Edad Media], 1916, pág. 90.
[Historia de las
[15] Fue preparado por Eudoxo y usado para calcular el volumen de la pirámide y del cono.
«Fue el medio que los griegos emplearon para soslayar el concepto vedado del infinito.»
(Heiberg. Naturwissenschaft und Mathematik im klassischen Altertum [Física y matemática
en la antigüedad clásica], 1912, pág. 27.)
[16] Véase parte II, cap. III.
[17]
[Bondad y belleza.— N. del T.]
[18]
[tranquilidad.— N. del T.]
[19]
[Serenidad.— N. del T. ]
[20] En el siglo n de J. C. cesa Alejandría de ser una gran ciudad y se transforma en un
montón de casas, restos de la antigua
civilización, habitadas por un pueblo de
sentimientos primitivos, de
otro temple, de otra alma. Véase parte II, cap. II, núm. 5.
[21] Esto corresponde exactamente a la relación de la moneda y la partida doble en el
pensamiento financiero de las dos culturas. Véase parte II, cap. V, núm. 4.
[22] Lo mismo puede decirse del derecho romano (parte II, cap. I, núm. 19) y de la moneda
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(parte II, cap. V, núm. 4).
[23] [Inexpresable, irracional.—N. del T.]
[24] La «magia de los nombres», que usan los salvajes, y la ciencia, moderna, que sojuzga
los objetos, forjando para ellos nombres, es decir, términos técnicos, son, en su forma,
idénticas. Véase parte II, capítulo II, núm. II, y cap. III, núm. 15.
[25] Véase parte II, cap. II, núm. 7.
[26] En la astronomía moderna comienzan a aplicarse las geometrías no euclidianas. La
hipótesis de un espacio curvo ilimitado, pero finito, ocupado por el sistema estelar con un
diámetro igual a unos 470 millones de diámetros terrestres, conduciría a la hipótesis de otro
sol, simétrico al que vemos y que nos aparecería como estrella de mediana magnitud.
[27] Que por un punto no es posible trazar más que una sola paralela a una recta; esta
proposición no puede demostrarse.
[28] Es imposible determinar hoy en la matemática india, que conocemos, lo que procede de
los tiempos más remotos anteriores a Buda.
[29] «La función, rectamente concebida, es la existencia pensada en actividad» (Goethe).
Véase la creación del dinero fáustico, con su sentido funcional, parte II, cap. V, núm. 4.
[30] Desde el punto de vista de la teoría de los conjuntos, un conjunto de puntos bien
ordenado se llama cuerpo, sin atender al número de sus dimensiones; un conjunto de n – i
dimensiones, es decir, referido a aquél, se llama superficie. La «limitación» (pared, arista) de
un conjunto de puntos representa un conjunto de puntos de inferior potencia.
Capítulo II
El problema de la Historia Universal
1
FISIOGNOMICA Y SISTEMÁTICA
Llegamos, por fin, al punto en que nos es posible dar el paso decisivo y bosquejar un cuadro
de la historia, que no dependa de la colocación accidental del espectador en cierto
«presente»—el suyo—y de su cualidad de miembro interesado perteneciente a una cultura
determinada, cuyas tendencias religiosas, espirituales, políticas, sociales, le inducen a
disponer el material histórico en una perspectiva temporal y espacialmente condicionada,
imponiendo así al proceso histórico una forma caprichosa y superficial que le es
íntimamente extraña.
Lo que ha faltado hasta ahora a los historiadores es la distancia suficiente de su objeto. En
el estudio de la naturaleza hemos llegado ya hace tiempo a obtener el necesario
alejamiento. Verdad es que en este terreno era más fácil de lograr.
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El físico construye la imagen mecánico-causal de su mundo con espontánea evidencia,
como si él mismo no formase parte de esa imagen.
Ahora bien; en el mundo de las formas históricas puede hacerse lo mismo, sólo que hasta
ahora no lo hemos sabido.
El orgullo de los modernos historiadores consiste en ser objetivos; con lo cual demuestran
que no se dan cuenta de sus propios prejuicios. Acaso pueda decirse algún día, y se dirá,
que no hemos tenido hasta aquí una verdadera historiografía de estilo fáustico, con distancia
bastante para considerar, en el panorama completo de la historia universal, el presente —
que es presente sólo para una de las innumerables generaciones humanas—como algo
infinitamente lejano y extraño, como una época que no pesa ni más ni menos que las demás
épocas, sin aplicarle el criterio falaz de un ideal, sin referirla a si misma, sin deseos, sin
preocupaciones ni esa participación intima y personal que la vida práctica exige; con una
distancia, en suma, que, usando de las palabras de Nietzsche—aunque éste se hallaba bien
lejos de poseerla—, nos permita contemplar el hecho humano desde una gran altitud y mirar
hacia las culturas, incluyendo la propia, como quien mira a las cumbres de la sierra en el
horizonte.
Era necesario realizar de nuevo una hazaña como la de Copérnico, un acto de liberación
que negase la apariencia visible en nombre del espacio infinito, un acto como el que ya el
espíritu occidental había llevado a cabo, frente a la naturaleza, cuando abandonó el sistema
ptolomaico para adoptar el actual, excluyendo así de entre los factores determinantes de la
forma la estancia fortuita del espectador en cierto planeta.
La historia universal puede y debe igualmente hacer caso omiso de su observatorio
accidental—la Edad Moderna—. El siglo XIX nos parece infinitamente más rico e importante
que el XIX antes de J. C., por ejemplo; pero también la Luna nos parece más grande que
Júpiter y Saturno. Hace ya mucho tiempo que el físico está libre del prejuicio de la lejanía
relativa, y el historiador sigue padeciéndolo. Nos permitimos llamar antigüedad a la cultura
de los griegos, porque la referimos a nuestra edad moderna. ¿Era acaso también «antigua»
para los refinados egipcios de la corte del gran Thutmosis, que habían llegado a la cúspide
de su evolución histórica mil años antes de Homero? Para nosotros, los acontecimientos que
se han verificado entre 1500 y 1800 en la Europa occidental constituyen el tercio más
importante de «la» Historia Universal; para el historiador chino, que tiende la mirada sobre
4.000 años de historia china y juzga desde ella, resultan un breve episodio de escasa
importancia y, por supuesto, sin la gravedad de los siglos de la dinastía Han, por ejemplo—
206 antes de J. C. a 220 después de J. C.—, que hacen época en su historia universal.
Me propongo en las siguientes páginas libertar la historia de los prejuicios personales del
espectador, quien, en nuestro caso, la ha convertido esencialmente en historia de un
fragmentó del pasado, asignándole, como término final, la situación en que casualmente se
encuentra hoy Europa y valorando su evolución pretérita y futura con el criterio de los
ideales e intereses públicos del momento presente.
2
¡Naturaleza e historia! [1]. He aquí, una frente a otra, las dos extremas posibilidades que
tiene cada hombre de ordenar la realidad circundante como imagen cósmica. Una realidad
es naturaleza cuando subordina todo producirse al producto; es historia cuando subordina
todo producto al producirse. Si contemplamos una realidad en su forma memorativa aparece
nuestros ojos el mundo de Platón, Rembrandt, Goethe, Beethoven. Si concebimos
críticamente sus elementos sensibles actuales aparecen los mundos de Parménides y
Descartes, Newton y Kant. Conocer, en el sentido más enérgico de la palabra, es aquella
experiencia íntima cuyo resultado se llama «naturaleza». Lo conocido y la naturaleza son
idénticos. Lo conocido, como nos lo ha demostrado el símbolo del número matemático, es
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sinónimo de lo mecánicamente definido, de lo fijado una vez para siempre, de lo estatuido.
La naturaleza es el conjunto de cuanto es necesario según leyes. No hay más leyes que las
naturales. Ningún físico que tenga conciencia clara de su misión franqueará jamás esos
límites. Su problema consiste en determinar la totalidad, el sistema bien ordenado de todas
las leyes que pueden hallarse en la imagen de su naturaleza; más aún, que representan
íntegramente, sin resto alguno, la imagen de su naturaleza.
En cambio, intuir—recordemos las palabras de Goethe: «Intuir debe distinguirse muy bien de
mirar»—es aquella experiencia íntima que, por el hecho mismo de verificarse, es historia. Lo
que vivimos es lo que acontece, es historia.
Todo acontecer es singular y no se repite nunca. Lleva consigo la nota de la dirección—del
«tiempo»—de la irreversibilidad. Lo acontecido, que es como el producto, que se opone al
producirse, y como el anquilosamiento, que se opone a la vida, pertenece irrevocablemente
al pasado. La emoción correspondiente es el terror cósmico. En cambio, lo conocido es
intemporal; no es pasado ni futuro; es absolutamente «actual» y, por lo tanto, tiene una
validez perdurable. Así lo exige, en efecto, la constitución íntima de la ley natural. La ley, lo
estatuido, es antihistórico. Excluye el azar. Las leyes naturales son formas de una necesidad
que no admite excepciones, esto es, de una necesidad inorgánica. Ahora vemos claramente
por qué la matemática, que es la ordenación de los productos, mediante el número, se aplica
siempre a las leyes y a las causas y sólo a éstas.
El devenir «no tiene números». Sólo lo que carece de vida —o lo vivo, si se prescinde de su
vida—puede ser contado, medido, analizado. El puro devenir, la vida, es, en este sentido,
ilimitada, y trasciende del nexo causal, de la ley y de la medida. Una profunda y verdadera
investigación histórica no buscará jamás leyes mecánicas; pues si lo hiciera, fallaría el
concepto mismo de su propia esencia.
Pero la historia que contemplamos no es un devenir puro; es sólo una imagen, una forma
del mundo, que irradia del espectador y en la cual el producirse predomina sobre el
producto. La posibilidad de llegar en la historia a resultados científicos se basa justamente
en lo que la historia contiene aún de producto, es decir, en un defecto. Y cuanto más
importante sea ese contenido, tanto más mecánica, tanto más intelectualizada, tanto más
causal nos aparecerá la historia. La «naturaleza viviente» de Goethe, imagen perfectamente
amatemática del mundo, poseía, a pesar de todo, tal contenido de cosa muerta y rígida, que
Goethe pudo tratarla científicamente, al menos en su primer plano. Cuando ese contenido se
desvanece casi por completo, cuando la historia se torna casi puro devenir, la intuición se
convierte en una experiencia íntima que ya no admite otros modos manifestativos que los de
la forma artística. El sino de los mundos, que Dante contemplaba con los ojos del espíritu, es
algo que no hubiera podido realizar científicamente; ni Goethe lo que veía en los grandes
momentos de su Fausto, y lo mismo cabe decir de las visiones de Plotino y Giordano Bruno,
que no eran el resultado de una investigación. He aquí la causa principal de todas las
discusiones sobre la estructura de la historia. Ante uno y el mismo objeto, ante una y la
misma colección de hechos, cada espectador, según su índole, recibe una impresión distinta
del con-junto, impresión inaprensible, incomunicable, que determina su pensamiento,
dándole un matiz personal específico. La cantidad de producto contenido en la visión de dos
hombres es siempre distinta; y esto basta para que no puedan entenderse nunca, ni sobre el
tema, ni sobre el método. Pero lo que esta palabra designa es algo sobre cuya estructura
nadie tiene poder; no es que uno sea peor que el otro, sino que los dos necesariamente son
distintos. Otro tanto puede decirse de toda ciencia natural.
Pero atengámonos a esto: querer tratar la historia científicamente es, en última instancia,
una contradicción. La auténtica ciencia llega hasta donde llegue la validez de los conceptos
verdadero y falso. Así, la matemática; así también la ciencia preparatoria de la historia:
colecciones, ordenamiento, distribución del material. Pero la visión histórica propiamente
dicha empieza donde el material termina y pertenece al reino de las significaciones, donde
los criterios no son ya la verdad o falsedad, sino la hondura o mezquindad. El auténtico
físico no es profundo, sino «sagaz». Sólo cuando abandona el terreno de las hipótesis
metódicas y penetra en las cosas últimas puede ser profundo—pero entonces ya no es
físico, sino metafísico—. La naturaleza debe ser tratada científicamente; la historia,
poéticamente. El viejo Leopoldo de Ranke dijo una vez, según refieren, que el Quintín
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Durward, de Walter Scott, representa la verdadera historiografía. Y, en efecto, asi es; una
buena obra histórica tiene la ventaja de que el lector puede ser su propio Walter Scott.
En la otra esfera, allá donde debieran imperar los números y el
saber exacto, llamó
Goethe «naturaleza viviente» a la intuición inmediata del puro devenir, del puro proceso
plástico; a aquello, por lo tanto, que es historia, en el sentido definido aquí. Su mundo era,
pues, ante todo, un organismo, un ser vivo. Y se comprende que sus investigaciones, aun
cuando tienen una apariencia física, no se proponen hallar números, ni leyes, ni fórmulas del
nexo causal, ni, en general, analizan la realidad; son morfológicas en el más alto sentido de
la palabra, y por lo mismo se advierte en ellas el propósito de no usar el método típico de la
ciencia occidental—método muy opuestos al pensamiento «antiguo» — para descubrir
nexos causales: el experimento y la medición, que en Goethe no se echan nunca de menos.
Su estudio de la superficie terrestre es siempre geología, nunca mineralogía—que él
llamaba la ciencia de las cosas muertas.
Digámoslo una vez más: no existe un límite preciso entre las dos maneras de concebir el
mundo. El producirse y el producto se oponen uno a otro; pero los dos están presentes en
toda clase de intelección. El que los vea intuitivamente en proceso de devenir, en trance de
realizarse, está viviendo la historia; el que los analice como ya producidos y consumados
está conociendo la naturaleza.
En todo hombre, en toda cultura y en todo estadio de una cultura existe cierta disposición
primaria, cierta tendencia e inclinación originaria a preferir como ideal una de esas dos
formas. El hombre de Occidente es de temple sobremanera
histórico [2]; el antiguo no. Nosotros ponemos todo lo dado en relación con el pasado y con
el futuro. La antigüedad no conocía mas realidad que el presente punctifome. Lo demás se
convertía en mito. Cada compás de nuestra música, desde Palestrina a Wagner, es para
nosotros un símbolo del devenir; los griegos, en cambio, veían en cada estatua una imagen
del presente puro. El ritmo de un cuerpo reside en la relación simultánea de sus partes; el
ritmo de una fuga, en el transcurso del tiempo.
3
Los principios de forma y ley aparecen, pues, como los dos elementos radicales de toda
construcción del universo. Una imagen del mundo es tanto más matemática y sometida a
leyes y números, cuanto más hondamente lleva impresos los trazos de la naturaleza. En
cambio, un mundo intuido puramente como eterno devenir posee una faz de incalculable
riqueza, irreductible a sistemas numéricos. «La forma es movediza, cambiante, transitoria.
La morfología o teoría de las formas es teoría de las mutaciones. La doctrina de la
metamorfosis es la clave que nos permite descifrar todos los signos de la naturaleza.» Esto
dice Goethe en un trozo de sus papeles póstumos. Así se diferencian, en cuanto al método,
la ya citada «fantasía sensible exacta» de Goethe, que deja intacto lo viviente [3], y los
procedimientos exactos, pero mortíferos, de la física moderna. El residuo que en cada
imagen del mundo queda del otro elemento, y que inevitablemente ha de quedar siempre, se
presenta en la física estricta bajo el aspecto de teorías e hipótesis imprescindibles, cuyo
contenido intuitivo llena y sustenta lo rígido, lo numérico, lo formulario. En la investigación
histórica, ese residuo toma la forma de la cronología, red numérica, que siendo íntimamente
extraña al devenir, no se nos aparece nunca como heterogénea a él, andamiaje de fechas y
estadísticas que envuelve y penetra el mundo de las formas históricas, aunque sin la menor
relación con el carácter de los números matemáticos. El número cronológico designa la
realidad singular; el número matemático, la posibilidad constante. Aquél circunscribe formas
y, para la pupila inteligente, dibuja los contornos de las edades y de los hechos; está al
servicio de la historia. Este es en sí mismo la ley que ha de determinarse, el fin y término de
la investigación.
El número cronológico, como recurso de que se vale una ciencia preparatoria, está tomado
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de la ciencia más verdaderamente tal, de la matemática. Pero, en su aplicación y uso, se
prescinde de esa propiedad. Considérese bien la diferencia entre estos dos símbolos: 12 x 8
= 96 y 18 de octubre de 1813.
Los números están aquí empleados de dos maneras tan diferentes, como el uso de las
palabras en la prosa y en la poesía.
Hay que añadir aquí otra observación [4]. El producirse es siempre el fundamento del
producto. Ahora bien; la historia representa una ordenación de la imagen cósmica en el
sentido del producirse. Luego la historia es la forma primitiva del mundo, mientras que la
naturaleza, en el sentido de un perfecto mecanismo, es una forma posterior, que sólo el
hombre de culturas ya florecientes puede realizar. En realidad, el mundo obscuro de las
almas primigenias, el mundo que rodea a la primitiva humanidad y del cual nos dan hoy
testimonio los viejos usos y mitos religiosos, mundo orgánico, todo lleno de arbitrariedades,
demonios hostiles y potencias caprichosas, es un conjunto viviente, inaprensible,
incalculable, agitado por enigmas y misterios. Llámesele naturaleza si se quiere; pero desde
luego no es nuestra naturaleza, no es el reflejo rígido de un espíritu científico. Los ecos de
ese mundo primitivo resuenan todavía, a veces, como un pedazo de humanidad pretérita en
el alma de los niños y de los grandes artistas; ese mundo emerge, a veces, en medio de la
naturaleza precisa y definida, que el espíritu urbano de las culturas adultas construye en
torno al individuo con tiránica insistencia. Tal es el fundamento de la oposición tenaz—que
todas las postrimerías conocen—entre la manera científica («moderna») de concebir el
mundo y la manera artística («impráctica»). El hombre de los hechos y el poeta no se
comprenderán nunca. He aquí por qué toda investigación histórica, que debiera siempre
tener algo de infantilismo y de ensoñación, algo de aquella alma de Goethe, corre gran
peligro—si aspira a ser científica—de convertirse en una mera física de la vida pública, en
«materialista», como ella misma ingenuamente se ha denominado.
«Naturaleza», en su sentido exacto, es una concepción más rara de la realidad; es la
manera madura, y aun quizá senil, de poseer la realidad; se presenta a las inteligencias de
las grandes urbes en las postrimerías de una cultura. «Historia», en cambio, es la
concepción ingenua, juvenil, la concepción más inconsciente y propia de toda la humanidad.
Asi al menos se oponen la naturaleza numerada, sin misterios, analizada y analizable de
Aristóteles y Kant, de los sofistas y los darwinistas, de la física y química modernas, y la
naturaleza vivida, ilimitada, emotiva, de Homero y la Edda, de los hombres del gótico y del
dórico. Prescindir de esto es desconocer la esencia de toda reflexión histórica. La historia es
la concepción propiamente natural; la naturaleza exacta, mecánica, ordenada, es, en
cambio, la concepción artificial, que el alma forma de su mundo. A pesar de ello, o acaso
por ello mismo, la física es fácil para el hombre moderno y la historia le resulta difícil.
Gérmenes de un modo mecánico de pensar el mundo, de una inteligencia orientada hacia la
limitación matemática, la distinción lógica, la ley y la causalidad, aparecen bastante
temprano. Los encontramos ya en los primeros siglos de todas las culturas, si bien aun
endebles, fragmentarios y ahogados en la abundancia de la conciencia religiosa. Cito el
nombre de Roger Bacon. Pero pronto esas manifestaciones del pensamiento abstracto
adquieren un carácter más riguroso; se advierte en ellas un tono dominador y exclusivista,
que es común a todas las conquistas del espíritu, cuando viven bajo la continua amenaza de
una ofensiva por parte de la naturaleza humana. Insensiblemente, el reino de la extensión y
de los conceptos—pues los conceptos son en su esencia números, estructuras puramente
cuantitativas—va introduciéndose en el mundo exterior del individuo, estableciendo entre las
sencillas impresiones de la sensibilidad un nexo mecánico de índole causal y numérica, y
sometiendo, al fin, la conciencia vigilante del hombre culto de las grandes ciudades—Tebas
de Egipto, Babilonia, Benarés, Alejandría, las urbes mundiales de la Europa occidental—a
tan continuada coacción del pensar naturalista, que apenas hay nadie que se atreva a
contradecir el prejuicio de toda filosofía y de toda ciencia —pues es un verdadero
prejuicio—, según el cual ese estadio del espíritu es el espíritu humano mismo, y su alter
ego, la imagen mecánica del mundo circundante, es el mundo mismo. Los lógicos, como
Aristóteles y Kant, han hecho predominante esta concepción; pero Platón y Goethe la
refutan.
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4
Conocer el mundo es, para el hombre de las culturas superiores, una verdadera necesidad,
algo que se compenetra con su propia existencia, una ofrenda que cree deberse a sí mismo
y a su vida. Y ya se le dé el nombre de ciencia o de filosofía, ya se admita o se rechace, con
íntima certidumbre, su afinidad con la creación artística y la intuición religiosa, ese problema
del conocimiento es sin duda alguna, en todo caso, siempre el mismo: consiste en exponer
en toda su pureza el lenguaje formal de la imagen cósmica, imagen prefijada a la conciencia
vigilante del individuo, y que éste, mientras no compara, debe considerar como «el» mundo
mismo.
Ante la diferencia que existe entre la naturaleza y la historia, aparece el problema del
conocimiento como un problema doble. Cada uno de los dos aspectos hablará su propio
lenguaje formal, lenguaje bien distinto en todos los sentidos.
Y toda imagen del mundo que tenga un carácter indeciso y vacilante—como sucede
ordinariamente—podrá contenerlos a los dos en mezcla confusa, pero nunca en unidad
verdadera.
Dirección y extensión. He aquí los dos caracteres fundamentales que diferencian el aspecto
histórico y el naturalista del mundo. El hombre no es capaz de actualizarlos ambos
simultáneamente, en el mismo instante. La palabra lejanía tiene un doble sentido bien
característico. En la historia significa el futuro; en la naturaleza, la distancia espacial. Debe
notarse que el materialista histórico siente el tiempo casi necesariamente como dimensión.
Para el artista, en cambio, es lo contrario, como lo demuestra la poesía de todas las edades.
Las lejanías panorámicas, las nubes, el horizonte, el sol poniente son impresiones que van
indefectiblemente unidas al sentimiento de algo futuro. El poeta griego niega el futuro, y, por
consiguiente, ni ve ni canta esas cosas. Entregado al presente, no
tiene sentido mas que para lo próximo. El investigador de la naturaleza, el hombre de
entendimiento productivo, en sentido propio, ya sea un experimentador como Faraday, ya un
teórico como Galileo, ya un calculador como Newton, encuentra en su mundo siempre
cantidades, nunca direcciones, y las mide, las experimenta, las ordena. La cantidad es lo
único que se acomoda a la concepción por números, a la definición por causa y efecto, a la
explicación por conceptos, fórmulas y leyes. Aquí acaban las posibilidades de todo
conocimiento naturalista puro. Todas las leyes son conexiones cuantitativas, o, como el
físico dice, todos los procesos físicos transcurren en el espacio. El físico antiguo hubiera
corregido esta expresión, sin alterar el hecho, pero acomodando las palabras a su
sentimiento del mundo, que negaba el espacio, y hubiera dicho: todos los procesos tienen
lugar entre cuerpos.
Pero las impresiones o aspectos históricos son irreductibles a la cantidad. Su órgano es otro.
El mundo como naturaleza y el mundo como historia tienen sus propios modos de
concepción, que conocemos muy bien y empleamos a diario, aunque hasta ahora no
hayamos tenido conciencia de su oposición. En efecto, hay un conocimiento de la naturaleza
y un conocimiento de los hombres. Hay la experiencia científica y la experiencia de la vida.
Apúrese esta oposición hasta sus últimas consecuencias y se comprenderá lo que quiero
decir.
Todas las maneras de concebir el mundo pueden, en última instancia, designarse con la
palabra morfología. La morfología de lo mecánico, de lo extenso, la ciencia que descubre y
ordena las leyes naturales y los nexos causales, se llama sistemática. La morfología de lo
orgánico, de la historia y de la vida, de todo lo que posee dirección y sino, se llama
físiognómica.
5
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La concepción sistemática del mundo, en Occidente, ha llegado a su apogeo en el pasado
siglo, y ya ha franqueado esta cumbre. La concepción físiognómica tiene ante sí un gran
porvenir. Dentro de cien años todas las ciencias que puedan edificarse sobre el solar del
Occidente europeo serán los fragmentos de una fisiognómica única y grandiosa, la
físiognómica de la humanidad. Esto es lo que significa «la morfología de la historia
universal». En toda ciencia, tanto por su finalidad como por su material, el hombre se narra
a sí mismo. La experiencia científica es un reconocimiento espiritual de si mismo. Desde
este punto de vista acabamos de tratar la matemática como un capitulo de la físiognómica.
No nos importa precisar lo que cada matemático se propone. Quedan excluidos de nuestra
consideración el científico como tal y los resultados a que llega y con que aumenta el caudal
de la ciencia. Lo único que ahora nos importa es el matemático como hombre, cuya
actividad constituye una parte de su existencia, cuya ciencia y cuyas opiniones son otros
tantos gestos expresivos, por tanto, como órgano de una cultura.
Por medio de él, ésta nos habla de sí misma; y él, como persona, como espíritu, por sus
descubrimientos, por sus conocimientos, por sus creaciones, es un rasgo fisiognómico de
esa cultura.
Toda matemática es la confesión de un alma que manifiesta a todos, por modo visible, la
idea de su número, innato en su conciencia vigilante, ya como sistema científico, ya—en el
caso de Egipto—como forma de una arquitectura. Lo que en la obra hay de propósito
deliberado pertenece al aspecto externo de la historia; pero el fondo inconsciente, el
número, el estilo de su desarrollo en un mundo cerrado de formas, todo eso es expresión de
la existencia, de la sangre misma.
La historia de su vida, su florecimiento, su decadencia, su profunda relación con las artes
plásticas, con los mitos y cultos de la misma cultura, todo eso forma parte de una morfología
histórica, que se considera aún casi imposible.
La parte visible, exterior, de toda historia, tiene, pues, la misma significación que la
apariencia externa de un hombre, su estatura, sus gestos, su porte, su manera de andar, de
hablar, de escribir. Todas estas formas expresivas tienen un gran valor para el buen
conocedor de hombres. El cuerpo, con todas sus manifestaciones, lo limitado, el producto, lo
Perecedero, es expresión del alma. Pero conocer a los hombres es asimismo conocer esos
organismos humanos de estilo portentoso que llamo culturas; es interpretar sus gestos, sus
ademanes, su lenguaje, sus acciones, como se interpretan las de un individuo.
La fisiognómica descriptiva, configurativa, es el arte del retrato, trasladado a lo espiritual.
Don Quijote, Wérther, Julián Sorel, son retratos de una época. Fausto es el retrato de toda
una cultura. Para el físico, cuya ciencia es una morfología sistemática, el retrato del mundo
es un problema de imitación; no de otro modo que la «fidelidad», «el parecido» para el
jornalero de la pintura, que, en realidad, procede también por modo matemático. En cambio,
un verdadero retrato, en el sentido de Rembrandt, tiene un estilo fisiognómico, esto es,
representa toda una historia condensada en un momento. La serie de los autorretratos de
Rembrandt no es otra cosa que una autobiografía a lo Goethe. Asi es como hay que escribir
la biografía de las grandes culturas. La parte imitativa, la labor profesional, la rebusca de
datos, fechas y números, es un simple medio y no el fin. Todos esos fenómenos, que hasta
ahora nadie ha sabido valorar sin acudir a criterios personales, provecho o perjuicio, bondad
o maldad, agrado o desagrado; todos esas formas políticas y económicas, batallas, artes,
ciencias, dioses, matemáticas, morales, son rasgos del rostro de la historia. Todo lo
acontecido, todo cuanto aparece es símbolo, expresión de un alma, y debemos penetrar su
significación. De esta suerte la investigación se encumbra a su máxima y final certeza: todo
lo transitorio es mero símbolo.
Un hombre puede educarse para la física. El historiador, en cambio, nace. El historiador
comprende y penetra los hombres y las cosas de un solo golpe, guiado por un sentimiento
que no se aprende, que elude toda intervención premeditada y goza de la plenitud de sí
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mismo en harto raros instantes.
Descomponer, definir, ordenar, circunscribir efectos y causas, eso puede hacerse siempre
que se quiera. Es trabajo. Lo otro, en cambio, es creación. La fisonomía y la ley, la metáfora
y el concepto, el símbolo y la fórmula tienen muy distintos órganos. Asi se manifiesta la
relación entre la vida y la muerte, la generación y la destrucción. El intelecto, el sistema, el
concepto, matan cuando «conocen». Hacen de lo conocido un objeto rígido que puede
medirse y dividirse. La intuición, empero, anima y vivifica; incorpora lo singular a una unidad
viviente, íntimamente sentida. La poesía y la investigación histórica tienen entre sí un
parentesco muy próximo, como el cálculo y el conocimiento. Dice una vez Hebbel: «Los
sistemas no se enseñan; las obras de arte no se calculan, o, lo que es lo mismo, no se
piensan.» El artista, el historiador verdadero, contempla cómo las cosas devienen; revive el
devenir en el rostro de la cosa contemplada. El sistemático, ya sea físico, lógico, darwinista
o historiógrafo pragmático, conoce lo que ha sido. El alma de un artista es, como el alma de
una cultura, algo que aspira a realizarse, algo completo y perfecto, o, dicho en el lenguaje de
una vieja filosofía, un microcosmos. El espíritu sistemático, apartado—abstraído—de lo
sensible, es una manifestación tardía, estrecha y efímera que aparece en los estadios más
maduros de una cultura. Va unido al fenómeno de las grandes urbes, en donde la vida se
condensa cada día más, y con las grandes urbes desaparece también. La ciencia antigua
dura desde los jonios del siglo VI hasta la época romana. En cambio hay artistas antiguos
mientras dura la antigüedad. El siguiente esquema aclarará, quizá, lo que decimos:
Si intentamos aclarar el principio de unidad, desde el cual concebimos cada uno de esos dos
mundos, hallaremos que todo conocimiento de forma matemática se refiere a un presente
constante, y tanto más cuanto más puro sea el conocimiento. La imagen de la naturaleza,
que el físico contempla, es el conjunto de lo que se desenvuelve actualmente ante sus
sentidos. Entre las premisas de toda física hay una casi siempre silenciada, pero tanto más
firme; consiste en suponer que «la» naturaleza es una y la misma para toda conciencia
vigilante y en todos los tiempos. Un experimento resuelve una cuestión «para siempre». En
esta concepción no se niega el tiempo, pero se prescinde de él. En cambio, la verdadera
historia descansa sobre el sentimiento no menos cierto de lo contrario. La historia supone en
quien la cultiva un órgano histórico, esto es, una especie de sensibilidad interna, difícil de
describir, cuyas impresiones están en continua transformación y por lo tanto no pueden ser
sintetizadas en un momento dado.—Más tarde hablaremos de eso que los físicos llaman
«tiempo»—. La imagen histórica—ya sea de la humanidad, del mundo orgánico, de la tierra
o de los sistemas estelares—- es una imagen memorativa. La memoria se concibe aquí
como un estado superior, que no es dado a todas las conciencias vigilantes y que muchas
no poseen sino en mínimo grado, una especie particular de imaginación que nos hace vivir
cada momento sub specie aeternitatis, en constante referencia a lo pasado y a lo futuro; es
el fundamento de toda intuición retrospectiva, de todo conocimiento de si mismo, de toda
confesión. En este sentido el hombre antiguo no tiene memoria, y, por lo tanto, no tiene
historia, ni propia ni ajena («Sobre historia sólo puede juzgar quien haya vivido la historia en
si mismo.» Goethe). En la conciencia antigua todo el pasado quedaba absorbido por el
presente momentáneo. Compárense las cabezas extraordinariamente «históricas» de las
esculturas de la catedral de Naumburgo, o las de Durero, o las de Rembrandt, con las
cabezas de las estatuas griegas, v. gr., con la famosa de Sófocles. Aquéllas narran la
historia de un alma.
Los rasgos de ésta se limitan a la expresión de una realidad momentánea y no nos dicen
nada del curso anterior de la vida, que termina en el estado presente, si puede hablarse asi,
tratándose de un verdadero «antiguo», de un hombre siempre entero, que siempre es y no
se halla nunca en proceso de realización.
6
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Ahora ya podemos descubrir los últimos elementos del mundo de las formas históricas.
Innumerables figuras que surgen y desaparecen, que se destacan un instante para fluir de
nuevo sin descanso; un remolino de mil colores y matices, lanzando por doquiera los más
varios destellos, que parecen resultados del capricho y del azar—tal es en primer término el
cuadro que presenta la historia universal cuando se abre en su conjunto ante el espíritu que
lo contempla. Pero la mirada profunda, que penetra en lo esencial, extrae de esa
contingencia formas puras que, ocultas en lo más hondo, no se dejan descubrir fácilmente.
Estas formas constituyen la base de todo el devenir humano.
Dejando a un lado la imagen de la evolución universal, con sus horizontes ingentes,
escalonados uno tras otro, tal como los abarca la mirada fáustica [5]—evolución del sistema
estelar, de la superficie terrestre, de los seres vivos, de los hombres—, consideremos ahora
solamente la brevísima unidad morfológica de la «historia universal», en su sentido
corriente, esa historia de la humanidad superior, que Goethe en su vejez estimaba tan poco
y que abarca actualmente unos seis mil años; y no entremos por ahora en el profundo
problema de la intima homogeneidad entre todos esos aspectos.
Algo hay que da sentido y contenido a ese mundo fugaz de las formas históricas, algo que
hasta ahora ha permanecido enterrado bajo la masa, mal entendida, de las «fechas» y de
los «hechos» tangibles; es el fenómeno de las grandes culturas.
Cuando estas protoformas hayan sido vistas, sentidas, estudiadas en su significación
fisiognómica, entonces podrá afirmarse que se ha llegado a la inteligencia (para nosotros) de
la esencia y forma interior de la historia humana—en contraposición a la esencia de la
naturaleza—. Sólo desde este punto de vista podrá hablarse en serio de una filosofía de la
historia, y será posible comprender, en su contenido simbólico, todos los hechos del cuadro
histórico, los pensamientos, las artes, las guerras, las personalidades, las épocas,
considerando la historia misma, no como mera suma de los pasado, sin propia ordenación ni
necesidad interior, sino como un organismo de precisa estructura y membración
significativa, en cuyo desarrollo el presente accidental del espectador no constituye una
época aparte y el futuro no aparece como cosa informe e imprevisible.
Las culturas son organismos [6]. La historia universal es su biografía. La gran historia de la
cultura china o de la cultura antigua es morfológicamente el correlato exacto de la pequeña
historia de un individuo, de un animal, de un árbol o de una flor. Esto, para la visión fáustica,
no es una exigencia, sino una experiencia. Sí queremos conocer la forma interna que por
doquiera se repite, podemos valernos del método que ha elaborado hace tiempo la
morfología comparada de las plantas y los animales [7]. El contenido de toda historia
humana se agota en el sino de las culturas particulares, que se suceden unas a otras, que
crecen unas junto a otras, que se tocan, se dan sombra y se oprimen unas a otras. Y sí
hacemos desfilar ante el espíritu las formas de esas culturas, que hasta ahora han
permanecido escondidas bajo el manto de una «historia de la humanidad», concebida como
trivial sucesión de hechos, conseguiremos sin duda descubrir en su pureza y esencia la
protoforma de toda cultura, que, como ideal, sirve de fundamento a todas las culturas
particulares.
Distingo por una parte la idea de una cultura, esto es, el conjunto de sus interiores
posibilidades, y, por otra parte, la manifestación sensible de esa cultura en el cuadro de la
historia, esto es, su realización cumplida. Es la misma relación que mantiene el alma con el
cuerpo vivo, su expresión en el mundo luminoso de nuestros ojos. La historia de una cultura
es la realización progresiva de sus posibilidades. El cumplimiento equivale al término. En la
misma relación se halla el alma apolínea—que quizá algunos de nosotros puedan sentir y
vivir de nuevo—con su desenvolvimiento en la realidad, es decir, con ese conjunto que se
llama «Antigüedad», cuyos restos, accesibles a la contemplación y al estudio inteligente
investigan el arqueólogo, el filólogo, el estético, el historiador.
La cultura es el protofenómeno de toda la historia universal, pasada y futura. Esta idea del
protofenómeno, tan profunda como mal apreciada; esta idea que Goethe descubrió en su
«naturaleza viviente» y que le sirvió de base para sus investigaciones morfológicas,
debemos aplicarla aquí, en su sentido más exacto, a todas las formaciones de la historia
humana, a las que han llegado a perfecta madurez como a las fenecidas en flor, a las
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muertas a medio desarrollo como a las ahogadas en germen. Es éste un método del
sentimiento, no del análisis.
«Lo más alto a que puede llegar el hombre es la admiración; y cuando el protofenómeno se
la provoca, debe darse por satisfecho, que más arriba no puede subir; y no busque más, que
aquí está el límite.» Un protofenómeno es aquel en que se nos aparece en toda su pureza la
idea del devenir. Goethe pudo contemplar claramente, con los ojos del espíritu, la idea de la
protoplanta en la figura de una planta cualquiera, hija del azar y hasta de una planta posible.
Su gran descubrimiento del os intermaxillare se funda en el protofenómeno del tipo
vertebrado. En otros problemas, su punto de partida fue la disposición geológica de las
capas, o la hoja como protoforma de todos los órganos vegetales, o la metamorfosis de las
plantas como imagen primaria de todo producirse orgánico. «La misma ley podrá aplicarse a
los demás seres vivientes», escribía desde Nápoles a Herder, al comunicarle su
descubrimiento. Era ésta una visión de las cosas que Leibnitz hubiera entendido. El siglo de
Darwin ha permanecido alejado de este punto de vista.
Pero aun falta una concepción de la historia que esté totalmente libre de los métodos
darwinistas, es decir, de la física sistemática, de la física edificada sobre el principio de
causalidad. Nunca se ha hablado todavía de una fisiognómica rigurosa y clara,
perfectamente consciente de sus recursos y de sus limites. Sus métodos estaban aún por
descubrir. Este es el gran problema del siglo XX: poner cuidadosamente de manifiesto la
estructura de las unidades orgánicas, por las cuales y en las cuales se desenvuelve la
historia universal; distinguir lo que morfológicamente en necesario y
esencial de aquello que sólo es contingente; comprender la expresión, el cariz de los
acontecimiento e interpretar su lenguaje.
7
Una masa inabarcable de seres humanos, un torrente sin orillas, que nace en el pasado
sombrío, allá donde nuestro sentimiento del tiempo pierde su eficacia ordenativa y la
fantasía inquieta—o el terror—evoca la imagen de los períodos geológicos, para ocultar tras
ella un enigma indescifrable; un torrente que va a perderse en un futuro tan negro e
intemporal como el pasado; tal es el fondo Sobre que se destaca la imagen fáustica de la
historia humana. El oleaje uniforme de las innumerables generaciones estremece la amplía
superficie.
Refulgentes destellos surcan los ámbitos. Inciertas luces se agitan temblorosas, enturbiando
el claro espejo; se confunden, brillan y desaparecen. Las hemos llamado razas, pueblos,
tribus. Reúnen una serie de generaciones en un limitado circulo de la superficie histórica, y
cuando se extingue en ellas la fuerza creadora—fuerza muy variable, que prefija a esos
fenómenos una duración y plasticidad también muy variables—extínguense asimismo los
caracteres fisiognómicos, lingüísticos, espirituales, y la Concreción histórica vuelve a
disolverse en el caos de las generaciones. Arios, mongoles, germanos, celtas, partos,
francos, cartagineses, bereberes, bantúes, son nombres que aplicamos a muy distintas
formaciones de este orden.
Sobre esta superficie describen las grandes culturas sus círculos majestuosos [8]. Emergen
de pronto, extienden a lo lejos sus magnificas curvas, debilítanse luego y desaparecen.
Y el espejo del agua sigue terso, solitario, adormecido.
Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado primario y se desprende del
eterno infantilismo humano; cuando una forma surge de lo informe; cuando algo limitado y
efímero emerge de lo ilimitado y perdurable.
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Florece entonces sobre el suelo de una comarca, a la cual permanece adherida como una
planta. Una cultura muere, cuando ese alma ha realizado la suma de sus posibilidades, en
forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, Estados, ciencias, y torna a sumergirse en la
espiritualidad primitiva. Pero su existencia vivaz, esa serie de grandes épocas, cuyo riguroso
diseño señala el progresivo cumplimiento de su destino, es una lucha intima, profunda,
apasionada, por afirmar la idea contra las potencias del caos en lo exterior y contra la
inconsciencia interior adonde han ido éstas a refugiarse coléricas.
No sólo el artista lucha contra la resistencia de la materia y el aniquilamiento de la idea.
Toda cultura se halla en una profunda relación simbólica y casi mística con la extensión, con
el espacio, en el cual y por el cual quiere realizarse. Cuando el término ha sido alcanzado,
cuando la idea, la muchedumbre de las posibilidades interiores se ha cumplido y realizado
exteriormente, entonces, de pronto, la cultura se anquilosa y muere; su sangre se cuaja, sus
fuerzas se agotan; se transforma en civilización. Esto es lo que sentimos y comprendemos
en las palabras Egipticismo, Bizantinismo, Mandarinismo. Y el cadáver gigantesco, tronco
reseco y sin savia, puede permanecer erecto en el bosque siglos y siglos, alzando sus ramas
muertas al cielo. Tal es el caso de China, de la India, del mundo del Islam. La civilización
antigua de la época imperial se erguía gigantesca, con aparente riqueza y fuerza juvenil;
pero en realidad lo que hacía era privar de aire y de luz a la Joven cultura arábiga de
Oriente [9].
Este es el sentido de todas las decadencias en la historia —cumplimiento interior y exterior,
acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva—. La de más limpios
contornos se halla ante nuestros ojos; es la «decadencia de la antigüedad». Y ya hoy
podemos rastrear claramente en nosotros y en torno a nosotros los primeros síntomas de la
decadencia propia, de la «decadencia de Occidente», acontecimiento que por su transcurso
y duración coincide plenamente con la decadencia de la antigüedad y se sitúa en los
primeros siglos del próximo milenio [10].
Toda cultura pasa por los mismos estados que el individuo.
Tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se
manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimientos, que llena el paisaje fáustico,
desde la Provenza de los trovadores hasta la catedral de Hildesheim, bajo el obispo
Bernward. Sopla por estas comarcas un viento de primavera. «Las obras de la vieja
arquitectura alemana—dice Goethe—son la flor de una situación extraordinaria. Ante el
espectáculo inmediato de este florecimiento no cabe otra actitud que la admiración; pero
quien sepa escudriñar en la secreta vida interior de las plantas en la expansión de las
fuerzas, en el desarrollo paulatino de los gérmenes, ese ve con otros ojos y sabe lo que
ve...»
Esta niñez del alma se expresa también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la
época homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es, arábigo-primitivo, y en las obras del
Antiguo Imperio egipcio, que comienza con la cuarta dinastía. Una conciencia mística del
universo entra aquí en lucha con todas las obscuridades, con todos los demonios que
habitan en ella misma y en la naturaleza; el alma pelea contra el pecado y va poco a poco
aproximándose a la expresión pura y luminosa de una existencia al fin lograda y
comprendida. Cuando una cultura se acerca al mediodía de su vida, su lenguaje de formas,
al fin conquistado, se hace cada vez más viril, más áspero, más continente, más saturado,
más convencido y lleno del sentimiento de su propia fuerza, más claro en sus rasgos.
En los comienzos, todo es aún vago, confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de
terror pueriles. Considérese la ornamentación de las portadas en las iglesias románicogóticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las catacumbas cristianas, en los vasos
de estilo Dipylon. Pero luego, cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la
plenitud de sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el Imperio
Medio, en el tiempo de los Pisistratidas, de Justiniano I, de la Contrarreforma, entonces
todos los detalles de la expresión aparecen seleccionados, rigurosos, mesurados, llenos de
admirable ligereza y como inevitables. Entonces surgen por doquiera esos momentos de
brillante perfección, en que se producen la cabeza de Amenemhet III (la esfinge del Hycso
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de Tanis), la bóveda de Santa Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras
más tiernas, casi quebradizas, acariciadas por las suaves melancolías del otoño: la Afrodita
de Cnido, las Corés del Erecteion, los arabescos de los arcos de herradura, el torreón de
Dresde, Watteau, Mozart. Por último, en la senectud de la civilización incipiente extínguese
el fuego del alma. La fuerza, que declina, se atreve aún, con éxito mediano—es el
clasicismo que encontramos en toda cultura moribunda—, a acometer una creación magna;
el alma piensa otra vez—es el romanticismo—, con melancólica añoranza, en su niñez
pasada. Al fin, rendida, hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela—como en la época
romana— alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la negrura mística de los
estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba. Este es el encanto de la «segunda
religiosidad» [11] que los cultos de Isis, Mithra y el Sol ejercían sobre los antiguos en su
postrimería; esos mismos cultos que un alma nueva, en Oriente, había inventado como
primera manifestación angustiosa y ensoñada de su existencia en este mundo y había
llenado de inédita intimidad.
8
Cuando hablamos del hábito [12] de una planta nos referimos a su peculiar modo de
manifestarse exteriormente, al carácter, al curso y a la duración de su paso por el mundo
luminoso de nuestros ojos; carácter por el cual cada una de sus partes, y en cada una de sus
épocas, se distingue de los ejemplares de las demás especies. Aplicaré a los grandes
organismos de la historia este concepto que es muy importante para la fisiognómica;
hablaré, pues, del hábito de la cultura, de la historia o de la espiritualidad india, egipcia,
antigua.
El concepto de estilo ha querido expresar siempre cierto sentimiento indefinido de esta
peculiaridad, y cuando se habla del estilo religioso, espiritual, político, social, económico de
una cultura y, en general, del estilo de un alma, no se hace otra cosa que aclararlo y
profundizarlo. Ese hábito de la existencia en el espacio, que en el individuo humano se
extiende a sus sentimientos, a sus pensamientos, a sus ademanes, a sus acciones,
comprende, en la existencia de las culturas, la integridad de cuanto es expresión superior de
la vida: preferencia por determinadas artes—plástica escultórica, pintura al fresco entre los
helenos, contrapunto, pintura al óleo entre los occidentales—, la decidida negativa a admitir
otras—la plástica rechazada por los árabes—, la inclinación al esoterismo—indios—, o a la
popularidad—Antiguos—, a la oratoria—Antiguos—, o a la escritura—China y Occidente—,
las formas de comunicación espiritual, los tipos de la indumentaria, las administraciones, las
comunicaciones, las fórmulas de cortesía. Todas las grandes personalidades de la
antigüedad constituyen un grupo, cuyo hábito anímico es bien diferente del de los grandes
hombres del grupo árabe u occidental. Si comparamos a Goethe o a Rafael mismos con los
antiguos, tendremos que agrupar en seguida en una misma familia a Heráclito, Sófocles,
Platón, Alcibíades, Temístocles, Horacio, Tiberio. Toda gran ciudad antigua, desde la
Siracusa de Hieron hasta la Roma imperial, es la encarnación, el símbolo de uno y el mismo
sentimiento de la vida; y por su diseño, por sus calles, por la lengua que nos hablan sus
edificios públicos y privados, por el tipo de sus plazas, patios, callejuelas y fachadas, por sus
colores, sus rumores, su movimiento y el espíritu de sus noches, se distingue estrictamente
del grupo de las grandes ciudades indias, árabes u occidentales. En Granada, conquista
reciente de los cristianos, quedó flotando durante mucho tiempo el alma de las ciudades
árabes, Bagdad, Cairo, cuando ya el Madrid de Felipe II tenia todas las características
fisiognómicas de las ciudades modernas, Berlín, Londres y París. Hay un alto simbolismo en
todos esos rasgos distintivos; piénsese en la afición de los occidentales a las perspectivas y
calles en línea recta, cual se
manifiesta en la traza poderosa de los Campos Elíseos, desde el Louvre, o en la plaza de
San Pedro; en cambio recuérdese la casi premeditada confusión y estrechez de la Vía
Sacra, del Foro romano, del Acrópolis, con su distribución asimétrica y sin perspectiva.
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La estructura de las ciudades, ya sea por un impulso obscuro como en el gótico, ya
conscientemente, como desde Alejandro y Napoleón, reproduce el principio de la
matemática leibnitziana del espacio infinito o el de la euclidiana de los cuerpos aislados [13].
Entre los elementos que constituyen el hábito de un grupo de organismos debemos incluir
cierta, duración de su vida y cierto compás en su evolución. Estos conceptos no pueden
faltar en una teoría de las estructuras históricas. El ritmo de la existencia antigua era
diferente del de la egipcia o árabe.
Puede decirse que el espíritu helénico-romano ejecuta un andante y el espíritu fáustico un
allegro con brío. El concepto de lo que dura la vida de un hombre, de una mariposa, de un
roble o de una hierba, tiene un valor determinado, independiente de las contingencias del
sino individual. Diez años son en la vida de los hombres un trecho que significa
aproximadamente lo mismo para todos; la metamorfosis de los insectos en algunos casos se
verifica en un número de días exactamente prefijado. Los romanos asociaban a sus
conceptos de pueritia, adolescencia, juventus, virilitas, senectus, una representación casi
matemática. La biología del futuro hallará sin duda en esta duración prefijada de las
especies y los géneros—en oposición al darwinismo y excluyendo radicalmente todos los
temas finalistas y causales para explicar el origen de las especies—la base para una nueva
posición del problema [14]. Lo que dura una generación—de cualesquiera seres—tiene una
significación casi mística. Estas relaciones pueden aplicarse también a las culturas, en un
sentido que nadie, hasta ahora, ha sospechado. Toda cultura, toda época primitiva, todo
florecimiento, toda decadencia, y cada una de sus fases y períodos necesarios, posee una
duración fija, siempre la misma y que siempre se repite con la insistencia de un símbolo. En
este libro hemos de renunciar a descubrir ese mundo de misteriosas conexiones; pero los
hechos, que en el transcurso de la exposición aparecerán cada vez más luminosos, podrán
manifestar lo que aquí no digo. ¿Qué significan esos períodos de cincuenta años que en
todas las culturas constituyen el ritmo del acontecer político, espiritual, artístico? [15] ¿Qué
significan esos períodos de trescientos años que duran el barroco, el jónico, las grandes
matemáticas, la plástica ática, el mosaico, el contrapunto, la mecánica de Galileo? ¿Qué
significa esa duración ideal de un milenio que tiene una cultura, comparada con la del
individuo, «cuya vida dura unos setenta años»?
Así como las hojas, las flores, las ramas, los frutos expresan por su aspecto, forma y
posición una determinada especie vegetal, así también las formaciones religiosas,
científicas, políticas, económicas, expresan una cultura. Lo que para la individualidad de
Goethe significan la serie de sus varias manifestaciones en el Fausto, en la teoría de los
colores, en el zorro Reinecke, en el Tasso, en el Wérther, en el Viaje a Italia, en el amor a
Federica, en el Diván y en las Elegías romanas, eso mismo significan, para la individualidad
de la cultura antigua, las guerras médicas, la tragedia ática, la Polis, el movimiento
dionysíaco, la tiranía, la columna jónica, la geometría de Euclides, la legión romana, los
combates de gladiadores y el panem et circenses de la época imperial.
En este sentido, la existencia de todo individuo algo significativo reproduce, con profunda
necesidad, todas las épocas de la cultura a que pertenece. En cada uno de nosotros
despierta la vida interior—momento decisivo a partir del cual sabe uno que tiene un yo—en
el punto y manera en que antaño despertó el alma de la cultura toda. Cada uno de nosotros,
hombres de Occidente, revive de niño, en los ensueños despiertos y en los Juegos infantiles,
su época gótica, su catedral, su castillo, su leyenda heroica, el Dieu le veut de las Cruzadas
y el dolor del mozo Parsifal. Todos los muchachos griegos tuvieron su edad homérica y su
Maratón. En el Wérther, de
Goethe, imagen de una juventud que todo hombre fáustico, pero ningún antiguo, conoce,
resurge el tiempo del Petrarca y de los minnesinger. Cuando Goethe bosquejó su primer
Fausto, era Parzival. Cuando terminó la primera parte, era Hamlet. Sólo en la segunda parte
fue ya el hombre de mundo del siglo XIX, que comprendía a Byron. La senectud misma de la
antigüedad, esos caprichosos e infecundos siglos del helenismo final, esa «segunda niñez»
de una inteligencia cansada y desengañada, puede estudiarse en pequeño en más de uno
de los grandes ancianos de la antigüedad. En Las Bacantes de Eurípides, se anticipa no
poco de aquella vitalidad que luego se manifiesta en la época imperial; en el Timeo, de
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Platón, puede vislumbrarse algo de aquel sincretismo religioso que aparece en esa misma
época imperial. Y el segundo Fausto de Goethe, como el Parsifal, de Wagner, nos indican
de antemano la forma que ha de tener nuestra alma en los próximos, últimos, siglos
creadores.
La biología llama homología de los órganos a su equivalencia morfológica, por oposición a
la analogía de los órganos, con que designa la equivalencia funcional. Goethe ha forjado
aquel concepto importantísimo y tan fecundo, que le condujo a descubrir en el hombre el os
intermaxillare; Owen le ha dado una fórmula estrictamente científica. Introduzco también ese
concepto en el método histórico.
Es sabido que a cada parte del cráneo humano corresponden exactamente otras partes de
los vertebrados, hasta los peces; las aletas pectorales de los peces y los pies, las alas y las
manos de los vertebrados terrestres son órganos homólogos, aun cuando hayan perdido
hasta la más leve sombra de semejanza. Los pulmones de los vertebrados terrestres y la
vejiga natatoria de los peces son homólogos; en cambio los pulmones y las branquias [16]
son análogos—con respecto a su función. Manifiéstase en estas observaciones un talento
morfológico profundo, adquirido por medio de una severa educación de la mirada y que la
historiografía moderna, con sus comparaciones superficiales—Cristo con Buda, Arquímedes
con Galileo, César con Wallenstein, las pequeñas ciudades alemanas con las griegas—,
desconoce por completo. En el curso de este libro veremos a qué inauditas perspectivas
puede llegar la visión histórica, cuando se comprenda y se afine esta nueva y honda manera
de concebir los fenómenos históricos.
Son formaciones homologas, para no citar otras muchas, la plástica griega y la música
instrumental de Occidente, las pirámides de la cuarta dinastía y las catedrales góticas, el
budismo indio y el estoicismo romano (el budismo y el cristianismo no son ni siquiera
análogos), las épocas de los «Estados luchando», en China, de los Hycsos y de las guerras
púnicas, la de Perícles y la de los Omeyas, la del Rig-Veda, la de Plotino y la de Dante. Son
homólogos el movimiento dionysíaco y el Renacimiento; en cambio el movimiento
dionysíaco y la Reforma son análogos. Para nosotros—Nietzsche lo ha sentido muy bien—
«Wagner compendia la modernidad». Por consiguiente, tiene que haber algo
correspondiente para la modernidad «antigua». Es el arte de Pergamo. Los cuadros
sinópticos que van al principio de este libro pueden dar un concepto provisional de la
fecundidad que atesora este punto de vista.
De la homología de los fenómenos históricos se deriva un concepto completamente nuevo.
Llamo correspondientes a dos hechos históricos que, cada uno en su cultura, se producen en
la misma—relativa—posición y tienen, por lo tanto, una significación exactamente pareja. Ya
se ha visto cómo el desarrollo de la matemática antigua y el de la occidental se verifican con
entera congruencia. Hubiéramos podido citar como correspondientes a Pitágoras y
Descartes, a Archytas y Laplace, a Arquímedes y Gauss. Correspóndense el nacimiento del
jónico y el del barroco. Polignoto y Rembrandt, Policleto y Bach son también
correspondientes. Con exacta correspondencia se presenta en todas las culturas su
Reforma, su Puritanismo y, sobre todo, el momento en que la cultura pasa a ser civilización.
En la antigüedad ese momento va unido a los nombres de Filipo y Alejandro; en el
Occidente, el suceso correspondiente aparece bajo la forma de la Revolución y Napoleón.
Alejandría, Bagdad y Washington fueron construidas en épocas correspondientes [17].
Correspóndense la moneda antigua y nuestra contabilidad por partida doble, la primera
tiranía y la Fronda, Augusto y Chihoangti, Aníbal y la guerra mundial.
Espero demostrar que, sin excepción, todas las grandes creaciones y formas de la religión,
del arte, de la política, de la sociedad, de la economía, de la ciencia, en todas las culturas,
nacen, llegan a su plenitud y se extinguen en épocas correspondientes; que la estructura
interna de cualquiera de ellas coincide exactamente con la de todas las demás; que no hay
en el cuadro histórico de una cultura un solo fenómeno de honda significación fisiognómica,
cuyo correlato no pueda encontrarse en las demás culturas, en una forma característica y en
un punto determinado. Desde luego, para comprender esa homología de dos fenómenos
hace falta profundizar y no dejarse seducir por el aspecto del primer plano; y esa
profundidad, esa distancia del objeto, es justamente lo que más ha faltado hasta ahora a los
historiadores, que no hubieran podido ni soñar siquiera con que el protestantismo hallase su
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correlato en el movimiento dionysíaco y el puritanismo inglés de Occidente correspondiese
al Islam del mundo árabe.
Vistas asi las cosas, se ofrece una posibilidad que supera todas las ambiciones de nuestra
historiografía, la cual se ha limitado, en lo esencial, a ensartar uno tras otro los hechos
conocidos del pasado. Me refiero a la posibilidad de avanzar más allá del presente, más allá
de los limites de la investigación, y predecir la forma, la duración, el ritmo, el sentido, el
resultado de las fases históricas que aun no han transcurrido; me refiero también a la
posibilidad de reconstruir épocas pretéritas, muy remotas y desconocidas, culturas enteras
del pasado, por medio de las conexiones morfológicas. Este método, en cierto modo, se
parece al de la paleontología, que, por el examen de un pedazo de cráneo, infiere datos
seguros sobre el esqueleto y la especie a que el ejemplar pertenece.
Si suponemos que el historiador sabe compenetrarse con el ritmo fisiognómico, le será
posible, interpretando detalles sueltos de la ornamentación, de la construcción, de la
escritura, o datos aislados de índole política, económica, religiosa, reconstruir los rasgos
orgánicos fundamentales del cuadro histórico, durante siglos enteros. Ciertas
particularidades de las formas artísticas le permitirán, por ejemplo, inferir la forma política
contemporánea, y los principios matemáticos le darán a conocer acaso el carácter de la
economía de la misma época.
Este método está orientado verdaderamente en el sentido de Goethe, como que se funda en
la idea del protofenómeno; la morfología comparativa de los animales y las plantas lo
emplea habitualmente, aunque en esferas limitadas; pero puede aplicarse también a la
historia, en proporciones que nadie ha vislumbrado aún.
II
LA IDEA DEL SINO Y EL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD
9
Estas consideraciones nos descubren, en fin, una oposición que nos proporciona la clave de
uno de los más viejos y más grandes problemas de la humanidad. Con ella podemos ahora
abordar ese problema y aun resolverlo—si es que esta palabra encierra algún sentido—. Me
refiero a la oposición entre la idea del sino y el principio de causalidad; oposición que hasta
hoy nadie ha conocido, en su necesidad profunda, en esa necesidad que da al mundo sus
formas.
El que comprenda bien el sentido en que se puede decir que el alma es la idea de una
existencia, comprenderá asimismo que en el alma ha de residir la certidumbre de un sino y
que la vida misma—que he llamado la forma de realizarse la posibilidad—debemos sentirla
como orientada en una dirección, como irrevocable y regida por un sino. Este sentimiento
del sino despunta confuso y angustioso en el hombre primitivo; luego ya aparece claro y
reducido a la fórmula de una concepción del mundo, en el hombre de las culturas
superiores, aun cuando sólo es comunicable por medio del arte y de la religión y nunca por
demostraciones y conceptos.
En todo idioma culto hay un cierto número de palabras que permanecen envueltas en un
profundo misterio: hado, fatalidad, azar, predestinación, destino. No hay hipótesis, no hay
ciencia que pueda expresar la emoción que se apodera de nosotros cuando nos sumergimos
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en el sonido y significación de dichos vocablos. Son símbolos y no conceptos. Constituyen el
centro de gravedad de esa imagen del mundo que he llamado el universo como historia, a
distinción del universo como naturaleza. La idea del sino requiere experiencia de la vida, no
experiencia científica; vigor intuitivo, no cálculo; profundidad, no ingenio. Hay una lógica
orgánica, una lógica instintiva de la vida, segura como un ensueño y opuesta a la lógica de
lo inorgánico, de la inteligencia, de lo intelectual. Hay una lógica de la dirección, opuesta a la
lógica de la extensión. Ningún filósofo sistemático, ningún Kant, ningún Aristóteles ha sabido
tratarla. Estos pensadores nos han hablado de Juicio, de percepción, de atención, de
recuerdo; pero nada nos han dicho de lo que hay en las palabras esperanza, ventura,
desesperación, arrepentimiento, devoción, obstinación. El que busque aquí, en lo viviente,
premisas y consecuencias; el que crea que conocer el íntimo sentido de la vida equivale a
fatalismo y predestinación, no sabe lo que esto significa y contunde la experiencia intima
con la rigidez de lo conocido y de lo cognoscible. Causalidad es lo que el entendimiento
concibe, lo legal, lo expresable, la forma misma de nuestra vigilia inteligente.
La palabra sino alude en cambio a una inefable certidumbre interna. La esencia de lo
mecánico queda expuesta claramente en un sistema físico o gnoseológico, en un cálculo
matemático, en un análisis por conceptos. Pero la idea del sino no puede comunicarse mas
que por medios artísticos, como el retrato, la tragedia, la música. La causalidad exige una
diferenciación, es decir, una destrucción; el sino es una creación. Por eso el sino se refiere a
la vida, y la causalidad a la muerte.
En la idea del sino se revela el anhelo cósmico que atormenta a un alma, su ansia de luz, de
ascensión, de cumplimiento, su afán de realizar el propio destino. A ningún hombre le falta
por completo la idea del sino. El hombre de las postrimerías, el desarraigado habitante de
las grandes ciudades, con su sentido práctico de los hechos, con la coacción que su intelecto
mecánico ejerce sobre su visión primitiva, suele perderla de vista, hasta que en una hora
profunda resurge ante sus ojos, con una terrible claridad que aniquila todo el causalismo
superficial del universo. El mundo, considerado como sistema de conexiones causales,
aparece tardía y raramente, sólo en el intelecto enérgico de las culturas superiores, como
una adquisición más firme, pero, en cierto modo, más artificial. Causalidad equivale a ley.
No hay más leyes que las causales. Pero así como el nexo causal es, según Kant, un
principio necesario del pensamiento vigilante, la forma básica de su relación con el mundo,
asi también las palabras sino, predestinación, destino, expresan un principio necesario de la
vida. La historia real tiene un sino y no leyes. Se puede prever el futuro; la mirada puede
penetrar profundamente en los arcanos del futuro; pero no es posible calcularlo. Hay un
ritmo fisiognómico, la facultad de leer toda una vida en un rostro y la historia de pueblos
enteros en el cuadro de una época. Pero esa facultad es involuntaria, irreductible a un
«sistema», alejada infinitamente de toda «causa» y «efecto».
El que conciba el mundo sensible de manera sistemática y no físiognómica; el que se lo
apropie por medio de experiencias causales creerá necesariamente que comprende toda
vida desde el punto de vista de la causa y el efecto, esto es, sin dirección interna, sin
misterio. Pero el que, como Goethe y como casi todos los hombres, en casi todos los
momentos de su existencia, deja que el mundo circundante impresione sus sentidos y se
asimila la totalidad de esa impresión; el que siente lo producido como un producirse y le
arranca al universo la rígida máscara de la causalidad; el que no retuerce su mente en
reflexiones lógicas, ese comprende al punto el enigma del tiempo; para él el tiempo ya no es
ni un concepto, ni una «forma», ni una dimensión, sino algo que se siente en la intimidad
personal con profunda certidumbre; para él el tiempo es el mismo sino; y su dirección, su
irreversibilidad, su vitalidad, le aparecen ahora como el sentido del universo en su aspecto
histórico.
El sino es a la causalidad como el tiempo al espacio.
En las dos posibles imágenes del mundo, en la historia y en la naturaleza, en la fisonomía
de todo el producirse y en el sistema de todo lo producido, imperan, pues, el sino o la
causalidad.
Existe entre ellos la misma diferencia que entre el sentimiento vital y el conocimiento. Cada
uno es el punto de partida de un mundo perfecto, concluso, pero que no es el único posible.
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Mas el producirse es el fundamento de lo producido, y consiguientemente la intima y segura
sensación de un sino sirve de base al conocimiento de las causas y los efectos. La
causalidad es—si se me permite la expresión—el sino realizado, transformado en cosa
inorgánica, petrificado en las formas del entendimiento, El sino—junto al cual han pasado
silenciosos todos los constructores de sistemas intelectualistas, como Kant, porque les era
imposible captar lo viviente con sus abstracciones privadas de vida—el sino reside más allá
y fuera de toda concepción naturalista. Pero siendo lo primario, es él quien da al principio de
causalidad, principio muerto y rígido, la posibilidad— histórico-vital— de aparecer como la
forma y complexión de un pensamiento tiránico, en las culturas muy desarrolladas. La
existencia del alma antigua es la condición sin la cual no se hubiera producido el método de
Demócrito; la existencia del alma fáustica es la condición del de Newton.
Y cabe muy bien imaginar que ambas culturas hubiesen permanecido sin física de estilo
propio, pero no que ambos sistemas físicos existan sin el fundamento de esas culturas.
Se comprende, pues, en qué sentido el producirse y el producto, la dirección y la extensión
se implican y subordinan mutuamente, según que nuestra imagen del universo sea histórica
o naturalista. Si la «historia» es en efecto aquella manera de concebir el universo que
consiste en comprenderlo todo subordinando el producto al producirse, lo mismo ocurrirá
con los resultados de la investigación física. Y en realidad, ante la mirada del historiador, no
hay más que historia de la física. Quiso el sino que los descubrimientos del oxígeno, de
Neptuno, de la gravitación, del análisis espectral, aconteciesen precisamente en cierto modo
y en cierto momento.
Quiso el sino que la teoría flogística, la teoría ondulatoria de la luz, la teoría cinética de los
gases surgiesen en general como interpretaciones de ciertos hallazgos, es decir, como
convicciones personales de algunos espíritus, aunque otras teorías —«exactas» o
«falsas»—pudieron muy bien surgir en lugar de las citadas. Si tal opinión desaparece y tal
otra, en cambio, orienta en cierta dirección el mundo de la física, es ello igualmente debido
al sino, es efecto de la impresión producida por una vigorosa personalidad. Y hasta el
naturalista nato habla del destino de un problema y de la historia de un descubrimiento.
Recíprocamente: si la «naturaleza» es la concepción intelectual que aspira a incorporar el
producirse a los productos, a igualar la dirección viviente con la extensión rígida, entonces la
historia figurará, a lo sumo, en un capítulo de la teoría del conocimiento, y realmente así la
hubiera concebido Kant si—lo que es aún más significativo—no la hubiese del todo olvidado
en su sistema. Para Kant, como para todos los sistemáticos, la naturaleza es el mundo;
cuando Kant habla del tiempo, sin notar que el tiempo es dirección, irreversibilidad,
demuestra, por lo que dice, que está hablando de la naturaleza y no sospecha siquiera la
posibilidad del otro mundo, del mundo histórico, que acaso era realmente imposible para él.
Pero la causalidad no tiene nada que ver con el tiempo. Esto, dicho ante un mundo de
kantianos, que ni siquiera saben hasta qué punto lo son, parece hoy una enorme paradoja.
Empero, en todas las fórmulas de la física occidental cabe distinguir esencialmente el ¿
cómo? del ¿cuánto tiempo? Si consideramos profundamente la relación causal, veremos
que se limita estrictamente a estatuir que algo sucede; pero sin decirnos cuándo sucede. El
«efecto» tiene necesariamente que darse con la «causa». Pero la distancia entre ambos
pertenece a otro orden; hállase en el comprender mismo, como momento de la vida, no en
lo comprendido. La esencia de la extensión consiste en superar la dirección. El espacio
contradice al tiempo, aun cuando, en lo mas profundo, éste precede a aquél y le sirve de
fundamento. E igual prioridad recaba para sí el sino.
Primero tenemos la idea del sino, y luego, por contraposición a ella, naciendo del terror,
como ensayo de la conciencia vigilante para conjurar y vencer, en el mundo sensible, el
término inevitable, la muerte, sobreviene el principio de causalidad, con el cual el terror vital
intenta defenderse del sino, fundando frente a él otro mundo distinto. Tendiendo sobre su
haz sensible la red de causas y efectos, elabora la persuasiva imagen de una duración
intemporal y crea una realidad que vive envuelta en el pathos del pensamiento puro. Esta
tendencia se manifiesta en un sentimiento que conocen muy bien todas las culturas
avanzadas: que el saber da fuerza. Entiéndase: fuerza sobre el sino. El científico abstracto,
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el investigador de la naturaleza, el pensador sistemático, cuya existencia espiritual se funda
en el principio de causalidad, es una encarnación tardía del odio inconsciente a las fuerzas
del sino y de lo inconcebible. La «razón pura» niega todas las posibilidades que no residan
en ella misma. Aquí aparece el pensamiento riguroso en eterna lucha contra el arte. Aquél
se subleva; éste se entrega. Un hombre como Kant se sentirá siempre superior a Beethoven,
como el adulto se siente superior al niño; pero no podrá impedir que Beethoven aparte de si
la Crítica de la razón pura, considerándola como una mísera concepción del universo. El
error de toda teleología—-la teleología es el absurdo de los absurdos en la esfera de la
ciencia pura—consiste en querer asimilarse el contenido viviente de todo conocimiento
naturalista y con él la vida misma, por medio de una causalidad invertida, pues el conocer
supone un sujeto que conoce, y si el contenido de ese pensamiento es «naturaleza», en
cambio el acto de pensar es «historia». La teleología es una caricatura de la idea del sino.
Lo que Dante siente como su destino, el científico lo convierte en un fin de la vida. Tal es la
tendencia característica y más profunda del darwinismo, concepción intelectual propia de las
grandes urbes, en la más abstracta de todas las civilizaciones; tal es también la tendencia
de la concepción materialista de la historia, que tiene la misma raíz que el darwinismo, y,
como éste, mata lo orgánico, el sino.
Por eso el elemento morfológico de la causalidad es un principio, mientras que el del sino es
una idea: idea que no puede ser «conocida», descrita, definida y si sólo sentida y vivida
interiormente, idea que, o no se concibe jamás, o arraiga en el alma con plena certidumbre,
como le sucede al hombre primitivo, y, en las postrimerías, a todos los hombres
verdaderamente significativos, a los creyentes, a los amantes, a los artistas, a los poetas.
Y así aparece el sino como el modo de ser típico del protofenómeno. En el protofenómeno,
la idea viva del devenir se desenvuelve inmediatamente a los ojos del espíritu. Asi, la idea
del sino domina el cuadro cósmico de la historia, mientras que la causalidad, que caracteriza
el modo de ser de los objetos e imprime al mundo de las sensaciones el carácter de cosas,
propiedades, relaciones distintas y limitadas, constituye, como forma del entendimiento, el
alter ego del intelecto, el mundo como naturaleza.
El problema de saber hasta dónde llega la validez de los nexos causales, en una imagen
natural, o lo que ya para nosotros es lo mismo, el problema de los sinos a que está sometida
esa imagen de la naturaleza, nos aparecerá todavía más difícil si llegamos a la noción de
que, para el hombre primitivo, como para el niño, no existe un mundo circundante ordenado
perfectamente según nexos causales rigurosos. Nosotros mismos, hombres de las
postrimerías, cuya conciencia vigilante sufre la continua coacción de un pensamiento
tiránico, afilado por el idioma; nosotros mismos, en los momentos de más esforzada
atención—que son los únicos en que realmente poseemos una imagen física del mundo—lo
más que podemos afirmar es que ese orden mecánico está contenido en la realidad, incluso
en los demás momentos que no son esos de atención esforzada. Ante la realidad, «vestidura
viviente de Dios», nuestra conciencia vigilante adopta una actitud fisiognómica, y la adopta
involuntariamente, fundándose en una profunda experiencia que asciende desde las fuentes
mismas de la vida.
Los rasgos sistemáticos son, en cambio, la expresión de un intelecto abstracto, separado de
la sensación: son el medio de que nos valemos para reducir la imagen representativa de
todos los tiempos y de todos los hombres a la imagen momentánea de una naturaleza, que
nosotros mismos hemos compuesto. Pero el modo de componer esa naturaleza tiene una
historia en la que nosotros no podemos influir. No es efecto de una causa; es un sino.
10
Partiendo del sentimiento cósmico del anhelo y su expresión clara en la idea del sino,
podemos plantearnos ahora el problema del tiempo. Expondremos brevemente su
contenido, por lo que toca al tema del presente libro. La palabra tiempo evoca siempre algo
muy personal, aquel elemento que al principio hemos designado con la voz lo propio, por
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sentirlo con certidumbre intima opuesto a lo extraño, que se insinúa en el individuo con las
impresiones y por las impresiones de la vida sensible. Lo propio, el sino, el tiempo, son
palabras que se refieren todas a una misma cosa.
El problema del tiempo, como el del sino, ha sido tratado con una falta absoluta de
comprensión por todos los pensadores, que se han limitado a sistematizar lo producido. En
la famosa teoría de Kant no se menciona la nota de dirección, tan característica del tiempo.
Y nadie ha echado de menos las manifestaciones pertinentes a este punto. ¿Qué es,
empero, el tiempo como simple transcurso? ¿Qué es el tiempo sin dirección? Todo ser vivo
posee—en este punto es forzoso repetirse—vida, dirección, instinto, voluntad, una movilidad
íntimamente emparentada con el anhelo, una movilidad que no tiene la menor relación con
el «movimiento» físico. Lo viviente es indivisible, irreversible, singular; no puede repetirse y
no hay nexo mecánico capaz de determinar su curso; todo lo cual constituye la esencia
misma del sino. Y el «tiempo»—lo que sentimos realmente al oír este término, lo que la
música expresa mejor que la palabra y la poesía mejor que la prosa—tiene, a diferencia del
espacio muerto, ese carácter orgánico. Desaparece, pues, la posibilidad, admitida por Kant y
otros pensadores, de someter el tiempo a una consideración gnoseológica, paralela a la del
espacio. El espacio es un concepto. Pero la palabra tiempo indica algo inconcebible; es un
símbolo sonoro; y quien le dé el trato científico de un concepto equivoca por completo su
sentido. La misma voz dirección, que no cabe, sin embargo, substituir por ninguna otra,
puede inducirnos a error, por su contenido óptico. El concepto de vector que usa la Física es
una buena prueba de ello.
Para el hombre primitivo, la palabra «tiempo» no puede significar nada. El hombre primitivo
vive sin necesidad de contraponer el término tiempo a ninguna otra cosa. Posee tiempo,
pero nada sabe de él. En estado de vigilia tenemos todos conciencia del espacio solamente
y no del tiempo. El espacio, en efecto, «existe»; existe en y con nuestro mundo sensible.
Cuando vivimos entregados al sueño, al instinto, a la intuición, a eso que se llama
«sabiduría», es entonces el espacio un extenderse de las cosas, y sólo en los momentos de
esforzada atención es el espacio; espacio, en el sentido estricto de la palabra. «El tiempo»,
en cambio, es un descubrimiento que no hacemos hasta que pensamos. Creamos el tiempo
como representación o concepto, y mucho más tarde es cuando entrevemos que nosotros
mismos, viendo, somos el tiempo [17].
Sólo la inteligencia cósmica de las culturas superiores, sometida a la impresión de la
«naturaleza», que todo lo mecaniza, y dominada por la conciencia de una extensión
rigurosamente ordenada, mensurable y concebible, dibuja la imagen espacial, el fantasma
del tiempo [18] para dar satisfacción a su necesidad de concebirlo todo, de medirlo y
ordenarlo todo por causas y efectos. Y ese instinto, que muy pronto aparece en todas las
culturas, como señal de haber perdido la inocencia de la vida, crea, más allá del sentimiento
verdadero de la vida, eso que todos los idiomas cultos llaman tiempo, eso que para el
espíritu urbano se ha transformado en una magnitud inorgánica, tan errónea como habitual.
Pero si los fenómenos idénticos que llamamos extensión, límites y causalidad, significan un
conjuro y encantamiento de las potencias extrañas por el alma—Goethe habla una vez de
«el principio de ordenación inteligible, que llevamos en nosotros y que quisiéramos imprimir,
como sello de nuestro poderío, sobre todo cuanto nos toca»—; si toda ley es una cadena,
con que el terror cósmico sujeta las insistentes impresiones del mundo sensible, una
profunda defensa de la vida, entonces la concepción del tiempo consciente, en el sentido de
una representación espacial, aparece como un momento posterior de esa misma actividad
defensiva, como un nuevo intento de conjurar, por la tuerza del concepto, el enigma interior,
tanto más insoportable cuanto mayor es el predominio del intelecto, que se le opone.
Siempre hay algo de odio en el acto espiritual de recluir una cosa en la esfera y mundo
formal de la medida y de la ley. Matamos lo viviente, al incorporarlo al espacio; pues el
espacio, sin vida, deja sin vida a cuanto a él se aproxima. Nacer es ya morir, y la plenitud es
el término. Algo muere en la mujer cuando concibe.
He aquí el fundamento del odio eterno de los sexos, que tiene su origen en el terror cósmico.
El hombre, cuando engendra, aniquila algo, en un sentido muy profundo; por generación
corpórea en el mundo sensible, por conocimiento en el mundo espiritual. Aun para Lulero
tiene la voz «conocer» el sentido adjetivo de procreación sexual. Con el saber de la vida,
que permaneció inaccesible a los animales, ha ido creciendo en poderío el saber de la
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muerte, hasta dominar por completo la conciencia humana vigilante. La imagen del tiempo
ha convertido la realidad en cosa transitoria [19].
La creación del simple nombre del tiempo fue una liberación que no tiene semejanza.
Nombrar algo por su nombre significa adquirir
poder sobre ello: esta creencia forma parte esencialísima de la magia primitiva. Conjúranse
las potencias adversas nombrándolas por su nombre. El enemigo queda quebrantado y aun
muerto cuando con su nombre se verifican ciertas prácticas mágicas [20]. Esta primitiva
expresión del terror cósmico se conserva aún parcialmente en el atan de toda filosofía
sistemática por reducir a conceptos o, si otra cosa no fuere posible, a meros nombres, lo
incomprensible, lo que el espíritu no puede dominar. Basta darle a algo el nombre de «lo
absoluto», para sentirse ya superior a ello. La «filosofía», el amor a la sabiduría, es en
realidad la defensa contra lo inconcebible. Lo que nombramos, concebimos, medimos,
queda sometido a nuestro poder y transformado en cosa rígida, hecho «tabú» [21].
Digámoslo una vez más: «saber es poder». En esto se funda la distinción entre las
concepciones realistas e idealistas del universo, distinción que corresponde al doble sentido
de la palabra «temor». Unas nacen del temor respetuoso; otras, del temor repulsivo ante lo
inaccesible. Aquéllas contemplan; éstas quieren reducir, mecanizar el mundo y hacerlo
inofensivo. Platón y Goethe acogen humildemente el misterio; Aristóteles y Kant quieren
desenmascararlo, aniquilarlo. El ejemplo más profundo del sentido oculto, que yace en todo
realismo, nos lo ofrece el problema del tiempo. La magia del concepto conjura, aniquila lo
que el tiempo tiene de inquietante, esto es, la vida misma.
Nada de lo que la filosofía, la psicología, la física «científicas» han dicho sobre el tiempo—
creyendo contestar a la pregunta; ¿Qué es el tiempo?, pregunta que no hubiera debido
hacerse nunca—se refiere al misterio mismo, y sí sólo a un fantasma de forma espacial, que
substituye al tiempo, y en el cual la dirección viviente, el sino, queda reemplazado por la
representación interior de una distancia, representación que, por muy intima que sea,
siempre es la copia mecánica, mensurable, reversible, divisible, de algo que en realidad no
puede ser copiado; es un tiempo que puede reducirse a fórmulas
matemáticas como , que no excluyen la hipótesis de un tiempo cero y aun de tiempos
negativos [22]. Sin duda aquí no se tiene en cuenta para nada la esfera de la vida, del sino,
del tiempo vivo, histórico. Se trata de un sistema de signos puramente intelectuales, que
hacen abstracción incluso de la vida sensible.
Póngase en cualquier texto filosófico o físico en lugar de tiempo la palabra sino, y se verá en
seguida adonde ha ido a extraviarse la inteligencia, aislada de la sensación por el lenguaje,
y se comprenderá que el grupo habitual «espacio y tiempo» es de todo punto insostenible.
Todo lo que no sea vivido ni sentido, sino solamente pensado, toma necesariamente las
propiedades del espacio. Asi se explica que ningún filósofo sistemático haya conseguido
nunca establecer una teoría del pasado y el futuro, voces simbólicas que viven rodeadas de
misterios y van hacia la lejanía. En las explicaciones que Kant da del tiempo, esas palabras
no aparecen; no se comprende, en efecto, como hubieran podido relacionarse con el tema
de que Kant trata.
Sólo asi resulta posible esa reciproca dependencia funcional, en que ponemos el espacio y
el tiempo, considerándolos como magnitudes del mismo orden; y, en efecto, ello se ve con
suma claridad en el análisis cuatridimensional de los vectores [23].
Ya Lagrange (en 1813) llamó a la mecánica una geometría de cuatro dimensiones, y ni el
concepto newtoniano del tiempo, tan cuidadosamente definido como tempus absolutum, sive
duratio se substrae a la necesidad intelectual de transformar lo viviente en extensión pura.
En la filosofía antigua he encontrado la única característica profunda y respetuosa del
tiempo. Hállase en San Agustín—Confesiones XI, 14—: Si nemo ex me quoerat, scio; si
quoerenti explicare velim nescio [24].
Cuando los filósofos modernos occidentales dicen—y todos emplean esta expresión—que
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las cosas están en el tiempo, como están en el espacio, y que nada puede «pensarse»
«fuera» del espacio y del tiempo, no hacen sino imaginar una segunda espacialidad, que
agregan a la espacialidad consuetudinaria.
Pero esto es lo mismo que si dejáramos que la electricidad y la esperanza son las dos
fuerzas del universo. Cuando Kant habla de «las dos formas» de la intuición, no hubiera
debido olvidar que, si bien cabe entenderse científicamente acerca del espacio—aunque no
explicarlo en el sentido habitual de la palabra, porque esto excede toda posibilidad
científica—, en cambio una consideración del mismo estilo, acerca del tiempo, está
condenada a irremediable fracaso. El que lea la Crítica de la razón pura y los Prolegómenos
advertirá que Kant nos da una prueba minuciosa de la conexión que existe entre el espacio y
la geometría, pero que evita cuidadosamente de hacer otro tanto para el tiempo y la
aritmética, limitándose en esto a la afirmativa; y la constante analogía de los conceptos
encubre este vacío, cuya imposibilidad de licitar hubiera puesto bien de manifiesto la
inconsistencia del esquema. Frente al «dónde» y al «cómo», constituye el «cuándo» un
mundo por si; ésta es la diferencia que separa la física de la metafísica. Espacio, objeto,
número, concepto, causalidad son nociones tan íntimamente afines, que es imposible—
como lo demuestran innumerables fracasos sistemáticos—investigar una de ellas
independientemente de las demás. La mecánica es una reproducción de la lógica y
recíprocamente. La imagen del pensamiento, cuya estructura nos describe la psicología, es
una reproducción del mundo extenso, que estudia la física. Los conceptos y las cosas, las
premisas y las causas, los raciocinios y los procesos son representaciones tan
perfectamente coincidentes, que precisamente los pensadores más abstractos no han
podido resistir al encanto de exponer el «proceso» del pensamiento en forma gráfica y en
cuadros sinópticos, es decir, en la forma del espacio—recuérdense las tablas de las
categorías en Kant y en Aristóteles—. Donde no hay esquema no hay filosofía; este es el
prejuicio tácito de todos los sistemáticos profesionales, frente a los «intuitivos», a quienes
consideran como muy inferiores. Por eso a Kant le irritaba el estilo del pensamiento
platónico, al que llamaba «arte de charlar abundantemente», y por eso hoy todavía el
filósofo de cátedra guarda silencio sobre la filosofía de Goethe. Toda operación lógica puede
ser dibujada. Todo sistema es un modo geométrico de obtener ideas. Por eso el tiempo no
halla lugar en ningún «sistema» o, si lo halla, es pereciendo víctima del método.
Con esto queda refutado el error corriente que empareja el tiempo con la aritmética y el
espacio con la geometría, estableciendo así entre ellos una relación harto trivial. No hubiera
debido caer Kant en este error, pues de Schopenhauer no cabía esperar otra cosa, dada su
falta de sentido matemático.
El acto vivo de contar se halla realmente en cierta relación con el tiempo; por eso el número
ha sido mezclado de continuo con el tiempo. Pero el contar, el numerar no es un número,
como el dibujar no es un dibujo. Contar y dibujar son un producirse; los números y los
dibujos son productos. Kant y los demás han visto allá el acto vivo—el contar-y aquí su
resultado—las relaciones formales de la figura ya hecha—. Aquél pertenece a la esfera de la
vida y del tiempo; éste a la de la extensión y causalidad. El contar forma parte de la lógica
orgánica; lo que yo cuento forma parte de la lógica inorgánica. toda la matemática o, dicho
en términos populares, la aritmética y la geometría, contestan ambas al cómo y al qué, es
decir, al problema del orden natural de las cosas. Pero frente a éste se plantea el problema
del cuándo, el problema específicamente histórico, el problema del sino, del futuro, del
pasado.
Todo esto está implícito en la palabra cronología, que el hombre ingenuo entiende con
claridad perfecta.
No hay oposición entre la aritmética y la geometría [25].
Todas las especies de número—como habrá demostrado el primer capitulo—forman parte
de la extensión, de lo «producido», bien como magnitud euclidiana, bien como función
analítica.
¿En cuál de las dos ciencias, la aritmética o la geometría, habríamos de colocar las
funciones ciclométricas, el teorema del binomio, las superficies de Riemann, la teoría de los
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grupos?
El esquema de Kant estaba ya refutado por Euler y d'Alembert mucho antes de que lo
inventara su autor; y sólo la poca familiaridad de los filósofos modernos con las matemáticas
—muy en oposición a Descartes, Pascal y Leibnitz, que crearon la matemática de su tiempo
sacándola de su filosofía—es culpable de que se hayan extendido, casi sin contradicción,
esas opiniones de ignaros sobre la relación del «tiempo» con la «aritmética». En verdad, la
matemática no tiene un solo punto de contacto con el devenir viviente. Newton, que además
de matemático era un excelente filósofo, creyó, fundándose en profundas razones, que
había logrado captar el problema del devenir, esto es, el problema del tiempo, en el principio
de su cálculo diferencial (cálculo de fluxiones) —concepción que desde luego es mucho más
fina que la de Kant—-; sin embargo esa creencia ha resultado insostenible, aunque
encuentra hoy todavía partidarios. En el origen de la teoría newtoniana de las fluxiones tuvo
un papel decisivo el problema metafísico del movimiento. Pero desde que Weierstrass ha
demostrado que hay funciones continuas que no pueden ser diferenciadas sino en parte, e
incluso que no pueden serlo en absoluto, queda liquidado para siempre este ensayo, que es
el más profundo que se ha hecho para resolver matemáticamente el problema del tiempo.
11
El tiempo es un contraconcepto del espacio. De igual manera, el concepto de vida—no el
hecho de la vida—ha nacido por oposición al pensamiento, y el concepto de nacimiento, de
creación—no el hecho de nacer—ha surgido por oposición a la muerte [26]. Esto pertenece
a la esencia profunda de toda conciencia vigilante. Así como la impresión sensible no se
nota hasta que se destaca sobre otra impresión diferente, así también toda especie de
intelección, siendo propiamente una actividad critica, sólo es posible cuando se forma un
concepto nuevo, contrapuesto a otro concepto anterior o cuando adquiere realidad una
pareja de conceptos interiormente opuestos, que se separan, por decirlo así, uno de otro. No
hay duda
de que—como se ha creído desde hace tiempo—todas las voces primarias del idioma, bien
designen cosas, bien propiedades, 1an surgido por parejas. Pero más tarde, y aun hoy, toda
nueva palabra recibe su contenido por contraposición a otra. La inteligencia, dirigida por el
lenguaje, e incapaz de incorporar a su mundo de formas la intima certidumbre del sino, ha
creado el «tiempo» como lo contrario del espacio. Si no, no tendríamos ni la palabra tiempo,
ni lo que esta palabra contiene. Y estas formaciones llegan hasta el punto de que el estilo
«antiguo» de la extensión produjo un concepto de tiempo que es típico de la antigüedad y
que se distingue del tiempo indio, chino u occidental tan exactamente como se distinguen
las nociones del espacio en todas esas culturas.
Por este motivo, el concepto de forma artística—que es igualmente un «contraconcepto»—
no pudo aparecer hasta que los hombres tuvieron conciencia de un «contenido» en las
creaciones artísticas, es decir, cuando el lenguaje expresivo del arte, con todos sus efectos,
hubo cesado de ser algo enteramente natural y evidente, como sucedía, sin duda alguna, en
el tiempo de las pirámides, de los castillos micenianos y de las catedrales góticas. Entonces
la atención se posa súbitamente sobre la producción de las obras, y para la pupila inteligente
sepáranse en todo arte vivo el aspecto causal y el aspecto fatal (el sino).
En las obras que nos revelan el hombre todo, el sentido integral de la existencia, aparecen
contiguos, aunque siempre distintos, el terror y el anhelo. Al terror, a la causalidad
mecánica, pertenece todo el aspecto del arte, que podríamos llamar «tabú»: el tesoro de
motivos, formado en la severidad de las escuelas, en el largo aprendizaje del oficio,
cuidadosamente conservado y fielmente transmitido, todo lo que es concepto, todo lo que
puede aprenderse, contarse, toda la lógica del color, de la línea, del sonido, de la estructura,
del orden, todo eso en suma que constituye la «lengua materna» de los buenos maestros y
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de las grandes épocas. Lo otro, empero, lo que, como dirección, se opone a la extensión; lo
que es evolución y sino de un arte, en contraposición a las premisas y consecuencias que
forman la trama de su lenguaje de formas, aparece y se manifiesta como «genio», es decir,
esa potencia plástica personal, esa pasión creadora, esa profundidad y riqueza que en los
artistas, considerados individualmente, se diferencia del simple dominio de la forma, y se
presenta también como superabundancia en la capacidad de la raza, que es la que da lugar
a que se desarrollen o decaigan artes enteras. Este otro aspecto del arte, que podríamos
llamar «tótem», es la causa de que, a pesar de lo que diga la estética, no existe un arte
intemporal que sea el único
verdadero, sino una historia del arte, que, como todo lo viviente, tiene el carácter de la
irreversibilidad [27].
Por eso la gran arquitectura, que es la única de entre las artes que trabaja sobre el elemento
mismo de lo extraño, de lo que infunde terror, de lo puramente extenso, la piedra, es
también naturalmente el primer arte que aparece en todas las culturas; es el arte que más
tiene de matemático. Después, paso a paso, va dejando el primer puesto a las artes urbanas
particulares, la estatua, el cuadro, la composición musical, que emplean medios formales
más profanos. Miguel Ángel, que es de todos los artistas de Occidente el que más ha sufrido
bajo la garra opresora del terror cósmico, es también el único de los maestros del
Renacimiento que no pudo librarse jamás de la tendencia arquitectónica. Pintaba, como si
las superficies cromáticas fuesen piedra, producto rígido y odiado. Su modo de trabajar era
una lucha dura contra las potencias cósmicas enemigas, que se le aparecían bajo la forma
del material. En cambio, para Leonardo, el anhelante, eran los colores como una espontánea
encamación del alma. En todos los problemas de la gran arquitectura se manifiesta una
implacable lógica mecánica y hasta una matemática; en las columnatas antiguas aparece la
relación euclidiana de carga y sostén; en las arcadas góticas, cuyo carácter es «analítico», la
relación dinámica de fuerza y masa. La tradición constructiva, que ha habido aquí como allí,
y sin la cual no se concibe la arquitectura egipcia —se desarrolla en todos los períodos
primitivos para desaparecer regularmente en el curso de los periodos posteriores—contiene
la suma de esa lógica de la extensión. Pero el simbolismo de la dirección, del sino,
trasciende de toda la «técnica» de las artes mayores, y apenas es accesible a la estética
formal. Ese simbolismo del sino se manifiesta, por ejemplo, en la contradicción—que
siempre fue sentida y que nadie supo nunca interpretar claramente, ni Lessing ni Hebbel—
entre la tragedia antigua y la occidental; en esa sucesión de escenas que vemos en los
relieves más viejos de Egipto; en la ordenación por serie de las estatuas, esfinges y salas
del arte egipcio; en la elección —no en el trato—del material, desde la más dura diorita que
afirma el futuro hasta la madera más blanda que lo niega; en el nacimiento y muerte de las
artes particulares—no en su lenguaje de formas—, la victoria del arabesco sobre la plástica
de la época cristiana primitiva, el retroceso de la pintura al óleo, de la época barroca, ante la
música de cámara; en las intenciones, tan diferentes, de las estatuas egipcias, chinas y
antiguas. Nada de esto depende de la capacidad del artista, sino de una forzosidad íntima.
Por eso, ni la matemática ni el pensamiento abstracto, sino las artes mayores, que son las
hermanas de la religión, nos dan la clave para descifrar el problema del tiempo, que sólo
puede comprenderse en el terreno de la historia.
12
El sentido que le hemos dado aquí a la cultura, como protofenómeno, y al sino, como lógica
orgánica de la existencia, implica que cada cultura deberá tener su propia idea del sino; es
más, esta consecuencia ya va inclusa en el sentimiento de que toda cultura superior es la
realización y la forma de un alma única y determinada. Lo que nosotros llamamos
predestinación, azar, providencia, sino; lo que el hombre antiguo llamaba némesis, ananké,
tyché, fatum; lo que el árabe llama Kismet y otros designan con otros nombres; lo que nadie
puede sentir de consuno con otro, cuya vida es precisamente la expresión de su idea; lo que
con palabras no puede expresarse, representa esa concepción del alma, que nunca se repite
y que cada cual siente por si mismo con plena certidumbre íntima.
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Me atrevo a llamar euclidiana la concepción antigua del sino. Realmente, en la tragedia de
Sófocles el sino zarandea y maltrata la persona sensible y real de Edipo, su «yo empírico»;
más aún, su sÇma. Edipo gime [28] porque Creon ha hecho daño a su cuerpo y [29], porque
el oráculo se refiere a su cuerpo. Esquilo, al hablar en Las Coéforas (704), de Agamenón, le
llama «el cuerpo regio, conductor de armadas». Es la misma palabra sÇma que los
matemáticos usan algunas veces para designar sus cuerpos. En cambio, el sino del rey
Lear, que yo llamo sino analítico, recordando aquí también el correspondiente mundo de los
números, depende todo de obscuras relaciones internas; aquí surge la idea de la paternidad
y en el drama se entrecruzan unos hilos espirituales, incorpóreos, trascendentes,
extrañamente iluminados por la segunda tragedia, tratada en contrapunto, que se desarrolla
en casa de Gloster. Lear, por último, es un mero nombre, el centro de algo ilimitado.
Este sentido del sino es «infinitesimal»; se propaga en un espacio infinito y en tiempos
infinitos, sin tocar para nada a la existencia corpórea, euclidiana y refiriéndose sólo al alma.
El rey demente, entre el bufón y el pordiosero, en medio de la llanura azotada por la
tormenta—he aquí la contraposición del antiguo Laocoonte—. Hállanse una frente a otra dos
maneras de padecer: la fáustica y la apolínea. Sófocles había escrito también un drama de
Laocoonte; seguramente no se trataba en él de puros dolores morales. Antígona perece,
como cuerpo, porque ha enterrado el cuerpo de su hermano. Basta nombrar a Ayax y a
Filoctetes, y citar después al principe de Homburgo y al Tasso, de Goethe, para ver
claramente cómo la oposición entre la magnitud y la relación radica hasta en las más hondas
capas de la creación artística.
Con esto llegamos a otra conexión de gran importancia simbólica. Suele decirse que el
drama occidental es drama de caracteres; debiera considerarse, por lo tanto, el drama
griego como drama de situaciones. De esta manera queda bien subrayado lo que el hombre
de ambas culturas siente como forma fundamental de su vida, y, por lo tanto, lo que la
tragedia, el sino, han de poner en cuestión. Si en vez de dirección de la vida decimos
irreversibilidad: si nos sumimos en el sentido terrible que tienen las palabras: ¡demasiado
tarde!, que indican que un trozo fugaz del presente entra en el eterno pasado,
comprenderemos bien el fundamento de todo conflicto trágico. Lo trágico es el tiempo, y las
distintas culturas se diferencian por su modo de sentir el tiempo. Por eso la gran tragedia no
se ha desarrollado mas que en las dos culturas que han afirmado o negado el tiempo con
pasión avasalladora. Hay una tragedia antigua, la tragedia del instante, y una tragedia
occidental, que es el desarrollo de vidas enteras.
Así se han sentido a si mismas un alma ahistórica y un alma sobremanera histórica. Nuestra
tragedia nace del sentimiento de que el devenir tiene una inflexible lógica. El griego, en
cambio, sentía lo alógico, el azar ciego del momento. La vida del rey Lear camina
interiormente hacia una catástrofe; la del rey Edipo tropieza inadvertidamente contra una
situación exterior. Ahora se comprende bien por qué, al mismo tiempo que el drama
occidental, florece y declina en nuestra cultura un poderoso arte del retrato—que llega a su
apogeo en Rembrandt—, una especie de arte histórico y psicológico, que por eso mismo fue
severamente rechazado por la Grecia clásica, en la época más floreciente del teatro ático.
En Grecia estaba prohibido ofrendar a los dioses estatuas icónicas, y el momento en que—
desde Demetrio de Alopeke—comienza a desenvolverse tímidamente un arte idealista del
retrato, coincide con la decadencia de la gran tragedia, que pasa a segundo plano,
reemplazada por las ligeras comedias de sociedad que constituyen la época llamada
«media». En realidad, todas las estatuas griegas llevan en el rostro una máscara uniforme,
como los actores en el teatro de Dionysos. Todas ellas nos ofrecen actitudes y posiciones
somáticas, concebidas con precisión máxima. Sus fisonomías no hablan; corporalmente
debían estar desnudas. Hasta la época
helenística no encontramos en Grecia cabezas de carácter, con rasgos personales, tomadas
del natural. Recordemos una vez más los dos mundos numéricos correspondientes; en la
matemática griega se calculan resultados tangibles, en la nuestra se investiga
morfológicamente el carácter de ciertos grupos de relaciones entre funciones, ecuaciones, y,
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en general, entre elementos formales del mismo orden, para fijarlo como tal carácter en
expresiones regulares.
13
Cada individuo tiene una distinta capacidad para vivir la historia presente; varia mucho el
modo de compenetrarse los individuos con su propio devenir y con el de la historia.
Cada cultura posee su manera de ver la naturaleza, de conocerla, o lo que es lo mismo:
cada cultura tiene su naturaleza propia y peculiar, que ningún otro tipo de hombres puede
poseer en igual forma. De la misma suerte, también cada cultura—y en ella, con diferencias
de escaso valor, cada individuo—tiene su peculiar manera de ver la historia, en cuyo
cuadro, en cuyo estilo, intuye, siente y vive inmediatamente lo general y lo personal, lo
interior y lo exterior, el devenir histórico-universal y el devenir biográfico. Asi, la tendencia
autobiográfica de la humanidad occidental, que ya se manifiesta por modo impresionante en
el símbolo de la confesión en la época gótica [30], es extraña por completo a los antiguos.
La agudísima conciencia histórica de la Europa occidental se opone a la inconsciencia de los
indios, cuya historia es como un sueño. Y ¿qué imaginaban los hombres de la cultura
arábiga, desde los cristianos primitivos hasta los pensadores del Islam, cuando
pronunciaban la palabra historia universal? Pero si harto difícil es ya formarse una
representación exacta de lo que sea para otros la naturaleza, el mundo mecánico,
ordenado—y eso que en este caso la realidad cognoscible se unifica en un sistema
comunicable—habrá de ser de todo punto imposible penetrar, con las fuerzas de nuestra
propia alma, en el aspecto histórico del mundo, tal como lo ven culturas extrañas, es decir,
en la imagen del devenir que hayan formado otras almas con otras disposiciones distintas de
las nuestras. Siempre quedará un resto indescifrable, que será tanto mayor cuanto más
escasos sean nuestro propio instinto histórico, nuestro ritmo fisiognómico, nuestro
conocimiento o experiencia de los hombres. Sin embargo, la solución de este problema es
una condición de toda inteligencia profunda del universo. El mundo histórico, que circunda a
los demás, es una parte de su esencia, y nadie entenderá bien otro hombre si no conoce su
sentimiento del tiempo, su idea del sino, el estilo y el grado de conciencia que haya en su
vida interior. Lo que no pueda averiguarse inmediatamente por Confesiones, habremos de
buscarlo en el simbolismo de la cultura externa. Sólo así podremos tener acceso a lo que
por si mismo es inconcebible; de aquí el incalculable valor que para nosotros tienen el estilo
histórico de una cultura y sus grandes símbolos del tiempo.
Ya hemos citado el reloj como uno de esos signos que casi nadie ha sabido comprender. El
reloj es una creación de culturas muy desarrolladas, creación que aparece tanto más
enigmática cuanto más se medita sobre ella. La humanidad antigua supo vivir sin relojes y lo
hizo en cierto modo intencionadamente; hasta mucho después de Augusto la hora del día se
computaba por la longitud de la sombra [31]. En cambio, los relojes de sol y de agua fueron
de uso corriente en los dos mundos más viejos, el mundo del alma babilónica y el del alma
egipcia, y estaban en relación con una cronología rigurosa y con una honda visión del
pasado y del futuro [32]. Pero la existencia «antigua», euclidiana, punctiforme, transcurría
sin referirse a nada, recluida en el presente. No debía haber en ella nada que señalase hacia
el futuro y el pasado. Los antiguos no tuvieron arqueología, ni tampoco astrología, que es la
inversión psíquica de aquélla. Los oráculos y las sibilas antiguas, como los arúspices y
augures etrusco-romanos, no pretenden revelar el futuro lejano, sino resolver el caso
particular que se presenta actualmente. No había en la conciencia general de los antiguos
nada que se pareciese a una cronología. Las olimpíadas constituían un mero recurso
literario. Lo importante no es averiguar si un calendario es bueno o malo, sino quién lo usa y
si la vida de la nación se rige efectivamente por él. En las ciudades antiguas no hay nada
que haga recordar la duración, el tiempo antecedente, el porvenir; no se rodean las ruinas de
piadosos cuidados; no se planean obras en beneficio de las generaciones venideras; no se
hace una elección de material, que tenga sentido, aunque haya de vencer dificultades
técnicas. El griego de la época dórica abandonó la técnica miceniana de la piedra y volvió a
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edificar con madera y barro, y, sin embargo, tenia a la vista los modelos de Micenas y de
Egipto y vivía en una comarca donde abundaban los mejores materiales pétreos. El estilo
dórico es un estilo de madera. En la época de Pausanias podía verse en el Heraion de
Olimpia la última columna de madera, que aun no había sido substituida. El alma antigua
carece de órgano histórico, no tiene memoria en el sentido que hemos dado a esta palabra,
es decir, facultad de mantener siempre presente la imagen del pasado personal y tras ella la
del pasado nacional y universal [33] y asimismo el curso de la vida interior, no sólo propia,
sino también ajena. En la «antigüedad» no hay «tiempo». Para el antiguo que vuelve la vista
hacia la historia, el presente personal se destaca sobre un fondo que carece de toda
ordenación temporal y, por lo tanto, histórica.
Para Tucídides las guerras médicas, para Tácito las revueltas de los Gracos forman ya parte
de ese fondo [34]. Y lo mismo puede decirse de las grandes familias romanas, cuya tradición
era una pura novela; recuérdese a Bruto, el asesino de César, y su firme creencia en sus
famosos antepasados. La reforma del calendario por César puede considerarse casi como
un acto de emancipación del antiguo sentimiento de la vida; pero César pensaba prescindir
de Roma y transformar el Estado en un Imperio dinástico, esto es, sometido al símbolo de la
duración, con el centro de gravedad en Alejandría, de donde procede su calendario. El
asesinato de César nos hace el efecto de la última convulsión del viejo sentimiento vital,
enemigo de la duración, encarnado en la polis, en la Urbs Roma.
Los hombres de entonces vivían cada hora, cada día por sí mismo. Y no sólo los individuos,
griegos y romanos, sino también la ciudad, la nación, la cultura entera. Las fiestas
rebosantes de fuerza y sangre, las orgías palatinas, las luchas del circo, bajo Nerón y
Calígula, que Tácito, romano de pura cepa, nos describe exclusivamente sin dedicar ni una
mirada, ni una palabra a la vida lenta de aquellos inmensos territorios que constituían las
provincias, son la expresión última y magnífica de ese sentimiento euclidiano del mundo,
que diviniza el cuerpo y el presente. Los indios, cuyo Nirvana se caracteriza igualmente por
la falta de cronología, no tuvieron tampoco relojes, ni, por lo tanto, historia, ni recuerdos, ni
cuidados, ni preocupaciones. Eso que nosotros, hombres de eminente sentido histórico,
llamamos la historia india, ha ido realizándose sin la menor conciencia de sí misma. Los mil
años de cultura india que transcurren desde los Vedas hasta Buda nos producen el efecto de
los movimientos que hace un hombre durmiendo. Allí realmente era la vida sueño. ¡Cuán
diferentes, en cambio, son los mil años de nuestra cultura occidental! Nunca, ni siquiera en
el «correspondiente» período de la cultura china, en el periodo Chu, con su finísimo sentido
de las épocas [35], han estado los hombres más vigilantes; nunca han sido más conscientes;
nunca han sentido el tiempo con mayor profundidad ni lo han vivido con un sentimiento más
agudo de su dirección y de su movilidad, preñada de sinos. La historia de la Europa
occidental realiza voluntariamente su sino; la historia india acepta el suyo con resignación.
En la existencia griega, los años no representan nada; en la historia india, los decenios
apenas significan algo; en el occidente europeo, la hora, el minuto y hasta el segundo tienen
su importancia.
Ni un griego ni un indio hubieran podido representarse esa tensión trágica de las crisis
históricas, en que tos segundos pesan, como, por ejemplo, en los días de agosto de 1914.
Los hombres profundos de Occidente pueden sentir esas crisis, incluso en si mismos; los
helenos, no. Las innumerables torres que se alzan sobre nuestro suelo occidental lanzan al
espacio sus campanadas noche y día, insertando el futuro en el pasado, deshaciendo el
efímero presente «antiguo» en una inmensa curva de relación. El descubrimiento de los
relojes mecánicos se efectúa en el mismo momento en que nace nuestra cultura, esto es, fin
la época de los emperadores sajones [36]. No es posible representarse el hombre de
Occidente sin una minuciosa cronometría, una cronología del futuro, que corresponde
exactamente a nuestra enorme necesidad de arqueología, de conservación, de
excavaciones, de colecciones. La época del barroco exageró el símbolo gótico de los relojes
hasta el punto grotesco de inventar los relojes de bolsillo, que acompañan por doquiera al
individuo [37].
Y junto al símbolo de los relojes hay otro no menos profundo e igualmente incomprendido: el
de las formas de sepelio, santificadas por el culto y el arte de las grandes culturas.
El gran estilo comienza en la India con los templos funerarios; en la antigüedad, con los
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vasos fúnebres; en Egipto, con las Pirámides; en el cristianismo primitivo, con las
catacumbas y los sarcófagos. En los tiempos primitivos coexisten en caótica mezcla muchas
formas funerarias posibles, y cada cual se rige por la necesidad, la comodidad o la
costumbre de su tribu. Pero pronto cada cultura elige una de esas formas y la eleva al
supremo rango simbólico. El «antiguo», dirigido por un sentimiento vital profundo e
inconsciente, prefirió la cremación, acto de aniquilamiento, en el cual recibe una expresión
vigorosa su existencia euclidiana, que se atiene al ahora y al aquí. El antiguo no quería
historia, ni duración, ni pasado, ni futuro, ni preocupaciones, ni descomposición; por eso
destruyó lo que ya no tenia presente, el cuerpo de un Perícles, de un César, de un Sófocles,
de un Fidias. El alma, empero, pasaba a formar parte de la legión informe, a quien estaban
dedicados los cultos de los abuelos y las fiestas de las almas, celebradas por los miembros
vivos de la familia—que pronto fueron descuidando esta obligación—. Esa informe multitud
de las almas constituye la más fuerte oposición a las genealogías que las familias
occidentales inmortalizan en sus enterramientos, con todos los signos de la ordenación
histórica. No hay otra cultura que sea en esto comparable a la cultura antigua [38]—con una
excepción significativa: la época primitiva de los Vedas en la India—. Debe advertirse que,
en los tiempos homéricos, en la edad primera del dórico, se celebraba la cremación con todo
el pathos de un símbolo recién creado, como se ve sobre todo en la Ilíada, y en cambio,
aquellos hombres que yacían sepultados en las tumbas de Micenas,
Tirinto y Orcomenos, y cuyas luchas fueron acaso las que dieron origen a la epopeya de
Homero, habían sido enterrados casi a la manera egipcia. Cuando en la época imperial
aparece, junto a la urna funeraria, el sarcófago, «el que se traga la carne» [39]—cristiano,
Judío y pagano—es porque acaba de surgir un nuevo sentimiento del tiempo; del mismo
modo que a las tumbas de Micenas sigue la urna de Homero.
En cambio, los egipcios, que conservaron su pasado en la memoria, en la piedra y en los
jeroglíficos, tan concienzudamente que hoy, transcurridos cuatro mil años, podemos
determinar con exactitud los números de sus reyes, quisieron también eternizar su cuerpo, y
de tal suerte lo consiguieron, que los grandes Faraones—¡ símbolo de terrible sublimidad!—
ostentan hoy día en nuestros museos los rasgos personales de su rostro, mientras que los
reyes de la época dórica no han dejado rastro ni de sus nombres siquiera. Conocemos la
fecha exacta del nacimiento y de la muerte de casi todos nuestros grandes hombres, a partir
del Dante. Y ello nos parece la cosa más natural del mundo. Pero en la época de Aristóteles,
en la cumbre de la evolución antigua, no se sabía ya si Leucipo, fundador del atomismo y
contemporáneo de Perícles, había realmente existido un siglo antes. Es como si nosotros no
estuviésemos seguros de la existencia de Giordano Bruno, o como si el Renacimiento
quedase ya envuelto en las tinieblas de la leyenda.
Y esos mismos museos, en donde depositamos los restos corpóreos del pasado, ¿no son
también un símbolo de primer orden? ¿No conservan momificado el «cuerpo» de la cultura
toda en su evolución? En millones de libros impresos hemos reunido fechas innumerables.
En las cien mil salas de los museos de Europa hemos juntado todas las obras de todas las
culturas muertas; y cada objeto, allí, aislado en la masa de la colección, substraído al fugaz
instante de su fin verdadero —que para un alma antigua hubiera sido lo único sagrado—, se
disuelve, por decirlo asi, en una infinita movilidad del tiempo. Recuérdese lo que los helenos
llamaban «museión», y piénsese en el profundo sentido que manifiesta ese cambio de
significación que ha sufrido la palabra.
14
El sentimiento primario de la preocupación, o precaución del porvenir, predomina en la
fisonomía de la historia occidental, como asimismo en la egipcia y china; y da forma al
simbolismo de lo erótico, que representa la corriente interminable de la vida en la imagen de
las generaciones. La existencia «antigua», euclidiana, punctiforme, sintió también en esto el
«ahora y el aquí» de los actos decisivos: generación y alumbramiento. Por eso, en el centro
del culto a Demeter puso los quejidos de la parturiente y extendió por todo el mundo antiguo
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el símbolo dionysíaco del falo, signo de una sexualidad consagrada por completo al
momento presente y tan olvidadiza del pasado como del futuro. Correspóndele, en el mundo
indio, el signo del lingam y el culto de la diosa Parwati. El hombre se siente entregado sin
voluntad y sin preocupación al sentido del devenir como un trozo de naturaleza, como una
planta. El culto doméstico de los romanos se tributaba al genius, es decir, a la potencia
generatriz del padre de familia.
En cambio, la preocupación profunda y meditativa del alma occidental ha opuesto a aquellos
signos el signo del amor maternal, que apenas si aparece en el horizonte de la mitología
antigua; v. gr., en las quejas de Perséfone o en la estatua sentada de la Demeter, de Cnido
(de época helenística). La madre amamantando al hijo—el futuro—; el culto de María,
tomado en este sentido nuevo, fáustico, no floreció hasta los siglos del goticismo, y halla su
expresión suprema en la Madonna de la Capilla Sixtina, por Rafael. Este símbolo no tiene
una significación general cristiana; pues si bien el cristianismo mágico consideró a María
como theotokos, como generatriz de Dios [40], y la elevó a la categoría de un símbolo, ello
fue con un sentido completamente distinto. La madre amamantando al niño es un tema tan
extraño al arte cristiano primitivo y bizantino como al arte helénico, aunque por otros
motivos. La Margarita del Fausto, con el profundo encanto de su inconsciente maternidad,
está seguramente más próxima a las madonas góticas que todas las Marías de los mosaicos
de Bizancio y de Rávena, Una prueba notable de lo profundas que son estas relaciones se
encuentra en el hecho de que a la Madonna con el niño Jesús corresponde exactamente la
Isis egipcia con el niño Horus—las dos son madres solicitas—; y este símbolo, que
permaneció olvidado durante miles de años, durante todo el tiempo que vivieron las culturas
antigua y árabe, para las cuales no podía significar nada, fue al fin resucitado por el alma
fáustica.
De la preocupación maternal pasamos, naturalmente, a la del padre, y con ésta al Estado,
símbolo supremo del tiempo, el más alto símbolo que aparece en el circulo de las grandes
culturas. Para la madre, el hijo significa el futuro, la prolongación de la propia vida; de suerte
que el amor materno anula, por decirlo asi, la dualidad y separación de ambos seres. Otro
tanto significa para los varones la comunidad armada, que asegura la casa y el hogar, la
mujer y los hijos, y, por consiguiente, todo el pueblo, con su porvenir y su actividad. El
Estado es la forma interna de una nación; es la nación cuantío está «en forma». Y la
historia, en su sentido amplio, es ese mismo Estado cuando lo pensamos no como movido,
sino como movimiento. La mujer en cuanto madre es historia: el hombre en cuanto guerrero
y -político hace la historia [41].
La historia de las culturas superiores tíos ofrece tres ejemplos de formaciones políticas
llenas de cuidadosa solicitud: la administración egipcia del Imperio antiguo desde el año
3000 antes de J. C.; el Estado chino primitivo de los Chu, cuya organización fue explicada
por el Chu-li de manera tan perfecta, que más tarde no se atrevieron a creer los científicos
en la autenticidad del libro, y los Estados occidentales, cuya constitución previsora
demuestra una voluntad de futuro que no podrá ser superada [42]. Frente a estos ejemplos
de solícita atención aparece por dos veces una imagen del abandono más completo al
momento y sus azares: una vez, en el Estado «antiguo», y otra, en el Estado indio. Por
diferentes que sean en sí mismos el estoicismo y el budismo, emociones seniles de esos dos
mundos, sin embargo coinciden en una cosa: en oponerse al sentimiento histórico de la
preocupación, en despreciar la labor asidua, la fuerza organizadora, la conciencia del deber.
Por eso, ni en las cortes de los reyes indios ni en el foro de las ciudades antiguas hubo nadie
que pensase en el mañana, ni para propio provecho ni para provecho de la comunidad. El
carpe diem del hombre apolíneo es igualmente aplicable al Estado antiguo.
Y lo mismo que en el aspecto político sucede en el otro aspecto de la existencia histórica, en
el económico. Al amor indio y al amor antiguo, que comienzan y concluyen en el goce del
momento, corresponde la vida al día, de las manos a la boca. En Egipto existió, en cambio,
una organización económica de estilo portentoso, que llena el cuadro todo de la cultura
egipcia y que se manifiesta hoy aún en escenas colmadas de laborioso orden. En China, los
mitos y la historia de los dioses y los emperadores legendarios giran continuamente
alrededor de las tareas sagradas del campo. Por último, en la Europa occidental comenzó la
economía con los cultivos modelos de las órdenes religiosas, y llegó a su apogeo en una
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ciencia propia, la economía nacional, que desde un principio fue hipótesis metódica, no para
enseñarnos propiamente lo que ha sucedido, sino lo que debiera suceder. Pero los antiguos,
por no hablar de los indios, administraban al día, a pesar de que tenían ante los ojos el
modelo de Egipto. El Estado entraba a saco no sólo en los tesoros, sino en las meras
posibilidades, y desperdiciaba luego en repartos a la plebe los sobrantes que casualmente
quedaran. Basta examinar las grandes figuras políticas de la antigüedad: Perícles y César,
Alejandro y Escipión, y hasta los revolucionarios, como Cleón y Tiberio Graco, para ver que
ni uno solo pensó nunca en lejanías económicas. Ninguna ciudad antigua emprendió la obra
de desecar un pantano o de roturar un monte, o de introducir nuevos métodos o nuevas
especies vegetales o animales. Seria un gran error el interpretar la «reforma agraria» de los
Gracos en sentido occidental y creer que éstos se propusieron hacer de sus partidarios
propietarios rurales. Nada estaba más lejos de su pensamiento que la idea de una educación
agrícola, o incluso de fomentar la agricultura en Italia. Se dejaba llegar el futuro sin intentar
siquiera actuar sobre él. Por eso el socialismo—no el teórico de Marx, sino el práctico de los
prusianos, el fundado por Federico Guillermo I, el que precedió al marxista y acabará por
superarlo también—, por su profunda afinidad con el egipticismo, es la contraposición del
estoicismo económico de la antigüedad; es egipcio, en efecto, por sus hondas
preocupaciones, encaminadas a establecer relaciones económicas perdurables, por su
educación del individuo en el cumplimiento del deber para la comunidad, y por su
santificación del trabajo, que afirma el tiempo y el futuro.
15
El hombre vulgar de todas las culturas no percibe, en la fisonomía del devenir—el suyo
propio y el del mundo viviente que le rodea—, nada más que lo que se presenta
inmediatamente en el primer término. El conjunto de sus experiencias, tanto interiores como
exteriores, llena el curso de sus días, en la forma de una simple sucesión de hechos. Sólo el
hombre importante siente, tras el nexo vulgar de la superficie, agitada por el movimiento de
la historia, una lógica profunda del devenir, que se manifiesta en la idea del sino y que hace
que esas formas superficiales y poco significativas de cada día aparezcan como fortuitas.
Entre el sino y el azar dijérase, a primera vista, que no hay mas que una diferencia de grado.
Se considera, verbigracia, como un azar el hecho de que Goethe estuviese en Sesenheim, y
como un sino, el de que marchase a Weimar. Aquello parece constituir un episodio; esto,
una época. Sin embargo, se ve claro que la distinción depende de lo que valga interiormente
el hombre que la hace. A la plebe la vida misma de Goethe le aparecerá como una serie de
azares anecdóticos, y habrá pocos hombres que sientan con admiración la necesidad
simbólica que hay en ella, aun en su parte más insignificante. Pero el descubrimiento del
sistema heliocéntrico por Aristarco, ¿fue quizá un azar sin importancia para la cultura
antigua? Y, en cambio, su nuevo descubrimiento por Copérnico, ¿fue un sino para la cultura
fáustica? ¿Fue un sino la falta de espíritu organizador en Lutero, que en esto se opone a
Calvino? ¿Y para quién lo fue? ¿Para los protestantes, para los alemanes, para toda la
humanidad occidental? ¿Fueron Tiberio Graco y Sila unos azares y, en cambio, César un
sino?.
En este punto, ya no es posible entenderse por conceptos.
¿Qué es sino y qué azar? A esta pregunta sólo pueden contestar las experiencias íntimas
decisivas del alma individual y del alma de las culturas. Enmudecen aquí toda experiencia
erudita, todo conocimiento científico, toda definición; y si alguien intenta concebir el sino y el
azar por medios gnoseológicos es porque nunca los ha sentido. La reflexión critica no puede
nunca proporcionarnos ni la sombra de un sino; sentir esta verdad con intima certidumbre es
una condición indispensable para que el mundo del devenir se manifieste a nuestros ojos.
Conocer, distinguir por medio de juicios, es lo mismo que establecer relaciones causales
entre las cosas conocidas y separadas, las propiedades y las posiciones. El que investigue la
historia formulando juicios lógicos no encontrará mas que datos. Pero lo que yace en las
profundidades de la historia, ya sea la providencia o la fatalidad, sólo puede ser vivido;
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vivido en el acontecer presente como en la imagen de lo que aconteció; vivido con ese
género de certidumbre inefable y emocionante que la verdadera tragedia despierta en el
espectador ingenuo. El sino y el azar forman siempre una oposición, en cuyos términos
intenta el alma encubrir lo que sólo puede ser un sentimiento, una experiencia íntima, una
intuición, lo que sólo las más íntimas creaciones de la religión y del arte revelan con claridad
a los elegidos para tal sabiduría.
Para evocar ese sentimiento primario de la existencia viva, ese sentimiento que da sentido y
consistencia a la imagen cósmica de la historia—el nombre es ruido y humo—, no conozco
nada mejor que una estrofa de Goethe, la misma que va inscrita como lema en la portada de
este libro, expresando su tendencia fundamental:
Cuando, en lo infinito, lo idéntico
A compás eternamente fluye,
La bóveda de mil claves
Encaja con fuerza unas en otras.
Brota a torrentes de todas las cosas la alegría de vivir,
De la estrella más pequeña, como de la más grande,
Y todo afán, toda porfía
Es paz eterna en el seno de Dios, Nuestro Señor.
En la superficie del acontecer universal domina lo imprevisto. Lo imprevisto acompaña y
caracteriza todo suceso particular, toda decisión singular, toda personalidad. Nadie, al ver
presentarse a Mahoma, pudo predecir la ruina del Islam.
Nadie, ante la caída de Robespierre, pudo prever a Napoleón.
No es posible predecir si va o no a surgir un gran hombre, ni qué va a emprender, ni si sus
empresas van a tener o no un éxito afortunado. Nadie sabe si una evolución, que se inicia
poderosa, va a realizar, efectivamente, su curva perfecta, como le ocurre a la nobleza
romana, o si va a perecer víctima de la fatalidad, como los Hohenstaufen y toda la cultura
maya. Y lo mismo sucede, a pesar de toda la ciencia natural, al sino de una especie
particular de plantas o de animales en la historia de la tierra; más aún: lo mismo le sucede al
sino de la tierra y de los sistemas solares y de las vías lácteas. El insignificante Augusto ha
hecho época; en cambio, el gran Tiberio pasó sin dejar rastro. Y no de otro modo se nos
presenta el destino de los artistas, de las obras y de las formas artísticas, de los dogmas y
de los cultos, de las teorías y de los inventos.
En la vorágine del devenir hay elementos que sufren un sino y otros que producen un sino, a
veces para siempre; aquéllos desaparecen en el oleaje de la historia; éstos, en cambio,
crean la historia. Pero no hay causa ni motivo que pueda explicarnos esos trances, que
acontecen, sin embargo, con la más íntima necesidad. Puede aplicarse al sino lo que San
Agustín, en un momento profundo, dijo del tiempo: Si nemo ex me quoerat, scio: si quoerenti
explicare velim, nescio.
Asi, la idea de la gracia, que se deriva del sacrificio de Jesús y que da al que la recibe el
poder de querer libremente [43] representa en el cristianismo occidental la suprema
concepción ética del azar y del sino. ¡Predestinación (pecado original) y gracia! En esta
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polaridad, que sólo puede ser forma del sentimiento, de la vida fugaz, y nunca contenido de
la experiencia científica, queda encerrada la existencia
de todo hombre realmente significativo de esta cultura. Esa polaridad, por bien que se oculte
tras el concepto naturalista de «evolución», que proviene de ella en línea recta [44], es,
incluso para el protestante y aun para el ateo, el fundamento de toda confesión, de toda
autobiografía, escrita o imaginada; y por eso el hombre antiguo, cuyo sino se presentaba en
otra forma, no pudo tener autobiografía. En esa polaridad se encierra el último sentido de los
autorretratos de Rembrandt y de toda la música occidental, desde Bach hasta Beethoven.
Llámese predestinación, providencia o evolución interna [45], nunca podrá el pensamiento
captar ese elemento que imprime a las vidas de todos los occidentales un sello de profunda
afinidad. La «voluntad libre» es una certidumbre interior. Pero sean cuales fueren nuestras
voliciones y nuestros actos, es lo cierto que los resultados reales y las consecuencias de
toda decisión, resultados y consecuencias súbitos, sorprendentes, imprevisibles, están al
servicio de una necesidad más profunda y se incorporan a un orden superior que percibe la
mirada inteligente cuando recorre la imagen del remoto pasado. Entonces lo inexplicable
puede producir la impresión de un don de la gracia, si el sino de aquella voluntad era
precisamente el de realizarse. ¿Qué es lo que quisieron Inocencio III, Lutero, Loyola,
Calvino, Jansenio, Rousseau, Marx? ¿Cuáles han sido las consecuencias de sus voluntades
en el curso de la historia occidental? ¿Han sido gracia o fatalidad? Todo análisis racionalista
remata aquí en el absurdo. La teoría de la predestinación, en Calvino y Pascal—que, más
sinceros que Lutero y Tomás de Aquino, se atrevieron a sacar las consecuencias causales
de la dialéctica agustiniana— representa el absurdo a que necesariamente se llega cuando
se tratan estos misterios con la inteligencia. La lógica del sino, que rige en el devenir
cósmico, se transforma en la lógica mecánica de los conceptos y de las leyes. La intuición
inmediata de la vida se convierte en un sistema mecánico de objetos. Las terribles luchas
interiores de Pascal denotan un hombre que a una vida interior muy profunda unía un
espíritu dotado de altas disposiciones matemáticas, y que quiso someter los últimos y más
graves problemas del alma simultáneamente a las grandes intuiciones de una ardiente fe y a
la precisión abstracta de un gran talento matemático. Esto dio a la idea del sino o, dicho en
términos religiosos, de la providencia divina, la forma esquemática del principio de
causalidad; esto es, la forma kantiana de la actividad intelectual. Tal es, en efecto, el sentido
de la predestinación, en la cual la gracia, libre de todo nexo causal, la gracia viva, que sólo
como certidumbre interior puede sentirse, aparece cual fuerza natural unida a leyes
inquebrantables y convierte la imagen religiosa del universo en un árido y rígido mecanismo.
¿No fue un sino también—para ello y para el mundo—el que los puritanos ingleses, llenos
de esta convicción, en vez de caer en una adoración quietista, alimentasen la estimulante
certidumbre de que su voluntad era la voluntad de Dios?
16
Si tomamos ahora al intento de aclarar un poco más qué sea el azar, ya no correremos el
peligro de ver en él una excepción o quiebra del mecanismo natural. La «naturaleza» no es
la imagen cósmica en la cual el sino es algo esencial. Cuando la mirada, volviéndose hacia
dentro, se desvía de las cosas sensibles, de los productos, y transformándose casi en una
visión de iluminado, atraviesa el contorno cósmico y contempla, no los objetos, sino los
protofenómenos mismos, entonces surge el gran panorama histórico, el aspecto extranatural
y sobrenatural. Tal es la mirada de Dante y de Wolfram; tal es la mirada de Goethe en su
vejez, cuya expresión se halla, sobre todo, en el final del segundo Fausto. Si nos detenemos
a contemplar este mundo del sino y del azar, acaso nos parezca un azar el que, en nuestro
minúsculo planeta, perdido entre innumerables sistemas solares, se haya representado una
vez
ese episodio de la «historia universal»; un azar, el que los hombres—extraños organismos
animales, sobre la corteza de ese planeta—ofrezcan el espectáculo del «conocimiento»,
precisamente en esta forma, expuesta de tan distintos modos por Kant, Aristóteles y otros;
un azar, el que, como el otro polo de ese conocimiento, aparezcan precisamente estas leyes
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naturales—«eternas y universales»—y evoquen la imagen de una «naturaleza» que, según
cada hombre cree, es la misma para todos. La física—muy justamente—excluye el azar de
su cuadro; pero un azar es, a su vez, el que la física misma haya surgido cierto día, en el
período aluvial de la corteza terrestre, como una especie particular de concepción mental.
El mundo del azar es el mundo de las realidades singulares, hacia las cuales, tomadas como
un futuro, vamos viviendo anhelantes o medrosos. Ellas son también el presente vivo, que
ora nos deprime, ora nos excita. Ellas forman, en fin, el pasado que nosotros
contemplativamente podemos revivir con fruición o con dolor. El mundo de las causas y de
los efectos, en cambio, es el mundo de las permanentes posibilidades, mundo de verdades
intemporales que conocemos por distinciones y análisis.
Sólo este último mundo es accesible a la ciencia. Sólo este último es idéntico a la ciencia.
Quien, como Kant y la mayoría de los sistemáticos del pensamiento, no tenga ojos para el
primero—el mundo como divina comedia, como espectáculo para un Dios—, sólo hallará en
él una absurda maraña de azares, esta vez en el más trivial sentido de la palabra [46].
Y en cuanto a la investigación profesional, no artística, de la historia, con sus colecciones y
ordenamientos de simples datos, no es casi nada más que una sanción, todo lo ingeniosa
que se quiera, que confirma la banalidad del azar. La mirada capaz de penetrar hasta la
realidad metafísica es la que revive en los datos el simbolismo de lo acontecido y, de esa
suerte, eleva el azar a la dignidad de sino. El hombre que por sí mismo sea un sino—como
Napoleón—, no necesita tener esa mirada, pues entre él, como hecho, y los demás hechos,
existe una armonía metafísica que da a sus resoluciones una seguridad de ensueño [47].
Esa mirada constituye precisamente la fuerza típica de Shakespeare, en quien nadie ha
buscado, ni vislumbrado siquiera, al verdadero trágico del azar. Y, sin embargo, aquí está
precisamente el sentido último de la tragedia occidental, que es al mismo tiempo la copia de
la idea occidental de la historia y, por lo tanto, la clave de lo que significa para nosotros la
palabra «tiempo», que Kant no supo entender. Es un azar el que la situación política en
Hamlet, el asesinato del rey y el problema de la sucesión a la corona, concurran justamente
en un joven de este carácter. Es un azar el que Yago, un pícaro vulgar, como los que se ven
en cualquier parte, elija por victima justamente a Otelo, cuya persona posee una fisonomía
que no tiene nada de vulgar. ¿Y Lear? ¿Hay nada más fortuito—y, por lo tanto, «más
natural»—que la reunión de esa majestad imperativa con esas pasiones fatales,
transmitidas a las hijas? Shakespeare recoge la anécdota tal como la encuentra, y
justamente por eso la llena con el peso de la más intima necesidad—nunca más sublime
que en sus dramas romanos—. Pero esto no ha podido comprenderlo nadie todavía, porque
la voluntad de inteligencia se ha ido agotando en intentos desesperados por introducir en
Shakespeare una causalidad mora), una «motivación», una relación de «penitencia» a
«pecado». Mas estas interpretaciones no son ni verdaderas ni falsas—verdad y falsedad son
nociones que pertenecen al mundo como naturaleza y significan una crítica del mecanismo
causal—, sino mezquinas, míseras, comparadas con la manera profunda como el poeta
revive la anécdota efectiva. Sólo el que sienta esto podrá admirar la grandiosa ingenuidad
del principio del rey Lear o de Mácbeth. Hebbel, en cambio, es todo lo contrario: anula la
profundidad del azar, substituyéndola por un sistema de causas y efectos. Lo forzado, lo
conceptual de sus bosquejos, que todo el mundo siente, sin poderlo explicar, proviene de
que el esquema causal de sus conflictos espirituales contradice el sentimiento cósmico de la
historia y su muy diferente lógica. Esos hombres no viven; vienen con su presencia a
demostrarnos algo.
Se siente en Hebbel la actuación de un gran intelecto, no de una vida profunda. En lugar del
azar, ha puesto un problema.
Precisamente esta especie occidental del azar es la que falta por completo en el sentimiento
cósmico de los antiguos y, por lo tanto, en el drama antiguo. Antígona no posee ninguna
cualidad accidental que tenga importancia para su destino.
Lo que le sucede al rey Edipo—por oposición al sino de Lear le hubiera podido suceder a
cualquiera. Este es el sino antiguo, el fatum «universal humano», que vale para un «cuerpo»
cualquiera y no depende en modo alguno de la personalidad accidental.
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La historiografía corriente, cuando no va a perderse en las colecciones de datos, se atiene
siempre al mezquino azar. Así lo quiere el sino de sus creadores, que, más o menos, son,
por el espíritu, hombres de la multitud. Ante sus ojos pasan Juntas la naturaleza y la historia
en una unidad popular. Y el azar, «sa sacrée Majesté le Hasard», es justamente lo más fácil
de entender para el hombre de la multitud. El azar, en efecto, es la causa que permanece
invisible detrás de la cortina; es lo que no ha sido aún demostrado; y esto, para el hombre
vulgar, ocupa el puesto de la lógica histórica, que él no siente. La muchedumbre se halla a
gusto en el cuadro anecdótico de la historia, ese coto de caza adonde los historiadores
científicos van en busca de nexos causales y los novelistas y dramaturgos vulgares, de
asuntos. ¡Cuántas guerras declaradas porque un cortesano celoso quiere separar a su mujer
de un general! ¡Cuántas batallas perdidas o ganadas por ocurrencias ridículas! ¡Recuérdese
cómo se estudiaba la historia romana en el siglo XVIII, y aun hoy la historia china!.
El abanicazo del bey de Argel, y otros casos por el estilo, llenan la escena histórica de
motivos de opereta. La muerte de Gustavo Adolfo o de Alejandro parecen traídas por un
dramaturgo malo. Aníbal es un simple intermezzo de la historia antigua, en cuyo curso
sorprende verlo caer. El «paso» de Napoleón por la historia no carece de cierto aspecto
melodramático. Quien busque la forma inmanente de la historia en alguna secuencia causal
de los sucesos particulares visibles encontrará siempre, si es sincero, una comedia de
burlescos absurdos. Me atrevo a creer que la escena—tan poco notada—en que salen
bailando los triunviros borrachos en el Antonio y Cleopatra, de Shakespeare—para mí una
de las más fuertes en esta obra de infinita profundidad—, responde al desprecio que el
primer trágico histórico de todos los tiempos profesaba al aspecto «pragmático» de la
historia. Pues este aspecto es el que ha dominado siempre en el «mundo».
A los ambiciosos pequeños les ha dado ánimo y esperanza de actuar en la historia.
Rousseau y Marx se figuraban que mirando hacia él y considerando su estructura
racionalista iban a poder cambiar «el curso del mundo» con una teoría.
La interpretación social o económica de los desarrollos políticos, que es la más alta cumbre
a que se eleva hoy la historiografía, tiene un cariz biológico que la hace siempre sospechosa
de fundarse en nexos mecánicos, y así resulta tan trivial y popular.
En algunos momentos importantes tuvo Napoleón un fuerte sentimiento de la profunda
lógica del devenir cósmico.
Pudo vislumbrar entonces hasta qué punto él mismo era un sino y hasta qué punto tenia un
sino. «Me siento empujado hacia un fin que no conozco. Tan pronto como lo haya
alcanzado, tan pronto como ya no sea yo necesario, bastará un átomo para hacerme
pedazos; pero, hasta entonces, nada podrán contra mi todas las fuerzas humanas», decía al
comenzar la campaña de Rusia. He aquí un pensamiento que no es pragmático. En este
momento siente Napoleón que la lógica del sino no necesita ni un hombre determinado ni
una situación particular; él mismo, como persona empírica, hubiera podido caer en Marengo,
pero lo que él significaba se hubiera realizado entonces en otra forma. Una melodía, entre
las manos de un gran músico, es susceptible de muchas variaciones. Acaso estas
variaciones le parezcan al auditor sencillo melodías totalmente distintas, y, sin embargo, en
lo profundo—en muy diferente sentido—no habrá cambiado la melodía. La época de la
unidad nacional alemana se realizó en la persona de Bismarck; la época de la guerra de la
Independencia se realizó en amplios y casi innominados acontecimientos, Estos dos
«temas», hablando en términos musicales, pudieron muy bien desarrollarse de otro modo.
Bismarck pudo ser despedido antes; la batalla de Leipzig pudo perderse; el grupo de las
guerras de 1864, 1866 y 1870 pudo no tener lugar y verificarse, en cambio, acciones
diplomáticas, dinásticas, revolucionarias o económicas—a manera de «modulaciones»-—.
Sin embargo, el sello fisiognómico de la historia occidental, por oposición al estilo, v. gr., de
la historia india, exige, por decirlo así, con necesidad contrapuntística, que haya, en
los pasos decisivos, fuertes acentos, guerras o grandes personalidades. Bismarck mismo
indica en sus Recuerdos que en la
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primavera de 1848 hubiera podido obtenerse una unidad más amplia que la que se obtuvo
en 1870; pero falló por la política del rey de Prusia, o más exactamente por el gusto personal
del rey. Sin embargo, este desarrollo de la frase musical hubiera sido, para el propio
sentimiento de Bismarck, incoloro y desabrido, y hubiera exigido necesariamente una coda
(dacapo e poi la coda). Pero ninguna forma de la realidad hubiera podido alterar el sentido
de la época: el tema. Goethe pudo quizá morir joven; su idea, no. Fausto y Tasso no
hubieran sido escritos; pero hubieran «existido», aunque sin realidad poética y en un sentido
muy misterioso.
Un azar ha sido el que la historia de la humanidad superior se haya desenvuelto en la forma
de grandes culturas; un azar, el que una de esas culturas haya despertado a la vida en la
Europa occidental hacia el año 1000; pero desde el momento en que nació, hubo de seguir
«la ley con que había empezado». Hay para cada época una infinita multitud de
posibilidades sorprendentes e imprevisibles de realizarse en hechos individuales; pero la
época misma es necesaria, porque la impone la unidad vital de la cultura. El tener tal o cual
forma interior, precisamente, es cosa que pertenece a su destino mismo. Otros azares
podrán hacer que su evolución sea grandiosa o mezquina, feliz o dolorosa, pero no pueden
alterarla. Hechos irrevocables son no sólo los casos particulares, sino también los tipos
particulares: el tipo del «sistema polar», con los planetas y sus trayectorias, en la historia del
universo; el tipo del «ser vivo», con su juventud, su vejez, su duración, su reproducción, en
la historia de nuestro planeta; el tipo del hombre, en la historia de los seres vivos; el tipo de
la gran cultura [48], en el estadio humano de la «historia universal». Y estas culturas tienen
una afinidad esencial con las plantas: permanecen durante toda su vida adheridas al suelo
de donde brotaron. Por último, también es típico el modo como los hombres de una cultura
conciben y viven el sino, por muy distintos colores que presenten las diferentes imágenes
individuales. Lo que sobre esto se dice aquí no es «verdad», sino que es «necesario
íntimamente» para esta cultura y este período. Y si convence a otras personas, no es porque
la verdad sea una sola, sino porque estas personas pertenecen a la misma época.
El alma cuotidiana de la antigüedad no pudo vivir su vida, adherida a los primeros planos del
presente, sino en la forma de azares de estilo antiguo. Si para el alma occidental es licito
interpretar el azar como un sino de inferior potencia, recíprocamente será lícito, para el alma
antigua, interpretar el sino como un azar sublimado. Esto es lo que significan ananké,
eimarmené, fatum. El alma antigua no vivió propiamente la historia. Esto quiere decir que le
faltó el sentido propio para una lógica del sino. No nos dejemos engañar por las palabras. La
diosa más popular del helenismo fue Tyqué, que apenas podía distinguirse de Ananké.
Nosotros, en cambio, sentimos el sino y el azar con toda la gravedad de una oposición. Y
todo depende, para nosotros, del modo como ambos términos se concilien en las
profundidades de nuestra existencia. Nuestra, historia es la historia de las grandes
conexiones. La historia antigua—me refiero no sólo a la imagen que de ella nos dan sus
historiadores, como Herodoto, sino a la historia en su plena realidad—es una colección de
anécdotas, esto es, una serie de casos plásticos. El estilo de la existencia antigua, en
general, como el de cada una de sus vidas en particular, es siempre anecdótico, en el más
hondo sentido de esta palabra. El aspecto corpóreo y tangible de los sucesos se condensa
en azares anti históricos, demoníacos, absurdos, que ocultan y niegan la lógica del
acontecer. Todas las fábulas de las grandes tragedias antiguas consisten en azares, que
constituyen una mofa de todo sentido del mundo. No de otro modo puede definirse el
significado de la palabra eÞmarm¤nh en oposición a la lógica shakespeariana del azar.
Repitámoslo: lo que cae sobre Edipo desde fuera de él mismo y sin ninguna necesidad
interna hubiera podido acontecerle a cualquier otro hombre, sin excepción. Esta es la forma
del mito antiguo. Comparemos esto con la profunda e intima necesidad que hay en el sino
de Otelo, de Don Quijote, de Werther; necesidad condicionada por una existencia entera y
por la relación de esta existencia con la época a que pertenece. Aquí se opone, como ya se
ha dicho, la tragedia de situación a la tragedia de carácter. Mas en la historia misma se
repite esta oposición. Todas las épocas de la historia occidental tienen carácter; las de la
antigüedad presentan situaciones. La vida de Goethe manifiesta la lógica del sino; la de
César es una serie de azares míticos. Shakespeare es el que retrospectivamente ha
introducido en ella la lógica. Napoleón es un carácter trágico; Alcibíades cae en situaciones
trágicas. La astrología, en la forma en que, desde el gótico hasta el barroco, impera sobre el
sentimiento cósmico, incluso de sus propios adversarios, quería dominar todo el curso futuro
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de la vida.
El horóscopo fáustico, cuyo ejemplo más conocido es quizá el de Wallenstein, establecido
por Képler, presupone que toda la vida futura de un hombre ha de seguir una dirección
unitaria y congruente. El oráculo antiguo, en cambio, que se refiere siempre a casos
aislados, es propiamente el símbolo del azar absurdo, del instante; subraya, en el curso del
mundo, lo punctiforme, lo inconexo, y por eso los oráculos encajaban perfectamente en el
género de historia que escribían y vivían los atenienses. ¿Ha habido nunca un griego que
tenga conciencia de una evolución histórica hacia un fin? En cambio, nosotros no hemos
podido nunca, sin esa conciencia, ni meditar sobre historia ni hacer la historia. Comparemos
el sino de Atenas y el de Francia en las épocas correspondientes de ambas culturas, esto es,
desde Temístocles y Luis XIV; encontraremos que el estilo del sentimiento histórico y el
estilo de la realidad son siempre uno mismo: aquí una lógica extremada, allá una extremada
falta de lógica.
Ahora se comprenderá bien el último sentido de este hecho importantísimo. La historia es la
realización de un alma.
Uno y el mismo estilo predomina en la historia que se hace y en la historia que se
contempla. La matemática antigua excluye el símbolo del espacio infinito; por lo tanto, la
historia antigua lo excluye igualmente. No en vano el escenario de la existencia antigua es el
más pequeño de todos: la Polis, la ciudad aislada. A la vida antigua le falta horizonte y
perspectiva—a pesar del episodio de las campañas de Alejandro—, exactamente lo mismo
que al escenario del teatro ático, cerrado por un muro en el fondo. Comparemos con esto las
consecuencias lejanas que produce entre nosotros la diplomacia o el capital. Los griegos y
los romanos, en su cosmos, no conocieron ni reconocieron por reales mas que los primeros
términos de la naturaleza; rechazaron íntimamente la astronomía caldea; sólo tuvieron
dioses domésticos, urbanos y rurales [49], nunca dioses siderales, y no -pintaron mas que
primeros planos. Jamás se produjo en Atenas, Corinto o Sicione un paisaje con horizonte de
montañas, nubes galopantes y lejanas ciudades. En las pinturas de los vasos encontramos
solamente figuras aisladas, euclidianas, que se bastan artísticamente a si mismas. Los
grupos, en los frontones de los templos, son siempre de estructura aditiva, nunca
contrapuntística. Los griegos vivían también emociones de primer plano. El sino era, para
ellos, lo que de pronto empuja al hombre, no el «curso de su vida». Asi creo Atenas, junto a
la pintura al fresco de Polignoto y la geometría de la Academia platónica, la tragedia del
sino, en el sentido de la «Novia de Messina». El absurdo perfecto de la fatalidad ciega,
encarnada, v. gr., en la maldición de los Atridas, representaba, para el alma ahistórica de los
antiguos, íntegramente el sentido de su mundo.
17
Para aclarar lo dicho sirvan algunos ejemplos audaces, pero que ya no podrán ser mal
interpretados. Imaginemos a Colón apoyado por Francia, en lugar de serlo por España.
Durante algún tiempo fue esto incluso lo más verosímil. Francisco I, dueño de América,
hubiera obtenido, sin duda, la corona imperial, en lugar del español Carlos V. La época
primera del barroco, desde el saqueo de Roma hasta la paz de Westfalia, que es en religión,
espíritu, arte, política, costumbres, el siglo español— que sirvió en todo de base y premisa al
siglo de Luis XIV—, no hubiera recibido su forma en Madrid, sino en París. En lugar de los
nombres de Felipe, Alba, Cervantes, Calderón, Velázquez, citaríamos actualmente a ciertos
grandes franceses que, hoy por hoy, han quedado nonatos—que asi puede expresarse esta
concepción difícil—.
El estilo eclesiástico, fijado ya entonces definitivamente por el español Ignacio de Loyola y
por el Concilio tridentino, imbuido de espíritu loyolista; el estilo político, definido por la
estrategia española, por la diplomacia de los cardenales Españoles, por el espíritu cortesano
del Escorial hasta el Congreso de Viena y, en sus rasgos esenciales, hasta más allá de
Bismarck; la arquitectura barroca, la gran pintura, la etiqueta, la sociedad distinguida de las
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grandes urbes, todo eso lo hubieran representado otros ingenios en la nobleza y en el clero,
otras guerras que las de Felipe II, otro arquitecto que Vignola, otra corte. El azar eligió el
gesto hispánico para la segunda edad de la cultura occidental. Pero la lógica interna de la
época, que debía encontrar su conclusión en la gran Revolución francesa—o en otro suceso
de análogo porte—, permaneció intacta.
La Revolución francesa pudo ser representada por un suceso de otra forma, en otro sitio: en
Inglaterra o Alemania, por ejemplo. Su idea, como luego veremos, el tránsito de la cultura a
la civilización, la victoria de la urbe mundial inorgánica sobre el campo orgánico, que se
convierte en «provincia», en el sentido espiritual de esta palabra, era una idea necesaria, y
lo era en ese preciso momento. Para indicar esto, debemos emplear la voz época en su
sentido antiguo, hoy ya algo borroso (por la confusión entre época y período). Un suceso
hace época cuando señala, en el organismo de una cultura, un paso necesario que
pertenece a su sino. El acontecimiento fortuito, cristalización de la superficie histórica, pudo
ser substituido por otros azares correspondientes; la época, empero, es necesaria y está
prefijada. Puede un suceso tener la significación de época o solamente de episodio, con
respecto a una cultura y al curso de la misma; esto se halla, como hemos visto, en relación
estrecha con las ideas de sino y de azar, y también, por lo
tanto, con la diferencia entre la tragedia occidental, que es de «época », y la tragedia
antigua, que es de «episodios».
Pueden distinguirse también las épocas en anónimas y personales, según su tipo
fisiognómico en el cuadro de la historia. Entre los azares de primer orden se cuentan las
grandes personalidades con la fuerza plástica de su sino personal, que incorpora a su forma
el sino de miles de hombres, de pueblos y períodos enteros. Pero lo que distingue a los
afortunados sin grandeza interior—como Dantón y Robespierre—de los héroes históricos es
que en aquéllos el sino personal no presenta otros trazos que los del sino general. «Los
Jacobinos», a pesar de su nombre sonoro, constituyen en conjunto, y no algunos de ellos, el
tipo que ha predominado en aquel tiempo.
La primera parte de la Revolución es, pues, época anónima; la segunda, la napoleónica, es
sobremanera personal. La inaudita vehemencia de estas manifestaciones llevó a término, en
pocos años, la misma empresa que la época correspondiente de la antigüedad—386 a 322—
hubo de realizar confusa e inseguramente en varios decenios de subterránea reconstrucción.
La esencia de todas las culturas exige que, al presentarse un nuevo estadio, exista igual
posibilidad de realizar lo necesario, bien por medio de un gran personaje—Alejandro,
Diocleciano, Mahoma, Lutero, Napoleón—, bien por medio de un hecho casi anónimo, de
forma interior significativa—guerra del Peloponeso, guerra de los Treinta Años, guerra de la
Sucesión de España—, bien por una evolución confusa e imperfecta—época de los
diadocos, época de los Hycsos, interregno alemán—. ¿Cuál de estas formas tiene a su favor
la verosimilitud? Esta es ya una cuestión de estilo histórico, es decir, trágico.
Lo trágico en la vida de Napoleón—que aun está esperando a un poeta bastante grande
para concebirlo y darle forma—consiste en que, habiéndose pasado la vida luchando contra
la política inglesa, máximo representante del espíritu inglés, esa continua lucha acabó por
imponer en el continente ese mismo espíritu inglés, que, tomando la forma de los «pueblos
libertados», llegó a ser lo bastante poderoso para vencerle a él y hacerle morir en Santa
Elena. No fue Napoleón el fundador del principio de la expansión. Este principio tiene su
origen en el puritanismo del círculo de Cromwell, que dio vida al sistema colonial inglés [50];
y esa fue la tendencia del ejército revolucionario, desde la jornada de Valmy, que sólo
Goethe comprendió, como lo demuestran sus famosas palabras en la noche de la batalla.
Los soldados franceses iban empujados por las ideas de la filosofía inglesa, que conocían a
través de los hombres educados en ella, como Rousseau y Mirabeau. No fue Napoleón el
que creó esas ideas; fueron esas ideas las que crearon a Napoleón. Y cuando éste ocupó el
trono, hubo de seguir realizándolas, en contra de la única potencia, Inglaterra, que quería lo
mismo. El imperio napoleónico es una creación de sangre francesa, pero de estilo inglés.
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Locke, Shaftesbury, Clarke, y sobre todo Bentham, elaboraron en Londres la teoría de la
civilización «europea», el helenismo de occidente. Bayle, Voltaire, Rousseau la trasladaron a
París. En nombre de esa Inglaterra del parlamentarismo, de la moral comercial y del
periodismo, se luchó en Valmy, Marengo, Jena, Smolensk y Leipzig, y el espíritu inglés fue
el que venció en todas esas batallas—a la cultura francesa de occidente [51]. El primer
Cónsul no tenia el propósito de incorporar Europa a Francia; quería, ante todo—¡el
pensamiento de Alejandro en el umbral de toda civilización!—, constituir un imperio colonial
francés, en lugar del inglés, afianzando asi en bases inconmovibles la hegemonía
politicomilitar de Francia sobre el territorio cultural de Occidente. Este hubiera sido el
imperio de Carlos V, en donde no se ponía el sol, y hubiera estado, a pesar de Colón y de
Felipe II, concentrado en París y organizado no como unidad eclesiásticocaballeresca, sino
como conjunto económicomilitar. Hasta ese punto quizá habla un sino en su misión; pero
desde la paz de París, en 1763, estaba ya decidida la cuestión en contra de Francia. Los
poderosos planes de Napoleón fracasaron siempre por azares nimios: primero, delante de
San Juan de Acre, por un par de cañones que los ingleses desembarcaron a tiempo; otra
vez, después de la paz de Amiens, teniendo ya en su poder todo el valle del Misisipí, hasta
los grandes lagos, y estando en relación con Tippo Sahib, que defendía entonces la India
oriental contra los ingleses, porque su almirante mandó un movimiento equivocado, que le
obligó a interrumpir una empresa cuidadosamente preparada; por último, había proyectado
un nuevo desembarco en Oriente, apoderándose del Mar Adriático, ocupando la Dalmacia,
Corfú y toda Italia, y negociando con el shah de Persia sobre un ataque a la India, cuando se
interpuso el capricho del emperador Alejandro; y en efecto, si éste, llegado el momento,
hubiese emprendido la marcha sobre la India, el plan napoleónico hubiera tenido un éxito
seguro. Mas cuando, después de fracasadas todas sus combinaciones extraeuropeas,
decidió como última ratio en su lucha contra Inglaterra anexionarse Alemania y España,
estos países, imbuidos de sus ideas revolucionarias inglesas, se alzaron contra él, contra el
propio medianero de esas ideas. Este paso hizo ya superfina su actuación [52].
El sistema colonial universal, que el espíritu español bosquejara antaño, pudo recibir
entonces el sello de Inglaterra o el de Francia; los Estados Unidos de Europa, que fueron
entonces lo que «corresponde» a los reinos de los diadocos y que serán más tarde lo que
corresponda al Imperio romano, pudieron haber sido organizados por Napoleón como
monarquía romántica militar, de base democrática, o podrán realizarse en el siglo XXI por el
esfuerzo de un hombre práctico, de estilo cesáreo, como organismo económico; todo esto
pertenece a los azares del cuadro histórico. Las victorias y derrotas de Napoleón, detrás de
las cuales se oculta siempre una victoria inglesa, una victoria de la civilización sobre la
cultura; su Imperio, su caida, la grande nation, la episódica liberación de Italia, que, en 1796
como en 1859, no fue mas que el cambio de ropa política de un pueblo, que desde hacia
tiempo había perdido ya toda significación; la destrucción del Imperio alemán, ruina gótica,
todas estas formaciones son superficiales. Tras ellas se desenvuelve la gran lógica de la
historia verdadera, de la historia invisible; y en el sentido de esta lógica realizó entonces el
Occidente el tránsito de la cultura, que culmina en el ancien régime, en forma francesa, a la
civilización, que lleva el sello británico. Como símbolos de épocas «correspondientes»
emparéjanse la toma de la Bastilla, Valmy, Austerlitz, Waterloo, el engrandecimiento de
Prusia, con los hechos de la historia antigua que se denominan batallas de Queronea y
Cárgamela, expedición a la India y la victoria romana de Sentinum. Se comprende bien que
en las guerras y en las catástrofes políticas, que son la materia fundamental de nuestra
historiografía, no es la victoria lo esencial de una lucha ni es la paz el término de una
revolución.
18
El que se haya asimilado estas ideas comprenderá las consecuencias fatales que había de
tener el principio de causalidad para los que quisieran vivir la verdadera historia. El principio
de causalidad, en su forma rígida, no aparece hasta los estadios posteriores de la cultura, y
actúa entonces con predominio tiránico sobre la imagen cósmica. Kant tuvo la precaución de
definir la causalidad como la forma necesaria del conocimiento, y nunca se insistirá bastante
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en que por tal debe entenderse sólo la concepción intelectualista del mundo circundante. Las
palabras «forma necesaria» fueron oídas con gusto; pero nadie se fijó en que el principio se
limitaba a una sola esfera del conocimiento, de la que están excluidas justamente la
contemplación y la sensación de la historia viva. El conocimiento de los hombres y el
conocimiento de la naturaleza son, por esencia, irreductibles uno a otro. Pero el siglo XIX ha
intentado borrar los límites entre la naturaleza y la historia en favor de la primera. Queriendo
pensar históricamente, ha olvidado que en la historia no es lícito pensar como en la
naturaleza. Al aplicar con violencia a lo viviente el esquema rígido de una relación espacial y
enemiga del tiempo, la relación de causa a efecto, ha impreso en el aspecto visible del
acontecer las líneas constructivas de la imagen física, y nadie—en medio de una
espiritualidad decadente, urbana, habituada a la coacción de la causalidad—sintió
el profundo absurdo de una ciencia que, por error metódico, quería concebir un producirse
orgánico como un producto mecánico. Pero el día no es la causa de la noche, ni la juventud
la de la vejez, ni la flor la del fruto. Todo lo que concebimos con el intelecto tiene una causa;
todo lo que vivimos como organismo con intima certidumbre tiene un pasado. La causa
caracteriza el «caso», que es posible siempre y en cualquier parte, y cuya forma interna
permanece idéntica a sí misma, sin que nada importe que ocurra, en efecto, en cierto
momento y con tal o cual frecuencia; el pasado, en cambio, caracteriza el acontecimiento,
que fue una vez y no vuelve a ser nunca más. Y según hayamos concebido una cosa, en el
mundo circundante, por modo crítico y consciente, o por modo fisiognómico e involuntario,
así nuestra conclusión partirá, o de la experiencia técnica, o de la experiencia vital, y llegará
o a una causa intemporal en el espacio, o a una dirección que, partiendo del ayer, nos
conduce al hoy y al mañana.
Pero el espíritu de nuestras grandes urbes rechaza tales conclusiones. Rodeado de una
técnica y de una maquinaria, que él mismo ha creado, arrancando a la naturaleza su más
peligroso secreto: la ley quiere también, con esa técnica, conquistar la historia teórica y
prácticamente. Finalidad, he aquí el término de que se ha valido para transformar la historia
a su semejanza. En la concepción materialista de la historia predominan las leyes
mecánicas; de donde se dedujo que nos es lícito dar a ciertos ideales utilitarios, como la
ilustración, la humanidad, la paz universal, el valor de fines de la historia, que deberá
alcanzar la «marcha del progreso». Pero en estos ensayos seniles se extingue por completo
el sentimiento del sino, y con él la audacia juvenil, que, henchida de futuro y olvidada de sí
misma, se entrega íntegramente a una obscura decisión.
Pues sólo la Juventud tiene futuro, es futuro. El misterioso sonido de esta palabra equivale a
dirección del tiempo y a sino. El sino es siempre joven. El que pone en su lugar una serie de
efectos y causas, ése considera lo no realizado aún como algo ya viejo y pasado. Fáltale la
dirección. Pero el que rebosante de afanes lanza su vida adelante, ése no necesita pensar
en fines ni utilidades. Se comprende a sí mismo como el sentido de todo cuando ha de
suceder. Esta es la fe que tuvieron en su estrella César y Napoleón, la fe que nunca
abandona a los grandes héroes de la acción; ésta es la confianza que yace profunda, a
pesar de la melancolía Juvenil, en toda niñez, en toda generación joven, en todo pueblo y
cultura joven, y, si repasamos la historia, en todos los activos y contemplativos que con los
cabellos blancos fueron siempre jóvenes, más jóvenes que los que se inclinan
prematuramente a la finalidad intemporal. En los primeros días de la niñez se descubre la
significación puramente sensitiva del mundo circundante, que entonces es momentáneo;
para el niño, sólo las personas y cosas de su contorno inmediato son esenciales. Pero ese
sentido del mundo va amplificándose en una experiencia silenciosa e inconsciente, hasta
llegar a la imagen comprensiva, que es la expresión general de toda la cultura, en ese
estadio de su desarrollo, y cuyos intérpretes sólo pueden ser el gran conocedor de hombres
y el gran historiador.
Ahora podemos establecer la diferencia que existe entre la impresión inmediata del presente
y la imagen del pasado, que sólo en el espíritu se representa; es decir, entre el mundo como
acontecimiento y el mundo como historia. A aquél se dirige la mirada certera del hombre
activo, del político, del general; a éste la del historiador contemplativo, la del poeta.
Sobre aquél se actúa prácticamente, padeciendo o haciendo; éste queda sometido a la
cronología, símbolo magno del irrevocable pasado [53]. Miramos hacia atrás y vivimos hacia
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adelante, hacia lo imprevisto; pero en la imagen del acontecer singular y único insinúanse
desde la niñez, por obra de la experiencia técnica, los rasgos de lo previsible, la imagen de
una naturaleza regular, legal, que no depende del tacto fisiognómico, sino del cálculo
intelectualista. Vemos una res, y nos aparece primero como un ser vivo y en seguida como
un alimento; vemos caer un rayo, y primero lo sentimos como un peligro, pero en seguida lo
consideramos como una descarga eléctrica. Esta imagen del mundo, secundaria, posterior y,
por decirlo así, petrificada, va poco a poco substituyendo a la primera. La imagen del pasado
se mecaniza, se materializa, y nos permite extraer de su seno una serie de reglas causales,
que se aplican al presente y al futuro. Y así nace la creencia de que existen leyes históricas
y de que podemos adquirir una experiencia intelectual de ellas.
Pero la ciencia es siempre ciencia de la naturaleza. No hay saber mecánico, no hay
experiencia técnica, sino de los producido, de lo extenso, de lo conocido. Vivimos la historia
y conocemos la naturaleza; es decir, el mundo sensible concebido como elemento,
contemplado en el espacio, envuelto en la ley de causa y efecto. ¿Existe, pues, en fin de
cuentas, una ciencia de la historia? Recordemos que la imagen que cada persona se forma
del mundo está más o menos próxima a una de las dos imágenes ideales, y tiene siempre
algo de ambas; que no hay «naturaleza» sin armonías vivientes; que no hay «historia» sin
armonías causales. En la naturaleza, dos acciones homogéneas producen, sin duda, el
mismo resultado legal; pero cada una en particular es un suceso histórico, que tiene una
fecha y que jamás volverá a producirse. En la historia, los datos del pasado—cronologías,
estadísticas, hombres, figuras [54]—forman un tejido consistente y rígido. Los hechos «son
como son», aun cuando nosotros no los conozcamos. Todo lo demás es imagen, theoria, allí
como aquí.
Pero la historia consiste en el hecho mismo de «estar en la imagen», y el material de los
hechos se halla a su servicio. En la naturaleza, en cambio, la teoría sirve para la adquisición
del material, que es propiamente el fin que se consigue.
No hay, pues, una ciencia de la historia, sino una ciencia preparatoria para la historia, una
ciencia que proporciona a la historia el conocimiento de lo que ha existido. Pero para la
visión histórica misma, los datos son siempre símbolos. En cambio, la física es solamente
ciencia. Su origen y su fin son técnicos, y por eso no quiere otra cosa que hallar datos, leyes
mecánicas; y si dirige la mirada hacia algún otro objeto, al punto se toma en metafísica, en
algo que está más allá de la física, más allá de la naturaleza. Por eso los datos históricos y
los datos físicos son totalmente diferentes. Estos se repiten de continuo; aquéllos, nunca.
Estos son verdades; aquéllos, hechos. Asi, pues, por muy próximos parientes que en la vida
diaria nos parezcan los «azares» y las «causas», sin embargo, pertenecen a dos mundos
totalmente distintos. Seguramente la imagen histórica de un hombre—y con ella el hombre
mismo—será tanto más mezquina cuanto mayor predominio alcance en ella el azar
palpable; y una historiografía será, pues, tanto más vacua cuanto mayor sea el número de
relaciones efectivas que necesite establecer para explicar su objeto. El que vive la historia
con profundidad, rara vez tiene impresiones estrictamente «causales», y si las tiene, ha de
sentirlas seguramente como insignificantes. Examinad los escritos de Goethe sobre Ciencias
naturales, y admiraréis la representación de una naturaleza viva, sin fórmulas, sin leyes, casi
sin rastro de causalidad. El tiempo no es para Goethe distancia, sino sentimiento. Al mero
científico, que analiza y ordena con crítica, pero sin intuición ni sensación, no le es dado
vivir lo último y más profundo. La historia, empero, exige ese don. Y asi resulta verdad la
paradoja de que un historiador será tanto más significativo e importante cuanto menos tenga
de propiamente científico.
El esquema siguiente compendia lo que hemos dicho:
19
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¿Es licito acotar un grupo de fenómenos elementales, de carácter social, fisiológico o ético,
y considerarlo como la causa de otro grupo? La historiografía racionalista, y más aún la
sociología actual, no hacen, en realidad, otra cosa, y eso es lo que llaman comprender la
historia, profundizar en el conocimiento histórico. Pero para el hombre civilizado, profundizar
significa siempre hallar el fin racional. Sin fines racionales, el mundo para él carecería de
sentido. Desde luego, resulta bastante cómica esa libertad de elegir las causas
fundamentales, que no es una libertad física. Un investigador toma como -prima causa este
grupo; otro, aquél—inagotable fuente de polémicas—, y todos llenan sus libros de supuestas
explicaciones, que interpretan el curso de la historia como si fuera un sistema de nexos
físicos. Schiller, en una de sus inmortales trivialidades, ha encontrado la expresión clásica,
que caracteriza este método: aquel famoso verso en que dice que «el hambre y el amor»
hacen moverse al mundo. El siglo XIX, pasando del racionalismo al materialismo, ha dado a
esta opinión el valor de una regla canónica y ha consagrado asi el culto de lo útil, Darwin, en
nombre del siglo, ha sacrificado la teoría de Goethe en aras de la utilidad. La lógica orgánica
de los hechos vitales ha sido substituida por un mecanismo disfrazado de fisiología. La
herencia, la adaptación, la selección, son causas finales de contenido puramente mecánico.
En lugar de los destinos históricos, se han puesto movimientos naturales «en el espacio».
Pero ¿puede decirse que haya «procesos» históricos, espirituales y, en general, procesos
vivientes? Los «movimientos» históricos, como, por ejemplo, la época de la ilustración o el
Renacimiento, ¿tienen algo que ver con el concepto físico de movimiento? Desde luego, con
la palabra proceso quedaba suprimido el sino y «explicado» el misterio del devenir. Ya el
acontecer universal no tiene una estructura trágica, sino sólo una estructura matemática.
Ahora el historiador «exacto» supone que el cuadro histórico está constituido por una serie
de situaciones de tipo mecánico, que pueden conocerse por medio de análisis intelectuales,
como un experimento físico o una reacción química.
Los motivos, los medios, los modos, los fines, deben formar, por lo tanto, un tejido palpable
en la faz de la historia. La perspectiva queda, pues, simplificada por modo sorprendente, y
hay que confesar que, para un observador que sea lo suficientemente mezquino, esta
hipótesis es legitima y conviene perfectamente con su persona y con su imagen del mundo.
¡Hambre y amor! [55]. He aquí, según este punto de vista, las causas mecánicas de los
procesos mecánicos que constituyen la «vida de los pueblos». Los problemas sociales y los
problemas sexuales—que pertenecen ambos a una física o química de la existencia pública,
demasiado pública—son, pues, los temas evidentes de esta concepción utilitaria de la
historia, y también, por lo tanto, los de la tragedia que le corresponde. El drama social
aparece necesariamente con el materialismo histórico. Y lo que en las «Afinidades
electivas» es sino, en el sentido más alto de la palabra, se reduce a un problema sexual en
La dama del mar. Ni Ibsen ni ninguno de los poetas intelectualistas de nuestras grandes
ciudades han hecho obra de poetas; todos han establecido una relación de causalidad entre
una causa primera y un último efecto. Las duras luchas artísticas de Hebbel significan un
esfuerzo supremo por vencer ese elemento absolutamente prosaico de su talento, más
crítico que intuitivo, aunque Hebbel era un verdadero poeta. De aquí la tendencia
desmedida, y totalmente contraria a Goethe, que le lleva a motivar los acontecimientos.
Motivar significa en Hebbel, como en Ibsen, querer dar a la tragedia la forma de causas y
efectos. Hebbel habla algunas veces de trayectorias helicoidales en la motivación de un
carácter; analiza y transforma la anécdota hasta convertirla en un sistema, en la prueba de
un caso; véase cómo ha tratado la historia de Judit. Shakespeare, en cambio, la hubiera
tornado tal como fue y hubiera vislumbrado el secreto del universo en el encanto
fisiognómico de un suceso auténtico. Goethe ha dicho una vez: «No busquéis nada tras los
fenómenos; los fenómenos mismos son la teoría.» Pero esta sentencia no era inteligible
para el siglo de Marx y de Darwin. Ni en la fisonomía del pasado se ha sabido leer un sino,
ni en la tragedia se ha querido representar un puro sino.
El culto de lo útil ha impuesto, allí como aquí, otros fines muy distintos. Se ha creado arte,
para demostrar tesis. Se «tratan» «cuestiones» del tiempo; se «resuelven» problemas
sociales. La escena, como la historiografía, es un buen medio para ello. El darwinismo, quizá
sin darse cuenta, ha dado una eficacia política a la biología. La hipotética mucosidad
primaria se ha encontrado ahora en posesión de una actividad democrática, y la lucha de los
gusanos por la existencia constituye una enseñanza ejemplar para los bípedos, que han
venido al mundo simplemente y sin complicaciones.
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Y, sin embargo, los historiadores hubieran debido tomar ejemplo de los físicos, que
representan a nuestra ciencia más adelantada y rigurosa, y aprender de ellos la necesaria
cautela. Aun admitiendo el uso del método causal en la historia, ofende la mezquindad con
que lo aplican nuestros historiadores. Les falta, en efecto, esa disciplina espiritual, esa
grandeza de miras que caracterizan al físico; y no hablemos del profundo escepticismo
implícito en la manera como el físico usa dé las hipótesis [56]. Este, en efecto, considera sus
átomos y electrones, sus corrientes y sus campos de fuerza, el éter y la masa, no como los
concibe la fe ingenua del lego y del monista, sino como imágenes que se acoplan a las
relaciones abstractas de sus ecuaciones diferenciales, para envolver en intuiciones los
números que por si mismos son inaccesibles a la intuición. El físico escoge con cierta
libertad entre varias teorías, sin buscar en ellas más realidad que la de unos signos
convencionales [57]. El físico sabe que por ese camino, que es el único posible para su
ciencia, sólo puede llegar a obtener, además de algunas experiencias sobre la estructura
técnica del contorno cósmico, una interpretación simbólica del universo; nada mas. Desde
luego, sabe que no es posible un «conocimiento», en el sentido optimista popular. Conocer
la imagen de la naturaleza—que es la creación, la copia del espíritu, el alter ego del espíritu,
en el reino de la extensión—significa conocerse a si mismo.
Así como la física es nuestra ciencia más adelantada, asi la biología, que investiga el cuadro
de la vida orgánica, es nuestra ciencia más floja, tanto por su contenido como por su
método. La serie de los estudios naturalistas de Goethe demuestra perfectamente que una
verdadera investigación histórica debe ser, ante todo, fisiognómica- Goethe se ocupa de
mineralogía, y al punto los conocimientos se componen en su espíritu, formando un cuadro
histórico de la tierra, en el cual el granito, su roca predilecta, significa aproximadamente eso
que yo llamo, en la historia de los hombres, el elemento humano primitivo. Comienza a
investigar algunas plantas conocidas, y en seguida se le aparece el protofenómeno de la
metamorfosis, protoforma de toda la historia vegetal, y llega a esas extrañas y profundas
concepciones sobre la tendencia vertical y espiral de la vegetación, que nadie todavía ha
comprendido bien. Sus estudios osteológicos, orientados hacia la intuición de lo viviente, le
llevan al descubrimiento del os intermaxillare en el hombre, y a la concepción de que el
cráneo de los vertebrados se ha desarrollado partiendo de seis vértebras. No habla nunca de
causalidad. Goethe sintió la necesidad del sino tal como la ha expresado en sus órficas
palabras:
Asi debes tú ser, y no puedes huir de ti mismo.
Así lo han dicho ya las sibilas, así los profetas.
Y ningún tiempo ni poder ninguno pulveriza
La forma estampada, que en la vida se desenvuelve.
La simple química astral, el lado matemático de las observaciones físicas, la fisiología
propiamente dicha, le importan muy poco a este gran historiador de la naturaleza, porque
son cosas sistemáticas, experiencia de lo producido, de lo muerto, de lo rígido. He aquí el
fundamento de su polémica contra Newton—un caso en que las dos partes tienen razón—:
Newton conoció en el color muerto el proceso natural exacto y legal; Goethe, artista, vivió el
color en la intuición sensible.
Aquí se manifiesta claramente la oposición de los dos mundos, y ahora la condenso, en todo
su rigor.
La historia tiene el carácter del hecho singular; la naturaleza, el de la constante posibilidad.
El que observa la imagen del mundo en derredor, para descubrir las leyes por las cuales
debe realizarse, sin tener en cuenta la diferencia entre el acontecer real y el acontecer
posible; el que observa el mundo prescindiendo del tiempo, es un investigador de la
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naturaleza, hace labor de verdadera ciencia. La necesidad de una ley natural—y otras leyes
no existen—permanece intacta, ya se manifieste la cosa con frecuencia infinita o no se
manifieste nunca; esto quiere decir que la necesidad de la ley es independiente del sino. Hay
miles de combinaciones químicas que nunca se verificaron ni son jamás producidas; pero
están demostradas como posibles y, por lo tanto, existen— para el sistema fijo de la
naturaleza, no para la fisonomía del universo en sus continuos giros—. Un sistema consta
de verdades; una historia descansa sobre hechos. Los hechos se siguen unos a otros; las
verdades se siguen unas de otras. Tal es la diferencia que existe entre el «cuando» y el
«como». Hay relámpagos: he aquí un hecho que puede indicarse con un ademán mudo.
Si hay relámpagos, hay también truenos; para comunicar esto hace falta una frase. La
experiencia intuitiva puede ser muda; el conocimiento sistemático exige palabras. «Sólo es
definible lo que no tiene historia», dice Nietzsche. La historia, empero, es el acontecer
actual, disparado hacia el futuro y con la vista vuelta al pasado. La naturaleza está más allá
del tiempo; tiene el carácter de la extensión, no el de la dirección. En la naturaleza domina
la necesidad matemática. En la historia, la necesidad trágica.
En la realidad de la existencia vigilante se entrecruzan ambos mundos: el de la observación
y el del abandono, del mismo modo que en un tapiz flamenco el hilo y la trama «producen»
la imagen. Toda ley, para existir ante la inteligencia, necesita haber sido descubierta cierto
día de la historia por una disposición del sino; esto es, necesita haber sido vivida; y todo sino
aparece a su vez envuelto en una vestidura sensible—personas, hechos, escenas, gestos—,
en la cual actúan las leyes naturales. La vida humana primitiva estaba entregada a la unidad
demoníaca del sino; la conciencia de los hombres cultos, llegados a la madurez, no puede
acallar jamás la contradicción entre aquella primera y esta posterior imagen del mundo; y en
el hombre civilizado el Intelecto mecánico acaba por matar al sentimiento trágico. La historia
y la naturaleza están en nosotros contrapuestas como la vida y la muerte, como el tiempo
que eternamente está produciéndose y el espacio, que es el eterno producto. En la
conciencia vigilante luchan el producirse y el producto por obtener la hegemonía sobre la
imagen cósmica. La forma suprema y más madura de los dos modos de contemplar la
realidad—que sólo es posible en las grandes culturas—se manifiesta para el alma antigua en
la oposición de Platón y Aristóteles, y para el alma occidental, en la de Goethe y Kant: la
fisonomía pura del mundo, vista por el alma de un eterno niño, y el sistema puro, conocido
por el intelecto de un eterno anciano.
20
Y aquí veo yo el último gran problema de la filosofía occidental, el único problema que aun
le está reservado a la senectud espiritual de la cultura fáustica; problema que aparece
prefijado por una evolución secular de nuestra alma.
Ninguna cultura es libre de elegir el método y el contenido de su pensamiento; pero ahora,
por vez primera, puede una cultura prever la senda que el sino ha escogido para ella.
Entreveo un modo—específicamente occidental—de investigar la historia, en el más alto
sentido de la palabra; un método que nunca hasta ahora se ha manifestado y que ha debido
permanecer extraño tanto al alma antigua como a cualquier otra. Es una amplia
fisiognómica de la existencia toda, una morfología de todo el devenir humano, que, en su
curso, llegue hasta las ideas más altas y más remotas; es el problema de comprender el
sentimiento cósmico no sólo del alma propia, sino de todas las almas, en las cuales se han
manifestado hasta ahora grandes posibilidades y cuya expresión en el cuadro de la realidad
son las culturas particulares. Esta visión filosófica a que nos autorizan—a nosotros solos—la
matemática analítica, la música contrapuntística y la pintura de perspectiva, presupone algo
muy superior al talento del sistemático; presupone la mirada del artista, y no de un artista
cualquiera, sino de uno que sienta disolverse el mundo sensible y palpable, que le rodea, en
una profunda infinidad de misteriosas relaciones. Asi sentía Dante; así sentía Goethe. El fin
no es otro que destacar sobre el tejido del acontecer universal un milenio de historia cultural
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orgánica, considerándolo como una unidad, como una persona, y concebirlo en sus más
intimas condiciones espirituales. Así como es posible interpretar los rasgos de un retrato de
Rembrandt o del busto de un César, asi también este nuevo arte consiste en intuir y
comprender los grandes rasgos, colmados de sino, que aparecen en la faz de una cultura,
esto es, de una individualidad humana de orden máximo. Ya algunas veces se ha intentado
penetrar en el alma de un poeta, de un profeta, de un pensador, de un conquistador, para
ver cómo es por dentro; pero sumergirse en el alma antigua, en el alma egipcia, en el alma
árabe, para revivirlas con toda su expresión en los hombres y las situaciones típicas, en la
religión y el Estado, en el estilo y las tendencias, en el pensamiento y las costumbres, es una
nueva especie de «experiencia de la vida» que nadie ha hecho todavía. Cada época, cada
gran figura, cada deidad; las ciudades, las lenguas, las naciones, las artes, todo lo que
existió y existirá es un rasgo fisiognómico de supremo simbolismo, y para interpretarlo hace
falta ser un conocedor de hombres en un nuevo sentido de la palabra. Poemas y batallas,
las fiestas de Isis y Cibeles y la misa católica, los altos hornos y los combates gladiadores,
los derviches y los darwinistas, los ferrocarriles y las vías romanas, el «progreso» y el
nirvana, los periódicos, los esclavos, el dinero, las máquinas, todo en la imagen cósmica del
pasado es por igual signo y símbolo, que un alma se representa con significación. «Todo lo
transitorio es un símbolo». Hay aquí soluciones y perspectivas que nunca han sido
vislumbradas. Acláranse ahora muchas cuestiones obscuras que constituyen la base de los
más profundos sentimientos humanos: el terror y el anhelo; cuestiones que el afán de
comprender ha disfrazado con los nombres de problemas del tiempo, de la necesidad, del
espacio, del amor, de la muerte, de las causas primeras. Hay una música inaudita de las
esteras que quiere ser oída y que oirán algunos de nuestros más profundos espíritus. La
fisiognómica del acontecer universal será la Última filosofía fáustica.
Notas:
[1] Véase pág. 90 y siguientes, y parte II, cap. I, núm. 6.
[2] El antihistoricismo, como consecuencia de un punto de vista sistemático, no debe
confundirse con el espíritu ahistórico. El comienzo del libro IV de «El mundo como voluntad
y representación» (párrafo 53) es característico de un hombre que piensa antihistóricamente;
es decir, que, por motivos teóricos, elimina y suprime la tendencia histórica que en él reside.
En cambio, la naturaleza helénica es ahistórica; no tiene ni conoce la inclinación histórica.
[3] «Hay protofenómenos que no debemos perturbar ni lesionar en
su divina sencillez» (Goethe).
[4] Véase parte II, cap. I, núm. 6, y cap. III, núm. 15.
[5] Véase parte II, cap. I, núm. 7.
[6] Véase parte II, cap. I, núm. 9.
[7] No el método analítico del «pragmatismo» zoológico de los darwinistas, con su
persecución de los nexos causales, sino el intuitivo y panorámico de Goethe.
[8] Véase parte II, cap. I, núm. 9.
[9] Véase parte II, cap. III, núm. I.
[10] Véase parte II, cap. II, núm. 9. No es la catástrofe de las invasiones bárbaras. Estas,
como el aniquilamiento de la cultura maya por los españoles (parte II, cap. I, núm. 10), son
un hecho fortuito, sin necesidad profunda. Se trata de la disolución interna, que para la
Antigüedad comienza en Adriano y, para la China, con exacta correspondencia, en la
dinastía oriental Han (25-270).
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[11] Véase parte II, cap. III, núm. 20.
[12] [Habitus dice el original. Deliberadamente conservamos el término que entre nosotros
ha perdido su imprescindible sentido latino, con la intención de que llegue a reincorporarse
al léxico usual.]—Nota del traductor.
[13] Véase parte II, cap. II, núm. 3.
[14] Véase parte II, cap. I, núm. 8.
[15] Haré notar aquí la distancia entre las tres guerras púnicas y la serie también rítmica que
forman la guerra de la Sucesión de España, las de Federico el Grande, las de Napoleón, las
de Bismarck y la guerra mundial. (Véase parte II, cap. IV, num. 10.) A esto se refiere
también la relación espiritual entre el abuelo y el nieto. De aquí procede la creencia de los
pueblos primitivos de que el alma del abuelo vuelve a encarnar en el nieto y la costumbre
universal de dar al nieto el nombre del abuelo; la fuerza mística del nombre evoca en el
mundo de los cuerpos el alma del abuelo.
[16] No es superfluo añadir que estos fenómenos puros de la naturaleza viviente están muy
lejos de todo nexo causal. El materialismo hubo de enturbiar su imagen, insinuando en ella
tendencias utilitarias antes de reducirla a un sistema inteligible. Goethe, que se anticipó al
darwinismo, justamente en aquella parte de esta doctrina, que quedará viva aun dentro de
cincuenta años, excluye en absoluto el principio de causalidad. La vida real no tiene ni
causas ni fines; y es muy característico el hecho de que los darwinistas no hayan advertido
que el principio causal falla aquí por completo. El concepto de protofenómeno no admite
premisas causales, a no ser que se interprete erróneamente en un sentido mecánico.
[17] La vida de los sentidos y la vida del espíritu son tiempo también. La experiencia interna
de la sensibilidad y del espíritu, el mundo, es de naturaleza espacial. (La feminidad está más
cerca del tiempo. Sobre esto véase parte II, cap. IV, núm. I.)
[18] La lengua española—como la alemana y muchas otras—emplea términos como
«espacio de tiempo», que prueban que para representarnos la dirección tenemos que acudir
a la extensión.
[19] Véase parte II, cap. I, núm, 4.
[20] Véase pág. 128. Véase parte II, cap. II, núm. II, y cap. III, número 15.
[21] Véase parte II, cap. II, núm. 7.
[22] La teoría de la relatividad, hipótesis metódica que está a punto de derribar la mecánica
de Newton—esto significa en último termino: su concepción del problema del movimiento—,
admite casos en que se invierten las denominaciones «antes» y «después»; los fundamentos
matemáticos de esta teoría, que ha dado Minkowski, emplean unidades imaginarias de
tiempo, con fines meditivos.
[23] Las dimensiones son x, y, s y t, cuyos valores permanecen equivalentes en las
transformaciones.
[24] [Si no me lo pregunta nadie, lo sé; pero si intento explicarlo, ya no lo sé.]—N. del T.)
[25] Salvo en la matemática elemental. Desde luego la mayor parte de los filósofos, desde
Schopenhauer, se han acercado a estos problemas, bajo la impresión única de la
matemática elemental.
[26] Véase parte II, cap. I, núms. 2 y 4.
[27] Véase parte II, cap. II, núms. 7 y 10.
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[28] Edipo rey, 242. Véase Rudolf Hirzel, Die person [La persona],
1914, pág. 9.
[29] Edipo en Colonos, 355.
[30] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[31] Diels. Antike Technie [La técnica de los antiguos], 1920, página 159.
[32] En algunos círculos de sabios en Ática y jonia se construyeron relojes de sol desde el
año 400; desde Platón hubo en Grecia clepsidras aun más primitivas. Pero ambas formas
eran malas imitaciones de los modelos orientales y no entraron en el sentimiento antiguo de
la vida. (Véase Diels., pág. 160 y siguientes.)
[33] Para nosotros el pasado se ordena merced a la Era cristiana y al esquema Edad
Antigua, Media y Moderna. Sobre esta base se han compuesto cuadros de la historia del arte
y de la religión desde los primeros tiempos góticos, y a esos cuadros se atienen todavía un
gran número de personas en Occidente. No nos sería posible suponer eso en Platón o
Fidias; en cambio es perfectamente válido para los artistas del Renacimiento y ha influido
decisivamente en sus juicios de valor.
[34] Véase pág. 20.
[35] Véase parte II, cap. IV, núms. 10 y 14.
[36] Podemos suponer igualmente que la invención de los relojes de sol por los Babilonios y
de los relojes de agua por los egipcios ocurre hacia el año 3000 antes de J.C., es decir, en la
época «correspondiente» de estas dos culturas. La historia de los relojes es inseparable de
la del calendario; por eso hay que suponer también que las culturas china y mejicana, con su
profundo sentido de la historia, inventaron muy pronto y adoptaron rápidamente algún
método para medir el tiempo.
[37] Figurémonos lo que sentiría un griego que de pronto conociese
esta costumbre.
[38] El culto chino de los antepasados rodeó la genealogía de un ceremonial riguroso, y poco
a poco este culto fue ocupando el centro de toda la religiosidad. En cambio, entre los
antiguos el culto de los antepasados cede la preeminencia al de los dioses presentes, hasta
el punto de que en Roma apenas si ya existió.
[39] Alude claramente a la «resurrección de la carne» (¡k nekrÇn ).El cambio de sentido que
hacia el año 1000 sufre este término—transformación profunda y aun hoy casi
desconocida—se manifiesta cada vea más claro en la voz «inmortalidad». Con la
resurrección, que es la victoria sobre la muerte, el tiempo vuelve a empezar, por decirlo así,
en el espacio cósmico. Con la inmortalidad, el tiempo supera el espacio.
[40] Véase parte II, cap. III, núm. 13.
[41] Véase parte II, cap. IV, núm. I.
[42] Véase parte II, caps. IV y V.
[43] Véase parte II, cap. III, núms. 9 y 17.
[44] La línea que une a Calvino con Darwin es fácil de seguir en la filosofía inglesa.
[45] Este es uno de los puntos eternamente discutidos por la estética occidental. El alma
antigua, ahistórica, euclidiana, no «evoluciona», El alma occidental se agota íntegramente
evolucionando; es una función dirigida hacia un término. Aquélla «es»; ésta «deviene». Por
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eso la tragedia antigua presupone la constancia de la persona, y la occidental, su
variabilidad. Esto es lo que nosotros llamamos «carácter», forma de la realidad, que consiste
en un incesante movimiento y una infinita riqueza de relaciones. En Sófocles, el gran gesto
ennoblece el dolor, en Shakespeare, los grandes sentimientos ennoblecen la acción. Nuestra
estética ha tomado sus ejemplos de ambas culturas, sin distinción, y por eso no ha acertado
en el problema fundamental.
[46] «Plus on vieillit, plus on se persuade que sa sacrée Majesté le Hasard fait les trois
quarts de la besogne de ce miserable univers.»
Cuanto más se envejece, más se convence uno de que la sagrada majestad del azar hace
las tres cuartas partes de la tarea en este miserable universo. (Federico el Grande a
Voltaire.) Así siente por necesidad el verdadero racionalista.
[47] Véase parte II, cap. I, núm. 5.
[48] El método comparativo que empleo en este libro se basa justamente sobre el hecho de
que un grupo de esas grandes culturas se halla ante nuestros ojos. Véase parte II, cap. I,
núm. 9.
[49] Helios es una simple figura poética; no tenía ni templos, ni estatuas, ni culto. Menos aún
era Selene, diosa de la Luna.
[50] Recuérdense las palabras de Canning al principio del siglo XIX:
«¡Sudamérica, libre, y, en lo posible, inglesa!» Nunca con más pureza se ha expresado el
instinto expansivo.
[51]La cultura occidental, en su madurez, es totalmente francesa, con Luis XIV, aunque
procede de la española. Pero ya bajo Luis XVI
vence en París el parque inglés al francés, la sensibilidad al «esprit», los trajes y las
maneras de Londres a los de Versalles, Hogarth a Watteau, los muebles de Chippendale y
las porcelanas de Wedgwood a las de Boulle y Sevres.
[52] Hardenberg reorganizó Prusia en sentido estrictamente inglés, cosa que Federico
Augusto von der Marwitz le reprochó acerbamente. Asimismo la reforma del ejército por
Scharnhorst es una especie de «vuelta a la naturaleza» en el sentido de Rousseau, frente a
los ejércitos profesionales de las guerras de gabinete, en tiempos de Federico el Grande.
[53] Si la cronología puede hacer uso de signos matemáticos, es Justamente porque ya no
pertenece al tiempo. Esos números rígidos significan para nosotros el sino de entonces. Sin
embargo, su sentido no es matemático—el pasado no es una causa, una fatalidad, no es
una fórmula—, y el que los considere matemáticamente, como hace el materialista histórico,
cesa al punto de ver el pasado realmente como tal pasado, que ha vivido una vez y sólo una
vez.
[54] No sólo los tratados de paz y las fechas de los fallecimientos son datos. También el
estilo renacentista, la polis, la cultura mejicana son dalos, hechos que han existido, aun
cuando no tenemos representación de ellos.
[55] En la parte II, cap. IV, núm. I, y cap. V, núm. I, se indican los fundamentos de esta
concepción, las raíces metafísicas de la economía y de la política.
[56] La construcción de hipótesis se verifica en la química con mucha menos dificultad, por
la menor afinidad que existe entre la química y la matemática. Las actuales investigaciones
sobre la estructura de los átomos forman un castillo de naipes que sería totalmente
inadmisible en la teoría electromagnética de la luz (véase sobre esto M. Born, Der Aufbau
der Materie ; La estructura de la materia], 1920), cuyos autores tuvieron continuamente a la
vista los límites que separan una noción matemática de su representación intuitiva por
medio de una imagen, nada más que una imagen.
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[57] Entre esas imágenes y los signos de un cuadro de distribución no existe diferencia
esencial.
CAPITULO III.
MACROCOSMOS
1
EL SIMBOLISMO DE LA IMAGEN CÓSMICA Y EL PROBLEMA DEL ESPACIO.
De esta suerte, la noción de una historia universal, de carácter fisiognómico, se amplifica y
se convierte en la idea de un simbolismo universal. La investigación histórica, en el sentido
que reclamamos aquÍ, se limita a estudiar el cuadro de lo que fue vivo y ahora es pretérito y
a fijar su forma y su lógica internas. La idea del sino es la última a que puede llegar. Pero
esta investigación, por nueva y amplia que sea, en la dirección que hemos indicado, no
puede, sin embargo, constituir mas que un fragmento, base de otra consideración todavía
más amplia. Junto a la investigación histórica existe una investigación física que es
igualmente fragmentaria y se limita al circulo de las relaciones causales. Pero ni el
«movimiento» trágico ni el «movimiento» técnico—si es lícito emplear estos términos para
distinguir los fundamentos de lo que es vivido y de lo que es conocido—agotan la realidad
del ser viviente.
Nosotros sentimos y conocemos mientras estamos en estado de vigilia; pero también
vivimos cuando el espíritu y los sentidos duermen. Aunque las tinieblas de la noche cierren
nuestros ojos, la sangre no duerme. Somos mobiles in mobile— sirvan estos términos de la
ciencia natural para expresar por medio de una imagen lo inexplicable, que en las horas
profundas se afirma en nosotros con íntima certidumbre—. Pero la irreductible dualidad del
aquí y del allí es dualidad solo para el ser que vive vigilante. Todo movimiento propio tiene
expresión, todo movimiento ajeno produce impresión; de suerte que todo cuanto se da en
nuestra conciencia, sea cual fuere su forma: alma y mundo, vida y realidad, historia y
naturaleza, ley, sentimiento, sino, Dios, futuro y pasado, presente y eternidad, todo, para
nosotros, encierra otro sentido, que es el más profundo. Y el único medio, el medio supremo
para hacer comprensible lo incomprensible, consiste en una especie de metafísica, para lo
cual todo, sea lo que fuere, tiene la significación de un símbolo.
Los símbolos son signos sensibles, impresiones últimas, indivisibles y sobre todo
involuntarias, que poseen una significación determinada. Un símbolo es un rasgo de la
realidad que, para un hombre con sus sentidos alerta, designa inmediata y evidentemente
algo que no puede comunicarse por medio del intelecto. Un ornamento dórico, preárabe o
prerrománico; la forma de la casa, de la familia, del trato; los trajes y los cultos; el rostro, el
porte, la actitud de un hombre y de toda una clase social o de todo un pueblo; la manera
cómo los hombres y los animales hablan y se preparan los alimentos; más aún, el lenguaje
mudo de la naturaleza con sus selvas, sus prados, sus rebaños, sus nubes, sus estrellas; las
noches de luna, las tormentas, las primaveras, los otoños, las proximidades y las lejanías,
todo es impresión simbólica que el universo produce en nosotros cuando estamos
despiertos. Y nosotros percibimos ese lenguaje en las horas de recogimiento. Por otra parte,
el sentimiento de una comprensión homogénea es el que, sobre la humanidad universal,
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reúne y destaca ciertos grupos, familias, clases, tribus y finalmente todas las culturas.
No trataremos, pues, de lo que «sea» un mundo, sino de lo que signifique para quien vive en
medio de él. Cuando despertamos a la vida consciente, algo se nos aparece dilatado entre
un aquí y un allí. Sentimos el aquí, percibimos el allí. El aquí es para nosotros lo propio, el
allí lo extraño. Es la disyunción del alma y del mundo, los dos polos de la realidad. En la
realidad no sólo hay resistencias, que concebimos por modo mecánico como cosas y
propiedades; no sólo hay movimientos, en los cuales sentimos la actividad de otros seres,
de unos numina, que son «como nosotros mismos», sino que hay también algo que, por
decirlo así, anula aquel dualismo. La realidad —el mundo con respecto a un alma—es para
cada individuo la dirección proyectada sobre el reino de la extensión; es lo propio que se
refleja en lo extraño. La realidad significa el hombre
mismo. Un acto tan creador como inconsciente—no soy «yo» el que realiza la posibilidad,
sino la posibilidad la que se realiza por medio de mi—echa el puente del símbolo entre el
aquí y el allí vivientes. Súbitamente y con plena necesidad surge del conjunto que forman
los elementos sensibles y memorativos, «el» mundo, el mundo que concebimos y que es un
mundo único para cada individuo.
Por eso hay tantos mundos como seres despiertos y como grupos de seres viviendo en
armonía de sentimientos. En la existencia individual, el mundo, que suponemos único,
independiente y eterno—cada uno cree tener el mismo mundo que los demás—, es una
experiencia intima, siempre nueva, única, que no se repite jamás.
Hay una escala de conciencia ascendente que comienza en los primeros atisbos de una
visión obscura e infantil—en los cuales ni existe un mundo claro para un alma, ni un alma
cierta de sí misma en un mundo—y llega hasta los grados supremos de esos estados
perespiritualizados que sólo conocen los hombres de las civilizaciones llegados a su plena
madurez.
En esa escala ascendente va desarrollándose al mismo tiempo el simbolismo, desde el
contenido significativo de todas las cosas, hasta la aparición de signos aislados y precisos.
No sólo en los momentos de abandono, en que me entrego al mundo lleno de obscuras
significaciones, como hacen los niños, los sonadores, los artistas; no sólo cuando estoy
despierto, bien que sin concebir el mundo con la atención tirante del pensador o del hombre
de acción—atención que aun en la conciencia del verdadero pensador o del hombre de
acción es más rara de lo que se cree—, sino siempre, continuamente, mientras quepa hablar
de vida despierta en general, voy entregando a lo que está fuera de mí el contenido de todo
mí mismo, desde los momentos en que recibía las primeras impresiones de una vaga
realidad ambiente, que era casi como un sueño, hasta después de haber construido la
noción rígida del universo mecánico, que con sus leyes y sus números clasifica y enlaza
ordenadamente aquellas impresiones. Aun en el reino puro de los números hay simbolismo;
y justamente del mundo numérico proceden esos signos que el pensamiento tortuoso llena
de significaciones inefables: el triángulo, el círculo, el siete, el doce.
Tal es la idea del macrocosmos, de la realidad como conjunto de todos los símbolos de un
alma. Nada puede eximirse de esta propiedad de ser significativo. Todo lo que existe es
símbolo.
Desde la apariencia corporal: rostro, estatura, gesto, porte de los individuos, de las clases
sociales, de los pueblos—en donde siempre se ha reconocido el simbolismo—hasta las
formas del conocimiento, matemática y física, que se suponen eternas y universales, todo es
símbolo, todo manifiesta la esencia de un alma determinada, con exclusión de cualquier
otra.
La mayor o menor afinidad entre los mundos particulares que viven los hombres de una
misma cultura o de una misma comunidad espiritual es la que les permite comunicarse,
mejor o peor, lo que ven, lo que sienten, lo que conocen, es decir, lo que ellos han plasmado
en el estilo propio de su realidad personal, mediante los recursos expresivos del lenguaje,
del arte, de la religión, por las palabras, las fórmulas, los signos, que, a su vez, son también
símbolos. Este es el obstáculo infranqueable que se opone a que dos seres puedan
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realmente comunicarse algo o comprender realmente las manifestaciones de su vida. El
grado de congruencia que haya entre sus dos mundos de formas será, en efecto, el que
determine el punto en donde la comprensión acaba y se convierte en ilusión y engaño. Sólo
muy imperfectamente podemos comprender las almas india y egipcia—que se manifiestan
en sus hombres, costumbres, deidades, palabras, ideas, edificios, actos—. Los griegos, que
carecen de sentido histórico, no podían tener el menor vislumbre de las otras almas. Véase
con qué ingenuidad creían hallar sus propios dioses y su propia cultura en los dioses y
culturas de los otros pueblos. Pero nosotros mismos, cuando en algún filósofo extraño
traducimos las palabras Œrx®, atman, tao, por voces corrientes de nuestro idioma, ¿qué
hacemos sino inyectar en la expresión ajena nuestro propio sentimiento cósmico, de donde
emana el sentido que nosotros damos a las palabras? Y cuando interpretamos los rasgos de
un retrato egipcio o chino ¿no acudimos sin vacilar a nuestra experiencia occidental de la
vida? En ambos casos somos victimas de una ilusión. El hecho de que las grandes obras
artísticas de las culturas pretéritas sigan siendo vivas— «inmortales»— para nosotros, es
una de esas ilusiones que sólo se mantienen por la unanimidad con que equivocamos su
sentido. Asi se explica, por ejemplo, la influencia que tuvo el Laocoonte sobre el arte del
Renacimiento y Séneca sobre el drama clásico de los franceses.
2
Los símbolos, puesto que son cosas ya realizadas, pertenecen al reino de la extensión.
Todos, aun los que designan un producirse, son algo producido y no algo produciéndose. Por
lo tanto, tienen limites rígidos y obedecen a las leyes del espacio. Todos los símbolos son
sensibles y extensos. La palabra «forma» indica algo que se extiende en la extensión, sin
exceptuar—como veremos—las formas interiores de la música. La extensión, empero, es la
nota que caracteriza el hecho de «estar despierto», hecho que constituye sólo un aspecto de
la existencia individual y está íntimamente unido a los destinos de ésta.
Por eso los rasgos de la conciencia despierta activa—cuando sentimos o cuando
comprendemos—son ya pretéritos en el momento mismo en que los percibimos. Sobre
impresiones sólo podemos re-flexionar, como decimos con giro significativo. Pero lo que
para la vida sensible de los animales es sólo pasado, para la inteligencia del hombre, sujeta
a palabras, es pasajero. Pasajero o transitorio no es solamente lo que acontece—en efecto,
no es posible revocar un acontecimiento—, sino también toda especie de significación.
Estudiemos el sino de la columna: en el templo-sepulcro de los egipcios las columnas
forman una hilera que acompaña al caminante; en el períptero dórico rodean el cuerpo del
edificio, apresándolo como en una garra; en la basílica preárabe sostienen el espacio
interior; en la fachadas del Renacimiento dan expresión al impulso dinámico. La
significación que fue, no vuelve nunca a ser. Lo que penetra en el reino de la extensión
encuentra al mismo tiempo su principio y su fin. Entre el espacio y la muerte existe una
profunda conexión que ha sido sentida desde muy pronto. El hombre es el único ser que
conoce la muerte. Todos los demás seres se hacen viejos, pero con una conciencia
circunscrita al presente, con una conciencia que debe parecerles eterna. Viven sin saber
nada de la vida, como los niños, en los primeros años, cuando la concepción cristiana los
considera aun «inocentes». Mueren, y ven la muerte, pero no saben de ella. El hombre
despierto, el hombre propiamente dicho, cuya inteligencia funciona independientemente de
la vista—por la costumbre de hablar—es el que tiene, además de la sensación, un concepto
de la transición, esto es, una memoria para el pasado y una experiencia de lo irrevocable.
Nosotros somos el tiempo [58]; pero también poseemos una imagen de la historia, y en esta
imagen el nacimiento aparece como el otro enigma, parejo al de la muerte.
Todos los demás seres viven la vida sin vislumbrar sus límites, esto es, sin conocer su
problema, su sentido, su duración y su fin. Muchas veces el despertar de la vida interior de
un niño se verifica en relación de identidad profunda y muy significativa con la muerte de
algún pariente. El niño comprende súbitamente el cadáver sin vida, que se ha convertido en
materia y espacio, y al mismo tiempo se siente a sí mismo como ente aislado en un mundo
extraño y extenso. Tolstoi ha dicho una vez: «Del niño de cinco años a mí no hay más que
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un paso; del recién nacido al niño de cinco años hay una distancia aterradora.» En ese
momento decisivo de la existencia, cuando el hombre se hace hombre y conoce su inmensa
soledad en el universo, es cuando despunta en su corazón el terror cósmico, bajo la forma
puramente humana de terror a la muerte, al limite del mundo luminoso, al espacio rígido. He
aquí el origen del pensamiento elevado que, en sus principios, no es sino una meditación de
la muerte. Toda religión, toda ciencia natural, toda filosofía tiene aquí su punto de partida. El
lenguaje de todo gran simbolismo va unido al culto de los muertos, a la forma del
enterramiento, al adorno de la tumba. El estilo egipcio se inicia en los templos-sepulcros de
los Faraones; el antiguo, en la decoración geométrica de los vasos funerarios; el árabe, en
las catacumbas y los sarcófagos; el occidental, en las catedrales, donde a diario se repite el
sacrificio de Cristo entre las manos del sacerdote. El terror primigenio es el origen de todo
sentimiento histórico: en la antigüedad, por la adhesión al presente henchido de vida; en el
mundo árabe, por el bautismo, que reconquista la vida y supera la muerte; en el mundo
fáustico, por la penitencia que nos hace dignos de recibir el cuerpo de Jesús y con él la
inmortalidad. La solicitud vigilante por la vida, que aun no ha pasado, es la que inspira la
solicitud por el pasado. Un animal tiene futuro solamente; el hombre conoce también el
pasado. Toda nueva cultura despierta con una nueva «intuición del mundo»; esto es, con
una súbita visión de la muerte, como el misterio del universo que contemplamos. Cuando
hacia el año 1000 se extendió por Occidente la idea del fin del mundo, era que acababa de
nacer el alma fáustica de este paisaje.
El hombre primitivo, atónito ante la muerte, quiso conjurar y penetrar, con todas sus fuerzas
de su espíritu, ese mundo de la extensión, esas reglas indeclinables y siempre presentes de
la causalidad, esa omnipotencia obscura que de continuo le amenazaba con aniquilarle. Esta
defensa instintiva yace en las profundidades de lo inconsciente; pero siendo ella la que
propiamente crea, separa y opone una o otro el alma y el mundo, es también la que señala
el comienzo de la vida personal. Empiezan a actuar el sentimiento del yo y el sentimiento
del mundo, y toda cultura, la interna como ]a externa, la actitud como la producción, no es
sino la sublimación de este «ser hombre» en general. A partir de este momento, lo que
resiste a nuestras sensaciones ya no es simplemente una «resistencia», una cosa, una
impresión, como creen los niños y los animales, sino también una expresión. Las cosas no
son realmente reales en el mundo; tienen también un sentido, que depende de cómo nos
«aparecen» en nuestra intuición del mundo. AI principio, no tenían mas que una referencia al
hombre; ahora el hombre posee también una referencia a ellas. Ahora se han convertido en
símbolos de su existencia. La esencia de todo simbolismo auténtico— inconsciente e
íntimamente necesario—tiene su origen en el conocimiento de la muerte, que nos descubre
el misterio del espacio. Todo simbolismo significa una defensa. Es la expresión de un
profundo temor, en el doble sentido de la palabra; en efecto, su lenguaje de formas nos
habla a un tiempo mismo de hostilidad y de respeto.
Todo producto es transitorio. Transitorios son los pueblos, las lenguas, las razas, las
culturas. Dentro de pocos siglos no habrá cultura occidental, no habrá alemanes, ni ingleses,
ni franceses, como en tiempo de Justiniano no había ya romanos; y no porque la serie de las
generaciones humanas se hubiese acabado, sino porque no existía ya la forma interior de un
pueblo, la que había reunido a un gran número de generaciones en un gesto común. El civis
romanus, uno de los más vigorosos símbolos de la existencia antigua, no duró, como forma,
mas que unos siglos. El mismo Protofenómeno de las grandes culturas habrá desaparecido
algún día, y con él, el espectáculo de la historia universal, y el hombre mismo, y la vida
animal y vegetal en la superficie de la tierra, y la tierra y el sol y el universo de los sistemas
solares. Todo arte es mortal, y mortales son no sólo las obras, sino las artes mismas.
Llegará un día en que habrán cesado de existir el último retrato de Rembrandt y el último
compás de Mozart, aun cuando siga habiendo todavía lienzos pintados y partituras
grabadas; será justamente el día en que hayan desaparecido los últimos ojos y los últimos
oídos capaces de entender el lenguaje de esas formas. Transitorio es todo pensamiento,
todo dogma, toda ciencia, que dejan de existir tan pronto como se extinguen las almas y los
espíritus en cuyos mundos sus «eternas verdades» parecieron necesariamente verdaderas.
Transitorios han sido los mundos estelares, que contemplaban los astrónomos del Nilo y del
Eufrates; en efecto, eran mundos para aquellos ojos, y los ojos nuestros—también
transitorios—son harto diferentes. Sabemos eso. Un animal no lo sabe, y lo que no sabe no
existe en la intuición de su mundo circundante. Pero cuando desaparece la imagen del
pasado, desaparece asimismo el anhelo de dar a lo transitorio un sentido más profundo. Y
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así puede expresarse la idea del macrocosmos humano con las palabras a que toda nuestra
exposición ulterior ha de estar dedicada: Todo lo transitorio es un símbolo.
Esta noción nos conduce insensiblemente al problema del espacio, pero dándole un sentido
nuevo y sorprendente. Su solución—o, más modestamente, su interpretación—sólo es
posible cuando se ha llegado a este punto; como el problema del tiempo no se puede
comprender hasta que se ha llegado a la idea del sino. Tan pronto como despertamos, la
vida dirigida por el sino se nos aparece en la vida sensible como la sensación de la
profundidad. Todo se dilata en torno nuestro; pero todavía no es el «espacio»; todavía no es
algo que esté firme y fijo, sino un continuo dilatarse desde el fugaz aquí hasta el fugaz allí.
La experiencia íntima del mundo se refiere exclusivamente a la esencia de la profundidad—
de la lejanía o alejamiento—cuya, dirección designamos en el sistema abstracto de la
matemática con el nombre de «tercera dimensión», junto a la longitud y la latitud. Esta
trinidad de elementos coordenados es desde luego engañosa. No hay duda de que en la
impresión de espaciosidad, que nos produce el mundo, esos elementos no son equivalentes
y mucho menos homogéneos. La «longitud» y la «latitud», que sentimos y vivimos
seguramente como unidad y no como suma, constituyen —dicho sea con precaución—la
mera forma de la sensación.
Representan la impresión puramente sensible. La profundidad, en cambio, representa la
expresión, la naturaleza; con ella empieza «el mundo». Esta diferente manera de valorar la
tercera dimensión, que consiste en contraponerla a las otras dos y que evidentemente es
extraña a la matemática, se manifiesta también en la oposición de los conceptos sensación
e intuición. La dilatación en la profundidad convierte la sensación en intuición. La
profundidad es la dimensión propiamente dicha, en el sentido literal; ella es la que extiende
las cosas [59]. En ella, la conciencia vigilante es activa; en cambio en las otras dos es
estrictamente pasiva. Este elemento primario, que no es susceptible de más minucioso
análisis, manifiesta el contenido simbólico de una ordenación, en el sentido típico de una
cultura única. La experiencia íntima de la profundidad—y de esta noción depende todo lo
demás— es un acto tan perfectamente espontáneo y necesario, como perfectamente
creador; por medio de él recibe el yo su mundo como, por decirlo así, al dictado. El convierte
el torrente de las sensaciones en una unidad de forma, en una imagen movida que, desde
este instante, cae bajo el dominio de la inteligencia, obedece a leyes, se somete al principio
de causalidad y, por lo tanto, como copia de un espíritu personal, es también transitoria.
Aun cuando el entendimiento lo niegue, no cabe duda de que esa dilatación puede presentar
infinitas variantes y ser distinta no sólo en el niño y en el hombre, en el salvaje y en el
urbano, en el chino y en el romano, sino, aun dentro del mismo individuo, según que viva su
mundo con atención o con abandono, en actividad o en la quietud. Todos los artistas han
reproducido «la» naturaleza en líneas y colores. Todos los físicos, griegos, árabes,
alemanes, han analizado «la» naturaleza en sus últimos elementos. ¿Por qué no han
encontrado todos lo mismo? Porque cada cual tiene su naturaleza propia, aun cuando cada
cual cree—con una ingenuidad que salva su intuición vital, que le salva a si mismo—que es
idéntica a la de los demás. La «naturaleza», empero, es una posesión saturada de esencia
personalísima. La naturaleza es una función de
la cultura correspondiente.
3
Kant creyó haber resuelto el grave problema de si ese elemento es a priori o adquirido por
experiencia, mediante su famosa fórmula que dice que el espacio es la forma de la intuición,
la base de todas las impresiones del mundo. Pero el «mundo» del niño despreocupado y del
soñador posee esa forma sin duda por modo harto vacilante e indeciso [60], y solamente
cuando se considera el mundo con mirada atenta, práctica, técnica—pues los seres que se
mueven han de buscarse la vida, que sólo los lirios en el campo no necesitan hacerlo—es
cuando la dilatación sensible cuaja en tridimensión inteligible. El habitante de las ciudades,
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en las culturas superiores, es el único que vive realmente en esa vigilancia cruda, y para su
pensamiento es para el que existe un espacio, abstraído por completo de la vida sensitiva,
un espacio («absoluto») muerto, extraño al tiempo, un espacio que ya no es la forma de la
intuición, sino la forma de la intelección. No hay duda de que el espacio, tal como lo veía
Kant con absoluta certidumbre, al meditar su doctrina, no existía para sus predecesores de
la época carolingia en esa forma rigurosa, ni mucho menos. La grandeza de Kant consiste
en haber inventado el concepto de forma a priori, pero no en la aplicación que le diera. Ya
hemos visto que el tiempo no es una forma de la intuición; que el tiempo no es ni siquiera
«forma» -- pues sólo hay formas extensivas—y que ha sido dormido como contra concepto
del espacio. Mas no se trata sólo de saber si la palabra espacio coincide exactamente con el
elemento formal de la intuición; también es un hecho que la forma de la intuición varía
según el grado de la lejanía. Vemos las montañas lejanas como puras superficies-—
telones—. Nadie se atreverá a sostener que percibe el disco de la luna con la consistencia
de un cuerpo. La luna es, a la vista, una pura superficie, y sólo cuando el telescopio la
agranda considerablemente—esto es, cuando nos acerca a ella artificialmente—adquiere
poco a poco las propiedades del espacio. Evidentemente, pues, la forma de la intuición es
también función de la distancia. Añádase a esto que, cuando reflexionamos, no recordamos
exactamente las impresiones pretéritas, sino que «tenemos a la vista» la imagen del espacio
abstracto. Y esta representación nos engaña acerca de la realidad viviente. Kant se dejó
engañar. No hubiera debido separar las formas de la intuición de las del entendimiento, pues
su concepto del espacio las comprende ambas [61].
Kant planteó mal el problema del tiempo, porque lo puso en relación con la aritmética, cuya
esencia no había comprendido; y asi, resulta que el tiempo de que nos habla es un tiempo
fantasma, sin dirección viva, un esquema espacial. Otro tanto le sucedió con el problema del
espacio, que puso en relación con la geometría popular. Y quiso el azar que, pocos años
después de terminada su obra capital, descubriese Gauss la primera de las geometrías no
euclidianas. Y estas geometrías, perfectamente coherentes, demuestran, por su existencia
misma, que hay varias estructuras matemáticas de la extensión tridimensional, todas «a
priori ciertas», sin que sea posible destacar una como la «forma propia de la intuición».
Fue un error grave, imperdonable en un contemporáneo de Euler y Lagrange, el querer
hallar reproducida en las formas de la naturaleza que nos rodea la geometría escolar
antigua—que en ésta pensó siempre Kant—. Cuando se examina atentamente la naturaleza,
se encuentra sin duda que, en la proximidad inmediata del observador y en proporciones
suficientemente pequeñas, existe una coincidencia aproximada entre la impresión óptica y
los principios de la geometría euclidiana habitual. Pero esa coincidencia exacta que la
filosofía afirma no puede demostrarse ni por la visión ni por los instrumentos de medida. Ni
la visión ni los instrumentos pasan de cierto limite de exactitud, que no basta, ni mucho
menos, para decidir prácticamente la cuestión, v. gr., de a cuál de las geometrías no
euclidianas pertenece el espacio empírico [62]. Para grandes dimensiones y lejanías, en
cuyas imágenes predominó la experiencia íntima de la profundidad —por ejemplo, ante un
amplio paisaje lejano y no ante un dibujo—, la forma de la intuición contradice por completo
la matemática. En una larga avenida de árboles vemos las paralelas tocarse en el horizonte.
Sobre este hecho se funda la perspectiva de la pintura occidental y la muy diferente de la
pintura china, cuya profunda conexión con los problemas fundamentales de la matemática
se ve bien clara. La experiencia íntima de la profundidad, con la riqueza de sus
innumerables variantes, elude toda determinación numérica. Toda la poesía lírica y la
música, toda la pintura egipcia, china y occidental contradicen a gritos la hipótesis de una
estructura rigurosamente matemática del espacio que vemos y vivimos. Y si ningún filósofo
moderno ha dado acogida a esta refutación es porque ninguno ha entendido nada de pintura.
El «horizonte», por ejemplo, en el cual y por el cual toda imagen óptica va poco a poco
reduciéndose hasta terminar en una línea, límite de la superficie, resulta imposible de
concebir por ninguna especie de matemática. La menor pincelada de un paisajista
contradice las afirmaciones de la teoría del conocimiento.
Las «tres dimensiones», siendo como son magnitudes matemáticas abstractas, abstraídas
de la vida, carecen de limites naturales; pero suelen confundirse con la superficie y la
profundidad de la impresión vivida, y así se propaga de continuo el error gnoseológico, que
consiste en creer que la extensión que vemos en la intuición es también algo ilimitado; y, sin
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embargo, nuestra mirada no abarca mas que las partes iluminadas del espacio, cuyo límite
es precisamente el limite de la luz, ya sea el cielo de las estrellas fijas, ya la claridad
atmosférica. El «mundo que vemos» es, en realidad, la suma de las resistencias luminosas;
porque la visión implica la presencia de luz directa o reflejada. Los griegos se atuvieron a
este
mundo de las cosas vistas; pero el sentimiento cósmico del occidental creó la idea de un
espacio cósmico sin límites, con infinitos sistemas estelares y lejanías que exceden a toda
posibilidad óptica—creación de la mirada interior, que elude toda realización ocular y que,
aun como idea, es extraña e impensable para hombres de otras culturas y otros
sentimientos.
4
El descubrimiento de Gauss, que cambió por completo la orientación de la matemática
moderna [63], vino a demostrar que hay varias estructuras igualmente exactas de la
extensión tridimensional. Preguntar cuál de ellas es la que corresponde a la intuición real,
revela que no se ha comprendido el problema. La matemática, recurra o no al uso de
imágenes y representaciones intuitivas, tiene siempre por objeto sistemas puramente
intelectuales, abstraídos de la vida, del tiempo y del sino, mundos de formas numéricas,
cuya exactitud—no su aparición de hecho—es intemporal y obedece a la lógica mecánica,
como todo lo que es conocido y no vivido.
Con esto queda patente la diferencia entre la intuición viva y el idioma de las formas
matemáticas; y descubrimos el misterio de cómo se produce el espacio.
Ya sabemos que el producirse es el fundamento del producto, que la historia sin cesar viva
es la base de la naturaleza muerta y realizada, que lo orgánico sustenta a lo mecánico y que
el sino es el nervio de las leyes causales objetivas.
Pues igualmente podemos decir que la dirección es el origen de la extensión. El misterio de
la vida que camina hacia su realización, misterio al que alude la voz tiempo, constituye el
fundamento de lo que designa la palabra espacio como cosa ya realizada, aunque sin
hacérnoslo inteligible, y más bien sugiriéndonos de ello un sentimiento intimo. Toda
espacialidad real es creada por la experiencia intima de la profundidad. Y justamente esa
dilatación en la profundidad y lejanía—primero para la sensibilidad, sobre todo para la vista,
y luego para el pensamiento—; ese paso de la impresión sin profundidad a la imagen del
mundo, ordenada en forma de macrocosmos, con la movilidad que, misteriosa, se
manifiesta en ella, eso justamente es lo que la palabra tiempo ante todo designa. El hombre
se siente—-y éste es el estado de la verdadera vigilia, de la vigilia atenta—«en» una
espacialidad que le rodea. Basta con perseguir esta impresión primaria de lo cósmico para
ver que efectivamente no existe mas que una verdadera dimensión del espacio, a saber: la
dirección, que va del yo a la lejanía, al allí, al futuro, y que el sistema abstracto de las tres
dimensiones es una representación mecánica, no un hecho de la vida. La experiencia íntima
de la profundidad dilata la sensación y la
convierte en mundo. El carácter de dirección que tiene la vida lo hemos calificado
significativamente de irreversibilidad y un resto de este carácter decisivo del tiempo perdura
en la necesidad imperiosa en que nos vemos de sentir la profundidad del mundo no desde el
horizonte hacia el yo, sino desde el yo hacia el horizonte. El cuerpo móvil de todos los
animales y del hombre está dispuesto en esa dirección. Se anda hacia «adelante»—hacia el
futuro, acercándose a cada paso al fin y no sólo al fin, sino a la vejez—. En cambio la
mirada la sentimos como retrospectiva, como dirigida hacía algo pasado, hacia algo que se
ha convertido en historia [64].
Si la forma fundamental del intelecto, la causalidad, la calificamos de sino solidificado, será
lícito decir que la profundidad del espacio es el tiempo solidificado. No sólo el hombre, el
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animal también siente el sino, que lo gobierna todo; lo siente como movimiento por el tacto,
por la vista, por el oído, por el olfato; pero ese movimiento, ante la atención tirante, se
convierte en causa rígida. Sentimos que llega la primavera; sentimos de antemano cómo el
paisaje primaveral va a dilatarse en nuestro derredor. En cambio sabemos que la tierra gira
sobre si misma en el espacio y que la duración de la primavera es de noventa revoluciones
terrestres. El tiempo engendra el espacio, pero el espacio mata al tiempo.
Si Kant hubiese concentrado más agudamente su pensamiento, en vez de hablar de «dos
formas de la intuición», hubiera llamado al tiempo forma del intuir y al espacio forma de lo
intuído, y acaso entonces hubiera comprendido la relación que existe entre ambos. El lógico,
el matemático, el físico, cuando pone en juego la reflexión atenta, sólo conoce el espacio
producido, abstraído del acontecer singular por la reflexión misma, el espacio verdadero,
sistemático, en el que todo tiene la «propiedad» de una «duración», que puede determinarse
por medios matemáticos. Pero aquí hemos indicado cómo el espacio se produce
incesantemente. Cuando sumidos en el ensueño miramos con la vista perdida hacia la
lejanía, el espacio flota en torno nuestro; pero si de pronto un susto nos despierta, entonces
ante nuestros ojos atentos se atiranta un espacio firme y duro. Este espacio existe, y porque
existe se halla fuera del tiempo, está abstraído del tiempo y, por lo tanto, de la vida.
En ese espacio domina la duración, que es un pedazo de tiempo muerto, la duración, como
propiedad conocida de las cosas. Y puesto que nosotros mismos nos conocemos como
existentes en ese espacio, sabemos cuál es nuestra duración y cuáles sus límites; las agujas
del reloj nos la recuerdan de continuo. Pero el espacio rígido—que también es transitorio y
que, cuando afloja la tensión de nuestro espíritu, desaparece de la dilatación abigarrada que
nos rodea—, el espacio rígido es signo y expresión de la vida, el símbolo mas originario y
poderoso de la vida.
La indeliberada interpretación de la profundidad, que domina en la conciencia vigilante, con
la fuerza de un suceso elemental, caracteriza el despertar de la vida interior y al mismo
tiempo marca el limite que separa al niño del hombre. La experiencia intima de la
profundidad, con su significación simbólica, le falta al niño, que quiere coger la luna, que no
encuentra todavía sentido al mundo exterior y que, como el alma del hombre primitivo, vive
en una especie de ensueño adherido a todo lo sensible. Y no es que el niño carezca de
cierta elemental experiencia de la extensión; lo que no tiene aún es una intuición del mundo.
Siente la lejanía; pero la lejanía no habla a su alma. Sólo cuando el alma despierta por
completo es cuando la dirección asciende a la categoría de expresión viviente. Para los
antiguos es el descanso en el presente inmediato, cerrado a toda lejanía, a todo futuro; para
nuestra cultura fáustica es la energía de dirección, que sólo mira a los horizontes más
lejanos; para los chinos es la marcha adelante, que algún día llegará a la meta; para los
egipcios es el decidido caminar por la senda comenzada. Asi se manifiesta la idea del sino
en cada ciclo vital. Asi es como cada individuo pertenece a una cultura única, cuyos
miembros están unidos por un sentimiento cósmico común, del que se desprende una forma
común del universo. Hay una relación de profunda identidad entre el despertar del alma,
naciendo a la existencia clara, en nombre de una cultura, y la súbita comprensión de la
lejanía y del tiempo, nacimiento del mundo exterior, por medio del símbolo de la extensión,
que será en adelante el símbolo primario de esa vida y le imprimirá su estilo y la forma de su
historia, como progresiva realización de sus posibilidades interiores. Según como se sienta
la dirección, así será el símbolo primario de la extensión. Para la visión antigua es el cuerpo
próximo, bien delimitado, encerrado en sí mismo; para la visión occidental es el espacio
infinito, la aspiración hacia la profundidad de la tercera dimensión; para la visión arábiga es
el mundo como cueva.
Aquí vemos un viejo problema filosófico volatilizarse, por decirlo así; en efecto, esa
protoforma del mundo es innata, en cuanto que pertenece originariamente al alma de esa
cultura, que se expresa en nuestra vida entera; pero también es adquirida, en cuanto que
cada alma repite por sí ese mismo acto creador, y como la mariposa abre sus alas, al salir
de la crisálida, despliega, en la niñez, el símbolo de la profundidad que estaba prefijado a su
existencia. La primera comprensión de la profundidad es como un nacimiento, nacimiento
espiritual junto al corporal, las culturas nacen así de su paisaje materno. Y ese nacimiento lo
repite luego en su circulo cada alma individual. Platón llamó a esto la anamnesis,
relacionándolo con una creencia primitiva de los griegos. Así explicó, por el devenir mismo,
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el carácter preciso y determinado de la forma cósmica, que existe súbitamente para toda
alma primigenia.
En cambio Kant, el sistemático, interpretó ese mismo misterio por su concepto de la forma a
priori, es decir, partiendo del resultado muerto, no del proceso viviente.
Llamaremos en adelante símbolo primario de una cultura a su modo de sentir la extensión.
El símbolo primario es la base de donde hay que derivar todo el lenguaje de formas que nos
habla la realidad de cada cultura; él da a cada cultura una fisonomía que la distingue de las
demás, y sobre todo del mundo que circunda al hombre primitivo, mundo que casi no tiene
fisonomía. En efecto, la interpretación de la profundidad se exalta y se convierte en un acto,
en una expresión que produce obras y transforma la realidad, la cual ya no sirve, como entre
los animales, para satisfacer las necesidades, sino para construir símbolos vitales, con el
auxilio de todos los elementos de la extensión: materia, línea, color, sonido, movimiento, Y
esos símbolos a veces se presentan muchos siglos después en la imagen cósmica de otros
seres, y, ejerciendo sobre ellos su encanto propio, dan testimonio de la manera cómo sus
creadores comprendieron el universo.
Pero el símbolo primario mismo no puede realizarse. Actúa en el sentimiento de la forma
que tiene cada hombre, cada agrupación, cada tiempo, cada época, y les dicta el estilo de
todas sus exteriorizaciones vitales; está latente en la forma del Estado, en los mitos y cultos
religiosos, en los ideales de la ética, en las formas de la pintura, de la música, de la poesía,
en los conceptos fundamentales de toda ciencia. Pero ninguna de estas realidades lo
representa. El símbolo primario no puede, pues, manifestarse por conceptos vertidos en
palabras, porque la lengua y las formas del conocimiento son ellas mismas símbolos
derivados. Todo símbolo particular habla del símbolo primario; pero dirigiéndose no al
entendimiento, sino al sentimiento íntimo. Si en adelante definimos el símbolo primario del
alma antigua diciendo que es el cuerpo particular material y el del alma occidental diciendo
que es el espacio puro, infinito, no deberá olvidarse nunca que los conceptos no pueden
representar lo inconcebible y que el sonido de las palabras evoca tan sólo un sentimiento de
significación.
El espacio, puro, sin limites, es el ideal que el alma occidental ha buscado de continuo en su
contorno cósmico. Ha querido verlo realizado inmediatamente en ese contorno, y por eso las
innumerables teorías del espacio, construidas en los pasados siglos, poseen un sentido
profundo que trasciende de sus supuestos resultados y convierte esas teorías mismas en
síntomas de un sentimiento cósmico. ¿Hasta qué punto es la extensión ilimitada el
fundamento de toda objetividad?.
Quizá no haya habido otro problema más profundamente estudiado que éste, y casi era cosa
de creer que todas las demás cuestiones del mundo dependen de esta cuestión sobre la
esencia del espacio. Y en realidad, para nosotros, así es. Mas, ¿cómo es que nadie ha
notado que la antigüedad en cambio no dedicó ni un instante a la meditación de ese
problema?.
Es más, que ni siquiera poseía vocablo para circunscribir exactamente este problema [65]. ¿
Por qué guardan silencio los grandes presocráticos? ¿Es acaso por descuido, por lo que no
vieron en su mundo eso que, para nosotros, es justamente el enigma de los enigmas? Pero
¿no hubiéramos debido comprender hace mucho tiempo que en ese mismo silencio se halla
la solución? Para nuestro sentimiento más profundo, «el universo» no es otra cosa que ese
espacio cósmico, que nace propiamente de nuestra experiencia intima de la profundidad y
cuya sublime teoría se halla corroborada por los sistemas de las estrellas fijas navegando en
el infinito. Pero ¿hubiera sido posible hacer concebir este sentimiento del universo a un
pensador antiguo? Ahora descubrimos, súbitamente, que ese «eterno problema», que Kant
trató en nombre de la humanidad, poniendo en él la pasión de un acto simbólico, es un
problema puramente occidental, que no existe para el espíritu de
las demás culturas.
¿Cuál era, pues, el problema primario de la realidad para el hombre antiguo, quien, de
seguro, veía su mundo circundante con no menor claridad que nosotros el nuestro? Era el
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problema de la Œrx®, del origen material de las cosas sensibles y tangibles. El que
comprenda esto estará muy próximo a comprender el hecho, no del espacio, sino de por qué
el problema del espacio había de ser fatalmente el problema del alma occidental y no de
otra [66].
Justamente esa omnipotente espacialidad, que absorbe la substancia de todas las cosas,
que crea todas las cosas y que es lo más característico, lo más alto de nuestra visión del
universo, fue unánimemente rechazada por la humanidad antigua, que la consideraba como
tò m¯ ùn, lo que no existe. Los antiguos no conocieron la palabra, ni por tanto el concepto
del espacio. Nunca
podremos concebir con bastante profundidad el pathos que hay en esta negación. La pasión
del alma antigua negó justamente lo que no quería sentir como realidad, lo que no podía ser
expresión de su existencia. Es éste un mundo de distinto matiz, que surge súbitamente ante
nuestros ojos. La estatua ática que, en su magnífica corporeidad, es toda estructura, toda
superficie expresiva, sin la menor intención incorpórea, encerraba para los antiguos la
totalidad de lo que ellos llamaban realidad. La materia, el limite visible, el cuerpo palpable,
la presencia inmediata, tales son los caracteres propios de este modo de comprender la
extensión. El universo antiguo, el cosmos, la ordenada muchedumbre de todas las cosas
próximas y visibles, está encerrado en la bóveda material del cielo, Y no existe nada más.
La necesidad que nosotros sentimos de seguir imaginando «espacio», allende esa envoltura,
faltaba por completo al sentimiento cósmico de los antiguos. Los estoicos llegaron a
considerar las propiedades y las relaciones de las cosas como verdaderos cuerpos. Para
Crisipo, el pneuma divino es un cuerpo; para Demócrito, la visión consiste en la recepción
por los ojos de ciertas partículas materiales que emanan de las cosas. El Estado mismo es
un cuerpo, formado por la suma de los cuerpos de todos los ciudadanos. El derecho no
conoce sino personas corpóreas y cosas corpóreas. Finalmente, este sentimiento halla su
expresión suprema en el cuerpo pétreo del templo antiguo. El espacio interior del templo, sin
ventanas, permanece cuidadosamente disimulado tras la columnata, y fuera no hay ni una
sola línea recta. Los escalones tienen todos una leve curvatura hacia el exterior que es
distinta en cada uno. El frontón, el tejado, los laterales están también levemente curvados.
Las columnas tienen todas un grueso desigual y ninguna cae perpendicularmente y a iguales
distancias de sus vecinas inmediatas. Todas estas curvaturas, inclinaciones y distancias
varían, desde las esquinas hasta el centro de cada lado, en una proporción hábilmente
matizada; de manera que el cuerpo entero parece girar, por arte misterioso, en tomo a un
centro único. Las curvas están concebidas con tal delicadeza que, en cierto modo, no son
los ojos, sino el sentimiento el que las percibe. Por eso precisamente queda aquí anulada la
dirección hacia la profundidad. El estilo gótico anhela; el estilo dórico vibra. El espacio
interior de las catedrales nos arrebata con violencia primitiva hacia la altura y la lejanía; el
templo descansa en mayestática quietud. Pero otro tanto puede decirse de la divinidad
fáustica y de la apolínea, y también, por lo tanto, de los conceptos fundamentales de la
física, construidos a imagen de la divinidad.
Frente a los principios estáticos de materia y forma, hemos puesto nosotros los dinámicos de
fuerza y masa, y hemos definido la masa como la relación constante entre la fuerza y la
aceleración, para acabar descomponiendo ambas nociones en los elementos puramente
espaciales de capacidad e intensidad. Esta manera de concebir la realidad tenía que
producir, como arte predominante, la música instrumental de los grandes maestros del siglo
XVIII, que es el único arte cuyo mundo de formas guarda un íntimo parentesco con la
intuición del espacio puro. Hay en la música—al contrario de las estatuas en los templos y
plazas antiguas—incorpóreos reinos de sonidos, espacios rumorosos, mares de sonoridad; la
orquesta sube y baja como las mareas, se encrespa como las olas, describe lejanías, pinta
luces, sombras, tormentas, nubes galopantes, rayos, colores, que existen allende toda
realidad sensible. Recuérdense los paisajes instrumentados por Glück y Beethoven. En
estricta «correspondencia» al canon de Policleto, libro en donde el gran escultor redujo la
estructura del cuerpo humano a preceptos rigurosos, que rigieron hasta Lisipo, aparece,
hacia 1740, formulado ya por Stamitz, el canon riguroso de la sonata en cuatro partes. Sólo
después de los últimos cuartetos y sinfonías de Beethoven empezó a relajarse este canon,
hasta llegar al mundo solitario y perfectamente «infinitesimal» de la música de Tristán,
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donde queda anulada toda realidad terrestre. Ese sentimiento primario que evocan los
momentos supremos de nuestra música, ese sentimiento en que el alma parece desasirse
del cuerpo, para correr a fundirse con el infinito, librándose de todo peso material, es el que
palpita en el afán de profundidad, tan característico del alma fáustica. En cambio, las obras
de arte antiguas nos producen siempre el efecto de un ligamen, de una limitación que afirma
el sentimiento corpóreo y constriñe la vista a permanecer en la proximidad, llena de quietud
y de belleza.
5
Toda gran cultura ha llegado asi a construirse un lenguaje secreto del sentimiento cósmico,
que sólo entienden plenamente las almas que pertenecen a ella. No nos engañemos.
Podremos quizá, por casualidad, leer algo en el alma antigua, porque su lenguaje de formas
es aproximadamente la inversión del occidental, y toda critica del Renacimiento deberá
empezar siempre por determinar—difícil problema—hasta qué punto es posible y se ha
logrado esa lectura del alma antigua.
Pero cuando oímos decir que probablemente—no se olvide que la interpretación de tan
heterogéneas manifestaciones vitales es siempre un ensayo sumamente dudoso—los indios
habían concebido unos números que, para nuestra manera de pensar, no poseían ni valor ni
magnitud, ni propiedades de relación, unos números que según la posición que ocupasen
tomábanse unidades positivas o negativas, grandes o pequeñas, debemos confesar que no
nos es posible revivir exactamente el proceso espiritual en que se funda esa clase de
números.
El 3 es para nosotros siempre algo, positivo o negativo; para los griegos era absolutamente
una magnitud + 3; para los indios, empero, designa una posibilidad sin esencia, que la
palabra «algo» no alcanza a expresar, una posibilidad situada más allá del ser y del no ser,
nociones que para el alma india son propiedades accidentales. Los números designados por
los signos + 3, - 3, 1/3 son, pues, realidades emanativas de orden inferior que descansan en
la misteriosa substancia + 3 por modo enteramente desconocido para nosotros. Hace falta
tener un alma bramánica para sentir esos números como evidentes, como representantes
ideales de una forma cósmica perfecta en sí misma. Para nosotros son tan ininteligibles
como el nirvana bramánico, que está allende la vida y la muerte, allende el sueño y la
vigilia, allende el sufrimiento, la compasión y la impasibilidad y que sin embargo es algo
real; aquí nos faltan incluso posibilidades verbales de expresión. Sólo este alma india pudo
forjar la grandiosa concepción de la nada como verdadero número, la concepción del cero
como cero indio, para el cual los términos esencial e inesencial son designaciones
igualmente exteriores [67].
Los pensadores árabes de la época más madura—y había entre ellos talentos de primer
orden como Alfarabi y Alkabi— demostraron, en su polémica contra la teoría aristotélica del
ser, que el cuerpo, como tal, no necesita del espacio para existir; y definieron la esencia del
espacio—esto es, de la manera árabe de entender la extensión—derivándola de la nota de
«encontrarse en un lugar». Esto no prueba que, frente a Aristóteles y Kant, estuviesen los
árabes en el error, o—como solemos llamar a lo que no nos cabe en la cabeza—que
pensasen confusamente. Demuestra tan sólo que el espíritu árabe poseía otras categorías
del mundo. Los pensadores árabes, usando de sus conceptos y términos propios, hubieran
podido refutar a Kant con el mismo rigor demostrativo que Kant a ellos; y las dos partes
habrían quedado convencidas de la exactitud de sus puntos de vista.
Cuando hablamos hoy del espacio, todos pensamos aproximadamente en el mismo estilo—
como todos usamos del mismo idioma y de los mismos signos verbales—, ya se trate del
espacio de la matemática, de la física, de la pintura o de la «realidad», aun cuando toda
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filosofía, que forzosamente ha de considerar esa afinidad en la manera de entender los
signos como una identidad de las inteligencias, es y será siempre algo muy problemático.
Pero ningún heleno, ningún egipcio, ningún chino sentiría en esto al unísono con nosotros, y
no habría obra de arte ni sistema de pensamientos capaz de enseñarle exactamente lo que
el «espacio» significa para nosotros. Los conceptos primarios de la antigüedad, como Œrx®,
ìlh, morf®, derivados de una vida interior muy distinta, agotan el contenido de un mundo
también muy diferente, mundo que permanece para nosotros extraño y lejano. Las palabras
«principio», «materia» y «forma» con que traducimos aquellas voces griegas tienen con
ellas una superficial semejanza; constituyen un mezquino intento de sumergirnos en un
mundo sentimental que, en sus partes más refinadas y profundas, permanece mudo para
nosotros; es como sí quisiéramos substituir un cuarteto de cuerda por las esculturas del
Partenón o vaciar en bronce el dios de Voltaire. Los rasgos fundamentales del pensamiento,
de la vida y de la conciencia cósmica son tan diferentes como los rostros de los hombres.
También en ellos hay «razas» y «pueblos»; pero no lo sabemos, como no sabemos tampoco
si el «rojo» o el «amarillo» es para los demás lo mismo que para nosotros o algo totalmente
distinto. La comunidad de símbolos, sobre todo en el lenguaje, nos produce la ilusión de que
todos tenemos una vida interior idéntica y de que todos percibimos una forma cósmica
idéntica.
Los grandes pensadores de cada cultura son en esto semejantes a los individuos que
padecen de ceguera para los colores: ignorando su dolencia, todos se ríen de las
equivocaciones que cometen los demás.
Y ahora saquemos la consecuencia. Hay una pluralidad de símbolos primarios. La
experiencia intima de la profundidad, por medio de la cual se produce el mundo, por medio
de la cual la sensación se dilata en forma de mundo, es significativa para el alma que la
siente y sólo para ella. Es diferente en la vigilia, en el ensueño, en el abandono, en la
atención; es distinta en el niño y en el anciano, en el habitante de la ciudad y en el
campesino, en la mujer y en el varón; realiza, en fin, con profunda necesidad, para cada
cultura superior, la posibilidad formal sobre que descansa toda su existencia. Todos los
términos fundamentales: masa, substancia, materia, cosa, cuerpo, extensión y mil otros
vocablos de índole semejante, que se conservan en las lenguas de otras culturas, son signos
indeliberados, elegidos por el sino, signos que, en nombre de cada cultura, destacan sobre la
infinita riqueza de posibilidades cósmicas, aquellas solamente que son significativas y por lo
tanto necesarias. Ninguno de esos vocablos puede trasladarse exactamente al conocimiento
y a la vida de otra cultura. Ninguno de esos términos primarios vuelve nunca a presentarse.
Todo depende de la elección del símbolo primario, que se verifica en el instante en que el
alma de una cultura despierta y adquiere consciencia de sí misma en medio de su paisaje,
instante que tiene siempre algo de emocionante para quien sabe considerar así la historia
universal.
La cultura, conjunto de la expresión del alma en gestos y obras, cuerpo del alma, cuerpo
mortal, perecedero, sujeto a ley, a número y a causalidad; la cultura, drama histórico,
imagen en la imagen de la historia universal, conjunto de los grandes símbolos vitales,
sentimentales e intelectuales, es el único idioma por medio del cual puede un alma decir lo
que sufre.
También el macrocosmos es propiedad de un alma única, y no sabremos nunca lo que les
sucede a las demás almas.
La significación que—allende todas las posibilidades de inteligencia por conceptos—tiene
para nosotros solos el «espacio infinito», interpretación creadora que nosotros, hombres de
Occidente, le hemos dado a nuestra experiencia intima de la profundidad, esa especie de
extensión que los griegos llamaban Nada y nosotros llamamos Todo, da a nuestro mundo un
colorido que el alma antigua, el alma india, el alma egipcia no tenían en sus paletas. Un
alma vive su intuición del universo en «la bemol mayor»; otra, en «fa menor»; aquélla siente
por modo euclidiano; ésta, por modo contrapuntístico; la otra, por modo mágico. Desde el
más puro espacio analítico y desde el nirvana, hasta la corporeidad ática más inmediata,
hay una serie de símbolos primarios, cada uno de los cuales es capaz de producir una forma
cósmica perfecta. Tan lejano, extraño y vacilante como es, en su idea, el mundo indio o
babilónico para los hombres de la quinta o sexta cultura siguiente, así de incomprensible
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será un día el mundo occidental para los hombres de las culturas que han de venir después
de la nuestra.
II
ALMA APOLÍNEA, ALMA FAUSTICA, ALMA MÁGICA
6
En adelante, daré el calificativo de apolínea al alma de la cultura antigua, que eligió como
tipo ideal de la extensión el cuerpo singular, presente y sensible. Desde Nietzsche es esta
denominación inteligible para todos. Frente a ella coloco el alma fáustica, cuyo símbolo
primario es el espacio puro, sin limites y cuyo «cuerpo» es la cultura occidental que
comienza a florecer en las llanuras nórdicas, entre el Elba y el Tajo, al despuntar el estilo
románico en el siglo X. Apolínea es la estatua del hombre desnudo; fáustico es el arte de la
fuga. Apolíneos son la concepción estática de la mecánica, los cultos sensualistas de los
dioses olímpicos, los Estados griegos, con su aislamiento político, la fatalidad de Edipo y el
símbolo del falo; fáusticos son la dinámica de Galileo, la dogmática católico-protestante, las
grandes dinastías de la época barroca, con su política de gabinete, el sino del rey Lear y el
ideal de la madonna desde la Beatriz de Dante hasta el final del segundo Fausto. Apolínea
es la pintura que impone a los cuerpos singulares el límite de un contorno; fáustica es la que
crea espacios, con luces y sombras, y así se distinguen una de otra la pintura al fresco de
Polygnoto y la pintura al óleo de Rembrandt. Apolínea es la existencia del griego, que llama
a su yo soma, que no tiene idea de una evolución interna y que carece, por lo tanto, de una
historia verdadera, interior o exterior; fáustica es una existencia conducida con plena
conciencia, una vida que se ve vivir a si misma, una cultura eminentemente personal de las
memorias, de las reflexiones, de las perspectivas y retrospecciones, de la conciencia moral.
Y más lejana, aunque medianera entre las dos, aparece el alma mágica de la cultura árabe,
tomando, interpretando y heredando formas. La cultura árabe, que despierta en la época de
Augusto, en el paisaje comprendido entre el Tigris y el Nilo, el Mar Negro y la Arabia
Meridional, tiene su álgebra, su astrología y su alquimia, sus mosaicos y arabescos, sus
califas y sus mezquitas, sus sacramentos y sus libros sagrados de la religión persa, judía,
cristiana, «antigua decadente» y maníquea.
Ahora ya puede decirse que en el idioma fáustico «el espacio» es algo espiritual, separado
rigurosamente del presente sensible momentáneo; algo que no seria lícito representar en
una lengua apolínea, en griego o en latín. Pero también el espacio plástico, el espacio
expresivo es enteramente extraño a todas las artes apolíneas. La exigua cela de los templos
antiguos primitivos es una nada obscura y secreta, construida al principio con los materiales
más efímeros; un envoltorio momentáneo que se contrapone a las eternas bóvedas de las
cúpulas mágicas y de las naves catedralicias. La columnata cerrada manifiesta
expresamente que en este cuerpo no hay ningún «dentro» para los ojos. En ninguna otra
cultura se acentúa tanto la firmeza, el zócalo. La columna dórica penetra en la tierra; los
vasos antiguos están concebidos de abajo arriba, mientras que los del Renacimiento flotan
sobre el pedestal. El problema básico de las escuelas escultóricas antiguas es la firmeza
interior de la figura. Por eso, en las obras arcaicas las articulaciones están sobremanera
acentuadas, el pie descansa a plano y el reborde inferior de los largos paños rectos se alza
ligeramente para dejar bien ver cómo el pie «pisa» sobre el suelo. El relieve antiguo es
estrictamente estereométrico, superpuesto a una superficie. Hay un «intermedio» entre las
figuras, pero no hay profundidad. En cambio, un paisaje de Claudio de Lorena es solamente
espacio. Todos los detalles sirven a aclarar el espacio. Todos los cuerpos poseen, como
haces de luces y sombras, una significación atmosférica y de perspectiva. El impresionismo
es la excorporación total del mundo, para servir al espacio. El alma. fáustica, partiendo de
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este sentimiento cósmico, hubo de proponerse, en sus primeros tiempos, un problema
arquitectónico, cuyo centro de gravedad reside en el abovedado de poderosas naves
catedralicias que van derechamente de la portada a lo hondo del coro. Asi expresaba su
experiencia íntima de la profundidad. Hay que añadir a esto la tendencia a expandirse en las
lejanías del universo, tendencia que se contrapone al espacio expresivo de la cultura
mágica, que es más bien como una cueva [68]. Las bóvedas mágicas, ya sean cúpulas, ya
bóvedas de medio cañón y aun los entablamentos horizontales de una basílica, están
siempre en función de cubrir.
Strzygowski ha comprendido muy bien la idea constructiva de Santa Sofía, cuando dice que
es un dinamismo gótico, pero vuelto hacia dentro y cubierto por una capucha cerrada [69].
En cambio la cúpula de la catedral de Florencia, en el proyecto gótico de 1367, está
colocada sobre el edificio; tendencia que llega a transformarse en un verdadero
amontonamiento, como se ve en el proyecto de Diamante para la iglesia de San Pedro, cuyo
magnífico «¡Excelsior!» lleva Miguel Ángel luego a la perfección, de manera que la cúpula
parece flotar en la luz sobre las amplias bóvedas. Frente a este sentimiento del espacio, la
antigüedad nos ofrece el símbolo del perípteros dórico, todo él cuerpo, todo él abarcable en
una mirada.
Por eso la cultura antigua comienza con una grandiosa renuncia, a un arte riquísimo,
pintoresco, que estaba en plena madurez, un arte que ya existía, pero que no podía ser la
expresión del alma nueva. El arte dórico primitivo, de estilo geométrico, aparece, desde
1100, opuesto al arte de Creta [70]; es aquel un arte estrecho y áspero, y, para nuestros
ojos, mezquino y, por decirlo así, un retorno a la barbarie. En los tres siglos de la antigüedad
que «corresponden» al florecimiento del gótico no hallamos el menor indicio de arquitectura.
Hasta 650—esto es, en una época que «corresponde» a la época en que Miguel Ángel
verifica el tránsito al barroco—no aparece el tipo del templo dórico y etrusco. Todo arte
primitivo es religioso, y esa negación simbólica no lo es menos que la afirmación egipcia y
gótica. La idea de la cremación de los muertos es compatible con un lugar destinado al
culto, pero no con un edificio. Por eso la religión antigua primitiva, de la que no conocemos
apenas sino los graves nombres de Calcas, Tiresias, Orfeo, y acaso también Numa [71],
empleaba como templo justamente lo que queda cuando de la idea de un edificio se quita el
edificio mismo: el limite sagrado. La base primitiva del culto es, pues, el templum etrusco,
un recinto sacro, señalado sobre el suelo por los augures, rodeado de un espacio que estaba
prohibido franquear y provisto de una entrada al Este, para dar la buena suerte [72]. Se crea
un templum allí donde ha de verificarse un acto del culto, o donde se encuentran los
personajes revestidos de autoridad política, el Senado, el ejército.
El templum dura sólo el breve tiempo que dura su uso, y en seguida se levanta la
prohibición de traspasar los límites sagrados. Quizá hacia el año 700 consiguió ya el alma
antigua superarse hasta el punto de dar realidad sensible a las líneas de esa nada
arquitectónica, construyendo un cuerpo de edificio. El sentimiento Euclidiano fue más fuerte
que la aversión a la duración.
En cambio, la gran arquitectura fáustica comienza con las primeras manifestaciones de una
nueva religiosidad—la reforma cluniacense hacia el año 1000—y de una nueva
mentalidad—que se advierte en la disputa de la Eucaristía, entre Berengario de Tours y
Lanfranc (1050)—, y en seguida produce trazas tan gigantescas, que muchas veces las
catedrales no pudieron llenarse, a pesar de acudir a ellas la población entera, como sucedió
en Speier, o no fueron terminadas nunca.
El lenguaje apasionado que nos habla esa arquitectura se repite en la poesía [73]. Los
himnos latinos del Mediodía cristiano y los Edda del Norte, todavía pagano, aunque muy
distantes unos de otros, son, sin embargo, idénticos por la interior infinidad del espacio, que
se manifiesta en la estructura del verso, en el ritmo de la frase, en la índole de las
metáforas. Compárese el Dies irae con el Voluspa, que es de fecha no muy anterior; se ve la
misma férrea voluntad, que supera y rompe todos los obstáculos de lo visible. No ha habido
ritmo que extienda en su derredor tan inmensos espacios y lejanías como este viejo ritmo
nórdico:
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Para desdicha—por mucho tiempo
varones y hembras—vendrán al mundo.
Pero nosotros—juntos quedamos
Yo y Sigurd.
El acento de los versos homéricos es el leve temblor de una hoja al sol del Mediodía; es el
ritmo de la materia. Pero la rima—como la energía potencial en el mundo de la física
moderna—produce una tensión suspensa en el vacío, en lo ilimitado; es como una lejana
tormenta, en la noche negra, sobre las altas cimas. En su ondulante indeterminación
disuélvense las palabras y las cosas; es dinámica verbal, no estática. Y otro tanto puede
decirse de los ritmos sombríos que mecen el «Media vita in morte sumus». Anúncianse aquí
el colorido de Rembrandt y la instrumentación de Beethoven.
Aquí se siente la ilimitada soledad como el hogar -propio del alma fáustica. ¿Qué es el
WalhaIIa? El Walhalla era desconocido para los germanos de las invasiones y aun de la
época merovingia. Fue inventado por el alma fáustica, a su despertar, y seguramente bajo
las impresiones de la mitología antigua pagana y de la mitología árabe-cristiana, las dos
viejas culturas del Sur que, con sus libros clásicos o sagrados, sus ruinas, sus mosaicos y
miniaturas, sus cultos, ritos y dogmas, penetraban por doquiera en la nueva vida. Y, sin
embargo, el Walhalla reside, allende las realidades sensibles, en regiones lejanas, obscuras,
fáusticas. El Olimpo se halla situado en la misma tierra griega. El paraíso de los padres de la
Iglesia es un Jardín encantado, que existe en cierto lugar del universo mágico. El Walhalla
no está en ninguna parte. Perdido en lo infinito, con sus dioses y sus héroes solitarios,
aparece como el símbolo inmenso de la soledad. Sigfredo, Parsifal, Tristán, Hamlet, Fausto,
son los héroes más solitarios de todas las culturas. Léase en el Parzeval de Wolfram la
maravillosa narración de cómo despierta la vida interior. El anhelo de las selvas, la
misteriosa compasión, el indecible abandono: todo esto es fáustico y sólo fáustico. Todos lo
conocemos. En el Fausto de Goethe retorna el mismo motivo, en toda su profundidad:
Un anhelo de dulzura inconcebible.
me empujaba por las selvas y los prados,
y derramando lágrimas ardientes
sentí que un mundo se entregaba a mí.
Esta manera de vivir el universo le es completamente desconocida al hombre apolíneo y al
hombre mágico, a Homero y a los Evangelistas. El momento culminante, en el poema de
Wolfram, es esa maravillosa mañana de Viernes Santo, cuando el héroe, separado de Dios
y de sí mismo, descubre al noble Gawan. «¿Y si buscara ayuda en el seno de Dios?» Y se
va, peregrino, en busca de Tevrezent, el ermitaño.
Esta es la raíz de la religión fáustica. Se comprende aquí el misterio de la Eucaristía, que
reúne a los participantes en una comunidad mística, la Iglesia de los bienaventurados. El
mito del Santo Graal y sus caballeros nos hace comprender la necesidad interna del
catolicismo germánico-nórdico. Frente a los sacrificios antiguos, ofrecidos a cada deidad, en
su templo propio, aparece aquí el sacrificio único, infinito, repetido a diario y por doquiera.
Es ésta una idea fáustica de los siglos IX-XII, de la época de la Edda. Ya la vislumbraron
algunos misioneros anglo-sajones, como Winfried, pero hasta entonces no llegó a su plena
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madurez. La catedral, cuyo altar mayor rodea y encierra el misterio, es su expresión en
piedra [74].
La pluralidad de cuerpos en que se manifiesta y expresa el cosmos antiguo exige un mundo
de dioses que le sea parejo; tal es el sentido del politeísmo antiguo. En cambio el espacio
cósmico único, ya sea el universo como cueva o el universo de amplitudes infinitas, exige
un Dios único, el del Cristianismo mágico o el del fáustico. Athene y Apolo pueden
representarse por una estatua. Pero la divinidad de la Reforma y de la Contrarreforma no
puede «manifestarse»—hace tiempo que se ha sentido esto—sino en la tormenta de una
fuga para órgano o en la solemne ejecución de una cantata o de una misa.
Desde las ricas y varias figuras que aparecen en la Edda y las leyendas de los Santos, de la
misma época, hasta Goethe, la mitología occidental sigue un proceso inverso al de la
mitología antigua. En la antigüedad, una continua atomización de lo divino, hasta llegar a la
innumerable cohorte de la época imperial; en Occidente, en cambio, una simplificación, que
culmina en el deísmo del siglo XVIII.
La mágica jerarquía celeste, que la Iglesia en el terreno de la pseudomorfosis occidental [75]
ha mantenido con todo el peso de su autoridad y que, desde los ángeles y los santos,
asciende hasta las personas de la Trinidad, va perdiendo poco a poco consistencia, colorido.
Insensiblemente el diablo, ese otro gran protagonista en el drama gótico del universo [76],
desaparece también de las posibilidades del sentimiento fáustico. El diablo, a quien todavía
Lulero arrojó una vez su tintero, es, hace ya tiempo, el objeto de un silencio embarazado por
parte de los teólogos protestantes. La soledad del alma fáustica no se compadece con un
dualismo de las potencias cósmicas. Dios mismo es el Todo. A fines del siglo XVII los
recursos de la pintura resultan ya insuficientes para manifestar esta religiosidad, y la música
instrumental es entonces el único y ultimo medio de expresión religiosa. Puede decirse que
la fe católica y la fe protestante están en la misma relación que un cuadro de altar y la
música de un oratorio. Ya en torno de los dioses y héroes germánicos se extienden
inmensas lejanías, misteriosas sombras; sus figuras están inmersas en música; son dioses
nocturnos, pues la luz del día pone límites a la vista, creando así las cosas corpóreas. La
noche quita cuerpo; el día quita alma. Apolo y Athene no tienen «alma». En el Olimpo brilla
inmóvil la luz eterna de un claro día meridional. La hora apolínea es la del mediodía, la
siesta del Gran Pan. En el Walhalla, empero, no hay luz. En la Edda hallamos ya algunos
indicios de esas noches profundas, en que Fausto, solo en su cuarto de estudio, medita
febril; de esas noches que las aguas fuertes de Rembrandt han logrado expresar
incomparablemente; de esas noches surcadas por los relámpagos de Beethoven. Wotan,
Baldur, Freya, no tuvieron nunca una figura «euclidiana». De ellos, como de los dioses
védicos de la India, no puede «hacerse ni un retrato, ni una metáfora». Esta imposibilidad
consagra el espacio eterno como símbolo supremo, por oposición a la copia corpórea, que
rebaja el espacio al mero papel de «ambiente», y así lo profana y lo niega. Este motivo,
hondamente sentido, es el que sirve de fundamento a la destrucción de las imágenes en el
Islam y en Bizancio—ambas en el siglo VIII—, como también más tarde al movimiento
iconoclasta del Norte protestante que interiormente tiene una profunda afinidad con aquéllos.
Y la creación del análisis antieuclidiano por Descartes ¿no fue también como una
destrucción de las imágenes? La antigua Geometría inventa un mundo numérico a toda luz;
la teoría de las funciones es propiamente una matemática nocturna.
7
El alma occidental ha expresado su sentimiento cósmico con extraordinaria abundancia de
recursos, en palabras, en sonidos, en colores, en perspectivas pictóricas, en sistemas
filosóficos, en leyendas y no menos en los espacios de las catedrales góticas y en las
fórmulas de la teoría de las funciones.
En cambio el alma egipcia ha expresado el suyo sin la menor ambición teórica y literaria,
casi exclusivamente en el lenguaje inmediato de la piedra. En lugar de perderse en juegos
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de palabras sobre la forma de la extensión, sobre el «espacio» y el «tiempo»; en lugar de
forjar hipótesis, sistemas numéricos y dogmas, fue dejando silenciosa sus grandiosos
símbolos en el paisaje del Nilo. La piedra es el gran símbolo de lo que se ha tornado
intemporal. En ella parecen unirse el espacio y la muerte. «Se ha edificado para los muertos
antes que para los vivos—dice Bachofen en su autobiografía—. Para el breve tiempo que
les es dado a los vivos, bástales frágil madera.
En cambio la eternidad, deparada a los muertos, exige que sus edificios sean construidos
con la más dura piedra. El culto más antiguo se aplica a la piedra que señala la tumba; el
templo más antiguo es el edificio mortuorio; el arte y la ornamentación tienen por origen el
adorno de las tumbas.
En las tumbas se ha formado el símbolo. No hay palabras que puedan expresar lo que se
piensa, lo que se siente, lo que en silencio se ruega Junto a una tumba. Sólo el símbolo, con
su quietud y su gravedad eterna, puede en cierto modo sugerirlo.»
El muerto ya no desea, no aspira. El muerto ya no es tiempo; es sólo espacio, es algo que
permanece o que ha desaparecido, pero que de ninguna manera se encamina hacia un
futuro.
Por eso, lo que en sentido estricto permanece, la piedra, es la expresión del reflejo que lo
muerto deja en la conciencia vigilante del ser vivo. El alma fáustica aguardaba, después de
la muerte corpórea, una inmortalidad, que era como su enlace con el espacio infinito, y por
eso espiritualizó la piedra en el sistema dinámico de la arquitectura gótica—contemporáneo
de las series paralelas en el canto de iglesia—hasta transformarla en un fervoroso afán de
profundidad y de ascensión por el espacio. El alma apolínea quiso ver a sus muertos
reducidos a cenizas, aniquilados, y por eso evitó, durante toda su primera edad, la
construcción en piedra. El Alma egipcia se veía caminando por una estrecha senda de la
vida, implacablemente prescrita, al término de la cual había de presentarse ante el juez de
los muertos. (Capítulo 125 del Libro de los muertos.) Tal era su idea del sino. La existencia
egipcia es la de un caminante que marcha en una dirección, siempre la misma. Todo el
lenguaje formal de su cultura está hecho para dar realidad sensible a este único motivo.
Junto al espacio infinito del Norte, junto al cuerpo de la Antigüedad, su símbolo primario
puede designarse con la palabra camino. Es ésta una manera muy extraña de acentuar, en
la esencia de la extensión, tan sólo la dirección de la profundidad, y el pensamiento
occidental puede difícilmente comprenderla. Los templos-sepulcros del Antiguo Imperio,
sobre todo los grandiosos templos-pirámides de la IV dinastía, no tienen, como la mezquita y
la catedral, un espacio interior distribuido en partes, según un sentido profundo, sino una
serie rítmica de espacios. El camino sagrado arranca de la portada, junto al Nilo, y pasando
por corredores, vestíbulos, patios, arcadas y salas de columnas, estrechándose cada vez
más, llega a la cámara mortuoria [77]. Los templos del Sol en la V dinastía no son tampoco
«edificios» propiamente dichos, sino un camino rodeado de grandes piedras [78]. Los
relieves y las pinturas siempre están colocados en serie, obligando al espectador a seguir en
una determinada dirección. A la misma intención obedecen las avenidas de carneros y de
esfinges del Nuevo Imperio.
Para el egipcio, la experiencia íntima de la profundidad, que determinaba para él la forma
cósmica, acentuaba de tal suerte la dirección, que el espacio en cierto modo permanecía en
trance de continua realización- La lejanía no está aún transformada en cosa rígida. Cuando
el hombre se mueve hacia adelante, convirtiéndose así él mismo en un símbolo de la vida,
entonces es cuando entra en relación con la parte pétrea de este simbolismo. El «camino»
significa al mismo tiempo el sino y la tercera dimensión. Los grandes muros, los relieves, las
columnatas, ante las cuales pasa el camino, son la «anchura y la altura», esto es, la simple
sensación que los sentidos nos proporcionan y que la vida, en su progresión hacia adelante,
dilata y convierte en mundo. De esta suerte el egipcio, marchando en procesión, vive el
espacio en cierto modo como si sus elementos estuviesen aún desunidos. En cambio el
griego, que ofrece su sacrificio delante del templo, no siente el espacio; y el hombre de los
siglos góticos, orando en la catedral, se percibe como envuelto por la inmóvil infinitud. Por
eso el arte egipcio quiere producir efectos de superficie y nada más, incluso cuando hace
uso de medios corpóreos. Para el egipcio, la pirámide que se alza sobre la tumba regia es
un triángulo, una enorme superficie, que cierra el camino y domina el paisaje, una superficie
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de máxima tuerza expresiva que va acercándose; las columnas de los corredores y patios
interiores, sobre fondo obscuro, muy apretadas y cubiertas de adornos, le hacen el efecto de
rayas verticales que acompañan rítmicamente la marcha de los sacerdotes; el relieve es
minucioso y—muy en oposición al relieve antiguo—queda incluido en una superficie; en su
evolución de la III a la V dinastía, pasa del grueso del dedo al de una hoja de papel y acaba
por convertirse en hueco relieve [79]. El predominio de la horizontal, de la vertical y del
ángulo recto, el cuidado por evitar todo escorzo, son las bases en que se apoya el principio
de las dos
dimensiones, para aislar asi la emoción de la profundidad, que coincide con la dirección del
camino y su término—la tumba—.
Este arte no permite ninguna desviación que aligere la tensión del alma.
Y esto—expresado en el más sublime lenguaje que pueda imaginarse—¿no es lo mismo
que todas nuestras teorías del espacio quisieran manifestar? Es ésta una metafísica de
piedra, junto a la cual la metafísica escrita—la de Kant— parece un ingenuo balbuceo.
Ha habido, sin embargo, una cultura, cuya alma, a pesar de ser muy distinta, llegó a tener un
símbolo primario muy semejante al egipcio; me refiero al alma china, con su principio del
Tao, sentido como la dirección de la profundidad [80].
Pero mientras que el egipcio recorre hasta el fin la senda prescrita, con férrea necesidad, el
chino camina por el mundo.
No va su senda por entre espesos muros de lisas piedras a terminar en el templo de Dios o
en la tumba ancestral, sino que corre serpenteando por la amable naturaleza. En ninguna
otra cultura ha sido, como en la China, el paisaje la materia propia de la arquitectura. «Se ha
desarrollado aquí, sobre una base religiosa, una grandiosa regularidad y unidad de todos los
edificios, que ha mantenido por todas partes un esquema homogéneo de portadas, alas,
patios y vestíbulos, todos rigurosamente dispuestos sobre un eje orientado de Norte a Sur y
que llegan a presentar una grandeza tal en las plantas y un dominio tan completo de las
distancias y los espacios, que bien puede decirse que esta arquitectura hace entrar en sus
cálculos el paisaje mismo [81].» El templo no es propiamente un edificio, sino un conjunto en
el que la colina y la cascada, los árboles, las flores y unas piedras de forma determinada,
colocadas en sitios fijos, son tan importantes como las puertas, los muros, las fuentes y las
casas. Esta cultura es la única en donde la jardinería es un arte religioso de gran estilo. Hay
Jardines que reflejan la esencia de ciertas sectas budistas [82]. Por la arquitectura del
paisaje se explica la de los edificios, la poca altura de éstos y la insistencia en acentuar el
tejado, que es propiamente el elemento expresivo. Y asi como los caminos ondulantes
pasan por puertas, puentes, colinas y muros, para llegar a su término, así también la pintura
conduce al espectador de detalle en detalle.
El relieve egipcio, en cambio, le prescribe una dirección única. El cuadro chino no debe
abarcarse en una mirada. El transcurso del tiempo supone una serie de partes que la mirada
recorre unas tras otras [83]. La arquitectura egipcia domina el paisaje. La arquitectura china
se amolda al paisaje. Pero en ambos casos, la dirección de la profundidad es la que
mantiene presente la emoción del espacio produciéndose.
8
Todo arte es un lenguaje expresivo [84]. En sus rudimentos más primitivos, que arrancan del
mundo animal mismo, es él arte el lenguaje de un ser capaz de movimientos; pero un
lenguaje que sólo se dirige al que lo habla. No se piensa en los testigos, y, sin embargo, si
no los hubiere, el instinto expresivo enmudecería por sí solo. En estadios muy posteriores
ocurre todavía a menudo que no hay por una parte artistas y por otra espectadores, sino sólo
una muchedumbre de creadores artísticos. Todos cantan, miman, bailan; y el «coro» como
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conjunto de todos los presentes no ha desaparecido nunca por completo de la historia del
arte. Sólo el arte superior es ya decididamente un «arte ante testigos»; sobre todo—como
Nietzsche ha observado—ante el testigo supremo: Dios [85].
La expresión artística es ornamento o imitación. El ornamento y la imitación son
posibilidades superiores, cuya oposición es apenas sensible en los comienzos. La imitación
es lo absolutamente primitivo; es la más próxima a la raza. La imitación parte de una
percepción fisiognómica del tú, que involuntariamente nos induce a colaborar en el compás
de su ritmo vital. El ornamento, en cambio, manifiesta un yo que tiene conciencia de su
propia índole. Aquélla está muy extendida por el mundo animal; éste pertenece casi
exclusivamente al hombre.
La imitación se origina en el ritmo secreto de toda realidad cósmica. Para un ente que vive
despierto, la unidad cósmica aparece como dilatación y oposición; es un aquí y un allí, algo
propio y algo extraño, un microcosmos frente a un macrocosmos, los dos polos de la vida
sensitiva. Mas esta dualidad queda superada precisamente por el ritmo de la imitación.
Toda religión es un afán del alma vigilante, que aspira a comunicar con las potencias del
mundo, que la rodea. Esto mismo exactamente quiere conseguir la imitación que, en sus
momentos de unción máxima, es profundamente religiosa. En efecto, una misma movilidad
interior es la que hace que el cuerpo y el alma vibren de consuno aquí y el mundo
circundante allá. Asi como el pájaro se mece en la tormenta y el nadador se amolda a la
caricia de las olas, así los miembros de nuestro cuerpo se sienten irresistiblemente movidos
a reproducir el compás de una marcha, o los músculos del rostro a imitar los gestos de otra
persona. Justamente los niños son maestros en el arte del remedo. Y esta tendencia puede
llegar hasta producir ese efecto «arrebatador» de los coros, de las marchas, de las danzas,
que convierte la pluralidad de individuos en una unidad de sensación y expresión, en un
«nosotros». Igualmente un retrato «bien logrado» de un hombre o de un paisaje se produce
por la sensación de la armonía entre el movimiento dibujante y las vibraciones, las
ondulaciones misteriosas del modelo vivo. Aquí el ritmo fisiognómico se toma activo y
supone un sujeto que sabe desentrañar en el juego de la superficie la idea, el alma de la
cosa extraña.
En ciertos momentos de abandono, todos tenemos ese saber, y entonces, al acompañar la
música o el gesto, con un imperceptible ritmo, descubrimos de pronto arcanos de insondable
profundidad. Toda imitación se propone engañar, esto es, trocar, cambiar una cosa por otra.
Esa inmersión en una cosa extraña, ese trueque de esencia y de lugar, que hace que uno
viva en otro, al remedarlo o describirlo, evoca un sentimiento de armonía que, desde el
silencioso olvido de si mismo, llega hasta la más franca risa y toca a los últimos
fundamentos del erotismo, que es inseparable de la productividad artística.
De aquí provienen las danzas en corro—hay un baile popular en Baviera, cuyo origen es la
imitación del gallo silvestre solicitando a la hembra—. Esto mismo pensaba Vasari cuando
elogiaba a Cimabue y a Giotto por haber sido los primeros en volver a la imitación de la
naturaleza, aquella naturaleza de los hombres primitivos, de la que decía entonces el
maestro Eckhart «Dios se vierte en todas las criaturas, y por eso todo lo creado es Dios.» Lo
que como movimiento contemplamos en el mundo circundante y, por lo tanto, sentimos en
su significación interior, lo reproducimos también en forma de movimiento, Por eso toda
imitación es espectacular, en el más amplio sentido. Espectáculo es el movimiento de la
pincelada o del cincel, la modulación de la voz en el canto, el tono de la narración, el verso,
la representación, la danza. Pero lo que nosotros vivimos al ver y al oír es siempre un alma
extraña, con la cual entramos en comunión. Mucho después, cuando ya aparece el arte de
las grandes urbes, arte falto de alma y sobrado de análisis intelectual, es cuando se verifica
el tránsito al naturalismo, en el sentido que le damos hoy a esta palabra, esto es, la imitación
de los encantos que ofrece la apariencia de las cosas, el contenido científico de los
caracteres sensibles.
Ahora bien; el ornamento se distingue claramente de la imitación. El ornamento no sigue la
corriente de la vida, sino que se contrapone, rígido, a la vida. En lugar de recoger los rasgos
fisiognómicos de las existencias extrañas, el ornamento imprime en ellas motivos
permanentes, símbolos. El ornamento no pretende engañar, sino conjurar. El yo se
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sobrepone al tú.
Imitar es hablar, hablar por medio de unos signos que el instante mismo proporciona y que
no vuelven a presentarse. El ornamento, en cambio, hace uso de un idioma, de un tesoro de
formas, que tiene duración y que se halla substraído al capricho individual [86].
Sólo puede ser imitado lo viviente; y la Imitación ha de hacerse por movimientos, pues lo
viviente se manifiesta a los sentidos de los artistas y de los espectadores en forma de
movimiento. Por eso la imitación pertenece al tiempo y a la dirección. Danzar, dibujar,
describir, representar, para los ojos y los oídos, es hacer movimientos que van en una
dirección irrevocable, y así las posibilidades máximas de la imitación se hallan en la
reproducción de un sino, bien en sonidos, bien en versos, ya en un retrato, ya una escena
[87]. En cambio un ornamento es algo que ha sido arrebatado al tiempo; es extensión pura,
afirmada, perdurable. La imitación es expresión en el momento mismo en que se verifica. El
ornamento, en cambio, es expresivo sólo cuando se ofrece, terminado, ante los sentidos. El
ornamento es la realidad misma, prescindiendo en absoluto de su origen y producción. No es
posible reproducir, imitar, mas que un sino particular, el de Antígona, el de Desdémona. En
cambio el ornamento, el símbolo, designa la idea del sino en general; por ejemplo, la
columna dórica, que designa la idea del sino para los antiguos. La imitación supone talento,
el ornamento supone además un saber que puede aprenderse.
Hay una gramática y una sintaxis en el lenguaje de formas que emplean todas las artes
estructuradas; gramática y sintaxis que tiene sus reglas y sus leyes, su lógica interna y su
tradición. La hay no sólo en la arquitectura de los templos dóricos y de las catedrales
góticas; no sólo en la escultura de Egipto [88], de Atenas y de las catedrales francesas; no
sólo en la pintura de los chinos, de los antiguos, de los holandeses, de los florentinos, sino
también en el arte de los escaldas y de los minnesänger, con sus reglas fijas que se
aprendían y se aplicaban, como las reglas de un oficio, a la ponderación de las frases, a la
estructura de los versos, y hasta a la ejecución de los gestos y a la elección de las metáforas
[89]; en la técnica narrativa de la poesía épica de los Vedas, de Homero y de
los germano-celtas; en la estructura verbal y el ritmo vocal de los sermones góticos,
alemanes o latinos, y por último, en la prosa oratoria [90] de los antiguos y en las reglas del
drama francés.
La parte ornamental de una obra artística refleja siempre la causalidad sagrada del
macrocosmos, tal como la siente y comprende un cierto tipo de hombres. Ambas cosas
tienen un sistema. Ambas están impregnadas de los dos sentimientos fundamentales que
constituyen la parte religiosa de la vida:
temor y amor [91]. Un verdadero símbolo puede infundir temor o librar del temor. Lo
«exacto» salva; lo «falso» martiriza y deprime. En cambio, la parte imitativa del arte está
más próxima a los sentimientos propiamente raciales: odio y amor. Aquí surge la oposición
entre lo feo y lo bello, que se refiere a los seres vivos, cuyo ritmo interior nos repele o nos
atrae, aunque se trate de las nubes rosadas por el sol poniente o de la respiración contenida
de una máquina. Una imitación es bella; un ornamento es significativo. He aquí la diferencia
entre la dirección y la extensión, entre la lógica orgánica y la lógica inorgánica, entre la vida
y la muerte. Lo que juzgamos bello es «digno de ser imitado». Lo bello nos seduce, esto es,
provoca en nosotros una leve vibración concordante que nos empuja a remedarlo, a
repetirlo, a acompañar su canción. Lo bello «hace latir más recio el corazón» y estremece
los músculos; embriaga hasta el entusiasmo delirante. Pero como pertenece al tiempo, tiene
«su tiempo». Un símbolo dura; lo bello, empero, perece en el instante mismo en que se
detiene la pulsación vital de quien lo siente en el ritmo cósmico, ya sea un individuo, una
clase social, un pueblo o una raza. La «belleza» de las estatuas y de los poemas antiguos
era, para los antiguos, totalmente distinta de lo que es para nosotros, y con el alma antigua
ha desaparecido irremediablemente. Lo que nosotros «encontramos bello» en esas estatuas
y poemas es un rasgo que sólo para nosotros existe. Lo que es bello para cierto tipo de vida,
es indiferente o feo para otro, como nuestra música para los chinos o la plástica mejicana
para nosotros. Es más; para una y la misma vida lo habitual no puede ser nunca bello,
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porque lo habitual tiene siempre algo de perdurable.
Ahora podemos considerar, en toda su profundidad, la oposición que existe entre esos dos
aspectos de todo arte.
La imitación anima y vivifica; la ornamentación conjura y mata. Aquélla «deviene»; ésta
«es». Aquélla está, por lo tanto, emparentada con el amor y sobre todo con el amor sexual—
la canción, la embriaguez, la danza—, en el cual la existencia se orienta hacia el futuro; ésta
tiene hondas afinidades con la preocupación por el pasado, con el recuerdo [93], con el
sepelio.
Lo bello es objeto de anhelante deseo; lo significativo infunde terror. Por eso no hay más
intima oposición que la de la casa de los vivos y la casa de los muertos [94]. La casa del
labrador [95], del noble rural, el castillo y fortaleza del magnate son viviendas—moradas de
la vida—, expresiones inconsciente de la Sangre, que ningún arte creó y que ningún arte
puede cambiar.
La idea de la familia se manifiesta en la planta de la casa solariega; la forma interior de la
tribu está patente en el diseño de las aldeas, que, al cabo de muchos siglos y después de
muchos cambios de habitantes, permite todavía reconocer la raza de sus fundadores [96]; la
vida de una nación y su estructura social se expresan en el plano—no en el corte, no en la
silueta—de la ciudad [97]. Por otra parte, la ornamentación se desarrolla en los símbolos
rígidos de la muerte, la urna funeraria, el sarcófago, la tumba, el templo a los muertos [98], y
luego sigue su evolución en los templos a los dioses y en las catedrales, que son puros
ornamentos, que no son la expresión de una raza, sino el lenguaje de una intuición del
mundo.
Los templos, las catedrales, son en toda su integridad puro arte; en cambio la casa del
labrador y el castillo del magnate no tienen nada que ver con el arte [99].
Estas son viviendas, en donde se hace arte, el arte propiamente imitativo: la epopeya
védica, homérica, germánica, el cantar heroico, la danza aldeana y caballeresca, la copla
del Juglar, La catedral, en cambio, no sólo es arte, sino que es el único arte que no imita
nada. Es toda ella tensión de formas perdurables, lógica tridimensional que se expresa en
las aristas, los planos y los espacios. El arte de las aldeas y de los castillos es hijo del
capricho momentáneo, vive entre risas y excesos, entre Juegos y comilonas; está prendido
al tiempo, hasta tal punto que el trovador toma su nombre del verbo trovar (encontrar,
inventar), y la improvisación—como toda vía hoy ocurre en la música de los zínganos—no
es otra cosa que la raza misma manifestándose a los sentidos extraños bajo la presión del
momento. A esta libre productividad opone el arte eclesiástico la rigurosa escuela, tanto en
el himno como en el edificio y la imagen. Y en esa escuela, el individuo obedece a la lógica
de ciertas formas intemporales. Por eso en todas las culturas el edificio del culto es,
primitivamente, el centro donde se desarrolla la historia del estilo. En los castillos tiene estilo
la vida, no el edificio. En las ciudades la planta es una copia de los sinos del pueblo, y sólo
las torres y cúpulas, que se yerguen en la silueta, nos dicen cómo fue la lógica que los
arquitectos pensaron en su imagen cósmica y cuáles las últimas causas y efectos que
concibieron en su universo.
La piedra, en la viviendas, sirve a un fin mundano; pero en el templo, la piedra es un
símbolo [100]. Uno de los errores que más estragos ha causado en la historia de las grandes
arquitecturas ha sido la creencia de que la historia de la arquitectura debía ser una historia
de las técnicas constructivas, cuando en realidad debe ser la historia de las ideas
constructivas, que toman sus recursos técnicos y expresivos donde los encuentran. Sucede
en esto lo mismo que en la historia de los instrumentos musicales [101], que se han
desarrollado igualmente conforme a cierto lenguaje sonoro. El hecho de que la bóveda en
ojiva, el contrafuerte y la cúpula sobre trompas hayan sido inventados expresamente para
un gran estilo arquitectónico o hayan sido tomados de otra comarca más o menos lejana y
aprovechados en sentido propio, es cosa que a la verdadera historia del arte le es tan
indiferente como la cuestión de saber si los instrumentos de cuerda proceden técnicamente
de Arabia o de la Bretaña celta. Es posible que la columna dórica venga en efecto de los
templos egipcios del Imperio nuevo; es posible que la cúpula romana proceda de los
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etruscos y el patio florentino de los moros africanos. Pero el perípteros dórico, el Panteón, el
Palacio Farnese pertenecen a otro mundo muy distinto; son la expresión artística en que se
manifiesta el símbolo primario de las tres culturas.
9
En todo periodo primitivo hay, pues, dos artes propiamente ornamentales y no imitativas: el
arte de la edificación y el arte del decorado. En el período previo, que antecede al
nacimiento de una cultura; en los siglos de vislumbre y de fermentación, el mundo de la
expresión elemental se manifiesta sólo por medio del arte decorativo, en sentido estricto.
Los tiempos carolingios están representados por la decoración exclusivamente. Los ensayos
de edificación que se hacen en esta época se hallan «entre los estilos». Les falta la idea. De
igual modo, la desaparición de todos los edificios micenianos no constituye en realidad una
pérdida para la historia del arte [102]. Pero de pronto, cuando despunta la gran cultura, el
edificio considerado como ornamento alcanza tal potencia expresiva, que el simple
decorado le cede tímidamente el puesto casi por un siglo. Ahora hablan solos los espacios,
las superficies, las aristas de piedra. El templo-sepulcro de Chefren llega al máximum de
sencillez matemática: por doquiera ángulos rectos, superficies y pilares cuadrados; no hay
decoración, ni inscripción, ni transición. El relieve, que mitiga la tensión del espíritu, no se
atreve a insinuarse, hasta algunas generaciones después, en la magia sublime de estos
espacios. Y lo mismo sucede con la noble arquitectura románica de Westfalia y Sajonia
(Hildesheim, Gernrode, Paulinzella, Paderborn), de la Francia meridional y de los
normandos (Norwich, Peterborough, en Inglaterra) , que supo, con una gravedad interior y
una dignidad indescriptibles, condensar en una línea, en un capital, en un arco, el sentido
integro del universo.
Cuando el mundo de las formas primitivas llega a su apogeo, es cuando ya se establece la
relación entre el edificio y el decorado. El edificio es lo primero, lo fundamental, y a su
servicio se pone un decorado riquísimo, que es ornamento en el más alto sentido de la
palabra. En efecto, ornamento no es solamente el modelo decorativo, el motivo aislado de
los antiguos, con su simetría estática o su adición meándrica [103] o el arabesco que recubre
las superficies, o el modelo plano de los mayas, que guarda cierta semejanza con el
arabesco, o el «motivo del trueno» y otros motivos chinos de la época Chu primitiva, que
demuestran que la vieja arquitectura china es en efecto una composición del paisaje, y que
indudablemente adquieren todo su sentido por las líneas del jardín circundante, en donde los
vasos de bronce constituían asimismo un elemento de la composición. También tienen valor
decorativo las figuras de los guerreros que se ven en los vasos Dipylon, y, en mucho mayor
grado todavía, los grupos de estatuas de las catedrales góticas. «Las figuras se componen,
en las portadas, partiendo del espectador y formando, con relación al espectador, series
superpuestas, como rítmicas fugas de una sinfonía que se eleva hacia el cielo y envía sus
notas en todas las direcciones» [104].
Los pliegues del ropaje, las actitudes, los tipos de las figuras y asimismo la estructura de los
himnos, en estrofas, y las series paralelas de las voces, en el canto de iglesia, son
ornamentos al servicio de la idea arquitectónica predominante [105].
Más tarde, al comenzar las épocas posteriores, se rompe ya el encanto de los grandes
ornamentos. La arquitectura entra a formar parte de un grupo de artes particulares, urbanas,
mundanas, que van dando cada vez más cabida a la imitación agradable e ingeniosa y
exaltando el elemento personal.
Puede decirse de la imitación y del ornamento lo mismo que hemos dicho más arriba del
tiempo y del espacio: el tiempo engendra el espacio, pero el espacio mata el tiempo [106]. Al
principio el simbolismo rígido hubo de petrificar todo lo viviente. El cuerpo de una estatua
gótica no debe vivir; es simplemente un conjunto de líneas en forma humana. Pero ahora el
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ornamento pierde todo su
rigor sagrado y se convierte cada vez más en la decoración de los edificios, que sirven de
marco a una vida distinguida y plenamente formada. Sólo en este sentido, es decir, como
elemento propio para embellecer la vida, fue aceptado el gusto del Renacimiento por el
mundo cortesano y patricio del Norte—¡y sólo por éste!—[107]. El ornamento significa, en el
Antiguo Imperio, algo muy distinto que en el Medio; en el estilo geométrico, algo muy distinto
que en el helenismo; en 1200, para nosotros, algo muy distinto que en 1700. Y también la
arquitectura pinta y hace música, y sus formas parecen siempre a punto de remedar algo en
la imagen del mundo circundante. Así se explica el tránsito del capitel jónico al corintio, y de
Vignola, por Bernini, al rococó.
Al comenzar la civilización se extingue el verdadero ornamento y con él el arte elevado.
Verifican este tránsito el «clasicismo» y el «romanticismo» que, en una u otra forma,
aparecen en todas las culturas. El clasicismo significa el entusiasmo por un género de
ornamento—reglas, leyes, tipos— que desde hace ya mucho tiempo se ha hecho tradicional
e inánime. El romanticismo es la imitación entusiasta no de la vida, sino de otra imitación
anterior. En lugar del estilo arquitectónico, aparece un gusto arquitectónico. Los modos de
pintar, las maneras literarias, las formas antiguas y modernas, castizas y extranjeras,
cambian con la moda. Falta la necesidad interior. Ya no hay «escuelas», porque cada cual
busca los motivos donde quiere y como quiere. El arte se transforma en arte industrial, y
esta transformación la sufre todo el arte, la arquitectura como la música, el verso como el
drama. Por último se constituye un tesoro de formas plásticas y literarias, que pueden
manejarse sin profunda significación con sólo buen gusto. En esta última forma, que ya no
tiene ni historia ni evolución, hállase hoy ante nosotros el arte industrial decorativo en los
modelos de los tapices orientales, de los metales persas e indios, de las porcelanas chinas.
Asi estaba también el ornamento egipcio (y babilónico) cuando los griegos y los romanos lo
conocieron. Arte industrial es el arte de Creta, epígono septentrional del gusto egipcio, desde
la época de los Hycsos. Y el arte «correspondiente» de la época helenístico-romana,
aproximadamente desde Escipión y Aníbal, desempeña la misma función de costumbre
confortable y de juego ingenioso. Desde el pomposo aparato del Foro de Nerva, en Roma,
hasta la cerámica provinciana posterior, en el Oeste, todo va convirtiéndose en un arte
industrial invariable, que podemos asimismo rastrear en Egipto y en el mundo islámico y que
debemos suponer existiera también en la India y en la China en los siglos que siguen a Buda
y Confucio.
10
Ahora se comprende, Justamente por la diferencia que existe entre la catedral y la pirámide,
a pesar de su profunda afinidad interior, ahora se comprende el fenómeno poderoso del
alma fáustica, cuya ansia de profundidad no pudo acomodarse al símbolo primario del
camino y desde el primer momento se afanó por franquear todos los límites ópticos que
cercan la sensibilidad. ¿Puede haber nada más extraño al sentido del Estado egipcio, cuya
tendencia podríamos definir como una sobriedad sublime, que la ambición política de los
grandes emperadores de las Casas de Sajonia, Franconia y Staufen, que perecieron por
haber querido sobrepujar todas las realidades políticas? Reconocer un limite hubiera sido
para ellos rebajar la idea de su dominación. El símbolo primario del espacio infinito penetra
ahora, con toda su potencia indescriptible, en el círculo de la vida política activa. A las
figuras de los Otones, de Conrado II, de Enrique VI, de Federico II, podríamos añadir los
normandos, conquistadores de Rusia, Groenlandia, Inglaterra, Sicilia y casi también
Constantinopla, y los grandes Papas Gregorio VII e Inocencio III.
Todos aspiraban a confundir la esfera visible de su poder con el mundo conocido de
entonces. He aquí precisamente la diferencia que separa a los héroes de Homero, con su
reducida perspectiva geográfica, de los héroes de las leyendas occidentales: la del Graal, la
del rey Artus, la de Sigfredo, que van siempre errantes por el infinito. Los guerreros de las
Cruzadas cabalgaban desde las orillas del Elba o del Loira hasta los confines del mundo
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conocido; en cambio, los hechos históricos, que constituyen el núcleo de la Ilíada, tuvieron
por teatro—esto puede inferirse con certidumbre del estilo propio del alma antigua—una
comarca pequeña que la mirada abarca de una vez.
El alma dórica realizó el símbolo del objeto individual presente y corpóreo, renunciando a las
grandes creaciones de alto vuelo. El hecho de que el primer período postmiceniano no haya
dejado nada que descubrir a nuestros arqueólogos tiene su fundamento en la índole de
aquellos hombres. El alma dórica logra al fin expresarse en el templo dórico, que actúa
hacia afuera, como un bloque en el paisaje, y niega el espacio interior, prescindiendo de
darle una forma artística y considerándolo como la nada, tò m¯ ùn, lo que no debiera existir.
Las columnatas egipcias sostenían la techumbre de una sala. El griego adoptó este motivo,
pero lo acomodó a su sentimiento, dando la vuelta, como a un guante, al tipo arquitectónico
de los egipcios. Las columnatas exteriores son en cierto modo los restos del espacio interior,
rechazado por los griegos [108].
En cambio el alma mágica y el alma fáustica elevaron al cielo sus ensueños de piedra, esas
enormes bóvedas que envuelven unos espacios interiores altamente significativos, cuya
estructura anticipa el espíritu de dos matemáticas: la del álgebra y la del análisis. En el tipo
de edificio que nace en Borgoña y FIandes y se propaga por todo el Occidente, las bóvedas
de crucería con sus ojivas y sus contrafuertes significan el acto de dar libertad al espacio
[109] en vez de mantenerlo sujeto entre superficies sensibles limitantes. En el espacio
interior de la arquitectura mágica, «las ventanas no son mas que un momento negativo, una
forma utilitaria que no llega en modo alguno a adquirir valor artístico, o dicho crudamente,
simples agujeros en la pared» [110]. Cuando eran prácticamente imprescindibles, se abrían
en todo lo alto, para eliminarlas de la impresión artística, como sucede en las basílicas
orientales. La arquitectura de la ventana es, en cambio, uno de los símbolos más
significativos de la manera cómo el alma fáustica siente la profundidad, símbolo que sólo se
encuentra en la cultura occidental. Aquí se percibe claramente la voluntad de irradiar en el
infinito, esa voluntad que se afirma más tarde en la música del contrapunto, nacida bajo
estas bóvedas y cuyo mundo incorpóreo sigue siendo el mismo mundo del gótico primitivo.
La música polifónica, aun en las épocas posteriores, en que realiza sus más altas
posibilidades, como la Pasión de San Mateo, la Heroica, el Tristán y el Parsifal de Wagner,
es siempre, por intima necesidad, catedralicia, y vuelve siempre al hogar materno, al idioma
que hablaban las piedras de las catedrales en la época de las Cruzadas. Era necesaria toda
la gravedad de una ornamentación profundamente significativa, con sus extrañas y terribles
transfiguraciones de plantas, animales y hombres—Saint-Pierre, de Moissac--, una
ornamentación que anula el efecto limitante de la piedra y que resuelve las líneas en
melodías y figuras musicales, las fachadas en fugas polifónicas, los cuerpos de las estatuas
en música de pliegues y ropajes, para hacer desaparecer hasta la sombra de la corporeidad
«antigua». Así se comprende el profundo sentido de esas gigantescas vidrieras de las
catedrales, con su pintura de colores translúcidos, pintura, pues, completamente inmaterial.
Es éste un arte que no vuelve a encontrarse nunca en ningún otro sitio y que constituye la
más radical oposición a la pintura al fresco de los antiguos. En la Sainte Chapelle, de París,
es donde quizá se percibe más claramente el sentido de este arte. Aquí casi se diría que la
piedra desaparece ante la luminosidad de los cristales. En contraposición al fresco, cuadro
que, por decirlo asi, forma parte integrante de la pared y cuyos colores hacen el efecto de la
materia, vemos aquí los colores cernerse en el espacio, como los sonidos del órgano, sin
estar adheridos a ninguna superficie, y las figuras flotar libremente en el infinito.
Comparemos con el espíritu fáustico de estas naves catedralicias—altas bóvedas, casi sin
muros, atravesadas por rayos de mil colores y dirigidas hacia el altar mayor—el efecto que
producen las construcciones cupulares de la arquitectura árabe, es decir, bizantina y
Cristiana-primitiva. Aquí también la cúpula, flotando al parecer libremente sobre la basílica o
el octógono, significa la superación del principio antiguo de la gravedad natural, que se
manifiesta en la relación de la columna con el arquitrabe. Aquí también el edificio niega todo
lo que sea corpóreo. No hay «exterior». Pero en cambio el muro se cierra compacto,
formando una cueva cuyas paredes no atraviesan ni una mirada ni una esperanza.
Formas esféricas y poligonales, compenetrándose y produciendo efectos de fantasmagoría;
una carga pesando en un Circuito de piedra que flota ingrávido sobre el suelo y clausura
herméticamente el interior; todas las líneas arquitectónicas disimuladas; en la parte superior
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de la bóveda, pequeños orificios por donde cae una luz incierta, que acentúa
inexorablemente la cerrazón de las paredes; asi se presentan ante nuestros ojos las obras
maestras de este arte, San VitaIe de Rávena, Santa Sofía de Bizancio y la Cúpula de la
Roca, en Jerusalén, En lugar del relieve egipcio, con su técnica perfectamente plana, atenta
a evitar todo escorzo, que pudiera sugerir la idea de la profundidad lateral; en lugar de las
vidrieras góticas que incorporan al interior el espacio cósmico, son aquí los arabescos y los
mosaicos centelleantes, con el tono dorado que predomina en ellos, los que cubren todas las
paredes y sumergen la cueva en una luminosidad incierta y fabulosa, que en todo el arte
moro ha sido siempre tan seductora para los hombres del Norte.
11
Asi, pues, todo gran estilo tiene su origen en la esencia del macrocosmos, en el símbolo
primario de una gran cultura.
Si comprendemos bien el sentido de la palabra estilo, que no significa la existencia de una
forma, sino la historia de una forma, habremos de convenir en que las manifestaciones
artísticas de la humanidad primitiva, harto fragmentarias y caóticas, no tienen ninguna
relación con el estilo asi concebido, con esa forma precisa y a la vez comprensiva que
realiza una evolución varias veces secular. El arte de las grandes culturas, que actúa como
unidad de expresión y significación, es el que tiene estilo; pero entonces, no sólo el arte
tiene ya estilo.
En la historia orgánica de todo estilo hay que distinguir lo que antecede, lo que sucede y lo
que se halla fuera del estilo. La «tabla del toro»—época de la primera dinastía egipcia—no
es aún «egipcia» [111]. Hasta la III dinastía no tienen las obras estilo, y cuando lo adquieren
es de súbito y en forma muy precisa. Igualmente el arte carolingio se halla «entre los
estilos». Adviértese en él un tanteo, un ensayo de muy diferentes formas, pero nada que
tenga una expresión íntimamente necesaria. El autor de la catedral de Aquisgrán «es certero
en el pensamiento y en la construcción, pero no en el sentimiento» [112]. La iglesia de Santa
María, en la fortaleza de Wurtzburgo—hacia 700—encuentra su pareja en el San Jorge de
Salónica, La iglesia de Germigny des Prés—hacia 800-, con su cúpula y sus arcos de
herradura, es casi una mezquita. Los años entre 850 y 950 constituyen una laguna en todo el
Occidente. Asimismo el arte ruso se halla aún hoy «entre los estilos». A la primitiva
edificación en madera, con tejados de pabellón picudos y octogonales, que se extiende de
Noruega hasta la Manchuria, vienen luego a añadirse motivos bizantinos que penetran por el
Danubio y motivos armenio-persas que entran por el Cáucaso. Se siente muy bien que hay
cierta afinidad electiva entre el alma rusa y el alma mágica.
Pero el símbolo primario del alma rusa, la planicie infinita [113], no ha encontrado todavía ni
en lo religioso ni en lo arquitectónico su expresión adecuada. El tejado de las iglesias,
semejante a una colina, apenas se destaca sobre el paisaje. En él descansan las flechas
puntiagudas, con los «kokoschnicks» [114] para ocultar y anular la tendencia vertical. Ni se
encumbran como las torres góticas, ni cubren el conjunto como las cúpulas de las
mezquitas. Más bien diríase que «descansan», acentuando así la horizontalidad del edificio,
que quiere ser visto exclusivamente desde fuera. En 1670 el Sínodo prohibió los tejados de
pabellón y prescribió el uso de la cúpula bulliforme ortodoxa; pero entonces las pesadas
cúpulas fueron colocadas sobre finos cilindros que «descansan» en el plano del tejado y que
pueden ser tan numerosos como se quiera [115]. Esto no es todavía un estilo, pero sí la
promesa de un estilo, que despertará a la vida cuando nazca la religión propiamente rusa.
En el Occidente fáustico surgió el estilo poco antes del año 1000. El románico se formó de
golpe. En lugar de la planta insegura y la distribución confusa del interior, aparece
súbitamente un severo
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dinamismo del espacio. Desde un principio, el exterior y el interior del edificio mantienen una
relación fija; de manera que las paredes se impregnan de significación como en ninguna otra
cultura. Desde un principio queda precisado el sentido de las ventanas y de las torres.
La forma está ya irrevocablemente dada; sólo falta la evolución.
El estilo egipcio comienza con un acto creador de igual inconsciencia y gravedad simbólica.
El símbolo primario del camino aparece súbitamente al comenzar la IV dinastía —2930
antes de J. C.-. En el alma egipcia, la experiencia Íntima de la profundidad, que da forma al
mundo, recibe su contenido del factor mismo de la dirección. La profundidad del espacio,
como tiempo solidificado, la lejanía, la muerte, el sino, dominan toda la expresión. Las
dimensiones de la longitud y la latitud, elementos de la sensación, se convierten en
superficie concomitante, que estrecha y prescribe la, senda del sino. También súbitamente
aparece, al principio de la V dinastía [116], el bajorrelieve egipcio, que está hecho para ser
visto de cerca y que, por su ordenación en serie, obliga al espectador a pasar por delante de
los muros siguiendo la dirección prescrita. Luego vienen las calles de esfinges y estatuas,
los templos de rocas y terrazas, que acentúan continuamente la única lejanía conocida por el
mundo egipcio, la lejanía de la tumba, la muerte. Y es de notar que desde los primeros
tiempos, las columnatas están dispuestas de manera que, por el diámetro y la distancia de
sus enormes bloques, oculten toda perspectiva lateral. Este es un fenómeno que no se repite
en ninguna otra arquitectura.
La grandeza de este estilo nos parece a nosotros rígida e invariable, y en efecto, el arte
egipcio se halla situado más allá de la pasión que busca, que teme, y que da así a cada
elemento subordinado una incesante movilidad personal en el curso de los siglos. Pero
seguramente el estilo fáustico—que forma también una unidad desde el románico primitivo
hasta el rococó y el imperio—, con su inquietud, con su continuo buscar otra cosa, le hubiera
parecido al egipcio mucho más uniforme de lo que nos figuramos. No olvidemos que, según
nuestro concepto del estilo, el románico, el gótico, el renacimiento, el barroco, el rococó,
constituyen estadios de uno y el
mismo estilo. Nosotros, naturalmente, advertimos sobre todo lo que cambia; pero los ojos de
otros hombres, de distinto tipo, advertirán lo que permanece idéntico. Existen innumerables
reconstrucciones de obras románicas en estilo barroco y de obras góticas en estilo rococó, y
no nos chocan por nada. El renacimiento nórdico tiene una profunda unidad interior, e
igualmente la tiene el arte campesino, en donde el gótico y el barroco se han identificado por
completo. En las calles de las viejas ciudades podemos ver fachadas y tejados que
combinan y armonizan todas las variantes del estilo occidental. En muchos casos resulta
imposible distinguir el románico del gótico, el renacimiento del barroco, el barroco del
rococó. Todo esto demuestra que «el aire de familia» entre las varias fases de un mismo
estilo es mucho mayor de lo que creen los
individuos de las culturas respectivas.
El estilo egipcio es puramente arquitectónico hasta la total extinción del alma egipcia. Es el
único a quien le falta, junto a la arquitectura, una ornamentación decorativa. No admite
digresión hacia las artes de entretenimiento, ni tablas pintadas, ni bustos, ni música profana.
En la antigüedad, cuando se llega al Jónico, el centro de gravedad de la creación artística
pasa de la arquitectura a una escultura independiente. En Occidente, cuando se llega al
barroco, el predominio artístico lo adquiere la música, cuyo idioma de formas invade toda la
arquitectura del siglo XVIII. En la cultura árabe, el arabesco, desde Justiniano y el rey persa
Chosru Nuschirwan, deshace todas las formas de la arquitectura, de la pintura, De la
plástica, para convertirlas en impresiones de un estilo que hoy podríamos llamar «arte
industrial». En cambio, en Egipto, el predominio de la arquitectura no sufre menoscabo
alguno.
Lo único que hace el arte arquitectónico es dulcificar su lenguaje. En las salas de los
templos-pirámides de la IV dinastía (pirámide de Chefren), los pilares, de agudas aristas,
carecen de toda decoración. En los edificios de la V dinastía (pirámide de Sahu-ré) aparece
ya la columna de formas vegetales. Sobre el suelo de alabastro translúcido, que representa
el agua, crecen gigantescos haces de lotos y papiros de piedra, rodeados de paredes
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purpúreas. El techo está decorado con pájaros y estrellas. El camino sagrado, imagen de la
vida, que va desde la puerta hasta la cámara mortuoria, es un río, es el Nilo mismo, que se
identifica con el símbolo primario de la dirección. El espíritu del paisaje materno se une con
el alma engendrada por él. En China, en lugar del poderoso pílono, que con su estrecha
puerta parece amenazar al que se acerca, aparece «la tapia de los espíritus» (yin-pi) que
oculta la entrada. El chino se desliza en la vida, y sigue luego, con paso leve,
el tao de la senda. El valle del Nilo, comparado con las llanuras onduladas de Hoangho, es
lo mismo que el camino del templo, entre bloques de piedra, comparado con las veredas
serpenteantes de los Jardines chinos. De igual manera la existencia euclidiana de la cultura
antigua se halla en una misteriosa relación con las innumerables islas y promontorios del
mar Egeo, como también la pasión del alma occidental, bogando siempre en el infinito, con
las amplías llanuras de Franconia, de Borgoña y de Sajonia.
12
El estilo egipcio es la expresión de un alma valiente. Su rigor y su gravedad no fueron nunca
sentidos ni acentuados por los egipcios mismos. El egipcio lo osaba todo, pero sin decirlo.
En cambio, en el gótico y en el barroco el motivo consciente del lenguaje de formas es
siempre la superación del peso. El drama de Shakespeare habla de las luchas desesperadas
que la voluntad riñe con el mundo. El hombre antiguo era débil, frente a las «potencias».
Según Aristóteles, el efecto que la tragedia ática se proponía producir era la catharsis de
terror y compasión, el aliento del alma apolínea en el momento de la peripecia. Cuando el
griego tenía ante los ojos el espectáculo de un personaje, a quien él conocía—pues todos
conocían el mito y sus héroes, y todos vivían en él--, pisoteado absurdamente por el destino,
sin que fuera imaginable una resistencia a las potencias, y sin embargo pereciendo heroico,
retador, en magnifica actitud, verificábase en su alma apolínea una maravillosa elevación.
Si la vida carecía de valor, en cambio el grandioso ademán con que el héroe la pierde
encerraba un valor supremo. El griego no quería, no osaba hacer; pero sentía una
fascinadora belleza en el padecer. La figura del paciente Ulises y, en mucho más alto grado
aún, el modelo del hombre griego, Aquiles, dan testimonio de ello. La moral de los cínicos,
de los estoicos, de Epicuro; el ideal helénico de la sofrosyne y ataraxia; Diógenes en su
tinaja rindiendo homenaje a la yevrÛa [117], todo esto es pereza disfrazada, aversión a lo
difícil, a las responsabilidades. ¡Cuan distinto el orgullo del alma egipcia! El hombre
apolíneo, en realidad, vuelve la espalda a la vida hasta llegar al suicidio, que sólo en esta
cultura—si por otra parte prescindimos del ideal indio, próximo pariente del antiguo—
adquiere el valor de una acción altamente moral que se verificaba con la solemnidad de un
símbolo sagrado. La embriaguez dionisiaca no deja de ser bastante sospechosa, acaso fuera
destinada a ahogar con sus gritos la voz de algo que en el alma egipcia no resonó jamás.
Por eso es esta cultura la cultura de lo pequeño, de lo leve, de lo sencillo. Su técnica es,
comparada con la egipcia y babilónica, una ingeniosa nada [118]. Su ornamento es escaso
de invención como ningún otro. Los distintos tipos de situaciones y actitudes que nos ofrece
su plástica pueden contarse con los dedos. El estilo dórico es notablemente pobre de
formas,
aunque al principio de su evolución debió serlo algo menos que después. Por eso todo en él
se reduce a proporciones y masa [119]. Y aun en esto ¡qué habilidad para soslayar! La
arquitectura griega, con su exacto equilibrio entre peso y soporte, con su característica
pequeñez de proporciones, produce la impresión de que continuamente está rehuyendo los
difíciles problemas arquitectónicos que, en el Nilo, y más tarde en el Norte de Europa, se
buscaban en cambio con una especie de obscuro sentido del deber y que el periodo
miceniano conoció y afrontó seguramente. El egipcio amaba la piedra dura de los enormes
edificios; la severidad de su conciencia le hacía buscar siempre los problemas más difíciles.
El griego eludía las dificultades. La arquitectura al principio se propuso problemas pequeños
y luego no avanzó más. Si la comparamos con el conjunto de la arquitectura egipcia,
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mejicana, o incluso occidental, es de admirar la insignificancia de su evolución estilística.
Unas pocas variantes del templo dórico bastan para agotarla, y la invención del capitel
corintio (hacia 400) señala el momento de su término. Todo lo que viene después es
combinación de los elementos que ya existían.
Así se constituyeron ciertos tipos de formas y de estilos que eran fijos y casi corpóreos.
Podía elegirse entre ellos, pero no era licito rebasar sus limites estrictos. Hacerlo hubiera
sido, en cierto modo, reconocer un espacio infinito de posibilidades. Había tres órdenes de
columnas, y, para cada uno, una determinada estructura del arquitrabe. La sucesión del
triglifos y metopas daba lugar a un conflicto en las esquinas, conflicto que ya estudió
Vitruvio. Para remediarlo se achicaron los últimos intercolumnios; pero a nadie se le ocurrió
inventar nuevas formas con el objeto de vencer esta dificultad. Si se quería aumentar las
proporciones, se aumentaba simplemente el número de los elementos, poniéndolos unos
junto a otros, o unos sobre otros, o unos detrás de otros. El Coliseo consta de tres anillos, el
didimeo de Mileto tiene tres columnatas en el frontispicio, el friso de las gigantes de
Pérgamo una serie indefinida de motivos sin transición de uno a otro. Y lo mismo sucede en
los géneros de la prosa y en los tipos de la poesía lírica, de la narración y de la tragedia. Se
reduce al mínimo el esfuerzo necesario para disponer la forma fundamental; y la fuerza
creadora del artista se aplica casi exclusivamente a las finezas del detalle. Es ésta una pura
estática de los géneros, que constituye la más radical oposición a la dinámica del alma
fáustica, que engendra de continuo nuevos tipos y nuevas formas.
13
Ahora ya es posible abarcar con la mirada el organismo de los grandes estilos que se
desenvuelven en la historia. El primero que percibió este aspecto fue también Goethe. Dice
en su «Winckelmann», hablando de Velleio Patérculo: «Desde su punto de vista, no le era
dado considerar el arte como un ser vivo (zÇon) que por necesidad ha de tener un origen
imperceptible, un lento crecimiento, un momento brillante de plenitud, una decadencia
gradual, como cualquier otro ser orgánico, aunque esta evolución está representada aquí por
diferentes individuos.»
Esta frase contiene ya toda la morfología de la historia del arte. Los estilos no se suceden
unos a otros como las olas del mar o las pulsaciones de las arterias. No tienen nada que ver
con la personalidad de los artistas, con su voluntad y su conciencia. Por el contrario, el estilo
es el que crea el tipo del artista. El estilo es, como la cultura, un protofenómeno, en el
sentido de Goethe, ya sea el estilo de las artes, de las religiones, de los pensamientos o el
estilo de la vida misma.
Así como la «naturaleza» es una experiencia intima del hombre vigilante, su alter ego y
reflejo en el mundo que le rodea, así también el estilo. Por eso en el conjunto histórico de
una cultura no puede haber más que un estilo, el estilo propio de esa cultura. Ha sido un
error el considerar como estilos diferentes las simples fases de un mismo estilo—el
románico, el gótico, el barroco, el rococó, el imperio—y equipararlas a unidades de muy
distinto valor, como el estilo egipcio, el chino o incluso un estilo «prehistórico». El gótico y el
barroco son la juventud y la vejez de un mismo plantel de formas. Aquél es el estilo
occidental cuando empieza a madurar; éste cuando ya está maduro. A la historia del arte le
ha faltado en este punto la distancia, la independencia y la buena voluntad para la
abstracción. La historia del arte ha salido cómodamente del paso dando el nombre de
«estilos» a todos los grupos de formas, sin distinción, que tienen un acento común y
ordenándolos luego en serie. No es necesario decir que el esquema: Edad antigua, Edad
media, Edad moderna, ha contribuido no poco a obscurecer el problema. En realidad, una
obra maestra del puro Renacimiento, como el patio de Palazzo Farnese, está infinitamente
más cerca del porche de San Patroclo en Soest, del interior de la catedral de Magdeburgo y
de las cajas de escalera de los castillos alemanes del siglo XVIII que del templo de Poestum
o del Erecteion. Y la misma relación hay entre el dórico y el jónico. Por eso la columna
jónica, unida a las formas arquitectónicas del dórico, produce un conjunto tan perfecto como
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el gótico posterior unido al barroco primitivo —San Lorenzo de Nuremberg—o el románico
posterior unido al barroco posterior—la bellísima parte alta del lado oeste del coro de
Maguncia—. Por eso nuestros ojos no han aprendido todavía a distinguir perfectamente, en
el estilo egipcio, los elementos del Antiguo Imperio que «corresponden» a la época juvenil,
al período «dórico-gótico», y los elementos del Imperio Medio que «corresponden» a la
época senil, al período «jónico-barroco». En efecto, desde la XII dinastía ambos grupos de
elementos se funden, con perfecta armonía, en el lenguaje de formas de todas las grandes
obras.
A la historia del arte le incumbe el problema de escribir las biografías comparativas de los
grandes estilos. Todos los estilos, como que son organismos de la misma especie, tienen
una vida de estructura similar.
Al principio aparece la expresión tímida, humilde, pura, de un alma que acaba de despertar
a la vida, de un alma que todavía busca una relación fija con el mundo, pues el mundo,
aunque creación del alma, es todavía para ella algo extraño. En los edificios del obispo
Bernward, de Hildesheim, en las pinturas cristianas de las catacumbas, en las salas de
pilastras de la IV dinastía se nota aún cierta terror infantil. Sobre el paisaje se cierne un aura
precursora de la primavera artística, un hondo vislumbre de ricas formas futuras, una
poderosa tensión contenida. La tierra, dedicada todavía por completo a la agricultura,
empieza a adornarse con los primeros
castillos y pequeñas ciudades. Luego viene la jubilosa ascensión al gótico primitivo, al arte
constantiniano, con sus basílicas de columnas y sus iglesias cupulares, al templo de la V
dinastía, con su decoración de relieves. Ahora ya tienen los hombres una concepción de la
realidad. Extiéndese por doquiera el brillo de un lenguaje de formas sagrado, perfectamente
dominado; el estilo llega a la madurez de un simbolismo mayestático, que es la expresión
integra de la dirección en la profundidad y del sino. Pero la embriaguez juvenil toca a su
término. Del alma misma brota la contradicción. El Renacimiento; la hostilidad dionisiacomusical contra la plástica apolínea; el estilo de Bizancio, en 430, que busca sus modelos en
Alejandría y se opone al arte alegre e indolente de Antioquía, todos estos movimientos
significan un instante de sublevación, el deseo—logrado o no—de destruir todo lo que se
había conseguido crear. Pero dejemos para otro lugar la dificilísima interpretación de estos
aspectos.
Empieza ahora a manifestarse la edad viril en la historia del estilo. La cultura se ha
convertido en el espíritu de las grandes ciudades que ya dominan el paisaje. La cultura
perespiritualiza también el estilo. El simbolismo sublime palidece.
La impetuosidad de las formas sobrehumanas llega a su término. Otras artes más suaves y
mundanas se substituyen al gran arte de la piedra; aun en Egipto la plástica y el fresco se
atreven a moverse con alguna mayor ligereza. Aparece el artista, que ahora «bosqueja» lo
que hasta entonces había brotado del suelo mismo. Por segunda vez, la existencia, que ha
logrado adquirir consciencia de sí misma y desprenderse de los elementos rurales, de los
ensueños místicos, se toma problemática y lucha por hallar la expresión de su nuevo
destino.
Es ésta la época del barroco incipiente, en que Miguel Ángel, lleno de salvaje descontento y
luchando por vencer los obstáculos de su arte, levanta al cielo la cúpula de San Pedro. Es la
época de Justiniano I, en que, desde 520, se construyen Santa Sofía y las basílicas de
Rávena, con su decoración de mosaicos. Es la época de la XII dinastía egipcia, cuyo
florecimiento compendiaron los griegos en el nombre de Sesostris. Es la época del año 600,
en Grecia, en donde Esquilo, mucho más tarde, nos indica lo que, en esa época decisiva,
una arquitectura griega hubiera podido y debido expresar.
Llega luego el luminoso otoño del estilo. Por segunda vez, el estilo revela la dicha de un
alma, consciente de su última perfección. El «retorno a la naturaleza», que los pensadores y
los poetas, Rousseau, Gorgias y los «correspondientes» de las demás culturas sienten y
anuncian como inminente necesidad, se manifiesta, en el mundo de las formas artísticas,
como un anhelo sensitivo y un vislumbre del final. Es ésta una época de espiritualidad clara,
de urbanidad sonriente, no sin la melancolía de una despedida. De estos últimos decenios
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de la cultura, tan llenos de color, dijo más tarde Talleyrand: «Quí n'a, pas vécu avant 1789,
ne connait pas la douceur de vivre.» (Quien no haya vivido antes de 1789 no conoce la
dulzura de vivir.) Así es el arte libre, soleado, refinado de Sesostris III (hacia 1850). Así son
esos breves momentos colmados de ventura, que vieron, bajo Perícles, alzarse la
magnificencia abigarrada del Acrópolis y las obras de Fidias y Zeuxis. Un milenio después
volvemos a encontrar momentos semejantes en la época de los Omeyas, en aquel mundo
alegre y fabuloso de los monumentos moros, con sus frágiles columnas y sus arcos de
herradura, que entre los fulgores de arabescos y estalactitas parecen deshacerse en el aire.
Y otra vez resurgen esos instantes felices, mil años después, en la música de Haydn y de
Mozart, en los grupos pastoriles de las porcelanas de Meissner, en los cuadros de Watteau y
de Guardi, en las obras de los arquitectos alemanes de Dresde, de Potsdam, de Wurtzburgo
y de Viena.
Y por último se extingue el estilo. AI lenguaje de formas que hablan el Erecteion y el torreón
de Dresde, lenguaje hasta tal punto espiritualizado y frágil, que casi llega a convertirse en la
negación de si mismo, sigue un clasicismo senil, sin brillo, tanto en las grandes ciudades de
la época helenística, como en Bizancio, hacia 900, y como en el Imperio napoleónico.
El arte muere en un crepúsculo de formas vacuas, heredadas, reanimadas por breves
instantes merced a interpretaciones arcaicas o a combinaciones eclécticas. La seriedad y la
autenticidad de los artistas resulta entonces bastante problemática.
En esta situación nos hallamos hoy. Nuestro arte actual es un largo juego de formas muertas
en las que querríamos mantener la ilusión de un arte vivo.
14
Sólo cuando hayamos comprendido cuan falsa y engañosa es esa «máscara de
antigüedad», bajo la cual se oculta el oriente joven, durante la época imperial—máscara
formada por un sinnúmero de actividades artísticas que estaban hacía ya tiempo
interiormente muertas, pero que seguían propagándose en repeticiones arcaizantes o en
caprichosas mezclas de motivos propios y ajenos—; sólo cuando hayamos reconocido en el
arte cristiano primitivo y en todas las formas realmente vivas de las postrimerías romanas la
primera edad del estilo árabe; sólo cuando hayamos encontrado en la época de Justiniano I
el correlato exacto del barroco hispano-veneciano tal como dominó en Europa bajo los
grandes Habsburgos, Carlos V y Felipe II; sólo cuando hayamos descubierto en los palacios
de Bizancio con sus formidables cuadros de batallas y sus escenas de pomposa
ostentación—cuya magnificencia pretérita celebran, en versos y discursos ampulosos,
literatos cortesanos como Procopio de Cesárea—el correlato de los palacios barrocos
primitivos de Madrid, Venecia y Roma, y de los gigantescos cuadros decorativos de Rubens
y Tintoreto, sólo entonces adquirirá forma el fenómeno del arte árabe, que nunca hasta
ahora ha sido concebido como unidad y que llena todo el siglo I de nuestra era. Mas como
se halla situado en un lugar decisivo, dentro del cuadro de la historia general del arte, por
eso el error, hasta ahora dominante, ha impedido el conocimiento de las conexiones
orgánicas [120].
¡Qué admirable y—para quien haya aprendido aquí a ver cosas desconocidas—qué
conmovedor espectáculo el de ese alma joven que, presa en las cadenas de la civilización
antigua y dominada, sobre todo, por las impresiones de la omnipotencia política romana, no
se atreve a levantar la frente y se somete humilde a viejas y extrañas formas, intentando
acomodarse al idioma griego, a las ideas griegas, a los motivos artísticos de Grecia! La
fervorosa adhesión a las potencias del nuevo sol naciente, que caracteriza la Juventud de
toda cultura; la humildad del hombre gótico bajo sus piadosas bóvedas, entre sus estatuas,
sus pilares y sus lucientes vidrieras de colores; la alta tensión del alma egipcia en medio de
su mundo de pirámides, de columnas, de relieves, de salas, todo eso se mezcla aquí con
una adoración espiritual de formas ya muertas, pero que eran consideradas como eternas.
Sin embargo, no fue posible acogerlas y desenvolverlas nuevamente. Sin quererlo, sin
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notarlo, sin el orgullo del gótico, satisfecho de sí mismo, sino más bien sintiendo y
deplorando lo propio como una decadencia, desenvuélvese en la Siria de la época imperial
un mundo nuevo de formas, un conjunto cerrado y completo que—bajo la máscara de
costumbres arquitectónicas greco-romanas—transfunde su espíritu a la misma Roma,
adonde fueron maestros sirios a edificar el Panteón y los foros imperiales. Esto revela, mejor
que cualquier otro ejemplo, la fuerza primigenia de un alma Joven que tiene aún que
conquistar su propio mundo.
Como toda época primitiva, ésta también intenta cifrar la expresión de su alma en una
nueva ornamentación y, sobre todo, en lo que constituye la cúspide de toda ornamentación,
en una arquitectura religiosa. Pero de este riquísimo mundo de formas no se ha estudiado,
hasta hace poco, mas que la parte occidental, que ha sido considerada, por lo tanto, como la
cuna y asiento de la historia del estilo mágico. Y, sin embargo, tanto en arte como en
religión, en ciencia y en vida social y política, sólo llegaron a Occidente las irradiaciones que
pudieron atravesar los límites orientales del imperio romano [121]. Riegel [122] y
Strzygwoski [123] lo han visto bien. Mas para obtener un cuadro completo de la evolución
del arte árabe es preciso igualmente librarse de los prejuicios filológicos y religiosos. Por
desgracia, la historia del arte, aunque ya no reconoce límites religiosos, sigue
inconscientemente partiendo de ellos. No existe arte antiguo decadente, ni arte cristiano
primitivo, ni arte islamita, en el sentido de que la comunidad de los fieles haya formado en
su seno un estilo propio.
Más bien podríamos decir que el conjunto de todas esas religiones, desde Armenia hasta
Arabia del Sur y Axum, y desde Persia hasta Bizancio y Alejandría, manifiesta una notable
unidad en la expresión artística, a pesar de las diferencias de detalle [124]. Todas esas
religiones, la cristiana, la judía, la persa, la maniquea, la sincretística [125], poseían edificios
para el culto y, por lo menos, un ornamento de primer orden: la escritura. Por muy diferentes
que sean sus doctrinas, en los pormenores, sin embargo, una religiosidad muy semejante las
anima a todas y encuentra su expresión en una experiencia íntima de la profundidad,
también muy semejante, con el simbolismo del espacio que de aquí se deriva.
Las basílicas de los cristianos, de los judíos helenísticos y de los sectarios de Baal, los
santuarios de Mitra, los templos mazdeítas del Fuego y las mezquitas revelan todos un
mismo espíritu que podríamos llamar el sentimiento de la cueva.
La investigación histórica debe seriamente estudiar la arquitectura de los templos de Arabia
meridional y de Persia, de las sinagogas sirias y mesopotámicas, de los santuarios del Asia
menor oriental e incluso de Abisinia [126]. Hasta hoy esta arquitectura ha sido totalmente
descuidada. El estudio de las iglesias cristianas no debe limitarse a las del Occidente
pauliniano; debe abarcar también las del Oriente nestoriano, desde el Eufrates hasta China,
en donde las viejas relaciones las llamaban muy significativamente «templos pérsicos». La
causa de que todos esos edificios permanezcan hoy casi enteramente desconocidos puede
muy bien consistir en el hecho de que, al penetrar primero el cristianismo y luego el Islam en
aquellas comarcas, los viejos santuarios fueron afectos a las nuevas religiones, sin que la
disposición y el estilo de las construcciones apareciesen en contradicción con el nuevo culto.
Tratándose de templos «antiguos», estos cambios se reconocen muy bien. Pero ¿cuántas
iglesias armenias no habrán sido antes templos del Fuego?.
El centro artístico de esta cultura se halla, como Strzygowsk ha visto bien, en el triángulo
formado por las ciudades de Edessa, Nisibis y Amida. Desde aquí hacia el Oeste predomina
la pseudomórfosis [127] de la «Antigüedad decadente», ésto es, el cristianismo pauliniano,
vencedor en los concilios de Efeso y Calcedón [128] y establecido en Roma y Bizancio, el
judaísmo occidental y el culto del sincretismo. El tipo arquitectónico de la pseudomórfosis es
la basílica, incluso para los judíos y los paganos [129]. La basílica emplea los recursos
arquitectónicos de la Antigüedad; no puede substraerse a ellos; pero le sirven para expresar
lo contrario Justamente. Esta es la esencia—y también la tragedia—de la pseudomórfosis.
Cuanto más avanza el sincretismo «antiguo» en su tendencia a separarse del localismo
euclidiano, del culto adherido a un lugar fijo, para convertirse en una comunidad de fíeles,
que profesa [130] el culto, sin necesidad de que éste se verifique en un lugar determinado,
tanta mayor importancia va adquiriendo el interior del templo, a expensas de la parte
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exterior, sin que haga falta cambiar notablemente la planta del edificio, el orden de las
columnas y el tejado. El sentimiento del espacio se transforma; pero—por de pronto—los
medios expresivos siguen siendo los mismos. En la arquitectura religiosa pagana de la
época imperial, se verifica una evolución bien perceptible, aunque hoy todavía desatendida,
que partiendo de la época de Augusto, esto es, del templo como bloque,
cuya cela tiene el sentido arquitectónico de la nada, llega a un tipo de templo, en el cual sólo
el interior posee significación. Finalmente, el aspecto exterior del perípteros dórico se
traslada a los cuatro muros interiores. La columnata, delante del muro, sin ventanas, anula
el espacio que queda detrás; pero lo anula allá para el espectador que está fuera, y acá para
los fieles que están dentro. Ante esto, resulta de escasa importancia el hecho de que el
espacio esté cubierto en su totalidad, como sucede en la basílica propiamente dicha, o sólo
en la parte del Sancta Sanctorum, como sucede en el templo del Sol, de Balbeck, con su
grandioso patio delantero [131] que más tarde habrá de constituir un elemento esencial de la
mezquita y que quizá tenga su origen en la Arabia meridional [132]. La nave central de la
basílica tiene el sentido del patio primitivo con sus pórticos, como lo demuestran no sólo la
evolución peculiar del tipo basilical en la estepa de la Siria oriental, sobre todo en Hauran,
sino también la distribución del edificio en vestíbulo, nave y altar, siendo asi que el altar, que
es el templo propiamente dicho, está más alto y unido al piso por unos escalones, y que las
naves laterales, que representan los primitivos pórticos del patio, terminan en un muro, y
únicamente la nave central remata en el ábside. En San Pablo, de Roma, se ve claramente
este sentido primitivo de la estructura basilical, y, sin embargo, la pseudomórfosis—la
inversión del templo «antiguo»—es la que ha determinado la elección de los recursos
expresivos: columna y arquitrabe. La reconstrucción cristiana del templo de Afrodisia, en
Caria, es verdaderamente simbólica en este sentido; en efecto, se suprimió la cela dentro de
la columnata, pero en cambio por fuera se levantó un nuevo muro [133].
Pero en las comarcas no sometidas al influjo de la pseudomórfosis el sentimiento de la
cueva pudo desenvolver libremente su propio lenguaje de formas. Aquí se acentúa, pues, la
cubierta del edificio,
mientras que en la región occidental la protesta contra el sentimiento «antiguo» se limita a
subrayar el valor del «interior», ¿Cuándo y dónde tuvo lugar la invención técnica de las
diferentes posibilidades: bóveda, cúpula, plintos redondos, bóvedas por arista? Ya hemos
dicho que esto no tiene importancia. Lo decisivo es que, hacia la época del nacimiento de
Jesucristo, al tomar vuelo el nuevo sentimiento cósmico, debe de haber comenzado el
nuevo simbolismo del espacio a emplear esas formas y a desarrollarlas en el sentido de la
expresión. Quizá pueda demostrarse que los templos del Fuego y las sinagogas de
Mesopotamia fueron cupulares y acaso también los templos de Attar en Arabia meridional
[134].
Seguramente lo fue el templo pagano de Marnion en Gaza.
Mucho antes de que, en el reinado de Constantino, el cristianismo pauliniano se hubiese
apoderado de esas formas, hubo ya arquitectos de origen oriental que las propagaron por
todas las regiones del Imperio, en donde producían un encanto singular para el gusto de las
grandes ciudades. Apolodoro de Damasco, en tiempos de Trajano, las empleó en el
abovedado del templo de Venus y Roma. Sirios fueron los arquitectos que edificaron las
cúpulas de las Termas de Caracalla y la Minerva médica, construida en el reinado de
Galeno. Pero la obra maestra, la mas antigua mezquita del mundo, es la reconstrucción del
Panteón por Adriano, quien seguramente, siguiendo su gusto personal, quiso imitar los
santuarios que había visto en Oriente [135].
La cúpula central, en la cual el sentimiento cósmico del alma mágica alcanza su más pura
expresión, se desarrolló más allá de las fronteras romanas. Fue la única forma que, desde
Armenia hasta China, propagaron los nestorianos, y con estos los maniqueos y los
mazdeítas. Pero con la caída de la pseudomórfosis y la desaparición de los últimos cultos
sincretísticos, la cúpula penetró también en la basílica occidental.
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En el Mediodía francés, en donde había sectas maniqueas aun en la época de las Cruzadas,
la forma oriental vivió una vida próspera. Bajo Justiniano se llevó a cabo en Bizancio y
Rávena la fusión de ambas en el tipo de la basílica cupular. La basílica pura quedó
confinada en el Occidente germánico, donde más tarde la energía del impulso fáustico la
transformó en catedral. La basílica cupular se extendió desde Bizancio y Armenia hasta
Rusia, en donde lentamente fue de nuevo concebida en el sentido de la exterioridad,
concentrándose su simbolismo en la figura del tejado. Pero en el mundo árabe, fue el Islam,
heredero del cristianismo monofisita y nestoriano, sucesor de los judíos y de los persas, el
que llevó a su término la evolución del tipo. Cuando el Islam convirtió Santa Sofía en
mezquita, no hizo otra cosa que recobrar una vieja propiedad- La cúpula islámica llegó hasta
Chantung y la India, siguiendo el mismo camino que antes siguiera la mazdeíta y la
nestoriana. En el occidente lejano, en España y en Sicilia, se construyeron mezquitas, más
semejantes, según parece, al estilo arameo oriental y pérsico que al arameo occidental y
sirio. Y mientras Venecia buscaba su inspiración en Bizancio y Rávena (San Marcos),
Florencia y las ciudades italianas de la costa occidental comenzaron, desde la época
floreciente de la dominación normanda de los Staufen en Palermo, a admirar y a imitar esos
edificios moros. De aquí proceden bastantes motivos que el Renacimiento creyó «antiguos»,
como, por ejemplo, el patio con pórticos y la unión del arco con la columna.
Lo mismo que tenemos dicho de la arquitectura puede decirse, y aun en más alto grado, del
decorado. El decorado, en el mundo árabe, superó muy pronto y absorbió por completo toda
la plástica. El arte del arabesco ejerció luego un encanto seductor sobre la voluntad artística
del Occidente joven.
El arte de la pseudomórfosis, que es el arte cristiano naciente, o antiguo decadente,
presenta en la ornamentación y en las figuras la misma mezcla de elementos extraños
heredados y de elementos propios recién nacidos que el arte carolíngio prerrománico, sobre
todo en el Mediodía de Francia y en el Norte de Italia. En el arte pseudomórfíco se mezcla lo
helenístico con elementos mágicos primitivos; en el arte carolingio se mezcla lo bizantino y
moro con elementos fáusticos. El investigador ha de ir estudiando el sentimiento de la forma
línea por línea y ornamento por ornamento, para distinguir las dos capas. En cada
arquitrabe, en cada friso, en cada capitel se descubre una secreta lucha entre los motivos
viejos,
intencionados, y los nuevos, involuntarios, pero vencedores.
En todas partes nos desconcierta esa intersección de dos sentimientos de la forma, el
helenístico decadente y el arábigo naciente: en los bustos romanos, en los cuales muchas
veces sólo el modo de tratar la cabellera pertenece a la nueva manera de expresarse; en las
hojas de acanto, a veces de uno y el mismo friso, en donde la labor del cincel y la del taladro
aparecen juntas; en los sarcófagos del siglo ni, en donde una emoción infantil, a la manera
de Giotto y Pisano, se entrecruza con cierto naturalismo, típico de las grandes urbes,
característico de las postrimerías, que hace pensar en David, por ejemplo, o en Carstens; en
los edificios, como la basílica de Maxencio y algunas partes de las Termas y de los foros
imperiales, que revelan todavía un sentido muy típicamente «antiguo».
A pesar de todo, el alma árabe no pudo dar todas sus flores y todos sus frutos. Fue como un
árbol joven al que un viejo tronco derribado, en el bosque, impide crecer y robustecerse. No
encontramos aquí una de esas épocas luminosas, que son como tales vívidas y sentidas,
una época semejante a la de las Cruzadas, cuando los tejados de madera que cubrían las
iglesias se convirtieron en bóvedas por arista, realizando en su profundidad interior la idea
de] espacio infinito. La creación política de Diocleciano—primer califa—perdió gran parte de
su belleza por el echo de que, hallándose el Imperio sobre el suelo «antiguo», no tuvo más
remedio que reconocer como dada la masa toda de las costumbres administrativas
romanas, lo cual redujo la obra a una simple reforma de los viejos sistemas. Y, sin embargo,
en Diocleciano se manifiesta claramente la idea del Estado árabe. La fundación de
Diocleciano y la del Imperio sassánida, que es algo anterior y, en todos los sentidos, el
modelo de aquélla, nos permiten vislumbrar el ideal que hubiera debido desenvolverse
entonces. Y lo mismo en todo. Hasta hoy se han admirado, como últimas creaciones de la
Antigüedad, una porción de cosas que en efecto se consideraban ellas a sí mismas como
productos del alma antigua: el pensamiento de Plotino y Marco Aurelio, los cultos de Isis, de
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Mithra, del Sol, la matemática de Diofanto y todo el arte que irradiaba en las fronteras
orientales del Imperio romano y del cual Antioquia y Alejandría eran sólo los puntos de
apoyo. Así únicamente se explica la inaudita vehemencia con que la cultura árabe,
manumitida al fin por el Islam, incluso en lo artístico, se lanzó sobre las comarcas todas que
ya interiormente le pertenecían desde hacía varios siglos. Fue el gesto de un alma que
siente que no tiene tiempo que perder; de un alma que advierte angustiada los primeros
síntomas de la vejez antes de haber tenido juventud. No hay nada comparable con esta
liberación de la humanidad mágica. En 634, conquista la Siria; dijérase más bien que la
redime. En 635, conquista Damasco. En 637, Ctesifon. En 641, llega a Egipto y a la India.
En 647, a Cartago. En 676, a Samarkanda. En 710, a España.
Y en 732, los árabes están sobre París. En la premura de esos pocos años se condensa toda
la masa de pasiones comprimidas, de esperanzas aplazadas, de hazañas diferidas con que
otras culturas, en lenta ascensión, hubieran llenado varios siglos de historia. Los cruzados
ante Jerusalén, los Hohenstaufen en Sicilia, la Hansa en el Mar Báltico, los caballeros de la
Orden en el Este eslavo, los españoles en América, los portugueses en la India oriental, el
imperio de Carlos V, en el que no se ponía el sol, los comienzos de la potencia colonial
inglesa, bajo Cromwell, todo esto se resume y compendia en un disparo único, que lanza a
los árabes hasta España, Francia, India y el Turquestán.
Es cierto; todas las culturas, con excepción de la egipcia, de la mejicana y de la china, han
crecido bajo la tutela de las impresiones que recibieron de otras culturas más viejas; en
todos estos mundos de formas se descubren siempre rasgos que pertenecen a otras
culturas. El alma fáustica del gótico, inclinada por el origen árabe del Cristianismo a venerar
el arte mágico, utilizó el rico tesoro del arte árabe posterior. Hay un gótico netamente
meridional y hasta me atrevería a decir un gótico árabe, cuyos arabescos cubren las
fachadas de las catedrales borgoñonas y provenzales y envuelven en magia de piedra toda
la expresión exterior de la catedral de Estrasburgo. Ese gótico árabe aparece por doquiera
en las estatuas y las portadas, los tejidos, las tallas y las labores de metal, en las figuras
mismas, tan retorcidas, del pensamiento escolástico, y en uno de los más altos símbolos
occidentales, la leyenda del santo Grial [136], sosteniendo una callada lucha con el primitivo
sentimiento nórdico de un gótico Wikinger, que domina en el interior de la catedral de
Magdeburgo, en la torre de la de Friburgo y en la mística del maestro Eckart. El arco gótico
amenaza más de una vez con extender su línea y transformarse en el arco de herradura,
característico de las construcciones morisco-normandas,
El arte apolíneo de la época dórica primitiva, cuyos primeros ensayos han desaparecido casi
por completo, adoptó sin duda alguna numerosos motivos egipcios para elevarse con ellos y
por ellos a un simbolismo -propio. Sólo el alma mágica de la pseudomórfosis no se atrevió a
apropiarse los medios de la antigüedad sin entregarse a ellos. Esto es lo que da a la
fisonomía del estilo árabe esa infinita riqueza de matices significativos.
15
Así, la idea del macrocosmos, que en el tema del estilo se nos presenta más simplificada y
accesible, engendra una multitud de problemas, cuya solución queda reservada para el
futuro. Son innegablemente harto pobres los ensayos hechos hasta hoy para concebir el
mundo de las formas artísticas en un sentido fisiognómico y simbólico, como vías por donde
penetrar en el alma de culturas enteras. No se conoce apenas la psicología de las formas
metafísicas que sirven de base a todas las grandes arquitecturas. No tenemos idea de las
conclusiones que pueden obtenerse, estudiando los cambios de significación que sufren las
formas de la extensión pura, al pasar de una cultura a otra. Nadie ha escrito todavía la
historia de la columna. No hay idea de lo profundo que es el simbolismo de los medios, de
los instrumentos artísticos.
Consideremos los mosaicos. En la época griega se componían de pedacitos de mármol
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opaco, verdaderos cuerpos euclidianos, y servían de adorno para el suelo, como vemos en
la famosa batalla de Alejandro, conservada en Nápoles. Pero al despertar el alma árabe
empezaron a hacerse de cristalitos sobre fondo de esmalte dorado y se colocaron cubriendo
las paredes y los techos de las basílicas. Esta pintura de mosaico, arte arábigo primitivo,
procedente de Siria, «corresponde» exactamente por su estadio a las vidrieras de las
catedrales góticas. He aquí dos artes primitivos, ambos al servicio de la arquitectura
religiosa: el uno amplifica el espacio interior de la iglesia y, por efecto de la luz que deja
entrar a raudales, lo transforma en espacio cósmico; el otro cambia el interior de la basílica
en una esfera mágica cuyos dorados reflejos nos arrebatan a la realidad terrenal y nos
transportan a las visiones de PIotino, de Orígenes, de los maniqueos, de los gnósticos, de
los padres de la Iglesia y de los poemas apocalípticos.
El suntuoso motivo, que consiste en reunir el arco redondo con la columna, es igualmente
una creación Siria o quizá árabe del siglo III, siglo «correspondiente» al alto gótico [137]. La
significación revolucionaria de este motivo específicamente mágico— aunque considerado
por todos como antiguo, y hasta por la mayoría como representante típico de la
antigüedad— no ha sido hasta ahora conocida ni remotamente. El egipcio había usado sus
columnas de formas vegetales, sin darles una profunda relación con el techo; más bien eran
para él plantas que crecen, que no fuerzas que sostienen. Para el antiguo la columna
monolítica representaba el símbolo más tuerte de la existencia euclidiana, toda cuerpo, toda
unidad y quietud; por eso hubo de unirla al arquitrabe en exacto equilibrio de vertical y
horizontal, de fuerza y peso. Pero aquí, en este motivo que el Renacimiento prefirió por
considerarlo característico de la antigüedad—¡tragicómico error!—aunque la antigüedad ni lo
tuvo ni podía tenerlo, aquí, el arco luminoso emerge de columnas delgadas, negando el
principio material del peso y de la inercia. La idea que se halla aquí realizada, la idea de la
liberación de todo peso terrestre, unida a la oclusión de un espacio interior, está íntimamente
emparentada con )a cúpula, que flota libremente sobre el suelo, pero que rodea y cubre la
cueva, motivo mágico de enorme fuerza expresiva, que halló su perfección natural en el
«rococó» de las mezquitas y castillos moros, con sus columnas de sobrenatural finura, que
surgen muchas veces sin base, del suelo mismo, y parecen imbuidas de una misteriosa
fuerza que las hace capaces de soportar ese mundo de innumerables arcos labrados, de
ornamentos refulgentes, de estalactitas y bóvedas saturadas de color. Para hacer resaltar
mejor toda la importancia de esta forma fundamental de la arquitectura árabe, podemos
decir que el «leitmotiv» de la arquitectura apolínea es la unión de la columna con el
arquitrabe; el de la arquitectura mágica, la unión de la columna con el arco, y el de la
arquitectura fáustica, la unión del pilar con la ojiva.
Tomemos otro ejemplo: la historia del acanto como motivo artístico [138]. En la forma en
que aparece, v, gr., en el monumento a Lisikrates, es el acanto uno de los motivos más
característicos de la ornamentación antigua. Tiene cuerpo. Es una cosa particular, aislada.
Puede abarcarse su estructura toda de un solo golpe de vista. Pero ya en el arte de los foros
imperiales—el de Nerva, el de Trajano—, en el templo de Marte Ultor, aparece más pesado
y más rico. Su distribución orgánica es tan complicada, que, por lo general, requiere un
detenido examen. Ahora se manifiesta la tendencia a llenar las superficies. En el arte
bizantino- de cuyos «rasgos sarracenos latentes» habla ya A. Riegel, aunque sin ver la
conexión que aquí se descubre—el acanto se descompone en una hojarasca
infinita que, como sucede en Santa Sofía, recubre por modo enteramente inorgánico
grandes superficies. AI motivo antiguo vienen a sumarse otros arameos primitivos, como el
pámpano y la palma, que ya desempeñaban un papel importante en la ornamentación
judaica. A éstos se añaden luego otros,
como los trenzados que se ven en los pisos de mosaico y en los bordes de los sarcófagos,
de la época romana posterior, y otros varios motivos geométricos. Por último, en el mundo
persa y en las costas del Asia Menor, va aumentando la movilidad y creciendo la confusión
del conjunto, hasta dar nacimiento al arabesco que, siendo eminentemente antiplástico y
enemigo por igual del cuadro y del cuerpo sólido, representa el motivo propiamente mágico.
El arabesco es incorpóreo y descorporaliza el objeto que cubre con su infinita riqueza. Obra
maestra de este tipo, trozo de arquitectura por completo subordinado a la ornamentación, es
la fachada del castillo de M'schatta—hoy en Berlín—edificado en el desierto por los
Ghazánidas. El arte industrial de estilo bizantino-islamita, que se extendió por todo el
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Occidente y dominó por completo el Imperio carolingio, arte que hasta ahora se ha llamado
lombardo, franco, celta, o nórdico primitivo, era en su mayor parte obra de artistas orientales
o consistía en modelos—tejidos, metales, armas—importados de Oriente [139]. Rávena,
Lucca, Venecia, Granada, fueron los focos de esa forma estética que entonces representaba
la más alta civilización y que predominaba en Italia, hacia el año 1000, cuando ya en el
Norte estaban descubiertas y afianzadas las formas de una cultura nueva.
Por último, consideremos cómo ha variado la concepción del cuerpo humano. Con la victoria
del sentimiento árabe sufre ella también una completa transformación. Casi en todas las
cabezas romanas de la Colección Vaticana, que fueron hechas entre los años 100 y 250, se
percibe la oposición entre el sentimiento apolíneo y el sentimiento mágico, entre la
tendencia a fundar la expresión en la distribución de los músculos y la tendencia a fundarla
en la «mirada». Se trabaja—en la misma Roma, desde Adriano—mucho con el taladro,
instrumento que contradice por completo el sentimiento euclidiano en lo que se refiere a la
piedra. La labor del cincel, acentuando las superficies limites, afirma lo corpóreo, lo material
del mármol. El taladro, en cambio, lo niega, rompiendo las superficies y produciendo efectos
de claro-obscuro. Como consecuencia de esto, el sentido del desnudo se extingue no sólo
en los artistas cristianos, sino también en los «paganos». Basta considerar las estatuas de
Antinoo, tan vacuas y pobres, a pesar de
que hay en ellas la firme voluntad de ser antiguas. Sólo la cabeza es notable, desde el punto
de vista fisiognómico, cosa que nunca sucede en la plástica ateniense. Los paños adquieren
un sentido nuevo, que domina en absoluto la apariencia de la estatua. Buen ejemplo son las
estatuas consulares del Museo Capitolino [140]. Las pupilas taladradas, mirando a la lejanía,
han arrebatado la expresión al cuerpo, para trasladarla a aquel principio mágico
«pneumático» que el neoplatonismo y los acuerdos de los concilios cristianos, como también
la religión de Mithra y el mazdeísmo, ponen en el hombre.
Hacia el año 300 el pagano Jamblico, que bien podría calificarse de «padre de la Iglesia»
pagana, escribió su libro sobre las estatuas de los dioses [141], sosteniendo que en las
estatuas está substancialmente presente lo divino, que actúa sobre el espectador. Contra
esta idea de las imágenes, idea que pertenece netamente a la pseudomórfosis, alzáronse
desde el Oriente y el Sur hasta el Occidente los iconoclastas, cuyas tesis suponen una
concepción de la creación artística, que apenas es accesible a nuestra inteligencia.
Notas:
[58] Véase pág. 188.
[59] La palabra dimensión no debiera emplearse mas que en singular. Hay extensión, pero
no hay extensiones. Las tres direcciones constituyen una abstracción; no están contenidas
en el sentimiento inmediato de que el cuerpo se dilata (para el «alma»). La esencia de la
dirección es el origen de la misteriosa distinción animal entre la derecha y la izquierda, a la
que hay que añadir la tendencia de los vegetales a crecer de abajo a arriba—tierra y cielo—.
Este es un hecho que se siente como en sueño; aquélla es una verdad de la conciencia
vigilante, una verdad que hay que aprender y que por lo tanto puede dar lugar a equívocos y
confusiones. Ambos hallan su expresión en la arquitectura, a saber: en la simetría del plano
y en la energía de la elevación. Por eso, en la «estructura» del espacio que nos rodea
sentimos el ángulo de 90° como privilegiado, y no así el de 60°, que hubiera producido otro
número de «dimensiones».
[60] Los niños no notan en sus dibujos la falta de perspectiva.
[61] Su idea de que la absoluta certeza intuitiva, que tienen los hechos geométricos simples,
demuestra la aprioridad del espacio está fundada en la referida opinión, harto popular, de
que la matemática es o geometría o aritmética. Pero la matemática occidental había
superado ya entonces ese esquema ingenuo—tomado de la antigüedad—. En lugar del
«espacio», la geometría actual establece primero colecciones numéricas varias veces
infinitas, entre las cuales la tridimensional constituye un caso particular que no goza de
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privilegio ninguno; y luego investiga dentro de esos grupos las formaciones funcionales y su
estructura. Asi, pues, la intuición sensible, cualquiera que sea su especie, deja de tener el
menor contacto con los hechos matemáticos, que se dan en la esfera de esas extensiones,
sin que por eso se rebaje en lo más mínimo la evidencia de las mismas. La matemática es
independiente de la forma de la intuición. ¿A qué queda, pues, reducida esa famosa
evidencia de las formas de la intuición, si ya sabemos que la superposición de ambas
(tiempo y espacio) en una supuesta experiencia es un artificio engañoso?
[62] Sin duda un teorema geométrico puede probarse o—más exactamente -demostrarse en
un dibujo; pero el teorema recibe otra forma en cada especie de geometría, y aquí ya no
decide nada el dibujo.
[63] Es sabido que Gauss mantuvo inéditos sus descubrimientos, casi hasta las postrimerías
de su vida, por temor a «la gritería de los
beodos».
[64] Partiendo de esta dirección del cuerpo, adquiere sentido la diferencia entre derecha e
izquierda (pág. 256). El concepto de «delante» no tiene sentido para el cuerpo de una
planta.
[65] Ni en griego ni en latín. La palabra tòpow—en latín locus—significa lugar, comarca y
también clase en el sentido de clase social. La palabra xÅra —en latín spatium—significa
separación («entre»), distancia, rango y también el suelo, la tierra— tŒ ¤k t°w xÅraw; quiere
decir los frutos de la tierra—. La palabra tò k¡non —en latín vacuum—significa, sin equívoco
alguno, un cuerpo hueco, acentuando el sentido de envoltura. En la literatura de la época
imperial, que intenta expresar con vocablos «antiguos» el sentimiento mágico del espacio,
empléanse expresiones vagas corno ôratòw tñpow («mundo sensible») o spatium inane
(«espacio infinito» pero también superficie amplia; la raíz de la palabra spatium significa
hincharse, engordar). En la literatura verdaderamente antigua no había necesidad de tales
perífrasis, porque faltaba por completo la representación.
[66] Esto está implícito, aunque nadie lo ha visto hasta ahora, en el famoso axioma
euclidiano de las paralelas que por un punto no hay mas que una sola paralela a una recta
dada—, única proposición de la matemática antigua que permaneció indemostrada y que,
como hoy sabemos, es en efecto indemostrable. Precisamente por eso se convierte en
dogma frente a toda experiencia y, por lo tanto, en centro metafísico y sustentáculo de todo
ese sistema geométrico. Lo demás, los axiomas, como los postulados, son premisas o
consecuencias. Esa única proposición es para el espíritu antiguo necesaria y universalmente
válida—y, sin embargo, indemostrable-. ¿Qué significa esto? Significa que es un símbolo' de
primer orden. Contiene la estructura misma de la corporeidad antigua. Justamente la parte
más débil de la geometría antigua, la proposición contra la cual se levantaron voces de
contradicción en la época helenística, es la que mejor manifiesta el alma griega.
Y justamente esa proposición, tan evidente para la experiencia diaria, es la que concita
sobre sí la duda del pensamiento numérico occidental, fáustico, oriundo de las lejanías
incorpóreas. Uno de los más profundos síntomas de nuestra existencia es que, frente a la
geometría euclidiana, hayamos puesto no otra, sino otras geometrías, todas las cuales son
para nosotros igualmente verdaderas, igualmente coherentes. La tendencia propia de esas
geometrías, que debemos concebir como un grupo antieuclidiano, consiste en que, por su
misma pluralidad, le quitan a la existencia el sentido corpóreo que Euclides consagró en su
postulado, pues contradicen la intuición que pide corporeidad y niega el espacio puro. La
cuestión de saber cuál de las tres geometrías no euclidianas es la «exacta», la que sirve de
base a la realidad—aunque fue estudiada en serio por Gauss—, se funda en un sentimiento
totalmente antiguo y no hubiera debido ser planteada por un pensador de nuestra, esfera.
Ella es la que nos impide comprender el verdadero y profundo sentido de esta noción: que el
símbolo típico del Occidente no consiste en la realidad de tal o cual geometría, sino en la
pluralidad de varias geometrías igualmente posibles. El grupo de estas estructuras del
espacio, entre las cuales la concepción antigua constituye un simple caso límite, elimina
definitivamente del sentimiento puro del espacio el último resto de corporeidad.
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[67] Este cero—que quizá contenga un vislumbre de la idea que los
indios tenían de la extensión, es decir, de esa espaciosidad del universo, expuesta en los
Upanishads y tan extraña a nuestra conciencia del espacio—faltaba naturalmente en la
antigüedad. Pasando por la matemática árabe, donde sufrió una total transformación, fue
luego introducido entre nosotros por Stifel en 1544; pero lo que alteró fundamentalmente su
esencia fué el considerarlo como el centro entre + 1 y - 1, como un corte en el continuo
numérico lineal; es decir, que el mundo numérico occidental se lo asimiló en un sentido de
relación, enteramente contrario al sentido indio.
[68] Las palabras «sentimiento de la cueva» son de L. Frobenius: Paideuma, pág. 92.
[69] Ursprung der christlichen Kirchenkwnsi [El arte de las iglesias cristianas y sus orígenes],
1920, pág. 80.
[70] Véase parte II, cap. I, núm. I.
[71] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[72] MuIler-Deme: Die Etrusker [Los etruscos]. 1877, parte II, págs. 128 y siguientes.
Wissowa: Religión und Kultus der Römer [Religión y culto de los romanos], 1912, pág. 527.
La más antigua traza de la Roma quadrata, fue un templum. El contorno de la primitiva
ciudad estaba seguramente relacionado no con la construcción, sino con reglas sacras,
como lo demuestra en época posterior la significación del pomerium, de ese límite. El
campamento romano es también un templum, cuyo ángulo recto es aún bien visible en la
traza de muchas ciudades romanas; es el recinto consagrado, en el cual el ejército se halla
bajo la protección de los dioses; no tiene nada que ver, al principio, con la fortificación, que
es de época helenística. La mayor parte de los templos de piedra romanos no eran templa:
en cambio, el temenos griego primitivo debe haber significado, en la época homérica, algo
semejante.
[73] Véase mi prólogo a los Cantos de Ernesto Droe m, pág. 11.
[74] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[75] Véase parte II, cap. III, núm. 4.
[76] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[77] Hölscher: Grabdenkmal des Königs Chephren [La tumba del rey
Chefren]. Borchardt; Grabdenkmal des Sahuré [La tumba de Sahuré]. Gurtius: Die antike
Kunst [El arte antiguo], pág, 45.
[78] Véase parte II, cap. III. núm. 17. Borchardt: Reheiligtum des Newoserré [El santuario de
Newoserré ]. E. Meyer: Geschichte des Altertums [Historia de la antigüedad]. I, par. 251.
[79] Relief en creux. Véase H. Schäfer: Von ägyptischer Kunst [El
arte egipcio], 1919, I, pág. 41.
[80] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[81] O. Fischer: Chinesische Landschaftsmalerei [La pintura de paisaje en China], 1921, pág.
24. La gran dificultad que ofrece el estudio del arte chino, como del arte indio, estriba en que
todas las obras de la época primera, esto es, las del Hoangho, entre 1500 y 800 antes de
Jesucristo, como igualmente las de la India prebudista, han desaparecido sin dejar rastro. Lo
que hoy llamamos arte chino corresponde al arte egipcio de la XX dinastía. Las grandes
escuelas de la pintura china hallan su justo paralelo en las escuelas de la escultura egipcia
del tiempo de los Saitas y los Ptolomeos, incluso con sus alzas y bajas de tendencias
refinadas y arcaizantes, sin evolución interna. Por el ejemplo de Egipto puede verse hasta
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qué punto son legítimas las conclusiones retrospectivas que se saquen acerca del arte
primero de la época Chu y de la época Védica.
[82] C. Glaser: Die Kunst Ostasiens [El arte del Asia Oriental], 1920,
página 181. Véase también M. Gothein: Geschichte der Gartenkunst
[Historia de la jardinería], 1914, II, págs. 331 y siguientes.
[83] Glaser, pág. 43.
[84] Véase parte II, cap. II, núm. 7.
[85] El arte monológico de los espíritus solitarios es, en realidad, un diálogo consigo mismo.
La espiritualidad de las grandes ciudades es la que permite al instinto comunicativo vencer
al instinto expresivo (véase parte II, cap. II, núm. 7); de aquí proviene ese arte tendencioso,
ese arte que quiere enseñar, convertir, demostrar, ya proposiciones político-sociales, ya tesis
morales, Contra ese arte se rebela la fórmula de L'art por L'art, que no es tanto un ejercicio
como una opinión que, al menos, se acuerda todavía del sentido primitivo que tiene la
expresión artística.
[86] Véase parte II, cap. II, núm. 7. Véase también Worringer: Abstraction und Einfühlung [La
abstracción y la proyección sentimental]. Págs. 66 y siguientes.
[87] La imitación es vida; pero en el momento de realizarse, ya ha pasado—-baja el telón—y
cae en el olvido o—si el resultado de ella es una obra duradera—en la historia del arte. Nada
se ha conservado de los cantos y danzas de las viejas culturas y bien poco de sus cuadros y
poemas; y aun ese poco no contiene apenas otra cosa que la parte ornamental de la
imitación primitiva, por ejemplo: el texto de un drama —no el espectáculo y el sonido—, las
palabras de una poesía—no su recitación—, las notas de una música—no el colorido de los
instrumentos—. Lo esencial ha pasado irrevocablemente. La «representación» es siempre
algo nuevo y distinto.
[88] Sobre el taller de Thutmés, en Tell-el-Amara, véase Mitteilungen der deutschorientalische Gesellschaft [Comunicaciones de la Sociedad oriental alemana], núm. 52.
[90] K. Burdach: Deutsche Renaissance [Renacimiento alemán], página II. Igualmente toda
arte plástica de la época gótica tiene un tipismo y un simbolismo rigurosos.
[91] E. Norden: Antike Kunstprosa [La prosa artística de los antiguos]. págs. 8 y siguientes.
[92] Véase parte II, cap. III, núm. 15.
[93] Por eso la escritura tiene un carácter ornamental.
[94] Véase pág. 283.
[95] Véase parte II, cap. II, núm. 2.
[96] Así se distinguen, al este del Elba, las aldeas eslavas construidas en forma de anillo, y
las aldeas germánicas, en forma de calles.
Igualmente, según la abundancia relativa de las chozas redondas o de las casas cuadradas,
en la Italia antigua, pueden colegirse algunos acontecimientos de los tiempos homéricos.
[97] Véase parte II, cap. II, núm. 3.
[98] Véase pág. 253.
[99] Véase parte II, cap. II, núm. 8.
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[100] Véase pág. 196.
[101] Véase pág. 101.
[102] Lo mismo puede decirse de los edificios egipcios de la época de los Tinitas y de los
templos seleucidico-persas del Sol y del Fuego, construidos en los siglos precristianos.
[103] Véase Worringer: Formprobleme der Gotik (traducida al castellano con el título «La
esencia del arte gótico» y publicado por la Revista de Occidente).
[104] Dvorak: Idealismus und Naturalismus in der gotischen Skulptur und Malerei [Idealismo
y naturalismo en la escultura y en la pintura góticas], Historische Zeitschrift [Revista
histórica], 1918, págs. 44 y
siguientes.
[105] Ornamento, en el más alto sentido, es, en fin, la escritura, y por tanto el libro, que es
propiamente el correlato del templo y que aparece cuando éste aparece o no existe si éste
no existe. (Véase parte II, cap. II, núm. 13, y cap. 111, núm. II.) En la escritura no ha
adquirido forma la intuición, sino la intelección. Los signos gráficos no simbolizan esencias,
sino conceptos abstractos, es decir, separados de las esencias. El espíritu humano,
habituado al lenguaje, se representa lo que tiene delante como espacio rígido; por eso la
escritura es, después de la arquitectura, la expresión más perfecta del símbolo primario de
una cultura. Es completamente imposible comprender la historia del arabesco, si se
prescinde de los innumerables tipos de escritura árabe.
Y la historia del estilo egipcio y chino es inseparable de la historia de los signos gráficos, su
disposición y colocación.
[106] Véase pág. 263.
[107] Véase parte II, cap. III, núm. 18.
[108] No cabe duda que los griegos se hallaban bajo la profunda impresión que les hicieran
las columnatas egipcias cuando verificaron el tránsito del templo de antas al perípteros, es
decir, en la misma época en que la plástica de bulto, influida también por modelos
indudablemente egipcios, elimina la tendencia al relieve, que aun se percibe claramente en
las figuras de Apolo. Esto no quiere decir que el motivo de la columna antigua y la aplicación
que los antiguos dieron al principio de la serie no sean cosa perfectamente propia e
independiente.
[109] Al espacio limitado, no a la piedra. Véase Dvorak: Historische Zeitschrift [Revista
histórica], 1918, págs. 17 y siguientes.
[110] Dehio: Geschichte der deutschen Kunst [Historia del arte en Alemania], I, pág. l6.
[111] H. Schäfer: Von ägyptischer Kunst [Del arte egipcio], I, páginas 15 y siguientes.
[112] Frankl: Baukunst des Mittelalters [La arquitectura medieval], 1918, págs. 16 y
siguientes.
[113] Véase parte II, cap. III, núm. 18. El sentimiento vital de los pisos carece, en efecto, de
toda tendencia a la verticalidad. Este carácter se manifiesta también en la figura legendaria
de Ilia de Murom (véase parte II, cap. III, núm. 2). El ruso no tiene la menor relación con un
Dios-Padre. Su ethos no consiste en el amor filial, sino en el amor fraternal, que irradia por
doquiera en la planicie humana. Los rusos sienten a Cristo como hermano. El afán de
perfección en sentido vertical que palpita en el alma fáustica es, para el auténtico ruso, vano
e incomprensible. Las ideas de los rusos sobre el Estado y la propiedad carecen igualmente
de toda tendencia vertical.
[114] El kokoschnick es propiamente un adorno del tocado femenino, que consiste en un
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paño bordado, con brillantes lentejuelas y cortado por delante en forma de diadema.—N. del
T.
[115] En la iglesia del cementerio de Kishi hay 22. Véase J. Grabar: Historia del arte ruso,
1911 (en ruso), I-III. Eliasberg: Russische Baukunst [Arquitectura rusa], 1922, introducción.
[116] Las estructuras de la historia egipcia y de la historia occidental son tan claras, que
permiten llevar las comparaciones hasta los detalles. Sería de mucho valor una
investigación histórica y artística de estas comparaciones. La IV dinastía, cuyo estilo es la
pirámide en sentido estricto (2930-2750, Cheops, Chefren), corresponde al románico (9801100). La V dinastía (2750-2625, Sahu-ré) corresponde al gótico primitivo (1100-1230). La VI
dinastía, apogeo de la escultura arcaica (2625-2475, Fiops, I y II), corresponde al gótico
(1230.1400).
[117] Contemplación.—N. del T.
[118] Véase parte II, cap. V, núm. 6.
[119] Koldewey-Puchstein: Die griechische Tempel in Unteritalien und Sizilien [Los templos
griegos de la Italia meridional y de Sicilia}. I, página 228.
[120] Véase sobre esto y lo que sigue la parte II, cap. III.
[121] Véase parte II, cap. III, núm. 3.
[122] Stilfragen. Grundlagen zu einer Geschichte der Ornamentik, 1893. Spätrömische
Kunstindustrie, 1901. [Problemas del estilo. Bases para una historia de la ornamentación. El
arte industrial en la Roma posterior.]
[123] Amida (1910): Die bildende Kunst des Ostens [El arte plástico de Oriente], 1916. AltaiIran (1917); Die Baukunst der Armenier und
Europa [La Arquitectura, de los armenios y Europa], 1918.
[124] Que no son mayores que las que existen entre el arte dórico y el arte etrusco y que son
menores que las que existían hacia 1430 entre el renacimiento florentino, el gótico francés,
el gótico español y gótico oriental alemán (gótico de ladrillos).
[125] Véase parte II, cap. III, núm. 12.
[126] Seguramente, las más antiguas fundaciones cristianas en el imperio de Axum
coinciden con las paganas de los sabeos.
[127] Véase parte II, cap. III, núm. I.
[128] Véase parte II, cap. III, núm. 13.
[129] Kohl und Watzinger: Antike. Synagogen in Galilea [Sinagogas antiguas de Galilea],
1916. Basílicas son los santuarios de Baal en Palmyra, Baalbeck y muchos otros puntos. A
veces son anteriores al cristianismo, aunque luego pasan a servir de templos cristianos.
[130] Véase parte II, cap. III, núm. 4.
[131] Frauberger: Die Akropolis von Baalbeck, grabado núm. 22.
[132] Diez: Die Kunst der islamischen Vöker [El arte de los pueblos islámicos], págs. 8 y
siguientes. En los templos sabeos primitivos la
capilla del oráculo (makanat) se halla delante del altar (mahdar).
[133] Wulff; Altchristliche und bysantinische Kunst [Arte cristiano-primitivo y bizantino], pág.
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227.
[134] Plinio habla de la abundancia de templos en esta región. De
un tipo de templo nacido en la Arabia meridional procede, probablemente, la basílica
transversal—con la entrada por el lado más largo— que se encuentra en Hauran y que se
manifiesta también en la división transversal del altar de San Pablo, en Roma.
[135] Este ejemplar, de una arquitectura puramente interior, no tiene
nada que ver, ni por su técnica ni por su sentimiento del espacio, con los edificios circulares
etruscos. Altmann: Die italischen Rundbauten [Los edificios circulares italianos], 1906. En
cambio concuerda con las cúpulas de la villa de Adriano en Tíbur.
[136] La leyenda de Grial tiene fuertes momentos de sentimiento árabe, junto a otros
célticos. La figura de Parsifal, empero, es puramente fáustica en todos los puntos en que
Wolfram von Eschenbach se aparta de su modelo, Chrestien de Troyes.
[137] La relación de la columna con el arco «corresponde» espiritualmente a la del muro con
la bóveda. Cuando entre e] cuadrilátero y la cúpula viene a situarse el tambor, entonces
también entre el capitel y el pie del arco se interpone la imposta.
[138] A. Riegel; Stilfragen [Problemas de estilo}, 1893, págs. 348 y
siguientes y 272 y siguientes.
[139] Dehio: Geschichte der deutschen Kunst [Historia del arte alemán], I, p. 16 ss.
[140] Wulf: Altchristliche-byzantinische Kunst [Arte cristiano primitivo y bizantino] págs. 153
y siguientes.
[141] Véase parte II, cap. III, núm. 13. Véase Geffken: Der Ausgang des griechischrömischen Heidentums [El fin del paganismo greco-romano], 1920, pág.113.
La Decadencia de Occidente.
Volumen 2.
Primera parte. "Forma y Realidad"
Capítulo IV - Musica y Plástica
1
LAS ARTES PLÁSTICAS
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El sentimiento cósmico de la humanidad superior ha hallado su expresión simbólica más
clara—prescindiendo de los círculos de representaciones matemático naturalistas y del
simbolismo de sus conceptos fundamentales—en las artes plásticas. Las artes plásticas son
innumerables y entre ellas debe incluirse la música. En efecto, sí en vez de considerar la
música independientemente de las artes pictóricoplasticas se hubiesen incorporado sus
modalidades, tan varias, a las investigaciones sobre la evolución de la historia del arte,
mucho se habría adelantado en la inteligencia del fin que persigue esa evolución. No
llegaremos nunca a concebir el impulso creador que actúa en las artes no verbales [1], si a
la diferencia entre los recursos ópticos y los recursos acústicos le damos más valor que el de
una circunstancia meramente externa. No es eso lo que distingue unas artes de otras. ¡Arte
de la vista y arte del oído! Decir esto es no decir nada. Sólo el siglo XIX ha podido exagerar
de ese modo el posible valor de las condiciones fisiológicas, incluso las de la expresión, de
la recepción, de la transmisión. Ni los cuadros «cantantes» de Claudio de Lorena o de
Watteau están hechos propiamente para los ojos del cuerpo, ni la música de amplias
espaciosidades, desde Bach, está hecha para los oídos del cuerpo. La relación antigua entre
la obra de arte y el órgano del sentido, relación en que siempre se piensa, aunque
inexactamente, cuando se habla de este tema, es muy distinta, mucho más sencilla y
material que la nuestra. Nosotros leemos Otelo y Fausto; nosotros estudiamos las partituras.
Esto quiere decir que nosotros substituimos un órgano del sentido a otro, para que el espíritu
de esas obras actúe sobre el nuestro en toda su pureza. Continuamente apelamos de los
sentidos externos a los «internos», a la imaginación, facultad netamente fáustica, que no
tiene el menor carácter «antiguo».
Sólo así puede comprenderse esa infinita sucesión de escenas que hay en Shakespeare y
que es tan contraria a la antigua unidad de lugar; y en el caso extremo, que es justamente el
Fausto de Goethe, resulta imposible una verdadera representación, una representación que
agote íntegramente el contenido de la obra. Pero lo mismo sucede en la música. Ya se trate
del recitado a capella de estilo palestriniano o, en mayor grado todavía, de las pasiones de
Heinrich Schütz, de las fugas de Bach, de los últimos cuartetos de Beethoven y del Tristán,
lo que tras la impresión sensible vivimos realmente es un mundo de otras impresiones harto
diferentes, un mundo que se nos aparece todo riquezas y profundidades, un mundo del que
sólo por medio de imágenes traslaticias podemos hablar y comunicar alguna cosa; pues la
armonía evoca en nosotros rutilantes colores, pardos sombríos y dorados matices, ocasos,
altas cumbres de lejanas sierras, tormentas, paisajes primaverales, ciudades sumergidas,
rostros extraños. No es un azar el que Beethoven haya compuesto sus últimas obras
estando sordo. Esta sordera cortó, por decirlo así, el último ligamen sensible. Para esta
música, la vista y el oído son por igual puentes que conducen al alma; y nada más. Pero
este modo visionario de gozar el arte le es totalmente extraño al hombre griego. El griego
palpa el mármol con la mirada; el sonido pastoso del aulos le produce una impresión de
contacto corpóreo. Los ojos y los oídos son para él receptores de la impresión rotunda,
completa. En cambio para nosotros, desde la época del gótico, ya no tienen los sentidos esa
función.
En realidad, los sonidos son algo extenso, limitado, numerable, como las líneas y los
colores; y el mismo carácter tienen también la armonía, la melodía, la rima, el ritmo, como la
perspectiva, la proporción, la sombra y el contorno. La diferencia entre dos géneros de
pintura puede ser infinitamente mayor que la diferencia entre la pintura y la música de una
misma época. Comparados con una estatua de Mirón, pertenecen a uno y el mismo arte un
paisaje de Poussin y la cantata pastoral para música de cámara, de esta misma época;
Rembrandt y las composiciones para órgano de Buxtehude, Pachelbel y Bach; Guardi y las
óperas de Mozart. El lenguaje de formas interiores que nos hablan todas estas obras es de
tal manera idéntico, que ante esta identidad se desvanece la diferencia entre los medios
ópticos y los medios acústicos.
La estética ha concedido siempre un valor supremo a las diferencias conceptuales,
intemporales, que existen entre las distintas ramas del arte. Ello obedece simplemente a que
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no ha sabido penetrar en lo profundo del problema. Las artes son unidades vitales, y lo vital
no admite división. El primer cuidado de los pedantes eruditos ha sido empero siempre el de
trazar separaciones en el territorio infinito del arte, atendiendo a los recursos y a las técnicas
más exteriores. Asi, se ha dividido el arte en artes particulares que se suponen eternas —¡
con principios formales inmutables!—. Asi se ha distinguido la «música» de la «pintura», la
«música» del «drama», la «pintura» de la «plástica», pasando luego a definir lo que sea «la
pintura», «la» plástica, «la» tragedia. Pero el lenguaje de las formas técnicas no es casi más
que la mascara de la obra propiamente dicha. El estilo no es, como pensaba Semper—
espíritu superficial, legítimo contemporáneo de Darwin y del materialismo—, el producto del
material, de la técnica y del fin. Por el contrario, el estilo es algo que la inteligencia artística
no puede captar; es una revelación metafísica, es una misteriosa constricción, un sino. Y no
tiene nada que ver con los limites materiales de las artes particulares.
Atribuir una importancia fundamental a la división de las artes según las condiciones de la
impresión sensible es, pues, malograr desde luego el problema de la forma. ¿Es lícito
considerar la plástica en general como una especie artística para deducir luego sus leyes
universales? Pero, ¿qué es la «plástica»? ¡«La» pintura!... no existe. El que no sienta que
los dibujos de Rafael y los dibujos de Ticiano, compuestos aquéllos de contornos y éstos de
manchas de luz y de sombra, pertenecen a dos artes diferentes; que el arte de Giotto o de
Mantegna y el arte de Vermeers o de Van Goyen no tienen apenas relación, pues los unos
crean con la pincelada una especie de relieve y tos otros evocan una a modo de música en
la superficie cromática, mientras que por otra parte un fresco de Polignoto y un mosaico de
Rávena no pueden ni siquiera por su técnica incluirse en la especie pintura; el que no sienta
esto no comprenderá nunca los problemas más profundos del arte. ¿Qué tiene que ver un
aguafuerte con el arte de Fra Angélico? ¿Qué una figura de los vasos protocorintios con una
vidriera gótica? ¿Qué un relieve egipcio con un relieve del Partenón?
Si las artes tienen limites—límites de su alma convertida en forma—habrán de ser
históricos, pero no técnicos o fisiológicos [2]. Un arte es un organismo, no un sistema. No
hay un género artístico que atraviese los siglos y las culturas. Aun en aquellos casos en que,
como en el Renacimiento, ciertas supuestas tradiciones técnicas confunden al pronto la
visión, pareciendo demostrar que las leyes del arte antiguo conservan una eterna validez,
existe en el fondo una completa diferenciación.
En el arte grecorromano no hay nada que tenga la menor afinidad con el lenguaje de las
formas que nos hablan una estatua de Donatello, un cuadro de Signorelli, una fachada de
Miguel Ángel. Quien tiene afinidad íntima con el Quattrocento es exclusivamente el gótico
de la misma época. Sin duda, los retratos egipcios han «influido» sobre el tipo arcaico del
Apolo griego y las pinturas sepulcrales etruscas sobre las representaciones toscanas
primitivas. Pero esto no tiene mayor significación. Es como cuando Bach escribe una fuga
sobre un tema ajeno, para mostrar lo que puede expresar con él. Todo arte singular, el
paisaje chino como la plástica egipcia y el contrapunto gótico, vive una sola vez, y nunca se
repite con su alma y su simbolismo típicos.
2
El concepto de la forma adquiere aquí un sentido de enorme amplitud. No sólo el
instrumento técnico, no sólo el lenguaje de las formas, sino también la elección del género
artístico es un medio de expresión. En la vida de los artistas hay creaciones de obras
maestras que hacen época; v. gr.: en Rembrandt, la Ronda de noche; en Wagner, los
Maestros cantores.
De igual modo, en el ciclo vital de una cultura hay creaciones de géneros artísticos que,
concebidos como un todo, hacen época también. Cada uno de estos géneros constituye un
organismo en sí, que no tiene ni predecesores ni sucesores, si prescindimos de los aspectos
puramente externos. Toda teoría, toda técnica y convención forma parte de su carácter
propio, sin nada de perdurable, sin valor alguno universal. Asi, pues, podemos investigar
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cuándo una de estas artes comienza a vivir y cuándo se extingue y desaparece; podemos
preguntarnos si efectivamente se extingue o si se convierte en otra; podemos indagar por
qué tal o cuál arte falta o predomina en tal o cuál cultura. Y todos estos problemas son
problemas de la forma, en el más alto sentido; no de otro modo que esos otros problemas de
por qué tal o cuál pintor o músico renuncia—inconscientemente—a emplear determinados
matices o armonías y prefiere usar de otros hasta el punto de podérsele identificar por ello.
La teoría del arte no ha reconocido todavía la importancia de este grupo de problemas. Y sin
embargo, este aspecto de una fisiognómica de las artes es el que nos da la clave para llegar
a comprenderlas. Hasta ahora, sin examinar la grave cuestión que aquí planteamos, se ha
creído que todas las artes —partiendo de la ya citada «división»—eran posibles siempre y
en todas partes; y cuando se advertía la falta de alguna de ellas achacábase a la ausencia
fortuita de personalidades creadoras, o de circunstancias favorables, o de Mecenas capaces
de promover «el progreso del arte». Pero esto es justamente lo que yo llamo trasladar el
principio de causalidad desde el mundo de lo producido al mundo del producirse. No
teniendo ojos capaces de penetrar en la muy diferente lógica y necesidad de la vida, del
sino, con sus posibilidades expresivas, que ni pueden evitarse ni pueden repetirse nunca,
hubieron de acudir los historiógrafos a las causas palpables, situadas en el primer plano para
construir una secuencia superficial de acontecimientos históricoartisticos.
Ya al principio de este libro nos hemos referido a esa torpe imagen de una progresiva
evolución de «la humanidad», en línea recta, pasando por la Antigüedad, la Edad Media y la
Edad Moderna, imagen que nos ha impedido llegar a una visión verdadera de la historia y de
la estructura de las culturas superiores. La historia del arte nos ofrece ahora un ejemplo
especialmente claro de esa errónea concepción. Después de haber admitido como evidente
la existencia de ciertos géneros artísticos constantes y bien definidos, se ha bosquejado la
historia de todos ellos, siguiendo el esquema también evidente de Antigüedad, Edad Media y
Edad Moderna. Claro está que en esa historia no podían encontrar acomodo ni el arte de la
India y del Asia Oriental, ni el arte de Axum y de Saba, ni el arte de los Sasánidas y de
Rusia, las cuales, por lo tanto, fueron tratadas como un apéndice o en absoluto olvidadas,
sin que nadie, ante tamaña consecuencia, comprendiese lo absurdo del método.
A toda costa había que llenar el esquema con hechos; y, sin reparo alguno, se persiguió una
serie absurda de alzas y bajas.
Las épocas de inmovilidad fueron calificadas de «pausas naturales». Se dijo «épocas de
decadencia» para designar los momentos en que, en realidad, fallecía un arte grande. Se
llamaron «épocas de resurrección» a aquellas en que, claramente, para la mirada imparcial,
nacía un arte nuevo en otro paisaje, como expresión de otra humanidad. Todavía se enseña
hoy que el Renacimiento fue una resurrección del arte antiguo. Y de todo ello se saca por
último la consecuencia de que es posible y legítimo dar nuevos impulsos a ciertas artes que
se encuentran moribundas o ya muertas—el momento presente es un verdadero campo de
batalla—, empleando para lograrlo conscientes renovaciones, programas o «resurrecciones»
violentas.
El carácter orgánico de esas grandes artes se manifiesta muy a las claras en el problema
que su brusca muerte nos plantea. En efecto, las artes mayores suelen acabar de una
manera súbita—el drama ático, con Eurípides; la plástica florentina, con Miguel Ángel; la
música instrumental, con Liszt, Wagner y Bruckner—. ¿Por qué? Estos finales repentinos
producen la impresión de un verdadero símbolo. Si bien se mira, se verá que nunca se ha
intentado de veras «resucitar» una sola de las artes importantes.
Nada del estilo de las pirámides ha pasado al dórico. No hay nada que una el templo antiguo
a las basílicas orientales, pues aunque las basílicas emplearon la columna antigua como
elemento arquitectónico—que es lo más importante para la mirada superficial—, este hecho
no tiene mayor importancia que el empleo por Goethe de la mitología antigua en su noche
clásica de la Walpurgis. Creer que en el siglo XV resucitó en Occidente un arte antiguo, es
una fantasía bien extraña. La antigüedad, en su periodo posterior, hubo de renunciar a una
música de gran estilo, cuyas posibilidades se habían dado en la edad primera del dórico,
como lo demuestra la significación que tuvo la vieja Esparta—en ella actuaron Terpandro,
Thaletas, Alkman, cuando el arte de la estatua empezaba a brotar en otras tierras—para
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toda la música que se produjo después. De igual modo, el arabesco anuló todos los ensayos
que la cultura mágica hiciera al principio en el retrato de frente, en el huecorrelieve y en el
mosaico. Asimismo la pintura al óleo de los venecianos y la música instrumental del barroco
hizo desaparecer toda la plástica que había nacido a la sombra de las catedrales góticas de
Chartres, Reims, Bamberga, Naumburgo y finalmente en la Nuremberga de Peter Vischer y
en la Florencia de Verrocchio.
3
Entre el templo de Poseidon, en Poestum, y la catedral de Ulm, obras maduras del dórico y
del gótico, hay la misma diferencia que entre la geometría euclidiana de las superficies
limitantes y la geometría analítica de las posiciones ocupadas por los puntos en el espacio
relativamente a los ejes. La arquitectura antigua comienza por fuera. La arquitectura
occidental, por dentro. También la arquitectura árabe comienza por dentro; pero dentro se
queda. Sólo el alma fáustica necesitó para expresarse un estilo que, a través de los muros,
pugnase por irrumpir en el espacio cósmico sin límites, convirtiendo el interior y el exterior
en imágenes correspondientes de uno y el mismo sentimiento cósmico. La basílica y la
iglesia cupular pueden muy bien ostentar por fuera un decorado; pero esa su parte exterior
no constituye su arquitectura. Lo que se ve al acercarse a ellas produce el efecto de una
protección, de algo que oculta un misterio. El lenguaje de las formas, en la penumbra de la
cueva, se dirige sólo a la comunidad de los fieles, y en esto consiste precisamente la
afinidad entre los más altos ejemplos de este estilo y las mitreas y catacumbas más
humildes.
Tal fue la primera expresión fuerte de un alma nueva. Pero tan pronto como el espíritu
germánico se hubo adueñado de ese tipo basilical, todos los elementos constructivos
comenzaron a cambiar maravillosamente de posición y de sentido. En el norte fáustico, la
figura externa de los edificios, desde la catedral hasta la sencilla vivienda, se amolda
siempre al sentido con que ha sido hecha la distribución del espacio interior. La mezquita
nada nos dice de su espacio interior; y en el templo antiguo no le hay. En cambio el edificio
fáustico tiene un «rostro», no sólo una fachada—mientras que el frontispicio de un perípteros
es simplemente un lado del cuerpo arquitectónico, y la cúpula central, por su idea misma,
carece de frente y fachada—; y a ese rostro, a esa cabeza va unido un tronco estructurado
que se tiende sobre la amplia llanura, como en la catedral de Speier, o se encumbra hacia el
cielo, como en la de Reims, con las innumerables flechas de su proyecto primitivo.
El motivo de la fachada, que mira hacia el espectador y le explica el sentido interno de la
casa, predomina no solamente en nuestros grandes edificios, sino también en esa imagen,
moteada de ventanas, que ofrecen nuestras calles, nuestras plazas y nuestras ciudades [3].
La gran arquitectura primitiva es la madre de todas las artes subsiguientes. Ella determina
su selección y su espíritu.
Por eso la historia de la plástica «antiguas» es un esfuerzo incesante por elevar a la
perfección un ideal único, la conquista del cuerpo humano aislado, como compendio y cifra
del presente puro, corpóreo. La escultura antigua erige un templo al cuerpo desnudo; como
la música fáustica, desde el contrapunto primitivo hasta la frase instrumental del siglo XVIII,
levanta una catedral de voces. Nadie ha comprendido el pathos de esa tendencia que el
alma apolínea desarrolla durante varios siglos, porque nadie ha sentido nunca que el fin a
que tendían el relieve arcaico, la pintura de los vasos corintios y el fresco ático no era otro
que el cuerpo puramente material, el cuerpo sin alma, pues el templo del cuerpo humano
tampoco tiene «interior». Policleto y Fidias consiguieron al fin dominarlo enteramente. Con
extraña ceguera, se ha considerado este género de plástica como universalmente válido,
como posible en todas partes, como la plástica en absoluto. Y se ha escrito su historia y su
teoría, en la que se han hecho figurar todos los pueblos y todos los tiempos. Nuestros
escultores, bajo la influencia de doctrinas renacentistas, recibidas sin crítica, siguen diciendo
todavía que el cuerpo desnudo del hombre es el objeto más noble y propio «del» arte
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plástico. Pero la verdad es que ese arte de la estatua, que consiste en plantar el cuerpo
desnudo aislado sobre un plano y en modelarlo por todos sus lados, no ha existido más que
una vez, justamente en la cultura antigua y sólo en ella; porque sólo ha habido una cultura,
la antigua, que se haya negado por completo a trascender de los límites sensibles en pro del
espacio. La estatua egipcia estaba labrada por delante; era, pues, una especie de relieve. Y
las estatuas del Renacimiento, que tienen en apariencia un sentido antiguo—a quien se le
ocurra contarlas, le admirará su escaso número [4] —, son en realidad reminiscencias
semigóticas.
La evolución de este arte, que excluye inflexiblemente el espacio, llena los tres siglos que
van de 650 a 350, desde la plenitud del dórico, momento en que comienza a manifestarse la
tendencia a eliminar de las figuras la frontalidad egipcia—en la serie de las imágenes de
Apolo [5] se ve muy bien los esfuerzos hechos para plantear el problema—hasta los
primeros síntomas del helenismo y su pintura de ilusión, con que termina el gran estilo.
Nunca se podrá apreciar bien esta plástica si no se la concibe como el arte definitivo y más
elevado de la antigüedad, como un arte que nace de las representaciones artísticas sobre
superficies y que batiendo empezado por someterse a la pintura al fresco acaba superándola
al fin. Sin duda, su origen técnico puede encontrarse en los ensayos de tratar como figuras
la columna arcaica o las lápidas que servían para revestir las paredes de los templos [6]; a
veces también fueron imitadas obras egipcias (las figuras sentadas del Didimeo de Mileto),
aunque son poquísimos los artistas griegos que pudieron verlas. Pero como ideal de forma,
la estatua procede de la pintura arcaica de los vasos, pasando por el relieve. De esa pintura
cerámica se origina asimismo el fresco, que también está adherido a una superficie
corpórea. La plástica puede considerarse, hasta Mirón, como un relieve desprendido de la
pared.
La figura se convierte, por último, en un cuerpo aislado, tratado por sí mismo junto al cuerpo
del edificio, pero que sigue siendo una silueta delante de un muro [7]. Excluye la dirección
en la profundidad, y se extiende de frente ante el espectador; todavía el Marsias de Mirón
puede, sin dificultad y sin notables escorzos, reproducirse en vasos y monedas [8]. Por eso,
de las dos artes mayores que se desenvuelven en la época posterior, desde 650, es el fresco
el que lleva sin duda alguna la voz cantante. El caudal de tipos artísticos, bastante exiguo,
está siempre dado, al principio, por las figuras de los vasos, a las que muchas veces
corresponden exactamente esculturas de época muy posterior. Sabemos que el grupo de los
centauros, en el frontón occidental de Olimpia, fue tomado de un cuadro.
En el templo de Egina, la evolución del pontón oeste al pontón este significa un gran paso
en el sentido de desentenderse de la pintura al fresco y afirmar el valor propio del cuerpo
libre.
Este cambio se realiza definitivamente en 460 con Policleto.
A partir de este momento, ya son los grupos plásticos los que sirven de modelo a la pintura.
Pero el modelado cúbico, el modelado que trabaja la estatua para ser contemplada desde
todos los puntos de vista, no llega a su perfección hasta Lisipo, en el sentido verista, como
«un hecho». Hasta entonces, e incluso aun en Praxiteles, vemos en las estatuas un
desarrollo lateral, con contornos acusados, de suerte que la figura no adquiere todo su valor
sino cuando es contemplada desde uno o dos puntos de vista.
Un testimonio permanente, que demuestra que la plástica de bulto tiene, en efecto, su origen
en la pintura, es la policromía del mármol—que el Renacimiento y el clasicismo ignoraban y
que hubieran considerado como bárbara [9] –y el empleo del oro y el marfil en las estatuas y
los esmaltes que adornaban el bronce brillante, usado en su tono dorado natural.
4
La fase correspondiente del arte occidental llena los tres siglos que van de 1500 a 1800,
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desde el final del gótico posterior hasta la caída del rococó, y, por lo tanto, hasta el término
del gran estilo fáustico. En estos siglos la voluntad de trascender al espacio va penetrando
en la conciencia con fuerza cada vez mayor; y, correspondiendo a ello, desarróllase la
música instrumental hasta convertirse en el arte predominante.
Al principio, en el siglo XVII, la música es todavía como una pintura; pinta por medio del
colorido característico que evocan los timbres de los instrumentos, contraponiendo los de
cuerda a los de viento, las voces humanas a los sonidos de los cuerpos vibrantes.
Inconscientemente, la música aspira a igualar a los grandes maestros, desde Ticiano hasta
Velázquez y Rembrandt. Compone cuadros. Cada frase es un tema de contornos definidos
que se destacan sobre el fondo del basso continuo. Tal es el estilo de la sonata, desde
Gabrielli (+ 1612) hasta Corelli (+ 1713). La música pinta paisajes heroicos en la cantata
pastoral; dibuja un retrato de líneas melódicas en las lamentaciones de Ariadna, de
Monteverdi (1608). Pero luego, con los maestros alemanes, todo esto se
acaba. Ya no es la pintura la que lleva la dirección. La música se torna absoluta y ahora es
ella la que—también inconscientemente — domina sobre la pintura y la arquitectura del siglo
XVIII. La plástica va siendo eliminada resuelta y progresivamente de las posibilidades
profundas contenidas en ese mundo de formas.
Lo que distingue la pintura florentina de la pintura veneciana; lo que caracteriza como dos
artes totalmente diferentes la pintura de Rafael y la de Ticiano, es que la primera está
imbuida de un espíritu plástico, que empareja sus cuadros con el relieve, mientras que la
segunda está animada de un espíritu musical y emplea una técnica de pinceladas visibles y
efectos de profundidad atmosférica, que pueden parangonarse con el cromatismo de los
violines y de las flautas. Esas dos pinturas forman en verdad una oposición, no una
transición. Comprender esto bien es condición decisiva para la inteligencia del organismo de
esas artes. Aquí justamente es donde debemos precavernos contra la hipótesis de que el
arte obedece a «leyes eternas». La pintura es una palabra. La pintura de las vidrieras, en el
arte gótico, formaba parte integrante de la arquitectura. Hallábase al servicio del severo
simbolismo arquitectónico como la pintura egipcia primitiva, como la pintura árabe primitiva,
como todo arte, en el estadio primitivo, sirve siempre al idioma de la piedra. Las figuras
vestidas se construían como las catedrales. Los pliegues eran un ornamento, de expresión
sumamente pura y severa. Y se equivoca mucho el que, partiendo de un punto de vista
naturalista-imitativo, critique su «rigidez».
La música también es una palabra vana. (Músicas ha habido siempre, en todas partes, antes
de toda cultura propiamente dicha y aun entre los animales. Pero la música «antigua» de
gran estilo no era mas que una plástica del oído. Los grupos de cuatro tonos, el cromatismo
y la enarmonía [10], tenían un sentido tectónico, no armónico. Reaparece aquí la diferencia
entre cuerpo y espacio. La música antigua era monótona.
Existían pocos instrumentos, y esos pocos se desenvolvieron en el sentido de dar a los
sonidos un carácter plástico. Por eso rechazó la «antigüedad» el arpa egipcia, cuyo timbre
no debía ser muy distinto del de nuestro clavicémbalo. Pero sobre todo, la melodía
antigua—como el verso antiguo, desde Homero hasta la época de Adriano—era un cómputo
de cantidades, no una composición de acentos; es decir, que para los antiguos las sílabas
eran cuerpos y la extensión de estos cuerpos silábicos determinaba el ritmo. Los encantos
sensibles de este arte resultan incomprensibles para nosotros, como lo demuestran los
escasos restos que aun nos quedan. Y esto justamente debiera hacernos reflexionar sobre la
impresión que se proponían y conseguían producir los frescos y las estatuas.
Comprenderíamos entonces que nosotros no podemos jamás revivir la emoción que al
contemplarlos sentían los ojos antiguos.
También la música china es ininteligible para nosotros y, según dicen los chinos ilustrados,
nosotros somos incapaces de distinguir los pasajes alegres de los pasajes tristes [11]. En
cambio, toda nuestra música occidental, sin distinción, le produce al chino la sensación de
una marcha. Este hecho expresa con superior acierto la impresión que el dinamismo rítmico
de nuestra vida produce en el tao del alma china, que carece de todo acento rítmico. Pero
cualquier extraño percibiría en esa, misma forma toda nuestra cultura: la energía de
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dirección que hay en las naves catedralicias y en la división por pisos de nuestras fachadas,
la perspectiva en profundidad de nuestros cuadros, el curso de nuestra tragedia y de nuestra
narración, de nuestra técnica y de toda nuestra vida pública y privada.
Llevamos ese ritmo en la sangre y por eso nosotros no lo notamos. Pero al entrar en
contacto con el ritmo de una vida extraña tiene forzosamente que producir en ella un efecto
de insoportable desarmonía.
Otro mundo, muy diferente, es también el de la música árabe. Hasta ahora sólo hemos
prestado atención a la música de la seudomórfosis: himnos bizantinos y salmodias judaicas,
y aun sólo en aquella parte que ha logrado penetrar en la iglesia del Occidente remoto en
forma de antífonas, responsorios y canto ambrosiano. Pero bien se comprende que no
solamente las religiones al oeste de Edessa (cultos sincretísticos, sobre todo la religión siria
del Sol, la de los gnósticos y la de los mandeos) han tenido música sacra de idéntico estilo,
sino también las religiones orientales: mazdeístas, maniqueos, sectarios de Mithra, las
sinagogas del Irán y más tarde los nestorianos. Y junto a esta música religiosa se desarrolló
también una música alegre y mundana que floreció sobre todo entre
los «caballeros» [12] sasanídicos y de la Arabia meridional. Ambas llegaron a su perfección
en el estilo árabe, que se extiende desde España hasta la Persia.
De toda esta riqueza, el alma fáustica sólo recogió algunas formas de la Iglesia occidental. Y
en seguida, ya en el siglo X —Hucbaldo, Guido d'Arezzo—, empezó a operar sobre ellas,
alterándolas interiormente y convirtiéndolas en «marchas» y símbolos del espacio infinito. Lo
primero, por medio del ritmo y del compás de la melodía; lo segundo, por medio de la
polifonía (y al mismo tiempo, en la poesía, por medio de la rima). Para comprender esto bien
es preciso distinguir en la música el aspecto ornamental y el aspecto imitativo [13]; y aunque
el carácter transitorio de todas las creaciones sonoras [14] es causa de que sólo
conozcamos la cultura musical de Occidente, basta ésta para distinguir con claridad los dos
aspectos de la evolución, sin los cuales no es posible comprender la historia del arte. La
imitación es alma, paisaje, sentimiento; la ornamentación es forma rigurosa, estilo, escuela.
La imitación se manifiesta en ese elemento que nos permite reconocer la música de los
diferentes compositores, de los distintos pueblos y razas. La ornamentación se revela en las
reglas de la frase musical.
Existe en la Europa occidental una música ornamental de gran estilo, que es la que
corresponde a la plástica antigua propiamente dicha. Esa música vive en íntima relación con
la historia de las catedrales; se asemeja mucho a la escolástica y a la mística y sus leyes
han nacido en el paisaje materno del alto gótico, entre el Sena y el Escalda. El contrapunto
se desarrolla al mismo tiempo que el sistema de los contrafuertes y tiene su origen en el
estilo «románico» del discanto y falso bordón, con sus sencillos movimientos paralelo y
contrario. Es una arquitectura de voces humanas que, como los grupos de estatuas y las
vidrieras, sólo cabe imaginar entre bóvedas de piedra. Es un arte soberano del espacio, de
ese mismo espacio que Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux [15], concibió
matemáticamente por medio de las coordenadas. He aquí la verdadera rinascita y
reformatio, tal como la vio Joaquín de Floris [16] hacia 1200, el nacimiento de un alma
nueva, reflejado en el lenguaje de formas de un arte nuevo.
Junto a esa música sacra surge en las aldeas y los castillos una música profana, imitativa,
música de trovadores, minnesingers, juglares, ars nova de las cortes provenzales, que
penetra en los palacios de Toscana— hacia 1300, en la época de Dante y Petrarca—.
Consiste en melodías de acompañamiento muy sencillo, cuyos sostenidos y bemoles llegan
hasta el mismo corazón; en cancioncillas, madrigales, caccias, e incluso cuenta entre sus
producciones una a modo de opereta galante, el Juego de Robín y Marión, de Adán de la
Halle. A partir de 1400, esta música da origen a formas de frases a varías voces, el rondo y
la balada. Es un «arte» hecho para un público, con escenas que representan la vida, el
amor, la caza, los héroes. Lo importante en esta música es la invención melódica, no el
simbolismo del desarrollo temático.
Asi, pues, podemos diferenciar musicalmente la catedral y el castillo. La catedral es música.
En el castillo se hace música. Aquélla empieza con la teoría, ésta con la improvisación; así
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se distinguen la vigilia y la existencia, el cantor religioso y el cantor caballero. La imitación
se halla más próxima a la vida, a la dirección, y por eso comienza con la melodía. El
simbolismo del contrapunto pertenece en cambio a la extensión e interpreta el espacio
infinito por medio de la polifonía. De esta manera se constituye un tesoro da reglas
«eternas» y un tesoro de melodías populares indestructibles, de los cuales se nutre todavía
el siglo XVIII. Esta oposición se expresa también artísticamente en la diferencia de clases
que existe entre el Renacimiento y la Reforma [17]. El gusto cortesano de Florencia
contradice el espíritu del contrapunto. La evolución de la frase musical estricta, desde el
motete hasta la misa a cuatro voces, fue obra de Dunstaple, Binchois y Dufay (hacia 1430) y
permaneció encerrada en el estrecho círculo de la arquitectura gótica. Desde Fra Angélico
hasta Miguel Ángel, son exclusivamente los grandes neerlandeses los que imperan en la
música ornamental. Y Lorenzo de Médicis tuvo que llamar a Dufay porque no había en
Florencia quien conociese bien el estilo severo de la Iglesia. En la época en que Leonardo y
Rafael pintaban en Italia, actuaban en el Norte Okeghem (+ 1495) con su escuela y Joaquín
Després, elevando la polifonía vocal a la cumbre de su perfeccionamiento formal.
En Roma y Venecia es donde empieza a iniciarse el tránsito al periodo posterior. Con el
barroco, la hegemonía musical pasa a los italianos; pero al mismo tiempo ya la arquitectura
deja de ser el arte que lleva la dirección general. Se constituye un grupo de artes fáusticas
independientes, en cuyo centro se sitúa la pintura. Hacia 1560, con el estilo a capella, de
Palestrina y de Orlando Lasso (ambos + en 1594), se acaba la supremacía de la voz
humana. El sonido de la voz humana, encerrado en limites estrechos, resulta insuficiente
para expresar el apasionado afán de infinito y cede la preeminencia a las resonancias de los
coros formados por los instrumentos de cuerda y de viento. Simultáneamente nace en
Venecia el estilo ticianesco del nuevo madrigal, cuya agitación melódica reproduce el
sentido del texto de un modo que se parece más bien a la pintura. La música gótica era
arquitectural y vocal; la barroca es pictórica e instrumental. Aquélla construye; ésta trabaja
los motivos. Tal es la diferencia entre la forma impersonal y la expresión personalísima de
los grandes maestros. En efecto, las artes todas se han convertido en artes cubanas, y por lo
tanto profanas. El arte del basso continuo, que nace en Italia poco antes de 1600, necesita
virtuosos, no ascetas.
El gran problema consiste ahora en dilatar hasta el infinito el cuerpo sonoro, o mejor dicho,
en disolverlo en un espacio infinito de sonoridades. El gótico había desarrollado los
instrumentos por familias de determinado timbre; ahora aparece la «orquesta», que ya no
obedece a las condiciones de la voz humana, sino que incorpora la voz humana a las demás
voces.
Esto corresponde al tránsito, que simultáneamente se verifica, del análisis geométrico de
Fermat al puramente funcional de Descartes [18]. En la Teoría de la armonía, por Zarlino
(1558), puede verse ya una verdadera perspectiva del puro espacio musical. Comienzan a
distinguirse los instrumentos fundamentales de los instrumentos de adorno. El nuevo
«motivo» nace de la melodía y la fioritura y su desarrollo conduce a un renacimiento del
espíritu contrapuntístico, el estilo fugado, cuyo primer maestro es Frescobaldi y cuya más
alta cumbre es Bach.
Frente a la misa y al motete, que eran composiciones cantadas, tenemos ahora las grandes
formas barrocas, concebidas en sentido puramente instrumental: el oratorio (Carissimi), la
cantata (Viadana), la ópera (Monteverdi). Ya sea la melodía del bajo la que «concierte» con
las voces altas, ya éstas las que se destaquen sobre el fondo del basso continuo, siempre
son mundos sonoros, de expresión característica, que se entrecruzan en la infinitud del
espacio musical, apoyándose unos en otros, alzándose, anulándose, iluminándose,
amenazándose, haciéndose sombra; juego que casi podría explicarse intuitivamente
mediante las representaciones del análisis contemporáneo.
Después de estas formas, que pertenecen al primer período, al periodo pictórico del barroco,
vienen en el siglo XVII las diferentes especies de la sonata, la suite, la sinfonía, el concerto
grosso, con una estructura interior cada vez más firme en las frases, en el desarrollo
temático y en la modulación. Así queda fijada por fin la gran forma, con cuyo poderoso
dinamismo Corelli, Händel y Bach hacen de la música un arte perfectamente incorpóreo, que
afirma su hegemonía sobre todo el mundo artístico de Occidente. Cuando Newton y Leibnitz,
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en 1670, descubrieron el cálculo infinitesimal, estaba ya plenamente desenvuelto el estilo
fugado. Y cuando en 1740 empezó Euler a formular la concepción definitiva del análisis
funcional, hallaron Stamitz y su generación la forma última y más perfecta de la
ornamentación musical, la frase en cuatro partes, como pura movilidad infinita. Porque
entonces aun quedaba un último paso que dar. El tema de la fuga es, mientras que el de la
nueva frase «deviene». En la fuga, el desarrollo tiene por resultado un cuadro; aquí, un
drama. En vez de una serie de imágenes, se produce ahora una secuencia cíclica [19].
El origen de este lenguaje musical hállase en las posibilidades, ahora ya realizadas, de
nuestra música más profunda e íntima, la de los instrumentos de cuerda. El violín es, sin
disputa, el más noble de todos los instrumentos inventados y construidos por el alma
fáustica para poder declarar sus últimos secretos.
Por eso los momentos más trascendentes y sublimes de nuestra música, los instantes de
total transfiguración, se encuentran en los cuartetos de cuerda y en las sonatas de violín.
Con la música de cámara llega, el arte occidental a su más alta cima, El símbolo primario
del espacio infinito recibe aquí una expresión tan cumplida y perfecta como el símbolo de la
plena corporeidad en el Doríforo de Policleto. Esas melodías de los violines, llenas de
indecible anhelo, vagando por el espacio sonoro que los quejidos de la orquesta
acompañante extienden en derredor; esas melodías de Tartini, de Nardini, de Haydn, de
Mozart, de Beethoven, ese es el único arte que puede emparejarse con las grandes obras
del Acrópolis.
Así la música fáustica afirma su hegemonía sobre todas las demás artes. Elimina la plástica
estatuaria y sólo tolera el arte menor de la porcelana, arte perfectamente musical, refinado,
contrario al espíritu antiguo y al Renacimiento, arte inventado en el tiempo en que la música
de cámara alcanzaba su definitivo predominio. La plástica gótica es un ornamento
enteramente arquitectónico; es, por decirlo así, hojarasca humana.
En cambio las estatuas del rococó nos ofrecen el ejemplo notable de una seudoplástica que
en realidad vive sometida por completo al lenguaje de las formas musicales. Aquí se ve
hasta qué punto la técnica predominante en los primeros planos de la vida artística puede
hallarse en contradicción con el verdadero lenguaje de las formas, oculto tras ella.
Compárese la Venus en cuclillas, de Coysevox (1686), en el Louvre, con su modelo antiguo
en el Vaticano. En aquélla, la plasticidad es musical; en ésta, la plasticidad es
verdaderamente plástica. Para describir en aquélla la calidad del movimiento, la cadencia de
las líneas, la fluidez esencial de la piedra misma que, como la porcelana, semeja haber
perdido su compacta y sólida firmeza, habría que emplear expresiones musicales como
staccato decelerando, andante, allegro. Por eso ante una estatua como ésta se experimenta
la sensación de que el mármol granulado no es el material conveniente. El artista, con un
sentido enteramente contrario a la antigüedad, ha calculado los efectos de luz y de sombra,
acomodándose al principio director que orienta la pintura desde Ticiano. Lo que en el siglo
XVIII se llama colorido—de un aguafuerte, de un dibujo, de un grupo plástico—significa en
realidad música. La música impera en la pintura de Watteau y de Fragonard, en el arte de
los Gobelinos, en los pasteles. ¿No hablamos desde entonces de tonalidades en el color y
de coloridos en la sonoridad, consagrando así la homogeneidad de dos artes en apariencia
tan diferentes? Y esas expresiones, ¿no
serian absurdas si se aplicasen a cualquiera de las artes antiguas? La música ha
transformado igualmente la arquitectura del barroco berniniano, infundiéndole su espíritu y
convirtiéndola en el rococó, sobre cuya ornamentación trascendente se cierne una
«sinfonía» de luces—de sonidos—que resuelve en polifonía y armonía todos los elementos
constructivos y reales, artesonados, paredes, arcos. Hay aquí trinos, cadencias, melodías
arquitectónicas.
Existe una perfecta identidad entre el lenguaje de las formas de esas salas y galerías y el de
esta música, compuesta para ser ejecutada en ellas. Dresde y Viena son el centro de ese
postrer mundo que se extingue bien pronto, mundo maravilloso de músicas visibles y
muebles retorcidos, de espejos brillantes, poesías pastoriles y grupos de porcelana. El alma
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occidental encuentra en él su última expresión perfecta, de superior estilo, al declinar el sol
de su otoño. Y ese mundo desaparece para siempre en los días del Congreso de Viena.
5
El arte del Renacimiento, considerado desde este punto de vista—que no basta, ni mucho
menos, para agotarle [20]—, significa una reacción contra el espíritu de esa música fáustica,
que es como el rumor de la selva; de esa música del contrapunto, que se preparaba a
asentar su predominio sobre todo el lenguaje de formas de la cultura occidental. El
Renacimiento procede directamente del gótico ya maduro, en el cual esa voluntad musical
se había manifestado sin rebozo. Y nunca ha negado este origen, ni tampoco el carácter de
un simple movimiento de oposición, cuya índole especial siguió dependiendo de las formas
del movimiento primitivo. El arte del Renacimiento representa la reacción negativa que
como consecuencia de la corriente gótica se produce en el alma vacilante e indecisa. Por
eso Justamente carece de verdadera profundidad, en los dos sentidos de esta palabra:
profundidad en la idea y profundidad en las formas manifestativas. Por lo que se refiere a la
idea, basta recordar la pasión desenfrenada con que el sentimiento cósmico del arte gótico
inundó todo el paisaje occidental, para comprender qué clase de movimiento es este que,
hacia 1420, se inicia en un estrecho círculo de espíritus selectos, sabios, artistas,
humanistas [21]. En el gótico se trata nada menos que de la existencia misma de un alma
nueva, mientras que el Renacimiento es una cuestión de gusto. El gótico abraza la vida
entera, penetrando hasta en sus más íntimos repliegues. El gótico crea un hombre nuevo, un
mundo nuevo; imprime por doquiera un simbolismo coherente, en la idea del catolicismo
como en el pensamiento político de los emperadores alemanes; en los torneos
caballerescos, como en el panorama de las nacientes ciudades; en la catedral, como en la
choza aldeana; en la estructura del idioma, como en los adornos nupciales de las
campesinas; en el cuadro al óleo, como en la canción del juglar. El Renacimiento, en
cambio, se adueña de algunas artes plásticas y verbales, y nada más. No altera para nada el
modo de pensar, el sentimiento vital del Occidente europeo. Llega hasta el traje y el gesto;
pero no hasta las raíces de la vida, pues la concepción del mundo en la época del barroco
sigue siendo aún en Italia, por su substancia, una continuación del gótico
[22]. Entre Dante y Miguel Ángel, que caen ya fuera de sus limites, el Renacimiento no ha
producido ninguna personalidad enteramente
grande. Y por lo que se refiere a sus formas manifestativas, no llegó ni en la misma
Florencia a influir sobre el elemento popular, por cuyas capas más profundas—y sólo asi se
explica la figura de Savonarola y su imperio sobre los ánimos—siguió fluyendo la corriente
gótico-musical hasta verter en el barroco.
Hay en la antigüedad un movimiento que corresponde a este sentir renacentista, antigótico y
contrario al espíritu de la música polifónica; es el movimiento dionisiaco, que también es
antidórico y contrario al sentimiento cósmico de la plástica apolínea. El movimiento
dionisiaco no nació del culto tracio de Dionysos, sino que elevó este culto a la categoría de
una religión olímpica, para emplearlo como arma y símbolo de contradicción. No de otro
modo en Florencia el culto de la antigüedad sirvió para legitimar y robustecer el sentimiento
de quienes lo propalaban. En Grecia, esa gran repulsa tuvo lugar en el siglo VII; por lo tanto,
en Occidente hubo de verificarse en el siglo XV. Trátase en ambos casos de un
disentimiento en el seno mismo de la cultura, disentimiento que encuentra su expresión
fisiognómica en toda una época del cuadro histórico, principalmente en el mundo de las
formas artísticas. El alma, al comprender su sino y contemplarlo en toda su amplitud, se
rebela contra él. Las potencias que interiormente se resisten, la segunda alma de Fausto,
que quiere separarse de la primera, se afanan por desviar la orientación de la cultura; es
preciso negar, anular, eludir la inflexible necesidad. En todo esto actúa latente el terror a ver
cumplidos los destinos históricos en el jónico y en el barroco. En la antigüedad ese terror se
abrazó al culto de Dionysos, con su orgiasmo musical, desrealizador, que derrite el cuerpo;
en el Renacimiento, a la tradición de la «antigüedad», con su adoración del elemento
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corpóreo y plástico.
Pero en ambos casos aquel culto y esta tradición fueron conscientemente empleados como
recursos expresivos extraños, para utilizar el vigor de su contradictorio lenguaje de formas,
como centro de gravedad, como pathos propio del sentimiento reprimido, y obstruir asi el
camino a la corriente que en la cultura antigua parte de Homero y del estilo geométrico para
llegar a Fidias y en la cultura occidental arranca de las catedrales góticas para rematar en
Beethoven, habiendo pasado por Rembrandt.
En todo movimiento de oposición, justamente por serlo, resulta fácil definir lo que combate,
pero muy difícil determinar el fin que se propone. Por eso precisamente es tan complicado el
estudio del Renacimiento. En cambio, en el gótico y en el dórico sucede lo contrario. El
gótico lucha por y no contra algo. Pero el arte del Renacimiento es propiamente un arte
antigótico. Hablar de música renacentista es una contradicción. La música de la corte
medicea era la ars nova de la Francia meridional. La música que se ejecutaba en la catedral
de Florencia obedecía a las reglas del contrapunto neerlandés. Ambas, empero, eran por
igual góticas y pertenecían a todo el Occidente.
La concepción habitual del Renacimiento nos ofrece un ejemplo característico de cómo
puede contundirse la intención expresamente manifiesta con el sentido profundo de un
movimiento. Desde Burckhardt la crítica ha ido refutando una por una todas las
manifestaciones que los espíritus directores del movimiento renacentista hicieron acerca de
sus propias tendencias; y sin embargo se ha seguido después usando la palabra
Renacimiento, esencialmente en su sentido tradicional. Sin duda, cuando se pasan los Alpes
se advierte una notable diferencia en la arquitectura y, en general, en todo el aspecto
artístico. Pero justamente esta sensación, harto popular, hubiera debido provocar la
sospecha de que la diferencia que existe entre el norte y el sur, dentro de uno y el mismo
mundo de las formas, puede muchas veces confundirse falsamente con una diferencia entre
lo gótico y lo «antiguo». Hay en España muchas cosas que dan la impresión de
«antigüedad» sólo porque son meridionales. Si a uno que no sea perito en estas materias se
le pregunta: ¿pertenece al gótico el gran claustro de Santa María Novella o la fachada del
palacio Strozzi?, es seguro que contestará erróneamente. De lo contrario, esa repentina
sensación de diferencia se produciría no desde el instante mismo en que se franquean los
Alpes, sino después de haber atravesado los Apeninos, porque la Toscana constituye una
isla artística, dentro de la misma Italia. Toda la Italia del Norte pertenece a un gótico teñido
de bizantinismo; Siena, sobre todo, es una ciudad del contrarrenacimiento, y Roma es ya la
patria del barroco. Pero el cambio de impresión se produce precisamente en el momento
mismo en que varia el paisaje.
En realidad, Italia no vivió íntimamente la génesis del estilo gótico. Hacia el año 1000
hallábase bajo el dominio absoluto del gusto bizantino, en la parte occidental, y del gusto
árabe en la parte meridional. El gótico, cuando arraigó en Italia, estaba ya en plena
madurez; y arraigó con una interioridad y un vigor que no posee ninguna de las grandes
creaciones renacentistas -recuérdese el Stabat máter, el Dies irae, obras italianas;
recuérdese a Catalina de Siena, a Giotto, a Simón Martini—, Pero el gótico italiano tiene
claridades meridionales; es, por decirlo asi, un elemento extraño, suavizado por el clima del
país. Hubo de asimilar o rechazar no unos supuestos epígonos de la antigüedad, sino un
lenguaje de formas exclusivamente bizantinosarracenas que a cada instante y por doquiera
hablaban a los sentidos, no sólo a través de los edificios de Venecia y Rávena, sino mucho
más aún en la ornamentación de los tejidos, de los vasos, de las armas importados de
Oriente.
Si el Renacimiento fuera una renovación del sentimiento cósmico de la antigüedad—pero ¿
qué significa esto?—-hubiera substituido el símbolo del espacio cubierto y rítmicamente
distribuido por el símbolo del cuerpo arquitectónico cerrado. Pero jamás pensó en tal cosa.
Al contrario. El renacimiento cultivó exclusivamente una arquitectura del espacio, prescrita
ya por el gótico; sólo que su aliento, su serenidad equilibrada y clara, bien distinta de la
tormentosa impetuosidad nórdica, es genuinamente meridional, luminosa, llena de descuido
y abandono. Esta y no otra es la diferencia. No hay en la arquitectura renacentista una
nueva idea constructiva; toda ella puede reducirse casi a patios y fachadas.
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El hecho de que la expresión de los edificios se oriente hacia el «rostro», hacia la parte que
da a la calle o al patio, con sus numerosas ventanas, reflejando siempre el espíritu de la
estructura interior, es típicamente gótico y se relaciona, por modo muy profundo, con el arte
del retrato. Mas el patio, con su pórtico de columnas, desde el Templo al Sol, de Baalbek,
hasta el Patio de los Leones, de la Alhambra, es genuinamente árabe. El templo de
Poestum, todo cuerpo, permaneció perfectamente solitario en medio de este arte. Nadie en
Italia lo vio; nadie intentó imitarlo. La plástica florentina no es tampoco la escultura exenta
de los atenienses. Todas las estatuas florentinas tienen detrás una hornacina invisible,
el nicho en el cual la plástica gótica componía sus imágenes, que son los verdaderos
modelos de la escultura florentina. El maestro de Las cabezas de reyes en la catedral de
Chartres y el maestro del Coro de San Jorge en la catedral de Bamberga muestran en su
modo de relacionar la figura con el fondo y de estructurar el cuerpo una compenetración de
recursos expresivos «antiguos» y góticos que Giovanni Pisano, Ghiberti e incluso Verrocchio
en su modo de expresarse no han superado y, por supuesto, no han contradicho jamás.
Si de las obras que sirvieron de modelo al Renacimiento restamos todas las que proceden
del imperio, esto es, todas las que pertenecen al mundo de las formas mágicas, no nos
quedará nada. Es más; en los mismos edificios romanos de la época posterior, el
Renacimiento elimina uno por uno todos los rasgos procedentes de la gran época, de la
época que antecede al comienzo del helenismo. El motivo predominante en el
Renacimiento, el que por su meridionalismo nos parece el más típico representante del
Renacimiento, es la unión del arco redondo con la columna. Pues bien—y este hecho es
decisivo—, ese motivo, que sin duda no tiene nada de gótico, no existe tampoco en el estilo
«antiguo»; es más bien el motivo fundamental de la arquitectura mágica y tiene su origen en
Siria.
Y ahora justamente es cuando llegan del Norte las influencias decisivas, que ayudaron al
Sur primero a emanciparse por completo de Bizancio y luego a dar el paso que del gótico
conduce al barroco. En la comarca que se extiende entre Ámsterdam, Colonia y París [23]polo opuesto de la Toscana en la historia del estilo de nuestra cultura—nacieron, además de
la arquitectura gótica, el contrapunto y la pintura al óleo. Dufay pasó en 1428 a la capilla
pontificia y Willaert en 1516.
Este fundó en 1527 la escuela de Venecia, que tiene una capital importancia para el estilo
barroco de la música; y en esa escuela veneciana fue su sucesor de Rore, que era natural
de Amberes. Un florentino encargó a Hugo van der Goes el altar de Portinari para Santa
María Nuova y a Memling un Juicio final. Muchos otros cuadros holandeses, sobre todo
retratos, fueron adquiridos en Italia y ejercieron una influencia extraordinaria. Hacia 1450
Rogier van der Weyden esturo en Florencia, en donde su arte fue admirado e imitado. Hacia
1470 Justo van Gent llevó a la Umbría la pintura al óleo y Antonello de Mesina, formado en
Holanda, la importó en Venecia. ¡Cuántos elementos holandeses y cuan pocos «antiguos»
hay en los cuadros de Filippino Lippi, Ghirlandajo, Botticelli, y sobre todo en las aguasfuertes
de Pollaiuolo y hasta en Leonardo!
Apenas si comienza hoy a afirmarse claramente el gran influjo que el norte gótico ejerció
sobre la arquitectura, la música, la pintura, la plástica del renacimiento [24].
En esta época Justamente fue cuando Nicolás Cusano, cardenal y obispo de Brixen (14011464), introdujo en la matemática el principio infinitesimal, método de cálculo
contrapuntístico, que su inventor derivó de la idea de Dios, como ente infinito. El dió a
Leibnitz la impulsión decisiva que le condujo al desarrollo del cálculo diferencial. Así
quedaban forjadas las armas con que la física dinámica, barroca, de Newton pudo vencer
definitivamente la idea estática de una física meridional enlazada con Arquímedes y latente
aún en las concepciones de Galileo.
El alto Renacimiento es el momento en que aparentemente la música es expulsada del arte
fáustico. En Florencia, único punto en donde el paisaje de la cultura antigua confina con el
de la cultura occidental, en Florencia, durante algunos decenios, y merced a un esfuerzo
grandioso de reacción propiamente metafísica, pudo mantenerse intacta una imagen de la
antigüedad cuyos más profundos rasgos se derivaban todos de una negación del gótico.
Esta imagen de la antigüedad sigue sin embargo, siendo válida—para nuestro sentimiento,
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no para nuestra crítica—todavía hoy, después de Goethe. La Florencia de Lorenzo de
Médicis, la Roma de León X, eso es lo (antiguo» para nosotros; ese es el eterno ideal de
nuestros más recónditos anhelos; eso es lo único que nos liberta de toda pesadumbre, de
toda lejanía, por la sencilla razón de que eso es lo antigótico. Así queda fuertemente sellada
la oposición entre el alma apolínea y el alma fáustica.
Pero no nos engañemos sobre la amplitud de esta ilusión. En Florencia se cultivaba el fresco
y el relieve para oponerse a la vidriera gótica y al mosaico bizantino de fondo dorado.
El Renacimiento ha sido la única época de la cultura occidental en que la escultura ha
ocupado el lugar preeminente en el arte. En los cuadros dominan los cuerpos bien
proporcionados, los grupos ordenados, los elementos tectónicos de la arquitectura. Los
fondos no tienen valor propio y sirven para rellenar el espacio entre las figuras del primer
plano y detrás de ellas; y estas figuras del primer plano están colmadas, saturadas de
presente. En verdad, la pintura aquí estuvo algún tiempo bajo la influencia dominante de la
plástica. Verrocchio, Pollaiuolo y Botticelli fueron orífices. Y, sin embargo, estos frescos no
tienen nada del espíritu de Polignotos. Basta contemplar una numerosa colección de vasos
antiguos—la pieza aislada o la reproducción adulteran la impresión y los vasos pintados son
las únicas obras del arte antiguo que podemos contemplar juntas en número suficiente para
obtener una imagen penetrante de la voluntad artística—para palpar, por decirlo así, con
nuestras manos el espíritu, perfectamente extraño a la antigüedad, que anima la pintura del
Renacimiento.
La gran hazaña de Giotto y de Masaccio, la creación de una pintura al fresco, es sólo en
apariencia una renovación del sentir apolíneo. La experiencia intima de la profundidad, el
ideal de la extensión, que le sirve de fundamento, no es el cuerpo apolíneo, separado del
espacio, encerrado en sí mismo, sino mas bien la, imagen gótica del espacio. Pueden, sin
duda, atenuarse los fondos; pero siguen existiendo. Una vez más, la luminosidad, la
transparencia, la magna quietud meridiana del Sur es la que, en Toscana y sólo en Toscana,
transforma el espacio dinámico en un espacio estático, cuyo maestro fue Piero della
Francesca. Los florentinos, sin duda, pintaban espacios; pero los vivían no cual realidades
ilimitadas, afanosas de profundidades y estremecimientos musicales, sino por el lado de su
limitación sensible. Les daban, por decirlo asi, cuerpo. Los ordenaban en capas de
superficies sucesivas. Con una aparente afinidad con el ideal helénico, cultivaban el dibujo,
los contornos acusados, las superficies limitantes de los cuerpos.
Sólo que aquí es el espacio único de la perspectiva el que confina con las cosas, mientras
que en Atenas son las cosas singulares las que confinan con la nada; y a medida que fue
decreciendo la ola renacentista, fue perdiéndose igualmente la dureza, de esa tendencia,
desde los frescos de Masaccio en la capilla de Brancacci hasta las estancias de Rafael. El
sfumato de Leonardo, esa confusión de los contornos con el fondo, significa ya el ideal de
una pintura musical en vez de la pintura inspirada en el relieve. Tampoco puede
desconocerse el oculto dinamismo de la escultura toscana. En vano se buscaría una
escultura ateniense comparable a la estatua ecuestre de Verrocchio. Este arte fue un disfraz,
el gusto de una sociedad selecta, a veces una comedia; pero no ha habido nunca comedia
mejor representada. Ante la pureza de la forma, indeciblemente íntima, se olvida aquí lo que
el gótico le aventaja en potencia primitiva y en profundidad. Pero hay que repetirlo una vez
más: el gótico es el fundamento único sobre que se desenvuelve el Renacimiento. El
Renacimiento no sólo no comprendió, no sólo no «reanimó» la antigüedad verdadera, pero
ni siquiera entró en contacto con ella. El espíritu de aquella selecta sociedad florentina,
actuando bajo el influjo de la literatura, forjó un nombre seductor para dar al aspecto
negativo del movimiento un sentido afirmativo. Y ese nombre demuestra cuan poco saben
de sí mismas estas corrientes artísticas. No se hallará en el Renacimiento una sola obra que
los contemporáneos de Perícles y aun los de César no hubiesen rechazado por extraña a su
intimo sentir. Esos patios son todos árabes. Esos arcos redondos sostenidos por finas
columnas son de origen Sirio. Cimabue enseñó a su siglo el arte de imitar con el pincel los
mosaicos bizantinos. De las dos famosas cúpulas del Renacimiento, el domo de Florencia y
San Pedro, es la primera una obra maestra del gótico posterior y la segunda del barroco
incipiente. Y cuando Miguel Ángel se jactaba de «amontonar el Panteón sobre la basílica de
Majencio», nombraba precisamente dos edificios del más puro estilo árabe primitivo. ¿Y la
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ornamentación? ¿Existe una ornamentación auténticamente renacentista? Desde luego,
nada que pueda compararse con el vigor simbólico de la ornamentación gótica. Pero ¿de
dónde procede ese decorado alegre y distinguido, lleno de unidad interna y cuyo encanto
fascinó a toda la Europa occidental? Hay una notable diferencia entre la patria origen de un
gusto y la de los medios expresivos que ese gusto emplea. En los motivos florentinos
primitivos del Pisano, de Majano, de Ghiberti, de della Quercia, hay muchos elementos
septentrionales. En todos esos pulpitos, sepulcros, nichos, portales, debe distinguirse la
forma exterior, transmisible—en este sentido la misma columna jónica es de procedencia
egipcia—, y el espíritu del lenguaje de las formas a que aquélla se incorpora, como medio y
signo expresivo. Nada importa que el Renacimiento emplee elementos «antiguos» si le
sirven para expresar algo completamente ajeno al sentir antiguo. Pero aun en la obra de
Donatello esos elementos son mucho más raros que en el alto barroco. En todo el
Renacimiento no se encuentra un capitel que sea rigurosamente «antiguo».
Y, sin embargo, en algunos momentos el Renacimiento llega a producir cosas maravillosas,
que la música no hubiera podido expresar: un sentimiento de venturosa inmersión en la
perfecta proximidad, una emoción de puros, serenos, redentores efectos espaciales, cuya
sencilla estructura permanece exenta de la apasionada movilidad del gótico y del barroco.
Esto no es «antiguo»; pero es un ensueño de la existencia antigua, el único que el alma
fáustica ha podido soñar, el único en que el alma fáustica ha podido olvidarse de sí misma.
6
En el siglo XVI se verifica la transformación decisiva de la pintura occidental. Pierden su
hegemonía la arquitectura, en el Norte, y la escultura, en Italia. La pintura se torna
polifónica, «colorista»; es algo que navega por el espacio infinito. Los colores se convierten
en sonidos. El arte del pincel se hermana con el estilo de la cantata y del madrigal. La
técnica del óleo acaba por ser la base de un arte cuya aspiración es conquistar el espacio,
en el cual están sumergidas las cosas. Con Leonardo y Giorgione comienza el
impresionismo.
En los cuadros se verifica, pues, una transvaloración de todos los elementos. El fondo, que
hasta entonces había sido tratado con indiferencia, considerado como un relleno,
disimulando casi su cualidad de espacio, adquiere ahora una significación decisiva. En este
momento se inicia una evolución que no tiene semejante en ninguna otra cultura, ni siquiera
en la cultura china, tan íntimamente afín a la nuestra por múltiples aspectos. El fondo, como
signo del infinito, vence al primer plano sensible y palpable. Y se llega, por último—éste es
el estilo colorista, contrapuesto al dibujo—, a concentrar en el movimiento del cuadro la
experiencia íntima de la profundidad, que caracteriza el alma fáustica. Ese «espacio en
relieves» que vemos en Mantegna, ese espacio de superficies sucesivas, de capas
superpuestas, Tintoretto lo convierte en la energía de la dirección. Ahora los cuadros tienen
un horizonte, símbolo magno del espacio cósmico, del espacio sin límites, en el cual las
cosas particulares, visibles, hacen el efecto de meros accidentes. Tan evidente ha parecido
la representación del horizonte en el cuadro de paisaje, que a nadie se le ha ocurrido hacer
estas preguntas decisivas: ¿En qué casos falta esa representación? ¿Qué significa el hecho
de que falte? Pero ni el relieve egipcio, ni el mosaico bizantino, ni los vasos y frescos
antiguos, ni siquiera los de la época helenística con su espacialidad de los primeros
términos, ofrecen la más mínima indicación del horizonte. Esa línea, en cuya irreal
vaporosidad se abrazan los cielos y la tierra; esa línea, esencia y símbolo máximo de la
lejanía, esa línea representa el principio infinitesimal en la pintura. De las lontananzas del
horizonte avanza hacia el espectador la música del cuadro. Por eso los grandes paisajistas
holandeses pintan en realidad sólo fondos, atmósfera, al revés de los maestros
«antimusicales», como Signorelli, y sobre todo Mantegna, que no pintaron mas que primeros
términos— «relieves»—. En el horizonte, la música vence a la plástica, la pasión del espacio
vence a la substancia de la extensión. Y puede decirse que en los cuadros de Rembrandt no
hay nunca un plano «delantero». En el Norte, en la patria del contrapunto, encontramos muy
pronto una profunda comprensión de lo que significa el horizonte, la lejanía iluminada por
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puras claridades. En cambio, en el Sur sigue predominando durante mucho tiempo aún el
fondo dorado uniforme de los cuadros arábigo bizantinos. El sentimiento puro del espacio
aparece por vez primera hacia 1416 en los libros de horas del duque de Berry—el de
Chantilly y el de Turín—y en los primitivos alemanes de la región renana.
Y luego conquista lentamente el cuadro al óleo.
Igual sentido simbólico tienen las nubes. Los antiguos desconocieron por completo este
motivo artístico, y los pintores del Renacimiento lo trataron con cierta superficialidad
juguetona. En cambio la pintura del Norte gótico nos ofrece bien pronto entre las masas de
nubes visiones lejanas de un misticismo maravilloso, y los venecianos, sobre todo Giorgione
y Pablo Veronés, nos descubren el infinito encanto de ese mundo atmosférico, de esos
espacios celestes habitados por seres luminosos que flotan, galopan y estallan en rayos de
mil colores. Grünewald y los holandeses sublimaron las nubes hasta llegar a la tragedia. El
Greco introdujo en España ese gran arte del simbolismo meteorológico.
En el arte de la jardinería, que también por esta época llegó a su madurez, al mismo tiempo
que la pintura al óleo y el contrapunto, vemos aparecer igualmente los estanques
espaciosos, las alamedas, las avenidas, los panoramas, las galerías. En el cuadro de la libre
naturaleza representan estos elementos la misma tendencia que la perspectiva lineal en la
pintura, esa perspectiva que los holandeses primitivos concibieron como el problema
fundamental de su arte y que Brunellesco, Alberti y Piero della Francesca estudiaron en su
aspecto teórico. Dijérase que la perspectiva fue entonces Justamente objeto de una
representación en cierto modo intencionada, como una consagración matemática del
espacio estético—ya sea paisaje, ya interior—limitado lateralmente por el marco y
poderosamente sublimado en la profundidad. Aquí se manifiesta ya el símbolo primario. El
punto hacia el cual convergen todas las líneas de la perspectiva se halla situado en el
infinito. La pintura antigua no tuvo perspectiva, justamente porque evitó ese punto, porque
no reconoció, no admitió la lejanía. Por consiguiente, el parque, la consciente composición
de la naturaleza, en el sentido de producir efectos de lejanos espacios, resulta igualmente
imposible en el arte de la antigüedad. Ni en Atenas ni en Roma existieron jardines de
importancia significativa. La época imperial fue la primera que empezó a sentir gusto por los
jardines orientales, de términos próximos y muy acentuados, como lo demuestran a primera
vista las trazas que aún se conservan [25]. El primer teórico de la jardinería en Occidente, L.
B. Alberti, explicó ya en 1450 la relación que existe entre el jardín y la casa, es decir, entre
el jardín y los que lo contemplan desde dentro de la casa. Si comparamos sus bosquejos con
los parques de la villa Ludovisi y de la villa Albani, podremos ver cómo ha ido aumentando
cada vez más la importancia de las perspectivas lejanas. Los jardineros franceses, a partir
de Francisco I, les añadieron los estanques, las fuentes, las cascadas (Fontainebleau).
El elemento más importante en el cuadro del jardín occidental es pues, el point de vue de
los grandes parques estilo Rococó. En ese punto de vista se abren las avenidas, los caminos
de flores; por él la mirada va a perderse en lontananzas de amplias ondulaciones. Y ese
centro justamente es el que falta en los demás jardines, incluso en los jardines chinos. Hay
aquí un perfecto paralelismo con ciertos «colores lejanos», claros, argentinos, de la música
pastoril, al principio del siglo XVIII, en Couperin, por ejemplo. El point de vue es el que nos
da la clave para comprender esa extraña manera humana de someter la naturaleza al
lenguaje simbólico de un arte. Aquí se aplica un principio semejante al de la división de los
elementos numéricos finitos en series infinitas. En esta operación, la
fórmula del resto nos descubre el sentido último de la serie; de igual modo, en el jardín
barroco, la mirada, perdiéndose en lo ilimitado, descubre a los ojos del hombre fáustico el
sentido íntimo de la naturaleza. Nosotros, no los helenos, no los hombres del alto
Renacimiento, hemos sentido el valor y el atractivo de los panoramas ilimitados que se
contemplan desde las cumbres de las montañas. Es éste un anhelo fáustico. El occidental
apetece la soledad en el espacio infinito. La gran hazaña de los jardineros franceses ha
consistido en sublimar este símbolo, llevándolo a su máxima potencia. En este sentido
hacen época las creaciones de Fouquet en Vaux-le-Vicomte y, sobre todo, las de Le Nôtre.
Compárese el parque renacentista, de la época medicea, jardín que la mirada abarca de una
vez, conjunto de proximidades y redondeces placenteras, líneas, contornos y grupos
conmensurables, compárese, digo, con aquel misterioso disparo hacia la lejanía, que pone
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en movimiento los estanques, las cascadas, las estatuas, los bosquecillos, los laberintos.
Este período de la historia de la jardinería reproduce típicamente el sino de la pintura
occidental.
Pero la lontananza es al mismo tiempo una sensación histórica. En la lontananza, el espacio
se convierte en tiempo. El horizonte significa el futuro. El parque barroco es el parque de la
última estación del año, del fin próximo, de las hojas que caen. El parque del Renacimiento
está pensado para el verano y el mediodía. Es intemporal. En el lenguaje de sus formas no
hay nada que nos recuerde lo transitorio, lo efímero. La perspectiva es la que evoca en
nosotros la sensación de algo que pasa, que fluye, que muere. La palabra «lontananza»
tiene en la lírica occidental de todos los idiomas un matiz de melancolía otoñal, que en vano
buscaríamos en la lírica latina y griega. Ese matiz se encuentra ya en los cantos osiánicos
de Macpherson, en Hölderlin; más tarde también en los ditirambos a Dionysos, de Nietzsche,
y finalmente, en Baudelaire, Verlaine, George y Droem. La poesía decadente de las
alamedas otoñales, de las interminables calles rectas de nuestras urbes cosmopolitas, de las
bóvedas catedralicias con sus hileras de pilares, de las cumbres lejanas en la sierra, revela
que nuestra experiencia íntima de la profundidad, por medio de la cual nos creamos el
espacio cósmico, es en última instancia la certidumbre interna de un sino, de una dirección
prefijada, del tiempo, de lo irrevocable. Cuando vivimos el horizonte como si fuera el futuro,
sentimos inmediatamente que el tiempo es idéntico a la «tercera dimensión» del espacio
vivido, de la dilatación viviente. Este rasgo fatídico del parque versallesco lo hemos
extendido por último al panorama urbano de las grandes ciudades, disponiéndolas en calles
rectas, que van a perderse en la lejanía, aun sacrificando para ello, si es preciso, viejos
barrios históricos, cuyo simbolismo ahora cede la preeminencia al simbolismo del espacio.
En cambio, las urbes antiguas enrevesaban con temerosa precaución el laberinto de sus
callejuelas sinuosas, para que el hombre apolíneo se sintiese en ellas como un cuerpo entre
cuerpos [26].
La necesidad práctica ha sido, en esto, como en todo, la máscara que sirve para ocultar una
tendencia intima.
A partir de este momento concéntrase en el horizonte la forma más profunda, la plena
significación metafísica del cuadro El contenido palpable, expresado en el titulo, ese
contenido que la pintura del Renacimiento había reconocido y acentuado se convierte ahora
en un medio, en un simple sustentáculo de la significación, que las palabras ya no pueden
agotar. En Mantegna y Signorelli, el mero dibujo, sin colores, podría muy bien subsistir como
cuadro. Y algunas veces fuera de desear que la labor del artista no hubiese pasado de los
cartones. En las composiciones que se inspiran en la estatua, el color no es mas que un
suplemento. Pero ya a Ticiano le acusa Miguel Ángel de no saber dibujar. El «objeto», esto
es, lo que
el dibujo del contorno capta y fija, lo próximo, lo material, ha perdido su realidad artística; y a
partir de ahora, la teoría del arte, que siguió sometida a las impresiones del Renacimiento,
no cesa de reproducir la extraña e inacabable disputa sobre la «forma» y el «contenido» de
la obra artística. Esta manera de plantear el problema obedece a un equívoco que ha
mantenido oculto el sentido importantísimo de la cuestión. Lo primero que había que
investigar es si la pintura debe concebirse en sentido plástico o en sentido musical, como
estática de las cosas o como dinámica del espacio—que en esto consiste la profunda
oposición entre la pintura al fresco y la pintura al óleo—.
Luego podía plantearse el problema de la oposición entre los dos sentimientos de la forma,
el apolíneo y el fáustico. El contorno limita la materia. Los tonos de color interpretan el
espacio [27]. Aquél posee una naturaleza sensible inmediata; es narrativo. El espacio, en
cambio, es por esencia trascendente. Habla a la imaginación. En las artes, que están
dominadas por el simbolismo del espacio, el aspecto narrativo rebaja y obscurece la
tendencia más profunda. Y un teórico que sienta aquí latente una misteriosa desproporción,
sin alcanzar a, comprenderla, se aferrará a la oposición superficial entre el contenido y la
forma. Este problema es un problema puramente occidental, que revela como pocos la
perfecta inversión que se ha producido en el significado de los elementos pictóricos, a partir
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del instante en que termina el Renacimiento y surge una música instrumental de gran estilo.
La Antigüedad no podía plantearse problemas como el del contenido y la forma en este
sentido. En una estatua ática, ambas cosas son perfectamente idénticas; son el cuerpo
humano. Pero el caso de la pintura barroca se complica todavía más con la lucha entre el
sentimiento popular y el sentimiento elevado. Las cosas palpables, euclidianas, son
populares; el arte «antiguo» es, por lo tanto, el arte popular en sentido propio. Los espíritus
fáusticos percibimos vagamente en la «antigüedad» ese carácter popular, y a ello obedece
en gran parte el encanto indecible que todo lo «antiguo» ejerce sobre nosotros. El espíritu
fáustico, en cambio, necesita conquistar su propia expresión, ganarla en lucha con el
mundo. Para nosotros, la contemplación de la voluntad artística «antigua» constituye el gran
descanso. Hada hay que conquistar en ella. Todo se nos entrega fácilmente. Y en realidad la
tendencia antigótica de los florentinos ha producido algo semejante. En muchos aspectos de
su creación, Rafael es popular, Rembrandt en cambio no puede serlo nunca. A partir del
Ticiano, la pintura ha ido haciéndose cada vez más esotérica; y otro tanto le ha sucedido a
la poesía y a la música. El arte gótico lo fue ya desde sus comienzos— Dante, Wolfram—.
La muchedumbre de los fieles no estuvo nunca capacitada para entender las misas de
Okeghem, de Palestrina, e incluso de Bach. La multitud se aburre oyendo a Mozart y
Beethoven.
La música actúa sobre el vulgo sólo por cuanto ejerce algún influjo sobre su estado de
ánimo. En los conciertos y en los museos la masa se figura sentir interés hacia aquellas
cosas porque las teorías sobre la educación popular han puesto en circulación el tópico del
arte para todos. Pero un arte fáustico no puede ser un arte para todos. Le es esencial el no
serlo; y si la pintura contemporánea se ofrece exclusivamente a un pequeño circulo de
entendidos, círculo que se va reduciendo cada día más, no hace sino confirmar su aversión
por el objeto vulgar y fácil. Al «contenido» se le niega todo valor propio; y la realidad se
atribuye al espacio, por el cual—según Kant—existen las cosas. Ha penetrado en la pintura
desde entonces un elemento metafísico, de difícil acceso, que no se entrega a la
comprensión del lego. Mas para Fidias la palabra lego no hubiera tenido sentido. La plástica
de Fidias se ofrecía a los ojos del cuerpo, no a los del espíritu. Un arte inespacial es, «a
priori», un arte afilosófico.
7
Hay un principio importante que se halla en relación con todo esto: es el principio de la
composición. En el cuadro, las cosas pueden agruparse por modo inorgánico, unas sobre
otras, unas junto a otras, unas detrás de otras, sin perspectiva, sin mutua relación, es decir,
sin destacar el hecho de que su realidad depende de la estructura del espacio; lo cual no
quiere decir que se niegue esa dependencia. Así dibujan los salvajes y los niños antes de
que la experiencia íntima de la profundidad haya sometido sus impresiones sensibles del
universo a un orden más profundo. Pero este orden, que depende del símbolo primario, es
diferente en cada cultura. Nuestra manera de componer las cosas, ordenándolas en
perspectivas, resulta evidente para nosotros; sin embargo, constituye un caso único que la
pintura de las restantes culturas ni conoce ni quiere. El arte egipcio gustaba de representar
sucesos simultáneos, disponiéndolos en series superpuestas. De esta suerte
suprimía en la impresión del cuadro la tercera dimensión. El Arte apolíneo representaba
figuras y grupos aislados, evitando deliberadamente las relaciones de espacio y tiempo en la
superficie del cuadro. Los frescos de Colignotos, en el vestíbulo de Delfos constituyen un
ejemplo bien conocido. No había en ellos un fondo que pusiera en mutua relación las
diferentes escenas; pues semejante fondo hubiera menoscabado la significación de las
cosas como única realidad—frente al espacio, que es la nada—. El frontón del templo de
Egina, la procesión de dioses en el vaso François y el friso de los gigantes de Pérgamo
ostentan una serie meándrica de motivos aislados, intercambiables, pero en modo alguno un
organismo. Hasta la época helenística—el friso de Telefos en el altar de Pergamo es el
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ejemplo más viejo que se conserva—no aparece el motivo de la serie uniforme, motivo
contrario al espíritu de la antigüedad. También en esto el sentir del Renacimiento fue
puramente gótico. Llevó la composición de los grupos a tal altura, que ha seguido siendo un
modelo para los siglos posteriores. Mas ese orden nacía del espacio, y en sus últimos
fundamentos era como una música suave de la extensión, impregnada de luminosos
colores; una música que con su ritmo invisible acompaña en la lejanía todas las resistencias
de la luz que la mirada inteligente concibe como cosas, como seres. Pero establecer en el
espacio ese orden, que insensiblemente convierte la perspectiva lineal en perspectiva aérea
y luminosa, era ya superar interiormente el Renacimiento.
A partir del Renacimiento se suceden en compacta serie los grandes músicos, desde
Orlando Lasso y Palestrina hasta Wagner; y los grandes pintores, desde Ticiano hasta
Manet, Marees y Leibl. La plástica, en cambio, decae hasta sumirse en la más completa
insignificancia. La pintura al óleo y la música instrumental recorren una evolución orgánica,
cuyo término, implícito ya en el arte gótico, fue alcanzado por el barroco. Ambas artes, que
son fáusticas en el sentido más alto de la palabra, constituyen dentro de esos limites dos
protofenómenos. Tienen un alma, una fisonomía, y, por lo tanto, una historia; una historia de
ellas solas. La escultura, en cambio, se limita a dos o tres hermosas obras, casos fortuitos
que nacen a la sombra de la pintura, de la jardinería o de la arquitectura. Pero en el cuadro
del arte occidental se puede muy bien prescindir de ellas. Ya no existe el estilo plástico en el
sentido en que decimos que existe el estilo pictórico y musical. Ni hay una tradición cerrada
ni se ve una conexión necesaria entre las obras de un Maderna, un Goujon, un Puget y un
Schlüter. Leonardo empieza ya a manifestar un verdadero desprecio por la escultura. A lo
sumo admite el vaciado en bronce, a causa de sus cualidades pictóricas. En cambio, el
elemento propio de Miguel Ángel es el mármol blanco. Pero este artista mismo, cuando llega
a la vejez, comienza también sentir que le fallan las obras de carácter plástico. Y ninguno de
los escultores que le suceden es grande en el sentido en que son grandes Rembrandt y
Bach. Sin duda se encuentran en la escultura moderna obras sólidas y de buen gusto. Pero
no hay ninguna que pueda parangonarse con la Ronda nocturna o la Pasión de San Mateo;
ninguna que, como éstas, sea la expresión profunda de toda una humanidad. La plástica ha
dejado de representar el sino de su cultura. Su lenguaje ya no tiene sentido. Es
completamente imposible expresar en un busto el contenido de un retrato de Rembrandt. Si
alguna vez surge un escultor de importancia, como Bernini o los maestros de la escuela
española de la misma época, o Pigalle o Rodin—naturalmente, ninguno de ellos ha podido
trascender de lo decorativo para llegar a un simbolismo profundo—, resulta o un retrasado
imitador del Renacimiento, como Thorwaldsen, o un pintor disfrazado, como Houdon y
Rodin, o un arquitecto, como Bernini y Schlüter, o un decorador, como Coyzevox; y su
misma aparición demuestra claramente que este arte de la escultura, que ya no puede tener
contenido fáustico, carece de problemas y, por lo tanto, de alma, de historia vital, en el
sentido de una evolución completa del estilo. A la música de la antigüedad le sucede lo
mismo que a la plástica de Occidente. Después de haber producido en el dórico primitivo
algunas obras iniciales que acaso no carecían de importancia, la música antigua hubo de
dejar el campo libre a las dos artes típicamente apolíneas, la plástica y la pintura al fresco,
en los siglos maduros del jónico (650-350). Al renunciar a la armonía y a la polifonía tuvo
que renunciar asimismo el rango de un arte mayor, de evolución orgánica propia.
8
La pintura antigua, en su estilo riguroso, usaba una paleta limitada al amarillo, al rojo, al
negro y al blanco. Hace mucho tiempo que se ha hecho notar esta circunstancia extraña.
Para explicarla se ha apelado a motivos harto superficiales y notoriamente materialistas o a
hipótesis absurdas, como la de una supuesta ceguera de los griegos para los demás colores.
El mismo Nietzsche habla de esto (Aurora, 426).
Pero ¿por qué la pintura antigua, en la época de su mayor florecimiento, evita el azul y aun
el verde azulado, iniciando la escala de los colores lícitos en los tonos amarillo verdoso y
rojoazulado? [28]. No hay duda de que en esta limitación se expresa el símbolo primario del
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alma euclidiana.
El azul y el verde son los colores del cielo, del mar, de la campiña fértil, de las sombras al
sol del mediodía, de los atardeceres, de las montanas lejanas. Son colores que
esencialmente pertenecen a la atmósfera, no a las cosas mismas, colores fríos que anulan
los cuerpos y producen impresiones de lejanía, de amplio horizonte, de infinito.
Por eso, mientras que Polignotos los evita cuidadosamente en sus frescos, en cambio la
pintura al óleo, la pintura de perspectiva, emplea como elementos creadores del espacio
unos azules y unos verdes «infinitesimales» que durante toda su historia, desde los
venecianos hasta el siglo XIX, constituyen el matiz fundamental de rango preeminente, el
tono que sustenta el sentido todo del colorido, el basso continuo con el que armonizan los
tonos calientes, amarillos y rojos, más escasos y supeditados a aquéllos. No me refiero a
ese verde intenso, alegre, próximo, que Rafael o Durero emplean a veces—pocas veces—
en los paños, sino a un verde azulado indefinible, que aparece en mil matices de blanco, gris
y pardo, a un color profundamente musical en que está inmersa toda la atmósfera, sobre
todo en los Gobelinos. Este color es el elemento principal de eso que se ha llamado
perspectiva aérea, por oposición a la perspectiva lineal, y que hubiera debido llamarse
perspectiva barroca, por oposición a la perspectiva del Renacimiento.
Se le encuentra en Italia; el vigor con que produce la impresión de la profundidad va
creciendo en Leonardo, Guercino, Albani. Se le encuentra en Holanda (Ruysdael,
Hobbema).
Se le encuentra, sobre todo, en los grandes franceses, desde Poussin, Lorena y Watteau,
hasta Corot. El azul, que también es color de perspectiva, se relaciona siempre con lo
obscuro, lo apagado, lo irreal. No penetra, sino que arrebata hacia la lejanía. Goethe, en su
teoría de los colores, lo ha llamado «una nada encantadora».
El azul y el verde son colores trascendentes, espirituales, suprasensibles. No se dan en la
pintura al fresco de estilo ático; y por eso mismo predominan en la pintura al óleo. El
amarillo y el rojo, colores «antiguos», son los colores de la materia, de la proximidad, de las
emociones sanguíneas. El rojo es el color propio de la sexualidad; por eso es el único que
actúa sobre los animales. Es el que más se aproxima al símbolo del falo—y, por lo tanto, de
la estatua y de la columna dórica—, mientras que el azul purísimo sirve para transfigurar el
manto de la Virgen. Esta relación se ha impuesto por sí misma en todas las escuelas, con
necesidad profunda. El violeta—que es un rojo superado, vencido por el azul—es el color de
las mujeres que han perdido su fertilidad y de los sacerdotes que viven en el celibato.
El amarillo y el rojo son colores populares, los colores de multitudes, de los niños, de las
mujeres y de los salvajes.
En España y Venecia el hombre distinguido prefiere—por el afán inconsciente de
mantenerse apartado y distante—un negro o un azul suntuoso. El amarillo y el rojo—colores
euclidianos, apolíneos, politeístas—son, por último, los colores del primer plano social, de
las ruidosas aglomeraciones, de los mercados, de las fiestas populares, de la vida ingenua y
atropellada, del fatum antiguo, del azar ciego, de la existencia punctiforme. El azul y el
verde—colores fáusticos, monoteístas—son los colores de la soledad, de la solicitud, de la
gran curva que una el presente con el pasado y el futuro, del sino como decreto inmanente
en el cósmico conjunto.
Más arriba hemos establecido la relación que une el sino de Shakespeare al espacio y el
sino de Sófocles al cuerpo aislado.
Todas las culturas profundamente trascendentes, todas las culturas cuyo símbolo primario
exige una superación de las apariencias visibles, una vida de lucha y de conquista, que no
se abandona a lo que adviene, todas estas culturas sienten hacia el espacio la misma
propensión metafísica que hacia el azul y el negro. En los estudios de Goethe acerca de los
colores entópticos de la atmósfera se encuentran profundas observaciones sobre la relación
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que existe entre la idea del espacio y el sentido de los colores. El simbolismo de los colores
que derivamos aquí de las ideas del espacio y del sino coincide perfectamente con el
expuesto por Goethe en su Teoría de los colores.
El empleo más importante del verde sombrío, como color del sino, se encuentra en
Grünewald, cuyas «noches» tienen una indescriptible potencia de espacialidad que sólo
Rembrandt ha podido después alcanzar. Al contemplarlas, se recibe la impresión de que ese
verde azulado, que es el mismo color en que está a veces envuelto el interior de las grandes
catedrales, podría denominarse el color específico del catolicismo, suponiendo que se dé
este nombre única y exclusivamente al cristianismo fáustico, con la eucaristía como centro,
al cristianismo fundado en 1215 por el Concilio lateranense y perfeccionado por el
Tridentino. Ese color, con su silenciosa grandeza, dista seguramente tanto del fastuoso
fondo dorado de las imágenes cristiano bizantinas como de los colores chillones, alegres,
«paganos», de los templos y estatuas griegas. Adviértase que ese color, para producir
impresión, necesita que el cuadro esté expuesto en un «espacio interior», es decir, lo
contrario del amarillo y del rojo. La pintura antigua es resueltamente pintura de la calle; en
cambio la pintura occidental es un arte de taller. En toda la gran pintura al óleo, desde
Leonardo hasta el final del siglo XVIII, no hay una obra pensada para ser vista a la luz cruda
del día. Reaparece aquí la oposición entre la música de cámara y la estatua aislada, al aire
libre. Algunos han querido explicar este hecho por el clima. Pero esta explicación superficial
quedaría refutada—si fuere necesario refutarla—por el caso de la pintura egipcia.
Para el sentimiento vital de los antiguos, el espacio infinito era una perfecta nada; por lo
tanto, el azul y el verde, con su poder anulador de la realidad y creador de la lejanía,
hubieran hecho vacilar la omnipotencia de los primeros términos, de los cuerpos aislados,
menoscabando asi el sentido propio de las obras del arte apolíneo. Para los ojos de un
ateniense, un cuadro con el colorido de Watteau seria algo sin esencia, sin realidad, algo
falso, vacío, de una vacuidad interna que difícilmente podría expresarse con palabras. Ese
colorido da a las superficies sensibles, a los planos que reflejan la luz, el valor de
testimonios y límites no de las cosas, sino del espacio circundante. Por eso lo rechazó la
antigüedad. Por eso predomina en nuestra cultura occidental.
9
El arte árabe ha expresado el sentimiento mágico del universo por medio del fondo dorado
de sus mosaicos y sus tablas. Para conocer sus efectos de fabuloso confusionismo y por lo
tanto desentrañar su intención simbólica, es preciso estudiar los mosaicos de Rávena, los
maestros primitivos de la región renana y, sobre todo, de la Italia septentrional, que trabajan
aún bajo la influencia de modelos lombardo bizantinos; pero también es necesario estudiar
las ilustraciones de los manuscritos góticos, a los que sin duda sirvieron de modelo los
códices purpúreos de Bizancio. Ahora podemos contemplar las almas de las tres culturas,
empeñadas en problemas muy semejantes, y examinar lo que cada una da de sí. El alma
apolínea no reconocía como real nada más que lo presente, con presencia inmediata en
lugar y tiempo, y por eso hubo de excluir el fondo de sus imágenes. El alma fáustica,
superando todo límite sensible, aspiraba a lo infinito; por eso hubo de trasladar a la lejanía el
centro de su idea plástica por medio de la perspectiva. El alma mágica sentía todo
acontecimiento como la expresión de ciertas potencias misteriosas que llenaban la caverna
cósmica con su substancia espiritual; por eso hubo de cerrar la escena por medio de un
fondo dorado, es decir, por medio de un elemento que está más allá de todo colorido natural.
El dorado, en efecto, no es un color. Si lo comparamos con el amarillo, veremos que la
impresión sensible, muy compleja, que el dorado produce, es debida al reflejo metálico
difuso de un medio transparente que cubre la superficie. Los colores—la substancia
cromática del muro liso, en los frescos, o el pigmento depositado por el pincel—son
naturales. Pero el brillo metálico [29] es sobrenatural; no se presenta casi nunca en la
naturaleza; recuerda los demás símbolos de esta cultura, la alquimia y la cábala, la piedra
filosofal, el libro sagrado, el arabesco, la forma interna de los cuentos de Las mil y una
noches. En el simbolismo de estos fondos, misteriosamente hieráticos, están contenidas
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todas las teorías que enseñaban Plotino y los gnósticos sobre la esencia de las cosas, su
independencia del espacio, sus causas fortuitas—opiniones que para nuestro sentimiento
cósmico resultan harto paradójicas y casi incomprensibles—. La esencia de los cuerpos fue
un importante tema de discusiones entre los neo pitagóricos y los platónicos, como más
tarde entre las escuelas de Bagdad y Basra. Suhrawardi distinguió entre la extensión, que
para él era la esencia primaria del cuerpo, y la altura, anchura y profundidad, que
consideraba como accidentes. Nazzam negaba que los átomos fuesen substancias
corpóreas y llenasen el espacio. Todas estas opiniones metafísicas, que se suceden desde
Pilón y San Pablo hasta los últimos grandes pensadores de la filosofía islámica, revelan el
sentimiento cósmico de la cultura árabe. Su importancia es decisiva en las discusiones de
los concilios sobre la substancia de Cristo [30]. El fondo dorado de aquellos cuadros, en el
territorio de la Iglesia occidental, tiene, pues, una significación dogmática muy acentuada.
Expresa la esencia y la providencia del espíritu divino.
Representa la forma árabe de la conciencia cristiana; y ésta es la razón profunda de que los
fondos dorados de las representaciones tomadas de la leyenda cristiana hayan sido
considerados durante mil años como el único tratamiento posible y digno, en sentido
metafísico y hasta ético. Cuando, en el gótico naciente, aparecieron los primeros fondos
«reales», con cielos verdeazulados, amplios horizontes y perspectivas de profundidad,
produjeron al principio el efecto de cosa profana y mundana. Se sintió muy bien, aunque sin
conocerlo, el profundo cambio dogmático que esas novedades manifestaban. Lo demuestran
claramente esos fondos de tapices, en los cuales se oculta con sagrado temor la profundidad
propiamente dicha. Los espíritus góticos vislumbran ya la profundidad; pero no se atreven
aún a ponerla de manifiesto. Ya hemos visto que justamente en esta época, cuando el
cristianismo Fáustico-germanocatólico llega a la conciencia clara de sí mismo, estableciendo
el sacramento de la penitencia (nueva religión bajo el manto de la anterior), aparece en el
arte de los franciscanos la tendencia hacia la perspectiva y el colorido, el afán de conquistar
el espacio aéreo; y esta tendencia transforma por completo el sentido de la pintura. El
cristianismo occidental está con el oriental en la misma relación que el símbolo de la
perspectiva con el símbolo del fondo dorado. Y el cisma definitivo se produce casi al mismo
tiempo en la iglesia y en el arte. El paisaje empieza a concebirse como fondo de la escena;
y simultáneamente las almas religiosas comienzan a comprender la infinitud dinámica de
Dios. Y cuando los fondos dorados desaparecen de los cuadros religiosos, desaparecen
también de los concilios occidentales aquellos problemas ontológicos, mágicos, acerca de la
divinidad, aquellos problemas que conmovieran, con honda pasión, todos los concilios
orientales, el de Nicea, el de Efeso, el de Calcedón.
10
Los venecianos son los que han descubierto la técnica de la pincelada visible
introduciéndola en la pintura al óleo como motivo musical, creador de espaciosidades. Los
maestros florentinos conservaron la manera «antigua», aunque poniéndola al servicio del
sentimiento gótico, aquella manera que consistía en pulir las transiciones, en crear
superficies cromáticas puras, bien delimitadas, inmóviles. Los cuadros florentinos tienen
algo de permanente, de estático, en oposición clara y consciente a la movilidad hípica de los
medios expresivos que el arte gótico traía de allende los Alpes. La pincelada del siglo XV es
una negación del pasado y del futuro. El sentido histórico aparece en la pintura, cuando la
labor del pincel se hace continuamente visible y se conserva, por decirlo así, en perpetuo
trance de realización; en la obra del pintor se desea ver no sólo algo que ha llegado a ser,
sino también algo que está siendo. Esto precisamente es lo que el Renacimiento había
querido evitar. Unos paños del Perugino no nos dicen nada de su nacimiento artístico; están
terminados, dados, absolutamente presentes. En cambio las pinceladas sueltas, que por
primera vez aparecen en las obras de la vejez del Ticiano, como un lenguaje de formas
perfectamente nuevo, son los acentos de un temperamento personal, acentos tan
característicos como los colores orquestales de Monteverdi, un flujo y reflujo melódico
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comparable al de los madrigales venecianos de la misma época, unas rayas y manchas que
se suceden sin transición, se cruzan, se tapan, se confunden, dando al elemento cromático
una movilidad infinita. El análisis geométrico contemporáneo de esta pintura representa
también los objetos produciéndose, no producidos. Cada uno de esos cuadros tiene una
historia y no la oculta. Ante ellos siente el hombre fáustico que su alma realiza una
evolución. Ante los grandes paisajes de los maestros barrocos es licito pronunciar la palabra
«histórico», para percibir en esos paisajes un sentido que permanece extraño por completo a
las estatuas áticas. En la melodía de esas pinceladas inquietas e infinitas reside el eterno
devenir, el tiempo progrediente, el sino dinámico de los mundos. Se suele oponer en el estilo
de la pintura el color y el dibujo. Desde este punto de vista, esa oposición significa la
oposición entre la forma histórica y la forma ahistórica, entre la afirmación y la negación del
desarrollo interno, entre la eternidad y el momento. La obra de arte «antigua» es un suceso;
la occidental es una hazaña. Aquélla es el símbolo de la hora punctiforme; ésta es un
transcurrir orgánico. La fisonomía de la pincelada es un ornamento puramente musical,
completamente nuevo, infinitamente rico y personal, desconocido de todas las demás
culturas. Al allegro feroce de Franz
Hals puede oponerse el andante con moto de Van Dyck; a las tonalidades en bemol de
Guercino, los sostenidos de Velázquez. Desde ahora, el concepto de tempo forma parte de
la Pintura y nos recuerda que este arte es el arte de un alma que, contrariamente al alma
antigua, no olvida nada, no quiere olvidar nada de lo que ha sido una vez. La trama aérea
de las pinceladas volatiliza al mismo tiempo las superficies sensibles de las cosas. Los
contornos se desvanecen en el claroscuro. Es preciso que el espectador mire el cuadro
desde lejos para que esos valores de espacios cromáticos le produzcan impresiones
corpóreas. El aire, saturado de colores inquietos, es el que engendra siempre las cosas.
Y a partir de ahora, aparece en la pintura occidental un símbolo de importancia suprema,
ese color denominado «pardo de taller», que poco a poco va esfumando la realidad de todos
los demás colores. Los viejos florentinos no lo conocían, ni tampoco los primeros maestros
holandeses y renanos. Pacher, Durero, Holbein, aunque apasionados por la profundidad del
espacio, no lo empleaban todavía. La época de su triunfo es el final del siglo XVI. El pardo
de taller no oculta su procedencia de aquel verde «infinitesimal» con que están hechos los
fondos de Leonardo, Schongauer y Grunewald; pero tiene un poder sobre las cosas
incomparablemente mayor. El es el que da al espacio la victoria definitiva sobre la materia,
superando también los recursos primitivos de la perspectiva lineal, con su carácter
renacentista, que se advierte en el empleo de motivos arquitectónicos. El pardo de taller
mantiene continuamente con la técnica impresionista de la pincelada visible una relación
enigmática. Este color y esta técnica son los dos elementos que volatilizan la existencia
palpable del mundo sensible —del mundo del instante y del primer plano—y la transforman
definitivamente en apariencia atmosférica. La línea desaparece del cuadro colorista. El
fondo dorado del alma mágica había soñado con una potencia misteriosa que en esta cueva
del universo domina y quiebra a su sabor las leyes del mundo corpóreo. El pardo de estas
pinturas descubre en cambio a la mirada una infinitud pura, saturada de forma. En la
evolución del estilo occidental, su descubrimiento señala una altura máxima. Por oposición
al verde precedente, el pardo del taller tiene algo de protestante. Es una anticipación del
panteísmo septentrional, de ese panteísmo del siglo XVIII que navega por las regiones de lo
ilimitado, y que tan bien expresan los versos de los arcángeles en el prólogo del Fausto de
Goethe. La atmósfera del rey Lear y de Mácbeth es muy parecida a la suya. La música
instrumental de esta época se afana igualmente por hallar armonías cada vez más ricas (de
Rore y Lucas Marenzio) y por estructurar el cuerpo sonoro de los instrumentos de cuerda y
de viento, afán que corresponde exactamente a la nueva tendencia de la pintura, que quiere
crear un cromatismo pictórico, partiendo de los colores puros, mediante un sinnúmero de
matices parduscos y el contraste entre las pinceladas yuxtapuestas. Estas dos artes, la
pintura y la música, extienden por sus mundos de colores y de sonidos—sonidos cromáticos
y colores sonoros—una atmósfera de purísima espacialidad, una atmósfera que envuelve no
al hombre como figura y cuerpo, sino al alma desnuda, una atmósfera que es símbolo del
alma misma. Estas dos artes llegan a una interioridad tal, que en las obras más profundas
de Rembrandt y de Beethoven no hay misterio que no esté descubierto. Esa interioridad
justamente es la que el hombre apolíneo quiso eliminar con su arte rigurosamente somático.
Los viejos colores del primer plano, el amarillo y el rojo—las tonalidades «antiguas»—, se
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emplean cada vez menos a partir de ahora y siempre en contraste deliberado con las
lejanías y las profundidades, para acentuarlas y sublimarlas (sobre todo en Rembrandt y en
Vermeer). Ese pardo atmosférico, extraño por completo al Renacimiento, es el color más
irreal que existe.
Es el único «color fundamental» que no se da en el arco iris. Hay luz blanca, luz amarilla, luz
verde, luz roja, luz azul de la más perfecta pureza. Pero una luz parda que sea pura es cosa
que excede las posibilidades de nuestra naturaleza. Todas esas tonalidades de matiz pardo
verdoso, plateado, pardo húmedo, dorado, que aparecen en el Giorgione en suntuosas
variedades, que los grandes holandeses emplean cada vez con más audacia y que al fin se
pierden al terminar el siglo XVIII, despojan a la naturaleza de su realidad palpable. Hay en
esto como una confesión religiosa. Se perciben próximos los espíritus de Port-Royal y de
Leibnitz. Constable, que es el fundador de una pintura civilizada, manifiesta ya una voluntad
artística diferente, una voluntad que busca su expresión. Ese mismo pardo que había
aprendido de los holandeses y que significaba entonces el sino, Dios, el sentido de la vida,
significa en él algo muy distinto, mero romanticismo, sensibilidad, añoranza de algo
desaparecido, recuerdos del gran pasado de la pintura moribunda. Los últimos maestros
alemanes, Lessing, Marees, Spitzweg, Diez, Leibl [31], cuyo arte retardatario es un trozo de
romanticismo, una retrospección, un eco, conservaron esa tonalidad parda como exquisita
herencia del pasado y reaccionaron contra las tendencias conscientes de su generación—la
pintura al aire libre, pintura sin alma que mata las almas, pintura de una generación
haeckeliana—porque no pudieron abandonar interiormente esa última característica del gran
estilo. Todavía no se ha comprendido bien esa lucha entre el pardo de Rembrandt, de la
escuela vieja, y el aire libre de la nueva escuela. Esa lucha significa en realidad la reacción
desesperada del alma frente a los avances del intelecto, de la cultura frente a la civilización;
es la oposición entre un arte lleno de necesidad simbólica y una industria artística, que se
cultiva en las grandes urbes en forma de arquitectura, pintura, escultura o poesía. Desde
este punto de vista se siente bien lo que significa ese color pardo, con el cual expira todo un
arte.
Los más profundos de entre los grandes maestros son los que mejor han comprendido ese
color; sobre todo Rembrandt.
Las misteriosas tonalidades pardas de sus mejores obras son hijas legitimas de las vidrieras
góticas, de los crepúsculos que envuelven las altas bóvedas catedralicias. Ese color
saturado de oro que vemos en los grandes venecianos, Ticiano, Veronés, Palma, Giorgione,
nos recuerda constantemente el viejo arte, ya muerto, de las vidrieras septentrionales, arte
que esos pintores habían olvidado casi por completo. El Renacimiento, con su predilección
por los colores corpóreos, es en este sentido también un simple episodio, un resultado de
tendencias superficiales, harto conscientes; no el producto de los afanes inconscientes
profundamente fáusticos del alma occidental. En este brillante pardo dorado de la pintura
veneciana se dan la mano el gótico y el barroco, el arte de aquellas vidrieras primitivas y la
música sombría de Beethoven; es el momento en que los holandeses Willaert y de Rore,
con Gabrielli el viejo, inauguran en la escuela de Venecia el estilo barroco de la música
colorista.
El color pardo se ha convertido ahora en el color propio del alma, de un alma templada
históricamente. Creo que Nietzsche ha hablado una vez de la música parda de Bizet.
Pero el calificativo cuadra mejor a la música que Beethoven compuso para los instrumentos
de cuerda [32] y últimamente a la orquesta de Bruckner, que a veces llena el espacio de
tonalidades pardas y doradas. Todos los demás colores quedan reducidos a una función
adjetiva: el amarillo claro y el cinabrio de Vermeers que, con insistencia verdaderamente
metafísica, penetran en el espacio como sí vinieran de otro mundo, o las luces
amarilloverdosas y rojas de Rembrandt, que parecen casi estar Jugueteando con el
simbolismo del espacio. En Rubens, artista brillante, pero pobre pensador, el pardo casi
carece de idea; es una sombra de color. (El verde azulado, el color «católico» le disputa al
pardo la preeminencia en Rubens y en Watteau.) Bien se ve aquí cómo uno y el mismo
medio artístico puede tener el valor de un símbolo si es empleado por un hombre profundo,
y entonces crea la inaudita trascendencia de los paisajes de Rembrandt; y en cambio, para
otros grandes maestros puede ser simplemente un recurso técnico.
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Asi, como ya hemos observado, resulta patente que la «forma» artístico técnica, si se piensa
por oposición a un «contenido», no tiene la menor relación con la forma verdadera de las
grandes obras.
He dicho que el color pardo es un color histórico. Convierte la atmósfera del espacio plástico
en un signo de la dirección, del futuro. Su voz apaga, en la representación, el lenguaje de lo
momentáneo. Pero el mismo sentido puede dársele igualmente a los restantes colores de la
lejanía, y así llegamos a una amplificación muy extraña del simbolismo occidental. Los
helenos habían preferido últimamente para sus estatuas el bronce dorado al mármol
policromado; porque el resplandor del bronce bajo el cielo azul expresaba mejor la idea de
que todo lo corpóreo es singular y único [33]. Pero el Renacimiento desenterró esas
estatuas, cubiertas de una pátina secular negra y verde, y lleno de respeto y añoranza
saboreó largamente esta impresión histórica. Desde entonces nuestro sentimiento de la
forma ha santificado ese negro y
ese verde «remotos»; y hoy, para que el bronce produzca impresión sobre nuestra pupila, es
indispensable la pátina, como para corroborar maliciosamente el hecho de que ese género
artístico ya no nos interesa por sí mismo. ¿Qué significa para nosotros una cúpula, una
figura de bronce, sin esa pátina que en vez del brillo inmediato nos ofrece una tonalidad de
antaño y de allá? ¿No hemos llegado incluso al extremo de producir artificialmente la
pátina?
Pero esa elevación del moho a la categoría de un medio artístico, con significación propia,
encierra un sentido todavía más profundo. ¿No hubieran los griegos considerado esa
producción artificial de la pátina como una destrucción de la obra artística? Los griegos, por
motivos espirituales, rechazaron el color verde de las lejanías espaciales. Mas no sólo el
color. La pátina es símbolo de lo transitorio y, por lo tanto, se halla en relación notable con
los símbolos del reloj y del sepelio. Más arriba hemos hablado del afán con que el alma
fáustica cultiva las ruinas, los testimonios del remoto pasado.
Esta tendencia, que se manifiesta en las colecciones de antigüedades, de manuscritos, de
monedas, en las excursiones al foro romano y a Pompeya, en las excavaciones y estudios
filológicos, se inicia ya en la época del Petrarca. A un griego no se le hubiera ocurrido Jamás
preocuparse de las ruinas de Knossos y Tirinto. Todos conocían la Ilíada. A ninguno le pasó
por las mientes la idea de hacer excavaciones en la colina de Troya. En cambio nosotros,
movidos de un profundo respeto por las ruinas mismas, conservamos los acueductos de la
Campaña, los sepulcros etruscos, los restos de Luxor y Karnalk, los castillos derrumbados a
orillas del Rin, el Limes romano, Hersfeld y Paulinzella. Y los conservamos en el estado
ruinoso en que se encuentran; porque un obscuro sentimiento nos advierte que toda
restauración haría perder a esas ruinas algo difícil de expresar en palabras, algo
definitivamente irrecobrable. En cambio, nada más lejos del hombre antiguo que ese respeto
por los testigos ruinosos del antaño y del entonces.
Los antiguos apartaban de su vista lo que ya no les hablaba en el lenguaje del presente.
Nunca lo viejo se conservó por viejo. Después de la destrucción de Atenas por los persas,
los atenienses derribaron todo el Acrópolis: columnas, estatuas, relieves, sin fijarse en si
estaban enteros o no; y lo reconstruyeron de nuevo. Esta escombrera es Justamente la más
rica mina de que disponemos para el arte del siglo VI. Ese acto encaja muy bien en el estilo
de una cultura que elevó a la categoría de símbolo la cremación de los cadáveres y no se
preocupo jamás de regir su vida cotidiana por un horario preciso.
Nosotros en cambio hemos elegido la actitud contraria. El paisaje heroico, en el estilo de
Claudio de Lorena, es inimaginable sin ruinas. El parque inglés, con sus emociones
atmosféricas, substituyó hacia 1750 al parque francés; sacrificó las grandiosas perspectivas
en aras de la «naturaleza» sensitiva de Addison y Pope e introdujo el motivo de las ruinas
artificiales que dan al paisaje una mayor profundidad histórica [34].
Nunca se ha imaginado nada más extraño. La cultura egipcia restauraba los edificios de la
época primitiva; pero nunca se hubiera atrevido a construir ruinas, como símbolo del
pasado.
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Lo que nos deleita en la estatua antigua no es propiamente la estatua, sino más bien el
torso. El torso ha sufrido un sino; llega a nosotros envuelto en cierta atmósfera de lejanía; y
la pupila busca gustosa el espacio vacío de los miembros ausentes, para rellenarlo con el
compás y el ritmo de unas líneas invisibles. Supongamos que se llegase a completar con
acierto una estatua antigua mutilada; esto sería matar el encanto misterioso de las infinitas
posibilidades. Y me atrevo a afirmar que si los restos de la escultura antigua pueden a veces
aproximarse a nuestra alma es debido exclusivamente a esa transposición en musicalidad.
El bronce verdoso, el mármol ennegrecido, los mutilados miembros de una figura anulan
ante nuestra mirada las limitaciones de lugar y tiempo. Todas esas cosas se han llamado
pintorescas—en cambio las estatuas «terminadas», los edificios, los parques muy arreglados
no son pintorescos—, y en realidad corresponden a la significación más honda del pardo de
taller [35]; pero, en último término, el calificativo de pintoresco se refiere en realidad al
espíritu de la música instrumental. Si el doríforo de Policleto estuviese ante nuestra vista en
bronce fulgurante, con sus ojos de esmalte y su cabellera de oro, ¿produciríanos la misma
impresión que la estatua ennegrecida por los años? El torso de Hércules vaticano ¿no
perdería mucho de la poderosa impresión que hoy nos produce si encontrásemos algún día
los miembros que le faltan? Las torres y cúpulas de nuestras viejas ciudades ¿no perderían
su profundo encanto metafísico si las recubriéramos de metal nuevo? La vejez, para
nosotros, como para los egipcios, lo ennoblece todo; en cambio, para el «antiguo» lo
degrada todo.
Por último, hay otro hecho que guarda relación con lo que venimos diciendo. La tragedia
occidental, movida por el mismo sentimiento, ha preferido los temas históricos; y al decir
históricos me refiero no a que los asuntos sean demostradamente reales o posibles—que tal
no es el sentido propio de la palabra histórico—, sino a que tengan lejanía, pátina. En efecto,
un acontecimiento de contenido puramente momentáneo, sin lejanía en el espacio y en el
tiempo; un hecho trágico, tal como los antiguos concebían los hechos trágicos; un mito
intemporal, no puede expresar lo que el alma fáustica ha querido, ha debido expresar.
Nosotros tenemos, pues, tragedias del
pasado y tragedias del futuro—a éstas, que son las que nos presentan el hombre futuro
como sujeto del sino, pertenecen en cierto modo Fausto, Peer Gynt, el Crepúsculo de los
dioses—; pero no tenemos tragedias del presente, si se prescinde de los dramas sociales del
siglo XIX, que carecen de importancia.
Cuando Shakespeare quiere expresar algo de importancia en el presente, elige siempre
países extraños, en donde no estuvo nunca, y de preferencia Italia; y los poetas alemanes
eligen Inglaterra y Francia. De esta manera queda excluida la proximidad en el espacio y en
el tiempo, proximidad que el dramático acentuaba aun en el mito.
II
EL DESNUDO Y EL RETRATO
11
Se ha dicho que la cultura «antigua» es una cultura del cuerpo y la septentrional una cultura
del espíritu, no sin la intención tácita de desvalorar la una en provecho de la otra. Harto
trivial es, sin duda, esa oposición, de gusto renacentista, entre lo antiguo y lo moderno, lo
pagano y lo cristiano, tal como se entiende comúnmente; sin embargo, hubiera podido
conducir a resultados decisivos si tras la fórmula se hubiese sabido descubrir el origen.
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Si el mundo, que circunda al hombre, es en efecto—prescindiendo de lo que además sea—
un macrocosmos que se refiere a un microcosmos, un inmenso conjunto de símbolos,
entonces el hombre mismo, en tanto que pertenece a la trama de la realidad, en tanto que
es una forma manifestativa, debe caer bajo el imperio de ese simbolismo. Pero en la
impresión que el hombre produce sobre sus semejantes, ¿qué elemento puede aspirar al
rango de un símbolo? ¿En dónde se halla compendiada la esencia del hombre y el sentido
de su existencia? ¿En dónde se hallan esa esencia y sentido expuestos a la contemplación?
La respuesta a todas estas preguntas nos la da el arte.
Pero esa respuesta ha tenido que ser distinta en cada cultura. Cada cultura recibe de la vida
una impresión diferente, porque cada una vive de manera diferente. La imagen de lo
humano, tanto la imagen metafísica como la ética y la artística dependen esencialmente de
que el individuo se sienta vivir como un cuerpo entre cuerpos o como el centro de un
espacio infinito; de que en sus reflexiones conozca la soledad de su yo o su participación
substancial en el consenso universal de que por el ritmo y curso de su vida afirme o niegue
la dirección. En todas estas actitudes se manifiesta el símbolo primario de las grandes
culturas. Son sentimientos cósmicos; pero los ideales vitales coinciden perfectamente con
ellos. Del ideal antiguo se siguió la aceptación integral de la apariencia sensible; del ideal
occidental, en cambio, su no menos apasionada superación. El alma apolínea, euclidiana,
punctiforme, sintió el cuerpo empírico, visible, como la expresión perfecta de su modo de
ser; el alma fáustica, errante por todas las lejanías, halló esa expresión no en la persona, no
en el soma, sino en la personalidad, en el carácter o como se le quiera llamar. «El alma» era
para el griego auténtico, en última instancia, la forma de su cuerpo. Así la definió Aristóteles.
«El cuerpo» es para el hombre fáustico el vaso del alma. Asi sentía Goethe.
La consecuencia de todo esto es, empero, que para representar la imagen del hombre cada
cultura elige y construye artes muy diferentes. El sufrimiento de Armida lo expresa Gluck por
medio de una melodía que los instrumentos acompañan con un inconsolable y penetrante
quejido; en cambio, las esculturas de Pergamo lo expresan por el lenguaje de todos los
músculos. Los retratos helenísticos quieren representar un tipo espiritual mediante la
estructura de la cabeza. En China las cabezas de los santos de Ling-yan-si revelan una vida
interior personalísima por la mirada y el juego de las comisuras labiales.
La tendencia de los antiguos a hacer hablar solamente el cuerpo no proviene de una
superabundancia racial. No es la consagración de la sangre—el hombre de la svfposænh no
tenia sobrantes que desperdiciar [36]—; no es, como creía Nietzsche, el goce orgiástico de
la energía indomable, de la pasión rebosante. Esto pertenecería más bien a los ideales de la
caballería andante germánico católica e india. Lo único que le interesa al hombre apolíneo y
a su arte es la apoteosis de la manifestación corpórea, en el sentido literal de esta palabra:
la proporción rítmica del cuerpo y el desarrollo armónico de
la musculatura. Esto, empero, no es pagano, por oposición a cristiano, sino ático, por
oposición a barroco. El hombre del barroco, cristiano o pagano, racionalista o fraile, rechaza
ese culto del soma tangible, hasta el extremo de caer en la más extraordinaria suciedad,
como la que imperaba en la corte de Luis XIV [37], cuyos trajes, desde la peluca hasta los
puños de encaje y los zapatos de bucles, envolvían todo el cuerpo en lazadas ornamentales.
Asi, la plástica antigua, cuando hubo logrado cortar toda relación entre la figura y la pared
trasera—real o imaginada—; cuando hubo conseguido erigir sobre el pedestal la imagen
libre, sin ninguna referencia al contorno, para poderla considerar desde todos los puntos de
vista como un cuerpo entre cuerpos, se desenvolvió consecuentemente en el sentido de no
representar mas que el cuerpo desnudo. Y lo que la distingue de todas las demás especies
de plástica, en la historia universal de las artes, es el haber tratado las superficies limitantes
del cuerpo con entera fidelidad anatómica. De esta suerte quedaba sublimado el principio
fundamental del mundo euclidiano. El menor velo hubiese significado una leve contradicción
de la apariencia apolínea, una alusión—todo lo indecisa que se quiera—al espacio
circundante.
El elemento ornamental, en el sentido más elevado de la palabra reside todo en las
proporciones de la construcción [38] y el equilibrio de los ejes según el peso y el sostén. El
cuerpo de pie, sentado o yacente, está siempre afirmado en si mismo y como el perípteros,
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carece de interior, es decir, de «alma». La columnata exterior que rodea el perípteros
significa lo mismo que el relieve muscular modelado en todas sus partes; ahí está todo el
lenguaje de formas que la obra nos habla.
Una razón de carácter puramente metafísico, la necesidad de crearse un símbolo vital de
primer orden, fue lo que condujo a los griegos del periodo posterior a este arte, cuya
estrechez ha quedado salvada y encubierta tan sólo por la maestría de las producciones.
Porque no es verdad que este lenguaje de las superficies externas sea el más perfecto, el
más natural, ni siquiera el más inmediato, de que dispone el hombre para su representación.
Más bien sucede lo contrario. Si el Renacimiento, con todo el pathos de su teoría y la
tremenda equivocación acerca de sus propias tendencias, no hubiese violentado nuestro
juicio en los momentos mismos en que la plástica se hacia íntimamente extraña a nosotros,
hubiéramos advertido hace tiempo cuan excepcional es el estilo ático. A los escultores
egipcios y chinos no se les ocurrió nunca hacer de la estructura anatómica exterior la base
de la expresión que querían dar a sus obras. Y en las esculturas góticas, por último, nunca
interviene para nada el lenguaje de los músculos. Esa hojarasca humana que se ciñe a la
trama poderosa de la piedra en un sinfín de estatuas y figuras de relieve—hay más de diez
mil en la catedral de Chartres—no es solamente un ornamento; desde 1200 sirve ya de
expresión para creaciones portentosas, ante las cuales desaparece aun lo más grande de la
plástica antigua. Porque esas legiones de seres forman una unidad trágica. En ellas el Norte,
anticipándose a Dante, ha poetizado en un drama universal, el sentimiento histórico del alma
fáustica, que encuentra su expresión espiritual en el sacramento primario de la penitencia
[39] y al mismo tiempo su gran escuela en la confesión. En esta época justamente, Joaquín
de Floris, en la soledad de su claustro apúlico, contemplaba la imagen del universo no como
un cosmos, sino como la historia de la salvación, la sucesión de las tres edades del mundo.
Esa misma idea es la que representan en Chartres, Reims, Amiéns y París la serie de las
imágenes que van desde el pecado original hasta el Juicio final. Cada una de las escenas,
cada una de las grandes figuras simbólicas ocupa su lugar significativo en el sagrado
edificio. Cada una de ellas representa su papel en el poema inmenso del mundo. E
igualmente cada hombre, cada individuo particular sentía entonces que el curso de su vida
era a modo de un ornamento que formaba parte del plan divino que se desarrolla en la
historia de la salvación; y vivía esa conexión personal en las formas de la penitencia y de la
confesión. Por eso aquellos cuerpos de piedra no están solamente al servicio de la
arquitectura; significan algo más profundo, más único, algo que los sepulcros, a partir de las
tumbas regias de Saint-Denis, van expresando con intimidad creciente; hablan de una
personalidad. Lo que para el hombre antiguo significaba el perfecto modelado de la
superficie corpórea—que éste es el sentido último de todo el prurito anatómico de los
artistas griegos: agotar la esencia de la manifestación viviente, figurando, modelando sus
planos límites—, eso mismo significa para el hombre fáustico el retrato. Y se comprende
bien; porque, en efecto, el retrato es la expresión más característica de su sentimiento vital,
la única que lo agota. La manera griega de tratar el desnudo constituye la gran excepción; y
sólo en el caso de Grecia ha conseguido elevarse a la categoría de un arte de primer orden
[40].
¡Desnudo y retrato! He aquí dos aspectos del hombre, que nadie hasta ahora ha sentido
como contrapuestos y que, por lo tanto, nadie ha comprendido en toda la profundidad de su
manifestación hístóricoartistica. Y, sin embargo, en la lucha de esos dos ideales de la forma
se manifiesta la total oposición de dos mundos. Allí, el porte de la estructura externa es una.
realidad esencial que se ofrece a la contemplación. Aquí, la estructura interior del hombre, el
alma, es la que nos habla por medio del «rostro»; como el espacio interior de una catedral
nos habla por medio de la fachada, verdadero «rostro» del edificio.
La mezquita no tiene rostro; por eso la iconoclastia de los muslimes y de los pauliquianos
cristianos, que llegó hasta Bizancio en la época de León II, hubo de extirpar toda figura del
arte plástico, que en este momento ya tenia asegurado un tesoro de arabescos humanos. En
Egipto, el rostro de la estatua es como el pílono del templo, algo que se destaca
enérgicamente sobre la masa pétrea del cuerpo; asi, por ejemplo, en el retrato de
Amenemhet III—la esfinge del Hycso de Tanis—. En China, el rostro es como un paisaje,
lleno de arrugas y pequeños detalles que significan algo. Pero para nosotros el retrato es
música. La mirada, el juego de la boca, el porte de la cabeza, las manos, todo esto es una
fuga de sentido delicadísimo, una fuga de varias voces que se desprende del cuadro y viene
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a sonar a los oídos del espectador inteligente.
Mas para conocer bien lo que el retrato occidental significa, por oposición al egipcio y al
chino, hace falta tener en cuenta una profunda transformación que se verifica en los idiomas
de Occidente y que, desde la época merovingia, anuncia ya el nacimiento de un nuevo
modo de sentir la vida. La transformación a que me refiero se extiende por igual al antiguo
alemán y al latín vulgar; pero tanto en uno como en otro alcanza solo a las lenguas que se
están desarrollando en el paisaje materno de la naciente cultura, es decir, que llega al
noruego y al español, pero no al rumano. La citada transformación no puede explicarse por
el espíritu de las lenguas y la «influencia» de unas sobre otras; es debida exclusivamente al
espíritu de los hombres, que elevan el uso de las palabras a la categoría de un símbolo. En
lugar de sum, que en gótico es im, se dice ich bin, I am, je suis, en lugar de fecisti, se dice tu
habes factum, tu as fait, du habes gitan; y asi sucesivamente daz wíp, un homme, man hat.
Este fenómeno misterioso [42] no ha podido explicarse hasta ahora porque las familias
lingüísticas se consideraban como seres. Pero cesa el misterio tan pronto como se descubre
que la estructura de la frase es el retrato del alma. El alma fáustica comienza ya a imprimir
su sello en los estados gramaticales de las más distintas procedencias.
Esa aparición del «yo» es la aurora de la idea de la personalidad, que creará más tarde el
sacramento de la penitencia y la absolución personal. Ese «ego habeo factum», esa
intercalación del verbo auxiliar (haber o ser) entre un agente y un acto, en vez del feci, que
es como un cuerpo en movimiento, significa que el mundo de los cuerpos es ahora
substituido por un mundo de funciones entre centros de fuerza, esto es, la estática de la
frase por una dinámica gramatical. Ese «yo» y ese «tú» nos descubren el secreto del retrato
gótico. Un retrato helénico representa el tipo de una postura; no es un «tú», no es una
confesión ante el que lo crea o lo comprende. Nuestros retratos, en cambio, reproducen algo
único, algo que fue una vez y no torna a ser, la historia de una vida en la expresión de un
instante, un centro cósmico para quien lo demás es su mundo, como el «yo» es el centro
dinámico de la frase fáustica.
Hemos visto ya que la experiencia intima de la extensión toma su origen de la dirección
viva, del tiempo, del sino. La realidad integral del cuerpo desnudo y libre cercena la
experiencia íntima de la profundidad; en cambio, la «mirada» de un retrato la lanza en las
regiones infinitas de lo suprasensible. Por eso la plástica antigua es un arte de las cosas
próximas palpables, intemporales, y prefiere los motivos que expresan la breve, brevísima
quietud entre dos movimientos: el último instante que antecede al lanzamiento del disco, el
primer momento que sigue al vuelo de la Victoria, de Paionios, cuando el impulso del cuerpo
ha terminado ya y los paños flotantes no han caído aún, actitud que está tan lejos de la
duración como de la dirección y que parece suspensa entre el pasado y el futuro. El veni,
vidi, vici es una actitud semejante. En cambio, las palabras yo-vine, yo-vi, yo-vencí
expresan un devenir, en la estructura misma de la frase.
La experiencia intima de la profundidad es un producirse que da lugar a un producto.
Significa el tiempo y suscita el espacio. Es a la vez cósmica e histórica. La dirección viva va
hacia el horizonte como hacia el futuro. En el futuro sueña ya la Virgen de la puerta de
Santa Ana, de Notre-Dame (1230), y más tarde la Virgen con los guisantes en flor, del
maestro Wilhelm (1400). Sobre el sino medita, mucho antes que el Moisés de Miguel Ángel,
el Moisés de Klaus Sluter en el pozo de Dijón (1390); y las Sibilas de Giovanni Pisano en el
pulpito de Pistoja (1300) son muy anteriores a las de la capilla Sixtina.
Por último, las figuras de los sepulcros góticos descansan de un largo sino, mientras que,
por el contrario, las estelas funerarias de los cementerios áticos representan escenas graves
y juguetonas, pero siempre intemporales [42].
El retrato occidental desde 1200, en que nace de la piedra, hasta el siglo XVII, en que se
convierte en pura música, es infinito en todos los sentidos. Enfoca al hombre no sólo como
centro del universo natural, cuyas manifestaciones perceptibles reciben de él su forma y su
sentido, sino, principalmente, como centro del universo histórico. La estatua antigua es un
pedazo de naturaleza presente, y nada más. La poesía antigua es una escultura de palabras.
Por eso a nosotros nos produce la impresión de que los griegos se entregaban pura y
simplemente a la naturaleza. Nunca conseguiremos borrar de nuestra alma la sensación de
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que el estilo gótico, comparado con el griego, es innatural, es decir, más que «naturaleza».
Pero no nos confesamos a nosotros mismos que, en último término, eso significa que
percibimos en los griegos un defecto. El lenguaje de las formas occidentales es más rico. El
retrato pertenece a la naturaleza y a la historia. Un sepulcro de esos grandes maestros
holandeses que trabajan desde 1260 en las tumbas regias de Saint-Denis; un retrato de
Holbein, Ticiano, Rembrandt o Goya, es una biografía; un autorretrato es una confesión
histórica. Confesarse no significa declararse autor de un acto, sino descubrir al juez la
historia interna de ese acto. El acto es público; pero sus raíces son las que constituyen el
secreto personal.
Cuando el protestante y el librepensador se pronuncian en contra de la confesión auricular,
no se dan cuenta de que lo que rechazan no es la idea, sino solamente su manifestación
externa. No consienten en confesarse con el sacerdote; pero, en cambio, se confiesan
consigo mismos, con el amigo o con la multitud. Toda la poesía del Norte es un arte de
confesiones en voz alta; y lo mismo el retrato de Rembrandt y la música de Beethoven. Lo
que Rafael, Calderón y Haydn confesaban a sus confesores, lo han vertido en el idioma de
sus obras. Y el que tenga que callarse, porque le vede hablar su impotencia para dominar la
grandeza de esa forma, ése está perdido, como Hölderlin. El hombre occidental vive con
plena conciencia del devenir, con la vista puesta en el pasado y el futuro. El griego, en
cambio, lleva una vida punctiforme, ahistórica, somática. Ningún griego hubiera sido capaz
de verdadera autocrítica. Y esto también se expresa en el tipo de la estatua desnuda,
reproducción perfectamente ahistórica de un hombre. El autorretrato es el correlato exacto
de la autobiografía, a la manera de Werther y Tasso; y ambas especies artísticas son por
completo extrañas al alma antigua. Nada hay más impersonal que el arte griego, y no es
posible ni imaginar siquiera a Scopas o a Praxiteles haciéndose un autorretrato.
Estudiemos a Fidias, a Policleto, a cualquier maestro de los posteriores a las guerras
médicas. Veremos que la bóveda frontal, los labios, la nariz, las órbitas ciegas de los ojos,
todo es expresión de una vitalidad impersonal, vegetativa, inánime. ¿Hubiera podido este
lenguaje de formas expresar aun siquiera aludir a un hecho de la vida interior? No ha habido
nunca un arte más exclusivamente limitado a las superficies visibles de los cuerpos. En
Miguel Ángel, a pesar de su pasión por la anatomía, la apariencia corporal es siempre
expresiva del trabajo que rinden los huesos, los tendones, los órganos del interior; la vida se
transparenta bajo la piel, aun sin que el escultor lo haya deseado. Las creaciones de Miguel
Ángel constituyen una fisiognómica, no un sistema de la musculatura. Pero esto significa
justamente que para Miguel Ángel el punto de partida del sentimiento de la forma no es el
cuerpo material, es el sino personal. Más psicología—y menos «naturaleza»—hay en el
brazo de uno de sus esclavos que en la cabeza del Hermes de Praxiteles, En el discóbolo de
Mirón, la forma exterior existe por sí misma, sin la menor referencia a los órganos interiores,
y no digamos al «alma». Si comparamos con las mejores obras de esta época las viejas
estatuas egipcias, por ejemplo, la del alcalde aldeano o la del rey Fiops o, por otra parte, el
David, de Donatello, comprenderemos lo que quiere decir eso de no reconocer en el cuerpo
mas que los límites materiales. Los griegos evitan cuidadosamente todo cuanto pueda dar a
la cabeza la expresión de algo interno y espiritual. Bien se advierte en las estatuas de Mirón.
Si nos fijamos bien, veremos que, consideradas desde el punto de vista de nuestro
sentimiento cósmico, opuesto al antiguo, las mejores cabezas de la mejor época del arte
griego nos parecerán, al cabo de un rato de contemplación, estúpidas y romas. Es porque
les falta justamente el elemento biográfico, el sino. No en vano regía en esta época la
prohibición de ofrendar estatuas icónicas. Las estatuas de los vencedores en los juegos
olímpicos representaban una actitud de lucha. Hasta Lisipo no hay una sola cabeza de
carácter. Todas son máscaras. Considérese el conjunto de la figura y se verá con qué
maestría el artista ha procurado no dar la impresión de que la cabeza sea la parte preferente
del cuerpo. Por eso son tan pequeñas estas cabezas, tan insignificantes en la postura, tan
poco trabajadas en el modelado. Siempre están tratadas como una parte del cuerpo, como
el brazo y el muslo; nunca como el asiento y símbolo de un yo.
Por último, esa impresión de feminidad y aun de afeminamiento que producen muchas de
estas cabezas del siglo V y más aún las del siglo VI [43], es, si bien se mira, el resultado
desde luego involuntario de ese afán por evitar toda característica personal. Quizá sea lícito
afirmar, en conclusión, que el tipo ideal del rostro, en este arte—tipo que de seguro no era el
del pueblo griego, como lo demuestran al punto los retratos naturalistas posteriores—se
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produjo sumando simples negaciones de los caracteres individuales e históricos, esto es,
limitando la plástica del rostro a los elementos puramente euclidianos.
El retrato de la gran época barroca—compuesto con todos los recursos del contrapunto
pictórico, que hemos estudiado ya como elementos productores de lejanías espaciales
históricas, envuelto en una atmósfera saturada de tonos pardos, sometido a la perspectiva,
hecho de pinceladas fugaces, de matices y luces temblorosos—trata el cuerpo como algo
que en sí mismo es irreal, como envoltura expresiva de un yo que domina el espacio. (La
técnica de la pintura al fresco es euclidiana e incapaz por completo de resolver semejante
problema.) Todo el cuadro se reduce a un solo tema: el alma. Obsérvese la manera cómo
Rembrandt (por ejemplo, en et aguafuerte del burgomaestre Six, o en el retrato del
arquitecto, de Cassel) y últimamente Marees y Leibl (en el retrato de la señora Gedon)
pintan las manos y la frente, espiritualizándolas hasta volatizar la materia, con un lirismo de
visionario; y compárese con las manos y la frente de un Apolo o de un Poseidon de la época
de Perícles.
El arte gótico sintió profunda y certeramente su misión estética al cubrir el cuerpo de
vestiduras. Lo hizo no por causa del cuerpo, sino para desenvolver en la ornamentación de
los paños un lenguaje de formas, en consonancia con el lenguaje de las cabezas y de las
manos, como una fuga de la vida.
No de otro modo se combinan las voces en el contrapunto, o el basso continuo y las notas
altas de la orquesta, en el barroco.
En Rembrandt es siempre el traje una melodía del bajo, sobre la cual se destacan los
motivos de la cabeza.
Las viejas estatuas egipcias, como las figuras vestidas del arte gótico, niegan también el
valor propio del cuerpo. Pero las figuras góticas lo niegan mediante los vestidos, que están
tratados en sentido ornamental y cuya fisonomía vigoriza el lenguaje del rostro y de las
manos. En cambio, las estatuas egipcias lo niegan reduciendo el cuerpo—como la pirámide
y el obelisco—a un esquema matemático y circunscribiendo lo personal a la cabeza, con una
concepción tan grandiosa que, al menos en la escultura, no ha sido nunca alcanzada por
nadie.
Los pliegues del ropaje en la estatua ateniense quieren manifestar el sentido del cuerpo; en
la escultura del Norte, por el contrario, anularlo. El vestido, en el arte griego se transforma
en cuerpo; en cambio, en el arte fáustico se convierte en música. He aquí la oposición
profunda que en las obras del alto Renacimiento provoca una lucha sorda entre el ideal
consciente del artista y el ideal que inconscientemente se manifiesta en él. El primero, el
ideal antigótico, permanece muchas veces en las regiones superficiales, mientras que el
segundo, el que conduce del goticismo al barroquismo, arraiga siempre en las
profundidades.
12
Vamos a resumir ahora la oposición entre el ideal humano de la cultura fáustica y el de la
cultura apolínea. El desnudo y el retrato están entre sí en la misma relación que el cuerpo y
el espacio, el instante y la historia, lo superficial y lo profundo, el número euclidiano y el
número analítico, la medida y la relación. La estatua arraiga en la tierra. La música—y el
retrato occidental es música, es alma tejida de coloridos sonoros—atraviesa el espacio
ilimitado. La pintura al fresco está adherida al muro, hecha con el muro. La pintura al óleo, el
cuadro, está libre de limitaciones locales. El idioma de las formas apolíneas es la
manifestación de algo ya producido.
El idioma de las formas fáusticas es, ante todo, la manifestación de un producirse.
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Por eso el arte occidental cuenta entre sus mejores y más íntimas creaciones retratos de
niños y cuadros de familia.
Pero a la plástica ateniense estos motivos le estaban vedados; y si en la época helenística
aparece el motivo juguetón del putto no es porque represente un sentimiento del devenir,
sino porque representa algo distinto de lo común. El niño enlaza el pasado con el futuro. En
todo arte de la figura humana que aspire a tener significación simbólica, el niño caracteriza
la duración en la transición de las cosas, la infinitud de la vida. Pero la vida antigua se
agotaba en la plenitud del momento y los hombres antiguos cerraban los ojos a las lejanías
del tiempo. El antiguo sólo pensaba en los hombres de su misma sangre que veía a su lado,
no en las generaciones venideras. Por eso nunca ha habido un arte que como el griego haya
evitado tan resueltamente la representación profunda de los niños. Recordemos la multitud
de tipos infantiles que se han producido desde el gótico incipiente hasta el rococó
moribundo, incluso en la época del Renacimiento. En cambio en la antigüedad no se
encuentra hasta después de Alejandro una sola obra importante que represente
deliberadamente junto al cuerpo ya desarrollado del hombre o de la mujer, el cuerpo del niño
cuya existencia se halla todavía en el futuro.
En la idea de maternidad se comprende el devenir infinito. La mujer madre es el tiempo, es
el sino. Así como el acto místico de sentir la profundidad es el que convierte la sensación en
extensión y por lo tanto en mundo, asi la maternidad produce el cuerpo humano como
miembro singular de ese mundo, el que el hombre desde que nace tiene un sino. Todos los
símbolos del tiempo y de la lejanía son también símbolos de la maternidad. La solicitud es el
sentimiento primigenio que mira hacia el futuro; y toda solicitud es maternal. Se refleja en
las formas y en las ideas de la familia y del Estado, como
también en el principio de la herencia, que es el fundamento de una y otro. Cabe afirmar o
negar la solicitud; los hombres pueden vivir preocupados o despreocupados del futuro. Y
cabe también concebir el tiempo bajo el signo de la eternidad o bajo el signo del momento
presente; empleando, por lo tanto, los recursos todos del arte para dar forma sensible, cual
símbolo de la vida en el espacio, bien al espectáculo de la generación y alumbramiento, bien
al de la maternidad con el niño prendido del pecho. Los antiguos y los indios adoptaron el
primero de estos símbolos; los egipcios y los occidentales, el segundo [44]. El falo y el
lingam tienen el carácter de la pura presencia y actualidad, sin relaciones; algo de este
carácter posee igualmente la forma de la columna dórica y de la estatua ática. La madre
lactante en cambio alude al futuro. Pero el arte antiguo no conoce este tema; y puede
decirse incluso que el estilo de Fidias es incompatible con él. Aquí se siente que la forma
artística antigua contradice y anula el sentido del motivo maternal.
En el arte religioso de Occidente no ha habido, empero, tema mas sublime que el de la
madre con el niño. El gótico incipiente convierte la María Theotokos de los mosaicos
bizantinos en Mater dolorosa, en madre de Dios, en madre por antonomasia. En el mito
germánico aparece la madre—sin duda no antes de la época carolingia—bajo las figuras de
Trigga y Frau Holle [45]. El mismo sentimiento reaparece en bellas expresiones de los
minnesinger, como Frau Sonne [46], Frauwelte [47], Frau Minne [48]. Una emoción
maternal, solicita, resignada, se cierne sobre el mundo de la humanidad gótica; y cuando el
cristianismo germanocatólico llega a la plena conciencia de sí mismo, con la concepción
definitiva de los sacramentos y, simultáneamente, del estilo gótico, no sitúa en el centro de
su imagen cósmica al Salvador doliente, sino a la madre que sufre. En 1250, en la catedral
de Reims, magna epopeya de piedra, el lugar preferente en medio de la portada principal no
lo ocupa ya la imagen de Cristo, como en París y en Amiéns, sino la Virgen madre. Y en
esta misma época, la escuela toscana de Arezzo y Siena—Guido da Siena—comienza a
insinuar en el tipo bizantino de la Theotokos la expresión del amor maternal. Vienen luego
las Madonnas rafaelescas, que sirven de tránsito al tipo barroco, a esa mezcla de la amada
con la madre que hallamos en Ofelia y Margarita, cuyo secreto se descubre en la
transfiguración, al final del segundo Fausto, en la fusión con la Maria gótica.
La imaginación helénica, en cambio, creó diosas que fueron o amazonas como Athene o
hetaíras como Afrodita. Tal es, en electo, el tipo antiguo de la feminidad perfecta, que
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arraiga en el sentimiento fundamental de una fertilidad vegetativa. Aquí también la voz
soma— cuerpo— expresa íntegramente el sentido de esta manifestación. Pensemos en la
obra maestra de este género, los tres poderosos cuerpos de mujer en el frontón oriental del
Partenón y comparémoslos con la imagen más sublime de la madre, la Madonna de la
Sixtina, por Rafael. En ésta no hay ya nada corpóreo; es toda ella lejanía y espacio. La
Helena de la Ilíada, comparada con Kriemhilda, maternal compañera de Sigfredo, es una
hetaíra; Antígona y Clitemnestra son amazonas. El mismo Esquilo, en la tragedia de su
Clitemnestra, pasa en silencio la tragedia de la madre. La figura de Medea es enteramente
la inversión mítica del tipo fáustico de la Mater dolorosa; no vive para el futuro, no vive para
sus hijos; con el amado, símbolo de la vida como puro presente, desaparece todo para ella.
Kriemhilda venga sus hijos nonatos; le han matado su futura maternidad, y de eso se venga.
En cambio Medea venga una felicidad pretérita. Cuando la plástica antigua—que es un arte
posterior, pues la época órfica [49] contemplaba los dioses, pero no los veía—dio el paso
decisivo hacia la representación mundana de las divinidades [50], creó una figura ideal de la
mujer antigua que, como la Afrodita de Knido, es simplemente un cuerpo hermoso; no un
carácter, no un yo, sino un trozo de naturaleza. Por eso Praxiteles osó al fin representar una
diosa completamente desnuda.
Esta novedad fue duramente censurada, porque se sentía en ella un signo de la decadencia
del sentimiento cósmico antiguo. Es cierto que correspondía al simbolismo erótico; pero en
cambio era contraria a la dignidad de la vieja religión griega. Mas en esta época justamente
es cuando empieza a desarrollarse un arte del retrato, al amparo de una forma nueva, recién
descubierta y que desde entonces no ha sido lamas olvidada; el busto. También en este
punto la investigación sobre historia del arte ha cometido el error de considerar que éstos
son «los» comienzos «del» retrato en general. En realidad, un rostro gótico manifiesta el
sino de un individuo, y un rostro egipcio, a pesar del esquematismo de la figura, ostenta los
rasgos recognoscibles de una persona determinada, porque sólo asi puede servir de morada
al alma superior del muerto, al Ka. En cambio en Grecia se trata de cierta afición a las
figuras de carácter, como en la comedia ática de la misma época, en la que aparecen sólo
tipos de hombres y de situaciones, a los que se les da un nombre. El «retrato» no se
caracteriza por los rasgos personales, sino sólo por el nombre que lleva escrito debajo. Es
ésta una costumbre general entre los niños y los hombres primitivos, costumbre que guarda
una estrecha relación con la magia del nombre. El nombre pone en el objeto un poco de la
esencia del nombrado y cada espectador la percibe a su vez. Asi debieron ser las estatuas
de los tiranicidas en Atenas, las estatuas—etruscas—de los reyes en el Capitolio y las
imágenes «icónicas» de los vencedores en Olimpia; no «parecidas», sino nombradas,
intituladas. Luego hay que añadir la afición al género y el afán industrial de una época que
produjo la columna corintia. Se elaboraron en mármol los tipos que aparecen en el teatro de
la vida, el ·yow, que erróneamente solemos traducir por carácter, siendo así que más bien se
trata de modos y costumbres de la actitud pública: «el» general grave, «el» poeta trágico,
«el» orador consumido por la pasión, «el» filósofo ensimismado. Así es como hay que
comprender los famosos retratos de la época helenística, a los cuales falsamente se atribuye
la expresión de una vida profunda espiritual. Poco importa que la obra lleve el nombre de un
personaje fallecido hace mucho tiempo—la estatua de Sófocles es de 340—o el de un
contemporáneo, que vive aún, como el Perícles de Kresilas. Hasta después del año 400 no
llegó Demetrios de Alopeke a acentuar las características individuales en la estructura
externa, de un hombre; y Plinio cuenta que su contemporáneo Lisistratos, hermano de
Lisipo, hacía los retratos vaciando en yeso el rostro del modelo y corrigiendo levemente
luego el vaciado. Entre estos retratos y el arte de Rembrandt no hay la menor relación. Falta
aquí el alma. El brillante verismo de los bustos romanos se ha confundido con la hondura
físiognómica. Lo que eleva a las obras de superior rango sobre estos trabajos de obrero y de
virtuoso es justamente lo opuesto a la voluntad artística de Marees o de Leibl. Lo
significativo no resulta de la obra, sino que se imprime a la obra desde fuera. Un ejemplo de
ello es la estatua de Demóstenes, cuyo autor quizá haya visto realmente al gran orador. Las
particularidades externas del cuerpo están muy acentuadas, acaso exageradas—a esto se le
llamaba entonces naturalismo—; pero sobre esta base primera se ha impreso luego el tipo
característico del «orador serio», tal como nos lo presentan los retratos de Esguines y de
Lisias en Nápoles, retratos que reproducen el mismo tipo, aunque injerto en una «base»
distinta. Estas estatuas tienen la verdad de la vida; pero a la manera antigua, esto es, una
verdad típica e impersonal. Nosotros hemos visto esas obras con nuestros ojos, y por eso es
por lo que las hemos comprendido mal, interpretándolas a nuestro modo.
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13
En la pintura al óleo, desde el final del Renacimiento, puede medirse la profundidad de un
artista por el valor de sus retratos. Esta regla no sufre apenas excepción. Todas las figuras
del cuadro, aisladas o en grupos, escenas y masas [51], son retratos por su sentimiento
fisiognómico fundamental, aunque la intención del pintor no haya sido esa. Para el artista no
cabe en esto elección. Nada hay más instructivo que ver el desnudo mismo transformarse
en estudio de retrato, entre las manos de un artista verdaderamente fáustico [52]. Tomemos
dos maestros alemanes, como Lucas Kranach y Tilmann Riemenschneider, que
permanecieron intactos de toda teoría y trabajaron con entera ingenuidad, en lo cual se
contraponen a Durero, cuya tendencia a las sutilezas estéticas hizo de él una victima fácil de
extrañas influencias. En sus desnudos—rarísimos—muestran una total incapacidad de poner
la expresión de sus creaciones en la corporeidad inmediata y presente, en las superficies
limitantes. El sentido de la forma humana, y, por lo tanto, el de toda la obra, se condensa
con regularidad en la cabeza; es totalmente fisiognómico y no anatómico. Y otro tanto puede
decirse de la Lucrecia, de Durero, a pesar de la contraria voluntad de este artista, nutrido de
estudios italianos. Un desnudo fáustico es una contradicción, Así se explican esas cabezas
de carácter sobre malogrados desnudos, como la Hiobe de la vieja plástica de las catedrales
francesas. Asi se explica lo forjado, lo vacilante y extraño de esos ensayos que representan
a las claras un sacrificio en aras del ideal grecorromano, sacrificio ofrendado sólo por el
intelecto artístico, no por el alma. A partir de Leonardo, no hay en toda la pintura una obra
significativa o característica cuyo sentido tenga por base la realidad euclidiana de un cuerpo
desnudo. Y el que cite a Rubens, parangonando el dinamismo desenfrenado de sus robustos
cuerpos con el arte de Praxiteles y aun de Scopas, es que no comprende la pintura del
maestro flamenco. Justamente esa suntuosa sensibilidad en él tan característica le mantuvo
alejado de la estática que Signorelli imprime a sus cuerpos. Si hay un artista que en la
belleza de los cuerpos desnudos haya sabido poner un máximum de devenir, escribiendo la
historia de su florecimiento y carnación, infundiéndoles el resplandor antihelénico de una
infinitud interna, ese es Rubens. Compárense los caballos del Partenón con los de su
Batalla, de las amazonas, y se verá cuan profunda es la oposición metafísica en la manera
de concebir el mismo elemento. Para Rubens—recordemos una vez más la oposición entre
la matemática fáustica y la apolínea—el cuerpo no es magnitud, sino relación. No la
proporción clara de los miembros, sino la abundancia de la vida fluyente, el tránsito de la
juventud a la vejez, es el motivo que, en su Juicio final— cuerpos convertidos en llamas—,
se une con la movilidad del espacio cósmico, formando una síntesis absolutamente contraria
al sentimiento antiguo, síntesis que en cierto modo reaparece en las ninfas de Corot, cuyas
figuras están como a punto de deshacerse en manchas de color, en reflejos del espacio
infinito. No es ésta la inspiración del desnudo antiguo. No confundamos el ideal griego de la
forma—una existencia plástica encerrada en sí misma—con el simple virtuosismo en la
representación de los bellos cuerpos. Estos desnudos, desde Giorgione hasta Boucher,
abundan extraordinariamente; pero no son más que «naturalezas muertas» de la carne,
pinturas de género, expresiones de una alegre sensualidad.
Consideradas en el aspecto de su valor simbólico, estas obras desmerecen grandemente
[53] —muy en oposición al ethos elevado de los desnudos antiguos.
Por eso estos—excelentes—pintores no han llegado a la cumbre de su arte ni en el retrato ni
en la representación de hondos espacios por medio del paisaje. Sus tonos pardos y verdes y
su perspectiva carecen de «religión», de futuro, de sino.
No son maestros mas que en el terreno de la forma elemental, en cuya realización se agota
su arte. El enjambre de estos artistas constituye propiamente la substancia de la evolución
histórica en que se manifiesta un gran arte. Pero imaginemos un gran artista encumbrado
hasta aquella otra forma que comprende en sí el alma entera y el sentido total del universo;
entonces, si perteneció a la cultura antigua, habrá tenido forzosamente que labrar cuerpos
desnudos, y si a la occidental, no habrá podido hacerlo. Rembrandt no ha pintado nunca un
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desnudo, en ese sentido de primer plano; Leonardo, Ticiano, Velázquez, y entre los
modernos, Mengel, Leibl, Marees, Manet, raras veces, y cuando lo han pintado, ha sido
siempre en un sentido que yo diría de paisaje. El retrato sigue siendo la piedra de toque
infalible [54].
Pero hay maestros como Signorelli, Mantegna, Botticelli y aún Verrocchio, que no pueden
medirse por la importancia de sus retratos. El monumento ecuestre del Can grande (1330)
es retrato en un sentido mucho más elevado que la estatua de Bartolomé Colleoni. Los
retratos de Rafael—el mejor, el del Papa Julio II, fue creado bajo la influencia del veneciano
Sebastián del Piombo—-pueden dejarse a un lado al apreciar su obra. Hasta Leonardo no
aparecen los retratos importantes.
Entre la técnica de la pintura al fresco y la técnica de la pintura de retrato hay una sutil
contradicción. El primer gran retrato al óleo es en realidad el Dux Loredan, por Giovanni
Bellini. También en esto
se revela el carácter del Renacimiento como una repulsa frente al espíritu fáustico
occidental. El episodio de Florencia significa el intento de adoptar como símbolo de lo
humano el desnudo, en vez del retrato gótico—no del retrato idealista de la antigüedad
posterior, conocido principalmente por los bustos cesáreos—. Si, pues, el arte del
Renacimiento hubiese sido consecuente con su sentido fundamental, habría eliminado por
completo los rasgos fisiognómicos. Pero la fuerte corriente de profundidad que caracteriza la
voluntad intima del arte fáustico bastó para mantener no sólo en las pequeñas ciudades y
escuelas de la Italia central, sino hasta en las tendencias inconscientes de los grandes
pintores, una tradición ininterrumpida de goticismo. El sentido fisiognómico del goticismo
llegó incluso a imponerse sobre el elemento extraño del desnudo meridional. Lo que
aquellos pintores del Renacimiento producen no son propiamente cuerpos que nos hablen
por la estática de sus superficies limitantes, sino . - juegos de ademanes que se propagan
por todas las partes del, cuerpo y que para los ojos inteligentes hacen las desnudeces
toscanas profundamente idénticas a los ropajes góticos.
El cuerpo de estos desnudos no es un limite, sino una envoltura Las figuras desnudas y
quietas de Miguel Ángel en la capilla de Médicis son como rostros que nos hablan de un
alma.
Pero sobre todo las cabezas pintadas o modeladas se transforman por sí mismas en
retratos, aunque sean cabezas de dioses y de santos. Los retratos de Rossellino, Donatello,
Benedetto da Majano, Mino da Fiesole están por el espíritu tan próximos a Van Eyck,
Memling y los primitivos renanos, que llegan a veces a confundirse con éstos. Yo sostengo
que no existe en realidad un solo retrato verdaderamente renacentista; ni puede existir, si
por retrato renacentista se entiende un rostro era donde esté condensado el sentimiento
artístico que separa el patio del Palazzo Strozzi de la Loggia dei Lanzi y a Perugino de
Cimabue. En la arquitectura una creación antigótica era posible, bien que desprovista de
todo espíritu apolíneo. Pero en el retrato, no; pues el retrato, por sí mismo, como género, es
ya un símbolo fáustico. Miguel Ángel eludió el problema. Perseguidor apasionado de un
ideal plástico, hubiera creído descender ocupándose de retratos. Su busto de Bruto no es un
retrato, como no lo es tampoco su Giuliano de Médicis; en cambio el que hizo Botticelli de
este mismo personaje, ése si, es un verdadero retrato, y, por lo tanto, una producción
marcadamente gótica. Las cabezas de Miguel Ángel son alegorías en el estilo del barroco
incipiente y sólo muy superficialmente pueden compararse a ciertas obras de la época
helenística.
Por mucho que se estime el valor del busto de Uzzano por Donatello, acaso la creación más
importante de esta época y de este circulo, hay que reconocer que, comparado con los
retratos venecianos, apenas si puede tomarse en cuenta.
Conviene advertir también que esta tendencia a substituir el retrato gótico por el desnudo
antiguo—o al menos considerado como antiguo—; esta tendencia a reemplazar una forma
profundamente histórica y biográfica por otra del todo ahistórica aparece justamente en un
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momento en que la facultad introspectiva de confesión artística, en el sentido de Goethe,
mengua y decae. El hombre cuya alma es verdaderamente renacentista no sabe de
evoluciones espirituales. Vive hacia fuera. En esto consiste la gran ventura del Quattrocento.
Entre la Vita nuova, de Dante y los sonetos de Miguel Ángel no se ha producido ninguna
confesión poética, ningún autorretrato de alto rango. El artista del Renacimiento y el
humanista han sido en la cultura occidental los únicos espíritus para quienes la voz soledad
es una palabra vana. Sus vidas transcurren en luminosidades cortesanas. Sienten y perciben
públicamente, sin íntima insatisfacción, sin pudorosidad. En cambio, las vidas de los
grandes holandeses de la misma época transcurren a la sombra de sus obras. Por eso no es
de extrañar que el otro símbolo de la lejanía histórica, de la solicitud, de la duración, de la
reflexión, el Estado, en suma, haya desaparecido igualmente del campo visual renacentista,
desde Dante hasta Miguel Ángel. Ved a «Florencia la vacilante», que todos sus grandes
hijos criticaron con acritud y cuya incapacidad para producir formas políticas sólidas raya en
lo increíble, si se compara con otros Estados de Occidente. Ved asimismo a esas otras
ciudades en donde el espíritu antigótico—que desde este punto de vista podría llamarse
antidinástico— desarrolló una actividad vivaz en el arte y en la vida pública. En ninguna de
ellas existe un verdadero Estado. Todas ofrecen un espectáculo calamitoso y
verdaderamente helénico: Médicis, Sforza, Borgia, Malatesta, repúblicas desenfrenadas.
Hubo una ciudad, empero, en donde la plástica no tuvo talleres, en donde la música
meridional encontró su albergue más propicio, en donde goticismo y barroquismo se dieron
la mano por obra del pintor Giovanni Bellini, una ciudad en la cual el Renacimiento fue
objeto de muy efímera afición: Venecia. Pero Venecia tuvo retratos y con ellos una
diplomacia refinada y una gran voluntad de duración política.
14
El Renacimiento resulta de una oposición. Por eso le falta la profundidad, la amplitud, la
certeza de los instintos creadores. Es la única época que ha sido en la teoría más
consecuente que en las obras. Es también la única en donde—contrariamente a lo que
sucede en el gótico y en el barroco—la fórmula teórica de la voluntad artística precede y
muchas veces excede a la potencia creadora. Pero la forzada sumisión de las artes
particulares a una plástica seudoantigua no podía transformar ni alterar la esencia y
raigambre profunda de la producción artística, y lo único que consiguió en realidad fue
reducir el número de sus posibilidades internas. Para espíritus de amplitud mediana, el tema
del Renacimiento era suficiente y hasta favorable, a causa de la claridad con que se
manifiesta; por eso no hay aquí luchas como en el gótico, que acomete con los problemas
más grandes e informes, esas luchas que caracterizan las escuelas del Rin y de Holanda. La
facilidad, la claridad seductora del Renacimiento provienen en gran parte de la destreza con
que supo eludir las resistencias profundas, aplicando una regla harto simple. ¡Fatal
tendencia para los que nacen en este mundo de las formas toscanas, con la intimidad de un
Memling y la potencia de un Grünewald! En efecto, no podrán desenvolver sus fuerzas en
ese mundo ni por él, sino justamente en contra de él. Propendemos a estimar
excesivamente el carácter humano de los pintores renacentistas sólo porque no descubrimos
flaquezas en la forma. Pero en el gótico y el barroco, el artista verdaderamente grande
cumple su misión profundizando y perfeccionando su lenguaje artístico. En cambio, en el
Renacimiento se ve forzado a destruirlo.
Tal es, en efecto, el caso de Leonardo, de Rafael, y de Miguel Ángel, los únicos hombres
verdaderamente grandes que aparecen en Italia desde Dante. ¿No es bien extraño que entre
los maestros góticos—mudos obreros del arte, silenciosos creadores de lo más alto a que
puede llegarse en esta convención y dentro de estos límites—y los venecianos y holandeses
de 1600 —también sencillos trabajadores—se hallen esos tres que no sólo fueron pintores,
no sólo escultores, sino pensadores y pensadores por necesidad, que además de
manifestarse en todas las especies posible de la expresión artística se ocuparon de mil otras
cosas, eternamente inquietos, insatisfechos, buscando sin cesar la esencia y fin último de su
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vida, que sin duda no podían encontrar en los supuestos espirituales del Renacimiento?
Estos tres genios intentaron, cada uno a su manera y por su camino, trágicamente errado,
realizar el ideal «antiguo» de la teoría medicea, y los tres hubieron de rasgar el sueno
renacentista por tres lados diferentes: Rafael, por el de la línea; Leonardo, por el de la
superficie; Miguel Ángel, por el del cuerpo. El alma extraviada torna en ellos a su punto de
partida fáustico. Quisieron medida y no relación, dibujo y no efectos de luz y aire, cuerpo
euclidiano y no espacio puro. A pesar de lo cual no hubo en Italia plástica euclidiana,
estática. Sólo una vez fue este arte posible: en Atenas. En cambio, en todas las obras del
Renacimiento se percibe una música misteriosa. Todas las figuras están en movimiento;
todas manifiestan una tendencia a la lejanía y profundidad; todas se orientan, no en el
sentido de Fidias, sino en el de Palestrina; todas proceden, no de las ruinas romanas, sino
de la música silenciosa que las catedrales envían al cielo. Rafael anula la pintura al fresco;
Miguel Ángel, la estatua; Leonardo sueña ya con el arte de Rembrandt y de Bach. Cuanto
más serio y grave es el afán por realizar el ideal de esta época, más inapresensible se
ofrece este ideal al espíritu.
El gótico y el barroco son, pues, algo que existe. El Renacimiento, empero, es siempre un
ideal que se cierne sobre la voluntad de una época y que resulta irrealizable, como todos los
ideales. Giotto es un artista gótico; Ticiano es un artista barroco. Miguel Ángel quiso ser un
artista del Renacimiento; pero no lo consiguió. A pesar de todas sus ambiciones plásticas. la
pintura mantuvo indiscutible su predominio, con todos los supuestos de la perspectiva
septentrional del espacio; lo cual pone bien de manifiesto la contradicción entre lo deseado y
lo conseguido. La bella medida, la regla depurada, el premeditado carácter «antiguo» se
consideraba ya en 1520 como sequedad y formalismo. Miguel Ángel, y otros muchos con él,
eran de opinión que su cornisa del Palazzo Farnese—la cual, desde el punto de vista
renacentista, echaba a perder la fachada de Sangallo—superaba con mucho las creaciones
de los griegos y los romanos.
Si Petrarca fue el primero, Miguel Ángel fue el último hombre de Florencia que sintió pasión
por la antigüedad. Pero en la pasión de Miguel Ángel mezclábanse ya otros elementos.
Tocaba a su fin el cristianismo franciscano de Fra Angélico, con su delicada dulzura, su
comedimiento, su tierna devoción; y hay que advertir que a este cristianismo franciscano se
debe, en mayor parte de lo que suele creerse, esa claridad meridional que ilumina los
productos más maduros del Renacimiento [55]. El espíritu mayestático de la contrarreforma,
con su gravedad, su movimiento y sus suntuosidades, alienta ya en las obras de Miguel
Ángel. Hay algo que en aquella época llamaban «antiguo» y que era sólo una forma noble
del sentimiento cristianogermánico; ya hemos visto que
el motivo predilecto de Florencia, la unión del arco redondo con la columna, es de origen
sirio. Pero comparad los capiteles seudocorintios del siglo XV con los de las ruinas romanas
conocidas
entonces. Miguel Ángel fue el único que no admitió en esto ningún término medio. Quería
claridad. Para él la cuestión de la forma era una cuestión religiosa; se trata, para él y sólo
para él, de todo o nada. Asi se explican los tremendos combates solitarios de este hombre,
el más desventurado de los artistas occidentales; así se explica lo fragmentario, lo torturado,
lo insaciable, lo terribile de sus formas, que fueron la pesadilla de sus contemporáneos. Una
parte de su ser le arrastraba ha la antigüedad, esto es, hacia la plástica. Bien sabida es la
influencia que ejerció sobre su ánimo el grupo de Laocoonte, recién descubierto. Nadie con
más sinceridad ha intentado abrirse camino con el cincel hacia un mundo desaparecido.
Todas sus creaciones tienen intención plástica en este sentido, que él solo representa. «El
mundo, representado en el gran Pan», lo que Goethe quiso realizar en la segunda parte del
Fausto al introducir la figura de Helena; el mundo apolíneo en toda su poderosa actualidad
sensible y corpórea, eso es lo que Miguel Ángel, con una voluntad y una fuerza por nadie
igualadas, quiso evocar y conjurar en forma artística cuando pintaba el techo de la capilla
Sixtina. Todos los recursos de la pintura al fresco, los grandes contornos, las superficies
poderosas, la inmediata proximidad de las figuras desnudas, la materialidad de los colores,
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los ha empleado aquí Miguel Ángel por última vez, llevándolos a su máxima tensión, para
dar rienda suelta al paganismo—en el más alto sentido renacentista—que en él había. Pero
se opuso su otra alma, el alma gótica y cristiana, dantesca y musical, el alma de los
espacios infinitos, que claramente eleva su voz y nos habla en la disposición metafísica del
boceto.
Miguel Ángel ha sido el último artista que obstinadamente ha intentado una y otra vez
condensar la plenitud de su rica personalidad en el idioma del mármol, del material
euclidiano. Pero la piedra se negaba a servirle, porque ante ella Miguel Ángel tenía una
actitud bien distinta de la de los griegos. La estatua cincelada contradice, por la índole
misma de su existencia, un sentimiento cósmico que busca algo en las obras de arte en vez
de poseerlo. Para Fidias es el mármol una materia cósmica que anhela forma. La leyenda
de Pigmalión nos revela la esencia del arte apolíneo. Para Miguel Ángel el mármol es el
enemigo que hay que vencer, el calabozo de donde hay que sacar la idea, como Sigfredo
saca a Brunhilda de su cautiverio. Sabemos con qué pasión atacaba el bloque informe. No
iba amoldándolo poco a poco a la figura deseada, sino que entraba en la piedra como en un
espacio y hacía surgir la figura, arrancando el material por capas a partir de la frentes
internándose en las profundidades del mármol, de manera que las masas de los miembros
aparecían lentamente como nacidas del bloque mismo. No es posible expresar mejor el
terror cósmico, que quiere conjurar el producto, la muerte, mediante una forma en
movimiento. En todo el Occidente no hay otro artista que haya trabajado en tan profunda y
al mismo tiempo tan violenta relación con la piedra, símbolo de la muerte, principio hostil
que su naturaleza demoníaca quería dominar una y otra vez, bien arrancándole estatuas,
bien aplastándolo bajo el peso de poderosas construcciones [56]. Fue el único escultor de su
época para quien sólo el mármol era materia digna. El vaciado en bronce, que admite la
transacción con las tendencias pictóricas, fue ajeno siempre a su temperamento; en cambio,
los demás artistas del Renacimiento y los griegos, más blandos, lo usaron con frecuencia.
El escultor antiguo fijaba en piedra una actitud momentánea del cuerpo, cosa que el hombre
fáustico no puede hacer, porque en esto le sucede lo mismo que en el amor, que no es para
él, en primer término, el acto de acoplamiento de los sexos, sino el amor grande, el amor de
Dante, y aun más allá todavía, la idea de la madre solicita. El erotismo de Miguel Ángel—el
de Beethoven—era completamente contrario al de los antiguos; estaba orientado en el
sentido de la eternidad, de la lejanía, y no en el de la sensualidad del instante fugaz. En los
desnudos de Miguel Ángel—sacrificio ante el altar de su ídolo helénico—el alma niega y
anula la forma visible. Aquélla aspira a la infinidad; ésta quiere medida y regla; aquélla
enlaza el pasado con el futuro; ésta se encierra en el presente.
La mirada «antigua» absorbe la forma plástica. Pero Miguel Ángel veía con los ojos del
espíritu y rompía la apariencia superficial de la sensibilidad inmediata. Por último, llegó a
aniquilar las condiciones mismas de este arte. El mármol resultó harto mezquino para su
voluntad de forma. Miguel Ángel abandona entonces la escultura y se hace arquitecto. A
edad muy avanzada, cuando ya no producía sino fragmentos salvajes, como la Madonna
Rondanini, cuando apenas si diseñaba ya sus figuras en la piedra bruta, irrumpe al fin la
tendencia musical de su arte. Abrióse libre campo la voluntad de una forma contrapuntística,
y su necesidad de expresión, eternamente insaciada, profundamente insatisfecha con el arte
a que dedicara su vida, quebró la regla arquitectónica del Renacimiento y creó el barroco
romano. En lugar de la relación entre materia y forma estableció la lucha entre fuerza y
masa. Agrupa las columnas en haces o las embute en nichos; atraviesa los pisos por
poderosas pilastras; la fachada se torna ondulante, apremiante; la medida retrocede ante la
melodía, la estática ante la dinámica. La música fáustica se convierte en la primera y más
eficaz de las artes.
Con Miguel Ángel termina la historia de la plástica occidental. Lo que le sigue no son mas
que errores o reminiscencias. Su heredero legitimo es Palestrina.
Leonardo habla un lenguaje distinto del de sus contemporáneos. En cosas esenciales, su
espíritu alcanza al siglo próximo; no estaba, como Miguel Ángel, atado por todas las fibras
de su corazón al ideal de la forma toscana. No tenía la ambición de ser escultor ni
arquitecto. Cultivaba sus estudios anatómicos —extraña equivocación del Renacimiento,
que quería acercarse al sentimiento vital de los helenos y su culto de las superficies
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externas del cuerpo—no como Miguel Ángel, en sentido plástico, en el sentido de anatomía
topográfica de las superficies y los planos exteriores, sino en un sentido fisiológico, para
descubrir los misterios del interior. Miguel Ángel quería reducir el sentido todo de la
existencia humana al idioma del cuerpo visible; los bosquejos y bocetos de Leonardo
manifiestan la intención contraria. Su admirable sfumato es el primer síntoma de una
negación de los limites corpóreos en pro del espado. El impresionismo arranca de aquí.
Leonardo empieza por lo interior, por lo espiritual y espacial, no por las líneas ponderadas de
un contorno; y en último término—si es que, en efecto, lo hace y no deja el cuadro
inacabado—pone la substancia cromática como una especie de hálito sobre el cuadro, que
propiamente es algo incorpóreo e indescriptible. Las pinturas de Rafael se dividen en
«planos» con grupos bien ordenados y distribuidos, y el conjunto está armoniosamente
cerrado por un fondo. Pero Leonardo no conoce mas que el espacio único, amplísimo,
infinito, en el cual sus figuras flotan, por decirlo así. Aquél nos presenta dentro del marco del
cuadro una suma de figuras singulares y próximas; éste un corte en el infinito.
Leonardo descubrió la circulación de la sangre. El impulso que le llevó a tal descubrimiento
no fue ciertamente una emoción renacentista. Sus pensamientos le destacan, le aíslan de
sus contemporáneos. Ni Miguel Ángel ni Rafael hubieran podido concebir esa idea, pues la
anatomía pictórica se atiene a la forma y a la posición de las partes, sin escudriñar su
función; es, dicho en términos matemáticos, una anatomía estereométrica, no analítica,
hasta el punto de considerar suficiente el estudio de los cadáveres para la representación de
las grandes escenas pictóricas. Pero esto significa justamente sacrificar el devenir, el
producirse, en favor de lo ya producido, pedir auxilio a los muertos para hacer la fuerza
creadora de Occidente capaz de realizar la atarajÛa antigua. Leonardo, en cambio, busca la
vida en el cuerpo, como Rubens; no el cuerpo en sí, como Signorelli. Su descubrimiento
tiene una afinidad profunda con el de Colón, su contemporáneo; es la victoria del infinito
sobre la limitación material de lo presente y palpable. ¿Cómo iba un griego a sentir gusto por
tales cosas?
Al griego no le importaba el interior del cuerpo, como no le importaban tampoco las fuentes
del Nilo. Interesarse por estas cosas hubiera sido para él como poner en cuestión su
concepción euclidiana de la existencia. En cambio, la época barroca es la época propia de
los grandes descubrimientos. La misma palabra «descubrimiento» manifiesta algo
totalmente contrario al sentir antiguo. El hombre antiguo se guardaba muy bien de des-cubrir
ninguna realidad cósmica, esto es, quitarle la envoltura corpórea o aun solo imaginarla sin
ella. Y justamente este afán de descubrir es la tendencia propia de una naturaleza fáustica.
El descubrimiento del nuevo mundo, de la circulación de la sangre y del sistema
copernicano ocurrieron casi al mismo tiempo y con un sentido idéntico; poco antes había
sido descubierta la pólvora, o sea el arma de largo alcance, y la imprenta, o sea la escritura
de largo alcance.
Leonardo fue un descubridor. Tal es la esencia de su naturaleza. El pincel, el cincel, el
bisturí, el lápiz, el compás, tenían para él la misma significación, lo que para Colón tenía la
brújula. Cuando Rafael llena de color un boceto de preciso contorno, cada pincelada afirma
la apariencia corpórea. Ved, en cambio, los dibujos y los fondos de Leonardo: cada rasgo es
el descubrimiento de un secreto atmosférico. Fue el primero que meditó sobre aviación.
Volar, libertarse del encierro terrestre, perderse en las dificultades del espacio cósmico, este
es un sentimiento fáustico en grado sumo. Hasta nuestros sueños están llenos de imágenes
de esta clase. ¿No ha observado nadie cómo la leyenda cristiana en la pintura occidental se
ha convertido en una maravillosa transfiguración de ese motivo?
Todas esas ascensiones, todos esos descensos al infierno, el volar sobre nubes, las
beatificas asunciones de ángeles y santos la liberación de todo peso terrenal, constituyen
otros tantos símbolos que expresan el vuelo del alma fáustica y que son totalmente extraños
al estilo bizantino.
15
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La transformación de la pintura al fresco del Renacimiento en la pintura al óleo de Venecia
es un trozo de la historia de un alma. Los atisbos dependen todos aquí de los rasgos más
delicados y más ocultos. En casi todos los cuadros, desde el Tributo, de Masaccio, en la
capilla de Brancacci, hasta la Entrega de la llave, de Perugino, pasando por el fondo flotante
de los retratos de Federico y Bautista de Urbino, por Fiero della Francesca, percíbese la
lucha entre la técnica al fresco y la nueva forma incipiente. El desarrollo pictórico de Rafael
en el tiempo en que trabajaba en las estancias del Vaticano es casi el único ejemplo claro de
esa lucha. El fresco florentino busca la realidad en cosas singulares y presenta una suma de
ellas dentro del marco que le ofrece la arquitectura. El cuadro al óleo, en cambio, con
creciente firmeza de expresión, reconoce en la extensión un todo, y cada objeto es para él
solamente una representación del espacio total. El sentimiento cósmico del alma fáustica se
creó una nueva técnica para su propio uso. Rechazó el estilo del dibujo, como rechazó la
geometría de las coordenadas de la época de Oresme. Transformó la perspectiva lineal,
sujeta a motivos arquitectónicos, en una perspectiva puramente atmosférica, que trabaja con
imponderables diferencias de matices. Pero este tránsito fue grandemente entorpecido y
obscurecido por la base artificiosa sobre que se alzaba el Renacimiento, por la
incomprensión de su propia tendencia profunda, por la imposibilidad de realizar el principio
antigótico. Cada artista se ensayaba a su manera. Unos pintaban con colores al óleo sobre
la pared húmeda; por eso la Cena de Leonardo ha sucumbido a la destrucción del tiempo.
Otros pintaban sobre tablas como si se tratase de frescos. Es el caso de Miguel Ángel. Por
doquiera hallamos audacias, atisbos, derrotas, renuncias. Por doquiera percibimos la lucha
entre la mano y el alma, entre los ojos y el instrumento, entre la forma que el artista quiere y
la forma que quiere el tiempo; esta lucha es en todos siempre la misma; es la lucha entre la
plástica y la música.
Ahora podemos comprender, al fin, ese gigantesco boceto de Leonardo que se llama La
adoración de los tres reyes en los Uffici. Es el más grande atrevimiento pictórico del
Renacimiento. Hasta Rembrandt no se ha sospechado siquiera cosa semejante. Más allá de
toda medida óptica, más allá de todo lo que entonces se llamaba dibujo, contorno,
composición, grupo, quiere Leonardo postrarse en adoración ante el espacio eterno, en el
que lo corpóreo flota como los planetas en el sistema de Copérnico, como los sonidos de
una fuga de Bach en las penumbras de una vieja catedral; quiere Leonardo, en suma, pintar
un cuadro de tal dinamismo y lejanía que, dadas las posibilidades técnicas de la época,
había de quedar por fuerza en estado de torso.
La Madonna de la Sixtina, de Rafael, resume el Renacimiento en aquella línea del contorno,
que absorbe el contenido integro de la obra. Es la última gran línea del arte occidental.
Su poderosa intimidad, que llega al último extremo de misteriosa contradicción con lo
convencional, hace de Rafael el menos comprendido de los artistas del Renacimiento. No
luchaba con problemas. Ni siquiera sospechaba los problemas. Pero condujo el arte hasta el
mismo umbral de los problemas, a un punto en donde era ya forzoso el decidirse. Falleció
cuando dentro de aquel mundo de las formas había realizado lo más alto y definitivo. A la
multitud le parece superficial; la multitud no puede sentir lo que hay en sus bosquejos. ¿Se
han notado bien esas nubecillas matutinas que, transformándose en cabecitas de niños,
rodean la radiante figura? Es la tropa de los nonatos, que la Madonna trae a la vida. Esas
nubes luminosas aparecen también, con el mismo sentido, en la escena mística final del
segundo Fausto. Justamente la repulsa, la impopularidad, en su sentido más bello, revela
aquí la interior superación del sentimiento renacentista. A Perugino se le entiende en
seguida; a Rafael se cree haberle entendido. Aunque al pronto la línea plástica, el dibujo,
manifiestan una tendencia «antigua», sin embargo, esa línea flota en el espacio, es una
línea supra terrestre, beethoveniana. Rafael es en esta obra más hermético que en cualquier
otra, más aún que el mismo Miguel Ángel, cuyas intenciones se revelan en lo fragmentario
de sus trabajos. Fra Bartolomeo dominaba todavía la línea material del contorno, que es
toda primer plano y cuyo sentido se agota en la limitación de los cuerpos. Pero en Rafael la
línea enmudece, aguarda, se esconde, y en los momentos supremos parece ya a punto de
disolverse en infinito, en espacio y en música.
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Leonardo está más allá del límite. El boceto de La adoración de los reyes es ya música. Y
hay un sentido profundo en el hecho de que este cuadro, como el San Jerónimo, lo dejara
Leonardo sin terminar después de haber colocado la primera capa de color pardo, es decir,
en el «estadio de Rembrandt», en el pardo atmosférico del próximo siglo. Para él el cuadro,
en este estado, llegaba ya a la máxima perfección y revelaba su intención con suprema
claridad. Un paso más en el tratamiento de los colores, cuyo espíritu estaba todavía sujeto a
las condiciones metafísicas del estilo al fresco, hubiese aniquilado el alma del bosquejo.
Justamente porque presentía el simbolismo del óleo en toda su profundidad tuvo miedo
al estilo del fresco, que siguen todos los pintores «muy acabados», pero que hubiese
empobrecido su idea. Los estudios para este cuadro demuestran las disposiciones de
Leonardo para el grabado en cobre, a la manera de Rembrandt, arte que nació en la patria
del contrapunto y que en Florencia era desconocido. Los venecianos, extraños al
convencionalismo florentino, lograron, al fin, lo que Leonardo buscaba: un mundo de colores
al servicio del espacio, no de las cosas.
Por las mismas razones dejó Leonardo inacabada—tras infinitos ensayos—la cabeza de
Cristo en la Cena. Los hombres de esta época no estaban aún maduros para concebir un
retrato en el sentido grandioso de Rembrandt, esto es, como la historia de un alma escrita
con pinceladas fugaces, con luces y matices. Pero Leonardo era el único bastante grande
para sentir esta limitación como un sino. Los otros aspiraban a pintar cabezas según las
reglas de la escuela. Pero Leonardo, que por vez primera hizo aquí hablar a las manos con
una maestría fisiognómica, alcanzada a veces más tarde, pero nunca superada por nadie,
quería infinitamente más. Su alma vivía lejos en el futuro; pero su humanidad, sus ojos, sus
manos, obedecían al espíritu de su tiempo. Seguramente fue Leonardo, por modo fatal, el
más libre de los tres grandes. Muchos de los obstáculos contra los cuales luchaba en vano la
poderosa naturaleza de Miguel Ángel no llegaron ni a tocarle siquiera. Estaba familiarizado
con los problemas de la química, del análisis geométrico, de la fisiología—también era la
suya aquella «naturaleza viviente» de Goethe—, de la técnica de las armas de largo
alcance. Más hondo que Durero, más audaz que Ticiano, más amplio que cualquier otro
hombre de su tiempo, fue, sin embargo, el tipo del artista fragmentario [57]; pero lo fue por
bien distintas razones que Miguel Ángel, retardado en la plástica y muy en oposición a
Goethe, que ya tenia tras sí todo lo que para el creador de la Cena era aún inaccesible.
Miguel Ángel quiso resucitar un mundo de formas muertas; Leonardo presintió en el futuro
un mundo nuevo; Goethe adivinó que ya no había nuevos mundos que descubrir. Entre ellos
transcurren los tres siglos maduros del arte fáustico.
16
Réstanos aún perseguir en sus grandes rasgos el proceso que lleva a su perfección el arte
occidental. Aquí actúa la interior necesidad de toda historia. Ya hemos aprendido a concebir
las artes como protofenómenos. Ya no buscamos causas y efectos, en sentido físico, para
dar conexión a su desarrollo.
Hemos restablecido en su derecho el concepto del sino de un arte. Hemos reconocido que
las artes son organismos; que ocupan su lugar determinado en el organismo más amplio de
una cultura; que nacen, maduran, envejecen y mueren para siempre.
Terminado el Renacimiento—postrera equivocación—, el alma occidental llega a la
conciencia madura de sus fuerzas y posibilidades. Ha elegido su arte. Las épocas
postrimeras, el barroco como el jónico, saben bien lo que tiene que significar el idioma de
las formas artísticas. Hasta entonces fue una religión filosófica. Ahora se convierte en una
filosofía religiosa.
Se torna urbano y mundano. En lugar de las escuelas anónimas aparecen ahora los grandes
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maestros. En la cúspide de cada cultura se ofrece el espectáculo de un suntuoso grupo de
artes mayores, bien ordenado y unificado por el símbolo primario que les sirve a todas de
fundamento.
El grupo apolíneo, al que pertenecen la pintura de los vasos, el fresco, el relieve, la
arquitectura de columnas, el drama ático, la danza, tiene en su centro la escultura de la
estatua desnuda. El grupo fáustico se forma en torno al ideal de la pura infinidad del
espacio. Su centro es la música contrapuntística. De este centro arrancan hilos finísimos que
envuelven en su trama los distintos mundos de la forma e incorporan en un conjunto la
matemática infinitesimal, la física dinámica, la propaganda de los jesuitas, el dinamismo del
famoso lema de la ilustración, la técnica de la maquinaria moderna, el sistema de crédito y
la organización dinástico diploma tica del Estado, formando así una ingente totalidad de
expresión anímica. Iniciada en el ritmo interior de las catedrales, rematada y conclusa en el
Tristán y Parsifal de Wagner, la superación artística del espacio infinito llega a su perfecto
cumplimiento hacia 1550. La plástica se extingue con Miguel Ángel en Roma, justo cuando
la planimetría, que hasta entonces había predominado en las matemáticas, empieza a ser el
capitulo menos importante de ellas. Y al mismo tiempo, con la Armonía y la Teoría del
contrapunto de Zarlino (1558), y con el método del basso continuo, que también nace en
Venecia—ambos son una perspectiva y análisis del espacio sonoro—, comienza a
desarrollarse su hermano, el cálculo infinitesimal, hijo del Norte.
La pintura al óleo y la música instrumental, artes del espacio, inauguran su hegemonía. En la
antigüedad, por justa correspondencia, el primer plano lo ocupan simultáneamente, en
época pareja—hacia 600—, las artes materiales euclidianas, la pintura al fresco sobre
superficies y la estatua de bulto. Y las dos clases de pintura son las primeras en florecer,
porque el idioma de sus formas es el más comedido y accesible. La pintura al óleo tiene su
buena época entre 1550 y 1650, del mismo modo que la pintura al fresco y la pintura de los
vasos en el siglo VI. El símbolo del espacio y el del cuerpo, expresados con los recursos
artísticos de la perspectiva occidental y de la proporción, «antigua», aparecen simplemente
indicados en el lenguaje mediato de la pintura. Estas artes—la pintura al óleo y la pintura al
fresco—, que sólo pueden fingir su respectivo símbolo primario en la imagen, es decir, que
sólo representan posibilidades de la extensión, pudieron, si, significar, evocar el ideal
antiguo y el ideal occidental, pero no cumplirlo. En el camino que sigue la época posterior
aparecen como preliminares de la alta cumbre. Cuanto más se acerca el gran estilo a su
perfecta realización, tanto más decisivo se hace el impulso hacia un idioma ornamental de
inflexible claridad en su simbolismo. Ya no basta la pintura- El grupo de las artes se
simplifica más todavía. Hacia 1670, precisamente cuando Newton y Leibnitz descubren el
cálculo diferencial, llega la pintura al extremo límite de sus posibilidades. Los últimos
grandes maestros van muriendo: Velázquez, en 1660; Poussin, en 1665; Franz Hals, en
1666; Rembrandt, en 1669; Vermeer, en 1675; Murillo, Ruysdael y Lorena, en 1682. Basta
nombrar a los pocos sucesores importantes, Watteau, Hogarth, Tiepolo, para sentir
claramente el descenso, el término de un arte. Y ahora justamente es cuando mueren
también las grandes formas de: la música pictórica; con Heinrich Schütz(1672), Carissimi
(1674), y Purcell (1695) desaparecen los últimos maestros de la cantata, que variaba hasta
el infinito sus temas plásticos mediante el juego cromático de las voces y de los
instrumentos y que diseñaba verdaderos cuadros, desde los paisajes más delicados hasta
las más sublimes escenas de la leyenda. Con Lully (1687) se agota interiormente el tipo de
la ópera barroca heroica, creado por Monteverdi. Y otro tanto puede decirse de las formas
de la vieja sonata clásica para orquesta, órgano o trío de cuerdas, que también eran
variaciones de temas plásticos en estilo fugado. La música se liberta del último resto
corpóreo que aun quedaba en el sonido de la voz humana. Se torna absoluta. El tema deja
de ser una forma plástica para convertirse en una función penetrante cuya existencia
consiste en el desarrollo; el estilo fugado de Bach no puede caracterizarse mejor que
llamándolo una infinita diferenciación e integración. Las etapas que preceden a la victoria
definitiva de la música sobre la pintura son las pasiones de Heinrich Schütz—obras de su
vejez— en las que ya se anuncia, remoto aún, el nuevo lenguaje de formas, las sonatas de
Dall'Abaco y de Corelli, los oratorios de Händel y la polifonía barroca de Bach. A partir de
este momento esta música es el arte fáustico por antonomasia; puede decirse que Watteau
es un Couperin de la pintura y Tiepolo un Händel.
Idéntica transición se verifica en la antigüedad hacia el año 460, cuando el último gran pintor
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al fresco, Polignotes, entrega a Policleto, esto es, a la plástica de bulto, la herencia del estilo
sublime. Hasta entonces la estatua misma había sufrido la influencia del lenguaje de formas
propio de un arte de superficies puras; esto se ve incluso en los contemporáneos de
Polignotes, en Mirón y los maestros del pontón de Olimpia. La pintura al fresco había
desenvuelto un ideal de forma que consistía en la silueta coloreada y realzada por un dibujo
interior, no habiendo casi ninguna diferencia entre el relieve policromado y la pintura de
superficie. Del mismo modo, en la escultura, el contorno frontal, ante el espectador,
significaba el propio símbolo del ethos, es decir, del tipo mora! que debía representar la
figura. El frontón de un templo es un cuadro que requiere ser visto desde la distancia
necesaria, exactamente como las figuras de los vasos, pintadas de rojo, de la misma época.
Con la generación de Policleto, el cuadro monumental pintado sobre una pared cede el
puesto al cuadro de tabla, pintado al temple o con cera. Esto significa, empero, que el gran
estilo ya no encuentra su lugar propio en este género de arte. La pintura sombreada de
Apolodoro, con su modelado y redondeado de las figuras—pues aquí no se trata de sombras
atmosféricas—, aspira a igualarse a la obra del escultor; y Aristóteles dice expresamente de
Zeuxis que a las obras de este artista les falta ethos. Esta pintura amable e ingeniosa se
sitúa, pues, junto a la pintura de nuestro siglo XVIII. A las dos les falta grandeza interior; las
dos, con su virtuosismo, siguen las huellas del único arte, del último arte que representa la
ornamentación de máxima valía. Por eso Policleto y Fidias deben emparejarse con Bach y
Händel; y asi como estos dos músicos supieron libertar la frase de los métodos pictóricos,
así aquellos escultores libertaron definitivamente la estatua de la tendencia al relieve.
Esta plástica y esta música logran, pues, el fin deseado.
Ahora ya se ha hecho posible un simbolismo puro, un simbolismo de exactitud matemática;
esto es lo que significa el Kanon, el libro de Policletos sobre las proporciones del cuerpo
humano. Le corresponde en el Occidente el Arte de la fuga y el Clave bien templado de
Bach. Estas dos artes realizan la máxima, la suprema claridad e intensidad de la forma pura.
Puede parangonarse el cuerpo sonoro de la música instrumental fáustica—y en él la cuerda,
y en Bach además los instrumentos de viento, que actúan como una unidad—con el cuerpo
de las estatuas áticas. Compárese lo que Haydn y lo que Praxiteles llamaban una figura,
esto es, la de un motivo rítmico en la trama de las voces o la de un atleta. Figura es un
término tomado de la matemática, que demuestra que el fin logrado ahora no es otro que el
de una unión del espíritu artístico con el matemático; pues al mismo tiempo que la
música y la plástica, llegan el análisis de lo infinito y la geometría de Euclides a una
concepción clara de sus problemas y del sentido último que encierra su lenguaje numérico.
Ya son inseparables la matemática de lo bello y la belleza de lo matemático. El espacio
infinito de los sonidos y el cuerpo aislado, de mármol o bronce, son una interpretación
inmediata de la extensión. Pertenecen al número como relación y al número como medida.
En el fresco, como en el óleo, las leyes de la proporción y de la perspectiva son solamente
alusiones a la matemática. Pero la escultura y la música, artes definitivas y rigurosas, son la
matemática misma. En esta cumbre llegan a su perfección el arte fáustico y el arte apolíneo.
Terminada la hegemonía del fresco y del óleo, empieza la compacta serie de los grandes
maestros de la plástica y de la música absolutas. Después de Policleto vienen Fidias,
Paionios, Alkamenes, Scopas, Praxiteles, Lysippos. Después de Bach y Händel vienen
Gluck, Stamitz, los hijos de Bach, Haydn, Mozart, Beethoven. Surge ahora en el Occidente
la multitud de esos maravillosos instrumentos, hoy ya mudos, todo un mundo encantado de
espíritus inventivos y descubridores, que van en busca de nuevas sonoridades y coloridos
para enriquecer y elevar la expresión musical. Surge ahora la muchedumbre de formas
grandes, solemnes, graciosas, ligeras, satíricas, rientes, acongojadas, todas ellas de severa
estructura y que ya hoy nadie conoce bien. Hubo entonces, sobre todo en Alemania, durante
el siglo XVIII, una verdadera cultura de la música, que penetraba y colmaba la vida entera.
Puede citarse como su tipo característico la figura del maestro Kreisler, de Hoffmann. Pero
de aquella época y su música apenas nos queda hoy mas que el recuerdo.
Por último, hacia 1800, muere a su vez la arquitectura.
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También ella se disuelve, se ahoga en la música del rococó.
Todo lo que se ha censurado en este último, maravilloso y frágil retoño de la arquitectura
occidental—por no haber comprendido que tenia su origen en el espíritu del contrapunto—:
lo desmedido, lo informe, lo retorcido, lo ondulante, lo chispeante, lo descoyuntado de la
superficie y de la distribución, todo eso es la victoria del sonido, de la melodía sobre la línea
y el muro, el triunfo del puro espacio sobre la materia, del producirse absoluto sobre lo
producido. Esas abadías, esos castillos, esas iglesias con sus fachadas ampulosas, sus
portalones, sus patios, sus incrustaciones de concha, sus enormes escaleras, galerías, salas
y gabinetes no son ya edificios; son en realidad sonatas, minuetes, madrigales y preludios de
piedra; son suites de estuco, mármol, marfil y maderas raras, cantilenas de volutas y
cartuchos, cadencias de escalinatas y tejadillos. El torreón de Dresde es la más perfecta
pieza de música que hay en toda la arquitectura del mundo, con ornamentos que parecen el
sonido de un noble y viejo violín; es un allegro fugitivo para pequeña orquesta.
Alemania ha producido los grandes músicos y, por lo tanto, también los grandes arquitectos
de este siglo—Pöpelmann, Schlüter, Bähr, Neumann, Fischer von Erlach, Dinzenhofer—.
En la pintura al óleo no representa ningún papel. En la música instrumental, el primero.
17
Hay una palabra que no obtuvo carta de naturaleza hasta la época de Manet y que empezó
siendo una censura burlona, como barroco y rococó, pero que resume muy felizmente la
índole especial de la manifestación artística fáustica, tal como se ha desarrollado poco a
poco, partiendo de los supuestos implícitos en la pintura al óleo. Se habla de impresionismo,
sin sospechar siquiera la extensión y profundidad que tiene este concepto, cuando se
comprende rectamente. Ha sido derivado de los últimos retoños de un arte, que todo él es,
en realidad, impresionista. ¿Qué significa eso de imitar la «impresión»? Significa, sin duda,
algo netamente occidental, algo muy afín a la idea del barroco y aun a los fines
inconscientes que perseguía la arquitectura gótica, algo rigurosamente contradictorio con los
propósitos del Renacimiento.
Significa la tendencia de un alma vigilante que, con la más profunda necesidad, siente el
espacio puro infinito, como realidad absoluta de orden máximo, y todas las concreciones
sensibles «en él», como secundarias y condicionadas; una tendencia que puede
manifestarse en creaciones artísticas, pero que conoce mil otras posibilidades de abrirse
paso. «El espacio es la forma a priori de la intuición» Esta fórmula de Kant ¿no parece el
programa mismo de ese movimiento, que arranca de Leonardo? El impresionismo es lo
contrario del sentimiento euclidiano. Trata de alejarse lo más posible del lenguaje plástico,
para acercarse al musical. Las cosas iluminadas que reflejan la luz no nos impresionan por
cuanto existen, sino como si «en sí mismas» no existieran. No son cuerpos, sino resistencias
luminosas en el espacio, cuya mendaz densidad volatiliza la pincelada. Lo que recibimos y
devolvemos no es sino la impresión de esas resistencias, que, en último término, valoramos
como meras funciones de una extensión trascendente. Atravesamos los cuerpos con nuestra
mirada interior, que rompe el encanto de los límites materiales y los ofrece en holocausto a
la majestad del espacio. Con esa impresión y bajo ella sentimos una infinita movilidad del
elemento sensible, que constituye la más vigorosa contradicción a la estatuaria ŒtarajÛa del
fresco. Por eso no hay impresionismo helénico. Por eso la escultura antigua es un arte que a
priori excluye el impresionismo.
El impresionismo es la expresión amplia de un sentimiento cósmico; y se comprende bien
que esté grabado en la fisonomía de nuestra cultura posterior. Hay una matemática
impresionista que traspasa los limites ópticos con intención deliberada: el análisis, desde
Newton y Leibnitz. A ella pertenecen esas visiones formales de los cuerpos numéricos, de
las colecciones, de los grupos de transformación, de las geometrías pluridimensionales. Hay
una física impresionista que en lugar de cuerpos «ve» sistemas de puntos-masas, unidades-
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que aparecen como relación constante de actuaciones variables. Hay una ética
impresionista, una tragedia impresionista, una lógica impresionista. En el pietismo hay
también un cristianismo impresionista.
Desde el punto de vista pictórico y musical consiste el arte en crear con rayas, manchas o
sonidos una imagen de inagotable contenido, un microcosmos para los ojos y los oídos de
un hombre fáustico; es decir, conjurar artísticamente la realidad del espacio infinito por
medio de la más fugaz e incorpórea alusión a una cosa objetiva que en cierto modo le
obligue a revelarse en una apariencia real. Ninguna otra cultura ha osado crear este arte,
que es el movimiento de lo inmóvil. Desde las obras de la vejez de Ticiano, hasta Corot y
Menzel, tiembla y fluye la materia vaporosa, bajo el secreto impulso de la pincelada, de las
luces y colores quebrados. Y lo mismo quiere expresar el «tema» de la música barroca— a
diferencia de la melodía propiamente dicha—. El tema es una forma sonora en cuya
producción colaboran todos los estímulos de la armonía, del colorido instrumental, del ritmo,
del tiempo, una forma sonora que empieza su desarrollo en la construcción de los motivos
imitativos, en la época de Ticiano, y lo remata en el leitmotiv de Wagner; una forma sonora
que encierra en su seno todo un mundo de sentimientos y experiencias íntimas. Desde la
altitud de la música alemana, ese arte penetra en la lírica del idioma alemán—es imposible
en el francés—y produce tras el primer Fausto de Goethe y las últimas poesías de Hölderlin
una serie de obras maestras breves, a veces de pocas líneas, que nadie ha notado y mucho
menos recopilado todavía. El impresionismo es el método de los más sutiles
descubrimientos artísticos. Repite, en lo pequeño y en lo mínimo, continuamente las
hazañas de Colón y de Copérnico. No hay en ninguna otra cultura un lenguaje ornamental
de tanto dinamismo expresivo y tan escaso gasto de elementos. Cada punto de color, cada
franja cromática, cada sonido, por breve e imperceptible que sea, revela encantos
sorprendentes y añade a la imaginación nuevos elementos para robustecer la energía que
crea el espacio. En Masaccio y Piero della Francesca, los cuerpos son cuerpos reales
envueltos en aire. Leonardo es el que descubre las transiciones del claroscuro atmosférico,
los bordes blandos, los contornos disueltos en profundidad, los imperios de la luz y de la
sombra, de los cuales las figuras particulares no pueden desprenderse. Finalmente, en
Rembrandt, los objetos se convierten en meras impresiones de color; las figuras pierden lo
específico humano y hacen el efecto de franjas y manchas cromáticas en un ritmo de
apasionada profundidad. Esta profundidad significa también futuro. El impresionismo fija el
instante fugaz que existe una vez y no vuelve nunca. El paisaje no es algo estante y
permanente, sino un momento efímero de su historia. Así como un autorretrato de
Rembrandt no reconoce el relieve anatómico de la cabeza, sino el segundo rostro, evocado
en el ornamento de las pinceladas, no por los ojos, sino por la mirada; no por la frente, sino
por la emoción; no por los labios, sino por la sensibilidad, así también el cuadro
impresionista no nos presenta la naturaleza del primer plano, sino también un segundo
rostro, la mirada, el alma del paisaje. Ya se trate del paisaje católicoheroico de Lorena, ya
del «paysaje intime» de Corot, ya del mar, de los ríos y las aldeas de Cuyp y Van Goyens,
siempre es un retrato en sentido fisiognómico, algo único, algo nunca antes visto, algo que
sale a la luz por primera y última vez. La predilección por el paisaje—el paisaje
fisiognómico, el paisaje de carácter—, la predilección por un motivo que en el estilo al fresco
es inimaginable y que permaneció inaccesible a los antiguos, da al arte del retrato una
amplitud mayor; su contenido no es ya solamente lo humano inmediato, sino también lo
mediato; ahora es una representación del mundo entero, como una parte del yo, del
universo en que el artista se entrega y el espectador se reconoce. Porque esas amplitudes
de la naturaleza tendida en la lejanía reflejan un sino. Hay en este arte paisajes trágicos,
demoníacos, risueños, quejumbrosos; los hombres de otras culturas no tienen idea de esto
ni órganos adecuados para percibirlo. Quien coloque frente a este mundo de las formas la
pintura ilusionista del helenismo no conoce la diferencia esencial que existe entre una
ornamentación de primer orden y una imitación sin alma, remedo simiesco de la apariencia
visible. Si Lisipo dijo—como Plinio refiere— que él representaba los hombres tal como le
aparecen, demostró una ambición de niño, de lego o de salvaje, pero no de artista. Aquí se
echa de menos el gran estilo, la significación, la profunda necesidad. Asi también pintaban
los hombres de las cavernas. Pero los pintores helenísticos, en realidad, podían más de lo
que querían. Las mismas pinturas murales de Pompeya y los paisajes de la Odisea en Roma
encierran un símbolo: representan cada uno un grupo de cuerpos, entre los cuales están las
rocas, los árboles, e incluso, como cuerpo entre otros cuerpos..., ¡el mar! No hay aquí
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profundidad, sino serie.
¡Algo ha de ocupar el puesto menos próximo! Pero esta necesidad técnica no tiene nada que
ver con la transfiguración fáustica de la lejanía.
18
He dicho que la pintura al óleo se extinguió a fines del siglo XVII, cuando los grandes
maestros murieron en poco tiempo uno tras otro. Pero el impresionismo en sentido estricto ¿
no es una creación del siglo XIX? La pintura—se dirá, pues—ha seguido floreciendo
doscientos años más y aun sigue floreciendo hoy. Pero no nos engañemos. Entre
Rembrandt y Delacroix o Constable lo que hay es el vacío, la muerte, y lo que comienza con
estos últimos pintores es, a pesar de las relaciones técnicas, algo muy distinto de lo que con
el primero murió. Aquí tratamos de un arte vivo, de alto simbolismo; en este sentido no
cuentan para nada los artistas del siglo XVIII, que son puramente decorativos. No nos
engañemos tampoco acerca del carácter de ese episodio pictórico moderno que,
trasponiendo 1800, año límite entre la cultura y la civilización, pudo reavivar la efímera
ilusión de una gran cultura pictórica. Esta pintura ha denominado su lema propio «el aire
libre»—le plein air-, descubriendo asi a las claras el sentido de su aparición transitoria. El
aire libre es la negación consciente, intelectual, brutal de eso que de pronto dio en llamarse
la «salsa parda» y que, como hemos visto, constituye, en los cuadros de los grandes
maestros, el color propiamente metafísico. Sobre ese color se edificó la cultura
artística de las escuelas, sobre todo de la holandesa, cultura que desapareció
definitivamente al venir al mundo el estilo rococó. Ese color pardo, símbolo de la infinitud
del espacio, que para el hombre fáustico daba al cuadro un sentido espiritual, ese color
pareció de pronto antinatural. ¿Qué había ocurrido? ¿No demuestra este hecho justamente
que se había desvanecido aquella alma- para la cual ese color transfigurado era algo
religioso, un signo del anhelo, el sentido todo de una naturaleza viviente? El materialismo de
las urbes europeas occidentales sopló sobre las ascuas apagadizas y produjo ese extraño y
breve retoño de dos generaciones de pintores—pues con la generación de Manet todo había
terminado-—. Hemos caracterizado el verde sublime de Grünewald, Lorena, Giorgione,
como el color católico del espacio; y el pardo trascendente de Rembrandt como el color del
sentimiento protestante. Pues bien, la pintura del aire libre que desarrolla una nueva escala
cromática es el signo de la irreligión [58]. El impresionismo es el regreso a la tierra tras un
viaje por las esferas de la música beethoveniana y por los espacios estrellados de Kant. Ese
espacio es conocido, pero no vivido; visto, pero no contemplado; hay en él emoción, pero no
sino. Lo que Courbet y Manet ponen en sus paisajes es el objeto mecánico de la física, no el
mundo emotivo de la música pastoral. Lo que Rousseau profetizó con expresión
trágicamente exacta, el retorno a la naturaleza, se realiza en este arte moribundo. Así, el
anciano, día por día, «retorna a la naturaleza». El artista moderno es un obrero, no un
creador. Coloca unos Junto a otros los colores intactos del espectro. La fina rúbrica, la danza
de las pinceladas queda reemplazada por hábitos groseros. Unos puntos, unos cuadrados,
unas grandes masas inorgánicas se tienden sobre la tela mezcladas y revueltas. AI fino y
ancho pincel añádese ahora, como instrumento técnico, la espátula. El fondo de la tela se
incorpora también al efecto y permanece por trechos descubierto y sin color. Arte peligroso,
penoso, frío, enfermizo, hecho para nervios refinados; pero también científico en extremo,
enérgico en todo lo que sea vencer obstáculos técnicos, lleno de intención programática; es
como el drama satírico tras la pintura grande que va de Leonardo a Rembrandt. Su hogar
natural es el París de Baudelaire. Los paisajes argentinos de Corot, con sus tonos grisverdosos y pardos soñaban aún con aquel elemento espiritual de los viejos maestros. Pero
Courbet y Manet van a la conquista del espacio físico, del espacio como un «hecho». El
pensativo descubridor, Leonardo, deja el puesto al experimentador de la pintura. Corot,
eterno niño, francés, pero no parisiense, hallaba sus paisajes trascendentes dondequiera.
Pero Courbet, Monet, Manet, Cézanne, retratan siempre el mismo paisaje, una y otra vez,
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penosamente, trabajosamente, con pobreza de alma; es el bosque de Fontainebleau o las
orillas del Sena en Argenteuil o aquel extraño valle cerca de Arles.
Los poderosos paisajes de Rembrandt están en el espacio cósmico; los de Manet, cerca de
una estación de ferrocarril. Los pintores del aire libre, hombres de la capital, de la gran urbe,
tomaron de los más fríos españoles y holandeses, Velázquez, Goya, Hobbema y Franz Hals,
la música del espacio, para traducirla luego—con ayuda de los paisajistas ingleses y más
tarde de los japoneses, espíritus intelectualistas y muy civilizados—a lo empírico, a lo físico,
a la ciencia natural. Esta es la diferencia que existe entre la experiencia intima de la
naturaleza y la ciencia de la naturaleza, entre el corazón y la cabeza, entre la fe y el saber.
En Alemania sucede algo muy diferente. La pintura francesa concluye una gran tradición; la
alemana tenia que reincorporarse a ella. El estilo pictórico, desde Rottmann, Wasmann, K.
D. Friedrich y Runge hasta Marees y Leibl, presupone todos los tramos de la evolución;
éstos se hallan implícitos en la técnica, y toda escuela, aun cuando quiera cultivar el nuevo
estilo, necesita una tradición cerrada, interna. De aquí la debilidad y la fuerza de la última
pintura alemana.
Los franceses tenían una tradición propia, desde el barroco primitivo hasta Chardin y Corot.
Entre Cl. Lorena y Corot, Rubens y Delacroix, se mantiene viva la conexión. Pero los
grandes alemanes que, en el siglo XVIII, tuvieron almas de artista se dedicaron todos a la
música. Esta música, desde Beethoven, se transforma otra vez en pintura, sin alterar en
nada su íntima esencia; y éste es el aspecto típico del romanticismo alemán. Aquí es donde
ha tenido su más continuado florecimiento y ha dado sus mas jugosos frutos. Todas esas
cabezas y paisajes son música, una música íntima y llena de anhelos. En Thoma y Böcklin
hay aún algo de Eichendorff y Möricke. Pero era menester una teoría extranjera para suplir
la falta de tradición propia. Todos esos pintores fueron a París. Mas al mismo tiempo que
estudiaban y copiaban como Manet y los pintores de su circulo, los viejos maestros de 1670,
recibían influencias nuevas y muy distintas. En cambio los franceses sólo sentían los
recuerdos de algo que estaba desde hacia mucho tiempo incorporado a su arte. Por eso la
plástica alemana, que vive separada de la música, aparece—desde 1800—como un
fenómeno retardado, precipitado, temeroso, confuso, indeciso en sus fines y sus medios. No
había tiempo que perder. Lo que la música alemana y la pintura francesa habían llegado a
ser al cabo de siglos, era preciso realizarlo en una o dos generaciones de pintores. El arte
moribundo corría precipitadamente hacia su última concepción, y esto le obligaba a repasar
como en un raudo sueño todo el pretérito. Así surgen naturalezas extrañamente fáusticas,
como Marees y Böcklin, de una incertidumbre en todo lo formal, que seria enteramente
imposible en nuestra música, con su segura tradición—piénsese en Bruckner—. El arte de
los impresionistas franceses tenia un programa claro y por lo mismo un contenido pobre; en
cambio no conoció esa tragedia de la pintura alemana. Otro tanto puede decirse de la
literatura alemana, que desde Goethe quiere ser en cada obra grande el fundamento de algo
nuevo y resulta en realidad la conclusión de algo viejo. Así como Kleist sentía en si a la vez
a Shakespeare y a Stendhal, y con desesperado esfuerzo, cambiando y destruyendo, eterno
descontento, quiso forjar la unidad de doscientos años de arte psicológico; así como Hebbel
condensó en un tipo dramático todo el problematismo de Hamlet hasta Rosmersholm, así
también Menzel, Leibl, Marees intentaron reunir en una forma única los modelos viejos y los
modelos nuevos, Rembrandt, Lorena, Van Goyen, Watteau y Delacroix, Courbet, Manet. Los
pequeños interiores de la primera época de Menzel anticipan todos los descubrimientos del
círculo de Manet; y Leibl ha logrado muchas cosas en que Courbet fracasara. Pero, por otra
parte, en los cuadros de los dos pintores alemanes el pardo y el verde metafísicos de los
viejos maestros siguen siendo la plena expresión de una experiencia intima. Menzel ha
revivido y resucitado realmente un trozo del rococó prusiano; Marees tiene algo de Rubens,
y Leibl en su retrato de la señora Gedon revive y resucita algo del arte de Rembrandt. El
pardo de taller, tan en boga durante el siglo XVII, fue acompañado de una manifestación
artística, llena de espíritu fáustico: el grabado en cobre. Rembrandt ha sido en ambas cosas
el primer maestro de todos los tiempos. También el cobre tiene algo de protestante y no va
bien a los pintores meridionales, católicos, a los pintores de la atmósfera verde-azulada y de
los Gobelinos. Leibl, que fue el último pintor de colores pardos, fue también el último
grabador en cobre; tienen sus planchas esa infinitud rembrandtiana que permite al
contemplador ir descubriendo a cada paso nuevos secretos. Marees sentía con poderosa
intuición el gran estilo barroco, que Guéricault y Daumier supieron evocar de nuevo en
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forma cerrada y rotunda; pero faltándole la fuerza de la tradición occidental no pudo
conseguir realizarlo en el mundo de las formas pictóricas.
19
Con Tristán muere el último arte fáustico. Esta obra es la piedra gigantesca que cierra la
música occidental. La pintura no ha logrado morir en tan grandioso final. Manet, Menzel y
Leibl, cuyos estudios de aire libre parecen sacar de su tumba la pintura de gran estilo,
producen un efecto de pequeñez, comparados con el Tristán.
El término del arte apolíneo fue la plástica de Pérgamo.
Pergamo se corresponde con Bayreuth. El famoso altar es una obra posterior y acaso no la
más importante de la época. Debemos suponer una larga evolución—desaparecida hoy—
quizá entre 330 y 220. Pero todo lo que Nietzsche ha dicho contra Wagner y Bayreuth,
contra el Anillo y Parsifal, puede aplicarse igualmente, y empleando los mismos términos de
decadencia y teatralismo, a aquella plástica que nos ha dejado una obra maestra en el friso
de los gigantes del gran altar—que es una especie de Anillo—. Igual teatralidad, igual
propensión a los motivos viejos, místicos, en que ya nadie cree; igual empleo implacable de
las masas para sacudir los nervios, pero también igual gravedad y pesadez conscientes,
igual grandeza y sublimidad que sin embargo no logran ocultar la falta de fuerza interior. El
Toro Farnesio y el más viejo modelo del Laocoonte proceden seguramente de este circulo.
Lo característico de una fuerza plástica en decadencia es la necesidad en que se halla el
artista de apelar a lo informe e inmenso para producir algo rotundo y completo. No me
refiero solamente a ese gusto por lo gigantesco, que no es, como en el gótico o en el estilo
de las pirámides, la expresión de una grandeza interior, sino más bien su remedo, para
engañar y ocultar la vacuidad interna; esa ostentación de dimensiones vacías es común a
todas las civilizaciones incipientes y predomina en el altar de Pérgamo, como en la estatua
de Helios, por Chares, conocida con el nombre de Coloso de Rodas, como en los edificios
romanos de la época imperial, como en Egipto al comenzar el nuevo imperio y como hoy en
América. Mucho más característico es el capricho exuberante que violenta y deshace el
convencionalismo de muchos siglos. La regla impersonal, la matemática absoluta de la
forma, el sino del idioma lentamente perfeccionado de un arte grande, eso es lo que
entonces como hoy resultaba intolerable. Lisipo, en esto, viene tras de Policleto; y los
autores del grupo de los galos tras Lisipo. Es el camino mismo que, partiendo de Bach y
pasando por Beethoven, desemboca en Wagner. Los anteriores artistas se sienten maestros,
dueños de la forma grande; los artistas posteriores son sus esclavos. Praxiteles y Haydn
supieron expresarse con perfecta libertad y alegría dentro de la más estricta convención; ya
Lisipo y Beethoven necesitan emplear la violencia. El signo característico de todo arte vivo
es la pura armonía entre la voluntad, la necesidad y la capacidad; es la evidencia del fin, la
inconsciencia de la realización, la unidad de arte y cultura. Todo esto, empero, ha pasado
ya. Corot y Tiepolo, Mozart y Cimarosa dominaban todavía el idioma materno de su arte. A
partir de ellos empieza el balbuceo; y nadie lo nota porque nadie sabe hablar con soltura.
Libertad y necesidad eran antaño idénticas. Pero ahora se entiende por libertad desenfreno.
En la época de Rembrandt y de Bach es inimaginable el fenómeno, tan conocido hoy, de
«fracasar en el intento». El sino de la forma residía en la raza, en la escuela y no en las
tendencias privadas del individuo. En la corriente de una gran tradición aun el artista
pequeño logra la perfección, porque el arte vivo guía al mismo tiempo al hombre y la labor.
Pero hoy los artistas tienen que querer lo que ya no pueden realizar y trabajan con el
intelecto, computando y combinando, porque el instinto de la escuela ya no los ilumina.
Todos han vivido esa tragedia. Marees no ha llegado a realizar ninguno de sus grandes
planes. Leibl no se atrevía a dejar de la mano sus últimos cuadros, hasta que de tanto
trabajarlos se habían tornado fríos y duros. Cézanne y Renoir dejaron inacabadas muchas
de sus mejores obras, porque a pesar de sus afanes y esfuerzos no podían llegar más lejos.
Manet estaba ya exhausto cuando hubo pintado treinta cuadros. Su Fusilamiento del
emperador Maximiliano le costó infinito trabajo, como en efecto se advierte en el menor
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rasgo de la pintura y de los bocetos; y a duras penas logró lo que su modelo, Goya, consigue
Jugando en su Fusilamientos de la Moncloa. Bach, Haydn, Mozart y mil otros músicos
desconocidos del siglo XVIII escribían composiciones perfectas en la rápida labor diaria.
Wagner, en cambio, sabía que para llegar a la cumbre necesitaba concentrar toda su
energía y aprovechar con cuidado los mejores instantes de su talento artístico.
Entre Wagner y Manet hay una profunda afinidad que pocos sienten, sin duda, pero que un
gran conocedor de lo decadente, como Baudelaire, advirtió pronto. El último y más sublime
arte del impresionismo consistió en evocar en el espacio, como por encanto, un mundo
compuesto de rayas y manchas de color. Eso mismo lo consigue Wagner en tres compases
que condensan todo un mundo espiritual. Los colores de la media noche estrellada, de las
nubes galopantes, del otoño, de los amaneceres temblorosos y melancólicos; las
sorprendentes visiones de lontananzas soleadas, la angustia cósmica, la inminente fatalidad,
la desesperación, la apasionada lucha, la súbita esperanza, todos estos momentos que
ningún músico anterior hubiese creído nunca poder expresar, píntalos Wagner con claridad
perfecta en dos notas de un motivo.
He aquí el polo contrario de la plástica griega. Todo se sumerge en una incorpórea infinitud;
las mismas melodías lineales no se destacan sobre la masa vaga de los sonidos, que en
extrañas oleadas evocan un espacio imaginario. El motivo emerge de obscuras y terribles
profundidades, iluminado a trechos por una agria claridad. De pronto, helo aquí, en horrenda
proximidad, riendo, acariciando, amenazando; ora desaparece en el reino de los
instrumentos de cuerda, ora torna de infinitas lejanías, acercándose de nuevo entre tenues
variaciones de un oboe, con plenitudes de anímicos colores.
Esto no es ni pintura ni música, si se compara con las obras anteriores, con las obras de
estilo riguroso. Preguntado Rossini qué pensaba de la música de los Hugonotes, contestó:
«¿Música? No he oído tal». Es el mismo juicio que merecía a los atenienses la nueva
pintura de las escuelas asiáticas y sicyónicas; y no de otro modo debieron pensar los
egipcios de Tebas sobre el arte de Knossos y Tell-eI-Amarna.
Todo lo que Nietzsche ha dicho de Wagner es aplicable a Manet. Este arte, que al parecer
significa un retorno a lo elemental, a la naturaleza, frente a la pintura de contenido y a la
música absoluta, es en realidad un desfallecimiento, un abandono: entrégase a la barbarie
de las grandes urbes, a la disolución incipiente, que se manifiesta en lo material por una
mezcla de brutalidad y refinamiento. Este paso era necesario y es necesariamente el último.
Un arte artificioso no puede ya tener evolución orgánica. Es el signo del final.
De aquí se sigue—¡amarga confesión! — que el arte plástico occidental ha terminado
irrevocablemente. La crisis del siglo XIX ha sido el estremecimiento de la muerte. El arte
fáustico, como el arte «antiguo», como el arte egipcio, como todo arte, muere de vejez,
después de haber realizado sus posibilidades internas, después de haber cumplido sus
destinos en el ciclo vital de la cultura a que pertenece.
Lo que hoy se hace bajo el nombre de arte es pura impotencia y mentira; y esto es aplicable
a la música después de Wagner, como a la pintura después de Manet, Cézanne, Leibl y
Menzel.
Señálense si no las grandes personalidades que pudieran justificar la afirmación de que
existe todavía un arte de interna necesidad. Dígase cuáles son los problemas evidentes y
necesarios que aguardan solución. Recorriendo exposiciones, conciertos y teatros, ¿qué
vemos? Industriosos artífices y necios tonitruantes que se dedican a aderezar para el
mercado cosas harto conocidas ya por superfinas e inútiles. ¡A qué nivel de dignidad interna
y externa ha descendido lo que hoy llamamos arte y artistas! En cualquier asamblea general
de accionistas o entre los ingenieros de una fábrica cualquiera hallaremos más inteligencia,
más gusto, más carácter y aptitud que en toda la pintura y la música de la Europa actual.
Siempre ha sucedido que por un gran artista ha habido cien pequeños artistas superfluos
que hacían arte. Pero cuando existía una gran convención y por tanto un verdadero arte,
esos cien pequeños artistas producían también cosas buenas y podía perdonárseles, porque
al fin y al cabo, en el conjunto de la tradición, eran como el pavés sobre que el grande se
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encumbraba. Pero hoy todos son de esta especie—diez mil trabajando «para vivir»—cuya
necesidad no se comprende; y puede decirse con seguridad que si se cerraran hoy todos los
institutos de arte, el verdadero arte no sufriría por ello en lo más mínimo. Basta trasladarnos
a la Alejandría del año 200 para oír el característico rumor de estética con que una
civilización cosmopolita sabe engañarse a sí misma y ocultarse la muerte de su arte. Allí
entonces, como hoy en las grandes urbes europeas, presenciamos una carrera abierta tras
la ilusión de una evolución artística, de una personalidad, de un «nuevo estilo», de
«insospechadas posibilidades»; oímos una abundante charla teórica, vemos pretenciosas
actitudes de artistas a la moda, que parecen acróbatas, haciendo juegos malabares con
pesas de cartón; tenemos al literato en lugar del poeta, la indecente farsa del expresionismo
organizada por los vendedores como un momento de la historia del arte, el pensamiento, el
sentimiento y las formas convertidas en industria. Alejandría tenía también sus dramaturgos
de tesis y sus directores de escena, que eran preferidos a Sófocles, y sus pintores que
descubrían nuevas direcciones y embaucaban al público. ¿Qué es lo que hoy llamamos
«arte»? Una música mendaz, artificioso estruendo de masas instrumentales; una pintura
mendaz llena de efectismos idiotas y exóticos, más propios de los carteles de anuncios; una
arquitectura mendaz que cada diez años saquea el tesoro de las formas pretéritas, para
«fundar» un nuevo estilo, en el que cada cual hace lo que le viene en gana; una plástica
mendaz hecha de los robos perpetrados en Asiría, en Egipto o en Méjico. Y, sin embargo, el
gusto de los mundanos considera esto como la expresión del tiempo actual. Todo lo demás,
lo que permanece adicto a los viejos ideales, es deleznable ocupación provinciana.
La gran ornamentación del pasado se ha convertido en una lengua muerta, como el
sánscrito y el latín de iglesia [59].
En lugar de ponerse al servicio de su simbolismo, los artistas utilizan el cadáver, la momia
del arte, el caudal de las formas ya usadas, para recomponerlas, mezclándolas,
cambiándolas por modo totalmente inorgánico. Toda modernidad confunde variación con
evolución. En lugar de un verdadero desarrollo presenciamos resurrecciones y mixturas de
viejos estilos, También tuvo Alejandría sus payasadas prerrafaelistas en los vasos, sillones,
cuadros y teorías; también tuvo sus simbolistas, sus naturalistas, sus expresionistas. En
Roma hubo modas grecoasiáticas, grecoegipcias, arcaicas y—por influjo de Praxiteles—
neoáticas. El relieve de la XIX dinastía, que es la época moderna de Egipto, cubre y
guarnece de masas absurdas e inorgánicas los muros, las estatuas, las columnas; es como
una parodia del arte del antiguo imperio. El templo de Horus en Edfú, de la época
ptolemaica, es insuperable en punto a vacuidad de formas, amontonadas a capricho. Es el
estilo fanfarrón e insistente de nuestras calles y plazas monumentales, de nuestras
Exposiciones universales; y, sin embargo, nosotros estamos todavía al comienzo de esa
evolución.
Por último, se extingue hasta la fuerza misma de querer otra cosa. Ya el gran Ramsés se
apropiaba los edificios de sus antepasados, mandando borrar los viejos nombres de las
inscripciones y relieves para poner el suyo. Es la misma confesión de impotencia artística
que indujo a Constantino a adornar sus arcos de triunfo en Roma con esculturas arrancadas
de otros edificios. Mucho antes, hacia 150 a. de J. C., comenzó en el arte «antiguo» la
técnica de las copias, reproducciones de viejas obras maestras. Y no es que aquellos
hombres comprendieran y sintieran estas obras; es que ya no tenían capacidad para
producir originales. Porque debe advertirse que estos copistas eran los artistas de su tiempo.
Sus trabajos en este o aquel estilo, según la moda, representan el máximum de la fuerza
creadora en aquella época. Todas las estatuas-retratos de Roma, sean de hombre o de
mujer, reproducen un pequeño número de tipos helénicos en la actitud y los ademanes;
copiábase el torso con mayor o menor fidelidad estilística y la cabeza era modelada
buscando «el parecido» con la seguridad de un artífice primitivo. La famosa estatua de
Augusto revestido de la coraza es una reproducción del Doríforo de Policleto. Esta misma
relación, poco más o menos, es la que existe hoy—para citar ya los primeros signos del
estadio correspondiente en la civilización occidental—entre Lenbach y Rembrandt o entre
Makart y Rubens. Durante mil quinientos años, desde Ahmosis I hasta Cleopatra, el
egipticismo ha ido amontonando, del mismo modo, estatua sobre estatua. En lugar del gran
estilo que se desenvuelve desde el antiguo imperio hasta el final del imperio medio,
aparecen ahora las modas que resucitan la afición, bien por esta bien por aquella dinastía.
Entre los hallazgos de Turfan se encuentran restos de dramas indios, de la época de
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Jesucristo, que son exactamente iguales a los de Kalidasa, varios siglos después. La pintura
china que conocemos ofrece el espectáculo de más de mil años de alzas y bajas y cambios
de modas, sin evolución verdadera; y así debía ser ya en la época Han. El último resultado
es un tesoro de formas inmutables que los artistas copian infatigablemente, como vemos
hoy en el arte indio, chino y arábigopersa.
Los cuadros y los tejidos, los versos y los vasos, los muebles, los dramas y las
composiciones musicales reproducen invariables los mismos modelos; y no es posible
determinar la época en que aparece una obra, por el lenguaje de su ornamentación, ni
siquiera con un error de siglos y no digamos de decenios. Esta determinación de las fechas
es, en cambio, siempre posible, en todas las culturas en los periodos que preceden a su
decadencia.
Notas:
[1] Cuando la palabra—signo que sirve para comunicar la intelección—llega a convertirse en
un elemento de expresión artística, la conciencia humana vigilante deja entonces de
constituir un conjunto expresivo o que recibe impresiones. Los sonidos verbales, incluso
cuando se emplean artísticamente— y no hablemos de la palabra leída, que en las culturas
superiores es el medio de que se vale la literatura propiamente dicha—, separan
insensiblemente la audición de la intelección, pues el sentido habitual de las palabras entra
también en juego; y bajo la creciente influencia del arte verbal llegan asimismo las artes no
verbales a emplear recursos expresivos que dan a los motivos artísticos ciertas
significaciones verbales. Así nace la alegoría, que no es otra cosa que un motivo, con
significación verbal, como en la escultura barroca desde Bernini. Así la pintura muchas
veces se convierte en una especie de escritura hecha con figuras (como sucede en Bizancio
desde el segundo Concilio de Nicea (787), en un arte, por tanto, que le arrebata al artista la
facultad de elegir y ordenar las figuras. Así también se distinguen las arias de Gluck, cuyas
melodías brotan del sentido del texto, de las arias de Alessandro Scarlatti, cuyos textos, en
sí mismos indiferentes, sirven sólo para sostener la voz. El contrapunto del alto gótico, en el
siglo XIII, no tiene para nada en cuenta la significación de las palabras; es pura y
simplemente una arquitectura de voces humanas, con varios textos, incluso de distintos
idiomas, textos espirituales y profanos, que se cantaban a la vez.
[2] El resultado de nuestros métodos eruditos es una historia del arte, de la cual queda
excluida la historia de la música. La historia del arte constituye un elemento esencial de toda
buena educación; en cambio la historia de la música es cosa de especialistas. Pero esto es
lo mismo que si quisiéramos escribir la historia de Grecia, excluyendo a Esparta. Así, la
historia «del» arte se convierte en una falsificación de buena fe.
[3] Véase parte II, Cap. II, núm. 3. Las calles del antiguo Egipto debieron de tener un
aspecto semejante, a juzgar por las tablillas de
casas que se han encontrado en Knossos (H. Bossert: AIt-Creta [Vieja Creta] 1921, Fig. 14).
El pílono es una verdadera fachada.
[4] Ghiberti y aun Donatello están todavía llenos de goticismo, y Miguel Ángel tiene ya un
sentimiento barroco, esto es, musical.
[5] Véase Déonna; Les Apullons archaiques, 1909.
[6] Véase Woermann: Geschichte der Kunst [Historia del arte], I (1915). página 236. Pueden
servir de ejemplos de los primeros la Hera de Cheramyés y la constante tendencia a
convertir las columnas en Cariátides; y de lo segundo, la Artemis de Nicandro y su relación
con la vieja técnica de las metopas.
[7] La mayor parte de las obras son grupos de frontón o metopas. Pero las mismas figuras
de Apolo y las «vírgenes» del Acrópolis no pueden haber estado aisladas.
[8] Véase von Salís: Kunst der Griechen [Arte de los griegos]. 1919.
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Paginas 47, 98 y siguiente.
[9] Justamente la decidida predilección por la piedra blanca es característica de la oposición
entre el sentimiento antiguo y el sentimiento renacentista.
[10] Estos términos están tomados en el sentido alejandrino. En nuestra terminología actual
significan cosas muy distintas.
[11] La música rusa nos parece toda ella infinitamente triste, y, sin embargo, los rusos
aseguran que a ellos no les produce tal impresión.
[12] Véase parte II, cap. III, núm. 3.
[13] En la música barroca, «imitar» significa algo muy distinto; significa reproducir un motivo
con otro colorido (en otra tonalidad).
[14] En efecto, lo único que queda son las notas, las cuales hablan únicamente a quien aun
conoce y domina el tono y la ejecución de los medios expresivos correspondientes.
[15] 1323-1382, contemporáneo de Machault y Felipe de Vitry, en cuya generación quedaron
definitivamente establecidas las leyes y prohibiciones del contrapunto riguroso.
[16] Véase tomo I, pág. 35, y parte II, cap. III, núm. 17.
[17] Véase parte II, cap. III, núm. 18.
[18] Véase tomo I, pág. 119.
[19] Einstein: Geschichte der Musik [Historia de la música], pág. 67.
[20] Véase parte II, cap. III, núms. 17 y 18.
[21] No es solamente un movimiento italiano, nacional—que el gótico italiano también lo
es—, sino más aún, puramente florentino, y hasta en la misma Florencia constituye el ideal
de una sola clase social. Lo que en el Trecento se llama Renacimiento, tiene su centro en la
Provenza, sobre todo en la corte de los Papas, en Aviñón, y no es sino la cultura cortesana y
caballeresca de la Europa meridional, desde la Italia del norte hasta España, que se hallaba
sometida a las fortísimas influencias de la sociedad distinguida de los moros en España y
Sicilia.
[22] El ornamento renacentista es un mero adorno, una invención artística inconsciente.
Hasta el estilo barroco no se vuelve a encontrar una «necesidad» de alto simbolismo.
[23] Paris se halla resueltamente en esa comarca. En el siglo XV se hablaba en París tanto
flamenco como francés, y por las partes más viejas de su aspecto arquitectónico París se
parece más a Brujas y Gante que a Troyes y Poitiers.
[24] A. Schmarsow: Gotik in der Renaissance [El gótico en el Renacimiento], 1921. B.
Haendke: Der niederländische Einfluss auf die Malerei Toscana-Umbriens [La influencia
holandesa sobre la pintura de la Toscana y la Umbría]. Monatsheft für Kunstwissenschaft
[Revista mensual de la ciencia del arte], 1913.
[25] Svoboda; Römische und romanische Paläste [Palacios romanos y románicos], 1919.
Rostowzew: Pompejanische Landschaften und römische villen [Paisajes pompeyanos y villas
romanas]. Röm. Mitt [Comunicaciones romanas], 1904.
[26] Véase parte II, cap. II, núm. 5.
[27] En la pintura antigua, el primero que empleó luces y sombras con regularidad fue
Zeuxis. Pero las usó simplemente como sombreado de las cosas mismas, para substraer la
plástica de los cuerpos pintados al estilo de relieve y sin la menor relación con la hora del
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día. En cambio, desde los primeros holandeses las luces y las sombras son ya tonalidades
de color y tienen un sentido netamente atmosférico.
[28] Los artistas antiguos conocían muy bien el azul y sus efectos. Las metopas de muchas
templos tenían un fondo azul porque debían dar la impresión de profundidad frente a los
triglifos. La pintura industrial empleó en la antigüedad todos los colores que sus recursos
técnicos le permitieron producir, se sabe que en la obras arcaicas del Acrópolis y en las
pinturas funerarias de Etruria había caballos azules.
Era muy corriente el color azul chillón en la cabellera.
[29] La pulimentación brillante de la piedra en el arte egipcio tiene también una profunda
significación simbólica, de índole muy semejante. Obliga la mirada a seguir el movimiento
de la parte exterior de la estatua, anulando de esa suerte la impresión de la corporeidad. En
cambio la escultura griega, que pasando por el mármol de Naxos llega a emplear el
translúcido de Paros y del Pentélico, manifiesta a las claras su propósito de hacer penetrar la
mirada en la esencia material del cuerpo.
[30] Véase parte II, cap. III, núm. 13.
[31] Su retrato de la señora Gedon, inmerso en un tono de color parduzco, es el último que
se hace en Occidente a la manera de los grandes maestros; está pintado enteramente en el
estilo del pasado.
[32] Los instrumentos de cuerda representan en la orquesta los colores de la lejanía. El
verde azulado de Watteau se encuentra ya en el bel canto napolitano, hacia 1700, en
Couperin, en Mozart y en Haydn. EI tono pardo de los holandeses lo hallarnos en Corelli,
Haendel y Beethoven. También los instrumentos de madera evocan claras lejanías. En
cambio el amarillo y el rojo, colores de la proximidad, colores populares constituyen el
timbre de los instrumentos de cobre, que producen un efecto lejano en la ordinariez. El
sonido de un violín viejo es perfectamente incorpóreo. Vale la pena de observar que la
música Griega a pesar de su insignificancia, evoluciona en el sentido de preferir, a la Lira
dórica la flauta jónica—aulos y siringa—y que los dorios puros censuraban esta tendencia a
la molicie y bajeza, aun en la época de Perícles.
[33] No debe confundirse la tendencia que se manifiesta en el brillo dorado de un cuerpo al
aire libre con la tendencia arábiga a poner fondos dorados brillantes detrás de las figuras, en
la penumbra del espacio interior.
[34] Home, filósofo inglés del siglo XVIII, dice, en unas consideraciones sobre los parques
ingleses, que las ruinas góticas representan el triunfo del tiempo sobre la fuerza, y las
griegas el de la barbarie sobre el buen gusto. En esta época fue cuando se descubrió la
belleza del Rin, con sus ruinosos castillos. Desde entonces es el Rin el río histórico de los
alemanes.
[35] Para nuestro sentimiento, los cuadros viejos, al ennegrecerse aumentan de valor,
aunque el intelecto artístico se pronuncie en contra. En cambio si los óleos empleados por
los viejos maestros hubiesen emblanquecido los cuadros, habríamos considerado este
hecho como una destrucción.
[36] En este sentido suelen citarse solamente artistas griegos junto a Rubens y Rabelais.
[37] Una de sus amantes quejábase de qu'il puait comme une chatogne. Es de notar que
justamente los músicos no han tenido nunca fama de limpios.
[38] Desde el canon solemne de Policleto hasta el canon elegante de Lisipo señálase un
aligeramiento de la construcción semejante al progreso que va del orden dórico al corintio.
El sentimiento euclidiano comienza a destruirse.
[39] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
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[40] En otras comarcas, como el Egipto y el Japón—y con esto nos anticipamos a refutar
una explicación particularmente mezquina y absurda—, el espectáculo de hombres y
mujeres desnudos era mucho más frecuente que en Atenas, y sin embargo, el japonés
aficionado al arte considera hoy como trivial y ridicula la representación insistente del
desnudo. Hay, sin duda, desnudos en su arte, como hay los desnudos de Adán y Eva en la
catedral de Bamberg; pero están tratados como un objeto, sin especiales posibilidades
significativas.
[41] Kluge: Deutsche Sprachgeschichte [Historia de la lengua alemana], 1920, págs. 202 y
siguientes.
[42] A. Conze: Die Attischen Grabreliefs [Los relieves funerarios de
Atenas], 1893.
[43] El Apolo con la cítara, de Munich, fue admirado y alabado por Winckelmann y su
tiempo, creyendo ver en él una musa. Una cabeza de Athene, de la escuela de Fidias, que
hay en Bolonia, pasaba no hace mucho por la de un general. En un arte fisiognómico, como
el barroco, tales errores serían imposibles.
[44] véase tomo I, pág. 208, y parte II, cap. III, núm. 17.
[45] Señora Hogar.
[46] Señora Sol.
[47] Señora Mundo.
[48] Señora Amor.
[49] Véase parte II cap. II, núm. 17.
[50] La poesía aristocrática de Homero, que en esto se parece a las
cortesanas narraciones de Boccacio, había comenzado ya a mundanizar las deidades, pero
los círculos religiosos, durante toda la antigüedad consideraron esto como una profanación;
bien se advierte en el culto sin imágenes, que Homero mismo a veces defiende, y sobre
todo en la ira de los pensadores que, como Heráclito y Platón, comulgaban en las
tradiciones del templo. Mucho después se impuso una libertad sin límites en la
representación de los dioses –aún los mas encumbrados- por medio del arte. Esta libertad se
parece en cierto modo al catolicismo teatral de Rossini y de Liszt, que ya anuncia en Corelli
y Haendel y que en 1564 casi habría llegado a prohibir la música de iglesia.
[51] Los paisajes barrocos empiezan por ser una composición de fondos y acaban en
retratos de una comarca determinada, cuya alma se trata de reproducir.
[52] El arte helenístico del retrato podría caracterizarse como el proceso inverso.
[53] La decadencia del arte occidental, desde 1850, se manifiesta a las claras en la estúpida
masa de desnudos; se ha perdido por completo el profundo sentido del desnudo y su
significación como motivo pictórico.
[54] Rubens, y entre los modernos, sobre todo, Böcklin y Feuerbach, van perdiendo. En
cambio Goya, Daumier y, en Alemania, Oldach, Wasmam, Rayski y muchos otros artistas
del principio del XIX, hoy casi olvidados, van ganando. Marees entra a formar entre los más
grandes.
[55] Es la misma «noble sencillez y tranquila grandeza»- como dicen los clasicistas
alemanes—que imprime un sello de «antigüedad» en los edificios de Hildesheim, Gernrode,
Paulinzella, Hersfeld. Justamente el claustro en ruinas de Paulinzella realiza en gran parte la
emoción que Brunellesco perseguía en sus patios. Pero el sentimiento creador que dio vida
a esos edificios no procede de la existencia antigua; lo hemos proyectado nosotros en la
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representación que nos forjamos de la antigüedad. La paz infinita, la amplitud de ese
sentimiento de descanso en el Señor, que caracteriza todo lo florentino, cuando no hace
resaltar la gótica obstinación de Verrocchio, no tiene la menor relación con la svfrosænh, de
Atenas.
[56] Nadie ha observado cuan trivial resulta, después de Miguel Ángel, la relación que los
pocos escultores posteriores mantienen con el mármol, relación que aparece aún más
mezquina si se compara con la profunda, íntima adhesión de los grandes músicos a sus
instrumentos preferidos. Recuérdese la historia del violín de Tartini, que se hizo pedazos a la
muerte del maestro. Y como ésta hay cien más, que corresponden en Occidente a la
leyenda de Pigmalión en la antigüedad. Conviene recordar asimismo la figura del maestro
Kreisler, creación de Hoffmann, que puede parangonarse con el Fausto, el Werther y el Don
Juan. Para sentir su valor simbólico y su necesidad interna hay que comparar esa figura de
músico con los tipos teatrales de los pintores en el romanticismo de la misma época; esos
pintores no guardan la menor relación con la idea de la pintura. El pintor no puede
representar el sino del arte fáustico. Esto basta para juzgar todas esas novelas de artistas
que el siglo XIX ha producido.
[57] En las obras del Renacimiento, lo demasiado acabado producen a veces una penosa
impresión. Sentimos en ello como una falta de «infinidad». No hay secretos ni
descubrimientos.
[58] Por eso es imposible una pintura religiosa fundada en el aire libre. El sentimiento que
anima el impresionismo es de tal manera irreligioso, de tal modo circunscrito a una «religión
racional», que los numerosísimos ensayos intentados honradamente para introducirlo en la
Iglesia hacen el efecto de cosa vana y falsa (Uhde, Puvis de Chavannes).
Un solo cuadro de «aire libre» basta para «mundanizar» el interior de una iglesia,
rebajándola hasta convertirla en una sala de exposición.
[59] Véase parte II, cap. II, núm. 7.
CAPITULO V
La Idea del alma y el sentimiento de la vida.
I
DE LA FORMA DEL ALMA
1
Todo filósofo de profesión está obligado a creer, sin serio examen, en la realidad de algún
objeto al que puedan aplicarse los métodos intelectualistas. En efecto, la existencia
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espiritual del filosofo depende toda de esa posibilidad. Asi, pues, para todo lógico y
psicólogo, por escéptico que sea, hay un punto en donde la critica enmudece y la fe
comienza, un punto en donde el más severo analítico cesa de aplicar su análisis; y este
punto es precisamente su propia existencia personal como lógico y psicólogo, esto es, la
posibilidad de resolver su problema, la realidad misma del problema que le ocupa. La
proposición siguiente: es posible determinar mediante el pensamiento las formas del
pensamiento, no ha sido nunca puesta en duda por Kant, aunque al no filósofo le pueda
parecer harto dudosa. La proposición siguiente: hay un alma, cuya estructura es
científicamente investigable, o la siguiente: lo que yo por observación critica de mis actos
conscientes consigo aislar en forma de «elementos» psíquicos, «funciones» psíquicas,
«complejos» psíquicos, esa es mi alma—estas proposiciones no han sido jamás puestas en
duda por ningún psicólogo. Y, sin embargo, hubieran debido surgir aquí las más fuertes
dudas. ¿Es posible, en general, una ciencia abstracta del alma? ¿Es lo que por este camino
se encuentra idéntico a lo que se busca? ¿Por qué toda psicología, entendida no como
conocimiento de los hombres, no como experiencia de la vida, sino como ciencia, ha sido
siempre y sigue siendo la más superficial e inválida de las disciplinas filosóficas, coto de
caza lamentablemente vacío, para uso exclusivo de los ingenios medianos y los
sistemáticos infecundos? El motivo es fácil de descubrir. La psicología «empírica» tiene la
desgracia de no poseer siquiera un objeto, en el sentido de la técnica científica. Su incesante
busca y resolución de problemas es una lucha contra sombras y fantasmas. ¿Qué es el
alma? Si el mero entendimiento pudiese dar la respuesta, sería superflua la ciencia.
Ni uno solo de los miles de psicólogos de nuestros días ha logrado hacer un verdadero
análisis o definición de «la» voluntad, del arrepentimiento, del terror, de los celos, del
capricho, de la intuición artística. Y es natural, porque sólo lo sistemático es analizable; sólo
los conceptos son definibles por otros conceptos. Y las finezas del espíritu en su juego de
distinciones intelectuales, las supuestas observaciones de una relación entre los estados
corporales-sensibles y los «procesos interiores» no tocan para nada al problema que aquí se
plantea. La voluntad no es un concepto; es un nombre, un término primario, como Dios, un
signo que designa algo de que tenemos inmediatamente certeza interior, sin poderlo
describir Jamás.
Aquello a que aludimos aquí permanece por siempre inaccesible a la investigación científica.
No en vano todas las lenguas con sus innumerables e inextricables denominaciones nos
advierten cuan absurdo seria dividir teóricamente, ordenar sistemáticamente lo psíquico.
Aquí no hay nada que ordenar. Los métodos críticos—analíticos—son aplicables solamente
al mundo como naturaleza. Más fácil sería disecar un tema de Beethoven con el bisturí o
disolverlo en un ácido que analizar el alma con los medios del pensamiento abstracto.
El conocimiento de la naturaleza y el conocimiento de los hombres no tienen nada de
común, ni en el propósito ni en el método. El hombre primitivo vive «el alma» primeramente
en los otros hombres y luego en si mismo, como numen, semejante a los numina que
conoce en el mundo exterior, e interpreta sus impresiones en forma mítica. Las palabras que
usa para ello son símbolos, sones que sugieren al ser inteligente algo indescriptible, que
evocan imágenes, metáforas. Todavía no hemos aprendido a manifestar nuestra intimidad
psíquica en otro idioma. Rembrandt puede comunicar algo de su alma, por medio de un
autorretrato o de un paisaje, a los que tengan con él cierta afinidad interna. Un Dios confirió
a Goethe el don de expresar lo que sufría su alma. Podemos comunicar a otros cierto
sentimiento de algunas emociones, inefables por medio de una mirada, de una melodía, de
un movimiento casi imperceptible. Este es el verdadero lenguaje de las almas, lenguaje
incomprensible para el extraño. La palabra, como sonido, como elemento poético, puede
establecer esa relación; pero la palabra, como concepto, como elemento de la prosa
científica, no.
Cuando el hombre no se limita a vivir y a sentir, sino que además atiende y observa, el alma
es para él una representación,, una idea que se origina en experiencias primigenias de la
vida y de la muerte; y esa idea es tan vieja como la reflexión, que por medio de los idiomas
verbales se separa de la visión, a la cual sigue. Vemos el mundo circundante; y como todo
ser que se mueve libremente tiene que comprender ese mundo para no perecer, asi resulta
que de la pequeña, técnica, táctil experiencia diaria se deriva un conjunto de notas
permanentes que se compendian, para el hombre habituado a la palabra, en una imagen de
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todo lo comprendido, el mundo como naturaleza [60]. Lo que no es mundo exterior, no lo
vemos; pero rastreamos su presencia en otros y en nosotros mismos. Por el modo de su
manifestación fisiognómica, despierta en nosotros terror o afán de conocimiento; y así se
produce la imagen reflexiva de un contramundo, en la cual nos representamos y, por decirlo
así, proyectamos ante nosotros lo que eternamente permanece extraño a la visión. La idea
del alma es mítica, es objeto de cultos psíquicos, cuando la idea de la naturaleza permanece
en el terreno de la contemplación religiosa; pero se convierte en una representación
científica y en objeto de la critica erudita tan pronto como la «naturaleza» cae bajo el poder
de la observación crítica. Asi como el tiempo es un contraconcepto [61] del espacio, asi
también «el alma» es un contramundo de la «naturaleza» y se halla en todo momento
codeterminada por la concepción de la naturaleza. Ya hemos explicado cómo la noción del
tiempo surge del sentimiento de la dirección, que empuja a la vida en su eterno movimiento,
de la certidumbre íntima de un sino; ya hemos dicho cómo el tiempo se constituye en
pensamiento negativo de una magnitud positiva, en encarnación de todo cuanto no sea lo
extenso; ya hemos visto que todas las «propiedades» del tiempo, en cuyo análisis abstracto
creen los filósofos hallar la solución del problema, han ido formándose y ordenándose poco
a poco en el espíritu por inversión de las propiedades del espacio. Pues por el mismo
camino exactamente nace la representación del alma, como inversión y negación de la
representación del mundo, merced a la polaridad espacial, que señalan las palabras «dentro
y fuera», y por una traducción subsiguiente de los caracteres. Toda psicología es una
contrafísica.
Es absurda la pretensión de fijar una «ciencia exacta» del alma, arcano eterno. Pero el
instinto posterior de las grandes urbes, que empuja el hombre al pensamiento abstracto,
obliga al «físico del mundo interior» a explicar un mundo aparente de representaciones por
otras representaciones y cada concepto por otros conceptos. Al pensar lo no externo lo
transforma en extensión; y para determinar la causa de lo que sólo se manifiesta por modo
fisiognómico construye un sistema en el cual cree hallar la estructura del «alma». Pero las
palabras mismas que en todas las culturas se emplean para comunicar esos resultados de la
labor científica delatan el engaño. Se habla de funciones, de complejos sentimentales, de
motivaciones, de umbrales de la conciencia, de transcurso, de anchura de intensidad, de
paralelismo en los procesos psíquicos.
Pero todos estos términos proceden del círculo de representaciones en que se mueve la
ciencia de la naturaleza. «La voluntad se refiere a objetos.» Esta proposición es realmente
una imagen en el espacio. La oposición entre lo consciente y lo inconsciente reproduce
evidentemente el esquema de la oposición entre lo supra terrestre y lo infra terrestre. En las
teorías modernas de la voluntad se puede reconocer todo el lenguaje de formas de la
electrodinámica. Hablamos de las funciones de la voluntad y de las funciones de la
inteligencia exactamente en el mismo sentido en que hablamos de la función de un sistema
dinámico. Analizar un sentimiento significa substituir a ese sentimiento una sombra espacial
y someter ésta luego a un tratamiento matemático, limitándola, dividiéndola, midiéndola.
Toda investigación psicológica de este estilo, por mucho que se ufane de superar a la
anatomía cerebral, está llena siempre de localizaciones mecánicas y, sin darse cuenta,
emplea un sistema imaginario de coordenadas en un espacio psíquico imaginario. El
psicólogo «puro» no advierte que está copiando al físico. No es maravilla, pues, que su
método coincida tan horriblemente bien con los más necios procedimientos de la psicología
experimental. Las circunvoluciones cerebrales y los filamentos asociativos corresponden
exactamente, por la índole de sus representaciones, al esquema óptico del «curso de la
voluntad» o «el curso del sentimiento», y, en efecto, ambos métodos estudian fantasmas
afines, esto es, espaciales. No hay en principio una gran diferencia entre deslindar por
conceptos una facultad psíquica o delimitar gráficamente una región correspondiente de la
corteza cerebral. La psicología científica ha elaborado un sistema cerrado de
representaciones, en el cual se mueve con perfecta evidencia. Examínense uno por uno los
enunciados de cualquier psicólogo y no se hallará otra cosa que variaciones de ese sistema,
en el estilo del mundo exterior entonces conocido.
El pensamiento claro, abstraído de la visión, presupone el espíritu de un idioma culto como
medio que, creado por el alma de una cultura para ser parte y fundamento de su expresión
[62], viene a constituir como una «naturaleza» de significaciones verbales, un cosmos del
idioma en el cual los conceptos, los juicios, los raciocinios abstractos—copias de la
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causalidad, del número y del movimiento—poseen una existencia determinada
mecánicamente. La imagen que el hombre se forja del alma depende, pues, en cada
momento del uso del idioma y su profundo simbolismo. Los idiomas cultos de Occidente—
con su espíritu fáustico—tienen todos el concepto de «voluntad», magnitud mítica que
aparece simbolizada al mismo tiempo por la transformación del verbo, que establece una
decisiva oposición al uso antiguo y, por lo tanto, también a la antigua idea del alma- Cuando
feci se convierte en ego habeo factum [63], surge un numen del mundo interior. Por
consiguiente, en la idea científica del alma, que exponen todas las psicologías occidentales,
aparece, determinada por el idioma, la figura de la voluntad como una facultad bien
delimitada que cada escuela define, sin duda, a su manera, pero cuya existencia misma no
es objeto de la más leve crítica.
2
Yo sostengo, pues, que la psicología científica, lejos de descubrir y ni aun siquiera
vislumbrar la esencia del alma—hay que añadir que cada uno de nosotros, sin saberlo, hace
psicología de esa clase cuando intenta «representarse» las emociones del alma, ya propias,
ya ajenas—, es un símbolo más que se añade a todos los símbolos que constituyen el
macrocosmos del hombre culto. Como todo lo ya realizado que se substituye a lo que se
está realizando, esa idea del alma representa un mecanismo en lugar de un organismo.
Falta en ella lo que llena nuestro sentimiento de la vida, lo que debiera ser precisamente el
«alma»»; falta el sino, la espontánea dirección de la existencia, la posibilidad que la vida
realiza en su curso.
No creo que la palabra «sino» aparezca en ningún sistema de psicología; y es bien sabido
que no hay nada en el mundo más extraño a la verdadera experiencia de la vida y
conocimiento de los hombres que esos sistemas de psicología. Asociaciones,
apercepciones, emociones, motivos, pensamientos, sentimientos, voluntad, todos éstos son
mecanismos muertos, cuya topografía constituye el insignificante contenido de la ciencia del
alma. Buscando la vida, han tropezado los psicólogos con una ornamentación de conceptos.
El alma sigue siendo lo que era, lo que no puede ni pensarse ni representarse, el misterio, el
eterno devenir, la pura experiencia intima.
Ese imaginario cuerpo psíquico—sea dicho aquí por vez primera—no es nunca otra cosa
que el fiel reflejo de la forma en que el hombre culto, llegado a la madurez, contempla su
mundo exterior. La experiencia intima de la profundidad es en ambos casos la que realiza el
mundo extenso [64] El misterio, a que alude el término primario tiempo, crea el espacio
tanto en la sensación de lo externo como en la representación de lo interno. También la
imagen del alma tiene su dirección en profundidad, su horizonte, su limitación o su infinitad.
Una «mirada interior» ve; un oído interior oye. Existe una representación clara de un orden
interno que, como el externo, ofrece el carácter de necesidad causal.
Así, después de lo que llevamos dicho en este libro sobre el fenómeno de las grandes
culturas, resulta enormemente amplificada y enriquecida la investigación sobre el alma.
Todo cuanto dicen y escriben hoy los psicólogos—y no se trata sólo de la ciencia
sistemática, sino también del conocimiento fisiognómico de los hombres, en el más amplio
sentido de la palabra—se refiere al estado actual del alma occidental; la opinión, hasta ahora
evidente, de que esas experiencias valen para «el alma humana» en general, no está
fundada.
La idea del alma es siempre la idea de un alma determinada. Ningún observador puede
escapar a las condiciones de su círculo y de su tiempo, y sea cual fuere el objeto que
conozca, cada uno de esos conocimientos es una expresión de su propia alma, por la
elección, la dirección y la forma interior. El hombre primitivo se forja una idea del alma con
los hechos de su propia vida, y en la elaboración de esa idea actúan las experiencias
primigenias de la conciencia vigilante—distinción entre el yo y el mundo, entre el yo y el tú—
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y de la existencia—distinción entre cuerpo y alma, entre vida sensible y reflexión, entre vida
sexual y percepción—. Ahora bien: los que meditan sobre estas cosas son hombres
reflexivos, y por eso siempre establecen una oposición entre un numen interior—espíritu,
logos, Ka, Ruach—y todo lo demás.
Pero la división y distribución de las partes, la manera de representarse los elementos
psíquicos, ya en capas sucesivas, ya como fuerzas, ya como substancias, ya en unidad, o
en polaridad o en pluralidad, esto precisamente es lo que caracteriza a la persona del
meditador y la clasifica entre los miembros de una cultura determinada. Y los que se figuran
conocer el elemento psíquico de culturas extrañas por sus efectos, es porque insinúan en él
su propia idea del alma; asimilan las nuevas experiencias a un sistema actual y no es
maravilla que así crean al fin haber descubierto sus formas eternas.
Pero en realidad cada cultura tiene su propia psicología sistemática, como tiene su propio
estilo en el conocimiento de los hombres y experiencia de la vida. Y asi como cada estadio
de una cultura, la época de la escolástica, de la sofística, de la ilustración, compone su idea
del número, del pensamiento, de la naturaleza, idea que sólo es adecuada para él, así
finalmente cada siglo se refleja en su propia idea del alma. El más penetrante conocedor de
hombres en Europa se equivoca cuando intenta comprender a un japonés o a un árabe, y
viceversa. Y lo mismo se equivoca el sabio al traducir a su propio idioma los términos
fundamentales de los sistemas árabes o griegos. Nephesch no significa animus; âtmân no es
alma. Eso que nosotros llamamos voluntad y descubrimos por doquiera, no lo hallaba el
«antiguo» en su idea del alma.
Después de lo dicho, nadie dudará de la alta significación que poseen las distintas ideas del
alma en la historia universal.
El hombre antiguo, apolíneo, entregado a la realidad euclidiana, punctiforme, contemplaba
su alma como un cosmos ordenado en grupo de bellas partes. Platón las llamaba noèw,
yumñw, ¤piymÛa [65], y las comparaba con el hombre, el animal y la planta y una vez las
comparó incluso con el hombre del Sur, del Norte y de la Helade. Esta imagen reproduce la
naturaleza tal como se desenvolvía ante los ojos del hombre antiguo: ordenada suma de
cosas palpables, frente a las cuales el espacio era sentido como el no ser. ¿Dónde, en esta
imagen, se encuentra la voluntad? ¿Dónde la representación de conexiones funcionales? ¿
Dónde las demás creaciones de nuestra psicología? O ¿es que se cree que Platón y
Aristóteles no entendían de análisis y no veían lo que ve cualquiera hoy? ¿No será más bien
que falta aquí la voluntad como en la matemática antigua falta el espacio y en la física la
fuerza?
En cambio tomemos una cualquiera de las psicologías occidentales. Siempre encontraremos
un orden funcional, nunca corpóreo.
Y = F(x): tal es la protoforma de todas las impresiones que recibimos de nuestra intimidad,
porque tal es el fundamento de nuestro mundo exterior. Pensar, sentir, querer—de esta
tríade no sale ningún psicólogo occidental por mucho que se afane—. Y la disputa de los
pensadores góticos sobre el primado de la voluntad o el de la razón demuestra que el alma
era ya entonces considerada como una relación entre fuerzas.
(Lo mismo da que estas doctrinas aparezcan como propias o como interpretaciones de San
Agustín y Aristóteles.) Asociaciones, apercepciones, procesos volitivos o como quiera que se
llamen los elementos de la idea del alma, todos sin excepción reproducen el tipo de las
funciones matematicofísicas y son, por lo tanto, de forma totalmente opuesta a la «antigua».
Como no se trata de interpretar el sentido fisiognómico de ciertos rasgos vitales, sino de
considerar «el alma» como un objeto, por eso la vacilación de los psicólogos comienza
justamente en el problema del movimiento. Para los antiguos hubo un problema eleático
también en el mundo interior; y en la disputa escolástica sobre el primado funcional de la
razón o de la voluntad anunciase ya la peligrosa debilidad de la física barroca, que no puede
encontrar una relación indudable entre la fuerza y el movimiento. La idea del alma que
compusieron los antiguos y los indios niega la energía de dirección—en esa idea todo está
ordenado y redondeado—; la de los egipcios y occidentales la afirma—aquí hay complejos
de efectuación y medios de fuerza—; pero justamente porque el tiempo queda incluido en
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esta imagen del alma, el pensamiento, que es extraño al tiempo, entra en contradicción
consigo mismo.
La idea fáustica y la idea apolínea del alma son radicalmente contrarias. Vuelven a surgir
aquí todas las oposiciones que antes hemos estudiado. La unidad imaginaria puede
caracterizarse en la cultura antigua con el nombre de «cuerpo psíquico»; en la nuestra, con
el de «espacio psíquico». El cuerpo tiene partes; en el espacio se verifican procesos. El
hombre antiguo siente su mundo interior plásticamente. Ello se ve muy bien en el lenguaje
de Homero, que quizá refleja antiquísimas teorías religiosas, como la de las almas en el
Hades, que son una reproducción fácilmente recognoscible del cuerpo.
La filosofía presocrática ve las almas de esta misma manera. Sus tres partes bien
ordenadas- logistikñn, ¤piyumhtikñn, yumoeid¡w, [66] —recuerdan el grupo de Laocoonte.
Nosotros, en cambio, tenemos del alma una impresión musical; la sonata de la vida interior
tiene por tema principal la voluntad; el pensamiento y el sentimiento son temas secundarios;
la frase se acomoda a las reglas estrictas de un contrapunto psíquico y el problema de la
psicología consiste en descubrir esas reglas.
Los elementos más simples se diferencian como tos números antiguos se diferencian de los
occidentales: allí son magnitudes, aquí relaciones. La estática psíquica de la existencia
apolínea—ideal estereométrico de la svfrosænh y de la tarajÛa— se opone a la dinámica,
psíquica de la vida fáustica.
La idea apolínea del alma—el tronco de caballos que Platón describe con el noèw [67]
cochero—se evapora en seguida al acercarse al alma mágica de la cultura árabe. Pierde
color en los estoicos posteriores, cuyos jefes eran en su mayoría oriundos del oriente
arameo. Y en la primera época imperial aparece ya en la literatura romana como simple
reminiscencia.
La idea mágica del alma tiene el carácter de un estricto dualismo de dos substancias
enigmáticas, el espíritu y el alma [68].
No mantienen entre sí estas substancias ni la relación estática, antigua, ni la relación
funcional, occidental, sino otra de muy distinta índole, que sólo cabe caracterizar con el
nombre de mágica. Piénsese, por oposición a la física de Demócrito y de Galileo, en la
alquimia y en la piedra filosofal. Esta idea del alma, específicamente oriental, constituye
necesariamente la base de todas las consideraciones psicológicas y sobre todo teológicas,
que llenan la época primitiva, la época «gótica» de la cultura árabe (del año 0 al año 300). El
Evangelio de San Juan forma parte de esa literatura, no menos que los escritos de los
gnósticos, de los padres de la Iglesia, de los neoplatónicos y maniqueos, los textos
dogmáticos del Talmud y el Avesta y el sentimiento senil de tinte religioso con que se
manifiesta el Imperio romano que tomó del Oriente joven, Siria y Persia lo poco vivo que
hay en su filosofía. Ya el gran Poseidonio, que a pesar del cariz «antiguo» de su inmenso
saber era un verdadero semita, lleno del espíritu árabe, sintió como verdadera esa
estructura mágica del alma, en íntima oposición al sentimiento apolíneo de la vida. Una
substancia que penetra el cuerpo se opone, por clara diferencia de valor, a otra substancia
que desciende sobre la humanidad en la cueva del mundo, substancia abstracta y divina en
la cual descansa el consenso de todos los que de ella participan [69]. Este «espíritu» es el
que produce el mundo superior, por cuya creación triunfa sobre la mera vida, sobre la
«carne», sobre la naturaleza. Tal es el modelo que, en sentido religioso, filosófico o
artístico—recuérdense los retratos de la época constantiniana, con los ojos fijos en el infinito,
con esa mirada que representa el- pneèma [70] —, sirve de base a todo sentimiento del yo.
Asi sintieron Plotino y Orígenes. San Pablo distingue—I. Corin. 15, 44 —entre el sÇma
cuxikñn y el sÇma yneumatikñn [71]. Era corriente entre los gnósticos la representación de
un doble éxtasis, el corporal y el espiritual, y la división de los hombres en superiores e
inferiores, psíquicos y neumáticos. Plutarco ha tomado de modelos orientales la psicología
corriente en la literatura de la antigüedad posterior, el dualismo de noès y cux®. Ese
dualismo entró pronto en relación con la oposición entre cristiano y pagano, entre espíritu y
naturaleza; y asi establecieron los gnósticos, los cristianos, los persas y los judíos el
esquema, aun no superado, de la historia universal como un drama
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de la humanidad entre la creación y el Juicio final, con una intervención divina en el centro.
La idea mágica del alma se perfecciona científicamente en las escuelas de Bagdad y Basra.
Alfarabi y Aikindi [72] han tratado a fondo los complicados problemas de esa psicología
mágica, poco accesible para nosotros. Su influencia sobre las primeras teorías abstractas
del alma—no sobre el sentimiento del yo—que se elaboran en Occidente fue mayor de lo
que se cree. Los psicólogos escolásticos y místicos han recibido de España, Sicilia y Oriente
los mismos elementos formales que el arte gótico. No olvidemos que el arabismo es la
cultura de las religiones reveladas, que suponen todas una idea dualista del alma.
Recordemos la Kabbala; pensemos en la parte que toman los filósofos Judíos en la llamada
filosofía de la Edad Media, es decir, en la filosofía del arabismo posterior y luego del gótico
primitivo. Citaré solo un ejemplo muy notable, que casi nadie ha advertido; Spinoza [73].
Procedente del Ghetto, es Spinoza, con su contemporáneo Schirazi, un retrasado, el último
representante del sentimiento mágico, un extraño en el mundo de formas de nuestro
sentimiento fáustico. Prudente discípulo de la época barroca, supo dar a su sistema los
colores del pensamiento occidental; pero en lo profundo sigue manifestando el dualismo
arábigo de las dos substancias psíquicas. Este es el verdadero y hondo motivo por el cual
falta en él el concepto de fuerza de Galilea y Descartes. Este concepto es el centro de
gravedad de un universo dinámico y, por lo tanto, resulta extraño al sentimiento mágico del
mundo. Entre la idea de la piedra filosofal—que yace oculta en la idea espinozista de la
divinidad como causa sui—y la de necesidad causal, que pertenece a nuestra imagen de la
naturaleza, no existe punto de relación. Por eso el determinismo de la voluntad en Spinoza
es exactamente el mismo que defendía la ortodoxia en Bagdad, es el «Kismet». Aquí es
donde hay que buscar la patria del método «more geométrico» que es común al Talmud, al
Avesta y al Kalaam arábigo [74], pero que, en la Ética de Spinoza forma dentro de nuestra
filosofía una excepción grotesca.
El romanticismo alemán reavivó con efímera vitalidad esta idea mágica del alma. Encontró
en la magia y en los pensamientos retorcidos de los filósofos góticos el mismo gusto que en
los ideales de las Cruzadas, claustros y castillos y sobre todo que en el arte y la poesía
sarracenos, sin entender en realidad gran cosa de tan lejanos objetos. ScheIIing, Oken,
Baader, Görres y sus amigos se complacían en especulaciones infructuosas de estilo
arábigo judaico, que ellos tranquilamente consideraban como obscuras y por lo tanto
«profundas», cosa que no habían sido para los orientales; ellos mismos no las comprendían
en parte y esperaban confiadamente que los oyentes tampoco las comprenderían. Lo
notable de este episodio es solo el encanto de la obscuridad que se desprendía de esos
pensamientos. Se puede arriesgar la conclusión de que las más claras y fáciles exposiciones
de los pensamientos fáusticos, como la de Descartes o los Prolegómenos de Kant, hubieran
producido en un metafísico árabe igual impresión de nebulosidad abstrusa. Lo que para
nosotros es verdadero es para ellos falso y viceversa; y lo mismo puede decirse tratándose
de la idea del alma que se forja cada cultura que de cualquier otro resultado de la
meditación científica.
3
El futuro tendrá que afrontar el problema difícil de distinguir y analizar los últimos elementos
en la concepción del mundo y filosofía de estilo gótico, como en la ornamentación de las
catedrales y en la pintura primitiva de entonces, que vacila indecisa entre el fondo plano
dorado y los amplios fondos de paisajes entre el modo mágico y el modo fáustico de ver a
Dios en la naturaleza. En la primitiva idea del alma, que esta filosofía revela, los rasgos de
la metafísica cristianoárabe el dualismo de espíritu y alma, se mezclan indecisos, vacilantes
con atisbos septentrionales de las facultades funcionales psíquicas, que aun no aparecen
reconocidas claramente.
Esta duplicidad de elementos es la base de la disputa sobre el primado de la voluntad o de
la razón, problema central de la filosofía gótica, que ésta intenta resolver ora en el viejo
sentido árabe, ora en el nuevo occidental. Es el mismo mito intelectual que, en formas
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constantemente varias, ha determinado el curso de toda nuestra filosofía, distinguiéndola de
cualquier otra. El racionalismo del barroco posterior, con el orgullo del espíritu urbano y
seguro de sí mismo, se decidió por la mayor potencia de la diosa Razón—Kant y los
jacobinos—. Pero ya el siglo XIX, sobre todo Nietzsche, ha elegido la fórmula más fuerte;
voluntas superior intellectu, que todos
llevarnos en la sangre [75]. Schopenhauer, el último gran sistemático, lo ha reducido a esta
otra fórmula: «El mundo como voluntad y representación»; y es su ética, no su metafísica, la
que decide en contra de la voluntad.
Aquí se ve inmediatamente cuál es el motivo misterioso, el sentido de todo filosofar, dentro
de una cultura. El alma fáustica, en esfuerzos centenarios, ha intentado dibujar de sí misma
un retrato, una imagen que armoniza profundamente con la imagen del mundo. La filosofía
gótica, con su lucha entre razón y voluntad, es en realidad una expresión del sentimiento
vital de aquellos hombres de las Cruzadas, de los Staufen, de las grandes catedrales. Veían
el alma así, porque ellos eran así.
El querer y el pensar son en la idea del alma lo que la dirección y la extensión, la historia y
la naturaleza, el sino y la causalidad en la imagen del mundo exterior. Estos rasgos
fundamentales de ambos aspectos revelan que nuestro símbolo primario es la extensión
infinita. La voluntad enlaza el futuro con el presente; el pensamiento enlaza lo ilimitado con
el aquí. El futuro histórico es la lejanía produciéndose; el horizonte infinito del mundo es la
lejanía producida. Tal es el sentido de la experiencia intima de la profundidad en el hombre
fáustico.
El sentimiento de la dirección es representado como esencia, casi como realidad mítica en
la «voluntad»; el sentimiento del espacio, en el «entendimiento»; y asi nace la imagen que
nuestros psicólogos necesariamente abstraen de la vida interior.
La cultura fáustica es cultura de la voluntad. Esto quiere decir que el alma fáustica posee
una disposición eminentemente histórica. El «yo» en el lenguaje usual— ego habeo
factum—, la construcción dinámica de la frase, reproduce perfectamente el estilo de la
acción que se deriva de aquella disposición interna y que con su energía de dirección
domina no sólo la imagen del «mundo como historia», sino nuestra historia misma. Ese «yo»
se yergue en la arquitectura gótica; las flechas de las torres y los contrafuertes son «yo»; por
eso toda la ética fáustica es una ascensión— perfeccionamiento del yo, mejoramiento moral
del yo, justificación del yo por la fe y las buenas obras, respeto al tú del prójimo por causa
del propio yo y su bienaventuranza—, desde Santo Tomás de Aquino hasta Kant. Y por
último, la noción suprema: la inmortalidad del yo.
Esto precisamente es lo que el auténtico ruso considera vano y despreciable. El alma rusa,
sin voluntad, alma cuyo símbolo primario es la planicie infinita [76], aspira a deshacerse y
perderse, sierva anónima, en el mundo de los hermanos, en el mundo horizontal. Pensar en
el prójimo partiendo de si mismo, elevarse moralmente por el amor al prójimo, hacer
penitencia de si mismo, es síntoma de vanidad occidental, es un crimen, como el disparo
hacia el cielo de nuestras catedrales tan contrario a los tejados planos, cubiertos de cúpulas,
de las iglesias rusas. El héroe de Tolstoi, Nekludow, cuida su yo moral como sus uñas; por
eso es por lo que Tolstoi pertenece a la seudomórfosís del petrinismo. Raskolnikow es
simplemente un algo que forma parte de un «nosotros». Su culpa es culpa, de todos [77]. El
que considere su pecado como propio demuestra en ello su arrogancia y su vanidad. Algo de
esto hay también en la idea mágica del alma. «Si alguno viene a mi—dice Jesús en San
Lucas, 14, 26—y no aborrece a su padre y madre y mujer e hijos y hermanos y hermanas, y
aun también su propio yo (t®n ¤autoè cux®n), no puede ser mi discípulo.»
Este sentimiento es el que le empuja a denominarse vástago humano [78], El consenso de
los fieles es igualmente impersonal y condena el «yo» como pecado; lo mismo sucede en el
concepto típicamente ruso de la verdad, como anónima coincidencia de los elegidos.
El hombre antiguo, todo presente, carece también de esa energía de la dirección que
domina nuestra imagen del mundo y del alma, que compendia todas las impresiones
sensibles en un disparo hacia la lejanía, todas las experiencias intimas en el sentido del
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futuro. El hombre antiguo no tiene voluntad.
Lo confirma la idea antigua del sino, y mejor aún el símbolo de la columna dórica. La lucha
entre el pensar y el querer constituye el tema oculto de todos los retratos significativos,
desde Jan van Eyck hasta Marées; en cambio el retrato antiguo no puede contener nada de
eso, porque en la idea antigua del alma hállanse junto al noèw, junto al Zeus interior, las
unidades ahistóricas de los instintos vegetativos y animales (yumñw y ¤piymÛa), en forma
somática, sin dirección consciente y tendencia hacia un fin.
Es indiferente el nombre que demos a nuestro principio fáustico, que sólo a nosotros
pertenece. El nombre es ruido y humo. Espacio es también una palabra que, con mil matices
diferentes, expresa en boca del matemático, del pensador, del poeta, del pintor, una y la
misma cosa indescriptible que, al parecer, pertenece a la humanidad entera, pero que en
realidad sólo en la cultura occidental tiene esa significación trascendente y metafísica que
nosotros le damos con interior necesidad. No el concepto de «voluntad», pero si la
circunstancia de que para nosotros exista ese concepto, mientras que los griegos no lo
conocían, tiene la significación de un gran símbolo. En último término, no hay diferencia
alguna entre el espacio profundo y la voluntad. En los idiomas «antiguos» falta la
denominación de aquél y, por tanto, también la de ésta [79].
El espacio puro del mundo fáustico no es la mera dilatación, sino la extensión en la lejanía
como eficiencia, como superación de lo meramente sensible, como oposición y tendencia,
como voluntad espiritual de potencia. Bien sé lo insuficientes que son estas perífrasis. Es
enteramente imposible indicar por medio de conceptos exactos la diferencia que existe entre
lo que nosotros pensamos, sentimos y nos representamos bajo el nombre de espacio y lo
que como tal sentían los hombres de la cultura árabe o india. Pero no cabe duda de que son
cosas totalmente distintas; demuéstralo la diferencia entre las intuiciones fundamentales de
las respectivas matemáticas y artes plásticas, y, sobre todo, de las inmediatas
manifestaciones de la vida. Veremos cómo la identidad del espacio y la voluntad se
manifiesta en las hazañas de Copérnico y de Colón, en las de los Hohenstaufen y de
Napoleón—dominio del espacio cósmico—; pero esa identidad también está implícita bajo
otra forma en ciertos conceptos físicos como campo de fuerza y potencial, que nadie hubiera
podido hacer comprender a un griego. El espacio, como forma a priori de la intuición—
fórmula en que Kant expresa definitivamente el pensamiento que la filosofía barroca había
buscado sin cesar—, significa una pretensión de dominio que el alma enuncia sobre todo lo
que no es ella. El yo rige al mundo por la forma [80].
Esto es lo que expresa la perspectiva en profundidad de la pintura al óleo, poniendo el
espacio infinito del cuadro en la dependencia del espectador, que lo domina literalmente,
desde la lejanía conveniente. Ese disparo hacia la lejanía, que conduce al tipo del paisaje
heroico de sentido histórico, tanto en el cuadro como en el parque de la época barroca, es el
mismo que se manifiesta en el concepto matemático-físico de vector.
Durante siglos ha perseguido la pintura, con pasión, ese gran símbolo que encierra en sí
todo lo que expresan las palabras espacio, voluntad, fuerza. La tendencia metafísica
correspondiente es ese constante afán por formular la dependencia funcional entre el
espíritu y las cosas mediante parejas de conceptos, como fenómeno y cosa en sí, voluntad y
representación, yo y no yo, que tienen un contenido puramente dinámico, opuesto en
absoluto a la teoría de Protágoras, que llamaba al hombre medida, esto es, no creador de
todas las cosas. Para la metafísica «antigua» es el hombre un cuerpo entre cuerpos y el
conocer una especie de contacto que va de lo conocido al cognoscente, y no viceversa. Las
teorías ópticas de Anaxágoras y Demócrito están bien lejos de conceder al hombre una
actividad en la percepción sensible. Platón no siente nunca el yo como centro de una esfera
de actividad trascendente; en cambio para Kant esta concepción es una necesidad interior.
Los presos de la famosa cueva platónica son verdaderos presos, esclavos de las externas
impresiones y no señores; perciben iluminados por el sol universal, no son soles que
alumbren el universo.
El concepto físico de la energía espacial, representación totalmente contraria al espíritu
«antiguo», representación que hace de la distancia una forma de la energía y hasta la
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protoforma de toda energía—pues tal es el fundamento de los conceptos de capacidad e
intensidad—, aclara también la relación entre la voluntad y el espacio psíquico imaginario.
Sentimos que las dos imágenes, la imagen dinámica del mundo, trazada por Galileo y
Newton, y la imagen dinámica del alma, con la voluntad como centro de gravedad y de
relación, significan una y la misma cosa. Ambas son formas barrocas, símbolos de la cultura
fáustica, al llegar a su plena madurez.
No es justo, aunque sí frecuente, considerar el culto de «la voluntad» como universal mente
humano, o al menos como universalmente cristiano y derivarlo de las religiones pre
arábigas. Esta conexión pertenece exclusivamente a la superficie histórica; hay ciertas
palabras, como voluntas, que sufren un cambio de sentido profundamente simbólico, aun
que inadvertido por lo general, y es corriente confundir los sinos de esas palabras con la
historia de las ideas y de las significaciones verbales. Cuando los psicólogos árabes,
Murtada, por ejemplo, hablan de la posibilidad de varias «voluntades», una «voluntad» que
está en conexión con
el hacer, otra que le precede independiente, otra que no tiene la menor relación con el acto y
que es la que crea el «querer», se refieren en todo esto al sentido profundo de la palabra
árabe, y nos presentan evidentemente una imagen del alma cuya estructura difiere por
completo ce la fáustica.
Los elementos del alma son para todo hombre, sea cual fuere la cultura a que pertenece,
deidades de una mitología interior. Lo que Zeus en el Olimpo externo, eso mismo es para
un griego el noèw en el mundo interior presente a su vista con perfecta claridad; el noèw;
preside a todas las demás partes del alma. Lo que para nosotros es «Dios», Dios como
universal aliento, como fuerza omnipotente, como eficiencia y providencia omnipresentes,
eso mismo es la «voluntad», trasladada del espacio cósmico al espacio imaginario del alma
y sentida necesariamente como una realidad actual. En el dualismo microcósmico de la
cultura mágica, con su
ruach y su nephesch, su pneèma y su cux®, va implícita necesariamente la oposición
macrocósmica de Dios y el diablo, de Ormuz y Ariman en Persia, de Jahve y Belcebú en
Judea, de AIlah e Iblis en el Islam, del bien absoluto y del mal absoluto. Pero debe
advertirse que en el sentimiento occidental del mundo esas dos oposiciones palidecen y
declinan al mismo tiempo. De la disputa gótica por el primado del Íntellectus o de la voluntas
sale la voluntad afirmada como centro de un monoteísmo psíquico,
y al mismo tiempo desaparece del mundo real la figura del diablo. El panteísmo del mundo
exterior en la época barroca tiene por consecuencia inmediata un panteísmo interior, y la
oposición de Dios y el mundo— en cualquier sentido que se tome—significa lo mismo que la
de la voluntad y el alma, significa la fuerza que todo lo mueve en su imperio [81]. Y cuando
el pensamiento religioso se convierte en un pensamiento rigurosamente científico, la física y
la psicología siguen manteniendo un doble mito intelectual. El origen de los conceptos
fuerza, masa, voluntad, pasión, no está en la experiencia absoluta, sino en el sentimiento
vital. El darwinismo no es mas que una acepción superficial de este sentimiento. Ningún
griego hubiera empleado la palabra naturaleza en el sentido de una actividad absoluta y
ordenada, como lo hace la biología moderna. «Voluntad de Dios» es para nosotros un
pleonasmo.
Dios—o «la naturaleza»—no es mas que voluntad. El concepto de Dios, desde el
Renacimiento, ha ido insensiblemente identificándose con el concepto del espacio cósmico
infinito y perdiendo sus rasgos sensibles, personales—la omnipresencia y la omnipotencia se
han convertido casi en conceptos matemáticos—; pues del mismo modo Dios se ha
transformado en la voluntad universal, que ninguna intuición puede darnos a conocer. Por
eso es por lo que la música instrumental pura vence a la pintura en 1700; la música, en
efecto, es el único y último medio de expresar claramente ese sentimiento de lo divino.
Recordemos, en cambio, los dioses homéricos. Zeus no posee en absoluto poder pleno
sobre el mundo; incluso en el Olimpo es—asi lo exige el sentimiento apolíneo—primus Inter
-pares, cuerpo entre cuerpos. La ciega necesidad, la nŒxk®, que el pensamiento antiguo
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encuentra en el cosmos, no depende de Zeus en manera alguna. Al contrario: los dioses se
inclinan ante ella. Esquilo lo dice claro en un pasaje fortísimo del Prometeo, y en Homero
percibimos el mismo sentimiento cuando habla de la lucha entre los dioses y en aquel
pasaje decisivo en que Zeus levanta la balanza del sino, no para estatuir, sino para conocer
el destino de Héctor. Asi, pues, los antiguos se representan el alma con sus partes y
potencias como un Olimpo de pequeñas deidades; y el ideal de la vida helénica consistía en
mantener en paz y concordia esa divina tropa. Tal es el sentido de la svfrosænh y tarajÛa.
Y el hecho de que algunos filósofos hayan dado el nombre de Zeus a la parte más elevada
del alma, al noèw, demuestra la realidad de esa relación entre la idea del alma y la idea
religiosa. Aristóteles, al pensar la divinidad, le atribuye por única función , la yevrÛa, la
contemplación; es el ideal de Diógenes: una estática perfecta de la vida, que se contrapone
a la no menos perfecta dinámica del ideal vital en el siglo XVIII.
Ese misterioso elemento que en nuestra idea del alma designa la palabra voluntad, esa
pasión de la tercera dimensión, es, pues, propiamente una creación del barroco, como la
perspectiva de la pintura al óleo, como el concepto de fuerza en la física moderna, como el
mundo sonoro de la música instrumental pura. En todos los casos había presentido el gótico
eso mismo que estos siglos de saturación espiritual llevan a su madurez. Y ya que nos
referimos aquí al estilo de la vida fáustica, por oposición a otra cualquiera, hemos de afirmar
una vez más que los términos primarios de voluntad, fuerza, espacio, Dios, sustentados y
animados por el sentimiento fáustico, son símbolos, principios estructuradores de grandes
mundos formales muy afines entre sí y en los cuales esa realidad se expresa y manifiesta.
Hasta ahora se ha creído que éstos eran hechos eternos, hechos que existían en sí mismos,
y que por los métodos de la investigación crítica podían ser afirmados, «conocidos»,
demostrados de una vez para siempre.
Esta ilusión de la ciencia física ha sido igualmente la ilusión de la psicología. Pero en verdad
esas realidades «universalmente válidas» pertenecen solamente al estilo barroco de la
contemplación y de la intelección, como formas expresivas de significación transitoria que
son «verdaderas» sólo para el espíritu occidental; concebidas así varía totalmente el sentido
de aquellas ciencias, que ya no son sólo sujetos de un conocimiento sistemático, sino
también y en más alto grado objetos de una, consideración fisiognómica.
La arquitectura barroca comenzó, como ya sabemos, cuando Miguel Ángel substituyó los
elementos tectónicos del Renacimiento: peso y sostén, por los dinámicos de masa y fuerza.
La capilla Pazzi, de Brunellesco, expresa un sentimiento de alegre abandono; la fachada de
II Gesú, de Vignola, es voluntad hecha piedra, A este nuevo estilo, en su aspecto
eclesiástico se le ha dado el nombre de estilo Jesuita, sobre todo después de su
perfeccionamiento por Vignola y Della Porta; y en realidad hay un íntimo nexo entre la
creación de San Ignacio de Loyola y las formas artísticas de la época. En efecto, la orden
fundada por Loyola representa la voluntad pura, abstracta de la Iglesia [82]; y su actividad
oculta, expandiéndose por el infinito, puede parangonarse con el análisis y con el arte de la
fuga.
Desde ahora ya no parecerá paradójico hablar del estilo barroco y hasta del estilo jesuíta en
la psicología, en la matemática y en la física teórica. El lenguaje de las formas dinámicas,
que a la oposición entre materia y forma—oposición somática y sin voluntad—substituye la
enérgica oposición entre capacidad e intensidad, es común a todas las creaciones
espirituales de estos siglos.
4
Veamos ahora hasta qué punto el hombre de esta cultura realiza lo que su idea del alma nos
hace esperar. Si es licito caracterizar el tema de la física occidental, en su generalidad,
como el espacio activo, este mismo término habrá de determinar también la índole, el
contenido de la existencia del hombre contemporáneo. Nosotros, naturalezas de temple
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fáustico, estamos acostumbrados a incluir en el conjunto de nuestras experiencias vitales los
individuos considerados en su manifestación activa, no en su apariencia plástica y estática.
Medimos a los hombres por su actividad, que puede dirigirse igualmente hacia dentro o
hacia fuera; y en esa dirección valoramos los propósitos, los motivos, los esfuerzos, las
convicciones, los hábitos. El término en que resumimos este modo de ver la vida es la
palabra carácter. Hablamos de cabezas que tienen carácter, de paisajes que tienen carácter.
Continuamente empleamos locuciones que se refieren al carácter de los ornamentos, de las
pinceladas, de la letra manuscrita; y aun de artes enteras, de épocas y de culturas. La
música del barroco es el arte propio de lo característico, tanto en la melodía como en la
instrumentación. La palabra carácter designa también algo indescriptible, algo que separa la
cultura fáustica de todas las demás. Y es indudable su profunda afinidad con la palabra
«voluntad». Lo que la voluntad es en la imagen del alma, eso mismo es el carácter en la
imagen de la vida, que nosotros los europeos occidentales, y sólo nosotros, construimos con
entera evidencia.
El empeño fundamental de todos nuestros sistemas éticos—por diferentes que sean sus
fórmulas metafísicas o prácticas—es que el hombre tenga carácter. El carácter—que se
forma en el curso del mundo—, la personalidad, la relación de la vida con la acción, es la
impresión que el hombre produce en el ánimo fáustico. Entre el carácter y la imagen física
del universo existe una importante semejanza. El concepto vectorial de la tuerza, con su
dirección, no ha podido aislarse del de movimiento, a pesar de las más finas investigaciones
teóricas; del mismo modo es imposible separar estrictamente la voluntad del alma, el
carácter de la vida. En la cumbre de esta cultura, desde el siglo XVII, sentimos con
seguridad una equivalencia de significación entre la palabra vida y la palabra voluntad. Los
términos de fuerza vital, voluntad de vivir, energía activa, llenan nuestra literatura moral,
como algo evidente; en cambio esas expresiones no son ni siquiera traducibles al griego de
la época de Perícles.
Todas las morales han manifestado siempre la pretensión de valer para todos los tiempos y
todas las latitudes. Esta pretensión es la que ha mantenido oculto el hecho de que, siendo
las culturas individualidades de orden superior, cada una de ellas posee su propia,
concepción moral. Hay tantas morales como culturas. Nietzsche ha sido el primero en
vislumbrarlo. Y, sin embargo, no ha llegado, ni con mucho, a la noción de una morfología de
la moral, verdaderamente objetiva—más allá de todo bien y de todo mal—. Ha valorado la
moral antigua, la moral india, la moral cristiana, la moral del Renacimiento, por comparación
con sus propios valores personales, en lugar de comprender el carácter simbólico de esos
estilos diferentes. Justamente nuestra penetración histórica hubiera debido concebir el
protofenómeno de la moral en su sentido propio. Ya hoy estamos, al parecer, maduros para
ello. Tan necesaria se ha hecho para nosotros, desde Joaquín de Floris y las Cruzadas, la
idea de la humanidad como conjunto activo, combatiente, progresivo, que nos cuesta trabajo
comprender que esta manera de considerar el hombre sea exclusivamente occidental y
tenga una validez y duración transitorias. Para el espíritu antiguo, la humanidad es una
masa invariable; por eso la antigüedad concibe una moral muy distinta de la nuestra, que se
extiende desde los tiempos primitivos de Homero hasta la época imperial. Y en general
puede decirse que al sentimiento vital, altamente activo, de la cultura fáustica, se acerca
bastante el de las culturas china y egipcia; mientras que al sentimiento pasivo de la
antigüedad se asemeja más el de la cultura india.
Si ha habido en el mundo un grupo de naciones que haya vivido en continua lucha por la
existencia, es sin duda alguna el de la cultura antigua, en donde todas las ciudades, grandes
y pequeñas, se combatían hasta aniquilarse, luchando sin plan, sin sentido, sin cuartel,
cuerpos contra cuerpos, por instinto antihistórico. Sin embargo, la ética griega, a pesar de
Heráclito, dista mucho de haber considerado la lucha como principio ético. Los estoicos,
como los epicúreos, enseñaban un ideal de renuncia a la lucha. En cambio el afán típico del
alma occidental consiste en superar y vencer los obstáculos.
Actividad, decisión, afirmación de sí mismo, éstas son exigencias occidentales. La lucha
contra los aspectos cómodos de la vida, impresiones de lo momentáneo, próximo, palpable
y fácil; la realización de lo que tiene universalidad y permanencia, de lo que sirve de enlace
espiritual entre el pasado y el futuro, tal es el contenido de todos los imperativos fáusticos
desde los albores del gótico hasta Kant y Fichte, y más acá todavía, hasta el ethos de esas
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inauditas manifestaciones de fuerza y voluntad que caracterizan hoy nuestros Estados,
nuestras potencias económicas y nuestra técnica. El carpe diem, la plenitud momentánea
del punto de vista antiguo, constituye la más perfecta contradicción de todo cuanto Goethe,
Kant, Pascal, la Iglesia y el pensamiento libre consideran valioso, a saber: una realidad
activar combatiente, victoriosa [83].
Asi como todas las formas del dinamismo—pictórico, musical, físico, social, político—
establecen conexiones infinitas y no consideran (como la física antigua) el caso particular y
la suma de éstos, sino el curso típico y la regla funcional, así también hemos de entender
por carácter le que fundamentalmente permanece idéntico en el ejercicio de la vida. En el
caso contrario decimos que hay falta de carácter. Carácter es la forma de una existencia en
movimiento, que
a la mayor variabilidad en los casos particulares une la mayor constancia en el principio. El
carácter es lo que hace posible una biografía significativa, como Poesía y Realidad, de
Goethe.
Las biografías de Plutarco, que son típicamente antiguas, constituyen, comparadas con la de
Goethe, una colección de anécdotas en orden cronológico y no una evolución histórica. Y
Alcibíades, Perícles, y en general cualquier hombre de pura estirpe apolínea, será
susceptible de una biografía plutarquiana, pero no de una biografía a lo Goethe. No porque a
su vida le fa le masa de hechos, sino porque le falta relación entre ellos; los sucesos aquí se
siguen como átomos. Refiriéndonos a la imagen física del mundo, podemos decir: no es que
el griego se haya olvidado de buscar leyes generales en la suma de sus experiencias, es que
no podía encontrar tales leyes en su cosmos.
De aquí se sigue que las ciencias que estudian el carácter, sobre todo la fisiognómica y la
grafología, hubieran padecido de miseria en la cultura antigua. No conocemos la escritura
antigua; pero la ornamentación, si se compara con la gótica, es de una sencillez y
mezquindad increíbles, por lo que toca a la expresión característica—recordemos los
meandros y las hojas de acanto—, y en cambio ofrece una uniformidad en sentido
intemporal que no ha sido alcanzada jamás. Se comprende naturalmente que, si
examinamos el sentimiento antiguo de la vida, habremos de encontrar en él un elemento
fundamental de la valoración ética, contrapuesto al carácter, como la estatua se contrapone
a la fuga, la geometría euclidiana al análisis y el cuerpo al espacio. Ese elemento es el
gesto. El gesto es el principio fundamental de una estática psíquica, y las palabras que en
los idiomas clásicos substituyen a nuestra «personalidad» son prñsvpon y persona, que
significan personaje, carátula. En la lengua griega posterior, en la lengua de la época
romana, el término designa propiamente el modo de la manifestación pública, los gestos y
ademanes, y por lo tanto el núcleo auténtico, la esencia del hombre antiguo. Decíase de un
orador, que hablaba como prñsvpon sacerdotal, como prñsvpon militar. El esclavo era
prñsvpon, pero no sÅmatow; es decir, que no tenia una actitud importante como elemento
de la vida pública, pero si un alma.
Cuando el destino le deparaba a alguien el papel de rey o de general, los romanos
expresaban este hecho con los términos persona regis, imperatoris [84]. En esto se revela el
estilo apolíneo de la vida. No se trata de desenvolver posibilidades internas mediante un
esfuerzo activo, sino de mantener una actitud cerrada, de acomodarse rigurosamente a un
ideal de realidad, por decirlo asi, plástica. La ética antigua es la única en que actúa cierto
concepto de la belleza. Llámese el ideal svfrosænh, kalolŒgaÛa o tarajÛa [85], siempre es
un armonioso grupo de rasgos sensibles, palpables, manifiestos al público, determinados
para los demás y no para el propio sujeto. El hombre antiguo era objeto, no sujeto de la vida
externa. El presente puro, el instante actual, el primer plano de la vida no era nunca
superado, sino constantemente pulido y perfeccionado. La vida interior, en este caso, resulta
un concepto imposible.
El zÒon politilñn [86] de Aristóteles—término intraducible que de continuo ha sido mal
entendido, porque se le ha interpretado en nuestro sentido europeo occidental—se refiere a
los hombres que solitarios, aislados, no son nada y que sólo en pluralidad significan algo. ¡
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Qué grotesca representación la de un ateniense en el papel de Robinsón! El hombre antiguo
vive en e ágora, en el foro, donde cada cual se ve reflejado en los demás, que son
propiamente los que le dan realidad. Todo esto está contenido en la expresión sÅmata
pñlevw; los cuerpos de la ciudad, los ciudadanos. Se comprende bien que el retrato, piedra
de toque del arte barroco, sea la representación del hombre como un carácter; en cambio,
en la época floreciente de Atenas, la representación del hombre como actitud, como
«persona», había de culminar en el ideal de la estatua desnuda.
5
Esta diferencia ha dado por resultado dos formas de tragedia profundamente opuestas en
todos los sentidos. La forma fáustica es el drama de carácter; la apolínea, el drama del gesto
sublime. No tienen de común, en realidad, mas que el nombre [87].
Es harto significativo el hecho de que el drama barroco haya buscado su inspiración no en
Esquilo y Sófocles, sino en Séneca [88]—lo que corresponde exactamente a la arquitectura,
inspirada no en el templo de Paestum, sino en los edificios imperiales—. El drama barroco,
con decisión cada vez más firme, sitúa su centro de gravedad no en el acontecimiento, sino
en el carácter, formando asi una especie de sistema de coordinadas psicológicas, que es el
que determina la posición, el sentido y el valor de todos los hechos escénicos. Surge de este
modo una tragedia, de la voluntad, de las fuerzas activas, de la movilidad inferior, no
traducida necesariamente en elementos visibles. En cambio Sófocles saca fuera de la
escena el mínimum indispensable de acontecimientos, empleando el recurso de los
mensajeros. La tragedia antigua se refiere a situaciones generales, no a personalidades
particulares; Aristóteles, expresivamente, la llama mimhsiw oæk ŒnyrÅtvn llŒ prŒjevw
kaÛ bÛou [89]; y lo que este filósofo en su Poética— que es sin duda alguna el libro que ha
ejercido más fatal influencia, sobre nuestra poesía—designa con el nombre de ¸yow, a
saber, la actitud ideal de un griego ideal en una situación dolorosa, no tiene nada que ver
con nuestro concepto del carácter como disposición del yo que determina los
acontecimientos; de igual manera que el plano, en la geometría de Euclides, no tiene nada
que ver con el concepto del mismo nombre, que aparece, por ejemplo, en la teoría de
Riemann sobre las ecuaciones algebraicas. El haber traducido ¸yow; por carácter, en lugar
de acudir a perífrasis como actitud, gesto, ademán, personaje, para dar idea de este
concepto casi intraducible; el haber traducido igualmente la palabra mèyow—que en realidad
significa acontecimiento intemporal— por la voz acción, ha perjudicado notablemente
durante siglos a la poesía occidental, como le ha perjudicado asimismo el derivar la palabra
dr ma. del verbo hacer. Otello, Don Quijote, el Misántropo, Wérther, Hedda Gabler son
caracteres.
Lo trágico consiste en la simple existencia de tales seres en medio de su mundo. Unas
veces en lucha contra ese mundo, otras contra sí mismo, otras contra otros, siempre es el
carácter, nunca un elemento exterior, el que lleva el combate.
Es el destino, el destino de un alma enredada en una maraña de relaciones contradictorias,
que no admite solución pura.
Mas las figuras del teatro antiguo son todas personajes, no caracteres. Por la escena pasan
siempre los mismos: el anciano, el héroe, el asesino, el enamorado; cuerpos idénticos, de
movimientos pausados, sobre el alto coturno. Por eso en el drama antiguo, aun en la época
posterior, era la máscara una necesidad interna de profundo sentido simbólico; en cambio
nuestro teatro no puede «representarse» sin el juego de ademanes y gestos que desarrolla
el comediante. Y no se oponga a esto, como objeción, la grandeza peculiar del teatro griego;
porque máscara usaban también los mimos y cómicos de ocasión y máscaras son las
estatuas retratos [90]. Si los antiguos hubiesen sentido profundamente la necesidad de los
espacios interiores, hubieran encontrado sin dificultad la forma arquitectónica adecuada.
Los acontecimientos trágicos, que son trágicos por su relación con un carácter, son la
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consecuencia de una larga evolución interior. Pero en los casos trágicos de Ayax, de
Filoctetes, de Antígona, de Electra, los antecedentes íntimos—si pudieran existir en un
hombre de tipo «antiguo»—son indiferentes para las consecuencias. El suceso decisivo
sobreviene sin transición; es un accidente casual y externo, que hubiera podido ocurrirle con
iguales efectos a cualquier otro, incluso a un hombre de otra raza y de otro pueblo.
La oposición entre la tragedia antigua y la tragedia occidental no queda suficientemente
manifiesta si empleamos para designarla los términos de acción o suceso. La tragedia
fáustica es biográfica; la apolínea es anecdótica. Esto significa que aquélla abarca la
dirección de toda una vida, mientras que ésta se atiene al instante aislado. ¿Qué relación
existe entre el pasado interior de Edipo o de Orestes y el acontecimiento destructor que de
pronto se aparece en su camino? [91].
Contrapuesto a la anécdota de estilo antiguo, conocemos nosotros el tipo de la anécdota
característica, personal, antimítica; es la novela corla, cuyos maestros se llaman Cervantes,
Kleist, Hoffmann, Storm. ¡Cuan significativa es la novela corta si se siente que su motivo, su
tema sólo es posible una vez, en tal tiempo determinado y en tal determinado hombre!
En cambio el valor de la anécdota mítica—la fábula—esta definido por la pureza de las
propiedades contrapuestas. Aquí tenemos un sino que hiere como el rayo, sin importarle a
quién; allá un sino que, como hilo invisible, entrama una vida y la destaca y distingue de
todas las demás. En el pasado de Otelo—obra maestra de análisis psicológico—el menor
rasgo guarda relación con la catástrofe. El odio de razas, el aislamiento del encumbrado
entre los patricios, el moro soldado, casi salvaje, el hombre viejo y solitario, ninguno de
estos aspectos carece de significación. Intentad desarrollar la exposición de Hamlet o de
Lear, comparándola con las tragedias de Sófocles. Hallaréis pura psicología y no una suma
de datos externos. Los griegos no tenían la más leve idea de lo que nosotros hoy llamamos
un psicólogo, es decir, uno que conoce y sabe dar forma a las épocas internas y que para
nosotros casi se identifica con el concepto de poeta. Los griegos no eran analíticos en la
matemática ni en el estudio del espíritu; y no podían serlo, tratándose de almas «antiguas».
«Psicología», he aquí propiamente el término que define la forma de la humanidad
occidental. Conviene a un retrato de Rembrandt como a la música de Tristán, al Julián Sorel
de Stendhal como a la Vita nuova de Dante. Ninguna otra cultura conoce esto. Y esto
justamente se halla severamente proscrito del conjunto de las artes «antiguas».
«Psicología» es la forma en que la voluntad, el hombre como encarnación de la voluntad, no
el hombre como sÇma, se capacita para el arte. Quien en este punto cite a Eurípides, no
sabe lo que es psicología. Ved la riqueza de rasgos característicos que atesora ya la
mitología nórdica, con sus astutos enanos, sus romos gigantes, sus burlones elfos, con Loki,
Baldr y demás figuras. En cambio el Olimpo de Homero es una colección de formas típicas.
Zeus, Apolo, Poseidón, Ares, son «hombres» y nada más; Hermes es «el muchacho»;
Atene, una Afrodita entrada en años. Y en cuanto a los dioses menores, la plástica posterior
demuestra que sólo se distinguían por el nombre. Otro tanto puede decirse de las figuras
que desfilaban por la escena ática. En Wolfram de Eschenbach, en Cervantes,
Shakespeare, Goethe, desarróllase la tragedia de una vida personal, interior, dinámica,
funcional, y los ciclos vitales no son a su vez inteligibles si no se proyectan sobre el fondo
histórico del siglo. En los tres grandes dramaturgos de Atenas, la tragedia viene de fuera; es
estática y euclidiana. Repitiendo aquí un término, que hemos aplicado ya a la historia
universal, diremos que el acontecimiento destructor allá hace época y acá constituye un
episodio. Incluso el desenlace mortal es un episodio, el último de una existencia compuesta
de simples casualidades.
Una tragedia barroca no es otra cosa que el carácter directivo que se manifiesta y
desenvuelve a la luz del mundo, como curva en vez de ecuación, como energía cinética en
vez de potencial. La persona visible es el carácter posible; la acción es el carácter en trance
de realización. Tal es el sentido integro de nuestra teoría de la tragedia, que hoy aun padece
de «antiguas» reminiscencias y confusiones. El hombre trágico de la antigüedad es un
cuerpo euclidiano en una posición que ni él ha elegido ni puede cambiar; ese cuerpo, herido
por la eimarmené [92], muéstrase inmutable en la iluminación de sus planos por los sucesos
exteriores. En este sentido se habla, en las Coéforas, de Agamenón, como «cuerpo regio
conductor de armadas» y dice Edipo en Colonos que el oráculo se refiere a «su cuerpo»
[93]. Todos los hombres significativos de la historia griega, hasta Alejandro, manifiestan una
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notable inflexibilidad. No conozco ninguno que haya desarrollado una evolución interna en
las luchas de la vida, como Lutero y Loyola. Eso que, con harta superficialidad, se llama en
los griegos manifestaciones de carácter, no es mas que el reflejo de los sucesos sobre el ·
yow del héroe, pero nunca el reflejo de una personalidad sobre los sucesos.
Asi comprendemos el drama, con Íntima necesidad, nosotros los hombres de Occidente. El
drama es para nosotros un máximum de actividad. En cambio, para los griegos era,
necesariamente, un máximum de pasividad [94]. La tragedia ática no contiene «acción». Los
misterios antiguos—y Esquilo, que era de Eleusis, creó el drama elevado sobre el tipo de los
misterios con su peripecia—eran todos dr?mata o drÅmena, celebraciones litúrgicas.
Aristóteles define la tragedia como imitación de un acontecimiento. Eso justamente, la
imitación se identifica con la tan nombrada profanación de los misterios; y es bien sabido
que Esquilo, que introdujo para siempre en la escena ática el traje sacro de los sacerdotes
eleusinos, fue acusado por ello [95]. Pues el dr ma propiamente dicho, con su peripecia del
quejido al júbilo, no residía en la fábula que se narraba, sino en la acción del culto, acción
simbólica que el espectador comprendía y sentía en el sentido más profundo de la palabra.
A este elemento de la religión antigua primitiva, que no se halla representada por Homero
[96], vino a unirse después el elemento campesino, las escenas burlescas— fálicas,
ditirámbicas—de las fiestas primaverales en honor de Demeter y de Dionysos. En las danzas
de animales [97] y el canto de acompañamiento tuvo su origen el coro trágico, que se
contrapone al representante, al «respondedor» de Thespis (534).
La tragedia propiamente dicha se desarrolló partiendo de la lamentación mortuoria, del treno
(naenia). En cierto momento sucedió que el Juego alegre de las fiestas dionisiacas—que
eran también fiestas de las almas—se convirtió en un coro quejumbroso de hombres; y el
drama satírico quedó para el final. En 492 representó Phrynichos La toma de Mileto, que no
era un drama histórico, sino las lamentaciones de las milesias, y fue severamente castigado
por haber rememorado la desgracia de la ciudad. La introducción del segundo representante,
por Esquilo, perfeccionó la esencia de la tragedia antigua; la lamentación, como tema dado,
se destaca ahora sobre la figura visible de un gran dolor humano, como motivo actual. La
fábula (mèyow) no es «acción», sino la ocasión para los cantos del coro, que siguen siendo,
ahora como antes, la tragoidia propiamente dicha. El acontecimiento puede ser narrado o
representado, no importa; esto no es lo esencial. El espectador, que no ignoraba el
significado del momento, sentíase aludido él y su sino en las palabras patéticas. En el
espectador se verifica la peripecia, que es el propio fin de las escenas sagradas. La
lamentación litúrgica sobre la miseria de la raza humana ha sido siempre más o menos
envuelta en referencias y relatos, el centro de
todo. Claramente si ve en Prometeo, Agamenón y Edipo Rey. Pero por encima de la
lamentación se eleva ahora [98] la grandeza del héroe paciente, su actitud sublime, su ·yow,
que se desarrolla en poderosas escenas entre dos entradas del coro. El tema no es el héroe
activo, cuya voluntad crece e irrumpe en lucha contra la resistencia de las potencias
extrañas o de los demonios en su propio pecho; el tema es el paciente sin voluntad, cuya
existencia somática es aniquilada—sin fundamento profundo, puede añadirse—, La trilogía
de Prometeo, por Esquilo, comienza justo en el punto en que Goethe la hubiera
probablemente terminado. La locura del rey Lear es el resultado de la acción trágica. En
cambio el Ayax de Sófocles enloquece por mandato de Athéné, antes de que comience el
drama. Tal es la diferencia entre un carácter y una figura en movimiento. En realidad, el
terror, la piedad son, como los describe Aristóteles, los efectos necesarios de las tragedias
antiguas sobre los espectado-res antiguos y sólo sobre éstos. Bien claro se ve, cuando se
consideran las escenas que él señala como las más impresionantes, a saber: las que traen
cambios súbitos de fortuna o reconocimientos inesperados. Las primeras son las que
producen la impresión del fñbow (terror) y las segundas las de ¥leñw; (conmoción). La
catarsis que la tragedia aspira a verificar no puede sentirse sino partiendo del ideal de la
ataraxia. El «alma» antigua es puro presente, puro sÇma, realidad inmóvil y punctiforme. Lo
más terrible para ella es ver esa realidad puesta en cuestión por la envidia de los dioses, por
el azar ciego, que puede caer imprevisto, como un rayo, sobre hombre cualquiera. Esto llega
a las raíces mismas de la existencia antigua; y en cambio anima y vivifica al hombre
fáustico que lo osa todo y a todo se atreve. Y el ver desvanecerse esa terrible calamidad,
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cual nube tormentosa en el negro horizonte que el sol de pronto atraviesa; el sentimiento
profundo de alegría al contemplar el gran gesto predilecto; el suspiro del alma mítica
torturada, el goce de la recobrada armonía, esto es la catarsis. Pero esto supone un
sentimiento vital que nos es perfectamente extraño. Casi nos es imposible traducir la palabra
a nuestro modo de hablar y de sentir. Ha sido necesaria toda la pesadumbre estética, toda la
caprichosidad del barroco y del clasicismo, sobre el fondo de respeto inconmovible que nos
inspiran los libros antiguos para ilusionamos y hacernos creer que también nuestra tragedia
se basa en ese fundamento psíquico; siendo así que, en realidad, la tragedia produce sobre
nosotros un efecto diametralmente opuesto. La tragedia no es para nosotros la liberación de
emociones pasivas y estáticas, sino que provoca, excita y enciende emociones activas y
dinámicas, despierta los sentimientos primarios de una humanidad enérgica: la crueldad, la
alegría del esfuerzo, del peligro, de la hazaña violenta, de la victoria, del crimen, la emoción
beatifica del que supera y aniquila, sentimientos que dormitan en el fondo de las almas
nórdicas desde los tiempos de los Wikings, de los Hohenstaufen y de las Cruzadas. Este es
el efecto que produce Shakespeare. Un griego no hubiera podido soportar Mácbeth, y sobre
todo no hubiera comprendido lo que significa ese poderoso arte biográfico, con su tendencia
de dirección. Figuras como la de Ricardo III, Don Juan, Fausto, Miguel Kohlhaus, Golo, que
son punto por punto opuestas a los tipos antiguos, producen en nosotros no compasión, sino
una profunda y extraña envidia, no terror, sino una misteriosa delectación en los
sufrimientos, un devorador anhelo de muy diferente com-pasión.
Y que ello es asi lo demuestran aún hoy—muerta ya la tragedia fáustica incluso en su última
forma, la forma alemana—los motivos constantes de la literatura en las grandes urbes de
Europa occidental, que puede compararse con la literatura alejandrina correspondiente. Las
historias de aventureros y detectives, que tanto excitan los nervios de nuestros
contemporáneos, y por último el drama cinematográfico, que representa exactamente lo que
el «mimo» de los antiguos, en la época de decadencia, contienen un resto bien sensible de
aquel anhelo indomable que empuja el hombre fáustico a los descubrimientos y las
superaciones.
A todo lo que llevamos dicho corresponde igualmente la diferencia entre el cuadro escénico
del drama apolíneo y el del drama fáustico, cuadro que completa la obra de arte tal como el
poeta la pensara. El drama antiguo es una obra plástica, un grupo de escenas patéticas con
carácter de relieve, una visión de gigantescas marionetas sobre el fondo liso del muro que
cierra el teatro [99]. Es un gesto magnífico y nada más; los escasos acontecimientos de la
fábula más bien son referidos solemnemente que representados. En cambio la técnica del
drama occidental exige todo lo contrario: ininterrumpida movilidad y radical exclusión de los
momentos estáticos o pobres de acción. Las famosas tres unidades de lugar, de tiempo y de
acción, que si bien no formuladas fueron elaboradas inconscientemente en Atenas,
circunscriben el tipo de la «antigua» estatua marmórea. E insensiblemente definen asi el
ideal vital del hombre antiguo, que se atiene a la Polis, al puro presente, al gesto. Las
unidades tienen todas el sentido de negaciones: negación del espacio, negación del pasado
y del futuro, negación de las relaciones psíquicas en la lejanía.
Podrían compendiarse en la palabra ataraxia. Y estas exigencias no deben contundirse con
otras superficialmente semejantes en el drama de los pueblos románicos. El teatro español
del siglo XVI se sometió al yugo de las reglas «antiguas»; pero se comprende que la
dignidad castellana de la época de Felipe II se sintiese atraída por esta contención sin
conocer, sin querer conocer siquiera, el espíritu originarlo de las reglas.
Los grandes españoles, sobre todo Tirso de Molina, crearon las «tres unidades» del barroco,
pero no como negaciones metafísicas, sino exclusivamente como expresión de costumbres
distinguidas y cortesanas; y Corneille, dócil discípulo de la grandeza española, las tomó con
la misma significación. Aquí comienza la fatalidad. La imitación florentina de la plástica
antigua, que todo el mundo admiraba desmedidamente, pero que nadie entendía en sus
últimas condiciones, no pudo ser dañosa, porque no había ya entonces plástica occidental
que pudiese padecer por ello. Mas existía la posibilidad de una poderosa tragedia,
netamente fáustica, con insospechadas formas y audacias. Y esta tragedia no surgió. El
drama germánico, por grande que Shakespeare sea, no ha superado nunca por completo el
obstáculo de una convención mal entendida. La culpa la tiene la fe ciega en la autoridad de
Aristóteles. ¡Qué no hubiera podido ser el drama barroco, bajo la influencia de la epopeya
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caballeresca, de los misterios y autos góticos, y en inmediato contacto con los oratorios y las
pasiones de la Iglesia, si nadie hubiese sabido nada del teatro griego!
¡Una tragedia inspirada en la música contrapuntística, sin las trabas de un ligamen plástico,
que para ella no tenia sentido!
¡Una poesía escénica que se habría desarrollado a partir de Orlando Lasso y de Palestrina y
junto a Heinrich Schütz, Bach, Händel, Gluck, Beethoven, en plena libertad de formas puras
y propias! Todo esto era posible y no se ha realizado.
A la feliz circunstancia de haberse perdido toda la pintura al fresco de los griegos debemos
la interior libertad de nuestra pintura al óleo.
6
Pero no eran bastantes las tres unidades. El drama ático exigía en lugar del juego del rostro
la máscara inmóvil, excluyendo así la caracterización psíquica, como se excluyeron en la
plástica las estatuas icónicas. Exigía también el coturno y construía las figuras en tamaño
mayor que el natural, forrándolas hasta inmovilizarlas y vistiéndolas de largos paños que
arrastraban por el suelo; así quedaba excluida la individualidad del personaje. Por último,
una especie de canuto en la boca imprimía a la recitación del actor el son de un canturreo
monótono.
El simple texto, tal como lo leemos hoy—no sin infundir en él inadvertidamente el espíritu de
Goethe y Shakespeare y toda la fuerza de nuestra visión en perspectiva—, nos descubre
harto poco del sentido profundo que tenia aquel drama.
Las obras antiguas están hechas para los ojos antiguos, para los ojos del cuerpo. La forma
sensible de la representación es la que desentraña propiamente los secretos últimos. Y si
atendemos a la representación, habremos de advertir un detalle que seria insoportable en
toda tragedia verdadera de estilo fáustico: la continua presencia del coro. El coro es la
tragedia primaría, pues sin él fuera imposible el ·yow.. Todo hombre por sí tiene carácter,
pero la actitud se toma con relación a otro que está presente.
Ese coro, esa muchedumbre, oposición ideal al solitario, al hombre interior, al monólogo de
la escena occidental; ese coro que siempre está presente, que oye todas las conversaciones
del héroe consigo mismo, que excluye también del cuadro escénico el terror a lo ilimitado y
vacío, es un rasgo netamente apolíneo. La introspección como una actividad pública; la
pomposa lamentación a la faz de todos, en lugar del dolor en la alcoba solitaria («el que no
haya pasado las noches tristes, sentado, llorando, en la cama»); los gritos quejumbrosos con
abundantes lágrimas, que llenan una serie de dramas como el Filoctetes y Las Traquinianas:
la imposibilidad de estar solo, el sentido de la Polis, el elemento femenino de esta cultura,
que se revela en el tipo ideal del Apolo del Belvedere, todo esto se manifiesta en el símbolo
del coro. Comparado con éste, el drama de Shakespeare es un puro monólogo. Incluso los
diálogos y las escenas de grupos dejan sentir la enorme distancia interior entre estos
hombres, cada uno de los cuales, en realidad, habla sólo consigo mismo. Nada puede
atravesar esta lejanía psíquica que sentimos en Hamlet como en Tasso, en Don Quijote
como en Wérther, y que ha tomado forma ya, con toda su infinitud, en el Parzeval de
Wolfram von Eschenbach. En esto se diferencia toda la poesía occidental de toda la poesía
antigua. Nuestra lírica, (Desde Walter von der Vogelweide hasta Goethe, hasta la lírica de
las moribundas urbes actuales, es monológica; la lírica antigua, en cambio, es una lírica
coral, lírica ante testigos. Aquélla es recibida en la intimidad personal, en la lectura muda,
como música imperceptible; ésta es recitada en público. Aquélla es lírica del espacio
silencioso—como libro que dondequiera tiene su puesto—, ésta posee un lugar fijo, el lugar
en donde resuenan sus cadencias.
El arte de Thespis—aun cuando los misterios de Eleusis y las fiestas tracias de la Epifanía
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de Dionysos eran nocturnas—se desenvuelve por necesidad interna en representaciones
matutinas, a plena luz del sol. En cambio los juegos populares y las «pasiones» de
Occidente, que tuvieron su origen en los sermones predicados en forma de personajes
diferentes y que fueron representadas primero por clérigos en la iglesia, luego por legos en
la plaza, ante la iglesia, en las mañanas de las grandes fiestas eclesiásticas (Kirmessen),
dieron nacimiento poco a poco a un arte de la tarde y de la noche. Ya en tiempos de
Shakespeare las representaciones teatrales tenían lugar al atardecer, y este rasgo místico
que tiende a colocar la obra de arte en la claridad apropiada había alcanzado su término en
la época de Goethe. Todo arte, toda cultura en general tiene su hora significativa. La música
del siglo XVIII es un arte de la obscuridad, de la hora en que se abren los ojos del espíritu; la
plástica ateniense es el arte de la luminosidad sin nubes.
Lo profundo de estas relaciones se demuestra en la plástica gótica, envuelta en un eterno
crepúsculo y en la flauta Jónica, instrumento de la siesta soleada. La bujía afirma, la luz del
sol niega el espacio frente a las cosas. De noche, el espacio cósmico vence a la materia; a
mediodía, las cosas próximas aniquilan el espacio lejano. Asi se distinguen el fresco ático y
la pintura al óleo del Norte. Así son Helios y Pan símbolos antiguos; el cielo estrellado y los
crepúsculos rojizos, símbolos fáusticos. También las almas de los muertos salen a media
noche, sobre todo en las doce largas noches que siguen a la Navidad. Las almas antiguas
en cambio son diurnas. La Iglesia vieja hablaba aún del dvdeka®meron, los doce días
sagrados; al despertar la cultura occidental, transformáronse en las «doce noches».
La pintura antigua al fresco y sobre vasos no tiene hora —nadie ha advertido aún esta
circunstancia—. No hay en ella sombras que indiquen la altura del sol; no hay cielo que
muestre la posición de las estrellas; no hay mañana ni tarde; no hay primavera ni otoño;
reina allí una claridad pura, intemporal [100]. El pardo de taller, usado en la pintura clásica,
se convirtió, con idéntica necesidad, en lo contrario, en una obscuridad imaginaria,
independiente de la hora, atmósfera característica del espacio psíquico del alma fáustica. Y
esto es tanto más significativo, cuanto que los cuadros desde un principio pretendieron
reproducir el paisaje a la luz de una estación y de una hora determinada, esto es, con un
sentido histórico. Sin embargo, todos esos amaneceres, esas nubes en el rosa de la tarde,
esas últimas claridades sobre el perfil de la sierra lejana, esas habitaciones alumbradas por
bujías, esos prados en primavera, esos bosques en otoño, esas sombras largas y cortas de
los matorrales y de los surcos, todo eso estaba impregnado de una obscuridad tamizada,
que no procede del estado atmosférico. En realidad la pintura antigua y la pintura occidental,
como la escena antigua y la escena occidental, se distinguen por la constante claridad que
en aquéllas reina y la constante luz crepuscular que domina en éstas. Puede decirse más
aún: que la geometría de Euclides es una matemática diurna y el análisis una matemática
nocturna.
El cambio de escena, que para los griegos hubiera sido seguramente una especie de
profanación criminal, es para nosotros casi una necesidad religiosa, una exigencia de
nuestro sentimiento cósmico. La unidad escénica del Tasso tiene algo de paganismo.
Nosotros sentimos la íntima necesidad de un drama lleno de perspectivas y amplios fondos,
una escena que suprima todas las limitaciones sensibles y recoja en si la totalidad del
universo. Shakespeare, que nació cuando moría Miguel Ángel y que cesó de escribir cuando
Rembrandt vino al mundo, ha llegado al máximum de infinitud, de apasionada superación de
todo ligamen estático. Sus bosques, sus mares, sus callejuelas, sus Jardines, sus campos de
batalla están situados en la lejanía, en lo ilimitado. Los años transcurren en minutos. El rey
Lear, loco, entre el bufón y el pordiosero, en medio de la tormenta, sobre la llanura envuelta
en las sombras de la noche, el yo perdido en la profunda soledad del espacio; he aquí un
sentimiento vital del alma fáustica. La música veneciana de 1600 conoce ya los paisajes
imaginados, que ve, que siente la visión interna, y el antecedente de estos paisajes está en
el hecho de que la escena de la época isabelina no tenga decoraciones, sino que indique
simplemente todo eso, pudiendo asi
componer para los ojos del espíritu, con escasas indicaciones, un cuadro del mundo en el
que se suceden escenas que se refieren siempre a acontecimientos lejanos y que un teatro
antiguo no hubiera podido representar. La escena griega no es nunca Paisaje; en realidad,
no es nada. A lo sumo puede calificarse de base o pedestal de estatuas deambulantes. Las
figuras lo son todo, en el teatro como en el fresco. Cuando a los hombres antiguos les
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negamos todo sentimiento de la naturaleza, habla en nosotros el sentir fáustico, enamorado
del espacio y por lo tanto del paisaje, en tanto que es espacio. Mas para los antiguos la
naturaleza es el cuerpo, y quien sepa sumergirse en este modo de sentir comprenderá al
punto con qué ojos miraría un griego el relieve muscular de un cuerpo desnudo en
movimiento. Esta era su naturaleza viva, no las nubes, las estrellas y el horizonte.
7
Todo lo próximo y sensible es de fácil y general comprensión. Por eso, de todas las culturas
que han existido la antigua es la más popular en todas las manifestaciones de su
sentimiento vital, y, en cambio, la occidental es la menos popular. Fácil y generalmente
comprensible es el carácter de una creación que se ofrece con todos sus misterios a
cualquier espectador a la primera mirada; de una creación cuyo sentido encarnan las partes
y superficies externas. En toda cultura es de fácil y general comprensión todo aquello que
procede intacto de los estados y formas de la humanidad primitiva, lo que el hombre viene
comprendiendo continuamente desde los primeros días de su niñez sin necesidad de
conquistar para aprehenderlo un nuevo modo contemplativo, lo que en general se obtiene
sin lucha, lo que se entrega por sí mismo, lo que se ofrece inmediatamente en la sensación,
lo que no hay que
descubrir expresamente tras un esfuerzo que pocos, y a veces sólo algunas personalidades
aisladas, pueden llevar a cabo.
Hay opiniones, obras, hombres, paisajes, que son populares.
Toda cultura tiene su grado determinadísimo de esoterismo o popularidad, que encierran sus
producciones en cuanto que poseen una significación simbólica. Lo fácil y generalmente
comprensible anula la diferencia entre los hombres, tanto por lo que se refiere a la extensión
como a la profundidad de sus almas. El esoterismo, en cambio, acentúa y refuerza esa
diferencia. Finalmente, si nos referimos a la experiencia íntima primaria de la profundidad,
cuando el hombre despierta a la conciencia de sí mismo, esto es, si nos referimos al símbolo
primario de su existencia y al estilo de su mundo circundante, diremos que el símbolo
primario de lo corpóreo da lugar a una relación popular «ingenua», y el símbolo del espacio
infinito a una relación netamente impopular entre las creaciones de una cultura y los
hombres correspondientes de esa cultura.
La geometría antigua es la geometría del niño y del lego. Los Elementos de Euclides se
usan todavía en Inglaterra como libro de escuela. El entendimiento corriente considerará
siempre la geometría euclidiana como la única exacta y verdadera. Todas las demás
especies de geometría natural, que son posibles y que—por penosa superación de la
apariencia popular— hemos encontrado nosotros, resultan inteligibles sólo para un circulo
selecto de matemáticos profesionales. Los famosos cuatro elementos de Empédocles
constituyen la «física innata» del hombre ingenuo. La representación de los elementos
isótopos, representación elaborada por las investigaciones sobre radiactividad, es casi
incomprensible ya para los científicos de las ciencias vecinas.
Lo antiguo se abarca todo de una sola mirada: el templo dórico, la estatua, la Polis, el culto
divino. No hay dobles fondos, no hay arcanos. Mas comparad la fachada de una catedral
gótica con los Propileos, un aguafuerte con una pintura cerámica, la política del pueblo
ateniense con la política de los gobiernos modernos. Ved cómo toda obra moderna que hace
época en la poesía, en la política, en la ciencia, va seguida de una abundante literatura de
explicaciones y comentos, que además obtienen un éxito muy dudoso. Las esculturas del
Partenón están hechas para todos los griegos; la música de Bach y sus contemporáneos es
música para músicos. Tenemos el tipo del entendido en Rembrandt, del entendido en Dante,
del entendido en música contrapuntística. Y—con razón—se ha criticado a Wagner por la
amplitud que el gremio de los wagnerianos ha podido alcanzar, por lo poco que hay en su
música de accesible sólo al músico avezado. Pero ¿se concibe un grupo de entendidos en
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Fidias, de peritos en Homero? Ahora ya resultan inteligibles una serie de fenómenos que son
síntomas del sentimiento vital de nuestra cultura, fenómenos que hasta ahora salían
considerarse desde un punto de vista filosófico-moral o, más exactamente, melodramático,
como desdichadas flaquezas de la humana prole. El «artista incomprendido», el «poeta
hambriento», el «inventor menospreciado», el pensador «que será entendido dentro de
siglos», todos éstos son tipos de una cultura esotérica. Estos sinos se fundan en el pathos de
la distancia, que oculta en su seno la tendencia a lo infinito y, por tanto, la voluntad de
potencia. Son tan necesarios en el circulo de la humanidad fáustica, desde la época gótica
hasta el presente, como inconcebibles en la humanidad apolínea.
Los grandes creadores del Occidente, desde el primero hasta el último, no han sido
comprendidos en sus verdaderos propósitos mas que por un pequeño círculo de espíritus
selectos. Miguel Ángel decía que su estilo era bueno para castigo de los necios. Gauss
mantuvo oculto durante treinta años su descubrimiento de la geometría no euclidiana por
temor a «la gritería de los beocios». Empezamos ahora a discernir de entre las medianías a
los grandes maestros de la plástica gótica. Otro tanto, empero, puede decirse de los
pintores, de los políticos, de los filósofos. Comparad pensadores de las dos culturas,
Anaximandro, Heráclito, Protágoras, con Giordano Bruno, Leibnitz o Kant. Considerad que
no hay un poeta alemán de verdadero mérito que pueda ser comprendido por el término
medio de los hombres, y que en los idiomas occidentales no existe una obra del valor y al
mismo tiempo de la sencillez de Homero. Los Nibelungos son un poema rudo y misterioso, y
entender a Dante es, por lo menos en Alemania, en general, algo así como una vanidosa
actitud literaria. Lo que nunca se dio en la antigüedad se da siempre en Occidente: la forma
exclusiva.
Hay épocas enteras, como la de la cultura provenzal y la del rococó, que son en máximo
grado selectas y distantes. Sus ideas, su lenguaje de formas, existen exclusivamente para
un escaso número de altas personalidades. Y si el Renacimiento, esa supuesta resurrección
de la antigüedad—la antigüedad no era, en modo alguno, exclusiva y no seleccionaba su
público—, no hace excepción a la regla; si el Renacimiento es todo él creación de un círculo
de espíritus selectos, un gusto que la muchedumbre desde luego rechazó y que el pueblo de
Florencia presenció indiferente, extrañado o molesto, llegando en ocasiones, como en el
caso de Savonarola, a destruir y quemar alegremente las obras maestras, ello demuestra
cuan profundas raíces tiene entre nosotros ese alejamiento de las almas.
La cultura ática era patrimonio de todos los ciudadanos. Nadie quedaba excluido de ella, y
por eso no se conocía allí la distinción entre profundidad y superficialidad, que para nosotros
tiene una importancia decisiva. Para nosotros las palabras popular y superficial tienen
idéntico sentido en el arte como en la ciencia. Para los antiguos no es así. Nietzsche ha
dicho una vez de los griegos que son «superficiales, de puro profundos».
Todas nuestras ciencias, sin excepción, tienen, junto al grupo de los principios elementales,
una parte «superior» que permanece ininteligible para el lego. He aquí otro símbolo del
infinito y de la energía dirigida. A lo sumo habrá mil hombres en el mundo capaces de
comprender los últimos capítulos de la física teórica. Algunos problemas de la matemática
moderna son accesibles a menor número todavía. Todas las ciencias populares son hoy,
desde luego, ciencias inválidas, falsas, apócrifas. No sólo tenemos un arte para artistas, sino
también una matemática para matemáticos, una política para políticos—de la que no
sospecha lo más mínimo el profanum vulgus de los lectores de periódicos [101], mientras
que la política antigua no rebasó jamás el horizonte espiritual del ágora—, una religión para
«el genio religioso» y una poesía para filósofos. La ruina incipiente de la ciencia occidental,
que claramente se deja sentir hoy, puede medirse sólo por la necesidad que experimenta de
actuar en amplios círculos; y si el esoterismo rígido de la época barroca produce hoy la
impresión de algo intolerable, ello revela que la fuerza decae y que declina el sentimiento de
la distancia, sentimiento que admite y reconoce respetuoso esas limitaciones. Las pocas
ciencias que aun conservan toda su finura, profundidad y energía de razonamiento y
consecuencias, sin mácula de folletonismo—-pocas son ya: la física teórica, la matemática,
la dogmática católica, acaso también la jurisprudencia—, se dirigen a un pequeñísimo
circulo de técnicos selectos. Justamente el técnico, con su término opuesto, el lego, es lo
que falta en la antigüedad, donde todos lo saben todo.
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Esa polaridad de técnico y lego tiene para nosotros el valor de un gran símbolo, y donde
empieza a ceder la tensión de esa polaridad es que comienza a extinguirse el sentimiento
fáustico de la vida.
Esta conexión nos autoriza a formular la conclusión siguiente respecto a los últimos
progresos de la investigación occidental—es decir, para los próximos dos siglos y acaso ni
dos siquiera—: Cuanto más crezca la vacuidad y trivialidad urbana de las artes y de las
ciencias, transformadas en manifestaciones «prácticas» y públicas, tanto más irá
recluyéndose el espíritu póstumo de la cultura en estrechos círculos, actuando sin relación
con la publicidad, en pensamientos y formas que sólo tendrán sentido para un escasísimo
número de hombres selectos.
8
La obra de arte antigua no se pone nunca en relación con el espectador. Ello significaría, en
efecto, afirmar con su lenguaje de formas el espacio infinito, incorporar al efecto estético el
espacio infinito, en el cual la obra aislada se pierde. La estatua ática es un perfecto cuerpo
euclidiano, intemporal, sin relación con nada, encerrado en sí mismo. La estatua ática no
habla, no tiene mirada, no sabe nada del espectador que la contempla. Vive por si sola y no
se incorpora a un ordenamiento arquitectónico superior—lo cual se opone a las creaciones
plásticas de todas las demás culturas—, e igualmente existe por sí sola, independiente, junto
al hombre antiguo, como un cuerpo junto a otros cuerpos. El antiguo siente su proximidad y
nada más porque de la estatua no dimana fuerza alguna apremiante ningún efecto que
trascienda al espacio. Así es como se manifiesta el sentimiento apolíneo de la vida.
El arte mágico, al despertar, hubo de transformar al punto el sentido de estas formas. Los
grandes ojos de las estatuas y retratos de estilo constantiniano miran muy abiertos y fijos al
espectador, representando la más elevada de las dos substancias psíquicas, el pneuma. Los
antiguos habían modelado ojos ciegos. Ahora el taladro abre la pupila; y los ojos,
desmesuradamente agrandados, se vuelven hacia el espacio al que el arte ático negara
realidad. En las pinturas al fresco de la antigüedad las cabezas estaban vueltas una hacia
otras; ahora, en los mosaicos de Rávena y en los relieves de los sarcófagos cristianos
primitivos y romanos posteriores, todas se vuelven, hacia el espectador y clavan en él la
mirada. Una penetrante y misteriosa lejanía, totalmente extraña al sentir antiguo, viene del
mundo en donde vive la obra de arte y entra en la esfera del espectador. Todavía se
advierte algo de esa magia en los cuadros florentinos y romanos primitivos, con su fondo
dorado.
Mas considerad luego la pintura occidental a partir de Leonardo, esto es, a partir del
momento en que llega a la plena conciencia de su misión. Ved cómo logra recoger el
espacio único infinito, en el cual la obra y el espectador son dos puntos de la dinámica
universal. El sentimiento fáustico de la vida en toda su plenitud, el apasionamiento de la
tercera dimensión, hace presa en la forma del cuadro, superficie coloreada, y la transfigura
por modo inaudito. La pintura no existe por si misma ni tampoco se dirige al espectador, sino
que lo arrebata e incluye en su esfera propia. El recorte encerrado en los limites del marco—
la imagen de la cámara obscura, exacto parangón del cuadro escénico—representa el
espacio cósmico. El primer plano y el fondo pierden su tendencia a la proximidad material, y
en lugar de límites tienen términos. Los horizontes lejanos profundizan el cuadro en el
infinito; el colorido de los objetos próximos está tratado de manera que anula y suprime el
plano ideal que, a modo de cortina, pudiera separar al espectador del cuadro, y amplifica el
espacio de éste, tanto que el espectador se siente incluso en él. No es el espectador quien
elige el punto de vista desde el cual la obra produce su mejor efecto; es el cuadro mismo el
que impone al espectador el lugar y la distancia necesarios. Los recortes por medio del
marco, que a partir de 1500 se hacen cada vez más numerosos y audaces, descalifican
asimismo todo límite lateral. El espectador griego de un fresco de Polignotos se hallaba ante
el cuadro. Nosotros, en cambio, nos «sumergimos» en el cuadro, es decir, que la fuerza del
espacio plástico nos arrebata y nos incluye en el cuadro. Asi queda afirmada la unidad del
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espacio cósmico. En esa infinitud que el cuadro extiende en todas las direcciones reina la
perspectiva occidental [102], de donde arranca el camino que nos conduce a la inteligencia
de nuestra visión astronómica, con su apasionada compenetración de lejanías infinitas.
Pero el hombre apolíneo no quiso nunca percibir el amplio espacio cósmico; ninguno de sus
sistemas filosóficos habla de él. Los filósofos antiguos conocen exclusivamente los
problemas de las cosas reales palpables, y en eso que está «entre las cosas» no ven nada
positivo, nada significativo. El globo terráqueo en que viven, y que aun en Hipparco está
envuelto por una esfera celeste rígida, es para ellos el mundo entero, absolutamente dado; y
nada produce mayor extrañeza en quien logra ver aquí los fundamentos más recónditos y
secretos, que los repetidos intentos de coordenar teóricamente esa bóveda celeste con la
tierra, de manera que ésta no sufra en su prerrogativa simbólica [103].
Recuérdese, en cambio, la vehemencia conmovedora con que el descubrimiento de
Copérnico—que «corresponde» en la cultura occidental a Pitágoras—penetró en el alma de
Occidente y la profunda veneración con que Keplero formuló las leyes de las trayectorias
planetarias, que le parecían una revelación inmediata de Dios; bien sabido es que no se
atrevió a dudar de su forma circular, porque otra cualquiera le parecía símbolo de harto
inferior dignidad. Manifiéstase aquí el sentimiento nórdico de la vida, el anhelo (a lo Wiking)
hacia lo ilimitado. Esto es lo que da un sentido profundo a la invención del telescopio,
invención netamente fáustica. Penetrando en espacios que permanecen cerrados a la simple
vista y que la voluntad de potencia sobre el espacio cósmico percibe como limites, el
telescopio amplifica el universo que «poseemos». El sentimiento verdaderamente religioso
que embarga al hombre actual cuando por primera vez consigue lanzar su mirada en esos
espacios estelares, ese sentimiento de fuerza, el mismo que provocan las grandes tragedias
de Shakespeare, le hubiera parecido a Sófocles el más vesánico de los crímenes.
Sépase, pues, que la negación de la «bóveda celeste» no es una experiencia sensible, sino
una decisión. Las ideas modernas sobre la esencia del espacio estelar o—dicho con más
precaución—de una extensión indicada por signos luminosos, no descansan sobre un
conocimiento cierto proporcionado por la visión en el telescopio. El telescopio sólo nos
muestra pequeños discos claros de diferente tamaño. La placa fotográfica nos ofrece por su
parte una imagen muy distinta, no mas viva, sino distinta verdaderamente, y hay que
someter ambas imágenes a muchas y muy aventuradas hipótesis, esto es, elementos de
propia creación, como distancia, magnitud y movimiento, para formar con ellas la
representación cósmica unitaria, que para nosotros es una necesidad. El estilo de esta
representación corresponde al estilo de nuestra alma. En realidad,
no sabemos cuan diferente sea la fuerza luminosa de las estrellas ni si varía en las distintas
direcciones; no sabemos si la luz, en los inmensos espacios, cambia, disminuye o se apaga;
no sabemos si nuestras ideas terrestres sobre la esencia de la luz con las teorías y leyes que
de ellas se derivan, siguen valiendo más allá de las proximidades de la tierra. Lo que
«vemos» son meros signos luminosos; lo que «comprendemos» son símbolos de nuestro
propio ser.
El pathos de la conciencia cósmica copernicana es propiedad exclusiva de nuestra cultura
y—me atrevo a hacer una afirmación que parecerá todavía paradójica—se transformaría, se
transformará en un ingente olvido de aquel descubrimiento, tan pronto como aparezca
peligroso y amenazador al alma de una cultura venidera. Ese pathos está fundado en la
certidumbre de que ahora el elemento estático corpóreo ya ha sido eliminado del cosmos, de
que ahora ya ha quedado anulada la preponderancia simbólica del cuerpo plástico terrestre.
Hasta entonces manteníase un equilibrio polar entre la tierra y el cielo, que era concebido, o
por lo menos sentido, también como una magnitud substancial. Pero ahora el espacio es el
que lo domina todo; «universo» vale tanto como espacio, y los astros son poco más que
puntos matemáticos, imperceptibles esferas en lo ilimitado, cuya materialidad no entra para
nada en la composición de nuestro sentimiento cósmico. Demócrito, que en nombre de la
cultura apolínea quiso establecer y, por necesidad, hubo de establecer un límite de las cosas
corpóreas, había imaginado una capa de átomos ganchudos que envolvía el cosmos como
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una piel. Frente a esta concepción, nuestra insaciable sed de infinito busca siempre nuevas
lejanías cósmicas. El sistema de Copérnico ha recibido en los siglos del barroco una
amplificación incalculable por obra de Giordano Bruno, que veía miles de sistemas
semejantes flotando en el espacio sin límites. Hoy «sabemos» que la suma de todos los
sistemas solares—unos treinta y cinco millones—forma un sistema estelar cerrado, que—
según se demuestra—es finito [104] y posee la forma de un elipsoide de rotación, cuyo
ecuador coincide aproximadamente con la Vía Láctea. Enjambres de sistemas solares,
como bandadas de pájaros migradores, atraviesan ese espacio en la misma dirección y con
la misma velocidad.
Un enjambre de esos, cuyo ápice se halla en la constelación de Hércules, está formado por
nuestro Sol con las brillantes estrellas Capella, Vega, Altair y Betelgeuse. El eje del enorme
sistema, cuyo centro cae en la actualidad no lejos de nuestro Sol se calcula en 470 millones
de veces la distancia del Sol a la Tierra. En el cielo estrellado vemos simultáneamente luces
cuyo origen en el tiempo está separado por unos tres mil setecientos años: que eso tarda la
luz en llegar desde las más remotas estrellas hasta la tierra. En el cuadro de la historia que
se despliega ante nuestros ojos, corresponde ese tiempo a toda la cultura mágica y antigua y
llega hasta el punto culminante de la egipcia, en la época de la XII dinastía. Esta visión—una
imagen, no una experiencia, repito—es sublime [105] para el espíritu fáustico; para el
apolíneo hubiera sido un suplicio, la anulación total de las más hondas condiciones de su
existencia. El hecho de que se establezca un limite definitivo en lo que para nosotros es
producto y realidad presente, límite situado en el borde del cuerpo estelar, le hubiera
parecido al espíritu antiguo algo asi como una salvación. Nosotros, empero, proponemos
con intima necesidad un nuevo problema indeclinable: ¿hay algo más allá de ese sistema? ¿
Hay multitudes de esos sistemas en lejanías tales, que junto a ellas resultan
extraordinariamente pequeñas las dimensiones antes dichas? La experiencia sensible
parece haber hallado un limite absoluto; por esos espacios vacíos que para nosotros son
simplemente una exigencia intelectual, ni la luz ni la gravitación pueden darnos señales de
otras existencias. Mas la pasión de nuestra alma, que siente de continuo la necesidad de
realizar íntegramente en símbolos nuestra idea de la existencia, sufre por ese limite de
nuestras sensaciones.
9
Por eso las tribus nórdicas, en cuya alma primitiva comenzaba a alentar el espíritu fáustico,
descubrieron en épocas remotísimas, nebulosas, la navegación a la vela que las libertaba de
la tierra firme [106]. Los egipcios conocían la vela, pero la empleaban solamente como un
medio de ahorrarse trabajo. Navegaban con sus barcos de remo a lo largo de la costa, hacia
el Ponto y la Siria; pero no tenían la idea de la navegación en alta mar, no sentían su
simbolismo libertador.
En efecto, la navegación a la vela supera el concepto euclidiano de la tierra firme. A
principios del siglo XIV, casi simultáneamente—y en el tiempo mismo en que empiezan a
desarrollarse la pintura al óleo y el contrapunto—sobreviene el descubrimiento de la pólvora
y de la brújula, esto es, de las armas de largo alcance y del tráfico lejano. (Ambas cosas
fueron también descubiertas por la cultura china, que obedeció, al hacerlo, a una necesidad
profunda.) Manifiéstase en ello el espíritu de los Wikings, del Hansa, el espíritu de aquellos
pueblos primitivos que se construían tumbas
gigantescas de tierra amontonada, hitos de las almas solitarias en la llanura infinita—en vez
de la urna cineraria de los griegos—; que depositaban a sus reyes muertos en barcos
ardiendo y los lanzaban a alta mar, signo conmovedor de ese obscuro anhelo de infinito que
empujó sus frágiles barcos hasta las costas de América por el año 900, cuando empezaba a
anunciarse la cultura occidental. En cambio la circunnavegación del África, hazaña que
realizaron los egipcios y los cartagineses, dejó completamente indiferente a la humanidad
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antigua.
Hay un hecho que revela el carácter escultórico de la existencia antigua también en lo que
se refiere a las comunicaciones: la noticia de la primera guerra púnica, uno de ]os más
grandes hechos de la historia antigua, llegó a Atenas como un rumor confuso procedente de
Sicilia. Las almas de los griegos reuníanse en el Hades, inmóviles, apacibles, como sombras
(eàdvla), sin energías, sin deseos, sin sensaciones. Las almas de los hombres nórdicos
juntábanse en el «furioso tropel», que sin descanso vaga por los aires.
La gran colonización griega del siglo VIII antes de Jesucristo tuvo lugar en el mismo período
de desarrollo cultural que los descubrimientos de los españoles y portugueses. Pero éstos
iban poseídos de un aventurero afán de lejanías incalculables, anhelo de tierras incógnitas y
de peligros inauditos, mientras que los griegos fueron siguiendo con precaución punto por
punto los rastros conocidos de fenicios, cartagineses y etruscos, y su curiosidad no traspasó
los limites de las columnas de Hércules o del istmo de Suez, que bien fácilmente hubieran
podido franquear. En Atenas se habló seguramente del camino hacia el mar del Norte, hacia
el Congo, Zanzíbar y la India; en la época de Heron era conocida la situación de la India
meridional y de las islas de la Sonda. Pero a todo esto, como a la ciencia astronómica de
Oriente, los antiguos se tapaban los oídos. Cuando Portugal y el actual territorio marroquí
fueron convertidos en provincias romanas, no se restablecieron las comunicaciones por el
Atlántico y las islas Canarias quedaron sepultadas en el olvido. El anhelo colombino es tan
extraño al alma apolínea como el anhelo copernicano. Aquellos mercaderes helenos, tan
acuciosos de ganancias, sentían un terror metafísico ante la idea de ensanchar su horizonte
geográfico. También en esto los antiguos se mantuvieron en lo próximo e inmediato. La
existencia de la Polis extraño ideal de un Estado-estatua, no era otra cosa que el refugio en
que los griegos se recluían ante el «amplio mundo» de aquellos pueblos marítimos. Y es de
notar que la cultura antigua es la única de todas las aparecidas hasta hoy,
cuya comarca madre no radica en un continente, sino en torno a las costas de un
archipiélago; la cultura antigua se desarrolla alrededor de un mar, que es como su centro de
gravedad.
Sin embargo, ni siquiera el helenismo, con su afición a los juegos técnicos [107], supo
libertarse del uso de los remos, que mantienen a los barcos en la proximidad de las costas.
En Alejandría se construyeron naves gigantescas de 80 metros de largo y se había
descubierto en principio el barco de vapor.
Pero hay descubrimientos que tienen el pathos de un gran símbolo necesario, que
manifiestan algo muy íntimo, y otros que son simples juegos del ingenio. El barco de vapor
fue esto último para el hombre apolíneo; es aquéllo para el fáustico.
Un invento, y sus aplicaciones, es profundo o superficial según el rango que ocupa en el
conjunto del macrocosmos.
Los descubrimientos de Colón y Vasco de Gama dilataron infinitamente el horizonte
geográfico. Entre el mundo marino y la tierra firme se estableció la misma relación que entre
el espacio cósmico y el globo terráqueo. Y en este momento descargó la tensión política de
la conciencia fáustica. Para los griegos, la Hélade fue siempre el trozo esencial de la
superficie terrestre; en cambio, con el descubrimiento de América, el Occidente europeo se
transforma en provincia de un conjunto gigantesco. A partir de este instante, la historia de la
cultura occidental adquiere un carácter planetario.
Cada cultura tiene su propio concepto del país natal y de la patria, concepto difícil de
aprehender, casi inefable, lleno de obscuras relaciones metafísicas y, sin embargo, de
tendencia inequívoca. El sentimiento antiguo de la patria, que sujetaba al individuo con
fuerza corpórea y euclidiana a la Polis a la ciudad [108], se contrapone a la misteriosa
nostalgia o morriña del septentrional, que tiene algo de musical, algo de errabundo y
supraterrestre. El hombre antiguo siente por patria lo que su vista abarca desde el castillo de
la ciudad natal. Allí donde termina el horizonte de Atenas comienza lo extraño, lo hostil, la
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«patria» de los otros. El romano, incluso el romano de los últimos tiempos de la República,
no entendió por patria nunca Italia, ni siquiera el Lacio, sino la urbs Roma. El mundo antiguo,
cuanto más avanza hacia su madurez más se descompone en innumerables patrias
punctiformes, entre las cuales existe un sentimiento de odio en que se expresa la necesidad
de la separación entre los cuerpos; y tan profundo es ese odio, que nunca frente a los
bárbaros se manifiesta con igual energía. En este sentido, no hay nada que revele mejor la
definitiva extinción del sentir antiguo y la victoria del sentir mágico que la concesión por
Caracalla (en 212) del derecho de ciudadanía romana a todos los habitantes de las
provincias [109]. Esta medida anulaba, en efecto, el concepto antiguo, estatuario del
ciudadano. Ahora existe un «Imperio» y, por consiguiente, una nueva especie de
dependencia. Es también muy característico el concepto correspondiente del ejército entre
los romanos. En la época verdaderamente antigua no había un «ejército romano», como hoy
decimos, v. g., el ejército prusiano; había ejércitos, es decir, agrupaciones militares
(«cuerpos de tropa») definidas por el nombre de un legado, como tales cuerpos limitados,
visibles y presentes: exercitus Scipionis, Crassi, pero no exercitus romanus. Caracalla, que
con su edicto citado anuló en realidad el concepto del civis romanus y deshizo la religión
romana equiparando a las deidades de la ciudad las de los demás pueblos, fue también el
que creó el concepto—extraño al alma antigua y propio en cambio del alma mágica—del
ejército imperial, cuyas son manifestaciones las distintas legiones. Los viejos ejércitos
romanos, empero, no significan, no manifiestan, sino que son. A partir de este momento,
cambia el tenor de las inscripciones; ya no dicen fides exercituum, sino fides exercitus; en
lugar de las deidades aisladas, que eran sentidas como algo corpóreo (la fidelidad, la fortuna
de la legión), y a las cuales sacrificaba el legado, aparece ahora el principio de un espíritu
universal. Idéntica transformación semántica se verifica en el sentimiento patriótico de los
orientales— no sólo de los cristianos—en la época imperial. La patria, para el hombre
apolíneo, mientras sigue alentando en su pecho un resto de su cósmico sentir, es, en sentido
propio, corpóreo, el suelo sobre que está edificada su ciudad natal. Recordad la «unidad de
lugar» en las tragedias y las estatuas áticas. Mas para el hombre mágico, para el cristiano, el
persa, el judío, el «griego» [110], el maniqueo, el nestoriano, el islamita, la patria no tiene
relación alguna con realidades geográficas. Para nosotros la patria es una inaprensible
síntesis de la naturaleza, el idioma, el clima, las costumbres, la historia; no es la tierra, sino
el país; no es una realidad punctiforme, sino el pasado y el futuro histórico; no es una unidad
de hombres, dioses y casas, sino una idea que se compadece perfectamente con una
peregrinación sin fin, con la más profunda soledad y con ese anhelo germánico hacia el Sur,
que ha sido la ruina de los mejores alemanes, desde los emperadores sajones hasta
Hölderlin y Nietzsche.
La cultura fáustica se orienta, pues, en el sentido de la expansión, ya sea política,
económica o espiritual. Los occidentales han franqueado todos los límites materiales y
geográficos; han aspirado, sin fines prácticos y sólo por el símbolo, a juntar el Sur con el
Norte; han convertido al fin la faz de la tierra en una sola colonia, en un solo sistema
económico. Lo que todos los pensadores, desde el maestro Eckart hasta Kant, han querido:
la sumisión del mundo «como fenómeno» a las pretensiones y exigencias del yo
cognoscitivo, eso mismo realizaron todos los grandes conductores de pueblos, desde Otón
el Grande hasta Napoleón. El verdadero fin de su ambición fue siempre lo ilimitado, la
monarquía universal de los grandes Salios y Staufen, los planes de Gregorio VII y de
Inocencio III, aquel imperio de los Habsburgos españoles, «en donde no se ponía el sol» y el
imperialismo, aspiración intima de hoy, harto manifiesta en la guerra mundial que no está
terminada ni
mucho menos. El hombre antiguo, por razones profundas, no podía ser conquistador; la
expedición de Alejandro es una excepción romántica y confirma la regla, sobre todo si se
piensa en la intima resistencia de sus acompañantes. El alma nórdica ha creado en los
enanos, nixos y coboldos unos seres que con inextinguible anhelo quieren verse libres de
toda contención, con un afán de lejanía y libertad desconocido por completo de las dríades y
oréades griegas. Los griegos fundaron centenares de factorías en las riberas del mar; nunca,
empero, hicieron el menor esfuerzo por penetrar en el continente y conquistarlo.
Establecerse lejos de la costa hubiera sido para ellos como perder de vista la patria.
Acampar solitario, como era el ideal de los tramperos en las praderas americanas, y antes
aún de los héroes en las sagas irlandesas, es cosa que yace fuera de las posibilidades del
hombre antiguo.
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El espectáculo de las emigraciones a América—en donde el hombre se vale por sí mismo y
siente la necesidad profunda de estar solo—, los conquistadores españoles, el torrente de
los buscadores de oro en California, el indomable afán de libertad, de soledad, de
independencia absoluta, la gigantesca negación de todo sentimiento limitado de la patria, he
aquí emociones típicamente fáusticas. Ninguna otra cultura las conoce ni siquiera la china.
El emigrante griego es como el niño que camina agarrado a la falda de su madre. Pasar de
la ciudad vieja a otra nueva que es la reproducción exacta de aquélla, con sus mismos
ciudadanos, sus mismos dioses, sus mismos usos; no perder nunca de vista el mar conocido
y surcado por todos; llevar allá la misma vida de zÇon politikñn en el ágora, tal es el máximo
cambio de escenario que permite la existencia apolínea. Para nosotros, que consideramos la
libertad de movimientos como un derecho humano y un ideal—por lo menos—, este
confinamiento significaría la peor de las esclavitudes. Desde este punto de vista es como
hay que
concebir la expansión romana, que fácilmente se interpreta mal. La expansión romana no
significa, ni mucho menos, una amplificación de la patria. Mantúvose estrictamente dentro
de los limites que los hombres cultos habían ocupado antes y que ahora saquean como botín
de guerra. Nunca se han concebido en Roma planes dinámicos mundiales por el estilo de los
que ensayaron los Hohenstaufen o los Habsburgos. El imperialismo romano no puede
compararse con el actual. Los romanos no hicieron el menor intento por penetrar en el
interior de África. Las guerras posteriores de Roma tuvieron por objetivo exclusivamente la
seguridad y conservación de las posesiones romanas; eran guerras sin ambición, sin afán
simbólico de expansión.
Roma abandonó la Germania y la Mesopotamia sin manifestar por ello el menor sentimiento.
Si recapitulamos todo lo dicho; si contemplamos el aspecto de los firmamentos que abarca
la visión copernicana del universo; si consideramos el dominio de la superficie terrestre por
el hombre occidental, siguiendo las huellas de los descubrimientos colombinos; si
recordamos la perspectiva de la pintura al óleo y de la escena trágica, juntamente con el
sentimiento perespiritualizado de la patria; si a todo esto añadimos la pasión civilizada del
tráfico a gran velocidad, el dominio del aire, los viajes al polo, la ascensión a las altas
cumbres montañosas, despréndese de todo ello el símbolo primario del alma fáustica, el
espacio ilimitado. Como derivaciones de este símbolo supremo debemos comprender las
formas puramente occidentales del mito psíquico: la «voluntad», la «fuerza», la «acción».
II
BUDISMO, ESTOICISMO, SOCIALISMO
10
Ahora ya podemos comprender el fenómeno de la moral [111] como una interpretación
espiritual de la vida por sí misma.
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Desde la altitud a que hemos llegado podemos libremente contemplar esta provincia, la más
amplia, la más escabrosa de la reflexión humana. Pero justamente aquí es donde más falta
hace cierta especie de objetividad que hasta hoy nadie ha sabido seriamente practicar. Sea
la moral, en primer término, lo que fuere, es ilícito convertir su análisis en una parte de la
moral misma. Para nuestro problema no es lo importante estatuir lo que debemos hacer,
perseguir y valorar, sino comprender que esta posición del problema es ya por si el síntoma
de un sentimiento cósmico exclusivamente occidental.
Todos los occidentales, sin excepción, se hallan en esto bajo la influencia de una inmensa
ilusión óptica. Todos exigen algo a los demás. Todos pronuncian un imperativo—«tú
debes»—en la convicción de que realmente hay algo que puede y debe ser cambiado en
sentido uniforme, algo que debe ser formado, ordenado de cierta manera. Inconmovible es
la fe en ello y el derecho a ello. Se manda y se demanda obediencia a lo mandado. Tal es
para nosotros la moral. En la ética de Occidente todo es dirección, pretensión de fuerza,
actuación deliberada en la lejanía. Sobre este punto Lutero y Nietzsche, los Papas y los
darwinistas, los socialistas y los jesuitas, están de perfecto acuerdo. Su moral aparece con
pretensión de validez universal y perdurable. Ello pertenece a las necesidades de la realidad
fáustica. El que se aparta de este pensamiento, de esta enseñanza, de esta voluntad, es un
pecador, un infiel, un enemigo, a quien hay que combatir sin cuartel. El hombre debe. El
Estado debe. La sociedad debe. Esta forma de la moral es para nosotros evidente y
representa para nosotros el sentido propio y único de toda moral. Pero ni en la India, ni en la
China, ni en el mundo antiguo ha sido así. Buda ofrecía un libre ejemplo; Epicuro daba un
buen consejo. También éstas son formas de morales elevadas, morales de la voluntad libre.
No hemos advertido lo típico y singular de nuestro dinamismo moral. Supongamos que el
socialismo—entendido en sentido ético, no económico—sea el sentimiento cósmico que
persigue la opinión propia en nombre de todos; entonces hay que decir que todos, sin
excepción, somos socialistas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Incluso el apasionado
enemigo de toda «moral de rebaño», Nietzsche, es incapaz de limitar su celo a sí mismo, en
el sentido «antiguo». Nietzsche piensa en «la humanidad». Ataca a quien opina de otro
modo. Mas a Epicuro le era de verdad indiferente lo que opinasen e hiciesen los demás.
Epicuro no pierde un solo momento en imaginar una transformación de la humanidad. El y
sus amigos se contentaban con ser como eran. El ideal de la vida antigua consistía en la
falta de interés (?p?yeia) por el curso del mundo. En cambio el afán de dominar el curso del
mundo es justamente lo que constituye el contenido de la vida en la humanidad fáustica.
Aquí tiene su lugar el importante concepto de la ( di?fora) [112]. También existe en la
Hélade un politeísmo moral; demuéstrase en la pacífica convivencia de epicúreos, cínicos,
estoicos. Pero Zaratustra—aunque se precia de estar allende el bien y el mal—padece el
dolor de ver a los hombres como no quisiera verlos y siente un profundo afán totalmente
extraño al espíritu «antiguo», de emplear su vida en cambiarlos, naturalmente, en el sentido
que él considera mejor. Y esto justamente, esta transvaloración universal es monoteísmo
ético y —tomando la palabra en un sentido nuevo y más profundo— socialismo. Todos los
que aspiran a mejorar el mundo son socialistas. No existió ningún antiguo, pues, que
aspirase a mejorar el mundo.
El imperativo moral, como forma de la moral, es fáustico y sólo fáustico. ¿Qué importa que
Schopenhauer haya querido ver negada la voluntad de vida y Nietzsche en cambio haya
querido verla afirmada? Estas diferencias son superficiales; revelan un gusto personal, un
temperamento. Lo esencial es que también Schopenhauer siente el mundo entero como
voluntad, como movimiento, fuerza, dirección; por ello es el precursor de toda la modernidad
ética. Este sentimiento fundamental constituye toda nuestra ética. Las demás son
variedades de esa especie única. Lo que nosotros llamamos hazaña, acción, no sólo
actividad [113], es un concepto completamente histórico, repleto de energía directiva. Es la
confirmación de la existencia, la consagración de la existencia en un tipo de hombre cuyo
«yo» posee la tendencia hacia lo futuro y siente el presente no como realidad plena, sino
como época en la inmensa conexión del devenir; y tanto en la vida personal como en la vida
de la historia toda. La fuerza y claridad de esta conciencia determinan el rango de un
hombre fáustico; pero hasta el más insignificante tiene algún destello de ella, y esa
conciencia distingue sus más mínimos actos vitales, por el modo y contenido, de los actos
de cualquier «antiguo». Es la diferencia entre el carácter y la actitud, entre el devenir
consciente y la realidad estatuaria aceptada simplemente, entre el querer trágico y el
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padecer trágico.
A los ojos del hombre fáustico todo es en el mundo movimiento hacia un fin. El hombre
mismo vive bajo esa condición, Vivir significa para él luchar, superar, imponerse. La lucha
por la existencia, como forma de la existencia, pertenece ya a la época gótica y claramente
se expresa en su arquitectura. El siglo XIX le ha dado una forma mecánico utilitaria. En el
mundo del hombre apolíneo, en cambio, no «hay movimiento» hacía un fin—el fluir de
Heráclito, que es un juego sin propósito, sin objetivo, ² õdòw nv k?tv [114], no entra en
cuenta—, no hay «protestantismo», no hay «afanes tempestuosos», no hay «revoluciones»
éticas, espirituales, artísticas, que luchen por aniquilar lo existente. El estilo jónico y el
corintio aparecen junto al dórico, sin pretender eliminarlo y dominar solos. En cambio el
Renacimiento rechaza el gótico; el clasicismo rechaza el barroco y todas las historias
literarias de Occidente están llenas de furiosas luchas sobre los problemas de la forma. El
mundo mismo de los monjes—órdenes de Caballería, franciscanos, dominicos—aparece en
la forma del movimiento de una orden, en lo cual se opone a la forma cristiana primitiva del
ascetismo anacorético.
Es imposible para el hombre fáustico negar esa forma fundamental de su existencia, y
mucho menos aún cambiarla. Toda oposición a ella la supone. El que combate «el
progreso» considera su actuación como un progreso. El que propaga y defiende una
«reacción» entiende por ello una evolución posterior. «Inmoralismo» es una nueva especie
de moral, con la misma pretensión de prevalencia. La voluntad de potencia es intolerante.
Todo lo que es fáustico aspira a predominio. Para el sentimiento apolíneo— yuxtaposición
de muchas cosas singulares—la tolerancia es algo evidente; pertenece al estilo de la
ataraxia, de la falta de voluntad. Para el mundo occidental—espacio psíquico único e
ilimitado, espacio como tensión—la tolerancia es o un engaño de si mismo o un signo de
decadencia. La época de la ilustración, el siglo XVIII, era tolerante, es decir, indiferente a las
distinciones entre las profesiones de fe cristianas; pero por sí misma, en relación con la
Iglesia y con las iglesias, dejó de serlo tan pronto como llegó al poderío. El instinto fáustico,
activo, de voluntad robusta, enderezado hacia el futuro y la lejanía, con la tendencia vertical
de las catedrales góticas y esa significativa conversión del feci en ego habeo factum, exige
tolerancia, esto es, espacio para su propia actuación; pero sólo para ésta. Considerad la
cantidad de tolerancia que la democracia urbana consiente aplicar a la Iglesia en el empleo
que ésta hace de coacciones religiosas, mientras que para sí misma exige una ilimitada
aplicación de sus propias coacciones y cuando puede acomoda a ellas la legislación
«universal». Todo «movimiento» aspira a vencer; en cambio la «actitud» antigua sólo quiere
existir y se interesa muy poco por el ethos de los demás. Luchar en pro o en contra de las
corrientes del día; propagar, establecer, desacreditar o destruir reformas o reacciones, he
aquí lo que no conocen ni los antiguos ni los indios. Y justamente es ésta la diferencia que
separa la tragedia de Sófocles y la tragedia de Shakespeare, la tragedia del hombre que
sólo quiere existir y la del hombre que quiere vencer.
Es un error poner «el» cristianismo en relación con el imperativo moral. No es el cristianismo
el que ha creado al hombre fáustico; es
éste el que ha transformado el cristianismo, no sólo convirtiéndolo en una religión nueva,
sino orientándolo en el sentido de una nueva moral. Lo que indica el neutro «elIo», tórnase
yo personalísimo, con todo el pathos de un centro cósmico, como el que constituye la base
del sacramento de la confesión personal. La voluntad de potencia manifestándose incluso en
lo ético; el afán apasionado de elevar cada uno su moral a la categoría de verdad eterna, e
imponerla a los hombres todos, transformando, venciendo o destruyendo a los que se
muestren disconformes, todo eso es propiedad de nuestra alma occidental. En este sentido
fue transformada interiormente la moral de Jesús, en la época primera del gótico—hondo
proceso que nadie ha comprendido aún—; y aquella moral, aquella conducta estático
espiritual, recomendada como salvadora por el sentimiento mágico del mundo, aquella
doctrina cuyo conocimiento era como una gracia [115] especialmente concedida, convirtióse
durante el gótico en una moral imperativa [116].
Todo sistema ético, sea de origen religioso o filosófico, tiene, por lo tanto, su lugar en la
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proximidad de las artes mayores, sobre todo de la arquitectura. Es un edificio de
proposiciones en que está estampada la causalidad mecánica. Toda verdad destinada a
tener una aplicación práctica se enuncia con un «porque» o un «pues». Hay en ella una
lógica matemática; la hay en las cuatro verdades de Buda, en la Critica de la razón práctica,
de Kant, en todo catecismo popular. Nada más extraño a esas teorías, reconocidas por
verdaderas, que la lógica de la sangre, lógica no crítica, que en cada costumbre establecida
y conocida conscientemente sólo por las infracciones contra ella, nos habla de clases
sociales y hombres reales; por ejemplo, la educación del caballero en los tiempos de las
Cruzadas. Una moral sistemática es como un ornamento, y se revela no sólo en
proposiciones, sino también en el estilo de la tragedia y aun en los motivos artísticos. El
meandro por ejemplo, es un motivo estoico; la columna dórica encarna realmente el ideal
«antiguo» de la vida. Por eso es ésta la única forma de las columnas antiguas, que el estilo
barroco hubo de excluir en absoluto. En el Renacimiento mismo se nota una tendencia a
evitarla por motivos espirituales profundos.
La conversión de la cúpula mágica en cúpula rusa, con el símbolo del tejado plano (véase
tomo I, pág. 304); la arquitectura del paisaje chino con sus intrincados senderos; la torre
gótica de las catedrales, son otros tantos símbolos de la moral que ha surgido en la
conciencia vigilante de una sola cultura.
11
Y ahora encuentran su solución antiquísimos enigmas y perplejidades. Hay tantas morales
como culturas, ni más ni menos. Nadie tiene en esto libre elección. Asi como para todo
pintor y todo músico existe algo que, por sustentarse en el fundamento de una necesidad
interna, no llega a su conciencia; algo que de antemano domina sobre el lenguaje formal de
sus obras y lo distingue de las producciones artísticas de todas las demás culturas, asi
también cada concepción de la vida de un hombre culto posee de antemano, a priori, en el
riguroso sentido de Kant, una propiedad más honda que todo momentáneo juicio y afán, una
propiedad en que se manifiesta el estilo de una determinada cultura. El individuo puede
obrar moral o inmoralmente, «bien» o «mal» para el sentimiento primario de su cultura; la
teoría, empero, de su acción está absolutamente dada. Cada cultura tiene su propio criterio,
cuya validez con ella empieza y con ella termina. No existe una moral universal humana.
Tampoco, pues, existe en el más hondo sentido una verdadera conversión, ni puede existir.
Toda conducta consciente basada en convicciones es un protofenómeno, es la dirección
fundamental de una existencia, transformada en «verdad intemporal». Poco importan los
términos e imágenes en que se exprese: mandamientos de una deidad, resultados de la
reflexión filosófica, proposiciones, símbolos, anunciación de una verdad nueva o refutación
de una idea extraña: basta con que exista. Es posible despertarla y envolverla en una teoría;
es posible asimismo modificar y aclarar su expresión espiritual. Pero es imposible crearla. Ni
podemos cambiar nuestro sentimiento cósmico—como que el ensayo mismo de alterarlo se
produce en el estilo suyo característico y más lo confirma que lo supera—ni tenemos poder
sobre la forma ética fundamental de nuestra conciencia vigilante. Se ha introducido cierta
distinción en las palabras, considerando la ética como una ciencia y la moral como un
problema; pero no hay, en este sentido, problema alguno. Asi como el Renacimiento fue en
realidad incapaz de resucitar la antigüedad y en cada motivo antiguo expresó justamente lo
contrario del sentimiento cósmico apolíneo, creando así un gótico meridionalizado, un
«gótico antigótico», del mismo modo es imposible que un hombre se convierta a una moral
extraña a su esencia. Hoy se habla de transvalorar los valores; los modernos habitantes de
las grandes urbes piensan en «retornos» al budismo, al paganismo o a un catolicismo
romántico; el anarquista aspira a una ética individual; el socialista sueña con una ética
social. En última instancia, todos hacen, quieren y sienten lo mismo. Las conversiones a la
teosofía o al libre pensamiento, que son los tránsitos actuales de un supuesto cristianismo a
un supuesto ateísmo o viceversa, constituyen una simple mutación de palabras y conceptos,
un cambio de la superficie religiosa o intelectual, y nada más. Ninguno de nuestros
«movimientos» ha modificado al hombre.
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Una rigurosa morfología de todas las morales es problema reservado para el futuro.
Nietzsche ha dicho sobre esto también lo esencial, y ha dado el primer paso decisivo que
conduce a la nueva visión. Pero no ha sabido cumplir él mismo con la exigencia que impone
al pensador de situarse por encima del bien y del mal. Ha querido ser a la vez escéptico y
profeta, crítico de la moral y heraldo de una moral. Son cosas incompatibles. No se puede
ser psicólogo de primer orden cuando se sigue enredado en las mallas del romanticismo.
Por eso Nietzsche en esto, como en todos sus decisivos atisbos, llega hasta el umbral, pero
no lo franquea. Mas nadie hasta ahora lo ha hecho mejor. Hasta ahora hemos sido ciegos
para la inmensa riqueza que ostentan los idiomas de las formas morales.
No hemos sabido verla ni comprenderla. El mismo escéptico no ha entendido su problema;
ha elevado a norma definitiva en último término su propia concepción moral, determinada
por disposiciones personales, por el gusto privado, y por ella ha medido todas las demás.
Los más modernos revolucionarios, Stirner, Ibsen, Strindberg, Shaw, no han hecho tampoco
otra cosa. Sólo han sabido ocultarse este hecho bajo nuevas fórmulas y tópicos.
Pero una moral es—como una plástica, una música o una pintura—un mundo cerrado de
formas, la expresión de un sentimiento vital que está absolutamente dado, que es inmutable
en lo profundo y que se afirma con intima necesidad.
Toda moral es siempre verdadera dentro de su circulo histórico; es siempre falsa fuera de
este círculo histórico. Ya hemos dicho [117] que asi como para cada poeta, cada pintor, cada
músico hay obras que hacen época en su vida y desempeñan el papel de grandes símbolos
de su existencia, asi también para esos ingentes individuos, que llamamos culturas, las
especies artísticas, unidades orgánicas, como la pintura al óleo en su conjunto, la plástica
del desnudo en su conjunto, la música contrapuntística, la lírica rimada. En los dos casos, en
la historia de una cultura como en la vida individual, trátase de la realización de
posibilidades. El espíritu interior se convierte en el estilo de un mundo. Junto a esas grandes
unidades de forma cuyo transcurso, cuya plenitud y cuyo término abarcan una serie prefijada
de generaciones humanas y que tras, pocos siglos de duración irrevocablemente fenecen,
hállase el grupo de las morales fáusticas, la suma de las morales apolíneas, constituyendo
igualmente una unidad de orden superior. Su presencia es un sino que es necesario aceptar;
sólo su concepción consciente es el resultado de una revelación o de una noción científica.
Hay un elemento, difícilmente expresable, que reúne en un haz todas las doctrinas
«antiguas», desde Hesíodo y Sófocles hasta Platón y los estoicos, para contraponerlas a
cuanto se ha profesado en Occidente, desde San Francisco de Asís y Abelardo hasta Ibsen y
Nietzsche. Y la moral de Jesús es sólo la más noble expresión de una moral general cuyas
distintas concepciones se hallan en Marción y Mani, Filón y Plotino, Epicteto, San Agustín y
Proclo. Toda ética antigua es siempre una ética de la actitud; toda ética occidental es una
ética de la acción. Y, por último, la suma de todos los sistemas indios, como la de todos los
sistemas chinos, forma también un mundo en sí.
12
Todas las éticas antiguas imaginables se refieren al individuo estático, considerándolo como
un cuerpo entre cuerpos.
Todas las valoraciones de Occidente se refieren al hombre, en tanto que es centro dinámico
de una infinita universalidad.
Socialismo ético: he aquí la disposición moral activa, que actúa por el espacio en la lejanía;
he aquí el pathos moral de la tercera dimensión, cuyo signo, el sentimiento primario de la
solicitud, tanto hacia los convivientes como hacia los venideros, se cierne sobre toda.
nuestra cultura. Por eso al considerar la cultura egipcia advertimos en ella algo de
socialismo. Por otra parte, la tendencia a la actitud inmóvil, a la apatía, a la cerrazón
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estática del individuo en si, recuerda la ética india y el hombre formado por ella. A las
estatuas sedentes de Buda, «contemplándose el ombligo», no les es del todo extraña la
ataraxia de Zenón. El ideal ético del hombre antiguo es ese que la tragedia tiene a la vista.
La catharsis, la expulsión fuera del alma apolínea de todo lo que no sea apolíneo, de todo lo
que no esté libre de «lejanía» y dirección, revela aquí su más profundo sentido, que se
comprende bien cuando se ha reconocido el estoicismo como su forma madura. Lo que el
drama llevaba a cabo en una hora solemne, eso mismo querían los estoicos extender sobre
toda la vida: una paz estatuaria, un ethos sin voluntad. Por otra parte, el ideal budista del
Nirvana, fórmula muy posterior, pero completamente india y latente ya en los tiempos
védicos, ¿no es muy afín a la catharsis griega?. Ante este concepto, ¿no se juntan
estrechamente el hombre antiguo ideal y el hombre indio ideal, cuando los comparamos con
el hombre fáustico, cuya ética se comprende con no menor claridad por la tragedia de
Shakespeare y su dinámica evolución y catástrofe? En realidad, podríamos muy bien
representarnos a Sócrates, a Epicuro y sobre todo a Diógenes a orillas del Ganges. En una
de nuestras ciudades de Europa Diógenes seria un loco insignificante. Por otra parte,
Federico Guillermo I, modelo de socialistas en sentido elevado, es representable muy bien
en el Estado egipcio; no empero en la Atenas de Perícles.
Si Nietzsche hubiera observado su tiempo con mas libertad, menos influido por un
entusiasmo romántico a favor de ciertas creaciones éticas, habría advertido que no existe en
la Europa occidental esa supuesta moral cristiana especifica de la compasión, en el sentido
en que él la combate. El texto literal de ciertas fórmulas humanas no debe ilusionarnos
sobre su significado real. Entre la moral que se tiene y la que se cree tener hay una relación
difícil de encontrar y muy vacilante. Aquí precisamente estaría en su punto una psicología
sincera y profunda. Compasión es palabra peligrosa. A pesar de la maestría de Nietzsche no
tenemos todavía una investigación sobre lo que por compasión se ha entendido y vivida en
las diferentes épocas. La moral cristiana en tiempos de Orígenes es algo completamente
distinto de la moral cristiana en la época de San Francisco de Asís. No es éste lugar para
inquirir lo que sea la compasión fáustica, entendida como sacrificio o entrega y también
como sentimiento racial de una sociedad caballeresca [118], a diferencia de la compasión
mágico-cristiana, fatalista; ni tampoco para investigar hasta qué punto debe concebirse
como acción en la lejanía, como dinamismo practico y, por otra parte, como dominio de si,
practicado por un alma orgullosa o también como manifestación de un sentimiento de la
distancia en que se afirma la superioridad. El tesoro inmutable de matices éticos que guarda
el Occidente a partir del Renacimiento ha de encubrir una inmensa riqueza de sentimientos
distintos, de muy vario contenido. El sentido superficial, al que la fe se adhiere, el mero
conocimiento de los ideales es, en hombres de tan históricas y retrospectivas disposiciones
como nosotros, la expresión del respeto a lo pretérito, y en este caso a la tradición religiosa.
Pero las palabras textuales de las convicciones no son nunca criterio de una verdadera
convicción. Raro es que un hombre sepa lo que cree. Las teorías y los lemas son siempre
algo popular; la realidad espiritual reside en capas mucho más profundas. La devoción
teórica por los preceptos del Nuevo Testamento está a la misma altura que la admiración
teórica del arte antiguo en el Renacimiento y el clasicismo. Ni aquélla ha transformado al
hombre, ni ésta el espíritu de las obras.
Los repetidos ejemplos de las órdenes mendicantes, de los hermanos Moravos y del Ejército
de Salvación demuestran por su escaso número y más aún por su escasa importancia que
representan una excepción de algo muy diferente, a saber: la moral propiamente fáusticocristiana. En vano buscaremos su fórmula en Lutero y en el Tridentino; pero todos los
grandes cristianos, Inocencio III y Calvino, Loyola y Savonarola, Pascal y Santa Teresa, la
llevaban en sí, contradiciendo sus opiniones doctrinales, sin darse cuenta de ello.
Basta tomar el concepto puramente occidental de esa virtud viril, que se expresa en la virtú
«sin moral» de Nietzsche, la grandeza, del barroco español y francés, y compararlo con la
tan femenina ?ret® [119] del ideal helénico, cuya práctica siempre se manifiesta en la
capacidad de goce (²don®), en la paz del espíritu (gal®nh, ?p?yeia), en la falta de
necesidades, y sobre todo en la ?trajaÛa. Eso que Nietzsche llamó «la bestia rubia» y que
veía encarnado en el tipo del hombre del Renacimiento, supervalorándolo (porque éste no
es mas que un epígono felino de los grandes teutones de la época de los Staufen), es el
extremo opuesto del tipo que, sin excepción, todas las éticas antiguas han querido y todos
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los hombres significativos de la antigüedad han encarnado. A aquel tipo pertenecen los
hombres de granito, que la cultura fáustica ofrece en abundante serie y que faltan por
completo en la antigua. Perícles y Temístocles eran naturalezas blandas, en el sentido de la
kalokagayÛa ática; Alejandro, un soñador que nunca despertó de sus ensueños; César, un
prudente calculador; Aníbal, el extranjero, fue el único «hombre» entre ellos. Los hombres
de las épocas primitivas, según podemos conjeturar por Homero, aquel UIìses y aquel Ayax
hubieran representado entre los caballeros de las Cruzadas un papel bien extraño. En las
naturalezas femeninas hay también reacciones de rara brutalidad; tal es la crueldad de los
griegos. En el Norte, en cambio, en el umbral mismo de los primeros tiempos, aparecen los
grandes emperadores sajones, franconios y Staufen rodeados de un ejército de hombres
gigantescos como Enrique el León y Gregorio VII. Vienen luego los hombres del
Renacimiento, de las luchas entre la rosa blanca y la rosa roja, de las guerras religiosas;
vienen los conquistadores españoles, los príncipes y reyes prusianos, Napoleón, Bismarck,
Cecil Rhodes. ¿Dónde está otra cultura que pueda ostentar nada semejante? ¿Dónde, en
toda la historia de Grecia, una escena tan grande como aquella de Legnano, cuando irrumpe
la lucha entre los Güelfos y los Staufen? Los héroes de las migraciones, los caballeros
españoles, la disciplina prusiana, la energía napoleónica, todo esto es harto contrario al
espíritu antiguo. ¿Dónde—si ascendemos a las alturas de la humanidad fáustica y la
consideramos desde las Cruzadas hasta la guerra mundial—, dónde está esa «moral de
esclavos», esa blanda renuncia, esas caritas en el sentido de las viejas devotas? En las
palabras, ante las
cuales nos inclinamos; no en otra parte. Pensemos en los tipos del sacerdocio fáustico,
aquellos magníficos obispos del imperio germánico, que erguidos en sus cabalgaduras
llevaban sus gentes a la pelea; aquellos Papas que sometieron a Enrique IV y a Federico II;
aquellos caballeros de las Ordenes germánicas en las marcas del Este; aquel orgullo de
Lutero, paganismo nórdico frente a paganismo romano; aquellos grandes cardenales,
Richelieu, Mazarino, Fleury, que edificaron la Francia. Esta es la moral fáustica. Ciego hay
que estar para no ver en el cuadro de la historia europea, por doquiera, esa misma fuerza
vital indomable. Y partiendo de estos grandes casos de pasión profana, en que se manifiesta
la conciencia de una misión, es como se comprenden los casos de pasión divina, de caridad
sublime, a la que nada resiste y que en su dinamismo presentan cariz harto distinto de la
«antigua» mesura y de la precristiana dulzura. Dura es la Índole propia de esa com-pasión
que los místicos alemanes, los caballeros de las Ordenes alemanas y españolas, los
calvinistas franceses e ingleses han cultivado. La compasión rusa de un Raskolnikow es la
fusión de un espíritu en la masa de los hermanos. La compasión fáustica, empero, destaca a
un espíritu de la masa.
Ego habeo factum: he aquí la fórmula de esta caridad personal que justifica al individuo ante
Dios.
Este es el motivo por el cual la «moral de la compasión», en su sentido consuetudinario,
atacada por algunos pensadores y deseada por otros, no ha sido nunca realizada y puesta
en práctica entre nosotros. Kant la rechazó resueltamente; en realidad se halla en
contradicción interna con el imperativo categórico que encuentra el sentido de la vida en la
acción, no en el abandono a las emociones tiernas. La «moral de esclavos» a que Nietzsche
se refiere es un fantasma. Su «moral de señores» es la realidad. No necesitaba Nietzsche
descubrírnosla, pues existe entre nosotros desde hace mucho tiempo. Arranquémosle a
Nietzsche la máscara romántica de Borgia; prescindamos de sus nebulosas visiones de
superhombría y quedará el hombre fáustico solo, tal como hoy existe, tal como ya existía en
tiempos de las sagas irlandesas esto es, como tipo de una cultura enérgica, imperativa,
dinámica. Haya sucedido en la antigüedad lo que quiera que sea, para nosotros los grandes
bienhechores son los grandes adores, los grandes activos, cuya previsión y solicitud abarca
a millones de seres; los grandes estadistas y organizadores. «Una especie de hombres
superiores que, merced a su predominio en voluntad, saber, riqueza e influencia, se sirvan
de la Europa democrática como de un instrumento dócil y manejable, para tener en sus
manos los destinos de la tierra, para labrar el hombre como «artistas». Basta; llega un
tiempo en que habrá que aprender una nueva política.» Así dice Nietzsche en una de sus
notas póstumas, mucho más concretas que las obras terminadas. «O cultivamos las
capacidades políticas o nos destruye la democracia que nos han impuesto las viejas y
desgraciadas alternativas», dice Shaw en Hombre y superhombre. Shaw, que tiene sobre
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Nietzsche la superioridad de una educación práctica y de una menor ideología, aunque
parezca limitado su horizonte filosófico, ha vertido el ideal del superhombre—expuesto en su
obra Major Barbara bajo la figura del millonario Undershaft—en el idioma arromántico del
tiempo moderno, que es de donde realmente Nietzsche lo ha tomado también, dando un
rodeo por Malthus y Darwin. Esos hombres de la acción superior son los que hoy
representan la voluntad de potencia sobre el destino de los demás, esto es, la ética fáustica.
Los hombres de esta clase derraman sus millones no para satisfacción de una caridad sin
limites, no para los soñadores, los «artistas», los débiles y los maltrechos, sino para aquellos
que constituyen la materia del futuro. Con éstos de consuno persiguen un fin. Crean para la
existencia de las generaciones un centro de fuerza que rebasa los límites de la existencia
personal. También el dinero puede desenvolver ideas y hacer historia. Asi Rhodes, en quien
se anuncia un tipo muy significativo del siglo XXI, dispuso su testamento. Mezquino e
incapaz de concebir la historia es el que no sabe distinguir entre la gritería literaria de los
éticos sociales populares, apóstoles humanitarios, y los profundos instintos morales que
laten en la civilización europea.
El socialismo—en su sentido superior, no en el sentido de la plaza pública—es, como todo lo
fáustico, un ideal exclusivo.
Y si ha adquirido popularidad es sólo por un completo error incluso de sus directores, que se
creen que socialismo es un conjunto de derechos y no de deberes, una negación y no una
agudización del imperativo kantiano, un aflojamiento y no una tensión mayor de la energía
directiva. Esa trivial y superficial tendencia a la bienandanza, la «libertad», la humanidad, la
«felicidad del mayor número» representa sólo la parte negativa de la ética fáustica; muy en
oposición al epicureismo antiguo, para quien el estado de ventura era núcleo verdadero y
suma de todo lo ético. Justamente aquí vemos dos emociones muy afines en lo externo, que
en un caso no significan nada y en el otro todo. Desde este punto de vista podemos dar al
contenido de la ética antigua también el nombre de filantropía, una filantropía que el
individuo dirige a sí mismo, a su propio soma. Y en este caso tenemos a nuestro lado la
autoridad de
Aristóteles, que emplea en este sentido exactamente la palabra fil?nyrvpow, palabra que
intentaron descifrar en vano los mejores ingenios de la época clasicista, sobre todo Lessing.
Aristóteles dice que el efecto que la tragedia ática produce sobre el espectador ático es
filantrópico. Su peripecia le libra de la compasión consigo mismo. En el alto helenismo, en
CaIlicles, por ejemplo, hubo también una especie de teoría sobre la moral de señores y la
moral de esclavos; se comprende que en sentido rigurosamente euclidiano y corpóreo. El
ideal de aquélla es Alcibíades, que hizo exactamente lo que en cada momento le parecía
más conveniente para su persona. Alcibíades fue sentido y admirado como tipo de la antigua
kalok gayÛa. Más claro es aún Protágoras en su famoso dicho, de sentido totalmente ético,
que el hombre—cada cual por sí—es la medida de todas las cosas. Esta es la moral de
señores, propia de un alma estatuaria.
13
Cuando Nietzsche escribió por vez primera las palabras «transvaloración de todos los
valores», el movimiento espiritual de estos siglos en cuyo centro vivimos había encontrado
al fin su fórmula. «Transvaloración de todos los valores»; he aquí el más intimo carácter de
toda civilización. La civilización comienza invirtiendo todas las formas de la cultura
antecedente, alterando su inteligencia y su manejo. Ya no crea nada; se limita a cambiar la
interpretación. He aquí la parte negativa de todas estas épocas. Presuponen el acto
propiamente creador. Entran en posesión de una herencia de grandes realidades. Si
consideramos la antigüedad posterior y buscamos dónde reside en ella el acontecimiento
correspondiente, hallaremos que se ha verificado dentro del estoicismo helenístico-romano,
durante la lenta agonía del alma apolínea. Entre Epicteto y Marco Aurelio por una parte, y
por la otra Sócrates, padre espiritual de los estoicos y primero en manifestar el
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empobrecimiento interno de la vida antigua, ahora ya urbanizada e intelectualizada, entre
esos dos limites se sitúa la transvaloración de los ideales antiguos. Veamos en la India. En
vida del rey Asoka, hacia 250 años antes de J. C., estaba ya realizada la transvaloración de
la vida bramánica; compárense las partes del Vedanta anteriores y posteriores a Buda.
¿Y nosotros? El socialismo ético, en el sentido que aquí le damos, como emoción
fundamental del alma fáustica, enclaustrada entre las masas pétreas de las grandes urbes,
es el que ahora está realizando esa transvaloración. Rousseau es el progenitor de ese
socialismo. Rousseau se sitúa junto a Sócrates y Buda, los dos portavoces de dos grandes
civilizaciones. Su negación de las grandes formas cultas, de las convenciones significativas,
su famoso «retorno a la naturaleza», su racionalismo práctico, no permiten duda alguna
sobre este punto. Cada uno de esos hombres ha enterrado una intimidad de mil años.
Predican el evangelio de la humanidad; pero es la humanidad del hombre inteligente de la
urbe, del hombre que está ya harto de la ciudad postrimera y de la cultura, y cuyo intelecto
«puro», es decir, inánime, aspira a libertarse de ella y de su forma imperativa, de su dureza,
de su simbolismo, que ya no es vivido, y que, por lo tanto, es ahora odiado. La dialéctica
destruye la cultura. Repasemos los grandes nombres del siglo XIX, que son los nudos para
nosotros de ese gran espectáculo: Schopenhauer, Hebbel, Wagner, Nietzsche, Ibsen,
Strindberg, y veremos eso que Nietzsche, en el prólogo fragmentario de su obra
fundamental, inacabada, llamó por su nombre: la invasión del nihilismo. A ninguna de las
grandes culturas le es extraña. Por íntima necesidad pertenece a la agonía de esos
poderosos organismos. Sócrates fue un nihilista; Buda también. Hay en la cultura egipcia, en
la árabe, en la china, lo mismo que en la nuestra occidental, un momento en que lo humano
pierde su alma. No se trata de transformaciones políticas y económicas; ni siquiera de
mutaciones religiosas o artísticas. No se trata de nada palpable, no son hechos; es la
esencia de un alma que ya ha realizado Íntegras todas sus posibilidades. Y no cabe oponer
a esto las grandes producciones del helenismo y de la modernidad europea. La economía de
los esclavos y la industria de la maquinaria, el «progreso» y la ataraxia, el alejandrinismo y
la ciencia moderna, Pérgamo y Bayreuth, los estados sociales que presuponen la Política de
Aristóteles y el Capital de Marx, son meros síntomas en el cuadro superficial de la historia.
No se trata de la vida externa, de la conducta, de las instituciones, de las costumbres, sino
de lo más hondo y último; es el agotamiento interior del cosmopolita y del
provinciano [120]. En la «antigüedad» sucede esto hacia la época romana; para nosotros, en
la que sigue al año 2000.
¡Cultura y civilización, esto es, el cuerpo vivo y la momia de un ser animado! Así se
distinguen las dos fases de la existencia occidental, antes y después de 1800. Antes es la
vida en toda su plenitud y evidencia, vida cuya forma brota de dentro, en un único y
poderoso trazo, desde los días infantiles del goticismo hasta Goethe y Napoleón. Después
es la vida rezagada, artificial, desarraigada de nuestras grandes urbes, cuyas formas dibuja
el intelecto. ¡Cultura y civilización, esto es, un organismo nacido del paisaje y un mecanismo
producto del anquilosamiento! El hombre culto vive hacia dentro; el civilizado, hacia fuera,
en el espacio, entre cuerpos y «hechos». Lo que aquél siente como un sino, compréndelo
éste como una conexión de causas y efectos. Ahora son los hombres materialistas en un
sentido que sólo vale para los períodos de civilización. Lo son quiéranlo o no y preséntense
o no en formas religiosas las doctrinas budistas, estoicas, socialistas.
Para el hombre gótico y dórico, para el hombre del jónico y del barroco, el mundo inmenso
de las formas, en arte, religión, costumbres, política, ciencia, sociedad, es fácil y
espontáneo. Lo lleva todo en si; lo realiza sin «conocerlo». Frente al simbolismo de la
cultura muestra la misma maestría, sin esfuerzo, que Mozart en su arte. La cultura es lo
evidente. Aparecen, empero, los primeros síntomas de un alma declinante cuando despunta
un sentimiento de extrañeza ante esas formas, el sentimiento de un peso que anula la
libertad creadora, la obligación de examinar y criticar con el intelecto la realidad actual, para
aplicarla conscientemente, la tiranía de una reflexión fatal para todo elemento
misteriosamente creador. El que siente sus miembros es porque está enfermo. Construir una
religión ametafísica y rebelarse contra los cultos y los dogmas; oponer un derecho natural a
los derechos históricos; «inventar» estilos artísticos por no poder ya soportar y dominar el
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estilo; concebir el Estado como «orden social» que puede cambiarse, que debe cambiarse—
y Junto al Contrato social, de Rousseau, hay producciones de idéntico sentido en la época
de Aristóteles—, todo esto demuestra que algo se ha deshecho para siempre. La urbe
mundial, colmo de lo inorgánico, se extiende en medio del paisaje culto, desarraigando a sus
hombres, aspirándolos, agotándolos.
Los mundos científicos son mundos superficiales, mundos prácticos, inánimes, puramente
extensivos. Estos mundos sirven de base a las intuiciones del budismo, del estoicismo, del
socialismo [121]. Vivir la vida no con evidencia indeliberada y apenas consciente, cual un
sino providencial, sino considerándola como problemática, poniéndola en escena sobre una
base de nociones intelectuales, haciéndola «finalista» «intelectualista», he aquí el fondo
común a los tres casos. Rige el cerebro, porque el alma se ha despedido. Los hombres
cultos viven inconscientes; los civilizados, conscientemente. El aldeano, arraigado en la
tierra, ante las puertas de las grandes ciudades, que ahora—escépticas, prácticas,
artificiales—representan solas la civilización, no cuenta ya para nada. El «pueblo» es ahora
el pueblo de las urbes, masa inorgánica y fluctuante. El aldeano no es demócrata—también
este concepto pertenece a la existencia mecánica y ciudadana [122] —; por lo tanto es
desatendido, ridiculizado, menospreciado, odiado.
Es el único hombre orgánico que queda, desaparecidas las viejas clases nobiliarias y
sacerdotales; es un residuo de la anterior cultura. No encuentra lugar ni en el pensamiento
estoico ni el socialista.
Asi, al Fausto de la primera parte de la tragedia, al investigador apasionado en las noches
solitarias, sigue consecuentemente el Fausto de la segunda parte, el Fausto del nuevo siglo,
el tipo de una actividad puramente práctica, de amplio horizonte y orientada hacia fuera.
Goethe, psicólogo, ha previsto el futuro de Europa occidental. He aquí la civilización
ocupando el puesto de la cultura, el mecanismo externo en lugar del organismo interno, el
intelecto, petrificación del alma, substituyendo al alma extinta. Como Fausto al principio y al
final del poema, así se oponen en la antigüedad el heleno de la época de Perícles y el
romano de la época de César.
14
Mientras el hombre vive simplemente, naturalmente, evidentemente, una cultura en
plenitud, su vida tiene una actitud indeliberada. Su moral es instintiva; podrá revestir mil
formas discutibles, pero en si misma no es discutida, porque es hondamente poseída. Pero
cuando la vida declina; cuando—sobre el suelo de las grandes urbes, que son ahora por sí
mismas mundos espirituales—se hace necesaria una teoría para poner la vida en escena y
ordenarla; cuando la vida se torna objeto de la contemplación, entonces la moral se
convierte en problema. La moral culta es la moral que se posee; la moral civilizada es la
moral que se busca. Aquélla es demasiado profunda para poderse extraer con los
instrumentos de la lógica; ésta en cambio es función de la lógica. Todavía en Kant y en
Platón la ética es simple dialéctica, juego de conceptos, redondeamiento de un sistema
metafísico. En último término, hubiérase podido prescindir de ella. El imperativo categórico
no es mas que la concepción abstracta de algo que para Kant no era problema. Ya esto no
puede decirse a partir de Zenón y de Schopenhauer. Ahora hay que buscar, hay que
inventar, hay que extraer, para servir de regla a la realidad, algo que el instinto ya no
garantiza. Ahora comienza la ética civilizada, que no es el reflejo de la vida sobre el
conocimiento, sino el reflejo del conocimiento sobre la vida. En todos estos sistemas
inventados, que llenan los primeros siglos de todas las civilizaciones, se siente no sé qué de
artificioso, inánime y verdadero a medias. No son ya aquellas creaciones íntimas, casi supra
terrestres, que pueden codearse con las artes mayores.
Ahora desaparece toda metafísica de estilo grandioso, toda intuición pura, ante la urgencia
actual de establecer una moral práctica que sirva de regla para la vida, porque la vida no
puede ya regularse por si misma. La filosofía hasta Kant, Aristóteles y las doctrinas Yoga y
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Vedanta, ha sido una serie de poderosos sistemas cósmicos en que la ética formal ocupaba
un lugar modesto. Pero ahora la filosofía se convierte en filosofía moral, con un fondo de
metafísica. La pasión gnoseológica abandona la hegemonía a la necesidad práctica; el
socialismo, el estoicismo, el budismo, son filosofías de este estilo.
Contemplar el mundo no desde la altitud de un Esquilo, de un Platón, de un Dante, de un
Goethe, sino desde el punto de vista de la necesidad diaria y la realidad apremiante, es lo
que yo llamo cambiar en orden a la vida la perspectiva del pájaro por la perspectiva de la
rana. Justamente éste es el descenso de una cultura a una civilización. Toda ética formula la
visión que el alma tiene de su sino: heroica o práctica, grande o vulgar, viril o senil. Y por
eso distingo yo una moral trágica y una moral plebeya. La moral trágica de una cultura
conoce y comprende el peso de la realidad; pero de este conocimiento extrae el sentimiento
del orgullo, para sobrellevarla.
Así sentían Esquilo, Shakespeare y los pensadores de la filosofía bramánica; asi también
Dante y el catolicismo germánico.
Ello se expresa en el rudo coral bélico del luteranismo: «Firme castillo es nuestro Dios»; y
aun en la Marsellesa resuena algo de ese sentimiento. La moral plebeya, en cambio, la
moral de Epicuro y de los estoicos, la moral de las sectas en tiempos de Buda, la moral del
siglo XIX, combina un plan de batalla para eludir el sino. Lo que Esquilo hacia grande, los
estoicos lo hacían pequeño. No es ya la abundancia, es la pobreza, la frialdad y el vacío de
la vida; los romanos han llevado hasta un punto grandioso esa frialdad y vacío intelectuales.
Y la misma relación existe entre el pathos ético de los grandes maestros del barroco,
Shakespeare, Bach, Kant, Goethe—que tenían la voluntad viril de dominar interiormente las
cosas naturales porque se sabían superiores a ellas—, y los afanes de la modernidad
europea, que aspira a quitarlas de en medio—bajo la forma de solicitud, humanidad, paz
universal, felicidad del mayor número—porque se siente en el mismo plano que ellas.
También es esto una manifestación de la voluntad de potencia opuesta, por tanto, a la
sumisión «antigua» ante lo inevitable; también se manifiesta aquí la pasión y propensión al
infinito; pero hay una diferencia entre la grandeza metafísica y la grandeza material de la
superación. Falta la profundidad; falta lo que nuestros antepasados llamaban Dios. El
sentimiento cósmico de la acción, que actuó en todo gran hombre, desde los güelfos y
gibelinos hasta Federico el Grande, Goethe y Napoleón, ha decaído hasta convertirse en
una filosofía del trabajo; y es indiferente para el rango interior de la persona que ésta
condene o defienda dicha filosofía. El concepto culto de la acción es al concepto civilizado
del trabajo como la actitud del Prometeo de Esquito a la de Diógenes. Aquél es un hombre
padeciendo y aguantando; éste es un holgazán. Galileo, Keplero, Newton llevaron a cabo
hazañas científicas; el físico moderno produce trabajo erudito. Y a pesar de las grandes
palabras que se pronuncian desde Schopenhauer hasta Shaw, es moral plebeya, moral de la
existencia consuetudinaria y de la «sana razón» la que sirve de base a toda reflexión sobre
la vida.
15
Cada cultura tiene, pues, su propia manera de extinguirse espiritualmente: y esa manera de
extinguirse no puede ser más que una: la que necesariamente se derive de toda su vida
anterior. Por eso el budismo, el estoicismo, el socialismo son manifestaciones finales que se
equivalen morfológicamente.
El último sentido del budismo ha sido siempre hasta hoy mal interpretado. El budismo no es
un movimiento puritano, como el Islam o el jansenismo; no es una reforma, como la
corriente dionisíaca que se opuso al apolinismo; no es una nueva religión, como la de los
Vedas y del apóstol San Pablo [123]; es una emoción final, puramente práctica, emoción de
los hombres urbanos, cansados, que tiene detrás de sí una cultura completa y carecen de
futuro interior; es el sentimiento fundamental de la civilización india, y por eso
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«corresponde» y equivale al estoicismo y al socialismo. La quintaesencia de este pensar
profano, nada metafísico, se encuentra en el famoso sermón de Benares, en las
«cuatro verdades sagradas del padecimiento», por medio de las cuales el príncipe filósofo
ganó sus primeros partidarios. Las raíces de esta concepción se hallan en la filosofía
racionalista y atea de Sankhya, cuya intuición del mundo es tácitamente presupuesta; no de
otro modo que la ética social del siglo XIX se origina en el sensualismo y materialismo del
siglo XVIII y la doctrina estoica procede de Protágoras y los sofistas, a pesar de su
superficial apología de Heráclito. En todos estos casos, el punto de partida de la reflexión
moral es la omnipotencia de la razón. No se menciona para nada la religión, en tanto que
por religión se entiende la fe en ciertas proposiciones de carácter metafísico.
No hay nada más extraño a la religión que estos sistemas, en su forma originaria. Aquí no
nos referimos a las transformaciones que hayan sufrido en los estadios posteriores de la
civilización.
El budismo rechaza toda reflexión sobre Dios y los problemas cósmicos. Para él lo único
importante es el yo, el arreglo de la vida real. Tampoco reconoce el alma. Así como el
psicólogo europeo actual—y con éste el «socialista»—resuelve el hombre interior en un haz
de sensaciones, en un conjunto de energías químico-eléctricas, asi también el indio de la
época de Buda. El maestro Nagasena demuestra al rey Milinda que las partes del coche en
que viaja no son el coche mismo y que «coche» es una mera palabra; otro tanto, empero,
sucede con el alma. Los elementos psíquicos son llamados skandhas, montones, que tienen
el carácter de efímeros. Esto corresponde perfectamente a las representaciones de la
psicología asociacionista. Hay mucho materialismo en la teoría de Buda [124].
Así como el estoico recoge en Heráclito el concepto del logos, para descalificarlo en el
sentido material; así como el socialismo, en sus fundamentos darwinistas, toma en sentido
externo el profundo concepto goethiano de evolución (a través de Hegel), así también el
budismo se apropiad concepto bramánico del carman— representación casi incomprensible
para nosotros de una realidad que en la actividad se perfecciona—, tratándolo muchas
veces en sentido materialista, como una materia cósmica en constante transformación.
He aquí, pues, tres formas de nihilismo, usando el término en el sentido de Nietzsche. Los
ideales de ayer, las formas religiosas, artísticas, políticas, fruto de los siglos, han terminado;
pero este último acto de la cultura, su autonegación, manifiesta una vez más el símbolo
primario de su existencia toda. El nihilista fáustico—Ibsen como Nietzsche, Marx como
Wagner— destruye los ideales; el nihilista apolíneo—Epicuro como Antístenes y Zenón—los
contempla caer; el nihilista indio, ante ellos, se recoge en sí mismo. El estoicismo endereza
su afán hacia la conducta del individuo, hacia una realidad estatuaria puramente actual, sin
referencia al futuro ni al pasado ni a los demás. El socialismo es la elaboración del mismo
tema, solo que en sentido dinámico: la misma defensa, referida, no a la actitud, sino a la
actuación de la vida, pero con un poderoso rasgo de alcance lejano, apuntando al futuro
todo y a la masa integra de los hombres, que deben someterse a un método único. El
budismo—que sólo un diletante de la investigación religiosa puede comparar con el
cristianismo [125]—casi es indefinible con las palabras de los idiomas occidentales. Pero
puede hablarse de un nirvana estoico y recordar la figura de Diógenes; y también seria
justificado el término de nirvana socialista, refiriéndonos a esa huida ante la lucha por la vida
que el cansancio europeo encubre con los lemas de paz universal, humanidad y fraternidad
de todos los hombres. Pero nada de esto llega al concepto budista del nirvana, cuya
profundidad desazona. Dijérase que el alma de las viejas culturas, al morir y pulir sus
postreros refinamientos, defiende celosamente su propiedad más propia, su contenido
formal más íntimo, el símbolo primario que con ella nació. No hay nada en el budismo que
pueda ser «cristiano»; no hay nada en el estoicismo que reaparezca en el Islam del año
1000 de J. C.; no tiene Confucio nada de común con el socialismo. La frase si duo faciunt
idem, non est idem—esta, frase debiera servir de divisa a toda consideración histórica, que
se refiere al devenir viviente, nunca repetido, y no a los productos muertos reductibles a
lógica, causalidad y número—vale muy especialmente para estas manifestaciones que
rematan el movimiento de una cultura. En todas las civilizaciones una realidad impregnada
de alma es aniquilada por otra realidad impregnada de espíritu; pero este espíritu es en cada
caso de estructura diferente y se halla sometido en cada caso a un lenguaje formal de
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diferente simbolismo. Justamente, a pesar de ser única la realidad que actuando en lo
inconsciente crea cada una de esas formas de la superficie histórica, tiene decisiva
significación el parentesco de todas ellas, situadas en un mismo período histórico. Distinto
es lo que cada una manifiesta; pero el hecho de manifestarlo así las caracteriza a todas
como «correspondientes». La renuncia de Buda produce una sensación de estoicismo; la
renuncia estoica a la vida plena y resuelta, una sensación de budismo. Ya anteriormente
hemos hecho notar la relación entre la catharsis del drama ático y la idea del nirvana. El
socialismo ético—aunque un siglo entero ha estado elaborándolo— da la impresión de no
poseer aún la forma clara, dura y resignada que ha de ser su concepción definitiva. Quizá
los próximos decenios le impriman una fórmula perfecta, corno Crisipo a las teorías de los
estoicos. Sin embargo, esa su tendencia a la disciplina personal y a la renuncia, arraigada
en la conciencia de un gran destino; sus elementos romanoprusianos e impopulares
producen ya hoy en los círculos más elevados y selectos una impresión de estoicismo; y su
menosprecio del momentáneo placer, del «carpe diem», recuerdan el budismo. El ideal
popular, a quien el socialismo exclusivamente debe su eficacia hacia abajo y su extensión;
el culto de la ²don® [126], no del individuo por si, sino de los individuos en nombre de la
totalidad, aparecen seguramente con un marcado acento epicúreo.
Toda alma tiene religión. Religión no es mas que otra palabra para expresar la existencia de
un alma. Todas las formas vivas en que el alma se manifiesta, todas las artes, las doctrinas,
los usos, todos los mundos de formas metafísicas y matemáticas, todo ornamento, toda
columna, todo verso, toda idea es, en lo profundo, religioso y tiene que serlo. Pero desde
ahora ya no puede serlo. La esencia de toda cultura es religión; por consiguiente, la esencia
de toda civilización es irreligión. También estas dos palabras designan una y la misma cosa.
El que no sienta la irreligión en las creaciones de Manet, comparadas con las de Velázquez;
en las de Wagner, comparadas con las de Haydn; en las de Lisipo, comparadas con las de
Fidias; en las de Teócrito, comparadas con las de Píndaro, es que no sabe discernir las
excelencias del arte. Religiosa es todavía la arquitectura del rococó, incluso en sus
creaciones más profanas. Irreligiosos son los edificios romanos, incluso los templos de los
dioses. El único trozo de arquitectura realmente religioso que hay en Roma es el Panteón, la
mezquita primitiva, cuyo espacio interior está lleno de un sentimiento mágico de la divinidad.
Las urbes cosmopolitas, si se comparan con las viejas ciudades cultas—Alejandría
comparada con Atenas, París con Brujas, Berlín con Nuremberg—, son todas irreligiosas—lo
cual no debe confundirse con antirreligiosas—en todos sus detalles; en el panorama
callejero, en la lengua, en la expresión seca e inteligente de los rostros [127]. Irreligiosas,
inánimes, son, pues, también esas emociones éticas universales, que pertenecen integras al
idioma de formas de las grandes urbes. El socialismo es el sentimiento vital fáustico, pero
sin religiosidad; otro tanto puede decirse de ese supuesto («verdadero») cristianismo que el
socialista inglés tanto gusta de exhibir, concibiéndolo como una especie de «moral sin
dogmas». Irreligiosos son el estoicismo y el budismo si los comparamos con la religión órfica
y védica; y nada significa el hecho de que el estoico romano acepte y practique el culto
imperial, o de que el budista posterior niegue, convencido, su ateísmo, o de que el socialista
se declare adherido a un pensamiento religioso libre y diga que «cree en Dios».
Esta extinción de la religiosidad interior viviente, que va cundiendo poco a poco por todas
las partes de la realidad, aun las más insignificantes, es lo que en el panorama histórico
caracteriza el tránsito de la cultura a la civilización, el climacterium [128] de la cultura, como
en otro lugar lo he llamado, el recodo en que se agota para siempre la productividad anímica
de un tipo humano y en que la construcción substituye a la creación. Si se toma la palabra
improductividad en su pleno sentido primitivo, es éste Justamente el término que designa el
sino integro del hombre occidental, todo cerebro; y entre los símbolos más significativos de
la historia hay que poner el hecho de que este cambio se manifiesta no sólo en la extinción
de las artes mayores, de las formas sociales, de los grandes sistemas intelectuales y, en
general, del gran estilo, sino también en sentido corporal, en la disminución de los
nacimientos, en la muerte de las razas civilizadas, separadas del campo; fenómeno que en
el Imperio romano y en el chino fue advertido y lamentado, pero que no pudo remediarse,
como se comprende fácilmente [129].
16
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Ante estas formas nuevas, puramente espirituales, no caben dudas sobre el sujeto viviente
que las sustenta. Es el «hombre moderno», el hombre que todas las épocas de decadencia
han concebido como un compendio de ricas esperanzas; es la plebe informe que se
desparrama por las grandes ciudades, substituyendo al pueblo; es la masa humana
desarraigada, oß polloÛ [130]. como decían en Atenas, que substituye a la humanidad de los
paisajes cultos, humanidad que crece con la naturaleza misma y sigue siendo aldeana sobre
el suelo de las ciudades; es el ocioso del ágora alejandrina y romana y su
«correspondiente», el moderno lector de periódicos; es el «hombre educado», que practica
el culto de la medianía espiritual en el tabernáculo de la publicidad, antaño como hoy; es el
hombre de teatros y de placer, de deportes y de modas literarias, tanto en la antigüedad
como en Occidente. El objeto de la propaganda estoica y socialista es esa masa que se
manifiesta tardíamente, y no «la humanidad». Iguales fenómenos podrían indicarse en el
Imperio nuevo de Egipto, en la India budista, en la China de Confucio.
A este tipo de hombre corresponde una forma característica de la actuación pública: la
diatriba [131], Observada primeramente como fenómeno del helenismo, la diatriba
pertenece, en realidad, a las formas de actuación que aparecen en toda época civilizada. Es
dialéctica, práctica, plebeya; substituye las figuras significativas, ampliamente influyentes,
de los grandes hombres por la agitación ilimitada de los pequeños, pero sagaces; convierte
las ideas en fines, los símbolos en programas.
La diatriba contiene también el elemento expansivo de toda civilización, sucedáneo
imperialista de las riquezas interiores del alma, substituidas ahora por el espacio externo. La
cantidad suplanta a la calidad, la propagación a la hondura. Esta actividad superficial y
precipitada no debe confundirse con la voluntad fáustica de potencia. Revela simplemente
que ha terminado la vida interior creadora y que ahora sólo se conserva una existencia
espiritual externa, material, en el espacio de las grandes urbes. La diatriba pertenece por
necesidad a la «religión de los irreligiosos»; es su cura de almas. Aparece en la forma del
sermón indio, de la retórica antigua, del periodismo occidental. Se dirige a los más, no a los
mejores. Valora sus medios según el número de los éxitos. En lugar del grupo grave de
pensadores que florecen en los tiempos pasados, se nos presenta ahora una prostitución
intelectual en los escritos y los discursos, en las salas y plazas de las grandes urbes. Toda la
filosofía del helenismo es retórica; y el sistema social-ético, como la novela de Zola y el
drama de Ibsen, es periodismo. No debe confundirse esta prostitución espiritual con la
primitiva aparición del cristianismo. La misión cristiana ha sido casi siempre mal entendida
en su núcleo esencial [132]. Pero el cristianismo primitivo, la religión mágica del fundador,
cuya alma era incapaz de tan brutales actividades, sin ritmo ni hondura, fue inducida por la
práctica helenística de San Pablo [133]—quien, como es sabido, hubo de vencer una
oposición terminante de la primitiva comunidad—a actuar en la ruidosa publicidad urbana y
demagógica del Imperio romano. Por leve que haya sido la educación helenística de San
Pablo, ella bastó para hacer del apóstol un miembro de la civilización antigua. Jesús hablaba
a pescadores y aldeanos; San Pablo sale a la plaza pública, al ágora de las grandes urbes, y
emplea, por lo tanto, la forma urbana de la propaganda. La palabra pagano revela quiénes
fueron los últimos a quienes alcanzó esa propaganda.
¡Qué diferencia entre San Pablo y San Bonifacio! Este, con su pasión fáustica, en bosques y
valles solitarios, significa exactamente lo contrario que San Pablo. Y lo mismo los alegres
cistercienses con su agricultura, y los caballeros de las Ordenes alemanas en el Oriente
eslavo. Aquí otra vez se respira la juventud, el florecimiento, el anhelo, en medio de un
paisaje aldeano. Hasta el siglo XIX no aparece en este suele, ya envejecido, la diatriba con
todos sus elementos esenciales: la gran urbe como base y la masa como público. El aldeano
auténtico queda excluido de la consideración socialista, como de la estoica y de la budista.
El tipo de San Pablo no encuentra parejo hasta que llegamos al estadio de las grandes urbes
occidentales, ya se trate de corrientes cristianas o antieclesiásticas, de intereses sociales o
teosóficos, de librepensamiento o de fundaciones del arte industrial religioso.
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Para esta decisiva conversión hacia la vida externa (único resto que hoy queda), hacia el
hecho biológico que frente al sino aparece en la forma de relaciones causales, nada es tan
característico como el pathos ético con que se proclama una filosofía de la digestión, de la
nutrición, de la higiene. Los temas del vegetarianismo y del alcoholismo son tratados con
seriedad religiosa. Estos son, a ojos vistas, los más importantes problemas a que la
«humanidad moderna» puede encumbrarse.
Tal es la perspectiva batracia de estas generaciones. En cambio, las religiones que nacen
en el umbral de las grandes culturas, la religión órfica, védica, el cristianismo de Jesús y el
cristianismo fáustico de los germanos caballeros, hubieran considerado indigno el
descender, siquiera momentáneamente, a cuestiones de esa índole. Ahora el estudiarlas es
una elevación. El budismo es inimaginable sin una dieta corpórea unida a la dieta psíquica.
En el circulo de los sofistas, de Antístenes, de los estoicos y escépticos, estos temas
adquieren cada día más importancia. Aristóteles ha escrito sobre el alcohol; hay toda una
serie de filósofos que se han ocupado del vegetarianismo; y entre el método fáustico y el
apolíneo sólo existe esta diferencia: que el cínico se interesa por su propia digestión y Shaw
se interesa por la digestión «de todos los hombres». Aquél, renuncia; éste, prohíbe. Es
sabido que el mismo Nietzsche, en su Ecce homo, ha tocado con complacencia a esta clase
de temas.
17
Consideremos una vez más el socialismo, independientemente del movimiento económico
que lleva el mismo nombre.
El socialismo es el ejemplo fáustico de una ética civilizada. Lo que dicen de él sus amigos y
sus enemigos, a saber: que es la forma del futuro o que es un signo de decadencia, es por
igual exacto. Todos somos socialistas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Aun la oposición
al socialismo es socialista.
Todos los antiguos de la época postrimera fueron estoicos con la misma forzosidad interna,
sin saberlo. El pueblo romano, como cuerpo, tiene un alma estoica. El remano auténtico,
justamente el que lo hubiera negado con mayor decisión, es estoico en grado más eminente
que ningún griego hubiera podido serlo. El idioma latino de los últimos siglos precristianos es
la creación más poderosa del estoicismo.
El socialismo ético representa el máximum posible de un sentimiento vital desde el punto de
vista de los fines [134]. Pues la dirección dinámica de la existencia, que se revela en las
palabras tiempo y sino, transfórmase en el mecanismo espiritual de los medios y los fines
tan pronto como se torna rígida, consciente y conocida. La dirección es lo viviente; el fin es
lo muerto. La pasión del avance es en general fáustica; el residuo mecánico, el «progreso»,
es socialista. Son una a otro como el cuerpo al esqueleto. Y aquí se expresa al mismo
tiempo la diferencia del socialismo con el budismo y el estoicismo, cuyos ideales de nirvana
y ataraxia son también mecánicos, pero ignoran la pasión dinámica del espacio, la voluntad
de infinito el pathos de la tercera dimensión.
El socialismo ético—a pesar de sus ilusiones superficiales—no es un sistema de la
compasión, de la humanidad, de la paz y de la solicitud, sino un sistema de la voluntad de
potencia. Lo demás es ilusión engañosa. El propósito es por completo imperialista:
bienandanza, sí, pero en sentido expansivo, no de los enfermos, sino de los fuertes, a
quienes se quiere dar la libertad de acción, aunque sea por la violencia, una libertad no
estorbada por los obstáculos de la propiedad, del nacimiento y de la tradición. Entre nosotros
la moral sentimental, la moral orientada hacia la «felicidad» y el provecho no es nunca el
último instinto, por mucho que se ilusionen los sujetos de esos instintos. En la cúspide de la
modernidad moral habrá que poner siempre a Kant, que es en este caso el discípulo de
Rousseau. La ética de Kant rechaza el motivo de la compasión y acuna la fórmula siguiente:
«Obra de manera que...» Toda ética de este estilo quiere ser la expresión de la voluntad de
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infinito; esta voluntad, empero, exige la superación del instante, de la actualidad, de los
planos primeros de la vida. En lugar de la fórmula socrática «Virtud es saber», puso ya
Bacon el aforismo «Saber es poder». El estoico toma el mundo como es. El socialista quiere
reorganizarlo, cambiar su forma y su contenido, henchirlo de su propio espíritu. El estoico se
adapta. El socialista manda. El mundo entero debe llevar la forma de su intuición; asi puede
traducirse a lo ético la idea de la Critica de la razón pura. Este es el sentido último del
imperativo categórico aplicado a lo político, a lo social, a lo económico: obra como si la
máxima de tu acción debiera convertirse en ley universal por medio de tu voluntad. Esta
tendencia tiránica reaparece incluso en las más mezquinas manifestaciones del tiempo.
No la actitud y los ademanes, sino la actividad es lo que hay que plasmar. Entre nosotros,
como en China y en Egipto, la vida cuenta sólo en tanto que es acción. Y así resulta que,
habiéndose el cuadro orgánico de la acción transformado en un mecanismo, surge el
trabajo, en el sentido actual, como forma civilizada de la actuación fáustica. Esta moral, el
afán de dar a la vida la forma más activa imaginable, es más fuerte que la razón, cuyos
programas morales, por muy santa, muy fervorosa que sea la fe en ellos y muy apasionada
su defensa, son sólo eficaces cuando están orientados en la dirección de ese afán o cuando
son traducidos en el sentido de esa tendencia.
Todo lo demás son palabras vanas. Hay que distinguir en todo lo moderno, por una parte, el
aspecto popular, el dolce far niente, el cuidado de la salud, de la felicidad, la
despreocupación, la paz universal, en suma, el aspecto llamado cristiano; y por otra parte, el
ethos superior, que sólo estima la acción y que para las masas—como todo lo fáustico—no
es ni inteligible ni deseable, la idealización grandiosa del fin y -por lo tanto del trabajo. SÍ
frente al «panem et circenses», postrer símbolo vital epicúreo-estoico y, en última instancia,
indio también, queremos contraponer el símbolo correspondiente del Septentrión e
igualmente de la vieja China y de Egipto, habrá de ser éste el derecho al trabajo, que sirve
ya de fundamento al socialismo de Estado, concebido por Fichte en sentido enteramente
prusiano, hoy europeo, y que en los próximos y fecundos estadios de esta evolución habrá
de encumbrarse hasta el deber del trabajo.
Por último, el rasgo napoleónico, el aere perennius, la voluntad de duración. El hombre
apolíneo volvía la mirada hacia una edad de ore; esto le dispensaba de tener que pensar en
lo futuro. El socialista—Fausto moribundo en la segunda parte- es el hombre de la solicitud
histórica, de lo venidero, el hombre que siente el futuro como un problema y un propósito
frente al cual la felicidad del momento resulta despreciable. El espíritu antiguo, con sus
oráculos y sus augures quería saber el futuro; el espíritu occidental quiere crear el futuro. El
tercer reino es el ideal germánico, un eterno amanecer al cual han sacrificado su vida todos
los grandes hombres desde Joaquín de Floris hasta Nietzsche e Ibsen—saetas del anhele
lanzadas la otra orilla, como dice en Zaratustra—. La vida de Alejandro fue una maravillosa
borrachera, un ensueño que evoca la edad de Homero. La vida de Napoleón fue un trabajo
ingente, no para sí, no para Francia, sino para el futuro.
En este punto es preciso retroceder y recordar cuan distintas representaciones de la historia
universal han forjado las diferentes culturas. El hombre antiguo sólo veía su propia
existencia, su historia, como inmóvil proximidad, sin preguntar nunca: ¿de dónde?, ¿a
dónde?. La historia universal era para él un concepto imposible. Su concepción de la historia
era estática. El hombre mágico percibe en la historia el gran drama cósmico entre la
creación y la destrucción, la lucha entre el alma y el espíritu, el bien y el mal, Dios y el
diablo, un suceso rigurosamente circunscrito con una -peripecia singular a modo de cumbre:
la aparición del Salvador. El hombre fáustico ve en la historia una evolución tensa, orientada
hacia un fin. La serie: Antigüedad, Edad Media, Edad Moderna es para él una imagen
dinámica. No puede representarse la historia de otro modo. Sin duda, ésta no es la historia
universal en sí misma y en su generalidad, sino simplemente la imagen de una historia
universal de estilo fáustico, que comienza a ser verdadera y real cuando despierta la
conciencia fáustica y que cesará de serlo cuando se extinga. Pero el socialismo, en su
elevado sentido, es remate lógico y práctico de esta representación. En el socialismo recibe
la imagen la conclusión que venía preparándose desde la época gótica.
Y aquí surge la tragedia del socialismo, tragedia que no conocieron ni el estoicismo ni el
budismo. Nietzsche es perfectamente claro y certero—¡qué profunda significación tiene este
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hecho!—cuando trata de lo que debe ser destruido, transvalorado; en cambio, se pierde en
nebulosas generalidades en cuanto se ocupa de la orientación futura, del fin. Su crítica de la
decadencia es irrefutable; su teoría del Superhombre es una nube inconsistente. Y lo mismo
puede decirse de Visen -Brand y Rosmersholm, Juliano el Apóstata y el arquitecto
Solness—, de Hebbel, de Wagner, de todos. En esto se manifiesta una profunda necesidad,
pues a partir de Rousseau no le queda esperanza al hombre fáustico, por lo que se refiere al
gran estilo de la vida. Algo se acaba. El alma nórdica ha agotado sus posibilidades internas;
no le queda ya mas que el tormentoso afán de dinamismo, tal como se manifiesta en las
visiones histórico-universales del futuro, que se tienden sobre milenios; no le queda ya mas
que el mero impulso, la pasión añorando la creación, una forma sin contenido. El alma
fáustica fue voluntad y nada más; necesitaba un propósito al que orientar sus anhelos
colombinos; tenia que fingir, al menos, un sentido y fin de su actividad, y asi el observador
fino encuentra un rasgo de Hialmar Ekdal en toda modernidad, aun en sus más elevadas
manifestaciones. Ibsen lo ha llamado la mentira de la vida. Ahora bien: algo de esta mentira
vital hay en toda la espiritualidad de la civilización europea, en tanto que se orienta hacia un
futuro religioso, artístico, filosófico, hacia un fin ético-social, hacia un tercer reino; pero en el
fondo de todo hay un obscuro sentimiento que no quiere enmudecer, el sentimiento de que
todo ese celo infatigable es simplemente la ilusión desesperada de un alma que ni puede ni
debe inmovilizarse. De esta situación trágica—inversión del motivo de Hamlet—ha nacido la
poderosa concepción nietzscheana del eterno retorno, concepción en la que Nietzsche no ha
creído nunca con la conciencia tranquila, pero que hubo de mantener para salvar en su
pecho el sentimiento de una misión. Esa mentira vital es también la base en que se sostiene
Bayreuth, que quiso ser algo, por oposición a Pérgamo, que fué algo. Y un rastro de esa
mentira lleva en si también todo socialismo, el político, el económico, el ético, que guarda un
silencio violento sobre la gravedad aniquiladora de sus últimas nociones, para salvar la
ilusión de la necesidad histórica de su existencia.
18
Dos palabras aún sobre la morfología de la historia de la filosofía.
No hay filosofía en general. Cada cultura tiene su propia filosofía, que es una parte de su
expresión simbólica. La filosofía, con sus problemas y sus métodos intelectuales, constituye
una ornamentación espiritual que guarda estrecho parentesco con la de la arquitectura y la
del arte plástico. Consideradas desde la altura y la lejanía, resultan accidentales y de poca
importancia las «verdades» expresadas en palabras por tal o cual pensador en el seno de su
escuela—pues escuela, convención y tesoro de formas son aquí, como en las artes
mayores, el elemento fundamental—. Las preguntas son infinitamente más importantes que
las respuestas, y lo son por el sentido con que se verifica su selección y se plasma su forma
interna; pues la especial manera como un macrocosmos se ofrece a la pupila inteligente del
hombre de determinada cultura es la que de antemano informa la necesidad y la índole de
toda pregunta.
La cultura antigua y la cultura fáustica, y no menos la india y la china, tienen su propia
manera de plantear sus grandes cuestiones y las plantean todas al principio de su vida.
No hay problema moderno que el gótico no haya visto y reducido a forma. No hay problema
helenístico que no haya surgido ya antes en las doctrinas de la religión órfíca.
Y lo mismo da que esta costumbre de cavilar nociones intelectuales se manifieste por
tradición oral o en libros; lo mismo da que los escritos sean creaciones personales de un yo,
como sucede en nuestra literatura, o formen una masa anónima de textos, continuamente
vacilante, como en la India; lo mismo da que surja una serie de sistemas conceptuales o que
las últimas nociones se expresen en las formas del arte y de la religión, como en Egipto. El
curso de esos ciclos de Pensamientos es por doquiera el mismo. Al principio, en toda época
primitiva, la filosofía se da la mano con la gran arquitectura y la religión; la filosofía,
entonces, es el eco espiritual de una experiencia íntima, profundamente metafísica, y su
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fin es confirmar por manera crítica la sagrada causalidad del cuadro cósmico, tal como lo
contemplan los ojos de los fieles [135]. Las distinciones fundamentales, no sólo de la ciencia
natural, sino aun de la filosófica, dependen de los elementos religiosos; se han desprendido
de la religión correspondiente. En este período primitivo los pensadores son sacerdotes, no
sólo por el espíritu, sino por la clase y profesión misma a que pertenecen. Así sucede en la
escolástica y la mística de los siglos góticos y védicos, como de los homéricos [136] y
arábigos primeros [137]. Al irrumpir el período posterior, la filosofía se hace ciudadana y
profana. Se liberta de la servidumbre religiosa y se atreve a convertir la religión misma en
objeto de los métodos gnoseológicos. El gran tema de la filosofía brahmánica, jónica y
barroca es el problema del conocimiento. El espíritu ciudadano se vuelve hacia su propia
imagen para dejar bien sentado que él es la última instancia del saber. Por eso el pensar
aparece ahora en la proximidad de la alta matemática, y en vez de sacerdotes encontramos
ahora hombres de mundo, estadistas, comerciantes, descubridores, hombres probados en
los altos cargos y las grandes empresas. Y estos hombres fundan sobre una profunda
experiencia vital su «pensamiento del pensamiento». Es ésta la serie de las grandes figuras,
desde Thales hasta Protágoras, desde Bacon hasta Hume, la serie de los pensadores
preconfucianos y prebudistas, de los cuales no sabemos apenas otra cosa sino que han
existido.
Al término de esa serie hállanse Kant y Aristóteles [138].
Lo que comienza después de ellos es filosofía de época civilizada. En toda gran cultura hay
un pensar ascendente que plantea los problemas primarios y los va agotando con la
potencia creciente de su expresión espiritual, en respuestas siempre nuevas—respuestas
que, como hemos dicho, tienen un sentido ornamental—; y hay otro pensar descendente,
para el cual los problemas del conocimiento están ya resueltos, pasados, y se han tornado
insignificantes. Existe un período metafísico, de acepción primero religiosa y luego
racionalista, en que el pensamiento y la vida son aún caóticos y de su propia exuberancia
extraen formas cósmicas. Sigue a éste un periodo eticista, en que la vida de las grandes
urbes se aparece a si misma como problemática y aplica a su mantenimiento y conservación
el último resto de potencia creadora filosófica.
En el período metafísico se manifiesta la vida; el período eticista toma la vida como objeto.
Aquél es teorético, contemplativo en el sentido más elevado de esta palabra; éste, por
necesidad, es práctico. Todavía el sistema de Kant es intuitivo en sus grandes líneas y solo
posteriormente recibe una ordenación y fórmula de carácter lógico, sistemático.
Una prueba de esto es la relación de Kant con las matemáticas. El que no haya penetrado
en el mundo de las formas numéricas, el que no haya vivido los números como símbolos no
puede ser un auténtico metafísico. En realidad, los grandes pensadores del barroco fueron
los que crearon el análisis; y otro tanto— mutatis mutandis— puede decirse de los
presocráticos y Platón. Descartes y Leibnitz, con Newton y Gauss; Pitágoras y Platón, con
Archytas y Arquímedes, son las cumbres del pensamiento matemático. Pero ya Kant es,
como matemático, insignificante. Ni penetró en las últimas finezas del cálculo infinitesimal
de entonces, ni se apropió la axiomática leibnitziana. En esto se parece a su
«correspondiente», a Aristóteles. A partir de ahora ningún filósofo cuenta ya en la ciencia
matemática. Fichte, Hegel, Schelling y los románticos son completamente amatemáticos; lo
mismo que Zenón y Epicuro. Schopenhauer, en este terreno, es tan insuficiente que llega a
la incapacidad; y de Nietzsche no hablemos. Con el mundo de las formas numéricas
piérdese una gran convención. Desde entonces no sólo no hay ya tectonismo en los
sistemas, sino que falta eso que pudiéramos llamar el gran estilo del pensamiento.
Schopenhauer se ha calificado a sí mismo de pensador de ocasión.
La ética se ha desarrollado, rompiendo los límites de su esfera, que consistía en ser parte de
una teoría abstracta. Ahora ya la ética constituye la filosofía; ella es la que incorpora a su
sistema los demás territorios; la vida práctica se sitúa en el centro de la consideración.
Declina la pasión del pensamiento puro. La metafísica, señora ayer, es hoy esclava. Su
misión se reduce a proporcionar el fundamento de un sentir práctico. Y ese fundamento
mismo se hace cada día más superfluo. Se olvida, se ridiculiza lo metafísico, lo impráctico,
las «piedras en vez del pan». En Schopenhauer, los tres primeros libros sirven como de
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introducción al cuarto. Kant creía que lo mismo sucedía en su sistema. Pero en realidad para
Kant la razón pura, no la práctica, es todavía el centro de la creación filosófica. De la misma
manera se divide la filosofía antigua antes y después de Aristóteles. Antes es una grandiosa
concepción del cosmos, apenas enriquecida por una ética formal; después es la ética
misma, tomada en el sentido de un programa, de una necesidad, y asentada sobre la base
de una metafísica vacilante e insegura. Y cuando vemos la falta de conciencia lógica con
que Nietzsche, por ejemplo, construye rápido tales teorías, sentimos la impresión de que ello
no es motivo suficiente para rebajar el valor de su filosofía propiamente dicha.
Es sabido que Schopenhauer [139] no pasó de la metafísica al pesimismo, sino que fue el
pesimismo—que le acometió a los diez y siete años—el que le llevó al desarrollo de su
sistema. Shaw—extraño testimonio—hace notar en su Breviario de Ibsen que leyendo a
Schopenhauer se puede muy bien —como él dice—admitir su filosofía, aun rechazando su
metafísica. Esta expresión separa muy exactamente el elemento que hace de Schopenhauer
el primer pensador del tiempo nuevo y el otro elemento que, según una tradición anticuada,
debía haber en toda filosofía completa. Nadie en Kant percibiría tal distinción. Nadie podría
consumarla. En Nietzsche, en cambio, es fácil demostrar que su «filosofía» fue enteramente
una experiencia íntima, muy pronto sentida, mientras que para satisfacer sus necesidades
metafísicas se sirvió de rápidas lecturas, defectuosas a veces, y ni siquiera consiguió
exponer con exactitud su teoría ética. En Epicuro y en los estoicos es también fácil distinguir
dos capas superpuestas de pensamientos: una viva, ética, adecuada a la época, y otra
impuesta por la costumbre, innecesaria, metafísica. Este fenómeno no deja duda alguna
sobre la esencia de toda filosofía civilizada.
La metafísica rigurosa ha agotado sus posibilidades. La urbe mundial ha vencido
definitivamente al campo; y su espíritu se construye ahora una teoría propia, orientada
necesariamente hacia fuera, una teoría mecanicista, inánime.
Con cierto derecho cabe hablar ahora de cerebro en vez de alma. Y como en el «cerebro»
occidental la voluntad de potencia, la orientación tiránica hacia el futuro, hacia la
organización de la totalidad, exige una expresión práctica, por eso la ética, cuanto más va
perdiendo de vista su pasado metafísico más adquiere un carácter éticosocial y económico.
La filosofía del presente, nacida de Hegel y Schopenhauer, es crítica social cuando
representa bien el espíritu del tiempo; en cambio Lotze y Herbart, por ejemplo, permanecen
fuera de esa caracterización.
La misma atención que el estoico concede a su cuerpo, concede el pensador occidental al
cuerpo social. No es fortuito el hecho de que la escuela, hegeliana haya producido el
socialismo—Marx, Engels—, el anarquismo— Stirner— y el problematismo del drama
social—Hebbel—. El socialismo es la economía nacional disfrazada de ética, de ética
imperativa.
Mientras hubo metafísica de gran estilo, es decir, hasta Kant, la economía nacional fue sólo
una ciencia; pero tan pronto como la «filosofía» significó ética práctica, la economía vino a
ocupar el puesto de la matemática y a ser la base del pensamiento cósmico. Esta es la
significación de Cousin, Bentham, Comte, Mill y Spencer.
No es libre el filósofo de elegir su materia, ni la filosofía tiene siempre y dondequiera la
misma materia. No existen problemas eternos; los problemas son sentidos y planteados por
un determinado tipo de existencia. «Todo lo transitorio es un mero símbolo»; esto mismo
puede decirse de toda filosofía auténtica, que es la expresión espiritual de una existencia, la
realización de posibilidades psíquicas en un mundo de formas conceptuales, de juicios, de
razones, unidas en la viva realidad de un autor. Cada una de ellas, desde la primera hasta la
última palabra, desde el tema más abstracto hasta el rasgo de carácter más personal, es un
producto, un reflejo del alma en el mundo, del reino de la libertad en el reino de la
necesidad, de la vida inmediata en la lógica espacial; y por lo tanto es algo transitorio, con
un ritmo y duración determinados. Por eso hay en la elección de tema una rigurosa
necesidad.
Cada época tiene el suyo, que es significativo para ella y no para otra alguna. No
equivocarse en esto es lo que caracteriza al filósofo nativo. Lo demás de la producción
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filosófica es insignificante, mera ciencia especializada, tedioso montón de sutilezas
sistemáticas y conceptuales.
Por eso la filosofía característica del siglo XIX: es sólo ética, sólo crítica social en el sentido
productivo, y nada más. Por eso sus representantes más eminentes, si prescindimos de los
prácticos, son los dramaturgos—-y esto concuerda con la actividad fáustica—, junto a los
cuales ningún filósofo de cátedra significa nada con su lógica, su psicología o su sistemática.
Estos insignificantes, estos simples sabios son, empero, los que han escrito una y otra vez la
historia de la filosofía—y ¡que historia! ¡Mera colección de datos y «resultados»!—; a ello
justamente se debe el que nadie sepa hoy lo que es historia de la filosofía y lo que debiera
ser.
La profunda unidad orgánica en el pensamiento de esta época no ha sido vislumbrada por
nadie todavía. Su núcleo filosófico puede, sin embargo, reducirse a una fórmula.
Preguntémonos hasta qué punto es Shaw el discípulo que continúa y perfecciona a
Nietzsche. Y advierto que esta relación no tiene en mi pensamiento la menor ironía. Shaw
es el único pensador de altura que ha proseguido consecuente en la dirección del verdadero
Nietzsche, esto es, como critico productivo de la moral occidental; y, por otra parte, ha
sacado como poeta las últimas consecuencias de Ibsen. En sus obras de teatro ha
prescindido del resto que aun quedaba de forma artística, convirtiéndolas en discusiones
prácticas.
Nietzsche ha sido en todo—cuando el romántico rezagado que había en él no determina el
estilo, el tono y la actitud de su filosofía—un discípulo de los decenios materialistas.
Lo que tan apasionadamente le atraía en Schopenhauer, sin darse él cuenta y sin que nadie
se haya dado cuenta, era aquel elemento de la doctrina schopenhauerniana que destruye la
metafísica de gran estilo y parodia involuntariamente al maestro Kant; me refiero a la
conversión de los profundos conceptos barrocos en nociones palpables y mecánicas. Kant
habla, en términos insuficientes—tras los cuales se oculta una intuición poderosa,
difícilmente accesible—, del mundo como apariencia; Schopenhauer dice en cambio; el
mundo como fenómeno cerebral. Aquí se verifica la transformación de la filosofía trágica en
plebeyismo filosófico. Bastará citar un pasaje. En El mundo como voluntad, y representación
(II, cap. 19), dice: «La voluntad, como cosa en sí, constituye la esencia interior, verdadera,
indestructible del hombre; pero en sí misma es, sin embargo, inconsciente. Porque la
consciencia está condicionada por el intelecto y éste es un mero accidente de nuestro ser,
porque es una función del cerebro, el cual, con los nervios adyacentes y la medula espinal,
es un simple fruto, un producto y hasta un parásito del organismo restante, por cuanto no
actúa directamente en los engranajes interiores, sino que sirve a los fines de la
conservación, regulando las relaciones del organismo con el mundo exterior.» Esta es
exactamente la concepción fundamental del materialismo más mezquino. No en vano
Schopenhauer, como antes Rousseau, habla aprendido la teoría en los sensualistas
ingleses. En ellos se acostumbró a mal interpretar a Kant, en el espíritu de la modernidad
urbana, enderezada al finalismo. El intelecto como instrumento de la voluntad de vivir [140],
como arma en la lucha por la existencia; eso que Shaw ha llevado a la escena en forma
grotesca [141], ese aspecto de Schopenhauer es el que, al aparecer la obra capital de
Darwin (1859), hizo de él al punto el filósofo de moda. Al contrario de Schelling, Hegel,
Fichte, fue Schopenhauer el único, cuyas fórmulas metafísicas penetraron sin dificultad en la
clase media espiritual. Su claridad, que tanto le enorgullecía, linda en cada instante con la
trivialidad. Le fue posible entonces, sin renunciar a esas fórmulas envueltas en una
atmósfera de profundidad y exclusivismo, apropiarse toda la concepción civilizada del
mundo. Su sistema es un darwinismo anticipado, que se disfraza con el idioma kantiano y
los conceptos indios. En su libro La voluntad en la naturaleza (1835) encontramos ya la
lucha por prevalecer en la naturaleza, vemos ya al intelecto humano considerado como el
arma más eficaz en esa lucha, hallamos ya el amor sexual concebido como selección
inconsciente [142], por intereses biológicos.
Esta es la opinión que Darwin, pasando por Malthus, ha introducido con éxito irresistible en
su interpretación del mundo animal. Hay un hecho que demuestra el origen económico del
darwinismo, y es que este sistema, ideado en vista de la semejanza entre los animales
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superiores y el hombre, no se acomoda al mundo vegetal y degenera en verdaderas
tonterías cuando, con su tendencia voluntarista (selección, mimicry), se aplica seriamente a
las formas orgánicas primitivas [143]. El darwinista entiende por demostración un
ordenamiento de los hechos, una explicación metafórica de los hechos, que corresponde a
su sentimiento fundamental histórico- dinámico de «evolución». El «darwinismo», es decir,
ese conjunto de opiniones tan diferentes y a veces contradictorias, que sólo tienen de común
la aplicación del principio causal a lo viviente, esto es, un método y no un resultado, era ya
conocido con todo detalle en el siglo XVIII. Rousseau defiende en 1754 la teoría del hombre
mono. Lo que Darwin ha hecho es solamente construir el sistema manchesteriano, cuya
popularidad se explica por su contenido político latente.
Y aquí se revela la unidad espiritual del siglo. Desde Schopenhauer hasta Shaw, todos, sin
sospecharlo, han dado forma al mismo principio. Todos van guiados por ideas
evolucionistas, incluso los que, como Hebbel, ignoran a Darwin. Pero esas ideas
evolucionistas no las toman en su profunda acepción goethiana, sino en su mezquina
acepción civilizada, unas veces con el cuño biológico, otras con el económico. La
conversión de la cultura en civilización hubo también de verificarse en la idea evolucionista,
que es íntegramente fáustica.
Y que, en oposición a la entelequia aristotélica, concepto intemporal, revela un afán
apasionado de futuro infinito, una voluntad, un fin que representa a priori la forma de nuestra
intuición naturalista y no necesita ser antes descubierta como principio, porque es inmanente
al espíritu fáustico y sólo a este. En Goethe la idea de evolución es sublime; en Darwin,
mezquina. En Goethe es orgánica; en Darwin, mecánica. En Goethe es una experiencia
íntima, un símbolo; en Darwin es conocimiento y ley. En Goethe se llama realización interna;
en Darwin, «progreso». La lucha por la existencia, que Darwin no percibió, sino que introdujo
en la naturaleza, es la acepción plebeya de ese sentimiento primario que en las tragedias de
Shakespeare mueve unas junto a otras las grandes realidades. Lo que en Shakespeare es
intuido íntimamente,
sentido como el sino y realizado en figuras, eso mismo es por Darwin concebido como nexo
casual y reducido a un sistema superficial de finalidades. Y este sistema, no aquel
sentimiento primario, es el que sirve de base a los discursos de Zaratustra, a la tragedia de
Los aparecidos, al problematismo del Anillo del Nibelungo. Sólo que Schopenhauer, al que
Wagner se mantuvo fiel, fue el primero de la serie y percibió espantado su propio
conocimiento—he aquí la raíz de su pesimismo, cuya suprema expresión es la música del
Tristán—, mientras que los siguientes, Nietzsche sobre todo, se entusiasmaron con él, a
veces no sin violencia.
La ruptura de Nietzsche con Wagner—último acontecimiento grandioso del espíritu
alemán—significa su cambio de maestro, su tránsito inconsciente de Schopenhauer a
Darwin; de la fórmula metafísica a la fórmula fisiológica para uno y el mismo sentimiento
cósmico; de la negación a la afirmación. Ambos reconocen un mismo aspecto, a saber: la
voluntad de vivir, que es idéntica a la lucha por la existencia. Pero Schopenhauer la niega y
Nietzsche la afirma. En «Schopenhauer como educador» la evolución significa todavía una
madurez interna; pero el superhombre es ya producto de una evolución mecánica.
Zaratustra nace éticamente por oposición inconsciente a Parsifal; pero su origen artístico
está determinado por Parsifal y se debe a la rivalidad de los dos Mesías.
Mas Nietzsche fue también socialista sin saberlo. No sus fórmulas, pero si sus instintos eran
socialistas, prácticos; iban dirigidos a la «salud fisiológica de la humanidad», en la que
Goethe y Kant nunca pensaron. El materialismo, el socialismo, el darwinismo son
inseparables; sólo en la superficie y artificialmente pueden distinguirse. Por eso Shaw, para
obtener en el tercer acto de Hombre y superhombre—una, de las obras más importantes y
significativas al término de la época— la fórmula propia de su socialismo, sólo necesita
introducir una pequeña modificación, bien consecuente por cierto, en las tendencias de la
moral de los señores y de la selección del superhombre. Shaw, en esta obra, ha
expresado—sin rodeos, claramente, con la plena conciencia de una trivialidad—lo que las
partes no desarrolladas de Zaratustra debieron haber dicho primitivamente con el teatralismo
de Wagner y la nebulosidad romántica. Basta con discernir las necesarias condiciones y
consecuencias practicas del pensamiento nietzscheano, implícitas en la estructura de la vida
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pública actual. Nietzsche se mueve entre fórmulas indeterminadas como «nuevos valores»,
«superhombre», «sentido de la tierra», y evita o teme apretar y precisar la concepción.
Shaw, en cambio, lo hace. Nietzsche advierte que la idea darwinista del superhombre evoca
el concepto de crianza; pero se queda en palabras sonoras. Shaw sigue preguntando—pues
no tiene sentido el hablar de ello, si no se quiere llevar a cabo—cómo ha de hacerse esta
crianza y llega a la conclusión de que hay que convertir la humanidad en una yeguada. Esta,
empero, es la consecuencia de Zaratustra; sólo que Nietzsche no tuvo el valor de sacarla,
aunque fuera el valor del mal gusto. Cuando se habla de una crianza intencionada—
concepto perfectamente materialista y utilitario—hay que contestar a estas preguntas: ¿
Quién cría? ¿A quién cría? ¿Dónde y cómo se cría? Pero la aversión romántica de
Nietzsche a sacar las consecuencias sociales prosaicas; su miedo a exponer los
pensamientos poéticos a una comprobación violenta de los hechos fríos, le indujeron a no
decir que toda su teoría, oriunda del darwinismo, supone también la
coacción socialista como medio; que a toda crianza o educación sistemática de una clase de
hombres superiores debe preceder un orden social rigurosamente socialista; y que esta idea
«dionisíaca»-— puesto que se trata de una acción común y no de un asunto privado, ajeno a
los pensadores vivos—es una idea democrática, sea cual fuere la forma en que se exprese.
Con esto llega a su cúspide la ética dinámica del «tu debes». Para imponer al mundo la
forma de su voluntad, el hombre fáustico se sacrifica a sí mismo.
La crianza o educación del superhombre es la consecuencia del concepto de selección.
Desde que Nietzsche escribió los Aforismos, fue discípulo inconsciente de Darwin. Pero
Darwin mismo había transformado la idea evolutiva del siglo XVIII fundiéndola con las
tendencias económicas que tomó de su maestro Malthus y que proyectó en el mundo de los
animales superiores. Malthus había estudiado la industria fabril de Lancaster. Todo este
sistema, aplicado a los hombres en vez de a los animales, se encuentra ya en la Historia de
¡a civilización inglesa, por Buckle (1857).
Y asi resulta que la «moral de los señores», la moral de ese último romántico, viene por
extrañas vías, muy características, empero, para el sentido de la época y nace en el
manantial de toda la modernidad espiritual, en la atmósfera de la industria inglesa. El
maquiavelismo, que Nietzsche preciaba como manifestación del Renacimiento y cuyo
parentesco con el concepto darwinista de la mimicry no se debe olvidar, es de hecho el tema
del Capital de Marx—otro discípulo famoso de Malthus—. La primera forma de esta obra
fundamental del socialismo político (no del ético), empezada a publicarse en 1867, está en
la Crítica de la economía política, que aparece al mismo tiempo que el libro de Darwin. Tal
es la genealogía de la «moral de los señores». La «voluntad de potencial», vertida al idioma
de la realidad, de la política y de la economía, encuentra su expresión más fuerte en Major
Barbara, de Shaw.
Sin duda Nietzsche es como personalidad la cumbre de esta serie de éticos; pero como
pensador le alcanza Shaw, el político de partido. La voluntad de potencia está hoy
representada por los dos polos de la vida pública, la clase obrera y las grandes
personalidades financieras y cerebrales, mucho mejor que lo fuera antaño por un Borgia. El
millonario Underschaft, en esa excelente comedia de Shaw, es el superhombre.
Pero Nietzsche, romántico, no hubiera reconocido en él su ideal. Nietzsche habla sin cesar
de una transvaloración de todos los valores, de una filosofía del futuro, es decir, ante todo
del futuro europeo, no del futuro chino o africano; pero cuando alguna vez sus
pensamientos, perdidos en lejanías dionisíacas, se condensan en formas palpables, la
voluntad de potencia se le presenta en la imagen del puñal y del veneno, no en la de una
huelga o en la de la energía del dinero. Sin embargo, ha dicho una vez que la idea se le
ocurrió en la guerra de 1870, viendo pasar los regimientos prusianos que marchaban al
combate.
El drama de esta época ya no es poesía, en el viejo sentido, en el sentido de la cultura.
Ahora es una forma de la propaganda, un debate y una demostración; la escena se
considera como «un instituto moral». Nietzsche mismo propende a dar a sus pensamientos
una forma dramática. Ricardo Wagner ha expuesto sus ideas sociales revolucionarias en su
poema de los Nibelungos, sobre todo en la primera concepción de 1850. Sigfredo, pasando
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por numerosas influencias artísticas y extra-artísticas, es todavía en la redacción definitiva
del Anillo un símbolo de la cuarta clase; el tesoro de Fafner simboliza el capitalismo;
Brunilda, la «mujer libre». La música de la selección sexual, cuya teoría, el Origen de las
especies, apareció en 1859, se encuentra justamente en el tercer acto de Sigfredo y en
Tristán. Y no es fortuito el hecho de que Wagner, Hebbel e Ibsen hayan emprendido casi al
mismo tiempo la tarea de dramatizar el tema de los Nibelungos. Hebbel, al conocer en París
los escritos de F. Engels, expresa su admiración (carta del 2 de abril de 1844) por haber
concebido el principio social de la época—que quería exponer entonces en un drama
intitulado En un tiempo cualquiera—del mismo modo que el autor del manifiesto comunista;
y cuando conoce por primera vez a Schopenhauer (carta de 29 de marzo de 1857) le
sorprende el parentesco de El mundo como voluntad y representación con algunas
tendencias importantes que él había expresado en su Holofernes y en Herodes y Mariene. El
Diario de Hebbel, cuya parte capital fue escrita entre 1835 y 1845, es una de las mas
profundas producciones filosóficas del siglo, sin que su autor se haya dado cuenta de ello. A
nadie le extrañaría encontrar frases enteras suyas, textualmente, en Nietzsche, que no lo
conoció nunca y no lo alcanzó siempre.
Doy seguidamente un cuadro de la filosofía real del siglo XIX, cuyo tema único y más
característico es la voluntad de potencia en forma civilizada, intelectual, ética o social, como
voluntad de vida, como fuerza vital, como principio dinámico práctico, como concepto o en
forma dramática. Este periodo, que cierra Shaw, corresponde al «antiguo» de 350 a 250. Lo
demás es, como dice Schopenhauer, filosofía de profesores por profesores de filosofía:
1819.— Schopenhauer: «El mundo como voluntad y representación». La voluntad de vivir
puesta por primera vez en el centro de todo, como realidad única («fuerza primaria»); pero
todavía, bajo la impresión del idealismo precedente, se recomienda su negación.
1836.—
Schopenhauer: «Sobre la voluntad en la naturaleza».
Anticipación del darwinismo, pero en lenguaje metafísico,
1840.— Proudhon: «¿Qué es la propiedad?» Fundamento del anarquismo.
A. Comte: «Curso de filosofía positiva». La fórmula de orden y progreso.
1841.— Hebbel: «Judith». Primera concepción dramática de la «mujer moderna» y del
superhombre (Holofernes).
Feuerbach: «La esencia del cristianismo».
1844.— Engels: «Bosquejo de una crítica de la economía nacional». Base de la concepción
materialista de la historia.
Hebbel: «María Magdalena». Primer drama social.
1847.— Marx: «Miseria de la filosofía». (Síntesis de Hegel y Malthus.) Estos años
constituyen la época decisiva, en la cual comienzan a predominar la economía, la ética
social y la biología.
1848.— Wagner: «La muerte de Sigfredo». Sigfredo como revolucionario éticosocial; el
tesoro de Fafner, símbolo de capitalismo.
1850.—
Wagner: «Arte y clima». El problema sexual.
1850-1858.— Wagner, Hebbel e Ibsen componen sus «Nibelungos».
1859.— Una coincidencia simbólica. Darwin publica su «Origen de las especies por
selección natural» (aplicación de la economía a la biología), y Wagner, «Tristán e Isolda».
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Marx: «Critica de la economía política».
1863.—
J. St. Mill: «Utilitarismo».
1865.— Dühring: «El valor de la vida». Rara vez citado, pero de gran influjo sobre la
generación inmediata.
1867.—
Ibsen: «Brand».
Marx: «El capital».
1878.—
Wagner: «Parsifal». Primera conversión del materialismo en misticismo.
1879.—
Ibsen: «Nora».
1881.—
Nietzsche: «Aurora». Tránsito de Schopenhauer a
Darwin.
La moral como fenómeno biológico.
1883.— Nietzsche: «Asi habló Zaratustra». La voluntad de potencia, pero en traje
romántico.
1886.—
Ibsen; «Rosmersholm». (Los hombres nobles.)
Nietzsche: «Más allá del bien y del mal».
1887-1888.— Strindberg: «Padre» y «Señorita Julia».
1890.—
Se acerca la conclusión de la época. Obras religiosas
de Strindberg; obras simbolistas de Ibsen.
1896.—
Ibsen: «Juan Gabriel Borkmann». El superhombre.
1898.—
Strindberg: «Hacia Damasco».
A partir de 1900, las últimas producciones.
1903.— Weininger: «Sexo y carácter». El único ensayo serio de resucitar a Kant, dentro
de esta época, poniéndolo en relación con Wagner e Ibsen.
1903— Shaw: «Hombre y superhombre». Ultima síntesis de Darwin y Nietzsche.
1905.— Shaw: «Major Barbara». El tipo del superhombre retrotraído a su origen
económicopolitico.
Asi, tras el período metafísico, queda agotado igualmente el periodo ético. El socialismo
ético, preparado por Fichte, Hegel, Humboldt, llegó a su grandeza pasional hacia la mitad
del siglo XIX. Al término de este siglo había pasado ya el estadio de las repeticiones. El siglo
XX conserva la palabra socialismo; pero en lugar de una filosofía ética que sólo a los
epígonos les parece incompleta, pone una práctica de problemas económicos actuales. La
emoción ética del Occidente seguirá siendo «socialista»; pero su teoría ha dejado de ser
problema. Resta la posibilidad de un tercero y último periodo en la filosofía occidental: el de
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un escepticismo fisiognómico.
El secreto del universo aparece sucesivamente como problema de conocimiento, problema
de valor, problema de forma. Kant veía la ética como objeto de conocimiento; el siglo XIX
veía el conocimiento como objeto de valoración; el escéptico considera ambas cosas
simplemente como expresión histórica de una cultura.
[60] Véase parte I, tomo I, págs. 151 y siguiente.
[61] Véase parte I, tomo I, pág. 195.
[62] Los idiomas primitivos no constituyen una base para los procesos abstractos del
pensamiento. Al comienzo de cada cultura verifícase una transformación interna del cuerpo
lingüístico vigente, que le capacita para los más elevados problemas simbólicos del
desarrollo cultural. Así, al mismo tiempo que el estilo románico nacen en Europa el alemán y
el inglés, derivados de los idiomas germánicos y el francés, el italiano, el español, derivados
de la lingua rustica que se hablaba en las provincias romanas; y estos idiomas, a pesar de
tener tan diferente origen, encierran todos un mismo contenido metafísico.
[63] Véase pág. 70.
[64] Véase parte I, tomo I, pág. 261.
[65] Pensamiento, coraje, apetito.— N. del T.
[66] El entendimiento, el apetito, el coraje. N. del T.
[67] La razón. N. del T.
[68] Véase parte II, cap. III, núm. 8.
[69] Véase parte II, cap. III, núm. 10.
[70] Soplo, espíritu. N. del T.
[71] Cuerpo psíquico y cuerpo neumático.— N. del T.
[72] Véase De Boer: Geschichte der Philosophie im Islam [Historia de la filosofía en el
Islam], 1901, págs. 93 y 108.
[73] Windelband: Geschichte der neueren Philosophie [Historia de la
filosofía moderna], 1910,1, pág. 208, y en el libro Kultur der Gegenwart [Cultura del
presente], editado por Hinneberg, I, V (1914), pág. 484.
[74] Véase parte II, cap. III, núm. 10.
[75] Si, pues, en este litro, el tiempo, la dirección y el sino afirman su primacía sobre el
espacio y la causalidad, no es porque haya pruebas lógicas que lo demuestren, sino porque
las tendencias—inconscientes—del sentimiento vital se procuran pruebas en su favor. El
origen de los pensamientos filosóficos no es nunca otro.
[76] Véase parte I, tomo I, pág. 304.
[77] Véase parte II, cap. III, num. 18.
[78] «Hijo del hombre» es una traducción falsa y engañosa de barnasha. Lo que se quiere
expresar aquí no es la relación filial, sino la compenetración con la planicie humana.
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[79] ¤y¡lv y boælomai significan tener el propósito de, el deseo de, estar inclinado a; boæl®
significa consejo, plan; no hay substantivo derivado de ¤y¡lv. Voluntas no es un concepto
psicológico; tiene el sentido práctico romano de la potestas y la virtus; es una denominación
que indica una disposición práctica, externa y visible, la gravedad de una realidad humana.
Nosotros empleamos en tales casos la palabra energía. La voluntad de Napoleón y la
energía de Napoleón son cosas muy diferentes—como, por ejemplo, la fuerza ascensional y
el peso—. No debe confundirse la inteligencia dirigida hacia afuera—que distingue a los
romanos, hombres civilizados, de los griegos, hombres cultos—con lo que aquí llamamos
voluntad. César no es un hombre de voluntad, en el sentido de Napoleón. Característico es
el lenguaje del derecho romano, que mejor que la poesía revela con espontaneidad el
sentimiento fundamental del alma romana. El propósito se dice animus (animus occidendi),
el deseo que se endereza a lo punible, dolus, por oposición a la involuntaria lesión del
derecho (culpa). Voluntas no aparece como expresión técnica.
[80] El alma china «peregrina por el mundo»: tal es el sentido de la perspectiva pictórica en
el Asia oriental; su punto de convergencia es el centro del cuadro, no el fondo. La
perspectiva somete las cosas al yo, que las concibe ordenándolas. La negación del fondo en
perspectiva por los antiguos significa la falta de «voluntad», de pretensión de dominio sobre
el mundo. A la perspectiva china, como también a la técnica china, le falta la energía de
dirección (parte II, cap. V, núm. 6). Por eso, a la poderosa tendencia a la profundidad, que
caracteriza nuestra pintura de paisaje, opongo yo la perspectiva asiática del tao, que
expresa claramente en el cuadro un cierto sentimiento cósmico.
[81] Es claro que el ateísmo no constituye una excepción. Cuando el materialista o
darwinista habla de «la naturaleza», que ordena las
cosas con finalidad, que selecciona, que produce o aniquila algo, no
hace mas que seguir el deísmo del siglo XVIII, cambiando de palabra, pero conservando
intacto el mismo sentimiento cósmico.
[82] La considerable participación que han tenido los sabios jesuitas
en el desarrollo de la física teórica no debe olvidarse. El P. Boscovich fue el primero que,
superando a Newton, creó un sistema de las fuerzas centrales (1759). En el jesuitismo, la
identificación de Dios con el espacio puro es más sensible aún que en el jansenismo de
Port-Royal, con el que estuvieron en estrecha relación los matemáticos Pascal y Descartes.
[83] Lutero colocó en el centro de la moral la actividad práctica—lo que Goethe llamaba las
«exigencias de cada día»—, Y ésta es la razón fundamental que explica por qué el
protestantismo impresiona tan fuertemente las naturalezas profundas. Las «obras piadosas»,
a las que falta esta energía de dirección, que aquí hemos definido, pasan necesariamente al
segundo término. Su valoración preeminente revela, como el Renacimiento, un resto de
sentimiento meridional. He aquí la razón moral profunda que explica el creciente
menosprecio de la vida monástica. En la época gótica, la entrada en el claustro, la renuncia
a toda solicitud, a toda actividad, a toda voluntad era un acto de máxima valía moral, era el
sacrificio más grande que podía imaginarse, el sacrificio de la vida. Pero en la época
barroca los mismos católicos ya no sienten así. Lugar no de renuncias, sino de inactivo
goce, el claustro ha caído, víctima del espíritu que se manifiesta en la época de la
ilustración.
[84] Prñsvpon; significa, en el griego antiguo, rostro, y más tarde, en Atenas, careta.
Aristóteles no conoce aun la significación de «persona», que acaba por tener esta palabra.
La expresión jurídica de «persona», que primitivamente designa la máscara teatral, es la
que en la época imperial transmite al prñsvpon griego el sentido preciso romano. Véase R.
Hirzel: Die person 1914. págs. 40 y siguiente.
[85] Templanza armoniosa, bondad y belleza, ecuanimidad.—Nota
del traductor.
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[86] Animal político.—N. del T.
[87] Véase parte I, tomo I, pág. 199.
[88] Véase W. Creizenach: Geschichte des neueren Dramas [Historia del drama moderno]
11(1918), págs. 346 y siguientes.
[89] Remedo no de los hombres, sino de la práctica y de la vida. N. del T.
[90] Véase págs. 73, 74 y 80, 81.
[91] Véase parte I, volumen I, págs. 219 y siguientes.
[92] Fatalidad.—N. del T.
[93] Véase parte I, tomo I, pág. 198.
[94] Corresponde esto al cambio de significación sufrido por los términos «antiguos» pathos
y passio. Este último se formó en la época imperial, según el modelo del primero, y ha
conservado su sentido original en la Pasión de Cristo. En la época primitiva del gótico es
cuando se verifica el cambio en el sentimiento de la significación; ello acontece en la orden
franciscana y en los discípulos de Joaquín de Floris. Finalmente, la voz passio, como
expresión de conmociones profundas que tienden a descargar, designa el dinamismo
psíquico en general, con el sentido de energía de la voluntad y de la dirección, la palabra
passio fue vertida al alemán («Leidenschaft») en 1647, por Zesen.
[95] Los misterios de Eleusis no eran un secreto. Todo el mundo sabía lo que pasaba en
ellos. Pero producían en los fieles una misteriosa emoción y se consideraba que el
reproducir fuera del templo sus formas sagradas era profanarlas, «delatarlas». Véase sobre
esto y lo que sigue A Dieterich, Kleine Schriften [Pequeños tratados], 1911, págs. 414 y
siguientes.
[96] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[97] Los sátiros eran machos cabrios; Sileno, el primer bailarín, llevaba una cola de caballo.
Pero los pájaros, las avispas, las ranas de Aristófanes, aluden quizá a otros disfraces.
[98] Esto sucede en la misma época en que Policleto da a la plástica la victoria sobre la
pintura al fresco. Véase pág. 101.
[99] El cuadro escénico imaginado por los tres grandes trágicos podría quizá compararse
con la evolución estilística de los frontones de Egina, Olimpia y el Partenón.
[100] Repetimos una vez más que la «pintura de sombras» entre los
griegos— Zeuxis, Apolodoro—sirve para modelar los cuerpos de manera que produzcan a la
vista un efecto plástico. De ningún modo se propone con las sombras reproducir un espacio
iluminado. El cuerpo está «sombreado», pero no lanza sombra, ninguna.
[101] La gran masa de los socialistas cesaría inmediatamente de serlo si pudiera
comprender, aunque fuese de lejos, el socialismo de los nueve o diez hombres que lo
conciben hoy en sus últimas consecuencias históricas.
[102] Véase págs. 38 y siguientes.
[103] Véase volumen I, pág, 110 y siguientes.
[104] El número de las estrellas que aparecen en el telescopio, cuando se aumenta
progresivamente la fuerza de éste, disminuye rápidamente en los bordes.
[105] La embriaguez de las grandes cifras es una emoción característica que sólo conoce el
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hombre de Occidente. En la civilización actual desempeña una función preeminente ese
símbolo, la pasión por sumas gigantescas, por medidas infinitamente pequeñas e
infinitamente grandes, por record y estadísticas de todo género.
[106] En el segundo milenio antes de Jesucristo navegaban desde Islandia y el mar del
Norte por el cabo Finisterre hasta Canarias y el
África occidental. Las leyendas griegas acerca de la Atlántida conservan un recuerdo de
estas comarcas. El imperio de Tartessos, en la desembocadura del Guadalquivir, parece
haber sido el centro de estos tráficos. Véase L. Frobenius: -Das unbekannte África [El África
desconocida], pág. 139. Alguna relación con estos pueblos debieron sin duda mantener los
«pueblos del mar», enjambres de Wikings que, tras larga peregrinación por tierra, en
dirección hacia el Sur, se construyeron naves en el mar Egeo y en el Negro y desde la época
de Ramsés II (1292-1225) aparecieron frente a Egipto. La forma de sus barcos, que
conocemos por los relieves egipcios, es totalmente diferente de los egipcios y fenicios;
acaso se parecía a las naves que César vio usar a los Venetas de Bretaña. Un ejemplo
posterior de estos avances nos los dan los Waregos en Rusia y Constantinopla. Es de
esperar que pronto obtengamos un conocimiento más preciso de estas corrientes
migratorias.
[107] Véase parte II, cap. V, núm. 6.
[108] Véase parte II, cap. II, núm. 18, y cap. IV, núm. 6.
[109] Véase parte II, cap. I, núm. 16.
[110] «Griego» significa aquí el adicto a los cultos sincretísticos.
[111] Nos referimos aquí exclusivamente a la mora! consciente, religioso-filosófica, a la
moral conocida, enseñada, practicada, no al ritmo racial de la vida, la, «costumbre», que es
inconsciente. Aquélla se mueve entre los conceptos espirituales de virtud y pecado, bueno y
malo; ésta entre los ideales de la sangre, honor, fidelidad, valentía y las decisiones del
sentimiento rítmico de lo distinguido y lo ordinario. Véase sobre Esto parte II, cap. IV, núm.
3.
[112] Indiferencia.-N. del T.
[113] Después de lo que hemos dicho sobre la falta de palabras bien significativas para
traducir a los idiomas antiguos «voluntad» y «espacio» y sobre la significación de tal laguna,
no será de extrañar que ni en griego ni en latín pueda reproducirse con exactitud la distancia
entre acto y actividad.
[114] El camino hacía arriba y hacia abajo.— N. del T.
[115] Véase parte II, cap. II, núm. 9.
[116] «El que tenga oídos, que oiga.» Este no es un imperativo. No es asi como ha
comprendido su misión la Iglesia de Occidente. La «buena nueva» de Jesús, de Zaratustra,
de Mani, de Mahoma, de los neoplatónicos y de todas las religiones mágicas vecinas, son
beneficios misteriosos que se conceden, pero no se imponen. El cristianismo primitivo,
habiendo ingresado en el mundo antiguo, se limitó a imitar la misión de los estoicos
posteriores que hacía tiempo se habían transformado en el sentido mágico. Es posible que
San Pablo dé la impresión de importuno e insistente, como la daban a veces los
predicadores estoicos, a juzgar por la literatura de la época; pero nunca se produce en forma
imperativa. A esto puede añadirse un ejemplo algo heterogéneo, pero pertinente; los
médicos de estilo mágico ponderan sus arcanos misteriosos; en cambio los médicos
occidentales confieren a su ciencia vigor de ley (ley de vacunación, inspección de carnes,
etc.).
[117] Véase tomo I, pág. 310. Y en este tomo, pág. 11 y siguientes.
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[118] Véase parte II, cap. III, núm. 15.
[119] Virtud.-N. del T.
[120] Véase parte II, cap. II, núm. 4.
[121] El primero se funda en el sistema ateísta de Sankhya; el segundo, en la sofística, por
intermedio de Sócrates; el tercero, en el sensualismo inglés.
[122] Véase parte II, cap, IV, núm. 5.
[123] sólo algunos siglos después produjo la concepción budista de la vida—que no
reconoce ni Dios ni metafísica—una religión de FeIlahs, volviendo a la teología bramánica,
fosilizada, y a los viejos cultos populares. Véase parte II, cap. III, núms. 19 y 20.
[124] Claro está que cada cultura tiene su propia especie de materialismo, condicionada en
todas sus partes por su sentimiento cósmico.
[125] Habría que decir, además, con qué cristianismo, si con el de los Padres de la Iglesia o
con el de las Cruzadas, pues son dos religiones diferentes bajo el mismo manto dogmáticocultural. Igual incapacidad para la fina psicología revela la comparación, hoy tan frecuente,
entre el socialismo actual y el cristianismo primitivo.
[126] Placer.-N. del T.
[127] Adviértase la notable semejanza de muchos bustos romanos con las caras de los
americanos actuales, hombres de acción, o también —aunque no tan claramente—con
algunos retratos egipcios del imperio nuevo. Véase parte II, cap. II, núm. 5.
[128] Edad u hora crítica.—N. del T.
[129] Véase parte II, cap. II, núm. 5.
[130] Los muchos.—N. del T.
[131] P. Wendland: Die hellenistische-römische Kultur [La cultura helenístico-romana], 1912,
pág. 75.
[132] Véase parte II, cap. III, núm. 14.
[133] Véase parte II, cap. III, núm. 7.
[134] Sobre todo lo que sigue véase mi obra Preussentum und Socialismus [Prusianismo y
socialismo], pág. 23.
[135] Véase parte II, cap. III, núms. 15 y 19.
[136] Quizá el estilo extraño de Heráclito— oriundo de una familia sacerdotal del templo de
Efeso—sea un ejemplo de la forma en que se transmitía oralmente la vieja sabiduría órfica.
[137] Véase parte II, cap. III, núm. 12.
[138] Este es el aspecto escolástico del período posterior. El aspecto místico, que no está
muy lejos de Pitágoras y de Leibnitz, llega a su cumbre con Platón y Goethe, y desde
Goethe se vierte sobre los románticos, Hegel y Nietzsche. El aspecto escolástico, que había
agotado sus problemas, decae después de Kant- y de Aristóteles—en una filosofía de
cátedra, elaborada en el sentido de una ciencia especializada.
[139] Nuevos Paralipomena, § 656.
[140] También se encuentra en él el moderno pensamiento de que los actos vitales
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inconscientes, instintivos, cumplen sus fines a la perfección, mientras que el intelecto vacila,
tantea, y sólo por casualidad acierta. Tomo II, cap. XXX.
[141] En Hombre y superhombre.
[143] En el capitulo «Sobre la metafísica del amor sexual» (II, 44) se anticipa en toda su
amplitud la idea de la selección como medio para conservar la especie.
[144] Véase parte II, cap. I, núm. 8.
CAPITULO VI
La Física Fáustica y la Física Apolínea.
1
En un discurso, que se ha hecho famoso, decía Helmholtz en 1869: "El fin de la ciencia
natural es hallar los movimientos que sirven de base a todos los cambios y descubrir las
fuerzas propulsoras de esos movimientos; en suma, convertirse en mecánica.» ¡En
mecánica! Esto significa la reducción de todas las impresiones cualitativas a valores
cuantitativos fundamentales e inmutables, es decir, a la extensión y sus cambios de lugar;
esto significa además, si recordamos la oposición entre el producirse y lo producido, la
experiencia intima y el conocimiento, la forma y la ley, la imagen y el concepto, esto
significa, digo, la reducción de la imagen que vemos de la naturaleza a la imagen que nos
representamos de un ordenamiento uniforme y numérico, con estructura mensurable. La
tendencia peculiar de toda la mecánica occidental consista en tomar
posesión espiritualmente de las cosas por medio de la medida; por eso se ve obligada a
buscar la esencia de todo fenómeno en un sistema de elementos constantes, accesibles a la
medida, el más importante de los cuales, según la definición de Helmholtz, es designado
con el nombre de movimiento—nombre tomado de la experiencia vital diaria.
Para el físico, esa definición es inequívoca y exhaustiva; Para el escéptico, empero, que
inquiere la psicología de la convicción científica, no lo es, ni mucho menos. Para aquél, la
mecánica actual es un sistema coherente de conceptos claros e inequívocos y de relaciones
tan simples como necesarias; para éste, es una imagen que caracteriza la estructura del
espíritu europeo occidental, imagen desde luego muy consecuente en su trama y colmada
de fuerza persuasiva. Bien se comprende que los éxitos y descubrimientos prácticos no
contribuyen para nada a demostrar la «verdad» de la teoría, de la imagen [145]. Para la
mayoría de los hombres, «la» mecánica es sin duda la concepción evidente de las
impresiones de la naturaleza. Pero esto es una roerá apariencia. Porque ¿qué es el
movimiento? El postulado de que todo lo cualitativo puede reducirse al movimiento de
puntos-masas invariables y homogéneos ¿no es ya un postulado puramente fáustico y no
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universalmente humano? Arquímedes, por ejemplo, no sentía en absoluto la necesidad de
traducir las nociones mecánicas en la representación de ciertos movimientos. ¿Es el
movimiento, en general, una magnitud puramente mecánica? ¿Es un término que designa
una experiencia de los ojos, o un concepto abstraído de tales experiencias? ¿Significa el
número que obtenemos midiendo hechos provocados experimentalmente, o la imagen que
introducimos bajo ese número para servirle de substrato? Y si realmente consiguiera la física
algún día alcanzar el fin que suponemos se propone; si llegara a reducir toda percepción
sensible a un sistema perfecto de «movimientos», determinados por leyes y de fuerzas
propulsoras de estos movimientos, ¿habría adelantado un paseen el «conocimiento» de lo
que sucede? ¿Es por ello menos dogmático el lenguaje de las formas mecánicas? ¿No
contiene más bien en su más rigurosa acepción el mito de los términos primarios, de esos
términos primarios que dan forma a la experiencia, lejos de derivarse de ella? ¿Qué es la
fuerza? ¿Qué la causa? ¿Qué el proceso? Es más; ¿tiene la física, en general, aun
fundándose en sus propias definiciones, un problema propio? ¿Persigue a través de todos
los siglos un fin único y siempre el mismo? ¿Posee, para expresar sus resultados, mi
conjunto de pensamientos inatacables?
Podemos adelantar la respuesta. La física actual, que como ciencia constituye un enorme
sistema de signos, en forma de nombres y números, con los cuales nos es dado actuar en la
naturaleza como en una máquina [146], podrá tener un fin exactamente determinable. Mas
como trozo de historia, con todos los sinos y azares, en la vida de las personas que la han
elaborado y en el curso mismo de la investigación, la física, por su problema, su método y
su resultado es la expresión y realización de una cultura; es un rasgo de la esencia de una
cultura, rasgo que se ha desenvuelto orgánicamente, y cada uno de sus resultados es un
símbolo. La física existe solamente en la conciencia vigilante de los hombres cultos, y lo que
ella cree descubrir por medio de estos hombres estaba ya implícito en la índole y modo de
su investigación. Sus descubrimientos, si prescindimos de las fórmulas y nos fijamos sólo en
el contenido representable por imágenes, son todos de naturaleza puramente mítica, aun en
cerebros tan cautos como los de J. R. Mayer, Faraday y Hertz. Frente a la exactitud de la
física, conviene distinguir en toda ley natural, entre los números innominados y su
denominación, entre una simple limitación [147] y su interpretación teorética. Las fórmulas
representan valores lógicos universales, números puros, esto es, elementos objetivos de
espacio y de limite. Pero las fórmulas son mudas. La expresión
s = ½ g t2 no significa nada si bajo las letras no pensamos determinadas palabras con su
significación imaginativa. Ahora bien: cuando envuelvo en tales palabras los signos muertos,
cuando doy a los signos carne, cuerpo, vida, una significación cósmica sensible, franqueo al
punto los linderos de un simple ordenamiento. La voz yevrÛa. significa imagen, visión. Ella
es la que convierte una fórmula matemática en una ley real de la naturaleza. Lo exacto
carece en si mismo de sentido; toda observación física es de tal naturaleza, que su resultado
no demuestra nada si previamente no hemos admitido cierto número de imágenes cuyo
poder de convicción se encuentra ahora acrecentado. Si prescindimos de estas imágenes, el
resultado consiste sólo en cifras vacías. Mas no podemos prescindir de estas imágenes.
Supongamos un investigador que deje a un lado todas las hipótesis de que tenga conciencia
como tales hipótesis; sin embargo, al pensar en tal o cual problema no podrá dominar la
forma inconsciente de su pensamiento—esa forma le domina a él—porque es hombre de
una cultura, de una época, de una escuela, de una tradición. La fe y el «conocimiento» no
son sino dos especies de certidumbre íntima; pero la fe es más vieja y domina todas las
condiciones del saber, por exacto que éste sea. Y todo conocimiento de la naturaleza se
sustenta en las teorías, no en los números puros. El afán inconsciente de toda ciencia
auténtica, que existe—repitámoslo—sólo en el espíritu del hombre culto, es comprender,
penetrar y abrazar la imagen cósmica de la naturaleza; ese afán, empero, no se dirige a la
actividad meditiva en sí, que ha sido siempre un goce de espíritus insignificantes. Los
números debieran ser siempre meras claves para descubrir el misterio. A los números
mismos nunca hubiera ofrendado sacrificios ningún hombre significativo.
Es cierto que Kant dice en un pasaje conocido: «Sostengo que toda teoría particular de la
naturaleza tiene de científico propiamente lo que tenga de matemático.» Aquí se refiere a la
limitación pura en la esfera de lo producido, en tanto que aparece como ley, fórmula,
numere, sistema. Pero una ley sin palabras, una serie de números, la simple lectura de los
datos proporcionados por los instrumentos de medición, es un acto mental que en su
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perfecta pureza resulta irrealizable. Todo experimento, todo método, toda observación nace
de una intuición general que es algo más que matemática. Toda experiencia erudita, sea por
lo demás lo que fuere, es el testimonio de ciertos modos simbólicos de representación.
Todas las leyes concebidas en palabras son ordenamientos vivientes, animados, llenos de la
savia interna que destila una cultura determinada y sólo ésta. Si se quiere hablar de
necesidad, ya que la necesidad es exigencia de toda investigación exacta, obsérvese que
hay dos clases de necesidad: una necesidad del alma y de la vida, porque del sino depende,
en efecto, el que tal o cual investigación particular se verifique y cuándo y cómo; y otra
necesidad de la trama de lo conocido, para la cual los europeos empleamos corrientemente
el nombre de causalidad. Los números puros de una fórmula física pueden representar una
necesidad causal; pero la existencia, el nacimiento, la duración de una teoría pertenece al
sino.
Todo hecho, por simple que sea, contiene ya una teoría.
Un hecho es una impresión singular sobre un ser despierto.
Todo depende de que el hombre para quien existe o existió esa impresión sea un antiguo o
un occidental, un hombre del gótico o un hombre del barroco. Pensemos en el efecto distinto
que un rayo produce en un pájaro y en un físico que está observando. ¡Cuánta mayor
riqueza de contenido tiene el «hecho» para éste que para aquél! El físico de hoy olvida con
harta facilidad que las palabras magnitud, posición, proceso, cambio de estado, cuerpo,
representan imágenes específicamente occidentales, con un sentimiento de la significación
que las palabras no alcanzan a fijar y que es por completo extraño al pensar y al sentir
antiguo o arábigo. Ese sentimiento domina por completo el carácter de los hechos científicos
como tales y la Índole de la cognición; y no hablemos de esos otros conceptos tan complejos
como trabajo, tensión, quantum de efecto, cantidad de calor, verosimilitud [148], que son
cada uno por si un verdadero mito naturalista. Para nosotros esas formaciones intelectuales
son el resultado de una investigación imparcial, sin prejuicios, y en ocasiones nos parecen
definitivas. Pero un ingenio fino de la época de Arquímedes que se entregase a un estudio
profundo de la física teorética actual afirmaría que no acierta a comprender cómo hay quien
pueda llamar ciencia a tan caprichosas, grotescas y confusas representaciones, y encima las
considere como consecuencias necesarias de los hechos. Las consecuencias científicas
legítimas—diría—son más bien las siguientes.....
Y basándose en los mismos «hechos», esto es, en los hechos vistos por sus ojos y
plasmados por su espíritu, aquel griego desarrollaría unas teorías que serian escuchadas por
nuestros físicos con una sonrisa de extrañeza y admiración.
Ved las representaciones fundamentales que en el cuadro de la física actual se han
desenvuelto con la más intima lógica. Los rayos de luz polarizada, los iones peregrinantes,
las partículas en movimiento de la teoría cinética de los gases, los campos magnéticos, las
corrientes y ondas eléctricas, ¿no son todas éstas visiones y símbolos fáusticos
estrechamente afines a los ornamentos románicos, a los anhelos ascendentes de los
edificios góticos, a los viajes de los Wikings por mares incógnitos, a los afanes de Colón y
de Copérnico? Este mundo de formas e imágenes ¿no nace en perfecta armonía con las
artes, sus contemporáneas, la pintura al óleo y la música instrumental? ¿No se revela aquí
nuestra apasionada tendencia a la dirección, el pathos de la tercera dimensión, que así
como alcanzó a expresarse en nuestra idea del alma obtiene también su expresión simbólica
en nuestra representación de la naturaleza?
2
De aquí se sigue que todo «saber» acerca de la naturaleza, incluso el más exacto, tiene por
base una creencia religiosa.
La física occidental señala como su fin último el reducir la naturaleza a mecánica pura, y a
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ese propósito se encamina todo su idioma de imágenes. Mas la mecánica pura presupone
un dogma, a saber: la imagen religiosa del universo en los siglos góticos; y ese dogma es el
que hace de la mecánica una propiedad espiritual de la humanidad culta de Occidente y sólo
de ésta. No existe ciencia sin hipótesis inconscientes de esta especie, sobre las cuales el
investigador carece de poder; y esas hipótesis se retrotraen hasta los primeros días de la
cultura incipiente, No hay ciencia de la naturaleza sin una religión antecedente. En este
punto no existe diferencia entre la intuición católica y la intuición materialista de la
naturaleza: las dos dicen lo mismo con distintas palabras. La física atea tiene religión; la
mecánica moderna es punto por punto una reproducción de las visiones religiosas.
El prejuicio del hombre de la ciudad, que llega con Thales y con Bacon a la cumbre del
jónico y del barroco, coloca a la ciencia crítica en orgullosa oposición frente a la religión
primitiva del campo sin ciudades. La ciencia se precia entonces de ser una actitud superior,
de poseer ella sola los métodos verdaderos del conocimiento; y cree legítimo, por lo tanto,
dar de la religión misma explicaciones empíricas y psicológicas, esto es, «superar» la
religión. Mas la historia de las culturas superiores demuestra que la «ciencia» es un
espectáculo posterior y transitorio [149], que pertenece al otoño y al invierno de esos
grandes ciclos vitales, y que en el pensar antiguo, como en el indio, chino, árabe, dura pocos
siglos, en los cuales se agotan sus posibilidades. La ciencia antigua se extingue entre las
batallas de Cannas y de Actium, dejando el puesto a la imagen cósmica de la «segunda
religiosidad» [150]. Es posible predecir, por tanto, el momento en que el pensamiento físico
de Occidente habrá alcanzado el límite de su desarrollo.
Nada, pues, Justifica la preeminencia de este mundo de formas espirituales sobre otro
cualquiera. Toda ciencia crítica, como todo mito y toda fe religiosa en general, tiene su base
en una certidumbre interna; sus formaciones poseen otra estructura, otra tonalidad, pero no
son fundamentalmente diferentes. Todas las objeciones que la física dirige a la religión
alcanzan a la física misma. Es un gran prejuicio el creer que podemos poner la «verdad» en
lugar de las representaciones «antropomórficas». Todas nuestras representaciones son
antropomórficas. En toda posible representación se refleja la existencia del sujeto que la
produce. «El hombre crea a Dios a su imagen y semejanza.» Y esto es cierto no sólo de las
religiones históricas, sino igualmente de toda teoría física, por muy bien fundada que
parezca. Los antiguos físicos se representaban la naturaleza de la luz como compuesta de
reproducciones corpóreas que emanaban del foco luminoso y venían a herir los ojos. Para el
pensamiento árabe, que nos es conocido ya en las grandes escuelas pérsico-judías de
Edessa, Resain y Pumbadita y directamente por Porfirio, los colores y formas de las cosas
son atribuidos de un modo mágico («espiritual») a la fuerza visual, representada como una
substancia que reside en el globo del ojo. Lo mismo enseñaban Ibn al Haitam, Avicena y los
«hermanos puros» [151]. Hacia 1300, el circulo de los Occamistas que en París rodeaban a
Buridán, a Alberto de Sajonia y al descubridor de la geometría de las coordenadas, Nicolás
de Oresme, se representaba ya la luz como una fuerza— ímpetus— [152]. Cada cultura se
ha creado un grupo de imágenes para caracterizar los procesos; esas imágenes son para
ella las únicas verdaderas, y siguen siéndolo mientras la cultura vive y se halla en trance de
realizar sus posibilidades internas. Mas cuando la cultura termina, cuando el elemento
creador, la imaginación, el simbolismo se extingue, sólo restan las formas «vacías»,
cadáveres de sistemas que los hombres de otras culturas extrañas sienten literalmente
como absurdos y sin valor y que conservan mecánicamente, cuando no los desprecian y
olvidan. Los números, las fórmulas, las leyes no significan nada, no son nada.
Tienen que tener un cuerpo, y ese cuerpo sólo puede dárselo una humanidad viva, que viva
en ellos y por ellos, que se exprese por medio de ellos, que tome íntima posesión de ellos.
Por eso no existe una física absoluta, sino físicas particulares que aparecen y desaparecen
en las culturas particulares.
La «naturaleza» del hombre antiguo halló su más alto símbolo artístico en la estatua
desnuda. De ella se deriva consecuentemente una estática de cuerpos, una física de la
proximidad. A la cultura árabe pertenecen el arabesco y el abovedado de la mezquita en
forma de cueva; de este sentimiento cósmico derívase la alquimia, con la representación de
substancias que tienen efectos misteriosos, como el «mercurio de los filósofos», que no es ni
una materia ni una propiedad, sino algo que por mágico modo sirve de base a la existencia
de los colores en los metales y puede convertir uno en otro [153]. La «naturaleza» del
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hombre fáustico, por último, ha producido una alquimia del espacio ilimitado, una física de la
lejanía. A la física antigua pertenecen las representaciones de materia y forma; a la árabe,
las muy spinozistas de substancias y atributos [154] visibles o misteriosos; a la fáustica, las
de fuerza y masa. La teoría apolínea es una contemplación tranquila; la mágica, un
conocimiento secreto de los «medios» de que dispone la «gracia» de la alquimia—también
aquí puede conocerse el origen religioso de la mecánica—; la fáustica, desde un principio,
hipótesis metódica [155]. El griego inquiría la esencia de la realidad visible; nosotros
inquirimos la posibilidad de adueñarnos de los invisibles propulsores del devenir. Lo que
para aquéllos era la inmersión amorosa en los aspectos visibles es para nosotros la violenta
interrogación a la naturaleza, el experimento metódico.
Y lo mismo que las posiciones de los problemas y los métodos, también los conceptos
fundamentales son símbolos de una cultura y sólo de ella. Los términos primarios de los
antiguos; peiron, ?rx®, morf®, ìlh [156], no son traducibles a nuestros idiomas; traducir ?rx®
por materia prima es tanto como prescindir del contenido apolíneo y dar al resto, a la mera
palabra, un tinte significativo que le es extraño. El hombre antiguo percibía como
movimiento lo que él llamaba ?lloÛvsiw, cambio de la posición de un cuerpo. Nosotros,
empero, hemos formado el concepto de «proceso» por la manera como vemos y vivimos el
movimiento, tomándolo de procedere, que significa caminar de frente; con lo cual se
expresa la energía de dirección, sin la que no hay para nosotros reflexión posible acerca de
los acontecimientos naturales. La antigua crítica de la naturaleza consideró los estados de
agregación visibles, como la diferenciación primaria, los cuatro famosos elementos de
Empédocles, lo corpóreo rígido, lo corpóreo fluido y lo no corpóreo [157], Los «elementos»
árabes están contenidos en las representaciones de las constituciones y constelaciones
ocultas que determinan a la vista la manifestación perceptible de las cosas. Intentemos
acercarnos a esta manera de sentir; hallaremos que la oposición entre lo sólido y lo fluido
significa cosa bien distinta para un discípulo de Aristóteles que para un sirio. Para aquél,
grados de corporeidad; para éste, atributos mágicos. Así surge la imagen del elemento
químico, especie de substancias mágicas que por misteriosa causalidad aparecen en las
cosas para desaparecer otra vez en ellas y que se hallan sometidas incluso a las influencias
astrales. La alquimia implica una profunda duda científica en la realidad plástica de las
cosas, de los sómata, que los matemáticos griegos, los físicos y los poetas griegos
consideraban como únicos reales; la alquimia deshace, destruye los cuerpos, para descifrar
el secreto de su esencia. Es una verdadera destrucción de las imágenes, como la del Islam y
la de los bogumilos bizantinos. Aquí se manifiesta una profunda negación de la forma
palpable en que aparece la naturaleza, forma que para los griegos era sagrada. La disputa
sobre la persona de Cristo, en todos los Concilios primitivos,
disputa que dio lugar a la división de nestorianos y monofisitas, es un problema de alquimia
[158]. A ningún físico antiguo se le hubiera ocurrido investigar las cosas negando o
aniquilando su forma intuitiva. Por eso no hay química en la antigüedad, como no hubo
teorías acerca de la substancia de Apolo, sino simplemente una forma aparente de su
manifestación.
El método químico, de estilo árabe, es el signo de una nueva conciencia cósmica. La
invención se relaciona con el nombre de aquel enigmático Hermes Trismegisto, que parece
haber vivido en Alejandría, al mismo tiempo que Platino y Diofanto, el fundador del álgebra.
De un golpe muere la estática mecánica, la física apolínea. Al mismo tiempo que la
matemática fáustica se emancipa definitivamente por obra de Newton y Leibnitz, la química
[159] occidental se desprende de su forma árabe—por obra de Stahl (1660-1734) y su teoría
flogística—. Esta química, como aquella matemática, se convierten en puro análisis. Ya
Paracelso (1493-1541) había substituido la tendencia mágica a obtener el oro por una
aspiración medicinal y científica. En ello se revela un cambio de
sentimiento cósmico. Roberto Boyle (1626-1691) creó después el método analítico y, por
tanto, el concepto occidental de elemento. Pero no nos engañemos. Lo que se llama la
fundación de la química moderna, cuyas épocas se caracterizan por los nombres de Sthal y
Lavoisier, no es en modo alguno una formación de ideas químicas, si por tales se entienden
intuiciones alquimísticas de la naturaleza. Es propiamente el término, el fin de la química, su
integración en el sistema amplio de la dinámica pura, su coordinación en esa visión
mecánica de la naturaleza que la época barroca fundara con Galileo y Newton. Los
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elementos de Empédocles significan un estado corporal; los elementos de la teoría de la
combustión, de Lavoisier (1777), que siguió al descubrimiento del oxígeno (1771), son un
sistema de energías accesibles a la voluntad humana.
Solidez y fluidez son ahora términos que designan relaciones de tensión entre moléculas.
Nuestros análisis y síntesis no sólo preguntan y persuaden a la naturaleza, sino que la
vencen, la violentan. La química moderna es un capitulo de la moderna física de la acción.
Eso que llamamos estática, química, dinámica, esas denominaciones históricas, sin sentido
profundo para la actual ciencia de la naturaleza, esos son los tres sistemas físicos del alma
apolínea, del alma mágica y del alma fáustica, nacido cada uno en su cultura, limitado cada
uno, en su validez, al circulo de su cultura. A estos sistemas físicos corresponden las tres
matemáticas de la geometría euclidiana, del álgebra y del análisis superior; correspóndenle
también las artes de la estatua, del arabesco y de la fuga. Y si queremos distinguir las tres
especies de física—a las cuales otra cultura podría y debería añadir otra especie nueva—
según su modo de concebir el problema del movimiento, tendremos que la física apolínea es
un ordenamiento mecánico de estados, la física mágica un ordenamiento mecánico de
fuerzas secretas y la física fáustica un ordenamiento mecánico de procesos.
3
El pensamiento humano, siempre orientado hacia la causalidad, tiende a reducir el cuadro
de la naturaleza a unidades formales cuantitativas, lo más simples posible, a unidades que
nos permitan obtener una concepción causal, una medición, una numeración, en suma, a
diferenciaciones mecánicas.
Esta tendencia conduce necesariamente a una teoría atomística en la física antigua, en la
física occidental, en toda física posible. La atomística india y china nos es desconocida; sólo
sabemos que existió. La árabe es tan complicada que su exposición parece hoy todavía
imposible. Entre la apolínea y la fáustica existe, empero, una oposición de profundo sentido
simbólico.
Los átomos antiguos son formas en miniatura; los occidentales son quanta minimales de
energía. Allá la condición fundamental de la idea es el carácter intuitivo, la proximidad
sensible; acá es la abstracción. Las representaciones atomísticas de la física moderna, a las
que pertenecen también la teoría electrónica y la teoría de los quanta, en la termodinámica,
suponen cada vez más esa intuición interna— puramente fáustica—que se requiere
asimismo en varias esferas de la matemática superior, como las geometrías no euclidianas
o la teoría de los grupos, y que no está al alcance del lego en estas materias. Un quantum
dinámico es una extensión en la que se prescinde de toda propiedad sensible, una extensión
que evita toda relación con la vista y el tacto, una extensión para la cual el término forma o
figura carece de sentido: algo, pues, que el físico antiguo no podría representarse en modo
alguno. Tal es ya la mónada de Leibnitz; tal es, en grado máximo, la imagen que Rutherford
ha bosquejado de la estructura de los átomos—un núcleo de electricidad positiva y un
sistema planetario de electrones negativos—y que Niels Bohr ha reunido en una nueva
representación, añadiéndole el cuanto de acción de Planck [160]. Los átomos de Leucipo y
Demócrito eran de diferente forma y magnitud; eran, pues, unidades puramente plásticas, y
si eran calificados de «indivisibles» era sólo en este sentido. Los átomos de la física
occidental, cuya «indivisibilidad» significa cosa harto distinta, semejan figuras y temas
musicales. Su esencia consiste en vibración y radiación; su relación con los procesos
naturales es la misma que mantiene el motivo con la frase [161]. El físico antiguo determina
el aspecto; el físico moderno, la actuación de esos elementos últimos de lo producido. Tal es
el sentido que en la antigüedad tienen los conceptos fundamentales de materia y forma; y
entre nosotros, los de capacidad e intensidad.
Hay un estoicismo y un socialismo de los átomos. No otra cosa es la definición de los
átomos en su representación estática—plástica y dinámica—contrapuntística, que en cada
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ley, en cada definición manifiestan su parentesco con las formaciones de la ética
correspondiente. La muchedumbre de los átomos confusos, esparcidos, pasivos,
empujados—lo mismo que Edipo—por el ciego azar, que Demócrito, como Sófocles, llama ?
n?gkh; y enfrente, los sistemas de puntos abstractos de fuerza, actuando como unidades,
agresivos, dominando con su energía el espacio (llamado «campo»), venciendo
obstáculos—como Mácbeth—: estos dos sentimientos fundamentales son los que dan origen
a los dos cuadros mecánicos de la naturaleza. Según Leucipo, los átomos vuelan «por sí
mismos» en el vacío. Para Demócrito la forma en que se verifica el cambio de lugar es
simplemente el choque y el contrachoque.
Aristóteles considera fortuitos los movimientos aislados. En Empédocles se encuentran los
términos de amor y odio; en Anaxágoras, los de reunión y separación. Todos éstos son
también elementos de la tragedia antigua. Asi se comportan las figuras en la escena del
teatro ático. Estas son, pues, también las formas de la política antigua, en la que vemos
esos Estados minúsculos, átomos políticos, diseminados en larga serie por las islas y las
costas, celosamente reducidos a sí mismos y, sin embargo, eternamente necesitados de
apoyo, cerrados y caprichosos hasta la caricatura, empujados acá y allá por los
acontecimientos sin orden ni plan de la historia antigua, hoy encumbrados, mañana
destruidos. Frente a este espectáculo consideremos, en cambio, los Estados dinásticos del
siglo XVII y XVIII, campos de fuerza política, cuyos centros de actuación son los gabinetes y
los grandes diplomáticos, con sus perspectivas lejanas, sus orientaciones meditadas y
acomodadas a grandes planes. Para comprender el espíritu de la historia antigua y de la
historia occidental hay que haber penetrado en esta oposición de las dos almas. Y esta
comparación es también la que nos permite comprender la imagen atomística de ambas
físicas. Galileo, que creó el concepto de fuerza, y los milesios, que crearon el de ?rx®:
Demócrito y Leibnitz, Arquímedes y Helmholtz, son figuras «correspondientes», miembros
de las mismas etapas espirituales de dos culturas diferentes.
Pero la afinidad interna entre la teoría atómica y la ética va más lejos aún. Ya hemos
expuesto cómo el alma fáustica, cuya esencia es la superación de la apariencia visible, cuyo
sentimiento es la soledad, cuyo anhelo es la infinitud, ha impreso estas necesidades de
soledad, de lejanía y separación en todas sus realidades, en su mundo de formas públicas,
espirituales y artísticas. Este pathos de la distancia, para usar el término de Nietzsche, es
extraño a la antigüedad, en la cual todo lo humano necesita proximidad, apoyo, comunidad.
He aquí la diferencia entre el espíritu barroco y el jónico, entre la cultura del anden régime y
la Atenas de Perícles. Y este pathos, que separa al héroe activo del héroe pasivo, reaparece
igualmente en el cuadro de la física occidental como tensión. Nada de esto existe en la
intuición de Demócrito. El principio del choque y contrachoque encierra la negación de una
fuerza que domine el espacio, que sea idéntica al espacio.
En la idea del alma antigua falta, pues, el elemento de la voluntad. Entre los hombres
antiguos, entre los Estados y las concepciones antiguas no hay interior tensión y oposición, a
pesar de las peleas, las envidias y los odios; no hay esa profunda necesidad de separación,
de soledad, de superioridad.
Por consiguiente, tampoco existe entre los átomos del cosmos antiguo. El principio de la
tensión—desarrollado en la teoría del potencial—es completamente intraducible a los
idiomas antiguos y por lo tanto a los pensamientos antiguos. En cambio es fundamental para
la física moderna. Representa una consecuencia del concepto de energía, de la voluntad de
potencia, en la naturaleza: por eso es tan necesario para nosotros como imposible para los
antiguos.
4
Toda teoría atómica es, por lo tanto, un mito, no una experiencia. En este mito la cultura se
revela a sí misma su más recóndita esencia, por medio de la fuerza constructiva teorética
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que desarrollan sus grandes físicos. Es un prejuicio crítico el creer que existe una extensión
en sí, independiente del sentimiento de la forma y del sentimiento cósmico que alienta en el
sujeto cognoscente. Se cree poder excluir la vida; pero se olvida que el conocer está con lo
conocido en la misma relación que la dirección con la extensión y que es la dirección
viviente la que dilata la sensación en lejanía y profundidad, convirtiendo la en espacio. La
estructura «conocida» de la extensión es un símbolo del ser que conoce.
Ya en otro lugar [162] hemos expuesto la significación decisiva que tiene la experiencia
intima de la profundidad, que se identifica con el despertar de un alma y, por lo tanto, con la
creación del mundo exterior correspondiente. En la mera sensación no hay mas que anchura
y altura. La profundidad es añadida; la realidad, el mundo, es creado por el acto vivo de la
interpretación, que se realiza con la más intima necesidad y que, como todo lo vivo, posee
dirección, movilidad, irreversibilidad—la concienciado esto constituye el contenido propio de
la palabra tiempo—. La vida misma se introduce en lo vivido, bajo la forma de tercera
dimensión. La doble significación de la palabra lejanía, que quiere decir al mismo tiempo
futuro y horizonte, delata el sentido profundo de esta dimensión, que es la que produce la
extensión como tal. El devenir anquilosado, el devenir que acaba de pasar, es lo producido;
la vida anquilosada, la vida que acaba de transcurrir, es la profundidad espacial de lo
conocido. Coinciden Descartes y Parménides en creer que el pensamiento y la realidad, es
decir, lo representado y lo extenso, son idénticos. Cogito, ergo sum es simplemente una
fórmula de la experiencia íntima de la profundidad: yo conozco, luego soy espacio. Pero en
el estilo de ese conocer y, por lo tanto, de lo conocido, se revela el símbolo primario de cada
cultura. La extensión creada por la conciencia antigua es de presencia sensible y corpórea;
la de la conciencia occidental es de trascendencia espacial creciente; de manera que el
Occidente ha ido elaborando la polaridad entre capacidad e intensidad, oposición totalmente
inaprensible por los sentidos, mientras que la antigüedad construyó la polaridad óptica entre
materia y forma.
Pero de aquí se sigue que, dentro de lo conocido, el tiempo vivo no puede manifestarse
nunca. El tiempo se ha insinuado ya en lo conocido, en el «ser», bajo la forma de la
profundidad, de suerte que la duración (esto es, la intemporalidad) y la ex- tensión son
idénticas. Sólo el conocer posee la nota de dirección. El tiempo físico, pensado, mensurable,
mera dimensión, es un error. La cuestión es saber si este error puede o no evitarse. Póngase
en cualquier ley física la palabra sino en vez de tiempo y se verá cómo dentro de la pura
«naturaleza» jamás se trata del tiempo. El mundo de las formas físicas alcanza exactamente
adonde alcanzan los mundos afines de las formas numéricas y conceptuales; y ya hemos
visto que, a pesar de Kant, no hay la menor relación, de cualquier clase que ésta sea, entre
el número matemático y el tiempo. A lo cual. empero, contradice el hecho del movimiento
en el cuadro del mundo circundante. Este es el problema de los eleáticos, problema no
resuelto e insoluble: el ser o el pensar y el movimiento no se compadecen. El movimiento
«no es» («es apariencia»).
Y aquí es donde la física, por segunda vez, se hace dogmática y mitológica. Las palabras
tiempo y sino ponen al que instintivamente las emplea en contacto con la vida misma, en
sus profundidades más recónditas, con toda la vida, que es inseparable de lo vivido. Pero la
física, el intelecto observador, tiene que separar esas dos cosas. Lo vivido «en si», pensado
independiente del acto vivo del contemplador; lo vivido transformado en objeto, muerto,
inorgánico, rígido—eso es «la naturaleza», algo que la matemática puede agotar—. En este
sentido es la física una actividad de medición. Empero vivimos incluso cuando
contemplamos, y, por tanto, lo contemplado vive con nosotros. En el cuadro de la naturaleza
hay un aspecto por el cual la naturaleza no sólo «es», no sólo existe de momento en
momento, sino que «se produce» en un torrente ininterrumpido, alrededor de nosotros y con
nosotros. Ese aspecto es el signo de la conexión entre un ser despierto, vigilante, y su
mundo. Ese aspecto se llama movimiento y contradice a la naturaleza como imagen.
Representa la historia de esta imagen, y de aquí se sigue que, asi como nuestra intelección
es abstraída de la sensación por medio del idioma verbal, y asi como el espacio matemático
es abstraído de las resistencias luminosas (de las «cosas») [163], asi también el tiempo
físico es abstraído de la impresión del movimiento.
«La física» investiga «la naturaleza». Por consiguiente, conoce el tiempo como mera
distancia. Pero del» físico vive en la historia de esa naturaleza. Por consiguiente, se ve
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obligado a concebir el movimiento como una magnitud matemáticamente determinable.
como denominación de los números puros adquiridos en el experimento y expresados en
fórmulas. «La física es la descripción completa y simple de los movimientos» (Kirchhoff). Tal
ha sido siempre su propósito. Pero no se trata de un movimiento en la imagen, sirio de un
movimiento de la imagen. El movimiento dentro de la naturaleza, concebida físicamente, no
es otra cosa que ese «quid» metafísica que hace surgir la conciencia de una transición. Lo
conocido es intemporal y extraño al movimiento. Tal significa «ser producido».
La secuencia orgánica de lo conocido produce la impresión de un movimiento. El contenido
de esta palabra toca al físico no como «intelecto», sino como hombre entero cuya función
constante no es la «naturaleza», sino el mundo entero. Pero éste es el mundo como historia.
«Naturaleza» es una expresión de la cultura correspondiente [164]. Toda física trata el
problema del movimiento, en el cual reside el problema de la vida misma; pero no lo trata
como si ese problema fuese resoluble algún día, sino aun cuando y porque es insoluble. El
misterio del movimiento despierta en el hombre el terror a la muerte [165].
Si suponemos que la física es un modo refinado de autoconocimiento—entendida la
naturaleza como imagen, como espejo del hombre—, el ensayo de resolver el problema del
movimiento es un esfuerzo en el cual el conocimiento quiere rastrear su propio arcano, su
sino.
5
Pero esto no lo consigue mas que el ritmo fisiognómico cuando se hace creador, cosa que
sucede siempre en el arte sobre todo en la poesía trágica. El movimiento ofrece siempre
perplejidades para el hombre que piensa; en cambio, es evidente para el que intuye. El
sistema perfecto de una visión mecánica de la naturaleza no es fisiognómico, es justamente
un sistema, es decir, pura extensión, orden de conceptos y números; no es nada vivo, sino
algo producido y muerto. Goethe, que era artista y no calculista, advertía que «la naturaleza
no tiene sistema; tiene vida, es vida y fluye de un
centro desconocido hacia un limite incognoscible». Pero para quien no vive, sino que conoce
la naturaleza, ésta tiene un sistema, ésta es un sistema y nada más, y por consiguiente el
movimiento resulta en ella una contradicción. La naturaleza puede ocultar esta contradicción
por medio de una fórmula artificiosa; pero esa contradicción sigue palpitando en los
conceptos fundamentales. El choque y contrachoque de Demócrito, la entelequia de
Aristóteles, los conceptos de fuerza, desde el ímpetus de los Occamistas en 1300 hasta el
cuanto de acción de la teoría de la radiación, a partir de 1900, todos encierran esa
contradicción. Designad el movimiento dentro de un sistema físico con el nombre de
envejecimiento— envejece realmente, considerado como experiencia intima del
observador—y sentiréis claramente cuan fatales son la palabra movimiento y todas las
representaciones que de ella se derivan, con
su contenido orgánico indestructible. La mecánica no debiera ocuparse de edades y, por
tanto, de movimiento. Asi, pues —ya que no hay física imaginable sin el problema del
movimiento—, no puede haber mecánica cerrada sin lagunas. Existe siempre un punto que
es el arranque orgánico de todo el sistema, el punto en que la vida penetra directa e
inmediatamente—cordón umbilical que une el hijo espiritual con la madre vida, el concepto
pensado con el sujeto pensante.
Aquí se nos aparecen en un aspecto nuevo los fundamentos de la física fáustica y de la
física apolínea. No hay una naturaleza pura. En toda naturaleza hay siempre algo de esencia
histórica. Si el hombre es ahistórico, como el griego, cuyas impresiones cósmicas quedaban
todas absorbidas en un presente puro punctiforme, la imagen de la naturaleza resultará
estática, encerrada en cada instante en sí misma, esto es, frente al futuro y al pasado. En la
física griega no aparece el tiempo como magnitud, ni tiene parte alguna en el concepto
aristotélico de entelequia. Si el hombre posee, en cambio, una disposición histórica,
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resultará una imagen dinámica. El número, el valor limite de lo producido será en el caso
ahistórico la medida y la magnitud; en el histórico, la función. Medimos lo presente;
perseguimos el curso de algo que tiene pasado y futuro.
Esta diferencia es la que en la teorización antigua oculta la contradicción interna en el
problema del movimiento, y en la occidental la elimina.
La historia es eterno devenir, eterno futuro; la naturaleza es lo- producido, esto es, eterno
pretérito [166]. Por consiguiente, se ha verificado aquí una extraña inversión: la prioridad del
producirse sobre lo producido parece anulada. El espíritu, desde su esfera, que es lo
producido, lanza una mirada retrospectiva e invierte el aspecto de la vida; la idea del sino,
que lleva en si término y futuro, engendra el principio mecánico de causa y efecto, cuyo
centro de gravedad se halla en el pasado. El espíritu cambia el orden, trueca la vida
temporal por lo vivido espacial e introduce el tiempo como distancia en un sistema cósmico
espacial. Mientras que de la dirección se sigue la extensión y de la vida el espacio, como
experiencia íntima que crea el mundo, el intelecto humano, en cambio, injerta la vida, como
proceso, en su espacio rígido, en su espacio representado.
Para la vida, el espacio es algo que pertenece a la vida, como función; para el espíritu, la
vida es algo en el espacio. El sino significa la pregunta ¿adonde?; la causalidad significa la
pregunta ¿de dónde? Fundamentar científicamente algo equivale a partir de lo producido y
realizado para ir en busca de los «fundamentos», siguiendo hacia atrás el camino—el
devenir como distancia—, concebido en sentido mecánico. Pero vivir hada atrás no es
posible; sólo podemos pensar hacia atrás. El tiempo, el sino, no es reversible; reversible es
tan sólo eso que el físico llama tiempo e
introduce en sus fórmulas como magnitud divisible y a veces negativa o imaginaria.
Siempre sentimos esta perplejidad en la noción de movimiento, aunque rara vez
comprendemos cuál es su origen y cuánta su necesidad. En la investigación antigua de la
naturaleza, los eleáticos, frente a la necesidad de pensar la naturaleza en movimiento,
opusieron la noción lógica de que el ser es pensamiento y, por lo tanto, que lo conocido y lo
extenso son cosas idénticas y que el conocimiento resulta incompatible con el devenir. Sus
objeciones no han sido refutadas y son irrefutables; pero no fueron obstáculo para el
desarrollo de la física antigua, que, siendo expresión indispensable del alma apolínea,
hallábase por encima de las contradicciones lógicas.
En la mecánica clásica del barroco, fundada por Galileo y Newton, se ha buscado
vanamente una y otra vez una solución satisfactoria, en el sentido dinámico. La historia del
concepto de fuerza—cuyas definiciones, continuamente renovadas, caracterizan la pasión
del pensamiento puesto en cuestión por esa dificultad misma—es la historia de los intentos
hechos para fijar el movimiento matemática y lógicamente, sin dejar residuos. El último
intento de importancia se encuentra en la mecánica de Hertz, que hubo de fracasar
necesariamente, como todos los ensayos anteriores.
Sin encontrar el origen mismo de toda esta perplejidad —que ningún físico ha podido
descubrir aún—, Hertz ha procurado prescindir del concepto de fuerza, comprendiendo bien
que el error de todos los sistemas mecánicos debe buscarse en uno de los conceptos
fundamentales. Quiso, pues, construir la imagen de la física con sólo las magnitudes de
tiempo, espacio y masa. Pero no advirtió que el tiempo mismo, que como factor de dirección
ha penetrado en el concepto de fuerza, era el elemento orgánico, sin el cual no puede haber
teoría dinámica y con el cual no puede haber una solución pura. Y aparte de esto, los
conceptos de fuerza, masa y movimiento forman una unidad dogmática. Se condicionan
unos a otros de manera que la aplicación de uno incluye la aplicación inadvertida de los
otros dos. En el término primario de los antiguos, en la ?rx®, está contenida toda la
concepción apolínea del problema del movimiento; en el concepto de fuerza está contenida
la concepción occidental del mismo problema. El concepto de masa es sólo el complemento
del de fuerza. Newton, que era una naturaleza profundamente religiosa, expresaba el
sentimiento cósmico del alma fáustica cuando, para hacer comprensible el sentido de las
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palabras fuerza y movimiento, hablaba de masas como puntos de aplicación de la fuerza y
sustento del movimiento. Así habían concebido los místicos del siglo XIII a Dios y su relación
con el mundo. Newton, con su famoso «hypotheses non fingo», excluía el elemento
metafísico; pero su fundación de la mecánica es totalmente metafísica. La fuerza, en la idea
mecánica que de la naturaleza construye el hombre occidental, es lo que la voluntad en su
idea del alma y la divinidad infinita en su idea del Universo. Los pensamientos
fundamentales de esta física estaban ya dados mucho antes de que naciera el primer físico;
yacían en la conciencia religiosa primitiva de nuestra cultura.
6
Asimismo se manifiesta ahora el origen religioso del concepto físico de necesidad. Se trata
de la necesidad mecánica, que campea en esa naturaleza poseída por nosotros con
posesión espiritual. No olvidemos, empero, que hay otra necesidad, una necesidad orgánica,
una necesidad del sino, que reside en la vida misma y sirve de fundamento a aquélla. La
necesidad orgánica produce formas; la necesidad mecánica, limitaciones; la necesidad
orgánica se deriva de una certidumbre interior; la necesidad mecánica, de pruebas y
demostraciones. Tal es la diferencia entre la lógica trágica y la lógica técnica, entre la lógica
histórica y la lógica física.
Dentro de la necesidad misma que la física exige y supone, necesidad de causa y efecto,
existen, otras distinciones que hasta ahora han escapado a toda observación. Trátase aquí
de nociones muy difíciles y de importancia incalculable. Toda física es la función de un
conocer que se verifica en determinado estilo, sin que importe nada el modo como los
filósofos describan esta conexión entre lo conocido y el conocer. Toda necesidad natural
tendrá, pues, el estilo del espíritu correspondiente, y aquí comienzan las distinciones
históricomorfológicas. Puede contemplarse en la naturaleza una necesidad estricta y, sin
embargo, ser imposible expresarla en leyes naturales. La expresión en leyes naturales, que
para nosotros es evidente, no lo es, en cambio, para hombres de otras culturas, porque
supone una forma muy particular de intelección y, por tanto, de conocimiento físico, forma
característica del espíritu fáustico. Es posible, en efecto, que la necesidad mecánica adopte
una expresión en la cual cada caso particular subsista morfológicamente por sí, sin repetirse
nunca exactamente; entonces los conocimientos no podrán ser envueltos en fórmulas de
validez duradera. Aparecerá la naturaleza en una imagen que podríamos acaso
representarnos por analogía con las fracciones decimales infinitas, pero no periódicas, a
distinción de las puramente periódicas. Asi, sin duda alguna, sintió la «antigüedad». Este
sentimiento anima claramente sus conceptos físicos primarios. El movimiento propio de los
átomos, en Demócrito, por ejemplo, se presenta de tal forma que resulta imposible un
cálculo anticipado de los movimientos.
Las leyes naturales son formas de lo conocido, en las cuales un conjunto de casos
particulares se condensa en una unidad superior. Queda aquí excluido el tiempo vivo, es
decir, es indiferente que el caso se produzca o no, y cuándo y cuántas veces; no se trata de
la sucesión cronológica de los acontecimientos, sino de su explicación matemática [167].
Nuestra voluntad de dominio sobre la naturaleza se expresa, empero, en la conciencia de
que no hay fuerza en el mundo capaz de remover ese cálculo matemático. Esto es fáustico.
Desde este punto de vista, el milagro aparece como una infracción de las leyes naturales.
En cambio, el hombre mágico ve en el milagro la posesión de una fuerza que no todos
tienen y que no contradice a la naturaleza. Y en cuanto al hombre antiguo, era, según
Protágoras, la medida, no el creador de las cosas. Con lo cual, inconscientemente,
renunciaba a violentar la naturaleza con descubrimientos y aplicaciones de leyes.
Vemos, pues, que el principio de causalidad en la forma en que para nosotros es evidente y
necesario, en la forma en que es tratado unánimemente por la matemática, la física, la
crítica del conocimiento, resulta una manifestación del espíritu occidental y más
exactamente del espíritu barroco. No puede ser demostrado, pues toda prueba hecha en un
idioma occidental, toda experiencia de un espíritu occidental lo supone ya. Todo
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planteamiento de un problema implica ya la solución correspondiente. El método de una
ciencia es la ciencia misma.
No cabe duda de que en el concepto de ley natural y en la acepción de la física como
scientia experimentalis [168], vigente desde Roger Bacon, está ya incluida esa índole
especial de necesidad. El modo como los antiguos veían la naturaleza— alter ego del modo
de ser de los antiguos—no contiene, empero, esa especie de necesidad y, sin embargo, en
sus determinaciones físicas no se manifiesta flaqueza lógica ninguna. Meditemos lo que
dicen Demócrito, Anaxágoras y Aristóteles, suma de la física antigua; estudiemos sobre todo
el contenido de conceptos tan decisivos como ?lloÛvsiw, ?n?gkh, ¤ntel¡xeia y percibiremos
con admiración una imagen cósmica conclusa y, por tanto, verdadera absolutamente para
cierta índole humana; en esa imagen cósmica no se halla rastro de causalidad, en el sentido
occidental.
El alquimista y filósofo de la cultura arábiga supone también que una necesidad profunda
rige en la caverna cósmica; pero es una necesidad completamente distinta de la causalidad
dinámica. No hay nexos causales en forma de leyes; existe una sola causa, Dios, que es el
fundamento inmediato de todo efecto. Creer en leyes naturales seria tanto como dudar de la
omnipotencia divina. Si alguna vez parece existir una regla, es porque Dios lo ha querido
asi; pero el que tenga esa regla por necesaria es que ha caído en las redes del malo. Asi
exactamente sentían Carneados, Plotino y los neo pitagóricos [169].
Esta es la necesidad de los Evangelios, del Talmud y del Avesta. Ella constituye la base de
la técnica alquimista.
El número como función se halla relacionado con el principio dinámico de la causa y el
efecto. Ambas cosas son creaciones del mismo espíritu, formas expresivas de la misma
alma, fundamentos que plasman la misma naturaleza objetivada. En realidad, la física de
Demócrito se distingue de la de Newton en que la una parte de lo dado a la vista y la otra de
las relaciones abstractas que se desarrollan desde las cosas.
Los «hechos» de la física apolínea son cosas y residen en la superficie de lo conocido; los
«hechos» de la física fáustica son relaciones inaccesibles a la vista del lego, relaciones que
quieren ser conquistadas por el espíritu y, por último, que necesitan para su comunicación
un idioma secreto, sólo inteligible en su perfección al versado en la física. La antigua
necesidad estática aparece inmediatamente en los fenómenos cambiantes; el principio
dinámico de la causalidad se cierne allende las cosas, rebajando o anulando su realidad
sensible. Preguntémonos qué significación tiene la expresión «un imán», suponiendo
conocida toda la teoría actual.
El principio de la conservación de la energía, formulado por J. R. Mayer, ha sido
considerado en serio como una mera necesidad del pensamiento, cuando en realidad es una
transcripción del principio de la causalidad dinámica, por medio del concepto físico de
fuerza. La apelación a la «experiencia» y la disputa sobre si una noción es de necesidad
intelectual o es empírica, o en términos kantianos, sobre si es cierta a priori o a posteriori—
Kant se engañó grandemente sobre los fluctuantes limites entre ambas nociones—, es
característica del pensamiento occidental. Nada nos parece más evidente e inequívoco que
la «experiencia» como fuente de la ciencia exacta. El experimento de tipo fáustico, fundado
en hipótesis metódicas y haciendo uso de las mediciones, no es mas que la elaboración
sistemática y exhaustiva de esa experiencia. Pero nadie ha notado que semejante concepto
de la experiencia con su contenido dinámico y agresivo, implica toda una intuición del
universo, y que para hombres de otras culturas ni hay ni puede haber experiencia en ese
sentido preciso. Cuando nos negamos a reconocer los productos científicos de Anaxágoras o
Demócrito como resultados de una experiencia auténtica, esto no significa que esos
antiguos no supieran interpretar sus intuiciones y elaboraran meras fantasías; significa tan
sólo que nosotros echamos de menos en sus generalizaciones el elemento causal, que para
nosotros constituye el sentido de la palabra experiencia. Es manifiesto que nunca se ha
reflexionado suficientemente sobre el carácter peculiarísimo de este concepto puramente
fáustico. Lo característico de él no es la contraposición a la fe, contraposición que reside en
el aspecto superficial. Por el contrario, la experiencia exacta, sensible y espiritual, es por su
estructura perfectamente congruente con la experiencia del corazón, con las visiones de los
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momentos significativos que han enseñado las personalidades profundamente religiosas de
Occidente, Pascal, por ejemplo, que era a la par matemático y Jansenista con la misma
necesidad interior. La experiencia significa para nosotros una actividad del espíritu, que no
se limita a las impresiones momentáneas y presentes, que no las acoge como tales, no las
reconoce, no las ordena, sino que las inquiere y provoca para superar su presencia sensible
y reducirlas a una unidad ilimitada que descompone su palpable aislamiento. Lo que
nosotros llamamos experiencia se orienta desde lo singular hacia el infinito. Por eso mismo
contradice al sentimiento antiguo de la naturaleza. El camino por donde nosotros adquirimos
la experiencia es para el griego el camino por donde se pierde.
Por eso el griego permanece apartado de los métodos violentos que el experimento emplea.
Por eso su física, lejos de ser un poderoso sistema de leyes y fórmulas elaboradas,
abstractas, sistema que violenta y somete a su dominio las cosas sensibles dadas—sólo
este saber es poder—, es una suma de impresiones bien ordenadas, no deshechas, sino
más bien fortalecidas por imágenes sensibles, un conjunto que deja intacta la naturaleza en
la plenitud de su existencia. Nuestra física exacta es imperativa; la física antigua es yevrÛa,
en su sentido literal, esto es, producto de una contemplación pasiva.
7
No hay, pues, duda alguna de que el mundo de las formas físicas corresponde
perfectamente a los mundos correlativos de la matemática, de la religión y del arte plástico.
Un profundo matemático—no un maestro del cálculo, sino uno que sienta el espíritu vivo de
los números—comprende que con su ciencia «conoce a Dios». Pitágoras y Platón supieron
esto, como Pascal y Leibnitz. Terencio Varrón, en sus investigaciones sobre la vieja religión
romana, dedicadas a César, distingue con precisión romana la theologia civilis, suma de la
fe públicamente reconocida, de la theologia mythica, mundo de las representaciones
poéticas y artísticas, y de la theologia Physica, especulación filosófica. Si aplicamos esta
diferenciación a la cultura fáustica, pertenecerán a la primera teología las enseñanzas de
Santo Tomás, de Lutero, de Calvino, de San Ignacio de Loyola; a la segunda, Dante y
Goethe; a la tercera, la física científica en tanto que bajo sus fórmulas introduce imágenes.
No sólo el hombre primitivo y el niño, sino también los animales superiores, desarrollan por
si mismos, partiendo de las pequeñas experiencias consuetudinarias, una imagen de la
naturaleza que encierra la suma de los caracteres técnicos que ellos han advertido repetirse
siempre. El águila «sabe» en qué momento tiene que precipitarse sobre la presa; el pájaro
cantor que está empollando «conoce» la proximidad de una marta; la fiera «descubre» el
lugar de su comida. En el hombre, esta experiencia de los sentidos se ha condensado y
profundizado en el sentido de experiencia visual. Pero al establecerse la costumbre de
hablar con palabras, la intelección se separa de la visión y sigue desenvolviéndose
independiente, en forma de pensamiento; a la técnica de la comprensión momentánea sigue
la teoría, que representa una reflexión. La técnica se orienta hacía la proximidad visible y la
necesidad inmediata. La teoría se orienta hacia la lejanía, hacia los estremecimientos de lo
invisible. Junto al breve saber de cada día, viene a colocarse la fe. Y, sin embargo, el
hombre desarrolla un nuevo saber y una nueva técnica de orden superior: al mito sigue el
culto. El mito conoce los númina; el culto los conjura.
La teoría, en sentido sublime, es completamente religiosa. Sólo mucho después, en épocas
muy posteriores, el hombre separa de la teoría religiosa la teoría física, al adquirir conciencia
de los métodos. Pero, aparte de esto, poco es lo que cambia. El mundo que la física imagina
sigue siendo mitológico; el proceder de la física sigue siendo un culto que conjura los
poderes residentes en las cosas, y la índole de las imágenes y de los métodos sigue
dependiendo de las de la religión correspondiente [170].
A partir del Renacimiento posterior, la representación de Dios, en el espíritu de todos los
hombres significativos, se hace cada día más semejante a la idea del espacio puro, infinito.
El Dios de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola es el mismo Dios del cantar
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luterano: «Castillo firme...»; es el Dios de los improperios de Palestrina y de las cantatas de
Bach. Ya no es el padre de San Francisco de Asís y de las bóvedas catedralicias, tal como
lo sentían los pintores del gótico, Giotto y Esteban Lockner, ya no es un Dios personal,
presente, providente y dulce; ahora es un principio impersonal irrepresentable, inaprensible,
misteriosamente activo en el infinito. Todo resto de personalidad se consume en abstracción
inintuible; y para reproducir la idea de este Dios, ya sólo está capacitada la música
instrumental de gran estilo, pues la pintura del siglo XVIII flaquea y pasa a segundo término.
Este sentimiento de Dios es el que ha dado forma a la imagen física de Occidente a nuestra
naturaleza, a nuestra «experiencia» y, por tanto, a nuestras teorías y métodos, en oposición
a las del hombre antiguo. La fuerza moviendo la masa: esto es lo que Miguel Ángel ha
pintado en los techos de la capilla Sixtina; esto es lo que desde el modelo de II Gesú, ha
encumbrado las fachadas de las catedrales hasta la violenta expresión de Della Porta y
Maderna, y desde Heinrich Schütz ha elevado la música eclesiástica a los mundos sonoros
del siglo XVIII; esto es lo que en las tragedias de Shakespeare llena de acontecer cósmico la
escena amplificada hasta el infinito; esto es, por último, lo que Galileo y Newton han
conjurado en fórmulas y conceptos.
La palabra Dios tiene un sonido muy distinto pronunciada bajo las bóvedas de las catedrales
góticas y en los claustros de Maulbronn y San Gall, que pronunciada en las basílicas de Siria
y en los templos de la Roma republicana. Esa impresión de selva que producen las
catedrales, con la nave central más alta que las naves de los costados, oponiéndose asi a la
basílica de techumbre plana; esa transformación de las columnas, que por su base y su
capitel tenían en la antigüedad el valor de cosas aisladas en el espacio y que ahora se han
convertido en pilares y haces de pilares, brotando del suelo para repartir y confundir sus
ramas y sus líneas en el infinito, por encima de la cúspide; esas vidrieras gigantescas que,
anulando el muro, bañan el espacio en una luz incierta, todo eso es la realización
arquitectónica de un sentimiento cósmico que había encontrado su más primitivo símbolo en
los bosques de las llanuras nórdicas, en las bóvedas de enramadas con su misteriosa
confusión, con el susurro de sus hojas, en eterno movimiento, sobre la cabeza del
espectador, con las altas copas que aspiran a desprenderse de la tierra. Pensad en la
ornamentación románica y su profunda relación con el sentido de los bosques. El bosque
infinito, solitario, crepuscular, ha sido siempre el anhelo o culto de todas las formas
arquitectónicas de Occidente. Por esto, cuando declina la energía formal del estilo, en el
gótico posterior, como en el barroco moribundo, el idioma abstracto de las líneas tiende a
deshacerse en naturalismo de hojarasca y enramada.
Los cipreses y los pinos producen la impresión de cuerpos euclidianos; no hubieran podido
ser nunca símbolos del espacio infinito. El roble, la haya, el tilo, con sus vacilantes machas
de luz en los espacios llenos de sombra, producen una impresión incorpórea, ilimitada,
espiritual. El tronco de un ciprés encuentra la perfecta conclusión de su tendencia
perpendicular en la columna clara de su copa fusiforme; el tronco de un roble es como un
afán insaciado, insaciable, de trascender allende la cima. En el fresno dijérase cumplida la
victoria de las ramas ascendentes sobre la corona. El aspecto del fresno tiene algo de cosa
disuelta, como una libre propagación en el espacio, y acaso por eso fuera el fresno del
mundo un símbolo de la mitología nórdica. Los murmullos de la selva—cuyo encanto no
sintió ningún poeta antiguo, por no residir en las posibilidades del sentimiento apolíneo de la
naturaleza—parecen preguntar misteriosos: ¿adonde?, ¿de dónde?, y semejan ahogar el
momento en eternidad. Por eso tienen una profunda relación con el sino, con el sentimiento
de la historia y de la duración, de la dirección fáustica, llena de melancólica solicitud,
orientada hacía un futuro infinitamente lejano. Por eso el instrumento de la devoción
occidental ha sido el órgano, cuyos bramidos profundos y sonoridades claras llenan nuestras
iglesias y cuyos sones, por oposición al tono pastoso y luminoso de la lira y la flauta
antiguas, tienen algo de ilimitado e inmenso. La catedral y el órgano forman una unidad
simbólica, como el templo y la estatua. La historia de la construcción de los órganos, uno de
los capítulos más profundos y conmovedores de nuestra historia musical, es una historia de
anhelos hacia el bosque, hacia el lenguaje del bosque, templo propio de la religiosidad
occidental. Desde los versos de Wolfram von Eschenbach hasta la música de Tristán, ese
anhelo ha permanecido invariablemente fecundo. El afán de la orquesta en el siglo XVIII se
orientaba sin cesar a semejarse al órgano. La palabra «flotar», que resulta absurda aplicada
a las cosas antiguas, es en cambio por igual importante en la teoría de la música, en la
pintura al óleo, la arquitectura, la física dinámica del barroco. Cuando en un espeso bosque
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de poderosos troncos oímos el rugido de la tormenta, comprendemos al punto lo que
significa la idea de la fuerza que mueve la masa.
Asi, del sentimiento primario que anima la existencia, ahora ya reflexiva, surge una
representación cada día más determinada de lo divino en el mundo exterior circundante.
El que conoce, recibe la impresión de un movimiento en la naturaleza exterior; siente en
torno suyo una vida ajena, difícil de describir, una vida de potencias incógnitas. Atribuye el
origen de esos efectos a unos númina, a lo «otro», en tanto que este otro posee también
vida. La admiración ante el movimiento ajeno es el origen de la religión, como de la física.
La religión y la física son la interpretación de la naturaleza o imagen del mundo circundante;
aquélla por medio del alma, ésta por medio del intelecto. Las «potencias» son a un tiempo
mismo el primer objeto de la veneración temerosa o amorosa y de la investigación crítica.
Existe una experiencia religiosa y una experiencia científica.
Adviértase bien ahora de qué manera la conciencia de las culturas particulares condensa
espiritualmente los númina originarios. Los designa con palabras significativas, con
nombres, y de ese modo los conjura—concibe, limita—. Asi caen los númina bajo el poderío
espiritual del hombre que posee sus nombres. Y ya hemos dicho que toda la filosofía, toda la
física, todo lo que se encuentra en alguna relación con el «conocer», no es en última
instancia mas que un modo infinitamente refinado de aplicar a lo «extraño» el
encantamiento del nombre que usan los hombres primitivos. Pronunciar el nombre exacto—
en la física, el concepto exacto—es un conjuro. Asi, las deidades y los conceptos científicos
nacen primero como nombres que evocamos y a los que se une una representación sensible
cada vez más determinada. El numen se convierte en deus; el concepto, en representación.
¡Qué encanto libertador no tienen para la mayoría de los sabios la simple enunciación de
ciertas palabras como «cosa en sí», «átomo», «energía», «gravedad», «causa»,
«evolución»¡ Es el mismo encanto que sentían los labradores latinos en los nombres de
Céres, Consus, Janus, Vesta [171].
Para el sentimiento cósmico de los antiguos, en correspondencia con la experiencia apolínea
de la profundidad y su simbolismo, la realidad era el cuerpo aislado. Por consiguiente, su
figura aparente a la luz era para los antiguos lo esencial, el sentido propio de la palabra
«realidad». Lo que no tiene forma, lo que no es forma, no es, no existe. Partiendo de este
sentimiento fundamental, que nunca podremos imaginar bastante fuerte y enérgico, el
espíritu antiguo creó como contraconcepto [172] de la forma el concepto de «lo otro», lo que
no es forma, la materia, la ?rx® o ìlh, lo que en sí mismo no tiene realidad y, como simple
complemento de la realidad verdadera, representa una necesidad secundaria, adjetiva. Se
comprende, pues, cómo había de estar formado el mundo de las
antiguas deidades. Era una humanidad superior, junto a los hombres. Los dioses son figuras
perfectas, las más sublimes posibilidades de la forma corporal presente; en lo inesencial, en
la materia, no se distinguen de los hombres, y por tanto se hallan sometidos a la misma
necesidad cósmica y trágica que éstos.
En cambio el sentimiento cósmico del alma fáustica vive la profundidad de muy distinto
modo. Para él el conjunto de la realidad verdadera es el espacio puro activo. El espacio es
la realidad absoluta. Por eso lo que perciben los sentidos, lo que, con fórmula característica
y típicamente estimativa, decimos que llena el espacio, produce en nosotros la impresión de
un hecho de segundo orden, de algo problemático, en el acto de conocer la naturaleza, de
una apariencia y resistencia, que es preciso vencer, si se quiere, como filósofo o físico,
descubrir el contenido propio de la realidad. El escepticismo occidental no ha combatido
nunca al espacio; siempre a las cosas palpables. El concepto superior es el espacio—la
fuerza es tan sólo una expresión menos abstracta de ello—; y como contraconcepto del
espacio aparece la masa, lo que está en el espacio. La masa depende del espacio no sólo
lógica, sino también físicamente. La hipótesis de un movimiento ondulatorio de la luz, que es
la base de la concepción de la luz como forma de la energía, tiene por necesaria
consecuencia la de una masa correspondiente: el éter lumínico. Una definición de la masa
se deriva, con todas sus propiedades, de la definición de una fuerza; pero no ésta de
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aquélla. Y ello sucede con la necesidad de un símbolo. Todos tos conceptos antiguos de la
substancia, por muy distinta que su acepción sea, ya en el sentido idealista, ya en el realista,
designan siempre lo que recibe la forma, esto es, una negación, que ha de tomar en cada
caso sus determinaciones más inmediatas del concepto fundamental de forma. Todos los
conceptos occidentales de la substancia designan lo que se mueve, esto es, una negación
también, pero negación de otra unidad. La forma y lo informe, la fuerza y lo sin fuerza: en
estos términos se expresa clarísimamente la polaridad que sirve de base a la impresión
cósmica de las dos culturas y que agota todas sus formas. La filosofía comparativa ha
reproducido hasta ahora inexacta y confusamente con la misma palabra: materia, dos cosas
distintas: el substrato de la forma en la antigüedad y el substrato de la fuerza en la cultura
occidental. Nada más diferente, empero, que estos dos substratos. Habla aquí el sentimiento
de Dios, un sentimiento de valor. La deidad antigua es forma suprema; la
deidad fáustica es fuerza suma. Y «lo otro» es lo no divino, algo a que el espíritu no concede
la dignidad del ser real. Lo no divino es para el sentimiento cósmico apolíneo la substancia
sin forma; para el fáustico, la substancia sin fuerza.
8
Es un prejuicio científico el creer que los mitos y las representaciones de las deidades sean
una creación del hombre primitivo y que «con el progreso de la cultura» se extinga la fuerza
mito-plástica. Sucede Justamente lo contrario. Si no fuera porque la morfología de la historia
ha sido hasta hoy un mundo casi desconocido de problemas, se hubiera visto que esa
potencia mito-plástica que se supone repartida universalmente está en realidad limitada a
ciertas edades; y se hubiera comprendido al fin que esa capacidad que tiene un alma de
llenar su mundo de figuras, rasgos y símbolos de carácter uniforme no pertenece justamente
a la edad primitiva, sino sólo a la Juventud de las grandes culturas [173].Todo gran mito
aparece al despertar un alma colectiva. Es la primer hazaña plástica del alma. Se encuentra,
pues, aquí y no en otra parte; y aquí se encuentra con necesidad.
Supongo desde luego que las representaciones religiosas de los pueblos primitivos—como
los egipcios de la época de los Tinitas, los judíos y persas antes de Ciro [174], los héroes de
los castillos micenianos y los germanos de las invasiones [175]—no son mitos superiores;
son, si, una suma de rasgos dispersos y cambiantes, cultos adheridos a ciertos nombres,
leyendas fragmentariamente desarrolladas, pero no un orden divino, no un organismo
mítico, no un cuadro universal cerrado, de fisonomía uniforme. Asimismo no puedo llamar
arte a la ornamentación que en este periodo se practica. Por otra parte, los símbolos y
leyendas, que son corrientes hoy o que eran corrientes hace siglos en pueblos
aparentemente primitivos, deben ser objeto de las mayores dudas y criticas, porque desde
hace miles de años no hay comarca en la tierra que haya permanecido intacta de todo influjo
procedente de las grandes culturas extranjeras.
Asi, pues, hay tantos mundos mitológicos como hay culturas, como hay arquitecturas.
Precédeles en el tiempo el caos de las figuras incompletas, en que la moderna investigación
mitológica se pierde, por carecer de un principio director; este período caótico no entra en
consideración, por lo que ya hemos dicho. En cambio atribuimos importancia a otras
formaciones que hasta ahora nadie ha vislumbrado. En la época homérica (1100-800) y en
la época correspondiente germano-caballeresca (900-1200) [176], en la edad épica, no antes
ni después, es cuando se produce el gran cuadro cósmico de una nueva religión. A esas
fechas corresponde en la India la época védica y en Egipto la de las pirámides. Algún día se
descubrirá que la mitología egipcia llega realmente a su mayor profundidad con la III y IV
dinastía.
Sólo asi se comprende la inmensa riqueza de creaciones religioso-intuitivas que llena tos
tres siglos de la época imperial germánica. Se está formando la mitología fáustica. Hasta
ahora no se veía la extensión y unidad de este mundo de formas míticas, porque los
prejuicios religiosos y eruditos invitaban a estudios fragmentarios de las partes católicas o de
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las partes pagano septentrionales. Pero no existe diferencia alguna. El profundo cambio de
significación que se produce en el circulo de las representaciones cristianas es, como acto
creador, idéntico a la composición en un todo de los cultos paganos de la época de las
migraciones. A este movimiento pertenecen todas las leyendas populares de la Europa
occidental, que recibieron entonces su forma simbólica, aunque su substancia sea a veces
de origen muy anterior o se relacione después con otros sucesos muy posteriores y se
enriquezca con la adición consciente de ciertos rasgos o episodios. A este movimiento
pertenecen las grandes leyendas divinas de los Edda y gran número de motivos tomados de
los poemas evangélicos escritos por frailes eruditos. Hay que añadir la leyenda heroica
alemana de Sigfredo, Gudrun, Dietrich, Wieland, que culmina en los Nibelungos, y junto a
ella la leyenda caballeresca, enormemente rica, derivada de los viejos cuentos célticos y
perfeccionada entonces por los franceses: el rey Artús y la Tabla redonda, el Santo Grial,
Tristán, Parsifal y Roland.
Deben agregarse, por último, las interpretaciones, tanto más profundas cuanto más
inadvertidas, que alteran los rasgos todos de la Pasión de Cristo, la riqueza extraordinaria de
las leyendas de los santos, cuyo florecimiento llena los siglos décimo y undécimo. En esta
época se produjeron las vidas de Santa María, las historias de San Roque, de San Sebaldo,
de San Severino, de San Franco, de San Bernardo y de Santa Odilia. En 1250 se compuso
la Leyenda áurea; era el tiempo en que florecía la épica cortesana y la poesía de los
escaldas irlandeses. A los grandes dioses del Walhalla septentrional corresponden los
«catorce apotrópeos» que la Alemania del Sur reunió en grupo mítico. Junto a la descripción
del Ragnarök [177] (Ocaso de los dioses), que hace el Voluspa, hay una concepción
cristiana del mismo en el Muspilli [178] de la Alemania meridional. Esta gran mitología,
como la poesía heroica, se forma en las capas superiores de la humanidad juvenil.
Pertenece a las dos clases sociales de la nobleza y el sacerdocio. Su hogar es el castillo y la
iglesia, no la aldea. Por el pueblo pasa una sencilla corriente de leyendas que atraviesa los
siglos en forma de cuentos, creencias y supersticiones, corriente que no puede separarse,
sin embargo, de esos mundos de superior contemplación [179].
Para comprender el sentido último de estas creaciones religiosas hay un hecho muy
característico: el Walhalla no es de origen germánico primitivo y las tribus de las
migraciones no lo conocían. El Walhalla se forma de pronto, por una profunda necesidad, en
la conciencia de los pueblos nuevos nacidos en el suelo de Occidente. Esta creación del
Walhalla «se corresponde», pues, con la del Olimpo, que conocemos por la épica de
Homero y que tampoco es de origen miceniano. Y el Walhalla se desarrolló en el cuadro
cósmico de las dos clases sociales superiores, como derivación del Hel; en la creencia
popular el Hel siguió siendo el reino de los muertos [180].
Hasta ahora no se ha tenido en cuenta la profunda unidad interior y el perfecto simbolismo
uniforme de este mundo de los mitos y leyendas fáusticas. Mas Sigfredo, Baldur, Rolando,
Heliand, son distintos nombres de una y la misma figura. El Walhalla y los campos del
bienaventurado Avalun; la Tabla redonda del rey Artús y la comida de los Einherier; María,
Frigga y Frau Holle, significan lo mismo. Frente a esta identidad de sentido, la procedencia
exterior de los elementos y motivos materiales—tema a que la investigación mitológica ha
dedicado un exceso de celosa labor—aparece como un rasgo de la superficie histórica, sin
profunda significación. El origen de un mito no demuestra nada acerca de su sentido. El
numen mismo, la forma primaría del sentimiento cósmico, es pura e indeliberada creación, y
es intraducible. Cuando un pueblo se convierte a otra creencia o por admiración imita a otro
pueblo, lo que recibe de éste son meros nombres, vestiduras, máscaras que él incorpora a
su peculiar sentimiento, sin tomar nunca, empero, el sentimiento ajeno. Los viejos motivos
célticos y germánicos, lo mismo que el tesoro de las formas antiguas, conservado por
monjes eruditos, y el tesoro de la fe cristiano-oriental, recogido por la Iglesia occidental,
deben considerarse como la materia con que el alma fáustica, en esos siglos, se construyó
una propia arquitectura mítica. En este estadio de un alma recién despierta, ¿qué importa
que los espíritus y los labios en los cuales toma vida el mito sean los de «individuos»—
escaldas, misioneros, sacerdotes—o los del «pueblo»?. Y asimismo es de poca importancia,
para la interior
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independencia de lo que nace aquí, el hecho de que las representaciones cristianas hayan
sido las predominantes en la formación.
En las culturas antigua, árabe y occidental—siempre en su primavera—encontramos un mito
de estilo estático, mágico y dinámico respectivamente. Si examinamos los detalles de la
forma, encontraremos allá una actitud, acá una acción; allá una realidad, acá la voluntad; en
la antigüedad, el cuerpo palpable, la plenitud visible que, por lo que se refiere a la forma de
adoración, tiene su centro de gravedad en un culto lleno de impresiones sensibles; en el
Norte, en cambio, el espacio, la fuerza y, por lo tanto, una religiosidad de colorido
principalmente dogmático. En estas primeras creaciones del alma joven es donde mejor se
manifiesta la afinidad entre las figuras del Olimpo, las estatuas áticas y el templo dórico;
entre la basílica cupular, el «espíritu de Dios» y el arabesco; y finalmente, entre el Walhalla
y el mito de María, la nave central ascendente de las catedrales y la música instrumental.
El alma arábiga, en los siglos que van de César a Constantino, construyó su mito, aquella
masa fantástica de cultos, visiones y leyendas, que aun hoy es casi inabarcable por la
erudición [181]; aquellos cultos sincretísticos como los del Baal sirio, los de Isis y Mittra, que
fueron transformados por completo en el suelo sirio; aquellos evangelios, aquellas historias
de apóstoles, aquellas apocalipsis innumerables, las leyendas cristianas, persas, judías,
neoplatónicas, maniqueas, las jerarquías celestes y angélicas de los padres de la Iglesia y
de los gnósticos. La Pasión de los Evangelios, epopeya propia de la nación cristiana, entre la
historia de la niñez y los hechos de los apóstoles; la leyenda de Zaratustra, formada al
mismo tiempo; he aquí, a nuestro parecer, las figuras heroicas de la epopeya arábiga,
figuras parejas a las de Aquiles, Sigfredo y Parsifal. Las escenas de Getsemaní y del
Gólgota no le ceden a los más sublimes cuadros de la leyenda helénica y germánica. Estas
visiones mágicas se desarrollaron, casi sin excepción, bajo la impresión de la antigüedad
moribunda que les prestó, según los casos, nunca el contenido, pero sí muchas veces la
forma. No tenemos idea de la cantidad de elementos apolíneos que hubieron de sufrir una
reinterpretación para que el mito cristiano primitivo llegase a adquirir la forma firme que
tenía ya en tiempos de San Agustín.
9
El politeísmo antiguo posee, pues, un estilo propio, que le distingue de cualquier otra
manera de concebir el sentimiento cósmico, por muy afín que parezca exteriormente. Sólo
una vez ha existido este modo, que consiste en tener no una deidad, sino dioses; y ha
existido en la única cultura que condensó en la estatua del hombre desnudo la cifra y
compendio de todo arte.
La naturaleza, tal como el hombre antiguo la percibía y conocía en su derredor; la suma de
las cosas corpóreas de cumplidas formas, no podía ser divinizada de distinto modo. La
pretensión de Jahwé, que quiere ser reconocido como Dios único, le parecía al romano
ateísmo. Un solo dios, para él, es como ningún dios. De aquí la fuerte aversión de la
conciencia popular grecorromana contra los filósofos, en tanto que éstos eran panteístas, es
decir, ateos. Los dioses son cuerpos, somata de especie perfecta; y el soma, en el sentido
matemático como en el físico, en el jurídico como en el poético, implica pluralidad. El
concepto de zÒon politikñn [182] es aplicable también a los dioses; nada tan extraño a los
dioses como la soledad, el existir aislados y por si. Por eso, a su existencia conviene la nota
de una constante proximidad. Tiene una importancia grandísima el hecho de que en la
Hélade falten los dioses astrales, los numina de la lejanía. Helios no tenía culto mas que en
Rhodos, ciudad semioriental. Selene carecía en absoluto de culto. Y en la poesía cortesana
de Homero son estos dioses simples medios de expresión artística, o, según la terminología
romana, elementos del genus mythicum, no del genus civile. La vieja religión romana, que
manifiesta con singular pureza el sentimiento cósmico de los antiguos, no reconoce como
deidades ni el sol, ni la luna, ni la tormenta, ni las nubes. Los murmullos de la selva, la
soledad del bosque, las tormentas y temporales marinos, que llenan el sentimiento de la
naturaleza en el hombre fáustico y dan un carácter peculiar a sus creaciones míticas, dejan
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intacto al hombre antiguo. Sólo las cosas concretas, el rebaño, la puerta, este bosque, aquel
campo, este río, aquella montaña, se convierten para él en seres. Todo lo que tiene lejanía,
todo lo que produce impresiones ilimitadas e incorpóreas, todo lo que pueda incluir el
espacio como realidad divina en la naturaleza, todo aso, el mito antiguo lo aparta de sí, del
mismo modo que la pintura al fresco de los antiguos, pintura sin fondos, excluye las nubes y
el horizonte que son en cambio los que dan alma y sentido a los paisajes del barroco.
La multitud ilimitada de los dioses antiguos—cada árbol, cada fuente, cada casa, cada parte
de la casa son un dios—significa que cada cosa palpable es un ser que existe por sí y que
ninguna está en función de otra.
El cuadro de la naturaleza apolínea y el de la naturaleza fáustica se sustentan siempre en
símbolos opuestos: la cosa singular y el espacio único. El Olimpo y los Infiernos son lugares
definidos con toda precisión de los sentidos. En cambio el imperio de los enanos, elfos y
coboldos y el Walhalla andan perdidos por el espacio, no se sabe dónde. En la religión
romana, la tellus mater no es la «madre tierra», sino el campo precisamente limitado.
Faunus es el bosque; Volturnus, el río; la semilla se llama Ceres, la cosecha se llama
Consus. Sub Jove frígido significa en Horacio— en expresión típicamente romana—bajo el
cielo frío. Ni siquiera se intenta reproducir en imágenes el lugar de la veneración, pues ello
significaría duplicar el dios. No sólo el instinto romano, sino también el griego, se rebelaron
durante mucho tiempo contra las imágenes de los dioses; como lo demuestran la plástica,
que se hace cada vez más profana, contraría a la fe popular, y la filosofía piadosa [183]. En
la casa, Janus es la puerta, considerada como un dios; Vesta es el hogar, considerado como
diosa. Las dos funciones de la casa han transformado sus objetos en seres, en dioses. Las
divinidades fluviales de Grecia, como Acheloos, que aparece en forma de toro, no son
habitantes del río, sino el río mismo. Los Pan y los sátiros son los campos y los caminos, al
mediodía, considerados como seres. Las dríadas y hamadriadas son los árboles. En muchos
sitios se adoraban árboles especialmente bellos, sin darles un nombre, adornándolos con
cintas y ofrendas. En cambio las hadas, los endriagos, los enanos, las brujas, las Walkirias y
demás de esta especie, tropeles errantes de las almas por la noche, no tienen nada de esa
materialidad localizada. Las náyades son las fuentes. En cambio las nixas y mandragoras,
los espíritus ligneos y los elfos son almas que moran en fuentes, árboles y casas por un
conjuro, del que aspiran a librarse para seguir errando en libertad. Esto contradice
exactamente la impresión plástica de la naturaleza.
Las cosas son aquí vividas como espacios de otra índole. Una ninfa, es decir, una fuente,
adopta la figura humana cuando quiere visitar a un hermoso pastor; pero una nixa es una
princesa desaparecida, con rosas en los cabellos, que a media noche sale del lago en cuyas
aguas vive. El emperador Barbarroja reside en Kyffhäuser y dama Venus en Hörselberg.
Dijérase que en el universo fáustico no hay nada material, nada impenetrable. Las cosas
sugieren vislumbres de otro mundo; su rigidez, su dureza es aparente y hay mortales
favorecidos por el don de traspasar con la mirada las rocas y las montanas —rasgo que no
podría presentarse en el mito antiguo, rasgo que anularía el mito antiguo—, ¿No es ésa,
empero, la opinión secreta de nuestra teoría física? ¿No es cada nueva hipótesis una
especie de misteriosa clave? Ninguna otra cultura conoce tantas leyendas de tesoros ocultos
en montañas y lagos, de imperios, palacios y jardines misteriosos, subterráneos, en donde
viven otros seres. El sentimiento fáustico de la naturaleza niega la substancia del mundo
visible. Ya no hay nada terrestre; sólo el espacio es real. El cuento disuelve la materia de la
naturaleza, como el estilo gótico la masa pétrea de sus catedrales, que se enreda en una
muchedumbre de formas y líneas espirituales, sin peso, sin limite.
Para comprender el politeísmo antiguo, orientado insistentemente en el sentido del
atomismo somático, quizá sea lo mejor estudiar su actitud frente a los «dioses extranjeros».
Para el antiguo, los dioses de los egipcios, fenicios, germanos, eran también dioses reales,
en cuanto que se podía unir a sus nombres una representación, una imagen. La frase «no
existen» carece de sentido dentro de este sentimiento cósmico. El griego adora a los dioses
extraños cuando entra en contacto con el país de estos dioses. Como una estatua, como una
Polis, son los dioses cuerpos euclidianos, sitos en un lugar. Son seres de la proximidad y no
del espacio universal. Cuando se está en Babilonia, Zeus y Apolo quedan lejos; por eso hay
que reverenciar especialmente a los dioses indígenas. Esto es lo que significaban aquellos
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altares con la inscripción: «Al dios ignoto», que San Pablo, en la historia de los apóstoles,
interpretó característicamente en un sentido erróneo mágico-monoteísta.
Son los dioses que el griego no conoce de nombre, pero que los extranjeros, en los grandes
puertos, en el Pireo o en Corinto, adoran, y que por lo tanto son acreedores al respeto. El
derecho sacro de los romanos manifiesta este sentido con una claridad clásica en las
fórmulas de invocación; por ejemplo: la generalis invocatio, estrictamente pronunciada [184].
El universo es la suma de las cosas, y los dioses son cosas. Por eso el romano admite todos
los dioses, aun aquellos con quienes no ha tenido todavía relaciones prácticas, históricas.
Quizá no los conozca directamente; acaso son los dioses de sus enemigos; pero son dioses,
porque lo contrario es inimaginable. Tal es el sentido de aquellos términos sacros en Livio
(VIII, 9, 6): di quibus est potestas nostrorum hostiumque. El pueblo romano confiesa que el
circulo de sus dioses está momentáneamente circunscrito, y con esa fórmula añadida al
término de la oración, después de haber nombrado por sus nombres los dioses propios,
manifiesta su voluntad de no agraviar el derecho de los demás. Según el derecho sacro,
cuando la ciudad
de Roma toma posesión de un país extraño adquiere también todas las obligaciones
religiosas de la comarca y de sus dioses. Esta es una consecuencia lógica del sentimiento
cósmico antiguo, que tenia un sentido aditivo. Pero el reconocimiento de una deidad no
equivalía, ni mucho menos, a la adopción de las formas en que se practicaba su culto, como
lo demuestra el caso de la Magna mater de Pessino, que fue recibida en Roma durante la
segunda guerra púnica, a consecuencia de una profecía de la sibila, pero cuyo culto,
impregnado de un sentimiento altamente contrario a la antigüedad, era practicado por
sacerdotes del propio país y estaba sometido a una estricta vigilancia policíaca, quedando
prohibido el ingreso en este sacerdocio, bajo pena de multa, no sólo a los ciudadanos
romanos, sino hasta a los esclavos. El sentimiento antiguo se contentaba con recibir a la
diosa; en cambio hubiera sentido una grave ofensa en la práctica personal de un culto que el
romano menospreciaba. En estos casos la conducta del Senado es decisiva. Pero el pueblo,
por sus continuas mezclas con los orientales, empezó a encontrar cierto gusto en estos
cultos, y el ejército romano de la época imperial, de abigarrada composición, fue incluso uno
de los más importantes propagadores del sentimiento mágico.
Desde este punto de vista se comprende que el culto de hombres divinizados haya sido un
elemento necesario en el mundo de estas formas religiosas. Pero hay que distinguir
exactamente entre las manifestaciones antiguas y las orientales, que guardan con aquéllas
una superficial semejanza. El culto del emperador romano, esto es, la adoración del genius
del principe vivo y de sus predecesores muertos, los divi, se ha confundido hasta ahora con
la adoración ceremonial del soberano en los reinos del Asia menor, sobre todo en Persia
[185]; se ha confundido, sobretodo, con la divinización posterior de los califas—divinización
que tenía un sentido harto distinto—, que ya aparece plenamente formada en Diocleciano y
Constantino. Pero en realidad son cosas muy diferentes. Es posible que en Oriente la
confusión de esas formas simbólicas de tres culturas haya alcanzado un alto grado de
síntesis; Roma, en cambio, realizó el puro tipo antiguo sin equívoco alguno. Ya ciertos
griegos, como Sófocles y Lisandro, y sobre todo Alejandro, fueron llamados dioses, no sólo
por los aduladores, sino por el pueblo mismo, que sentía su divinidad en un sentido muy
preciso. Entre la divinidad de una cosa, de un bosquecillo, de un manantial, o de una estatua
que representa al dios, y la divinidad de un hombre sobresaliente que primero es héroe y
luego dios, no hay mas que un paso. En uno como en otro adorábase la forma perfecta con
que se había realizado la substancia cósmica, lo que en si no es divino.
El cónsul en el día de su triunfo significa una etapa en este proceso de divinización. Llevaba
el armamento de Júpiter Capitolino, y en los tiempos más remotos se tenia de rojo el rostro y
los brazos para aumentar la semejanza con la estatua del dios—que era de terracota—,
cuyo numen en aquel instante se incorporaba a él.
10
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En las primeras generaciones del Imperio, el antiguo politeísmo empezó a convertirse en
monoteísmo mágico, sin que muchas veces cambiase nada en la forma exterior del culto o
del mito [186]. Había surgido un alma nueva, que vivía las formas viejas de otra alma.
Seguían los mismos nombres, pero cubriendo nuevos númina.
Todos los cultos de la antigüedad posterior, el de Isis y Cibeles, los de Mithra, Sol, Serapis,
no son ya tributados a seres localizados fijamente y representados plásticamente. En el
Acrópolis se adoraba antaño a Hermes Propileos a la entrada.
Pocos pasos más allá se encontraba el santuario de Hermes, el marido de Aglauros; y sobre
este lugar se alzó más tarde el Erecteión. En el extremo sur del Capitolio, junto al santuario
de Júpiter Feretrius, que en vez de estatua tenía una piedra sagrada (sílex), estaba el de
Júpiter Optimus Maximus; y cuando Augusto construyó para éste un templo gigantesco hubo
de dejar intacto, respetuosamente, el lugar en donde el numen moraba primero. Pero en la
época cristiana primitiva ya Júpiter Dolichenus y Sol invictus eran adorados dondequiera
«hubiese dos o tres reunidos en su nombre». Todas esas deidades fueron poco a poco
sintiéndose como un numen único; sólo que cada creyente de un determinado culto estaba
convencido de que la verdadera forma era la que él conocía. En este sentido hablábase de
«Isis, la del millón de nombres». Hasta entonces los nombres habían sido denominaciones
de otros tantos dioses, de otros tantos seres distintos por el cuerpo y por la morada. Ahora
son títulos de uno solo, al que cada cual se refiere.
Este monoteísmo mágico se revela en todas las creaciones religiosas que desde el Oriente
llenan el Imperio: la Isis alejandrina; el dios del Sol (el Baal de Palmira), preferido de
Aureliano; Mithra, protegida por Diocleciano y cuya forma pérsica fue totalmente
transformada en Siria; la Baalath de Cartago (Tanith, Dea caelestis), adorada por Séptimo
Severo. Estas deidades no aumentan el
número de los dioses concretos a la manera antigua, sino que, por el contrario, los absorben,
en un modo que cada vez se aparta más de la representación plástica. Esto es alquimia en
lugar de estática. A este nuevo sentir corresponde la aparición de ciertos símbolos—el toro,
el cordero, el pez, el triángulo, la cruz—en lugar de las imágenes. La frase «in hoc signo
vinces» no suena ya a «antigua». Va preparándose la aversión a las representaciones de la
figura humana, aversión que llevó más tarde a la prohibición de las imágenes en el Islam y
en Bizancio.
Hasta Trajano, es decir, cuando ya en la tierra griega había desaparecido hacia tiempo el
último soplo del sentimiento apolíneo, el culto público de Roma tuvo aún fuerza bastante
para mantener viva la tendencia euclidiana de un continuo aumento de las divinidades. Los
dioses de las comarcas sometidas y de los pueblos sojuzgados reciben en Roma un
santuario reconocido, un sacerdocio, un ritual, y vienen a formar, como individuos bien
delimitados, en las filas de los dioses del pasado.
Pero a partir de Trajano, y a pesar de la oposición respetable de un corto número de familias
patricias [187], vence en Roma el espíritu mágico; las figuras de los dioses desaparecen
como figuras, como cuerpos, de la conciencia religiosa y dejan el puesto a un sentimiento
trascendente de la divinidad, no basado ya en el testimonio inmediato de los sentidos; los
usos, las fiestas y leyendas empiezan a confundirse. Cuando en 217 Caracalla anuló la
diferencia sacramental entre deidades romanas y deidades extranjeras, fue realmente Isis, la
primera diosa de Roma, la que asumió todos los anteriores númina femeninos [188] y, por lo
tanto, la más peligrosa enemiga del cristianismo, objeto del odio mortal de los padres de la
Iglesia. En este momento Roma se había convertido en un pedazo de Oriente, en una
provincia religiosa de Siria. Los Baales de Dolique, Petra, Palmira, Emesa, comienzan a
fundirse en el monoteísmo del Sol que, como dios del Imperio, fue vencido más tarde por
Constantino, en la persona de su representante Licinio. Ya no se trata de una lucha entre el
sentir antiguo y el sentir mágico—el cristianismo pudo incluso manifestar una especie de
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innocua simpatía por los dioses helénicos—, se trata de ver cuál de las religiones mágicas
ha de dar el tono al mundo del Imperio antiguo. Esa disminución del sentimiento plástico se
percibe claramente en la evolución del culto de los emperadores. El emperador fallecido era
al principio recibido como divus en el círculo de los dioses públicos, por un decreto del
Senado—el primero, divus Julius en 42 antes de J. C.—, y obtenía un sacerdote especial, de
manera que su imagen en las fiestas de familia no figuraba ya entre las imágenes de los
antepasados. Pero a partir de Marco Aurelio ya no se instituyen nuevos sacerdotes para el
servicio de los emperadores divinizados; poco después ya no se construyen nuevos templos,
porque al sentimiento religioso le parece suficiente un templum divorum general. Por último,
la denominación de divus se convierte en un título que llevan todos los miembros de la
familia imperial. Este final caracteriza la victoria del sentimiento mágico.
La serie de nombres en las inscripciones religiosas (como Isis- Magna mater-Juno-AstarteBellona, o Mithra-Sol invictus-Helios) tienen ya hace tiempo la significación de títulos
diferentes de una única deidad [189].
11
Ni el psicólogo ni el investigador de la religión han considerado hasta ahora el ateísmo como
digno de un estudio cuidadoso. Se ha escrito y se ha razonado mucho sobre el ateísmo en
general, unas veces en el estilo del mártir librepensador, otras veces en el del sectario. Pero
nunca se ha dicho nada de las distintas especies de ateísmo; nunca se han analizado sus
formas manifestativas particulares, determinadas, en su riqueza y necesidad, en su fuerte
simbolismo, en su limitación temporal.
«El» ateísmo ¿es la estructura apriorística de cierta conciencia cósmica o una convicción
libremente adoptad ? ¿Nace o se hace uno ateo? El sentimiento inconsciente de un cosmos
sin dioses, ¿lleva consigo el conocimiento de que «ha muerto el Gran Pan»? ¿Hay ateos en
las épocas primeras, por ejemplo, en la época dórica o gótica? ¿No hay quien se llama a si
mismo ateo con tanta pasión como error? ¿Puede haber hombres civilizados que no lo sean,
al menos en parte?
Es patente que la esencia del ateísmo, como su nombre lo indica en todos los idiomas,
consiste en negación, renuncia a una construcción espiritual anterior; no es, pues, un acto
creador de una fuerza plástica ininterrumpida. Pero ¿qué es lo que el ateísmo niega? ¿En
qué forma? Y ¿por quién? Sin duda, el ateísmo, rectamente comprendido, es la expresión
necesaria de un alma terminada, exhausta ya de posibilidades religiosas, caída en lo
inorgánico. El ateísmo se compagina muy bien con un afán vivo y anhelante de religiosidad
auténtica [190]—en esto se parece al romanticismo, que también aspira a evocar algo
irrevocablemente perdido: la cultura—y puede muy bien ser forma inconsciente del
sentimiento, que no entra nunca en las convenciones del pensar y que incluso contradice las
convicciones. Comprenderá esto bien quien penetre los motivos por los cuales el piadoso
Haydn, habiendo oído música de Beethoven, declaraba ateo a su autor. El ateísmo es cosa
de hombres que, si bien no han llegado aún al periodo de la «ilustración», se hallan ya en el
de la civilización incipiente. El ateísmo pertenece a la gran ciudad, a los «educados» de las
grandes ciudades, que se asimilan mecánicamente lo que sus antecesores, los creadores de
la cultura, vivían orgánicamente. Aristóteles es un ateo sin saberlo, es ateo para el
sentimiento antiguo de la divinidad.
Ateo es el estoicismo helenístico y romano, como el socialismo y el budismo de las
modernidades occidental e india—a pesar, muchas veces, del más sincero empleo de la
palabra Dios.
Esta forma posterior del sentimiento y de la imagen cósmica, que es el tránsito hacia la
«segunda religiosidad», significa, empero, la negación de lo religioso en nosotros. Por eso
en cada civilización ofrece una estructura diferente. No existe religiosidad alguna sin su
correspondiente negación atea, negación que le pertenece a ella sola, que se dirige contra
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ella sola. El ateo vive el mundo exterior que se extiende en su derredor, en el mismo estilo
de la cultura a que pertenece, como cosmos de cuerpos bien ordenados, como cueva del
mundo o como espacio infinito activo; pero ya no vive la causalidad sagrada de ese mundo,
y cuando considera su imagen, conoce tan sólo una causalidad profana, agotada en
mecanismo—o al menos desea y cree que es asi [191] —. Hay un ateísmo antiguo, otro
árabe y otro occidental, ateísmos completamente distintos por su sentido y contenido.
Nietzsche ha formulado el ateísmo dinámico diciendo que «Dios ha muertos. Un filósofo
antiguo hubiera revelado el elemento estático euclidiano diciendo: «Los dioses que moran
en los lugares sagrados han muerto.» Lo primero significa la laicisación del espacio infinito;
lo segundo, la de las incontables cosas. Mas el espacio muerto y las cosas muertas son los
«hechos» de la física. El ateo no puede sentir diferencia alguna entre la imagen de la
naturaleza que dibuja la física y la que dibuja la religión. El lenguaje distingue, con recto
sentimiento, entre sabiduría e inteligencia, dos estados del espíritu: aquél, anterior; éste,
posterior; aquél, campesino; éste, ciudadano. Nadie llamaría a Heráclito o al maestro Eckart
inteligencias; en cambio Sócrates y Rousseau eran inteligentes, no «sabios». Hay en la
palabra algo de desarraigado. La falta de inteligencia sólo es despreciable para el estoico y
socialista, hombres típicamente irreligiosos.
El alma de toda cultura viva es religiosa, tiene religión, con o sin conciencia de ello. Su
religión es el sentimiento de su propia existencia, de su devenir, de su evolución, de su
cumplimiento. No tiene libertad para optar por la irreligión. Sólo puede, como ocurrió en la
Florencia de los Mediéis, jugar con la idea de irreligión. En cambio el hombre de las
metrópolis es irreligioso; lo es por esencia; la irreligión caracteriza su forma histórica. Podrá
sentir el dolor del vacío y de la penuria interiores y querer ser religioso; mas no podrá serlo.
Toda religiosidad urbana es ilusión. El grado de piedad que puede alcanzar una época se
manifiesta en su relación con la tolerancia. La tolerancia obedece a una de estas dos
causas: o que en el lenguaje de las formas divinas se oye algo semejante a lo que uno
mismo vive, o que ya no se vive nada de eso.
La tolerancia de los antiguos—como decimos hoy [192] — expresa lo contrarío justamente
del ateísmo. La pluralidad de númina y cultos pertenece al concepto mismo de la religión
antigua. Dejar que todos conviviesen no era, pues, tolerancia, sino la expresión evidente de
la piedad antigua; y el que exigiese excepciones se revelaba por lo mismo ateo. Los
cristianos y los judíos pasaban por ateos, y tenían que serlo, en efecto, para todo el que
considerase la imagen del mundo como una suma de cuerpos singulares. Y cuando en la
época imperial se dejó de pensar asi fue porque el sentimiento antiguo de la divinidad se
había extinguido. Sin duda, se exigía respeto para las formas del culto local, para las
imágenes de los dioses, los misterios, los sacrificios y las fiestas, y el que las ridiculizaba o
profanaba conocía los límites de la paciencia antigua. Recuérdese el crimen de los
Hermakópidas en Atenas y los procesos por profanación de los misterios eleusinos, esto es,
por imitación profana del elemento sensible. Para el alma fáustica, empero, lo esencial es el
dogma, no el culto visible. Aquí se manifiesta la oposición entre espacio y cuerpo, entre la
superación de la apariencia y la adhesión a la apariencia. Ateo es para nosotros el que
rechaza una teoría. Aquí comienza el concepto espacial y espiritual de herejía. Una religión
fáustica, por su naturaleza, no puede admitir la libertad de conciencia—que contradice a su
dinamismo del espacio—- En esto, el librepensamiento no constituye una excepción. A la
hoguera sigue la guillotina; a la quema de los libros, la conjura del silencio sobre ellos; a la
tuerza de la predicación, el poder de la Prensa. No existe entre nosotros ninguna creencia
que no propenda a la Inquisición, en una u otra forma. Expresando esto en una imagen
correspondiente de la electrodinámica, diremos: el campo de fuerza de una convicción
incorpora a su tensión todos los espíritus que en ese campo se encuentren. El que no lo
quiera es porque ya no tiene ninguna convicción. Dicho en términos eclesiásticos, es ateo.
Ateísmo para la antigüedad era el desprecio del culto—?s¡beia en su sentido literal—, y en
esto la religión apolínea no admitía libertad de conducta. Asi, en ambos casos, quedaba
trazado el limite entre la tolerancia que el sentimiento divino exigía y la que prohibía.
En este punto, la filosofía antigua posterior, la teoría sofístico-estoica (no la emoción estoica
del mundo) estaba en oposición al sentimiento religioso; y el pueblo de Atenas—la misma
Atenas que levantaba altares «a los dioses ignotos»— se mostraba en esto tan inflexible
como la Inquisición española. No hay más que ver la serie de pensadores y de
personalidades históricas que perecieron víctimas de la santidad del culto. Sócrates y
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Diágoras fueron ejecutados por su ?s¡beia; Anaxágoras, Protágoras, Aristóteles, Alcibíades
hallaron la salvación en la fuga. El número de los ejecutados por crímenes contra el culto
llegó a centenares en Atenas solamente, durante los decenios de la guerra del Peloponeso.
Después de la condena de Protágoras fueron sus libros confiscados en las casas particulares
y quemados. En Roma, los hechos de esta clase conocidos históricamente comienzan en
181 con un decreto del Senado mandando quemar los pitagóricos Libros de Numa. Desde
este momento siguen sin interrupción las expulsiones de filósofos y de escuelas enteras, y
más tarde las ejecuciones y quemas solemnes de libros que podían ser peligrosos para la
religión. En tiempos de César los santuarios de Isis fueron hasta cinco veces destruidos por
los cónsules, y Tiberio mandó tirar al río la imagen de la diosa. El que se negaba a sacrificar
ante la imagen del emperador tenia pena de multa. En todos estos casos se trata de
«ateísmo», del ateísmo que el sentimiento religioso antiguo suponía y que se manifestaba
en desprecio teorético o práctico del culto visible. El que al estudiar estas cosas no sepa
prescindir de su propio sentimiento occidental no logrará penetrar nunca en la creencia de la
imagen cósmica que sirve de base a todo esto. Los poetas y los filósofos podían inventar a
su sabor mitos y transformar deidades. Cada cual a su capricho podía interpretar
dogmáticamente la realidad dada. Incluso era permitido burlarse en comedias y piezas
satíricas de las historias de los dioses, que esto no menoscababa su existencia euclidiana.
Pero que nadie atentase a la imagen del dios, al culto, a la forma plástica de servir al dios. Y
no es hipocresía la conducta de aquellos finos espíritus de la primera época imperial que, sin
creer en los mitos, practicaban todos los deberes del culto público, sobre todo del culto al
emperador, que por todos era profundamente sentido. En cambio, el poeta y pensador de la
cultura fáustica en su madurez es libre de «no ir a la iglesia», de no practicar la confesión,
de no asistir a las procesiones, de vivir en los círculos protestantes sin la menor relación con
los usos de la Iglesia. Pero que no toque a los puntos dogmáticos, que esto es peligroso en
toda confesión o secta (incluso el librepensamiento). El ejemplo del romano estoico que, sin
creer en la mitología, observa piadosamente las formas sacramentales, encuentra su pareja
en el hombre de la «época de la ilustración», en Lessing y Goethe, que sin cumplir con los
usos de la Iglesia nunca pone en duda las «verdades de la fe».
12
Ya hemos visto cómo el sentimiento de la naturaleza se expresa en formas y figuras.
Volvamos ahora al conocimiento de la naturaleza en sistemas, y reconoceremos en Dios o
los dioses el origen de las formas con que el espíritu de las culturas ya maduras intenta
apoderarse por conceptos del mundo circundante. Goethe, en carta a Riemer, observa: «El
intelecto es tan viejo como el mundo. El niño tiene también su intelecto; pero no se aplica
del mismo modo y a los mismos objetos en todas las épocas. Los siglos primeros expresaron
sus ideas en intuiciones de la fantasía; nuestro siglo las reduce a conceptos. Las grandes
visiones de la vida eran entonces vertidas en figuras, en dioses; hoy, en conceptos.
Entonces era mayor la fuerza productiva; hoy predomina la destructiva, el análisis.»
La profunda religiosidad de la mecánica de Newton [193] y la fórmula casi completamente
atea de la dinámica moderna tienen la misma tonalidad, son la posición y negación del
mismo sentimiento. Un sistema físico ostenta necesariamente todos los rasgos del alma a
cuyo mundo de formas pertenece.
A la dinámica y a la geometría analítica corresponde el deísmo de la época barroca, cuyos
tres principios fundamentales: Dios, libertad e inmortalidad, son en el lenguaje de la
mecánica el principio de la inercia (Galileo), el principio de la mínima acción (d'Alembert) y
el principio de la conservación de la energía (J. R. Mayer).
Lo que hoy llamamos física, en general, es en realidad una obra del arte barroco. Nadie ya
considerará como paradoja el que yo, para referirme a esa especie de representaciones que
se fundan en la hipótesis de fuerzas distantes y efectos a distancia, de atracción y repulsión
de masas, tan extrañas a la intuición ingenua de los antiguos, la llame el estilo jesuíta de la
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física, por comparación con el estilo jesuíta de la arquitectura fundado por Vignola; de igual
modo que el cálculo infinitesimal, producto de Occidente y de esa época, y que sólo en
Occidente y en esa época podía producirse, me parece representar el estilo jesuíta en la
matemática. «Exacta» es, en este estilo, toda hipótesis metódica que profundiza la técnica
de la experimentación. Para Loyola, como para Newton, no se trata sólo de describir la
naturaleza, sino de un método.
La física occidental, por su forma interior, es un dogma, no un culto. Su contenido es el
dogma de la fuerza, que es idéntica al espacio, a la distancia; la teoría de la acción
mecánica, no de la actitud mecánica en el universo. Su tendencia es, pues, la superación
creciente de la apariencia. Partiendo de una división muy «antigua», la división en física de
los ojos —óptica—, de los oídos—acústica—, del tacto— térmica—, ha ido poco a poco
excluyendo las sensaciones para substituirlas por sistemas de relaciones, de suerte que, por
ejemplo, el calor radiante a consecuencia de las representaciones sobre los movimientos
dinámicos del éter, se estudia hoy en la óptica, y la óptica ya no tiene nada que ver con los
ojos.
La «fuerza» es una magnitud mítica, que no procede de la experiencia científica, sino que,
por el contrario, determina de antemano la estructura de la experiencia. La concepción física
del hombre fáustico es la única que, en lugar de imán, habla de un magnetismo, en cuyo
campo de fuerza reside un pedazo de hierro; o en lugar de cuerpos luminosos, habla de una
energía radiante, y se refiere a otras personificaciones como «la» electricidad, «la»
temperatura, «la» radiactividad [194].
Esta fuerza o energía es, en realidad, un numen convertido en concepto y no el resultado de
la experiencia científica.
Confírmalo el hecho, inadvertido muchas veces, de que el principio fundamental de la
dinámica, el conocido primer principio de la teoría mecánica del calor, no dice
absolutamente nada sobre la esencia de la energía. En él se afirma la «conservación de la
energía»; esta expresión, empero, es propiamente falsa, aunque psicológicamente resulta
muy característica. La medición experimental, por su naturaleza, sólo puede determinar un
número que, con expresión también característica, se ha llamado trabajo. Pero el estilo
dinámico de nuestro pensamiento exige que se conciba como diferencia de energía, aun
cuando la cantidad absoluta de energía sea sólo una imagen y nunca pueda ser indicada por
un número determinado. Queda, pues, siempre indeterminada la llamada constante aditiva,
es decir, que se intenta fijar la imagen de una energía, percibida por la mirada interior,
aunque la práctica científica no tiene nada que ver con ella.
Por eso el concepto de fuerza es imposible de definir; como indefinibles son igualmente los
términos primarios de voluntad y espacio, que no existen en los idiomas antiguos. Queda
siempre un residuo que sólo es accesible a la intuición y al sentimiento y que transforma
toda definición personal en una casi religiosa profesión de fe, hecha por su autor. Los físicos
de la época barroca no hacen mas que expresar con palabras una experiencia íntima.
Recordemos a Goethe, que sin poder definir su concepto de la fuerza cósmica, estaba
seguro de ella. Kant llamaba fuerza al fenómeno de una realidad en sí: «La substancia en el
espacio, el cuerpo, es conocida sólo por fuerzas.» Laplace la llama una incógnita, cuyos
efectos conocemos; Newton había pensado en fuerzas lejanas inmateriales. Leibnitz hablaba
de la vis viva como de un quantum que, junto con la materia, constituye la unidad de la
mónada.
Descartes no se sentía dispuesto a separar esencialmente el movimiento de la cosa movida,
en lo cual coinciden con él ciertos pensadores del siglo XVIII (Lagrange). En la época gótica,
junto a potentia, ímpetus, virtus, se encuentran circunloquios que se sirven de términos
como conatus y nisus, en los cuales es claro que la fuerza no se separa de la causa. Es muy
posible distinguir conceptos católicos, conceptos protestantes y conceptos ateos de la
fuerza. Spinoza, judío, y por lo tanto miembro de la cultura mágica por su alma, no pudo
asimilarse el concepto fáustico de la fuerza, que falta en su sistema [195], Y véase el
enorme poder de los conceptos primarios; H. Hertz, que es el único judío de entre los físicos
del reciente pasado, ha sido también el único que ha intentado resolver el dilema de la
mecánica, prescindiendo del concepto de fuerza.
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El dogma de la fuerza es el tema único de la física fáustica. Eso que, bajo el nombre de
estática, ha recorrido los sistemas y los siglos, como una parte de la física, es una ficción.
La «estática moderna» es algo asi como «la aritmética» y «la geometría», teorías de las
cuentas y las medidas, que si se conciben las palabras en su sentido primitivo resultan para
el análisis actual nombres vacíos, restos literarios de las ciencias antiguas que no hemos
suprimido o por lo menos reconocido como fantasmas por el respeto que todo lo antiguo nos
inspira. No hay una estática occidental, es decir, que el espíritu occidental no encuentra un
modo natural y propio de interpretar los hechos mecánicos, fundándose en los conceptos de
forma y substancia, o en todo caso, de espacio y masa, en vez de fundarse en los de
espacio, tiempo, masa y fuerza.
Esto puede comprobarse fácilmente en cualquier teoría particular. La «temperatura» misma,
que es lo que más produce la impresión «antigua» y estática de una magnitud pasiva, no se
acomoda al sistema físico sino cuando ha quedado reducida a la imagen de una fuerza: la
cantidad de calor, considerada como conjunto de los movimientos rápidos, sutiles e
irregulares que verifican los átomos de un cuerpo; y su temperatura, considerada como la
fuerza viva media de esos átomos.
El Renacimiento posterior creyó resucitar la estática de Arquímedes, como creyó continuar
la plástica griega. Pero en ambos casos lo que hizo fue preparar las decisivas expresiones
del barroco, desarrollando el espíritu gótico. Mantenga mantiene la estática de los motivos
plásticos, y lo mismo Signorelli, cuyos dibujos y actitudes parecieron más tarde rígidos y
fríos. Con Leonardo comienza el dinamismo, y ya Rubens representa un máximum de
movilidad en los cuerpos flotantes.
En 1629 el jesuíta Nicolás Cabeo, siguiendo la orientación de la física renacentista,
desenvolvió una teoría del magnetismo en el estilo de la concepción cósmica de Aristóteles.
Pero esta teoría, como la obra de Palladión sobre Arquitectura (1578), no podía tener
consecuencias; no porque fuese «falsa», sino porque era contradictoria con el sentimiento
fáustico de la naturaleza, que los pensadores e investigadores del siglo XIV habían logrado
emancipar de la tutela arábigo-mágica y que exigía propias formas expresivas de su
conocimiento cósmico. Cabeo renuncia a los conceptos de fuerza y masa, limitándose a los
clásicos de forma y materia; es decir, que, apartándose del espíritu que anima la
arquitectura de Miguel Ángel viejo y de Vignola, retorna al sentir de Michelozzo y Rafael, y
construye asi un sistema perfectamente cerrado, pero sin trascendencia para el futuro. La
concepción del magnetismo como un estado de los cuerpos, no como una fuerza en el
espacio infinito, no podía ser un símbolo satisfactorio para la visión interior del hombre
fáustico. Nosotros necesitamos teorías de la lejanía, no de la proximidad. Otro Jesuíta, el P.
Boscovich, fue el primero que transformó los principios matemáticos mecánicos de Newton
en una dinámica propia y comprensiva (1758).
El mismo Galileo sentía aún la fuerte influencia de ciertas reminiscencias, producto del
sentimiento renacentista, para el cual resultaba extraña e incómoda la oposición de fuerza y
masa que es, en el estilo arquitectónico, pictórico y musical, el origen del movimiento
grande. Galileo limita la representación de la fuerza a las fuerzas del contacto (choque) y
formula únicamente la conservación de la cantidad de movimiento.
Asi es como se mantiene en el mero moverse, excluyendo el pathos del espacio. Leibnitz,
en polémica contra él, desenvolvió la idea de las fuerzas propiamente dichas, fuerzas
activas en el espacio infinito, fuerzas libres, dirigidas (fuerza viva, activum thema), que puso
desde luego en perfecta conexión con sus descubrimientos matemáticos. En lugar de la
cantidad de movimiento, consérvanse ahora las fuerzas vivas; lo cual corresponde a la
substitución del número como magnitud por el número como función.
El concepto de masa se formó claramente después. Galileo y Keplero usan en lugar de la
masa el volumen, y Newton fue el primero en considerarlo resueltamente en el sentido
funcional: el mundo como función de Dios. Contradice el sentimiento renacentista el hecho
de que la masa—definida hoy como relación constante de fuerza y aceleración con respecto
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a un sistema de puntos materiales—no sea proporcional al volumen, de lo cual los planetas
nos dan un ejemplo importante.
Pero Galileo tenia que inquirir las causas del movimiento.
Esta investigación, empero, carece de sentido en la estática propiamente dicha, que se
limita a los conceptos de forma y materia. Para Arquímedes el cambio de lugar era poco
importante en comparación con la figura, que pertenecía a la esencia misma de toda
existencia corpórea. ¿Qué podría actuar sobre los cuerpos, desde fuera, Si el espacio «no
existe»? Las cosas se mueven; no son funciones de un movimiento. Newton fue quien, en
total independencia del sentir renacentista, creó el concepto de la fuerza a distancia,
atracción y repulsión de masas a través del espacio. La distancia es para él una fuerza.
En esta idea ya no hay nada palpable para los sentidos; y el mismo Newton, ante ella, sintió
cierta desazón. La idea se había apoderado de él, no él de ella. Es el espíritu mismo del
barroco, inclinado hacia el espacio infinito, el que evocó esa concepción contrapuntística y
completamente implástica, y la evocó con una contradicción interna. Nadie ha podido nunca
definir satisfactoriamente esas fuerzas a distancia. Nadie ha comprendido nunca lo que es
propiamente la fuerza centrífuga. ¿Es la fuerza de la Tierra en rotación alrededor de su eje
la causa de ese movimiento, o viceversa? ¿O son las dos idénticas? Esa causa, pensada en
sí, ¿es una fuerza u otro movimiento? ¿Cómo se distinguen la fuerza y el movimiento?
Los cambios en el sistema planetario son, se dice, efectos de una fuerza centrifuga. Pero
entonces los cuerpos deberían salirse de sus trayectorias; mas como esto no sucede, se
admite la existencia de una fuerza centrípeta. Pero ¿qué significan estas palabras? La
imposibilidad de poner orden y claridad en todo esto hubo de impeler a Enrique Hertz a
renunciar totalmente al concepto de fuerza y reducir su sistema de la mecánica al principio
del contacto (choque) mediante la hipótesis artificial de unos acoplamientos fijos entre las
posiciones y las velocidades. Con esto, empero, quedaban disimuladas las perplejidades,
pero no resueltas. Estas perplejidades son de naturaleza específicamente fáustica y arraigan
en la esencia profunda de la dinámica, «¿Podemos hablar de fuerzas que nacen de
movimientos?» Seguramente que no. Pero ¿podemos renunciar a los conceptos primarios
innatos en el espíritu occidental, aunque sean indefinibles? El mismo Hertz no ha intentado
dar a su sistema una aplicación práctica.
La teoría del potencial, fundada por Faraday—cuando el centro de gravedad del
pensamiento físico pasó de la dinámica de la materia a la electrodinámica del éter—, no
elimina tampoco esa perplejidad simbólica de la mecánica moderna.
El famoso experimentador, el visionario, el único no matemático de todos los maestros de la
física moderna, observaba en 1846: «En una parte cualquiera del espacio, ya esté vacío en
el sentido corriente de la palabra, ya lleno de materia, no veo más que fuerzas y las líneas
según las cuales aquéllas se ejercen.» En esta descripción se manifiesta claramente la
tendencia directiva, que por su contenido es profundamente orgánica, histórica,
característica de la experiencia intima del sujeto cognoscente; por eso Faraday se enlaza
metafísicamente con Newton, cuyas fuerzas a distancia aluden a un fondo mítico que el
piadoso físico se abstuvo expresamente de criticar. El otro camino posible para llegar a un
concepto inequívoco de la fuerza—partiendo del «mundo», no de «Dios»; del objeto, no del
sujeto en que el movimiento se manifiesta— llevó justamente entonces al concepto de
energía, que, a diferencia de la fuerza, no representa una dirección, sino una cantidad
dirigida, y en este sentido se relaciona con Leibnitz y su idea de la fuerza viva, con cantidad
invariable; bien se ve cómo aquí se han recogido algunos caracteres esenciales del
concepto de masa, de suerte que incluso se ha llegado a pensar en la idea extraña de una
estructura atomística de la energía.
Sin embargo, este nuevo ordenamiento de los términos fundamentales no altera para nada
el sentimiento de que existe una fuerza cósmica con un substrato; por lo tanto, no remedia la
insolubilidad del problema del movimiento. Lo único que ha ocurrido en el tránsito de
Newton a Faraday—o de Berkeley a Mill—ha sido la substitución del concepto religioso de
acción por el concepto irreligioso de trabajo [196]. En la imagen de la naturaleza que veían
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Bruno, Newton, Goethe, hay cierto elemento divino, que se manifiesta en acciones; en la
imagen de la naturaleza que bosqueja la física moderna, la naturaleza produce trabajo. En
efecto, esto es lo que significa la concepción de que todo «proceso» puede medirse, en el
sentido del primer principio de la termodinámica, por el gasto de energía, al cual
corresponde un quantum de trabajo verificado, en forma de energía almacenada.
Por eso el descubrimiento decisivo de J. R. Mayer coincide con el nacimiento de la teoría
socialista. Los sistemas económicos operan también con los mismos conceptos; desde
Adam Smith el problema del valor está en relación con la cantidad de trabajo [197]; frente a
Quesnay y Turgot, esto representa el paso de una estructura orgánica a una estructura
mecánica del cuadro económico. Ese «trabajo», que sirve de base a la teoría, está tomado
en sentido puramente dinámico; y junto a los principios físicos de la conservación de la
energía, de la entropía, de la acción mínima, podríamos muy bien colocar el principio
correspondiente de la economía nacional.
Si consideramos ahora las etapas que ha recorrido el concepto central de la fuerza, desde
que nace en el alto barroco, siguiendo siempre un curso de íntima afinidad con los mundos
de las formas artísticas y matemáticas, hallaremos que son tres: en el siglo XVII (Galileo,
Newton, Leibnitz) la fuerza aparece en forma imaginativa junto a la gran pintura, que se
extinguió hacia 1680; en el siglo XVIII, siglo de la mecánica clásica (Laplace, Lagrange), se
sitúa al lado de la música de Bach y recibe el carácter abstracto del estilo fugado; en el siglo
XIX, en que el arte termina y la inteligencia civilizada supera al alma culta, aparece el
concepto de fuerza en la esfera del análisis puro, sobre todo en las teorías de las funciones
de varias variables complejas, sin las cuales, en su sentido más moderno, es casi
incomprensible.
13
Con todo esto, empero, resulta que la física del Occidente europeo—nadie se engañe y se
ilusione sobre este punto—ha llegado casi a los limites de sus posibilidades internas. El
sentido postrero de su manifestación histórica era convertir el sentimiento fáustico de la
naturaleza en conocimiento conceptual; las figuras de una fe primitiva, en formas mecánicas
de una ciencia exacta. No hay que decir que ni la obtención de resultados prácticos cada
vez
más poderosos, ni tampoco la de resultados eruditos tienen nada que ver con la rápida
disolución de la esencia, del núcleo esencial de nuestra física tanto los resultados prácticos
como los eruditos pertenecen a la historia superficial de una ciencia, pues la historia
profunda es siempre la de un simbolismo y su estilo. Hasta los comienzos del siglo XIX, los
progresos de la física concurren todos a la perfección interior, a la pureza, a la precisión y
riqueza de la imagen dinámica de la naturaleza; pero a partir de este momento, cumbre de
la claridad teorética, comienzan los progresos de la física a producir efectos de disolución. Y
ello no sucede deliberadamente; las altas inteligencias de la física moderna no se dan
siquiera cuenta de esto. Todo ello es el resultado de una necesidad histórica ineludible. La
física antigua llegó a su plenitud en el mismo estadio—hacía 200 antes de J. C.—. El
análisis llegó a su término con Gauss, Cauchy y Riemann; y hoy se dedica a tapar las
rendijas de su edificio.
De pronto se suscitan dudas destructoras sobre cosas que ayer aún constituían el
fundamento inatacable de la teoría física; por ejemplo: sobre el sentido del principio de la
energía, sobre el concepto de masa, de espacio, de tiempo absoluto, de ley natural causal. Y
ya no se trata de aquellas dudas fecundas del alto barroco, que se enderezaban a un fin de
conocimiento, no; estas dudas de ahora tocan a la posibilidad misma de la física. El empleo
cada día más frecuente de los métodos enumerativos y estadísticos, que aspiran a obtener
una simple verosimilitud en los resultados y que renuncian a la exactitud absoluta de las
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leyes naturales—como se entendía antes, en la época de la esperanza—, es la prueba de un
profundo escepticismo que los creadores de esos métodos no aprecian en toda su hondura.
Vamos acercándonos a un momento en que se renunciará a la posibilidad de una mecánica
cerrada y coherente. Ya he demostrado que la física tiene que fracasar siempre ante el
problema del movimiento, en el cual la persona viva del que conoce se insinúa
metódicamente en el mundo inorgánico de las formas conocidas. Todas las hipótesis
recientes presentan esa misma perplejidad, tras una labor intelectual de trescientos años, en
tan aguda forma, que no deja margen a ilusión alguna. La teoría de la gravitación, que
desde Newton era una verdad inconmovible, ha sido reconocida como una hipótesis de
tiempo limitado y de vacilante validez. El principio de la conservación de la energía no tiene
sentido, si la energía es infinita en un espacio infinito. La aceptación del principio es
inconciliable con la estructura tridimensional del espacio cósmico, no sólo la infinita
euclidiana, sino la esférica (de entre las geometrías no euclidianas) con su volumen ilimitado
pero finito. La validez de aquel principio quedaría, pues, reducida a «un sistema de cuerpos
que esté cerrado hacía fuera»; limitación artificiosa que no existe en realidad ni puede
existir. Pero el sentimiento cósmico del hombre fáustico, que es el origen de aquella
representación fundamental—la inmortalidad del alma cósmica, traducida en pensamientos
mecánicos y extensivos—, había querido expresar precisamente la infinidad simbólica. Tal
era el sentimiento; pero el conocimiento no pudo transformarlo en un sistema puro. Otro
postulado ideal de la dinámica moderna ha sido el éter lumínico, porque la dinámica exige
que a cada movimiento corresponda la representación de algo que se mueve. Todas las
hipótesis imaginables sobre la constitución del éter quedan refutadas por contradicción
interna. Lord Kelvin ha demostrado matemáticamente que no puede haber una estructura
del éter que esté libre de objeciones. La interpretación de los experimentos de Fresnel exige
que las ondas luminosas sean transversales y, por lo tanto, que el éter sea un cuerpo sólido
—con propiedades verdaderamente grotescas—; pero entonces las leyes de la elasticidad
habrían de serle aplicadas y las
ondas luminosas habrían de ser longitudinales. Las ecuaciones de MaxweIl-Hertz en la
teoría electromagnética de la luz, ecuaciones que son en realidad números puros,
innominados, de indudable validez, excluyen toda interpretación basada en una mecánica
del éter. El éter, entonces, ha sido definido como puro vacío, sobre todo bajo la impresión de
deducciones sacadas de la teoría de la relatividad. Pero tal definición no significa otra cosa
que la destrucción misma de la imagen dinámica.
Desde Newton, la hipótesis de una masa constante—en correspondencia con la fuerza
constante—gozaba de validez incuestionable. Pero esa hipótesis ha sido anulada por la
teoría de los cuantos de PIanck y las conclusiones que de ella ha derivado Niels Bohr sobre
la estructura de los átomos, que habían resultado necesarios a consecuencia de ciertos
experimentos. Todo sistema cerrado posee, además de la energía cinética, la energía del
calor radiante, que no es separable de éste y que, por lo tanto, no es representable en su
pureza, por el concepto de masa. Pues si definimos la masa por la energía viva, ya no
resulta constante con respecto al estado termo dinámico. Empero la incorporación del
cuanto de acción en el conjunto de las hipótesis de la dinámica barroca, de la dinámica
clásica, no obtiene éxito satisfactorio y amenaza destruir el principio de la constancia de
todos los nexos causales y al mismo tiempo el fundamento—echado por Newton y
Leibnitz—del cálculo infinitesimal [198]. Pero la teoría de la relatividad supera en dudas a
estas teorías. La teoría de la relatividad, hipótesis metódica que revela una cínica
despreocupación, ataca al núcleo mismo de la dinámica. Apoyándose en los experimentos
de Michelson, según los cuales la velocidad de la luz es independiente del movimiento de
los cuerpos en que se propaga; preparada por los trabajos matemáticos de Lorentz y
Minkowski, aspira, en su tendencia característica, a anular el concepto del tiempo absoluto.
Los resultados de las observaciones astronómicas no pueden ni confirmarla ni refutarla—en
esto existe hoy una ilusión peligrosa—. Sobre hipótesis como ésta no caben los juicios de
exacta o falsa; se trata de ver si, en el caos de las representaciones complicadísimas y
artificiosas que se han formado a consecuencia de las innumerables hipótesis de la
investigación sobre radiactividad y termo dinamismo, la relatividad se mostrará o no
utilizable. Pero tal como es, esta teoría ha anulado la constancia de todas las cantidades
físicas en cuya definición entra el tiempo; ahora bien: la dinámica occidental, por oposición a
la antigua estática, sólo posee esas cantidades impregnadas de tiempo. Ya no hay medidas
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absolutas de longitud, ni cuerpos rígidos. Con lo cual se suprime también la posibilidad de
determinaciones cuantitativas y, por lo tanto, el concepto clásico de la masa como relación
constante de la fuerza y la aceleración—en el momento mismo en que el cuanto de acción,
producto de la energía y del tiempo, es establecido como una nueva constante.
Podemos advertir claramente que las representaciones de los átomos construidas por
Rutherford y Bohr [199] no significan más sino que el resultado numérico de las
observaciones queda súbitamente asentado en una imagen que representa un mundo
planetario en el interior del átomo, mientras que hasta ahora se prefería la representación de
enjambres de átomos; podemos advertir asimismo que los físicos actuales propenden a
construir series enteras de hipótesis, verdaderos castillos de naipes, tapando cada
contradicción con una nueva hipótesis rápidamente elaborada; y si a esto añadimos cuan
poco les preocupa el hecho de que todas esas imágenes sean entre sí contradictorias e
incompatibles con la imagen rigurosa de la dinámica barroca, habremos llegado a la
convicción de que el gran estilo de las representaciones físicas ha terminado, dejando el
puesto, como la arquitectura y las artes plásticas, a una especie de producción industrial de
hipótesis; y si no se percibe con entera claridad el derrumbamiento de este simbolismo, es
porque lo oculta la superior maestría de la técnica experimental en nuestro tiempo.
14
Entre los símbolos de la decadencia es el primero y principal la entropía, que, como es
sabido, constituye el tema del segundo principio de la termodinámica. El primer principio, el
de la conservación de la energía, se limita a formular la esencia de la dinámica, por no decir
la estructura del espíritu europeo occidental, que es el único para quien la naturaleza,
necesariamente, aparece en la forma de una causalidad dinámica y contrapuntística, en
oposición a la estática y plástica de Aristóteles. El elemento fundamental de la imagen del
mundo fáustico no es la actitud, sino la acción, o, dicho mecánicamente, el proceso; y aquel
principio fija exclusivamente el carácter matemático de los procesos en forma de variables y
constantes. Pero el segundo principio llega más hondo y determina una tendencia uniforme
del acontecer físico, que no está de ninguna manera definida a priori en los conceptos
fundamentales de la dinámica.
La entropía es representada matemáticamente por una cantidad que está determinada por el
estado momentáneo de un sistema cerrado de cuerpos y que, a pesar de todos los cambios
posibles de índole física o química, sólo puede aumentar, nunca disminuir. En el mejor caso,
permanece invariable. A la entropía le sucede lo mismo que a la fuerza y a la voluntad, que
es perfectamente clara y distinta para todo aquel que consiga penetrar en la esencia de esas
formas, pero que recibe de cada cual fórmulas distintas y manifiestamente insuficientes.
También aquí el espíritu resulta inferior a la necesidad expresiva del sentimiento cósmico.
El conjunto de los procesos se divide en irreversibles o reversibles, según que la entropía
aumenta o no. En los de la primera clase, la energía libre se convierte en energía
almacenada; para que esta energía muerta vuelva a convertirse en energía viva hace falta
que al mismo tiempo se verifique un segundo proceso que almacene otro cuanto de energía
viva.
El ejemplo más conocido es la combustión del carbón, esto es, la conversión de la energía
viva almacenada en calor, recogido por la forma gaseosa del ácido carbónico, cuando se
quiere convertir la energía latente del agua en tensión gaseosa y en movimiento. De aquí se
sigue que la entropía disminuye continuamente en el conjunto del universo, de manera que
el sistema dinámico camina a un estado final. Entre los procesos irreversibles están los de
conducción del calor, difusión, frotamiento, emisión luminosa, reacciones químicas; entre los
procesos reversibles, la gravitación, las vibraciones eléctricas, las ondas electromagnéticas
y sonoras.
Lo que hasta ahora nadie ha sentido, lo que me inclina a considerar el principio de la
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entropía (1850) como el comienzo de la destrucción de esa obra maestra de la inteligencia
europea, la física de estilo dinámico, es la profunda oposición entre la teoría y la realidad,
oposición que por vez primera se manifiesta explícitamente en la teoría misma. Habiendo el
primer principio dibujado el cuadro riguroso de un acontecer de la naturaleza en series de
causas y efectos, viene luego el segundo principio, e introduciendo la irreversibilidad, pone
de manifiesto una tendencia de la vida inmediata, que contradice fundamentalmente la
esencia de la mecánica y de la lógica.
Si perseguimos las consecuencias de la teoría de la entropía, resultará en primer lugar que,
teóricamente, todos los procesos han de ser reversibles. Es ésta una de las exigencias
fundamentales de la dinámica. Con toda rigurosidad lo reclama asi el primer principio. Pero
resulta, en segundo lugar, que en la realidad todos los procesos naturales son irreversibles.
Ni siquiera en las condiciones artificiales de la experimentación puede revertirse
exactamente el proceso más sencillo, es decir, restablecerse un estado en su situación
anterior. Nada es tan característico del estado actual del sistema como la introducción de la
hipótesis del «desorden elemental», para desvanecer la contradicción entre las exigencias
del espíritu y las experiencias reales: las mínimas partículas de los cuerpos—una imagen, no
más—verifican todas procesos reversibles; pero en las cosas reales esas partículas están
desordenadas y se estorban unas a otras y, por consiguiente, hay una probabilidad media de
que el proceso natural, el proceso percibido por el observador, el proceso irreversible, vaya
unido a un aumento de la entropía. Asi, la teoría se convierte en un capitulo del cálculo de
probabilidades, y en lugar de los métodos exactos aparecen los estadísticos.
Es evidente que nadie ha advertido lo que esto significa.
La estadística, como la cronología, pertenece a lo orgánico, a la vida que se mueve en
direcciones varias, al sino y al azar, no al mundo de las leyes y de la causalidad intemporal.
Es bien sabido que la estadística sirve principalmente para caracterizar evoluciones políticas
y económicas, esto es, históricas. En la mecánica clásica de Galileo y Newton no hubiera
habido sitio para ella. Lo que ahora, de pronto, resulta sometido y sometible a métodos
estadísticos, con probabilidades en lugar de aquella exactitud apriorística que unánimes
exigían todos los pensadores barrocos, es el hombre que vive esa naturaleza, conociéndola,
que se vive a sí mismo en ella; lo que la teoría abandona con necesidad interna—esos
procesos reversibles que no existen en la realidad—representa el residuo de una forma
rigurosa espiritual, el resto de la gran tradición barroca, que era hermana del estilo
contrapuntístico. Ese refugio en la estadística revela el agotamiento de la fuerza ordenativa
que actuara en aquella tradición. El producirse y lo producido, el sino y la causalidad, los
elementos históricos y los naturales comienzan a mezclarse. Los elementos formales de la
vida: crecimiento, envejecimiento, duración, dirección, muerte, acuden a los primeros
planos.
Esto es lo que, desde este punto de vista, ha de significar la irreversibilidad de los procesos
cósmicos. En oposición al signo físico t, es la irreversibilidad la expresión del tiempo
auténtico, del tiempo histórico que vivimos íntimamente, y que es idéntico al sino.
La física del barroco era un sistema estricto; no podían conmover su edificio teorías como
ésta; en su cuadro no podía hallarse nada que expresara el azar y la simple probabilidad.
Pero con la entropía la física se convierte en fisiognómica. Persigue el «curso del mundo».
La idea del fin del mundo aparece en el ropaje de ciertas fórmulas que en el fondo de su
esencia no son ya fórmulas. Entra en la física cierto elemento goethiano; y se apreciará bien
la gravedad de este hecho si se ve claramente lo que en último término significaba la
polémica apasionada de Goethe contra Newton en la teoría de los colores. Argumentaba en
ella la intuición contra la intelección, la vida contra la muerte, la forma creadora contra la ley
ordenativa. El mundo de las formas críticas, en el conocimiento de la naturaleza, nació del
sentimiento de la naturaleza, del sentimiento de Dios, por contradicción contra éste. Pero
ahora, al término de la época posterior, ha llegado a la extrema reparación y torna a su
punto de partida.
Y asi la imaginación, que actúa en la dinámica, evoca una vez más los grandes símbolos de
la pasión histórica del hombre fáustico, la eterna preocupación, la propensión a las lejanías
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remotísimas del pretérito y futuro, la investigación histórica retrospectiva, el Estado previsor,
las confesiones y autoanálisis, las campanadas de los relojes que, por doquiera resonantes,
recuerdan a los pueblos el compás de la vida. El ethos de la palabra tiempo, tal como
nosotros solos lo sentimos, tal como la música instrumental lo refleja en oposición a la
plástica estatuaria, se dirige hacia un fin. Ese fin ha sido representado en todas las
imágenes vitales de Occidente como
un tercer reino, una nueva edad, un problema de la humanidad, el término de una evolución.
Esto es lo que significa la entropía, para la existencia total y el sino del mundo fáustico como
naturaleza.
Ya en el concepto mítico de la fuerza, fundamento de todo este mundo de formas
dogmáticas, reside tácito el sentimiento de una dirección, la referencia al pasado y al futuro;
y aun se ve más claramente esto en el nombre de procesos, que se aplica a los
acontecimientos naturales. Puede decirse que la entropía, forma espiritual que reúne la
suma infinita de todos los sucesos naturales en una unidad histórica y fisiognómica, estaba
ya implícita desde el principio en todas las conceptuaciones físicas, y que había de
obtenerse un día como un «descubrimiento» por el camino de la inducción científica, para
ser luego «confirmada» por los demás elementos teóricos del sistema. Cuanto más se
acerca la dinámica a su fin, por agotamiento de sus posibilidades internas, más claros
aparecen en el cuadro los rasgos históricos, más enérgica se manifiesta, junto a la
necesidad inorgánica de la causa, la necesidad orgánica del sino, y junto a los factores de la
extensión pura—capacidad e intensidad—, los factores de la dirección. Esto sucede por
medio de una serie de audaces hipótesis, de estructura similar, que sólo en apariencia se
derivan de exigencias experimentales, pero que en realidad estaban ya implícitas en el
sentimiento cósmico y la mitología de la época gótica.
Entre esas hipótesis se encuentra la extraña hipótesis de la destrucción atómica, inventada
para interpretar los fenómenos radiactivos. Según esta hipótesis algunos átomos de uranio,
que han conservado intacta su esencia durante millones de años, a pesar de las influencias
exteriores, estallan de pronto, sin causa conocida, y lanzan al espacio sus partículas, con
una velocidad que llega a miles de kilómetros por segundo. Este sino alcanza sólo a algunos
de los numerosísimos átomos radiactivos, dejando intactos a los vecinos. He aquí una
imagen que es también histórica, no natural; y si aquí se muestra necesaria la aplicación de
la estadística, sería cosa de hablar de una substitución del número matemático por el
número cronológico [200].
Estas representaciones retrotraen la fuerza mitoplástica del alma fáustica a su punto de
partida. Al comienzo del gótico, justamente cuando se empezaron a construir los relojes
mecánicos, símbolos de un sentimiento histórico, apareció el mito de Ragnarök, del fin del
mundo, del ocaso de los dioses. Es posible que esta representación tal como la encontramos
en el Völuspa y en forma cristiana en el Muspilli, tenga su origen, como todos los supuestos
mitos germánicos primitivos, en modelos de motivos antiguos, y sobre todo cristianos
apocalípticos; pero en su forma germánica es la expresión y símbolo del alma fáustica y no
de otra alguna.
El mundo de los dioses olímpicos no tiene historia. No conoce devenir, ni épocas, ni fin.
Pero el disparo apasionado hacia la lejanía es típicamente fáustico. La fuerza, la voluntad
tiene un fin, y donde hay un fin hay también un término para la mirada inquisitiva. Aquí se
manifiesta en forma de concepto eso mismo que la perspectiva de la gran pintura al óleo
expresa por medio del punto de convergencia, el parque barroco por medio del «point de
vue», el análisis por medio del miembro restante de las series infinitas. El Fausto de la
segunda parte de la tragedia muere porque ha alcanzado su fin. El fin del mundo como
cumplimiento de una evolución interna, necesaria: he aquí el ocaso de los dioses. Tal
significa la teoría de la entropía, concepción última, concepción irreligiosa del mito.
15
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Aun nos queda diseñar el ocaso de la ciencia occidental.
El camino que sigue hoy empieza ya a inclinarse hacia el descenso. Por eso puede preverse
con seguridad su decadencia.
Esto mismo, a saber: la previsión del indefectible sino, es patrimonio exclusivo de la visión
histórica, que sólo el espíritu fáustico posee. La antigüedad murió, sin saber que moría,
creyendo en una realidad eterna. Vivió sus últimos días con una felicidad sin reservas,
gustando cada hora como un don de los dioses. Nosotros, empero, conocemos nuestra
historia.
Una última crisis espiritual nos aguarda, una crisis que conmoverá al mundo europeo y
americano. El helenismo posterior nos dice cuál ha de ser su curso. La tiranía del intelecto,
que nosotros no sentimos porque representamos la cumbre del ejercicio intelectual,
constituye en cada cultura una época entre la virilidad y la senectud; no más. Su expresión
más clara se halla en el culto de las ciencias exactas, de la dialéctica, de la demostración,
de la experiencia, de la causalidad.
El jónico y el barroco representan el vuelo del intelecto. El problema consiste en saber cuál
será la forma de su terminación.
He aquí lo que yo predigo: En este siglo, siglo del alejandrinismo científicocrítico, siglo de las
grandes cosechas, de las concepciones definitivas, arderá un nuevo fuego interior, capaz de
superar la voluntad que aspira a la derrota de la ciencia. La ciencia exacta camina al
suicidio, por el refinamiento de sus problemas y métodos. Primero se pusieron a prueba sus
medios—en el siglo XVIII—;
luego, su poder—en el XIX—; finalmente se contempla su función histórica. Pero el camino
del escepticismo conduce a la «segunda religiosidad» [201], que no viene antes, sino
después de una cultura.
Se renuncia entonces a toda demostración; los hombres quieren creer, no analizar. La
investigación critica deja de ser un ideal del espíritu.
El individuo renuncia, abandonando los libros. La cultura, renuncia, cesando de manifestarse
en inteligencias científicas.
La ciencia, empero, no existe mas que en el pensamiento vivo de las grandes generaciones
de sabios; y los libros no son nada si no viven y actúan en hombres que estén a su altura.
Los resultados científicos no son sino los elementos de una gran tradición. La muerte de una
ciencia consiste en que no haya nadie ya capaz de vivirla. Pero doscientos años de orgías
científicas acaban por hartar. No es el individuo, es el alma de la cultura la que se harta. Y lo
manifiesta enviando al mundo histórico del día unos investigadores cada vez más pequeños,
mezquinos, estrechos, infecundos.
El gran siglo de la ciencia antigua fue el tercero, el que sigue a la muerte de Aristóteles.
Cuando llegaron los romanos, cuando Arquímedes murió, casi se había terminado ya.
Nuestro gran siglo ha sido el XIX. Ya en 1900 no hay sabios por el estilo de Gauss,
Humboldt, Helmholtz. Han muerto los grandes maestros de la física, de la química, de la
biología, de la matemática. Hoy vivimos el decrescendo de los brillantes epígonos que
saben ordenar, reunir y concluir, como los alejandrinos en la época romana. Es éste un
síntoma general que aparece en todo lo que no sea la vida práctica, la política, la técnica, la
economía. Después de Lisipo no viene ningún gran escultor cuya presencia haya sido un
sino; después de los impresionistas, ningún pintor; después de Wagner ningún músico. La
época del cesarismo no necesita arte ni filosofía. A Eratóstenes y Arquímedes, los creadores
propiamente dichos, siguen Poseidonio y Plinio, que coleccionan con buen gusto; y por
último vienen Ptolomeo y Galeno, que no hacen sino copiar. Asi como la pintura al óleo y la
música contrapuntística agotaron sus posibilidades en un corto número de siglos de
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evolución orgánica, asi también la dinámica, cuyo mundo de formas florece hacia 1600, es
un con-junto que se encuentra hoy en disolución.
Pero antes, el espíritu fáustico, eminentemente histórico, ha de proponerse un problema
nunca planteado, ni siquiera vislumbrado como posible hasta ahora. Habrá de ser escrita
una morfología, de las ciencias exactas, que investigue cómo todas las leyes, los conceptos,
las teorías son formas íntimamente conexionadas, y qué es lo que, como tales, significan en
el ciclo vital de la cultura fáustica. La física teorética, la química, la matemática,
consideradas como conjuntos de símbolos: he aquí la superación definitiva del aspecto
mecánico por una visión cósmica que vuelve a ser religiosa. Es la última obra maestra de
una fisiognómica en la cual se deshace la sistemática, como expresión y símbolo. En el
futuro no preguntaremos ya cuáles son las leyes universalmente válidas de la afinidad
química o del diamagnetísmo—modo de pensar dogmático exclusivo del siglo XIX—; y hasta
nos admiraremos de que tales problemas hayan podido antaño llenar espíritus de tanta
valía. Investigaremos de dónde vienen esas formas prefijadas al espíritu fáustico; por qué
hubieron de recaer en nosotros, hombres de determinada cultura, a diferencia de
cualesquiera otros; qué sentido profundo encierra el hecho de que las cifras obtenidas se
manifiesten justamente en tal o cual vestidura de imágenes. Y hoy apenas si podemos
vislumbrar cuántos supuestos valores objetivos, cuántas supuestas experiencias no son sino
vestiduras, imágenes y expresiones.
Las ciencias particulares, teoría del conocimiento, física, química, matemática, astronomía,
se acercan unas a otras con rapidez cada día mayor. Vamos a una perpetua identidad de los
resultados y, por lo tanto, a una mezcla de los mundos de formas. Esta síntesis representa
por una parte un sistema reducido a escasas fórmulas fundamentales compuestas de
números funcionales; por otra, un pequeño grupo de teorías quedan nombres a esos
números. Por último, estas teorías serán reconocidas como mitos encubiertos, nacidos en la
época primera de la cultura; y a su vez podrán y deberán reducirse a algunos rasgos
esenciales de carácter imaginativo, pero de significación fisiognómica. Nadie ha notado esta
convergencia, porque desde Kant, y propiamente ya desde Leibnitz, ningún sabio ha
dominado el conjunto de los problemas de
todas las ciencias exactas.
Hace cien años eran la física y la química extrañas una a otra; hoy son inseparables.
Recordad los problemas del análisis espectral, de la radiactividad y de la radiación calórica.
Hace cincuenta años las partes esenciales de la química podían ser expuestas casi sin
matemáticas; hoy los elementos químicos están ya a punto de convertirse en constantes
matemáticas de relaciones complejas de variables. Los elementos eran, empero, en su
acepción sensible, las últimas magnitudes de la ciencia natural que recordaban la plasticidad
antigua. La fisiología está a punto de convertirse en un capítulo de la química orgánica y
empieza a emplear los medios del
cálculo infinitesimal. Las partes de la vieja física, que se distinguían por los órganos de
percepción sensible—acústica, óptica, termología—, se han deshecho para integrarse en
una dinámica del éter, cuyos límites puramente matemáticos no se mantienen fijos. Las
últimas consideraciones de la teoría del conocimiento se reúnen hoy con las del análisis
superior y con la física teorética en un conjunto de muy difícil acceso, al que pertenece o
debiera de pertenecer, por ejemplo, la teoría de la relatividad. La teoría emanativa de las
especies radiantes, en radiactividad, se expresa en un lenguaje de signos, que no contiene
nada intuíble.
La química está a punto de eliminar los rasgos sensibles que aun quedan en la
determinación intuitiva de las cualidades de los elementos (valencia, peso, afinidad,
reactividad). Los elementos se caracterizan de diferente manera, según los enlaces de que
«procedan»; representan complejos de unidades heterogéneas que actúan
experimentalmente («realmente») como unidades de orden superior, y por lo tanto no son
prácticamente separables, aunque relativamente a su radiactividad presenten hondas
diferencias; la emanación de energía radiante implica una estructura y, por lo tanto, cabe
hablar de una duración vital de los elementos, lo cual es
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una evidente contradicción al concepto primitivo del elemento y, por tanto, al espíritu de la
química moderna, creada por Lavoisier. Todo esto acerca estas representaciones a la teoría
de la entropía, con su escabrosa oposición entre causalidad y sino, naturaleza e historia;
todo esto indica que nuestra ciencia tiende a identificar sus asertos lógicos o numéricos con
la estructura del intelecto mismo y va acercándose a la noción de que toda la teoría que
envuelve a esos números representa simplemente la expresión simbólica de la vida fáustica.
En este punto, hemos de citar, por último, como uno de los fermentos más importantes que
actúan en el mundo de las formas, la teoría de los conjuntos, teoría típicamente fáustica
que, en rigurosa oposición a la vieja matemática, no concibe ya magnitudes singulares, sino
la reunión de magnitudes morfológicamente homogéneas por algún carácter; por ejemplo: la
totalidad de los números cuadrados o la de las ecuaciones diferenciales de cierto tipo. La
teoría de los conjuntos concibe esos conjuntos como nuevas unidades, como nuevos
números de orden superior y los somete a reflexiones, antes completamente desconocidas,
que versan sobre su potencia, ordenación, equivalencia, numerabilidad [202]. Los
conjuntos finitos (numerables, limitados) se caracterizan, por su potencia, como «números
cardinales» y, por su orden, como «números ordinales», y se establecen sus leyes y
especies numéricas. Se está, pues, realizando una última amplificación de la teoría de las
funciones, que poco a poco había ido incorporando la matemática entera al lenguaje de sus
formas; y según esto, atendiendo al carácter de las funciones, se procede por principios de
la teoría de los grupos, y atendiendo al valor de las variables, por principios de la teoría de
los conjuntos. La matemática en este punto tiene plena conciencia de que estas
consideraciones últimas sobre la esencia del número confluyen con las de la lógica pura, y
ya se habla de un álgebra de la lógica. La axiomática de la moderna geometría es ya
totalmente un capitulo de la teoría del conocimiento.
El fin inadvertido a que todo esto se encamina, y que el verdadero físico siente en si como
un instinto, es la construcción de una trascendencia pura, numérica, la superación perfecta e
integral de la apariencia sensible, substituida ahora por un idioma de imágenes,
incomprensible e impronunciable para el lego, idioma al que confiere necesidad interna el
gran símbolo fáustico del espacio infinito. Ciérrase el ciclo de la física occidental. Con el
profundo escepticismo de estas nociones postreras, se retrotrae el espíritu a las formas de la
religiosidad gótica. El contorno cósmico inorgánico, conocido, analizado, el mundo como
naturaleza, se ha convertido en una pura esfera de números funcionales. Hemos visto que el
número es uno de los símbolos más primitivos de las culturas, y de aquí se sigue que la
ascensión hacia el número puro es el retorno de la conciencia vigilante a su propio misterio,
la revelación de su propia necesidad formal. Llegada a su término, descúbrese al fin la
trama inmensa—cada vez más impalpable, cada vez más transparente—que teje sin cesar
la ciencia de la naturaleza: no es otra cosa que la estructura interna de la intelección verbal,
que se figura haber superado la apariencia y haber aislado «la verdad». Pero debajo
reaparece lo primario y más profundo, el mito, el devenir inmediato, la vida misma. Cuanto
menos antropomórfica cree ser la física, más lo es en realidad. Va eliminando uno por uno
los rasgos humanos del cuadro natural, para obtener una naturaleza que parece pura, pero
que no es a la postre sino la humanidad misma. Del alma gótica surgió el espíritu ciudadano,
alter ego de la física irreligiosa, ocultando con su sombra la imagen religiosa del universo.
Hoy, en el ocaso de la época científica, en el estadio del escepticismo victorioso disípanse
las nubes y reaparece con perfecta claridad el paisaje matutino.
La última conclusión de la sabiduría fáustica es—si bien sólo en sus momentos supremos—
la disolución de la ciencia toda en un ingente sistema de afinidades morfológicas. La
dinámica y el análisis son por su sentido, sus formas y su substancia idénticos a la
ornamentación románica, a las catedrales góticas, al dogma cristianogermánico y al Estado
dinástico. Todos hablan de un mismo sentimiento cósmico. Todos han nacido y envejecido
con el alma fáustica. Todos representan su cultura, como espectáculo histórico, en el mundo
del día y del espacio. La reunión de todos los aspectos científicos en un solo conjunto
presentará todos los rasgos
del gran arte contrapuntístico. Una música infinitesimal del espacio cósmico ilimitado: éste
ha sido el anhelo profundo de este alma, en oposición a la antigua con su cosmos plástico
euclidiano. Tal es, reducido a la fórmula de una causalidad dinámicoimperativa, necesidad
lógica de la inteligencia fáustica; tal es, desarrollado en una física dictatorial, trabajadora,
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que circunda la tierra; tal es, digo, su gran testamento para el espíritu de las culturas
venideras—legado de formas colmadas de trascendencia, que quizá nunca será abierto por
nadie. Asi, un día la ciencia occidental, cansada de su esfuerzo, tornará al hogar primero de
su alma.
[145] Véase parte II, cap. V, núm. 6. Véase también Lenard, Relativtätsprincip, Éter,
Gravitatión (1920), págs. 20 y siguientes.
[146] Véase parte II, cap. III, núm. 19, y cap. V, núm. 6.
[147] Véase tomo I, pág. 93.
[148] Por ejemplo, en la segunda ley de la termodinámica, fórmula de Boltzmann: «El
logaritmo de la verosimilitud de un estado es proporcional a la entropía de ese estado.» Aquí
cada palabra contiene toda una intuición de la naturaleza, intuición que sólo podemos sentir,
no describir.
[149] Véase parte II, cap. III, núm. 19.
[150] Véase parte II, cap. III, núm. 20.
[151] E. Wiedemann: Uber die Naturwissenschaft bei den Arabern [Sobre la física de los
árabes], 1890. F. Strunz; Geschichte der Naturwissenschaft im Mittelalter [Historia de la
física en la Edad Media], 1910, págs. 58 y siguientes.
[152] F. Duhem: Eludes sur Léonard de Vinci, tercera serie, 1913.
[153] M. Berthelot La Química en la antigüedad y la Edad Media, 1909, pág. 64.
[154] Para los metales, es el «mercurio» el principio del carácter substancial—brillo,
ductilidad, fusibilidad—, y el «sulfuro», el de las producciones atributivas, como combustión,
transformación. Véase Strunz: Geschichte der Naturwissenschaft im Mittelalter [Historia de
la física en la Edad Media], 1910, pág. 73.
[155] Véase parte II, cap. III, núm. 19, y cap. V, núm. 6.
[156] Indefinido, principio, forma, materia.—N. del T.
[157] Tierra, agua, aire. El fuego, para fa visión antigua, debe añadirse también; es la
impresión óptica más fuerte que hay, y por eso el espíritu antiguo no dudó de su
corporeidad.
[158] Véase parte II, cap. III, núm. 13.
[159] A pesar del dominico español Arnaldo de Villanova (+ 1311), la química durante los
siglos góticos no tuvo importancia creadora, si se compara con la investigación matemáticofísica.
[160] Véase M. Born: Der Aufbau der Materie [La estructura de la materia], 1920, pág. 27.
[161] Véase pág. 30
[162] Tomo I, págs. 261 y siguiente.
[163] Véase tomo I, pág. 187, y parte II, cap. I, núm. 2.
[164] Véase tomo I, págs. 256 y 257.
[165] Véase tomo I, pág. 253, y parte II, cap. I, núm.
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[166] Véase tomo I, págs. 232 y siguientes.
[167] Véase tomo I, págs. 184, 330 y siguiente.
[168] Véase parte II, cap. III, núm. 19.
[169] Véase J. Goldziher: Die islamische und jüdische Philosophie
(Kultur der Gegenwart, I, V, 1913). [La filosofía islámica y judía.-En
el tomo I, V, de la Cultura del presente], págs. 306 y siguientes.
[170] Véase parte II, cap. I, núm. 6, y cap. IV, núm. 4.
[171] Puede afirmarse que la fe firmísima de Haeckel, por ejemplo, en las palabras átomo,
materia, energía, no se diferencia esencialmente del fetichismo del hombre de Neanderthal.
[172] Véase primera parte, volumen I, pág. 195.
[173] Sobre las edades de las culturas primitivas y superiores, véase parte II, cap. I, núm. 9.
[174] Véase parte II, cap. III, núm. 12.
[175] Véase parte II, cap. III, núm. 16.
[176] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[177] Esta palabra nórdica, que significa crepúsculo de los dioses, designa la leyenda del fin
del mundo, ardiendo la tierra toda.—N. del T.
[178] Poema suralemán sobre el juicio final. La forma Muspil en nórdico significa incendio
del mundo.— N. del T.
[179] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[180] Véase E. Mogk; Germanische Mythologie, en Grundriss der germanischen Philologie,
III (1900), pág. 340.
[181] Véase parte II, cap. III, núm. 4 y núm. 12.
[182] Animal político.— N. del T.
[183] Véase pág. 83.
[184] Véase Wissowa; Religión und Kultur der Römer (1912), pág. 38.
[185] En Egipto fue Ptolomeo Filadelfo el que introdujo el culto al soberano. La adoración de
los Faraones tenia un sentido muy diferente.
[186] Véase parte II, cap. III, núm. 4.
[187] Véase Wissowa: Kult und Religion der Römer, 1912, pág, 98.
[188] Véase Wissowa: Kult und Religion der Römer, 1912, pág, 355.
[189] No podemos exponer aquí la significación simbólica del título y su relación con el
concepto y la idea de la persona. Sólo diremos que la cultura antigua es la única que no
conoce títulos. Los títulos contradicen el sentido severamente somático de las
designaciones,. Aparte de los nombres propios y los sobrenombres, sólo había los nombres
técnicos de los empleos efectivos. «Augustus» se convierte en seguida en nombre propio y
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César en seguida en nombre de una función. La penetración del sentimiento mágico en el
Imperio puede seguirse viendo cómo entre los funcionarios de la Roma posterior las
fórmulas de cortesía como vir clarissimus se convierten en títulos fijos que pueden
concederse y anularse. Del mismo modo los nombres de dioses anteriores y extranjeros se
convierten ahora en títulos de la divinidad reconocida.
Salvador (Asklepios) y Buen Pastor (Orfeo) son títulos de Cristo. En cambio, en los buenos
tiempos de la antigüedad los sobrenombres de las deidades romanas se convirtieron poco a
poco en dioses independientes.
[190] Diágoras, que fue condenado a muerte en Atenas por sus escritos ateos, ha dejado
ditirambos de una profunda piedad. Léanse el diario de Hebbel y sus cartas a Elisa. Hebbel
no creía en Dios»; pero rezaba.
[191] Véase parte II, cap. III, núm. 19.
[192] Véase parte II, cap. III, núm. 4.
[193] En la conclusión famosa de su Óptica (1706), que produjo una
impresión poderosísima y fue el punto de partida para nuevos problemas teológicos, Newton
separa el terreno de las causas mecánicas del de la causa primera, divina, cuyo órgano de
percepción habría de ser el espacio infinito mismo.
[194] La estructura dinámica de nuestro pensamiento aparece primeramente, como ya
hemos visto, en las lenguas occidentales con su ego habeo factum, en lugar de feci. Desde
entonces todo cuanto sucede lo vamos expresando en términos siempre dinámicos.
Decimos que «la» industria se abre mercados y que «el racionalismo» llega a predominar.
No hay lengua antigua que permita expresiones de este tipo. Ningún griego hubiese dicho
«el estoicismo» en lugar de «los estoicos». Aquí se manifiesta una diferencia esencial entre
las imágenes de la poesía antigua y las de la poesía occidental.
[195] Véase pág. 139.
[196] Véase pág. 209.
[197] Véase parte II, cap. V, núm. 4.
[198] M. Planck: Die Entstehung und bisherige Entwicklung der Quantentheorie [Origen y
evolución actual de la teoría de los cuantos] 1920, págs. 17 y 25.
[199] Que han sido causa de que muchos se figuren que ha quedado demostrada «la
existencia real» de loa átomos, extraña recaída en el materialismo del siglo anterior.
[200] De hecho, la idea de que los elementos tienen una duración vital ha dado ocasión a su
estimación media en 3,85 días (véase K. Fajans, Radioctivität, 1919, pág. 12).
[201] Véase parte II, cap. III, núm. 20.
[202] El «conjunto» de los números racionales es numerable; el de los reales, no. El conjunto
de los números complejos es de dos dimensiones; de donde se infiere el concepto de
conjunto de n dimensiones, que introduce las formas geométricas en la esfera de la teoría
de los conjuntos.
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Volumén 2
Perspectivas de la Historia Universal
Capítulo I
Orígen y Paisaje
Cosmos y Microcosmos
1[1]
Contemplad las flores en el atardecer, cuando al sol poniente se van cerrando unas tras
otras. Una desazón, un sentimiento de misteriosa angustia invade el ánimo ante esa
existencia ciega, somnolienta, adherida a la tierra. La selva muda, los prados silenciosos,
aquel matorral y esta rama no pueden erguirse por sí solos. El viento es quien juguetea con
ellos. En cambio la mosca es libre; danza en la luz del ocaso; se mueve y vuela a donde
quiere.
Una planta no es por sí misma nada. Constituye un fragmento del paisaje en donde el acaso
la obligó a arraigar. El crepúsculo, la fresca brisa, la oclusión de las flores, nada de esto es
causa y efecto, ni peligro que se advierte, ni resolución que se toma, sino un proceso
uniforme de la naturaleza, un proceso que se verifica junto a la planta, con la planta y en la
planta. Por si, la planta no es libre de esperar, de querer o de elegir.
En cambio el animal puede elegir. El animal vive desprendido del resto del mundo. Ese
enjambre de mosquitos, que siguen danzando sobre el camino, aquella ave solitaria que
hiende el cielo crepuscular, la zorra que espía un nido—todos estos son pequeños mundos
por sí, inclusos en otro mundo mayor. El infusorio invisible para los ojos humanos, el
infusorio que vive en una gota de agua la breve vida de un segundo, en un minúsculo
pliegue del líquido, el infusorio es libre e independiente frente al conjunto cósmico. El roble
gigantesco, en una de cuyas hojas se estremece esa gota de agua, no lo es.
¡Sujeción y libertad! He aquí los rasgos últimos y más profundos que distinguen la vida
vegetal de la vida animal. Sin embargo, sólo la planta es íntegramente lo que es. En la
esencia del animal hay un elemento dualista. La planta es sólo planta; el animal, empero, es
planta y además otra cosa. Un rebaño que al presentir el peligro se apiña tembloroso, un
niño que se abraza llorando a su madre, un hombre desesperado que busca refugio en el
seno de su Dios—todos estos seres en este instante reniegan de su libertad y aspiran a
revivir aquella existencia sujeta, vegetativa, de donde salieron para ser libres y solitarios.
La semilla de una flor, vista a! microscopio, presenta dos hojas germinativas que forman y
protegen el brote, orientado hacia la luz, con sus órganos de circulación y de reproducción; y
un tercer elemento, el germen de la raíz, que representa el sino irremediable de la planta, la
necesidad de que la planta constituya una parte de un paisaje. En los animales superiores
vemos cómo el germen fructificado, en las primeras horas de la existencia, cuando ésta
comienza a hacerse independiente, forma una membrana germinativa externa que envuelve
las membranas media e interna, bases de los órganos futuros de circulación y reproducción,
esto es, del elemento vegetal en el cuerpo animal y las separa del cuerpo materno y, por
tanto, del mundo restante. Esa membrana externa es el símbolo de la existencia
propiamente anima!; distingue las dos clases de vivientes que han aparecido en la historia
de la tierra.
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Hay, para expresar esto, nombres viejos y bellos: la planta es algo cósmico, el animal es
además un microcosmos que está en relación con un macrocosmos. Cuando un ser vivo se
separa del cosmos de tal manera que puede determinar su posición con respecto a él,
entonces ese ser vivo queda convertido en microcosmos. Los planetas mismos giran sujetos
en su curso a los grandes ciclos astronómicos. Pero aquellos pequeños mundos son los
únicos que se mueven libremente con relación al mundo mayor, del que tienen conciencia
como de su mundo circundante. Y sólo cuando asi sucede adquieren las cosas para nosotros
el sentido de cuerpos vivos. Hay en nosotros algo que se resiste a atribuir a las plantas un
cuerpo, en el sentido propio de esta palabra.
Todo lo cósmico lleva impreso el signo de la periodicidad.
Todo lo cósmico tiene un ritmo. En cambio, lo microcósmico tiene polaridad. La palabra
«contra» expresa íntegramente su esencia. Lo microcósmico se manifiesta como oposición.
Hablamos del esfuerzo de la atención, del esfuerzo del pensamiento. Pero todos los estados
de la conciencia vigilante son, por esencia, esfuerzos, oposiciones entre dos polos; los
sentidos y los objetos, el yo y el tu, la causa y el efecto, la cosa y la propiedad, todo es
tensión, dilatación, oposición. Y cuando aparece la relajación, esto es, la que con término
profundamente significativo llamamos también distensión, sobreviene en seguida el
cansancio en la parte microcósmica de la vida y, finalmente, el sueño. El durmiente, el
hombre libre de toda tensión y oposición, vive en realidad una existencia puramente
vegetativa.
El ritmo cósmico es ese elemento que sólo puede describirse por medio de perífrasis, como
dirección, tiempo, compás, sino, anhelo: desde el braceo de un caballo de raza y el galope
tonante de un rebaño enloquecido, hasta la muda comprensión de dos amantes, el
acompasado tono de una sociedad distinguida y la mirada penetrante del conocedor de
hombres, esa mirada que he llamado anteriormente tacto fisiognómico.
Ese ritmo de los ciclos cósmicos vive y vibra siempre en todo movimiento por libre que seaque los microcosmos verifican en el espacio. Y a veces diluye la oposición de los seres
despiertos en una harmonía sensitiva, de estilo grandioso.
Contemplad una bandada de pájaros volando en el éter; ved cómo asciende siempre en la
misma forma, cómo torna, cómo planea y baja, cómo va a perderse en la lejanía; y sentiréis
la exactitud vegetativa, el tono objetivo, el carácter colectivo de ese movimiento complejo,
que no necesita el puente de la intelección para unir el yo con el tú. Tal es el sentido de las
danzas guerreras y eróticas en los animales y los hombres; asi se forja la unidad profunda
de un regimiento, cuando se precipita como una tromba contra el fuego del enemigo; así la
muchedumbre, ante un caso que la conmueve, se convierte de súbito en un solo cuerpo,
que bruscamente, ciegamente, misteriosamente piensa y obra, y al cabo de unos instantes
puede tornar de nuevo a descomponerse en mil individuos aislados. Quedan anulados aquí
los limites del microcosmos. Ese cuerpo colectivo es el que ruge y amenaza, el que empuja
y anhela, el que vuela, torna y vibra. Los miembros se entrecruzan, el pie truena, un clamor
sale de todas las bocas, un sino se cierne sobre todas las cabezas. La suma de mil
pequeños mundos se ha convertido de pronto en una totalidad.
Sentir es darse cuenta del ritmo cósmico. Percibir es darse cuenta de las oposiciones
microcósmicas. La doble significación de la palabra sensibilidad ha borrado la clara
distinción entre la parte general vegetativa y la parte animal de la vida.
Si a la primera la llamamos vida sexual y a la segunda vida sensible, estas denominaciones
nos revelan una profunda conexión. La vida sexual tiene siempre el carácter de periodicidad,
de ritmo, en su concordancia con los grandes ciclos astrales, en la relación de la naturaleza
femenina con la Luna, y de la vida en general con la noche, la primavera y el calor. La vida
sensible consiste empero en oposiciones: de la luz a lo iluminado, del conocer a lo conocido,
del dolor al arma que lo produce. Las dos clases de vida, en las especies más
evolucionadas, han llegado a proveerse de órganos especiales; y estos órganos, cuanto más
perfectas son sus formas, tanto más claramente aluden a la importancia de los dos aspectos
vitales.
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Poseemos dos órganos cíclicos de la existencia cósmica: la circulación de la sangre y el
órgano sexual. Poseemos igualmente dos órganos diferenciales de la movilidad,
microcósmica: los sentidos y los nervios. Debemos admitir que primitivamente todo el
cuerpo era al mismo tiempo órgano del ciclo cósmico y órgano del tacto.
La sangre es para nosotros el símbolo de la vida. Circula sin cesar por el cuerpo, desde la
concepción hasta la muerte; pasa del cuerpo de la madre al del niño; bate las arterias en la
vigilia como en el sueño; nunca interrumpe su curso. La sangre de los antepasados fluye a
través de las generaciones, uniéndolas en un ingente conjunto, sometido al sino, al ritmo, al
tiempo. Al principio, sucedía esto por divisiones repetidas de los ciclos, hasta que apareció
un órgano propio de la generación sexual, que hizo de un solo instante el símbolo de la
duración. Esa creación y concepción de los seres, esa tendencia del elemento vegetativo a
reproducirse, a perpetuar en otros el eterno ciclo de la vida, esa influencia trascendente de
la magna pulsación única, que se manifiesta a través de las almas lejanas por atracción,
impulso y repulsión, todo eso constituye el más profundo arcano de la vida, el arcano que los
misterios religiosos y los grandes poemas han intentado penetrar, el arcano trágico que
Goethe ha tocado en la poesía «Santo afán» y en las «Afinidades electivas», en donde el
niño tiene que morir, porque ha venido a la existencia por apartados cruces de la sangre y,
por decirlo asi, mediante un pecado cósmico.
Para el microcosmos, que se mueve libremente dentro del macrocosmos, hay que añadir
además el órgano de la diferenciación, el «sentido», que originariamente es tacto y nada
más.
Lo que nosotros, hoy, habiendo llegado a un alto grado de evolución, llamamos en general
tocar—tocar con la vista, con el oído, con el entendimiento—es la denominación más
sencilla que aplicamos a la movilidad ce los seres y, por tanto, a la necesidad de determinar
incesantemente la relación del ser con el ambiente. La palabra determinar significa, empero,
definir el lugar. Por eso, todos los sentidos, por muy desarrollados que estén, por mucho que
se hayan alejado de su origen primario, son propiamente sentidos topográficos: no hay otros.
La percepción, sea cual fuere su índole, distingue lo propio de lo extraño; y para determinar
la posición de lo extraño con respecto a la propio, sirve el olfato del perro lo mismo que el
oído del ciervo y los ojos del águila. El calor, la claridad, el sonido, el olor, todas las especies
posibles de percepción, significan distancia, lejanía, extensión.
Originariamente, la actividad diferenciativa del sentido constituye una unidad, como unidad
es también la circulación cósmica de la sangre. Un sentido activo es siempre al mismo
tiempo un sentido inteligente; dentro de estas relaciones sencillas, buscar y encontrar son
una misma cosa; son eso que llamamos tocar o palpar, empleando un término muy
acertado.
Más tarde, cuando los sentidos ya formados son el objeto de más elevadas exigencias, la
percepción no es al mismo tiempo intelección de lo percibido; poco a poco la inteligencia va
destacándose cada vez más clara sobre la simple percepción. En la membrana germinativa
externa, el órgano crítico se separa del sensible—el cual a su vez se ramifica pronto en
diferentes órganos sensoriales bien distintos—como el órgano sexual se separa de la
circulación de la sangre. Es notorio que toda forma inteligente la concebimos como derivada
de la percepción, y que ambas, en su actividad diferenciativa, actúan todavía en el hombre
por modo homogéneo, como lo prueban las expresiones: inteligencia penetrante y sutil,
compenetración, olfato científico, sentido práctico; y no hablemos de los términos lógicos
como concepto y conclusión, que proceden todos del mundo óptico.
Ved a un perro, cuya atención dormita. De pronto el can entra en tensión, escucha, olfatea;
sobre la simple percepción está buscando la intelección. Mas ese perro puede estar también
reflexionando; y entonces la inteligencia actúa casi por sí sola y juega con percepciones
apagadizas y sin brillo. Los idiomas antiguos expresaban muy claramente esa escala
ascendente, distinguiendo cada nuevo grado, considerándolo como actividad de índole
especial, y designándolo con un nombre adecuado: oír, escuchar, atender, oler, husmear,
olfatear; ver, mirar acechar, observar. En estas series, la intelección es cada vez más
enérgica, con relación a la percepción.
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Por último, entre los sentidos hay uno que se desarrolla con supremo carácter. En el
universo hay un elemento incógnito algo que permanecerá por siempre inaccesible a nuestro
afán de comprenderlo todo, algo que se crea su órgano corporal. Surgen los ojos. En los
ojos y con los ojos aparece la luz como el otro polo de la visión. Y por más que el
pensamiento abstracto que medita sobre la luz se empeñe en eliminarla y anularla,
substituyéndola por un cuadro de ondas y rayos, la vida, la realidad de la vida queda desde
ahora circunscrita y envuelta en el mundo lumínico de los ojos. He aquí el milagro bajo el
cual se cobija la humanidad entera. En el mundo espectacular de la luz es donde hay
lejanías, que son colores y claridades; en ese universo es donde existen la noche y el día,
las cosas visibles y los movimientos perceptibles en un amplio espacio luminoso, un mundo
de astros infinitamente lejanos, que giran sobre la Tierra, un horizonte iluminado que
envuelve la vida individual, y que trasciende lejos de las proximidades del cuerpo. En ese
universo luminoso, que la ciencia no consigue reducir a una «teoría» sino valiéndose de
representaciones ópticas mediatas e internas; en ese mundo luminoso existe un pequeño
astro, la Tierra, sobre el cual vagan enjambres humanos que perciben la luz; y en la Tierra,
la vida toda cambia de dirección según que los raudales de la luz meridional bañen la cultura
egipcia y mejicana o las tenuidades de la luz septentrional desenvuelvan sus fríos
resplandores en las comarcas del Norte. Para solaz de sus ojos evoca el hombre los
edificios y transforma en relaciones luminosas la percepción táctil y corpórea de la tectónica.
Religión, arte, pensamiento han nacido para servir a la luminosidad; y las únicas diferencias
consisten en que unas formas se ofrecen a los ojos del cuerpo y otras a los «ojos del
espíritu».
Con esto queda manifiesta y en plena claridad una distinción que suele obscurecerse en
confusiones y obscuridades, por culpa de una palabra equívoca, la palabra conciencia. Yo
distingo por una parte la existencia y por la otra, la vigilia. La existencia posee ritmo y
dirección; la vigilia es oposición y extensión. En la existencia reside un sino; la vigilia separa
les causas y los efectos. A la existencia pertenecen las preguntas primarias de: ¿cuándo?, ¿
por qué? A la vigilia, las de: ¿dónde?, ¿cómo?
La planta tiene existencia, pero no vigilia. En el sueño todos los seres son plantas, porque se
ha anulado en ellos la oposición al mundo circundante, aunque el pulso, el ritmo de la vida
sigue latiendo. La planta no conoce más relación que la del cuándo y el porqué. El empuje
de los primeros brotes verdes, que asoman en el manto invernal, la hinchazón de las yemas,
la fuerza toda del florecer, la fragancia, el brillo, la madurez, todo eso no es mas que el
deseo de que se cumpla un destino; todo eso no es mas que una continua y anhelante
pregunta: ¿cuándo?
En cambio, para una existencia puramente vegeta!, el dónde no puede tener ningún sentido.
¿Dónde? Esta es la pregunta que el hombre, al despertar, se hace cada día, cuando piensa
en el mundo que le rodea. Porque la pulsación de la existencia perdura a través de las
generaciones; pero la vigilia siempre comienza de nuevo en cada microcosmos. He aquí la
diferencia entre engendrar y nacer. Engendrar es garantir la duración; pero el nacimiento es
un comienzo. Por eso la planta es engendrada, pero no nace. La planta existe; mas no hay
para ella un despertar, un primer día en que descubre en derredor el mundo sensible.
2
Ahora, frente a nosotros, aparece el hombre. En su vigilia sensible nada hay que perturbe la
pura dominación de su mirada. Las resonancias de la noche, el viento, el aliento de los
anímales, la fragancia de las flores evocan en el mundo luminoso las preguntas: ¿adonde?,
¿de dónde? No tenemos la menor idea de cómo es ese mundo de olores en donde el
perro—el más próximo compañero del hombre- ordena sus impresiones visuales. Nada
sabemos acerca del mundo de las mariposas, cuyos ojos cristalinos no dibujan imágenes de
las cosas. Nada sabemos del mundo que rodea a los animales sin ojos, aunque provistos de
otros órganos sensibles. Para nosotros no hay ya mas que el espacio visual. Y los residuos
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de esos otros mundos sensibles, mundos de sonidos, de olores, de calores y fríos, han
hallado acomodo en el espacio visual, como «propiedades» y «efectos» de las cosas
iluminadas. El calor se desprende del fuego «que vemos»; la rosa que contemplamos en el
espacio luminoso despide su fragancia y a nuestros oídos llega el sonido de un violín. Y por
lo que se refiere a los astros, nuestras relaciones con ellos se limitan a verlos. Brillan sobre
nuestras cabezas y recorren sus trayectorias visibles. Los animales, empero, y aun los
hombres primitivos, tienen, sin duda, de los astros otras percepciones claras, percepciones
de muy distinta índole; algunas de ellas podemos concebirlas indirectamente valiéndonos de
representaciones científicas: otras permanecen en absoluto inaccesibles para nosotros.
Pero este empobrecimiento de la percepción sensible significa, por otra parte, que ésta ha
adquirido en nosotros una insondable profundidad. La humana vigilia no es ya la simple
oposición entre el cuerpo y el mundo circundante. Ahora significa la vida en un mundo
luminoso, que se cierra como un ruedo en derredor nuestro. El cuerpo se mueve en el
espacio visual. La experiencia íntima de la profundidad es un potente disparo que parte de
un centro luminoso y hiende el espacio hacia las lejanías visibles. Ese centro es el punto que
llamamos yo. El «yo» es un concepto visual. Desde este instante, la vida del yo es una vida
al sol. La noche adquiere cierta afinidad con la muerte. Y así se forma un nuevo sentimiento
de terror, que absorbe todos los demás: el terror a lo invisible, a lo que sólo podemos oír,
sentir, adivinar; a las cosas cuya actuación percibimos sin poderlas, empero, ver. Los
anímales conocen otras termas del terror que, para el hombre, permanecen arcanas; pues
ese miedo al silencio-que los niños y los hombres de tipo infantil intentan ahuyentar
hablando alto o haciendo ruido— está ya en trance de desaparecer entre los hombres
superiores.
Pero el miedo a lo invisible caracteriza la índole propia de toda religiosidad humana. Las
deidades son realidades luminosas, que adivinamos, que nos representarnos, que intuimos.
«Dios invisible»; he aquí la expresión suprema de la transcendencia humana. El «más allá»
empieza en el punto en donde terminan los limites del mundo luminoso. La «salvación»
consiste en libertarse del conjuro de la luz y de sus hechos.
En esto justamente reside el indecible encanto que la música produce en los hombres, y la
fuerza realmente redentora que en ese arte se manifiesta. La música, en efecto, es el único
arte cuyos medios se hallan fuera del mundo luminoso, mundo que para nosotros se ha
identificado desde hace mucho tiempo con el mundo en general; de manera que la música
es la única que puede sacarnos, por decirlo asi, del mundo, quebrar el acerado conjuro de la
luminosidad imperante e insinuar en nuestro ánimo la dulce ilusión de estar en contacto con
el postrer secreto del alma, ilusión que proviene de que el hombre despierto vive de
continuo bajo la dominación de uno de sus sentidos, hasta el punto de que con las
impresiones del oído ya no puede construir un mundo auditivo y se ve forzado a integrarlas
en su mundo visual.
Por eso el pensamiento humano es pensamiento de los ojos, y nuestros conceptos son
abstraídos de la visión, y la lógica entera es un mundo imaginario de luz.
El mismo encauzamiento y, por lo tanto, ahondamiento, que consiste en subordinar toda
percepción a la visión, se ha verificado en el lenguaje. Las innúmeras maneras de
comunicación sensible, que el animal conoce y que nosotros comprendemos bajo el nombre
de lenguaje, han sido substituidas todas por un lenguaje único, el lenguaje verbal, que sirve
como de puente sobre el espacio luminoso, para que se entiendan dos hombres que se ven
uno a otro hablando o que se representan uno a otro oyendo ante la visión interior. Las
demás especies del lenguaje—de las cuales se han conservado algunos restos— han sido
incorporadas hace tiempo al lenguaje verbal en forma de gestos, ademanes, acentos. La
diferencia entre el lenguaje general de los animales-que se compone de sonidos -y el
lenguaje puramente humano- que se compone de palabras- consiste en que las palabras y
los enlaces entre palabras forman un mundo de representaciones luminosas internas, que se
ha desarrollado bajo la dominación del sentido visual. Cada significación verbal tiene un
valor lumínico, aun cuando se trate de palabras como melodía, gusto, frío, o de términos
completamente abstractos.
Ya en los animales superiores, a consecuencia de la costumbre de entenderse unos a otros
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por un lenguaje de los sentidos, se establece una diferencia clara entre la simple percepción
y la percepción intelectiva. A estas dos clases de actividad microcósmica podemos darles el
nombre de impresión de los sentidos y juicio de los sentidos; por ejemplo, juicio del olfato,
juicio del gusto o juicio del oído. Y entonces observamos que en las hormigas y las abejas,
en las aves de rapiña, en los caballos y en los perros, el centro de gravedad en la vigilia cae
muchas veces, claramente, del lado del juicio. Pero, en el hombre, bajo la acción del
lenguaje verbal, prodúcese en la vigilia activa una oposición abierta entre la percepción y la
intelección, una tirantez que resulta inconcebible en los animales y que aun en el hombre
sólo puede admitirse como una posibilidad que, primitivamente, se realizaba raras veces. La
evolución del lenguaje verbal trae consigo algo decisivo: la intelección se emancipa Se la
percepción.
En lugar de la percepción intelectiva uniforme y completa, aparece muchas veces y cada
vez con más frecuencia una intelección de lo que significan ciertas impresiones sensibles
apenas advertidas. Y estas impresiones quedan al fin anuladas por las significaciones de los
sonidos verbales a que estamos acostumbrados. La palabra, que al principio era el nombre
de una cosa vista, se transforma insensiblemente en el signo de una cosa pensada, del
«concepto». Nunca aprehendemos exactamente, ni mucho menos, el sentido de esos
nombres -esto no ocurre mas que en los nombres totalmente nuevos—, ni usamos nunca
dos veces una misma palabra con la misma significación, ni nadie entiende una palabra
como la entiende otra persona. Y, sin embargo, conseguimos comprendernos unos a otros,
porque los hombres de un mismo idioma se han formado por el uso una común intuición del
mundo, en la que viven tan inmersos,
que bastan los sonidos verbales para evocar en ellos representaciones afines. Existe, pues,
una concepción abs-tracta, abstraída, extraída de la visión por medio de los sonidos
verbales; y esta concepción, aunque primitivamente no aparezca en el hombre con la
independencia y substantividad que luego adquiere, traza, sin embargo, un límite riguroso
entre la vigilia animal y otra manera típica de vigilia, la vigilia puramente humana. De igual
modo, en un grado inferior, la vigilia en general constituye el límite entre la existencia
vegetativa y la existencia puramente animal.
La intelección separada de la percepción se llama pensamiento. El pensamiento ha
introducido para siempre una división en la vigilia humana. Desde muy antiguo ha trazado
una separación entre el entendimiento y la sensibilidad, valorando al primero como facultad
superior y al segundo como facultad inferior. Ha creado la oposición fatal entre el mundo
luminoso de los ojos, caracterizado como mundo de apariencia, engaño de los sentidos, y
otro mundo literalmente re-presentado, en el cual se mueven los conceptos, con su
imborrable estela de tenue luminosidad. Y este segundo mundo es para el hombre -en tanto
que «piensa»—el mundo verdadero, el mundo en sí.
Al principio, el yo era la vigilia en general, el hombre despierto contemplando desde su
centro el mundo de la luminosidad; pero ahora el yo se ha convertido en «espíritu», esto es,
en intelección pura, en intelección que se «conoce» a sí misma como tal y que ve no sólo el
mundo extraño en su derredor, sino muy pronto también los demás elementos de la vida, el
«cuerpo», dándoles una valoración de inferioridad con respecto a sí misma. Un signo que
revela este proceso es no sólo la actitud erguida del hombre, sino también la forma
perespiritualizada de su cabeza, en la cual la mirada, la conformación de la frente y de las
sienes constituyen los elementos preponderantes de la expresión [2].
Se advierte con claridad que el pensamiento, habiéndose hecho independiente, ha
descubierto para sí mismo una nueva actuación. Al pensamiento práctico, enderezado a
conocer la constitución de las cosas luminosas con respecto a tal o cual fin o propósito, se
añade ahora el pensamiento teorético, que quiere perforar las cosas, la meditación, que
aspira a sondear las propiedades de las cosas en si mismas, la «esencia de las cosas». La
luz es separada de los objetos vistos; la experiencia íntima de la profundidad en los órganos
visuales se potencia con gigantesca evolución y se convierte evidentemente en la
experiencia de la profundidad en el reino de las significaciones verbales, nimbadas de luz. Y
creemos que nos va a ser posible, con la mirada interior, penetrar en lo recóndito de las
cosas reales. Formamos representaciones sobre representaciones y llegamos, en fin, a
establecer una arquitectura ideológica de gran estilo, cuyos edificios se ofrecen con plena
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claridad en una luz, por decirlo asi, interior.
Con el pensamiento teorético aparece en la vigilia humana una especie de actividad que
hace irremediable, indispensable la lucha entre la existencia y la vigilia. El microcosmos
animal, en el cual la existencia y la vigilia están enlazadas formando la unidad substantiva
de la vida, no conoce más vigilia que la que está al servicio de la existencia. El animal
«vive» simplemente, sin reflexionar sobre la vida. Pero la dominación absoluta del órgano
visual hace que la vida aparezca como vida de un ser visible a la luz; y la inteligencia,
adherida al lenguaje, forma bien pronto un concepto del pensamiento y, como
contraconcepto, otro de la vida, distinguiendo finalmente entre la vida tal como es y la vida
tal como debiera ser. En lugar de la vida despreocupada aparece la oposición entre «pensar
y hacer».
Esta oposición es posible en el hombre—no en el animal—; y no sólo posible, sino que bien
pronto se convierte en un hecho y, por último, en una alternativa para cada hombre. Esta
oposición es la que da forma a toda la historia de la humanidad superior con todas sus
manifestaciones; y cuanto más elevadas son las formas que adopta una cultura, tanto más
absoluto es el dominio de esa oposición sobre los momentos significativos de su vigilia.
El elemento vegetal y cósmico, la existencia sumisa al sino, la sangre, la raza, poseen el
predominio originario y lo conservan. Son la vida. Lo otro está sólo para servir a la vida.
Pero este otro elemento se subleva y se niega a servir. Quiere dominar y cree que domina.
Una de las más decididas pretensiones del espíritu humano es tener al cuerpo, a la
«naturaleza» bajo su mando. La cuestión es, empero, saber si esa creencia no es ella misma
algo que sirve y aprovecha a la vida. ¿Por qué nuestro pensamiento piensa asi? ¿No será
acaso porque asi lo quiere el elemento cósmico, el impersonal «ello»? El pensamiento
demuestra su poderío decretando que el cuerpo es una representación, conociendo su
condición miserable y reduciendo al silencio la voz de la sangre. Pero en realidad es la
sangre la que domina, dando principio o fin, silenciosamente, a la actividad del pensamiento.
He aquí otra diferencia entre hablar y vivir. La existencia puede pasarse sin la vigilia; la vida
puede vivir sin la inteligencia; pero no recíprocamente. A pesar de todo, el pensamiento
domina solamente en el «reino de los pensamientos».
3
¿Es el pensamiento una creación del hombre o el hombre superior una creación del
pensamiento? Estas dos actitudes difieren sólo en las palabras. Pero el pensamiento mismo,
al determinar su rango dentro de la vida, fallará siempre erróneamente, estimándose en
demasía, porque no advierte o no reconoce junto a sí otros modos de referirse a las cosas,
y, por lo tanto renuncia desde luego a una visión imparcial de la realidad.
De hecho todos los pensadores profesionales-los únicos casi en todas las culturas que en
esto llevan la voz cantante-han considerado siempre la reflexión fría, abstracta, como la
única actividad que, evidentemente, conduce al conocimiento de las «cosas últimas». Y
abrigan asimismo la convicción de que la «verdad», que por ese camino llegan a descubrir,
es la misma que, como verdad, aspiraban a conocer, y no acaso una imagen representada,
substituto de los arcanos incomprensibles.
Pero si el hombre es, en efecto, un ente pensante, está en cambio muy lejos de ser un ente
cuya existencia consista en pensar. Esta distinción no la han visto los meditadores. El
término del pensamiento se llama verdad. Las verdades son, empero, determinadas por
nuestra actividad pensante, es decir, abstraídas de la viviente confusión del mundo
luminoso, en forma de conceptos, para ocupar un puesto perdurable en un sistema, en una
especie de espacio espiritual. Las verdades son absolutas y eternas. Esto quiere decir que
las verdades no tienen ya nada que ver con la vida.
Mas para el animal no hay verdades, sino solamente hechos.
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Esta es la diferencia entre la intelección práctica y la intelección teorética. Los hechos se
distinguen de las verdades como el tiempo se distingue del espacio y el sino, de la
causalidad.
Un hecho está presente ante la vigilia entera, ante la vigilia al servicio de la existencia y no
sólo ante una parte de la vigilia, con exclusión—al parecer—de la existencia. La vida
verdadera, la historia, sólo conoce hechos. La experiencia de la vida, el conocimiento de los
hombres se refiere a hechos solamente.
El hombre activo, el hombre de acción, de voluntad, de lucha, el hombre que tiene que
afirmarse a diario frente al poder de los hechos y sojuzgarlos o perecer, ese hombre
considera las simples verdades como algo insignificante y las mira como de arriba a abajo.
Para el genuino estadista no hay verdades políticas; solo hay hechos políticos. La famosa
pregunta de Pilatos es la típica de todo hombre de acción.
Uno de los más grandes aciertos de Nietzsche fue poner en tela de juicio el valor de la
verdad, del saber, de la ciencia.
Para todo pensador y sabio nativo, semejante idea es una frívola calumnia, porque todo
espíritu científico cree que poner en duda el valor de la ciencia es poner en duda el sentido
de su propia vida como científico y pensador. Cuando Descartes quería dudar de todo, a
buen seguro que no dudaba del valor de su problema.
Pero una cosa es plantear problemas y otra creer en las soluciones. La planta vive sin saber
que vive. El animal vive y lo sabe. El hombre se admira de vivir y pregunta. Pero el hombre
no puede dar una respuesta a su pregunta; sólo puede creer en la exactitud de su respuesta
y en esto no existe la menor diferencia entre Aristóteles y el más mísero salvaje Y ¿por qué
han de ser descifrados los enigmas, contestadas las preguntas? ¿No alienta en este afán el
terror, ese terror que hace brillar los ojos del niño, ese trágico patrimonio de la humana
vigilia cuya inteligencia, desligada de los sentidos, vive de si misma, aspira a penetrar en las
honduras del mundo circundante y sólo en las respuestas y soluciones encuentra su
descanso, su salvación?. La fe desesperada en el saber, en la ciencia, ¿puede librarnos de
la pesadilla de los grandes problemas?
«Estremecerse es lo más grande que puede hacer la humanidad.» Y aquel a quien el sino le
haya negado este estremecimiento debe intentar descubrir los misterios; debe lanzarse
sobre las cosas que imponen respeto, para despedazarlas, destruirlas y sacar de las ruinas
su botín de ciencia. El afán de sistema es afán de matar lo viviente. En el sistema, las cosas
vivas quedan fijadas, anquilosadas, atadas a la cadena de la lógica.
El espíritu ha vencido cuando ha logrado llevar a buen término su empresa de petrificación.
Con las palabras razón y entendimiento o intelecto suele distinguirse por una parte el sentir,
el vislumbrar vegetativo, para quien el lenguaje de los ojos y de las palabras es sólo un
medio de expresión; y por otra parte, la intelección animal, dirigida por el lenguaje. La razón
evoca ideas; el intelecto encuentra verdades Las verdades son inánimes y pueden
comunicarse las ideas, empero, pertenecen a la personalidad viviente de su creador y sólo
pueden ser sentidas. La esencia del intelecto es la critica; la esencia de la razón es la
creación. La razón crea el objeto de que se trata; el intelecto lo presupone. Tal es el sentido
de las profundas palabras de Bayle, cuando dice que el intelecto sólo consigue descubrir
errores, pero no encontrar verdades. Y en realidad, la critica intelectiva actúa y se desarrolla
primeramente sobre la percepción sensible a que está adherida la intelección. En ella, en el
juicio de los sentidos es donde el niño aprende a concebir y distinguir. Pero cuando la
intelección se ha separado, abstraído, de la percepción; cuando la intelección se ocupa sólo
de si misma, entonces la crítica necesita para ejercitarse algo que substituya a la percepción
sensible que antes le servía de objeto. Y ese algo no puede ser otra cosa que un
pensamiento ya dado, sobre el cual la critica abstracta se ceba ahora. No hay otra manera
de pensar; no existe un pensamiento que se alce libremente, construido sobre la nada.
En efecto, mucho antes de que el hombre primitivo llegase a pensar en abstracto, ya había
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creado una imagen religiosa del mundo. Esta es el objeto sobre el cual trabaja el intelecto
critico. Toda ciencia arraiga sobre el suelo de una religión, envuelta en las condiciones
espirituales de una religión; y no significa otra cosa que la corrección abstracta de esa
doctrina religiosa, considerada como falsa, como menos abstracta. Y toda ciencia lleva en si
misma, en su arsenal de conceptos, de problemas, de métodos, el núcleo residual de una
religión.
Toda verdad nueva que el intelecto descubre no es mas que un juicio critico sobre otra
verdad que existía antes. La polaridad entre el saber nuevo y el saber antiguo implica que,
en el mundo del intelecto, la exactitud es relativa; esto es, que no hay en él sino juicios de
mayor o menor fuerza suasoria. El saber critico descansa sobre la creencia de que la
intelección hoy es superior a la intelección de ayer. La vida es la que nos impone esta
creencia.
¿Puede, por tanto, la critica resolver los grandes problemas o tan sólo establecer que son
insolubles? AI comienzo del conocer, creemos lo primero. Pero cuanto más vamos
sabiendo, tanto más propendemos a lo segundo. Y mientras dura la esperanza, llamarnos
problemas a los misterios.
Para el hombre despierto, vigilante, hay, pues, un doble problema; el problema de la vigilia y
el de la existencia, o sea el del espacio y el del tiempo, o el del mundo como naturaleza y el
del mundo como historia, o el de la oposición y el del ritmo: la vigilia intenta comprenderse a
sí misma y además quiere comprender también algo que le es ajeno. Y aunque una voz
interior le diga que en este punto se traspasan todas las posibilidades de conocimiento, sin
embargo, el terror persuade a todos los seres de que deben seguir buscando y de que es
preferible contentarse con una apariencia de solución, a hundir la mirada en el vacío.
4
La vigilia se compone de percepciones e intelecciones, cuya común esencia consiste en
orientarse de continuo en la relación con el macrocosmos. En este sentido, la vigilia resulta
idéntica a la «determinación», ya se trate del tacto de un infusorio, ya del pensamiento
humano en su grado superior. La vigilia, pues, al palparse a sí misma, llega en primer
término al problema del conocimiento. ¿Qué es conocer? ¿Qué es conocimiento del
conocimiento? ¿Qué relación media entre lo que al principio se entendía por conocimiento y
lo que después ha quedado preso en las mallas verbales del idioma? La vigilia y el sueño
alternan como el día y la noche, a compás del curso estelar.
El conocimiento alterna igualmente con el ensueño. ¿Cómo distinguirlos?
La vigilia—no sólo la vigilia percipiente, sino también la inteligente—es, empero, idéntica a
la polaridad de las oposiciones—como la que existe entre el conocer y lo conocido, entre la
cosa y la propiedad, entre el objeto y el acontecimiento—. ¿En qué consiste la esencia de
estas oposiciones? Aquí aparece, es segundo término el problema de la causalidad. Dos
elementos sensibles son considerados como causa el uno y efecto el otro; dos elementos
espirituales son denominados el uno fundamento y el otro consecuencia; con todo lo cual
queda determinada una relación de potencia y de rango. Si uno de los dos elementos existe,
el otro tiene que existir también. El tiempo permanece ajeno a todo esto. No se trata de
hechos del sino; se trata de verdades causales. No de un: cuando, sino de una dependencia
legal. Esta es, sin duda, la actividad del espíritu que más esperanzas enciende en nosotros.
El hombre debe a tales hallazgos, acaso, sus más felices momentos. Y asi, partiendo de las
oposiciones que se le ofrecen en proximidad y presencia inmediatas, diarias, el hombre
camina en ambas direcciones por encadenamientos infinitos hasta llegar a la primera y
ultima causas en la trama de la naturaleza, esto es, a lo que él llama Dios y sentido del
universo. El hombre colecciona, ordena y contempla su sistema, su dogma de conexiones
legales y halla en éste un refugio frente a lo imprevisto. El que puede demostrar, nada ha de
temer. Mas, ¿en qué consiste la esencia de la causalidad? ¿Reside en el conocer o en lo
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conocido, o en la unidad de ambos?
El mundo de las oposiciones debería ser en si mismo un mundo muerto, rígido, mundo de la
«eterna verdad», sito allende todo tiempo; en suma, un estado. El mundo real de la vigilia
es, empero, un mundo lleno de cambios. El animal no se extraña de estos cambios. Pero el
pensamiento del pensador queda, ante ellos, sumido en honda perplejidad. La quietud y el
movimiento, la duración y la mutación, lo producido y el producirse, ¿no designan todas
estas oposiciones algo que no podemos comprender, algo que, por lo tanto, debe ocultar un
absurdo? ¿Son acaso hechos últimos, imposibles de reducir a la forma de verdades y de
abstraer del mundo sensible? Aquí vemos que algo temporal palpita en el mundo intemporal
del conocimiento; las oposiciones; aparecen como ritmo; a la extensión se añade la
dirección. Todo lo que hay de problemático en la vigilia intelectiva se condensa en un foco
último y más colmado que ningún otro de dificultades, en el problema del movimiento cuya
indagación es el fracaso del pensamiento libre. Aquí se ve al fin con toda claridad que lo
microcósmico, hoy y siempre, depende de lo cósmico, como en los orígenes de cada nuevo
ser lo demuestra ya la membrana germinativa externa, que es simple envoltura de un
cuerpo. La vida puede vivir sin pensamiento; pero el pensamiento es sólo un modo de la
vida. Por muy poderosos fines que el pensamiento se proponga a sí mismo, en realidad la
vida se sirve del pensamiento para su fin y propone al pensamiento un fin vital,
completamente independiente de la resolución de los problemas abstractos. Para el
pensamiento las soluciones de los problemas son exactas o falsas; para la vida tienen o no
tienen valor. El afán de conocer fracasa en el problema del movimiento; mas quizás este
fracaso haya realizado justamente el propósito de la vida.
A pesar de eso y por eso precisamente, este problema sigue siendo el centro del
pensamiento superior. Toda mitología y toda física han nacido de la admiración que nos
produce el misterio del movimiento.
El problema del movimiento toca a los arcanos de la existencia, arcanos que son extraños a
la vigilia, aunque ésta no puede substraerse a su imperio. El problema del movimiento
significa el empeño de comprender lo que excede a toda posibilidad de intelección, el
cuándo, el porqué, el sino, la sangre, lo que nosotros sentimos y vislumbramos en lo
profundo, lo que nosotros, nacidos para ver, quisiéramos percibir fuera, ante nuestros ojos, a
plena luz, para concebirlo en el sentido propio etimológico de la palabra, para captarlo y
asegurarnos de ello por el tacto.
He aquí, pues, el hecho decisivo, que el contemplador no acaba de comprender con plena
conciencia: toda investigación se propone no la vida, sino ver la vida, y no la muerte, sino
ver la muerte. Queremos concebir lo cósmico al modo como le aparece al microcosmos en
el macrocosmos; esto es, como vida de un cuerpo en el espacio luminoso, entre el
nacimiento y la muerte entre la gestación y la corrupción, y con esa distinción entre el
cuerpo y el alma que, por interior necesidad, se produce en nosotros cuando percibimos y
experimentamos en algo sensible y extraño las mismas propiedades que sentimos en
nuestra intimidad.
Si nosotros no solamente vivimos, sino que también sabemos de «la vida», es porque
podemos contemplar nuestra substancia corporal en el espacio luminoso. Pero el animal
conoce solamente la vida; no la muerte. SÍ nosotros fuéramos unos seres puramente
vegetales, moriríamos sin advertirlo, porque sentir la muerte y morir seria una misma cosa.
Mas también los animales oyen el aullido de la muerte y perciben el cadáver y olfatean la
corrupción; ven la muerte, pero no la comprenden. Sólo cuando aparece la intelección pura,
separada de la vigilia visual por el lenguaje, sólo entonces se presenta al hombre la muerte
en derredor, en el mundo luminoso; la muerte, el gran enigma.
Y a partir de este instante, ya la vida es el breve espacio de tiempo que media entre el nacer
y el morir. Sólo por su relación con la muerte ofrécese a nosotros la generación como el otro
misterio. El terror cósmico del animal se convierte ahora en el terror humano a la muerte. Y
este terror es el que engendra el amor entre el varón y la hembra, la relación de la madre
con el niño, la serie de los antepasados hasta los nietos y biznietos, y, sobre esta base, la
familia, el pueblo y, por último, la historia humana en general como problemas y hechos del
sino, llenos de insondables profundidades. Con la muerte, que es el destino común de todos
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los hombres nacidos a la luz del Sol, con la muerte se relacionan las ideas de culpa y
castigo, de la existencia como penitencia, de una nueva vida allende el mundo luminoso y
de una salvación o redención que pone fin al terror de la muerte. El conocimiento de la
muerte es el origen de eso que los hombres, a diferencia de los animales, poseemos y
llamamos «intuición del universo»
5
Hay hombres que por nativa disposición propenden a verlo todo bajo la especie del sino;
otros, en cambio, lo consideran todo bajo la especie de la causalidad. El hombre que
propiamente vive: el aldeano y el guerrero, el político, el caudillo, el mundano, el
negociante, el que quiere ser rico, mandar, dominar, luchar, el organizador, el empresario, el
aventurero, el combatiente, el jugador, vive una vida que se halla separada por un abismo
de la vida que vive el hombre «espiritual», el santo, el sacerdote, el científico, el idealista e
ideólogo, ya sea la fuerza del pensamiento o la pobreza de la sangre la que determine en
este último su vocación. La existencia y la vigilia, el ritmo y la oposición, el impulso y el
concepto, los órganos circulatorios y los órganos táctiles, raro es el hombre de valía en quien
uno de esos dos aspectos no supera en importancia al otro. Todo lo que significa impulsión y
dirección, la certera apreciación de los hombres y de las situaciones, la fe en una estrella—
que todo hombre de vocación activa posee y que es cosa completamente distinta de la
convicción que el meditador puede tener de estar situado en el punto de vista exacto—, la
voz de la sangre, que toma decisiones, y la conciencia invariablemente limpia, que justifica
todo propósito y todo medio; estas son cosas que le están vedadas al puro contemplador.
Las pisadas del hombre de acción suenan distintas, más radicales que las del pensador y
soñador, en quien lo puramente microcósmico no llega a poseer una relación firme y fija con
la tierra.
El sino empuja a los individuos hacia uno u otro tipo, los hace meditativos y temerosos de la
acción o activos y despreciadores del pensamiento. Pero el activo es un hombre entero; en
cambio el meditativo podría actuar por uno solo de sus órganos, podría seguir pensando sin
el cuerpo y aun contra el cuerpo. Tanto peor, pues, si aspira a dominar la realidad; porque
entonces construye esos planes de perfeccionamiento ético-político-social, planes que
demuestran todos irrefutablemente corno debe ser la sociedad y cómo debe acometerse su
reforma, teorías que, sin excepción, se basan en la hipótesis de que todos los hombres son
como el autor, esto es, ricos en ocurrencias y pobres en apetencias—suponiendo que el
autor se conozca a si mismo—. Pero ni una de esas teorías, aun las que han aparecido balo
la égida de una religión o de un nombre famoso, ha logrado nunca alterar la vida en lo más
mínimo. Lo único que han hecho ha sido inducirnos a pensar de distinta manera sobre la
vida. Justamente la fatalidad de las culturas posteriores, que leen y escriben mucho, es ésta:
que la oposición entre la vida y el pensamiento se confunde una y otra vez con la oposición
entre el pensamiento sobre la vida y el pensamiento sobre el pensamiento. Todos los que
aspiran a mejorar el mundo, los sacerdotes y los filósofos, convienen en la opinión de que la
vida es tema de la meditación más rigorosa. La vida del mundo, empero, sigue su propio
curso, sin preocuparse de lo que los hombres piensan acerca de ella. Y aun en el caso de
que una comunidad humana llegue a vivir «conforme a la doctrina», ¿qué consigue con
esto? Consigue a lo sumo que, en la historia universal futura, se hable de ello en una nota,
después de haber tratado en el texto los temas verdaderamente importantes de esa
comunidad.
Porque sólo el hombre activo, el hombre del sino vive en última instancia la vida del mundo
real, mundo de las decisiones políticas, militares y económicas, mundo en el cual ni los
conceptos ni los sistemas tienen cabida. En este mundo, un buen porrazo vale más que un
buen razonamiento; y hay un fondo de razón en el desprecio con que el soldado y el político
de todos los tiempos han considerado a los meditativos que emborronan papel y se
extenúan sobre los libros, creyendo que la historia del mundo está al servicio del espíritu, de
la ciencia o aun del arte. Digámoslo sin ambages: la intelección separada de la percepción
es sólo un aspecto—y no el más importante— de la vida. En la historia del pensamiento
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occidental puede faltar el nombre de Napoleón; pero en la verdadera historia, en la historia
real, la figura de Arquímedes, con todos sus descubrimientos científicos, ha sido menos
activa e importante que la de aquel soldado que le dio muerte en la toma de Siracusa.
Los hombres de tipo teorético cometen un grave error al creerse colocados en la cúspide y
no a la retaguardia de los grandes acontecimientos. Esto significa desconocer por completo
el papel que representaron en Atenas los sofistas o en Francia Voltaire y Rousseau. Muchas
veces el hombre de Estado «no sabe» lo que hace; lo cual no impide que haga con
seguridad lo necesario para conseguir el éxito. El doctrinario político sabe siempre lo que
tiene que hacerse; sin embargo, su actividad—cuando no se limita a escribir—es la menos
eficaz y valiosa de todas en la historia. En las épocas de inseguridad, como la de la
ilustración ateniense o la revolución francesa y alemana, se da con harta frecuencia el caso
de que el ideólogo, escritor u orador, pretenda actuar no ya en los sistemas, sino en la
historia real de los pueblos. Pero es porque desconoce su verdadera posición. El ideólogo,
con sus principios y sus programas, pertenece a la historia de la literatura; no a otra. La
historia real pronuncia su juicio; y este juicio no refuta al ideólogo, sino que lo deja
abandonado a sí mismo, con todos sus pensamientos. Ya pueden Platón y Rousseau—para
no citar sino a los grandes espíritus—desenvolver sus teorías abstractas del Estado; éstas
no significan nada para Alejandro, Escipión, César, Napoleón, con sus planes, batallas y
disposiciones. Hablen los teóricos sobre el sino. A los hombres de acción les basta con ser
ellos mismos un sino.
Entre los seres microcósmicos fórmanse una y otra vez unidades de masas, provistas de un
alma, seres de orden superior que lentamente crecen o súbitamente aparecen, con todos los
sentimientos y las pasiones del individuo, misteriosos en su interioridad, inaccesibles al
intelecto, si bien el clarividente conocedor puede penetrar y prever sus alientos. También en
estas formaciones podemos distinguir por una parte unidades animales basadas en un
común sentir, arraigadas en la más profunda dependencia de la existencia y del sino, como
aquel vuelo de pájaros por el aire y aquel ejército atacante; y por otra parte comunidades
puramente humanas, establecidas conforme al intelecto, basadas en opiniones iguales, en
iguales fines e igual ciencia. La unidad del ritmo cósmico se posee sin querer a la unidad de
los motivos nos incorporamos cuando queremos. Una comunidad espiritual puede ser por
nosotros aceptada o abandonada; porque sólo nuestra vigilia toma parte en ella. Pero una
unidad cósmica es algo en que nos encontramos y a que pertenecemos con todo nuestro
ser. Estas multitudes se encienden en entusiasmo tan rápidamente como sucumben al
pánico general. Enloquecidas y arrebatadas en Eleusis y en Lourdes, son presa a veces de
un varonil aliento, como los espartanos en las Termópilas y los últimos godos en el Vesubio.
Fórmanse al conjuro de la música de los corales, de las marchas y las danzas; responden,
como todos los hombres y animales de raza, a los efectos de los colores relucientes, de los
adornos, trajes y uniformes.
Esas multitudes animadas nacen y mueren. Las comunidades espirituales, meras sumas en
sentido matemático, se reúnen, se agrandan o se achican, hasta que, a veces, lo que es
simple coincidencia llega a arraigar en la sangre misma, merced a la fuerza de su impresión
y de súbito la suma se convierte en un verdadero ser. En las épocas de cambios políticos
hay palabras que se transforman en sinos y opiniones públicas que se tornan pasiones. Una
multitud formada al azar re reúne en medio de la calle; tiene una conciencia, un sentimiento,
un lenguaje, hasta que su alma efímera se extingue y cada cual sigue su camino. En París,
a partir de 1789, ocurría esto a diario tan pronto como se oía la voz de: «al farol».
Estas almas tienen su psicología particular; y hay que entenderla bien para manejarse en la
vida pública. Todas las clases y estados verdaderos tienen un alma: las órdenes de
caballería en las Cruzadas, el Senado romano, el club de los jacobinos, la sociedad
distinguida bajo Luís XIV, la nobleza prusiana, la clase campesina, el proletariado, la plebe
urbana, la población de un valle aislado, los pueblos y tribus de la época de las migraciones,
los sectarios de Mahoma, toda religión o secta recién fundada, los franceses de la
Revolución, los alemanes de la guerra de liberación. Y los seres más poderosos que
conocemos de este tipo son las grandes culturas, que nacen de una profunda conmoción
espiritual y que reúnen en una unidad de existencia milenaria las demás multitudes de
inferior cuantía, naciones, clases, ciudades, generaciones.
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Todos los grandes acontecimientos de la historia se producen en esos seres de índole
cósmica: pueblos, partidos, ejércitos, clases. En cambio, la historia del espíritu transcurre en
comunidades y círculos independientes, escuelas, capas de educación, direcciones, y en
suma: ismos. Pero aquí vuelven a plantearse una vez más las cuestiones que se refieren al
sino. Esas masas, en el momento decisivo de su máxima actuación, ¿encuentran un jefe y
director o van empujadas adelante por un impulso ciego? ¿Son los que dirigen el azar
hombres de alto rango o personalidades insignificantes, encumbradas por la marea de los
sucesos, como Pompeyo o Robespierre? El hombre de Estado se caracteriza por la facultad
de percibir con perfecta certidumbre la fuerza y duración, la dirección y fines de todas esas
almas colectivas, que se forman y extinguen en el torrente del tiempo. Sin embargo, es
también cuestión del sino el decidir si el político puede dominarlas o si se deja arrastrar por
ellas.
EL GRUPO DE LAS GRANDES CULTURAS
6
Pero el hombre, ya tenga la vocación de la vida o la vocación del pensamiento, está siempre
despierto, en vigilia, cuando obra o contempla. Y como despierto, vigilante, encuéntrase
siempre «en la imagen», es decir, acomodado a un sentido que el mundo luminoso
circundante tiene para él, justamente en ese momento. Ya hemos dicho antes que las
innumerables actitudes, que alternan en la vigilia del hombre, se dividen manifiestamente en
dos grupos: mundos del sino y del ritmo, mundos de las causas y oposiciones. ¿Quién no
recuerda la transición casi dolorosa que verificamos cuando hallándonos observando un
experimento físico nos vemos de pronto obligados a meditar sobre un acontecimiento de la
vida corriente?
En los anteriores capítulos designé esas dos imágenes con los nombres de «el mundo como
historia» y «el mundo como naturaleza». En aquella primera, la vida se sirve del intelecto
crítico; tiene la visión a su mandato; el ritmo sensible se transforma en la intuición intima de
una línea ondulada y las conmociones vividas hacen época en el cuadro histórico. En ésta,
en cambio, domina el pensamiento mismo; la crítica causal convierte la vida en proceso
rígido, el contenido vivo de un hecho en verdad abstracta y la oposición en fórmula.
¿Cómo es esto posible? Ambas imágenes son cuadros ópticos; pero al contemplar el
primero, nos entregamos a los hechos irrevocables, y al estudiar el segundo queremos
ordenar las verdades en un sistema invariable. En la imagen histórica —para la cual el
saber, la ciencia, es un mero puntal—lo cósmico hace uso de lo microcósmico. En eso que
llamamos memoria y recuerdo yacen las cosas como en una luz interior, mecidas por el
ritmo de nuestra existencia. El elemento cronológico, en su más amplio sentido, fechas,
nombres, números, revela que la historia, desde el momento en que es tensada, no puede
sustraerse a las condiciones fundamentales de toda vigilia. En el cuadro de la naturaleza, el
elemento subjetivo—siempre presente—constituye lo extraño y falaz. En el mundo como
historia, el elemento objetivo, el número—inevitable también— es el que nos engaña.
Las actitudes naturalistas deben y pueden, hasta cierto punto, ser impersonales. El que las
adopta sé olvida de sí mismo. Pero la imagen histórica se desarrolla en cada hombre, clase,
nación o familia, con referencia al sujeto que la percibe.
La naturaleza presenta el carácter de la extensión, que envuelve a todos. Pero la historia es
lo que brota del obscuro pasado y viene al encuentro del espectador, con la tendencia a
proseguir tras él, en dirección hacia el futuro. El espectador, como situado en el presente, es
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siempre el centro del cuadro histórico y resulta de todo punto imposible concebir la
ordenación sensata de los hechos, sin el elemento de la dirección, que pertenece a la vida,
no al pensamiento. Cada tiempo, cada país, cada muchedumbre viviente tienen su propio
horizonte histórico y el verdadero espíritu histórico se revela y demuestra en el hecho de
dibujar el historiador realmente el cuadro histórico que su tiempo exige.
Por eso la naturaleza y la historia se diferencian una de otra como la crítica verdadera y la
critica aparente—entendiendo la palabra crítica en el sentido de oposición a la experiencia
vital. La física es critica y nada más. Pero, en la historia, la critica no puede hacer otra cosa
que proporcionar el caudal de conocimientos que sirve de base para que la visión histórica
desenvuelva su horizonte propio. La historia es esa visión sea cual fuere el punto a que se
dirige. Quien posea esa visión podrá comprender «históricamente» todos los hechos y todas
las situaciones. La naturaleza, en cambio, es un sistema; y los sistemas se aprenden.
La actitud histórica comienza para todos con las primeras impresiones de la niñez. Los ojos
infantiles ven bien; y los hechos del ambiente inmediato, la vida de la familia, de la casa, de
la calle, son sentidos, adivinados por el niño hasta en los últimos fundamentos, mucho antes
de que en su campo visual penetre la ciudad con sus habitantes y cuando aún las palabras
pueblo, tierra, Estado no poseen contenido tangible.
Asimismo el hombre primitivo es un profundo conocedor de todo cuanto aparece vivo ante
sus ojos, históricamente, en el círculo estrecho en que se mueve. Sobre todo la vida, el
espectáculo del nacer y del morir, de la enfermedad y la vejez; y luego la historia de las
pasiones guerreras y amorosas que él mismo ha sentido o que ha observado en otros, los
destinos de sus allegados, de la tribu, de la aldea, sus actos y sus propósitos recónditos, las
narraciones de largas enemistades, luchas, victorias y venganzas. Dilátanse los horizontes
de la vida; y entonces no una vida, sino la vida nace y muere; ante los ojos aparecen no
aldeas y familias, sino lejanas tribus y pueblos, no años, sino siglos. La historia con la cual
realmente se convive, la historia cuyo ritmo se siente de verdad, no llega nunca más allá de
las generaciones del abuelo; ni para los antiguos germanos o los actuales negros, ni para
Perícles o Wallenstein.
Ahí termina un horizonte de la vida y comienza una nueva capa, cuya imagen se sustenta
por la tradición histórica, la cual incorpora la sensación inmediata a un cuadro histórico
claramente percibido y fijado por un largo ejercicio, cuadro que los hombres de culturas
diferentes desarrollan de muy diferentes modos. Para nosotros comienza con ese cuadro la
historia propiamente dicha, en la cual vivimos sub specie aeternitatis; para los griegos y los
romanos cesa precisamente aquí. Tucídides piensa que los sucesos de las guerras médicas
no tienen ya en su tiempo la menor importancia viva [3] y César cree lo mismo de las
guerras púnicas.
Pero allende ese cuadro fórmanse otras nuevas imágenes históricas particulares, que se
refieren a los sinos del mundo vegetal y animal, del paisaje y de los astros, imágenes que se
confunden con las últimas representaciones de la naturaleza en cuadros míticos del
comienzo y del fin del mundo.
La imagen naturalista que forman el niño y el hombre primitivo se desenvuelve partiendo de
la pequeña técnica diaria.
Esta obliga continuamente al hombre y al niño a apartar la vista de la angustiosa
contemplación de la naturaleza, dilatada en torno, para dirigirla con sentido critico hacia las
realidades de la inmediata proximidad. Como los animales jóvenes, el niño descubre en el
juego sus primeras verdades. Examinar el juguete, romper el muñeco, dar vuelta al espejo
para ver lo que hay detrás, sentir el triunfo de haber determinado la exactitud de algo, que
en adelante ha de permanecer fijo—he aquí el fondo último, nunca superado, de toda
investigación naturalista. El hombre primitivo adquiere esta experiencia critica por medio de
sus armas y herramientas, por los materiales de su vestido, de su alimento, de su
habitación, esto es,
por las cosas, en cuanto que son cosas muertas. Y lo mismo le sucede con los animales;
ahora ya, de súbito, deja de comprenderlos como seres vivos, cuyo movimiento él calcula y
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observa al perseguirlos o al huir de ellos; ahora ya le aparecen como un compuesto de carne
y de huesos, que él considera con un sentido puramente mecánico, en relación a un fin
determinado y prescindiendo de las propiedades vitales. No de otro modo un acontecimiento
se le presenta todavía como el acto de un demonio y al punto también como eslabón en una
cadena de causas y efectos. Es la misma transposición que el hombre culto y ya maduro
verifica todos los días y a toda hora. En derredor de ese horizonte natural acumúlase,
empero, otra capa compuesta de las impresiones que proceden de la lluvia, del rayo y la
tormenta del día y la noche, del verano y el invierno, del cambio de las lunas y el curso de
los astros. Los temblores religiosos, llenos de angustias y de respetos, obligan al hombre a
ejercer aquí una critica de muy distinto rango. Así como en aquella imagen histórica
pretendía sondear los últimos hechos de la vida así ahora quiere determinar las últimas
verdades de la naturaleza. Todo cuanto trasciende los límites de la intelección llámalo
divinidad; y lo demás intenta conocerlo interpretándolo en sentido causal, como efecto,
creación, revelación de la divinidad.
Asi, pues, toda colección de determinaciones naturales obedece a una doble tendencia que
desde los más antiguos tiempos ha permanecido inalterada. Por una parte aspira a constituir
un sistema de conocimientos técnicos, lo más completo posible, puesto al servicio de fines
prácticos, económicos y bélicos; un sistema que muchas especies animales han llegado a
formar con notable perfección y que, partiendo de estos comienzos, llega al conocimiento
del fuego y de los metales, en el hombre primitivo, para progresar en línea recta hasta la
técnica de las máquinas en la cultura fáustica de nuestros días.
Por otra parte, cuando el puro pensar humano se separa de la visión, por medio del lenguaje
verbal, brota otra tendencia que aspira igualmente a un conocimiento teorético integral, que
en su forma originaria llamamos religioso y en su forma derivada, propia de las culturas
posteriores, físico. El fuego es para el guerrero un arma, para el artesano una parte de su
herramienta, para el sacerdote un signo de la divinidad, para el Sabio un problema. Pero
todo esto pertenece a la actitud naturalista de la vigilia. En el mundo como historia no se
presenta nunca el fuego en general, sino el incendio de Cartago y Moscú y las lamas de las
hogueras que consumieron los cuerpos de Huss y de Giordano Bruno.
7
Repito: todo ser vive la vida y el sino de los demás seres con referencia a sí mismo. He aquí
una bandada de pájaros que se posa en un campo; el propietario del campo la sigue con
muy distintos ojos que el naturalista desde el camino o que el buitre en el aire. El labrador
contempla en su hijo al descendiente heredero; el vecino ve en él al labrador, el oficial al
soldado, y el extranjero al indígena. Napoleón emperador ha vivido los hombres y las cosas
de muy distinto modo que Napoleón teniente de artillería. Cambióse la posición de un
hombre; conviértase un revolucionario en ministro, un soldado en general y al punto la
historia con sus sujetos se tornará para él algo totalmente distinto. Talleyrand conocía a los
hombres de su tiempo porque era uno de ellos. Pero supongámosle de pronto sumergido en
la sociedad romana; no hubiera comprendido o hubiera comprendido mal a Crasso, a César,
a Catilina, a Cicerón, en todas las medidas y propósitos que estos hombres calcularon, No
hay historia en sí. La historia de una familia es distinta para cada uno de sus miembros, la
historia de un país aparece diferente a cada partido; la historia universal presenta una faz
que varia para cada país. El alemán ve la guerra mundial de distinta manera que el inglés; el
trabajador contempla en la historia de la economía algo distinto de lo que percibe el
empresario; el historiador occidental tiene ante los ojos una historia universal bien diferente
de la de los grandes historiógrafos árabes y chinos. Sólo a muy largas distancias y sin
participación íntima podría exponerse objetivamente la historia de una época; pero los
mejores historiadores de nuestros días demuestran que no pueden juzgar ni narrar siquiera
la guerra del Peloponeso y la batalla de Actium sin referirla a los intereses actuales.
El más profundo conocimiento de los hombres no sólo no excluye, sino que exige que quien
lo tiene lo tiña con los colores de su propia personalidad. Justamente la falta de
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conocimiento de los hombres, la falta de experiencia de la vida se revela en esas amplias
generalizaciones que eliminan todo lo significativo, esto es, lo singular de la historia o por lo
menos que la pasan por alto. Y en este sentido es típicamente pésima esa concepción
materialista de la historia que podríamos caracterizar casi perfectamente como la total
carencia de dotes fisiognómicas. Pero, sin embargo, o más bien justamente por eso hay
para cada hombre— puesto que pertenece a una clase, a una época, a una nación, a una
cultura—e igualmente para cada época, clase y cultura en conjunto una imagen típica de la
historia tal como debiera existir con respecto a ellos. El conjunto de cada cultura posee,
como suprema posibilidad, una imagen primaria simbólica de su mundo como historia; y
todas las actitudes particulares de los individuos y de las multitudes, actuando como seres
vivos, son copias o reproducciones de esa imagen simbólica primaria. Cuando un individuo
califica de importante o de mezquina, de original o de trivial, de fallida o de anticuada la
visión histórica de otro, es siempre—aun sin darse cuenta—por comparación con la imagen
histórica que el momento exige como función constante del tiempo y del hombre.
Se comprende bien que cada hombre de la cultura fáustica ha de tener su propia imagen de
la historia; y no una sola, sino innumerables imágenes que, desde su juventud, vacilan y
cambian sin cesar según los acontecimientos del día y de los años.
¡Cuán distinta es también la imagen típica de la historia humana en las diferentes épocas y
situaciones! ¡Cuan distinto el mundo de Otón el Grande del de Gregorio VII, el de un dux
veneciano del de un pobre peregrino! ¡Cuan diferentes los mundos vividos por Lorenzo de
Médicis, Wallenstein, Cromwell, Marat, Bismarck, un hombre del gótico, un sabio de la
época barroca, un oficial de la guerra de los Treinta años, de los Siete años, de la liberación!
¡Y en nuestros días, cuan distintos los mundos el labrador frisio, que vive realmente solo con
su paisaje y sus vecinos, del comerciante hamburgués y del profesor de física!.
Y sin embargo, independientemente de la edad, de la posición y época de cada individuo,
hay en todos esos mundos un rasgo fundamental común, que pertenece al conjunto de todas
esas imágenes, a la imagen primaria, y la distingue de las otras imágenes que puedan haber
formado otras culturas.
La imagen histórica que tuvieron los antiguos y los indios se distingue totalmente por la
angostura de sus horizontes de la que tuvieron los chinos y los árabes y aún mas los
occidentales.
Lo que los griegos podían y debían saber de la historia antigua de Egipto no lo incorporaron
nunca a su imagen histórica, que, para la mayoría, terminaba en los acontecimientos
conocidos y referidos aún por los últimos supervivientes. Todavía para los espíritus selectos
la guerra de Troya constituía un límite, allende el cual no debía ya haber vida histórica
ninguna.
La cultura árabe—en la idea que de la historia elaboraron no sólo los judíos, sino también los
persas desde Ciro aproximadamente—fue la primera que se atrevió a realizar la obra
extraordinaria de reunir la leyenda de la creación del mundo con el tiempo presente, por
medio de una cronología auténtica.
Los persas llegaron incluso a fijar cronológicamente la época del juicio final y la aparición del
Mesías. Esa delimitación precisa y harto estrecha de la historia humana—la persa
comprende en conjunto doce milenios y la judía, hasta ahora, unos seis—es una expresión
necesaria del sentimiento cósmico que alienta en la humanidad mágica; por ella la leyenda
Judeo-persa de la creación, en su sentido profundo, se distingue de las representaciones de
la cultura babilónica, a lo cual tomó muchos rasgos exteriores. En cambio, entre los chinos y
los egipcios, animados de muy distintos sentimientos, la idea de la historia se alarga en una
amplia perspectiva sin fin, encadenándose las dinastías por series cronológicas exactas, que
van a perderse, milenio tras milenio, en las obscuras lontananzas del pasado.
La imagen fáustica de la historia universal, preparada por el establecimiento de la era
cristiana [4], empieza con una enorme amplificación y profundización de la imagen mágica,
recibida por la Iglesia occidental. Joaquín de Floris, hacia 1200, la tomó por base de una
honda y significativa interpretación de todos los sinos cósmicos, como secuencia de las tres
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edades del Padre el Hijo y el Espíritu Santo. Añádase a esto la creciente ampliación del
horizonte geográfico que ya en la época gótica, por obra de los Wikingos y de los Cruzados,
se extendía desde Islandia hasta las más remotas partes del Asia [5]. Al hombre del barroco,
desde 1500, le aparece por vez primera—a diferencia de todas las demás culturas—la faz
del orbe entero como escenario de la historia humana. Por primera vez la brújula y el
telescopio, entre las manos de los hombres cultos de esta época posterior, convierten la
hipótesis teórica de la redondez terrestre en el sentimiento real de vivir sobre una esfera, en
medio del espacio cósmico. El horizonte de los países retrocede al infinito y lo mismo le
sucede al horizonte del tiempo, por la doble infinitud de la cronología, antes y después de
Jesucristo.
Y la impresión de esta imagen planetaria que, en última instancia, comprende todas las
culturas superiores, anula hoy la división gótica de Antigüedad, Edad media y Edad
moderna, la vieja división que desde hace tiempo nos viene apareciendo ya como harto
mezquina y vacía.
En todas las demás culturas, la historia del mundo coincide con la historia del hombre; el
principio del universo es el principio del hombre, y el fin de la humanidad es igualmente el
fin del mundo. Pero, durante la época del barroco, la tendencia fáustica hacia el infinito
separó por vez primera esos dos conceptos, y aunque la historia del hombre recibió
entonces una amplitud desconocida, hubo de convertirse, sin embargo, en un simple
episodio de la historia del mundo. La tierra, de la cual las demás culturas sólo percibieron un
trozo superficial, que consideraron como «el universo», la tierra quedó reducida a una
pequeña estrella entre millones de sistemas solares.
Esta dilatación de la imagen histórica trae consigo la necesidad—mayor en la cultura actual
que en cualquier otra cultura—de distinguir cuidadosamente entre la actitud habitual del
hombre común y la actitud ejemplar y máxima que sólo los espíritus superiores pueden
adoptar; y aun éstos solamente por breves instantes. La diferencia entre el horizonte
histórico de Temístocles y el de un aldeano ático es quizá de poca monta; pero ya es
enorme la diferencia entre la imagen histórica que percibía el emperador Enrique VI y la de
un hombre cualquiera de su mismo tiempo. El crecimiento de la cultura fáustica ha
amplificado y profundizado tanto las posibles actitudes superiores, que éstas ya no son
accesibles sino a círculos selectos, cada día más reducidos. Fórmase, pues, por decirlo asi,
una pirámide de posibilidades en la cual cada individuo, según sus circunstancias, ocupa un
plano más o menos elevado, definido por la actitud máxima que le es dado alcanzar. Así
resulta que entre los occidentales la mutua comprensión en los temas vitales históricos tiene
un límite, que ninguna otra cultura ha conocido, al menos con tan fatal precisión como
nosotros.
¿Puede hoy un obrero comprender realmente a un aldeano? ¿Entiende el diplomático al
trabajador manual? El horizonte histórico-geográfico, en el cual ambos formulan sus más
importantes problemas, es tan diferente que todo intento de comunicación entre ellos falla y
extravaga. Un verdadero conocedor de hombres comprende todavía la posición de otro
hombre y a ella acomoda sus manifestaciones—como hacemos todos al hablar con los
niños—. Pero el arte de sumergirse en la imagen histórica de una personalidad pretérita,
como Enrique el León o el Dante, para comprender la evidencia de sus ideas, de sus
sentimientos, de sus resoluciones es dificilísimo, dada la enorme distancia que nos separa
de aquellos estados de conciencia vigilante. Tan difícil y raro es ese arte que en 1700
todavía nadie lo sospechaba y sólo desde 1800 aparece como una exigencia, rara vez
cumplida, de la historiografía.
La separación típicamente fáustica entre la historia humana propiamente dicha y la historia
cósmica, mucho más amplia tiene por consecuencia el hecho de que, desde la caida del
barroco nuestra imagen del universo se haya descompuesto en varios horizontes sucesivos,
a modo de distintas capas o telones cuyo estudio ha exigido la formación de varias ciencias
particulares más o menos imbuidas de carácter histórico. La astronomía, la geología, la
biología, la antropología persiguen los destinos del universo estelar, del globo terráqueo, de
los seres vivos del hombre; y con éste comienza la que todavía hoy llamamos «historia
universal» de las grandes culturas, que se ramifica a su vez en la historia de ciertos
elementos culturales, en la historia de las familias, y, por último, en las biografías personales
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tan desarrolladas justamente en nuestro mundo occidental.
Cada una de estas capas exige una actitud determinada; mas en el momento mismo en que
tomamos esta actitud, las otras capas cesan al punto de representar un producirse vivo y
quedan reducidas a simples hechos. Al estudiar la batalla de la selva de Teutoburgo
presuponemos todo el proceso de formación de esta selva dentro del mundo vegetal de la
Alemania del Norte. Al inquirir la historia de las selvas germánicas, presuponemos el
proceso de la formación geológica, considerándolo como un hecho que no necesitamos
estudiar en sus destinos particulares. Al indagar el origen de la formación cretácea, es para
nosotros un hecho y no un problema la presencia de la Tierra misma como planeta en el
sistema solar. Considerando esto mismo de otra manera podemos decir: la existencia de
una Tierra en el mundo estelar; la existencia del fenómeno «vida» sobre la Tierra; la
existencia de la forma «hombre» entre los seres vivos; la existencia de la forma orgánica
«culturas» en la historia humana; cada una de esas existencias es siempre un accidente
casual en la imagen de la capa inmediatamente superior. Goethe, en la época que va desde
su estancia en Estrasburgo hasta su primer período de Weimar, sintió una atracción
poderosa hacia la historia universal—como lo demuestran los bosquejos de César, Mahoma,
Sócrates, el Judío errante, Egmont—, pero después de su dolorosa renuncia a la gran
actuación política—renuncia de que nos habla el Tasso, aun en su forma definitiva,
cuidadosamente resignada—hubo de desviar su interés también de la historia universal para
reducirlo en adelante y casi con violencia, por una parte, al cuadro de la historia vegetal,
animal y geológica, su «naturaleza viviente» y, por otra parte, a la biografía.
Todas esas imágenes, si se desarrollan en el mismo hombre, tienen idéntica estructura. La
historia de las plantas y los animales, la historia de la Tierra y de las estrellas es «fable
convenue» y refleja en la realidad externa las tendencias de la vida propia. Contemplar los
animales o las capas geológicas sin que en esa contemplación influyan el punto de vista
subjetivo del contemplador, su tiempo, su pueblo y hasta su posición social, es tan imposible
como considerar la Revolución y la guerra mundial independientemente de dichas
condiciones personales. Las famosas teorías de Kant y Laplace, de Cuvier, de Lyell, de
Lamark, de Darwin tienen un colorido político-económico; y la poderosa impresión que
hubieron de producir, en los circuios más distantes de la ciencia, demuestra que la
concepción de todas esas capas históricas arraiga en un origen común. Hoy, empero, está
en trance de brotar el último retoño que aún puede producir el pensamiento fáustico de la
historia: el enlace orgánico de todas esas capas diferentes y su incorporación a una única y
formidable historia del universo, con uniforme sentido fisiognómico, una historia en la cual la
mirada, partiendo de la vida del individuo humano, llegará sin interrupción a los primeros y
últimos destinos del universo. El siglo XIX ha planteado el problema—en forma mecánica,
esto es, ahistórica—. Al siglo XX le está reservada la solución.
8
La imagen que tenemos de la historia de la Tierra y de los seres vivos hállase todavía
dominada por nociones que el pensamiento inglés civilizado ha desenvuelto, desde la época
de las luces (siglo XVIII), extrayéndolas de las costumbres de la vida inglesa. La teoría
geológica de Lyell sobre la formación de las capas geológicas—teoría «flegmática»—, la
teoría biológica de Darwin sobre el origen de las especies no son sino reproducciones de la
evolución inglesa. En vez de catástrofes y metamorfosis incalculables, como las que
admitían el gran Leopoldo von Buch y Cuvier, establecen una evolución metódica con
larguísimos espacios de tiempo y no reconocen como causas nada mas que las causas
finales científicamente accesibles y de tipo mecanicista.
Esta índole «inglesa» de las causas no es solamente mezquina, sino también harto estrecha.
En primer término, limita las conexiones posibles a procesos que se verifican íntegramente
en la superficie de la Tierra; con lo cual quedan excluidas todas las grandes relaciones
cósmicas entre los fenómenos vitales de la Tierra y los sucesos del sistema solar o del
mundo estelar y asentada la imposible afirmación de que la superficie externa de la Tierra
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es un territorio donde los sucesos naturales transcurren en completo aislamiento. En
segundo término se supone que no existen otras conexiones que las accesibles a los medios
de la actual vigilia humana—la percepción y el pensamiento— con los refinamientos
conseguidos en ella por los aparatos y las teorías.
El pensamiento del siglo XX en la historia natural se distinguirá del del siglo XIX por su
aversión a ese sistema de causas superficiales, que tiene sus raíces en el racionalismo de la
época barroquista. En su lugar pondrá un sentido puramente fisiognómico. Somos
escépticos ante todos los modos del pensamiento que pretenden suministrar explicaciones
causales. Dejamos que las cosas hablen y nos contentamos con sentir su sino y escrutar sus
formas; la inteligencia humana no alcanza a más.
El máximo resultado a que podemos llegar es el descubrimiento de las formas sin causa, sin
fin, puramente existentes, que constituyen la base del cuadro cambiante de la naturaleza. El
siglo XIX ha entendido por «evolución» un progreso en el sentido de un creciente finalismo
de la vida. Leibnitz, en su muy significativo trabajo sobre la Tierra primitiva (1691)—que,
basado en estudios sobre las minas de plata del Harz, bosqueja una prehistoria de la Tierra
en el sentido de Goethe—y Goethe mismo entendían por evolución la perfección, en el
sentido de un creciente acopio de formas. El concepto goethiano de la perfección formal y el
concepto darwiniano de la evolución son tan opuestos como los de sino y causalidad; y
también como los del pensamiento alemán y el pensamiento inglés y, en último término,
como los de la historia inglesa y la historia alemana.
No hay refutación más concluyente de Darwin que los resultados de la paleontología. Los
hallazgos fosilizados no son, según la más sencilla probabilidad, sino ejemplos típicos. Cada
ejemplar debería, pues, representar distinta fase de la evolución. No debería haber mas que
«tránsitos»; la ausencia de límites significa ausencia de especies. Pero en vez de eso, lo que
encontramos son formas perfectamente fijas que permanecen inmutables durante largos
períodos, formas que no se han ido haciendo, en el sentido finalista, sino que de pronto
aparecen y al -punto tienen ya su figura definitiva, formas que no van convirtiéndose en
otras mejor acomodadas a ciertos fines, sino que empiezan a escasear y acaban por
desaparecer, mientras surgen otras inéditas. Las que se desenvuelven con creciente riqueza
de formas, son las grandes clases y géneros de los seres vivos, que existen desde un
principio y sin transiciones en la misma agrupación actual. Vemos entre los peces a los
selacios con sus sencillas formas aparecer en numerosos géneros en el primer periodo de la
historia, para ir luego lentamente retrocediendo, mientras que los teleosteos imponen poco a
poco una forma más perfecta del tipo pez. Otro tanto sucede, entre las formas vegetales, a
los helechos y asperillas, que hoy casi desaparecen con sus últimas especies en el reino
plenamente desenvuelto de las plantas. Pero no hay motivo ni ocasión ninguna real para
admitir causas finales y en general causas visibles de ello [6]. Es un sino el que trae al
mundo la vida la creciente oposición entre la planta y el animal, cada tipo particular, cada
género y cada especie. Y con la existencia de estas formas se da al mismo tiempo
determinada energía, que las mantiene en el curso de su perfeccionamiento o que,
tornándose turbia y obscura, las diluye y extingue en mil variedades. Y con dicha energía se
da, por último, también cierta duración vital que, salvo algún accidente que pueda
abreviarla, determina el tiempo de vida y la muerte natural de cada forma.
Por lo que al hombre se refiere, los hallazgos diluviales demuestran con claridad creciente
que todas las formas entonces existentes corresponden a las de hoy. No se advierte el más
mínimo rastro de evolución hacia razas construidas en sentido más finalista. La falta de
descubrimientos de la época terciaria indica también que la forma vital del hombre es
debida, como todas las demás formas, a una conversión subitánea. ¿De dónde? ¿Cómo? ¿
Por qué? Este es y seguirá siendo un impenetrable arcano. En realidad, si hubiese una
evolución en el sentido inglés no podrían existir ni capas geológicas distintas, ni clases
anímales, sino una sola masa geológica y un caos de formas vivientes individuales,
resultado de la lucha por la vida. Pero todo cuanto vemos nos fuerza a creer que en la
esencia de la planta y del animal se verifican una y otra vez profundas y subitáneas
mutaciones de índole cósmica, que no se limitan nunca a la superficie de la tierra y que se
sustraen, en sus causas o en su totalidad, a la percepción e intelección del hombre [7].
Igualmente vemos en la historia de las grandes culturas producirse esas rápidas y profundas
transformaciones, sin que podamos en manera alguna hablar de causas, influencias y fines
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visibles. El estilo gótico y el estilo de las pirámides se produjeron con la misma subitaneidad
que el del imperialismo chino bajo Chi-vang-ti o el del romano bajo Augusto y que el
helenismo, el budismo, el islamismo. Y otro tanto sucede con los acontecimientos de las
vidas individuales significativas. El que ignora estos cambios bruscos no sabe lo que son
hombres y sobre todo no sabe lo que son niños. Toda existencia, ya sea activa, ya sea
contemplativa, camina por épocas hacia su perfeccionamiento. En la historia del sistema
solar y del mundo estelar debemos admitir la existencia de épocas semejantes. El origen de
la Tierra, el origen de la vida. el origen de la libre movilidad animal son épocas de esas y,
por tanto, misterios que debemos aceptar como tales misterios.
9
Todo lo que sabemos del hombre se agrupa claramente en dos grandes edades. Los límites
entre los cuales vemos encerrada la primera edad son, de una parte, ese gran recodo del
sino planetario, que llamamos hoy principios de la época glacial—y que, en la imagen de la
historia terrestre, nos aparece tan sólo como el hecho de haberse verificado una mutación
cósmica—, y de otra parte, el comienzo de las grandes culturas a orillas del Nilo y del
Eufrates, que señala un cambio súbito de sentido en la existencia humana. Por doquiera
encontramos las fronteras del terciario y del diluvial. Y de aquí en adelante hallamos al
hombre como tipo ya formado, familiarizado con costumbres, mitos, artes, adornos y
provisto de una estructura corporal que, desde entonces, no ha variado sensiblemente.
La primera edad es la de la cultura primitiva. Existe una región tan sólo en donde esta
cultura primitiva se ha conservado viva y bastante intacta, durante toda la segunda edad y
subsiste aún hoy, bien que en una forma ya muy posterior. Dicha región es el noroeste de
África. El gran mérito de L. Frobenius consiste en haber dado a conocer este hecho [8]. La
hipótesis fue que aquí pervivía un mundo entero de vida primitiva y no sólo cierto número de
tribus primitivas, sin haber recibido impresión alguna de las culturas superiores. En cambio,
lo que los etnopsicólogos buscan en las cinco partes del mundo son fragmentos de pueblos
que no tienen de común sino el hecho puramente negativo de vivir en medio de las grandes
culturas sin participar interiormente en ellas. Son, pues, tribus en parte retrasadas, en parte
incapaces, en parte también degeneradas; y sus manifestaciones son además reunidas sin
discernimiento alguno.
La cultura primitiva era, empero, algo fuerte y conjunto, algo lleno de vida y eficacia, pero
tan diferente de las posibilidades psíquicas que atesoramos nosotros, hombres de una
cultura superior, que cabe dudar sea lícito valerse de los pueblos que prolongan la primera
edad en la segunda, para inferir de su actual modo de ser y de pensar conclusiones acerca
de lo que eran aquellas remotas épocas.
La conciencia humana vigilante se halla desde varios milenios bajo la impresión del contacto
continuo entre pueblos y tribus. Considera este contacto como algo evidente y de todos los
días. Pero tratándose de la primera edad debemos tener en cuenta que el hombre entonces
vivía en muy escaso número de pequeños grupos, perdidos completamente en las
interminables extensiones del territorio, dominadas por poderosas masas de grandes
rebaños animales. La rareza de los hallazgos humanos lo demuestra con plena seguridad.
En los tiempos del homo aurignacensis andaban por el suelo de Francia acaso una docena
de hordas, compuestas de unos centenares de cabezas.
Para estos hombres, la presencia de otros hombres semejantes debía de ser un
acontecimiento misterioso, que les produciría una impresión profundísima. Y ¿podemos
siquiera imaginar como fuese la vida en un mundo casi desprovisto de hombres, nosotros,
para quienes hace ya muchísimo tiempo que la naturaleza entera es el fondo sobre que se
destaca la gran masa de la humanidad? ¡Cuan grandes mutaciones debieron verificarse en
la consciencia cósmica de aquellos primitivos cuando en el paisaje, además de selvas y
rebaños, fueron viendo cada día con más frecuencia otros hombres «iguales a ellos»! Por
otra parte, esos «otros hombres» fueron sin duda aumentando en número con gran rapidez,
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casi con subitaneidad, de manera que su presencia se transformó en suceso constante,
habitual y vino a substituir la impresión de asombro por sentimientos de alegría u hostilidad,
despertando asi un mundo nuevo de experiencias y relaciones involuntarias e inevitables.
Este hecho es en la historia del alma humana acaso el acontecimiento más profundo y
preñado de consecuencias. Las ajenas formas de vida despertaron la conciencia de las
propias y, al mismo tiempo, sobre la organización interna de la horda vinieron a
superponerse las variadas formas de relación entre las hordas que, desde entonces,
dominan por completo la vida y el pensamiento primitivos. Entonces fue cuando, sobre los
primeros y más sencillos modos de comunicación, aparecieron los gérmenes iniciales del
lenguaje hablado—y al mismo tiempo del pensar abstracto—y entre ellos algunas felices
concepciones de cuya estructura no podemos tener la menor idea, pero que debieron
constituir el punto de partida roas remoto de los posteriores grupos lingüísticos
indogermánico y semítico.
Esta cultura primitiva de una humanidad unida toda por las relaciones de tribu a tribu
constituye el fondo de donde súbitamente, hacia 3000, nacen la cultura egipcia y la
babilónica, no sin que, quizás, durante todo un milenio se hubiese preparado en ambos
territorios algo que por la índole y propósito de la evolución, por la unidad interna de todas
las formas expresivas, por la dirección de la vida entera orientada hacia determinado fin, se
distingue perfectamente de toda cultura primitiva. Es, en mi opinión, muy verosímil que por
aquella época se haya verificado un cambio en la
superficie terrestre en general o, por lo menos, en la esencia intima del hombre.
Y entonces todo lo que posteriormente se conservara de la cultura primitiva, en medio de las
culturas superiores, desapareciendo luego poco a poco, seria algo distinto de la cultura de la
primera edad. Lo que yo llamo precultura, estadio inicial, situado al comienzo de toda gran
cultura, con un transcurso uniforme, es algo distinto de toda especie de cultura primitiva,
algo completamente nuevo.
En toda existencia primitiva actúa lo impersonal, lo cósmico, con tan inmediato poder que
todas las manifestaciones del microcosmos en mitos, costumbres, técnicas y
ornamentaciones obedecen exclusivamente al impulso momentáneo. No podemos descubrir
regla alguna para la duración, el ritmo, el curso de la evolución de esas manifestaciones.
Vemos, por ejemplo, cierto idioma de las formas ornamentales—que no debiera nadie llamar
estilo—dominar en las poblaciones de amplios distritos, extenderse, alterarse y finalmente
extinguirse. A su lado, y acaso propagándose por muy distintos territorios, la índole y empleo
de las armas, la organización de las tribus, los usos religiosos siguen su propia evolución
con épocas independientes y con un comienzo y término no condicionado por otra forma
coetánea. Cuando en una capa prehistórica hemos logrado determinar la presencia de una
especie de cerámica bien conocida, esto no nos autoriza para inferir nada sobre las
costumbres y la religión del pueblo correspondiente. Y si por casualidad encontramos que
cierta forma de matrimonio se practica en el mismo circulo territorial que, por ejemplo, cierta
clase de tatuaje, esta coincidencia no obedece nunca a una idea fundamental, como la que
liga la invención de la pólvora a la perspectiva pictórica. No se encuentran aquí relaciones
necesarias entre el ornamento y la organización por clases y edades o entre el culto de una
deidad y la especie de agricultura. Desarrollanse aquí siempre aspectos y rasgos aislados de
cultura primitiva, pero no esta cultura misma. Esto es lo que yo he calificado de caótico; la
cultura primitiva no es ni un organismo ni una suma de organismos.
Con el tipo de la gran cultura aparece en lugar de ese elemento impersonal una temiendo,
fuerte y uniforme. En la cultura primitiva no hay más seres animados que los hombres y las
tribus y estirpes. Pero aquí la cultura misma es un ser animado. Lo primitivo es siempre
suma; suma de formas que expresan primitivos ligámenes. La gran cultura, en cambio, es la
conciencia vigilante de un único organismo enorme que convierte las costumbres, los mitos,
la técnica y el arte, y no sólo éstos, sino también los pueblos y las clases sociales en formas
varias de un mismo idioma, con una misma historia. La historia primitiva del lenguaje
pertenece a la cultura primitiva y tiene sus propios destinos anárquicos, que no pueden
derivarse de los de la ornamentación o de la historia del matrimonio, por ejemplo.
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En cambio, la historia de la escritura pertenece a la historia de las expresiones en que se
manifiestan las culturas superiores. En el umbral de su desarrollo las culturas egipcia, china,
babilónica y mejicana formaron cada una su propio tipo de escritura; y si la cultura india y la
cultura antigua adoptaron muy tarde las grafías perfectamente desarrolladas de otras
culturas vecinas, y si en la cultura árabe cada nueva religión y secta inventaba en seguida
una escritura propia, estos son hechos que guardan una relación profunda con la historia y
significación íntima de las formas en estas dos culturas.
A esas dos edades se limita nuestro saber acerca del hombre. Ello no es suficiente para
sacar conclusiones sobre otras edades posibles o ciertas y menos aún sobre su época y su
modo, sin contar con que a nuestros cómputos se sustraen por completo las conexiones
cósmicas que dominan el sino de la especie humana.
Mi manera de pensar y de observar se limita a la fisonomía de la realidad. Donde cesa la
experiencia del conocedor de hombres respecto del mundo que le rodea; donde cesa la
experiencia vital de un hombre, acostumbrado a los hechos, ahí encuentra también sus
limites esa visión. La existencia de esas dos edades es un hecho de la experiencia histórica,
y además de este hecho nuestra experiencia de la cultura primitiva consiste en que
podemos contemplar aquí en sus restos algo concluso y cerrado algo cuya profunda
significación puede ser sentida por nosotros, si partimos de cierta interior afinidad. Pero la
segunda edad nos permite una experiencia de muy otra índole.
La aparición súbita del tipo de la gran cultura, dentro de la historia humana, es un accidente
casual, cuyo sentido no podemos comprobar. No sabemos tampoco si en la existencia del
orbe sobrevendrá de pronto un acontecimiento que produzca una forma completamente
nueva. Pero el hecho de que ante nosotros se ofrece el espectáculo de ocho grandes
culturas, todas de igual tipo constructivo y de evolución y duración homogénea, nos permite
hacer un estudio comparativo y nos da un conocimiento que se extiende hacia atrás sobre
épocas desaparecidas y hacia adelante sobre períodos por venir, siempre en la hipótesis de
que un sino de orden superior no venga a substituir este mundo de formas por otro
completamente nuevo. Autorízanos a ello nuestra experiencia general de la existencia
orgánica. En la historia de las aves de rapiña o de las coníferas no podemos prever si
aparecerá y cuándo aparecerá una nueva especie; de igual manera, en la historia de las
culturas es imposible prever la aparición en el futuro de una cultura nueva. Pero desde el
momento en que el seno materno ha recibido los gérmenes de un nuevo ser, desde el
momento en que una semilla ha sido enterrada, ya sabemos cuál ha de ser la forma interna
del nuevo ciclo vital, que podrán perturbar fuerzas exteriores en el curso pacifico de su
desenvolvimiento, pero cuya esencia misma no puede ser alterada.
La experiencia, nos enseña también que la civilización, extendida hoy sobre toda la faz del
orbe, no constituye una tercera edad, sino un período necesario de la cultura occidental
exclusivamente, período que se diferencia del período correspondiente en las demás
culturas sólo por su grandísima extensión. Y aquí termina la experiencia. Cavilar sobre las
formas nuevas en que el hombre futuro ha de vivir; o aun sólo pensar en si han de venir o
no nuevos hombres; bosquejar en el papel majestruosos planes con la fórmula: «Así ha de
ser, así debe ser» todo eso me parece un juego insubstancial, indigno de que en él se
empleen vanamente las energías de una vida, por insignificante que ésta sea.
El grupo de las grandes culturas no constituye una unidad orgánica. Para la mirada del
hombre, la aparición de las culturas en tal número, en tales lugares y en tales épocas es un
azar sin sentido profundo. En cambio, se ofrece tan clara y notoria la articulación orgánica
de cada cultura en particular, que la historiografía china, árabe y occidental y muchas veces
también el sentimiento concordante de las personas educadas ha forjado una serie de
términos inmejorables [9].
El pensamiento histórico se encuentra, pues, ante un doble problema. Primero: estudiar
comparativamente los ciclos vitales, estudio que, aunque claramente exigido, nunca,
empero, ha sido hecho hasta hoy; y segundo: comprobar el sentido que puedan tener las
accidentales e irregulares relaciones entre las culturas. Hasta ahora estos problemas han
sido tratados en forma cómoda y superficial, canalizando la riqueza enorme de los hechos
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en el «curso» de una historia universal, con explicaciones causales, mecánicas. Mas este
método anula la difícil pero fecundísima psicología de dichas relaciones, como anula
igualmente la de la vida interior de las culturas. El segundo problema supone el primero
resuelto. Las relaciones son variadísimas, aunque no fuera mas que por las distancias de
espacio y de tiempo. En las Cruzadas se colocan frente a frente un periodo primitivo y una
vieja y ya madura civilización. En el mundo cretense-miceniano del mar Egeo, una
precultura entra en contacto con un floreciente período posterior. Una civilización puede
lanzar desde lejos sus destellos, como la civilización india del Oriente sobre el mundo árabe,
o puede pesar con su ancianidad asfixiante sobre una juventud, como la antigüedad sobre el
Occidente. Pero las relaciones pueden ser también muy varias por su distinta índole y
fuerza: la cultura occidental busca entronques, la egipcia los evita; el Occidente se entrega
una y otra vez a los influjos ajenos, en conmociones trágicas; en cambio la antigüedad
aprovecha lo extraño, sin sufrimiento ni congoja. Mas todo esto obedece también a las
condiciones típicas que se dan en el alma de cada cultura y nos da a conocer este alma a
veces mejor que las manifestaciones directas del peculiar idioma de formas que, con
frecuencia, más sirven para encubrir que para comunicar la verdadera esencia.
10
Paseando la mirada sobre el grupo de las culturas, descúbrense problemas y más
problemas. El siglo XIX, influido en sus investigaciones históricas por el modelo de la física y
en su pensamiento histórico por las ideas del barroco, nos ha conducido a una alta cumbre,
desde la cual a nuestros pies contemplamos el mundo nuevo. ¿Podremos tomar posesión
de él?.
La enorme dificultad con que tropieza aún hoy el estudio de esos grandes ciclos vitales
consiste en la falta absoluta de trabajos serios sobre las comarcas remotas. Muéstrase en
esto una vez más la visión dominadora del europeo occidental que sólo quiere posarse
sobre lo que, procedente de una antigüedad cualquiera, viene a su encuentro, pasando por
una Edad media.
Lo demás, todo aquello que camina por vías propias e independientes, no es nunca
estudiado en serio. En la historia de China y de la India hay algunos temas: arte, religión y
filosofía, cuyo estudio acaba de emprenderse. La historia política o no se refiere o se refiere
en estilo de charla amena. A nadie se le ha ocurrido estudiar los grandes problemas de
derecho político que llenan la historia de la China, el sino de Li-Wang (842), que parece un
Hohenstaufen oriental, el primer congreso de los príncipes en 659, la lucha entre los
principios del imperialismo (Lienheng) representado por el Estado Tsin, tan parecido al
romano, y la idea de una liga de los pueblos (Hohtsung) por los años de 500 a 300, el
encumbramiento de Hoang-ti, el Augusto chino (221). Nadie ha pensado en estudiar eso con
el detenimiento y profundidad con que Mommsen ha estudiado el principado de Augusto.
Aunque la historia de los Estados indios ha sido radicalmente olvidada por los indios
mismos, existen, sin embargo, del tiempo de Buda más materiales que los que han servido
para escribir la historia de la Antigüedad en los siglos IX y VIII. Pero todavía hoy nos
figuramos que «el» indio vivía sumergido en su filosofía, como los atenienses que, según
piensan nuestros clasicistas, se pasaban la vida filosofando a orillas del Ilissos, en pura
contemplación de la belleza.
La política egipcia no ha sido apenas estudiada. Bajo el nombre de Hycsos han ocultado los
historiadores egipcios de la época posterior la misma crisis que los chinos llaman «tiempo de
los Estados en lucha». Nadie ha investigado esto todavía.
Y en el mundo árabe, el interés de nuestros historiadores no franquea los límites a que
llegan las lenguas de la antigüedad.
¡Qué no se ha escrito sobre la creación política de Diocleciano! Asombra la cantidad de
materiales que se han reunido, por ejemplo, sobre la indiferente historia de la administración
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de las provincias del Asia Menor—solo porque están escritos en griego—. En cambio, el
Estado sassanida, que es el modelo de Diocleciano en todo y por todo, no ha entrado en el
círculo de la consideración sino por cuanto estuvo en guerra con Roma.
Y lo mismo pasa en la historia de la administración y del derecho. Los materiales reunidos
sobre el derecho y la economía en Egipto, India y China no pueden compararse con los
estudios sobre el derecho en la Antigüedad [10].
Después de un largo «período merovingio», que en Egipto es bien visible, comienzan hacia
3000 [11] las dos culturas más viejas en territorios muy reducidos, en el bajo Nilo y en el
Eufrates. Los períodos primitivo y posterior hállanse aquí distinguidos hace mucho tiempo
bajo los nombres de Imperio antiguo e Imperio medio, Sumer y Akad. El final del feudalismo
egipcio, con el nacimiento de una nobleza hereditaria y la consiguiente ruina de la
monarquía primitiva, desde la sexta dinastía ofrece una semejanza tan notable con el curso
de los acontecimientos en el período primitivo de China, desde I-Wang (934-909) y en el de
la cultura occidental, desde el emperador Enrique IV, que debiera alguien atreverse a hacer
una investigación comparativa de estos periodos. A principios del «barroco» babilónico
aparece el gran Sargón (2500) que penetra hasta el Mediterráneo, conquista Chipre y con el
mismo estilo que Justiniano I y Carlos V, se llama a si mismo «Señor de las cuatro partes
del mundo». En el Nilo, hacia 1800 y en «Akad y Sumen» algo antes, comienzan las
primeras civilizaciones, entre las
cuales la asiática muestra una poderosa fuerza expansiva. Las «conquistas de la
civilización babilónica», multitud de conocimientos que se refieren a medidas, cuentas,
cálculos, se propagaron entonces quizá hasta el mar del Norte y al mar Amarillo. Acaso
algunas marcas de fábrica babilónicas, impresas sobre las herramientas, hayan sido
veneradas como signos mágicos por los salvajes germanos y dado origen a una
ornamentación «pregermánica». Mas entre tanto, el mundo babilónico pasaba de una mano
a otra. Cóseos, asirios, caldeos, medas, persas, macedonios, pequeños ejércitos [12]
mandados por enérgicos jefes cayeron sobre la capital, sin que la población opusiera una
seria resistencia. He aquí el primer ejemplo de una «época imperial romana». En Egipto las
cosas no siguieron distinto curso. Bajo los cóseos, los pretorianos ponen y quitan al tirano,
los asirios conservan las viejas formas políticas, como los soldados imperiales desde
Cómodo; el persa Ciro y el ostrogodo Teodorico se sienten administradores del Imperio; los
medas y los lombardos se consideran como pueblos dominadores en país ajeno. Pero estas
diferencias son políticas, no efectivas. Las legiones del africano Séptimo Severo querían
exactamente lo mismo que los visigodos de Alarico, y en la batalla de Andrianópolis casi era
imposible distinguir a los «romanos» de los «bárbaros».
Después de 1500, nacen tres nuevas culturas; primero la india en el Pendjab superior,
luego—hacia 1400—la china, en el Hoangho medio y—hacia 1100—la antigua, en el mar
Egeo.
Sin duda, los historiadores chinos hablan de tres grandes dinastías —Sia, Chang,
Chou—;esto corresponde, poco más o menos, a la opinión de Napoleón cuando se
consideraba fundador de la cuarta dinastía, sucesora de los merovingios, los carolingios y
los capetos. Pero en realidad la tercera dinastía es siempre la que asiste al
desenvolvimiento integral de la cultura. así, cuando en 441 el emperador titular de la
dinastía Chou pasa a ser un pensionista del «duque de Oriente», y cuando en 1792, «Luis
Capeto» es ejecutado, en ambos casos este hecho coincide con el paso de la cultura a
civilización. Se han conservado algunos antiquísimos bronces de la última época de la
dinastía Chang; ahora bien, esos bronces guardan con el arte chino posterior la misma
relación que la cerámica de Micenas con la cerámica antigua primitiva y que el arte
carolingio con el románico. El periodo primitivo védico. homérico y chino, con sus castillos y
fortalezas, con sus caballeros y señores feudales, ofrece la misma imagen que el periodo
gótico; y «la época de los grandes protectores»—Ming-chu, 685-591—corresponde
exactamente al tiempo de Cromwell, Wallenstein, Richelieu y la primera tiranía de los
antiguos.
Entre 480 y 230 sitúan los historiadores chinos el «periodo de los Estados en lucha», período
que desemboca en un siglo completo de guerras, con grandes ejércitos y tremendas
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convulsiones sociales, y al fin termina con la fundación del Imperio chino por el Estado Tsin,
la Roma de esta cultura. Estos mismos acontecimientos los presenció Egipto entre 1780 y
1580 —en 1680 comienza la «época de los Hycsos»—, y otro tanto sucedió en la antigüedad
a partir de Queronea y en forma más terrible desde los Gracos hasta Actium (133-31). Este
mismo, en fin, es el sino del mundo europeo americano durante el siglo XIX y XX.
El centro de gravedad trasladóse mientras tanto. Asi como el Ática pasó al Lacio, asi
también en China pasa del Hoan-gho- hacia el Ho-nan-fu- a Jantse— hoy provincia Hupei—.
El Sikiang era entonces tan obscuro y remoto para los sabios chinos como el Elba para los
alejandrinos; y estos sabios no tenían la menor sospecha de que existiese la India.
Lo que en la otra parte del orbe representan los emperadores de la casa Julia-Claudia, eso
mismo representa aquí el poderoso Wang-cheng, que en las luchas decisivas asienta el
dominio absoluto de Tsin y en 221 adopta el título de Augusto —que tal es la exacta
significación de Chi—y el nombre cesáreo de Hoang-ti. Es asimismo el fundador de la «paz
china»; realiza en el agotado Imperio su gran reforma social y comienza, con inspiración
netamente romana, la construcción de la gran barrera, la famosa muralla, para la cual
conquista en 214 una parte de la Mongolia. (Entre los romanos empieza a formarse desde la
batalla de Varo la idea de una frontera fortificada contra los bárbaros; las fortificaciones se
estaban formando todavía en el siglo 1.) Es también el primero que somete las tribus
bárbaras al sur del Jangtse por medio de grandes expediciones militares y afirma la
seguridad del Imperio construyendo rutas militares, castillos y guarniciones. La historia de su
familia no es menos romana que la de sus hechos.
Sus descendientes acabaron muy pronto sumiéndose en las abominaciones neronianas, en
las que representaron un papel el canciller Lui-chi, primer marido de la emperatriz madre, y
el gran político Li-Sé, el Agrippa de su tiempo y fundador de la escritura unificada. Siguen
luego las dos dinastías Han —la occidental de 206 antes de Jesucristo a 23 de Jesucristo, y
la oriental de 25 a 220—bajo las cuales las fronteras del Imperio se extendieron
considerablemente, mientras que en la capital los ministros eunucos, los generales y los
soldados ponían y quitaban emperadores a su antojo. En algunos momentos, bajo los
emperadores Wu-ti( 140-86) y Ming-ti (58-76), los poderes chinoconfuciano, indo budista y
antiguo estoico se aproximan tanto al mar Caspio, que fácilmente hubieran podido entrar en
comunicación [13].
Dispuso el acaso que los terribles ataques de los Hunos fracasaran entonces contra la
muralla de China, defendida precisamente en esos momentos por emperadores fuertes y
enérgicos. La derrota decisiva de los Hunos tuvo lugar entre 124 y 119. Los Hunos fueron
vencidos por el Trajano chino Wu-ti que anexionó definitivamente la China del Sur para
abrirse camino hacia la India. Wu-ti construyó una carretera militar enorme, flanqueada de
fortificaciones, hacia el Tarim.
Los Hunos entonces se volvieron hacia el Occidente, y más tarde, precedidos de un
enjambre de tribus germánicas, aparecieron ante la fronteras del Imperio romano. Aquí
consiguieron su objeto. El Imperio romano sucumbió y la consecuencia fue que sólo
subsistan hoy el Imperio chino y el Imperio indio, como objeto predilecto de poderes varios y
cambiantes.
Hoy son sus dueños los «bárbaros occidentales de cabellos rojos» que, a los ojos de los
civilizadísimos bramanes y mandarines, no representan otro papel ni mejor función que los
mongoles y los mandchús, y que, como éstos, habrán de tener sus sucesores. En cambio,
sobre los territorios coloniales del destruido Imperio romano preparábase en el Noroeste la
precultura de Occidente. Entretanto, en Oriente habíase ya desarrollado el periodo primitivo
de la cultura árabe.
Esta cultura árabe es un descubrimiento [14].Su unidad fue vislumbrada por algunos árabes
posteriores; pero tan desconocida por los historiadores occidentales, que ni siquiera se
encuentra una buena denominación que la designe. Siguiendo el idioma dominante, podría
decirse que la precultura y el periodo primitivo son arameos y que el periodo posterior es
árabe. No existe un verdadero nombre. Aquí las culturas hallábanse muy próximas, y por
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eso las civilizaciones han ido superponiéndose unas a otras. La época previa, la época de la
precultura árabe, que puede rastrearse entre los persas y los judíos hállase íntegramente en
los dominios del viejo mundo Babilónico; en cambio, el período primitivo, que procede de
occidente, vive bajo el encanto y la influencia de la civilización antigua, que acababa
entonces de madurar. La civilización egipcia y la india dejan sentir también sus efectos. Pero
más tarde el espíritu árabe, encubierto las más veces bajo el manto de la antigüedad
posterior, ha vertido sus encantos sobre la incipiente cultura occidental. La civilización árabe
influyó notablemente sobre el alma del pueblo en el sur de España, en la Provenza, en
Sicilia, y se superpuso a la civilización antigua, no extinguida todavía. La civilización árabe
fue el modelo en cuya contemplación se educó el espíritu gótico. El paisaje correspondiente
a esta cultura arábiga es grandemente extenso y quebrado. Situémonos en Palmira o
Ctésifon, y desde este punto contemplemos el teatro de los hechos. Al Norte, Osrhoene;
Edessa fue la Florencia del período primitivo del mundo árabe.
Al Oeste, Siria y Palestina, donde nacieron el Nuevo Testamento y la Mischna judaica, con
Alejandría como avanzada.
Al Este, el mazdeísmo sufrió una poderosa renovación, correspondiente a la venida del
Mesías en el judaísmo; pero, a juzgar por las ruinas de la literatura del Avesta, sólo
podemos decir de ella que efectivamente hubo de tener lugar. También aquí se produjeron
el Talmud y la religión de Mani. Al Sur, en la cuna futura del Islam, pudo desenvolverse un
periodo caballeresco, como en el imperio sassanida. Todavía hoy hay allí ruinas de
inexploradas fortalezas y castillos, de donde partieron las guerras decisivas entre el Estado
cristiano de Axum, en la costa africana, y el Estado judaico de los Himiaritas en la costa
árabe, guerras atizadas por los diplomáticos desde Roma y Persia. En el extremo norte está
Bizancio, con su extraña mezcla de formas civilizadas decadentes y formas caballerescas
primitivas, contusión que se manifiesta sobre todo en la historia del ejército bizantino. El
Islam fue quien, al fin y harto tarde, despertó la conciencia de la unidad de todo este mundo.
A ello se debe la evidencia de su victoria, que hizo que se le entregaran, casi sin voluntad,
cristianos, judíos y persas. Del Islam salió luego la civilización árabe, que se hallaba en su
máxima perfección espiritual, cuando los bárbaros de Occidente, en efímera expedición,
penetraron hasta
Jerusalem. ¿Qué impresión produciría este espectáculo en él ánimo de los árabes
distinguidos? ¿Acaso una impresión algo bolchevista? La política del mundo árabe
consideraba de arriba a abajo, con cierto desdén, los negocios del «Frankistán».
Cuando, durante la guerra de los treinta años—que vista desde aquí parecía transcurrir allá
en el «remoto Occidente»—, el embajador inglés en Constantinopla intentó soliviantar a la
Turquía contra la Casa de Habsburgo, seguramente pensaban los turcos que todos esos
pequeños Estados, allá en el horizonte del mundo árabe, no tenían importancia alguna para
los grandes problemas políticos que se agitaban en su mundo, desde Marruecos hasta la
India. Incluso cuando Napoleón desembarcó en Egipto debió haber amplios círculos sociales
que no sospecharon siquiera lo que el porvenir les preparaba.
Entretanto, en Méjico había nacido una cultura nueva, tan remota, tan alejada de todas las
demás, que no pudo haber noticia de ella en éstas, ni de éstas en ella. Tanto más admirable
resulta, pues, la semejanza de su evolución con la evolución de la cultura antigua. Se
llenarán de espanto los filógogos cuando ante estas Teokallis piensen en sus templos
dóricos.
Y, sin embargo, precisamente un rasgo antiguo, la falta de voluntad de potencia en la
técnica, es el que determinó aquí la índole del armamento y, por consiguiente, hizo posible
la catástrofe.
Porque esta cultura es el único ejemplo de una muerte violenta. No falleció por decaimiento,
no fue ni estorbada ni reprimida en su desarrollo. Murió asesinada, en la plenitud de su
evolución, destruida como una flor que un transeúnte decapita con su vara (a). Todos
aquellos Estados, entre los cuales había una gran potencia y varias ligas políticas, cuya
grandeza y recursos superaban con mucho los de los Estados grecorromanos de la época
de Aníbal; aquellos pueblos con su política elevada, su hacienda en buen orden y su
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legislación altamente progresiva (b), con ideas administrativas y hábitos económicos que los
ministros de Carlos V no hubieran comprendido jamás, con ricas Literaturas en varios
idiomas, con una sociedad perespiritualizada y distinguida en las grandes ciudades, tal que
el Occidente de entonces no hubiera podido igualar (c), todo eso sucumbió y no por resultas
de una guerra desesperada, sino por obra de un puñado de bandidos que en pocos años
aniquilaron todo de tal suerte que los restos de la población muy pronto habían perdido el
recuerdo del pasado. De la gigantesca (d) ciudad de Tenochtitlán no quedó ni una piedra. En
las selvas antiquísimas de Yucatán yacen las grandes urbes del imperio Maya, comidas por
la flora exuberante. No sabemos ni el nombre de una sola. De la literatura se han
conservado tres libros, que nadie puede leer.
Lo más terrible de este espectáculo es que ni siquiera fue tal destrucción una necesidad para
la cultura de Occidente(e).
Realizáronla privadamente unos cuantos aventureros sin que nadie en Alemania, Inglaterra
y Francia sospechase lo que en América sucedía. Esta es la mejor prueba de que la historia
humana carece de sentido. Sólo en los ciclos vitales de las culturas particulares hay una
significación profunda. Pero las relaciones entre unas y otras no tienen significación; son
puramente accidentales. Y en el caso de esta cultura mejicana fue el azar tan cruelmente
trivial, tan ridículo, que no seria admisible ni en la más mezquina farsa. Un par de cañones
malos, unos centenares de arcabuces bastaron para dar remate a la tragedia.
Se hizo imposible para siempre un conocimiento cierto del mundo mejicano, aun en los más
generales rasgos de su historia. Sucesos del tamaño de las Cruzadas y de la Reforma han
caído en el olvido, sin dejar rastro. Hasta estos últimos años, la investigación no ha logrado
definir sino las grandes líneas de la evolución posterior. Basada en esos datos, la morfología
comparativa puede ampliar y ahondar el cuadro, trayendo a relación la historia de las demás
culturas [15]. Según ello las épocas de esta cultura caen unos doscientos años después de la
arábiga y unos setecientos antes de la occidental.
Sin duda existió una precultura que, como en Egipto y China, desenvolvió la escritura y el
calendario; pero es para nosotros enteramente desconocida. La cronología comenzaba por
una fecha inicial, muy anterior al nacimiento de Cristo; pero no puede precisarse su relación
con el principio de nuestra era.
De todas suertes, esto demuestra que el mejicano tenia un sentido histórico
extraordinariamente desarrollado.
La época primitiva de los Estados maya—«helénicos»—- está testimoniada por los pilares
en relieve, fechados, de las viejas ciudades de Copan [16]—al Sur—, Tikal y algo después
Chichen Itza—al Norte—, Naranjo, Seibal—entre 160 y 450—.
Al final de este periodo, Chichen Itza, con sus edificios, es durante siglos el modelo
preferido; hay que citar junto a ella el florecimiento suntuoso de Palenque y Piedras
Negras— al Oeste—- Esto correspondería al gótico posterior y al Renacimiento (450-600, o
en la cultura occidental 1250-1400 (?).
En el período posterior—nuestro barroco—aparece Champutun como centro de la formación
del estilo. Ahora comienza la evolución en los pueblos—«italianos»—de Nahua, sobre la
altiplanicie de Anahuac. Estos pueblos fueron puramente receptivos en lo que al arte y al
espíritu se refiere; pero muy superiores a los maya en instinto político—hacia 600-960, que
en la cultura antigua es 750-400 y en la occidental 1400- 1750(?)—. Principia entonces el
«helenismo» de los maya.
Hacia 960 es fundada Uxmal, que pronto llega a ser una urbe mundial de primer orden,
como Alejandría y Bagdad, fundadas también en los umbrales de la civilización. Hallamos
además una serie de brillantes ciudades como Labna, Mayapan, Chacmultun y de nuevo
Chichen Itza. Estas ciudades señalan a cúspide de una grandiosa arquitectura, que no crea
un estilo nuevo, pero que emplea los viejos motivos con un gusto selecto y en poderosas
masas. La política se halla dominada por la famosa Liga de Mayapan (960-1195), que
comprendía tres Estados directores y que mantuvo su posición algo artificial y violentamente
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al parecer, a pesar de grandes guerras y repetidas revoluciones—en la cultura antigua 350150, en la occidental 1800-2000—.
El final de este período está caracterizado por una gran revolución, y en relación con ella las
potencias—«romanas»— Nahua entran de lleno en los asuntos de los Maya. Con ayuda de
éstos, provoca Hunac Ceel un trastorno general y destruye Mayapan—hacia 1190, que en la
cultura antigua corresponde a 150. Lo que sigue después es la historia típica de una
civilización ya madura. Los pueblos luchan por el predominio militar. Las grandes ciudades
Maya se sumergen en la ventura contemplativa de la Atenas romana y de Alejandría.
Entretanto, en el horizonte remoto del territorio Nahua, se desarrolla el último de esos
pueblos, los aztecas, con su temple bárbaro y su insaciable voluntad de poderío. En 1325
fundan Tenochtitlán -en la antigüedad corresponde a la época de Augusto—, que pronto se
encumbra a capital del mundo mejicano. Hacia 1400 comienza la expansión militar de gran
estilo. Los territorios conquistados quedan sujetos por colonias militares y una red de rutas
militares. Los Estados tributarios son reducidos a obediencia y separados unos de otros por
la superior diplomacia de los dominadores. La ciudad imperial de Tenochtitlán crece y se
hace gigantesca, con una población internacional entre la cual no faltaba ninguno de los
idiomas hablados en el Imperio. Las provincias Nahua estaban ya aseguradas en sentido
político y militar; rápidamente se dirige la expansión política hacia el Sur y se prepara a
poner mano sobre los Estados Maya. No es posible predecir el curso que hubieran seguido
las cosas en el siglo siguiente, cuando llegó el final.
La cultura occidental se encontraba entonces aproximadamente en el mismo periodo que los
Maya habían ya franqueado en el año 700. Hasta la época de Federico el Grande no se
hubiera podido comprender en Europa la política de la Liga de Mayapan. La organización de
los aztecas en 1500 es, para nosotros todavía un futuro remoto. Pero, en cambio, ya
entonces distinguía el hombre fáustico de cualquier otro tipo cultural por su insaciable afán
de lejanía que, en última instancia, es el que ocasiona la destrucción de la cultura mejicana
y peruana.
Ese afán sin ejemplo en la historia, se manifiesta en todas las esferas. Sin duda, el estilo
jónico era imitado en Cartago y Persépolis, el gusto helénico encontró admiradores en el
arte indio de Gándara, y las futuras investigaciones aquilatarán hasta qué punto la China ha
influido sobre la edificación de madera que se empleaba en el norte germánico. Sin duda,
también el estilo de la mezquita dominó en toda la comarca que va de la India superior hasta
la Rusia del Norte, el África occidental y España. Pero todo esto es nada en comparación
con la fuerza expansiva del alma occidental. Es claro que la historia misma del estilo se
desarrolla y perfecciona en el suelo de la madre patria; pero sus resultados caminan por
doquiera, sin conocer límites ningunos. En el suelo mismo donde estuvo Tenochtitlán
levantaron los españoles una catedral de estilo barroco, con obras maestras de la pintura y
la plástica españolas. Los portugueses trabajaron en la India; los arquitectos italianos y
franceses del barroco posterior llegaron al corazón de Rusia y de Polonia. El rococó inglés y,
sobre todo, el estilo imperio, tuvo una florescencia grande en las ciudades de los plantadores
norteamericanos, cuyos muebles y cuyas decoraciones, preciosísimas, son en Alemania
harto poco conocidas.
El clasicismo dio frutos en el Canadá y en el Cabo. Desde entonces, ya no conoce limites la
expansión occidental. En cualquier aspecto, la relación entre esta joven civilización y las
antiguas civilizaciones existentes aún consiste en verter sobre ellas por una espesa capa de
formas vitales europeo americanas, bajo la cual las formas viejas y propias van poco a poco
desapareciendo. (sobre este capítulo véase las notas (a), (b), (c), (d), (e) al final, N. del
corrector)
11
Esta imagen del mundo humano está destinada a deshacer el esquema: Edad antigua, Edad
media, Edad moderna, esquema que todavía perdura en los mejores espíritus. Y ante ella
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resulta posible dar una contestación nueva—y a mi parecer definitiva - a la vieja pregunta: ¿
Qué es historia? Ranke - en el prólogo a su Historia Universal—dice: «La historia comienza
allí donde los monumentos comienzan a ser inteligibles, allí donde se nos ofrecen datos
escritos dignos de confianza.» He aquí una respuesta de coleccionador y ordenador de
datos. Se advierte claramente que Ranke confunde lo que ha sucedido en general con lo
que ha sucedido dentro del campo visual de la investigación histórica de su tiempo.
Mardonio fue vencido en Platea. ¿Acaso deja de ser historia este hecho, si dos mil años más
tarde resulta desconocido para un sabio? ¿Es que la vida no es un hecho mas que cuando
los libros hablan de ella?
Eduardo Meyer—el historiador más considerable desde Ranke -dice [17]: «Histórico es todo
aquello que ejerce o ha ejercido influencia... La consideración histórica es la que convierte
un proceso aislado en un acontecimiento histórico, destacándolo sobre la masa infinita de
los demás procesos contemporáneos suyos». Esto está dicho enteramente en el gusto y
espíritu de Hegel. Primeramente: los hechos son los que importan y no nuestro accidental
conocimiento de ellos. Justamente la nueva imagen de la historia nos obliga a admitir la
existencia de hechos muy considerables, en grandes series, aunque no podamos nunca
conocerlos en el sentido científico de esta palabra. Debemos acostumbrarnos a contar
ampliamente con lo desconocido. Segundo; las verdades existen para el espíritu; los hechos
sólo existen con referencia a la vida. La consideración histórica o, según mi terminología, el
ritmo fisiognómico, es decisión de la sangre, conocimiento de los hombres extendido al
pasado y al futuro, percepción nativa de las personas y de las situaciones, estimación de lo
que fue acontecimiento, de lo que fue necesario, de lo que tiene que existir, y no una simple
crítica científica y acopio de datos. La experiencia científica para un verdadero historiador es
cosa adjetiva o secundaria- el historiador emplea los recursos de la intelección y de
la comunicación para demostrar minuciosamente, una vez más, a la conciencia vigilante
aquello que en un momento de iluminación estaba ya demostrado a la existencia.
La energía de la existencia fáustica actual ha elaborado todo un círculo de experiencias
internas, que ningún otro hombre ni otro tiempo ha podido alcanzar nunca; de manera que
los más remotos acontecimientos van adquiriendo para nosotros cada día un sentido más
hondo y una relación más íntima con nuestro ser, sentido y relación que no podían existir
para los demás hombres, ni siquiera los que vivieron próximos a dichos acontecimientos. Así
resulta que para nosotros hay muchas cosas que se han tornado historia—es decir, vida
armónica con nuestra vida—y que no lo eran hace cien años. Para Tácito la revolución de
Ti. Graco—cuyas fechas «sabia» quizá el historiador romano—no tenía ya verdadera
importancia. Para nosotros la tiene notable. Para los adictos al Islam, la historia de los
monofisitas y sus relaciones con el círculo de Mahoma no significan nada. Nosotros, en
cambio, reconocemos en ella —bajo otras condiciones—la evolución del puritanismo inglés.
Finalmente, para una civilización cuyo teatro es ya la tierra entera, todo acaba por ser
histórico. El esquema de la Antigüedad, la Edad media y la Edad moderna, tal como el siglo
XIX lo ha comprendido, contenía tan sólo una selección de relaciones palpables. Pero la
acción que ya hoy empiezan a ejercer sobre nosotros las historias primitivas de China y de
Méjico, es una acción de Índole más sutil y espiritual. En esas historias hallamos
experiencias de las últimas necesidades que residen en toda vida. El espectáculo de otros
ciclos vitales nos adoctrina sobre nosotros mismos, nos enseña lo que somos, lo que
tenemos que ser, lo que hemos de ser. Tal es la gran escuela de nuestro futuro. Nosotros,
que aún poseemos historia y hacemos historia, comprendemos lo que es la historia, cuando
llegamos a los extremos limites de la humanidad histórica.
Una batalla entre dos tribus del Sudán, o entre los queruscos y los catos, en tiempos de
César o, lo que en esencia es lo mismo, entre dos ejércitos de hormigas, constituye
simplemente un espectáculo de la naturaleza viviente. Pero una victoria de los queruscos
sobre los romanos en el año 9 ó de los aztecas sobre los tlaskalanos forma parte de la
historia. Aquí tiene importancia el «cuándo»; aquí cada decenio pesa, y aun cada año pesa.
Se trata del progreso de un gran ciclo vital, en donde cada resolución ocupa el rango de una
época. Hay aquí un fin hacia el cual va empujado el acontecer todo; hay aquí una existencia
que quiere cumplir su destino; hay aquí un ritmo, una duración orgánica, y no esa anárquica
fluctuación de escitas, galos, caribes, cuyos incidentes son tan anodinos como puedan serlo
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los que acontecen en una colonia de castores o en una estepa llena de gacelas. Este último
acontecer es puramente zoológico, y tiene su lugar en un cuadro muy diferente. No se trata
en él del sino que sufren ciertos pueblos y ciertos rebaños, sino del que sufre el hombre, la
gacela o la hormiga como especie. El hombre primitivo no tiene historia mas que en sentido
biológico. Por descubrirla se afana la investigación prehistórica.
La creciente familiaridad con el fuego, con las herramientas de piedra, con los metales y con
las leyes mecánicas de la acción de las armas, caracteriza solamente la evolución del tipo y
de las posibilidades inclusas en él. En el marco de esta clase de historia resulta indiferente
el propósito que tuvieran las dos tribus al venir a las manos. La edad de piedra y el barroco
son dos estadios que señalan: la primera, un período de desarrollo en la existencia de una
especie, y el segundo, un período de desarrollo en la existencia de una cultura. La especie y
la cultura son, empero, dos organismos que pertenecen a esferas completamente distintas.
Formulo aquí mi protesta contra dos opiniones que continuamente han menoscabado el
pensar histórico: contra la opinión de que hay un fin de la humanidad en conjunto y contra la
negación de todos los fines en general.
La vida tiene un fin, que es el cumplimiento de lo que quedó establecido en el acto de la
generación. Pero el individuo humano pertenece por su nacimiento o bien a una de las
grandes culturas o solamente al tipo humano general. No hay para el hombre una tercera
unidad vital. Por eso el sino del hombre encaja o en la historia zoológica o en la «historia
universal».
El «hombre histórico»—tal como yo lo entiendo y como lo han entendido siempre los
grandes historiadores—es el hombre que pertenece a una cultura en trance de realización y
cumplimiento. El que vive antes, después o fuera de una cultura es hombre inhistórico [18].
Y entonces los destinos del pueblo a que pertenece son tan indiferentes como los destinos
de la tierra cuando no la consideramos en el cuadro de la geología, sino de la astronomía.
De aquí se sigue un hecho decisivo, que por primera vez ahora queda manifiesto: el hombre
no sólo es inhistórico en los tiempos que anteceden a una cultura, sino que se torna también
inhistórico tan pronto como una civilización, llegada a su plena y definitiva forma, pone fin y
remate a la evolución viva de una cultura, agotando las últimas posibilidades de una
existencia significativa. La civilización egipcia, desde Sethi 1 (1300) y las civilizaciones
china, india y árabe actuales nos ofrecen de nuevo el espectáculo de las fluctuaciones
zoológicas en la edad primitiva, aunque se encubran bajo las formas perespiritualizadas de
la religión, de la filosofía y, sobre todo, de la política. Que en Babilonia acampan las salvajes
hordas de soldados cosenos o se establecen los refinados persas; que unos u otros
permanecen allí más o menos tiempo y asientan su dominio con mayor o menor éxito, nada
de esto tiene importancia desde el punto de vista de Babilonia. Sin duda estos
acontecimientos no son indiferentes por lo que se refiere a la bienandanza de la población;
pero ninguno de ellos altera en lo más mínimo el hecho de que el alma de ese mundo
babilónico estaba ya extinguida. Por lo tanto, los acontecimientos carecían de todo sentido
profundo. Una nueva dinastía, nacional o extranjera, en Egipto; una revolución o una
conquista en China, un nuevo pueblo germánico en el imperio romano—estos son hechos
que pertenecen a la historia del paisaje, como, v. gr., un cambio en la fauna o el desfile de
una bandada de pájaros. Pero en la verdadera historia de la humanidad superior hay
siempre algo que constituye la base de todo problema animal de fuerza, y ese algo—aunque
los actores o comparsas de la historia no tengan la más mínima conciencia del simbolismo
de sus actos, de sus fines y destinos—es siempre la realización de cierto elemento anímico,
la traducción de una idea en forma histórica viviente. Y esto vale también para las luchas
entre dos grandes tendencias estilísticas del arte—gótico y Renacimiento—entre filosofías—
estoicos y epicúreos—, entre ideales políticos—la oligarquía y la tiranía—, entre formas
económicas—capitalismo y socialismo.
Ya no se trata de esto. Lo que resta es tan sólo la lucha por la mera potencia, por el
provecho animal en sí. Y si en los periodos anteriores la potencia aparentemente menos
ideal sirve todavía en alguna manera a la idea, en cambio en las civilizaciones postrimeras
hasta la más persuasiva apariencia de idea es una máscara que encubre puras cuestiones
zoológicas de fuerza.
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La filosofía india anterior a Buda se diferencia de la posterior en que aquélla es el gran
movimiento hacia un fin del pensamiento indio, fin planteado en el alma india y propuesto
por el alma india; mientras que ésta es la continua remoción de un contenido intelectual que
no por eso cambia en lo más mínimo. Las soluciones están ya dadas y sólo varía el gusto
del aderezo. Otro tanto puede decirse de la pintura china anterior y posterior a la dinastía
Han—conozcámosla o no—y de la arquitectura egipcia anterior y posterior al comienzo del
Imperio nuevo. Y lo mismo sucede con la técnica. Los inventos occidentales, la máquina de
vapor, la electricidad, son recibidos hoy por los chinos del mismo modo—y con igual
veneración religiosa—que hace cuatro mil años el bronce y el arado y mucho antes aún el
fuego. Y unos y otros se distinguen perfectamente de los inventos que descubrieron los
chinos mismos en la época Chu, inventos que hicieron época para su historia interna [19].
Antes y después de la cultura, los siglos ya no desempeñan, ni mucho menos, el papel que
durante la cultura desempeñan los decenios y, muchas veces, incluso los años; porque las
edades de la biología recobran poco a poco su validez. Así adquieren esos estados
posteriores—tan evidentes para los que en ellos viven—ese carácter de duración solemne,
que los hombres verdaderamente cultos perciben con asombro, al compararlos con el ritmo
rápido de su propia evolución. Herodoto en Egipto y los europeos occidentales en China,
desde Marco Polo, percibieron con extrañeza esa duración y lentitud, que no es sino la falta
de historia.
La historia antigua ¿no llega a su término con la batalla de Actium y la pax romana? A partir
de entonces ya no se verifican esos grandes acontecimientos que compendian el sentido
interior de toda una cultura. Comienza el imperio del absurdo, de la zoología. Resulta ya
indiferente—para el mundo, no para los particulares que actúan—el que un suceso se
verifique de un modo o de otro. Todas las grandes cuestiones de la política hallan la misma
solución que encuentran en todas las civilizaciones; solución que consiste en que nadie ya
siente los problemas como tales problemas, en que nadie se plantea problemas. Y muy
pronto llega un momento en que nadie comprende los problemas que propiamente fueron
causa de las anteriores catástrofes. Cuando el hombre no siente su propia vida tampoco
siente la vida ajena. Cuando los egipcios posteriores hablan de la época de los Hycsos o
cuando los chinos posteriores hablan del periodo correspondiente de su historia, «la época
de los Estados de lucha», juzgan la imagen externa del pasado según su propia vida, vida
que desconoce todo enigma, todo problema. Ven allá simples luchas por el predominio; no
ven que esas guerras desesperadas exteriores e interiores, en las cuales se pedía auxilio a
los extranjeros contra los propios conciudadanos, fueron dirigidas por una idea. Hoy
comprendemos bien lo que significaban aquellas terribles excitaciones y explosiones que
acompañaron a los asesinatos de Tiberio Graco y de Clodio. En 1700 no podíamos aún
comprenderlo. En 2200 no podremos ya comprenderlo tampoco. Lo mismo ocurre con aquel
Chian, fenómeno de tipo napoleónico, para el cual los historiadores egipcios posteriores no
encontraron otro calificativo que el de «rey hycso». Si los germanos no hubieran invadido el
Imperio, la historiografía romana, un siglo después, hubiera quizá hecho de Graco, Mario,
Sylla y Cicerón una dinastía, derribada luego por César.
Compárese la muerte de Tiberio Graco con la de Nerón, cuando llegó a Roma la noticia del
levantamiento de Galba, o la victoria de Sylla sobre los Marianos, con la de Séptimo Severo
sobre Pescennio Niger. Si en los casos de Nerón y de Severo hubiese sucedido lo contrario
de lo que sucedió, ¿hubiera variado en algo el curso de la época imperial? Van demasiado
lejos Mommsen y Eduardo Meyer [20] cuando establecen una diferencia cuidadosa entre la
«monarquía» de César y el «principado» de Pompeyo o Augusto. Estas son ya para nosotros
fórmulas de Derecho político que carecen de todo contenido; hace cincuenta años hubieran
significado aún la oposición entre dos ideas. Cuando en el año 68 Vindex y Galba quisieron
restaurar «la República», manejaron un concepto en una época en que ya no existían
conceptos de verdadero y auténtico simbolismo. Lo único que entonces importaba era saber
en qué manos vendría a parar el poder. Las luchas por la obtención del título de César
fueron cada vez más tomando el aspecto de peleas entre tribus negras; y hubieran podido
proseguir durante siglos y siglos, en formas cada día más primitivas y, por tanto, más
«eternas».
Estos pueblos ya no tienen alma. No pueden, por lo tanto, tener historia. A lo sumo
consiguen conservar la significación de un objeto, en la historia de una cultura extraña, y
esta vida ajena es la que, exclusivamente, define por si el sentido de esa relación. Sobre el
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solar de las civilizaciones viejas ya no representa papel histórico el curso de los
acontecimientos provocados por sus habitantes, sino el de los acontecimientos verificados
por otros hombres de otro paraje. Pero en este punto el complejo de la «historia universal»
reaparece escindido en sus dos elementos: los ciclos vitales de las grandes culturas y las
relaciones entre ellos.
C
LAS RELACIONES ENTRE LAS CULTURAS
12
Las culturas son lo primero; luego vienen las relaciones.
El pensamiento histórico moderno juzga, empero, lo contrario.
Y por eso, cuanto más desconoce los verdaderos ciclos vitales de que se compone la
aparente unidad del suceder universal, tanto más celo pone en inquirir la vida escudriñando
la red de las relaciones. Pero por lo mismo que busca en primer término las relaciones,
resulta que no alcanza a comprenderlas.
¡Cuánta riqueza atesora la psicología de esas atracciones, repulsiones, preferencias,
transformaciones, seducciones, ingerencias y entregas, que tienen lugar no sólo entre
culturas que se tocan, se admiran o se combaten, sino también a veces entre una cultura
viva y el mundo de formas de una cultura muerta, cuyos restos permanecen aún visibles en
el paisaje!
Y, en cambio, ¡qué estrechez, qué pobreza revelan las representaciones encerradas por los
historiadores en las palabras influencia, prosecución, actuación!
Todo esto es muy siglo XIX. Por doquiera cadenas de causas y efectos. Todo «se sigue de».
Nada es originario, primigenio. Cuando los elementos formales que pertenecen a la costra
superficial de las culturas viejas son de nuevo descubiertos en otras culturas más jóvenes,
dice el historiador que esos elementos «han seguido actuando». Y cuando un historiador
logra reunir una seria de prosecuciones semejantes, descansa, satisfecho de haber
realizado una obra valiosa.
El fundamento sobre que se basa esta manera de ver es aquella imagen de la historia
humana, como unidad significativa, que bosquejaron antaño los grandes góticos. Sobre la
faz de la Tierra veíanse pasar los hombres y los pueblos y permanecer las ideas. La
impresión de esa imagen fue poderosa y todavía no se ha borrado. Significó al principio el
plan trazado por Dios al género humano. Más tarde las cosas pudieron seguir
contemplándose de idéntica manera, merced a la permanencia del esquema: Antigüedad,
Edad media, Edad moderna; y la atención se fijó no en lo que realmente variaba, sino en lo
que aparentemente se conservaba inmutable. Pero ya nuestra visión es otra, más fría, más
lejana. Nuestro saber ha franqueado los límites del esquema rectilíneo; y quien siga hoy
viendo la historia por el ángulo de dicho esquema, está situado en el lado falso. No es el
elemento creado el que «actúa», sino el elemento creador el que «recoge». Se confunde la
existencia con la vigilia, se confunde la vida con los medios por los cuales la vida se expresa
y manifiesta. El pensamiento teórico—que es mera vigilia —encuentra por doquiera
unidades teóricas en movimiento- Esta manera de pensar es típicamente fáustica, dinámica.
En ninguna otra cultura se han representado los hombres así la historia. Un griego, con su
intelección
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somática del mundo, no hubiera perseguido nunca en sus «efectos» esas meras unidades de
expresión que llamamos «el drama ático» o «el arte egipcio».
Se empieza por designar con un nombre un sistema de formas expresivas. Asi queda
destacado un complejo de relaciones. En seguida se piensa bajo ese nombre un ente y bajo
la relación una acción. El que habla hoy de la filosofía griega, del budismo, de la escolástica,
entiende por tal una cosa viva, una unidad de fuerza que crece, se hace poderosa, toma
posesión del hombre, se impone a la conciencia y hasta a la existencia del hombre y le
obliga al fin a seguir actuando en la dirección vital de su propio ser. Esta es una mitología
perfecta.
Y lo característico es que sólo los hombres del Occidente—cuyo mito conoce otros
demonios de la misma especie, como «la» electricidad, «la» energía de posición—viven en
esa imagen y con esa imagen.
En realidad, esos sistemas existen sólo en la conciencia del hombre despierto; y viven en
ella como modos de la actividad.
La religión, la ciencia, el arte, son actividades de la conciencia vigilante, sobre la base de
una existencia. Creer, meditar, producir, toda actividad visible exigida por esas otras
invisibles: el sacrificio, la oración, el experimento físico, la labor de escultura, la
condensación de una experiencia en palabras comunicables, son actividades de la
conciencia despierta, y nada más. Los otros hombres ven en ellas lo visible y oyen sólo las
palabras. Al ver y al oír, los hombres viven en sí mismos algo cuya relación con lo vivido por
el creador no pueden explicarse.
Vemos una forma, pero no sabemos qué sea lo que en el alma del otro la ha producido.
Podemos tan sólo tener una creencia acerca de ello, y formamos tal creencia proyectando
nuestra alma en la cosa. Por muy claras que sean las palabras con que una religión se
anuncia, siempre son palabras, y el que las oye
les inyecta su propio sentir. Por muy expresivo que sea un artista en sus sonidos y sus
colores, el espectador se oye y se ve a si mismo en ellos. Y si no, es que la obra, para él,
carece de significación. La facultad—rarísima y muy moderna—de algunos hombres dotados
de extremada sensibilidad histórica, que pueden «sumirse en el otro», está fuera de cuestión
aquí. Un germano, convertido por Bonifacio, no se identifica con el espíritu del misionero.
Aquel estremecimiento primaveral que cundió entonces por el mundo Joven del Norte no
significaba otra cosa sino que cada cual encontró de pronto en la conversión el idioma
adecuado de su propia religiosidad. Los ojos del niño centellean cuando alguien dice el
nombre del objeto que el niño tiene en las manos. Lo mismo sucedió aquí.
No transmigran, pues, las unidades microcósmicas, sino que las unidades cósmicas las
eligen y se las apropian. Si fuera de otro modo, si esos sistemas fueran verdaderos entes
capaces de ejercer una actividad—pues el «influjo» es una actividad orgánica—, el cuadro
de la historia sería perfectamente distinto. Convendría considerar atentamente que todo
hombre vivo y toda cultura viva están continuamente rodeados de innumerables influencias
posibles. Muy pocas de ellas son aceptadas como tales influencias; la mayor parte se
quedan en mera potencia. Ahora bien: ¿quién verifica la selección? ¿Las obras o los
hombres?
El historiador, afanoso de series mecánicas, no cuenta mas que los influjos efectivos. Falta
empero la otra cuenta. A la psicología de las influencias positivas debiera corresponder la de
las «negativas». Este seria precisamente un problema fecundísimo que decidiría toda la
cuestión. Pero nadie se ha atrevido aún a plantearlo. Y si lo soslayamos, entonces resulta la
imagen radicalmente falsa de un acontecer progresivo de la historia universal, en que nada
se pierde. Dos culturas pueden tocarse de hombre a hombre, o el hombre de una cultura
contemplar el mundo de formas muertas de otra, en sus rectos comunicables. En todo caso,
el activo es el hombre solo. El acto ya producido del uno no puede ser vivificado por el otro,
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sino infundiéndole éste su propia existencia. De esta suerte conviértese en su propiedad
interior, en su obra, en una parte de sí mismo. «El budismo» no se traslado de India a China,
sino que, del tesoro de representaciones acumulado por los budistas indios, una parte fue
recogida por los chinos de cierta orientación sentimental, y luego transformada en una nueva
especie de expresión religiosa, que sólo para los budistas chinos significaba algo. No se
trata nunca del sentido que primariamente tuviera tal o cual forma; se trata de la forma
misma, en que la sensibilidad activa y la inteligencia del contemplador descubren la
posibilidad de verter una creación propia. Las significaciones no pueden emigrar. Nada
mitiga la profunda soledad que separa la existencia de dos hombres de diferente tipo. Es
posible que los indios y los chinos se sintiesen entonces budistas en común; no por eso sus
almas se hallaban más próximas. Con las mismas palabras, con idénticos usos, con iguales
signos, dos almas diferentes seguían sus propios caminos.
Investigando todas las culturas se echa de ver por doquiera no esa aparente continuidad de
la creación anterior en las posteriores, sino que siempre el ente más joven fue el que
estableció con el ente más viejo un pequeñísimo número de relaciones, sin tener en cuenta
la significación primaria de los elementos que se apropiaba. ¿Qué es eso de las «eternas
conquistas» en el campo de la filosofía y de la ciencia? Una y otra vez oímos hablar de lo
mucho que sigue viviendo todavía entre nosotros la filosofía griega. Pero esta afirmación
carece de valor, mientras no se haga el inventario exacto de todo lo que el hombre mágico
primero y el hombre fáustico después, con la profunda sapiencia de inflexibles instintos, han
rechazado, o no han percibido, o, conservando las mismas fórmulas, han interpretado de
distinto modo. La ingenua creencia del entusiasmo científico se engaña en esto mucho. La
lista sería muy larga y la otra lista quedaría reducida casi a cero. Solemos esquivar,
calificándolas de errores inesenciales, cosas como la teoría de las figurillas de Demócrito, el
mundo—muy corpóreo—de las ideas platónicas, las cincuenta y dos esferas del mundo de
Aristóteles. Pero esto es querer conocer la opinión de los muertos mejor que ellos mismos.
Esas representaciones son verdades esenciales—aunque no lo sean para nosotros—.
De la filosofía griega lo que poseemos realmente—aun sólo de lo externo—es poco más que
nada. Seamos leales y aceptemos a los pensadores antiguos en sus propios términos; no
hay una sola frase de Heráclito, de Demócrito, de Platón, que sea para nosotros verdadera,
si nos abstenemos de aderezarla a nuestro modo. ¿Qué hemos acogido nosotros de los
métodos, del concepto, del propósito y de los recursos de la ciencia griega? Y no hablemos
de los términos fundamentales, que son para nosotros absolutamente incomprensibles. El
Renacimiento, ¿ha sentido «la influencia» del arte antiguo? Pues ¿qué sucede con la forma
del templo dórico, con la columna jónica, con la relación de la columna y el entablamento,
con la selección de los colores, con el fondo y perspectiva de las pinturas, los principios de
la agrupación de las figuras, con las figuras de los vasos, con el mosaico, con la tectónica de
la estatua, con las proporciones de Lisipo? ¿Por qué nada de esto ejerció influencia?
Porque de antemano estaba ya decidido lo que se quería expresar. Por lo tanto, en el surtido
de formas muertas que se ofrecían a la vista percibíase realmente solo aquello—poco— que
se deseaba; y se percibía tal y como se deseaba, esto es, en la dirección del propio fin y no
en el sentido de su creador, sentido que ningún arte vivo se ha preocupado nunca de
desentrañar. Cuando se persigue la «influencia» de la plástica egipcia sobre la griega, rasgo
por rasgo, se advierte pronto que no existe en realidad tal influencia, sino que la voluntad
griega de forma tomó de aquellas viejas artes algunos caracteres que, de no haberlos
encontrado allí, hubiera descubierto ella misma de una manera o de otra. Alrededor del
territorio «antiguo» habían trabajado los egipcios, los cretenses, los babilónicos, los asirios,
los hetitas, los persas, los fenicios; y en Grecia sus obras eran conocidas en gran número:
edificios, ornamentos, artes, cultos, formas políticas, escrituras, ciencias. ¿Qué tomó de todo
esto el alma antigua como medio para su propia expresión? Repito: las únicas relaciones
percibidas por el historiador son las que en efecto fueron aceptadas. Pero ¿y las que no lo
fueron? ¿Por qué los antiguos no admitieron, por ejemplo, las pirámides egipcias, los
pílonos, los obeliscos, los jeroglíficos y la escritura cuneiforme? Piénsese en la cantidad de
cosas que el arte gótico, el pensamiento gótico no tomó en Bizancio, en el Oriente moro, en
España, en Sicilia.
Nunca se valorará demasiado alta la sabiduría inconsciente de la selección y de la decidida
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transformación. Toda relación admitida constituye no sólo una excepción, sino también un
error de interpretación; y en ninguna parte acaso se revela mas claramente el vigor interno
de una existencia que en ese arte de las equivocaciones metódicas. Cuanto más alto se
encomian los principios de un pensar ajeno, más radicalmente se altera de seguro su
sentido. ¡Sígase la historia de los elogios a Platón en Occidente, desde Bernardo de
Chartres y Marsilio Ficino hasta Goethe y Schelling!. Una religión ajena que es aceptada
humildemente ha adoptado de seguro a la perfección la forma del alma nueva que tan bien
la acoge. Debería escribirse la historia de los «tres Aristóteles»; el griego, el árabe y el
gótico, que no tienen ni un concepto, ni un pensamiento común. O la historia de la
transformación del cristianismo mágico en cristianismo fáustico. Hemos oído, hemos
aprendido que esta religión se ha propagado inmutable en su esencia desde la Iglesia
antigua y ha echado sus raíces en el mundo occidental. En realidad, el hombre mágico
extrajo de las profundidades de su alma dualista un idioma en que expresó su conciencia
religiosa. A ese idioma religioso hemos dado el nombre de «el» cristianismo. La parte
comunicable de esa experiencia íntima, las palabras, las fórmulas, los usos, fueron
aceptados por el hombre de la civilización antigua posterior como un medio para dar salida a
sus necesidades religiosas.
De hombre a hombre, llegó este idioma de formas hasta los germanos de la precultura
occidental, conservándose inalterado en su vocabulario, pero transformándose
continuamente en las significaciones. Nunca se hubiera atrevido nadie a perfeccionar la
significación primaria de las palabras santas. Pero nadie conocía esa primaria significación.
Quien lo dude, considere «la» idea de la gracia, que en San Agustín se refiere en sentido
dualista, a una substancia residente en el hombre, mientras que en Calvino se refiere, en
sentido dinámico, a la voluntad humana. O también la representación mágica del
«consensus» [21], casi ininteligible, que presupone en cada hombre un pneuma como
emanación del pneuma divino, y, por consiguiente, encuentra la verdad divina inmediata en
la opinión coincidente de los llamados. Sobre esa certidumbre se funda la dignidad de los
acuerdos en los concilios cristianos primitivos, como igualmente el método científico todavía
predominante en el mundo del Islam. El hombre occidental, no comprendiendo esa idea,
consideró los concilios de la época gótica posterior como una especie de parlamento,
destinado a refrenar la libertad espiritual de movimientos de que gozaba el papado. Así era
entendida la idea conciliar todavía en el siglo XV—recuérdese Constancia, Basilea,
Savonarola y Lutero—, y hubo al fin de desaparecer como frívola y absurda ante la
concepción de la infalibilidad pontificia. Lo mismo sucede con el pensamiento de la
resurrección de la carne, tan extendido en la cultura arábiga primitiva; este pensamiento
presupone igualmente la representación del pneuma divino y del pneuma humano. El
hombre antiguo pensaba que el alma como forma y sentido del cuerpo, nace con éste, en
alguna manera. La filosofía griega apenas habla de esto. Tal silencio puede obedecer a dos
motivos: o no se conoce dicho pensamiento, o aparece tan evidente que no se presenta ante
la conciencia en forma de problema. Esto último es lo que sucede aquí. Pero, para el
hombre árabe, es igualmente evidente que su pneuma, emanación de la divinidad, elige
domicilio en su cuerpo. De donde se infiere que algo deberá existir cuando, en el día del
Juicio, el espíritu humano tenga que resucitar; y esta es la resurrección ¤k nekrÇn, de los
cadáveres. Mas esta concepción es ininteligible, en su profundidad, para el sentimiento
cósmico de los occidentales. Nunca se puso en duda el tenor literal de la doctrina sagrada;
pero inconscientemente los católicos de alto vuelo intelectual, y notoriamente Lutero,
inyectaron en ella otro sentido que se caracteriza hoy con la palabra inmortalidad, es decir,
perduración del alma, como puro centro de fuerza, para toda la infinidad. Si San Pablo o
San Agustín pudieran conocer y comprender nuestras representaciones del Cristianismo,
rechazarían todos los libros, todos los dogmas, todos los conceptos, por totalmente erróneos
y heréticos.
Como ejemplo máximo de un sistema que en apariencia se ha transmitido inalterado en sus
rasgos fundamentales a través de dos mil años, pero que en realidad ha sufrido tres
transformaciones completas en tres culturas diferentes y cada vez con un sentido nuevo,
seguiré aquí la historia del derecho romano.
13
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El derecho antiguo es un derecho creado por los ciudadanos para los ciudadanos.
Presupone como evidente forma política la Polis. Esta forma fundamental de la existencia
pública tiene por consecuencia—evidente también—el concepto de persona en el sentido del
hombre, que en su totalidad se identifica con el cuerpo (sÇma) [22] del Estado. Sobre este
hecho formal del sentimiento cósmico antiguo se desarrolla el derecho antiguo.
La persona es, pues, un concepto típico de la antigüedad, un concepto que sólo en la cultura
antigua tiene sentido y validez.
La persona singular es un cuerpo (sÇma) que pertenece al contenido de la Polis. El derecho
de la Polis se refiere a él sólo. Ese derecho se convierte, hacia abajo, en el derecho de las
cosas—el limite está formado por la relación jurídica del esclavo, que es cuerpo, pero no
persona—, y hacia arriba, en el derecho de los dioses—el límite está formado por el héroe
que, habiéndose tornado de hombre en deidad, posee la pretensión de derecho a un culto,
como en las ciudades griegas Lisandro y Alejandro y más tarde en Roma los emperadores
ascendidos a divi El pensamiento jurídico de los antiguos, desarrollándose en esa dirección
con creciente rigor, explica algunos conceptos, como la capitis diminutio media, que le
resultan muy extraños al hombre occidental. En efecto, nosotros podemos imaginar que una
persona, en nuestro sentido, sea privada de algunos o de todos los derechos; pero el hombre
antiguo, cuando sufre aquella pena, cesa de ser persona, aunque sigue viviendo la vida del
cuerpo. Por oposición a este concepto de la persona, es como hay que concebir el concepto
antiguo de la cosa, res, el objeto de la persona.
La religión antigua es en todo y por todo una religión de Estado. Por eso en la producción del
derecho no hay diferencia alguna: el derecho de las cosas y el derecho divino son por igual
creaciones de los ciudadanos. Las cosas y los dioses se hallan en una relación jurídica
exactamente regulada con las personas. Ahora bien, para el derecho antiguo tiene
importancia decisiva el comprender que el derecho es producido por la experiencia pública
inmediata, no por la experiencia profesional del Juez, sino por la experiencia general
práctica del varón, que en la vida politicoeconómica ocupaba una posición preeminente. El
que en Roma ingresaba en la carrera pública llegaba a ser, por necesidad, jurista, general de
ejército, jefe administrativo, empleado de hacienda. Definía el derecho como pretor, después
de haberse asimilado una dilatada experiencia en otras esferas. La antigüedad desconoce
por completo el juez profesional, educado especialmente, instruido directamente para esta
única actividad. Este profesionalismo es el que ha determinado el espíritu de toda la
posterior ciencia del derecho.
Pero los romanos no eran ni sistemáticos, ni historiadores, ni teóricos del derecho, sino
exclusivamente prácticos, unos excelentes prácticos. Su jurisprudencia es una ciencia
empírica de casos particulares, una técnica perespiritualizada, no un edificio de
abstracciones [23].
Cuando se contraponen el derecho romano y el derecho griego como dos cantidades del
mismo orden, se comete un error que falsea el cuadro de la cultura antigua. El derecho
romano, en todo el curso de su evolución, es el derecho particular de una ciudad entre otras
cien. Y en cuanto al derecho griego, no ha existido nunca como unidad. Que las ciudades de
lengua griega hayan elaborado a veces derechos muy semejantes es cosa que no altera en
lo más mínimo el hecho de que cada ciudad tenía su derecho propio. Nunca surgió la idea
de una legislación general dórica, y menos de una legislación helénica. Semejantes
representaciones son extrañas al pensamiento antiguo. El jus civile de los romanos valía
sólo para los quintes.
Los extranjeros, los esclavos, el mundo entero allende la ciudad no era tenido en cuenta; en
cambio, el código sajón siente ya hondamente la idea de que, en puridad, no hay mas que
un derecho. Hasta la época posterior del Imperio se mantuvo en Roma la rigurosa distinción
entre el jus civile para los ciudadanos y el jus gentium—que es algo enteramente distinto de
nuestro derecho de gentes—para «los demás», para los que vivían en la esfera de los
dominios romanos como objetos de la declaración del derecho. Roma consiguió, como
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ciudad particular, el imperio del orbe antiguo—en otra evolución de las cosas, ese imperio
hubiera podido recaer igualmente en Alejandría—; por esta razón el derecho romano obtuvo
la preeminencia. Pero tal preeminencia débela el derecho romano no a su interior
superioridad, sino en primer término a los éxitos políticos, y luego a la posesión incontestada
de una experiencia práctica de gran estilo. La formación de un derecho antiguo general de
estilo helénico—si es lícito dar este nombre a cierta afinidad espiritual entre muchos
derechos particulares— sucede en una época en que Roma era aún una potencia política de
tercer orden. Y cuando el derecho romano comenzó a adoptar formas grandiosas, ya el
espíritu romano había sojuzgado al helenismo. Llegado el momento en que fue posible
constituir el derecho de la antigüedad posterior, el helenismo traspasó a Roma esta tarea,
porque la muchedumbre de las pequeñas Ciudades-Estados sentía muy bien que ya ninguna
tenia fuerza verdadera, y Roma, en cambio, era la única cuya actividad toda consistía en
último término en el ejercicio de la prepotencia. Por eso no se ha constituido una ciencia del
derecho en lengua griega. Cuando la antigüedad alcanzó en su desarrollo la madurez
necesaria para esa ciencia, la última de todas, ya no había en el orbe antiguo mas que una
ciudad capaz de imponer su derecho.
No se advierte, pues, suficientemente que en la relación entre el derecho griego y el derecho
romano no hay contigüidad sino sucesión. El derecho romano es el más joven; presupone
los otros, con sus dilatadas experiencias [24] y fue edificado después, y muy de prisa, bajo la
impresión paradigmática de los derechos anteriores. Es importante observar que el apogeo
de la filosofía estoica—que tanto ha influido en el pensamiento jurídico—sigue al apogeo del
derecho griego, pero precede al romano.
14
El derecho romano fue elaborado en la mentalidad de unos hombres que carecían del
sentido histórico. Por eso el derecho antiguo es un derecho del día y aun del momento. Es
creado, en su idea, para cada caso y en cada caso particular. Resuelto éste, cesa de ser
derecho. Concederle validez para casos ulteriores, hubiera sido contradictorio con el sentido
antiguo del puro presente.
El pretor romano, al comenzar su año de magistratura, publica un edicto en donde comunica
las normas de derecho a que piensa ajustarse. Pero su sucesor no está en modo alguno
obligado por ellas. Y aun esta limitación a un año del derecho vigente no corresponde a su
duración efectiva. El pretor, en cada caso particular, entrega a los jurados la fórmula
concreta de la norma jurídica -expresamente desde la lex Aebutia— según la cual esta
sentencia y sólo ésta ha de ser pronunciada.
Asi crea un derecho sin duración, un «derecho presente», en el sentido estricto de la palabra
[25].
En el derecho inglés existe un rasgo, al parecer semejante, pero de sentido harto diferente y,
por lo mismo, muy propio para patentizar el profundo abismo que separa el derecho antiguo
del derecho occidental. Se trata de un rasgo genial, netamente germánico: la facultad que
tiene el juez de crear el derecho. El juez debe aplicar un derecho que, idealmente, posee
una validez eterna. Por medio de sus «rules» o preceptos de ejecución (que no tienen nada
de común con la citada fórmula escrita del pretor), puede el juez inglés regular a su arbitrio
la aplicación de las leyes vigentes en el procedimiento, en cuya ordenación se manifiesta el
fin propio de tales leyes. Pero si llega a la conclusión de que en algún caso particular hay
materias de hecho para las cuales el derecho vigente no tiene solución, puede llenar ese
vacío inmediatamente, esto es, crear un derecho nuevo en mitad del proceso. Este nuevo
derecho adquiere para en adelante consistencia permanente—suponiendo que sea aprobado
en forma por la corporación de los jueces—.
Pero esto justamente es lo más contrario posible al espíritu del derecho antiguo. Siendo el
curso de la vida pública dentro de una época, en lo esencial invariable, y repitiéndose
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iguales una y otra vez las situaciones jurídicas más importantes, fórmase poco a poco un
cuerpo de preceptos que empíricamente—y no porque se les haya conferido poder para el
futuro—son aplicados de nuevo, y en cierto modo creados nuevamente cada vez.
La suma de tales preceptos, no un sistema, sino una colección, forma ahora «el derecho»,
tal como aparece en la posterior legislación edictal de los pretores, legislación cuyos
elementos esenciales cada pretor, por razones de acomodamiento, tomó de sus
antecesores.
En el pensar jurídico de los antiguos la palabra experiencia significa, pues, algo distinto que
entre nosotros. No es el dominio de una masa compacta de leyes que prevén todos los
casos posibles, no es el ejercicio continuado de la aplicación de las leyes; es el conocimiento
de que ciertas situaciones jurídicas se repiten una y otra vez, de suerte que no es necesario
volver a formar el derecho de nuevo cada vez para ellas.
La forma típicamente antigua, en que fue juntándose poco a poco la materia jurídica, es,
pues, una adición casi espontánea de nomoi, leges, edicta particulares, como en la época
del derecho pretorio en Roma. Esas que llamamos legislaciones de Solón, de Carondas, de
las XII tablas, no son mas que colecciones ocasionales de semejantes edictos, que habían
patentizado su aplicabilidad. El derecho de Gortyn, próximamente contemporáneo de las XII,
representa un grupo de novelas que se añade a una colección más antigua. Las ciudades
recién fundadas se apropiaban en seguida una de esas colecciones, en las que sin duda se
deslizaba no poco dilettantismo. Asi, Aristófanes en las Aves se burla de los fabricantes de
leyes. De sistema, ni una palabra. Menos aún se le ocurrió a nadie la idea de fijar el derecho
para largo tiempo.
En Occidente, por el contrario, se manifiesta la tendencia a reducir desde luego todo el
material jurídico viviente a una obra de conjunto exhaustiva y sistematizada para siempre, a
una obra definitiva en donde cada caso pensable del futuro queda decidido de antemano. El
derecho occidental se orienta hacia el futuro. El derecho antiguo es forjado para el presente.
15
A esto que llevamos dicho parece oponerse el hecho de que en realidad existieron obras
antiguas de derecho compuestas por profesionales y destinadas a una aplicación perdurable.
Es cierto que del derecho antiguo primitivo (1100-700) no sabemos nada, y es seguro que
los derechos consuetudinarios de los labradores y los habitantes de las ciudades primitivas
no fueron consagrados por escrito, lo que contrasta con las tempranas legislaciones de la
época gótica y prearábiga -Código sajón, Código sirio—. Los monumentos más antiguos que
conocemos son las colecciones que desde el año 700 se atribuyen a personalidades míticas
o semimíticas. Licurgo, Zaleuco, Carondas, Dracon [26] y algunos reyes de Roma [27].
La forma de la leyenda prueba que tales colecciones existían; pero ni su verdadero autor, ni
los antecedentes reales de la codificación, ni el verdadero contenido eran ya conocidos por
los griegos de las guerras médicas.
Una segunda capa, que corresponde al Código de Justiniano y a la recepción en Alemania
del derecho romano, va unida a los nombres de Solón (600), de Pittacos (550) y otros.
Trátase ya de derechos plenamente formados, con espíritu ciudadano. Llevaban los
nombres de politeia, nomos, frente a las viejas denominaciones de thesmoi o rhetrai [28].
Asi, pues, en realidad, no conocemos mas que la historia del derecho antiguo posterior. ¿A
qué obedecen estas repentinas codificaciones? Una mirada lanzada sobre esos nombres nos
enseña que en tales procesos no se trata, en último término, de un derecho que precisa
establecer como resultado de experiencias puras, sino de decidir cuestiones políticas de
fuerza.
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Gran error es el creer que pueda existir un derecho en general, flotando, por decirlo asi,
sobre las cosas, independiente de los intereses político económicos. Cabe representarse un
derecho semejante; y los hombres que toman por actividad política la que consiste en
imaginar posibilidades políticas, se han representado asi siempre el derecho. Pero esto no
altera en nada la realidad; y la realidad es que un derecho semejante, un derecho de origen
abstracto, no se presenta nunca en la realidad histórica. Todo derecho encierra en forma
reducida la imagen de su creador, y toda imagen histórica contiene una tendencia
politicoeconómica, que no depende de tales o cuales ideas teóricas, sino de la voluntad
práctica de la clase que tiene en sus manos el poder efectivo y, por lo tanto, que crea el
derecho. Todo derecho ha sido creado siempre por una sola clase social en nombre de la
generalidad. Anatole France ha dicho una vez que nuestro derecho, con igualitarismo
mayestático, prohíbe a los ricos como a los pobres robar pan y mendigar en la calle. No
cabe duda que esta justicia es la justicia de una sola parte. Las «otras partes», empero,
intentarán siempre imponer un derecho que, desde su perspectiva vital, les aparece como el
único justo. Todas esas legislaciones son, pues, actos políticos; más aún, actos de partido.
Unas, como la legislación democrática de Solón, contienen una constitución— politeia—
unida a un derecho privado— nomoi— de idéntico espíritu.
Otras, como la legislación oligárquica de Dracon y los decemviros [29], presuponen una
politeia que el derecho privado tiende a robustecer. Pero los historiadores occidentales,
habituados al derecho perdurable, han menoscabado esa relación. El hombre antiguo sabía
muy bien lo que en todo esto había. La creación de los decemviros fue en Roma el último
derecho imbuido de puro espíritu patricio. Tácito lo califica de fin del derecho justo— finis
aequi juris, Ann. III, 27—. Pues así como, después de la caída de los decemviros, aparecen
con claro simbolismo los diez tribunos, asi también contra el jus de las XII tablas y la
constitución que éste supone, dirígese la labor lenta, subterránea, de la lex rogata, del
derecho popular, que con tenacidad romana tiende a realizar lo que Solón había realizado
en un solo acto, aboliendo la obra de Dracon: la politeÝa p?triow, el ideal jurídico de la
oligarquía ateniense. En Atenas, desde este momento los nombres de Dracon y Solón
fueron los gritos de guerra típicos en la larga lucha entre la oligarquía y el demos. En Roma,
fueron las instituciones del Senado y del Tribunado. La constitución espartana—«Licurgo»—
no sólo representó, sino que conservó el ideal de Dracon y de las XII tablas. Los dos reyes—
si comparamos con Esparta las instituciones romanas, bastante afines—pasan poco a poco
de la posición que ocupaban los tiranos tarquinos a la que ocupan los tribunos del tipo de los
Gracos: el derrumbamiento de los últimos Tarquinos o la implantación de los decemvirosque de un modo o de otro fue un golpe de Estado contra el tribunado y sus tendencias—
corresponde poco más o menos a la caída de Cleómenes (488) y Pausanias (470) y la
revolución de Agis III y Cleómenes III—hacia 240— corresponde a la actividad de C.
Flaminio, iniciada algunos años después; pero los reyes espartanos no consiguieron nunca
un éxito definitivo sobre los eforos, que corresponden, en Esparta, al partido senatorial en
Roma.
Entretanto Roma se había hecho una gran ciudad, en el sentido de las postrimerías
antiguas. Los instintos aldeanos fueron poco a poco retrocediendo ante los avances de la
inteligencia urbana [30]. En la creación del derecho aparece, pues, desde 350
aproximadamente, la Iex data, el derecho pretorio, junto a la lex rogata, el derecho popular.
Pasa a segundo término la lucha entre el espíritu de las XII tablas y la lex rogata.
Y la legislación edictal de los pretores se convierte en la pelota con que juegan los partidos.
Bien pronto el pretor llega a ser el centro absoluto de la vida jurídica, tanto de la legislación
como de la práctica. Y a consecuencia de la expansión política de la potencia romana
resultó que el jus civile del pretor urbano pasó a segundo término, por lo que se refiere a la
amplitud de su esfera de aplicación, y fue superado por el jus gentium del pretor peregrino,
esto es, por el derecho de «los otros». Y cuando al fin todos los habitantes del mundo
antiguo que no poseían la ciudadanía romana pasaron a ser «los otros», el jus peregrinum
de la ciudad de Roma se convirtió efectivamente en un derecho imperial. Las demás
ciudades—y téngase en cuenta que hasta los pueblos alpinos y las tribus de beduinos
nómadas fueron administrativamente organizadas como «ciudades», civitates— no
conservaron su propio derecho, sino en cuanto el derecho romano de los extranjeros no
contenía disposiciones para el caso.
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El edictum perpetuum constituye el final de la creación del derecho antiguo. Entre los
preceptos jurídicos publicados anualmente por los pretores, hacia ya tiempo que se había
formado un núcleo permanente. Por iniciativa de Adriano—hacia 130- fueron esos preceptos
reducidos a una forma definitiva y el edicto perpetuo prohibió que se introdujeran ulteriores
modificaciones en ellos. El pretor seguía, como antes, obligado a publicar el «derecho de su
año», porque el derecho regía no como ley del Imperio, sino por la facultad pretoriana. Pero
el pretor tenia que ceñirse al texto fijado [31]. Esta es la famosa petrificación del «derecho
pretorio», símbolo auténtico de una civilización de las postrimerías [32].
Con el helenismo, la ciencia antigua del derecho comienza a concebir sistemáticamente el
derecho aplicado en la práctica. Como el pensar jurídico presupone la substancia de las
relaciones políticas y económicas—no de otro modo que el pensar matemático supone
conocimientos físicos y técnicos [33]- fue Roma muy pronto la ciudad de la jurisprudencia
antigua.
De igual manera, en el mundo mejicano fueron los victoriosos aztecas los que cultivaron
ante todo el derecho en sus escuelas superiores, como la de Tezcuco. La jurisprudencia
antigua es una ciencia romana, la única ciencia que Roma ha producido. Justamente en el
momento en que, con Arquímedes, llega a su término la creación matemática, comienza la
literatura jurídica con la Tripertita de Aelio [34] (198, comentario a las XII tablas). Hacía el
año 100 escribió M. Scaevola el primer tratado sistemático de derecho privado. Entre 200 y
0 transcurre la época de clasicismo en la ciencia del derecho—aunque hoy se aplica
extrañamente la denominación de clásico a un periodo de la ciencia jurídica que pertenece
al derecho arábigo primitivo —. Por los restos de esa literatura puede medirse la distancia
que separa los pensamientos de dos culturas. Los romanos tratan casos y los clasifican, pero
nunca acometen el análisis de un concepto fundamental, como, por ejemplo, el de error
jurídico. Distinguen cuidadosamente las clases de contratos; pero no conocen el concepto de
contrato, ni tienen una teoría, por ejemplo, sobre la nulidad o impugnabilidad. «Por todo
esto, es bien claro que los romanos no pueden ser, para nosotros, modelos de método
científico» [35].
El final está formado por las escuelas de los sabinianos y Proculeyanos, desde Augusto
hasta el año 100. Son escuelas científicas, como las escuelas filosóficas de Atenas. Es
posible que en ellas se haya presentado por última vez la oposición entre la concepción
senatorial y la concepción tribunicia—cesárea—del derecho. Entre los mejores sabinianos se
cuentan dos descendientes de los asesinos de César. Un proculeyano fue por Trajano
escogido para sucesor. Agotada en lo esencial la metódica del derecho, produjese la mezcla
práctica del viejo jus civile con el jus honorarium pretoriano.
El último monumento, visible para nosotros, del derecho antiguo son las Instituciones de
Gayo—hacia 161—.
El derecho antiguo es un derecho de los cuerpos. En el contenido del mundo distingue el
derecho antiguo entre las personas corpóreas y las cosas corpóreas, y cual matemática
euclidiana de la vida pública, determina las relaciones entre ellas.
El pensar jurídico se revela próximo pariente del pensar matemático. Ambos métodos
aspiran a discernir, en los casos ópticos dados, el elemento sensible-accidental, para definir
el elemento intelectual, el principio, la forma pura del objeto, el tipo puro de la situación, la
relación pura de causa y efecto.
La vida antigua aparece, ante la conciencia critica de los antiguos colmada de rasgos
euclidianos. Nace, pues, en la mente de los pensadores antiguos una imagen compuesta de
cuerpos, de relaciones de posición entre los cuerpos y de mutuas y recíprocas actuaciones
por choque y contrachoque, como en los átomos de Demócrito. La ciencia antigua del
derecho es una estática jurídica[36].
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La primera creación del derecho árabe fue el concepto de la persona no corpórea.
Para apreciar como es debido esta noción tan significativa del nuevo sentimiento cósmico,
noción que falta en el derecho verdaderamente «antiguo» y que aparece de pronto en los
juristas llamados clásicos—todos eran arameos—es preciso ante todo conocer la verdadera
extensión del derecho árabe.
El paisaje nuevo comprende la Siria y la Mesopotamia septentrional, con la Arabia del Sur y
Bizancio. Aquí por doquiera se revela el advenimiento paulatino de un nuevo derecho,
derecho consuetudinario oral o escrito, derecho de estilo juvenil, como el que nos da a
conocer el Código sajón. Y resulta este caso extraordinario: el derecha particular de las
ciudades-Estados, tal como se desarrollaba con natural evidencia en el solar de la
Antigüedad, se ha convertido silenciosamente en el derecho de las comuniones religiosas.
He aquí un rasgo típico de la cultura mágica. Un pneuma, un mismo espíritu, una sapiencia
e inteligencia idéntica de la verdad única, reúne a los fieles de la misma religión en unidad
de voluntad y de acción, haciendo de ellos una persona jurídica. Una persona jurídica es,
pues, un ser colectivo que, como conjunto total, tiene propósitos, toma resoluciones y acepta
responsabilidades. Si consideramos el cristianismo, puede decirse que este concepto es ya
válido y aplicable a la comunidad primitiva de Jerusalén [37] y se extiende hasta la trinidad
de las personas divinas [38]. Ya el derecho antiguo posterior, el derecho de los decretos
imperiales antes de Constantino (constituciones, placita), aunque conservando estrictamente
la forma romana del derecho urbano, vale en realidad para los fieles de la «Iglesia
sincretística» [39], para esa masa de cultos, penetrados todos de idéntica religiosidad. En la
Roma de entonces una gran parte de la población sentía seguramente el derecho aún como
derecho de una ciudad-Estado. Pero cada paso dado hacia Oriente iba borrando más y más
ese sentimiento. La reunión de los fieles en comunidad jurídica adquirió plena forma por el
culto del emperador, que era enteramente un derecho divino. Con relación a este culto,
puede decirse que los judíos y los cristianos —la iglesia persa apareció en el solar «antiguo»
en la forma «antigua» del culto a Mithra y, por lo tanto, dentro del marco del sincretismo—
viven en un territorio jurídico extranjero, como infieles. Cuando el arameo Caracalla en 212
dio el derecho de ciudadanía por la constitutio Antonina [40] a todos los habitantes del
Imperio, salvo a los dediticii, fue netamente antigua la forma de este acto y sin duda hubo
muchos hombres que así lo comprendieron. La ciudad de Roma se «incorporaba»
literalmente los ciudadanos de todas las demás. Pero el emperador lo entendía de otro
modo. Pensaba haber transformado a todos los habitantes en subditos del «dominador de
los creyentes» del supremo jefe del culto religioso, honrado por todos como divus.
Constantino llevó a cabo la gran transformación, substituyendo la comunidad sincretística
por la comunidad cristiana como objeto del derecho imperial, del derecho del Califa. De esta
suerte, Constantino constituye la nación cristiana. Las denominaciones de piadoso e infiel
cambian de sitio.
Desde Constantino el derecho romano se convierte insensiblemente en el derecho de los
fieles cristianos, y como tal fue concebido y aceptado por los convertidos asiáticos y
germanos. De esta suerte nace un derecho nuevo en forma vieja. Según el derecho
matrimonial antiguo, era imposible que un ciudadano romano, por ejemplo, contrajera
matrimonio con la hija de un ciudadano de Capua, si entre las dos ciudades no existía
comunidad de derecho, conubium [41]. Ahora la cuestión varía; ahora se trata de saber,
según qué derecho un cristiano o un judío, bien sea por nacimiento romano, bien sirio o
moro, puede casarse con una infiel. Pues en el mundo mágico del derecho no cabe
conubium entre individuos de distinta fe. No hay dificultad alguna para que un iranio
contraiga matrimonio en Bizancio con una negra, si ambos son cristianos. Pero ¿cómo es
posible que en la misma aldea siria un cristiano monofisita se case con una nestoriana?
Acaso los dos procedan de un mismo tronco. Pero pertenecen a dos «naciones» de distinto
derecho.
Este concepto arábigo de la nación es un hecho nuevo y decisivo. El límite entre la patria y
el extranjero separaba en la cultura apolínea dos ciudades. En la cultura mágica separa dos
comunidades religiosas. Para el romano era el peregrinus, el hostis, lo mismo que para el
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cristiano es el pagano y para el judío el «amhaarez.» Lo que para los galos o los griegos de
la época de César significaba la adquisición de la ciudadanía romana, eso mismo significa
ahora el bautismo cristiano, que da entrada en la nación directora de la cultura preeminente
[42].
Los persas de la época sassánida—en oposición a los de la época aquemenídica—no
reconocen ya en el pueblo persa una unidad de extracción y lengua, sino la unidad de los
creyentes en Mazda, que se contraponen a los infieles, aunque éstos sean, como la mayor
parte de los nestorianos, de puro origen persa.
De igual modo, los judíos, y más tarde los mandeos y maniqueos, y todavía más tarde las
iglesias cristianas de los nestorianos y monofisitas, se consideraban como naciones, como
comunidades de derecho, como personas jurídicas en el nuevo sentido.
Asi surge un grupo de derechos arábigos primitivos, dividido en religiones, con la misma
precisión con que el grupo de los derechos «antiguos» se dividía en ciudades-Estados. En el
Imperio sassánida se desenvuelven escuelas jurídicas del derecho zoroástrico. Los judíos,
que forman una parte importante de la población, desde Armenia hasta Saba, se crean un
derecho en el Talmud y lo concluyen algunos años antes que el Corpus juris. Cada una de
estas iglesias tiene un propio derecho, independiente de las fronteras políticas, como todavía
sucede hoy en Oriente. Y sólo cuando se plantea un disentimiento entre fieles de dos
religiones distintas interviene el juez perteneciente a la religión dominante en el país. Nadie
en el Imperio romano disputó a los judíos su jurisdicción propia. Pero asimismo los
nestorianos y monofisitas comenzaron a constituir su propio derecho poco después de
haberse separado de los demás cristianos. Y asi fue como, por vía «negativa», es decir, por
separación paulatina de los heterodoxos, acabó el derecho romano imperial por ser el
derecho de los cristianos que se convirtieron a la fe del emperador. Esto es lo que confiere
su sentido típico al Código romano-siriaco conservado en muchos idiomas. Se trata
probablemente [43] de una obra preconstantiniana compuesta en la cancillería del patriarca
de Antioquía es un derecho consuetudinario de carácter netamente prearábigo, en forma
torpemente «antigua». Y las traducciones demuestran que su difusión fue debida a la
oposición contra la iglesia ortodoxa imperial. Este derecho fue sin duda alguna la base del
derecho de los monofisitas y dominó hasta el nacimiento del islamismo en una comarca
mucho más extensa que la que reconocía la validez del Corpus juris.
Y ahora surge un problema nuevo: ¿qué valor práctico poseía realmente en este mundo de
derechos la parte escrita en latín? Con la parcialidad filológica del especialista, los
historiadores del derecho han estudiado hasta ahora solamente esa parte, sin advertir
siquiera el problema que plantea. Los textos latinos han sido para ellos el derecho en
absoluto, el derecho que Roma nos legara. Para ellos se trataba únicamente de estudiar la
historia de esos textos, no la historia de su efectiva significación en la vida de los pueblos
orientales. Mas lo que aquí sucede es que el derecho civilizadísimo de una cultura decrépita
es impuesto a la época primaveral de una cultura joven.
Llegó hasta aquí en forma de literatura erudita, a consecuencia de la evolución política, que
hubiera sido muy diferente si Alejandro o César hubieran vivido más tiempo o si Antonio
hubiese vencido en Actium. La historia del primitivo derecho árabe debe ser considerada
desde Ctesifon y no desde Roma.
El derecho del remoto Occidente, ¿fue allá en Ctesifon algo mas que literatura? ¿Qué
participación tuvo en el verdadero pensar jurídico, en la creación y práctica jurídica de las
comarcas orientales? Y ¿cuántos elementos romanos—y aun en general «antiguos»—se
conservaron en su propio seno? [44].
La historia de este derecho escrito en latín pertenece desde 160 al Oriente árabe. Y es bien
significativo el hecho de que dicha historia corre paralela con la de la literatura judía,
cristiana y persa [45]. Los juristas clásicos (160-220) Papiniano, Ulpiano, Paulo eran
arameos; Ulpiano se nombraba, con orgullo, fenicio de Tiro. Proceden, pues, de las mismas
poblaciones que los Tannaim, que concluyeron la Mischna poco después de 200, y que la
mayor parte de Íos apologistas cristianos—Tertuliano, 160-223—. Al mismo tiempo los
sabios cristianos fijaron el canon y texto del Nuevo Testamento, los judíos el del Antiguo
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Testamento hebreo—destruyendo todos los demás manuscritos—y los persas el del Avesta.
Esta es la alta escolástica del período árabe primitivo. Los digestos y comentarios de estos
juristas mantienen con la materia jurídica anquilosada de los antiguos la misma relación que
la Mischna con la Tora de Moisés y mucho más tarde la Hadith con el Corán.
Son «halacha»[46], nuevo derecho consuetudinario, concebido en la forma de una
interpretación de la masa de las leyes, transmitidas por la autoridad tradicional. El método
casuístico es por doquiera el mismo. Los judíos de Babilonia poseían un derecho civil, que
era enseñado en las escuelas superiores de Sura y Pumbadita. Fórmase en todas partes una
clase especial de peritos en Derecho, los prudentes de la nación cristiana, los rabinos de la
judía y más tarde los ulemas—en persa: mollas—de la islámica. Evacuan consultas,
responso; en árabe fetwa. Si el ulema es reconocido por el Estado, se llama entonces
muftí—o en bizantino «ex auctoritate principis»—. Las formas son por doquiera las mismas.
Hacia 200 los apologistas se convierten en los padres de la Iglesia, los Tannaim en los
amorreos, los grandes casuistas del derecho de los juristas—«jus»—en los explicadores y
coleccionadores del derecho de las constituciones— «lex»—. Las constituciones imperiales,
que desde 200 forman la única fuente del nuevo derecho «romano», son a su vez una nueva
«halacha» de las que estaban estampadas en los escritos de los juristas. Corresponden,
pues, exactamente a la Gemara, que se desarrolla en seguida como comentario de la
Mischna. Y las dos direcciones llegan simultáneamente a su término en el Corpus Juris y en
el Talmud.
La oposición entre jus y lex, en el uso arábigo-latino del idioma se manifiesta muy clara en la
creación de Justiniano. Las Instituciones y Digestos son jus; tienen el significado de textos
canónicos. Las Constituciones y las Novelas son legas, derecho nuevo bajo la forma de
explicaciones. La misma relación guardan los escritos canónicos del Nuevo Testamento con
la tradición de los padres de la Iglesia.
Ya hoy nadie pone en duda el carácter oriental de los millares de constituciones. Es un
derecho consuetudinario del mundo, árabe que hubo de inyectarse en los textos eruditos
bajo la presión de la evolución viva [47]. Idéntico sentido tienen los innumerables edictos del
dominador cristiano en Bizancio, del persa en Ctésifon, del judío, del Resch Galuta en
Babilonia; finalmente, del Califa islámico.
¿Qué sentido, empero, tenia el otro trozo de esta aparente antigüedad, el viejo derecho de
los juristas? No basta explicar textos. Hay que saber la relación en que el texto se hallaba
con el pensar jurídico, con la declaración del derecho. Puede suceder que uno y el mismo
libro, en la conciencia de dos grupos de pueblos, tenga el valor de dos obras radicalmente
diferentes.
Bien pronto se formó la costumbre de no aplicar ya las viejas leyes de Roma al material de
los casos particulares, sino de citar los textos de los juristas como quien cita la Biblia [48] ¿
Qué significa esto? Para nuestros romanistas significa la decadencia más profunda. Pero
desde el punto de vista del mundo árabe, significa lo contrario y prueba que por fin han
conseguido estos hombres apropiarse una literatura extraña, impuesta desde fuera, e
incorporársela en la única forma que significaba algo para su sentimiento cósmico. Aquí se
manifiesta la oposición entre el sentimiento cósmico del mundo antiguo y del mundo árabe,
17
El derecho antiguo es una creación de los ciudadanos sobre la base de las experiencias
prácticas. El derecho arábigo procede de Dios, que lo anuncia por el espíritu de los elegidos
e iluminados. La distinción romana entre jus y fas—cuyo contenido además surge siempre
de la reflexión humana—queda, pues, anulada aquí. Todo derecho, sea profano, sea divino,
nace deo auctore, como dicen las primeras palabras del Digesto de Justiniano. El crédito de
que gozaban los derechos antiguos tenia su fundamento en el éxito. El crédito de que goza
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el derecho arábigo se fundaba, en cambio, sobre la autoridad del nombre que llevaba [49].
Mas hay una gran diferencia entre el sentimiento de un hombre que acepta una ley como
expresión de la voluntad de otro hombre y el sentimiento del que la acepta como parte del
orden divino. En un caso el hombre percibe lo justo y exacto o se inclina ante la fuerza; en el
otro demuestra su sumisión—«Islam»—. El oriental no pregunta ni por el fin práctico de la
ley que se le aplicó ni por el fundamento lógico del Juicio. Las relaciones entre el cadi y el
pueblo no pueden compararse con las que el pretor mantiene con el pueblo. Este funda sus
resoluciones en un conocimiento amplio, probado en cargos elevados; aquél, en un espíritu
que de un modo o de otro actúa en él y habla por él. De aquí se deduce, empero, una
relación totalmente distinta entre el juez y el derecho escrito -el pretor y su edicto, el cadi y
los textos de los juristas—. El edicto pretorio es la quintaesencia de las experiencias vividas
por el pretor. Los textos de los juristas son como un oráculo misteriosamente consultado. El
cadi no tiene en cuenta la intención práctica, la ocasión originaria del texto. Examina las
palabras y hasta las letras; mas no según su significación usual, sino según la relación
mágica que han de mantener con el caso presente. Esta relación entre el espíritu y el libro
nos es conocida por la gnosis, por la apocalíptica y la mística cristiana, judía, persa; por la
filosofía neopitagórica, por la cábala; y no cabe duda de que los códices latinos eran usados
así en la práctica inferior del derecho arameo. La convicción de que el espíritu de Dios
palpita en el sentido misterioso de las letras halla su expresión simbólica en el hecho ya
referido de que todas las religiones del mundo arábigo inventaron propios caracteres
gráficos para escribir con ellos los libros sagrados. Y es extraordinaria la tenacidad con que
esos caracteres se mantuvieron invariables como signos típicos de las «naciones», aun
cuando éstas cambiaran de idioma.
Pero, ante una pluralidad de textos, la verdad se obtiene también en el derecho por el
consensus de los espiritualmente elegidos, por el idjma [50]. Esta teoría ha sido desarrollada
consecuentemente por la ciencia islámica. Nosotros buscamos la verdad, cada cual por si
mismo, mediante la reflexión propia.
El científico árabe examina y descubre en cada caso la convicción universa! de los
iniciados, convicción que no puede ser falsa, porque el espíritu de Dios y el espíritu de la
comunidad son uno mismo. ¿Consíguese un consensus? Pues entonces la verdad queda
fijada. «Idjma» es el sentido de todos los concilios cristianos primitivos, judíos y persas. Pero
es también el sentido de la famosa ley de citas de Valentiniano III (426), ley que ha sido
objeto del general menosprecio por parte de los investigadores del derecho, porque no
supieron entender sus fundamentos espirituales. La ley limita a cinco el número de los
grandes juristas, cuyos textos podían citarse; con lo cual crea un Canon, en el sentido del
Nuevo y Antiguo Testamento, los cuales igualmente contienen la suma de los textos que
pueden ser citados como canónicos. En caso de opiniones diferentes, decide la mayoría de
opiniones acordes; y sí las opiniones acordes se equilibran en número, decide Papiniano
[51]. Idéntica concepción sirve de base al método de las interpolaciones que Triboniano
aplicó en gran estilo al Digesto de Justiniano.
Todo texto canónico contiene en idea la verdad intemporal.
Por consiguiente, no admite perfeccionamiento. Pero las necesidades efectivas del espíritu
varían. Surge de aquí una técnica de alteraciones ocultas que mantiene hacia afuera la
ficción de la invariabilidad. Esta técnica ha sido empleada profusamente en todos tos
escritos religiosos del mundo árabe, incluso en la Biblia.
Después de Marco Antonio, la personalidad más fatal de la historia árabe ha sido Justiniano.
Como su «correspondiente», el emperador Carlos V, Justiniano, lejos de realizar aquello a
que era llamado, desvió el curso de las cosas. Así como en Occidente el sueño fáustico de
una resurrección del sacro Imperio romano pasó por todo el romanticismo político y, más
allá de Napoleón, más allá todavía de los príncipes locos de 1848, ensombreció el sentido
de los hechos, asi también Justiniano fue presa del quijotismo y quiso reconquistar la
totalidad del Imperio. En vez de dirigir la mirada a su mundo, al Oriente, puso sus afanes
siempre en la lejana Roma. Ya antes de subir al trono negoció con el Papa romano, quien,
en aquella época, no era todavía reconocido por todos ni siquiera como primus inter pares
de los grandes patriarcas cristianos. Por responder a los deseos del Papa, introdujo el
símbolo diofisita de Calcedonia—con lo cual perdió para siempre las comarcas monofisitas
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—. La consecuencia de Actium fue que en los dos primeros siglos, en los siglos decisivos, la
formación del Cristianismo quedó trasladada al Occidente, al solar «antiguo», en donde las
capas superiores de la espiritualidad permanecieron ajenas a la idea cristiana. Mas luego el
espíritu cristiano primitivo se restableció entre los monofisitas y nestorianos. Justiniano,
empero, lo rechazó, y asi dio lugar a que naciera el Islam como religión nueva y no como
corriente puritana dentro del cristianismo oriental. Lo mismo hizo con el derecho. En el
momento en que los derechos consuetudinarios de Oriente se hallaban ya en condiciones de
ser codificados, compuso un código latino que de antemano estaba condenado a ser mera
literatura. Oriente lo rechazó por motivo del idioma y Occidente por razones políticas.
La obra misma, como las «correspondientes» de Dracon y Solón, aparece en el momento en
que se inicia ya la época posterior, y nace con una intención política. En Occidente, donde la
ficción de la permanencia del Imperium romamum ocasionó las campañas absurdas de
Belisario y de Narsés, habían formado hacia el año 500 los Visigodos, los Burgundos y los
Ostrogodos códigos latinos para los «romanos» sometidos.
Pensóse en Bizancio que era necesario oponerles un verdadero código romano. En Oriente
la nación Judía acababa de terminar su código, el Talmud. En el Imperio bizantino había un
enorme número de personas que seguían la nación del emperador y su derecho, el derecho
cristiano. Era, pues, necesario componer para ellas el código adecuado.
Porque, a pesar de todo, el Corpus juris de composición precipitada y técnicamente
defectuosa, es una creación árabe y, por tanto, religiosa. Demuéstranlo la tendencia
cristiana de muchas interpolaciones, [52] las constituciones referentes al derecho de la
Iglesia—que en el código de Teodosio están todavía al final y aquí se encuentran al
principio—y muy insistentemente los prólogos de muchas novelas. Sin embargo, el libro no
constituye un comienzo, sino un final. El latín, ya sin valor, desaparece ahora rápidamente
de la vida jurídica—las novelas están en su mayoría escritas en griego—y con él la obra
tontamente redactada en esa lengua. Pero la historia del derecho sigue el curso que le había
señalado el código romano-siriaco, y produce en el siglo VIII obras por el estilo del derecho
alemán rural del siglo XVIII, obras como las Ekloga del emperador León [53] y el Corpus del
arzobispo persa Jesubocht, un gran jurista [54]. Ya entonces vivía el mejor jurista del Islam,
Abu Hanifa,
18
La historia del derecho en Occidente comienza con entera independencia de la creación de
Justiniano, que por entonces se hallaba completamente anulada. Su total insignificancia
queda demostrada por el hecho de que su parte principal, las Pandectas, se ha conservado
en un manuscrito único, casualmente descubierto—¡por desgracia!—hacia 1050.
La precultura produjo hacía 500 una serie de derechos de los pueblos germánicos—visigodo,
ostrogodo, borgoñón, franco, lombardo—. Estos derechos corresponden a los de la
precultura arábiga, de los cuales sólo los derechos judíos [55] se han conservado hasta hoy:
el Deuteronomio— hacia 621, hoy aproximadamente Moisés V, 12-26—y el código de los
Sacerdotes—hacia 450, hoy aproximadamente Moisés II-IV—, Ambos derechos tratan de los
valores fundamentales de una existencia primitiva: familia y propiedad. Ambos utilizan con
primitivo vigor, pero no sin prudencia, un viejo derecho civilizado—los Judíos, y de seguro
también los persas y otros, se sirven del derecho babilónico posterior [56]; los germanos
utilizan algunos restos de la literatura romana.
La vida política de la época primitiva gótica, con sus derechos aldeanos, feudales, muy
sencillos, conduce muy pronto a una evolución separada en tres grandes esferas jurídicas
que todavía perduran en igual estricta separación. Carecemos aún de una historia
comparada del derecho occidental, de una historia que persiga hasta sus más hondas raíces
el sentido de esta evolución.
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El más importante de todos, por sus destinos políticos, fue el derecho normando, tomado del
derecho franco. Después de la conquista de Inglaterra en 1066 el derecho normando venció
al sajón de los indígenas, y desde entonces en Inglaterra «el derecho de los grandes es el
derecho del pueblo entero».
Este derecho ha ido desenvolviendo sin conmociones su puro espíritu germánico, desde una
concepción estrictamente feudal hasta la que hoy rige. Ha llegado a ser el derecho
dominante en el Canadá, en la India, en Australia, en África del Sur y en los Estados Unidos.
Prescindiendo de esta fuerza, es también el derecho más instructivo de la Europa
occidental.
A diferencia de los demás derechos, su desenvolvimiento no ha sido obra de los maestros
teóricos. El estudio del derecho romano en Oxford permanece apartado de la práctica. La
alta nobleza lo rechaza en Merton en 1236. Los jueces mismos van desenvolviendo el viejo
derecho por medio de sentencias creadoras, y estas decisiones prácticas— reporta— son la
fuente de
donde se alimentan los libros de derecho como el de Bracton (1259). Desde entonces, y hoy
todavía, caminan paralelos el derecho estatutario, que se mantiene vivo por los reports, y el
derecho consuetudinario, que se da a conocer continuamente en la práctica de los
Tribunales. No hacen falta actos legislativos singulares de la representación popular.
En el Sur dominaban los códigos germanorrománicos ya citados. En el sur de Francia rige el
visigodo como droit écrit., por oposición al droit coutumier franco, que rige en el norte.
En Italia, hasta muy entrado el Renacimiento está en vigor el más importante de todos esos
derechos; el de los lombardos, puramente germánico. En Pavía formóse una escuela de
derecho germánico, de donde salió hacía 1070 la producción científica más valiosa de esta
época, la Expositio. Poco después fue redactado un código, la Lombarda [57]. La evolución
jurídica del Sur fue interrumpida y substituida por el Code civil de Napoleón. Este libro ha
sido en los países románicos, y aun en otros varios, la base de ulteriores formaciones
jurídicas. Por eso resulta, después del derecho inglés, el más importante de todos.
En Alemania se inicia un movimiento jurídico poderoso con los derechos de los pueblos
góticos—Código sajón de 1230, Código suavo de 1274—. Pero ese movimiento decayó bien
pronto. Formóse una confusa masa de derechos pertenecientes a las múltiples ciudades y
territorios, hasta que el romanticismo político, ayuno de todo sentido de la vida, el
romanticismo de los soñadores entusiastas como el emperador Maximiliano, floreció sobre
la miseria de la realidad e hizo presa también en el derecho. La Dieta de Worms creó en
1495, inspirándose en el modelo italiano, la ordenación del Tribunal cameral del Imperio. En
el Sacro romano Imperio fue introducido el derecho romano imperial como derecho común
alemán. Trocóse el viejo procedimiento alemán por el italiano.
Los jueces tuvieron que estudiar allende los Alpes, y recibieron la experiencia, no de la vida
que les rodeaba, sino de una filología peritísima en el arte de dividir conceptos. Sólo en este
país existen desde entonces ideólogos del derecho romano que defienden el Corpus juris
como un santuario contra los ataques de la realidad.
¿Qué era lo que, bajo ese nombre, pasó a ser propiedad espiritual de un escaso número de
individuos de mente gótica?
Hacia 1100, en Bolonia, un alemán, Irnerio, había hecho del único manuscrito de las
Pandectas el objeto de una verdadera escolástica jurídica. Transportó el método lombardo al
nuevo texto, «en cuya verdad, como ratio scripta, se creía, del mismo modo que se creía en
la Biblia y en Aristóteles» [58]. Pero la inteligencia gótica, adherida al sentido vital del
goticismo, estaba bien lejos de vislumbrar siquiera el espíritu de aquellas proposiciones, que
encerraban en su seno los principios de una vida civilizada, cosmopolita. La escuela de los
glosadores, como toda la escolástica, vivía bajo la influencia del realismo conceptual—
según el cual, lo propiamente real, la substancia del mundo, no son las cosas, sino los
conceptos universales—y consideraba que el derecho verdadero se encuentra en la
aplicación de los conceptos abstractos y no en el uso y la costumbre, como la «mísera y
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sucia» Lombarda [59]. Los glosadores sentían por el libro un interés puramente dialéctico
[60] y no pensaban en aplicar su sabiduría a la vida. Hasta después de 1300 no empiezan
sus glosas y sumas a herir los derechos lombardos de las ciudades del Renacimiento, Los
juristas de la época gótica posterior, sobre todo Bartolo, han fundido el derecho canónico y el
derecho germánico en un conjunto definido para la aplicación práctica. Introdujeron
pensamientos reales, los pensamientos de una época que comienza a ser posterior, los
pensamientos que corresponden próximamente a la legislación de Dracon y a los edictos de
los emperadores, desde Diocleciano hasta Teodosio. La creación de Bartolo valió en España
y en Alemania como «derecho romano». En Francia, por el contrario, la jurisprudencia del
barroco, desde Cujacio y Donelo, dejó el texto escolástico por el texto bizantino.
Pero junto a la obra abstracta de Irnerio tuvo lugar en la misma Bolonia un hecho decisivo.
Hacia 1140 escribió el monje Graciano su famoso decreto. Creó de esta suerte la ciencia
occidental del derecho espiritual, reduciendo [61] el antiguo derecho católico—mágico—de
la Iglesia a un sistema, desde el sacramento primario del bautismo, sacramento que
pertenece a la época primera de la cultura árabe [62]. Ahora bien: el cristianismo católico
moderno-el cristianismo fáustico—había encontrado ya una forma en la que daba expresión
jurídica a su existencia. Partía esta forma del sacramento gótico primario del altar—y su
fundamento, que es la ordenación sacerdotal—. En 1234 está ya compuesta en el Líber
extra la parte esencial del Corpus juris canonici. El Pontificado realizó lo que el Imperio no
había conseguido: la creación de un Corpus juris germanici universal para Occidente,
formado con todos los ricos elementos de los derechos populares. La materia jurídica del
goticismo sacro y profano dio de sí con método germánico un derecho privado completo,
con su derecho penal y su procedimiento. Es el derecho «romano», cuyo espíritu desde
Bartolo había penetrado en el estudio de la obra justinianea. Asi se revela también en el
derecho la gran disensión fáustica que provocó la lucha gigantesca entre el Imperio y el
Pontificado. En el mundo árabe era imposible la contradicción entre jus y fas. En el mundo
occidental es inevitable. Ambos son la expresión de una voluntad de predominio sobre el
infinito. La voluntad jurídica profana arraiga en la costumbre y extiende su mano sobre las
generaciones del futuro. La voluntad jurídica sagrada arraiga en una certidumbre mística y
proclama una ley eternamente intemporal [63]. Esta lucha entre dos adversarios iguales no
ha terminado, y aun hoy la presenciamos en el derecho matrimonial, con la oposición del
matrimonio civil y el matrimonio canónico.
Al despuntar el barroco, la vida que ha adoptado formas urbanas y económicas, impone la
exigencia de un derecho como el que dieron las antiguas ciudades-Estados desde Solón.
Ahora se comprende el fin del derecho vigente; pero nadie pudo modificar la herencia fatal
de la época gótica, según la cual una clase de sabios y eruditos considera como su privilegio
propio el crear «el derecho, nacido con nosotros».
El racionalismo urbano se orienta hacia el derecho natural, como sucedió en la filosofía
sofística y estoica. El derecho natural fue fundado por OIdendorp y Bodino y fue destruido
por Hegel. En Inglaterra, el mejor jurista, Coke, defendió el derecho germánico, continuado
en la práctica, contra el último ensayo que hicieron los Tudores para introducir el derecho de
las Pandectas. En el continente, los sistemas científicos se desenvolvieron en formas
romanas hasta los derechos territoriales alemanes y los bosquejos del ancien régime que
sirvieron de base a Napoleón. Y así resulta que el Comentario de Backstone a las Laws of
England (1765) es el único código puramente germánico en el umbral de la civilización
occidental.
19
Llegados al término de este estudio, conviene que lancemos una mirada en torno. Tres
historias del derecho se aparecen ante nuestros ojos. Estas tres historias están enlazadas
entre si sólo por los elementos de la forma idiomática y sintáctica que una tomó—o tuvo que
tomar—de la otra; pero sin que, al usarlos, vislumbrara siquiera la distinta existencia que allí
se encerraba. Dos de esas historias se hallan conclusas. Vivimos ahora en la tercera, y nos
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hallamos en el punto decisivo en que comienza la labor constructiva de gran estilo, esa labor
que, en las otras dos, correspondió exclusivamente a los romanos y al Islam.
¿Qué ha sido para nosotros hasta ahora el derecho romano? ¿Que daños ha causado? ¿
Qué puede ser para nosotros en el futuro?
En la historia de nuestro, derecho constituye el motivo fundamental la lucha entre los libros y
la vida. El libro occidental no es un oráculo, no es un texto arcano con secretos mágicos sino
un pedazo de historia conservada. Es el pasado comprimido que quiere ser futuro; y quiere
serlo por medio de nosotros, los lectores, en quienes revive su contenido. El hombre fáustico
no quiere, como el antiguo, rematar su vida al modo de una figura cerrada y conclusa;
quiere proseguir una vida que se inició mucho antes que él y camina hacia su fin más allá de
él. Para el hombre gótico, entregado a la meditación de si mismo, no era problema el saber
si debía o no injertar su existencia en la historia, sino dónde debía hacer ese injerto.
Necesitaba un pasado para dar al presente sentido y profundidad. Ante la mirada religiosa
aparecía el viejo Israel; ante la mirada profana se alzaba la antigua Roma, cuyas ruinas eran
por doquiera visibles. Aquellos hombres sentían por Roma una respetuosa admiración, no
porque fuese grande, sino porque era vetusta y remota. Si hubieran conocido Egipto no
habrían visto apenas a Roma. Y el idioma de nuestra cultura habría sido otro.
Era ésta una cultura de libros y de lectores. Por eso dondequiera que quedaron libros
«antiguos» verificóse una especie de recepción y el desarrollo tomó la forma de una
liberación lenta y penosa. La recepción de Aristóteles, de Euclides, del Corpus juris, significa
el descubrimiento harto temprano de un vaso ya preparado—en el Oriente mágico fue otro
su sentido— para contener los pensamientos propios. Mas esto vale tanto como condenar al
hombre de temple histórico a la esclavitud de los conceptos. No porque se vierta en su
pensamiento un sentimiento de la vida extraño a su ser—que tal transfusión no sucede
nunca—, sino porque entorpece la expresión de su propio sentir y le impide desarrollar un
idioma espontáneo y libre de prejuicios.
El pensamiento Jurídico necesita referirse a algo palpable.
Los conceptos jurídicos han de ser abstraídos de algo. Pero la fatalidad fue que en vez de
abstraer los conceptos de las fuertes y precisas costumbres de la existencia social y
económica, aquellos hombres los tomaron de los libros latinos precipitadamente y antes de
tiempo. El jurista occidental se hace filólogo y substituye la experiencia práctica de la vida
por una experiencia erudita, fundada en el puro análisis y enlace de los conceptos jurídicos,
los cuales a su vez descansan sobre si mismos.
Esta ha sido la causa de que hayamos olvidado por completo que el derecho privado debe
representar el espíritu de la existencia, social y económica. Ni el Code civil ni el derecho
territorial prusiano, ni Grocio ni Mommsen se han dado clara cuenta de este hecho. La
formación de nuestros juristas y la literatura jurídica de nuestro tiempo cierran el camino a
todo vislumbre de esa «fuente» del derecho vigente, que es en verdad su origen propio.
Así resulta que nuestro derecho privado se funda sobre una sombra, pues tiene su base en
la economía del mundo «antiguo» posterior. La profunda animosidad con que, al comienzo
de la vida económica civilizada en Occidente, se oponen los términos de capitalismo y
socialismo, obedece en gran parte a que el pensamiento científico del derecho y, bajo la
influencia de éste, el pensamiento de las personas educadas refiere los conceptos
esenciales de persona, cosa y propiedad a las situaciones y divisiones de la vida «antigua».
El libro se interpone entre las cosas y las concepciones de las cosas. El hombre educado —
es decir, el que se ha educado en los libros—valora hoy las cosas en lo esencial según el
módulo «antiguo». El hombre de acción, el que no se ha educado para emitir juicios, se
siente incomprendido. Advierte la contradicción entre la vida del tiempo y la concepción
jurídica, indaga quién sea el causante de esta contradicción y la atribuye al egoísmo.
Reaparece el problema: ¿Quién crea el derecho occidental y para quién? El pretor romano
era propietario rural, oficial, hombre perito en cuestiones de administración y hacienda.
Esto le capacitaba para su actividad de juez y al mismo tiempo de productor del derecho. El
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praetor peregrinus desenvolvía el derecho de los extranjeros como un derecho de tráfico
económico en una ciudad mundial de las postrimerías; y lo desarrollaba sin plan ni
tendencia, sólo por los casos realmente Presentes.
Pero la voluntad fáustica de duración pide un libro que valga «de hoy en adelante para
siempre» [64] y quiere un sistema que prevea todos los casos posibles. Un libro semejante
es un trabajo científico, y requiere necesariamente una clase de hombres sabios, creadores
del derecho, administradores del derecho: los doctores de las Facultades, las viejas familias
de juristas en Alemania, la noblesse de robe en Francia. Los judges ingleses, poco más de
un centenar, proceden sin duda de la elevada clase de los defensores -los barristers—, pero
en rango son superiores incluso a los ministros.
Una casta de sabios es por fuerza ajena al mundo. Desprecia la experiencia, que no procede
del pensamiento. Y se produce así una lucha inevitable entre la costumbre fluyente de la
vida práctica y la «casta de los sabios». Aquel manuscrito de las Pandectas ha sido durante
siglos «el mundo» en que vivía el jurista. Incluso en Inglaterra, donde no hay Facultades de
Derecho, la corporación de los juristas se apoderó de la educación de sus sucesores, y de
esta manera interpuso un valladar entre la evolución de los conceptos jurídicos y la
evolución general.
Lo que hasta hoy llamamos ciencia del derecho es, pues, o filología del idioma jurídico o una
escolástica de los conceptos jurídicos. Es la única ciencia que todavía hoy deriva de
conceptos «eternos» fundamentales el sentido de la vida. «La actual ciencia del derecho en
Alemania representa en gran medida una herencia del escolasticismo medieval [65].
Todavía no se ha iniciado una reflexión teórica de carácter jurídico sobre los valores
fundamentales de nuestra vida real. Desconocemos por completo esos valores.»
Este problema queda reservado al futuro pensamiento alemán. Se trata de extraer de la vida
práctica actual los principios más profundos, desenvolverlos y elevarlos a la categoría de
conceptos jurídicos fundamentales. Las artes mayores ya han pasado. La ciencia del
derecho queda por hacer.
Porque la labor del siglo XIX—aunque este siglo se precia de creador—es labor meramente
preparatoria. Nos ha libertado del libro justinianeo, pero no de sus conceptos. Los ideólogos
del derecho romano ya no gozan de consideración entre los sabios, pero la ciencia y
erudición de estilo rancio siguen en pie. Otra especie de ciencia del derecho es necesaria
para libertarnos también del esquema de esos conceptos. La experiencia filológica debe ser
substituida por una experiencia social y económica.
Para descubrir el estado de las cosas basta lanzar una mirada sobre el derecho privado y el
derecho penal en Alemania.
Son sistemas rodeados de una corona de leyes adjetivas cuya materia era imposible
incorporar a la ley principal. Aquí se separan en concepto y sintaxis los elementos que son
reductibles al esquema antiguo y los que no lo son.
¿Por qué hubo de hacerse en 1900 una ley especial castigando el robo de energía eléctrica,
tras una discusión grotesca sobre si tal energía es una cosa o no? ¿Por qué no es posible
elaborar el contenido de la ley de patentes en el derecho real?
¿Por qué el derecho de propiedad intelectual resulta incapaz de distinguir por conceptos la
creación espiritual, cuya forma comunicable es el manuscrito y la obra impresa, la obra
objetiva? ¿Por qué ha habido que diferenciar—en total oposición al derecho real—la
propiedad artística de un cuadro y su propiedad material, distinguiendo entre la adquisición
del original y la adquisición del derecho de reproducción? ¿Por qué permanece impune el
robo de una idea mercantil o de un plan de organización, y en cambio se castiga el robo del
trozo de papel en que se halla estampado el proyecto? Porque estamos todavía hoy
obsesionados por el concepto antiguo de la cosa corpórea [66]. Pero la vida es otra. Nuestra
experiencia instintiva se orienta hacia los conceptos funcionales de fuerza productiva, de
espíritu inventivo, de talento emprendedor, de energía espiritual, corporal, artística,
organizadora. Nuestra física, cuya teoría más adelantada es una reproducción exacta de
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nuestra vida actual, no conoce ya el viejo concepto de cuerpo.
Demuéstralo bien claramente la teoría de la energía eléctrica.
¿Por qué es nuestro derecho incapaz de reducir a conceptos los grandes hechos de la
economía actual? Pues porque conoce a la persona sólo como cuerpo.
Cuando el pensamiento jurídico occidental se apropió los términos antiguos, quedaba en
ellos tan sólo la parte más superficial de su significación. El nexo de los textos revela
únicamente el uso lógico de las palabras, pero no la vida que en éstas se desenvolvía. La
metafísica muda contenida en los antiguos conceptos jurídicos no puede ser en modo alguno
resucitada en el pensamiento de otros hombres. No hay en el mundo ningún derecho que
exprese el fondo último, la raíz más profunda, porque este fondo y raíz son evidentes para
los hombres que construyen el derecho. Todo derecho supone tácitamente lo esencial, sin
manifestarlo, porque se dirige a hombres que comprenden íntimamente y saben aplicar lo
inexpresable, implícito en los preceptos literales. Todo derecho es derecho consuetudinario
en una gran parte. Aunque la ley define las palabras, es la vida la que las interpreta.
Y cuando un idioma jurídico ajeno es recibido y aceptado por los sabios, que con su
esquema conceptual sojuzgan el propio derecho vital, entonces sucede que los conceptos
permanecen vacíos y la vida enmudece. El derecho ya no es un arma, un instrumento, sino
que se convierte en pesada carga; y la realidad prosigue su camino, no con el derecho, sino
junto al derecho.
Por eso la materia jurídica que exigen los hechos de nuestra civilización permanece extraña
al esquema antiguo de los libros jurídicos y a veces se resiste completamente a ser
incorporada en él. Por eso resulta informe y por tanto inexistente para el pensamiento
jurídico y aun para el pensamiento general de los hombres ilustrados.
¿Son realmente las personas y las cosas conceptos jurídicos en el sentido de nuestra
legislación actual? No. Representan tan sólo un límite trivial trazado entre el hombre y lo
demás.
Manifiestan una distinción, por decirlo así, física. Pero en el concepto romano de persona
estaba incluida antaño toda la metafísica de la realidad antigua. La diferencia entre el
hombre y la deidad, la esencia de la polis, del héroe, del esclavo, del cosmos con materia y
forma, el ideal vital de la ataraxia constituyen los supuestos evidentes de aquel concepto,
supuestos que para nosotros no existen ya. La palabra propiedad conserva en nuestro
pensamiento todavía la definición estática antigua, y por eso falsea en todas sus
aplicaciones el carácter dinámico de nuestra vida. Dejemos esas definiciones a los éticos
abstractos, vueltos de espaldas a la vida; a los juristas, a los filósofos, a las disputas
absurdas de los doctrinarios políticos. Y sin embargo, la inteligencia toda de la historia
económica de estos días descansa en la metafísica de ese único concepto.
Por eso hay que decirlo con toda precisión: el derecho antiguo era un derecho de cuerpos;
nuestro derecho es un derecho de funciones. Los romanos crearon una estática jurídica;
nuestro problema de hoy es crear una dinámica jurídica. Para nosotros las personas no son
cuerpos, sino unidades de fuerza y de voluntad; y las cosas no son cuerpos, sino fines,
medios y creaciones de dichas unidades. La relación antigua entre los cuerpos era la
posición. Pero la relación entre fuerzas se llama acción. Para un romano el esclavo era una
cosa que producía otras cosas. Nunca se le ocurrió a un escritor como Cicerón el concepto
de la propiedad intelectual, y no hablemos de la propiedad de una gran idea o de las
posibilidades de un gran talento. Pero para nosotros el organizador, el descubridor y
empresario es una fuerza creadora que actúa sobre otras fuerzas productoras, señalándoles
la dirección, la tarea y los medios para una actividad propia. Ambas fuerzas pertenecen a la
vida económica no como posesoras de cosas, sino como condensadores de energías.
Es necesario que el futuro realice en el pensamiento jurídico una revolución análoga a la
física y matemática superior.
La vida social, económica, técnica, espera ser al fin comprendida en este sentido.
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Necesitamos más de un siglo de pensamiento agudo y profundo para alcanzar ese fin. Para
ello hace falta que la educación de los juristas se rija por nuevos módulos. A saber:
1.° Una amplia experiencia práctica inmediata de la vida económica actual.
2.° Un conocimiento exacto de la historia jurídica de Occidente, comparando continuamente
la evolución alemana, la inglesa y la románica.
3. ° El conocimiento del derecho antiguo, pero no como modelo de los conceptos actuales,
sino como brillante ejemplo de cómo un derecho se desenvuelve pura y simplemente al hilo
de la vida practica.
El derecho romano ha dejado de ser para nosotros el origen de los conceptos
fundamentales, de los conceptos eternamente válidos. Pero nos lo hace valioso la relación
entre la existencia romana y los conceptos jurídicos romanos. Por el derecho romano
podemos aprender a producir nosotros nuestro propio derecho, con nuestra propia
experiencia.
Notas:
[1] Lo que indico en las páginas siguientes está tomado de un libro sobre metafísica que me
propongo publicar en breve.
[2] De aquí ese aspecto animal—ya en sentido orgulloso o ya grosero—que hay en el rostro
de los hombres que no tienen la costumbre de pensar.
[3] Hacia ¡400! escribe Tucídides en la página primera de su historia, que ha comprobado
que nada importante ha sucedido antes de su época.
[4] Que se formó en 522 en Roma, en la época del dominio ostrogodo. En tiempos de
Carlomagno se propagó rápidamente por todo el Occidente germánico.
[5] En la conciencia de los hombres del Renacimiento, si piensan como verdaderos
renacentistas, se produce un característico empobrecimiento de la imagen histórica
realmente vivida.
[6] El primero que demostró que las formas fundamentales del mundo vegetal y del mundo
animal no evolucionan sino que existen de pronto fue H. De Vries, desde 1886, en su teoría
de las mutaciones. En el lenguaje de Goethe diríamos: vemos las formas hechas
desenvolverse en los ejemplares particulares. Pero no hacerse para todo el género.
[7] Esto conduce a considerar innecesaria la hipótesis de inmensos períodos de tiempo para
los acontecimientos de la prehistoria humana. Cabe imaginar entre los hombres mas
antiguos conocidos y los comienzos de la cultura egipcia un espacio de tiempo que no sea
tan sumamente grande como para reducir a la insignificación los cinco mil años de cultura
histórica.
[8] Und Afrika Sprach [y África habló], 1912. Paideuma, Umrisse einer Kultur und
Seelenlehre [ Paideuma, Bosquejo de una teoría de la cultura y del alma] 1920. Frobenius
distingue tres edades.
[9] En su pequeño artículo sobre «Épocas del espíritu», Goethe ha dado una característica
de los cuatro períodos de cada cultura—periodo previo, período primitivo, periodo posterior y
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civilización—con tal profundidad, que aun hoy no cabe añadirle nada. Véanse los cuadros
sinópticos del tomo. I.
[10] Falta igualmente la historia del paisaje—esto es, del suelo, de la flora, del clima—, en
donde ha transcurrido la historia humana desde hace cinco mil años. Pero la historia del
hombre representa una tan dura pelea con la historia del paisaje, y permanece tan unida a
ésta por mil raíces, que sin la historia del paisaje no se comprenden bien la vida, el alma, el
pensamiento. Por lo que se refiere al territorio del sur de Europa, desde fines de la época
glacial, la marcha del mundo vegetal ha consistido en pasar de una excesiva
superabundancia, poco a poco, a una notoria escasez. En el curso de las culturas egipcia,
antigua, arábiga y occidental, se ha verificado alrededor del Mediterráneo una mutación de
clima que ha cambiado la posición del agricultor; éste antes tenía que actuar contra el
exceso de vegetales y ahora tiene que actuar en pro, favoreciendo su crecimiento; antes se
afirmaba frente a la selva, ahora frente al desierto. El Sahara, en tiempos de Aníbal,
empezaba muy al sur de Cartago; hoy penetra ya en España y en Italia. ¿Cómo era el clima
y la flora egipcia en la época de los constructores de las pirámides, con las escenas de selva
y caza que se ven en sus relieves? Cuando los españoles expulsaron a los moriscos, el
paisaje de bosques y campos sembrados desapareció, porque se había mantenido
artificialmente. Las ciudades se convirtieron en oasis rodeados de desiertos. En la época
romana no hubiera podido ocurrir esto.
[11] El nuevo método de la morfología comparativa permite hacer una estimación segura de
las fechas en que se inician las culturas pretéritas, fechas obtenidas hasta hoy por medios
muy diferentes. Los mismos motivos que nos vedarían colocar el nacimiento de Goethe —
suponiendo perdidos todos los demás datos-—cien años antes del primer Fausto, o suponer
que la carrera de Alejandro Magno es la de un hombre viejo, nos permiten demostrar, por los
rasgos de la vida política, por el espíritu del arte, del pensamiento, de la religión, que la
cultura egipcia se inicia hacia 3000 y la china hacia 1400. Los cómputos de algunos
investigadores franceses, y recientemente los de Borchardt –Die Annalen und die zeitliche
Festlegung des Alten Reiches [Los anales y la cronología del antiguo imperio] —, son
desde luego tan erróneos como los que hacen los historiadores chinos sobre la duración de
las dinastías fabulosas Sia y Chang. También es absolutamente imposible que la
introducción del calendario egipcio date de 4241. Hay que admitir aquí como en toda
cronología, una evolución, con profundas reformas del calendario, por lo cual el concepto de
fecha inicial carece totalmente de sentido.
[12] Ed. Meyer ha calculado—Geschichte des Altertum [Historia de la antigüedad], III, 97—el
pueblo persa, acaso exageradamente, en medio millón, frente a los cincuenta millones del
Imperio babilónico.
Una proporción del mismo orden es la que existe entre los pueblos germanos, las legiones
de los soldados imperiales, en el siglo III, y la población romana; e igualmente entre las
tropas de los Ptolomeos, los romanos y la población egipcia.
[13] En esta época la India misma estaba desarrollando tendencias imperialistas en las
dinastías Maurya y Sunga. Pero estas tendencias, en el conjunto del mundo indio, habían de
ser por fuerza confusas e infecundas.
[14] Véase el c. III de esta segunda parte.
(a) Nuevos y pormenorizados estudios han señalado que las culturas precolombinas se
encontraban en un estado de feroz decadencia, ahogadas en enormes ritos sanguinarios que
duraban días enteros con ríos de sangre, con equipos de verdugos que trabajaban día y
noche, además de la práctica generalizada del canibalismo y la guerra tribal sin fin asi como
la hambruna generalizada; evidentemente Spengler se deja llevar por la terrible enfermedad
presente en todo el Occidente, que magnifica e idealiza hasta el colmo cualquier muestra
extraeuropea: el “buensalvajismo”.
Es de resaltar que Spengler basa su conocimiento de las culturas precolombinas en trabajos
no de historiadores, en decir: de hombres que buscan la verdad sino de fantaseadores
profesionales, idealizadores de culturas foráneas que, desde sus mastodónticas
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universidades propias de urbes decadentes se ponen a soñar con maravillas que extraen de
su cabeza, un mal endémico de nuestra cultura decadente, que han idealizado, exagerado,
inventado, aquí en extremo la condición de los Aztecas... mucho de aquello que ahora
conocemos como “historia” precolombina no es mas que mera fantasía. Sugerimos consultar
otras fuentes a fin de constatar que las culturas precolombinas se encontraban en un estado
tal de degeneración sin casi parangón en la historia. Las culturas precolombinas se
derrumbaron bajo el peso de su propia debilidad interna, un capítulo que merece la pena
resaltarse es el de que los Españoles cuentan con el apoyo de muchos pueblos sojuzgados,
y asimismo que los indígenas renuncian rápidamente a sus culturas y adoptan rápidamente
la técnica Europea, una de las razones principales es poderse salvar del hambre, y de la
barbarie sanguinaria a que estaban sometidos... nada entonces hubo de ese “paraíso” que
pinta Spengler, una idealización digna de un Rousseau o Montaigne.
En todo caso tales datos no modifican la genialidad y profundidad de las ideas del pensador
Alemán y en su defensa hay que reconocer y resaltar que para la época en que Spengler
redacta su genial obra, los estudios sobre las civilizaciones foráneas se hallan en muchas
veces en sus inicios, en pañales, y por ej. las obras de los cronistas españoles –que son el
principal documento referente a la realidad de los pueblos precolombinos- son casi
totalmente desconocidos en Europa y con lo único que se cuenta es con los panfletos anti
españoles, y con las obras –derivadas del iluminismo buensalvajista- que pintan siempre un
relato idealizado y onírico de las cosas sin preocuparse por averiguar su realidad o mentira,
y es mas: tratando siempre de resaltar el sentido de “culpa”, de “castigo” y de “vergüenza” en
los Europeos frente a los salvajes idealizados.
En cierta forma nuestra época esta igual: la misma cantidad de falsedad, idealización y
mentira respecto de lo foráneo y mucho mas extendido el sentido de culpa y la vergüenza en
los Europoides de todas partes, la única diferencia es que en nuestra época ya contamos
con valiosísimos estudios y obras exhaustivas que refieren la verdadera situación de los
pueblos precolombinos, el problema de hoy es que tales estudios son sistemáticamente
encubiertos por los falseadores. (nota del corrector)
(b) Sobre la real situación de los aztecas nos remitimos al estudio promenorizado de la
revista “Cruz de Hierro” nº 8, del Círculo de estudios Indoeuropeos, en la cual se da una
verdadera relación de la barbarie casi inimaginable en la que se encontraban los aztecas a
la llegada de Cortés, nueva exageración del autor que no puede dejar de ser señalada,
aunque con los atenuantes de la nota (a). (nota del corrector)
(c) Nuevamente Spengler cae en el error -no bien visible desde su época, pero
tremendamente obvio desde la nuestra- de magnificar lo extraño, cosa que por lo demás es
su criterio -sin embargo de lo cual creemos necesario exponer aquí la otra versión del
asunto- minimizando la riquísima Cultura española -y europea- de la época, a favor de una
cultura barbárica y carente de instrumentos, técnicas, y valores básicos.
Un triste defecto de los Europeos es este de querer encontrar en pueblos foráneos muestras
de esplendor que muchas veces no son mas que espejismos, en esto podría jugar mucho el
enorme prejuicio antiespañol presente en la educación alemana, derivado de una base
protestante, que a su vez se deriva de la enorme campaña Hispanófoba lanzada en el siglo
XV y XVI por los protestantes, una de cuyas bases en la acusación terriblemente exagerada
de la crueldad española -minimizando la crueldad de otros pueblos europeos- la llamada
"leyenda negra", y que ha llevado desde siempre a los norte europeos a minimizar el aporte
de los pueblos mediterráneos a la cultura Occidental, prejuicio que se halla presente también
en Hegel y otros pensadores. (nota del corrector)
(d) Exageración del autor acerca de la extensión de las ciudades precolombinas, que
evidentemente obedece a que en su época Spengler no contaba con estudios
pormenorizados del asunto, teniendo que basarse entonces en obras de fantasiosos y en
meras especulaciones.
Pero la ciencia avanza: nuevos estudios mucho mas pormenorizados dan cuenta de la real
situación. A este respecto el escritor Venezolano Carlos Rangel escribe: "Las estimaciones
más verosímiles indican, por ejemplo, que el imperio Azteca no alcanzaba un millón de
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súbditos, la capital, Tenochtitlán tenía un área de menos de cinco kilómetros cuadrados, lo
cual es indicio concluyente de una reducida población. (...) En el imperio inca, Cuzco era la
única ciudad de alguna importancia; y cómputos muy cuidadosos, realizados cobre la base
de un uso óptimo de la tierra cultivable con los métodos disponibles antes de la conquista y
colonización españolas, llevan a la conclusión de que el área que ocupa Perú moderno no
puede haber sostenido a mas de un millón de habitantes.(...).
Los más severos jueces de la colonización española imaginan una muy numerosa población
aborigen diezmada casi hasta la extinción (...).
En realidad, es dudoso que la población pre-colombina de Hispanoamérica haya sido
numerosa."
Carlos Rangel cita el demógrafo Bailey W. Diffie:
“Diffie hace la observación elemental de que siendo la extensión máxima de Tenochtitlán (la
ciudad mas grande de América precolombina) de unas tres y media millas cuadradas,
inclusive lagunas y canales, y que teniendo Londres en el siglo XX unos 12.000 habitantes
por milla cuadrada, es altamente improbable que la capital Azteca haya tenido en 1520 una
población numerosa. Encima de esto, el mismo autor hace una pregunta tan sencilla como
demoledora: si suponemos una población superior a unas pocas decenas de miles en
Tenochtitlán ¿cómo imaginar el abastecimiento y la disposición de desperdicios de una
ciudad sin río navegable, sin animales de carga o tiro, y desconocedora de la rueda?.”
[Tomado del libro "del Buen Salvaje al Buen Revolucionario" Carlos Rangel. Pág 211, pág
244; Monte Ávila editores.]
Con lo que creemos dejar desvirtuado el mito sobre el “paraíso precolombino” totalmente
inexistente, pero que se desgraciadamente halla presente con mucha fuerza en el repertorio
de conceptos que los Europeos manejan y que en nuestros días sigue pesando como un
lastre.
La falsificación demográfica sobre la población precolombina americana ha llegado a afirmar
que América contaba con mas de ¡120 millones de habitantes! antes de la conquista
Española, una mentira que ha quedado desvirtuada totalmente.
(En todo caso Spengler corrige un tanto sus aseveraciones en el capítulo 5 del tomo tres.
Ver.) (nota del corrector)
(e) Nueva muestra de prejuicio anti Español, su criterio desde luego, pero no esta por demás
recomendar analizar esta aseveración tan radical a ojos del contexto educacional en el que
el autor escribe y asimismo a ojos de la importancia indudable –mas alla de todo lo bueno o
malo- de la conquista de América por los Españoles para Europa. (nota del corrector)
[15] El ensayo que sigue se funda en los datos de dos Obras americanas: L. Spence, The
civilization of ancient México, Cambr., 1912, y H. J. Spinden, A. study of Maya art, its
subject, matter and historical divelopment, Cambr., 1913. Estos dos autores,
independientemente uno de otro, intentan la cronología y llagan a cierta coincidencia.
[16] Estos nombres son los de las aldeas actuales más próximas a las ruinas. Los
verdaderos nombres han desaparecido
[17] Zur Theorie und Methodik der Geschichte. Kleine Schriften, 1910 [Sobre la teoría y el
método Se la historia. Breves escritos]. Este artículo es el mejor trozo de filosofía de la
historia que ha escrito un enemigo de toda filosofía.
[18] En otras ocasiones emplea el autor la palabra ahistórico para designar al hombre que
viviendo en la historia, esto es, en una cultura, carece del sentido de la historia. Tal
acontece con el antiguo, que es hombre histórico y, sin embargo, su temple espiritual es
ahistórico; no comprende, no siente la vida mas que en el presente.—N. del T.
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[19] El japonés perteneció antes a la civilización china; hoy pertenece todavía a la
civilización occidental. No hay cultura Japonesa, en el sentido propio de la palabra cultura.
El americanismo japonés debe pues, juzgarse de otra manera.
[20] Cäsars Monarchie und das Principal des Pompejus [La monarquía de César y el
principado de Pompeyo], 1918, p. 501 y ss.
[21] En árabe, idjma. Véase c. III, A.
[22] R. Hirzel, Die Person, 1914, p. 17,
[23] L. Wenger, Das Recht der Griechen und Römer [El derecho de los griegos y de los
romanos.]. 1914, p. 170. R. v. Mayr, Römische Rechtsgeschichte [Historia del derecho
romano], II, I, p. 87.
[24] Por casualidad puede aún determinarse la relación de «dependencia» entre el derecho
antiguo y el egipcio: el gran negociante Solón en su relación del derecho ateniense tomó de
la legislación egipcia diferentes preceptos sobre servidumbre de los deudores, derecho de
obligaciones, holgazanería e incapacidad de adquirir. Diodoro I, 77, 79, 94.
[25] Wenger, Recht der Griechen und Römer [Derecho de los griegos y romanos], p. 166 y s.
[26] Beloch, Griech. Gesch. [Historia de Grecia], I, I, p. 350.
[27] Tras los cuales se halla el derecho etrusco, forma primitiva del viejo derecho romano.
Roma era una ciudad etrusca.
[28] Busolt, Griech. Staastskunde [La ciencia política Se los griegos], P. 528.
[29] En el derecho de las XII tablas, lo que para nosotros tiene importancia histórica no es el
contenido que se le atribuye, contenido el que en época de Cicerón no se conservaba ya
quizá ni un solo precepto auténtico, sino el acto politice de la codificación misma, cuya
tendencia corresponde al derrocamiento de la tiranía tarquiniana por la oligarquía senatorial,
y que, sin duda alguna, estaba destinada a afianzar para el futuro este éxito. El texto que en
la época de César aprendían los niños de memoria había corrido, sin duda, la misma suerte
que la lista de los antiguos cónsules, en la cual fueron introduciéndose los nombres de las
familias encumbradas más tarde al poder y la riqueza. Los que recientemente niegan toda
esa legislación, como Pais y Lambert, tienen, pues, razón por lo que se refiere al contenido
posterior, pero no por lo que se refiere al proceso político hacia 450.
[30] Véase c. II, A.
[31] Sohm, Institutiones. 14, p. 101.
[32] Lenel, Das edictum perpetuum, 1907. L. Wenger, p. 168.
[33] La tabla de multiplicar de los niños supone la familiaridad con los elementos del
mecanismo de los movimientos de contar.
[34] V. Mayr, II, I, p. 85. Sohm, p. 105.
[35] Lenel, en la Enciclopedia de las ciencias del derecho. I, s., 357.
[36] El derecho egipcio de la época de los Hycsos y el derecho chino de «La época de los
estados en lucha» deben haberse fundado—por oposición al derecho antiguo y al indio de
los Darmasutras—en otros conceptos harto distintos del de personas y cosas corpóreas. Si la
investigación alemana lograra definir esos conceptos, conseguiría librarnos del pesa con que
oprimen las «antigüedades» romanas.
[37] Hechos de los Apóstoles, XV. Aquí está la raíz del concepto de un derecho eclesiástico.
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[38] El Islam como persona jurídica: M. Horten, Die religiöse Gedankenwelt des Volkes im
heutigen Islam [El mundo de tos pensamientos religiosos en el Islam actual], 1917, p. 24.
[39] Véase c. III, A. Podemos atrevernos a usar esta expresión, porque los fieles de todos los
cultos antiguos posteriores comulgaban en un mismo sentimiento piadoso, con la misma
unión con que lo hacían las comunidades cristianas.
[40] V, Mayr, III, p. 38. Wenger, p. 1193.
[41] Las XII tablas habían prohibido el conubium incluso entre Patricios y plebeyos.
[42] Véase c. II, C.
[43] Lenel, I, p. 380.
[44] Mitteis, Reichsrecht und Volksrecht [Derecho imperial y derecho popular] p 13, hizo ya
notar en 1891 el carácter oriental de la legislación constantiniana. Collinet, Eludes
historiques sur le droit de Justinien I (1912) Apoyándose principalmente en investigaciones
alemanas, reduce gran parte de este derecho al derecho helenístico. Pero cabe preguntar:
ese derecho helenístico, ¿era realmente griego o solamente estaba escrito en griego? Los
resultados de las investigaciones sobre las interpolaciones concluyen borrando realmente el
espíritu «antiguo» en los Digestos de Justiniano.
[45] Véase c. III, A.
[46] Fromer, Der Talmud, 1930, p. 100.
[47] Mitteis, Röm. Privatrecht bis auf die Zeit Diocletians [Derecho privado romano hasta
Diocleciano], 1908, prólogo, advierte que «bajo las formas tradicionales del antiguo derecho
fue formándose un derecho nuevo»
[48] V. May, IV, p. 45 y ss.
[49] De aquí los nombres ficticios de autor en innumerables libros de todas las literaturas
árabes: Dionisio Areopagita, Pitágoras, Hermes, Hipócrates, Henoch, Baruch, Daniel,
Salomón, los nombres de apóstoles de los múltiples Evangelios y Apocalipsis.
[50] M. Horten, D. rel. Gedankenwelt d. Volkes im heut. Islam. [El mundo de las ideas
religiosas en el Islam actual], p. XVI. Véase c. III, A.
[51] V. Mayr, IV, 45 y s.
[52] Wenger, p. 180.
[53] Krumbacher, Bysantinische Litteratur-Geschichte [Historia de la literatura Bizantina], p.
606.
[54] Sachau, Syr. Rechtsbücher [Libros de derecho sirios], t. III.
[55] Bertholet, Kulturgeschichte Israels [Historia de la cultura israelita], p. 200 y ss.
[56] Un vislumbre de éste nos proporciona la famosa ley de Hammurabi, aunque no
podemos saber cómo esta obra única se relacionaba por su rango interior con el derecho a
que había llegado el mundo babilónico.
[57] Sohm, Inst., p. 156.
[58] Lenel, I, p. 395.
[59] El juego de palabras entre la faex (hez) lombarda y la lex (ley) romana es de Huguccio
(1200).
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[60] W. Goetz, Arch. f. Kulturgesch [Archivos de historia de la cultura»], 10, 28 y ss.
[61] Según el último trabajo de Sohm: Das altkatholische Kirchen- 1-recht und das Dekret
Gratians [El viejo derecho católico de la Iglesia y el decreto de Graciano].
[62] Véase c. III, A.
[63] Véase c. IV, A.
[64] Lo que en Inglaterra vale para siempre es la forma constante de la prosecución del
derecho, que se va formando en la práctica.
[65] Sohm, Inst., p. 170.
[66] Código civil alemán, § 90.
Capítulo II
Ciudades y Pueblos
A
EL ALMA DE LA CIUDAD
1
En el mar Egeo, hacia la mitad del segundo milenio antes de Jesucristo, dos mundos se
hallan frente a frente. El uno, lleno de obscuros presentimientos, cargado de esperanzas,
ebrio de pasión y de actividad, progresa, lentamente hacia el futuro; es el mundo miceniano.
El otro, alegre y colmado, descansa entre los tesoros de una cultura vieja, y con fina
destreza ve tras de si, ya resueltos y superados, todos los grandes problemas; es el mundo
minoico de Creta.
Este fenómeno, que ocupa hoy el centro de la investigación, resulta para nosotros
incomprensible, si no medimos el abismo que separa esas dos almas. Los hombres de
entonces tuvieron que «sentirlo», aunque no lo «conocieran». Yo lo percibo ante mí: los
habitantes de los castillos de Tirinto y Micenas levantan la vista con veneración respetuosa
hacia la inaccesible espiritualidad de las costumbres de Knossos; los pulidos habitantes de
Knossos miran con desprecio a esos Jefecillos y sus secuaces; y sin embargo, en el pecho
de esos robustos bárbaros alienta un sordo sentimiento de superioridad, como el que los
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soldados germánicos sentían ante los viejos romanos cargados de honores.
¿Que cómo podemos saberlo? Más de una vez ha sucedido que los hombres de dos
culturas diferentes se han encontrado cara a cara. Conocemos varios casos de esos en que
la vida se halla aún «entre las culturas». Y entonces aparecen sentimientos que cuentan
entre los más fecundos del alma humana.
Lo que sin duda ocurrió entre Knossos y Micenas ocurrió también entre la corte bizantina y
los grandes alemanes que, como Otón II, tomaron esposa en dicha corte. Por una parte la
clara admiración de los caballeros y los condes y, como respuesta de la otra parte, la
despreciativa extrañeza con que una civilización refinada, algo marchita ya y cansada,
contempla el frescor pesadote, el amanecer de la comarca germana, tal como lo descubre el
Ekkehard de Scheffel.
En Carlomagno se manifiesta claramente esa mezcla de un alma primitiva, pronta a
despertar, y una pegadiza espiritualidad postrimera. Algunos rasgos de su reinado nos
autorizan a calificarlo de Califa del Frankistán. Y por otra parte es todavía el jefecillo de una
tribu germánica. La mezcla de ambos elementos confiere al fenómeno su carácter simbólico,
como en las formas de la capilla de Aquisgrán, que ya no es una mezquita, ni es todavía una
catedral. La precultura germánica occidental se arrastra entre tanto, lenta y subterránea.
Pero ese súbito fulgor que, con notorio desacierto, llamamos renacimiento carolingio, vino
traído por un rayo de Bagdad.
No olvidemos que la época de Carlomagno constituye un episodio superficial. Con ella
transcurre algo accidental que no tiene consecuencias. Después de 900, después de una
profunda caída, comienza algo nuevo, algo que actúa con la gravedad de un sino y con esa
profundidad fecunda que inicia la duración. Pero en el año 800 la civilización árabe de las
cosmópolis orientales alumbraba como un sol. No de otro modo, antaño la civilización
helenística, sin necesidad de Alejandro y aun antes de Alejandro, lanzó sus destellos hasta
las regiones del Indo. Ni Alejandro la despertó, ni siquiera la extendió. Limitóse a seguirla—
no a precederla—en su curso hacia Oriente.
En los cerros de Tirinto y Micenas encontramos castillos y fortalezas al modo primitivo
germánico. Los palacios cretenses—que no son moradas regias, sino enormes edificios
destinados a albergue de una numerosa comunidad de sacerdotes y sacerdotisas—están
adornados con un lujo de gran urbe, propio de la Roma posterior. Al pie de las colinas de
Tirinto y Micenas se agrupan las chozas de los labriegos y secuaces.
En Creta desenterramos hoy Gurnia y Hagia Triada—ciudades y casas que revelan
refinadísimas necesidades y una técnica arquitectónica conseguida a fuerza de largas
experiencias anteriores, familiarizada con las más delicadas pretensiones en punto a
mobiliario y decoración mural, acostumbrada a dosificar la luz, a establecer redes de
canalización, a resolver problemas de escaleras y otros por el estilo. Allí, en Tirinto y
Micenas, la planta de la casa es un símbolo riguroso de la vida. Aquí, en Creta, es la
expresión de una «finalidad» refinada. Comparad los vasos cretenses de Kamares y los
frescos cretenses de estuco pulimentado con los productos auténticos de Micenas. Todo es
arte industrial, arte fino y vario, no arte grande, profundo, de simbolismo grave y torpón,
como el que en Micenas se ve madurar hacia el estilo geométrico. No es estilo, sino gusto
[67]. En Micenas mora una raza originaria, que ha elegido su solar por lo que el suelo
produce y la facilidad de defensa que en el terreno encuentra. La población minoica, en
cambio, se establece aquí o allá según su criterio económico, como se advierte muy bien en
la ciudad de Filakopis, en Melos, hecha para la exportación. Un castillo miceniano es una
promesa. Un castillo minoico es algo postrero.
Como los castillos micenianos, asi eran hacia el año 800 las cortes y residencias francas y
visigodas entre el Loira y el Ebro. Y al Sur, los palacios moros, las casas y las mezquitas de
Córdoba y Granada.
Sin duda no es un azar que el florecimiento del lujo cretense coincida con la época de la
gran revolución egipcia, la época de los Hyksos (1780-1580) [68]. Es posible que por
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entonces los artífices egipcios buscasen refugio en las islas pacificas y hasta en los castillos
del continente, como los sabios bizantinos pasaron a Italia muchos siglos después. Porque
para entender bien esta época hay que afirmar la hipótesis de que la cultura minoica es una
parte de la cultura egipcia.
Este hecho se comprendería mucho mejor si la parte más importante de las creaciones
artísticas del Egipto, las del delta occidental, no se hubieran perdido por la humedad del
suelo. Conocemos la cultura egipcia por cuanto floreció en el suelo seco del Sur. Pero no
hay duda de que no fue en este punto en donde estuvo el centro de la evolución.
No es posible trazar un límite preciso entre la vieja cultura minoica y la joven cultura
miceniana. En todo el mundo egipciocretense se advierte una afición—muy moderna—por
las cosas extrañas y primitivas; y recíprocamente, los caudillos del continente, cuando
podían, robaban, compraban, y en todo caso admiraban e imitaban las obras cretenses.
Igualmente el estilo de las migraciones, tan encomiado antes por germánico primitivo, tiene
en realidad origen oriental en todo el idioma de sus formas [69]. Los germanos hacíanse
fabricar y adornar sus castillos y sepulcros por prisioneros o por artistas traídos del Sur. La
«sepultura de Atreo» en Micenas se empareja perfectamente con la tumba de Teodorico en
Rávena.
Bizancio es un milagro de este género. Aquí hay que ir separando las distintas capas una
tras otra cuidadosamente.
Primero Constantino reconstruyó en 326 la ciudad, que había sido destruida por Séptimo
Severo. Al reconstruirla hizo de ella una, urbe antigua, de primer orden, en la que fueron a
unirse la senectud apolínea de Occidente y la juventud mágica de Oriente. Después, en
1096, cuando la ciudad era ya una capital del mundo arábigo posterior, aparecieron ante sus
muros los cruzados, con Godofredo de Bouillon a la cabeza—de ellos hace la ingeniosa Ana
Commena, en su obra histórica, una descripción implacablemente despreciativa [70]—,
trayendo un soplo de primavera en los últimos días otoñales de esta civilización. La ciudad
ejerció sobre los godos y los rusos su encanto irresistible. A los godos los atrajo como la
ciudad más oriental de la civilización antigua. A los rusos, un milenio después, como la más
septentrional de la civilización árabe.
La poderosa catedral de San Basilio en Moscú, de 1554, inicia la precultura rusa y se halla
«entre los estilos», como el templo de Salomón, durante dos mil años, se halla entre la
ciudad mundial de Babilonia y el cristianismo primitivo.
2
El hombre primitivo es un animal errante, una existencia cuya vigilia anda a tientas por la
vida; es todo microcosmos, sin patria, sin solar, provisto de agudísimos y medrosos
sentidos, siempre pendiente de arrebatar alguna ventaja a la naturaleza hostil. Un cambio
profundo comienza al iniciarse la agricultura—actividad artificial completamente ajena a los
cazadores y los pastores—. El que cava y cultiva la tierra no pretende saquear la naturaleza,
sino cambiarla. Plantar no significa tomar algo, sino producir algo. Pero al hacer esto, el
hombre mismo se torna planta, es decir, aldeano, arraigando en el suelo cultivado. El alma
del hombre descubre un alma en el paisaje que le rodea. Anunciase entonces un nuevo
ligamen de la existencia, una sensibilidad nueva. La hostil naturaleza se convierte en amiga.
La tierra es ahora ya la madre tierra. Anúdase una relación profunda entre la siembra y la
concepción, entre la cosecha y la muerte, entre el niño y el grano. Una nueva religiosidad se
aplica—en los cultos chtónicos—a la tierra fructífera que crece con el hombre. Y como
expresión perfecta de este sentimiento vital surge por doquiera la figura simbólica de la casa
labradora, que en la disposición de sus estancias y en los rasgos de su forma exterior nos
habla de la sangre que corre por las venas de sus habitantes. La casa aldeana es el gran
símbolo del sedentarismo. Es una planta. Empuja sus raíces hondamente en el suelo
«propio». Es propiedad en el sentido más sagrado. Los buenos espíritus del hogar y de la
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puerta, del solar y de las estancias, Vesta, Janus, los Lares y Penates, tienen su domicilio
fijo, como el hombre mismo.
Este es el supuesto de toda cultura. La cultura misma es siempre vegetal; crece sobre su
territorio materno y afirma una vez más el ligamen psíquico que une al hombre con el suelo.
Lo que para el labriego significa su casa, eso mismo significa la ciudad para el hombre culto.
Lo que para la casa son los espíritus buenos, eso mismo es para toda ciudad el dios
protector o el santo patrón. También la ciudad es un vegetal. Los elementos nómadas, los
elementos puramente microcósmicos, le son tan ajenos como a la clase labradora. Por eso
toda evolución de un idioma de las formas superiores está siempre adherida al paisaje.
Ningún arte, ninguna religión pueden cambiar nunca el lugar de su crecimiento. La
civilización, con sus ciudades gigantescas, es la que por fin desprecia esas raíces del alma y
las arranca. El hombre civilizado, el nómada intelectual, vuelve a ser todo microcosmos, sin
patria, libre de espíritu, como los cazadores y los pastores eran libres de sentido. Ubi bene,
ibi patria—el dicho vale para antes y para después de toda cultura—. En la época de las
migraciones, que precede a la primavera de la cultura fáustica, el sentimiento virginal, y sin
embargo ya maternal de los germanos, buscó hacia el Sur una patria para construir el nido
de su cultura por venir. Hoy, llegado al término de esta cultura, el espíritu desarraigado
recorre todas las posibilidades territoriales e intelectuales. Entre las dos épocas, empero, se
extiende un tiempo en el que los hombres mueren por un pedazo de tierra.
Hay un hecho decisivo; nunca, sin embargo, apreciado en toda su significación. Y es que
todas las grandes culturas son culturas urbanas. El hombre superior de la segunda era es un
animal constructor de ciudades. Aquí encontramos el criterio propio de la «historia
universal»—que se distingue muy precisamente de la historia humana—. La historia
universal es la historia del hombre urbano. Los pueblos, los Estados, la política, la religión,
todas las artes, todas las ciencias se fundan en un único protofenómeno de la existencia
humana: en la ciudad. Pero todos los pensadores de todas las culturas viven en ciudades—
aunque su cuerpo se encuentre en el campo—; por eso no saben cuan extraña cosa es la
ciudad. Debemos sumergirnos en la estupefacción de un hombre primitivo que por vez
primera contemplase en medio del paisaje esa masa de piedra y madera, con sus calles
envueltas en piedra, con sus plazas cubiertas de piedra, con sus construcciones de extraña
forma, en donde pululan los hombres.
Pero el verdadero milagro es cuando nace el alma de una ciudad. Súbitamente, sobre la
espiritualidad general de su cultura, destácase el alma de la ciudad como un alma colectiva
de nueva especie, cuyos últimos fundamentos han de permanecer para nosotros en eterno
misterio. Y una vez despierta, se forma un cuerpo visible. La aldeana colección de casas,
cada una de las cuales tiene su propia historia, se convierte en un todo conjunto. Y este
conjunto vive, respira, crece, adquiere un rostro peculiar y una forma e historia interna. A
partir de este momento, además de la casa particular, del templo, de la catedral y del
palacio, constituye la imagen urbana en su unidad el objeto de un idioma de formas y de una
historia estilística, que acompaña en su curso todo el ciclo vital de una cultura.
Bien se comprende que lo que distingue la ciudad de la aldea no es la extensión, no es el
tamaño, sino la presencia de un alma ciudadana. Hay aglomeraciones humanas muy
considerables que no constituyen ciudades; las hay no sólo en las comarcas mas primitivas,
como el interior del África actual, sino también en la China posterior, en la India y en todas
las regiones industriales de la Europa y de la América modernas.
Son centros de una comarca; pero no forman interiormente mundos completos. No tienen
alma. Toda población primitiva vive en la aldea y en el campo. No existe para ella la esencia
denominada «ciudad». Exteriormente habrá, sin duda, agrupaciones que se distingan de la
aldea; pero esas agrupaciones no son ciudades, sino mercados, puntos de reunión para los
intereses rurales, centros en donde no puede decirse que se viva una vida peculiar y propia.
Los habitantes de un mercado, aun cuando sean artesanos o mercaderes, siguen viviendo y
pensando como aldeanos. Hay que penetrarse bien del sentimiento especial que significa el
que una aldea egipcia primitiva, china primitiva o germánica primitiva—breve punto en
medio del campo inmenso—se convierta en ciudad. Esta ciudad no se distingue acaso por
nada exteriormente; pero espiritualmente es el lugar desde donde el hombre contempla
ahora el campo como un «alrededor», como algo distinto y subordinado. A partir de este
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instante, hay dos vidas: la vida dentro y la vida fuera de la ciudad, y el aldeano lo siente con
la misma claridad que el ciudadano. El herrero de la aldea y el herrero de la ciudad, el
alcalde de la aldea y el burgomaestre de la ciudad viven en dos mundos diferentes. El
aldeano y el ciudadano son distintos seres. Primero sienten la diferencia que los separa;
luego son dominados por ella; al fin acaban por no comprenderse uno a otro. Un aldeano de
la Marca y un aldeano de Sicilia están hoy más próximos entre sí que el aldeano de la Marca
y el berlinés. Desde este punto de vista existen verdaderas ciudades. Y este punto de vista
es el que con máxima evidencia sirve de fundamento a la conciencia despierta de todas las
culturas.
Toda época primera de una cultura es al mismo tiempo la primavera de una organización
ciudadana. Ante las ciudades, el hombre de la precultura se siente presa de profunda
timidez, porque no ve entre si y esas formas ciudadanas ninguna relación intima. A orillas
del Rin y del Danubio ocurrió muchas veces—por ejemplo en Estrasburgo—que los
germanos acamparon delante de las puertas de las ciudades romanas, que permanecían
inhabitadas [71]. En Creta los conquistadores establecieron una aldea sobre las ruinas de las
ciudades incendiadas como Gurnia y Knossos. Las órdenes religiosas de la precultura
occidental, los benedictinos y sobre todo los cluniacenses y premonstratenses, se
establecieron, como los caballeros andantes, en pleno campo. Los franciscanos y dominicos
son los primeros que se construyen conventos en las ciudades góticas; la nueva alma
ciudadana acaba de despertar. Pero aun en estos edificios y en todo el arte franciscano se
advierte que el individuo siente una tierna melancolía, una casi mística aprensión o temor de
la novedad, de lo claro, de lo despierto, de todo eso que la totalidad acoge todavía con
obscuro sentimiento. Nadie se atreve apenas a no ser ya aldeano. Los jesuitas son los
primeros que viven con la conciencia madura y superior del hombre verdaderamente
ciudadano de una gran ciudad. En todas las épocas primitivas los dominadores ponen su
corte en fortalezas que van cambiando de un sitio a otro.
Este es un símbolo del predominio absoluto del campo, que todavía no reconoce a la ciudad.
En el antiguo imperio de Egipto, el asiento de la administración—lugar bien poblado — se
halla junto al «muro blanco», en el templo de Ptah, más tarde Memfis; pero los Faraones
cambian continuamente de residencia, como los reyes de la Babilonia sumérica y los del
imperio carolingio [72]. Los monarcas chinos primitivos de la dinastía Chu tienen desde 1109
generalmente su castillo en Loh-yang—hoy Ho-nanfu—, Pero hasta 770—que corresponde a
nuestro siglo XVI no es elevado el lugar a la categoría de corte y residencia permanente.
Nunca ha recibido el sentimiento del ligamen con la tierra, de la adhesión vegetal y cósmica,
tan poderosa expresión como en la arquitectura de esas diminutas ciudades primitivas, que
casi se reducen a un par de calles en torno a un mercado, un castillo o un santuario. Aquí es
donde con mayor claridad se comprende que todo gran estilo es una planta. La columna
dórica, la pirámide egipcia, la catedral gótica surgen y crecen literalmente de la tierra, con el
rigor y la necesidad del sino; son una existencia sin conciencia despierta. En cambio, la
columna jónica y los edificios del Imperio medio y del barroco se apoyan sobre el suelo, son
obras plenamente despiertas, conscientes de sí mismas, libres, seguras. La existencia aquí,
separada ya de las potencias entunicas, y como aislada de la tierra por el empedrado de las
calles, es más desteñida, al paso que la sensibilidad y la inteligencia han ido creciendo en
poderío y soltura. El hombre se torna «espíritu», se hace «libre» y vuelve otra vez al
nomadismo; pero con más estrechez y frialdad. El «espíritu» es la forma específicamente
urbana de la vigilia inteligente. El arte, la religión, la ciencia se van llenando poco a poco de
inteligencia, se van haciendo extrañas a la tierra, incomprensibles para el labrador arraigado
al terruño. La civilización trae consigo la crisis de la fecundidad.
Las raíces antiquísimas de la existencia se secan en los adoquines de las ciudades. El libre
pensamiento—¡fatales palabras!—aparece como una llama, que asciende magnifica y se
consume al punto en el aire.
3
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La nueva alma de la ciudad habla un idioma nuevo, que muy pronto se identifica con el
idioma de toda la cultura. El campo, con sus hombres aldeanos, está herido de muerte; ya
no comprende ese idioma. El aldeano se azora y enmudece.
Todo estilo genuino se desenvuelve en las ciudades. El sino de la ciudad y las emociones de
los hombres ciudadanos son exclusivamente los que constituyen el fondo que se revela en
la lógica de las formas visibles. Todavía el gótico más primitivo nació del paisaje mismo,
abrazando la casa aldeana con sus habitantes y sus utensilios. Pero el estilo Renacimiento
aparece en la ciudad del Renacimiento y el estilo barroco en la ciudad barroca; y no
hablemos de la columna corintia, no hablemos del rococó, estilos propios de la gran urbe.
Acaso todavía trascienda un leve soplo de la ciudad al campo. Pero el campo mismo es ya
incapaz de llevar a cabo la creación más mínima. El campo calla y se desvía. El aldeano y
la casa aldeana permanecen, en lo esencial, góticos y siguen siéndolo aún hoy. El campo
helénico ha conservado el estilo geométrico; la aldea egipcia, el estilo del Imperio antiguo.
El «rostro» de la ciudad, sobre todo, posee en su expresión una historia. Los gestos de la
ciudad representan casi la historia psíquica de la cultura. Primero aparecen las pequeñas
ciudades primitivas del gótico y de todas las demás culturas incipientes. Estas ciudades casi
se funden con el paisaje; son todavía casas aldeanas que se apretujan a la sombra de un
castillo o de un santuario y que, sin alterar su forma interior, se convierten en casas
ciudadanas por el solo hecho de no alzarse ya sobre un ambiente de campos y praderas,
sino sobre el círculo de otras casas vecinas. Los pueblos de la cultura primitiva se
transforman poco a poco en pueblos ciudadanos.
Existe, pues, un cuadro específico de ciudad china, india, apolínea, fáustica. Y dentro de
este cuadro existe una fisonomía típica de ciudad armenia o siria, jónica o etrusca, alemana,
francesa o inglesa. Hay una ciudad de Fidias, una ciudad de Rembrandt, una ciudad de
Lutero. Estas denominaciones y los meros nombres de Granada, Venecia, Nuremberga
evocan al punto una imagen precisa; porque todo cuanto una cultura produce en religión,
arte, ciencia, ha sido creado en ciudades semejantes. Las cruzadas se originan todavía en el
espíritu de los castillos caballerescos y de los claustros agrestes. Pero ya la Reforma es
ciudadana, y se fragua en estrechas callejuelas y altas casas. La gran epopeya, cantar de la
sangre, pertenece al castillo y a la fortaleza. Pero el drama, en que la vida despierta, atenta
y vigilante, se prueba a si misma; el drama es poesía ciudadana. Y la gran novela, donde el
espíritu libertado contempla el conjunto de lo humano, supone la urbe cosmopolita. No hay
más lírica que la lírica ciudadana—si se exceptúa la genuina canción popular—. Y si
prescindimos del arte aldeano, arte, «eterno», toda poesía, toda arquitectura también es
ciudadana y tiene una historia rápida y breve.
Consideremos ahora ese claro y alto lenguaje de formas que nos hablan las grandes
aglomeraciones de piedra. La humanidad urbana, toda espíritu, toda ojos, lo ha introducido
ella misma en su mundo luminoso, por oposición al idioma suave del campo. Contemplemos
la silueta de la gran ciudad, les tejados con sus chimeneas, las torres, las cúpulas
recortándose sobre el horizonte. Escuchemos lo que nos dice una sola mirada sobre
Nuremberga y Florencia, sobre Damasco y Moscú, sobre Pekín y Benarés. ¿Qué sabemos
del espíritu de las ciudades antiguas, si ya no podemos contemplar sus perfiles en el cielo
meridional, a la luz del sol, entre las nubes, por la mañana o en la noche estrellada? Esas
calles rectas o torcidas, anchas o estrechas; esas casas bajas, altas, claras, obscuras, cuyas
fachadas, cuyos rastros, en todas las ciudades occidentales, miran a la calle y en todas las
ciudades orientales le vuelven la espalda, sin ventanas; el espíritu de las plazas y
encrucijadas, de las revueltas y perspectivas, de las fuentes y monumentos, de las iglesias,
templos y mezquitas, de los anfiteatros y estaciones, de los bazares y edificios públicos;
luego las barriadas suburbanas, las villas con jardín, las aglomeraciones de esos cuarteles
de alquiler entre inmundicias y campos labrados, los barrios distinguidos y los barrios
pobres, la Suburra de la antigua Roma y el Faubourg Saint-Germain de París, la antigua
Baias y la actual Niza, los breves cuadriles urbanos de Ratisbona y Brujas, el océano de
casas de Babilonia, Tenochtitlán, Roma y Londres. Todo eso tiene historia, es historia.
Suceda un gran acontecimiento político, y el rostro de una ciudad tomará nuevas arrugas.
Napoleón dio un nuevo aspecto al París borbónico, Bismarck imprimió un sello nuevo en la
pequeña ciudad de Berlín. Pero la aldea entre tanto permanece inmóvil, ceñuda y colérica.
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En los tiempos primitivos, sólo el paisaje domina sobre la mirada del hombre. El paisaje
campesino imprime su forma en el alma del hombre, vibra a compás del alma humana. La
sensibilidad del hombre y el rumor de las selvas cantan en un mismo ritmo. El porte, la
marcha, el traje inclusive se amoldan a los prados y a los bosques. La aldea, con sus tejados
pacíficos, como suaves colinas, con el humo de la tarde, con sus pozos, sus setos, sus
bestias, está toda como sumergida, tendida en el paisaje. La aldea confirma el campo; es
una exaltación de la imagen campestre. La ciudad posterior desafía el campo.
Su silueta contradice las líneas de la naturaleza. La ciudad niega toda naturaleza. Quiere ser
otra cosa, una cosa más elevada. Esos agudos tejados, esas cúpulas barrocas, esas torres y
pináculos no encuentran en la naturaleza nada que pueda emparejárseles. Ni quieren
tampoco encontrarlo, Al fin se inicia la urbe, la urbe gigantesca, la ciudad como un mundo,
la ciudad que debe ser sola y única. Y comienza también la labor destructiva a aniquilar el
paisaje. Antaño la ciudad se entregó a la imagen del campo. Ahora la ciudad quiere
reconstruir el campo a su propia semejanza. Y los senderos se convierten en vías militares,
los bosques y los prados en parques, las montañas en puntos de vista panorámicos. La
ciudad inventa una naturaleza artificial, pone fuentes en lugar de manantiales, cuadros de
flores, estanques, tallos recortados, en lugar de praderas, charcas y matorrales. En la aldea,
los tejados de paja parecen cerros y las callejas senderos. Pero en la ciudad ábrense
amplios los pasos de las calles empedradas, llenas de polvo coloreado y de ruidos extraños.
Aquí viven hombres, como ningún ser natural podría nunca sospecharlos. Los trajes y basta
los rostros armonizan con un fondo de adoquines. Durante el día se desenvuelve por las
calles un tráfico de extraños colores y sonidos. De noche brilla una luz nueva que apaga la
luz de la luna. Y el pobre aldeano, atónito, de pie sobre el asfalto, hace la más ridicula
figura. No comprende nada y nadie le comprende a él Sirve, a lo sumo, para un paso de
comedia y para producir el pan que ese mundo urbano necesita.
De aquí se sigue una consecuencia esencial: para comprender la historia política, la historia
económica, es necesario ante todo reconocer que la ciudad, separándose cada día más del
campo y desvalorando al fin por completo el campo, es el elemento que determina el curso
y sentido de la historia superior.
La historia universal es historia ciudadana.
Si dejamos aparte el hecho de que el hombre antiguo, fundándose en su sentimiento
euclidiano de la existencia, enlaza el concepto de ciudad con la propensión hacia un mínimo
de extensión e identifica por lo tanto la ciudad con el cuerpo pétreo de la polis individual,
veremos que en toda cultura aparece bien pronto el tipo de la capital. Como el nombre
indica, es la capital aquella ciudad cuyo espíritu, con sus métodos, sus fines y sus
resoluciones políticas y económicas, domina todo el territorio. El campo todo, con sus
habitantes, se convierte en medio y objeto de ese espíritu director. El campo no comprende
lo que aquí sucede. Nadie tampoco le pregunta nada. Los grandes partidos, en todas las
comarcas de las culturas posteriores, las resoluciones, el cesarismo, la democracia, el
parlamento constituyen la forma en que el espíritu de la capital comunica al campo lo que
éste ha de querer y, en ocasiones, la causa por la que debe morir. El foro antiguo, la prensa
occidental no son ni más ni menos que las armas espirituales de la ciudad dominante. El que
viviendo en el campo comprende bien lo que en estos tiempos es la política y se siente a la
altura de ella, pasa a formar en las filas de los hombres ciudadanos, quizá no en cuerpo,
pero si desde luego en espíritu. La orientación, la opinión pública del campo labrador—
cuando existe—es siempre dirigida, prescrita por la ciudad mediante la prensa o el discurso.
Tebas es Egipto. Roma es el orbis terrarum, Bagdad es el Islam. París es Francia. En
cambio la historia de las épocas primitivas se desarrolla en múltiples pequeños centros de
los diversos territorios. Los distritos egipcios, los diferentes pueblos de la Grecia homérica,
los condados y ciudades libres de la época gótica hicieron antaño la historia. Pero poco a
poco la política se concentra en pocas capitales, no quedando a las demás sino una sombra
de vida política. Esta situación no ha sido alterada ni siquiera por la atomización del mundo
antiguo en ciudades-Estados. Ya en la guerra del Peloponeso limitóse la política
propiamente a Atenas y Esparta. Las demás ciudades del mar Egeo formaban en la estera
de una u otra política. Ya no se puede hablar en ellas de una política verdaderamente
propia. Por último, toda la historia antigua se representa en el foro de Roma, aunque César
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esté combatiendo en las Galias, los asesinos de César en Macedonia o Antonio en Egipto;
porque todo lo que sucede en el mundo recibe su sentido por relación y referencia a Roma.
4
La historia propiamente tal comienza con la formación de las dos clases primarias, nobleza y
sacerdocio, que se elevan sobre la clase aldeana. La forma fundamental de toda política
primitiva—homérica, china, gótica—consiste en la oposición entre la gran nobleza y la
pequeña nobleza, entre el rey y los vasallos, entre el poder temporal y el espiritual. Más
tarde el estilo de la historia se convierte en el de la ciudad, en el de la burguesía o tercer
estado. Y todo el sentido de la historia se concentra exclusivamente en estas tres clases, en
la conciencia de estas tres clases. El aldeano carece de historia. La aldea queda fuera de la
historia universal, y toda la evolución desde la «guerra de Troya» hasta la guerra de
Mitrídates, o desde los emperadores sajones hasta la guerra mundial, pasa por encima de
esos breves puntos del paisaje, aniquilándolos a veces, derramando su sangre, pero dejando
intacta su intima esencia.
El aldeano es el hombre eterno. Vive independiente de toda cultura. La cultura anida en las
ciudades. El aldeano precede a la cultura y sobrevive a la cultura. Ensimismados,
perpetúanse los aldeanos de generación en generación, circunscritos a los oficios y
actividades de la tierra, almas místicas, entendimientos secos, atados a lo práctico. Son la
fuente siempre viva de la sangre que en las ciudades hace la historia universal.
Las invenciones de la cultura en las ciudades, las formas políticas las costumbres
económicas, las Herramientas, la sabiduría y el arte son acogidas al fin por el labrador con
desconfianza y vacilación, pero sin que por ello varié su índole íntima.
El aldeano occidental aceptó exteriormente las teorías de los grandes concilios, desde el
gran lateranense hasta si tridentino, como también los resultados de la técnica mecánica y
de la revolución francesa. Pero siguió siendo lo que era, lo que había sido ya antes de
Carlomagno. La piedad del aldeano actual es más antigua que el cristianismo. Sus dioses
son anteriores a toda religión elevada. Eliminad la presión que sobre él ejercen las grandes
ciudades y le veréis, sin echar nada de menos, tornar al estado natural primario. Su ética
verdadera, su metafísica verdadera—que ningún sabio de la ciudad ha juzgado digna de
estudio—residen allende la historia de la religión y del espíritu. En verdad puede decirse que
no tienen historia.
La ciudad es espíritu. La gran ciudad es el «pensamiento libre». La burguesía, la clase social
del espíritu, comienza a darse cuenta de su existencia propia al oponerse a las potencias—
«feudales»-de la sangre y de la tradición. Derriba tronos y limita todos los derechos en
nombre dé la razón, y sobre todo en nombre del pueblo, entendiendo por tal exclusivamente
el pueblo de las ciudades. La democracia es la forma política en que se le exige al labrador
la concepción cósmica del hombre ciudadano. El espíritu de la ciudad reforma la gran
religión de los tiempos primitivos y coloca junto a la antigua religión de clases una religión
burguesa; la ciencia libre. La ciudad asume la dirección de la historia económica,
substituyendo los valores primarios del campo—inseparables de la vida y pensamiento
aldeanos—por el concepto de limero, concepto separado ya del de bienes raíces. El término
primario con que el campo designa el tráfico de los bienes es la palabra trueque. Aun en el
caso del trueque de una cosa por metal noble, este cambio para el aldeano no se basa en el
«pensamiento monetario», el cual distingue entre la cosa y el valor y enlaza la idea de valor
con una cantidad ficticia o metálica, cuyo fin desde este momento consiste en medir lo
«otro», la «mercancía». Las caravanas y los viajes de los Wikingos en la época primitiva son
procesos que se verifican entre establecimientos campesinos y significan trueque y botín. En
épocas posteriores verifícanse entre ciudades y significan «dinero». Esta es la diferencia que
separa a los normandos de antes y a los hanseáticos y venecianos de después de las
Cruzadas, o a los navegantes antiguos en la época miceniana y a los navegantes
posteriores en la época de las grandes colonizaciones. La ciudad significa no sólo espíritu,
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sino también dinero [73].
Llega una época en que la ciudad se ha desarrollado tan vigorosamente que ya no necesita
afirmar su oposición al campo, a la aldea, a la nobleza rural. Ahora es el campo con sus
clases sociales primarias el que se defiende sin esperanza contra la supremacía irresistible
de la ciudad. Esta defensa se dirige espiritualmente contra el racionalismo, políticamente
contra la democracia y económicamente contra el dinero. En esta época ya se han reducido
a corto número las ciudades que llevan la dirección de la historia. Aparece la profunda
distinción —que es sobre todo psíquica—entre la gran ciudad y la pequeña ciudad; y esta
cultura bajo el nombre significativo de ciudad rural se convierte en una parte del campo,
privado ya de toda actividad importante. La diferencia entre el hombre del campo y el
hombre de la ciudad llega a ser bastante considerable en esas pequeñas ciudades; pero al
fin desaparece ante la enorme distancia entre ambos y el habitante de la gran ciudad. La
astucia del labriego y pequeño ciudadano y la inteligencia de los habitantes de la gran
ciudad son dos formas de vigilia inteligente entre las cuales casi no es posible conciliación.
Claro está que aquí no se trata del número de habitantes, sino del espíritu.
También es claro que todas las grandes ciudades conservan algunos rincones en donde
viven fragmentos de humanidad poco menos que campesina aún y en donde los habitantes
mantienen en las callejas relaciones casi aldeanas. Hay como una pirámide de seres cada
vez más intensamente ciudadanos, desde esos hombres, casi labriegos aún, hasta las capas
más estrechas de los pocos verdaderos hombres de la gran ciudad. Estos se sienten en su
centro dondequiera que ven cumplidas las bases fundamentales de su psicología.
Así el concepto de dinero llega a adquirir un carácter plenamente abstracto. Ya no sirve para
la inteligencia del tráfico económico, sino que somete la circulación de las mercancías a su
propio desarrollo. Valora las cosas no por comparación entre ellas, sino por relación a sí
mismo. Su relación con el suelo y con los hombres del campo ha desaparecido tan
completamente, que ya no tiene importancia alguna para el pensamiento económico de las
ciudades directoras—«mercados de dinero»—.
Ahora el dinero es una potencia, potencia puramente espiritual, representada por el metal,
en la conciencia de la capa superior de la población económicamente activa. Y esa potencia
sojuzga al hombre de la ciudad como la tierra antaño tenia sujeto al labriego. Existe un
«pensamiento monetario» como existe el pensamiento matemático o el jurídico.
Pero el suelo, la tierra, es algo real, natural, mientras que el dinero es algo abstracto y
artificial, una simple categoría como «la virtud» en el pensamiento de los «ilustrados». De
aquí se sigue que toda economía primaria, es decir, toda economía sin ciudad depende de
las potencias cósmicas, del suelo, del clima, de las invasiones humanas; lo cual la mantiene
dentro de ciertos limites. En cambio, el dinero, como pura forma de tráfico, ocupa dentro de
la conciencia vigilante una esfera de posibilidades que la realidad es impotente para limitar.
No de otro modo son las magnitudes del mundo matemático y lógico. Podemos construir
cuantas geometrías no euclidianas se nos antoje, sin que nos detenga, la consideración de
los hechos reales. Igualmente la economía de la gran ciudad no encuentra obstáculo para
aumentar el «dinero», o, dicho de otro modo, para pensar en otras dimensiones monetarias,
lo cual no tiene nada que ver con un aumento del oro o en general de los valores reales. No
hay ni medida ni bienes de ninguna clase con que poder medir o comparar el valor de un
talento en ]a época, de las guerras médicas y en el botín egipcio de Pompeyo. Para el
hombre considerado como animal económico es el dinero una forma de la conciencia activa
que ya no tiene raíces en la existencia. Por eso el dinero tiene una fuerza enorme sobre toda
civilización incipiente, que siempre es la dictadura absoluta de ese «dinero», en formas
distintas según las distintas culturas. Pero también así se explica su falta de consistencia,
que le hace al fin perder fuerza y sentido, hasta el punto de desaparecer del pensamiento de
una civilización envejecida —como sucede en tiempos de Diocleciano—para dejar el puesto
a los valores primarios fundados en el suelo.
Surge, por último, el formidable símbolo y recipiente del espíritu totalmente libertado, la
ciudad mundial, centro en donde finalmente se concentra por completo el curso de la historia
universal. Me refiero a esas pocas gigantescas ciudades de toda civilización madura, a esas
urbes que descalifican y desvaloran todo el paisaje materno de su cultura, aplicándole el
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concepto de provincia. Ahora ya todo es provincia; el campo, la pequeña y la gran ciudad
son provincia. Sólo quedan exceptuados de este apelativo esos dos o tres puntos centrales.
Ya no hay nobles y burgueses; ya no hay libres y esclavos; ya no hay helenos y bárbaros; ya
no hay fieles e infieles. Ya sólo existen los provincianos y los habitantes de la urbe mundial.
Las restantes oposiciones palidecen ante esta oposición única, que domina los
acontecimientos, las costumbres vitales y las concepciones del universo.
Las más viejas de esas ciudades mundiales fueron Babilonia y la Tebas del imperio nuevo—
el mundo minoico de Creta pertenece, pese a su esplendor, a la provincia egipcia—. En la
antigüedad es Alejandría el primer ejemplo de urbe cosmopolita; la vieja Hélade se convierte
de golpe en provincia. Ni Roma ni la repoblada Cartago, ni tampoco Bizancio lograron
anularla. En la India, las ciudades gigantescas de Udjein, Kanaudi y sobre todo Pataliputra
eran famosas hasta en China y Java. Bien conocido es el renombre fabuloso de Bagdad y
Granada en Occidente. En el mundo mejicano fue al parecer Uxmal—fundada en 950—la
primera ciudad mundial de los imperios mayas, que, con el florecimiento de las ciudades
toltecas Tezcuco y Tenochtitlán, quedaron reducidos a la categoría de provincia.
No debe olvidarse la ocasión en que aparece por vez primera la palabra provincia. Provincia
es la denominación política que los romanos aplicaron a la Sicilia, cuya sumisión significa
que por primera vez un territorio culto y director decae hasta convertirse en objeto sometido.
Siracusa había sido la primera gran ciudad del mundo antiguo, cuando Roma era aún una
comarca sin importancia. Pero desde su incorporación, Siracusa es, frente a Roma, una
ciudad provinciana. Y en el mismo sentido puede decirse que el Madrid de los Habsburgos y
la Roma pontifical, grandes ciudades directoras en el siglo XVII, decayeron al final del XVIII
a la categoría de provincia, suplantadas por Londres y París. El ascenso de New York al
campo de ciudad mundial, tras la guerra de Secesión de 1861-65, es acaso el
acontecimiento más fecundo en consecuencias del pasado siglo.
5
El coloso pétreo de la ciudad mundial señala el término del ciclo vital de toda gran cultura.
El hombre culto, cuya alma plasmó antaño el campo, cae prisionero de su propia creación,
la ciudad, y se convierte entonces en su criatura, en su órgano ejecutor y finalmente en su
víctima. Esa masa de piedra es la ciudad absoluta. Su imagen, tal como se dibuja con
grandiosa belleza en el mundo luminoso de los ojos humanos, su imagen contiene todo el
simbolismo sublime de la muerte, de lo definitivamente «pretérito». La piedra
perespiritualizada de los edificios góticos ha llegado a convertirse, en el curso de una
historia estilística de mil años, en el material inánime de este demoníaco desierto de
adoquines.
Estas últimas ciudades son todo espíritu. Las casas no son ya—como eran todavía las casas
jónicas y barrocas—las descendientes de la vieja casa aldeana, célula primaria de la cultura.
Ya ni siquiera son casas en donde Vesta y Jano, los Penates y los Lares tengan santuarios;
son viviendas que ha creado no la sangre, sino la finalidad, no el sentimiento, sino el espíritu
del negocio. Mientras el hogar, en sentido piadoso, constituye el verdadero centro de una
familia, es que aun sigue viva la última relación con el campo. Pero cuando esta relación se
rompe, cuando la masa de los inquilinos y huéspedes surcan ese mar de casas errando de
refugio en refugio, como los cazadores y pastores de las épocas primitivas, entonces ya está
perfectamente formado el tipo del nómada intelectual. La ciudad es un mundo, es el mundo.
Sólo como conjunto le sobreviene el sentido de habitación humana. Las casas son los
átomos que componen ese cosmos.
Ahora las viejas ciudades adultas, con su núcleo gótico compuesto de la catedral, el
ayuntamiento y las callejas de empinados tejadillos, alrededor de cuyas torres y puertas
pusiera el barroco un cerquillo de espirituales y claras casas patricias, palacios e iglesias
espaciosas; ahora las viejas ciudades comienzan a prolongarse en todas las direcciones con
masas informes, cuarteles de alquiler y construcciones útiles que van invadiendo el campo
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desierto. Ábrense calles, derríbanse edificios, destruyese en suma el rostro noble y digno de
los antiguos tiempos. El que desde lo alto de una torre contempla ese mar de casas
reconocerá al punto en esa historia petrificada el instante en que, acabado el crecimiento
orgánico, comienza el amontonamiento inorgánico que, sin sujetarse a límites, rebasa todo
horizonte. Ahora surgen los productos artificiales matemáticos, ajenos por completo a la vida
del campo; esos engendros, hijos de un finalismo intelectual; esas ciudades de los
arquitectos municipales, que en todas las civilizaciones reproducen la forma del tablero de
ajedrez, símbolo típico de la falta de alma. Herodoto contempla admirado en Babilonia esos
cuadrados regulares. Los españoles los ven también en Tenochtitlán. En el mundo antiguo
comienza la serie de las ciudades «abstractas» con Thurioi, que «diseñó» en 441
Hippodamos de Mileto. Siguen a ésta Priene, donde el tipo cuadrático ignora la movilidad de
la superficie; Rodas, Alejandría.
Y estas ciudades sirven de modelo a infinidad de ciudades provincianas en la época
imperial. Los arquitectos del Islam edificaron según planos regulares la ciudad de Bagdad
desde 762, y un siglo después la ciudad gigantesca de Samarra a orillas del Tigris [74]. En el
mundo europeo americano, el primer gran ejemplo es la planta de Washington (1791). No
cabe duda de que las ciudades mundiales de la época Han en China y las de la dinastía
Maurya en la India tuvieron iguales formas geométricas. Las urbes cosmopolitas de la
civilización europeo-americana no han llegado aún, ni mucho menos, a la cúspide de su
evolución. Preveo para mucho después del año 2000 ciudades de diez o veinte millones de
habitantes, extendidas sobre amplios territorios, con edificios junto a los cuales los mayores
de hoy parecerán enanos y con medios de tráfico que hoy nos parecerían locura.
Pero aun en esta última forma de existencia, el ideal del hombre antiguo siguió siendo el
punto corpóreo. Mientras que las ciudades gigantescas del presente manifiestan nuestra
tendencia al infinito—lanzando en torno al campo barriadas y colonias de hoteles, tendiendo
poderosas redes de medios de comunicación, estableciendo dentro de las partes más
pobladas líneas de tráfico rápido en las calles, sobre las calles y bajo las calles-, la ciudad
antigua, en cambio, no aspira a extenderse, sino a espesarse; sus calles estrechas
imposibilitan todo tráfico rápido, que sin embargo era bien conocido en las vías militares
romanas; no existe la tendencia a habitar junto a la ciudad ni siquiera a crear los supuestos
necesarios para tal costumbre. La ciudad ha de ser un cuerpo, una masa espesa y redonda,
un soma en el sentido más riguroso de esta palabra. El «sinequismo » [75] que en los
primeros tiempos de la antigüedad empujó hacia las ciudades a la población campesina y
creó asi el primer tipo de polis, se repite al final en forma absurda. Todas esas ciudades son
exclusivamente City, ciudad interior. Este nuevo sinequismo crea el mundo de los pisos
superiores, que es como nuestras actuales zonas de extrarradio. Roma, por el año 74, a
pesar de los inmensos edificios imperiales, tenia la extensión ridicula de 19 1/2 kilómetros
[76]. Por consiguiente, estos cuerpos urbanos no crecieron en anchura, sino en altura. Los
grandes cuarteles de alquiler, en Roma, como la famosa «ínsula feliculae», alcanzaban para
un ancho de calle de tres a cinco metros [77] alturas que nunca han sido realizadas en el
Occidente europeo y pocas veces en América.
Junto al Capitolio, los tejados en la época de Vespasiano llegaban a la altura de la cima
montañosa [78]. Una miseria espantosa, con embrutecimiento de todas las formas de la
vida, se desarrolla en esas soberbias ciudades mundiales, creando entre los tejados y las
buhardillas, en los sótanos y patios interiores, un nuevo tipo de hombre primitivo. Ello ocurrió
en Bagdad y Babilonia, como en Tenochtitlán y como hoy en Londres y Berlín. Cuenta
Diodoro que un rey egipcio destronado tenía que vivir en Roma en un miserable tabuco de
alquiler, colgado en el piso más alto de la casa.
Pero ni la miseria, ni la fuerza, ni la clara percepción de la locura que lleva consigo este
desarrollo son capaces de contener la fuerza atractiva de esos centros demoníacos. La
rueda del destino ha de seguir corriendo hasta el término de la carrera. El nacimiento de la
ciudad trae consigo su muerte. El principio y el fin, la casa aldeana y el bloque de viviendas
son uno a otro como el alma a la inteligencia, como la sangre a la piedra. Mas la palabra
«tiempo» no en vano designa el hecho de la irreversibilidad. Siempre adelante. Nunca
puede volverse atrás. Los aldeanos antaño dieron vida al mercado, a la ciudad rural y la
alimentaron con su mejor sangre. Pero ahora la ciudad gigantesca chupa la sangre de la
aldea, insaciablemente, pidiendo hombres y más hombres, tragándoselos, hasta que al fin
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muera en medio de los campos despoblados. Quien cae en las redes de la belleza pecadora
de este último prodigio de la historia, no recobra nunca más su libertad. Los pueblos
primitivos pueden desprenderse del suelo y emigrar a remotos países. El nómada intelectual
no puede hacerlo ya. La patria para él es la ciudad. En la aldea más próxima siéntese como
en el extranjero. Prefiere morir sobre el asfalto de las calles que regresar al campo. Y no lo
liberta ni siquiera el asco de esa magnificencia, el hastío de tanta luz y tanto color, el
taedium vitae que de muchos se apodera al fin. El hombre de la gran urbe lleva eternamente
consigo la ciudad; la lleva cuando sale al mar; la lleva cuando sube a la montaña. Ha
perdido el campo en su interior y ya no puede encontrarlo fuera.
La causa por la cual el hombre de la gran urbe no puede vivir mas que sobre ese suelo
artificial es que el ritmo cósmico en su existencia retrocede al propio tiempo que las
tensiones de su vigilia se hacen más peligrosas. No se olvide que en todo microcosmos la
parte animal, esto es, la vigilia, subsigue a la parte vegetal, esto es, a la existencia, y no al
revés. El ritmo y la tensión, la sangre y la inteligencia, el sino y la causalidad están entre si
en la misma relación que el campo florido con la ciudad petrificada, que lo existente por si
con lo dependiente.
La tensión, sin el ritmo cósmico animador y vivificante, es el tránsito a la nada. Ahora bien:
civilización no es otra cosa que tensión. Las cabezas de todos los hombres civilizados, que
cuentan por algo, poseen la expresión dominante de una tensión extraordinaria. La
inteligencia no es sino la capacidad de poner en tensión el entendimiento. Estas cabezas
son, en toda cultura el tipo de sus «últimos hombres». Comparad con ellas los tipos
aldeanos que a veces surgen en el tumulto callejero de una gran ciudad. La vía que desde la
prudencia aldeana —astucia, buen sentido, instinto, que, como en todos los animales
prudentes, se funda en la sensación del ritmo —, pasando por el espíritu ciudadano,
conduce hasta la inteligencia urbana—ya este término indica por su colorido peculiar el
descenso de la base cósmica—, puede caracterizarse en el sentido de una continua
disminución del sentimiento del sino y un incoercible aumento de la necesidad de
causalidad. La inteligencia substituye la experiencia inconsciente de la vida por un ejercicio
magistral del pensamiento, esto es, por algo más reseco y menos jugoso. Los rostros
inteligentes de todas las razas se parecen entre si. El elemento racial se borra en todos
ellos. Cuanto menos se siente la necesidad y evidencia de la vida; cuanto más cunde la
costumbre de «explicar todo claramente», tanto más robusta se hace la tendencia a aplacar
con causas la angustia de la conciencia vigilante, despierta. De aquí la identificación entre el
saber y la demostrabilidad; de aquí la substitución del mito religioso por el mito causal, por la
teoría científica; de aquí la implantación del dinero abstracto como causalidad pura de la
vida económica en oposición al cambio rural de los bienes, que es ritmo y no un sistema de
tensiones.
La tensión intelectual no conoce mas que una sola forma —forma urbana—de recreo: la
distensión, la distracción. El auténtico juego, la alegría vital, el placer, el arrebato, nacen del
ritmo cósmico y ya no hallan en la urbe quien sea capaz de comprender su esencia. Pero la
anulación del intenso trabajo mental práctico por su contrario, el footing, practicado
consecuentemente; la anulación de la tensión espiritual por la corpórea del deporte; la
anulación de la tensión corpórea por la sensual del «placer» y por la espiritual de la
«excitación» que producen el juego y la apuesta; la substitución de la lógica pura del trabajo
diario por la mística conscientemente saboreada, todo esto reaparece en todas las urbes
mundiales de todas las civilizaciones. El cine, el expresionismo, la teosofía, el boxeo, los
bailes negros, el poker y las apuestas: todo ello se encuentra en Roma. Seria interesante
que un erudito ampliase la investigación hasta las grandes urbes indias, chinas y árabes.
Para no citar sino un ejemplo: léase el Kamasutra y se comprenderá qué clase de gente era
aquella que encontraba igualmente gusto en el budismo. Las escenas de toreo en los
palacios cretenses aparecen ahora bajo una luz nueva. Sin duda en el fondo hay en ellas un
culto religioso; pero es como un perfume adjetivo, semejante al que se cernía sobre el culto
«fashionable» de la Isis romana, en las proximidades del Circo máximo.
Así, pues, la existencia pierde sus raíces y la vigilia se hace cada día más tensa. De este
hecho, empero, se deriva un fenómeno que viene desde hace tiempo iniciándose en silencio
y que ahora de pronto entra en la luz cruda de la historia, para preparar el desenlace de todo
el drama. Me refiero a la infecundidad del hombre civilizado. No se trata de algo que la
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causalidad diaria—la fisiología, por ejemplo—puede explicar, como naturalmente ha
intentado explicarlo la ciencia moderna. Trátase ni más ni menos que de una propensión
metafísica a la muerte. El último hombre de la gran urbe no quiere ya vivir, se aparta de la
vida - no como individuo, pero sí corno tipo, como masa— En la esencia de este conjunto
humano se extingue el terror a la muerte. El aldeano auténtico se siente presa de una
profunda e inexplicable angustia cuando piensa en la muerte, en la desaparición de la
familia y del nombre.
Esta emoción, empero, ha perdido todo sentido para el hombre de la ciudad. El urbano no
percibe ya como un deber de las sangre la necesidad de transfundirse en otros cuerpos a
través del mundo visible; no siente ya como una fatalidad horrenda el destino del que se
queda el último, sin sucesión. No nacen niños; y la causa de ello no es solamente que los
niños se han hecho imposibles, sino, sobre todo, que la inteligencia en tensión no encuentra
motivos que justifiquen su existencia. Sumergíos en el alma de un aldeano que de tiempo
inmemorial vive en su campo o que ha tomado posesión de un trozo de tierra para
establecer en ella su sangre. Este aldeano arraiga como descendiente de sus abuelos o
como abuelo de sus futuros descendientes. Tiene su casa y su propiedad, y esta relación no
significa aquí una compenetración laxa de cuerpo y bienes para pocos años, sino un lazo
intimo y perdurable entre la tierra eterna y la sangre eterna. La sedentariedad en sentido
místico es la que confiere a las grandes épocas del ciclo vital—generación, nacimiento y
muerte—ese encanto metafísico que encuentra su repercusión simbólica en las costumbres
y la religión de todas las poblaciones campesinas. Pero nada de esto existe para «el último
hombre». Inteligencia e infecundidad van unidas en las familias viejas, en los pueblos viejos
y en las culturas viejas. No sólo porque dentro de cada microcosmos la desmedida tensión
de la parte animal vigilante se acostumbra a imponer a la existencia la regla de la
causalidad. Lo que el hombre de la razón llama con expresión bien significativa «instinto
natural» es conocido por él según la ley de causalidad; más aún, es valorado por él según
ley de causalidad y no halla lugar adecuado en el circulo de sus restantes necesidades.
El gran cambio sucede cuando, en el pensamiento consuetudinario de una población muy
culta, aparecen «motivos» para la presencia de los niños. Pero la naturaleza no conoce
motivos. Dondequiera que existe realmente vida, domina una lógica intensa, orgánica,
impersonal, un instinto, algo que es totalmente independiente de la vigilia y los enlaces
causales, algo que la vigilia no advierte siquiera. La abundancia de nacimientos en las
poblaciones primitivas es un fenómeno natural, sobre cuya existencia nadie medita—y
menos aún sobre la utilidad o perjuicio que pueda causar—, Pero cuando en la conciencia
aparecen motivos que plantean problemas vitales es que la vida misma se ha hecho ya
problemática. Entonces comienza a notarse una leve limitación de la natalidad —ya Polibio
la lamenta y la llama la fatalidad de Grecia; pero existía sin duda antes en las grandes
ciudades y había adquirido en la época romana una extensión tremenda—. Este descenso
de la natalidad se funda primero en la necesidad material. Pero más tarde ya no se le puede
encontrar fundamento ninguno. En la India budista como en Babilonia, en Roma como en las
actuales ciudades, la elección de la «compañera de la vida» -nótese que el aldeano y todo
hombre primitivo elige la madre de sus hijos — comienza a ser ya un problema espiritual. El
matrimonio ibseniano aparece entonces, la «superior comunión espiritual» en donde ambas
partes son «libres», es decir, libres como inteligencia, libres del impulso vegetal de la
sangre, que quiere reproducirse. Y Shaw puede decir: «que la mujer no se emancipa si no
arroja lejos de si su feminidad, su deber para con su marido, para con sus hijos, para con la
sociedad, para con la ley y para con todo lo que no sea ella misma» [79]. La mujer primaria,
la mujer aldeana es madre.
Todo su destino, desde la niñez anhelado, se encierra en esa palabra. Pero ahora surge la
mujer ibseniana, la compañera, la heroína de una literatura urbana, desde el drama nórdico
hasta la novela parisiense. Tienen, en vez de hijos, conflictos anímicos. El matrimonio es un
problema de arte aplicado, y lo que importa es «comprenderse mutuamente». ¿Qué más da
que la infecundidad sea debida a que la dama americana no quiera perder una season, o a
que la parisiense tema la ruptura con su amante, o a que la heroína ibseniana «se
pertenezca a sí misma»? Todas se pertenecen a si mismas y todas son infecundas. Y el
mismo hecho, relacionado con iguales «motivos», lo encontramos en la sociedad civilizada
de Alejandría y de Roma, y, naturalmente, en cualquier sociedad civilizada; y, sobre todo,
también en la sociedad que vio nacer y crecer a Buda. En el helenismo, como en el siglo
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XIX, en la época de Laotsé y en la teoría de Tscharvaka, siempre y por doquiera hallamos
una ética para las inteligencias de los hombres sin hijos y una literatura sobre los conflictos
internos de Nora y Naná.
La abundancia de niños—cuyo cuadro venerable pudo aún pintar Goethe en su Werther—
pasa por algo provinciano. El padre de numerosa prole es en las grandes ciudades una
caricatura. (Ibsen no la ha olvidado; está en su Comedia del amor.)
En este estadio comienza para todas las civilizaciones un periodo varias veces secular de
horrorosa despoblación. Desaparece la pirámide de la humanidad capaz de cultura. El
desmonte comienza por la cúspide; primero las ciudades mundiales, luego las provincianas
y por último el campo, que contiene durante algún tiempo la despoblación de las ciudades
enviando a ellas su propia población. Sólo queda, al fin, la sangre primitiva, pero ya privada
de sus elementos vigorosos y preñados de futuro. Y aparece el tipo del felah.
La conocidísima «decadencia de la antigüedad»—cumplida mucho antes de las invasiones
germánicas—demuestra bien a las claras que la causalidad no tiene nada que hacer en la
historia [80]. El Imperio goza de completa paz; es rico, posee las más altas formas de
civilidad; está bien organizado; tiene, de Nerva a Marco Aurelio, una serie de jefes como no
puede ostentarlos el cesarismo de ninguna otra civilización. Y, sin embargo, la población
desaparece rápidamente, en masa, a pesar de la desesperada legislación augustana sobre
matrimonios y nacimientos—la ley de maritandis ordinibus produjo en la sociedad romana
una consternación mayor aún que la derrota de Varo—, a pesar de las innumerables
adopciones, a pesar de los continuos establecimientos de soldados bárbaros, hechos con el
objeto de llevar hombres a los territorios desérticos, a pesar de las inmensas fundaciones de
Nerva y Trajano para alimentar y criar los niños pobres. Italia primero, África y Galia
después y finalmente España—que en tiempos de los primeros emperadores era la parte
más poblada del Imperio— quedan desiertas y abandonadas. La famosa frase de Plinio,
repetida muy significativamente en la moderna economía: latifundio perdidere Italiam, jam
vero et provincias, confunde el principio y el fin del proceso; los latifundios, en efecto, no
hubieran llegado a tener la enorme extensión que alcanzaron, si primeramente no hubiese el
aldeano emigrado a las ciudades, abandonando el campo—al menos interiormente—. El
edicto de Pertinax en 193 descubre al fin la terrible situación: en Italia y en las provincias
autoriza a quienquiera a tomar posesión del campo abandonado. El que lo labra adquiere
sobre él el derecho de propiedad. Si los historiadores estudiaran seriamente las demás
civilizaciones, encontrarían por doquiera el mismo fenómeno. En el fondo de los
acontecimientos que se desarrollan durante el Imperio nuevo—sobre todo desde la Dinastía
19—se rastrea claramente un considerable descenso de la población. Una planta de ciudad
como la que Amenofis IV construyó en Tell el Amarna, con calles de 45 metros de anchura,
hubiera sido inimaginable en una población compacta como la anterior. La disminución de la
gente explica asimismo la penosa defensa de Egipto contra los «pueblos marítimos», cuyas
perspectivas de poder ocupar el Imperio no eran entonces más desfavorables que las de los
germanos desde el siglo IV. Finalmente, así también se comprende la inmigración de los
libios en el Delta, en donde hacia 945 un jefe libio —exactamente como Odoacro en 476 de
Jesucristo—se apropió el gobierno del Imperio. El mismo fenómeno de despoblamiento se
percibe en la historia del budismo político, desde el César Asoka [81]. La población maya
desapareció poco después de la conquista española y las grandes ciudades vacías se
cubrieron de bosques. Este hecho no demuestra solamente la brutalidad de los
conquistadores—que hubiera sido ineficaz de haberse encontrado con una humanidad culta
en toda su juvenilidad y fecundidad—, sino una extinción interior que sin duda alguna había
comenzado mucho tiempo antes. Y si dirigimos la mirada a nuestra propia civilización,
veremos cómo las viejas familias de la nobleza francesa, en su gran mayoría, no se
acabaron por causa de la
Revolución, sino que han ido extinguiéndose desde 1815. La infecundidad se transmitió
luego a la burguesía y más tarde—desde 1870—a los aldeanos, que la Revolución había
casi creado de nuevo. En Inglaterra y más aún en los Estados Unidos, precisamente en la
población más vieja y valiosa del Este, ha empezado hace tiempo ese «suicidio de la raza»
que inspiró a Roosevelt su conocido libro.
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Asi, por doquiera, en esas civilizaciones se encuentran muy pronto las ciudades
provincianas desiertas y, al término de la evolución, las ciudades mundiales vacías. En las
masas de piedra anida una pequeña población de felahs al modo como los hombres
primitivos de la edad de piedra en las cuevas y cabañas lacustres. Samarra fue abandonada
en el siglo X.
Pataliputra, la residencia de Asoka, era en 635, cuando la visitó el viajero chino Siuen-Siang,
un inmenso desierto de casas.
Muchas de las ciudades mayas debían estar ya abandonadas en la época de Cortés.
Poseemos desde Polibio una larga serie de descripciones «antiguas» [82]; en ellas vemos
las famosas ciudades de antaño con sus calles ruinosas, sus casas vacías, mientras en el
foro y en el gimnasio pace el ganado y en el anfiteatro crece el trigo sobre cuyas espigas
sobresalen aún las estatuas y los hermes. En el siglo V, Roma tenía la población de una
aldea; pero los palacios imperiales eran todavía habitables.
Asi, la historia de la ciudad llega a su término. El mercado primitivo crece hasta convertirse
en ciudad culta y finalmente en urbe mundial. La sangre y el alma de sus creadores cae
victima de esa evolución grandiosa y de su último retoño, el espíritu de civilización. La
ciudad acaba aniquilándose a si misma.
6
Si la época primitiva significa el nacimiento de la ciudad y la época posterior la lucha entre
la ciudad y el campo, en cambio la civilización representa la victoria de la ciudad. La
civilización se liberta del solar campesino y corre a su propia destrucción. Desarraigada,
desasida del elemento cósmico, entregada irremisiblemente al imperio de la piedra y del
espíritu, la civilización desenvuelve un idioma de formas que representa todos los rasgos de
su ser íntimo: los rasgos no de un producirse, sino de un producto, de algo concluso, que
puede cambiar, pero no desarrollarse. Por eso hay sólo causalidad y no sino; sólo extensión
y no dirección viviente. De aquí se sigue que todo idioma de formas de una cultura, inclusa
la historia de su evolución, permanece adherido al solar originario, mientras que toda forma
civilizada se acomoda en cualquier parte y es presa de un afán de expansión ilimitada. Sin
duda los hanseáticos construyeron edificios góticos en sus factorías de la Rusia
septentrional; sin duda los españoles edificaron monumentos de estilo barroco en América
del Sur; pero es imposible que una parte, por pequeña que sea, de la historia del gótico haya
transcurrido fuera del Occidente europeo, como es imposible que el estilo del drama ático o
del drama inglés o el arte de la fuga o la religión de Lutero y de los órficos sea no ya
continuado, pero ni siquiera comprendido íntimamente por hombres de otras culturas. En
cambio, lo que aparece con el alejandrinismo y con nuestro romanticismo es cosa que
pertenece a todos los hombres urbanos, sin distinción. El romanticismo inicia lo que
Goethe—con lejana previsión—llamó literatura mundial; es la literatura de la urbe mundial,
literatura directora, frente a la cual se afirma sólo con gran esfuerzo una literatura
provinciana, localista e insignificante. La ciudad de Venecia o la de Federico el Grande o el
parlamento inglés—tal como es y trabaja en realidad—son cosas imposibles de repetir. Pero
las «Constituciones modernas» se pueden «introducir» cualquier país africano o asiático,
como las antiguas «poleis» entre los númidas y los britanos. La escritura Jeroglífica no llegó
a ser de uso general. En cambio si llegó a serlo la escritura literal, que sin duda es invención
técnica de la civilización egipcia [83]. Igualmente los auténticos idiomas cultos como el ático
de Sófocles y el alemán de Lutero, no se aprenden por doquiera. En cambio sí se aprenden
los idiomas mundiales como el común helenístico, el árabe, el babilónico, el inglés, nacidos
todos de la práctica diaria en las urbes cosmopolitas.
En todas las civilizaciones las ciudades modernas adquieren un sello uniforme. Dondequiera
que se vaya se encontrará siempre a Berlín, Londres y New York. Y el viajero romano
encontraba en Palmira, Tréveris, Tungad y en las ciudades helenísticas, hasta el Indo y el
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mar de Aral, sus columnatas, sus plazas y templos adornados de estatuas. Pero esto que se
difunde así por todas partes no es un estilo, sino un gusto; no es una costumbre auténtica,
sino maneras; no es el traje peculiar de un pueblo, sino la moda. Así resulta posible que las
poblaciones apartadas no sólo acepten las «eternas conquistas de la civilización», sino que
las sigan difundiendo en forma propia. Como ejemplos de semejante «civilización a la luz de
la luna» tenemos la China meridional y, sobre todo, el Japón, que se «achinó» al final de la
época Han (220); Java, que difundió la civilización brahmánica, y Cartago, que recibió sus
formas de Babilonia.
Todas estas formas son propias de una conciencia clara, vigilante, no cohibida por potencia
cósmica alguna, puro espíritu, puro afán extensivo, tan enérgicamente capaz de difusión que
las últimas y más lejanas irradiaciones llegan casi a los confines del globo y se superponen
unas sobre otras. La edificación de madera de Escandinavia reproduce quizá fragmentos de
formas procedentes de la civilización china; en el mar del sur se encuentran quizá masas
babilónicas; en el África del Sur se descubren monedas antiguas; y la influencia egipcia e
india es quizá apreciable en la tierra de los incas.
Y mientras que esta expansión franquea todos los límites, verificase en grandiosas
proporciones la elaboración de una forma interior en tres estadios claramente separables:
superación de la cultura, cultivo puro de la forma civilizada, anquilosamiento. Esta evolución
ha comenzado ya para nosotros, y en el coronamiento del ingente edificio veo yo la misión
propia de los alemanes, última nación del Occidente. En este estadio todos los problemas de
la vida—quiero decir de la vida apolínea, mágica, fáustica—han sido pensados íntegramente
y reducidos a un último estadio de saber o no saber. Ya no se lucha por ideas. La última
idea, la idea de la civilización misma está formulada en sus grandes líneas. De igual modo
la técnica y la economía están agotadas en el sentido de los problemas. Luego comienza la
labor enorme de llevar a cabo esas exigencias y aplicar esas formas a la existencia toda de
la tierra. Terminada esta labor, definida la civilización, no sólo en su figura, sino también en
su masa, comienza el anquilosamiento de la forma. En las culturas, el estilo es el pulso de la
vida que se siente segura. Ahora surge—si se quiere emplear esta palabra— el estilo
civilizado como expresión de lo ya acabado. Este estilo llega, sobre todo en Egipto y en
China, a una perfección suntuosa que llena todas las manifestaciones de una vida,
inmutable ya en su interior, desde el ceremonial y la expresión de los rostros hasta las
finísimas y perespiritualizadas formas del arte. No cabe hablar de historia, en el sentido de
una marcha ascendente hacia un ideal de forma; pero en la superficie reina continuamente
una leve movilidad que en el idioma, definitivamente fijado ya, descubre una y otra vez
pequeños problemas y soluciones de Índole artística. En esto consiste toda la «historia» que
conocemos de la pintura chino-japonesa y de la arquitectura india. Y asi como esta
pseudohistoria se distingue de la verdadera historia del estilo gótico, asi también se
diferencia el caballero de las cruzadas del mandarín chino. Aquél es algo que se está
produciendo; éste es una clase social producida y anquilosada. Aquél es historia. Este ha
superado la historia hace mucho tiempo. Pues, como ya hemos dicho, la historia de esa
civilización es una pseudohistoria. Igualmente las grandes urbes cambian continuamente de
aspecto, sin cambiar de esencia. No tienen esas ciudades un espíritu propio.
Son campo en forma pétrea.
¿Qué es lo que desaparece aquí? ¿Qué lo que perdura? Meramente accidental es el hecho
de que los pueblos germánicos, bajo la presión de los hunos, hayan ocupado el territorio
románico interrumpiendo asi el desarrollo del estadio final, del estadio «chino» de la
antigüedad. Los pueblos marítimos, que desde 1400 inician contra el mundo egipcio una
invasión, semejante hasta en sus detalles, a la germánica, no lograron su objeto mas que en
el territorio insular de Creta. Sus violentos ataques a las costas libias y fenicias, con
acompañamiento de escuadras wikingas, fueron tan desgraciados como los ataques de los
hunos contra China. Asi resulta que la «antigüedad» ofrece el ejemplo único de una
civilización destruida en el momento de su plena madurez. Sin embargo, los germanos
destruyeron tan sólo la capa superior de formas, substituyéndola por la vida de su propia
precultura. La capa «eterna», la capa inferior no llegó a ser tocada por ellos. Perdura, oculta
y recubierta por un nuevo lenguaje de formas, y sigue existiendo en el fondo de toda la
historia subsiguiente y aún hoy hay de ella restos Sensibles en Francia del Sur, Italia del Sur
y España del Norte.
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En estas regiones el catolicismo popular tiene un matiz «antiguo» que lo separa claramente
del catolicismo eclesiástico de la capa superior europea occidental. En las fiestas religiosas
de la Italia meridional se encuentran hoy cultos «antiguos» y «preantiguos», y por doquiera
hay deidades (santos) cuya veneración deja entrever, allende los nombres católicos, un
resto de concepción «antigua».
Pero aquí surge un elemento nuevo, que posee una significación propia. Nos hallamos ante
el problema de la raza.
Notas:
[67] Ya lo reconoce la investigación sobre arte: v. Salis, Die Kunst der Griechen [El arte de
los griegos], 1919, p. 3 y ss.; H. Th. Bossert, Alt-Kreta [La antigua Creía], 1921, introducción.
[68] D. Fimmen, Die kretisch-mykenische Kultur [La cultura cretense-miceniana], 1921, p.
210.
[69] Dehio, Gesch. d. deutsch. Kunst. [Historia del arte alemán], 1919, P. 16, ss.
[70] Dieterich, Byz. Characterköpje. [Figuras bizantinas], p. 156, s.
[71] Dehio, Gesch. d. deutsch. Kunst [Historia del arte alemán],
1929. P. 13.
[72] Ed. Meyer, Geschichte des Altertums [Historia de la antigüedad] I, p. 188.
[73] Véase cap. V, A.
[74] Samarra ostenta proporciones realmente americanas, como los foros imperiales de
Roma y las ruinas de Luxor y Karnack. La ciudad se extiende en una longitud de 33
kilómetros junto al río. El palacio Balkuwara, que el califa Mutawakkil mandó edificar para
uno de sus hijos, forma un cuadrado de 1.250 metros de lado. Una de las mezquitas
gigantescas mide 260 por 180 metros. Véase Schwarz, Die Abbasidenresidenz Samarra.
1910; Herzfeld, Ausgrabungen von Samarra [Excavaciones de Samarra], 1912.
[75] Tendencia a vivir Juntos.—N. del T.
[76] Friedländer, Sitt. Gesch. Roms [Historia de las costumbres en Roma], 1. p. 5.
Compárese con Samarra, que no estaba ni mucho menos tan poblada. Las grandes
ciudades «antiguas» situadas en suelo árabe no son en este sentido «antiguas». Los
arrabales de jardines en Antioquía eran famosos en todo el Oriente.
[77] La ciudad que Amenofis IV—el Juliano apóstata egipcio—se construyó en Tell el
Amarna tenía calles de 45 metros de anchura. Borchardt, Ztschr. f. Bauwesen [Revista de
arquitectura], LXVI, 524.
[78] Pöhlmann, Aus Altertum und Gegenwart [De la antigüedad y de la actualidad], 1910, p.
211 y ss.
[79] B. Shaw, Breviario de Ibsen, p. 57.
[80] Sobre lo que sigue, véase la exposición de Ed. Meyer Kl. Schriften [Pequeños tratados],
1910, p. 145 y ss.
[81] Conocemos en la China del siglo III antes de Jesucristo—es decir, en la época
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augustana de China—medidas administrativas para elevar la población, Véase Rosthorn
Das sociale Leben der Chinesen [La vida social de los chinos], 1919, p. 6,
[82] Estrabon, Pausanias, Dion Crisóstomo, Avieno, etc..... Eduardo Meyer, Kl. Schriften
[Pequeños tratados], p. 164 y ss.
[83] Descubrimiento de Sethe. Véase Rob. Eisler, Die kenitischen Weihinschriften der
Hyksoszeit [Las inscripciones votivas keníticas en la época de los Hycsos]. 1919.
[84] Se comprende que algunos hechos totémicos, advertidos por la conciencia vigilante,
reciban también una significación tabúica; esto sucede a menudo en la vida sexual, muchos
de cuyos aspectos llenan al hombre de profundo terror, porque se substraen a su voluntad
de intelección.
[85] Guillermo de Humboldt (Über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues
[Sobre la diversidad de la estructura en los idiomas humanos])—fue el primero en observar
que un idioma no es una cosa, sino una actividad. «Si tomamos la expresión en todo su
rigor, puede decirse que no hay idioma, como no hay espíritu: pero el hombre habla y el
hombre actúa espiritualmente.»
[86] Véase p. 47.
[87] Geschichte der deutschen Kunst [Historia del arte alemán], 1919. p. 14 y ss.
[88] W. Altmann, Die italienische Rundbauten. [Los edificios circulares italianos], 1906.
[89] Bulle, Orchomenos, p. 26 y ss.; Noack, Ovalhaus und Palast in Kreta [Casa ovalada y
Palacio de Creta], p. 53 y ss. Las trazas de casas que pueden determinarse en época
posterior en la región del mar Egeo y del Asia menor, permiten quizá introducir algo de
orden en nuestros conocimientos sobre el estado de población en la época preantigua. Los
restos lingüísticos son incapaces de ello.
[90] Mediaeval Rhodesia, London, 1906.
[91] Véase c. IV, A.
[92] Alguien debiera hacer investigaciones fisiognómicas sobre los bustos romanos, que
ostentan en gran parte caras aldeanas, los retratos de la época gótica primitiva y los del
Renacimiento, que presentan un tipo ya marcadamente urbano; y más todavía los retratos
de ingleses distinguidos desde fines del siglo XVIII. Las galerías de antepasados ofrecen
para este estudio materiales incontables.
[93] J. Ranke, Der Mensch [El hombre], 1912, II, p. 305.
[94] El arte está perfectamente formado entre los animales. Hasta donde el hombre puede
comprenderlo por analogía, consiste el arte animal en movimientos rítmicos (danza) y en
producción de sonidos
(canto). Pero esto no agota ni mucho menos la impresión artística que produce sobre los
animales mismos.
[95] En el Evangelio de San Lucas (10, 4) dice Jesús a los setenta que envía a la ciudad: «Y
a nadie saludéis en el camino.» El ceremonial del saludo al aire libre es tan extenso, que los
que tenían prisa habían de renunciar a cumplirlo. A. Bertholet, Kulturgeschichte Israels [La
historia de la cultura israelita], 1919, p. 162.
[96] «Toda forma, aun la más sentida, tiene algo de falso» (Goethe). En la filosofía
sistemática el propósito del pensador no coincide ni con las palabras escritas, ni con la
intelección del lector, ni consigo mismo, durante el curso de la exposición; en efecto, el
pensamiento se basa en las significaciones de las palabras.
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[97] Jespersen deriva el idioma de la poesía, de la danza y sobre todo del requerimiento
amoroso. Progress in language, 1894, p. 357.
[98] El perro conoce complejos de sonidos en forma de frase. El dingo australiano al
retroceder de la domesticidad a la fiereza ha convertido el ladrido en aullido; lo cual puede
interpretarse como tránsito a un signo sonoro mucho más sencillo, pero que no tiene nada
que ver con la «palabra».
[99] Los actuales idiomas de gestos—véase Delbrück, Grundfragen
der Sprachforschung [Problemas de la lingüística], p. 49 y ss., que se refiere a la obra de
Jorio sobre los gestos de los napolitanos—suponen todos el idioma verbal y dependen todos
del sistema mental que rige en los idiomas verbales. Así sucede, por ejemplo, en el idioma
formado por los indios norteamericanos para poderse entender de tribu a tribu, a pesar de la
gran diferencia y variabilidad de los idiomas verbales —véase Wundt, Völkerpsychologie
[Psicología, de los pueblos]. I, p. 212.
Con ese idioma es posible expresar la siguiente frase complicada: «Unos soldados blancos,
mandados por un oficial de alta graduación pero escasa inteligencia, han hecho prisioneros a
los Indios Mescaleros»— Igual acontece con la mímica del comediante.
[100] Die Haupttypen des Sprachbaus [Los tipos fundamentales de
la estructura del lenguaje], 1910.
[101] Lo único plenamente verdadero es la técnica; porque en ella las palabras no son sino
claves de la realidad y las frases pueden alterarse cuanto sea necesario, hasta llegar a ser
no «verdaderas», sino eficaces. Las hipótesis, en la técnica, no aspiran a ser exactas, sino
útiles.
[102] Véase p. 47 y ss.
[103] Véase p. 47 y ss.
[104] Paul Jensen, Sits. Preuss. Akad, [Actas de la Academia de Prusia], 1919, p. 367 y ss.
[105] L. Hahn, Rom und Romanismus im griech-röm Osten [Roma y el romanismo en el
Oriente grecorromano], 1906.
[106] Ed. Meyer, Geschichte d. Alt. [Historia de la antigüedad]. 1, § 455, 465.
[107] Véase la próxima sección.
[108] LidzbarskÍ, Sitz. Berl. Akad. [Actas de la Academia de Berlín], 1916, p. 1.218. Se
encuentran muchos datos en M. Mieses, Die Gesetze der Schriftengeschichte [Leyes de la
historia de la escritura], 1919
[109] Lengua común.—(N. del T.)
[110] P. Kretschmer, en Gercke-Norden. Ein!. in d. Altertumswissenschaft [Introducción a la,
arqueología], I, p. 551.
[111] Véase p. 175.
[112] Por estas razones creo yo que el etrusco tuvo hasta muy tarde una función importante
en los colegios sacerdotales de Roma.
[113] Hay que tener en cuenta, por lo tanto, que los cantos, no habiéndose fijado por la
escritura hasta la época colonial, han de estar compuestos en un idioma literario urbano y no
en el idioma cortesano en que fueron recitados primitivamente.
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[114] Tanto es así, que el proletariado de las grandes ciudades se llama a sí mismo «el
pueblo», excluyendo de este concepto a la burguesía con la que no le une ningún
sentimiento común. Pero en 1789 la burguesía hizo lo mismo.
[115] Ed. Meyer, Ursprung und Geschichte der Mormonen [Origen e
historia de los mormones], 1912, p. 128 y ss.
[116] En Macedonia, los serbios, los búlgaros y los griegos fundaron
en el siglo XIX escuelas cristianas para la población antiturca. En las aldeas en donde por
casualidad la instrucción se daba en serbio, las generaciones siguientes fueron serbias
fanáticas. La fuerza actual de las «naciones» es consecuencia exclusivamente de la anterior
política escolar.
[117] Beloch es escéptico respecto de la supuesta invasión dórica. Véase su Historia de
Grecia, 1, 2, sec. VIII.
[118] C. Mehlis, Die Berberfrage [La cuestión berebere]—Archiv f. Antropololgie, 39, p. 249 y
ss.—, insiste también sobre la afinidad entre la cerámica germánica septentrional y la
cerámica mauritana, y entre muchos nombres de ríos y de montañas. Los viejos edificios
piramidales del África occidental son muy afines de una parte con las tumbas nórdicas y de
otra parte con los sepulcros regios del Imperio antiguo. (Pueden versa grabados en L.
Frobenius, Der Kleinafrikanische Grabbau [los sepulcros en África menor], 1916.)
[119] Die Bevölkerung der griechisch-römischen Welt [La población
del mundo grecorromano], 1886.
[120] Geschichte der Kriegskunst [Historia del arte de la guerra], 1ª ed., 1900.
[121] Ramsés III, que les venció, ha reproducido la marcha de los filisteos en sus relieves
de Medinet Habu, W. M. Müller, Asien und Europa. 366.
[122] Justamente por eso han inventado el absurdo concepto de «nobleza del espíritu».
[123] Aun cuando justamente en Roma los libertos, que, por lo general, eran hombres de
extraña sangre, obtenían la ciudadanía. l censor Appio Claudio (310) dio entrada en el
Senado a hijos de antiguos esclavos. Uno de ellos, Flavio, llegó ya entonces a ser edil curul.
[124] Die ältesten datierten Zeugnisse der iranischen Sprachen [los testimonios fechados
más antiguos del idioma iránico], en Zeitschr. F. Vgl Sprachf. [Revista, de lingüísima
comparada], 42, p. 26.
[125] Véase más arriba, p. 211 y 212.
[126] Ed. Meyer, loc. cit., p. 1 y ss.
[127] Sobre lo que sigue, véase cap. III.
[128] Gesch. d. Altertums [Historia de la antigüedad], 1, § 590 y s.
[129] Andreas und Wackernagel, Nachr. d. Gott. Ges. d. Wiss [Noticias de la Soc. de
Ciencias de Gotinga], 1911, p. 1 y ss.
[130] Véase más abajo.
[131] Véase p. 1537 ss.
[132] Véase c. IV, A.
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[133] Véase p. 88 y ss. El esclavo no pertenece a la nación. Por eso la entrada de no
ciudadanos en el ejército de una ciudad, entrada inevitable en tiempos de penuria, fue
siempre considerada y sentida como una conmoción de la idea nacional.
[134] Ya la Ilíada delata la tendencia de los pueblos a sentirse pueblos en las más pequeñas
fracciones.
[135] Debe observarse que Platón y Aristóteles, en sus tratados políticos, son incapaces de
representarse el pueblo ideal, como no sea en forma de Polis. Es natural, por otra parte, que
los pensadores del siglo XVIII imaginasen «los antiguos» como naciones en el gusto de
Shaftesbury y Montesquieu. Pero nosotros debiéramos estar por encima de esas
limitaciones.
[136] Véase p. 99 y ss.
[137] F. N. Finck, Die Sprachstämme des Erdkreises [Los idiomas de la tierra], 1915, p. 39.
[138] Hacia fines del siglo II de Jesucristo. Véase p. 99 y ss.
[139] Grupo suelto de tribus edomíticas que, con los moabitas, amalecitas, ismaelitas, etc.,
formaban entonces una población bastante homogénea con lengua hebrea.
[140] Véase p. 236.
[141] La capital es Arbela, antigua patria de la diosa Ischtar.
[142] Arch. f. Anthropologie, Tomo XIX.
[143] Ztschr. f. Ethnol. [Revista de Etnología], 1919.
[144] Digesto, 50, 15.
[145] Geffcken, Der Ausg. des griech-röm. Heident , [El final del Paganismo grecorromano]
1920, p. 57.
[146] Estoy convencido que las naciones chinas que aparecieron numerosísimas al principio
de la época Chu, en la comarca del Hoangho central, como asimismo los pueblos aldeanos
del viejo imperio egipcio, rada uno de los cuales tenía su capital y su religión y que todavía
en la época romana sostenían entre si guerras religiosas, fueron mucho más parecidos por
su forma interior a los pueblos de Occidente que a los antiguos y los arábigos. Pero la
investigación no ha estudiado todavía estas cuestiones.
Siguiente: Capítulo III - Pueblos, Razas, Idiomas
Capítulo III
B
PUEBLOS, RAZAS, IDIOMAS
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7
El cuadro científico de la historia ha sido desvirtuado durante todo el siglo XIX por una
representación que procede del romanticismo o que, por lo menos, el romanticismo ha
redondeado y perfeccionado. Me refiero al concepto de «pueblo», en el sentido de
exaltación moral con que el uso común lo emplea.
Dondequiera que aparece, en remotas edades, una nueva religión, una ornamentación
nueva, una manera nueva de construir, una escritura inédita o también un imperio o una
gran ¡devastación, plantea al punto el investigador su problema en la siguiente forma: ¿
Cómo se llamaba el pueblo que ha producido este fenómeno? Semejante modo de plantear
las cuestiones es característico del espíritu europeo-occidental, en su actual disposición.
Pero es tan falso en sus particularidades, que la imagen que nos ofrece del curso de los
acontecimientos ha de ser necesariamente equivocada. Se habla continuamente del
«pueblo» como la protoforma absoluta en que los hombres actúan en la historia; se habla del
hogar primitivo, del solar y de las migraciones de «los pueblos». Esto revela el vuelo
inmenso que han tomado los conceptos de nación—desde 1789— y de pueblo—desde
1813—; los cuales, en última instancia, tienen su origen en la conciencia propia del
puritanismo inglés. Pero justamente porque en ese concepto alienta un patetismo elevado, la
critica se resiste a hacerle objeto de sus análisis.
Aun los más perspicaces investigadores suelen designar con él cosas totalmente distintas
sin advertirlo. Y asi la noción de «pueblo» se convierte en la supuesta magnitud unívoca que
hace toda la historia. Para nosotros hoy la historia universal es la historia de los pueblos;
cosa que ni por si es evidente ni hubiera resultado inteligible al pensamiento de los griegos y
los chinos. Todo lo demás: cultura, idioma, arte, religión son creaciones de los pueblos. El
Estado es la forma de un pueblo.
Debemos destruir aquí ese concepto romántico. Los que, desde la época glacial, habitan la
Tierra son hombres, no «pueblos». Su destino se halla determinado por el hecho de que la
sucesión corpórea de padres e hijos, la conexión de la sangre, forma grupos naturales que
revelan una tendencia clara a arraigar en cierta comarca. Aun las tribus nómadas contienen
sus movimientos dentro de ciertos límites territoriales. Con esto queda impuesta una cierta
duración a la parte cósmico-vegetativa de la vida, a la existencia. Esto es lo que yo llamo
raza. Las tribus, las estirpes, las generaciones, las familias son todos términos que designan
el hecho de la sangre cruzándose de continuo en una comarca más o menos dilatada.
Pero estos hombres poseen también la otra parte de la vida, la parte animal, microcósmica,
la conciencia vigilante, la sensación, la intelección. A la forma en que la vigilia de uno entra
en relación con la vigilia de los demás, doy el nombre de idioma.
El idioma no es, por de pronto, mas que una expresión viva, inconsciente, percibida por los
sentidos. Poco a poco, empero, se desenvuelve hasta convertirse en una técnica de la
comunicación, técnica ya consciente, basada en un sentimiento concordante de lo que
significan los signos.
Al fin, cada raza es un gran cuerpo único y cada idioma es la forma en que actúa una sola
gran conciencia vigilante, que reúne a muchos seres individuales. Nunca podremos llegar a
los últimos conocimientos sobre la raza y el idioma, si no los estudiamos juntos y en
continua comparación.
Pero tampoco podremos nunca comprender la historia de la humanidad superior, si
olvidamos que el hombre es elemento de una raza y posesor de un idioma, es decir, que
procede de una unidad de sangre y se halla incluido en una unidad de compenetración
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inteligente, y que, por lo tanto, la existencia y la conciencia vigilante del hombre tienen cada
una sus particulares sinos. En una y la misma población, el origen, desarrollo y duración del
aspecto racial y del aspecto idiomático son totalmente independientes uno de otro. La raza
es algo cósmico, algo que se refiere al alma. Obedece a ciertas periodicidades y, en su
intimidad, hállase condicionada por las grandes relaciones astronómicas. Los idiomas, en
cambio, son formaciones causales, que actúan por la polaridad de sus medios. Hablamos de
los instintos de la raza y del espíritu del lenguaje.
Pero éstos son dos mundos diferentes. A la raza pertenece la más honda acepción de las
palabras tiempo y anhelo. Al idioma, la de las palabras espacio y terror. Todo esto ha
permanecido, hasta ahora, enterrado bajo el concepto de «pueblo».
Hay, pues, torrentes de existencia y relaciones de conciencia vigilante. Aquéllos poseen una
fisonomía. listas se fundan sobre un sistema. Considerada en el cuadro del mundo
circundante, es la raza el conjunto de los signos corporales que se ofrecen a la percepción
sensible de seres vigilantes. Aquí debemos tener en cuenta que el cuerpo desarrolla y
perfecciona, desde la niñez hasta la senectud, la forma que fue establecida para él por la
generación y que le es íntimamente propia; en cambio, y simultáneamente, renuévase sin
cesar aquello que, independientemente de su forma, constituye el cuerpo. Así, pues, en el
hombre hecho no queda del niño nada más que el sentido viviente de su existencia; y no
conocemos de ello mas que lo que se ofrece en el mundo de la conciencia vigilante.
Aun cuando para el hombre superior ya la impresión de la raza se limita casi a lo que
aparece en el mundo luminoso de los ojos, de manera que la raza, para él, es esencialmente
un conjunto de notas visibles, sin embargo, quédanle aún importantes restos de signos no
ópticos, como el olor, la voz de los animales y, sobre todo, el modo de hablar de los
hombres. En cambio, para los animales superiores, en la mutua impresión racial, no
predominan indudablemente las notas visuales. El olor es más importante; y aun deben
añadirse otras especies de sensación, de que el hombre no tiene el menor conocimiento.
De aquí se deduce que una planta, puesto que posee existencia, tiene también raza—bien lo
saben los horticultores y los jardineros—, pero que sólo los animales reciben impresiones de
la raza. El espectáculo de la primavera tiene siempre para mí algo de conmovedor, cuando
veo los tallos floridos, anhelando la generación y la fructificación, sin poder atraerse unos a
otros por la fuerza luminosa de sus flores, incapaces incluso de advertirla y como
condenados a ofrecer sus aromas y sus esplendores cromáticos a los animales, únicos seres
para quienes éstos existen.
Llamo idioma al conjunto de la libre actividad del microcosmos vigilante, por cuanto esa
actividad sirve de expresión para otros. Las plantas no tienen vigilia ni movilidad y, por
tanto, carecen de idioma. Pero la vigilia de los animales es en todos sus momentos un
idioma, no sólo cuando los actos particulares quieren tener un sentido de lenguaje, sino
incluso cuando no quieren tenerlo y el fin consciente o inconsciente de la acción va
orientado en muy distinto rumbo. Un pavo real habla, con plena conciencia indudablemente,
cuando hace la rueda; pero un gatito, que juega con un ovillo de hilo, habla también—
aunque sin darse cuenta—por la gracia de sus movimientos. Todos distinguimos los
movimientos que hacemos cuando alguien nos mira, de los que hacemos cuando no nos
observa nadie. Comenzamos de pronto a «hablar» conscientemente en todo lo que
hacemos.
De aquí se deduce una distinción muy importante en las especies del idioma. Hay el idioma
que es simplemente expresión ante el mundo, expresión cuya intima necesidad reside en la
tendencia de toda vida a realizarse ante testigos, a testimoniar de su existencia. Hay,
empero, también el idioma que se ofrece a la intelección de determinados seres. El primero
es idioma de expresión; el segundo es idioma de comunicación. Aquél supone tan sólo una
conciencia vigilante. Este supone además un enlace entre conciencias vigilantes.
Comprender es responder a la impresión de un signo con el sentimiento propio de la
significación. Entenderse, dialogar, hablar a un «tú» es, pues, suponer en el interlocutor un
sentimiento de la significación que corresponde con el nuestro propio. El idioma de
expresión ante testigos demuestra sólo la existencia de un yo. Pero el idioma de
comunicación supone un tú. El yo es quien habla; el «tú» es quien debe entender el idioma
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del yo. Para el hombre primitivo un árbol, una piedra, una nube puede ser un «tú».
Todas las deidades son otros tantos «tú». En los cuentos, todo lo que existe puede entablar
diálogos con el hombre. Y basta sorprendernos en los momentos de iracundia o de poética
inspiración para advertir que aún hoy puede cualquier cosa convertirse en «tú» para
nosotros. Finalmente, todo hombre que piensa, habla consigo mismo como con un «tú». La
conciencia del yo despierta por oposición al «tú». «Yo» es, pues, una denominación que
designa el hecho de que existe un puente hacia otro ser.
Es imposible trazar un límite riguroso entre el idioma de expresión religiosa y artística y el
puro idioma de comunicación. Y esto es cierto, sobre todo cuando se trata de culturas
elevadas, cuyas formas evolucionan por separado. Efectivamente, por una parte, nadie
puede hablar sin dar a su manera de hablar una expresión, que muchas veces permanece
incógnita para el mismo que habla y que en todo caso no sirve para la comunicación. Y, por
otra parte, todos conocemos el drama, en que el poeta quiere «decir» algo que hubiera
podido decir muy bien y aún mejor en una circular; el cuadro que por su contenido nos
instruye, nos adoctrina, nos perfecciona—las series de imágenes en la iglesia griega
ortodoxa forman un canon riguroso y sirven expresamente para representar las verdades de
la religión de una manera clara y penetrante al espectador a quien un libro no dice nada—;
los grabados de Hogarth, substitutos de las prédicas, y, por último, la oración, la
conversación inmediata con Dios, que también puede ser reemplazada por el ejercicio de un
acto del culto, cuyo lenguaje Dios comprende. Las discusiones teóricas sobre la finalidad del
arte provienen de la necesidad de no confundir el idioma de expresión artística con el idioma
de comunicación; y la aparición del sacerdocio en el mundo obedece a la idea de que sólo
los sacerdotes conocen el idioma en que el hombre puede comunicarse con Dios.
Todas las corrientes de la existencia tienen un carácter histórico. Todas las relaciones entre
las conciencias vigilantes lo tienen religioso. Todo lo que sabemos sobre los idiomas de las
formas religiosas o artísticas, todo lo que por doquiera nos enseña la historia de la
escritura—la escritura es el idioma verbal de los ojos—es sin duda alguna aplicable al origen
del lenguaje articulado humano en general. Los vocablos primarios, de cuya estructura nada
sabemos ya, poseían de seguro un colorido cultural. Pero la raza se halla en una relación
semejante con todo lo que llamamos vida, en el sentido de lucha por el poderío con todo lo
que llamamos historia, en el sentido de sino, con todo lo que hoy llamamos política. Sería
quizás temerario rastrear algo de instinto político en el afán con que una enredadera busca
adherencias en el tronco de un árbol, para vencer el obstáculo, apresarlo en sus mallas y
encumbrarse sobre la copa, en el aire puro; seria temerario descubrir un sentimiento de
religiosidad cósmica en el canto de la alondra que hiende el azul; pero es seguro que,
partiendo de aquí, las manifestaciones de la existencia y de la vigilia, del ritmo y de la
tensión conducen por serie ininterrumpida a las más logradas formas políticas y religiosas de
toda civilización moderna.
Finalmente, aquí se encuentra también la clave que explica esas dos notables palabras,
descubiertas por la investigación etnográfica en dos puntos harto diferentes de la Tierra, con
aplicación no muy extensa, pero que luego insensiblemente se han ido colocando en el
primer plano de los estudios. Me refiero a las voces tótem y tabú. Cuanto más enigmáticas y
multívocas aparecían, más se iba sintiendo que por medio de ellas entramos en contacto
con los últimos fundamentos de la vida y no sólo de la primitiva humanidad. Pues bien;
nuestra investigación nos revela ahora el significado propio de esas dos palabras. Tótem y
tabú designan el último sentido de la existencia y la vigilia, del sino y la causalidad, de la
raza y el idioma del tiempo y el espacio, del anhelo y el terror, del ritmo y la tensión, de la
política y la religión. La parte de tótem que hay en la vida es vegetativa y pertenece a todos
los seres. La parte de tabú es animal y supone el libre movimiento del ser en un mundo.
Poseemos órganos totémicos: los de la circulación de la sangre y los de la reproducción.
Poseemos órganos tabúicos: los sentidos y los nervios. Todo lo que pertenece al tótem tiene
fisonomía. Todo lo tabú tiene sistema. En el tótem reside el
sentimiento común a muchos seres que pertenecen a una y la misma corriente de
existencia. Ni se puede transmitir ni se puede abandonar; es un hecho; es el hecho en
sentido eminente.
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Tabú, en cambio, es el carácter propio de las relaciones entre conciencias vigilantes; puede
aprenderse, puede transmitirse, y constituye por lo mismo un secreto reservadísimo de las
iglesias, las escuelas y las corporaciones artísticas, que poseen todas una especie de idioma
misterioso [84].
Pero la existencia puede concebirse muy bien sin vigilia.
En cambio, la vigilia supone siempre la existencia. De aquí se deduce que puede haber
razas sin idioma, pero no idioma sin raza. Por eso todo lo que posee raza posee asimismo
una expresión propia, independiente de toda vigilia, una expresión que pertenece a las
plantas como a los animales—pero que debe distinguirse cuidadosamente del idioma de
expresión, que consiste en el cambio activo de la expresión—y que no se brinda a ningún
testigo, sino que sencillamente existe: la fisonomía.
Pero en todo idioma de los que, con hondo sentido, llamamos vivos, hay también, además
de la parte tabú, aprendible, ciertos rasgos raciales completamente incomunicables, rasgos
que fenecen con los hombres de dicho idioma. Esos rasgos residen en la melodía, el ritmo y
el acento; en el colorido, tono y curso de la pronunciación; en el giro del habla, en el gesto
concomitante. Debiérase, pues, distinguir entre el idioma y el habla.
El idioma es un caudal muerto de signos. El habla es la actividad que actúa en esos signos
[85]. Cuando ya no podemos oír y ver cómo se habla un idioma, sólo conocemos su
esqueleto, no su cuerpo. Tal sucede con el sumérico, el gótico, el sánscrito y todos los
idiomas que hemos descifrado por textos e inscripciones y que con plena razón llamamos
muertos, porque ha desaparecido la comunidad humana que se formó con ellos. Conocemos
el idioma egipcio, pero no el habla egipcia.
Sabemos aproximadamente cuál era el valor fonético de las letras y el sentido de las
palabras en el latín de la época de Augusto. Pero no sabemos cómo sonaba un discurso de
Cicerón desde las Postra y menos aún cómo recitaban Hesiodo y Safo sus versos y cómo
era un dialogo en la plaza de Atenas.
Si, en efecto, la época gótica volvió a hablar el latín, hubo de ser éste un latín nuevo que
surgió entonces. La formación de este latín gótico empezó alterando el ritmo y tono del
habla —de la que hoy no tenemos tampoco la menor idea—y siguió luego por el léxico y la
sintaxis. El latín antigótico de los humanistas, que se preciaban de ciceronianos, no fue
tampoco una resurrección, ni mucho menos. Para apreciar bien la importancia del elemento
racial en el habla basta comparar el alemán de Nietzsche y de Mommsen, el francés de
Diderot y Napoleón, y observar que Lessing y Voltaire se hallan más próximos en el uso del
idioma que Lessing y Hölderlin.
Y lo mismo sucede en el más importante de los idiomas de expresión, que es el arte. La
parte tabú, esto es, el tesoro de formas, las reglas convencionales, el estilo—en cuanto por
estilo se entiende un conjunto de giros establecidos, comparable al léxico y a la sintaxis de
los idiomas verbales—representa el idioma mismo, que puede aprenderse y se aprende, en
efecto, y se transmite por el uso en las grandes escuelas de pintura, en la tradición
constructiva y en general en la rigurosa educación de los artífices, que es evidente para todo
arte genuino y cuyo fin en todas las épocas consiste en el seguro dominio, de cierta especie
determinada de lenguaje, que se halla entonces en vida. Porque también aquí hay idiomas
vivos e idiomas muertos. El idioma de las formas en un arte puede considerarse como vivo
cuando los artistas todos lo emplean a modo de una común lengua materna, sin pensar
siquiera en sus propiedades y estructura. En este sentido puede decirse que el estilo gótico
era en el siglo XVI un idioma muerto, como el rococó en 1800. Compárese la absoluta
seguridad de expresión que tienen los arquitectos y músicos del XVII y XVIII con el balbuceo
de Beethoven, con el lenguaje de Schinkel y Schadow, penosamente aprendido casi en
esfuerzos solitarios, con la faramalla de los prerrafaelistas y neogóticos y finalmente con los
desesperados ensayos de los artistas actuales.
El habla de un idioma de formas artísticas, tal como la percibimos en las obras, nos da a
conocer también la parte totémica, el elemento racial no sólo de los artistas particulares,
sino de generaciones enteras de artistas. Los creadores de los templos dóricos en la Italia
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del Sur y en Sicilia y los constructores de los edificios góticos de ladrillo en la Alemania
septentrional fueron de raza fuerte, como los músicos alemanes desde Heinrich Schütz
hasta Sebastián Bach. Al aspecto totémico pertenecen el influjo de las trayectorias
cósmicas—cuya significación en la figura de la historia del arte es apenas sospechada y
nunca será definida al detalle—y las épocas creadoras de la primavera y del arrebato
amoroso que, independientemente de la seguridad en la morfogénesis, son decisivas para la
energía de la forma y la profundidad de la concepción, tanto en las obras particulares como
en las artes enteras. Comprendemos al formalista por profundidad de terror cósmico o por
falta de raza; al informe, por exceso de sangre o por falta de disciplina.
Comprendemos también que hay diferencia entre la historia de los artistas y la historia de los
estilos; y que el idioma de un arte puede pasar de un país a otro, pero no la maestría de la
elocución.
La raza tiene raíces. Raza y paisaje van juntos. Donde arraiga una planta, allí también
muere. No es absurdo, pues, preguntar por el solar de una raza. Pero habría que saber que
donde se halla el solar permanece también la raza, con los rasgos esenciales del cuerpo y
del alma. Si no se la encuentra allí es que ya no existe en ninguna otra parte. La raza no
emigra. Los hombres emigran y sus generaciones posteriores nacen en diferentes países; el
paisaje ejerce, empero, un poder misterioso sobre el elemento vegetativo de estos
descendientes y acaba por alterar totalmente la expresión racial; la antigua desaparece y
surge una nueva. No fueron ingleses y alemanes los que emigraron a América; fueron
hombres que, al emigrar, iban como ingleses y alemanes. Pero sus descendientes actuales
son yanquis, y es bien sabido, desde hace tiempo, que el suelo indio ha manifestado sobre
ellos su poderío, de tal manera que de generación en generación van pareciéndose más a la
población destruida. Gould y Baxter han demostrado que los blancos de todas las
procedencias, los indios y los negros adquieren la misma talla media y verifican su
desarrollo en el mismo tiempo medio, y que esta asimilación se verifica con tal celeridad,
que los jóvenes emigrados irlandeses—que se desarrollan por lo regular lentamente—
sienten en seguida el influjo de la nueva tierra. Boas ha mostrado que los hijos de los judíos
sicilianos—con cabezas largas—y los hijos de los judíos alemanes—con cabezas cortas—
nacen en América todos con la misma forma de cabeza. El hecho es general, y debiera
enseñarnos a tener gran precaución cuando hablamos de las emigraciones históricas, que
sólo conocemos por algunos nombres de tribus emigrantes y pocos restos del idioma, como
sucede en la prehistoria antigua con los danaos, los etruscos, los pelasgos, los aqueos, los
dorios. Nada podemos concluir sobre la raza de esos «pueblos». Los hombres que
irrumpieron en las comarcas del sur de Europa bajo los varios nombres de godos,
lombardos, vándalos, constituían al principio, sin duda, una raza por sí. Pero ya en la época
del Renacimiento se habían por completo asimilado los caracteres raciales arraigados en el
suelo de la Provenza, la Castilla y la Toscana.
No sucede lo mismo con el idioma. El solar de un idioma significa exclusivamente el lugar
accidental de su formación y no guarda relación alguna con su forma interior. Los idiomas
emigran, propagándose de tribu en tribu y caminando con las tribus que los hablan. Sobre
todo, pueden cambiar.
Las razas cambian de idioma: he aquí una hipótesis que debemos aceptar, para los tiempos
primitivos, y usarla con frecuencia. Repitámoslo: el caudal de formas—no el habla—de los
idiomas puede ser recibido y asimilado, como las poblaciones primitivas acogen sin cesar
motivos ornamentales, para emplearlos luego, con perfecta seguridad, como elementos del
propio idioma de las formas. Cuando, en los tiempos primitivos, advierte un pueblo la
superior fuerza de otro o siente que el idioma de otro es superior en sus aplicaciones,
bástale esto para abandonar el propio lenguaje y adaptar el ajeno—a veces por un
verdadero respeto religioso—. Siguiendo las migraciones de los normandos por Normandia,
Inglaterra, Sicilia, Bizancio, se ve que aparecieron en estas comarcas con diferentes idiomas
y que estaban siempre dispuestos a cambiar el que hablaban por otro nuevo. La veneración
del idioma materno, con todo el contenido moral de esta palabra, que ha ocasionado
repetidas veces crueles guerras de idiomas, es un rasgo del alma occidental posterior, rasgo
que casi desconocen los hombres de otras culturas y que el primitivo ignora por completo.
Sin embargo, nuestros historiadores tácitamente lo suponen activo siempre, y esto da lugar
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a muchas conclusiones falsas sobre la significación de los descubrimientos lingüísticos en la
historia de «los pueblos». Recuérdese, por ejemplo, la reconstrucción de la «invasión
dórica» por la manera de hallarse distribuidos los dialectos griegos posteriores. De aquí se
sigue que es imposible, basándose en toponímicos, patronímicos, inscripciones, dialectos y,
en suma, en la parte lingüística, sacar conclusiones sobre la historia de la parte racial de las
poblaciones. Nunca podemos saber a priori si el nombre de un pueblo designa un cuerpo de
idioma o una raza, o las dos cosas, o ninguna de las dos; sin contar con que los nombres de
los pueblos, y aun los de las comarcas, tienen sus propios destinos.
8
La casa es la expresión más pura que existe de la raza. A partir del momento en que el
hombre, haciéndose sedentario, no se contenta ya con un simple abrigo y se construye una
habitación sólida, aparece esa expresión que, dentro de la raza «hombre»—elemento del
cuadro biológico [86]-, distingue unas de otras las razas de los hombres en la historia
universal propiamente dicha, corrientes de existencia, preñadas de significación mucho más
anímica, psíquica. La forma primaria de la casa es algo que el hombre siente, que con el
hombre crece, sin que éste sepa nada de ella. Como la concha del nautilus, como la
colmena de las abejas, como el nido de los pájaros, posee la casa su evidencia interior; y
todos los rasgos de las primitivas costumbres y formas de la existencia, de la vida conyugal
y familiar, de la estructura colectiva, se hallan reproducidos en la planta de la casa y sus
principales partes: vestíbulo, pórtico, megaron, atrio, gineceo. Basta comparar la planta de la
antigua casa sajona con la de la casa romana para comprender que el alma de aquellos
hombres y el alma de sus casas son una y la misma.
La historia del arte no hubiera debido apoderarse del tema de la casa. Ha sido un error
considerar la construcción de la casa habitación como una parte de la arquitectura. Esta
forma -la casa—ha nacido de la obscura costumbre de la existencia; no está destinada a
satisfacer el ansia de los ojos, que buscan formas en la luz- A ningún arquitecto se le ha
ocurrido nunca distribuir el espacio en la casa aldeana como en una catedral.
Este límite importantísimo del arte ha pasado desapercibido para los investigadores, si bien
Dehio observa incidentalmente [87] que la vieja casa germánica de madera no tiene nada
que ver con la gran arquitectura posterior, nacida de otros orígenes. Todo esto produce una
continua perplejidad sobre el método a emplear, perplejidad que ha sido sentida, pero no
comprendida, por la ciencia del arte. Esta reúne de todas las épocas primarias y más
remotas, indistintamente, los utensilios, las armas, la cerámica, los tejidos, los sepulcros y
las casas, no sólo en cuanto a la forma, sino también en cuanto al adorno, y no pisa terreno
firme hasta que llega a la historia orgánica de la pintura, de la plástica y de la arquitectura,
es decir, de las artes particulares que forman un todo cerrado.
Pero aquí deben distinguirse ciara y precisamente dos mundos: el mundo de la expresión
anímica y el mundo del idioma de expresión. La casa, como igualmente las formas—
inconscientes—fundamentales, esto es, usuales, de los recipientes: armas, vestidos y
utensilios, pertenecen al elemento totémico. No caracterizan cierto gusto o preferencia, sino
que revelan el modo de combatir, de habitar y de trabajar. Todo utensilio primitivo es la
reproducción de una actitud racial del cuerpo; el asa de un jarro es la prolongación del brazo
en movimiento. En cambio, la pintura y la talla domésticas, el vestido como adorno, la
decoración de las armas y utensilios pertenecen al elemento tabú de la vida. En estos
modelos y motivos ve el hombre primitivo una fuerza mágica. Las espadas germánicas de
las invasiones llevaban adornos orientales y los castillos micenianos atesoraban trabajo del
arte minoico. Así se diferencian la sangre y los sentidos, la raza y el idioma, la política y la
religión.
Todavía no existe, pues—urgente problema para los investigadores futuros—, una historia
universal de la casa y sus razas. Habría que hacerla con medios muy distintos de los que
emplea la historia del arte. La casa del labriego, comparada con el curso de la historia del
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arte, resulta «eterna», como el labriego mismo. Hállase fuera de la cultura y, por lo tanto,
fuera de la historia de la humanidad superior; no conoce sus limitaciones de lugar y de
tiempo, y se conserva, en cuanto a la idea, inmutable a través de todas las transformaciones
de la arquitectura que se verifican junto a ella, pero no con ella. La vieja choza redonda
italiana era aún conocida en la época imperial [88]. La forma de la casa romana rectangular,
signo revelador de una segunda raza, se encuentra en Pompeya y hasta en los palacios
imperiales del Palatino. Del Oriente toma el romano toda clase de adornos y estilos; pero a
ninguno se le ocurre imitar, por ejemplo, la casa siria; como tampoco fue nunca alterada por
los arquitectos urbanos del helenismo la forma del megaron de Tirinto y Micenas o la de la
vieja casa griega rural, descrita por Galeno. La casa aldeana de Sajonia y de Franconia
conservó intacto su núcleo esencial, desde el cortijo campesino hasta los palacios patricios
del siglo XVIII, pasando por las casas burguesas de las viejas libres ciudades imperiales.
Mientras tanto, los estilos gótico, renacimiento, barroco, imperio, fueron resbalando sobre las
partes exteriores, dejando sus huellas en la fachada y en todas las habitaciones, desde el
sótano al tejado; pero sin tocar al alma de la casa.
Otro tanto puede decirse de la forma de los muebles. Debería establecerse una cuidadosa
distinción psicológica entre la forma del mueble y su elaboración artística. Particularmente,
la evolución del asiento, en el mobiliario europeo septentrional —evolución que remata en el
sillón de club—, es un trozo de la historia de la raza, no de la historia del estilo. Cualesquiera
otros signos característicos pueden engañarnos sobre el sino de una raza. El nombre de los
etruscos colocado entre los de los pueblos marítimos vencidos por Ramsés III; la misteriosa
inscripción de Lemnos; las pinturas murales en los sepulcros de Etruria, nada de esto nos
autoriza a establecer conclusiones seguras sobre la conexión corporal de esos hombres. A
fines de la edad de piedra surgió y perduró en extensa región, al este de los Cárpatos, una
ornamentación altamente significativa; .sin embargo, es posible que en esta comarca se
hayan sucedido diferentes razas. Nada sabríamos sobre el acontecimiento de las invasiones
si no poseyésemos en Europa occidental más restos que los de la cerámica en los siglos que
van de Trajano a Clodoveo. Pero, en cambio, la aparición de una casa ovalada en la región
egea [89], la de otro tipo muy raro de casa ovalada en Rhodesia [90], la coincidencia tan
comentada entre la casa aldeana de Sajonia y la de las cabilas libias, nos revelan un trozo
de la historia racial. Los ornamentos se propagan cuando una población hace suyo aquel
otro idioma de las formas. Pero cada tipo de casa va unido a una raza.
Si un ornamento desaparece, esto no significa nada más sino que ha habido un cambio de
idioma. Pero si desaparece un tipo de casa, es que una raza se ha extinguido.
De aquí se deduce una necesaria rectificación de la historia del arte. Hay que distinguir
cuidadosamente en su curso el aspecto racial y el idioma propiamente dicho. Al principio de
una cultura se yerguen sobre la aldea rural, conjunto de edificios de raza, dos formas
características de alto rango como expresión de la existencia e idioma de la vigilia: los
castillos y las iglesias [91].
En ellas la distinción entre tótem y tabú, anhelo y terror, sangre y espíritu, se exalta hasta
llegar a un poderoso simbolismo. El viejo castillo egipcio, chino, antiguo, sudarábico,
occidental, centro por donde pasan las generaciones se halla cercano a la casa del labrador.
Ambos son copia de la vida real, de la generación y de la muerte, y, por tanto, ambos se
hallan fuera de la historia del arte. La historia de los castillos alemanes pertenece a la
historia de la raza. La ornamentación primitiva se adhiere a ellos y embellece aquí el
artesonado, allá el portal o la escalera; pero puede ser elegida de uno u otro modo y puede
también faltar en absoluto. No existe nunca una relación intima y necesaria entre el cuerpo
del edificio y la ornamentación. La catedral no es nunca ornamentada; es ella misma un
ornamento. Su historia—como la del templo dórico y la de todos los edificios primitivos
destinados al culto—coincide perfectamente con la del estilo gótico; de manera que aquí,
como en todas las culturas primitivas, de cuyo arte sabemos todavía algo, es claro, aunque
no lo ha comprendido nadie, que la arquitectura rigurosa, pura ornamentación de índole
soberana, se limita exclusivamente al edificio destinado para el culto. Todas esas bellas
construcciones que vemos en Gelnhausen, Goslar y en la Wartburg proceden del arte de las
catedrales; son meros adornos; carecen de íntima necesidad. Un castillo, una espada, un
vaso, pueden no tener la menor decoración, sin perder por ello su sentido, ni aun siquiera su
figura. Pero en una catedral o en un templo egipcio piramidal, esto no cabe ni imaginarlo.
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Hay, pues, que distinguir entre el edificio que tiene estilo y el edificio en el que se tiene
estilo. En el convento, en la catedral, es la piedra misma la que posee una forma y
comunica esta forma a los hombres, sus servidores. Pero en la casa aldeana, en el castillo
señorial, es la plena energía de las vidas aldeana y señorial la que, de su propio fondo, crea
la vivienda. Aquí lo primero es el hombre y no la piedra; y si pudiéramos hablar aquí de
ornamentación, habría de consistir ésta en la forma rigurosa, perfecta e inconmovible de las
costumbres y los usos. Tal sería la diferencia entre el estilo vivo y el estilo rígido.
Mas así corno el poderío de esa forma viviente trasciende al sacerdocio mismo y produce—
en la época védica como en la época gótica —el tipo del sacerdote caballero, asi también el
sacro idioma románicogótico de las formas trasciende a todo lo que se refiere a la vida
profana: vestidos, armas, habitaciones y utensilios, estilizando su aspecto exterior. Pero la
historia del arte no debiera dejarse engañar por este mundo, ajeno a ella; se trata de la
superficie y nada más.
A esto no se añade nada nuevo en las primitivas ciudades.
Entre las casas de raza, que forman calles y conservan en el interior la disposición y
costumbres de la habitación aldeana, hay un puñado de edificios religiosos que poseen
estilo. Desde este momento constituyen estos templos el centro y asiento de la historia del
arte e irradian su forma sobre las plazas, las fachadas, las habitaciones. De los castillos
habrán salido, sin duda, los palacios públicos y las casas patricias; del Palas, del pórtico de
los hombres, habrán resultado los edificios de gremios y municipios; pero ninguna de estas
construcciones tiene estilo; todas reciben y sustentan el estilo como de fuera. La burguesía
verdadera no tiene ya la energía morfogenética de la religión primitiva. Aun puede
desenvolver el ornamento, pero ya no es capaz de crear el edificio como ornamento. A partir
de este instante, con la ciudad ya hecha y madura, la historia del arte se divide en las
historias de las artes particulares. El cuadro, la estatua, la casa, son ahora objetos
particulares a los que se aplica el estilo. La iglesia misma es ya una casa de éstas. Una
catedral gótica es un ornamento. Una iglesia barroca es un edificio cubierto de
ornamentación. El estilo jónico y el estilo barroco del siglo XVI preparan lo que el orden
corintio y el rococó terminan. Aquí ya se han separado definitivamente la casa y el
ornamento; y ni aun las obras maestras entre las iglesias y conventos del XVIII pueden
negar ya que todo este arte se ha hecho profano, es decir, se ha convertido en puro adorno.
Con el Imperio, el estilo desciende más todavía y se torna simple buen gusto; y al final de
este período la arquitectura es ya un arte industrial. Con esto se extingue al fin el idioma de
expresión
ornamental y la historia del arte llega a su término. La casa aldeana, empero, con su
inmutable forma racial, prosigue su vida.
9
Si se prescinde de la expresión racial de la casa, se advierte al punto que es enormemente
difícil aproximarse a la esencia de la raza. No me refiero a la esencia íntima, al alma, que de
ella nos habla elocuente y clarísimo nuestro sentimiento y todos sabemos a primera vista lo
que es un hombre de raza.
Pero ¿cuáles son para nuestros sentidos, sobre todo para nuestros ojos, las notas por las
cuales conocemos y distinguimos las razas? Sin duda, pertenece esto a la fisiognómica,
como la clasificación de los idiomas pertenece a la sistemática. Pero ¡cuántas cosas
deberíamos tener a la vista y nos faltan, sin embargo! ¡Cuántos rasgos perdidos en la
muerte, desaparecidos para siempre en la putrefacción! Un esqueleto —único resto que en
el mejor de los casos queda del hombre prehistórico— no nos dice nada, en comparación
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con lo que nos deja ignorar.
La prehistoria, con ingenuo celo, se halla siempre dispuesta a leer en una quijada o en un
húmero increíbles noticias. Piénsese, empero, en uno de los grandes cementerios del norte
de Francia; sabemos que hay en él enterrados hombres de todas las razas, blancos y de
color, aldeanos y urbanos, jóvenes y hombres maduros. Pero si en el futuro se ignora esto,
es indudable que una investigación antropológica no habrá de descubrirlo. Es, pues, posible
que en una comarca transcurran grandes sucesos de carácter racial, sin que los
investigadores adviertan lo más mínimo en los esqueletos de las tumbas. La expresión
reside, por tanto, sobre todo en el cuerpo viviente; no en la estructura de las partes, sino en
su movimiento; no en la calavera, sino en el gesto. Y, sin embargo, ¡cuántas expresiones de
raza escapan a los sentidos más perspicaces del hombre actual! ¡Cuántas cosas que ni
vemos ni oímos! ¡Cuántas para las cuales carecemos de órganos perceptores, a diferencia
de muchas especies animales!
La ciencia de la época darwinista se ha planteado el problema en forma harto sencilla. El
concepto con que trabaja es mezquino, grosero, mecánico. Comprende, en primer término,
una suma de notas muy aparentes que pueden ser comprobadas en los hallazgos
anatómicos, es decir, en el cadáver. No se alude siquiera a la observación del cuerpo vivo.
En segundo término, búscanse tan sólo aquellos caracteres que se imponen a los menos
perspicaces y aun ello solamente por cuanto pueden ser medidos y contados. El microscopio
decide, no el sentimiento del ritmo. Si a veces se considera el lenguaje como carácter
distintivo, nadie piensa en que las razas humanas se distinguen por el modo de hablar y no
por la estructura gramatical del idioma, que es un trozo de anatomía y de sistema. Nadie
todavía ha comprendido que uno de los más importantes problemas de la investigación
podría ser el de esas razas del habla.
En realidad, todos hemos comprobado en nuestra experiencia diaria, como conocedores de
hombres, que el modo de hablar es uno de los más significativos rasgos raciales del hombre
actual. Los ejemplos son innumerables y todo el mundo los conoce en abundancia. En
Alejandría, un mismo idioma, el griego, era hablado de muy distintas maneras, según la
raza.
Todavía hoy lo notamos en la forma de escribir los textos. En Norteamérica todos los
naturales del país se expresan lo mismo, ya sea inglés, ya alemán o incluso indio lo que
estén hablando. ¿Cuáles son los rasgos raciales imputables al paisaje, en el habla de los
judíos del Oriente europeo, esto es, los rasgos del habla rusa comunes a los judíos y los
rusos? ¿Cuáles son, en cambio, los rasgos raciales imputables a la sangre, esto es, los que
pertenecen a los judíos todos, al hablar sus «idiomas maternos» de Europa,
independientemente de la comarca en que habitan? ¿Qué modos son los suyos de silabear,
acentuar y construir?
Pero la ciencia no ha advertido siquiera que la raza de las plantas no es lo mismo que la
raza de los animales. Las plantas arraigan en la tierra. Los animales se mueven. Con el
elemento microcósmico de la vida aparece un grupo de rasgos nuevos que es decisivo para
los animales. Los científicos no ven tampoco que «las razas humanas», dentro de la unidad
de la raza «hombre», son a su vez conceptos nuevos. Nos hablan de adaptación y herencia,
desvirtuando asi por un encadenamiento causal, mecánico, de rasgos superficiales, lo que
es expresión de la sangre y poderío del suelo sobre la sangre, arcanos que no podemos ver
ni medir, pero que sentimos, vivimos y leemos en los ojos de nuestros semejantes.
Ni siquiera se han puesto de acuerdo los científicos sobre el rango relativo de esos signos
superficiales. Blumenbach clasifica las razas por las formas del cráneo; Federico Müller—
muy a la alemana—por los cabellos y la estructura del idioma; Topinard—muy a la
francesa—por el color de la piel y la forma de la nariz; Huxley—muy a la inglesa—hace una
clasificación, por decirlo así, deportiva, que en si misma seria, sin duda alguna, bastante
adecuada. Pero un buen caballista replicaría que con términos científicos no se llega nunca
a definir las cualidades de una raza. Esas filiaciones de razas tienen todas tan poco valor
como las filiaciones que toma la Policía para demostrar sus conocimientos teóricos acerca
del hombre.
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Es bien claro que nadie tiene idea de lo que hay de caótico en el conjunto expresivo del
cuerpo humano. Sin contar el olor, que, para los chinos, por ejemplo, constituye una nota
característica de la raza; sin contar el sonido, que en el habla, y sobre todo en la risa, ofrece
al sentimiento hondas diferencias, inaccesibles a los métodos científicos, la imagen visual es
tan rica, tan colmada de particularidades visibles y, por decirlo así, sensibles para la mirada
profunda, que es inútil pensar siquiera en reducirlas a unos cuantos puntos de vista. Y todos
esos aspectos y rasgos de la imagen son independientes unos de otros y tienen cada uno su
propia historia. Hay casos en que el esqueleto y, sobre todo, la forma del cráneo varía
completamente sin que se altere la expresión de las partes carnosas, esto es, del rostro.
Hermanos de una y la misma familia pueden muy bien presentar casi todas las notas
diferenciales de Blumenbach, Müller y Huxley, y, sin embargo, ser idéntica su expresión viva
de raza para cualquier observador. Más frecuente todavía es que los cuerpos de dos
hombres tengan idéntica estructura, siendo totalmente distinta su expresión viviente. Bastará
recordar la enorme diferencia que existe entre una raza genuinamente aldeana, como los
frisones o los bretones, y las razas genuinamente urbanas [92]. Pero a la energía de la
sangre, que imprime siglo tras siglo idénticos rasgos—los rasgos de familia—y al poder del
suelo — «caracteres locales»—hay que añadir esa fuerza cósmica misteriosa que enlaza en
un mismo ritmo a los que conviven estrechamente unidos. Los llamados «antojos» de las
embarazadas no son mas que una particularidad poco importante de uno de los más
profundos y enérgicos principios morfogenéticos de toda raza. Todo el mundo ha observado
que los cónyuges, tras larga e intima convivencia, llegan a parecerse uno a otro de modo
extraordinario. Sin embargo, la ciencia, con sus mediciones y cómputos, consigue quizás
«demostrar» lo contrario. Nunca se exagerará bastante la energía morfogenética de ese
ritmo vital, de ese fuerte sentimiento intimo de la percepción del tipo propio. El sentido de la
belleza de la raza—por oposición al atractivo consciente que en los hombres urbanos
ejercen los rasgos de la belleza individual y espiritual—es mucho más fuerte en los hombres
primitivos y por eso mismo les pasa desapercibido. Pero ese sentimiento contribuye a la
génesis de la raza. Es indudable que ha determinado el ideal corpóreo del guerrero y del
héroe, en las tribus nómadas, de manera que no sería absurdo hablar del tipo racial del
normando o del ostrogodo. Lo mismo sucede en toda nobleza rancia, que siente con
intimidad y fuerza su carácter unitario y por lo mismo llega inconscientemente a constituirse
un ideal corpóreo. El compañerismo cría razas. La nobleza francesa y la nobleza rural
alemana son términos que designan realidades raciales. Esto precisamente es lo que ha
creado el tipo del judío europeo, tipo de enorme energía racial, con mil años de existencia
en el Ghetto. Esto es lo que una y otra vez convertirá en raza a toda la población, que, para
vivir su sino, se una por largo tiempo en estrecha unión espiritual. Dondequiera que existe
un ideal de raza—y tal ha sido el caso en toda
altura primitiva, en la védica, en la homérica, en la época caballeresca de los Staufen—
actúa poderosa la aspiración de una clase dominadora hacia ese ideal, la voluntad de ser asi
y no de otro modo; y esa aspiración, esa voluntad, independientemente de la elección de las
mujeres, consigue realizar al fin el ideal anhelado. Además, hay que tener en cuenta un
aspecto aritmético de la cuestión, aspecto que no ha sido suficientemente considerado.
Cada uno de los hombres que hoy viven, tiene hacia el año 1300 un millón de antepasados y
hacia el año 1000 mil millones. Este hecho significa que todo alemán de hoy tiene
parentesco de sangre con todo europeo de las Cruzadas y que, cuanto más se estrechan los
límites territoriales, más se intensifica ese parentesco, de manera que la población de un
país, en el decurso de unas veinte generaciones, se convierte en una sola familia. Como la
voz y elección de la sangre corre por las generaciones uniendo a los ejemplares de la raza,
deshaciendo y rompiendo matrimonios, venciendo con astucia o violencia todos los
obstáculos de la moral, asi también ese hecho da lugar a innumerables acopiamientos que,
por modo inconsciente, cumplen la voluntad de la raza.
Tales son los rasgos primarios, los rasgos vegetativos de la raza, los que constituyen la
«.fisonomía de la cosan, prescindiendo por ahora del movimiento, los que no sirven para
diferenciar el cuerpo animal vivo del cuerpo animal muerto, los que han de estar impresos
incluso en las partes más rígidas del cuerpo. Hay, sin duda, cierta homogeneidad entre la
línea de una encina o de un chopo italiano y la línea de un hombre —«esbelto», «grácil»,
«espigado»—. Igualmente el perfil dorsal de un dromedario y el dibujo de una piel de tigre o
de cebra constituye una nota racial de carácter vegetativo. A este aspecto
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pertenecen también los efectos de ciertos movimientos que la naturaleza realiza con un ser
o en un ser. Un abedul y un niño, que se mecen al viento, un roble con su copa extendida, el
vuelo pacifico o el giro angustioso de los pájaros en la tormenta, todo esto pertenece al
aspecto vegetativo de la raza.
Pero ¿de qué parte se ponen estas notas cuando se trata de la lucha entre la sangre y el
suelo, aspirando ambas a producir la forma interna de una especie «transplantada» de
animales u hombres? ¿Qué hay de vegetativo en la figura del alma, de las costumbres, de
la casa?
El cuadro varia por completo si consideramos la impresión que produce el elemento
puramente animal. Si recordamos la diferencia entre la existencia vegetativa y la vigilia
animal, veremos que no se trata aquí de la vigilia misma y su idioma, sino que aquí lo
cósmico y lo microcósmico forman un cuerpo dotado de libre movimiento, un microcosmos
relacionado con un macrocosmos, un ser cuya vida y actividad independientes poseen una
expresión propia, que emplea en parte los órganos de la vigilia y, como sucede en los
corales, desaparece en gran parte con la movilidad misma.
Si la expresión racial de la planta consiste sobre todo en la fisonomía de la cosa, en cambio
la expresión animal reside en la fisonomía del movimiento, esto es, en la figura moviéndose,
en el movimiento mismo y en la forma de los miembros, por cuanto éstos manifiestan el
sentido del movimiento. Un animal dormido nos revela muy pocos rasgos de expresión
racial; menos aún el animal muerto, cuyas partes inquiere científicamente el investigador y
casi ninguno el esqueleto de un vertebrado. Por eso en los vertebrados las articulaciones
son más expresivas que los huesos; por eso también en las masas de los miembros es
donde se halla propiamente la expresión y no en las costillas ni en los huesos del cráneo—
con excepción tan sólo de la mandíbula, cuya estructura revela el carácter de la
alimentación animal, mientras que la nutrición de la planta es un simple proceso natural—;
por eso, en fin, el esqueleto de los insectos, que envuelve el cuerpo, es más expresivo que
el esqueleto de los pájaros, que lo sustenta. Los órganos de la membrana germinativa
externa son los que principalmente y con creciente energía almacenan la expresión racial;
no los ojos, con su color y su forma, sino la mirada, la expresión del rostro, la boca que;
gracias a la costumbre de hablar, contiene la expresión de la inteligencia; no, pues, el
cráneo, sino la «cabeza», con las líneas formadas por la carne, la cabeza toda que llega a
ser propiamente el asiento de la parte no vegetativa de la vida. Pensemos en el fin que se
proponen los que crían orquídeas o rosas y los que crían caballos o perros; pensemos en el
fin que nos propondríamos de preferencia al criar una especie o tipo de hombre. Pero esa
fisonomía resulta—repitámoslo— no de la forma matemática de las partes visibles, sino
única y exclusivamente de la expresión del movimiento. Y si bien es cierto que reconocemos
a primera vista la expresión racial de un hombre inmóvil, esto obedece a que nuestros ojos
poseen una dilatada experiencia y perciben en los miembros el movimiento correspondiente.
La verdadera forma racial de un bisonte, de una trucha, de un águila real no se reproduce
por definición de contornos y masas. Y esas formas de raza no habrían ejercido nunca tan
hondo atractivo sobre los artistas si el secreto de la raza no fuese algo que sólo se revela al
alma en la obra de arte, algo que la simple imitación de la imagen visual no alcanza nunca a
manifestar. Hay que contemplar y sentir la enorme energía vital que se concentra en la
cabeza y nuca, que nos habla en los rojizos ojos, en el breve cuerno torcido, en el pico del
águila, en el perfil del ave de rapiña. Ningún idioma verbal podría comunicar eso valiéndose
de recursos intelectuales. Sólo el idioma del arte es capaz de expresarlo.
Pero las notas características de las especies animales más nobles nos aproximan ya al
concepto de raza humana. Este concepto introduce en el tipo hombre diferencias que
trascienden de los elementos vegetativos y animales, diferencias que por ser espirituales
eluden más fácilmente aún los métodos científicos. Los caracteres groseros del esqueleto no
tienen ya significación propia, independiente. Retzius (+ 1860) refutó ya la opinión de
Blumenbach, según la cual la raza coincide con la forma del cráneo. Y J. Ranke resume los
resultados de su estudio en las siguientes palabras; «Todas las formas de cráneos que se
dan en la humanidad pueden encontrarse en cualquier pueblo y a veces hasta en una misma
aldea; hay una mezcla de las diferentes formas de cráneo, en que los tipos extremos se
hallan entre si unidos por una serie de formas intermedias» [93]. Sin duda, cabe determinar
formas fundamentales ideales; pero hay que recordar siempre que son justamente formas
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ideales y que, a pesar de los métodos objetivos de medición, es el capricho el que traza en
esto los limites y divisiones verdaderas. Más importancia que todos los ensayos realizados
para descubrir un principio ordenador tiene el hecho de que dentro de la especie humana se
den todas esas formas, desde la primitiva época glacial hasta hoy, sin haber variado
sensiblemente y aparezcan mezcladas hasta en los miembros de una misma familia. El
único resultado seguro de la ciencia es la observación de Ranke, cuando dice que colocando
las formas craneanas en series, con sus transiciones respectivas, resultan ciertas cifras
medias, las cuales caracterizan, no la «raza», sino la comarca.
En realidad, la expresión racial de una cabeza humana es compatible con cualquier forma
de cráneo. Lo decisivo no son los huesos, sino la carne, la mirada, el gesto y ademán.
Desde la época romántica viene hablándose de una raza indogermánica. Pero ¿existen
cráneos arios y semitas? ¿Es posible distinguir los cráneos celtas y los cráneos francos o
aun sólo los de los buros y los de los cafres? Si esto no es posible, ¿cómo hacer entonces
una historia de las razas humanas, ya que la tierra no nos ha conservado más datos que los
huesos de las tumbas?
Hay un medio radical para convencerse de lo poco que significa el esqueleto en eso que los
hombres superiores llaman raza.
Elíjanse hombres que presenten notorias diferencias de raza y obsérvense todos a los rayos
X. El observador que esté pensando en la idea de la «raza», sentirá de seguro una impresión
ridicula y desconcertante, viendo a la luz de los rayos X que la «raza», de pronto, ha
desaparecido por completo.
Y lo poco que en el esqueleto queda de característico es —insistamos sobre ello—un
producto del suelo y no una función de la sangre. Elliot Smith, en Egipto, y von Luschan, en
Creta han estudiado el enorme material óseo de las tumbas desde la edad de la piedra hasta
hoy. Por estas comarcas han pasado innumerables corrientes humanas, desde los «pueblos
marítimos» de mediados del milenio segundo antes de Jesucristo, hasta los árabes y los
turcos. Sin embargo, el esqueleto medio ha permanecido invariable. Las «razas» resbalaron,
por decirlo asi, en forma de carne sobre la osatura, inalterable producto del suelo. En la
región alpina viven hoy «pueblos» germánicos, románicos y eslavos de las más distintas
procedencias; y basta con mirar hacia atrás para descubrir en estas regiones otras muchas
tribus—entre ellas etruscos y hunos—.
Sin embargo, el esqueleto es siempre el mismo y no cambia hasta que llegamos a las tierras
bajas, en donde las nuevas formas que aparecen son igualmente permanentes. Por eso
ninguno de los famosos descubrimientos de huesos prehistóricos, desde el cráneo
neandertalense hasta el «homo aurignacensis», demuestra nada respecto de la raza y las
migraciones raciales del hombre primitivo. Prescindiendo de ciertas conclusiones que por las
mandíbulas pueden sacarse acerca de la alimentación de aquellos hombres, los esqueletos
prehistóricos presentan la forma fundamental del país, lo que hoy todavía se encuentra en la
región.
Esta misma fuerza misteriosa del suelo puede rastrearse en todo ser vivo, tan pronto como
se aplican, para descubrirla, características independientes de los métodos groseros de la
época darwinista. Los romanos introdujeron la viña en la región del Rin. Esta planta se ha
desarrollado en esta región sin sufrir cambios visibles, es decir, sin alteraciones botánicas.
Sin embargo, la «raza» propia de la vid renana puede determinarse por otros medios. Existe
una diferencia notoria, no sólo entre los vinos del Norte y los del Sur, no sólo entre los del
Rin y los del Mosela, sino hasta entre los de los diferentes pagos.
Otro tanto puede decirse de la fruta, del te, del tabaco. Ese aroma, genuino producto del
paisaje, pertenece a las notas raciales que no pueden medirse y que son, por lo tanto, las
más significativas. Las nobles razas de hombres se diferencian por los mismos medios
espirituales que los vinos nobles. Hay un elemento idéntico, accesible tan sólo a las
sensibilidades delicadas, un leve aroma que en todas las formas y bajo todas las culturas
enlaza en Toscana a los etruscos con el Renacimiento y a orillas del Tigris a los sumerios de
3000 con los persas de 500 y con los otros persas de la época islámica.
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Pero la ciencia, con sus medidas y sus pesadas, no puede llegar a tales finezas. El
sentimiento las percibe con inequívoca certidumbre a primera vista. Pero la contemplación
erudita no las ve. Llegamos, pues, a la conclusión de que la raza, como el tiempo y el sino,
es algo decisivo en todos los problemas de la vida, algo que cualquier hombre percibe con
claridad y distinción, mientras no intenta comprenderlo, sometiéndolo a la ordenación y
análisis intelectual, que anulan el alma. Raza, tiempo y sino son términos que viven
conexos. Pero desde el momento en que el pensamiento científico se acerca a ellos, cambia
al punto su sentido; la voz tiempo adquiere el significado de dimensión; la voz sino el de
enlace causal; y la raza, que hasta hace poco percibíamos aún con infalible tino, se
convierte en una inextricable maraña de notas diferentes que van y vienen desordenadas
por comarcas, tiempos, culturas, tribus.
Algunas de esas notas arraigan en una tribu y con ella emigran; otras se deslizan sobre una
población como las sombras de las nubes; otras, en fin, cual genios de la comarca, se
apoderan de todo el que se establece en el lugar. Unas se excluyen; otras se buscan. Es,
pues, imposible hacer una firme clasificación de las razas—ambición suprema de toda
etnología—. Intentarlo tan sólo es ya contradecir a la esencia de la raza. Todo ensayo
sistemático, en este punto, constituye una falsificación inevitable y supone el
desconocimiento del objeto. La raza es, por oposición al idioma, algo enteramente
asistemático. En última instancia, cada hombre y cada momento de la existencia tienen su
raza propia. Por eso la única manera de acercarse al aspecto totémico de la vida es el tacto
fisiognómico y no la clasificación.
10
El que quiera penetrar en la esencia del idioma, deje a un lado todas las investigaciones
eruditas y observe cómo el cazador habla con su perro. El perro sigue el dedo extendido;
escucha atento el timbre de las palabras y luego menea la cabeza: no comprende esa
especie de idioma humano. En seguida hace un par de frases para indicar su concepción, se
detiene y ladra: esto, en su lenguaje, constituye una frase que encierra la pregunta de si era
eso lo que el amo quiso decir. Viene luego, expresada también en lenguaje canino, la alegría
de comprender que había entendido bien. De la misma manera intentan entenderse dos
hombres que no poseen en común realmente ni un solo idioma verbal. Cuando un cura de
aldea tiene que explicar algo a una labradora, la mira con ojos penetrantes, e
involuntariamente expresa con sus gestos y ademanes lo que la labradora no podría
entender si lo oyera decir en términos eclesiásticos. Los idiomas verbales de hoy no pueden
producir la mutua comprensión sino por su enlace con otras especies idiomáticas. Nunca, en
ninguna parte han sido empleados en si y por si solos.
Si el perro quiere algo, agita la cola y se impacienta de que el amo sea tan tonto que no
comprenda este idioma tan claro y expresivo. Lo completa entonces con el idioma sonoro—
ladrando—y finalmente con el idioma de los gestos—representando una escena—. El
hombre aquí es el necio, que todavía no ha aprendido a hablar.
Por último, sucede algo muy notable. Cuando el perro ha hecho todo lo posible para
comprender los diferentes idiomas de su amo, se detiene de pronto delante de él y hunde la
mirada en sus ojos. Verificase en este instante un proceso misterioso: el yo y el tú entran
inmediatamente en contacto. La «mirada» salta los linderos de la conciencia vigilante. La
existencia se comprende sin necesidad de signos. El perro aquí hace lo que el conocedor de
hombres, que clava la mirada en el adversario para penetrar, tras las palabras, en el núcleo
esencial, íntimo, del que las pronuncia.
Todos, sin saberlo, hablamos hoy aún esos idiomas. El niño habla mucho antes de haber
aprendido a pronunciar la primera palabra; las personas mayores hablan con los niños sin
pensar para nada en la significación habitual de las palabras; lo cual quiere decir que los
sonidos sirven aquí como de un idioma distinto del idioma verbal. Y esos otros idiomas
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también tienen sus grupos y dialectos. Pueden aprenderse, dominarse y ser mal entendidos.
Son para nosotros tan indispensables, que el idioma verbal resultaría ineficaz si
intentásemos
emplearlo solo, sin completarlo y robustecerlo por los idiomas del sonido y de los gestos. La
escritura misma, que es el lenguaje verbal de los ojos, sería casi ininteligible sin los gestos
de la puntuación.
El error capital de la lingüística es confundir el lenguaje en general con el lenguaje verbal
humano; y aunque esta confusión no la comete la lingüística en teoría, es el hecho que la
comete regularmente en la práctica de sus investigaciones.
Esto ha llevado a un desconocimiento completo de la multitud de lenguajes que se hallan en
uso general entre animales y hombres. La esfera de las lenguas es mucho más amplia de lo
que suponen los investigadores; y los idiomas verbales—que todavía no han llegado a plena
independencia—ocupan en esa esfera un lugar mucho más modesto del que se cree. Por lo
que se refiere al «origen del lenguaje humano», el problema está mal planteado. El idioma
verbal—a él se refieren las indagaciones, con lo cual resultan identificadas dos cosas que en
realidad no son idénticas—no nace en el sentido que aquí se supone. No es ni primero, ni
único. La importancia enorme que adquiere, a partir de cierto momento, en la historia
humana no debe engañarnos sobre su posición en la historia de los seres en general
capaces de movimiento. La investigación del lenguaje no debe comenzar con el hombre.
Pero también resultaría falsa la noción de un «comienzo del lenguaje animal». El habla está
tan íntimamente unida a la existencia viviente del animal—por oposición a la existencia de
la planta—, que ni siquiera pueden imaginarse sin lenguaje los seres monocelulares, aun
cuando estén desprovistos de órganos sensibles. Ser un microcosmos en el macrocosmos
es poder comunicarse con los demás. No tiene sentido hablar de un comienzo del idioma
dentro de la historia animal. Pues es evidente que existe una pluralidad de seres
microcósmicos.
Pensar en otras posibilidades es un simple juego. Las fantasías darwinistas sobre generación
primaria y primeros progenitores deben quedar relegadas para uso de los eternos
retrasados.
Pero los enjambres, en donde vive siempre un sentimiento interno del «nosotros», son
también seres despiertos y aspiran a establecer entre si relaciones de conciencia vigilante.
La vigilia es actividad en lo extenso, y actividad caprichosa.
Asi se distinguen los movimientos de un microcosmos de la movilidad mecánica de una
planta y aun de los movimientos que realizan hombres y animales por cuanto son plantas, es
decir, cuando se encuentran en el estado del sueño. Observad la actividad nutritiva,
reproductiva, defensiva y ofensiva de los animales. Parte de ella consiste regularmente en
palpar el macrocosmos por medio de los sentidos, ya se trate de la sensibilidad
indiferenciada de los seres monocelulares, ya de la visión diferenciada de un ojo
perfectamente desarrollado. Hay aquí una clara voluntad de recibir impresiones: la llamamos
orientación. Pero, además, desde un principio se manifiesta también la, voluntad de producir
impresiones en los demás; se aspira a atraer, a repeler, a aterrorizar otros seres. Esto es lo
que llamamos expresión. Con la expresión está ya dado el lenguaje, como actividad de la
vigilia animal. A esto no se añade en lo sucesivo nada que sea esencialmente nuevo. Los
idiomas verbales de las civilizaciones superiores no son otra cosa que refinadas
elaboraciones de posibilidades, todas las cuales se hallan comprendidas en el hecho de la
impresión voluntaria que los seres monocelulares producen unos sobre otros.
Pero el fundamento de este hecho es el sentimiento humano del terror. La vigilia practica
separaciones en el elemento cósmico; la vigilia tiende un espacio entre lo aislado, lo distinto.
La sensación de soledad es la impresión primera del despertar diario. De aquí el afán
primario de juntarse al otro en medio de ese mundo extraño; de aquí la tendencia a
comprobar sensiblemente la proximidad del otro y a buscar con él un enlace consciente. El
tú resuelve, extingue el terror de la soledad.
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El descubrimiento del tú, que consiste en destacar sobre el mundo de lo extraño otro ser que
es como nuestro propio ser orgánico, psíquico, constituye el gran momento en la historia
primitiva del animal. Por eso hay animales. Observad con paciencia y atención el mundo de
una gota de agua al microscopio. Os convenceréis de que el descubrimiento del tu y con él
el del yo se ha verificado ya aquí en la forma más sencilla imaginable. Esos pequeños seres
no sólo conocen lo otro, sino también el otro; no sólo tienen vigilia, sino también relaciones
entre las distintas vigilias de unos y otros; no sólo tienen expresión, sino también los
elementos de un idioma de expresión.
Recordad la diferencia que hemos establecido entre los dos grandes grupos de idiomas. El
idioma de expresión considera al otro ser como un testigo y aspira tan sólo a producir en él
una impresión. El idioma de comunicación considera al otro ser como interlocutor y espera
su respuesta. Comprender significa recibir impresiones con e] propio sentimiento de la
significación; esta es la base del más alto idioma de expresión que tiene el hombre: el arte
[94]. Entenderse, dialogar, significa, empero, suponer en el otro el mismo sentimiento de la
significación. Llamamos motivo al elemento de un idioma de expresión ante testigos. El
dominio de los motivos es la base de toda técnica de la expresión. Por otra parte, llamamos
signo a la impresión producida sobre otro con el fin de entenderse dos seres. El signo
constituye el elemento de toda técnica de la comunicación y, en el caso más elevado, de
todo idioma verbal humano.
No tenemos apenas idea de la extensión que ocupan esos dos mundos idiomáticos en la
vigilia humana. AI idioma de expresión, que en los tiempos primitivos aparece siempre con
la gravedad religiosa del tabú, pertenece no sólo la ornamentación rígida y pesada que
primitivamente coincide en absoluto con el concepto del arte y convierte todas las cosas
rígidas en sustentos de la expresión, sino también el ceremonial solemne que con sus
fórmulas recubre toda la vida pública y aun la vida familiar [95], y el «idioma del traje»:
vestidos,
tatuajes, adornos, que poseen una significación uniforme. Los investigadores del siglo
pasado se esforzaron en vano por derivar el traje del pudor o de motivos finalistas. Para
comprenderlo bien hay que considerarlo como medio de un lenguaje de expresión. Lo es, en
efecto, de grandiosa manera en todas las civilizaciones y aun hoy. Basta recordar la tiranía
de la moda sobre la vida y tráfico públicos, los trajes de ritual que hay que vestir en todos los
actos y fiestas importantes, los matices varios en la indumentaria social, el vestido de novia,
el vestido de luto, el uniforme militar, el ornato sacerdotal; recordad las condecoraciones e
insignias, la mitra y la tonsura, la peluca y el bastón, el polvo, los anillos, los tocados, las
partes del cuerpo que significadamente se cubren o se descubren, el traje de los mandarines
y de los senadores, de las odaliscas y de las monjas, la corte de Nerón, Saladino y
Moctezuma, sin contar las particularidades del traje popular y el lenguaje de las flores, de los
colores, de las piedras preciosas. Y no hay que citar el idioma de la religión, porque todo
esto es religión.
Los idiomas de comunicación, en los que no deja de participar ninguno de los modos
imaginables de sensación, han desarrollado poco a poco tres signos principales para los
hombres de las culturas superiores. Estos tres signos son la imagen, el sonido y el gesto,
que se han fundido en una unidad dentro del idioma escrito de la civilización occidental: la
unidad de la letra, la palabra y la puntuación.
En el curso de esa larga evolución verificase al fin la distinción entre el idioma y el habla, o
tono. No hay en la historia del lenguaje otro proceso de mayor importancia. Originariamente,
todos los motivos y signos nacieron de la necesidad momentánea y fueron destinados a
llenar un solo acto de la actividad vigilante. Su significación real, sentida, y su significación
querida se confunden. El signo es el movimiento y no la cosa movida. Pero tan pronto como
se establece la separación entre una provisión fija de signos y el acto viviente de emitir
signos, la cosa varia por completo. No sólo se distingue entonces entre la actividad y sus
medios, sino también entre el medio y su significación. La unidad de estos dos elementos
cesa de ser evidente; más aún, resulta imposible. El sentimiento de la significación es algo
vivo y, como todo lo que se relaciona con el tiempo y el sino, es singular e irrevocable.
Ningún signo, por conocido y habitual que sea, se repite nunca con la misma significación.
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Por eso primitivamente no reaparecen nunca los signos con la misma forma. El reino de los
signos rígidos es algo absolutamente hecho, puramente extenso; no es un organismo, sino
un sistema que tiene su lógica propia, lógica mecánica, que introduce en la relación entre
dos seres la oposición inconciliable de espacio y tiempo, espíritu y sangre.
Esta provisión fija de signos y motivos, con supuesta significación fija, tiene que ser
estudiada y ejercitada por el que quiere tomar parte en la correspondiente comunidad de
conciencias despiertas. Al concepto de idioma—separado del habla— pertenece
inevitablemente el concepto de escuela. La escuela se halla perfectamente elaborada entre
los animales superiores; y en toda religión cerrada, en todo arte, en toda sociedad,
constituye la base sobre la cual se adquiere la consideración de fiel, de artista o de hombre
educado. Para ser miembro de una de estas comunidades hay que conocer su idioma, es
decir, sus dogmas, sus costumbres, sus reglas. Ni en el arte del contrapunto ni en la religión
católica bastan el sentimiento y la buena voluntad. Cultura significa una exaltación inaudita
del idioma de las formas, tanto en profundidad como en rigor, exaltación que se verifica en
todos los órdenes y constituye la cultura personal— religiosa, moral, social, artística—del
individuo que pertenece a dicha comunidad. El individuo, pues, llena su vida con el ejercicio
y la educación necesarios para esa vida culta. Por eso, en todas las artes mayores, en las
grandes iglesias, misterios y órdenes, en la alta sociedad de las clases distinguidas, el
dominio de la forma llega a una maestría que
constituye uno de los prodigios de la humanidad. Pero encumbrada a la cima de sus
exigencias, esa maestría finalmente se destruye a sí misma. El término que indica esta
quiebra interior de todas las culturas—dicho expresa o implícitamente—es siempre el
«retorno a la naturaleza». Esa maestría, empero, se extiende también al idioma verbal.
Junto a la sociedad distinguida en la época de los tiranos griegos y de los trovadores, junto a
las fugas de Bach y a los vasos pintados de Exekias deben colocarse el arte oratorio de
Atenas y la conversación francesa, que suponen ambos, como todo arte, una convención
rigorosa y lentamente elaborada y, para el individuo, un largo y esforzado ejercicio.
Nunca se exagerará bastante el alto valor metafísico que posee esa independización del
idioma rígido. La costumbre diaria del tráfico en formas fijas, el hecho de que la vigilia
entera se halle dominada por tales formas, que ya no son percibidas al punto mismo de
formarse, sino que existen simplemente e imponen la necesidad de su intelección, en el
sentido más riguroso de la palabra, todo esto trae consigo una separación cada vez más
aguda entre el comprender y el sentir. El habla primitiva es sentida y comprendida a un
tiempo mismo. En cambio, el uso de un idioma exige que los medios idiomáticos ya
conocidos sean recibidos por la sensibilidad; luego se verifica la intelección del propósito o
sentido que tienen, en este caso particular. El núcleo de toda educación escolar consiste,
pues, en la adquisición de conocimientos. Toda iglesia manifiesta en voz alta y clara que no
es el sentimiento, sino el saber, el que proporciona los medios para la salvación. Todo arte
auténtico se basa en el seguro conocimiento de ciertas formas que el individuo ha de
aprender y no inventar. El «intelecto» es el saber pensado como entidad. Es lo que resulta
extraño siempre al elemento de la sangre, de la raza, del tiempo. La oposición del idioma
rígido a la sangre fluida, a la historia transeúnte, es el estímulo que provoca los ideales
negativos de lo absoluto, de lo eterno, de lo universalmente válido: los ideales de iglesias y
escuelas.
Síguese de aquí, por último, que todos los idiomas son imperfectos y contradicen de
continuo, en su aplicación, el propósito inicial del habla. Puede decirse que la mentira
ingresa en el mundo cuando empieza a separarse el idioma del habla.
Los signos son fijos, pero la significación no lo es. El hombre empieza por sentirlo, luego lo
sabe y por último se aprovecha de ello. Una experiencia remotísima nos ha enseñado que a
veces quiere uno decir algo y le «fallan» las palabras, o se expresa uno mal diciendo en
realidad cosa distinta de lo que pensaba, o se expresa uno bien y resulta mal entendido.
Finalmente, surge el arte—extendido entre los animales, por ejemplo, los gatos—de emplear
las palabras para ocultar los pensamientos. No se dice todo, o se dice otra cosa. Se habla
formulariamente para decir poco o entusiásticamente para no decir nada. Otras veces se
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imita el lenguaje de otro. Algunas aves de rapiña imitan las estrofas de las pequeñas aves
cantoras para atraerlas. Es ésta una astucia corriente de los cazadores; pero supone la
existencia de motivos y signos fijos, como igualmente la supone la imitación de viejos estilos
artísticos o la falsificación de una firma. Y todos esos rasgos, que encontramos en el porte,
gesto y ademán como en la escritura y la pronunciación, reaparecen asimismo en el idioma
de toda religión, de todo arte, de toda sociedad. Recordad los ejemplos del hipócrita, del
beato, del hereje, el cant inglés, el sentido adjetivo de las palabras diplomático, jesuíta,
comediante, las máscaras y precauciones de la buena educación y por último la pintura
moderna, que es toda falsedad y que en cada exposición nos ofrece las más variadas
formas de expresión mendaz.
No se puede ser diplomático en un idioma que se balbucea.
El que domina un idioma corre el peligro de convertir la relación entre los medios y la
significación en nuevo medio para otros fines. Asi nace el arte espiritual de jugar con la
expresión.
Los alejandrinos y los románticos dominan este arte; por ejemplo: en la lírica, Teócrito y
Brentano; en la música, Reger; en la religión, Kirkegaard.
Finalmente, el idioma y la verdad se excluyen [96]. Por eso en la época de los idiomas
rígidos adquiere todo su valor el tipo del conocedor de hombres, que es todo raza y sabe lo
que puede esperarse de un ser que habla. Leer en los ojos del interlocutor, reconocer al
sujeto tras el discurso o el tratado filosófico, calar el corazón tras la plegaria, descubrir el
rango social íntimo de la persona tras el atuendo de buen tono, y todo esto conseguirlo
inmediatamente, con la evidencia de lo cósmico, he aquí un imposible para el hombre de
tipo tabú, para el hombre que cree al menos en un idioma. Un sacerdote que sea al mismo
tiempo diplomático no será nunca un auténtico sacerdote. Un ético por el estilo de Kant no
es nunca un conocedor de los hombres.
La mentira de las palabras se trasluce en los gestos indeliberados. La hipocresía de los
gestos se desenmascara en el tono.
Justamente porque el idioma rígido separa los medios del fin, no consigue engañar la mirada
del buen conocedor. El buen conocedor lee entre líneas y cala a un hombre con sólo ver su
porte o su letra. Por eso la comunidad de almas, cuanto más profunda e intima es, más
prescinde de los signos, más anula las relaciones basadas en la vigilia inteligente. El
verdadero compañerismo se entiende con pocas palabras; la fe verdadera enmudece. El
más puro símbolo de una compenetración superior al idioma es el viejo matrimonio aldeano
que al atardecer se sienta delante de la casa y entabla una conversación muda. Cada uno
de esos dos seres sabe muy bien lo que el otro piensa y siente. Enmudece porque las
palabras servirían de estorbo. Esta mutua inteligencia silenciosa hunde sus raíces
profundamente en la historia primaria de la vida en movimiento, más allá todavía de las
comunidades animales. Por momentos llega casi a anular la conciencia despierta.
11
De todos los signos rígidos ninguno ha llegado a ser tan fecundo en consecuencias como el
que, en su estado actual, designamos con el término de «palabra». Pertenece, sin duda, a la
historia del idioma humano. Pero la representación del «origen del idioma verbal», tal como
ordinariamente se piensa y aplica, con todas las deducciones que de ella se derivan, es tan
absurda como la idea de un principio del idioma en general.
El idioma no tiene un comienzo, porque está dado con la esencia misma del microcosmos y
contenido en ella. El idioma de palabras no tiene tampoco comienzo, porque supone ya
otros idiomas de comunicación muy perfectos, los cuales, tras lento desarrollo, llegan a un
estado en el que la palabra constituye un rasgo particular que poco a poco adquiere la
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preponderancia.
Teorías tan contrarias como la de Wundt y la de Jespersen [97] cometen el error de
investigar el lenguaje de palabras como algo nuevo y substantivo, lo que les conduce a una
psicología completamente errónea. El idioma verbal es en verdad algo muy tardío y
diferenciado, último retoño en el tronco de los idiomas sonoros y no tallo joven y primerizo.
En realidad no existe un idioma puramente verbal. Nadie habla sin emplear, además de las
palabras rígidas, otras formas de lenguaje como el acento, ritmo y gesto; y estas formas no
verbales, mucho más primitivas, han ido perdiendo importancia con el uso del idioma verbal.
Sobre todo hay que precaverse contra la idea de que el reino de los actuales idiomas
verbales, muy complicado en su estructura, constituye una unidad interior, con historia
uniforme. Cada uno de los idiomas verbales que conocemos posee muchos y muy diferentes
aspectos, y cada uno de éstos tiene su propio sino en el curso de la historia. No hay
sensación que haya sido insignificante para la historia del uso de las palabras. Hay que
distinguir también muy estrictamente entre el lenguaje de sonidos y el lenguaje de palabras.
El primero es usual entre las especies animales, aun las sencillas. El segundo es
fundamentalmente distinto, y aunque esta diferencia se refiere a rasgos aislados, éstos son
sin duda los más importantes. En todo lenguaje sonoro de los animales hay que distinguir
también entre los motivos de expresión—gritos en la época del celo—y los signos de
comunicación—gritos de aviso—y esta distinción es de seguro válida también para las
palabras más primitivas. Ahora bien; el lenguaje de palabras, ¿ha nacido como idioma de
expresión o como idioma de comunicación? ¿Fue en sus estados primitivos relativamente
independiente de los idiomas visibles, no sonoros, como el gesto, el ademán? A tales
preguntas no es posible dar contestación, porque no tenemos la menor idea de las formas
primitivas de la «palabra». La lingüística es harto ingenua al establecer conclusiones sobre
el origen de las palabras, basándose en lo que hoy llamamos idiomas primitivos, los cuales
no son sino imperfectas formas de estados lingüísticos muy tardíos ya y desenvueltos. La
palabra, en esos idiomas, es un medio ya fijo, muy evolucionado y evidente. Y justamente
estas cualidades son inaplicables a eso que se llama «origen».
Llamo nombre al signo con el cual se inicia, sin la menor duda, la posibilidad de que los
futuros idiomas verbales se separen de los idiomas sonoros animales. Y entiendo por
nombre una forma sonora que sirve para señalar en el mundo circundante algo que es
sentido como un ente. Este ser asi nombrado se transforma entonces en numen. ¿Cómo
eran estos primeros nombres? Es inútil pensar siquiera en ello. Ninguno de los idiomas
humanos, que nos son accesibles, nos ofrece base para inferirlo. Pero, contrariamente a lo
que cree la investigación moderna, estimo que lo decisivo en este punto es lo siguiente: no
se trata aquí de una variación en la laringe ni de una especial manera de formar el sonido, ni
de nada fisiológico—que en realidad es carácter de raza—; ni tampoco se trata de una
exaltación de la capacidad expresiva de los medios significantes, como, por ejemplo, el
tránsito de la palabra a la frase (H. Paul) [98], sino de una profunda transformación del alma.
Con el nombre surge un nuevo modo de contemplar el mundo.
Si en general el habla nace del terror, del insondable miedo a los hechos de la vigilia—
miedo que empuja a los seres a unirse y a querer recibir impresiones demostrativas de la
proximidad de otros seres—entonces en este momento el terror adquiere una forma
poderosamente sublimada. El nombre nos pone en contacto, por decirlo asi, con el sentido
de la vigilia y el origen del terror. El mundo ahora no solamente existe, sino que hace
sensible su arcano. Por encima de todo fin de expresión o de comunicación, el nombre se
aplica a cuanto es misterioso. El animal no conoce el misterio. Nunca podremos
representarnos en toda su extensión la solemnidad y veneración con que hubieron de
verificarse las denominaciones primarias. El nombre no debe ser pronunciado a cada
instante. Hay que mantenerlo secreto. En el nombre reside una potencia peligrosa. Con el
nombre queda dado el paso de la física diaria del animal a la metafísica del hombre. Esta
fue la mayor peripecia en la histeria del alma humana. La teoría del conocimiento suele
juntar el idioma y el pensamiento, y en efecto, si consideramos los idiomas que actualmente
nos son accesibles, esta unión es justa. Pero yo creo que se puede penetrar más en lo
profundo: con el nombre aparece la religión determinada, la religión propiamente dicha,
dentro de una informe y general veneración religiosa. La religión en este sentido significa el
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pensamiento religioso. Es la nueva índole de la intelección creadora, separada de la
sensación. Con giro muy significativo decimos que «meditamos sobre algo». La intelección
de las cosas nombradas indica la formación de un mundo superior que se cierne sobre todo
ser sensible, en claro simbolismo y referencia a la posición de la cabeza, que el hombre
siente a veces con dolorosa claridad, como el hogar de sus pensamientos. Ese mundo
propone un fin al sentimiento primario del terror y abre perspectivas de liberación. Todo
pensamiento filosófico, erudito, científico, de las épocas posteriores, depende hasta en sus
últimos fundamentos de ese pensamiento religioso primigenio.
Debemos representarnos los primeros nombres como elementos aislados en la provisión de
signos de que disponen los idiomas de sonidos y de ademanes, cuando han llegado ya a un
gran desarrollo. Ya no tenemos idea de la capacidad expresiva que hubieron de poseer esos
idiomas de sonidos y ademanes; porque el idioma de palabras ha reducido a su dependencia
todos los demás recursos, imponiéndoles su propia evolución [99].
Pero cuando el nombre hubo iniciado la gran transformación y espiritualización en la técnica
de la comunicación, quedó afirmada al propio tiempo la supremacía de la vista sobre los
demás sentidos. Desde este instante el hombre vive despierto en un espacio luminoso; su
experiencia de la profundidad es una irradiación de la vista hacia los focos de luz y los
obstáculos luminosos; el hombre siente su yo como un centro en el espacio luminoso. La
alternativa entre lo visible y lo invisible domina toda esa intelección en que aparecen los
primeros nombres.
Los primeros numina fueron quizá aquellas cosas del mundo luminoso que sentimos, oímos,
observamos en sus efectos, pero no vemos. El grupo de los nombres, como todo lo que en
el acontecer cósmico hace época, hubo de sufrir una rápida y poderosa elaboración. El
mundo entero de la luz, en donde cada cosa posee las propiedades de posición y duración,
fue muy pronto caracterizado, con todas las oposiciones entre causa y efecto, cosa y
propiedad, cosa y yo, merced a numerosos nombres que afirmaban en la memoria dicha
caracterización.
Pues lo que hoy llamamos memoria es la facultad de conservar para la intelección, por
medio del nombre, las cosas nombradas.
Sobre el reino de las cosas vistas y entendidas se forma un reino más espiritual de
denominaciones que comparten con el primero la propiedad lógica de ser puramente
extenso, de estar ordenado en polaridades y dominado por el principio de causalidad. Todas
las formas verbales que nacen mucho más tarde —los casos, los pronombres, las
preposiciones—tienen un sentido causal o local respecto de las unidades nombradas. Los
adjetivos y los verbos nacieron muchas veces en parejas contrapuestas. Sucede muchas
veces—como el idioma ewe estudiado por Westermann — que al principio la misma
palabra, según se pronuncie bajo o alto, significa grande o pequeño, remoto o próximo,
pasivo o activo. Más tarde, este residuo del idioma de gestos se disuelve en la forma verbal,
como claramente se ve en las palabras griegas mikrñw; (grande) y makrñw,
(pequeño) y en las U egipcias, usadas para indicar la pasividad. La manera de pensar por
oposiciones parte de las parejas de palabras opuestas y constituye el fundamento de toda la
lógica inorgánica, haciendo consistir toda investigación de verdades científicas en un
movimiento por oposiciones de conceptos, en las cuales siempre la predominante es la
oposición entre la creencia vieja—error—y una creencia nueva—verdad.
La segunda gran transformación consiste en el nacimiento de la gramática. Al nombre se
añade la frase. Al signo verbal se adiciona el enlace de las palabras. Y entonces la reflexión
—que es el pensar en relaciones de palabras después de haber percibido algo que posee
designación verbal—se convierte en la actividad determinante de la conciencia humana
despierta.
Vano problema es el de si los idiomas de comunicación contenían ya verdaderas «frases»
antes de la aparición de nombres auténticos. La frase, en el sentido actual, se ha
desenvuelto, sin duda, por condiciones propias y con épocas peculiares dentro de dichos
idiomas. Pero presupone la existencia de nombres.
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La mutación espiritual que se verifica al aparecer los nombres es la que hace posible las
frases como relaciones de pensamientos. Y hemos de admitir que en los idiomas sin
palabras, cuando estuvieron muy desarrollados, el uso continuo fue convirtiendo los rasgos
primeros uno tras otro en formas verbales, incorporándolos así a una trama más o menos
cerrada, trama que constituye la forma primaria de los idiomas actuales. La estructura
interna de todos los idiomas verbales se sustenta, pues, sobre otras estructuras mucho más
antiguas y no depende, en su posterior formación, del vocabulario y los destinos sufridos por
éste. Lo contrario es justamente el caso.
La construcción gramatical hace que el grupo originario de los nombres aislados se convierta
en un sistema de palabras, cuyo carácter queda determinado no ya por su sentido propio,
sino por su sentido gramatical. El nombre, cuando aparece, aparece por si solo como algo
nuevo. Pero las distintas especies de palabras nacen como partes de la oración. Y entonces
los contenidos de la conciencia despierta acuden en muchedumbre incalculable, requiriendo
ser representados en ese mundo de palabras. Hasta que, al fin, «todo» se torna en cierto
modo «palabra» para la reflexión.
La frase es entonces ya lo decisivo. Hablamos por frases y no por palabras. Infinitos ensayos
se han hecho para definir ambas cosas y ninguno ha logrado lo que se proponía. Según F.
N. Finck [100], la formación de las palabras es una actividad analítica y la formación de las
frases una actividad sintética del espíritu, siendo la primera anterior a la segunda. Resulta
que la realidad percibida puede ser entendida de muy distintas maneras y que, por lo tanto,
las palabras pueden ser delimitadas desde muy distintos puntos de vista. Según la definición
habitual, la frase es la expresión verbal de un pensamiento. Según H. Paul, la frase es un
símbolo para el enlace de varias representaciones en el alma del que habla. Todas estas
definiciones se contradicen. Me parece completamente imposible obtener la esencia de la
frase partiendo del contenido. El hecho es que llamamos frases a las unidades mecánicas
máximas—relativamente—en el uso del idioma; y llamamos palabras a las unidades
mínimas—también relativamente—. Hasta aquí llega la validez de las layes gramaticales.
Pero el habla misma en su sucesión no es ya mecanismo, no obedece a leyes, sino que se
guía por el ritmo. Hay ya un rasgo de raza en el modo como lo que se quiere comunicar es
recogido en frases. Las frases no son una y la misma cosa en Tácito y en Napoleón que en
Cicerón y en Nietzsche. La distribución sintáctica que hace un inglés de la materia no es la
misma que la que hace un alemán.
No son las representaciones y los pensamientos, sino el pensar mismo, el modo de vivir, la
sangre, los que en las lenguas primitivas, antiguas, chinas, occidentales determinan la
delimitación típica de las unidades de oración o frase y con ella la relación mecánica de la
palabra a la frase. Debiera situarse el límite entre la gramática y la sintaxis allí donde
termina lo mecánico del idioma y comienza lo orgánico del habla: el uso, la costumbre, la
fisonomía de la expresión. Y el otro límite se sitúa allí donde la estructura mecánica de la
palabra confina con los factores orgánicos de la formación de los sonidos y de
la pronunciación. Por la pronunciación de la th inglesa—rasgo racial del paisaje—se
reconocen muchas veces a los hijos de los inmigrados. Sólo aquella esfera que se extiende
entre los dos limites citados, sólo «el idioma» propiamente tal obedece a un sistema, es un
medio técnico y, por tanto, puede inventarse, mejorarse, cambiarse, desecharse. Pero la
pronunciación y la expresión arraigan en la raza. Identificamos una persona conocida sólo
por la pronunciación, sin necesidad de verla. Reconocemos al que pertenece a una raza
extraña, aunque hable en perfecto español. Los grandes desplazamientos de sonidos —
como el alto alemán antiguo en la época carolingia y el alto alemán medio en la época del
gótico posterior—tienen un límite geográfico y se refieren sólo al habla, no a la forma interna
de frases y palabras.
Las palabras son, como hemos dicho, las unidades mecánicas relativamente más pequeñas
en la frase. Nada hay tan característico en el pensamiento de una índole de hombres como
el modo de adquirir dichas unidades. Para los negros bantú, una cosa vista pertenece a un
gran número de categorías conceptivas. La palabra consta, pues, de un núcleo—raíz—al
que se añaden cierto número de prefijos monosilábicos. Así, para hablar de una mujer en el
campo se emplearán las siguientes voces: vivo-singular-grande-viejo-femenino-fuera-ser
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humano, formando así una palabra de siete silabas que caracterizan un acto de concepción
único y rigoroso, pero muy extraño para nosotros. Hay idiomas en los cuales la palabra casi
coincide con la frase.
La substitución progresiva de los gestos corporales o sonetos por los gestos gramaticales es,
pues, lo decisivo para la formación de la frase. Pero esa substitución nunca termina de
verificarse por completo. No existen puros idiomas verbales.
La actividad de la expresión por palabras, cada día más rigurosamente destacada, consiste
en que por medio del sonido de las palabras despertamos sentimientos de significación, los
cuales, a su vez, por el sonido de los enlaces evocan otros sentimientos de relación. El
aprendizaje del idioma nos ha enseñado a comprender en esa forma abreviada y alusiva
tanto las cosas y las relaciones luminosas como las cosas y las relaciones intelectuales.
Nombramos las palabras, no las empleamos conforme a su definición. Y el que escucha
tiene que sentir lo que se le quiere decir. No hay otro modo de hablar. Por eso el ademán y
el tono tienen más parte de lo que generalmente se cree en la inteligencia del habla actual.
El nacimiento del verbo es el último suceso importante en esta historia. Con él llega en
cierto modo a su término la formación del idioma de palabras. Presupone ya un alto grado
de abstracción. En efecto; los substantivos son palabras que destacan para la reflexión las
cosas circunscritas perceptiblemente en el espacio luminoso—también lo «invisible» está
circunscrito—; pero los verbos designan los distintos tipos de mutación, que no son vistos,
sino determinados y creados como conceptos, abstrayendo de la ilimitada movilidad del
mundo luminoso los caracteres particulares de cada caso singular. Las palabras «piedra
cayendo» constituyen una unidad de impresión.
Pero en esta impresión distinguimos primero el movimiento y el objeto y luego el «caer»,
como una especie de movimiento que se diferencia de otras muchas—v. g,, descender,
volar, correr, resbalar—entre las cuales existen innumerables tránsitos.
La diferencia entre esas especies de movimiento no es «percibida», sino «conocida».
Podemos aún imaginar quizá que haya animales que posean signos con funciones de
nombre substantivo. Pero no signos con funciones de verbo. La diferencia entre huir y correr
o entre volar y ser empujado por el viento, trasciende de toda impresión visual y sólo puede
ser comprendida por una conciencia habituada al empleo de las palabras Hay en ella algo
metafísico. Ahora bien; el pensar por verbos hace que la vida misma resulte accesible a la
reflexión. De la impresión viviente sobre la conciencia, esto es, del proceso general—que el
idioma de los gestos imita espontáneamente y que por lo tanto, permanece intacto—
abstraemos sin notarlo los elementos singulares, es decir, la vida misma; lo que queda lo
incorporamos luego al sistema de los signos, considerándolo como efecto de una causa (el
viento sopla, el rayo cae, el aldeano ara) con propiedades extensivas. Si nos sumergimos
bien en las rígidas diferencias que existen entre sujeto y predicado, activo y pasivo, presente
y pretérito, veremos claramente cómo el intelecto domina sobre los sentidos y mata la
realidad. En los nombres substantivos puede todavía considerarse la «cosa mental» como
una copia o reproducción de la «cosa vista».
Pero en los verbos substituimos lo orgánico por lo inorgánico.
El hecho de vivir, esto es, de percibir ahora algo, se convierte en duración, como propiedad
de lo percibido. O dicho en términos de verbo: lo percibido dura, «es», existe. Así se forman
por último las categorías del pensamiento, matizadas según lo que al pensamiento le es o no
le es natural. El tiempo aparece como dimensión, el sino como causa, la vida como
mecanismo químico o psíquico. Así se produce el estilo del pensamiento matemático,
Jurídico, dogmático.
Con lo cual queda puesta esa dualidad que nos parece inseparable de la esencia del hombre
y que no es sino la expresión en que se manifiesta su conciencia cuando está dominada por
el idioma de palabras- Este medio de comunicación entre el yo y el tú, en su perfecto
desarrollo, ha llegado a convertir la intelección animal de la sensibilidad en un pensamiento
por palabras, en un pensamiento que se erige en director y tutor de la sensibilidad. Cavilar
es conversar consigo mismo en el idioma de las palabras. Esa actividad sería imposible en
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cualquier otra forma de lenguaje. Pero cuando el idioma de palabras llega a su perfección,
esa actividad caracteriza las costumbres vitales de clases enteras. Si el idioma rígido e
inánime, que se forma por abstracción del habla viva, resulta incapaz de expresar
íntegramente la verdad, mucho más todavía habrá de serlo el
sistema que forman los signos verbales. El pensamiento abstracto consiste en el empleo de
una trama de palabras, trama finita, limitada, en cuyo esquema el contenido infinito de la
vida queda oprimido y ahogado. Los conceptos matan la existencia y falsean la conciencia
despierta. Antaño, en los primeros tiempos del lenguaje, cuando la intelección defendía su
existencia frente a la sensación, ese mecanismo era insignificante aún para la vida. Pero
ahora el hombre ya no es un ser que «a veces» piensa, sino que se ha convertido en un ser
pensante. El ideal de todos los sistemas intelectuales consiste en someter definitiva y
completamente la vida al dominio del espíritu. Tal sucede en la teoría, donde lo conocido es
lo único que tiene valor de realidad, mientras que lo real queda señalado con el estigma de
apariencia e ilusión de los sentidos. Tal sucede también en la práctica, donde la voz de la
sangre queda ahogada bajo los principios éticos universales [101].
La lógica, como la ética, son para el espíritu sistemas de verdades absolutas y eternas. Pero
justamente por eso la historia les arrebata ese carácter de verdades. En el remo de los
pensamientos podrá la mirada interior triunfar absolutamente sobre la exterior. En el reino de
los hechos, la fe en verdades eternas es un breve y absurdo espectáculo que se representa
en algunas cabezas humanas. No puede haber un sistema verdadero de pensamientos,
porque ningún signo substituye a la realidad. Los pensadores profundos y honrados llegaron
siempre a la conclusión de que todo conocimiento viene de antemano predeterminado por
su propia forma y no logra nunca alcanzar lo que la palabra quiere decir; salvo, como hemos
dicho, la técnica, en donde los conceptos son medios y no fines.
A este ignorabimus corresponde la convicción de todos los verdaderos sabios, de que los
principios abstractos son en último término frases y nada más que frases, bajo cuyo uso
habitual la vida fluye como siempre fluyó. A la postre, la raza es más fuerte que el idioma.
Por eso, entre los grandes nombres, sólo han influido sobre la vida aquellos pensadores que
fueron personalidades vivas y no sistemas ambulantes.
12
La historia interna de los idiomas verbales se nos ofrece, pues, en tres periodos. En el
primero, aparecen los primeros nombres dentro de los idiomas de comunicación ya muy
desarrollados, pero aún no formados de palabras. Esos nombres primarios surgen como
elementos de un nuevo tipo de intelección. El mundo empieza a presentar un cariz de
misterio. Se inicia el pensamiento religioso. En el segundo período va formándose poco a
poco un lenguaje completo de comunicación en valores gramaticales. El gesto se convierte
en frase y la frase transforma los nombres en palabras. La frase, al mismo tiempo,
representa la gran escuela de la inteligencia frente a la sensibilidad. El sentimiento de la
significación se afina cada día más para las relaciones abstractas en el mecanismo de la
frase y, por consecuencia, produce una riqueza exuberante de flexiones, que van a posarse
sobre todo en el substantivo y en el verbo, en la palabra del espacio y en la palabra del
tiempo.
Viene entonces el florecimiento de la gramática que podemos acaso situar—con grandes
precauciones—en los dos milenios que preceden a las culturas egipcia y babilónica. El tercer
periodo se caracteriza por una rápida decadencia de la flexión y Por la substitución de la
sintaxis a la gramática. Tanto ha progresado la espiritualización de la conciencia humana,
que ya no necesita los símbolos de las flexiones y puede comunicarse libre y certera,
prescindiendo del abigarrado montón de formas verbales y usando solamente de casi
imperceptibles alusiones, en el más estricto empleo del idioma (partículas, orden de las
palabras, ritmo). Con el lenguaje de palabras llega la intelección a dominar por completo la
conciencia despierta. Hoy se encuentra en camino de romper el ligamen del mecanismo
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verbal intuitivo para llegar a una pura mecánica del espíritu. Ya no son los sentidos, sino los
espíritus mismos los que entran en mutuo contacto.
En este tercer periodo de la historia del lenguaje—historia que transcurre en el cuadro
cósmicobiológico [102] y pertenece, por lo tanto, al hombre como tipo—echa sus raíces la
historia de las culturas superiores, la cual imprime de súbito una dirección nueva al sino de
los idiomas verbales, merced a un nuevo «idioma de la lejanía», la escritura, y a la fuerza de
intimidad que la escritura representa.
El idioma escrito egipcio sufría ya hacia 3000 una rápida descomposición gramatical. Lo
mismo le sucedió al sumérico en el idioma literario llamado eme-sal (lengua de las mujeres).
El chino escrito—que frente a todos los idiomas del mundo chino constituye hace tiempo un
idioma por si—aparece en los más antiguos textos conocidos tan completamente
desprovisto de flexiones, que sólo recientemente se ha podido demostrar que en realidad
hubo un tiempo en que poseyó una flexión. El sistema indogermánico lo conocemos cuando
ya se encuentra en plena ruina. De los casos del viejo idioma védico—hacia 1500—no se
han conservado en los idiomas «antiguos»—un milenio después—sino restos ruinosos. A
partir de Alejandro Magno, el griego de la conversación pierde el dual y la voz pasiva. Los
idiomas occidentales, aunque oriundos de los más diferentes orígenes—los germánicos
proceden de una vida primitiva, mientras que los románicos son hijos de una civilización
adelantadísima—se modifican en igual dirección: los casos románicos desaparecen todos,
salvo uno, y los ingleses desaparecen por completo con la reforma. El alemán de la
conversación ha perdido el genitivo a principios del siglo XIX y se halla en trance de perder
el dativo. Si alguien probase a traducir «hacia atrás» un trozo de prosa difícil y densa, por
ejemplo, un trozo de Tácito o de Mommsen, vertiéndolo a un idioma muy viejo y rico en
flexiones—toda nuestra labor de traducción ha consistido en verter de idiomas viejos a
idiomas jóvenes—, obtendría la prueba de que la técnica de los signos se ha volatilizado en
una técnica del pensamiento.
Los signos abreviados, pero llenos de contenido significativo, funcionan, por decirlo así, en
meras alusiones que sólo comprende el iniciado en la comunidad del idioma
correspondiente.
Esta es la razón por la cual un europeo occidental no comprenderá jamás los libros sagrados
de China, ni entenderá nunca los términos primarios de aquellos otros idiomas cultos—como
el lñgow, la ?rx® de los griegos, el atman y braman del sánscrito—que aluden a una
intuición del universo, en la cual hay que haber nacido para comprender sus signos.
La historia extensa del lenguaje se ha perdido para nosotros justamente en sus más
importantes capítulos. La época primitiva de dicha historia se remonta a las edades más
remotas; y hay que advertir una vez más [103] que debemos representarnos la humanidad
de estas edades bajo la forma de pequeñísimos grupos perdidos en amplios espacios.
Verifícase una honda mutación del alma cuando el contacto entre los grupos llega a ser
regular y hasta se hace evidente. Pero esto justamente demuestra que es el idioma el que
primero establece y luego regula o repele dicho contacto. La impresión de que la tierra está
llena de hombres da a la conciencia individual una mayor tensión, una mayor espiritualidad
e inteligencia, obligando asi a encumbrar el idioma; de suerte que el nacimiento de la
gramática se halla quizá en relación con la nota racial del gran número.
Desde entonces ya no se ha producido ningún sistema gramatical. Los posteriores se han
originado en transformación de los anteriores. Nada sabemos de esos idiomas propiamente
primarios; ignoramos su estructura y su sonido. Por muy lejos que tendamos la mirada hacia
atrás, siempre hallamos sistemas completamente formados que todos usan y los niños
aprenden como algo natural. Parécenos increíble que pueda haber sido antaño de otro
modo, que un profundo sentimiento de temor haya podido antaño acompañar la audición de
esos idiomas raros y misteriosos—romo en épocas históricas era y aún es el caso para la
escritura—. Sin embargo, debiéramos contar con la posibilidad de que los idiomas verbales,
al aparecer en un mundo de comunicaciones sin palabras, hayan sido al principio el
privilegio de unos pocos, patrimonio secreto celosamente defendido por su posesores. Mil
ejemplos demuestran la propensión a semejante privilegio: el francés como idioma
diplomático, el latín como idioma sabio, el sánscrito como idioma sacerdotal. Uno de los
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orgullos de los círculos raciales consiste en poder hablar sin ser entendidos por «los otros».
El idioma de todos es ordinario. «Poder hablar con uno» es un privilegio o una pretensión. El
uso de la lengua escrita entre las personas educadas, el desprecio del dialecto son señales
del orgullo ciudadano. Sólo nosotros vivimos en una civilización en donde los niños
aprenden a escribir con la misma naturalidad con que aprenden a hablar. Pero en todas las
culturas anteriores, la escritura era un arte raro y no accesible a todos. Estoy convencido de
que en muy remotas edades sucedió lo mismo con el lenguaje de palabras.
El movimiento de la historia del lenguaje es enormemente rápido. En ella un siglo significa
ya mucho. Recordemos aquel idioma de gestos que usaron los indios norteamericanos
porque los dialectos cambiaban tan rápidamente que la gesticulación era el único modo
como las diferentes tribus podían llegar a entenderse. Compárese la inscripción del foro,
recién descubierta- -es próximamente del año 500—con el latín de Plauto —de hacia 200—y
éste a su vez con el de Cicerón. Si admitimos que los más antiguos textos védicos nos
conservan el estado idiomático de 1200 antes de Jesucristo, puede muy bien suceder que el
estado de la lengua en 2000 fuese tan distinto que ni aun remotamente puedan vislumbrarlo
los indogermanistas con su método de las conclusiones retroactivas. Pero este allegro de la
historia del lenguaje se convierte en lento cuando aparece la escritura, idioma de la
duración, deteniendo y paralizando los sistemas en muy distintos períodos de su evolución.
Por eso es esta evolución tan poco transparente, porque sólo poseemos restos de idiomas
escritos. Tenemos originales del año 3000, que pertenecen al mundo lingüístico egipcio y
babilónico. Pero los restos más antiguos de los idiomas indogermánicos son transcripciones
cuyo estado idiomático es mucho más joven que su contenido.
Todo esto ha determinado que los destinos de la gramática y del vocabulario sean
diferentes. La gramática se relaciona con el espíritu. El vocabulario, con las cosas y los
lugares. Sólo los sistemas gramaticales sufren un cambio íntimo natural.
Pero las bases psicológicas del uso de las palabras exigen que, aunque varíe la
pronunciación, se conserve fija la estructura interna mecánica de los sonidos, pues en ella
se funda la esencia de la nominación. Las grandes familias lingüísticas son exclusivamente
familias gramaticales. Las palabras, en ellas, carecen, por decirlo así, de patria y emigran de
unas a otras.
Un defecto fundamental de la lingüística—sobre todo de la indogermánica—ha consistido en
tratar la gramática y el vocabulario como si formaran una unidad. Todos los idiomas
profesionales—los idiomas del cazador, del soldado, del deportista, del marino, del sabio—
son en realidad vocabularios que pueden ser empleados dentro de cualquier sistema
gramatical. El vocabulario semi antiguo de la química, el de la diplomacia francesa, el de los
hipódromos ingleses se ha naturalizado por igual en todos los idiomas modernos. Si
calificamos de «palabras extranjeras» esos términos, debiéramos incluir en ese calificativo
igualmente la mayor parte de las «raíces» de los idiomas viejos.
Todos los nombres viven adheridos a las cosas que significan y comparten la historia de
éstas. En griego los nombres de los metales son de origen extranjero. Las palabras taèrow,
xitÅn, oänow, son semíticas. En los textos hetitas de Boghazkoi [104] aparecen numerales
indios que llegaron a esta comarca en términos profesionales relacionados con la cría del
caballo.
Expresiones de la administración romana penetraron en gran número en el Oriente griego
[105], como las de la administración prusiana en ruso, desde Pedro el Grande. Muchas
palabras árabes se han conservado en la matemática, la química y la astronomía de
Occidente. Los normandos, que eran de por si germanos, han llenado el inglés de palabras
francesas. En los bancos de las regiones germánicas se emplean multitud de términos
italianos. En épocas primitivas, la agricultura, la ganadería, los metales, las armas, los
oficios en general, los cambios comerciales y todas las relaciones jurídicas entre las tribus
debieron provocar emigraciones de palabras en grandes masas de un idioma a otro. Los
nombres geográficos se hallan siempre en el circulo del idioma que predomina en cada
época; de suerte que una gran parte de los toponímicos griegos son carios. Los toponímicos
alemanes suelen ser célticos. Sin exageración puede decirse que cuanto más extendido está
un término indogermánico, tanto más joven es y tanto más verosímil resulta que sea
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«palabra extranjera». Los nombres más rancios son justamente los que más estrictamente
permanecen en posesión incompartida. Las palabras comunes al griego y al latín son las
más Jóvenes. ¿Pertenecen acaso teléfono, gas, automóvil al vocabulario del «pueblo
primitivo»? Supongamos por un momento que de los términos primarios del idioma ario tres
cuartas partes sean egipcios o babilónicos del milenio tercero. Pues bien, el sánscrito, tras
un milenio de evolución sin escritura, no nos revelaría ya nada de dichos orígenes; como las
innumerables voces latinas que han penetrado en el alemán resultan ya completamente
imposibles de reconocer. La terminación eta de Enriqueta es etrusca. ¿Cuántas
terminaciones «típicamente arias» o «típicamente semitas» serán probablemente
extranjeras, sólo que de tal modo cambiadas que ya no es posible reconocer su origen
extranjero? ¿Cómo se explica la notable similitud entre muchas palabras indogermánicas?
El sistema indogermánico es de seguro el más joven y, por lo tanto, el más espiritualizado.
Los idiomas que se han derivado de él dominan hoy en toda la tierra. Pero ¿existía ya hacia
el año 2000 como construcción gramatical peculiar? Es sabido que hoy se admite como
verosímil la existencia de una forma inicial para el ario, el semítico y el camítico. Los más
antiguos restos de escritura india fijan el estado de la lengua quizás hacia 1200. Los más
antiguos restos de la escritura griega fijan el estado del griego quizás hacia 700. Pero en
Siria y Palestina [106] aparecen mucho antes nombres de personas y de dioses indios,
unidos con la cría del caballo; y sus portadores fueron primeramente mercenarios, luego
dominadores [107]. Recuérdese el efecto que las armas de fuego españolas produjeron en
los mejicanos. Acaso esos wikingos terrestres, esos primeros jinetes—hombres nacidos y
educados entre caballos, hombres cuya impresión terrorífica se refleja en las leyendas de los
centauros—llegaron a establecerse a la ventura hacia 1600 en las llanuras del Norte,
trayendo el idioma y las divinidades de la caballería india. ¿Acaso trajeron también el ideal
ario de las clases, de la raza y de la conducta en la vida? Según lo que hemos dicho antes
sobre la raza, esto explicaría el ideal racial de las comarcas de lengua aria, sin necesidad de
admitir las «emigraciones» de un «pueblo primitivo». No de otro modo fundaron los
caballeros cruzados sus ciudades en el Oriente, justamente en el mismo sitio en que 2500
años antes los héroes de los nombres mitanni.
Acaso también ese sistema no fuera hacia 3000 mas que un dialecto insignificante de un
idioma que se ha perdido. La familia de las lenguas románicas dominaba en 1600 de
Jesucristo todos los mares. Pero hacia el año 400 antes de Jesucristo, el «idioma
primario»—el latín—ocupaba un territorio de cincuenta millas cuadradas. Es seguro que el
cuadro geográfico de las familias gramaticales hacia 4000 era muy revuelto. El grupo
semítico-camítico-ario—si en efecto constituyó antaño una unidad—no debía tener por
entonces una gran importancia. A cada paso tropezamos con restos ruinosos de viejas
familias lingüísticas que pertenecen rigurosamente en los viejos tiempos a sistemas muy
extendidos; entre ellas citaremos el etrusco, el vascuence, el sumérico, el ligúrico, los viejos
idiomas del Asia menor. En el archivo de Boghazkoi han sido hasta ahora encontrados ocho
nuevos idiomas que estuvieron en uso hacia el año 1000. Dado el movimiento que entonces
llevaba la transformación, es posible que el ario formase hacia el año 2000 una unidad con
otros idiomas de que hoy no tenemos la menor idea.
13
La escritura constituye una nueva especie idiomática y significa una transformación
completa en las relaciones de la conciencia humana. La escritura, en efecto, liberta la
conciencia de la presión que el presente ejerce sobre ella. Los idiomas de imágenes que
designan objetos son mucho más antiguos; más antiguos probablemente que todas las
palabras. Pero aquí la imagen no designa inmediatamente una cosa visible, sino ante todo
una palabra, algo abstraído ya de la sensación. Es el primero y único ejemplo de un idioma
que no trae consigo un pensamiento, sino que presupone un pensamiento ya formado.
La escritura implica, pues, una gramática previa bien desarrollada. La escritura y la lectura
son actividades infinitamente más abstractas que la elocución y la audición. Leer es
perseguir una imagen escrita con el sentimiento de la significación que evocan los sonidos
correspondientes. La escritura contiene signos, no de cosas, sino de otros signos. El sentido
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gramatical debe ser completado por la intelección momentánea.
La palabra pertenece al hombre en general. La escritura pertenece sólo al hombre culto. La
escritura—por oposición al idioma de palabras—depende toda, y no sólo en parte, de los
sinos políticos y religiosos por que atraviesa la historia universal. Todas las escrituras nacen
en las culturas particulares y constituyen uno de sus símbolos más profundos. Pero todavía
no tenemos una amplia historia de la escritura. Y en cuanto a la psicología de las formas y
de las transformaciones de la formas, ni siquiera ha sido todavía intentada por nadie. La
escritura simboliza la lejanía, esto es, no sólo la amplitud, sino también y sobre todo la
duración, el futuro, la voluntad de eternidad. Se habla y se oye en la proximidad y en el
presente. Pero la escritura nos permite dirigirnos a hombres que no hemos visto o que no
han nacido. La voz de un hombre resuena en la escritura siglos después de su muerte. La
escritura es el primer síntoma de la vocación histórica. Por eso nada hay tan característico
en una cultura como su relación interior con la palabra escrita. Si sabemos tan poco acerca
de los indogermanos es porque las dos más viejas culturas cuyos hombres usaron ese
sistema—la india y la antigua—por su disposición ahistórica, no crearon una escritura propia
y hasta rechazaron la escritura ajena durante mucho tiempo. En realidad todo el arte de la
prosa antigua está creado inmediatamente para el oído.
Leíase en alta voz, como si se estuviera hablando. Decimos todavía que fulano «habla como
un libro». Y justamente nuestra eterna vacilación entre la imagen escrita y el sonido de las
palabras es la causa de que no hayamos conseguido formar un estilo en la prosa, a la
manera ática. En cambio, cada religión de la cultura arábiga desarrolló su escritura propia,
conservándola aún en los casos en que varió de lengua. La duración de los libros y doctrinas
sagrados está en relación con la escritura, como símbolo de la duración. Los más viejos
testimonios de la escritura por letras se encuentran en los caracteres de la Arabia meridional
que, sin duda alguna, se dividían según las sectas mineos y sabeos. Estos testimonios
llegan acaso hasta el siglo X antes de Jesucristo. Los judíos, los mandeos y los maniqueos
de Babilonia hablaban el arameo oriental; pero tenían cada uno su propia escritura. A partir
de la época abbassida, predomina el árabe; pero los cristianos y los Judíos siguen
empleando su propia escritura. El Islam propagó la escritura árabe entre sus sectarios,
aunque éstos hablasen lenguas semíticas o mongólicas, o arias, o negras [108]. La
costumbre de escribir produce en todas partes la distinción inevitable entre el idioma escrito
y el idioma de la conversación. El idioma escrito aplica el simbolismo de la duración al
estado gramatical, que sigue las transformaciones del idioma hablado con gran lentitud y
malquerencia. Por eso el idioma hablado representa siempre un período más reciente. No
existe una koin® [109] griega, sino dos [110]. La enorme diferencia que existía entre el latín
escrito y el latín hablado en la época imperial se patentiza en la estructura de los primeros
idiomas romances. Cuanto más vieja es una civilización, tanto mayor es la diferencia, hasta
llegar a la distancia que separa hoy el chino escrito del Kuanchua, idioma de los chinos
cultos en el Norte de China. Ya no se trata de dos dialectos, sino de dos idiomas totalmente
distintos.
En esto se manifiesta ya la escritura como privilegio de casta y principalmente privilegio
antiquísimo de la clase sacerdotal. Los aldeanos no tienen historia, y, por tanto, no tienen
escritura. Pero también existe una pronunciada aversión de la raza contra la escritura. Me
parece de importancia suma para la grafología el observar que cuantos más rasgos raciales
posee el que escribe, tanta mayor soberanía e independencia afirma sobre la estructura
ornamental de los signos escritos, substituyéndolos por formas lineales personalísimas. El
hombre tabú, en cambio, al escribir, siente cierto respeto por las formas propias de los
signos y trata involuntariamente de reproducirlas con exactitud. Esto distingue al hombre
activo, que hace la historia, del sabio que la escribe, la «eterniza». En todas las culturas los
signos escritos son propiedad de la clase sacerdotal, en la cual debemos incluir al poeta y al
sabio. La nobleza desprecia la escritura. Manda escribir a otros. La actividad de escribir ha
tenido siempre cierto matiz espiritual y eclesiástico.
Las verdades intemporales lo son, cuando en vez de pronunciadas quedan escritas.
Reaparece aquí la oposición entre el castillo y el templo. ¿Qué es lo que debe durar, la
acción o la verdad? El documento conserva los hechos, el libro sagrado las verdades. Lo
que allí es crónica y archivo, es aquí tratado doctrinal y biblioteca. Por eso el libro, como el
edificio del culto, no es algo adornado con ornamentos, sino que constituye por sí un
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ornamento [111]. La historia del arte, al estudiar las épocas primitivas, debiera ocuparse con
preferencia de la escritura y sobre todo de la cursiva más que de la monumental. Aquí se
puede conocer con ejemplar pureza lo que son el estilo gótico y el estilo mágico. No hay
ornamento alguno que tenga la intimidad de una forma de letra o de una página escrita. El
arabesco no se muestra en parte alguna tan perfecto como en los versículos, del Corán
escritos sobre las paredes de una mezquita.
Pues ¿y el gran arte de las iniciales, la arquitectura de la página, la plástica de la
encuadernación? Un Corán en escritura cúfica produce en cada página la impresión de un
tapiz. Una Biblia gótica es como una pequeña catedral. Característico del arte antiguo es su
tendencia a embellecer todos los objetos sobre que hace presa—salvo la escritura y el rollo
de papiro. Manifiéstase en esto el odio a la duración, el desprecio de una técnica que, a
pesar de todo, es más que técnica. Ni en la Hélade, ni en la India existe un arte de las
inscripciones monumentales, como el de Egipto. A nadie se le ocurrió, al parecer, que una
hoja con un autógrafo de Platón pudiese ser una reliquia, o que en el Acrópolis pudiera
conservarse un preciado ejemplar de los dramas de Sófocles.
Cuando la dudad se encumbra sobre la aldea, cuando la burguesía aparece junto a la
nobleza y al sacerdocio, cuando el espíritu urbano asume la hegemonía, la escritura sufre
una transformación. Ya no es la propagadora de las glorias aristocráticas y de las verdades
eternas. Ahora se ha convertido en un medio de relación económica y científica. La cultura
india y antigua rechazaron la escritura en aquella su primera función. Y hubieron de admitirla
en este segundo sentido, importada, empero, de fuera. La escritura fue penetrando
lentamente como instrumento despreciable, consuetudinario. Al mismo tiempo que esto
sucedía—y con igual significación—introdújose en China el signo fonético hacia el año 800 y
en Occidente inventóse la imprenta en el siglo XV. El símbolo de la duración y de la lejanía
alcanza así su energía máxima. Finalmente, las civilizaciones han dado el último paso para
proporcionar a la escritura una forma adecuada a su fin. Ya hemos dicho que la invención de
la escritura por letras constituyó hacia 2000 en la civilización egipcia una innovación
puramente técnica. En idéntico sentido Li Si, el canciller del Augusto chino, introdujo en 227
la escritura china unitaria. Por último, entre nosotros ha nacido una nueva especie de
escritura cuya verdadera significación pocos han reconocido. Que la escritura egipcia por
letras no es algo definitivo y último lo demuestra la escritura taquigráfica, invención pareja a
la del alfabeto. La taquigrafía no es solamente una escritura abreviada, sino que representa
la superación de la escritura por letras mediante un principio de comunicación nuevo y
sumamente abstracto. Es posible que en los siglos próximos las letras sean substituidas por
formas escritas de esa especie.
14
¿Puede ya hoy arriesgarse el intento de escribir una morfología de los idiomas cultos? Es lo
cierto que la ciencia hasta ahora no ha descubierto siquiera este problema. Los idiomas
cultos son los idiomas del hombre histórico. Su sino no se desenvuelve en periodos
biológicos; sigue la evolución orgánica de ciclos vitales rigurosamente circunscritos. Los
idiomas cultos son idiomas históricos. Esto significa en primer término: que no hay
acontecimiento histórico ni institución política que no hayan sido determinados por el espíritu
del idioma en ellos empleado, y viceversa, que no hayan influido sobre el espíritu y la forma
de dicho idioma. La construcción oracional latina es también una consecuencia de las
batallas romanas, que movilizaron todo el pensamiento del pueblo para la administración de
las comarcas conquistadas. La prosa alemana, con su carencia de normas fijas, deja ver aún
hoy las huellas de la guerra de los Treinta años. La dogmática cristiana primitiva hubiera
tenido otro cariz si sus más antiguas obras no se hubiesen escrito todas en griego sino en
sirio, como las de los mandeos. Pero aquello significa también, en segundo término, que la
historia universal está dominada por la existencia de la escritura, medio histórico
propiamente dicho de la mutua inteligencia. Y ese dominio se ejerce en un grado que la
investigación científica casi no sospecha. El Estado, en su sentido superior, presupone las
comunicaciones escritas. El estilo de toda política viene absolutamente determinado por la
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significación que en cada momento tienen los documentos, los archivos, las firmas, la
publicidad en el pensamiento político-histórico de un pueblo. La lucha por el derecho es una
lucha en pro o en contra de un derecho escrito. Las constituciones substituyen la fuerza
material por la redacción de ciertos párrafos y elevan el documento escrito a la categoría de
un arma. El habla es cosa del presente.
La escritura pertenece a la duración, del mismo modo que los acuerdos verbales y la
experiencia práctica se refieren al presente, mientras que la escritura y el pensamiento
teorético caen en la duración. A esta oposición puede reducirse la mayor parte de la historia
política interna de todas las postrimerías.
Los hechos, con su eterna mudanza, oponen resistencia a la escritura. Pero las verdades
exigen la escritura. Tal es la oposición histórica de dos partidos que en una u otra forma
existen siempre en las grandes crisis de todas las culturas. Uno vive en la realidad. El otro
opone a la realidad un libro. Todas las grandes revoluciones presuponen literatura.
El grupo de los idiomas occidentales cultos aparece hacia el siglo X. Los cuerpos de
lenguaje existentes hasta entonces, el habla germánica y romance, el latín conventual se,
transforman en idiomas escritos por obra de un espíritu uniforme. Tiene que haber un rasgo
común en el desarrollo del alemán, del inglés, del italiano, del francés, del español desde
900 hasta 1900, como asimismo en la historia de los idiomas helénicos e itálicos, incluso el
etrusco, desde 1100 hasta la época imperial. Pero prescindiendo de la esfera de expansión
de las familias lingüísticas y de las razas, ¿qué es lo que los limites territoriales de la cultura
han condensado aquí? ¿Qué variaciones comunes han sufrido el griego helenístico y el latín
desde 300 en la pronunciación, en el uso de las palabras, en la métrica, en la gramática, en
el estilo? ¿Cuáles son los cambios comunes experimentados por el alemán y el italiano
desde el año 1000 y que no
han sufrido en común el italiano y el rumano? Estos problemas no han sido todavía objeto
de una investigación metódica.
Toda cultura, en el momento en que despierta, se encuentra con los idiomas aldeanos,
idiomas del campo sin ciudades, idiomas «eternos» que, apenas tocados por los
acontecimientos de la gran historia, atraviesan como dialectos no escritos las épocas
posteriores y la civilización, sufriendo lentas e imperceptibles transformaciones. Sobre esos
idiomas de la aldea se alza el lenguaje de las otras dos clases sociales primarias; este
lenguaje es la primera manifestación de una relación entre conciencias, relación que ya
tiene cultura, que ya es cultura. Aquí, en los círculos de la nobleza y de la clase sacerdotal,
transfórmanse los idiomas en idiomas cultos, siendo el habla un producto del castillo y el
idioma un producto del templo. Asi, en el umbral mismo de la evolución, sepáranse los dos
aspectos en que se despliega la actividad de la mutua inteligencia. De un lado, la parte
vegetativa; de otro, la parte animal. De un lado, el sino de la parte viviente, orgánica. De
otro lado, el sino de la parte muerta, mecánica. El aspecto totémico afirma la sangre y el
tiempo. El aspecto tabú los niega. Por doquiera en los primeros tiempos se forman los
idiomas rígidos del culto, cuya santidad queda asegurada por su inmutabilidad. Son sistemas
muertos desde hace mucho tiempo o ajenos a toda vida y paralizados artificialmente, con un
vocabulario rigurosamente conservado, como conviene para la redacción de las eternas
verdades. Así el védico antiguo y el sánscrito quedaron anquilosados en la forma de idiomas
sabios. El egipcio del imperio antiguo perduró intacto como idioma sacerdotal, tanto que las
formas sacras no eran ya entendidas en el imperio nuevo, como tampoco en Roma se
entendían en la época de Augusto el Carmen saliare y el cantar de los Hermanos Arvales
[112]. En la época primitiva de la cultura arábiga murieron simultáneamente como idiomas
hablados el babilónico, el hebreo y el avéstico—probablemente hacia el segundo siglo antes
de Jesucristo—, Pero justamente por eso los libros sagrados de los caldeos, de los judíos y
de los persas oponen los viejos idiomas muertos al arameo y al pehlewi. Igual significación
tenían el latín gótico para la Iglesia, el latín de los humanistas para la ciencia del barroco, el
eslavo eclesiástico en Rusia y seguramente el sumérico en Babilonia.
En cambio, el idioma hablado tiene su centro en las primeras cortes y castillos. Aquí es
donde se forman los idiomas vivos de la cultura. El habla afina los hábitos de la
conversación, educa la palabra, da el buen tono a la elocución, a los giros, define el ritmo
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elegante en la elección de los términos y de las voces. Todo esto es signo de raza. Esto no
se aprende en las celdas de los conventos ni en las cámaras de los sabios, sino en el trato
distinguido con modelos vivos. El idioma de Homero [113], como el francés de las cruzadas
y el alemán medieval de los Staufen, se formó en los círculos nobles, como signo y
privilegio de una clase social, por costumbres locales. Cuando se dice que sus creadores
fueron los grandes épicos, los escaldas, los trovadores, no debiera olvidarse que estos
cantores y recitadores recibieron para ese fin una educación lingüística en el círculo social
en que se movían. La gran hazaña que la cultura lleva a cabo al hacerse adulta consiste en
crear una raza y no una secta.
El idioma de la cultura espiritual se orienta hacia los conceptos y los raciocinios. Su labor
consiste en exaltar a su máxima potencia la utilidad dialéctica de las palabras y las formas
oracionales. Asi se produce una diferencia cada vez mayor entre el idioma escolástico y el
cortesano, entre el uso intelectual y el uso social. Por encima de todos los límites que
separan unas de otras las diferentes familias lingüísticas, hay algo de común en la manera
de expresarse Plotino y Santo Tomás, o el Veda y la Mischna. Aquí se encuentra el punto de
partida de todo idioma sabio que, en Occidente (sea alemán, inglés o francés), no ha
borrado aún las últimas huellas de su ascendencia, el latín escolástico. Aquí se halla
también el origen de las expresiones metódicas especializadas y de las formas oracionales
del raciocinio. Esta oposición entre las maneras como se entienden los hombres en el gran
mundo y en la ciencia, se prolonga hasta muy entradas las épocas postrimeras. El centro de
gravedad de la historia del idioma francés reside resueltamente en el aspecto racial, en el
habla, en la corte de Versalles y en los salons de París. Hasta aquí se ha transmitido el
esprit précieux de las novelas de Artús, elevado al tipo de la conversación, arte clásico del
habla, que domina todo el Occidente. Para la filosofía griega representó grandes dificultades
el hecho de que la lengua jónico ática se hubiese formado en las cortes de los tiranos y en
los banquetes. Resultaba más tarde casi imposible hablar de silogística en la lengua de
Alcibíades. Por otra parte, la prosa alemana, que en la época decisiva del barroco no logró
encontrar un punto central para elaborarse en perfección, vacila todavía hoy entre los giros
franceses y los giros latinos—entre la cortesanía y la sabiduría—según quiere expresarse
bien o expresarse con exactitud. Los clásicos alemanes proceden, en lo que al idioma se
refiere, de dos orígenes: la cátedra, sagrada o profana, y los castillos o pequeñas cortes en
donde fueron preceptores de príncipes y nobles. Esto les dio un estilo muy personal, que
puede imitarse, pero que no ha logrado crear una prosa alemana específica y paradigmática.
A estos idiomas de clase agrega luego la ciudad una tercera y última forma, la lengua de la
burguesía, la lengua escrita propiamente tal, lengua inteligible, clara, adecuada a sus fines,
prosa en el sentido estricto de la palabra. Vacila levemente entre los giros distinguidos y los
giros sabios. Acoge las nuevas formas y términos de moda, pero al mismo tiempo se aterra
a los conceptos preexistentes. Pero en su esencia es de naturaleza económica. Tiene de si
misma la idea de que es el signo de una clase social frente al habla ahistórica, eterna, del
«pueblo», habla de que Lutero y otros se sirvieron con gran escándalo de sus refinados
contemporáneos. Con la victoria definitiva de la ciudad, esos idiomas urbanos se apropian la
lengua del mundo distinguido y la lengua de la ciencia. En las capas superiores de las
poblaciones urbanas formóse una lengua común, una koin® uniforme, inteligente, práctica,
tan enemiga de los dialectos como de la poesía. Este idioma, que pertenece al simbolismo
de toda civilización, es algo mecánico, preciso, frío, con gestos reducidos al mínimo
necesario. Estas lenguas últimas, sin patria, sin raíces, pueden ser aprendidas por cualquier
comerciante o por cualquier mozo de cuerda: el helenístico en Cartago y en el Oxus, el
chino en Java, el inglés en Shangai.
Para su inteligencia, el «habla» es insignificante. ¿Quién es su verdadero creador? No es ni
el espíritu de una raza, ni el espíritu de una religión. Es simplemente el espíritu de la
economía.
C
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PUEBLOS PRIMITIVOS, PUEBLOS CULTOS, PUEBLOS
FELAHS
15
Ahora ya podemos, aunque con extremadas precauciones, acercarnos al concepto de
«pueblo» y poner orden en el caos de las formas populares, caos que la investigación
histórica del tiempo presente ha contribuido no poco a enturbiar. No hay palabra que haya
sido tan usada y tan sin critica usada como la palabra pueblo. No hay ninguna que necesite
como ella de una crítica rigurosa. Historiadores muy precavidos, después de haberse
esforzado por aclarar hasta cierto punto el concepto de pueblo, siguen sin embargo en el
curso ulterior de la investigación, identificando los pueblos, los grupos raciales y las
comunidades de idioma. Cuando encuentran el nombre de un pueblo lo usan sin más ni más
como designación idiomática. Cuando descubren una inscripción de tres palabras, ya en
seguida se figuran haber determinado un nexo racial. Si hallan que algunas «raíces»
coinciden, evocan al punto un pueblo primigenio, con un solar primitivo, en la lejanía. Y el
sentimiento nacional moderno ha contribuido a exaltar ese «pensamiento por unidades
populares».
Pero ¿son un pueblo los helenos, los dorios o los espartanos? ¿Son un pueblo los celtas, los
galos o los senones? Si los romanos constituían un pueblo, ¿qué eran entonces los latinos?
¿Qué unidad designa el nombre de los etruscos en la población de Italia hacia 400? ¿No se
ha llegado a hacer depender su «nacionalidad» de la estructura de su idioma, como
igualmente en el caso de los vascos y de los tracios? ¿Qué concepto de pueblo se
comprende en las palabras: americanos, suizos, judíos, buros? ¿Qué es lo que
esencialmente constituye la unidad de un pueblo? ¿La sangre, el idioma, la fe, el Estado, el
paisaje?
Por lo general la comunión de lengua y de sangre no se define sino por métodos científicos.
El individuo no tiene conciencia de dicha comunión. La palabra «indogermano» no es mas
que un concepto científico y más exactamente filológico. Alejandro fracasó en su intento de
fundir los griegos y los persas. Justamente ahora percibimos bien clara la energía del
sentimiento común anglogermano. Pero el pueblo es un nexo del que se tiene conciencia.
Hay que tomar en consideración el uso corriente del idioma. Todo hombre designa la
comunidad que le es más intima -y pertenece a muchas—con la voz «pueblo» [114], en la
que no deja de poner cierto patetismo. Y propende luego a aplicar a los nexos más varios
ese concepto particular que nace de una emoción personal. Para César los Arvernos eran
una civitas. Para nosotros los chinos son una «nación». Por eso no los griegos, sino los
atenienses, eran un pueblo. Y sólo algunos de entre ellos, como Isócrates, tenían el
sentimiento de ser ante todo helenos. De dos hermanos, uno puede llamarse suizo y el otro,
con igual razón, alemán. Estos no son conceptos científicos, sino hechos históricos. Pueblo
es un nexo entre hombres que se sienten formando un todo. Cuando ese sentimiento se
extingue, cesa el pueblo de existir, aun cuando perdure el nombre y sigan existiendo las
familias. En este sentido los espartanos se sentían pueblo y quizá también los dorios hacia
1100; pero de seguro no los dorios hacia 400. Los cruzados se constituyeron como un
pueblo al jurar la cruzada en Clermont. Los mormones se sintieron pueblo cuando fueron
expulsados de Missouri (1839) [115]. Los mamertinos, mercenarios de Agatocles,
despedidos por su jefe, se unieron formando un pueblo, por la necesidad de combatir Juntos
para buscarse un refugio. ¿Fueron muy diferentes el principio que reunió en un solo pueblo a
los jacobinos y el que juntó a los hycsos? ¿Cuántos pueblos no habrán surgido del séquito
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de un jefe o de una tropa de fugitivos? Un nexo semejante puede muy bien cambiar la raza;
asi los osmanes aparecieron en Asia menor como mongoles. Puede también cambiar el
idioma, como los normandos sicilianos; puede asimismo cambiar el nombre, como los
acayos o danaos. Mientras dura el sentimiento de la comunidad existe el pueblo como tal
pueblo.
Debemos distinguir entre el sino de los pueblos y el sino de los nombres de los pueblos.
Muchas veces el nombre es lo único de que tenemos noticia. Pero ¿podemos de un nombre
sacar conclusiones sobre la historia, la procedencia, el idioma o aun sólo sobre la identidad
de los que lo llevan? Los investigadores cometen un error al concebir la relación entre
ambos, no en sentido teorético, sino en sentido simplemente práctico, como, por ejemplo, la
que media hoy entre las personas y sus nombres. ¿Se han dado cuenta del número de
posibilidades que aquí existen? El acto de dar un nombre es ya infinitamente grave en los
estadios primitivos. Con el nombre, un grupo humano se destaca con plena consciencia y
adquiere una especie de grandeza sacramental. Pero aquí puede suceder que coexistan los
nombres sacros y los nombres guerreros; o que otros nombres sean hallados en el país o
heredados; o que el nombre de la tribu se cambie por el nombre de un héroe, como en los
osmanes; o, finalmente, que surjan en las fronteras del país numerosos nombres
desconocidos acaso para una parte de la comunidad. Si hasta nosotros no ha llegado mas
que uno de estos nombres, entonces casi puede decirse que toda conclusión acerca de los
que lo llevaran ha de ser necesariamente falsa. Los nombres indudablemente sagrados de
los francos, alemanes y sajones eliminaron los innumerables nombres de la época de la
batalla de Varo. Si no lo supiéramos, estaríamos convencidos de que un cierto número de
viejas tribus fueron expulsadas alquiladas por otras nuevas inmigrantes. Los nombres de
romano y quírite, de espartano y lacedemonio, de cartaginés y punio coexisten juntos; era,
pues, posible admitir la existencia simultánea de los pueblos en Roma, Esparta y Cartago.
Nunca sabremos la relación que mediaba entre los nombres de los pelasgos, los aqueos, los
danaos ni los hechos que les servían de base. Si no supiéramos más que dichos nombres, la
investigación habría aceptado desde hace tiempo la hipótesis de que cada uno representa
un pueblo distinto, con su propio idioma y su propia raza. ¿No se ha querido fijar el curso de
la invasión dórica por la denominación Doris que llevan ciertas comarcas? ¿Cuántas veces
no habrá sucedido que un pueblo cambie su nombre por el de una comarca y se lleve éste
consigo? Tal es el caso en la actual denominación de Prusia y también en los nombres de
los modernos parsis, judíos y turcos. El caso inverso sucede en Borgoña y Normandía. El
nombre de heleno aparece hacia 650, sin que por ello se encuentre en relación con un
movimiento de pueblos. La Lorena recibió su nombre de un principe insignificante, a
consecuencia no de una invasión, sino de un reparto de herencia. Los alemanes se llamaban
en París en 1814 alemanes; en 1870, prusianos, y en 1914, boches.
En otros tiempos hubiéranse descubierto bajo dichos nombres tres pueblos diferentes. En
Oriente llaman francos a los europeos occidentales y españoles a los judíos. Esto obedece a
circunstancias históricas. Pero ¿qué no hubiera podido inferir un filólogo de las
denominaciones escuelas?.
¿A qué resultados llegarían los sabios del año 3000 si, aplicando los métodos actuales,
siguen trabajando con nombres, con restos de idiomas y con los conceptos de solar
originario y emigración? Diríase, por ejemplo, que los caballeros teutones expulsaron en el
siglo XIII a los prusianos paganos, los cuales reaparecieron de pronto, en su migración,
delante de París en 1870. Diríase que los romanos, empujados por los godos, emigraron del
Tiber al bajo Danubio, yendo quizá algunos de silos a establecerse en Polonia, en cuya dieta
se hablaba latín.
Diríase que Carlomagno venció a los sajones en el Weser, que los sajones entonces
emigraron a la comarca de Dresde, mientras que los hanoveranos, a juzgar por los nombres
de las dinastías, abandonaban su solar primitivo para establecerse junto al Tamesis. Los
historiadores han escrito no la historia de los pueblos, sino la historia de los nombres. Pero
los nombres tienen sus destinos propios y ni ellos ni los idiomas, con sus migraciones, sus
cambios, sus victorias y sus derrotas demuestran nada, ni siquiera la existencia de pueblos
correspondientes. Este es un error que comete sobre todo la investigación indogermánica. Sí
en época histórica han emigrado los nombres de Pfalz y de Calabria; si el hebreo ha pasado
de Palestina a Varsovia y el pérsico del Tigris a la India, ¿qué conclusiones validas pueden
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sacarse del nombre de los etruscos y de la supuesta inscripción «tirrena» de Lemnos? ¿O es
que los franceses y los negros de Haití, puesto que hablan el mismo idioma, tienen una
ascendencia común? En la comarca entre Budapest y Constantinopla se hablan hoy dos
idiomas mongólicos, uno semítico, dos «antiguos» y tres eslavos; y estas comunidades de
idioma se sienten cada una como un pueblo
[116]. Si se quisiera construir sobre estos datos una historia de las emigraciones el resultado
sería un extraño producto de tales métodos erróneos. El dórico es la designación de un
dialecto; y no sabemos nada más. Sin duda algunos dialectos de este grupo se expandieron
con gran rapidez. Pero esto no demuestra que al mismo tiempo se haya verificado la
expansión pareja de cierto tipo de hombres correspondiente; ni siquiera demuestra que haya
existido dicho tipo [117].
16
Nos hallamos ante el concepto predilecto del moderno pensamiento histórico. Cuando un
historiador tropieza con un pueblo que ha producido algo, al punto le plantea la pregunta: ¿
de dónde viene? Es cuestión de honra para un pueblo el proceder de alguna parte y tener un
solar originario. Y casi significa un insulto el admitir que un pueblo pueda ser oriundo del
lugar mismo en donde se le encuentra. Las migraciones constituyen un motivo predilecto en
las leyendas de la humanidad primitiva. Pero en la investigación seria ese motivo se ha
convertido casi en manía. Nadie se pregunta si los chinos penetraron en China ni si los
egipcios penetraron en Egipto. Ello parece harto evidente. Lo que los historiadores se
preguntan es cuándo penetraron y de dónde venían. Antes que renunciar al concepto de
patria originaria, los historiadores harían venir a los semitas de Escandinavia y a los arios de
Canaán.
Sin duda está demostrado que las poblaciones primitivas gozan de una gran movilidad. El
problema de los libios oculta de seguro un misterio migratorio. Los libios o sus antepasados
hablaban el camítico, pero eran de cuerpo—como lo demuestran los viejos relieves
egipcios—altos, rubios, con ojos azules; procedían, pues, sin duda del Norte europeo [118].
En Asia menor hay por lo menos tres capas de emigración desde 1300 y acaso tengan
relación con los ataques de los «pueblos marítimos» a Egipto. Algo semejante se ha
demostrado también en el mundo mejicano. Pero no sabemos nada sobre la esencia de
tales movimientos y desde luego no es posible hablar de invasiones y migraciones en el
sentido en que se las representa el historiador moderno, esto es, en el sentido de unos
pueblos compactos que surcan las comarcas en grandes masas, combatiéndose,
empujándose unos a otros, hasta establecerse por fin en un lugar determinado. No es, pues,
la variación en si, sino la representación que de ella tienen los historiadores, la que ha
viciado nuestras opiniones sobre la esencia de los pueblos. Los pueblos no emigran, en el
sentido que hoy se da a esta palabra. Hay que tener mucho cuidado cuando se quiere dar un
nombre a los sujetos de las migraciones antiguas y no siempre será posible usar para ellos
el mismo nombre. Pero también el motivo por el cual se explican continuamente esas
migraciones es mezquino y digno del pasado siglo. Ese motivo no es otro que la necesidad
material. Pero el hambre hubiera dado lugar a muy otros intentos y es de seguro el último de
los motivos que empujaron a los hombres de raza a abandonar sus nidos—aunque se
comprenderá fácilmente que haya sido el más frecuentemente empleado cuando esas
masas de pronto chocan contra un obstáculo militar. En aquellos hombres fuertes y sencillos
actuaba sin duda el afán primario y microcósmico del movimiento en el amplio espacio, la
tendencia profunda a buscar aventuras, la alegría de las expediciones audaces, el disparo
del destino, la afición a la prepotencia y el botín, el luminoso deseo de realizar hazañas, que
ya no podemos ni imaginar siquiera, la afición a la alegre matanza y la fascinación de una
muerte heroica.
Algunas veces habrán sido las disensiones intestinas o la fuga ante la venganza posible del
más fuerte. Pero siempre algo viril y enérgico. Y estas comezones se comunicaban de unos
a otros; y el que se quedaba en su casa era un cobardón. ¿Puede decirse que las
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necesidades vulgares de la vida hayan sido la causa de las cruzadas, de las expediciones de
Cortés y Pizarro y en nuestra época de las aventuras de los tramperos en el Oeste salvaje
de la Unión? Cuando en la historia un pequeño grupo de hombres penetra victorioso en
amplios territorios, es generalmente la voz de la sangre, el afán de destinos grandiosos, el
heroísmo de la raza quien los empuja.
Pero hay que formarse también una idea de la situación en las comarcas recorridas. Esas
expediciones fueron siendo continuamente distintas y no sólo por el diferente espíritu de los
invasores, sino cada día más por la diferente esencia de la población sedentaria que, al fin,
era superior en número. Es claro que en los territorios casi despoblados, lo más corriente fue
la sumisión pura y simple del más débil.
Pero en las situaciones posteriores de una población densa, se trata ya para el más débil de
perder su hogar, su patria. Por lo tanto, ha de defenderse o buscar con las armas una tierra
nueva. Los hombres no caben en el espacio. Las tribus viven en continuo contacto con otras
tribus circundantes y en desconfiada preparación para la resistencia. La dura necesidad de la
guerra educa a los hombres. Los pueblos viven junto a otros pueblos, contra otros pueblos y
se encumbran asi a la grandeza interna. El arma se hace arma contra los hombres y no
contra los animales. Por último, aparece la única forma de emigración de que puede
hablarse en época histórica: tropeles de hombres que se mueven en territorios poblados,
cuya población permanece sedentaria como parte integrante del botín conquistado.
Los vencedores se hallan en minoría y de aquí resultan situaciones completamente nuevas.
Pueblos de forma interior muy enérgica se superponen sobre otras poblaciones mucho más
numerosas, pero informes, y la ulterior transformación de pueblos, idiomas, razas depende
de particularidades muy complicadas. Desde las investigaciones decisivas de Beloch [119] y
de Delbrück [120] sabemos que todos los pueblos migradores—y en este sentido eran
pueblos migradores los persas de Ciro, los mamertinos y los cruzados, como los ostrogodos
y los «pueblos marítimos» de las inscripciones egipcias—eran muy pequeños con relación a
las poblaciones de los territorios ocupados, unos cuantos millares de guerreros que
superaban a los indígenas por su decisión, su resolución de ser ellos mismos un sino, en
lugar de padecerlo. La comarca adquirida no es ya sólo habitable, sino habitada; con lo cual
la relación entre las dos poblaciones se convierte en cuestión de clases, la inmigración de
los recién llegados toma el aire de una expedición militar y el establecimiento definitivo se
torna acción política. Aquí, pues, la victoria de una pequeña tropa de guerreros trae consigo
la expansión del nombre y del idioma de los vencedores. Este hecho, visto en la lejanía de
la historia, aparece fácilmente, harto fácilmente como una «migración de pueblos». Es,
pues, necesario repetir la pregunta anterior: ¿Qué es lo que puede emigrar?
Puede emigrar el nombre de una comarca o de una liga —también el de un héroe cuyo
nombre lleven colectivamente los que le siguen—extendiéndose a lo lejos o extinguiéndose
en un sitio, para ser admitido o impuesto en otra población, o pasando de la comarca a los
hombres y emigrando con ellos, o al revés. Puede emigrar el idioma de los vencedores o el
de los vencidos o igualmente una tercer lengua aceptada por ambos para su mutua
inteligencia. Puede emigrar el séquito de un principe, que sojuzga territorios enteros y se
propaga con las mujeres robadas. Puede emigrar un tropel accidental de aventureros de
distintas procedencias o una población entera, con mujeres y niños como los filisteos que
hacia 1200 antes de Jesucristo siguieron las costas fenicias hacia Egipto [121] enteramente
a la manera germánica, con sus carros tirados por cuatro bueyes. Debemos, pues, preguntar
de nuevo; ¿es lícito inferir el destino de pueblos y razas partiendo de los movimientos que
advertimos en los nombres y en los idiomas? A esta pregunta sólo puede contestarse con un
rotundo no.
Entre los «pueblos marítimos» que una y otra vez atacaron Egipto en el siglo XIII, aparecen
los nombres de los danaos y los aqueos; pero estos dos nombres son en Homero
denominaciones casi míticas. Aparece también el nombre de los luca, nombre que más
tarde se encuentra en Licla; pero los habitantes de este país se llaman tramilos. Por último,
aparecen igualmente los nombres de los etruscos, sardos y sículos; pero de ello no se sigue
que esos turscha hablasen el etrusco posterior ni que tuviesen una conexión corporal con los
habitantes de Italia que llevaron el mismo nombre; y aunque estuviesen probados estos dos
extremos, ello no nos daría derecho a hablar de «uno y el mismo pueblo». Aun suponiendo
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que la inscripción de Lemnos fuese etrusca y que el etrusco fuese indogermánico, esto no
significaría nada para la historia de la raza, aunque podría servir a la historia del lenguaje.
Roma es una ciudad etrusca. ¿No es esto perfectamente indiferente para lo que al alma del
pueblo romano se refiere? ¿Son los romanos indogermanos por el hecho accidental de
hablar un dialecto latino? Los etnógrafos conocen una raza alpina y una raza del país medio,
y al Sur y al Norte de éstas perciben una notable afinidad corporal entre los germanos
septentrionales y los libios. Pero los filólogos saben que los vascos, por su idioma,
constituyen el resto de una población «preindogermánica»— ibérica—. Esas dos opiniones
se contradicen. ¿Eran helenos los que construyeron Micenas y Tirinto? Podríamos preguntar
igualmente si los ostrogodos eran alemanes. Confieso que no comprendo tales preguntas.
Para mi un pueblo es una unidad de alma. Los grandes acontecimientos de la historia no son
propiamente obra de los pueblos; más bien diríamos que son los pueblos obra de los
acontecimientos. Cada acción modifica el alma del agente. Puede suceder que al principio
muchos hombres se reúnan alrededor de un nombre famoso; pero si tras este nombre hay
un pueblo y no una aglomeración, ello es el resultado, no el supuesto, de grandes
acontecimientos. Los destinos de sus emigraciones fueron los que hicieron de los godos y de
los osmanes lo que mas tarde llegaron a ser los «americanos» no emigraron de Europa. El
nombre del geógrafo florentino Américo Vespucio designa en primer término un continente y
luego además un verdadero pueblo cuya índole propia se deriva de la conmoción espiritual
de 1775 y sobre todo de la guerra de Secesión de 1861-1865.
La palabra pueblo no tiene otro contenido. En esto no es lo decisivo ni la unidad de idioma ni
la de la procedencia corpórea. La experiencia íntima del «nosotros» es siempre la que
distingue a un pueblo de una población, destacándolo de ésta y sumiéndolo nuevamente en
ella. Cuanto más profundo sea ese sentimiento del nosotros, tanto más fuerte es la energía
vital del lazo. Hay pueblos de forma enérgica, o laxa, o efímera, o indestructible. Ya pueden
cambiar de idioma, de raza, de nombre, de solar; mientras les dura el alma, los pueblos se
asimilan íntimamente, transformándolos, a los hombres de las más distintas procedencias.
El nombre romano, en la época de Aníbal, designa un pueblo; en la de Trajano designa ya
solamente una población.
Y sin embargo es lícito unir el concepto de pueblo con el de raza. Pero no en el sentido
darwinista de la raza, tan extendido en nuestra época. Ningún pueblo ha podido mantenerse
unido por la mera unidad de procedencia corporal; esta forma no se hubiera conservado ni
siquiera diez generaciones. Nunca se insistirá bastante en que esa procedencia fisiológica
sólo existe para la ciencia y nunca para la conciencia popular. Ningún pueblo se ha
entusiasmado nunca por ese ideal de la «sangre pura». Tener raza no significa tener una
misma determinada materia. La raza es algo cósmico, una dirección, la sensación de unos
sinos concordantes, la marcha por la historia con igual curso y los mismos pasos. Una mala
inteligencia de ese ritmo metafísico es la que da origen al odio de razas que no es menos
fuerte entre franceses y alemanes que entre alemanes y judíos.
Y de una idéntica pulsación nace el amor real—que tiene cierta afinidad con el odio—entre
el hombre y la mujer. El que no tiene raza no conoce ese peligroso amor. Si una parte de la
masa humana que emplea hoy lenguas indogermánicas se acerca mucho a cierto ideal de
raza, esto manifiesta la fuerza metafísica de ese ideal, que ha actuado como principio
educador pero no tiene nada que ver con un pueblo primario, por el estilo del que suponen
los científicos. Es de la mayor importancia el observar que ese ideal no se halla nunca
impreso en el conjunto de la población, sino en el elemento principalmente guerrero y, ante
todo, en la nobleza auténtica, es decir, entre aquellos hombres que viven sumidos en un
mundo de hechos, bajo el imperio del devenir histórico, hombres entregados al sino,
hombres que saben querer y osar; y por otra parte, en los tiempos primitivos, era fácil el
ingreso en la clase de los señores para un extraño de alto rango interior y exterior, cuanto
más que las mujeres eran elegidas por su «raza» y seguramente no por su procedencia. En
cambio, donde más débiles se observan los rasgos de raza es precisamente en las
naturalezas de tipo sacerdotal y científico [122] -como puede comprobarse aún hoy—aun
cuando tengan con las anteriores acaso la máxima afinidad de sangre. Un ánimo vigoroso
educa el cuerpo y hace de él una obra de arte. Los romanos formaron una raza de la más
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rigurosa unidad interna en la maraña confusa de las tribus itálicas; y en esa unidad de la
raza romana vinieron a fundirse hombres de las más distintas procedencias. La raza romana
no es ni etrusca ni latina ni «antigua», sino específicamente romana [123]. En los bustos
romanos de la época final republicana puede contemplarse, como en ningún otro ejemplo, la
fuerza de esa unidad popular.
Los persas constituyen otro ejemplo vigorosísimo de los errores que traen consigo las
representaciones eruditas de pueblo, idioma y raza. Aquí está el motivo profundo y quizá
decisivo por el cual el organismo de la cultura arábiga ha permanecido hasta hoy
desconocido. El persa es un idioma ario; luego—se dice—«los persas» han de ser un
«pueblo indogermánico». La historia y la religión persa constituyen, pues, un tema de la
filología «iránica».
Pero ante todo: ¿es el persa un idioma hermano del indio, procedente de un común idioma
anterior, o es solamente un dialecto indio? Entre el antiguo védico de los textos indios y las
inscripciones de Darío en Behistun median 700 años de desarrollo no escrito, en que la
lengua, por tanto, se transforma con gran rapidez. No es mayor la distancia entre el latín de
Tácito y el francés del juramento de Estrasburgo (842). Ahora bien; las cartas de Amarna y
el archivo de Boghazköi nos dan a conocer numerosos nombres «arios» de personas y
dioses de la mitad del milenio segundo, esto es, de la época de los caballeros védicos; y
dichos nombres aparecen en Siria y Palestina.
Por otra parte, Ed. Meyer [124] observa que esos nombres son indios y no persas; y otro
tanto puede decirse de los numerales descubiertos ahora [125]. De los persas, pues, no se
sabe nada y menos aún de un «pueblo» en el sentido que le dan a esta palabra nuestros
historiadores. Fueron héroes indios los que cabalgaron hacia Oeste; y con su arma
incomparable, el caballo, con su afán de hazañas, significaron una fuerza grande en el
mundo babilónico, que caminaba ya hacia la vejez.
A partir del año 600 aparece en ese mundo la pequeña comarca de Persia con una
población labradora y bárbara, pero políticamente unificada. Dice Herodoto que sólo tres de
sus tribus son propiamente de nacionalidad persa. ¿Conservóse el idioma de aquellos
caballeros en esta montaña, siendo «persa» un nombre de comarca trasladado después a un
pueblo? Los medos, muy semejantes a los persas, llevan también el nombre de una
comarca, cuyas capas guerreras superiores empezaron a sentirse en unidad merced a
grandes éxitos políticos. En los documentos asirios de Sargón y sus sucesores (hacia 700)
encontramos, junto a ciertos toponímicas no arios, patronímicos «arios», siempre aplicados
a personajes importantes. Pero Tiglat Pileser IV (745-727) dice que el pueblo tiene cabellos
negros [126]. El «pueblo persa» de Ciro y Darío puede haberse formado desde ahora con
hombres de la más distinta procedencia, pero unidos fuertemente por la comunidad de vida.
Mas cuando los macedonios, unos dos siglos después, perdieron su poderío, ¿existían aún
los persas en esa forma? ¿Existía en Italia hacia 900 realmente un pueblo lombardo? Es
seguro que el idioma del imperio persa, idioma muy extendido, y la repartición de los pocos
millares de hombres adultos oriundos de Persia en un enorme circulo de labores militares y
administrativas, hubo de disolver bien pronto la unidad popular. En vez de ésta fue una capa
superior, la que, sustentando el nombre pérsico, se sintió unida en unidad política. De esa
capa pocos eran los que procedían realmente de Persia. Es más; ni siquiera existe una
comarca que pueda señalarse como el teatro de la historia persa. Lo que sucede desde
Darío hasta Alejandro, sucede unas veces en la Mesopotamia septentrional, esto es, en una
población de lengua aramea, otras veces en el viejo Sinear; pero desde luego no en Persia,
en donde los edificios suntuosos iniciados por Jerjes no llegaron nunca a terminarse.
Los partos eran una tribu mongólica que había adoptado un dialecto persa e intentaba
encarnar el sentimiento nacional persa en medio de esa población.
Junto al idioma y a la raza aparece aquí también la religión como un problema [127]. La
investigación lo ha mezclado con el del idioma y el de la raza, como si fuese evidente tal
unión; por consiguiente, el problema de la religión persa ha sido tratado siempre en relación
con la India. Pero la religión de aquellos wikingos de la tierra firme, no tenia afinidad con la
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védica, sino que era idéntica a ésta, como lo demuestran las parejas divinas Mitra-Varuna e
Indra-Nasatya de los textos de Boghazköi. En esa religión, que se conservó en medio del
mundo babilónico, aparece luego Zaratustra como un reformador procedente del pueblo
bajo. Es sabido que Zaratustra no era persa. Su creación, como espero demostrarlo,
consistió en trasladar la religión védica a las formas del pensamiento cósmico arameo, en el
cual ya se prepara sordamente la religiosidad mágica. Los daevas, los dioses de la vieja fe
india se convierten en los demonios de la fe semítica, en los dschins de los árabes.
Yahwé y Beelzebub están entre si en la misma relación que Ahura Mazda y Ahriman, en
esta religión de labriegos nacida de un sentimiento cósmico que se cualifica en sentido
moral y dualista del universo. Ed. Meyer ha señalado [128] exactamente la diferencia entre
la concepción india y la concepción «iránica» del universo; pero a consecuencia de los
falsos supuestos en que se apoya, no ha podido conocer el origen de dicha diferencia.
Zaratustra sigue el mismo camino que los profetas israelitas, los cuales transformaron en el
mismo sentido y en el mismo tiempo la fe popular mosaico-cananea. Es bien característico
el hecho de que toda la escatología constituya un bien común de la religión persa y de la
religión judía y de que los textos del Avesta fueran escritos primitivamente en arameo, en la
época de los partos, siendo luego traducidos al pehlewi [129].
Pero ya en la época de los partos se ha verificado, tanto en los persas como en los judíos,
aquella profunda transformación que determina el concepto de nación, no por la pertenencia
a cierta tribu, sino por la adhesión a cierta fe y derecho [130]. Un judío que se convierte al
mazdeísmo se hace persa. Un persa que se hace cristiano pertenece al «pueblo» nestoriano.
La abundantísima población de la Mesopotamia septentrional — comarca madre de la
cultura arábiga—pertenece en parte a la nación judía y en parte también a la nación persa,
en ese sentido que no tiene ya nada que ver con la raza y poco con el idioma «Infiel»
significa ya en la época del nacimiento de Cristo el que no es persa o el que no es judío.
Esta nación es el «pueblo persa» del imperio sassánida. En relación con esto se encuentra
el hecho de que el pehlewi y el hebreo mueran a un mismo tiempo, convirtiéndose entonces
el arameo en la lengua materna de las dos comunidades. Si se quiere emplear la
denominación de arios y semitas, hay que decir que los persas en la época de las cartas de
Amarna eran arios, pero no constituían un «pueblo»; en la época de Darío formaban un
pueblo, pero no tenían raza; en la época de les Sassánidas constituían una comunidad
religiosa, pero de procedencia semítica. Ni hay un pueblo persa primitivo, que sea la
ramificación de un pueblo ario, ni existe una historia persa de conjunto; ni siquiera es posible
señalar una comarca única para las tres historias particulares, las cuales se conexionan
entre si tan sólo por ciertas relaciones lingüísticas.
17
Queda, pues, asi establecida, finalmente, la base para una morfología de los pueblos. Tan
pronto como se conoce su esencia se descubre asimismo un orden interior en el torrente de
los pueblos que cruzan por la historia. Los pueblos no son ni unidades lingüísticas, ni
unidades políticas, ni unidades zoológicas, sino unidades espirituales. Pero precisamente
sobre la base de tal sentimiento, distingo yo entre los pueblos antes de una cultura, en una
cultura y después de una cultura. Siempre ha sido profundamente sentido el hecho de que
los pueblos cultos son algo más definido que los otros pueblos. Lo que antecede a un pueblo
culto lo llamo yo pueblo primitivo. Me refiero a esos lazos de unión fugaces y variadísimos
que sin regla cognoscible se forman y se deshacen en el transcurso de las cosas y que, por
último, con el presentimiento de una cultura nonnata aún, por ejemplo, en la época
prehomérica, precristiana y germánica, condensan la población en grupos y capas de tipo
cada vez más preciso, sin alterar apenas el temple de los hombres.
Una serie de éstos es la que conduce de los cimbros y teutones pasando por los
marcomanos y los godos hasta los francos, lombardos y sajones. Primitivos son los pueblos
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judío y persa en la época de los Seleucidas. Primitivos son los «pueblos marítimos», los
cantones egipcios en la época de Menes. En cambio, los pueblos que subsiguen a una
cultura los llamo pueblos felahs, adoptando el nombre de su ejemplo más famoso, los
egipcios a partir de la época romana.
En el siglo X despierta de pronto el alma fáustica y se manifiesta en innumerables formas.
Entre éstas, junto a la ornamentación y la arquitectura, aparece claramente estampada una
cierta forma de pueblos. Los pueblos del imperio carolingio— sajones, suabios, francos,
visigodos, lombardos—se convierten de pronto en alemanes, franceses, españoles,
italianos.
Toda la investigación histórica ha concebido hasta ahora—a sabiendas y premeditadamente
o no—estos pueblos cultos como algo dado, como algo primario y la cultura misma como un
producto de ellos. Indios, griegos, romanos, germanos han pasado por ser unidades
absolutas, creadoras de la historia.
La cultura griega era- según la historiografía—obra de los helenos, los cuales, por lo tanto,
debían existir como tales helenos desde mucho antes y haber emigrado a Grecia. Otra
representación del nexo entre creador y creación parecía inimaginable.
Considero yo como un descubrimiento decisivo la mutación que se deriva de los hechos
expuestos. Es necesario afirmarlo con todo rigor: las grandes culturas son algo
absolutamente primario, algo que emerge de lo más profundo del alma.
Los pueblos que se hallan en el radio de una cultura son, por su forma interna y por todo su
aspecto, no los creadores, sino las creaciones de esa cultura. Esas formas—los pueblos-, en
las cuales los hombres, a modo de materia, quedan contenidos, poseen un estilo y una
historia de este estilo, como los géneros artísticos y las ideologías. El pueblo de Atenas es
un símbolo, como el templo dórico; el inglés es un símbolo, como la física moderna. Hay
pueblos de estilo apolíneo, de estilo mágico, de estilo fáustico. No son «los árabes» los que
han creado la cultura mágica. La cultura mágica, que comienza en la época de Cristo, es la
que ha creado el pueblo árabe, su última gran creación en la esfera de los pueblos. El
pueblo árabe representa, como el judío y el persa, una comunidad de fe, la del Islam. Los
pueblos son las formas simbólicas en que, condensado, cumple su sino el hombre de esas
culturas.
En cada una de esas culturas, en la mejicana como en la china, en la india como en la
egipcia—llegue o no hasta ese punto nuestro saber— hay un grupo de grandes pueblos con
un mismo estilo. Este grupo de pueblos nace al iniciarse la cultura en cuestión, crea
Estados, sustenta la historia y, en el curso de la evolución, conduce a un fin la forma en él
impresa. Esos pueblos son entre si muy distintos. Parece que no se puede imaginar
oposición más enérgica que la que existe entre atenienses y espartanos, alemanes y
franceses, tsin y tsu; la historia de la guerra reconoce en el odio nacional el medio más
eficaz para establecer decisiones históricas. Pero tan pronto como un pueblo extraño a la
cultura aparece en el contorno, despierta por doquiera un poderoso sentimiento de afinidad
psíquica. El concepto de bárbaro, en el sentido del hombre que no pertenece interiormente a
una cultura, está tan netamente forjado entre los pueblos de Egipto y en el mundo de los
Estados chinos, como entre los antiguos. La energía de la forma es tanta que trasciende a
los pueblos vecinos, imprimiéndose en ellos. Así los cartagineses constituyen un pueblo de
estilo semiantiguo en la historia romana y los rusos forman un pueblo de estilo occidental en
nuestra historia, desde Catalina la Grande hasta la caída del zarismo.
Llamo naciones a los pueblos que tienen el estilo de cierta cultura. Por la palabra misma
distingo entre las naciones y las otras formas de pueblos que anteceden o subsiguen a una
cultura. No es sólo el profundo sentimiento del «nosotros» el que anuda íntimamente el más
importante de todos los grandes lazos. La nación está fundada sobre una idea. Esas
corrientes de una existencia conjunta mantienen una profunda relación con el sino, con el
tiempo, con la historia, relación que en cada caso particular es distinta, y determina también
la relación
del pueblo con la raza, el idioma, el país, el Estado, la religión. La diferencia que existe entre
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el alma de los pueblos chinos y el alma de los pueblos antiguos es la misma que existe entre
el estilo de la historia china y el estilo de la historia antigua.
Los pueblos primitivos y los pueblos felahs viven en esos altibajos zoológicos ya citados; su
vivir es un acontecer sin plan, en el cual, sin fin propio, sin duración fija, ocurren muchas
cosas y, sin embargo, en sentido profundo, no ocurre nada. Sólo las naciones son pueblos
históricos, pueblos cuya existencia es historia universal. Entiéndase bien lo que esto quiere
decir. Los ostrogodos padecieron un gran sino y no tuvieron—interiormente—historia. Sus
batallas, sus establecimientos carecían de necesidad y fueron por tanto, episódicos.
Su fin fue insignificante. Los hombres que hacia 1500 vivían en Micenas no eran todavía
nación. Los que por esa época vivían en la Creta minoica no eran ya nación. Tiberio fue el
último jefe que intentó conducir más allá, en la historia, una nación romana, el último que
intentó salvar para la historia una nación romana. Marco Aurelio, en cambio, es el defensor
de una población romana para la cual existían sucesos, pero no historia. No se puede
determinar a través de cuántas generaciones perdurara un pueblo medo o aqueo, o huno, ni
en qué clase de unidades vivieran las generaciones antecedentes y subsiguientes. Esto no
depende de regla alguna. En cambio, la duración vital de una nación está determinada,
como igualmente el paso y el ritmo de su historia. El número de las generaciones desde el
comienzo de la dinastía Chu hasta el gobierno de Chi-Hoang-Ti, desde los sucesos que
sirven de base a la leyenda troyana hasta Augusto, desde la época de los Tinitas hasta la
dinastía XVIII, es aproximadamente el mismo. Las épocas posteriores de las culturas, de
Solón a Alejandro, o de Lutero a Napoleón, abrazan unas diez generaciones no más.
En estas medidas cronométricas se cumplen los sinos de los pueblos cultos y con ellos los
de la historia universal. Los romanos, los árabes, los prusianos son naciones que han nacido
en las postrimerías. ¿Cuántas generaciones de Fabios y Junios habían vivido con calidad de
romanos cuando se libró la batalla de Cannas?
Pero las naciones son los pueblos que propiamente edifican ciudades. Nacidas en los
burgos, llegan en las ciudades a la cúspide de su conciencia cósmica y de su destino, para
extinguirse en las urbes cosmopolitas. Todo cuadro de ciudad, si tiene carácter, tiene un
carácter nacional. La aldea, toda expresión racial, no posee aún ese carácter. La urbe no lo
posee ya. Nunca se exagerará bastante la energía, la sustantividad, la unidad de ese rasgo
esencial que tiñe de cierto colorido toda la vida pública de una nación y confiere a la menor
manifestación externa la categoría de nota distintiva. Si entre las almas de dos culturas se
alza un muro impenetrable, de manera que ningún hombre de Occidente puede esperar
entender por completo al indio o al chino, otro tanto sucede, en alto grado, entre las
naciones. Las naciones no se comprenden, como los individuos no se comprenden tampoco.
Cada cual comprende una imagen del otro, imagen, empero, creada por él mismo. Pocos y
aislados son los que logran ahondar más. Frente a los egipcios sentíanse afines los pueblos
antiguos; considerábanse como un conjunto. Pero nunca pudieron comprenderse entre sí, ¿
Hay oposición más cruda que la del espíritu ateniense y el espíritu espartano? No sólo desde
Bacon, Descartes y Leibnitz, sino en la escolástica misma hay ya una modalidad alemana,
francesa e inglesa del pensar filosófico. En las mismas física y química modernas difieren
notablemente, según la nación, los métodos científicos, la selección y modo de los
experimentos e hipótesis, su relación mutua y su sentido para el curso y fin de la
investigación. La piedad alemana y la francesa, las costumbres inglesas y las españolas, los
hábitos vitales de alemanes y de ingleses son tan distintos, que la interioridad de toda nación
extranjera resulta siempre, para el término medio y la opinión pública de la nación propia, un
misterio profundo y manantial de constantes y graves errores. Durante el imperio romano
empiezan los hombres a entenderse por doquiera. Por eso mismo puede decirse que no
existía ya aquello que, en las ciudades antiguas, valía la pena de ser comprendido. Al sentir
fácil la mutua inteligencia, cesó aquella humanidad de vivir en naciones; y entonces cesó de
ser histórica [131].
La profundidad de estos sentimientos hace que nunca pueda todo un pueblo ser por igual
pueblo culto o nación. En los pueblos primitivos cada individuo posee el mismo sentimiento
de la comunidad. Pero el despertar de una nación a la conciencia de si misma se verifica
siempre en gradaciones y tiene lugar, sobre todo, en una clase única, cuya alma es más
fuerte y se impone a las demás por la fuerza con que vive y siente. Cada nación está
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representada ante la historia por una minoría. Al despuntar la cultura surge, como flor del
pueblo, la nobleza [132]; y en los círculos nobles es donde recibe estilo grandioso el carácter
nacional, que, por ser inconsciente todavía, es tanto más hondamente sentido en su ritmo
cósmico. «Nosotros» significa la clase de los caballeros en el feudalismo egipcio de 2700, lo
mismo que en el indio y chino de 1200. Los héroes homéricos son los danaos. Los barones
normandos son Inglaterra. El duque de Saint-Simón, que tenia un resto de viejo espíritu
franco, solía decir: «toda Francia estaba reunida en la antecámara».
Y hubo una época en que Roma y el Senado eran realmente lo mismo. Con las ciudades, la
burguesía llega a ser el sustentáculo de lo nacional, o mejor dicho, de la conciencia nacional
—a causa de la creciente espiritualización—que recibe de la nobleza y conduce a su
cumbre. Siempre son circuios particulares los que, en innumerables gradaciones, viven,
sienten, obran y saben morir en nombre, del pueblo. Pero esos círculos se hacen más
grandes. En el siglo XVIII nació el concepto occidental de nación, el cual declaró la
pretensión—y en ocasiones intento realizarla con gran energía—de ser representado por
todos sin excepción. En realidad, como es sabido, los emigrantes, e igualmente los
jacobinos, estaban convencidos de que eran el pueblo, los representantes de la nación
francesa. Un pueblo culto, en donde la noción de pueblo coincida con «todos», no existe.
Esto es posible solamente en los pueblos primitivos y en los pueblos felahs, en una
existencia popular sin hondura, sin rango histórico. Cuando un pueblo es realmente nación,
cuando un pueblo cumple el sino de una nación, existe en él una minoría que, en nombre de
todos, representa y realiza su historia.
18
Las naciones antiguas son las unidades corpóreas más pequeñas posible. Ello corresponde
al alma estática y euclidiana de su cultura. No son naciones los helenos o los jonios, sino el
demos de cada Estado particular, unión de adultos que limita por arriba con el tipo del héroe
y por abajo con el esclavo, en límites jurídicos y, por tanto, nacionales [133]. El sinekismo,
misterioso proceso de los tiempos primeros, por el cual los habitantes de una comarca
abandonan sus aldeas y se reúnen en una ciudad, señala el momento en que la nación
antigua cobra conciencia de sí misma y se constituye como tal nación. Todavía podemos
contemplar cómo desde la época homérica [134] hasta la época de las grandes fundaciones
coloniales, va afirmándose esa forma de nación, que responde por completo al símbolo
primario de la cultura antigua: cada pueblo era un cuerpo visible, abarcable por la mirada, un
sÇma., que negaba resueltamente el concepto del espacio geográfico.
Es indiferente para la historia antigua que los etruscos de Italia sean idénticos de cuerpo o
de idioma a los que llevan el mismo nombre entre los pueblos marítimos, como es
indiferente también la relación que existía entre las unidades prehoméricas de los pelasgos o
los dañaos y las que posteriormente llevaban el nombre de dorios o helenos. Puede ser que
hacia 1100 haya existido un pueblo primitivo dórico o etrusco. Pero lo que nunca ha existido
es una nación dórica o etrusca. En Toscana, como en el Peloponeso, no había mas que
ciudades-Estados, puntos nacionales que aumentaron en la época colonial merced a los
establecimientos remotos, pero que no se ampliaron nunca.
Las guerras etruscas de los romanos fueron siempre guerras contra una o varias ciudades, y
ni los persas ni los cartagineses han tenido enfrente a otra especie de «nación». Todavía
hoy, como en el siglo XVIII, se habla de «los griegos y los romanos».
Pero esta es una expresión falsa. No existió «pueblo» griego en el sentido que nosotros
damos a esta palabra. Es un concepto ese que los griegos no conocieron. El nombre de
helenos, que aparece hacia 650, no designa un pueblo, sino e conjunto de los pueblos cultos
antiguos, la suma de las naciones [135] por oposición al nombre de bárbaros. Y los romanos,
pueblo netamente de estilo ciudad, no pudieron «pensar» su imperio sino en forma de
innumerables puntos nacionales, civitates, en las cuales disolvieron, en efecto,
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jurídicamente, todos los pueblos primitivos de su imperio. Pero en el momento en que el
sentimiento nacional perdió esa forma, llegó a su término la historia antigua.
Uno de los más difíciles problemas de la historiografía futura ha de ser el perseguir de
generación en generación, en las comarcas orientales del Mediterráneo, la extinción
insensible de las naciones antiguas y la aparición y robustecimiento del sentimiento mágico
nacional.
Una nación de estilo mágico es la comunidad de los fieles, el lazo que une a todos los que
conocen el camino recto de la salvación y se sienten unidos interiormente por el idjma [136]
de esa fe. A una nación antigua se pertenece cuando se tiene el derecho de ciudadanía. A
una nación mágica se pertenece cuando se ha verificado el acto sacramental—la
circuncisión entre los judíos, cierta y determinada especie de bautismo entre los mandeos o
los cristianos. Lo que para un pueblo antiguo significa el ciudadano de un Estado extraño,
eso mismo es para un pueblo mágico el infiel. Con él no hay trato ni matrimonio.
Y esta exclusividad llega tan lejos que en Palestina se formaron uno junto a otro un dialecto
judíoarameo y otro cristíanoarameo [137]. Una nación fáustica guarda relación con cierta
especie de religiosidad, pero no está necesariamente unida con determinada confesión. Una
nación antigua no posee relaciones exclusivas con ningún culto determinado. En cambio la
nadan mágica coincida absolutamente con el concepto de Iglesia.
La nación antigua va unida a una ciudad. La nación occidental esta íntimamente relacionada
con un paisaje. La nación arábiga no
conoce ni patria ni lengua materna. Una expresión de su sentimiento cósmico es solamente
la escritura, y cada «nación», en el momento de nacer, desarrolla una escritura propia.
Pero justamente por eso, el sentimiento nacional de estilo mágico—en el pleno sentido de
esta palabra—es tan interior y tan sólido que produce en nosotros—hombres fáusticos, que
echamos de menos en él la noción de patria y hogar—una emoción misteriosa y
desapacible. Esa callada y evidente conexión —por ejemplo, la que une a los judíos actuales
a pesar de vivir bajo pueblos diferentes—ha pasado como concepto de la persona jurídica al
derecho romano «clásico» [138] construido por arameos. La persona jurídica no quiere decir
otra cosa que una comunidad mágica. La comunión judaica posterior al destierro
era una persona jurídica, mucho antes de que hombre alguno descubriera el concepto.
Los pueblos primitivos que preceden a esta evolución son principalmente comunidades de
tribus. Entre ellas están desde los comienzos del milenio 1 antes de Jesucristo los mineos de
Sudarabia, cuyo nombre desaparece hacia loo antes de Jesucristo; los caldeos, que
aparecen igualmente hacia 1000 como grupo de tribus con un idioma arameo y que entre
625 y 539 gobiernan el mundo babilónico; los israelitas, antes del destierro [139]; y los
persas de Ciro [140]. Y esta forma es tan fuerte en el sentir de la población, que los
sacerdotes, al desenvolverse ampliamente desde Alejandro, conservan los nombres de
tribus extinctas o ficticias. Entre los judíos y los sabeos de Sudarabia se llaman levitas; entre
los medos y persas, magos—por el nombre de una tribu médica extinta—; entre los
secuaces de la religión neobabilónica, caldeos, por el nombre de la tribu desaparecida. Pero
aquí, como en todas las demás culturas, la energía del sentimiento común nacional acabó
por superar completamente la antigua división de esos pueblos primitivos.
Asi como el populus romanus sin duda alguna conservó en su seno fragmentos de pueblos
de muy distinta procedencia; asi como la nación francesa admitió indistintamente a los
francos salios y a los indígenas románicos y celtas, asi también la nación mágica prescindió
de la procedencia como nota distintiva.
Esta transformación se llevó a cabo muy poco a poco. Entre los judíos de la época de los
Macabeos, como entre los primeros sucesores de Mahoma, la tribu desempeña todavía un
papel importante. Pero entre los pueblos cultos ya maduros de este mundo mágico, como
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los judíos de la época talmúdica, la tribu no significa nada. Quien sustenta la misma fe
pertenece a la misma nación; fuera criminal el reconocer otra nota característica. El principe
de Adiabene [141] se convirtió al judaísmo con todo su pueblo en la época del cristianismo
primitivo.
y quedaron todos incorporados a la nación judía. Otro tanto puede decirse de la nobleza
armenia y hasta de las tribus caucásicas que por entonces se convirtieron en gran número al
judaísmo. E igualmente, por otra parte, de los beduinos de Arabia, hasta el Sur remoto y aun
más allá, hasta las tribus africanas que lindan con el lago Tchad. Prúebanlo hoy todavía los
falascha, judíos negros de Abisinia. Y manifiestamente se ha conservado el sentimiento de
la unidad de la nación, a pesar de tales diferencias de raza. Se asegura que todavía hoy los
judíos distinguen entre si a primera vista las razas más diferentes y que en los ghettos de la
Europa oriental se reconocen claramente «las tribus» en el sentido del Antiguo Testamento.
Pero esto no significa una diferencia de nación. Entre los pueblos caucásicos, que no
pertenecen al judaísmo, hállase muy extendido, según von Erckert [142], el tipo del judío
europea occidental. En cambio ese tipo no existe apenas, según Weissenberg [143] entre los
judíos de la Arabia del Sur, que tienen la cabeza alargada. Las cabezas de los sabeos, que
vemos en la plástica de los sepulcros de Arabia meridional, presentan un tipo humano que
casi se podría calificar de romano o de germánico. De este tipo proceden los judíos que han
ingresado en la comunión judía, al menos desde el nacimiento de Cristo.
Pero esta disolución de los pueblos primitivos que primero se dividían en tribus y luego
fueron a constituir las naciones mágicas—persas, judíos, mandeos, cristianos, etc.—ha
debido verificarse en gran escala y con notable extensión. Ya he puesto de manifiesto el
hecho decisivo de que los persas, mucho antes de la era cristiana, constituían ya una
comunidad meramente religiosa; y es seguro que su número aumentó infinitamente gracias
a las conversiones a la fe mazdeita. La religión babilónica desapareció por entonces; sus
fieles se convirtieron, pues, unos en «judíos» y otros en «persas». Pero existe una religión
astral—vástago de la antigua babilónica—que en esencia es una religión nueva y posee
grandes afinidades tanto con la persa como con la judía. Esta religión astral lleva el nombre
de los caldeos y sus fieles constituyen una verdadera nación, con idioma arameo. De esta
población aramea, repartida en las naciones caldea, judía y persa, han nacido no solo el
Talmud babilónico, la gnosis y la religión de Mani, sino también en la época del Islam—
cuando casi toda la población pertenecía ya a la nación árabe—el Sufismo y la Schia.
Considerada desde Edessa, también la población del mundo antiguo aparece como una
nación de estilo mágico. Es la nación de «los griegos», según la terminología oriental. Es el
conjunto de los que adhieren a los cultos sincretísticos y viven unidos por el idjma de la
religiosidad antigua decadente. Ya no se trata de las naciones-Estados helenísticas, sino de
una sola comunidad religiosa, los «adoradores de los misterios», los que bajo el nombre de
Helios, Júpiter, Mittra, yeòw ìcistow, adoran una especie de Jahwé o Alah. La palabra
«griegos» significa en todo el mundo oriental un concepto religioso. Y este sentido
corresponde perfectamente con la realidad de entonces. El sentimiento de la polis ha
desaparecido casi por completo; y una nación mágica no necesita patria, no necesita
tampoco unidad de procedencia. El helenismo del imperio seleucida, que ganó prosélitos en
el Turkestán y a orillas del Indo, era por su forma interna afín al judaísmo posterior al
destierro y al persianismo. El arameo Porfirio, discípulo de PIotino, intentó más tarde
organizar el helenismo como una iglesia, con su culto y todo, según el modelo de las iglesias
cristiana y persa. El emperador Juliano dio carácter oficial a esa iglesia helenística. El acto
de Juliano no fue solamente religioso, sino sobre todo nacional. Cuando un judío sacrificaba
a Sol o a Apolo, quedaba convertido en griego. Asi Ammonio Sakkas (+ 242), que fue
maestro de PIotino y probablemente de Orígenes, se convirtió «de cristiano en griego». Lo
mismo le sucedió a Porfirio, quien, como el jurista romano Ulpiano [144], era fenicio de Tiro
y se llamaba primitivamente Maleo [145]. En tales casos los juristas y funcionarios adoptaron
nombres latinos; los filósofos, nombres griegos. Esto le basta a la actual investigación
histórica y religiosa— dominada por el punto de vista filológico—para considerarlos como
romanos y griegos, en el sentido de las antiguas naciones-Estados. Pero, en realidad, ¿
cuántos de entre los grandes alejandrinos no habrán sido griegos solo en el sentido mágico?
¿No serían quizás Plotino y Diofanto por nacimiento judíos o caldeos?
Del mismo modo los cristianos, desde el principio, se sintieron como nación de estilo
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mágico. Y no de otro modo fueron considerados por los demás, tanto por los griegos
(«paganos») como por los judíos. Los judíos estimaron consecuentemente su salida del
judaísmo como una traición y los griegos consideraban la propaganda cristiana en las
ciudades antiguas como una agresión o conquista. Los cristianos daban a los infieles el
nombre de t? ¨ynh. Cuando los monofisitas y los nestorianos se separaron de los ortodoxos,
estas nuevas iglesias fueron otras tantas naciones nuevas que surgieron. Los nestorianos
son gobernados desde 1450 por el Mar-Schamun, que es a la vez príncipe y patriarca del
pueblo y, frente al sultán, adopta la misma posición que antaño poseía el Resch Galuta judío
en el imperio persa. Para comprender las posteriores persecuciones contra los cristianos hay
que tener presente siempre este tipo de conciencia nacional, que nace de un determinado
sentimiento cósmico y, por lo tanto, se manifiesta con absoluta evidencia. El Estado mágico
va unido inseparablemente con el concepto de la fe religiosa. Califato, nación e iglesia
forman una unidad íntima. El Estado de Adiabene se convirtió al judaísmo, como Osroene
ya en 200 se pasó del helenismo al cristianismo, y Armenia, en el siglo VI, del helenismo al
monofisismo. En todo caso se expresaba la idea de que el Estado era idéntico a la
comunidad de los fieles como persona jurídica.
Sin duda en el Estado islamita vivían cristianos; en el persa, nestorianos, y en el bizantino,
judíos. Pero, siendo infieles, no pertenecían al Estado y por eso estaban exentos de la ley
común y sujetos a su legislación propia (véase pág. 99 y ss.). Si en algún momento por su
número o por su proselitismo ponían en peligro la identidad entre el Estado y la Iglesia,
entonces era deber nacional el perseguirlos y exterminarlos. Por eso en el imperio persa
fueron perseguidos primero los ortodoxos («griegos»), luego los nestorianos. Diocleciano
que, como califa —dominus et Deus— había unido la Iglesia pagana al imperio, se sentía
jefe de esos fieles y no podía sustraerse a la obligación de perseguir la otra Iglesia.
Constantino cambió la «verdadera» Iglesia, esto es, cambió la nacionalidad del imperio
bizantino.
A partir de este momento, el nombre «griego» se traslada poco a poco, insensiblemente, a la
nación cristiana y más exactamente a aquella que el emperador, como jefe de los creyentes,
reconocía y mandaba representar en los grandes concilios. Así se explica lo incierto y
vacilante del cuadro histórico que ofrece el imperio bizantino. Este imperio se organiza hacia
290 en la forma del imperio antiguo, y, sin embargo, es desde el principio un Estado
nacional de estilo mágico, que poco después (en 312) cambia de nación sin cambiar de
nombre. Bajo el nombre de «griegos» combatió primero el paganismo como nación contra
los cristianos y más tarde el cristianismo como nación contra el Islam. En su defensa contra
la nación «árabe», ha ido acentuándose la nacionalidad griega de manera que los griegos
actuales son un producto de la cultura mágica, desarrollado primero por la Iglesia cristiana,
luego por el sacro idioma de esta Iglesia y al fin por el nombre de esta Iglesia. El Islam tomó
el nombre de «árabes» de la patria de Mahoma y lo adopto como designación de su unidad
nacional. Es un error identificar esos «árabes» con las tribus beduinas del desierto. Esta
nueva nación, con su alma apasionada y llena de carácter, fue creada por el consensus de
la nueva fe. Como la cristiana, la judía y la persa, esta nación árabe no constituye ni una
unidad de raza ni una unidad de patria. No puede decirse, por tanto, que haya «emigrado».
Su formidable expansión fue debida al hecho de que la mayor parte de las naciones mágicas
ingresaron en su seno. A fines del primer milenio estas naciones decaen todas y adoptan la
forma de pueblos felahs. En esa forma han vivido desde entonces los cristianos de los
Balkanes bajo la dominación turca, los parsis en la India y los judíos en Europa occidental.
Las naciones de estilo fáustico aparecen desde Otón el Grande en formas cada vez más
determinadas y bien pronto disuelven los pueblos primitivos de la época carolingia [146].
Hacia el año 1000 tos hombres más importantes se sienten ya dondequiera alemanes,
italianos, españoles o franceses. Seis generaciones antes, sus abuelos se sentían, en lo
profundo de sus almas, francos, lombardos o visigodos.
La forma que adoptan los pueblos en la cultura occidental posee, como la arquitectura gótica
y el cálculo infinitesimal, una propensión hacia el infinito, tanto del espacio como del tiempo.
El sentimiento nacional comprende por una parte un horizonte geográfico que, para tan
remotos tiempos y tan escasos medios de comunicación, bien puede calificarse de enorme.
Desde luego no tiene par en ninguna otra cultura. La patria como ámbito, como una comarca
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cuyos limites el individuo apenas ha vislumbrado nunca y por la cual, sin embargo, está
dispuesto a morir, he aquí algo que en su profundidad, en su poder simbólico ningún hombre
de otras culturas puede comprender. La nación mágica no tiene patria terrenal. La nación
antigua tiene por patria un punto, en el que se halla condensada. Pero ya en la época gótica
los hombres de Etschtal y los de los castillos de Lituania se sentían miembros de una misma
unión. Esto es inimaginable en la vieja China y en el antiguo Egipto. Esto constituye la
contradicción más abierta a Roma o Atenas, donde todos los miembros del demos se
contemplaban en cierto modo unos a otros de continuo.
Pero aún es más fuerte el pathos de la distancia en sentido temporal. Ha creado, sobre la
idea de la patria como existencia nacional, otra idea que es la que propiamente produce las
naciones fáusticas. Me refiero a la idea dinástica. Los pueblos fáusticos son pueblos
históricos, comunidades que se sienten unidas no por el lugar o por el consensus, sino por la
historia.
Y como símbolo y sustento del sino común aparece visible la casa reinante. Para los chinos
y los egipcios la dinastía era un símbolo de muy distinta significación. Aquí significa el
tiempo, por cuanto actúa y quiere. En la existencia de una sola estirpe se contemplaba lo
que la nación había sido y lo que quería ser.
Este sentido era tan hondamente percibido que la indignidad personal de un regente no
llegaba a conmover el sentimiento dinástico; la idea, y no la persona, era lo importante. Y
por la idea fueron miles de hombres a la muerte en luchas genealógicas. La historia antigua
para los antiguos era una cadena de azares que se sucedían de instante en instante. La
historia mágica, para los hombres de la cultura mágica, era la progresiva realización de un
plan universal, trazado por Dios, plan que se extendía desde la creación al fin del mundo y
que se realizaba en los pueblos y por los pueblos. La historia fáustica es para nosotros una
gran voluntad única, llena de lógica consciente, en cuyo cumplimiento los pueblos aparecen
conducidos y representados por sus reyes. Es éste un rasgo de la raza. No puede
fundamentarse. Así se ha sentido siempre en Occidente y la fidelidad al jefe de las épocas
germánicas se perpetúa en la adhesión feudal del goticismo, en la lealtad monárquica del
barroco y aun en el sentimiento nacionalista del siglo XIX, que sólo en apariencia es
adinástico. No nos engañemos sobre la hondura y rango de esos sentimientos, al considerar
la inacabable serie de perjurios en vasallos y pueblos, y el eterno espectáculo de las intrigas
cortesanas y del servilismo vulgar. Todos los grandes símbolos son patrimonio del alma y
sólo en sus formas superiores pueden ser comprendidos. La vida privada de un Papa no
tiene la menor relación con la idea del Pontificado. Justamente la caída de Enrique el León
demuestra, en una época de formación nacional, cuan hondamente un rey importante sentía
en sí incorporado el sino de «su» pueblo.
Lo representa ante la historia y, en ocasiones, le debe el sacrificio de su honor.
Todas las naciones de Occidente tienen orígenes dinásticos.
En la arquitectura románica y pregótica se expresa el alma de los pueblos primitivos
carolingios. No hay un goticismo francés y otro alemán, sino un goticismo salio-franco,
renano-franco, suavio; como igualmente el románico es visigodo (comprendiendo a la
España septentrional y a la Francia meridional), lombardo y sajón. Pero sobre esta capa
primera se extiende ya la minoría de los hombres de raza que sienten su pertenencia a una
nación en el sentido de una gran misión histórica. Ellos organizan las cruzadas, en las cuales
realmente existen ya caballeros alemanes y caballeros franceses. Es característico de los
pueblos fáusticos el tener conciencia de la dirección de su historia. Esta dirección, empero,
va unida a la serie de las generaciones. El ideal racial es de naturaleza genealógica— en
este sentido el darwinismo, con sus teorías de la herencia y de la ascendencia, es casi una
caricatura de la heráldica gótica—; y el universo como historia, en cuyo cuadro vive el
individuo, no contiene sólo el árbol genealógico de la familia particular, sobre todo de la
reinante, sino también el de los pueblos, como forma fundamental de todo acontecer. Hay
que considerar las cosas muy atentamente para advertir que el principio fáustico
genealógico, con los conceptos eminentemente históricos de igualdad de nacimiento y de
pureza de sangre, es tan extraño a los egipcios y a los chinos como a la nobleza romana y al
imperio bizantino. En cambio, sin esas ideas, no podemos imaginar siquiera nuestra clase
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aldeana ni el patriciado de las ciudades. El concepto erudito de pueblo, que antes he
analizado, procede esencialmente de la sensibilidad genealógica de la época gótica. La idea
de un árbol genealógico de los pueblos es la que ha producido el orgullo de los italianos, que
se precian de ser los herederos de los romanos, y la solidaridad de los alemanes, con sus
antepasados germánicos. Esto es bien distinto de la creencia antigua en el origen intemporal
de héroes y dioses.
Por último, cuando desde 1789 el idioma materno vino a sumarse al principio dinástico, la
idea genealógica dio una nueva forma a la ficción del primitivo pueblo indogermánico,
convirtiendo lo que al principio fue una mera fantasía científica en una genealogía de la
«raza aria». La palabra raza, aquí, casi se ha convertido en el nombre del sino.
Pero las «razas» de Occidente no son las creadoras de las grandes naciones, sino sus
consecuencias. Ninguna de ellas existía en la época carolingia. El ideal de clase que los
caballeros contemplan en Alemania como en Inglaterra, Francia y España, ha actuado como
norma de educación y crianza en diferentes direcciones y ha logrado realizar en gran
medida eso que hoy, dentro de las naciones, se considera y siente como pura raza. En esto
se fundan, como ya hemos dicho, los conceptos históricos—por tanto ajenos a la cultura
antigua—de pureza de sangre e igualdad de nacimiento o pairía. La sangre de la estirpe
dominante encarna el sino, la existencia de toda la nación; por eso el sistema político del
barroco tiene una estructura genealógica y la mayor parte de las grandes crisis adoptaron la
forma de guerras de sucesión. La catástrofe de Napoleón, que dio al mundo por un siglo su
división política, se verificó en la forma de un aventurero que se atrevió a desalojar con su
propia sangre la sangre de las viejas dinastías. Este ataque a un símbolo secular dio a la
resistencia contra Napoleón la consagración histórica. Porque todos esos pueblos eran la
consecuencia de los sinos dinásticos. Si existe un pueblo portugués y, por lo tanto, un
Estado portugués — Brasil — en medio de la América española, es por consecuencia del
matrimonio del conde Enrique de Borgoña (1095). Si existen suizos y holandeses es por
consecuencia de una sublevación contra la casa de Habsburgo. Si existe el nombre de
Lorena, sin que exista un pueblo que lo lleve, es porque Lotario II no tuvo hijos.
La idea del emperador es la que fundió en nación alemana un sinnúmero de pueblos
primitivos de la época carolingia.
Alemania e Imperio son conceptos inseparables. La caída de los Staufen significó la
substitución de una gran dinastía por un puñado de dinastías pequeñas y mínimas.
Quebrantó interiormente la nación alemana de estilo gótico, aun antes de iniciarse el
barroco, justamente en el momento en que las ciudades principales—París, Madrid,
Londres, Viena—veían elevarse el sentimiento nacional a un estadio más espiritualizado. La
guerra de los Treinta años no aniquiló la flor de Alemania; por el contrario, el que
transcurriera dicha guerra en tan míseras formas confirmó y demostró que la ruina estaba
consumada mucho tiempo antes. Tal fue la última consecuencia que tuvo la caída de los
Hohenstaufen. Acaso no haya prueba más decisiva de que las naciones fáusticas son
unidades dinásticas. Los Salios y los Staufen han creado—por lo menos en idea—la nación
italiana con los elementos romanos, lombardos y normandos. Esta nación podía saltar por
encima del Imperio y reanudar su relación con la época romana. Y aunque el poder
extranjero provocó la protesta y resistencia de la burguesía y dividió las dos clases
primarias, adhiriéndose la nobleza al partido imperial y la Iglesia al ciudadano; aunque en
esa lucha entre gibelinos y güelfos la nobleza perdió pronto su importancia y el Papado,
sostenido por las ciudades antidinásticas, llegó a adquirir predominio politice; aunque, por
último, sólo quedó un caos de pequeños Estados-bandidos, cuya política «renacimiento» se
contrapuso al espíritu universalista del goticismo imperial, con la misma animosidad con que
antaño Milán se opuso a la voluntad de Barbarroja; sin embargo, el ideal de Italia una, por el
que Dante sacrificó la paz de su existencia, fue una creación dinástica de los grandes
emperadores alemanes. El Renacimiento, con su horizonte histórico de patriciado
ciudadano, impidió la realización de la nación italiana y rebajó el país, durante la época
barroca, a la categoría de objeto, que se disputaban las casas reinantes en Europa. El
romanticismo de 1800 fue el que despertó de nuevo el sentimiento gótico, y con tal fuerza,
que pudo tener la eficacia de una potencia política.
El pueblo francés fue creado como unidad nacional por sus reyes, que fundieron en uno los
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pueblos francos y visigodos.
En 1214, en Bouvines, empezó a sentirse un todo. Pero aún más importante es la creación
de la casa Habsburgo. Los Habsburgo crearon la nación austríaca con una población que no
estaba unida ni por el idioma, ni por la tradición, ni por las costumbres populares. Esta
nación hizo sus pruebas—las primeras y las últimas—en la defensa de María Teresa y en la
lucha contra Napoleón. La historia política del barroco es, en lo esencial, la historia de las
casas Borbón y Habsburgo. El encumbramiento de los Wettinos en lugar de los Welfos fue
la causa de que «Sajonia»» estuviera en 800 Junto al Weser y esté hoy junto al Saale.
Acontecimientos dinásticos y la intervención últimamente de Napoleón han sido la causa de
que la mitad de Baviera haya tomado parte en la historia de Austria y de que el Estado
bávaro se componga en su mayor parte de francos y suavios.
La última nación de Occidente es la nación prusiana, creación de los Hohenzollern, como los
romanos fueron la última creación del sentimiento antiguo de la Polis y los árabes la última
creación de un consensus religioso. En Fehrbellin se legitimó la joven nación; en Rossbach
venció para Alemania. Fue Goethe quien, con su infalible visión de las épocas históricas,
caracterizó Minna de Barnhelm— entonces publicada—como la primera producción alemana
de contenido específicamente nacional. De pronto, Alemania vio reflorecer su idioma
poético.
¡Profundo testimonio del carácter dinástico de las naciones occidentales! Con la ruina de los
emperadores Staufen llegó a su término la literatura alemana de estilo gótico. Lo que se
produjo esporádicamente en los siglos siguientes—época grande de todas las literaturas
occidentales—no merece ese nombre.
Pero con la victoria de Federico el Grande comienza una nueva poesía; de Lessing a
Hebbel, es decir, de Rossbach a Sedán. Si por entonces se intentó reanudar las relaciones
perdidas, buscando nexo con los franceses primero, con Shakespeare y la poesía popular
más tarde, y por medio de los románticos finalmente con la poesía de la época caballeresca,
estos ensayos tuvieron por lo menos la consecuencia de provocar el fenómeno único de una
historia artística que se compone casi toda de fragmentos geniales, pero sin haber llegado
nunca a un fin verdadero.
A fines del siglo XVIII se verifica ese cambio espiritual tan extraño, en el cual la conciencia
nacional quiere emanciparse del principio dinástico. Aparentemente fue este el caso de
Inglaterra unos cuantos siglos antes. Algunos pensarán en la Magna Charta de 1215. Pero
otros verán claramente que ese reconocimiento de la nación por sus representantes dio al
sentimiento dinástico una profundidad y una finura espontáneas, que ignoraron los pueblos
del continente. El inglés moderno es el hombre más conservador del mundo, aunque no lo
parezca; y a consecuencia de esto la política inglesa resuelve lo necesario calladamente,
por el tacto nacional, sin ruidosas discusiones. Estas virtudes, que confieren a la política
inglesa su superior eficacia, se explican por esa pronta emancipación del sentimiento
dinástico, que dejó de expresarse en el poder monárquico.
En cambio la Revolución francesa significa, en la misma dirección, un triunfo del
racionalismo. Libertó más bien el concepto de la nación que la nación misma. El principio
dinástico ha echado raíces en la sangre de las razas occidentales. Por eso mismo resulta
escandaloso para el espíritu. Una dinastía representa la historia. Una dinastía es la historia
de un país convertida en carne. En cambio el espíritu es intemporal y ahistórico. Todas las
ideas de la Revolución son «eternas» y «verdaderas». Los derechos del hombre, la libertad
y la igualdad son literatura, pura abstracción y no hechos. Llámese, si se quiere,
republicanismo; pero es lo cierto que fue una minoría la que, en nombre de todos, intentó
hacer entrar el nuevo ideal en el mundo de los hechos. Convirtióse en una potencia; pero a
costa del ideal. En realidad, ha substituido el sentimiento de la dependencia por la
convicción patriótica del siglo XIX, por un nacionalismo civilizado, que sólo es posible en
nuestra cultura, por un nacionalismo que, aun hoy y en la misma Francia, es
inconscientemente dinástico, por el concepto de la patria como unidad dinástica, que surgió
primero en la sublevación de España y de Prusia contra Napoleón y más tarde en las
luchas— dinásticas— de Italia y Alemania por conquistar su unidad. La oposición entre raza
e idioma, entre sangre y espíritu, exige igualmente una contraposición entre la idea
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genealógica y el ideal—también específicamente occidental—del idioma materno; hubo en
los dos países algunos soñadores que creyeron posible substituir el poder unificador de la
idea imperial y real por un estrecho vinculo entre República y Poesía.
Había en esto un como retroceso de la historia a la naturaleza.
Las guerras de sucesión han sido substituidas por guerras de idioma, en las cuales una
nación intenta imponer a los fragmentos de otra su idioma y con él su nacionalidad. Pero
nadie dejará de ver que el concepto racionalista de la nación, como unidad de idioma, si
bien puede prescindir del sentimiento dinástico, no puede, empero, anularlo; como un griego
del helenismo no puede superar en su interioridad la consciencia de la polis, ni un judío
moderno el idjma nacional. El «idioma materno» es ya un producto de la historia dinástica.
Sin los Capetos no habría lengua francesa, sino una lengua romano-franca en el Norte y
provenzal en el Sur. El italiano escrito se debe a los emperadores alemanes, sobre todo a
Federico II. Las naciones modernas son en primer término la población de antiguos distritos
dinásticos. Sin embargo, el segundo concepto de la nación, el concepto lingüístico, ha
aniquilado la nación austríaca y quizá creado la americana en el curso del siglo XIX.
Desde entonces hay en todos los países dos partidos que representan la nación en dos
sentidos opuestos, como unidad dinástico-histórica y como unidad espiritual—partidos de la
raza y del idioma—. Pero estas consideraciones entran ya en los problemas de la política
(cap. IV).
19
En el campo sin ciudades, la nobleza fue la primera que representó a la nación en sentido
elevado. Los aldeanos, sin historia, «eternos», eran pueblo antes de iniciarse la cultura:
siguen siendo pueblo primitivo en rasgos muy esenciales y sobreviven a la forma de nación.
La «nación», como todos los grandes símbolos de la cultura, es posesión íntima de pocos
hombres. Hay que nacer para ello, como se nace para el arte y la filosofía. Hay en esto algo
que corresponde a la diferencia entre creador, aficionado y lego; y lo hay tratándose de la
polis antigua, como tratándose del consensus judaico o de un pueblo occidental. Cuando una
nación se enciende en entusiasmo para luchar por su libertad y su honra, siempre es una
minoría la que «entusiasma» a la multitud, en el propio sentido de la palabra. ¡El pueblo
despierta!—. Estas palabras son mucho más que un tópico habitual. Manifiéstase ahora
realmente la vigilia del conjunto. Todos esos individuos que ayer aún andaban presos en un
confuso sentimentalismo aplicado a la familia, a la profesión, quizá a la aldea natal, son hoy,
de repente, ante todo hombres de su pueblo. Su sentir y su pensar, su yo y con él el
conjunto unitario en ellos, se ha transformado profundamente; se ha hecho histórico.
Entonces es cuando el aldeano inhistórico se torna miembro de la nación; para él despunta
ahora una época en que vive la historia y no se limita a verla pasar.
En las ciudades mundiales es donde, junto a una minoría que tiene historia, que vive en sí la
nación, que siente en si representada la nación y quiere dirigirla, se produce otra minoría de
hombres literarios sin tiempo, sin historia, hombres de razones y causas, no del sino,
hombres que, ajenos ya por dentro a la sangre y a la existencia, son pura conciencia
vigilante, y no ven en el concepto de nación ningún contenido «racional».
Y es la verdad que estos hombres ya no pertenecen a una nación. Todo «pueblo culto» es
una corriente de existencia; pero el cosmopolitismo es mera asociación de «inteligencias».
Hay en todo cosmopolitismo odio al sino y sobre todo a la historia como expresión del sino.
Todo lo nacional es racial, hasta el punto de no encontrar lengua expresiva; y en todo lo que
exige pensamiento manifiéstase inhábil y desamparado. El cosmopolitismo es literatura:
fuerte en argumentos y muy débil cuando ha de defenderse no con argumentos, sino con la
sangre.
Precisamente por eso, esta minoría espiritualmente superior combate con las armas del
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espíritu, porque las ciudades mundiales son puro espíritu, sin raíces, posesiones mostrencas
del hombre civilizado. Los «ciudadanos del mundo», los entusiastas de la paz universal y
unión de los pueblos—en la China de los imperios en lucha, como en la India budista, como
en el helenismo y como en la actualidad son los directores espirituales del felahismo. ¡
Panem et circenses! He aquí la otra fórmula del pacifismo. En la historia de todas las
culturas ha habido siempre un elemento antinacional, aunque no tengamos noticia de él. El
pensamiento puro, orientado hacia si mismo, ha sido siempre enemigo de la vida, y, por
tanto, hostil a la historia, antiguerrero, sin raza. Recordad el humanismo y el clasicismo, los
sofistas de Atenas, Buda y Laotsé. Y no hablemos del apasionado menosprecio que los
grandes defensores de las cosmogonías sacerdotales y religiosas sintieron siempre hacia
toda ambición nacional. Muy distintos, sin duda, son estos ejemplos entre si. Pero todos
concuerdan en reprimir el sentimiento cósmico de la raza, el sentido político y, por tanto,
nacional de los hechos — ¡right or wrong, my country!—la decisión de ser sujeto y no objeto
de la evolución histórica—pues no hay mas que esas dos actitudes posibles—en suma, la
voluntad de poderío, substituyéndola por una propensión o tendencia, cuyos directores son
muchas veces hombres sin instintos originarios y por lo mismo esclavos de la lógica,
hombres que viven en un mundo de verdades, de ideales, de utopías, hombres librescos que
creen poder reemplazar la realidad por la lógica, la fuerza de los hechos por una justicia
abstracta, el sino por la razón. Esto empieza con los hombres del eterno miedo, los que se
apartan de la realidad y se retiran a los claustros, a los cuartos de trabajo, a las
comunidades espirituales y declaran que la historia universal es indiferente; y termina en
toda cultura con los apóstoles de la paz universal. Cada pueblo en el curso de su historia
llega a tal punto de decadencia.
Las cabezas mismas forman ya un grupo fisiognómico aparte. Ocupan dichos hombres un
lugar eminente en la «historia del espíritu»—entre ellos hay una larga serie de nombres
ilustres—; pero, desde el punto de vista de la historia real, su valor es mínimo.
El sino de una nación, sumergida en los acontecimientos de su mundo, depende de la
fortuna con que la raza logre hacer históricamente inocuo ese fenómeno. Acaso pueda
demostrarse hoy todavía que, en el mundo de los Estados chinos, consiguió hacia 250 antes
de Jesucristo la victoria final el imperio Tsin, porque su nación fue la única que se había
conservado libre de los sentimientos taoístas. Desde luego, si el pueblo romano venció a
todos los demás de la antigüedad, fue porque supo aprovechar para su política los instintos
felahs del helenismo.
Una nación es una humanidad reducida a forma viviente.
El resultado práctico de las teorías que aspiran a mejorar el mundo es, por lo regular, una
masa informe y, por lo tanto, ahistórica. Todos los apóstoles cosmopolitas, sépanlo o no,
defienden ideales felahs. Su éxito significa la anulación de la nación en la historia, para
provecho, no de la paz eterna, sino de otros hombres. La paz universal es siempre una
resolución unilateral. La pax romana no tuvo para los soldados imperiales y los reyes
germánicos mas que un sentido práctico; el convertir una informe población de cien millones
en objeto sobre qué ejercitarse la voluntad de poderío de los pequeños enjambres guerreros.
Esta paz hizo tantas víctimas pacificas, que, a su lado, se reducen a la nada las de la batalla
de Cannas. Los mundos babilónico, chino, indio y egipcio pasaron de las manos de un
conquistador a las de otro y pagaron la lucha con su propia sangre. Tal fue su paz. Cuando
en 1401 los mongoles conquistaron Mesopotamia levantaron un monumento conmemorativo
con cien mil cráneos de los habitantes de Bagdad, que se entregaron sin resistencia. Sin
duda, con la extinción de las naciones, surge un mundo de felahs que es superior a la
historia, un mundo definitivamente civilizado, un mundo «eterno».
Vuelve, en el reino dé los hechos, a un estado de naturaleza que oscila entre larga paciencia
y efímeros estallidos, sin que los torrentes de sangre—que la paz universal no disminuye—
cambien nada en absoluto. Antes sangraron para sí; ahora sangran para otros y aún muchas
veces para su solo mantenimiento. Esta es la diferencia. Un jefe de puño firme que reúna
diez mil aventureros puede hacer lo que le venga en gana. Suponiendo que el mundo entero
fuese un imperio único, ¿qué habría pasado? Que esos audaces conquistadores dispondrían
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para sus hazañas del máximo espacio imaginable.
Antes muerto que esclavo, dice un viejo proverbio aldeano de Frisia. Lo contrario justamente
es el lema de toda civilización postrera. Y todos hemos podido experimentar lo que cuesta.
Capítulo IV
Problemas de la cultura Arábiga.
A
PSEUDOMÓRFOSIS HISTÓRICAS
1
En una roca están enclavados cristales de un mineral. Prodúcense grietas y fisuras. Chorrea
agua que va lavando los cristales, de manera que sólo quedan sus cavidades. Más tarde
sobrevienen fenómenos volcánicos que rompen la montaña; masas incandescentes se
precipitan en el interior, se solidifican y cristalizan a su vez. Pero ya no pueden cristalizar en
su forma propia; han de llenar las formas que aquellas cavidades les ofrecen; y asi resultan
formas mendaces, cristales cuya estructura interior contradice la construcción externa,
especies minerales que adoptan apariencias ajenas. Los minerólogos llaman a esto
pseudomórfosis.
Pseudomórfosis históricas llamo yo aquellos casos en que una vieja cultura extraña yace
sobre un país con tanta fuerza aún, que la cultura joven, autóctona, no consigue respirar
libremente y no sólo no logra construirse formas expresivas puras y peculiares, pero ni
siquiera llegar al pleno desenvolvimiento de su conciencia propia. Toda la savia que
asciende de las profundidades del alma primigenia va a verterse en las cavidades de la vida
ajena. Sentimientos jóvenes cuajan en obras caducas y en vez de erguirse con propia
energía morfogenética, crece el odio al lejano poder en proporciones gigantescas.
Es el caso de la cultura arábiga. Su historia primaria cae en el dominio de la antiquísima
civilización babilónica [147], que desde hacia dos mil años venia siendo botín de sucesivos
conquistadores. Su «época merovingia» está caracterizada por la dictadura del minúsculo
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grupo de tribus persas [148], pueblo primitivo, como el de los ostrogodos, cuya dominación
casi irresistida en dos siglos, supone un infinito cansancio en aquellos pueblos felahs. Pero
desde 300 antes de Jesucristo un gran despertar sacude a los pueblos jóvenes de este
mundo, cuyo idioma arameo se extiende del Sinaí hasta el Zagros [149]. Una nueva relación
del hombre con Dios, un sentimiento cósmico enteramente nuevo penetra, como en la época
de la guerra de Troya y de los emperadores sajones, todas las religiones existentes
entonces, llámense de Ahura Mazda, de Baal o de Jahwé. Por todas partes va a irrumpir una
creación nueva. Pero justamente en ese instante, cuando no era imposible que llegase a
cuajar un vínculo interior—pues el poder de los persas descansaba en supuestos
psicológicos que habían desaparecido precisamente entonces—aparecen los macedonios,
quienes, vistos desde Babilonia, eran otro enjambre de aventureros como los anteriores; y
los macedonios extienden una fina capa de civilización antigua sobre todos los países hasta
la India y el Turquestán. Los reinos de los diadocos hubieran podido convertirse
insensiblemente en Estados de espíritu prearábigo; el imperio seleúcida, que coincidía con
los territorios de lengua aramea, éralo ya hacia el año 200. Pero, desde la batalla de Pydna,
fue poco a poco absorbido en su parte occidental por el imperio antiguo, quedando asi
sometido a la poderosa acción de un espíritu, cuyo centro de gravedad estaba en remota
lejanía. Aquí se prepara la pseudomórfosis.
La cultura mágica es, por lo que a geografía e historia se refiere, la que ocupa el punto
medio en el grupo de las culturas superiores; es la única contigua a casi todas las demás en
tiempo y espacio. Por eso, la estructura del conjunto histórico, en nuestro cuadro del mundo,
depende íntegramente de que se reconozca la forma interior de la cultura mágica, falseada
por su forma externa. Y justamente sucede que los prejuicios filológicos y teológicos y más
todavía el fragmentarismo de la investigación moderna, han impedido hasta ahora que esa
forma peculiar interior sea reconocida. La investigación occidental se ha fraccionado desde
hace tiempo, no sólo por su materia y método, sino también por el pensamiento, en
sinnúmero de esferas especializadas, cuya absurda delimitación ha impedido no ya sólo
tratar, pero ni aun percibir siquiera las grandes cuestiones. El «especialismo» ha sido fatal
para los problemas del mundo arábigo. Los historiadores propiamente dichos se atuvieron a
la esfera de interés de la filología clásica; pero su horizonte terminaba en los límites
orientales de los idiomas antiguos. Por eso no advirtieron nunca la profunda unidad de
evolución allende y aquende esas fronteras, que no tenían realidad espiritual alguna. El
resultado fue la perspectiva de Edad antigua, Edad media, Edad moderna, limitada y
vinculada por el uso de la lengua grecolatina. Axum, Saba y el imperio sassánida resultaron
inaccesibles para el conocedor de los idiomas antiguos—siempre atenido a sus «textos»—y,
por lo tanto, punto menos que inexistentes. Los investigadores de la literatura, filólogos
también, confundieron el espíritu del idioma con el espíritu de las obras. Todo lo que en
territorio arameo estaba escrito en griego o se había conservado en griego, fue incorporado
a una literatura griega «posterior», ocupando un periodo de esta literatura. Los textos
escritos en otros idiomas, no formando parte de su «especialidad», fueron agregados
artificialmente a otras historias literarias. Pero aquí justamente es donde se encuentra el
ejemplo más claro y patente que prueba que ninguna historia literaria del mundo coincide
con un determinado idioma [150]. Hay aquí un grupo cerrado de literaturas nacionales de
tipo mágico, con un mismo espíritu, pero escritas en diferentes idiomas, entre los cuales se
hallan los idiomas antiguos. La nación de estilo mágico no tiene idioma materno. Existe una
literatura nacional talmúdica, maniquea, nestoriana, judaica y hasta neopitagórica; pero no
una literatura helénica o hebrea.
La ciencia de las religiones, por su parte, dividió su trabajo en especialidades, según las
confesiones de la Europa occidental. Para la teología cristiana fue y sigue siendo normativo
el «límite de los filólogos» por Oriente. El estudio de los persas cayó en manos de la filología
iránica. Los textos del Avesta no fueron compuestos, pero sí propagados, en un dialecto
ario; de donde resultó que el gran problema que plantean vino a ser considerado como una
cuestión accidental para los indólogos y desapareció de la perspectiva de la teología
cristiana. Para la historia del judaísmo talmúdico, en fin, no se constituyo ninguna
investigación especializada, porque la filología hebrea, junta con la investigación del Antiguo
Testamento, formaba una sola disciplina. Ha resultado asi que todas las grandes historias de
las religiones que yo conozco toman en cuenta la más mínima religión primitiva de negros—
porque existe una ciencia especializada de la etnografía—y la más pequeña secta india, y
en cambio olvidan por completo el judaísmo talmúdico.
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Tal es la preparación científica del mayor problema que se plantea hoy a la investigación
histórica.
2
El mundo romano de la época imperial vislumbró su situación. Los escritores posteriores se
quejan de despoblación y desierto espiritual en África, España, Galia, y sobre todo, en los
dos comarcas originarias de la antigüedad: Italia y Grecia. En cambio, las provincias que
pertenecen al mundo mágico quedan, por lo general, excluidas de esa ojeada lamentable.
La Siria, sobre todo, tiene una población densa y, como la Mesopotamia parthica, florece en
cuerpo y espíritu. La superioridad del Oriente joven es para todos perceptible y, finalmente,
hubo de tomar forma política. Las guerras revolucionarias entre Mario y Sila, César y
Pompeyo, Antonio y Octavio, consideradas desde este punto de vista, constituyen un trozo
de historia superficial, tras de la cual aparece con claridad el afán del Oriente por
emanciparse del Occidente, que iba haciéndose inhistórico, la tendencia de un mundo
nuevo, recién despierto a la vida, a separarse de un viejo mundo de felahs. La traslación de
la capital a Bizancio fue un gran símbolo. Diocleciano había elegido Nicomedia. César pensó
en Alejandría o Ilion. Antioquia hubiera sido, en todo caso, la más acertada situación. Pero
este acto se verificó tres siglos más tarde de lo necesario; esos tres siglos fueron decisivos
en el período primero del alma mágica.
La pseudomórfosis comienza con la batalla de Actium.
Hubiera debido vencer Antonio. No significaba Actium la lucha decisiva entre romanismo y
helenismo; esta competencia había quedado resuelta en Cannas y en Zama por la derrota
de Aníbal, cuyo trágico destino fue que hubo de luchar no por su patria realmente, sino por
el helenismo. En Actium encontráronse frente a frente la nonnata cultura arábiga y la vieja
civilización antigua. Tratábase de decidir entre el espíritu apolíneo y el espíritu mágico, entre
los Dioses y el Dios, entre el principado y el califato. La victoria de Antonio hubiese dado
libertad al alma mágica. Su derrota extendió sobre el paisaje mágico las formas rígidas de la
época imperial. El resultado seria comparable a las consecuencias de la batalla de Tours y
Poitiers (732), si en éstas los árabes hubiesen salido vencedores, convirtiendo el
«Frankistán» en un califato septentrional. El idioma árabe, la religión y la sociedad árabes
habrían entonces dominado en una capa superior; ciudades gigantescas como Granada y
Cairuán habrían surgido a orillas del Loira y del Rin; el sentimiento gótico se habría visto
forzado a expresarse en las formas ya rígidas de la mezquita y el arabesco; y en lugar de la
mística alemana tendríamos una especie de sufismo. Algo de esto le sucedió efectivamente
al mundo arábigo, y ello fue porque la población sirio-persa no produjo un Carlos Martel que,
con Mitrídates, Bruto y Cassio o Antonio, llevara la guerra a Roma.
Ante nuestros ojos tenemos hoy una segunda pseudomórfosis: la Rusia petrínica. La leyenda
heroica rusa de los cantos de Bylina llega a su cúspide en el ámbito de las leyendas de Kiev,
el príncipe Wladimiro (hacia 1000) con su tabla redonda y el héroe popular Ilia de Murom
[151]. La insondable diferencia entre el alma rusa y el alma fáustica se revela ya en la
diferencia entre estos cantares y los «correspondientes» de las leyendas del rey Artus, de
Ermanarico y de los Nibelungos, de la época de las migraciones, en la forma del cantar de
Hildebrando y de Walthari. La época «merovingia» de los rusos comienza con la caída del
dominio tártaro por Iván III (1480) y pasando por los últimos Ruriks y los primeros
Romanovs, llega hasta Pedro el Grande (1689-1725). Corresponde exactamente a la época
de Clodoveo (481-511) hasta la batalla de Testri (687) con la cual los carolingios consiguen
de hecho el predominio. Léase la historia franca de Gregorio de Tours (hasta 591) Y véanse
en seguida los capítulos correspondientes del patriarca Karamsin, sobre todo los que tratan
de Iván el Terrible, Boris Godunov y Chuiski. La semejanza no puede ser mayor. Tras esta
época moscovita de los grandes boyardos y patriarcas, con su partido viejo ruso, que
combate de continuo a los amigos de la cultura occidental, sigue la fundación de
Petersburgo (1703) y con ella la pseudomórfosis, que obliga al alma rusa primitiva a verterse
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en las formas ajenas del alto barroco, de la ilustración y del siglo XIX. Pedro el Grande ha
sido fatal para el alma rusa. Figuraos la gran figura correspondiente de la cultura occidental,
Carlomagno, ocupado con regularidad y energía máximas en realizar y desarrollar
justamente lo que Carlos Martel con su victoria había impedido: el predominio del espíritu
moro bizantino. Cabía tratar el mundo ruso de dos maneras distintas: o como los carolingios
o como los seleucidas, esto es, o al estilo viejo ruso o al estilo «occidental». Los Romanovs
se decidieron por este último, como los Seleucidas, que querían tener en torno suyo a
helenos, no a arameos.
El zarismo primitivo de Moscú es la única forma que, aún hoy, concuerda con el alma rusa.
Pero Petersburgo lo falseó, con virtiendo lo en la forma dinástica de la Europa occidental.
La marcha hacia el sagrado Sur, hacia Bizancio y Jerusalén, que arraigaba en lo más hondo
de las almas creyentes, transformóse en una diplomacia mundana, con la vista puesta en el
Occidente, El incendio de Moscú, grandioso hecho simbólico de un pueblo primitivo que
siente el odio de los macabeos contra todo lo extranjero en alma y creencias, fue seguido
por la entrada de Alejandro en París, la Santa Alianza, el ingreso en el concierto de las
grandes potencias occidentales. Un pueblo cuyo destino era seguir viviendo sin historia
todavía algunas generaciones, fue forzado a penetrar en una historia artificial y falsificada,
cuyo espíritu había de ser incomprensible para el alma rusa. Fueron trasladadas a Rusia
artes y ciencias de una cultura vieja, la ilustración, la ética social, el materialismo urbano,
aunque en esta época, que para el alma rusa es época primitiva, la religión es el único
idioma adecuado para comprenderse y comprender al mundo. En el campo sin ciudades y
poblado de una humanidad aldeana primitiva, fueron enquistadas urbes de estilo extraño,
como úlceras, ciudades falsas, antinaturales, inverosímiles hasta en su interior mismo.
«Petersburgo es la ciudad más abstracta y artificial que existe» —dice Dostoyevski—.
Aunque nacido en la capital, Dostoyevski tenia la sensación de que Petersburgo podía
disiparse
una buena mañana, como la niebla al sol. Así también, fantasmales, increíbles, se alzaban
las urbes helenísticas en el campo arameo. Asi las vio Jesús en su Galilea. Así debió sentir
San Pedro cuando contempló la Roma imperial.
Todo lo que surgió alrededor fue percibido, desde entonces, por el verdadero ruso, como
ponzoña y mentira. Alzase en Rusia un odio verdaderamente apocalíptico contra Europa.
Y «Europa» es todo lo que no es ruso; es Roma y Atenas. No de otro modo que, para el
hombre mágico, el viejo Egipto y Babilonia eran también antigüedad, paganismo y obra del
demonio. «La primera condición para que el sentimiento popular ruso encuentre libre
expresión, es odiar a Petersburgo con el alma entera y todo el corazón», escribe Aksakov en
1863 a Dostoyevski. Moscú es sagrado. Petersburgo es Satán. Pedro el Grande aparece
como el Anticristo en una leyenda popular muy extendida. Así también hablan todas las
apocalipsis de la pseudomórfosis aramea, desde el libro de Daniel y Henoch, en época de
los macabeos, hasta la revelación de San Juan, Baruch y las IV Esra, después de la
destrucción de Jerusalén, contra Antioco el Anticristo, contra Roma la ramera babilónica,
contra las ciudades del Oeste con su espíritu y su pompa, contra toda la cultura antigua.
Todo cuanto se produce allí es mentira e impureza: la sociedad mal acostumbrada, las artes
impregnadas de espíritu, las clases sociales, el Estado ajeno, con su diplomacia civilizada,
su derecho, su administración.
No hay oposición mayor que la que separa al nihilista ruso del occidental, al judeo cristiano
del antiguo decadente: aquél odia lo extraño porque envenena la nonnata cultura en el seno
materno de la tierra, y éste siente asco de la propia cultura, cuya perfección le hastía. Al
principio de la historia impera el profundo sentimiento religioso, la súbita iluminación, el
estremecimiento de terror ante la conciencia naciente, el ensueño y anhelo metafísico. Al
final de la historia, en cambio, luce la claridad espiritual con luz cruda y dolorosa. En las dos
citadas pseudomórfosis mézclanse ambas emociones. «Todos andan, por plazas y
mercados, cavilando sobre la fe», dice Dostoyevski. Otro tanto hubiera podido decirse de
Jerusalén y Edessa.
Esos jóvenes rusos de antes de la guerra, sucios, pálidos, excitados, sentados en los
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rincones, siempre ocupados de metafísica, considerándolo todo con los ojos de la fe, aun
cuando la conversación aparentemente se desenvuelva en torno a temas como el derecho
electoral, la química o el feminismo, esos son los judíos y cristianos primitivos de ¡as
grandes urbes helenísticas, a quienes los romanos miraban con burla, repulsión y secreto
terror. En la Rusia zarista no había burguesía; no había en realidad verdaderas clases, sino
sólo aldeanos y «señores», como en el reino franco. La «sociedad» constituía un mundo
aparte, producto de una literatura occidental; era algo extraño y pecaminoso. No había
ninguna ciudad rusa. Moscú era un burgo—el Kremlin—en torno del cual se extendía un
mercado gigantesco. La aparente ciudad que allí se alza y todas las demás ciudades sobre
el suelo de la madrecita Rusia, son instrumentos de la corte, de la administración, de los
comerciantes; pero lo que en ellas vive es, arriba, una literatura hecha carne, la
«inteligencia», con sus conflictos y sus problemas «leídos» y, abajo, en lo profundo,
aldeanos desarraigados, con todo el pesar, la angustia y la miseria metafísicas que
Dostoyevski ha sentido, con la constante añoranza de la dilatada tierra, con el odio
amarguísimo hacia ese caduco mundo de piedra, en donde el Anticristo les ha inducido a
entrar.
Moscú no poseía alma propia. La sociedad alentaba en un espíritu occidental y el pueblo
vivía con el alma de la tierra.
Entre esos dos mundos no había inteligencia alguna, no había comunicación; no se
perdonaban uno a otro. Quien quiera
comprender a los dos grandes portavoces y víctimas de la pseudomórfosis, considere a
Dostoyevski como el aldeano y a Tolstoi como el hombre de la sociedad occidental. Aquél
no pudo jamás desprenderse íntimamente del campo; éste no logró jamás encontrar el
campo, a pesar de sus desesperados esfuerzos.
Tolstoi es la Rusia del pasado. Dostoyevski es la Rusia del porvenir. Tolstoi está adherido a
Occidente con toda su alma.
Es el gran portavoz del petrinismo, aun cuando lo niega; siempre resulta occidental su
negación. También la guillotina fue hija legitima de Versalles. El odio poderoso de Tolstoi se
manifiesta y habla contra Europa; pero no puede jamás desprenderse de europeismo. Odia a
Europa en si mismo; se odia a si mismo.
Por eso es el padre del bolchevismo. Toda la impotencia de ese espíritu y de «su»
revolución de 1917 se expresa en las escenas póstumas: «La luz luce en tas tinieblas.»
Dostoyevski no conoce ese odio. Ha envuelto lo occidental en un amor igualmente
apasionado. «Dos patrias tengo, Rusia y Europa.» Para él nada de eso tiene ya realidad, ni
el petrinismo ni la revolución.
Desde su futuro contempla el mundo como desde una lejanía y tiende su vista por encima
de todo eso. Su alma es apocalíptica, añorante, desesperada, pero segura de ese futuro.
«Me voy a Europa—dice Iván Karamasov a su hermano Aliocha—; ya sé que me voy a un
cementerio; pero sé también que es el más querido de todos los cementerios. Alta están
sepultados muertos queridísimos. Las lápidas de sus tumbas hablan de una vida pretérita
tan cálida, de una fe tan apasionada en las propias hazañas, en la propia verdad, en la
propia lucha, en el propio conocimiento, que, lo sé de antemano, me prosternaré sobre el
suelo y besaré esas piedras, regándolas con mi llanto.»
Tolstoi es una gran inteligencia, un hombre «ilustrado», con sentimientos «sociales». Todo
cuanto contempla en su derredor adopta para él la forma occidental posterior, cosmopolita,
de un problema. Dostoyevski no sabe lo que son problemas. Aquél es un acontecimiento en
la civilización europea. Ocupa el punto medio entre Pedro el Grande y el bolchevismo, que
no han visto la tierra rusa. Lo que combaten es de nuevo reconocido por la forma en que lo
combaten. No es apocalipsis, sino oposición espiritual. Su odio contra la propiedad tiene su
fundamento en la economía nacional; su odio contra la sociedad es de naturaleza
éticosocial; su odio contra el Estado es una teoría política. Asi se explica la impresión
enorme que produce en Occidente. Todo eso se relaciona en cierto modo con Marx, Ibsen y
Zola. Sus obras no son Evangelios, sino literatura posterior y espiritual. Dostoyevski, en
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cambio, no se refiere a nadie, con nadie se relaciona, a no ser con los apóstoles del
cristianismo primitivo. Sus «Endemoniados» fueron criticados por conservadores por la
inteligencia rusa. Pero Dostoyevski no percibe esos conflictos. Para él no hay diferencia
entre conservador y revolucionario; ambos conceptos son occidentales.
Un alma semejante deja resbalar la vista por encima de todo lo social. Las cosas de este
mundo le parecen tan insignificantes que no da valor alguno a su mejoramiento. Ninguna
religión verdadera hay que quiera mejorar el mundo de los hechos.
Dostoyevski, como todo ruso que lo es profundamente, no advierte los hechos, que viven en
otra dimensión metafísica, allende la primera. ¿Qué relación puede tener con el comunismo
la tortura de un alma? Una religión que se preocupa de problemas sociales deja de ser
religión. Pero Dostoyevski vive ya en la realidad de una creación religiosa inminente. Su
Aliocha resulta incomprensible para la critica literaria, incluso la rusa.
Su Cristo—que siempre quiso escribir—hubiera sido un verdadero Evangelio, como los
Evangelios del cristianismo primitivo, que están fuera de todas las formas literarias antiguas
y judaicas. Tolstoi, empero, es un maestro de la novela occidental —Anna Karenina no ha
sido alcanzada siquiera por nadie— como, en su blusa de aldeano, sigue siendo siempre un
hombre de sociedad.
Aquí se encuentran juntos principio y fin. Dostoyevski es un santo, Tolstoi es un
revolucionario. De Tolstoi, legítimo sucesor de Pedro el Grande, sale el bolchevismo, que no
es lo contrario, sino la última consecuencia del petrinismo, la extrema anulación de lo
metafísico por lo social, y, por lo mismo, una nueva forma de pseudomórfosis. Si la
fundación de Petersburgo fue la primer hazaña del Anticristo, la destrucción de la sociedad
formada por Petersburgo ha sido la segunda; asi es como debe sentirlo íntimamente el
aldeano ruso. Pues los bolchevistas no son el pueblo, ni siquiera una parte del pueblo.
Constituyen la capa más profunda de la «sociedad». Son algo extraño, extranjero,
occidental, como la «sociedad»; pero no habiendo sido reconocidos por dicha sociedad
sienten el odio del inferior. Todo esto es cosa de gran urbe y civilización: la política social, el
progreso, la inteligencia, la literatura rusa toda, que empieza romántica y luego se
entusiasma por libertades y mejoras económicas. En efecto; todos sus lectores pertenecen a
la «sociedad». El verdadero ruso es un secuaz de Dostoyevski, aunque no lo lea, aunque y
aún porque no puede leerlo. El verdadero ruso es un trozo de Dostoyevski. Si no fueran tan
estrechos de espíritu loa bolchevistas, que consideran a Cristo como uno de los suyos, como
un simple revolucionario social, hubieran reconocido en Dostoyevski su enemigo propio y
peculiar. Lo que ha dado fuerza a esta revolución no ha sido el odio a la inteligencia, sino el
pueblo que, sin odio, sólo por el afán de curarse de una enfermedad, destruyo el mundo
occidental barajando las cartas y acabará por destruir éstas; ha sido el pueblo sin ciudades
que anhela realizar su forma propia de vida, su propia religión, su propia historia futura.
El cristianismo de Tolstoi fue una equivocación. Tolstoi hablaba de Cristo y entendía por
Cristo a Marx. El cristianismo de Dostoyevski es el del próximo milenio.
3
Formas de una verdadera época caballeresca pugnan por revelarse, al margen de la
pseudomórfosis, y con tanta mayor fuerza cuanto que es más tenue la capa de espíritu
antiguo extendida sobre el país. Escolástica y mística, feudalismo, lírica amorosa,
entusiasmo de cruzados—todo esto existe en los primeros siglos de la cultura arábiga. Pero
hay que saber encontrarlo. Todavía después de Séptimo Severo siguen las legiones
llamándose legiones; pero en Oriente parecen el séquito de un duque. Siguen nombrándose
funcionarios; pero en realidad son condes a quienes se les ha conferido la investidura.
Mientras en Occidente el titulo de César cae en manos de los caudillos, en Oriente se
convierte en un califato anticipado, que guarda la más extraordinaria semejanza con el
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Estado feudal de la época gótica. En el imperio sassánida, en Haurán, en la Arabia
meridional surge una verdadera caballería andante. Un rey de Saba, Schamir Juharisch,
vive en la leyenda árabe, por sus hazañas heroicas, como Roldan y el rey Artús, y esa
leyenda lleva su nombre por Persia hasta China [152]. El imperio de Maan, en el primer
milenio precristiano, subsistía junto al israelita y sus restos son comparables a los de
Micenas y Tirinto; los rastros llegan hasta muy dentro de África [153]. En toda la Arabia
meridional y aun en las montañas de Abisinia florece el feudalismo [154]. En Axum se alzan,
en época cristiana primitiva, poderosos castillos y tumbas regias con los monolitos más
grandes del mundo [155]. Detrás de los reyes viene una nobleza feudal, los condes (kail), los
gobernadores (kabir), vasallos de dudosa fidelidad, cuyas grandes posesiones limitan
continuamente el poderío de los reyes. Las interminables guerras cristianojudías entre la
Arabia meridional y el imperio de Axum [156] tienen un carácter caballeresco y se convierten
a menudo en guerras privadas de los barones en sus castillos.
En Saba reinan los Hamdánidas—más tarde cristianizados—. Detrás de ellos se encuentra
el imperio cristiano de Axum, que estuvo en relación con Roma y que hacia 300 se extendía
desde el Nilo blanco hasta las costas Somalís y el golfo Pérsico y que en 525 destruyó a los
Himjaritas judíos. En 542 tuvo aquí lugar el congreso de príncipes de Marib, al que enviaron
representantes Bizancio y Persia. Todavía hoy yacen por doquiera en el país innumerables
ruinas de grandes castillos. En la época islámica no podía pensarse de ellos sino que habían
sido construidos por espíritus. El burgo de Gomdan era una fortificación de veinte pisos
[157].
En el imperio sassánida dominaban los caballeros Dinkane, y la brillante corte de esos
«emperadores Staufen» del Oriente primitivo, fue en todos sentidos un modelo para la corte
bizantina desde Diocleciano. Mucho más tarde, los abbassidas, en su nueva residencia de
Bagdad, no supieron hacer cosa mejor que imitar en grandes proporciones el ideal sassánida
de vida cortesana. En la Arabia septentrional, en las cortes de los Ghassánidas y los
Lachmidas desenvolvióse una verdadera poesía de trovadores y de canciones amorosas; y
en la época de los padres de la Iglesia, los poetas-caballeros combatían en torneos de
«palabras, lanzas y espadas». Entre ellos estaba también un judío, Samuel, señor de Al
Ablaq, que por cinco preciosas corazas sostuvo un famoso asedio contra el rey de El Hira
[158]. Con respecto a esta lírica, represéntala lírica árabe posterior, que floreció hacia 800,
sobre todo en España, lo mismo que el romanticismo, es decir, guarda con aquel viejo arte
árabe la misma relación que Uhland y Eichendorff con Walter von der Vogelweide.
Ni los investigadores de la antigüedad ni los teólogos han sabido mirar este mundo de los
primeros siglos cristianos. Ocupados con la situación de Roma al final de la república y
durante el Imperio, ven aquí tan sólo acontecimientos primitivos e insignificantes. Pero
aquellos enjambres de jinetes parthos, que una y otra vez acometían a las legiones
romanas, eran mazdaítas, poseídos de entusiasmo caballeresco. En sus ejércitos imperaba
un sentimiento de cruzada. Lo mismo hubiera sucedido al cristianismo, si no hubiese
sucumbido por entero a la pseudomorfosis. También aquí existía ese estado de ánimo.
Tertuliano hablaba de la militia Christi y el sacramento era calificado de juramento a la
bandera. En las posteriores persecuciones contra los paganos, Cristo era el héroe por quien
salía al campo su séquito. Pero de vez en cuando, en lugar de caballeros y condes
cristianos, surgían los legados romanos, y en lugar de castillos y torneos veíanse del lado
acá de las fronteras romanas campamentos y ejecuciones. A pesar de todo, la guerra que en
115 estalló, bajo Trajano, fue una verdadera cruzada de los judíos y no una guerra de
parthos. En ella y como venganza por la destrucción de Jerusalén, fue muerta la población
entera de Chipre, que era toda ella infiel—«griega»—y ascendía al parecer a 240.000 almas.
Nisibis fue por entonces defendida por judíos, que sostuvieron un asedio muy admirado.
La guerrera Adiabene era un Estado judío. En todas las guerras de los parthos y persas
contra Roma, los contingentes de aldeanos y caballeros, enviados por los judíos de
Mesopotamia, combatieron en primera línea.
Ni siquiera Bizancio pudo sustraerse al espíritu del feudalismo árabe. Bajo una capa de
formas administrativas antiguas, formóse, sobre todo en Asia menor, un verdadero sistema
feudal. Había allí poderosas familias, cuya fidelidad y vasallaje no eran muy de fiar y que
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tenían todas el orgullo y pretensión de apoderarse del trono bizantino. «AI principio vivían en
la capital, no pudiendo salir de ella sin permiso del emperador.
Pero luego esa nobleza trasladó su residencia a sus grandes posesiones de provincia, y
desde el siglo IV formó una aristocracia provinciana, una verdadera clase que en el curso
del tiempo reclamó cierta independencia frente al poder imperial.» [159].
El «ejército romano» en Oriente se transformó en menos de dos siglos. Dejó de ser un
ejército moderno y se convirtió en un amasijo de andantes caballeros. La legión romana
desapareció hacia el año 200 por las disposiciones de los Severos [160].
En Occidente descendió a la categoría de horda. En Oriente se produjo en el siglo IV una
caballería andante, algo tardía pero muy genuina. Mommsen emplea ya la expresión, sin
conocer su importancia [161]. El joven noble recibía una educación cuidadosa en esgrima,
equitación, arco y lanza. El emperador Galieno, amigo de Plotino y constructor de la Porta
Nigra, uno de los representantes más característicos y desventurados del tiempo de los
soldados emperadores, formó hacia 260 con germanos y moros una nueva especie de
tropas a caballo, un séquito de fieles. Es bien significativo el hecho de que, en la religión del
ejército romano, retroceden las viejas deidades del Estado y, bajo los nombres de Marte y
Hércules, ocupan el primer puesto los dioses germánicos de los héroes personales [162].
Los palatini de Diocleciano no substituyen exactamente a los pretorianos, suprimidos por
Séptimo Severo; forman un pequeño cuerpo de caballeros, bien disciplinados, mientras que
los comitatenses constituyen la gran mesnada y se agrupan por banderas. La táctica es la de
todas las épocas primitivas, que sienten el orgullo del valor personal. El ataque se verifica
en la forma germánica del orden cuadrado («cabeza de jabalí»). Bajo Justiniano está ya
constituido el sistema de los «lansquenetes», que
corresponde exactamente al tiempo de Carlos V. Esos «lansquenetes» son reclutados por
condotieros [163] por el estilo de
Frundsberg y forman entre sí corporaciones. La expedición de Narsés es narrada por
Procopio [164] enteramente como las grandes levas de Wallenstein.
Pero junto a todo esto surge también en esos siglos primeros una suntuosa escolástica y
mística de estilo mágico, cuyo hogar propio son las famosas escuelas de toda la comarca
aramea: las persas de Ctésifon, Resain, Chondisabur; las judías de Sura, Nehardea y
Pumbadita; las de las otras «naciones» en Edessa, Nisibis, Kinesrin. Florecen en estas
sedes la astronomía, la filosofía, la química y la medicina. Pero en el Oeste estos productos
quedan infectados por la pseudomórfosis. Todo lo que se origina en el espíritu mágico,
adopta las formas de la filosofía griega y de la ciencia jurídica romana en Alejandría y Beirut;
se escribe en idiomas antiguos, en formas literarias extrañas y de tiempo atrás anquilosadas,
y asi queda todo falseado por la vetusta ideología de una civilización muy diferente.
Entonces—y no con el Islam—es cuando comienza la ciencia árabe. Pero nuestros filólogos
no han descubierto sino lo que apareció en Alejandría y Antioquía bajo las formas de la
civilización antigua decadente, sin sospechar lo más mínimo de la enorme riqueza que
atesora la época primitiva de la cultura arábiga, sin reconocer cuál era el verdadero centro
de su investigación y contemplación. Por eso pudo manifestarse la opinión absurda de que
los «árabes» son epígonos espirituales de la antigüedad. Pero en realidad todo o casi todo lo
que, mirando desde Edessa, aparece, allende el limite de los filólogos, como fruto del
espíritu antiguo, en su época postrera, es reflejo de la intimidad prearábiga. Y así llegamos a
la pseudomórfosis de la religión mágica.
4
La religión antigua vive en un sinnúmero de cultos particulares que, en esa forma, resultan
naturales y evidentes para el hombre apolíneo, pero que, en su propio ser, le aparecen al
extraño como arcanos incomprensibles. AI surgir cultos de esta especie empezó a existir la
cultura antigua. Pero tan pronto como en la época romana posterior transformaron su
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esencia, ya el alma de esa cultura había llegado a su término.
Nunca los cultos antiguos vivieron una vida auténtica fuera del paisaje antiguo. Lo divino
hállase siempre adherido a un lugar determinado y circunscrito a él. Ello corresponde al
sentimiento estático y euclidiano del universo. La relación entre el hombre y la deidad
adopta la forma de un culto también restringido a cierto lugar, de un culto cuyo sentido
reside en la imagen del acto ritual y no en una significación dogmática trascendente.
Asi como la población se pulveriza en innumerables puntos nacionales, asi también la
religión se fragmenta en esos cultos minúsculos cada uno de los cuales es completamente
independiente de los demás. Son cultos que no pueden extenderse sino sólo multiplicarse.
Es ésta la única forma de crecimiento en la religión antigua, que excluye por completo toda
«misión». Los antiguos practican esos cultos, pero no pertenecen a ellos. No hay «iglesias»
en la antigüedad. Si, más tarde, el pensamiento ateniense acepta algo general en lo divino y
en el culto, ello significa un rasgo no de religiosidad, sino de filosofía, rasgo que queda
limitado al pensamiento de unos cuantos, sin influir lo más mínimo en la sensibilidad de la
nación, esto es, de la polis.
La forma visible de la religión mágica contrasta rigurosamente con la de la religión antigua.
La forma de la religión mágica es la iglesia, la comunidad de los fíeles, que no conoce patria
ni límites terrenales. A la deidad mágica pueden aplicarse las palabras de Jesús: «Si dos o
tres se reúnen en mi nombre, yo estoy entre ellos.» Se comprende fácilmente que para cada
fiel no puede haber mas que un Dios verdadero y bueno; los otros dioses son falsos y malos
[165]. La relación entre este Dios y el hombre no descansa en la expresión, sino en la fuerza
oculta, en la magia de ciertas acciones simbólicas. Para que estas acciones sean eficaces
hay que conocer su forma y sentido exactamente y realizarlas en consonancia. El
conocimiento de este sentido es empero posesión de la iglesia—es la iglesia misma como
comunidad de los que conocen—; por eso el centro de toda religión mágica no se encuentra
en el culto, sino en la doctrina, en la confesión.
Mientras la antigüedad mantuvo viva su alma, consistió la pseudomórfosis en el hecho de
que todas las iglesias de Oriente fueron inducidas a practicar cultos de estilo occidental. Esto
constituye un aspecto esencial del sincretismo. La religión pérsica penetra en forma de culto
a Mithra; la caldeo-siria, en los cultos de los dioses estelares y los Baales (Júpiter
Dolichenus, Sabazios, Sol invictus, Atargatis) el judaísmo en forma de un culto a Jahwé,
pues no de otra manera pueden caracterizarse las comunidades egipcias en época de los
Ptolomeos [166]; y el mismo cristianismo primitivo aparece cual culto a Jesús, como lo
demuestran claramente las epístolas de San Pablo y las catacumbas romanas. Y aunque
todos esos cultos, que desde Adriano aproximadamente relegan a segundo término los
dioses típicos de las ciudades antiguas, manifiestan a las claras la pretensión de ser
revelaciones de la única Verdadera fe—Isis se llama deorum dearumque facies uniformis—,
sin embargo, todos ellos presentan los rasgos del culto particular antiguo: multiplican su
número hasta el infinito; cada comunidad existe por si y se localiza; todos esos templos,
catacumbas, mitreas, capillas domésticas son lugares de culto a los que la deidad se halla
adherida si no expresamente, pero al menos según el sentimiento. Y, sin embargo, hay una
sensibilidad mágica en todas esas prácticas piadosas. Los cultos antiguos eran practicados
en número indefinido; en cambio, los fieles de estos cultos nuevos no pertenecen mas que a
uno solo. En el culto antiguo es imposible el misionero. En estos nuevos resulta en cambio
evidente, y el sentido de los ejercicios religiosos se desvía visiblemente hacia el aspecto
doctrinal.
Cuando en el siglo II desaparece el alma apolínea y florece el alma mágica, la relación se
invierte. Sigue la pseudomórfosis; pero ahora ya son los cultos occidentales los que se
convierten en una nueva iglesia oriental. La reunión de los cultos particulares se
desenvuelve en la forma de una comunidad de los que creen en esos dioses y en esas
prácticas. Y, siguiendo el modelo de los persas y judíos, aparecen ahora los griegos como
una nueva nación de estilo mágico. Las formas cuidadosamente establecidas para los actos
singulares, en sacrificios y misterios, se convierten en una especie de dogma sobre el
sentido general de esos actos. Los cultos pueden representarse unos por otros; propiamente
no cabe decir ya que se ejerzan o practiquen; más bien diríamos que no «se adhiere» a
ellos. Y la divinidad local se convierte—sin que nadie se dé cuenta de la importancia de esta
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mutación—en la deidad presente, en el local.
Aunque el sincretismo es desde hace años objeto de detenidas investigaciones, no se ha
conocido bien el rasgo fundamental de su desarrollo: primero, la transformación de las
iglesias orientales en cultos occidentales, y luego, con tendencia contraria, la aparición de
iglesias para celebrar el culto [167]. No puede entenderse de otra manera la historia religiosa
de los años primeros del cristianismo. La lucha entre Cristo y Mithra, como deidades
culturales en Roma, adopta allende Antioquia la forma de una lucha entre la iglesia
pérsica y la iglesia cristiana. Pero la guerra más dura que el cristianismo hubo de sostener
cuando, caído victima de la pseudomorfosis y cubierto con el antifaz de su desarrollo
espiritual, se orientó hacia Oriente, no fue contra la religión realmente antigua, que apenas
conoció y cuyos cultos públicos estaban ya interiormente muertos hacia mucho tiempo y sin
el menor ascendiente sobre las almas, sino contra el paganismo o helenismo, convertido
ahora en una nueva y poderosa iglesia, oriunda del mismo espíritu que el cristianismo. Por
último, en el Oriente del imperio no hubo una sola iglesia, sino dos, y si una de ellas
consistía sólo en comunidades de Cristo, la otra estaba formada por comunidades que bajo
mil nombres distintos adoraban conscientemente uno y el mismo principio divino.
Mucho se ha hablado de la tolerancia antigua. La manera más clara de conocer la esencia
de una religión es indagar cuáles sean los límites a donde llega su tolerancia. También para
los cultos públicos de las antiguas ciudades existían tales limites. La pluralidad pertenecía a
su propia esencia, y por tanto, el consentirla no constituía tolerancia. Pero se suponía que
todo individuo sentía respeto hacia la forma del culto como tal.
Quien como algunos filósofos o partidarios de religiones extrañas negara ese respeto en sus
palabras o en sus acciones, conocía al punto el limite de la paciencia antigua. Pero las
persecuciones de las iglesias mágicas unas contra otras significan algo muy diferente; aquí
se manifiesta el deber henoteísta hacia la propia fe, que prohíbe el reconocimiento de la te
falsa. Los cultos antiguos hubiesen admitido el culto de jesús como uno más. La iglesia
antigua no tenía más remedio que combatir a la iglesia de jesús. Todas las grandes
persecuciones de cristianos—a las que corresponden exactamente las posteriores
persecuciones de paganos—parten de la iglesia pagana y no del Estado «romano»; y si
tenían también un sentido político es porque, entonces, la iglesia pagana era a un tiempo
mismo nación y patria. Se advertirá que bajo el disfraz de la adoración al emperador se
ocultan dos usos religiosos: en las ciudades antiguas del Oeste—Roma la primera—nació el
culto particular del divus como expresión última de aquel sentimiento euclidiano, según el
cual había un tránsito jurídico, y, por lo tanto, también sacral, del soma del ciudadano al de
un dios; en Oriente el culto del divus se convirtió en confesión del emperador
como salvador y Dios-hombre, como Mesías de todos los sincretistas, como centro que
reúne en forma nacional la iglesia sincretística. El sacramento principal de esta iglesia es el
sacrificio al emperador, que corresponde enteramente al Bautismo cristiano; y se comprende
bien el sentido simbólico que la exigencia y negación de estos actos habían de tener en las
épocas de persecución. Todas esas iglesias poseen sacramentos: comidas y bebidas
sagradas, como la bebida del Haoma entre los persas, el passah de los judíos, la sagrada
cena de los cristianos e igualmente en el culto de Attis y Mithra y los ritos bautismales de los
mandeos, de los cristianos, de los sectarios de Isis y Cibeles. Los cultos particulares de la
iglesia pagana podrían caracterizarse casi como sectas y órdenes; lo cual sería un notorio
adelanto en la inteligencia de sus mutuas luchas escolásticas y de su afanoso proselitismo.
Todos los misterios genuinamente antiguos—como los de Eleusis y los que fundaron los
pitagóricos hacia 500 en las ciudades de la Italia meridional—están adheridos a un lugar y
se caracterizan por una acción o representación simbólica.
Pero con la pseudomórfosis esos misterios se desprenden del lugar; pueden celebrarse
dondequiera que estén reunidos los iniciados y tienen por objeto ahora la consecución del
éxtasis mágico y de una vida ascética; los peregrinos de los santuarios misteriosos forman
una orden para la celebración de los misterios. La comunidad de los neopitagóricos, fundada
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hacia 50 de Jesucristo y estrechamente afín a los eseos judíos, no tiene nada que ver con
las antiguas escuelas filosóficas; es una verdadera orden monástica; y no es la única que
dentro del sincretismo anticipa los ideales de los ermitaños cristianos y los derviches
islámicos. Esta iglesia pagana tiene sus solitarios, sus santos, sus profetas, sus
conversiones milagrosas, sus libros sagrados, sus revelaciones [168]. En la significación de
la imagen divina para el culto, verifícase una mutación muy notable y apenas estudiada
todavía. El más grande de los sucesores de Plotino, Jámblico, estableció finalmente, hacia
300, el ingente sistema de una teología ortodoxa y jerarquía eclesiástica con rigoroso ritual
para la iglesia pagana; y su discípulo Juliano dedicó su vida entera, llegando hasta el
sacrificio de ella, a la obra de edificar esta iglesia para toda la eternidad [169]. Quiso incluso
establecer claustros de hombres y mujeres dedicados a la meditación e introducir una
penitencia eclesiástica. Esta labor fue sostenida por un enorme entusiasmo, que se sublimó
hasta llegar al martirio y perduró aun después de la muerte del emperador. Existen
inscripciones que casi no tienen otra traducción que la siguiente: «Sólo hay un Dios y Juliano
es su profeta» [170]. Diez años más, y esta iglesia hubiera llegado a ser un hecho histórico
de larga duración. Por último, el cristianismo heredó su fuerza y no sólo su fuerza, sino
también su forma y contenido en puntos importantes. No es enteramente exacto lo que suele
decirse de que la iglesia romana se apropió la estructura del imperio romano. En realidad la
estructura del imperio constituía ya una iglesia. Hubo una época en que ambas se tocaron.
Constantino el Grande fue el promotor del Concilio de Nicea y al mismo tiempo pontífice
máximo. Sus hijos, celosos cristianos, le declararon divus y le tributaron el culto prescrito.
San Agustín se atrevió a enunciar la idea audacísima de que antes de aparecer el
cristianismo, la religión verdadera existía en la forma de la antigua [171].
5
Para comprender el judaísmo, desde Ciro hasta Tito, hay que recordar siempre tres hechos
que la investigación científica conoce, a pesar de su parcialidad filológica y teológica, pero
que no considera con suficiente atención; 1.º Los judíos constituyen una «nación» sin
territorio, un consensus que existe en un mundo de naciones semejantes; 2.º Jerusalén es
una Meca, un centro santo, pero no la patria, ni el centro espiritual del pueblo; 3.º Por último,
si los judíos constituyen un fenómeno único en la historia universal es porque de antemano
se les trata como tal fenómeno incomparable.
Sin duda, los judíos posteriores al destierro son—como ya advirtió Hugo Winckler—un
pueblo de nueva índole, bien distinto de los «israelitas» antes del destierro. Pero esto no les
sucede a ellos solos. El mundo arameo comenzó por entonces a desmembrarse en un gran
número de pueblos semejantes, entre los cuales se encuentran los persas y los caldeos
[172]; todos ellos vivían en el mismo territorio y, sin embargo, permanecían rigorosamente
separados unos de otros y acaso ya usaban el modo de vida del ghetto, que es tan
puramente árabe.
Los primeros precursores del alma nueva son las religiones proféticas, que aparecieron
hacia 700 con grandiosa interioridad y que combatieron los usos rancios del pueblo y de sus
jefes. Cuanto más pienso en Amos, en Isaías, en Jeremías y seguidamente en Zaratustra,
más afinidad encuentro entre ellos. Lo que más parece separarlos no es su nueva fe, sino el
estado de cosas que combaten: aquéllos combaten la salvaje religión del antiguo Israel,
religión que, en realidad, era un haz de religiones [173], con su creencia en piedras y
árboles santos, con sus innumerables dioses locales en Dan, Bethel, Hebron, Sichem,
Beerseba, Gilgal, con su Jahwé (o Elohim), cuyo nombre servia a designar multitud de
diferentes numina, con su culto de los antepasados y sus sacrificios humanos, sus danzas de
derviches y su prostitución sacra, todo ello mezclado con tradiciones obscuras de Moisés y
Abraham y multitud de usos y leyendas del mundo babilónico posterior, que en Canaán
habían decaído y se habían petrificado desde hacia mucho tiempo en formas aldeanas.
Zaratustra combate la vieja fe védica, las no menos groseras creencias de tipo heroico y
wikingo, que necesitaban la repetición continua de los encomios al buey sagrado y su
crianza para recordar la realidad. Zaratustra vivió hacia 600, a veces en la miseria,
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perseguido, desoído, murió anciano en guerra contra los infieles [174]. Fue contemporáneo
del desventurado Jeremías, a quien el pueblo odió por sus profecías, a quien el rey mandó
prender y, después de la catástrofe, le llevó a Egipto, donde el profeta murió sacrificado.
Pero yo creo que esta gran época produjo además una tercera religión profética.
Puede aventurarse la sospecha de que también la religión «caldea», con su profunda
astronomía y esa intimidad que sorprende a todo el que la estudia, nació entonces merced
igualmente al esfuerzo de personalidades creadoras, del rango de un Isaías, que la formaron
con los restos de la vieja religión babilónica [175]. Los caldeos eran hacia 1000, como los
israelitas, un grupo de tribus de idioma arameo, al sur de Sinear. Todavía hoy se Índica a
veces con el nombre de caldeo el idioma materno de Jesús. En época de los Seleucidas
designa el nombre una extensa comunidad religiosa y en particular a sus sacerdotes.
La religión caldea es una religión astral, cosa que no fue la babilónica—antes de
Hammurabi—, Representa la más profunda interpretación que se ha dado del espacio
cósmico, tal como lo piensa el alma mágica, esto es, de la cueva cósmica con el Kismet que
la rige. Por eso ha seguido siendo, hasta las épocas últimas, el fundamento de la
especulación islámica y judaica. Ella, y no la cultura babilónica, es la que desde el siglo VII
crea la astronomía como ciencia exacta, esto es, como técnica sacerdotal de la observación,
con admirable vigor y penetración [176]. Substituyó la semana lunar babilónica por la
semana planetaria. La figura más popular de la vieja religión había sido Ischtar, diosa de la
vida y de la fecundidad. Ahora es un planeta. Tammuz, el dios de la vegetación, que muere
y resucita en primavera, es ahora una estrella fija. Por último, anunciase el sentimiento
henoteístico. Para el gran Nabucodonosor es Marduk el único y verdadero dios de la
misericordia, y Nabu, el viejo dios de Borsippa, es su hijo o mensajero entre los hombres.
Reyes caldeos han dominado el mundo durante un siglo; pero también han sido los
pregoneros de la religión nueva. Ellos mismos han puesto ladrillos en los templos.
Conocemos la oración de Nabu codo no sor— contemporáneo de Jeremías—a Marduk, en
el día de su coronación como rey. En profundidad y pureza no le cede a los mejores trozos
de la poesía profética israelita. Los salmos penitenciales caldeos tienen una estrecha
afinidad incluso en ritmo y estructura con los salmos judaicos; conocen la culpa de que el
hombre no tiene consciencia y el sufrimiento que puede remediarse por confesión y
arrepentimiento ante el dios colérico. Es la misma confianza en la misericordia divina que en
las inscripciones del templo a Baal de Palmita ha logrado igualmente una expresión en
verdad cristiana [177].
El núcleo de la doctrina profética es ya mágico. Existe un verdadero Dios, principio del bien,
llámese Jahwé, Ahura Mazda o Marduk-Baal; las restantes deidades son impotentes o
malas. A ese Dios se refiere la esperanza mesiánica, muy clara en Isaías, pero que
despunta por doquiera con intima necesidad en los siglos siguientes. Es la idea mágica
fundamental, con la hipótesis de una lucha histórica entre el bien y el mal, preponderando el
mal en la Edad media y venciendo definitivamente el bien en el Juicio final. Esta
moralización de la historia universal es común a los persas, a los caldeos, a los judíos.
Con ella empero queda anulado el concepto del pueblo territorial y preparado el nacimiento
de las naciones mágicas, sin patria terrenal, sin limites geográficos. Surge el concepto de
pueblo elegido [178]; pero se comprende fácilmente que los hombres de raza fuerte y ante
todo las grandes estirpes, rechazaran íntimamente estas ideas harto espirituales y volvieran
el rostro a las robustas viejas creencias de la tribu, oponiéndose así a los profetas. Según las
investigaciones de Cumont, la religión de los reyes persas era politeísta y no tenía el
sacramento del Haoma, es decir, no coincidía enteramente con la de Zaratustra. Otro tanto
sucede con la mayor parte de los reyes israelitas, y, según toda probabilidad, con el último
caldeo Naboned, quien, Justamente por su desvio a la religión de Marduk, fue vencido por
Piro, ayudado en esto por el mismo pueblo caldeo.
La circuncisión y el sábado—caldeo—adquieren el sentido de sacramentos a consecuencia
del destierro.
Pero el destierro babilónico había creado entre los judíos y los persas una diferencia
enorme, que se refiere no a las últimas verdades de la conciencia religiosa, pero si a los
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hechos de la vida real y, por tanto, a los sentimientos más hondos ante esta vida. Los
sectarios de Jahwé habían sido autorizados a regresar y los partidarios de Ahura Mazda les
habían concedido ese permiso. Eran los persas y los judíos dos pequeños grupos de tribus,
que doscientos anos antes poseían quizá igual número de guerreros; sin embargo, el uno
había conquistado al mundo y cuando Darío, por el Norte, pasaba el Danubio, su poder se
extendía por el Sur sobre toda la Arabia oriental, hasta la isla Sokotra, en la costa Somalí
[179]; el otro, en cambio, se había convertido en objeto insignificante de la política ajena.
Esta es la causa de que aquella religión sea tan señorial y ésta tan sumisa. Leed a Jeremías
y leed luego la inscripción de Darío en Behistun. ¡Qué orgullo el del rey por su Dios
vencedor! Y ¡qué desesperadas son las razones con que los profetas de Israel intentan
salvar en sus almas la imagen de su Dios!
Aquí, en el destierro, donde, por causa de la victoria persa, los ojos de todos los judíos se
dirigían hacia la doctrina de Zaratustra, transfórmase el profetismo puro (Amos, Oseas,
Isaías, Jeremías) en profetismo apocalíptico (Deutero-Isaias, Ecequiel, Zacarías). Todas las
nuevas visiones del hijo del hombre, de Satán, del Arcángel, de los siete cielos, del Juicio
final son formas pérsicas del común sentimiento cósmico. En Isaías, 41, aparece Ciro mismo
celebrado como el Mesías. ¿Recibió el gran creador del segundo Isaías su iluminación de un
secuaz de Zaratustra? ¿Es posible que los persas mismos, sintiendo la intima afinidad de
ambas doctrinas, autorizasen el regreso de los judíos a su patria? Lo cierto es que ambos
pueblos compartieron las representaciones populares de las cosas últimas y sintieron igual
odio hacia los infieles de la religión babilónica y de la religión antigua y lo expresaron contra
todas las formas de las creencias ajenas; pero no se odiaron ni se combatieron entre sí.
Pero ese «retorno» hay que considerarlo también desde Babilonia. La gran masa de los
judíos, población fuerte y dura, percibía muy en lontananza esa idea del regreso, que era
para ella sólo una idea y como un sueño. La población judía constituía sin duda un conjunto
de sólidos agricultores y artesanos, con un comienzo de aristocracia rural que permanecía
tranquilamente en sus posesiones. Vivía bajo el imperio de un príncipe propio, el Resch
Galuta, que tenia su residencia en Nehardea [180]. Los que regresaron fueron una minoría:
los testarudos, los celosos. Con mujeres y niños no sumaban más de cuarenta mil. Este
número no significa ni la décima, ni la vigésima parte del total. Y quien confunda estos
colonos y su destino con el
judaísmo en general [181] se incapacita para comprender el sentido profundo de todos los
acontecimientos subsiguientes. El pequeño mundo judío llevó una vida espiritual separada,
vida que la nación judía toda respetó, pero que no compartió. En Oriente floreció suntuosa la
literatura apocalíptica, heredera de la profética. Aquí arraigó una genuina poesía popular, de
la que se ha conservado una obra maestra, el libro de Job, con su espíritu islámico y no
judaico [182], mientras que multitud de cuentos y leyendas, entre otros Judith, Tobit, Achikar
fueron propagándose como motivos por todas las literaturas del mundo «arábigo». En Judea
sólo prosperó la ley; el espíritu talmúdico aparece primero en Ecequiel [183] y se encarna
desde 450 en los eruditos (Soferim) con Esra a la cabeza. Desde 300 hasta 200 de
Jesucristo los Tannaim han comentado la Tora y, por tanto, desenvuelto la Mischna. Ni la
aparición de Jesús ni la destrucción del Templo lograron interrumpir esta ocupación
abstracta.
Jerusalén llego a ser la Meca de los creyentes estrictos. Un código fue reconocido y admitido
como Corán; y se le añadió poco a poco toda una historia primitiva con motivos caldeopersas, pero reelaborados en forma farisea [184]. Pero en estos círculos no había hueco
para un arte profano, para una poesía y una ciencia profanas. Todo lo que hoy en el Talmud
de astronomía, medicina y derecho procede íntegramente de Mesopotamia [185]. Es lo más
verosímil que ya durante el destierro se iniciase en Mesopotamia esa tendencia caldeopersa-judaica a formar sectas, tendencia que comienza al principio de la cultura mágica y
progresa hasta llegar a la fundación de grandes religiones, alcanzando su cumbre en la
doctrina de Mani. La ley y los profetas—ésta es poco más o menos, la diferencia que existe
entre Judea y Mesopotamia. En la teología persa posterior y en todas las demás teologías
mágicas, ambas direcciones van unidas. Sólo aquí se han separado topográficamente. Las
decisiones de Jerusalén fueron por doquiera reconocidas. Pero la cuestión es saber si
efectivamente fueron seguidas. Ya Galilea era sospechosa a los fariseos. En Babilonia no
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podía consagrarse ningún rabino. Del gran Gamaliel, maestro de San Pablo, se dice que sus
prescripciones eran obedecidas por los judíos «incluso en el extranjero». Los documentos
recientemente hallados en Elefantina y Asuan [186] demuestran la independencia con que
vivían los judíos de Egipto. Hacia 170 pide Onias permiso al rey para erigir un templo
«según las medidas del de Jerusalén», y funda su petición en que los numerosos templos
que existen contrarios a la ley despiertan continuas disputas entre las comunidades.
Pero hay que tener en cuenta, además, que el judaísmo, como el persismo, creció
enormemente después del destierro por conversiones. Esta es la única forma de conquista
que le queda a una nación sin territorio: es, pues, natural y evidente para las religiones
mágicas. El judaísmo penetró pronto hacia el Norte, por el Estado judaico de Adiabene.
hasta el Cáucaso; por el Sur, probablemente a lo largo del golfo Pérsico, hasta Saba; en el
Oeste, preponderaba en Alejandría, Cyrene y Chipre. La administración de Egipto y la
política del imperio parto hallábanse en gran parte en manos de los judíos.
Ahora bien; este movimiento arranca exclusivamente de Mesopotamia. Lleva en su nervio el
espíritu apocalíptico, no el espíritu talmúdico. En Jerusalén la ley inventa cada día nuevas
trabas para estorbar el ingreso de los no creyentes. No les basta a los judíos de Jerusalén
renunciar a las conversiones; exigen además que no exista un pagano entre los antepasados
del buen creyente. Un fariseo se permite interpelar al rey Hyrkan (135-106), amado por
todos, pidiéndole que renuncie al cargo de sumo sacerdote, porque su madre se encontró
una vez en poder de los infieles [187]. Es la misma estrechez que se manifiesta en las
comunidades primitivas de los cristianos de Judea, oponiéndose a toda misión en tierra de
paganos. En Oriente no se le hubiera ocurrido a nadie poner límites a la propaganda; ello
habría sido contradecir el concepto de la nación mágica. De aquí se deriva justamente la
superioridad del vasto Oriente. Por mucha e indiscutida que fuese la autoridad religiosa del
Synedrión de Jerusalén, mayor era, en sentido político y, por lo tanto, histórico, la potencia
del Resch Galuta.
Esto es lo que no ven ni la investigación cristiana ni la investigación judía. Nadie, hasta
donde a mi se me alcanza, ha puesto atención al importante hecho siguiente: la persecución
de Antíoco Epifanes no se dirigió contra el judaísmo en general, sino contra Judea. Y la
consideración de este hecho nos conduce a un conocimiento de mucha mayor importancia
todavía.
La destrucción de Jerusalén hirió a una muy pequeña parte de la nación y justamente a la
parte menos importante en el sentido político y espiritual. No es verdad que el pueblo Judío
haya vivido «disperso» desde entonces. Hacia ya varios siglos que vivía—y no él solo, sino
también el pueblo persa y otros— sin asiento en un territorio determinado. Se interpreta
erróneamente la impresión que esa guerra produjo sobre el judaísmo propiamente dicho, el
cual era considerado y tratado por la Judea como un apéndice o dependencia. Sin duda la
victoria del pagano y la destrucción del Templo tuvieron profundas resonancias en el alma
judía [188] que en la cruzada de 115 tomó cruel venganza. Pero ello se refiere al ideal
judaico, no al Judeo, no al de la Judea. El «sionismo» fue entonces, como antes bajo Ciro y
como hoy, el ideal de una minoría muy escasa y limitada espiritualmente. Si se hubiera
sentido la desgracia realmente cual «pérdida de la patria»—tal como nos la representamos
en nuestro sentimiento occidental—la reconquista hubiese sido cien veces posible a partir de
Marco Aurelio. Pero esto era contrario al sentimiento mágico de la nacionalidad. La forma
ideal de la nación era la «synagoga», el puro consensus, como la «Iglesia visible» de los
católicos primitivos y como el Islam. Precisamente esa forma de la nación es la que se
realiza plenamente por la destrucción de Judea y el aniquilamiento del espíritu de tribu que
en Judea predominaba.
La guerra de Vespasiano, dirigida exclusivamente contra Judea, fue una liberación del
judaísmo. Primero: porque anuló la pretensión de los que habitaban ese minúsculo territorio,
a ser ellos la nación propiamente dicha y quedó, por tanto, deshecha la identificación entre
su mezquina espiritualidad y la vida psíquica del conjunto. La investigación erudita, la
escolástica y la mística de las grandes escuelas orientales recobró sus derechos. El gran
juez Karna recopiló en la escuela de Nehardea el primer derecho civil, casi al mismo tiempo
que actuaban Ulpiano y Papiniano [189]. Y segundo: porque salvó a esta religión de los
peligros de la pseudomórfosis, a los que sucumbió el cristianismo en la misma época. Desde
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200 antes de Jesucristo existía una literatura de judíos semihelenísticos. El predicador
Salomón (Koheleth) muestra tendencias pirronísticas. Síguenle la sabiduría de Salomón, el
segundo libro de los Macabeos, Theodoto, la carta de Aristeas y otros. Hay obras, como la
colección de sentencias de Menandro, de las que no puede decirse si son griegas o Judías.
Hacia 160 hubo grandes sacerdotes que, por espíritu helenístico, combatieron la religión
Judía, y reyes como Hircano y Heredes que intentaron lo mismo por medios políticos- Este
peligro desapareció definitivamente en el año 70.
En tiempos de Jesús hubo en Jerusalén tres direcciones que pueden considerarse como
universalmente arameas: los fariseos, los saduceos y los eseos. Aun cuando los nombres y
los conceptos son vacilantes y muy varias las opiniones de la investigación, tanto cristiana
como judaica, puede sin embargo, afirmarse lo siguiente:
La primera dirección aparece con máxima pureza en el judaísmo; la segunda, en el
caldeísmo; la tercera, en el helenismo [190]. Esea es la aparición, en el Asia menor oriental,
del culto a Mithra, en forma de órdenes religiosas. Fariseo es, en la iglesia pagana, el
sistema de Porfirio. Los saduceos, aunque en Jerusalén mismo se presentan como un
pequeño circulo de gente distinguida—Josef o los compara con los epicúreos—son arameos
por sus sentimientos apocalípticos y es cato lógicos, por tendencias que, en esta época
primitiva, podrían parangonarse con el espíritu de Dostoyevski. Entre los saduceos y los
fariseos hay la misma relación que entre la mística y la escolástica, entre San Juan y San
Pablo, entre el Bundehesch y el Vendidad de los persas. La apocalipsis es popular y, en
muchos puntos, constituye un bien común de todo el mundo arameo. El fariseísmo del
Talmud y del Avesta es exclusivista y trata de apartarse, tan radicalmente como ello sea
posible, de toda religión diferente. Lo importante para él no es la creencia y las visiones, sino
el rito riguroso que debe aprenderse y practicarse estrictamente; de suerte que, en su
opinión, el lego no puede ser piadoso porque no conoce la ley.
Los eseos aparecen en Jerusalén en forma de orden monástica; como los neopitagóricos.
Tenían libros secretos [191]; son, en amplio sentido, los representantes de la
pseudomórfosis y por eso desaparecen por completo del judaísmo en el año 70; en el
momento justamente en que la literatura cristiana se hacia griega pura, entre otras razones
porque el judaísmo occidental helenizado fue abandonando el judaísmo oriental y pasándose
poco a poco al cristianismo.
Pero también la apocalíptica, forma expresiva de la humanidad antiurbana, llegó bien pronto
a su fin dentro de la sinagoga, después de haber revivido una maravillosa fecundidad bajo la
impresión de la catástrofe [192]. Cuando hubo quedado resuelto que la doctrina de Jesús
crecía en forma de nueva religión y no de reforma del judaísmo, y cuando hacia 100 fue
establecida la fórmula diaria de maldición contra los judeocristianos, ya la apocalíptica, para
el poco tiempo que le restaba de vida, quedó vinculada a la joven religión.
6
El valor incomparable que eleva al cristianismo joven por encima de todas las religiones de
esta fecunda primavera, es la figura de Jesús. No hay nada, en las grandes creaciones de
aquellos años, que pueda ponerse a su lado. Quien, por entonces, oyera y leyera la historia
de la pasión, acaecida poco antes —la última venida a Jerusalén, la última trágica cena, la
hora de la desesperación en Getsemaní, la muerte en la cruz—había de considerar como
harto vacuas y mezquinas todas las leyendas y sacras aventuras de Mithra, de Attis y Osiris.
Aquí no hay filosofía ninguna. Las sentencias, que algunos de los discípulos conservaban
palabra por palabra en la memoria, son las de un niño en medio de un mundo extraño,
decadente, enfermo.
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Nada de consideraciones sociales, nada de problemas ni de sutilezas. Como una isla de paz
y bienaventuranza, la vida de esos pescadores y artesanos a orillas del lago de Jenezaret
flota en medio de su época, la época del gran Tiberio, lejos de toda historia universal, sin la
menor sospecha de los negocios de la realidad, rodeada del fulgor que destellan las
ciudades helenísticas con sus templos y teatros, con la refinada sociedad occidental, las
distracciones numerosas de la plebe, las cohortes romanas y la filosofía griega. Cuando los
amigos y acompañantes llegaron a edad senil y el hermano del crucificado presidía el circulo
de Jerusalén, formóse con los dichos y las narraciones que circulaban por la pequeña
comunidad un cuadro de conjunto tan íntimamente conmovedor que hubo de crearse para él
una forma propia de exposición, sin precedentes ni en la cultura antigua ni en la cultura
arábiga: el Evangelio.
El cristianismo es la única religión de la historia universal, en la cual una vida humana del
presente inmediato llegó a ser símbolo y centro de la creación entera.
Una excitación extraordinaria, como la que conoció hacia el año 1000 el mundo germánico,
conmovía entonces toda la comarca aramea. Despertaba el alma mágica. Lo que en las
religiones proféticas era como un presentimiento, lo que en tiempos de Alejandro se
bosquejaba en contornos metafísicos, cumplíase ahora. Y este cumplimiento provocó con
indecible fuerza el sentimiento primario del terror. Uno de los últimos enigmas de la
humanidad, de la vida toda en movimiento, es esa ecuación entre el nacimiento del yo y el
surgimiento del terror cósmico. Cuando ante el microcosmos se descorre el macrocosmos
amplio, prepotente, como una sima de realidades y actividades extrañas y bañadas de luz,
encógese y recógese en sí mismo, temeroso, el débil y solitario yo. Nunca el adulto, ni aun
en las horas más sombrías de su vida, vuelve a sentir aquel terror de la propia conciencia
vigilante, aquel terror que a veces sobrecoge a los niños. Ese terror mortal se extendía por
entonces sobre la naciente cultura mágica. En este orto de la conciencia mágica, todavía
temerosa, obscura, incierta de sí misma, fue la mirada a posarse sobre el próximo final del
mundo.
Es ésta la primera idea con que, hasta ahora, todas las culturas han llegado a adquirir
conciencia de sí mismas. Todo espíritu algo profundo se sintió sobrecogido por un
estremecimiento de revelaciones, de portentos, de últimas perspectivas en el arcano de las
cosas. Pensábase y vivíase en imágenes apocalípticas. La realidad tomábase apariencia.
Hablábase en secreto de rostros extraños y horribles; leíanse libros enmarañados y confusos
que al punto eran comprendidos con inmediata certidumbre. De comunidad en comunidad,
de aldea en aldea iban esos libros, que no puede decirse que pertenezcan a una religión
determinada [193] . Tienen matices pérsicos, caldeos, judaicos; pero recogen en realidad
todo cuanto interesaba a los espíritus de entonces. Los libros canónicos son nacionales; los
libros apocalípticos son internacionales en el más riguroso sentido. Existen y no parece
haberlos escrito nadie. Su contenido flota mostrenco y suena hoy distinto que ayer. Pero
tampoco son «poesía» [194]. Semejan esas terribles figuras que hay en los pórticos de las
catedrales románicas francesas, que no son «arte», sino terror petrificado. Todo el mundo
conocía esos ángeles y demonios, esas ascensiones al cielo, esos descensos al infierno de
seres divinos, el hombre primario o segundo Adán, el enviado de Dios, el Salvador de los
últimos días, el hijo del hombre, la ciudad eterna, el Juicio final [193]. En las ciudades
extranjeras y en las sedes del sacerdocio pérsico y judaico, las doctrinas diferenciales eran
sin duda objeto de estudio y discusión. Pero en el pueblo, casi no había una religión
determinada, sino una general religiosidad mágica, que llenaba las almas y que estaba
formada por perspectivas y cuadros de los más varios orígenes. Se aproximaba el fin del
mundo. Se le esperaba. Sabíase que «El» había de aparecer ahora, Aquel de quien
hablaban todas las revelaciones. Surgían los profetas. Formábanse cada día nuevas
comunidades y círculos, en la convicción o de conocer mejor la religión nativa o de haber
encontrado al fin la verdadera. En esta época de tensión formidable, de tensión creciente,
próximo el nacimiento de Jesús, se originaron innúmeras comunidades y sectas y entre ellas
la religión mandea de la salvación, cuyo fundador u origen ignoramos. Al parecer, hallábase
muy próxima a la creencia popular del judaísmo sirio, a pesar de su odio contra el judaísmo
de Jerusalén y su predilección por concepciones pérsicas referentes a la idea de la
salvación. Ahora van descubriéndose uno por uno los fragmentos de sus libros maravillosos.
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Por doquiera el término de la esperanza es «El», el hijo del hombre, el salvador enviado a
las profundidades, el salvador que ha de ser también salvado. En el libro de Juan habla el
Padre, erguido en la morada de la perfección, envuelto en luz, a su hijo: Hijo mío, sé mi
mensajero—baja al mundo de las tinieblas, en donde no hay rayo de luz—. Y el hijo
exclama: Padre grande, ¿en qué he pecado, que me envías a lo profundo? Y por último: Sin
defecto he ascendido y no habrá en mí defecto ni falta alguna [196].
A la base de todo esto se encuentran todos los rasgos de las religiones proféticas y el tesoro
de las profundas sabidurías y figuras que se había reunido desde entonces en la
apocalíptica.
Ni un soplo de pensamiento y sentimiento antiguo ha penetrado en este submundo de lo
mágico. Los comienzos de la religión nueva se hallan, indudablemente, perdidos para
siempre.
Pero hay una. figura histórica del mandeísmo que aparece con sorprendente claridad, figura
trágica en su querer y su morir, como el mismo Jesús: es Juan el bautista [197]. Casi
desprendido del judaísmo y rebosante de odio profundo al espíritu de Jerusalén—esto
corresponde exactamente al odio de los rusos netos contra Petersburgo —, predica Juan el
fin del mundo y la proximidad del Barnasha, del hijo del hombre, que ya no es el prometido
Mesías nacional de ¡as judíos, sino el que trae el incendio del mundo [198]. A Juan fue
Jesús y se hizo su discípulo [199]. Tenia treinta años cuando el despertar iluminó su pecho.
El mundo de las ideas apocalípticas y sobre todo mandeas llenó desde entonces su
conciencia. El otro mundo, el mundo de la realidad histórica, yacía en torno suyo como mera
apariencia, como algo ajeno e insignificante. Sentía la certidumbre inmensa de que El iba a
venir y a poner término a esa realidad irreal. Y defendió y propagó esta convicción, como su
maestro Juan. Todavía los más viejos Evangelios recogidos en el Nuevo Testamentó nos
dejan vislumbrar esa época, en la cual Jesús no tenia conciencia de ser otra cosa que un
profeta [200].
Pero hay un momento de su vida en que le sobreviene primero un vislumbre y luego la
suprema certeza: tú eres El. Fue un secreto que al principio casi no se confesaba a si
mismo.
Luego se lo dijo a sus íntimos y acompañantes, los cuales recogidamente compartieron con
él la sacra embajada, hasta que se atrevieron a manifestar la verdad ante el mundo entero
en el viaje fatal a Jerusalén. No hay prueba más convincente de la pureza y sinceridad
absoluta de sus pensamientos que la duda, una y otra vez sentida, de si quizá no se habría
engañado; sus discípulos más tarde han referido puntualmente esas vacilaciones. Llega a su
tierra. Acude todo el pueblo. Reconocen todos al antiguo carpintero que ha abandonado su
trabajo; y se indignan. La familia, la madre, los numerosos hermanos y hermanas se
avergüenzan de él y quieren sujetarlo. Allí, cuando él ve todos los rostros conocidos
mirándole, se confunde, vacila y la fuerza mágica se debilita en su alma (Marcos, 6). En
Getsemaní se mezclan las dudas sobre su misión con el terror indecible [201] del porvenir; y
todavía en la cruz se oye la quejumbrosa llamada y queja de que Dios le ha abandonado.
Aún en estas últimas lloras vive sumido por completo en las imágenes de su mundo
apocalíptico. No ha percibido nunca realmente otras en torno suyo. La realidad que los
soldados romanos, sus guardianes, veían, era para él objeto de incesante admiración y
extrañeza, una apariencia engañosa que podía de pronto deshacerse. Era su alma el alma
pura y genuina del campo sin urbes. La vida de las ciudades, el espíritu en sentido urbano le
eran por completo ajenos- ¿Vio realmente y comprendió en su esencia histórica Jerusalén,
ciudad semiantigua, en donde entró como hijo del hombre?. Esto es lo que tienen de
conmovedor los últimos días, ese encuentro y choque de los hechos con las verdades, de
los dos mundos que nunca han de entenderse. No supo nunca lo que le pasaba.
Así anduvo predicando y anunciando por su país. Pero este país era Palestina. Había nacido
en el imperio antiguo y vivía ante los ojos del judaísmo de Jerusalén; y tan pronto como su
alma se desviaba un tanto de la contemplación interior y del sentimiento de la misión, para
mirar en torno, tropezaba su mirada con la realidad del imperio romano y del fariseísmo.
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La repugnancia que le inspiraba ese ideal rígido y egoísta, repugnancia que compartía con
todo el mandeísmo y, sin duda, con el pueblo judío de Oriente, es el carácter primero y más
permanente de todas sus predicaciones. Sentía horror de ese fárrago de fórmulas
intelectualistas, que se jactaban de ser única vía de salvación. Sin embargo, era sólo otra
clase de religiosidad, que con lógica rabínica disputaba el derecho a su convicción.
Era la ley frente a los profetas. Pero cuando Jesús fue conducido a presencia de Pilatos, si
mundo de los hechos y el mundo de las verdades se enfrontaron sin remedio ni avenencia
posibles, con tan terrible claridad y gravedad simbólica, que ninguna otra escena de la
historia universal es más impresionante. La discrepancia esencial que ya existe en el
principio y raíz de toda vida en movimiento, sólo por serlo, sólo por ser existencia y
conciencia, recibe aquí la forma más alta imaginable de la tragedia humana. En la famosa
pregunta del procurador romano: ¿qué es la verdad?—única frase del Nuevo Testamento
que tiene «raza» — está encerrado el sentido todo de la historia, la exclusividad de los
hechos, la preeminencia del Estado, el valor de la sangre, de la guerra, la omnipotencia del
éxito, el orgullo de un destino grande. A esto no contestó la boca de Jesús; pero su
silencioso sentimiento replicó con la otra pregunta, con la pregunta decisiva de toda
religiosidad: ¿qué es la realidad? Para Pilatos la realidad lo era todo; para Jesús, nada. No
puede ser otra la contraposición de la religiosidad a la historia y sus potencias. La religión no
puede juzgar de otro modo la vida activa y, si lo hace, es que ha dejado ya de ser religión y
ha caído en el espíritu de la historia.
MÍ reino no es de este mundo—he aquí la última palabra, la que no admite ulteriores
interpretaciones. Por ella puede cada cual saber de fijo donde, por nacimiento, se halla
adscrito: a la existencia que se sirve de la conciencia o la conciencia que subyuga a la
existencia; al acto o a la tensión; a la sangre o al espíritu; a la historia o a la naturaleza; a la
política o a la religión. Aquí no hay más que: o esto o lo otro y no cabe honrado
acomodamiento. Un hombre de Estado puede ser profundamente religioso; un hombre
piadoso puede caer por su patria; pero tienen que saber uno y otro de qué parte están en
realidad.
El político nativo desprecia las consideraciones supramundanas de ideólogos y éticos, en
medio de su mundo efectivo—y tiene razón. Para el creyente, la ambición y el éxito del
mundo histórico son pecaminosos, carecen de eterno valor—y también tiene razón. Un
príncipe que quiera mejorar la religión en el sentido de fines políticos, prácticos, es un loco.
Un predicador que quiera asentar la verdad, la justicia, la paz, la concordia en el mundo de
la realidad es también un loco. No ha habido fe que cambie el mundo, como no hay hecho
que pueda refutar una creencia. No existe conciliación entre el tiempo dirigido y la eternidad
intemporal, entre el curso de la historia y la predominancia de un orden divino, en cuya
estructura las palabras «decreto de Dios» significan la máxima causalidad. Tal es el sentido
último de aquel momento en que Jesús y Pilotos se encuentran frente a frente. En el mundo
histórico, el romano dejó crucificar al Galileo—era su sino. En el otro mundo, Roma caía
maldita y la cruz se alzaba como signo de la salvación—era «la voluntad de Dios» [202].
La religión es metafísica, y no otra cosa: credo, quía absurdum. La metafísica conocida,
demostrada—o tenida por tal—es mera filosofía o erudición. Aquí me refiero a la metafísica
vivida, a lo impensable como certeza, a lo sobrenatural como hecho, a la vida en un mundo
irreal, aunque verdadero. Ni un momento ha vivido Jesús de otra suerte. No fue un
predicador moralista. Considerar la moral como último sentido de la religión es no conocer la
religión. Eso es «siglo diez y nueve», «ilustración», filisteísmo humanista. Atribuir a Jesús
ideas sociales es calumniarle. Las sentencias morales, que en alguna ocasión enuncia, si no
son meras atribuciones posteriores, sirven tan sólo para la edificación. No contienen doctrina
nueva.
Había entre ellas refranes, que todos entonces conocían harto bien. La doctrina de Jesús era
exclusivamente una revelación de las últimas cosas, cuyas imágenes de continuo llenaban
su mente: orto de la era nueva, venida al mundo del enviado de Dios, Juicio final, un nuevo
cielo y una tierra nueva [203]. Nunca tuvo otro concepto de la religión, ni existe otro en
ninguna época de verdadera interioridad. Religión es toda ella metafísica, doctrina del
allende, conciencia en medio de un mundo cuyos primeros planos se destacan e iluminan
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merced al testimonio de los sentidos; religión es vida con y en lo suprasensible, y cuando
falta fuerza para tal conciencia, cuando falta energía aun solo para creer en ella, entonces la
verdadera religión se acaba. ¡Mi reino no es de este mundo!. Sólo quien sepa medir la
gravedad de este conocimiento puede comprender sus más hondas sentencias. Más tarde,
las épocas urbanas, incapaces ya de tales perspectivas, son las que han referido al mundo
de la vida exterior un resto de religiosidad y han substituido la religión por sentimientos de
humanidad y la metafísica por predicaciones morales. En Jesús encontramos justamente lo
contrario. «Dad al César lo que es del César»; es decir: someteos a los poderes del mundo
de los hechos, aguantad, sufrid, no preguntéis si son «justos». Lo importante es tan sólo la
salvación del alma. «Ved los lirios en el campo»; es decir: no os preocupéis de riqueza ni de
pobreza, que una y otra encadenan el alma a los cuidados de este mundo. «Hay que servir a
Dios o a Mammon»; quiere decir Mammón la realidad entera. Mezquina y cobarde es toda
interpretación que excluya de esta exigencia la grandeza que en verdad atesora. Jesús no
habría percibido diferencia alguna entre el trabajo por la propia riqueza y el trabajo por la
comodidad social «de todos». Su horror a la riqueza; la renuncia a la propiedad, que practicó
la primitiva comunidad cristianado Jerusalén—que era una orden rigurosa y no un club de
socialistas—revelan la máxima oposición imaginable a todo «sentimiento social»; estas
convicciones no provienen de considerar que la situación exterior lo sea todo, sino de pensar
que no es nada; no proceden de un aprecio exclusivo de la biendanza en este mundo, sino
de un absoluto desprecio de ella. Tiene que existir algo, ante lo cual toda ventura terrenal
desaparezca en nada. Es la misma diferencia que existe entre Tolstoi y Dostoyevski. Tolstoi,
el urbano, el occidental, ha visto en Jesús un ético-social y, como todo el Occidente
civilizado—que no pudiendo renunciar aspira a repartir—, ha rebajado el cristianismo
primitivo a la categoría de un movimiento social-revolucionario. A Tolstoi le faltó energía
metafísica. Dostoyevski, que era pobre, pero, en ciertas horas, casi santo, no pensó jamás
en mejoramientos sociales. ¿De qué le serviría al alma la abolición de la propiedad?
7
Entre los amigos y discípulos, aniquilados por el terrible final del viaje a Jerusalén, cundió a
los pocos días la noticia de su resurrección y reaparición. Los hombres de épocas
postrimeras no podrán nunca sentir lo que esto significaba para aquellas almas y en aquellos
tiempos. Era el cumplimiento, la realización de las esperanzas contenidas en toda la
apocalíptica de aquella época mágica; era, al término del eon presente, la ascensión del
Salvador salvado, del segundo Adán, del Saoshyant, Enosh o Barnasha, o como quiera que
le llamaran, en el reino luminoso del padre. Asi se hacían presente inmediato el futuro
anunciado y la nueva edad, «el reino de Dios». Se encontraban aquellos hombres en el
punto decisivo de la historia de la salvación. Esta certidumbre cambió por completo la
mirada cósmica del pequeño círculo. «Su» doctrina, tal como fluyera de su tierna y suave
naturaleza, su intimo sentimiento de la relación entre el hombre y Dios y el sentido de los
tiempos, lo que con la palabra amor quedaba íntegramente expresado, vino a ocupar el
segundo término y en su lugar se puso la doctrina de El. El maestro fue desde entonces el
«Resucitado», figura nueva de la apocalíptica, figura la más importante y concluyente. Pero
con todo ello, la imagen del futuro se convirtió en imagen del recuerdo. Ese ingreso de una
realidad vivida en el circulo de la gran historia, fue algo decisivo, algo inaudito en todo el
mundo de las ideas mágicas. Los Judíos, entre ellos Pablo joven, y los mandeos, entre ellos
los discípulos del Bautista, lo negaron con pasión. Para éstos fue Jesús un falso Mesías, de
quien habían hablado ya los más viejos textos pérsicos [204]. Para éstos, El había devenir;
en cambio, para la pequeña comunidad, El había venido ya. Habíanle visto, habían vivido
con El. Hay que sumergirse por completo en esta conciencia para comprender su enorme
superioridad en semejante tiempo. En vez de una mirada incierta hacia la lejanía, era un
trozo de conmovedor presente; en vez del miedo que espera, la certidumbre que liberta; en
vez de una leyenda, un sino humano vivido y presenciado. Era realmente una «buena
nueva» la que predicaban aquellos hombres.
Pero ¿a quién? Ya en los primeros días se planteó el problema que hubo de decidir el
destino de la nueva revelación.
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Jesús y sus amigos eran de nacimiento judíos; pero no pertenecían al país de Judea. Aquí,
en Jerusalén, era esperado el Mesías de los
viejos libros sagrados, el que había de venir sólo para el pueblo judío, en el sentido anterior
de comunidad tribal.
Toda la demás tierra aramea esperaba en cambio al Salvador del mundo, al hijo del hombre,
mencionado en todos los libros apocalípticos escritos en judío, pérsico, caldeo o mandeo
[205].
En el primer caso era la muerte y resurrección de Jesús un acontecimiento local. En el
segundo significaban un recodo de la historia universal. Pues mientras que por doquiera los
Judíos se habían convertido en nación mágica, sin patria ni unidad de tronco y procedencia,
en cambio aquí, en Jerusalén, manteníase fuerte la concepción tribal. No se trataba de
«misión a los judíos» o «misión a los gentiles». El dualismo era mucho más profundo. La
palabra misión significa aquí dos cosas bien distintas. En el sentido del judaísmo no hacía
falta propiamente proselitismo alguno; al contrario, el proselitismo contradecía la idea del
Mesías. Los conceptos de estirpe y de misión se excluyen. Los miembros del pueblo elegido
y particularmente los sacerdotes habían de convencerse de que las promesas eran
cumplidas; con esto bastaba. Pero en el otro caso, la idea de la nación mágica, fundada en
el consensus, implicaba que la resurrección había establecido la verdad plena y definitiva, y,
por lo tanto, que el consensus en torno a esta verdad constituía la base de la verdadera
nación, la cual debía extenderse hasta comprender en su seno a las demás naciones mas
viejas e imperfectas en la idea. «Un pastor y un rebaño»—tal fue la fórmula de la nueva
nación mundial. La nación del Salvador era idéntica a la humanidad. Si se considera la
prehistoria de esta cultura se advierte que la discusión del concilio apostólico de Jerusalén
[206] estaba ya resuelta de hecho 500 años antes; porque el judaísmo posterior al
destierro—con la única excepción del estrecho círculo de Judea— había hecho prosélitos,
como los persas y los caldeos y todos los demás, entre los infieles, desde el Turquestán
hasta el interior de África, sin detenerse ante consideraciones de patria y estirpe. Sobre este
punto nadie disputaba. Ni se le ocurrió siquiera a la comunidad que pudiese suceder de otro
modo. Ella misma era ya el resultado de una existencia nacional que consistía en extensión.
Los viejos textos judíos constituían un tesoro cuidadosamente conservado y la interpretación
exacta, la Halacha, era cosa de los rabinos. Pero la literatura apocalíptica constituía la más
completa oposición; escrita para conmover indistintamente los ánimos toaos, ofrecíase a la
libre interpretación de cada cual.
¿Cómo comprendieron su propio destino los más antiguos amigos de Jesús? Nos lo revela
el hecho de permanecer la comunidad en Jerusalén y de frecuentar el Templo. Para estos
hombres sencillos, entre los cuales estaban los hermanos de Jesús—que al principio lo
habían rechazado—y la madre—que creyó en el hijo ejecutado [207] -fue el poder de la
tradición judía más fuerte que el del espíritu apocalíptico. Pero su propósito de convencer a
los judíos fracasó, aun cuando en un principio ingresaron en la comunidad incluso fariseos.
Fueron, pues, una de las muchas sectas judaicas, y el resultado de la «confesión de Pedro»
puede expresarse diciendo que ellos representaban el verdadero judaísmo, mientras que el
Synedrión representaba el judaísmo falso [208].
El último destino de este circulo [209] ha caído en el olvido, por el efecto enorme que la
nueva doctrina apocalíptica produjo bien pronto en todo el mundo de sensibilidad y
pensamiento mágicos. Entre los posteriores partidarios de Jesús hubo muchos que
realmente sintieron al modo mágico y se hallaban libres de todo espíritu fariseo. Mucho
antes de Pablo resolvieron en silencio, para sí, la cuestión de las misiones y propaganda. No
podían vivir sin predicar y del Tigris al Tiber fundaron por doquiera pequeños circuios, en los
cuales la figura de Jesús se mezclaba en todas las formas imaginables con la masa de las
figuras y doctrinas existentes [210]. Y se planteó aquí otro dualismo, que se contiene
también en las palabras: misiones a los judíos o a los gentiles. Pero este segundo dualismo
es mucho más importante que la disputa, de antemano resuelta, entre Judea o el mundo.
Jesús habla vivido en Galilea. ¿Habla de propagarse la doctrina por Oriente o por
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Occidente? ¿Cómo culto de Jesús o como una orden de Salvación? ¿En estrecho contacto
con la iglesia pérsica o con la sincretística, que empezaban a constituirse entonces?
Sobre estos puntos decidió San Pablo, primera gran personalidad del movimiento nuevo.
San Pablo fue el primero que no sólo entendió de verdades, sino también de hechos. Joven
rabino occidental y discípulo de uno de los más famosos Tannaim, Pablo había perseguido a
los cristianos como a una secta judía. Después de una conversión, semejante a las que
entonces sucedían con frecuencia, se presentó a las numerosas pequeñas comunidades de
Occidente y con ellas creó una iglesia que lleva su sello personal. Desde entonces, la iglesia
pagana y la iglesia cristiana se desenvuelven con los mismos pasos y en estrecha influencia
mutua hasta Jámblico y Atanasio (ambos hacia 330). Considerando este grandioso fin,
siente Pablo por la comunidad de Jesús en Jerusalén un desprecio apenas encubierto. No
hay en el Nuevo Testamento nada más penoso que el comienzo de la Epístola a los Calatas:
Pablo ha emprendido su tarea con sus propias fuerzas, ha enseñado y edificado como le
parecía mejor; al fin, tras catorce anos, va a Jerusalén para hablar con los viejos
compañeros de Jesús y mostrándoles su superioridad espiritual y el éxito y el hecho de su
independencia, obligarles a reconocer que su creación contiene la doctrina verdadera. Pedro
y los suyos, ajenos a la realidad, no conocieron la importancia de estas conversaciones.
Desde este momento la comunidad madre era ya superflua.
Pablo fue rabino en espíritu y apocalíptico en sentimiento. Reconocía el judaísmo; pero a
modo de una prehistoria.
A consecuencia de esto existieron desde este instante dos religiones mágicas con un mismo
libro sacro, a saber: el Antiguo Testamento. Hubo, pues, una doble huincha, la primera,
orientada hacia el Talmud y desenvuelta por los Tannaim dé Jerusalén desde 300 antes de
Jesucristo; la segunda, fundada por Pablo y perfeccionada por los padres de la Iglesia, en la
dirección de los Evangelios. Y la riqueza de las representaciones apocalípticas, que
circulaban entonces por doquiera [211] con sus promesas de un Salvador del mundo,
quedaron condensadas por Pablo en la certidumbre de la salvación, tal como le había sido
revelada a él solo en el camino de Damasco, «Jesús es el Salvador y Pablo su profeta»; he
aquí el total contenido de su predicación. No puede ser mayor la semejanza con Mahoma.
No difieren uno de otro ni el modo de la vocación, ni en la conciencia profética, ni en las
consecuencias deducidas sobre el derecho único y sobre la verdad absoluta de sus
interpretaciones.
Con Pablo hace su aparición el hombre de la urbe en este círculo. Y al mismo tiempo
también la «inteligencia». Los demás, aunque habían visitado Antioquía y Jerusalén, no
habían logrado comprender la esencia de estas ciudades. Vivían adheridos a la tierra; eran
campesinos, todo alma y sentimiento.
Pero con Pablo aparece un espíritu educado en las grandes ciudades de estilo antiguo, un
hombre que sólo en ciudades podía vivir, que ni comprendía ni apreciaba la vida campesina.
Hubiera podido entenderse con Filón; pero no con Pedro. Pablo es el primero que ha visto el
suceso de la resurrección como un problema. La santa visión de los discípulos campesinos
se convirtió en su mente en una lucha de principios espirituales.
¡Cuán diferentes son entre si la lucha en Getsemaní y la hora de Damasco! ¡Es la misma
diferencia que medía entre un niño y un hombre, entre la angustia del alma y la resolución
del espíritu, entre la entrega a la muerte y la decisión de cambiar de partido! Pablo vio
primero en la nueva secta judía un peligro para la doctrina farisea de Jerusalén. De pronto,
empero, comprendió que los nazarenos «tenían razón»—palabras que no podemos imaginar
nunca en boca de Jesús. Y emprende la defensa de su partido contra el judaísmo,
transformando asi en un valor espiritual lo que hasta entonces no había sido sino el
conocimiento de un suceso. ¡Un valor espiritual! Pero así, San Pablo, inconscientemente,
acerca el partido que defiende a los demás valores espirituales de aquel tiempo: a las
ciudades de Occidente. En el recinto de la apocalíptica pura no había «espíritu» en el
sentido de inteligencia urbana. Los viejos camaradas de Jesús no podían entender esto del
espíritu. Sin duda escuchaban a Pablo con mirada triste y congojosa. Su imagen viva de
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Jesús—a quién Pablo nunca vio—palidecía ante la cruda luz de los conceptos y
proposiciones. A partir de este momento el sagrado recuerdo se convirtió en un sistema de
escuela, Pero Pablo tenía un sentido muy exacto de cuál era la patria verdadera de sus
pensamientos. Hacia el Occidente dirigió todos sus viajes de misionero, sin atender para
nada al Oriente. Nunca traspasó los limites del Estado antiguo. ¿Por qué fue a Roma, a
Corinto y no a Edessa o Ctésifon. ¿Por qué predicó en las ciudades y no en las aldeas?.
Pablo solo es quien ha ocasionado esta evolución. Su energía práctica se impuso al
sentimiento de todos los demás. Esto fue decisivo para el establecimiento de las tendencias
urbanas y occidentales de la joven iglesia. Los últimos paganos recibieron este nombre
(pagani, campesinos) más tarde. Un tremendo peligro amenazó al cristianismo naciente,
peligro que fue conjurado por la fuerza joven y fresca del nuevo pensar religioso: y fue que
al cristianismo se adhirieron con todas sus fuerzas las poblaciones felahs de las antiguas
urbes cosmopolitas. Y han dejado en él visibles huellas. En cambio, ¡cuan lejos de todo esto
se hallaba la personalidad de Jesús, que vivió en intima relación con el campo y sus
hombres!. Jesús no había advertido la pseudomórfosis, en medio de la cual naciera; ni tenía
en su alma el más mínimo rasgo de ella. Y ahora, una generación después, cuando acaso su
madre aún vivía, las consecuencias de su muerte se habían convertido en un núcleo,
alrededor del cual actuaba la voluntad de forma de la pseudomorfosis. Las ciudades
antiguas fueron bien pronto el escenario único del desarrollo cultual y dogmático. Y si la
comunidad se extendió por el Oriente fue clandestinamente, como queriendo pasar
desapercibida [212]. Hacia el año 100 había ya cristianos allende el Tigris. Pero ni ellos ni
sus convicciones han significado nada en el curso de la evolución de la Iglesia.
En los círculos que rodeaban a San Pablo se originó igualmente la segunda creación que
determinó en esencia la figura de la nueva iglesia. A la acción de una personalidad, a la
acción de San Marcos se debe el que existan Evangelios [213]—aunque la persona de Jesús
y su historia exigían por si mismas una forma poética de exposición—. San Pablo y San
Marcos se encontraron con una tradición fija en las comunidades, con el Evangelio, esto es,
una serie de referencias y relatos orales, fundados en informes e insignificantes escrituras
en lengua aramea y griega. Era seguro que alguna vez habrían de aparecer escritos
importantes. Pero el espíritu de los que vivieron con Jesús, el espíritu del Oriente en general
habría producido una colección canónica de las sentencias de Jesús, colección que,
completada en los concilios, cerrada y provista de un comentario, habría constituido el
resultado natural. A esto se hubiera añadido una apocalipsis de Jesús con la resurrección en
el centro. Pero el Evangelio de San Marcos acabó con los gérmenes de esta literatura. El
Evangelio de San Marcos fue escrito hacia 65, al mismo tiempo que las últimas epístolas de
San Pablo, y en griego, como éstas. De esta suerte su autor, que no sospechaba la
importancia de su librito, ha sido una de las personalidades más importantes, no sólo del
cristianismo, sino de la cultura arábiga en general. Todos los intentos anteriores
desaparecieron. Las únicas fuentes sobre Jesús que quedaron fueron las que estaban
escritas en forma de Evangelio.
Y tan evidente pareció esto que, en adelante, la palabra Evangelio dejó de designar un
contenido y pasó a significar una forma. La obra se debe al deseo de ciertos círculos
paulinos, acostumbrados a la literatura, que no habían oído nunca hablar de Jesús a un
compañero del Maestro. Es un cuadro apocalíptico de la vida de Cristo, desde lejos. La
experiencia directa queda susbtituída por la narración, una narración tan escueta y sincera
que la tendencia apocalíptica no se advierte [214], aunque constituye la base y supuesto de
todo. No es la palabra de Jesús, sino la doctrina de Jesús en su concepción paulina, lo que
constituye la materia de este libro. El primer libro cristiano se origina en la creación de San
Pablo; pero esta misma resulta bien pronto inimaginable sin dicho libro y sus sucesores.
Pues ahora surge lo que Pablo, ferviente escolástico, no quiso nunca; pero lo hizo inevitable
por la dirección misma de su actuación. Ahora surge la Iglesia de la nación cristiana, con su
culto propio. La comunidad sincretística, a medida que se hacía consciente de si misma, iba
condensando los innumerables cultos ciudadanos y los nuevos cultos mágicos y daba a este
tejido una forma henoteística, merced a un culto supremo.
El culto de Jesús, mientras tanto, en las más antiguas comunidades occidentales, fue
descomponiéndose y enriqueciéndose hasta convertirse en una masa de cultos con
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estructura semejante [215]. En torno al nacimiento de Jesús, del que los discípulos nada
saben, formóse una historia infantil. Esta historia no aparece todavía en San Marcos. Sin
duda, según la Apocalipsis de los antiguos persas, el Saoshyant, el Salvador de los últimos
días, había de nacer de una virgen. Pero el nuevo mito occidental tuvo una significación
muy distinta y consecuencias incalculables. Porque ahora, en el terreno de la
pseudomórfosis, alzóse junto a Jesús hijo, y muy por encima de él, la figura de la Madre de
Dios, de la Diosa Madre, y esta figura representó también un sencillo sino humano, de tan
cautivadora fuerza que sobrepujó y al fin asumió en si las innumerables vírgenes y madres
del sincretismo: Isis, Tanit, Cibeles, Demeter y todos los misterios de nacimiento y dolor.
Según Ireneo es la Eva de una nueva humanidad. Orígenes defendió su virginidad
permanente. Ella, dando nacimiento al Dios Salvador, es propiamente la que salva al
mundo. La María theotokos, la engendradora de Dios, constituyó gran escándalo para los
cristianos orientales que vivían más allá de los límites antiguos. Y las proposiciones
dogmáticas, que se derivaron de esta representación de la Virgen María, fueron en último
término la ocasión para que los monofisitas y nestorianos se separasen de la iglesia
occidental y estableciesen la pura religión de Jesús. Pero cuando la cultura fáustica despertó
y sintió la necesidad de un gran símbolo que diese expresión sensible a su sentimiento
primario del tiempo infinito, de la historia y de la serie de las generaciones, hubo de colocar
en el centro del cristianismo gótico-germano-católico la Mater Dolorosa, y no el Salvador
doliente. Durante varios siglos de fecunda intimidad ha sido esa figura femenina el conjunto
y cifra del sentimiento fáustico, el fin de toda poesía, arte y veneración piadosa. Todavía
hoy, en el culto, en las oraciones de la Iglesia católica y sobre todo en el sentimiento de los
fieles, ocupa Jesús el segundo lugar después de la Madonna [216].
Junto al culto de María surgieron los innumerables cultos de los santos, cuyo número
seguramente no le va en zaga al de las antiguas deidades locales. Y cuando la Iglesia
pagana se extinguió definitivamente, pudo la cristiana recoger en su seno el tesoro de los
cultos locales en forma de veneración a los santos.
Pero San Pablo y San Marcos decidieron también otro punto cuya importancia no cabe
exagerar. Consecuencia de su misión fue convertir al griego en idioma de la Iglesia y de sus
libros santos, y ante todo del primer Evangelio. Este resultado, al principio, no era ni
verosímil siquiera. ¡Y piénsese en lo que implicaba el hecho de una literatura sacra en
lengua griega!.
La Iglesia de Jesús fue artificialmente separada de su origen anímico e injertada en un
tronco extraño, erudito. Perdióse el contacto con la población aramea de la comarca madre.
A partir de ese instante, las dos iglesias—la cristiana y la sincretística—tuvieron el mismo
idioma, la misma tradición intelectual, los mismos tesoros bibliográficos de las mismas
escuelas.
Las literaturas arameas del Oriente, mucho más primitivas, escritas y pensadas en el idioma
de Jesús y sus discípulos, las literaturas propiamente mágicas quedaron desde entonces
privadas de colaborar en la vida de la Iglesia. Nadie podía leerlas; nadie las buscó; pronto
fueron olvidadas. Aunque los textos sagrados de la religión pérsica y de la judía estaban
escritos en avesta y en hebreo, sin embargo, el idioma de sus creadores e intérpretes, el
idioma de toda la apocalíptica— en que había crecido la doctrina de Jesús y la doctrina
sobre Jesús—, el idioma de los sabios en todas las grandes escuelas de Mesopotamia era el
idioma arameo. Pues bien; todo esto desapareció del circulo visual; y en su lugar ingresaron
Platón y Aristóteles que los escolásticos de las dos Iglesias, la pagana y la cristiana, en
común labor e idéntico sentido, interpretaron falsamente.
El último paso en esa dirección quiso darlo Marción. Marción iguala a San Pablo en talento
organizador y lo supera con mucho en energía morfogenética del espíritu; pero le es inferior
en el sentido de lo posible y real. Por eso fracasaron sus grandes propósitos [217].
Consideró Marción la creación de San Pablo, con todas sus consecuencias, como la base
para fundar sobre ella la religión propiamente redentora. Percibió cuan absurdo era que el
cristianismo y el judaísmo, rechazándose uno a otro sin piedad, tuvieran, sin embargo, el
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mismo libro sagrado, el canon judío. Parécenos hoy en efecto inconcebible que esta
situación haya durado cien años. Piénsese en lo que significa el sagrado texto para toda
clase de religiosidades mágicas. En esto vio Marción la «conjura contra la verdad» y un
inminente peligro para la doctrina que Jesús quiso y que, según Marción, no había llegado a
realizarse todavía. Pablo, el profeta, declaró que el Antiguo Testamento estaba cumplido y
cerrado. Marción, el fundador religioso, lo declara superado y caduco. Quiere extirpar todo
resto de judaísmo. Durante toda su vida combate el judaísmo. Como todo verdadero
fundador de religiones, como toda época creadora en el terreno religioso, como Zaratustra y
los profetas de Israel, como los griegos homéricos y los germanos convertidos al
cristianismo, consideró Marción los viejos dioses cual reprobables potencias [218]. Jehová,
como viejo dios creador, es el principio «justo» y, por lo tanto, malo [219]; Jesús, como
encarnación del Dios Salvador en esa mala creación, es el principio «extraño» y, por lo
tanto, bueno. Se advierte aquí patente el sentimiento fundamental mágico y,
particularmente, pérsico. Marción era de Sinope, antigua capital del reino de Mitrídates,
reino cuya religión queda desde luego indicada por el nombre de sus reyes. Allí fue donde
antaño nació el culto de Mithra.
Pero a esta nueva doctrina correspondía también un nuevo libro sagrado. Para toda la
cristiandad había sido hasta entonces canónica la «ley y los profetas». Pero ésta era la
Biblia del dios judío, la que justamente por entonces acababa de coleccionar definitivamente
el Synedrión en Jabna. Los cristianos tenían, pues, un libro endemoniado en sus manos.
Marción le opuso la Biblia del Salvador, ordenada igualmente con escritos que hasta
entonces circulaban por las comunidades como meros libros de edificación, sin autoridad
canónica [220]; en lugar de la Tora puso el Evangelio— único y verdadero—que construyó
con varios Evangelios parciales, estropeados y falsos en su opinión; en lugar de los profetas
israelitas puso las epístolas de San Pablo, único profeta de Jesús.
Así, pues, fue Marción propiamente el creador del Nuevo Testamento. Por lo mismo hay que
citar aquí esa figura que le es estrechamente afín, la figura de ese misterioso desconocido
que, poco antes, había escrito el Evangelio «según San Juan».
No quiso éste ni aumentar ni substituir a los Evangelios propiamente dichos. Quiso, con
plena conciencia, crear algo distinto de San Marcos, algo completamente nuevo, el primer
«libro sagrado» en la literatura cristiana, el Corán de la nueva religión [221]. El libro
demuestra que ya la religión cristiana era sentida como algo firme, sólido y perdurable. La
idea de que el fin del mundo está próximo, idea de que estuvo lleno Jesús y que
compartieron Pablo y Marcos, queda ya muy atrás de «Juan» y de Marción. La apocalíptica
termina. La mística comienza. El contenido no es la doctrina de Jesús, ni la de Pablo, sino el
misterio del cosmos, de la cueva cósmica. No se trata ya de Evangelio. No la figura del
Salvador, sino el principio del logos constituye el sentido y centro del acontecer. La historia
de la infancia es rechazada también; no ha nacido un Dios, sino que existe y peregrina por la
tierra en figura de hombre. Y ese Dios es una trinidad; Dios, el espíritu de Dios, la palabra de
Dios. Este libro sagrado del cristianismo primitivo contiene por vez primera el problema
mágico de la substancia, que dominará exclusivamente en los siglos siguientes y, por ultimo,
conducirá a la división de la religión en tres iglesias.
Y tiene interés el advertir—por los indicios que esto supone— que la solución a que más se
aproxima es la representada por el Oriente nestoriano. Es el más «oriental» de los
Evangelios, a pesar de la palabra griega logos, o quizá por esa palabra misma; y hay que
añadir que no presenta a Jesús como el portador de la última y total revelación. Es el
segundo enviado. Pero ha de venir otro (14, 16, 26; 15, 26). Esta es la extraña doctrina que
Jesús mismo anuncia; y es lo decisivo en este libro misterioso. Aquí de pronto se revela la fe
del Oriente mágico. Si el logos no va, el paracleto [222] no puede venir (16, 7); pero entre
ambos está el último Eon, el reino de Ahriman (14, 30). La Iglesia de la pseudomórfosis,
dominada por el espíritu paulino, combatió mucho tiempo al Evangelio de San Juan y no lo
reconoció hasta que la doctrina escandalosa, obscuramente indicada, no fue recubierta por
una interpretación paulina. Lo que había en esa doctrina se reconoce por algunos
fenómenos interesantes: el movimiento de los montañistas (hacia 160 en Asia menor) que
sin duda se refieren a una tradición oral y que anunciaban en Montano la aparición del
Paracleto y el fin del mundo. Los montañistas encontraron mucho eco. En Cartago,
Tertuliano desde 207 se declaró por ellos. Hacia 245, Mani —que estaba muy familiarizado
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con las corrientes del cristianismo oriental [223] —rechazó, en su gran creación religiosa, al
Jesús humano de San Pablo por demoníaco y reconoció por verdadero Jesús al Logos de
San Juan, declarándose a si mismo el Paracleto de San Juan. En Cartago, San Agustín
profesó el maniqueísmo y es bien significativo que estos dos movimientos acabaran
fundiéndose con el de Marción.
Pero volvamos a Marción, que llevó a cabo la idea de «Juan», creando una Biblia cristiana.
Y cuando, casi ya un anciano, las comunidades del extremo Occidente asustadas se
separaron de él [224], dio el paso definitivo y fundó una iglesia propia, la iglesia de la
Salvación, de estructura magistral [225].
Entre los años 150 y 190 fue el marcionismo una potencia, y hasta el siglo siguiente no
consiguió la Iglesia vieja reducir a los marcionitas al rango de una secta. Más tarde, en el
amplio Oriente, hasta el Turquestán, gozaron de poderosa valía y, por último—rasgo muy
significativo que indica bien cuál era su fundamental sentir—, se fundieron con los
maniqueos [226].
Sin embargo, la hazaña de Marción no fue infructuosa. El sentimiento pleno de su
superioridad llevó a Marción a estimar demasiado débiles las fuerzas de resistencia en la
Iglesia establecida. Pero, como Pablo antes y Atanasio después, fue un salvador del
cristianismo, en un momento en que éste amenazaba ruina; y si la unión de los cristianos se
hizo no según su idea, sino en contraposición a ella, esto no significa menoscabo en la
grandeza de sus pensamientos. La Iglesia precatólica, es decir, la Iglesia de la
pseudomórfosis, nació en su forma grandiosa hacia 190, al defenderse frente a la Iglesia de
Marción, cuya organización copió. Pero, además, substituyó la Biblia de Marción por otra
dispuesta en idéntica manera: con los Evangelios y las epístolas de los apóstoles que luego
fueron unidos a la ley y a los profetas. Por último, cuando la reunión de los dos Testamentos
decidió definitivamente sobre el concepto del judaísmo, combatió también la tercera
creación de Marción, su teoría de la salvación, iniciando la formación de una teología propia,
sobre la base de la posición del problema que Marción presentara.
Pero esta evolución se verificó exclusivamente en el territorio de la antigüedad. Por eso la
Iglesia, orientada contra Marción y contra la exclusión marciónica del judaísmo, fue para el
judaísmo talmúdico,—cuyo centro espiritual estaba ahora en Mesopotamia, en las escuelas
de Mesopotamia—un aspecto del paganismo helenístico. La destrucción de Jerusalén fue un
hecho que trazó limites tales, que ninguna potencia pudo superarlos y borrarlos en el mundo
de los hechos. La conciencia, la religión y el idioma son harto afines en lo interior; y sucedió
que la separación completa entre los dos territorios lingüísticos, uno el griego de la
pseudomórfosis y otro el arameo del territorio propiamente arábigo, creó desde el año 70
dos esferas distintas de evolución en la religiosidad mágica. En el limite occidental de la
cultura joven hallábanse los cultos paganos, la Iglesia de Jesús llevada allá por San Pablo y
los judíos griegos, por el estilo de Filón; y estos tres elementos estaban unidos por un idioma
y literatura comunes, de suerte que el judaísmo griego se incorporó al cristianismo ya en el
siglo primero, y el helenismo, junto con el cristianismo, creó una filosofía común. En el
territorio de lengua aramea, desde el Orontes hasta el Tigris, hallábanse el judaísmo y el
persismo que crearon ambos, en el Talmud y en el Avesta, una teología y una escolástica
rigurosa, en estrecha mutua acción; y ambas teologías, desde el siglo IV, ejercieron la más
fuerte influencia sobre el cristianismo de lengua aramea, opuesto al cristianismo de la
pseudomórfosis. Este cristianismo arameo acabó separándose del occidental en la forma de
la iglesia nestoriana.
Aquí, en Oriente, la diferencia entre la intelección perceptiva y la intelección verbal—ojos y
letras—, diferencia que constituye la forma primaria de toda conciencia humana, se
desenvolvió en los métodos puramente arábigos de la mística y la escolástica. La
certidumbre apocalíptica, la gnosis en el sentido del siglo 1, como Jesús quiso darla [227], la
contemplación y sensación vidente es la de los profetas de Israel, de los Gathas, del
Sufismo y aun puede rastrearse en Spinoza, en el Mesías polaco Baalschem [228] y en
Mirza Ali Mohamed, el místico fundador de la secta babista (ejecutado en Teherán en 1850).
La otra certidumbre, la paradosis, es propiamente el método talmúdico de la interpretación
verbal, que San Pablo dominaba por completo [229] y que penetra en todas las obras
posteriores del Avesta como igualmente en la dialéctica nestoriana [230] y en toda la
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teología del Islam.
Frente a todo esto, la pseudomórfosis constituye un territorio completamente uniforme,
donde florece la aceptación mágica de la fe (pistis) y la convicción metafísica (gnosis) [231].
La forma occidental de la fe mágica ha sido formulada para los cristianos por Ireneo y sobre
todo por Tertuliano. El famoso credo quia absurdum de este último, es el conjunto de esa
certidumbre por fe. El «pendant» a esto, en el paganismo, se encuentra, en las Enneadas de
PIotino y en el libro de Porfirio, «Retorno, del alma a Dios» [232]. Pero también para los
grandes escolásticos de la iglesia pagana hay el padre (nus), el hijo y el ser intermedio. Para
Filón es el logos el primogénito y segundo Dios. La doctrina del éxtasis, de los ángeles y de
los demonios de las dos substancias anímicas es corriente en todos ellos; y PIotino, como
Orígenes, discípulos ambos del mismo maestro muestran a las claras cómo la escolástica de
la pseudomórfosis consiste en desenvolver los conceptos e ideas mágicos al hilo de los
textos platónicos y aristotélicos, mediante una interpretación sistemáticamente falseada.
El concepto propiamente central en todo el pensamiento de la pseudomórfosis es el logos.
Este es, en su aplicación y desarrollo, el símbolo fiel de la pseudomórfosis. No puede
decirse que haya en esto la menor influencia del pensamiento «griego»—antiguo—. No vivía
entonces hombre alguno en cuya disposición mental tuviese cabida el concepto heraclítico o
estoico del logos.
Pero tampoco puede decirse que las distintas teologías avecindadas en Alejandría hayan
desenvuelto en pura evolución la realidad mágica a que se refería el concepto de logos, esa
realidad mágica que en las representaciones pérsicas y caldeas representa, bajo los
nombres de espíritu o palabra de Dios, un papel tan decisivo como en la doctrina judía bajo
los nombres de ruach y memra. Con la teoría del logos, ha resultado que una fórmula
antigua, pasando por Filón y el Evangelio de San Juan—cuya profunda influencia en
Occidente está en terreno escolástico—vino a ser no sólo un elemento de la mística
cristiana, sino, en último término, un dogma [233]. Era inevitable.
Ese dogma de ambas Iglesias es el aspecto de ciencia que corresponde al aspecto de fe
representado de una parte por los cultos sincretísticos y de otra por los cultos de María y de
los santos. Pero el sentimiento oriental alzóse desde el siglo IV contra ambas cosas, contra
el dogma y contra el culto.
La historia de estas ideas y conceptos se repite, para la vista, en la historia de la arquitectura
mágica [234]. La forma fundamental de la pseudomórfosis es la basílica. Era conocida antes
de los cristianos por los judíos de Occidente y por las sectas helenísticas de los caldeos. Asi
como el logos del Evangelio de San Juan es un concepto primario mágico vestido a la
antigua, así también la basílica es un espacio mágico, cuyas paredes interiores semejan las
superficies exteriores de un templo; es un santuario antiguo vuelto hacia dentro,
interiorizado. La forma constructiva del Oriente puro es la cúpula, la mezquita, que, sin duda
alguna, existía mucho antes de las más antiguas iglesias cristianas, en los templos de los
persas y caldeos, en las sinagogas de Mesopotamia y acaso en los templos de Saba.
Los intentos de composición y arreglo entre Oriente y Occidente, en los concilios de la época
bizantina, hállanse simbolizados en la forma mixta de la basílica cupular. En esta parte de la
historia de la arquitectura eclesiástica, exprésase también el gran giro que describió la
Iglesia con San Atanasio y Constantino, los últimos grandes salvadores del cristianismo.
Aquél creó el dogma fijo de Occidente y el monaquismo, a cuyas manos poco a poco fue
pasando, al petrificarse, la doctrina de las escuelas; éste fundó el Estado de la nación
cristiana, al que, finalmente, fue a aplicarse el nombre de «griego». La basílica cupular es el
símbolo arquitectónico de esa evolución.
B
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EL ALMA MÁGICA
8
El mundo, tal como se dilata ante la vigilia mágica, posee una especie de extensión que
puede llamarse cueviforme [235].
Es muy difícil para el hombre occidental encontrar en su provisión de conceptos aun sólo
una palabra que pueda evocar el sentido del «espacio» mágico. Porque «espacio» significa
para la sensibilidad de ambas culturas cosas completamente distintas. El mundo como
cueva es tan diferente del mundo fáustico como lejanía, con su apasionado afán de
profundidad, como diferentes son ambos del mundo antiguo, conjunto de las cosas
corporales. El sistema copernicano, en el que la tierra se pierde, ha de parecerle al
pensamiento arábigo extravagante y frívolo.
La Iglesia de Occidente tenía perfecta razón al oponerse a una representación incompatible
con el sentimiento cósmico de Jesús. Y la astronomía cueviforme de los caldeos, que tan
natural y convincente parecía a los persas y judíos, a los hombres de la pseudomórfosis y
del Islam, fue incomprensible para los pocos griegos auténticos que llegaron a conocerla; y
si éstos consiguieron entrar en ella fue transformando previamente el sentido de sus
fundamentos espaciales.
La oposición entre microcosmos y macrocosmos, que es idéntica a la conciencia vigilante,
da lugar en el cuadro cósmico de cada cultura a estas oposiciones semejantes de sentido
simbólico. Toda sensibilidad o inteligencia, toda fe o saber de un hombre quedan
configurados por una oposición primaria que hace de ellos, sin duda, actividades
individuales, pero también expresiones de la totalidad. En la antigüedad conocemos la
oposición entre forma y materia, oposición que domina y envuelve toda conciencia vigilante;
en la cultura occidental conocemos la oposición de fuerza y masa. En la antigüedad, la
oposición va a perderse en lo pequeño y lo singular; en la cultura fáustica se descarga en
líneas de acciones y reacciones.
Pero en la acepción del universo como cueva, la oposición perdura, flotando, cerniéndose
por doquiera en incierta lucha; y asi se eleva a ese dualismo primigenio—«semítico»—que,
en mil formas, y sin embargo, el mismo siempre, llena el sentimiento mágico. La luz penetra
en la cueva y la libra de las tinieblas (Juan, 1,5). Luz y tinieblas son substancias mágicas.
El arriba y el abajo, el cielo y la tierra se convierten en poderes esenciales que se combaten.
Pero esas oposiciones de la sensibilidad primaria se mezclan con las oposiciones oriundas
de la inteligencia pensante y valorante: bien y mal, Dios y Satán. La muerte no es para el
autor del Evangelio de San Juan, como tampoco para el celoso muslim, el término de la
vida, sino un algo, una fuerza junto a la vida y ambas—vida y muerte—se disputan la
posesión del hombre.
Pero más importante que todas esas oposiciones aparece todavía la oposición entre el
espíritu y el alma—en hebreo ruach y nephesch, en pérsico ahu y urvan, en mandeo
monuhmed y gyan, en griego pneuma y psyque—que despunta primero en el sentimiento
fundamental de las religiones proféticas, recorre luego toda la apocalíptica y, por último,
informa y dirige todas las concepciones del universo en la cultura ya despierta: Filón, San
Pablo, PIotino, Gnósticos, Mandeos, San Agustín, el Avesta, el Islam, la Kábala. Ruach
significa primitivamente el viento y nephesch el aliento [236]. La nephesch tiene siempre
alguna afinidad con el cuerpo, con lo terrenal, con el abajo, con el mal, con las tinieblas. Su
afán es el «arriba». La ruach pertenece a lo divino, a lo alto, a la luz. Al descender sobre el
hombre provoca en él el heroísmo (Sansón), la ira sacra (Elías), la iluminación del Juez que
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juzga (Salomón) [237] y todas las diferentes especies de profetismos y éxtasis. Se vierte
sobre el hombre [238]. A partir de Isaías II, 2, es el Mesías la encarnación del ruach. Según
Filón y la teología islamita, los hombres se dividen por nacimiento en psíquicos y
pneumáticos (los «elegidos»—concepto genuino del mundo-cueva y del Kismet)—. Todos
los hijos de Jacob son pneumáticos. Para San Pablo (1 Corint., 15) el sentido de la
resurrección se encuentra en la oposición de un cuerpo psíquico y un cuerpo pneumático y
esta oposición en él, en Filón y en la apocalipsis de Baruch coincide con la oposición entre
cielo y tierra, luz y obscuridad [239]. El Salvador es para él el pneuma celeste [240]. En el
Evangelio de San Juan, el Salvador, como logos, se funde con la luz. En el neoplatonismo
aparece en la forma del nus o el Todo-Uno, según el uso antiguo del concepto, en oposición
a la physis [241]. San Pablo y Filón han equiparado el espíritu y la carne con el bien y el
mal, según la división «antigua»—occidental—de los conceptos. San Agustín [242], como
maniqueo, los opone ambos, que son malos por naturaleza, a Dios que es el único bien; su
división de los conceptos es de estilo pérsico oriental y sobre ella funda luego su teoría de la
grada, que se ha desarrollado en el Islam en igual forma, aunque independientemente de él.
Pero las almas, en lo profundo, son singulares y aisladas; el pneuma, en cambio, es uno y
siempre el mismo. El hombre posee un alma; pero participa en el espíritu de la luz y del
bien.
Lo divino desciende sobre el hombre y asi reúne a todos los individuos de aquí abajo con el
Uno de la altura. Este sentimiento primario que domina toda la fe y creencias de los
hombres mágicos es algo único y distingue no sólo su concepción del mundo, sino toda la
religiosidad mágica en el núcleo mismo de su esencia. Esta cultura mágica fue, como
hemos visto, propiamente la cultura de en medio y hubiera podido tomar de las culturas
circundantes sus formas y pensamientos. No lo hizo, sin embargo; y el no haberlo hecho, el
haber permanecido dueña de si a pesar de las insistentes ofertas, demuestra que la
diferencia era infranqueable. Sólo algunos nombres aceptó de los tesoros de la religión
babilónica y egipcia. Las culturas antigua e indica, o mejor dicho, las civilizaciones de estas
dos culturas, helenismo y budismo, lograron confundir la expresión de la cultura mágica
hasta el punto de producir en ella lo que hemos llamado pseudomórfosis; pero no
consiguieron tocar a su esencia intima. Todas las religiones de la cultura mágica, desde las
creaciones de Isaías y Zaratustra hasta el Islam, constituyen una unidad perfecta del sentir
cósmico. Y asi como en la creencia del Avesta no hay ni un rasgo bramánico y en el
cristianismo primitivo no hay ni rastro de sentimiento antiguo, sino sólo nombres, imágenes y
formas exteriores, asi también el cristianismo germano católico de Occidente, al apropiarse
el tesoro de los dogmas y usos cristianos, no conservó ni un soplo del sentir cósmico que
animaba la religión de Jesús.
El hombre fáustico es un yo, una potencia atenida a sí misma y que, en última instancia,
decide sobre el infinito; el hombre apolíneo es un soma, un cuerpo entre otros muchos, que
no responde mas que de sí mismo; pero el hombre mágico, con su ser espiritual, es sólo
parte integrante de un «nosotros» pneumático, que descendiendo de la altura, es uno y el
mismo en todos los partícipes. Como cuerpo y alma se pertenece a si solo; pero algo
distinto, extraño y más alto añora en él. Por eso el hombre mágico se siente, con todas sus
opiniones y convicciones, como simple miembro de un consensus que, emanado de la
divinidad, excluye todo error, pero al mismo tiempo también toda posibilidad de un yo
valorante. La verdad es para él algo distinto que para nosotros. Todos nuestros métodos de
conocimiento, fundados en el juicio propio, individual, son para él capricho, fantasía,
ceguera; los resultados de esta ciencia le aparecen obra del malo, que confunde el espíritu y
engaña acerca de sus disposiciones y objetivos. He aquí el último arcano—para nosotros
incomprensible—del pensar mágico en su universo cueviforme. La imposibilidad de un yo
pensante, creyente, sapiente es la base sobre que descansan todas las representaciones
fundamentales de todas estas religiones. Mientras el hombre antiguo se encuentra ante sus
dioses como un cuerpo ante otros cuerpos; mientras el hombre fáustico, con su yo y su
voluntad, siente en su amplio mundo el yo omnipotente de la deidad, que es también una
voluntad fáustica, en cambio la divinidad mágica es la incierta y misteriosa fuerza de la
altura, que a capricho se encoleriza o dispensa su gracia, desciende a la obscuridad o eleva
al alma a la luz. Absurdo es pensar en una voluntad propia; pues «voluntad» y
«pensamiento» son, en el hombre, actuaciones de la divinidad. Este sentimiento primordial
inconmovible, que permanece incólume e idéntico en su tipo a través de todas las
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conversiones, iluminaciones y disquisiciones en que puede expresarse, trae necesariamente
consigo la idea del mediador divino, del que convierte en beatitud el tormento de esa
situación; idea que reúne a todas las religiones mágicas en un grupo completamente distinto
de las religiones que florecen en otras culturas.
La idea del logos, en su sentido más amplio, abstraída de la percepción luminosa en la
cueva, forma en el pensamiento mágico el «pendant» exacto de la idea religiosa. Significa
que de la inaccesible divinidad se desprende el espíritu, la «palabra» como sustento de la
luz y portadora de todo bien, y entra en relación con el ser humano para elevarlo, henchirlo,
salvarlo.
Esta diferenciación de tres substancias que, en el pensamiento religioso no contradice a su
unidad, es conocida ya en las religiones proféticas. El alma refulgente de Ahura Mazda es la
palabra (Jascht 13, 31) y su espíritu santo (spenta mainyu) conversa, en uno de los más
viejos gathas, con el espíritu malo (angra mainyu, Jasna, 45, 2). Igual representación palpita
en toda la escritura de los judíos. Entre los caldeos, la idea está ya formada en la separación
de Dios y su palabra y en la contraposición de Marduk y Nabu; luego despunta poderosa en
toda la apocalíptica aramea y permanece despierta y creadora en Filón y San Juan, en
Marción y Mani, en las doctrinas talmúdicas y luego en los libros cabalísticos de Jezirah y
Sohar, en los concilios y obras de los Padres de la Iglesia, en el Avesta posterior y
finalmente en el Islam que, poco a poco, va convirtiendo a Mahoma en el logos; y la religión
popular ha fundido el Mahoma místico y presente, el Mahoma vivo con la figura de Cristo
[243]. Esta representación es tan evidente para el hombre mágico que hasta ha conseguido
quebrar la estructura severamente monoteísta del Islam primitivo; junto a Alah, como
palabra de Dios (Kalimah) aparece el espíritu santo (ruh) y la «luz de Mahoma».
Para la religión popular la primera luz que salió de la creación es la luz de Mahoma en la
forma de un pavo real [244], creado de «blancas perlas» y envuelto en velos. Pero el pavo
real es ya entre
los mandeos el enviado de Dios y el alma primaria [245], y en algunos sarcófagos cristianos
primitivos aparece como símbolo de la inmortalidad. La perla luminosa, que ilumina la
obscura mansión del cuerpo, es el espíritu ingresado en el hombre, el espíritu pensado como
substancia, tanto en los mandeos como en los hechos de los apóstoles de Tomás [246]. Los
jezidi [247] adoran al logos en forma de pavo real y de luz; son éstos, con los drusos, los que
han conservado más pura la concepción vieja pérsica de la trinidad substancial.
Vuelve, pues, una y otra vez la idea del logos al sentimiento de la luz, de donde la
inteligencia mágica la sacara. El mundo del hombre mágico está imbuido en un matiz y
emoción de cuento [248]. Amenazan al hombre diablos y espíritus malos; protégenle ángeles
y hadas. Hay amuletos y talismanes; misteriosas comarcas, ciudades, edificios y entes;
caracteres secretos de escritura, el sello de Salomón y la piedra filosofal. Y sobre todo esto
se derrama refulgente la luz en la cueva del mundo, luz empero que siempre está como
amenazada de que una noche fantasmal se la trague. Quien se asombre ante esta
suntuosidad de imágenes piense en que Jesús vivió todo esto y que sólo en este mundo de
representaciones es comprensible su doctrina.
La apocalipsis no es sino una visión de cuento, exaltada a su máxima potencia trágica. Ya
en el libro de Henoch aparecen el palacio cristalino de Dios, las montañas de diamante y la
prisión de las estrellas infieles. Fabuloso es el mundo conmovedor de los mandeos y más
tarde el de los gnósticos, el de los maniqueos, el sistema de Orígenes y las imágenes
pérsicas; y cuando hubo pasado el tiempo de las grandes visiones, esas representaciones
fueron a parar a los poemas legendarios, a las innumerables novelas religiosas, de las
cuales conocemos algunas cristianas como los evangelios de la niñez de Jesús, los Hechos
de Tomás y las pseudoclementinas, dirigidas contra San Pablo. Existe una leyenda sobre las
treinta monedas de Judas, acuñadas por Abraham, y un cuento de la «cueva de los
tesoros», que dice que debajo del Gólgota hay una cueva en donde están el tesoro del
paraíso y los huesos de Adán [249].
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La poesía de Dante es poesía. Pero todo esto era realidad, era el mundo en que de continuo
se vivía. Esta sensibilidad resulta inaccesible para hombres que viven en una imagen
dinámica del universo. Si queremos vislumbrar hasta qué punto la vida interior de Jesús nos
es a todos en Occidente ajena—doloroso trance para el cristiano occidental, que quisiera
referir su devoción a la vida interna de Jesús—sumerjámonos en esas fábulas de un mundo
que era también el suyo. Sólo un piadoso muslime puede hoy revivir esas representaciones.
Pero si en cierto modo logramos vislumbrarlas, conoceremos cuan poco ha tomado el
cristianismo mágico de la riqueza atesorada por la Iglesia pseudomórfica; no ha tomado
nada del sentimiento cósmico, muy poco de la forma interna y muchos conceptos y figuras
hechas.
9
Al ambiente del alma mágica sigue la consideración del tiempo. No es ésta la adhesión
apolínea al presente punctiforme, ni tampoco el afán fáustico que se dispara hada un fin
infinitamente lejano. Aquí la existencia discurre en un ritmo y compás diferente y por eso la
conciencia mágica posee muy otro sentido del tiempo, como contraconcepto del espacio
mágico. Lo primero que siente sobre si el hombre de esta cultura, desde el más mísero
esclavo y faquino, hasta el profeta y califa es el Kismet; no el ilimitado vuelo de los tiempos,
que no nos permite recobrar nunca más el instante perdido, sino un comienzo y término «de
estos días», puesto inflexiblemente; y entre ese principio y fin ocupa la existencia humana
un lugar determinado desde el origen. No solo el espacio cósmico, sino también el tiempo
cósmico es «cueviforme» y provoca en el ánimo una certidumbre interior típicamente
mágica: la de que todo tiene «un tiempo», desde la venida del Salvador, cuya hora estaba
escrita en los viejos textos, hasta las mínimas funciones de cada día, en las cuales el
apresuramiento fáustico resulta absurdo e incomprensible. En esta idea descansa la
astrología mágica primitiva, principalmente la caldea. Supone ésta que todo está escrito en
las estrellas y que el curso de los planetas, científicamente calculable, nos permite inferir el
curso de las cosas terrenales [250]. El oráculo antiguo contestaba a la única pregunta que
podía acongojar a los hombres apolíneos, la pregunta de la figura que tendrían, del cómo
habían de ser las cosas futuras. Pero la pregunta, en el mundo de la cueva, es el cuándo.
Toda la apocalíptica, la vida interior de Jesús, su congoja en Getsemaní y el gran
movimiento que arranca de su muerte resultan incomprensibles para quien no sienta esa
pregunta primordial de la existencia mágica y sus supuestos fundamentales. Signo
inequívoco que indica la extinción del alma antigua es la penetración en Occidente de la
astrología que, paso a paso, va substituyendo al oráculo. Nadie mejor que Tácito nos revela
el estado intermedio; la concepción del mundo en Tácito es confusa y domina por completo
su historiografía. Como buen romano, Tácito introduce por una parte el poder de las viejas
deidades ciudadanas; pero, por otra parte, como inteligente habitante de la gran ciudad,
rechaza la supersticiosa creencia en la cooperación de los dioses; finalmente, como
estoico—y el estoicismo era ya entonces una disposición mágica del espíritu— habla de los
siete planetas que rigen el destino de los mortales.
Asi sucede que en los siglos subsiguientes, el tiempo mismo como sino, es decir, el tiempo
cueviforme, es considerado como algo limitado por ambos lados, como algo aprehensible en
la mirada interior; y, en la mística de los persas, se cierne en forma de Zrvan sobre la luz de
la divinidad y rige la lucha cósmica entre el bien y el mal. Entre 438 y 457 fue en Persia el
zrvanismo religión del Estado.
La creencia de que todo está escrito en las estrellas es igualmente la que hace que la cultura
arábiga sea la cultura de las eras, es decir, de las cronologías que arrancan de cierto
acontecimiento sentido especialmente como punto providencial en el destino. La primera y
más importante es la universal aramea, que surgió hacia 300, con el aumento de la tensión
apocalíptica, en la forma de «era seleucidica». Después de éstas siguieron otras muchas,
entre ellas la sabea, hacia 115 antes de Jesucristo, cuyo punto de partida no conocemos
bien; la era Judía de la creación, que fue introducida en 346 por el Synedrión [251]; la
pérsica de la subida al trono del último Sassánida Jezdegerd (632) y la era de la Hedschra,
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que anuló en Siria y Mesopotamia la era seleucidica. Todo lo que apareció, en este estilo,
fuera de esta comarca mágica, fue mera imitación práctica, como la cronología de Varrón ab
urbe condita, la de los marcionitas, desde la ruptura de su maestro con la Iglesia (144), y
asimismo la cristiana, desde el nacimiento de Cristo (poco después de 500 fue introducida).
La historia universal es el cuadro del universo viviente, en que el hombre se ve implicado
por su nacimiento, por sus antepasados y sus descendientes. El hombre intenta comprender
ese universo viviente, partiendo de su sentimiento cósmico. La imagen histórica que se
representa el hombre antiguo viene a condensarse en torno al puro presente. Su contenido
es una realidad que es; no una realidad que va siendo. Y como fondo que cierra el cuadro
pone el antiguo el mito intemporal, racionalizado en forma de edad de oro. Pero esa realidad
contenida en el cuadro histórico era una policroma confusión de alzas y bajas, venturas y
desgracias, ciego azar, eterno cambio que en sus mutaciones permanece siempre idéntico,
sin una dirección, sin objetivo, sin «tiempo». En cambio, el sentimiento cósmico de la cueva
exige una historia que pueda abarcarse con la mirada, una historia que empieza con el
comienzo del mundo y acaba en el fin del mundo, que son al propio tiempo comienzo y fin
de la humanidad. Y ese comienzo, como ese fin, han de ser considerados cual actos de una
divinidad grande en mágico poder. Entre ellos, empero, entre el principio y el fin, contenida
en los limites de la cueva cósmica y determinada en su duración, desarróllase la lucha de la
luz con la obscuridad, de los ángeles y los jazatas con Ahriman, Satán, Iblis, lucha en que el
hombre está complicado con espíritu y alma. La cueva actual puede muy bien ser destruida
por Dios y reemplazada por una nueva creación. Las representaciones pérsicas y caldeas,
asi como la apocalíptica, nos dan idea de una serie de semejantes eones; y Jesús, con todos
sus contemporáneos, esperaba el fin próximo del eon existente [252]. Síguese de aquí una
visión histórica que comprende todo el tiempo dado, visión que es hoy natural y evidente
para el islamita. «La concepción del universo, en el pueblo, se divide naturalmente en tres
grandes partes: origen, desarrollo y fin del mundo. Para el muslime, con su honda
sensibilidad ética, lo esencial del desarrollo cósmico es la salvación y la vida ética que se
reúnen en el concepto de «vida del hombre. Esta a su vez desemboca en el fin del mundo,
que trae la sanción de la vida moral humana» [253].
Para la humanidad mágica, empero, el sentimiento de este tiempo y la visión de este
espacio da lugar a una devoción muy particular, que pudiera también llamarse cueviforme:
una entrega sin voluntad, un abandono que no conoce la menor forma de yo espiritual y que
siente el nosotros, contenido del cuerpo que expresa esto es «islam», que significa entrega,
abandono.
Pero «islam» fue la manera constante de sentir que tuvo Jesús, que tuvieron todas las
grandes personalidades de genio religioso en esta cultura. La piedad de los antiguos era algo
muy diferente [254]. Y en cuanto a la de los occidentales, adviértase que si a Santa Teresa,
a Lutero o a Pascal se les quitase el yo que se afirma ante la infinidad de Dios, que quiere
inclinarse ante Dios o extinguirse en Dios, no quedaría absolutamente nada. El sacramento
fáustico de la penitencia presupone una voluntad firme y libre que se supera a sí misma.
Pero «islam» significa justamente la imposibilidad de un yo como fuerza libre ante Dios.
Todo intento de oponerse a la acción de Dios mediante propios propósitos o aun sólo con
una propia opinión, es «masiya», esto es, no una voluntad mala, sino la prueba de que las
potencias de la obscuridad y del mal se han apoderado de un hombre, expulsando de él el
elemento divino. La conciencia mágica es un escenario en donde se verifica la lucha entre
dos potencias; no es una fuerza, una potencia por si. En esta manera de ver el proceso del
mundo no hay causas y efectos singulares; sobre todo, no hay un encadenamiento causaldinámico que lo domine todo; por lo tanto, no hay enlace necesario entre culpa y pena, no
hay pretensión a premio, no hay «justicia», en el sentido del viejo Israel. Todas estas cosas
las ve la piedad de esta cultura muy por debajo de si. Las leyes naturales no son
establecidas por siempre, de manera que sólo milagrosamente pueda Dios anularlas; son,
por decirlo así, un estado habitual de la acción divina, pero sin necesidad íntima, sin la
necesidad lógica, fáustica, de nuestras leyes. En toda la cueva cósmica sólo hay una causa
que actúa inmediata en todos los efectos visibles: la divinidad, la cual actúa sin fundamento
alguno en su actuación. Y es pecado el solo meditar sobre estos fundamentos.
Este sentir básico produce la idea puramente mágica de la gracia. Esta idea preside a todos
los sacramentos de esta cultura, sobre todo el sacramento primario del bautismo, y
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constituye la más íntima oposición a la penitencia en el sentido fáustico. La penitencia
supone la voluntad de un yo; la gracia desconoce tal voluntad. Ha sido un gran mérito de
San Agustín el haber desenvuelto este pensamiento perfectamente islámico, con inflexible
lógica y en tan penetrante forma que el alma fáustica desde Pelagio ha intentado por todas
las vías posibles eludir esa certidumbre que, para ella, frisa en el aniquilamiento, y ha
encontrado la expresión de su sentimiento religioso una y otra vez en una profunda e íntima
equivocación sobre lo dicho por San Agustín. En realidad, San Agustín es el último gran
pensador de la escolástica arábiga primitiva, y no tiene ni un ápice de espíritu occidental
[255]. De su maniqueísmo conservó rasgos muy importantes en el cristianismo; sus
próximos parientes contaron entre los teólogos pérsicos del Avesta moderno, con sus
doctrinas sobre el tesoro de gracia que tiene el santo y sobre la culpa absoluta. Para él, la
gracia es el ingreso substancial de algo divino en el pneuma humano, que también es algo
substancial [256]. La divinidad lo emana, el hombre lo recibe, pero no se lo gana. En San
Agustín, como aun en Spinoza [257] falta el concepto de fuerza y el problema de la libertad;
en ambos no se refiere al yo y ala voluntad del yo, sino a la parte del pneuma universal
infundida en un hombre y a la relación de dicha parte con los demás. La conciencia mágica
es el escenario de una lucha entre las dos substancias cósmicas, la luz y la obscuridad. Los
primeros pensadores fáusticos, como Duns Scoto y Occam, ven en la conciencia dinámica
una lucha entre las dos fuerzas del yo, la voluntad y el entendimiento [258]. Asi queda
cambiada la posición del problema de San Agustín insensiblemente en esta otra, que él
nunca habría comprendido: ¿son la voluntad y el pensamiento fuerzas libres? Contéstese a
esto como se quiera, es lo cierto que el yo individual ha de dirigir, ha de realizar esta lucha,
pero no es su escenario pasivo. La gracia fáustica se refiere al éxito de la voluntad y no a
una substancia. «Dios ha descansado—dice la confesión de Westminster (1646)—de
conformidad con la decisión inescrutable de su propia voluntad, según la cual concede su
misericordia o la niega a quien El quiere, sin cuidarse del resto de la humanidad.» La otra
acepción, según la cual la idea de la gracia excluye toda voluntad propia y toda causa, salvo
una, la acepción que considera pecado la sola pregunta de por qué un hombre sufre,
encuentra su expresión en uno de los más grandes poemas de la historia universal, en el
libro de Job, que aparece en pleno período previo de la cultura arábiga, sin haber sido
igualado en grandeza interior por ningún otro producto de esta cultura [259]. Los amigos de
Job son los que buscan por doquiera una culpa; porque el sentido último de todo sufrimiento
en esta cueva cósmica les permanece inaccesible por falta de profundidad metafísica—
como les sucede a la mayor parte de los hombres de ésta y de toda cultura y a los lectores y
jueces actuales de la obra—. Sólo el héroe lucha por su perfección, por el islam puro; y así
Job se convierte en la única figura trágica que el sentimiento mágico puede parangonar con
Fausto [260].
10
La conciencia de cada cultura admite dos vías para conocerse a si misma: o la percepción
intuitiva penetra y perfora la intelección crítica, o ésta invade aquélla. La contemplación de
estilo mágico está caracterizada en Spinoza con los términos de amor intellectualis; en los
contemporáneos sufistas del Asia media con el de mahw (extinción en Dios). Puede
exaltarse hasta el éxtasis mágico que Plotino conoció varias veces y Porfirio, discípulo de
Plotino, una vez en avanzada edad. El otro aspecto, la dialéctica rabínica, aparece en
Spinoza en la forma de método geométrico y, en la filosofía arábigo judaica de las
postrimerías, en la forma del Kalaam. Pero uno y otro método descansan en el hecho de que
no existe yo individual, sino un pneuma único, presente al mismo tiempo en todos los
elegidos y que es al mismo tiempo también la verdad. Nunca se insistirá bastante en que el
concepto fundamental de idjma, derivado de esta manera de ver, es algo roas que un
concepto, es muchas veces una emoción viva de potencia extraordinaria y que sobre él
descansa toda comunidad de estilo mágico, diferenciándose así de las de otras culturas. «La
comunidad mística del Islam se extiende al más allá, rebasa la tumba, comprendiendo en su
seno los fallecidos muslimes de las generaciones anteriores; es más, comprende también a
los Justos preislámícos. Con todos ellos siéntese el muslime fundido en una unidad. Ellos le
ayudan y él puede también por su parte exaltar, aumentar la beatitud de que disfrutan,
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aplicando en intención de ellos sus propios merecimientos» [261]. Lo mismo exactamente
han querido expresar los cristianos y los sincretistas de la pseudomórfosis con los términos,
polis y civitas, que en la cultura antigua significaban suma de cuerpos y, en la
pseudomórfosis, pasan a significar consensus de los fíeles. La más famosa de todas es la
civitas Dei, de San Agustín, que no es ni una ciudad antigua ni
una iglesia occidental, sino exactamente lo mismo que la comunidad de Mithra, del Islam,
del maniqueísmo y del persismo, una totalidad de fieles, de bienaventurados y de ángeles. Y
como la comunidad descansa sobre el consensus, resulta infalible en las cosas espirituales.
«Mi pueblo no puede nunca coincidir con el error», ha dicho Mahoma. Y lo mismo supone
San Agustín en la ciudad de Dios. No se refiere ni puede referirse a un yo papal infalible, ni
a ninguna otra instancia, para. La fijación de las verdades dogmáticas; ello destruiría por
completo el concepto mágico del consensus. En la cultura mágica el consensus se aplica a
todo; no sólo al dogma, sino también al derecho [262] y al Estado en general. La comunidad
islámica comprende, como la de Porfirio y San Agustín, integra la cueva del mundo, el
aquende como el allende, los fieles como los buenos ángeles y espíritus; y en tal
comunidad, el Estado constituye una unidad más pequeña de la parte visible, cuya actividad,
pues, queda reglada por el conjunto. En el mundo mágico la separación de la política y la
religión es imposible teoréticamente, es absurda; en cambio, en la cultura fáustica la lucha
entre el Estado y la Iglesia, aun desde el punto de vista de la idea, es necesaria e
interminable. El derecho profano y el derecho divino son, en la cultura mágica,
absolutamente una y la misma cosa. Junto al emperador de Bizancio está el patriarca; junto
al Schah, el Zaratustrotema; ¿unto al Resch Galuta, el Gaon; junto al Califa, el Cheich ül
Islam; todos éstos hállanse prepuestos y a la vez son subditos. Esta relación no tiene la
menor semejanza con la relación gótica entre el Emperador y el Papa. Tampoco en la
antigüedad hay nada que se parezca a esto. En la creación de Diocleciano, por primera vez
el Estado se asienta, al modo mágico, en la comunidad de los fieles.
Y Constantino realizó por completo esta idea. Ya hemos visto cómo, en la cultura mágica, el
Estado, la Iglesia y la Nación forman una comunidad espiritual, que es justamente la parte
del consensus que aparece visible en la humanidad viviente.
Fue, pues, para los emperadores romanos un deber evidente, puesto que eran jefes de los
creyentes—tal es la parte de la comunidad mágica que Dios les confió—, dirigir los concilios
para constituir el consensus de los llamados.
11
Pero hay además otra manera de manifestarse la verdad, la «palabra de Dios» en un sentido
puramente mágico, tan apartado del pensar antiguo y del pensar occidental, que ha sido
motivo de innumerables errores. El libro sagrado, en que visiblemente se manifiesta, en que
queda estampada con caracteres sagrados, forma parte integrante de toda religión mágica
[263]. En esta manera de pensar van implicados tres conceptos mágicos, cada uno de los
cuales ofrece las máximas dificultades a nuestra intelección, siendo, por otra parte, su
simultánea independencia y fusión en unidad completamente ininteligibles para nuestro
sentido religioso, por más que se haya hecho para ilusionarse sobre este punto. Son ellos los
conceptos de Dios, espíritu de Dios, palabra de Dios. Lo que dice el prólogo del Evangelio
de San Juan: al principio era la palabra (el verbo) y la palabra era en Dios y Dios era la
palabra, encuéntrase mucho antes en las representaciones pérsicas
de Spenta Mainyu—el espíritu santo que es distinto de Ahura Mazda y, sin embargo, uno
con él, en oposición al malo (Angra Mainyu)—y de Vohu Mano [264] y en los conceptos
correspondientes judíos y caldeos, como algo muy natural, y ello forma el núcleo de las
disputas sobre la substancia de Cristo en los siglos IV y V. Pero también la «verdad» es una
substancia [265] para el pensamiento mágico y el error o la mentira es la otra substancia.
Es el mismo dualismo esencial que aparece en la lucha de la luz con la obscuridad, de la
vida con la muerte, del bien con el mal. Como substancia, la verdad es idéntica ora a Dios,
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ora al espíritu de Dios, ora a la palabra de Dios. Sólo asi pueden entenderse las sentencias
impregnadas de sentido substancialista, tales como; «Yo soy la verdad y la vida», o «Mi
palabra es la verdad». Sólo asi se comprende con qué ojos el hombre de esta cultura miraba
el libro sagrado: en el libro sagrado la verdad invisible se encarna en forma visible, como en
el pasaje del Evangelio de San Juan, 1, 14: «la palabra (el verbo) se hizo carne y vino entre
nosotros». Según el Jasna, el Avesta fue enviado del cielo y en el Talmud se dice que
Moisés recibió del Señor la Tora tomo tras tomo. Una revelación mágica es un hecho
místico en el cual la palabra eterna e increada de la divinidad—o sea la divinidad como
palabra—se introduce en un hombre para recibir en él la figura «manifiesta», sensible, de
sonidos, y sobre todo la forma de letras. Corán significa lectura. Mahoma, en una visión
celeste, vio rollos de escritura, y, aunque no había aprendido a leer, pudo descifrarlos «en
nombre del Señor» [266]. Es ésta una forma de revelación que constituye la regla general en
la cultura mágica; pero que ni siquiera es excepción en las demás culturas [267]. Empezó a
elaborarse a partir de Ciro. Los viejos profetas israelitas, y seguramente también Zaratustra,
ven y oyen en su éxtasis cosas que comunican más tarde. La legislación del Deuteronomio
fue «encontrada en el Templo» en 621, es decir, vale como sapiencia de los padres. El
primer ejemplo consciente de un «Corán» es el libro de Ecequiel que el autor recibe de Dios
en una visión y «se lo traga» (cap. 3). Aquí queda expresada en la forma más ruda
imaginable la convicción que más tarde servirá de base al concepto y forma de toda la
literatura apocalíptica. Pero, poco a poco, tal forma substancial de la recepción pasó a
constituir una de las condiciones de todo libro canónico.
De época posterior al destierro procede la representación de las tablas de la ley, que Moisés
recibió en el Sinaí. Más tarde se estableció igual origen para toda la Tora y, desde la época
de los Macabeos, para la mayor parte de los libros que constituyen el Antiguo Testamento.
Desde el Concilio de Jabna (hacia 90 después de Jesucristo) la obra entera es tenida por
una «inspiración» en el sentido literal de la palabra. En la religión pérsica se ha verificado
idéntico desarrollo, hasta la santificación del Avesta en el siglo III; y el mismo concepto de la
inspiración aparece en la segunda visión de Hermas, en las apocalipsis, en los libros
caldeos, gnósticos y mandeos y, finalmente, como cosa muy natural, sirve de base tácita a
todas las representaciones de los neopitagóricos y neoplatónicos sobre los libros de sus
maestros. La palabra canon es la expresión técnica que se aplica a la totalidad de los libros
considerados como «inspirados» por una religión. Desde el año 200 la colección hermética y
el Corpus de los oráculos caldeos adoptan la forma de canon, siendo el último un libro
sagrado de los neoplatónicos que el «padre de la Iglesia», Proclo, acepta Junto al Timeo, de
Platón.
La joven religión de Jesús reconoció al principio como canon—Jesús mismo los reconocía
también—los libros judíos.
Los primeros Evangelios no pretenden ser «la palabra» de Dios en forma visible. El
Evangelio de San Juan es el primer libro cristiano que, con propósito manifiesto, quiere
tener el valor de un «corán».
Su creador incógnito es el primero que expresa la idea de que puede y debe haber un corán
cristiano. La grave decisión de si la nueva religión tenía que romper o no con la que Jesús
profesaba, viértese con íntima necesidad en la pregunta de si podían seguirse reconociendo
los libros Judíos como encarnaciones de la verdad única. San Juan lo niega tácitamente;
Marción, abiertamente. Los padres de la Iglesia, empero, lo afirman, contradiciendo a la
lógica.
Esta concepción metafísica sobre la esencia del libro sagrado tiene por consecuencia que
las expresiones «Dios habla» y «el libro dice» resultan totalmente idénticas, por manera que
nuestro pensamiento no comprende. Esto recuerda los cuentos de Las mil y una noches;
conjurado Dios mismo en esas palabras y letras, viene el elegido y lo descifra y le obliga a
revelar la verdad. La interpretación es, como la inspiración, un proceso de sentido místico
(Marcos, 1, 22). Así se explica la veneración con que son conservados esos preciosos
manuscritos, su adorno con todos los recursos del arte mágico—cosa que los antiguos no
hubieran entendido—y la producción continua de nuevos caracteres que, para quienes los
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usan, sen les únicos capaces de contener la verdad revelada.
Semejante «Corán», empero, es, por esencia, absolutamente exacto; por tanto es invariable
y no cabe posibilidad de mejorarlo [268]. De aquí la costumbre de introducir interpolaciones
secretas, para mantener el texto en harmonía con las convicciones de la época. Ejemplo
magistral de este método son los Digestos de Justiniano. Sin contar los libros todos de la
Biblia, Aplicase el método sin duda alguna a los Gathas del Avesta, e incluso a los libros
corrientes de Platón, Aristóteles y demás autoridades de la teología pagana. Pero mucho
más importante es aún la opinión común a todas las religiones mágicas, de una revelación
misteriosa y oculta o de un oculto sentido de la escritura, revelación y sentido que no se
conservan escrito, sino sólo en la memoria de ciertos individuos elegidos y se transmiten por
tradición oral. Según la creencia judía, Moisés, en el Sinaí, no recibió solamente la Tora
escrita, sino además otra Tora verbal secreta [269], cuya fijación por escrito le fue prohibida.
«Previó Dios, dice el Talmud, que habría de venir un tiempo en que los paganos se
apoderasen de la Tora y dijeran a Israel; También somos nosotros hijos de Dios. Pero
entonces dirá el Señor: Sólo quien conoce mis secretos es mi hijo. Y ¿cuáles son los
secretos de Dios? Pues son la doctrina verbal» [270]. El Talmud, en su forma vulgar, no
contiene sino una parte de la materia religiosa y lo mismo sucedía en los textos cristianos de
los primeros tiempos. Con frecuencia se ha observado [271] que Marcos no habla de la
tentación y de la resurrección sino en alusiones y que San Juan alude solamente a la
doctrina del Paracleto y no dice nada de la Institución de la eucaristía. El iniciado entendía y
el infiel no podía saberlo.
Más tarde hubo una verdadera «disciplina arcana», por la cual los cristianos observaban el
mayor silencio ante los infieles sobre el bautismo, el padrenuestro, la eucaristía y demás.
Entre los caldeos, los neopitagóricos, los cínicos, los gnósticos y sobre todo en las sectas,
desde las del viejo judaísmo hasta las del islamismo, llegó a tener tal extensión que en gran
parte nos son desconocidas hoy sus doctrinas secretas. Existía como un consensus del
silencio sobre la palabra conservada en el espíritu, justamente porque se tenía la certeza del
«saber» en los iniciados. Propendemos nosotros a hablar de lo más importante con la
máxima claridad y acentuación; esto nos hace correr el peligro de errar grandemente en la
inteligencia de las doctrinas mágicas, por confundir lo que dicen con lo que quieren decir y el
sentido literal con la significación propia y profunda. El cristianismo gótico no tenía doctrina
arcana; por eso desconfiaba doblemente del Talmud, en el cual veía con razón sólo la
superficie de la doctrina judía.
También es de puro estilo mágico la cábala, que en los números, en las formas de las letras,
en los puntos y rayas descubre un sentido oculto. La cábala debe ser tan vieja como la
palabra substancial, descendida de los cielos. La doctrina secreta de la creación por las
veinte y dos letras del alfabeto hebraico y la del trono en la visión de Ecequiel aparecen ya
en la época de los macabeos. En estrecha relación con todo esto se halla la interpretación
alegórica de los textos sagrados. Todos los tratados de la Mischna, todos los padres de la
Iglesia, todos los filósofos alejandrinos están llenos de ella. En Alejandría se aplicó este
método a la mitología antigua y aun a Platón; algunos filósofos se confundieron con los
profetas judíos—Moisés se tornó en Museo.
El único método rigurosamente científico que un Corán invariable admite para el desarrollo
de las opiniones es el método de los comentarios. Según la teoría, la «palabra» de una
autoridad no puede ser alterada; lo único que cabe, pues, es interpretarla de manera
diferente. Nunca se hubiera dicho en Alejandría que Platón se equivoca; pero se
«interpretaban» de este o de aquel modo sus términos propios. Sucede esto mismo en las
formas rigurosas de la Halacha y la fijación escrita adopta la forma de un comentario que
domina por completo en todas las literaturas religiosas, filosóficas y eruditas de esta cultura.
Siguiendo el ejemplo de los gnósticos, compusieron los padres de la Iglesia comentarios
escritos de la Biblia; al mismo tiempo apareció el comentario pehlewi del Zend al Avesta, el
comentario Midrasche al canon Judío. El mismo camino siguieron hacia 200 los Juristas
«romanos» y los filósofos «postantiguos», es decir, los escolásticos de la iglesia pagana. La
apocalipsis de esta iglesia, una y otra vez interpretada desde Posidonio, fue el Timeo de
Platón. La Mischna es un gran comentario único de la Tora. Pero cuando los más viejos
comentaristas se convirtieron ellos también en autoridades y sus libros en Coranes,
entonces se escribieron comentarios de comentarios, como el último platónico occidental,
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Simplicio, como los amorreos que añadieron la Gemara a la Mischna, como los autores de
las constituciones imperiales, que comentaron los digestos en Oriente y en Bizancio.
Pero donde este método—que en principio retrotrae cada sentencia a una inmediata
inspiración—llega al máximo rigor es en la teología del Talmud y del Islam. Una nueva
halacha o un nuevo hadith no son válidos si no pueden ser retrotraídos a Moisés o a
Mahoma por una serie ininterrumpida de autoridades [272]. La fórmula solemne en
Jerusalén era: «Transciende de mi. Asi lo he aprendido de mi maestro» [273]. En el Zend es
regla el citar la cadena de las autoridades, e Ireneo justifica su teología afirmando que, por
medio de Policarpo, le une una cadena ininterrumpida con la comunidad primitiva. En la
literatura cristiana primitiva aparece esta forma de halacha con tal evidencia que no se la
advierte siquiera. Prescindiendo de las continuas referencias a la ley y a los profetas,
aparece ya en los títulos de los cuatro Evangelios (según Marcos) que necesitan citar al
principio una autoridad para ser ellos mismos autoridad en punto a las palabras citadas del
Señor [274]. Asi quedaba anudada la cadena hasta la verdad misma, encarnada en Jesús. Y
nunca se exagerará bastante el realismo con que un San Agustín o un San Jerónimo
imaginaron ese enlace en el cuadro cósmico. En este sentir se funda igualmente la
costumbre, corriente a partir de Alejandro, de dar nombres de persona a los libros religiosos
y filosóficos, como Henoch, Salomón, Esra, Hermes, Pythagoras, los cuales pasan por ser la
garantía, el recipiente de la verdad divina; en ellos, efectivamente, «se hizo carne el verbo».
Poseemos todavía un gran número de apocalipsis con el nombre de Baruch, quien, por
entonces, fue identificado con Zaratustra. Y no podemos imaginar la cantidad de libros que
andaban entonces de mano en mano, con los nombres de Aristóteles y Pitágoras. La
«Teología de Aristóteles» fue uno de los libros más influyentes en el neoplatonismo. Por
último, esta concepción es la base metafísica en que se funda el estilo y profundo sentido de
las citas que practican por igual los padres de la Iglesia, los rabinos, los filósofos «griegos» y
los juristas «romanos». Ha sido consecuencia de ello la
ley de citas de Valentiniano III [275] y por otra parte la eliminación de los apócrifos—
concepto éste fundamental que determina una diferencia de substancia dentro del texto—de
los cánones judíos y cristianos.
12
Partiendo de estas investigaciones será posible, en el futuro, escribir una historia del grupo
de las religiones mágicas. Constituye este grupo una unidad indisoluble de espíritu y de
evolución y no debe creerse que puedan comprenderse realmente una o varias de esas
religiones, si se prescinde de las demás.
Su nacimiento, desenvolvimiento y afirmación intima comprende los años de o a 500.
Corresponde esto exactamente al vuelo del alma occidental desde el movimiento
cluniacense hasta la reforma. Préstamos mutuos, confusos y exuberantes florecimientos,
maduramientos, transformaciones, en que las teorías se amontonan unas sobre otras,
emigran, se encajan, se rechazan unas a otras, tal es el cuadro que ofrecen estos siglos de
hervor; y nunca puede afirmarse que uno de los sistemas dependa de otro, sino que hay un
cambio y trueque de formas y acepciones; pero en el fondo alienta una y la misma alma que
se expresa y manifiesta en todos los idiomas de ese mundo de religiones.
En el vasto imperio de los viejos felahs babilónicos, empezaron a alentar pueblos jóvenes.
Allí se preparó todo. El primer vislumbre despunta hacia 700 en las religiones proféticas de
los persas, judíos y caldeos. Un cuadro de la creación, al modo como más tarde aparece en
el comienzo de la Tora, va dibujándose en claros contornos; así queda indicado el propósito,
la dirección, el término del nuevo anhelo. El futuro posterior vislumbra algo más, en formas
indecisas y obscuras aún; pero con la profunda e intima certidumbre de su inminente
llegada. A partir de este instante se vive con la mirada puesta en ello, con el sentimiento de
una misión.
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La segunda oleada se levanta con los movimientos apocalípticos desde el año 300. Aquí
despierta ya la consciencia cósmica del alma mágica y se edifica una metafísica de las
últimas cosas, en imágenes grandiosas, cuya base es ya la cueva, símbolo primario de la
naciente cultura. Por doquiera irrumpe la representación de los terrores del fin del mundo,
del Juicio final, de la resurrección, del paraíso, del infierno; y con ella aparece también la
gran idea de una historia de la Salvación, en donde se unen los destinos del universo y de la
humanidad.
Pero no pueden atribuirse a un determinado pueblo y a un país determinado estas
creaciones que se expresan en escenas maravillosas, en maravillosos nombres y figuras. La
figura del Mesías queda de un golpe trazada. Refiérese la tentación del Salvador por Satán
[276]. Pero al mismo tiempo brota un terror profundo, un terror creciente ante esa
certidumbre de improrrogable término muy próximo, tras del cual ya sólo habrá pasado. El
tiempo mágico, la «hora», la dirección cueviforme da a la vida un compás nuevo y a la
palabra sino un contenido nuevo. El hombre de pronto se aparece otro ante la divinidad.
En la inscripción votiva de la gran basílica de Palmira—que durante mucho tiempo pasó por
cristiana—es Baal llamado bueno, misericordioso, indulgente. Este sentimiento llega hasta
Arabia meridional con la adoración de Rahman; llena los salmos de los caldeos y la doctrina
de Zaratustra, enviado de Dios; mueve a los judíos de la época de los macabeos, época en
que se produjeron la mayor parte de los Salmos; y anima todas las demás comunidades—
desde hace tiempo olvidadas—sitas entre el mundo antiguo y el mundo indio.
La tercera conmoción sucede en la época de César y con ella nacen las grandes religiones
de la salvación. Despunta el día claro de esta cultura. Lo que sigue, durante uno o dos siglos
tiene una insuperable grandeza de emoción religiosa que no puede ser sostenida mucho
tiempo. Esta enorme tensión, lindante en el aniquilamiento, no ha sido sentida mas que una
vez, en su amanecer, por el alma gótica, el alma védica y las almas de las demás culturas.
Aparece ahora el gran mito entre los fieles del persismo, mandeísmo, judaísmo, cristianismo
y de la pseudomórfosis occidental. No de otro modo sucede en la época caballeresca de las
culturas india, antigua y occidental. En esta cultura mágica no se distinguen Nación, Estado
e Iglesia, ni se diferencia el derecho divino del derecho profano, como tampoco hay
diferencia clara entre el paganismo caballeresco y religioso. El profeta se confunde con el
luchador y la historia de un gran destino trágico se encumbra hasta convertirse en epopeya
nacional. Las potencias de la luz y de las tinieblas, los entes fabulosos, ángeles y demonios,
Satán y los buenos espíritus luchan unos contra otros; la naturaleza entera es una liza desde
el principio hasta el fin del mundo. En lo profundo, en el mundo humano, se verifican las
aventuras y pasiones de los profetas, de los héroes religiosos, de los mártires heroicos.
Cada nación —en el sentido que esta palabra tiene para esta cultura—posee sus leyendas
heroicas. En el Oriente la vida de los profetas pérsicos se convierte en poesía épica de
poderosos contornos.
Cuando nace Zaratustra su risa resuena por el cielo y toda la naturaleza le contesta. En
Occidente surge la historia de la pasión de Jesús, que, de continuo elaborada, constituye la
epopeya de la nación cristiana; y después viene todo el circulo de cuentos sobre la infancia
de Jesús, formando por si solo un género poético. La figura de la madre de Dios y los
hechos de los apóstoles se tornan centro y tema de amplias novelas (Hechos de Tomás,
Pseudoclementinas), que durante el siglo II surgen dondequiera desde el Nilo al Tigris; no de
otro modo que las historias de los cruzados fueron en Occidente núcleo de novelas heroicas.
En la Haggada judía y en el Targumen reúnense una multitud de cuentos sobre Saúl, David,
los patriarcas y los grandes Tannaim como Jehuda y Akiba [277]. La inagotable fantasía de
esta época acude también a los materiales próximos de las leyendas antiguas posteriores y
novelas de fundadores (vida de Pitágoras, Hermes, Apolonio de Tyana).
Hacia fines del siglo II se aquieta esta excitación. La flor de la poesía épica ha pasado.
Comienza la elaboración mística y el análisis dogmático de la materia religiosa. Las
doctrinas de las nuevas iglesias son reducidas a sistemas teológicos. El heroísmo cede ante
la escolástica; la poesía deja el puesto al pensamiento; el vidente profetice es substituido por
el sacerdote.
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El escolasticismo primitivo, que termina hacia 200 (corresponde a la escolástica occidental
de 1200), comprende toda la gnosis, en su más amplio sentido, la gran contemplación: el
autor del Evangelio de San Juan, Valentino, Bar Daisan y Marción, los apologistas y más
antiguos padres hasta Ireneo y Tertuliano, los últimos Tannaim hasta los completadores de
la Mischna, Rabbi Jehuda, en Alejandría los neopitagóricos y herméticos. A todo esto
corresponde en Occidente la escuela de Chartres, Anselmo de Canterbury, Joaquín de
FIoris, Bernardo de Claraval y Hugo de San Víctor. La alta escolástica comienza con el
neoplatonismo, con Clemente de Alejandría y Orígenes, con los primeros amoreos y los
creadores del moderno Avesta bajo Ardeschir (226-241) y Schapur I, sobre todo el gran
sacerdote mazdaíta Tanvasar. Y al mismo tiempo comienza la disolución de esta alta
religiosidad en la piedad aldeana, todavía inmersa en emociones apocalípticas; esta
religiosidad aldeana se ha conservado desde entonces casi intacta, bajo distintos nombres,
hasta el felah de los tiempos turcos, mientras en el mundo espiritual más refinado de las
ciudades, el persísmo, el judaísmo y el cristianismo eran absorbidos por el Islam.
Poco a poco se perfeccionan entonces las grandes iglesias.
Decididamente—y éste es el suceso religioso más importante del siglo II—la doctrina de
Jesús no se desarrolla en forma de una transformación del judaísmo, sino en la de la
creación de una iglesia nueva que camina hacia Occidente, mientras el judaísmo, sin haber
sufrido menoscabo en su fuerza interior, se dirige hacia Oriente. En el siglo ni se alzan los
grandes edificios de la teología. Se ha recobrado el sentido de la realidad histórica. El fin del
mundo queda recluido en la lejanía y nace una dogmática que da una, explicación del nuevo
cuadro cósmico. El nacimiento de la alta escolástica supone la creencia en la duración de la
doctrina que se trata de fundamentar.
Si se consideran estas fundaciones, resulta que la comarca madre, la comarca aramea, ha
desenvuelto sus formas en tres direcciones. En Oriente la religión zaratústrica de la época
de los aquemenidas y los restos de sus literaturas sagradas se componen en la iglesia
mazdaíta con una estricta jerarquía, un ritual minucioso, con sacramentos, misa y confesión
(patet).
Ya hemos dicho que Tanvasar comenzó la colección y ordenación del Avesta nuevo; bajo
Schapur I los textos profanos de contenido médico, jurídico y astronómico fueron—como
simultáneamente en el Talmud—introducidos en el texto sagrado. Terminó esta
incorporación merced a Mahraspand, príncipe de la iglesia bajo Schapur II (309-379).
Naturalmente, hubo de añadirse conforme al espíritu de la cultura mágica, un comentario en
idioma pehlewi, el Zend. El nuevo Avesta es, como la Biblia judía y cristiana, un canon de
libros particulares; sabemos que en los Nasks perdidos desde entonces (eran 21
primitivamente) había un Evangelio de Zaratustra, la historia de la conversión de
Vischtaspa, un Génesis, un libro de leyes, un libro de generaciones con árboles
genealógicos desde la creación hasta los reyes persas. En cambio el Vendidad, que, según
Geldner, es el «Levítico» de los persas, se ha conservado integro.
Un nuevo fundador religioso aparece en 242, en tiempos de Schapur I. Mani, rechazando el
judaísmo, religión «sin salvador», reunió la masa toda de las religiones mágicas en una de
las más potentes creaciones teológicas de todos los tiempos.
En 276 fue crucificado por los sacerdotes mazdaítas. Armado por su padre —que en edad
avanzada abandonó la familia y entró en una orden mandea—con todas las armas del saber
de su época, reunió Mani las ideas fundamentales de los caldeos y persas con las del
cristianismo oriental de San Juan. Lo mismo, pero sin el propósito de fundar una iglesia,
había intentado antes la gnosis cristiano-pérsica de Bar Daisan [278]. Mani considera las
figuras místicas del logos de San Juan como idénticas al Vohu Mano pérsico y, con el
Zaratustra de la leyenda del Avesta y el Buda de los textos posteriores, las cree
emanaciones divinas; anunciase a si mismo como el paracleto del Evangelio de San Juan y
el Saoshyant de los persas. Sabemos ahora, por los hallazgos de Turfán— entre los que se
encuentran fragmentos de los escritos de Maní, que hasta ahora estaban perdidos—que el
idioma eclesiástico de los mazdaítas, maniqueos y nestorianos era el pehlewi, independiente
de los idiomas corrientes de la conversación.
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En Occidente las dos grandes iglesias, la cristiana y la pagana, desenvuelven en lengua
griega [279] sus teologías, que no sólo son muy parecidas, sino idénticas en gran medida.
En la época de Mani comienza la fusión teológica de la religión solar arameo-caldea con el
culto arameo-pérsico de Mithra, forman- do un sistema cuyo primer gran «padre» fue hacia
300 Jámblico, contemporáneo de Atanasio, y también Diocleciano, quien en 295 elevó a
Mithra a la consideración de Dios imperial henoteístico. Sus sacerdotes no se distinguen en
nada de los cristianos, por lo menos en lo que al alma se refiere. Proclo, que también es un
verdadero «padre de la iglesia», recibe en sueños una iluminación que le aclara un texto
difícil; enuncia el deseo de ver destruidos todos los libros de los filósofos, salvo el Timeo, de
Platón, y el libro de los oráculos caldeos, que para él son canónicos. Sus hymnos.
testimonios de contrición, propios de un verdadero ermitaño, piden a Helios y a otras
potencias ayuda y protección contra los espíritus malos. Hieroklés escribe un breviario moral
para los fieles de la comunidad neopitagórica; y hay que estudiarlo muy de cerca para no
confundirlo con un libro cristiano. El obispo Synesios se transforma de neoplatónico en
principe de la iglesia cristiana, sin conversión en el sentido estricto de la palabra. Conservó
su teología, cambiando tan sólo los nombres. El neoplatónico Asklepíades pudo emprender
una obra grande sobre la igualdad de todas las teologías. Poseemos Evangelios paganos y
vidas de santos paganos. Apolonio escribió la vida de Pitágoras; Marino, la de Proclo;
Damaskios la de Isidoro: y no existe diferencia entre estos libros que comienzan y acaban
con una oración y las actas de los martirios. Porfirio señala como los cuatro elementos
divinos la fe, la esperanza, la caridad y la verdad.
Entre estas iglesias de Occidente y de Oriente desenvuélvese hacia el Sur—visto desde
Edessa—Ia iglesia del Talmud (la «Synagoga
») en lengua escrita aramea. Los judeocristianos (v. g. Ebionitas y Eikesaitas), Mandeos y
Caldeos no estaban en situación de salir adelante, frente a dichas grandes fundaciones, si
no se considera la iglesia de Mani como una nueva Constitución de la religión caldea. Se
pulverizaron en sectas que vegetaron innumerables a la sombra de las grandes iglesias o
fueron absorbidas por éstas, como los últimos marcionitas y montañistas, que ingresaron en
el maniqueísmo. Hacia el año 300 ya las religiones mágicas importantes eran solamente
éstas: la pagana, la cristiana, la pérsica, la judía y la maniquea.
13
Con la alta escolástica comienza desde 200 el afán de identificar la comunidad visible y
cada día más jerarquizada de los fieles, con el organismo del Estado. Esta tendencia nace
directamente del sentimiento cósmico, que anima al hombre mágico, y conduce a la
transformación del jefe político en Califa, esto es, dominador de los creyentes más que de
un territorio determinado. De aquí procede la concepción de que la fidelidad a un credo es el
supuesto de la verdadera ciudadanía; de aquí el deber de perseguir las religiones falsas—la
guerra santa del Islam es tan vieja como esta cultura misma y ha llenado sus primeros
siglos—; de aquí la posición de simple tolerancia que tienen los infieles en el Estado,
conservando sus propias leyes y su administración propia—pues el derecho divino es
rehusado a los herejes—; de aquí, en fin, esa forma de vida que se llama ghetto.
El cristianismo fue religión de Estado primero en Osrhoëne, centro de la comarca aramea,
hacia 200. En 226 el mazdaísmo fue religión del Estado en el imperio sassánida, Bajo
Aureliano (+ 275) y sobre todo Diocleciano (295) fue el sincretismo, reunión de los cultos al
Divo, al Sol y a Mithra, la religión del Estado en el imperio romano. Constantino se convierte
al cristianismo en 312, el Trdat de Armenia en 321, el rey Mirián, de Georgia, algunos años
después. En el Sur fueron Saba en el siglo III y Axum en el IV reinos cristianos. Pero al
mismo tiempo el reino de los Himiares es Judio y el emperador Juliano intenta nuevamente
dar el predominio a la iglesia pagana.
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Contrapuesto a esta identificación de la Iglesia y el Estado es, en todas las religiones de esta
cultura, el monaquismo, con su radical apartamiento del Estado, de la historia y de la
realidad en general. La oposición entre la existencia y la conciencia, entre la política y la
religión, entre la historia y la naturaleza no llega a ser superada plenamente por la forma de
la iglesia mágica, con su identificación al Estado y a la nación. La raza irrumpe en la vida de
estas creaciones espirituales y hace violencia a lo divino, justamente por haberse
asimilidado la profanidad. Pero aquí no hay lucha entre el Estado y la Iglesia, como en el
goticismo. Por eso irrumpe dentro de la nación misma como lucha entre la piedad mundana
y el ascetismo.
Una religión mágica habla exclusivamente a la chispa divina, al pneuma en el hombre, que
el hombre comparte con la invisible comunidad de los fieles y de los espíritus
bienaventurados.
El resto del hombre pertenece al mal y a las tinieblas. Pero lo divino—no un yo, sino, por
decirlo así, un huésped—debe dominar en el hombre, vencer todo lo demás, sojuzgarlo,
aniquilarlo. En esta cultura el asceta es el único sacerdote verdadero.
El sacerdote mundano no goza nunca de verdadero respeto, como igualmente sucede en
Rusia, y puede en la mayoría de los casos hasta contraer matrimonio. El asceta es además
el hombre propia y realmente piadoso. Fuera del monaquismo no es posible un
cumplimiento integral de las exigencias religiosas. Por eso las comunidades de penitentes,
los anacoretas y los claustros ocupan bien pronto un puesto que, por razones metafísicas, no
ocuparon ni en China ni en India, y no hablemos de Occidente, en donde las órdenes son
unidades de labor y de lucha, esto es, unidades dinámicas [280]. Por eso la humanidad de la
cultura arábiga no se divide en el «mundo»», de una parte, y los grupos monacales de otra,
con esferas exactamente delimitadas, vidas distintas, pero idénticas posibilidades de cumplir
los mandamientos de la fe. Todo hombre piadoso es en la cultura mágica una especie de
monje [281]. Entre el mundo y el claustro no hay oposición, sino sólo una diferencia de
grado.
Las iglesias y las órdenes mágicas son comunidades de la misma especie, que sólo se
diferencian por la extensión. La comunidad de Pedro era una orden; la de Pablo, una iglesia;
y la religión de Mithra es casi demasiado grande para llamada orden y demasiado pequeña
para llamada iglesia.
Toda iglesia mágica es una orden. Sólo en consideración a la flaqueza humana son, no
digamos establecidas, pero si toleradas, ciertas gradaciones del ascetismo, como sucedía
entre los marcionitas y los maniqueos (electi y auditores). Y propiamente una nación mágica
no es sino la suma, la orden de todas las órdenes, que describen en e la círculos cada vez
más estrechos hasta llegar al ermitaño, al derviche y al estilita, que ya nada tienen de
profano, y son en su conciencia puro pneuma. Si prescindimos de las religiones proféticas,
de las cuales y entre las cuales, con el movimiento apocalíptico, surgieron numerosas
comunidades a estilo de las órdenes, hallamos en las dos grandes iglesias de Occidente, la
cristiana y la pagana, innumerables anacoretas, predicadores peregrinantes y órdenes que,
en último término, sólo se distinguían por el nombre de la divinidad invocada. Todos
recomiendan el ayuno, la oración, el celibato y la pobreza. No puede decirse cuál de las dos
iglesias era más ascética en el año 300, El monje neoplatónico Serapión se retira al desierto
para estudiar los hymnos de Orfeo. Damaskios, iluminado por un sueño, se retira a una
cueva malsana para orar continuamente a Cibeles [282]. Las escuelas filosóficas no son sino
órdenes ascéticas; los neopitagóricos son muy afines a los esseos judíos; el culto de Mithra,
verdadera orden, no permite mas que a los hombres la entrada en sus consagraciones y
votos. El emperador Juliano quiso construir claustros paganos. El mandeísmo parece haber
sido un grupo de comunidades u órdenes de diferente severidad; entre ellas se hallaba la de
Juan el bautista. El monaquismo cristiano no comienza con Pacomio (320) que edificó el
primer claustro, sino con la comunidad primitiva de Jerusalén. El Evangelio de San Mateo
[283] y casi todas las historias de los apóstoles testimonian de un temple severamente
ascético.
Pablo no se ha atrevido nunca a contradecirlo expresamente.
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La iglesia pérsica y la nestoriana han desarrollado ampliamente los ideales monacales y el
Islam se los ha incorporado en toda su extensión. La piedad oriental hállase hoy dominada
enteramente por las órdenes y fraternidades muslímicas. Igual evolución siguió el judaísmo
desde los careos del siglo VIII hasta los chássidas polacos del siglo XVIII.
El cristianismo era aún en el siglo II poco más que una orden muy extendida; su poderío
público no trascendía casi del número de sus miembros. Pero desde 250 súbitamente crece
con enorme pujanza. Es la época en que desaparecen los últimos cultos ciudadanos de la
antigüedad; no desalojados por el cristianismo, sino por la nueva iglesia pagana recién
creada.
En 241 cesan los hermanos arvales en Roma. En 265 aparecen las últimas inscripciones
cultuales en Olimpia. Empieza a practicarse la costumbre de amontonar en una persona los
más diferentes sacerdocios [284]; esto quiere decir que se sienten todos como
pertenecientes a una y la misma religión. Y esta religión sale a la palestra con afán de
proselitismo y se extiende ampliamente sobre el territorio greco-romano. Sin embargo, en
300 la iglesia cristiana es la única que ha logrado ocupar todo el territorio arábigo. Pero de
aquí justamente se derivan, por necesidad, sus interiores disensiones, que no obedecen a
propagandas de ciertos individuos aislados, sino que arraigan en el espíritu de las distintas
comarcas. Por eso el cristianismo hubo de descomponerse para siempre en varias
religiones.
La disputa sobre la esencia de Cristo fue el campo de batalla. Trátase de problemas de
substancia que, con iguales formas y orientaciones, llenan el pensamiento de todas las
demás teologías mágicas. La escolástica neoplatónica, Porfirio, Jámblico y sobre todo
Proclo, trataron estos temas en concepción occidental y en estrecho contacto con la
ideología de Filón y aun del mismo Pablo. La relación entre el Uno-primario (Nus, Logos,
Padre) y el mediador es considerada desde un punto de vista substancialista. ¿Trátase de
emanación, de división, de penetración? ¿Es uno contenido en el otro? ¿Son idénticos? ¿
Exclúyense mutuamente? ¿Es la trinidad al mismo tiempo unidad?. En el Oriente, donde ya
los supuestos del Evangelio de San Juan y de la gnosis bardesana revelan otra concepción
de estos problemas, ocupáronse los «padres» de la relación entre Ahura Mazda y el Espíritu
Santo (Spenta Mainyu) y de la esencia del Vohu Mano; y justamente en la época de los
decisivos concilios de Efeso y Calcedonia, la pasajera victoria del zrvanismo (438-457) con
la preeminencia del curso divino (zrvan como tiempo histórico) sobre las substancias
divinas, señala el punto culminante de una lucha dogmática. El Islam, finalmente, recogió la
cuestión e intentó resolverla con relación a la esencia de Mahoma y del Corán. El problema
existe desde que existe la humanidad mágica. De igual manera, con el pensamiento fáustico
aparecen dados ya los problemas específicos de Occidente, los problemas de la voluntad y
no los de la substancia. No hay que ir en busca de esos problemas; aparecen con la
presencia de la cultura misma. Constituyen la forma fundamental del pensar de cada cultura
y penetran en todas las investigaciones, aun donde no se les busca ni se les advierte.
Pero las tres soluciones cristianas, prefijadas por la distribución geográfica: la solución
oriental, occidental y meridional existen también desde un principio y se hallan predispuestas
en las direcciones de la gnosis—en Bardesanes, Basilides y Valentino—. En Edessa se
encuentran; y aquí resuenan por las calles los gritos de la lucha cuando los nestorianos
claman contra los vencedores en el concilio de Efeso y cuando más tarde las voces de eåw
yeñw; [285] de los monofisitas piden que el obispo Ibas sea pasto de las fieras en el circo.
Atanasio y su contemporáneo y afín el pagano Jámblico, formularon el gran problema desde
el punto de vista de la pseudomórfosis.
Contra Ario, que consideraba a Cristo como un semidiós—sólo semejante a la esencia del
Padre—afirma Atanasio que el Padre y el Hijo son de la misma substancia divina (yeñihw),
que en Cristo adopta un soma (cuerpo) humano. «El verbo se hizo carne.» Esta fórmula de
Occidente depende de hechos intuitivos del culto; la inteligencia de las palabras depende de
la continua visión de las imágenes. Aquí, en el Occidente amigo de las imágenes; aquí,
donde Jámblico escribió su libro de las estatuas de los dioses, en las cuales lo divino hállase
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en presencia substancial y obra milagros [286]; aquí, en Occidente, siempre actúa la relación
abstracta de la trinidad y junto a ella la relación sensible-humana de la madre y el hijo.
Y esto justamente es lo que debemos tener en cuenta para comprender las ideas de
Atanasio.
Reconocida la unidad de esencia entre el Padre y el Hijo, quedaba planteado el problema
propio: el problema de la aparición histórica del Hijo mismo, tal como debía concebirla el
dualismo mágico. En la cueva cósmica hay la substancia divina y la substancia mundana; en
el hombre hay la participación en el pneuma divino y el alma individual que, en algún modo,
es afín a la «carne». Pero ¿y en Cristo?
Fue decisivo en esta cuestión el hecho—consecuencia de la batalla de Actium—de que la
disputa aconteciese en idioma griego y en la esfera dominada por el «Califa» de la iglesia
occidental. Constantino convocó y dominó el concilio de Nicea, donde triunfó la doctrina de
Atanasio. En el Oriente, de lengua y de pensamiento arameo, apenas se concedió atención
a estos sucesos; demuéstranlo las cartas de Aphrahat. No se disputaba sobre lo que hacia
mucho tiempo se tenía ya decidido. La ruptura entre el Oriente y el Occidente, consecuencia
del concilio de Efeso (431) separó dos naciones cristianas, la de la iglesia «pérsica» y la de
la iglesia «griega»; pero fue la confirmación de dos modos de pensar geográficamente
distintos. Nestorio, y con él el Oriente todo, veían en Cristo el segundo Adán, el enviado
divino del último eon. María dio a luz un hombre en cuya substancia (physis), creada y
humana, mora la substancia increada y divina. El Occidente veía en María la madre de Dios.
La substancia divina y la substancia humana forman en el cuerpo de Cristo (persona en la
terminología antigua) [287] una unidad, designada por Cirilo con el término de ?§nvsiw [288].
Cuando el concilio de Efeso hubo reconocido la «madre de Dios», celebróse en la ciudad de
la famosa Diana una verdadera fiesta orgiástica, en el sentido antiguo [289]. Pero ya antes
había anunciado el sirio Apollinaris la concepción meridional: en el Cristo viviente no sólo
hay una sola persona, sino una sola substancia. La substancia divina se ha transformado,
pero no se ha mezclado con una substancia humana (no es una kr siw, como afirmaba
contra él Gregorio Nazianzeno; esta concepción monofisita se expresa perfectamente—cosa
bien significativa—con el concepto spinozista de una misma substancia manifiesta en otro
modo). Los monofisitas llamaron «Ídolo de dos caras» al Cristo del Concilio de Calcedonia
(451) donde el Occidente logró de nuevo imponer sus puntos de vista. No sólo se separaron
de la iglesia, sino que en Palestina y Egipto provocaron sublevaciones sangrientas, y cuando
bajo Justiniano las tropas persas—mazdaítas—llegaron al Nilo, los monofisitas las saludaron
como salvadores y libertadores.
El sentido último de esta lucha desesperada, en que durante un siglo estuvieron frente a
frente no conceptos eruditos, sino almas de distintas comarcas, que querían salvarse en sus
hombres, fue la anulación en Oriente de lo hecho por San Pablo. Hay que sumergirse en lo
más intimo de las dos nuevas naciones, dejando a un lado los pequeños rasgos de la simple
dogmática, para comprender cómo la orientación del cristianismo hacia el Occidente griego
y su unión espiritual con la iglesia pagana, había llegado a su más alto punto con el hecho
de que el principe del Occidente fuese la cabeza suprema del cristianismo en general. Para
Constantino era evidente que la fundación paulina representaba al cristianismo dentro de la
pseudomórfosis; los judeocristianos de la dirección de San Pedro eran para él una secta
herética y los cristianos orientales de la dirección de San Juan no fueron por él ni notados
siquiera. Cuando el espíritu de la pseudomórfosis hubo asentado definitivamente, en su
propio sentido, el dogma, merced a los concilios decisivo de Nicea, Efeso y Calcedonia,
entonces el mundo propiamente arábigo se alzó con la fuerza de un elemento natural y trazó
un limite entre aquel y este cristianismo. Al término de la época primera de la cultura arábiga
produjese la división del cristianismo en tres religiones que podemos designar
simbólicamente con los nombres de Pablo, Pedro y Juan. Ninguna de ellas puede ser
llamada la propia y verdadera, si no queremos dejarnos llevar por prejuicios históricos y
teológicos. Son tres naciones en los tres territorios de la antigüedad, del mundo judío y del
mundo pérsico. Y se sirven cada una de ellas del idioma imperante en esas tres comarcas:
el griego, el arameo y el pehlewi.
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14
Desde el concilio de Nicea la iglesia oriental se había organizado en una constitución
episcopal con el catholicos de Ctesifon a la cabeza, con sus propios concilios, su propia
liturgia y su propio derecho. En 486 la teoría nestoriana fue admitida como obligatoria.
Quedaba rota la unión con Bizancio. A partir de este momento los mazdaítas, maniqueos y
nestorianos viven un sino común, que ya está en germen en la gnosis bardesánica. En la
iglesia monofisita del Sur, el espíritu de la comunidad primitiva reluce y se expande de
nuevo. Con su rígido monoteísmo y su iconoclastia hállase muy próxima al judaísmo
talmúdico y, como ya lo hacia prever el grito de eåw yeñw; [290] (un solo Dios), forma con él
el punto de partida del Islam. La iglesia occidental permaneció unida al sino del imperio
romano, esto es, de la iglesia convertida en Estado. Fue poco a poco incorporándose los
fieles de la iglesia pagana. Su importancia reside desde ahora no en ella misma, sino en la
casualidad de que los pueblos jóvenes de la nueva cultura occidental tomaran de ella. el
sistema cristiano, como base para una nueva creación [291] y lo tomaran en la acepción
latina del Occidente extremo, acepción que ya para la misma iglesia griega carecía de
sentido. Pues Roma era entonces una ciudad griega y el latín era hablado más en África y
en Galia que en Roma.
Desde un principio manifestóse activo el elemento esencial de toda nación mágica, esto es,
una existencia que consiste en extensión. Todas esas iglesias practicaron el proselitismo y lo
practicaron con energía y éxito poderoso. Pero sólo cuando llegaron los siglos en que la idea
del fin del mundo quedó relegada a la lejanía; cuando el dogma quedó construido y
habilitado para una larga existencia en esta cueva cósmica; cuando el grupo de las
religiones mágicas llegó a precisar el punto y problema de la substancia, sólo entonces tomó
la expansión ese ritmo apasionado que caracteriza la cultura mágica, a distinción de todas
las demás, y que halló su último y más impresionante ejemplo —bien que no el único—en la
propagación del Islam. Los teólogos e historiadores occidentales dan una idea muy falsa de
este hecho imponente. Fija la mirada en las comarcas del Mediterráneo, consideran tan sólo
la evolución occidental que se compadece con su esquema de: Antigüedad, Edad media,
Edad moderna, y aun en esa evolución no atienden sino al Cristianismo, que suponen uno, y
que para ellos pasa en un determinado tiempo de la forma griega a la forma latina,
quedando el resto griego fuera del campo visual.
Pero ya antes la iglesia pagana había emprendido una tarea que no es suficientemente
estimada en su importancia real y que no es reconocida en su verdadero aspecto de labor
misionera. La mayor parte de las poblaciones del Norte de África, España, Galia, Bretaña y
las situadas a lo largo del Rin y del Danubio fueron conquistadas para el culto sincretístico.
De la religión druídica que César halló en Galia, quedaban ya poquísimos restos en la época
de Constantino. La identificación de las divinidades locales, indígenas, con los nombres de
las grandes deidades mágicas de la iglesia sincretística, sobre todo Mithra-Sol-Júpiter, tomó
desde el siglo II el carácter de una propagación; y lo mismo puede decirse de la extensión
que fue adquiriendo el culto posterior al emperador. Las misiones cristianas no hubieran sido
en estas comarcas tan fecundas sí no les hubiese precedido la otra iglesia, la iglesia pagana,
tan afín al cristianismo. Y esa propaganda de la iglesia pagana no se limitaba a los bárbaros.
Todavía en el siglo V el misionero Asklepiodoto convirtió del cristianismo al paganismo a la
ciudad caria de Afrodisia.
Ya hemos visto que los judíos propagaron con gran éxito su doctrina hacia el Sur y el
Oriente. Por la Arabia del Sur llegaron hasta el África central quizá antes o poco después del
nacimiento de Cristo. En el siglo II se hallan rastros suyos en China. En el Norte, el reino de
los khazares, con la capital Astrakán, convirtióse más tarde al judaísmo. De allí penetraron
en el interior de Alemania mongoles judíos que, en 955 fueron vencidos con los húngaros.
En 1000, los sabios judíos de las grandes escuelas hispanoárabes rogaron al emperador de
Bizancio que diese su protección a una embajada para preguntar a los khazares si eran
descendientes de las perdidas tribus de Israel.
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Los mazdaítas y los maniqueos recorrieron los dos imperios, romano y chino, desde el Tigris
hasta los extremos límites.
El persismo, bajo la forma de culto a Mithra, llegó hasta la Bretaña. La religión maniquea
había sido un peligro para el cristianismo griego, en 400; existían sectas maniqueas en el sur
de Francia todavía en la época de las Cruzadas. Ambas religiones llegaron simultáneamente
hasta Chantung, a lo largo de la muralla de China, en donde la gran inscripción políglota de
Kara Balgassun anuncia la introducción de la fe maniquea en el reino de los Uiguros. En el
centro de China surgen templos pérsicos al fuego; desde 700 aparecen expresiones pérsicas
en los libros de astrología chinos.
Las tres iglesias cristianas siguen estas huellas. Cuando la iglesia occidental convierte al rey
franco Clodoveo (496) llegaban las misiones de la iglesia oriental hasta Ceilán y hasta las
guarniciones chinas al término occidental de la gran muralla.
Y la iglesia del Sur se propagaba en el reino de Axum. Cuando con Bonifacio (718)
Alemania fue convertida, estaban ya los misioneros nestorianos muy próximos a ganar el
centro de la China. En 638 se establecieron en Chantung. El emperador Gaodsung (651684) mandó levantar iglesias en todas las provincias; en 750 se predicó el cristianismo en el
palacio imperial.
En 781, según reza una columna conmemorativa de Singanfu, con inscripciones chinas y
arameas, «toda China se cubrió de palacios de concordia». Y es altamente significativo el
hecho de que, en cuestiones religiosas, los confucianos experimentados considerasen a los
nestorianos, mazdaítas y maniqueos como fieles de una única religión «pérsica» [292]; del
mismo modo como las poblaciones de las provincias romanas occidentales no distinguían
claramente entre Cristo y Mithra.
Debe ser considerado el Islam como el puritanismo de todo este grupo de religiones
mágicas, aunque aparece en la forma de una religión nueva en el territorio de la iglesia
meridional y del judaísmo talmúdico. En esta honda significación, y no sólo en la potencia
del ímpetu guerrero, reside el secreto de su fabuloso éxito. Aun cuando por motivos políticos
practicó una tolerancia extraordinaria—el último gran dogmático de la iglesia griega, Juan
Damasceno, fue, bajo el nombre de Almanzor, tesorero del Califa—, sin embargo, bien
pronto se incorporaron casi completamente a él el judaísmo, el mazdaísmo y las iglesias del
Sur y del Este. El catholicos de Seleucia, Jesuyabh III, plañe porque de buenas a primeras
diez mil cristianos se han pasado al Islam; y en el África del Norte, en la patria de San
Agustín, la población entera se hizo musulmana. Mahoma murió en 639. En 641 todo el
territorio de los monofisitas y nestorianos y por tanto del Talmud y del Avesta habían entrado
en el islamismo. En 712 el Islam se halla frente a Constantinopla y la iglesia griega corrió el
peligro de desaparecer. Ya en 628 un pariente de Mahoma ofreció obsequios al emperador
chino Tai Dsung y obtuvo permiso para establecer misiones.
Desde 700 hubo mezquitas en Chantung y en 720 envió Damasco a los árabes establecidos
en el sur de Francia la orden de conquistar la Franquilandia. Dos siglos más tarde, cuando
en Occidente surgía un nuevo mundo religioso sobre los restos de la iglesia occidental, ya el
Islam estaba establecido en el Sudán y en Java.
Pero el Islam significa tan sólo un trozo de historia externa de la religión. La historia interna
de la religión mágica llega a su término con Justiniano; como la de la religión fáustica acaba
en Carlos V y el concilio de Trento. En cualquier libro sobre historia religiosa puede leerse
que «el» cristianismo ha conocido dos épocas de grandes movimientos ideológicos [293], de
0-500 en Oriente y de 1000-1500 en Occidente. Pero estas dos épocas son justamente las
dos primaveras de las dos culturas y actúan igualmente en la evolución religiosa de las
religiones no cristianas de esas dos culturas. No fue Justiniano, como suele decirse, el que
puso término a la filosofía antigua cerrando la escuela de Atenas (529). Hacía ya muchos
siglos que no existía filosofía antigua. Justiniano puso término a la teología de la iglesia
pagana cuarenta años antes del nacimiento de Mahoma. Y también acabó con la teología
cristiana—y esta adición suele olvidarse—cerrando las escuelas de Antioquia y Alejandría.
La doctrina estaba ya hecha; como hecha estaba ya también en Occidente, cuando se
verificó el concilio de Trento (1564) y la confesión de Augsburgo (1540). Con el Estado y el
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espíritu extínguese también la fuerza creadora de la religión. Hacia 500, el Talmud está
concluso. En 529 la reforma de Mazdak en Persia, reforma que, de modo bastante
semejante al de los anabaptistas occidentales, rechazaba toda vida matrimonial y toda
posesión, fue sostenida por el rey Kobad I contra el poderío de la iglesia y de las estirpes
nobles; pero Chosru Nuschirvan la reprimió en sangre. La doctrina del Avesta estaba ya
definitivamente establecida.
Notas:
[147] Véase p. 236 y ss., y 247 y ss.
[148] Formaban menos de la centésima parte de la población total.
[149] Hay que advertir que la comarca originaria de la cultura babilónica, el viejo Sinear,
carece de importancia en los acontecimientos subsiguientes. La cultura arábiga se desarrolla
en la comarca que está al norte, no al sur de Babilonia.
[150] Esta observación es importante también para las literaturas de Occidente. La literatura
alemana está escrita en parte en latín; la inglesa tiene partes en francés.
[151] V. Wollner, Üntersuchungen über die Volksepik der Grossrussen [Investigaciones sobre
la épica popular de los rusos], 1879.
[152] Schiele, Die Religión in Geschichte und Gegenwart [La religion
en la historia y en el presente], 1, 647.
[153] Bent, The sacred City of the Ethiopians (Londres, 1893, p. 134 y ss., sobre las ruinas
de Jeha, cuyas inscripciones arábigas sitúa Glaser en los siglos VII-V antes de Jesucristo. D.
H. Müller, Burgen und Schlösser Südarabiens [Burgos y castillos de la Arabia meridional],
1879.
[154] Grimme, Mohammed, p. 26 y ss.
[155] Deutsche Aksum-Expedition [Expedición alemana a Axum]. 1913. Tomo II.
[156] De Persia va un antiquísimo camino por los estrechos de Ormus y Bab-el-Mandeb por
Arabia meridional a Abisinia y el Nilo. Esta vía migratoria tiene más importancia histórica
que la septentrional por el istmo de Suez.
[157] Grimme, p. 43; reproducción de las enormes ruinas de Gomdan p.81. Véase también
las reconstrucciones en la obra alemana sobre Axum.
[158] Brockelmann, Geschichte der arabische Litteratur [Historia de
la literatura árabe], p. 34.
[159] Roth, Sozial-und Kulturgeschichte des byzantinischen Reiches
[Historia de la sociedad y cultura en el Imperio bizantino], p. 15.
[160] Delbrück, Gesch. der Kriegskunst [Historia del arte militar], II P.232.
[161] Ges. Schriften [Escritos varios}, IV, p. 532,
[162] V. Domaszewski, Die Religión des röm. Heeres [La religión del ejército romano], p. 49.
[163] Buccelarii. Delbrück, II, p. 354.
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[164] Guerra, de los godos, IV, 26.
[165] Lo cual no quiere decir «que no existan». Quien en la denominación de «verdadero
Dios» incluya el sentido fáustico-dinámico, yerra y desconoce el sentimiento mágico del
universo. La idolatría, que se combate, supone la plena realidad de los ídolos y los
demonios. Los profetas israelitas no han pensado nunca en negar a Baal; de igual modo
Mithra e Isis para los primitivos cristianos, Jehovah para Marción, Jesús para los maniqueos,
son potencias demoníacas, pero enteramente reales.
Sí se dice que «no se debe creer en ellas», se dice algo que para el sentimiento mágico
carece de sentido; lo que no debe hacerse es dirigirse
a ellas. Esto es, según una terminología en vigor desde hace tiempo, no monoteísmo, sino
henoteísmo.
[166] Schürer, Geschichte des jüdischen Volkes im Zeitalter Jesuchristi [Historia del pueblo
judío en tiempos de Jesucristo], III, p. 409.
Wendland Die hellenistisch-römische Kultur [La cultura helenístico –romana], p. 192.
[167] Por eso el sincretismo aparece como mezcolanza informe de todas las religiones
imaginables. Pero nada es más falsa que esto. La morfogénesis va primero de Oeste a Este,
y después de Este a Oeste.
[168] J. Geffcken, Der Ausgang des griechisch-römischen Heidentums [La decadencia del
paganismo grecorromano], 1920, p. 192 y ss.
[169] Geffcken, p. 131.
[170] Geffcken, p. 292, nota.
[171] Res ipsa, quae nunc religio christiana nuncupatur, erat apud antiquus nec defecit ab
initio generis humani, qousque Christus veniret in carnem. Unde vera religio, quae jam erat,
coepit appellari christiana (Retractationes, 1, 13).
[172] También el nombre de los caldeos designa antes de la época persa un grupo étnico y
después una comunidad religiosa.
[173] A. Bertholet. Kulturgeschichte Israels. [Historia de la cultura israelita], 1919, p. 253.
[174] Según W. Jackson, Zoroaster, 1901.
[175] La religión caldea es, como la talmúdica, uno de los puntos que más ha descuidado la
historia de las religiones. Toda la atención de los investigadores se dirige hacia la religión de
la cultura babilónica, considerando a la caldea como una resonancia posterior. Pero esta
actitud excluye de antemano toda posible comprensión. El materia! se encuentra disperso,
sin divisiones fundamentales, en todas las obras que tratan de la religión asirio babilónica
(H. Zimmern, Die Keilinschriften u. d. alte Testament [Las inscripciones cuneiformes y el
Antiguo Testamento]. Gunkel Schöpfung und Chaos [Creación y Caos]; M. Jastrow, C.
Betzold, etc.). Por otra parte, Bousset, Hauptprobleme der Gnosis [Problemas
fundamentales de la gnosis] supone el punto ya investigado.
[176] Betzold ha visto claramente que la ciencia caldea representa algo nuevo frente a los
ensayos babilónicos (Véase su libro: Astronomía, Himmelschau und Astrallehre bei den
Babyloniem) [Astronomía, observación celeste y doctrina astral de los babilónicos], 1911, p.
17 y ss. El resultado fue elaborado luego por algunos sabios de la antigüedad, según sus
métodos peculiares, como matemática aplicada, esto es, sin el menor sentido de la lejanía.
[177] J. Hehm, Hymnen una Gebete an Marduk [Hymnos y oraciones a Marduk], 1905.
[178] Los caldeos y los persas no necesitaban demostrárselo; habían vencido al mundo por
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su dios. Pero los judíos tuvieron que agarrarse a su literatura, la cual, a falta de pruebas
efectivas, fue convertida en una prueba teórica. Esta propiedad, única de su género, debe su
origen, en última instancia, al sentimiento del propio menosprecio, sentimiento que
amenazaba de continuo invadirles.
[179] Glaser, Die Abessinier in, Arabien und Afrika, 1895, p. 124. Glaser está convencido de
que han de encontrarse aquí importantísimas inscripciones cuneiformes abisinias, en
pehlewi y en persa.
[180] Este «rey del destierro» era en el imperio persa una personalidad revestida de gran
autoridad e influencia política. El Islam fue quien lo suprimió más tarde.
[181] Tal confusión cometen la teología cristiana y la teología judaica. La única diferencia
entre éstas consiste en que interpretan de distinto modo la literatura israelita que
posteriormente elaboraron los judíos en Judea; la teología cristiana la orienta hacia los
Evangelios y la judaica hacia el Talmud.
[182] Pero un fariseo lo ha estropeado, añadiéndole los capítulos XXXII-XXXVII.
[183] Cap. XL y ss.
[184] Si es exacta la hipótesis de un profetismo caldeo, paralelo al de Isaias y Zaratustra,
hay que admitir que es ese profetismo—representante de una religión astral joven, muy afín
y contemporánea a éstas—, y no la religión babilónica, quien dio al Génesis sus leyendas
notablemente profundas acerca de la creación, como la religión persa es quien le dio las
visiones del fin del mundo.
[185] S. Funck, Die Entstehung des Talmuds [El origen del Talmud], 1919, p. 106.
[186] E. Sachau, Aram. Papyrus und Ostraka aus Elefantine [Papiros y óstraca arameos de
Elefantina], 1911,
[187] Josefo, Antiqu., 13, 10.
[188] Como, por ejemplo, la Iglesia católica sentiría profundamente la destrucción del
Vaticano.
[189] Véase p. 102.
[190] Schiele, Die Religión in Gesch. und Gegenwart [la religión en la historia y en el
presente], III, 812, cambia los nombres de las dos últimas; pero esto no altera en nada el
fenómeno.
[191] Bousset, Rel. d. Jud., p. 532.
[192] Baruch, IV, Esra, el texto primero de la revelación de Juan.
[193] Así, por ejemplo: el libio da los naassenos (P. Wendland, Hellenist. röm. Kultur [Cultura
helenisticorromana],-p. 177 y ss.), la Liturgia de Mithra (editado por Dieterich), el
Poimandres hermético (editado por Reitzenstein), las Odas de Salomón, las Historias de los
apóstoles, de Tomas y Pedro; la Pistis Sophia, etc., los cuales aun suponen otros más
primitivos entre 100-200 de Jesucristo.
[194] Como no lo es el libro de Dostoyevski, Sueño de un hombre ridículo.
[195] Las perspectivas más importantes sobre este mundo de las representaciones mágicas
primitivas .las debemos a los hallazgos de los manuscritos de Turfán, que desde 1903 se
encuentran en Berlín. Con esto queda anulada definitivamente la errónea preponderancia—
aumentada todavía más por los papiros egipcios—que en nuestros conocimientos y sobre
todo en nuestras apreciaciones han tenido los materiales occidentales helenísticos. Las
opiniones anteriores quedan, pues, radicalmente cambiadas. Ahora, por fin, recobra toda su
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importancia el Oriente genuino, casi intacto, con las Apocalipsis, los hymnos, las liturgias,
los libros de edificación de persas, mandeos, maniqueos y otras numerosísimas sectas. El
cristianismo primitivo se sitúa así en el circulo a que debe su origen interno. (Véase: H.
Luders, Sitz. Berl. Akad. [Actas de la. Academia de Berlín], 1921, y R. Reitzenstein, Das,
iranische ErIösungsmysterium [El misterio irónico de la salvación], 1921.
[196] Lidzbarski, Das Johawnesbuch der Mandäer [El «libro de Juan» de los mandeos], c. 66.
Véase también W. Bousset, Hauptprobleme der Gnosis [Problemas fundamentales de la
gnosis], 1907; Reitzenstein, Das mandäische buch des Herrn der Grösse [El Iibro mandeo
del Señor de la Grandeza], 1919, que es un Apocalipsis poco más o menos contemporáneo
de los más antiguos Evangelios. Sobre los textos del Mesías, de los descensos al infierno y
los cantos de los muertos: Lidzbarski, Mandäiscke Liturgien [Liturgias mandeos], 1920, y el
libro de los muertos (sobre todo el segundo y tercer libro del Genza izquierda) en
Reitzenstein, Das irán. ErIösungsmysterium [El misterio iránico de la salvación], siguen
sobre todo p. 43 y ss.
[197] V. Reitzenstein, p. 124 y la bibliografía citada por él.
[198] En el Nuevo Testamento, que recibe su redacción definitiva en territorio de
pensamiento occidental y antiguo, la religión mandea y en ella la secta de los secuaces de
Juan, no es ya comprendida, como en general parece haberse olvidado todo lo oriental.
Pero además existe una sensible hostilidad entre la comunidad de Juan, muy extendida por
entonces, y los cristianos primitivos (Apóstoles 18-19. V. Dibelius, Die urchrisliche
Uberlieferung von Johannes der Täufer [La tradición cristiana primitiva sobre Juan el
bautista]). Los mandeos han rechazado el Cristianismo más tarde tan violentamente como el
judaísmo. Para ellos, Jesús era un falso Mesías, y en su Apocalipsis del Señor de la
Grandeza anunciando la venida de Enosch.
[199] Según Reitzenstein, das Buch das Herrn der Grösse [El libro del Señor de la
Grandeza], p. 65, fue condenado en Jerusalén como
secuaz de Juan. Según Lidzbarski (Mand. Lit., 1920, XVI) y Zimmern (Zeitzch. d. D. Morg.
Gesellschoft [Revista de la Sociedad oriental], 1920, p. 429) la expresión Jesús el nazareno
o nasoreno—que más tarde refirió la comunidad cristiana a Nazaret (Mateo, 2, 25, con su
inexacta cita)— Índica que pertenecía a una orden mandea.
[200] Por ejemplo, Marcos, 6 y la gran mutación de Marcos, 8, 27 y ss. No hay otra religión
de cuya época germinante se hayan conservado trozos tan sinceramente y cordialmente
informativos.
[201] Como en Marcos 1, 35 y ss., donde se levanta de noche y busca un lugar solitario para
recobrar fuerzas con la oración.
[202] La actitud que toma este libro es histórica. Reconoce, pues, la contraposición como un
hecho. En cambio, la actitud religiosa necesariamente ha de considerarse como la
verdadera, rechazando la otra por falsa.- Esta discrepancia no tiene superación posible.
[203] Por eso el pasaje de Marcos, 13, que procede de un libro todavía más viejo, es acaso
el más genuino ejemplo de un diálogo, como los que Jesús a diario mantenía. San Pablo (I
Thess, 4, 15-17) cita otro que no se encuentra en los Evangelios. Entre ellos se cuentan las
referencias inapreciables de Papias, quien hacia 140 pudo reunir una provisión de buenas
tradiciones orales. Pero los investigadores, que se dejan dominar por el tono de los
Evangelios, no las estiman en su verdadero valor. Lo poco que se conserva de la obra de
Papias basta para dar a conocer el contenido apocalíptico de las conversaciones diarias de
Jesús; el pasaje de San Marcos, 13, y no el «Sermón de la montaña», revelan el verdadero
tono de los coloquios. Pero cuando su doctrina se hubo convertido en la doctrina de El. ese
material de sus discursos se trasladó a las referencias de su aparición y venida al mundo. En
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este único punto, la imagen de los Evangelios es, necesariamente, falsa.
[204] Jesús mismo estaba enterado de esto, como aparece en San Mateo, 24, 5 y 11.
[205] La denominación de Mesías (Christus) es judía; las denominaciones de Señor (kæriow,
divus) y Salvador (svt®r, Asclepios) proceden de la región oriental aramea. Dentro de la
seudomórfosis. Cristo se convierte en el nombre y Salvador en el título de Jesús. Ahora
bien; Señor y Salvador eran ya de antes los títulos del culto helenístico al emperador.
He aquí el sino todo del Cristianismo en su orientación hacia Occidente. (V. Reitzenstein,
Das irán. Erlös. Myst, [El misterio irónico de la salvación], p. 133, nota.
[206] Hechos de los apóstoles, 15; Gal., 2,
[207] Hechos, 1, 14; véase Marcos, 6,
[208] Mateo defiende esta concepción frente a Lucas. Es el único Evangelio en que aparece
la palabra ecclesia en el sentido de los verdaderos judíos y frente a la masa que no quiere
escuchar la llamada de Jesús. Esto no es misión, como Isaías no tiene sentido alguno de
misión.
La comunidad significa aquí una orden interna al judaísmo. (Los preceptos 18, 15-20 son
incompatibles con una propagación universal.)
[209] Más tarde se dividió también en sectas, entre las cuales los Ebionitas y los Elkesaitas
(con un extraño libro sacro, el Exai: Bousset, Hauptprobleme des Gnosis [Problemas
principales de la gnosis], p. 154.
[210] En los Hechos de los Apóstoles y en todas las cartas de San Pablo son atacadas
dichas sectas. No había religión o filosofía, antigua y aramea, que no viese formarse en su
seno una especie de secta de Jesús.
El peligro era seguramente grande de que la Pasión se convirtiese no en el núcleo de una
doctrina nueva, sino en elemento integrante de todas las doctrinas presentes.
[211] Pablo las conocía muy bien. Muchas de sus más íntimas intuiciones son inimaginables
sin anteriores impresiones persas y mandeas; por ejemplo: Romanos, 7, 22-24; I Corintios,
15, 26; Efesios, 5, 6 y ss., con una cita de origen persa (V. Reitzenstein, Das irán. Erlös.
Myst. [El misterio iránico de la salvación] p. 6 y 133 y ss. Pero esto no demuestra una
familiaridad con la literatura pérsico-mandea. Todas esas historias circulaban por entonces
como entre nosotros las leyendas y cuentos populares. Los niños las oían contar y no se
sabia bien lo profundamente que arraigaban en las almas.
[212] Las primeras misiones de Oriente han sido muy poco investigadas y es difícil todavía
establecerlas en detalle, Sachau, Chronik von Arbela [Crónica de Arbela], 1915. Sachau, Die
Ausbreitung des Christentums in Asien [La propagación del cristianismo en Asia], artículo en
Actas de la Academia prusiana, 1919. Harnack, Misión und Ausbreitung des Christentums
[Misiones y propagación del Cristianismo], II, p. 117 y ss.
[213] Los investigadores que, en estilo harto erudito, discuten sobre
un Marcos primario, una fuente más antigua de los doce, etc., olvidan que aquí lo
esencialmente nuevo es que San Marcos representa el primer «libro» del Cristianismo, un
libro escrito según un plan y con un sentido de conjunto. Tales obras no son nunca el
resultado natural de una evolución, sino el mérito de un hombre solo, y ésta de que
hablamos representa sin duda un recodo de la historia.
[214] Propiamente San Marcos es El Evangelio. Después de San Marcos vienen las obras
partidistas, como San Lucas y San Mateo: el tono del relato se convierte en éstas en tona de
leyenda y va a parar a las novelas de Jesús (como los Evangelios de Pedro y Jacobo)
pasando por el evangelio de Juan.
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[215] Si se emplea la voz católico en su sentido más antiguo (Ignacio ad Smyrn. 8): la
comunidad universal como suma de las comunidades culturales, entonces ambas iglesias
son «católicas». En Oriente esa palabra carece de sentido. La Iglesia nestoriana no es una
suma, como no lo es la pérsica; es una unidad mágica.
[216] Ed. Meyer, Ursprung und Anfänge des Christentums [Origen y comienzos del
Cristianismo}, 1921, p. 77 7 ss.
[217] Hacia 85-155, véase Harnack, Marcion: das Evangelium vom fremdem Gott [Marción,
el Evangelio del Dios extraño], 1921.
[218] Harnack, op. cit., p. 136 y ss. N. Bonwetsch, Grundriss der Dogmengeschichte [Manual
de historia dogmática], 1919, p. 45 y s.
[219] Uno de los más profundos pensamientos de toda la historia religiosa, pensamiento que
por siempre resultará incomprensible al hombre común piadoso, es éste de Marción que
equipara lo «justo» con el mal y, en este sentido contrapone la ley del Antiguo Testamento al
Evangelio del nuevo.
[220] Hacia 150. V. Harnack, op. cit., p. 32 y ss.
[221] Sobre los conceptos de Corán y Logos se hablará después. Sucede en esto, como en
San Marcos, que la cuestión más importante no es la de sus bases previas, sino la de como
pudo surgir la idea novísima de tal libro, que se anticipa y hace posible el plan marciónico de
formar una Biblia cristiana. El libro supone un gran movimiento espiritual (¿en Asia menor
oriental?) que casi no tiene noticias de los judeocristianos y aun está muy alejado del mundo
de las ideas paulinas-occidentales.
Pero nada sabemos de su lugar y de su índole.
[222] Vohu mano el espíritu de la verdad, en la figura del Saoshyant,
[223] También Bardesanes y el sistema de los Hechos de Tomás andan cerca de Mani y de
«Juan».
[224] Harnack, op. cit., p. 40. La ruptura con la Iglesia tuvo lugar en 144 en Roma.
[225] Harnack, op. cit., p. 181 y ss.
[226] Como toda religión mágica, tenían su escritura propia, que fué haciéndose cada vez
más semejante a la de los maniqueos.
[227] Mateo, II, 25 y ss. Véase Ed. Meyer, Urspr. u. Anf. d. Christ. [Origen y comienzos del
Cristianismo], p. 286 y ss., donde se descubre la forma vieja y oriental de la gnosis, su forma
auténtica.
[228] Más adelante hablaremos de él.
[229] Un ejemplo típico en Gal. 4, 24-26.
[230] Loafs, Nestoriana, 1905, p. 165 y ss.
[231] La mejor evolución de los pensamientos comunes a ambas iglesias se encuentra en
Windelband, Gesch. d. Philosophie [Historia de la filosofía], 1900, p. 177. Una exposición de
la historia de los dogmas en la iglesia cristiana nos da Harnack, Dogmengeschichte [Historia
de los dogmas], 1914. La historia de los dogmas de la iglesia pagana nos la ofrece—
inconscientemente—Geffken en su libro Der Ausgang der griechisch römischen Heidentums
[ Final del paganismo greco-romano], 1920.
[232] V. Geffken, op. cit., p. 69.
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[233] Harnack, Dogmengeschichte [Historia de los dogmas], p. 165.
[234] Véase 1ª parte, c. III.
[235] Según una expresión de L. Frobenius, Paideuma, 1920, p. 30.
[236] Las piedras de las almas, en los sepulcros judíos, sabeos e islámicos, se llaman
también nephesch. Son evidentemente símbolos del movimiento hacia arriba. A éstas
pertenecen las enormes estelas de pisos en Axum, de los siglos I-III después de Jesucristo,
es decir, de la gran época de las religiones primitivas mágicas. La estela gigantesca, caída
ya desde hace tiempo, es el monolito más grande que conoce la historia del arte; es mayor
que todos los obeliscos egipcios (Deutsche Aksum-Expedition, t. II, p. 28 y ss.).
[237] En ella descansa la idea y la práctica del derecho mágico. (Véase p. 106.)
[238] Isaías, 33, 15; IV Esra, 14, 39; Hechos de los Apóstoles, 2.
[239] Reitzenstein, Das irán. Eslösungsmysterium [El misterio iránico de la salvación], p.
108.
[240] Bousset, Kyrios Christos, p. 142.
[241] Windelband, Gesch. d. Phil. [Historia de la Filosofía]; Windelband-Bonhöffer, Gesch. d.
antiken Phil. [Historia de la filosofía Antigua], 1912, p. 328; Gefcken, Der Ausgang des
griechisch-römischen Heindentums [Final del paganismo greco-romano], 1920, p. 51.
[242] Jodl, Gesch. d. Ethik. [Historia de la ética] 1, p. 58.
[243] M. Horten, Die religiöse Gedankenwelt des Volkes im heutigen Islam [Las ideas
religiosas del puebla en el Islam actual], 1917, p. 381.
Los schiitas han trasladado a Ali la idea del logos.
[244] Wolff, Muhammedanische Eschatologie, 3, 2 y ss.
[245] El libro de Juan, de los mandeos, c. 75.
[246] Usener, Vorträge und Aufsätze [Discursos y artículos], p. 217.
[247] Los «adoradores del diablo» en Armenia: M. Horten, Der neue Orient [El nuevo
Oriente], 1018, marzo. El nombre procede de que no reconocen a Satán como un ser y, por
lo tanto, deducen el mal del logos mismo merced a complicadas representaciones. El mismo
problema ocupó a los judíos, bajo la impresión de muy viejas doctrinas pérsicas.
Adviértase la diferencia entre II Sam., 24, 1 y 1 Cron., 21, 1.
[248] V. M. Horten, op. cit, p. XXI. Este libro es la mejor introducción en la religión del Islam,
tal como realmente subsiste, es decir, en una forma que difiere notablemente de la
concepción oficial.
[249] Baumstark, Die christliche Literaturen des Orients [Las Literaturas cristianas de
Oriente], 1, p. 64.
[250] Véase p. 291. La contemplación babilónica del cielo no distinguía claramente entre los
elementos astronómicos y atmosféricos, por ejemplo, consideraba como «tiniebla» la
ocultación de la luna detrás de las nubes. Para sus predicciones, el cuadro del cielo sería
sólo un punto de partida, como las entrañas de las victimas. Pero los caldeos quisieron
calcular de antemano el curso real de los astros. Aquí, la astrología supone una verdadera
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astronomía.
[251] B. Cohn. Die Anfangsepoche des jüdischen Kalenders, Sitz. Pr. Akad. [La época inicial
del calendario judío. Actas de la Academia de Prusia], 1914. Por un eclipse total fue
entonces calculada la fecha del primer día de la creación, sirviéndose para ello naturalmente
de la astronomía caldea.
[252] La totalidad del tiempo, según los persas, es 12.000 años. Para los persas actuales el
año 1920 es el 11550.
[253] M. Horten, Die Religiöse Gedankenwelt des Volkes im heutigen Islam [Las ideas
religiosas del pueblo en el Islam actual], p. XXVI.
[254] Gran laguna representa en nuestra investigación el no poseer ninguna obra sobre la
religiosidad antigua y su historia, ya que tantas tenemos sobre la religión antigua y sobre sus
dioses y cultos.
[255] «Es en verdad el remate y conclusión de la antigüedad cristiana, su último y máximo
pensador, su tribuno popular, el espíritu práctico en el orden sacerdotal. Desde este punto de
vista es como puede ser comprendido. Lo que de él hayan hecho otros tiempos es ya
cuestión distinta. Su espíritu peculiar que reúne la cultura antigua, la autoridad episcopal y el
misticismo más íntimo, no pudo ser continuado porque los tiempos subsiguientes, en
condiciones diferentes, tenían también problemas distintos.» (E. Troeltsch, Agustín, die
christliche Antike und das Mittelalter [San Agustín, la, antigüedad cristiana y la Edad media],
1915, p. 7). Su fuerza consiste, como la de Tertuliano, en que sus obras no fueron
traducidas al latín, sino pensadas desde luego en este idioma sacro de la Iglesia occidental.
Esto es lo que excluye a ambos de los límites del pensamiento arameo. Véase más arriba,
p. 320.
[256] Inspiratio bonae voluntatis (De corr. et grat. ). «Buena voluntad» y «mala voluntad»
son dos substancias opuestas en sentido dualista. En cambio, para Pelagio, es la voluntad
una actividad sin cualidad moral. Lo que se quiere es lo que tiene la propiedad de ser bueno
o malo y la gracia de Dios consiste en la possibilitas utriusque partis, en la libertad de querer
esto o aquello. Gregorio I ha traducido la teoría de San Agustín al idioma fáustico,
enseñando que Dios había condenado a ciertos hombres porque preveía en ellos la mala
voluntad.
[257] En Spinoza se descubren todos los elementos de la metafísica
mágica, por mucho que se haya esforzado en substituir las representaciones arábigo judías
de sus maestros españoles, sobre todo Moisés Maimónides, por las representaciones
occidentales del barroco primero.
El espíritu del hombre individual no es para él un yo, sino sólo un modo del atributo divino,
de la cogitatio ( = pneuma). Spinoza protesta contra representaciones tales como «voluntad
de Dios». Dios es pura substancia y en vez de nuestra causalidad dinámica en el todo,
descubre Spinoza sólo la lógica de la cogitatio divina. Todo esto se encuentra también en
Porfirio, en el Talmud, en el Islam y resulta completamente ajeno a pensadores fáusticos
como Leibnitz y Goethe. (Allgem. Gesch. d. Philos. in «Kultur der Gegenwart» [Historia
general de la filosofía en la «Cultura del presente»], I. Véase p. 484. Windelband.
[258] «Bueno» es, pues, aquí una estimación de valor y no una substancia.
[259] La época en que aparece el libro de Job corresponde, en la cultura arábiga, a la época
carolingia de nuestra cultura occidental. ¿Prodújose en Occidente entonces algún poema de
igual rango? No lo sabemos. Pero la posibilidad de que ello sucediera está demostrada en
creaciones como el Voluspa, el Muspilli, el Heliand y el mundo ideológico de Juan Scoto.
[260] La relación con el Islam ha sido ya notada hace tiempo. Véase
Bertholet, Kulturgesch. Israels [La historia de la cultura israelita], p.242.
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[261] Horten, op. cit, p, XII.
[262] Véase p. 99.
[263] No es necesario decir que la Biblia, en todas las religiones del
Occidente germánico, guarda con la fe una relación bien distinta; a saber; la de un
documento en sentido histórico, aun en los casos en que se cree que es una obra inspirada
y, por tanto, sustraída a toda critica filológica. Igual es la relación en que el pensamiento
chino se halla ante sus libros canónicos.
[264] De Maní, equiparado al logos de San Juan. Véase también Jascht, 13, 31; el alma
luminosa de Ahura Mazda es la palabra.
[265] Así ?ley¡ia, aleteia, la verdad, en el Evangelio de San Juan. Drug (mentira) es usado
en la cosmología pérsica para designar a Ahriman. Ahriman aparece muchas veces como
siervo de la mentira.
[266] Sura, 96; véase también la 80, 11 y 85, 21, donde, con referencia a otra visión, dice:
«Este es un magnífico corán sobre una talla conservada.» Lo mejor sobre este punto ha sido
escrito por Ed. Meyer. Geschichte der Mormonen [Historia de los mormones], p. 70 y ss.
[267] El hombre antiguo, cuando cae en estados de excitación corpórea, adquiere la facultad
de anunciar el futuro. Pero todas estas visiones son iliterarias. Los antiguos libros sibilinos,
que no tienen nada que ver con los escritos cristianos posteriores del mismo nombre, no
pretenden ser otra cosa que una colección de oráculos.
[268] Véase p. 107.
[269] IV Esra, 14; S. Funk, Die Entstehung des Talmuds [Orígenes del Talmud], p. 17;
Hirsch, Kommentar su Exod, 25, 2.
[270] Funck, op. cit. p. 86.
[271] Por ejemplo, Ed. Meyer, Ursprung und Anfänge des Christentums [Origen y comienzos
del Cristianismo], p. 95.
[272] En el Occidente, los profetas, en este sentido, son Platón, Aristóteles y, sobre todo,
Pitágoras. Lo que podía retrotraerse a éstos era verdad. Por eso la serie de los jefes de las
escuelas fue adquiriendo cada vez mayor importancia y muchas veces se empleó en
fijarla—o inventarla—más trabajo que en la historia de la doctrina misma.
[273] Fromer, Der Talmud, p. 190.
[274] Solemos confundir hoy autor con autoridad. El pensamiento arábigo no conoce el
concepto de propiedad intelectual. Sería absurdo y pecaminoso, puesto que el pneuma
divino, único, es el que habla por boca del individuo. Sólo en este sentido es autor el
individuo; y lo mismo da que escriba él mismo u otro la revelación obtenida. «Evangelio,
según San Marcos», significa: Marcos garantiza la verdad de esta nueva.
[275] Véase p. 107.
[276] En Vendidad, 19, 1, es Zaratustra tentado por el demonio.
[277] M. J. ben Gorion, Die Sagen der juden [Las leyendas judías], 1913.
[278] Mani hubo de conocer muy exactamente por tradición oral la doctrina que sirve de
base al Evangelio de San Juan. También Bar Daisan (+ 254) y la Historia de los Apóstoles,
de Tomás, obra del círculo de Bar Daisan, hállanse muy lejos de la doctrina paulina, desvío
que en Mani se convierte en hostilidad acerba y en ]a denominación del demonio malo que
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aplica al Jesús histórico. Aquí obtenemos una vislumbre de la esencia del cristianismo
oriental, casi subterráneo, despreciado por la Iglesia de ]a pseudomórfosis que escribía en
griego y que ha permanecido ausente, hasta ahora, de la historia de la Iglesia. Pero del
oriente asiático procedían igualmente Marción y Montano; aquí surgió el libro de los
naassenos, que en su fondo es pérsico, pero que recibe sucesivas capas de judaísmo y
cristianismo; más a Oriente todavía, quizá en el claustro de Mateo, en Mossul, escribió hacia
340 Aphrahat aquellas extrañas cartas de cuyo cristianismo riada dice la evolución
occidental, desde Ireneo hasta Atanasio. La historia del cristianismo nestoriano comienza
realmente ya en el siglo II
[279] Las obras latinas, por ejemplo, de Tertuliano y San Agustín no tuvieron influencia
mientras no fueron traducidas a! griego. En la misma Roma, la lengua propia de la Iglesia
era el griego.
[280] El fraile fáustico vence su mala voluntad. El fraile mágico vence a la substancia mala
que hay en él. Sólo este último es dualista.
[281] Las reglas de purificación y alimentación que dan el Talmud y el Avesta. penetran
mucho más en la vida diaria que, por ejemplo, la regla benedictina.
[282] Asmus, Damaskios (Philos. Bibl., 125, 1911). El anacoretismo cristiano es posterior al
pagano. Véase Reitzenstein, Des Athanasius Werk über das Leben des Antonius [La obra de
Atanasio sobre la vida de Antonio] (Sitz. Heid, Akad. [Sesiones de la Academia de
Heidelberg], 1914, VIII, 12).
[283] Hasta la exigencia de 19, 12, seguida literalmente por Orígenes.
[284] Wissowa, Religión und Kultus der Römer [Religión y culto de los romanos], p. 493;
Geffchen, op. cit, p. 4 y 144.
[285] Un solo Dios.
[286] Es ésta también la base metafísica de la veneración cristiana a las imágenes, que
pronto va a empezar, y asimismo de la aparición de imágenes milagrosas de Marta y de los
Santos.
[287] Véase p. 88.
[288] Los nestorianos protestaron contra la María theotokos (madre o engendradora de
Dios), a la cual opusieron el Cristo theophoros (el Cristo que lleva en sí a Dios). Aquí se
manifiesta al mismo tiempo la profunda diferencia entre una religiosidad iconólatra y una
religiosidad iconoclasta.
[289] Adviértanse los problemas substancialistas en los libros contemporáneos, escritos por
Proclo sobre el doble Zeus, sobre la trinidad de pat®r, dænamiw, nñhriw (padre, potencia,
pensamiento), que son al mismo tiempo nohtñn (pensado). V. Zeller, Philosophie der
Griechen. V. 857 y ss. Verdadero Ave María es el hermoso himno de Proclo a Athenea; «Si,
empero, un mal paso de mi vida me envuelve en cadenas—¡ay!, yo mismo sé cómo voy de
acá para allá empujado por muchas acciones profanas que en mi ceguera cometo—sé para
mí misericordia, tú, dulce, tú, salud de la humanidad, y no me dejes yacer en el suelo presa
de penas terribles, pues tuyo soy y seré.» (Hymnos VII. Eudociae Aug. rel; A.Ludwich, 1897).
[290] Allah il Allah.
[291] Y asimismo los rusos, que harta ahora han conservado el tesoro sin abrir.
[292] Hermann, Chinesische Geschichte [Historia china], 1912, p. 77.
[293] Una tercera época «correspondiente» a las otras dos se verificará en la primera mitad
del próximo siglo, en el mundo ruso.
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Continuación del Capítulo IV
Problemas de la cultura Arábiga
C
PITAGORAS, MAHOMA, CROMWELL
15 [1]
Religión llamamos a la conciencia vigilante de un ser vivo en los momentos en que vence,
domina, niega y aun aniquila la existencia. La vida racial y el ritmo de sus instintos tómanse
pequeños y mezquinos ante la perspectiva inmensa del mundo dilatado, tendido, iluminado;
el tiempo cede ante el espacio. Extínguese el anhelo vegetativo hacia el cumplimiento y se
enciende, en cambio, el sentimiento animal del temor ante lo ya acabado, ante la
desorientación, ante la muerte. Las emociones religiosas fundamentales no son odio y amor,
sino temor y amor. El odio y el temor se diferencian como el tiempo y el espacio, la sangre y
la vista, el ritmo y la tensión; como lo heroico y lo santo. No menos diferentes son el amor
en sentido social, y el amor en sentido religioso.
Toda religión tiene afinidad con la luz. El yo, centro luminoso, concibe la extensión
religiosamente como un mundo propio de los ojos. El oído y el tacto son coordenados a la
vista; y lo invisible, cuyos efectos rastrean los demás sentidos, se convierte en el conjunto y
cifra de lo demoníaco. Todo lo que designamos con las palabras deidad, revelación,
salvación, providencia, es de un modo o de otro un elemento de la realidad iluminada. La
muerte es para el hombre algo que el hombre ve y conoce viéndola; y con respecto a la
muerte, es el nacimiento el otro misterio. Nacimiento y muerte son los hitos que limitan, para
la vista, el cosmos sentido como vida de un cuerpo en el espacio luminoso.
Existe un profundo temor, conocido también por los animales, ante la libre movilidad del
microcosmos en el espacio; existe un profundo miedo al espacio mismo y sus potencias, a la
muerte. Existe, empero, otro miedo que teme por el torrente cósmico de la existencia, por la
vida, por el tiempo dirigido. El primero despierta la obscura sospecha de que la libertad en la
extensión es una dependencia nueva y más honda que la dependencia vegetativa. Este
miedo lleva al ser aislado, imbuido del sentimiento de su debilidad, a buscar la proximidad y
compañía de otros seres. El temor incita a hablar, y toda religión es una especie de habla. El
miedo al espacio crea los «numina» del mundo como naturaleza, y los cultos a los dioses.
En cambio, el miedo que teme por el tiempo engendra los «numina» de la vida, de la
generación, del Estado, con su centro en el culto a los antepasados. Esta es la diferencia
entre tabú y tótem [2]; porque también el elemento totémico aparece siempre en forma
religiosa y se origina en un santo y respetuoso temor ante lo que permanece sustraído y
eternamente ajeno a toda intelección.
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La religión superior necesita de la vigilia tensa, con objeto de afirmarse frente a los poderes
de la sangre y de la existencia, que acechan en lo profundo para recobrar su antiguo poderío
sobre estos aspectos más jóvenes de la vida: «Velad y orad, para que no caigáis en
tentación.» Sin embargo, la palabra «salvación» es fundamental en todas las religiones.
Señala un deseo eterno de todo ser despierto. En este sentido universal, casi prerreligioso,
significa el anhelo de verse libre de los terrores y suplicios de la vigilia, el afán de distender
la tensión del pensamiento y de la meditación angustiosa, el deseo de que se extinga y
anule la conciencia del yo, solitario en el universo, la conciencia de la sujeción rígida de toda
naturaleza, la conciencia de la visión dirigida a la indestructible frontera de todo ser: la
vejez, la muerte.
También el sueño liberta y salva. La muerte misma es hermana del sueno. También el vino
santo, la embriaguez, rompe el rigor de las tensiones espirituales, y asimismo la danza, el
arte dionisiaco y toda clase de enajenación. Es la fuga, que elude la vigilia consciente, con
ayuda de la existencia, del elemento cósmico; es la huida del que escapa al espacio y busca
refugia en el tiempo. Pero más alta que todos estos recursos es la superación religiosa del
terror mediante la intelección misma. La tensión entre el microcosmos y el macrocosmos se
convierte en algo amado, en algo que puede ser seno acogedor [3]. A este sentimiento
damos el nombre de fe. Con él comienza propiamente la vida humana del espíritu.
La intelección es siempre causal, ya sea recogida o aplicada, ya sea extraída de la
sensación o no. No es posible distinguir entre intelección y causalidad; ambos vocablos
expresan lo mismo. Dondequiera que existe algo «real» para nosotros, vérnoslo y
pensárnoslo en forma causal, y nosotros mismos nos sentimos, y sentimos nuestra actividad
como una causa. Pero este establecimiento de causas es diferente en cada caso, no sólo en
la lógica religiosa, sino en la lógica inorgánica del hombre. A un mismo hecho se le asigna
ahora una causa, y en el momento siguiente otra. Cada especie de pensamientos tiene un
«sistema» para cada una de las esferas a que se aplica.
En la vida diaria no sucede nunca que el mismo nexo causal vuelva a ser pensado
exactamente igual. Incluso en la física moderna hay hipótesis de trabajo, esto es. sistemas
causales que se usan simultáneamente, aunque en parte se excluyen, como las
representaciones electrodinámicas y termodinámicas. Y esto no contraría el sentido del
pensamiento; pues la «intelección» en la vigilia permanente se verifica siempre en forma de
actos singulares, cada uno de los cuales tiene su propia relación con la causalidad. Nuestro
pensamiento no puede realizar jamás esa idea, según la cual el mundo entero, considerado
como naturaleza, queda reducido a un solo encadenamiento de causas en relación a una
conciencias. Esa idea es objeto de fe; es incluso la fe misma, en su preciso sentido, pues
sobre ella descansa la intelección religiosa del universo, la cual, al percibir algo, admite
necesariamente la existencia de unos numina. Estas deidades son efímeras cuando se trata
de sucesos accidentales en que no se vuelve a pensar; pero son también duraderas
divinidades que moran acaso en manantiales, árboles, piedras, colinas, estrellas, esto es, en
determinadas localidades; o están presentes dondequiera, como las divinidades del cielo, de
la fuerza, de la sabiduría. No están limitadas sino por el acto mental de pensarlas. Lo que es
hoy propiedad de un dios, tórnase mañana en dios. Otras son, ora una pluralidad, ora una
persona, ora un algo indeterminado. Hay invisibles figuras e ininteligibles principios que se
revelan al favorecido por la gracia o se ofrecen claros a su inteligencia.
El sino [4] es en la antigüedad (eßmarm¡nh) y en la India (ría) algo que como causa primaria
se cierne sobre los dioses cuyas figuras son representables. Pero el signo mágico es un
efecto del Dios único, del Dios supremo y sin figura. El pensamiento religioso se encamina
siempre a distinguir en la serie de las causas órdenes de valor y de rango, hasta llegar a los
entes y principios supremos, que son las causas superiores. La «voluntad de Dios» es la
expresión que designa el más amplio de todos los sistemas causales fundados en
valoración. La ciencia, en cambio, es una intelección que prescinde de toda diferencia de
rango entre las causas; lo que la ciencia descubre no son decretos de Dios, sino leyes.
La inteligencia de las causas es salvadora. La fe en los nexos descubiertos calma el terror
cósmico. Dios es el refugio en que el hombre se cobija, huyendo del sino que se siente, que
se vive; pero no puede ni pensarse, ni representarse, ni aun nombrarse siquiera; el sino
queda como hundido refrenado cuando el intelecto crítico-analítico- nacido del terror,
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enhebra las causas en palpables series para la mirada interior o exterior. Desesperada
situación es la del hombre superior, cuyo afán poderoso de intelección está en constante
contradicción con su existencia. No le sirve para vivir; no puede tampoco dominar; y así hay
siempre algo de vacilante e irresoluto en todas las situaciones importantes. «Basta con que
un hombre se declare libre para sentirse al punto constreñido. Y si se atreve a confesarse
constreñido, ya en seguida se siente libre.»
(Goethe).
Cuando estamos convencidos de que un nexo causal, en el mundo considerado como
naturaleza, no puede ser alterado por ulteriores reflexiones, llamárnosle verdad. Las
verdades son sólidas, firmes; están fuera del tiempo. La palabra «absoluto» significa
desligado del sino y de la historia, desligado también de los hechos de nuestro propio vivir y
morir. Las verdades nos libertan interiormente, nos consuelan y salvan, porque los
acontecimientos incalculables del mundo de los hechos quedan por ellas desvalorados y
superados. En el espíritu se refleja la máxima: perezca la humanidad, la verdad permanece.
Algo en el mundo circundante queda, pues, fijado, conjurado. El hombre intelectivo tiene en
sus manos el secreto; fue antaño un poderoso hechizo; es hoy una fórmula matemática.
Una emoción de triunfo acompaña toda experiencia en el reino de la naturaleza, aun hoy,
porque toda experiencia determina algo acerca de las intenciones y fuerzas del dios celeste,
de los espíritus aéreos, de los demonios, o acerca de las deidades físicas—núcleos
atómicos, velocidad de la luz, gravitación—, o aun sólo acerca de las deidades abstractas
del pensamiento que medita sobre sí mismo—concepto, categoría, razón—. Toda
experiencia recluye algo en la celda de un sistema inmutable de relaciones causales. Pero la
experiencia—en este sentido inorgánico, anquilosador, destructor, bien distinto de la
experiencia vital y conocimiento de los hombres—se verifica en dos maneras; comió teoría y
como técnica [5], o dicho sea en el idioma religioso, como mito y como culto, según que el
creyente quiera descifrar o manejar los secretos de su mundo circundante. Pero ambos
modos exigen un gran desarrollo de la intelección humana. Ambos modos pueden originarse
del terror o del amor. Hay un mito del terror, como el mito mosaico y todos los primitivos.
Hay un mito del amor, como el del primer cristianismo y el de la mística gótica. Hay
igualmente una técnica del conjuro libertador y otra del conjuro evocador. Esta es la
diferencia más intima que existe entre el sacrificio y la oración [6]. Así se distinguen y
separan la humanidad primitiva y la humanidad superior. La religiosidad es un rasgo, un
impulso del alma. Pero la religión es un talento. La «teoría» exige el don de la
contemplación, don que no todos poseen y bien pocos ejercitan con luminosa penetración.
Es intuición del mundo, ya sea que se contemplen en el universo los efectos de la
providencia, ya sea que con fría y urbana visión, sin temor, sin amor y con mera curiosidad,
se considere el cosmos como escenario de las fuerzas regulares. Los arcanos del tabú y del
tótem son contemplados en la creencia en los dioses y la creencia en las almas; son
calculados en la física teórica y en la biología. Toda «técnica» supone el talento espiritual
del conjuro. El teórico es vidente crítico; el técnico es sacerdote; el inventor es profeta.
Pero el medio en donde se condensa toda la fuerza espiritual es la forma de lo real,
abstraída de la visión por el idioma.
La quintaesencia de la forma no se revela a toda conciencia; es el límite concebido, la ley
comunicable, el nombre, el número.
Por eso todo conjuro de la deidad descansa en el conocimiento de su verdadero nombre, en
el ejercicio de los ritos y sacramentos realizados en la forma exacta y con uso de las
palabras exactas; pero estos ritos y sacramentos son conocidos sólo del sapiente y sólo el
sapiente puede manejarlos. Así sucede en la magia de los primitivos, e igualmente en toda
técnica física y aun más en toda medicina. Por eso es la matemática algo sagrado, que
regularmente surge de medios y círculos religiosos —Pitágoras, Descartes, Pascal—; por
eso es la mística de los números sacros—el 3. el 7, el 12—un rasgo esencial de toda religión
[7]; por eso el ornamento y su forma suprema, el edificio del culto, tienen algo de numérico
en forma intuitiva. Son formas rígidas, constrictivas; son motivos de expresión o signos de
comunicación [8] por medio de los cuales en el mundo de la vigilia el microcosmos entra en
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relación con el macrocosmos. La técnica sacerdotal los llama mandamientos; la científica,
leyes. Ambas son nombre y numero, y el hombre primitivo no encontraría diferencia alguna
entre el hechizo con que el sacerdote de su aldea domina a los demonios y el hechizo con
que el técnico civilizado maneja sus máquinas.
El primero y acaso único resultado del afán humano por comprender es la fe. «Creo» es la
palabra mágica que aplaca el terror metafísico y al mismo tiempo expresa el amor. Pueden
la indagación y el aprendizaje obtener su remate en una iluminación súbita, o en un cómputo
y cálculo bien logrado; todo ello seria a la postre sensación y concepción propias, sin el
menor sentido, si no hubiese la íntima certeza de «algo» que existe, algo ajeno y otro bajo la
forma exacta comunicada, en la concatenación de causa y efecto. El hombre, como ser que
piensa bajo la dirección del lenguaje, tiene por máximo patrimonio espiritual la fe definitiva
en ese algo, sustraído al tiempo y al sino; en ese algo que la contemplación humana ha
separado y designado con nombre y número. Y, en último término, ese algo queda en la
obscuridad; no se sabe bien lo que es. ¿Hemos entrado en contacto, merced a ese «algo»
con la lógica arcana del Universo, o sólo con una sombra? La lucha afanosa y doloroso, la
angustia del meditador se posa sobre esta nueva duda, que puede convertirse en
desesperación. Necesita, en su afán espiritual de profundidad, la fe en algo último, que por
medio del pensamiento pueda ser alcanzado, algo que ponga término al análisis, sin residuo
alguno de misterio. Los rincones y los abismos del mundo intuido han de ser todos
iluminados.
No otra cosa puede salvar al hombre.
Aquí la fe se convierte en el saber, hijo de la desconfianza, o mejor dicho, en la fe en el
saber. Pues esta forma de intelección depende enteramente de aquélla; es posterior, más
artificial y problemática. Hay que añadir que la teoría religiosa—la contemplación creyente—
conduce a una práctica sacerdotal; pero la teoría científica queda disuelta en la práctica, en
el saber técnico de la vida diaria. La fe vigorosa que nace de iluminaciones, revelaciones,
súbitas penetraciones, puede prescindir de la labor crítica. Pero el saber critico presupone la
fe, presupone que sus métodos conducen exactamente a lo que se busca, no a nuevas
imágenes, sino a la «realidad». Pero la historia enseña que la duda de la fe conduce al
saber, y la duda del saber—tras un tiempo de optimismo crítico—otra vez a la fe.
Cuanto más se emancipa el saber teórico de la aceptación creyente, tanto más se acerca a
su propia anulación. Lo único que queda es la experiencia técnica.
La fe originaria, obscura, reconoce fuentes superiores de la verdad, las cuales nos revelan y
patentizan un cierto número de cosas que la meditación propia no descifraría jamás; son
voces proféticas, sueños, oráculos, escritos sagrados, la voz de la divinidad. En cambio, el
espíritu crítico pretende—y se cree capaz de ello—obtener los conocimientos por sí mismo.
Desconfía de las verdades ajenas y hasta niega su posibilidad.
Para él la verdad es el saber que se demuestra a si mismo. La critica pura extrae de si sus
medios; pero ya pronto se ha advertido que con este proceder lo esencial del resultado está
presupuesto El de omnibus dubitandum es un principio que no puede realizarse. Se olvida
que la actividad critica tiene que sustentarse en un método, que a su vez sólo
aparentemente es hallado por vías críticas, y que en realidad se deriva de la disposición del
pensamiento [9]; de manera que el resultado de la crítica está predeterminado por el método
inicial y éste, a su vez, por la corriente de existencia en que se sumerge la consciencia
correspondiente. La creencia en un saber sin supuesto caracteriza la enorme ingenuidad de
las épocas racionalistas. Una teoría de la ciencia física no es sino un dogma histórico
anterior, que reaparece en forma distinta. El provecho es para la vida, bajo la forma de una
técnica victoriosa a que la teoría da acceso. Ya hemos dicho que lo que decide sobre el
valor de una hipótesis de trabajo no es su «exactitud», sino su «fecundidad»; pero los
conocimientos de otra clase, las verdades en el sentido optimista, no pueden ser resultado
de la intelección científica, porque ésta supone siempre una opinión previa, sobre la cual
actúa su critica, su análisis. La física del barroco es un progresivo análisis del cosmos
religioso que el goticismo imaginó.
Lo que buscan la fe y el saber, el miedo y la curiosidad, no es una experiencia de la vida,
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sino un conocimiento del mundo como naturaleza. Niegan ambos, expresamente, el mundo
como historia. Pero el misterio de la conciencia despierta es doble; dos cuadros creados por
el terror y ordenados en causalidad surgen ante la mirada del alma: el «mundo exterior» y,
como su contrapartida, el «mundo interior». En los dos mundos se ocultan auténticos
problemas; la conciencia es activa, por completo, en su propia esfera. El numen recibe allí el
nombre de Dios; aquí, el nombre de alma. La intelección crítica transforma las deidades de
la contemplación religiosa, en relación con en su mundo, y hace de ellas magnitudes
mecánicas sin cambiar su núcleo esencial: materia y forma, luz y tinieblas, fuerza y masa. E
igualmente la intelección crítica analiza y descompone la imagen del alma que se forjara la
primitiva creencia. Y llega en ello también al mismo resultado predeterminado. La física de
lo interior se llama psicología sistemática; cuando, en la antigüedad, toma la forma de
ciencia, descubre en el hombre las partes somáticas del alma (noèw yumôw ¢piyumÛa);
cuando aparece como ciencia mágica, determina las varias substancias anímicas (ruach,
nephesch), y cuando se presenta en la cultura fáustica, define las energías psíquicas (el
pensar, el sentir, el querer). Son estos los objetos que la meditación religiosa, meditación de
amor y de temor, persigue en las relaciones causales de «culpa, pecado, gracia, conciencia,
premio y castigo».
El misterio de la existencia conduce a un error fatal, tan pronto como la fe y el saber se
vuelven hacia él. En vez de hacer presa sobre el elemento cósmico mismo, que reside fuera
de todas las posibilidades de la conciencia activa, el análisis se orienta hacia el movimiento
del cuerpo en el cuadro del mundo luminoso, y hacia la idea abstracta del movimiento como
nexo mecánico causal. Pero la verdadera vida es vivida, no es conocida. Verdadero es tan
sólo lo intemporal. Las verdades residen allende la historia y la vida. Por eso la vida misma
trasciende de toda causa, de todo efecto, de toda verdad. La critica, tanto de la conciencia
como de la existencia, es contraria a la historia y extraña a la vida. En el primer caso
corresponde ello por completo al propósito critico y a la lógica interna del objeto de que se
trata. En el segundo, empero, no. La diferencia entre la fe y el saber, o el miedo y la
curiosidad, o la revelación y la critica, no se refiere, pues, a lo verdadero y lo falso. El saber
es una forma posterior de la fe. La verdadera y profunda oposición es la que existe entre la
fe y la vida, entre el amor nacido del secreto terror al mundo y el amor nacido del secreto
odio de los sexos, entre el conocimiento de la lógica inorgánica y el sentimiento de la lógica
orgánica, entre las causas y los sinos. Lo importante, lo decisivo en esto no es la manera de
pensar -religiosa o crítica-, ni tampoco el objeto sobre que se piensa, sino sólo la distinción
entre pensador (no importa cuál sea el objeto en que éste piense) y hombre activo.
La conciencia vigilante no penetra en la esfera de la acción hasta que se convierte en
técnica. La sapiencia religiosa también es poder; las causalidades no sólo pueden ser
determinadas, sino también habidas y manejadas. Quien conoce la relación misteriosa entre
el microcosmos y el macrocosmos puede dominarla, háyala descubierto por revelación o por
estudio de las cosas. Asi, el auténtico hombre tabú es el hechicero y encantador, que
conjura a la deidad por medio de oraciones y sacrificios, que practica los verdaderos ritos y
sacramentos, porque éstos son causas de inevitables efectos y han de servir y obedecer a
quien los conoce. El sacerdote lee en las estrellas y en los libros sagrados. En su poder
espiritual yace, intemporal y substraída a todo azar, la relación causal de culpa y penitencia,
arrepentimiento y absolución, sacrificio y gracia. Por el enlace de las premisas y las
consecuencias sacras, conviértese el sacerdote en un vaso del poder misterioso y, por lo
tanto, en una causa de nuevos efectos, en los que hay que creer para participar de ellos.
Desde este punto de vista se comprende lo que el mundo europeo-americano del presente
parece haber olvidado, a saber: el último sentido de la ética religiosa, de la moral.
Dondequiera que la moral es aún fuerte y auténtica, significa una conducta que posee
enteramente el sentido de actos y ejercicios rituales: es un continuo exercitium spirituale,
dicho sea en términos de San Ignacio de Loyola, esto es, un ejercicio ante la divinidad, para
aplacarla y conjurarla. «¿Qué debo hacer para ser bienaventurado?» Estas palabras «para
ser» nos dan la clave de toda verdadera moral. Siempre, en el fondo, hay un «para que»,
aun en los casos refinados de algunos filósofos que han inventado una moral «para la moral
misma», esto es, con una profunda intencionalidad que sólo algunos pocos de sus iguales
pueden apreciar. Toda moral es causal; toda moral es técnica moral sobre un fondo de
metafísica religiosa.
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La moral es una causalidad consciente y premeditada de la conducta personal,
prescindiendo de toda peculiaridad en la vida y en el carácter reales. Es algo que vale
eternamente y para todos, algo sin tiempo y aun enemigo del tiempo. Por eso es
«verdadera». Aun cuando los hombres no existieran, sería la moral verdadera y válida. Asi
es como, realmente, ha sido formulada la lógica moral inorgánica del mundo, concebido
como un sistema. Nunca se confesará que pueda desenvolverse y perfeccionarse en la
historia. El espacio niega el tiempo: la verdadera moral es absoluta, eternamente hecha,
siempre la misma. En sus regiones más profundas tiene la moral siempre algo que niega la
vida, un apartamiento, una renuncia que llega hasta el ascetismo, hasta la muerte. La
concepción del idioma lo expresa ya; la moral religiosa contiene prohibiciones más que
mandatos positivos. El tabú, aun en los casos en que aparentemente afirma, es una suma
de renuncias. Para librarse del mundo de los hechos, para eludir las posibilidades del sino,
para contemplar la raza como el enemigo, siempre alerta, hace falta un sistema duro, hace
falta doctrina y ejercicio.
Ningún acto debe ser accidental y proceder del instinto; esto es, ninguno ha de ser producto
de la sangre, sino que debe ser meditado antes por razones y consecuencias, y «realizado»
conforme a lo mandado. Hace falta poner en tensión máxima la conciencia vigilante, para no
caer constantemente en el pecado. Sobre todo hay que abstenerse de cuanto brota de la
sangre; hay que abstenerse del amor, del matrimonio. El amor y el odio entre los hombres
son sentimientos cósmicos y, por lo tanto, malos. El amor de los sexos es el polo opuesto al
amor intemporal y al temor de Dios; por eso es el pecado original, por el cual fue Adán
expulsado del paraíso y la humanidad toda cargada con esa culpa primigenia. La generación
y la muerte son los límites de la vida corpórea en el espacio.
Por tratarse del cuerpo es por lo que aquélla es culpa y ésta castigo. SÇma s°ma, el antiguo
dicho de que el cuerpo es una tumba, era el credo de la religión órfica. Esquilo y Píndaro
han concebido la existencia como culpa. Locura es a existencia para los santos de todas las
culturas los cuales la matan y niegan por el alterno o por su derroche en el orgiasmo (que
está hondamente emparentado con el ascetismo).
Malo es actuar en la historia; malos son la hazaña el heroísmo, la alegría de la lucha, la
victoria y el botín. En todas estas actividades predomina el ritmo de la existencia cósmica,
apagando y confundiendo la contemplación y el pensamiento espiritual.
El mundo en general -entendiendo por ello el mundo como historia-es infame. Lucha en vez
de renunciar; no conoce la idea del sacrificio; domina la verdad con los hechos; sigue el
impulso espontáneo y elude el pensamiento de causa y efecto.
Por eso, el sacrificio mayor que el hombre espiritual puede ofrecer es abandonar el mundo a
las potencias de la naturaleza.
Toda acción moral contiene algo de este sacrificio. Una vida moral es una ininterrumpida
cadena de semejantes sacrificios. Sobre todo, la compasión. En la compasión, el fuerte y
poderoso ofrece al impotente su superioridad. El compasivo mata algo en si mismo. Pero no
hade confundirse la compasión, en su gran sentido religioso, con la emoción inquieta del
hombre ordinario que no puede dominarse, y menos aún con el sentimiento social de la
caballerosidad, que no es moral de razones y mandatos, sino una costumbre distinguida y
evidente, nacida del inconsciente sentimiento rítmico, en una vida de alta tensión. Eso que
en las épocas civilizadas se llama ética social, no tiene nada que ver con la religión. Su
presencia demuestra sólo la debilidad y vacuidad de la religión, que ha perdido ya toda
fuerza de persuasión metafísica y ha dejado, por tanto, de ser el supuesto de una moral
auténtica, de una moral enérgica en la fe y dispuesta al sacrificio. Pensad en la diferencia
entre Pascal y Mili, La ética social no es sino política práctica. Es un producto muy posterior
del mismo mundo histórico, en el que durante los primeros tiempos de una cultura se ofrece
la costumbre bajo la forma de valor, nobleza y caballería, en las estirpes fuertes, frente a los
que padecen miseria en la vida de la historia y del sino; eso mismo que hoy se llama
distinción, «gentlemanlike», en los círculos bien educados, de fino tacto y buena crianza, y
cuyo contrario no es el pecado, sino la ordinariez. Reaparece aquí la distinción entre la
catedral y el castillo. Este modo de ver y sentir no se rige por razones y mandatos. No
pregunta nada. Está en la sangre— esto es lo que significa tacto—y no teme el castigo y la
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sanción, sino el desprecio, sobre todo el desprecio de si mismo. No reniega del yo, sino que
fluye justamente de una gran plenitud personal, Pero la compasión, precisamente porque
requiere también grandeza interior, encuentra asimismo en los primeros tiempos de una
cultura sus más santos servidores, un Francisco de Asís, un Bernardo de Claraval, que
poseían una espiritualidad en la renuncia, una beatitud en la entrega, una caridad etérea,
exangüe, intemporal, ahistórica, en la cual el temor del cosmos se convertía en puro amor
sin nubes. A esta altitud de la moral causal no pueden nunca encumbrarse las épocas
posteriores de la cultura.
Para domeñar la sangre hay que tener sangre. Por eso el monaquismo de gran estilo florece
en las épocas guerreras y caballerescas. El máximo símbolo de la victoria perfecta del
espacio sobre el tiempo es el guerrero convertido en asceta; no el que por nacimiento es ya
un soñador y un mísero, natural planta de claustro; ni tampoco el sabio, que en su celda
construye un sistema moral. ¡No seamos hipócritas! Lo que hoy se llama moral, ese
mesurado amor al prójimo, esa práctica de las virtudes distinguidas, ese ejercicio de la
caridad con el oculto afán de conquistar fuerza política, todo eso, comparado con las épocas
primeras de nuestra cultura, no es ni siquiera caballerosidad de ínfimo rango. Repitámoslo:
no hay gran moral sino con referencia a la muerte. La moral superior nace de un terror
cósmico, que llena toda la conciencia y que tiembla ante las verdades y las consecuencias
metafísicas; nace de un ingente amor que supera la vida; nace de la conciencia que se
siente ligada a un sistema causal de mandatos y fines santos, sistema que la conciencia
reconoce por verdadero y al que hay que pertenecer íntegramente o al que hay que
renunciar íntegramente. Una tensión continua, una constante observación y examen de si
mismo acompaña al ejercicio de esta moral, que es un arte, junto a la cual desaparece en la
nada el mundo como historia. Hay que ser héroe o santo. En el término medio no está la
sabiduría, sino la vulgaridad.
16
Si existiesen verdades separadas del fluir viviente, no podría haber historia de la verdad. Si
existiese una sola religión, eternamente exacta, la historia religiosa seria una idea imposible.
Mas, por mucho que el aspecto microcósmico de la vida de un ser se haya desenvuelto,
siempre es como una piel que recubre la vida fluyente, siempre obedece en el fondo a los
impulsos de la sangre, siempre es testimonio de los ocultos instintos que actúan en la
dirección cósmica. La raza domina e informa toda conceptuación. El tiempo devora el
espacio. Tal es el sino de todo instante despierto.
Y, sin embargo, existen «verdades eternas». Todo hombre las posee en gran número, por
cuanto se sitúa con su intelecto en un mundo de pensamientos, en cuyo nexo perduran
inmutables esas verdades, clavadas precisamente ahora, en el momento mismo de pensar,
por la relación de premisa y consecuencia, de causa y efecto. Nada puede establecerse en
ese orden, como él cree; pero una ola de vida arrastra su yo vigilante y su mundo. Sigue
habiendo armonía; pero esta armonía, como conjunto, como hecho, tiene una historia. Lo
absoluto y lo relativo son uno a otro como el corte horizontal y el corte longitudinal de una
serie de generaciones. El segundo prescinde del espacio; el primero, del tiempo. Quien
piensa sistemáticamente se atiene al orden causal de un momento. Sólo el que considera
con físiognómica penetración la serie de las actitudes conoce la constante variación de lo
que pasa por «verdadero».
Todo lo transitorio es símbolo. Esto se puede aplicar igualmente a las «eternas verdades»,
tan pronto como se persigue su marcha en el curso de la historia. Las verdades actúan
incluidas en la imagen cósmica de las generaciones que viven y mueren. Para cada hombre,
y por el breve espacio de su existencia, es verdadera y eterna la religión que le impuso el
sino de su nacimiento en tal época y tal lugar. Con esa religión siente; en ella forma las
intuiciones y convicciones de sus días.
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Atiénese firme a sus palabras y formas, bien que constantemente opine otra cosa. Verdades
eternas existen en el mundo como naturaleza. En el mundo como historia hay un «ser
verdad» que cambia eternamente.
La morfología de la, historia religiosa es, pues, un problema que sólo el pensamiento
fáustico puede plantearse, y aun sólo en su estadio actual. Dada está la incitación. Aventure
el historiador el ensayo de desprenderse por completo de su propia convicción, para
contemplar todas las convicciones como igualmente extrañas. ¡Qué difícil! Quien emprenda
la tarea deberá tener la suficiente energía para no sólo abandonar aparentemente las
verdades de su intelección cósmica (aunque sean para él una simple suma de conceptos y
métodos), sino realmente calar en sentido fisiognómico el sistema propio hasta su fondo
más recóndito, Y aun entonces, ¿conseguirá fijar conocimientos comunicables sobre las
verdades de otros hombres, que hablan otros idiomas, si ha de hacerlo en un solo lenguaje,
cuya estructura y espíritu encierra ya toda la metafísica secreta de su propia cultura?
Ahí está, en primer término, tendido sobre los milenios de la primera edad el sordo tumulto
de las poblaciones primitivas.
Viven atónitas en un mundo caótico, cuyos arcanos impresionantes siempre se ofrecen con
apremio, sin que nadie pueda reducirlos a intelección lógica. Venturosa es la bestia,
comparada con aquellos hombres, porque el animal, aunque vive despierto, no piensa. Un
animal se amedrenta ante los peligros; pero el hombre primitivo tiembla ante el mundo
entero. Todo es obscuro e irresoluto en él y fuera de él. Lo habitual y lo demoníaco
intríncanse sin regla fija. Llena sus días una religiosidad temerosa y minuciosa y. por tanto,
bien ajena a toda iniciación de un sentido más confiado. Esta forma elemental del terror
cósmico no abre camino hacia el amor comprensivo.
Las piedras que el hombre pisa, los instrumentos que maneja, el insecto que zumba a sus
oídos, el alimento, la casa, la lluvia, la tormenta, pueden ser demoníacos; pero aquellos
hombres creen en las fuerzas que yacen ocultas en estos fenómenos, mientras producen
pavor o se imponen a la necesidad del uso.
Y ya son bastantes. No se puede amar sino aquello que se cree duradero. El amor supone la
idea de un orden cósmico que ha logrado fijeza. La investigación occidental se ha tomado
gran trabajo por ordenar observaciones de las cinco partes del mundo y distribuirlas en los
supuestos estadios que, arrancando del animismo—u otro comienzo cualquiera—,
«conducen» a su propia fe. Por desgracia, el esquema ha sido esbozado según las
valoraciones de una sola religión; los chinos y los griegos lo hubieran dispuesto de muy
distinta manera. Pero no existe esa gradación que supone un desarrollo uniforme hacia un
determinado fin. El mundo que circunda a los hombres primitivos es un mundo caótico,
nacido de la intelección momentánea, de cada instante; y, sin embargo, está lleno de
sentido.
Ese mundo es siempre algo ya crecido, algo cerrado y perfecto, a menudo con una tenaz y
extraña profundidad de atisbos metafísicos. Siempre contiene un sistema, y poco importa
que haya sido —en parte —extraído ya por la contemplación o que permanezca todavía
incluso en el mundo de la luz. Esa imagen cósmica no «progresa». Ni tampoco es una suma
de singularidades, cada una de las cuales puede ser apuntada, sin tener en cuenta la época,
la tierra y el pueblo, y comparada luego con otras de otras procedencias, como suele
hacerse por lo general.
Esos rasgos particulares constituyen juntos un mundo de religiones orgánicas, que sobre
toda la tierra poseyeron, y aun hoy poseen, en sus últimas comarcas, modos propios, muy
significativos, de nacer, de madurar, de difundirse, de perecer, y una propia peculiaridad de
estructura, estilo, ritmo y duración. Las religiones de las culturas superiores no son religiones
más desarrolladas, sino otras religiones distintas. Estas se ofrecen en luz más clara y
espiritual; conocen el amor intelectivo; tienen problemas e ideas, teorías y técnicas
rigurosas, espirituales; pero ya no conocen el simbolismo religioso de la vida diaria.
La religiosidad primitiva lo impregna todo. Las religiones posteriores son mundos de formas,
mundos completos y encerrados en si mismos.
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Por eso resultan tanto más misteriosos los preludios de las grandes culturas, épocas aún
primitivas, y, sin embargo, llenas ya de anticipaciones cada vez más claras y orientadas en
una determinada dirección. Estas épocas justamente, que abrazan varios siglos, debieran
ser exactamente estudiadas y comparadas. ¿En qué forma se prepara el futuro? La
precultura mágica ha producido, como hemos visto, el tipo de las religiones proféticas que
desembocan en la apocalíptica. ¿Cuál es el fundamento donde justamente arraiga esa
forma en esa cultura? ¿Por qué la precultura micénica de la Antigüedad está toda llena de
representaciones divinas en figuras animales? [10]. No son los dioses de los guerreros, que
moran allá arriba en los castillos micenianos, y que practican, con grandiosidad aún
testimoniada por los sepulcros, el culto a las almas y a los antepasados; son los poderes
cósmicos en que creen los labradores del llano, los de las cabañas en el valle. Los grandes
antropomorfos de la religión apolínea, que debieron nacer hacia 1100, por virtud de una
profunda conmoción religiosa, llevan por doquiera aún los rasgos de su obscuro pasado.
Apenas si habrá alguna de esas figuras que no delate en su origen por algún epíteto, por
algún atributo o por algún mito de metamorfosis.
Hera es para Homero constantemente la de os ojos de vaca.
Zeus aparece como toro y el Poseidon de la leyenda thelpúsica como caballo. Apolo es
nombre de innúmeros numina primitivos; fue lobo (Lykeios) como el romano Marte; fue
carnero (karneios); fue delfín (delphimos); fue serpiente (el Apolo pítico de Delfos). En forma
de serpientes aparecen en relieves funerarios áticos, Zeus Meilichios, Asklepios y las
Erynnias, aun en Esquilo (Eum. 126). La serpiente sagrada que se conservaba en la
Acrópolis fue interpretada como representación de Erichthonios. En Arcadia vio aún
Pausanias la imagen de Demeter, con cabeza de caballo, en el templo de Figalia. La
Artemis-Kallisto arcadia se representa como osa, y también se llamaban arktoi las
sacerdotisas de la Artemis brauronia en Atenas. Dionysos, unas veces toro y otras macho
cabrío, ha conservado, juntamente con Pan, siempre un aspecto animal.
Psyche es, como el alma corpórea de los egipcios (bai), el pájaro del alma; con ella
comienzan esas innumerables figuras semianimales—sirenas, centauros, etc.—, que llenar,
el cuadro preantíguo de la naturaleza.
¿Con qué trazos, empero, anticipa la religión primitiva de la Época Merovingia el poderoso
aliento del goticismo?. En apariencia es la misma religión, es «el» cristianismo. Pero en
realidad hay una diferencia total, en lo más hondo. Pues debemos comprender claramente
que el carácter primitivo de una religión no está propiamente en su provisión de doctrinas y
usos, sino en las almas de los hombres que se apropian esas doctrinas y usos y que sienten,
hablan y piensan con ellos. El investigador ha de acostumbrarse a considerar el hecho de
que el cristianismo mágico—el de la iglesia occidental—ha sido dos veces órgano expresivo
de una religiosidad primitiva, ha sido dos veces religión primitiva; entre 300 y 900 en el
Occidente germano-celta, y hoy en Rusia. Mas, ¿cómo se reflejaba el mundo en esas almas
«convertidas»? ¿Qué pensaban aquellos hombres—exceptuados algunos clérigos que
recibieran educación bizantina—al verificar las ceremonias y decir los dogmas?
El obispo Gregorio de Tours, que representa la capa superior eclesiástica de su generación,
encomia en una ocasión el polvo de la sepultura de un santo: «¡OH celeste medicina, que
supera todas las recetas, que limpia el vientre y lava las manchas de la conciencia!». No la
muerte de Jesús—que le encoleriza como un simple crimen de los judíos—, sino su
resurrección –que confusamente se representa como hazaña portentosa de un atleta—, es la
que para él legitima al Mesías como gran hechicero y, por tanto, como verdadero Salvador.
Ni sospecha siquiera que la Pasión tenga un sentido místico [11].
En Rusia, las resoluciones del «Sínodo de los cien cabildos», en 1551, son un testimonio de
la fe más primitiva. Cortarse la barba y empuñar mal la cruz aparecen aquí como pecados
mortales. Los demonios son por ello ofendidos. El «Sínodo del Anticristo» de 1667 condujo
al enorme movimiento sectario de Raskol, porque desde entonces la cruz hubo de ser
agarrada con tres en vez de dos dedos y porque el nombre de Jesús hubo de pronunciarse
Jissus en vez de Issus, con lo cual pensaron los rígidos creyentes que se evaporaba la
fuerza de esos hechizos sobre los demonios. Pero estos efectos del terror no son lo único, ni
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siquiera lo más importante, ¿Por qué la época merovingia no ha dejado la más leve huella
de esa devoción febril, de ese afán de submersión metafísica que llena la precultura mágica
del apocalipsis y la época rusa del Santo Sínodo (1721-1917). ¿Qué sentimiento es ese que
empujó a todas las sectas de mártires Raskolnikos, desde Pedro el Grande, a practicar el
celibato, la pobreza, la peregrinación, la mutilación y las más terribles formas del ascetismo,
y que en el siglo XVII indujo a miles de personas, por pasión religiosa, a buscar la muerte
entre llama?. Hubo la doctrina de los Chlustos sobre los «cristos rusos», de los que hasta
hoy se cuentas siete; los dujoborzos tiene un «libro de vida» que utilizan a modo de biblia y
que contiene, según creen, psalmos transmitidos por transmisión oral desde la boca del
mismo Jesús; los skopzos practican crudelísimas mutilaciones. Todos estos hechos son
indispensables para comprender a Tolstoi, al nihilismo, y las revoluciones políticas [12]. ¿Por
qué, en cambio, nada de esto aparece en la época de los francos, que, en comparación,
resulta roma y mezquina?
¿Será exacto que sólo los arameos y los rusos tienen genio religioso? Y ¿qué no puede
esperarse entonces de la Rusia futura, habiendo desaparecido el obstáculo de la ortodoxia
erudita, justamente en el siglo decisivo?
17
Las religiones primitivas tienen algo de desarraigado y ajeno a la patria, como las nubes y el
viento. Las almas de las masas en los pueblos primitivos se han reunido casual y
pasajeramente, y también son casuales las relaciones de conciencia que, oriundas del miedo
y de la defensa, se extienden sobre ellos. Ya pueden los pueblos afincarse o emigrar,
cambiar o no; nada de esto tiene que ver con su interior sentido,
En cambio, las culturas superiores están profundamente arraigadas en un país. Se asientan
en una comarca madre; y asi como la ciudad, el templo, la pirámide, la catedral, tienen que
cumplir su historia en el lugar donde surgió su idea, asi también toda gran religión de la
época primera de una cultura está unida, por todas las raíces de la existencia, a la tierra
sobre la cual se eleva su imagen cósmica. Por lejos que se difundan luego los usos y
dogmas sacros, siempre permanece su evolución interna adherida al lugar de su nacimiento.
Es completamente imposible que en la Galia se encuentre ni el más mínimo rasgo evolutivo
de los antiguos cultos locales, como igualmente que en América realice un progreso
dogmático el cristianismo fáustico. Lo que se desliga de la tierra se torna rígido y duro.
Comienza siempre como un gran grito. El obscuro montón de terrores y defensas se
convierte, de pronto, en un puro y fervoroso despertar que, brotando como planta nueva del
suelo materno, envuelve y comprende las profundidades del mundo luminoso con una sola
mirada. Donde alienta siquiera un atisbo de meditación personal, siéntese esta
transformación como un renacer interno, recibido con júbilo y aplauso. En ese momento —
nunca antes ni tampoco nunca después con la misma potencia e interioridad—se enciende
como una gran luminaria en los espíritus elegidos de la época. Todo terror se deshace en un
amor bienaventurado. Todo lo invisible aparece súbitamente iluminado por una gran luz
metafísica.
Cada cultura realiza aquí su símbolo primario. Cada cultura tiene su Índole de amor—
llamémosle celeste o metafísico—, con el que contempla, abraza, acoge su divinidad; y ese
amor permanece incomprensible e inaccesible para todas las demás culturas. Jesús y sus
discípulos ven ante sus ojos la bóveda luminosa que cubre fa cueva del mundo. Giordano
Bruno siente la tierra como una pequeña estrella en la infinidad del espacio estrellado. Los
órficos acogen al dios corpóreo.
El espíritu de Plotino se funde con el espíritu de Dios en el éxtasis. San Bernardo realiza la
unión mística con la acción de la divinidad infinita. Siempre el afán de profundidad, que
alienta en el alma, se halla sometido al símbolo primario de una cultura determinada.
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En la quinta dinastía de Egipto (2680-2540), que sigue a los grandes constructores de
pirámides, palidece y mengua el culto del halcón-Horus, cuyo Ka mora en el Jefe reinante.
Los viejos cultos locales, y aun la profunda religión de Thout, en Hermópolis, retroceden.
Aparece la religión solar de Re. A poniente de su palacio cada rey levanta, junto a su templo
funerario, un santuario de Re. El templo funerario es el símbolo de la vida, que va dirigida
desde el nacimiento hacia la cámara del sarcófago. El santuario es el símbolo de la
naturaleza grande y eterna. El tiempo y el espacio, la existencia y la conciencia, el sino y la
sacra causalidad, se sitúan uno frente a otro, en esta poderosa creación duplico, como en
ninguna otra arquitectura del mundo. Hacia ambos polos conduce un camino cubierto; el que
lleva a la casa de Re va acompañado de relieves que describen el poder del dios solar sobre
el mundo vegetal y animal y el cambio y sucesión de las estaciones. No hay imagen del
dios, no hay templo. Sólo un altar de alabastro adorna la amplia terraza en la que, al
despuntar el día, surge el Faraón de la obscuridad y, erguido en lo alto, dominando la
comarca, saluda al gran dios que sale por Oriente [13].
Esta primera interioridad nace siempre en el campo sin ciudades, en las aldeas, en las
cabañas, en los santuarios, en los claustros y ermitas solitarios. Fórmase la gran comunidad
de los elegidos del espíritu, que un mundo separa interiormente de los héroes y caballeros.
Las dos clases primordiales, el sacerdocio y la nobleza, la contemplación en los santuarios y
la acción en los castillos, el ascetismo y la galantería, el éxtasis y la crianza distinguida,
comienzan ahora su propia historia.
Aunque el Kalifa sea también jefe profano de los creyentes, aunque el Faraón sacrifique en
ambos santuarios, aunque el rey germánico ponga en la iglesia la cripta de sus antepasados,
nada, sin embargo, puede anular la abismal oposición de espacio y tiempo que se refleja
aquí en las dos clases. La historia religiosa y la historia política, la historia de las verdades y
la de los hechos, se contraponen sin posible unión. Comienza la oposición en las iglesias,
los castillos; prosigue luego en las ciudades, como oposición entre la ciencia y la economía,
y termina, en las últimas etapas de la historicidad, bajo la forma de la lucha entre el espíritu
y la fuerza.
Pero las dos historias transcurren en las alturas de lo humano. El aldeano permanece sin
historia, en lo hondo. No comprende las ciudades, como no comprende los dogmas. La
poderosa religión primera, patrimonio de los círculos santos, se desenvuelve en la
escolástica y mística de las primeras ciudades; luego, en la confusión creciente de las
callejuelas y plazas, se convierte en Reforma, Filosofía y Ciencia profana, en las masas
pétreas de las grandes urbes posteriores transfórmase en «ilustración» e irreligión. La fe del
aldeano, en el campo, es, en cambio, «eterna» y siempre igual. El aldeano egipcio no
entendía nada de aquel Re. Escuchaba el nombre y, mientras en las ciudades se
desarrollaba un poderoso periodo de la historia religiosa, seguía adorando sus dioses
animales de la época tinita. Y estos dioses recobraron su primacía en la dinastía 26, al
resurgir la fe de los felahs. El aldeano italiano rezaba en la época de Augusto lo mismo que
antes de Homero y que aun hoy. Los nombres y los dogmas de religiones enteras, que
florecieron y murieron, han pasado de las ciudades a las aldeas y han hecho cambiar el
sonido de las palabras que el aldeano pronuncia. Pero el sentido sigue siendo el mismo
eternamente. El aldeano francés vive todavía en la época merovingia.
Freya o María, Druidas o dominicos, Roma o Ginebra, nada de esto toca a lo interno de su
creencia.
Pero, aun en las ciudades, las capas distintas van quedando unas tras otras rezagadas en la
historia. Sobre la religión primitiva del campo hay una religión popular de la gente baja, en
las ciudades y en las provincias. Cuanto más se eleva una cultura (en el Imperio medio, en
la época de los Bramanes, en la época de los presocráticos, de los preconfucianos, del
barroco), tanto más se estrecha el circulo de los que realmente comprenden y poseen las
últimas verdades de su tiempo; para los demás son ruidos y nombres. ¿Cuántos hombres
había capaces de comprender entonces a Sócrates, a San Agustín a Pascal?.
La pirámide de los hombre, se afila también en lo reboso cada vez más, basta que, al
extinguirse la cultura, termina también su crecimiento y empieza a desmoronarse.
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Hacia 3000 comienzan en Egipto y Babilonia las vidas de dos grandes religiones. En Egipto,
al final del Imperio antiguo, de la época de la «reforma», se establece sólidamente el
monoteísmo solar como religión de los sacerdotes y de los hombres cultos. Todos los viejos
dioses y diosas—que la aldea y las capas inferiores del pueblo siguen adorando en su
primitiva significación—son encarnaciones o servidores del Re único. También la religión de
Hermópolis queda, con su cosmología, incorporada al gran sistema, y hay un tratado
teológico que pone en armonía con el dogma al dios Ptah de Menfis, considerándolo como
el principio abstracto de la creación [14]. Es lo mismo que sucede bajo Justiniano y bajo
Carlos Quinto: el espíritu ciudadano se ha impuesto al alma campesina; la fuerza
morfogenética de la época primera está ya extinta; la teoría está ya completa en su
interioridad, y ahora va a venir la consideración racionalista más bien a explotarla que a
refinarla.
Comienza la filosofía. Desde el punto de vista dogmático, el Imperio medio es tan
insignificante como el barroco.
A partir de 1500 empiezan tres nuevas historias religiosas; la védica, en el Pendschab; la
china primitiva, en el Hoangho, y, por último, la antigua al norte del mar Egeo. Si la imagen
del mundo, para el hombre antiguo, está muy clara ante nuestros ojos, con su símbolo
primario del cuerpo singular y material, en cambio es dificilísimo aún sólo vislumbrar algún
detalle de la gran religión preantigua. Culpa es de los cantares homéricos, que más impiden
que favorecen el conocimiento.
El nuevo ideal, reservado a esta única cultura, era el cuerpo de forma humana a la luz del
sol, el héroe como intermedio entre el hombre y Dios; esto, al menos, testimonia la Ilíada.
Ya transfigurado en lo apolíneo, ya esparcido con sentido dionisiaco por todos los aires, era
ésa, en todo caso, la forma fundamental de toda realidad. El cuerpo, el soma como ideal de
la extensión, el cosmos como suma de esos cuerpos particulares, el «ser», el «uno» como lo
extenso en si, el logos como orden luminoso—todo esto apareció, sin duda, en grandes
rasgos ante la vista de los espíritus sacerdotales y apareció con la intensidad de una nueva
religión.
Pero la poesía homérica es pura poesía de clase. De los dos mundos, el mundo de la
nobleza y el mundo del sacerdocio, el mundo del tabú y el mundo del tótem, el mundo del
héroe y el mundo del santo, sólo uno vive en Homero. No sólo desconoce Homero el otro,
sino que hasta lo desprecia. Copio en la Edda, la máxima gloria de los inmortales es conocer
las costumbres nobles. A los pensadores de la época barroca antigua, desde Jenofanes
hasta Platón, esas escenas de dioses les parecían desvergonzadas y mezquinas. Y tenían
razón. Son los mismos sentimientos con que la teología y la filosofía de la cultura occidental
posterior han considerado las leyendas heroicas de los germanos y los poemas de
Godofredo de Estrasburgo, de Wolfran y de Walter. Si las epopeyas homéricas no han
desaparecido, como las leyendas heroicas recogidas por Carlomagno, se debe simplemente
a que no existía en la Antigüedad una clase sacerdotal estructurada, y la espiritualidad de
las ciudades fue dominada por una literatura caballeresca y no religiosa. Las doctrinas
primitivas de esta religión antigua—que por contradicción a Homero se adhieren al nombre
de Orfeo, quizá más viejo—, no han sido nunca fijadas por la escritura.
Sin embargo, existían, y ¡quién sabe lo que se oculta tras las figuras de Calcas y Tiresias!.
Al principio de la cultura antigua ha debido de haber también una conmoción poderosa, que
hiciera vibrar las almas desde el mar Egeo hasta Etruria. Pero en la Ilíada no se encuentra
rastro de ella, como en el cantar de los Nibelungos o en el cantar de Roldan no se encuentra
rastro del misticismo y fervor que animan a un Joaquín de Floris, a un San Francisco o a los
Cruzados, ni se ve ascua alguna de aquel fuego que arde en el «Dies iriae» de ese Tomás
de Celano, que acaso provocara risa en una corte del siglo XIII.
Debieron existir grandes personalidades que redujeran la nueva visión cósmica a una forma
mítico-metafísica; pero no sabemos de ellas. En los cantares caballerescos sólo queda la
parte alegre, clara, fácil. ¿Fue la guerra de Troya una expedición militar o una cruzada? ¿
Qué significa Helena? La conquista de Jerusalén fue concebida en sentido religioso y al
mismo tiempo también mundano.
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En la poesía nobiliaria homérica, Dionysos y Demeter, dioses sacerdotales, permanecen en
la penumbra [15]. Pero tampoco Hesíodo, el pastor de Askra, lleno de entusiasmo por su fe
popular, nos da a conocer las ideas puras de la gran época primaveral; como asimismo el
zapatero Jacobo Böhme nada nos revela en ese sentido. Esta es la segunda dificultad. La
gran religión de la época primaria pertenece, a una clase superior, y el pueblo ni la alcanza
ni la entiende. La mística de los primeros tiempos góticos está circunscrita a círculos muy
estrechos; es arcano cerrado por el latín y por la dificultad de los conceptos e imágenes, y ni
el aldeano ni el noble conocen claramente su existencia. Por eso las excavaciones, tan
importantes para el conocimiento de los cultos antiguos, no nos enseñan nada sobre esa
religión primera. Una capilla aldeana no nos da conocimiento alguno de Abelardo y San
Buenaventura.
Pero Esquilo y Píndaro se hallaban en el flujo de una gran tradición sacerdotal. Antes de
ellos, los Pitagóricos pusieron en el centro de su doctrina el culto a Demeter, delatando asi
cuál era el núcleo de aquella mitología. Y antes aún, los misterios de Eleusis y la reforma
órfica del siglo VII, y, finalmente, los fragmentos de Ferécides y Epimenides, que son los
últimos —no los primeros—dogmáticos de una viejísima teología.
Hesíodo y Solón conocen la idea del crimen hereditario, que es vengado en los hijos y en los
hijos de los hijos; tampoco ignoran la doctrina apolínea de la hybris. Platón, como órfíco y
enemigo de una concepción homérica de la vida, descubre en el Fedon teorías muy viejas
sobre el infierno y el juicio de los muertos. Conocemos la fórmula emocionante del orfismo,
el no de los misterios, frente al sí de los juegos agonales. Los misterios habían surgido, sin
duda alguna, ya hacia 1100, como protesta de la conciencia contra la existencia: soma
sema, el cuerpo sepulcro, ese cuerpo floreciente, esplendoroso, considerado como una
tumba. Aquí el cuerpo ya no se siente en crianza, en fuerza, en movimiento, sino que se
conoce y se aterra ante lo que concibe. Aquí comienza el ascetismo antiguo, que en severos
ritos y penitencias, incluso en la muerte voluntaria, busca la liberación de esa existencia
euclidiana corpórea. Es radicalmente errónea la interpretación de los filósofos presocráticos
cuando hablan contra Homero: no lo hacían por sentido racionalista, sino por ascetismo. Los
presocráticos—«correspondientes» a Descartes y Leibnitz—se habían educado en la estricta
tradición de la gran religión órfíca, que en aquellas escuelas filosóficas, semi conventuales,
a la sombra de famosos y viejos santuarios, se había conservado tan pura como la
escolástica gótica en las universidades del barroco, impregnadas de espíritu religioso. Desde
el suicidio de Empédocles, la tradición camina hacia los estoicos romanos y se remonta a
«Orfeo».
Estos últimos rastros nos permiten percibir un bosquejo luminoso de la religión antigua
primitiva. Así como la devoción gótica se orientó hacia la reina del cielo, María, virgen y
madre, asi también surgió por entonces en Grecia una corona de mitos, imágenes y figuras
en torno a Demeter, la parturienta, a Gaia y Persefone. y a Dionysos, el engendrador, cultos
chtónicos y fálicos, fiestas y misterios del nacer y del morir. Todo esto era pensado a la
manera antigua, es decir, en cuerpo y presencia.
La religión apolínea adoraba el cuerpo; la órfíca, lo rechazaba; la de Demeter celebraba los
momentos de su producción: generación y nacimiento. Existía un misticismo que adoraba en
doctrinas, símbolos y juegos el misterio de la vida. Pero a su lado estaba el orgiasmo,
porque el derroche de la vida es tan íntimamente afín al ascetismo como la prostitución al
celibato: ambos niegan el tiempo. Es la inversión o negación del horror apolíneo a la hybris.
La distancia no es calculada sino anulada. El que lo ha vivido en sí mismo «se ha convertido
de mortal en dios». Debió de haber por entonces grandes santos y visionarios, tan
superiores a las figuras de Heráclito y Empédocles como éstos son superiores a los
trashumantes cínicos y estoicos Esas cosas no suceden sin personas singulares y nombres
famosos. Cuando por doquiera resonaban los cantares de Aquiles y Ulises, existía una
doctrina grandiosa y rigurosa en los famosos santuarios, una mística y una escolástica, con
escuelas y tradiciones orales como en la India. Pero todo ello ha desaparecido, y sólo las
ruinas de épocas posteriores demuestran que existió.
Si se prescinde de la poesía caballeresca y de los cultos populares, es todavía posible hoy
precisar algo más esa religión—la religión—antigua. Para ello es preciso, empero, evitar el
tercer error: la contraposición entre la religión «romana» y la «griega». No existe, en efecto,
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semejante contraposición.
Roma es una de las innumerables ciudades antiguas de la gran época colonizadora. Roma
fue construida por los etruscos y renovada, en sentido religioso, bajo la dinastía etrusca del
siglo VI. Es muy posible que el grupo de los dioses capitalinos, Júpiter, Juno, Minerva, que
vino entonces a sustituir a la viejísima tríada Júpiter, Marte, Quirino, de la «religión de
Numa», tenga alguna relación con el culto familiar de los Tarquines.
La diosa urbana Minerva es, indudablemente, una copia de la Athena Polias [16]. Los cultos
de esta ciudad no deben compararse sino con los cultos de las ciudades aisladas, de lengua
griega, en igual período de evolución, por ejemplo, con Esparta o Tebas, cultos que no eran
más ricos de colorido que el romano. Lo poco que se encuentre de general a toda la Hélade,
será también general a toda la Italia. Y en cuanto a la afirmación de que la religión
«romana», a diferencia de la de las ciudades-Estados de Grecia, no ha conocido el mito, ¿
cómo lo sabemos? Nada sabríamos de las grandes leyendas divinas en la primera época si
hubiéramos de atenernos a los calendarios de las festividades y a los cultos públicos de las
ciudades griegas.
Asimismo las actas del Concilio de Efeso no dejan traslucir nada de la religiosidad intima de
Jesús; ni una ordenanza religiosa de tiempos de la Reforma dice nada de la mística
franciscana, Menelao y Helena eran, para el culto ciudadano de Laconia, dioses forestales y
nada más. El mito antiguo procede de una época en que todavía no existía la Polis, con sus
festividades y ritos sacros, ni Atenas, ni Roma; no tiene nada que ver con los problemas y
propósitos religiosos de la ciudad, problemas y propósitos colmados de racionalismo. El mito
y el culto, en la Antigüedad, están aún más separados que en parte alguna.
El mito no es una creación de todo el territorio helénico; no es «griego», sino que, como la
infancia de Jesús y la leyenda del Graal, nació en círculos muy encumbrados y en territorios
muy circunscritos. Por ejemplo, en Tesalia fue donde surgió la idea del Olimpo y se propagó
entre los hombres cultos desde Chipre hasta la Etruria y, por lo tanto, llegó a Roma. La
pintura etrusca supone conocido el Olimpo, y tuvieron que conocerlo, por tanto, los
Tarquines y su corte. Sea cual fuere la representación que se enlace con el término de
«creencia» en dicho mito, esa representación habrá de ser válida tanto para el romano de la
monarquía como para los habitantes de Tegea o de Corcira,
La ciencia actual nos da dos imágenes muy diferentes de la religión griega y de la romana.
Pero esta diferencia no obedece a los hechos, sino al distinto método empleado para su
estudio.
Para Roma (Mommsen) se parte del calendario festival y de los cultos ciudadanos. Para
Grecia se parte de la poesía. No hay más que aplicar el método «latino»- que ha conducido
al cuadro de Wissowa- a las ciudades griegas, para obtener un resultado muy semejante
(por ejemplo, el que obtiene Nilsson en sus «Fiestas griegas»).
Si se tiene esto en cuenta, aparece la religión antigua con una gran unidad interna. La gran
leyenda primaveral de los dioses, en el siglo XI, que, con sus emociones beatas y
mortalmente tristes, recuerda el Getsemaní, la muerte de Balder y San Francisco, es toda
ella «teoría», contemplación, una imagen cósmica ante la mirada interior, una imagen
nacida de una fervorosa conciencia común en círculos selectos, lejos del mundo
caballeresco [17]. Las posteriores religiones ciudadanas son técnica, culto, y representan
sólo una parte—parte harto distinta—de la religiosidad. Tan lejanas están del gran mito
como de la creencia popular. No se ocupan ni de la metafísica ni de la ética, sino de la
práctica de las acciones rituales. Por ultimo, la selección de los cultos en cada ciudad
procede muchas veces, en oposición al mito, no dé una idea cósmica uniforme, sino de los
cultos que ciertas familias prepotentes rendían a su antepasados; exactamente, como en el
periodo gótico, las grandes estirpes transforman sus santos en patronos de la ciudad. Y esas
familias se reservan la celebración de sus fiestas y honras. Así las Lupercalia en Roma,
fiestas en honor del dios agreste Fauno, eran privilegio de los Quinctios y Fabios.
La religión china, cuyo gran período «gótico» cae hacia 1300-1000, y abarca el
encumbramiento de la dinastía Chu, debe ser tratada con el mayor cuidado. Considerando la
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mezquina profundidad y pedante entusiasmo de los pensadores chinos, estilo Confucio y
Laotsé. todos ellos nacidos en el «ansíen régime» de este mundo de Estados, parece harto
aventurado querer afirmar la existencia de una gran mística y amplias leyendas al principio
de esta evolución. Sin embargo, han tenido que existir. Sin duda, dichos pensadores
superracionalistas nada dicen de ellas, como nada nos dice Homero de la religión verdadera
de su tiempo. Pero en este caso el silencio obedece a otras razones. ¿Qué sabríamos de la
religiosidad gótica si todas sus obras hubiesen sucumbido a la censura de puritanos y
racionalistas como Locke, Rousseau y Wolf?. Y, sin embargo, ese final confuciano de la
interioridad china es considerado como su principio, y hasta se confunde el sincretismo de la
época Han con la religión china [18].
Sabemos ya que, contra lo que supone la opinión general, hubo en China una vieja y
poderosa clase sacerdotal [19]. Sabemos que en el texto de Chuking se han conservado
restos de los viejos cantares heroicos y mitos divinos, sometidos a una reelaboración
racionalista. Igualmente el Chouli, Ngili y Chiking nos revelarían muchas ideas viejísimas, si
se examinaran partiendo de la convicción de que tiene que haber cosas más hondas que las
que Confucio y sus semejantes pudieran percibir.
Sabemos de cultos cthónicos y fálicos en el periodo Chu primitivo; sabemos de un sagrado
orgiasmo donde el servicio divino era acompañado de danzas extáticas; sabemos de
representaciones mímicas y diálogos entre el dios y la sacerdotisa, acaso origen en China,
como en Grecia, del drama [20]. Finalmente, sospechamos por qué la riqueza de figuras
divinas y de mitos en la China primitiva hubo de ser absorbida por una mitología imperial.
Pues no sólo todos los emperadores legendarios, sino la mayoría de las figuras de las
dinastías Hia y Chang, anteriores a 1400, son, pese a las fechas y a las crónicas, pura
naturaleza transformada en historia. Las raíces de este hecho entran profundamente en las
posibilidades de toda cultura joven. El culto de los antepasados intenta siempre apoderarse
de los demonios naturales. Todos los héroes homéricos, como igualmente Minos, Teseo,
Rómulo, son dioses transformados en reyes. En el Heliand estuvo Cristo a punto de
convertirse en rey. María es la reina coronada del cielo. Es esta la manera suprema,
inconsciente, con que los hombres de raza pueden venerar algo: lo que es grande ha de ser
de raza, ha de ser poderoso, dominador, antepasado de nuestras generaciones.
Un sacerdocio enérgico sabe bien pronto aniquilar esta mitología del tiempo. Pero en la
Antigüedad consigue a medias conservarse, y en China se conserva integra, en relación
exacta con la desaparición del elemento sacerdotal. Los viejos dioses ahora son
emperadores, príncipes, ministros, cortesanos. Hechos naturales se convierten en hazañas
de los regentes e invasiones de pueblos se tornan empresas sociales. Nada podía ser más
grato a los confucianos; ahí tenían el mito que podía admitir en su seno tendencias
éticosociales en gran número, bastándoles, pues, con borrar las huellas del mito primitivo
natural.
Para la conciencia china, cielo y tierra eran mitades del macrocosmos, sin que entre ellas
exista oposición. Cada una refleja a la otra. En esta imagen falta el dualismo mágico, como
igualmente falta la unidad fáustica de la fuerza activa. El transcurso de las cosas aparece en
la mutua acción libre de dos principios: el yang y el yin, que los chinos piensan más bien en
sentido periódico que en sentido polar. En correspondencia con ellos, existen dos almas en
el hombre: la kwei corresponde al yin, a lo terrestre, obscuro, frió, y se corrompe con el
cuerpo; el sen es el alma superior, luminosa y permanente [21]. Pero fuera del hombre hay
también innumerables masas de las dos clases de almas. Enjambres de espíritus llenan el
aire, el agua la tierra; todo está poblado y molido por kweis y sens La vida y la naturaleza y
la vida humana consisten en el juego de estas unidades. Prudencia, felicidad, fuerza y virtud
dependen de sus relaciones. El ascetismo y el orgiasmo, la costumbre caballeresca del hiao,
que obliga al hombre distinguido a vengar el crimen de un antepasado, aun siglos después
de cometido, en su descendiente, y a no sobrevivir a una derrota [22], la moral racional del
yen que, según el juicio del racionalismo, se deriva del conocimiento, todo eso procede de la
representación de las fuerzas y posibilidades del kwei y del sen.
Todo ello queda compendiado en la palabra tao. La lucha en el hombre entre el yang y el yin
es el tao de su vida. El tejer de los espíritus en el universo es el tao de la naturaleza. El
mundo tiene tao, por cuanto tiene compás, ritmo, periodicidad.
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El mundo tiene li (tensión), por cuanto lo conocemos y extraemos de él relaciones fijas para
aplicación remota. Tiempo, sino, dirección, raza, historia, todo esto contemplado con la gran
imagen cósmica de la primer época Chu, todo eso está contenido en esa única palabra. Hay
aquí cierta afinidad con el camino del Faraón hacia su santuario, con el pathos fáustico de la
tercera dimensión; pero el tao hállase bien lejos de la idea de la superación técnica de la
naturaleza. El porqué chino evita la perspectiva enérgica. Pone horizontes tras horizontes e
invita a andar errabundo, en vez de proponer una meta fija. La «catedral» china de la época
primitiva, el Pi-yung, con sus senderos que pasan por puertas, enramadas, escaleras,
puentes y plazas, carece del rasgo inflexible de Egipto y de la tendencia a la profundidad del
gótico.
Cuando Alejandro se presentó a orillas del Indo, ya la religiosidad de estas tres culturas
había decaído en las formas ahistóricas de un amplio taoísmo, budismo y estoicismo. Mas
poco después se encumbra el grupo de las religiones mágicas, en el territorio situado entre
el mundo antiguo y la Judea.
Hacia la misma época, debió comenzar la historia religiosa de los Inca y de los Maya,
definitivamente perdida para nosotros.
Un milenio después, cuando todo esto estaba ya también exhausto interiormente, surge en
el suelo del imperio franco tan poco prometedor, el cristianismo germano católico, con
sorprendente fuerza y ascensionalidad. Y aquí sucede como en todo: si bien el tesoro y
provisión de nombres y usos procede de Oriente, si bien miles de detalles singulares
provienen de remotísimas sensibilidades germánicas y célticas, sin embargo, la religión
gótica es algo nuevo, inaudito, algo en su fondo último incomprensible para los no
pertenecientes a ella, tanto que el establecimiento de nexos en la superficie histórica resulta
un juego sin sentido.
El mundo místico que envuelve ese alma joven, conjunto de fuerza, voluntad y dirección,
visto bajo el símbolo primarlo de la infinitud, una gigantesca acción a distancia, abismos de
horror y de beatitud que de pronto se abren, todo esto constituía algo muy natural para tos
elegidos de esa primera religiosidad; de suerte que no necesitaban ponerse a distancia para
«conocerlo» como unidad. Vivían en ella. Pero para nosotros, separados de esos nuestros
abuelos por treinta generaciones, ese mundo es tan extraño y prepotente, que sólo nos
acercamos a la inteligencia de algunas partes aisladas, con lo cual malentendemos el todo
indivisible.
La deidad paternal era sentida como la fuerza misma, la acción eterna, inmensa y ubicua, la
sagrada causalidad que para los ojos terrenales apenas si podía adoptar formas tangibles.
Pero todo el anhelo de la raza joven, todo el afán de esa sangre poderosa y enérgica que
ansia inclinarse humilde ante el sentido de la sangre misma, halló su expresión en la figura
de la virgen y madre María, cuya coronación en el cielo fue uno de los primeros temas del
arte gótico. María es una figura luminosa en blanco, azul y oro, entre los celestes
escuadrones.
Inclinase sobre el recién nacido, siente la espada en el corazón, yace al pie de la cruz y
sostiene el cadáver del hijo muerto. Al recodo del milenio, estructuraron su culto Pedro
Damián y Bernardo de Claraval; el Ave María y el saludo inglés nacieron entonces; y
después, entre los Dominicos, el rosario. Innumerables leyendas envuelven a María y su
figura. La Virgen guarda el tesoro de la Gracia en la Iglesia; ella es la gran Intercesora.
En el círculo de los franciscanos se creó la fiesta de su Visitación; entre los benedictinos
ingleses, antes de 1100, surgió la de su Inmaculada Concepción, que distrae a María de la
humanidad mortal y la lanza en el mundo luminoso.
Pero ese mundo de pureza, de luz y de espiritual belleza fuera impensable sin la
contrafigura inseparable, que pertenece a las cimas del goticismo y constituye una de sus
más inescrutables creaciones, hoy empero olvidada, voluntariamente olvidada. Mientras
María reina allá arriba, sonriente en su belleza y dulzura, otro mundo ocupa el plano inferior,
un mundo que dondequiera, en la naturaleza y en la humanidad, se estremece, siembra el
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mal y el dolor, taladra, rompe, engaña, seduce: el reino del diablo. El diablo atraviesa la
creación toda, siempre en acecho. Una muchedumbre de coboldos, fantasmas, brujas,
trasgos nos envuelve en figura humana. Nadie sabe si este individuo que nos habla no habrá
firmado un pacto con el diablo. Nadie sabe si este niño recién logrado no es un ente
diabólico. Un terror angustioso, como acaso sólo el primer período de la cultura egipcia lo
haya conocido, pesa sobre los hombres, que, a cada instante, pueden desaparecer tragados
por el abismo. Había una magia negra, misas diabólicas y aquelarres, fiestas nocturnas en
las cimas, bebedizos hechizados y palabras mágicas. El príncipe de las tinieblas con sus
parientes —madre y abuela, pues como su existencia misma burla el sacramento del
matrimonio no puede tener mujer ni hijos —, con los ángeles caídos y los demás
compañeros, constituye una de las más grandiosas concepciones de la historia religiosa,
esbozada apenas en el Loki germánico. Ya en los autos y misterios del siglo XI estaban
acabadas sus figuras grotescas, con sus cuernos, sus garras y sus cascos. Estas figuras
llenan la fantasía artística y aparecen en la pintura gótica hasta Durero y Grünewald. El
diablo es astuto, perverso, cruel y, sin embargo, al fin resulta vencido por las potencias de la
luz. El y su ralea son caprichosos, entrometidos, capciosos y de una fantasía inaudita; son la
encarnación de la carcajada infernal, frente a la sonrisa esclarecida de la reina celeste.
También, empero, encarnan el humor mundano fáustico, frente a la quejumbre del pecador
contrito.
Nunca nos representaremos con suficiente gravedad e inminencia ese cuadro del diablo.
Nunca nos figuraremos bastante profunda la fe de aquellos tiempos del demonio. El mito de
María y el mito del diablo se han formado juntos, y no es posible el uno sin el otro. Dudar de
los dos es pecado mortal.
Existe un culto a María en las oraciones y un culto al diablo en los conjuros y exorcismos. El
hombre camina de continuo sobre un abismo oculto bajo una fina cubierta. La vida en este
mundo es una lucha continua y desesperada con el diablo, frente al cual todo miembro de la
iglesia militante ha de defenderse y pelear, probando sus fuerzas como buen caballero.
Desde arriba contemplan la pelea los miembros de la Iglesia triunfante, ángeles y santos, en
su gloria. Y en esa lucha la gracia divina actúa como un escudo. María es la protectora, a
cuyo seno se acoge el hombre; y es también el juez de liza que otorga el premio del torneo.
Ambos mundos tienen su leyenda, su arte, su escolástica y su mística. También el diablo
puede hacer milagros. Y hay aquí algo que en ninguna otra religión primitiva aparece: el
color simbólico. El blanco y el azul simbolizan la madonna. El negro, el amarillo azufre y el
rojo pertenecen al mundo diabólico. Los santos y los ángeles flotan en el éter. Pero los
demonios saltan y cojean, y las brujas silban en la noche. Ambos aspectos, la luz y la noche,
el amor y el terror, llenan el arte gótico con su indescriptible interioridad.
Nada de esto es «fantasía artística». Todos estaban convencidos de que el mundo alberga
enjambres de ángeles y de demonios.
Los ángeles luminosos de Fra Angélico y de los primitivos maestros del Rin, las figuras
grotescas en los portales de las grandes catedrales, llenan realmente el aire. Eran vistos; su
presencia era sentida por todo el mundo. Ya no tenemos idea hoy de lo que es un mito. Un
mito no es una representación estética cómoda, sino un pedazo de la más corpórea realidad,
que penetra toda la conciencia y conmueve la existencia en sus más íntimas raíces. Esos
seres andan en torso del hombre continuamente. Aquellos hombres los miraban, sin verlos.
Creían en ellos con esa fe que considera pecaminosa la idea misma de una prueba. Lo que
hoy llamamos mito, nuestro entusiasmo saturado de literatura por el gótico pintoresco, no es
sino
alejandrinismo. Entonces no se «paladeaba» el gótico; la muerte estaba oculta detrás de
todas esas representaciones [23].
Porque el diablo podía adueñarse de un alma y seducirla a herejía, lascivia y hechicería. La
lucha contra el diablo era llevada sobre la tierra a fuego y sangre y dirigida contra los
hombres que se habían entregado a los poderes tenebrosos. Es muy cómodo prescindir de
estos rasgos, al pensar en aquellos siglos; pero sin esa realidad tremebunda, el gótico todo
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quedaría reducido a romanticismo. Con los fervorosos y amantes himnos a María ascendía
al cielo el humo de innumerables hogueras.
Junto a la catedral erguíanse el patíbulo y la rueda. En aquella época vivían los hombres
estremecidos de terror; y no al verdugo, sino al infierno. Miles de brujas estaban
convencidas de que en efecto eran brujas. Denunciábanse ellas mismas; rogaban por su
absolución, confesaban por puro amor a la verdad sus correrías nocturnas y sus pactos con
el diablo. Vertiendo lágrimas de conmiseración ordenaban los inquisidores la tortura para
salvar sus almas, Tal es el mito gótico de donde han salido las cruzadas, las catedrales, la
pintura íntima, la mística.
A su sombra floreció aquel sentimiento gótico de la beatitud, cuya profundidad somos hoy
incapaces de representarnos.
Nada de esto existía aún en la época de los Carolingios.
Carlomagno castiga en la primera capitular sajona (787) la creencia germánica en trasgos y
fantasmas (strigae), y todavía en 1020 esa creencia es reprobada en el decreto de Burkard
de Worms, decreto que en forma muy mitigada pasa a incorporarse hacia 1140 en el
decretum Gratiani [24]. Cesario de Heisterbach conocía ya muy bien la leyenda del diablo.
En la leyenda Áurea aparece con tanta realidad y eficacia como la historia de María. A 1233,
cuando se remataban las bóvedas de la catedral de Maguncia y de Spira, apareció la bula
Vox in Roma, que hizo canónica la creencia en el diablo y en las brujas. Fue poco después
del «Canto al sol» de San Francisco, y mientras los franciscanos arrodillados alzaban sus
fervorosas plegarias a María, aprestábanse los dominicos a luchar contra el diablo por medio
de la Inquisición. Justamente porque en la figura de María había hallado su centro el amor
celestial, quedó el terrenal emparentado con el demonio. La mujer es el pecado. Tal fue el
sentimiento de los grandes ascetas, como igualmente lo fuera en la Antigüedad, en la China
y en la India.
El diablo domina por medio de la mujer; la bruja es la propagadora del pecado mortal. Santo
Tomás de Aquino ha desarrollado la siniestra teoría del incubo y el súcubo. Místicos como
San Buenaventura, Alberto Magno, Duns Scoto han perfeccionado la metafísica del diablo.
La robusta fe del gótico es el supuesto constante del sentir renacentista. Cuando Vasari
encomia a Cimabue y a Giotto por haber sido los primeros en seguir a la naturaleza por
maestra, refiérese justamente a esa naturaleza gótica, llena de espíritus angélicos y
demoníacos, eterna amenaza de la luz ambiente. Imitar la naturaleza significa imitar su
alma, no su superficie. Acabemos de una vez con el cuento de una «renovación» de la
Antigüedad. Renacimiento, rinascita, significaba por entonces el ascenso gótico, iniciado en
el año 1000 [25], el nuevo sentimiento fáustico del cosmos, la nueva conciencia del yo en lo
infinito. Pudieron sin duda algunos espíritus entusiasmarse por la Antigüedad que ellos se
representaban. Pero esto fue un gusto, nada más. El mito antiguo era materia de
entretenimiento, un juego alegórico; a través del fino velo transparéntase el mito verdadero,
el gótico, con gran precisión. Cuando Savonarola se presenta, desaparece al punto la broma
antigua, de la vida florentina. Todos han trabajado para la Iglesia, y con entera convicción:
Rafael ha sido el más profundo pintor de madonnas. Una firme creencia en el demonio y en
la victoria sobre él, con ayuda de los santos, constituye la base de todo este arte y de toda
esta literatura. Todos ellos, sin excepción, pintores, arquitectos, humanistas, aunque tengan
continuamente en los labios los nombres de Cicerón, Virgilio, Venus, Apolo, consideraban
como muy natural la quema de las brujas y llevaban amuletos para preservarse del diablo.
Las obras de Marsilio Ficino están llenas de sabias consideraciones sobre las brujas y el
demonio. Francesco de la Mirándola escribió en latín elegante el diálogo «Las Brujas» para
prevenir del peligro a los finos ingenios que le rodeaban [26]. Cuando Leonardo trabajaba en
Santa Ana, durante la época culminante del Renacimiento, escribíase en Roma el Martillo de
las brujas en el más exquisito latín humanista (1487). El gran mito del Renacimiento era
éste, y sin él no se comprende la fuerza enorme, típicamente gótica, de ese movimiento
antigótico. Hombres que no hubieran rastreado el demonio a su alrededor, no hubieran
podido crear ni la Divina Comedia, ni los frescos de Orvieto, ni los techos de la Sixtina.
Sobre el fondo poderoso de ese mito elevóse en el alma fáustica el sentimiento de lo que
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realmente era: un yo perdido en el infinito, gran fuerza, pero una fuerza impotente en una
infinidad de otras fuerzas; gran voluntad, pero una voluntad llena de temor por su libertad.
Nunca ha sido el problema de la libertad de la voluntad pensado más honda y más
angustiosamente. Otras culturas no lo han conocido, Pero justamente porque la entrega
mágica era aquí imposible; justamente porque no existe aquí el yo como parte de un espíritu
universal pensante sino que el yo está solo y lucha por si solo para afirmarse justamente por
eso, todo limite de la libertad hubo de aparecer como una cadena que el yo arrastra por la
vida, y esta misma vida como una muerte viva. Mas siendo ello así, ¿por qué?, ¿para qué?.
Esta idea tiene por resultado una profunda sensación de culpa que, como quejumbre
desesperada, atraviesa todos estos siglos. Las catedrales elevan sus oraciones y ruegos al
cielo; las bóvedas góticas se alzan como manos cruzadas en signo de piedad; en los altos
ventanales apenas brilla una luz consoladora en la noche de las largas naves catedralicias.
Las secuencias paralelas del canto eclesiástico cortan el aliento; los himnos latinos hablan
de rodillas heridas y de disciplinazos en la celda nocturna. Para el hombre mágico la cueva
cósmica era angosta y el cielo estaba cerca. Para estos hombres del gótico, en cambio, el
cielo está infinitamente lejos. Ninguna mano parece tenderse desde esos espacios. En torno
al yo perdido se dilata el mundo del diablo. Por eso la gran aspiración del misticismo es
dejar de ser criatura, como decía Seuse, desembarazarse de sí mismo y de toda cosa
(Maestro Eckart), abandonar la reclusión del yo. Y junto al misticismo, una meditación
interminable, un análisis de conceptos cada vez más fino para descubrir el porqué. Y, por
último, el grito universal pidiendo la gracia; no la gracia mágica que desciende como
substancia, sino la gracia fáustica que desata la voluntad.
Poder querer libremente: he aquí en el fondo más profundo la única merced que el alma
fáustica implora del cielo. Los siete sacramentos del goticismo —sentidos como unidad por
Pedro Lombardo, elevados a dogma en el concilio lateranense de 1215, fundamentados por
Santo Tomás de Aquino en el aspecto místico —no tienen otro sentido. Acompañan al alma
individual desde el nacimiento hasta la muerte, y la protegen de las potencias demoníacas
que intentan encastillarse en la voluntad. Pues entregarse al demonio significa entregarle la
voluntad. La iglesia militante sobre la tierra es la comunidad visible de los que están
agradados por el goce y participaron de los Sacramentos, para poder querer. Esta
certidumbre de ser libre aparece garantida en el Sacramento del altar, que a partir de este
momento cambia por completo de sentido. El milagro de la transubstanciación que
diariamente se verifica entre los dedos del sacerdote, la hostia consagrada en el altar mayor
de la catedral, la presencia real de quien se sacrificó por dar a los suyos la libertad de la
voluntad, todo esto producía un respiro, una embriaguez que hoy no podemos ya
representarnos. Para conmemorarlo, fue fundada en 1264 la fiesta principal de la Iglesia
católica, la fiesta del Cuerpo de Nuestro Señor, el Corpus Christi.
Pero aún es mayor el alcance del Sacramento propiamente fáustico: la penitencia. Con el
mito de María y el mito del diablo constituye la penitencia la tercera gran creación del
goticismo y da a las otras dos una profundidad y significación peculiares.
Por el Sacramento mágico del bautismo, el hombre era incorporado al gran consensus; el
gran espíritu divino entraba a morar en él, y para todo cuanto sucedía desprendíase de aquí
el deber de sumisión. Pero en la penitencia fáustica está inclusa la idea de la personalidad.
No es justo decir que sea el Renacimiento quien ha descubierto la personalidad [27]. Lo que
ha hecho el Renacimiento ha sido dar de la personalidad un concepto brillante y superficial,
que cualquiera pudo en seguida comprender. La personalidad nace con el goticismo,
pertenece íntimamente al goticismo, es uno y lo mismo con el espíritu gótico. La penitencia
es obra personal de cada uno. Cada uno ha de inquirir su conciencia; cada hombre se coloca
arrepentido ante el infinito; cada uno, solitario, ha de comprender en la confesión su
personal pretérito y concebirlo en palabras; la absolución, la liberación del yo para nuevos
actos responsables, se verifica sobre un solo hombre. El bautismo es impersonal.
Lo recibe el hombre, no este determinado hombre. Pero la idea de la penitencia supone que
cada acción adquiere su valor singular por quien la verifica. Esto es lo que distingue la
tragedia occidental de la antigua, china e india; esto es lo que ha orientado nuestro Derecho
penal siempre hacia el actor y no hacia el acto; esto es lo que, en Occidente, ha hecho que
los conceptos fundamentales de la ética se deriven del hacer individual y no de la actitud
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típica. La responsabilidad fáustica, en lugar de la sumisión mágica, la voluntad individual en
lugar del consensus, la descarga en vez de la resignación; tal es la diferencia entre el más
activo y el más pasivo de los sacramentos. Y asi llegamos de nuevo a la distinción entre la
cueva cósmica y el dinamismo de lo infinito. El bautismo se recibe; la penitencia la realiza
cada cual en si mismo. Pero justamente esa concienzuda inquisición en el propio pasado es
al mismo tiempo el testimonio más remoto y la gran escuela del sentido histórico en el
hombre fáustico. No hay otra cultura en que la vida propia sea para el viviente, rasgo por
rasgo y obligatoriamente, tan importante; pues ha de dar cuenta de ella en palabras. Si la
investigación histórica y biográfica caracterizan desde un principio el espíritu occidental; si
ambas en el fondo son examen de conciencia y confesión; si ambas retrotraen la existencia
a un fondo histórico, con plena conciencia y referencia consciente, de un modo que en otra
cultura parecería imposible e intolerable; si nosotros nos hemos habituado a considerar la
historia en aspectos milenarios y no de manera rapsódica y decorativa, corno los antiguos y
los chinos, sino con sentido de orientación –con la fórmula casi sacramental que le sirve de
base: tout comprendre, c´est tout pardonner —, la causa de ello se encuentra en ese
sacramento de la iglesia gótica, en esa continua exoneración de l yo mediante exámen y
justificación históricos. Cada confesión es una autobiografía. Esa liberación de la voluntad
es para nosotros tan necesaria, que negarnos la absolución nos conduce a la desesperación,
al aniquilamiento.
Sólo quien vislumbre la beatitud de semejante absolución interior comprenderá el viejo
nombre de Sacramentum resurgentium «sacramento de los resucitados» [28].
Si el alma en esta difícil decisión, permanece atenida a si sola, queda siempre algo de
irresuelto, como una nube, sobre ella. No hay institución religiosa que tanta dicha haya
proporcionado al mundo. Todo el fervor y amor celestial del goticismo descansaba en la
certidumbre de la plena salvación por la virtud concedida al sacerdote. La incertidumbre que
sobrevino al decaer el sacramento de la penitencia fue causa de que se obscureciese no
sólo la alegría vital del goticismo, sino también el mundo luminoso de María. Y sólo quedó el
mundo del diablo con su dura ubicuidad. En lugar de esa beatitud, ya irrecobrable, vino a
ponerse el heroísmo protestante, y sobre todo puritano, que sigue combatiendo, aun perdida
la esperanza. «No hubiera debido quitársele al hombre la confesión auricular», ha observado
Goethe. Una pesada seriedad se extendió sobre las comarcas donde la confesión dejó de
practicarse. Las costumbres, el traje, el arte, el pensamiento, tomaron el color nocturno del
único mito restante. Nada hay más pobre de sol que la teoría de Kant. «Cada cual sea su
propio sacerdote»; a esta convicción hubo que asirse, por cuanto contenía deberes, no por
cuanto contenía derechos. Nadie se confiesa a sí mismo con la certidumbre interna de la
absolución. Por eso la eterna necesidad de aligerar el alma, de desgravar el alma de su
pasado, ha transformado hondamente todas las formas superiores de la comunicación, y en
los países protestantes ha transformado la música, la pintura, la poesía, la carta, el libro de
los pensadores, en medios no de exposición, sino de autoacusación y confesión ilimitada. Y
aun en los países católicos, sobre todo en París, coincide la duda en la penitencia con el
nacimiento del arte psicológico. La contemplación del mundo desapareció ante la infinita
rebusca en el interior del yo. En vez del infinito, tomóse por sacerdote y juez al conjunto de
los contemporáneos y la posteridad. El arte personal, el arte en el sentido que distingue a
Goethe de Dante, a Rembrandt de Miguel Ángel, viene a ser un sucedáneo de la penitencia.
Pero con esto ya la cultura occidental se halla en la cúspide de su época posterior [29].
18
La reforma significa en todas las culturas lo mismo: reducción de la religión a la pureza de
su idea originaria, tal como apareció al principio, en los grandes siglos primeros. Este
movimiento reformador no falta en ninguna cultura, ya lo conozcamos—como en Egipto—o
lo ignoremos—como en China—.
Significa también que la ciudad y el espíritu burgués se libertan poco a poco del alma rural,
se oponen a la omnipotencia del alma rural y examinan el sentir y el pensar de las clases
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rurales con relación a si, a la ciudad, al espíritu ciudadano. Si este movimiento de reforma
ha conducido en la cultura mágica y en la cultura fáustica a una disgregación y fundación de
nuevas religiones, ello es el resultado del azar y no está incluido en el concepto mismo de
reforma. Bien sabido es cuan poco faltó, bajo Carlos Quinto, para que Lutero fuese
reformador de toda la Iglesia.
Pues Lutero, como todos los reformadores en todas las culturas, fue el último, no el primero,
de una serie poderosa que desde los grandes ascetas del campo llega a los sacerdotes de
las ciudades. La reforma es goticismo, es la perfección y el testamento del goticismo. El
coral de Lutero: «Firme castillo...» no pertenece a la lírica del barroco. En él resuena todavía
el soberbio latín del Dies irae. Es el último gran cantar contra el diablo, compuesto por la
iglesia militante («y aun cuando el mundo estuviera lleno de diablos»). Lutero, como todos
los reformadores que aparecen desde el ano 1000, no combatió a la Iglesia por demasiado
exigente, sino porque la encontraba demasiado modesta en sus pretensiones. La gran
corriente parte de CIuny y pasa por Amoldo de Brescia, que pedía el retorno de la Iglesia a
la pobreza apostólica, y fue quemado en 1155; por Joaquín de Floris, que fue el primero en
emplear la voz
reformare, por los espirituales de la orden franciscana: Jacopone da Todi, el revolucionario y
poeta del Stabat Mater, que a la muerte de su joven esposa se convirtió de caballero en
asceta y quiso derribar a Bonifacio VIII porque no administraba la Iglesia con suficiente
severidad; pasa por Wiclif, por Hus, por Savonarola, hasta Lutero, Carlstadt, Zwingli, Calvino
y—Loyola. Todos quieren perfeccionar interiormente—no superar—el cristianismo gótico. Y
lo mismo sucede con Marción, Atanasio, los monofisitas y nestorianos, que en los concilios
de Efeso y Calcedonia quieren purificar la doctrina y retraerla a su origen [30]. Los antiguos
órficos del siglo VII fueron asimismo los últimos y los primeros de una serie que debió
comenzar antes de 1000. Igualmente la perfección de la religión de Re, al final del antiguo
imperio —goticismo egipcio—, significa un remate y no un nuevo comienzo. De igual
manera existe una reforma de la religión védica hacia el siglo X, a la cual sigue la época
bramánica posterior. Y debió haber una época correspondiente, hacia el siglo IX, en la
historia religiosa de China.
Por mucho que se diferencien las «Reformas» en las distintas culturas, todas coinciden en
querer que la fe, harto extraviada en el mundo como historia—en la «temporalidad»,
«secularidad»—, se retraiga al mundo de la naturaleza, de la pura conciencia, del puro
espacio sin tiempo, regido por la causalidad; quieren que la fe se aparte del mundo
económico («riqueza»); y se acoja al mundo de la ciencia («pobreza»); que se desvíe de los
círculos políticos y caballerescos a que pertenecen el Renacimiento y el humanismo, para
refugiarse en los círculos espirituales ascéticos, y que, finalmente—y esto es tan importante
como imposible—, abandone la ambición política de los hombres de raza bajo el traje
sacerdotal, para incluirse en el seno de la causalidad santa, que no es de este mundo.
En el Occidente de entonces—y la situación es idéntica en todas las demás culturas—
dividíase el corpus christianum de la población en tres clases: status políticus, ecclesiasticus
y oeconomicus (burguesía). Mas vistas las cosas desde la ciudad, y no ya desde el castillo y
la aldea, pertenecían a la primera clase los funcionarios y los jueces; a la segunda, los
sabios. El aldeano era olvidado. Asi se comprende la oposición entre el Renacimiento y la
Reforma, que es una oposición de clases, sin diferencia de sentir cósmico, como la que
existe entre el Renacimiento y el gótico. El gusto cortesano y el espíritu conventual se han
trasplantado a la ciudad y se contraponen en ella: en Florencia, los Médicis y Savonarola; en
la Grecia de los siglos VIII y VII las estirpes distinguidas de la polis, en cuyo seno los
cantares homéricos fueron fijados por la escritura, y los últimos órficos, que ahora también
emplean la escritura. Los artistas del Renacimiento y los humanistas son los sucesores
legítimos de los trovadores y «minnesänger», y asi como una línea recta va de Arnoldo de
Éresela a Lutero, asi también una línea recta parte de Bertrán de Born y Peire Cardinal, pasa
por Petrarca y llega al Ariosto. El castillo se ha convertido en palacio ciudadano y el
caballero se ha tornado patricio. Todo el movimiento se verifica en los palacios, que son
cortes; limitase a las esferas de la expresión que le importaban a una sociedad distinguida;
fue alegre como Homero, porque era cortesano —los problemas son de mal gusto, y Dante
y Miguel Ángel sentían muy bien que no pertenecían a tal movimiento —, y pasa los Alpes,
llega a las costas del Norte, no porque representase una concepción del mundo, sino porque
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era un gusto nuevo.
En el «renacimiento nórdico» de las ciudades comerciales y capitales principescas, el tono
refinado del patricio italiano viene a substituir al tipo del caballero francés.
Pero también los últimos reformadores, como Savonarola y Lutero, eran frailes de ciudad.
Esto es lo que los distingue íntimamente de Joaquín y de Bernardo. Su ascetismo urbano y
espiritual representa el tránsito de los pacíficos valles solitarios al cuarto del sabio, en la
época barroca. La sensibilidad mística de Lutero, origen de su teoría de la justificación, no
es Bernardo, que contemplaba en tomo los bosques y las colinas y en lo alto, las nubes y las
estrellas, sino la de un hombre que, por angostas ventanillas, contempla las callejuelas, las
paredes y los tejados de las casas. Lejos está ya aquella amplia naturaleza henchida de
Dios; lejos de los muros urbanos. Aquí, en la ciudad, habita el espíritu libre, el espíritu
divorciado del campo. Dentro de la conciencia urbana, envuelta en sillares, la sensibilidad y
la inteligencia se han separado, hostiles. La urbana de los últimos reformadores es la mística
de la intelección pura y no de los ojos; es un esclarecimiento de los conceptos que enturbia y
ensombrece las rutilantes figuras de los mitos anteriores.
Mas por eso mismo es esa mística, con su real profundidad, asunto de pocos hombres. Nada
queda ya de aquella riqueza sensible que al más pobre ofrecía un apoyo. La poderosa
hazaña de Lutero es una decisión puramente espiritual. No en vano fue el último gran
escolástico de la escuela de Occam [31]. Dio libertad absoluta a la personalidad fáustica.
Entre él y el infinito desaparece la persona intermediaria del sacerdote. La persona ahora
queda sola, atenida por completo a sí misma; es ahora su propio sacerdote y juez. Pero el
pueblo sólo podía sentir, sin comprender, el rasgo libertador que en Lutero había.
Saludó con entusiasmo la quiebra de los deberes visibles; pero no comprendió que en su
lugar aparecían otros deberes más estrictos, unos deberes puramente espirituales. San
Francisco de Asís dio mucho y recibió poco. Los reformadores urbanos adquirieron mucho y
devolvieron poco a la mayoría.
La sagrada causalidad del Sacramento de la penitencia fue substituida en Lutero por la
experiencia mística de la intima absolución «sólo mediante la fe». En esto se acerca Lutero
mucho a Bernardo de Claraval: la vida entera como una penitencia, como un ininterrumpido
ascetismo espiritual frente al ascetismo visible de las obras externas.
Ambos han comprendido la absolución interna como un milagro divino: el hombre, al
transformarse, transforma también a Dios. Pero lo que ninguna mística pura puede substituir
es el «tú» fuera, en la libre naturaleza. Lutero y Bernardo nos han amonestado, diciéndonos:
debes creer también que Dios te ha perdonado. Pero para Bernardo la fe se transforma en
saber por la potencia del sacerdote, mientras que para Lutero se hunde en la duda y en la
desesperación. Ese pequeño yo, separado del cosmos, recluido en su existencia individual;
ese yo solitario, en el sentido más tremendo de la palabra, necesitaba la proximidad de un tú
poderoso, y tanto más cuanto que más débil es el espíritu. En esto reside la significación
profunda del sacerdote occidental, quien desde 1215 queda destacado sobre el resto de la
humanidad, merced al sacramento de la ordenación y al character indelebilis. El sacerdote
es una mano con la que el más mísero puede asir a Dios. El protestantismo ha roto esta
relación visible con el infinito. Los espíritus fuertes pudieron recobrarla; pero los débiles la
fueron perdiendo poco a poco. Bernardo, que realizó en sí mismo el milagro interior, no
quiso, sin embargo, privar a los demás de la otra vía más fácil; justamente, para su alma
luminosa, el mundo de María era dondequiera, en la naturaleza viviente, la eterna
proximidad y el inmediato auxilio. Lutero, que sólo se conoció a sí mismo y no conoció a los
hombres, puso en lugar de la flaqueza real el heroísmo obligatorio. Para él la vida era una
lucha desesperada contra el diablo; y esto fue lo que a todos impuso y de todos exigió. Y
cada hombre está solo en esa lucha.
La Reforma ha iluminado la parte luminosa y consoladora del mito gótico: el culto de María,
la veneración de los santos, las reliquias, las imágenes, las romerías, el sacrificio de la misa.
Pero quedó el mito del diablo y de las brujas, que era la encarnación y la causa de la interior
tortura, ahora encumbrada a su máxima grandeza. El bautismo fue, al menos para Lutero,
un exorcismo, el sacramento que expulsa al diablo.
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Surgió una gran literatura, puramente protestante, sobre el diablo
[32]. Los innumerables colores del goticismo quedaron reducidos al-negro. De las artes
góticas sólo supervivió la música y precisamente la música de órgano. Pero en lugar del
luminoso mundo místico, cuya auxiliadora proximidad echaba de menos la fe popular,
resurge de profundidades remotísimas un trozo del antiguo mito germánico. Sucedió esto
tan secretamente tan suavemente, que aun no se ha reconocido el hecho en su verdadera
significación. Cuando se habla de leyendas populares de usos populares, no se dice con
bastante insistencia lo que en todo ello verdaderamente había. Un mito auténtico, un culto
auténtico, estaba contenido en la firme creencia en enanos coboIdos, ondinas, trasgos,
almas errantes, en los ritos, sacrificios y conjuros celebrados con santo temor. En Alemania,
por lo menos, la leyenda vino a substituir al mito de María.
María se llamó Dama Gracia, y donde antes hubo un santo apareció ahora el fiel Eckart. En
el pueblo inglés surgió algo que ha sido desde hace mucho tiempo llamado fetichismo
bíblico.
A Lutero le faltó—y esta fatalidad pesa siempre sobre Alemania—la visión de los hechos y la
fuerza de la organización práctica. Ni supo reducir su doctrina a un sistema claro, ni dirigir el
gran movimiento y proponerle un fin preciso. Ambas cosas realizó, empero, su gran sucesor
Calvino. Mientras el movimiento luterano andaba sin jefe por Europa central, Calvino
consideró su señorío sobre Ginebra como el punto de partida de una conquista del mundo
para el sistema coherente y consecuente del protestantismo. Por eso fue Calvino, y sólo
Calvino, una potencia mundial. Por eso la lucha decisiva entre el espíritu de Calvino y el
espíritu de Loyola fue la que, desde a caída de la Armada española, dominó toda la política
mundial en le sistema los Estados barrocos y en la lucha por el dominio de los mares. En el
centro de Europa, la Reforma y la contrarreforma peleaban por una pequeña ciudad imperial
o por un par de míseros cantones suizos. En cambio, en el Canadá, en la desembocadura
del Ganges, en el Cabo, en el Missisipí, eran tomadas entre Francia, España, Inglaterra y
Holanda resoluciones decisivas, en las que se enfrontaban esos dos grandes organizadores
de la religión de Occidente.
19
La energía morfogenética de la época posterior comienza no con la Reforma, sino tras la
Reforma. Su creación más propia es la ciencia libre. La ciencia había sido para Lutero aún
ancilla theologiae. Calvino mandó quemar al médico librepensador Servet. El pensamiento
de la primera época egipcia, védica y órfica, sentía su destino en el sentido de que la critica
ha de confirmar la fe; sí no lo consigue, la crítica es falsa. El saber era la fe justificada, pero
no la fe refutada.
Pero ahora, la energía crítica del espíritu urbano se ha hecho tan grande que ya no se
contenta con confirmar, quiere también examinar y comprobar. Acoger con el
entendimiento—no con el corazón—el contenido de las verdades de fe es lo que
primeramente se propone la actividad analítica del espíritu- Tal es la diferencia entre la
escolástica de la primera edad y la verdadera filosofía del barroco, entre el pensamiento
neoplatónico y el islámico, entre el pensamiento védico y bramánico, entre el pensamiento
órfico y presocrático. La causalidad—dijérase profana—de la vida humana, del mundo
circundante, del conocer, se torna problema. La filosofía egipcia del Imperio medio ha
medido en este sentido el valor de la vida; acaso tenga con ella cierta afinidad la filosofía
posterior china —preconfuciana—, entre 800 y 500 antes de Jesucristo, de la cual nos da
una idea confusa el libro atribuido a Kuan-Tsé (+ 645). Pequeños rastros indican que los
problemas del conocimiento y de la biología hubieron de ocupar el centro de esa auténtica y
única filosofía china, totalmente desaparecida.
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Dentro de la filosofía barroca, la física occidental ocupa un preeminente. No sucede nada
parecido en ninguna otra cultura. Indudablemente fue desde un principio, no la sirvienta de
la. teología, sino la sierva de la voluntad técnica de poderío y, por eso se orientó en el
sentido matemático y experimental; fue esencialmente mecánica practica. Y siendo, pues,
por completo técnica primero y teórica después, ha de ser tan antigua como el hombre
fáustico mismo. Ya hacia el año 1000 aparecen trabajos técnicos de extraordinaria energía
en la combinación. Ya en el siglo XIII trató Roberto Grosseteste el espacio como función de
la luz, y Petrus Peregrinus escribió en 1289 el mejor tratado sobre el magnetismo, con base
experimental, hasta Gilbert (1600). Los dos discípulos de Roger Bacon desenvolvieron una
teoría física del conocimiento como fundamento para sus ensayos técnicos. Pero la audacia
en el descubrimiento de nexos dinámicos llega todavía más lejos. El sistema copernicano
está indicado en un manuscrito de 1322, y algunos decenios después los discípulos de
Occam, en París, Buridán, Alberto de Sajonia y Nicolás de Oresme, lo desenvuelven
matemáticamente en relación con la mecánica anticipada de Galileo [33].
No debemos engañarnos sobre los instintos profundos que impulsan hacia estos
descubrimientos. La contemplación pura no hubiera necesitado del experimento; pero el
símbolo fáustico de la máquina, que ya en el siglo XII condujo a construcciones mecánicas y
que ha convertido el perpetuum mobile en la idea prometéica del espíritu occidental, no
podía prescindir del experimento. La hipótesis de trabajo es siempre lo primero, Justamente
lo que no tiene sentido para ninguna otra cultura.
Hemos de familiarizamos con el hecho extraño de que la idea de explotar prácticamente
todo conocimiento de nexos naturales es una idea ajena a todos los hombres, con excepción
del hombre fáustico, y de los que, como los japoneses, los judíos y los rusos, se hallan hoy
bajo el encanto espiritual de la civilización fáustica. Nuestra imagen del mundo está
dispuesta dinámicamente: he aquí algo que ya contiene el concepto de la hipótesis de
trabajo. Para aquellos frailes meditabundos, la teoría viene después, la «contemplación»
real sucede a esa hipótesis; y, sin advertirlo, esa teoría, nacida de la pasión técnica, les
condujo a una concepción puramente fáustica de Dios como el gran maestro de máquinas
que puede todo lo que ellos, en su impotencia, sólo se atreven a querer. Insensiblemente, el
mundo de Dios va haciéndose cada siglo más semejante al perpetuum mobile. Y cuando,
también insensiblemente, el mito gótico se ensombreció ante la visión de la naturaleza, cada
día más educada en el experimento y la experiencia técnica, los conceptos de las hipótesis
monacales de trabajo se convirtieron, desde Galileo, en esos númenes puros de la física
moderna: la fuerza de choque, la fuerza a distancia, la gravitación, la velocidad de la luz y,
finalmente, «la» electricidad, que en el cuadro electrodinámico del mundo ha absorbido las
otras formas de energía, alcanzando así una especie de monoteísmo físico. Son los
conceptos que se insinúan en las fórmulas para darles intuitividad mítica. Los números
mismos son técnica, palancas y tornillos, secretos arrancados al universo. Ni el pensamiento
físico de los antiguos, ni ningún otro pensamiento físico necesitó números, porque no
aspiraba al dominio y poderío. La matemática pura. de Pitágoras y de Platón no está en
relación alguna con las concepciones naturales de Demócrito y Aristóteles.
Así como en la Antigüedad la altiva obstinación de Prometeo frente a los dioses fue sentida
y considerada como vesania criminal, así también la máquina fue sentida por el barroco
como algo diabólico. El espíritu infernal había descubierto al hombre el secreto con que
apoderarse del mecanismo universal y representar el papel de Dios. Por eso las naturalezas
puramente sacerdotales, que viven en el reino del espíritu y no esperan nada de «este
mundo», sobre todo los filósofos idealistas, los clasicistas, los humanistas, Kant y el mismo
Nietzsche, guardan un silencio hostil sobre la técnica.
Toda filosofía posterior es una protesta crítica contra la contemplación del tiempo anterior,
contra la teoría sin crítica. Pero esa crítica de un espíritu convencido de su superioridad
alcanza también a la fe misma y provoca la única gran creación religiosa propia de la época
posterior: el puritanismo.
El puritanismo aparece en el ejército de Cromwell y sus «independientes», hombres de
hierro, aferrados a la Biblia, que van al combate cantando salmos; aparece en el círculo de
los pitagóricos, que en la amarga seriedad de su doctrina de los deberes destruyeron la
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alegre Síbaris, imponiéndole para siempre la mácula de ciudad inmoral; aparece en el
ejército de los primeros Kalifas, ejército que sojuzgó no sólo Estados, sino las almas. El
paraíso perdido de Milton, algunas suras del Corán, lo poco que puede afirmarse con
certidumbre sobre la doctrina pitagórica, todo esto viene a decir lo mismo: entusiasmo de un
espíritu sobrio, ardor frío, mística seca, éxtasis pedante. Pero de nuevo una salvaje
religiosidad arde en todo esto. Acumúlase aquí todo el fervor trascendente que la gran
ciudad, predominando ya sin disputa sobre el alma del campo, puede dar de sí. Dijérase que
el miedo de que en el fondo todo ello resulte artificioso y efímero ha concitado las almas,
que, por la misma razón, parecen impacientes, sin indulgencia, sin compasión. El
puritanismo, no sólo del Occidente, sino de todas las culturas, ignora la sonrisa, que
iluminaba las religiones de todas las épocas primaverales; ignora los instantes de honda
alegría vital; ignora el humor. En las suras del Corán ha desaparecido la pacífica beatitud
que brilla tan frecuentemente en las infancias de Jesús o en Gregorio Nacianzeno, en la
época primera de la cultura mágica. En Milton no existe ya la alegría comedida de los
cánticos franciscanos. Una seriedad mortal pesa sobre los espíritus jansenistas de PortRoyal y sobre las reuniones de las «cabezas redondas», vestidas de negro, que en pocos
años aniquilaron la «old merry England» de Shakespeare— otra Síbaris —. La lucha contra
el demonio—cuya proximidad corpórea todos sentían—fue llevada con una acritud
tenebrosa. En el siglo XVII fueron quemadas más de un millón de brujas, y no sólo en el
norte protestante y en el sur católico, sino también en América y en la India. Triste y biliosa
es la doctrina de los deberes en el Islam (fikh), con su dura inteligibilidad, y no lo es menos
el catecismo de Westminster (1643) y la ética de los jansenistas (el «Augustinus» de
Jansenio, 1640); también en el imperio de Loyola hubo por íntima necesidad un movimiento
puritano. La religión es una metafísica vivida; pero tanto la comunidad de los santos—así se
llamaban los independientes—, como los pitagóricos y como la sociedad de Mahoma, vivían
esa metafísica no con los sentidos, sino con el intelecto, en conceptos. Parshva, que hacia
600 antes de Jesucristo fundó a orillas del Ganges la secta de los «desencadenados»,
enseñaba, como los demás puritanos, que no son el sacrificio y el rito los que conducen a la
salvación, sino tan sólo el conocimiento de la identidad de Atman y Brama. En lugar de las
visiones góticas, toda la poesía puritana ha puesto un espíritu alegórico desenfrenado, bien
que reseco. El concepto es la fuerza verdadera y única en la conciencia de estos ascetas.
Pascal busca conceptos y no, como el maestro Eckart, figuras. Queman a las brujas porque
está su brujería probada, no porque nadie las haya visto de noche volar por el aire. Los
juristas protestantes aplican el Martillo de las brujas, de los dominicos, porque está fundado
sobre conceptos. Las madonnas del goticismo primero se aparecían a los orantes; las
madonnas del Bernino no son vistas por nadie.
Existen porque su existencia está demostrada, y los hombres se entusiasman por esa
especie de existencia. El gran secretario de Cromwell, Milton, viste los conceptos de
figuras, y Bunyan ha reducido todo un sistema de mitos conceptuales a una acción ético
alegórica. Un paso más y llegamos a Kant, en cuya ética intelectualista el diablo aparece
como concepto en la forma del mal radical.
Hemos de romper la imagen superficial de la historia y saltar sobre los límites artificiales,
impuestos por el método de las ciencias occidentales, para ver que Pitágoras, Mahoma y
Cromwell encarnan en tres culturas diferentes uno y el mismo movimiento.
Pitágoras no era filósofo. Según las noticias que nos dan los presocráticos, fue un santo, un
profeta y fundador de una liga fanática y religiosa que impuso sus verdades con todos los
medios políticos y militares a su disposición. En la destrucción de Síbaris por Cretona,
seguramente la cumbre de una salvaje guerra religiosa, cuyo recuerdo se conservó en la
memoria histórica, desatóse el mismo odio que hubo de desencadenarse sobre Carlos 1 y
sus alegres caballeros, viendo en ellos no sólo una doctrina errónea, sino la personificación
del sentimiento mundano. Un mito purificado y asentado en conceptos, con una moral
rigurosa, daba a los elegidos de la liga pitagórica la convicción de alcanzar sobre todos los
demás la salvación. Las plaquitas de oro encontradas en Thurioi y Petelia, y que eran
puestas en las manos a los cadáveres de los iniciados, contenían la promesa del dios:
bienaventurado y bendito, ya no serás un mortal, sino un dios. Es la misma seguridad que el
Corán da a todos los que combaten la guerra santa contra los infieles—«el monaquismo del
Islam es la guerra religiosa», dice un hadith del profeta—; es la misma fe con que los
batallones férreos de Cromwell dispersaron a los «filisteos y amalecitas» del ejército real en
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Marston Moor y Naseby.
El Islam no es una religión del desierto, como la fe de Zwingli no es una religión de la alta
montaña. Quiso la casualidad que el movimiento puritano, para el que estaba ya maduro el
mundo mágico, partiese de un hombre de la Meca, en vez de partir de un monofisista o de
un judío. En la Arabia del Norte estaban los Estados cristianos de los Ghassánidas y
Lachmidas, y en el sur sobeo hubo guerras religiosas cristianojudías en que participó el
mundo político de Axum hasta el imperio sasánida. Al Congreso de los príncipes de Marib no
debió asistir probablemente ningún pagano, y poco después la Arabia del Sur cayó bajo la
administración pérsica, esto es, mazdeíta. La Meca era una pequeña isla de paganismo
árabe en medio de un mundo de judíos y cristianos, un breve resto que desde hacía mucho
tiempo estaba penetrado de las ideas dominantes en las grandes religiones mágicas. Lo
poco que de ese paganismo halló cabida en el Corán ha sido más tarde explicado,
interpretado en sentido eliminatorio por el comentario de la Sunna y su espíritu siriomesopotámico. El Islam es una religión nueva casi tan sólo en el sentido en el que lo es el
luteranismo. En realidad, prolonga las grandes religiones anteriores. Tampoco la
propagación del Islam significa, como se cree, una migración de pueblos que salen de la
península arábiga, sino una torrentera de entusiastas fieles que arrastra consigo a cristianos,
judíos y mazdaítas, con fanáticos muslimes a su cabeza. Fueron bereberes de la patria de
San Agustín los que conquistaron España y persas del Irak los que llegaron al Oxus. Los
enemigos de ayer se convertían en los campeones de mañana. La mayor parte de los
«árabes» que en 717, por vez primera, atacaron Bizancio eran de nacimiento cristianos. En
650 la literatura bizantina se extingue de golpe [34], sin que hasta ahora se haya
comprendido el profundo sentido de esta desaparición: y es que esta literatura se prolonga
en la arábiga; el alma de la cultura mágica encontró, por fin, en el Islam su verdadera
expresión. De esta suerte, la cultura mágica se hizo realmente «árabe» y se libertó
definitivamente de la pseudomorfosis. La destrucción de las imágenes, dirigida por el Islam,
preparada de antiguo por los monofisitas y judíos, penetra en Bizancio, donde el sirio León
III (717-41) dio el predominio a ese movimiento puritano de las sectas islámico cristianas, de
los pauliquianos (hacia 657) y más tarde de los bogomilos.
Las grandes figuras que rodeaban a Mahoma, como Abu-Bekr y Omar, son afines totalmente
a los jefes puritanos de la revolución inglesa, como John Pym y Hampden. Y esta
semejanza en el modo de pensar y de actuar sería todavía mayor si tuviéramos más
conocimiento de los Hanifas, de los puritanos árabes antes y junto a Mahoma. Todos
poseían la conciencia de una gran misión, lo que les hacia despreciar la vida y el lucro;
todos habían adquirido, por la predestinación, la certidumbre de ser los elegidos de Dios. El
grandioso vuelo que el Antiguo Testamento adquirió en los Parlamentos y campamentos de
los independientes, ha dejado todavía en el siglo XIX en muchas familias inglesas la
creencia de que los ingleses son sucesores de las diez tribus de Israel, pueblo de santos, a
quien está conferida la dirección del mundo. Ese mismo sentimiento dominaba en las
emigraciones a América que comenzaron con los peregrinos de 1620. Ese mismo
sentimiento ha creado lo que hoy pudiera llamarse la religión americana y ha alimentado la
evidencia con que el inglés practica su política, evidencia fundada en la certidumbre de la
predestinación. Incluso los pitagóricos—cosa inaudita en la historia de la religión antigua—
tomaron el poder político para enderezarlo a fines religiosos e intentaron imponer el
puritanismo de ciudad en ciudad. La forma corriente entre los antiguos era la de cultos
particulares en ciudades particulares, ninguna de las cuales se ocupaba de los ejercicios
religiosos que se hacían en las demás. Pero los pitagóricos forman una comunidad de
santos cuya energía práctica supera a la de los viejos órficos, como el entusiasmo guerrero
de los independientes
supera al de las guerras de la Reforma.
Pero en el puritanismo se oculta ya el racionalismo, que, tras algunas generaciones de
entusiastas, despunta por doquiera y asume el predominio. Es el paso de Cromwell a Hume.
No la ciudad en general, ni tampoco la gran ciudad, sino unas pocas ciudades son ahora el
escenario de la historia: la Atenas socrática, el Bagdad de los Abbassidas, el Londres y el
París del siglo XVIII.
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«Ilustración» es la palabra que caracteriza esta época. El sol sale. Pero ¿qué es lo que va
desapareciendo en el cielo de la conciencia crítica?.
Racionalismo significa la fe solamente en los resultados de a intelección crítica, esto es, en
el «entendimiento». Si en la primera época se formuló el credo quia absurdum es porque
esta afirmación contenía la certidumbre de que lo inteligible y lo ininteligible, juntos, forman
el mundo, la naturaleza, que pinto Giotto y en la que los místicos se sumían, el universo, en
que el entendimiento no penetra sino hasta donde lo permite Dios. Surge ahora, hijo de un
callado despecho, el concepto de lo irracional; es aquello que, por ser imposible de
comprender, queda desvalorizado. Unos lo desprecian abiertamente, calificándolo de
superstición; otros, encubiertamente, llamándolo metafísica; sólo tiene valor la intelección
segura, crítica. Misterios son prueba de ignorancia. La nueva religión sin misterios llámase,
en sus supremas posibilidades, sabiduría, sofÞa; su sacerdote es el filósofo, y sus secuaces,
los hombres cultos. Sólo para los incultos es indispensable la vieja religión, piensa
Aristóteles [35], y ésta es exactamente la opinión de Confucio y de Gotamo Budha, la
opinión de Lessing y de Voltaire. Se vuelve a la naturaleza, lejos de toda cultura. Pero no se
trata de una naturaleza vivida, sino de una naturaleza demostrada, oriunda del
entendimiento, accesible sólo al intelecto; una naturaleza que no existe para el aldeano, una
naturaleza que no conmueve, sino que sume al intelectual en una disposición de ánimo
sumamente sensible. Religión natural, religión racional, deísmo, nada de esto es metafísica
vívida, sino mecánica conceptual; es lo que Confucio llama «leyes del cielo» y el helenismo
tæxh—fato—. Antes fue la Filosofía sirviente de la religiosidad trascendente. Ahora aparece
la idea de que la filosofía debe ser ciencia, esto es, crítica del conocimiento, crítica de la
naturaleza, crítica del valor.
Sin duda existe la sensación de que aun ahora la filosofía no es sino una dogmática
rebajada, la fe en un saber que quiere ser saber puro. Se tejen sistemas que arrancan de
principios al parecer seguros; pero, en fin de cuentas, dícese fuerza en lugar de Dios y
conservación de la energía en vez de eternidad.
En la base de todo el racionalismo antiguo hállase el Olimpo, y el racionalismo occidental se
funda en último término sobre la teoría de los Sacramentos. Por eso esta filosofía oscila
entre la religión y la ciencia especializada y es en cada caso definida de diferente manera,
según que el autor conserve aún algo de sacerdote y vidente o sea puro profesional y
técnico del pensamiento.
«Concepción del universo» es la expresión propia de una conciencia ilustrada que, bajo la
dirección de la inteligencia crítica contempla en derredor un mundo luminoso sin dioses y
acusa de mendaces a los sentidos, tan pronto como éstos perciben algo que el
entendimiento sano del hombre no reconoce. Lo que antes fuera mito, lo más real de la
realidad, sucumbe ahora al método evemerista, cuyo nombre procede de aquel sabio
Evemero, que hacia 300 antes de Jesucristo explicaba las deidades suponiéndolas antiguos
hombres, que se distinguieron en vida por sus personales calidades. En una u otra forma,
este método aparece siempre en toda época de «ilustración». Evemerismo es interpretar el
infierno como conciencia del mal, el diablo como apetito placentero del mal y Dios como la
hermosura de la naturaleza. También es evemerismo el hecho de que en las lápidas
atenienses de 400 sea invocada la diosa Demos, en vez de la diosa Athene—lo que, por otra
parte, se aproxima mucho a la diosa Razón de los jacobinos—;
y también el hecho de que Sócrates hable de su demonio y otros pensadores de esta época
digan Noèw—-razón—en vez de Zeus. Confucio dice «cielo» en vez de Chang-ti, es decir,
que no cree más que en leyes naturales. Acto inaudito de evemerismo fue la «recopilación»
y «ordenación» de los escritos canónicos de China por los confucianos; esta ordenación fue,
en realidad, la destrucción de casi todas las viejas obras religiosas y la falsificación
racionalista de lo que no fue destruido.
Si hubiera sido posible, los racionalistas del siglo XVIII habrían hecho otro tanto con los
restos del goticismo [36]. Confucio pertenece completamente al siglo XVIII de China. Laotsé,
que le desprecia, se halla en medio del taoísmo, movimiento que fue manifestando
sucesivamente rasgos protestantes, puritanos y pietistas; y ambos filósofos acaban por
extender un sentido práctico del mundo sobre un fondo de concepción mecanicista del
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universo. La palabra tao ha ido cambiando de significación constantemente en el curso de la
época posterior china, y esos cambios acontecen en el sentido mecanicista; como
igualmente le sucede a la palabra logos en la Antigüedad desde Heráclito a Posidonio y a la
palabra «fuerza» desde Galileo hasta el presente. Lo que antes fue mito y culto de gran
estilo llámase, en esa religión de los hombres cultivados, naturaleza y virtud. Pero la
naturaleza es un mecanismo racional y la virtud es saber. Sobre esto tienen una misma
opinión Confucio, Buda, Sócrates y Rousseau. Poco valor daba Confucio a la oración y a las
consideraciones sobre la vida tras la muerte, y ninguno a las revelaciones. Quien se ocupa
mucho de sacrificios y de cultos es irracional y poco educado. Gotamo Buda y su
contemporáneo Mahavira, fundador del jainisrno, procedentes arabos de las ciudades del
bajo Ganges, al este del territorio en que se desarrolló la cultura vieja bramánica, no
admitían, como es sabido, ni el concepto de Dios ni los mitos y los cultos. Poco más puede
afirmarse sobre la verdadera doctrina de Buda. Todo aparece sumergido en los matices de
la posterior religión felah, que lleva su nombre. Pero uno de los pensamientos
indudablemente auténticos sobre el «origen por causas» es la derivación del dolor como
consecuencia del «no saber», esto es, las «cuatro nobles verdades». Todo esto es
racionalismo auténtico. Nirvana es, para él, una pura disolución espiritual y corresponde
enteramente a la autarquía y eudaimonía de los estoicos. Es el estado de la conciencia
inteligente, cuando no está presente la existencia.
Para los hombres cultos de estas épocas es el sabio el gran ideal. El sabio vuelve a la
naturaleza; se recluye en Ferney o en Ermenonville, en los Jardines áticos o en las selvas
de la India; es ésta la manera espiritual de pertenecer a la gran urbe. El sabio es el hombre
del justo medio. Su ascetismo consiste en un mesurado menosprecio del mundo, en pro de
la meditación. La sabiduría del «ilustrado» no perturbará nunca la comodidad. La moral,
sobre el fondo del gran mito, fue siempre un sacrificio, un culto que llegaba al más riguroso
ascetismo, a la muerte. La virtud, sobre el fondo de la sabiduría es una especie de goce
intimo, un egoísmo refinado, perespiritualizado; y así, el moralista que vive allende la
religión auténtica se torra filisteo. Buda, Confucio, Rousseau son archifilisteos, pese a la
sublimidad de sus pensamientos. Nada puede borrar la pedantería de la sapiencia socrática
sobre la vida.
A ésta, que pudiéramos llamar escolástica del sano entendimiento, corresponde con intima
necesidad una mística racionalista de los hombres cultos. La «ilustración» de Occidente
tiene su origen en Inglaterra; es el resultado del puritanismo: de Locke parte todo el
racionalismo del continente. Contra él, sobre todo, se alzan en Alemania los pietistas (desde
1700 las comunidades de los hermanos moravios, Spener y Francke, en Württemberg
Oetinger) y en Inglaterra los metodistas (1738, Wesley, «inspirado» por los moravios). Es
otra vez la diferencia de Lutero y Calvino la que reaparece, cuando vemos que éstos se
organizan pronto en movimiento mundial, mientras que aquéllos se pierden en conventículos
centro-europeos. El pietismo del Islam se encuentra en el sufismo, que no es de origen
pérsico, sino general arameo, y que en el siglo VIII se extiende desde Siria por todo el
mundo árabe.
Pietistas o metodistas son los legos indios que, poco antes de Buda, enseñaban que la
salvación del ciclo vital (sansara) se alcanza sumergiéndose en la igualdad de Brama y
Atman; también lo son Laotsé y sus partidarios, e igualmente, pese a su racionalismo, los
cínicos mendicantes y predicadores ambulantes, los educadores estoicos, directores de
conciencia y confesores del helenismo primero [37]. Son posibles exaltaciones que pueden
llegar hasta la visión racionalista, cuyo ejemplo clásico es Swedenborg y que, entre los
estoicos y los sufís, produjo todo un mundo de fantasía religiosa y prepara la transformación
del budismo en Mahayana. El desenvolvimiento del budismo y taoísmo en su sentido
originario es muy semejante a la del metodismo en América; y no es casual el hecho de que
ambos hayan llegado a pleno florecimiento en el Ganges inferior y al sur del Jangtsékiang,
esto es, en las jóvenes comarcas de emigración de ambas culturas.
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Dos siglos después del puritanismo la concepción mecánica del universo llega a su cúspide.
Es la verdadera religión de la época. Aun quien hoy está convencido de ser religioso en el
viejo sentido de «creer en Dios», se engaña acerca del mundo en que su conciencia se
refleja. Las verdades religiosas son, para su intelección, siempre verdades mecánicas y, por
lo general, es sólo la costumbre de las palabras la que envuelve en matices místicos la
naturaleza vista científicamente. Cultura es siempre idéntica a energía morfogenética
religiosa. Toda gran cultura comienza con un poderoso tema que resuena primero en el
campo sin ciudades, que luego recibe un desarrollo polifónico en las ciudades, con sus artes
y sus pensamientos, y que termina en las urbes cosmopolitas en un «finale» materialista.
Pero aun los últimos acordes conservan firmemente la tonalidad del conjunto. Hay un
materialismo chino, otro indio, otro antiguo, otro árabe, otro occidental, y cada uno de éstos
no es sino la muchedumbre mítica de las figuras de antaño, pero concebidas en sentido
mecánico, prescindiendo de todo lo que sea vida e intuición.
Yang Dchu ha pensado hasta su término consecuente el racionalismo confuciano en este
sentido. El sistema de Lokayata prosigue el desprecio del mundo, desposeído de alma—que
es común a Gotamo Buda, a Mahavira y a los demás pietistas de su tiempo—, lo mismo que
ese desprecio prosigue el ateísmo de la doctrina Sankia. Sócrates es tanto el heredero de
los sofistas como el abuelo de los predicadores ambulantes cínicos y del escepticismo
pirroniano. Siempre la superioridad del espíritu urbano y cosmopolita, que ha acabado
definitivamente con lo irracional, y que mira con desprecio a toda conciencia que aun
conoce y admite misterios. Los hombres góticos, a cada paso, temblaban espantados ante lo
insondable, que se les aparecía imponente en las verdades de la doctrina. Pero aun el
católico de nuestros días siente la doctrina como un sistema en que todos los arcanos del
universo están resueltos. El milagro le aparece como, por decirlo asi, un fenómeno físico de
orden superior; y un obispo inglés cree en la posibilidad de reducir a un solo sistema natural
la energía eléctrica y la fuerza de la oración. Es la fe limitada a la fuerza y a la materia, aun
cuando se usen las palabras Dios y mundo o providencia y humanidad.
El materialismo fáustico, en sentido riguroso, forma por si un conjunto cerrado, en el que la
concepción técnica del universo ha alcanzado su pleno desarrollo. Descubrir el mundo
entero como un sistema dinámico exacto, matemático, experimental hasta en sus últimas
causas y encerrarlo en números, de manera que el hombre pueda dominarlo: he aquí la
diferencia que hay entre este retorno a la naturaleza y cualquier otro. Saber es virtud -creían
Confucio, Buda y Sócrates. Saber es poder-—cree la civilización europeoamericana; y sólo
en ella tiene esta creencia sentido. Este retomo a la naturaleza significa la exclusión de
todas las potencias que se hallan interpuestas entre la inteligencia práctica y la naturaleza.
Dondequiera se ha contentado el materialismo con fijar intuitiva o conceptualmente
unidades simples al parecer, cuyo juego causal lo explica todo sin dejar residuo alguno de
misterio; y lo sobrenatural queda reducido a ignorancia. Pero el gran mito intelectual de
energía y la masa es al mismo tiempo una gigantesca hipótesis de trabajo. Dibuja el cuadro
de la naturaleza de tal manera que resulta posible utilizarlo. Lo que al sino se refiera queda
mecanizado bajo el nombre de evolución, desenvolvimiento, progreso e incluido en el centro
del sistema; la voluntad es un proceso albuminoide, y todas estas doctrinas, llámense
monismo, darwinismo, positivismo, se encumbran así hasta una moral finalista, tan clara
para el negociante americano y el político inglés como para el filisteo del progreso en
Alemania; moral que en el fondo no es sino una caricatura intelectual de la Justificación por
la fe.
El materialismo no estaría completo sin la necesidad de libertarse en algunas ocasiones de
la tensión espiritual, incidiendo en místicas contemplaciones, practicando cierto culto, para
gustar, en intima liberación, el encanto de lo irracional, de lo extraño, de lo raro y, si es
preciso, de lo absurdo. Todavía percibimos claramente en la época de Meng Tsé, por
ejemplo (372-289), y de las primeras comunidades budistas ciertos rasgos que, con idéntica
significación, aparecen también en el helenismo. Hacia 312, en Alejandría, algunos sabios
poetas por el estilo de Calímaco, inventaron el culto de Serapis y lo envolvieron en una
leyenda refinadamente dispuesta. El culto de Isis en la Roma republicana no debe
confundirse en modo alguno con el posterior culto de la época imperial y con la religión
egipcia de Isis. Estas últimas eran religiones serias.
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Aquél era solamente un pasatiempo religioso de la buena sociedad; dio ocasión unas veces
a la burla pública, otras veces a escándalos y medidas prohibitivas; entre 59 y 48 fue el
templo cerrado cuatro
veces por orden superior. La astrología caldea fue por entonces una moda, bien distinta de
la antigua fe en los oráculos y de la fe mágica en el poder de la hora. Todo eso era
«distensión»; unos y otros se engañaban a sí mismos y a los demás. Añádanse los
innumerables charlatanes y profetas falsos que recorrían las ciudades y, con sus pláticas
ampulosas, intentaban persuadir a los semicultos de que anunciaban una renovación
religiosa. En el mundo europeo americano de hoy tenemos también el ocultismo, la teosofía,
la «Christian Science» americana, el mendaz budismo de salón, la industria religiosa que,
más en Alemania aún que en Inglaterra, se mezcla en cultos y comunidades con las
emociones góticas, antiguas y racistas. Dondequiera es el juego de los mitos en que nadie
cree y el gusto de ciertos cultos con que se pretende llenar el
vacío interior. La creencia verdadera sigue siendo la creencia en los átomos y en los
números; pero esta creencia necesita la abracadabra culta para ser tolerable a la larga. El
materialismo es mísero, mezquino, pero honrado y sincero. El juego con la religión es
mísero, mezquino, pero insincero. Mas el hecho de que sea posible demuestra ya la
existencia de un nuevo y auténtico anhelo, que se anuncia sordamente en la conciencia
civilizada y acabará al fin por salir a plena luz.
Lo que sigue es lo que yo llamo segunda religiosidad. Aparece en todas las civilizaciones tan
pronto como éstas, conseguido su pleno desarrollo, entran lentamente en el estado
inhistórico, para el cual los siglos ya nada significan. De aquí se sigue que el mundo
occidental está aún lejos de ese estado; fáltanle todavía muchas generaciones para llegar a
él. La segunda religiosidad es el necesario «pendant» del cesarismo, definitiva constitución
política de las civilizaciones posteriores.
El cesarismo aparece en la Antigüedad con Augusto; en China, con Chi-Hoang-Ti. A estos
dos fenómenos les falta la fuerza originaria creadora de la cultura joven. La grandeza del
cesarismo chino consiste en la profunda religiosidad que llena toda la consciencia vigilante Herodoto dijo que los egipcios eran los hombres más piadosos del mundo, e idéntica
impresión producen China, la India y el Islam en el europeo occidental de hoy—. La
grandeza del cesarismo romano consiste en la desenfrenada potencia de los más inauditos
hechos. Pero las creaciones de aquella religiosidad no son primarias, no son originarias;
como tampoco lo son las formas del Imperio romano. Nada es edificado; no se desenvuelve
idea alguna. Parece como si una niebla cubriese la tierra y las viejas formas comenzasen
por desdibujarse para reaparecer con mayor claridad de nuevo. La segunda religiosidad
contiene el mismo fondo que la primera, la auténtica y juvenil; pero vivido y expresado de
otra manera. Primero se evapora el racionalismo; luego reaparecen las figuras de las épocas
primarias; por último, restáurase el mundo todo de la religión primitiva, que hubo de
retroceder ante las grandes formas de la fe primera y ahora reaparece poderoso en un
sincretismo popular que nunca falta en este estadio en ninguna cultura.
La «ilustración» arranca siempre de un optimismo ilimitado, de una fe extremada en el
entendimiento, que siempre alienta en el tipo del hombre de la gran urbe; pero pronto se
cambia en escepticismo absoluto. La vigilia soberana, que se separa de la naturaleza
viviente y del campo por un murallón circundante de actividades humanas, no reconoce, no
admite nada fuera de su propia clara inteligencia. Esa consciencia vigilante ejercita su crítica
sobre el mundo representado, abstraído, de la experiencia sensible diaria, y la ejercita tenaz
hasta llegar a lo último, a lo más fino, a la forma de la forma, a sí misma, es decir, a nada.
Con esto quedan agotadas las posibilidades de la física como intelección crítica del mundo y
despunta de nuevo el hambre metafísica. Pero la segunda religiosidad no se origina en las
distracciones religiosas de los círculos cultivados y ahitos de literatura; no se origina en el
espíritu. Trátase más bien de una fe ingenua de las masas, fe imperceptible y espontánea en
alguna constitución mítica de la realidad, fe para la cual las demostraciones comienzan a ser
juegos de palabras míseros y aburridos, fe que al mismo tiempo se manifiesta en el afán
cordial de responder al mito humildemente con un culto. Y las formas de ambas cosas no
pueden ni ser previstas ni ser elegidas a capricho. Surgen espontáneas, y aun estamos lejos
de ellas [38]. Pero las opiniones de Comte y Spencer, el materialismo, el monismo y
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darwinismo, que en el siglo XIX apasionaron a los mejores espíritus, se han convertido hoy
ya en filosofías provincianas.
La filosofía antigua había agotado ya sus bases hacia 250 antes de Jesucristo. El «saber», a
partir de este momento, no representa ya un acervo continuamente depurado y aumentado,
sino la fe en él, la fe convertida en hábito y conservando fuerza persuasiva merced a los
viejos métodos habituales. En la época de Sócrates era el racionalismo la religión de los
cultos. Por encima estaba la filosofía científica; por debajo la «superstición» de las masas.
Pero ahora la filosofía se desarrolla como religiosidad espiritual, y el sincretismo de las
masas se orienta en el sentido de una religiosidad palpable, de igual tendencia.
La fe en los mitos y la piedad penetran hacia arriba, no hacia abajo. La filosofía tiene mucho
que aceptar y poco que dar.
El estoicismo había partido del materialismo de los sofistas y cínicos y había explicado
alegóricamente toda la mitología.
Pero ya Cleantes (+232) compone la oración a Zeus [39], una de las más hermosas obras de
la segunda religiosidad antigua.
En la época de Sila existía un estoicismo totalmente religioso en las clases superiores y una
fe popular sincretística que reunía cultos frigios, sirios, egipcios e innumerables misterios
antiguos, casi olvidados entonces. Esto corresponde exactamente al desarrollo de la
sabiduría «ilustrada» de Buda, que se convierte en el Hinayana de los sabios y el Mahayana
de la multitud; corresponde igualmente a la relación entre el confucionismo doctrinal y el
taoísmo, que muy pronto llegó a ser el vaso o recipiente del sincretismo chino.
En la época del «positivista» Meng-Tsé (372-289) comienza de pronto un poderoso
movimiento de alquimia, astrología y ocultismo. Hace tiempo que se debate la cuestión
famosa de si ese movimiento representa la aparición de algo nuevo o es la reaparición del
viejo sentido mitológico chino. La respuesta nos la da una mirada al helenismo. El
sincretismo aparece «en épocas correspondientes» de la Antigüedad, de la India, de la
China, del Islam popular. Dondequiera, ese sincretismo se adhiere a las doctrinas
racionalistas—estoicismo, Laotsé, Buda—y las impregna de toda clase de motivos aldeanos,
primigenios y exóticos. El sincretismo anticuo (que debe distinguirse cuidadosamente del
sincretismo de la pseudomorfosis mágica posterior) [40] buscó motivos—desde 200 antes de
Jesucristo—en el orfismo, en Egipto, en Siria; el sincretismo chino introdujo hacia 67 de
Jesucristo el budismo indio en la forma popular del Mahayana, y en este movimiento los
escritos sagrados eran considerados como hechizos y las figuras de Buda como fetiches
tanto más poderosos cuanto que eran extranjeros. La doctrina primitiva de Laotsé
desaparece rápidamente.
A principios de la época Han (hacia 200 antes de Jesucristo) los enjambres de Sen se
convierten de ideas morales en seres buenos. Reaparecen los dioses del viento, de las
nubes, del trueno, de la lluvia. Implántanse muchos cultos para expulsar a los espíritus
malos con ayuda de los dioses. Por entonces surgió—y seguramente procede de un
concepto fundamental de la filosofía preconfuciana—el mito de Panku, el principio originario
de donde viene la serie de los emperadores míticos.
Es bien sabido que el concepto de logos tomó una orientación semejante [41].
La doctrina científica de Buda y su práctica de la vida habían nacido de cansancio cósmico y
asco intelectual, y no guardaban la menor relación con los temas religiosos. Pues bien; ya a
principios de la «época imperial» india, hacia 250 antes de Jesucristo, se había convertido
Buda en un dios sedente, y en lugar de la teoría del Nirvana, inteligible sólo para los sabios,
aparecen doctrinas palpables del cielo, el infierno y la salvación, doctrinas que acaso en
parte procedan del extranjero, esto es, de la apocalipsis persa. Ya en tiempos de Asoka
había dieciocho sectas budistas. La fe en la salvación que alienta en el Mahayana encontró
su primer predicador en el poeta y sabio Asvagoscha (hacia 50 antes de Jesucristo).
Nagandchuna (hacia 150 de Jesucristo) la llevó a su perfección. Pero Junto a esto la gran
masa de los mitos indios primitivos volvió a aparecer de nuevo. La religión de Visnú y la de
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Siva estaban claramente formadas hacia 300 antes de Jesucristo, y ello en forma
sincretística; de suerte que las leyendas de Krisna y de Rama fueron trasladadas a Visnú.
Igual espectáculo nos ofrece el nuevo Imperio egipcio, donde el Amón de Tebas constituye
el centro de un sincretismo poderoso. Otro tanto sucede en el mundo árabe de la época
abbassida, donde la religión popular, con sus representaciones de anteinfierno, infierno,
juicio cósmico, la kaaba celeste, el logos-Mahoma, las hadas, los santos y los fantasmas
hace retroceder el primitivo Islam a segundo término [42].
En estas épocas existen aún algunos espíritus elevados, como el maestro de Nerón,
Séneca; como Psellos el filósofo, educador de príncipes y político de la Bizancio cesárea
[43]; como el estoico Marco Aurelio y el budista Asoka, ambos Césares [44], y, finalmente,
como el faraón Amenofis IV, cuyo profundo ensayo fue considerado herético y anulado por
los poderosos sacerdotes de Amón, peligro que seguramente amenazó también a Asoka por
parte de los bramanes.
Pero justamente el cesarismo, tanto en el Imperio chino como en el romano, dio vida a un
culto del emperador que vino a sintetizar el sincretismo. Es absurdo pensar que la
veneración china hacia el emperador vivo haya sido un fragmento de la vieja religión. En
todo el transcurso de la cultura china no hubo emperadores. Los jefes de los Estados se
llamaban Wang, reyes, y Meng-Tsé escribía, unos cien años antes de la victoria definitiva
del Augusto chino, esta frase que tiene todo el sentido de nuestro siglo XIX: «El pueblo es lo
más importante en el país; luego vienen los dioses útiles del suelo y del trigo; lo menos
importante es el jefe.» La mitología de los emperadores primitivos fue, sin duda alguna,
reducida a una forma política y social ética por Confucio y su época, que pensaban con
intenciones racionalistas; luego el primer César tomó de dicho mito el título y el culto. La
elevación de ciertos hombres a la categoría de dioses es el retorno a la época primitiva, en
que los dioses se hicieron héroes, como sucedió con esos emperadores primitivos y con los
héroes homéricos. Es éste un rasgo distintivo común a casi todas las religiones de este
segundo estadio. Confucio mismo fue convertido en dios en 57 después de Jesucristo, con
un culto oficial. Buda era dios ya hacia tiempo. Al Ghazali (hacia 1050), que ayudó a
perfeccionar la «segunda religiosidad» del mundo islámico, se ha convertido para la fe
popular en un ente divino, uno de los más venerados santos y auxiliadores. En la antigüedad
las escuelas filosóficas tributaban culto a Platón y a Epicuro; la genealogía de Alejandro,
descendiente de Hércules, y la de César, descendiente de Venus, conduce claramente al
culto del divus, en el cual resurgen antiquísimas representaciones y cultos órficos, como en
el culto chino de Hoang-Ti reaparecen trozos de la vieja mitología china.
Con estos dos cultos imperiales comienzan ya los ensayos de reducir la segunda religiosidad
a organizaciones fijas que pueden llamarse comunidades, sectas, órdenes, iglesias, pero
que siempre son rígidas repeticiones de las formas vivas de los tiempos primeros y que
están con éstas en la misma relación que las castas con las clases.
Ya había algo de esto en la reforma de Augusto, con su artificial resurrección de cultos
viejos, muertos hacia tiempo, como los usos de los hermanos Arvales. Pero ya las religiones
helenísticas de los misterios, y aun el culto de Mithra, por cuanto hay en él de irreductible a
la religiosidad mágica, son comunidades de esa especie, cuyo ulterior desarrollo quedó
interrumpido por la caída del mundo antiguo. A estas formaciones corresponden el Estado
teocrático fundado en el siglo XI por los reyes-sacerdotes de Tebas y las iglesias taoístas de
la época Han, sobre todo la fundada por Tchang Lu, que en 184 después de Jesucristo
provocó la sublevación terrible de los turbantes amarillos—que recuerda las sublevaciones
religiosas en las provincias del Imperio romano—, devastando amplias comarcas y
provocando la caída de la dinastía Han [45]. Y estas iglesias ascéticas del taoísmo, con su
rigidez y salvaje mitología, encuentran una correspondencia perfecta en los Estados de
frailes en el mundo bizantino, como el convento de Studion y la liga de conventos del Athos,
fundada en 1100, y que producen la impresión más budista posible.
Por último, de esta segunda religiosidad salen las religiones felahs, en las cuales
desaparece la oposición entre la piedad urbana y la piedad campesina, como igualmente la
diferencia entre la cultura primitiva y la cultura superior. El concepto de pueblo felah [46] nos
indica claramente lo que esto significa.
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La religión ha dejado de ser histórica. Antaño los decenios significaban épocas; ahora los
siglos no significan ya nada.
Los altibajos de mutaciones superficiales demuestran tan sólo que la forma interior está
definitivamente acabada. ¿Qué importa ya que en 1200, en China, surja una degeneración
de la teoría política confuciana, el Dchufucianismo? ¿Qué importan su fecha de aparición,
sus éxitos o fracasos? ¿Qué importa ya que en la India el budismo, transformado desde
hacia mucho tiempo en politeísmo popular, desaparezca ante el neobramanismo, cuyo gran
teólogo Sankara vivió hacia 800, ni que éste, a su vez, se transforme, finalmente, en la
doctrina hinduísta de Brama, Visnú y Siva ? Siempre existe, sin duda, un pequeño numero
de hombres espirituales, superiores, absolutamente «preparados», como los bramanes de
India, los mandarines de China y los sacerdotes de Egipto, que tanto maravillaban a
Herodoto. Pero la religión felah, en si misma, es íntegramente primitiva, como los cultos
animales de Egipto en la Dinastía 23, como la religión china, hecha de budismo, taoísmo y
confucianismo, como el Islam del Oriente actual y acaso también como la religión de los
aztecas, que halló Cortés, religión que debía distanciarse mucho de la religión maya,
impregnada de espíritu.
21
Religión felah es también el judaísmo desde Yehuda ben Halevi, quien, como su maestro
islamita Al Ghazali, considera la filosofía científica con absoluto escepticismo y la pone—en
el «Kuzari» (1140)—al servicio de la teología dogmática. Esta actitud corresponde
enteramente al tránsito del viejo al nuevo estoicismo de la época imperial, como igualmente
a la extinción de la especulación china, bajo la dinastía occidental Han.
Pero aun es más característico Moisés Maimónides, quien, hacia 1175, recopiló todo el
material didáctico del judaísmo, como algo ya fijo y rígido, y lo expuso en una gran obra por
el estilo del Li-ki chino, sin tener en cuenta en lo más mínimo el sentido particular que cada
cosa pudiera o no tener [47]. Ni en esta ni en ninguna otra época constituye el judaísmo algo
único en la historia religiosa; aunque lo parece, si se le considera desde la situación creada
por la cultura occidental. E igualmente sucede que el nombre judío significa de continuo
cosas distintas, sin que quienes lo llevan noten este constante cambio, hecho que tampoco
es único, sino que se repite paso a paso entre los persas.
En su «época merovingia» (hacia 500-0) estos dos pueblos se desarrollan, convirtiéndose
las ligas de tribus en naciones de estilo mágico, sin territorio, sin unidad de procedencia y ya
entonces acomodadas al modo de vivir llamado «ghetto», que ha seguido inalterado hasta
los parsis de Bombay y los judíos de Brooklyn.
En su época primera (0-500) este consensus sin comarca se extiende desde España hasta
Chantung. Es esta la época caballeresca de los judíos, la época de florecimiento «gótico» en
la energía religiosa. La apocalíptica posterior, la Mischna y el cristianismo primitivo, que no
se separó hasta Trajano y Adriano, son creaciones de esta nación. Es bien sabido que los
judíos eran entonces labradores, artesanos, habitantes de pequeñas ciudades. Los grandes
negocios de dinero estaban en manos de los egipcios, los griegos, los romanos, esto es, de
los «antiguos».
Hacia 500 empieza la época del «barroco» judío, que suele presentarse—con harta
parcialidad—al espectador occidental en el brillante periodo español. El consensus Judío,
como el pérsico, el islámico y el bizantino, adquiere una conciencia ciudadana, urbana y
domina desde entonces las formas de la economía y de la ciencia en las ciudades.
Tarragona, Toledo y Granada son principalmente grandes ciudades Judías. Los judíos
constituyen una parte esencial de la sociedad distinguida entre los moros. La nobleza gótica
de las cruzadas admira y quiere imitar sus formas acabadas, su esprit, su caballerosidad. La
diplomacia, la estrategia, la administración de los Estados moros es inimaginable sin la
aristocracia judía, que, no le cedía en nada, por cuanto a la raza se refiere, a la aristocracia
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islámica. Asi como antaño en Arabia existió una poesía amorosa Judía, asi también existe
ahora una elevada literatura y una ciencia «ilustrada». Cuando Alfonso X de Castilla, hacia
1250, mandó componer una nueva obra astronómica, bajo la dirección del rabino Isaac ben
Said Hassan, por sabios judíos, islámicos y cristianos [48], esta labor fue producto no del
pensamiento fáustico, sino del mágico. Hasta Nicolás Cusano no se altero la relación. Pero
en España y Marruecos vivía sólo una pequeña parte del consensus judío, y éste no tenía
sólo un sentido mundano, sino sobre todo espiritual. Hubo también en él un movimiento
puritano que rechazaba el Talmud y quería volver a la pura Tora. La comunidad de los
Carios surgió, tras algunos precursores, en el norte de Siria hacia 760, justo en el sitio donde
un siglo antes habían aparecido los pauliquianos, cristianos iconoclastas, y algo después el
sufismo islámico, tres direcciones mágicas cuya afinidad interior no desconocerá nadie. Los
carios fueron combatidos por la ortodoxia y por la «ilustración», como siempre son
combatidos los puritanos en cualquier cultura. Los escritos de los rabinos contra aquel
movimiento aparecen desde Córdoba y Fez hasta el sur de Arabia y la Persia. Pero por
entonces apareció también un producto del «sufismo judío» que en cierto sentido recuerda a
Swedenborg; es la obra capital de la mística racionalista, el libro de Jezirah, cuyas
representaciones cabalísticas fundamentales se hallan en contacto con el simbolismo
bizantino de las imágenes y con la hechicería—contemporánea—del «cristianismo griego de
segundo orden», así como con la religión popular del Islam.
Hacia el recodo del milenio, el azar crea una situación completamente nueva. La parte
occidental del consensus judío se encuentra de pronto en la esfera de la Joven cultura
occidental. Los judíos, como los parsis, los bizantinos y los muslimes, habíanse hecho
hombres civilizados y de gran urbe.
El mundo romano-germánico vivía en el campo sin ciudades; casi no se habían formado aún
en tomo a los conventos y mercados establecimientos duraderos, que por muchas
generaciones habían de carecer aún de alma propia. Los unos eran ya casi felahs; los otros
casi todavía primitivos. El judío no comprendía la interioridad gótica, el castillo, la catedral;
el cristiano no comprendía la inteligencia superior, casi cínica, el «pensamiento del dinero»,
ya constituido. Unos y otros se odiaban y despreciaban, no tanto por conciencia de una
diferencia racial como más bien porque ambos se hallaban en distintas fases de desarrollo.
El consensus judío construyó sus ghettos urbanos—proletarios—en los manchones y
ciudades campesinas. La callejuela judía está mil años por delante de la ciudad gótica.
Exactamente como, en la época de Jesús, las ciudades romanas yacían entre las
aldehuelas, junto al lago de Genezaret.
Pero estas naciones jóvenes hallábanse además unidas firmemente con el suelo y la idea de
la patria; en cambio, el consensus sin patria, cuya conexión era para sus miembros no un
fin, no una organización, sino un instinto inconsciente, metafísico, expresión del inmediato
sentir mágico, había de aparecer ante los occidentales jóvenes como algo inquietante y por
completo incomprensible. Por entonces nació la leyenda del judío errante. Ya era mucho que
un fraile escocés cayera en un convento lombardo; llevaba consigo su fuerte sentimiento de
la patria. Pero si un rabino de Maguncia—donde hacia 1000 se encontraba la escuela más
importante del Talmud en Occidente—o de Salerno se trasladaba al Cairo, a Basra, estaba
en todo ghetto como en su casa. En este mudo nexo residía la idea de la nación mágica
[49]; era a la vez Estado, Iglesia y pueblo, como antaño el helenismo, el persismo, el Islam.
Pero esto no lo sabia nadie en Occidente. Spinoza y Uriel Acosta fueron condenados en un
verdadero proceso de alta traición y expulsados de ese Estado, que tenia su propio derecho,
su vida pública, desconocida para los cristianos, y que consideraba el mundo circundante de
los pueblos, en donde vivía, como una especie de tierra extranjera. Este hecho contiene un
profundo sentido que los pueblos circundantes, los que hospitalizaban en su seno a los
judíos, no podían comprender. El más importante pensador de los Chassidas orientales,
Senior Salman, fue entregado, en 1799, por los rabinos del partido enemigo, al gobierno de
Petersburgo, como si éste fuese un Estado extranjero.
Los judíos de la comarca europea occidental habían perdido por completo la relación con la
tierra, relación que aun
existía en la España árabe. Ya no hay labradores. El más mínimo ghetto es siempre un
pedazo de gran ciudad, por mísero que sea. Y sus habitantes, como los de la anquilosada
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India y China, se dividen en castas —los rabinos son los bramarles y mandarines del
ghetto—y la masa vive con una inteligencia civilizada, fría, superior, y un sentido implacable
del negocio. Pero este aspecto no significa tampoco un fenómeno único, sino para quien
considera la historia desde puntos de vista estrechos. Todas las naciones mágicas se
encuentran en ese estadio desde las cruzadas. Los parsis poseen en la India exactamente la
misma fuerza económica y comercial que los judíos en el mundo europeo-americano y que
los armenios y griegos en el sureste de Europa. El fenómeno se repite siempre que una
civilización vieja penetra y convive con Estados más jóvenes: así los chinos en California—
que son el objeto verdadero del «antisemitismo» americano occidental—y en Java y
Singapur; así los mercaderes indios en África meridional; asi también el romano en el inundo
arábigo primitivo, donde la situación era justamente inversa. Los «judíos» de aquella época
eran los romanos, y en el odio apocalíptico de los arameos contra los romanos hay algo que
se parece mucho al antisemitismo de los europeos occidentales. Verdadero pogromo fue el
que aconteció en el año 88, cuando a un gesto de Mitrídates fueron en un día asesinados
100.000 negociantes romanos por la amargada población de Asia Menor.
A estas oposiciones se añade la de la raza, que va convirtiéndose de desprecio en odio, a
medida que la cultura occidental se va acercando a la civilización y, por tanto, va siendo
menor la «diferencia de edad» que se expresa en la actitud vital y en el predominio de la
inteligencia; pero nada tiene que ver con esos
necios nombres de ario y semita, sacados de la lingüística. Los persas y armenios—arios—
no se distinguen para nosotros de los judíos, y ya en la Europa del Sur y en los Balcanes
apenas se encuentra diferencia física entre judíos y cristianos. La nación judía, como todas
las naciones de la cultura arábiga, es el resultado de una enorme misión, predicación y
propaganda, y hasta después de las Cruzadas ha cambiado constantemente por
conversiones y separaciones en masa [50]. Una parte de los judíos orientales coincide
físicamente con los cristianos del Cáucaso; otra, con los tártaros de la Rusia meridional;
gran parte de los judíos occidentales coincide físicamente con los moros del norte africano.
Trátase más bien de la oposición entre el ideal racial del goticismo primitivo —que actuó en
el sentido de cierta crianza y educación [51] —y el tipo del judío sefardí, que se formó en los
ghettos de Occidente y también por crianza psicológica, bajo muy duras circunstancias
exteriores, indudablemente por influjo activo de la comarca y de los pueblos circundantes y
en defensa metafísica contra éstos, sobre todo desde que esta parte de la nación judía,
perdido el idioma árabe, quedó convertida en un mundo aparte. Este sentimiento de una
profunda diferenciación aparece en ambas partes con tanta mayor violencia cuanto que el
individuo tiene más raza. La falta de raza en los hombres espirituales, filósofos, doctrinarios,
utopistas, es la causa de que éstos no comprendan el odio profundo, metafísico en que el
ritmo discorde de dos corrientes vitales aparece cual intolerable disonancia. Este odio puede
llegar incluso a ser trágico, y ha dominado en la cultura india la oposición entre el indio de
raza y el sudra. Durante el período gótico este odio fue profundamente religioso y se
enderezó contra el consensus como religión. Sólo a comienzos de la civilización occidental
hase convertido en materialista y se orienta contra el aspecto espiritual y negociante, que
ahora de pronto puede ser objeto de comparación.
Pero lo que más ha contribuido a separar y agriar ambos enemigos ha sido un hecho, poco
comprendido y apreciado en toda su tragedia. El hombre occidental, desde los emperadores
sajones hasta hoy, ha vivido la historia en el sentido más eminente de esta palabra y la ha
vivido con una conciencia no igualada en ninguna otra cultura. En cambio, el consensus
judío ha cesado por completo de tener historia [52]. Sus problemas estaban ya resueltos; su
forma intensa estaba acabada y había llegado a ser inmutable. Para los judíos, como para el
Islam, para la Iglesia griega y los parsis, ya los siglos no tenían importancia; y por eso el que
está íntimamente unido al consensus no puede comprender la pasión con que los hombres
fáusticos viven las decisiones de su historia, de su sino, encerradas en pocos años; por
ejemplo, al principio de las Cruzadas, durante la Reforma, en la Revolución francesa, en las
guerras de liberación, en todos los momentos culminantes en la existencia de los pueblos.
Todas estas cosas, para el judío, quedan muy remotas, a unas treinta generaciones de
distancia. La historia de gran estilo fluye en torno del judío; las épocas suceden a las épocas;
el hombre cambia de siglo en siglo, mientras que en el ghetto todo es inmovilidad, asi como
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en el alma de quienes lo habitan. Pero aun en el caso de que el judío se considere como
perteneciente al pueblo que le hospeda y tome parte en su destino, como ha sucedido en
muchos países en 1914, sin embargo, no siente en realidad ese destino como el suyo propio,
sino que toma partido por él, lo juzga como espectador interesado, sin comprender
precisamente el último sentido de aquello por lo que se lucha. En la guerra de los Treinta
Años hubo un general judío-—está enterrado en el viejo cementerio judío de Praga—. Mas ¿
qué significaban para ese hombre los pensamientos de Lutero y de Loyola? ¿Qué entendían
de las Cruzadas los bizantinos, próximos parientes de los
judíos? Esto pertenece a las necesidades trágicas de la historia superior, que consiste en las
vidas de culturas particulares, y muchas veces se ha repetido. Los romanos, que eran ya un
pueblo viejo, no hubieran podido comprender lo que para los judíos significaba el proceso de
Jesús y la sublevación del Bar-Kochba. Y el mundo europeo americano ha demostrado su
incapacidad de comprender lo que pasaba en esas revoluciones felahs de Turquía (1908) y
de China (1911). Imposibilitado para percibir el pensamiento y la vida interna y, por tanto, las
ideas de Estado y soberanía dominantes en aquellas comarcas en una el Kalifa y en la otra
el Tien Tse—no ha podido juzgar el curso de los acontecimientos ni, por tanto, preverlos.
El hombre de una cultura ajena puede ser espectador y, por lo tanto, historiador descriptivo
del pasado; pero no puede ser nunca político, es decir, hombre que siente venir el futuro. Si
no posee la fuerza material para actuar en la forma de su propia cultura, despreciando la de
la cultura ajena o desviándola, como pudieron hacer los romanos en Oriente y Disraeli en
Inglaterra, queda impotente y desorientado ante los acontecimientos. El romano y el griego
proyectaban siempre las condiciones vitales de su polis en los sucesos ajenos; el europeo
moderno ve los sinos ajenos a través de las ideas de constitución, parlamento, democracia,
aunque la aplicación de tales representaciones a otras culturas es, en realidad, un absurdo
ridículo. Y el individuo del consensus judío sigue la historia del presente—-que no es sino la
historia de la civilización fáustica extendida sobre todos los mares y continentes—con el
sentimiento radical del hombre mágico, aunque esté plenamente convencido del carácter
occidental de su pensamiento.
Puesto que todo consensus mágico es extraño a una patria geográfica, el judío contempla
involuntariamente en todas las luchas por las ideas fáusticas de patria, idioma materno,
dinastía, monarquía, constitución, una recaída de las formas que le son íntimamente
extrañas y, por tanto, molestas y absurdas, en otras más conformes con su naturaleza. La
palabra internacional que le entusiasma, evoca en él la esencia del consensus sin tierra y sin
límites, ya se trate de socialismo, pacifismo o capitalismo. Si para la democracia
europeoamericana las luchas constitucionales y las revoluciones significan un desarrollo
hacía el ideal civilizado, para él estas luchas son -sin que se dé cuenta de ello —la
descomposición de todo eso que es diferente de su propia naturaleza. Aun en el caso de que
la fuerza del consensus esté quebrajada en su alma y la vida del pueblo huésped le haya
atraído hasta le punto de infundirle verdadero patriotismo, siempre, sin embargo, será su
partido el que tenga fines más comparables con la esencia de la nación mágica. Por eso el
judío es en Alemania demócrata y en Inglaterra—como los parsis en la India—imperialista.
Es el mismo malentendido que cometen los europeos al considerar como afines, esto es,
«constitucionales», a los jóvenes turcos y a los chinos reformistas. El hombre que
íntimamente pertenece a una comunicad, afirma siempre, en el fondo, aun allí donde
destruye; el que le es íntimamente ajeno, niega, aun allí donde aspira a edificar. Es
inimaginable la cantidad de cosas que la cultura occidental ha aniquilado al introducir
reformas en las comarcas lejanas donde asentó su poderío. E igualmente el Judaísmo
aniquila dondequiera que pone su planta. Y el sentimiento de la irremediable necesidad de
esta mutua mala inteligencia produce ese terrible odio, arraigado en la sangre, ese odio que
se fija en caracteres simbólicos, como la raza, la actitud vital, la vocación, el idioma. Y
ambas partes, cuando surge esta situación de choque, llegan a destruirse en arranques
sangrientos [53].
Esto es cierto, sobre todo para la religiosidad del mundo fáustico, que se siente amenazada
en su centro mismo, odiada, comida por una metafísica extranjera. ¡Qué no ha pasado por
nuestra conciencia desde las reformas de Hugo de Cluny, San Bernardo, el concilio
lateranense de 1215, luego Lutero, Calvino y el puritanismo, hasta la época de la «
ilustración»! En cambio, para la religión judía ya no había historia hacia tiempo.
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Dentro del consensus europeo occidental, José Caro volvió a reunir en 1565, en el
Schulchan Aruch, una vez más la misma materia que antaño Maimónides. Igual pudo
haberlo hecho en 1400, o hacerlo en 1800, o no hacerlo en absoluto. En la rigidez del Islam
actual y del cristianismo bizantino, desde las Cruzadas, como también del chinismo posterior
y del egipticismo, todo permanece inmutable, todo formulario e igual; las abstenciones de
alimentos, los signos en los vestidos, las filacteras, la casuística talmúdica, se practican
desde hace siglos sin el menor cambio en Bombay, sobre el Vendidad, y en el Cairo, sobre
el Corán. E igualmente la mística judía—puro sufismo — ha seguido siendo siempre la
misma desde las Cruzadas, como la islámica y, en los últimos siglos, ha producido aún tres
santos en el sentido que este vocablo tiene para el sufismo oriental. Para reconocerlos como
tales santos en dicho sentido es preciso poder atravesar con la mirada el enjambre de las
formas mentales de Occidente. Spinoza, con su pensamiento de la substancia en vez de las
fuerzas, con su dualismo mágico puede compararse a los últimos retoños de la filosofía
islámica, como Murtada y Schirazi, Utiliza el mismo lenguaje conceptual que el barroco
occidental, en donde vive; y se sumerge en las representaciones del barroco tan
perfectamente que llega a ilusionarse a sí mismo; pero la ascendencia de Maimónides y
Avicena y el método talmúdico more geométrico permanecen intactos de todo contagio con
lo que andaba por la superficie de su alma. En Baalchem, fundador de la secta de los
Chassidas, nacido en 1698 en Wolinia, apareció un auténtico Mesías, que, adoctrinando y
haciendo milagros, peregrinó por el mundo de los ghettos polacos. No puede comparársele
sino con el cristianismo primitivo [54]. Este movimiento, nacido de corrientes antiquísimas
de la mística cabalística, conmovió a la mayor parte de los Judíos orientales y representa,
sin duda, algo grande en la historia religiosa de la cultura árabe. Sin embargo, transcurrió en
medio de una humanidad completamente heterogénea, sin que ésta apenas tuviese noticia
de él. La pacífica lucha de Baalchem contra los fariseos talmúdicos de entonces y en pro de
Dios interior al mundo; su figura, semejante a la de Cristo; la abundante leyenda, que pronto
cuajó en torno a su persona y a las personas de sus discípulos, todo esto es de puro espíritu
mágico y tan extraño, en el fondo, para nosotros, hombres de Occidente, como pueda serlo
el cristianismo primitivo.
Los pensamientos de los libros chassidas, asi como su rito, son punto menos que
incomprensibles para el no judío. Con la excitación de la piedad, unos caen en éxtasis; otros
comienzan a bailar, como los derviches del Islam [55]. La doctrina primitiva de Baalchem
fue desarrollada por uno de los apóstoles en el sentido del zaddikismo y también esta
creencia en los santos (zaddiks) enviados unos tras otros por Dios para traer la salvación a
los hombres, que se les aproximan, recuerda el mahdismo islámico, y más aún la doctrina
chiita de los Imames, en quienes se alberga la «luz del profeta». Discípulo de Baalchem fue
Salomón Maimón, que ha dejado una extraña autobiografía. Maimón se pasó de Baalchem a
Kant, cuyo pensamiento abstracto ha ejercido siempre una enorme atracción sobre los
espíritus talmúdicos. El tercero es Otto Weininger, cuyo dualismo moral representa una
concepción puramente mágica, y cuya muerte, en una lucha del alma—lucha de tipo
mágico—entre el bien y el mal, constituye uno de los más sublimes instantes de la
religiosidad posterior [56]. Los rusos pueden sentir algo parecido; pero ni el hombre antiguo
ni el hombre fáustico son capaces de ello.
Con la «ilustración» del siglo XVIII, la cultura occidental se hace urbana e intelectual, y, por
tanto, accesible de pronto a la inteligencia del consensus. Y esta submersión en una época
que, para la corriente vital del judaísmo sefardí (hace tiempo cumplida y acabada),
pertenece a un pasado remoto, aunque puede despertar en ella un sentimiento afín, por
cuanto tiene de critico y negativo, ha tenido fatales consecuencias seductoras.
El consensus, ya históricamente concluso e incapaz de evolución orgánica, ha sido
mezclado al gran movimiento de los pueblos occidentales; se ha sentido conmovido, atraído;
pero en el fondo era esta atracción una descomposición y envenenamiento. Porque para el
espíritu fáustico la «ilustración» significaba un paso adelante en el camino de la vida propia;
un paso sobre ruinas, sin duda, pero en el fondo una afirmación. En cambio, para el
judaísmo era una destrucción nada más; era la descomposición de algo ajeno al alma judía,
de algo que el judío no logró nunca comprender. Muchas veces ofrécese entonces el
espectáculo que suelen dar también el parsi en la India, el chino y el japonés en un medio
cristiano y el americano moderno en China; cínica intelectualidad y riguroso ateísmo frente a
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la religión ajena, y en cambio adhesión obstinada a los usos felahs de la religión propia. Hay
socialistas judíos que, en lo exterior y con sincero convencimiento, combaten toda especie
de religión y en casa observan cuidadosamente los preceptos alimenticios y el ritual de las
filacteras. Pero más frecuente es la ruptura intima total con el consensus, por cuanto éste
significa un nexo de fe, espectáculo éste semejante al de aquellos estudiantes indios que
recibieron educación universitaria con Locke y Mill y que luego despreciaban con idéntico
cinismo las convicciones indias y las occidentales, acabando por caer víctimas ellos mismos
de su interior aniquilamiento. Desde la época napoleónica, el viejo consensus civilizado se
ha mezclado con la «sociedad» occidental, recién ingresada en la civilización y con la
superioridad de la vejez ha puesto en práctica los métodos científicos y económicos del
Occidente. Lo mismo ha hecho pocas generaciones después la inteligencia japonesa,
también muy antigua y aun quizá con mayor éxito. Otro ejemplo de esto mismo nos lo dan
los cartagineses, retoños de la civilización babilónica, que fueron atraídos por el periodo
etruscodórico de la cultura antigua, y, finalmente, se entregaron al helenismo [57]. Los
cartagineses estaban ya hechos y acabados en el sentido religioso y artístico; y por lo mismo
fueron tan superiores a griegos y romanos en los negocios y por ello también odiados sin
limites.
No porque las metafísicas de ambas culturas se hayan aproximado—esto es imposible—,
sino porque la metafísica en una y otra no representa ya papel ninguno, para las altas capas
de la intelectualidad desarraigada, es por lo que esa nación mágica está en peligro de
desaparecer con su ghetto y su religión. Ha perdido toda especie de nexo interior y sólo
queda como un tacto de codos en cuestiones prácticas. Pero ya disminuye la ventaja que el
viejo pensamiento comercial de esta nación mágica poseía; ya casi no existe en
comparación con el americano, con lo cual desaparece el último medio fuerte de mantener
en pie el consensus. En el momento en que los métodos civilizados de las urbes europeas y
americanas hayan llegado a plena madurez habrá cumplido sus destinos el judaísmo, en el
mundo occidental al menos — el mundo ruso constituye un problema aparte.
El Islam tiene un suelo bajo sus plantas. Puede decirse que ha incorporado a su seno los
consensus pérsicos, judíos, nestorianos y monofisitas. El resto de la nación bizantina, los
griegos actuales, viven también en tierra propia.
El resto de los parsis de la India vive dentro de las formas rígidas de una civilización aún
más antigua, aún más felah, lo que le asegura su persistencia. Pero la parte
europeoamericana del consensus judío, que ha atraído a si las demás partes y las ha
adherido a su destino, ha caído en el movimiento de una civilización joven. Carece de toda
relación con una tierra madre, tras varios siglos de vida encerrada en los ghettos.
Esta es la causa de que se halle en descomposición inminente. Pero este sino no le
acontece en la cultura fáustica, sino en la cultura mágica.
Notas:
[1] Véase t. III, pág. 12 y ss., nota a la pág. 12.
[2] Véase pág. 165 del volumen III.
[3] «Quien ama a Dios con alma fervorosa conviértese en él» (Bernardo de Claraval.)
[4] Para el pensamiento religioso, el sino es siempre una magnitud causal. Por eso la critica
del conocimiento lo conoce como palabra que designa obscuramente la causalidad.
Conocemos el sino cuando no pensamos en él.
[5] Véase pág. 40 del volumen III.
[6] Distínguense por la forma interna. Un sacrificio ofrecido por Sócrates es íntimamente una
oración. El sacrificio «antiguo» debe interpretarse como una oración en forma corpórea. La
jaculatoria del criminal es, en realidad, un sacrificio al que el miedo le incita.
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[7] La filosofía no se distingue en este punto lo más mínimo de la creencia popular
Recuérdese la tabla kantiana de las categorías con 3 X 4 unidades, o el método de Hegel, o
las tríadas de Jámblico.
[8] Véase pág. 190 del volumen III.
[9] Y esta disposición en diferente en el pensamiento primitivo, en el cultivado, en el chino,
en el indio, en el antiguo, en el mágico, en el occidental; finalmente, incluso son diferentes el
pensar alemán, el inglés, el francés. Por último, puede decirse que no hay dos hombres con
los mismos métodos exactamente.
[10] ¿Fue acaso la civilizadísima Creta un puesto avanzado del espíritu egipcio? (V. t. III,
pág. 125). Pero los numerosos nombres de localidades y de tribus de la primitiva época
tinita (antes de 3000), que representaban los numina de ciertas especies animales, tenían un
sentido esencialmente distinto. La deidad egipcia de esa época preculta tiene tantos más
espíritus individuales (ka) y almas individuales (bai) cuanto más poderosa es. Esos espíritus
y almas están ocultos en los animales—Bastet, en los gatos; Sechmet, en los leones;
Hathor, en las vacas; Mut, en los buitres—por lo cual, en la imagen divina, el ka (de figura
humana) se esconde, por decirlo asi, detrás de la cabeza animal—.
La mas antigua imagen cósmica del egipcio debía ser un engendro de horroroso terror; las
potencias acometen al hombre aun después de la muerte, y sólo pueden ser aplacadas por
los mayores sacrificios.
La unión del Norte y del Sur está representada entonces por la común adoración del halcón
de Horus, cuyo primer ka está presente en el Faraón reinante. Véase En. Meyer, Gesch. d.
Alt. [Historia de la Antigüedad], 1, § 182 y ss.
[11] BERNOULLI, Die Heiligen der Merovinger [Los santos merovingios], 1900, es una
buena descripción de esta religión primitiva.
[12] Kattenbusch, Lehrb. d. vgl. konfessionsk. [Manual de la ciencia comparada de las
confesiones]. I (1892), pág, 234. N. P. MILJUKOW, Shizz russ. Kulturgesch. [Bosquejo de la
historia de la cultura rusa], 1901, II, págs. 104 y ss.
[13] Borchardt, Reheiligtum des Newoserre [Santuario a Re de Newoserre]. T. 1. (1905). El
Faraón es ya la encarnación de la deidad, y todavía no es, como en la teología del imperio
medio, el hijo de Re.
A pesar de su grandeza terrenal, es pequeño ante el Dios, es un servidor de Dios.
[14] Ermann, Ein Denkmal memphitischer Theologie [Un monumento de la teología
menfítica] Ber. Berl. Ak. [actas de la Acad. de Berlín] 1911 pág. 916.
[15] Pero han supervivido a los olímpicos, porque pertenecían al eterno aldeano.
[16] Wissowa, Religión und Kultus der Römer, pág 41. de la religión etrusca, con su enorme
importancia para toda Italia y , por tanto, para la mitad de la comarca antigua primitiva,
puede decirse lo mismo que hemos dicho de la talmúdica (v. III, pág. 269 y s.). Se encuentra
extramuros de las dos filologías «clásicas» y queda, por lo tanto, totalmente preterida,
sacrificada a la religión aquea y dórica, con las cuales forma una unidad de espíritu y
desarrollo, como lo demuestran sus sepulcros, sus templos y sus mitos.
[17] Nada importa que Dionisos «proceda» de Tracia, Apolo de Asia menor y Afrodita de
Fenicia. Entre los mil motivos extraños y ajenos, solo esos pocos fueron recogidos,
transformados y reducidos a magnifica unidad; lo cual demuestra que se trata de toda una
creación nueva, como el culto gótico a María, que tomó de Oriente todo el conjunto de las
formas.
[18] Así, DE GROOT, Universismus (1918), que trata los sistemas de los taoístas,
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confucianos y budistas, como si evidentemente constituyeran las religiones chinas. Es como
si se quisiera fechar de Carcalla la religión antigua.
[19] CONRADY IN WASSILJEW Die Erschliessung Chinas [Descubrimiento de China], 1909,
pág. 232; B. Schindler, Das Priestertum im alten China [El sacerdocio en la China antigua].
1, 1919.
[20] CONRADY, China, pág. 516.
[21] Esta representación es esencialmente distinta de la dualidad egipcia entre el ha
espiritual y el pájaro del alma bai, y aun mas distinta de las dos substancias mágicas
[22] O. FRANKE, Studien zur Geschichte der Konfuzianischen Dogmas [Estudios sobre la
historia del dogma confuciano], 1920, pág. 202
[23] Otro tanto sucedía en la antigüedad. Las figuras homéricas eran para los hombres cultos
de la Hélade pura literatura, representaciones, motivos artísticos. Ya en época de Platón no
eran otra cosa.
Pero hacia 1100 los hombres quedaban aniquilados ante la sensible realidad de Demeter y
de Dionysos,
[24] Véase t. III, pág. 113.
[25] Tal es el verdadero resultado del libro de BURDACH, Reformation, Renaissance,
Humanismus, 1918
[26] BEZOLD, Hist. Ztscfr. [Revista histórica], XLV, pág. 208.
[27] Ni siquiera re-descubierto. El hombre antiguo es un cuerpo animado, una unidad entre
otras muchas independientes entre sí. Pero el hombre fáustico es un centro en el Todo y con
su alma abarca el Todo. La personalidad (individualidad) no significa algo aislado, sino algo
único.
[28] Por eso ha dado este sacramento al sacerdote occidental una enorme fuerza. El
sacerdote recibe la confesión personal, y absuelve personalmente en nombre del infinito. Sin
él, la vida es intolerable.
La idea del deber de la penitencia, que quedó definitivamente establecida en 1215, procede
de Inglaterra, como los primeros libros penitenciales. También allí se originó la idea de la
inmaculada Concepción y la idea del papado, en una época en que para Roma era todavía
una mera cuestión de poder y de rango. Este hecho de que las ideas decisivas hayan
surgido en los lugares más remotos, allende el Imperio franco, demuestra una vez más que
el cristianismo gótico no tiene nada que ver con el cristianismo mágico.
[29] Algunas voces hay que delatan la inmensurable diferencia entre el alma fáustica y el
alma rusa. La palabra rusa que expresa el cielo es njébo, una negación (n). El hombre
occidental mira hacia arriba; el ruso mira al lejano horizonte. La diferencia entre ambos
afanes de profundidad debe ser interpretada en el sentido de que el occidental siente la
pasión del avanzar en todas las direcciones, en el espacio infinito, mientras que el ruso se
exterioriza afanoso de que lo impersonal en el hombre coincida con la llanura sin fin. Asi
entiende el ruso las palabras hombre y hermano; considera la humanidad como una planicie.
¿Cabe imaginar un ruso astrónomo? El ruso no ve las estrellas, porque sólo ve el horizonte.
En vez de la bóveda celeste dice la cuesta del cielo. Es lo que, con la llanura, forma allá, en
la lejanía, el horizonte. El sistema copernicano es, para el alma rusa, ridículo, sea su sentido
matemático el que quiera.
Las palabras «sino, destino», suenan como una música militar; la voz «ssudjba» se quiebra.
No hay un yo bajo ese cielo. «Todos son culpables de todo», lo impersonal es culpable de lo
impersonal en esa planicie infinita; tal es el sentimiento metafísico fundamental de todas las
creaciones de Dostoyevski, Por eso Iván Karamazov se declara asesino, aun cuando otro ha
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realizado la muerte. El criminal es el «desgraciado»—total negación de la responsabilidad
personal fáustica—. La mística rusa no tiene nada de aquel fervor trascendente del
goticismo de Rembrandt, de Beethoven, que puede ascender hasta el júbilo celestial. Dios
no es, para el ruso, la profundidad azulada allá arriba. El amor místico del ruso es el de la
planicie; es el amor de los hermanos bajo una misma presión, a lo largo de la tierra; es el
amor a los pobres animales torturados, que andan sobre la tierra, a las plantas de la tierra;
nunca a los pájaros, a las nubes, a las estrellas. La palabra rusa wolja, nuestra voluntad,
significa ante todo: no estar obligado, ser libre—y no para algo, sino de algo, y, sobre todo,
de la obligación de actuar personalmente—. La libertad de la voluntad aparece como el
estado en que no manda nadie ni nada y en que puede uno entregarse al capricho. Nuestro
espíritu es ?; el duch ruso es ?. ¿Qué cristianismo surgirá de este sentir cósmico?.
[30] Y así como una iglesia reformada, que se separa del tronco, transforma necesariamente
la Iglesia madre, así existió también una
contrarreforma mágica. En el Decretum Gelasii (hacia 500 en Roma) incluso Clemente
Alejandrino, Tertuliano y Lactancio fueron declarados herejes. En el sínodo de 543, en
Bizancio, Orígenes también fue condenado.
[31] BOEHMER, Luther im Lichte der neueren Forschung [Lutero a la luz de la investigación
reciente], 1918, Págs. 54 y ss.
[32] M OSBORN, Die Teufelsliteratur del 16. Jahrhundert [La Literatura sobre el diablo en el
siglo XVI] 1893.
[33] M. BAUMGARTNER, Geschichte del Philosophie des Mittelalters. [Historia de la filosofía
de la edad Media], págs. 425 y ss. 620 y ss.
[34] KRUNBACHER, Bysant. Literaturgesch. [Historia de la literatura bizantina], pág. 12.
[35] Met. XI, 8.
[36] Algunos califas, como Al-Maimum (813-33) y los últimos omeyas hubieran admitido algo
semejante en el Islam. Había entonces en Bagdad un club en el que cristianos, judíos,
muslimes y ateos discutían, y en el que estaba prohibido apelar a la Biblia o al Corán.
[37] GERCKE-NORDEN. Einl. in die Altertumwiss. [introducción a la arqueología]
[38] Si algo existe hoy ya que permita sospechar esas formas—que evidentemente
retroceden hacia ciertos elementos del cristianismo gótico—, no es ciertamente el gusto
literario por las especulaciones indias y chinas posteriores, sino, por ejemplo, el Adventismo
y otras sectas por el estilo.
[39] Véase Arnim, Stoicorum veterum fragmenta, pág. 537.
[40] Véase pág. 285 y s. del t. III.
[41] El Lü-chi Tchun-tsiu, de Lü-pu-wei (+ 237 a. J. C, en la época augustana de China), es
el primer monumento del sincretismo, cuya condensación es la obra ritual Li-ki, que surge
durante la época Han. Véase B. Schindler, Das Priestertum im alten China [El sacerdocio en
la antigua China], 1, pág. 93.
[42] M. Horten, Die religiosa Gedankenwelt des Volkes im heutigen Islam [El mundo religioso
del pueblo en el Islam actual], 1917.
[43] 1018-78. Véase Dieterich, Byzantinische Charakterköpfe [Figuras bizantinas], 1909, pág.
63.
[44] Los dos, al llegar a la senectud, después de largas y duras guerras, sumergiéronse en
una religiosidad dulce y cansada, aunque alejados de toda confesión determinada. Asoka no
fue budista dogmático, aunque comprendió y protegió estas corrientes.
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(Hillebrandt, Altindien [La India antigua], pág. 143.)
[45] De Groot, Universismus, 1918, pág. 134.
[46] Véase t. III, pág. 239 y s.
[47] Véase FKOMER, Der Talmúd pág 217. La «vaca roja» y el ritual de la unción de los
reyes judíos son tratados con igual serenidad que las más importantes determinaciones del
derecho privado.
[48] Strunz, Gesch. der Naturwiss. Im. Mittelalter [historia de la ciencia natural en la Edad
Media] pág. 89.
[49] Véase t. III, pág. 247.
[50] Véase t. III, pág 246 y ss. y pág 369 y ss.
[51] Véase t. III, pág. 180 y ss.
[52] Véase t. III, pág. 75.
[53] Entre ellos, además de la orden dada por Mitrídates, pueden contarse la matanza de
Chipre (t. III, pág. 281), la sublevación de los cipayos en la India, la de los boxers en China,
y la irritación bolchevique de los judíos, de los letones y demás pueblos extranjeros contra la
Rusia zarista.
[54] P. Levertoff, Die religiöse Denkweise der Chassidim [El pensamiento religioso de los
chassidas], 1918, págs. 128 y ss. Véase también M. Buber, Die Legende des Baalchem,
1907.
[55] Levertoff, pág. 136.
[56] O. Weininger, Taschenbuch [Cuaderno], 1919; sobre todo, páginas 19 y ss.
[57] Sus barcos eran en la época romana más bien griegos que Fenicios; su ciudad estaba
organizada como una polis, y entre las personas cultas, como Aníbal, el idioma griego
estaba muy extendido.
Capítulo V
El Estado.
A
EL PROBLEMA DE LAS CLASES: NOBLEZA Y CLASE
SACERDOTAL.
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1 [58]
Inescrutable arcano de esas fluctuaciones cósmicas, que llamamos vida, es su separación
en dos sexos. Ya en las corrientes de la existencia del mundo vegetal, adheridas al suelo,
hay una tendencia a la separación, como muestra el símbolo del florecimiento: algo que es
la existencia misma y algo que la conserva. Los animales son libres, pequeños mundos
dentro del mundo mayor; son elementos cósmicos que, cerrados en forma de microcosmos,
quedan contrapuestos al macrocosmos. Y aquí se exalta la dualidad de las direcciones hacia
dos seres, el masculino y el femenino, con mayor resolución conforme se adelanta en el
transcurso de la historia animal.
Lo femenino está más próximo al elemento cósmico, más hondamente adherido a la tierra,
más inmediatamente incorporado a los grandes ciclos de la naturaleza. Lo masculino es más
libre, más animal, más movedizo, y en el percibir y comprender, más despierto, más tenso.
El hombre vive el sino y concibe la causalidad, la lógica de 'o producido según causa y
efecto. Pero la mujer es sino, es tiempo, es la lógica orgánica del devenir mismo. Por eso
eternamente le permanece ajeno el principio causal. Siempre que el hombre ha intentado
hacer palpable el sino, siempre ha recibido la impresión de algo femenino: moiré, las parcas,
las nornas. El Dios máximo no es el sino mismo, sino un dios que representa o domina el
sino — como el hombrea la mujer. La mujer en las épocas primitivas es también la vidente,
no porque conozca el futuro, sino porque es futuro. El sacerdote interpreta tan sólo. La mujer
es el oráculo. El tiempo mismo habla en ella.
El hombre hace la historia; la mujer es la historia. De manera misteriosa descúbrese aquí un
doble sentido del acontecer viviente: es una corriente cósmica y es también la sucesión de
los microcosmos mismos que aquella corriente acoge en si, protege y conserva. Esta
«segunda» historia es la propiamente masculina, la historia política y social, historia más
consciente, más libre, más movida. Arraiga profundamente en los comienzos del mundo
animal y recibe su máxima forma, simbólica y universal-histórica, en los ciclos vitales de las
culturas superiores. Femenina es aquella «primera» historia, la historia eterna, materna,
vegetal—la planta misma tiene siempre algo de femenino —, la historia sin cultura de las
generaciones sucesivas, que no cambia, que fluye uniforme y suavemente por la existencia
de todas las especies animales y humanas, por todas las culturas particulares, de breve
vida. Si miramos hacia atrás, nos aparece idéntica con la vida misma. También esa historia
tiene sus luchas y sus tragedias. La mujer gana su victoria en el lecho de la parturienta.
Entre los aztecas, los romanos de la cultura mejicana, la parturienta era saludada como
valiente guerrero, y la que moría dando a luz era sepultada con las mismas fórmulas que el
héroe caído en la batalla. La eterna política de la, mujer es la conquista del hombre,
mediante la cual puede ser madre de hijos, puede ser historia, puede ser sino y futuro. La
profunda prudencia, la astucia guerrera de la mujer se endereza siempre al padre de su hijo.
Pero el padre, que con la gravedad de su esencia pertenece a la otra historia, quiere tener a
su hijo como heredero, como sujeto y sustento de su sangre y de su tradición histórica.
En el hombre y la mujer pelean las dos clases de historia por alcanzar el predominio. La
mujer es enteramente lo que es, y su experiencia del hombre y de los hijos la refiere siempre
sólo a sí misma, a su propia determinación. Pero en la esencia del varón hay siempre cierto
dualismo. Es esto, y también aquello otro, cosa que la mujer no comprende ni admite, y
percibe este dualismo como violencia y robo de lo que para ella es lo más sagrado. He aquí
la secreta guerra de los sexos, guerra eterna, que existe desde que hay sexos, guerra
silenciosa, amarga, sin cuartel, sin merced. Hay en ella política, batallas, ligas, contratos y
traiciones. Los sentimientos raciales de odio y amor, que se originan ambos en los
hontanares del anhelo cósmico, en el sentimiento primordial de la dirección, dominan entre
los sexos con más dureza aún que en la otra historia, entre hombre y hombre. Hay una lírica
amorosa y una lírica guerrera, danzas amorosas y danzas de armas, y hay dos clases de
tragedia: Otelo y Macbeth. Pero no hay nada en el mundo político que llegue a los abismos
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de la venganza de Clitemnestra y de Krimhilda.
Por eso la mujer desprecia la otra historia, la política del hombre, que ella no comprende, y
de la que sólo sabe que le roba los hijos. ¿Qué significa para ella una victoria que anula mil
partos? La historia del hombre sacrifica la de la mujer, y existe el héroe femenino que lleva
orgulloso los hijos al sacrificio—Catalina Sforza, en Imola—. Sin embargo, la eterna política
recóndita de la mujer, política que se retrotrae hasta los principios del mundo animal,
consiste en apartar de aquélla al hombre para sumergirlo en su propia política vegetal de la
Perpetuación sexual, esto es, para sumergirlo en si misma.
Y sin embargo, todo en la otra historia sucede en el fondo para proteger y conservar esta
historia eterna del engendrar y del y del morir, Las expresiones para decir esto son muy
varias: luchar por los hogares, por la mujer y los hijos, por la prole, la raza, el pueblo, el
futuro. La lucha entre hombre y hombre acontece siempre por la sangre, por la mujer. Por la
mujer, que es el Tiempo, es por lo que existe la historia de los Estados.
La mujer de raza lo siente, aunque no lo sepa. Ella es el sino; ella representa el sino.
Comienza todo con la lucha entre los hombres que quieren poseerla — Helena, la tragedia
de Carmen, Catalina II, Napoleón y Desirée CIary que Bernadotte al fin arrastró al lado
enemigo —, lucha que llena ya la historia de especies enteras animales. Termina con el
poderío supremo de la mujer, como madre, esposa, amada, sobre el destino de imperios —
Halgerda en la leyenda del Nial; Brunilda, la reina de los francos; Marozia, que da la sede
pontificia a los hombres de su elección -—. El hombre asciende en su historia hasta tener en
su mano el futuro de un país — pero entonces llega una mujer y le obliga a arrodillarse. Ya
pueden entonces arruinarse los pueblos y los Estados; ella, la mujer, ha vencido en su
historia. La ambición política que alienta en una mujer de raza no tiene, en el fondo, otro
propósito [59].
La palabra historia posee, pues, un sentido doble y sagrado.
Es historia cósmica o historia política. Es la existencia o protege la existencia. Hay dos
clases de sino, dos clases de guerras, dos clases de tragedias: las públicas y las privadas.
Nada, nadie es capaz de eliminar del mundo esta oposición. Desde un principio está
fundada en la esencia misma del microcosmos animal, que es a la vez algo cósmico.
Aparece en todas las situaciones importantes, en la figura de un conflicto entre deberes,
conflicto que sólo existe para el hombre, no para la mujer; y en el transcurso de las culturas
superiores, lejos de ser vencida, es continuamente profundizada. Existe una vida pública y
una vida privada, un derecho público y un derecho privado, un culto común y un culto
doméstico. La existencia como clase social es la existencia «en forma» para la historia
pública; pero como tribu, la existencia fluye y constituye la historia privada. Es la vieja
diferencia que hacían los germanos entre el «lado de la espada» y el «lado del huso». Este
doble sentido del tiempo encuentra su expresión suprema en las dos ideas del Estado y de
la familia.
La articulación de la familia es, en materia viva, lo mismo que la figura de la casa es en
materia muerta [60]. Cuando se transforma la estructura y sentido de la existencia familiar el
plano de la casa varia. A la «antigua» manera de vivir corresponde la familia agnada de
estilo antiguo, que en los derechos varios de las ciudades helénicas está aún más
vigorosamente expresada que en el derecho romano, más joven [61]. La familia se halla
establecida sobre el hecho presente, sobre el aquí y ahora euclidianos, lo mismo que la polis
es concebida como la suma de los cuerpos presentes. Por lo tanto, el parentesco de sangre
no es para ella ni necesario ni suficiente; el parentesco de sangre termina donde acaban los
límites de la patria potestas, de la «casa». La madre, con sus hijos carnales, no es parienta
agnada, si se la considera en si misma; sólo por cuanto se somete a la patria potestas del
marido es la madre hermana agnada de sus hijos [62]. En cambio, al consensus corresponde
la familia mágica, la familia cognada — en hebreo, mischpacha—, que está representada
por la consanguinidad paterna y materna y que posee un «espíritu», es un «consensus» en
pequeño, pero sin determinado jefe [63]. Caracteriza muy bien la extinción del alma antigua
y el desarrollo del alma mágica el hecho de que el derecho «romano» de la época imperial
pase poco a poco de la agnación a la cognación. Algunas Novelas de Justiniano (118, 127)
establecen nuevas reglas para el derecho de herencia, a consecuencia de la victoria de la
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idea mágica de la familia.
Por la otra parte, contemplamos masas de individuos que pasan y perecen, haciendo la
historia. Cuanto más puro, más hondo, más fuerte, más evidente es el ritmo común de esas
generaciones sucesivas, tanto más sangre y raza atesoran.
Sobre la infinidad de todas ellas, destácanse unidades animadas, enjambres que se sienten
conjuntos en idéntica pulsación de la existencia; no son comunidades espirituales como las
órdenes, los gremios, las escuelas científicas, unidas en iguales verdades, sino lazos de
sangre en medio del combate de la vida.
Son corrientes de vida que—para emplear un término deportivo muy profundo—se hallan
«en forma». En forma está una cuadra de caballos de carrera cuando, seguros en sus
articulaciones, saltan los potros con fino empuje las vallas y se mueven en igual ritmo sobre
la llanura. En forma están los luchadores, los esgrimidores, los futbolistas cuando obran las
mayores audacias con naturalidad y ligereza. En forma está una época del arte cuando ha
convertido la tradición en naturaleza, como el contrapunto para Bach. En forma se halla un
ejército como el de Napoleón en Austerliz o como el de Moltke en Sedán.
Todo cuanto se ha llevado a cabo en la historia universal, no sólo en las guerras, sino
también en esa continuación de la guerra con medios espirituales, que llamamos política;
toda diplomacia triunfante, toda táctica y estrategia, no sólo de los Estados, sino también de
las clases y partidos, todo proviene de unidades vivientes que se hallaban «en forma».
La palabra que expresa, la educación racial es la palabra crianza, a diferencia de la
instrucción, que sirve de fundamento a las comunidades conscientes por identidad de lo
aprendido o creído. Para la instrucción hay libros; para la crianza, hace falta el ritmo
constante y armonía del contorno en que el sujeto vive, sintiéndolo, compenetrándose con
él; he aquí la educación del claustro y la educación de los pajes en el gótico.
Todas las buenas formas de una sociedad, todo ceremonial, es el ritmo sensible, visible de
una especie de existencia. Para dominarlo hay que tener ese ritmo y tacto. Por eso las
mujeres, más instintivas y próximas al elemento cósmico, se acostumbran más pronto que
los hombres a las formas de un nuevo ambiente. Mujeres nacidas en esferas bajas se
mueven al cabo de un par de años con perfecta seguridad en un mundo distinguido. Pero
igualmente descienden con la misma rapidez. El hombre cambia menos, porque está más
despierto. El proletario nunca llega a ser perfecto aristócrata; el aristócrata nunca se
convierte del todo en proletario. Los hijos son los que ya poseen el ritmo del nuevo
ambiente.
Cuanto más profunda es la forma, tanto más rigurosa y distante. Al que no pertenece a ella !
e parecerá esclavitud. Pero el que la posee, la domina con perfecta libertad y ligereza. El
principe de Ligne era, como Mozart, señor y no esclavo de la forma. Otro tanto puede
decirse de todo aristócrata nativo, de todo político y general.
Por eso hay en todas las culturas superiores una clase aldeana, que es raza pura y en cierto
modo naturaleza, y una sociedad que pretende estar «en forma», grupos de clase, sin duda,
más artificiales y efímeros. Pero la historia de esas clases es historia universal en potencia
superior. Comparada con ellas, la clase aldeana aparece sin historia. Teda la historia de
gran estilo, con sus seis milenios, se ha realizado en los ciclos vitales de las culturas
superiores, porque estas culturas mismas tienen su centro creador en clases, que se
someten a una crianza, en clases que han sido criadas hasta la perfección. Una cultura es
Un alma que se expresa en formas simbólicas; pero estas formas son vivientes y
evolucionan, incluso las del arte, cuya conciencia adquirimos abstrayéndolas de la historia
artística; estas formas residen en la existencia potenciada de individuos y círculos, en eso
que acabamos de llamar «estar en forma» y que representa la cultura precisamente por esa
altitud de la forma misma.
Es esto un rasgo grandioso y único dentro del mundo orgánico. Es el único punto en donde
el hombre se alza sobre los poderes de la naturaleza y se torna creador. El hombre,
considerado como raza, es aun creación de la naturaleza, es criado por la naturaleza. Pero
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considerado como clase, el hombre se cría a si misma, lo mismo que cría las nobles razas
de plantas y anímales en su derredor. Esto, precisamente, es cultura en el último y supremo
sentido. Cultura y clase son conceptos equivalentes; nacen y perecen como unidad. La
crianza de vinos selectos, de flores y frutas selectas, la crianza de caballos pura sangre, es
cultura, y en el mismo sentido exactamente surge la cultura humana selecta, como
expresión de una existencia que se ha puesto a sí misma «en forma».
Precisamente por eso existe en cada cultura un fuerte sentimiento para discernir quién
pertenece a ella y quién no. El concepto antiguo del bárbaro, el concepto arábigo del infiel—
el amhaarez o giaur—, el concepto índico del sudra, por muy diferentemente que sean
pensados, no expresan, ante todo, odio ni desprecio, sino que establecen una diferenciación
en el ritmo de la existencia, diferenciación que traza un límite infranqueable en todas las
cosas profundas. Este hecho claro e inequívoco ha sido obscurecido por el concepto indico
de la «cuarta ciase», que, en realidad, como hoy sabemos, no ha existido nunca [64].
El código de Manu, con sus famosos preceptos sobre el trato del sudra, procede del estado
felah, ya desenvuelto en India, y sin referirse a fa realidad jurídica existente, ni aun siquiera
a la posible, diseña con su oposición el ideal orgulloso de los bramanes; no muy distinto
hubo de ser, sin duda, el concepto del vulgar trabajador en la filosofía antigua posterior. Esto
nos ha inducido a malentender la casta, como fenómeno específicamente indio, y a adoptar
una opinión errónea sobre la actitud del hombre antiguo frente al trabajo.
Trátase, en todo caso, del resto o residuo que no entra en línea de cuenta para la vida
íntima de la cultura y su simbolismo; trátase de los elementos de que prescinde, desde
luego, toda clasificación significativa, algo asi como lo que en la actual Asia oriental se llama
outcast. En el concepto gótico del corpus christianum queda expresamente dicho que el
consensus judío no pertenece a él. Dentro de la cultura arábiga, en el circulo de la nación
judía, persa, cristiana y, sobre todo, islámica, el infiel es solamente tolerado y, por lo demás,
queda despreciativamente atenido a su propia administración y justicia. En la Antigüedad
son «outcast» no sólo los bárbaros, sino en cierto sentido también los esclavos; pero, sobre
todo, los restos de la población aborigen, como los penestes en Tesalia y los ilotas en
Esparta, cuyo trato por sus señores nos hace recordar la actitud de los normandos en la
Inglaterra anglosajona y la de los caballeros germánicos en el Oriente eslavo. En el código
de Manu aparecen como nombres de la clase sudra, viejos nombres de pueblos que
pertenecen al «distrito colonial» del Ganges inferior, entre ellos Magadha—según lo cual
podrían haber sido sudras Buda y el César Asoka, cuyo abuelo, Chandragupta, procedía de
origen humildísimo—; otros son nombres de oficios, lo que nos recuerda que también en
Occidente y en otros sitios ciertos oficios eran «outcast», como los mendigos—¡que en
Homero forman una clase!—, los herreros, los cantores y los sin fortuna, que en época
gótica eran sustentados en masa por la caridad de la Iglesia y la beneficencia de piadosos
seglares.
Finalmente, la casta es una palabra de la que se ha hecho mas abuso que uso. En Egipto,
durante el Imperio antiguo y medio no hubo castas, corno no las hubo tampoco en la India
prebudista ni en China antes de la época Han. Sólo en períodos muy posteriores aparecen
las castas; pero aparecen en todas las culturas. A partir de la 21 dinastía (hacia 1100),
Egipto cae en manos de la casta sacerdotal tebana y de la casta guerrera libia, y el
anquilosamiento va desde entonces progresando hasta la época de Herodoto, que consideró
la situación de su tiempo falsamente como especifica de Egipto. Nosotros cometemos el
mismo error respecto a la India. La clase y la casta se diferencian como la cultura primera se
diferencia de la civilización posterior. En la formación de las clases primordiales, nobleza y
sacerdocio, desenvuélvese la cultura. En las castas se expresa el estado felah definitivo. La
clase es lo más vivo que existe; es la cultura en marcha, es «forma acuñada que se
desenvuelve viviendo». La casta, en cambio, es lo definitivamente concluso; es el tiempo
del acabamiento como absoluto pretérito.
Las grandes clases son cosa completamente distinta de los grupos profesionales, como
obreros, empleados, artistas; estos grupos se mantienen por tradición técnica y por el
espíritu de su trabajo. Pero las grandes clases son símbolos en carne y sangre; su ser, su
apariencia, su actitud, su modo de pensar tienen un sentido simbólico. En toda cultura la
clase aldeana es un puro trozo de naturaleza y de crecimiento; por tanto, una expresión
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impersonal. En cambio, la nobleza y la clase sacerdotal son el resultado de una crianza e
instrucción superior; son, pues, expresión de una cultura personal que por la altitud de su
forma excluye no sólo al bárbaro, al sudra, sino a todos los que no pertenecen a la clase,
considerándolos como restos; la nobleza los llama «pueblo» y el sacerdote «legos». Y ese
estilo de la personalidad es el que se petrifica en el felaquismo y se convierte en tipo de una
casta que, inalterable, perdura por los siglos. Si dentro de la cultura viviente la raza y la
clase se contraponen como lo impersonal y lo personal, así en las épocas felahs la masa y la
casta, el coolee y el braman o mandarín se contraponen como lo informe a lo formulario. La
forma viviente se ha convertido en fórmula, con estilo, sin duda, pero con la rigidez
estilizada, con el estilo petrificado de la casta; es algo de una finura suprema, penetrada de
espíritu y dignidad, algo que contempla a los hombres vivientes y cambiantes de una cultura
desde una altitud infinitamente superior—no tenemos idea de la altura desde la cual un
mandarín o un braman miran el pensar y el hacer europeo, ni podemos imaginar cuan
profundamente debían despreciar los sacerdotes egipcios a sus visitantes, como Pitágoras y
Platón—; pero es también algo que camina inmóvil a través del tiempo, con la sublimidad
bizantina de un alma que, desde hace tiempo, dejó tras de si resueltos todos los misterios y
problemas.
2
En la época carolingia distinguíanse los siervos, los libres y los nobles. Es ésta una jerarquía
primitiva fundada en los meros hechos de la vida exterior. En la época primera del goticismo
dicen las ordenanzas de Freidank: «Dios ha creado tres vidas: los dependientes, los
caballeros y los sacerdotes.» He aquí verdaderas diferencias de clase, en una cultura que
acaba de despertar. La «espada y la estola» se oponen al arado. Aquéllas constituyen las
clases, en el sentido más pretencioso, y se contraponen a todo lo demás, a lo que no es
clase, a lo que, siendo un hecho, carece de sentido profundo. La distancia interior, sentida
por todos, es tan fatal y poderosa que no hay intelección que no la comprenda. Asciende de
las aldeas el odio; desciende de los castillos el desprecio. Ni la posesión, ni la fuerza, ni la
profesión han abierto este abismo entre las «vidas».
No tiene esta división fundamento lógico alguno. Es de naturaleza metafísica.
Más tarde, después de haberse formado las ciudades, aparece la burguesía, el «tercer
estado o tercera clase». También el burgués mira ahora despreciativo hacia el campo que,
en su derredor yace, romo, inmutable, soportando la historia. Frente al campesino, el
burgués se siente más despierto, más libre y, por tanto, más progresivo en la vía de la
cultura. También desprecia a las dos clases primarias, «hidalgos y curas», como algo que
espiritualmente se halla debajo e históricamente detrás de él. Pero frente a esas dos clases
humanas, el burgués, como el aldeano, es un resto, no es una clase. El labrador casi no
existe en el pensamiento de los «privilegiados». El burgués existe, sí; pero como lo
contrario, como el fondo sobre el cual se destacan los «privilegiados». La burguesía es
aquello por contraste con lo cual las dos clases primordiales se dan cuenta de su sentido
trascendente, ajeno a todo lo práctico. Y si en todas las culturas sucede esto en la misma
forma; si el curso de la historia se verifica por doquiera en estas y con estas oposiciones, de
suerte que las guerras instintivas de labradores aparecen en las primaveras de las culturas,
y las guerras burguesas, con bases espirituales, surgen en las épocas posteriores—por
distintos que sean los simbolismos de cada cultura diferente—, entonces el sentido de este
hecho deberá buscarse en los últimos fundamentos de la vida misma.
Es una idea la que sirve de base a las dos clases primordiales y sólo a ellas. Esta idea les
proporciona el poderoso sentimiento de un rango, concedido por Dios, y, por tanto,
substraído a toda critica, rango que les impone el deber de respetarse a sí mismas, de tener
conciencia de sí mismas y también de someterse a la más dura crianza y, en ocasiones, de
afrontar la muerte. Ese rango confiere a las clases primordiales la superioridad histórica, el
encanto del alma, que no presupone fuerza, pero que la crea. Los hombres que pertenecen
a dichas clases íntimamente y no sólo por el nombre, son verdaderamente algo distinto del
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resto; su vida, en oposición a la vida aldeana y burguesa, va sustentada en una dignidad
simbólica. Su vida no es vida para ser vivida, sino para tener un sentido. En las dos clases
primordiales exprésanse los dos aspectos de toda vida libre en movimiento: en una, la
existencia; en otra, la conciencia.
Toda nobleza es símbolo viviente del tiempo. Todo sacerdocio es símbolo del espacio. El
sino y la santa causalidad, la historia y la naturaleza, el cuando y el donde, la raza y el
idioma, la vida sexual y la vida sensual, todo esto alcanza aquí su máxima expresión
posible. El noble vive en un mundo de hechos; el sacerdote vive en un mundo de verdades.
Aquél entiende de las cosas, éste las conoce; aquél actúa, éste piensa. El sentimiento
cósmico del aristócrata es todo ritmo; el del sacerdote es todo tensión. Entre los días de
Carlomagno y de Conrado II se ha formado, en la corriente de la existencia, algo que no
puede explicarse, algo que es preciso sentir para comprender el nacimiento de una cultura
nueva. Hacía muchísimo tiempo que había nobles y sacerdotes; pero sólo ahora, y no por
mucho tiempo, existe una nobleza y una clase sacerdotal en máximo sentido y con la
gravedad plena de una significación simbólica [65]. El poder de este simbolismo es tan
grande, que ante él retrocede cualquier otra diferencia de comarcas, pueblos e idiomas. Los
sacerdotes góticos forman una gran comunidad sobre todos los países, desde Irlanda hasta
Calabria. La aristocracia antigua primitiva ante Troya, y la aristocracia gótica primitiva ante
Jerusalén, actúan como una sola gran familia. Los distritos del viejo Egipto y los Estados
feudales de la primer época Chu aparecen como formas mezquinas frente a las clases,
como igualmente la Borgoña y la Lorena en la época de los Staufen. El cosmopolitismo
surge al comienzo y al final de cada cultura: al principio, porque la fuerza simbólica de las
formas sociales es superior aun a la de las formas nacionales, y al final, porque la masa
informe se sumerge bajo ellas.
Las dos clases se excluyen desde el punto de vista de la idea.
La contraposición primordial de lo cósmico y lo microcósmico, contraposición que pasa por
todos los seres libres con movimiento en el espacio, es la base de su doble significación.
Cada una de las clases es posible y necesaria por la otra. En el mundo homérico domina un
hostil silencio sobre el mundo órfico; y para éste aquél—demuéstranlo los pensadores
presocráticos— es un objeto de ira y de desprecio. En la época gótica los espíritus
reformadores se opusieron en entusiasmo sagrado a las naturalezas renacentistas; el Estado
y la Iglesia no llegan nunca a un arreglo, y esta oposición culmina en la lucha entre el
Imperio y el Pontificado, cumbre que sólo para el hombre fáustico era posible.
La nobleza es la clase propiamente dicha, conjunto de sangre y raza, corriente de existencia
en la forma más perfecta imaginable. La nobleza es, precisamente por eso, una clase
labradora superior. Todavía hacia 1250 era válida por todo Occidente la frase de que «quien
labra de mañana, cabalga por la tarde al torneo», y era corriente la costumbre de que los
caballeros se desposaran con hijas de aldeanos. El castillo, contrariamente a lo que le
sucede a la iglesia, nace de la casa aldeana, pasando por la residencia campesina de los
nobles, por ejemplo, en la época de los Francos. En las sagas de Islandia los cortijos son
sitiados y defendidos como castillos. La nobleza y la clase labradora son vegetativas,
instintivas, profundamente arraigadas en la tierra madre. Propáganse, críanse en el cuido
del árbol genealógico. Comparada con éstas, la clase sacerdotal es propiamente la anticlase, la clase de la negación, la no-raza, la independencia con respecto al suelo, la
conciencia libre, intemporal, sin historia. En cada aldea, desde la Edad de piedra hasta las
cumbres de la cultura, en cada estirpe aldeana se representa en pequeño ¡a historia
universal. En vez de pueblos, son familias; en vez de naciones, son cortijos; pero el sentido
último de la lucha allí y aquí es el mismo: la perpetuación de la sangre, la serie de las
generaciones, lo cósmico, la mujer, la fuerza. Macbeth y el rey Lear hubieran podido
concebirse en forma de tragedias aldeanas; ésta es la prueba de que son tragedias
auténticas. En todas las culturas aparecen la nobleza y la clase labradora en forma de
generaciones, voz que en todos los idiomas confina con la designación de los dos sexos o
géneros en que la vida se propaga, tiene historia y hace historia. Y como la mujer es
historia, el rango interior de las estirpes aldeanas y nobiliarias se determina según el grado
de raza que sus mujeres poseen, según el grado de sino que sus mujeres representan. Por
eso hay un sentido profundo en el hecho de que la historia universal, cuanto más genuina y
social, tanto más incluye el torrente de la vida pública en la vida privada de algunas grandes
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estirpes, incorporándoselas. En esto se funda el principio dinástico; pero también el principio
de la personalidad histórica. Los sinos de los Estados resultan dependientes de los sinos
privados, por que pasan unas pocas personalidades, sinos que adquieren entonces
dimensiones extraordinarias. La historia de Atenas en el siglo V es, en gran parte, la historia
de los Alcmeónidas; la historia de Roma es la de algunas estirpes, como los Fabios o los
Claudios. La historia de los Estados barrocos es, en su bosquejo, idéntica a las actuaciones
de la política de los Habsburgos y de los Borbones, y sus crisis tienen la forma de
matrimonios y guerras de sucesión. La historia del segundo matrimonio de Napoleón
comprende el incendio de Moscú y la batalla de Leipzig. La historia del pontificado es, hasta
muy entrado el siglo XVIII, la historia de algunas estirpes nobles que aspiran a la tiara para
fundar un principado familiar. Y lo mismo puede decirse de los dignatarios bizantinos y de
los primeros ministros ingleses, como demuestra la historia familiar de los Cecil. Y aun cabe
afirmar lo propio de muchos jefes de grandes revoluciones.
Todo esto lo niega el sacerdote. Y lo niega también la filosofía, por cuanto es sacerdocio. La
clase de la pura conciencia y de las eternas verdades va contra el tiempo, la raza, la
generación, en cualquier sentido. El hombre, como labrador o caballero, tiende hacia la
mujer, que es el sino. El hombre, como sacerdote, se aparta de la mujer. La nobleza se halla
siempre en peligro de convertir la vida pública en vida privada, recluyendo la amplia
corriente de la existencia al lecho de la breve corriente de sus antepasados y nietos. El
sacerdote genuino no conoce—en idea—la vida privada, la estirpe, la «casa». Para el
hombre de raza, la muerte sin herederos es la verdadera y terrible muerte, como vemos en
las sagas de Islandia, y en el culto chino de los antepasados. El que vive en los hijos y los
nietos lo muere del todo. Mas para el verdadero sacerdote vale siempre el media vita in
morte sumus. Su herencia es espiritual y rechaza el sentido de la mujer. Las formas,
siempre repetidas, de esta segunda clase son el celibato, el claustro, la lucha contra la
sexualidad hasta la autocastración, el desprecio de la maternidad, que se expresa en el
orgiasmo y en la prostitución sagrada y en el rebajamiento conceptual de la vida sexual,
hasta la definición grosera del matrimonio por Kant [66]. En toda la Antigüedad rige la ley de
que en el recinto sagrado del templo, en el temenos, nadie puede nacer ni morir. Lo
intemporal no debe tener contacto con el tiempo. Es posible que un sacerdote reconozca y
santifique por sacramentos los grandes instantes de la generación y el nacimiento; pero
desde luego no le es lícito vivirlos. La nobleza es algo. El sacerdocio significa algo. Por eso
el sacerdocio aparece como lo contrario de todo lo que sea sino, raza, clase. El castillo con
sus estancias, sus torreones, sus murallas y sus fosos, habla de un ser, de una realidad que
fluye poderosa. La catedral con sus bóvedas, sus pilares, su coro, es toda ella pura
significación, es decir, ornamento. Y toda clase sacerdotal antigua se desenvuelve en el
sentido de una actitud maravillosamente grave y suntuosa, en la que no hay rasgo ni figura
ni acento, incluso en el vestido y el ademán, que no sea ornamento, y la vida privada, y aun
la vida íntima, desaparece por inesencial. En cambio, una aristocracia madura, como la del
siglo XVIII francés, nos ofrece el espectáculo de una vida perfecta. El pensamiento gótico
desarrolló el character indelebilis partiendo de la idea del sacerdote, según la cual esta idea
es indestructible y, en su dignidad, independiente por completo de la vida particular de quien
la representa en el mundo como historia. Pues esta misma concepción es aplicable
implícitamente a todo sacerdocio y también a toda filosofía, en el sentido de las escuelas. Si
un sacerdote tiene raza, lleva la vida exterior de un aldeano, de un caballero o de un
principe. Los papas y cardenales de la época gótica eran príncipes feudales, generales,
cazadores, amantes, y hacían política de familia. Entre los bramanes del «barroco»
prebudista había grandes terratenientes, refinados abates, cortesanos, derrochadores,
degustadores [67]; pero justamente la época primitiva ha sabido diferenciar entre la idea y la
persona, cosa que contradice por completo a la esencia de la nobleza. La época de la
«ilustración» es la que ha juzgado al sacerdote según su vida privada, no porque tuviera esa
época ojos más perspicaces, sino porque había perdido la idea.
El noble es el hombre como historia. El sacerdote es el hombre como naturaleza. La historia
de gran estilo ha sido siempre expresión y resonancia de la vida de una comunidad
nobiliaria, y el rango interior de los acontecimientos se determina por el ritmo en esa
corriente de la existencia. Esta es la razón por la cual la batalla de Cannas significa mucho y
las batallas de la época imperial romana no significan nada. El despuntar de un período
primero se caracteriza regularmente por el nacimiento de una nobleza primitiva—el principe
es considerado como primus Ínter pares y visto con desconfianza, porque una raza fuerte no
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necesita de un gran individuo, y este individuo incluso pondría en cuestión el valor de
aquella raza, por lo cual las guerras de vasallos son la forma eminente de verificarse toda
historia primitiva—, y esa nobleza primaria tiene en adelante en sus manos el sino de la
cultura. Aquí la existencia llega a estar «en forma», con una fuerza morfogenética silenciosa
y por ende tanto más enérgica; aquí el ritmo se introduce en la sangre y se afirma para todo
el porvenir. Pues lo que para toda época primitiva significa esa ascensión creadora hacia la
forma viviente, eso mismo significa para toda época posterior la fuerza de la tradición, esto
es, la vieja y dura crianza, el ritmo seguro, de tanta energía que sobrevive a las viejas
estirpes e incansablemente trae a su conjuro nuevos hombres y nuevas corrientes de
existencia. No puede dudarse de que la historia toda de las épocas posteriores está ya
irrevocablemente implícita en las primeras generaciones, según su forma, su ritmo y su
compás. Sus éxitos son exactamente equivalentes a la fuerza de la tradición inclusa en la
sangre. Sucede en la política lo que en todo arte grande y llegado a madurez: los éxitos
presuponen que la existencia se halla perfectamente «en forma», que el gran tesoro de las
experiencias remotas se ha convertido en instinto, en un instinto tan inconsciente como
evidente. No hay otra clase de maestría. El individuo considerable sólo es dueño del futuro y
significa algo más que un caso, cuando actúa en esa forma y por esa forma o es resultado
de ella; cuando es sino o tiene sino. Esto es lo que diferencia el arte necesario del arte
superfluo, e igualmente la política históricamente necesaria de la política superflua. Por
muchos que sean los hombres del pueblo—como conjunto de los sin tradición—que lleguen
a la capa directora, y aun cuando sólo ellos quedaran como directores, siempre estarán sin
saberlo, poseídos por el aliento inmenso de la tradición, que da forma a sus actitudes
espirituales y prácticas, regula sus métodos, y no es sino el ritmo de remotísimas
generaciones pretéritas.
Pero la civilización—verdadero retorno a la naturaleza— es la extinción de la nobleza, no
como estirpe, que esto fuera de escasa importancia, sino como tradición viviente; es la
substitución del sino rítmico por la inteligencia causal. La nobleza redúcese entonces a ser
un adjetivo. Pero la historia civilizada se convierte por ello precisamente en historia
superficial, orientada hacia fines dispersos y próximos, historia informe diluida en el cosmos,
dependiente del azar de los grandes individuos, historia sin certidumbre interna, sin línea, sin
sentido. Con el cesarismo la historia torna aun estado ahistórico, retrocede al ritmo primitivo
de la época primaria, a las luchas tan interminables como insignificantes por el poder
material, a esas peleas que casi identifican a los emperadores militares del siglo III—y sus
«correspondientes» los 16 Estados chinos entre 265 y 420—con los sucesos que acontecen
entre las fieras de un bosque.
3
De aquí se sigue que la historia auténtica no es «historia de la cultura» en el sentido
antipolítico que tanto aman los filósofos y doctrinarios de toda civilización incipiente—y, por
lo tanto, de hoy—, sino todo lo contrario, historia de razas, historia de guerras, historia
diplomática, el sino de las corrientes vitales en figura de hombre y mujer, de estirpes,
pueblos, clases, Estados, que en el oleaje de los grandes hechos se defienden y se atacan
unos a otros. La política, en su sentido máximo, es vida y la vida es política. Todo hombre,
quiéralo o no, es miembro de ese acontecer militante, ya como sujeto, ya como objeto; no
cabe una tercera actitud. El reino del espíritu no es de este mundo, sin duda; pero lo supone,
como la conciencia supone la existencia. Sólo es posible como continua negación de la
realidad, la cual precisamente por ser negada existe.
La raza puede prescindir del idioma; pero ya el modo de hablar el idioma es expresión racial
[68]. E igualmente todo lo que acontece en la historia del espíritu—que existe tal historia
demuéstralo la potencia de la sangre sobre la sensación y la intelección—, todas las
religiones, todas las artes, todos los pensamientos, puesto que son conciencia activa en
forma, son también, con todas sus evoluciones, con todo su simbolismo, con toda su pasión,
expresiones de la sangre que circula por esas formas de la conciencia en generaciones
sucesivas. El héroe no necesita saber nada de ese otro mundo. El héroe es vida pura.
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Pero el santo no puede vencer en si la vida — para estar sólo consigo mismo—sino por
medio de un riguroso ascetismo. Y la fuerza para ello necesaria es, a su vez, la vida misma.
El héroe desprecia la muerte y el santo desprecia la vida. Pero frente al heroísmo de los
grandes ascetas y mártires, la piedad de la mayoría es como esa de la que dice la Biblia:
«Porque tú no eres ni frío ni caliente, quiero arrojarte de mi boca.»
Por eso descubrimos que aun la grandeza religiosa supone raza, supone una vida fuerte,
una vida en que hay algo que domar. Lo demás es mera filosofía.
Por eso la nobleza, en sentido histórico universal, es infinitamente más de lo que las
cómodas épocas postrimeras quieren que sea. No es una suma de títulos, derechos y
ceremonias, sino una posesión íntima, difícil de adquirir, difícil de conservar y que, si se
entiende bien, parece digna de que se le sacrifique una vida. Una vieja estirpe no significa
simplemente una serie de antepasados—todos tenemos abuelos—, sino de antepasados
que, en largas series de generaciones, vivieron en las cumbres de la historia, y no sólo
tuvieron, sino que fueron sino, y en cuya sangre, merced a una experiencia secular, fue
criada hasta la perfección la forma dei acontecer. La historia, en sentido máximo, comienza
con una cultura. Por eso es capricho superficial el de los Colonna, por ejemplo, que
pretendían retraer su estirpe hasta la época romana. En cambio, sí tiene sentido la opinión
de los bizantinos distinguidos, que pretendían descender de Constantino, y la de los
americanos actuales, que consideran nobleza el contar entre sus antepasados alguno de los
emigrantes que llegaron en 1620 en el Mayflower. En realidad, la nobleza antigua comienza
en la época de Troya, no en la de Micenas, y la nobleza occidental en la gótica, no con los
francos y los godos, y la nobleza inglesa con los normandos y no con los sajones. Sólo a
partir de estos momentos hay historia, y, por lo tanto, sólo a partir de ellos existe una
nobleza primitiva de rango simbólico. En esa nobleza adquiere su plenitud y perfección lo
que al principio fue llamado por nosotros ritmo cósmico [69]. Pues todo eso que, en tiempos
de madurez, llamamos tacto diplomático y social—y hay que incluir en ello la visión
estratégica y comercial, la pericia del coleccionador de cosas raras, la sensación refinada
del buen conocedor de hombres y, en general, todo lo que no se aprende, sino que se tiene,
y que en los demás despierta la envidia impotente del incapaz—; todo lo que es forma
concomitante al curso de los acontecimientos es caso particular de aquella certidumbre
cósmica y como ensoñada, que se expresa visible en los giros de una bandada de pájaros y
en los movimientos victoriosos de los nobles potros.
El mundo como naturaleza rodea al sacerdote. Y éste profundiza la imagen de la naturaleza
al meditar sobre ella. Pero la nobleza vive en el mundo como historia y lo profundiza,
cambiando su imagen. Las dos imágenes se desenvuelven en tradición magna; pero aquélla
es el resultado de la instrucción ésta, de la crianza. He aquí una diferencia fundamental
entre ambas clases; de donde resulta que sólo una de ellas es verdadera clase, mientras
que la otra aparece como clase por su contraposición extrema a la primera. La crianza se
extiende hasta la sangre misma y de los padres pasa a los hijos. Pero la instrucción
presupone disposiciones; por eso una clase sacerdotal fuerte y auténtica es siempre una
colección de talentos particulares—una comunidad de conciencias—que no tiene en cuenta
el origen en el sentido racial y que, por lo tanto, niega el tiempo y la historia. ¡Afinidad
intelectual y parentesco de sangre! Pensad en la diferencia que existe entre estas palabras.
El sacerdocio hereditario es una contradicción. En la India védica fúndase en el hecho de
que existe una segunda nobleza que confiere los derechos sacerdotales a los talentos de su
seno. Pero el celibato pone en todas partes un término a esa transgresión de fronteras. El
«sacerdote en el hombre» —sea éste noble o no—significa un centro de la causalidad
sagrada en el espacio cósmico. La fuerza sacerdotal misma es de naturaleza causal, efecto
de causas superiores y actuantes a su vez como causa. El sacerdote es el medianero en la
extensión sin tiempo, tendida entre la conciencia del lego y los secretos más profundos. Por
eso en todas las culturas el sacerdocio está determinado, en su significación, por el símbolo
primario de cada cultura. El alma antigua niega el espacio; no necesita, pues, del
medianero, por lo cual la clase sacerdotal antigua desapareció ya en los comienzos. El
hombre fáustico se enfronta ante el infinito y nada le protege del poder apremiante que en el
infinito se encubre; por eso el sacerdocio gótico se potenció hasta culminar en la idea del
Pontificado.
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Son dos intuiciones del mundo, dos maneras de circular la sangre por las venas y de
entretejer el pensamiento en la realidad y en la acción diaria. Y en cada cultura surgen dos
morales. Cada una de ellas mira desdeñosa a la otra; son la costumbre noble y el ascetismo
espiritual que se rechazan una a otra, calificándose de profana o de esclava. Ya hemos
mostrado [70] cómo aquélla brota en el castillo y ésta en el claustro y la catedral; aquélla en
la existencia plena, en medio del torrente de la historia, y ésta allende la vida, en pura
conciencia, en medio de la naturaleza colmada de Dios, Las épocas posteriores no pueden
hacerse una idea del poderío que encierran esas impresiones primarias. El sentimiento
profano y el sentimiento espiritual de la clase se hallan en momentos ascendentes y se
fabrican un ideal moral de clase, sólo accesible al miembro de la clase por medio de una
escuela larga y rigurosa.
La gran corriente de existencia se siente como unidad frente al resto, en donde la sangre
corre perezosa y sin ritmo. La gran comunidad de conciencia se sabe unida frente al resto de
los no iniciados. Aquélla es el batallón de los héroes; ésta es la comunión de los santos.
Siempre será el gran mérito de Nietzsche haber reconocido antes que nadie la doble esencia
de toda moral [71]. Sin duda, sus conceptos de moral de los señores y moral de los esclavos
no expresan los hechos con entera exactitud, y el «cristianismo» queda, en su teoría,
demasiado exclusivamente recluido en un solo lado. Pero en el fondo de todas sus
consideraciones está clara y fuertemente impresa la idea de que bueno y malo son
distinciones de la nobleza, mientras que bueno y perverso son distinciones del sacerdocio.
Bueno y malo, conceptos totémicos de las primitivas estirpes y asociaciones varoniles, no
designan modos de pensar o sentir, sino hombres en la totalidad de su ser viviente. Los
buenos son los poderosos, los ricos, los felices. Bueno quiere decir fuerte, valiente, de noble
raza, en todos los idiomas de las primeras épocas. Malos, venales, míseros, ordinarios son
los impotentes, los desheredados, los infelices, los cobardes, los nimios, los hijos de nadie,
como se decía en el antiguo Egipto. Bueno y perverso, en cambio, son conceptos tabú que
valoran al hombre con relación a su sentir y a su entender, esto es, a sus modos de vigilia y
de conciencia, a sus acciones conscientes. Infringir la costumbre de amor en el sentido
racial es ordinariez. Infringir el mandamiento de la caridad es perversidad. La costumbre
distinguida es el resultado inconsciente de una crianza continuada.
Se aprende en el trato y no en los libros. Es ritmo sentido y no concepto. Pero la otra moral
es tesis; está articulada según principio y consecuencia; es aprendible y constituye la
expresión de una convicción.
La moral nobiliaria es enteramente histórica y reconoce como efectivas y dadas todas las
diferencias de tango, todos los privilegios. El honor es siempre honor de clase. No existe
honor de la humanidad entera. El duelo no le es permitido al siervo. Cada hombre, ya sea
beduino, samurai o corso, aldeano, trabajador, juez o bandido, tiene su propio concepto del
honor, de la fidelidad, de la valentía, de la venganza, concepto que no tiene aplicación a
ninguna otra especie de vida.
Toda vida tiene costumbres; no cabe pensar la vida de otra forma. Ya los niños las tienen en
sus juegos; saben al punto y espontáneamente lo que conviene. Nadie ha dado esas reglas,
y, sin embargo, esas reglas existen. Surgen inconscientemente del «nosotros», que ha ido
formándose por la uniformidad del ritmo en cada círculo. También en este sentido hállase la
existencia «en forma». Toda multitud que por cualquier motivo se reúne en la calle, tiene al
momento su costumbre; quien no la posee como algo evidente—no digamos le «obedece»,
porque es expresión harto intelectualista—es malo, ordinario y no pertenece al grupo. Las
gentes incultas y los niños disponen de una finísima sensibilidad para percibir esas
discordancias, Pero los niños tienen que aprenderse también el catecismo, en donde se
instruyen sobre el bien y el mal establecidos y no espontáneos ni evidentes. La costumbre
no es lo que es verdad, sino lo que existe. La costumbre se desenvuelve de un germen
nativo; es sentimiento, es lógica orgánica. La moral, por lo contrarío, no es nunca realidad—
que si no el mundo entero fuera santo—-, sino eterna exigencia que pende sobre la
conciencia y, en idea, sobre la conciencia de todos los hombres, sin tener en cuenta las
diferencias de vida real y de historia. Por eso toda moral niega y toda costumbre afirma. En
la costumbre, lo peor es estar sin honra. En la moral, lo mejor es estar sin pecado.
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El concepto fundamental de toda costumbre viva es la honra. Todo lo demás, fidelidad,
humildad, valentía, caballerosidad, dominio de si mismo, resolución, está comprendido en el
honor. Y el honor es cuestión de sangre, no de intelecto.
No hay que reflexionar—pues al punto se cae en la deshonra. Perder la honra significa
quedar aniquilado para la vida, para el tiempo, para la historia. La honra de la clase, de la
familia, del hombre, de la mujer, del pueblo y de la patria; la honra del labrador, del soldado
y aun del bandido: toda honra significa que la vida en una persona es algo valioso, posee
rango histórico, distancia, nobleza. Pertenece al tiempo dirigido, así como el pecado
pertenece al espacio intemporal. Tener honra en el cuerpo significa casi exactamente lo
mismo que tener raza. Lo contrario son las naturalezas a lo Tersites, almas hechas de
heces, plebeyismo que dice: «Pisotéame, pero déjame en vida.» Aceptar una ofensa, olvidar
una derrota, gemir ante el enemigo—todos éstos son signos de vida inválida y superfina, y,
por tanto, algo completamente distinto de la moral sacerdotal, que no se agarra a cualquier
vida, por despreciable que sea, sino que prescinde de toda vida y, por lo tanto, del honor en
general. Ya lo hemos dicho: todo acto moral es en el fondo un trozo de ascetismo, un matar
la existencia.
Por eso la moral cae fuera de la vida y del mundo histórico.
4
Aquí hemos de anticipar algo que confiere a la historia universal, en las épocas postreras, en
las grandes culturas y en la civilización incipiente, su riqueza de colorido y la hondura
simbólica de los acontecimientos. Las clases primordiales—nobleza y sacerdocio—son, sin
duda, la expresión más pura de los dos aspectos vitales; pero no la única. Ya muy temprano,
y aun preformadas en la época primitiva, despuntan otras corrientes de existencia y otros
enlaces de conciencia, en los que el simbolismo del tiempo y el espacio alcanza expresión
viviente y que junto con aquellas clases primarias—nobleza y sacerdocio—constituyen la
gran plenitud de eso que llamamos división social o sociedad.
La clase sacerdotal es microcósmica y animal; la nobleza es cósmica y vegetativa; de aquí
su profundo nexo con la tierra. Es la nobleza una planta, hondamente arraigada en la tierra;
en esto se ve una vez más su carácter de aldeanismo sublimado. Esta especie de nexo
cósmico es la que produce la idea de la propiedad, idea completamente ajena al libre
microcosmos móvil en el espacio. Propiedad es un sentimiento humano, no un concepto, y
pertenece al tiempo, a la historia, al sino y no al espacio y a la causalidad. No cabe dalle
fundamentos lógicos, pero existe [72]. El «tener» comienza con la planta y se prolonga en la
historia del hombre superior, por cuanto tiene algo de vegetativo, de raza. Por eso la
propiedad es, en su sentido eminente, siempre propiedad del suelo y la tendencia a convertir
las ganancias en fincas y tierras es siempre señal de buen temple en el hombre. La planta
posee el suelo en que arraiga. El suelo es su propiedad [73]; la planta lo defiende durante
toda su vida con ardimiento desesperado, contra ajenos gérmenes, contra poderosas plantas
vecinas, contra la naturaleza entera. Asi, el pájaro defiende su nido en donde está
empollando. Las más duras luchas por la propiedad no se desenvuelven en los tiempos
posteriores de las grandes culturas y entre ricos y pobres, por bienes muebles, sino aquí, en
los comienzos del mundo vegetal. Quien en medio de la selva siente cómo la lucha
silenciosa por el suelo hierve en torno, día y noche, sin merced, ha de temblar ante la
hondura insondable de este instinto, que casi se confunde con la vida.
Hay aquí peleas que duran años, guerras tenaces y duras, resistencias desesperadas del
débil contra el fuerte, que duran acaso hasta que el mismo vencedor cae deshecho; hay
tragedias como no se repiten sino en las humanidades primitivas, cuando una vieja estirpe
de aldeanos es expulsada de la tierra, del nido, o cuando una familia de noble tronco queda
desarraigada—en la significación exacta de la palabra—por el dinero [74]. Las luchas
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visibles en las ciudades posteriores tienen un sentido harto distinto; porque aquí, en el
comunismo de cualquier índole que sea, se trata no de la vida, sino del concepto de la
propiedad como medio puramente material. La negación de la propiedad no es nunca un
instinto racial, sino todo lo contrario, la protesta doctrinaria de la conciencia puramente
espiritual, urbana, desarraigada, negadora del elemento vegetativo; la protesta, en suma, de
los santos, de los filósofos, de los idealistas. El monje solitario y el socialista científico,
llámese Moh Ti, Zenón o Marx, rechazan la propiedad por iguales motivos. Los hombres de
raza la defienden por los mismos sentimientos. También aquí se contraponen hechos y
verdades. La propiedad es un robo: he aquí, expresado en la
forma más materialista posible, el viejo pensamiento: ¿qué le importa al hombre ganar el
mundo si pierde el alma? El sacerdote renuncia a la propiedad como algo peligroso y
extraño.
Pero la nobleza, si renuncia a la propiedad, se anula a sí misma.
Partiendo de aquí se desenvuelve un doble sentimiento de la propiedad: la posesión como
poderío y la posesión como botín.
Ambos sentidos coexisten en el hombre originario, de raza.
Todo beduino, todo wikingo quiere ambas cosas. El héroe del mar es siempre pirata; todo
guerrero aspira a poseer y, sobre todo, a poseer tierra. Un paso más, y el caballero se torna
bandido y el aventurero se convierte en conquistador y rey, como el normando Rurik en
Rusia y muchos piritas aqueos y etruscos en la época homérica. En toda poesía heroica
encontramos, junto al fuerte y natural placer de la lucha, de la potencia, de la mujer, y junto
a los estallidos desenfrenados de felicidad, de dolor, de ira y de amor, la alegría poderosa de
la «posesión».
Cuando Ulises desembarca en su tierra, cuenta ante todo los tesoros en el barco; y cuando
en la saga de Islandia los labradores Hialmar y Elvarod ven que el otro no tiene bienes en el
barco prescinden de contender: loco es quien pelea por coraje y por el honor. En la epopeya
india, afanoso de lucha significa tanto como anheloso de ganado; y los griegos
colonizadores del siglo X fueron ante todo piratas, como los normandos. En el mar, todo
barco extranjero es, sin vacilar, buena presa. Las campañas de los caballeros de Arabia
meridional y de Persia hacia 200 de Jesucristo, y las «guerres privées» de los barones
provenzales de 1200—que no eran casi otra cosa que robos de ganado—, se desenvuelven
a fines de la época feudal en la forma de grandes guerras, con el fin de conquistar tierras y
hombres. Todo esto es lo que, al fin, cría la alta nobleza y la pone «en forma». Pero los
sacerdotes y los filósofos lo desprecian.
Estos instintos primarios se disgregan unos de otros a medida que la cultura crece, y acaban
por entrar en pugna. La historia de estos instintos es casi toda la Historia universal. El
sentimiento del poderío da por resultado la conquista, la política y el derecho. El sentimiento
del botín produce el comercio, la economía y el dinero. Derecho es la propiedad del fuerte.
Su derecho es el derecho de todos. El dinero es el arma más fuerte del que adquiere. Con
ella se somete el mundo. La economía quiere un Estado débil y sumiso. La política exige la
incorporación de la vida económica bajo la esfera del Estado: Adam Smith y Federico List, el
capitalismo y el socialismo. En todas las culturas existe al principio una nobleza de guerreros
y comerciantes; luego una nobleza de la tierra y del dinero, y, por último, una guerra militar y
económica y una lucha ininterrumpida del dinero con el derecho.
En el otro aspecto se separan el sacerdocio y la erudición.
Uno y otra no se refieren a los hechos, sino a las verdades; uno y otra pertenecen al aspecto
tabú de la vida, al espacio. El miedo a la muerte no es solamente el origen de todas las
religiones, sino también el de toda filosofía y toda ciencia de la naturaleza. Pero a la
causalidad santa opónese la causalidad profana. Profano es el nuevo concepto que se
contrapone a religioso; lo religioso no aceptaba la erudición, la ciencia, sino como sirvienta a
su mandado. Profana es toda la crítica posterior, por su espíritu, su método, su fin. Tampoco
cabe exceptuar a la teología posterior. Sin embargo, en todas las culturas la erudición se
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mueve dentro de las formas del sacerdocio antecedente y demuestra con ello que ha nacido
de la contradicción y sigue dependiendo, en todo y por todo, del modelo primitivo.
La ciencia «antigua» vive, pues, en comunidades culturales de estilo órfico, como la escuela
de Mileto, la liga pitagórica, las escuelas médicas de Cretona y Cos, las escuelas áticas de
la Academia, del Peripatos y de la Stoa, cuyos jefes pertenecen al tipo del sacerdote y
vidente, hasta en las escuelas jurídicas de los Sabinianos y Proculeyanos. En el mundo
arábigo también sucede lo mismo; a la ciencia pertenecen el libro sagrado, el canon, como
el canon físico de Ptolomeo (Almagesto) y el médico de Ibu Sina, el corpus filosófico de
Aristóteles con muchos pasajes apócrifos y las leyes y métodos de las citas [75] -leyes y
métodos casi siempre no escritos—, y el comentario como forma del progreso intelectual, y
las grandes escuelas como claustros (Medressen) que proporcionaban a maestros y oyentes
una celda, alimento y vestido, y las orientaciones científicas como cofradías. El mundo
científico de Occidente tiene toda la forma de la Iglesia católica, sobre todo en las comarcas
protestantes. Entre las órdenes sabias, de la época gótica y las escuelas casi monásticas del
siglo XIX—como la hegeliana, la kantiana, la escuela histórica del derecho, o también
algunos Colleges ingleses—forman la transición los maurinos y bolandistas de Francia,
quienes desde 1650 dominaron y en parte fundaron las ciencias auxiliares de la historia.
Existe en todas las ciencias especializadas, en la medicina, en la filosofía de cátedra, una
jerarquía con sus papas, sus grados, sus dignidades—el doctorado equivale a la
consagración sacerdotal—, sus sacramentos y sus concilios. El concepto de «lego» es
severamente conservado; y es combatido con pasión el sacerdocio universal de los fieles,
en forma de ciencia popular, como la darwinista. El idioma sabio fue al principio el latín; hoy
se han formado innumerables idiomas especiales, por ejemplo, en lo que se refiere a la
radioactividad o al derecho de obligaciones, idiomas que sólo comprenden los que han
logrado la última iniciación. Hay fundadores de sectas, como algunos discípulos de Kant y
Hegel; hay misiones para infieles, como las de los monistas; hay herejes, como
Schopenhauer y Nietzsche; hay el destierro y el índice—conspiración del silencio—.
Hay eternas verdades, como la división de los objetos jurídicos en personas y cosas; hay
dogmas, como los de la energía y la masa, y la teoría de la herencia; hay un rito para citar
los escritos fidedignos y una especie de beatificación científica [76].
Añádase a esto que el tipo del científico occidental llega a su máxima altura a mediados del
siglo XIX—al mismo tiempo que el tipo del sacerdote llega a su máximo descenso—y
considera el cuarto de trabajo como la celda de un monaquismo profano, llevando a
suprema plenitud los inconscientes votos de esta orden: pobreza, en la forma de un honrado
menosprecio de la abundancia y vida amplia, unido al sincero desprecio del oficio comercial
y de todo aprovechamiento de los descubrimientos científicos para los fines utilitarios de
ganar dinero; castidad, que llega hasta el desarrollo de un celibato científico, cuyo modo y
cumbre es Kant; obediencia, que llega al sacrificio, en pro del punto de vista sustentado por
la escuela. Hay que añadir a esto una especie de apartamiento del mundo, epígono profano
del monaquismo gótico, menosprecio de casi toda la vida pública y de todas las formas de la
buena sociedad; poca crianza y harta instrucción. Lo que para la nobleza, aun en sus
posteriores ramificaciones, para el juez, para el terrateniente, para el oficial, es alegría
natural en la propagación del tronco, en la propiedad y en el honor, todo eso es para el
científico mezquindad, si se compara con la posesión de una pura conciencia científica, o la
propagación de tal método o de tal conocimiento, lejos de todo comercio en el mundo. Si en
los momentos actuales el sabio ha cesado de vivir ajeno al mundo; si la ciencia muchas
veces se pone con gran inteligencia al servicio de la técnica y de la ganancia, ello denota
que el tipo puro empieza a decaer y que la época grande del optimismo intelectual—cuya
expresión viviente era aquel tipo—pertenece ya al pasado.
Síguese de todo esto una estructura natural de las clases, estructura que en su evolución y
en su actuación constituye el esqueleto fundamental en el ciclo de toda cultura. No ha sido
creada por resolución, ni puede ser cambiada a voluntad.
Las revoluciones no la alteran, sino cuando son formas del desarrollo y no resultados de una
voluntad privada. El hombre activo y pensante no se da cuenta del último sentido cósmico
que reside en dicha estructura, porque, arraigada harto hondo en la existencia humana,
parece siempre evidente. La parte superficial es la que proporciona los lemas y los motivos
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por los cuales se lucha, en ese aspecto de la historia que suele distinguirse y separarse de la
teoría, aunque en la realidad no puede separarse. La nobleza y el sacerdocio crecen primero
en el campo libre, y representan el puro simbolismo de la existencia y la conciencia, del
tiempo y el espacio. Los dos aspectos del botín y de la meditación dan de si luego dos tipos
de menor simbolismo, que, en las postrimerías, en la época urbana, se convierten en
potencias bajo la forma de economía y ciencia.
En estas dos corrientes de existencia son pensadas sin escrúpulos, y con hostilidad a la
tradición, las ideas de sino y causalidad, y pensadas hasta sus limites extremos; surgen
entonces poderes que en implacable hostilidad se desvían y apartan de aquellos ideales de
clase, sustentados por los héroes y los santos; esos poderes son el dinero y el espíritu. El
dinero y el espíritu mantienen con el heroísmo y la santidad la misma relación que la ciudad
con el campo. La propiedad se llama desde entonces riqueza, y la concepción del mundo,
ciencia: sino profanado, causalidad profana. Mas también la ciencia y la nobleza se
contradicen. La nobleza no demuestra, no inquiere, sino que es. El «de ómnibus
dubitandum» es burgués, ordinario; pero, por otra parte, contradice también al sentir
fundamental del sacerdocio, que reduce la critica a un papel auxiliar. Además, la pura
economía tropieza aquí con una moral ascética, que rechaza la ganancia, como igualmente
la rechaza y desprecia la nobleza genuina, establecida en sus dominios. Hasta la vieja
nobleza comercial viene a tierra, por ejemplo, en las ciudades Hanseáticas, en Venecia, en
Génova, por no haber podido o lo haber querido abandonar su tradición y adoptar las formas
del negocio en la gran urbe. Y, finalmente, la economía y la ciencia mismas se miran con
hostilidad; en las luchas entre ganancia y conocimiento, entre el escritorio y el cuarto de
trabajo, entre el liberalismo negociante y el liberalismo doctrinario renuévase la vieja gran
hostilidad de la acción y la contemplación, del castillo y la catedral. En una u otra forma,
repítese esta estructuración en toda cultura, lo que hace posible una morfología comparada,
incluso en el aspecto social.
Los grupos profesionales de los obreros, funcionarios, artífices y trabajadores se hallan fuera
de la auténtica organización de clase. Las corporaciones de los herreros (China), escribas
(Egipto) y cantores (Antigüedad) se remontan a los tiempos más primitivos, y a veces, a
consecuencia de la separación profesional, que llega hasta suprimir el conubium, se
convierten en verdaderas tribus, como los falascha, de Abisinia [77], y algunas de las clases
sudras enumeradas en el código de Manu.
Los grupos profesionales se fundan en capacidades técnicas y no en el simbolismo del
tiempo y del espacio. Su tradición se limita igualmente a la técnica y no comprende moral ni
costumbres propias, como las que aparecen en la economía y la ciencia. Los oficiales y los
jueces forman una clase, porque se derivan de la nobleza; no así los funcionarios, que
constituyen una profesión. Los sabios forman una clase, porque se derivan de los
sacerdotes; pero los artistas constituyen una profesión.
En los primeros, el sentimiento del honor y la conciencia se adhieren a la clase misma; en
los segundos se refieren al resultado o producto de la actividad. Hay algo de simbolismo,
bien que escaso y débil, en la totalidad de los primeros. Ese simbolismo, en cambio, falta
por completo a los últimos. Por eso hay en éstos algo extraño, algo irregular y a veces algo
despreciable; piénsese en el verdugo, el comediante, el cantor ambulante o en la estimación
del escultor antiguo. Sus grupos y comparaciones se separar de la sociedad o buscan la
protección de las otras clases —o de patronos o Mecenas individuales —; pero no pueden
acomodarse en la organización general, y esto encuentra su expresión en las guerras
corporativas de las viejas ciudades y en los instintos y hábitos sociales de los artistas.
5
La historia de las clases —que debe prescindir de los grupos profesionales por completo—
es, pues, una exposición del elemento metafísico en la humanidad superior, por cuanto se
eleva a un simbolismo máximo en ciertos ámbitos vitales, entre los cuales se cumple la
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historia de las culturas.
Ya el tipo marcado del aldeano, al principio, es algo nuevo.
En la época de los Carolingios y en la Rusia zarista del «mir» [78] existían los hombres
libres, y los siervos que cultivaban la tierra; pero no existía la clase aldeana. El sentimiento
de una profunda heterogeneidad frente a las dos «vidas» simbólicas —recordemos la
expresión del Freidank — es el que convierte esa vida en clase, en la clase productora,
tomada la palabra en su sentido pleno, esto es, en la raíz de la gran planta llamada cultura,
que hunde sus fibras en lo hondo del suelo materno y aspira todos los jugos y las savias
para enviarlos arriba, a la copa del árbol, donde la cima penetra en la luz de la historia.
La clase productora sirve a la vida inmensa, no sólo alimentándola con los productos de la
tierra, sino también dándole su sangre, que, durante siglos y siglos, mana de las aldeas para
verterse en las clases superiores, adoptando sus formas y conservando su vida. La
expresión característica de esta relación es dependencia o servidumbre — sean las que
fueren las ocasiones que en el curso superficial de la historia han venido a producirla —. La
servidumbre se desarrolla entre 1000 y 1400 en la cultura occidental. Y en las demás
culturas ocupa épocas «correspondientes». Los ilotas de Esparta son dependientes o
siervos, como los clientes en la antigua Roma. De la clientela romana surge, a partir de 471,
la plebe rural, esto es, una clase de aldeanos libres. En la pseudomorfosis del Oriente
«romano», esa tendencia hacia una forma simbólica adquiere una fuerza extraordinaria; en
el Oriente romano el orden de las castas, fundado por Augusto, con su distinción entre
funcionarios senadores y funcionarios caballeros, se desarrolla en sentido retroactivo, hasta
que por el año 300, y en todos los lugares donde predomina el sentir mágico, llega a las
clases del goticismo primitivo (1300) y a las del imperio sassánida [79]. Los funcionarios de
una administración ultracivilizada dan de sí una pequeña nobleza: los decuriones, hidalgos
aldeanos y patricios ciudadanos, que son responsables en cuerpo y bienes ante el señor por
todos los impuestos —una especie de feudalismo por acción retrógrada —; y la posición de
estos nobles se hace poco a poco hereditaria, como en la V dinastía egipcia, como en los
primeros siglos de Chu—cuando ya I-Wang (934-909) tuvo que abandonar las conquistas a
los vasallos que establecían condes y jefes de su elección — y como en las Cruzadas.
Igualmente se hace hereditario el empleo de oficial y de soldado —deber feudal de las
armas —, todo lo cual Diocleciano fijó luego en la ley. El individuo es fuertemente
incorporado a la clase (corpori adnexus), y el principio de la corporación obligatoria se
extiende a todos los oficios, como en la época gótica y en la época egipcia primitiva. Pero,
sobre todo, el cultivo de los latifundios con esclavos [80], en la época de la antigüedad
decadente, se convierte por necesidad interna en el colonado hereditario de los pequeños
arrendatarios, mientras que las tierras dominicatas se transforman en distritos
administrativos y el señor recauda los impuestos y entrega el contingente militar [81]. Entre
250 y 300, el colono queda legalmente atado a la tierra—glebae adscriptus—; y así queda
establecida la distinción de clases entre el señor feudal y el siervo [82].
La nobleza y la clase sacerdotal son posibilidades que se dan en toda nueva cultura. Las
excepciones aparentes obedecen a falta de tradición palpable. Sabemos hoy que en China
existió una verdadera clase sacerdotal [83]. Y en los comienzos de la religiosidad órfica,
hacia el siglo II a. de J. C., es evidentemente necesario admitir la existencia de un
sacerdocio organizado en clase; las figuras épicas de Tiresias y Calcas lo indican bien a las
claras. También la evolución del Estado feudal egipcio supone una nobleza primitiva ya en
la dinastía III [84]. Pero ¿en qué forma y con qué fuerza se realizan estas clases e
intervienen en la historia posterior, creándola, sustentándola y aun representándola por sus
destinos propios? Esto depende del símbolo primario que constituye el núcleo de cada
cultura y la base de todo su idioma formal.
La nobleza, que es como una planta, surge siempre de la tierra, con la propiedad, a la que
está fuertemente adherida.
Dondequiera toma la forma de la estirpe, en la cual se expresa también la «otra» historia, la
historia de la mujer, y por la voluntad de duración, o sea de sangre, se revela como gran
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símbolo del tiempo y de la historia. Hemos de ver cómo la primitiva burocracia del Estado, la
alta burocracia fundada en la confianza personal del rey en algunos vasallos, produce
dondequiera, en China y en Egipto lo mismo que en la Antigüedad y en Occidente, en primer
término cargos y dignidades cortesanas, y de tipo feudal, desde el mariscal (en chino, ssema), el camarero mayor (chen), el maestre de la cocina (ta-tsai), hasta el preboste (nan) y el
conde (peh [85] y luego busca la fijeza hereditaria y relación con la tierra, siendo así,
finalmente, el origen de las estirpes nobles.
La voluntad fáustica de infinito se expresa en el principio genealógico. Este principio,
aunque parezca extraño, es exclusivo de esta cultura; pero en ella penetra y configura todas
las concreciones históricas, sobre todo los Estados, hasta su más honda medula. El sentido
histórico que por siglos enteros nos hace conocer el sino de la propia sangre y atestiguar con
documentos el punto y origen de los antepasados; la cuidadosa ramificación del árbol
genealógico que puede hacer depender la posesión actual, y su sucesión, del destino de un
matrimonio celebrado acaso hace quinientos años; los conceptos de sangre pura, de pairia,
de «mésalliance»; todo esto es voluntad de dirección al futuro remoto, voluntad que acaso
no se ha manifestado nunca en otra cultura, si no es la nobleza egipcia, y aun aquí en
formas mucho menos enérgicas.
En cambio, la nobleza «antigua» se orienta totalmente en el sentido momentáneo de la
estirpe agnaticia y forma un árbol genealógico de carácter mítico, sin el menor sentido
histórico, buscando tan sólo una satisfacción que no se cuida lo más mínimo de la
verosimilitud histórica, y que sólo aspira a poner un fondo brillante e ilustre a la actual
situación de los vivientes.
De aquí la ingenuidad—que de otro modo fuera inexplicable—con que el individuo vislumbra
a Teseo o a Hércules inmediatamente detrás de sus abuelos y se fabrica un árbol
genealógico fantástico, y si es posible, varios, como Alejandro.
Así también se explica la facilidad con que las familias romanas pudieron introducir sus
nombres en las listas falsificadas de los viejos cónsules. En los entierros de la nobleza
romana iban procesionalmente los bustos en cera de los grandes antepasados; pero lo que
más importaba era el número y brillo de los famosos nombres, no el efectivo nexo
genealógico con el presente. Este rasgo aparece en toda la nobleza antigua, que, como la
nobleza gótica, forma una unidad de estructura y espíritu interior, desde la Etruria hasta el
Asia Menor. En él se funda la potencia que poseían, aun al comienzo de la época posterior,
las alianzas familiares a través de todas las ciudades, aquellas phylai, fratrías y tribus que en
forma sacra cultivaban una relación y una realidad totalmente actual, como las tres phylai
dóricas y las cuatro phylai jónicas, como las tres tribus etruscas que en la Roma primitiva
aparecen bajo los nombres de Ticios, Ramnes y Luceres, En los Vedas las almas de los
padres y «madres» tienen derecho al culto para tres generaciones próximas y tres remotas
[86], pasadas las cuales caen en el pretérito. Nunca tampoco llegó más allá el culto de los
antiguos a las almas. He aquí la diferencia extrema entre este culto y el culto de los
antepasados en China y Egipto; éste, en idea, no termina nunca, conservándose así la
estirpe misma más allá de la muerte, en ciertas ordenaciones. En China vive hoy todavía un
duque Kung, descendiente de Confucio, e igualmente existe un descendiente de Lao-tsé y
otro de Chang-Lu.
No se trata de un árbol genealógico con muchas ramas; la línea, el tao del ser se continúa
evidentemente también por adopción o por otros medios. La adopción incorpora
espiritualmente al adoptado a la estirpe del adoptante, obligándole al culto de los
antepasados.
Un indomable placer de vivir corre por los siglos florecientes de esta clase noble, la clase
propiamente dicha, que es toda ella dirección, sino y raza. En el centro de su pensamiento y
de su acción hállanse la mujer — que es historia — y la lucha—que hace la historia—. A la
poesía nórdica de los escaldas y a la poesía amorosa del Sur corresponden los viejos cantos
de amor en el Chi-King de la época caballeresca china [87], cantos que eran recitados en el
Pi-yung, lugar de la crianza y educación noble, del Hiao, De igual manera, los juegos
solemnes y públicos de lanzar las flechas, en el sentido agonal de los antiguos, y los torneos
góticos, como los bizantinos, pertenecen a este aspecto homérico de la vida china.
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Frente a este se encuentra el aspecto órfico, que expresa la experiencia íntima del espacio,
en el estilo de la clase sacerdotal. La índole euclidiana de la extensión antigua, que no
necesita intermediarios para comerciar con los dioses, en relación corpórea y próxima, lleva
consigo el hecho de que la clase sacerdotal comience siendo en efecto una clase, para
reducirse bien pronto a una suma de magistraturas ciudadanas. Y el tao de los chinos
implica que los sacerdocios, hereditarios al principio, se conviertan luego en clases
profesionales de orantes, escribas y lectores de oráculos, que acompañan con ritos
prefijados el culto practicado por las autoridades y los cabezas de familia. El sentimiento
cósmico del indio va a perderse en lejanías inmensas; y por eso la clase sacerdotal, en la
India, llega a ser una segunda nobleza, que con enorme poder hace presa en la vida entera
y ocupa un lugar intermedio entre el pueblo y el amplio mundo de los dioses. Por último, el
sentimiento de la cueva se expresa en el hecho de que, propiamente hablando, el sacerdote
de estilo mágico es el monje, el ermitaño que va adquiriendo mayor importancia, al paso
que el sacerdocio mundano pierde cada vez más sentido simbólico.
En cambio, la clase sacerdotal fáustica, que hacia 900 carecía aún de toda importancia y
dignidad, va encumbrándose en rauda ascensión hasta ocupar el puesto de medianera entre
la humanidad y la inmensidad del macrocosmos, concebido en la tensión patética de la
tercera dimensión. El sacerdocio occidental queda, por el celibato, excluido de la historia y,
por el character indelebilis, substraído al tiempo; culmina en el Pontificado, que representa
el máximo símbolo imaginable del sagrado espacio dinámico y que no ha sido anulado por la
idea protestante del sacerdocio universal de los fieles, sino por el contrario, trasladado de un
punto y una persona al pecho de todo creyente.
La contradicción, que palpita en todo microcosmos entre la existencia y la conciencia, hace
que se contrapongan, por íntima necesidad, una a otra las dos clases fundamentales. El
tiempo quiere sojuzgar al espacio; el espacio aspira a dominar sobre el tiempo. El poder
espiritual y el poder temporal son magnitudes de tan diverso orden y tendencia, que parece
imposible una reconciliación o aun sólo un arreglo entre ellas.
Pero en las demás culturas no llega nunca esta lucha a explosiones históricas de gran
cuantía. En China la nobleza tenía asegurada la preeminencia, a causa del tao. En la India
el sacerdocio había de conservar la supremacía, a causa del espacio con sus infinitas ondas.
En la cultura arábiga, la incorporación del nexo visible, mundano, de los fieles al gran
consensus espiritual está inmediatamente dada con el sentimiento mágico mismo; así queda
afirmada la unidad del Estado mundano y del Estado espiritual, la unidad del derecho y de la
soberanía. Aunque no ha sido ello bastante a impedir los roces entre ambas clases; en el
imperio sassánida hubo choques sangrientos entre la nobleza de los Dinkane y el partido de
los magos, llegándose hasta el asesinato de algunos reyes. En Bizancio, durante todo el
siglo V se suceden las luchas entre el poder imperial y el poderío sacerdotal, sirviendo de
fondo siempre a las luchas y disputas entre los monofisitas y los nestorianos [88]. Pero la
relación fundamental no fue nunca puesta en cuestión.
En la cultura antigua, que rechazó lo infinito por doquiera y como quiera, el tiempo quedaba
reducido al presente, y el espacio al cuerpo particular tangible; por eso las clases
impregnadas de alto simbolismo llegan a ser insignificantes frente a la ciudad-Estado, que
da la expresión más enérgica posible al símbolo primario de la cultura antigua. En cambio, la
historia de la humanidad egipcia revela constantemente, hasta en la época del felah, la
lucha de ambas clases y de ambos simbolismos; y es porque la cultura egipcia aspira, con
poderoso afán de profundidad y con igual fuerza, a la lontananza del tiempo y a la
lontananza del espacio. El tránsito de la cuarta a la quinta dinastía va unido a un triunfo
evidente del sentimiento sacerdotal sobre el caballeresco; el Faraón, que era cuerpo y sujeto
de la suprema deidad, conviértese en su servidor, y el santuario de Re supera en gravedad
arquitectónica y simbólica al templo-sepulcro del monarca. El imperio nuevo presencia, tras
los primeros grandes Césares, el encumbramiento político de los sacerdotes de Amon de
Tebas y luego otra vez la calda del rey-hereje Amenofis IV, que tiene un notorio aspecto
político, por otra parte; hasta que la historia del mundo egipcio llega a su fin con la
dominación extranjera, tras las luchas interminables entre la casta guerrera y la casta
sacerdotal.
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Esta lucha entre dos símbolos igualmente poderosos ha sido llevada en la cultura fáustica
con un sentido parecido, pero con mucha más pasión. Entre el Estado y la Iglesia, desde los
primeros tiempos góticos, la paz es sólo tregua. En esta lucha se expresa la condicionalidad
de la conciencia, que quisiera hacerse independiente de la existencia, pero que no puede
conseguirlo. Los sentidos necesitan de la sangre; pero la sangre no necesita de los sentidos.
La guerra pertenece al mundo del tiempo y de la historia. Sólo la disputa con razones, la
discusión, es espiritual. Una Iglesia que lucha es una Iglesia que se traslada del reino de las
verdades al reino de los hechos; del reino de Jesús al reino de Pilatos. Conviértese en un
elemento dentro de la historia racial y sucumbe a la fuerza plasmante de la parte política de
la vida; lucha con la espada y el escudo, con la ponzoña y el puñal, con el soborno y la
traición, con todos los medios utilizados por las peleas partidistas, en cada época, desde el
feudalismo hasta la democracia moderna, sacrifica dogmas en pro de ventajas mundanas y
se alfa con herejes y paganos contra potencias fieles. El pontificado como idea posee una
historia propia; pero, independientemente de esto, los papas de los siglos VI y VII fueron
gobernadores bizantinos de origen sirio y griego, luego poderosos propietarios rurales con
enjambres de siervos, y finalmente, el patrimonium Petri, al principio de la época gótica, fue
una especie de ducado en manos de las grandes estirpes nobles de la Campania, que
alternativamente iban dando papas, sobre todo los Colonna, los Orsini, los Savelli, los
Frangipani, hasta que también aquí acabó por dominar el feudalismo general y la Silla de
San Pedro llegó a estar vinculada entre las familias de los barones romanos, de suerte que
el nuevo Papa, como cualquier rey alemán o francés, había de sancionar los derechos de
sus vasallos. Los condes de Tusculum nombraron, en 1032, Papa a un niño de doce años.
Ochocientos castillos se alzaban entonces en el territorio de la ciudad, entre las ruinas y
sobre las ruinas de la antigüedad. En 1045 tres papas se encerraron y se hicieron fuertes en
el Vaticano, en el Laterano y en Santa María Maggiore, y cada uno de ellos era defendido
por su séquito.
Añádase a esto la ciudad, con su alma propia, que empieza separándose del alma rural,
para luego equipararse a ésta, y, por fin, intenta sojuzgarla y anularla. Pero esta evolución
se verifica en los modos de la vida y pertenece, por tanto, a la historia de las clases. Tan
pronto como aparece la vida urbana, tan pronto como entre los habitantes de esos pequeños
establecimientos se forma un espíritu común, que siente la propia vida como algo distinto de
la vida fuera de la ciudad, comienza a actuar el encanto de la libertad personal, atrayendo
hacia las calles urbanas nuevas corrientes de existencia. Hay una como pasión por ser
urbano, burgués y extender la vida de la ciudad.
Esa pasión, y no las ocasiones materiales, explica la fiebre de los antiguos por fundar
ciudades, fiebre que vemos y reconocemos en sus últimos epígonos, en la época llamada de
colonización —con término no del todo exacto—. El entusiasmo creador del hombre urbano,
que, a partir del siglo X en la Antigüedad y en épocas correspondientes de las demás
culturas, incluye generación tras generación en el cerco de una vida nueva, evoca por vez
primera en la historia humana la idea de la libertad. Esta idea no procede de un origen
político, ni menos aún abstracto; expresa tan sólo el hecho de que dentro de los muros de la
ciudad se acaba la adherencia vegetativa al suelo y se rompen los lazos que atan y
constriñen la vida campesina. En esencia, la libertad tiene siempre algo de negativo.
Desata, liberta, defiende; ser libre es siempre quedar libre de algo. La ciudad es la expresión
de eso libertad; el espíritu ciudadano es la intelección que se ha hecho libre, y todo lo que en
épocas posteriores despunta en los movimientos espirituales, sociales y nacionales, bajo el
nombre de libertad, tiene su origen en ese hecho primario de la liberación, el hecho de que
el hombre logra libertarse del campo.
Pero la ciudad es más antigua que el ciudadano o burgués.
Atrae primero a las clases profesionales, que se hallan fuera de la división simbólica en
clases. Estas clases profesionales reciben en la ciudad la forma de corporaciones. Luego
vienen las clases primordiales mismas; la pequeña nobleza construye sus castillos en el
arrabal y los franciscanos sitúan sus conventos en las proximidades de la ciudad, sin que
este suceso cambie interiormente nada. No sólo la Roma pontificia, sino todas las ciudades
italianas de esta época están llenas de castillos y fortalezas que pertenecen a las estirpes
nobles y en los cuales se inician las luchas callejeras. En una famosa pintura de Siena —
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siglo XIV—se ven sus torres circundando la plaza del mercado. El palacio florentino del
Renacimiento no sólo desciende de las nobles cortes provenzales por la suntuosa vida que
alberga, sino que también su fachada lo hace heredero del castillo gótico que los caballeros
alemanes y franceses construyen en las alturas. Poco a poco se forma una vida separada.
Entre 1250 y 1450 las estirpes nobles, que se han incorporado a la ciudad, forman en ella el
patriciado, por oposición a las corporaciones y gremios; con lo cual se separan de la nobleza
rural. El caso se da idéntico en la China primitiva, en Egipto y en el Imperio bizantino, y así
se comprenden las más viejas confederaciones de ciudades, como la etrusca, acaso la
latina, y la relación sacra entre las colonias y la metrópoli. No es la ciudad, la polis, la que
dirige los acontecimientos, sino el patriciado de las philae y phratriae en las ciudades. La
ciudad, la POLIS primitiva, es idéntica a la nobleza, como sucede en Roma hasta 471 y en
Egipto y en las ciudades etruscas siempre. De la nobleza arranca el sinequismo (tendencia a
vivir juntos) y la formación de la ciudad-Estado; y en todas las demás ciudades la diferencia
entre la nobleza rural y la nobleza ciudadana no tiene al principio importancia, siendo, en
cambio, muy vigorosa la diferencia entre la nobleza en general y el resto de la población.
Nace la burguesía por la fundamental contradicción entre la ciudad y el campo. Por muy
duras luchas que tengan entre si las «estirpes» y las «corporaciones», siempre resulta que la
oposición al campo las reúne en un común sentir frente a la nobleza primitiva y al Estado
feudal y también frente al feudalismo de la Iglesia. El concepto del tercer estado (le tiers,
según la famosa palabra de la Revolución francesa) es unidad de contradicción: no puede,
pues, encontrar determinación en su contenido, pues carece de propios hábitos y de
simbolismo propio, ya que la sociedad burguesa distinguida copia a la nobleza, y la
religiosidad ciudadana sigue la pauta del sacerdocio primitivo. El pensamiento de que la vida
no ha de servir a fines prácticos, sino que ha de sujetarse en toda su actitud a expresar el
simbolismo del espacio y del tiempo, siendo esto lo único que la capacita para aspirar a una
jerarquía superior, es una idea que provoca la más amarga contradicción por parte de la
inteligencia urbana. Esta inteligencia, a cuya esfera pertenece toda la literatura política de
las épocas posteriores, dispone una nueva agrupación de las clases, partiendo de la ciudad;
empieza por ser teoría, pero pronto, merced a la omnipotencia del racionalismo, se realiza
en la práctica y aun en la sangrienta realidad de las revoluciones. La nobleza y el clero, si
aun existen, aparecen entonces como clases privilegiadas, acentuándose harto este
privilegio; con lo que, tácitamente, se expresa que su pretensión a disfrutar de privilegios
reconocidos, por su jerarquía histórica, resulta anticuada y absurda a los ojos del derecho
racional o natural. Ahora tienen su centro en las capitales—concepto importantísimo de las
épocas postrimeras—y desenvuelven las formas aristocráticas, llegando a esa distinción que
impone el respeto, tal como la percibimos en los cuadros de Reynolds y Lawrence. Frente a
la nobleza y al clero se presentan los poderes espirituales de la ciudad triunfante, la
economía y la ciencia, que, juntos con la masa de los trabajadores, funcionarios y artesanos,
forman un partido sin unidad propia, pero siempre unido y cerrado cuando comienza la lucha
de la libertad, esto es, de la independencia ciudadana, contra los grandes símbolos del
tiempo viejo y contra los derechos derivados de estos símbolos. Todos estos son elementos
del tercer estado, que no cuenta por jerarquías, sino por cabezas y que en las postrimerías
de todas las culturas es siempre «liberal», esto es, libre de los poderes íntimos de la vida no
ciudadana. La economía es libre para toda adquisición de dinero, la ciencia es libre en la
critica; con lo cual, en todas las grandes resoluciones, es el espíritu quien lleva la palabra en
libros y reuniones—democracia—y el dinero quien saca el provecho—plutocracia—, y al
final vence siempre no la idea, sino el capital. Pero aquí reaparece la oposición entre las
verdades y los hechos, oposición que se desarrolla en la vida de la ciudad.
Como protesta contra los viejos símbolos de la vida rural, la ciudad contrapone a la nobleza
de sangre los conceptos de nobleza económica y de nobleza espiritual. Aquélla es una
pretensión no del todo pura; mas, por lo mismo, un hecho eficaz.
Y ésta es una verdad, pero nada más, y a los ojos ofrece un espectáculo dudoso. En todas
las épocas finales la nobleza primitiva—nobleza de las Cruzadas, dice una expresión
significativa—, que ha convertido en forma y ritmo un trozo de poderosa historia, se aniquila
interiormente en las grandes cortes. Pero entonces un retoño nuevo se encumbra hasta ella.
Asi, en el siglo IV, la entrada de grandes familias plebeyas (conscripti) en el Senado romano
de los patres da lugar a la «nobilitas», nobleza de latifundios dentro del orden senatorial.
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En la Roma pontificia se constituye de igual manera la nobleza de los «nepotes»; hacia 1650
no había más de cincuenta familias cuyo árbol genealógico tuviese trescientos años. En los
Estados meridionales de la Unión se desenvuelve, desde la época del barroco, esa
aristocracia de plantadores que fue vencida en la guerra de Secesión (1861-65) por las
fuerzas económicas del norte. La vieja nobleza mercantil, por el estilo de los Fugger, de los
Welser, de los Mediéis y de las grandes casas de Venecia y Génova —entre las que hay que
poner casi todo el patriciado de las colonias griegas desde 800—ha tenido siempre un rasgo
aristocrático, raza, tradición, buenas maneras y la tendencia natural a restablecer el enlace
con el suelo, mediante adquisición de fincas (aun cuando la vieja casa solariega en la ciudad
no era mal sucedáneo). Pero la nobleza moderna de los negociantes y especuladores, con
su gusto improvisado por las formas distinguidas, se introduce, al fin, en la nobleza de
sangre—en Roma los equites (caballeros) desde la primera guerra púnica, en Francia bajo
Luis XIV [89]—y la conmueve y la pervierte, mientras por otra parte la nobleza del talento,
en la época de la ilustración, vierte sobre la otra nobleza sus peores sarcasmos. Los
confucianos rebajaron el viejo concepto chino del shi, y de costumbre noble lo convirtieron
en virtud espiritual; el Pi-yung, que fuera antaño palestra de caballeros, conviértese en
«escuela del espíritu», en gimnasio docente, como lo pensara nuestro siglo XVIII.
Al terminarse la época final de toda cultura, llega también a su término, más o menos
violentamente, la historia de las clases. Vence la mera voluntad de vivir, en libertad y
desarraigo, sobre los grandes símbolos de la cultura que la humanidad, toda urbanizada, ya
ni comprende ni tolera. El dinero borra todo sentido de los valores inmuebles, adheridos al
suelo.
La critica científica elimina todo resto de piedad. La liberación de los campesinos es, en
parte, una victoria sobre los ordenamientos simbólicos; el campesino queda substraído a la
presión de la dependencia, pero entregado a la potencia del dinero, que convierte el suelo
en mercancía mueble. Este paso se verifica entre nosotros en el siglo XVIII; en Bizancio
hacia 74, por la ley geórgica del legislador León III [90], con la cual desaparece lentamente
el colonado; en Roma, a la fundación de la plebe en el año 471. Pausanias, por entonces,
intentó vanamente en Esparta libertar a los ilotas.
La plebe es el tercer estado, reconocido por la constitución como unidad, y representado por
tribunos inviolables, no magistrados, sino hombres de confianza. El acto de 471 [91], que
substituyó las tres tribus etruscas, las tribus de las antiguas estirpes nobles, por cuatro tribus
(distritos) urbanas—lo que nos permite sospechar otras muchas cosas—, ha sido
considerado como una liberación de los aldeanos [92] o también como organización del
gremio de los comerciantes [93]. Pero la plebe, como tercer estado, como resto, no puede
definirse sino negativamente: todos los que no pertenezcan a la nobleza señorial o no
ocupen altos cargos en el sacerdocio son plebeyos. El conjunto de la plebe es tan abigarrado
como el del tiers en 1789 y se mantiene unido tan sólo por la protesta.
Había comerciantes, obreros, artesanos, escribientes. La estirpe de los Claudios tenia
patricios y plebeyos, esto es, familias de señores terratenientes y de aldeanos acomodados
(como los Claudii Marcelli). En la Ciudad-Estado es la plebe lo que en una ciudad barroca de
Occidente son los aldeanos y los burgueses juntos, cuando protestan en reunión de clase
contra la omnipotencia del principe. Fuera de la política, es decir, en la sociedad, la plebe no
existe; esto precisamente la diferencia de la nobleza y de la clase sacerdotal. La plebe se
divide al punto en los oficios y profesiones particulares, que persiguen cada uno intereses
muy varios. La plebe es un partido, y, como tal, defiende la libertad, en el sentido urbano de
la palabra. Esto se ve claramente por el éxito que poco después alcanzó la nobleza
territorial, añadiendo dieciséis tribus rurales, con nombres de estirpes (tribus en las que
conservaba el predominio absoluto), a las cuatro tribus urbanas, representantes de la
burguesía auténtica, del dinero y del espíritu. Hasta la gran lucha de clases, que tuvo lugar
durante la guerra samnita, en tiempos de Alejandro, época correspondiente a la Revolución
francesa, y que terminó en 287 con la lex Hortensia; hasta entonces no quedó jurídicamente
anulado el concepto de clase y no llegó a su conclusión la historia del simbolismo de las
clases. La plebe se convierte en el populus romanus en el mismo sentido en que, en 1780, el
tiers se constituye en nación. Todo lo que, en todas las culturas, sigue a este periodo bajo la
forma de luchas sociales, es ya algo fundamentalmente distinto.
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La nobleza de todas las épocas primeras fue la clase, en el sentido originario de la palabra;
la historia hecha carne, la raza elevada a la máxima potencia. Frente a la nobleza aparece
dondequiera la clase sacerdotal, la contra-clase, que niega todo cuanto la nobleza afirma, y
que, de este modo, se manifiesta como el símbolo magno del otro aspecto de la vida.
Pero la tercera clase; como hemos visto, carece íntimamente de unidad; ha sido la no-clase,
la protesta contra la división en clases y no contra esta o aquella clase, sino en general
contra la forma simbólica de la vida. La tercera clase rechaza toda diferenciación que no
justifique ni la razón ni la utilidad; y, sin embargo, significa algo, y lo significa con plena
claridad: es la vida urbana hecha clase y opuesta a la vida rural; es la libertad, hecha clase y
opuesta a la sujeción. Mas, considerada en su propio ser, la clase tercera no es en modo
alguno un resto, un residuo, como parece cuando se la mira desde las otras dos clases. La
burguesía tiene limites; pertenece a la cultura; comprende, en el mejor sentido, todos los
adherentes a la cultura, bajo la denominación de pueblo, populus, demos, al que se
subordinan la nobleza y la clase sacerdotal, el dinero y el espíritu, el oficio y el trabajo a
jornal, como partes integrantes del conjunto.
La civilización se encuentra con ese concepto de pueblo y lo aniquila bajo el concepto de la
cuarta clase, de la masa, que rechaza la cultura en sus formas desarrolladas. La masa es lo
absolutamente informe; persigue con su odio toda especie de forma, toda distinción de
rangos, la posesión ordenada, el saber ordenado. Es el nomadismo moderno de las grandes
cosmópolis [94], para quien los esclavos y los bárbaros en la antigüedad, los sudras en la
India y todo cuanto es hombre significa por igual un flujo inconstante, totalmente
desarraigado, ignorante y desdeñoso de su pretérito y sin relación con el futuro. De este
modo la cuarta clase viene a ser la expresión de la historia cuando se transforma en lo
ahistórico. La masa es el término, es la nada radical,
B
EL ESTADO Y LA HISTORIA
6
Dentro del mundo como historia—en el que vivimos entretejidos de manera que nuestra
percepción y nuestra intelección obedecen constantemente al sentimiento—aparecen las
fluctuaciones cósmicas bajo la forma de eso que llamamos realidad, vida real, corrientes de
existencia en figura corpórea.
Estas llevan la nota de la dirección y podemos concebirlas de diferentes maneras: con
relación al movimiento o con relación a lo que se mueve. En el primer caso llámanse
historia; en el segundo, estirpe, tribu, clase, pueblo; pero lo uno no es posible ni existe más
que por lo otro. No hay historia sino de algo. Si nos referimos a la historia de las grandes
culturas, entonces lo que se mueve es la nación. El Estado, status, significa la posición.
Recibimos la impresión de Estado cuando, ante una existencia que fluye en forma
movediza, nos fijamos sólo en la forma, como algo extenso en la perduración intemporal y
hacemos caso omiso de la dirección, del sino. El Estado es la historia considerada sin
movimiento; la historia es el Estado pensado en movimiento de fluencia. El Estado real es la
fisonomía de una unidad de existencia histórica; sólo el Estado abstracto de los teóricos es
un sistema.
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Todo movimiento tiene forma; pero lo movido está «en forma» o—para emplear una vez
más una expresión de sport, bien significativa—lo movido perfectamente se halla en
perfecto entrenamiento. Y lo mismo es que se trate de un caballo o de un boxeador que de
un ejército o de un pueblo. La forma abstraída, sacada de la corriente vital en que vive un
pueblo, es el estado en que se encuentra dicho pueblo con respecto a su lucha en y con la
historia. Mas esa forma no puede abstraerse intelectual mente sino en mínima parte.
Ninguna constitución considerada en si y formulada en el papel es nunca completa. Lo no
escrito, lo indescriptible, lo habitual, lo sentido, lo evidente predomina en tal manera—cosa
que los teóricos no comprenderán nunca—, que la descripción de un Estado, los datos
constitucionales no dan siquiera una sombra de lo que constituye la forma esencial en la
realidad viviente de un Estado; de suerte que una unidad de existencia, cuyo movimiento es
sometido en serio a una constitución escrita, queda dañada para la historia.
La estirpe es la unidad mínima en el torrente de la historia; el pueblo es la unidad máxima
[95]. Los pueblos primitivos son presa de un movimiento que, en supremo sentido, es
ahistórico, de largo aliento unas veces, otras de tormentosa violencia; pero sin rasgo
orgánico, sin sentido profundo. De todas maneras, los pueblos primitivos están siempre en
movimiento, hasta el punto de parecer informes al observador ligero; en cambio, los pueblos
felahs son objetos rígidos de un movimiento externo, que les empuja sin sentido en golpes
accidentales, casuales. Entre los primeros podemos contar el status de la época miceniana,
de los tinitas, de la dinastía Chang en China hasta su establecimiento en Yin (1400), el reino
franco de Carlomagno, el reino visigodo de Eurico y la Rusia de Pedro el Grande, formas
políticas que a veces tienen una grandiosa capacidad de acción, pero que aun carecen de
simbolismo, de necesidad. Entre los segundos podemos contar el imperio romano, el imperio
chino y los demás imperios cuya forma no tiene ya contenido expresivo.
Entre esos dos extremos se encuentra la historia de las culturas superiores. Un pueblo que
tiene el estilo de una cultura, un pueblo histórico, se llama nación [96]. Una nación que vive
y lucha, posee un Estado, no sólo como estado de movimiento, sino sobre todo como idea.
Sin duda, en su sentido más elemental, el Estado puede ser tan viejo como la vida misma,
moviéndose en el espacio, y los enjambres y los rebaños aun de especies animales muy
sencillas viven en cierta «constitución» que puede llegar a admirables perfecciones en las
abejas, las hormigas, algunos peces, algunos pájaros migradores y los castores. Pero el
Estado de estilo grandioso no se remonta más allá de las dos clases primordiales: nobleza y
clase sacerdotal. Estas clases nacen con una cultura y perecen con ella; sus sinos son en
gran medida idénticos. Cultura es la existencia de naciones en forma política.
Un pueblo está «en forma» cuando constituye un Estado.
Una estirpe está «en forma» cuando constituye una familia.
Esta es, como hemos visto, la diferencia entre la historia política y la historia cósmica, entre
la vida pública y la privada, res publica y res privata. Y ambas son símbolos de la
preocupación. La mujer es historia universal; concibiendo y alumbrando cuida de la duración
de la sangre. La madre, con el hijo colgado del pecho, es el símbolo máximo de la vida
cósmica. Desde este punto de vista la vida del varón y de la mujer llega a estar «en forma»
en el matrimonio. Pero el hombre hace la historia, que es una interminable lucha para la
conservación de aquella otra vida. A los cuidados maternales agréganse los cuidados
paternales. El hombre, con el arma en la mano, es el otro gran símbolo de la voluntad de
duración. Un pueblo «en forma» es, originariamente, una mesnada de guerreros, la
comunidad, profunda e íntimamente sentida, de los armados. El Estado es cosa de varones;
es la preocupación por el mantenimiento del todo, incluso por el mantenimiento de esa
personalidad espiritual que se llama honor y estimación propia; es la reacción frente a los
ataques, la previsión de los peligros y, sobre todo, el ataque propio que es natural y obvio en
toda vida ascendente.
Si toda vida fuera un mismo torrente uniforme de existencia, ignoraríamos las palabras
pueblo, Estado, guerra, política, constitución. Pero la eterna y poderosa diferenciación de la
vida, diferenciación exaltada hasta el máximo por la energía morfogenética de las culturas,
es un hecho absolutamente dado, en la historia, con todas sus consecuencias. La vida
vegetal no existe sino por referencia a la animal; las dos clases primarias se condicionan
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mutuamente. De igual manera un pueblo no existe sino por referencia a oíros pueblos, y
esta realidad consiste en oposiciones naturales e inconciliables, en ataque y defensa, en
hostilidad y guerra. La guerra es la creadora de todas las cosas grandes. Todo lo importante
y significativo en el torrente de la vida nació de la victoria y de la derrota.
Un pueblo da figura a la historia, en cuanto que él mismo se halla en forma. Vive una
historia interna que lo sume en ese estado; sólo en esa historia se hace el pueblo creador.
Vive una historia extensa que consiste en creación.
Los pueblos, como Estados, son, pues, las fuerzas propiamente dichas de todo acontecer
humano. En el mundo como historia no hay nada por encima de ellos. Ellos son el sino.
Res publica, la vida pública, el «lado de la espada», en los torrentes de vida humana, es en
realidad invisible. El extranjero sólo ve los hombres, no su nexo interior. Este nexo reside en
lo profundo del torrente vital y más bien es sentido que comprendido. De igual manera no
vemos en realidad la familia, sino sólo hombres cuya unión conocemos y comprendemos, en
un sentido muy determinado, por experiencia intensa. Pero para cada una de esas
formaciones existe un círculo de participantes que están unidos en unidad de vida por igual
constitución de su ser interno y externo. Esa forma en que fluye la vida se llama costumbre
cuando surge involuntaria del ritmo y curso vital para luego hacerse consciente; y se llama
derecha cuando es establecida con intención y propuesta al reconocimiento.
El derecho es la forma voluntaria de la existencia, sin que importe que haya sido reconocida
por instinto y sentimiento —derecho no escrito, derecho consuetudinario, equity—o abstraída
por meditación, profundizada y reducida a un sistema —ley—. Son estos dos hechos
jurídicos de simbolismo temporal; son dos especies de preocupación, cuidado, previsión.
Pero ya por la diferencia de grado en la consciencia que de ellos tenemos, resulta que en el
curso todo de la historia real dos derechos han de enfrontarse hostiles: por una parte el
derecho de los padres, de la tradición, el derecho sellado, heredado, probado, el derecho
sagrado, por que existió siempre, procede de la experiencia de la sangre y garantiza el éxito;
y por otra parte el derecho pensado, bosquejado por la mente, el derecho de la razón, de la
naturaleza, de la humanidad, engendrado en la meditación y, por tanto, afín a la
matemática, derecho que acaso no sea tan eficaz, pero que es «justo». En esta dualidad
arraiga la oposición entre la vida rural y la vida ciudadana, entre la experiencia de la vida y
la experiencia erudita, hasta llegar a esa altitud revolucionaria de la hostilidad, en que se
afirma un derecho que no es dado y se arruina un derecho que no quiere ceder.
Un derecho establecido por una comunidad significa un deber para todos los participantes,
pero ello no es prueba de su fuerza. Cuestión de sino es el saber quién lo establece y para
quién. Hay sujetos y objetos en el establecimiento del derecho, aun cuando todos son
objetos en la validez del derecho; y asi ocurre siempre, sin distinción, en el derecho interno
de las familias, corporaciones, clases y Estados. Pero para el Estado, sujeto máximo del
derecho en la realidad histórica, hay, además, un derecho externo que impone a los
extranjeros. Al primero pertenece el derecho de ciudadanía; a este segundo, el tratado de
paz. En lodo caso, empero, el derecho del más fuerte es también el del más débil. Tener
derecho es expresión de poder.
Es éste un hecho histórico, comprobado a cada momento. Pero en el reino de la verdad—
que no es de este mundo—ese hecho no es reconocido. También en la concepción del
derecho se oponen, inconciliadas, la existencia y la conciencia, el sino y la causalidad. A la
moral sacerdotal e ideológica del bueno y del perverso pertenece la distinción moral entre
derecho y contrario a derecho. A la moral racial del bueno y el malo pertenece la diferencia
jerárquica entre el que da y el que recibe el derecho.
Un ideal abstracto de justicia pasa por las cabezas y los escritos de todos los hombres cuyo
espíritu es noble y fuerte, pero cuya sangre es débil; pasa por todas las religiones, por todas
las filosofías. Pero
el mundo de los hechos en la historia sólo conoce el éxito, que hace que el derecho del más
fuerte sea el derecho de todos. El mundo de los hechos, sin piedad, salta por encima de los
ideales; y cuando ha acontecido que un hombre o un pueblo han renunciado al poder de la
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hora, para ser justos, es cierto, sin duda, que se han asegurado una fama teórica, en ese
segundo mundo de los pensamientos y las verdades, pero han sucumbido a otra fuerza vital
que entendía de realidades mejor.
Mientras un poder histórico posee sobre las unidades subordinadas la superioridad que el
Estado y la clase poseen muchas veces sobre las familias y las profesiones, o que el jefe de
la familia posee sobre los niños, es posible un derecho legal entre los débiles, derecho
otorgado por la mano omnipotente del superior. Pero es raro que las clases sientan sobre si
un poder de ese rango, y los Estados no lo sienten casi nunca. Entre ellos rige, pues, con
poderío inmediato, el derecho del más fuerte, como se demuestra en los tratados impuestos
y más aún en la interpretación y cumplimiento de los tratados por parte del vencedor. Esto
distingue los derechos internos y externos en las unidades históricas de vida. En los
derechos internos se manifiesta la voluntad de un juez, que quiere ser imparcial y justo —
aunque mucho solemos engañarnos acerca del grado de imparcialidad que campea aun en
los mejores códigos de la historia, incluso en aquellos que se llaman civiles (para
ciudadanos), y que ya por ello indican que una clase, apoyada en su prepotencia, los ha
creado para todos [97]. Los derechos internos son el resultado de un pensamiento
estrictamente lógico, causal, orientado hacia la verdad; pero por eso mismo su validez
depende siempre de la fuerza material de su autor, ya sea una clase o un Estado. Una
revolución que aniquile ese poder aniquila al punto el poder de las leyes. Las leyes siguen
siendo verdaderas; pero ya no son reales. En cuanto a los derechos externos—como todos
los tratados de paz—no son nunca verdaderos en esencia; son siempre reales—a veces con
una realidad espantosa—y no sustentan la pretensión de ser justos. Basta con que sean
eficaces. En ellos habla la vida, que no se somete a lógica causal y moral, sino a una lógica
orgánica llena de consecuencia. La vida misma quiere adquirir validez; siente con
certidumbre intima lo que para ello necesita, y con respecto a esto que necesita sabe lo que
para ella es justo y, por tanto, lo que tiene que ser Justo para los demás. Esta lógica aparece
en toda familia, principalmente en las viejas estirpes aldeanas, de auténtica raza, tan pronto
como la autoridad sufre conmociones, y otro que no sea el jefe ha de determinar «lo que
es». Aparece en un Estado tan pronto como un partido único domina la situación. Toda
época feudal presencia la lucha entre los señores y los vasallos por el «derecho al derecho».
Esta lucha termina en la Antigüedad, casi en todas partes, con la victoria absoluta de la
primera clase, que arrebata la legislación a la realeza y la hace objeto de la propia definición
jurídica, como lo demuestran con seguridad el origen y sentido de los arcontas en Atenas y
de los eforos en Esparta. En el territorio de Occidente vence transitoriamente la clase
primera; en Francia, con el establecimiento de los Estados generales (1302), y
definitivamente en Inglaterra, donde los barones normandos y el alto clero obtienen la
Charta Magna en 1215, origen de la soberanía efectiva del Parlamento. Por esta razón es
por la que el viejo derecho normando de clases ha permanecido en vigor. En cambio, en
Alemania, la defensa del débil poder imperial frente a las pretensiones de los grandes
señores feudales fue la que llamó en su auxilio al derecho romano justinianeo, como
derecho de un poder absoluto contra los derechos locales antiguos germánicos [98].
La constitución de Dracon, la p?triow politeÛa de los oligarcas, fue dada por la nobleza,
como asimismo el derecho patricio de las doce tablas [99]. Desarrollóse en la Antigüedad
posterior, con los poderes del Estado y del dinero, pero en contra de ellos, y por eso fue
pronto expulsado por un derecho de la tercera «clase», de «dos otros»—el derecho de Solón
y de los tribunos—, que no dejaba también de ser un derecho de clase. La lucha éntrelas dos
clases primordiales por el derecho a la legislación ha llenado la historia toda de Occidente,
desde la lucha pregótica por la preeminencia del derecho profano o del derecho canónico,
hasta la lucha por el matrimonio civil, lucha que aún no ha terminado [100]. Las luchas
constitucionales desde fines del siglo XVIII significan también que el tercer estado, que
según la famosa frase de Sieyés en 1789 «no era nada y debe serlo todo», se hace cargo de
la legislación, en nombre de todos, y crea una legislación burguesa, lo mismo que la
legislación gótica fue una legislación nobiliaria. Pero, como hemos dicho, donde más claro y
sin velos aparece el derecho como expresión de la fuerza es en los pactos jurídicos entre los
Estados, en los tratados de paz y en aquel derecho de gentes, del que ya Mirabeau decía
que es el derecho de los poderosos, cuyo cumplimiento se le impone al impotente. En
derechos de esta clase queda fijada una gran parte de las decisiones históricas. Son la
forma en que la historia militante progresa, mientras no recurre a la forma primaria de la
lucha, con las armas en la mano, lucha cuya continuación espiritual se consuma en todo
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tratado válido, con sus efectos premeditados. Si la política es una guerra sin armas, «el
derecho al derecho» es el botín del partido victorioso.
7
Es, pues, claro que en las cumbres de la historia dos grandes formas vitales luchan por la
preeminencia: la clase y el Estado, ambos torrentes de existencia con gran forma interior y
fuerza simbólica, ambos decididos a hacer de su sino propio el sino de todos. Tal es el
sentido de la oposición entre la dirección social y la dirección política de la, historia—si lo
entendemos en su profundidad y si prescindimos de la manera corriente de concebir el
pueblo, la economía, la sociedad y la política. Las ideas sociales y las políticas no se
separan hasta el momento en que despunta el albor de una gran cultura; y esto sucede en el
fenómeno del Estado feudal, en donde señor y vasallo representan el aspecto social, y
soberano y nación el aspecto politice. Pero tanto los poderes sociales primitivos, nobleza y
sacerdocio, como los posteriores, dinero y espíritu, y los grupos profesionales de los
artesanos, funcionarios y trabajadores—que en las ciudades progresivas van siendo cada
día una fuerza más imponente—, quieren cada uno por si subordinar la idea del Estado al
propio ideal de clase o, con más frecuencia aún, al interés de clase. Y así se traba una lucha
que empieza en la totalidad nacional y llega a la conciencia de todo individuo, una lucha por
los límites y pretensiones de cada parte, cuyo término, en el caso extremo, hace de una de
las partes el instrumento de la otra. [101]
Pero, en todo caso, el Estado es la forma que determina la situación exterior, de manera que
las relaciones históricas entre los pueblos son siempre de naturaleza política, nunca social.
Pero en la política interior la situación está dominada por oposiciones de clase, de tal modo
que aquí la táctica social y política parecen a primera vista inseparables y que los dos
conceptos llegan a identificarse en el pensamiento de aquellos hombres, que equiparan su
propio ideal de clase—por ejemplo, el ideal burgués—con la realidad histórica y, por tanto,
no pueden pensar fuera de lo político. En la lucha exterior, un Estado busca alianzas con
otros Estados; en la lucha interior siempre va el Estado unido a una u otra clase, de manera
que la tiranía antigua del siglo vi obedeció a la coincidencia de la idea del Estado con los
intereses de la tercera clase frente a la oligarquía aristocráticosacerdotal, y la Revolución
francesa se hizo inevitable en el momento en que el tiers, esto es, el espíritu y el dinero dejó
empantanada a la corona y se pasó a las otras dos clases (desde la primera reunión de
notables en 1787). Por eso es muy exacto el sentimiento que nos hace distinguir entre la
historia de los Estados y la historia de las clases [102], entre la historia política (horizontal) y
la historia social (vertical), entre la guerra y la revolución; pero es un grave error de los
doctrinarios modernos el tomar el espíritu de la historia interna por espíritu de la historia
toda, en general. La historia universal es la historia de los Estados y lo será siempre. La
constitución interna de una nación tiene siempre y dondequiera el fin de mantener la nación
«en forma» para la guerra exterior, ya sea militar, ya diplomática o económica. Quien
considere y trate la constitución como fin en sí o ideal en si, arruina con su actividad el
cuerpo de la nación. Pero, por otra parte, el tacto de una capa dominante en la política
interior, ya sea de la clase primera o de la cuarta, exige que las opiniones de clase sean
tratadas de tal modo que las fuerzas y pensamientos de la nación no queden determinadas
en la lucha de los partidos y que la traición a la patria no resulte la última ratio.
Y entonces es claro que el Estado y la primera clase, como formas vitales, tienen una
afinidad radical, no sólo por su simbolismo del tiempo y de la preocupación, no sólo por su
común referencia a la raza, a los hechos de las generaciones sucesivas, a la familia y, por
tanto, también a los impulsos primarios de todo aldeanismo—sobre el cual, en último
término, se asientan el Estado y la nobleza duradera—, no sólo por su referencia al solar, al
patrimonio, a la «patria», cuyo sentido se esfuma en las naciones de estilo mágico, porque
para éstas la fe religiosa es el mas eficaz vínculo de unión, sino, sobre todo, por la práctica
grandiosa en los hechos todos del mundo histórico, por la unidad completa del tacto y del
impulso, por la diplomacia, el conocimiento de los hombres, el arte del mando, la voluntad
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viril de conservar y extender el poderío, que en tiempos primitivos crea, en una misma
reunión militar, la separación entre nobleza y pueblo, y, finalmente, por el sentido del honor
y del valor, de manera que hasta en los últimos tiempos permanece mas firme el Estado
cuya nobleza o cuya tradición, creada por la nobleza, se pone toda al servicio del procomún,
como ocurrió en Esparta frente a Atenas, en Roma frente a Cartago, en el Estado Tsin de
los chinos frente al Estado Tsu, de temple taoísta.
La diferencia está en que la nobleza, formando un conjunto, una clase cerrada, considera,
como toda clase, al resto de la nación en relación a ella misma, y sólo en tal sentido quiere
ejercitar su poderío, mientras que el Estado, en idea, existe para todos y, sólo en este
sentido, también para la nobleza.
Pero una nobleza vieja y auténtica se considera igual al Estado y cuida de todos como de
una propiedad. Es éste uno de sus más altos deberes, uno de los deberes que más hondo
arraigan en su conciencia. La nobleza siente, incluso, que tiene el privilegio nativo de
sentirse obligada a tal deber, y considera su servicio en el ejército y en la administración
como su vocación y destino propios.
Muy distinta, en cambio, es la diferencia entre la idea del Estado y la idea de las otras
clases, todas las cuales se hallan íntimamente apartadas del Estado como tal y, desde su
vida propia, forjan un ideal de Estado que no nace del espíritu de la historia efectiva y sus
poderes políticos, por lo cual precisamente recibe la caracterización de «social». La lucha en
los primeros tiempos se desenvuelve en la situación siguiente: frente al Estado, como hecho
histórico absoluto, se opone la comunidad eclesiástica para la realización de ideales
religiosos; en cambio, en las épocas posteriores vienen a añadirse el ideal negociante de la
libre vida económica y los ideales utópicos de los soñadores y místicos, en los cuales se
trata de realizar una u otra abstracción.
Pero en la realidad histórica no existen ideales, sino sólo hechos. No existen verdades, sino
sólo hechos. No existen razones, no existe justicia, no existe armonía, no existe finalidad
última, sino sólo hechos. Quien no comprenda esto, que escriba libros de política, pero no
haga política. En el mundo real no hay Estados construidos según ideales, sino Estados que
han crecido y que no son otra cosa que pueblos vivos «en forma».
Sin duda trátase de formas acuñadas, que se desenvuelven en vida; pero están acuñadas
por la sangre y el ritmo de una existencia, son impulsadas y no voluntariamente planeadas;
y se desenvuelven o merced a las capacidades políticas de ciertos hombres de Estado, en la
dirección que la sangre señala, o merced al influjo de idealistas en la dirección de las
convicciones de éstos, es decir, hacia la nada.
El sino de los Estados realmente existentes—no de los Estados que existen sólo en las
cabezas—no es el planteado por sus problemas y organizaciones ideales, sino el de su
autoridad intima, que a la larga no se mantiene de fuerza material sino de confianza—
incluso del enemigo—, en su capacidad de acción. Los problemas decisivos no consisten en
la elaboración de constituciones, sino en la organización de un gobierno que trabaje bien; no
consisten en la distribución de derechos políticos según principios «justos»—que por lo
general no son sino la representación que una clase se hace de sus pretensiones
justificadas—, sino en el ritmo del trabajo conjunto, tomando la palabra trabajo en un sentido
deportivo, en el sentido del trabajo de los músculos y tendones al galopar un caballo que se
acerca a la meta; consiste en ese ritmo que dirige por si mismo a su carril propio las fuertes
vocaciones. Por último, no consiste en una moral ajena al mundo, sino en la constancia, la
seguridad, la superioridad de la dirección política. Cuanto más evidente sea todo esto,
cuanto menos se hable de ello o se discuta de ello, tanto más perfecto será un Estado, tanto
más alto será el rango, la capacidad histórica directiva y, por tanto, el sino de una nación. La
altitud del Estado, la soberanía, es un símbolo vital de primer orden. Distingue a los sujetos
de los objetos, los cuales sufren los acontecimientos históricos, y no sólo en la historia
interna, sino en la externa, cosa mucho más importante todavía. La fuerza de la dirección,
que se expresa en la clara distinción de ambos factores, es la inequívoca característica de la
fuerza vital que anima a una unidad política, hasta el punto de que la conmoción de la
autoridad existente, por ejemplo, por los partidarios de un ideal contrario de constitución, no
consigue casi nunca transformar este partido en sujeto de la política interior, y si, en cambio,
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casi siempre hace de la nación un objeto de la política exterior y muchas veces parasiempre.
Por este motivo en todo Estado sano la letra de la constitución escrita tiene poca
importancia comparada con el uso de la constitución viviente, de la «forma» en el sentido
deportivo, del temple nacional, que se ha desarrollado por si mismo, sin que nadie lo note,
merced a las experiencias de los tiempos, de las situaciones y, sobre todo, merced a las
cualidades raciales.
Cuanto más enérgica sea esa «forma» natural del cuerpo político, tanto más certera
trabajará en cualquier situación imprevista, siendo para ello, en último término, indiferente
que el director efectivo lleve titulo de rey o de ministro o sea un jefe de partido o no tenga
incluso relación definible con el Estado, como Cecil Rhodes en el África del Sur. La nobilitas
romana, que dominó la política en la época de las tres guerras púnicas, no existía desde el
punto de vista del derecho político. Pero en todo caso hay que contar siempre con una
minoría que posea instinto político y que represente al resto de la nación en la lucha de la
historia.
Por eso debemos expresar inequívocamente el hecho: no hay más que Estados de clases,
Estados en los que gobierna una única clase. No debe confundirse esto con el Estado-clase,
con el Estado al que no pertenece el individuo que no pertenezca a una determinada clase.
Este último caso se da en la antigua polis, en los Estados normandos de Inglaterra y Sicilia;
pero también en la Francia de la constitución de 1701 y en la Rusia soviética. El primer tipo
de Estado es el que expresa la experiencia histórica universal, de que siempre es una capa
social única la que, constitucionalmente o no, lleva la dirección política. Es siempre una
minoría decidida la que representa la tendencia histórica universal de un Estado; y dentro de
ella otra minoría, más o menos cerrada, la que asume efectivamente la dirección por virtud
de sus capacidades y muchas veces en contradicción con el espíritu de la Constitución. Y si
prescindimos de tiempos revolucionarios y de situaciones cesáreas—excepciones que
confirman la regla—en los cuales individuos o grupos accidentales detentan el poder
exclusivamente por medios materiales y a veces sin el menor talento, siempre es una
minoría dentro de una clase la que gobierna por tradición, y esta minoría suele pertenecer
las más veces a la nobleza, que en la forma de gentry ha creado el estilo parlamentario de
Inglaterra, o en la forma de nobilitas ha dirigido la política romana en la época de las guerras
púnicas, o en la forma de una aristocracia mercantil ha organizado la diplomacia veneciana.
o, convertida en nobleza barroca de educación jesuítica [103], ha dirigido la diplomacia de la
curia romana. Junto a ella aparece también el talento político de una minoría cerrada en la
clase sacerdotal, en la Iglesia romana precisamente; pero igualmente en Egipto, en la India
y mucho más aún en Bizancio y en el Imperio sassánida. Raro es, en cambio, ese talento
director en la tercera clase, que no constituye una unidad vital; aparece, por ejemplo, en la
capa de los mercaderes romanos pertenecientes a la plebe del siglo III, o entre los abogados
franceses desde 1789, y en este y otros casos, siempre afianzado en un círculo cerrado de
vocación homogénea que, completándose de continuo, conserva en su seno la suma de las
tradiciones y experiencias políticas no escritas.
Tal es la organización de los Estados reales, a diferencia de la que sobre el papel bosquejan
los ingenios académicos. No existe un Estado «mejor, verdadero y justo» que haya sido
primero pensado y luego realizado. Los Estados que aparecen en la historia existen de
pronto y varían insensiblemente, a cada instante, aunque estén envueltos en el ropaje de
una constitución legal rígida. Por eso, términos como república, absolutismo, democracia,
significan cosa distinta en cada caso, y se convierten en mera fraseología, si se emplean
como conceptos fijos, como suelen hacerlo los filósofos e ideólogos. Toda historia de
Estados es fisiognómica, no sistemática. No es su misión mostrar el camino por donde la
humanidad, paulatinamente, ha conquistado sus derechos eternos, su libertad e igualdad,
progresando la evolución hada el Estado más sabio y más justo, sino que ha de describir las
unidades políticas que existen realmente en el mundo de los hechos; ha de referir cómo
prosperan y florecen, cómo maduran, cómo se marchitan, sin ser nunca otra cosa que vida
real «en forma». Intentémoslo aquí, en este sentido.
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La historia de gran estilo comienza en toda cultura con el Estado feudal, que no es Estado
en el sentido futuro, sino ordenación de la vida toda cor referencia a una clase. El más noble
retoño del solar, la raza en su sentido más orgulloso, se construye una jerarquía, desde el
simple caballero hasta el primus inter pares, el señor feudal entre sus iguales. Esto sucede
al mismo tiempo en que se eleva la arquitectura de las grandes catedrales y de las
pirámides; por una parte la piedra, por otra parte la sangre, se encumbran a la dignidad de
símbolos; es la significación junto a la realidad. La idea del feudalismo, dominante en todas
las épocas primitivas, es el tránsito de la relación primaria, puramente práctica y efectiva,
entre el poderoso y los sumisos—hayan éstos elegido a aquél o aquél sometido a éstos—, a
la relación jurídica privada, y por ende hondamente simbólica, entre el señor y los vasallos.
Esta descansa por completo en la costumbre nobiliaria, en el honor y la fidelidad, y provoca
a veces los más duros conflictos entre la adhesión al señor y la adhesión a la propia estirpe.
La caída de Enrique el León nos ofrece un trágico ejemplo de ello.
El «Estado» no existe sino merced a los limites de la relación feudal y extiende su esfera por
la entrada en éstos de vasallos extraños. El servicio y comisión del señor, que
originariamente es personal y limitado en el tiempo, se convierte muy pronto en vasallaje
permanente que, cuando la tierra pasa a otras manos, ha de ser instituido de nuevo—ya
hacia el año 1000 impera en Occidente el principio de que «no hay tierra sin señor»—, y, por
último, se convierte en vasallaje hereditario; en Alemania lo instituye la ley feudal de
Conrado II, en 28 de mayo de 1037. Con lo cual los subditos inmediatos del soberano
quedan mediatizados—son sus subditos porque son subditos de un vasallo. Pero la fuerte
conexión social de la clase asegura la cohesión, que aun en estas condiciones se llama
Estado.
Los conceptos de poder y de botín aparecen aquí en enlace clásico. Cuando en 1066 los
caballeros normandos conquistaron Inglaterra bajo el duque Guillermo, todo el territorio fue
propiedad del rey, fue señorío, y nominalmente sigue siéndolo hoy. Esta es la alegría del
Wikingo, que goza poseyendo. Es la preocupación de Ulises, a su retorno, cuando empieza
a contar sus tesoros. Este sentido del botín, en los precavidos conquistadores, da lugar de
pronto al maravilloso y admirado sistema de cuentas y funcionarios de hacienda en las
culturas primitivas. Estos funcionarios deben distinguirse muy exactamente de los grandes
tenedores de funciones de confianza, los cuales son producto de nombramiento personal
[104]. Los clerici, escribas no son ministros ni ministeriales, aunque estas denominaciones
también significan servidores, bien que grandes y orgullosos servidores del señor mismo.
Los funcionarios de escrituras y cuentas son expresión de la preocupación y se desarrollan
en correspondencia con el principio dinástico. En Egipto, a principios del Imperio viejo,
tienen ya una formación y estructura notable [105]. El Estado de los funcionarios, en China,
descrito en el Chu-Li, es tan extenso y complicado que ha sido causa de que se ponga en
duda la autenticidad del libro [106]; pero por su espíritu y su definición corresponde
perfectamente a la obra de Diocleciano, que hizo surgir un orden feudal de ciases, por la
organización de un enorme sistema fiscal [107]. En la Antigüedad primitiva se nota su
ausencia. Carpe Diem es el lema de la hacienda antigua hasta sus últimos días. La
despreocupación; la autarquía de los estoicos fue elevada a principio fundamental también
en esto. Y los mejores financieros no hacen excepción a la regla, como Eubulos, que hacia
350 administró la hacienda de Atenas con superávit, para distribuirlo entre los ciudadanos.
En cambio, el extremo contraste con esta manera de pensar está constituido por los
financieros Wikingos del Occidente primitivo, quienes en la administración de sus Estados
normandos, asentaron los fundamentos de la economía fáustica del dinero, hoy extendida
por todo el mundo. La mesa con tablero de ajedrez, en la cámara de cuentas de Roberto el
Diablo de Normandía (1028-35), es el origen del nombre que aún lleva hoy la tesorería
inglesa (Exchequer) y de la palabra cheque.
Aquí también aparecieron las palabras cuenta, control, etcétera (compotus, contrarotulus, o
sea rollo conservado para la comprobación, quittancia, recordatum). En 1066 Inglaterra fué
organizada como botín a explotar en implacable servidumbre de los anglosajones, y lo
propio sucede con el Estado normando de Sicilia, que Federico II de Hohenstaufen halló
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organizado, y en las constituciones de Melfi (1231), obra personal suya, no lo creó, sino que
lo perfeccionó hasta la maestría, con métodos de economía arábiga, esto es, de una
economía altamente civilizada. De aquí penetraron los métodos de técnica financiera y las
denominaciones en la corporación de mercaderes lombardos y luego en todas las ciudades
comerciales y administraciones de Occidente.
El desarrollo y la estructuración del feudalismo van íntimamente unidos. En plena fuerza y
florecimiento de las clases primordiales despuntan las naciones futuras y con ellas la idea
del Estado propiamente dicho. La oposición entre poder noble y poder espiritual y entre la
corona y sus vasallos es una y otra vez interrumpida por la oposición entre el pueblo francés
y el pueblo alemán (ya bajo Otón el Grande), o entre el pueblo alemán y tí pueblo italiano—
oposición que separó las clases en güelfos y gibelinos y aniquiló el Imperio alemán—, o
entre el pueblo inglés y el pueblo francés, oposición que condujo al dominio de Inglaterra
sobre la Francia occidental. Sin embargo, estas oposiciones retroceden tras las grandes
decisiones dentro del Estado feudal mismo, que no conoce el concepto de nación.
Inglaterra se hallaba dividida en 60215 feudos, que estaban marcados en el Domesday Book
de 1084, libro que de vez en cuando es hoy aún objeto de consulta; el poder central, muy
bien organizado, exigía el juramento de fidelidad incluso a tos vasallos de los pares; sin
embargo, en 1215 se impuso la Charta Magna, que, traslada el poder efectivo del rey al
Parlamento de los vasallos—los grandes y la Iglesia en la Cámara alta y los representantes
de la gentry y de los patricios en la Cámara baja—, que, en adelante, fue la base de la
evolución nacional. En Francia consiguieron los barones, en unión con el clero y las
ciudades, en 1302, la convocación de los Estados Generales. Por el fuero de Zaragoza, en
1283, fue Aragón casi una república de nobles, gobernada por las Cortes; y en Alemania,
pocos decenios antes, un grupo de grandes vasallos hicieron la realeza dependiente de su
elección—príncipes electores—.
La expresión más poderosa que, no sólo en la cultura occidental, sino en todas las culturas,
ha tenido la idea feudal ha sido la lucha entre el Imperio y el Pontificado, que en último
término soñaba con transformar el mundo entero en un enorme vínculo feudal. Y ambos
poderes se compenetran tan hondamente con el ideal, que al venirse abajo el feudalismo
hubieron de caer también de las alturas en que se cernían.
La idea de un soberano, cuyo poder se extendiese sobre todo el mundo histórico, cuyo sino
fuera el sino de la humanidad toda, ha aparecido hasta ahora tres veces: primero en la
concepción del Faraón como Horus [108], luego en la representación china del soberano del
medio, cuyo Imperio es tien-hia, esto es, todo cuanto yace bajo el cielo [109], y, por último,
en la época pregótica, cuando Otón el Grande, en 962, se siente abrasado por la emoción y
anhelo místico de infinitud histórica y espacial, que entonces estremecía al mundo, y
concibe la idea de un imperio sacro romano de la nación alemana. Pero ya antes el papa
Nicolás I (en 860), preso aún en pensamientos agustinianos, esto es, mágicos, soñó con un
Estado papal que había de estar por encima de los príncipes de la Tierra; y desde 1059
Gregorio VII, con el Ímpetu primario de su naturaleza fáustica, se esforzó por realizar el
dominio universal del Papa en la forma de una relación feudal con los reyes por vasallos. El
Pontificado mismo constituyó—hacia dentro—el pequeño Estado feudal de la Campaña,
cuyas estirpes nobles dominaban la elección y muy pronto convirtieron en una especie de
oligarquía nobiliaria el Colegio de cardenales, que en 1059 tuvo a su cargo la elección de
papa. Pero hacia afuera, Gregorio VII consiguió la soberanía feudal sobre los Estados
normandos en Inglaterra y Sicilia, fundados ambos con su apoyo, y realmente confirió la
corona imperial, como anteriormente Otón el Grande había conferido la tiara. Pero el
Staufen Enrique VI cambió la situación y recibió de Ricardo Corazón de León el juramento
de vasallaje por Inglaterra; estaba a punto de realizarla idea del imperio universal cuando el
papa Inocencio III (1198-1216), el más grande de los pontífices, convirtió en hecho, aunque
por poco tiempo, la idea de la soberanía feudal del papa sobre el mundo. Inglaterra fue en
1213 feudo pontificio; siguieron luego Aragón, León, Portugal, Dinamarca, Polonia, Hungría,
Armenia, el Imperio latino de Bizancio, recién fundado. Pero a su muerte empezó la
disolución dentro de la Iglesia misma, con la aspiración de los grandes dignatarios
eclesiásticos a limitar por una representación de su clase al papa mismo, que por la
investidura se había convertido también en su señor feudal [110].
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La idea de que el Concilio general es superior al papa no tiene un origen religioso, sino que
procede en primer término del principio feudal. Su tendencia corresponde exactamente a lo
que los grandes ingleses consiguieron en la Charta Magna, En los concilios de Constanza
(desde 1414) y de Basilea (1431) se ha intentado por última vez convertir la Iglesia—desde
el punto de vista mundano—en una relación feudal, donde la oligarquía cardenalicia hubiera
sido la representante de todo el clero occidental, en lugar de la nobleza romana. Pero la idea
feudal había retrocedido ya por entonces ante la idea del Estado; y así, los barones
romanos, que limitaban la lucha electoral al circulo estrecho de Roma y sus cercanías,
asegurando asi al elegido el ilimitado poder hacia fuera, en el organismo de la Iglesia,
resultaron vencedores. Ya el Imperio habíase reducido a una sombra venerable, lo mismo
que aconteció en Egipto y en China.
Comparado con el enorme dinamismo de estas decisiones, el feudalismo antiguo se
constituye lentamente, estáticamente, sin ruido, de manera que casi sólo las huellas se
conocen de este tránsito. En la epopeya de Homero, tal como hoy la conocemos, cada
localidad tiene su basileus (rey. Jefe), el cual de seguro fue antaño señor feudal, pues en la
figura de Agamemnon se revela un estado de cosas en el que un soberano de amplios
territorios sale en campaña con el séquito de sus pares. Pero aquí la disolución del poder
feudal acontece en conexión con la formación del Estado-ciudad, del punto político. Esto
tiene por consecuencia que los cargos hereditarios de la corte, las archai y timai, como
pritanos, arcontas y acaso el pretor romano primitivo [111], son todos de naturaleza urbana;
y las grandes estirpes no se desarrollan aisladas en sus condados, como en Egipto, China y
Occidente, sino que viven en intimo contacto dentro de la ciudad, donde van poco a poco
apoderándose de los derechos de la realeza, hasta que la casa reinante sólo conserva ya lo
que no se le puede quitar, por consideración a los dioses: el titulo que lleva al ejecutar los
actos del sacrificio. Asi apareció el rex sacrorum,. En las partes más jóvenes de la epopeya
(desde 800) son los nobles los que invitan al rey a sesión y hasta le deponen. La Odisea
conoce la monarquía propiamente como algo que pertenece a la leyenda. En la acción real,
Itaca es una ciudad dominada por oligarcas [112]. Los espartanos, como los patricios
romanos reunidos en Comitia curiata, proceden de una relación feudal [113].
En las fiditias aparece todavía un resto de la antiquísima mesa redonda, abierta en la corte.
Pero el poder de los reyes ha descendido hasta no ser sino una sombra de dignidad, en los
reyes de sacrificios—Roma y Atenas—y en los reyes espartanos, a quienes los eforos
podían encarcelar y deponer. La homogeneidad de estas situaciones impulsa a creer que, en
Roma, hubo una época de predominio oligárquico anterior a la tiranía de Tarquino (500); y
esto halla confirmación en la tradición, sin duda alguna auténtica, del interrex, que el
consejo nobiliario del Senado nombraba de su seno, hasta que le conviniera elegir de nuevo
un verdadero rey.
Hubo aquí, como en todas partes, una época en que el feudalismo ya caminaba a su ruina,
sin que el Estado futuro estuviera todavía perfectamente establecido, sin que todavía la
nación estuviera «en forma». Esta es la terrible crisis que aparece en todas partes como
interregnum y que forma el límite entre el vinculo feudal y el Estado de clase. En Egipto,
hacia la mitad de la quinta dinastía, ya el feudalismo había logrado su pleno desarrollo.
Justamente el Faraón Asosi fue dando trozo a trozo su patrimonio a los vasallos; y a esto
hay que añadir los ricos feudos eclesiásticos que, como en la época gótica, no pagaban
impuestos y fueron poco a poco convirtiéndose en propiedad permanente de los grandes
templos [114]. Al término de la quinta dinastía (hacia 2530) acaba la «época de los
Staufen». Bajo la sombra de gobierno que desarrolló la sexta dinastía, de breve vida,
hácense independientes los príncipes (rpati) y los condes (hetio). Los altos cargos son ya
todos hereditarios y en las inscripciones sepulcrales se manifiesta cada vez más el orgullo
de las viejas noblezas. Lo que los historiadores egipcios posteriores han ocultado bajo las
supuestas dinastías séptima y octava [115] es, en realidad, medio siglo de total anarquía y
de luchas irregulares de los príncipes por tierras o por el título de Faraón. En China ya IVang (934-909) fue obligado por sus vasallos a dar en feudo toda la tierra conquistada y a
darla a vasallos inferiores, de su elección. En 842 fue obligado Li-Vang a huir con el príncipe
heredero, tras de lo cual la administración del Imperio corrió a cargo de dos príncipes.
A partir de este interregno desciende la casa de los Chu, y el nombre de emperador se
reduce a un titulo honroso, pero insignificante. Es lo que corresponde a la época de la
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Alemania sin emperador, época que comienza en 1254 y que en 1400 llega, con Wenzel, al
punto más bajo del poder imperial, al mismo tiempo que el estilo Renacimiento de los
condotieri y tiranuelos locales y la plena decadencia del poder pontifical.
Muerto Bonifacio VIII, quien en 1302, en la bula Unam sanctam, había defendido una vez
más el poder feudal del papa, y habla sido preso por los representantes de Francia, el
papado vivió un siglo de destierro, anarquía e impotencia. En el siglo siguiente, la nobleza
normanda de Inglaterra fue a su ruina en las luchas de los York y los Lancaster por el trono,
9
Esta conmoción significa la victoria del Estado sobre la clase. El feudalismo sentía, en el
fondo, que todos existían para una sola «vida», la vida que era vivida significativamente.
La historia se agotaba en el sino de la sangre noble. Pero ahora despunta el sentimiento de
que existe algo más, algo que a la nobleza ha de someterse, en unión con todas las demás
clases y profesiones, algo inaprehensible, una idea. La concepción ilimitadamente privada
de los acontecimientos se transforma en pública. El Estado podrá ser todo lo noble que se
quiera —y lo es casi sin excepción—; podrá no alterarse nada o casi nada al pasar del
feudalismo al Estado de clase; podrá ser aún desconocida la idea de que fuera de las dos
clases primarias hay no sólo deberes, sino derechos; pero el caso es que el sentimiento ha
variado y la conciencia de que la vida en las cumbres de la historia existe para ser vivida, ha
cedido ante esta otra idea: que la vida contiene una misión. La diferencia se advierte
claramente cuando se compara la política de Reinaldo de Dassel (+ 1167), uno de los más
grandes estadistas alemanes de todos los tiempos, con la del emperador Carlos IV (+ 1378),
y se trae a colación el tránsito correspondiente de la Themis antigua de la época
caballeresca con la Dike de la ciudad naciente [116]. La Themis contiene sólo una
pretensión de derecho; la Dike contiene también una misión.
La idea primera del Estado va siempre unida con el concepto del soberano único, y ello con
una evidencia que llega hasta el mundo animal mismo. La monarquía es una situación que
se establece por sí misma, para toda multitud animada, en todas las coyunturas importantes,
como lo demuestran las conmociones públicas, los momentos de súbito peligro [117]. Estas
multitudes son unidades de sentimiento, pero ciegas. No se hallan «en forma» para afrontar
los inminentes sucesos, sino cuando están en manos de un jefe que, súbitamente, surge de
ellas mismas y que por la compenetración de la sensibilidad total es su cabeza directora,
ciegamente obedecida. Esto se verifica en la formación de las grandes unidades vitales, que
llamamos pueblos y ciudades, aunque más lenta y significativamente. En las culturas
superiores esta manera de estar en forma es substituida por otra, en obediencia a un gran
símbolo y a veces artificialmente; pero de manera tal, que, bajo la máscara, sigue de hecho
manteniéndose la soberanía individual, ya sea la de un consejero real, ya la de un jefe de
partido; y en toda conmoción revolucionaria vuelve siempre a presentarse el estado
primitivo.
Con este hecho cósmico va unido uno de los rasgos más íntimos de toda vida dirigida, la
voluntad hereditaria, que se afirma con energía natural en toda raza fuerte y que a veces
obliga inconscientemente al jefe momentáneo a mantener su preeminencia, por toda su
existencia personal, y aún más allá para la sangre de sus hijos y nietos. El mismo rasgo
profundo, vegetativo, anima todo verdadero espíritu de séquito, que ve garantizada y
simbólicamente representada la duración propia en la duración de la sangre directora.
Justamente en los períodos revolucionarios aparece este sentimiento primario con plenitud y
energía y en contradicción con todos los principios.
Por eso en 1800 vio Francia en Napoleón y la herencia de su posición el remate propio de la
obra revolucionaria. Los teóricos que, como Rousseau y Marx, parten de ideales y no de
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hechos de la sangre, no han notado esta fuerza enorme en la historia, y por eso han
calificado sus efectos de reprobables y reaccionarios. Pero existen, y existen con tan
poderosa energía, que aun el simbolismo de las culturas superiores no puede superarlos
sino artificiosa y transitoriamente, como lo demuestran el vinculamiento de los cargos
electivos en determinadas familias—en la Antigüedad—y el nepotismo de los papas
barrocos. Tras el hecho de que la dirección muchas veces es libremente otorgada; tras el
dicho de que el primer puesto le corresponde al mejor, ocúltase casi siempre la rivalidad de
los poderosos, quienes no impiden en principio, pero si de hecho, la sucesión hereditaria,
porque cada uno, en sus adentros, la apetece para su estirpe. Sobre este estado de
emulación creadora descansan las formas de gobierno en la oligarquía antigua.
Ambos reunidos dan por resultado el concepto de dinastía, concepto tan hondamente
arraigado en lo cósmico, tan íntimamente unido a los hechos de la vida histórica, que las
ideas políticas de todas las culturas particulares son variaciones de este principio único,
desde la apasionada afirmación del alma fáustica hasta la decidida negación del alma
antigua. El desarrollo de la idea del Estado en una cultura va unido ya a la ciudad naciente.
Las naciones, los pueblos históricos, son pueblos constructores de ciudades [118]. La
residencia real sustituye al castillo y se torna el centro de la historia; en ella, el sentimiento
del ejercicio de la fuerza—de la Themis—se convierte en el sentimiento del gobierno—de la
Dike—. El lazo feudal es interiormente superado por la nación, incluso en la conciencia de la
clase noble. El mero hecho de la prepotencia se convierte ahora en símbolo de la soberanía.
Así sucede que, al desaparecer el feudalismo, la historia fáustica se hace historia dinástica.
Desde los pequeños centros en donde viven las estirpes regias—donde están «arraigadas»,
como dice la expresión terrícola, evocadora de la planta y la propiedad—irradia una fuerza
plástica de la realidad nacional, realidad organizada en clases, desde luego, pero de tal
suerte que el Estado condiciona la existencia de las clases. El principio genealógico, que
alienta en la nobleza feudal y en las estirpes aldeanas; la expresión del sentimiento de la
lejanía y de la voluntad de la historia se ha hecho tan fuerte, que el nacimiento de las
naciones depende ya, no de los poderosos lazos de idioma y paisaje, sino del destino de las
casas reinantes. Disposiciones sobre herencia, como la ley sálica; documentos en donde se
lee la historia de una sangre; matrimonios y defunciones separan o reúnen la sangre de
poblaciones enteras [119].
No llegó a formarse una dinastía lorenesa y borgoñona; por eso estas dos naciones
germinantes no lograron pleno, desenvolvimiento. La fatalidad que pesó sobre la estirpe de
Hohenstaufen, en Italia y en Alemania, transformó durante siglos la corona imperial—y con
ella la unidad nacional alemana e italiana—en un puro anhelo; en cambio, la casa de
Habsburgo pudo hacer surgir no una nación alemana, pero sí una nación austríaca.
En el sentimiento de la cueva, propio del mundo árabe, el principio dinástico adopta formas
distintas. El «princeps» antiguo, el sucesor legítimo de los tiranos y de los tribunos, es la
encarnación del Demos. Como Jano es la puerta y Vesta el hogar, asi César es el pueblo.
He aquí la última creación de la religiosidad órfica. Frente a esta concepción, la concepción
mágica es la del dominus et deus, la del chá, participante en el fuego celeste (la del hvareno
en el Imperio mazdaíta de los Sassánidas, y asi se explica la corona rutilante, la aureola en
la Bizancio pagana y cristiana) que le envuelve y le hace pius, felix e invictus, títulos
oficiales desde Cómodo [120]. En el siglo III, en Bizancio, el tipo del soberano sufrió la
misma transformación que cuando el Estado augustiano de funcionarios se retrotrajo al
Estado feudal de Diocleclano, «La nueva creación comenzada por Aureliano y Probo y
realizada por Diocleciano y Constantino sobre ruinas, está tan lejos de la Antigüedad y del
principado como el Imperio de Carlomagno» [121]. El soberano mágico gobierna la parte
visible del consensus universal de los fieles, que es a la vez Iglesia, Estado y nación [122],
como lo ha descrito San Agustín en su Ciudad de Dios. El soberano occidental es monarca
por la, gracia de Dios dentro del mundo histórico; su pueblo le está sujeto, porque Dios se lo
ha concedido. Pero en las cuestiones de fe él es también súbdito, esto es, súbdito del
representante de Dios en la tierra o súbdito de su conciencia. Esta es la separación entre el
poder del Estado y el poder de la Iglesia, el gran conflicto fáustico entre el tiempo y el
espacio. Cuando en el año 800 el papa coronó al emperador, buscóse un nuevo señor, para
prosperar él mismo. El emperador de Bizancio era, según el sentimiento mágico, su señor
también en lo espiritual; el de Franquilandia era en cosas religiosas su servidor y en las
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profanas—acaso— su brazo. El pontificado como idea no podía surgir sino por separación
del califato, pues en el califa está contenido el papa.
La elección del soberano mágico no puede, por lo mismo, estar determinada por una ley
genealógica de sucesión hereditaria. Surge del consensus de la comunidad dominante, en la
cual el Espíritu Santo habla y determina al elegido. Cuando murió Teodosio, en 550, una
parienta, la monja Pulcheria, dio la mano al viejo senador Marciano como fórmula con la
cual la admisión de este hombre de Estado en el lazo familiar le aseguraba el trono y, por
ende, afirmaba la perduración de la «dinastía» [123] ; y esto fue considerado como un signo
de arriba, lo mismo que otros muchos actos semejantes en la casa de los sassánidas y los
abassidas.
En China, la idea del emperador, fuertemente asociada al feudalismo de la época Chu, se
convirtió rápidamente en un sueño, en el que pronto, con creciente claridad, se reflejó todo
el mundo anterior en la figura de tres dinastías y una serie de emperadores legendarios,
todavía más antiguos [124]. Pero para las dinastías del sistema de Estados que después se
forma, y en el que el título de Wang, rey, llega a ser general, constituyéronse severos
preceptos de sucesión a la corona, y la idea de legitimidad, que era ajena a la época
primitiva, se convierte ahora en una potencia [125] que, en la extinción de las líneas, en las
adopciones y malos matrimonios, da ocasión—como sucede en la época barroca de
Occidente—a innumerables guerras de sucesión [126]. Seguramente hay algún principio de
legitimidad oculto en el hecho extraño de que los soberanos de la XII dinastía egipcia
(término de la época posterior) hicieran coronar a sus hijos en vida de ellos mismos [127]; la
intima afinidad de esas tres ideas dinásticas es una prueba más de la afinidad de la
existencia, en esas culturas.
Hace falta penetrar hondamente en el idioma de las formas políticas de la alta Antigüedad
para reconocer que la evolución fue allí la misma y que contiene no sólo el tránsito de la
relación feudal al Estado de clase, sino incluso el principio dinástico. Pero la existencia
antigua opuso una negativa rotunda a todo lo que fuese prolongación en las lejanías del
tiempo y del espacio; y también en el mundo de los hechos, en la historia, se rodeó de
creaciones en las que hay algo de defensiva.
Pero todas esas estrecheces y brevedades suponen precisamente aquello de que quieren
defenderse. El despilfarro dionisíaco y la negación órfica de la vida antigua están contenidos
bajo la forma de protesta, en el ideal apolíneo de la existencia perfectamente corpórea.
Sin duda alguna existían en la monarquía primitiva la soberanía individual y la voluntad de
herencia [128]. Pero ya hacia 800 se hacen problemáticas, como lo revela el papel de
Telémaco en las más antiguas partes de la Odisea. El titulo de rey es llevado a veces por
grandes vasallos y por los más distinguidos de entre los nobles. En Esparta y en Licia son
dos; en la ciudad de los Feacios y en muchas ciudades reales son más todavía. Viene luego
la división de los cargos y dignidades. Por último, la realeza misma se convierte en un cargo
que la nobleza confiere, primero quizá dentro de la vieja familia real, como en Esparta,
donde los eforos, representantes de la primera clase, no están atenidos a ningún precepto
electivo, y también en Corinto, donde la estirpe regia de los Baquiades deroga la sucesión
hereditaria en 750 y designa de su seno un pritano con jerarquía real. Los grandes cargos,
que al principio eran también hereditarios, se convierten en vitalicios, luego en temporales,
por último en anuales; de manera que, siendo varios los investidos, hay un cambio de
mando, lo que, como es sabido, ocasionó la pérdida de la batalla de Cannas. Estos cargos
anuales, desde la dictadura anual etrusca [129] hasta el eforado dórico, que también existe
en Heraclea y en Messenia, están íntimamente ligados a la esencia de la ciudad y llegan a
su máximo desarrollo hacia 650; justamente cuando, en el Estado de clases, en Occidente,
hacia fines de] siglo XV, el poder dinástico hereditario se encuentra asegurado por el
emperador Maximiliano y su política matrimonial—frente a las pretensiones electorales de
los príncipes electores—por Fernando de Aragón, por Enrique VII Tudor y por Luis XI de
Francia [130].
Pero la creciente limitación al ahora y al aquí hizo también que el sacerdocio, que empezaba
a constituirse en clase, quedara reducido a una mera suma de cargos políticos. La
residencia del monarca homérico no forma el centro de un Estado irradiante, sino que se
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concentra hacia dentro, hasta que el Estado y la ciudad llegan a ser idénticos. Con lo cual se
identifican también la nobleza y el patriciado; y como la representación de las ciudades
primitivas — incluso en la época gótica, en la cámara baja de Inglaterra como en los
Estados generales franceses — es propia de los patricios, asi el poderoso Estado de clase,
entre los antiguos, se ofrece a nosotros, no en la idea pero sí de hecho, como un puro
Estado de la nobleza sin rey.
Esta forma estrictamente apolínea de la polis en formación se llama oligarquía.
Y asi, al término de las dos épocas primeras de las dos culturas, encontramos el principio
fáustico-genealógico y el principio apolíneo-oligárquico, dos especies de derecho político,
dos especies de dike. La una, sustentada en un sentimiento inmenso de la lejanía, con una
tradición documentada, que arraiga en remoto pasado y que aspira al futuro más lejano con
idéntica voluntad de duración, practica en el presente la política de acciones a larga
distancia, merced a meditados matrimonios dinásticos y con ayuda de esa política
netamente fáustica, dinámica, contrapuntística, que llamamos diplomacia.
La otra es corpórea, estatuaria, limitada al presente y a la proximidad por la política de la
autarquía, negando severamente todo lo que la existencia occidental afirmaría.
El Estado dinástico, como el Estado-ciudad, suponen, empero, la ciudad misma. Pero
mientras que los asientos del gobierno occidental no están muchas veces en las mayores
localidades del país, sino que constituyen centros en un campo dé fuerzas y de tensiones
políticas, en donde todo acontecimiento, por lejano que sea el lugar de su origen, hace
estremecerse al conjunto, en cambio en la Antigüedad la vida se concentra cada vez más
estrechamente, llegando al fenómeno grotesco del sinequismo. La voluntad euclidiana de
forma culmina aquí dentro del mundo político. No puede el antiguo pensar el Estado, Si la
nación no se amontona, no forma un cuerpo único; quiere ver ese cuerpo, contemplar su
conjunto.
Mientras que la tendencia fáustica aspira a disminuir cada vez más el número de los
centros, de manera que ya Maximiliano I vislumbraba en el futuro una monarquía universal
de su casa, genealógicamente asegurada, en cambio el mundo antiguo se descompone en
innumerables puntos diminutos, los cuales, tan pronto como existen, entran en la relación —
lógicamente casi necesaria para el hombre antiguo—del aniquilamiento reciproco, como la
más pura expresión de la autarquía [131].
El sinequismo, y por tanto la fundación de la polis propiamente dicha, fue exclusivamente
obra de la nobleza, que por sí sola representaba el Estado antiguo de clase y le dio forma,
reuniendo en un solo conjunto la nobleza rural y el patriciado.
Las clases trabajadoras seguían viviendo en la localidad, y el aldeano no contaba, en el
sentido de formar una clase. La concentración de la potencia de los nobles en un solo punto
fue la que aniquiló la monarquía de la época feudal.
Sobre la base de estas consideraciones podemos arriesgar el intento de bosquejar la historia
primitiva de Roma, con toda clase de restricciones, naturalmente. El sinequismo romano,
conjunción local de extensas estirpes nobles, es idéntico a la «fundación» de Roma,
empresa etrusca, probablemente de principios del siglo VII [132], cuando ya mucho antes
existían dos establecimientos en el Palatino y en el Quirinal frente al castillo real del
Capitolio. Al primero pertenece la antiquísima diosa Diva Rumina [133] y la estirpe etrusca
de los Ruma [134]; al segundo, el dios Quirinus pater. De aquí proceden los dos nombres de
romanos y quirites y los dos sacerdocios de los Salios y los Lupercos, situados en ambas
colinas.
Como las tres tribus de los Ramnes, Tities, Luceres se extendían seguramente por todas las
localidades etruscas [135], debieron existir aquí como allí, y así se explica, una vez
realizado el sinequismo, el número de seis centurias de caballeros, seis tribunos militares y
seis vestales; pero también los dos pretores o cónsules, que bien pronto fueron adjuntos al
rey como representantes de la nobleza y que acabaron por quitar al monarca todo poder. Ya
hacia el año 600 debió ser la constitución de Roma una fuerte oligarquía de paires, con una
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sombra de rey [136]; pero de aquí se sigue que la vieja hipótesis de la expulsión de los reyes
y la moderna de un paulatino descenso del poder regio, pueden muy bien coexistir, pues la
primera se refiere al derribo de la tiranía de Tarquino —a mediados del siglo VI la tiranía se
alzó en todas partes contra la oligarquía (en Atenas, con Pisistrato)—y la segunda se refiere
a la lenta disolución del poder feudal, del monarca que llamaríamos homérico, anterior a la
«fundación» de la polis por el Estado de clase, crisis ésta que en Roma fue señalada acaso
por la aparición de los pretores, como en otras partes por la de los arcontes y eforos.
Esta polis es estrictamente noble, como el Estado occidental de clase (incluyendo al alto
clero y a los representantes de las ciudades). El resto de los individuos es pura y
simplemente objeto... de la preocupación política, es decir—en la Antigüedad—, de la
despreocupación. Porque el «carpe diem» es el lema de esta oligarquía, como lo
manifiestan las canciones de Teognis y del cretense Hybrias; lo es en la finanza, que, hasta
los tiempos últimos de la Antigüedad, fue más o menos un robo organizado, para procurarse
los subsidios necesarios en el momento, desde la piratería organizada por Polícrates contra
sus propios subditos, hasta las proscripciones de los triunviros romanos; lo es en la
legislación edictal del pretor romano anual, legislación convenientemente orientada hacia el
momento [137]; lo es, por último, en la costumbre cada vez más extendida de atribuir por
sorteo los cargos más importantes del ejército, de la justicia y de la administración —
especie de reverencia a Tyjé, diosa del momento.
No hay excepciones a esta manera de estar políticamente en forma y a esta manera de
pensar y de sentir. Los etruscos están tan dominados por ella como los dorios y los
macedonios [138]. Cuando Alejandro y sus sucesores cubrieron el Oriente de ciudades
griegas, ello sucedió impensadamente, por la rayón de que no podían imaginar otra forma
de organización política.
Antioquía debía ser Siria y Alejandría, Egipto, Y en realidad el Egipto de los Ptolomeos,
como más tarde el de los Césares, fué de hecho — bien que no de derecho — una polis de
enormes proporciones. El campo, que se había hecho felah y había eliminado de nuevo las
ciudades, yacía ante las puertas con su vieja técnica administrativa [139]. El Imperio romano
no es sino el último y máximo Estado-ciudad de la Antigüedad, fundado en un gigantesco
sinequismo. El orador Arístides podía decir con razón — bajo Marco Aurelio — en su
discurso a Roma: «Roma ha condensado ese mundo en el nombre de una ciudad.
Dondequiera que uno haya nacido, vive en su centro.» Mas, también la población sometida,
las tribus salvajes nómadas, los habitantes de los pequeños valles alpinos, todos son
constituidos en forma de civitates. Livio piensa dentro de las formas del Estado-ciudad, y
para Tácito la historia provinciana no existe. Pompeyo se perdió en el año 49, cuando
retrocedió ante César y entregó la ciudad de Roma -de importancia militar nula—, para
establecer en Oriente su base de operaciones. A los ojos de la sociedad predominante, este
hecho equivalía a entregar el Estado a César. Para los romanos Roma lo era todo [140].
Estos Estados-ciudades no son, en idea, susceptibles de expansión. Su número puede
aumentar, pero no su extensión.
No es justa la opinión que considera el ingreso de la clientela romana en la plebe electoral y
la creación de las tribus rurales, como atentados a la idea de la polis. Aquí sucede lo que en
Ática: la vida toda del Estado, de la res publica, permanece antes y después limitada a un
punto, y este punto es el ágora, el foro romano. Puede suceder que el derecho de
ciudadanía sea conferido a individuos que habiten lejos de la ciudad—en la época de Aníbal,
en toda Italia, y más tarde, en todo el mundo —; sin embargo, para el ejercicio del aspecto
político de tal derecho es necesaria la presencia personal en el foro. ,
Con lo cual sucede que la gran mayoría de los ciudadanos carecen de todo influjo de hecho
— bien que no de derecho — sobre los negocios políticos [141]. El derecho de ciudadanía
no significa, pues, para ellos sino el deber militar y el goce del derecho privado ciudadano
[142]. Pero aun los ciudadanos que venían a Roma encontraban su poder político limitado
por un segundo sinequismo artificial, que no llegó a desarrollarse hasta después de la
liberación de los aldeanos, y que de seguro fue inconsciente, respondiendo en el fondo tan
sólo al afán de mantener incólume la idea de la polis: los nuevos ciudadanos, sin tener en
cuenta su número, fueron inscritos en muy pocas tribus, en ocho, según la ley Julia, y claro
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está que constituían siempre una minoría frente a los antiguos ciudadanos.
El cuerpo de los ciudadanos es concebido, en efecto, como un cuerpo, un soma. Quien no
pertenece a él, carece de derechos; es hostis (enemigo). Por encima están los dioses y los
héroes; por debajo de esa totalidad de personas [143] está el esclavo, quien, según
Aristóteles, casi no puede llamarse hombre. El individuo, empero, es zÙon politkñn (animal
político), en un sentido que a nosotros, acostumbrados a pensar y a vivir en sentimiento de
lejanía, nos parecería la cifra y compendio de toda esclavitud; el individuo no existe sino
merced a su pertenencia a una polis. A consecuencia de este sentimiento euclidiano, la
nobleza, como cuerpo cerrado, fue al principio idéntica a la polis, hasta el punto de que aun
en el derecho de las doce tablas estaba prohibido el matrimonio entre patricios y plebeyos, y
en Esparta los eforos, según costumbre antigua, al tomar posesión de su cargo, declaraban
la guerra a los ilotas. La relación se invierte, sin cambiar de sentido, cuando una revolución
identifica el demos con los no nobles. Y lo mismo que por dentro, también por fuera es el
cuerpo político la base de todo acontecimiento a lo largo de toda la historia antigua.
Centenares de estos pequeños Estados se hallan en acecho, encerrados en sí mismos lo
más posible, económica y políticamente, esperando agresivos la menor ocasión para
acometer una lucha, cuyo término no es su expansión propia, sino el aniquilamiento del
Estado contrario, que es destruido y cuyos ciudadanos son o muertos o vendidos como
esclavos; exactamente como las revoluciones terminan matando o expulsando el partido
vencedor a los vencidos, y apropiándose sus bienes. El estado natural entre los Estados es,
en Occidente, un espeso tejido de relaciones diplomáticas que pueden interrumpirse por la
guerra. Pero el antiguo derecho de gentes supone la guerra como estado normal, que de
tiempo en tiempo es interrumpido por tratados de paz. Usa declaración de guerra no hace
sino restablecer la situación política natural; así se explican esos tratados de paz por
cuarenta o cincuenta años, los spondai, como el famoso de Nicias en 421, que no ofrece
sino una seguridad transitoria.
Al término de las épocas primitivas, estas dos formas de Estado, con sus estilos
correspondientes de política, quedan afianzadas. La idea del Estado ha vencido a la relación
feudal; pero hállase representada por las clases, y la nación no existe políticamente, sino
como suma de éstas.
10
Un giro nuevo se verifica al principio de la época posterior, cuando la ciudad y el campo se
hallan en equilibrio y los poderes propios de la ciudad, el dinero y el espíritu, han adquirido
tal fuerza que, representando la no-clase, se sienten, sin embargo, bastante fuertes para
habérselas con las clases primordiales. Es el momento en que la idea del Estado se
encumbra definitivamente sobre las clases, para substituirlas por el concepto de nación.
El Estado conquistó su derecho por la vía que va de la relación feudal al Estado de clase. En
este último, las clases existen sólo mediante el Estado; no al revés. Pero la situación era
aún tal que el gobierno se enfrontaba ante la nación gobernada en cuanto que ésta se
hallaba dividida en clases. A la nación pertenecían todos; a las clases sólo una selección, y
ésta era la única que contaba en la política.
Pero cuanto más se aproxima el Estado a su forma pura, cuanto más absoluto se hace,
cuanto más se desentiende de cualquier otro ideal formal, tanto más peso adquiere el
concepto de nación frente al de clase; y llega el momento en que la nación es gobernada
como tal nación, y las clases ya no representan sino diferencias sociales. Contra esta
evolución, que es una de las necesidades de la cultura, sublévanse una vez más las
anteriores fuerzas, nobleza y sacerdocio. Para éstas está en juego todo: el heroísmo, la
santidad, el viejo derecho, la jerarquía, la sangre. Y, desde su punto de vista, ¿contra qué?
Esta lucha de las clases primordiales contra el poder del Estado toma en Occidente la forma
de la fronda. En la Antigüedad, donde no hay dinastía que represente el futuro y donde la
nobleza está políticamente aislada, se forma un elemento dinástico que encarna la idea del
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Estado y, sostenido por las partes no nobles de la nación, eleva éstas a la categoría de una
fuerza. Tal es la misión de la tiranía.
En este tránsito del Estado de clase al Estado absoluto, que todo lo refiere a si mismo, las
dinastías occidentales, como las de Egipto y de China, pidieron auxilio a la clase de los que
no forman clase, y, por lo tanto, la reconocieron como una magnitud política. Tal es el
sentido de la lucha contra la fronda, y los poderes de la gran ciudad no pudieron ver en ella,
para si, ante todo, sino un provecho. El soberano representa el Estado, el cuidado y atención
en pro de todos; y lucha contra la nobleza porque ésta quiere conservar la clase, como una
magnitud política. Pero para la polis el Estado consistía simplemente en la forma y no había
cabeza, no había elemento hereditario en que el Estado estuviese como representado. Por
eso la necesidad de introducir a la clase de los sin clase en la idea del Estado hizo surgir la
tiranía, en la que una familia o una facción de la nobleza misma asumió la función dinástica,
sin la cual una acción de la tercera clase hubiera sido imposible. Los historiadores de la
Antigüedad posterior no han reconocido el sentido de este proceso y se han atenido a
superficialidades de la vida privada. Pero en realidad la tiranía representa al Estado y es
combatida por la oligarquía en nombre de la clase. Por eso la tiranía se apoya en los
aldeanos y los burgueses. Estos eran en Atenas, hacia 580, los partidos de los diacrios y
paralios.
Por eso la tiranía sostuvo los cultos dionisíacos y órficos en perjuicio de los apolíneos. En
Ática, Pisistrato fomentó el culto de Dionysos entre los aldeanos [144]. En Sicione, hacía la
misma época, Clístenes prohibió la recitación de los poemas homéricos [145]. En Roma, la
trinidad divina de Demeter (Ceres), Dionysos y Kore [146] fue introducida seguramente bajo
los Tarquines. Su templo fue consagrado en 483 por Sp. Cassio, quien poco después
pereció al intentar restablecer la tiranía. Ese templo de Ceres era el santuario de la plebe; y
sus sacerdotes, los ediles, eran los hombres de confianza de la plebe, antes de la creación
de los tribunos [147]. Los tiranos, como los príncipes del barroco occidental, eran liberales
en un gran sentido, que ya no es posible luego bajo el dominio de la tercera clase. Pero ya
entonces, en la Antigüedad, comenzó a circular el dicho de que el dinero hace al hombre
(kr¯ mat??n®r) [148]. La tiranía del siglo VI desarrolló hasta su término la idea de la polis, y
creó el concepto político del ciudadano, del polites, del civis, cuya suma, sin tener en cuenta
la clase, constituye el cuerpo del Estado-ciudad. Cuando la oligarquía después volvió a
obtener la victoria, a consecuencia de la propensión antigua hacia el presente y por temor y
odio a la tendencia hacia la duración, manifiesta en la tiranía, ya el concepto del ciudadano
estaba hecho, y el no patricio había aprendido a sentirse como clase frente a los demás; se
había convertido ya en partido político — la voz democracia en su sentido especifico antiguo
recibe ahora un contenido grave de significaciones—y se disponía, no ya a ayudar al Estado,
sino, como antes la nobleza, a ser el Estado. Comienza a contar y cuenta no sólo el dinero,
sino las cabezas, pues tanto el censo monetario como el derecho electoral son armas
políticas. La nobleza no cuenta, sino que valora; vota por clases. Así como el Estado
absoluto nace de la fronda y de la primera tiranía, asi también perece con la Revolución
francesa y la segunda tiranía. En esta segunda lucha, que es ya defensa, la dinastía se une
a las clases primordiales para defender la idea del Estado frente a una nueva clase
soberana: la burguesía.
Entre la fronda y la revolución se extiende también la historia toda del Imperio medio en
Egipto. La dinastía XII (2000-1788), con Amenemhet I y Sesostris I, funda, en dura lucha
contra los barones, el Estado absoluto. El primer soberano —según refiere un famoso
poema de esta época—escapó a duras penas de una conjura palaciega. Después de su
muerte, que empezó manteniéndose secreta, fue inminente un levantamiento, como
demuestra la historia de Sinué [149]. El tercero fue asesinado por oficiales de la corte. Las
inscripciones en la sepultura familiar del conde Chnemhotep [150] nos hacen saber que las
ciudades se habían tornado ricas y casi independientes, y que se hacían la guerra unas a
otras. De seguro que no eran entonces más pequeñas que las ciudades antiguas en tiempos
de las guerras médicas. Sobre ellas y sobre los grandes que permanecieran fieles se apoyó
la dinastía [151]. Sesostris III (1887-1850) pudo, en fin, anular por completo la nobleza
feudal. A partir de este momento ya no hubo más que la nobleza de corte y un Estado de
funcionarios [152], uniforme, ejemplarmente organizado. Pero ya se oyen quejas de que los
distinguidos caen en la miseria y, en cambio, los «hijos de nadie» llegan a altos puestos y
autoridad [153]. Comienza la democracia y se prepara la gran revolución social de la época
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de los Hycsos.
A esto corresponde en China la época de los Ming-chu (o Pa, 685-391), protectores de
origen principesco, que ejercen un poder no fundado en derecho, pero si efectivo, sobre todo
ese mundo de Estados sumido en la anarquía; convocan congresos de príncipes para
restablecer el orden y reconocer ciertos principios políticos, y aun invitan a los insignificantes
«Soberanos del Medio», de la casa Chu. El primero fue Hoang-Tsi (+ 645), que convocó la
dieta de príncipes de 659, y de quien escribió Confucio que había salvado a China de un
retorno a la barbarie. El nombre de Ming-chu se convirtió más tarde, como la voz tirano
entre nosotros, en un insulto; porque no se quiso ver en ellos sino la fuerza sin derecho.
Pero estos grandes diplomáticos fueron, sin duda alguna, un elemento que, lleno de
preocupación por el Estado y el futuro histórico, se alzaron contra las viejas clases,
apoyándose en las nuevas, en la inteligencia y en el dinero. Una gran cultura se revela en lo
poco que, hasta ahora, se sabe de ellos por fuentes chinas. Algunos de ellos fueron
escritores, otros nombraron ministros a filósofos. Lo mismo da que pensemos en Richelieu o
en Wallenstein o en Periandro; en todo caso, con ellos aparece por vez primera «el pueblo»
como magnitud política [154].
Este es el verdadero sentimiento barroco y la diplomacia de alto bordo. El Estado absoluto
se ha impuesto, en idea, frente al Estado de clase.
En esto precisamente reside la estrecha afinidad con la época occidental de la fronda. En
Francia, la corona no convocó desde 1614 Estados generales, habiéndose éstos mostrado
superiores a los poderes unidos del Estado y de la burguesía. En Inglaterra intenta Carlos I,
desde 1628, igualmente gobernar sin Parlamento. En Alemania sobreviene la guerra de
treinta años, que, independientemente de su sentido religioso, había de decidir entre el
poder imperial y la gran fronda de los príncipes electores, por una parte, y entre los príncipes
y la pequeña fronda de sus subditos, de otra parte. Y sobreviene porque en 1618 los Estados
de Bohemia, habiendo depuesto la casa de Habsburgo, vieron su fuerza aniquilada en 1630
por un terrible castigo. Pero el punto central de la política mundial hallábase entonces en
España, donde con la cultura social nació el estilo diplomático del barroco, en el gabinete de
Felipe II, y donde el principio dinástico, en que el Estado absoluto se encarnaba frente a las
Cortes, experimenta su elaboración mas poderosa, en lucha contra la casa de Borbón. El
intento de incorporar genealógicamente Inglaterra al sistema español, falló bajo Felipe II,
porque el heredero, ya anunciado, de su matrimonio con María de Inglaterra, no llegó.
Ahora, bajo Felipe IV, vuelve a aparecer el pensamiento de una monarquía universal que
domine todos los Océanos; pero ya no es ese imperio místico del goticismo anterior, ese
imperio sacro romano de la nación alemana, sino el ideal tangible del dominio universal de
la casa Habsburgo, desde Madrid, sobre la posesión real de las Indias y de América y
apoyado en el poder ya notable del dinero. Por entonces intentaron los Estuardos afirmar su
posición amenazada, por medio del matrimonio del sucesor al trono con una infanta
española. Pero en Madrid se prefirió, al fin, la unión con la propia línea colateral en Viena, y
asi Jacobo I hubo de dirigirse — en vano también — al partido contrario de los Borbones,
proponiendo un enlace matrimonial. El mal éxito de esta política familiar contribuyó más que
nada a unir el movimiento puritano con la fronda en una gran revolución.
En estas grandes decisiones sucede lo mismo que en las correspondientes «sincrónicas» de
la China, y es que los ocupantes de los tronos pasan a segundo término ante los grandes
estadistas, en cuyas manos durante decenios enteros, está el sino del mundo occidental. El
conde-duque de Olivares en Madrid y el embajador de España en Viena, Oñate, fueron por
entonces las personalidades más poderosas de Europa. Frente a ellos se hallaban
Wallenstein, defensor de la idea imperial, y, en Francia, Richelieu, defensor de la idea del
Estado absoluto. Más tarde les siguieron: en Francia, Mazarino; en Inglaterra, Cromwell; en
Holanda, Oidenbarneveldt; y en Suecia, Oxenstierna. Hasta el gran príncipe elector no
aparece un monarca de importancia política.
Wallenstein empieza, inconscientemente, en el punto en que los Hohenstaufen terminaron.
A la muerte de Federico II (1250) el poder de las Cortes imperiales era absoluto. Contra ellas
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actuó Wallenstein, en pro de un Estado imperial absoluto, durante su primer mando. Si
hubiera sido un gran diplomático, claro y decidido—temía las decisiones—; si, como
Richelieu, hubiese reconocido la necesidad de mantener ante todo bajo su influencia la
persona del monarca, quizá hubiera acabado con los príncipes del Imperio. Consideraba
estos príncipes como rebeldes que debían ser depuestos y privados de sus tierras; y en la
cumbre de su poderío, a fines de 1629, cuando tenía sujeta militarmente a toda Alemania,
dijo en conversación que el emperador debía ser el señor en el Imperio, como los reyes de
Francia y de España. Su ejército, que «se alimentaba a sí mismo», y que, por su fuerza,
permaneció independiente de las clases, fue el primer ejército imperial de importancia
europea, que hubo en Alemania. El ejército de la fronda—que no otra cosa era la liga—,
mandado por Tilly, no puede ni comparársele siquiera. Cuando Wallenstein, en 1628, se
hallaba ante Stralsund, para realizar la idea de una potencia marítima habsburguesa en el
Báltico, desde donde podía atacar por la espalda el sistema borbónico—mientras que al
mismo tiempo Richelieu, con mejor éxito, sitiaba La Rochelle—, eran ya casi inevitables las
hostilidades entre la liga y él. De la Dieta imperial de Ratisbona, en 1630, estuvo ausente,
porque, como decía, sus cuarteles iban pronto a establecerse en París. Esta fue la peor falta
política de su vida, pues aquí venció la fronda de los príncipes electores sobre el emperador,
por la amenaza de poner en su lugar a Luis XIII, y consiguió que el general fuese despedido.
Con esto el poder central de Alemania, ignorando la importancia de la decisión, abandonaba
su ejército. A partir de entonces Richelieu fomentó y sostuvo la gran fronda de Alemania,
para hacer vacilar la posición de España, mientras que, por su parte, el conde-duque de
Olivares y Wallenstein—restablecido en el mando—se aliaban en Francia con el partido de
los nobles, que por entonces empezaba a actuar bajo la reina madre y Gastón de Orleáns.
Pero el poder imperial había desperdiciado el gran momento. En los dos casos el cardenal
conservó la ventaja. En 1632 mandó ejecutar al último Montmorency y formó una alianza
abierta con los electores católicos de Alemania. A partir de entonces, Wallenstein, que en
sus objetivos últimos era inseguro, fue poco a poco entrando en las ideas españolas, que
creía poder separar de las imperiales, y se aproximó (como en Francia el mariscal Turenne)
por si mismo a los grandes príncipes. Es éste el giro decisivo en la historia de Alemania.
Esto hizo imposible el Estado imperial absoluto. La muerte de Wallenstein, en 1634, no
cambió en nada la situación, pues no se le encontró substituto.
Y justo entonces hubieran sido de nuevo favorables las circunstancias. En 1640 se produce
en España, en Francia y en Inglaterra la lucha decisiva entre las clases y el poder del
Estado. Contra Olivares se alzan las Cortes en casi todas las provincias. Portugal, y con ella
la India y África, se perdieron para siempre; Nápoles y Cataluña no pudieron ser sometidas
sino al cabo de años. En Inglaterra sucede lo que en la guerra de los treinta años: precisa
distinguir cuidadosamente entre la lucha constitucional del rey con la gentry de los Comunes
y el aspecto religioso de la revolución, aunque las dos tendencias se entrecruzan. Pero la
creciente resistencia que CromweII halló precisamente en la clase inferior, y que le obligó,
contra su voluntad, a establecer una dictadura militar, asi como luego la popularidad de la
monarquía restaurada, demuestran hasta qué punto la caída de la dinastía—pasando por
encima de las diferencias en cosas religiosas—fue obra de los intereses de clase.
Cuando Carlos I fue ejecutado, también en París hubo levantamientos y sublevaciones que
obligaron a huir a la familia real. Se construyeron barricadas y se vitoreó la república.
Si el cardenal de Retz hubiera sido semejante a CromweII, bien pudiera haber sucedido que
el partido de las clases triunfara sobre Mazarino. Pero el curso de esta gran crisis occidental
vino determinado por el peso y el destino de pocas personalidades, y por eso tomó una
forma tal, que solo en Inglaterra triunfó la fronda, representada en el Parlamento, y sometió
el Estado y la realeza a su dirección y asentó esta situación perdurablemente en la
«revolución gloriosa» de 1688, de manera que aun hoy persisten partes esenciales del
antiguo derecho normando. En Francia y en España venció sin reservas el rey.
En Alemania, la paz de Westfalia estableció, para la gran fronda de los príncipes imperiales
contra el emperador, el sistema inglés, y para la pequeña fronda, contra los príncipes
territoriales, el sistema francés. En el Imperio mandan las clases; en los distritos de los
príncipes, las dinastías. A partir de este momento el Imperio fue un mero nombre, como la
monarquía inglesa, aunque envuelto en las pompas españolas del barroco primitivo. Los
príncipes particulares—e igualmente las familias principales de la aristocracia inglesa—
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siguieron el ejemplo de París; y su absolutismo de menor cuantía ha sido el propagador del
estilo versallesco en lo político como en lo social. Con lo cual quedaba decidida la victoria
de la casa de Borbón sobre la casa de Habsburgo, lo que fue claramente manifiesto ante el
mundo en la paz de los Pirineos, 1659.
Esta época realiza el Estado que, en cada cultura, viene predispuesto como germen y
posibilidad. En esta época llegan las culturas a una altitud de forma política que luego ya no
superan. Pero tampoco pueden conservarla durante mucho tiempo. Cuando Federico el
Grande banqueteaba en Sans-Souci, ya una leve brisa otoñal se sentía correr por Europa.
Son éstos los años en que las grandes artes particulares producen sus frutos postreros, los
más sazonados, los más delicados, los más espirituales; junto a los oradores del Ágora
ateniense, Zeuxis y Praxiteles; junto a las filigranas de los gabinetes diplomáticos, la música
de Bach y de Mozart.
Esta política de gabinete se convierte en un arte mayor, en un deleite artístico para los que
andan en ella, arte maravilloso de finura y elegancia, cortesano, refinado, actuando en la
lejanía, en donde aparecen ahora ya Rusia, las colonias norteamericanas y aun los Estados
de la India, produciendo decisiones en los remotos puntos del planeta por el simple peso de
una sorprendente combinación. Es éste un juego sometido a estrictas reglas, con cartas
abiertas y confidentes secretos, con alianzas y congresos, dentro de un sistema de
gobiernos que, ya por entonces, fue calificado con profunda expresión de «concierto de las
potencias», lleno de noblesse y de esprit, para usar las palabras de la época, un modo de
mantener la historia en forma, como no se ha visto ni se puede imaginar en ninguna otra
parte.
En el mundo occidental, cuya esfera de influencia ya casi coincide con la superficie del
globo, el periodo del Estado absoluto comprende apenas siglo y medio, desde 1660, cuando
en la paz de los Pirineos la casa Borbón triunfa sobre la de Habsburgo y los Estuardos
retoman a Inglaterra, hasta las guerras de coalición contra la Revolución francesa, en las
cuales Londres vence a París, o hasta el Congreso de Viena, en donde la vieja diplomacia
de la sangre, no del dinero, da al mundo por última vez un gran espectáculo. Esto
corresponde a la época de Perícles, en el centro entre la primera y la segunda tiranía, y a la
época del Chun-Tsin, «primavera y verano», como los chinos llaman al tiempo que
transcurre entre los protectores y los «Estados en lucha».
En este último periodo de política distinguida, en las formas de una tradición que posee
distancia, caracterizan se las cumbres por el hecho de que pronto se extinguen las dos
líneas de Habsburgo y de que los acontecimientos diplomáticos, como los guerreros, se
agrupan en 1710 en torno a la sucesión de España y en 1760 en tomo a la de Austria [155].
Llega también a su cumbre el principio genealógico. Bella gerant alii, tu felix Austria nube
era, en realidad, la prosecución de la guerra con otros medios. El dicho fue forjado con
relación a Maximiliano I, pero ahora es cuando el principio consigue su máxima eficacia. Las
guerras de la fronda se convierten en guerras de sucesión, decididas en los gabinetes y
realizadas con pequeños ejércitos, caballerescamente, según reglas estrictas. Se trata de la
herencia de medio mundo, que la política matrimonial de los Habsburgos logró reunir al
principio del barroco.
El Estado está aún en forma. La nobleza es leal y se ha convertido en una nobleza de
servicio y de corte, dirigiendo las guerras y organizando la administración. Junto a la Francia
de Luis XIV surge, en Prusia, un modelo de organización política. El camino que va desde la
lucha de Gran Elector con sus Estados (1660) hasta la muerte de Federico el Grande, quien
recibió a Mirabeau en 1786, tres años antes de la toma de la Bastilla, es exactamente el
mismo y condujo a la creación de un Estado que, como el francés, representa en todo punto
lo contrario de la manera inglesa.
Porque muy distintos son el Imperio e Inglaterra. En Inglaterra venció la fronda y la nación
fue regida no por rey absoluto, sino por las clases. Pero hay la diferencia enorme de que la
existencia insular inspiró la mayor parte de las preocupaciones y que la clase dominante, los
pares en la Cámara alta y la gentry, pusieron como fin de sus esfuerzos, en modo evidente y
natural, la grandeza de Inglaterra. En cambio, en el Imperio la capa superior de los príncipes
territoriales—con la Dieta imperial en Ratisbona a modo de Cámara alta—se esforzaba por
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convertir en «pueblos» los fragmentos de la nación gobernados por cada principe y
pretendieron delimitar tan estrictamente como fuera posible unas frente a otras las patrias
particulares. En lugar del horizonte mundial que existía en la época del goticismo, aparece
ahora un horizonte provinciano en la acción y en el pensamiento. La idea misma de nación
pasó al reino de los sueños, al otro mundo, al mundo no de la raza, sino del idioma, no del
sino, sino de la causalidad. Surgió la idea y, por último, el hecho de un pueblo de poetas y
pensadores, que fundó una república para su uso, en el reino nebuloso de los versos y los
conceptos y, por último, se llegó a creer que la política consiste en el ideal escribir, leer y
hablar y no en el acto y la decisión; de manera que aun hoy se confunde la política con la
expresión de los sentimientos y opiniones.
En Inglaterra la victoria de la gentry y la declaración de derechos de 1689 anuló realmente el
Estado. El Parlamento estableció entonces como rey a Guillermo de Orange y luego impidió
la abdicación de Jorge I y II, ambas cosas en interés de la clase. La palabra state, que aun
era corriente bajo los Tudores, queda fuera de uso, de manera que la sentencia de Luis XIV;
«El Estado soy yo» y la de Federico el Grande: «Yo soy el primer servidor de mi Estado» no
pueden ya traducirse al inglés. En cambio, se acuña la palabra society como expresión de
que la nación está en forma; pero como sistema de clases, no como Estado. Esta palabra
fue luego tomada por Rousseau y los racionalistas del continente—con característica mala
inteligencia de su sentido—para servir el odio de la tercera clase contra la autoridad [156].
Pero en Inglaterra la autoridad, como government, está perfectamente estructurada y es
comprendida.
Su centro consiste, desde Jorge I, en el gabinete, que no tiene existencia constitucional y
que es la junta gobernadora de la facción dominante. El absolutismo existe, pero es el de
una representación de clase. El concepto de lesa majestad se traslada al Parlamento, como
la inviolabilidad de los reyes romanos se trasladó a los tribunos. También existe el principio
genealógico; pero se expresa en las relaciones de familia, dentro de la alta nobleza, que
actúan sobre la situación parlamentaria. En interés de la familia de los Cecils propuso en
1902 Salisbury, como sucesor, a su sobrino Balfour, en lugar de Chamberlain. Las facciones
nobiliarias de los tories y de los whigs se distinguen claramente y muchas veces dentro de la
misma familia, según la preeminencia del punto de vista de la fuerza o del botín, según la
más alta estimación de la propiedad o del dinero [157], lo que en el siglo XVIII hace surgir
dentro de la burguesía superior los conceptos de respectable y fashionable, como dos
concepciones opuestas del gentleman, La preocupación del Estado en pro de todos queda
substituida absolutamente por el interés de clase, para el cual el individuo requiere libertad—
ésta es la libertad inglesa—; pero la vida insular y la estructura de la society crearon
relaciones en las cuales, en último término, todo el que a ella pertenece—concepto
importante en una dictadura de clase—encuentra representado su interés en uno de los dos
partidos nobles.
Esta constancia de la forma última, más profunda y sazonada, surge del sentimiento
histórico que anima al hombre occidental. Pero a la Antigüedad le fue siempre vedada.
Desaparece la tiranía. Desaparece la estricta oligarquía. El demos, creado por la política del
siglo VI, como suma de todos los hombres pertenecientes a una ciudad, se quiebra en
nobles y no nobles y se agota en luchas irregulares; y comienza una guerra dentro y entre
los Estados, en la cual ambos partidos tratan de aniquilar al contrario para no ser
aniquilados. Cuando Sybaris, todavía en la época de la tiranía (511), fue aniquilada por los
pitagóricos, el primer suceso de esta clase produjo una gran emoción en el mundo antiguo.
Aun en la remota Mileto se vistieron los ciudadanos de luto. Pero luego la destrucción de
una ciudad o de un partido se convirtió en cosa tan corriente, que llegaron a constituirse
sobre ese punto costumbres fijas y métodos consagrados, que corresponden al esquema de
los tratados de paz occidentales en el barroco posterior: si se mata o no a los habitantes, si
se les vende o no como esclavos, si se arrasan o no las casas, si se distribuyen o no los
bienes entre los vencedores. Existe la voluntad de absolutismo. Desde las guerras médicas
existe por doquiera, en Roma y en Esparta, lo mismo que en Atenas. Pero también se quiere
la estructura de la polis, del punto político; también se quiere la breve duración de los cargos
y propósitos, y esta otra voluntad hace imposible resolver de un modo estable el problema: ¿
Quién ha de ser el Estado? [158]. Frente a la maestría de los gabinetes diplomáticos
occidentales, saturados de tradición, aparece aquí un diletantismo que no está fundado en
accidental falta de personalidades—éstas existían—, sino exclusivamente en la forma
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política. El camino de esta forma, entre la primera y la segunda tiranía, no puede
desconocerse, y corresponde por completo a la evolución en todas las épocas posteriores;
pero el estilo antiguo específico es el desorden, el azar; no podía ser de otra manera en
aquella vida adherida al momento.
El ejemplo más importante de ello es la evolución de Roma durante el siglo V, que tan
discutida viene siendo hasta ahora, porque se ha buscado en ella una continuidad que no
puede darse aquí ni en ningún Estado antiguo. Añádase a esto el error de tratar esa
evolución como algo muy primitivo, cuando, en realidad, el Estado de los Tarquines debió
de poseer ya situaciones muy progresivas y la Roma primitiva queda mucho más lejos de lo
que suele creerse. La situación en el siglo V es mezquina, reducida, si se compara con el
tiempo de César; pero no es primitiva. Ahora bien, como la tradición escrita era
defectuosa—como en todas partes, salvo en Atenas—, resulta que el gusto literario, desde
las guerras púnicas, ha llenado los huecos con Invenciones y precisamente con invenciones
de carácter idílico y primitivo, como no podía ser menos en la época helenística; recordad a
Cincinato. La investigación moderna ya no cree en esas historias, pero sigue bajo la
impresión del gusto que las ha creado y la confunde con las circunstancias del tiempo; tanto
más, cuanto que la historia griega y la romana son tratadas como dos mundos separados, y,
siguiendo una pésima costumbre, suele confundirse el principio de la historia con el principio
de los datos seguros acerca de ella. Ahora bien: la situación del año 500 antes de Jesucristo
no tiene nada de homérica. Bajo los Tarquines era Roma, con Capua, la ciudad mayor de
Italia, como lo prueba la extensión de sus murallas; era mayor que la Atenas de Temístocles
[159]. Una ciudad con la que Cartago concluye tratados comerciales no era una comunidad
de aldeanos. Pero de aquí se sigue que la población de las cuatro tribus urbanas en 471 era
crecida y acaso mayor que la de las dieciséis tribus rurales, cuya extensión territorial era
insignificante.
El gran éxito de la nobleza territorial, la victoria sobre la tiranía—seguramente muy
popular—y el establecimiento de un gobierno senatorial absoluto fue, a su vez, anulado por
una serie de acontecimientos violentos hacia 471: substitución de las tribus gentilicias por
los cuatro grandes distritos urbanos, representación de los tribunos sacrosantos, esto es,
investidos de un derecho regio, que no corresponde a ninguna de las magistraturas nobles,
y, por último, liberación de los pequeños aldeanos, que son substraídos a la clientela de los
nobles.
El tribunado es la más feliz creación de esta época y de la antigua polis en general. Es la
tiranía elevada a parte integrante de la constitución, junto a las magistraturas oligárquicas,
que siguen existiendo todas. Con lo cual la revolución social queda encauzada en formas
regulares, legales. Y mientras que en las demás ciudades hubo de correr en galopes fieros,
conviértese en Roma en lucha de foro que, por lo general, se mantiene en los límites de la
oratoria y la votación. No había necesidad de llamar a ningún tirano, pues el tirano estaba
allí. El tribuno poseía derechos de alteza, no derechos de magistratura, y, merced a su
inviolabilidad, podía realizar actos revolucionarios que en cualquier otra ciudad hubieran
traído por necesaria consecuencia motines y guerras callejeras. Esta creación es un azar;
pero ningún otro ha fomentado tanto la ascensión de Roma. Sólo en Roma se realizó sin
catástrofes—bien que no sin conmociones—el tránsito de la primera a la segunda tiranía y la
ulterior evolución, allende Zama. El tribuno enlaza los Tarquines a los Césares, Con la ley
Hortensia de 287 llega a ser omnipotente. Esta es la segunda tiranía en forma constitucional.
En el siglo II los tribunos han mandado prender a los cónsules y censores. Los Gracos eran
tribunos; César asumió el tribunado perpetuo, y en el principado de Augusto la dignidad
tribunicia es el elemento esencial, el único que le confiere derechos de alteza soberana.
La crisis de 471 fue general en la Antigüedad y se orientó contra las oligarquías que querían
seguir predominando aún en el Demos creado por la tiranía, en la totalidad de los
ciudadanos. Pero ya no es la oligarquía de clase frente a los que no forman clase, como en
tiempos de Hesiodo, sino que es la oligarquía como partido frente a otro partido, dentro del
Estado absoluto, absolutamente dado. En Atenas los Arcontes fueron derrocados en 487 y
sus derechos pasaron al colegio de estrategas [160]. En 461 fue derrocado el Areópago, que
correspondía al Senado romano. En Sicilia—íntimamente relacionada con Roma—venció la
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democracia, en 471, en Akragas, en 405 en Siracusa, en 461 en Rhegion y Messana. En
Esparta los reyes Cleómenes (488) y Pausanias (470) intentaron en vano libertar a los ilotas
(la clientela en términos romanos), con lo cual hubieran dado a los reyes, aun frente a los
eforos oligárquicos, el sentido de los tribunos romanos. Aquí en Esparta es donde realmente
falta eso que la investigación histórica pasa por alto en Roma, una población en una ciudad
comercial, una población que imprima a estos movimientos dirección y fuerza; por eso el
gran levantamiento de los ilotas en 464 hubo de fracasar y acaso haya servido de modelo a
la invención romana de una retirada de la plebe al Monte Sacro.
En una polis, la nobleza territorial y el patriciado urbano se confunden — tal es, como
vemos, el fin del sinequismo —; pero no los burgueses y los aldeanos. Estos, cuando luchan
contra la oligarquía, forman un solo partido, el partido democrático, prescindiendo de que
son dos elementos distintos. Esto se expresa en la próxima crisis, en la que el patriciado
romano, hacia 450, intentó restablecer su poder como partido. Pues asi ha de entenderse el
establecimiento de los decenviros, con el cual cayó el tribunado; asi ha de entenderse el
derecho de las XII tablas, en el cual le fueron negados a la plebe, recién ascendida a
realidad política, el conubiun y el comercium; y sobre todo la creación de las pequeñas tribus
rurales, en donde la influencia de las familias antiguas predominaba de hecho, si no de
derecho, y que en los comitia tributa, que aparecen ahora junto a los anteriores comitia
centuriata, tenían absoluta mayoría: 16 contra 4. De esta suerte, cuidaban los burgueses
privados de sus derechos por el predominio de los aldeanos, y esto fue de seguro una
jugada del partido patricio, que de un solo golpe hizo efectivo el odio del campo a la
economía monetaria de la ciudad.
Pronto vino la contrarreacción; reconócese en el número decimal de los tribunos, que
aparecen tras la retirada de los decenviros [161]. Pero de este suceso no pueden separarse
el intento de tiranía de Sp. Maelio (439), el establecimiento de los tribunos consulares por el
ejército, en vez de los funcionarios civiles (438) y la lex Canuleia (445), que anuló la
prohibición del conubium entre patricios y plebeyos.
No puede caber duda de que hubo entonces en Roma facciones entre los patricios, como
entre los plebeyos, las cuales quisieron anular el rasgo esencial de la polis romana, la
oposición entre el Senado y el tribunado, eliminando una u otra institución. Pero esta forma
era tan feliz y útil, que nunca en serio fue puesta en peligro. Cuando el ejército impuso la
accesión de la plebe a la magistratura política suprema (399), la lucha tomó otra dirección.
Podemos designar la política interior del siglo V como una lucha por la tiranía legal; a partir
de entonces, queda reconocida esa constitución bipolar y los partidos no luchan ya por
suprimirla, sino por ocupar los altos cargos. Este es el contenido de la revolución en la
época de la guerra samnita. En el año 287, la plebe ha conseguido el ingreso en todos los
cargos, y las proposiciones de los tribunos, aceptadas por ella, obtienen fuerza de ley; por
otra parte, siempre tiene el Senado la posibilidad práctica de inducir— acaso por soborno- a
un tribuno a la interposición del veto y asi anular el poder de la institución tribunicia. En la
lucha de dos competencias, se ha desarrollado el fino sentido jurídico de los romanos. En
otros lugares fue corriente que las decisiones se tomaran a golpes y a palos—la expresión
técnica para ello es jeirocracia (gobierno de las manos)—; en el siglo IV, siglo clásico del
derecho público romano, acostumbráronse los ciudadanos a la lucha de conceptos e
interpretaciones, en la cual la más leve distinción en el texto legal podía ser decisiva.
Pero este equilibrio entre el Senado y el tribunado sitúa a Roma en una posición única,
dentro del mundo antiguo. En las demás ciudades no había un más y un menos, sino una
alternativa tajante entre oligarquía y ojlocracia [mando del populacho]. Estaban dadas la
polis absoluta y la nación, idéntica a ella; pero no había formas interiores fijas. La victoria de
un partido traía consigo la anulación de todas las instituciones del otro; y fue costumbre no
considerar nada como tan digno de respeto o tan adecuado, que mereciese cernerse sobre
la lucha del momento. Esparta se hallaba, por decirlo así, en forma senatorial; Atenas en
forma tribunicia, y a principios de la guerra del Peloponeso (431), la alternativa se había
transformado de tal modo en opinión corriente, que ya no cabían otras soluciones que las
radicales.
Con esto quedaba asegurado el porvenir de Roma. Roma fue el único Estado en donde la
pasión política se desató contra las personas, pero no contra las instituciones; fue el único
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que se hallaba «en forma»—senatus populusque romanus significa Senado y Tribunado, y
es la forma férrea que ningún partido atacó nunca más —. Todos los demás Estados, por los
límites de su expansión en el sistema de los Estados antiguos, demuestran a las claras que
la política interior sólo existe para hacer posible la política exterior,
11
En este momento, cuando la cultura comienza a convertirse en civilización, los que no
constituyen una clase intervienen decididamente en los acontecimientos por vez primera,
como fuerza propia e independiente. Durante la tiranía y la fronda, el Estado los llamó en su
auxilio contra las clases propiamente dichas, con lo cual empezaron a sentirse unidos como
un poder único. Consciente ya de su fuerza, la tercera clase quiere ahora emplear esa
fuerza para si misma, como clase de la libertad, frente al resto; ve en el Estado absoluto, en
la Corona, en las instituciones fuertes los aliados naturales de las dos clases primordiales y
los propios y últimos representantes de la tradición simbólica. Esta es la diferencia entre la
primera y la segunda tiranía, entre la fronda y la revolución burguesa, entre Cromwell y
Robespierre.
El Estado, con sus grandes exigencias al individuo, empieza a sentirse como una carga
pesada para la razón urbana; exactamente como en las grandes formas del arte barroco
comienza a sentirse una pesada carga, y la sensibilidad se torna clásica o romántica, es
decir, floja de forma o informe. La literatura alemana, desde 1770 es una revolución de
fuertes personalidades individuales contra la poesía severa y estricta. No es ya posible
soportar ese «estar en forma» de la nación, porque el individuo, por dentro, ya no está en
forma. Esto es cierto en las costumbres como en las artes y la ideología; es cierto sobre todo
en la política. El signo característico de toda revolución burguesa, cuyo lugar está
exclusivamente en la gran ciudad, es la falta de comprensión para los viejos símbolos,
substituidos ya por intereses palpables, aunque sólo sean los deseos de pensadores y
reformadores entusiastas, que anhelan ver realizados sus conceptos. Ya no tiene valor sino
tan sólo lo que la razón justifica. Pero privada de una forma íntegramente simbólica, y por
tanto eficaz en modo metafísico, pierde la vida nacional la fuerza de afirmarse en medio de
las corrientes de la existencia histórica. Considerad los desesperados esfuerzos que el
gobierno francés hizo para mantener al país en forma, bajo el espíritu limitado de Luis XVI,
esfuerzos dirigidos por un pequeño número de hombres capaces y previsores, después que
la situación exterior se hubo puesto muy seria por el fallecimiento de Vergennes (1787). La
muerte de este diplomático excluye para varios años a Francia de las combinaciones de
Europa. Al mismo tiempo, la gran reforma que la corona realizó, a pesar de todas las
resistencias, sobre todo la gran reforma administrativa de aquel mismo año, basada en la
más libre autonomía, permaneció por completo ineficaz, porque para las clases, vista la
debilidad del Estado, ocupó de pronto el primer término la cuestión de la fuerza [162].
Aproximábase una guerra europea, con implacable necesidad, como un siglo antes y como
un siglo después, y, en efecto, aconteció dicha guerra en la forma de las guerras de la
Revolución. Pero nadie observaba la situación exterior. La nobleza como clase ha pensado
rara vez en forma de política exterior y de historia universal; y la burguesía, nunca. Nadie se
pregunta si el Estado, transformado, puede mantenerse entre los demás Estados. Toda la
cuestión es si asegura o no los «derechos».
Pero la burguesía, la clase de la «libertad» urbana, aunque su sentimiento de clase
permaneció firme durante varias generaciones — en la Europa occidental, hasta después de
la revolución de marzo —, no era, sin embargo, siempre dueña de sus actos. En primer
término, resultaba en toda situación crítica que esa unidad era puramente negativa y sólo
existía en realidad en los momentos de repulsa contra algo ajeno — tercera clase y
oposición son conceptos casi idénticos —; pero dondequiera se tratase de edificar algo
propio, en seguida divergían los intereses de los grupos particulares. Todos querían librarse
de algo; el intelecto quería hacer un Estado que fuese la realización de la «justicia» frente al
poder de los hechos históricos, o la realización de los derechos del hombre o de la libertad
crítica frente a la religión dominante; en cambio, el dinero quería libre campo para el éxito
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de los negocios. Muchos había que anhelaban paz y renuncia a grandezas históricas o
respeto hacia algunas tradiciones y sus representantes, de las cuales vivían en cuerpo o en
alma. Pero debe añadirse ahora un elemento, que aparece por primera vez y que en las
luchas de la fronda, de la revolución inglesa, de la primera tiranía, no había existido, pero
que ahora representaba una fuerza: ese elemento que en todas las civilizaciones recibe el
inequívoco nombre de hez, populacho, plebe. En las grandes ciudades—que ahora lo
deciden todo, siendo el campo a lo sumo capaz de tomar actitudes ante los hechos
consumados, como demuestra todo el siglo XIX [163] —reúnese una masa de población
desarraigada, que no pertenece a ningún circulo social. Esos hombres no se sienten unidos
a una clase, ni pertenecientes a un grupo profesional—y en el fondo de su corazón ni
siquiera a la clase trabajadora, aunque están obligados a trabajar. Por instinto pertenecen a
esta hez gentes de todas las clases y grupos, aldeanos desarraigados, literatos, hombres de
negocios arruinados, y, sobre todo, nobles decaídos y desviados, como nos lo muestra con
tremenda claridad la época de Catilina. Su poder es mucho mayor que su número, pues
siempre están situados en la proximidad de las grandes decisiones, siempre dispuestos a
todo, sin el menor respeto al orden, incluso al orden indispensable en un partido
revolucionario. Estos hombres son los que dan a los acontecimientos el poder aniquilador
que distingue la revolución francesa de la inglesa y la segunda de la primera tiranía. La
burguesía se aparta, con verdadero terror, de esta masa, de la que ansia distinguirse—a uno
de estos actos de repulsa, al 13 de Vendimiario, debe Napoleón su subida—; pero los limites
no se pueden trazar en el bullicio de los hechos y dondequiera que la burguesía moviliza
contra las viejas instituciones su fuerza de choque, harto escasa con relación al número
(digo escasa porque en cada momento resulta problemática la unidad interna), siempre esa
masa se infiltra en sus filas y se coloca delante y decide el éxito en su mayor parte,
sabiendo luego utilizar la posición ganada para su provecho propio, muchas veces con el
apoyo ideal de las personas cultas, que se sienten fascinadas por los conceptos y por el
apoyo material del dinero, los cuales saben desviar el peligro sobre la nobleza y la clase
sacerdotal.
Pero esta época tiene también el sentido de que por vez primera las verdades abstractas
intentan penetrar en la esfera de los hechos. Las grandes ciudades se han hecho tan
grandes y el hombre urbano tan superior en su influencia sobre la vigilia de toda la cultura —
esta influencia se llama opinión pública —, que los poderes de la sangre y de la tradición
arraigada en la sangre quedan conmovidos y pierden su posición hasta entonces inatacable.
Piénsese, en efecto, que justamente el Estado barroco y la polis absoluta, en la última
perfección de su forma, son la expresión integral de una raza, y la historia transcurriendo en
esa forma posee el ritmo perfecto de dicha raza. Si aquí hay alguna teoría del Estado, es,
desde luego, una teoría extraída de los hechos, y que se inclina ante la grandeza de los
hechos. La idea del Estado predominó luego sobre la sangre de las clases primordiales,
poniéndola toda a su servicio. Absolutismo — esto significa que el gran torrente de
existencia está en forma, como unidad, y posee una especie de tacto e instinto, ya aparezca
en forma de tacto diplomático o estratégico, o como costumbres distinguidas, o como gusto
refinado por las artes y las ideas.
Pero ahora, en contradicción con todos estos grandes hechos, el racionalismo se propaga,
esa comunidad de vigilia entre los hombres educados [164], cuya religión es la critica y
cuyos numina no son deidades, sino conceptos. Ahora alcanzan influjo político los libros y
las teorías generales, en la China de Laotsé como en la Atenas de los sofistas y en la época
de Montesquieu. Y la opinión pública, aderezada por las ideologías, viene a constituir una
fuerza política de nueva especie, que se interpone en el camino de la diplomacia. Hipótesis
absurda fuera la de que Pisistrato o Richelieu, o aun Cromwell, tomasen sus decisiones bajo
la influencia de sistemas abstractos.
Pero tal sucede efectivamente, desde que vence la llamada «ilustración».
Desde luego, el papel histórico que desempeñan los grandes conceptos civilizados es harto
diferente de su naturaleza y sentido en el nexo de las ideologías mismas. La influencia que
una verdad ejerce es siempre distinta de la tendencia que en ella puso el pensamiento
abstracto. En el mundo de los hechos, las verdades son simplemente medios para dominar
sobre los espíritus y determinar acciones. Lo que decide del rango histórico de una verdad
no es su profundidad, su exactitud, su lógica contextura, sino su eficacia real. Nada importa
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que una verdad sea mal entendida o no obtenga verdadera inteligencia por parte de nadie.
Una verdad eficaz es una bandera. Lo que para las grandes religiones primitivas fueron
algunos símbolos, que se transformaron en sentimientos, como el Santo Sepulcro para los
cruzados y la substancia de Cristo para la época del Concilio de Nicea, eso mismo son dos o
tres frases entusiastas para toda revolución civilizada. Sólo los lemas son hechos; el texto
de los sistemas filosóficos o éticosociales no tiene importancia para la historia. Pero como
tales lemas y banderas, poseen durante unos dos siglos un poder de primer orden y se
revelan más fuertes que el ritmo de la sangre, que comienza a decaer en el mundo pétreo
de las grandes ciudades.
Pero el espíritu critico no es sino una de las dos tendencias que se destacan sobre la masa
desordenada de los que no constituyen clase. Junto a los conceptos abstractos aparece el
dinero abstracto, el dinero desligado de los valores primarios del campo; junto al gabinete
del pensador aparece como fuerza política la oficina del banquero. Ambas fuerzas son
íntimamente afines e inseparables. Es la oposición primitiva del sacerdocio y la nobleza, que
perdura en forma urbana y con no menor fuerza dentro de la burguesía [165]. Y el dinero se
revela como puro hecho, superior absolutamente a las verdades ideales, las cuales sólo
existen como lemas, como medios para el mundo de los hechos. Si se entiende por
democracia la forma que la tercera clase, como tal, desea imprimir a toda la vida publica,
entonces hay que añadir que democracia y plutocracia significan lo mismo. Son una con
respecto a la otra lo que el deseo con respecto a la realidad, lo que la teoría con respecto a
la práctica, lo que el conocimiento con respecto al éxito. Hay un elemento tragicómico en la
desesperada lucha que los reformadores y maestros de la libertad dirigen contra el efecto
del dinero, y es que ellos mismos sostienen esa lucha con dinero. Entre los ideales de la
clase formada por los que no pertenecen a ninguna clase está no solamente el respeto al
gran número — respeto que se expresa en los conceptos de igualdad, de derecho innato y
también en el principio del sufragio universal —, sino también la libertad de la opinión
pública, sobre todo la libertad de prensa. Estos son ideales. Pero en realidad, la libertad de
la opinión pública requiere la elaboración de dicha opinión, y esto cuesta dinero; la libertad
de la prensa requiere la posesión de la prensa, que es cuestión de dinero, y el sufragio
universal requiere la propaganda electoral, que permanece en la dependencia de los deseos
de quien la costea. Los representantes de las ideas no ven más que un aspecto; los
representantes del dinero, trabajan con el otro aspecto. Todos los conceptos de liberalismo y
de socialismo han sido puestos en movimiento por el dinero y en interés del dinero. El
movimiento popular de Tiberio Graco fue posible merced al partido de los grandes
financieros, los equites o caballeros; y terminó tan pronto como éstos hubieron afianzado la
parte de las leyes que les interesaba. César y Craso costearon el movimiento de Catilina,
dirigiéndolo no contra la propiedad, sino contra el partido senatorial. En Inglaterra algunos
políticos autorizados afirmaban ya hacia 1700: «que en la Bolsa se actúa con elecciones lo
mismo que con valores en papel, y que el precio de un voto es tan conocido como el de una
fanega de tierra» [166]. Cuando llego a París la noticia de Waterloo, subió la cotización de la
renta francesa: los Jacobinos habían roto los viejos lazos de la sangre, emancipando asi el
dinero, que ahora salía a la palestra y se adueñaba del país [167]. No hay movimiento
proletario, ni siquiera comunista, que no actúe en interés del dinero y en la dirección
marcada por el dinero y con la duración fijada por el dinero — sin que de ello se aperciban
aquellos de los Jefes que son verdaderamente idealistas [168]. El dinero piensa; el dinero
dirige; tal es el estado de las culturas decadentes, desde que la gran ciudad se ha adueñado
del resto del país. Y en última instancia no es siquiera en menoscabo del espíritu, el cual ha
resultado vencedor, pero vencedor en el reino de las verdades, es decir, en el reino de los
libros y los ideales, reino que no es de este mundo.
Sus conceptos se han tornado sagrados para la civilización incipiente. Pero el dinero vence
en su reino, que precisamente pertenece a este mundo y sólo a éste.
Dentro del mundo de los Estados occidentales, es en Inglaterra donde los dos aspectos de la
política burguesa, el ideal como el real, han hecho su magno aprendizaje. Ha sido Inglaterra
el único sitio donde no ha necesitado la tercera clase derribar un Estado absoluto para
levantar sobre sus ruinas el predominio burgués, sino que pudo crecer en la forma enérgica
de la primera clase, en donde encontró constituida ya una política de intereses y una táctica
metódica de vieja tradición, como no podía desearla mejor para sus propios fines. Aquí es
donde el auténtico e inimitable parlamentarismo se encuentra en su propia casa, un
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parlamentarismo que supone una existencia insular en vez de Estado y los hábitos de la
primera clase en vez de la tercera, y además la circunstancia de haberse desarrollado esa
forma durante el barroco floreciente, por lo que tenia música dentro de su ser. El estilo
parlamentario es idéntico totalmente a la diplomacia de gabinete [169].
Este origen antidemocrático es el secreto de sus éxitos.
Pero de igual manera los lemas racionalistas han nacido todos en tierra inglesa y en intimo
contacto con los principios de la doctrina manchesteriana: Hume fue el maestro de Adam
Smith. Liberty significa con toda evidencia libertad espiritual y también comercial. En
Inglaterra la oposición entre la política de hechos y el misticismo de verdades abstractas es
tan imposible como fue inevitable en la Francia de Luis XVI. Más tarde pudo Edmundo
Burke afirmar, frente a Mirabeau: «Nosotros no pedimos nuestras libertades como derechos
del hombre, sino como derechos de los ingleses.» Francia recibió integras de Inglaterra sus
ideas revolucionarias, como recibió de España el estilo de la monarquía absoluta; a ambas
cosas les imprimió una forma brillante e irresistible, que resultó ejemplar para el continente y
aun más allá. Pero no supo aplicarlas prácticamente. El empleo de los grandes lemas
burgueses, para el éxito político [170], supone la visión sagaz de una clase distinguida que
conoce bien la condición espiritual de las capas sociales que aspiraban a gobernar, sin poder
gobernar; por eso se ha formado en Inglaterra. Pero supone también la aplicación decidida
del dinero a la política, no aquellos sobornos de personalidades aisladas preeminentes,
como los practicaba el estilo español y veneciano, sino la elaboración de los poderes
democráticos. En Inglaterra, durante el siglo XVIII, fueron dirigidas por el dinero
primeramente las elecciones parlamentarias y luego las decisiones mismas de la Cámara
baja [171]. En Inglaterra descubrióse el ideal de la libertad de prensa y, al mismo tiempo, el
hecho de que la prensa sirve a quien la posee. La prensa no propaga, sino que crea la
opinión «libre».
Ambas cosas juntas son «liberalismo», esto es, son libres de las constricciones de la vida,
adherida a la tierra, ya sean derechos, formas o sentimientos. El espíritu es libre para toda
especie de critica y el dinero es libre para toda clase de negocio.
Pero ambas también se orientan, sin contemplaciones, hacia el predominio de una clase que
no reconoce sobre sí la superioridad del Estado. El espíritu y el dinero, puesto que son
inorgánicos, no quieren el Estado, como forma orgánica de alto simbolismo, que impone
respeto, sino como mecanismo que sirve para determinada finalidad. He aquí la diferencia
con los poderes de la fronda, que defendían tan sólo el modo gótico de vivir «en forma»
contra los poderes del barroco y que ahora, empujados a la defensiva, casi no se distinguen
de éstos. Sólo en Inglaterra—esto debemos acentuarlo una vez más—desarmó la fronda al
Estado en lucha abierta, y también a la tercera clase, por su superioridad interna,
alcanzando de este modo la única manera democrática de «estar en forma», que no fue
planeada ni imitada, sino que germinó y surgió orgánicamente como expresión de una vieja
raza y de un tacto seguro e inquebrantable que sabe manejar todos los medios nuevos
aportados por los tiempos. Por eso el Parlamento inglés colaboró en todas las guerras de
sucesión de los Estados absolutos, pero considerándolas como guerras económicas con
fines comerciales.
La desconfianza contra la forma elevada es tan grande en la tercera clase, en la clase sin
forma intima, que siempre y dondequiera ha preferido salvar su libertad—su falta de forma—
merced a una dictadura irregular y, por tanto, enemiga de todo lo orgánico; pero, en cambio,
favorable, por su actuación mecánica, al gusto del espíritu y del dinero. Recordad la
estructura de la máquina política francesa, iniciada por Robespierre y terminada por
Napoleón, La dictadura en interés de un ideal de clase fue deseada por Rousseau, SaintSimon, Rodbertus y Lassalle no menos que por los ideólogos antiguos del siglo IV:
Jenofonte, en la Ciropedia, e Isócrates, en el Nicocles [172].
En la conocida frase de Robespierre «el gobierno de la Revolución es el despotismo de la
libertad contra la tiranía», se expresa el profundo terror que acomete a las masas cuando
ante los acontecimientos graves no se sienten seguras y «en forma».
Una tropa donde la disciplina está relajada concede a los Jefes de azar y de momento, un
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poder que no podría obtener el jefe legitimo ni en igual extensión ni en igual naturaleza y
que, como jefe legitimo, tampoco admitiría. Esto mismo, traducido a términos más amplios,
sucede al comienzo de toda civilización. Nada caracteriza tanto la liquidación de la forma
política corno el surgimiento de poderes informes, que podemos denominar «napoleonismo»
por el caso más famoso. La existencia de Richelieu y de Wallenstein estaba totalmente
enlazada con una tradición inconmovible. La revolución inglesa tiene una forma perfecta
bajo el manto de los desórdenes externos. Aquí justamente la fronda combate por la forma;
el Estado absoluto combate en la forma. Pero la burguesía combate contra la forma. La
destrucción de un orden caduco no es cosa nueva; es lo que ya hicieron Cromwell y los jefes
de la primera tiranía. Pero en la revolución burguesa no hay forma invisible que actúe tras
las ruinas de la forma visible; Robespierre y Napoleón no encuentran ni en torno suyo ni en
si mismos nada que permanezca como evidente base de toda transformación; en vez de un
gobierno de tradición grande y experiencia, resulta inevitable un régimen de azar, cuyo
porvenir no está asegurado ya por las cualidades de una minoría lentamente educada, sino
que depende de que se encuentre un sucesor de importancia. Todo esto es lo que
caracteriza esta época transitoria y lo queda a los Estados, que saben mantenerse más
tiempo que los otros en una tradición, una superioridad enorme en el curso de las
generaciones.
La primera tiranía terminó y perfeccionó la polis con ayuda de los no nobles. Estos no nobles
destruyeron la ciudad con ayuda de la segunda tiranía. Con la revolución burguesa del siglo
IV la polis queda aniquilada como idea, aunque siga existiendo como mecanismo, como
costumbre, como instrumento del poder. El hombre antiguo no ha cesado nunca de pensar y
vivir políticamente en la forma de ciudad; pero ya la ciudad no fue para la masa un símbolo
respetado con sacro temor, como tampoco lo fue ya la monarquía occidental «por gracia de
Dios», desde que Napoleón estuvo a punto de «hacer de su dinastía la más antigua de
Europa».
En esa revolución, como en todos los fenómenos antiguos, las soluciones fueron locales y
momentáneas. No hubo nada parecido al magnifico arco de la Revolución francesa, que
comienza con la toma de la Bastilla y termina en Waterloo. Y las escenas en la Antigüedad
son tanto más crueles cuanto que el sentimiento euclidiano de esta cultura no admite mas
que los choques corpóreos de los partidos, y en vez de una subordinación funcional de los
vencidos a los vencedores, sólo tolera la total anulación de los vencidos. En Corcira (427) y
en Argos (370) fueron los propietarios sacrificados en masa. En Leontini (422) los
propietarios echaron de la ciudad a los ciudadanos de la clase inferior y se las arreglaron con
esclavos hasta que, temerosos de verlos regresar, abandonaron la ciudad y emigraron a
Siracusa. Los fugitivos de centenares de revoluciones semejantes llenaban las ciudades
antiguas, ingresaban en los ejércitos mercenarios de la segunda tiranía y hacían inseguros
los caminos de tierra y de mar. Entre las cláusulas de paz de los diadocos, y más tarde de
los romanos, aparece constantemente la repatriación de los ciudadanos expulsados.
Pero la segunda tiranía se fundaba igualmente en actos de esta naturaleza. Dionisio I (405367) se afianzó en el gobierno de Siracusa, cuya sociedad distinguida constituía antes, y
junto a la de Atenas, el centro de la cultura helénica floreciente—en Siracusa representó
Esquilo hacia 470 su trilogía de los Persas—, merced a ejecuciones en masa de los más
cultos y confiscación de los patrimonios. Luego organizó de nuevo la población, concediendo
arriba, la gran propiedad a sus partidarios e incorporando abajo a la ciudadanía grandes
masas de esclavos, entre los cuales se hallaban distribuidas las mujeres e hijos de la
anterior clase distinguida [173].
También es característico de la Antigüedad el hecho de que el tipo de estas revoluciones no
permita sino multiplicación de su número, no extensión de su esfera. Aparecen en masa;
pero cada una se desenvuelve por sí sola en un solo punto, y sólo la simultaneidad de todas
ellas les confiere e] carácter de un fenómeno conjunto que hace época. Otro tanto puede
decirse del napoleonismo, con el cual, por vez primera, un gobierno sin forma se establece
sobre la contextura del Estado-ciudad, sin poderse libertar íntimamente de ella. Se apoya
sobre el ejército quien frente a la nación, que ya no se encuentra en forma, comienza a
sentirse como fuerza política propia e independiente. Este es el breve camino que media
entre Robespierre y
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Bonaparte. A la caída de los jacobinos, el centro de gravedad pasa de la administración civil
a los generales ambiciosos. Este nuevo espíritu había penetrado muy profundamente en
todos los Estados occidentales, como lo demuestran las vidas de Bernadotte y de Wellington
y el famoso llamamiento «A mi país» de 1813; aquí la continuación de la dinastía fue puesta
en cuestión por los militares, en el caso de que el rey no se decidiera a romper con
Napoleón.
La segunda tiranía se anuncia ya con la posición—disolvente de la ciudad—que Alcibíades y
Lisandro adoptan a fines de la guerra del Peloponeso en el ejército de sus ciudades
respectivas. El primero ejerció desde 411, a pesar de estar proscrito y, por tanto, de no
desempeñar cargo alguno, el mando efectivo sobre la escuadra ateniense. El segundo, que
ni siquiera era espartano, sintióse totalmente independiente en el mando de un ejército que
le era personalmente adicto. En el año de 408 la lucha entre las dos potencias se convirtió
en la lucha de dos hombres por el dominio sobre el mundo de los Estados sitos en el mar
Egeo [174]. Poco después Dionisio de Siracusa formó el primer gran ejército de
mercenarios—también introdujo el uso de las máquinas de guerra [175]—, dando asi a la
guerra antigua una forma nueva que fue ejemplar para los diadocos y para los romanos. A
partir de ahora el espíritu del ejército se convierte en una fuerza política por si misma y se
plantea seriamente la cuestión de hasta qué punto es el Estado señor o instrumento de los
soldados. Entre 390 y 367 [176] el gobierno de Roma fue dirigido exclusivamente por un
directorio militar [177], lo que revela claramente una política propia del ejército. Bien sabido
es que Alejandro, el romántico de la segunda tiranía, fue cayendo poco a poco bajo la
dependencia de sus soldados y generales, que no sólo le obligaron a regresar de la India,
sino que dispusieron con la mayor naturalidad de su herencia.
Todo esto es de esencia en el napoleonismo, como lo es igualmente la extensión de la
soberanía personal sobre territorios cuya unidad no es ni de naturaleza nacional ni jurídica,
sino simplemente militar y administrativa. Ahora bien: Justamente esta extensión es
incompatible con la esencia de la polis.
El Estado antiguo es el único que no admite expansión orgánica.
Las conquistas de la segunda tiranía conducen, pues, a la yuxtaposición de dos unidades
políticas, la polis y los territorios sometidos, nexo éste que siempre resulta accidental y
constantemente amenazado. Asi se produce el cuadro notable, y no bien conocido aún en su
profunda significación, que ofrece el mundo helenístico romano: un circule de territorios
fronterizos y en medio el enjambre de los minúsculos Estados-ciudades, a los cuales tan
sólo es aplicable el concepto del Estado propiamente dicho, de la res pública. En ese centro,
más aún, en un único punto—para cada una de esas soberanías—, reside el teatro de toda
verdadera política. El orbis terrarum—expresión bien típica—no es sino medio u objeto. Los
conceptos romanos del imperium o poder dictatorial allende el cerco de la ciudad (poder que
cesa tan pronto como su titular franquea el pomerium) y de la provincia, como opuesta a la
res pública, corresponden a un sentir antiguo universal, al sentimiento, que sólo reconoce
como Estado y sujeto político al cuerpo de la ciudad, y lo de «fuera» lo considera como
objeto. Dionisio «rodeó de ruinas de Estados» la ciudad de Siracusa, construida a modo de
fortaleza, y su área de dominio se extendía sobre la Italia meridional y la costa de Dalmacia
hasta el Adria septentrional, donde poseía Ancona y Hatria en la desembocadura del Po. En
cambio, Filipo de Macedonia, siguiendo el ejemplo de su maestro Jason de Pherae
(asesinado en 370), siguió el plan contrario: puso el centro de gravedad en el territorio
fronterizo, es decir, prácticamente en el ejército, para ejercer desde aquí un predominio
sobre los Estados de Grecia. Así Macedonia se extendió hasta el Danubio, y después de la
muerte de Alejandro añadiéronsele el imperio de los Seleucidas y de los Ptolomeos, cada
uno de los cuales era gobernado por una polis —Antioquía y Alejandría—, con la
administración indígena tradicional en el país, administración que, después de todo, era
mejor que cualquiera de las de territorio antiguo. La misma Roma, en esta época (320-361;),
organizó su imperio centro italiano en la forma de un Estado fronterizo, afianzándolo con un
sistema de colonias, aliados y comunidades de derecho latino.
Más tarde, desde 337, Hamílcar Barca conquistó España para Cartago, que vivía desde
hacía tiempo en la forma antigua;
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C. Flaminio, desde 225, conquistó para Roma la llanura del Po, y, finalmente, César, el
mundo de las Galias. Sobre esta base descansan, en primer término, las guerras
napoleónicas de los diadocos en Oriente; luego las guerras occidentales de Escipión y
Aníbal, ambos igualmente superiores a las limitaciones de la polis, y, por último, las guerras
cesáreas de los triunviros, que se apoyaban en la suma de todos los territorios fronterizos y
sus recursos, para ser cada uno «el primero en Roma».
12
En Roma, la forma fuerte y feliz del Estado, conseguida hacia 340, mantuvo la revolución
social en los limites constitucionales, Una figura napoleónica como la del censor de 310,
Appio Claudio, el que construyó la primera traída de aguas y la via Appia, el que gobernó en
Roma casi como un tirano, fracasó bien pronto, cuando intentó excluir a los aldeanos por
medio de la población urbana y dar a la política una dirección ateniense. Tal era, en efecto,
la finalidad de aquella admisión de los hijos de esclavos en el Senado, de aquella
reorganización de las centurias según el dinero, en vez de la propiedad territorial [178], y de
aquella distribución de los libertos y pobres en todas las tribus, donde podrían siempre
superar con sus votos a los aldeanos, que rara vez venían a la ciudad. Los censores
posteriores volvieron a inscribir esas gentes sin patrimonio en las cuatro grandes tribus
urbanas. La clase de los no nobles, que estaba bien dirigida por una minoría de familias
notables, vio que la finalidad a perseguir debía ser—como ya hemos dicho—, no la
destrucción, sino la conquista del organismo administrativo senatorial. Por último, conquistó
el ingreso en todos los cargos, y por medio de la ley Ogulnia (300) adquirió incluso el
derecho a revestir los altos sacerdocios del pontificado y augurado. La sublevación de 287
concedió al plebiscito vigor jurídico, aun sin el consentimiento del Senado.
El resultado práctico de este movimiento de libertad fue justamente el contrario del que los
ideólogos—en Roma no los había—hubieran esperado. El gran éxito privó de su finalidad a
la protesta de los no nobles y, por consiguiente, quitó su fuerza impulsora a esta clase que,
fuera de la oposición, no era nada políticamente. Desde 287 ya la forma del Estado existía
plena; con ella se podía trabajar, justamente en un mundo en donde ya no contaban mas
que los grandes Estados fronterizos; Roma, Cartago, Macedonia, Siria, Egipto. La forma
política del Estado ya no corría peligro de zozobrar bajo la presión de los «derechos
populares». Y por eso justamente se encumbró sobre todos los demás el único pueblo que
había permanecido «en forma».
Por una parte, habíase constituido dentro de la plebe—informe y enturbiada desde hacia
tiempo en sus tendencias raciales por la admisión en masa de los libertos [179] —una capa
superior que se distinguía por sus grandes capacidades prácticas, por su rango y su riqueza.
Esta capa superior se unió a otro sector correspondiente del patriciado, y asi se formó en el
estrecho circulo una fuerte raza con hábitos de vida distinguidos, con amplios horizontes
políticos, y en su centro se condensó y transmitió el tesoro de las experiencias políticas
(gobierno, mando militar y diplomacia), Esa raza superior consideró entonces como su
vocación y como su privilegio tradicional la dirección del Estado, y educó a sus hijos en el
arte del mando y en el mantenimiento de una tradición desmedidamente altiva. En el
Senado encontró su instrumento constitucional esta nobleza, que en derecho político no
tenia existencia legal. El Senado fue primitivamente la representación de los intereses
patricios, esto es, de la nobleza «homérica»; pero desde mediados del siglo IV los ex
cónsules—gobernantes y generales a la vez—constituyen, como miembros vitalicios del
Senado, un circulo de grandes capacidades que dominan la asamblea y por ella el Estado.
Ya el embajador de Pirro, Cineas, creyó ver en el Senado un consejo de reyes (279).
Finalmente, los títulos de princeps y clarissimus corresponden a un pequeño grupo de jefes
que en nada les ceden, por su rango, su poder y su autoridad, a los soberanos de los reinos
de los diadocos [180]. Surge un gobierno como no lo ha tenido ningún gran Estado en
ninguna cultura. Se impone una tradición que a lo sumo encuentra su igual, con muy otras
condiciones, en Venecia y en la curia pontificia durante el barroco. En Roma no hay ni las
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teorías, que arruinaron a Atenas, ni el provincialismo, que acabó por desprestigiar a Esparta;
sólo hay una práctica de estilo supremo. Si Roma resulta un fenómeno único y maravilloso
dentro de la historia universal, no lo debe al «pueblo romano», que en sí mismo fue como
cualquier otro pueblo, una materia prima sin forma; lo debe a esa clase gobernante que puso
al pueblo «en forma» y lo mantuvo en esta situación con o contra su voluntad, de manera
que esa corriente de existencia, que hacia 350 tenía apenas importancia en el centro de
Italia, llegó poco a poco a incluir en su lecho toda la historia antigua, consiguiendo romanizar
todo el último periodo de esta cultura.
Este pequeño círculo, que no poseía ningún derecho público especial, demostró la
perfección de su tacto político en el manejo de las formas democráticas, creadas por la
revolución, formas que, como siempre sucede, valían lo que valiera el uso que de ellas se
hiciera. Justamente lo que podía ser en ellas peligroso, la yuxtaposición de dos poderes
incompatibles, fue tratado con perfecta maestría y tácitamente, de manera que siempre dio
la pauta la experiencia superior y el pueblo estuvo convencido de haber tomado él mismo la
decisión y en el sentido de sus deseos. Gobernar con el pueblo y, sin embargo, con el
máximo éxito histórico, tal fue el secreto de esta política y la nueva posibilidad de la política,
en general, en tales tiempos. En este arte nadie nunca ha superado al gobierno romano.
Mas, por otra parte, el resultado de la revolución fue, sin embargo, la emancipación del
dinero, que, desde entonces, imperó en los comicios centuriados. El llamado populus fue
siendo cada día más el instrumento de las grandes fortunas, y fue necesaria toda la
superioridad táctica de los círculos dirigentes para conservar en la plebe un contrapeso y
tener siempre dispuesta en las treinta y una tribus rurales una representación de la
propiedad territorial bajo la dirección de las familias nobles, con exclusión de la masa
urbana. Así se explica la forma enérgica con que fueron anuladas las disposiciones de Appio
Claudio. Para muchas generaciones resultó, pues, imposible la alianza natural entre la alta
finanza y la masa, tal como se realizó más tarde bajo los Gracos y luego con Mario, para
destrozar la tradición de la sangre, alianza que también ha preparado, entre otras cosas, la
revolución alemana de 1918.
La burguesía y los aldeanos, el dinero y la propiedad territorial, se hicieron contrapeso en
órganos separados, siendo coordinados y fecundados por la idea del Estado, encarnada en
la nobleza, hasta que, rotas las formas interiores, las dos tendencias se enfrontaron. La
primera guerra púnica fue una guerra comercial dirigida contra los intereses de la
agricultura, por lo cual el cónsul Appio Claudio, descendiente del gran censor, propuso la
decisión en 264 a tos comicios centuriados. La conquista de la llanura del Po, desde 225,
correspondía, en cambio, a los intereses de los labradores y fue defendida en los comicios
de tribus por el tribuno C. Flaminio, la primer figura cesárea de Roma, el constructor de la
Vía Flaminia y del Circo Flaminio. Pero Justamente, persiguiendo esa misma política,
prohibió en 220, siendo censor, que los senadores hiciesen negocios de dinero y
simultáneamente hizo accesibles a la plebe las centurias de los caballeros, cosa que, en
realidad, fue conveniente para la nueva nobleza financiera, nacida de la primera guerra
púnica; y así resultó, sin quererlo, el creador de una alta finanza organizada en forma de
clase, la clase de los equites (caballeros), que, un siglo después, pusieron fin a la gran
época de la nobleza. A partir de entonces—desde la victoria sobre Aníbal, contra el cual
cayó Flaminio—el dinero es, incluso para el gobierno, el medio último de seguir su política,
la última verdadera política de Estado que existió en la Antigüedad.
Cuando los Escipiones y su círculo dejaron de ser el poder dirigente, no hubo ya más que
una política privada, política de individuos que seguían sin contemplaciones su propio
interés y para quienes el orbis terrarum era un botín. Cuando Polibio, que pertenecía a aquel
circulo, ve en Flaminio un demagogo y el causante de todas las desventuras de la época de
los Gracos, se equivoca en cuanto a los propósitos de Flaminio, pero acierta en cuanto a los
efectos de la política practicada por éste. Flaminio consiguió justamente lo contrario de lo
que quería, como le sucedió también a Catón el viejo, quien, con el celo ciego del Jefe
aldeano, derribó al gran Escipión por hostilidad a su política mundial. En lugar de la sangre
directora apareció el dinero, y el dinero, en menos de tres generaciones, aniquiló la clase
aldeana.
En los destinos dé los pueblos antiguos fue un feliz e inverosímil azar el que hizo de Rema
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el único Estado-ciudad que pudo encauzar la revolución social en una firme constitución.
En Occidente, con sus formas genealógicas fundadas para toda la eternidad, significa casi
un milagro el hecho de que en un punto, en París, se produjese una revolución violenta. No
la fuerza, sino la debilidad del absolutismo francés fue la que reunió aquí las ideas inglesas
con el dinamismo del dinero, en una mezcla explosiva que dio figura viviente a los lemas de
la «ilustración», que enlazó la virtud con el terror, la libertad con el despotismo y que siguió
actuando en los pequeños incendios de 1830 y de 1848 y aun en el afán catastrófico del
socialismo [181]. En la misma Inglaterra, donde la nobleza gobernaba con más absolutismo
que cualquiera de los poderes franceses, formóse un pequeño circulo en torno a Fox y a
Sheridan, que saludaron las ideas de la Revolución francesa—todas de origen inglés—.
Hablóse de sufragio universal y de reforma parlamentaria [182]. Pero ello bastó para que los
dos partidos, reunidos y dirigidos por un whig, Pitt el joven, adoptaran las medidas más
severas, inutilizando todos los intentos enderezados a menoscabar el gobierno de la nobleza
en favor de la tercera clase. La nobleza inglesa desencadenó la guerra de veinte años contra
Francia y puso en movimiento a todos los monarcas de Europa, para poner término, en
Waterloo, no al Imperio, sino a la revolución, que se había atrevido con notable ingenuidad a
introducir en la política práctica las opiniones privadas de pensadores ingleses, dando asi al
informe «tiers» una posición cuyas consecuencias no preveían los salones parisienses, pero
si muy bien la Cámara baja inglesa [183].
Lo que en Inglaterra se llamaba oposición era la actitud de uno de los dos partidos de la
nobleza, mientras el otro llevaba el gobierno. No significaba, como en el continente, una
critica profesional a una labor que otros, por su profesión, habían de realizar, sino el ensayo
práctico de compeler la actividad del gobierno en una forma que uno mismo, en cualquier
momento, estaba dispuesto y capacitado para recoger y proseguir. Pero esta clase de
oposición fue en seguida, y sin conocimiento alguno de sus supuestos sociales, adoptada
como modelo para lo que se proponían los hombres cultos en Francia y en los demás países
continentales: el dominio del «tiers» bajo la dinastía, sobre cuya posición alejada no había
desde luego una idea bien clara. Las instituciones inglesas fueron desde Montesquieu
encomiadas con entusiástico desconocimiento de ellas; sin embargo, los Estados
continentales no eran islas y no poseían, por lo tanto, las condiciones esenciales de la
evolución inglesa. Sólo en un punto era Inglaterra realmente modelo. Cuando la burguesía
empezó a convertir el Estado absoluto en un Estado de clase, halló en Inglaterra una política
que nunca había sido otra cosa. Sin duda era la nobleza sola la que gobernaba; pero por lo
menos no era la corona.
El resultado de la época, la forma fundamental de los Estados continentales, a principios de
la civilización, es la «monarquía constitucional», cuya extrema posibilidad se realiza en la
República, tal como hoy entendemos esta palabra.
Pues conviene libertarse, al fin, de la fraseología doctrinaria que piensa en conceptos
intemporales, esto es, ajenos a la realidad, y cree que «la república» es una forma en sí. Ni
Inglaterra tiene una constitución en el sentido continental, ni el ideal republicano del siglo
XIX tiene nada que ver con la res publica antigua, ni aun con Venecia o los Cantones
Suizos.
Lo que llamamos así es una negación que supone, con íntima necesidad, constantemente
posible lo que niega. Es la no monarquía, en formas tomadas de la monarquía. El sentido
genealógico es tan enormemente fuerte en el hombre occidental y engaña su conciencia
hasta tal punto, que la dinastía determina toda su actitud política, aun cuando ya no exista.
En ella se encarna lo histórico, y no podemos vivir sin el sentido histórico. Hay una gran
diferencia entre el hombre antiguo, que desconoce, por su fundamental sensibilidad, el
principio dinástico, y el hombre occidental ilustrado, que, desde el siglo XVIII, y para otros
dos siglos más, intenta anular en sí por motivos abstractos el sentimiento dinástico. Este
sentimiento es el enemigo oculto de todas las constituciones que se han producido no
espontánea, sino reflexivamente, constituciones que en última instancia no son sino medidas
de precaución y productos del medio y la desconfianza. El concepto de la libertad en la
ciudad—ser libre de algo—se estrecha hasta un sentido exclusivamente antidinástico; el
entusiasmo republicano vive sólo de este sentimiento.
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Es de esencia en esta negación inevitablemente la preponderancia de la teoría. Mientras
que la dinastía y la diplomacia, a ella próxima y afín, conservan la vieja tradición, el ritmo,
tienen en las constituciones los sistemas, los libros y los conceptos una supremacía que en
Inglaterra es inconcebible, porque en este país la forma de gobierno no posee nada de
negativo ni defensivo. No en vano es la cultura fáustica una cultura de lectores y escritores.
El libro impreso es símbolo de la infinidad temporal; la prensa es símbolo de la infinidad
espacia!. Frente a la enorme fuerza y tiranía de estos símbolos la civilización china misma
aparece casi como sin escritura. En las constituciones la literatura argumenta contra el
conocimiento de hombres y cosas, el idioma contra la raza, el derecho abstracto contra la
tradición victoriosa, sin tener en cuenta si la nación, en el torrente de les sucesos,
permanece aún capaz de trabajo y se mantiene en forma. Mirabeau sólo combatió en vano
contra una asamblea que «confundía la política con una novela». No sólo las tres
constituciones más doctrinarias de la época—la francesa de 1791, las des alemanas de 1848
y 1919—, sino punto menos que todas, quieren ignorar el gran sino del mundo de los
hechos, y creen que con eso lo han refutado. En vez de lo imprevisto, en vez del azar en las
grandes personalidades y coyunturas, ha de regir la causalidad, intemporal, justa, siempre
igual, nexo inteligible de causa y efecto. Es característico que ningún texto constitucional
conoce el dinero como magnitud política. Todas las constituciones contienen pura teoría.
Este dualismo en la esencia de la monarquía constitucional no puede eliminarse. Aquí la
realidad y el pensamiento, el trabajo y la crítica, se encuentran frente a frente; y el choque y
mutuo frotamiento de estas dos cosas es lo que aparece como política interior a los medios
ilustrados. Sólo en Inglaterra—si prescindimos de Alemania, Prusia y Austria, donde al
principio hubo una constitución, pero poco influyente frente a la tradición política—se
conservaron enteras las costumbres de gobierno. Aquí la raza se afirmó frente al principio.
Se vislumbró que la verdadera política, esto es, la política enderezada exclusivamente al
éxito histórico, descansa en la crianza y no en la ilustración. No fue éste un prejuicio
aristocrático, sino un hecho cósmico, que en las experiencias de les criadores ingleses se
manifiesta mucho más claramente que en todos los sistemas filosóficos del mundo. La
ilustración puede refinar la crianza, pero no substituirla. Y así, la alta sociedad inglesa, la
escuela de Eton, el Balliol College de Oxford son les establecimientos donde se crían los
políticos, con una consecuencia sólo comparable a la crianza de la oficialidad alemana;
críanse, pues, ahí unos peritos y conocedores que dominan el ritmo recóndito de las cosas y
la pacífica marcha de las opiniones y de los ideales y que, por eso mismo, desde 1832 han
podido ver pasar el torrente de los principios burgueses y constitucionales sobre la existencia
por ellos dirigida, sin correr peligro de perder las riendas de la mano. Poseen esos hombres
el training, la flexibilidad y el dominio de un cuerpo humano que, sobre el caballo cazador,
olfatea la victoria. Dejaron que los grandes principios conmovieran las masas, porque sabían
que el dinero es el que puede mover los grandes principios, y en vez de les métodos
brutales del siglo XVIII encontraron otros procedimientos más puros, pero no menos
eficaces, entre los cuales es el más sencillo la amenaza con los gastos de una nueva
elección. Las constituciones doctrinarias del continente vieron sólo un aspecto del hecho
democracia. Pero aquí, donde no hay constitución, sino que se vive en forma, se vio todo el
hecho.
Un obscuro sentimiento de ello ha existido siempre en el continente. Para el Estado barroco,
absoluto, había una forma clara. Para la monarquía constitucional sólo hay vacilantes
arreglos, y el partido conservador y el liberal no se distinguen como en Inglaterra—desde
Canning—por métodos de gobierno probados en luengas experiencias y que
alternativamente entran en aplicación, sino por el sentido en que pretenden reformar la
Constitución, esto es, unos en el sentido de la tradición y otros en el de la teoría. ¿Ha de
servir la dinastía al parlamento, o al revés? Tal fue la controversia que hizo olvidar el fin
último de la política exterior. La parte «española» y la parte «inglesa»—mal entendida—de
la constitución no crecieron juntas; de modo que durante el siglo XIX el servicio exterior
diplomático y la actividad parlamentaria se desenvolvieron en dos sentidos diferentes, se
hicieron extraños uno a otro en el sentimiento fundamental y en el método, y se
despreciaron mutuamente. La vida se produjo un daño que ella misma por si sola no se
hubiera causado. Francia, desde Thermidor, cayó bajo el dominio de la bolsa, mitigado por
alguna que otra dictadura militar: 1800, 1851, 1871, 1918. En la creación de Bismarck, que
era dinástica en sus rasgos fundamentales, con un elemento parlamentario resueltamente
subordinado, la interior contraposición se hizo tan fuerte que consumió toda la energía
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política y, desde 1916, el organismo mismo. El ejército tenía su propia historia y una gran
tradición a partir de Federico Guillermo 1º, e igualmente la administración. Aquí está el
origen del socialismo como una manera de hallarse políticamente en forma, que se
contrapone estrictamente a la inglesa [184], pero que, como ésta, es la expresión perfecta
de una raza fuerte. El oficial y el funcionario fueron perfectamente criados. Pero el problema
de criar el tipo correspondiente del político no fue conocido. La alta política fue
«administrada»; la baja política fue una disputa sin esperanza. Así, el ejército y la
administración llegaron a convertirse en fines por sí mismos, desde que la muerte de
Bismarck se llevó al hombre que sabia utilizarlos como medios, y no quedó un plantel de
políticos, que sólo la tradición crea. Cuando al terminar la guerra mundial desapareció la
superestructura, quedaron sólo los partidos, educados en la oposición, y rebajaron de pronto
la actividad gubernamental a un nivel que hasta ahora era desconocido en los Estados
civilizados.
Pero el parlamentarismo hoy se halla en plena decadencia. Fué la prosecución de la
revolución burguesa con otros medios: fue la revolución de la tercera clase, en 1789,
reducida a forma legal y vinculada a su enemiga, la dictadura, en una unidad de gobierno.
En realidad, la lucha electoral moderna es una guerra civil llevada con las armas de los
votos y todos los recursos excitantes de la palabra y la prensa; cada Jefe de partido es una
especie de Napoleón burgués. Esta forma calculada para perdurar y que pertenece
exclusivamente a la cultura occidental, siendo en cualquier otra absurda e imposible, revela
una vez más la propensión a lo infinito, la preocupación y la previsión [185] histórica, la
voluntad de ordenar el futuro y aun de ordenarlo según los principios burgueses del
presente.
Sin embargo, el parlamentarismo no es una cumbre, como la polis absoluta y el Estado
barroco. Es un breve tránsito entre la época de la cultura posterior, con sus formas bien
estructuradas, y la época de los grandes individuos en un mundo sin forma. Todavía
conserva un resto de buen estilo barroco, como las casas y los muebles de la primera mitad
del siglo XIX.
La costumbre parlamentaria es rococó inglés; pero ya no evidente, ya no anclada en la
sangre, sino imitada superficialmente y asunto de buena voluntad. Sólo en los breves
tiempos del entusiasmo inicial posee una apariencia de profundidad y duración; y ello es
porque, habiendo salido vencedora, el respeto a la propia clase impuso como un deber las
buenas maneras del vencido. Guardar la forma, aun cuando contradiga al provecho; he aquí
la convención sobre que descansa la posibilidad del parlamentarismo. Por el hecho mismo
de ser conseguido, queda propiamente superado. La clase tercera se divide, a su vez, en
grupos de intereses; el pathos de la resistencia pasiva y victoriosa ha llegado a su término. Y
tan pronto como la forma ya no posee la fuerza atractiva de un ideal joven, por el cual se
lucha en las barricadas, surgen los medios extraparlamentarios para conseguir el propósito,
a pesar de la votación y contra ella; el dinero, la presión económica, sobre todo la huelga. Ni
la masa de las grandes ciudades, ni las individualidades enérgicas sienten verdadero
respeto por esa forma sin profundidad y sin pasado, y tan pronto como se descubre que es
sólo forma, queda convertida en máscara y sombra. Con el comienzo del siglo XX el
parlamentarismo, incluso el inglés, se acerca a grandes pasos al papel que él mismo dejó a
la realeza. Se convierte en un espectáculo impresionante para la masa de los fieles,
mientras que el centro de gravitación de la gran política, habiendo pasado jurídicamente de
la corona a la representación popular, pasa ahora efectivamente de ésta a los círculos
privados y a la voluntad de determinadas personas.
La guerra mundial casi ha rematado ya esta evolución. De la soberanía de Lloyd George no
retrocede ya ningún camino hacia el viejo parlamentarismo, y otro tanto sucede con el
napoleonismo del partido militar francés, Y en cuanto a América, que hasta ahora vivía
aparte y más era una comarca que un Estado, su entrada en la política mundial ha hecho
insostenible la coexistencia del Presidente y el Congreso—tomada de una teoría de
Montesquieu—; en épocas de verdadero peligro surgirán poderes informes, como los
conocen desde hace tiempo ya Méjico y Sudamérica.
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13
Queda, pues, así realizado el ingreso en la época de las luchas gigantescas, en la que nos
hallamos. Es el tránsito del napoleonismo al cesarismo, estadio universal de la evolución,
que comprende por lo menos dos siglos, y que en todas las culturas puede señalarse. Los
chinos le llaman Tschankuo, tiempo de los Estados en lucha (480-230; en la Antigüedad, de
300 a 50) [186]. Al principio se cuentan siete grandes potencias, que, primero sin plan y
luego cada vez con visión más clara del inevitable resultado final, entran en la serie espesa
de enormes guerras y revoluciones. Un siglo después quedan aún cinco. En 441, el
soberano de la dinastía Chu se convierte en pensionista político del «duque oriental», y asi
desaparece de la historia el resto de tierra que poseía. Al mismo tiempo comienza el rápido
crecimiento del Estado romano Tsin, en el noroeste afilosófico [187], extendiendo su
influencia por el Oeste y el Sur sobre el Tibet y Yunnan y atenazando en un amplio círculo
los demás Estados. El centro del grupo contrario está formado por el reino Tsu en el Sur
taoísta [188], desde donde la civilización china penetra lentamente en los países allende el
gran río, países por entonces aún poco conocidos. Es esta una contraposición en realidad
semejante a la del romanismo y el helenismo; por una parte, la clara y dura voluntad de
potencia; por otra, la propensión al ensueño y al mejoramiento del universo. Entre 368-320
(próximamente correspondiendo a la época antigua que se inicia con la segunda guerra
púnica) se intensifica la lucha, convirtiéndose en un pelear ininterrumpido de todo el mundo
chino, con masas de ejércitos que se recluían con grandes esfuerzos de la población.
«Los aliados, cuyos países eran diez veces más extensos que los de Tsin, pusieron en pie
un millón de hombres. En vano; Tsin tenía siempre preparadas reservas. Desde el principio
hasta el final cayó un millón de hombres», escribe Se-ma-tsien. Su-tsin, que primero fue
canciller de Tsin y luego como partidario de la liga de los pueblos (hotsung), se pasó a los
enemigos, formó dos grandes coaliciones (333 y 321) que se deshicieron a las primeras
batallas por disensiones intestinas. Su gran adversario, el canciller Tschang I, decidido
imperialista, estaba a punto en 311 de reducir todo el mundo de los Estados chinos a
voluntaria sumisión, cuando un cambio de monarca deshizo su combinación. En 294
comienzan las campañas de Pe-ki [189]. Bajo la impresión de sus victorias, el rey de Tsin
toma en 288 el título místico de emperador, de la época legendaria [190], lo que lleva
consigo la pretensión al dominio del mundo. Fue inmediatamente imitado por el soberano de
Tsi en Oriente [191]. Con esto se inicia un nuevo momento de intensidad en las luchas
decisivas. El número de los Estados independientes se reduce. En 255 desaparece la patria
de Confucio, Lu, y en 249 termina la dinastía Chu. En 246 es proclamado emperador de Tsin
el poderoso Wang Cheng, a los trece años de edad; apoyado por su canciller Lui-Chi, el
Mecenas chino [192] dirige la lucha final, en la cual el último enemigo, el imperio de Tsu,
osa en 241 el último ataque. En 221 es ya el único soberano y adopta el título de Schi
(Augusto). Empieza la época imperial de China,
No hay época que muestre tan claramente como la época de los Estados en lucha la
alternativa histórica universal: gran forma o grandes poderes particulares. En la misma
proporción en que las naciones van cesando de estar políticamente en forma, crecen, en
cambio, las posibilidades para el individuo enérgico que quiere ser en política creador, que
quiere poseer fuerza a toda costa y que por el ímpetu de su presencia se convierte en el sino
de pueblos y culturas enteras. Los acontecimientos carecen de supuestos, en cuanto a la
forma. En lugar de la tradición fija, que puede prescindir del genio, porque ella misma es
fuerza cósmica potenciada, aparece ahora el azar de los grandes hombres de acción. El
azar de su aparición pone de pronto un pueblo débil, como el macedónico, a la cabeza de
los sucesos, y el azar de su muerte puede precipitar en el caos el mundo que se sostenía
sobre un orden personal. Demuéstralo el asesinato de César.
Esto ya se vio antes, en las épocas criticas de transición.
La época de la fronda, de Mingchu, de la primera tiranía, cuando no estaban los pueblos en
forma, sino que luchaban por la forma, ha provocado siempre una serie de grandes figuras
que rebasaban los límites de un cargo público. El recodo de la cultura a la civilización repite
el mismo hecho en el napoleonismo. Con éste, empero, que inaugura la época de la
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absoluta falta de forma histórica, despunta el tiempo en que propiamente florecen los
individuos magnos. Este tiempo, entre nosotros, llega con la guerra mundial casi a su más
alta cumbre. En la Antigüedad sucedió ello con Aníbal, quien, en nombre del helenismo, al
que en su interior pertenecía, comienza la lucha con Roma. Pero Aníbal sucumbió porque el
Oriente helenístico, de espíritu completamente antiguo, no comprendió o comprendió
demasiado tarde el sentido de la hora. Con la caída de Aníbal comienza esa orgullosa serie
que se inicia con los dos Escipiones y a través de Pablo Emilio, Flaminino, los Catones, los
Gracos, Mario y Sila, conduce a Pompeyo, César y Augusto. Correspóndele en la China de
los Estados en lucha, esa serie de políticos y generales que se agrupa aquí en torno a Tsin,
como en la Antigüedad en torno a Roma. Con la falta de sentido que caracteriza el modo
habitual de tratar el aspecto político de la historia china, han sido esos hombres llamados
sofistas [193]. Y lo fueron en efecto, pero en el sentido en que los distinguidos romanos de la
época correspondiente eran estoicos, después de haber recibido enseñanza filosófica y
retórica en el Oriente griego. Todos eran oradores avezados y todos en ocasiones
escribieron de filosofía, César y Bruto no menos que Catón y Cicerón; pero no como
filósofos profesionales, sino por obedecer a una costumbre distinguida y realizar el otium
cum dignitate. Prescindiendo de esto fueron maestros de realidades, en el campo de batalla
como en la alta política; y otro tanto exactamente puede decirse de los cancilleres Tschang I
y Su-tsin [194], del temido diplomático Fan Sui, que derribó al general Pe-ki, del legislador
de Tsin, Wei-yang, del Mecenas del primer emperador, Lui-Chi, y de otros.
La cultura había vinculado todas las fuerzas en forma estricta. Ahora las fuerzas se sueltan y
la «naturaleza», es decir, lo cósmico sale a la superficie. El tránsito del Estado absoluto a las
comunidades de pueblos — en lucha —, propio de toda civilización incipiente, podrá
significar para idealistas e ideólogos lo que quiera; en el mundo de los hechos significa el
paso de un gobierno que sigue el estilo y ritmo de una tradición fija, al sic volo, sic jubeo del
régimen personal. El máximum de forma simbólica, suprapersonal, coincide con la
culminación de las épocas posteriores: en China, hacia 600; en la Antigüedad, hacia 45; en
Occidente, hacia 1700. El mínimum cae en la Antigüedad en las épocas de Sila y de
Pompeyo, y será alcanzado por nosotros en el siglo próximo y acaso ya superado.
Las grandes luchas entre Estados se entrecruzan dondequiera con luchas interiores y
revoluciones de tipo tremendo; pero, sépanlo y quiéranlo o no, sirven todas, sin excepción,
para resolver problemas extrapolíticos y, en último término, puramente personales. Lo que
por si mismas aspiran a realizar teóricamente es, históricamente, insignificante y no
necesitamos saber cuáles eran los lemas con que se hicieron las revoluciones chinas y
árabes de esa época, ni si se hicieron con algún lema. Ninguna de las numerosas
revoluciones de esa época, que son cada día más explosiones ciegas de masas urbanas
desarraigadas, ha conseguido un fin; ni siquiera ha podido conseguirlo. El hecho histórico es
la destrucción acelerada de las formas primordiales, destrucción que deja via libre a los
poderes cesáreos.
Pero lo mismo acontece con las guerras, en las cuales el ejército y su táctica van siendo,
cada vez más, creaciones no de la época, sino de jefes absolutos, que muchas veces han
descubierto tarde y por casualidad su genio. En el año 300 existe el ejército romano. Desde
100 existen los ejércitos de Mario, de Sila, de César; y Octavio fue más bien dirigido por su
ejército, el ejército de los veteranos de César, que no director de él.
Pero con esto, los métodos de la guerra, sus medios y sus fines adoptan otras formas,
formas naturalistas y terribles.
Ya no son, como en el siglo XVIII duelos en forma caballeresca, semejantes a un desafío en
el parque de Trianón, encuentros con reglas fijas acerca del momento en que deben
declararse exhaustas las fuerzas, acerca de la cantidad máxima de elementos guerreros que
pueden desenvolverse, acerca de las condiciones que el vencedor, caballero, puede
imponer. Son luchas tremendas de hombres rabiosos que pelean con todos los recursos
imaginables y que llegan hasta la caída corporal del uno y al desenfrenado aprovechamiento
de la victoria del otro.
El primer gran ejemplo de esa vuelta a la naturaleza lo dan los ejércitos de la Revolución y
de Napoleón, que, en vez del artístico maniobrar con pequeños cuerpos de tropas, emplean
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el ataque en masas, sin temor a las pérdidas, deshaciendo así la fina estrategia del rococó.
Poner sobre el campo de batalla toda la fuerza muscular de un pueblo, como sucede con la
aplicación del servicio obligatorio, es una idea completamente ajena a la época de Federico
el Grande.
E igualmente, en todas las culturas, la técnica de la guerra ha ido siempre a la zaga de la del
oficio manual, hasta que a principios de la civilización, de pronto, toma la dirección, reduce
sin contemplaciones a su servicio todas las posibilidades mecánicas y descubre nuevas
esferas, acuciada por las necesidades militares. Pero con esto excluye en amplia proporción
el heroísmo personal del hombre de raza, el ethos de la nobleza y el espíritu refinado del
periodo posterior. En la Antigüedad, donde la esencia de la ciudad hacia imposible los
grandes ejércitos de masas —en relación con la pequeñez de todas las formas antiguas,
incluso las tácticas, son enormes los números de Cannas, Filippi y Actium —, la segunda
tiranía introdujo la técnica mecánica, merced a Dionisio de Siracusa, en grandes
proporciones [195]. Ahora ya son posibles asedios como los de Rodas (305), Siracusa (213),
Cartago (140) y Alesia (52), en donde la importancia creciente de la rapidez se deja ver,
incluso para la estrategia antigua. Por las mismas razones, una legión romana — cuya
estructura es una creación de la civilización helenística — produce el efecto de una
máquina, comparada con los ejércitos atenienses y espartanos del siglo V. A todo esto
corresponde el hecho de que en la época «correspondiente» de China, desde 474, se trabaje
el hierro para las armas de percusión y de incisión, sea el pesado carro guerrero substituido
desde 450 por la caballería ligera de tipo mongólico, y adquiera de pronto un incremento
enorme la guerra de asedio y fortificación [196].
La tendencia fundamental del hombre civilizado a la rapidez, movilidad y acción de masas
se ha reunido, finalmente, en el mundo europeo-americano con la voluntad fáustica de
dominio sobre la naturaleza y ha conducido a métodos dinámicos que aun Federico el
Grande hubiera declarado locuras, pero que hermanados con nuestra técnica de los
transportes y nuestra industria resultan muy naturales. Napoleón montó la artillería a caballo,
haciéndola así rápida de movimientos, y dividió el ejército macizo de la Revolución en un
sistema de cuerpos singulares, fáciles de mover de un lado para otro. Ya en Wagram y en la
Moskowa potenció su acción puramente física hasta un verdadero fuego rápido y graneado.
El segundo periodo está representado — cosa harto característica —por la guerra Civil
americana de 1861-65, que incluso en punto a efectivos fue la primera que superó con
mucho los números de la época napoleónica [197]. En ella se emplearon por vez primera el
ferrocarril para el movimiento de tropas, el teléfono eléctrico para el servicio de informes,
una armada de grandes vapores en alta mar, durante meses, para los bloqueos. En ella
fueron inventados el acorazado, el torpedero, las armas de repetición y los grandes cañones
de extraordinario alcance [198]. El tercer período — tras el preludio de la guerra ruso
japonesa [199] —está caracterizado por la guerra mundial, que puso a su servicio las armas
aéreas y submarinas, que elevó a la categoría de un arma nueva la rapidez de las
invenciones y que alcanzó el punto máximo en la amplitud—aunque no en la intensidad—de
los medios empleados. Pero al gasto de fuerzas corresponde siempre en estas épocas la
dureza de las decisiones. Al comienzo del periodo chino Tschan-kuo se encuentra el total
aniquilamiento del Estado Wu (472), aniquilamiento que fuera imposible bajo las costumbres
caballerescas del período antecedente Tschun-tsin. Napoleón derribó ya en la paz de Campo
Formio todas las conveniencias del siglo XVIII, y desde Austerlitz estableció la costumbre de
explotar los éxitos guerreros de manera que nada sino los obstáculos materiales podía
detenerle. El último paso aún posible lo ha dado el tipo de la paz de Versalles, que ya no
contiene un término definitivo, sino que deja abierta la posibilidad de poner nuevas
condiciones cuando la situación adopte nuevas formas. Igual evolución presenta la serie de
las tres guerras púnicas. Al vencedor de Zama no se le ocurrió la idea de eliminar de la faz
de la tierra una de las potencias directoras, idea que después se hizo corriente y vulgar,
como lo revela el famoso dicho de Catón: Carthaginem esse delendam.
Y pese a las salvajes costumbres de las antiguas ciudades, esa idea le hubiera parecido
sacrilega a Lisandro cuando tomó Atenas.
La época de los Estados en lucha comienza para la Antigüedad con la batalla de Ipso (301),
que determinó en Oriente la trinidad de las grandes potencias, y con la victoria romana de
Sentinum (295) sobre los etruscos y samnitas, que creó en Occidente junto a Cartago una
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nueva potencia centro-italiana.
La adhesión antigua a lo próximo y presente fue causa de que Roma, sin que nadie lo
notara, se apoderase del Sur de Italia en la aventura con Pirro, y del mar en la primera
guerra con Cartago, y del Norte céltico en la campaña de C. Flaminino.
Fue también causa de que el mismo Aníbal fuese incomprendido, siendo, sin embargo, este
general cartaginés el único hombre de su tiempo — sin exceptuar a los romanos — que
previo claramente la marcha de los acontecimientos. Ya en Zama, sin necesidad de esperar
a Magnesia y Pydna, fueron vencidas las potencias helenísticas orientales. En vano intentó
el gran Escipión —presa de verdadero miedo ante el sino que se imponía a la ciudad,
cargada con los problemas del dominio universal — evitar en adelante toda conquista. En
vano los amigos de Escipión, contra la voluntad de todos los círculos, impusieron la guerra
macedónica sólo para poder sin peligro abandonar el Oriente a sí mismo. El imperialismo es
un resultado tan necesario de toda civilización, que acomete por la espalda a un pueblo y le
obliga a hacer el papel de señor y soberano, aunque se niegue a desempeñarlo. El Imperio
romano no fue obra de conquista. El orbis terrarum se reunió en esa forma y obligó a los
romanos a darle su nombre. Esto es perfectamente característico de la Antigüedad. Mientras
que los Estados chinos defendieron hasta el último instante los restos de su independencia,
en duras guerras, Roma, en cambio, desde 146 hubo de ir convirtiendo en provincias las
comarcas orientales, porque ya no había otro medio de evitar la anarquía, Y aun esto tuvo
por consecuencia que la forma interna de Roma, la última que había quedado en pie, vino a
deshacerse bajo este peso, en los disturbios de los Gracos. No hay otro ejemplo en donde la
lucha final por el Imperio haya sido llevada a cabo no por Estados, sino por los partidos de
una ciudad; pero la forma de la polis no de jaba otra salida. Lo que antaño fueran Esparta y
Atenas son hoy los partidos de los optimates y de los populares.
En la revolución de los Gracos, a la que en 134 precedió la primera guerra de los esclavos,
fue el joven Escipión secretamente asesinado, y C Graco públicamente ejecutado: son éstos
el primer princeps y el primer tribuno, centros políticos de un mundo que se ha tornado
informe. Cuando la masa urbana de Roma, en 104, por vez primera confirió a un particular
—a Mario— tumultuaria e ilegalmente un Imperium, puede compararse la honda
significación de este espectáculo con la adopción por Tsin del título místico de emperador,
en 288.
El inevitable término de la época, el cesarismo, se dibuja de pronto en el horizonte.
El heredero del tribuno es Mario, que, como aquél, une al populacho con la finanza, y en 87
ejecuta en masa la vieja nobleza. El heredero del principe fue Sila, que en 82 aniquiló la
clase de los ricos, mediante sus proscripciones. A partir de este momento, las últimas
resoluciones vienen rápidamente, como en China desde la aparición de Wang-Cheng. El
principe Pompeyo y el tribuno César—tribuno no por su cargo, sino por su actitud —
representan aún partidos; pero se repartieron el mundo con Craso en Lucca por vez primera.
Cuando los herederos combatían en Filippi contra los asesinos de César, ya no eran más
que grupos. En Actium sólo había individuos.
El cesarismo se ha realizado.
La evolución correspondiente, en el mundo arábigo, se basa no sobre la polis corpórea, sino
sobre el consensus mágico, como la forma en la cual y por ta cual los hechos se verifican y
que excluye la posibilidad de una separación de las tendencias políticas y religiosas, hasta el
punto de que incluso el ímpetu urbano y burgués hacia la libertad—con cuyas explosiones se
inicia aquí la época de los Estados en lucha—aparece en ropaje ortodoxo y por eso ha
pasado casi inadvertido hasta ahora [200].
Es la voluntad de separarse del Kalifato, que fue fundado, primero, por los Sassánidas y,
siguiendo el modelo de éstos, por Diocleciano en las formas del Estado feudal. Desde
Justiniano y Chosru Nuschirwan hubo de sufrir el ataque de la fronda, en la cual son los
primeros, con los jefes de la iglesia griega y mazdaita, la nobleza persa y mazdaita, sobre
todo del Irak, la nobleza griega, sobre todo del Asia Menor, y la nobleza armenia, dividida en
las dos religiones. El absolutismo, casi conseguido en el siglo VII, fue de pronto derrocado
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por el empuje del Islam, que en sus comienzos políticos es totalmente aristocrático. Pues
consideradas desde este punto de vista, las escasas estirpes árabes [201] que por doquiera
conservan la dirección, forman en los países conquistados muy pronto una nueva alta
nobleza de fuerte raza y orgullo enorme, nobleza que rebaja la dinastía islámica a la
categoría de la inglesa «correspondiente». La guerra civil entre Otmán y AIí (656-61) es la
expresión de una verdadera fronda, y se mueve exclusivamente en interés de dos estirpes y
sus secuaces. Los torys y los whigs islámicos del siglo VIII hacen solos la gran política, como
los ingleses del siglo XVIII; y sus enemistades familiares son para la historia de la época
más importantes que todos los acontecimientos que suceden en la casa reinante de los
Omeyas (661-750).
Pero con la caída de esta alegre e ilustrada dinastía, que había residido en Damasco, esto
es, en la Siria aramea occidental—y monofisita—, vuelve a hacerse notar bien el centro
natural de la cultura arábiga, el territorio arameo oriental, antaño apoyo de los Sassánidas,
ahora de los Abbassidas, y que ya con educación pérsica o árabe, ya con religión mazdaita,
nestoriana o islámica, representa siempre la misma línea de evolución y ha sido siempre
ejemplar modelo para Siria como para Bizancio. De Kufa parte el movimiento que conduce a
la calda de los Omeyas y de su «ancien régime», y este movimiento tiene — cosa que hasta
ahora no ha sido reconocida en toda su importancia — el carácter de una revolución social
dirigida contra las clases superiores y la tradición distinguida en general [202]. Comienza
bajo los Mavali, los pequeños burgueses de Oriente, y se vuelve con hostilidad contra los
árabes, no por defensores del Islam, sino por constituir una nueva nobleza.
Los Mavali, recién convertidos—casi todos eran antes mazdaitas —, tomaron el Islam con
más seriedad que los árabes mismos, quienes representaban, además, un ideal de clase.
Ya en el ejército de Alí habían formado un grupo aparte los Carischitas, puritanos y
demócratas. En sus círculos aparece ahora por primera vez la reunión del sectarismo
fanático y el jacobinismo. Aquí surgieron entonces no sólo la dirección chiita, sino también
el primer indicio de la Churramiya comunista, que puede retraerse a Mazdak [203] y que
más tarde produjo los inauditos levantamientos bajo Babak. Los Abbassidas no eran muy
bienquistos entre los sublevados de Kufa. A su gran habilidad diplomática debieron el ser
admitidos como oficiales y, finalmente—casi como Napoleón—, pudieron hacerse con la
herencia de la revolución, extendida por todo el Oriente. Después de la victoria edificaron
Bagdad, nueva Ctesifon y monumento de la derrota del feudalismo árabe.
Y esta primera ciudad mundial de la joven civilización fue entre 800 y 1050 el teatro de
aquellos sucesos que conducen del napoleonismo al cesarismo, del Califato al Sultanato,
pues tal es en Bagdad como en Bizancio el tipo mágico de los poderes informes que, en
último término, son también aquí los únicos posibles.
Debemos, pues, ver claramente que la democracia es también en el mundo arábigo un ideal
de clase, un ideal de hombres urbanos, la expresión del deseo de libertarse de los viejos
vínculos que les sujetan a la tierra, ya sea desierto, ya tierra laborable. La negativa frente a
la tradición de los califas adopta formas muy variadas, y puede muy bien prescindir del libre
pensamiento y del constitucionalismo en nuestro sentido. El espíritu mágico y el difiero
mágico tienen otro modo muy distinto de ser «libres». Los frailes bizantinos son liberales
hasta la sublevación no sólo contra la corte y la nobleza, sino también contra los altos
poderes sacerdotales, que, «correspondiendo» a la jerarquía gótica, se habían formado ya
antes del concilio de Nicea. El consensus de los fieles, el pueblo en el sentido más pleno, es
por Dios —Rousseau habría dicho por la Naturaleza—querido por igual y libre de todos los
poderes de la sangre. La famosa escena en que el abad Teodoro de Studion negó la
obediencia al emperador León V (813) tiene la importancia de una toma de la Bastilla en
formas mágicas [204]. No mucho después comienza la sublevación de los pauliquianos
[205], que eran muy piadosos y muy radicales en cuestiones sociales; fundaron una ciudad
propia allende el Tauro, pusieron a contribución toda el Asia Menor, derrotaron uno tras otro
los ejércitos imperiales y hasta 874 no pudieron ser reducidos. Corresponde este movimiento
por completo al movimiento comunista religioso de los churramiyas, al este del Tigris, hasta
Merw, cuyo Jefe, Babak, cayó después de una lucha de veinte años (817-837) [206], y al
movimiento de los carmatas, en Oeste (890-904), que tenían inteligencias y relaciones
desde Arabia por todas las ciudades de Siria y propagaron la sublevación hasta las costas
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de Persia. Pero, además, la lucha partidista adoptó otras formas. Al saber que el ejército
bizantino era iconoclasta y que el partido militar, por tanto, se hallaba en oposición al partido
iconólatra de los frailes, aparécenos de pronto en otra luz la pasión desarrollada en el siglo
de la destrucción de las imágenes (740-840) y comprendemos que el final de la crisis, la
derrota definitiva de los iconoclastas y al mismo tiempo de la política libre de los frailes, tuvo
el sentido de una restauración como la de 1815 [207]. Finalmente, en esta época sucede la
terrible sublevación de los esclavos en el Irak, centro de los Abbassidas, lanzando una luz
súbita sobre toda una serie de conmociones sociales, de las que nada refieren los
historiadores corrientes. Alí, el Espartaco del Islam, fundó en 869, al sur de Bagdad, con las
masas de fugitivos, un verdadero Estado de negros; se construyó una capital, Muchtara, y
extendió su poder por Arabia y Persia, donde tribus enteras se aliaron con él. En 871 fue
Basra, el primer puerto del mundo islámico, tomada; los habitantes fueron asesinados y la
ciudad incendiada. Hasta 883 no pudo ser aniquilada esta sublevación de esclavos.
Así fue lentamente socavada la forma del Estado sasanídico-bizantino, y las tradiciones
antiquísimas de la alta burocracia y de la nobleza cortesana fueron substituidas por el poder
personal, sin tradición, de talentos accidentales: el sultanato.
Esta es, en efecto, la forma específicamente árabe, que aparece simultáneamente en
Bizancio y Bagdad, y progresa desde los comienzos napoleónicos, en 800, hasta el
cesarismo perfecto de los turcos a partir de 1050. Esta forma es puramente mágica;
pertenece únicamente a esta cultura y no puede ser comprendida si no se tienen en cuenta
los supuestos profundos del alma mágica. El califato, conjunto de tacto y estilo político, por
no decir cósmico, no queda suprimido, pues el califa es sagrado como representante de
Dios, reconocido por el consensus de los elegidos; pero se le quita todo el poder, que va
unido al concepto de cesarismo, como Pompeyo y Augusto, de hecho, y Sila y César
también nominalmente tomaron ese poder de las antiguas formas constitucionales romanas.
Al califa le queda, al fin, de su antiguo poderío lo mismo que podía quedarle al Senado y a
los comicios bajo Tiberio, por ejemplo. Multitud de formas supremas en el derecho, en el
traje, en las costumbres, fueron antaño símbolos. Ahora se han convertido en simples
máscaras que encubren un gobierno informe y puramente efectivo.
Asi, junto a Miguel III (846-67) está Bardas; junto a Constantino VII (912-59), Romanos,
nombrado coemperador [208]. En el año de 867, Basileios, que fue primero mozo de cuadra
y que representa un tipo napoleónico, derriba a Bardas y funda la dinastía militar de los
armenios (hasta 1081), en la que los generales gobiernan en vez del emperador, con
hombres de acción como Romanos, Nicéforo y Bardas Focas, El más grande de todos es
Juan Tzimiskes (969-76), en armenio Kiur Zan. En Bagdad son los turcos los que
representan el papel de los armenios. A uno de sus jefes confiere el califa Al Watik, por vez
primera, el titulo de Sultán. Desde 862 los pretorianos turcos ejercen la tutela sobre el
soberano, y en 945 el califa abbassida queda, en debida forma, reducido a dignidad
eclesiástica por Achmed, fundador de la dinastía de los sultanes Buyidas. A partir de este
momento, se desencadena en las dos ciudades mundiales una lucha desenfrenada de las
poderosas familias provincianas por el poder supremo. Si, por el lado cristiano, Basileios II,
sobre todo, procede contra los grandes propietarios de latifundios, ello no tiene ni mucho
menos el sentido de una legislación social. Es simplemente la defensa del actual soberano
contra sus herederos posibles; a lo que más se parece, pues, es a las proscripciones de Sila
y los triunviros. Media Asia Menor pertenecía a Dukas, Focas y Skleros. Hace tiempo que ha
sido comparado con Craso el canciller Basileios, que con su poderosa fortuna podía pagar
un ejército [209]. Pero la época imperial, propiamente dicha, no comienza hasta los turcos
seldyukidas [210]. Su Jefe, Togrulbek, tomó en 1043 el Irak, en 1049 Armenia, y obligó en
1055 al califa a conferirle el sultanato hereditario. Su hijo Alp Arslan conquistó Siria y, con la
batalla de Mantzikert (1071), el Asia Menor oriental. Los restos de Bizancio carecen desde
entonces de toda importancia para el sino ulterior del Imperio turco-árabe.
Esta misma época es también la que se esconde en Egipto bajo el nombre de época de los
Hycsos. Entre la dinastía 12 y la dinastía 18 transcurren dos siglos [211], que comienzan con
la caída del «ancien régime», cuya cumbre es Sesostris III [212], y terminan cuando se
instaura el imperialismo del Imperio nuevo.
Ya la cuenta de las dinastías revela una catástrofe. En las listas de reyes aparecen los
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nombres pegados unos a otros; y unos junto a otros, usurpadores de obscuro origen,
generales, gentes con títulos extraños que a veces gobiernan sólo unos días.
Egipto se divide en un gran número de pueblos y soberanías efímeras. Con el primer rey de
la 13 dinastía se interrumpen las indicaciones de la altura del Nilo en Semne; con su sucesor
cesan los documentos en Kahun. Es ésta la época que el papiro de Leyden describe al hacer
la imagen de la gran revolución social [213]. A la caída del gobierno y a la victoria de las
masas siguen las rebeliones en el ejército y la sublevación de soldados ambiciosos. Aparece
aquí desde 1680 el nombre de los «infames», de los hycsos [214], con que los historiadores
del Imperio nuevo—que no comprendían ya o no querían comprender el sentido de la
época—escribieron la vergüenza de aquellos años. Esos hycsos han representado, sin duda
alguna, el papel de los armenios en Bizancio; y no otro hubiera sido el sino de los cimbrios y
teutones, de haber vencido a Mario y sus legiones, completadas con la hez de la ciudad;
habrían entonces llenado con sus masas, siempre renovadas, los ejércitos de los triunviros y
acaso, en último término, hubieran puesto sus Jefes en lugar de ellos. El ejemplo de
Yugurtha demuestra bien de lo que eran capaces por entonces los extranjeros. Es
completamente indiferente el origen y composición de los hycsos, y si eran guardias de
corps, esclavos sublevados, Jacobinos o tribus extranjeras por completo. Lo importante es el
papel que representaron durante un siglo en el mundo egipcio. En el Delta oriental fundaron,
al fin, un Estado y construyeron una residencia, Auaris [215]. Uno de sus jefes, Chian, que
en lugar del título de Faraón tomó los nombres revolucionarios de «abrazo de las tierras» y
«principe de los jóvenes»—tan revolucionarios como «consul sine collega» y «dictator
perpetuus»—, hombre probablemente semejante a Juan Tzimiskes, mandó en todo Egipto y
propagó su nombre hasta Creta y el Eufrates. Después de él comenzó la lucha de todos los
distritos por el Imperio, lucha de donde salió, con Amosis, la dinastía de Tebas vencedora.
Para nosotros, la época de los Estados en lucha ha comenzado con Napoleón y la violencia
de sus resoluciones. En su cabeza empieza a hacerse efectiva la idea de una dominación
universal, a un mismo tiempo militar y popular, algo muy distinto del Imperio de Carlos
Quinto y del Imperio colonial inglés.
Si el siglo XIX ha sido pobre en grandes guerras y revoluciones, superando en congresos
diplomáticos las crisis más difíciles, es porque la constante y tremenda preparación para la
guerra ha hecho que el temor a las consecuencias conduzca a última hora a aplazar la
decisión definitiva y a substituir la guerra por golpes de ajedrez políticos. Este siglo es el de
los ejércitos gigantescos permanentes y el servicio obligatorio. Estamos demasiado cerca de
él para sentir lo horrible de esa visión y su singularidad en toda la historia universal. Desde
Napoleón, centenares de miles y aun millones de hombres están constantemente prestos
para la marcha, y poderosas escuadras—renovadas cada diez años—están surtas en los
puertos. Es una guerra sin guerra, una guerra de competencia en armamentos y eficacia,
una guerra de números, de tempo, de técnica, y los diplomáticos no negocian entre cortes,
sino entre cuarteles generales. Cuanto más se retrasa la solución, más intolerable aumenta
la tensión, más inauditos se intensifican los recursos. Esta es la forma fáustica, dinámica, de
los Estados en lucha, durante su primer siglo. Ha llegado a su término con la exoneración de
la guerra mundial. Pues las levas de estos cuatro años han superado el principio del servicio
obligatorio que, oriundo de la Revolución francesa, es en esa forma un principio totalmente
revolucionario, y han superado con él los medios tácticos que de él han surgido [216]. En
lugar de los ejércitos permanentes aparecerán, poco a poco, ejércitos profesionales de
voluntarios, amantes de la guerra; en lugar de efectivos de millones de hombres, volverán
los efectivos de algunos cientos de mil. Pero justamente por eso, este segundo siglo será
realmente el de los Estados en lucha. La mera existencia de esos ejércitos no será ya un
substitutivo de la guerra. Existiendo para la guerra, querrán guerra. En dos generaciones
serán ellos los que manden, pues su voluntad es más fuerte que la de todos los amantes de
la paz. En estas guerras por la herencia del mundo entero entrarán los continentes. India,
China, África del Sur, Rusia, el Islam, serán cooperadores en ellas. Nuevas técnicas y
tácticas entrarán en juego. Los grandes centros mundiales dispondrán a capricho de los
Estados pequeños, de sus territorios, de su economía, de sus hombres; todo esto es ya sólo
provincia, objeto, medio; su sino carece ya de importancia para la marcha de las cosas. En
pocos años hemos aprendido a no hacer caso de sucesos que, antes de la guerra, hubieran
conmovido al mundo. ¿Quién piensa hoy en serio en los millones que perecen en Rusia?
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Entre estas catástrofes, llenas de sangre y de horror, resonará una y otra vez la voz que
clama por reconciliación y paz entre los pueblos. Ello es necesario, como fondo y eco de un
suceder grandioso; tanto, que debemos suponer esas voces pacifistas aun en los periodos
«correspondientes», en donde no hay tradición que las asevere, como en el Egipto de los
Hycsos, en Bagdad y en Bizancio. Podrá estimarse el deseo como se quiera, pero hay que
tener el valor de ver las cosas como son. Esto es lo que caracteriza a los hombres de raza, a
los que hacen la historia. La vida es dura, si ha de ser grande. Sólo admite elección entre
victoria y derrota, no entre paz y guerra. Toda victoria hace victimas. Sólo es literatura—
literatura escrita o pensada o vivida—la que, lamentándose, acompaña los acontecimientos;
meras verdades que se pierden en el apresuramiento de los hechos. La historia no ha dejado
de tomar conocimiento de estas proposiciones pacifistas. En el mundo chino intentó Hiangsui ya en 535 fundar una Liga de paz. En la época de los Estados en lucha, el imperialismo
(lienheng;) encuentra frente a si, sobre todo en el Sur, junto al Yangtsé, la idea de una Liga
de pueblos (hohtsung) [217], idea que desde el principió estaba condenada a muerte, como
todo término medio que intenta oponerse al extremo, y desapareció ya antes de la victoria
definitiva del Norte. Pero ambos se volvieron contra el gusto antipolítico de los taoístas, que
en aquellos terribles siglos emprendieron un desarme espiritual y quedaron por ello
reducidos a simple materia que fue usada por otros y para otros en las grandes decisiones.
Incluso la política romana—aunque toda previsión es ajena al pensamiento antiguo—intentó
una vez reducir el mundo a un sistema de potencias coordinadas, sistema que había de
hacer inútil toda guerra futura; fue cuando, vencedora de Aníbal, renunció a anexionar el
Oriente. El resultado fue que el partido de Escipión el menor se pasó al imperialismo
decidido, para poner término al caos, aun cuando su jefe previo con clara vista el sino de su
ciudad, que poseía en sumo grado la incapacidad antigua de organizar la menor cosa. Pero
el camino que conduce de Alejandro a César es univoco e inevitable; la nación más fuerte
de cada cultura ha tenido que recorrerlo, queriéndolo y sabiéndolo, o no.
No hay modo de eludir la dureza de estos hechos. La Conferencia de la Paz en la Haya, en
1907, fue el preludio de la guerra mundial. La Conferencia de Washington, en 1921, es el
preludio de nuevas guerras. La historia de esta época ya no es un juego ingenioso en
buenas formas, con el fin de obtener más o menos, y del que cabe retirarse siempre. Resistir
o morir—no hay otro término. La única moral que la lógica de las cosas nos permite hoy es
la de un alpinista en la cresta empinada. Un instante de debilidad y todo perece. La
«filosofía)» no es hoy mas que un interno abandono y la esperanza cobarde de eludir los
hechos merced al misticismo. No otra cosa era en la época romana. Tácito refiere [218]
cómo el famoso Musonio Rufo intentó conmover a las legiones, que en el año 70
acampaban a las puertas de Roma, dándoles conferencias sobre los bienes de la paz y los
horrores de la guerra. Poco faltó que muriese aporreado. El general Avidio Cassio llamaba al
emperador Marco Aurelio la vieja filosófica.
El resto de gran tradición que les queda a las naciones del siglo XX, el resto de «forma»
histórica, de experiencia vertida en la sangre, elévase, pues, a un poder sin igual. La piedad
creadora o, para concebirlo más hondamente, un remotísimo ritmo de las épocas primitivas,
que actúa configurando la voluntad, no subsiste para nosotros sino en formas anteriores a
Napoleón y la Revolución [219], en formas espontáneamente producidas y no
reflexivamente planeadas. El más pequeño resto de dichas formas que se conserve en la
existencia de alguna minoría cerrada, crecerá pronto hasta convertirse en inmensurable
valor y producirá efectos históricos que en este momento nadie considera posibles. Las
tradiciones de una vieja monarquía, de una vieja nobleza, si son aún bastante sanas para
alejar de si la política como negocio o como abstracción, si poseen honra, renuncia,
disciplina, auténtico sentido de una gran misión, cualidades de raza, crianza, sentido de los
deberes y sacrificios, pueden llegar a ser el centro que contenga el curso vital de un pueblo
y le ayude a trasponer estos tiempos y abordar a las costas del futuro. Todo estriba en estar
«en forma».
Trátase de la época más difícil que conoce la historia de una gran cultura. La última raza
«en forma», la última tradición viva, el último jefe que tenga ambas cosas tras de si, pasará
vencedor y llegará a la meta.
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14
Llamo cesarismo a la forma de gobierno que, pese a toda fórmula de derecho público, es en
su esencia completamente informe. Nada importa que Augusto en Roma, Hoangti en China,
Amosis en Egipto, Alp Arslan en Bagdad, envuelvan su posición en los nombres de viejos
cargos. El espíritu de estas viejas formas está muerto [220]. Por eso todas las instituciones,
aunque trabajosamente sean conservadas, carecen ya de sentido y peso. Lo único que
significa algo es el poder personal que ejercen por sus capacidades el César o, en su lugar,
un hombre apto. El mundo, colmado de forman perfectas, reingresa en lo primitivo, en lo
cósmico ahistórico. Los periodos biológicos substituyen a las épocas históricas [221].
Al principio, cuando la civilización se desenvuelve en plena florescencia—hoy—, ofrécese el
milagro de la ciudad mundial, magno símbolo pétreo de lo informe y enorme, suntuosa,
dilatada en orgullo acaparador. Aspira las corrientes vitales del impotente campo, chupa las
masas humanas que caen sobre ella como capas de arena empujadas por el viento y se
introducen entre las piedras. En la ciudad mundial celebran el espíritu y el dinero su última y
suprema victoria. Es la ciudad mundial lo más artificioso y refinado que se ofrece bajo la luz
del mundo a los humanos ojos; algo inquietante e inverosímil que casi se encuentra ya
allende las posibilidades de la forma cósmica.
Poco después desaparecen, desnudos y gigantes cos, los hechos puros, sin ideas. El ritmo
eterno del cosmos ha superado definitivamente las tensiones espirituales de pocos siglos. El
dinero triunfó bajo la forma de la democracia. Hubo un tiempo en que él solo—o casi solo—
hacía la política. Pero tan pronto como hubo destruido los viejos órdenes de la cultura, surge
sobre el caos una magnitud nueva, prepotente, que ahonda sus raíces hasta el fondo de
todo suceder; los hombres de cuño cesáreo. Estos son los que aniquilan la omnipotencia del
dinero.
El Imperio significa, en toda cultura, el término de la política de espíritu y de dinero. Los
poderes de la sangre, los impulsos primordiales de toda vida, la inquebrantable fuerza
corporal, recobran su viejo señorío. Despunta pura e irresistible la raza.
El éxito para el fuerte y el resto, botín. Apodérase del gobierno del mundo y el imperio de los
libros y de los problemas se anquilosa o se sumerge en el olvido. A partir de este instante,
vuelven a ser posibles sinos heroicos, como los de los tiempos primitivos, sinos que no se
velan para la conciencia tras un sistema de causalidades. Ya no existe ninguna diferencia
interior entre la vida de Séptimo Severo y Galieno o la de Alarico y Odoacro. Ramsés,
Trajano, Wu-ti, pertenecen al uniforme fluctuar de los periodos inhistóricos [222].
Desde que despunta la época imperial ya no hay problemas políticos. Las naciones se las
arreglan con las situaciones y los poderes que encuentran. Torrentes de sangre habían
enrojecido en la época de los Estados en lucha las calles de las ciudades mundiales para
realizar las grandes verdades de la democracia y conquistar derechos, sin los cuales la vida
no parecía valiosa y digna de ser vivida, Pero ahora estos derechos ya están conquistados
y, sin embargo, los nietos no se deciden a emplearlos, ni aun bajo la amenaza de castigos.
Cien años más, y ya ni los historiadores comprenden las viejas controversias. Ya en la
época de César la población distinguida casi no tomaba parte en las elecciones [223]. Al
gran Tiberio le amargó la vida el hecho de que los hombres más capaces de su tiempo se
retrayesen de toda política. Nerón no pudo obligar, ni siquiera por la amenaza, a los
caballeros a que vinieran a Roma a ejercitar sus derechos. Es el fin de la gran política, que
antaño fuera un substitutivo de la guerra por sus recursos espirituales, y que ahora
abandona el puesto a la guerra en la forma más primitiva.
Por eso desconoce por completo Mommsen el sentido de la época [224], cuando emprende
un profundo análisis de la «monarquía» creada por Augusto con su división de poderes entre
el príncipe y el Senado. Un siglo antes, esta constitución hubiera sido algo real; pero, por lo
mismo, no se le habría ocurrido a ninguno de los hombres fuertes de entonces. Pero ahora
ya no significa nada más que el intento de una personalidad débil para engañarse con meras
formas acerca de los hechos irreparables. César vio las cosas como eran y orientó su
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soberanía, sin sentimentalismo, según puntos de vista prácticos. La legislación de sus
últimos meses se ocupó exclusivamente en prescripciones transitorias, ninguna de las
cuales estaba pensada en duración. Esto es lo que no se ha tenido nunca en cuenta.
Era harto profundo conocedor de las cosas para querer, en aquel momento, ante la
inminencia de la campaña contra los Partos, prever la evolución e imponerle formas
definitivas. Pero Augusto, como antes Pompeyo, no era el dueño de sus partidarios, sino que
dependía de éstos y de sus opiniones. La forma del principado no es invención suya, sino la
realización doctrinaria de un vetusto ideal partidista, que otro débil—Cicerón—había
bosquejado [225]. Cuando Augusto, en el 13 de enero de 27, en una escena sincera, pero
por lo mismo tanto más absurda, devolvió «al Senado y al pueblo romano» el poder político,
conservó para si el tribunado, y éste fue, en verdad, el único trozo de realidad política que se
manifestó entonces.
El tribuno era el legitimo sucesor del tirano [226], y ya C. Graco había dado en 122 al título
un contenido que no reconocía los limites legales de una función, sino sólo los del talento
personal que poseyese el titular. De él conduce una línea recta por Mario y César, hasta
Nerón joven, cuando se opuso a los propósitos políticos de su madre Agripina. En cambio, el
princeps [227] fue desde entonces un traje, un rango y acaso un hecho social, pero desde
luego no un hecho político. Justamente este concepto iba ya en la teoría de Cicerón
envuelto en un resplandor y unido al de divo [228]. En cambio, la colaboración del Senado y
el pueblo es una ceremonia tradicional, en la cual no había más contenido de vida que en
los usos—restablecidos también por Augusto—de los hermanos Arvales. Los grandes
partidos de la época de los Gracos se habían convertido hacía tiempo en séquitos,
Cesarianos y Pompeyanos. Finalmente, quedó por una parte la omnipotencia informe, el
«hecho», en el sentido más brutal, el «César» o quien consiguiera reducirlo a su influencia,
y, por otra parte, el manojo de limitados ideólogos que ocultaban su descontento tras la
filosofía e intentaban realizar su ideal por medio de conjuraciones.
En Roma fueron éstos los estoicos; en China, los confucianos.
Ahora ya se comprende bien la famosa «gran quema de libros» que mandó hacer el Augusto
chino en 212 antes de Cristo y que en las cabezas de literatos posteriores ha tomado el cariz
de una inaudita barbarie. Pero César cayó, sacrificado por los entusiastas estoicos en pro de
un ideal que ya era imposible [229]; al culto al divo opusieron los círculos estoicos un culto
de Catón y de Bruto; los filósofos en el Senado (que por entonces era tan sólo una especie
de club de los nobles) no se cansaron de lamentar la caída de la libertad y de organizar
conjuras, como la de Pisón en 65, cosa que, a la muerte de Nerón, casi resucitó los tiempos
de Sila. Por eso Nerón mandó matar al estoico Paeto Thrasea y Vespasiano a Helvidio
Prisco; por eso fue recogida y quemada la obra histórica de Cremutio Cordo, que ensalzaba
a Bruto como el último romano. Fue un acto defensivo del Estado frente a una ideología
ciega. Conocemos muchos semejantes de Cromwell y Robespierre. En situación idéntica se
encontraban los Césares chinos frente a la escuela de Confucio, que antaño había elaborado
su ideal de un orden político y no sabia ahora soportar la realidad. La gran quema de libros
no fue sino la destrucción de una parte de la literatura político-filosófica y la supresión de la
enseñanza y de las organizaciones secretas [230]. Esta actitud defensiva duró en ambos
Imperios un siglo. Después desapareció hasta el recuerdo de las pasiones políticas
partidistas, y las dos filosofías se convirtieron en la concepción dominante, cuando llegó el
Imperio a su madurez [231]. El mundo se ha transformado ahora en el teatro donde se
desarrollan las historias trágicas de algunas familias, que deshacen la historia de los
Estados, como la ruina de la casa Julia-Claudia y de la casa de Schi Hoang-ti (ya en 206
antes de Jesucristo), o como los destinos de la soberana egipcia Hatschepsut y sus
hermanos (1501-1447). Es el último paso hacia lo definitivo. Con la paz mundial—la paz de
la alta política —retrocede «el lado de la espada» en la existencia y recobra su dominio el
«lado del huso» [232]. Ya no hay más que historia privada, sinos privados, ambiciones
privadas, desde las míseras necesidades del felah hasta las tremendas peleas de los
Césares por la posesión privada del mundo. Las guerras en la época de la paz mundial son
guerras privadas; mucho más terribles que las guerras entre Estados, porque son informes.
Pues la paz mundial—que ha existido muchas veces —significa la renuncia privada de la
enorme mayoría a la guerra; por lo cual esta mayoría, aunque no lo declare, está dispuesta a
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ser el botín de los otros, de los que no renuncian. Comienza con el deseo—mortífero para
los Estados—de una reconciliación universal y termina no moviendo nadie el dedo cuando la
desgracia cae sobre el vecino. Ya bajo Marco Aurelio no pensaba cada ciudad ni cada
comarca más que en si misma, y la actividad del soberano era una actividad privada, junto a
otras. Para los remotos habitantes eran él, sus tropas y sus fines, tan indiferentes como los
propósitos de las mesnadas germánicas. Sobre esta base psíquica, sobre esta disposición
de los ánimos desarróllase un segundo período de «Wikingos». Ya no son las naciones las
que están «en forma», sino las banderías y séquitos de aventureros, llámense Césares,
generales rebeldes o reyes bárbaros, para quienes la población, en último término, no es
sino un elemento del país mismo. Existe una profunda afinidad entre los héroes de los
tiempos micenianos y los emperadores-soldados, entre Menes acaso y Ramsés II.
En el mundo germánico resucitarán los espíritus de Alarico y Teodorico, de los que la
aparición de Cecil Rhodes nos da como un vislumbre; y los exóticos directores de la época
primitiva rusa, desde Gengis Kan hasta Trotzki, no son demasiado distintos de muchos
pretendientes de las repúblicas románicas de Centro América, cuyas luchas privadas hace
tiempo que han anulado la época formalista del barroco español.
Con el Estado en forma, échase a dormir también la alta historia. El hombre torna de nuevo
a ser planta, siervo de la gleba, obtuso y permanente. La aldea «fuera del tiempo», el eterno
aldeano reaparece, engendrando niños y metiendo trigo en la madre tierra, laborioso
enjambre sobre el que pasa con viento de tormenta el torrente de los soldados imperiales.
En medio del campo yacen las viejas ciudades mundiales, vacíos habitáculos de un alma
extinta, en los que lentamente anida la humanidad sin historia. Se vive al día, con una
felicidad mezquina y una gran paciencia. Los conquistadores que buscan botín y fuerza en
ese mundo pisotean las masas; pero los supervivientes llenan pronto los vacíos con
fecundidad primitiva y siguen aguantando, Y mientras en tas alturas alternan victoriosos y
vencidos en eterno cambio, abajo los pequeños rezan, con esa poderosa devoción de la
segunda religiosidad que ha superado para siempre toda duda [233]. En las almas la paz
universal se ha hecho realidad, la paz de Dios, la beatitud de frailes ancianos y de
anacoretas; pero sólo en las almas. Se ha desarrollado en ellas esa profundidad en la
aceptación del dolor, profundidad que el hombre histórico desconoce en el milenio de su
desenvolvimiento. Con el término de la gran historia reaparece la gran conciencia sacra y
tranquila. Es un espectáculo que, en su falta de finalidad, resulta sublime, un espectáculo sin
objetivo y lleno de grandeza, como el curso de los astros, la rotación de la tierra, la
alternancia de tierra y mar, de hielos y bosques. Podremos llorar o admirar; pero la realidad
es esa.
Continuación del Capítulo V
El Estado
C
FILOSOFÍA DE LA POLÍTICA
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15
Sobre el concepto de la política hemos meditado más de lo que para nosotros era
conveniente. Por eso hemos sido menos capaces de observar la política real. Los grandes
estadistas suelen obrar inmediatamente, con un sentido seguro de los hechos. Es esto para
ellos tan evidente, que la posibilidad de meditar sobre conceptos generales de esa acción no
les viene a las mientes, aun suponiendo que tales conceptos existan.
Saben desde luego lo que tienen que hacer. Una teoría sobre esto no corresponde ni a su
talento ni a su gusto. Pero los pensadores de profesión, que dirigen su mirada a los hechos
creados por los hombres, son tan ajenos a esa acción, que van a perderse en abstracciones,
sobre todo en figuras místicas, como la justicia, la virtud, la libertad, y por ellas aprecian el
suceder histórico del pasado y principalmente del futuro. Olvidan, al fin, el rango de los
meros conceptos y llegan a la convicción de que la política existe para configurar el curso
del mundo según una receta idealista. Mas como esto no ha ocurrido ni ocurre nunca, la
actividad política les parece tan nimia frente al pensamiento abstracto, que llegan en sus
libros a discutir si existe en general un «genio de la acción».
Frente a esto inténtase dar aquí, en vez de un sistema ideológico, una fisiognómica de la
política, tal como ha sido realmente hecha en el transcurso de la historia y no tal como
hubiera debido hacerse. El problema es, pues, penetrar en el último sentido de los grandes
hechos, verlos, sentir y describir lo que tienen de importancia simbólica. Los bosquejos de
quienes aspiran a mejorar el mundo no tienen nada que ver con la realidad histórica [234].
Las corrientes de la existencia humana llamárnoslas historia cuando las percibimos como
movimiento. Las llamamos generación, estirpe, clase, pueblo, nación, cuando las percibimos
como algo movido [235]. Política es el modo y manera cómo esa existencia fluyente se
afirma, crece, triunfa sobre otras corrientes de vida. Toda la vida es política, en el menor
asgo instintivo, como en la médula interna [236]. Lo que solemos llamar hoy energía vital,
vitalidad, ese «quid» en nosotros que a toda costa quiere ir arriba y adelante, el impulso
cósmico y añorante hacia la preeminencia y la prepotencia, impulso vegetativo y racial que
va unido a la tierra, a la «patria», orientación, dirección, necesidad de acción, eso es lo que
entre los hombres superiores busca, como vida política, las grandes decisiones, para
resolver sí ha de serse sino o si ha de sufrirse el sino. Pues o se crece o se muere. No hay
una tercera posibilidad.
Por eso la nobleza, como expresión de una raza fuerte, es la clase propiamente política; y la
crianza, no la enseñanza, es el modo de hacer políticos. Todo gran político, centro de
fuerzas en el torrente del suceder, tiene algo de nobleza en su vocación y en sus vínculos
internos. En cambio, todo lo microcósmico, todo «espíritu», es impolítico; por eso la política
y la ideología programáticas tienen algo de sacerdotal. Los mejores diplomáticos son los
niños cuando Juegan o quieren obtener algo. Ábrese camino inmediatamente, y con
seguridad somnambúlica, ese elemento cósmico vinculado en el ser individual.
Esa maestría de los primeros años va desapareciendo con la creciente conciencia vigilante
de la juventud. Por eso es entre los hombres el hombre de Estado tan raro.
Esas corrientes de existencia en la esfera de una cultura superior son sólo posibles en plural;
en ellas y entre ellas existe la gran política. Un pueblo existe realmente sólo con relación a
otros pueblos [237]. Pero por eso la relación natural, racial entre ellos es la guerra. Es éste
un hecho que las verdades no pueden alterar. La guerra es la política primordial de todo
viviente, hasta el grado de que en lo profundo lucha y vida son una misma cosa y el ser se
extingue cuando se extingue la voluntad de lucha. Viejos vocablos germánicos, para
indicarlo, como orrusta y orlog, significan seriedad y sino, en oposición a broma y juego; es
más bien una sublimación que una diferencia esencial. Y si es cierto que toda alta política
quiere substituir la espada por otras armas más espirituales y la ambición del hombre de
Estado en la cúspide de todas las culturas consiste en no necesitar ya casi de la guerra,
queda siempre la primordial afinidad entre la diplomacia y el arte militar: el carácter de la
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lucha, igual táctica, igual astucia guerrera, la necesidad de fuerzas materiales en
retaguardia, para dar peso a las operaciones. También es el fin idéntico: el crecimiento de la
propia unidad vital—clase o nación—a costa de las demás.
Y todo intento de eliminar ese elemento racial conduce tan sólo a desviarlo hacia otra
esfera; en vez de actuar entre Estados actuará entre partidos, entre comarcas, y si también
aquí se extingue la voluntad de crecimiento, actuará entre los séquitos de aventureros a
quienes voluntariamente se somete el resto de la población.
En toda guerra entre potencias vitales se trata de saber quién gobernará el conjunto.
Siempre es una vida, nunca un sistema, una ley o un programa, quien lleva el compás en el
curso del suceder [238]. Ser el centro de acción, el elemento actuante de una multitud [239],
elevar la forma interna de la propia persona a forma de pueblos enteros y de épocas
enteras, tener el mando de la historia para colocar el propio pueblo o la estirpe propia, con
sus fines propios, a la cabeza de los acontecimientos, éste es el instinto apenas consciente e
irresistible que actúa en todo individuo de vocación histórica. No hay más que historia
personal y, por tanto, política personal. La lucha, no de principios, sino de hombres, no de
ideales, sino de rasgos raciales por el poder, es lo primero y lo último; y las revoluciones no
constituyen en esto excepción ninguna, pues la «soberanía del pueblo» no es más que una
palabra que expresa que el poder soberano adopta el nombre de «jefe popular» en vez del
nombre de rey. El método de gobierno casi no varia, y desde luego no varía la situación de
los gobernados. Y aun la paz universal, siempre que ha existido, no ha sido otra cosa que la
esclavitud de toda una humanidad bajo el mando de un escaso número de tipos fuertes,
decididos a mandar.
AI concepto del poder efectivo le es esencial el estar dividida una unidad vital—-incluso
entre los animales—en sujetos y objetos del gobierno. Es esto tan evidente, que ni en las
más difíciles crisis—como la de 1789—se pierde ni un momento siquiera esta estructura
interna de toda unidad de masas. Desaparece el titular, pero no el cargo, y cuando
realmente pierde un pueblo toda dirección en el torrente de los acontecimientos y camina sin
regla ni rumbo, esto quiere decir que su dirección se ha trasladado afuera, que se ha
convertido, como conjunto, en un objeto.
No hay pueblos dotados de talento político. Sólo hay pueblos que están firmemente en la
mano de una minoría gobernante y que, por tanto, se sienten bien «en forma». Los ingleses,
considerados como pueblo, son tan imprudentes, tan estrechos y poco prácticos en cosas
políticas como cualquier otra nación. Pero poseen una tradición de confianza, pese a su
gusto por los debates y controversias públicos. La diferencia está en que el inglés es objeto
de un gobierno con antiquísimos y triunfantes hábitos, gobierno al que el inglés se acomoda
gustoso porque por experiencia conoce su utilidad. Esa conformidad, que, vista desde fuera,
parece comprensión, se convierte fácilmente en la convicción de que el gobierno depende
de su voluntad, aunque en realidad es al revés: el gobierno es quien, por motivos técnicos,
impone esa creencia al pueblo. La clase gobernante en Inglaterra ha desarrollado sus fines y
sus métodos con entera independencia del «pueblo», y trabaja con y en una constitución no
escrita, cuyas finezas, completamente ateórcas, nacidas del uso, son tan imperceptibles
como incomprensibles para el no iniciado. Pero el valor de una tropa depende de su
confianza en la dirección, y confianza significa involuntaria renuncia a toda crítica. El oficial
es quien convierte el cobarde en héroe o el héroe en cobarde. Y esto es cierto para los
ejércitos, los pueblos, las clases, como para los partidos. El talento político de una, masa, no
es sino confianza en la dirección. Pero esta confianza precisa ser conquistada; madura
lentamente, se confirma en los éxitos y se solidifica con la tradición. Cuando en la capa
dominante faltan capacidades directivas, en los dominados falta el sentimiento de seguridad,
y ello se revela en toda suerte de crítica, sin instinto ni prudencia, crítica que por su sola
existencia hace que el pueblo «pierda su forma».
16
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¿Cómo se hace política? El verdadero hombre de Estado es ante todo un conocedor,
conocedor de hombres, situaciones, cosas. Tiene una «visión» que sin vacilar,
inmediatamente, abarca el circulo de las posibilidades. El conocedor de caballos examina de
un golpe de vista la actitud del animal y sabe qué probabilidades tiene en la carrera. El
jugador lanza una mirada al adversario y sabe la jugada inmediata. Hacer lo conveniente sin
«saberlo», tener la mano segura, la mano que acorta o alarga insensiblemente las riendas;
esto es justamente lo contrario del talento propio del hombre teórico. El compás secreto de
todo devenir es en el político y en las cosas históricas uno y el mismo. Se adivinan, se
acoplan perfectamente. Nunca el hombre de los hechos corre el peligro de construir política
de sentimientos y programas. No cree en las palabras sonoras.
Continuamente tiene en la boca la pregunta de Pilatos. El verdadero hombre de Estado está
allende lo verdadero y lo falso. No confunde la lógica de los acontecimientos con la lógica de
los sistemas. Las verdades—o los errores, que aquí es lo mismo — no significan para él sino
corrientes espirituales que computa por sus efectos y cuya fuerza, duración y dirección
estima e introduce en sus cálculos, para el sino del poder dirigido por él. Posee, sin duda,
convicciones que le son muy caras; pero las posee como hombre privado. Ningún político de
alto rango se ha sentido al actuar vinculado por sus convicciones. «El que obra no tiene
conciencia; sólo el que contempla tiene conciencia» (Goethe). Esto puede decirse de Sila y
de Robespierre, como de Bismarck y de Pitt. Los grandes papas y los jefes de los partidos
ingleses, cuando tenían que dominar las cosas, no han seguido otros principios que los que
siguieron los conquistadores y caudillos de todos los tiempos. Si de los actos de Inocencio
III, que llevó a la Iglesia casi al dominio universal, se deducen las reglas fundamentales, se
obtiene un catecismo del éxito, que representa el extremo opuesto de toda moral religiosa;
pero sin el cual no habría Iglesia, ni colonias inglesas, ni capitales americanos, ni revolución
victoriosa, ni, finalmente. Estado, partido, pueblo, en situación soportable. Es la vida, no el
individuo, quien carece de conciencia.
Por eso hace falta comprender el tiempo, para el cual se ha nacido. Quien no vislumbre y
comprenda las potencias más íntimas de la época; quien no sienta en si mismo algo afín a
ellas, algo que le empuja por vías indescriptibles en conceptos; quien crea en lo superficial,
en la opinión pública, en las palabras sonoras y en los ideales del día, ese no está a la altura
de los acontecimientos. Los acontecimientos le tienen a él, no él a ¡os acontecimientos. ¡N0
mirar hacia atrás ni buscar el criterio en el pasado! ¡Menos aún mirar de lado hacia un
sistema! En épocas como la actual o la de los Gracos, hay dos clases de idealismo, ambas
fatales: el reaccionario y el democrático. El primero cree en la reversibilidad de la historia; el
segundo, en un fin de la historia. Pero para el inevitable fracaso que ambos vierten sobre la
nación, en cuyo sino tienen poder, es indiferente que haya sido sacrificado el país a un
recuerdo o a un concepto. El verdadero hombre de Estado es la historia en persona, es su
dirección como voluntad individual, es su lógica orgánica como carácter.
El político de alto bordo debe, empero, ser educador en un sentido superior, no representar
una moral o doctrina, sino ofrecer un ejemplo en su acción [240]. Es bien conocido el hecho
de que ninguna nueva religión ha cambiado nunca el estilo de la existencia. Ha penetrado la
conciencia, ha impregnado el hombre espiritual, ha lanzado nueva luz sobre un mundo
allende este mundo, ha creado inmensurable beatitud por la fuerza de la limitación, de la
renuncia, de la paciencia, hasta la muerte. Pero no ha tenido nunca el menor poder sobre las
fuerzas de la vida. Sólo la gran personalidad, sólo el elemento racial en ella, sólo la fuerza
cósmica vinculada en la persona pueden realizar creaciones en lo viviente, no por
enseñanza, sino por crianza, transformando el tipo de clases y pueblos enteros. No la
verdad, el bien, lo sublime, sino el romano, el puritano, el prusiano son hechos. El sentido
del honor, el sentimiento del deber, la disciplina, la decisión—nada de esto se aprende en
libros, sino que se despierta en el curso vital, por medio de un modelo vivo. Por eso fue
Federico Guillermo I uno de los primeros educadores de todos los tiempos, cuya personal
actitud educativa de la raza no ha desaparecido en la serie de las generaciones. Lo que
distingue al verdadero hombre de Estado del mero político, del jugador que juega por el
gozo de jugar, del cazador afortunado en las simas de la historia, del interesado avariento,
del vanidoso, del vulgar, es que le es lícito exigir sacrificios y los recibe, porque su
sentimiento de ser necesario para la época y la nación es compartido por miles de personas,
transformándolas interiormente y capacitándolas para hazañas a cuya altura no estarían de
otro modo [241].
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Pero lo supremo no es obrar, sino poder mandar. Con el mando crece el individuo sobre si
mismo y se convierte en centro de un mundo activo. Hay una manera de mandar que hace
de la obediencia un hábito libre, orgulloso y distinguido.
Napoleón no poseía esta manera. Un resto de sentido subalterno le impidió educar hombres
y no instrumentos registradores. No dominó por medio de personalidades, sino por órdenes.
Y habiéndole faltado este refinado tacto del mando, tuvo que hacer siempre por sí mismo lo
realmente decisivo y hubo de perecer lentamente en la desproporción entre los problemas
de su posición y los límites de la capacidad humana. Pero quien posee este último y
supremo don de humanidad perfecta, como César o Federico el Grande, ese siente sin
duda, en la noche de una batalla, cuando las operaciones llegan al término deseado y con la
victoria se decide la campaña, o al poner la firma última que cierra una época de la historia,
un maravilloso sentimiento de poder, que el hombre de las verdades nunca conocerá. Hay
momentos, y ellos señalan las cumbres de las corrientes cósmicas, en que un individuo se
sabe idéntico con el sino y centro del universo y siente su personalidad casi como la cáscara
en que la historia del futuro está formándose.
Lo primero es hacer uno mismo algo; lo segundo—menos aparente, pero más difícil y de
efecto lejano más profundo— es crear una tradición, empujar en ella a los demás, para que
prosigan la propia obra, su ritmo y su espíritu, desencadenar un torrente de actividades
uniformes que ya no necesiten del primer jefe para mantenerse «en forma». Así, el hombre
de Estado se eleva a un rango que los antiguos hubieran calificado de divino. Tómase
creador de una nueva vida, fundador «espiritual» de una raza joven. El mismo, como ser,
desaparecerá a los pocos años. Pero una minoría por él creada—otro ser de extraña
índole—aparece en su lugar para un tiempo incalculable. Ese algo cósmico, ese alma de
una capa dominadora y gobernante puede un individuo engendrarlo y dejarlo en herencia;
esto es lo que ha producido en toda historia los efectos más duraderos. El gran hombre de
Estado es raro. Que aparezca, que se imponga y que esto suceda demasiado pronto o
demasiado tarde, depende del azar. Los grandes individuos destruyen a veces mas que
edifican—por el hueco que su muerte deja en el torrente del suceder. Pero crear una
tradición significa eliminar el azar. Una tradición cría hombres de un nivel medio superior;
con los cuales puede contar el futuro. No crea un César, pero si un Senado; no un Napoleón,
pero si un incomparable cuerpo de oficiales. Una fuerte tradición atrae los talentos y con
pequeñas dotes alcanza grandes éxitos. Demuéstranlo las escuelas de pintura en Italia y
Holanda, no menos que el ejército prusiano y la diplomacia de la curia romana.
Fue una gran debilidad de Bismarck, en comparación con Federico Guillermo I, el que,
sabiendo actuar, no supiera crear una tradición. No pudo producir junto al cuerpo de oficiales
de Moltke una raza correspondiente de políticos que se sintiese idéntica con su Estado y los
nuevos problemas de éste y que acogiese de continuo los hombres importantes de abajo,
infundiéndoles para siempre su ritmo de acción. Cuando no sucede esto, queda, en lugar de
una capa gobernante, una colección de cabezas que no pueden valerse ante lo imprevisto.
Pero si se realiza, entonces surge un pueblo «soberano», en el único sentido digno de un
pueblo y posible en el mundo de los hechos: una minoría perfectamente criada y que se
completa y renueva a si misma; una minoría con tradición segura, probada en larga
experiencia; una minoría que incluye en su esfera todos los talentos y los emplea, y, por
tanto, se encuentra en armonía con el resto del país gobernado. Semejante minoría se
convierte lentamente en una verdadera raza, incluso si una vez ha sido un partido, y decide
con la seguridad de la sangre y no del intelecto. Pero precisamente por eso sucede en ella
todo «por si mismo», sin necesidad del genio. Esto significa, por decirlo asi, la substitución
del gran político por la gran política.
Mas ¿qué es política?—Es el arte de lo posible; este viejo vocablo casi lo dice todo. El
jardinero puede extraer una planta de la semilla o ennoblecer su tallo. Puede desenvolver o
destruir en ella disposiciones ocultas, el tronco y el aspecto, las flores y los frutos. De la
percepción que el hortelano tenga de lo posible y, por lo tanto, necesario, depende la
perfección, la fuerza, el sino todo de la planta. Pero la figura fundamental y la dirección de
su existencia, los periodos, la rapidez y duración de su desarrollo, la «ley según la cual se
suceden», no están en poder del hortelano. Tiene que cumplirlos ella misma o perecer. Y
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otro tanto sucede a esas plantas enormes llamadas «culturas» y a los torrentes de
generaciones humanas inclusos en su mundo de formas políticas. El gran hombre de Estado
es el hortelano de un pueblo.
Todo individuo activo ha nacido en un tiempo y para un tiempo. Con esto queda definido el
circulo de lo asequible para él. Para sus abuelos y sus nietos, otras fueron las condiciones
dadas y, por lo tanto, otros los fines y los problemas. El círculo de lo asequible estréchase,
además, por los limites de su personalidad y por las propiedades del pueblo, situación y
hombres con quienes ha de trabajar. El político de alto rango se caracteriza porque rara vez
ha de sacrificar algo que crea posible, ilusionándose sobre esos limites, ni tampoco es
frecuente que deje de ver lo que realmente puede realizarse. A esta cualidad pertenece—y
ello debe repetirse una y otra vez para enseñanza precisamente de los alemanes—el no
confundir lo que debe ser con lo que tiene que ser. Las formas fundamentales del Estado y
de la vida política, la dirección y estado de su evolución están vinculados a una época y son
inalterables. Todos los éxitos políticos se consiguen con ellos, no contra ellos. Los
adoradores de ideales políticos crean de la nada. Son en su espíritu libres; pero sus
construcciones ideológicas, basadas en los conceptos aéreos de sabiduría, justicia, libertad,
igualdad, son al cabo siempre las mismas y reaparecen una y otra vez. Al que domina los
hechos le basta empujar imperceptiblemente lo que para él existe absolutamente. Esto
parece poco, y, sin embargo, aquí es donde comienza la libertad en sentido superior. Lo que
aquí importa son los pequeños rasgos, la última presión providente sobre el timón, el fino
sentido de las más delicadas oscilaciones en los pueblos y las almas particulares, El arte
político es la visión clara de las grandes líneas, trazadas inmutables, y la mano segura para
lo singular, lo personal, que dentro de esas líneas puede convertir una inminente fatalidad en
un éxito decisivo. El secreto de todas las victorias está en la organización de lo
imperceptible. Quien sabe desenvolverse de esta manera puede, como representante del
vencido, dominar al vencedor. así, Talleyrand en Viena. César, cuando su situación era casi
desesperada, puso en Luca el poder de Pompeyo insensiblemente al servicio de sus fines,
con lo que logró enterrarlo. Pero existe un limite peligroso de la posibilidad, límite con el que
casi nunca ha chocado el perfecto tacto de los diplomáticos barrocos, siendo, en cambio,
privilegio de ideólogos el tropezar de continuo con él. Hay giros en la historia por los que el
entendido se deja llevar durante buen tiempo para no perder la dominación.
Cada situación tiene determinada elasticidad, que conviene apreciar con la mayor exactitud.
El estallido de una revolución demuestra siempre falta de tacto político en los gobernantes y
en sus adversarios.
Lo necesario debe hacerse a tiempo, cuando es aún una merced o regalo con que la fuerza
gobernante se afirma en la confianza de los gobernados. No debe realizarse como un
sacrificio que revela debilidad y provoca menosprecio. Las formas políticas son formas
vivientes que inevitablemente cambian en determinado sentido. Y cesa de estar «en forma»
quien pretenda obstaculizar ese curso o desviarlo en el sentido de un ideal. La nobleza
romana tuvo buen tacto en esto; la espartana, no. En el periodo de la democracia creciente
se ha alcanzado una y otra vez el momento fatal (en Francia 17891 en Alemania 1918) en
que ya era demasiado tarde para ofrecer la necesaria reforma como un libre obsequio; y
entonces hubiera sido mejor negarla con energía decidida, porque ya lo que significaba era
un sacrificio y, por tanto, la disolución. Pero quien no sabe ver la primera necesidad a
tiempo, desconocerá más seguramente la segunda. La marcha hacia Canossa puede
comenzar o demasiado pronto o demasiado tarde. Esta precisión es lo que decide que los
pueblos en lo futuro sean un sino para los demás o padezcan el sino de los demás. Ahora
bien; la democracia ascendente repite el mismo error y se empeña en conservar lo que era
el ideal de ayer. Este es el peligro del siglo XX. En todos los senderos del cesarismo se
encuentra siempre un Catón.
La influencia que un hombre de Estado, incluso el de posición excepcionalmente fuerte,
ejerce sobre los métodos políticos es muy escasa. El politice de rango no se engaña
tampoco sobre este punto. Es su problema el laborar con la forma y en la forma histórica
dada. Sólo el teórico se entusiasma inventando formas mas ideales. Mas para «estar en
forma» política hace falta dominar en absoluto los recursos y medios más modernos. En
esto no hay elección posible. Los medios y los métodos están dados con el tiempo y
pertenecen a la forma interna del tiempo. Quien se equivoque en esto, quien deje que sus
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gustos y sentimientos tengan más fuerza que su tacto, abandonará los hechos, que se le irán
de la mano. El peligro de una aristocracia consiste en ser conservadora en los medios; el
peligro de la democracia es confundir la fórmula con la forma. Los medios del presente son
todavía por muchos años los parlamentarios; elecciones y prensa. Podrá pensarse acerca de
ellos lo que se quiera, podrá admirárseles o despreciarlos; pero hay que dominarlos. Bach y
Mozart dominaban los medios musicales de su época. Tal es el signo de toda maestría. No
de otra suerte sucede en el arte del Estado. Pero lo que importa no es la forma exterior
visible para todos; ésta es simplemente la vestidura de la otra. Por eso puede cambiar sin
que nada cambie en la esencia del suceder; puede reducirse a conceptos y textos
constitucionales sin tocar siquiera a la realidad, y la ambición de todos los revolucionarios y
doctrinarios se limita a mezclarse en ese juego de derechos, principios y libertades sobre la
superficie histórica. El hombre de Estado sabe que la extensión de un derecho electoral es
inesencial, comparada con la técnica de hacer elecciones, técnica diferente entre atenienses
o romanos, entre jacobinos, americanos y aun alemanes. ¿Qué importa el texto de la
Constitución inglesa ante el hecho de que su aplicación está dominada por un pequeño
número de familias distinguidas, de suerte que Eduardo VII era un ministro de su Ministerio?
Y por lo que se refiere a la prensa moderna, podrá el místico descansar en la idea de que es
constitucionalmente una prensa «libre»; el entendido, en cambio, pregunta tan sólo: ¿A la
disposición de quién está?.
La política es, por último, la forma en que se cumple la historia de una nación dentro de una
pluralidad de naciones.
El gran arte consiste en mantener la nación propia «en forma» interiormente, para afrontar
los acontecimientos exteriores.
Esta es, no sólo para los pueblos, los Estados y las clases sociales, sino para toda unidad
viva, hasta los más sencillos enjambres animales y aun hasta el cuerpo singular, la relación
natural entre política interior y política exterior, la primera de las cuales existe
exclusivamente para la segunda y no al revés. El genuino demócrata suele considerar la
política interior como un fin en si; el diplomático de término medio no piensa más que en la
política exterior. Por esta razón los éxitos de uno y de otro están todos en el aire. El maestro
político se muestra sin duda del modo más visible en la táctica de reformas interiores, en su
actividad económica y social, en la habilidad para mantener la forma pública del conjunto,
los «derechos y libertades» armónicos con el gusto de la época y al mismo tiempo dotados
de capacidad de ejercicio, en la educación de los sentimientos, sin los que es imposible que
un pueblo permanezca «en forma»: confianza, respeto a la dirección, conciencia de la
fuerza, contento y, si es necesario, entusiasmo. Pero todo eso recibe su valor cuando se
refiere al hecho fundamental de la historia superior: que un pueblo no está solo en el mundo
y que sobre su futuro decide la proporción de sus fuerzas respecto de los demás pueblos y
no la mera ordenación interna.
Y como la visión del hombre corriente no llega tan lejos, ha de poseer esa visión aguda la
minoría regente, esa minoría en donde el hombre de Estado encuentra el instrumento para
realizar sus propósitos [242].
17
Para la política primitiva de todas las culturas están fijamente dadas las potencias directivas.
Toda la existencia está estrictamente en forma patriarcal y simbólica; los vínculos de la
madre tierra son tan fuertes, la relación feudal y también el Estado de clase son tan
evidentes para la vida, que la política de los tiempos homéricos y góticos se limita a actuar
en el marco de la forma absolutamente dada. Estas formas varían en cierto modo por si
mismas. A nadie se le ocurre clara la idea de que esa sea una tarea de la política, incluso
cuando una monarquía es derrocada o una nobleza sojuzgada. No hay más que política de
clase, política imperial, papal, de los vasallos. La sangre, la raza habla en empresas
instintivas, semi conscientes; pues también el sacerdote, por cuanto hace política, obra
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como hombre de raza. Todavía no han aparecido los «problemas» del Estado. La soberanía
y las clases primordiales, todo el mundo de las formas primitivas, está establecido por Dios y
dentro de su supuesto es como combaten las minorías orgánicas, las facciones.
Pertenece a la esencia de la facción la imposibilidad en que se halla de concebir que sea
posible cambiar el plan de las cosas. Lo que la facción quiere es conquistar un rango dentro
del orden dado; quiere fuerza y riqueza, como todo cuanto crece en un mundo creciente. Las
facciones son grupos en los que la afinidad de las casas, el honor, la fidelidad, las alianzas
de una intimidad casi mística, representan un papel y las ideas abstractas quedan por
completo excluidas.
Así son las facciones en la época homérica y gótica, Telémaco y los pretendientes en Itaca,
los azules y los verdes bajo Justiniano, los güelfos y los gibelinos, las casas de Lancaster y
de York, los protestantes [243], los hugonotes y también las fuerzas impulsivas de la fronda
y de la primera tiranía. El libro de Maquiavelo alienta todo él en este espíritu.
El cambio aparece cuando, con la gran ciudad, toma la dirección la burguesía, la tercera
clase o la no-clase [244]. Ahora, por el contrario, es la forma política la que se convierte en
objeto de la lucha, en problema. Hasta entonces había sido producida por maduramiento;
ahora debe ser creada. Despierta la política; no es sólo que ahora es entendida, sino que es,
además, reducida a conceptos. Frente a la sangre y a la tradición álzanse los poderes del
espíritu y del dinero. En lugar de lo orgánico aparece lo organizado; en lugar de la clase, el
partido. Un partido no es un producto de la raza, sino una colección de individuos. Por eso
es tan superior a las viejas clases en espíritu, como les es inferior en instinto. El partido es
enemigo mortal de toda articulación espontánea de las clases, cuya mera existencia
contradice a la esencia del partido. Justamente por eso el concepto de partido va unido
siempre al concepto negativo, destructivo, nivelador, de la igualdad. Ya no son reconocidos
los ideales de clase, sino los intereses de profesión [245].
Pero lo mismo ocurre con el concepto de la libertad, que también es negativo [246]: los
partidos son un fenómeno puramente urbano. Con la completa liberación de la ciudad
respecto del campo, la política de clase cede el paso a la política de partido, ya tengamos de
ello conocimiento o no; en Egipto al final del Imperio medio, en China con los Estados en
lucha, en Bagdad y Bizancio con la época de los Abbassidas. En las grandes ciudades de
Occidente fórmanse los partidos de estilo parlamentario; en las ciudades-Estados de la
Antigüedad, los partidos del foro; y en los mavalí y en los frailes de Teodoro de Studion
[247] reconocemos partidos de estilo mágico.
Pero siempre es la clase tercera, la no-clase, la unidad de la protesta contra la esencia
misma de la clase, la que en su minoría directiva—«educación y posesión»—se presenta
como un partido, con un programa, con un fin no sentido, sino definido y la negación de todo
cuanto no concibe el entendimiento.
Por eso, en el fondo, no hay más que un solo partido, el de la burguesía, el liberal, que tiene
perfecta conciencia de ese rango.
Se equipara al «pueblo». Sus enemigos, los que forman verdaderas clases, los «aristócratas
y los curas», son enemigos del «pueblo» y traidores al «pueblo». Su opinión es la «voz del
pueblo», que es inyectada en éste por todos los medios de la propaganda política—la
oración del foro, la prensa de Occidente—para luego ser representada.
Las clases primordiales son la nobleza y la clase sacerdotal.
El partido primordial es el del dinero y el espíritu, el liberal, el de la gran ciudad. Aquí está la
profunda justificación de los conceptos de democracia y aristocracia, para todas las culturas.
Es aristocrático el desprecio del espíritu urbano; es democrático el desprecio dei aldeano, el
odio a la tierra [248]. Es la diferencia entre la política de clase y la política de partido, entre
la conciencia de clase y la opinión de partido, entre la raza y el espíritu, entre el crecimiento
espontáneo y la construcción. Es aristocrática la cultura plena; es democrática la incipiente
civilización de las ciudades mundiales; hasta que la oposición queda anulada por el
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cesarismo. Asi como la nobleza es la clase y el «tiers» resulta siempre incapaz de estar
realmente «en forma» de ese modo. asi también la nobleza no puede nunca, no diré
organizarse, pero ni sentirse como partido.
Pero no es libre de renunciar a ello. Todas las constituciones modernas niegan las clases y
se fundan sobre los partidos, como forma fundamental evidente de la política. El siglo XIX —
y, por tanto, también el siglo ni antes de Jesucristo—es la época más brillante de la política
de partido. Su rasgo democrático obliga a la formación de contrapartidos, y si antaño — aun
en el siglo XVIII — el tiers se constituyó según el modelo de la nobleza, como clase, ahora
se forma según el modelo del partido liberal, un partido conservador como arma defensiva
[249], partido dominado enteramente por las formas del liberal, partido aburguesado sin ser
burgués y atenido a una táctica cuyos modos y métodos están exclusivamente determinados
por el liberalismo. Sólo les queda la elección: o manejar estos métodos mejor que sus
adversarios [250], o perecer. Pero uno de los más profundos rasgos de la clase consiste en
no comprender esta situación y combatir no al enemigo, sino la forma, apelando a los
extremos recursos, cosa que al comienzo ,de toda civilización devasta la política interior de
Estados enteros y los entrega inermes al enemigo exterior. La necesidad para todo partido
de aparecer en forma burguesa se convierte en caricatura, cuando bajo las capas urbanas
cultas y ricas se organiza el resto en partido. El marxismo, que en teoría es una negación de
la burguesía, es hasta la médula burgués en su actitud y conducta como partido. Existe un
conflicto permanente entre la voluntad, por una parte, que necesariamente se sale del marco
de toda política de partido y, por ende, de toda constitución—ambas cosas son
exclusivamente liberales—, y que honradamente sólo podría denominarse guerra civil, y, por
otra parte, la actitud, que se cree obligatoria y que desde luego hay que adoptar para
conseguir en esta época algún éxito duradero. Pero la actitud de un partido de la nobleza en
un Parlamento es íntimamente tan falsa como la del proletariado. Sólo la burguesía está
aquí en su elemento.
En Roma, los patricios y los plebeyos lucharon esencialmente como clases desde la
institución de los tribunos (471) hasta el reconocimiento de su poder legislativo en la
revolución de 287. A partir de este instante, su hostilidad no tiene ya mas que un sentido
genealógico. Nacen partidos que muy bien pueden llamarse liberal y conservador, el populus
[251], que da el tono en el foro, y la nobilitas, que se apoya en el Senado. Hacia 287 se
convierte éste, de un consejo familiar de las viejas estirpes, en un consejo político de la
aristocracia administrativa.
Próximos al populus se hallan los comicios centuriados, escalonados según la fortuna, y los
equites, grupo de los grandes ricachos. Próxima a la nobilitas se halla la clase aldeana muy
influyente en los comicios tribunos. Recuérdese, en el primer caso, a los Gracos y a Mario;
en el segundo, a C. Flaminio; y basta con mirar detenidamente para ver cambiada la
posición de los cónsules y tribunos. Estos ya no son los hombres de con-fianza, nombrados,
respectivamente, por la primera y la tercera clase y cuya actitud está definida por ello; ahora
representan los partidos y cambian con estos. Hay cónsules «liberales», como Catón el
Antiguo, y tribunos «conservadores», como Octavio, el enemigo de Ti. Graco. Ambos
partidos designan sus candidatos para las elecciones e intentan sacarlos por todos los
medios de la propaganda demagógica; y si el dinero no ha tenido éxito en las elecciones, lo
tiene—y cada día más—en los elegidos.
En Inglaterra, los torys y los whigs se han constituido como partidos a principios del siglo
XVIII. En la forma ambos se han aburguesado, ambos han aceptado la letra del programa
liberal, con lo que la opinión pública—como siempre—se ha quedado perfectamente
convencida y satisfecha [252]. Este habilísimo y oportunísimo giro ha hecho que no se
formara un partido hostil a la clase, como en la Francia de 1789. Los miembros de la
Cámara baja convirtiéronse de delegados de la clase dominante en representantes del
pueblo, siguiendo, empero, en dependencia económica de aquella clase; la dirección siguió
en las mismas manos, y la oposición entre los partidos, para los que desde 1830 se introdujo
espontánea la denominación de liberal y conservador, consistió en un más o menos, pero no
en un esto o aquello. Son los mismos años en que el sentimiento liberal literario de la
«Joven Alemania» se convirtió en un credo de partido; y los mismos también en que en
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América, bajo el presidente Jackson, se organizó el partido republicano frente al
democrático, y se reconoció en toda forma el principio de que las elecciones son un negocio
y que todos los funcionarios del Estado son el botín del vencedor [253].
Pero la forma de la minoría gobernante sigue un desenvolvimiento que de la clase pasa al
partido y de éste, inevitablemente, al séquito de un individuo. El final de la democracia y su
conversión en cesarismo se manifiesta, pues, no en que desaparezca el partido de la tercera
clase, sino en que desaparece el partido como forma en general. La convicción, el fin
popular, los ideales abstractos de toda auténtica política de partido dejan de existir y en su
lugar aparece la política privada, la irreprimida voluntad de poder, que manifiestan unos
pocos hombres de raza. Una clase posee instintos, un partido tiene un programa; pero un
séquito tiene un señor: este es el camino que del patriciado y la plebe pasa por los optimates
y populares para llegar a los pompeyanos y cesarianos. La época de la auténtica dominación
de los partidos comprende apenas dos siglos, y para nosotros hállase ya desde la guerra
mundial en plena decadencia. El hecho de que toda la masa electoral, movida por un común
impulso, envié hombres para que gestionen sus ideales, como creen ingenuamente todas las
constituciones, no es posible mas que en los comienzos, en el primer ímpetu, y supone que
no existen ni los indicios de una organización de determinados grupos. Así era en la Francia
de 1789; así en la Alemania de 1848. Pero con la existencia de una asamblea va unida en
seguida la formación de unidades tácticas, cuya cohesión obedece a la voluntad de afirmar
la posición dominante conquistada, y que no se consideran, ni mucho menos, como los
altavoces por donde hablan sus electores, sino al revés, se esfuerzan por todos los medios
de la propaganda en captar el ánimo de los votantes, para utilizarlos en pro de sus propios
fines. Una dirección popular, cuando se ha organizado, se convierte en el instrumento de la
organización, y avanza incesantemente por ese camino, hasta que la organización misma se
convierte en instrumento de su jefe. La voluntad de poderío es más fuerte que toda teoría. Al
principio surge la dirección y el aparato para servir al programa; luego son éstos defendidos
por sus posesores para conservar el poderío y el provecho, como es hoy muy general el
caso de que en todos los países miles de personas viven del partido y de los cargos y
negocios que el partido da. Por último, el programa desaparece del recuerdo y la
organización labora por sí sola.
Todavía con Escipión el viejo y Qu. Flaminino puede hablarse de amigos que los
acompañan en la guerra; pero Escipión el joven se ha formado ya una cohors amicorum
primer ejemplo de un séquito organizado, que trabaja también en los tribunales de justicia y
en las elecciones [254]. Igualmente la relación de fidelidad entre el patrón y el cliente,
relación que primordialmente era toda patriarcal y aristocrática, se desarrolla en forma de
una comunidad de intereses con bases materiales; y ya antes de César existen acuerdos
escritos entre candidatos y electores, con exacta determinación del pago y de la
contraprestación.
Por otra parte se forman, exactamente como hoy en América, clubs y sociedades
electorales, que dominan la masa de los electores del distrito, para tratar sobre el negocio
electoral, de potencia a potencia, con los grandes Jefes, precursores de los Césares [255].
Esto no es un fracaso de la democracia, sino su sentido y su necesario resultado final, y las
quejas de los idealistas soñadores sobre esta destrucción de sus esperanzas caracteriza tan
sólo la ceguera que padecen para la inflexible dualidad de las verdades y los hechos, y el
vinculo interior del espíritu y el dinero.
La teoría político-social es sólo una base—aunque necesaria—de la política de partido. La
orgullosa serie que va de Rousseau a Marx tiene su «pendant» en los antiguos, desde los
sofistas hasta Platón y Zenón. En China, los rasgos fundamentales de las doctrinas
correspondientes pueden reconocerse en la literatura confuciana y taoística. Basta citar el
nombre del socialista Moh-Ti. En la literatura bizantina y arábiga de la época abbassida,
donde el radicalismo aparece siempre en forma severamente ortodoxa, ocupan un amplio
espacio y actúan como fuerzas impulsoras en todas las crisis del siglo IX. En Egipto y en la
India su existencia se demuestra por el espíritu de los acontecimientos en las épocas de los
Hycsos y de Buda. No necesitan expresión literaria. No menos eficaz es la propaganda oral,
la predicación en sectas y hermandades, tan corrientes en las direcciones puritanas, esto es,
en el Islam y en el Cristianismo anglo americano.
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¿Son esas doctrinas «verdaderas» o «falsas»? Esta pregunta carece de sentido para el
mundo de la historia política. Hay que repetirlo constantemente. La «refutación», por
ejemplo, del marxismo pertenece a la esfera de las disertaciones académicas o debates
públicos, donde siempre tiene cada cual razón y los demás nunca. Lo que importa es si son
eficaces, desde cuándo y para cuánto tiempo es la creencia en la posibilidad de mejorar el
mundo, según un sistema ideológico, una potencia con la cual haya de contar la política.
Nos encontramos en un tiempo de ilimitada confianza en la omnipotencia de la razón.
Los grandes conceptos universales, libertad, derecho, humanidad, progreso, son sagrados.
Las grandes teorías son evangelios. Su fuerza de persuasión no descansa en razones, pues
la masa de un partido no tiene ni la energía crítica ni la distancia suficiente para examinarlas
en serio, sino en la consagración sacramental de sus grandes lemas. Sin duda este encanto
se limita a la población de las grandes urbes y a la época del racionalismo, «religión de los
educados» [256]. No tiene influjo sobre el aldeano, y sí lo tiene sobre la masa ciudadana es
por cierto tiempo; pero lo tiene con la energía de una nueva revelación.
Hay conversiones; las gentes se adhieren con devoción a las palabras y a sus profetas; hay
mártires en las barricadas, en los campos de batalla, en los cadalsos; ante las miradas
febriles se abre un paraíso futuro político y social, y la crítica sobria parece mezquina y
profana y digna de la muerte.
Por eso libros como el Contrato social y el Manifiesto comunista son poderes de primer
orden, en la mano de hombres de voluntad que han sabido encumbrarse en la vida de
partido y formar y utilizar la convicción de las masas dominadas [257].
Pero la fuerza de estas ideas abstractas no se extiende más de los dos siglos que dura la
política de partido. Al fin ya no son refutadas, sino tediosas. Hace ya tiempo que Rousseau
es aburrido. Marx lo será en breve. Por último, no es ya esta o aquella teoría lo que se
abandona, sino la fe misma en toda teoría, y con ella el optimismo del siglo XVIII, que creyó
poder mejorar los hechos insuficientes merced a la aplicación de conceptos. Cuando Platón,
Aristóteles y sus contemporáneos definieron y mezclaron las formas antiguas de constitución
para obtener la más sabia y la más bella, todo el mundo escuchó atento, y precisamente
Platón, en su intento de transformar a Siracusa, según receta ideológica, arruinó esta ciudad
[258].
Creo también seguro que los Estados meridionales de China fueron estropeados por
experimentos filosóficos de la misma especie, cayendo inermes en manos del imperialismo
de Tsin [259]. Los jacobinos, fanáticos de la libertad e igualdad, han entregado a Francia,
desde el directorio, para siempre, al dominio alternativo del ejército y de la bolsa, y toda
revuelta socialista abre nuevas vías al capitalismo. Pero cuando Cicerón escribió su libro del
Estado para Pompeyo, y Salustio escribió sus dos libros de advertencias para César, nadie
ya hizo caso. En Ti. Graco quizá pueda reconocerse aún una influencia de aquel entusiasta
estoico Blossio, que se suicidó después, habiendo causado la ruina de Aristoneikos de
Pergamo [260]. Pero en el último siglo anterior a Cristo ya las teorías son un tema manido
de la escuela y ya de lo que se trata es de la fuerza nada más.
Nadie debe engañarse: para nosotros termina ahora la época de la teoría. Los grandes
sistemas del liberalismo y el socialismo han nacido todos entre 1750 y 1850. El de Marx
tiene ya casi un siglo y es el último que ha quedado. Interiormente significa, con su
concepción materialista de la historia, la consecuencia extrema del racionalismo y, por lo
tanto, un punto final. Pero así como la fe en los derechos del hombre (Rousseau) perdió su
energía hacia 1848, así la fe en Marx pierde su fuerza con la guerra mundial. El que
compare la devoción hasta la muerte que las ideas de Rousseau hallaron en la Revolución
francesa, con la actitud de los socialistas en 1918, que hubieron de mantener ante sus
partidarios y en éstos mismos una convicción que ya no poseían, y no por la idea, sino por el
poder que de ello dependía; quien haga esa comparación verá prefijado el camino por donde
ha de ir al fin todo programa, pues que ya sólo representa un obstáculo en la pugna por el
poder. La fe en los programas caracteriza al abuelo; para el nieto esa fe es prueba de
provincialismo. En su lugar empieza a germinar ya hoy una nueva devoción resignada, que
arraiga en la miseria del alma y la tortura de la conciencia, una devoción que ya no pretende
reformar este mundo y que en lugar de los conceptos crudos busca el misterio, y ha de
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encontrarlo en las profundidades de la segunda religiosidad [261].
18
Este es un aspecto, el aspecto verbal del gran hecho democracia. Réstanos considerar el
otro—decisivo—, el de la raza [262].
La democracia hubiera permanecido en las cabezas y en el papel, si no hubiese habido
entre sus defensores algunas naturalezas señoriales para quienes el pueblo no era sino
objeto y los ideales sino medios, bien que esos hombres no se hayan dado siempre cuenta
de ello. Todos los métodos, incluso los más inocentes, de la demagogia—que es por dentro
lo mismo que la diplomacia del antiguo régimen, sólo que aplicada a las masas en vez de a
los príncipes y embajadores, enderezada a opiniones violentas y explosiones de voluntad en
vez de dirigida a refinados espíritus, una orquesta de instrumentos de cobre en vez de la
vieja música de cámara—, han sido elaborados por demócratas honrados, pero prácticos, y
los partidos de la tradición los han aprendido de éstos.
Pero, desde luego, lo que caracteriza la vía de la democracia es que los creadores de
constituciones populares no han adivinado jamás los efectos reales de sus bosquejos; ni el
creador de la constitución «serviana» en Roma, ni la Asamblea nacional de París. Estas
formas no han crecido espontáneamente, como el feudalismo, sino que han sido obra de
reflexión, y no sobre la base de un profundo conocimiento de hombres y cosas, sino sobre
representaciones abstractas del derecho y la justicia; por eso se abre un abismo entre el
espíritu de las leyes y las costumbres prácticas, que se forman en silencio bajo la presión de
las leyes, para adaptarlas al ritmo de la vida real o mantenerlas alejadas de ésta. Sólo la
experiencia ha mostrado, al cabo de la evolución, que los derechos del pueblo y la influencia
del pueblo son cosas distintas. Cuanto más general es el sufragio, tanto menor es el poder
de los electores.
En los comienzos de una democracia todo el campo pertenece al espíritu. Nada hay más
noble y puro que la sesión de la noche del 4 de agosto de 1789 y el juramento del juego de
Pelota o los entusiasmos en la iglesia de San Pablo, de Francfort, donde con el poder en las
manos se discutió sobre verdades universales, tanto tiempo, que los poderes de la realidad
pudieron reunirse y eliminar a los soñadores. Pero bien pronto se presenta la otra magnitud
de toda democracia, haciendo patente el hecho de que para hacer uso de los derechos
constitucionales hay que tener dinero [263]. Para que un derecho electoral realice
aproximadamente lo que el idealista imagina, hace falta que no haya jefatura organizada
que influya sobre los electores en su propio interés y en la medida del dinero disponible.
Pero cuando dicha jefatura existe, ya la elección sólo significa una como censura que la
masa ejerce sobre las organizaciones particulares, en cuya formación no tiene, al fin, la
menor influencia.
Igualmente el derecho fundamental, ideal, de las constituciones occidentales, el derecho de
la masa a escoger libremente sus representantes, es mera teoría, pues toda organización
desarrollada se completa, en realidad, a sí misma [264]. Por último, despunta el sentimiento
de que el sufragio universal no contiene ningún derecho real, ni siquiera el de elegir entre los
partidos; porque los poderes, alimentados por el sufragio, dominan merced al dinero todos
los medios espirituales de la palabra y la prensa, y de esta suerte desvían la opinión del
individuo sobre los partidos, a su gusto, mientras que, por otra parte, disponiendo de los
cargos, la influencia y las leyes, educan un plantel de partidarios incondicionales, justamente
el «Caucus», que elimina a los restantes y los reduce a un cansancio electoral que ni en las
grandes crisis puede ya ser superado.
Al parecer, existe una poderosa diferencia entre la democracia occidental parlamentaría y
las democracias de la civilización egipcia, china, árabe, que no conocen la idea de
elecciones populares. Pero para nosotros, en esta época, la masa, como cuerpo electoral,
está «en forma», en el mismo sentido exactamente en que lo estaba antes, cuando era
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cuerpo de subditos, esto es, que sigue siendo un objeto para un sujeto, como lo era en
Bagdad y Bizancio en figura de secta o clero regular, y en otros lugares en figura de ejército
dominante, o asociación secreta o Estado particular dentro del Estado. La libertad es, como
siempre, puramente negativa [265]. Consiste en la repulsa de la tradición, de la dinastía, de
la oligarquía, del califato. Pero el poder efectivo pasa en seguida de estas formas a otras
potencias nuevas, jefes de partido, dictadores, pretendientes, profetas y su séquito. Y ante
éstos sigue siendo la masa objete sin condiciones [266]. El «derecho del pueblo a regirse a
sí mismo» es una frase cortés; en realidad, todo sufragio universal—inorgánico—. nula bien
pronto el sentido primordial de la elección. Cuanto más a fondo quedan eliminadas las
espontáneas articulaciones de clases y profesiones, tanto más amorfa se toma la masa
electoral y tanto más indefensa queda entregada a los nueves poderes, a los jefes de partido
que dictan a la masa su voluntad, con todos los medios de la coacción espiritual, que luchan
entre si la lucha por el poder con métodos ignorados e incomprendidos por la masa y que
esgrimen la opinión pública como arma para atacarse unos a otros. Así, la democracia va
empujada por un impulso irresistible que la conduce a anularse a si misma [267].
Los derechos fundamentales de un pueblo antiguo (demos, populus] se extienden a la
ocupación de las altas magistraturas políticas y a la justicia [268]. Para ello estaba «en
forma» en el foro. Estaba allí en sentido euclidiano, masa corporalmente presente, reunida
en un punto, en donde era objeto de una preparación típicamente antigua, con medios
próximos, corpóreos, sensibles; con una retórica que actuaba inmediatamente sobre todos
los oídos y los ojos, retórica que, con sus recursos, para nosotros repugnantes e
insoportables—lágrimas fingidas, vestiduras rasgadas [269], desvergonzado encomio de los
presentes, extravagantes mentiras sobre los adversarios, copioso arsenal de brillantes giros
y sonoras cadencias—, nació exclusivamente en ese punto y para ese fin. También
actuaban sobre aquella masa los juegos, los regalos, las amenazas, los golpes, pero sobre
todo el dinero. Conocemos los comienzos de esto por la Atenas de 400 [270] y el! final, en
proporciones horrorosas, por la Roma de César y Cicerón. Ocurre lo de siempre: el
nombramiento de los representantes de la clase se convierte en pugna entre candidatos de
partido. Con lo cual queda preparado el campo para la actuación del dinero, actuación que
desde Zaina crece en dimensiones de un modo tremendo.
«Cuanta mayor fue la riqueza que se encontraba en las manos de algunos individuos, tanto
más se convertía la lucha política en cuestión de dinero» [271]. Con esto está dicho todo.
Sin embargo, en un sentido profundo sería falso hablar de corrupción.
No se trata de una degeneración de la práctica; es la práctica misma, la práctica de la
democracia madura, la que toma estas formas con necesidad fatal. El censor Appio Claudio
(310), que sin duda era un auténtico helenista, un ideólogo de la Constitución—como
cualquier personaje del circulo de madame Roland—, pensó seguramente siempre, al hacer
su reforma, en derechos electorales y no en el arte de hacer elecciones; pero aquellos
derechos preparan este arte. En este arte es donde se revela la raza, que pronto se impone
por completo. Dentro de una dictadura del dinero no puede considerarse la labor del dinero
como una corrupción.
La carrera romana de las magistraturas, desde que se verificaba en forma de elecciones,
requería un capital que hacia del político incipiente el deudor de los que le rodeaban. Sobre
todo el cargo de edil, en el que había que sobrepujar a los antecesores mediante juegos
públicos, para obtener en adelante los votos de los espectadores. Sila perdió su primera
elección de pretor porque no había sido antes edil. Añádase a esto el brillante séquito con
que habla que presentarse en el foro para adular a la masa ociosa. Había una ley que
prohibía el pago de los acompañantes; pero todavía era más caro obligar a personas
distinguidas con préstamos, recomendaciones para cargos y negocios y defensas ante los
tribunales, que imponían a los defendidos el deber de acompañar y visitar por las mañanas
al defensor. Pompeyo era patrón de medio mundo, desde los aldeanos de Picenum hasta los
reyes de Oriente; representaba y protegía a todos; éste era su capital político, capital que
pudo oponer a los préstamos sin interés de Craso y a los «dorados» [272], que el
conquistador de Galia confería a todos los ambiciosos. A los electores se les servían
comidas por distritos [273], se les señalaban entradas para los juegos de gladiadores o,
como Milón hacia, se les remitía el dinero a casa. Cicerón llama a esto respetar las
costumbres de los padres. El capital electoral llegó a adquirir dimensiones americanas y a
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veces alcanzó a centenares de millones de sestercios. Durante las elecciones del 54 el
interés del dinero subió de 4 a 8 por 100, porque la mayor parte de las enormes masas
metálicas que había en Roma fue dedicada a la propaganda. César, siendo edil, gastó tanto,
que Craso hubo de garantizarlo por veinte millones para que los acreedores le dejasen
marchar a la provincia; y en las elecciones de pontífice máximo volvió a abusar de su
crédito hasta tal punto, que su adversario Cátulo pudo ofrecerle dinero si se retiraba, pues
de no vencer estaba perdido. Pero la conquista y explotación de Galia—que por eso mismo
acometió—hizo de él el hombre más rico del mundo.
En este momento ya propiamente estaba ganada la batalla de Farsalia [274]. Pues César
conquistó esos millares de millones para tener poder, como Cecil Rhodes, y no por afición a
la riqueza, como Verres, y, en el fondo, como Craso, gran financiero con aficiones políticas.
Comprendió César que sobre el suelo de una gran democracia los derechos constitucionales
no son nada sin dinero y lo son todo con dinero. Cuando Pompeyo soñaba con poder sacar
legiones de la tierra, ya César las había obtenido merced a su dinero. César se encontró con
estos métodos; los aplicó con maestría, pero no se identificó con ellos.
Hay que comprender claramente que hacia 150 los partidos que se habían formado en torno
a ciertos principios, comienzan a convertirse en los séquitos personales de ciertos hombres,
que tenían fines políticos personales y dominaban el manejo de las armas de su tiempo.
Además del dinero era necesario tener influencia en los tribunales. Como las asambleas
populares antiguas se limitaban a votar, y no deliberaban, el proceso ante los Rostra era una
forma de la lucha partidista, y propiamente constituía la escuela de la elocuencia política. El
joven político comenzaba su carrera acusando y si le era posible aniquilando alguna gran
personalidad [275], como Craso, a los diecinueve años, acusó y venció al famoso Papirio
Carbon, amigo de los Gracos, que más tarde se pasó a los optimates. Catón fue, por el
mismo motivo, acusado cuarenta y cuatro veces y siempre absuelto.
La cuestión de derecho no era en esto lo importante [276]. La posición política de los jueces,
el número de los patronos, la extensión y cuantía del séquito constituyen los elementos
decisivos; y el número de los testigos sirve sólo propiamente para poner de manifiesto el
poder político y financiero del acusador.
Toda la elocuencia de Cicerón contra Verres tiende, bajo la máscara de un suntuoso pathos
moral, a convencer a los jueces de que su interés de clase les manda condenar al acusador.
Según la concepción antigua general, es evidente que el que tiene asiento en el tribunal ha
de servir a los intereses privados y a los intereses de partido. Los acusadores democráticos
en Atenas solían, al término de sus discursos, advertir a los jurados del pueblo que sí
absolvían al acusado rico perderían sus devengos procesales [277]. La gran fuerza del
Senado descansa en gran parte en el hecho de que, ocupando todos los tribunales, tenía en
sus manos el destino de todo ciudadano. Puede, pues, comprenderse la trascendencia de la
ley de 122, presentada por C. Graco, transfiriendo los tribunales a la clase de los equites
(caballeros), lo cual equivalía a entregar la nobleza, esto
es, los altos magistrados, al mundo financiero [278]. Sila, en el año 83, además de las
proscripciones de los grandes ricachos, decretó también la devolución al Senado de los
tribunales, como arma política, naturalmente, y la lucha final de los poderosos halla también
su expresión en el constante cambio en el modo de nombrar a los jueces.
Así, pues, la antigüedad—y el foro romano el primero— reunía la masa popular en un
cuerpo sólido y visible, para obligarla a hacer de sus derechos el uso que los dirigentes
querían. En época «correspondiente», la política europeo- americana ha creado por la
prensa un campo de fuerza, con tensiones espirituales y monetarias, que se extiende sobre
la tierra entera y en el que todo individuo está incluso, sin darse cuenta, de modo que ha de
pensar, querer y obrar como tiene por conveniente cierta dominante personalidad en lejano
punto del globo. Es esto dinamismo en vez de estática; es sentimiento fáustico en vez del
apolíneo y pathos de la tercera dimensión en vez de presente puro y sensible. No se habla
de hombre a hombre; la prensa, y con ella el servicio de noticias radiotelefónicas y
telegráficas, mantienen la conciencia de pueblos y continentes enteros bajo el fuego
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graneado de frases, lemas, puntos de vista, escenas, sentimientos, y ello día por día, año
por año, de modo que el individuo se convierte en mera función de una «realidad» espiritual
enorme. El dinero hace su camino político, bien que no como metal que pasa de una mano a
otra. No se transforma tampoco en juegos y en vino. Se transforma en energía y determina
por su cuantía la intensidad de la propaganda.
La pólvora y la imprenta guardan una relación íntima.
Ambas han sido inventadas en el alto gótico; ambas proceden del pensamiento germánico
de la técnica; ambas son los grandes medios de la táctica fáustica a larga distancia. La
Reforma, a principios de la época posterior, vio las primeras hojas volantes y las primeras
piezas de campaña. La Revolución francesa, a principios de. la civilización, vio el primer
gran ataque de folletos, en otoño de 1788 y en Valmy el primer fuego en masa de la
artillería. Con esto la palabra impresa, preparada en enormes masas y extendida sobre
infinitos planos, se convierte en arma terrible en las manos de quien sepa manejarla. En
Francia tratábase en 1788 de una expresión espontánea de convicciones privadas; pero en
Inglaterra ya se había llegado al punto de producir metódicamente cierta impresión en los
lectores. El primer gran ejemplo de esta táctica es la guerra de artículos, hojas volantes,
memorias apócrifas que desde Londres se lanzaban contra Napoleón, incluso en territorio
francés. Las hojas sueltas del siglo XVIII se convierten en «la prensa», como se dice con
significativa anonimidad [279]. La campaña de prensa surge como continuación—o
preparación— de la guerra con otros medios; y su estrategia, combates de vanguardia,
maniobras aparentes, sorpresas, ataques en masa, se ha ido perfeccionando durante el siglo
XIX, hasta el punto de que una guerra puede estar perdida antes de disparar el primer tiro,
porque la prensa, entretanto, la ha ganado.
Hoy vivimos tan entregados sin resistencia a la acción de esa artillería espiritual, que pocos
son los que conservan la distancia interior suficiente para ver con claridad lo monstruoso de
este espectáculo. La voluntad de poderío, revestida en forma puramente democrática, ha
llegado a su obra maestra, ya que el sentimiento de libertad se siente acariciado y halagado
por la misma técnica que le impone la más completa servidumbre que ha existido Jamás. El
sentido liberal burgués está orgulloso de haber suprimido la censura, la última barrera;
mientras tanto el dictador de la prensa—Northcliffe—mantiene a sus rebaños de esclavos
lectores bajo el látigo de sus artículos, telegramas e ilustraciones. La democracia ha
substituido en la vida espiritual Se las masas populares el libro por el diario. El mundo de los
libros, con su abundancia de puntos de vista, que obligaba el pensamiento a crítica y
selección, ya sólo existe en realidad para círculos pequeños. El pueblo lee un diario, «su»
diario, que en millones de ejemplares entra todos los días en todas las casas, mantiene a los
espíritus bajo su encanto, hace que se olviden los libros y, si uno u otro de éstos se insinúa
alguna vez en el circulo visual, elimina su efecto mediante una critica parcial,
¿Qué es la verdad? Para la masa, es la que a diario lee y oye. Ya puede un pobre tonto
recluirse y reunir razones para establecer «la verdad»—seguirá siendo simplemente su
verdad.
La otra, la verdad pública del momento, la única que importa en el mundo efectivo de las
acciones y de los éxitos, es hoy un producto de la prensa. Lo que ésta quiere es la verdad.
Sus jefes producen, transforman, truecan verdades. Tres meses de labor periodística, y todo
el mundo ha reconocido la verdad [280].
Sus fundamentos son irrefutables mientras haya dinero para repetirlos sin cesar. La antigua
retórica también procuraba más impresionar que razonar—Shakespeare, en el discurso de
Antonio, ha mostrado brillantemente que éralo importante—; pero se limitaba a los presentes
y al instante. El dinamismo de la prensa quiere efectos permanentes. Ha de tener a los
espíritus permanentemente bajo presión. Sus argumentos quedan refutados tan pronto como
una potencia económica mayor tiene interés en los contra argumentos y los ofrece con más
frecuencia a los oídos y a los ojos. En el instante mismo, la aguja magnética de la opinión
pública se vuelve hacia el polo más fuerte. Todo el mundo se convence en seguida de la
nueva verdad. Es como si de pronto se despertase de un error.
Con la prensa política se relaciona la necesidad de educación escolar, educación que la
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antigüedad desconocía por completo. Hay en esto un afán inconsciente de reducir las
masas, como objeto de la política de partido, a la violencia del diario.
Para el idealista de la democracia primera esto era «ilustración»; y aun hoy existen acá y
allá algunas cabezas débiles que se entusiasman con la idea de la libertad de la prensa.
Pero eso precisamente es lo que da vía libre a los futuros cesares de la prensa mundial. El
que sepa leer cae bajo su imperio; y la ensoñada autonomía se convierte, para la
democracia posterior, en una radical servidumbre de los pueblos bajo los poderes que
disponen de la palabra impresa.
La lucha hoy gira alrededor de esas armas. En los ingenuos primeros tiempos, el poderío
periodístico era menoscabado por la censura, que servía de arma defensiva a los
representantes de la tradición. Entonces la burguesía puso el grito en el cielo, proclamando
en peligro la libertad del espíritu. Hoy la masa sigue tranquilamente su camino; ha
conquistado definitivamente esa libertad; pero entre bastidores se combaten invisibles los
nuevos poderes, comprando la prensa. Sin que el lector lo note, cambia el periódico y, por
tanto, el amo [281]. También aquí triunfa el dinero y obliga a su servicio a los espíritus libres.
No hay domador de fieras que tenga mejor domesticada a su jauría. Cuando se le da suelta
al pueblo—masa de lectores—precipitase por las calles, lánzase sobre el objetivo señalado,
amenaza, ruge, rompe. Basta un gesto al estado mayor de la prensa para que todo se
apacigüe y serene. La prensa es hoy un ejército, con armas distintas, cuidadosamente
organizadas; los periodistas son los oficiales; los lectores son los soldados. Pero sucede aquí
lo que en todo ejército: el soldado obedece ciegamente y los cambios de objetivo y de plan
de operaciones se verifican sin su conocimiento. El lector no sabe nada de lo que sucede y
no ha de saber tampoco el papel que él representa.
No hay más tremenda sátira contra la libertad de pensamiento.
Antaño no era licito pensar libremente; ahora es licito hacerlo, pero ya no puede hacerse.
Piénsase tan sólo qué sea lo que debe quererse; y esto es lo que se llama hoy libertad.
Otro aspecto de esta libertad es que, siéndole licito a todo el mundo decir lo que quiera, la
prensa es también libre de tomarlo en cuenta y conocimiento o no. Puede la prensa
condenar a muerte una «verdad»; bástale con no comunicarla al mundo. Es esta una
formidable censura del silencio, tanto más poderosa cuanto que la masa servil de los
lectores de periódicos no nota su existencia [282]. Resurge aquí, como siempre sucede en
los alumbramientos del cesarismo, un trozo de la época primitiva desaparecida [283]. El
circulo del acontecer está a punto de cerrarse. Así como en los edificios de cemento y acero
resurge de nuevo la voluntad expresiva del primer goticismo, pero fría, dominada, civilizada,
así también anunciase aquí la férrea potencia de la iglesia gótica sobre los espíritus— en
forma de «libertad democrática». La época del «libro» queda encuadrada entre el sermón y
el periódico. Los libros son expresión personal; pero el sermón y el periódico obedecen a un
fin impersonal. Los años de la escolástica ofrecen en la historia universal el único ejemplo
de una crianza espiritual que no permite en ningún país libro, discurso, pensamiento alguno
que contradiga a la unidad querida. Es este un dinamismo espiritual. Los antiguos, los indios,
los chinos hubieran visto con horror este espectáculo. Pero Justamente resurge esto como
resultado necesario del liberalismo europeo-americano; como decía Robespierre, es: «el
despotismo de la libertad contra los tiranos». En lugar de la hoguera aparece ahora el gran
silencio. La dictadura de los Jefes de partido se apoya sobre la dictadura de la prensa. Por
medio del dinero se pretende arrebatar a la esfera enemiga enjambres de lectores y pueblos
enteros, para reducirlos al propio alimento intelectual. El lector se entera de lo que debe
saber y una voluntad superior informa la imagen de su mundo. Ya no hace falta obligar a los
subditos al servicio de las armas, como hacían los príncipes de la época barroca. Ahora se
fustigan sus espíritus con artículos, telegramas, ilustraciones—¡Northcliffe!—hasta que ellos
mismos exigen las armas y obligan a sus jefes a una guerra a la que estos jefes querían ser
obligados.
Este es el final de la democracia. Si en el mundo de las verdades la prueba lo decide todo,
en el mundo de los hechos es el éxito lo decisivo. El éxito significa el triunfo de una corriente
vital sobre otras. La vida se ha impuesto; los ensueños de místicos filántropos se han
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convertido en instrumentos que manejan las naturalezas dominadoras. En la democracia
posterior resurge la raza y esclaviza los ideales o los tira con sarcasmo al arroyo. Asi
sucedió en la Tebas egipcia, en Roma, en China; pero en ninguna civilización adoptó la
voluntad de poderío una forma tan implacable. El pensamiento, y con él la acción de la
masa, queda sujeto bajo una presión de hierro. Por eso, y sólo por eso, se es lector y
elector, esto es, dos veces esclavo. Mientras tanto los partidos se convierten en obedientes
séquitos de unos pocos, sobre los cuales el cesarismo ya empieza alanzar sus sombras. Así
como la monarquía inglesa en el siglo XIX, asi los Parlamentos en el XX serán poco a poco
un espectáculo solemne y vano. Como allí el cetro y la corona, asi aquí los derechos
populares serán expuestos a la masa con gran ceremonia y reverenciados con tanto más
cuidado cuanto menos signifiquen. Esta es la razón de por qué el prudente Augusto no
desperdició ocasión de acentuar los usos sagrados de la libertad romana. Pero ya hoy el
poder se muda de casa y de los Parlamentos se traslada a círculos privados; igualmente las
elecciones se convierten en una comedía. lo mismo para nosotros que en la antigua Roma.
El dinero organiza la cosa en interés de los que lo tienen [284] y las elecciones se tornan un
juego preparado que se pone en escena como si fuera la autonomía del pueblo. Y si
primordialmente toda elección era una revolución en formas legales, esta forma ya se ha
agotado y no queda más que «elegir» uno mismo su sino con los medios primitivos de la
fuerza sangrienta, cuando la política del dinero resulta intolerable.
Por el dinero la democracia se anula a sí misma, después que el dinero ha anulado el
espíritu. Mas justamente porque todos los ensueños han volado, aquellos ensueños de que
la realidad pudiera cambiarse por las ideas de un Zenón o de un Marx; Justamente por
haber aprendido que, en el reino de la realidad, una voluntad de poderío sólo puede ser
derribada por otra voluntad de poderío—esta es la gran experiencia en la época de los
Estados en lucha—; justamente por eso despierta al fin un anhelo profundo de todo cuanto
vive de viejas y nobles tradiciones. La economía monetaria hastía hasta producir asco.
Espérase una salvación; escúchase atento por si llegara un sonido claro de honor y
caballerosidad, de nobleza interior, de renuncia, de deber. Y despunta entonces de nuevo
una época en la que despiertan en lo hondo los poderes formales de la sangre, que habían
sido reprimidos por el racionalismo de las grandes urbes. Todo lo que se ha conservado de
tradición dinástica, de vieja nobleza, de distinguidos hábitos superiores al dinero; todo lo que
es en si bastante fuerte para ser, según la frase de Federico el Grande, servidor del Estado
en labor dura, precavida, renunciadora, en posesión precisamente de un poder ilimitado;
todo lo que frente al capitalismo he llamado yo socialismo [285], todo eso se tornará de
pronto centro de enormes fuerzas vitales. El cesarismo crece sobre el suelo de la
democracia; pero sus raíces penetran en los subsuelos de la sangre y de la tradición. El
César antiguo debe su poder al tribunado, y su dignidad—y, por tanto, su duración—la posee
como príncipe. También retorna aquí otra vez el alma del gótico primero; el espíritu de las
órdenes de caballería supera a la rapiña de los Wikingos. Aunque los poderosos del futuro
—ya que la gran forma política de la cultura está irremediablemente superada—dominen el
mundo como su posesión privada, sin embargo, este poderío informe e ilimitado tiene una
misión que cumplir: la de cuidar sin descanso por ese mundo, cuidado que es lo contrarío de
los intereses en la época del dominio del dinero, y que requiere un alto sentimiento y
conciencia del deber. Pero justamente por eso se produce entonces la lucha final entre la
democracia y el cesarismo, entre los poderes directivos de una economía dictatorial y la
voluntad de los Césares que es puramente de orden político. Para comprender esto, para
comprender esta lucha final entre la economía y la política, lucha en la que la política
reconquista, su imperio, hace falta dedicar una mirada a la fisonomía de la historia
económica.
Notas:
[58] Véase t. III, pág. II, y nota a la pág. II.
[59] Sólo la mujer sin raza, la que no puede o no quiere tener hijos, la que ya no es historia,
podría hacer la historia de los hombres, imitarla. Por otra parte, hay un profundo sentido en
la designación de «viejas mujeres» con que se califican a veces, por sus convicciones
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antipolíticas, los pensadores, doctrinarios y místicos del humanitarismo.
Quieren imitar la otra política, la de las mujeres, aunque no pueden.
[60] Véase t. III, pág. 171 y ss.
[61] Mitteis, Reichsrecht und Volksrecht [Derecho imperial y derecho popular], 1891, pág. 63.
[62] Sohm, Institutionen, 1911, pág. 614.
[63] Sobre este principio descansa el concepto de dinastía en el mundo árabe—Omegas,
Comnenos, Sassanidas—, concepto difícil para nosotros. Cuando un usurpador ha
conquistado el trono despósase con algún miembro femenino de la comunidad
consanguínea, y continúa de este modo la dinastía. No hay, en principio, la menor idea de
una sucesión regular. Véase J. Wellhausen. Ein Gemeinwesen ohne Obrigkeit [Comunidad
sin superioridad], 1900.
[64] R. Fick, Die soziale Gliederung im nordöstlichen Indien zu Buddhas Zeit [La división
social en la India del nordeste en la Época
de Buda], 1897. pág. 301; K. Hillebrandt, Alt-Indien [La India antigua]. 1899, pág. 82.
[65] La facilidad con que en Rusia ha extinguido el bolchevismo las cuatro llamadas clases
sociales de la época petrínica—nobles, comerciantes, pequeños burgueses, labradores—
demuestra que estas clases eran simple imitación y práctica administrativa, pero sin
simbolismo.
Pues el simbolismo no se ahoga por la fuerza. Corresponden a las diferencias exteriores de
rango y de fortuna en el reino franco y visigodo y en el periodo miceniano, como aún las
entrevemos por las partes más viejas de la Ilíada. En lo futuro han de constituirse las
auténticas nobleza y sacerdocio rusos.
[66] Según el cual es un contrato sobre la mutua posesión de dos personas, contrato que se
cumplimenta en el mutuo uso de las peculiaridades sexuales.
[67] Oldenberg, Die Lehre der Upanishaden [La doctrina de los Upanishads], 1915, pág. 5
[68] Véase t. III, pág. 178.
[69] Véase t. III, pág. 13.
[70] Véase pág. 112 y s.
[71] Allende el bien y el mal, § 260.
[72] Al contrario, es posible refutar la propiedad, como tantas veces ha ocurrido en la
filosofía china, antigua, india y occidental.
Pero refutarla no es suprimirla.
[73] Más joven y de menor fuerza simbólica es la posesión de muebles, como alimentos,
utensilios, armas, posesión extendida en el reino animal. En cambio, el nido de un pájaro es
propiedad vegetativa.
[74] Propiedad, en este importante sentido, como algo que crece con uno mismo, no se
refiere tanto a la posesión individual como a la serie de generaciones en que la persona se
halla inclusa. Esto se manifiesta con gran fuerza en toda lucha entre familias aldeanas como
entre casas principescas; el señor posee el terreno en nombre de la estirpe.
Así se explica el miedo a la muerte sin sucesor. La propiedad es también un símbolo del
tiempo; por eso está en profunda conexión con el matrimonio. El matrimonio es una
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convivencia y mutua posesión, honda, vegetativa, entre dos seres humanos; acaba por
reflejarse incluso en la creciente semejanza de los rasgos individuales.
[75] Véase t. III, pág. 351.
[76] Después de la muerte, los heterodoxos quedan excluidos de la eterna beatitud del
tratado doctrinal y condenados al purgatorio de las notas, de donde, purificados por las
oraciones de los creyentes, ascienden al paraíso de los párrafos.
[77] Negros judíos, que se dedican todos a la profesión de herreros.
[78] El mir primitivo no nace hasta 1600 y no desaparece hasta 1861 contrariamente a lo
que afirman los entusiastas socialistas y paneslavos. La tierra es comunal, y los habitantes
de la aldea son mantenidos en ella para poder sacarles, con su trabajo, el importe del
impuesto.
[79] Brentano, Byzant. Volkswirtschaft, [Economía popular bizantina], 1917, pág. 15.
[80] El esclavo antiguo desaparece, en estos siglos, por sí mismo. Es éste uno de los más
claros indicios que revelan la extinción del sentimiento antiguo del mundo y de la economía.
[81] Belisario entregó 7.000 jinetes para la guerra contra los godos; ese contingente era el
que correspondía a sus dominios particulares. Pocos príncipes alemanes hubieran podido
hacer eso bajo Carlos V.
[82] Poehlmann, Röm Kaiserzeit [La época del Imperio romano], en la Historia universal de
Pflugk-Harttung, I, págs. 600 y ss.
[83] Véase pág. 42.
[84] A pesar de ED. Meyer, Gesch. d. Altertums [Historia de la Antigüedad], 1, § 343.
[85] Véanse las jerarquías chinas en Schindler, Das Priestertum im alten China [El
sacerdocio en la antigua China], págs. 61 y ss.; las egipcias correspondientes, en ED. Mater,
Gesch. d. Altertums [Historia de la Antigüedad], 1, § 222; las bizantinas, en la Notitia
dignitatum, que en parte proceden de la corte sassánida. En las ciudades antiguas hay viejos
títulos que aluden a cargos cortesanos—kolakretes, pritanes, cónsules—, Véase más
adelante,
[86] Hardy, Indische Religionsgeschichte [Historia de la religión en la India], pág. 36.
[87] M. Granet, Coutumes matrimoniales de la Chine antigüe, Toung-pao, 1912 págs. 517 y
ss.
[88] Ejemplo de ello es la vida de San Juan Crisóstomo,
[89] Las Memorias del duque de Saint-Simon muestran a las claras este proceso.
[90] Véase t. III, pág. 110.
[91] Corresponde a nuestro siglo XVII.
[92] K. J. Neumann, Die Grundherrschaft der römischen Republik [EÍ señorío del suelo en la
República romana], 1905; ED. MEYER, Kl. Schriften [Escritos breves].
[93] A. Rosenberg, Studien zur Entstehung der Plebs [Estudios sobre el origen de la plebe],
Hermes, XLVIII, 1913, págs. 359 y ss.
[94] Tomo III, pág. 148.
[95] Véase t. III, pág. 224 y ss.
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[96] Véase t. III, págs. 241 y ss.
[97] Por eso rechazan los derechos de la nobleza y el sacerdocio, y defienden los del dinero
y el espíritu, con expresa parcialidad en favor de la propiedad mueble sobre la inmueble.
[98] Véase t. III, pág. 112. El intento correspondiente de los Estuardos—espíritus
absolutistas—por introducir en Inglaterra el derecho romano fue desbaratado principalmente
por el jurista puritano Coke (+ 1634), lo que prueba una vez más que el espíritu de un
derecho es siempre espíritu partidista.
[99] Véase t. III, pág. 95.
[100] Sobre todo en la esfera del divorcio, para la cual rigen, yuxtapuestas y sin unión, la
concepción civil y la canónica.
[101] Tales son las formas del «Estado policía» y del «Estado cuartel», como los adversarios
recíprocos se adjetivan en son de burla y con incomprensión absoluta. Denominaciones
semejantes, con el mismo sentido, se encuentran en las teorías políticas de los chinos y los
griegos; O. Franke, Studien zur Geschichte des Confusianischen Dogmas [Estudios sobre la
historia, del dogma confuciano], 1920, págs. 211 y siguientes; R. v. Poehlmann, Geschichte
der socialen Frage un des Sozialismus in der antiken Welt [Historia de la cuestión social y
del socialismo en el mundo antiguo], 1912. En cambio, el gusto político, por ejemplo, de
Guillermo de Humboldt, que, como clásico, opone el individuo al Estado, no pertenece a la
historia política, sino a la literaria. Pues aquí no es considerada la capacidad vital del Estado
dentro del mundo real de los Estados, sino la vida privada por sí, sin tener en cuenta si
semejante ideal puede subsistir un momento, habiendo menospreciado la situación exterior.
Error fundamental de los ideólogos ha sido el prescindir por completo de la posición exterior
y fuerza exterior de un Estado, para no fijarse sino en la vida privada y en la estructura
interior del Estado, referida a la vida privada. Pero, en realidad, la libertad de la forma
interior depende enteramente de la fuerza y posición exterior. La diferencia entre la
revolución francesa y la alemana» por ejemplo, consiste en que aquélla dominó desde el
principio la situación exterior y, por lo tanto, la interior, mientras que ésta no. Por eso ésta ha
sido desde el principio una farsa.
[102] Que no es idéntica a la historia económica, en el sentido del materialismo histórico.
Sobre esto, véase el capítulo siguiente.
[103] Las grandes dignidades eclesiásticas han sido ocupadas, en los siglos, exclusivamente
por la nobleza de Europa, que puso al servicio de la Iglesia las cualidades políticas de su
sangre. De esa escuela salieron hombres de Estado como Richelieu, Mazarino y Talleyrand.
[104] Véase pág. 133.
[105] Ed. Meyer, Gesch. d. Alt. [Historia de la Antigüedad], 1, § 244.
[106] Incluso por la crítica china. Enfrente, en cambio, Schindler, Das Priestertum im alten
China [El sacerdocio en la vieja China], 1, Páginas 61 y ss.; Conrady, China, pág. 533.
[107] Véase pág. 131.
[108] Véase pág. 32 y s.
[109] Para el soberano del medio no hay «extranjero» (Kung-Yang) «El cielo no habla; hace
que un hombre anuncie sus pensamientos»
(Tung Chung-chu). Sus equivocaciones influyen en todo el cosmos y conducen a
conmociones en la naturaleza (O. Franke, Zur Geschichte des confuzianischen Dogmas
[Historia del dogma confuciano], 1920, páginas 212 y ss. y 244 y ss.). Este rasgo místico
universal es totalmente ajeno a las ideas de los antiguos y de los indios sobre el Estado.
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[110] No debe olvidarse que las enormes propiedades de la Iglesia se habían convertido en
feudos hereditarios de los obispos y arzobispos, los cuales no pensaban en permitir al papa,
como señor feudal, la menor intromisión.
[111] Tras la caída de la tiranía, hacia 500, los dos gobernantes del patriciado romano llevan
los títulos de pretor o de judex; pero justamente por eso me parece verosímil que procedan
de época anterior a la tiranía, del tiempo de la oligarquía antecedente y aun de la auténtica
monarquía. Como cargos cortesanos, tendrían entonces el mismo origen que el duque
(praeitor, conductor de ejércitos, en Atenas, polemarco) y el conde. La denominación de
cónsul (desde 366) es idiomáticamente arcaica; no significa, pues, una creación nueva, sino
la resurrección de un título (¿consejero del rey?) que acaso por los sentimientos oligárquicos
fuese durante mucho tiempo mal visto.
[112] Beloch. Griechische Geschichte [Historia griega], 1, S, páginas 214 y ss.
[113] Los espartanos, en la época mejor del siglo VI, podían armar unos 4.000 hombres
frente a una población total de casi 300.000 ilotas y periecos (Ed. Meyer, Gesch. d. Alt.
[Historia de la Antigüedad], III, § 264). Una fuerza aproximadamente igual debían tener las
estirpes romanas frente a los clientes y a los latinos.
[114] Ed. Meyer, Gesch. d. Alt. [Historia de la Antigüedad] 1,§ 264.
[115] Ibid., § 267 y s.
[116] Véase Ehrenberg, Die Rechtsidee im frühen Grietchentum [La idea del Derecho en la
Grecia primitiva]. 1921, pág. 65.
[117] Véase t. III, pág.. 34 y ss.
[118] Véase t. III, pág. 243.
[119] Véase t. III, pág. 256.
[120] F. Cumont, Mysterien des Mithra, 1910, págs. 74 y ss. El Gobierno sassánida, que
hacia 300 pasó del feudalismo al Estado de clases, fue, en todo y por todo, el modelo de
Bizancio en el protocolo, en la guerra caballeresca, en la administración y, sobre todo, en el
tipo del soberano. Véase A. Christensen, L´Empire des Sassanides, le peuple, L`Etat, la
cour, Copenhague, 1907.
[121] Ed. Meyer, Kl. Schriften [Obras breves], pág. 146.
[122] Véase t. III, pág. 344.
[123] Krümbacher, Byzantin. Literaturgeschichte [Historia de la literatura bizantina], pág. 918.
[124] Hay un hecho que proyecta gran claridad sobre la formación de ese cuadro, y es que
los descendientes de las dinastías Hia y Chang —que se suponían derrocadas—reinaron en
los Estados Ki y Sung durante la época Chu (Schindler, Das Priestertum im alten China [El
sacerdocio en la China antigua]. 1, pág. 39.) Esto demuestra, primero que el cuadro del
Imperio refleja retrospectivamente una situación anterior e incluso quizá contemporánea de
esos Estados: pero, sobre todo, que el concepto de la dinastía no es el corriente entre
nosotros, sino que supone una idea muy distinta de la familia. Puede compararse con esto la
ficción de que el emperador alemán, elegido siempre en terreno franco y coronado en la
capilla mortuoria de Carlomagno, es un «franco»; de lo cual en otras circunstancias pudiera
muy bien haberse formado la idea de una dinastía franca desde Carlos hasta Conradino (v.
Amira, en el German. Recht. [Derecho germánico], en el Grundriss [Manual], de Herman
Paul, III pág. 147 nota [Derecho germánico]. Desde la época de la ilustración, con Confucio,
ese cuadro sirve de base a una teoría del Estado, y más tarde aún ha sido usado por los
Cesares.
[125] O. Franke, Slud. z. Gesch. d. Konf. Dogmas [Estudios sobre la
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historia del dogma confuciano], págs. 247 y 251.
[126] Ejemplo característico es la unión personal de los Estados Ki
y Tseng, tachada de ilegal en Franke, pág. 251.
[127] Ed. Meyer, Gesch. d. Alt. [Historia de la Antigüedad], 1, § 281.
[128] G. Busolt, Griech. Staatskunde [El derecho político en Grecia],
1920, págs. 319 y ss. En su libro Staat und Gesellschaft der Griechen [El Estado y la
sociedad de los griegos], Wilamowitz niega la monarquía patriarcal, desconociendo así la
enorme distancia entre la situación del siglo VIII, indicada en la Odisea, y la del siglo VII.
[129] A. Rosemberg, Der Staat der alten Italiker [El Estado de los antiguos itálicos], 1913,
págs. 75 y ss.
[130] Partidos de clase eran también las dos grandes corporaciones bizantinas, que han sido
falsamente llamadas «partidos de circo». Esos verdes y esos azules se llamaban demoi y
tenían sus juntas directivas. El Circo no era—como el Palais Royal en 1789—sino el lugar de
las manifestaciones públicas, y tras éstas se hallaba la reunión de clases en el Senado.
Cuando Anastasio I, en 520, hizo triunfar la orientación monofisita, los verdes cantaban a
diario himnos ortodoxos y obligaron al emperador a presentar excusas públicas. En la
historia de Occidente, lo que corresponde a esto son los partidos parisienses bajo «los tres
Enriques» (1580), o los güelfos y gibelinos en la Florencia de Savonarola, o, sobre todo, las
facciones sublevadas en Roma bajo el papa Eugenio IV. La represión de la sublevación de
Nika en 532 por Justiniano funda el absolutismo político, en contra de las clases.
[131] De aquí se deriva un doble concepto de la emigración. Los reyes de Prusia llamaron
emigrantes a sus tierras, como los protestantes de Salzburgo y los refugiados franceses. En
cambio, Gelon de Siracusa, hacia 480, metió a la fuerza en Siracusa la población de otras
ciudades, y así Siracusa, de pronto, fue la primera gran ciudad de la Antigüedad.
[132] De esta época proceden los lekytos griegos encontrados en sepulcros del Esquilino.
[133] Wissowa, Religión der Römer [Religión de los romanos], página 242.
[134] W. SCHULZE, Zur Geschichte lateinischer Eigennahmen [Historia de los nombres
propios latinos], págs. 379 y ss.
[135] Véase pág. 135.
[136] Esto se revela también en la relación del Pontifex maximus con el Rex sacrorum. Este,
con los tres grandes Flamines, pertenece a la monarquía; los pontífices y las vestales
pertenecen a la nobleza.
[137] Véase t. III, pág. 91 y as.
[138] Véase t. III, pág. 245 y ss.
[139] Esto se ve claramente en Wilcken, Grunzüge der Papyrus- kunde [Principios de
papirología], 1912, págs. 1 y ss.
[140] Ed. MEYER, Cäsars Monarchie [La monarquía de César].
[141] Plutarco y Apiano describen las masas humanas que por las carreteras de Italia
caminaban hacia Roma para votar sobre las leyes de Ti. Graco. Pero esto justamente
demuestra que el hecho no había acontecido antes; y poco después de su acto de violencia
contra Octavio, advierte Graco su propia ruina, porque las masas se han vuelto a sus
respectivas tierras y no hay modo de reunirías en Roma por segunda vez. En tiempos de
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Cicerón, los comicios muchas veces no consistían sino en conversaciones entre algunos
políticos, sin participación de nadie. Pero jamás se le ocurrió a un romano la idea de que
pudiera cada cual votar en su pueblo; ni siquiera a los itálicos cuando en 90 luchaban por
conseguir el derecho de ciudadanía. Tal era la fuerza del sentimiento localista de la polis.
[142] En los Estados dinásticos occidentales el derecho privado es territorial, es decir, que
se aplica a todos los que habitan en el territorio, sin consideración a su ciudadanía. En
cambio en el Estado-ciudad el derecho privado tiene validez sólo para los ciudadanos. Por
tanto, la civitas significa infinitamente más que la ciudadanía moderna, pues sin ella el
hombre carece de derecho y no existe como persona.
[143] Véase t. III, pág. 88.
[144] Gercke-Nordeu, Einl. m. d. Alt.-Wiss. [Introducción a la arqueología], II, pág. 202.
[145] BUSOLT, Griech. Gesch. [Historia griega], II, pág. 346.
[146] Véase págs. 39 y 80. La fronda y la tiranía están ligadas con el puritanismo tan
profundamente—la misma época manifestándose en el Mundo político en vez de en el
religioso—como la Reforma está ligada con el Estado de clase, el racionalismo con la
revolución burguesa y la «segunda religiosidad» con el cesarismo.
[147] G. Wissowa, Religión d. Römer [Religión de los romanos], página 297.
[148] BELOCH, Griech. Gesch. [Historia griega]. I, 1, pág. 354.
[149] Ed. Meyer, Gesch. S. Alt. [Historia de la Antigüedad], I, § 281. Véase también en
«Cantos y cuentos del antiguo Egipto» (Madrid, Biblioteca de la Revista de Occidente) la
historia completa de Sinué.
[150] Ed. Meyer, Ibíd., § 280 y ss.
[151] Sobre la seguridad en la sucesión al trono véase pág. 175.
[152] § 286.
[153] § 283. Véase A. Erman, Die Mahnworte eines ägyptischen Propheten [Las
advertencias de un profeta egipcio]. Actas de la Academia de Prusia, 1919, pág. 804.
[154] S. Plath, Verfassung und Verwaltung Chinas [Constitución y administración de China],
Actas de la Academia de Munich, 1864, página 97; O. Franke, Stud. s. Gesch. d. Konf.
Dogmas [Estudios sobre la historia del dogma confuciano] págs. 255 y ss.
[155] La distancia de cincuenta años entre estos dos puntos críticos,
distancia que se destaca claramente en la estructura histórica del barroco y que puede
reconocerse también en el curso de las tres guerras púnicas, indica una vez más que las
fluctuaciones cósmicas, en figura de vida humana sobre la superficie de un pequeño astro,
no son nada substantivo por sí mismas, sino que están en profunda armonía con la infinita
movilidad del Todo. Un breve y muy extraño libro (Die Kriegs und Geistesperioden im
Völkerleben und Verkündigung des näschstes Weltkrieges [Los períodos de guerra y de
espíritu en la vida de los pueblos y anuncio de la próxima guerra mundial], 1896) R.
MEWES, establece una afinidad entre los periodos de guerra y los periodos meteorológicos,
las manchas solares y ciertas constelaciones planetarias, a consecuencia de la cual predice
una gran guerra entre 1910-1920.
Pero estos y muchos otros nexos que aparecen en la esfera de nuestros sentidos (véase t.
III, pág. 13) ocultan un misterio que debemos admirar, sin intentar violentarlo con
explicaciones causales o fantasmas intelectuales místicos.
[156] Sobre esto y lo que sigue véase mi libro Preussentum und Socialismus [Prusianismo y
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socialismo], págs. 31 y ss.
[157] Landed y Funded interest (J. Hatschek, Engl. Verfassungsgeschichte [Historia
continental inglesa], 1913, págs. 589785.). R. Walpole, el organizador del partido whig
(desde 1714), solía calificarse a sí mismo y al secretario de Estado Townshend como la
«firma» que, con diferentes propietarios, gobernó sin limitación hasta 1760.
[158] Véase R. Von Pöhlmann, Griech. Gesch. [Historia de Grecia], 1914, págs. 223-245.
[159] Ed. MEYER, Gesch. d. Alter. [Historia de la Antigüedad]. Véase § 809. Si el latín no
llegó a ser idioma literario sino posteriormente, después de Alejandro Magno, hay que
deducir que bajo los Tarquines era corriente el uso del griego y del etrusco, cosa que se
comprende perfectamente en una ciudad de aquel tamaño y situación, que mantenía
relaciones con Cartago, que hizo la guerra junto con Kyme, que usó el tesoro de Massalia en
Delfos, cuyas pesas y medidas eran dóricas, cuya organización militar era siciliana y en la
cual había una gran colonia extranjera. Livio (IX, 36) advierte—según datos antiguos—que
hacía 300 los niños romanos recibían una educación etrusca, como más tarde la recibieron
griega. La vieja forma de Ulises para designar a Odiseo demuestra que la leyenda homérica
no sólo era conocida, sino popular (véase pág. 43). Las leyes de las XII tablas (hacia 450)
concuerdan tan exactamente, no sólo por el contenido, sino por el estilo, también con las de
Gortyn en Creta—que tenían igual edad—, que no hay más remedio sino admitir que los
patricios romanos, sus autores, conocían al dedillo el griego de los juristas.
[160] Esta medida—usurpación de la administración por el ejército popular—corresponde al
establecimiento de tribunos consulares en Roma, por las revueltas militares de 438.
[161] Según B. Niese. La investigación moderna tiene razón al afirmar que el decenvirado
fue primeramente pensado como transitorio.
Pero la cuestión es saber qué se proponía el partido de los decenviros al reorganizar las
magistraturas, y sobre esto debió haber una crisis.
[162] A. Wahl, Vorgeschichte der französischen Revolution [Prehistoria de la Revolución
francesa], t. II, 1907, es la única exposición hecha desde puntos de vista universales. Todos
los franceses, incluso los más modernos, como Aulard y Sorel, ven las cosas desde algún
punto de vista partidista. Es un absurdo materialista el hablar de causas económicas de esa
revolución. La situación era mejor que en la mayoría de los demás países, incluso entre los
aldeanos—de los cuales no partió el movimiento—. La catástrofe se inició entre los cultos de
todas las clases, en la alta nobleza y en el clero, aun antes que en la alta burguesía, porque
el curso de la primera junta de notables (1787) había revelado la posibilidad de modificar
radicalmente la forma de gobierno conforme a los deseos de la clase burguesa.
[163] Incluso la revolución de marzo en Alemania, movimiento marcadamente provinciano,
fue un acontecimiento urbano y se verificó entre una parte mínima de la población.
[164] Véase t. III, pág. 140, y este tomo, pág. 70.
[165] Véase págs. 131 y 143 y s.
[166] J. Hatschek, Engl. Verfassungsgeschichte [Historia constitucional inglesa], pág. 588.
[167] Aun durante la época del terror existía en París el establecimiento del Dr. Belhomme,
en donde los miembros de la alta nobleza podían banquetear y danzar sin el menor peligro,
mientras pagasen a los jacobinos (G. Lenotre, Das revolutionäre París, pág. 409).
[168] El gran movimiento que hace uso de tos lemas marxistas no ha puesto a los patronos
bajo la dependencia de los trabajadores, sino que ha puesto a ambos—patronos y
trabajadores—bajo la dependencia de la Bolsa.
[169] Los dos partidos retrotraen su tradición y costumbres a 1680.
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[170] La «ilustración» moral y política fue también en Inglaterra un producto de la tercera
clase (Priestley, Paley, Paine, Godwin), y por eso no sabe qué hacer con el gusto distinguido
de Shaftesbury.
[171] El canciller del Tesoro, Pelham, sucesor de Walpole, hacía entregar por su secretario,
al término de cada período, a los miembros de la Cámara baja, sumas que oscilaban entre
500 y 800 libras, según el valor respectivo de sus servicios al Gobierno, es decir, al partido
whig.
El agente político Dodington escribía en 1741 sobre su actividad parlamentaria: «Nunca
asistí a un debate, a no ser obligado; nunca estuve ausente de una votación a la que pudiera
concurrir. Oí razones que me convencieron; pero ninguna influyó en mi voto.»
[172] Semejante ideal de gobierno personal significa aquí, efectivamente, la dictadura en
interés de ideales burgueses e «ilustrados».
Ello se deduce de la oposición al ideal estricto de la polis, el cual, según Isócrates, lleva
consigo la maldición de no poder morir.
[173] Diodoro XIV, 7. El espectáculo se repite en 317, cuando Agatocles, antiguo alfarero,
lanza sus bandas de mercenarios y de populacho sobre la nueva capa social superior.
Después de la matanza reunióse del pueblo» de «la ciudad purificada» y transfirió la
dictadura al «salvador de la verdadera y auténtica libertad» (Diodoro, XIX, 6 y ss.). Sobre
todo este movimiento, véase Busolt, Griech. Staatskunde [El derecho político griego], págs.
396 y ss., y Pöhlmann, Gesch. d. Sor. Frage [Historia de la cuestión social], I, págs. 416 y
ss.
[174] Ed. Meyer, Gesch. d. Alt. [Historia de la Antigüedad], IV, § 626 y 630.
[175] H. Delbrück, Geschichte der Kriegskunst [Historia del arte militar]. 1908, I, pág. 142.
[176] Año de la muerte de Dionisio, lo cual acaso no sea un azar.
[177] Unos tres o cinco tribuni militares consulari potestate, en vez de los cónsules.
Justamente por entonces el establecimiento de la soldada y de largo tiempo de servicio
debió tener por resultado la formación en las legiones de un núcleo de soldados
profesionales que tendrían en sus manos la elección de los centuriones y determinarían el
espíritu de las tropas. Es completamente falso hablar de levas entre los aldeanos.
Sin contar con que las cuatro grandes tribus urbanas daban una gran parte de la recluta,
cuya influencia era mucho mayor que su número.
Incluso la descripción arcaizante de Livio y otros revela claramente la influencia que ejercían
en la lucha de los partidos.
[178] Que, según K. J. Neumann, fue obra del gran censor.
[179] Según el derecho romano, el esclavo liberto obtiene el derecho de ciudadanía con muy
escasas limitaciones. Pero los esclavos procedían de todo el Mediterráneo, sobre iodo de
Oriente; de donde resultó que en las cuatro tribus urbanas se reunió una enorme masa
desarraigada, alejada de todas las tendencias de la sangre romana primitiva.
Esta masa destruyó pronto la vieja sangre, cuando consiguió, desde
los Gracos, poner el gran número en el primer plano de la fuerza política.
[180] La nobleza—nobilitas—se desenvuelve desde fines del siglo IV formando un estrecho
círculo de familias que tenían, o pretendían tener, entre sus antepasados algún cónsul.
Cuanto más rígida es esta condición tanto más abundantes se hacen las falsificaciones de
las viejas listas consulares, para «legitimar» las familias encumbradas, de fuerte raza y
grandes cualidades. El primer gran momento revolucionario de esas falsificaciones se
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encuentra en la época de Appio Claudio, cuando el edil curul Cn. Flavio, hijo de un esclavo,
ordenó la lista—entonces fueron inventados los sobrenombres de los reyes romanos según
estirpes plebeyas—. El segundo fue en la época de la batalla de Pydna (168), cuando el
dominio de la nobleza comenzó a adoptar formas cesáreas (E. Kornemann, Der
Priesterkodex in der Regia [El códice sacerdotal en la Regia], 19121 pág. 56). De los 200
Consulados entre 232 y 133 corresponden 159 a 26 familias; y a partir de entonces, estando
ya la raza cansada, y, por lo mismo, tanto más apegada al formalismo, el homo novus—
como Catón y Cicerón—es un fenómeno cada día más raro.
[181] Incluso en Francia, donde la clase judicial, en los «Parlements», menospreciaba
abiertamente al Gobierno y hasta mandaba arrancar de las esquinas las ordenanzas regias
para substituirlas por sus propios arrêts(R. Holtzmann, Fransös. Verfassungsgeschichte
[Historia constitución de Francia], 1910, pág. 353); en Francia, donde «se mandaba sin que
nadie obedeciese y había leyes que nadie cumplía» (A. Wahl Vorgesch. d. franz. Revolution
[Prehistoria de la revolución francesa]. 1, pág. 29); donde la alta finanza podía derribar a
Turgot y a quienquiera le incomodase con planes de reforma; donde el mundo educado de
los príncipes, nobles, clérigos y militares habían caído en la anglomanía y aplaudían a toda
especie de oposición; en Francia misma, digo, no hubiera sucedido nada si no hubiera
actuado de súbito una serie de casos intermedios; la moda de los oficiales de ayudar a los
republicanos americanos contra la monarquía inglesa, la derrota diplomática en Holanda (27
de octubre de 1787) en medio de la gran actividad reformadora del Gobierno, el continuo
cambio de Ministerio bajo la presión de circuios irresponsables. En el Imperio británico, la
pérdida de las colonias americanas fue consecuencia de los intentos hechos por los altos
círculos torys, de acuerdo con Jorge III, para robustecer el poder regio, aunque, claro está,
que en interés de dichos aristócratas. Este partido tenía en las colonias muchos adheridos
realistas, sobre todo en el Sur, que luchando por parte de Inglaterra decidieron la batalla de
Camden y emigraron al fiel Canadá, en su mayor parte, después de la derrota de los
rebeldes.
[182] En 1793 fueron elegidos 306 miembros de la Cámara baja por
un total de 160 personas. Old Sarum, el distrito electoral del viejo Pitt, constaba de una casa
de labor que enviaba dos diputados.
[183] Desde 1833 la nobleza inglesa ha empezado a colaborar con la burguesía, por medio
de una serie de reformas cautas, pero bajo su continua dirección y, sobre todo, en el marco
de su tradición, en la cual van creciendo los talentos jóvenes. La democracia se realizó de
manera que el Gobierno siguió estando estrictamente en forma, en la forma antigua
aristocrática, pero todo el mundo tuvo derecho—según su opinión—a hacer política. Esta
transición, en medio de una sociedad sin aldeanos y dominada por intereses comerciales es
la obra política más grande que en política interior se ha hecho en el siglo XIX.
[184] Véase Preussentum und Sozialismus [Prusianismo y socialismo]. págs. 40 y ss.
[185] La institución del tribunado romano es un ciego azar, cuyas felices consecuencias
nadie sospechaba. En cambio, las constituciones occidentales están meditadas y calculadas
en sus efectos exactamente; no nos importa ahora saber si esos cálculos son falsos o no.
[186] De las pocas obras europeas occidentales que se ocupan de la vieja historia china,
resulta que en la literatura china existen abundantes materiales sobre esta época,
correspondiente con exactitud a nuestro presente. Pero no hay todavía quien los haya
tratado de una manera seria. Véase Hübotter, Aus den Plänen der Kämpfenden Reiche [De
los planes de los imperios en lucha], 1912; PITON, The six great chancellors of Tsin [China
Rev.], XIII, págs. 102, 255 y 365; XÍV, pág. 3; Ed. Chavannes, Mém. hist. de Se-ma-tsien,
1895 ss.; Pfizmair, Sits. Wien. Ak. [Actas de la Academia vienesa], XLIII, 1863 (Tsin), XLIV
(Tsu); A, Tschepe, historie du royaume de Ou (1896), de Tchou (1903).
[187] Provincia actual de Schensi.
[188] En el Yangtsé medio.
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[189] XIII biografía de Se-ma-tsien. Hasta donde puede juzgarse por las referencias
traducidas, Pe-ki aparece, por la preparación y disposición de sus campañas, por la audacia
de sus operaciones, que empujan al enemigo al lugar en donde mejor puede ser batido, y
por la nueva dirección de las batallas, como uno de los mayores genios militares de todos
los tiempos, que merecería un estudio especial. De esta época procede también la muy
influyente obra de Sun-tsé (Sun Tzú) sobre la guerra: GlLES, Sun-tsé on the art of war,
1910.
[190] Véase págs. 83 y ss.
[191] Hoy hacía Chantung y Petschili.
[192] PITON, Lü-Puh-Weih, China Rev., XIII, págs. 365 y ss.
[193] Si en los textos chinos la expresión es tan absurda como en las traducciones, ello
demostrará solamente que la inteligencia de los problemas políticos desapareció en la época
imperial china tan rápidamente como en la romana, justamente porque no había ya
problemas vivos. El tan admirado Se-ma-tsien no es, en el fondo, sino un compilador, del
rango de Plutarco, con el que se corresponde en el sincronismo de los tiempos. El punto
culminante de la inteligencia histórica, que supone una vida histórica, de igual valía, debe de
haber estado en la época misma de los Estados en lucha, como para nosotros comienza en
el siglo XIX.
[194] Los dos, como la mayor parte de los políticos directores de la época, escucharon las
enseñanzas de Kwei-ku-tsé, quien, por su conocimiento de los hombres, por su honda visión
de las posibilidades históricas y su dominio de la técnica diplomática—arte de lo vertical y lo
horizontal»—, aparece como una de las personalidades más influyentes de aquella época.
Una significación semejante tuvo, después, el ya citado pensador y teórico militar Sun-tsé,
que fue el educador del canciller Li-si.
[195] Esto es, en comparación con la técnica ordinaria, que era insignificante. Frente a la
asiría y a la china aparecía como poco importante.
[196] El libro del socialista Moh-ti, de esta época, habla en la primera parte de la filantropía
universal y en la segunda de la artillería de fortaleza, extraño ejemplo de la oposición entre
verdades y hechos. Véase Forke, en Ostasiat, Zfschf, [Revista del Asia oriental], VIII.
[197] Más de 1 1/2 millón de hombres sobre unos 20 millones de habitantes en los Estados
del Norte.
[198] Entre los problemas modernos que entonces fueron resueltos se cuenta también la
rápida construcción de carreteras y puentes. El puente de Chattanooga, hecho para los
trenes militares más pesados, y que tenia 240 metros de largo y 30 de alto, fue construido en
cuatro días y medio.
[199] El Japón moderno pertenece a la civilización occidental, come la Cartago «moderna»
trescientos años antes de Jesucristo pertenecía a la antigua.
[200] Falta sobre la historia política y social del mundo arábigo, lo mismo que para la del
chino, una investigación profunda. La única excepción está formada por la evolución de la
frontera occidental hasta Diocleciano, que ha sido considerada hasta ahora como «antigua».
[201] Son unos cuantos miles que, formando el séquito de los primeros conquistadores, se
extienden desde Túnez al Turquestán y en seguida constituyen una clase cerrada en tomo a
los nuevos soberanos.
No puede hablarse en modo alguno de una «invasión de pueblos árabes».
[202] J. WELLHAUSEN, Das arabische Reich und sein Sturz [El Imperio Árabe y su caída],
1902, págs. 309 y ss.
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[203] Véase t. III, pág. 372.
[204] K. Dieterich, Byz. Charakterköpfe. [Figuras bizantinas], página. 54: «Ya que quieres
obtener de nosotros una respuesta, óyela: Pablo ha dicho: a algunos hízolos Dios apóstoles
de su Iglesia, a otros profetas. Pero no ha dicho nada de emperadores. No seguiremos, aun
cuando nos lo mandase un ángel; cuanto menos a ti.»
[205] Véase pág. 86.
[206] Huart, Gesch. d. Araber [Historia de los árabes]. 1914, I, página 299.
[207] Krumbacher, Bys. Litt. Gesch. [Historia de la literatura bizantina], pág- 969.
[208] Sobre lo que sigue, véase Krümbacher, págs. 960 - 990; C Neumann, Die Weltstellung
des byzantinischen Reiches vor den Kreuzzügen. [La posición del Imperio bizantino en el
mundo antes de las Cruzadas]. 1894, págs. 21 y ss.
[209] Krumbacher, pág. 993.
[210] El genial Maniakes, que fué proclamado emperador por el ejército en Sicilia y cayó en
1043 en su marcha contra Bizancio, era, al parecer, un turco.
[211] 1795-1580. Sobre lo que sigue, véase Ed. Meyer, Gesch. d. Alt. [Historia de la
Antigüedad], I, § 298 y ss.; Weill, La fin du moyen empire Egyptien (1918). La cronología de
Meyer es exacta, contra la de Petrie (1670 años); demuéstralo la solidez de las capas de los
hallazgos y el tempo de la evolución estilística, incluso la minoica; también lo comprueban
nuestras comparaciones con las épocas correspondientes de otras culturas.
[212] Véase pág. 180.
[213] Erman, Mahnworte eines ägyptischen Propheten [Advertencias de un profeta egipcio],
Sitz. Preuss. Ak. [Actas de la Academia prusiana], 1919, págs. 804 y ss.: «Los altos
funcionarios están depuestos, el país ha sido privado de la monarquía por unos pocos
insensatos y los consejeros del viejo Estado hacen la corte a los advenedizos; la
administración ha cesado, los documentos están destruidos, todas las diferencias sociales
suprimidas y los tribunales de justicia han caído en manos del populacho. Las clases
distinguidas pasan hambre y andan vestidas de andrajos; los padres golpean a los niños
contra los muros y arrancan las momias de los sepulcros; los míseros se hacen ricos y se
pavonean en los palacios con los rebaños y los barcos que han quitado a sus legítimos
poseedores; antiguas esclavas hablan recio, y los extranjeros sobresalen. El robo y, el
asesinato reinan; las ciudades están desiertas, los edificios públicos son presa de las llamas.
Las cosechas disminuyen; nadie piensa en la limpieza; los nacimientos se hacen raros. ¡Ay!
¡Ojalá el hombre deje de existir!» Esta es la imagen de una revolución en la gran urbe de
época postrera, semejante a las revoluciones helenísticas (pág. 213) y a las de 1789 y 1871
en París. Las masas de las grandes ciudades mundiales, instrumentos inconscientes de la
ambición de sus Jefes, pisotean todo rastro de orden y quieren imponer el caos fuera,
porque ellas mismas lo llevan dentro. Nada importa que, estos intentos cínicos y
desesperados procedan de extranjeros, como los hycsos o los turcos, o de los esclavos,
como Espartaco y Alí; nada importa que exijan el reparto de tierras, como en Siracusa, o
lleven un libro por delante, como el libro de Marx—todo eso es superficial—.
¿Qué importan las palabras que resuenan en el aire, cuando se abren las puertas y los
cráneos? El aniquilamiento es el impulso verdadero y único y el cesarismo el único
resultado. La ciudad mundial, demonio que se come al campo, ha puesto en movimiento sus
hombres sin raigambre ni futuro, que mueren al aniquilar.
[214] El papiro dice «el pueblo arquero de fuera». Son las tropas bárbaras a sueldo, a las
cuales se han unido los indígenas jóvenes.
[215] Una mirada, que lancemos sobre el Estado negro del Irak y sobre los intentos
«Correspondientes» de Espartaco, Sertorio, Sexto Pompeyo, basta para vislumbrar el
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número de las posibilidades. Weill supone entre 1785 y 1765 la caída del Imperio y un
usurpador (general); entre 1765 y 1075 muchos pequeños soberanos independientes en el
Delta; entre 1675 y 1633 las luchas por la unidad, sobre todo de los príncipes tebanos, con
su creciente séquito de soberanos dependientes, entre ellos los hycsos; en 1633, victoria de
los hycsos y derrota de los tebanos, y entre 1591-1571, victoria definitiva de los tebanos.
[216] Podrá mantenerse como idea entusiasta, pero nunca mis será aplicado en la realidad.
[217] Véase pág. 230, el trabajo citado de PITON.
[218] Hist., III, 81.
[219] Entre ellas la Constitución americana; y esto explica el notable respeto que el
americano siente por ella, aun cuando conozca claramente sus imperfecciones.
[220] Bien claro lo vio César; Nihil esse rem publicam, apellatio nem modo sine corpore ac
specie (Suetonio, Cés., 77).
[221] Véase t. III, pág. 75.
[222] Véase t. III, pág. 75.
[223] Refiere Cicerón en el discurso pro Sestio que en los plebiscitos no había más de cinco
hombres de cada tribu, los cuales, en realidad, pertenecían a otra. Pero esos cinco no
estaban allí sino para venderse a los prepotentes. Y unos cincuenta años antes habían
muerto en masa los itálicos por la conquista de ese derecho electoral.
[224] Y también—¡cosa extraña!—Ed. Meyer, en su obra maestra Cäsars Monarchie [La
monarquía de César], único trabajo del rango
de un estadista sobre esta época. (También sucede lo mismo en el trabajo anterior sobre
Augusto. Kl. Schr. [Pequeños tratados], págs. 441 y ss.)
[225] De re publica, del año 54, escrito destinado a Pompeyo.
[226] Véase pág. 199.
[227] Véase pág. 219.
[228] En el Somnium Scipionis, VI, 26, donde es llamado dios aquel que rija asi el Estado;
quam hunc mundum ille princeps deus.
[229] Fue justísimo Bruto al pronunciar junto al cadáver el nombre de Cicerón, y lo fue
también Antonio al señalar a Cicerón como autor intelectual del hecho. Pero la «libertad» no
significaba más que la oligarquía de algunas familias, pues la masa estaba ya, desde hacía
mucho tiempo, harta de sus derechos. Es evidente que junto al espíritu hallábase también el
dinero tras el hecho; las grandes fortunas de Roma veían en el cesarismo el fin de su
omnipotencia.
[230] En cambio, fue sostenido el taoísmo, porque predicaba el desvió de toda política.
«Rodéenme hombres gordos», dice César en Shakespeare.
[231] Esto ya no lo entiende Tácito. Odia a esos primeros Césares porque, por todos los
medios imaginables, se defendían contra una
oposición furtiva, que ya no existía desde Trajano.
[232] Véase pág. 103.
[233] Véase pág. 77.
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[234] «Perecen los imperios, pero un buen verso perdura», dijo W. v. Humboldt en el campo
de batalla de Waterloo. Pero la personalidad de Napoleón ha informado toda la historia de
los siglos próximos.
Los buenos versos—¿por qué no preguntó por ellos a un aldeano, en el camino?--son
buenos para la enseñanza de la literatura. Platón es eterno - para los filólogos—. Pero
Napoleón nos domina intensamente a todos: domina nuestros Estados y ejércitos, nuestra
opinión pública, toda nuestra realidad política y tanto más cuanto menos conscientes somos
de ello.
[235] Véase pág. 147.
[236] Tomo III, pág. 165, y este tomo, pág. 117.
[237] Véase pág. 150.
[238] Esto es lo que significa el principio inglés men not mensures. Que revela propiamente
el secreto de toda política triunfante.
[239] Véase L III, pág. 34, y el presente tomo, pág. 151.
[240] Véase pág. 119.
[241] Lo mismo puede decirse de las iglesias, que son algo muy diferente de las religiones.
Las iglesias son elementos en el mundo de los hechos, por lo cual, en el carácter de su
dirección, son políticas y no religiosas. No la predicación cristiana, sino el mártir cristiano
conquistó el mundo; y si tuvo fuerza para ello, débela no a la doctrina, sino al ejemplo del
Crucificado.
[242] No hay necesidad de insistir en que estos principios no son los de un Gobierno
aristocrático, sino los del gobernar en general.
Ningún jefe de masas—si tiene talento—, ni Cleón, ni Robespierre, ni Lenin, han actuado
nunca de otro modo. Quien se considere realmente como apoderado de la masa en vez de
regente de los que no saben lo que quieren, ese no tendrá ni un día el gobierno. La cuestión
es si los grandes jefes populares administran su posición para sí o para otros; y sobre este
punto podrían decirse muchas cosas.
[243] Primitivamente, reunión de diecinueve príncipes y ciudades (1529).
[244] Véase pág. 141.
[245] Por eso sobre el suelo de la igualdad burguesa la posesión del dinero toma en seguida
el puesto del rango genealógico.
[246] Véase pág. 139.
[247] Véase pág. 240. Véase también Wellhausen, Die relig. Polit. Oppositionsparteien im
alten Islam [Los partidos religiosos y políticos de oposición en el viejo Islam], 1901.
[248] Para la democracia, en Inglaterra y en América, es esencial que la clase aldeana esté
muerta en Inglaterra y no haya existido nunca en América. El cortijero norteamericano es
psíquicamente un urbano, y practica la agricultura como una industria. En vez de aldeas,
sólo hay fragmentos de grandes ciudades.
[249] Y dondequiera que existe entre las dos clases primordiales una oposición política—
como en Egipto, en la India y en Occidente— fórmase también un partido clerical, esto es,
que representa no la religión, sino la iglesia; no a los fieles, sino al clero como partido.
[250] Y su mayor contenido de elementos raciales les da mayor probabilidad para ello.
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[251] Plebs; corresponde al tiers —burgueses y aldeanos—del siglo XVIII.
Populus corresponde a la «masa» de las grandes ciudades en el siglo XIX.
La diferencia se revela en la actitud frente a los libertos, en su mayoría de origen no itálico.
La plebs. como clase, reducía los libertos al menor número de tribus posible, mientras que
en el populus, como partido, tuvieron pronto una preponderancia decisiva.
[252] Véase pág. 233.
[253] Silenciosamente fue al mismo tiempo la Iglesia católica pasando de la política de clase
a la de partido, y lo hizo con una seguridad estratégica que nunca será demasiado admirada.
En el siglo XVIII había sido completamente aristocrática por lo que se refiere al estilo de su
diplomacia, a los altos nombramientos y al espíritu de sus círculos superiores. Recuérdese el
tipo del «abate» y a los príncipes de la Iglesia que fueron ministros y embajadores, como el
joven cardenal de Rohan. Ahora, con sentido enteramente «liberal», ocupa la convicción el
lugar de la ascendencia y la laboriosidad el lugar del buen gusto; ahora se emplean los
grandes medios de la democracia—prensa, elecciones, dinero—con una habilidad, que raras
veces ha alcanzado y nunca ha superado el propio liberalismo.
[254] Sobre lo que sigue, véase: M. Gelzer., Die Nobilität der römischen Republik [La
nobleza en la república, romana], 1912, págs. 43 y ss., y A. Rosemberg, Untersüch. z. röm.
Centurienverf. [Investigaciones sobre la constitución de las centurias en Roma], 1911, págs.
62 y ss,
[255] Bien conocido es Tammany Hall en Nueva York. Pero las cosas caminan hacia el
mismo estado en todos los países regidos
por partidos. El Caucus americano que distribuye los cargos del Estado entre sus socios e
impone luego a la masa electoral su nombre, ha sido introducido en Inglaterra por
Chamberlain como National Liberal Federation, y desde 1919 se halla en Alemania en
evolución rápida.
[256] Véase pág. 70.
[257] Véase t. III, págs. 34 y s.
[258] Sobre la historia de este experimento trágico véase Ed. Meyer Gesch. d. Alt. [Historia
de la Antigüedad]. § 987 y ss.
[259] Véase pág. 331. Los «planes de los Estados en lucha», el Tschun Tsin-fan-lu y las
biografías de Se-ma-tsien están llenos de ejemplos de una intrusión pedantesca de la
«sabidurías en la política.
[260] Sobre este Estado de esclavos y jornaleros, «Estado del Sol», véase PAULYWISSOWA, Real. Enciclop. 2, 961. Igualmente, el rey revolucionario Cleómenes III de
Esparta (235) se hallaba bajo la influencia del estoico Sphairos. Se comprende por qué el
Senado romano repetidas veces desterró a los «filósofos y rotores», esto es, a los políticos
de negocio, fantásticos, agitadores.
[261] Véase pág. 77.
[262] Véase t. III, pág. 161.
[263] La democracia primera, la de las esperanzadas Constituciones, que para nosotros llega
hasta Lincoln, Bismarck y Gladstone, tiene que pasar por esa experiencia. La democracia
posterior, que para nosotros es la del parlamentarismo maduro, parte ya de esa experiencia.
Las verdades y los hechos, en la forma de ideal del partido y caja del partido, están ya
definitivamente separados. El auténtico parlamentario se siente libertado por el dinero de la
dependencia que va implícita en la ingenua concepción que del elegido tiene el elector.
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[264] Véase pág. 278.
[265] Véase pág. 139.
[266] Si, sin embargo, se siente libertada, ello demuestra una vez más la honda
incompatibilidad entre el espíritu urbano y la tradición espontáneamente formada, mientras
que existe una interior relación entre su actividad y el régimen y gobierno del dinero.
[267] La Constitución alemana de 1919, esto es, una constitución hecha ya en los umbrales
de la decadencia democrática, contiene con toda ingenuidad una dictadura de los partidos,
que han asumido todos los derechos, sin ser en serio responsables ante nadie. La famosa
representación proporcional y la lista del Imperio les aseguran la posibilidad de completarse
a sí mismos. En vez de los derechos del «pueblo», como en idea estaban en la Constitución
de 1848, aparecen sólo los derechos de los partidos; esto parece poca cosa, pero implica ya
el cesarismo de las organizaciones. En este sentido, es la Constitución más adelantada de la
época; deja entrever el final; bastan unas ligeras modificaciones para conceder al individuo
el poder ilimitado.
[268] En cambio, la legislación está vinculada en una magistratura, Aun en el caso de que la
aceptación de una ley se someta por la forma a una asamblea, sólo un magistrado, por
ejemplo, el tribuno, puede proponerla. Los deseos legislativos de la masa, casi siempre
sugeridos por los poderosos, se manifiestan, pues, en las elecciones de magistrados, como
el período de los Gracos lo demuestra.
[269] Todavía el quincuagenario César hubo de representar esta comedia, ante el Rubicón,
a sus soldados, porque estaban acostumbrados a ella, cuando se les pedía algo.
Corresponde próximamente a la oratoria de nuestros mítines.
[270] Pero el tipo de Cleón existió, naturalmente, también en Esparta y en Roma en la época
de los tribunos consulares.
[271] Gelzer, op. cit., pág. 94. Este libro, con el Cesar de Ed. Meyer, contiene la mejor
exposición de los métodos usados por la democracia romana.
[272] Inaurari. Con este fin recomienda Cicerón a su amigo Trebatio a César.
[273] Tributim ad prandium vocare, Cicerón en Pro Murena, 72.
[274] Se trata de millares de millones de sestercios que, desde entonces, pasaron por sus
manos. Las alhajas consagradas en los templos galos, que mandó traer a Italia, ocasionaron
una baja del oro. Del rey Ptolomeo sacaron él y Pompeyo, por su reconocimiento, 144
millones —y Gabinio otra vez sacó 240—. El cónsul Emilio Paulo (año 50) fue comprado por
36 millones. Curión, por 60. Esto da idea de las fortunas —muy envidiadas—que tenían sus
amigos. En el triunfo del año 46 recibió cada soldado (eran más de cien mil) 24.000
sestercios y los oficiales y jefes sumas mayores en proporción. A pesar de todo, a su
muerte, su tesoro bastó para asegurar la posición de Antonio.
[275] Gelzer, pág. 68.
[276] Se trata generalmente de exacción ilegal y venalidad. Pero estos delitos eran entonces
idénticos con la política misma. Los jueces, como los acusadores, los habían cometido, y
todo el mundo lo sabia muy bien. El arte consistía, pues, en vestir con las formas de la
pasión moral un discurso político de partido, cuyo fin propio sólo el iniciado comprendía.
Esto corresponde por completo a los usos parlamentarios moderaos. El «pueblo» se
quedarla muy admirado de ver cómo después de haberse maltratado con epítetos
tremendos en la sesión (para la reseña de la prensa) los adversarios charlan cordialmente
en los pasillos. Recuérdense también los casos en que un partido defiende con pasión una
proposición que, por acuerdo previo con los contrarios, está convenido rechazar. En Roma
lo importante, pues, no era el fallo; bastaba con que el acusado saliera de Roma
voluntariamente, renunciando así a la lucha política y a la ocupación de cargos.
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[277] Véase v. Pöhlmann, Griech. Geschichte [Historia de Grecia], 1914, pág. 236.
[278] Así, Rutilio Rufo, en el famoso proceso de 93, pudo ser condenado por haberse
opuesto, como era su deber, siendo gobernador, a las exacciones abusivas de los
arrendatarios de impuestos.
[279] Y como en correspondencia con «la artillería».
[280] El ejemplo más fuerte será, para las generaciones futuras, la cuestión de la «culpa» de
la guerra mundial, es decir, la cuestión de quién, por su dominio de la prensa y de los cables
internacionales, tendrá el poder de producir para la opinión mundial aquella verdad que
necesite para sus fines políticos, y mantenerla todo el tiempo que la necesite. Otra cuestión
muy distinta, que sólo en Alemania se confunde aún con la primera, es la cuestión,
puramente científica, de quién tuvo interés en que se produjera justamente en el verano de
1914 un acontecimiento sobre el cual ya entonces existía una copiosa literatura.
[281] En la preparación de la guerra mundial la prensa de países enteros fue
económicamente reducida a obedecer a Londres y París.
De este modo los pueblos correspondientes cayeron en una esclavitud espiritual rigurosa.
Cuanto más democrática sea la forma de una nación tanto más fácil y completamente
sucumbirá a este peligro. Es el estilo del siglo XX. Un demócrata de viejo cuño no pediría
hoy libertad para la prensa, sino libertad con respecto a la prensa. Pero entretanto los jefes
se han convertido en gentes «que han llegado», y tienen interés por asegurar su posición
sobre las masas.
[282] Comparada con esto, resulta inofensiva la quema de libros en China (véase pag. 255).
[283] Véase pág. 256.
[284] Aquí está el secreto de por qué todos los partidos radicales —esto es, pobres—se
convierten necesariamente en el instrumento del dinero—equites. Bolsa—. En teoría atacan
al capital; prácticamente dejan intacta la Bolsa y sólo en interés de ésta atacan la tradición.
Esto sucedió en la época de los Gracos, como sucede hoy, y en todos los países.
La mitad de los jefes populares se venden por dinero, cargos, participación en negocios. Y
con ellos todo el partido.
[285] Preussentum und Sozialismus [Prusianismo y socialismo], páginas 41 y ss.
Capítulo VI
El Mundo de las formas económicas
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A
El Dinero
1
El punto de vista para comprender la historia económica de las culturas superiores no debe
buscarse en el terreno mismo de la economía. El pensamiento y la acción económicos son
un aspecto de la vida, aspecto que recibe una falsa luz, si se le considera como una especie
substantiva de la vida. Y mucho menos podrá encontrarse dicho punto de vista en el terreno
de la economía mundial de hoy, que desde hace ciento cincuenta años ha tomado un vuelo
fantástico, peligroso y a la postre casi desesperado, vuelo que es exclusivamente occidental
y dinámico y en modo alguno universal humano.
Lo que hoy llamamos economía nacional (economía política) está asentado sobre supuestos
específicamente ingleses, La industria maquinista, desconocida de todas las demás culturas,
ocupa su centro, como si esto fuera evidente, y domina por completo la conceptuación y la
deducción de llamadas leyes, sin que los economistas se den cuenta de ello. El crédito, en la
figura especial que resulta de la relación inglesa entre el comercio mundial y la industria de
exportación, en un país sin aldeanos, sirve de base para definir las palabras capital, valor,
precio, fortuna, las cuales son, sin más ni más, aplicadas a otros estadios de cultura y a
otros círculos de vida. La insularidad de Inglaterra ha determinado en todas las teorías
económicas la concepción de la política y de su relación con la economía. Los creadores de
la visión económica fueron David Hume [286] y Adam Smith [287]. Todo lo que después se
ha escrito por encima de ellos y contra ellos supone siempre inconscientemente la
disposición critica y el método de sus sistemas. Y esto vale para Carey y List, como para
Fourier y Lassalle. Y por lo que se refiere a Marx, el gran enemigo de Adam Smith, ¿qué
importa que se proteste contra el capitalismo, si se está
de lleno en el mundo de las representaciones del capitalismo inglés? Es reconocerlo
implícitamente y el intento se limita a cambiar el orden de las cuentas para que los objetos
de éstas reciban el provecho de sujetos.
Desde Smith hasta Marx todos han practicado el análisis del pensamiento económico de una
sola cultura y en un solo período de su desarrollo. Es un análisis totalmente racionalista y
parte, por lo tanto, de la materia y sus condiciones, de las necesidades y de los estímulos,
en vez de partir del alma de las generaciones, clases, pueblos y de su fuerza morfogenética.
Considera al hombre como un elemento más de la situación e ignora la gran personalidad y
la voluntad histórica de individuos y grupos enteros, que en los hechos económicos ven
medios y no fines. Considera la vide económica como algo que puede explicarse sin
residuo, por causas y efectos visibles, algo que está dispuesto mecánicamente y encerrado
en sí mismo, manteniendo cierta relación causal con los círculos de la política y de la
religión—que también son pensados en si mismos—. Esta manera de consideración es
sistemática, no histórica; por eso cree en la validez intemporal de sus conceptos y reglas y
tiene la ambición de establecer la única regla justa de «la» economía. Por eso dondequiera
que sus verdades han entrado en contacto con los hechos han tenido que sufrir un perfecto
fracaso, como ha sucedido igualmente con las profecías sobre el estallido de la guerra por
teóricos burgueses [288] y con la institución de la Rusia soviética por los teóricos proletarios.
No existe, pues, economía, si por economía se entiende una morfología del aspecto
económico de la vida, esto es, de la vida de las grandes culturas con su evolución de cierto
estilo económico, evolución homogénea en sus períodos, en su tiempo y en su duración. La
economía, en efecto, no posee sistema, sino fisonomía. Para descubrir el secreto de su
forma interior, de su alma, hace falta tacto fisiognómico. Para tener éxito en ella hay que ser
conocedor, como se es entendido en hombres o entendido en caballos; no se necesita
«saber», como tampoco el jinete necesita saber zoología. Pero ese conocimiento del
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conocedor o entendido puede ser estimulado en el caso de la economía por una visión
lanzada sobre la historia.
La mirada histórica puede rastrear impulsos raciales obscuros que actúan en los seres
económicos para dar a la actuación exterior—a la «materia» económica—una figura que
corresponda simbólicamente a la propia forma interior. Toda vida económica es la expresión
de una vida psíquica.
Es ésta una concepción nueva, una concepción alemana de la economía, que está situada
allende el capitalismo y el socialismo. Estos dos sistemas, nacidos de la inteligencia sobria,
burguesa, del siglo XVIII, no querían ser otra cosa que análisis material—y sobre éste una
construcción—de la superficie económica. Lo que hasta ahora se ha enseñado es mera
preparación. El pensamiento económico, como el jurídico, aguarda todavía su
desenvolvimiento propiamente dicho [289], que hoy, como en la época helenístico-romana,
no puede iniciarse hasta que el arte y la filosofía hayan ingresado definitivamente en el
pretérito.
El ensayo siguiente no pretende ser sino una visión rápida de las posibilidades que aquí
existen.
La economía y la política son aspectos de la existencia una, viviente y fluyente; no, pues, de
la conciencia vigilante, no del espíritu [290]. En la economía, como en la política, se
manifiesta el ritmo de las oleadas cósmicas que están presas en la sucesión generadora de
los seres individuales. Ni la economía, ni la política tienen historia, sino que ellas mismas
son historia. Rige en ellas el tiempo irreversible, el cuando. Ambas pertenecen a la raza y no
al idioma, con sus tensiones espaciales y causales, como la religión y la ciencia. Ambas se
rigen por los hechos, no por las verdades. Existen sinos políticos y económicos, así como,
en todas las doctrinas religiosas y científicas, existe un nexo intemporal de causa y efecto.
La vida tiene, pues, una manera política y una manera económica de estar «en forma» para
la historia. Esas dos maneras, la política y la económica, podrán superponerse, o apoyarse
una en otra, o combatirse una a otra; pero la política es siempre absolutamente la primera.
La vida quiere conservarse e imponerse, o, mejor dicho, quiere hacerse más fuerte para
imponerse, «En forma» económica se encuentran los torrentes de existencia para sí
mismos; pero «en forma» política se encuentran para su relación con los demás. Lo mismo
sucede en la más sencilla planta monocelular que en los enjambres y pueblos de los seres
más libres y móviles en el espacio. ¡Alimentarse y combatirse! La diferencia de rango entre
ambos aspectos vitales se reconoce fácilmente en su relación con la muerte. No hay
contradicción más honda que la que media entre la muerte de inanición y la muerte heroica.
Económicamente la vida es amenazada, indignificada, rebajada por el hambre—en el
sentido más amplio de la palabra—-; a esto mismo se refiere la imposibilidad de
desenvolver plenamente las fuerzas, la estrechez del espacio vital, la obscuridad, la presión,
no sólo el peligro inmediato. Pueblos enteros hay que han perdido la energía racial, por la
mezquindad de su vida.
En estos casos el hombre muere de algo, no por algo. La política sacrifica los hombres a un
fin; caen los hombres por una idea. Pero la economía los hace periclitar. La guerra es la
creadora, el hambre es la aniquiladora de todas las grandes cosas.
En la guerra la vida es realzada por la muerte, a veces hasta llegar a esa fuerza invencible
que por si sola es ya la victoria.
El hambre provoca esa especie de miedo vital, índole fea, ordinaria e inmetafísica en que el
mundo de las formas superiores de una cultura se sumerge, para dar comienzo a la desnuda
lucha por la existencia entre bestias humanas.
Ya hemos hablado del doble sentido que hay en toca historia y hemos visto cómo se revela
en la oposición entre el varón y la mujer [291]. Existe una historia privada que representa la
«vida en el espacio» como sucesión de las generaciones, y existe una historia pública que la
defiende y asegura mediante el «estar en forma» política. Estos dos aspectos—el huso y la
espada—de la existencia hallan su expresión en las ideas de la familia y del Estado; pero
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también en la figura primordial de la casa [292], en donde los buenos espíritus del lecho
conyugal—el Genio y la Juno de los domicilios romanos—son protegidos por la puerta, por
Jano. Pues bien: junto a la historia privada de la generación camina la historia económica.
Su fuerza es inseparable de la duración asignada a una vida floreciente; la alimentación va
estrechamente unida al misterio de la generación y de la concepción. Este nexo aparece en
toda su pureza en la existencia de las fuertes estirpes aldeanas, que radican sanas y
fecundas en el seno de la tierra. Y así como en la imagen del cuerpo el órgano sexual está
enlazado con el de la circulación de la sangre [293], así el hogar sagrado, Vesta, constituye
en el otro sentido el centro de la casa.
Precisamente por eso la historia económica significa algo muy distinto de la historia política.
En ésta ocupan el primer plano los grandes sinos singulares, que aunque se realizan en las
formas necesarias de la época, son, sin embargo, cada uno por si estrictamente personales.
En aquélla, como en la historia de la familia, trátase del curso evolutivo que sigue el idioma
de las formas, y lo singular y personal constituye el sino privado, poco importante. Sólo la
forma fundamental de millares de casos entra en consideración. Pero la economía no es, sin
embargo, más que la base de toda vida significativa. No es lo importante, propiamente, el
estar bien nutrido, bien dispuesto y capaz de fecundación, como individuo o como pueblo,
sino el para qué de esa buena disposición. Cuanto más alto se encumbra el hombre en la
historia, tanto más excede su voluntad política y religiosa en intimidad de simbolismo y en
poder de expresión a todas las formas y profundidades que pueda poseer la vida económica.
Sólo cuando, al despuntar la civilización, se inicia el reflujo de todas las formas, sólo
entonces es cuando los contornos del mero vivir aparecen desnudos e imperiosos. Esta es la
época en que la mezquina frase del «hambre y el amor», como fuerzas impulsivas de la
existencia, cesa de ser un dicho desvergonzado; esta es la época en que el sentido de la
vida ya no es el ser más fuerte, sino la felicidad del mayor número, la bienandanza y la
comodidad, «panem et circenses», y en lugar de la gran política aparece la política
económica como un fin en si.
Perteneciendo la economía al aspecto racial de la vida tiene, como la política, una
costumbre y no una moral [294]—que tal es la diferencia entre la nobleza y el sacerdocio,
entre los hechos y las verdades—. Toda clase profesional posee, como toda clase
primordial, un sentido evidente no para el bien y el mal, sino para lo bueno y lo malo. Quien
no tiene ese sentido carece de honor y de distinción. Porque el honor está aquí también en
el centro y traza la separación entre el sentido fino de lo conveniente, entre el tacto
económico del hombre activo y la consideración religiosa del mundo, con su concepto
fundamental del pecado. Existe un honor profesional bien definido entre comerciantes,
obreros, aldeanos, con gradaciones finas, bien que no menos precisas, para el detallista, el
exportador, el banquero, el contratista, el minero, el marinero, el ingeniero e incluso, como
es sabido, para los ladrones y mendigos cuando se sienten compañeros de profesión. Nadie
ha establecido ni escrito esas costumbres; pero existen. Como todos los hábitos de clase,
son costumbres diferentes en diferentes tiempos, y sólo son obligatorias dentro del círculo
de los participantes. Junte a las virtudes nobles de la fidelidad, valentía, caballerosidad,
camaradería, virtudes que ninguna comunidad profesional ignora, aparecen opiniones muy
precisas sobre el valor moral del celo, del éxito, del trabajo, y un sentimiento extraordinario
de la distancia. Estos preceptos se tienen sin saberlos—la infracción es la que nos da
conciencia de la regla—por oposición a los mandamientos religiosos, que son intemporales y
universalmente válidos, pero que, como ideales nunca realizados, hay que aprenderlos para
conocerlos y poderlos seguir.
Los conceptos fundamentales ascéticos y religiosos carecen de sentido en la vida
económica. Para el verdadero santo toda la economía es pecado [295], y no sólo el
préstamo a rédito y la alegría de ser rico o la envidia del pobre al rico. El dicho de los linos
en el campo es absolutamente verdadero para las naturalezas profundamente religiosas—y
filosóficas—. Estas naturalezas están, con todo el peso de su ser, fuera de la economía y de
la política, fuera de todos los hechos «de este mundo». Enséñalo la época de Jesús, como la
de San Bernardo, como el sentir fundamental del ruso actual, y no menos la vida de un
Diógenes o un Kant. Por eso eligen algunos libremente la pobreza y la peregrinación y se
recluyen en celdas y en bibliotecas. Una religión o filosofía no actúa jamás
económicamente; esta actuación queda reservada al organismo político de las iglesias o al
organismo social de una comunidad teórica. La actuación económica es siempre una
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transacción con este mundo y un signo de voluntad de potencia [296].
2
Lo que pudiéramos llamar vida económica de una planta se verifica en la planta misma sin
que ésta sea otra cosa que el teatro y el objeto pasivo de un proceso natural [297]. Este
elemento vegetativo persiste inalterado en el fondo de la «economía», incluso de la del
cuerpo humano, llevando su existencia extraña y sin voluntad bajo la forma de los órganos
de circulación. Pero con el cuerpo de los animales, cuerpo libremente móvil en el espacio,
añádese a la existencia la vigilia, la percepción intelectiva y, con ella, la necesidad de
procurarse uno mismo la conservación de la vida. Aquí comienza el terror de la vida, que
impulsa a tantear, ventear, acechar, espiar con sentidos cada día más agudos, y sobre esto
incita a movimientos en el espacio, a buscar, atesorar, perseguir, engañar, robar, acciones
que en muchas especies, como los castores, hormigas, abejas, y en muchos pájaros y
fieras, se encumbran hasta los comienzos de una técnica económica que supone reflexión,
es decir, cierta separación entre la intelección y la sensación. El hombre es propiamente
hombre según el grado en que su intelección se ha separado de la sensación, y, constituida
en pensamiento, interviene creadora en las relaciones entre el microcosmos y el
macrocosmos. Animales todavía la astucia femenina frente al varón y esa «gramática
parda» que los aldeanos emplean para obtener pequeñas ventajas. En nada se diferencian
de la astucia del zorro; con ma sola mirada inteligente penetran el secreto de su víctima. Por
encima de esto hállase, empero, el pensamiento económico, que labra el campo, cría el
ganado, transforma, ennoblece, cambia las cosas e inventa mil medios y métodos para
elevar la vida y convertir en soberanía la dependencia del hombre respecto del mundo
circundante. Esta es la base de todas las culturas. La raza se sirve de un pensamiento
económico que puede llegar a ser tan poderoso que se desprenda de sus fines,
construyendo teorías abstractas y perdiéndose en utopías lejanas.
Toda vida económica superior se desarrolla sobre la base de una clase aldeana. Sólo el
aldeano no presupone nada [298].
Constituye, en cierto modo, la raza en si, vegetativa e inhistórica [299], creando y
consumiendo para si, con la vista puesta en el mundo, ante el cual todos los demás valores
económicos le parecen incidentes despreciables. Frente a esta economía productora
aparece una nueva especie de economía conquistadora, que hace uso de la primera como
de un objeto, alimentándose de ella, reduciéndola a tributo o robándola. La política y el
tráfico son, en los principios, inseparables por completo; ambos se conducen en modos
dominadores, personales, guerreros, con un hambre de poder y de botín que supone una
manera totalmente distinta de ver el mundo—no desde un rincón, sino desde la altura—,
como se revela claramente en la elección del león, el oso, el buitre, el halcón, como
animales heráldicos. La guerra primordial es siempre rapiña; el comercio primordial va
siempre unido a saqueo y piratería. Las sagas islandesas cuentan cómo los Wikingos
conciertan a veces con la población una paz comercial de dos semanas, pasada la cual las
armas refulgen y comienza el botín.
La política y el comercio en forma desarrollada—arte de obtener sobre el contrario éxitos
positivos mediante superioridad espiritual—son substitutivos de la guerra con otros medios.
Toda diplomacia es negocio; todo negocio es diplomacia, y ambos se fundan en un
conocimiento penetrante de los hombres y en tacto fisiognómico. El espíritu emprendedor de
los grandes navegantes (como los hubo entre los fenicios, los etruscos, los normandos, los
venecianos, los hanseáticos); de los grandes banqueros (como los Fugger y los Médicis); de
los grandes financieros (como Craso, los magnates mineros y los trustmen de nuestros días),
exige dotes estratégicas de general, si las operaciones han de resultar afortunadas. El
orgullo de la estirpe, la herencia paterna, la tradición familiar, se forman en esto del mismo
modo; las «grandes fortunas» son como reinos y tienen su historia [300]; y Polícrates, Solón,
Lorenzo de Médicis, Jürgen Wullenweber no son los únicos ejemplos de ambición política
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desarrollada sobre el tronco de la ambición mercantil.
Pero el principe y el hombre de Estado auténticos quieren dominar. El auténtico negociante
sólo quiere ser rico. Aquí se diferencia la economía conquistadora en medio y en fin [301].
Se puede buscar el botín por el poder o el poder por el botín.
El gran soberano, un Hoang-Ti, un Tiberio, un Federico II, quiere también ser rico en tierras
y hombres, pero les acompaña el sentido de una superior obligación. Con la conciencia
tranquila y como quien realiza una evidente función puede alguien hacer uso de los tesoros
del mundo, llevar una vida de brillo, esplendor y aun derroche, si tiene la sensación de ser el
órgano de una misión histórica, como Napoleón, Cecil Rodees y el Senado romano del siglo
ni. Estos hombres casi no conocen, con respecto a si mismos, el concepto de la propiedad
privada.
Quien aspira a meros provechos económicos—como en la época romana los cartagineses y
hoy, en mayor grado aún, los americanos—, no está capacitado para el pensamiento político
puro; será siempre explotado y engañado en las decisiones de la alta política, como
demuestra el ejemplo de Wilson, y más aún cuando la falta de instinto político es suplida por
sentimientos morales. Por eso los grandes núcleos económicos del presente, tanto los
empresarios como los trabajadores, van en lo político de fracaso en fracaso, a no ser que
encuentren para dirigirlos un auténtico político, el cual entonces se sirve de ello. El pensar
político y el pensar económico, a pesar de su coincidencia en la forma, son
fundamentalmente distintos en la dirección y, por lo tanto, en todas las singularidades
tácticas. Los grandes éxitos económicos [302] despiertan un sentimiento ilimitado de poderío
público. En la palabra «capital» se percibe claramente este matiz. Pero en algunos
individuos experimenta entonces un cambio el colorido y dirección de su voluntad y el
criterio aplicado a las situaciones y las cosas.
Sólo cuando se ha dejado realmente de sentir la empresa como un asunto privado; sólo
cuando el fin de la empresa ya no es la simple adquisición de riqueza; sólo entonces existe
la posibilidad de que un empresario se convierta en hombre de Estado. Este fue el caso de
Cecil Rhodes. En cambio, existe para los hombres del mundo político el peligro de que su
voluntad y su pensamiento se rebajen, apartándose de los problemas históricos para
ocuparse de la vida privada. Entonces la nobleza se convierte en bandidaje; entonces
aparecen los conocidos príncipes, ministros, jefes populares y héroes revolucionarios, cuyo
celo se agota en una vida de holganza y en la acumulación de riquezas—entre Versalles y el
club de los jacobinos, entre empresarios y jefes de los trabajadores, entre gobernadores
rusos y bolcheviques no existe diferencia—, y en la democracia ya madura la política de los
«arrivistas» no sólo es idéntica al negocio, sino idéntica a las más sucias especies de
negocios y especulaciones.
Mas precisamente en eso se manifiesta la marcha misteriosa de una cultura superior. Al
principio aparecen las clases primordiales, nobleza y sacerdocio, con su simbolismo del
espacio y el tiempo. Asilen una sociedad bien organizada [303], tienen la vida, política y la
emoción religiosa su lugar fijo, sus sujetos propios y sus fines absolutamente propuestos,
para los hechos como para las verdades, y en lo hondo se mueve la vida económica en una
trayectoria inconscientemente segura.
El torrente de la existencia, empero, comienza a verterse entre las casas pétreas de la
ciudad, y entonces el dinero y el espíritu asumen la dirección histórica. Hácense cada día
más raros el heroísmo y la santidad con el ímpetu simbólico de su anterior existencia, y se
recluyen en circuios cada día más estrechos. En su lugar aparece la fría claridad burguesa.
En el fondo, la conclusión de un sistema y el balance de un negocio exigen la misma
especie de inteligencia especializada. La vida política y la vida económica, que casi ya no
separan diferencias de rango, tócanse y mézclanse, como igualmente el conocimiento
religioso y el conocimiento científico. El curso de la existencia pierde sus formas severas y
ricas en el comercio de las grandes ciudades. Rasgos económicos elementales aparecen en
la superficie y se mezclan con los restos de la política clásica. Al mismo tiempo la ciencia
soberana incorpora la religión entre sus objetos. Sobre una vida exclusivamente
politicoeconómica dilátase una emoción crítico-edificativa. De aquí, al fin, resulta que las
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viejas clases decaídas abren paso a ciclos vitales individuales, de potencia genuinamente
política y religiosa, ciclos que llegan a ser el sino del conjunto.
Asi surge la morfología de la historia económica. Existe una economía primordial «del»
hombre que, como la de la planta y la del animal, cambia de forma en los periodos
biológicos [304].
Domina por completo en la época primitiva y se mueve entre las culturas superiores, y
dentro de ellas, sin regla fija, con infinita lentitud y confusión. Los animales y las plantas son
incorporados a esa economía y transformados mediante doma, cría, afinamiento,
recolección; el fuego y los metales son explotados; las propiedades de la naturaleza no
viviente son sometidas al servicio de la vida, por medio de procedimientos técnicos.
Todo esto está compenetrado con costumbres y sentidos político-religiosos, sin que pueda
establecerse una separación clara entre tótem y tabú, hambre, angustia del alma, amor
sexual, arte, guerra, sacrificios, creencias y experiencia.
Muy distinta, en concepto y evolución, es la historia económica de las culturas superiores.
Esta historia tiene su forma fija, su tempo y su duración determinadas. Cada cultura tiene su
propia economía. Al feudalismo pertenece la economía del campo sin ciudades. Con et
Estado, gobernada desde ciudades, aparece la economía urbana del dinero, que al
despuntar la civilización se eleva a dictadura del dinero, al mismo tiempo que vence la
democracia de las urbes mundiales. Cada cultura tiene su mundo de formas, desarrollado
con independencia. El dinero corpóreo de estilo apolíneo—la moneda acuñada—es tan
distinto del dinero occidental—dinero de relación fáustico-dinámico constituido por unidades
de crédito—como la ciudad-Estado difiere del Estado de Carlos Quinto. Pero la vida
económica, como la social, toma la forma de una pirámide [305]. En la base rural
mantiénese una situación completamente primitiva, casi intacta, de cultura. La economía
urbana posterior, que ya es obra de una minoría decidida, mira constantemente con
menosprecio la economía rural, que en torno sigue existiendo, y que considera llena de
suspicacia y de odio el estilo perespiritualizado de la urbe. Al fin la ciudad mundial produce
una economía mundial—civilizada—que irradia de muy escasos centros, sometiendo al resto
provinciano, mientras que en lejanas comarcas domina a veces todavía la costumbre
primitiva—patriarcal—. Con el crecimiento de las ciudades, la vida se hace cada día más
artificial, más refinada, más complicada. El trabajador de la gran ciudad, en la Roma
cesárea, o en el Bagdad de Harun al Raschid, o en el Berlín actual, considera como
evidentes muchas cosas que el aldeano rico, en el campo, considera como lujo superfluo.
Pero esa evidencia es difícil de conseguir y difícil de mantener. La cantidad de trabajo de
todas las culturas crece en medida enorme, y asi, al principio de toda civilización, se
desarrolla una intensidad de vida económica que, en su tensión, resulta exagerada y
siempre en peligro, sin poder nunca conservarse por mucho tiempo. Al fin se forma una
situación rígida y duradera, con una mezcla extraña de rasgos refinados y
perespiritualizados con otros primitivísimos, como pudieron observarla los griegos en Egipto
y nosotros en las actuales India y China, a no ser que desaparezca al empuje subterráneo de
una cultura joven, como le sucede a la Antigüedad en la época de Diocleciano.
Ante este movimiento económico, los hombres están «en forma» constituyendo clases
económicas, como ante la historia universal constituyen clases políticas. Cada individuo
tiene una posición económica dentro de la contextura económica, como tiene algún rango
dentro de la sociedad. Ambos complejos determinan, cada uno a su modo, el sentir, el
pensar, el conducirse del hombre. La vida quiere ser y además significar algo, y la confusión
de nuestros conceptos ha sido, finalmente, aumentada por el hecho de que ciertos partidos
políticos hoy, como en la época helenística, han ennoblecido en cierto modo algunos grupos
económicos, cuya vida querían favorecer, y los han ennoblecido, elevándolos a la categoría
de clase política.
Asi Marx con el grupo de los trabajadores de fábrica.
La primera clase, la clase auténtica, es la nobleza. De la nobleza se deriva el oficial y el juez
y todo lo que pertenece a las altas categorías del gobierno y de la administración. Estas son
formas de clase, que significan algo. También pertenecen la erudición y la ciencia [306] a la
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clase sacerdotal, con una típica índole de exclusivismo. Pero el simbolismo grande se acaba
con el castillo y la catedral. El «tiers» es ya la no-clase, la clase que se forma con el resto,
una colección abigarrada y múltiple que, como tal, no significa nada, salvo la protesta
política, y que se da. a si misma significación, tomando partido. El burgués no se siente
burgués, sino que es «liberal», y no puede decirse que su persona représenle una gran
causa, sino que pertenece a ella por su convicción. La debilidad de esta forma social es
causa de que la económica destaque más en las «profesiones», asociaciones y gremios. En
las ciudades, por lo menos, se designa a los hombres por la profesión de que viven.
Económicamente, lo primero, lo primordial y casi lo único es el aldeano [307]. La vida rural
es la absolutamente productiva, la que hace posible las demás vidas. Las clases
primordiales de la sociedad fundan su vida, en los tiempos primitivos, sobre la caza, la
ganadería, la posesión de tierras, y aun para la nobleza y el sacerdocio de las épocas
posteriores es ésa la única posibilidad distinguida de tener «bienes». Frente a ella está la
vida del comercio [308], que es medianería y botín; esta vida con relación al pequeño
número, es de gran potencia y desde muy pronto se hace indispensable; constituye un
refinado parasitismo, completamente improductivo, y por eso ajeno al campo, errante,
«libre», sin la carga anímica de las costumbres y usos de la tierra, una vida que se nutre de
las demás vidas. Entre ellas crece, empero, una tercera especie de economía, la economía
elaborativa, la economía de la técnica, en innumerables oficios y profesiones, que reducen a
aplicación creadora la meditación sobre la naturaleza y cuyo honor y conciencia van
vinculados a la realización [309]. Su más vieja corporación, que se retrotrae hasta los
tiempos primitivos, es la de los herreros, los cuales constituyen el modelo para los otros
oficios con un gran número de leyendas obscuras, usos y creencias varias. Los herreros, que
con orgullo propio se separan de los aldeanos, imponen en torno suyo una especie de temor
que oscila entre el respeto y la repulsa; han llegado a veces a formar tribus populares de
raza propia, como los falascha en Abisinia [310].
En la economía productiva, en la elaborativa y en la medianera existen, como en todo lo que
pertenece a la política y en general a la vida, sujetos y objetos de la dirección, esto es,
grupos que disponen, deciden, organizan, inventan, y otros que se encargan sólo de la
ejecución. La diferencia de rango puede ser enorme o apenas sensible [311]; el ascenso
puede ser imposible o evidente; la dignidad de la función puede ser casi la misma, con
lentas transiciones, o totalmente distinta. La tradición y la ley, el talento y la riqueza, la
población, el grado de cultura, la situación económica, dominan la oposición; pero existe, y
está dado con la vida misma, y es inmutable. A pesar de todo, no existe económicamente
una, «clase trabajadora»; es esta una invención de tos teóricos, que tenían ante los ojos la
situación de los obreros de las fábricas en Inglaterra, país industrial casi sin aldeanos, y en
una época de transición, y que extendieron el esquema a todas las culturas y todos los
tiempos, hasta que los políticos lo convirtieron en base para la formación de partidos. En
realidad hay un número inmenso de actividades de índole puramente servil en el taller y en
la oficina, en el despacho y en el buque, en las carreteras, en las minas, en el prado y en el
campo. A ese calcular, llevar, correr, martillear, coser, atalayar, le falta con frecuencia eso
que da a la vida dignidad y encanto, allende su propia conservación, como sucede en las
tareas propias de una clase, en los menesteres del oficial y del científico o en el éxito
personal del ingeniero, administrador y comerciante. Pero todo eso es incomparable entre sí.
La espiritualidad o la dureza del trabajo, su localización en la aldea o en la gran ciudad, la
extensión y la tensión del trabajo, hacen que el jornalero del campo, el empleado de banco,
el metalúrgico y el oficial de sastre vivan en mundos económicos muy distintos; y sólo—
repito—la política partidista de estadios muy posteriores es la que los ha unido en vínculo de
protesta para servirse de sus masas. En cambio, el esclavo antiguo es un simple concepto
del derecho público; es decir, que para el cuerpo de la polis antigua no existe, mientras que
económicamente puede ser aldeano, obrero, incluso director, y gran comerciante con gran
fortuna (peculium), con palacios y villas y un enjambre de subordinados, incluso «libres».
Más adelante veremos lo que, prescindiendo de esto, es además en el período romano
posterior.
3
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Al despuntar todo periodo primitivo comienza una vida económica en forma fija [312]. La
población vive del campo, en el campo. No existe para ella la experiencia de la ciudad. Lo
que se separa y distingue de la aldea, del castillo, del claustro, del templo, no puede
llamarse ciudad, sino mercado, mero punto de cita para los intereses aldeanos, punto que, al
mismo tiempo, posee, naturalmente, cierta importancia religiosa y política, sin que pueda
hablarse de una vida separada. Los habitantes, aun cuando sean obreros o comerciantes,
tienen la sensibilidad del aldeano y se manifiestan como tales aldeanos.
Una vida en que todos producen y consumen da de sí «bienes», y la palabra que expresa el
tráfico primitivo es la de circulación de bienes, ya venga el individuo de lejana comarca, ya
viva en la aldea o en el cortijo. Un bien es algo que se adhiere a la vida por finos hilos de su
esencia, de su alma, algo que él ha producido o está usando. Un aldeano lleva «su» vaca al
mercado; una mujer guarda «su» adorno en el cofre. Beneficiar es producir un bien, y la
palabra poseer (possidere), con su raíz sedere, nos retrotrae al origen vegetativo de la
propiedad, al cual esta existencia está radicalmente vinculada [313]. El trueque es en esta
época un proceso por medio del cual ciertos bienes pasan de un circulo a otro. Estos bienes
son valorados por la vida, según un criterio del momento, según un criterio de la
sensibilidad. No existe un concepto del valor, ni un bien que sirva de medida universal. El
dinero y las monedas no son sino bienes cuya índole rara e indestructible los hace valiosos
[314].
En el ritmo y marcha de esta circulación de bienes interviene el negociante como
intermediario [315]. En el mercado encuéntranse la economía conquistadora con la
productora; pero aun allí donde atracan barcos y acampan caravanas desenvuélvese el
comercio como órgano del tráfico campesino [316].
Es la forma «eterna» de la economía, que se conserva aún hoy con el modo primitivo del
vendedor ambulante, en las comarcas rurales sin ciudades, incluso en barrios apartados de
las urbes, donde se forman pequeños círculos de tráfico, y en la economía privada de
científicos, empleados y, en general, de los hombres que no están incorporados activamente
a la vida de la gran urbe.
Pero al formarse el alma de la ciudad despierta una nueva manera de vida. Cuando el
mercado se ha convertido en ciudad desaparecen aquellas simples concentraciones de la
circulación rural y se forma en la urbe un segundo mundo dentro de las murallas, un mundo
para el cual la vida absolutamente productora «allá fuera» no es sino medio y objeto; otra
corriente comienza a circular. Esto es lo decisivo: el urbano auténtico no es productor en el
sentido primordial de la tierra.
Le falta la intima vinculación al suelo, como asimismo al bien que pasa por sus manos. No
vive con él, sino que lo considera desde fuera y sólo en relación con sus medios de vida.
Asi, el bien se convierte en mercancía, el trueque en transacción y en vez del pensamiento por bienes aparece el pensamiento en dinero.
Asi resulta un algo puramente extenso, una forma, de la pura limitación, abstraída de las
visibles cosas económicas, lo mismo que el pensar matemático abstrae la forma del mundo
mecánico; la abstracción dinero corresponde a la abstracción número [317]. El dinero, como
el número, es perfectamente inorgánico.
La imagen económica queda reducida exclusivamente a cantidades, prescindiendo de la
cualidad, que constituye justamente la nota esencial del bien. Para el aldeano primitivo «su»
vaca es, en primer término, ese ser bien determinado, y sólo en segundo término un bien
trocable por otro. Para la visión económica de un urbano auténtico no existe más que un
valor abstracto de dinero en la figura accidental de una vaca, valor que siempre puede
transformarse en la figura de un billete de Banco.
De igual modo, el técnico auténtico ve en una famosa cascada no un espectáculo singular
de la naturaleza, sino un puro cuanto de energía inempleada.
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El error de todas las teorías modernas sobre el dinero es que parten del signo de valor o
incluso de la materia con que se hacen los medios de pago, en vez de partir de la forma del
pensar económico [318]. Pero el dinero es, como el número y no son como el derecho, una
categoría del pensamiento. Existe un pensar en dinero, como hay un pensamiento jurídico,
matemático, técnico, del mundo circundante. La percepción sensible de una cosa produce
muy distintas abstracciones, según se la considere como comerciante, como Juez o como
ingeniero, y según se la relacione con un balance, con un pleito o con un peligro de ruma.
Pero lo que más se acerca al pensar en dinero es la matemática. Pensar en negocio
significa calcular. El valor dinero es un valor número, que se mide por una unidad de cálculo
[319]. Ese «valor exacto en si», como también el número en si, es un producto del
pensamiento urbano, del hombre desarraigado. Para el aldeano no hay sino valores
transitorios, valores sentidos con relación a su yo, valores que se le imponen en el trueque,
de vez en vez. Lo que él no usa o no quiere poseer no tiene para él «ningún valor». Sólo en
el cuadro económico del auténtico urbano existen valores objetivos que subsisten, como
elementos del pensar, independientemente de la necesidad privada y que en idea son
universales; aun cuando, en realidad, cada individuo tiene su sistema de valores y su
múltiple cuadro de valores desde el cual estima como caros o baratos los vigentes precios
del mercado [320].
Si el hombre primitivo compara bienes—y no sólo con el entendimiento—, en cambio el
hombre posterior calcula el valor de la mercancía según una medida rígida, sin cualidad.
Ahora ya no es el oro el que es medido por la vaca, sino la vaca la que es estimada en
dinero, y el resultado queda expresado en un número abstracto, el precio. El estilo
económico de cada cultura, que produce cada una una especie distinta de dinero, es el que
decide en cada cultura si esa medida del valor encuentra expresión simbólica y cómo la
encuentra en un signo del valor—de igual manera que el signo numérico escrito, hablado,
representado es el símbolo de cierta especie numérica—. Esa especie de dinero existe por
virtud de la existencia de una población urbana que piensa en ella económicamente; esa
idea del dinero es también la que determina si el signo de valor sirve al mismo tiempo de
medio de pago, como la moneda antigua de metal noble y quizá el peso babilónico de plata.
En cambio, el deben egipcio, cobre bruto pesado en libras, es una medida de cambio, pero
no es ni signo ni medio de pago; el billete de Banco occidental y el billete de Banco chino de
época «correspondiente» [321] es un medio, pero no una medida, y solemos estar muy
engañados acerca de la función que en nuestra especie de economía desempeñan las
monedas de metal noble; éstas constituyen una mercancía producida a imitación de las
costumbres antiguas y por eso, medidas según el valor de crédito, poseen una cotización.
Esta manera de pensar hace que la propiedad, vinculada a la vida y al suelo, se convierta en
fortuna, la cual, por esencia, es indeterminada en cualidad y además móvil; no consiste en
bienes, sino que «es invertida» en bienes. Considerada en si, es un puro cuanto numérico de
dinero [322].
Como asiento de este pensar económico, la ciudad se convierte en mercado de dinero y
centro de valor y un torrente de valores monetarios comienza a invadir el torrente de los
bienes, espiritualizándolo y dominándolo. Con lo cual el negociante deja de ser un órgano y
se transforma en soberano de la vida económica. Pensar en dinero es siempre, de un modo
o de otro, pensar como comerciante, como negociante. Supone la economía productiva del
campo y pertenece, por lo tanto, a ta economía conquistadora, pues no hay un tercer
término.
Las palabras ganancia, beneficio, especulación, aluden a un provecho que se extrae de las
cosas, mientras éstas caminan del productor al consumidor; aluden a un botín intelectual y,
por lo tanto, no son aplicables al aldeano primitivo. Conviene sumirse en el espíritu y modo
de ver económico que es propio del urbano auténtico. Este no trabaja para el consumo, sino
para la venta, para obtener «dinero». La concepción del negociante va poco a poco
invadiendo toda especie de actividad. El hombre campesino, íntimamente vinculado al
cambio de bienes, era a la vez dador y receptor; incluso el comerciante, en los mercados
primitivos, casi no hace excepción.
Pero con el tráfico en dinero aparecen entre el productor y el consumidor—dos mundos
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separados—un «tercero» cuyo pensamiento domina bien pronto toda la vida de los
negocios. Obliga al primero a la oferta y al segundo a la demanda; eleva la mediación a la
categoría de monopolio y luego a la de punto esencial en la vida económica, y obliga a los
otros dos, en su interés, a estar constantemente «en forma», a producir la mercancía según
sus cálculos y a tomarla bajo la presión de su oferta y precio.
Quien sabe dominar este pensamiento es dueño del dinero [323]. La evolución sigue este
mismo camino en todas las culturas. Lysias, en su discurso contra los traficantes en granos,
comprueba que los especuladores del Pireo propagaban a veces el rumor de que había
naufragado una flota de trigo o de que había estallado una guerra, para producir pánico. En
la época helenística-romana era costumbre extendida confabularse para limitar las
explotaciones o suspender los cargamentos y elevar asi los precios. En Egipto, la institución
del giro durante el Imperio nuevo, institución perfectamente a la altura de muchos Bancos
occidentales [324], hacia posible la especulación de granos al estilo de América. Cleómenes.
el administrador de la hacienda de Alejandro Magno en Egipto, pudo reunir en sus manos
toda la provisión de trigo, lo que produjo hambre en Grecia y le valió enormes beneficios. El
que se rige por otro pensamiento económico decae y se convierte en objeto de las
actuaciones económicas de la gran urbe. Este estilo se apodera bien pronto de toda la
población urbana y, por lo tanto, de todos los que tienen influencia en la marcha de la
historia económica. El aldeano y el ciudadano no representan sólo la diferencia entre el
campo y la urbe, sino la diferencia entre bienes y dinero. La cultura suntuosa de las cortes
homéricas y provenzales es algo que nace y crece con el hombre, como aún hoy la vida de
las viejas familias en residencias campesinas.
Pero la refinada cultura de la burguesía, del «confort», es algo que viene de fuera y que hay
que pagar [325]. Toda economía altamente desenvuelta es economía urbana. La economía
mundial, propia de todas las civilizaciones, debería llamarse economía de la ciudad mundial.
Los sinos de la economía total se deciden en pocos centros, en los mercados monetarios
[326] de Babilonia, Tebas, Roma, en Bizancio y Bagdad, en Londres, Nueva York, París y
Berlín. Todo lo demás es economía provinciana, que traza sus círculos en pequeña escala,
sin darse cuenta de hasta qué punto depende de la otra El dinero es, en último término, la
forma de energía espiritual en que se reconcentra la voluntad de dominio, la fuerza
morfogenética política, técnica, intelectual, el afán de una vida de gran diámetro Bernard
Shaw tiene perfecta razón cuando dice: «El respeto universal por el dinero es, en nuestra
civilización, el único hecho que tiene esperanzas... El dinero y la vida son inseparables... El
dinero es la vida» [327]. La civilización caracteriza, pues, un período de una cultura, período
en el cual la tradición y la personalidad han perdido ya su validez inmediata y toda idea ha
de ser transformada en dinero para poderse realizar. Al principio tenia bienes el que tenía
poder. Ahora tiene poder el que tiene dinero. El dinero es el que pone al espíritu en el trono.
La democracia es la perfecta identificación del dinero con la fuerza política.
Una lucha desesperada atraviesa la historia económica de toda cultura, lucha que la
tradición, arraigada en el suelo, y el alma de una raza llevan contra el espíritu del dinero.
Las guerras de aldeanos al comienzo de toda época posterior —en la Antigüedad 700-500,
entre nosotros 1450-1650 y en Egipto al final del Imperio antiguo—son las primeras
rebeliones de la sangre contra el dinero, que, desde las ciudades ya poderosas, alarga la
mano hacia el campo [328]. La advertencia del barón de Stein: «Quien moviliza el suelo lo
deshace en polvo», alude a un peligro de toda cultura. Si el dinero no puede atacar la
propiedad misma, insinúase en el pensamiento del noble y del aldeano. Entonces los bienes
heredados, formados con la estirpe misma, aparecen como «fortuna» que está invertida en
fincas, pero que por sí misma es mueble [329]. El dinero aspira a la movilización de todas
las cosas. La economía mundial es la realización de la economía en valores abstractos,
separados del suelo, liquidados [330]. El pensamiento antiguo ha transformado, desde los
días de Aníbal, ciudades enteras en monedas, poblaciones enteras en esclavos y, por tanto,
en dinero, que se precipita hacia Roma para actuar allí como potencia. El pensamiento
fáustico «abre al tráfico» continentes enteros, descubre potencias hidráulicas de gigantescos
ríos, aprovecha la fuerza muscular de poblaciones enteras, establece depósitos de carbón,
explota bosques vírgenes, desvía leyes naturales y convierte todo esto en energía
financiera, que se invierte luego en forma de prensa, elecciones, presupuestos, ejército, para
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realizar planes de dominio. Cada día se extraen nuevos valores de
la parte del mundo que aun queda indiferente al negocio, «espíritus durmientes del oro»,
como dice Juan Gabriel Borkman. A la economía no le importa nada lo que sean las cosas
independientemente de su valor económico.
4
Cada cultura posee, además de su modo peculiar de pensar en dinero, su símbolo peculiar
de dinero, con el cual da expresión visible a su principio de valoración en el cuadro
económico. Esta materialización de lo pensado no le cede en significación a las cifras
habladas, escritas, dibujadas para el oído y la vista; a las cifras, figuras y otros símbolos de
la matemática. Constituye una amplia y rica esfera, casi por completo inexplorada aún. Ni
siquiera los problemas fundamentales han sido planteados con exactitud. Por eso es hoy
totalmente imposible definir la idea del dinero que sirve de base al tráfico egipcio de
especies y de giros, a la banca babilónica, a la teneduría de libros china y al capitalismo de
los judíos, los parsis, los griegos, los árabes desde Harun-al-Raschid. Sólo es posible una
confrontación del dinero apolíneo y del dinero fáustico, del dinero como magnitud y del
dinero como función [331].
Para el hombre antiguo el mundo circundante es económicamente una suma de cueros que
cambian de sitio, van y vienen, tropiezan, se aniquilan, como Demócrito describe la
naturaleza. El hombre es un cuerpo entre otros cuerpos. La polis, como suma de cuerpos, es
un cuerpo de orden superior.
Todas las necesidades de la vida consisten en magnitudes corpóreas. Asi, pues, un cuerpo
representa el dinero, como una estatua de Apolo representa la deidad. Hacia 650, al tiempo
que surge el cuerpo pétreo del templo dórico y la estatua de bulto, aparece la moneda, peso
metálico de forma bellamente acuñada. El valor como magnitud existía desde hacia mucho
tiempo y es, pues, tan antiguo como esta cultura. En Homero el talento es una pequeña
masa de utensilios y joyas de oro, con un peso total determinado. Sobre e1 escudo de
Aquiles están reproducidos «dos talentos» y todavía en la época romana era general la
indicación del peso en los vasos de plata y de oro [332].
Pero la invención del cuerpo de dinero en forma clásica es tan extraordinaria, que no hemos
comprendido todavía su sentido profundo y puramente antiguo. La consideramos como una
de las famosas «conquistas de la humanidad». Por doquiera desde entonces se acuña
moneda, como desde entonces por doquiera, en calles y plazas, se ponen estatuas. Hasta
aquí llega nuestro poder. Podemos imitar la figura, pero no podemos darle la misma
significación económica. La moneda, considerada como dinero, es un fenómeno puramente
antiguo y sólo es posible en un mundo pensado en el sentido euclidiano.
En este mundo, efectivamente, ha dominado y dado forma a la vida económica toda.
Conceptos como los de ingreso, fortuna, deuda, capital, significan en las ciudades antiguas
algo muy distinto que entre nosotros; porque no se refieren a energías económica;-,
irradiantes de un punto, sino a una suma de objetos valiosos que se hallan en una mano.
Fortuna es siempre una provisión movediza de dinero contante, provisión que se altera por
adición o substracción de cosas valiosas y que no tiene nada que ver con la propiedad
territorial. Ambas cosas están por completo sopeadas en el pensamiento antiguo. El crédito
consiste en préstamo de dinero contante, con la esperanza de que vuelva en la misma
forma. Catilina era pobre porque, a pesar de sus grandes fincas [333], no encontraba a nadie
que le prestara dinero para sus fines políticos; y las enormes deudas de los políticos
romanos [334] no se basan en una propiedad territorial correspondiente, sino en la fundada
expectativa de un gobierno provincial, en donde es posible el saqueo de los bienes muebles
[335]. Este pensamiento del dinero corpóreo es el que nos explica una serie de fenómenos
antiguos: corro las ejecuciones en masa de los ricos, durante la segunda tiranía, como las
proscripciones romanas con objeto de reunir una gran parte de la masa de monedas
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corrientes, como la fundición de los tesoros deíficos por los focios en la guerra Sacra, la de
los tesoros artísticos de Corinto por Mummio, la de las últimas ofrendas religiosas romanas
por César, la de las griegas por Sila, la de las de
Asia Menor por Bruto y Cassio, sin tener en cuenta el valor artístico, por haber necesidad de
procurarse metales preciosos y marfil [336]. Las estatuas y los vasos que figuraban en los
triunfos eran para el espectador dinero contante; y Mommsen ha intentado determinar el sitio
de la batalla de Varo [337] por los hallazgos de monedas, ya que el veterano romano llevaba
sobre sí toda su fortuna en metales nobles. La riqueza antigua no es una cuenta corriente,
sino un montón de dinero. Un centro monetario antiguo no es un centro de crédito, como las
bolsas de hoy o como la Tebas egipcia, sino una ciudad en donde se ha amontonado una
gran parte del dinero contante que existe en el mundo. Puede estimarse que en la época de
César más de la mitad del oro antiguo se hallaba siempre en Roma.
Pero cuando el mundo antiguo hubo entrado en la época de la absoluta soberanía del
dinero, hacia el tiempo de Aníbal, ya no bastaron ni mucho menos las limitadas masas de
metal noble y de obras de arte hechas con materiales valiosos, para cubrir las necesidades
en dinero contante; surgió una verdadera hambre de cuerpos capaces de significar dinero.
Entonces la mirada recayó en los esclavos, que eran otra especie de cuerpos, pero no
personas, sino cosas [338], y, por tanto, podían ser pensados como dinero. A partir de
entonces es cuando el esclavo es algo único en toda la historia económica. Las propiedades
de la moneda se han trasladado a objetos vivos, y de esta suerte, junto a las existencias en
metales de las comarcas «descubiertas» por las exacciones de gobernadores y arrendatarios
de impuestos, aparecen ahora las existencias en hombres.
Se desarrolla una extraña especie de doble divisa monetaria.
El esclavo tiene una cotización, un precio corriente, cosa que no sucede con la propiedad
rural. El esclavo sirve para amontonamiento de grandes fortunas en dinero contante, y a
consecuencia de ello surgen esas enormes masas de esclavos en la época romana, masas
tan grandes que no se explican por ninguna otra necesidad. Cuando nadie mantenía más
esclavos que los necesarios industrialmente, era su número escaso y fácil de cubrir por botín
de guerra y servidumbre de deudas [339].
En el siglo VI empezó Quios importando esclavos comprados (argyronetas). Su diferencia de
Íos numerosos trabajadores a jornal fue al principio de naturaleza político-jurídica y no
económica. La economía antigua es estática y no dinámica, desconociendo el metódico
descubrimiento de las fuentes de energía; asi, pues, los esclavos de la época romana no
existían para ser explotados, sino que se les ocupaba lo mejor que se podía para poder
mantenerlos en el mayor número posible. Preferidos eran los esclavos de lujo, que tenían
alguna habilidad especial, porque con idéntico coste representaban un valor superior.
El amo los alquilaba como quien presta dinero contante; les dejaba hacer negocios por su
propia cuenta, de manera que podían llegar a ser ricos [340]; competía merced a ellos con el
trabajo libre, todo con objeto de cubrir, por lo menos, el coste de conservación de ese capital
[341]. La mayoría de los esclavos no podían estar plenamente ocupados; cumplían su fin
simplemente con existir, como una provisión de dinero que se tiene a mano y cuya
extensión no está vinculada a los limites naturales de la entonces existente masa de oro.
Con lo cual creció la demanda de esclavos enormemente y se emprendieron guerras sólo
para hacer esclavos, y Roma toleró las cacerías de esclavos por empresas privadas a lo
largo de las costas mediterráneas. Hubo una nueva manera de hacerse rico, que consistió
en apoderarse como gobernador de la población toda de comarcas enteras y venderla como
esclavos. En el mercado de Delos se refiere que en un solo día fueron vendidos diez mil
esclavos. Cuando César fue a Britannia compensóse la decepción de Roma por la pobreza
en oro del país con la expectativa de un rico botín de esclavos. Para el antiguo pensar era
una y la misma operación fundir y acuñar el bronce de las estatuas—por ejemplo, en la
destrucción de Corinto—o llevar a los habitantes al mercado de esclavos. En ambos casos
se habían convertido en dinero objetos corpóreos.
El extremo opuesto constituye, en cambio, el símbolo del dinero fáustico, del dinero como
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función, como fuerza, cuyo valor consiste en su eficacia y no en su mera existencia. El
nuevo estilo de este pensamiento económico aparece ya en la manera cómo los normandos,
hacia 1000, organizaron su botín en tierras y gentes, convirtiéndolo en potencia económica
[342].
Comparad el puro valor inscripcional en los libros de cuentas de sus duques—de los que
proceden las palabras cheque, conto, control [343]—con el talento de oro que aparece en la
Ilíada, de época «correspondiente», y obtendréis desde el principio el concepto del moderno
crédito que surge de la confianza en la fuerza y duración de una dirección económica y casi
se identifica con la idea de nuestro dinero. Este método financiero, trasladado por Roger II al
Imperio normando de Sicilia, fue perfeccionado y convertido en un gran sistema por el
Hohenstaufen Federico II hacia 1230, superando con mucho a su modelo y convirtiéndose
en la «primera fuerza capitalista del mundo» [344]. El sistema de emparejar el pensamiento
matemático con la voluntad regia de poder penetró también de Normandía en Francia y en
1066 fue aplicado a la conquistada Inglaterra —el suelo inglés es aún hoy nominalmente
patrimonio real—.
Fue luego imitado por las repúblicas italianas, cuyos patricios gobernantes lo aplicaron bien
pronto no sólo a la hacienda pública, sino a sus propios libros de comercio, transmitiéndolo
asi al pensamiento y contabilidad comercial de todo el mundo occidental. Poco después la
práctica siciliana fue aceptada también por las órdenes alemanas de caballería y por la
dinastía aragonesa, lo que acaso pueda explicar la hacienda perfecta de Felipe II en España
y de Federico Guillermo I en Prusia.
Decisivo fue, empero—en época «correspondiente» a la invención antigua de la moneda,
hacia 650—, la invención de la partida doble por Fra Luca Pacioli (1494). «Es una de las
más bellas invenciones del espíritu humano», dice Goethe en el Wilhelm Meister. En
realidad, su autor puede sin reparo colocarse junto a sus contemporáneos Colón y
Copérnico. A los normandos debemos el libro de cuentas; a los lombardos, esta contabilidad
doble. Las tribus germánicas son las que han creado las dos obras de Derecho más
fecundas de la primitiva época gótica [345]. Y su afán de lejanos mares ha impulsado a los
dos descubrimientos de América. «La partida doble ha nacido del mismo espíritu que los
sistemas de Galileo y Newton... Con los mismos medios que éstos, ordena los fenómenos en
un sistema artístico y puede decirse que es el primer cosmos edificado sobre el principio del
pensar mecánico. La contabilidad por partida doble nos descubre el cosmos del mundo
económico, según el mismo método con que los investigadores de la naturaleza
descubrieron más tarde el cosmos del mundo estrellado. La partida doble se basa en el
pensamiento fundamental de concebir todos los fenómenos como meras cantidades» [346].
La partida doble es puro análisis del espacio de los valores, análisis referido a un sistema de
coordenadas cuyo punto inicial es «la firma». La moneda antigua sólo permite un cálculo
aritmético con magnitudes. Una vez más contrapónense Pitágoras y Descartes. Puede
hablarse de la integración de una empresa y la curva gráfica es en la economía, como en la
ciencia, el mismo auxilio óptico. El mundo económico de los antiguos se divide, como el
cosmos de Demócrito, en materia y forma. Una materia en la forma de moneda es el sujeto
del movimiento económico y empuja las cantidades necesarias de igual valor hacia el punto
de su consumo. Pero nuestro mundo económico se divide en fuerza y masa. Un campo de
fuerza, compuesto por tensiones del dinero, ocupa el espacio y confiere a cada objeto,
prescindiendo de su índole particular, un valor positivo o negativo de acción [347], valor que
está representado por una inscripción en el libro. «Quod non est in libris, non est in mundo.»
Pero el símbolo del dinero funcional aquí pensado, lo único que puede compararse con la
moneda antigua no es la nota en el libro, ni tampoco la letra de cambio, el cheque o el billete
de banco, sino el ocio mediante el cual la función se realiza por escrito, siendo el papel su
mero testimonio histórico.
Pero además el Occidente, en admiración por la Antigüedad, ha acunado monedas, no sólo
como signos de soberanía, sino en la creencia de que son dinero, verdadero dinero
correspondiente al pensamiento económico. De igual manera, fue en la época gótica el
derecho romano recibido con su identificación de la cosa y la magnitud corpórea, y también
la matemática euclidiana que está construida sobre el concepto del número como cantidad.
Y asi sucedió que la evolución de estos tres mundos de formas espirituales no se virilicé,
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como la de la música fáustica, en puro florecimiento y desarrollo, sino en figura de una
progresiva emancipación con respecto al concepto de magnitud. La matemática llega a su
fin al terminar la época barroca [348]. La ciencia del derecho no ha conocido todavía hasta
ahora su problema propio [349]; pero el problema está planteado a su siglo y exige lo que
para el jurista romano era evidente, a saber: la congruencia entre el pensamiento económico
y el jurídico, la familiaridad con ambos. El concepto del dinero, simbolizado por la moneda,
coincide perfectamente con el espíritu del Derecho antiguo. Pero para nosotros no es éste ni
remotamente el caso. Toda nuestra vida está dispuesta en sentido dinámico, no estático ni
estoico; por eso para nosotros lo esencial son las fuerzas, las producciones, las relaciones,
las capacidades —talento de organización, espíritu de inventiva, crédito, ideas, métodos,
fuertes de energía—y no la mera existencia de cosas corpóreas. El pensamiento romano de
las cosas, que nuestros juristas hacen suyo, es, pues, hoy tan ajeno a la vida como la teoría
del dinero que, consciente o inconscientemente, parte de la moneda. La poderosa existencia
en monedas, que, a imitación de la Antigüedad, fue en aumento hasta el estallido de la
guerra mundial, se ha creado sin duda una función desviada; pero no tiene nada que ver con
la forma interna de la economía moderna, con sus problemas y fines, y si desapareciera por
completo a consecuencia de la guerra, nada en absoluto cambiaría [350].
Por desgracia, surgió la ciencia económica moderna en la época del clasicismo, cuando no
sólo las estatuas, los vasos y los dramas encumbrados pasaban por el único arte verdadero,
sino también las monedas bien acuñadas pasaban por el único dinero verdadero. Lo que
Wedgwood, desde 1768, aspiraba a realizar con sus finos relieves y tazas, eso mismo, en el
fondo, quería Adam Smith con su teoría del valor: la pura presencia de magnitudes
tangibles. A la confusión entre el dinero y la moneda corresponde perfectamente la medición
del valor de una cosa por la cantidad de trabajo. En esta teoría, el trabajo ya no es un
«actuar» dentro de un mundo de actuaciones, ya no es ese «trabajar» infinitamente vario en
rango interior, intensidad y trascendencia, labor que perdura en círculos cada vez más
amplios y puede ser medida como un campo eléctrico, pero no delimitada; sino que es el
resultado material de dicha labor, lo elaborado, algo tangible en que nada aparece digno de
nota, sino la extensión.
Pero la economía de la civilización europeo-americana está, por el contrario, fundada en un
trabajo que se caracteriza únicamente por su rango interior, más que en Egipto y en China, y
no digamos en la Antigüedad. No en vano vivimos en un mundo de dinamismo económico:
el trabajo de los individuos no es un sumando euclidiano, sino que se encuentra en relación
funcional. El trabajo de mera ejecución—único que Marx conoce—no es más que la función
de un trabajo inventivo, ordenativo, organizador, que da al primero sentido, valor relativo y,
en general, la posibilidad de ser realizado. Toda la economía mundial, desde la invención de
la máquina de vapor, es creación de un pequeñísimo número de cabezas superiores, sin
cuyo trabajo superiormente valioso lo demás no existiría.
Pero este rendimiento es pensamiento creador, no es un «cuanto» [351], y su precio, por lo
tanto, no consiste en cierto numero de monedas; más bien dijéramos que es dinero, dinero
fáustico, que no es acuñado, sino pensado como centro de acciones, un centro que surge de
una vida cuyo rango interior eleva el pensamiento a la significación de un hecho. El
pensamiento en dinero produce dinero: este es el secreto de la economía mundial. Cuando
un organizador de gran estilo escribe un millón en un papel, el millón existe, pues su
personalidad como centro económico garantiza una correspondiente elevación de la energía
económica de su esfera. Esto y no otra cosa significa para nosotros la palabra crédito. Pero
todas las monedas del mundo no bastarían para dar sentido y, por tanto, valor de dinero a la
actividad del trabajador manual, si con la famosa «expropiación de los expropiadores»
fueran las capacidades superiores desviadas de sus creaciones, quedando éstas entonces
inánimes, sin voluntad, vacuas construcciones. En esto es Marx un clasicista, como Adam
Smith un producto auténtico del pensamiento jurídico romano: sólo ve la magnitud
terminada, no la función. Quisiera arrebatar los instrumentos de producción a aquellos cuyo
espíritu—por la invención de métodos, por la organización del trabajo eficaz, por la
conquista de mercados—convierte en una fábrica un montón de acero y de ladrillo, aquellos
que no aparecen en el mundo si sus fuerzas no encuentran campo apropiado [352].
Quien quiera dar una teoría del trabajo moderno debe pensar en ese rasgo fundamental de
la vida; existen sujetos y objetos de toda especie de vida, y la diferencia es tanto mayor,
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tanto más significativa, cuanto más formada es la vida misma.
Toda corriente de existencia consiste en una minoría de conductores y en una enorme
mayoría de conducidos; toda especie de economía consta, pues, de trabajo director y trabajo
de ejecución. En la perspectiva batracia de Marx y los ideólogos ético-sociales sólo el último
trabajo, el trabajo pequeño, de masa, es visible. Pero éste no existe sino por virtud de aquél
y el espíritu de ese mundo de trabajo sólo puede ser concebido partiendo de las supremas
posibilidades. El inventor de la máquina es el que da la pauta, no el maquinista. Lo que
importa es el pensamiento.
También existen objetos y sujetos en el pensamiento del dinero; existen los que por virtud
de su personalidad producen y dirigen y los que son sustentados por aquéllos. El dinero de
estilo fáustico es la fuerza, abstraída del dinamismo económico; y el sino del individuo—el
aspecto económico de su sino vital— consiste en representar una parte de esa fuerza por el
rango interior de su personalidad o no ser frente a ella sino masa.
5
La palabra capital señala el centro de este pensamiento; no el conjunto de los valores, sino
lo que mantiene en movimiento a los valores como tales. No hay capitalismo hasta que la
existencia se ha hecho civilización cosmopolita y el capitalismo se limita al pequeño circulo
de aquellos que representan esa existencia en su persona y en su inteligencia. Lo contrario
de esto es economía provinciana. La absoluta soberanía de la moneda, en la vida antigua,
así como el aspecto político de esta vida, crearon el capital estático, la (?form®), el «punto
de partida» que por su sola existencia atrae a si siempre nuevas masas de cosas con una
especie de magnetismo. Pero la soberanía de los valores inscritos en libros, valores cuyo
sistema abstracto queda, por decirlo asi, desvinculado de la personalidad por la partida
doble y trabaja con propio dinamismo interno, es la que ha producido el capital moderno,
cuyo campo de fuerza envuelve la tierra [353].
Bajo la influencia del capital antiguo la vida económica toma la forma de un río de oro que
corre de las provincias hacia Roma y de Roma hacia las provincias y que busca siempre
nuevos lugares, cuyas existencias en oro labrado no hayan sido descubiertas. Bruto y Cassio
llevaron el oro de Asia Menor en largas filas de mulos al campo de batalla de Filippi—se
comprende lo fructuosa que era económicamente la operación de saquear un
campamento—y ya C. Graco indicaba que las ánforas llenas de vino, que iban de Roma a
las provincias, volvían llenas de oro. Este afán por tener el oro de los pueblos extranjeros
corresponde al afán actual por el carbón, que en sentido profundo no es una «cosa», sino un
tesoro de energía.
Corresponde, empero, a la tendencia antigua hacia lo próximo y presente el hecho de que
junto al ideal de la ciudad aparezca el ideal económico de la autarquía. Al atomismo político
del mundo antiguo había de corresponder el atomismo económico. Cada una de esas
minúsculas unidades vitales quería tener su economía propia, cerrada, independiente de las
demás, girando en un circulo visible. La contraposición a esto está en el concepto de la
«firman occidental, centro impersonal e incorpóreo de fuerzas, cuya acción irradia en todos
sentidos en el infinito y que «el dueño», con su capacidad de pensar en dinero, no
representa, sino tiene y dirige como un pequeño cosmos. Esta dualidad entre la «firma»—la
casa, razón social, empresa, etc.—y su dueño hubiera sido incomprensible para el
pensamiento antigüe [354].
Por eso la cultura occidental y la cultura antigua representan un máximum y un mínimum de
organización, que al hombre antiguo le falta por completo, incluso como concepto. La
economía financiera de los antiguos es la provisionalidad convertida en regla: ricos
ciudadanos en Atenas y Roma son cargados con la obligación de equipar buques de guerra;
la fuerza política y las deudas del edil romano obedecen a que no sólo dispone juegos,
calles, vías y edificios, sino que los paga, claro está que para resarcirse luego expoliando su
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provincia. Nadie pensaba en las fuentes de ingresos hasta que hada falta dinero, y entonces
eran esas fuentes explotadas según las necesidades momentáneas, sin tener en cuenta la
posibilidad de agotarlas para siempre. Saqueo de los propios templos, piratería sobre
buques de la propia ciudad, confiscación de las fortunas de los propios conciudadanos, eran
los métodos usuales de la hacienda. Sí sobraban dineros públicos eran éstos repartidos
entre los ciudadanos; un hecho de esta clase hizo célebre a Eubulos en Atenas [355]. No
había presupuesto ni política económica. La administración de las provincias romanas era
un saqueo público y privado que llevaban a cabo los senadores y ricachos, sin tener en
cuenta el modo de reponer los valores substraídos.
El hombre antiguo no ha pensado nunca en una elevación metódica de la vida económica;
sólo atiende al suceso momentáneo, a la cantidad accesible de dinero contante. Sin el viejo
Egipto, la Roma imperial se hubiera perdido; pero, por fortuna, había en Egipto una
civilización que llevaba mil años no pensando en otra cosa sino en su organización
económica. El romano no comprendía ni podía imitar este estilo de vida [356]; pero el azar
de que hubiese aquí una inagotable mina de dinero para el que poseyera el poder político
sobre ese pueblo de felahs, hizo innecesaria la perpetuación de las proscripciones. La última
de estas operaciones financieras, en forma de matanza, fue la del año 43 [357], poco tiempo
antes de la anexión de Egipto. La masa de oro que Bruto y Cassio trajeron entonces de Asia,
y que significaba un ejército, y con él el poderío universal, hizo necesaria la proscripción de
los dos mil más ricos habitantes de Italia, cuyas cabezas—por el precio señalado—fueron
arrastradas en sacos por el foro. Ya no había modo de socorrer ni a los propios parientes, ni
a los niños y viejos. Gentes que nunca se metieron en política eran sacrificados si tenían
tesoros en dinero contante. De otra suerte el resultado de la operación habría sido
demasiado escaso.
Pero con la desaparición del sentir antiguo, en la época imperial, extínguese también esta
manera de pensar el dinero.
Las monedas vuelven a convertirse en bienes, porque el hombre vuelve a la vida aldeana
[358]; y asi se explica la enorme corriente de oro desde Adriano hacia el Oriente lejano,
fenómeno para el cual no se había encontrado hasta ahora ninguna explicación. La vida
económica en forma de río de oro quedó extinguida al aparecer una cultura joven, y por eso
cesó también el esclavo de ser dinero. A la ausencia del oro corresponden las liberaciones
en masa de los esclavos, que ninguna de las numerosas disposiciones imperiales desde
Augusto logró contener. Bajo Diocleciano, cuya famosa tarifa máxima no se refiere ya a una
economía monetaria, sino que representa una ordenanza sobre trueque de bienes, no existe
el tipo del esclavo antiguo.
B
LA MAQUINA
6
La técnica es tan antigua como la vida que se mueve libremente en el espacio. Sólo la
planta—según nosotros vemos la naturaleza—es mero teatro de procesos técnicos. El
animal, puesto que se mueve, tiene una técnica del movimiento para conservarse y
defenderse.
La relación primordial entre un microcosmos vigilante y su macrocosmos—la «naturaleza»—
consiste en un tantear de los sentidos [359] que empieza siendo mera impresión de los
sentidos y se encumbra hasta convertirse en juicio de los sentidos; por lo cual actúa ya
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críticamente («separando») o, lo que es lo mismo, distinguiendo causas [360]. Lo percibido
se completa en un sistema lo más integral posible de experiencias primordiales—de
«características» [361]—, método involuntario por medio del cual se siente el individuo en el
mundo como en su casa, y que en muchos animales ha llegado a un número extraordinario
de experiencias, siendo imposible para el saber humano superarlas. Pero la vigilia primordial
es siempre activa, alejada de toda mera «teoría»; y así, la pequeña técnica diaria es la que
sirve de base a esas experiencias sin propósito, experiencias sobre las cosas, en cuanto
están muertas [362]. Es la diferencia entre el culto y el mito [363], pues en este grado no
existe diferencia entre lo religioso y lo profano. Toda vigilia es religión.
El cambio decisivo en la historia de la vida superior acontece cuando la percepción de la
naturaleza—para regirse según ella—se convierte en acción—para transformarla
intencionalmente. Así la técnica se hace en cierta manera soberana y la instintiva
experiencia primordial se convierte en un saber primordial, del que se tiene clara
«conciencia». El pensamiento se ha emancipado de la sensación. El idioma de palabras es
el que introduce esta época. Separados el idioma y el habla [364] fórmase para los idiomas
de comunicación un tesoro de signos, que son algo más que «características»: los nombres,
vinculados a un sentimiento de significación, con los cuales el hombre tiene en su poder el
misterio de los numina, ya sean deidades, ya fuerzas naturales, y los números (fórmulas,
leyes de índole sencilla), en los que la forma interna de lo real queda abstraída de lo
sensible accidental [365].
Asi, del sistema de las «características» surge una teoría, una imagen, que se desprende de
la técnica diaria no sólo en los principios primitivos, sino en las alturas de la técnica
civilizada; es un trozo de conciencia inactiva que se ha separado, pero que no ha sido
producido por la técnica diana [366] Se «sabe» lo que se quiere, pero han de haber ocurrido
muchas cosas para tener el saber; y no debemos engañarnos sobre el carácter de dicho
«saber» Mediante la experiencia numérica puede el hombre manejar el misterio, pero no lo
ha descubierto. La imagen del mago moderno—un cuadro de distribución, con sus palancas
y rúbricas, por el cual el trabajador, oprimiendo un botón, produce efectos poderosos, sin
tener la menor idea de so esencia—es el símbolo de la técnica humana en general La
imagen del mundo luminoso en torno nuestro, tal como la hemos desenvuelto por critica y
disección, como teoría, como imagen, no es sino un cuadro de distribución en el que ciertas
cosas están señaladas de manera que tocándolas se producen con segundad ciertos
efectos. Pero el misterio sigue siendo igualmente impresionante [367]. Mas por medio de
esa técnica la conciencia vigilante invade violentamente el mundo de los hechos; la vida se
sirve del pensamiento como de una llave mágica, y en la altura de algunas civilizaciones, en
las grandes ciudades, aparece, por último, el momento en que la critica técnica se cansa de
servir a la vida y se rebela contra su tirano. La cultura occidental en nuestros días está
precisamente viviendo una orgía de pensamiento técnico en proporciones verdaderamente
trágicas,
Se ha espiado el curso de la naturaleza y se han anotado ciertos signos. Comiénzase a
imitarlos por medios y métodos que se aprovechan de las leyes del ritmo cósmico. El
hombre se atreve a hacer de deidad y se comprende que los primitivos aderezadores y
conocedores de esas cosas artificiales—pues el arte o artificio ha nacido de ellas, como
contracepto de la naturaleza—, sobre todo los artífices de la forja, hayan sido considerados
por los demás hombres como algo extraño, objeto de veneración o de repulsa. Hubo un
tesoro creciente de inventos que una vez hechos fueron olvidados, rehechos y vueltos a
olvidar, imitados, perfeccionados y que, en fin, formaron para continentes enteros una
provisión de medios evidentes: fuego, metalurgia, herramientas, armas, el arado y la barca,
la construcción de la casa, la cría del ganado, la sementera.
Sobre todo son los metales, a cuyos yacimientos una tendencia mística atrae al hombre
primitivo. Remotísimas vías comerciales se dirigen hacía secretos yacimientos por entre la
vida de la comarca ocupada y sobre los mares surcados por las naves. Por esas vías pasan
luego cultos y ornamentos. Nombres fabulosos de islas de estaño y montes de oro flotan por
las fantasías. El comercio primitivo es comercio de metales; así en la economía productora y
elaborativa penetra una tercera, ajena y de aventura, que surca mares y tierras libremente.
Sobre esta base se alza la técnica de las culturas superiores, en cuyo rango, colorido y
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pasión se expresa el alma toda de esos magnos seres. Se comprende fácilmente que el
hombre antiguo, sintiéndole sumido en un mundo euclidiano, fuese hostil al pensamiento de
la técnica. Si por técnica antigua se entiende algo que, poseído de inequívoco afán, supera
los conocimientos prácticos y universalmente extendidos de la época miceniana, entonces
puede decirse que no existe técnica antigua [368]. Esas trieras son botes de remo en mayor
escala; las catapultas y demás artificios guerreros son substitutivos de los puños y los brazos
y no resisten la comparación con las máquinas guerreras de los asirios y de los chinos; y por
lo que se refiere a Heron y a otros de su mismo calibre, ¿quién puede llamar inventos a las
ocurrencias? Falta en todo esto el peso interior, el sino del momento, la profunda necesidad.
Acá y allá se juguetea con conocimientos que proceden de Oriente; pero nadie medita sobre
ellos, nadie piensa seriamente en introducirlos en la vida.
Muy otra cosa es la técnica fáustica, que invade la naturaleza con todo el pathos de la
tercera dimensión, y desde los primeros tiempos del goticismo, con el propósito de
domeñarla.
Aquí y sólo aquí es evidente la unión del conocimiento con la aplicación [369]. La teoría es
desde un principio hipótesis de trabajo [370]. El cavilador antiguo «contempla», como la
divinidad de Aristóteles; el árabe busca, como alquimista, los medios mágicos, la piedra
filosofal con que poder obtener sin fatiga los tesoros de la naturaleza [371]; pero el
occidental quiere reducir el mundo a su voluntad.
El inventor y descubridor fáustico es algo único. La potencia primordial de su voluntad, la
fuerza luminosa de sus visiones, la acerada energía de su meditación práctica tienen que
producir desasosiego e incomprensión a todo aquel que las contemple desde extrañas
culturas. Pero todos nosotros llevamos eso en la sangre. Toda nuestra cultura tiene alma de
inventor.
Descubrir, llevar a la luz interior del alma lo que no se ve, para apoderarse de ello, tal fue
desde el primer día la pasión del occidental. Todos sus grandes inventos han ido lentamente
madurándose en lo profundo, anunciados por espíritus providentes e intentados hasta
producirse, al fin, con la necesidad de un sino.
Todos andaban ya muy cerca de la meditación beata de los frailes góticos [372]. Aquí es
donde se muestra mejor el origen religioso de todo pensamiento técnico [373]. Estos
fervorosos inventores, en sus celdas, arrebatan a Dios su secreto entre oraciones y ayunos y
consideran esto como un servicio de Dios. Aquí es donde nace la figura de Fausto, símbolo
magno de una auténtica cultura de inventores. La scientia experimentalis, como Roger
Bacon el primero definió la investigación de la naturaleza, la violenta interrogación de la
naturaleza con palancas y tornillos, comienza ahora. Su resultado se dilata hoy ante
nuestros ojos en las llanuras sembradas de chimeneas y torres de extracción. Pero para
todos aquellos existía el peligro, propiamente fáustico, de que el diablo interviniera en el
juego [374] para llevárselos en espíritu a aquella montaña donde les prometiera todo el
poder de la tierra. Esto significa el sueño de aquel extraño dominico, Petrus Peregrinus,
sobre el perpetuum mobile, con el cual se le habría arrebatado a Dios su omnipotencia. Una
y otra vez sucumbieron a esa ambición; forzaron los secretos de Dios para ser Dios.
Espiaron las leyes del ritmo cósmico para violentarlas, y crearon asi la idea de la máquina
como pequeño cosmos que sólo obedece a la voluntad del hombre. Pero con esto
traspasaron el tenue límite en que, para la piedad de los demás, comienza el pecado, y
fueron a su ruina, desde Bacon a Giordano Bruno. La máquina es cosa del diablo. Tal ha
sido siempre la sensación de la fe auténtica.
Ya la arquitectura gótica revela la pasión de inventor. Com-páresela con la pobreza de
formas que voluntariamente ostenta la dórica. Y lo mismo le sucede a nuestra música.
Aparecen la imprenta y las armas de largo alcance [375]. A Colón y Copérnico siguen el
telescopio, el microscopio, los elementos químicos y, por último, la enorme suma de los
procedimientos técnicos del barroco primero.
Al mismo tiempo que el racionalismo viene la invención de la máquina de vapor, que todo lo
revoluciona, y transforma de pies a cabeza el cuadro económico del mundo. Hasta entonces
la naturaleza había realizado algunos servicios; ahora, esclavizada, se somete al yugo y su
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trabajo es medido—como sarcasmo—por caballos de fuerza. De la fuerza muscular—los
negros organizados en talleres—se pasó a las reservas orgánicas de la tierra, en cuyo seno
yace conservada la fuerza vital de milenios enteros en forma de carbón, y hoy se dirige la
vista hacia la naturaleza inorgánica, cuyas fuerzas hidráulicas sirven ya de sustituto al
carbón. Con los millones y billones de caballos de fuerza crece el número de la población en
proporciones que ninguna cultura creyera posibles. Este crecimiento es un producto de la
maquina, que quiere ser servida y dirigida, y a cambio de ello centuplica las fuerzas del
individuo. Por la máquina se hace valiosa la vida humana. Trabajo; he aquí la gran palabra
de la reflexión ética. Pierde, a partir del siglo XVIII, en todos los idiomas su sentido
despectivo. La máquina trabaja y obliga a los hombres al trabajo. Toda la cultura ha entrado
en tal actividad de trabajo, que la tierra tiembla.
Lo que se desenvuelve, en el curso de un siglo apenas, es un espectáculo de tal grandeza
que los hombres de una cultura venidera, con otra alma y otras pasiones, han de sentirse
sobrecogidos por el sentimiento de que entonces la naturaleza vaciló
En otras ocasiones también la política invadió ciudades y pueblos, y la economía humana
hizo hondas mellas en los destinos del mundo animal y vegetal. Pero se trataba sólo de un
menoscabo en la vida, y la vida borra pronto las huellas de estas pérdidas. Mas nuestra
técnica ha de dejar el rastro de sus días, aunque todo lo demás se sumerja y desaparezca.
La pasión fáustica ha cambiado la faz de la superficie terráquea.
Es el sentimiento vital, que aspira a la lejanía y a la altura, y por eso íntimamente afín al
goticismo; es el sentimiento vital, como lo ha expresado el monólogo del Fausto goethiano,
en la infancia de la máquina de vapor. El alma, ebria, quiere volar por el espacio y el tiempo.
Un indecible afán nos empuja hacía lejanías ilimitadas. Quisiéramos desvincularnos de la
tierra, deshacernos en infinitud, abandonar los ligámenes del cuerpo y girar en el espacio
cósmico entre los astros. Lo que al principio buscaba el fervor ardiente de San Bernardo; lo
que imaginaban Grünewald y Rembrandt en sus fondos; lo que vislumbraba Beethoven en
los lejanos sones de sus últimos cuartetos, eso mismo es lo que reaparece en la embriaguez
perespiritualizada de esa serie de descubrimientos. Así surge ese tráfico fantástico que en
pocos días atraviesa continentes, surca océanos en ciudades flotantes, horada montañas,
construye laberintos subterráneos, convierte las máquinas de vapor, agotadas en sus
posibilidades, en máquinas de esencia, y, cansado de caminar por carreteras y rieles, alza
su vuelo por el aire. La palabra
hablada irradia en un instante sobre los mares. Por doquiera se manifiesta la ambición de
batir «records» y aumentar dimensiones, construir gigantescas salas para gigantescas
máquinas, enormes naves, altísimos puentes y rascacielos, reunir fabulosas fuerzas en una
llavecita que un niño puede manejar, alzar vibrantes edificios de acero y vidrio en donde el
hombre, minúsculo, se mueve como señor omnipotente, sintiendo bajo sus pies, vencida, la
naturaleza.
Y esas máquinas van tomando cada día formas menos humanas; van siendo cada día más
ascéticas, místicas, esotéricas. Envuelven la tierra en una red infinita de finas fuerzas,
corrientes y tensiones. Su cuerpo se hace cada día más espiritual, más taciturno. Esas
ruedas, cilindros y palancas ya no hablan. Todo lo que es decisivo se recluye en lo interior.
Con razón ha sido la máquina considerada como diabólica. Para un creyente significa el
destronamiento de Dios. Entrega al hombre la sagrada causalidad, y el hombre la pone en
movimiento silenciosamente, irresistiblemente, con una especie de providente omnisciencia.
7
Nunca se ha sentido un microcosmos tan superior al macrocosmos. Hay aquí pequeños
seres vivos que por su fuerza espiritual han puesto en su dependencia la materia no viva.
Nada parece equivaler a ese triunfo, que sólo una cultura ha logrado y acaso sólo por pocos
siglos.
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Pero justamente por eso el hombre fáustico se ha convertido en esclavo de su creación Su
número y la disposición de su vida quedan incluidos por la máquina en una trayectoria
donde no hay descanso ni posibilidad de retroceso. El aldeano, el artífice, incluso el
comerciante, aparecen de pronto inesenciales si se comparan con las tres figuras que la
máquina ha educado durante su desarrollo; el empresario, el ingeniero, el obrero de fábrica.
Una pequeña rama del trabajo manual, de la economía elaborativa, ha producido en esta
cultura, y sólo en ella, el árbol poderoso que cubre con su sombra todos los demás oficios y
profesiones: el mundo económico de la industria maquinista [376]. Obliga a la obediencia
tanto al empresario como al obrero de fábrica. Los dos son esclavos, no señores de la
máquina, que desenvuelve ahora su fuerza secreta más diabólica.
Pero aunque la teoría socialista del presente sólo ha querido ver la labor del obrero,
empleando para ella sola la palabra trabajo, sin embargo, este trabajo del obrero no es
posible sin la labor soberana y decisiva del empresario. La famosa frase del brazo fuerte que
inmoviliza todas las ruedas, está mal pensada.
Detener el movimiento, sí; pero para eso no hace falta ser trabajador. Mantener en
movimiento, no. El organizador y administrador constituye el centro en ese reino complicado
y artificial de la máquina. El pensamiento, no la mano, es quien mantiene la cohesión. Pero
justamente por eso existe una fisura todavía más importarte para conservar ese edificio,
siempre amenazado, una figura más importante que la energía de esos empresarios, que
hacen surgir ciudades de la tierra y cambian la forma del paisaje; es una figura que suele
olvidarse en la controversia política: el ingeniero, el sabio sacerdote de la máquina. No sólo
la altitud, sino la existencia misma de la industria, depende de la existencia de cien mil
cabezas talentudas y educadas, que dominan la técnica y la desarrollan continuamente. El
ingeniero es, en toda calma, dueño de la técnica y le marca su sino. El pensamiento del
ingeniero es, como posibilidad, lo que la máquina como realidad. Se ha temido, con sentido
harto materialista, el agotamiento de las minas de carbón. Pero mientras existan
descubridores técnicos de alto vuelo, no hay peligros de esa clase que temer. Sólo cuando
cese de reclutarse ese ejército de ingenieros, cuyo trabajo técnico constituye una intima
unidad con el trabajo de la máquina, sólo entonces se extinguirá la industria, a pesar de los
empresarios y de los trabajadores. Supuesto el caso de que la salud del alma importe a los
talentudos de las generaciones próximas más que todo poder en este mundo; supuesto el
caso de que, bajo la impresión de la metafísica y la mística—que hoy destilan
racionalismo—, el sentimiento del satanismo de la máquina acometa a los espíritus más
selectos, que son los que importan—es el paso de Rogerio Bacon a Bernardo de Claraval—,
no tardará entonces en llegar a su término ese espectáculo grandioso, que es juego del
espíritu, en el que las manos no hacen sino un papel secundario.
La industria occidental ha cambiado las viejas vías comerciales de las demás culturas. Los
torrentes de la vida económica se mueven según los lugares en que reside el «monarca
carbón» y los grandes países productores de materias primas. La naturaleza se agota; el
globo terráqueo se sacrifica al pensamiento fáustico de la energía. La tierra, trabajando; he
aquí el cuadro fáustico. A su vista muere el Fausto de la segunda parte, en quien llega a su
máxima clarificación el espíritu de empresa. Nada se opone más completamente a la
realidad quieta de la época imperial antigua. El ingeniero es quien más alejado está del
pensamiento jurídico romano. El conseguirá, sin duda, que su economía obtenga el derecho
que le corresponde, un derecho en donde las fuerzas y los rendimientos ocupen el puesto de
las personas y las cosas.
8
No menos titánica es, empero, la acometida del dinero a la fuerza espiritual. La industria
está adherida a la tierra como la vida aldeana; tiene su sitio señalado, y las fuentes de
materia prima surgen del suelo en determinados puntos. Sólo la alta finanza es libre por
completo, inaprehensible. Los bancos, y con ellos las bolsas, desde 1789 han ido
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respondiendo a las necesidades de crédito que siente en proporción creciente la industria;
con lo cual se han constituido en fuerzas substantivas y pretenden ser, como siempre el
dinero en toda civilización, la única fuerza. La vieja lucha entre la economía productora y la
economía conquistadora se eleva hasta convertirse ahora en una silenciosa y gigantesca
lucha de los espíritus en el suelo de las urbes cosmopolitas. Es la lucha desesperada entre
el pensamiento técnico, que quiere ser libre, y el pensamiento financiero [377].
La dictadura del dinero progresa y se acerca a un punto máximo natural, en la civilización
fáustica como en cualquier otra. Y ahora sucede algo que sólo puede comprender quien
haya penetrado en la esencia del dinero. Si éste fuese algo tangible, su existencia seria
eterna. Pero como es una forma del pensamiento, ha de extinguirse tan pronto como haya
sido pensado hasta sus últimos confines el mundo económico, y ha de extinguirse por
faltarle materia. Invadió la vida del campo y movilizó el suelo; ha transformado en negocio
toda especie de oficio; invade hoy, victorioso, la industria para convertir en su presa y botín
el trabajo productivo de empresarios, ingenieros y obreros. La máquina, con su séquito
humano, la soberana del siglo, está en peligro de sucumbir a un poder más fuerte.
Pero, llegado a este punto, el dinero se halla al término de sus éxitos, y comienza la última
lucha, en que la civilización recibe su forma definitiva: la lucha entre el dinero y la sangre.
El advenimiento del cesarismo quiebra la dictadura del dinero y de su arma política, la
democracia. Tras un largo triunfo de la economía urbana y sus intereses, sobre la fuerza
morfogenética política, revélase al cabo más fuerte el aspecto político de la vida. La espada
vence sobre el dinero; la voluntad de dominio vence a la voluntad de botín. Si llamamos
capitalismo a esos poderes del dinero [378] y socialismo a la voluntad de dar vida a una
poderosa organización político-económica, por encima de todos los intereses de clase, a la
voluntad de construir un sistema de noble cuidado y de deber, que mantenga «en forma» el
conjunto para la lucha decisiva de la historia, entonces esa lucha es, al mismo tiempo, la
contienda entre el dinero y el derecho [379]. Los poderes privados de la economía quieren
vía franca para su conquista de grandes fortunas: que no haya legislación que les estorbe la
marcha. Quieren hacer las leyes en su propio interés, y para ello utilizan la herramienta por
ellos creada: la democracia, el partido pagado. El derecho, para contener esta agresión,
necesita de una tradición distinguida, necesita la ambición de fuertes estirpes, ambición que
no halla su recompensa en el amontonamiento de riquezas, sino en las tareas del auténtico
gobierno, allende todo provecho de dinero.
Un poder sólo puede ser derrocado por otro poder y no por un principio. No hay, empero,
otro poder que pueda oponerse al dinero, sino ese de la sangre. Sólo la sangre superará y
anulará al dinero. La vida es lo primero y lo último, el torrente cósmico en forme
microcósmica. La vida es el hecho, dentro del mundo como historia. Ante el ritmo irresistible
de las generaciones en
Sucesión, desaparece, en último término, todo lo que la conciencia despierta edifica en sus
mundos espirituales. En la historia trátase de la vida, y siempre de la vida, de la raza, del
triunfo para la voluntad de poderío; pero no se trata de verdades, de invenciones o de
dinero. La historia universal es el tribunal del mundo: ha dado siempre la razón a la vida más
fuerte, más plena, más segura de si misma; ha conferido siempre a esta vida derecho a la
existencia, sin importarle que ello sea justo para la conciencia. Siempre ha sacrificado la
verdad y la justicia al poder, a la raza, y siempre ha condenado a muerte a aquellos
hombres y aquellos pueblos para quienes la verdad era mas importante que la acción y la
justicia más esencial que la fuerza. Asi termina el espectáculo de una gran cultura, ese
mundo maravilloso de deidades, artes, pensamientos, batallas, ciudades, reasumiendo los
hechos primordiales de la eterna sangre, que es idéntica a las fluctuaciones cósmicas en sus
eternos ciclos. La conciencia vigilante, clara, rica en figuras múltiples, se sumerge de nuevo
en el silencioso servicio de la existencia, como nos enseñan las épocas del imperialismo
chino y romano. El tiempo vence al espacio. El tiempo es quien, con su marcha irrevocable,
inyecta el azar efímero de la cultura en el azar del hombre, que es una forma en que el azar
de la vida fluye durante un tiempo, mientras en el mundo luminoso de nuestros ojos, allá
lejísimos, se abren los horizontes de la historia planetaria y de la historia estelar.
Para nosotros, empero, a quienes un sino ha colocado en esta cultura y en este momento de
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su evolución; para nosotros, que presenciamos las últimas victorias del dinero y sentimos
llegar al sucesor—el cesarismo—con paso lento, pero irresistible; para nosotros, queda
circunscrita en un estrecho círculo la dirección de nuestra voluntad y de nuestra necesidad,
sin la que no vale la pena de vivir. No somos libres de conseguir esto o aquello, sino de
hacer lo necesario o no hacer nada. Los problemas que plantea la necesidad histórica se
resuelven siempre con el individuo o contra él.
Ducunt fata volentem, nolentem trahunt.
Notas:
[286] Political discourses, 1752.
[287] El famoso «inquiry», 1776.
[288] La concepción científica era, en general, que las consecuencias económicas de la
movilización obligarían a cesar la guerra en pocas semanas.
[289] Véase t. III, pág. 118.
[290] Véase t. III, págs. u y ss.
[291] Véase pág. 101.
[292] Véase t. III, pág. 129 y ss.
[293] Véase t. III, pág. 14.
[294] Véase pág. 120.
[295] Negotium (con esta palabra se designa toda especie de actividad adquisitiva; el
negocio se dice commerciun) negat otium neque quaerit veram quietem, quae est Deus, dice
el decreto de Graciano.
[296] La pregunta de Pilatos define también la relación entre la economía y la ciencia. El
hombre religioso intentará siempre en vano cambiar la marcha del mundo político con el
catecismo. La política sigue tranquila su camino y le abandona a sus pensamientos. El santo
sólo puede optar entre adaptarse—y entonces hará política eclesiástica, aunque sin
conciencia de ello—o retirarse del mundo, en la soledad o aun allende la vida. Lo mismo se
repite—no sin cierta comicidad—dentro de la espiritualidad urbana. El filósofo que ha
construido un sistema ético-social, lleno de virtud abstracta y único exacto, como es natural,
pretende explicar a la vida económica cómo debe conducirse y a qué fines debe tender.
Siempre es el mismo espectáculo, ya sea el sistema liberal, anarquista o socialista y ya
proceda de Platón, de Proudhon o de Marx. La economía, empero, sigue su camino, sin
preocuparse de nada y propone al pensador la alternativa: o retirarse y verter en el papel sus
quejas sobre el mundo, o entrar en el mundo actuando como político economista; y si elige
este último camino siempre le sucede, o que hace el ridículo, o que en seguida manda su
teoría al diablo para asegurarse una posición directiva.
[297] Véase t. III, pág. 16.
[298] Lo mismo sucede con los enjambres nómadas de cazadores y pastores. Pero la base
económica de las grandes culturas está siempre constituida por unos hombres que se
asientan y afianzan en el suelo y sustentan las formas superiores de la economía.
[299] Véase pág. 105.
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[300] Undershaft, en Major Barbara, de B. Shaw, es una verdadera figura de soberano en
esta esfera.
[301] Véase pág. 125. Como medio para los gobiernos, llámase economía financiera. Toda
la nación es aquí objeto de una percepción de tributos en forma de impuestos y aranceles,
cuyo empleo no está destinado a mejorar sus medios de vida, sino a asegurar su posición
histórica y su poderío.
[302] En el más amplio sentido, en el que incluyo el ascenso de trabajadores, periodistas,
científicos, a una posición directiva.
[303] Véase pág. 105.
[304] Véase t. III, pág. 52.
[305] Véase t. III, pág. 244.
[306] Incluyendo a los médicos, que en las épocas primitivas son inseparables de los
sacerdotes y magos.
[307] Incluyendo a los pastores, pescadores y cazadores. Además, existe una extraña y
profunda relación con la minería, como enseña
la afinidad de las viejas leyendas y usos. Los metales son extraídos
de la mina como el trigo del suelo y la res del bosque. Pero para el minero los metales son
algo que vive y crece.
[308] Desde la navegación primitiva hasta los negocios de Bolsa en las ciudades mundiales.
Todo tráfico por ríos, carreteras y vías pertenece al comercio.
[309] Véase pág. 130. También pertenece a esta forma económica la industria maquinista
con el tipo puramente occidental del ingeniero e inventor; y asimismo, en la práctica, una
gran parte de la economía agraria moderna, en América sobre todo.
[310] Todavía hoy la industria metalúrgica es considerada vagamente como más distinguida
que la química o la eléctrica, por ejemplo.
Posee la más antigua nobleza de la técnica y en ella queda como un resto de culto secreto.
[311] Hasta llegar a la servidumbre y esclavitud; aunque precisamente la esclavitud es
muchas veces, como en el Oriente actual y en Roma, en las vernae, una mera forma de
contrato obligatorio de trabajo, y aparte de eso, apenas sensible. El obrero libre vive muchas
veces en dependencia más dura y menor estimación; y el derecho fórmala despedirse es en
muchos casos prácticamente insignificante.
[312] La conocemos exactamente en los comienzos egipcios y góticos; sólo en grandes
rasgos en China y en la Antigüedad. Por lo que se refiere a la pseudomórfosis económica de
la cultura árabe (véase t. III, pág. 267, y este tomo, pág. 131 y s.), prodúcese desde Adriano
en una interior descomposición de la economía monetaria antigua civilizada, que se va
convirtiendo poco a poco en una circulación primitiva de bienes, ya completamente
establecida bajo Diocleciano; en el Oriente se ve luego muy bien la ascensión propiamente
mágica.
[313] Véase pág. 123.
[314] Ni los pedazos de cobre de las tumbas italianas de Villanova de época prehomérica
(WILLERS, Geschichte des römischen Kupferprägung [Historia de la acuñación romana en
cobre] pág. 18); ni las monedas chinas primitivas de bronce en forma de vestidos femeninos
(pu), hachas, anillos o cuchillos (tsien, Conrady, China, pág. 504) son dinero, sino claros
símbolos de bienes. Y las monedas que los gobiernos de la época gótica primitiva acuñaron
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a imitación de la antigüedad como signos de soberanía, aparecen en la vida económica
como bienes: un pedazo de oro vale tanto como una vaca; no viceversa.
[315] Por eso es tan frecuente que no surja de la cerrada vida campesina local, sino que
aparezca extranjero, indiferente, sin supuestos.
Es la función de los fenicios en la antigüedad primitiva, de los romanos en Oriente en época
de Mitrídates, de los judíos—y con éstos los bizantinos, persas, armenios—en el Occidente
gótico, de los árabes en el Sudán, de los indios en el África oriental, de los europeos en la
Rusia actual.
[316] Por eso es su extensión limitada. En estas épocas el comercio extranjero es una
aventura que ocupa la fantasía; por eso suele sobrestimarse desmedidamente. Los
«grandes» comerciantes de Venecia y del Hansa hacia 1300 eran apenas equivalentes a un
honorable maestro de oficio. Las transacciones, incluso de los Mediéis y de los Fugger,
correspondían en 1400 próximamente a las de una tienda en una pequeña ciudad actual.
Los grandes buques de comercio, en cuyo cargamento participaban regularmente un grupo
de comerciantes, eran inferiores a las gabarras fluviales del presente y hacían al año un
gran viaje. La famosa exportación de lana inglesa, uno de los principales objetos del
comercio hanseático, comprendía hacia 1270 anualmente la carga aproximada de dos
trenes actuales de mercancías (Sombart, Der moderne Kapitalismus, 1, págs. 280 y ss,).
[317] Véase t. I, c. I.
[318] El marco y el dólar no son «dinero», como el metro y el gramo
son fuerzas. Las monedas son valores de cosas. Nuestra ignorancia
de la física antigua es la que nos ha librado de confundir la gravitación con el trozo de
materia pesada; y si hemos confundido el número con la cantidad es por culpa de la
matemática antigua, como también por imitación de las monedas antiguas confundirnos aún
hoy la moneda con el dinero.
[319] Por eso se podría—inversamente—decir que el sistema métrico (cm-g) es una divisa
monetaria; y, en realidad, todas las masas de dinero arrancan de proposiciones físicas
acerca del peso.
[320] Igualmente, todas las teorías del valor, aun cuando pretenden ser objetivas, son
deducidas de un principio subjetivo; y no puede ser de otro modo. La de Marx define el valor
según le interesa al obrero manual, de manera que la producción del inventor y del
organizador aparece sin valor. Pero sería erróneo llamar falsa esta teoría. Todas estas
teorías son exactas para sus partidarios y falsas para sus enemigos; y es la vida, no las
razones, la que le decide a uno a ser su partidario o su enemigo.
[321] Los billetes occidentales fueron introducidos por el Banco de Inglaterra en muy escasa
medida a fines del siglo XVIII. Los chinos son de la época de los Estados en lucha.
[322] La «altura» de la fortuna, que se compara con la «extensión» de una finca.
[323] Hasta los piratas modernos del mercado monetario, que son medianeros de los
medianeros y juegan un Juego de azar con la mercancía «dinero». Zola los ha descrito en su
famosa novela.
[324] Preisigke, Girowesen im griechischen Agypten [La institución del giro en el Egipto
griego], 1910; las formas del fraileo en aquella época se encontraban a igual altura que bajo
la dinastía 18.
[325] No otra cosa sucede con el ideal burgués de la libertad. En la teoría y en las
Constituciones, por tanto, se podrá ser en principio libre.
En la verdadera vida privada de las ciudades se es independiente si se tiene dinero.
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[326] Que podemos llamar bolsas, aun en las demás culturas, si por bolsa entendemos el
órgano mental de una economía monetaria perfecta.
[327] Prólogo a Majar Barbara.
[328] Véase pág. 124.
[329] El «farmer» es el hombre a quien une con la tierra una simple
relación práctica.
[330] La creciente intensidad de este pensar aparece en el cuadro económico corno
aumento de la masa de dinero existente, lo cual es algo abstracto e imaginado, que nada
tiene que ver con la provisión de oro (una mercancía). La «pesantez» del mercado
monetario, por ejemplo, es un proceso puramente espiritual, que se verifica en las cabezas
de un número muy reducido de personas. La creciente energía del pensar en dinero
produce, pues, en todas las culturas la sensación de que el «valor del dinero baja» en gran
proporción, por ejemplo, desde Solón a Alejandro, en relación con la unidad de cálculo.
Pero, en realidad, las unidades de valor se han tornado artificiales y ya no admiten
comparación con los valores «vividos» de la economía aldeana. En último término son
indiferentes los números con que se calculen los tesoros de la liga ateniense en Delos (454),
o los tratados de paz con Cartago (241, 201), o el botín de Pompeyo (64); ni tampoco
significa nada que dentro de algunos decenios pasemos de los millares de millones—
desconocidos aún en 1850—a otra unidad superior. No hay criterio para determinar el valor
de un talento en los años de 430 y de 30; pues el oro, como el ganado y el trigo, cambian
continuamente, no sólo de valor, sino de importancia dentro de la economía progresiva
urbana. Sólo queda el hecho de que la masa de dinero—que no debe confundirse con la
existencia de signos y medios de pago—es un alter ego del pensamiento.
[331] Véase t. I, c. II.
[332] FRIEDLÄNDER, Röm. Sttiengesch. [Historia de las costumbres romanas], 1921, pág.
301.
[333] Salustio, Catilina, 35, 3.
[334] Véase pág. 287.
[335] Cuan difícil era para el hombre antiguo representarse la transformación en dinero
corpóreo de una cosa no limitada por todas partes, como el suelo del campo, lo demuestran
los pilares de piedra (øroi) en las fincas rústicas griegas para representar las hipotecas,
como también la compra romana per aes et libram, donde a cambio de una moneda se
entregaba, ante testigos, un puñado de tierra. No hubo, por lo tanto, nunca un verdadero
comercio de fincas, ni tampoco un precio corriente para la tierra de labor. Una relación
regular entre el valor del suelo y el valor del dinero es tan imposible en el pensamiento
antiguo como la que puede mediar entre valor artístico y valor monetario.
Los productos espirituales, esto es, incorpóreos, como los dramas o las pinturas, no tenían
ningún valor económico. Sobre el concepto antiguo jurídico de la cosa, véase t. III, pág. 120.
[336] Ya en la época de Augusto no debía quedar casi nada de las obras antiguas de arte en
metales nobles y bronce. Incluso el ateniense culto pensaba harto fuera de la historia para
respetar una estatua de oro y marfil por el solo hecho de ser de Fidias. Recuérdese que en
la famosa estatua de Athena las partes de oro estaban hechas sueltas, para poder ser
pesadas de tiempo en tiempo. De antemano, pues, se había tenido en cuenta la posibilidad
de un empleo económico.
[337] Ges. Schriften [Obras reunidas] IV, págs. 200 y ss.
[338] Véase t. III, pág. 88.
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[339] Es absurdo creer que los esclavos constituyesen aun en Atenas o Egina ni siquiera el
tercio de la población. Las revoluciones desde 400 suponen, por el contrario, una gran
superioridad numérica de los libres pobres.
[340] Véase pág. 317.
[341] Esta es la diferencia con la esclavitud de los negros en nuestra época barroca. La
esclavitud de los negros representa un preludio de la industria maquinista; es una
organización de energía «viva» en la cual del hombre se pasó, finalmente, al carbón, y sólo
se consideró inmoral el uso del primero cuando el segundo estuvo asegurado. Considerada,
desde este punto de vista, la victoria del Norte en la guerra civil norteamericana (1865)
significó la victoria económica de la energía concentrada del carbón sobre la energía sencilla
de los músculos.
[342] Véase pág. 163. No puede desconocerse la afinidad con la administración egipcia del
antiguo Imperio y con la china de la época Chu primitiva.
[343] Véase pág. 164. Los clerici, en esas oficinas de cuentas, constituyen el prototipo de los
modernos empleados de Banco.
[344] Hampe, Deutsche Kaisergeschichte [Historia de los emperadores alemanes], pág. 246.
Leonardo Pisano, cuyo Liber Abaci (1202) siguió siendo modelo para la contabilidad
comercial aun después del Renacimiento, y que introdujo, además de las cifras árabes, los
números negativos para significar las deudas, fue protegido por el gran Hohenstaufen.
[345] Véase t. III, págs. ni y 112.
[346] Sombart, Der moderne Kapitalismus, II, pág. 119.
[347] Íntimamente afín con nuestra imagen de la esencia de la electricidad es el proceso del
clearing. en el cual la situación positiva o negativa de varias firmas (centros de tensión)
entre sí queda equilibrada por puro acto de pensamiento y la verdadera situación queda
simbolizada por una inscripción en el libro. Véase t. II, c, VI.
[348] Véase t.1, c. I.
[349] Véase t. III, pág. 121 y s.
[350] El crédito de un país descansa, para nuestra cultura, sobre su capacidad económica y
la organización política, de ésta, lo que da a las operaciones financieras y contabilidades el
carácter de verdaderas creaciones de dinero; no descansa en una provisión de oro guardada
en algún banco. La superstición de los creyentes en la Antigüedad es la qué eleva la reserva
de oro a la categoría de medida para el crédito, porque su altitud no depende ya del querer,
sino del poder. Las monedas corrientes, empero, son una mercancía que, a diferencia del
crédito del país, poseen una cotización. Cuanto peor es el crédito tanto más alto está el oro,
hasta el punto de que resulta impagable y desaparece de la circulación, de manera que ya
no puede obtenerse sino contra otras mercancías; el oro, pues, como cualquier otra
mercancía, se mide por la unidad de contabilidad escrita, y no al revés, como parece dar a
entender la expresión patrón oro. La moneda sirve para pequeños pagos como en ocasionas
también sirven para ello los sellos de correo. En Egipto, cuya idea del dinero se parece
enormemente ala nuestra, no había en el Imperio nuevo nada parecido a nuestra moneda.
La inscripción en el libro bastaba; y desde 650 hasta la helenización del país con la
fundación de Alejandría, las monedas antiguas que llegaban eran computadas al peso, como
mercancías.
[351] Por eso no existe para nuestro derecho «real».
[352] Suponiendo el caso de que los obreros asuman la dirección de las obras, nada
cambiaría en absoluto. O bien no podrían hacer nada, y entonces todo se arruinaría, o
podrían hacerlo, y entonces se habrían convertido íntimamente en empresarios y pensarían
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tan sólo en afirmar su poder. No hay teoría que elimine este hecho del mundo; así es la vida.
[353] Sólo desde 1770 se convierten los bancos, como centros de crédito, en una potencia
económica que, por vez primera, penetra en la política durante el Congreso de Viena. Hasta
entonces el banquero hacía sobre todo negocios de letras. Los bancos chinos y aun los
egipcios tienen otro sentido. Y a los antiguos bancos en la Roma cesárea fuera mejor
llamarlos cajas; reunían las recaudaciones de los impuestos en dinero contante y prestaban
dinero contra restitución. Así, los templos, con sus grandes provisiones de metal, se
convierten en «bancos».
El templo de Delos prestó durante siglos al 10 por 100.
[354] El concepto de firma estaba ya formado en el gótico posterior, corno ratio o negotiatio,
y no puede traducirse a los idiomas antiguos.
Negotium significa para los romanos un proceso concreto («hacer»
un negocio, no «tenerlo»).
[355] Pöhlmann, Griech. Gesch, [Historia griega], 1914, págs. 216 y ss.
[356] Gercke-Norden, Einl. in die Altertumswiss. [Introducción a la arqueología], III, pág. 291.
[357] Kromayer, en la Hist. rom. de Hartmann, pág. 150.
[358] Los judíos de esta época eran los romanos (véase pág. 88). En cambio, los judíos eran
entonces aldeanos, obreros, pequeños artífices (Parván, Die Nationalität der Kaufleufe im
römischen Kaiserreich, [La nacionalidad de los comerciantes en el Imperio romano], 1009;
también Mommsen. [Historia romana],V, pág. 471), es decir, ejercían los oficios que en la
época gótica fueron el objeto de sus negocios comerciales. En la misma situación hállase
hoy «Europa» frente a los rusos, cuya vida interior mística siente como pecado el
pensamiento del dinero (el peregrino en Asilo de noche, de Gorki, y todo el mundo
ideológico en los obras de Tolstoi). Aquí ce superponen hoy dos mundos económicos, como
en Siria en la época de Jesús: uno superior, extranjero, civilizado, importado de Occidente,
al que pertenece, como su hez, el bolchevismo occidental, no ruso, de los primeros años, y
otro inurbano, viviendo entre bienes, sin calcular, satisfaciendo por trueque sus inmediatas
necesidades. Las palabras resonantes de la superficie deben ser consideradas como una
voz en la cual el sencillo ruso, ocupado exclusivamente de su alma, escucha la voluntad de
Dios. El marxismo entre los rusos obedece a un fervoroso malentendido. Los rusos han
soportado—no creado ni reconocido—la vida económica superior del petrinismo. El ruso no
combate al capital, sino que no lo comprende. El que sepa leer a Dostoyevski vislumbrará
en Rusia una humanidad joven para la cual no existe aún dinero, sino sólo bienes con
relación a una vida cuyo centro de gravedad no esta en el aspecto económico. El «miedo a
la plusvalía», que antes de la guerra empujó a algunos hasta el suicidio, es un revestimiento
literario incomprendido del hecho de que la ganancia de dinero mediante dinero resulta
criminal al pensamiento rural de los bienes, o, mejor dicho, es un pecado, si se ve la
cuestión en la perspectiva de la incipiente religión rusa. Asi como hoy las ciudades del
zarismo decaen y el hombre vive en ellas como en la aldea, bajo la costra del
bolchevismo—pensamiento urbano y efímero—, así también el ruso se ha libertado de la
economía occidental. El odio apocalíptico—que también el judío sencillo de la época de
Jesús sentía contra Roma—no se dirigía solamente contra Petersburgo como ciudad, como
asiento de un poder político de estilo occidental, sino también como centro de un
pensamiento económico en dinero occidental, pensamiento que envenena la vida toda y la
desvía por falsos derroteros. El alma rusa, profunda, está hoy preparando una tercera
especie de cristianismo, aun sin sacerdotes, basada en el Evangelio de San Juan e
infinitamente más próxima al cristianismo mágico que al fáustico. Por eso descansa esa
nueva religión en un nuevo simbolismo del bautismo y, lejos de Roma y de Wittenberg,
mira, en presentimiento de futuras cruzadas, hacia Jerusalén por encima de Bizancio.
Ocupada en esta meditación exclusivamente, el alma rusa se acomodará indiferente a la
economía occidental, como el cristiano primitivo se acomodó a la economía romana y el
cristiano gótico a la judía, pero sin participación interna en ella (véase sobre esto t. III, págs.
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272 y s., y el presente tomo, págs. 30-55).
[359] Véase t. III, pág. 16.
[360] Véase t. III, pág. 21.
[361] Véase t. III, pág. 41.
[362]
Véase t. III, págs. 39 y 40.
[363]
Véase este tomo, pág. 16.
[364]
Véase t. III, pág. 192.
[365]
Véase t. III, págs. 39 y ss., y este tomo, págs. 15 y ss.
[366] Véase pág. 18.
[367] La «exactitud» de los conocimientos físicos, es decir, su posible uso como
interpretación, no contradicho hasta el presente por ningún fenómeno, es completamente
independiente de su valor técnico. Una teoría seguramente falsa y en sí misma
contradictoria puede ser para la práctica más valiosa que una «exacta» y profunda, y la
física hace tiempo que se guarda de aplicar en sentido popular las palabras falso y exacto a
sus imágenes, en lugar de hacerlo a las meras fórmulas.
[368] Lo que el libro de Diels, Antike Technik, reúne, es una extensa
nada. Si prescindimos de lo que pertenece a la civilización babilónica, como los relojes de
agua y de sol, o a la época primitiva arábiga, como la química y el reloj de Gaza, y de lo que
en cualquier otra cultura fuera ofensivo citar, como las especies de cerraduras, no queda
nada.
[369] La cultura china ha hecho casi todos los descubrimientos occidentales—entre ellos la
brújula, el telescopio, la imprenta, la pólvora, el papel, la porcelana—; pero el chino substrae
cosas a la naturaleza, sin violentarla. Siente bien el provecho de su saber y hace uso de
éste, pero no se precipita sobre él para explotarlo.
[370] Véase pág. 63.
[371] Es el mismo espíritu que distingue el concepto del negocio entre los judíos, parsis,
armenios, griegos, árabes y el de los pueblos occidentales.
[372] Véase pág. 63. Albertus Magnus vivió en la leyenda como gran mago. Roger Bacon ha
meditado sobre máquinas de vapor, barcos de vapor y aviación (F. Strunz, Die Gesch. der
Naturwiss. im Mittelalter [La historia de la ciencia, de la Naturaleza en la Edad media] 1910,
página 88).
[373] Véase pág. 16.
[374] Véase pág. 43.
[375] El fuego griego no pretende sino asustar e incendiar. Pero aquí la fuerza expansiva de
los gases de explosión se convierte en energía de movimiento. Quien en serio compare
ambas cosas, no comprende el espíritu de la técnica occidental.
[376] Marx tiene razón; es ésta una, y aun la más orgulloso, creación de la burguesía. Pero
Marx, que piensa dentro de la pauta y serie: Antigüedad, Edad media, Edad moderna, no
puede advertir que se trata de la burguesía de una sola cultura, de la que depende el sino de
la máquina. Mientras esa burguesía domine la tierra, todo no europeo intentará descubrir el
secreto de ese arma terrible, pero rechazándola interiormente; lo mismo el Japonés que el
indio, el ruso que el árabe. La esencia profunda del alma mágica quiere que el judío, como
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empresario e ingeniero, no se dedique a la creación de máquinas, sino a la parte comercial
de su producción. Pero también el ruso mira con temor y odio esa tiranía de las ruedas,
cables y railes, y, aunque hoy y mañana se aguante ante la necesidad, llegará un día en que
borre todo eso de su recuerdo y de su contorno, para edificar un mundo nuevo donde no
haya nada de esa técnica diabólica.
[377] Esta tremenda lucha entre un pequeño número de hombres de raza y de acero, con
enorme talento, lucha de ]a que nada ve ni entiende el sencillo ciudadano de la urbe, debe
considerarse desde lejos, esto es, en un sentido de historia universal; y entonces la lucha de
interés entre los empresarios y el socialismo obrero queda reducida a mezquina
insignificancia. El movimiento obrero es lo que quieren que sea sus jefes, y el odio contra los
representantes del trabajo industrial directivo lo ha puesto hace tiempo al servicio de la
bolsa. El comunismo práctico, con su «lucha de clases»—frase ya hoy anticuada y falsa—,
no es sino un buen servidor del gran capital, que sabe utilizarlo muy bien en su provecho.
[378] A ellos pertenece también la política interesada de los partidos obreros, que no
pretenden superar los valores del dinero, sino poseerlos.
[379] Véase pág. 123.
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