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MEDICINA Y PERSONA REV MED UNIV NAVARRA/VOL 51, Nº 4, 2007, 42-44 Pardo A Los nuevos leprosos A. Pardo Departamento de Humanidades Biomédicas. Universidad de Navarra Correspondencia: Antonio Pardo Departamento de Humanidades Biomédicas Universidad de Navarra 31008 Pamplona (apardo@unav.es) La normativa legal española sobre el uso del tabaco en locales públicos1 fue motivo de muchos reportajes televisivos cuando entró en vigor. Aunque sigue provocando comentarios, ya no está en la cresta de la ola. Hace poco, sentí curiosidad por conocer los datos epidemiológicos que sustentan una medida tan radical en algunas de sus aplicaciones, como puede ser la prohibición de fumar en algunos edificios. En casos en que se admite fumar en un local habilitado al efecto en el interior, las condiciones exigidas son casi imposibles de realizar en la práctica. El fumador debe marcharse al aire libre, o sea, a la calle. La búsqueda de “passive smoking” en las bases de datos bibliográficas produjo una cantidad de resultados ingente, con la que me sentí incapaz de lidiar. Sin embargo, me animé a mirar algunos artículos de revisión, y fui encontrando datos interesantes: más o menos, los trabajos venían barajando cifras de aumento de riesgo de padecer algunas enfermedades cardiovasculares o cáncer de pulmón que oscilaban entre un 10 y un 30%. Lógicamente, como todos los estudios que se apoyan en la estadística de cuestiones no meridianamente claras, también había resultados no significativos: un estudio prospectivo serio, de cuarenta años de duración, estimaba que el humo de tabaco en el ambiente no comporta riesgos de enfermedad significativamente mayores que si no existe ese factor2. De este estudio, lo que más me sorprendió no fueron los datos, sino lo acalorado de la discusión que levantó3: aparte de los comentarios puramente técnicos y los datos complementarios, se acudía también a argumentar que, insistir en que los efectos negativos de inhalar el humo del tabaco del ambiente es una cuestión debatida y poco clara, es hacer el juego a las 1 Ley española 28/2005, de 26 de diciembre, que entró en vigor el 1 de enero de 2006, aunque algunos aspectos de la Ley no entraron en vigor hasta septiembre de 2006 y enero de 2007. Puede verse el texto completo en http://www.boe. es/g/es/bases_datos/doc.php?coleccion=iberlex&id=2005/21261. Accedido el 15 de noviembre de 2007. 2 Enstrom JE, Kabat GC. Environmental tobacco smoke and tobacco related mortality in a prospective study of Californians, 1960-98. BMJ. 2003 May 17; 326(7398): 1057. 3 Pueden consultarse los 14 comentarios que se mencionan en PubMed en http:// www.ncbi.nlm.nih.gov/sites/entrez?Db=pubmed&Cmd=ShowDetailView&TermT oSearch=12750205 Accedido el 9 de noviembre de 2007. 42 REV MED UNIV NAVARRA/VOL 51, Nº 4, 2007, 42-44 compañías tabaqueras, que han financiado numerosos estudios para apoyar su negocio4. Y, sin embargo, a la vez, y no financiados por la industria tabaquera, siguen apareciendo trabajos que insisten en que el efecto negativo del tabaco sobre los fumadores pasivos es una cuestión todavía no bien establecida5, al menos no lo suficiente como para adoptar las medidas radicales que la legislación española y la de otros países han adoptado al respecto. No pienso dirimir semejante problema en este artículo y, para la argumentación que sigue, asumiré que el fumador pasivo ve aumentado su riesgo de padecer ciertas enfermedades entre un 10% y un 30%, cifras que parecen razonables por la bibliografía disponible. *** El hombre solo es una ficción irrealizable. Los teóricos de la filosofía política ilustrada en el siglo XVIII divulgaron ampliamente esta idea con el rótulo de “estado de naturaleza”. Ellos mismos han solido declarar, tras sus disquisiciones teóricas sobre el “estado de naturaleza”, que se trata de una ficción intelectual. El hombre, de facto, siempre vive en sociedad. La sociabilidad humana es algo evidente6. Ese “estado de naturaleza” no se refiere, por tanto, a un estado primitivo de la humanidad en que el hombre vivía solo. Se refiere a una nueva consideración del hombre y de la unión en sociedad. El hombre, según esta consideración, no sería originalmente social, sino sólo secundariamente, merced a un pacto social que haría aparecer la sociedad. Al hombre le correspondería “ontológicamente” (si ese término tiene algún significado en el contexto ilustrado) la vida individual en la que tiene solamente derechos subjetivos que realiza según su libre albedrío. “Posteriormente”, el hombre, en contacto con los Puede encontrarse este argumento más detalladamente expuesto en Nerín I. The passive smoker. Myth or reality? Arch Bronconeumol 2006 Dec; 42(Supl.2): 25-31. 5 Novak K. Passive smoking: Out from the haze. Nature: 2007; 447: 1049-51. 6 “El que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. Aristóteles, Política I, 2, 1253a. 4 118 Los nuevos leprosos demás hombres, formaría la sociedad, fundamentalmente por motivos de utilidad: la defensa de los potenciales enemigos y la obtención de las comodidades de la vida7. Una peculiaridad de la sociedad así formada sería que el hombre no perdería en ella esos derechos nativos del “estado de naturaleza”, sino que los cedería a su arbitrio para posibilitar el beneficio mutuo, pero sin perderlos realmente. Los derechos subjetivos absolutos seguirían siendo algo real en sociedad. Obviamente, esto plantea problemas no pequeños, pues no se entiende, por decirlo de modo muy sumario, cómo puede haber sociedad con normas que recorten los derechos nativos y que simultáneamente persistan dichos derechos nativos. A pesar de este problema, teórico y práctico, la idea ilustrada de la sociedad convencional es una de las que abonan nuestro imaginario colectivo actual. Casi no hace falta recordar que el fallido proyecto de Constitución europea mencionaba la ilustración como una de las bases de nuestra cultura occidental. Y no hay más que oír las conversaciones habituales para apreciar que se habla antes de derechos (normalmente subjetivos) que de deberes; éstos, al ser la contrapartida de los derechos, debían tener igual peso en el lenguaje de los hombres, pero no es así. Hoy pensamos que lo originario son los derechos, no las obligaciones. Pero si lo originario, que no se pierde en sociedad, es el derecho individual a llevar a cabo el propio proyecto vital, la relación con los demás pasa a ser algo meramente instrumental. Estoy con otras personas porque me sirve, y sólo mientras me sirve. Si se produce una colisión con otras personas, lo que priva es mi derecho primigenio. No existe obligación de hacer algo por los demás, si exceptuamos una serie de cosas muy básicas que permiten esa sociedad que nos aporta utilidad a todos. *** Los clásicos consideraban que el hombre es social por naturaleza. Pero entendían la sociabilidad como algo mucho más rico y amplio que la simple asociación por utilidad. Indudablemente, que los hombres realicemos tareas juntos permite solventar con mucha más facilidad las necesidades de la vida. Pero el objetivo principal de esa vida juntos no es la satisfacción de necesidades, sino una vida más humana. En frase clásica, los hombres, al principio, vivieron juntos para las necesidades de la vida. Ahora viven juntos para vivir bien8. El contenido de la vida común de los hombres es, desde este punto de vista, las cuestiones humanas, y con especial hincapié en las que miran la parte más elevada de los hombres. Concretamente, el conocimiento y la virtud. La vida social mira al perfeccionamiento de los hombres, que se realiza en las interacciones mutuas entre ellos. No está garantizado que una relación interhumana produzca una mejora en las personas que la protagonizan. De hecho, las influencias de unas personas en otras puede motivar cambios a mejor o a peor. Pero esto no quita que la sociabilidad tenga esa meta de la mejora mutua: puede que las interacciones humanas 7 Puede verse magistralmente descrito este modo de considerar el hombre y la sociedad en Leo Strauss. Natural Right and History. Chicago: Chicago University Press, 1953. 340 p., especialmente el apartado dedicado a Hobbes, p. 166 y ss. 8 Aristóteles, Política, I, 2, 1252b. 119 se corrompan y empeoren a los ciudadanos, pero esto sería una cuestión accidental que sucede en un determinado momento, no algo esencial a la sociedad. Los intercambios humanos implican necesariamente roces. Y estos roces versan sobre las cuestiones que atañen a la sociedad: opiniones sobre lo justo y lo injusto, lo correcto y lo incorrecto, sobre los que, en suma, debemos hacer juntos: el derecho, la moral social, las costumbres. También hay roces en cuestiones relativas a la propiedad de cosas, y a su disfrute, pero pueden reducirse con facilidad a cuestiones de justicia. Las diferencias entre las personas o los grupos humanos pueden terminar en la violencia: no hay más que ver la historia de la humanidad para comprobar que siempre ha habido guerras. Pero la violencia humana, a diferencia de las luchas más o menos estereotipadas que muestran los animales, tiene como trasfondo una diferencia de ideas sobre lo que debemos hacer juntos: es una consecuencia de la naturaleza social del hombre. A pesar de estos aspectos negativos, las relaciones interhumanas son algo bueno y deseable: se pueden corromper, o degenerar en violencias y guerra, pero su existencia es lo único que posibilita que el hombre llegue a ser plenamente hombre. Carece de sentido plantearse abandonar las relaciones con los demás miembros de la sociedad si éstas no me resultan útiles o agradables de algún modo, pues las cuestiones sociales son inexorablemente comunes y nos atañen. “Que paren el mundo, que me bajo” es un enfoque ilusorio de las relaciones humanas. Es posible volverse vagabundo, pero no es una postura humana. Cortar la unión con los demás sólo es razonable por causas muy serias. *** Muchas personas con poca cultura religiosa interpretan las religiones, y el cristianismo en particular, como un mero código de conducta ética, como simple comportarse bien. Si se les pregunta qué entienden por “comportarse bien”, la respuesta suele ser bastante superficial: no robar, no matar, y algún detalle de urbanidad en las relaciones sociales. Una respuesta algo más sólida abarcaría los diez mandamientos. Pero no parece llegar al núcleo de la diferencia del cristianismo con las ideas de la filosofía pagana griega. Entre otras cuestiones esenciales, el cristianismo se manifiesta como una actitud de las personas que va más allá de la estricta justicia. El amor cristiano, la caridad, está dispuesto a todo por Dios y por los demás9. Por amor, el cristiano está dispuesto a soportar y perdonar la ofensa. Y, como busca el bien de los demás (siguiendo y elevando la idea clásica de que la reunión de personas apunta a la mejora mutua), si está en juego dicho bien, aumentan sus motivos para tolerar molestias físicas o humillaciones morales. El amor cristiano se manifiesta, entre otras cosas, en el perdón de las ofensas. Si no hay perdón, se crea una barrera a la comunicación humana y la posibilidad de ayuda mutua se ve muy dificultada. Un amor verdadero no puede permitir que se cierre ese cauce, por el que circula la posibilidad de apoyo a los demás: amor y apertura van unidos. “El amor tiene paciencia y es bondadoso. El amor no es celoso. El amor no es ostentoso, ni se hace arrogante. No es indecoroso, ni busca lo suyo propio. No se irrita, ni lleva cuentas del mal. No se goza de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”: I Cor. 13, 4-7. 9 REV MED UNIV NAVARRA/VOL 51, Nº 4, 2007, 42-44 43 Pardo A El perdón es característico de la civilización cristiana; buscaremos en balde la idea de perdón o misericordia en otras culturas. Hay conflictos internacionales que son una eterna e inacabable retahíla de venganzas, porque ninguno de los contendientes conoce el perdón. Para una mentalidad cristiana, resulta terrorífico asomarse a una idea así10. Un mundo sin caridad sobrenatural se termina convirtiendo en algo profundamente inhumano. *** Los trenes del siglo pasado solían tener departamentos. En ellos era frecuente que un caballero que quisiera fumar preguntara a los demás si les molestaba que fumara, a lo que los circunstantes, excepto en casos justificados y no muy numerosos, solían responder que no, y el cigarrillo se fumaba. Se reconocía de este modo que fumar resulta molesto a bastantes personas. Pero se admitía también que la convivencia humana pedía no sólo soportar, sino aceptar, al fumador. En esta aceptación se mezclaba la simple cortesía, necesaria para las relaciones sociales, con la mentalidad cristiana de la sociedad, que llevaba a una actitud de apertura a los demás. Actualmente sabemos (con las salvedades mencionadas al comienzo del artículo) que inhalar el humo de tabaco del ambiente es nocivo para la salud. Pero este conocimiento no cambia sustancialmente la situación del departamento de tren; sólo añade que la molestia que debe sufrir el fumador pasivo sea algo más que la mera sensación desagradable en ese momento. La conocida popularmente como “ley antitabaco” considera las cosas de otro modo. Institucionaliza una actitud que podríamos englobar en la frase “no tengo por qué soportar a los demás”. El ciudadano, según ese esquema, vive una vida de hombre solo; la ley garantiza los derechos de unos con respecto a otros: no habrá molestias ni daños a la salud; pero ese planteamiento no contribuye a la sociabilidad humana11, y está muy lejos de la caridad cristiana. El resultado de esta actitud, que refleja una mentalidad general que se hace progresivamente menos cristiana, son los fumadores expulsados de la comunidad humana que habita en los edificios públicos: se reúnen junto a las puertas (por la parte de fuera) a fumar un pitillo apresurado, antes de volver a refugiarse de las inclemencias del tiempo. Estos nuevos leprosos no aparecen, en último término, como consecuencia de una medida sanitaria (que es más bien una excusa útil). Su aparición se debe a que estamos perdiendo la capacidad de tolerar, perdonar y amar. “Así resulta manifiesto que la ciudad que verdaderamente lo es, y no sólo de nombre, debe preocuparse de la virtud; porque si no la comunidad se convierte en una alianza que sólo se diferencia localmente de aquellas en que los aliados son lejanos, la ley es un convenio y, como dice Licofrón el sofista, es una garantía de los derechos de unos y otros, pero deja de ser capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos.”: Aristóteles, Política, III, 9, 1280b. 11 Puede verse esta versión descarnada de justicia en el capítulo final de “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal” de Hannah Arendt (Barcelona: Lumen, 1999. 460 p.). 10