Jor ge Lu is Bor ge s
Fi cci ones
Hijo de una familia acomodada, Jorge Luis Borges nació en Buenos
Aires el 24 de agosto de 1899 y murió en Ginebra, una de sus
ciudades amadas, en 1986. Vivió, desde pequeño, rodeado de libros;
y, entre 1914 y 1921, y más tarde en 1923, viajó a Europa, lo que le
puso en contacto con las vanguardias del momento, a cuya estética
se adhirió, especialmente al ultraísmo. En la primera mitad de esa
década dirigió las revistas Prisma y Proa. Poeta, narrador y autor de
ensayos personalísimos, ganó el premio Cervantes en 1980 y fue un
eterno candidato al Nobel, ingresando en la ilustre nómina de quienes, como
Proust, Kafka o Joyce, no lo consiguieron. Pero, como ellos, Borges pertenece por
derecho propio al patrimonio cultural de la humanidad, y así está reconocido
internacionalmente.
Ficciones, libro aparecido en 1944, con el que ganó el Gran Premio de Honor de
la Sociedad Argentina de Escritores, es uno de los más representativos de su
estilo. En él están algunos de sus relatos más famosos, como «Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius»; «Pierre Menard, autor del Quijote»; «La biblioteca de Babel» o «El jardín
de senderos que se bifurcan». En su caso, hablar de relatos es sólo un modo de
entendernos, y a falta de un término más adecuado para designar esta magistral
y sugestiva mezcla de erudición, imaginación, ingenio, profundidad intelectual e
inquietud metafísica. Metáforas como la del laberinto, la biblioteca que coincide
con el universo o la de la minuciosa reescritura del Quijote, pertenecen al centro
del universo borgiano y, a través de sus millones de lectores en todas las lenguas, a la cultura universal.
EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"
Prólogo
José Luis Rodr ígue z Za pa t e r o
El lector que tiene en sus manos Ficciones es una persona en la frontera, un ser
humano que está a punto de abandonar el mundo seguro y confortable del que está
hecha la vida cotidiana para adentrarse en un territorio absolutamente nuevo. Borges
descubre en su obra, o quizás inventa, otra dimensión de lo real. Con seguridad el
título, que nos sugiere la idea de mundos imaginados y puramente ilusorios, es sólo
una sutil ironía del autor, una más, que nos señala lo terrible y maravillosamente real
de sus argumentos. Después de leer a Borges el mundo real multiplica sus
dimensiones y el lector, como un viajero romántico, vuelve más sabio, más pleno, o lo
que es lo mismo, ya nunca vuelve del todo.
Ficciones es una de las más esenciales e inolvidables obras de Borges. En ella se
resumen los principales temas, los intereses intelectuales más queridos del autor. En
todas las historias de este libro el tiempo es, de un modo u otro, un personaje central.
También lo es la literatura, los libros. Libros en los que está escrito el destino de los
hombres y que por eso son a la par tan necesarios como inútiles. También el destino es
una preocupación borgiana, un destino que no es más que el reconocimiento de que
nuestros afanes e inquietudes, que aquello que nos parece incierto, que sólo es un
deseo o un temor, tiene otra cara, una cara cierta, cerrada. Lo que en el anverso es
azar, en el reverso es necesidad.
Quizás, entre las cosas admirables de Borges, la que más me impresiona es su
extraña mezcla de pasión y escepticismo, esa mezcla de la que en distinta proporción y
cantidad estarnos hechos los seres humanos, pero que en el caso de nuestro autor se
dan en un equilibrio y abundancia cuya mejor prueba es su obra.
Durante un tiempo, cuando era más joven, estuve enfermo de Borges, todavía no
estoy seguro de haberme curado. Cuando uno enferma de Borges se pregunta por qué
la gente sigue, seguimos, escribiendo. Todo está en Borges y él lo sabe. Cuando leernos
La biblioteca de Babel no podemos evitar la sensación de que en esas pocas páginas
están contenidos todos los libros que los hombres han escrito y escribirán, además de
todos los restantes, que son la infinita mayoría. Las ruinas circulares son otro ejercicio
de la más espléndida metafísica, y uno no sabe cómo salir del sueño que nos propone,
realmente el lector ya nunca sale de ese sueño, salvo a través del olvido, pero el olvido
no está en las manos del lector, no forma parte de su poder.
Es posible que Borges me fulminara con una de esas bellísimas y mortales críticas
que podemos leer en sus libros, pero diré que en algún momento llegué a pensar que
cada página suya contiene toda su obra, como uno de esos objetos fractales que
repiten su estructura creando geometrías tan hermosas como extrañas. Pero este
parecido concluye en la forma, Borges nos da más, los textos de Borges no son
amorales, sus héroes son héroes morales, que se someten, a veces hasta la locura,
hasta la más lúcida locura, a los códigos de su cultura, de su tiempo y lugar. Es, otra
vez, la multiplicidad de esos códigos, las variadas dimensiones de los mismos la que
Borges utiliza con extraordinaria maestría para dejarnos atrapados en una libertad
infinita.
Prologar a Borges resulta muy difícil cuando Borges es el prólogo de uno mismo, y es
eso exactamente lo que le ocurre a este prologuista. Quizás la tarea que se propuso
Pierre Menard al tratar de escribir el Quijote no sea tan extraña, uno se ve muchas
veces haciendo cosas parecidas a la que intentó Menard, como ocurre ahora. El lector
debe estar tranquilo, porque él es el verdadero héroe de la obra de Borges, una obra
que es una aventura que debe vivir como quiere el autor cuando dice: «Así combatieron
los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a
morir».
A Esther Zemborain de Torres
El j ardí n de se nde ro s q ue se bi f urc an
(1 9 4 1 )
Ficciones
Jorge Luis Borges
Prólogo
Las ocho piezas de est e libro no requieren m ayor elucidación. La oct ava ( El jardín de
senderos que se bifurcan) es policial; sus lect ores asist irán a la ej ecución y a t odos los
prelim inares de un crim en, cuyo propósit o no ignoran pero que no com prenderán, m e
parece, hast a el últ im o párrafo. Las ot ras son fant ást icas; una - La lotería en Babiloniano es del t odo inocent e de sim bolism o. No soy el prim er aut or de la narración La
biblioteca de Babel; los curiosos de su hist oria y de su prehist oria pueden int errogar
ciert a página del núm ero 59 cíe Sur, que regist ra los nom bres het erogéneos de Leucipo y
de Lasswit z, de Lewis Carroll y de Arist ót eles. En Las ruinas circulares t odo es irreal: en
Pierre Menard autor del «Quijote» lo es el dest ino que su prot agonist a se im pone. La
nóm ina de escrit os que le at ribuyo no es dem asiado divert ida pero no es arbit raria; es un
diagram a de su hist oria m ent al...
Desvarío laborioso y em pobrecedor el de com poner vast os libros; el de explayar en
quinient as páginas una idea. cuya perfect a exposición oral cabe en pocos m inut os. Mej or
procedim ient o es sim ular que esos libros ya exist en y ofrecer un resum en, un com ent ario.
Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así But ler en The Fair Haven; obras que t ienen
la im perfección de ser libros t am bién, no m enos t aut ológicos que los ot ros. Más razonable,
m ás inept o, m ás haragán, he preferido la escrit ura de not as sobre libros im aginarios.
Ést as son Thön, Uqbar; Orbis Tertius; el Examen de la obra de Herbert Quain; El
acercamiento a Almotásim, La últ im a es de 1935; he leído hace poco The Sarred Fount
( 1901) , cuyo argum ent o general es t al vez análogo. El narrador, en la delicada novela de
Jam es, indaga si en B influyen A o C; en El acercam ient o a Alm ot ásim , presient e o adivina
a t ravés de B la rem ot ísim a exist encia de la Z, quien B no conoce.
JORGE LUI S BORGES
Buenos Aires, 10 de noviem bre de 1941
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
I
Debo a la conj unción de un espej o y de una enciclopedia el descubrim ient o de Uqbar. El
espej o inquiet aba el fondo de un corredor en una quint a de la calle Gaona, en Ram os
Mej ía; la enciclopedia falazm ent e se llam a The Anglo American Cyclopaedia ( Nueva York,
1917) y es una reim presión lit eral, pero t am bién m orosa, de la Encyclopaedia Britannica
de 1902. El hecho se produj o hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conm igo
esa noche y nos dem oró una vast a polém ica sobre la ej ecución de una novela en prim era
persona, cuyo narrador om it iera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas
cont radicciones, que perm it ieran a unos pocos lect ores - a m uy pocos lect ores- la
adivinación de una realidad at roz o banal. Desde el fondo rem ot o del corredor, el espej o
nos acechaba. Descubrim os ( en la alt a noche ese descubrim ient o es inevit able) que los
espej os t ienen algo m onst ruoso. Ent onces Bioy Casares recordó que uno de los
heresiarcas de Uqbar había declarado que los espej os y la cópula son abom inables,
porque m ult iplican el núm ero de los hom bres. Le pregunt é el origen de esa m em orable
sent encia y m e cont est ó que The Anglo American Cyclopaedia la regist raba, en su
art ículo sobre Uqbar. La quint a ( que habíam os alquilado am ueblada) poseía un ej em plar
de esa obra. En las últ im as páginas del volum en XLVI dim os con un art ículo sobre Upsala;
en las prim eras del XLVI I , con uno sobre Ural- Altaic Languages, pero ni una palabra
sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, int errogó los t om os del índice. Agot ó en vano t odas
las lecciones im aginables: Ukbar, Ucbar, Ooqbar, Ookbar, Oukbahr... Ant es de irse, m e
dij o que era una región del I rak o del Asia Menor. Confieso que asent í con alguna
incom odidad. Conj et uré que ese país indocum ent ado y ese heresiarca anónim o eran una
ficción im provisada por la m odest ia de Bioy para j ust ificar una frase. El exam en est éril de
uno de los at las de Just us Pert hes fort aleció m i duda.
Al día siguient e, Bioy m e llam ó desde Buenos Aires. Me dij o que t enía a la vist a el
art ículo sobre Uqbar, en el volum en XLVI de la Enciclopedia. No const aba el nom bre del
heresiarca, pero sí la not icia de su doct rina, form ulada en palabras casi idént icas a las
repet idas por él, aunque - t al vez- lit erariam ent e inferiores. Él había recordado:
Copulation and mirrors are abominable. El t ext o de la Enciclopedia decía: «Para uno de
esos gnóst icos, el visible universo era una ilusión o ( m ás precisam ent e) un sofism a. Los
espej os y la pat ernidad son abom inables (mirrors and fatherhood are abominable)
porque lo m ult iplican y lo divulgan». Le dij e, sin falt ar a la verdad, que m e gust aría ver
ese art ículo. A los pocos días lo t raj o. Lo cual m e sorprendió, porque los escrupulosos
índices cart ográficos de la Erdkunde de Rit t er ignoraban con plenit ud el nom bre de
Uqbar.
El volum en que t raj o Bioy era efect ivam ent e el XLVI de la Anglo-American
Cyclopaedia. En la falsa carát ula y en el lom o, la indicación alfabét ica ( Tor- Ups) era la de
nuest ro ej em plar, pero en vez de 917 páginas const aba de 921. Esas cuat ro páginas
adicionales com prendían el art ículo sobre Uqbar; no previst o ( com o habrá advert ido el
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Ficciones
Jorge Luis Borges
lect or) por la indicación alfabét ica. Com probam os después que no hay ot ra diferencia
ent re los volúm enes. Los dos ( según creo haber indicado) son reim presiones de la décim a
Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ej em plar en uno de t ant os rem at es.
Leím os con algún cuidado el art ículo. El pasaj e recordado por Bioy era t al vez el único
sorprendent e. El rest o parecía m uy verosím il, m uy aj ust ado al t ono general de la obra y
( com o es nat ural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrim os baj o su rigurosa escrit ura
una fundam ent al vaguedad. De los cat orce nom bres que figuraban en la part e geográfica,
sólo reconocim os t res - Jorasán, Arm enia, Erzerum - , int erpolados en el t ext o de un m odo
am biguo. De los nom bres hist óricos, uno solo: el im post or Esm erdis el m ago, invocado
m ás bien com o una m et áfora. La not a parecía precisar las front eras de Uqbar, pero sus
nebulosos punt os de referencia eran ríos y crát eres y cadenas de esa m ism a región.
Leím os, verbigracia, que las t ierras baj as de Tsai Jaldún y el delt a del Axa definen la
front era del sur y que en las islas de ese delt a procrean los caballos salvaj es. Eso, al
principio de la página 918. En la sección hist órica ( página 920) supim os que a raíz de las
persecuciones religiosas del siglo XI I I , los ort odoxos buscaron am paro en las islas, donde
perduran t odavía sus obeliscos y donde no es raro exhum ar sus espej os de piedra. La
sección «I diom a y lit erat ura» era breve. Un solo rasgo m em orable: anot aba que la
lit erat ura de Uqbar era de caráct er fant ást ico y que sus epopeyas y sus leyendas no se
referían j am ás a la realidad, sino a las dos regiones im aginarias de Mlej nas y de Tlön... La
bibliografía enum eraba cuat ro volúm enes que no hem os encont rado hast a ahora, aunque
el t ercero - Silas Haslam : Hystory of the Land Called Uqbar, 1874- figura en los cat álogos
de librería de Bernard Quarit ch 1 . El prim ero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen
über das Land Ukkbar in Klein-Asien, dat a de 1641 y es obra de Johannes Valent inus
Andreä. El hecho es significat ivo; un par de años después, di con ese nom bre en las
inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decim ot ercer volum en) y supe que era el
de un t eólogo alem án que a principios del siglo XVI I describió la im aginaria com unidad de
la Rosa- Cruz - que ot ros luego fundaron, a im it ación de lo prefigurado por él.
Est a noche visit am os la Bibliot eca Nacional. En vano fat igam os at las, cat álogos, anuarios
de sociedades geográficas, m em orias de viaj eros e hist oriadores: nadie había est ado
nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy t am poco regist raba ese
nom bre. Al día siguient e, Carlos Mast ronardi ( a quien yo había referido el asunt o) advirt ió
en una librería de Corrient es y Talcahuano los negros y dorados lom os de la Anglo
American Cyclopaedia... Ent ró e int errogó el volum en XLVI . Nat uralm ent e, no dio con el
m enor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo lim it ado y m enguant e de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del
Sur, persist e en el hot el de Adrogué, ent re las efusivas m adreselvas y en el fondo ilusorio
de los espej os. En vida padeció de irrealidad, com o t ant os ingleses; m uert o, no es
siquiera el fant asm a que ya era ent onces. Era alt o y desganado y su cansada barba
rect angular había sido roj a. Ent iendo que era viudo, sin hij os. Cada t ant os años iba a
I nglat erra: a visit ar ( j uzgo por unas fot ografías que nos m ost ró) un reloj de sol y unos
robles. Mi padre había est rechado con él ( el verbo es excesivo) una de esas am ist ades
inglesas que em piezan por excluir la confidencia y que m uy pront o om it en el diálogo.
Solían ej ercer un int ercam bio de libros y de periódicos; solían bat irse al aj edrez,
1
Haslam ha publicado t am bién A General History of Labyrinths .
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Ficciones
Jorge Luis Borges
t acit urnam ent e... Lo recuerdo en el corredor del hot el, con un libro de m at em át icas en la
m ano, m irando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una t arde, hablam os del
sist em a duodecim al de num eración ( en el que doce se escribe 10) . Ashe dij o que
precisam ent e est aba t rasladando no sé qué t ablas duodecim ales a sexagesim ales ( en las
que sesent a se escribe 10) . Agregó que ese t rabaj o le había sido encargado por un
noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíam os y no había m encionado
nunca su est adía en esa región... Hablam os de vida past oril, de capangas, de la
et im ología brasilera de la palabra gaucho ( que algunos viej os orient ales t odavía
pronuncian gaúcho) y nada m ás se dij o - Dios m e perdone- de funciones duodecim ales. En
sept iem bre de 1937 ( no est ábam os nosot ros en el hot el) Herbert Ashe m urió de la rot ura
de un aneurism a. Días ant es, había recibido del Brasil un paquet e sellado y cert ificado.
Era un libro en oct avo m ayor. Ashe lo dej ó en el bar, donde - m eses después- lo encont ré.
Me puse a hoj earlo y sent í un vért igo asom brado y ligero que no describiré, porque ést a
no es la hist oria de m is em ociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tert ius. En una noche del
I slam que se llam a la Noche de las Noches se abren de par en par las secret as puert as del
cielo y es m ás dulce el agua en los cánt aros; si esas puert as se abrieran, no sent iría lo
que en esa t arde sent í. El libro est aba redact ado en inglés y lo int egraban 1001 páginas.
En el am arillo lom o de cuero leí est as curiosas palabras que la falsa carát ula repet ía: A
First Encyclopaedia of Tlön. Vol XI . Hlaer t o j angr. No había indicación de fecha ni de
lugar. En la prim era página y en una hoj a de papel de seda que cubría una de las lám inas
en colores había est am pado un óvalo azul con est a inscripción: Orbis Tert ius. Hacía dos
años que yo había descubiert o en un t om o de ciert a enciclopedia pirát ica una som era
descripción de un falso país; ahora m e deparaba el azar algo m ás precioso y m ás arduo.
Ahora t enía en las m anos un vast o fragm ent o m et ódico de la hist oria t ot al de un planet a
desconocido, con sus arquit ect uras y sus baraj as, con el pavor de sus m it ologías y el
rum or de sus lenguas, con sus em peradores y sus m ares, con sus m inerales y sus páj aros
y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su cont roversia t eológica y m et afísica. Todo
ello art iculado, coherent e, sin visible propósit o doct rinal o t ono paródico.
En el onceno t om o de que hablo hay alusiones a t om os ult eriores y precedent es. Nést or
I barra, en un art ículo ya clásico de la NRF, ha negado que exist en esos alát eres; Ezequiel
Mart ínez Est rada y Drieu la Rochelle han refut ado, quizá vict oriosam ent e, esa duda. El
hecho es que hast a ahora las pesquisas m ás diligent es han sido est ériles. En vano hem os
desordenado las bibliot ecas de las dos Am éricas y de Europa. Alfonso Reyes, hart o de
esas fat igas subalt ernas de índole policial, propone que ent re t odos acom et am os la obra
de reconst ruir los m uchos y m acizos t om os que falt an: ex ungue leonem. Calcula, ent re
veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bast ar. Ese arriesgado cóm put o
nos ret rae al problem a fundam ent al: ¿Quiénes invent aron a Tlön? El plural es inevit able,
porque la hipót esis de un solo invent or - de un infinit o Leibniz obrando en la t iniebla y en
la m odest ia- ha sido descart ada unánim em ent e. Se conj et ura que est e brave new world
es obra de una sociedad secret a de ast rónom os, de biólogos, de ingenieros, de
m et afísicos, de poet as, de quím icos, de algebrist as, de m oralist as, de pint ores, de
geóm et ras... dirigidos por un oscuro hom bre de genio. Abundan individuos que dom inan
esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y m enos los capaces de
subordinar la invención a un riguroso plan sist em át ico. Ese plan es t an vast o que la
cont ribución de cada escrit or es infinit esim al. Al principio se creyó que Tlön era un m ero
caos, una irresponsable licencia de la im aginación; ahora se sabe que es un cosm os y las
ínt im as leyes que lo rigen han sido form uladas, siquiera en m odo provisional. Bást em e
recordar que las cont radicciones aparent es del onceno t om o son la piedra fundam ent al de
la prueba de que exist en los ot ros: t an lúcido y t an j ust o es el orden que se ha observado
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Ficciones
Jorge Luis Borges
en él. Las revist as populares han divulgado, con perdonable exceso la zoología y la
t opografía de Tlön; yo pienso que sus t igres t ransparent es y sus t orres de sangre no
m erecen, t al vez, la cont inua at ención de t odos los hom bres. Yo m e at revo a pedir unos
m inut os para su concept o del universo.
Hum e not ó para siem pre que los argum ent os de Berkeley no adm it ían la m enor réplica
y no causaban la m enor convicción. Ese dict am en es del t odo verídico en su aplicación a la
t ierra; del t odo falso en Tlön. Las naciones de ese planet a son –congénit am ent eidealist as. Su lenguaj e y las derivaciones de su lenguaj e - la religión, las let ras, la
m et afísica- presuponen el idealism o. El m undo para ellos no es un concurso de obj et os en
el espacio; es una serie het erogénea de act os independient es. Es sucesivo, t em poral, no
espacial. No hay sust ant ivos en la conj et ural Ursprache de Tlön, de la que proceden los
idiom as «act uales» y los dialect os: hay verbos im personales, calificados por sufij os ( o
prefij os) m onosilábicos de valor adverbial. Por ej em plo: no hay palabra que corresponda a
la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. «Surgió la luna
sobre el río» se dice « hlör u fang axaxaxas mlö» o sea en su orden: «hacia arriba
(upward) det rás duradero- fluir luneció». ( Xul Solar t raduce con brevedad: «upa t ras
perfluyue lunó». « Upward, behind the onstreaming, it mooned.»)
Lo ant erior se refiere a los idiom as del hem isferio aust ral. En los del hem isferio boreal
( de cuya Ursprache hay m uy pocos dat os en el onceno t om o) la célula prim ordial no es el
verbo, sino el adj et ivo m onosilábico. El sust ant ivo se form a por acum ulación de adj et ivos.
No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del cielo o
cualquier ot ra agregación. En el caso elegido la m asa de adj et ivos corresponde a un
obj et o real; el hecho es puram ent e fort uit o. En la lit erat ura de est e hem isferio ( com o en
el m undo subsist ent e de Meinong) abundan los obj et os ideales, convocados y disuelt os en
un m om ent o, según las necesidades poét icas. Los det erm ina, a veces, la m era
sim ult aneidad. Hay obj et os com puest os de dos t érm inos, uno de caráct er visual y ot ro
audit ivo: el color del nacient e y el rem ot o grit o de un páj aro. Los hay de m uchos: el sol y
el agua cont ra el pecho del nadador, el vago rosa t rém ulo que se ve con los oj os cerrados,
la sensación de quien se dej a llevar por un río y t am bién por el sueño. Esos obj et os de
segundo grado pueden com binarse con ot ros; el proceso, m ediant e ciert as abreviat uras,
es práct icam ent e infinit o. Hay poem as fam osos com puest os de una sola enorm e palabra.
Est a palabra int egra un objeto poét ico creado por el aut or. El hecho de que nadie crea en
la realidad de los sust ant ivos hace, paradój icam ent e, que sea int erm inable su núm ero.
Los idiom as del hem isferio boreal de Tlön poseen t odos los nom bres de las lenguas
indoeuropeas y ot ros m uchos m ás.
No es exagerado afirm ar que la cult ura clásica de Tlön com prende una sola disciplina:
la psicología. Las ot ras est án subordinadas a ella. He dicho que los hom bres de ese
planet a conciben el universo com o una serie de procesos m ent ales, que no se
desenvuelven en el espacio sino de m odo sucesivo en el t iem po. Spinoza at ribuye a su
inagot able divinidad los at ribut os de la ext ensión y del pensam ient o; nadie com prendería
en Tlön la yuxt aposición del prim ero ( que sólo es t ípico de ciert os est ados) y del segundo
- que es un sinónim o perfect o del cosm os- , Dicho sea con ot ras palabras: no conciben que
lo espacial perdure en el t iem po. La percepción de una hum areda en el horizont e y
después del cam po incendiado y después del cigarro a m edio apagar que produj o la
quem azón es considerada un ej em plo de asociación de ideas.
Est e m onism o o idealism o t ot al invalida la ciencia. Explicar ( o j uzgar) un hecho es
unirlo a ot ro; esa vinculación, en Tlön, es un est ado post erior del suj et o, que no puede
afect ar o ilum inar el est ado ant erior. Todo est ado m ent al es irreduct ible: el m ero hecho
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Ficciones
Jorge Luis Borges
de nom brarlo - id est, de clasificarlo- im port a un falseo. De ello cabría deducir que no hay
ciencias en Tlön - ni siquiera razonam ient os. La paradój ica verdad es que exist en, en casi
innum erable núm ero. Con las filosofías acont ece lo que acont ece con los sust ant ivos en el
hem isferio boreal. El hecho de que t oda filosofía sea de ant em ano un j uego dialéct ico, una
Philosophie des Als Ob, ha cont ribuido a m ult iplicarlas. Abundan los sist em as increíbles,
pero de arquit ect ura agradable o de t ipo sensacional. Los m et afísicos de Tlön no buscan la
verdad ni siquiera la verosim ilit ud: buscan el asom bro. Juzgan que la m et afísica es una
ram a de la lit erat ura fant ást ica. Saben que un sist em a no es ot ra cosa que la
subordinación de t odos los aspect os del universo a uno cualquiera de ellos. Hast a la frase
«t odos los aspect os» es rechazable, porque supone la im posible - adición del inst ant e
present e y de los pret érit os. Tam poco es lícit o el plural «los pret érit os», porque supone
ot ra operación im posible... Una de las escuelas de Tlön llega a negar el t iem po: razona
que el present e es indefinido, que el fut uro no t iene realidad sino com o esperanza
present e, que el pasado no t iene realidad sino com o recuerdo present e. 1 Ot ra escuela
declara que ha t ranscurrido ya todo el tiempo y que nuest ra vida es apenas el recuerdo o
reflej o crepuscular, y sin duda falseado y m ut ilado, de un proceso irrecuperable. Ot ra, que
la hist oria del universo - y en ellas nuest ras vidas y el m ás t enue det alle de nuest ras
vidas- es la escrit ura que produce un dios subalt erno para ent enderse con un dem onio.
Ot ra, que el universo es com parable a esas cript ografías en las que no valen t odos los
sím bolos y que sólo es verdad lo que sucede cada t rescient as noches. Ot ra, que m ient ras
dorm im os aquí, est am os despiert os en ot ro lado y que así cada hom bre es dos hom bres.
Ent re las doct rinas de Tlön, ninguna ha m erecido t ant o escándalo com o el
m at erialism o. Algunos pensadores lo han form ulado, con m enos claridad que fervor, com o
quien adelant a una paradoj a. Para facilit ar el ent endim ient o de esa t esis inconcebible, un
heresiarca del undécim o siglo 2 ideó el sofism a de las nueve m onedas de cobre, cuyo
renom bre escandaloso equivale en Tlön. al de las aporías eleát icas. De ese «razonam ient o
especioso» hay m uchas versiones, que varían el núm ero de m onedas y el núm ero de
hallazgos; he aquí la m ás com ún:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre.
El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la
lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes
de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca
quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve
monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las
monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la
tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico
pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada
a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaj e de Tlön se resist ía a form ular esa paradoj a; los m ás no la ent endieron. Los
defensores del sent ido com ún se lim it aron, al principio, a negar la veracidad de la
anécdot a. Repit ieron que era una falacia verbal, basada en el em pleo t em erario de dos
voces neológicas, no aut orizadas por el uso y aj enas a t odo pensam ient o severo: los
1
Russell ( The Analysfs of Mind, 1921, página 159) supone que el planet a ha sido creado hace pocos m inut os, provist o de
una hum anidad que «r ecuer da» un pasado ilusor io.
2
Siglo, de acuerdo con el sist em a duodecim al, significa un período de cient o cuarent a y cuat ro años.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
verbos encontrar y perder, que com port aban una pet ición de principio, porque
presuponían la ident idad de las nueve prim eras m onedas y de las últ im as. Recordaron que
t odo sust ant ivo ( hom bre, m oneda, j ueves, m iércoles, lluvia) sólo t iene un valor
m et afórico. Denunciaron la pérfida circunst ancia algo herrumbradas por la lluvia del
miércoles, que presupone lo que se t rat a de dem ost rar: la persist encia de las cuat ro
m onedas, ent re el j ueves y el m art es. Explicaron que una cosa es igualdad y ot ra
identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipot ét ico de
nueve hom bres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo
- int errogaron- pret ender que ese dolor es el m ism o?1 Dij eron que al heresiarca no lo
m ovía sino el blasfem at orio propósit o de at ribuir la divina cat egoría de ser a unas sim ples
m onedas y que a veces negaba la pluralidad y ot ras no. Argum ent aron: si la igualdad
com port a la ident idad, habría que adm it ir asim ism o que las nueve m onedas son una sola.
I ncreíblem ent e, esas refut aciones no result aron definit ivas. A los cien años de
enunciado el problem a, un pensador no m enos brillant e que el heresiarca pero de
t radición ort odoxa, form uló una hipót esis m uy audaz. Esa conj et ura feliz afirm a que hay
un solo suj et o, que ese suj et o indivisible es cada uno de los seres del universo y que ést os
son los órganos y m áscaras de la divinidad. X es Y y es Z. * descubre t res m onedas
porque recuerda que se le perdieron a X; X encuent ra dos en el corredor porque recuerda
que han sido recuperadas las ot ras... El onceno t om o dej a ent ender que t res razones
capit ales det erm inaron la vict oria t ot al de ese pant eísm o idealist a. La prim era, el repudio
del solipsism o; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias;
la t ercera, la posibilidad de conservar el cult o de los dioses. Schopenhauer ( el apasionado
y lúcido Schopenhauer) form ula una doct rina m uy parecida en el prim er volum en de
Parerga und Paralipomena.
La geom et ría de Tlön com prende dos disciplinas algo dist int as: la visual y la t áct il. La
últ im a corresponde a la nuest ra y la subordinan a la prim era. La base de la geom et ría
visual es la superficie, no el punt o. Est a geom et ría desconoce las paralelas y declara que
el hom bre que se desplaza m odifica las form as que lo circundan. La base de su arit m ét ica
es la noción de núm eros indefinidos. Acent úan la im port ancia de los concept os de m ayor y
m enor, que nuest ros m at em át icos sim bolizan por > y por < . Afirm an que la operación de
cont ar m odifica las cant idades y las conviert e de indefinidas en definidas. El hecho de que
varios individuos que cuent an una m ism a cant idad logren un result ado igual, es para los
psicólogos un ej em plo de asociación de ideas o de buen ej ercicio de la m em oria. Ya
sabem os que en Tlön el suj et o del conocim ient o es uno y et erno.
En los hábit os lit erarios t am bién es t odopoderosa la idea de un suj et o único. Es raro
que los libros est én firm ados. No exist e el concept o del plagio: se ha est ablecido que
t odas las obras son obra de un solo aut or, que es int em poral y es anónim o. La crít ica
suele invent ar aut ores: elige dos obras disím iles - el Tao Te King y Las mil y una noches,
digam os- , las at ribuye a un m ism o escrit or y luego de t erm ina con probidad la psicología
de ese int eresant e homme de letres ...
Tam bién son dist int os los libros. Los de ficción abarcan un solo argum ent o, con t odas
las perm ut aciones im aginables. Los de nat uraleza filosófica invariablem ent e cont ienen la
t esis y la ant ít esis, el riguroso pro y el cont ra de una doct rina. Un libro que no encierra su
cont ralibro es considerado incom plet o.
1
En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön. sost iene plat ónicam ent e que t al dolor , que t al m at iz ver doso del am ar illo,
que t al t em per at ur a, que t al sonido, son la única r ealidad. Todos los hom br es, en el ver t iginoso inst ant e del coit o, son el
m ism o hom br e. Todos los hom br es que r epit en una línea de Shakespeár e, son William Shakespear e.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Siglos y siglos de idealism o no han dej ado de influir en la realidad. No es infrecuent e,
en las regiones m ás ant iguas de Tlön, la duplicación de obj et os perdidos. Dos personas
buscan un lápiz; la prim era lo encuent ra y no dice nada; la segunda encuent ra un
segundo lápiz no m enos real, pero m ás- aj ust ado a su expect at iva. Esos obj et os
secundarios se llam an hrönir y son, aunque de form a desairada, un poco m ás largos.
Hast a hace poco los hrönir fueron hij os casuales de la dist racción y el olvido. Parece
m ent ira que su m et ódica producción cuent e apenas cien años, pero así lo declara el
onceno t om o. Los prim eros int ent os fueron est ériles. El modus ope randi, sin em bargo,
m erece recordación. El direct or de una de las cárceles del est ado com unicó a los presos
que en el ant iguo lecho de un río había ciert os sepulcros y prom et ió la libert ad a quienes
t raj eran un hallazgo im port ant e. Durant e los m eses que precedieron a la excavación les
m ost raron lám inas fot ográficas de lo que iban a hallar. Ese prim er int ent o probó que la
esperanza y la avidez pueden inhibir; una sem ana de t rabaj o con la pala y el pico no logró
exhum ar ot ro hrön que una rueda herrum brada, de fecha post erior al experim ent o. Ést e
se m ant uvo secret o y se repit ió después en cuat ro colegios. En t res fue casi t ot al el
fracaso; en el cuart o ( cuyo direct or m urió casualm ent e durant e las prim eras
excavaciones) los discípulos exhum aron - o produj eron- una m áscara de oro, una espada
arcaica, dos o t res ánforas de barro y el verdinoso y m ut ilado t orso de un rey con una
inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la
im procedencia de t est igos que conocieran la nat uraleza experim ent al de la busca... Las
invest igaciones en m asa producen obj et os cont radict orios; ahora se prefiere los t rabaj os
individuales y casi im provisados. La m et ódica elaboración de hrönir ( dice el onceno t om o)
ha prest ado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha perm it ido int errogar y hast a
m odificar el pasado, que ahora no es m enos plást ico y m enos dócil que el porvenir. Hecho
curioso: los hrönir de segundo y t ercer grado - los hrönir derivados de ot ro hrön, los
hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberraciones del inicial; los de quint o
son casi uniform es; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécim o
hay una pureza de líneas que los originales no t ienen. El proceso es periódico; el hrön de
duodécim o grado ya em pieza a decaer. Más ext raño y m ás puro que t odo hrön es a veces
el ur. la cosa producida por sugest ión, el obj et o educido por la esperanza. La gran
m áscara de oro que he m encionado es un ilust re ej em plo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asim ism o a borrarse y a perder los det alles
cuando los olvida la gent e. Es clásico el ej em plo de un um bral que perduró m ient ras lo
visit aba un m endigo y que se perdió de vist a a su m uert e. A veces unos páj aros, un
caballo, han salvado las ruinas de un anfit eat ro.
1940, Salto Oriental
Posdata de 1947. Reproduzco el art ículo ant erior t al com o apareció en la Antología de
la literatura fantástica, 1940, sin ot ra escisión que algunas m et áforas y que una especie
de resum en burlón que ahora result a frívolo. Han ocurrido t ant as cosas desde esa fecha...
Me lim it aré a recordarlas.
En m arzo de 1941 se descubrió una cart a m anuscrit a de Gunnar Erfj ord en un libro de
Hint on que había sido de Herbert Ashe. El sobre t enía el sello post al de Ouro Pret o; la
cart a elucidaba ent eram ent e el m ist erio de Tlön. Su t ext o corrobora las hipót esis de
Mart ínez Est rada. A principios del siglo XVI I , en una noche de Lucerna o de Londres,
em pezó la espléndida hist oria. Una sociedad secret a y benévola ( que ent re sus afiliados
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Ficciones
Jorge Luis Borges
t uvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para invent ar un país. En el vago
program a inicial figuraban los «est udios herm ét icos», la filant ropía y la cábala. De esa
prim era época dat a el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de
sínt esis prem at uras com prendieron que una generación no bast aba para art icular un país.
Resolvieron que cada uno de los m aest ros que la int egraban eligiera un discípulo para la
cont inuación de la obra. Esa disposición heredit aria prevaleció; después de un hiat o de
dos siglos la perseguida frat ernidad resurge en Am érica. Hacia 1824, en Mem phis
( Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascét ico m illonario Ezra Buckley. Ést e lo
dej a hablar con algún desdén - y se ríe de la m odest ia del proyect o- . Le dice que en
Am érica es absurdo invent ar un país y le propone la invención de un planet a. A esa
gigant esca idea añade ot ra, hij a de su nihilism o: 1 la de guardar en el silencio la em presa
enorm e.
Circulaban ent onces los veint e t om os de la Encyclopaedía Britannica; Buckley sugiere
una enciclopedia m et ódica del planet a ilusorio. Les dej ará sus cordilleras auríferas, sus
ríos navegables, sus praderas holladas por el t oro y por el bisont e, sus negros, sus
prost íbulos y sus dólares, baj o una condición: «La obra no pact ará con el im post or
Jesucrist o». Buckley descree de Dios, pero quiere dem ost rar al Dios no exist ent e que los
hom bres m ort ales son capaces de concebir un m undo. Buckley es envenenado en Bat on
Rouge en 1828; en 1914 la sociedad rem it e a sus colaboradores, que son t rescient os, el
volum en final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secret a: los cuarent a
volúm enes que com prende ( la obra m ás vast a que han acom et ido los hom bres) serían la
base de ot ra m ás m inuciosa, redact ada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de
Tlön. Esa revisión de un m undo ilusorio se llam a provisoriam ent e Orbis Tertius y uno de
sus m odest os dem iurgos fue Herbert Ashe, no sé si com o agent e de Gunnar Erfj ord o
com o afiliado. Su recepción de un ej em plar del onceno t om o parece favorecer lo segundo.
Pero ¿y los ot ros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nit idez uno de
los prim eros y m e parece que algo sent í de su caráct er prem onit orio. Ocurrió en un
depart am ent o de la calle Laprida, frent e a un claro y alt o balcón que m iraba el ocaso. La
princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poit iers su vaj illa de plat a. Del vast o fondo
de un caj ón rubricado de sellos int ernacionales iban saliendo finas cosas inm óviles:
plat ería de Ut recht y de París con dura fauna heráldica, un sam ovar. Ent re ellas - con un
percept ible y t enue t em blor de páj aro dorm ido- lat ía m ist eriosam ent e una brúj ula. La
princesa no la reconoció. La aguj a azul anhelaba el nort e m agnét ico; la caj a de m et al era
cóncava; las let ras de la esfera correspondían a uno de los alfabet os de Tlön. Tal fue la
prim era int rusión del m undo fant ást ico en el m undo real. Un azar que m e inquiet a hizo
que yo t am bién fuera t est igo de la segunda. Ocurrió unos m eses después, en la pulpería
de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Am orim y yo regresábam os de Sant 'Anna. Una
crecient e del río Tacuarem bó nos obligó a probar ( y a sobrellevar) esa rudim ent aria
hospit alidad. El pulpero nos acom odó unos cat res cruj ient es en una pieza grande,
ent orpecida de barriles y cueros. Nos acost am os, pero no nos dej ó dorm ir hast a el alba la
borrachera de un vecino invisible, que alt ernaba denuest os inext ricables con rachas de
m ilongas - m ás bien con rachas de una sola m ilonga- . Com o es de suponer, at ribuim os a
la fogosa caña del pat rón ese grit erío insist ent e... A la m adrugada, el hom bre est aba
m uert o en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un m uchacho
j oven. En el delirio se le habían caído del t irador unas cuant as m onedas y un cono de
m et al relucient e, del diám et ro de un dado. En vano un chico t rat ó de recoger ese cono.
Un hom bre apenas acert ó a levant arlo. Yo lo t uve en la palm a de la m ano algunos
m inut os: recuerdo que su peso era int olerable y que después de ret irado el cono, la
1
Buckley er a libr epensador , fat alist a y defensor de la esclavit ud.
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Ficciones
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opresión perduró. Tam bién recuerdo el círculo preciso que m e grabó en la carne. Esa
evidencia de un obj et o m uy chico y a la vez pesadísim o dej aba una im presión
desagradable de asco y de m iedo. Un paisano propuso que lo t iraran al río corrent oso.
Am orim lo adquirió m ediant e unos pesos. Nadie sabia nada del m uert o, salvo «que venía
de la front era». Esos conos pequeños y m uy pesados ( hechos de un m et al que no es de
est e m undo) son im agen de la divinidad, en ciert as religiones de Tlön.
Aquí doy t érm ino a la part e personal de m i narración. Lo dem ás est á en la m em oria
( cuando no en la esperanza o en el t em or) de t odos m is lect ores. Bást em e recordar o
m encionar los hechos subsiguient es, con una m era brevedad de palabras que el cóncavo
recuerdo general enriquecerá o am pliará. Hacia 1944 un invest igador del diario The
American ( de Nashville, Tennessee) exhum ó en una bibliot eca de Mem phis los cuarent a
volúm enes de la Primera Enciclopedia de Tldn. Hast a el día de hoy se discut e si ese
descubrim ient o fue casual o si lo consint ieron los direct ores del t odavía nebuloso Orbis
Tertius. Es verosím il lo segundo. Algunos rasgos increíbles del onceno t om o ( verbigracia,
la m ult iplicación de los hrönir) han sido elim inados o at enuados en el ej em plar de
Mem phis; es razonable im aginar que esas t achaduras obedecen al plan de exhibir un
m undo que no sea dem asiado incom pat ible con el m undo real. La disem inación de obj et os
de Tlön en diversos países com plem ent aría ese plan... 1 El hecho es que la prensa
int ernacional voceó infinit am ent e el «hallazgo». Manuales, ant ologías, resúm enes,
versiones lit erales, reim presiones aut orizadas y reim presiones pirát icas de la Obra Mayor
de los Hom bres abarrot aron y siguen abarrot ando la t ierra. Casi inm ediat am ent e, la
realidad cedió en m ás de un punt o. Lo ciert o es que anhelaba ceder. Hace diez años
bast aba cualquier sim et ría con apariencia de orden - el m at erialism o dialéct ico, el
ant isem it ism o, el nazism o- para em belesar a los hom bres. ¿Cóm o no som et erse a Tlön, a
la m inuciosa y vast a evidencia de un planet a ordenado? I nút il responder que la realidad
t am bién est á ordenada. Quizá lo est é, pero de acuerdo a leyes divinas - t raduzco: a leyes
inhum anas- que no acabam os nunca de percibir. Tlön será un laberint o, pero es un
laberint o urdido por hom bres, un laberint o dest inado a que lo descifren los hom bres.
El cont act o y el hábit o de Tlön han desint egrado est e m undo. Encant ada por su rigor, la
hum anidad olvida y t orna a olvidar que es un rigor de aj edrecist as, no de ángeles. Ya ha
penet rado en las escuelas el ( conj et ural) « idiom a prim it ivo» de Tlön; ya la enseñanza de
su hist oria arm oniosa ( y llena de episodios conm ovedores) ha oblit erado a la que presidió
m i niñez; ya en las m em orias un pasado fict icio ocupa el sit io de ot ro, del que nada
sabem os con cert idum bre - ni siquiera que es falso- . Han sido reform adas la num ism át ica,
la farm acología y la arqueología. Ent iendo que la biología y las m at em át icas aguardan
t am bién su avat ar... Una dispersa dinast ía de solit arios ha cam biado la faz del m undo. Su
t area prosigue. Si nuest ras previsiones no yerran, de aquí a cien años alguien descubrirá
los cien t om os de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Ent onces desaparecerán del planet a el inglés y el francés y el m ero español. El m undo
será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quiet os días del hot el de Adrogué
una indecisa t raducción quevediana ( que no pienso dar a la im prent a) del Urn Burial de
Browne.
1
Queda, nat uralm ent e, el problem a de la m at eria de algunos obj et os.
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El acercamiento a Almotásim
Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu'tasim del abogado Mir
Bahadur Alí, de Bom bay, «es una com binación algo incóm oda (a rather uncomfortable
combination) de esos poem as alegóricos del I slam que raras veces dej an de int eresar a su
t raduct or y de aquellas novelas policiales que inevit ablem ent e superan a John H. Wat son
y perfeccionan el horror de la vida hum ana en las pensiones m ás irreprochables de
Bright on». Ant es, Mr. Cecil Robert s había denunciado en el libro de Bahadur «la doble,
inverosím il t ut ela de Wilkie Collins y del ilust re persa del siglo XI I , Ferid Eddin At t ar»
- t ranquila observación que Guedalla repit e sin novedad, pero en un dialect o colérico- .
Esencialm ent e, am bos escrit ores concuerdan: los dos indican el m ecanism o policial de la
obra, y su undercurrent m íst ico. Esa hibridación puede m overnos a im aginar algún
parecido con Chest ert on; ya com probarem os que no hay t al cosa.
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bom bay, a fines de 1932.
El papel era casi papel de diario; la cubiert a anunciaba al com prador que se t rat aba de la
prim era novela policial escrit a por un nat ivo de Bom bay Cit y: En pocos m eses, el público
agot ó cuat ro im presiones de m il ej em plares cada una. La Bombay Quarterly Review, la
Bombay Gazette, la Cdlcut t a Review, la Hindustan Review ( de Alahabad) y el Calcutta
Englishman, dispensaron su dit iram bo. Ent onces Bahadur publicó una edición ilust rada
que t it uló The conversation with the man called Al-Mu'tasim y que subt it uló
herm osam ent e: A game with shifting mimo» ( Un j uego con espej os que se desplazan) .
Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Vict or Gollancz, con prólogo de
Dorot hy L. Sayers y con om isión - quizá m isericordiosa- de las ilust raciones. La t engo a la
vist a; no he logrado j unt arm e con la prim era, que presient o m uy superior. A ello m e
aut oriza un apéndice, que resum e la diferencia fundam ent al ent re la versión prim it iva de
1932 y la de 1934.
Ant es de exam inarla - y de discut irla- conviene que yo indique rápidam ent e el curso
general de la obra.
Su prot agonist a visible - no se nos dice nunca su nom bre- es est udiant e de derecho en
Bom bay. Blasfem at oriam ent e, descree de la fe islám ica de sus padres, pero al declinar la
décim a noche de la luna de muharram, se halla en el cent ro de un t um ult o civil ent re
m usulm anes e hindúes. Es noche de t am bores e invocaciones: ent re la m uchedum bre
adversa, los grandes palios de papel de la procesión m usulm ana se abren cam ino. Un
ladrillo hindú vuela de una azot ea; alguien hunde un puñal en un vient re; alguien
¿m usulm án, hindú? m uere y es pisot eado. Tres m il hom bres pelean: bast ón cont ra
revólver, obscenidad cont ra im precación, Dios el I ndivisible cont ra los Dioses. At ónit o, el
est udiant e librepensador ent ra en el m ot ín. Con las desesperadas m anos, m at a ( o piensa
haber m at ado) a un hindú. At ronadora, ecuest re, sem idorm ida, la policía del Sirkar
int erviene con rebencazos im parciales. Huye el est udiant e, casi baj o las pat as de los
caballos. Busca los arrabales últ im os. At raviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la
m ism a vía. Escala el m uro de un desordenado j ardín, con una t orre circular en el fondo.
Una chusm a de perros color de luna ( a lean arad evil mob of mooncoloured hounds)
em erge de los rosales negros. Acosado, busca am paro en la t orre. Sube por una escalera
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Ficciones
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de fierro - falt an algunos t ram os- y en la azot ea, que t iene un pozo renegrido en el cent ro,
da con un hom bre escuálido, que est á orinando vigorosam ent e en cuclillas, a la luz de la
luna. Ese hom bre le confía que su profesión es robar los dient es de oro de los cadáveres
t raj eados de blanco que los parsis dej an en esa t orre. Dice ot ras cosas viles y m enciona
que hace cat orce noches que no se purifica con bost a de búfalo. Habla con evident e
rencor de ciert os ladrones de caballos de Guzerat , «com edores de perros y de lagart os,
hom bres al cabo t an infam es com o nosot ros dos». Est á clareando: en el aire hay un vuelo
baj o de buit res gordos. El est udiant e, aniquilado, se duerm e; cuando despiert a, ya con el
sol bien alt o, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido t am bién un par de cigarros de
Trichinópoli y unas rupias de plat a. Ant e las am enazas proyect adas por la noche ant erior,
el est udiant e resuelve perderse en la I ndia. Piensa que se ha m ost rado capaz de m at ar un
idólat ra, pero no de saber con cert idum bre si el m usulm án t iene m ás razón que el
idólat ra. El nom bre de Guzerat no lo dej a, y el de una malka-sansi ( m uj er de cast a de
ladrones) de Palanpur, m uy preferida por las im precaciones y el odio del despoj ador de
cadáveres. Arguye que el rencor de un hom bre t an m inuciosam ent e vil im port a un elogio.
Resuelve - sin m ayor esperanza- buscarla. Reza, y em prende con segura lent it ud el largo
cam ino. Así acaba el segundo capít ulo de la obra.
I m posible t razar las peripecias de los diecinueve rest ant es. Hay una vert iginosa
pululación de dramatis personae - para no hablar de una biografía que parece agot ar los
m ovim ient os del espírit u hum ano ( desde la infam ia hast a la especulación m at em át ica) y
de la peregrinación que com prende la vast a geografía del I ndost án- . La hist oria
com enzada en Bom bay sigue en las t ierras baj as de Palanpur, se dem ora una t arde y una
noche en la puert a de piedra de Bikanir, narra la m uert e de un ast rólogo ciego en un
albañal de Benarés, conspira en el palacio m ult iform e de Kat m andú, reza y fornica en el
hedor pest ilencial de Calcut a, en el Machua Bazar, m ira nacer los días en el m ar desde
una escribanía de Madrás, m ira m orir las t ardes en el m ar desde un balcón en el est ado
de Travancor, vacila v m at a en I ndapt ir y cierra su órbit a de leguas y de años en el m ism o
Bom bay, a pocos pasos del j ardín de los perros color de luna. El argum ent o es ést e: Un
hom bre, el est udiant e incrédulo y fugit ivo que conocem os, cae ent re gent e de la clase
m ás vil y se acom oda a ellos, en una especie de cert am en de infam ias. De golpe - con el
m ilagroso espant o de Robinsón ant e la huella de un pie hum ano en la arena- - percibe
alguna m it igación de esa infam ia: t ina t ernura, una exalt ación, un silencio, en uno de los
hom bres aborrecibles. «Fue com o si hubiera t erciado en el diálogo un int erlocut or m ás
com plej o.» Sabe que el hom bre vil que est á conversando con él es incapaz de ese
m om ent áneo decoro; de ahí post ula que ést e t ia reflej ado a un am igo, o arraigo de un
am igo. Repensando el problem a, llega a una convicción m ist eriosa: En algún punto de la
tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el
hombre que es igual a esa claridad. El est udiant e resuelve dedicar su vida a encont rarlo.
Ya el argum ent o general se ent revé: la insaciable busca de un alm a a t ravés de los
delicados reflej os que ést a ha dej ado en ot ras: en el principio, el t enue rast ro de una
sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecient es de la razón, de la
im aginación y del bien. A m edida que los hom bres int errogados han conocido m ás de
cerca a Alm ot ásim , su porción divina es m ayor, pero se ent iende que son m eros espej os.
El t ecnicism o m at em át ico es aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión
ascendent e, cuyo t érm ino final es el present ido «hom bre que se llam a Alm ot ásim ». El
inm ediat o ant ecesor de Alm ot ásim es un librero persa de sum a cort esía y felicidad; el que
precede a ese librero es un sant o... Al cabo de los años, el est udiant e llega a una galería
«en cuyo fondo hay una puert a y una est era barat a con m uchas cuent as y at rás un
resplandor». El est udiant e golpea las m anos una y dos veces y pregunt a por Alm ot ásim .
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Una voz de hom bre - la increíble voz de Alm ot ásim - lo inst a a pasar. El est udiant e descorre
la cort ina y avanza. En ese punt o la novela concluye.
Si no m e engaño, la buena ej ecución de t al argum ent o im pone dos obligaciones al
escrit or: una, la variada invención de rasgos profét icos; ot ra, la de que el héroe
prefigurado por esos rasgos no sea una m era convención o fant asm a. Bahadur sat isface la
prim era; no sé hast a dónde la segunda. Dicho sea con ot ras palabras: el inaudit o y no
m irado Alm ot ásim debería dej arnos la im presión de un caráct er real, no de un desorden
de superlat ivos insípidos. En la versión de 1932, las not as sobrenat urales ralean: «el
hom bre llam ado Alm ot ásim » t iene su algo de sím bolo, pero no carece de rasgos
idiosincrásicos, personales. Desgraciadam ent e, esa buena conduct a lit eraria no perduró.
En la versión de 1934 - la que t engo a la vist a- la novela decae en alegoría: Alm ot ásim es
em blem a de Dios y los punt uales it inerarios del héroe son de algún m odo los progresos
del alm a en el ascenso m íst ico. Hay porm enores afligent es: un j udío negro de Kochín que
habla de Alm ot ásim , dice que su piel es oscura; un crist iano lo describe sobre una t orre
con los brazos abiert os; un lam a roj o lo recuerda sent ado «com o esa im agen de m ant eca
de yak que yo m odelé y adoré en el m onast erio de Tashilhunpo». Esas declaraciones
quieren insinuar un Dios unit ario que se acom oda a las desigualdades hum anas. La idea
es poco est im ulant e, a m i ver. No diré lo m ism o de est a ot ra: la conj et ura de que t am bién
el Todopoderoso est á en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior ( o
sim plem ent e im prescindible e igual) y así hast a el Fin - o m ej or, el Sinfín- del Tiem po, o en
form a cíclica. Alm ot ásim ( el nom bre de aquel oct avo Abbasida que fue vencedor en ocho
bat allas, engendró ocho varones y ocho m uj eres, dej ó ocho m il esclavos y reinó durant e
un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir et im ológicam ent e «El
buscador de am paro». En la versión de 1932, el hecho de que el obj et o de la
peregrinación fuera un peregrino, j ust ificaba de oport una m anera la dificult ad de
encont rarlo; en la de 1934, da lugar a la t eología ext ravagant e que declaré. Mir Bahadur
Alí, lo hem os vist o, es incapaz de soslayar la m ás burda de las t ent aciones del art e: la de
ser un genio.
Releo lo ant erior y t em o no haber dest acado bast ant e las virt udes del libro. Hay rasgos
m uy civilizados: por ej em plo, ciert a disput a del capít ulo diecinueve en la que se presient e
que es am igo de Alm ot ásim un cont endor que no rebat e los sofism as del ot ro, «para no
t ener razón de un m odo t riunfal».
Se ent iende que es honroso que un libro act ual derive de uno ant iguo: ya que a nadie le
gust a ( com o dij o Johnson) deber nada a sus cont em poráneos. Los repet idos pero
insignificant es cont act os del Ulises de Joyce con la Odisea hom érica, siguen escuchando
- nunca sabré por qué- la at olondrada adm iración de la crít ica; los de la novela de Bahadur
con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid ud- din At t ar, conocen el no m enos
m ist erioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcut a. Ot ras derivaciones no falt an.
Algún inquisidor ha enum erado ciert as analogías de la prim era escena de la novela con el
relat o de Kipling On the City Vall,; Bahadur las adm it e, pero alega que sería m uy anorm al
que dos pint uras de la décim a noche de m uharram no coincidieran... Eliot , con m ás
j ust icia, recuerda los set ent a cant os de la incom plet a alegoría The Faërie Queene, en los
que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana - com o lo hace not ar una censura de
Richard William Church (Spenser, 1879). Yo, con t oda hum ildad, señalo un precursor
lej ano y posible: el cabalist a de Jerusalén, I saac Luria, que en el siglo xvi propaló que el
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Ficciones
Jorge Luis Borges
alm a de un ant epasado o m aest ro puede ent rar en el alm a de un desdichado, para
confort arlo o inst ruir lo. Ibbür se llam a esa variedad de la m et em psicosis. 1
1
En el decur so de est a not icia, m e he r efer ido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los pájaros) del m íst ico persa Farid al- Din Abú
Talib Muhám m ad ben lbr ahim At t ar a quien m at ar on los soldados de Tule, hij o de Zingis Jan, cuando Nishapur fue
expoliada. Quizá no huelgue r esum ir el poem a. El r em ot o r ey de los páj ar os, el Sim ur g, dej a caer en el cent r o de la China
una plum a espléndida; los páj aros resuelven buscarlo, hart os de su ant igua anar quía. Saben que el nom bre de su rey quiere
decir t r eint a páj aros; saben que su alcázar est á en el Kaf, la m ont aña circular que rodea la t ierra. Acom et en la casi infinit a
avent ura; superan siet e valles, o m ares; el nom bre del penúlt im o es «Vért igo»; el últ im o se llam a «Aniquilación». Muchos
peregrinos desert an; ot ros perecen. Tr eint a, purificados por los t r abaj os, pisan la m ont aña del Sim urg. Lo cont em plan al fin:
perciben que ellos son el Sim urg y que el Sim urg es cada uno de ellos y t odos. ( Tam bién Plot ino- Enéodas,V 8, 4 - declara
una ext ensión paradisíaca del principio de ident idad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas
las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.) El Mantiq al-Tayr ha sido vert ido al fr ancés
por Garcín de Tassy; al inglés por Edward Fit zGerald; para est a not a, he consult ado el décim o t om o de Las mil y uno noches
de Burt on y la m onografa The Persion mystics: Attar ( 1932) de Margar et Sm it h.
Los cont act os de ese poem a con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vigésim o capít ulo, unas palabras
at ribuidas por un librero persa a Alm ot ásim son, quizá, la m agnificación de ot ras que ha dicho el héroe; ésa y ot ras
am biguas analogías pueden significar la ident idad del buscado y del buscador; pueden t am bién significar que ést e influye en
aquél. Ot ro capít ulo insinúa que Alm ot ásim es el «hindú» que el est udiant e cree haber m at ado.
19
Ficciones
Jorge Luis Borges
Pierre Menard, autor del
Quijot e
A Silvina Ocampo
La obra visible que ha dej ado est e novelist a es de fácil y breve enum eración. Son, por
lo t ant o, im perdonables las om isiones y adiciones perpet radas por m adam e Henri
Bachelier en un cat álogo falaz que ciert o diario cuya t endencia «prot est ant e» no es un
secret o ha t enido la desconsideración de inferir a sus deplorables lect ores - si bien est os
son pocos y calvinist as, cuando no m asones y circuncisos- . Los am igos aut ént icos de
Menard han vist o con alarm a ese cat álogo y aun con ciert a t rist eza. Diríase que ayer nos
reunim os ant e el m árm ol final y ent re los cipreses infaust os y ya el Error t rat a de
em pañar su Mem oria... Decididam ent e, una breve rect ificación es inevit able.
Me const a que es m uy fácil recusar m i pobre aut oridad. Espero, sin em bargo, que no
m e prohibirán m encionar dos alt os t est im onios. La baronesa de Bacourt ( en cuyos
vendredis inolvidables t uve el honor de conocer al llorado poet a) ha t enido a bien aprobar
las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espírit us m ás finos del
principado de Mónaco ( y ahora de Pit t sburgh, Pennsylvania, después de su recient e boda
con el filánt ropo int ernacional Sim ón Kaut zsch, t an calum niado, ¡ay! , por las víct im as de
sus desint eresadas m aniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la m uert e» ( t ales son
sus palabras) la señoril reserva que la dist ingue y en una cart a abiert a publicada en la
revist a Luxe m e concede asim ism o su beneplácit o. Esas ej ecut orias, creo, no son
insuficient es.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilm ent e enum erable. Exam inado con
esm ero su archivo part icular, he verificado que const a de las piezas que siguen:
a)
Un sonet o sim bolist a que apareció dos veces ( con variaciones) en la revist a La
conque ( núm eros de m arzo y oct ubre de 1899) .
b)
Una m onografía sobre la posibilidad de const ruir un vocabulario poét ico de
concept os que no fueran sinónim os o perífrasis de los que inform an el lenguaj e
com ún, «sino obj et os ideales creados por una convención y esencialm ent e
dest inados a las necesidades poét icas» ( Nîm es, 1901) .
c)
Una m onografía sobre «ciert as conexiones o afinidades» del pensam ient o de
Descart es, de Leibniz y de John Wilkins ( Nîm es, 1903) .
d)
Una m onografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz ( Nîm es, 1904) .
e)
Un art ículo t écnico sobre la posibilidad de enriquecer el aj edrez elim inando uno
de los peones de t orre. Menard propone, recom ienda, discut e y acaba por
rechazar esa innovación.
f)
Una m onografía sobre el Ars magna generalis de Ram ón Llull ( Nîm es, 1906).
g)
Una t raducción con prólogo y not as del Libro de la invención liberal y arte del
juego del axedrez de Ruy López de Segura ( París, 1907) .
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Ficciones
Jorge Luis Borges
h)
Los borradores de una m onografía sobre la lógica sim bólica de George Boole..
i)
Un exam en de las leyes m ét ricas esenciales de la prosa francesa, ilust rado con
ej em plos de Saint - Sim on ( Revue des Langues Romanes, Mont pellier, oct ubre
de 1909) .
j)
Una réplica a Luc Durt ain ( que había negado la exist encia de t ales leyes)
ilust rada con ej em plos de Luc Durt ain (Revue des Langues Romanes,
Mont pellier, diciem bre de 1909).
k)
Una t raducción m anuscrit a de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
int it ulada La Boussole des précieux.
l)
Un prefacio al cat álogo de la exposición de lit ografías de Carolus Hourcade
( Nîm es, 1914) .
m)
La obra Les Problèmes d un problème ( París, 1917) que discut e en orden
cronológico las soluciones del ilust re problem a de Aquiles y la t ort uga. Dos
ediciones de est e libro han aparecido hast a ahora; la segunda t rae com o
epígrafe el consej o de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y
renueva los capít ulos dedicados a Russell y a Descart es.
n)
Un obst inado análisis de las «cost um bres sint áct icas» de Toulet (N.R.F., m arzo
de 1921) . Menard - recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones
sent im ent ales que nada t ienen que ver con la crít ica.
o)
Una t ransposición en alej andrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F.,
enero de 1928) .
p)
Una invect iva cont ra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. ( Esa invect iva, dicho sea ent re parént esis, es el
reverso exact o de su verdadera opinión sobre Valéry. Ést e así lo ent endió y la
am ist ad ant igua de los dos no corrió peligro.)
q)
Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «vict orioso volum en» - la
locución es de ot ro colaborador, Gabriele d'Annunzio- que anualm ent e publica
est a dam a para rect ificar los inevit ables falseos del periodism o y present ar «al
m undo y a I t alia» una aut ént ica efigie de su persona, t an expuest a ( en razón
m ism a de su belleza y de su act uación) a int erpret aciones erróneas o
apresuradas.
r)
Un ciclo de adm irables sonet os para la baronesa de Bacourt ( 1934) .
s)
Una list a m anuscrit a de versos que deben su eficacia a la punt uación. 1
Hast a aquí ( sin ot ra om isión que unos vagos sonet os circunst anciales para el
hospit alario, o ávido, álbum de m adam e Henri Ba- a chelier) la obra visible de Menard, en
su orden cronológico. Paso ahora a la ot ra: la subt erránea, la int erm inablem ent e heroica,
la im par. Tam bién, ¡ay de las posibilidades del hom bre! , la inconclusa. Esa obra, t al vez la
m ás significat iva de nuest ro t iem po, const a de los capít ulos noveno y t rigésim o oct avo de
la prim era part e del Don Quijote y de un fragm ent o del capít ulo veint idós. Yo sé que t al
afirm ación parece un dislat e; j ust ificar ese «dislat e» es el obj et o prim ordial de est a not a. 2
1
Madam e Henr i Bachelier enum er a asim ism o una ver sión lit er al de ¡aver sión lit er al que hizo Quevedo de la Introduction à la
vie dévote de san Fr ancisco de Sales. En la bibliot eca de Pierre Menard no hay rast ros de t al obra. Debe t r at arse de una
br om a de nuest r o am igo, m al escuchada.
2
Tuve t am bién el pr opósit o secundar io de bosquej ar la im agen de Pier r e Menar d. Per o ¿cóm o at r ever m e a com pet ir con las
páginas áureas que m e dicen prepar a la baronesa de Bacour t o con el lápiz delicado y punt ual de Carolus Hour cade?
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Dos t ext os de valor desigual inspiraron la em presa. Uno es aquel fragm ent o filológico
de Novalis - el que lleva el núm ero 2.005 en la edición de Dresden- que esboza el t em a de
la total identificación con un aut or det erm inado. Ot ro es uno de esos libros parasit arios
que sit úan a Crist o en un bulevar, a Ham let en la Cannebiére o a don Quijote en Wall
St reet . Com o t odo hom bre de buen gust o, Menard abom inaba de esos carnavales inút iles,
sólo apt os - decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronism o o ( lo que es peor)
para em belesarnos con la idea prim aria de que t odas las épocas son iguales o de que son
dist int as. Más int eresant e, aunque de ej ecución cont radict oria y superficial, le parecía el
fam oso propósit o de Daudet : conj ugar en una figura, que es Tart arín, al I ngenioso
Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un
Quijote cont em poráneo, calum nian su clara m em oria.
No quería com poner ot ro Quijote - lo cual es fácil- sino «el» Quijote. I nút il agregar que
no encaró nunca una t ranscripción m ecánica del original; no se proponía copiarlo. Su
adm irable am bición era producir unas páginas que coincidieran - palabra por palabra y
línea por línea- con las de Miguel de Cervant es.
«Mi propósit o es m eram ent e asom broso», m e escribió el 30 de sept iem bre de 1934
desde Bayonne. «El t érm ino final de una dem ost ración t eológica o m et afísica - el m undo
ext erno, Dios, la causalidad, las form as universales- no es m enos ant erior y com ún que
m i divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables
volúm enes las et apas int erm ediarias de su labor y que yo he resuelt o perderlas.» En
efect o, no queda un solo borrador que at est igüe ese t rabaj o de años.
El m ét odo inicial que im aginó era relat ivam ent e sencillo. Conocer bien el español,
recuperar la fe cat ólica, guerrear cont ra los m oros o cont ra el t urco, olvidar la hist oria de
Europa ent re los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervant es. Pierre Menard est udió
ese procedim ient o ( sé que logró un m anej o bast ant e fiel del español del siglo XVI I ) pero
lo descart ó por fácil. ¡Más bien por im posible! , dirá el lect or. De acuerdo, pero la em presa
era de ant em ano im posible y de t odos los m edios im posibles para llevarla a t érm ino, ést e
era el m enos int eresant e. Ser en el siglo XX un novelist a popular del siglo xvii le pareció
una dism inución. Ser, de alguna m anera, Cervant es y llegar al Quijote le pareció m enos
arduo - por consiguient e, m enos int eresant e- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al
Quijote, a t ravés de las experiencias de Pierre Menard. ( Esa convicción, dicho sea de paso,
le hizo excluir el prólogo aut obiográfico de la segunda part e del Don Quijote. I ncluir ese
prólogo hubiera sido crear ot ro personaj e - Cervant es- pero t am bién hubiera significado
present ar el Quijote en función de ese personaj e y no de Menard. Ést e, nat uralm ent e, se
negó a esa facilidad.) «Mi em presa no es difícil, esencialm ent e - leo en ot ro lugar de la
cart a- . Me bast aría ser inm ort al para llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo im aginar que
la t erm inó y que leo el Quijote - t odo el Quijote- com o si lo hubiera pensado Menard?
Noches pasadas, al hoj ear el capít ulo XXVI - no ensayado nunca por él- reconocí el est ilo
de nuest ro am igo y com o su voz en est a frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la
dolorosa y húm ida Eco». Esa conj unción eficaz de un adj et ivo m oral y ot ro físico m e t raj o
a la m em oria un verso de Shakespeare, que discut im os una t arde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisam ent e el Quijote? dirá nuest ro lect or. Esa preferencia, en un español,
no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un sim bolist a de Nîm es, devot o
esencialm ent e de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarm é, que
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Ficciones
Jorge Luis Borges
engendró a Valéry, que engendró a Edm ond Test e. La cart a precit ada ilum ina el punt o.
«El Quijote - aclara Menard- m e int eresa profundam ent e, pero no m e parece ¿cóm o lo
diré? inevit able. No puedo im aginar el universo sin la int erj ección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this Barden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero m e sé capaz de im aginarlo sin el Quijote.
( Hablo, nat uralm ent e, de m i capacidad personal, no de la resonancia hist órica de las
obras.) El Quijote es un libro cont ingent e, el Quijote es innecesario. Puedo prem edit ar su
escrit ura, puedo escribirlo, sin incurrir en una t aut ología. A los doce o t rece años lo leí, t al
vez ínt egram ent e. Después, he releído con at ención algunos capít ulos, aquellos que no
int ent aré por ahora. He cursado asim ism o los ent rem eses, las com edias, La Galatea, las
Novelas ejemplares, los t rabaj os sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje
del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, sim plificado por el olvido y la indiferencia,
puede m uy bien equivaler a la im precisa im agen ant erior de un libro no escrit o. Post ulada
esa im agen ( que nadie en buena ley m e puede negar) es indiscut ible que m i problem a es
hart o m ás difícil que el de Cervant es. Mi com placient e precursor no rehusó la colaboración
del azar: iba com poniendo la obra inm ort al un poco à la diable, llevado por inercias del
lenguaj e y de la invención. Yo he cont raído el m ist erioso deber de reconst ruir lit eralm ent e
su obra espont ánea. Mi solit ario j uego est á gobernado por dos leyes polares. La prim era
m e perm it e ensayar variant es de t ipo form al o psicológico; la segunda m e obliga a
sacrificarlas al t ext o «original» y a razonar de un m odo irrefut able esa aniquilación... A
esas t rabas art ificiales hay que sum ar ot ra, congénit a. Com poner el Quijote a principios
del siglo Xvii era una em presa razonable, necesaria, acaso fat al; a principios del XX, es
casi im posible. No en vano han t ranscurrido t rescient os años, cargados de com plej ísim os
hechos. Ent re ellos, para m encionar uno solo: el m ism o Quijote.»
A pesar de esos t res obst áculos, el fragm ent ario Quijote de Menard es m ás sut il que el
de Cervant es. Ést e, de un m odo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre
realidad provinciana de su país; Menard elige com o «realidad» la t ierra de Carm en
durant e el siglo de Lepant o y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsej ado esa
elección a Maurice Barrès o al doct or Rodríguez Larret a! Menard, con t oda nat uralidad, las
elude. En su obra no hay git anerías ni conquist adores ni m íst icos ni Felipe I I ni aut os de
fe. Desat iende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sent ido nuevo de la novela
hist órica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablem ent e.
No m enos asom broso es considerar capít ulos aislados. Por ej em plo, exam inem os el
XXXVI I I de la prim era part e, «que t rat a del curioso discurso que hizo don Quixot e de las
arm as y las let ras». Es sabido que don Quijote ( com o Quevedo en el pasaj e análogo, y
post erior, de La hora de todos) falla el pleit o cont ra las let ras y en favor de las arm as.
Cervant es era un viej o m ilit ar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quij ot e de Pierre
Menard - hom bre cont em poráneo de La Trahison des clercs y de Bert rand Russellreincida en esas nebulosas sofist erías! Madam e Bachelier ha vist o en ellas una adm irable
y t ípica subordinación del aut or a la psicología del héroe; ot ros ( nada perspicazm ent e)
una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt , la influencia de Niet zsche. A esa
t ercera int erpret ación ( que j uzgo irrefut able) no sé si m e at reveré a añadir una cuart a,
que condice m uy bien con la casi divina m odest ia de Pierre Menard: su hábit o resignado o
irónico de propagar ideas que eran el est rict o reverso de las preferidas por él.
( Rem em orem os ot ra vez su diat riba cont ra Paul Valéry en la efím era hoj a superrealist a de
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Jacques Reboul.) El t ext o de Cervant es y el de Menard son verbalm ent e idént icos, pero el
segundo es casi infinit am ent e m ás rico. ( Más am biguo, dirán sus det ract ores; pero la
am bigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cot ej ar el Don Quijote de Menard con el de Cervant es. Ést e, por
ej em plo, escribió (Don Quijote, prim era part e, noveno capít ulo,) :
... la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redact ada en el siglo XVI I , redact ada por el «ingenio lego» Cervant es,
enum eración es un m ero elogio ret órico de la hist oria. Menard, en cam bio, escribe:
esa
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La hist oria, «m adre» de la verdad; la idea es asom brosa. Menard, cont em poráneo de
William Jam es, no define la hist oria com o una indagación de la realidad sino com o su
origen. La verdad hist órica, para él, no es lo que sucedió; es lo que j uzgam os que
sucedió. Las cláusulas finales - «ej em plo y aviso de lo present e, advert encia de lo por
venir»- son descaradam ent e pragm át icas.
Tam bién es vívido el cont rast e de los est ilos. El est ilo arcaizant e de Menard - ext ranj ero
al fin- adolece de alguna afect ación. No así el del precursor, que m anej a con desenfado el
español corrient e de su época.
No hay ej ercicio int elect ual que no sea finalm ent e inút il. Una doct rina es al principio
una descripción verosím il del universo; giran los años y es un m ero capít ulo - cuando no
un párrafo o un nom bre- de la hist oria de la filosofía. En la lit erat ura, esa caducidad es
aún m ás not oria. El Quijote - m e dij o Menard- fue ant e t odo un libro agradable; ahora es
una ocasión de brindis pat riót ico, de soberbia gram at ical, de obscenas ediciones de luj o.
La gloria es una incom prensión y quizá la peor.
Nada t ienen de nuevo esas com probaciones nihilist as; lo singular es la decisión que de
ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelant arse a la vanidad que aguarda t odas las
fat igas del hom bre; acom et ió una em presa com plej ísim a y de ant em ano fút il. Dedicó sus
escrúpulos y vigilias a repet ir en un idiom a aj eno un libro preexist ent e. Mult iplicó los
borradores; corrigió t enazm ent e y desgarró m iles de páginas m anuscrit as. 1 No perm it ió
que fueran exam inadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado
reconst ruirlas.
He reflexionado que es lícit o ver en el Quijote «final» una especie de palim psest o, en el
que deben t raslucirse los rast ros - t enues pero no indescifrables- de la «previa» escrit ura
de nuest ro am igo. Desgraciadam ent e, sólo un segundo Pierre Menard, invirt iendo el
t rabaj o del ant erior, podría exhum ar y resucit ar esas Troyas...
«Pensar, analizar, invent ar - m e escribió t am bién- no son act os anóm alos, son la norm al
respiración de la int eligencia. Glorificar el ocasional cum plim ient o de esa función, at esorar
1
Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras t achadur as, sus peculiares sím bolos t ipográficos y su let r a de insect o.
En los at ardeceres le gust aba salir a cam inar por los arrabales de Nîm es; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una
alegre fogat a.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
ant iguos y aj enos pensam ient os, recordar con incrédulo est upor que el doctor universalis
pensó, es confesar nuest ra languidez o nuest ra barbarie. Todo hom bre debe ser capaz de
t odas las ideas y ent iendo que en el porvenir lo será.»
Menard ( acaso sin quererlo) ha enriquecido m ediant e una t écnica nueva el art e
det enido y rudim ent ario de la lect ura: la t écnica del anacronism o deliberado y de las
at ribuciones erróneas. Esa t écnica de aplicación infinit a nos inst a a recorrer la Odisea
com o si fuera post erior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure a m adam e Henri
Bachelier com o si fuera de m adam e Henri Bachelier. Esa t écnica puebla de avent ura los
libros m ás calm osos. At ribuir a Louis Ferdinand Céline o a Jam es Joyce la Imitación de
Cristo ¿no es una suficient e renovación de esos t enues avisos espirit uales?
Nîm es, 1939
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Las ruinas circulares
And if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass , VI
Nadie lo vio desem barcar en la unánim e noche, nadie vio la canoa de bam bú
sum iéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hom bre
t acit urno venía del Sur y que su pat ria era una de las infinit as aldeas que est án aguas
arriba, en el flanco violent o de la m ont aña, donde el idiom a zend no est á cont am inado de
griego y donde es infrecuent e la lepra. Lo ciert o es que el hom bre gris besó el fango,
repechó la ribera sin apart ar ( probablem ent e, sin sent ir) las cort aderas que le dilaceraban
las carnes y se arrast ró, m areado y ensangrent ado, hast a el recint o circular que corona
un t igre o caballo de piedra, que t uvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza.
Ese redondel es un t em plo que devoraron los incendios ant iguos, que la selva palúdica ha
profanado y cuyo dios no recibe honor de los hom bres. El forast ero se t endió baj o el
pedest al. Lo despert ó el sol alt o. Com probó sin asom bro que las heridas habían
cicat rizado; cerró los oj os pálidos y durm ió, no por flaqueza de la carne sino por
det erm inación de la volunt ad. Sabía que ese t em plo era el lugar que requería su
invencible propósit o; sabía que los árboles incesant es no habían logrado est rangular, río
abaj o, las ruinas de ot ro t em plo propicio, t am bién de dioses incendiados y m uert os; sabía
que su inm ediat a obligación era el sueño. Hacia la m edianoche lo despert ó el grit o
inconsolable de un páj aro. Rast ros de pies descalzos, unos higos y un cánt aro le
advirt ieron que los hom bres de la región habían espiado con respet o su sueño y
solicit aban su am paro o t em ían su m agia. Sint ió el frío del m iedo y buscó en la m uralla
dilapidada un nicho sepulcral y se t apó con hoj as desconocidas.
El propósit o que lo guiaba no era im posible, aunque sí sobrenat ural. Quería soñar un
hom bre: quería soñarlo con int egridad m inuciosa e im ponerlo a la realidad. Ese proyect o
m ágico había agot ado el espacio ent ero de su alm a; si alguien le hubiera pregunt ado su
propio nom bre o cualquier rasgo de su vida ant erior, no habría acert ado a responder. Le
convenía el t em plo inhabit ado y despedazado, porque era un m ínim o de m undo visible; la
cercanía de los labradores t am bién, porque ést os se encargaban de subvenir a sus
necesidades frugales. El arroz y las frut as de su t ribut o eran pábulo suficient e para su
cuerpo, consagrado a la única t area de dorm ir y soñar.
Al principio, los sueños eran caót icos; poco después, fueron de nat uraleza dialéct ica. El
forast ero se soñaba- en el cent ro de un anfit eat ro circular que era de algún m odo el
t em plo incendiado: nubes de alum nos t acit urnos fat igaban las gradas; las caras de los
últ im os pendían a m uchos siglos de dist ancia y a una alt ura est elar, pero eran del t odo
precisas. El hom bre les dict aba lecciones de anat om ía, de cosm ografía, de m agia: los
rost ros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con ent endim ient o, com o si
adivinaran la im port ancia de aquel exam en, que redim iría a uno de ellos de su condición
de vana apariencia y lo int erpolaría en el m undo real. El hom bre, en el sueño y en la
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vigilia, consideraba las respuest as de sus fant asm as, no se dej aba em baucar por los
im post ores, adivinaba en ciert as perplej idades una int eligencia crecient e. Buscaba un
alm a que m ereciera part icipar en el universo.
A las nueve o diez noches com prendió con alguna am argura que nada podía esperar de
aquellos alum nos que acept aban con pasividad su doct rina y sí de aquellos que
arriesgaban, a veces, una cont radicción razonable. Los prim eros, aunque dignos de am or
y de buen afect o, no podían ascender a individuos; los últ im os preexist ían un poco m ás.
Una t arde ( ahora t am bién las t ardes eran t ribut arias del sueño, ahora no velaba sino un
par de horas en el am anecer) licenció para siem pre el vast o colegio ilusorio y se quedó
con un solo alum no. Era un m uchacho t acit urno, cet rino, díscolo a veces, de rasgos
afilados que repet ían los de su soñador. No lo desconcert ó por m ucho t iem po la brusca
elim inación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
part iculares, pudo m aravillar al m aest ro. Sin em bargo, la cat ást rofe sobrevino. El hom bre,
un día, em ergió del sueñó com o de un desiert o viscoso, m iró la vana luz de la t arde que al
pront o confundió con la aurora y com prendió que no había soñado. Toda esa noche y t odo
el día, la int olerable lucidez del insom nio se abat ió cont ra él. Quiso explorar la selva,
ext enuarse; apenas alcanzó ent re la cicut a unas rachas de sueño débil, vet eadas
fugazm ent e de visiones de t ipo rudim ent al: inservibles. Quiso congregar el colegio y
apenas hubo art iculado unas breves palabras de exhort ación, ést e se deform ó, se borró.
En la casi perpet ua vigilia, lágrim as de ira le quem aban los viej os oj os.
Com prendió que el em peño de m odelar la m at eria incoherent e y vert iginosa de que se
com ponen los sueños es el m ás arduo que puede acom et er un varón, aunque penet re
t odos los enigm as del orden superior y del inferior: m ucho m ás arduo que t ej er una
cuerda de arena o que am onedar el vient o sin cara. Com prendió que un fracaso inicial era
inevit able. Juró olvidar la enorm e alucinación que lo había desviado al principio y buscó
ot ro m ét odo de t rabaj o. Ant es de ej ercit arlo, dedicó un m es a la reposición de las fuerzas
que había m algast ado el delirio. Abandonó t oda prem edit ación de soñar y casi act o
cont inuo logró dorm ir un t recho razonable del día. Las raras veces que soñó durant e ese
período, no reparó en los sueños. Para reanudar la t area, esperó que el disco de la luna
fuera perfect o. Luego, en la t arde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses
planet arios, pronunció las sílabas licit as de un nom bre poderoso y durm ió. Casi
inm ediat am ent e, soñó con un corazón que lat ía.
Lo soñó act ivo, caluroso, secret o, del grandor de un puño cerrado, color granat e en la
penum bra de un cuerpo hum ano aún sin cara ni sexo; con m inucioso am or lo soñó,
durant e cat orce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con m ayor evidencia. No lo
t ocaba; se lim it aba a at est iguarlo, a observarlo, t al vez a corregirlo con la m irada. Lo
percibía, lo vivía, desde m uchas dist ancias y m uchos ángulos. La noche cat orcena rozó la
art eria pulm onar con el índice y luego t odo el corazón, desde afuera y adent ro. El exam en
lo sat isfizo. Deliberadam ent e no soñó durant e una noche: luego ret om ó el corazón, invocó
el nom bre de un planet a y em prendió la visión de ot ro de los órganos principales. Ant es
de un año llegó al esquelet o, a los párpados. El pelo innum erable fue t al vez la t area m ás
difícil. Soñó un hom bre ínt egro, un m ancebo, pero ést e no se incorporaba ni hablaba ni
podía abrir los oj os. Noche t ras noche, el hom bre lo soñaba dorm ido.
En las cosm ogonías gnóst icas, los dem iurgos am asan un roj o Adán que no logra
ponerse de pie; t an inhábil y rudo y elem ent al com o ese Adán de polvo era el Adán de
sueño que las noches del m ago habían fabricado. Una t arde, el hom bre casi dest ruyó t oda
su obra, pero se arrepint ió. ( Más le hubiera valido dest ruirla.) Agot ados los vot os a los
núm enes de la t ierra y del río, se arroj ó a los pies de la efigie que t al vez era un t igre y t al
vez un pot ro, e im ploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la est at ua. La
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soñó viva, t rém ula: no era un at roz bast ardo de t igre y pot ro, sino a la vez esas dos
criat uras vehem ent es y t am bién un t oro, una rosa, una t em pest ad. Ese m últ iple dios le
reveló que su nom bre t errenal era Fuego, que en ese t em plo circular ( y en ot ros iguales)
le habían rendido sacrificios y cult o y que m ágicam ent e anim aría al fant asm a soñado, de
suert e que t odas las criat uras, except o el Fuego m ism o y el soñador, lo pensaran un
hom bre de carne y hueso. Le ordenó que una vez inst ruido en los rit os, lo enviara al ot ro
t em plo despedazado cuyas pirám ides persist en aguas abaj o, para que alguna voz lo
glorificara en aquel edificio desiert o. En el sueño del hom bre que soñaba, el soñado se
despert ó.
El m ago ej ecut ó esas órdenes. Consagró un plazo ( que finalm ent e abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del cult o del fuego. Í nt im am ent e, le dolía apart arse
de él. Con el pret ext o de la necesidad pedagógica, dilat aba cada día las horas dedicadas al
sueño. Tam bién rehízo el hom bro derecho, acaso deficient e. A veces, lo inquiet aba una
im presión de que ya t odo eso había acont ecido... En general, sus días eran felices; al
cerrar los oj os pensaba: «Ahora est aré con m i hij o». O, m ás raram ent e: «El hij o que he
engendrado m e espera y no exist irá si no voy».
Gradualm ent e, lo fue acost um brando a la realidad. Una vez le ordenó que em banderara
una cum bre lej ana. Al ot ro día, flam eaba la bandera en la cum bre. Ensayó ot ros
experim ent os análogos, cada vez m ás audaces. Com prendió con ciert a am argura que su
hij o est aba list o para nacer - y t al vez im pacient e- . Esa noche lo besó por prim era vez y lo
envió al ot ro t em plo cuyos despoj os blanqueaban río abaj o, a m uchas leguas de
inext ricable selva y de ciénaga. Ant es ( para que no supiera nunca que era un fant asm a,
para que se creyera un hom bre com o los ot ros) le infundió el olvido t ot al de sus años de
aprendizaj e.
Su vict oria y su paz quedaron em pañadas de hast ío. En los crepúsculos de la t arde y
del alba, se prost ernaba ant e la figura de piedra, t al vez im aginando que su hij o irreal
ej ecut aba idént icos rit os, en ot ras ruinas circulares, aguas abaj o; de noche no soñaba, o
soñaba com o lo hacen t odos los hom bres. Percibía con ciert a palidez los 'sonidos y form as
del universo: el hij o ausent e se nut ría de esas dism inuciones de su alm a. El propósit o de
su vida est aba colm ado; el hom bre persist ió en una suert e de éxt asis. Al cabo de un
t iem po que ciert os narradores de su hist oria prefieren com put ar en años y ot ros en
lust ros, lo despert aron dos rem eros a m edianoche: no pudo ver sus caras, pero le
hablaron de un hom bre m ágico en un t em plo del Nort e, capaz de hollar el fuego y de no
quem arse. El m ago recordó bruscam ent e las palabras del dios. Recordó que de t odas las
criat uras que com ponen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hij o era un
fant asm a. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por at orm ent arlo. Tem ió que su
hij o m edit ara en ese privilegio anorm al y descubriera de algún m odo su condición de m ero
sim ulacro. No ser un hom bre, ser la proyección del sueño de ot ro hom bre, ¡qué
hum illación incom parable, qué vért igo! A t odo padre le int eresan los hij os que ha
procreado ( que ha perm it ido) en una m era confusión o felicidad; es nat ural que el m ago
t em iera por el porvenir de aquel hij o, pensado ent raña por ent raña y rasgo por rasgo, en
m il y una noches secret as.
El t érm ino de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prom et ieron algunos signos.
Prim ero ( al cabo de una larga sequía) una rem ot a nube en un cerro, liviana com o un
páj aro; luego, hacia el Sur, el cielo que t enía el color rosado de la encía de los leopardos;
luego las hum aredas que herrum braron el m et al de las noches; después la fuga pánica de
las best ias. Porque se repit ió lo acont ecido hace m uchos siglos. Las ruinas del sant uario
del dios del fuego fueron dest ruidas por el fuego. En un alba sin páj aros el m ago vio
cernirse cont ra los m uros el incendio concént rico. Por un inst ant e, pensó refugiarse en las
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aguas, pero luego com prendió que la m uert e venía a coronar su vej ez ,y a absolverlo de
sus t rabaj os. Cam inó cont ra los j irones de fuego. Est os no m ordieron su carne, ést os lo
acariciaron y lo inundaron sin calor y sin com bust ión. Con alivio, con hum illación, con
t error, com prendió que él t am bién era una apariencia, que ot ro est aba soñándolo.
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La lotería en Babilonia
Com o t odos los hom bres de Babilonia, he sido procónsul; com o t odos, esclavo; t am bién
he conocido la om nipot encia, el oprobio, las cárceles. Miren: a m i m ano derecha le falt a el
índice. Miren: por est e desgarrón de la capa se ve en m i est óm ago un t at uaj e berm ej o: es
el segundo sím bolo, Bet h. Est a let ra, en las noches de luna llena, m e confiere poder sobre
los hom bres cuya m arca es Ghim el, pero m e subordina a los de Aleph, que en las noches
sin luna deben obediencia a los Ghim el. En el crepúsculo del alba, en un sót ano, he
yugulado ant e una piedra negra t oros sagrados. Durant e un año de la luna, he sido
declarado invisible: grit aba y no m e respondían, robaba el pan y no m e decapit aban. He
conocido lo que ignoran los griegos: la incert idum bre. En una cám ara de bronce, ant e el
pañuelo silencioso del est rangulador, la esperanza m e ha sido fiel; en el río de los
deleit es, el pánico. Heraclides Pónt ico refiere con adm iración que Pit ágoras recordaba
haber sido Pirro y ant es Euforbo y ant es algún ot ro m ort al; para recordar vicisit udes
análogas yo no preciso recurrir a la suert e ni aun a la im post ura.
Debo esa variedad casi at roz a una inst it ución que ot ras repúblicas ignoran o que obra
en ellas de un m odo im perfect o y secret o: la lot ería. No he indagado su hist oria; sé que
los m agos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósit os lo que puede
saber de la luna el hom bre no versado en ast rología. Soy de un país vert iginoso donde la
lot ería es part e principal de la realidad: hast a el día de hoy, he pensado t an poco en ella
com o en la conduct a de los dioses indescifrables o de m i corazón. Ahora, lej os de
Babilonia y de sus queridas cost um bres, pienso con algún asom bro en la lot ería y en las
conj et uras blasfem as que en el crepúsculo m urm uran los hom bres velados.
Mi padre refería que ant iguam ent e - ¿cuest ión de siglos, de años?- la lot ería en
Babilonia era un j uego de caráct er plebeyo. Refería ( ignoró si con verdad) que los
barberos despachaban por m onedas de cobre rect ángulos de hueso o de pergam ino
adornados de sím bolos. En pleno día se verificaba un sort eo: los agraciados recibían, sin
ot ra corroboración del azar, m onedas acuñadas de plat a. El procedim ient o era elem ent al,
com o ven ust edes.
Nat uralm ent e, esas «lot erías» fracasaron. Su virt ud m oral era nula. No se dirigían a
t odas las facult ades del hom bre: únicam ent e a su esperanza. Ant e la indiferencia pública,
los m ercaderes que fundaron esas lot erías venales com enzaron a perder el dinero. Alguien
ensayó una reform a: la int erpolación de unas pocas suert es adversas en el censo de
núm eros favorables. Mediant e esa reform a, los com pradores de rect ángulos num erados
corrían el doble albur de ganar una sum a y de pagar una m ult a a veces cuant iosa. Ese
leve peligro ( por cada t reint a núm eros favorables había un núm ero aciago) despert ó,
com o es nat ural, el int erés del público. Los babilonios se ent regaron al j uego. El que no
adquiría suert es era considerado un pusilánim e, un apocado. Con el t iem po, ese desdén
j ust ificado se duplicó. Era despreciado el que no j ugaba, pero t am bién eran despreciados
los perdedores que abonaban la m ult a. La Com pañía ( así em pezó a llam ársela ent onces)
t uvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los prem ios si falt aba en las caj as
el im port e casi t ot al de las m ult as. Ent abló una dem anda a los perdedores: el j uez los
condenó a pagar la m ult a original y las cost as o a unos días de cárcel. Todos opt aron por
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Ficciones
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la cárcel, para defraudar a la Com pañía. De esa bravat a de unos pocos nace el t odopoder
de la Com pañía: su valor eclesiást ico, m et afísico.
Poco después, los inform es de los sort eos om it ieron las enum eraciones de m ult as y se
lim it aron a publicar los días de prisión que designaba cada núm ero adverso. Ese
laconism o, casi inadvert ido en su t iem po, fue de im port ancia capit al. Fue la primera
aparición en la lotería de elementos no pecuniarios . El éxit o fue grande. I nst ada por los
j ugadores, la Com pañía se vio precisada a aum ent ar los núm eros adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es m uy devot o de la lógica, y aun de la
sim et ría. Era incoherent e que los núm eros faust os se com put aran en redondas m onedas y
los infaust os en días y noches de cárcel. Algunos m oralist as razonaron que la posesión de
m onedas no siem pre det erm ina la felicidad y que ot ras form as de la dicha son quizá m ás
direct as.
Ot ra inquiet ud cundía en los barrios baj os. Los m iem bros del colegio sacerdot al
m ult iplicaban las puest as y gozaban de t odas las vicisit udes del t error y de la esperanza;
los pobres ( con envidia razonable e inevit able) se sabían excluidos de ese vaivén,
not oriam ent e delicioso. El j ust o anhelo de que t odos, pobres y ricos, part icipasen por igual
en la lot ería, inspiró una indigna agit ación, cuya m em oria no han desdibuj ado los años.
Algunos obst inados no com prendieron ( o sim ularon no com prender) que se t rat aba de un
orden nuevo, de una et apa hist órica necesaria... Un esclavo robó un billet e carm esí, que
en el sort eo lo hizo acreedor a que le quem aran la lengua. El código fij aba esa m ism a
pena para el que robaba un billet e. Algunos babilonios argum ent aban que m erecía el
hierro candent e, en su calidad de ladrón; ot ros, m agnánim os, que el verdugo debía
aplicárselo porque así lo había det erm inado el azar... Hubo dist urbios, hubo efusiones
lam ent ables de sangre; pero la gent e babilónica im puso finalm ent e su volunt ad, cont ra la
oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenit ud sus fines generosos. En prim er
t érm ino, logró que la Com pañía acept ara la sum a, del poder público. ( Esa unificación era
necesaria, dada la vast edad y com plej idad de las nuevas operaciones.) En segundo
t érm ino, logró que la lot ería fuera secret a, grat uit a y general. Quedó abolida la vent a
m ercenaria de suert es. Ya iniciado en los m ist erios de Bel, t odo hom bre libre
aut om át icam ent e part icipaba en los sort eos sagrados, que se efect uaban en los laberint os
del dios cada sesent a noches y que det erm inaban su dest ino hast a el ot ro ej ercicio. Las
consecuencias eran incalculables. Una j ugada feliz podía m ot ivar su elevación al concilio
de m agos o la prisión de un enem igo ( not orio o ínt im o) o el reencont rar, en la pacífica
t iniebla del cuart o, la m uj er que em pieza a inquiet arnos o que no esperábam os rever; una
j ugada adversa: la m ut ilación, la variada infam ia, la m uert e. A veces un solo hecho - el
t abernario asesinat o de C, la apot eosis m ist eriosa de B- era la solución genial de t reint a o
cuarent a sort eos. Com binar las j ugadas era difícil; pero hay que recordar que los
individuos de la Com pañía eran ( y son) t odopoderosos y ast ut os. En m uchos casos, el
conocim ient o de que ciert as felicidades eran sim ple fábrica del azar hubiera am inorado su
virt ud; para eludir ese inconvenient e, los agent es de la Com pañía usaban de las
sugest iones y de la m agia. Sus pasos, sus m anej os, eran secret os. Para indagar las
ínt im as esperanzas y los ínt im os t errores de cada cual, disponían .de ast rólogos y de
espías. Había ciert os leones de piedra, había una let rina sagrada llam ada Qaphqa, había
unas griet as en un polvorient o acueduct o que, según opinión general, daban a la
Compañía; las personas m alignas o benévolas deposit aban delaciones en esos sit ios. Un
archivo alfabét ico recogía esas not icias de variable veracidad.
I ncreíblem ent e, no falt aron m urm uraciones. La Com pañía, con su discreción habit ual,
no replicó direct am ent e. Prefirió borraj ear en los escom bros de una fábrica de caret as un
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argum ent o breve, que ahora figura en las escrit uras sagradas. Esa pieza doct rinal
observaba que la lot ería es una int erpolación del azar en el orden del m undo y que
acept ar errores no es cont radecir el azar: es corroborarlo. Observaba asim ism o que esos
leones y ese recipient e sagrado, aunque no desaut orizados por la Com pañia ( que no
renunciaba al derecho de consult arlos) , funcionaban sin garant ía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquiet udes públicas. Tam bién produj o ot ros efect os,
acaso no previst os por el aut or. Modificó hondam ent e el espírit u y las operaciones de la
Com pañía. Poco t iem po m e queda; nos avisan que la nave est á por zarpar; pero t rat aré
de explicarlo.
Por inverosím il que sea, nadie había ensayado hast a ent onces una t eoría general de los
j uegos. El babilonio es poco especulat ivo. Acat a los dict ám enes del azar, les ent rega su
vida, su esperanza, su t error pánico, pero no se le ocurre invest igar sus leyes laberínt icas,
ni las esferas girat orias que lo revelan. Sin em bargo, la declaración oficiosa que he
m encionado inspiró m uchas discusiones de caráct er j urídico- m at em át ico. De alguna de
ellas nació la conj et ura siguient e: Si la lot ería es una int ensificación del azar, una
periódica infusión del caos en el cosm os, ¿no convendría que el azar int erviniera en t odas
las et apas del sort eo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dict e la m uert e de
alguien y que las circunst ancias de esa m uert e - la reserva, la publicidad, el plazo de una
hora o de un siglo- no est én suj et as al azar? Esos escrúpulos t an j ust os provocaron al fin
una considerable reform a, cuyas com plej idades ( agravadas por un ej ercicio de siglos) no
ent ienden sino algunos especialist as, pero que int ent aré resum ir, siquiera de m odo
sim bólico.
I m aginem os un prim er sort eo, que dict a la m uert e de un hom bre. Para su cum plim ient o
se procede a un ot ro sort eo, que propone ( digam os) nueve ej ecut ores posibles. De esos
ej ecut ores, cuat ro pueden iniciar un t ercer sort eo que dirá el nom bre del verdugo, dos
pueden reem plazar la orden adversa por una orden feliz ( el encuent ro de un t esoro,
digam os) , ot ro exacerbará la m uert e ( es decir la hará infam e o la enriquecerá de
t ort uras) , ot ros pueden negarse a cum plirla... Tal es el esquem a sim bólico. En la realidad
el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, t odas se ram ifican en ot ras.
Los ignorant es suponen que infinit os sort eos requieren un t iem po infinit o; en realidad
bast a que el t iem po sea infinit am ent e subdivisible, com o lo enseña la fam osa parábola del
Cert am en con la Tort uga. Esa infinit ud condice de adm irable m anera con los sinuosos
núm eros del Azar y con el Arquet ipo Celest ial de la Lot ería, que adoran los plat ónicos...
Algún eco deform e de nuest ros rit os parece haber ret um bado en el Tíber: Elle Lam pridio,
en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que est e em perador escribía en conchas las
suert es que dest inaba a los convidados, de m anera que uno recibía diez libras de oro y
ot ro diez m oscas, diez lirones, diez osos. Es lícit o recordar que Heliogábalo se educó en el
Asia Menor, ent re los sacerdot es del dios epónim o.
Tam bién hay sort eos im personales, de propósit o indefinido: uno decret a que se arroj e a
las aguas del Éufrat es un zafiro de Taprobana; ot ro, que desde el t echo de una t orre se
suelt e un páj aro; ot ro, que cada siglo se ret ire ( o se añada) un grano de arena de los
innum erables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, t erribles.
Baj o el influj o bienhechor de la Com pañía, nuest ras cost um bres est án sat uradas de
azar. El com prador de una docena de ánforas de vino dam asceno no se m aravillará si una
de ellas encierra un t alism án o una víbora; el escribano que redact a un cont rat o no dej a
casi nunca de int roducir algún dat o erróneo; yo m ism o, en est a apresurada declaración,
he falseado algún esplendor, alguna at rocidad. Quizá, t am bién, alguna m ist eriosa
m onot onía... Nuest ros hist oriadores, que son los m ás perspicaces del orbe, han invent ado
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Ficciones
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un m ét odo para corregir el azar; es fam a que las operaciones de ese m ét odo son ( en
general) fidedignas; aunque, nat uralm ent e, no se divulgan sin alguna dosis de engaño.
Por lo dem ás, nada t an cont am inado de ficción com o la hist oria de la Com pañía... Un
docum ent o paleográfico, exhum ado en un t em plo, puede ser obra del sort eo de ayer o de
un sort eo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia ent re cada uno de los
ej em plares. Los escribas prest an j uram ent o secret o de om it ir, de int erpolar, de variar.
Tam bién se ej erce la m ent ira indirect a.
La Com pañía, con m odest ia divina, elude t oda publicidad. Sus agent es, com o es nat ural,
son secret os; las órdenes que im part e cont inuam ent e ( quizá incesant em ent e) no difieren
de las que prodigan los im post ores. Adem ás, ¿quién podrá j act arse de ser un m ero
im post or? El ebrio que im provisa un m andat o absurdo, el soñador que se despiert a de
golpe y ahoga con las m anos a la m uj er que duerm e a su lado, ano ej ecut an, acaso, una
secret a decisión de la Com pañía? Ese funcionam ient o silencioso, com parable al de Dios,
provoca t oda suert e de conj et uras. Alguna abom inablem ent e insinúa que hace ya siglos
que no exist e la Com pañía y que el sacro desorden de nuest ras vidas es puram ent e
heredit ario, t radicional; ot ra la j uzga et erna y enseña que perdurará hast a la últ im a
noche, cuando el últ im o dios anonade el m undo. Ot ra declara que la Com pañía es
om nipot ent e, pero que sólo influye en cosas m inúsculas: en el grit o de un páj aro, en los
m at ices de la herrum bre y del polvo, en los ent resueños del alba. Ot ra, por boca de
heresiarcas enm ascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Ot ra, no m enos vil,
razona que es indiferent e afirm ar o negar la realidad de la t enebrosa corporación, porque
Babilonia no es ot ra cosa que un infinit o j uego de azares.
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Examen de la obra de Herbert Quain
Herbert Quain ha m uert o en Roscom m on; he com probado sin asom bro que el
Suplem ent o Lit erario del Times apenas le depara m edia colum na de piedad necrológica,
en la que no hay epít et o laudat orio que no est é corregido ( o seriam ent e am onest ado) por
un adverbio. El Spectator, en su núm ero pert inent e, es sin duda m enos lacónico y t al vez
m ás cordial, pero equipara el prim er libro de Quain - The God of the Labyrinth- a uno de
Mrs. Agat ha Christ ie y ot ros a los de Gert rude St ein: evocaciones que nadie j uzgará
inevit ables y que no hubieran alegrado al difunt o. Est e, por lo dem ás, no se creyó nunca
genial; ni siquiera en las noches peripat ét icas de conversación lit eraria, en las que el
hom bre que ya ha fat igado las prensas j uega invariablem ent e a ser m onsieur Test e o el
doct or Sam uel Johnson... Percibía con t oda lucidez la condición experim ent al de sus
libros: adm irables t al vez por lo novedoso y por ciert a lacónica probidad, pero no por las
virt udes de la pasión. «Soy com o las odas de Cowley», m e escribió desde Longford el 6 de
m arzo de 1939. «No pert enezco al art e, sino a la m era hist oria del art e». No había, para
él, disciplina inferior a la hist oria.
He repet ido una m odest ia de Herbert Quain; nat uralm ent e, esa m odest ia no agot a su
pensam ient o. Flaubert y Henry Jam es nos han acost um brado a suponer que las obras de
art e son infrecuent es y de ej ecución laboriosa; el siglo XVI ( recordem os el Viaje del
Paraíso, recordem os el dest ino de Shakespeare) no com part ía esa desconsolada opinión.
Herbert Quain, t am poco. Le parecía que la buena lit erat ura es hart o com ún y que apenas
hay diálogo callej ero que no la logre. Tam bién le parecía que el hecho est ét ico no puede
prescindir de algún elem ent o de asom bro y que asom brarse de m em oria es difícil.
Deploraba con sonrient e sinceridad «la servil y obst inada, conservación» de libros
pret érit os... I gnoro si su vaga t eoría es j ust ificable; sé que sus libros anhelan dem asiado
el asom bro.
Deploro haber prest ado a una dam a, irreversiblem ent e, el prim ero que publicó. He
declarado que se t rat a de una novela policial: The God of the Labyrinth; puedo agregar
que el edit or la propuso a la vent a en los últ im os días de noviem bre de 1933. En los
prim eros de diciem bre, las agradables y arduas involuciones del Siamese Twin Mystery
at acaron a Londres y a Nueva York; yo prefiero at ribuir a esa coincidencia ruinosa el
fracaso de la novela de nuest ro am igo. Tam bién ( quiero ser del t odo sincero) a su
ej ecución deficient e y a la vana y frígida pom pa de ciert as descripciones del m ar. Al cabo
de siet e años, m e es im posible recuperar los porm enores de la acción; he aquí su plan; t al
com o ahora lo em pobrece ( t al com o ahora lo purifica) m i olvido. Hay un indescifrable
asesinat o en las p iniciales, una lent a discusión en las int erm edias, una solución en las
últ im as. Ya aclarado el enigm a, hay un párrafo largo y ret rospect ivo que cont iene est a
frase: «Todos creyeron que el encuent ro de los dos j ugadores de aj edrez había sido
casual». Esa frase dej a ent ender que la solución es errónea. El lect or, inquiet o, revisa los
capít ulos pert inent es y descubre otra solución, que es la verdadera. El lect or de ese libro
singular es m ás perspicaz que el detective.
Aún m ás het erodoxa es la «novela regresiva, ram ificada» April March, cuya t ercera ( y
única) part e es de 1936. Nadie, al j uzgar esa novela, se niega a descubrir que es un
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Ficciones
Jorge Luis Borges
j uego; es lícit o recordar que el aut or no la consideró nunca ot ra cosa. «Yo reivindico para
esa obra - le oí decir- los rasgos esenciales de t odo j uego: la sim et ría, las leyes arbit rarias,
el t edio.» Hast a el nom bre es un débil calembour: no significa «Marcha de abril» sino
lit eralm ent e «Abril m arzo». Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doct rinas de
Dunne; el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso m undo de Bradley, en que la
m uert e precede al nacim ient o y la cicat riz a la herida y la herida al golpe ( Appearance
and reality , 1897, página 215) . 1 Los m undos que propone April March no son regresivos,
lo es la m anera de hist oriarlos. Regresiva y ram ificada, com o ya dij e. Trece capít ulos
int egran la obra. El prim ero refiere el am biguo diálogo de unos desconocidos en un andén.
El segundo refiere los sucesos de la víspera del prim ero. El t ercero, t am bién ret rógrado,
refiere los sucesos de otra posible víspera del prim ero; el cuart o, los de ot ra. Cada una de
esas t res vísperas ( que rigurosam ent e se excluyen) se ram ifica en ot ras t res vísperas, de
índole m uy diversa. La obra t ot al const a, pues, de nueve novelas; cada novela, de t res
largos capít ulos. ( El prim ero es com ún a t odas ellas, nat uralm ent e.) De esas novelas, una
es de caráct er sim bólico; ot ra, sobrenat ural; ot ra, policial; ot ra, psicológica; ot ra,
com unist a; ot ra, ant icom unist a, et cét era. Quizá un esquem a ayude a com prender la
est ruct ura.
z
y1
y2
y3
x1
x2
x 3
x4
x5
x 6
x7
x8
x 9
De est a est ruct ura cabe repet ir lo que declaró Schopenhauer de las doce cat egorías
kant ianas: t odo lo sacrifica a un furor sim ét rico. Previsiblem ent e, alguno de los nueve
relat os es indigno de Quain; el m ej or no es el que originariam ent e ideó, el x 4; es el de
nat uraleza fant ást ica, el x 9. Ot ros est án afect ados por brom as lánguidas y por
pseudoprecisiones inút iles. Quienes los leen en orden cronológico ( verbigracia: x 3, y 1,
z) pierden el sabor peculiar del ext raño libro. Dos relat os - el x 7, el x 8- carecen de valor
individual; la yuxt aposición les prest a eficacia... No sé si debo recordar que ya publicado
1
Ay de la erudición de Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un int erlocut or del Político, de Plat ón, ya
había descrit o una regresión parecida: la de los Hij os de la Tierra o Aut óct onos que, som et idos al influj o de una rot ación
inversa del cosm os, pasaron de la vej ez a la m adurez, de la m adurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la nada
Tam bién Teopom po, en su Filípica, habla de ciert as frut as boreales que originan en quien las com e, el m ism o proceso
r et r ógr ado... Más int er esant e es im aginar una inver sión del Tiem po: un est ado en el que r ecor dár am os el por venir e
ignoráram os, o apenas presint iéram os, el pasado. Cf. el cant o décim o del I nfierno, versos 97- 102, donde se com par an la
visión profét ica y la presbicia.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
April March, Quain se arrepint ió del orden t ernario y predij o que los hom bres que lo
im it aran opt arían por el binario
x1
y1
x 2
z
x3
y2
x 4
y los dem iurgos y los dioses por el infinit o: infinit as hist orias, infinit am ent e ram ificadas.
Muy diversa, pero ret rospect iva t am bién, es la com edia heroica en dos act os The Secret
Mirror En las obras ya reseñadas, la com plej idad form al había ent orpecido la im aginación
del aut or; aquí, su evolución es m ás libre. El prim er act o ( el m ás ext enso) ocurre en la
casa de cam po del general Thrale, C.I .E., cerca de Melt on Mowbray. El invisible cent ro de
la t ram a es m iss Ulrica Thrale, la hij a m ayor del general. A t ravés de algún diálogo la
ent revem os, am azona y alt iva; sospecham os que no suele visit ar la lit erat ura; los
periódicos anuncian su com prom iso con el duque de Rut land; los periódicos desm ient en el
com prom iso. La venera un aut or dram át ico, Wilfred Quarles; ella le ha deparado alguna
vez un dist raído beso. Los personaj es son de vast a fort una y de ant igua sangre; los
afect os, nobles aunque vehem ent es; el diálogo parece vacilar ent re la m era vanilocuencia
de Bulwer- Lyt t on y los epigram as de Wilde o de Mr. Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una
noche; hay un duelo secret o en una t erraza. ( Casi del t odo im percept ibles, hay alguna
curiosa cont radicción, hay porm enores sórdidos.) Los personaj es del prim er act o
reaparecen en el segundo - con ot ros nom bres- . El «aut or dram át ico» Wilfred Quarles es
un com isionist a de Liverpool; su verdadero nom bre, John William Quigley. Miss Thrale
exist e; Quigley nunca la ha vist o, pero m orbosam ent e colecciona ret rat os suyos del Tatler
o del Sketch. Quigley es aut or del prim er act o. La inverosím il o im probable «casa de
cam po» es la pensión j udeo- irlandesa en que vive, t rasfigurada y m agnificada por él... La
t ram a de los act os es paralela, pero en el segundo t odo es ligeram ent e horrible, t odo se
post erga o se frust ra. Cuando The secret m irror se est renó, la crít ica pronunció los
nom bres de Freud y de Julian Green. La m ención del prim ero m e parece del t odo
inj ust ificada.
La fam a divulgó que The Secret Mirror era una com edia freudiana; esa int erpret ación
propicia ( y falaz) det erm inó su éxit o. Desgraciadam ent e, ya Quain había cum plido los
cuarent a años; est aba aclim at ado en el fracaso y no se resignaba con dulzura a un cam bio
de régim en. Resolvió desquit arse. A fines de 1939 publicó Statements : acaso el m ás
original de sus libros, sin duda el m enos alabado y el m ás secret o. Quain solía argum ent ar
que los lect ores eran una especie ya ext int a. «No hay europeo - razonaba- que no sea un
escrit or, en pot encia o en act o.» Afirm aba t am bién que de las diversas felicidades que
puede m inist rar la lit erat ura, la m ás alt a era la invención. Ya que no t odos son capaces de
esa felicidad, m uchos habrán de cont ent arse con sim ulacros. Para esos «im perfect os
escrit ores», cuyo nom bre es legión, Quain redact ó los ocho relat os del libro Statements .
Cada uno de ellos prefigura o prom et e un buen argum ent o, volunt ariam ent e frust rado por
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Ficciones
Jorge Luis Borges
el aut or. Alguno - no el m ej or- insinúa dos argum ent os. El lect or, dist raído por la vanidad,
cree haberlos invent ado. Del t ercero, The Rose of Yesterday , yo com et í la ingenuidad de
ext raer Las ruinas circulares , que es una de las narraciones del libro El jardín de
senderos que se bifurcan.
1941
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Ficciones
Jorge Luis Borges
La Biblioteca de Babel
By this art you may contemplate the
variation of the 23 letters...
The Anatomy of Melancholy, part . 2,
sect . I I , m em . I V
El universo ( que ot ros llam an la Bibliot eca) se com pone de un núm ero indefinido, y t al
vez infinit o, de galerías hexagonales, con vast os pozos de vent ilación en el m edio,
cercados por barandas baj ísim as. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y
superiores: int erm inablem ent e. La dist ribución de las galerías es invariable. Veint e
anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren t odos los lados m enos dos; su
alt ura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliot ecario norm al. Una de las
caras libres da a un angost o zaguán, que desem boca en ot ra galería, idént ica a la prim era
y a t odas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinet es m inúsculos. Uno perm it e
dorm ir de pie; ot ro, sat isfacer las necesidades fecales. Por ahí pasa la escalera espiral,
que se abism a y se eleva hacia lo rem ot o. En el zaguán hay un espej o, que fielm ent e
duplica las apariencias. Los hom bres suelen inferir de ese espej o que la Bibliot eca no es
infinit a ( si lo fuera realm ent e t a qué esa duplicación ilusoria?) ; yo prefiero soñar que las
superficies bruñidas figuran y prom et en el infinit o... La luz procede de unas frut as
esféricas que llevan el nom bre de lám paras. Hay dos en cada hexágono: t ransversales. La
luz que em it en es insuficient e, incesant e.
Com o t odos los hom bres de la Bibliot eca, he viaj ado en m i j uvent ud; he peregrinado en
busca de un libro, acaso del cat álogo de cat álogos; ahora que m is oj os casi no pueden
descifrar lo que escribo, m e preparo a m orir a unas pocas leguas del hexágono en que
nací. Muert o, no falt arán m anos piadosas que m e t iren por la baranda; m i sepult ura será
el aire insondable: m i cuerpo se hundirá largam ent e y se corrom perá y disolverá en el
vient o engendrado por la caída, que es infinit a. Yo afirm o que la Bibliot eca es
int erm inable. Los idealist as arguyen que las salas hexagonales son una form a necesaria
del espacio absolut o o, por lo m enos, de nuest ra int uición del espacio. Razonan que es
inconcebible una sala t riangular o pent agonal. ( Los m íst icos pret enden que el éxt asis les
revela una cám ara circular con un gran libro circular de lom o cont inuo, que da t oda la
vuelt a de las paredes; pero su t est im onio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro
cíclico es Dios.) Bást em e, por ahora, repet ir el dict am en clásico: «La Bibliot eca es una
esfera cuyo cent ro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible».
A cada uno de los m uros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada
anaquel encierra t reint a y dos libros de form at o uniform e; cada libro es de cuat rocient as
diez páginas; cada página, de cuarent a renglones, cada renglón, de unas ochent a let ras
de color negro. Tam bién hay let ras en el dorso de cada libro; esas let ras no indican o
prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció
m ist eriosa. Ant es de resum ir la solución ( cuyo descubrim ient o, a pesar de sus t rágicas
proyecciones, es quizá el hecho capit al de la hist oria) quiero rem em orar algunos axiom as.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
El prim ero: La Bibliot eca exist e ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inm ediat o es
la et ernidad fut ura del m undo, ninguna m ent e razonable puede dudar. El hom bre, el
im perfect o bibliot ecario, puede ser obra del azar o de los dem iurgos m alévolos; el
universo, con su elegant e dot ación de anaqueles, de t om os enigm át icos, de infat igables
escaleras para el viaj ero y de let rinas para el bibliot ecario sent ado, sólo puede ser obra de
un dios. Para percibir la dist ancia que hay ent re lo divino y lo hum ano, bast a com parar
est os rudos sím bolos t rém ulos que m i falible m ano garabat ea en la t apa de un libro, con
las let ras orgánicas del int erior: punt uales, delicadas, negrísim as, inim it ablem ent e
sim ét ricas.
El segundo: «El núm ero de sím bolos ort ográficos es veint icinco». 1 Esa com probación
perm it ió, hace t rescient os años, form ular una t eoría general de la Bibliot eca y resolver
sat isfact oriam ent e el problem a que ninguna conj et ura había descifrado: la nat uraleza
inform e y caót ica de casi t odos los libros. Uno, que m i padre vio en un hexágono del
circuit o quince novent a y cuat ro, const aba de las let ras MCV perversam ent e repet idas
desde el renglón prim ero hast a el últ im o. Ot ro ( m uy consult ado en est a zona) es un m ero
laberint o de let ras, pero la página penúlt im a dice «Oh t iem po t us pirám ides». Ya se sabe:
por una línea razonable o una rect a not icia hay leguas de insensat as cacofonías, de
fárragos verbales y de incoherencias. ( Yo sé de una región cerril cuyos bibliot ecarios
repudian la superst iciosa y vana cost um bre de buscar sent ido en los libros y la equiparan
a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caót icas de la m ano... Adm it en que los
invent ores de la escrit ura im it aron los veint icinco sím bolos nat urales, pero sost ienen que
esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dict am en, ya verem os,
no es del t odo falaz.)
Durant e m ucho t iem po se creyó que esos libros im penet rables correspondían a lenguas
pret érit as o rem ot as. Es verdad que los hom bres m ás ant iguos, los prim eros
bibliot ecarios, usaban un lenguaj e asaz diferent e del que hablam os ahora; es verdad que
unas m illas a la derecha la lengua es dialect al y que novent a pisos m ás arriba, es
incom prensible. Todo eso, lo repit o, es verdad, pero cuat rocient as diez páginas de
inalt erable MCV no pueden corresponder a ningún idiom a, por dialect al o rudim ent ario que
sea. Algunos insinuaron que cada let ra podía influir en la subsiguient e y que el valor de
MCV en la t ercera línea de la página 71 no era el que puede t ener la m ism a serie en ot ra
posición de ot ra página, pero esa vaga t esis no prosperó. Ot ros pensaron en cript ografías;
universalm ent e esa conj et ura ha sido acept ada, aunque no en el sent ido en que la
form ularon sus invent ores.
Hace quinient os años, el j efe de un hexágono superior 2 dio con un libro t an confuso
com o los ot ros, pero que t enía casi dos hoj as de líneas hom ogéneas. Most ró su hallazgo a
un descifrador am bulant e, que le dij o que est aban redact adas en port ugués; ot ros le
dij eron que en yiddish. Ant es de un siglo pudo est ablecerse el idiom a: un dialect o
sam oyedo- lit uano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. Tam bién se descifró el
cont enido: nociones de análisis com binat orio, ilust radas por ej em plos de variaciones con
repet ición ilim it ada. Esos ej em plos perm it ieron que un bibliot ecario de genio descubriera
la ley fundam ent al de la Bibliot eca. Est e pensador observó que t odos los libros, por
diversos que sean, const an de elem ent os iguales: el espacio, el punt o, la com a, las
1
El m anuscrit o original no cont iene guarism os o m ayúsculas. La punt uación ha sido lim it ada a la com a y al punt o. Esos dos
signos, el espacio y las veint idós let r as del alfabet o son los veint icinco sím bolos suficient es que enum era el desconocido.
( Nota del Editor.)
2
Ant es, por cada t r es hexágonos había un hom br e. El suicidio y las enfer m edades pulm onar es han dest r uido esa
proporción. Mem oria de indecible m elancolía: a veces he viaj ado m uchas noches por corredores y escaleras pulidas sin
hallar un solo bibliot ecar io.
39
Ficciones
Jorge Luis Borges
veint idós let ras del alfabet o. Tam bién alegó un hecho que t odos los viaj eros han
confirm ado: «No hay, en la vast a Bibliot eca, dos libros idént icos». De esas prem isas
incont rovert ibles deduj o que la Bibliot eca es t ot al y que sus anaqueles regist ran t odas las
posibles com binaciones de los veint it ant os sím bolos ort ográficos ( núm ero, aunque
vast ísim o, no infinit o) o sea t odo lo que es dable expresar: en t odos los idiom as. Todo: la
hist oria m inuciosa del porvenir, las aut obiografías de los arcángeles, el cat álogo fiel de la
Bibliot eca, m iles y m iles de cat álogos falsos, la dem ost ración de la falacia de esos
cat álogos, la dem ost ración de la falacia del cat álogo verdadero, el evangelio gnóst ico de
Basílides, el com ent ario de ese evangelio, el com ent ario del com ent ario de ese evangelio,
la relación verídica de t u m uert e, la versión de cada libro a t odas las lenguas, las
int erpolaciones de cada libro en t odos los libros.
Cuando se proclam ó que la Bibliot eca abarcaba t odos los libros, la prim era im presión
fue de ext ravagant e felicidad. Todos los hom bres se sint ieron señores de un t esoro int act o
y secret o. No había problem a personal o m undial cuya elocuent e solución no exist iera: en
algún hexágono. El universo est aba j ust ificado, el universo bruscam ent e usurpó las
dim ensiones ilim it adas de la esperanza. En aquel t iem po se habló m ucho de las
Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siem pre vindicaban los act os de
cada hom bre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono nat al y se lanzaron escaleras arriba, urgidos
por el vano propósit o de encont rar su Vindicación. Esos peregrinos disput aban en los
corredores est rechos, proferían oscuras m aldiciones, se est rangulaban en las escaleras
divinas, arroj aban los libros engañosos al fondo de los t úneles, m orían despeñados por los
hom bres de regiones rem ot as. Ot ros se enloquecieron... Las Vindicaciones exist en ( yo he
vist o dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no im aginarias) pero
los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hom bre encuent re la suya, o
alguna pérfida variación de la suya, es com put able en cero.
Tam bién se esperó ent onces la aclaración de los m ist erios básicos de la hum anidad: el
origen de la Bibliot eca y del t iem po. Es verosím il que esos graves m ist erios puedan
explicarse en palabras: si no bast a el lenguaj e de los filósofos, la m ult iform e Bibliot eca
habrá producido el idiom a inaudit o que se requiere y los vocabularios y gram át icas de ese
idiom a. Hace ya cuat ro siglos que los hom bres fat igan los hexágonos... Hay buscadores
oficiales, inquisidores. Yo los he vist o en el desem peño de su función: llegan siem pre
rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los m at ó; hablan de galerías y de
escaleras con el bibliot ecario; alguna vez, t om an el libro m ás cercano y lo hoj ean, en
busca de palabras infam es. Visiblem ent e, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, com o es nat ural, una depresión excesiva. La
cert idum bre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que
esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi int olerable. Una sect a blasfem a
sugirió que cesaran las buscas y que t odos los hom bres baraj aran let ras y sím bolos, hast a
const ruir, m ediant e un im probable don del azar, esos libros canónicos. Las aut oridades se
vieron obligadas a prom ulgar órdenes severas. La sect a desapareció, pero en m i niñez he
vist o hom bres viej os que largam ent e se ocult aban en las let rinas, con unos discos de
m et al en un cubilet e prohibido, y débilm ent e rem edaban el divino desorden.
Ot ros, inversam ent e, creyeron que lo prim ordial era elim inar las obras inút iles.
I nvadían los hexágonos, exhibían credenciales no siem pre falsas, hoj eaban con fast idio un
volum en y condenaban anaqueles ent eros: a su furor higiénico, ascét ico, se debe la
insensat a perdición de m illones de libros. Su nom bre es execrado, pero quienes deploran
los «t esoros» que su frenesí dest ruyó, negligen dos hechos not orios. Uno: la Bibliot eca es
t an enorm e que t oda reducción de origen hum ano result a infinit esim al. Ot ro: cada
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Ficciones
Jorge Luis Borges
ej em plar único, irreem plazable, pero ( com o la Bibliot eca es t ot al) hay siem pre varios
cent enares de m iles de facsím iles im perfect os: de obras que no difieren sino por una let ra
o por una com a. Cont ra la opinión general, m e at revo a suponer que las consecuencias de
las depredaciones com et idas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que
esos fanát icos provocaron. Los urgía el delirio de conquist ar los libros del Hexágono
Carm esí: libros de form at o m enor que los nat urales; om nipot ent es, ilust rados y m ágicos.
Tam bién sabem os de ot ra superst ición de aquel t iem po: la del Hom bre del Libro. En
algún anaquel de algún hexágono ( razonaron los hom bres) debe exist ir un libro que sea la
cifra y el com pendio perfect o de todos los demás : algún bibliot ecario lo ha recorrido y es
análogo a un dios. En el lenguaj e de est a zona persist en aún vest igios del cult o de ese
funcionario rem ot o. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durant e un siglo fat igaron en
vano los m ás diversos rum bos. ¿Cóm o localizar el venerado hexágono secret o que lo
hospedaba? Alguien propuso un m ét odo regresivo: Para localizar el libro A, consult ar
previam ent e un libro B que indique el sit io de A; para localizar el libro B, consult ar
previam ent e un libro C, y así hast a lo infinit o... En avent uras de ésas, he prodigado y
consum ado m is años. No m e parece inverosím il que en algún anaquel del universo haya
un libro t ot al; 1 ruego a los dioses ignorados que un hom bre - ¡uno solo, aunque sea, hace
m iles de años! - lo haya exam inado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son
para m í, que sean para ot ros. Que el cielo exist a, aunque m i lugar sea el infierno. Que yo
sea ult raj ado y aniquilado, pero que en un inst ant e, en un ser, Tu enorm e bibliot eca se
j ust ifique.
Afirm an los im píos que el disparat e es norm al en la Bibliot eca y que lo razonable ( y aun
la hum ilde y pura coherencia) es una casi m ilagrosa excepción. Hablan ( lo sé) de «la
Bibliot eca febril, cuyos azarosos volúm enes corren el incesant e albur de cam biarse en
ot ros y que t odo lo afirm an, lo niegan y lo confunden com o una divinidad que delira».
Esas palabras, que no sólo denuncian el desorden sino que lo ej em plifican t am bién,
not oriam ent e prueban su gust o pésim o y su desesperada ignorancia. En efect o, la
Bibliot eca incluye t odas las est ruct uras verbales, t odas las variaciones que perm it en los
veint icinco sím bolos ort ográficos, pero no un solo disparat e absolut o. I nút il observar que
el m ej or volum en de los m uchos hexágonos que adm inist ro se t it ula Trueno peinado, y
ot ro El calambre de yeso y ot ro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a prim era vist a
incoherent es, sin duda son capaces de una j ust ificación cript ográfica o alegórica; esa
j ust ificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Bibliot eca. No puedo com binar unos
caract eres
dhcmrlchtdj
que la divina Bibliot eca no haya previst o y que en alguna de sus lenguas secret as no
encierren un t errible sent ido. Nadie puede art icular una sílaba que no est é llena de
t ernuras y de t em ores; que no sea en alguno de esos lenguaj es el nom bre poderoso de un
dios. Hablar es incurrir en t aut ologías. Est a epíst ola inút il y palabrera ya exist e en uno de
los t reint a volúm enes de los cinco anaqueles de uno de los incont ables hexágonos - y
t am bién su refut ación. ( Un núm ero n de lenguaj es posibles usa el m ism o vocabulario; en
algunos, el sím bolo biblioteca adm it e la correct a definición «ubicuo y perdurable sist em a
1
Lo repit o: bast a que un libro sea posible para que exist a. Sólo est á excluido lo im posible. Por ej em plo: ningún libro es
t am bién una escaler a, aunque sin duda hay libr os que discut en y niegan y dem uest r an esa posibilidad y ot r os cuya
est r uct ura corresponde a la de una escalera.
41
Ficciones
Jorge Luis Borges
de galerías hexagonales», pero biblioteca es «pan» o «pirám ide» o cualquier ot ra cosa, y
las siet e palabras que la definen t ienen ot ro valor. Tú, que m e lees, ¿est ás seguro de
ent ender m i lenguaj e?)
La escrit ura m et ódica m e dist rae de la present e condición de los hom bres. La
cert idum bre de que t odo est á escrit o nos anula o nos afant asm a. Yo conozco dist rit os en
que los j óvenes se prost ernan ant e los libros y besan con barbarie las páginas, pero no
saben descifrar una sola let ra. Las epidem ias, las discordias herét icas, las peregrinaciones
que inevit ablem ent e degeneran en bandolerism o, han diezm ado la población. Creo haber
m encionado los suicidios, cada año m ás frecuent es. Quizá m e engañen la vej ez y el
t em or, pero sospecho que la especie hum ana - la única- est á por ext inguirse y que la
Bibliot eca perdurará: ilum inada, solit aria, infinit a, perfect am ent e inm óvil, arm ada de
volúm enes preciosos, inút il, incorrupt ible, secret a.
Acabo de escribir infinita. No he int erpolado ese adj et ivo por una cost um bre ret órica;
digo que no es ilógico pensar que el m undo es infinit o. Quienes lo j uzgan lim it ado,
post ulan que en lugares rem ot os los corredores y escaleras y hexágonos pueden
inconcebiblem ent e cesar - lo cual es absurdo- . Quienes lo im aginan sin lím it es, olvidan que
los t iene el núm ero posible de libros. Yo m e at revo a insinuar est a solución del ant iguo
problem a: La Bibliot eca es ilimitada y periódica. Si un et erno viaj ero la at ravesara en
cualquier dirección, com probaría al cabo de los siglos que los m ism os volúm enes se
repit en en el m ism o desorden ( que, repet ido, sería un orden: el Orden) . Mi soledad se
alegra con esa elegant e esperanza. 1
1941, Mar del Plata
1
Let izia Álvarez de Toledo ha observado que la vast a Bibliot eca es inút il; en rigor, bast aría un solo volumen,
de form at o com ún, im preso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que const ara de un núm ero infinit o de hoj as
infinit am ent e delgadas. ( Cavalieri a principios del siglo XVI I , dij o que t odo cuerpo sólido es la superposición de
un núm ero infinit o de planos.) El m anej o de ese vademecum sedoso no sería cóm odo: cada hoj a aparent e se
desdoblaría en ot ras análogas; la inconcebible hoj a cent ral no t endría revés.
42
Ficciones
Jorge Luis Borges
El jardín de los senderos que se bifurcan
A Victoria Ocampo
En la página 22 de la Historia de la Guerra Europea, de Liddell Hart , se lee que una
ofensiva de t rece divisiones brit ánicas ( apoyadas por m il cuat rocient as piezas de art illería)
cont ra la línea SerreMont auban había sido planeada para el veint icuat ro de j ulio de 1916 y
debió post ergarse hast a la m añana del día veint inueve. Las lluvias t orrenciales ( anot a el
capit án Liddell Hart ) provocaron esa dem ora - nada significat iva, por ciert o- . La siguient e
declaración, dict ada, releída y firm ada por el doct or Yu Tsun, ant iguo cat edrát ico de inglés
en la Hochschule de Tsingt ao, arroj a una insospechada luz sobre el caso. Falt an las dos
páginas iniciales.
«... y colgué el t ubo. I nm ediat am ent e después, reconocí la voz que había cont est ado en
alem án. Era la del capit án Richard Madden. Madden, en el depart am ent o de Vikt or
Runeberg, quería decir el fin de nuest ros afanes y - pero eso parecía m uy secundario, o
debía parecérmelo- t am bién de nuest ras vidas. Quería decir que Runeberg había sido
arrest ado o asesinado. 1 Ant es que declinara el sol de ese día, yo correría la m ism a suert e.
Madden era im placable. Mej or dicho, est aba obligado a ser im placable. I rlandés a las
órdenes de I nglat erra, hom bre acusado de t ibieza y t al vez de t raición ¿cóm o no iba a
abrazar y agradecer est e m ilagroso favor: el descubrim ient o, la capt ura, quizá la, m uert e,
de dos agent es del I m perio alem án? Subí a m i cuart o; absurdam ent e cerré la puert a con
llave y m e t iré de espaldas en la est recha cam a de hierro. En la vent ana est aban los
t ej ados de siem pre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin
prem oniciones ni sím bolos fuera el de m i m uert e im placable. A pesar de m i padre m uert o,
a pesar de haber sido un niño en un sim ét rico j ardín de Ha¡ Feng ¿yo, ahora, iba a m orir?
Después reflexioné que t odas las cosas le suceden a uno precisam ent e, precisam ent e
ahora. Siglos de siglos y sólo en el present e ocurren los hechos; innum erables hom bres
en el aire, en la t ierra y el m ar, y t odo lo que realm ent e pasa m e pasa a m í... El casi
int olerable recuerdo del rost ro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En m it ad
de m i odio y de m i t error ( ahora no m e im port a hablar de t error: ahora que he burlado a
Richard Madden, ahora que m i gargant a anhela la cuerda) Pênsé que ese guerrero
t um ult uoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secret o. El nom bre del preciso
lugar del nuevo parque de art illería brit ánico sobre el Ancre. Un páj aro rayó el cielo gris y
ciegam ent e lo t raduj e en un aeroplano y a ese aeroplano en m uchos ( en el cielo francés)
aniquilando el parque de art illería con bom bas vert icales. Si m i boca, ant es que la
deshiciera un balazo, pudiera grit ar ese nom bre de m odo que lo oyeran en Alem ania... Mi
voz hum ana era m uy pobre. ¿Cóm o hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel
hom bre enferm o y odioso, que no sabía de Runeberg y de m í sino que est ábam os en
1
Hipót esis odiosa y est r afalar ia. El espía pr usiano Hans Rabener alias Vikt or Runeber g agr edió con una pist ola aut om át ica
al port ador de la orden de arrest o, capit án Richar d Madden. Ést e, en defensa propia, le causó heridas que det erm inar on su
m uer t e. ( Nota del Editor.)
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Ficciones
Jorge Luis Borges
St affordshire y que en vano esperaba not icias nuest ras en su árida oficina de Berlín,
exam inando infinit am ent e periódicos... Dij e en voz alt a: «Debo huir». Me incorporé sin
ruido, en una inút il perfección de silencio, com o si Madden ya est uviera acechándom e.
Algo - t al vez la m era ost ent ación de probar que m is recursos eran nulos- m e hizo revisar
m is bolsillos. Encont ré lo que sabía que iba a encont rar: el reloj nort eam ericano, la
cadena de níquel y la m oneda cuadrangular, el llavero con las com prom et edoras llaves
inút iles del depart am ent o de Runeberg, la libret a, una cart a que resolví dest ruir
inm ediat am ent e ( y que no dest ruí) , una corona, dos chelines y unos Pêniques, el lápiz
roj o- azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdam ent e lo em puñé y sopesé para
darm e valor. Vagam ent e Pênsé que un pist olet azo puede oírse m uy lej os. En diez m inut os
m i plan est aba m aduro. La guía t elefónica m e dio el nom bre de la única persona capaz de
t ransm it ir la not icia: vivía en un suburbio de Fent on, a m enos de m edia hora de t ren.
»Soy un hom bre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a t érm ino un plan que
nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue t errible su ej ecución. No lo hice por
Alem ania, no. Nada m e im port a un país bárbaro, que m e ha obligado a la abyección de
ser un espía. Adem ás, yo sé de un hom bre de I nglat erra - un hom bre m odest o- que para
m í no es m enos que Goet he. Arriba de una hora no hablé con él, pero durant e una hora
fue Goet he... Lo hice, porque yo sent ía que el j efe t em ía un poco a los de m i raza - a los
innum erables ant epasados que confluyen en m í- . Yo quería probarle que un am arillo podía
salvar a sus ej ércit os. Adem ás, yo debía huir del capit án. Sus m anos y su voz podían
golpear en cualquier m om ent o a m i puert a. Me vest í sin ruido, m e dij e adiós en el espej o,
baj é, escudriñé la calle t ranquila y salí. La est ación no dist aba m ucho de casa, pero
j uzgué preferible t om ar un coche. Argüí que así corría m enos peligro de ser reconocido; el
hecho es que en la calle desiert a m e sent ía visible y vulnerable, infinit am ent e. Recuerdo
que le dij e al cochero que se det uviera un poco ant es de la ent rada cent ral. Baj é con
lent it ud volunt aria y casi Pênosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaj e para
una est ación m ás lej ana. El t ren salía dent ro de m uy pocos m inut os, a las ocho y
cincuent a. Me apresuré; el próxim o saldría a las nueve y m edia. No había casi nadie en el
andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlut ada, un j oven que leía con
fervor los Anales de Tácit o, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un
hom bre que reconocí corrió en vano hast a el lím it e del andén. Era el capit án Richard
Madden. Aniquilado, t rém ulo, m e encogí en la ot ra punt a del sillón, lej os del t em ido
crist al.
»De est a aniquilación pasé a una felicidad casi abyect a. Me dij e que ya est aba
em peñado m i duelo y que yo había ganado el prim er asalt o, al burlar, siquiera por
cuarent a m inut os, siquiera por un favor del azar, el at aque de m i adversario. Argüí que
esa vict oria m ínim a prefiguraba la vict oria t ot al. Argüí que no era m ínim a, ya que sin esa
diferencia preciosa que el horario de t renes m e deparaba, yo est aría en la cárcel, o
m uert o. Argüí ( no m enos sofíst icam ent e) que m i felicidad cobarde probaba que yo era
hom bre capaz de llevar a buen t érm ino la avent ura. De esa debilidad saqué fuerzas que
no m e abandonaron. Preveo que el hom bre se resignará cada día a em presas m ás
at roces; pront o no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy est e consej o: " El ej ecut or
de una em presa at roz debe im aginar que ya la ha cum plido, debe im ponerse un porvenir
que sea irrevocable com o el pasado" . Así procedí yo, m ient ras m is oj os de hom bre ya
m uert o regist raban la fluencia de aquel día que era t al vez el últ im o, y la difusión de la
noche. El t ren corría con dulzura, ent re fresnos. Se det uvo, casi en m edio del cam po.
Nadie grit ó el nom bre de la est ación. " ¿Ashgrove?" , les pregunt é a unos chicos en el
andén. " Ashgrove" , cont est aron. Baj é. »Una lám para ilust raba el andén, pero las caras de
los niños quedaban en la zona de som bra. Uno m e int errogó: " ¿Ust ed va a. casa del
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Ficciones
Jorge Luis Borges
doct or St ephen Albert ?" Sin aguardar cont est ación, ot ro dij o: " La casa queda lej os de
aquí, pero ust ed no se perderá si t om a ese cam ino a la izquierda y en cada encrucij ada
del cam ino dobla a la izquierda. Les arroj é una m oneda ( la últ im a) , baj é unos escalones
de piedra y ent ré en el solit ario cam ino. Ést e, lent am ent e, baj aba. Era de t ierra elem ent al,
arriba se confundían las ram as, la luna baj a y circular parecía acom pañarm e.
»Por un inst ant e, Pênsé que Richard Madden había Pênet rado de algún m odo m i
desesperado propósit o. Muy pront o com prendí que eso era im posible. El consej o de
siem pre doblar a la izquierda m e recordó que t al era el procedim ient o com ún para
descubrir el pat io cent ral de ciert os laberint os. Algo ent iendo de laberint os; no en vano
soy bisniet o de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder
t em poral para escribir una novela que fuera t odavía m ás populosa que el Hung Lu Meng y
para edificar un laberint o en el que se perdieran t odos los hom bres. Trece años dedicó a
esas het erogéneas fat igas, pero la m ano de un forast ero lo asesinó y su novela era
insensat a y nadie encont ró el laberint o. Baj o los árboles ingleses m edit é en ese laberint o
perdido: lo im aginé inviolado y perfect o en la cum bre secret a de una m ont aña, lo im aginé
borrado por arrozales o debaj o del agua, lo im aginé infinit o, no ya de quioscos ochavados
y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pênsé en un laberint o de
laberint os, en un sinuoso laberint o crecient e que abarcara el pasado y el porvenir y que
im plicara de algún m odo los ast ros. Absort o en esas ilusorias im ágenes, olvidé m i dest ino
de perseguido. Me sent í, por un t iem po indet erm inado, percibidor abst ract o del m undo. El
vago y vivo cam po, la luna, los rest os de la t arde, obraron en m í; asim ism o el declive que
elim inaba cualquier posibilidad de cansancio. La t arde era ínt im a, infinit a. El cam ino
baj aba y se bifurcaba, ent re las ya confusas praderas. Una m úsica aguda y com o silábica
se aproxim aba y se alej aba en el vaivén del vient o, em pañada de hoj as y de dist ancia.
Pênsé que un hom bre puede ser enem igo de ot ros hom bres, de ot ros m om ent os de ot ros
hom bres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, j ardines, cursos de agua,
ponient es. Llegué, así, a un alt o port ón herrum brado. Ent re las rej as descifré una alam eda
y una especie de pabellón. Com prendí, de pront o, dos cosas, la prim era t rivial, la segunda
casi increíble: la m úsica venía del pabellón, la m úsica era china. Por eso, yo la había
acept ado con plenit ud, sin prest arle at ención. No recuerdo si había una cam pana o un
t im bre o si llam é golpeando las m anos. El chisporrot eo de la m úsica prosiguió.
»Pero del fondo de la ínt im a casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a rat os
anulaban los t roncos, un farol de papel, que t enía la form a de los t am bores y el color de la
luna. Lo t raía un hom bre alt o. No vi su rost ro, porque m e cegaba la luz. Abrió el port ón y
dij o lent am ent e en m i idiom a:
»- Veo que el piadoso Hsi Pêng se em peña en corregir m i soledad. ¿Ust ed sin duda
querrá ver el j ardín?
Reconocí el nom bre de uno de nuest ros cónsules y repet í desconcert ado:
»- ¿El j ardín?
»- El j ardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agit ó en m i recuerdo y pronuncié con incom prensible seguridad:
»- El j ardín de m i ant epasado Ts'ui Pén.
»- ¿Su ant epasado? ¿Su ilust re ant epasado? Adelant e.
»El húm edo sendero zigzagueaba com o los de m i infancia. Llegam os a una bibliot eca de
libros orient ales y occident ales. Reconocí, encuadernados en seda am arilla, algunos t om os
m anuscrit os de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Em perador de la Dinast ía
Lum inosa y que no se dio nunca a la im prent a. El disco del gram ófono giraba j unt o a un
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Ficciones
Jorge Luis Borges
fénix de bronce. Recuerdo t am bién un j arrón de la fam ilia rosa y ot ro, ant erior de m uchos
siglos, de ese color azul que nuest ros art ífices copiaron de los alfareros de Persia...
» St ephen Albert m e observaba, sonrient e. Era ( ya lo dij e) m uy alt o, de rasgos
afilados, de oj os grises y barba gris. Algo de sacerdot e había en él y t am bién de m arino;
después m e refirió que había sido m isionero en Tient sin " ant es de aspirar a sinólogo" .
»Nos sent am os; yo en un largo y baj o diván; él de espaldas a la vent ana y a un alt o
reloj circular. Com put é que ant es de una hora no llegaría m i perseguidor, Richard
Madden. Mi det erm inación irrevocable podía esperar.
»- Asom broso dest ino el de Ts'ui Pên - dij o St ephen Albert - . Gobernador de su provincia
nat al, doct o en ast ronom ía, en ast rología y en la int erpret ación infat igable de los libros
canónicos, aj edrecist a, fam oso poet a y calígrafo: t odo lo abandonó para com poner un
libro y un laberint o. Renunció a los placeres de la opresión, de la j ust icia, del num eroso
lecho, de los banquet es y aun de la erudición, y se enclaust ró durant e t rece años en el
Pabellón de la Lím pida Soledad. A su m uert e, los herederos no encont raron sino
m anuscrit os caót icos. La fam ilia, com o ust ed acaso no ignora, quiso adj udicarlos al fuego;
pero su albacea ( un m onj e t aoíst a o budist a) insist ió en la publicación.
»- Los de la sangre de Ts'ui Pên - repliqué- seguim os execrando a ese m onj e. Esa
publicación fue insensat a. El libro es un acervo indeciso de borradores cont radict orios. Lo
he exam inado alguna vez: en el t ercer capít ulo m uere el héroe, en el cuart o est á vivo. En
cuant o a la ot ra em presa de Ts'ui Pên, a su Laberint o...
»- Aquí est á el Laberint o - dij o indicándom e un alt o escrit orio laqueado.
»- ¡Un laberint o de m arfil! - exclam é- . Un laberint o m ínim o...
»- Un laberint o de sím bolos - corrigió- . Un invisible laberint o de t iem po. A m í, bárbaro
inglés, m e ha sido deparado revelar ese m ist erio diáfano. Al cabo de m ás de cien años, los
porm enores son irrecuperables, pero no es difícil conj et urar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría
una vez: " Me ret iro a escribir un libro" . Y ot ra: " Me ret iro a const ruir un laberint o" . Todos
im aginaron dos obras; nadie Pensó que libro y laberint o eran un solo obj et o. El Pabellón
de la Lím pida Soledad se erguía en el cent ro de un j ardín t al vez int rincado; el hecho
puede haber sugerido a los hom bres un laberint o físico. Ts’ui Pênm urió; nadie, en las
dilat adas t ierras que fueron suyas, dio con el laberint o; la confusión de la novela m e
sugirió que ése era el laberint o. Dos circunst ancias m e dieron la rect a solución del
problem a. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuest o un laberint o que
fuera est rict am ent e infinit o. Ot ra: un fragm ent o de una cart a que descubrí.
» Albert se levant ó. Me dio, por unos inst ant es, la espalda; abrió un caj ón del áureo y
renegrido escrit orio. Volvió con un papel ant es carm esí; ahora rosado y t enue y
cuadriculado. Era j ust o el renom bre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incom prensión y
fervor est as palabras que con m inucioso pincel redact ó un hom bre de m i sangre: " Dej o a
los varios porvenires ( no a t odos) m i j ardín de senderos que se bifurcan" . Devolví en
silencio la hoj a. Albert prosiguió:
»- Ant es de exhum ar est a cart a, yo m e había pregunt ado de qué m anera un libro puede
ser infinit o. No conj et uré ot ro procedim ient o que el de un volum en cíclico, circular. Un
volum en cuya últ im a página fuera idént ica a la prim era, con posibilidad de cont inuar
indefinidam ent e. Recordé t am bién esa noche que est á en el cent ro de Las mil y una
noches , cuando la reina Shahrazad ( por una m ágica dist racción del copist a) se pone a
referir t ext ualm ent e la hist oria de Las mil y una noches , con riesgo de llegar ot ra vez a la
noche en que la refiere, y así hast a lo infinit o. I m aginé t am bién una obra plat ónica,
heredit aria, t ransm it ida de padre a hij o, en la que cada nuevo individuo agregara un
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Ficciones
Jorge Luis Borges
capít ulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los m ayores. Esas conj et uras m e
dist raj eron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un m odo rem ot o, a los
cont radict orios capít ulos de Ts'ui Pên. En esa perplej idad, m e rem it ieron de Oxford el
m anuscrit o que ust ed ha exam inado. Me det uve, com o es nat ural, en la frase: " Dej o a los
varios porvenires ( no a t odos) m i j ardín de senderos que se bifurcan" . Casi en el act o
com prendí; El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caót ica; la frase " varios
porvenires ( no a t odos) " m e sugirió la im agen de la bifurcación en el t iem po, no en el
espacio. La relect ura general de la obra confirm ó esa t eoría. En t odas las ficciones, cada
vez que un hom bre se enfrent a con diversas alt ernat ivas, opt a por una y elim ina las
ot ras; en la del casi inext ricable Ts'ui Pên, opt a - sim ult áneam ent e- por t odas. Crea, así,
diversos porvenires, diversos t iem pos, que t am bién proliferan y se bifurcan. De ahí las
cont radicciones de la novela. Fang, digam os, t iene un secret o; un desconocido llam a a su
puert a; Fang resuelve m at arlo. Nat uralm ent e, hay varios desenlaces posibles: Fang puede
m at ar al int ruso, el int ruso puede m at ar a Fang, am bos pueden salvarse, am bos pueden
m orir, et cét era. En la obra de Ts'ui Pên, t odos los desenlaces ocurren; cada uno es el
punt o de part ida de ot ras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberint o
convergen: por ej em plo, ust ed llega a est a casa, pero en uno de los pasados posibles
ust ed es m i enem igo, en ot ro m i am igo. Si se resigna ust ed a m i pronunciación incurable,
leerem os unas páginas.
»Su rost ro, en el vívido círculo de la lám para, era sin duda el de un anciano, pero con
algo inquebrant able y aun inm ort al. Leyó con lent a precisión dos redacciones de un m ism o
capít ulo épico. En la prim era, un ej ércit o m archa hacia una bat alla a t ravés de una
m ont aña desiert a; el horror de las piedras y de la som bra le hace m enospreciar la vida y
logra con facilidad la vict oria; en la segunda, el m ism o ej ércit o at raviesa un palacio en el
que hay una fiest a; la resplandecient e bat alla les parece una cont inuación de la fiest a y
logran la vict oria. Yo oía con decent e veneración esas viej as ficciones, acaso m enos
adm irables que el hecho de que las hubiera ideado m i sangre y de que un hom bre de un
im perio rem ot o m e las rest it uyera, en el curso de una desesperada avent ura, en una isla
occident al.
Recuerdo las palabras finales, repet idas en cada redacción com o un m andam ient o
secret o: " Así com bat ieron los héroes, t ranquilo el adm irable corazón, violent a la espada,
resignados a m at ar y a m orir" .
»Desde ese inst ant e, sent í a m i alrededor y en m i oscuro cuerpo una invisible,
int angible pululación. No la pululación de los divergent es, paralelos y finalm ent e
coalescent es ej ércit os, sino una agit ación m ás inaccesible, m ás int im a y que ellos de
algún m odo prefiguraban. St ephen Albert prosiguió:
»- No creo que su ilust re ant epasado j ugara ociosam ent e a las variaciones. No j uzgo
verosím il que sacrificara t rece años a la infinit a ej ecución de un experim ent o ret órico. En
su país, la novela es un género subalt erno; en aquel t iem po era un género despreciable.
Ts’ui Pên fue un novelist a genial, pero t am bién fue un hom bre de let ras que sin duda no
se consideró un m ero novelist a. El t est im onio de sus cont em poráneos proclam aba - y
hart o lo confirm a su vida- sus aficiones m et afísicas, m íst icas. La cont roversia filosófica
usurpa buena part e de su novela. Sé que de t odos los problem as, ninguno lo inquiet ó y lo
t rabaj ó com o el abism al problem a del t iem po. Ahora bien, ése es el único problem a que
no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir t iem po.
¿Cóm o se explica ust ed esa volunt aria om isión?
»Propuse varias soluciones; t odas, insuficient es. Las discut im os; al fin, St epheri Albert
m e dij o:
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Ficciones
Jorge Luis Borges
»- En una adivinanza cuyo t em a es el aj edrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
»Reflexioné un m om ent o y repuse:
»- La palabra ajedrez.
»- Precisam ent e - dij o Albert - , El jardín de senderos que se bifurcan es una enorm e
adivinanza, o parábola, cuyo t em a es el t iem po; esa causa recóndit a le prohíbe la
m ención de su nom bre. Om it ir siem pre una palabra, recurrir a m et áforas inept as y a
perífrasis evident es, es quizá el m odo m ás enfát ico de indicarla. Es el m odo t ort uoso que
prefirió, en cada uno de los m eandros de su infat igable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He
confront ado cent enares de m anuscrit os, he corregido los errores que la negligencia de los
copist as ha int roducido, he conj et urado el plan de ese caos, he rest ablecido, he creído
rest ablecer el orden prim ordial, he t raducido la obra ent era: m e const a que no em plea
una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se
bifurcan es una im agen incom plet a, pero no falsa, del universo t al com o lo concebía Ts'ui
Pên. A diferencia de Newt on y de Schopenhauer, su ant epasado no creía en un t iem po
uniform e, absolut o. Creía en infinit as series de t iem pos, en una red crecient e y vert iginosa
de t iem pos divergent es, convergent es y paralelos. Esa t ram a de t iem pos que se
aproxim an, se bifurcan, se cort an o que secularm ent e se ignoran, abarca todas las
posibilidades. No exist im os en la m ayoría de esos t iem pos; en algunos exist e ust ed y no
yo; en ot ros, yo, no ust ed; en ot ros, los dos. En ést e, que un favorable azar m e depara,
ust ed ha llegado a m i casa; en ot ro, ust ed, al at ravesar el j ardín, m e ha encont rado
m uert o; en ot ro, yo digo est as m ism as palabras, pero soy un error, un fant asm a.
»- En t odos - art iculé no sin un t em blor- yo agradezco y venero su recreación del j ardín
de Ts'ui Pên.
»- No en t odos - m urm uró con una sonrisa- . El t iem po se bifurca perpet uam ent e hacia
innum erables fut uros. En uno de ellos soy su enem igo.
»Volví a sent ir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húm edo j ardín que
rodeaba la casa est aba sat urado hast a lo infinit o de invisibles personas. Esas personas
eran Albert y yo, secret os, at areados y m ult iform es en ot ras dim ensiones de t iem po. Alcé
los oj os y la t enue pesadilla se disipó. En el am arillo y negro j ardín había un solo hom bre;
pero ese hom bre era fuert e com o una est at ua, pero ese hom bre avanzaba por el sendero
y era el capit án Richard Madden.
»- El porvenir ya exist e - respondí- , pero yo soy su am igo. ¿Puedo exam inar de nuevo la
cart a?
»Albert se levant ó. Alt o, abrió el caj ón del alt o escrit orio; m e dio por un m om ent o la
espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sum o cuidado: Albert se desplom ó
sin una quej a, inm ediat am ent e. Yo j uro que su m uert e fue inst ant ánea: una fulm inación.
» Lo dem ás es irreal, insignificant e. Madden irrum pió, m e arrest ó. He sido condenado a la
horca. Abom inablem ent e he vencido: he com unicado a Berlín el secret o nom bre de la
ciudad que deben at acar. Ayer la bom bardearon; lo leí en los m ism os periódicos que
propusieron a I nglat erra el enigm a de que el sabio sinólogo St ephen Albert m uriera
asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El j efe ha descifrado ese enigm a. Sabe que m i
problem a era indicar ( a t ravés del est répit o de la guerra) la ciudad que se llam a Albert y
que no hallé ot ro m edio que m at ar a una persona de ese nom bre. No sabe ( nadie puede
saber) m i innum erable cont rición y cansancio.»
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A rt i f i c i o s
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Jorge Luis Borges
Prólogo
Aunque de ej ecución m enos t orpe, las piezas de est e libro no difieren de las que form an
el ant erior. Dos, acaso, perm it en una m ención det enida: La muerte y la brújula, Funes el
memorioso. La segunda es una larga m et áfora del insom nio. La prim era, pese a los
nom bres alem anes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la t orcida Rue
de Toulon es el Paseo de j ulio; Trist e- le- Roy, el hot el donde Herbert Ashe recibió, y t al vez
no leyó, el t om o undécim o de una enciclopedia ilusoria. Ya redact ada esa ficción, he
pensado en la conveniencia de am plificar el t iem po y el espacio que abarca: la venganza
podría ser heredada; los plazos podrían com put arse por años, t al vez por siglos; la
prim era let ra del Nom bre podría art icularse en I slandia; la segunda, en México; la t ercera,
en el I ndost án. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron sant os y que el sacrificio de cuat ro
vidas para obt ener las cuat ro let ras que im ponen el Nom bre es una fant asía que m e dict ó
la form a de m i cuent o?
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944
Posdat a de 1956. Tres cuent os he agregado a la serie: El Sur, La secta del Fénix, El
Fin. Fuera de un personaj e - Recabarren- cuya inm ovilidad y pasividad sirven de cont rast e,
nada o casi nada es invención m ía en el decurso breve del últ im o; t odo lo que hay en él
est á im plícit o en un libro fam oso y yo he sido el prim ero en desent rañarlo o, por lo
m enos, en declararlo. En la alegoría del Fénix m e im puse el problem a de sugerir un hecho
com ún - el Secret o- de una m anera vacilant e y gradual que result ara, al fin, inequívoca;
no sé hast a dónde la fort una m e ha acom pañado. De El Sur, que es acaso m i m ej or
cuent o, bást em e prevenir que es posible leerlo com o direct a narración de hechos
novelescos y t am bién de ot ro m odo.
Schopenhauer, De Quincey, St evenson, Maut hner, Shaw, Chest ert on, Léon Bloy,
form an el censo het erogéneo de los,aut ores que cont inuam ent e releo. En la fant asía
crist ológica t it ulada Tres versiones de Judas, creo percibir el rem ot o influj o del últ im o.
JORGE LUI S BORGES
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Funes el memorioso
Lo recuerdo ( yo no t engo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hom bre en
la t ierra t uvo derecho y ese hom bre ha m uert o) con una oscura pasionaria en la m ano,
viéndola com o nadie la ha vist o, aunque la m irara desde el crepúsculo del día hast a el de
la noche, t oda una vida ent era. Lo recuerdo, la cara t acit urna y aindiada y singularm ent e
remota, det rás del cigarrillo. Recuerdo ( creo) sus m anos afiladas de t renzador. Recuerdo
cerca de esas m anos un m at e, con las arm as de la Banda Orient al; recuerdo en la vent ana
de la casa una est era am arilla, con un vago paisaj e lacust re. Recuerdo claram ent e su voz;
la voz pausada, resent ida y nasal del orillero ant iguo, sin los silbidos it alianos de ahora.
Más de t res veces no lo vi; la últ im a, en 1887... Me parece m uy feliz el proyect o de que
t odos aquellos que lo t rat aron escriban sobre él; m i t est im onio será acaso el m ás breve y
sin duda el m ás pobre, pero no el m enos im parcial del volum en que edit arán ust edes. Mi
deplorable condición de argent ino m e im pedirá incurrir en el dit iram bo - género obligat orio
en el Uruguay- ,cuando el t em a es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dij o
esas inj uriosas palabras, pero de un m odo suficient e m e const a que yo represent aba para
él esas desvent uras. Pedro Leandro I puche ha escrit o que Funes era un precursor de los
superhom bres, «un Zarat hust ra cim arrón y vernáculo»; no lo discut o, pero no hay que
olvidar que era t am bién un com padrit o de Fray Bent os, con ciert as incurables lim it aciones.
Mi prim er recuerdo de Funes es m uy perspicuo. Lo veo en un at ardecer de m arzo o
febrero del año ochent a y cuat ro. Mi padre, ese año, m e había llevado a veranear a Fray
Bent os. Yo volvía con m i prim o Bernardo Haedo de la est ancia de San Francisco.
Volvíam os cant ando, a caballo, y ésa no era la única circunst ancia de m i felicidad.
Después de un día bochornoso, una enorm e t orm ent a color pizarra había escondido el
cielo. La alent aba el vient o del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo t enía el t em or ( la
esperanza) de que nos sorprendiera en un descam pado el agua elem ent al. Corrim os una
especie de carrera con la t orm ent a. Ent ram os en un callej ón que se ahondaba ent re dos
veredas alt ísim as de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secret os pasos
en lo alt o; alcé los oj os y vi un m uchacho que corría por la est recha y rot a vereda com o
por una est recha y rot a pared. Recuerdo la bom bacha, las alpargat as, recuerdo el
cigarrillo en el duro rost ro, cont ra el nubarrón ya sin lím it es. Bernardo le grit ó
im previsiblem ent e: «¿Qué horas son, I reneo?» Sin consult ar el cielo, sin det enerse, el
ot ro respondió: «Falt an cuat ro m inut os para las ocho, j oven Bernardo Juan Francisco». La
voz era aguda, burlona.
Yo soy t an dist raído que el diálogo que acabo de referir no m e hubiera llam ado la
at ención si no lo hubiera recalcado m i prim o, a quien est im ulaban ( creo) ciert o orgullo
local, y el deseo de m ost rarse indiferent e a la réplica t ripart it a del ot ro.
Me dij o que el m uchacho del callej ón era un t al I reneo Funes, m ent ado por algunas
rarezas com o la de no darse con nadie y la de saber siem pre la hora, com o un reloj .
Agregó que era hij o de una planchadora del pueblo, María Clem ent ina Funes, y que
algunos decían que su padre era un m édico del saladero, un inglés O'Connor, y ot ros un
dom ador o rast reador del depart am ent o del Salt o. Vivía con su m adre, a la vuelt a de la
quint a de los Laureles.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Los años ochent a y cinco y ochent a y seis veraneam os en la ciudad de Mont evideo. El
ochent a y siet e volví a Fray Bent os. Pregunt é, com o es nat ural, por t odos los conocidos y,
finalm ent e, por el «cronom ét rico Funes». Me cont est aron que lo había volt eado un
redom ón en la est ancia de San Francisco, y que había quedado Tullido, sin esperanza.
Recuerdo la im presión de incóm oda m agia que la not icia m e produj o: la única vez que yo
lo vi, veníam os a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alt o; el hecho, en boca
de m i prim o Bernardo, t enía m ucho de sueño elaborado con elem ent os ant eriores. Me
dij eron que no se m ovía del cat re, puest os los oj os en la higuera del fondo o en una
t elaraña. En los at ardeceres, perm it ía que lo sacaran a la vent ana. Llevaba la soberbia
hast a el punt o de sim ular que era benéfico el golpe que lo había fulm inado... Dos veces lo
vi at rás de la rej a, que burdam ent e recalcaba su condición de et erno prisionero: una,
inm óvil, con los oj os cerrados; ot ra, inm óvil t am bién, absort o en la cont em plación de un
oloroso gaj o de sant onina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel t iem po el est udio m et ódico del
lat ín. Mi valij a incluía el De vires illustribus de Lhom ond, el Thesaurus de Quicherat , los
com ent arios de Julio César y un volum en im par de la Naturalis historia de Plinio, que
excedía ( y sigue excediendo) m is m ódicas virt udes de lat inist a. Todo se propala en un
pueblo chico; I reneo, en su rancho de las orillas, no t ardó en ent erarse del arribo de esos
libros anóm alos. Me dirigió una cart a florida y cerem oniosa, en la que recordaba nuest ro
encuent ro, desdichadam ent e fugaz, «del día siet e de febrero del año ochent a y cuat ro»,
ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, m i t ío, finado ese m ism o año,
«había prest ado a las dos pat rias en la valerosa j ornada de I t uzaingó», y m e solicit aba el
prést am o de cualquiera de los volúm enes, acom pañado de un diccionario «para la buena
int eligencia del t ext o original, porque t odavía ignoro el lat ín». Prom et ía devolverlos en
buen est ado, casi inm ediat am ent e. La let ra era perfect a, m uy perfilada; la ort ografía, del
t ipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, t em í nat uralm ent e una
brom a. Mis prim os m e aseguraron que no, que eran cosas de I reneo. No supe si at ribuir a
descaro, a ignorancia o a est upidez la idea de que el arduo lat ín no requería m ás
inst rum ent o que un diccionario; para desengañarlo con plenit ud le m andé el Gradus ad
Parnassum, de Quicherat , y la obra de Plinio.
El cat orce de febrero m e t elegrafiaron de Buenos Aires que volviera inm ediat am ent e,
porque m i padre no est aba «nada bien». Dios m e perdone; el prest igio de ser el
dest inat ario de un t elegram a urgent e, el deseo de com unicar a t odo Fray Bent os la
cont radicción ent re la form a negat iva de la not icia y el perent orio adverbio, la t ent ación
de dram at izar m i dolor, fingiendo un viril est oicism o, t al vez m e dist raj eron de t oda
posibilidad de dolor. Al hacer la valij a, not é que m e falt aba el Gradus y el prim er t om o de
la Naturales historia. El Saturno zarpaba al día siguient e, por la m añana; esa noche,
después de cenar, m e encam iné a casa de Funes. Me asom bró que la noche fuera no
m enos pesada que el día.
En el decent e rancho, la m adre de Funes m e recibió.
Me dij o que I reneo est aba en la pieza del fondo y que no m e ext rañara encont rarla a
oscuras, porque I reneo sabía pasarse las horas m uert as sin encender la vela. At ravesé el
pat io de baldosa, el corredorcit o; llegué al segundo pat io. Había una parra; la oscuridad
pudo parecerm e t ot al. Oí de pront o la alt a y burlona voz de I reneo. Esa voz hablaba en
lat ín; esa voz ( que venía de la t iniebla) art iculaba con m oroso deleit e un discurso o
plegaria o incant ación. Resonaron las sílabas rom anas en el pat io de t ierra; m i t em or las
creía indescifrables, int erm inables; después, en el enorm e diálogo de ese noche, supe que
form aban el prim er párrafo del vigesim ocuart o capít ulo del libro sépt im o de la Naturalis
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Ficciones
Jorge Luis Borges
historia. La m at eria de ese capít ulo es la m em oria; las palabras últ im as fueron « ut nihil
non iisdem verbis redderetur auditum».
Sin el m enor cam bio de voz, I reneo m e dij o que pasara. Est aba en el cat re, fum ando.
Me parece que no le vi la cara hast a el alba creo rem em orar el ascua m om ent ánea del
cigarrillo. La pieza olía vagam ent e a hum edad. Me sent é; repet í la hist oria del t elegram a y
de la enferm edad de m i padre.
Arribo, ahora, al m ás difícil punt o de m i relat o. Ést e ( bueno e que ya lo sepa el lect or)
no t iene ot ro argum ent o que ese diálogo d hace ya m edio siglo. No t rat aré de reproducir
sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resum ir con veracidad las m uchas cosas que
m e dij o I reneo. El est ilo indirect o es rem ot o y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de m i
relat o; que m is lect ores se im aginen los ent recort ados períodos que m e abrum aron esa
noche.
I reneo em pezó por enum erar, en lat ín y español, los casos d m em oria prodigiosa
regist rados por la Naturalis historia: Ciro, re de los persas, que sabía llam ar por su
nom bre a t odos los soldado de sus ej ércit os; Mit rídat es Eupat or, que adm inist raba la
j ust icia en los 22 idiom as de su im perio; Sim ónides, invent or de la m nem ot ecnia;
Met rodoro, que profesaba el art e de repet ir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con
evident e buena fe se m aravilló de que t ales casos m aravillaran. Me dij o que ant es de esa
t arde lluviosa e: que lo volt eó el azulej o, él había sido lo que son t odos los crist iano: un
ciego, un sordo, un abom bado, un desm em oriado. ( Trat é de recordarle su percepción
exact a del t iem po, su m em oria de nom bre propios; no m e hizo caso.) Diecinueve años
había vivido con quien sueña: m iraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de t odo, de casi
t odo. Al caer, perdió el conocim ient o; cuando lo recobró, el present e era casi int olerable
de t an rico y t an nít ido, y t am bién las m em orias m ás ant iguas y m ás t riviales. Poco
después averiguó que est aba t ullido. El hecho apenas le int eresó. Razonó ( sint ió) que la
inm ovilidad era un precio m ínim o. Ahora su percepción y su m em oria eran infalibles.
Nosot ros, de un vist azo, percibim os t res copas en una m esa; Funes, t odos los vást agos
y racim os y frut os que com prende una parra. Sabía las form as de las nubes aust rales del
am anecer del 30 de abril de 1882 y podía com pararlas en el recuerdo con las vet as de un
libro en past a española que sólo había m irado una vez y con las líneas de la espum a que
un rem o levant ó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no
eran sim ples; cada im agen visual est aba ligada a sensaciones m usculares, t érm icas, et c.
Podía reconst ruir t odos los sueños, t odos los ent resueños. Dos o t res veces había
reconst ruido un día ent ero; no había dudado nunca, pero cada reconst rucción había
requerido un día ent ero. Me dij o: «Más recuerdos t engo yo solo que los que habrán t enido
t odos los hom bres desde que el m undo es m undo». Y t am bién: «Mis sueños son com o la
vigilia de ust edes». Y t am bién, hacia el alba: «Mi m em oria, señor, es com o vaciadero de
basuras». Una circunferencia en un pizarrón, un t riángulo rect ángulo, un rom bo, son
form as que podem os int uir plenam ent e; lo m ism o le pasaba a I reneo con las
aborrascadas crines de un pot ro, con una punt a de ganado en una cuchilla, con el fuego
cam biant e y con la innum erable ceniza, con las m uchas caras de un m uert o en un largo
velorio. No sé cuánt as est rellas veía en el cielo.
Esas cosas m e dij o; ni ent onces ni después las he puest o en duda. En aquel t iem po no
había cinem at ógrafos ni fonógrafos; es, sin em bargo, inverosím il y hast a increíble que
nadie hiciera un experim ent o con Funes. Lo ciert o es que vivim os post ergando t odo lo
post ergable; t al vez t odos sabem os profundam ent e que som os inm ort ales y que t arde o
t em prano, t odo hom bre hará t odas las cosas y sabrá t odo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Me dij o que hacia 1886 había discurrido un sist em a original de num eración y que en
m uy pocos días había rebasado el veint icuat ro m il. No lo había escrit o, porque lo pensado
una sola vez ya no podía borrársele. Su prim er est ím ulo, creo, fue el desagrado de que los
t reint a y t res orient ales requirieran dos signos y t res palabras, en lugar de una sola
palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparat ado principio a los ot ros núm eros. En
lugar de siet e m il t rece, decía ( por ej em plo) «Máxim o Pérez»; en lugar de siet e m il
cat orce, «El Ferrocarril»; ot ros núm eros eran «Luis Melián Lafinur», « Olim ar», «azufre»,
«los bast os», «la ballena», «el gas», «la caldera», «Napoleón», «Agust ín de Vedia». En
lugar de quinient os, decía «nueve». Cada palabra t enía un signo part icular, una especie
de m arca; las últ im as eran m uy com plicadas... Yo t rat é de explicarle que esa rapsodia de
voces inconexas era precisam ent e lo cont rario de un sist em a de num eración. Le dij e que
decir 365 era decir t res cent enas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no exist e en
los «núm eros» El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no m e ent endió o no quiso
ent enderm e.
Locke, en el siglo XVI I , post uló ( y reprobó) un idiom a im posible en el que cada cosa
individual, cada piedra, cada páj aro y cada ram a t uviera un nom bre propio; Funes
proyect ó alguna vez un idiom a análogo, pero lo desechó por parecerle dem asiado general,
dem asiado am biguo. En efect o, Funes no sólo recordaba cada hoj a de cada árbol, de cada
m ont e, sino cada una de las veces que la había percibido o im aginado. Resolvió reducir
cada una de sus j ornadas pret érit as a unos set ent a m il recuerdos, que definiría luego por
cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la t area era int erm inable,
la conciencia de que era inút il. Pensó que en la hora de la m uert e no habría acabado aún
de clasificar t odos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyect os que he indicado ( un vocabulario infinit o para la serie nat ural de los
núm eros, un inút il cat álogo m ent al de t odas las im ágenes del recuerdo) son insensat os,
pero revelan ciert a balbucient e grandeza. Nos dej an vislum brar o inferir el vert iginoso
m undo de Funes. Ést e, no lo olvidem os, era casi incapaz de ideas generales, plat ónicas.
No sólo le cost aba com prender que el sím bolo genérico perro abarcara t ant os individuos
dispares de diversos t am años y diversa form a; le m olest aba que el perro de las t res y
cat orce ( vist o de perfil) t uviera el m ism o nom bre que el perro de las t res y cuart o ( vist o
de frent e) . Su propia cara en el espej o, sus propias m anos, lo sorprendían cada vez.
Refiere Swift que el em perador de Lilliput discernía el m ovim ient o del m inut ero; Funes
discernía cont inuam ent e los t ranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la
fat iga. Not aba los progresos de la m uert e, de la hum edad. Era el solit ario y lúcido
espect ador de un m undo m ult iform e, inst ant áneo y casi int olerablem ent e preciso.
Babilonia, Londres y Nueva York han abrum ado con feroz esplendor la im aginación de los
hom bres; nadie, en sus t orres populosas o en sus avenidas urgent es, ha sent ido el calor y
la presión de una realidad t an infat igable com o la que día y noche convergía sobre el
infeliz I reneo, en su pobre arrabal sudam ericano. Le era m uy difícil dorm ir. Dorm ir es
dist raerse del m undo; Funes, de espaldas en el cat re, en la som bra, se figuraba cada
griet a y cada m oldura de las casas precisas que lo rodeaban. ( Repit o que el m enos
im port ant e de sus recuerdos era m ás m inucioso y m ás vivo que nuest ra percepción de un
goce físico o de un t orm ent o físico.) Hacia el Est e, en un t recho no am anzanado, había
casas nuevas, desconocidas. Funes las im aginaba negras, com pact as, hechas de t iniebla
hom ogénea; en esa dirección volvía la cara para dorm ir. Tam bién solía im aginarse en el
t undo del río, m ecido y anulado por la corrient e.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el port ugués, el lat ín. Sospecho, sin
em bargo, que no era m uy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar,
abst raer. En el abarrot ado m undo de Funes no había sino det alles, casi inm ediat os.
54
Ficciones
Jorge Luis Borges
La recelosa claridad de la m adrugada ent ró por el pat io de t ierra.
Ent onces vi la cara de la voz que t oda la noche había hablado. I reneo t enía diecinueve
años; había nacido en 1868; m e pareció m onum ent al com o el bronce, m ás ant iguo que
Egipt o, ant erior a las profecías y a las pirám ides. Pensé que cada una de m is palabras
( que cada uno de m is gest os) perduraría en su im placable m em oria; m e ent orpeció el
t em or de m ult iplicar adem anes inút iles.
I reneo Funes m urió en 1889, de una congest ión pulm onar.
1942
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Ficciones
Jorge Luis Borges
La forma de la espada
A E. H. M.
Le cruzaba la cara una cicat riz rencorosa: un arco cenicient o y casi perfect o que de un
lado aj aba la sien y del ot ro el póm ulo. Su nom bre verdadero no im port a; t odos en
Tacuarem bó le decían el I nglés de La Colorada. El dueño de esos cam pos, Cardoso, no
quería vender; he oído que el I nglés recurrió a un im previsible argum ent o: le confió la
hist oria secret a de la cicat riz. El I nglés venía de la front era, de Río Grande del Sur; no
falt ó quien dij era que en el Brasil había sido cont rabandist a. Los cam pos est aban
em past ados; las aguadas, am argas; el I nglés, para corregir esas deficiencias, t rabaj ó a la
par de sus peones. Dicen que era severo hast a la crueldad, pero escrupulosam ent e j ust o.
Dicen t am bién que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuart o del
m irador y em ergía a los dos o t res días com o de una bat alla o de un vért igo, pálido,
t rém ulo, azorado y t an aut orit ario com o ant es. Recuerdo los oj os glaciales, la enérgica
flacura, el bigot e gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudim ent al,
abrasilerado. Fuera de alguna cart a com ercial o de algún follet o, no recibía
correspondencia.
La últ im a vez que recorrí los depart am ent os del Nort e, una crecida del arroyo
Caraguat á m e obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos m inut os creí not ar que m i
aparición era inoport una; procuré congraciarm e con el I nglés; acudí a la m enos perspicaz
de las pasiones: el pat riot ism o. Dij e que era invencible un país con el espírit u de
I nglat erra. Mi int erlocut or asint ió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era
irlandés, de Dungarvan. Dicho est o se det uvo, com o si hubiera revelado un secret o.
Salim os, después de com er, a m irar el cielo. Había escam pado, pero det rás de las
cuchillas del Sur, agriet ado y rayado de relám pagos, urdía ot ra t orm ent a. En el
desm ant elado com edor, el peón que había servido la cena t raj o una bot ella de ron.
Bebim os largam ent e, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advert í que yo est aba borracho; no sé qué inspiración o
qué exult ación o qué t edio m e hizo m ent ar la cicat riz. La cara del I nglés se dem udó;
durant e unos segundos pensé que m e iba a expulsar de la casa. Al fin m e dij o con su voz
habit ual:
- Le cont aré la hist oria de m i herida baj o una condición: la de no m it igar ningún oprobio,
ninguna circunst ancia de infam ia.
Asent í. Est a es la hist oria que cont ó, alt ernando el inglés con el español, y aun con el
port ugués:
- Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught , yo era uno
conspiraban por la independencia de I rlanda. De m is com pañeros,
dedicados a t areas pacíficas; ot ros, paradój icam ent e, se bat en en
desiert o, baj o los colores ingleses; ot ro, el que m ás valía, m urió en el
56
de los m uchos que
algunos sobreviven
los m ares o en el
pat io de un cuart el,
Ficciones
Jorge Luis Borges
en el alba, fusilado por hom bres llenos de sueño; ot ros ( no los m ás desdichados) dieron
con su dest ino en las anónim as y casi secret as bat allas de la guerra civil. Éram os
republicanos, cat ólicos; éram os, lo sospecho, rom ánt icos. I rlanda no sólo era para
nosot ros el porvenir ut ópico y el int olerable present e; era una am arga y cariñosa
m it ología, era las t orres circulares y las ciénagas roj as, era el repudio de Parnell y las
enorm es epopeyas que cant an el robo de t oros que en ot ra encarnación fueron héroes y
en ot ras peces y m ont añas... En un at ardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de
Munst er: un t al John Vincent Moon.
»Tenía escasam ent e veint e años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incóm oda im presión
de ser invert ebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi t odas las páginas de no
sé qué m anual com unist a; el m at erialism o dialéct ico le servía para cegar cualquier
discusión. Las razones que puede t ener un hom bre para abom inar de ot ro o para quererlo
son infinit as: Moon reducía la hist oria universal a un sórdido conflict o económ ico.
Afirm aba que la revolución est á predest inada a t riunfar. Yo le dij e que a un gentleman
sólo pueden int eresarle causas perdidas... Ya era de noche; seguim os disint iendo en el
corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los j uicios em it idos por Moon m e
im presionaron m enos que su inapelable t ono apodíct ico. El nuevo cam arada no discut ía:
dict am inaba con desdén y con ciert a cólera.
»Cuando arribam os a las últ im as casas, un brusco t irot eo nos at urdió. ( Ant es o
después, orillam os el ciego paredón de una fábrica o de un cuart el.) Nos int ernam os en
una calle de t ierra; un soldado, enorm e en el resplandor, surgió de una cabaña
incendiada. A grit os nos m andó que nos det uviéram os. Yo apresuré m is pasos, m i
cam arada no m e siguió. Me di vuelt a: John Vincent Moon est aba inm óvil, fascinado y
com o et ernizado por el t error. Ent onces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía
Vincent Moon, lo insult é y le ordené que m e siguiera. Tuve que t om arlo del brazo; la
pasión del m iedo lo invalidaba. Huim os, ent re la noche aguj ereada de incendios. Una
descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hom bro derecho de Moon; ést e,
m ient ras huíam os ent re pinos, prorrum pió en un débil sollozo.
»En aquel ot oño de 1922 yo m e había guarecido en la quint a del general Berkeley. Ést e
( a quien yo j am ás había vist o) desem peñaba ent onces no sé qué cargo adm inist rat ivo en
Bengala; el edificio t enía m enos de un siglo, pero era desm edrado y opaco y abundaba en
perplej os corredores y en vanas ant ecám aras. El m useo y la enorm e bibliot eca usurpaban
la plant a baj a: libros cont roversiales e incom pat ibles que de algún m odo son la hist oria
del siglo XI X; cim it arras de Nishapur, en cuyos det enidos arcos de círculo parecían
perdurar el vient o y la violencia de la bat alla. Ent ram os ( creo recordar) por los fondos.
Moon, t rém ula y reseca la boca, m urm uró que los episodios de la noche eran
int eresant es; le hice una curación, le t raj e una t aza de t é; pude com probar que su
" herida" era superficial. De pront o balbuceó con perplej idad:
»- Pero ust ed se ha arriesgado sensiblem ent e.
»Le dij e que no se preocupara. ( El hábit o de la guerra civil m e había im pelido a obrar
com o obré; adem ás, la prisión de un solo afiliado podía com prom et er nuest ra causa.)
»Al ot ro día Moon había recuperado el aplom o. Acept ó un cigarrillo y m e som et ió a un
severo int errogat orio sobre los " recursos económ icos de nuest ro part ido revolucionario" .
Sus pregunt as eran m uy lúcidas; le dij e ( con verdad) que la sit uación era grave. Hondas
descargas de fusilería conm ovieron el Sur. Le dij e a Moon que nos esperaban los
com pañeros. Mi sobret odo y m i revólver est aban en m i pieza; cuando volví, encont ré a
Moon t endido en el sofá, con los oj os cerrados. Conj et uró que t enía fiebre; invocó un
doloroso espasm o en el hom bro.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
»Ent onces com prendí que su cobardía era irreparable. Le rogué t orpem ent e que se
cuidara y m e despedí. Me abochornaba ese hom bre con m iedo, com o si yo fuera el
cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hom bre es com o si lo hicieran t odos los
hom bres. Por eso no es inj ust o que una desobediencia en un j ardín cont am ine al género
hum ano; por eso río es inj ust o que la crucifixión de un solo j udío bast e para salvarlo.
Acaso Schopenhauer t iene razón: yo soy los ot ros, cualquier hom bre es t odos los
hom bres, Shakespeare es de algún m odo el m iserable John Vincent Moon.
Nueve días pasam os en la enorm e casa del general. De las agonías y luces de la guerra
no diré nada: m i propósit o es referir la hist oria de est a cicat riz que m e afrent a. Esos
nueve días, en m i recuerdo, form an un solo día, salvo el penúlt im o, cuando los nuest ros
irrum pieron en un cuart el y pudim os vengar exact am ent e a los dieciséis cam aradas que
fueron am et rallados en Elphin. Yo m e escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del
crepúsculo. Al anochecer est aba de vuelt a. Mi com pañero m e esperaba en el prim er piso:
la herida no le perm it ía descender a la plant a baj a. Lo rem em oro con algún libro de
est rat egia en la m ano: E N. Maude o Clausewit z. " El arm a que prefiero es la art illería" , m e
confesó una noche. I nquiría nuest ros planes; le gust aba censurarlos o reform arlos.
Tam bién solía denunciar " nuest ra deplorable base económ icá', profet izaba, dogm át ico y
som brío, el ruinoso fin. " C’est une affaire flambée" m urm uraba. Para m ost rar que le era
indiferent e ser un cobarde físico, m agnificaba su soberbia m ent al. Así pasaron, bien o
m al, nueve días.
El décim o la ciudad cayó definit ivam ent e en poder de los Black and Tans. Alt os j inet es
silenciosos pat rullaban las rut as; había cenizas y hum o en el vient o; en una esquina vi
t irado un cadáver, m enos t enaz en m i recuerdo que un m aniquí en el cual los soldados
int erm inablem ent e ej ercit aban la punt ería, en m it ad de la plaza... Yo había salido cuando
el am anecer est aba en el cielo; ant es del m ediodía volví. Moon, en la bibliot eca, hablaba
con alguien; el t ono de la voz m e hizo com prender que hablaba por t eléfono. Después oí
m i nom bre; después que yo regresaría a las siet e, después la indicación de que m e
arrest aran cuando yo at ravesara el j ardín. Mi razonable am igo est aba razonablem ent e
vendiéndom e. Le oí exigir unas garant ías de seguridad personal.
»Aquí m i hist oria se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delat or a t ravés de
negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vért igo. Moon conocía la casa
m uy bien, hart o m ej or que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé ant es de que los
soldados m e det uvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanj e; con esa
m edia luna de acero le rubriqué en la cara, para siem pre, una m edia luna de sangre.
Borges: a ust ed que es un desconocido, le he hecho est a confesión. No m e duele t ant o su
m enosprecio.
Aquí el narrador se det uvo. Not é que le t em blaban las m anos.
- ¿Y Moon? - le int errogué.
- Cobró los dineros de j udas y huyó al Brasil. Esa t arde, en la plaza, vio fusilar un
m aniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la cont inuación de la hist oria. Al fin le dij e que prosiguiera.
Ent onces un gem ido lo at ravesó; ent onces m e m ost ró con débil dulzura la corva cicat riz
blanquecina.
- ¿Ust ed no m e cree? - balbuceó- . ¿No ve que llevo escrit a en la cara la m arca de m i
infam ia? Le he narrado la hist oria de est e m odo para que ust ed la oyera hast a el fin. Yo
he denunciado al hom bre que m e am paró: yo soy Vincent Moon. Ahora despréciem e.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
1942
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Tema del traidor y del héroe
Sho the Platonic Year
Whirls out new right and wrong
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W B. YEATS, The Tower
Baj o el not orio influj o de Chest ert on ( discurridor y exornador de elegant es m ist erios) y
del consej ero áulico Leibniz ( que invent ó la arm onía preest ablecida) , he im aginado est e
argum ent o, que escribiré t al vez y que ya de algún m odo m e j ust ifica, en las t ardes
inút iles. Falt an porm enores, rect ificaciones, aj ust es; hay zonas de la hist oria que no m e
fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislum bro así.
La acción t ranscurre en un país oprim ido y t enaz: Polonia, I rlanda, la república de
Venecia, algún Est ado sudam ericano o balcánico... Ha t ranscurrido, m ej or dicho, pues
aunque el narrador es cont em poráneo, la hist oria referida por él ocurrió al prom ediar o al
em pezar el siglo XI X. Digam os ( para com odidad narrat iva) I rlanda; digam os 1824. El
narrador se llam a Ryan; es bisniet o del j oven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus
Kilpat rick, cuyo sepulcro fue m ist eriosam ent e violado, cuyo nom bre ilust ra los versos de
Browning y de Hugo, cuya est at ua preside un cerro gris ent re ciénagas roj as.
Kilpat rick fue un conspirador, un secret o y glorioso capit án de conspiradores; a
sem ej anza de Moisés que, desde la t ierra de Moab, divisó y no pudo pisar la t ierra
prom et ida, Kilpat rick pereció en la víspera de la rebelión vict oriosa que había prem edit ado
y soñado. Se aproxim a la fecha del prim er cent enario de su m uert e; las circunst ancias del
crim en son enigm át icas; Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe,
descubre qué el enigm a rebasa lo puram ent e policial. Kilpat rick fue asesinado en un
t eat ro; la policía brit ánica no dio j am ás con el m at ador; los hist oriadores declaran que ese
fracaso no em paña su buen crédit o, ya que t al vez lo hizo m at ar la m ism a policía. Ot ras
facet as del enigm a inquiet an a Ryan. Son de caráct er cíclico: parecen repet ir o com binar
hechos de rem ot as regiones, de rem ot as edades. Así, nadie ignora que los esbirros que
exam inaron el cadáver del héroe hallaron una cart a cerrada que le advert ía el riesgo de
concurrir al t eat ro, esa noche; t am bién j ulio César, al encam inarse al lugar donde lo
aguardaban los puñales de sus am igos, recibió un m em orial que no llegó a leer, en que
iba declarada la t raición, con los nom bres de los t raidores. La m uj er de César, Calpurnia,
vio en sueños abat ida una t orre que le había decret ado el Senado; falsos y anónim os
rum ores, la víspera de la m uert e de Kilpat rick, publicaron en t odo el país el incendio de la
t orre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había nacido
en Kilgarvan. Esos paralelism os ( y ot ros) de la hist oria de César y de la hist oria de un
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Ficciones
Jorge Luis Borges
conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secret a form a del t iem po, un dibuj o de
líneas que se repit en. Piensa en la hist oria decim al que ideó Condorcet ; en las m orfologías
que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hom bres de Hesíodo, que degeneran
desde el oro hast a el hierro. Piensa en la t ransm igración de las alm as, doct rina que da
horror a las let ras célt icas y que el propio César at ribuyó a los druidas brit ánicos; piensa
que ant es de ser Fergus Kilpat rick, Fergus Kilpat rick fue Julio César. De esos laberint os
circulares lo salva una curiosa com probación, una com probación que luego lo abism a en
ot ros laberint os m ás inext ricables y het erogéneos: ciert as palabras de un m endigo que
conversó con Fergus Kilpat rick el día de su m uert e, fueron prefiguradas por Shakespeare,
en la t ragedia de Macbeth. Que la hist oria hubiera copiado a la hist oria ya era
suficient em ent e pasm oso; que la hist oria copie a la lit erat ura es inconcebible... Ryan
indaga que en 1814, Jam es Alexander Nolan, el m ás ant iguo de los com pañeros del
héroe, había t raducido al gaélico los principales dram as de Shakespeare; ent re ellos, Julio
César. Tam bién descubre en los archivos un art ículo m anuscrit o de Nolan sobre los
Festspiele de Suiza: vast as y errant es represent aciones t eat rales, que requieren m iles de
act ores y que reit eran episodios hist óricos en las m ism as ciudades y m ont añas donde
ocurrieron. Ot ro docum ent o inédit o le revela que, pocos días ant es del fin, Kilpat rick,
presidiendo el últ im o cónclave, había firm ado la sent encia de m uert e de un t raidor, cuyo
nom bre ha sido borrado. Est a sent encia no condice con los piadosos hábit os de Kilpat rick.
Ryan invest iga el asunt o ( esa invest igación es uno de los hiat os del argum ent o) y logra
descifrar el enigm a.
Kilpat rick fue ult im ado en un t eat ro, pero de t eat ro hizo t am bién la ent era ciudad, y los
act ores fueron legión, y el dram a coronado por su m uert e abarcó m uchos días y m uchas
noches. He aquí lo acont ecido:
El 2 de agost o de 1824 se reunieron los conspiradores. El país est aba m aduro para la
rebelión; algo, sin em bargo, fallaba siem pre: algún t raidor había en el cónclave. Fergus
Kilpat rick había encom endado a Jam es Nolan el descubrim ient o de ese t raidor. Nolan
ej ecut ó su t area: anunció en pleno cónclave que el t raidor era el m ism o Kilpat rick.
Dem ost ró con pruebas irrefut ables la verdad de la acusación; los conj urados condenaron a
m uert e a su president e. Ést e firm ó su propia sent encia, pero im ploró que su cast igo no
perj udicara a la pat ria.
Ent onces Nolan concibió un ext raño proyect o. I rlanda idolat raba a Kilpat rick; la m ás
t enue sospecha de su vileza hubiera com prom et ido la rebelión; Nolan propuso un plan que
hizo de la ej ecución del t raidor el inst rum ent o para la em ancipación de la pat ria. Sugirió
que el condenado m uriera a m anos de un asesino desconocido, en circunst ancias
deliberadam ent e dram át icas, que se grabaran en la im aginación popular y que
apresuraran la rebelión. Kilpat rick j uró colaborar en est e proyect o, que le daba ocasión de
redim irse y que rubricaría su m uert e.
Nolan, urgido por el t iem po, no supo ínt egram ent e invent ar las circunst ancias de la
m últ iple ej ecución; t uvo que plagiar a ot ro dram at urgo, al enem igo inglés William
Shakespeare. Repit ió escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y secret a
represent ación com prendió varios días. El condenado ent ró en Dublín, discut ió, obró, rezó,
reprobó, pronunció palabras pat ét icas, y cada uno de esos act os que reflej aría la gloria,
había sido prefij ado por Nolan. Cent enares de act ores colaboraron con el prot agonist a; el
rol de algunos fue com plej o; el de ot ros, m om ent áneo. Las cosas que dij eron e hicieron
perduran en los libros hist óricos, en la m em oria apasionada de I rlanda. Kilpat rick,
arrebat ado por ese m inucioso dest ino que lo redim ía y que lo perdía, m ás de una vez
enriqueció con act os y palabras im provisadas el t ext o de su j uez. Así fue desplegándose
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Ficciones
Jorge Luis Borges
en el t iem po el populoso dram a, hast a que el 6 de agost o de 1824, en un palco de
funerarias cort inas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado ent ró en el pecho
del t raidor y del héroe, que apenas pudo art icular, ent re dos efusiones de brusca sangre,
algunas palabras previst as.
En la obra de Nolan, los pasaj es im it ados de Shakespeare son los menos dram át icos;
Ryan sospecha que el aut or los int ercaló para que una persona, en el porvenir, diera con
la verdad. Com prende que él t am bién form a part e de la t ram a de Nolan... Al cabo de
t enaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrim ient o. Publica un libro dedicado a la
gloria del héroe; t am bién eso, t al vez, est aba previst o.
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Jorge Luis Borges
La muerte y la brújula
A Mandie Molina Vedia
De los m uchos problem as que ej ercit aron la t em eraria perspicacia de Lönnrot , ninguno
t an ext raño - t an rigurosam ent e ext raño, direm os- com o la periódica serie de hechos de
sangre que culm inaron en la quint a de Trist e- le- Roy, ent re el int erm inable olor de los
eucalipt os. Es verdad que Erik Lonnröt no logró im pedir el últ im o crim en, pero es
indiscut ible que lo previó. Tam poco adivinó la ident idad del infaust o asesino de
Yarm olinsky, pero sí la secret a m orfología de la m alvada serie y la part icipación de Red
Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese crim inal ( com o t ant os) había
j urado por su honor la m uert e de Lönnrot , pero ést e nunca se dej ó int im idar. Lönnrt se
creía un puro razonador, un August e Dupin, pero algo de avent urero había en él y hast a
de t ahúr.
El prim er crim en ocurrió en el Hót el du Nord - ese alt o prism a que dom ina el est uario
cuyas aguas t ienen el color del desiert o- . A esa t orre ( que m uy not oriam ent e reúne la
aborrecida blancura de un sanat orio, la num erada divisibilidad de una cárcel y la
apariencia general de una casa m ala) arribó el día 3 de diciem bre el delegado de Podólsk
al Tercer Congreso Talm údico, doct or Marcelo Yarm olinsky, hom bre de barba gris y oj os
grises. Nunca sabrem os si el Hót el du Nord le agradó: lo acept ó con la ant igua resignación
que le había perm it ido t olerar t res años de guerra en los Cárpat os y t res m il años de
opresión y de pogroms . Le dieron un dorm it orio en el piso R, frent e a la suite que no sin
esplendor ocupaba el Tet rarca de Galilea. Yarm olinsky cenó, post ergó para el día siguient e
el exam en de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus m uchos libros y sus m uy
pocas prendas, y ant es de m edia noche apagó la luz. ( Así lo declaró el chauffeur del
Tet rarca, que dorm ía en la pieza cont igua.) El 4, a las 11 y 3 m inut os a.m ., lo llam ó por
t eléfono un redact or de la Yidische Zaitung; el doct or Yarm olinsky no respondió; lo
hallaron en su pieza, ya levem ent e oscura la cara, casi desnudo baj o una gran capa
anacrónica. Yacía no lej os de la puert a que daba al corredor; una puñalada profunda le
había part ido el pecho. Un par de horas después, en el m ism o cuart o, ent re periodist as,
fot ógrafos y gendarm es, el com isario Treviranus y Lönnrot debat ían con serenidad el
problem a.
- No hay que buscarle t res pies al gat o - decía Treviranus, blandiendo un im perioso
cigarro- . Todos sabem os que el Tet rarca de Galilea posee los m ej ores zafiros del m undo.
Alguien, para robarlos, habrá penet rado aquí por error. Yarm olinsky se ha levant ado; el
ladrón ha t enido que m at arlo. ¿Qué le parece?
- Posible, pero no int eresant e - respondió Lönnrot - . Ust ed replicará que la realidad no
t iene la m enor obligación de ser int eresant e. Yo le replicaré que la realidad puede
prescindir de esa obligación, pero no las hipót esis. En la que ust ed ha im provisado,
int erviene copiosam ent e el azar. He aquí un rabino m uert o; yo preferiría una explicación
puram ent e rabínica, no los im aginarios percances de un im aginario ladrón.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Treviranus repuso con m al hum or:
- No m e int eresan las explicaciones rabínicas; m e int eresa la capt ura del hom bre que
apuñaló a est e desconocido.
- No t an desconocido - corrigió Lönnrot - . Aquí est án sus obras com plet as. - I ndicó en el
placard una fila de alt os volúm enes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la
filosofia de Robert Flood una t raducción lit eral del Sepher Yezirah; una Biografía del
Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una m onografía ( en alem án) sobre
el Tet ragrám at on; ot ra, sobre la nom enclat ura divina del Pent at euco. El com isario los m iró
con t em or, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
- Soy un pobre crist iano - repuso- . Llévese t odos esos m am ot ret os, si quiere; no t engo
t iem po que perder en superst iciones j udías.
- Quizá est e crim en pert enece a la hist oria de las superst iciones j udías - m urm uró
Lönnrot .
- Com o el crist ianism o - se at revió a com plet ar el redact or de la Yidische Zaitung. Era
m iope, at eo y m uy t ím ido.
Nadie le cont est ó. Uno de los agent es había encont rado en la pequeña m áquina de
escribir una hoj a de papel con est a sent encia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lönnrot , se abst uvo de sonreír: Bruscam ent e bibliófilo o hebraíst a, ordenó que le
hicieran un paquet e con los libros del m uert o y los llevó a su depart am ent o. I ndiferent e a
la invest igación policial, se dedicó a est udiarlos. Un libro en oct avo m ayor le reveló las
enseñanzas de I srael Baal Shem Tobh, fundador de la sect a de los Piadosos; ot ro, las
virt udes y t errores del Tet ragrám at on, que es el inefable Nom bre de Dios; ot ro, la t esis de
que Dios t iene un nom bre secret o, en el cual est á com pendiado ( com o en la esfera de
crist al que los persas at ribuyen a Alej andro de Macedonia) . Su noveno at ribut o, la
et ernidad - es decir, el conocim ient o inm ediat o- de t odas las cosas que serán, que son y
que han sido en el universo. La t radición enum era novent a y nueve nom bres de Dios; los
hebraíst as at ribuyen ese im perfect o núm ero al m ágico t em or de las cifras pares; los
Hasidim razonan que ese hiat o señala un cent ésim o nom bre - el Nom bre Absolut o.
De esa erudición lo dist raj o, a los pocos días, la aparición del redact or de la Yidische
Zaitung. Ést e quería hablar del asesinat o; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nom bres
de Dios; el periodist a declaró en t res colum nas que el invest igador Erik Lönnrot se había
dedicado a est udiar los nom bres de Dios para dar con el nom bre del asesino. Lönnrot ,
habit uado a las sim plificaciones del periodism o, no se indignó. Uno de esos t enderos que
han descubiert o que cualquier hom bre se resigna a com prar cualquier libro, publicó una
edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crim en ocurrió la noche del 3 de enero, en el m ás desam parado y vacío de
los huecos suburbios occident ales de la capit al. Hacia el am anecer, uno de los gendarm es
que vigilan a caballo esas soledades vio en el um bral de una ant igua pint urería un hom bre
em ponchado, yacent e. El duro rost ro est aba com o enm ascarado de sangre; una puñalada
profunda le había raj ado el pecho. En la pared, sobre los rom bos am arillos y roj os, había
unas palabras en t iza. El gendarm e las delet reó... Esa t arde, Treviranus y Lönnrot se
dirigieron a la rem ot a escena del crim en. A izquierda y a derecha del aut om óvil, la ciudad
se desint egraba; crecía el firm am ent o y ya im port aban poco las casas y m ucho un horno
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Ficciones
Jorge Luis Borges
de ladrillos o un álam o. Llegaron a su pobre dest ino: un callej ón final de t apias rosadas
que parecían reflej ar de algún m odo la desaforada puest a de sol. El m uert o ya había sido
ident ificado. Era Daniel Sim ón Azevedo, hom bre de alguna fam a en los ant iguos arrabales
del Nort e, que había ascendido de carrero a guapo elect oral, para degenerar después en
ladrón y hast a en delat or. ( El singular est ilo de su m uert e les pareció adecuado: Azevedo
era el últ im o represent ant e de una generación de bandidos que sabía el m anej o del puñal,
pero no del revólver.) Las palabras de t iza eran las siguient es:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El t ercer crim en ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco ant es de la una, el t eléfono
resonó en la oficina del com isario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hom bre de voz
gut ural; dij o que se llam aba Ginzberg ( o Ginsburg) y que est aba dispuest o a com unicar,
por una rem uneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y de
Yarm olinsky. Una discordia de silbidos y de cornet as ahogó la voz del delat or. Después, la
com unicación se cort ó. Sin rechazar aún la posibilidad de una brom a ( al fin, est aban en
carnaval) Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, t aberna de la
Rue de Toulon - esa calle salobre en la que conviven el cosm oram a y la lechería, el burdel
y los vendedores de biblias- . Treviranus habló con el pat rón. Ést e ( Black Finnegan,
ant iguo crim inal irlandés, abrum ado y casi anulado por la decencia) le dij o que la últ im a
persona que había em pleado el t eléfono de la casa era un inquilino, un t al Gryphius, que
acababa de salir con unos am igos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El pat rón
le com unicó lo siguient e: Hace ocho días, Gryphius había t om ado una pieza en los alt os
del bar. Era un hom bre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, t raj eado pobrem ent e
de negro; Finnegan ( que dest inaba esa habit ación a un em pleo que Treviranus adivinó) le
pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inm ediat am ent e pagó la sum a est ipulada. No
salía casi nunca; cenaba y alm orzaba en su cuart o; apenas si le conocían la cara en el
bar. Esa noche, baj ó a t elefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se det uvo
ant e la t aberna. El cochero no se m ovió del pescant e; algunos parroquianos recordaron
que t enía m áscara de oso. Del cupé baj aron dos arlequines, eran de reducida est at ura y
nadie pudo no observar que est aban m uy borrachos. Ent re balidos de cornet as,
irrum pieron en el escrit orio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos,
pero que les respondió con frialdad; cam biaron unas palabras en yiddish - él en voz baj a,
gut ural, ellos con voces falsas, agudas- y subieron a la pieza del fondo. Al cuart o de hora
baj aron los t res, m uy felices; Gryphius, t am baleant e, parecía t an borracho com o los ot ros.
I ba, alt o y vert iginoso, en el m edio, ent re los arlequines enm ascarados. ( Una de las
m uj eres del bar recordó los losanges am arillos, roj os y verdes.) Dos veces t ropezó; dos
veces lo suj et aron los arlequines. Rum bo a la dársena inm ediat a, de agua rect angular, los
t res subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el est ribo del cupé, el últ im o arlequín
garabat eó una figura obscena y una sent encia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sent encia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Exam inó, después, la piecit a de Gryphius- Ginzberg. Había en el suelo una brusca
est rella de sangre; en los rincones, rest os de cigarrillos de m arca húngara; en un arm ario,
un libro en lat ín - el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden- con varias not as
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m anuscrit as. Treviranus lo m iró con indignación e hizo buscar a Lönnrot . Ést e, sin sacarse
el som brero, se puso a leer, m ient ras el com isario int errogaba a los cont radict orios
t est igos del secuest ro posible. A las cuat ro salieron. En la t orcida Rue de Toulon, cuando
pisaban las serpent inas m uert as del alba, Treviranus dij o:
- ¿Y si la hist oria de est a noche fuera un sim ulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con t oda gravedad un pasaj e ( que est aba subrayado) de la
disert ación t rigésim a t ercera del Philologus : «“Dies Judaeorum incipit a solis occasu
usque ad solis occasum die¡ sequentis”. Est o quiere decir - agregó- : “El día hebreo
empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer”».
El ot ro ensayó una ironía.
- ¿Ese dat o es el m ás valioso que ust ed ha recogido est a noche?
- No. Más valiosa es una palabra que dij o Ginzberg.
Los diarios de la t arde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la
Espada las cont rast ó con la adm irable disciplina y el orden del últ im o Congreso Erem ít ico;
Ernst Palast , en El Mártir, reprobó «las dem oras int olerables de un pogrom clandest ino y
frugal, que ha necesit ado t res m eses para liquidar t res j udíos»; la Yidische Zaitung
rechazó la hipót esis horrorosa de un com plot ant isem it a, «aunque m uchos espírit us
penet rant es no adm it en ot ra solución del t riple m ist erio»; el m ás ilust re de los pist oleros
del Sur, Dandy Red Scharlach, j uró que en su dist rit o nunca se producirían crím enes de
ésos y acusó de culpable negligencia al com isario Franz Treviranus.
Ést e recibió, la noche del prim ero de m arzo, un im ponent e sobre sellado. Lo abrió: el
sobre cont enía una cart a firm ada Baruj Spinoza y un m inucioso plano de la ciudad,
arrancado not oriam ent e de un Baedeker. La cart a profet izaba que el 3 de m arzo no habría
un cuart o crim en, pues la pint urería del Oest e, la t aberna de la Rue de Toulon y el Hót el
du Nord eran «los vért ices perfect os de un t riángulo equilát ero y m íst ico» ; el plano
dem ost raba en t int a roj a la regularidad de ese t riángulo. Treviranus leyó con resignación
ese argum ent o more geometrico y m andó la cart a y el plano a casa de Lönnrot
- indiscut ible m erecedor de t ales locuras.
Erik Lönnrot las est udió. Los t res lugares, en efect o, eran equidist ant es. Sim et ría en el
t iem po ( 3 de diciem bre, 3 de enero, 3 de febrero) ; sim et ría en el espacio, t am bién...
Sint ió, de pront o, que est aba por descifrar el m ist erio. Un com pás y una brúj ula
com plet aron esa brusca int uición. Sonrió, pronunció la palabra Tet ragrám at on ( de
adquisición recient e) y llam ó por t eléfono al com isario. Le dij o:
- Gracias por ese t riángulo equilát ero que ust ed anoche m e m andó. Me ha perm it ido
resolver el problem a. Mañana viernes los crim inales est arán en la cárcel; podem os est ar
m uy t ranquilos.
- Ent onces ¿no planean un cuart o crim en?
- Precisam ent e porque planean un cuart o crim en, podem os est ar m uy t ranquilos.
- Lönnrot colgó el t ubo. Una hora después, viaj aba en un t ren de los Ferrocarriles
Aust rales, rum bo a la quint a abandonada de Trist e- le- Roy. Al sur de la ciudad de m i
cuent o fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infam ado de curt iem bres y de basuras.
Del ot ro lado hay un suburbio fabril donde, al am paro de un caudillo barcelonés, m edran
los pist oleros. Lönnrot sonrió al pensar que el m ás afam ado - Red Scharlach- hubiera dado
cualquier cosa por conocer esa clandest ina visit a. Azevedo fue com pañero de Scharlach;
Lönnrot consideró la rem ot a posibilidad de que la cuart a víct im a fuera Scharlach.
Después, la desechó... Virt ualm ent e, había descifrado el problem a; las m eras
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Ficciones
Jorge Luis Borges
circunst ancias, la realidad ( nom bres, arrest os, caras, t rám it es j udiciales y carcelarios) ,
apenas le int eresaban ahora. Quería pasear, quería descansar de t res m eses de
sedent aria invest igación. Reflexionó que la explicación de los crím enes est aba en un
t riángulo anónim o y en una polvorient a palabra griega. El m ist erio casi le pareció
crist alino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El t ren paró en una silenciosa est ación de cargas. Lönnrot baj ó. Era una de esas t ardes
desiert as que parecen am aneceres. El aire de la t urbia llanura era húm edo y frío. Lönnrot ,
echó a andar por el cam po. Vio perros, vio un furgón en una vía m uert a, vio el horizont e,
vio un caballo plat eado que bebía el agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el
m irador rect angular de la quint a de Trist e- le- Roy, casi t an alt o com o los negros eucalipt os
que lo rodeaban. Pensó que apenas un am anecer y un ocaso ( un viej o resplandor en el
orient e y ot ro en el occident e) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del
Nom bre.
Una herrum brada verj a definía el perím et ro irregular de la quint a. El port ón principal
est aba cerrado. Lönnrot , sin m ucha esperanza de ent rar, dio t oda la vuelt a. De nuevo
ant e el port ón infranqueable, m et ió la m ano ent re los barrot es, casi m aquinalm ent e, y dio
con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el port ón
ent ero cedió.
Lönnrot avanzó ent re los eucalipt os, pisando confundidas generaciones de rot as hoj as
rígidas. Vist a de cerca, la casa de la quint a de Trist e- le- Roy abundaba en inút iles sim et rías
y en repet iciones m aniát icas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un
segundo nicho ot ra Diana; un balcón se reflej aba en ot ro balcón; dobles escalinat as se
abrían en doble balaust rada. Un Herm es de dos caras proyect aba una som bra
m onst ruosa. Lönnrot rodeó la casa com o había rodeado la quint a. Todo lo exam inó; baj o
el nivel de la t erraza vio una est recha persiana.
La em puj ó: unos pocos escalones de m árm ol descendían a un sót ano. Lönnrot , que ya
int uía las preferencias del arquit ect o, adivinó que en el opuest o m uro del sót ano había
ot ros escalones. Los encont ró, subió, alzó las m anos y abrió la t ram pa de salida.
Un resplandor lo guió a una vent ana. La abrió: una luna am arilla y circular definía en el
t rist e j ardín dos fuent es cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ant ecom edores y galerías
salió a pat ios iguales y repet idas veces al m ism o pat io. Subió por escaleras polvorient as a
ant ecám aras circulares; infinit am ent e se m ult iplicó en espej os opuest os; se cansó de abrir
o ent reabrir vent anas que le revelaban, afuera, el m ism o desolado j ardín desde varias
alt uras y varios ángulos; adent ro, m uebles con fundas am arillas y arañas em baladas en
t arlat án. Un dorm it orio lo det uvo; en ese dorm it orio, una sola flor en una copa de
porcelana; al prim er roce los pét alos ant iguos se deshicieron. En el segundo piso, en el
últ im o, la casa le pareció infinit a y crecient e. «La casa no es t an grande - pensó- . La
agrandan la penum bra, la sim et ría, los espej os, los m uchos años, m i desconocim ient o, la
soledad.»
Por una escalera espiral llegó al m irador. La luna de esa t arde at ravesaba los losanges
de las vent anas; eran am arillos, roj os y verdes. Lo det uvo un recuerdo asom brado y
vert iginoso.
Dos hom bres de pequeña est at ura, feroces y fornidos, se arroj aron sobre él y lo
desarm aron; ot ro, m uy alt o, lo saludó con gravedad y le dij o:
- Ust ed es m uy am able. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hom bres m aniat aron a Lönnrot . Ést e, al fin, encont ró su voz.
- Scharlach ¿ust ed busca el Nom bre Secret o?
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Ficciones
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Scharlach seguía de pie, indiferent e. No había part icipado en la breve lucha, apenas si
alargó la m ano para recibir el revólver de Lönnrot . Habló; Lönnrot oyó en su voz una
fat igada vict oria, un odio del t am año del universo, una t rist eza no m enor que aquel odio.
- No - dij o Scharlach- . Busco algo m ás efím ero y deleznable, busco a Erik Lönnrot . Hace
t res años, en un garit o de la Rue de Toulon, ust ed m ism o arrest ó e hizo encarcelar a m i
herm ano. En un cupé, m is hom bres m e sacaron del t irot eo con una bala policial en el
vient re. Nueve días y nueve noches agonicé en est a desolada quint a sim ét rica; m e
arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifront e que m ira los ocasos y las auroras daba horror a
m i ensueño y a m i vigilia. Llegué a abom inar de m i cuerpo, llegué a sent ir que dos oj os,
dos m anos, dos pulm ones, son t an m onst ruosos com o dos caras. Un irlandés t rat ó de
convert irm e a la fe de Jesús; m e repet ía la sent encia de los goim: «Todos los cam inos
llevan a Rom a». De noche, m i delirio se alim ent aba de esa m et áfora: yo sent ía que el
m undo es un laberint o, del cual era im posible huir, pues t odos los cam inos, aunque
fingieran ir al nort e o al sur, iban realm ent e a Rom a, que era t am bién la cárcel
cuadrangular donde agonizaba m i herm ano y la quint a de Trist e- le- Roy. En esas noches
yo j uré por el dios que ve con dos caras y por t odos los dioses de la fiebre y de los
espej os t ej er un laberint o en t orno del hom bre que había encarcelado a m i herm ano. Lo
he t ej ido y es firm e: los m at eriales son un heresiólogo m uert o, una brúj ula, una sect a del
siglo xvt ii, una palabra griega, un puñal, los rom bos de una pint urería.
»El prim er t érm ino de la serie m e fue dado por el azar. Yo había t ram ado con algunos
colegas - ent re ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del Tet rarca. Azevedo nos
t raicionó: se em borrachó con el dinero que le habíam os adelant ado y acom et ió la em presa
el día ant es. En el enorm e hot el se perdió; hacia las dos de la m añana irrum pió en el
dorm it orio de Yarm olinsky. Ést e, acosado por el insom nio, se había puest o a escribir.
Verosím ilm ent e, redact aba unas not as o un art ículo sobre el Nom bre de Dios; había
escrit o ya las palabras: " La prim era let ra del Nom bre ha sido art iculada" . Azevedo le
int im ó silencio; Yarm olinsky alargó la m ano hacia el t im bre que despert aría t odas las
fuerzas del hot el; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un m ovim ient o
reflej o; m edio siglo de violencia le había enseñado que lo m ás fácil y seguro es m at ar... A
los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que ust ed buscaba en los escrit os de
Yarm olinsky la clave de la m uert e de Yarm olinsky Leí la Historia de la secta de los
Hasidim; supe que el m iedo reverent e de pronunciar el Nom bre de Dios había originado la
doct rina de que ese Nom bre es t odopoderoso y recóndit o. Supe que algunos Hasidim , en
busca de ese Nom bre secret o, habían llegado a com et er sacrificios hum anos... Com prendí
que ust ed conj et uraba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; m e dediqué a
j ust ificar esa conj et ura.
»Marcelo Yarm olinsky m urió la noche del t res de diciem bre; para el segundo " sacrificio"
elegí la del t res de enero. Murió en el Nort e; para el segundo " sacrificio" nos convenía un
lugar del Oest e. Daniel Azevedo fue la víct im a necesaria. Merecía la m uert e: era un
im pulsivo, un t raidor; su capt ura podía aniquilar t odo el plan. Uno de los nuest ros lo
apuñaló; para vincular su cadáver al ant erior, yo escribí encim a de los rom bos de la
pint urería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
» El t ercer " crim en" se produj o el 3 de febrero. Fue, com o Treviranus adivinó, un m ero
sim ulacro. Gryphius- Ginzberg- Ginsburg soy yo; una sem ana int erm inable sobrellevé
( suplem ent ado por una t enue barba post iza) en ese perverso cubículo de la Rue de
Toulon, hast a que los am igos m e secuest raron. Desde el est ribo del cupé, uno de ellos
escribió en un pilar " La últ im a de las let ras del Nom bre ha sido art iculada" . Esa escrit ura
divulgó que la serie de crím enes era triple. Así lo ent endió el público; yo, sin em bargo,
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Ficciones
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int ercalé repet idos indicios para que ust ed, el razonador Erik Lönnrot , com prendiera que
es cuádruple. Un prodigio en el Nort e, ot ros en el Est e y en el Oest e, reclam an un cuart o
prodigio en el Sur; el Tet ragrám at on - el Nom bre de Dios, JHVH- const a de cuatro let ras;
los arlequines y la m uest ra del pint urero sugieren cuatro t érm inos. Yo subrayé ciert o
pasaj e en el m anual de Leusden; ese pasaj e m anifiest a que los hebreos com put aban el
día de ocaso a ocaso; ese pasaj e da a ent ender que las m uert es ocurrieron el cuatro de
cada m es. Yo m andé el t riángulo equilát ero a Treviranus. Yo present í que ust ed agregaría
el punt o que falt a. El punt o que det erm ina un rom bo perfect o, el punt o que prefij a el
lugar donde una exact a m uert e lo espera. Todo lo he prem edit ado, Erik Lönnrot , para
at raerlo a ust ed a las soledades de Trist e- le- Roy.
Lönnrot evit ó los oj os de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rom bos
t urbiam ent e am arillos, verdes y roj os. Sint ió un poco de frío y una t rist eza im personal,
casi anónim a. Ya era de noche; desde el polvorient o j ardín subió el grit o inút il de un
páj aro. Lönnrot , consideró por últ im a vez el problem a de las m uert es sim ét ricas y
periódicas.
- En su laberint o sobran t res líneas - dij o por fin- . Yo sé de un laberint o griego que es
una línea única, rect a. En esa línea se han perdido t ant os filósofos que bien puede
perderse un m ero detective. Scharlach, cuando en ot ro avat ar ust ed m e dé caza, finj a ( o
com et a) un crim en en A, luego un segundo crim en en B, a 8 kilóm et ros de A, luego un
t ercer crim en en C, a 4 kilóm et ros de A y de B, a m it ad de cam ino ent re los dos.
Aguárdem e después en D, a 2 kilóm et ros de A y de C, de nuevo a m it ad de cam ino.
Mát em e en D, com o ahora va a m at arm e en Trist e- le- Roy.
- Para la ot ra vez que lo m at e - replicó Scharlach- le prom et o ese laberint o, que const a
de una sola línea rect a y que es invisible, incesant e.
Ret rocedió unos pasos. Después, m uy cuidadosam ent e, hizo fuego.
1942
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Jorge Luis Borges
El milagro secreto
Y Dios lo hizo morir durante cien años y
luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día -respondió.
Alcorán, 11, 261
La noche del 14 de m arzo de 1939, en un depart am ent o de la Zeltnergasse de Praga,
Jarom ir Hladík, aut or de la inconclusa t ragedia Los enemigos, de una Vindicación de la
eternidad y de un exam en de las indirect as fuentes judías de Jakob Boehm e, soñó con
un largo ajedrez. No lo disput aban dos individuos sino dos fam ilias ilust res; la part ida
había sido ent ablada hace m uchos siglos; nadie era capaz de nom brar el olvidado prem io,
pero se m urm uraba que era enorm e y quizá infinit o; las piezas y el t ablero est aban en
una t orre secret a; Jarom ir ( en el sueño) era el prim ogénit o de una de las fam ilias
host iles; en los relojes resonaba la hora de la im post ergable j ugada; el soñador corría por
las arenas de un desiert o lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del aj edrez.
En ese punto, se despertó. Cesaron los est ruendos de la lluvia y de los t erribles reloj es.
Un ruido acom pasado y unánim e, cort ado por algunas voces de m ando, subía de la
Zeltnergasse. Era el am anecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich ent raban en
Praga.
El 19, las aut oridades recibieron una denuncia; el m ism o 19, al at ardecer, Jarom ir
Hladík fue arrest ado. Lo conduj eron a un cuart el asépt ico y blanco, en la ribera opuest a
del Moldau. No pudo levant ar uno solo de los cargos de la Gest apo: su apellido m at erno
era Jaroslavski, su sangre era j udía, su est udio sobre Boehm e era j udaizant e, su firm a
dilat aba el censo final de una prot est a cont ra el Anschluss. En 1928 había t raducido el
Sepher Yezirah para la edit orial Herm ann Barsdorf; el efusivo cat álogo de esa casa había
exagerado com ercialm ent e el renom bre del t raduct or; ese cat álogo fue hoj eado por Julius
Rot he, uno de los j efes en cuyas m anos est aba la suert e de Hladík. No hay hom bre que,
fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o t res adj et ivos en let ra gót ica bast aron
para que Julius Rot he adm it iera la preem inencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran
a m uert e, pour encourager les autres . Se fij ó el día 29 de m arzo, a las nueve a.m . Esa
dem ora ( cuya im port ancia apreciará después el lect or) se debía al deseo adm inist rat ivo de
obrar im personal y pausadam ent e, com o los veget ales y los planet as.
El prim er sent im ient o de Hladík fue de m ero t error. Pensó que no lo hubieran arredrado
la horca, la decapit ación o el degüello, pero que m orir fusilado era int olerable. En vano se
redij o que el act o puro y general de m orir era lo t em ible, no las circunst ancias concret as.
No se cansaba de im aginar esas circunst ancias: absurdam ent e procuraba agot ar t odas las
variaciones. Ant icipaba infinit am ent e el proceso, desde el insom ne am anecer hast a la
m ist eriosa descarga. Ant es del día prefij ado por Julius Rot he, m urió cent enares de
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Ficciones
Jorge Luis Borges
m uert es, en pat ios cuyas form as y cuyos ángulos fat igaban la geom et ría, am et rallado por
soldados variables, en núm ero cam biant e, que a veces lo ult im aban desde lej os; ot ras,
desde m uy cerca. Afront aba con verdadero t em or ( quizá con verdadero coraj e) esas
ej ecuciones im aginarias; cada sim ulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo,
Jarom ir int erm inablem ent e volvía a las t rém ulas vísperas de su m uert e. Luego reflexionó
que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que
prever un det alle circunst ancial es im pedir que ést e suceda. Fiel a esa débil m agia,
invent aba, para que no sucedieran, rasgos at roces; nat uralm ent e, acabó por t em er que
esos rasgos fueran profét icos. Miserable en la noche, procuraba afirm arse de algún m odo
en la sust ancia fugit iva del t iem po. Sabía que ést e se precipit aba hacia el alba del día 29;
razonaba en voz alt a: «Ahora est oy en la noche del 22; m ient ras dure est a noche ( y seis
noches m ás) soy invulnerable, inm ort al». Pensaba que las noches de sueño eran pilet as
hondas y oscuras en las que podía sum ergirse. A veces anhelaba con im paciencia la
definit iva descarga, que lo redim iría, m al o bien, de su vana t area de im aginar. El 28,
cuando el últ im o ocaso reverberaba en los alt os barrot es, lo desvió de esas
consideraciones abyect as la im agen de su dram a Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarent a años. Fuera de algunas am ist ades y de m uchas
cost um bres, el problem át ico ej ercicio de la lit erat ura const it uía su vida; com o t odo
escrit or, m edía las virt udes de los ot ros por lo ej ecut ado por ellos y pedía que los ot ros lo
m idieran por lo que vislum braba o planeaba. Todos los libros que había dado a la est am pa
le infundían un com plej o arrepent im ient o. En sus exám enes de la obra de Boehm e, de
Abnesra y de Flood, había int ervenido esencialm ent e la m era aplicación; en su t raducción
del Sepher Yezirah, la negligencia, la fat iga y la conj et ura. Juzgaba m enos deficient e, t al
vez, la Vindicación de la eternidad: el prim er volum en hist oria las diversas et ernidades
que han ideado los hom bres, desde el inm óvil Ser de Parm énides hast a el pasado
m odificable de Hint on; el segundo niega ( con Francis Bradley) que t odos los hechos del
universo int egran una serie t em poral. Arguye que no es infinit a la cifra de las posibles
experiencias del hom bre y que bast a una sola «repet ición» para dem ost rar que el t iem po
es una falacia... Desdichadam ent e, no son m enos falaces los argum ent os que dem uest ran
esa falacia; Hladík solía recorrerlos con ciert a desdeñosa perplej idad. Tam bién había
redact ado una serie de poem as expresionist as; ést os, para confusión del poet a, figuraron
en una ant ología de 1924 y no hubo ant ología post erior que no los heredara. De t odo ese
pasado equívoco y lánguido quería redim irse Hladík con el dram a en verso Los enemigos.
( Hladík preconizaba el verso, porque im pide que los espect adores olviden la irrealidad,
que es condición del art e.)
Est e dram a observaba las unidades de t iem po, de lugar y de acción; t ranscurría en
Hradcany; en la bibliot eca del barón de Roem erst adt , en una de las últ im as t ardes del
siglo xix. En la prim era escena del prim er act o, un desconocido visit a a Roem erst adt . ( Un
reloj da las siet e, una vehem encia de últ im o sol exalt a los crist ales, el aire t rae una
apasionada y reconocible m úsica húngara.) A est a visit a siguen ot ras; Roem erst adt no
conoce las personas que lo im port unan, pero t iene la incóm oda im presión de haberlos
vist o ya, t al vez en un sueño. Todos exageradam ent e lo halagan, pero es not orio - prim ero
para los espect adores del dram a, luego para el m ism o barón- que son enem igos secret os,
conj urados para perderlo. Roem erst adt logra det ener o burlar sus com plej as int rigas; en
el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un t al Jaroslav Kubin, que alguna vez
la im port unó con su am or. Ést e, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roem erst adt ... Los
peligros arrecian; Roem erst adt , al cabo del segundo act o, se ve en la obligación de m at ar
a un conspirador. Em pieza el t ercer act o, el últ im o. Crecen gradualm ent e las
incoherencias: vuelven act ores que parecían descart ados ya de la t ram a; vuelve, por un
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Ficciones
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inst ant e, el hom bre m at ado por Roem erst adt . Alguien hace not ar que no ha at ardecido: el
reloj da las siet e, en los alt os crist ales reverbera el sol occident al, el aire t rae una
apasionada m úsica húngara. Aparece el prim er int erlocut or y repit e las palabras que
pronunció en la prim era escena del prim er act o. Roem erst adt le habla sin asom bro; el
espect ador ent iende que Roem erst adt es el m iserable Jaroslav Kubin. El dram a no ha
ocurrido: es el delirio circular que int erm inablem ent e vive y revive Kubin.
Nunca se había pregunt ado Hladík si esa t ragicom edia de errores era baladí o
adm irable, rigurosa o casual. En el argum ent o que he bosquej ado int uía la invención m ás
apt a para disim ular sus defect os y para ej ercit ar sus felicidades, la posibilidad de rescat ar
( de m anera sim bólica) lo fundam ent al de su vida. Había t erm inado ya el prim er act o y
alguna escena del t ercero; el caráct er m ét rico de la obra le perm it ía exam inarla
cont inuam ent e, rect ificando los hexám et ros, sin el m anuscrit o a la vist a. Pensó que aún le
falt aban dos act os y que m uy pront o iba a m orir. Habló con Dios en la oscuridad. «Si de
algún m odo exist o, si no soy una de t us repet iciones y errat as, exist o com o aut or de Los
enemigos. Para llevar a t érm ino ese dram a, que puede j ust ificarm e y j ust ificart e, requiero
un año m ás. Ot órgam e esos días, Tú de quien son los siglos y el t iem po.» Era la últ im a
noche, la m ás at roz, pero diez m inut os después el sueño lo anegó com o un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocult ado en una de las naves de la bibliot eca del
Clem ent inum . Un bibliot ecario de gafas negras le pregunt ó: «¿Qué busca?». Hladík le
replicó: «Busco a Dios». El bibliot ecario le dij o: «Dios est á en una de las let ras de una de
las páginas de uno de los cuat rocient os m il t om os del Clementinum. Mis padres y los
padres de m is padres han buscado esa let ra; yo m e he quedado ciego buscándola». Se
quit ó las gafas y Hladík vio los oj os, que est aban m uert os. Un lect or ent ró a devolver un
at las. «Est e at las es inút il», dij o, y se lo dio a Hladík. Ést e lo abrió al azar. Vio un m apa de
la I ndia, vert iginoso. Bruscam ent e seguro, t ocó una de las m ínim as let ras. Una voz ubicua
le dij o: « El t iem po de t u labor ha sido ot orgado». Aquí Hladík se despert ó.
Recordó que los sueños de los hom bres pert enecen a Dios y que Maim ónides ha escrit o
que son divinas las palabras de un sueño, cuando son dist int as y claras y no se puede ver
quién las dij o. Se vist ió; dos soldados ent raron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del ot ro lado de la puert a, Hladík había previst o un laberint o de galerías, escaleras y
pabellones. La realidad fue m enos rica: baj aron a un t raspat io por una sola escalera de
fierro. Varios soldados - alguno de uniform e desabrochado- revisaban una m ot ociclet a y la
discut ían. El sargent o m iró el reloj : eran las ocho y cuarent a y cuat ro m inut os. Había que
esperar que dieran las nueve. Hladík, m ás insignificant e que desdichado, se sent ó en un
m ont ón de leña. Advirt ió que los oj os de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la
espera, el sargent o le ent regó un cigarrillo. Hladík no fum aba; lo acept ó por cort esía o por
hum ildad. Al encenderlo, vio que le t em blaban las m anos. El día se nubló; los soldados
hablaban en voz baj a com o si él ya est uviera m uert o. Vanam ent e, procuró recordar a la
m uj er cuyo sím bolo era Julia de Weidenau...
El piquet e se form ó, se cuadró. Hladík, de pie cont ra la pared del cuart el, esperó la
descarga. Alguien t em ió que la pared quedara m aculada de sangre; ent onces le ordenaron
al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdam ent e, recordó las vacilaciones
prelim inares de los fot ógrafos. Una pesada got a de lluvia rozó una de las sienes de Hladík
y rodó lent am ent e por su m ej illa; el sargent o vociferó la orden final.
El universo físico se det uvo.
Las arm as convergían sobre Hladík, pero los hom bres que iban a m at arlo est aban
inm óviles. El brazo del sargent o et ernizaba un adem án inconcluso. En una baldosa del
pat io una abej a proyect aba una som bra fij a. El vient o había cesado, com o en un cuadro.
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Ficciones
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Hladík ensayó un grit o, una sílaba, la t orsión de una m ano. Com prendió que est aba
paralizado. No le. llegaba ni el m ás t enue rum or del im pedido m undo. Pensó «est oy en el
infierno, est oy m uert o». Pensó «est oy loco». Pensó «el t iem po se ha det enido». Luego
reflexionó que, en t al caso, t am bién se hubiera det enido su pensam ient o. Quiso ponerlo a
prueba: repit ió ( sin m over los labios) la m ist eriosa cuart a égloga de Virgilio. I m aginó que
los ya rem ot os soldados com part ían su angust ia; anheló com unicarse con ellos. Le
asom bró no sent ir ninguna fat iga, ni siquiera el vért igo de su larga inm ovilidad. Durm ió, al
cabo de un plazo indet erm inado. Al despert ar, el m undo seguía inm óvil y sordo. En su
m ej illa perduraba la, got a de agua; en el pat io, la som bra de la abej a; el hum o del
cigarrillo que había t irado no acababa nunca de dispersarse. Ot ro «día» pasó, ant es que
Hladík ent endiera.
Un año ent ero había solicit ado de Dios para t erm inar su labor: un año le ot orgaba su
om nipot encia. Dios operaba para él un m ilagro secret o: lo m at aría el plom o germ ánico, en
la hora det erm inada, pero en su m ent e un año t rascurría ent re la orden y la ej ecución de
la orden. De la perplej idad pasó al est upor, del est upor a la resignación, de la resignación
a la súbit a grat it ud.
No disponía de ot ro docum ent o que la m em oria; el aprendizaj e de cada hexám et ro que
agregaba le im puso un afort unado rigor que no sospechan quienes avent uran y olvidan
párrafos int erinos y vagos. No t rabaj ó para la post eridad ni aun para Dios, de cuyas
preferencias lit erarias poco sabía. Minucioso, inm óvil, secret o, urdió en el t iem po su alt o
laberint o invisible. Rehízo el t ercer act o dos veces. Borró algún sím bolo dem asiado
evident e: las repet idas cam panadas, la m úsica. Ninguna circunst ancia lo im port unaba.
Om it ió, abrevió, am plificó; en algún caso, opt ó por la versión prim it iva. Llegó a querer el
pat io, el cuart el; uno de los rost ros que lo enfrent aban m odificó su concepción del
caráct er de Roem erst adt . Descubrió que las arduas cacofonías que alarm aron t ant o a
Flaubert son m eras superst iciones visuales: debilidades y m olest ias de la palabra escrit a,
no de la palabra sonora... Dio t érm ino a su dram a: no le falt aba ya resolver sino un solo
epít et o. Lo encont ró; la got a de agua resbaló en su m ej illa. I nició un grit o enloquecido,
m ovió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jarom ir Hladík m urió el 29 de m arzo, a las nueve y dos m inut os de la m añana.
1943
73
Ficciones
Jorge Luis Borges
Tres versiones de Judas
There seemed a certainty in degradation.
T E. LAWRENCE, Seven Pillars of
Wisdom, CI I I
En el Asia Menor o en Alej andría, en el segundo siglo de nuest ra fe, cuando Basílides
publicaba que el cosm os era una t em eraria o m alvada im provisación de ángeles
deficient es, Nils Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión int elect ual, uno de los
convent ículos gnóst icos. Dant e le hubiera dest inado, t al vez, un sepulcro de fuego; su
nom bre aum ent aría los cat álogos de heresiarcas m enores, ent re Sat ornilo y Carpócrat es;
algún fragm ent o de sus prédicas, exornado de inj urias, perduraría en el apócrifo Liber
adversus omnes haereses o habría perecido cuando el incendio de una bibliot eca
m onást ica devoró el últ im o ej em plar del Syntagma. En cam bio, Dios le deparó el siglo xx
y la ciudad universit aria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la prim era edición de Kristus och
judas; ahí, en 1909, su libro capit al Den hemlige Frälsaren. ( Del últ im o hay versión
alem ana, ej ecut ada en 1912 por Em il Schering; se llam a Der heimliche Heiland.)
Ant es de ensayar un exam en de los precit ados t rabaj os, urge repet ir que Nils
Runeberg, m iem bro de la Unión Evangélica Nacional, era hondam ent e religioso. En un
cenáculo de París o aun de Buenos Aires, un lit erat o podría m uy bien redescubrir las t esis
de Runeberg; esas t esis, propuest as en un cenáculo, serán ligeros ej ercicios inút iles de la
negligencia o de la blasfem ia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un m ist erio
cent ral de la t eología; fueron m at eria de m edit ación y de análisis, de cont roversia
hist órica y filológica, de soberbia, de j úbilo y de t error. Just ificaron y desbarat aron su
vida. Quienes recorran est e art ículo, deben asim ism o considerar que no regist ra sino las
conclusiones de Runeberg, no su dialéct ica y sus pruebas. Alguien observará que la
conclusión precedió sin duda a las «pruebas». ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo
no creído por él o cuya prédica no le im port a?
La prim era edición de Kristus och Judas lleva est e cat egórico epígrafe, cuyo sent ido,
años después, m onst ruosam ent e dilat aría el propio Nils Runeberg: «No una cosa, t odas
las cosas que la t radición at ribuye a j udas I scariot e son falsas» ( De Quincey, 1857) .
Precedido por algún alem án, De Quincey especuló que j udas ent regó a Jesucrist o para
forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vast a rebelión cont ra el yugo de Rom a;
Runeberg sugiere una vindicación de índole m et afísica. Hábilm ent e, em pieza por dest acar
la superfluidad del act o de j udas. Observa ( com o Robert son) que para ident ificar a un
m aest ro que diariam ent e predicaba en la sinagoga y que obraba m ilagros ant e concursos
de m iles de hom bres, no se requiere la t raición de un apóst ol. Ello, sin em bargo, ocurrió.
74
Ficciones
Jorge Luis Borges
Suponer un error en la Escrit ura es int olerable; no m enos int olerable es adm it ir un hecho
casual en el m ás precioso acont ecim ient o de la hist oria del m undo. Ergo, la t raición de
j udas no fue casual; fue un hecho prefij ado que t iene su lugar m ist erioso en la econom ía
de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la
ubicuidad al espacio, de la et ernidad a la hist oria, de la dicha sin lím it es a la m ut ación y a
la m uert e; para corresponder a t al sacrificio, era necesario que un hom bre, en
represent ación de t odos los hom bres, hiciera un sacrificio condigno. Judas I scariot e fue
ese hom bre. Judas, único ent re los apóst oles, int uyó la secret a divinidad y el t errible
propósit o de Jesús. El Verbo se había rebaj ado a m ort al; Judas, discípulo del Verbo, podía
rebaj arse a delat or ( el peor delit o que la infam ia soport a) y a ser huésped del fuego que
no se apaga. El orden inferior es un espej o del orden superior; las form as de la t ierra
corresponden a las form as del cielo; las m anchas de la piel son un m apa de las
incorrupt ibles const elaciones; Judas reflej a de algún m odo a Jesús. De allí los t reint a
dineros y el beso; de ahí la m uert e volunt aria, para m erecer aún m ás la Reprobación. Así
dilucidó Nils Runeberg el enigm a de j udas.
Los t eólogos de t odas las confesiones lo refut aron. Lars Pet er Engst röm lo acusó de
ignorar, o de pret erir, la unión hipost át ica; Axel Borelius, de renovar la herej ía de los
docet as, que negaron la hum anidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de cont radecir
el t ercer versículo del capít ulo veint idós del evangelio de San Lucas.
Est os variados anat em as influyeron en Runeberg, que parcialm ent e reescribió el
reprobado libro y m odificó su doct rina. Abandonó a sus adversarios el t erreno t eológico y
propuso oblicuas razones de orden m oral. Adm it ió que Jesús, «que disponía de los
considerables recursos que la Om nipot encia puede ofrecer», no necesit aba de un hom bre
para redim ir a t odos los hom bres. Rebat ió, luego, a quienes afirm an que nada sabem os
del inexplicable t raidor; sabem os, dij o, que fue uno de los apóst oles, uno de los elegidos
para anunciar el reino de los cielos, para sanar enferm os, para lim piar leprosos, para
resucit ar m uert os y para echar fuera dem onios ( Mat eo 10: 7- 8; Lucas 9: 1) . Un varón a
quien ha dist inguido así el Redent or m erece de nosot ros la m ej or int erpret ación de sus
act os. I m put ar su crim en a la codicia ( com o lo han hecho algunos, alegando a Juan 12: 6)
es resignarse al m óvil m ás t orpe. Nils Runeberg propone el m óvil cont rario: un hiperbólico
y hast a ilim it ado ascet ism o. El ascet a, para m ayor gloria de Dios, envilece y m ort ifica la
carne; Judas hizo lo propio con el espírit u. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de
los cielos, com o ot ros, m enos heroicam ent e, al placer. 1 Prem edit ó con lucidez t errible sus
culpas. En el adult erio suelen part icipar la t ernura y la abnegación; en el hom icidio, el
coraj e; en las profanaciones y la blasfem ia, ciert o fulgor sat ánico. Judas eligió aquellas
culpas no visit adas por ninguna virt ud: el abuso de confianza ( Juan 12: 6) y la delación.
Obró con gigant esca hum ildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrit o: « El que
se gloria, gloríese en el Señor» ( I Corint ios 1: 31) ; Judas buscó el I nfierno, porque la
dicha del Señor le bast aba. Pensó que la felicidad, com o el bien, es un at ribut o divino y
que no deben usurparlo los hom bres. 2
Muchos han descubiert o, post factum, que en los j ust ificables com ienzos de Runeberg
est á su ext ravagant e fin y que Den hemlige Frälsaren es una m era perversión o
1
Bor elius int er r oga con bur la: «¿Por qué no r enunció a r enunciar ? ¿Por qué no a r enunciar a r enunciar ?».
2
Euclydes da Cunha, en un libr o ignor ado por Runeber g, anot a que par a el her esiar ca de Canudos, Ant onio Conselheir o, la
virt ud «era una casi im piedad». El lect or ar gent ino recordar á pasaj es análogos en la obra de Alm afuert e. Runeberg publicó,
en la hoj a sim bólica Sju insegel, un asiduo poem a descr ipt ivo, El agua secreta; las pr im er as est r ofas nar r an los hechos de un
t um ult uoso día; las út t im as, el hallazgo de un est anque glacial; el poet a sugier e que la per dur ación de esa agua silenciosa
cor r ige nuest r a inút il violencia y de algún m odo la per m it e y la absuelve. El poem a concluye así: «El agua de la selva es
feliz; podem os ser m alvados y dolorosos».
75
Ficciones
Jorge Luis Borges
exasperación de Kristus och_judas. A fines de 1907, Runeberg t erm inó y revisó el t ext o
m anuscrit o; casi dos años t ranscurrieron sin que lo ent regara a la im prent a. En oct ubre de
1909, el libro apareció con un prólogo ( t ibio hast a lo enigm át ico) del hebraíst a
dinam arqués Erik Erfj ord y con est e pérfido epígrafe: «En el m undo est aba y el m undo fue
hecho por él, y el m undo no lo conoció» ( Juan 1: 10) . El argum ent o general no es
com plej o, si bien la conclusión es m onst ruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebaj ó a ser
hom bre para la redención del género hum ano; cabe conj et urar que fue perfect o el
sacrificio obrado por él, no invalidado o at enuado por om isiones. Lim it ar lo que padeció a
la agonía de una t arde en la cruz es blasfem at orio. 1 Afirm ar que fue hom bre y que fue
incapaz de pecado encierra cont radicción; los at ribut os de impeccabilitas y de humanitas
no son com pat ibles. Kem nit z adm it e que el Redent or pudo sent ir fat iga, frío, t urbación,
ham bre y sed; t am bién cabe adm it ir que pudo pecar y perderse. El fam oso t ext o «Brot ará
com o raíz de t ierra sedient a; no hay buen parecer en él, ni herm osura; despreciado y el
últ im o de los hom bres; varón de dolores, experim ent ado en quebrant os» ( I saías 53: 2- 3) ,
es para m uchos una previsión del crucificado, en la hora de su m uert e; para algunos
( verbigracia, Hans Lassen Mart ensen) , una refut ación de la herm osura que el consenso
vulgar at ribuye a Crist o; para Runeberg, la punt ual profecía no de un m om ent o sino de
t odo el at roz porvenir, en el t iem po y en la et ernidad, del Verbo hecho carne. Dios
t ot alm ent e se hizo hom bre hast a la infam ia, hom bre hast a la reprobación y el abism o.
Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los dest inos que t ram an la perplej a red de la
hist oria; pudo ser Alej andro o Pit ágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfim o dest ino: fue
j udas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Est ocolm o y de Lund. Los incrédulos
la consideraron, a priori, un insípido y laborioso j uego t eológico; los t eólogos la
desdeñaron. Runeberg int uyó en esa indiferencia ecum énica una casi m ilagrosa
confirm ación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la t ierra
Su t errible secret o. Runeberg com prendió que no era llegada la hora: Sint ió que est aban
convergiendo sobre él ant iguas m aldiciones divinas; recordó a Elías y a Moisés, ,que en la
m ont aña se t aparon la cara para no ver a Dios; a I saías, que se at erró cuando sus oj os
vieron a Aquel cuya gloria llena la t ierra; a Saúl, cuyos oj os quedaron ciegos en el cam ino
de Dam asco; al rabino Sim eón ben Azaí, que vio el Paraíso y m urió; al fam oso hechicero
Juan de Vit erbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim , que
abom inan de los im píos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secret o Nom bre de
Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crim en oscuro? ¿No sería ésa la blasfem ia cont ra
el Espírit u, la que no será perdonada ( Mat eo 12: 31) ? Valerio Sorano m urió por haber
divulgado el ocult o nom bre de Rom a; ¿qué infinit o cast igo sería el suyo, por haber
descubiert o y divulgado el horrible nom bre de Dios?
Ebrio de insom nio y de vert iginosa dialéct ica, Nils Runeberg erró por las calles de
Malm ö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de com part ir con el Redent or el
I nfierno.
1
- Maurice Abram owicz observa: « Jésus, d'aprés ce scandinave, a toujours le beau rôle; ses déboires, grâce à la science des
typographes, jouissent d'une réputabon polyglotte; sa résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut en somme, qu'une
villégiature». Er fj ord, en el t ercer apéndice de la Christ elige Dogm at ik refut a ese pasaj e. Anot a que la crucifixión de Dios no
ha cesado, porque lo acont ecido una sola vez en el t iem po se repit e sin t r egua en la et ernidad. Judas, ahora, sigue
cobrando las m onedas de plat a; sigue besando a Jesucrist o; sigue arroj ando las m onedas de plat a en el t em plo; sigue
anudando el lazo de la cuerda en el cam po de sangre. ( Erlord, para j ust ificar esa afir m ación, invoca el últ im o capít ulo del
prim er t om o de la Vindicación de la et ernidad, de Jarom ir Hladík)
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Murió de la rot ura de un aneurism a, el prim ero de m arzo de 1912. Los heresiólogos t al
vez lo recordarán; agregó al concept o del Hij o, que parecía agot ado, las com plej idades del
m al y del infort unio.
1944
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El fin
Recabarren, t endido, ent reabrió los oj os y vio el oblicuo cielo raso de j unco. De la ot ra
pieza le llegaba un rasgueo de guit arra, una suert e de pobrísim o laberint o que se
enredaba y desat aba infinit am ent e... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cot idianas
que ya no cam biaría nunca por ot ras. Miró sin lást im a su gran cuerpo inút il, el poncho de
lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, m ás allá de los barrot es de la vent ana,
se dilat aban la llanura y la t arde; había dorm ido, pero aún quedaba m ucha luz en el cielo.
Con el brazo izquierdo t ant eó, hast a dar con un cencerro de bronce que había al pie del
cat re. Una o dos veces lo agit ó; del ot ro lado de la puert a seguían llegándole los m odest os
acordes. El ej ecut or era un negro que había aparecido una noche con pret ensiones de
cant or y que había desafiado a ot ro forast ero a una larga payada de cont rapunt o.
Vencido, seguía frecuent ando la pulpería, com o a la espera de alguien. Se pasaba las
horas con la guit arra, pero no había vuelt o a cant ar; acaso la derrot a lo había am argado.
La gent e ya se había acost um brado a ese hom bre inofensivo. Recabarren, pat rón de la
pulpería, no olvidaría ese cont rapunt o; al día siguient e, al acom odar unos t ercios de
yerba, se le había m uert o bruscam ent e el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza
de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluim os apiadándonos con
exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que acept ó la parálisis
com o ant es había acept ado el rigor y las soledades de Am érica. Habit uado a vivir en el
present e, com o los anim ales, ahora m iraba el cielo y pensaba que el cerco roj o de la luna
era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados ( hij o suyo, t al vez) ent reabrió la puert a. Recabarren le
pregunt ó con los oj os si había algún parroquiano. El chico, t acit urno, le dij o por señas que
no; el negro no cont aba. El hom bre post rado se quedó solo; su m ano izquierda j ugó un
rat o con el cencerro, com o si ej erciera un poder.
La llanura, baj o el últ im o sol, era casi abst ract a, com o vist a en un sueño. Un punt o se
agit ó en el horizont e y creció hast a ser un j inet e que venía, o parecía venir, a la casa.
Recabarren vio el cham bergo, el largo poncho oscuro, el caballo m oro, pero no la cara del
hom bre, que, por fin, suj et ó el galope y vino acercándose al t rot ecit o. A unas doscient as
varas dobló. Recabarren no lo vio m ás, pero lo oyó chist ar, apearse, at ar el caballo al
palenque y ent rar con paso firm e en la pulpería.
Sin alzar los oj os del inst rum ent o, donde parecía buscar algo, el negro dij o con dulzura:
- Ya sabía yo, señor, que podía cont ar con ust ed.
El ot ro, con voz áspera, replicó:
- Y yo con vos, m oreno. Una porción de días t e hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
- Me est oy acost um brando a esperar. He esperado siet e años.
El ot ro explicó sin apuro:
- Más de siet e años pasé yo sin ver a m is hij os. Los encont ré ese día y no quise
m ost rarm e com o un hom bre que anda a las puñaladas.
78
Ficciones
Jorge Luis Borges
- Ya m e hice cargo - dij o el negro- . Espero que los dej ó con salud.
El forast ero, que se había sent ado en el m ost rador, se rió de buena gana. Pidió una
caña y la paladeó sin concluirla.
- Les di buenos consej os - declaró- , que nunca est án de m ás y no cuest an nada. Les
dij e, ent re ot ras cosas, que el hom bre no debe derram ar la sangre del hom bre.
Un lent o acorde precedió la respuest a del negro:
- Hizo bien. Así no se parecerán a nosot ros.
- Por lo m enos a m í - dij o el forast ero y añadió com o si pensara en voz alt a- : Mi dest ino
ha querido que yo m at ara y ahora, ot ra vez, m e pone el cuchillo en la m ano.
El negro, com o si no lo oyera, observó:
- Con el ot oño se van acort ando los días.
- Con la luz que queda m e bast a - replicó el ot ro, poniéndose de pie.
Se cuadró ant e el negro y le dij o com o cansado:
- Dej a en paz la guit arra, que hoy t e espera ot ra clase de cont rapunt o.
Los dos se encam inaron a la puert a. El negro, al salir, m urm uró:
- Tal vez en ést e m e vaya t an m al com o en el prim ero.
El ot ro cont est ó con seriedad:
- En el prim ero no t e fue m al. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alej aron un t recho de las casas, cam inando a la par. Un lugar de la llanura era igual
a ot ro y la luna resplandecía. De pront o se m iraron, se det uvieron y el forast ero se quit ó
las espuelas. Ya est aban con el poncho en el ant ebrazo, cuando el negro dij o:
- Una cosa quiero pedirle ant es que nos t rabem os. Que en est e encuent ro ponga t odo su
coraj e y t oda su m aña, com o en aquel ot ro de hace siet e años, cuando m at ó a m i
herm ano.
Acaso por prim era vez en su diálogo, Mart ín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sint ió com o
un acicat e. Se ent reveraron y el acero filoso rayó y m arcó la cara del negro.
Hay una hora de la t arde en que la llanura est á por decir algo; nunca lo dice o t al vez lo
dice infinit am ent e y no lo ent endem os, o lo ent endem os pero es int raducible com o una
m úsica... Desde su cat re, Recabarren vio el fin. Una em best ida y el negro reculó, perdió
pie, am agó un hachazo a la cara y se t endió en una puñalada profunda, que penet ró en el
vient re. Después vino ot ra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levant ó.
I nm óvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Lim pió el facón ensangrent ado en el
past o y volvió a las casas con lent it ud, sin m irar para at rás. Cum plida su t area de
j ust iciero, ahora era nadie. Mej or dicho era el ot ro: no t enía dest ino sobre la t ierra y había
m at ado a un hom bre.
79
Ficciones
Jorge Luis Borges
La secta del Fénix
Quienes escriben que la sect a del Fénix t uvo su origen en Heliópolis, y la derivan de la
rest auración religiosa que sucedió a la m uert e del reform ador Am enophis I V, alegan
t ext os de Heródot o, de Tácit o y de los m onum ent os egipcios, pero ignoran, o quieren
ignorar, que la denom inación por el Fénix no es ant erior a Hrabano Mauro y que las
fuent es m ás ant iguas ( las Saturnales o Flavio Josefo, digam os) sólo hablan de la Gent e
de la Cost um bre o de la Gent e del Secret o. Ya Gregorovius observó, en los convent ículos
de Ferrara, que la m ención del Fénix era rarísim a en el lenguaj e oral; en Ginebra he
t rat ado con art esanos que no m e com prendieron cuando inquirí si eran hom bres del Fénix,
pero que adm it ieron, act o cont inuo, ser hom bres del Secret o. Si no m e engaño, igual cosa
acont ece con los budist as; el nom bre por el cual los conoce el m undo no es el que ellos
pronuncian.
Miklosich, en una página dem asiado fam osa, ha equiparado los sect arios del Fénix a los
git anos. En Chile y en Hungría hay git anos y t am bién hay sect arios; fuera de esa especie
de ubicuidad, m uy poco t ienen en com ún unos y ot ros. Los git anos son chalanes,
caldereros, herreros y decidores de la buenavent ura; los sect arios suelen ej ercer
felizm ent e las profesiones liberales. Los git anos configuran un t ipo físico y hablan, o
hablaban, un idiom a secret o; los sect arios se confunden con los dem ás y la prueba es que
no han sufrido persecuciones. Los git anos son pint orescos e inspiran a los m alos poet as;
los rom ances, los crom os y los boleros om it en a los sect arios... Mart ín Buber declara que
los j udíos son esencialm ent e pat ét icos; no t odos los sect arios lo son y algunos abom inan
del pat et ism o; est a pública y not oria verdad bast a para refut ar el error vulgar
( absurdam ent e defendido por Urm ann) que ve en el Fénix una derivación de I srael. La
gent e m ás o m enos discurre así: Urm ann era un hom bre sensible; Urm ann era j udío;
Urm ann frecuent ó a los sect arios en la j udería de Praga; la afinidad que Urm ann sint ió
prueba un hecho real. Sinceram ent e, no puedo convenir con ese dict am en. Que los
sect arios en un m edio j udío se parezcan a los j udíos no prueba nada; lo innegable es que
se parecen, com o el infinit o Shakespeare de Hazlit t , a t odos los hom bres del m undo. Son
t odo para t odos, com o el Apóst ol; días pasados el doct or Juan Francisco Am aro, de
Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.
He dicho que la hist oria de la sect a no regist ra persecuciones. Ello es verdad, pero
com o no hay grupo hum ano en que no figuren part idarios del Fénix, t am bién es ciert o que
no hay persecución o rigor que ést os no hayan sufrido y ej ecut ado. En las guerras
occident ales y en las rem ot as guerras del Asia han vert ido su sangre secularm ent e, baj o
banderas enem igas; de m uy poco les vale ident ificarse con t odas las naciones del orbe.
Sin un libro sagrado que los congregue com o la Escrit ura a I srael, sin una m em oria
com ún, sin esa ot ra m em oria que es un idiom a, desparram ados por la faz de la t ierra,
diversos de color y de rasgos, una sola cosa - el Secret o- los une y los unirá hast a el fin de
sus días. Alguna vez, adem ás del Secret o hubo una leyenda ( y quizá un m it o
cosm ogónico) , pero los superficiales hom bres del Fénix la han olvidado y hoy sólo guardan
la oscura t radición de un cast igo. De un cast igo, de un pact o o de un privilegio, porque las
versiones difieren y apenas dej an ent rever el fallo de un Dios que asegura a una est irpe la
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Ficciones
Jorge Luis Borges
et ernidad, si sus hom bres, generación t ras generación, ej ecut an un rit o. He com pulsado
los inform es de los viaj eros, he conversado con pat riarcas y t eólogos; puedo dar fe de que
el cum plim ient o del rit o es la única práct ica religiosa que observan los sect arios. El rit o
const it uye el Secret o. Ést e, com o ya indiqué, se t ransm it e de generación en generación,
pero el uso no quiere que las m adres lo enseñen a los hij os, ni t am poco los sacerdot es; la
iniciación en el m ist erio es t area de los individuos m ás baj os. Un esclavo, un leproso o un
pordiosero hacen de m ist agogos. Tam bién un niño puede adoct rinar a ot ro niño. El act o
en sí es t rivial, m om ent áneo y no requiere descripción. Los m at eriales son el corcho, la
cera o la gom a arábiga. ( En la lit urgia se habla de légam o; ést e suele usarse t am bién.) No
hay t em plos dedicados especialm ent e a la celebración de est e cult o, pero una ruina, un
sót ano o un zaguán se j uzgan lugares propicios. El Secret o es sagrado pero no dej a de ser
un poco ridículo; su ej ercicio es furt ivo y aun clandest ino y los adept os no hablan de él.
No hay palabras decent es para nom brarlo, pero se ent iende que t odas las palabras lo
nom bran o, m ej or dicho, que inevit ablem ent e lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho
una cosa cualquiera y los adept os han sonreído o se han puest o incóm odos, porque
sint ieron que yo había t ocado el Secret o. En las lit erat uras germ ánicas hay poem as
escrit os por sect arios, cuyo suj et o nom inal es el m ar o el crepúsculo de la noche; son, de
algún m odo, sím bolos del Secret o, oigo repet ir. «Orbis terrarum est speculum Ludi» reza
un adagio apócrifo que Du Cange regist ró en su Glosario. Una suert e de horror sagrado
im pide a algunos fieles la ej ecución del sim plísim o rit o; los ot ros los desprecian, pero ellos
se desprecian aún m ás. Gozan de m ucho crédit o, en cam bio, quienes deliberadam ent e
renuncian a la Cost um bre y logran un com ercio direct o con la divinidad; ést os, para
m anifest ar ese com ercio, lo hacen con figuras de la lit urgia y así John of t he Rood
escribió:
Sepan los Nueve Firmamentos que el Dios
Es deleitable como el Corcho y el Cieno.
He m erecido en t res cont inent es la am ist ad de m uchos devot os del Fénix; m e const a que
el secret o, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y ( lo que aún es m ás ext raño)
increíble. No se avenían a adm it ir que sus padres se hubieran rebaj ado a t ales m anej os.
Lo raro es que el Secret o no se haya perdido hace t iem po; a despecho de las vicisit udes
del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, t rem endam ent e, a t odos los
fieles. Alguien no ha vacilado en afirm ar que ya es inst int ivo.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
El Sur
El hom bre que desem barcó en Buenos Aires en 1871 se llam aba Johannes Dahlm ann y
era past or de la I glesia evangélica; en 1939, uno de sus niet os, Juan Dahlm ann, era
secret ario de una bibliot eca m unicipal en la calle Córdoba y se sent ía hondam ent e
argent ino. Su abuelo m at erno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infant ería de
línea, que m urió en la front era de Buenos Aires, lanceado por indios de Cat riel; en la
discordia de sus dos linaj es, Juan Dahlm ann ( t al vez a im pulsos de la sangre germ ánica)
eligió el de ese ant epasado rom ánt ico o de m uert e rom ánt ica. Un est uche con el
daguerrot ipo de un hom bre inexpresivo y barbado, una viej a espada, la dicha y el coraj e
de ciert as m úsicas, el hábit o de est rofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fom ent aron ese criollism o algo volunt ario, pero nunca ost ent oso. A cost a de
algunas privaciones, Dahlm ann había logrado salvar el casco de una est ancia en el Sur,
que fue de los Flores; una de las cost um bres de su m em oria era la im agen de los
eucalipt os balsám icos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carm esí. Las t areas y
acaso la indolencia lo ret enían en la ciudad. Verano t ras verano se cont ent aba con la idea
abst ract a de posesión y con la cert idum bre de que su casa est aba esperándolo, en un sit io
preciso de la llanura. En los últ im os días de febrero de 1939, algo le acont eció.
Ciego a las culpas, el dest ino puede ser despiadado con las m ínim as dist racciones.
Dahlm ann había conseguido, esa t arde, un ej em plar descabalado de Las mil y una
noches, de Weil; ávido de exam inar ese hallazgo, no esperó que baj ara el ascensor y
subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frent e: ¿un m urciélago, un
páj aro? En la cara de la m uj er que le abrió la puert a vio grabado el horror, y la m ano que
se pasó por la frent e salió roj a de sangre. La arist a de un bat ient e recién pint ado que
alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida. Dahlm ann logró dorm ir, pero a la
m adrugada est aba despiert o y desde aquella hora el sabor de t odas las cosas fue at roz.
La fiebre lo gast ó y las ilust raciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar
pesadillas. Am igos y parient es lo visit aban y con exagerada sonrisa le repet ían que lo
hallaban m uy bien. Dahlm ann los oía con una especie de débil est upor y le m aravillaba
que no supieran que est aba en el infierno. Ocho días pasaron, com o ocho siglos. Una
t arde, el m édico habit ual se present ó con un m édico nuevo y lo conduj eron a un sanat orio
de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlm ann, en el
coche de plaza que los llevó, pensó que en una habit ación que no fuera la suya podría, al
fin, dorm ir. Se sint ió feliz y conversador; en cuant o llegó, lo desvist ieron, le raparon la
cabeza, lo suj et aron con m et ales a una cam illa, lo ilum inaron hast a- la ceguera y el
vért igo, lo auscult aron y un hom bre enm ascarado le clavó una aguj a en el brazo. Se
despert ó con náuseas, vendado, en una celda que t enía algo de pozo y, en los días y
noches que siguieron a la operación, pudo ent ender que apenas había est ado, hast a
ent onces, en un arrabal del infierno. El hielo no dej aba en su boca el m enor rast ro de
frescura. En esos días, Dahlm ann m inuciosam ent e se odió; odió su ident idad, sus
necesidades corporales, su hum illación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con
est oicism o las curaciones, que eran m uy dolorosas, pero cuando el ciruj ano le dij o que
había est ado a punt o de m orir de una sept icem ia, Dahlm ann se echó a llorar, condolido de
su dest ino. Las m iserias físicas y la incesant e previsión de las m alas noches no le habían
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Ficciones
Jorge Luis Borges
dej ado pensar en algo t an abst ract o com o la m uert e. Ot ro día, el ciruj ano le dij o que
est aba reponiéndose y que, m uy pront o, podría ir a convalecer a la est ancia.
I ncreíblem ent e, el día prom et ido llegó.
A la realidad le gust an las sim et rías y los leves anacronism os; Dahlm ann había llegado
al sanat orio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Const it ución. La
prim era frescura del ot oño, después de la opresión del verano, era com o un sím bolo
nat ural de su dest ino rescat ado de la m uert e y la fiebre. La ciudad, a las siet e de la
m añana, no había perdido ese aire de casa viej a que le infunde la noche; las calles eran
com o largos zaguanes, las plazas com o pat ios. Dahlm ann la reconocía con felicidad y con
un principio de vért igo; unos segundos ant es de que las regist raran sus oj os, recordaba
las esquinas, las cart eleras, las m odest as diferencias de Buenos Aires. En la luz am arilla
del nuevo día, t odas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur em pieza del ot ro lado de Rivadavia. Dahlm ann solfa repet ir que
ello no es una convención y que quien at raviesa esa calle ent ra en un m undo m ás ant iguo
y m ás firm e. Desde el coche buscaba ent re la nueva edificación, la vent ana de rej as, el
llam ador, el arco de la puert a, el zaguán, el ínt im o pat io.
En el hall de la est ación advirt ió que falt aban t reint a m inut os. Recordó bruscam ent e
que en un café de la calle Brasil ( a pocos m et ros de la casa de Yrigoyen) había un enorm e
gat o que se dej aba acariciar por la gent e, com o una divinidad desdeñosa. Ent ró. Ahí
est aba el gat o, dorm ido. Pidió una t aza de café, la endulzó lent am ent e; la probó ( ese
placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, m ient ras alisaba el negro pelaj e, que
aquel cont act o era ilusorio y que est aban com o separados por un crist al, porque el
hom bre vive en el t iem po, en la sucesión, y el m ágico anim al, en la act ualidad, en la
et ernidad del inst ant e.
A lo largo del penúlt im o andén el t ren esperaba. Dahlm ann recorrió los vagones y dio
con uno casi vacío. Acom odó en la red la valij a; cuando los coches arrancaron, la abrió y
sacó, t ras alguna vacilación, el prim er t om o de Las mil y una noches. Viaj ar con est e
libro, t an vinculado a la hist oria de su desdicha, era una afirm ación de que esa desdicha
había sido anulada y un desafío alegre y secret o a las frust radas fuerzas del m al.
A los lados del t ren, la ciudad se desgarraba en suburbios; est a visión y luego la de
j ardines y quint as dem oraron el principio de la lect ura. La verdad es que Dahlm ann leyó
poco; la m ont aña de piedra im án y el genio que ha j urado m at ar a su bienhechor eran,
quién lo niega, m aravillosos, pero no m ucho m ás que la m añana y que el hecho de ser. La
felicidad lo dist raía de Shahrazad y de sus m ilagros superfluos; Dahlm ann cerraba el libro
y se dej aba sim plem ent e vivir.
El alm uerzo ( con el caldo servido en boles de m et al relucient e, com o en los ya rem ot os
veraneos de la niñez) fue ot ro goce t ranquilo y agradecido.
«Mañana m e despert aré en la est ancia», pensaba, y era com o si a un t iem po fuera dos
hom bres: el que avanzaba por el día ot oñal y por la geografía de la pat ria, y el ot ro,
encarcelado en un sanat orio y suj et o a m et ódicas servidum bres. Vio casas de ladrillo sin
revocar, esquinadas y largas, infinit am ent e m irando pasar los t renes; vio j inet es en los
t errosos cam inos; vio zanj as y lagunas y hacienda; vio largas nubes lum inosas que
parecían de m árm ol, y t odas est as cosas eran casuales, com o sueños de la llanura.
Tam bién creyó reconocer árboles y sem brados que no hubiera podido nom brar, porque su
direct o conocim ient o de la cam paña era hart o inferior a su conocim ient o nost álgico y
lit erario.
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Ficciones
Jorge Luis Borges
Alguna vez durm ió y en sus sueños est aba el ím pet u del t ren. Ya el blanco sol
int olerable de las doce del día era el sol am arillo que precede al anochecer y no t ardaría
en ser roj o. Tam bién el coche era dist int o; no era el que fue en Const it ución, al dej ar el
andén; la llanura y las horas lo habían at ravesado y t ransfigurado. Afuera la m óvil som bra
del vagón se alargaba hacia el horizont e. No t urbaban la t ierra elem ent al ni poblaciones ni
ot ros signos hum anos. Todo era vast o, pero al m ism o t iem po era ínt im o y, de alguna
m anera, secret o. En el cam po desaforado, a veces no había ot ra cosa que un t oro. La
soledad era perfect a y t al vez host il, y Dahlm ann pudo sospechar que viaj aba al pasado y
no sólo al Sur. De esa conj et ura fant ást ica lo dist raj o el inspect or, que al ver su bolet o, le
advirt ió que el t ren no lo dej aría en la est ación de siem pre sino en ot ra, un poco ant erior y
apenas conocida por Dahlm ann. ( El hom bre añadió una explicación que Dahlm ann no
t rat ó de ent ender ni siquiera de oír, porque el m ecanism o de los hechos no le im port aba.)
El t ren laboriosam ent e se det uvo, casi en m edio del cam po. Del ot ro lado de las vías
quedaba la est ación, que era poco m ás que un andén con un cobert izo. Ningún vehículo
t enían, pero el j efe opinó que t al vez pudiera conseguir uno en un com ercio que le indicó a
unas diez, doce, cuadras.
Dahlm ann acept ó la cam inat a com o una pequeña avent ura. Ya se había hundido el sol,
pero un esplendor final exalt aba la viva y silenciosa llanura, ant es de que la borrara la
noche. Menos para no fat igarse que para hacer durar esas cosas, Dahlm ann cam inaba
despacio, aspirando con grave felicidad el olor del t rébol.
El alm acén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían m it igado para su bien
ese color violent o. Algo en su pobre arquit ect ura le recordó un grabado en acero, acaso de
una viej a edición de Pablo y Virginia. At ados al palenque había unos caballos. Dahlm ann,
adent ro, creyó reconocer al pat rón; luego com prendió que lo había engañado su parecido
con uno de los em pleados del sanat orio. El hom bre, oído el caso, dij o que le haría at ar la
j ardinera; para agregar ot ro hecho a aquel día y para llenar ese t iem po, Dahlm ann
resolvió com er en el alm acén.
En una m esa com ían y bebían ruidosam ent e unos m uchachones, en los que Dahlm ann,
al principio, no se fij ó. En el suelo, apoyado en el m ost rador, se acurrucaba, inm óvil com o
una cosa, un hom bre m uy viej o. Los m uchos años lo habían reducido y pulido com o las
aguas a una piedra o las generaciones de los hom bres a una sent encia. Era oscuro, chico
y reseco, y est aba com o fuera del t iem po, en una et ernidad. Dahlm ann regist ró con
sat isfacción la vincha, el poncho de bayet a, el largo chiripa y la bot a de pot ro y se dij o,
rem em orando inút iles discusiones con gent e de los part idos del Nort e o con ent rerrianos,
que gauchos de ésos ya no quedan m ás que en el Sur.
Dahlm ann se acom odó j unt o a la vent ana. La oscuridad fue quedándose con el cam po,
pero su olor y sus rum ores aún le llegaban ent re los barrot es de hierro. El pat rón le t raj o
sardinas y después carne asada; Dahlm ann las em puj ó con unos vasos de vino t int o.
Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dej aba errar la m irada por el local, ya un poco
soñolient a. La lám para de kerosén pendía de uno de los t irant es; los parroquianos de la
ot ra m esa eran t res: dos parecían peones de chacra; ot ro, de rasgos achinados y t orpes,
bebía con el cham bergo puest o. Dahlm ann, de pront o, sint ió un leve roce en la cara.
Junt o al vaso ordinario de vidrio t urbio, sobre una de las rayas del m ant el, había una
bolit a de m iga. Eso era t odo, pero alguien se la había t irado.
Los de la ot ra m esa parecían aj enos a él. Dahlm ann, perplej o, decidió que nada había
ocurrido y abrió el volum en de Las m il y una noches, com o para t apar la realidad. Ot ra
bolit a lo alcanzó a los pocos m inut os, y est a vez los peones se rieron. Dahlm ann se dij o
que no est aba asust ado, pero que sería un disparat e que él, un convalecient e, se dej ara
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Ficciones
Jorge Luis Borges
arrast rar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya est aba de pie cuando el
pat rón se le acercó y lo exhort ó con voz alarm ada:
- Señor Dahlm ann, no les haga caso a esos m ozos, que est án m edio alegres.
Dahlm ann no se ext rañó de que el ot ro, ahora, lo conociera, pero sint ió que est as
palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la sit uación. Ant es, la provocación de los
peones era a una cara accident al, casi a nadie; ahora iba cont ra él y cont ra su nom bre y
lo sabrían los vecinos. Dahlm ann hizo a un lado al pat rón, se enfrent ó con los peones y les
pregunt ó qué andaban buscando.
El com padrit o de la cara achinada se paró, t am baleándose. A un paso de Juan
Dahlm ann, lo inj urió a grit os, com o si est uviera m uy lej os. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Ent re m alas palabras y
obscenidades, t iró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los oj os, lo baraj ó, e invit ó a
Dahlm ann a pelear. El pat rón obj et ó con t rém ula voz que Dahlm ann est aba desarm ado.
En ese punt o, algo im previsible ocurrió.
Desde un rincón, el viej o gaucho ext át ico, en el que Dahlm ann vio una cifra del Sur ( del
Sur que era suyo) , le t iró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era com o si el Sur
hubiera resuelt o que Dahlm ann acept ara el duelo. Dahlm ann se inclinó a recoger la daga y
sint ió dos cosas. La prim era, que ese act o casi inst int ivo lo com prom et ía a pelear. La
segunda, que el arm a, en su m ano t orpe, no serviría para defenderlo, sino para j ust ificar
que lo m at aran. Alguna vez había j ugado con un puñal, com o t odos los hom bres, pero su
esgrim a no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para
adent ro. «No hubieran perm it ido en el sanat orio que m e pasaran est as cosas», pensó.
- Vam os saliendo - dij o el ot ro.
Salieron, y si en Dahlm ann no había esperanza, t am poco había t em or. Sint ió, al
at ravesar el um bral, que m orir en una pelea a cuchillo, a cielo abiert o y acom et iendo,
hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiest a, en la prim era noche del
sanat orio, cuando le clavaron la aguj a. Sint ió que si él, ent onces, hubiera podido elegir o
soñar su m uert e, ést a es la m uert e que hubiera elegido o soñado.
Dahlm ann em puña con firm eza el cuchillo, que acaso no sabrá m anej ar, y sale a la
llanura.
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Prólogo............................................................................................................................. 2
EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN................................................................................................................5
Prólogo ..................................................................................................................................................................6
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius ....................................................................................................................................7
El acercamiento a Almotásim..............................................................................................................................16
Pierre Menard, autor del Quijote........................................................................................................................20
Las ruinas circulares ...........................................................................................................................................26
La lotería en Babilonia........................................................................................................................................30
Examen de la obra de Herbert Quain..................................................................................................................34
La Biblioteca de Babel ........................................................................................................................................38
El jardín de los senderos que se bifurcan............................................................................................................43
ARTIFICIOS ...............................................................................................................................................................49
Prólogo ................................................................................................................................................................50
Funes el memorioso.............................................................................................................................................51
La forma de la espada .........................................................................................................................................56
Tema del traidor y del héroe ...............................................................................................................................60
La muerte y la brújula .........................................................................................................................................63
El milagro secreto ...............................................................................................................................................70
Tres versiones de Judas.......................................................................................................................................74
El fin ....................................................................................................................................................................78
La secta del Fénix................................................................................................................................................80
El Sur...................................................................................................................................................................82