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EL CAMINO A MECA

EL C A MI NO A MEC A Del mismo autor: E L M E N s A j E d E L Q u r’A N 2006 Traducción íntegra del Corán. Bilingüe árabe-castellano, transliteración, índice analítico y comentarios en más de 3,000 notas aclaratorias. Muhammad Asad E L C A MINO A M EC A Traducción y Edición A bdur-R a z z aq Pér e z F e r ná n de z wa l aya Título original: he Road to Mecca Primera edición: simon & schuster, Inc., New York, 1954 Cuarta edición revisada: dar al-Andalus, Gibraltar, 1980 reediciones: 1981, 1985, 1993. Primera edición en castellano, 2008 © 1980 Pola Hamida Asad © 2003 he Book Foundation © 2008 de la traducción: A. razzaq Pérez Fernández Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. diseño y cubierta: A. Latif Whiteman isbn: 978-84-612-3557-5 depósito legal: Impreso en Imprenta Comercial, Motril (Granada) Impreso en España – Printed in spain Ilustraciones en portada y contraportada: Emir Ibrahim ibn subhan y el autor, 1927. Litografía de Meca (1790) con la Mezquita Haram en el centro. A M I E sP Os A PO L A HA M I dA Í Nd ICE Glosario I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII Historia de una Historia sed Inicio del Camino Vientos Voces Espíritu y Carne sueños A Medio Camino Genios La Carta Persa dayyal Yihad Fin del Camino página ix 1 11 47 76 114 151 189 212 251 285 321 355 391 G LOs A r IO de términos árabes y persas L a t r a ns cr ipción de estos términos se ha mantenido lo más próxima posible a la pronunciación original, evitando asimismo cualquier signo o símbolo que pudiera confundir innecesariamente al lector no especializado. Aquellos términos que sólo aparecen una vez y son explicados en el texto han sido omitidos. abaya –amplia capa de lana que los árabes llevan sobre el resto de sus vestiduras. agail –tropas irregulares y voluntarias reclutadas en Arabia Central para servir en Iraq, siria y jordania. al –el artículo deinido, masculino y femenino, singular y plural, que se emplea delante de los nombres comunes y de muchos nombres propios. si el nombre empieza por las consonantes d, n, r, s, t, o z, la l de al es ‘asimilada’ en la pronunciación: p.e., Ad-Dawish, As-Suwaiy. badawi (pl. badu) –beduino. Bismil·lah –‘en el nombre de dios’. burnús –manto con capucha que visten los árabes y los beréberes del Norte de África. cadi –juez. catán –vestimenta larga y ajustada que se viste en todo el Oriente Medio debajo de la yubba o de la abaya. cuiyya –pañuelo de cabeza que llevan los hombres en Arabia. dao –navío de velas latinas muy utilizado en el mar Arábigo, el golfo Pérsico y (con el nombre de sambuk) en el mar rojo. ix e l ca m i n o a m e ca emir –‘detentador de autoridad’, p.e., gobernador, jefe, caudillo, etc. faranyi (forma persa, farangi) –europeo. fel·lah (pl. fel·lahín) –campesino o granjero. gal·labiyya –túnica larga con forma de camisa que visten en Egipto y en otros países árabes. hach –peregrinación a Meca, uno de los deberes de todo musulmán y musulmana que sea capaz de realizarla. hayyi –quien hace o ha hecho la peregrinación a Meca; a menudo se emplea como un título honoríico. haram –‘santuario’, en especial las Mezquitas sagradas de Meca, Medina y jerusalén. (No debe confundirse con harám, que signiica ‘prohibido por la ley religiosa’.) hazrat –lit., ‘presencia’; tratamiento de cortesía que equivale más o menos a ‘su señoría’. ya –interjección que equivale a ‘oh’ y es usada para dirigirse a otra persona (p.e., ya sidi, ‘oh mi señor; ya Al·lah, ‘oh dios’). ibn –hijo; delante de un nombre propio: ‘hijo de’. usado a menudo juntamente con el nombre de un antepasado, en cuyo caso la combinación denota un patronímico o el nombre de una dinastía, p.e., Ibn saud, Ibn rashid. igal –banda de cabeza, con aspecto de soga, que ciñe el pañuelo de cabeza de los árabes. Por lo general es de lana negra, pero algunas veces está entrelazada con hilo de plata dorado. ihram –vestiduras blancas que llevan los peregrinos. ijuán –‘hermanos’, aplicado aquí a los beduinos organizados y asentados por el rey Ibn saud. imam –‘dirigente’; referido en particular al que dirige la oración en congregación, pero también a los sabios eminentes de los primeros tiempos y al jefe de una comunidad. in sha-Al·lah –‘si dios quiere’. jalifa –lit., ‘sucesor’ o ‘vicegerente’; designa por lo general al jefe de la comunidad musulmana (‘Califa’). x glosario jan –originalmente, título de un príncipe o caudillo mongol; hoy en día se usa ampliamente como nombre honoríico en Irán, Afganistán, etc. magreb –puesta del sol. marhaba –bienvenido. mu’addin –el que anuncia el tiempo de la oración. muyahid (pl. muyahidín) –el que lucha en el yihad. narguile –pipa muy elaborada que se usa para fumar tabaco y en la que el humo es iltrado a través del agua; en algunos países se conoce como ‘huka’. qahwa –café; en los países árabes se aplica también a menudo a una cafetería o a una habitación de invitados. rayayil –hombres-de-armas, normalmente los guardaespaldas de un rey o emir. riyal –moneda de plata empleada en varios países de Oriente Medio. sayyid –lit., ‘señor’. Con frecuencia se emplea para designar a un descendiente del Profeta. sharif –igual que sayyid. se aplica en particular a ciertas dinastías de países musulmanes; en este libro, al rey Husain, que gobernó el Hiyaz de 1916 a 1924, y a sus descendientes, las dinastías de Iraq y jordania. sheij –lit., ‘anciano’; título honoríico usado ampliamente para designar a los jefes tribales y también a los notables y (en los países de lengua árabe) a los eruditos. shuyuj –‘plural mayestático’ de sheij; un apelativo utilizado en Arabia Central para referirse al rey y, a veces, a sus principales emires. sidi –forma coloquial de sayyidi, ‘mi señor’ –un término honoríico especialmente popular en el norte de África. sura –sección o capítulo del Corán, el cual está dividido en 114 suras. tarbush –sombrero rojo sin ala que solían llevar los hombres en los países del Levante. xi e l ca m i n o a m e ca ulamá –eruditos, hombres sabios. referido especialmente a los sabios religiosos, pero se aplica a menudo también a los expertos en otras ramas del conocimiento. wadi –valle de un río o cauce seco de un río. yanab-e-ali –expresión de cortesía empleada en los países de lengua persa. yard –manto grande de lana que se usa en el oeste de Egipto y en Libia. yihad –Guerra santa en defensa del Islam o de la libertad de los musulmanes. yubba –manto amplio que llega hasta los tobillos, usado por la gente pudiente de las ciudades, y por la mayoría de los ulamá, en Egipto, siria, el Hiyaz, Iraq, Irán, etc. zawiya –sede o centro de reunión de una orden religiosa o fraternidad. xii H I sTO r I A d E u N A H I sTO r I A L a hi stor i a que voy a contar en este libro no es la autobiografía de un hombre conspicuo por su papel en asuntos de interés público; no es un relato de aventuras –pues aunque he vivido muchas aventuras extrañas, nunca fueron más que un acompañamiento de lo que estaba ocurriendo dentro de mí; no es tampoco la historia de una búsqueda deliberada de la fe –pues la fe me llegó, con los años, sin esforzarme en buscarla. Mi historia es simplemente la historia del descubrimiento del Islam por un europeo y su integración en la comunidad de musulmanes. Nunca pensé escribirla, porque no se me había ocurrido que mi vida pudiera ser de especial interés para otros. Pero cuando llegué a París y luego a Nueva York a comienzos de 1952, después de haber pasado veinticinco años lejos de Occidente, me vi forzado a cambiar de opinión. Mientras servía como Ministro Plenipotenciario de Pakistán ante la ONu, era naturalmente objeto de atención pública y de bastante curiosidad por parte de mis amigos y conocidos, europeos y americanos. Al principio suponían que mi caso era el de un ‘experto’ europeo contratado por un gobierno oriental para un propósito especíico, y que me había adaptado, por conveniencia, a las costumbres de la nación a la que servía; pero cuando mis actividades en la ONu pusieron de maniiesto que me identiicaba no sólo ‘funcionalmente’ sino también emocional e intelectualmente con los ines políticos y culturales del mundo islámico en general, se quedaron un tanto perplejos. Cada día, más gente me preguntaba acerca de mis experiencias pasadas. supieron que había comenzado mi carrera muy 1 e l ca m i n o a m e ca joven como corresponsal extranjero de periódicos europeos y que, tras varios años de largos viajes por Oriente Medio, me convertí al Islam en 1926; que tras mi conversión al Islam viví casi seis años en Arabia y gocé de la amistad del rey Ibn saud; que después de abandonar Arabia, fui a la India y allí conocí al poeta y ilósofo musulmán Muhammad Iqbal, padre de la idea de la creación de Pakistán. Fue él quien enseguida me persuadió para que abandonase mis planes de viajar al Turquestán Oriental, China e Indonesia y me quedase en India para ayudar a elucidar las premisas intelectuales del futuro estado islámico, que por entonces era apenas un sueño en la mente visionaria de Iqbal. Para mí, como para Iqbal, este sueño representaba un camino, realmente el único camino, para el resurgimiento de todas las esperanzas dormidas del Islam, la creación de una entidad política de gente ligada no por un origen común sino por su adhesión común a una ideología. durante años viví entregado a este ideal, estudiando, escribiendo y dando conferencias, y con el tiempo llegué a adquirir cierta reputación como intérprete de la ley y la cultura islámicas. Cuando Pakistán fue creado en 1947, fui llamado por su gobierno para organizar y dirigir un departamento de reconstrucción Islámica, encargado de elaborar ideológicamente los conceptos islámicos de estado y comunidad en los que debía inspirarse la recién nacida organización política. Tras dos años de actividad tremendamente estimulante, fui transferido al Ministerio de Asuntos Exteriores de Pakistán y nombrado jefe de la división de Oriente Medio de ese Ministerio, en donde me dediqué a fortalecer los lazos entre Pakistán y el resto del mundo musulmán; y con el paso del tiempo me encontré formando parte de la Misión de Pakistán ante la ONu en Nueva York. Todo esto apuntaba a algo más que la mera acomodación de un europeo a una comunidad musulmana en la que vivía: indicaba sobretodo una transferencia de lealtad, consciente y sincera, de un entorno cultural a otro enteramente distinto. Y esto resultaba algo muy extraño para la mayoría de mis amigos occidentales. No podían imaginarse cómo un hombre occidental por nacimiento y educación pudiera identiicarse tan plenamente, y obviamente sin reser2 h i sto r i a d e u na h i sto r i a vas mentales, con el mundo islámico; cómo era posible que hubiera cambiado su herencia cultural occidental por la del Islam; y qué fue lo que le llevó a aceptar una ideología religiosa y social que –sin duda para ellos– era ininitamente inferior a todos los conceptos europeos. Ahora bien, ¿por qué –me preguntaba yo– mis amigos occidentales daban esto por sentado tan fácilmente? ¿Alguno de ellos se había tomado realmente la molestia de examinar el Islam por sí mismo –o sus opiniones se basaban meramente en un puñado de clichés y nociones distorsionadas que les habían llegado de generaciones anteriores? ¿sería posible que la antigua forma de pensar del mundo grecorromano, que dividía al mundo en griegos y romanos por un lado y “bárbaros” por el otro, estuviera aún tan vigente en la mente occidental que hiciera imposible conferir un valor positivo, siquiera en teoría, a algo externo a su propia órbita cultural? desde los tiempos de la antigua Grecia y roma, los pensadores e historiadores europeos han tendido a contemplar la historia del mundo exclusivamente en términos, y bajo el prisma, de la historia de Europa y de las experiencias culturales de Occidente. Las civilizaciones no occidentales entran en la escena sólo en la medida en que su existencia, o los movimientos particulares en su seno, tienen o tuvieron una inluencia directa en los destinos del hombre occidental; y así, a ojos de Occidente, la historia del mundo y sus diversas culturas no es, en última instancia, sino una ampliación marginal de la historia de Occidente. Naturalmente, un ángulo de visión tan estrecho está abocado a producir una perspectiva distorsionada. El europeo o americano medio, acostumbrado a leer textos que describen su cultura o discuten los problemas de su propia civilización vívidamente y con gran detalle, con apenas unos breves vistazos aquí y allá al resto del mundo, sucumbe fácilmente a la ilusión de que las experiencias culturales de Occidente son no sólo superiores, sino también incomparables, a las del resto del mundo; y por ende, que la forma de vida occidental es la única norma válida para juzgar otras formas de vida –dando a entender, por supuesto, que cualquier concepto intelectual, institución social o valoración ética que esté en desacuerdo con la ‘norma’ occi3 e l ca m i n o a m e ca dental pertenece eo ipso a un nivel de existencia inferior. siguiendo los pasos de los griegos y los romanos, el occidental preiere pensar que esas ‘otras’ civilizaciones son, o fueron, otros tantos experimentos fallidos en el camino del progreso infaliblemente seguido por Occidente; o, en el mejor de los casos (como en el de las civilizaciones ‘predecesoras’ del Occidente moderno por línea directa), únicamente capítulos consecutivos de un mismo libro, del cual la civilización occidental es, por supuesto, el capítulo inal. Cuando expuse este punto de vista a un amigo mío norteamericano –un hombre de considerables logros intelectuales, y una mente inclinada a la erudición– se mostró algo escéptico. ‘Admito,’ dijo, ‘que los antiguos griegos y romanos eran limitados en su visión de las civilizaciones extranjeras: ¿pero no era esta limitación fruto inevitable de las diicultades de comunicación entre ellos y el resto del mundo? Y, ¿acaso, no ha sido superada ya en gran medida esta diicultad en tiempos modernos? después de todo, nosotros los occidentales estamos interesados en lo que pasa fuera de nuestra órbita cultural. ¿No estás olvidando la gran cantidad de libros sobre arte y ilosofía oriental que han sido publicados en Europa y América durante el último cuarto de siglo… sobre las ideas políticas que preocupan a las mentes de los pueblos orientales? sería injusto, ciertamente, subestimar este deseo de los occidentales de entender lo que haya de interesante en otras culturas.’ ‘Puede que tengas razón hasta cierto punto,’ respondí. ‘No hay duda de que la antigua visión grecorromana no es ya del todo dominante en nuestros días. su rigidez se ha suavizado bastante –aunque sólo sea porque algunos de los pensadores occidentales más maduros se han mostrado desilusionados y escépticos ante muchos aspectos de su propia civilización y han empezado a buscar inspiración cultural en otros lugares del mundo. Algunos de ellos están empezando a aceptar que puede que no exista sólo un libro y una historia del progreso humano, sino muchos: simplemente porque la humanidad no es una entidad homogénea, en sentido histórico, sino una diversidad de grupos con ideas que diieren en gran medida sobre el signiicado y el propósito de la vida humana. Aun así, no creo que Occidente sea 4 h i sto r i a d e u na h i sto r i a ahora menos paternalista con las culturas extranjeras de lo que eran los griegos y los romanos: se ha vuelto tan sólo más tolerante. Aunque, eso sí, no hacia el Islam –sólo hacia algunas culturas orientales, que ofrecen cierto atractivo espiritual para un Occidente espiritualmente sediento y que se encuentran, además, demasiado distantes de la visión occidental del mundo como para representar una amenaza real a sus valores.’ ‘¿Qué quieres decir con eso?’ ‘Bueno,’ respondí, ‘cuando un occidental discute, digamos, acerca del hinduismo o del budismo, es consciente siempre de la diferencia fundamental entre estas ideologías y la suya. Puede que admire en ellos ciertas ideas, pero desde luego jamás consideraría la posibilidad de sustituirlas por las suyas. Y es precisamente porque admite a priori esta imposibilidad, por lo que es capaz de contemplar esas culturas realmente ajenas a la suya con ecuanimidad y a menudo con sincera apreciación. Pero cuando se trata del Islam –que no es en absoluto tan ajeno a los valores occidentales como lo son la ilosofía hindú o la budista– esta ecuanimidad occidental se ve perturbada casi siempre por un prejuicio emocional. A menudo me pregunto, si es precisamente porque los valores del Islam son tan aines a los de Occidente por lo que constituyen una amenaza potencial para muchos de los conceptos occidentales de la vida espiritual y social.’ Le mencioné entonces una teoría que había concebido años atrás –una teoría que podría quizá ayudarnos a comprender mejor el profundo prejuicio contra el Islam que se encuentra a menudo en la literatura y en el pensamiento occidental contemporáneos. ‘Para hallar una explicación realmente convincente de este prejuicio,’ dije, ‘hay que volver la vista atrás en la historia y tratar de comprender el marco psicológico de los primeros intercambios entre el mundo islámico y el occidental. Lo que los occidentales piensan y sienten hoy acerca del Islam está arraigado en impresiones nacidas de las Cruzadas.’ ‘¡Las Cruzadas!’ exclamó mi amigo. ‘¿No irás a decirme que algo que ocurrió hace casi mil años puede afectar aún a la gente del siglo veinte?’ ‘¡sin embargo, es así! sé que parece increíble; pero ¿no recuer5 e l ca m i n o a m e ca das la incredulidad que provocaron los descubrimientos de los psicoanalistas cuando demostraron que gran parte de la vida emocional del individuo adulto –y la mayoría de esos, aparentemente inexplicables, gustos, inclinaciones y prejuicios comprendidos en el término “idiosincrasia”– se remonta a las experiencias de su edad más formativa, a su primera infancia? Pues bien, ¿no son acaso las naciones y las civilizaciones sino individuos colectivos? su desarrollo está ligado también a las experiencias de su primera infancia. Como ocurre con los niños, esas experiencias pueden haber sido agradables o desagradables; pueden haber sido perfectamente racionales o, al contrario, estar basadas en una interpretación ingenua, y errónea, de algún suceso por parte del niño: el efecto moldeador de cada una de esas experiencias depende fundamentalmente de su intensidad original. El siglo anterior a las Cruzadas, o sea, el in del primer milenio de la era cristiana, podría describirse justamente como la primera infancia de la civilización occidental…’ Pasé a recordar a mi amigo –que era historiador– que esta había sido la época en la que, por primera vez desde los oscuros siglos posteriores a la caída del Imperio romano, Europa comenzaba a vislumbrar su propio camino cultural. Independientemente de la herencia romana, ya casi olvidada, estaban empezando a surgir entonces nuevas literaturas en las lenguas vernáculas europeas; las bellas artes despertaban lentamente del letargo producido por las migraciones invasoras de godos, hunos y avaros; de las crudas condiciones de la temprana Edad Media, emergía un nuevo universo cultural. Y fue en esta etapa extremadamente delicada de su desarrollo cuando Europa recibió su mayor conmoción –un “trauma”, en terminología moderna– con el fenómeno de las Cruzadas. Las Cruzadas fueron la impresión colectiva más fuerte para una civilización que comenzaba a ser consciente de sí misma. En términos históricos, representaron para Europa el primer intento –completamente exitoso– de sentirse a sí misma como unidad cultural. Nada de cuanto Europa ha experimentado antes o después podría compararse al entusiasmo que despertó la Primera Cruzada. una ola de embriaguez barrió el continente, un entusiasmo que desbordó por 6 h i sto r i a d e u na h i sto r i a vez primera las barreras entre estados, tribus y clases. Antes de eso, había habido francos, sajones y germanos, borgoñones y sicilianos, normandos y lombardos –una mezcla de tribus y razas sin apenas nada en común salvo el hecho de que la mayoría de sus reinos y principados feudales eran restos del Imperio romano y que todos ellos compartían la fe cristiana: pero en las Cruzadas, y a causa de ellas, el vínculo religioso fue elevado a un nuevo plano, una causa común a todos los europeos –el concepto político-religioso de ‘Cristiandad’, que dio origen a su vez al concepto cultural de ‘Europa’. Cuando en noviembre de 1095, el Papa urbano II, en su famoso discurso de Clermont, exhortó a los cristianos a combatir a la ‘raza perversa’ que ocupaba Tierra santa, estaba esbozando –probablemente sin darse cuenta– el estatuto de la civilización occidental. La experiencia traumática de las Cruzadas dio a Europa su conciencia cultural y su unidad; pero esta misma experiencia habría de teñir en adelante la imagen del Islam a los ojos de los occidentales. Y no simplemente porque las Cruzadas trajeron guerras y derramamiento de sangre. Cuántas guerras ha habido entre naciones que han sido luego olvidadas, y cuántas animosidades que en su momento parecían insalvables han desembocado luego en amistades. El daño causado por las Cruzadas no estuvo limitado al choque de las armas: fue, en primer lugar y sobre todo, un daño intelectual –el envenenamiento de la mente occidental contra el mundo musulmán mediante una deformación deliberada de las enseñanzas y de los ideales del Islam. Pues, para que la llamada a una cruzada tuviera validez, el Profeta de los musulmanes tenía que ser señalado, necesariamente, como el Anticristo y su religión descrita, en los términos más espeluznantes, como fuente de inmoralidad y de perversión. Fue durante la época de las Cruzadas cuando penetró y se ijó en la mente occidental la idea absurda de que el Islam era una religión de sensualidad cruda y violencia brutal, de observancia del ritual y no de puriicación del corazón; y fue entonces cuando el nombre del Profeta Muhammad –el mismo Muhammad que insistió en que sus seguidores respetasen a los profetas de otras religiones– fue burlonamente transformado por los europeos en ‘Mahound’ y ‘Mahoma’. Muy lejos estaba aún 7 e l ca m i n o a m e ca la época que vería nacer en Europa un espíritu de investigación imparcial; entonces, era fácil para los poderes establecidos sembrar las negras semillas del odio hacia una religión y civilización tan distintas de la religión y la civilización occidentales. No fue, por tanto, un accidente que la ardorosa Chanson de Roland, que describe la legendaria victoria de la Cristiandad sobre los ‘paganos’ musulmanes en el sur de Francia, fuese compuesta no en la época de esas batallas sino tres siglos después –o sea, poco antes de la primera Cruzada– para convertirse inmediatamente en una especie de ‘himno nacional’ europeo; y no es un accidente, tampoco, que este relato épico marque el comienzo de la literatura europea, como distinta de las anteriores literaturas locales: pues la hostilidad hacia el Islam veló sobre la cuna de la civilización europea. Parecería una ironía de la historia que el viejo resentimiento occidental hacia el Islam, religioso en su origen, persistiera aún subconscientemente en tiempos en los que la religión ha perdido en gran medida su control sobre la imaginación del hombre occidental. sin embargo, esto no es realmente sorprendente. sabemos que una persona puede haber perdido las creencias religiosas que le fueron impartidas durante la infancia pero, aún así, cierta emotividad ligada a esas creencias permanece, irracionalmente presente, durante toda su vida posterior – ‘– y esto,’ concluí, ‘es precisamente lo que ocurrió con esa personalidad colectiva que es la civilización occidental. La sombra de las Cruzadas se cierne sobre Occidente hasta nuestros días; y todas sus reacciones hacia el Islam y el mundo islámico muestran claros indicios de ese fantasma intransigente…’ Mi amigo permaneció largo tiempo en silencio. Aún puedo ver su igura alta y desgarbada paseando de arriba abajo por la habitación, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, moviendo la cabeza como si estuviera desconcertado, y diciendo inalmente: ‘Puede que no te falte razón… de hecho, es posible, aunque no estoy en situación de juzgar tu “teoría” así, sin más… Pero en cualquier caso, considerando lo que acabas de decirme, ¿no te das cuenta de que tu vida, que a ti te parece tan simple y libre de complicacio8 h i sto r i a d e u na h i sto r i a nes, debe resultarle muy extraña a un occidental? ¿No podrías, quizá, compartir con ellos algunas de tus experiencias? ¿Por qué no escribes tu autobiografía? ¡Estoy seguro de que sería fascinante de leer! respondí bromeando: ‘Bueno, quizá me deje convencer para dejar el Ministerio de Asuntos Exteriores y me dedique a escribirla. después de todo, escribir es mi profesión original…’ En las semanas y meses siguientes mi respuesta en tono de broma fue perdiendo imperceptiblemente ese carácter. Empecé a pensar seriamente en plasmar la historia de mi vida y ayudar así, aunque sólo fuera un poco, a correr el pesado velo que separa al Islam y su cultura de la mente occidental. Mi camino hacia el Islam había sido en muchos aspectos único: no me había hecho musulmán por haber vivido mucho tiempo entre musulmanes –al contrario, decidí vivir entre ellos porque me había hecho musulmán. ¿sería posible que, comunicando mis experiencias más personales a los lectores occidentales, contribuyera en mayor medida a un entendimiento entre el mundo islámico y el occidental que siguiendo en un puesto diplomático que otro de mis compatriotas podría desempeñar con igual acierto? después de todo, cualquier hombre inteligente podía ser Ministro Plenipotenciario de Pakistán ante la ONu –pero ¿cuántos hombres podrían hablar a los occidentales como podría hacerlo yo? Era musulmán –pero también occidental de origen: y, por tanto, podía expresarme en el lenguaje intelectual del Islam y de Occidente… Y así, hacia inales de 1952, presenté mi dimisión en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Pakistán y me puse a escribir este libro. No podría decir si es, o no, ‘fascinante de leer’, como adelantaba mi amigo americano. Lo único que he podido hacer es intentar seguir con mi memoria –y la ayuda de unas pocas notas antiguas, entradas intermitentes en un diario y algunos de los artículos de periódico que escribí en aquel tiempo– las enrevesadas líneas de un proceso que abarcó muchos años y vastas extensiones de espacio geográico. Y aquí está: no es la historia de toda mi vida, sino sólo de los años que precedieron a mi partida de Arabia hacia la India –esos intensos años de viajes por casi todos los países situados entre el desierto de Libia y las nevadas cumbres de los Pamires, entre el Bósforo y el mar 9 e l ca m i n o a m e ca Arábigo. Está contada en el contexto y, debe tenerse presente, en el marco temporal de mi última travesía del desierto desde el interior de Arabia hasta Meca, a inales del verano de 1932: pues fue durante esos veintitrés días cuando la pauta esencial de mi vida apareció claramente ante mí. La Arabia que se dibuja en las páginas siguientes ha dejado de existir. su soledad e integridad se han derrumbado bajo un fuerte chorro de petróleo y el oro que el petróleo ha traído consigo. su gran simplicidad ha desaparecido y, con ella, muchos aspectos que eran humanamente únicos. recuerdo, con el dolor que uno siente por la pérdida irreparable de algo precioso, aquella larga travesía por el desierto, cuando cabalgamos y cabalgamos, dos hombres sobre dos dromedarios, a través de una luz cegadora… 10 I sEd C –1– a ba lg a m os y ca ba lg a mo s, dos hombres sobre dos dromedarios, las llamas del sol sobre nuestras cabezas, todo es resplandor, brillo cegador y una luz desconcertante. dunas de color rojizo y naranja, dunas tras dunas tras dunas, soledad y ardiente silencio, y dos hombres sobre dos dromedarios con ese paso basculante que te hace dormitar, hasta que te olvidas del día, del sol, del fogoso viento y del largo camino. Matas de hierba amarilla crecen ralas sobre la cresta de las dunas, y aquí y allá arbustos retorcidos de hamdh se enroscan sobre la arena como serpientes gigantes. Adormecidos los sentidos, te balanceas sobre la silla, sin percibir más que el crujido de la arena bajo las plantas de los camellos y el roce de la pinza de la silla contra el interior de tu rodilla. Tu cara está envuelta en un pañuelo de cabeza que la protege del sol y del viento; y sientes como si arrastrases tu soledad, como algo tangible, a través del desierto, atravesándolo… en dirección a los pozos de Taima… hacia los oscuros pozos de Taima que dan de beber al sediento… ‘…atravesando el Nafud en dirección a Taima…’ Oigo una voz, y no sé si es una voz soñada o la voz de mi acompañante. ‘¿decías algo, Zayid?’ ‘decía,’ responde mi acompañante, ‘que no muchos se atreverían a atravesar el Nafud sólo por ver los pozos de Taima…’ • Z ay id y yo regresamos de Qasr Azaimin, en la frontera entre Nachd e Iraq, a donde he ido a petición del rey Ibn saud. Cumplida 11 e l ca m i n o a m e ca mi misión y con mucho tiempo libre a mi disposición, decidí visitar el antiguo y remoto oasis de Taima, a unas doscientas millas al sudoeste: la Tema del Antiguo Testamento de la que dijo Isaías: ‘Los habitantes de la tierra de Tema dieron de beber al sediento.’ La abundancia de agua en Taima, sus grandes pozos, sin parangón en toda Arabia, hicieron de ella un gran centro del comercio de caravanas en tiempos pre-islámicos y asentamiento de la cultura primitiva de Arabia. He querido verla desde hace mucho; y así, abandonando las rutas periféricas de las caravanas, nos adentramos desde Qasr Azaimin hacia el corazón del Gran Nafud, el desierto de arenas rojas que se extiende majestuosamente entre las tierras altas de Arabia Central y el desierto de siria. No existe pista ni camino en esta parte del inmenso yermo. El viento se encarga de que ninguna huella de hombre o animal deje un rastro duradero en la suave y blanda arena y de que ninguna señal del terreno permanezca visible mucho tiempo para guiar el ojo del viajero. Bajo el batir del viento las dunas cambian incesantemente sus contornos, luyendo con un movimiento lento e imperceptible de una forma a otra, colinas que se hunden para hacerse valles y valles que crecen hasta formar nuevas colinas moteadas de una hierba seca y sin vida que susurra levemente con el viento y es amarga como ceniza hasta para la boca de un camello. Aunque he cruzado este desierto muchas veces y en muchas direcciones, no estoy seguro de poder hallar el camino a través de él solo, y por ello me alegro de tener conmigo a Zayid. Esta parte del país es su tierra natal: pertenece a la tribu shammar, que habita los bordes meridional y oriental del Gran Nafud y, cuando las abundantes lluvias del invierno transforman de repente las dunas de arena en verdes prados, llevan a pastar sus camellos en su interior durante unos pocos meses al año. Los cambios de temperamento del desierto están en la sangre de Zayid, y su corazón late con su pulso. Zayid es probablemente el hombre más apuesto que he conocido: tiene la frente ancha y es delgado de cuerpo, de mediana estatura, de huesos delicados, nervudo y fuerte. sobre el rostro trigueño, con sus pómulos fuertemente marcados y una boca severa y al mismo tiempo sensual, yace esa gravedad expectante tan característica del ára12 SED be del desierto –dignidad y aplomo asociados a una dulzura íntima. Es una feliz combinación de la más pura raza árabe y la vida urbana del Nachd, que ha conservado el instinto certero del beduino sin la inestabilidad emocional de éste, adquiriendo la sabiduría práctica del habitante de las ciudades sin caer presa de su soisticación mundanal. Como yo, disfruta de la aventura sin ir tras ella. desde su más temprana juventud, su vida ha estado llena de incidentes y de emociones fuertes: joven soldado en el cuerpo irregular de camelleros reclutado por el gobierno turco para su campaña en la península del sinaí durante la Primera Guerra Mundial, defensor de los territorios de su tribu shammar contra Ibn saud; contrabandista de armas en el golfo Pérsico; amante tempestuoso de muchas mujeres en muchas partes del mundo árabe (todas ellas, por supuesto, casadas legalmente con él en uno u otro momento y luego, legalmente también, divorciadas); tratante de caballos en Egipto; mercenario en Iraq; y, inalmente, durante casi cinco años, mi acompañante en Arabia. Y ahora, en este inal de verano de 1932, cabalgamos juntos, como hemos hecho tan a menudo en el pasado, sorteando nuestro camino solitario entre dunas, parándonos en alguno de los pozos distantes entre sí y descansando de noche bajo las estrellas; el eterno swishswish de las patas de los animales sobre la arena caliente; a veces, durante la marcha, Zayid canta con voz ronca al ritmo de los camellos; campamentos nocturnos, preparando café y arroz y algo de caza; el fresco aliento del viento sobre nuestros cuerpos cuando yacemos tendidos de noche sobre la arena; la salida del sol sobre las dunas, un violento estallido de rojo, como fuegos artiiciales; y a veces, como hoy, el milagro de la vida que despierta en una planta regada al azar. Nos habíamos detenido para la oración del mediodía. Mientras me lavaba las manos, cara y pies con agua de nuestro odre, unas pocas gotas cayeron sobre una mata de hierbas secas a mis pies, una triste planta raquítica, amarilla y mustia bajo los fuertes rayos del sol. Pero así que el agua cayó sobre ella, un estremecimiento recorrió las marchitas hojas, y vi como se desplegaban lenta y temblorosamente. unas pocas gotas más, y las pequeñas hojas se movieron y se enrollaron para luego extenderse lentas y dubitativas, temblorosamente… 13 e l ca m i n o a m e ca Contuve la respiración mientras derramaba más agua sobre la mata de hierba. se movió entonces más rápidamente, más bruscamente, como si una fuerza oculta estuviera arrancándola de su sueño de muerte. sus hojas –¡qué extraordinaria visión!– se contrajeron y extendieron como los brazos de una estrella de mar, sobrecogidas por un delirio tímido pero incontenible, una auténtica orgía diminuta de goce sensual: y de esa forma la vida entraba de nuevo victoriosamente en lo que hacía un momento había estado como muerto, entraba en ella visible, apasionadamente, arrolladora y con una majestad más allá de toda compresión. La vida en toda su majestad… se siente siempre en el desierto. Porque es tan difícil de mantener y tan dura, que es como un regalo continuo, como un tesoro y una sorpresa. Porque el desierto es siempre sorprendente, aunque lo hayas conocido durante años. A veces, cuando crees haberlo visto en toda su rigidez y vacío, se despierta de su sueño, envía su aliento –y allí donde ayer no había nada sino arena y guijarros aparece de repente hierba tierna de un verde pálido. Envía su aliento de nuevo –y una bandada de pequeños pájaros vuela por el aire –¿de dónde? ¿hacia dónde?– esbeltos, de largas alas verde esmeralda; o una nube de langostas se eleva sobre la tierra como una ráfaga zumbadora, gris, lúgubre e interminable como una horda de guerreros hambrientos… La vida en toda su majestad: majestad en parquedad, pero siempre sorprendente: en esto reside todo el indescriptible aroma de Arabia, de desiertos de arena como este, y de muchos otros paisajes cambiantes. A veces es un suelo de lava, negro y aristado; a veces dunas interminables; a veces un wadi entre colinas rocosas, cubiertas de espinos de los que salta una liebre espantada que se atraviesa en tu camino; a veces arena suelta con huellas de gacela y unas pocas piedras chamuscadas por el fuego sobre las que viajeros perdidos ya en el olvido cocinaron su comida en días perdidos ya en el olvido; a veces un poblado entre palmeras, y los rollos de madera sobre los pozos hacen música y te cantan sin parar; a veces un pozo en medio de un valle del desierto, con pastores beduinos a su alrededor ocupados en abrevar a sus sedientas ovejas y camellos –cantan a coro mientras el agua es 14 SED extraída en grandes cubos de cuero que se vuelcan deprisa en abrevaderos de cuero para deleite de los excitados animales. Y de nuevo, la soledad de estepas dominadas por un sol inclemente; los macizos de hierba amarilla y dura y las matas frondosas que se arrastran sobre el suelo con ramas serpenteantes ofrecen un pasto agradable a nuestros dromedarios; una acacia solitaria extiende sus largas ramas contra el cielo azul acero; el lagarto dorado que, según dicen, jamás bebe, aparece entre montículos de tierra y piedras, moviendo sus ojos rápidamente a derecha e izquierda, para desaparecer luego como un fantasma. En una hondonada se levantan unas tiendas negras de pelo de cabra; un rebaño de camellos es conducido a casa por la tarde, los pastores montados a pelo sobre camellos jóvenes, y cuando llaman a sus animales el silencio de la tierra absorbe sus voces y se las traga sin dejar eco. A veces ves sombras trémulas en el lejano horizonte: ¿serán nubes? Flotan bajas, cambiando a menudo de color y de posición, a ratos parecen montañas parduscas –pero en el aire, algo encima del horizonte– y a ratos, a la vista de todos, bosquecillos umbríos de pinos rocosos: pero –en el aire. Y cuando descienden y se vuelven lagos y ríos que relejan temblorosamente las montañas y los árboles junto a sus seductoras aguas, reconoces de repente lo que son en realidad: zalamerías de los genios, el espejismo que tantas veces ha arrastrado a los viajeros a concebir falsas esperanzas y a su perdición: y tu mano se dirige involuntariamente hacia el odre de agua colgado de tu silla… Y hay noches llenas de otros peligros, cuando las tribus están agitadas y belicosas, y el viajero no enciende fuego al acampar para no ser visto en la distancia, y se queda despierto durante largas horas, sentado con el rile entre las rodillas. Y esos días de paz, cuando después de una larga y solitaria travesía encuentras una caravana y escuchas por la noche la conversación de los hombres, graves y bronceados, alrededor del fuego: hablan de las cosas simples y grandes de la vida y de la muerte, del hambre y la saciedad, del orgullo, del amor y el odio, de la pasión de la carne y su apaciguamiento, de guerras, de los palmerales en el lejano poblado donde residen –y nunca escuchas parloteos vanos: porque en el desierto no se puede parlotear… 15 e l ca m i n o a m e ca Y sientes la llamada de la vida en los días de sed, cuando la lengua se pega al paladar como un trozo de madera seca y el horizonte no envía redención sino que ofrece en su lugar un ardiente viento samún y remolinos de arena. Y en días bien distintos, cuando eres huésped de tiendas beduinas y los hombres te traen cuencos llenos de leche –la leche de camellas cebadas a comienzos de la primavera cuando, tras las intensas lluvias, las estepas y las dunas están verdes como un jardín y las ubres de los animales redondas y pesadas; desde una esquina de la tienda puedes oír la risa de las mujeres que cocinan una oveja en tu honor sobre un fuego al aire libre. El sol desaparece como metal rojo tras las colinas; más alto que en ningún otro lugar del mundo está el cielo estrellado en la noche, profundo y sin sueños tu descanso bajo las estrellas; las mañanas amanecen frescas y de color gris pálido. Frías las noches de invierno, cuando los penetrantes vientos soplan sobre el fuego en torno al cual os apretáis tú y tus compañeros en busca de calor; abrasadores los días de verano cuando cabalgas y cabalgas sobre tu oscilante dromedario innumerables horas, cubierto tu rostro por el pañuelo para protegerlo del ardiente viento, adormecidos los sentidos, mientras en lo alto un ave rapaz traza sus círculos en el bochorno del mediodía… –2– L a ta r de s e de sli z a lentamente a nuestro paso con sus dunas, su silencio, y su soledad. Pasado un rato, la soledad se rompe cuando un grupo de beduinos se cruza en nuestro camino –cuatro o cinco hombres y dos mujeres– montados en dromedarios, con una bestia de carga que transporta una tienda negra plegada, utensilios de cocina y otros propios de la vida nómada, y un par de niños subidos encima de todo. Al llegar a nuestra altura, detienen sus animales: ‘La paz sea con vosotros.’ Y contestamos: ‘Y con vosotros la paz y la gracia de dios.’ ‘¿A dónde os dirigís, viajeros?’ ‘A Taima, in sha-Al·lah.’ ‘Y ¿de dónde venís?’ 16 SED ‘de Qasr Azaimin, hermanos,’ respondo; y entonces se hace el silencio. uno de ellos, un anciano demacrado de rostro ailado y barba negra y puntiaguda, es evidentemente su jefe; su mirada es también negra y ailada cuando, pasando sobre Zayid, se detiene inquisitivamente en mí, el extranjero de rostro claro surgido de improviso de la nada en este yermo sin senderos; un extraño que dice venir de la dirección de Iraq, en manos de los británicos, y podría ser (casi puedo leer los pensamientos de rostro Ailado) un iniel penetrando subrepticiamente en tierra de árabes. La mano del anciano juega, como por perplejidad, con la perilla de su silla de montar mientras su gente, que se va congregando alrededor de nosotros, espera obviamente a que hable. Pasados unos momentos, parece incapaz de soportar más el silencio, y me pregunta: ‘¿de qué árabes eres tú?’ –queriendo saber la tribu o región de la que procedo. Pero antes de que pueda contestar, sus facciones se iluminan con una repentina sonrisa de reconocimiento: ‘¡Ah, ya te recuerdo! ¡Te vi con Abd al-Aziz! Pero, de eso hace mucho –hace cuatro años…’ Y me tiende su mano amistosamente y recuerda la época en que yo vivía en el palacio real de riyad y él vino con el séquito de un jefe shammar a presentar los respetos de la tribu a Ibn saud, a quien los beduinos llaman siempre por su nombre, Abd al-Aziz, sin título formal u honoríico alguno: pues en su libre humanidad ven en el rey sólo a un hombre, que sin duda merece ser honrado, pero no más allá de los méritos humanos. Y así proseguimos un rato recordando, hablando de este hombre o aquel, intercambiando anécdotas de riyad, dentro de la cual y en sus alrededores hasta mil huéspedes viven diariamente de la generosidad del rey, recibiendo al partir regalos que varían según el rango de cada hombre –desde un puñado de monedas de plata o una abaya hasta abultadas bolsas de soberanos de oro, caballos o dromedarios como reparte a menudo entre los jefes de tribus. Pero la largueza del rey es menos un asunto pecuniario que de corazón. Quizá, por encima de todo, es la cordialidad de sus sentimientos lo que hace que la gente en torno a él, sin excluirme yo, le ame. 17 e l ca m i n o a m e ca En todos los años que pasé en Arabia, la amistad de Ibn saud envolvió mi vida como un cálido resplandor. Me llama amigo suyo, aunque él es un rey y yo sólo un periodista. Y yo le llamo amigo mío –no sólo porque en todos los años que viví en su reino mostró hacia mí una gran simpatía, pues eso lo muestra hacia muchos hombres: le llamo amigo mío porque a veces me abre sus más íntimos pensamientos como a muchos otros les abre su bolsa. Me gusta llamarle mi amigo, porque, a pesar de todos sus defectos –y no son pocos– es un hombre extraordinariamente bueno. No simplemente ‘amable’: pues la amabilidad puede a veces ser algo de poco valor. Así como se dice con admiración de una antigua espada de damasco que es un ‘buen’ arma porque posee todas las cualidades que se exigen en un arma de esa clase: así considero yo a Ibn saud un buen hombre. Está equilibrado dentro de sí y sigue siempre su propio camino; y si a menudo yerra en sus acciones, es porque nunca intenta ser otra cosa que él mismo. • Mi p r i me r encuentro con el rey Abd al-Aziz ibn saud tuvo lugar en Meca a principios de 1927, pocos meses después de mi conversión al Islam. La reciente y repentina muerte de mi esposa, que me había acompañado en esta, mi primera, peregrinación a Meca, me había hecho amargado y antisocial. Estaba tratando desesperadamente de escapar de la oscuridad y de una desolación total. Pasaba la mayor parte del tiempo en mis aposentos; mantenía contacto sólo con unas pocas personas, y durante semanas omití hasta la acostumbrada visita de cortesía al rey. Así, un día que visitaba yo a uno de los invitados extranjeros de Ibn saud –fue, recuerdo bien, Hayyi Agos salim de Indonesia– ¡fui informado de que, por indicación del rey, mi nombre había sido incluido en su lista de invitados! Al parecer había sido informado de la causa de mi reserva y lo había aceptado con discreta comprensión. Así pues, me trasladé, como un invitado que jamás había visto el rostro de su anitrión, a una hermosa casa en el extremo sur de Meca, cerca de una garganta rocosa por la que atraviesa el camino hacia el Yemen. desde la terraza podía ver gran parte de la 18 SED ciudad: los minaretes de la Gran Mezquita, los miles de casas, cubos blancos con balaustradas en la azotea, hechas con ladrillos pintados, y las inertes colinas del desierto bajo la bóveda de un cielo que brillaba como metal líquido. Aún así, quizá hubiera seguido posponiendo mi visita al rey de no haber sido por un encuentro fortuito con el Emir Faisal, su segundo hijo, en una biblioteca bajo el pórtico de la Gran Mezquita. Era agradable sentarse en aquella habitación larga y estrecha rodeado de antiguos folios en árabe, persa y turco; su quietud y penumbra me llenaban de paz. Pero un día, el acostumbrado silencio se vio roto por el susurrante roce de las largas túnicas de un grupo de hombres que entraba precedido de guardaespaldas armados: era el Emir Faisal y su séquito atravesando la biblioteca camino de la Kaaba. Era alto y delgado y de una dignidad que excedía en mucho sus veintidós años y su rostro lampiño. A pesar de su juventud, le había sido encomendado el importante cargo de virrey del Hiyaz después de la conquista del país por su padre dos años antes (su hermano mayor, el príncipe heredero saud, era virrey de Nachd, mientras que el propio rey pasaba la mitad del año en Meca, capital del Hiyaz, y la otra mitad en la capital de Nachd, riyad). El bibliotecario, un joven erudito de Meca con el que tenía amistad desde hacía algún tiempo, me presentó al príncipe. Éste me estrechó la mano; y cuando me incliné ante él, levantó mi cabeza ligeramente con sus dedos y su rostro se iluminó en una cálida sonrisa. ‘Nosotros, la gente de Nachd, no creemos que un hombre deba inclinarse ante otro; sólo debe hacerlo ante dios en oración.’ Parecía amable, soñador y algo reservado y tímido –una impresión conirmada en los años posteriores de nuestra relación. su aire de nobleza no era afectado; parecía irradiar de dentro. Mientras hablábamos ese día en la biblioteca, sentí de repente un fuerte deseo por conocer al padre de este hijo. ‘El rey se alegraría de verte,’ dijo Emir Faisal. ‘¿Por qué le rehuyes?’ Y a la mañana siguiente el secretario del emir me recogió en un automóvil y me llevó al palacio del rey. Atravesamos la calle del bazar 19 e l ca m i n o a m e ca de Al-Maala, pasando lentamente a través de una multitud ruidosa formada por camellos, beduinos y comerciantes que vendían toda clase artículos para beduinos –sillas de montar, abayas, alfombras, odres para agua, espadas con incrustaciones de plata, tiendas y cafeteras de latón– luego a través de una carretera más ancha y tranquila, y inalmente llegamos hasta la inmensa casa donde residía el rey. El espacio abierto delante de ella estaba ocupado por muchos camellos ensillados, y unos cuantos esclavos y criados descansaban alrededor de la escalinata de entrada. se me hizo esperar en una amplia habitación con columnas cuyo suelo estaba cubierto con alfombras baratas. Adosados a las paredes había divanes anchos forrados de tela caqui, y a través de las ventanas podían verse algunas hojas verdes: el principio de un jardín que estaba creándose con gran diicultad en el suelo árido de Meca. un esclavo negro apareció. ‘El rey te invita.’ Entré en una habitación como la que acababa de dejar, excepto que era algo más pequeña y ligera, con uno de sus lados abierto completamente al jardín. El suelo estaba cubierto de costosas alfombras persas; en una ventana salediza que dominaba el jardín, el rey estaba sentado sobre un diván con las piernas cruzadas; en el suelo a sus pies un secretario tomaba dictado. Cuando entré, el rey se levantó, extendió ambas manos y dijo: ‘Ahlan wa-sahlan’ –‘Familia y llano’– que signiica: ‘Has llegado junto a tu familia y que tu pie camine sobre un fácil llano’: la más antigua y elegante de las expresiones árabes de bienvenida. Por un segundo pude contemplar sorprendido la gigantesca estatura de Ibn saud. Cuando (advertido ya de la costumbre nachdi) besé levemente la punta de su nariz y su frente, tuve que alzarme de puntillas a pesar de medir yo 1.83 m., mientras que él tuvo que agachar la cabeza. Luego, con un gesto de disculpa dirigido a su secretario, se sentó, arrastrándome a su lado sobre el diván. ‘sólo un minuto, la carta está casi acabada.’ Mientras continuaba dictando pausadamente, inició una conversación conmigo, sin mezclar ambos temas. Tras unas pocas frases formales, le entregué una carta de presentación. La leyó –lo que suponía 20 SED estar haciendo tres cosas a la vez– y después, sin interrumpir su dictado y sus preguntas sobre mi bienestar y situación, pidió café. Para entonces ya había tenido yo oportunidad de observarle más de cerca. Era tan bien proporcionado que su gran tamaño –debía medir al menos 1.98 m.– sólo se apreciaba cuando se ponía de pie. su rostro, enmarcado por la tradicional cuiyya a cuadros rojos y blancos coronada por un igal trenzado con hilo de oro, era notablemente viril. Llevaba la barba y el bigote muy recortados al estilo de Nachd; su frente era ancha, su nariz fuerte y aquilina, y su boca de gruesos labios parecía a veces casi femenina en su ternura sensual, pero sin ser blanda. Cuando hablaba, sus facciones se animaban con una movilidad poco común, pero en reposo su rostro parecía algo triste, como retraído en una soledad interior; los ojos hundidos en sus cuencas podían tener algo que ver con esto. La soberbia belleza de su rostro estaba ligeramente empañada por la vaga expresión de su ojo izquierdo, en el que se discernía una película blanca. Más tarde llegué a conocer la historia de esta alicción, que la mayoría de la gente atribuía sin saber a causas naturales. sin embargo, se había producido realmente en circunstancias trágicas. Algunos años antes, una de sus esposas, instigada por la dinastía rival de Ibn rashid, había puesto veneno en su incensario –un pequeño brasero usado en Nachd durante las reuniones ceremoniales– con la clara intención de causarle la muerte. Como de costumbre, el incensario fue entregado en primer lugar al rey antes de ser pasado por turno entre sus invitados. Tras la primera inhalación, Ibn saud sintió que algo extraño ocurría con el incensario y lo arrojó al suelo. su rapidez de relejos le salvó la vida, pero no de que su ojo izquierdo se viera afectado y cegado parcialmente. Aun así, en lugar de vengarse de esa mujer desleal, como hubieran hecho sin duda muchos otros potentados en su situación, la perdonó –porque estaba convencido de que había sido víctima de presiones insuperables por parte de su familia, emparentada con la Casa de Ibn rashid. simplemente la divorció y la envió, con una generosa dote de oro y regalos, a su casa paterna en Hail. • 21 e l ca m i n o a m e ca de s p ué s de aquel primer encuentro, el rey me mandaba llamar casi todos los días. una mañana acudí con la intención de pedirle permiso para viajar por el interior del país, aunque sin grandes esperanzas de obtenerlo pues, por lo general, Ibn saud no permitía que los extranjeros visitasen Nachd. No obstante, estaba a punto de mencionar el asunto cuando de repente el rey lanzó una mirada rápida y incisiva en mi dirección –una mirada que pareció penetrar hasta mis pensamientos no articulados– sonrió, y dijo: ‘¿Querrías, oh Muhammad, venir con nosotros a Nachd y quedarte unos meses en riyad?’ Me quedé estupefacto, como les ocurrió, obviamente, a los demás presentes. semejante invitación espontánea a un extranjero era algo totalmente insólito. Luego dijo: ‘Quisiera que vinieras conmigo en coche el mes que viene.’ Inspiré profundamente y respondí: ‘Que dios alargue su vida, oh Imam, pero, ¿de qué me serviría eso? ¿En qué me beneiciaría atravesar de Meca a riyad en cinco o seis días sin ver nada de su país salvo el desierto, algunas dunas de arena y, quizás, en un punto del horizonte gentes como sombras… si no hay objeción por su parte, un dromedario me serviría mucho mejor, oh Longevo, que todos sus coches juntos.’ Ibn saud rió: ‘¡Tantas ganas tienes de mirar a los ojos a mis beduinos! debo prevenirte: son gente primitiva y mi Nachd es una tierra desierta y sin encantos; además, la silla de montar será dura y la comida monótona durante el viaje –sólo arroz y dátiles, y alguna vez carne. Pero, sea. si estás decidido a ello, cabalgarás. Y, después de todo, puede que no lamentes haber conocido a mi gente: son pobres, nada saben y nada son –pero sus corazones rebosan buena fe.’ Y pocas semanas más tarde, equipado por el rey con dromedarios, provisiones, una tienda y un guía, partí por una ruta indirecta hacia riyad, a donde llegué pasados dos meses. Ese fue mi primer viaje por el interior de Arabia; el primero de muchos: pues los pocos meses de que había hablado el rey se hicieron años –¡qué fácilmente se hicie22 SED ron años!– que pasé no sólo en riyad sino en casi todos los lugares de Arabia. Y la silla de montar ya no me resulta dura… • ‘Que dio s a l a rgue la vida de Abd al-Aziz,’ dice rostro Ailado. ‘Ama a los badu y los badu le aman.’ ¿Y por qué no habrían de hacerlo? –me pregunto. La generosidad del rey para con los beduinos de Nachd se ha convertido en un rasgo permanente de su política: un rasgo poco admirable, quizá, porque los regalos periódicos de dinero que Ibn saud distribuye entre los jefes de las tribus y sus seguidores les han hecho tan dependientes de su largueza que están empezando a perder todo incentivo para mejorar sus condiciones de vida por sus propios esfuerzos y están cayendo gradualmente en un estatus de receptores de ayuda, contentos de seguir ignorantes e indolentes. durante toda mi conversación con rostro Ailado, Zayid se muestra impaciente. Mientras habla con uno de los hombres, sus ojos se posan a menudo en mí, como recordándome que tenemos aún mucho camino por delante y que los recuerdos y las relexiones no avivan el paso de los camellos. Nos separamos. Los beduinos shammar se dirigen hacia el este y pronto desaparecen tras las dunas. desde donde estamos, podemos oír a uno de ellos entonar un canto nómada, como los que cantan a lomos del camello para espolear al animal y romper la monotonía del viaje; y a medida que Zayid y yo reanudamos nuestro viaje en dirección oeste hacia la distante Taima, la melodía va apagándose gradualmente, y de nuevo se hace el silencio. –3– ‘ ¡ Mir a !’ –la voz de Zayid rompe el silencio, ‘¡una liebre!’ Vuelvo los ojos hacia el bulto de pelaje gris que ha saltado de un matorral, al tiempo que Zayid se desliza al suelo desde su silla, descolgando una maza de madera que cuelga de la perilla. Corre tras la liebre y hace girar la maza sobre su cabeza disponiéndose a lanzarla; pero cuando está a punto de lanzarla, su pie se engancha en una raíz de hamdh, cae de bruces al suelo –y la liebre desaparece. 23 e l ca m i n o a m e ca ‘Ahí va una buena cena,’ rio yo mientras se incorpora, mirando compungido la maza en su mano. ‘Pero no te preocupes, Zayid: está claro que esa liebre no era para nosotros…’ ‘No, no lo era,’ responde él, algo distraído; y entonces veo que está dolorido y cojea. ‘¿Te has hecho daño, Zayid?’ ‘Oh, no es nada. sólo me he torcido el tobillo. Me pondré bien en seguida.’ Pero no mejora. después de otra hora sobre la silla observo gotas de sudor en el rostro de Zayid; y cuando examino su pie, veo que su tobillo tiene un esguince serio y está muy inlamado. ‘No conviene que sigamos así, Zayid. Acamparemos aquí; un buen descanso esta noche te restablecerá.’ • d ur a n t e toda l a no che Zayid parece agitado por el dolor. se levanta mucho antes del amanecer, y su movimiento repentino me saca también a mí de mi incómodo sueño. ‘sólo veo un camello,’ dice: y cuando miramos alrededor, descubrimos que en efecto uno de los animales –el de Zayid– ha desaparecido. Zayid quiere salir a buscarlo en el mío, pero con su pie herido le resulta difícil ponerse de pie, no digamos ya andar, montar y desmontar. ‘Tú descansa, Zayid, iré yo; será fácil encontrar el camino de regreso siguiendo mis propias huellas.’ Y mientras amanece me alejo cabalgando, siguiendo las huellas del dromedario perdido que atraviesan el valle arenoso y desaparecen tras las dunas. Cabalgo una hora, luego otra, y luego otra: pero las huellas del animal extraviado se alejan más y más, como si siguiera un rumbo deliberado. Bien entrada la mañana me detengo para un breve descanso, desmonto, como un puñado de dátiles y bebo del pequeño odre que cuelga de mi silla de montar. El sol está en lo alto, pero de alguna forma ha perdido su resplandor. Nubes de color pardusco, poco usuales en esta época del año, lotan inmóviles bajo el cielo; un aire pesado y extrañamente denso envuelve el desierto y suaviza aún más los ya suaves contornos de las dunas. 24 SED un extraño movimiento sobre la cima de una alta colina de arena delante de mí atrae mi atención –¿será un animal? ¿Quizá el camello perdido? Pero cuando miro cuidadosamente, compruebo que el movimiento no se produce en la duna sino sobre su misma cresta: la cresta se está moviendo, muy ligeramente hacia delante, en espirales –y luego parece derramarse cuesta abajo hacia mí como la cresta de una ola que se rompe lentamente. una nube de polvo turbio y rojizo se eleva hacia el cielo desde detrás de la duna; bajo esta nube rojiza sus contornos pierden nitidez y se hacen difusos, como si se hubiera corrido un velo; y un crepúsculo rojizo comienza a extenderse rápidamente sobre el desierto. una nube de arena se arremolina contra mi rostro y a mi alrededor, y de repente el viento empieza a rugir de todas las direcciones, entrecruzando el valle en fuertes ráfagas. El movimiento dispersor en la cima de la primera colina se está repitiendo en todas las colinas de arena que están a la vista. En cuestión de minutos el cielo se oscurece hasta adquirir un tono marrón rojizo y el aire se llena de remolinos de polvo arenoso que, como una niebla rojiza, oscurece el sol y el día. Es una tormenta de arena, no hay duda. Mi dromedario, agachado, siente miedo e intenta levantarse. Lo retengo por el cabestro, tratando de mantenerme en pie contra el viento, que ha adquirido ya la fuerza de una tempestad, y consigo sujetar con la maniota las manos del camello y, para asegurarme más, le ato también una pata trasera. Luego me echo en tierra y me cubro con la abaya pasándomela sobre la cabeza. Aprieto el rostro contra la axila del camello para no ahogarme con la arena en el aire. siento cómo el animal aprieta su hocico contra mi hombro, sin duda por igual motivo. siento cómo la arena se va amontonando sobre mí por el lado no protegido por el cuerpo del animal, y tengo que moverme de vez en cuando para no quedar sepultado. No estoy excesivamente preocupado, porque no es la primera vez que una tormenta me sorprende en medio del desierto. Echado así en el suelo, con mi abaya pegada al cuerpo, nada puedo hacer sino esperar a que pase la tormenta y escuchar el rugido del viento y el batir de mi manto –que se agita como una vela suelta– no, como un estandar25 e l ca m i n o a m e ca te al viento –como el batir de los estandartes tribales montados sobre altos mástiles que porta un ejército de beduinos en marcha: como batían y se agitaban hace casi cinco años sobre un ejército de jinetes beduinos de Nachd –miles de ellos, y yo entre ellos– que regresaban de Arafat a Meca después de la peregrinación. Era mi segunda peregrinación. Había pasado un año en el interior de la Península y conseguí regresar a Meca justo a tiempo de unirme a la congregación de peregrinos en la llanura de Arafat, al este de la Ciudad sagrada; y de regreso de Arafat me encontré en medio de una multitud de peregrinos de Nachd vestidos de blanco, que marchaban al galope sobre la polvorienta llanura –un mar de hombres vestidos de blanco sobre dromedarios color amarillo miel, marrón dorado y pardo rojizo– un estruendoso galope que sacudía la tierra bajo las patas de miles de dromedarios que avanzaban como una oleada incontenible –los estandartes tribales agitándose al viento y los gritos tribales con los que los hombres proclamaban a sus diversas tribus y las gloriosas hazañas de sus antepasados elevándose en oleadas sobre cada destacamento: pues para los hombres de Nachd, hombres de las tierras altas de Arabia Central, la guerra y la peregrinación brotan de una misma fuente… Y los innumerables peregrinos de otras tierras –de Egipto, India, el norte de África y java– no acostumbrados a semejante desenfreno, huían aterrorizados ante nuestro avance: pues nadie habría sobrevivido de haberse quedado en el paso del atronador ejército– así como una muerte instantánea hubiera sido la suerte del jinete que cayera de su silla en medio de aquellos miles y miles de monturas al galope. Aunque fue una galopada enloquecida, compartí la locura y me abandoné al momento, al zumbido, a la precipitación y al fragor con una dicha salvaje en mi corazón –y el viento que rozaba veloz contra mi rostro cantaba: ‘¡Nunca más serás un extraño… nunca más, entre tu gente!’ Y mientras yazgo en la arena bajo mi ondeante abaya, el rugido de la tormenta de arena parece repetir como un eco: ‘Nunca más serás un extraño…’ No soy ya un extraño: Arabia es ahora mi hogar. Mi pasado occidental es como un sueño lejano –no lo bastante irreal para ser ol26 SED vidado, ni lo bastante real para ser parte de mi presente. No es que me haya vuelto indolente. Al contrario, cada vez que paso algunos meses en una ciudad –como Medina, por ejemplo, donde tengo una esposa árabe y un hijo pequeño y una biblioteca llena de libros sobre historia antigua del Islam– me siento inquieto y empiezo a ansiar la acción y el movimiento, el aire seco y fresco del desierto, el olor de los dromedarios y la sensación de la silla de montar. Aunque parezca extraño, el impulso de andar errante, que me ha hecho tan inquieto durante la mayor parte de mi vida (tengo ahora treinta y dos años) y me arrastra una y otra vez a toda suerte de peligros e imprevistos, no proviene tanto de una sed de aventuras como de un anhelo por encontrar mi propio lugar de reposo en el mundo –de llegar a un punto en el que pueda relacionar todo lo que me ocurra con todo lo que piense, sienta y desee. Y si lo entiendo bien, es este anhelo de descubrimiento interior lo que me ha impulsado, en todos estos años, hacia un mundo totalmente distinto, tanto en sensibilidad como en formas externas, a todo aquello a lo que estaba destinado por mi nacimiento y mi educación europeos… • Cua n d o p or fin amaina la tormenta, me sacudo la arena que se ha amontonado sobre mí. Mi dromedario está medio enterrado en ella, pero ha superado bien una experiencia por la que seguramente ha tenido que pasar muchas veces. La tormenta en sí no parece, a primera vista, habernos causado ningún daño aparte de llenar de arena mi boca, oídos y nariz, y haberse llevado consigo la piel de oveja que cubría mi silla de montar. Pero pronto descubro mi error. Todas las dunas a mi alrededor han cambiado sus contornos. Mis propias huellas y las del camello desaparecido se han borrado. Estoy en territorio virgen. Lo único que puedo hacer es volver al campamento –o por lo menos intentarlo– con la ayuda del sol y de mi sentido de la orientación que es casi un instinto para alguien acostumbrado a viajar por desiertos. Pero aquí estas dos ayudas no son enteramente iables, pues las dunas no le permiten a uno caminar en línea recta y mantenerse en la dirección elegida. 27 e l ca m i n o a m e ca La tormenta me ha dado sed, pero, como no tenía previsto ausentarme del campamento sino unas pocas horas, hace tiempo que bebí el último trago de mi pequeño odre. No obstante, el campamento no puede estar lejos; y aunque mi dromedario no haya bebido nada desde nuestra última parada en un pozo hace dos días, es un veterano curtido y puedo coniar en él para que me lleve de vuelta. Pongo su nariz hacia donde creo que está el campamento y nos ponemos en marcha a paso ligero. Pasa una hora, y otra, y una tercera, pero no hay rastro de Zayid ni de nuestro campamento. Ninguna de las colinas anaranjadas presenta una apariencia familiar; de hecho habría sido difícil encontrar algo familiar en ellas aunque no hubiera habido una tormenta. Entrada la tarde llego ante un crestón de rocas graníticas, algo raro en medio de estos yermos de arena, y las reconozco inmediatamente: Zayid y yo las pasamos ayer por la tarde, poco antes de hacer alto para pernoctar. Me siento muy aliviado; porque aunque resulta evidente que me encuentro bastante alejado del lugar donde esperaba encontrar a Zayid –debo haberme desviado un par de millas o así– me parece que ahora no va a ser difícil dar con él si simplemente me dirijo en dirección sudoeste, como hicimos ayer. Había, recuerdo, unas tres horas de marcha desde las rocas hasta nuestro campamento: pero cuando he cabalgado otras tres horas no encuentro señal del campamento ni de Zayid. ¿Le he vuelto a perder? sigo adelante, siempre en dirección sudoeste, tomando en consideración cuidadosamente el movimiento del sol; pasan otras dos horas, pero nada aún del campamento ni de Zayid. Al caer la noche, decido que no tiene sentido continuar; será mejor descansar y esperar la luz del día. desmonto, pongo la maniota al dromedario e intento comer algunos dátiles, pero estoy demasiado sediento: se los doy al camello y me echo, apoyando mi cabeza sobre su cuerpo. Caigo en un sueño espasmódico: ni dormido del todo ni totalmente despierto, sino una sucesión de estados de sueño provocados por la fatiga, rotos por la sed que se ha hecho angustiosa; y, en algún lugar de esas profundidades que uno no quiere descubrirse a sí mismo, acecha ese gris e inquietante gusano del miedo: ¿qué será de mí si no 28 SED consigo volver a donde está Zayid y nuestros odres? –porque, que yo sepa, no hay agua ni poblado alguno en muchos días de viaje a la redonda. Al alba me pongo de nuevo en marcha. durante la noche he calculado que he debido desviarme hacia el sur y que, por tanto, el campamento de Zayid debería hallarse en algún punto al nor-noreste del lugar donde pasé la noche. Así que nos dirigimos en dirección nornoreste, sedientos, cansados y hambrientos, enilando nuestro camino en líneas zigzagueantes de un valle a otro, rodeando colinas de arena unas veces por la derecha, otras por la izquierda. Al mediodía descansamos. Mi lengua se pega al velo del paladar y es como cuero viejo y agrietado; la garganta está irritada y los ojos hinchados. Trato de dormir un poco, apretado contra el vientre del camello y con mi abaya cubriéndome la cabeza, pero no puedo. La tarde nos ve de nuevo en marcha, esta vez más hacia el este –pues ahora sé que nos hemos ido demasiado al oeste– pero aún no hay señal de Zayid ni del campamento. Llega otra noche. La sed se ha vuelto un tormento, y el deseo de agua el único pensamiento que domina una mente incapaz ya de ordenar sus pensamientos. Pero tan pronto alborea en el horizonte, emprendo la marcha: a través de la mañana, a través del mediodía, hasta alcanzar la tarde de otro día. dunas de arena y calor. dunas detrás de dunas, sin in. O, ¿es este quizás el in –el in de todos mis caminos, de todas mis búsquedas y hallazgos? ¿de mi llegada a una gente entre la cual nunca más sería un extraño…? ‘dios mío,’ imploro, ‘no me dejes perecer así…’ Por la tarde subo a una alta duna con la esperanza de conseguir una mejor vista del paisaje. Cuando vislumbro de repente un punto oscuro a lo lejos hacia el este, siento ganas de llorar de alegría, pero estoy demasiado débil para eso: ¡porque este debe ser el campamento de Zayid, y los odres, y los dos pellejos grandes de agua! Mis rodillas tiemblan al subirme de nuevo a mi dromedario. Lenta y cautelosamente nos dirigimos hacia el punto negro que sin duda sólo puede ser el campamento de Zayid. Esta vez tomo todas las precauciones para no pasar de largo: cabalgo en línea recta, subiendo colinas de are29 e l ca m i n o a m e ca na, bajando valles de arena, duplicando, triplicando nuestro esfuerzo, pero espoleado por la esperanza de alcanzar mi objetivo en poco tiempo, dos horas como máximo. Y inalmente, después de atravesar la última cresta de duna, la meta está ya claramente al alcance de mi vista, tiro de las riendas del camello, y contemplo esa cosa oscura a menos de media milla de mí, y mi corazón parece dejar de latir: lo que veo delante de mi es el oscuro crestón de rocas graníticas que pasé con Zayid hace tres días y que volví a pasar solo hace dos días… He estado dos días cabalgando en círculo. –4– Cua n d o me dejo ca er de la silla, estoy completamente exhausto. Ni siquiera pongo la maniota al camello, y de hecho el animal está demasiado cansado para que se le ocurra escapar. rompo a llorar; pero de mis ojos secos e hinchados no salen lágrimas. ¿Cuánto hace que lloré por última vez…? Pero, ¿acaso, no pasó todo hace mucho tiempo? Todo es pasado, y no existe el presente. sólo existe la sed. Y el calor. Y el tormento. He estado sin beber casi tres días, y han pasado cinco desde que mi dromedario bebió por última vez. Es probable que él pueda seguir así otro día más, quizás dos; pero yo sé que no resistiré tanto. Quizá me vuelva loco antes de morir, pues el dolor de mi cuerpo está enredado con el temor de mi mente, y el uno acrecienta al otro, punzando y susurrando y desgarrando… Quiero descansar, pero al mismo tiempo sé que si me echo no conseguiré levantarme. Me arrastro hasta subir a la silla y obligo al dromedario a levantarse golpeándole y espoleándole; y estoy a punto de caerme de la silla cuando el animal se balancea hacia delante al levantarse sobre las patas traseras y, de nuevo, cuando se balancea hacia atrás al enderezar las manos. Empezamos a avanzar, lenta y penosamente, en dirección oeste. Al oeste: ¡qué burla! ¿Qué quiere decir ‘al oeste’ en medio de este mar de colinas de arena, ondulante y engañoso? Pero quiero vivir. Y por eso seguimos. seguimos andando pesadamente con el resto de nuestras fuerzas durante la noche. debe ser de madrugada cuando caigo de la silla 30 SED de montar. No es una caída fuerte; la arena es suave y acogedora. El camello sigue de pie un rato, y se deja caer con un suspiro sobre sus rodillas, luego sobre sus patas traseras y se acuesta a mi lado con el cuello extendido sobre la arena. Estoy echado sobre la arena en la estrecha sombra del cuerpo del dromedario, envuelto en mi abaya contra el calor exterior y el dolor, la sed y el temor en mi interior. Ya no puedo pensar. No puedo cerrar los ojos. Cualquier movimiento de los párpados es como metal ardiente sobre el globo ocular. sed y calor; sed y aplastante silencio: un silencio seco que te envuelve en un sudario de soledad y desesperación, y hace que el murmullo de la sangre en tus oídos y los ocasionales suspiros del camello suenen ampliicados, amenazadores, como si fueran los últimos sonidos sobre la tierra y nosotros dos, hombre y animal, los últimos seres vivos, seres condenados, sobre la tierra. En lo alto, en ese calor reverberante, un buitre traza círculos lentamente, sin parar, un punto contra la dura palidez del cielo, libre por encima de todos los horizontes… Mi garganta está hinchada, angostada, y cada respiración remueve un millar de agujas lacerantes en la base de mi lengua –esa lengua grande que no debería moverse pero que no puede dejar de hacerlo por el dolor, hacia atrás, hacia delante, como una escoina contra la cavidad seca de mi boca. Mis entrañas están ardiendo, anudadas en una presa agónica. Por unos segundos el cielo acerado se vuelve negro a mis ojos, completamente abiertos. Mi mano se mueve, como por voluntad propia, y tropieza con la dura culata de la carabina que cuelga de la perilla de mi silla de montar. Y la mano se detiene, y con súbita claridad la mente ve los cinco buenos cartuchos en la recámara y el rápido in que una presión sobre el gatillo traería consigo… Algo en mí susurra: ¡Muévete con rapidez, coge la carabina antes de que seas ya incapaz de moverte! Y entonces siento cómo mis labios se mueven articulando unas palabras inaudibles que brotan de los oscuros rincones de mi mente: ‘Os pondremos a prueba… sin duda os pondremos a prueba…’ y las palabras balbuceadas adquieren forma lentamente y adoptan una coniguración precisa –un versículo del Corán: Sin duda os pondre31 e l ca m i n o a m e ca mos a prueba por medio del peligro, del hambre, de la pérdida de bienes, de vidas y de rutos del trabajo. Pero da buenas nuevas a los que son pacientes en la adversidad y que, cuando les sucede una desgracia, dicen: ‘En verdad, de Dios somos y, en verdad, a Él hemos de volver.’ Todo es ardor y oscuridad; pero en medio de la ardiente oscuridad noto una fresca ráfaga de viento y lo oigo susurrar suavemente –un viento susurrante, como entre árboles –sobre el agua– y el agua es el pequeño arroyo que discurre manso, entre orillas cubiertas de hierba, cerca del hogar de mi niñez. Estoy echado en la orilla, un niño de nueve o diez años, mordiendo un tallo de hierba y contemplando las vacas blancas que pastan cerca de mí con sus ojos grandes y soñadores y su plácida inocencia. A lo lejos unas campesinas trabajan el campo. una de ellas lleva un pañuelo rojo y una falda azul con anchas rayas rojas. Hay sauces junto a la orilla del arroyo, y sobre la supericie se desliza un pato blanco, haciendo brillar el agua en su estela. Y el suave viento susurra sobre mi cara como el buido de un animal: oh, sí, se trata en efecto de un animal: la gran vaca blanca con manchas marrones se ha acercado hasta mí y me empuja ahora suavemente con su hocico, bufando, y percibo el movimiento de sus patas junto a mí… Abro los ojos, y oigo el buido de mi dromedario, y siento el movimiento de sus patas junto a mí. Está medio levantado sobre sus patas traseras con el cuello y la cabeza erguidos, los oriicios de su nariz dilatados como olfateando un olor repentino y agradable en el aire del mediodía. Bufa de nuevo, y percibo cómo la excitación recorre su largo cuello hasta el hombro y el gran cuerpo a medio erguir. He visto camellos olfatear y bufar de ese modo cuando perciben la presencia de agua después de muchos días de viaje en el desierto; pero aquí no hay agua… ¿o sí? Levanto la cabeza y sigo con mis ojos la dirección hacia la que el camello ha vuelto su cabeza. Es la duna más próxima a nosotros, una cima baja contra la acerada monotonía del cielo, en la que no se percibe movimiento ni sonido alguno. ¡Pero hay un sonido! Llega un sonido débil como la vibración de un viejo arpa, muy delicada y frágil, y aguda: el sonido agudo y frágil de la voz de un beduino que canta al ritmo de marcha de su camello –viene justo de 32 SED detrás de la cima de la colina de arena, bastante cerca considerando la distancia, pero –lo comprendo en un instante– fuera de mi alcance o del sonido de mi voz. Hay gente ahí, pero no puedo llegar hasta ellos. Estoy demasiado débil hasta para ponerme en pie. Intento gritar, pero de mi garganta sale sólo un gruñido ronco. Y entonces mi mano, como por voluntad propia, tropieza con la dura culata de la carabina sobre la silla… y con el ojo de la mente veo los cinco buenos cartuchos en la recámara… Con un esfuerzo supremo logro descolgar el arma de la perilla. Extraer el cerrojo es como mover una montaña, por al in lo consigo. Levanto la carabina sobre su culata y disparo un tiro al aire, verticalmente. La bala silba en el vacío con un sonido lastimosamente ino. Extraigo de nuevo el cerrojo y vuelvo a disparar, y luego escucho. El sonido de arpa ha cesado. Por un instante no hay más que silencio. de pronto una cabeza de hombre, seguida de sus hombros, aparece sobre la cresta de la duna; a su lado hay otro hombre. Miran un momento hacia abajo y luego gritan algo a unos acompañantes invisibles, y el hombre más adelantado gatea sobre la cresta y mitad corriendo, mitad deslizándose, baja por la pendiente hacia mí. Hay un tumulto a mi alrededor: dos, tres hombres –¡qué muchedumbre después de tanta soledad!– están intentando incorporarme, en medio de una gran confusión de brazos y piernas… siento algo ardientemente frío, como hielo y fuego, sobre mis labios, y veo un rostro beduino con barba que se inclina sobre mí, en su mano un trapo sucio y húmedo que sostiene sobre mi boca. En la otra mano, sujeta un odre abierto. Hago un movimiento instintivo hacia él, pero el beduino contiene mi mano suavemente, sumerge el trapo en el agua y de nuevo exprime unas pocas gotas sobre mi boca. Tengo que apretar los dientes para que el agua no me queme la garganta; pero el beduino me separa los dientes y otra vez deja caer un poco de agua en mi boca. No es agua: es plomo fundido. ¿Por qué me hacen esto? Quiero escapar de la tortura, pero me sujetan, los muy demonios… Mi piel arde. Todo mi cuerpo está en llamas. ¿Es que quieren matarme? ¡Oh, si tuviera fuerzas para coger mi rile y defenderme! Pero ni siquiera dejan que me levante: me sujetan en 33 e l ca m i n o a m e ca el suelo y me abren la boca a la fuerza y derraman agua en ella, y tengo que tragarla –y, por extraño que parezca, no quema ya tanto como hace un momento– y el trapo húmedo sobre mi cabeza me proporciona una agradable sensación, y cuando me echan agua sobre el cuerpo, el tacto de las ropas mojadas me hace estremecer de placer… Y entonces todo se vuelve negro, estoy cayendo, cayendo en un pozo profundo, la velocidad de mi caída hace que el aire zumbe en mis oídos, el zumbido se vuelve un rugido, una rugiente negrura, negra, negra… –5– …n e g r a , neg r a , una negrura blanda sin sonidos, una oscuridad grata y amigable que te envuelve como una manta cálida y te hace desear quedarte así para siempre, tan maravillosamente cansado, adormecido y perezoso; y realmente no necesitas abrir los ojos ni mover el brazo; pero mueves el brazo y abres los ojos: y sólo ves oscuridad sobre ti, la oscuridad lanosa de una tienda beduina hecha con pelo negro de cabra, con una abertura estrecha por delante que te deja ver un trozo de noche estrellada y la suave curva de una duna que reluce bajo la luz de las estrellas… Y entonces la abertura de la tienda se oscurece y aparece en ella la igura de un hombre, con el contorno de su manto lotante nítidamente perilado contra el cielo, y oigo la voz de Zayid que exclama: ‘¡Está despierto, está despierto!’ –y su rostro austero se acerca al mío y su mano agarra mi hombro. Otro hombre entra en la tienda; no puedo verle claramente, pero tan pronto como habla con voz lenta y solemne sé que es un beduino shammar. de nuevo siento una sed intensa y ardiente y agarro con fuerza el cuenco de leche que Zayid me trae; pero ya no experimento dolor al tragarla mientras Zayid relata cómo este pequeño grupo de beduinos acertó a acampar cerca de él cuando se desató la tormenta de arena, y cómo, cuando el camello perdido regresó sólo tranquilamente durante la noche, se sintieron preocupados y salieron en mi busca todos juntos; y cómo, pasados cerca de tres días y a punto de per34 SED der toda esperanza, escucharon los disparos de rile desde detrás de una duna… Y ahora han levantado una tienda sobre mí y me ordenan seguir acostado en ella esta noche y mañana. Nuestros amigos beduinos no tienen prisa; sus pellejos de agua están llenos; hasta han podido darle tres calderos llenos a mi dromedario: pues saben que una jornada de viaje hacia el sur les llevará, y también a nosotros, hasta un oasis donde hay un pozo. Y mientras tanto los camellos tienen comida suiciente en los arbustos de hamdh que crecen a nuestro alrededor. Pasado un rato, Zayid me ayuda a salir de la tienda, extiende una manta sobre la arena, y me acuesto bajo las estrellas. • Po ca s hor a s de spué s me despierta el ruido metálico de las cafeteras de Zayid; y el aroma de café recién hecho es como un abrazo de mujer. ‘¡Zayid!’ exclamo, y me sorprendo gratamente de que mi voz, aunque todavía cansada, ha perdido su ronquera. ‘¿Quieres darme un poco de café?’ ‘¡Por dios que sí, mi tío!’ responde Zayid, siguiendo la ancestral costumbre árabe de dirigirse así a un hombre a quien uno quiere mostrar respeto, sea éste más viejo o más joven que el que habla (en realidad, soy unos años más joven que Zayid). ‘¡Podrás tomar todo el café que desees!’ Bebo mi café y sonrío ante el rostro feliz de Zayid. ‘¿Por qué, hermano, nos exponemos a estas cosas en lugar de quedarnos en casa como gente sensata?’ ‘Porque,’ Zayid me devuelve la sonrisa, ‘esperar en nuestras casas a que nuestros miembros se entumezcan y nos llegue la vejez no es para gentes como tú y como yo. Y además, ¿acaso no se muere la gente también en sus casas? ¿Acaso no lleva el hombre su destino alrededor del cuello, donde quiera que esté? La palabra que Zayid usa para ‘destino’ es quisma –‘algo asignado como porción’– más conocida en Occidente en su forma turca, kismet. Y mientras bebo otra taza de café, se me ocurre que este término 35 e l ca m i n o a m e ca árabe tiene además otra signiicación más profunda: ‘aquello de lo que uno es parte.’ Aquello de lo que uno es parte… Estas palabras pulsan una nota tenue y fugaz en mi memoria… venían acompañadas de una sonrisa… ¿de quién? una sonrisa detrás de una nube de humo, de humo acre, como de hashish: sí –era humo de hashish, y la sonrisa pertenecía a uno de los hombres más extraños que he conocido –y le conocí después de una de las experiencias más extrañas de mi vida: tratando de huir de un peligro que parecía –sólo parecía– inminente, me había precipitado, sin saberlo, a un peligro mucho más real, mucho más inminente, que el que estaba tratando de eludir: y tanto el peligro irreal como el real desembocaron en otra escapada… Todo ocurrió hace casi ocho años, cuando, acompañado de mi criado tártaro, Ibrahim, viajaba a caballo entre shiraz y Kermán en el sur de Irán –una franja de territorio desolado, escasamente poblado y sin caminos cerca del lago Niris. Ahora, en invierno, era una estepa encharcada y llena de barro, sin poblados a su alrededor y lanqueada al sur por el Kuh-e-Gushnegán, ‘las Montañas de los Hambrientos’; hacia el norte se fundía con los pantanos que bordeaban el lago. Por la tarde, mientras rodeábamos una colina aislada, el lago se hizo visible de repente: una supericie verde e inmóvil, sin aliento ni sonido ni vida, pues el agua es tan salada que ningún pez puede vivir en ella. Aparte de unos pocos árboles deformes y arbustos del desierto, el terreno salobreño que rodea sus orillas no permitía el crecimiento de vegetación. La tierra estaba ligeramente cubierta de nieve sucia y sobre ella, a una distancia de unas doscientas metros de la orilla, pasaba un camino apenas visible. Empezaba a anochecer y el caravasar de jan-e-jet –nuestra meta esa noche– no aparecía por ningún lado. Pero teníamos que llegar allí a toda costa; no había otro alojamiento en aquellos parajes, y la proximidad de los pantanos hacía nuestro avance en la oscuridad extremadamente peligroso. de hecho, habíamos sido advertidos por la mañana de que no nos aventuráramos solos por allí, porque un paso en falso podía signiicar fácilmente una muerte instantánea. Además, nuestros caballos estaban muy cansados después de una larga jorna36 SED da de viaje sobre terreno embarrado y había que dejarles descansar y darles de comer. Al caer la noche, empezó a llover con fuerza. Cabalgábamos en silencio, mojados y taciturnos, coniando más en el instinto de los caballos que en nuestros inservibles ojos. Pasaban las horas y no había rastro del caravasar. Quizás lo habíamos pasado de largo en la oscuridad y ahora tendríamos que pasar la noche a la intemperie bajo una lluvia que gradualmente aumentaba de intensidad… Los cascos de los caballos chapoteaban en el agua; nuestras ropas empapadas se adherían pesadamente a nuestros cuerpos. La noche colgaba negra y opaca tras sus velos de agua torrencial; estábamos helados hasta los huesos; pero el saber que los pantanos estaban tan próximos era mucho más escalofriante. si los caballos se salían por un momento de la tierra irme –‘entonces, que dios tenga piedad de vosotros,’ nos habían advertido por la mañana. Yo cabalgaba delante, e Ibrahim a unos diez pasos detrás de mí. una y otra vez el mismo aterrador pensamiento: ¿Habíamos pasado de largo jan-e-jet en la oscuridad? Qué terrible eventualidad, tener que pasar la noche bajo la fría lluvia; pero si seguíamos avanzando –¿qué decir de los pantanos? de repente un sonido suave y fangoso bajo los cascos de mi caballo; sentí cómo el animal resbalaba en el barro, se hundía un poco, extraía nerviosamente una pata, volvía a resbalar –y el pensamiento penetró agudamente en mi mente: ¡el pantano! Tiré con fuerza de las riendas y hundí mis talones en los ijares del animal. Este levantó la cabeza hacia atrás y empezó a mover furiosamente sus patas. Mi piel rompió en un sudor frío. La noche era tan negra que ni siquiera podía discernir mis propias manos, pero en las oscilaciones convulsivas del cuerpo del caballo sentía su lucha desesperada por desasirse del abrazo del pantano. Casi sin pensar, agarré la fusta que normalmente colgaba sin usar de mi muñeca y golpeé al caballo en los cuartos traseros con toda mi fuerza, para provocarle a que diera su máximo esfuerzo –pues si ahora se quedaba quieto, nos veríamos arrastrados ambos más y más dentro del barro… El pobre animal –un semental kashgai de gran fuerza y velocidad– no acostumbrado a golpes tan feroces, 37 e l ca m i n o a m e ca se levantó sobre las patas traseras, golpeó de nuevo el suelo con sus cuatro patas, se debatía jadeante contra el barro, saltaba, resbalaba, se levantaba hacia adelante de nuevo y volvía a resbalar– y todo el tiempo sus cascos golpeaban desesperadamente contra el fango blando y cenagoso… un objeto misterioso pasó rápido con un zumbido sobre mi cabeza… Levanté la mano y recibí un golpe duro y incomprensible… ¿qué era aquello? El tiempo y el pensamiento se atropellaban mutuamente dejándome confuso… A través del chapoteo de la lluvia y el resoplar del caballo podía oír, por algunos segundos que parecían horas, el implacable sonido de succión del pantano… El in debía estar cerca. solté los pies de los estribos, dispuesto a saltar de la silla y tratar de salvarme solo –quizá lo conseguiría si me extendía sobre el suelo– cuando de repente –increíblemente– los cascos del caballo dieron sobre tierra irme, una vez, dos veces… y con un sollozo de alivio, tiré de las riendas y detuve al tembloroso animal. Estábamos salvados… sólo entonces me acordé de mi acompañante y grité lleno de terror: ‘¡Ibrahim!’ No hubo respuesta. Mi corazón se quedó helado. ‘¡Ibrahim…!’ –pero a mi alrededor sólo estaba la noche y la lluvia incesante. ¿Había podido salvarse? Con voz ronca volví a gritar, ‘¡Ibrahim!’ Y entonces, casi increíblemente, un débil grito llegó de la distancia: ‘¡Aquí… estoy aquí!’ Ahora le tocaba a mi razón quedarse en suspenso: ¿cómo nos habíamos separado tanto? ‘¡Ibrahim!’ ‘¡Aquí… aquí!’ –y siguiendo el sonido, llevando a mi caballo de las riendas y comprobando cada pulgada de terreno con mis pies, caminé muy lentamente, muy cautelosamente hacia la distante voz: y allí estaba Ibrahim, tranquilamente montado en su caballo. ‘¿Qué te ocurrió, Ibrahim? ¿No te metiste en el pantano? ‘¿El pantano…? No –me quedé parado cuando de repente, no sé porqué, saliste al galope.’ Salí al galope… El enigma estaba resuelto. La lucha contra el pan38 SED tano había sido sólo fruto de mi imaginación. Mi caballo debió haber entrado simplemente en una rodada en el barro y yo, pensando que nos veíamos arrastrados a la ciénaga, lo había fustigado hasta ponerlo a un galope frenético; engañado por la oscuridad, había confundido el movimiento del animal hacia delante con una lucha desesperada contra el pantano, y había estado corriendo a ciegas en la noche, sin darme cuenta de los numerosos árboles retorcidos que había esparcidos por la llanura… Estos árboles, y no el pantano, habían sido el peligro más real e inmediato: la pequeña rama que me golpeó en la mano podía haber sido una rama grande, que me habría roto el cráneo y puesto in a mi viaje en una tumba sin nombre en el sur de Irán… Estaba furioso conmigo mismo, doblemente furioso porque ahora habíamos perdido toda orientación y no podíamos encontrar ya señal alguna del camino. Ahora nunca encontraríamos el caravasar… Pero de nuevo estaba equivocado. Ibrahim desmontó para examinar el terreno con sus manos y quizá así encontrar el camino; y mientras gateaba de esta forma sobre pies y manos, su cabeza chocó de repente contra un muro –¡el muro oscuro del caravasar de jan-e-jet! de no ser por mi imaginaria incursión en el pantano, habríamos pasado de largo el caravasar y nos hubiéramos perdido de verdad en los pantanos que, según supimos mas tarde, empezaban menos de doscientas metros más adelante… El caravasar era una de las muchas ruinas de la época del sah Abbás el Grande –gigantescos bloques de mampostería con pasajes abovedados, enormes portales y chimeneas derruidas. Aquí y allá podían discernirse restos de viejos relieves tallados en los dinteles y azulejos rotos; los pocos aposentos habitables estaban cubiertos de paja vieja y estiércol de caballo. Cuando Ibrahim y yo entramos en la sala principal, encontramos al encargado del caravasar sentado junto a un fuego encendido en el suelo. A su lado había un hombre descalzo de tamaño diminuto, envuelto en un manto hecho jirones. Los dos se levantaron al entrar nosotros, y el pequeño extraño se inclinó ceremoniosamente con un gesto exquisito, casi teatral, llevándose la 39 e l ca m i n o a m e ca mano derecha al corazón. su manto estaba cubierto de innumerables remiendos multicolores; estaba sucio, completamente desaseado; pero sus ojos eran brillantes y su rostro sereno. El encargado salió para ocuparse de nuestros caballos. Me despojé de mi túnica empapada, al tiempo que Ibrahim se ponía inmediatamente a hacer té sobre el fuego abierto. Con la condescendencia de un gran señor que no pierde nada de su dignidad siendo cortés con sus inferiores, el extraño hombrecillo aceptó gentilmente la taza de té que Ibrahim le tendía. sin mostrar una curiosidad indebida, como iniciando una conversación de salón, se dirigió a mí: ‘¿Es usted inglés, yanab-e-ali?’ ‘No, soy namsawi’ (austriaco). ‘¿sería impropio preguntar si son negocios lo que le trae por estos parajes?’ ‘Escribo para algunos periódicos,’ respondí. ‘Estoy viajando por vuestro país para describírselo a la gente del mío. Les encanta conocer cómo viven en otros países y lo que piensan.’ Asintió con una sonrisa de aprobación y se quedó callado. Pasado un rato extrajo de los pliegues de su manto una pequeña pipa de agua hecha de arcilla y una cañita de bambú; colocó la caña de bambú en el recipiente de arcilla; luego frotó entre sus manos algo que parecía tabaco y lo colocó cuidadosamente, como si fuera algo más precioso que el oro, en la cazoleta de la pipa y lo cubrió con ascuas. Con visible esfuerzo, aspiró el humo a través de la caña de bambú, al tiempo que tosía y carraspeaba violentamente. El agua en la pipa de arcilla borboteaba y un olor acre se extendió por la habitación. Y entonces lo reconocí: era cáñamo indio, hashish –y entendí también los extraños modales del hombre: era un hashshashi, un adicto al hashish. sus ojos no estaban velados como los de los fumadores de opio; brillaban con una intensidad impersonal y distante, mirando hacia una lejanía ininitamente apartada del mundo real a su alrededor. Yo miraba en silencio. Cuando por in acabó su pipa, me preguntó: ‘¿No quiere usted probarlo?’ 40 SED rehusé, dándole las gracias; había probado opio una o dos veces (sin haber obtenido ningún placer especial), pero este asunto del hashish parecía demasiado agotador y poco apetecible para intentarlo siquiera. El hashshashi rió sin producir sonido; sus ojos entrecerrados pasaron sobre mí con una ironía amistosa: ‘sé lo que está pensando, mi respetado amigo: piensa usted que el hashish es obra del demonio y siente miedo. Tonterías. El hashish es un regalo de dios. Muy bueno –especialmente para la mente. Mire, hazrat, deje que le explique. El opio es malo –no hay duda de ello– porque despierta en el hombre el ansia por cosas inalcanzables; hace sus sueños codiciosos, como los de un animal. Pero el hashish acalla la codicia y le hace a uno indiferente a todas las cosas del mundo. Así es: hace que uno esté contento. Podrías poner una montaña de oro delante de un hashshashi –no sólo cuando está fumando, sino en cualquier otro momento– y ni siquiera extendería el dedo meñique para alcanzarla. El opio vuelve a la gente débil y cobarde, pero el hashish destruye el miedo y hace al hombre valiente como un león. si pides a un hashshashi que se sumerja en un río helado en medio del invierno, simplemente se sumergirá en él riendo… Porque ha aprendido que carecer de codicia equivale a carecer de miedo –y si un hombre supera el miedo supera también el peligro, pues sabe que cualquier cosa que le ocurra no es más que su parte en todo lo que está ocurriendo… Y volvió a reírse, con una risa corta, convulsiva y sin sonido, entre burlona y benevolente; luego dejó de reír y siguió sonriendo burlonamente tras una nube de humo, sus brillantes ojos ijos en una distancia inamovible. • ‘ Mi pa rt e e n tod o lo que está ocurriendo…’ pienso para mí bajo las amistosas estrellas árabes. ‘Yo –este manojo de carne y hueso, de sensaciones y percepciones– he sido colocado en la órbita del ser, y estoy inmerso en todo lo que ocurre… El “peligro” es sólo una ilusión: nunca podrá “vencerme”: pues todo lo que me ocurre es parte de la omnímoda corriente de la que yo mismo formo parte. ¿sería posible que el peligro y la seguridad, la muerte y el placer, el destino 41 e l ca m i n o a m e ca y la plenitud fueran, quizá, sólo aspectos distintos de este minúsculo y majestuoso manojo que soy yo? ¡Qué ininita libertad, oh dios, has concedido al hombre…!’ Tengo que cerrar los ojos, tan aguda es la punzada de felicidad que me produce este pensamiento; y las alas de la libertad me abanican silenciosamente desde lejos en el soplo de viento que pasa sobre mi rostro. –6– Me s ie n to ya lo ba sta nte fuerte para estar sentado, y Zayid me trae una de nuestras sillas de montar para que me apoye. ‘Ponte cómodo, mi tío. Me alegra el corazón verte en buen estado después de haber llorado tu muerte.’ ‘Has sido un buen amigo para mí, Zayid. ¿Qué habría hecho sin ti todos estos años si no hubieras aceptado mi llamada y venido a mi encuentro?’ ‘Nunca me he arrepentido de estos años pasados a tu lado, mi tío. Aún recuerdo el día en que recibí tu carta, hace más de cinco años, llamándome a Meca… La idea de verte de nuevo me resultaba grata, especialmente porque en el intervalo habías sido bendecido con la bendición del Islam. Pero justo entonces acababa de casarme con una muchacha de los Muntaiq, una virgen, y su amor me complacía enormemente. Esas muchachas iraquíes, tienen cinturas estrechas y pechos duros, como esto’ –y sonriendo con el recuerdo, aprieta con el índice la dura perilla de la silla de montar en la que estoy apoyado– ‘y es difícil abandonar sus abrazos… Así que me dije: “Iré, pero no en este momento: esperaré unas semanas.” Pero pasaban las semanas, y los meses, y aunque pronto me divorcié de aquella mujer –la muy hija de perra, le había estando haciendo ojitos a su primo– no me decidía a dejar mi empleo con los agail iraquíes, ni a mis amigos, ni los placeres de Bagdad y Basora, y acababa siempre diciéndome a mí mismo: “Todavía no; dentro de poco…” Pero un día me alejaba cabalgando de nuestro campamento, donde había cobrado mi paga mensual, y estaba pensando pasar la noche en casa de un amigo, cuando de repente me viniste tú a la mente y recordé que me contabas en 42 SED tu carta lo de la muerte de tu raiqa* –que dios tenga misericordia de ella– y pensé lo solo que debías estar sin ella, y de repente supe que tenía que venir a verte. Y en aquel momento y lugar arranqué la estrella iraquí de mi igal y la tiré; luego, sin volver siquiera a mi casa a recoger mis ropas, volví la cabeza de mi dromedario hacia el Nafud, hacia Nachd, y me puse en camino, parando sólo en el siguiente poblado para comprar un odre y algunas provisiones, y seguí cabalgando hasta encontrarme contigo en Meca, cuatro semanas más tarde…’ ‘¿Y recuerdas, Zayid, nuestro primer viaje juntos por el interior de Arabia, hacia el sur, hasta los palmerales y los trigales de Wadi Bisha, y de allí hasta las arenas de rania, jamás holladas antes por ningún extranjero?’ ‘¡Y bien que lo recuerdo, mi tío! Tenías tantas ganas de ver el rub al-jali,** donde los genios hacen cantar a las dunas bajo el sol… Y, ¿qué decir de aquellos badu que viven en sus conines, que jamás habían visto el cristal en su vida y pensaban que los de tus gafas estaban hechos de agua helada? Ellos mismos eran como genios, leyendo las huellas sobre la arena como otros leen un libro, y leyendo en los cielos y en el aire la llegada de una tormenta de arena horas antes de que llegase… Y, ¿te acuerdas, mi tío, de aquel guía que contratamos en rania –aquel demonio de badawi al que querías tumbar de un disparo cuando estuvo a punto de abandonarnos en medio del desierto? ¡Qué furioso se puso por esa máquina con la que haces fotografías!’ Nos reímos de aquella aventura tan distante ya de nosotros. Pero en su momento no nos hizo ninguna gracia. Estábamos a seis o siete días de viaje al sur de riyad y a aquel guía, un beduino fanático del asentamiento de los ijuán en Ar-rain, le dio un ataque de furia cuando le expliqué para qué servía mi cámara. Quería abandonarnos en aquel mismo instante porque esa pagana creación de imágenes ponía en peligro su alma. A mí no me hubiera importado perderle de vista si no fuera porque justo entonces estábamos en una región con la que ni Zayid ni yo estábamos familiarizados y si nos quedábamos * ‘Compañera’ –e.d., esposa. ** Lit., “el Cuadrante Vacío” –el vasto desierto de arena deshabitado que ocupa cerca de la cuarta parte de la Península Arábiga. 43 e l ca m i n o a m e ca solos seguro que nos perderíamos. Al principio traté de razonar con aquel ‘demonio de beduino’, pero fue inútil; se mantuvo inlexible y giró su camello en dirección a rania. Le expliqué claramente que le costaría la vida si intentase abandonarnos a una muerte segura a causa de la sed. Cuando a pesar de esa advertencia puso en marcha a su dromedario, le apunté con mi rile y amenacé con disparar –con toda la intención de hacerlo: y esto pareció, inalmente, compensar la preocupación de nuestro amigo por su alma. después de protestar un rato, aceptó conducirnos hasta el próximo asentamiento, a unos tres días de viaje, donde podríamos someter nuestra disputa al juicio de un cadi. Zayid y yo le desarmamos y nos turnábamos durante la noche para impedir que escapase. El cadi de Quwa’iyya, al que acudimos pocos días después, juzgó en un principio a favor de nuestro guía, ‘porque es indecente,’ dijo, ‘hacer fotografías de seres vivos’ (basándose en una interpretación errónea de un dicho del Profeta: pues a pesar de la creencia –muy extendida entre gran número de musulmanes en nuestros días– de que está prohibido retratar a seres vivos, la Ley Islámica no contiene ordenanza alguna a tal efecto). Le mostré entonces al cadi la carta abierta del rey ‘a todos los emires del reino y a quien quiera que lea esto’ –y el rostro del cadi se fue alargando a medida que leía: ‘Muhammad Asad es nuestro invitado y un amigo querido para nosotros, todo aquel que le muestre amistad nos la muestra a nosotros, y todo aquel que le sea hostil será tenido por hostil a nosotros…’ Las palabras y el sello de Ibn saud surtieron un efecto mágico en el severo cadi, y al inal dictaminó que ‘en determinadas circunstancias’ podía ser permisible hacer fotografías… No obstante, dejamos que nuestro guía se marchara y contratamos a otro para que nos condujese hasta riyad. ‘¿Y te acuerdas de aquellos días en riyad, mi tío, cuando fuimos invitados del rey y a ti te entristecía ver los viejos establos del palacio llenos de brillantes coches nuevos… Y de la generosidad del rey para contigo….?’ ‘¿Y te acuerdas, Zayid, cuándo nos envió a investigar el secreto detrás de la insurrección beduina, y cómo viajamos durante muchas noches, y entramos clandestinamente en Kuwait, y descubrimos al inal 44 SED la verdad acerca de las cajas de nuevos y relucientes riyales y riles que les llegaban a los rebeldes del otro lado del mar…?’ ‘¿Y aquella otra misión, mi tío, cuando sayyid Ahmad, que dios prolongue su vida, te envió a Cirenaica –y cómo cruzamos el mar en secreto hasta Egipto en un dao– y conseguimos internarnos en Yabal Ajdar, eludiendo la vigilancia de aquellos italianos, la maldición de dios caiga sobre ellos, y nos unimos a los muyahidín al mando de umar al-Mujtar? ¡Aquellos sí que fueron días emocionantes!’ Y seguimos así recordándonos uno al otro los innumerables días que hemos estado juntos, y nuestros ‘¿te acuerdas? ¿te acuerdas?’ nos adentran en la noche, hasta que el fuego se va apagando, y sólo brillan aún unos pocos trozos de leña, y el rostro de Zayid se funde gradualmente con las sombras y se vuelve también como un recuerdo para mis pesados ojos. En el silencio del desierto, iluminado por las estrellas, y mientras sopla un suave viento templado que acaricia las arenas, las imágenes del pasado y del presente se entrelazan, se vuelven a separar y se llaman unas a otras con maravillosos sonidos evocadores, hacia atrás a través de los años, hasta el inicio de mis años en Arabia, hasta mi primera peregrinación a Meca y la oscuridad que cubrió aquellos primeros días: hasta la muerte de la mujer que amé como no he amado a ninguna otra mujer desde entonces, y que yace ahora enterrada bajo el suelo de Meca, bajo una simple piedra sin inscripción que señala el inal de su camino y el principio de uno nuevo para mí: un inal y un principio, una llamada y un eco, extrañamente entrelazados en el valle agreste de Meca… • Z ay id, ¿queda algo de café?’ ‘A tus órdenes, mi tío,’ contesta Zayid. Levanta sin prisa la alta y estrecha cafetera de latón con su mano izquierda y dos diminutas tacitas tintinean en su mano derecha –una para mí y otra para él– echa un poco de café en la primera y me la entrega. Por debajo de la sombra de su cuiyya a cuadros rojos y blancos sus ojos me observan con solemne intensidad, como si esto fuera un asunto mucho más serio que una mera taza de café. Estos ojos –profundos y de lar45 e l ca m i n o a m e ca gas pestañas, austeros y tristes en reposo pero siempre dispuestos a chispear con repentina alegría– hablan de cien generaciones de vida en las estepas y en libertad: son los ojos de un hombre cuyos antepasados nunca han sido explotados ni han explotado a otros. Pero lo más hermoso en él son sus movimientos: serenos, conscientes de su propio ritmo, jamás apresurados ni dubitativos: una precisión y una economía que te recuerdan la interacción de los instrumentos en una orquesta sinfónica bien conjuntada. Puedes ver tales movimientos a menudo entre los beduinos; la parquedad del desierto se releja en ellos. Pues, aparte de unas pocas ciudades y pueblos, la vida en Arabia ha sido tan poco moldeada por manos humanas que la austeridad de la naturaleza ha obligado al hombre a evitar toda dispersión en la conducta y a reducir toda acción dictada por su voluntad o por la necesidad externa a unas pocas formas básicas, muy concretas, que han permanecido iguales durante incontables generaciones y han adquirido con el tiempo la pulida concreción de los cristales: y esta simplicidad de acción heredada puede apreciarse en los gestos del verdadero árabe y también en su actitud ante la vida. ‘dime, Zayid, ¿hacia dónde iremos mañana?’ Zayid me mira con una sonrisa: ‘¿Cómo, mi tío… hacia Taima, por supuesto…?’ ‘No, hermano, quería ir a Taima, pero ahora ya no quiero ir. Nos vamos a Meca…’ 46 II INICIO dEL CAMINO E –1– sta ba ata r deciend o, pocos días después de mi encuentro con la sed, cuando Zayid y yo llegamos a un pequeño y desolado oasis donde tenemos intención de pernoctar. Bajo los rayos del sol poniente las colinas de arena brillan en el este como moles de ágata iridiscente de cambiantes formas color pastel y relejos apagados, tan delicadas de color que hasta el ojo parece atropellarlas mientras sigue la casi imperceptible transición de las sombras hasta el gris del crepúsculo creciente. Puedes aún ver claramente las copas emplumadas de las palmeras y, medio escondidas detrás de ellas, las casas bajas y las tapias de los huertos, color gris barro; y las ruedas de madera sobre el pozo todavía cantan. Hacemos que nuestros camellos se echen a cierta distancia del poblado, bajo los palmerales, descargamos nuestros pesados fardos y quitamos las sillas de montar de los calientes lomos de los animales. unos pilluelos se reúnen en torno a los extranjeros y uno de ellos, un muchacho de ojos grandes con la túnica hecha jirones, se ofrece a mostrarle a Zayid un lugar donde puede encontrar leña; y mientras ellos se van a buscarla, yo llevo los camellos al pozo. Mientras estoy ocupado bajando mi cubo de cuero y sacándolo lleno, acuden del poblado algunas mujeres a coger agua en recipientes de cobre y cántaros de barro, que transportan sueltos sobre la cabeza con sus brazos extendidos hacia los lados y doblados hacia arriba –para balancear mejor sus cargas– mientras sostienen el pico de sus velos con sus manos levantadas, como alas al viento. 47 e l ca m i n o a m e ca ‘La paz sea contigo, viajero,’ dicen. Y contesto: ‘Y con vosotras la paz y la gracia de dios.’ sus vestiduras son negras, y sus rostros van descubiertos –como ocurre casi siempre con las mujeres beduinas y las aldeanas en esta parte de Arabia– de forma que uno puede ver sus grandes ojos negros. Aunque lleven viviendo en un oasis muchas generaciones, no han perdido aún el semblante serio de sus antepasados nómadas. sus movimientos son claros y precisos, y su reserva está libre de timidez cuando, sin mediar palabra, cogen de mis manos la cuerda del cubo y sacan agua para mis camellos –igual que hiciera, hace cuatro mil años, aquella mujer en el pozo con el criado de Abraham cuando vino de Canaán a buscar una esposa para Isaac, el hijo de su amo, entre sus familiares de Paran-Aram. Hizo arrodillar a los camellos fuera de la ciudad junto al pozo, al atardecer, a la hora de salir las aguadoras. ‘Y dijo: ‘Oh Yahveh, Dios de mi señor Abraham: dame suerte hoy, y haz favor a mi señor Abraham. Voy a quedarme parado junto a la fuente, mientras las hijas de los ciudadanos salen a sacar agua. Ahora bien, la muchacha a quien yo diga: “Inclina, por favor, tu cántaro para que yo beba,” –y ella responda: “Bebe, y también voy a abrevar tus camellos,” ésa sea la que tienes designada para tu siervo Isaac, y por ello conoceré que haces favor a mi señor.’ Apenas había acabado de hablar, cuando he aquí que salía Rebeca… con su cántaro al hombro. La joven era de muy buen ver, virgen, que no había conocido varón. Bajó a la fuente, llenó su cántaro y subió. El siervo corrió a su encuentro y dijo: ‘Dame un poco de agua de tu cántaro.’ ‘Bebe, señor,’ dijo ella, y bajando en seguida el cántaro sobre su brazo, le dio de beber. Y en acabando de darle, dijo: ‘También para tus camellos voy a sacar, hasta que se hayan saciado.’ Y apresuradamente vació su cántaro en el abrevadero y corriendo otra vez al pozo sacó agua para todos los camellos… Esta historia bíblica discurre por mi mente mientras permanezco con mis dos camellos junto al pozo de un pequeño oasis en medio de 48 i n i ci o d e l ca m i n o las arenas del gran Nafud y contemplo a las mujeres que han cogido la cuerda del cubo de mis manos y sacan agua para mis animales. Lejos está el país de Padan-Aram y el tiempo de Abraham: pero las mujeres que encuentro aquí, con el poder evocador de sus gestos majestuosos, salvan cualquier distancia en el espacio y hacen que cuatro mil años parezcan algo sin importancia en el tiempo. ‘Que dios bendiga vuestras manos, hermanas, y os proteja.’ ‘Y tú también, viajero, queda bajo la protección de dios,’ responden y se ponen a llenar los cántaros y cacharros de agua para sus casas. • de r e g r e s o a nuestro lugar de acampada, hago que los camellos se echen y sujeto sus manos para que no se extravíen de noche. Zayid ha encendido ya el fuego y está preparando café. El agua hierve en una alta cafetera de latón de pico largo y curvado; otra cafetera de forma similar pero más pequeña está preparada al lado de Zayid. En su mano izquierda sostiene una gran sartén plana con un mango de medio metro de largo, con la que está tostando un puñado de granos de café sobre el fuego lento, porque en Arabia el café se tuesta cada vez que se prepara una cafetera. Tan pronto como los granos se vuelven ligeramente marrones, los pone en un mortero de bronce y los machaca. Echa luego un poco de agua hirviendo de la cafetera grande a la pequeña, echa en ella el café molido y coloca la cafetera cerca del fuego para que hierva muy lentamente. Cuando la infusión está casi lista, añade unos granos de cardamomo para hacerlo más amargo, pues, como suele decirse en Arabia, para que el café sea bueno debe ser ‘amargo como la muerte y caliente como el amor’. Pero no estoy preparado aún para disfrutar a gusto de mi café. Estoy cansado y sudoroso después de las largas y calurosas horas sobre la montura, mis ropas sucias se adhieren a mi piel y tengo ganas de darme un baño; así que me dirijo pausadamente hacia el pozo bajo las palmeras. Ya se ha hecho de noche. Los palmerales están desiertos; sólo a lo lejos, donde se levantan las casas, ladra un perro. Me quito la ropa y 49 e l ca m i n o a m e ca bajo al pozo, sujetándome con manos y pies a las grietas y salientes de la mampostería y asiéndome de las cuerdas de las que cuelgan los pellejos: hasta alcanzar el agua y meterme en ella. Está fría y me llega hasta el pecho. En la oscuridad junto a mí se elevan las sogas del pozo, tensas por el peso de los grandes pellejos, ahora sumergidos, que durante el día se usan para irrigar la plantación. Bajo las plantas de mis pies siento las inas columnas del agua que se iltra hacia arriba desde el manantial subterráneo que alimenta al pozo con una incesante corriente de renovación. Por encima de mí el viento susurra sobre el borde del pozo y hace que su interior resuene levemente como el interior de una concha marina colocada sobre el oído –una gran concha susurrante como las que me encantaba llevarme al oído en casa de mi padre hace muchos, muchos años, cuando era un niño apenas lo bastante alto para mirar por encima de la mesa. sujetaba la concha contra la oreja y me preguntaba si el sonido estaba siempre ahí o sólo cuando me la llevaba a la oreja. ¿Era algo independiente de mí o se debía sólo a mi escucha? Muchas veces intenté pillar desprevenida a la concha apartándola de mí, para que cesara el susurro, y luego de repente me la llevaba de nuevo al oído: pero ahí estaba –y nunca llegué a saber si seguía ahí cuando yo no estaba escuchando. No sabía yo entonces, por supuesto, que esa cuestión que me sumía en la perplejidad había dejado perplejas a cabezas mucho más sabias que la mía desde tiempos inmemoriales: la cuestión de si existe una ‘realidad’ fuera de nuestras mentes, o si es creada por nuestra percepción. Entonces no lo sabía; pero, en retrospectiva, tengo la impresión de que este gran misterio me obsesionó no sólo en mi infancia sino también en años posteriores –como probablemente haya obsesionado en uno u otro momento, consciente o inconscientemente, a todo ser humano pensante: pues, sea cual sea la verdad objetiva, el mundo se maniiesta ante cada uno de nosotros en la forma, y en la medida, de su relejo en nuestras mentes: y por ello cada uno de nosotros percibe la ‘realidad’ sólo en conjunción con su existencia. Quizás pueda hallarse en esto una explicación válida de la creencia persistente del hombre, desde el despertar de su conciencia, en la supervivencia in50 i n i ci o d e l ca m i n o dividual después de la muerte –una creencia demasiado profunda, demasiado extendida en todos los pueblos y épocas para descartarla fácilmente como ‘fantasías’. Probablemente no sería excesivo decir que se ha hecho necesaria inevitablemente por la estructura misma de la mente humana. Puede que no nos resulte difícil pensar en términos abstractos y teóricos acerca de nuestra muerte como extinción inal; pero resulta imposible visualizarlo: porque eso signiicaría ni más ni menos que visualizar la extinción de la propia realidad –en otras palabras, imaginar la nada: algo que la mente del hombre es incapaz de hacer. No fueron los ilósofos y los profetas los que nos enseñaron a creer en la vida después de la muerte; todo lo que hicieron fue dar forma y contenido espiritual a una percepción instintiva tan antigua como el hombre mismo. • s on r ío pa r a m i s a dentros ante la incongruencia de especular sobre problemas tan profundos ocupado en el proceso mundano de desprenderme de la suciedad y el sudor de un largo día de viaje. Pero, después de todo, ¿acaso existe siempre una línea discernible que separa claramente lo mundano y lo abstruso en la vida? ¿Puede haber, por ejemplo, algo más mundano que salir en busca de un camello perdido, y algo más abstruso, más difícil de entender, que estar a punto de morir de sed? Quizá haya sido la conmoción causada por esa experiencia lo que ha agudizado mis sentidos y puesto de maniiesto la necesidad de rendir cuentas ante mí mismo: la necesidad de comprender, de forma más plena que hasta entonces, el rumbo de mi vida. Pero acaso, me recuerdo a mí mismo, ¿puede alguien comprender realmente el sentido de su vida mientras está vivo? sabemos, por supuesto, lo que nos ha ocurrido en este o aquel episodio de nuestras vidas; y a veces comprendemos bien porqué ocurrió; pero nuestra meta –nuestro destino– no es tan fácil de vislumbrar: porque el destino es la suma total de cuanto nos ha impulsado dentro de nosotros y a nosotros, en el pasado y en el presente, y de cuanto nos impulsará desde fuera y desde dentro de nosotros en el futuro –y por ello sólo quedará desve51 e l ca m i n o a m e ca lado al inal del recorrido, y seguirá incomprendido o comprendido sólo a medias mientras estemos recorriendo el camino. ¿Cómo puedo decir, a la edad de treinta y dos años, cuál ha sido o es mi destino? A veces tengo la impresión de que casi puedo ver las vidas de dos hombres cuando contemplo mi vida en retrospectiva. Pero, pensándolo bien, ¿son esas dos partes de mi vida tan distintas realmente entre sí –o quizá había siempre, debajo de todas esas diferencias externas de forma y dirección, una unidad de sentimiento y un propósito común? Levanto la cabeza y veo el círculo de cielo enmarcado por el borde del pozo, y las estrellas. Mientras permanezco muy quieto, durante largo tiempo, me parece ver cómo cambian lentamente de posición, moviéndose constantemente, para ir culminando la sucesión de millones de años que nunca tienen in. Y entonces, sin quererlo, tengo que pensar en la pequeña sucesión de años que me ha tocado vivir –todos esos años difusos, vividos en la cálida seguridad de habitaciones infantiles en una ciudad en la que cada calle y rincón me eran familiares; más tarde en otras ciudades llenas de excitación, anhelos y esperanzas como sólo la adolescencia puede conocer; luego en un mundo nuevo entre gentes cuya disposición y talante me parecieron estrafalarios en un principio pero al que el paso del tiempo conirió una nueva familiaridad y un nuevo sentimiento de hallarme en casa; luego en paisajes a cual más extraño, en ciudades tan viejas como la mente del hombre, por estepas sin horizonte, entre montañas cuya naturaleza salvaje te recordaba la naturaleza salvaje del corazón humano, y en las tórridas soledades del desierto; y el lento crecimiento de nuevas verdades –verdades nuevas para mí– y aquel día en las nieves del Hindu Kush cuando, después de una larga conversación, un amigo afgano exclamó sorprendido: ‘¡Pero si tú eres musulmán ya, sólo que no lo sabes…!’ Y aquel otro día, meses después, cuando lo supe por mí mismo; y mi primera peregrinación a Meca; la muerte de mi esposa, y la desesperación que vino después; y estos tiempos intemporales pasados entre los árabes desde entonces: años de profunda amistad con un hombre de la realeza que esculpió con su espada un estado para 52 i n i ci o d e l ca m i n o sí de la nada y que se quedó sólo a un paso de la verdadera grandeza; años de andar errante por desiertos y estepas; de arriesgadas excursiones en medio de conlictos entre beduinos árabes y al corazón de la lucha libia por la independencia; largas estancias en Medina donde me esforcé por perfeccionar mi conocimiento del Islam en la mezquita del Profeta; numerosas peregrinaciones a Meca; matrimonios con muchachas beduinas, y posteriores divorcios; cálidas relaciones humanas, y días de abrumadora soledad; discusiones soisticadas con musulmanes cultos de todas partes del mundo, y viajes por regiones inexploradas: todos estos años de inmersión en un mundo totalmente aparte de los pensamientos y propósitos de la existencia occidental. ¡Qué larga sucesión de años…! Todos esos años sumergidos salen ahora a la supericie, descubren su rostro una vez más y me llaman con muchas voces: y de pronto, en una sacudida inesperada de mi corazón, percibo cuán largo e ininito ha sido mi camino. ‘No has hecho otra cosa que andar y andar, errante,’ me digo a mí mismo. ‘No has hecho con tu vida algo que puedas abarcar con tus manos, ni has obtenido respuesta a la pregunta “¿Hacia dónde?”… Has estando marchando sin parar, vagando por muchas tierras, invitado al calor de muchos hogares, pero el anhelo no ha sido acallado, y aunque ya no eres un extraño, tampoco has echado raíces.’ ¿Por qué, habiendo hallado mi lugar entre gentes que creen en las mismas cosas que yo he llegado a creer, aún no he echado raíces? dos años atrás, cuando tomé una esposa árabe en Medina, quería que me diera un hijo. A través de este hijo, Talal, que nos ha nacido hace pocos meses, he comenzado a sentir que los árabes son mi familia además de mis hermanos en la fe. Quiero que mi hijo tenga sus raíces en lo profundo de esta tierra y crezca consciente de su gran herencia de sangre y de cultura. Podría pensarse que esto debiera ser suiciente para que un hombre desee asentarse deinitivamente, construir un hogar duradero para sí y para su familia. ¿Por qué, entonces, no han cesado mis vagabundeos y sigo aún en camino? ¿Por qué la vida que yo mismo he elegido no me satisface plenamente? ¿Qué es lo que echo de menos en este entorno? desde luego, no son 53 e l ca m i n o a m e ca los afanes intelectuales de Europa. Esos los he dejado deinitivamente atrás. No los echo de menos. de hecho, me encuentro tan alejado de ellos que cada vez me resulta más difícil escribir para los periódicos que proveen mi sustento; cada vez que envío un artículo, es como si arrojara una piedra a un pozo sin fondo: la piedra desaparece en el oscuro vacío sin devolver siquiera un eco que me indique que ha alcanzado su meta… Mientras relexiono así entre el desasosiego y la perplejidad, medio sumergido en las oscuras aguas de un pozo en medio de un oasis de Arabia, oigo de pronto una voz que surge del fondo de mi memoria, la voz de un viejo nómada kurdo: Si el agua permanece quieta en un estanque se corrompe y enturbia, pero cuando se mueve y luye se mantiene clara: así, también, el hombre con sus vagabundeos. Entonces, como por arte de magia, se disipa mi desasosiego. Empiezo a mirarme con ojos distantes, como uno mira las páginas de un libro para leer en ellas una historia; y empiezo a comprender que mi vida no habría podido seguir un rumbo distinto. Pues cuando me pregunto: ‘¿Cuál es la suma total de mi vida?’ algo en mí parece responder: ‘Has querido canjear un mundo por otro –adquirir un nuevo mundo a cambio de un mundo viejo que en realidad nunca fue tuyo.’ Y veo con claridad meridiana que semejante empresa puede tomar de hecho toda una vida. • sa lg o de l p oz o, me pongo una túnica limpia que he traído conmigo, y vuelvo a la hoguera, a Zayid y a los camellos; bebo el café amargo que Zayid me ofrece y luego, fresco ya y abrigado, me acuesto en el suelo junto al fuego. –2– Mi s br a z o s e stá n cruz a d os detrás de mi cabeza y contemplo esta noche de Arabia que se curva sobre mí, negra y estrellada. una estrella fugaz describe un espectacular arco, y luego otra, y otra: arcos de luz que rasgan la oscuridad. ¿son sólo trozos de planetas desintegrados, fragmentos de algún desastre cósmico, que vagan ahora a la ventura por la inmensidad del universo? ¡Oh, no! –si le preguntas a Zayid, te dirá que son proyectiles de fuego con los que los ángeles 54 i n i ci o d e l ca m i n o ahuyentan a los demonios que en ciertas noches ascienden subrepticiamente al cielo a espiar los secretos de dios… ¿Ha sido quizá Iblís, el rey de todos los demonios, el que acaba de recibir esa poderosa descarga de fuego allá en el este…? Las leyendas asociadas a este irmamento y sus estrellas me resultan más familiares que la casa de mi infancia… ¿Cómo no iba a ser así? desde que llegué a Arabia he vivido como un árabe, he vestido sólo ropas árabes, he hablado únicamente en árabe, he soñado mis sueños en árabe; las costumbres y la imaginería árabe han conformado casi imperceptiblemente mis pensamientos; no me he visto frenado por las múltiples reservas mentales que suelen impedir que un extranjero –aunque esté familiarizado con los usos y la lengua del país– acceda realmente a los sentimientos de sus gentes y haga propio su mundo. Y de repente siento el impulso de reír en alto con una risa de felicidad y libertad –tan alto que Zayid me mira sorprendido y mi dromedario gira hacia mí su cabeza, con un movimiento lento y ligeramente desdeñoso: pues ahora veo cuán simple y recto ha sido mi camino, a pesar de su longitud –mi camino desde un mundo que nunca poseí a un mundo realmente mío. Mi venida a esta tierra: ¿no fue, en verdad, una vuelta a casa? ¿La vuelta a casa de un corazón que ha atisbado, mirando hacia atrás, su casa ancestral tras la curva de miles de años, y que ahora reconoce este cielo, mi cielo, con un júbilo doloroso? Porque este cielo de Arabia –más oscuro, alto y festivo con sus estrellas que ningún otro cielo– sirvió de bóveda a la larga marcha de mis antepasados, aquellos guerreros-pastores trashumantes que, hace miles de años, se pusieron en camino en el vigor de su amanecer, obsesionados por la codicia de tierras y de botín, hacia el fértil país de Caldea y un futuro incierto: esa pequeña tribu beduina de hebreos, antepasados de aquel hombre que nacería en ur de Caldea. Aquel hombre, Abraham, no pertenecía en realidad a ur. su tribu era sólo una entre muchas tribus de Arabia que se abrieron camino en distintas épocas desde los hambrientos desiertos de la península hasta las tierras de ensueño en el norte, de las que se decía que en 55 e l ca m i n o a m e ca ellas manaba leche y miel –las tierras pobladas de la Media Luna Fértil, siria y Mesopotamia. A veces esas tribus conseguían vencer a los moradores allí establecidos y se imponían como gobernantes suyos, mezclándose gradualmente con el pueblo sometido hasta llegar a formar, junto con ellos, una nación nueva –como los asirios y los babilonios, que ediicaron sus reinos sobre las ruinas de la anterior civilización sumeria, o los caldeos, que alcanzaron el poder en Babilonia, o los amoritas, más tarde conocidos como cananeos en Palestina y como fenicios en las costas de siria. Otras veces los nómadas recién llegados eran demasiado débiles para derrotar a los que habían llegado antes y eran absorbidos por ellos; o, alternativamente, los moradores sedentarios empujaban de nuevo al desierto a los nómadas, obligándoles a buscar otros pastos y quizá otras tierras que conquistar. El clan de Abraham –cuyo nombre original era, según el Libro del Génesis, Ab-Ram, que en árabe antiguo signiica ‘el de Elevado Anhelo’– era evidentemente una de esas tribus más débiles; la historia bíblica de su estancia en ur, al borde del desierto, corresponde al tiempo en que vieron que no podrían hacerse con un territorio propio en el país de los dos ríos y estaban a punto de desplazarse en dirección norte siguiendo el Éufrates hacia Haran y de allí a siria. ‘El de Elevado Anhelo’, aquel primitivo antepasado mío a quien dios había conducido hacia espacios desconocidos y con ello al descubrimiento de sí mismo, habría comprendido bien porqué estoy aquí –pues él también tuvo que andar errante por muchas tierras antes de poder hacer con su vida algo que pudiera abarcar con las manos, y tuvo que ser huésped en muchos hogares extraños antes de poder echar raíces. Para su admirable experiencia mi pequeña perplejidad no habría supuesto un enigma. Habría sabido –como yo sé ahora– que el sentido de todos mis vagabundeos residía en un deseo oculto de encontrarme a mí mismo en el encuentro con un mundo que encaraba las cuestiones más íntimas de la vida, la realidad misma, de forma distinta a cuanto yo había conocido en mi infancia y juventud. 56 i n i ci o d e l ca m i n o –3– Qué l a rg o ca m ino, desde mi infancia y juventud en Europa Central hasta mi presente en Arabia; pero qué agradable de volver a recorrer en el recuerdo… Allí estaban aquellos años de mi infancia en Lvov –entonces en poder de Austria– en una casa tan tranquila y digna como la calle donde se alzaba: una calle larga de una elegancia algo empañada, bordeada de castaños y pavimentada con bloques de madera que amortiguaban el golpe de los cascos de los caballos convirtiendo cada hora del día en un atardecer sosegado. Yo amaba aquella preciosa calle con una conciencia que excedía en mucho mis años infantiles, y no era simplemente porque mi casa estuviera allí: la amaba, pienso, por el aire de noble serenidad con que discurría desde el alegre centro de aquella alegre ciudad hacia la quietud de los bosques en las afueras y el gran cementerio oculto en ellos. Hermosos carruajes la atravesaban a veces sobre ruedas silenciosas con el acompañamiento del trap-trap, vivo y rítmico, de los cascos de los caballos al trote, o, si era invierno y la calle estaba cubierta por el manto de un palmo de nieve, los trineos se deslizaban sobre ella y el vapor salía en nubes de la nariz de los caballos y sus campanillas tintineaban en el aire helado: y si eras tú quien iba en el trineo y sentías el viento gélido rozar veloz tus mejillas y enrojecerlas, tu corazón infantil sabía que los caballos galopantes te transportaban a una felicidad que no tenía principio ni in. Y estaban los meses de verano en el campo, donde mi abuelo materno, un banquero adinerado, mantenía una extensa inca para solaz de su numerosa familia. un pausado arroyuelo con sauces en sus orillas; establos llenos de plácidas vacas, un claroscuro misteriosamente preñado con el olor de animales y heno y la risa de las jóvenes campesinas rutenias ocupadas al atardecer con el ordeño; bebíamos la espumosa leche templada directamente de los calderos –no porque tuviéramos sed, sino porque era emocionante beber algo tan próximo aún a su origen animal… Aquellos cálidos días de agosto pasados en los campos con los jornaleros que segaban el trigo, y con las mujeres que lo recogían y ataban en gavillas: muchachas jóvenes de muy buen 57 e l ca m i n o a m e ca ver –robustas, de grandes senos y brazos duros y cálidos cuya fuerza podías sentir cuando te hacían rodar jugando entre los almiares de trigo: pero, por supuesto, eras demasiado joven entonces para sacar mayores conclusiones de aquellos risueños abrazos… Y estaban los viajes con mis padres a Viena y a Berlín, a los Alpes y a los bosques de Bohemia, al mar del Norte y al Báltico: lugares tan distantes que parecían casi nuevos mundos. Cada vez que emprendíamos uno de esos viajes, el primer silbido de la locomotora y el primer tirón de las ruedas del tren hacían que el corazón dejase de latir por un momento anticipando las maravillas que iban a descubrirse ante nosotros… Y estaban los compañeros de juego, niños y niñas, un hermano y una hermana y muchos primos; y deliciosos domingos de asueto después del embotamiento –pero no un embotamiento demasiado opresivo– de los días de escuela entre semana: excursiones por la campiña, y las primeras citas a escondidas con encantadoras chicas de tu misma edad, y el rubor de una excitación extraña de la que uno sólo se recobraba después de horas y horas… Fue una infancia feliz, agradable hasta en retrospectiva. Mis padres gozaban de una situación desahogada; y vivían sobretodo para sus hijos. La placidez de mi madre y su imperturbable serenidad pueden haber tenido algo que ver con la facilidad con que en años posteriores fui capaz de adaptarme a circunstancias desconocidas y, en ocasiones, francamente adversas; mientras que la inquietud interna de mi padre está probablemente relejada en la mía. • s i t u vie r a que describir a mi padre, diría que este hombre encantador, delgado y de estatura mediana, de complexión morena e intensos ojos negros no encajaba del todo en su medio. En su juventud había soñado con dedicarse a las ciencias, en especial a la física, pero nunca pudo hacer realidad su sueño y tuvo que contentarse con ser abogado. Aunque tuvo bastante éxito en su profesión, en la que su aguda mente debió encontrar un desafío saludable, jamás se resignó del todo a ella; y el aire de soledad que le rodeaba podía provenir de una continua conciencia de que su verdadera vocación se le había escapado. 58 i n i ci o d e l ca m i n o su padre había sido rabino ortodoxo en Chernivtsi, capital de la entonces provincia austriaca de Bucovina. Todavía le recuerdo como un anciano afable de manos muy delicadas y rostro sensible enmarcado por una larga barba blanca. Además de su profundo interés por las matemáticas y la astronomía –que estudió en su tiempo libre durante toda su vida– era quizá uno de los mejores jugadores de ajedrez del distrito. Esta fue probablemente la base de su larga amistad con el arzobispo de la Iglesia ortodoxa griega, también él un excelente jugador de ajedrez. Ambos solían pasar muchas tardes juntos sobre un tablero de ajedrez y cerraban sus sesiones discutiendo las proposiciones metafísicas de sus respectivas religiones. Podría pensarse que, dada esta inclinación suya, mi abuelo habría recibido con agrado el interés de su hijo –mi padre– por las ciencias. Pero evidentemente había decidido desde un principio que su primogénito continuase la tradición rabínica que se remontaba varias generaciones en nuestra familia, y se negaba a considerar siquiera la posibilidad de que mi padre optase por otra carrera. Puede que su decisión se viera reforzada por un vergonzoso esqueleto en el armario de la familia: el recuerdo de un tío suyo –o sea, un tío-bisabuelo mío– que había ‘traicionado’ de la forma más insólita la tradición familiar y llegó hasta a renegar de la religión de sus antepasados. Ese casi mítico tío-bisabuelo, cuyo nombre jamás se pronunciaba en voz alta, fue al parecer educado en la misma estricta tradición familiar. Muy joven completó su formación como rabino y fue desposado con una mujer a la que evidentemente no amaba. Como en aquellos días la profesión de rabino no recibía una remuneración suiciente, suplementaba sus ingresos comerciando en pieles, lo que le exigía viajar una vez al año a Leipzig, el mercado central de pieles de Europa. un día, cuando contaba unos veinticinco años, emprendió uno de esos largos viajes en un carro tirado por un caballo –esto era en la primera mitad del siglo diecinueve. Vendió sus pieles en Leipzig como de costumbre; pero en lugar de regresar a casa como de costumbre, vendió el carro y también el caballo, se afeitó la barba y los largos mechones rizados y, dejando atrás a la esposa no amada, se fue a Inglaterra. durante un tiempo se ganó la vida haciendo trabajos 59 e l ca m i n o a m e ca humildes, mientras estudiaba matemáticas y astronomía por las noches. Parece ser que un mecenas reconoció sus dotes intelectuales y le ayudó a continuar sus estudios en Oxford, de donde salió pasados algunos años como un licenciado prometedor y convertido al cristianismo. Poco después de enviar una carta de divorcio a su esposa judía, se casó con una muchacha de los ‘gentiles’. En nuestra familia nunca llegó a saberse gran cosa de su vida posterior, excepto que destacó como eminente astrónomo y profesor universitario y que acabó sus días con el título de ‘sir’. Este horrendo ejemplo parece haber persuadido a mi abuelo de adoptar una actitud muy severa con las inclinaciones de mi padre hacia el estudio de las ciencias ‘gentiles’; tenía que hacerse rabino, y punto. Mi padre no estaba, sin embargo, dispuesto a rendirse tan fácilmente. Mientras estudiaba el Talmud durante el día, pasaba parte de las noches estudiando en secreto, sin ayuda de un profesor, el programa de un instituto de humanidades. Pasado un tiempo se lo confesó a su madre. Aunque puede que los estudios clandestinos de su hijo fueran una carga para su conciencia, su naturaleza generosa hizo que viera la crueldad de privarle de la oportunidad de seguir el deseo de su corazón. A los veintidós años, habiendo terminado en cuatro el programa de ocho años de un instituto, mi padre se presentó al examen de bachillerato y lo aprobó con honores. diploma en mano, él y su madre se atrevieron entonces a dar la terrible noticia a mi abuelo. Puedo imaginarme la dramática escena; pero el resultado de todo ello fue que mi abuelo acabó cediendo y consintió en que mi padre dejase sus estudios rabínicos y fuese a la universidad. La situación económica de la familia no le permitía, sin embargo, dedicarse al estudio de la física; tuvo que optar por una profesión más lucrativa –la abogacía– y con el tiempo llegó a ser abogado. Algunos años después se estableció en la ciudad de Lvov, en la Galitzia oriental y se casó con mi madre, una de las cuatro hijas de un rico banquero local. Allí nací yo, en el verano de 1900, el segundo de tres hijos. El deseo frustrado de mi padre encontró una salida en sus extensas lecturas sobre temas cientíicos y quizá también en su peculiar predilección, aunque extremadamente reservada, por su segundo hijo 60 i n i ci o d e l ca m i n o –yo– que parecía también más interesado en cosas que no estaban directamente relacionadas con hacer dinero y una ‘carrera’ exitosa. No obstante, sus esperanzas de hacer de mí un cientíico estaban destinadas a quedar insatisfechas. Aunque no era estúpido, fui un estudiante muy indiferente. Las matemáticas y las ciencias me resultaban especialmente aburridas; hallaba un placer ininitamente mayor en la lectura de los emocionantes romances históricos de sienkiewicz, las fantasías de julio Verne, las historias del Oeste de james Fenimore Cooper y Karl May y, más adelante, en la poesía de rilke y en las sonoras cadencias de Also sprach Zarathustra. Los enigmas de la gravedad y la electricidad me dejaban completamente frío –y el resultado era que siempre pasaba los exámenes por los pelos. Esto debió haber sido un tremenda desilusión para mi padre, pero puede que encontrase cierto consuelo en el hecho de que mis profesores parecían estar muy satisfechos de mi aición por la literatura –tanto la polaca como la alemana– y por la historia. siguiendo nuestra tradición familiar, recibí, con ayuda de profesores particulares en casa, una educación completa en la tradición religiosa hebrea. Esto no era debido a una profunda religiosidad en mis padres. Ellos pertenecían a una generación que, si bien alababa las respectivas ailiaciones religiosas que habían moldeado las vidas de sus antepasados, jamás se esforzaron en lo más mínimo por ajustar su vida práctica o su pensamiento ético a tales enseñanzas. En aquella sociedad el concepto mismo de religión se había degradado hasta convertirse en una de estas dos cosas: el ritual rígido de quienes se aferraban por hábito –y sólo por hábito– a su herencia religiosa, o la indiferencia cínica de los más ‘liberales’, que consideraban la religión como una superstición pasada de moda a la que uno podía ceder externamente en ocasiones pero de la que uno se sentía secretamente avergonzado, como de algo intelectualmente indefendible. según todas las apariencias, mis padres pertenecían a la primera categoría; aunque a veces tengo la leve sospecha de que mi padre, al menos, tendía hacia la segunda. No obstante, por deferencia hacia su padre y su suegro, insistía en que yo estudiase durante largas horas las sagradas escrituras. Así, a la edad de trece años, no sólo sabía leer hebreo 61 e l ca m i n o a m e ca con gran luidez sino que lo hablaba también con soltura y estaba, además, bastante familiarizado con el arameo (lo que explicaría la facilidad con la que más tarde aprendería el árabe). Estudié el Antiguo Testamento en el original; la Mishna y la Gemara –o sea, el texto y los comentarios del Talmud– llegaron a serme muy familiares; podía discutir con bastante aplomo las diferencias entre el Talmud de Babilonia y el de jerusalén; y me sumergía en las complejidades de la exégesis bíblica, llamada Targum, como si estuviera destinado a la profesión rabínica. A pesar de toda esta sabiduría religiosa en ciernes, o quizá a causa de ella, pronto desarrollé un sentimiento de desdén hacia muchas de las premisas de la fe judaica. desde luego, no estaba en desacuerdo con la enseñanza de la rectitud moral, tan fuertemente enfatizada en todas las escrituras judías, ni con la sublime conciencia de dios de los Profetas hebreos –pero tenía la impresión de que el dios del Antiguo Testamento y del Talmud estaba excesivamente interesado en el ritual con el que sus adoradores debían adorarle. Pensaba también que ese dios se mostraba extrañamente preocupado por los destinos de una nación en concreto, la hebrea. La redacción misma del Antiguo Testamento como historia de los descendientes de Abraham hacía que dios apareciese no como el creador y sustentador de toda la humanidad sino como una deidad tribal que ajustaba la creación entera a las necesidades de un ‘pueblo elegido’: recompensándoles con victorias si eran rectos, y haciéndoles sufrir a manos de los paganos cada vez que se extraviaban del camino prescrito. sobre el telón de fondo de estas deiciencias fundamentales, hasta el fervor ético de Profetas más tardíos, como Isaías y jeremías, aparecía carente de un mensaje de alcance universal. Pero aunque aquellos tempranos estudios míos surtieran el efecto contrario al que se pretendía –apartándome de la religión de mis antepasados en lugar de acercarme a ella– pienso a menudo que me ayudaron en años posteriores a comprender el propósito fundamental de la religión en sí, cualquiera que sea su forma. Por aquel entonces, sin embargo, mi decepción con el judaísmo no me llevó a una búsqueda de las verdades religiosas en otras direcciones. Inluenciado por un 62 i n i ci o d e l ca m i n o entorno agnóstico, fui cayendo, como tantos muchachos de mi edad, en un rechazo natural de cualquier forma religiosa institucionalizada; y puesto que mi religión no había signiicado para mí sino una serie de reglas restrictivas, no sentí pérdida alguna al distanciarme de ella. Las ideas teológicas y ilosóicas no me preocupaban realmente aún; lo que estaba buscando no era muy distinto de las aspiraciones de la mayoría de los otros muchachos: acción, aventuras, emociones. Hacia inales de 1914, cuando el fuego de la Guerra Mundial ardía ya furiosamente, la primera gran oportunidad de hacer realidad mis sueños juveniles se presentó ante mí. A la edad de catorce años me escapé de la escuela y me alisté al ejército austriaco con un nombre falso. Era muy alto para mi edad y pasaba fácilmente por tener dieciocho años, la edad mínima para el reclutamiento. Pero evidentemente no llevaba un bastón de mariscal en mi mochila. después de una semana o así, mi pobre padre consiguió localizarme con ayuda de la policía, y fui ignominiosamente escoltado de regreso a Viena, a donde mi familia se había trasladado algunos años antes. unos cuatro años más tarde fui de hecho, y legítimamente, llamado a ilas; pero para entonces ya había dejado de soñar en la gloria militar y estaba buscando otras vías de realización personal. de todos modos, pocas semanas después de mi reclutamiento estalló la revolución, el Imperio Austriaco se derrumbó, y acabó la guerra. • A ca ba da la Guerra Mundial pasé dos años estudiando historia del arte y ilosofía, con bastante desgana, en la universidad de Viena. Aquellos estudios no me entusiasmaban, ni me sentía atraído hacia una tranquila carrera académica. sentía deseos de entrar en contacto más íntimo con la vida, de arrojarme a ella sin todas esas defensas artiiciales, cuidadosamente estudiadas, que a las gentes de mente cautelosa les gusta erigir a su alrededor; y quería encontrar por mí mismo una vía de acceso al orden espiritual del mundo, una vía que debía existir, lo sabía, pero que era aún incapaz de discernir. No resulta fácil de explicar en pocas palabras lo que yo entendía en aquellos días por ‘orden espiritual’; desde luego no se me ocurría plantear el problema en términos religiosos convencionales ni tam63 e l ca m i n o a m e ca poco, de hecho, en términos que fueran de algún modo precisos. Para ser justo conmigo mismo, mi vaguedad no era algo exclusivamente mío. Era la vaguedad de toda una generación. Las décadas iniciales del siglo veinte transcurrieron bajo el signo del vacío espiritual. Todas las valoraciones éticas a las que Europa había estado acostumbrada durante tantos siglos se habían vuelto amorfas bajo el terrible impacto de lo ocurrido entre 1914 y 1918, sin que apareciera por ninguna otra parte un nuevo conjunto de valores. un sentimiento de fragilidad e inseguridad lotaba en el aire –un presentimiento de agitaciones sociales e intelectuales que le hacían dudar a uno de si volvería a existir permanencia en los pensamientos y empeños humanos. Todo parecía luir en una riada informe, y el desasosiego espiritual de la juventud no encontraba el menor apoyo irme. Al no existir patrones de moralidad dignos de conianza, nadie era capaz de darnos a nosotros, los jóvenes, respuestas satisfactorias a las preguntas que nos desconcertaban. La ciencia decía: ‘La cognición lo es todo’ –olvidando que sin un objetivo ético la cognición sólo conduce al caos. Los reformadores sociales, los revolucionarios, los comunistas– todos los cuales querían sin duda construir un mundo mejor y más feliz– pensaban sólo en términos de condiciones externas, sociales y económicas; y para salvar esa deiciencia, habían elevado su ‘concepción materialista de la historia’ a una especie de nueva metafísica anti-metafísica. A la gente tradicionalmente religiosa, por otro lado, no se le ocurría nada mejor que atribuir a su dios cualidades derivadas de sus propios hábitos de pensamiento, rígidos y carentes de sentido desde hacía mucho tiempo: y cuando los jóvenes veíamos que tales cualidades supuestamente divinas a menudo contrastaban claramente con lo que ocurría a nuestro alrededor en el mundo, nos decíamos: ‘Las fuerzas que controlan el destino son claramente distintas de las cualidades que se atribuyen a dios; por tanto –dios no existe.’ Y sólo a muy pocos de nosotros se les ocurría pensar que la causa de toda aquella confusión pudiera estar en la arbitrariedad de los farisaicos guardianes de la fe que se arrogaban el derecho a ‘deinir’ a dios y que, al vestirle con sus propias ropas, Le apartaban del hombre y de su destino. 64 i n i ci o d e l ca m i n o En el individuo, esta labilidad moral podía conducirle a un completo cinismo y caos moral o, alternativamente, a una búsqueda de una vía personal y original hacia lo que podría ser la buena vida. Esta comprensión instintiva puede haber sido lo que me llevase, de forma indirecta, a elegir historia del arte como tema de especialización en la universidad. La verdadera función del arte, intuía yo, era evocar una visión del patrón uniicado y coherente que debía subyacer tras la imagen fragmentaria que nuestra conciencia nos ofrece de los acontecimientos y que, según lo entendía yo, sólo puede ser formulada muy inadecuadamente mediante el pensamiento conceptual. sin embargo, las clases a las que asistía no me satisfacían. Mis profesores –algunos de los cuales, como strzygowski y dvorak, eran eminencias en su especialidad– parecían más preocupados por descubrir las leyes estéticas que rigen la creación artística que en desvelar sus más íntimos impulsos espirituales: en otras palabras, su visión del arte se limitaba de forma demasiado estrecha, a mi entender, a la cuestión de las formas en que se expresaba. Las conclusiones del psicoanálisis, al que fui iniciado en aquellos días de perplejidad juvenil, me dejó también insatisfecho, aunque por razones algo distintas. Indudablemente, el psicoanálisis era, por aquel tiempo, una revolución de primer orden, y uno sentía en los propios huesos que esta apertura a la cognición de nuevas puertas, hasta entonces cerradas, acabaría afectando profundamente –y quizá transformaría completamente– la forma de pensar del hombre acerca de sí mismo y de su sociedad. El descubrimiento del papel que los impulsos inconscientes juegan en la formación de la personalidad humana abría, sin lugar a duda, caminos nuevos a un autoconocimiento más profundo que el que nos ofrecían las teorías psicológicas de épocas anteriores. Todo esto estaba dispuesto a admitirlo. de hecho, el estímulo de las ideas freudianas era tan embriagador para mi joven mente como un vino fuerte, y muchas fueron las veladas que pasé en los cafés de Viena escuchando estimulantes discusiones entre algunos de los pioneros del psicoanálisis, como Alfred Adler, Hermann steckl y Oto Gross. Pero aunque no discutía, por supuesto, la validez de sus principios analíticos, me molestaba la arrogancia intelectual 65 e l ca m i n o a m e ca de la nueva ciencia, que pretendía reducir todos los misterios del Yo del hombre a una serie de reacciones neurogénicas. Las ‘conclusiones’ ilosóicas a las que llegaban su fundador y sus discípulos me parecían demasiado fáciles, demasiado petulantes y simplonas para acercarse siquiera a la categoría de verdades supremas; y ciertamente no señalaban ningún camino nuevo hacia la buena vida. Pero aunque tales problemas ocupaban a menudo mi mente, no era algo que me preocupase realmente. Nunca fui demasiado dado a la especulación metafísica ni a la búsqueda consciente de ‘verdades’ abstractas. Mis intereses se orientaban más bien hacia cosas que podía ver y sentir: gente, actividades y relaciones. Y precisamente por aquel tiempo empezaba yo a descubrir la relación con las mujeres. En el proceso general de disolución de las costumbres sociales establecidas que siguió a la Guerra Mundial, se habían relajado muchas de las restricciones anteriores entre los sexos. Lo que ocurrió fue, creo yo, no tanto una revuelta contra el puritanismo del siglo diecinueve como un rebote pasivo desde una situación en la que ciertas pautas morales eran considerados eternas e incuestionables, a una situación social en la que todo era cuestionable: un desplazamiento del péndulo desde la reconfortante creencia de ayer en la continuidad del progreso ascendente del hombre a la amarga desilusión de spengler, al relativismo moral de Nietzsche, y al nihilismo espiritual fomentado por el psicoanálisis. Mirando atrás hacia esos primeros años de posguerra, siento que los jóvenes, hombres y mujeres, que hablaban y escribían con tanto entusiasmo de ‘la liberación del cuerpo’ estaban muy lejos en realidad del vivaz espíritu de Pan que a menudo invocaban: sus arrebatos eran demasiado afectados para ser exuberantes, y demasiado indolentes para ser revolucionarios. sus relaciones sexuales tenían, por lo general, un tono supericial –una cierta sosería práctica que a menudo llevaba a la promiscuidad. Aunque me hubiese sentido atado por los vestigios de la moralidad convencional, me habría sido extremadamente difícil sustraerme a una tendencia tan extendida entonces; en realidad, me regodeaba más bien, como tantos otros de mi generación, en lo que se consideraba como una ‘rebelión contra los convencionalismos huecos’. Los 66 i n i ci o d e l ca m i n o devaneos derivaban fácilmente en aventuras amorosas, y algunas de esas aventuras en pasiones. No creo, sin embargo, que yo fuera un libertino; pues en todos esos amores míos de juventud, por cortos y ligeros que fueran, había siempre una cadencia de esperanza, leve pero insistente, de que el atroz aislamiento que separaba tan obviamente a los hombres entre sí pudiera romperse en la unión entre un hombre y una mujer. • Mi de s a s osieg o iba en aumento y me resultaba cada día más difícil seguir con mis estudios. Al inal decidí abandonarlos del todo y probar fortuna en el periodismo. Mi padre, con más razón de la que yo estaba dispuesto a concederle entonces, se opuso enérgicamente a semejante plan, argumentando que antes de decidirme a seguir la carrera de escritor debía al menos demostrarme a mí mismo que sabía escribir; ‘y, en cualquier caso,’ concluyó después de una de nuestras acaloradas discusiones, ‘un título universitario jamás ha impedido a nadie tener éxito como escritor’. su razonamiento era sólido; pero yo era muy joven y estaba demasiado inquieto y lleno de esperanzas. Cuando comprendí que él no iba a cambiar de opinión, me pareció que no tenía más opción que empezar a vivir por mi cuenta. sin coniarle a nadie mis planes, me despedí de Viena un día de verano de 1920 y subí a un tren con destino a Praga. Todo lo que poseía, aparte de mis efectos personales, era un anillo de brillantes que me había dejado mi madre, fallecida el año anterior. Lo vendí por mediación de un camarero del principal café literario de Praga. Lo más probable es que me timaran completamente en la transacción, pero la suma de dinero que recibí me pareció una fortuna. Con esta fortuna en el bolsillo proseguí viaje hasta Berlín, en donde algunos amigos vieneses me ayudaron a introducirme en el mágico círculo de literatos y artistas del viejo Café des Westens. sabía que de ahí en adelante tendría que abrirme camino solo; no iba a esperar ni aceptar ayuda económica de mi familia. unas semanas más tarde, mi padre, superado en parte su enfado, me escribió: ‘Puedo verte ya acabando un día tirado en la cuneta como un vagabundo’; a lo que respondí: ‘Nada de cunetas para mí –saldré adelan67 e l ca m i n o a m e ca te’. Cómo saldría adelante era algo que no tenía claro en absoluto; pero sabía que quería escribir y, por supuesto, estaba convencido de que el mundo de las letras me esperaba con los brazos abiertos. Pasados unos meses mi dinero se agotó y me puse a buscar trabajo. La opción más obvia para un joven con aspiraciones periodísticas era uno de los grandes periódicos; pero descubrí que yo no era una ‘opción’ para ellos. No lo descubrí de golpe, sin embargo. Me llevó semanas de agotador deambular por las aceras de Berlín –pues hasta un billete de metro o de tranvía representaban ya un problema– y un sinnúmero de vergonzosas entrevistas con redactores-jefe y redactores de noticias y subdirectores, llegar a comprender que, salvo por un milagro, un novato sin una sola línea publicada en su historial no tenía la menor posibilidad de ser admitido en el recinto sagrado de un periódico. Y no hubo ningún milagro. Me familiaricé con el hambre y pasé varias semanas subsistiendo con el té y dos panecillos que la dueña de la pensión me servía por la mañana. Mis amigos literarios del Café des Westens no podían hacer gran cosa por un primerizo y inexperto ‘aspirante’; además, la mayoría de ellos vivían en condiciones muy parecidas a las mías, lotando de un día para otro al borde de la nada y esforzándose por mantener la barbilla sobre el agua. A veces, un brote de riqueza en alguno de ellos, producto de un artículo colocado con suerte o la venta de un cuadro, le llevaba a organizar una iesta con cerveza y salchichas y me invitaba a participar de aquella repentina abundancia; o algún rico esnob invitaba a un grupo de nosotros, extraños gitanos intelectuales, a cenar en su apartamento, y nos contemplaba asombrado mientras llenábamos nuestros estómagos vacíos con canapés de caviar y champán, pagando la muniicencia de nuestro anitrión con charlas ingeniosas y una ‘visión de la vida bohemia’. Pero semejantes lujos eran sólo excepciones. La norma de mis días era hambre cruda –y por las noches mis sueños se llenaban de iletes y salchichas y de gruesas rebanadas de pan con mantequilla. Varias veces estuve tentado de escribir a mi padre pidiéndole ayuda, que con toda certeza no me hubiese negado; pero mi orgullo se metía siempre por medio y en lugar de ello le hablaba en mi carta del maravilloso empleo y el buen sueldo que tenía… 68 i n i ci o d e l ca m i n o Por in llegó un golpe de suerte. Fui presentado a F. W. Murnau, que entonces estaba adquiriendo fama como director de cine (esto fue pocos años antes de que Hollywood le llevase a una fama mucho mayor y a una muerte trágica y prematura); y Murnau, con aquella impulsividad caprichosa que le granjeaba el cariño de todos sus amigos, en seguida se encariñó de aquel joven que miraba tan ilusionado hacia el futuro, y tan esperanzado ante la adversidad. Me preguntó si no me gustaría trabajar a sus órdenes en una nueva película que estaba a punto de comenzar: y aunque el empleo era sólo temporal, vi como se abrían ante mí las puertas del cielo y balbuceé: ‘sí, me gustaría…’ durante dos meses espléndidos trabajé como ayudante de Murnau, libre de preocupaciones económicas y totalmente absorbido por un sinfín de experiencias deslumbrantes que en nada se parecían a cuanto había conocido. Mi conianza creció enormemente; y más aún por el hecho de que la protagonista del ilm –una actriz muy famosa y bella– no pusiera reparos a coquetear con el joven ayudante del director. Cuando se terminó la película y Murnau tuvo que ir al extranjero para realizar un nuevo trabajo, me despedí de él seguro de que mis peores días habían quedado atrás. Poco después, mi buen amigo Anton Kuh –un periodista vienés que recientemente habría adquirido fama en Berlín como crítico de teatro– me invitó a colaborar con él en un guión de cine que le habían encargado. Acepté la idea con entusiasmo y puse, creo yo, mucho trabajo en su redacción; en cualquier caso, el productor que lo había encargado pagó encantado la suma convenida, que Anton y yo nos repartimos al cincuenta por ciento. Para celebrar nuestra ‘entrada en el mundo del cine’, dimos una iesta en uno de los restaurantes de moda de Berlín; y cuando recibimos la cuenta, descubrimos que prácticamente todas nuestras ganancias se habían ido en langosta, caviar y vinos franceses. Nuestra suerte, sin embargo, se mantuvo. Inmediatamente después nos pusimos a escribir otro guión –una fantasía tejida alrededor de la igura de Balzac y una extraña experiencia suya, totalmente imaginaria– y el mismo día en que lo acabamos encontramos un comprador. Esta vez, sin embargo, me negué a ‘celebrar’ nuestro 69 e l ca m i n o a m e ca éxito, y en lugar de ello me fui varias semanas de vacaciones a los lagos de Baviera. después de otro año lleno de altibajos aventureros en diversas ciudades de Europa Central, en el que se sucedieron toda clase de empleos breves, conseguí por fin entrar en el mundo del periodismo. • E sta g r a n oportunida d se presentó en el otoño de 1921, después de otro período de penuria. una tarde, mientras estaba sentado en el Café des Westens, cansado y desesperado, un amigo mío se sentó a mi mesa. Cuando le conté mis problemas, sugirió: ‘Puede que haya una oportunidad para ti. dammert está montando su propia agencia de noticias en cooperación con united Press of America. se va a llamar united Telegraph. Estoy seguro de que va a necesitar unos cuantos redactores. Te lo puedo presentar, si quieres.’ El dr. dammert era una igura muy conocida en los círculos políticos de Berlín en los años veinte. Gozaba de una excelente reputación como miembro prominente del Partido Centrista Católico y un hombre que se había labrado su propia fortuna; y la idea de trabajar a sus órdenes me resultaba atractiva. Al día siguiente mi amigo me llevó a la oicina del dr. dammert. Aquel hombre elegante y de edad madura se mostró cortés y amistoso con nosotros y nos invitó a tomar asiento. ‘El sr. Fingal’ (ese era el nombre de mi amigo) ‘me ha hablado de usted. ¿Ha trabajado usted antes como periodista?’ ‘No señor,’ respondí, ‘pero tengo experiencia en otros campos. soy en cierto modo un experto en los países de la Europa Oriental y conozco varias de sus lenguas.’ (En realidad, el único lenguaje de la Europa Oriental que podía hablar era el polaco, y tenía sólo una idea bastante vaga de lo que ocurría en esa parte del mundo; pero estaba decidido a no echar a perder mi oportunidad por una modestia excesiva.) ‘Ah, que interesante,’ comentó el dr. dammert con una media sonrisa. ‘siento gran debilidad por los expertos. Pero, desgraciadamente, no puedo emplear a un experto en asuntos de Europa Oriental en este momento.’ 70 i n i ci o d e l ca m i n o debió haber visto la desilusión en mi rostro, porque en seguida prosiguió: ‘Aun así, tengo un puesto para usted –aunque esté algo por debajo de su categoría, quizá…’ ‘¿de qué se trata, señor?’ pregunté ilusionado, pensando en el alquiler que debía. ‘Bueno… necesito varios telefonistas más… Oh, no, no, no se preocupe, no es en una centralita: me reiero a telefonistas para transmitir noticias a los periódicos de provincias…’ Esto estaba ciertamente muy por debajo de mis aspiraciones. Miré al dr. dammert y él me miró; y cuando vi la tensión en las líneas alrededor de sus ojos, supe que mi juego fanfarrón se había acabado. ‘Lo acepto, señor,’ contesté con un suspiro y una carcajada. A la mañana siguiente empecé en mi nuevo empleo. Era un trabajo aburrido y muy alejado de la ‘carrera’ periodística que había soñado. sólo tenía que transmitir por teléfono, varias veces al día, las noticias de una página mimeograiada a los numerosos periódicos de provincias suscritos a nuestro servicio; pero era buen telefonista y además la paga estaba bien. Así siguieron las cosas durante un mes. Al inal del mes surgió una oportunidad imprevista. En aquel año de 1921, la rusia soviética estaba atravesando una hambruna de proporciones sin precedentes. Millones de seres humanos pasaban hambre y cientos de miles morían. Toda la prensa europea estaba llena de descripciones horribles de la situación; varias operaciones humanitarias estaban en marcha, entre ellas una organizada por Herbert Hoover, que tanto había hecho por Europa Central desde la Guerra Mundial. una de las operaciones a gran escala dentro de rusia estaba encabezada por Máximo Gorki; sus dramáticas peticiones de ayuda conmovían al mundo entero; y se rumoreaba que su mujer visitaría pronto las capitales de Europa Central y Occidental a in de movilizar a la opinión pública para que la ayuda fuera más eicaz. Como yo era sólo un telefonista, no participé directamente en la cobertura de este sensacional episodio hasta que un comentario casual de un conocido mío casual (tenía muchos y en los lugares más extraños) me arrastró hasta su centro. Este conocido mío era porte71 e l ca m i n o a m e ca ro de noche en el hotel Esplanade, uno de los más distinguidos de Berlín, y el comentario fue: ‘Esta Madame Gorki es una señora muy agradable; uno no adivinaría que es una bolchevique…’ ‘¿Madame Gorki? ¿dónde dices que la has visto?’ Mi informante bajó la voz para decirme en un susurro: ‘Está alojada en nuestro hotel. Llegó ayer, pero se registró con un nombre falso. sólo el director sabe quién es. No quiere ser molestada por los reporteros.’ ‘¿Y cómo lo sabes tú?’ ‘Los porteros sabemos todo lo que ocurre en el hotel,’ respondió con una sonrisa. ‘¿Crees que si no nos mantendríamos en el puesto por mucho tiempo?’ Vaya historia tendría si conseguía una entrevista con Madame Gorki –y más aún cuando no había aparecido ni una sola palabra sobre su presencia en Berlín… de repente ardía en deseos de hacer algo. ‘¿Podrías conseguir que la viera?’ le pregunté a mi amigo. ‘Bueno, no sé. Evidentemente quiere pasar desapercibida… Pero puedo hacer algo: si te quedas sentado en el vestíbulo por la tarde, puedo hacerte una señal cuando pase.’ Así quedamos. Me fui corriendo a mi oicina en la united Telegraph; casi todos se habían marchado ya a casa, pero afortunadamente el redactor de noticias estaba aún en su mesa. Lo acorralé. ‘¿Me daría un pase de periodista si prometo traerle una historia sensacional?’ ‘¿Qué clase de historia?’ preguntó desconiado. ‘usted me da el pase y yo le traigo la historia. si no, le devolveré el pase.’ Al inal el viejo sabueso periodístico aceptó, y salí de la oicina como el orgulloso poseedor de un pase que me acreditaba como representante de la united Telegraph. Las horas siguientes las pasé en el vestíbulo del hotel Esplanade. A las nueve, mi amigo entró de servicio. Me hizo un guiñó desde la puerta y desapareció tras el mostrador de recepción para reaparecer minutos más tarde con la información de que Madame Gorki había salido. 72 i n i ci o d e l ca m i n o ‘si te quedas ahí sentado, seguro que la ves cuando vuelva.’ Hacia las once recibí una señal de mi amigo. Estaba señalando con disimulo hacia una señora que acababa de atravesar la puerta giratoria: era una mujer de mediana edad, pequeña y delicada, con un vestido negro muy bien cortado sobre el que llevaba una larga capa de seda negra cuya cola arrastraba por el suelo detrás de ella. su porte era tan auténticamente aristocrático que resultaba difícil imaginarla como la esposa de un ‘obrero poeta’, y más difícil aún como ciudadana de la unión soviética. Interponiéndome en su camino, la saludé con una inclinación de cabeza y me dirigí a ella con mi voz más encantadora: ‘¿Madame Gorki…?’ Por un instante pareció sorprendida, pero en seguida una suave sonrisa iluminó sus hermosos ojos y respondió en un alemán que apenas tenía un ligero acento eslavo: ‘No soy Madame Gorki… Está usted equivocado –mi nombre es señora-de-tal’ (y me dio un nombre que sonaba a ruso y que he olvidado). ‘No, Madame Gorki,’ insistí, ‘sé que no estoy equivocado. sé también que no desea que los periodistas la molestemos –pero para mí signiicaría mucho, muchísimo, que me permitiera hablar unos minutos con usted. Esta es mi primera oportunidad de establecerme. Estoy seguro de que no le gustaría echar a perder esa oportunidad…’ Le mostré mi pase de periodista. ‘Lo he conseguido sólo por hoy, y tendré que devolverlo si no presento la historia de mi entrevista con Madame Gorki.’ La dama aristocrática continuó sonriendo. ‘¿Y me creería si le diera mi palabra de honor de que no soy Madame Gorki?’ ‘Creería cualquiera cosa que usted me dijera bajo su palabra de honor.’ se echo a reír. ‘Pareces un muchachito muy agradable.’ (su grácil cabeza apenas me llegaba al hombro.) ‘No voy a decirte más mentiras. Tú ganas. Pero no podemos pasarnos el resto de la velada aquí en el vestíbulo. ¿Me concederías el placer de tomar té conmigo en mis habitaciones?’ Y de esta forma tuve el placer de tomar té con Madame Gorki en sus habitaciones. durante casi una hora describió vívidamente los 73 e l ca m i n o a m e ca horrores de la hambruna; y cuando me despedí pasada la medianoche, llevaba conmigo un grueso fajo de notas. Los redactores del turno de noche en la united Telegraph pusieron los ojos como platos al verme por allí a horas tan insólitas. Pero no me paré a dar explicaciones porque tenía trabajo urgente que hacer. Mientras redactaba la entrevista lo más rápidamente que pude, reservé, sin esperar la autorización editorial, llamadas urgentes a todos los periódicos abonados a nuestro servicio. A la mañana siguiente estalló la bomba. Mientras que en ninguno de los grandes diarios de Berlín aparecía una sola palabra sobre la presencia de Madame Gorki en la ciudad, todos los periódicos de provincias abonados a nuestro servicio traían en primera página la entrevista exclusiva del corresponsal de la united Telegraph con Madame Gorki. El telefonista había conseguido una primicia extraordinaria. Por la tarde hubo una reunión de redactores en la oicina del dr. dammert a la que fui llamado y, después de un discurso preliminar en el que se me explicó que ningún artículo importante de noticias debía salir sin previa autorización del redactor, se me informó de que había sido ascendido a reportero. Por in era periodista. –4– u na s p i s a da s suave s sobre la arena: es Zayid que regresa del pozo con un odre lleno de agua. Lo deja caer en el suelo cerca del fuego y sigue cocinando la cena: arroz y carne de un cordero pequeño que ha comprado por la tarde en el poblado. Tras removerlo por última vez con el cazo entre una nube de vapor que sale de la olla, se vuelve a mí: ‘¿Quieres comer ahora, mi tío?’ –y sin esperar mi respuesta que, como bien sabe, no puede ser sino ‘sí’, vierte el contenido de la olla en una bandeja grande, la pone frente a mí, y levanta uno de nuestros vasos de latón, lleno de agua, para que me lave las manos: ‘Bismil·lah, y que dios nos dé vida.’ Y nos ponemos a ello, sentados uno frente al otro con las piernas cruzadas y comiendo con los dedos de la mano derecha. 74 i n i ci o d e l ca m i n o Comemos en silencio. Ninguno de los dos ha sido nunca un parlanchín. Además, por alguna razón he caído en un estado de reminiscencia, pensando en los tiempos anteriores a mi venida a Arabia, antes de conocer a Zayid; y por tanto no puedo hablar en voz alta, y lo hago sólo en silencio, dentro de mí y conmigo mismo, saboreando el estado presente a través de los numerosos estados del pasado. después de la cena, mientras estoy recostado contra la silla de montar, jugando con los dedos en la arena y contemplando las silenciosas estrellas de Arabia, pienso que estaría bien tener junto a mí a alguien con quien poder hablar de todo lo que me ha ocurrido en esos años lejanos. Pero no hay nadie conmigo excepto Zayid. Es un hombre bueno y leal, y ha sido mi compañero en muchos días de soledad; es astuto, sensible y buen conocedor de la conducta humana. Pero miro de lado a su rostro –este rostro de líneas bien deinidas, enmarcado por una larga cabellera, que unas veces se inclina con seria concentración sobre la cafetera, y otras se vuelve hacia los dromedarios que descansan en el suelo cerca de nosotros, rumiando plácidamente– y comprendo que necesito un oyente bien distinto: alguien que no sólo no haya formado parte de ese pasado mío sino que esté además alejado de las imágenes, los olores y los sonidos de estos días y noches del presente: alguien ante quien pueda desvelar los puntos salientes de mi recuerdo uno por uno, de forma que sus ojos los vean y mis ojos los vean de nuevo, y me ayude así a capturar mi propia vida en la red de mis palabras. Pero no hay nadie aquí excepto Zayid. Y Zayid es el presente. 75 III V I E N TO s C –1– a ba lg a m os y ca ba lg a mo s, dos hombres sobre dos dromedarios, y la mañana se va deslizando suavemente a nuestro paso. ‘Es extraño, muy extraño,’ la voz de Zayid rompe el silencio. ‘¿Qué es extraño, Zayid?’ ‘¿No es extraño, mi tío, que hace sólo unos días fuéramos hacia Taima y que las cabezas de nuestros camellos apunten ahora hacia Meca? Estoy seguro de que ni tú mismo lo sabías antes de aquella noche. Eres caprichoso como un badawi… como yo. ¿Fue un genio, mi tío, lo que me inspiró aquella decisión repentina, hace cuatro años, de reunirme contigo en Meca? ¿Estamos dejándonos llevar por los vientos porque no sabemos lo que queremos?’ ‘No, Zayid –tú y yo nos dejamos llevar por los vientos porque sabemos lo que queremos: nuestros corazones lo saben, aunquenuestros pensamientos sean a veces lentos en seguirlos –pero al inal acaban emparejándose con nuestros corazones y entonces creemos que hemos tomado una decisión…’ • Q ui z á mi cor a z ón lo sabía ya aquel día hace diez años, cuando estaba de pie sobre la cubierta del barco que me transportaba en mi primer viaje a Oriente Medio, navegando rumbo al sur por el mar Negro, a través de la opacidad de una noche blanca, brumosa y sin contornos, a través de una mañana brumosa, hacia el Bósforo. El mar 76 v i e n to s era como de plomo; a veces la espuma salpicaba la cubierta; el martilleo de los motores era como el latido de un corazón. Estaba junto a la borda, mirando hacia la pálida opacidad. si me hubieran preguntado qué pensaba entonces, o qué expectativas llevaba en esta primera aventura al este, no creo que hubiese podido ofrecer una respuesta clara. Curiosidad –tal vez: pero era una curiosidad que no se tomaba a sí misma muy en serio porque parecía dirigirse a cosas sin gran importancia. La bruma de mi desasosiego, que parecía encontrar algo afín en la bruma que se alzaba sobre el mar, no iba dirigida a las extrañas tierras y gentes de días venideros. Las imágenes de un futuro próximo, las ciudades y apariencias extrañas, las ropas y los modales extranjeros que habrían de revelarse tan pronto ante mis ojos apenas si ocupaban mis pensamientos. Consideraba este viaje como algo accidental y lo llevaba a mi aire, por así decirlo, como un interludio agradable pero no muy importante. En aquel momento mis pensamientos estaban alterados y trastornados por algo que yo consideraba como una preocupación con mi pasado. ¿El pasado? ¿Tenía yo un pasado? sólo tenía veintidós años… Pero mi generación –la generación de los que habíamos nacido con el siglo– había vivido quizá más rápidamente que ninguna otra anterior a ella, y tenía la impresión de estar mirando hacia atrás sobre una gran extensión de tiempo. Todas las diicultades y aventuras de esos años desilaban ante mis ojos, todos los anhelos, intentos y frustraciones –y las mujeres– y mis primeros asaltos con la vida… Aquellas interminables noches bajo las estrellas, cuando uno no sabía bien qué quería y caminaba con un amigo por las calles vacías, hablando de cosas profundas, olvidando por completo lo vacíos que estaban los bolsillos y lo inseguro que se presentaba el día siguiente… un feliz descontento que sólo la juventud puede sentir, y el deseo de cambiar el mundo y construirlo de nuevo… ¿Cómo debía estar constituida la comunidad para que los hombres pudieran vivir rectamente y en plenitud? ¿Cómo deberían establecer sus relaciones de forma que atravesaran el muro de soledad que rodeaba a cada hombre, y vivieran realmente en comunión? ¿Qué es bueno –y qué malo? ¿Qué es el destino? O, por decirlo de otra forma: ¿qué de77 e l ca m i n o a m e ca bía hacer uno para fundirse en realidad, y no sólo en pretensiones, con su propia vida de forma que pudiera decir: ‘Yo y mi destino somos uno’? discusiones que no tenían in… Los cafés literarios de Viena y Berlín, con sus interminables discusiones sobre ‘forma’, ‘estilo’ y ‘expresión’, sobre el signiicado de la libertad política, sobre el encuentro de hombre y mujer… Hambre de entendimiento, y a veces también de comida… Y las noches de pasión desenfrenada: una cama deshecha al amanecer, cuando la ilusión de la noche menguaba, y lentamente se tornaba apatía, rigidez y desolación: pero entrada la mañana uno había olvidado las cenizas del amanecer y caminaba de nuevo con paso desenvuelto y sentía temblar la tierra gozosamente bajo los pies… La ilusión de un nuevo libro o una nueva casa; buscando y encontrando respuestas a medias; y aquellos raros momentos cuando el mundo parecía detenerse por un instante, iluminado por un chispazo de comprensión que prometía revelar algo jamás hallado antes: la respuesta a todas las interrogantes… • Fue ron a ño s extraños, aquellos primeros años veinte en Europa Central. La atmósfera general de inseguridad social y moral había dado paso a una esperanza desesperada que se expresaba en atrevidos experimentos en música, en pintura y en el teatro, y también en exploraciones a tientas, y a menudo revolucionarias en torno a la morfología de la cultura; pero paralelamente a este optimismo forzado corría un vacío espiritual, un relativismo difuso y cínico nacido de la creciente desesperación sobre el futuro del hombre. A pesar de mi juventud, no se me ocultaba que tras la catástrofe de la Guerra Mundial las cosas no iban bien en aquel mundo europeo fraccionado, descontento y emocionalmente crispado y tenso. su verdadera deidad, creía yo, no era de tipo espiritual: era la Comodidad. Existían, sin duda, muchos individuos que sentían y pensaban en términos religiosos y hacían esfuerzos desesperados por reconciliar sus creencias morales con el espíritu de su civilización, pero eran excepciones. El europeo medio –fuera demócrata o comunista, obrero o intelectual– sólo parecía conocer una fe positiva: la adoración del progreso material, la creencia en que no existía más in en la vida que 78 v i e n to s hacer esa vida cada vez más fácil o, como entonces se decía, ‘independiente de la naturaleza’. Los templos de esa fe eran las gigantescas fábricas, los cines, los laboratorios químicos, los salones de baile, las plantas hidroeléctricas; y sus sacerdotes los banqueros, los ingenieros, los políticos, las estrellas de cine, los estadísticos, los magnates de la industria, los pioneros de la aviación, y los comisarios políticos. La frustración ética era evidente en la falta de acuerdo general sobre el signiicado del Bien y el Mal, y en el sometimiento de todas las cuestiones sociales y económicas a la norma de la ‘conveniencia’ –esa mujer de la vida pintarrajeada, dispuesta a entregarse a cualquiera, en cualquier momento que se la llame… El insaciable afán de poder y de placer había llevado, necesariamente, a la ruptura de la sociedad occidental en grupos hostiles entre sí, armados hasta los dientes y dispuestos a destruirse unos a otros cada vez que sus respectivos intereses entraban en conlicto. Y en el lado cultural, el resultado fue la creación de un tipo humano cuya moralidad parecía orientada exclusivamente por la utilidad práctica, y cuyo criterio supremo del bien y el mal era el éxito material. Veía lo confusa e infeliz que se había vuelto nuestra vida; qué poca comunión verdadera existía entre hombre y hombre a pesar de toda la insistencia estridente, casi histérica, acerca de la ‘comunidad’ y la ‘nación’; cuánto nos habíamos apartado de nuestros instintos; y qué estrechas y apagadas se habían vuelto nuestras almas. Veía todo esto: pero por alguna razón nunca se me ocurrió seriamente –como no parecía ocurrírsele a nadie de los que estaban a mi alrededor– que quizá una respuesta a estas perplejidades pudiera hallarse, al menos parcialmente, fuera de las experiencias culturales de la propia Europa. Europa era el principio y el in de todo nuestro pensamiento: y ni siquiera mi descubrimiento de Lao-tsé –cuando tenía diecisiete años o así– había cambiado mis planteamientos a este respecto. • Fue un au téntico descubrimiento; jamás había oído hablar de Lao-tsé ni tenía la menor idea de su ilosofía cuando un día encontré por casualidad una traducción al alemán del Tao-te-king sobre el mostrador de una librería en Viena. El extraño nombre y su título 79 e l ca m i n o a m e ca atrajeron mi curiosidad. Abriendo el libro al azar, leí por encima una de sus secciones cortas y aforísticas –y sentí un estremecimiento repentino, como una punzada de felicidad, que me hizo olvidarme de cuanto me rodeaba y me dejó clavado en el sitio, cautivado, con aquel libro en las manos: porque en él vi la vida humana en toda su serenidad, libre de escisiones y de conlictos, elevándose con esa tranquila alegría siempre accesible al corazón del ser humano cuando decide hacer uso de su libertad… Esto era verdad, estaba seguro: una verdad que lo había sido siempre, aunque la hubiéramos olvidado: y ahora la reconocí con el gozo de alguien que regresa a su hogar largamente añorado… desde ese día, y durante mucho tiempo, Lao-tsé fue para mí una ventana a través de la cual podía contemplar las diáfanas regiones de una vida totalmente alejada de la estrechez de miras y los miedos creados por uno mismo, libre de la obsesión infantil que nos impulsaba, momento a momento, a asegurar constantemente nuestra existencia con ‘mejoras materiales’, a cualquier precio. No es que las mejoras materiales me parecieran algo incorrecto o superluo: al contrario, seguía considerándolas algo bueno y necesario: pero estaba convencido también de que jamás conseguirían su objetivo –aumentar la suma total de la felicidad humana– si no iban emparejadas con una reorientación de nuestra actitud espiritual y una fe nueva en los valores absolutos. Pero cómo podría darse tal reorientación y qué nuevas valoraciones debían establecerse era algo que no tenía claro. Ciertamente, habría sido inútil esperar que los hombres cambiasen sus objetivos –y con ello la dirección de sus empeños– tan pronto como alguien empezara a predicarles, como hiciera Lao-tsé, que uno debe abrirse a la vida en lugar de tratar de apoderarse de ella y violentarla. Obviamente, ni la predicación ni la comprensión espiritual podían por sí mismas producir un cambio en la actitud espiritual de la sociedad europea; era necesaria una fe nueva en el corazón, un ardiente sometimiento a valores que no tolerasen sis ni Peros: pero ¿de dónde extraer semejante fe…? Por alguna razón no se me ocurrió pensar que el poderoso reto de Lao-tsé no iba dirigido sólo contra una actitud intelectual pasajera y 80 v i e n to s por consiguiente mutable, sino contra los conceptos más fundamentales de los que emana esa actitud. de haberlo sabido, me hubiese visto forzado a deducir que Europa jamás alcanzaría esa ingrávida serenidad del alma de la que hablaba Lao-tsé, a menos que reuniese el valor suiciente para cuestionar sus propias raíces espirituales y éticas. Yo era, por supuesto, demasiado joven como para llegar conscientemente a semejante conclusión: demasiado joven para captar el reto del sabio chino en todas sus implicaciones y en toda su grandiosidad. Lo cierto es que su mensaje me sacudió hasta lo más profundo de mi ser; me reveló la visión de una vida en la que el hombre podía hacerse uno con su destino y consigo mismo: pero al no poder ver con claridad cómo semejante ilosofía podría trascender la mera contemplación y ser traducida en realidad dentro del contexto de la vida europea, gradualmente empecé a dudar de que fuese algo realizable. No había llegado aún al punto de cuestionarme a mí mismo si el modo de vida europeo era, en sus elementos fundamentales, el único posible. En otras palabras, estaba encerrado, como el resto de la gente a mi alrededor, en la visión cultural egocéntrica de Europa. Y así, aunque su voz nunca llegase a silenciarse por completo, Lao-tsé fue hundiéndose gradualmente en el baúl de las fantasías contemplativas, y con el tiempo dejó de ser algo más que un transmisor de poesía exquisita. uno seguía leyéndolo a ratos y sentía cada vez la punzada de una visión feliz; pero uno dejaba también el libro cada vez con el pesar nostálgico de que se trataba de una llamada en sueños hacia una torre de maril. Y aunque me sintiera en pugna con el mundo discordante, amargo y codicioso del que formaba parte, no deseaba vivir en una torre de maril. Aún así, no me atraía ninguno de los objetivos y empeños que por entonces lotaban en la atmósfera intelectual europea y llenaban su literatura, su arte y su política con un zumbido de animadas controversias –pues, por muy contradictorios que fueran entre sí esos objetivos y empeños, tenían obviamente una cosa en común: la ingenua suposición de que la vida podía ser liberada de su confusión presente y ‘mejorada’ con sólo mejorar sus condiciones externas –económicas o políticas. Estaba absolutamente convencido de que el progreso 81 e l ca m i n o a m e ca material, por sí mismo, no ofrecía una solución; y aunque no sabía con certeza dónde podría estar esa solución, nunca pude compartir el entusiasmo de mis contemporáneos por el ‘progreso’. No es que fuese desgraciado. Nunca fui un introvertido, y por aquel entonces disfrutaba de una medida de éxito mayor de lo normal en mis asuntos prácticos. Aunque no me considerase inclinado a dar mucho peso a una ‘carrera’ en sí, mi trabajo en la united Telegraph –donde, gracias a mi conocimiento de idiomas, era ya redactor a cargo del servicio de noticias para Escandinavia– parecía abrir muchas puertas en la vida. El Café des Westens y su sucesor espiritual, el romanisches Café –lugares de encuentro de los más destacados escritores, artistas, periodistas, actores y productores del momento– representaban para mí una especie de hogar intelectual. Mantenía relaciones amistosas y a veces de intimidad con gentes cuyos nombres eran famosos, y me consideraba –en perspectivas al menos, ya que no en fama– como uno de ellos. Encontré profundas amistades y amores pasajeros. La vida era emocionante, prometedora y colorista en la variedad de sus impresiones. No, no era desgraciado en absoluto –estaba sólo profundamente descontento, insatisfecho, sin saber qué era lo que buscaba realmente, y al mismo tiempo estaba convencido, con la absurda arrogancia de la juventud, de que un día llegaría a saberlo. Así que me movía despreocupadamente con el péndulo de la alegría y el descontento de mi corazón como muchos otros jóvenes en aquellos extraños tiempos: pues, aunque ninguno de nosotros fuese realmente desgraciado, sólo unos pocos parecían ser conscientemente felices. No era desgraciado: pero mi incapacidad para compartir las diversas esperanzas sociales, económicas y políticas de quienes me rodeaban –de cualquiera de aquellos grupos– fue creciendo con el tiempo hasta convertirse en un sentimiento vago de no pertenecer del todo a su mundo, acompañado, también vagamente, por un deseo de pertenecer –pero ¿a quiénes?– de formar parte de algo –pero ¿de qué? • Y e n tonce s un dí a , en la primavera de 1922, recibí una carta de mi tío dorian. 82 v i e n to s dorian era el hermano más pequeño de mi madre. Nuestra relación había sido siempre la de dos amigos, más que de tío y sobrino. Era psiquiatra –uno de los primeros discípulos de Freud– y dirigía por entonces un hospital psiquiátrico en jerusalén. Al no ser sionista ni simpatizar en particular con los objetivos del sionismo –aunque tampoco se sintiera atraído por los árabes– se sentía solo y aislado en un mundo que nada podía ofrecerle salvo trabajo e ingresos. Como era soltero, pensó en su sobrino como un posible compañero en su soledad. Mencionaba en su carta aquellos emocionantes días en Viena cuando me había llevado de la mano por el mundo nuevo del psicoanálisis; y terminaba diciendo: ‘¿Por qué no vienes y pasas unos meses aquí conmigo? Pagaré tu pasaje de ida y vuelta; y podrás regresar a Berlín cuando quieras. Y mientras estés aquí, vivirás en una preciosa casa árabe antigua de piedra, que es fresca en verano (y horriblemente fría en invierno). Lo pasaremos bien juntos. Tengo aquí montones de libros, y cuando te canses de observar el pintoresco mundo a tu alrededor, podrás leer todo lo que quieras…’ Tomé la decisión con la rapidez que ha caracterizado siempre mis decisiones cruciales. A la mañana siguiente informé al dr. dammert de la united Telegraph de que me veía obligado a viajar a Oriente Medio por “asuntos importantes”, y tendría que dejar la agencia en el plazo de una semana… si alguien me hubiera dicho entonces que mi primer contacto con el mundo islámico sería mucho más que una mera experiencia de vacaciones y supondría de hecho un punto decisivo en mi vida, me habría echado a reír ante semejante idea absurda. No es que fuera insensible al encanto de países asociados en mi mente –y en la de la mayoría de los europeos– con la atmósfera romántica de Las Mil y Una Noches: desde luego que esperaba hallar colorido, costumbres exóticas y acontecimientos pintorescos; pero nunca se me ocurrió imaginar aventuras también en la terreno del espíritu, y el nuevo viaje no parecía reservarme ninguna promesa especial de índole personal. Todas las ideas e impresiones que había encontrado con anterioridad las había relacionado instintivamente con la visión occidental del mundo, esperando lograr una mayor capacidad de sentimiento 83 e l ca m i n o a m e ca y percepción dentro del único entorno cultural que conocía. Y, pensándolo bien, ¿cómo hubiera podido sentir de otro modo? Era sólo un joven europeo, educado en la creencia de que el Islam y todo lo que representaba no eran sino una senda romántica de la historia del hombre, no del todo ‘respetable’ desde el punto de vista espiritual y ético, y que no debía por tanto ser mencionado en conjunción con las dos únicas religiones que Occidente consideraba dignas de ser tomadas en serio: el cristianismo y el judaísmo –y menos aún comparado con ellas. Y fue con este vago prejuicio europeo hacia el mundo islámico (aunque no, por supuesto, contra los aspectos idealizados de la vida externa de los musulmanes) como emprendí mi viaje en el verano de 1922. si bien no podría decir, en mi propio descargo, que fuese una persona ensimismada, estaba no obstante profundamente inmerso, sin saberlo, en esa mentalidad ensimismada y culturalmente egocéntrica que ha caracterizado siempre a Occidente. • Y a hor a me encontraba sobre la cubierta de un barco rumbo al este. un viaje tranquilo me había llevado hasta Constanza y de allí a esta mañana brumosa. una vela roja surgió entre los velos de la bruma y pasó de largo muy próxima al barco; y porque se había hecho visible, uno sabía que el sol estaba a punto de romper a través de la niebla. unos pocos rayos pálidos, inos como hilos, cayeron sobre la bruma del mar. su palidez tenía algo de la dureza del metal. Bajo su presión las lechosas masas de bruma se asentaban lenta y pesadamente sobre el agua, luego se separaban, y inalmente se elevaban a derecha e izquierda de los rayos del sol trazando arcos amplios y divergentes, como alas. ‘Buenos días,’ dijo una voz profunda y sonora. Me volví y reconocí la negra sotana de mi acompañante de la velada de ayer, y la amistosa sonrisa en un rostro que me resultaba grato ya tras las breves horas de nuestra relación. El padre jesuita era medio polaco, medio francés, y enseñaba historia en un colegio de Alejandría; ahora regresaba allí después de unas vacaciones. Habíamos pasado la velada después de embarcar en animada conversación. Aunque se hizo evidente en 84 v i e n to s seguida que diferíamos bastante en muchos temas, teníamos sin embargo muchos puntos de interés en común; y yo era ya suicientemente maduro para reconocer que tenía ante mí una mente brillante, seria y al mismo tiempo divertida. ‘Buenos días, padre Felix; mire el mar…’ La luz y el color habían llegado con el sol. Estábamos de pie en la proa del barco contra el viento de la mañana. Tentado por la imposibilidad, intenté describirme a mí mismo las variaciones de color en las olas a medida que rompían. ¿Azul? ¿Verde? ¿Gris? Podría haber sido azul –pero un brillo rojo amaranto, relejo del sol, se deslizaba ya por la pendiente cóncava de la ola, al tiempo que la cresta se deshacía en una espuma blanca y unos como harapos arrugados, color gris acero, pasaban por encima de ella. Lo que hacía un momento había sido una ola encrespada era ahora un movimiento ondulante –la ruptura expansiva de mil remolinos independientes, en cuyas oquedades sombreadas el rojo amaranto se volvía un verde saturado y profundo; luego el verde se elevaba, tornándose un violeta vibrante, que por un momento se volvía rojo vino, para elevarse inmediatamente después como azul turquesa, y convertirse en la cresta de la ola, que de nuevo se rompía; y otra vez la blanca espuma lanzaba su red como un abanico sobre las serpenteantes olas… Y así proseguía el interminable juego, sin detenerse jamás… Me producía una sensación casi física de desasosiego no poder abarcar esta danza de colores y su ritmo eternamente cambiante. Cuando lo miraba supericialmente, sólo a través del rabillo del ojo, como si dijéramos, sentía por unos segundos que era posible captar todo esto como una imagen integrada; pero la concentración deliberada, el hábito de conectar un concepto aislado con otro, no producía sino una serie de imágenes fragmentadas e inconexas. Pero de esta diicultad, de esta confusión extrañamente irritante, surgió en mí una idea de gran claridad –o al menos así me lo pareció entonces– y dije, casi involuntariamente: ‘Quien pueda abarcar todo esto con sus sentidos, será capaz de controlar el destino.’ ‘sé lo que quieres decir,’ respondió el Padre Felix, ‘Pero, ¿para qué 85 e l ca m i n o a m e ca querría uno controlar el destino? ¿Para evitar el sufrimiento? ¿No sería mejor liberarse del destino?’ ‘Está usted hablando casi como un budista, Padre Felix. ¿También considera usted el Nirvana como la meta de toda existencia?’ ‘Oh no, desde luego que no… Nosotros los cristianos no buscamos la extinción de la vida y del sentimiento –deseamos tan sólo elevar la vida por encima de lo material y lo sensual hacia la esfera del espíritu.’ ‘¿Pero no es eso renuncia?’ ‘No es renuncia, mi joven amigo. Es la única vía a la verdadera vida, a la paz…’ El Bósforo se abrió ante nosotros, un anchuroso canal enmarcado a ambos lados por colinas rocosas. Aquí y allá podían verse palacios etéreos sobre columnatas, jardines escalonados, cipreses elevándose en toda su oscura altitud, y los antiguos castillos de los jenízaros, pesadas moles de piedra que colgaban sobre el agua como nidos de aves rapaces. Como si viniera de una gran distancia, oí la voz del Padre Felix que proseguía: ‘Tú ves, el símbolo más profundo del anhelo–del anhelo de todo el mundo– es el símbolo del Paraíso; se encuentra en todas las religiones, siempre con diferentes imaginerías, pero su signiicado es siempre el mismo –a saber, el deseo de verse libre del destino. La gente del Paraíso no tenía destino; lo adquirieron sólo después de haber sucumbido a la tentación de la carne y de caer así en lo que llamamos el Pecado Original: el choque del espíritu contra los impulsos entorpecedores del cuerpo, que no son en realidad sino vestigios animales en la naturaleza humana. La parte esencial, humana y humano-divina del hombre es únicamente su alma. El alma aspira a la luz, que es espíritu: pero a causa del Pecado Original su camino está sembrado de obstáculos que surgen de la composición material, no divina, del cuerpo y de sus impulsos. Lo que se propone la enseñanza del cristianismo es, pues, que el hombre se libere de los aspectos no esenciales, efímeros y carnales, de su vida y recobre su herencia espiritual.’ La antigua fortaleza de rumili Hissar con sus torres gemelas apa86 v i e n to s reció ante nosotros; una de sus murallas almenadas descendía casi hasta el borde del agua; en la orilla, en el interior de un semicírculo formado por las murallas de la fortaleza, yacía en sueños un pequeño cementerio turco de lápidas rotas. ‘Puede que así sea, Padre Felix. Pero siento –y este es el parecer de muchos de mi generación– siento que no es correcto establecer una distinción entre lo “esencial” y lo “no esencial” en la estructura del hombre, y en separar el espíritu y la carne… en suma, no puedo estar de acuerdo con que se niegue todo derecho a los impulsos físicos, a la carne, al destino ligado a la tierra. Mi deseo va en una dirección bien distinta: sueño con una forma de vida –aunque debo confesar que no la veo con claridad aún – en la que la totalidad del hombre, espíritu y carne, persiga una plenitud cada vez mayor de su ser –en la que el espíritu y los sentidos no sean enemigos entre sí, y en la que el hombre logre uniicarse consigo mismo y con el signiicado de su destino, de manera que en la cumbre de sus días pueda llegar a decir: “Yo soy mi destino.”’ ‘Ese era el sueño helénico,’ replicó el Padre Felix, ‘¿y a qué les llevó? Primero a los misterios óricos y dionisíacos, luego a Platón y a Plotino, y con ello, otra vez a la comprensión ineludible de que el espíritu y la carne son opuestos entre sí… Hacer que el espíritu se libere del dominio de la carne: este es el signiicado de la salvación cristiana, el signiicado de nuestra fe en el sacriicio del señor en la Cruz…’ Aquí se interrumpió y se volvió a mí con un guiño: ‘Oh, no soy siempre un misionero… perdóname si te hablo de mi fe, que no es la tuya…’ ‘Pero yo no tengo ninguna,’ le aseguré. ‘sí,’ dijo el Padre Felix, ‘ya lo sé; la falta de fe, o mejor dicho, la incapacidad de creer, es la principal enfermedad de nuestro tiempo. Tú, como tantos otros, estás viviendo una ilusión que tiene miles de años de antigüedad: la ilusión de que el intelecto puede, por sí solo, guiar los afanes del hombre. Pero el intelecto no puede acceder por sí solo al conocimiento espiritual porque está demasiado absorto en la consecución de metas materiales; es la fe, y sólo la fe, la que puede liberarnos de esa ijación.’ ‘¿La fe…?’ pregunté. ‘Otra vez menciona usted esa palabra. Hay 87 e l ca m i n o a m e ca algo que no consigo entender: dice usted que es imposible acceder al conocimiento y a la vida recta mediante el intelecto solo; es necesaria la fe, dice usted. Estoy completamente de acuerdo. Pero ¿cómo puede obtenerse la fe si no se tiene? ¿Existe alguna vía para alcanzarla, una vía abierta a nuestra voluntad?’ ‘Mi querido amigo –la voluntad sola no basta. El camino sólo lo abre la gracia de dios. Pero está siempre al alcance de aquel que reza pidiendo la iluminación desde lo más profundo de su corazón.’ ‘¡rezar! ¡Pero si uno es capaz de rezar, Padre Felix, es que ya tiene fe! Me ha ido usted llevando en círculos –porque si un hombre reza, tiene que estar convencido ya de que existe Aquel a quien reza. ¿Cómo ha llegado a tal convicción? ¿Por medio de su intelecto? ¿No es eso admitir que es posible encontrar la fe mediante el intelecto? Y aparte de eso, ¿es posible que la ‘gracia’ signiique algo para alguien que no haya tenido una experiencia de esa clase?’ El sacerdote se encogió de hombros, con pesar, me pareció a mí: ‘si alguien no ha experimentado a dios por sí mismo, debería dejarse guiar por las experiencias de otros que si han tenido experiencia de Él…’ • Po cos dí a s de spué s desembarcamos en Alejandría y esa misma tarde seguí viaje hacia Palestina. El tren corría recto como una lecha a través de la tarde y del paisaje suave y húmedo del delta. Los canales del Nilo, poblados por las velas de las numerosas barcazas, se cruzaban en nuestro camino. Pequeños poblados, aglomeraciones grisáceas de casas y minaretes de color algo más claro, aparecían y desaparecían. Pueblos formados por chozas de adobe en forma de caja pasaban rápidamente. Campos de algodón recién cosechados; exuberantes campos de caña de azúcar; grandes palmeras cargadas de ramas secas sobre la mezquita del pueblo; búfalos de agua, de color negro y pesadas extremidades, que volvían a casa, sin guía, desde las charcas en que habían estado revolcándose durante el día. A lo lejos, hombres con largas vestiduras: parecían lotar, tan ligero y claro era el aire bajo aquel cielo de cristal, elevado y azul. En las orillas de los canales 88 v i e n to s los juncos se mecían en el viento; mujeres con mantos de tul negro llenaban de agua sus jarras de barro: mujeres maravillosas, esbeltas y de largos miembros; su andar me recordaba las plantas de alto tallo que se mecen suavemente con el viento pero que están llenas de fuerza. Tanto las jóvenes como las matronas tenían ese mismo andar lotante. El crepúsculo crecía y se extendía como el aliento de un gran ser vivo en reposo. A medida que los delgados hombres caminaban de regreso de los campos en dirección a sus casas, sus movimientos parecían alargarse y al mismo tiempo desprenderse del día que desaparecía lentamente: cada paso parecía tener vida propia, como algo completo en sí mismo: siempre ese único paso entre eternidad y eternidad. Esa apariencia de ligereza y suavidad era debida quizá a la estimulante luz del atardecer en el delta del Nilo –quizá también a mi propia inquietud al contemplar tantas cosas nuevas– pero cualquiera que fuese la causa, sentí de repente dentro de mí todo el peso de Europa: el peso del propósito deliberado en todos nuestros actos. Pensé para mí, ‘Qué difícil nos resulta alcanzar la realidad… Estamos siempre intentando atraparla: pero a ella no le gusta ser atrapada, y sólo cuando ha conseguido abrumar al hombre, se rinde ante él.’ El andar de los campesinos egipcios, perdidos ya en la distancia y la oscuridad, seguía oscilando en mi mente como un himno a todas las cosas elevadas. Llegamos al Canal de suez, giramos en ángulo recto, y corrimos durante un rato hacia el norte a lo largo del borde gris oscuro. Era como una melodía prolongada, esa larga línea del canal por la noche. La luz de la luna convertía el canal en algo así como un camino real ensanchado por la fantasía, una banda oscura de metal brillante. La tierra saciada del valle del Nilo había dado paso con sorprendente rapidez a cadenas de dunas que bordeaban el canal a ambos lados con una palidez y deinición raras de contemplar en otros paisajes nocturnos. En el silencio atento se alzaba, aquí y allá, el esqueleto de una draga. A lo lejos, sobre la otra orilla, un hombre cabalga sobre un camello, deprisa, deprisa –apenas visto y ya tragado la noche… 89 e l ca m i n o a m e ca Qué grande y simple corriente: desde el mar rojo, a través de los lagos Amargos, hasta llegar al mar Mediterráneo –cruzando todo un desierto– para que el Océano Indico bata contra los muelles de Europa… En Kantara el viaje en tren se interrumpió por un tiempo y un pausado ferry transportó a los viajeros a través de las aguas silenciosas. Quedaba casi una hora hasta la salida del tren de Palestina. Me senté delante del ediicio de la estación. El aire era cálido y seco. Ahí estaba el desierto: a derecha y a izquierda. Gris reluciente, borroso, rasgado por ladridos esporádicos –quizá fueran chacales, quizá perros. un beduino cargado con unas alforjas hechas de brillante tela de alfombra venía del ferry y caminaba hacia un grupo en la distancia que sólo entonces reconocí como hombres de pie y camellos echados, con las sillas puestas, que estaban ya preparados para marchar. Parecía como si hubieran estado esperando al recién llegado. Éste echó sus alforjas sobre uno de los animales, se intercambiaron unas pocas palabras, todos los hombres montaron y, al unísono, los camellos se levantaron, primero sobre sus patas traseras, luego sobre las delanteras –balanceando a sus jinetes hacia delante y hacia atrás– y se alejaron luego con un sonido suave y siseante, y por un tiempo podías seguir los balanceantes cuerpos color claro de los animales y los amplios mantos a rayas blancas y marrones de los beduinos. un trabajador del ferrocarril se fue acercando hacia mí. Llevaba un mono azul y parecía cojear. Encendió su cigarrillo con el mío y luego me preguntó, en mal francés: ‘¿Vas a jerusalén?’ Y cuando le dije que sí, prosiguió: ‘¿Por primera vez?’ Asentí. Estaba a punto de irse, pero se volvió y dijo: ‘¿Has visto allí la gran caravana del desierto de sinaí? ¿No? Ven entonces, vamos a hacerles una visita. Tienes tiempo.’ Las suelas de nuestros zapatos crujían en la arena mientras caminábamos por aquel vacío silencioso siguiendo un camino estrecho y hollado que conducía a las dunas. un perro ladraba en la oscuridad. A medida que avanzábamos, tropezando con los arbustos espinosos, llegaban voces a mis oídos –confusas, apagadas, como de una 90 v i e n to s multitud– y el acre pero suave olor de muchos cuerpos de animales en reposo mezclado con el aire seco del desierto. de repente –como cuando en una ciudad puede verse, en una noche brumosa, el resplandor de una lámpara aún invisible saliendo de detrás de la esquina de una calle y no hace sino que la niebla brille– una estrecha banda de luz apareció desde abajo, como saliendo de debajo de la tierra, alzándose empinada hacia la oscura noche. Era el resplandor de una fogata, que salía de una profunda garganta entre dos dunas, tan espesamente cubierta de arbustos espinosos que no podía verse el fondo. Ahora podía oír claramente voces de hombres, pero sus dueños seguían invisibles. Oía la respiración de los camellos, y el roce de unos contra otros en aquel estrecho espacio. La gran sombra negra de un hombre cayó sobre la luz, ascendió por la ladera contraria y volvió a caer. unos pasos más adelante pude ver toda la escena –un gran círculo de camellos acostados junto a pilas de sillas de carga y fardos aquí y allá, y entre ellos las iguras de los hombres. El olor de los animales era dulce y pesado como de vino. A veces uno de los camellos movía el cuerpo, cuya forma estaba difuminada por la oscuridad a su alrededor, levantaba el cuello y aspiraba el aire de la noche con un buido, como suspirando: y así fue como oí por primera vez el suspiro de los camellos. una oveja balaba suavemente; un perro gruñía; y alrededor nuestro, fuera de la garganta, la noche era negra y sin estrellas. Ya era tarde; tenía que volver a la estación. Caminaba muy despacio, sin embargo, regresando por el camino por el que habíamos venido, aturdido y extrañamente agitado, como por una misteriosa experiencia que se hubiera prendido de una esquina de mi corazón y no me dejase marchar. • E l t r e n me lleva ba a través del desierto del sinaí. Estaba exhausto, insomne por la fría noche del desierto y el traqueteo del tren sobre raíles tendidos sobre arena suelta. Frente a mí iba sentado un beduino envuelto en una voluminosa abaya marrón. También él estaba helado de frío y se había cubierto la cara con un pañuelo de cabeza. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el ban91 e l ca m i n o a m e ca co, y sobre sus rodillas descansaba una espada curva dentro de una vaina con adornos de plata. Pronto amanecería. Casi se podían reconocer los contornos de las dunas afuera, y los macizos de cactus. Aún puedo recordar cómo rompió el alba –grisáceo, dibujando formas, trazando los contornos lentamente– y cómo fue sacando a las dunas de la oscuridad y construyéndolas en masas armoniosas. En la penumbra del amanecer, un grupo de tiendas apareció y volvió a desaparecer, y cerca de ellas, como cortinas de bruma al viento, unas redes de pesca de un gris plateado estaban extendidas verticalmente a secar entre postes: redes de pesca en el desierto –ondeando al viento de la mañana– velos de ensueño, transparentes, irreales, entre la noche y el día. A la derecha estaba el desierto; a la izquierda el mar. sobre la orilla un jinete solitario sobre un camello; tal vez había estado cabalgando toda la noche y ahora parecía dormido, desplomado sobre la silla, de modo que ambos, hombre y camello, se balanceaban al mismo ritmo. Más tiendas de beduinos. Ya había mujeres fuera con vasijas de barro sobre la cabeza, preparadas para ir al pozo. de la penumbra que se iba convirtiendo en luz emergía un mundo diáfano, movido por impulsos invisibles, una maravilla de todo cuanto es sencillo y que jamás tendrá in. El sol apareció sobre la arena con rayos cada vez más anchos y el gris del amanecer explotó con un fogonazo de color oro anaranjado. Atravesamos rápidamente el oasis de Al-Arish, entre las columnatas de una catedral de palmeras, con mil arcos ojivales formados por las ramas y celosías verdes y marrones de luces y sombras. Vi a una mujer con una vasija llena sobre la cabeza que venía del pozo y caminaba lentamente por un camino entre palmeras. Llevaba un vestido rojo y azul con una larga cola y parecía una dama noble salida de una leyenda. Los palmerales de Al-Arish desaparecieron tan pronto como habían llegado. Ahora viajábamos a través de una luz nacarada. Afuera, detrás de los temblequeantes cristales de las ventanas, una quietud que nunca hubiera creído posible. Todas las formas y movimientos carecían de ayer y de mañana –simplemente estaban ahí, con una 92 v i e n to s singularidad desconcertante. La delicada arena, con la que el viento había construido colinas suaves que brillaban bajo el sol con un color naranja pálido, como de pergamino viejo, sólo que más tenue, menos quebradizo en sus pliegues y curvas, luctuando como golpes de violín agudos y decisivos en las cimas de las dunas, de ininita ternura en los costados, con sombras de acuarela translúcida –violeta, lila y rosa teja– en las pequeñas hondonadas y depresiones. Nubes opalinas, cáctuses aquí y allá, y algunas veces hierbas duras de tallos largos. una o dos veces vi beduinos enjutos y descalzos y una caravana de camellos cargados de ramas de palmera que llevaban de algún lado a algún otro lado. Me sentí cautivado por el grandioso paisaje. Paramos varias veces en apeaderos, que no eran por lo general más que unos pocos barracones de tablas y zinc. Muchachos morenos vestidos de harapos corrían alrededor del tren con cestos, ofreciendo a la venta higos, huevos duros y hogazas planas de pan fresco. El beduino frente a mí se incorporó despacio, desenrolló su pañuelo de cabeza y abrió la ventana. su rostro era delgado, moreno, de facciones marcadas, unas de esas caras aquilinas que siempre miran ijamente al frente. Compró un trozo de pastel, se volvió y estaba a punto de sentarse, cuando sus ojos tropezaron conmigo; y sin mediar palabra, partió en dos su pastel y me ofreció la mitad. Al ver mi vacilación y asombro, sonrió –y vi que la tierna sonrisa se amoldaba a su rostro tanto como la ijeza de hacía un momento– y dijo una palabra que entonces no pude entender pero que ahora sé era tafaddal –‘hágame el honor.’ Cogí el pastel e hice un gesto de agradecimiento. Otro viajero –vestido con ropa europea, a excepción de su fez rojo, y que debía ser un pequeño comerciante– intervino para traducir. En un inglés titubeante dijo: ‘dice: Tú viajero, él viajero; tu camino y su camino es juntos.’ Pensando ahora en este pequeño episodio, me parece que todo mi amor posterior por el carácter árabe debe haber sido inluenciado por él. Porque en el gesto de este beduino, que, salvando todas las barreras de la extrañeza, vio un amigo en un compañero accidental de viaje y partió con él su pan, debí haber sentido ya el aliento y la impronta de una humanidad libre de agobio. 93 e l ca m i n o a m e ca Poco después apareció la vieja Gaza, como un castillo de adobe, viviendo su existencia olvidada en una colina de arenisca entre barreras de cáctuses. Mi beduino recogió sus alforjas, me sonrió con una sonrisa grave y una inclinación de cabeza y abandonó el vagón, barriendo el polvo detrás de él con la larga cola de su manto. Otros dos beduinos esperaban fuera en el andén y le saludaron con un apretón de manos y sendos besos en las mejillas. El comerciante que hablaba inglés me puso la mano en el hombro: ‘Ven, todavía un cuarto hora.’ detrás del ediicio de la estación estaba acampada una caravana; según me informó mi acompañante, eran beduinos del norte del Hiyaz. Tenían rostros morenos, polvorientos, de una afabilidad salvaje. Nuestro amigo estaba entre ellos. Parecía ser alguien importante, porque habían formado una especie de semicírculo alrededor de él y respondían a sus preguntas. El comerciante se dirigió a ellos y entonces se volvieron hacia nosotros, amistosamente –y, pensé yo, con un cierto desdén– teniendo en cuenta nuestra existencia urbana. una atmósfera de libertad los rodeaba y sentí un fuerte deseo de comprender sus vidas. El aire era seco, vibrante, y parecía penetrar el cuerpo. deshacía toda rigidez, desanudaba los pensamientos y los hacía perezosos y quietos. Poseía una cualidad intemporal que hacía que todas las cosas vistas, oídas u olidas asumiesen valores nítidos en sí mismas. Comencé a entrever que la gente procedente de un entorno como el desierto debe sentir la vida de una forma bastante distinta a la de los habitantes del resto de las regiones; deben carecer de muchas obsesiones –quizá también de muchos de los sueños– que son propios de pobladores de tierras más frías y ricas, y por supuesto de muchas de sus limitaciones; y puesto que han de coniar más íntimamente en sus percepciones personales, estos habitantes del desierto deben establecer una escala de valores bastante distinta para las cosas del mundo. Quizá fuera un presentimiento de futuras agitaciones en mi vida personal lo que se apoderó de mí, en ese mi primer día en un país árabe, al contemplar a aquellos beduinos: el presentimiento de un mundo carente por completo de límites deinitorios pero que no es, sin embargo, informe; que es completo en sí mismo –y sin embargo 94 v i e n to s está abierto por todos lados: un mundo que pronto sería el mío. No es que yo fuera consciente entonces de lo que me deparaba el futuro; por supuesto que no. Era, más bien, como cuando entras en una casa extraña por primera vez y un olor indeinible en el vestíbulo te da, tenuemente, un indicio de cosas que han de ocurrir en esa casa, y que te han de ocurrir a ti: y si han de ser cosas felices, sientes como una punzada de éxtasis en tu corazón –y la recordarás mucho después, cuando todos esos acontecimientos hayan tenido lugar hace ya mucho tiempo, y te dirás a ti mismo: ‘Todo esto lo presentí hace mucho tiempo, y precisamente así, en aquel instante en el vestíbulo.’ –2– u n vie n to fuerte sopla a través del desierto, y por un momento Zayid piensa que vamos a tener otra tormenta de arena. Pero aunque la tormenta no llega, el viento no nos deja. Nos sigue con ráfagas uniformes, y las ráfagas se van convirtiendo en un gemido constante a medida que descendemos hacia un valle arenoso. El pueblo entre palmeras que hay en su centro, formado por varios asentamientos independientes –cada uno de ellos rodeado por un muro de adobe– está velado por una neblina de remolinos de arena. Esta zona es una especie de olla de vientos: todos los días del amanecer a la puesta del sol el viento bate aquí con fuertes alas, calmándose durante la noche, para levantarse de nuevo a la mañana siguiente con fuerza renovada; y las palmeras, eternamente hostigadas por sus embates, no pueden alcanzar su estatura completa y se quedan atroiadas, pegadas al suelo, con sus ramas extendidas a lo ancho, bajo la constante amenaza de las dunas invasoras. El pueblo hace mucho tiempo que habría quedado enterrado por las arenas de no ser porque sus habitantes han plantado hileras de tarayes alrededor de cada palmeral. Estos árboles, más resistentes que las palmeras, forman con sus troncos robustos y sus susurrantes ramas de hoja perenne una muralla viva alrededor de las plantaciones, ofreciéndoles una dudosa seguridad. desmontamos frente a la casa de adobe del emir del poblado, con intención de descansar aquí durante el calor del mediodía. La qahwa 95 e l ca m i n o a m e ca reservada para recibir a los huéspedes está vacía, marcada por la pobreza, y contiene únicamente una pequeña esterilla frente al fogón de hacer café. Pero, como siempre ocurre, la hospitalidad árabe supera cualquier pobreza: pues nada más tomar asiento en la esterilla un acogedor fuego de ramitas crepita en el fogón; el tintineo del mortero de bronce en el que están siendo molidos los granos de café recién tostados coniere un carácter habitable a la habitación; y una bandeja enorme, rebosante de dátiles color marrón claro, acoge el hambre de los viajeros. Nuestro anitrión –un pequeño anciano delgado, de ojos legañosos y entrecerrados, vestido sólo con una túnica de algodón y un pañuelo de cabeza– nos invita a compartir esta comida: ‘Que dios os dé vida; esta es vuestra casa, comed en el nombre de dios. Esto es cuanto tenemos’ –y hace un gesto de disculpa con la mano, un único movimiento en el que se expresa todo el peso de su destino con ese sencillo poder de evocación que caracteriza a las gentes que viven apegadas a sus instintos –‘pero los dátiles no están mal. Comed, viajeros, de lo que os podemos ofrecer…’ Los dátiles son realmente de los mejores que he probado; y nuestro anitrión está obviamente encantado de poder satisfacer nuestro apetito. Y prosigue: ‘El viento, el viento, hace muy dura nuestra vida; pero esa es la voluntad de dios. El viento destruye nuestras plantaciones. Tenemos que luchar constantemente para que la arena no las entierre. No siempre ha sido así. Antes no hacía tanto viento aquí, y nuestro pueblo era grande y próspero. Ahora se ha vuelto pequeño; muchos de nuestros jóvenes se marchan, porque no todos pueden soportar esta vida. Las arenas nos van cercando cada día más. Pronto no quedará sitio para las palmeras. Este viento… Pero no nos quejamos… Como sabéis, el Profeta –que dios le bendiga– nos dijo: “dios dice: No maldigáis el destino, pues, ciertamente –Yo soy el destino…”’ debo haber dado un respingo, porque el anciano deja de hablar y me mira atentamente; y, como comprendiendo porqué he dado un respingo, sonríe con una sonrisa casi femenina, extraña de ver 96 v i e n to s en ese rostro cansado y consumido, y repite suavemente, como para sus adentros: ‘… ciertamente, Yo soy el destino’ –y en el asentimiento con que acompaña sus palabras hay una aceptación orgullosa y callada de su propio lugar en la vida; y jamás he visto, ni siquiera entre gente feliz, un sí a la realidad expresado con tal calma y seguridad. Con un movimiento amplio, vago y casi sensual de su brazo traza un círculo en el aire –un círculo que rodea todo cuanto forma su vida: la pobre habitación en penumbra, el viento y su rugido constante, el imparable avance de las arenas; el anhelo de felicidad y la resignación ante lo que no puede ser cambiado; la bandeja colmada de dátiles; los palmerales resistiendo tras su escudo de tarayes; el fuego en el hogar; la risa de una mujer joven en algún lugar del patio de atrás: y en todas estas cosas y en el gesto que las ha evocado y reunido me parece oír el canto de un espíritu fuerte que no reconoce las barreras de la circunstancia y está en paz consigo mismo. Me siento transportado a un tiempo distante en el pasado, a aquel día de otoño en jerusalén hace diez años, cuando otro anciano pobre me habló de la sumisión a dios, que es lo único que puede hacer que uno esté en paz con Él y por ende con su propio destino. • d ur a n t e aquel otoño vivía yo en la casa de mi tío dorian, dentro de los límites de la Ciudad Vieja de jerusalén. Llovía casi todos los días y, como apenas podía salir, me sentaba a menudo junto a la ventana que daba a un gran patio detrás de la casa. El patio pertenecía a un anciano árabe al que llamaban hayyi porque había hecho la peregrinación a Meca; se dedicaba a alquilar burros para montar y llevar cargas y había convertido el patio en una especie de caravasar. Todas las mañanas, poco antes del amanecer, grandes cantidades de hortalizas y frutas llegaban hasta allí en camellos desde los pueblos de alrededor y eran enviadas en los burros hasta las estrechas callejuelas del bazar de la ciudad. durante el día podían verse los pesados cuerpos de los camellos descansando en el suelo; había siempre hombres ocupándose ruidosamente de ellos y de los burros, salvo cuando la lluvia torrencial les obligaba a refugiarse en 97 e l ca m i n o a m e ca los establos. Los encargados de los camellos y de los burros eran hombres pobres, vestidos de harapos, pero se comportaban como grandes señores. Cuando, llegada la hora de la comida, se sentaban juntos en el suelo y comían unas hogazas aplastadas de pan blanco con un poco de queso y unas aceitunas, no podía menos de admirar la nobleza y serenidad de su compostura y su calma interior: podías ver que sentían respeto por sí mismos y por las cosas cotidianas de sus vidas. El hayyi, que andaba con diicultad ayudado de un bastón –sufría de artritis y tenía hinchadas las rodillas– era una especie de jefe entre ellos; parecían obedecerle sin rechistar. Varias veces al día los reunía para la oración y, si no estaba lloviendo fuerte, rezaban al aire libre: todos los hombres en una ila larga y él delante de ellos como imam. Eran como soldados en la precisión de sus movimientos –se inclinaban juntos en dirección a Meca, volvían a enderezarse, y luego se ponían de rodillas y tocaban el suelo con la frente; parecían seguir las palabras inaudibles de su jefe, el cual permanecía de pie entre postraciones, descalzo sobre su alfombrilla, con los ojos cerrados, los brazos plegados sobre el pecho, moviendo silenciosamente los labios y sumido claramente en una profunda concentración: podías ver que rezaba con toda su alma. de algún modo me chocaba ver una oración tan genuina combinada con movimientos corporales casi mecánicos, y un día le pregunté al hayyi, que hablaba algo de inglés: ‘¿Cree realmente que dios desea que Le muestre su respeto inclinándose, arrodillándose y postrándose repetidamente? ¿No sería mejor mirar dentro de usted mismo y dirigirle su oración desde la quietud de su corazón? ¿Para qué todos esos movimientos del cuerpo?’ Tan pronto como hube dicho estas palabras sentí remordimiento, porque no había querido ofender los sentimientos religiosos del anciano. Él sin embargo no parecía ofendido en absoluto. sonrió con su boca desdentada y respondió: ‘¿Cómo habríamos de adorar a dios, si no? ¿No creó Él el alma y el cuerpo juntos? Y siendo así, ¿no debería el hombre orar con su cuerpo además de con su alma? Escucha, te diré porqué los musul98 v i e n to s manes rezamos de esta forma. Nos volvemos hacia la Kaaba, que es el templo sagrado de dios en Meca, conscientes de que los rostros de todos los musulmanes, donde quiera que estén, se vuelven hacia allí en la oración, y de que somos como un solo cuerpo y que Él es el centro de nuestros pensamientos. Primero nos ponemos de pie y recitamos algo del Corán, teniendo presente que es su Palabra, transmitida a los hombres para que sean rectos y irmes en la vida. Luego decimos, “dios es el Más Grande,” conscientes de que nadie ni nada merece adoración excepto Él; y nos inclinamos porque Le honramos por encima de todas las cosas, y alabamos su poder y gloria. después nos postramos sobre nuestra frente porque sentimos que somos sólo polvo y nada ante Él, y que Él es nuestro Creador y sustentador. Luego levantamos el rostro del suelo y nos quedamos sentados, pidiendo que nos perdone nuestros pecados y nos conceda su gracia, y nos guíe rectamente, y nos dé salud y sustento. Luego nos postramos de nuevo sobre el suelo y tocamos el polvo con nuestra frente ante el poder y la gloria del uno. después de eso, nos quedamos sentados y pedimos que derrame sus bendiciones sobre el Profeta Muhammad que nos trajo su mensaje, como derramó sus bendiciones sobre los Profetas anteriores; y que nos bendiga también a nosotros, y a todos los que siguen la guía recta; y Le pedimos el bien de este mundo y el bien de la Otra Vida. Al inal giramos la cabeza a derecha y a izquierda, diciendo, “La paz y la gracia de dios sea con vosotros” –y saludamos así a todos los hombres y mujeres rectos, donde quiera que estén. ‘Así solía rezar nuestro Profeta y así enseñó que debían rezar sus seguidores por todos los tiempos, para que se sometieran voluntariamente a dios –que es lo que signiica la palabra Islam– y vivieran en paz con Él y con su destino.’ Por supuesto, el anciano no empleó exactamente estas palabras, pero ese era su signiicado, y así es como yo las recuerdo. Años más tarde comprendí que con esta simple explicación el hayyi me había abierto la primera puerta al Islam; pero aún así, mucho antes de que la idea de que el Islam pudiera llegar a ser un día mi religión entrase en mi mente, comencé a sentir una inusitada humildad cada vez que 99 e l ca m i n o a m e ca veía, como ocurría a menudo, a un hombre descalzo sobre su alfombra de oración, o sobre una esterilla, o sobre el suelo, con los brazos plegados sobre el pecho y la cabeza inclinada, inmerso totalmente en sí mismo, ajeno a lo cuanto ocurría a su alrededor, ya estuviera en una mezquita o en la acera de una calle bulliciosa: un hombre en paz consigo mismo. • L a ‘ca s a á r a be de piedr a’ que dorian había mencionado en su carta era realmente encantadora. Estaba situada en la periferia de la Ciudad Vieja, junto a la Puerta de Yafa. sus amplias habitaciones de altos techos parecían saturadas de recuerdos de la vida patricia que habían discurrido por ellas en generaciones pasadas y las paredes vibraban con el presente vivo que subía hasta ellas desde el bazar próximo –imágenes, sonidos y olores que no se parecían a nada de lo que yo había experimentado antes. desde la azotea podía ver, claramente deinida, la zona que ocupaba la Ciudad Vieja, con su red de calles y pasadizos irregulares labrados en piedra. En el otro extremo, aparentemente cercano dadas sus grandiosas proporciones, estaba el solar del templo de salomón; la Mezquita Al-Aqsa –la más sagrada después de las de Meca y Medina– se alzaba en su borde más alejado, y la Cúpula de la roca en el centro. Más allá, las murallas de la Ciudad Vieja descendían hacia el valle de Kidrón; y más allá del valle se extendían las colinas yermas y suaves, con sus laderas salpicadas de olivos. Hacia el este había algo más de fertilidad, y podía verse un huerto que descendía hasta la carretera, verdeante y rodeado de muros: el Huerto de Getsemaní. En su interior, entre olivos y cipreses, brillaban los bulbos dorados de las cúpulas de la Iglesia rusa. Como una oscilante poción producida en la retorta de un alquimista, clara y no obstante llena de mil colores indeinibles, más allá de las palabras, más allá aun del alcance del pensamiento: así aparecía el valle del jordán y el mar Muerto desde el Monte de los Olivos. Colinas y más colinas onduladas, nítidas y etéreas contra un cielo opalino, y más allá la banda azul oscuro del jordán y el embalse del mar Muerto –y aún más lejos, como otro mundo en sí mismo, las oscuras 100 v i e n to s colinas del Moab: un paisaje de una belleza tan increíble y multicolor que tu corazón temblaba de emoción. jerusalén era un mundo completamente nuevo para mí. En su ciudad antigua los recuerdos históricos brotaban en cada esquina: calles que habían oído predicar a Isaías, adoquines sobre los que había caminado Cristo, murallas que eran ya antiguas cuando el eco de los sonoros pasos de los legionarios romanos resonaban en ellas, arcos en las puertas con inscripciones del tiempo de saladino. Estaba también el azul profundo del cielo, algo que no hubiera resultado extraordinario para alguien familiarizado con otros países mediterráneos: pero para mí, que había crecido en un clima mucho menos acogedor, este azul era como una llamada y una promesa. Las casas y las calles parecían cubiertas de un esmalte delicado y vibrante; la gente estaba llena de movimiento espontáneo y de gestos magníicos. La gente –es decir, los árabes: porque fueron ellos quienes desde un principio quedaron impresos en mi conciencia como los naturales del país, gentes nacidas de su suelo y de su historia, y que estaban fundidas con el aire circundante. sus vestiduras eran coloristas, con un aire bíblico en las telas, y cada unos de ellos, fel·lah o beduino (pues podían verse con frecuencia beduinos que acudían a la ciudad a comprar o vender sus mercancías), las llevaba de una forma peculiar, ligeramente distinta a los demás, como si en un instante hubiera inventado una moda personal. Frente a la casa de dorian, a unos treinta metros de distancia, se alzaban las altas murallas del Castillo de david, erosionadas por el tiempo, que formaban parte de las defensas de la Ciudad Vieja –una típica ciudadela árabe medieval, ediicada probablemente sobre cimientos del tiempo de Herodes, con una delgada torre de vigía parecida a un minarete. (Aunque no guarda relación con el rey david, los judíos le han puesto su nombre porque se dice que era aquí, en el monte sión, donde se alzaba el antiguo palacio real.) En el lado de la Ciudad Vieja había un torreón grueso y bajo, por el que atravesaba la entrada, y un puente de piedra cuyos arcos cruzaban el antiguo foso hasta la puerta. Ese puente de arcos era evidentemente un lugar de cita para los beduinos que venían a la ciudad. un día vi a un beduino 101 e l ca m i n o a m e ca alto, que permanecía allí inmóvil, y cuya silueta se recortaba contra el cielo plateado como una igura de una leyenda antigua. su rostro, de pómulos salientes enmarcados por una barba corta de color castaño, tenía una expresión grave; su aspecto era sombrío, como si esperase algo y no estuviera sin embargo expectante. su amplio manto, de rayas marrones y blancas, estaba gastado y raído –y, no sé porqué, se me vino a la mente la idea fantástica de que se había desgastado durante largos meses de peligro y de huida. ¿sería, acaso, uno de aquel puñado de guerreros que acompañaron al joven david cuando huía de la oscura envidia de su rey, saúl? Quizá david estaba dormido en ese momento, oculto en alguna cueva de las colinas de judea, y este hombre, este amigo iel y valiente, había entrado secretamente con un compañero en la ciudad real para averiguar los sentimientos de saúl respecto a su jefe y si sería prudente su regreso. Y ahora este amigo de david esperaba aquí a su compañero, embargado por oscuros presentimientos: no eran buenas las noticias que tenían para david… de repente, el beduino se movió, empezó a descender por la rampa, y mi fantasía se hizo pedazos. Y entonces recordé con un sobresalto: este hombre era un árabe, mientras que aquellos otros, aquellas iguras de la Biblia –¡eran hebreos! Mi sorpresa, sin embargo, duró sólo un instante; porque en seguida supe, con esa claridad que a veces explota dentro de nosotros como un relámpago e ilumina el mundo por espacio de un latido, que david y el tiempo de david, como Abraham y el tiempo de Abraham, estaban más cerca de sus raíces árabes –y por ende de este beduino– que del judío de hoy, que se dice descendiente de ellos… A menudo me sentaba sobre la balaustrada de piedra debajo de la Puerta de Yafa y observaba a la multitud de gentes que entraban y salían de la Ciudad Vieja. Aquí se rozaban unos contra otros, se empujaban mutuamente, árabes y judíos, en todas sus variantes posibles. Estaban los huesudos fel·lahín con sus pañuelos blancos o marrones, o sus turbantes anaranjados; los beduinos de rostros ailados, bien deinidos y casi siempre enjutos, que vestían sus mantos con un extraño aplomo, a menudo con las manos en las caderas y los codos separados, como dando por sentado que todo el mundo les abriría 102 v i e n to s paso. Había mujeres que llevaban vestidos de percal negro o azul con bordados de hilo blanco en la pechera, que a menudo llevaban cestos en la cabeza y se movían con una gracia desenfadada y ágil. A menudo podía pensarse, viéndola desde atrás, que una mujer de sesenta era una muchacha. También sus ojos parecían conservarse claros e inmunes al paso del tiempo –salvo cuando estaban afectados de tracoma, esa terrible enfermedad ‘egipcia’ que es una maldición en todos los países del Mediterráneo oriental. Y estaban los judíos: judíos autóctonos, con tarbush y manto amplio y voluminoso, que en su tipo facial se asemejan mucho a los árabes; judíos de Polonia y de rusia, que parecían arrastrar con ellos tanto de la pequeñez y estrechez de su pasado en Europa que era sorprendente pensar que se considerasen del mismo tronco que el orgulloso judío de Marruecos o de Túnez en su burnús blanco. Pero aunque los judíos europeos estuvieran tan obviamente fuera de lugar en este escenario, eran ellos los que marcaban la pauta de la vida y la política judías y parecían ser los responsables de la fricción casi palpable entre judíos y árabes. ¿Qué sabía de los árabes el europeo medio en aquellos días? Prácticamente nada. Cuando llegaba a Oriente Medio traía consigo unas cuantas nociones románticas y erróneas; y si era bien intencionado e intelectualmente honesto, tenía que admitir que nada sabía acerca de los árabes. También yo, antes de venir a Palestina, no había pensado que se trataba de un país de árabes. Por supuesto, tenía una vaga idea de que ‘algunos’ árabes vivían allí, pero imaginaba que eran sólo nómadas del desierto en tiendas e idílicos pobladores de oasis. Como la mayor parte de lo que había leído con anterioridad sobre Palestina había sido escrito por sionistas –que naturalmente consideraban sólo sus problemas– no había caído en que las ciudades estaban también llenas de árabes –que, de hecho, en 1922 vivían en Palestina cinco árabes por cada judío, y que, por consiguiente, era más un país árabe que un país de judíos. Cuando insistí sobre esto hablando con Mr. ussyshkin, presidente del Comité de Acción sionista, a quien conocí por aquella época, tuve la impresión de que los sionistas no valoraban en mucho el he103 e l ca m i n o a m e ca cho de la mayoría árabe; como tampoco daban gran importancia a la oposición de los árabes al sionismo. La respuesta de Mr. ussyshkin no mostraba más que desprecio por los árabes: ‘No existe aquí ningún movimiento real de los árabes en contra nuestra; es decir, ningún movimiento que tenga raíces en el pueblo. Todo lo que usted toma por oposición no es en realidad sino el griterío de unos pocos alborotadores descontentos. desaparecerá por sí solo en unos meses o, a lo máximo, unos pocos años.’ Este argumento distaba mucho de satisfacerme. desde un principio tuve la impresión de que toda la idea del asentamiento de judíos en Palestina era artiicial y, lo que es peor, amenazaba con transferir todas las complicaciones y problemas insolubles de la vida europea a un país que hubiera sido más feliz sin ellos. Los judíos no volvían aquí como quien retorna a su patria; estaban empeñados en hacer de ella una patria, concebida según los modelos europeos y con objetivos europeos. En suma, eran extranjeros dentro de las fronteras. Por eso no veía yo con malos ojos la tenaz resistencia de los árabes a la idea de la creación de una patria judía en medio de ellos; al contrario, me di cuenta en seguida de que eran los árabes los que estaban siendo atropellados y que se defendían justamente contra aquella imposición. En la declaración Balfour de 1917, que prometía a los judíos un ‘hogar nacional’ en Palestina, vi una cruel maniobra política diseñada para fomentar el viejo principio, común a todos los poderes coloniales, de ‘divide y vencerás’. En el caso de Palestina, este principio era aún más lagrante porque en 1916 los británicos habían prometido al entonces gobernador de Meca, sharif Husein, en pago a su ayuda contra los turcos, la creación de un estado árabe independiente formado por todos los países entre el Mediterráneo y el golfo Pérsico. No sólo rompieron su compromiso un año más tarde al irmar secretamente el Tratado sykes-Picot con Francia (que daba a ésta el control de siria y el Líbano), sino que, implícitamente, excluyeron a Palestina de las obligaciones que habían contraído con los árabes. Aun siendo yo también de origen judío, tuve desde un principio serios reparos ante el sionismo. Aparte de mi simpatía personal hacia los árabes, consideraba inmoral que unos inmigrantes, asistidos por una 104 v i e n to s Gran Potencia extranjera, vinieran de fuera con el propósito decidido de obtener la mayoría en el país y desposeer así a la gente que había sido dueña de él desde tiempo inmemorial. Por eso, me sentía inclinado a tomar partido por los árabes cada vez que surgía la cuestión judeoárabe –lo que, por supuesto, ocurría muy a menudo. Esta actitud mía resultaba incomprensible para casi todos los judíos que me encontré durante aquellos meses. No podían entender qué era lo que veía yo en los árabes que, para ellos, eran únicamente una masa de gente atrasada a los que miraban con un sentimiento no muy distinto al de los colonos europeos en África Central. No estaban interesados en absoluto en lo que pensaran los árabes; casi ninguno se preocupaba por aprender árabe; y todos aceptaban sin discusión la noción de que Palestina era una herencia a la que los judíos tenían derecho. Aún recuerdo una breve discusión que tuve sobre esto con dr. Chaim Weizmann, jefe indiscutible del movimiento sionista. Había venido en una de sus visitas periódicas a Palestina (su residencia permanente estaba, creo, en Londres), y coincidí con él en la casa de un judío amigo mío. uno no podía evitar sentirse impresionado por la energía ilimitada de este hombre –una energía que se manifestaba hasta en sus movimientos, en los pasos largos y ágiles con que paseaba de un extremo a otro de la habitación– y por la fuerza de intelecto que revelaba su ancha frente y la mirada penetrante de sus ojos. Estaba hablando de las diicultades económicas que acosaban al sueño de la creación de una Patria Nacional judía, y de la parca respuesta que ese sueño encontraba entre la gente de otros países; y tuve la inquietante impresión de que él también, como la mayoría de los sionistas, tendía a descargar la responsabilidad moral de todo lo que ocurría en Palestina sobre el ‘mundo exterior’. Esto me impulsó a romper el silencio respetuoso con el que los demás presentes le escuchaban, y le pregunté: ‘¿Y qué hay de los árabes?’ debí haber dado un paso en falso introduciendo en la conversación una nota discordante, pues el dr. Weizmann volvió su rostro lentamente hacia mí, dejó la taza que había estado sosteniendo en la mano, y repitió mi pregunta: 105 e l ca m i n o a m e ca ‘¿Qué hay de los árabes…?’ ‘Bueno –¿cómo pueden esperar hacer de Palestina su patria frente a la fuerte oposición de los árabes que, después de todo, son mayoría en este país?’ El dirigente sionista se encogió de hombros y respondió secamente: ‘Esperamos que no estén en mayoría pasados algunos años.’ ‘Puede que sea así. usted se ha ocupado de este problema durante años y debe conocer la situación mejor que yo. Pero, aparte de las diicultades políticas que la oposición árabe pueda o no crear en su camino –¿no le preocupa el problema moral de esta cuestión? ¿No piensa que es incorrecto intentar desplazar a la gente que ha vivido siempre en este país?’ ‘¿Pero es que se trata de nuestro país,’ replicó el dr. Weizmann, arqueando las cejas. ‘sólo estamos recuperando algo de lo que fuimos injustamente despojados.’ ‘¡Pero ustedes llevan fuera de Palestina cerca de dos mil años! Antes de eso habían gobernado este país, aunque no en su totalidad, durante menos de quinientos años. ¿No piensa usted que, por esa misma razón, los árabes podrían reclamar España –después de todo, gobernaron España durante casi setecientos años y sólo hace quinientos que la perdieron?’ El dr. Weizmann empezaba a dar muestras de impaciencia: ‘Tonterías. Los árabes sólo habían conquistado España; no era su patria original y, por tanto, era lógico que al inal fueran expulsados por los españoles.’ ‘Perdóneme,’ repliqué, ‘pero parece existir aquí un cierto lapsus histórico. después de todo, los hebreos también entraron en Palestina como conquistadores. Antes de su llegada vivían aquí muchas otras tribus, semíticas y no semíticas –amoritas, edomitas, ilisteos, moabitas, hititas. Esas tribus siguieron viviendo aquí durante la época de los reinos de Israel y judá. siguieron aquí después de que los romanos expulsaran a nuestros antepasados. Y siguen viviendo aquí. Los árabes que se establecieron en siria y Palestina después de la conquista en el siglo VII fueron sólo una pequeña minoría de la población; el resto de lo que hoy denominamos “árabes” palestinos 106 v i e n to s y sirios son en realidad los habitantes originales del país que se han arabizado. Algunos de ellos se hicieron musulmanes con el paso de los siglos, otros siguieron siendo cristianos; los musulmanes se fueron mezclando por matrimonio con sus correligionarios de Arabia. Pero, ¿puede usted negar que el grueso de esa gente de Palestina que habla árabe, musulmanes y cristianos, son descendientes directos de sus pobladores originales: originales en el sentido de haber vivido en este país durante siglos antes de que llegaran los hebreos?’ El dr. Weizmann sonrió cortésmente ante mi arrebato y condujo la conversación hacia otros temas. No me sentía satisfecho del resultado de mi intervención. No esperaba, desde luego, que ninguno de los allí presentes –y menos aún el propio dr. Weizmann– compartieran mi convicción de que la idea sionista era sumamente cuestionable en el plano moral: pero tenía la esperanza de que mi defensa de la causa árabe provocase cierta desazón entre los dirigentes del sionismo –una desazón que les llevase a una mayor introspección y, con ello, a la posibilidad de que admitieran la existencia de un cierto derecho moral en la oposición de los árabes… Nada de esto ocurrió. Al revés, me encontré frente a un frío muro de miradas clavadas en mí: una desaprobación que censuraba mi temeridad por haber osado cuestionar el incuestionable derecho de los judíos a la tierra de sus antepasados… ¿Cómo era posible, me preguntaba, que gentes dotadas de tanta inteligencia creativa como los judíos se plantearan el conlicto sionista-árabe en términos exclusivamente judíos? ¿No se daban cuenta de que el problema de los judíos en Palestina no podría resolverse, a la larga, sino mediante una cooperación amistosa con los árabes? ¿Estaban irremediablemente ciegos al doloroso futuro que les acarrearía su acción política? –¿a las luchas, a la amargura y al odio a los que quedaría expuesta para siempre esa isla de judíos, aunque lograran un éxito temporal, en medio de un hostil mar de árabes? Y ¿qué extraño, pensaba yo, que una nación que había padecido tantas injusticias en el curso de su larga y penosa diáspora estuviera dispuesta ahora, en su obsesivo afán por lograr sus propias metas, a inligir una grave injusticia sobre otra nación –y una nación que, 107 e l ca m i n o a m e ca además, era inocente de todo ese sufrimiento judío del pasado? sabía que ese fenómeno no era nuevo en la historia; pero, aun así, me entristecía presenciarlo con mis propios ojos. • Pa r a e n tonce s mi concentración sobre el escenario político de Palestina respondía no sólo a mi simpatía por los árabes y a mi preocupación con el experimento sionista, sino también a un resurgimiento de mi interés por el periodismo: pues me había convertido en enviado especial del Frankfurter Zeitung, que entonces era uno de los principales periódicos de Europa. Esta conexión se produjo casi por accidente. una tarde, mientras ponía en orden unos viejos papeles que estorbaban en una de mis maletas, encontré el pase de periodista que me habían dado hacía un año en Berlín como representante de la united Telegraph. Estaba a punto de romperlo cuando dorian contuvo mi mano y exclamó bromeando: ‘¡No lo rompas! si presentas este pase en la oicina del Alto Comisionado, recibirás en unos días una invitación a almorzar en la residencia del gobernador… Los periodistas son criaturas muy deseadas en este país…’ Aunque de hecho rompí aquel pase inservible, la broma de dorian provocó una respuesta en mi mente. desde luego no deseaba ser invitado a almorzar en la residencia del Gobernador –pero ¿por qué no utilizar la rara oportunidad de hallarme en Oriente Medio en un momento en que muy pocos periodistas de Europa Central podían viajar hasta aquí? ¿Por qué no continuar con mi trabajo periodístico –pero no con la united Telegraph sino para uno de los grandes diarios? Y de la misma forma súbita en que solía tomar todas mis decisiones importantes, decidí entonces que me dedicaría al periodismo de verdad. A pesar de haber trabajado un año en la united Telegraph, no tenía ningún contacto directo en periódicos importantes, y como aún no había publicado nada con mi nombre, era completamente desconocido en la prensa diaria. Esto, sin embargo, no me desanimó. Escribí un artículo acerca de mis impresiones sobre Palestina y envié copias 108 v i e n to s del mismo a no menos de diez periódicos alemanes proponiéndoles escribir una serie de artículos sobre Oriente Medio. Esto era en los meses inales de 1922 –un período en el que Alemania sufría una catastróica inlación. La prensa alemana pasaba momentos difíciles para sobrevivir, y sólo unos pocos periódicos podían permitirse pagar a sus corresponsales extranjeros en divisa. Por eso no me sorprendió en absoluto que, uno tras otro, los diez periódicos a los que había enviado el artículo de muestra contestaran rechazando el ofrecimiento en términos más o menos corteses. sólo uno de ellos aceptó mi propuesta y, evidentemente impresionados por lo que había escrito, me nombraron su enviado especial itinerante en Oriente Medio, adjuntando, además, un contrato para un libro que debería escribir a mi regreso. Este periódico era el Frankfurter Zeitung. Casi me desmayé al ver que no sólo había conseguido establecer contacto con un periódico –¡y qué periódico!– sino que había conseguido al primer intento una posición que muchos viejos periodistas considerarían envidiable. Había, por supuesto, un inconveniente. debido a la inlación, el Frankfurter Zeitung no podía pagarme en divisa. La remuneración que me ofrecían entre disculpas estaba expresada en marcos alemanes; y yo sabía tan bien como ellos que no bastaría para pagar los sellos necesarios para hacerles llegar mis artículos. Pero ser enviado especial del Frankfurter Zeitung era una distinción que compensaba con creces el inconveniente temporal de no recibir pago por ello. Comencé a escribir artículos sobre Palestina, con la esperanza de que tarde o temprano un golpe de suerte me permitiese viajar por todo Oriente Medio. • Te n í a ya ba sta nte s amigos en Palestina, tanto judíos como árabes. Cierto es que los sionistas me miraban con una especie de recelo desconcertado a causa de mi simpatía por los árabes, algo muy evidente por los artículos que enviaba al Frankfurter Zeitung. Era obvio que no podían decidir si es que yo había sido ‘comprado’ por los árabes (pues en la Palestina sionista la gente se había acostumbrado a explicar casi todo en términos de dinero) o era simplemente un in109 e l ca m i n o a m e ca telectual raro enamorado de lo exótico. Pero no todos los judíos que vivían entonces en Palestina eran sionistas. Algunos habían venido no por motivos políticos, sino impulsados por un anhelo religioso por Tierra santa y sus asociaciones bíblicas. A este grupo pertenecía mi amigo holandés jacob de Haan, un hombre menudo y rechoncho, de barba rubia y unos cuarenta y pico años, que había sido profesor de derecho en una de las mejores universidades de Holanda y era ahora enviado especial del Handelsblad de Amsterdam y del Daily Express de Londres. Hombre de profundas convicciones religiosas –tan ‘ortodoxo’ como cualquier judío de Europa del este– no aprobaba la idea del sionismo, porque creía que el regreso de su pueblo a la Tierra Prometida debía esperar a la llegada del Mesías. ‘Los judíos,’ me dijo en más de una ocasión, ‘fuimos expulsados de Tierra santa y diseminados por todo el mundo por haber fracasado en la tarea que dios nos había encomendado. Fuimos elegidos por Él para predicar su Palabra, pero a causa de nuestra terca arrogancia empezamos a creer que había hecho de nosotros una ‘nación elegida’ por nuestros propios méritos –y de esa forma Le traicionamos. Ahora sólo nos queda arrepentirnos y puriicar nuestros corazones; y cuando seamos de nuevo merecedores de llevar su Mensaje, Él enviará a un nuevo Mesías para que guíe de nuevo a sus siervos a la Tierra Prometida…’ ‘Pero,’ pregunté yo, ‘¿no subyace también esta idea mesiánica en el movimiento sionista? sabes que no lo apruebo: pero ¿no es natural que todo pueblo desee tener una patria nacional propia?’ El dr. de Haan me miró burlonamente: ‘¿Crees que la historia es una mera serie de accidentes? Yo no. dios no nos hizo perder nuestra tierra ni nos dispersó sin un propósito; pero esto es algo que los sionistas no quieren admitir. Padecen la misma ceguera espiritual que provocó nuestra caída. Los dos mil años de exilio judío y todas las penalidades no les han enseñado nada. En vez de intentar comprender las causas más profundas de nuestro infortunio, tratan ahora de sortearlas, como si dijéramos, construyendo una ‘patria nacional’ sobre cimientos creados por políticos occidentales; y en el proceso de 110 v i e n to s construir una patria nacional, están cometiendo el crimen de despojar a otro pueblo de la suya.’ Naturalmente, las ideas políticas de jacob de Haan le hacían muy impopular entre los sionistas (de hecho, poco después de abandonar Palestina, recibí con una gran conmoción la noticia de que una noche había sido asesinado a tiros por terroristas). Cuando yo le conocí, su círculo social se limitaba a unos pocos judíos de su misma forma de pensar, algunos europeos, y árabes. Parecía sentir gran afecto por los árabes y ellos, a su vez, le tenían en gran aprecio y a menudo le invitaban a sus casas. de hecho, por aquel tiempo los árabes no tenían aún un prejuicio universal contra los judíos en sí. Fue sólo a partir de la declaración Balfour –es decir, después de siglos de convivir como buenos vecinos, conscientes de su parentesco racial– cuando empezaron a ver a los judíos como enemigos políticos; pero hasta en las circunstancias cambiantes de comienzos de los años veinte, distinguían aún claramente entre sionistas y judíos amistosos hacia ellos, como el dr. de Haan. • A que llo s me se s cruci a le s de mi primera estancia entre los árabes desencadenaron una larga procesión de impresiones y relexiones; algunas esperanzas inarticuladas de índole personal exigían ser admitidas en mi conciencia. Me había encontrado cara a cara con un sentimiento por la vida que era del todo nuevo para mí. un aliento cálido y humano parecía emanar de la sangre de estas gentes y comunicarse a sus pensamientos y gestos, sin esas dolorosas isuras del espíritu, esos fantasmas de miedo, codicia e inhibición que hacían la vida europea tan fea y tan poco esperanzadora. En los árabes empecé a encontrar algo que siempre había buscado sin saberlo: una ligereza emocional en el tratamiento de todas las cuestiones de la vida –un supremo sentido común del sentimiento, si es que se puede llamar así. Con el tiempo se hizo imperioso para mí comprender el espíritu de estos musulmanes: no porque me atrajese su religión (sabía entonces muy poco acerca de ella), sino porque reconocía en ellos esa coherencia orgánica de la mente y los sentidos que los europeos ha111 e l ca m i n o a m e ca bíamos perdido. ¿No sería posible, quizá, mediante una mejor comprensión de la vida de los árabes descubrir el eslabón oculto entre nuestro sufrimiento en Occidente –la corrosiva falta de integración interna– y sus raíces? descubrir, quizá, qué había hecho que los occidentales huyéramos de esa solemne libertad vital que parecían tener los árabes, aun en medio de su decadencia social y política, y que también nosotros debimos haber poseído en el pasado? –o si no, ¿cómo hubiéramos podido producir las grandes creaciones artísticas de nuestro pasado, las catedrales góticas de la Edad Media, la alegría exuberante del renacimiento, el claroscuro de rembrandt, las fugas de Bach y los serenos sueños de Mozart, el orgullo pavoneante en el arte de nuestros campesinos, y el rugiente y exaltado ascenso de Beethoven hacia las cimas difusas y apenas perceptibles sobre las que el hombre podía decir, ‘Yo y mi destino somos uno…’? Al ignorar su verdadera naturaleza, no podíamos hacer uso ya de nuestros poderes espirituales adecuadamente; jamás volvería a surgir entre nosotros un Beethoven o un rembrandt. En su lugar, no conocíamos ahora sino esa búsqueda desesperada y a tientas de ‘nuevas formas de expresión’ en el arte, la sociología, la política, y esa lucha enconada entre consignas opuestas y principios confeccionados meticulosamente; y todas nuestras máquinas y rascacielos nada podían hacer por devolver a nuestras almas el equilibrio perdido… Y, sin embargo –¿estaba esa espiritualidad perdida del pasado europeo realmente perdida para siempre? ¿No sería posible recuperar una parte de ella descubriendo qué era lo que nos aquejaba? Y lo que en un principio había sido poco más que una simpatía por los objetivos políticos de los árabes, por el aspecto externo de su vida y la seguridad emocional que percibía en su gente, se transformó imperceptiblemente en algo parecido a una búsqueda personal. Comencé a percibir en mí un deseo cada vez más vivo por conocer lo que yacía en la base de esta seguridad emocional y hacía la vida de los árabes tan distinta a la europea: y ese deseo parecía estar misteriosamente ligado a mis problemas más íntimos. Empecé a buscar oportunidades de obtener un mayor conocimiento del carácter de los árabes, de las ideas que los habían modelado y los habían hecho 112 v i e n to s espiritualmente tan distintos de los europeos. Empecé a leer intensamente acerca de su historia, su cultura y su religión. Y en el impulso que sentía por descubrir qué era lo que movía sus corazones, ocupaba sus mentes y les dirigía, me parecía percibir la necesidad de desvelar algunas fuerzas ocultas que me movían a mí, y me llenaban, y prometían darme dirección… 113 IV VO CE s C –1– a ba lg a m os, y Z ay id ca nta . Las dunas son ahora más bajas y están más distantes entre sí. Aquí y allá la arena da paso a extensiones de grava y esquirlas de basalto, y delante de nosotros, a lo lejos y hacia el sur, se alzan los contornos difusos de una cordillera de montañas: las montañas de Yabal shammar. Los versos de la canción de Zayid penetran distorsionados en mi somnolencia, pero justo en la medida en que las palabras se me escapan, parecen adquirir una signiicación más amplia y profunda, desconectada totalmente de su signiicado externo. Es uno de esos cantos de camellero que se oyen tan a menudo en Arabia –canciones que los hombres cantan para mantener a sus animales a un paso regular y vivo y para no dormirse ellos mismos– canciones de los hombres del desierto acostumbrados a espacios que nada saben de límites ni de ecos: entonadas siempre en escala mayor y con un solo nivel de tono, suelto y algo ronco, que sale de la parte alta de la garganta y se desvanece suavemente en el aire seco: aliento del desierto capturado en la voz humana. Nadie que haya viajado por tierras del desierto olvidará jamás esta voz. Es siempre la misma allí donde la tierra es yerma, el aire ardiente y libre, y la vida dura. Cabalgamos, y Zayid canta, como antes de él debió haber cantado su padre, y el resto de los hombres de su tribu y de muchas otras tribus durante miles de años: porque fueron necesarios miles de años para dar forma a estas melodías monótonas e intensas y moldearlas 114 vo ce s en su forma deinitiva. A diferencia de la música polifónica occidental, estas melodías de Arabia, con su secuencia tonal eternamente repetida, parecen ser únicamente símbolos tonales para un conocimiento emocional compartido por mucha gente –no buscan evocar estados de ánimo sino recordarte tus propias experiencias espirituales. Nacieron hace muchísimo tiempo de la atmósfera del desierto, los ritmos del viento y la vida nómada, el sentimiento de espacios dilatados, la contemplación de un presente eterno: y así como las cosas básicas de la vida humana se mantienen siempre iguales, estas melodías son intemporales e inmutables. Tales melodías son difíciles de concebir en Occidente, donde la polifonía no es sólo un aspecto de su música sino también de los sentimientos y deseos del hombre. un clima templado, agua abundante, la secuencia de cuatro estaciones: estos elementos dan a la vida una signiicación tan multiforme y tantas direcciones a seguir que el hombre occidental tiene por fuerza que sentir muchos anhelos y, por ende, un vivo deseo de hacer cosas por el afán de hacerlas. Tiene que estar creando, construyendo y venciendo obstáculos continuamente para verse a sí mismo reairmado una y otra vez en la complejidad de sus formas de vida; y esta cambiante complejidad se releja también en su música. En el sonoro canto occidental, en el que la voz brota del pecho y juega siempre con varios niveles, se expresa esa naturaleza ‘fáustica’ que hace al hombre occidental soñar mucho, desear mucho, aspirar a conseguir mucho con una voluntad de conquista –pero también quizás añorar mucho, y a añorarlo dolorosamente. Pues, el mundo del occidental es un mundo de historia: un eterno devenir, suceder, fallecer. Le falta la quietud del reposo; el tiempo es un enemigo, al que siempre se mira con sospecha; y el Ahora nunca suena a eternidad… Para el árabe del desierto y de la estepa, por otra parte, su paisaje no le invita a soñar: es duro como el día y no conoce el crepúsculo de los sentimientos. Lo Externo y lo Interno, el Yo y el Mundo, no son para él entidades opuestas –y mutuamente enfrentadas–, sino sólo aspectos distintos de un presente inmutable; su vida no está dominada por temores secretos; y cuando hace algo, lo hace porque la nece115 e l ca m i n o a m e ca sidad externa así lo exige y no buscando una seguridad interior. Por esto no ha progresado materialmente tan rápido como el occidental –pero ha mantenido su alma en equilibrio. • ¿ Por cuá n to tie m po –me pregunto con un sobresalto casi físico– conseguirán Zayid, y el pueblo de Zayid, mantener en equilibrio sus almas frente a un peligro tan insidioso, tan implacable en su asedio? Vivimos en una época en la que Oriente no puede seguir ya impasible ante el avance de Occidente. Miles de fuerzas –políticas, sociales y económicas– aporrean las puertas del mundo islámico. ¿sucumbirá este mundo a la presión del siglo veinte occidental, perdiendo en el proceso no sólo sus formas tradicionales sino también sus raíces espirituales? –2– d ur a n t e l os a ños que he pasado en Oriente Medio –como espectador solidario entre 1922 y 1926, y a partir de entonces como un musulmán que compartía los objetivos y las esperanzas de la comunidad– he sido testigo de la continua invasión europea en la vida cultural y en la independencia política de los musulmanes; y cada vez que los países islámicos tratan de defenderse de esta invasión, la opinión pública europea, con aire de inocencia herida, etiqueta siempre su resistencia como ‘xenofobia’. Europa hace tiempo que se acostumbró a simpliicar de esta forma cruda todo lo que ocurre en Oriente Medio y a contemplar su historia actual exclusivamente bajo el prisma de ‘esferas de interés’ occidentales. Mientras que la mayor parte de la opinión pública occidental (fuera del reino unido) ha mostrado gran simpatía por la lucha irlandesa por la independencia o (fuera de rusia o Alemania) por el sueño polaco de restauración nacional, jamás ha mostrado igual simpatía hacia aspiraciones similares de los musulmanes. El principal argumento de Occidente ha sido siempre la inestabilidad política y el atraso económico de Oriente Medio, y cada una de las intervenciones activas de Occidente ha sido descrita beatíicamente por sus autores como un intento no sólo de proteger los ‘legítimos’ 116 vo ce s intereses occidentales sino también de favorecer el progreso de los propios pueblos indígenas. Los expertos occidentales en temas de Oriente Medio se tragan siempre tales alegatos sin el menor reparo, olvidándose de que cualquier intervención directa desde el exterior, aunque sea benevolente, no puede sino obstaculizar el desarrollo de una nación. solamente ven las nuevas líneas de ferrocarril construidas por los poderes coloniales, y no la destrucción del entramado social de un país; cuentan los nuevos kilovatios de electricidad generados, pero no los golpes al orgullo de una nación. La misma gente que nunca habría aceptado la ‘misión civilizadora’ de la Austria Imperial como excusa válida para sus intervenciones en los Balcanes, acepta con indulgencia argumentos similares en el caso de los británicos en Egipto, de los rusos en Asia Central, de los franceses en Marruecos o de los italianos en Libia. Y ni siquiera se les ocurre pensar que muchos de los males sociales y económicos que padece el Oriente Medio son consecuencia directa de esos mismos ‘intereses’ occidentales; y que, además, la intervención occidental pretende en todos los casos perpetuar y ampliar los conlictos internos existentes y hacer imposible que los pueblos en cuestión tomen las riendas de su destino. • E mp e cé a com pr ender esto en Palestina, en 1922, cuando observaba el papel ambiguo de la administración británica en el conlicto entre árabes y sionistas; y se hizo del todo evidente a principios de 1923, cuando después de viajar por toda Palestina llegué a Egipto, que era testigo entonces de una sublevación casi continua contra el ‘protectorado’ británico. A menudo eran lanzadas bombas contra lugares públicos frecuentados por soldados británicos, y como represalia se imponían diversas medidas represivas –ley marcial, arrestos políticos, deportaciones de dirigentes, cierre de periódicos. Pero ninguna de estas medidas, por severas que fuesen, podía suprimir el deseo de libertad del pueblo. Por toda la nación egipcia corría una especie de sollozo apasionado como una oleada. Pero no era de desesperación: era un sollozo de entusiasmo al haber descubierto las raíces de su fortaleza potencial. 117 e l ca m i n o a m e ca sólo los acaudalados bajaes, dueños de enormes incas, se mostraban conciliatorios con las autoridades británicas. La inmensa mayoría de la gente –incluidos los fel·lahín, para quienes media hectárea de tierra era una propiedad inmensa, suiciente para toda una familia– apoyaba el movimiento de liberación. un día los vendedores ambulantes de periódicos anunciaban por las calles: ‘Todos los dirigentes del Wafd han sido arrestados por orden del Gobernador Militar’ –pero al día siguiente otros dirigentes habían tomado su lugar, las vacantes se cubrían una y otra vez: la sed de libertad y el odio iban en aumento. Y Europa sólo tenía una explicación para ello: ‘xenofobia’. Mi visita a Egipto en aquellos días respondía a mi deseo de ampliar el alcance de mi trabajo para el Frankfurter Zeitung a otros países además de Palestina. Las circunstancias de dorian no le permitían inanciar semejante gira; pero cuando vio cuánto lo deseaba yo, me prestó una pequeña suma de dinero, suiciente para el viaje de jerusalén a El Cairo y una estancia de dos semanas allí. En El Cairo encontré una pensión en un estrecho pasadizo en un barrio habitado en su mayoría por artesanos árabes y pequeños comerciantes griegos. La dueña de la pensión era una señora mayor de Trieste, alta, gruesa, pesada y gris; bebía de la mañana a la noche un espeso vino griego y se debatía continuamente entre estados de ánimo opuestos. Tenía un temperamento violento y apasionado que no acababa de reconciliarse consigo mismo; pero conmigo era amistosa y me hacía sentir bien en su presencia. después de una semana o así, mis fondos se estaban acabando. Como no quería volver tan pronto a Palestina y a la seguridad de la casa de mi tío, empecé a buscar algún otro medio de subsistencia. Mi amigo de jerusalén, el dr. de Haan, me había dado una carta de recomendación para un hombre de negocios en El Cairo; y acudí a él en busca de consejo. resultó ser un holandés grande y jovial con intereses intelectuales que excedían su propia esfera de actividad. Por la carta de jacob de Haan supo que yo era corresponsal del Frankfurter Zeitung; y cuando, a instancia suya, le mostré algunos de mis artículos recientes, alzó las cejas sorprendido: 118 vo ce s ‘dime, ¿cuántos años tienes?’ ‘Veintidós.’ ‘Entonces, dime una cosa, por favor: ¿quién te ha ayudado con estos artículos –de Haan?’ solté una carcajada. ‘Por supuesto que no. Los he escrito yo mismo. siempre hago mi trabajo yo mismo. ¿Por qué duda de ello?’ Movió la cabeza, como desconcertado: ‘Pero es increíble… ¿de dónde sacas la madurez para escribir todo esto? ¿Cómo consigues en media frase dar un signiicado casi místico a cosas evidentemente tan comunes?’ Me sentí inmensamente halagado por el elogio implícito en aquellas palabras, y mi autoestima creció en igual medida. En el curso de nuestra conversación, vi claramente que mi nuevo conocido no tenía ninguna vacante para mí en su negocio, pero creía que podría colocarme en una empresa egipcia con la que hacía negocios. La oicina a la que me envió estaba en uno de los barrios viejos de El Cairo, no lejos de mi pensión: una callejuela estrecha y sucia rodeada de casas antiguamente señoriales que habían sido convertidas ahora en oicinas y apartamentos baratos. Mi futuro jefe, un anciano egipcio calvo, con una cara de buitre sosegado por el tiempo, necesitaba precisamente un oicinista a media jornada para que se ocupase de su correspondencia en francés; y pude convencerle de que podría desempeñar ese trabajo a pesar de mi absoluta falta de experiencia comercial. Pronto llegamos a un acuerdo. Tendría que trabajar sólo tres horas al día; el salario sería proporcionalmente bajo, pero bastaría para pagar la pensión y mantenerme indeinidamente en una dieta de pan, leche y aceitunas. A mitad de camino entre mi pensión y la oicina estaba la zona de tolerancia de El Cairo –un intrincado laberinto de callejas en donde las grandes y pequeñas cortesanas pasaban sus días y sus noches. Cuando iba a mi trabajo por la tarde, las callejas estaban vacías y silenciosas. A la sombra de una ventana saliente un cuerpo de mujer se estiraba lánguidamente; alrededor de pequeñas mesas situadas delante de alguna de las casas, las chicas bebían café tranquilamente en compañía de hombres serios con barba, conversando, aparentemen119 e l ca m i n o a m e ca te con toda seriedad, acerca de cosas que parecían totalmente ajenas a la excitación y el abandono físico. Pero al llegar la noche, cuando yo volvía a casa, el barrio estaba más despierto que ningún otro, vibrando a los tiernos acordes de laúdes y tambores árabes y la risa de las mujeres. Mientras caminabas bajo el resplandor de las numerosas bombillas y lámparas de colores, a cada paso un brazo suave se enroscaba alrededor de tu cuello; el brazo podía ser moreno o blanco –pero siempre tintineaba con cadenillas de oro y plata y olía siempre a almizcle, incienso y cálida piel animal. Tenías que mostrarte irme para librarte de todos esos abrazos risueños y de las llamadas de ya habibi (‘cariño’) y saadatak (‘tu felicidad’). Tenías que sortear tu camino entre tentadores miembros que eran en su mayor parte exquisitos y agradables de ver y que te embriagaban con sus sugestivas curvas. Todo Egipto se desbordaba sobre ti, Marruecos, Argelia, y también el sudán y Nubia, y también Arabia, Armenia, siria, Irán… Hombres con largas túnicas de seda estaban sentados unos junto a otros en los bancos adosados a las paredes de la casa, agradablemente excitados, riendo, llamando a las chicas o fumando sus narguiles en silencio. No todos eran ‘clientes’: muchos venían sólo a pasar agradablemente una o dos horas en la atmósfera estimulante y poco convencional del barrio… A veces tenías que echarte a un lado ante un derviche del sudán vestido de harapos, que cantaba sus salmodias de pedigüeño con rostro extasiado y brazos extendidos con rigidez. Las nubes de incienso que brotaban del incensario oscilante de un vendedor ambulante de perfumes rozaban tu cara. A ratos oías cantar a coro, y empezabas a entender el sentido de los tiernos y runruneantes sonidos árabes… Y una y otra vez oías las suaves voces de placer, susurrantes –el placer animal de estas muchachas (porque indudablemente se lo pasaban muy bien) vestidas con ligeras prendas de seda, tul, voile o damasco de color azul celeste, amarillo, rojo, verde, blanco y oro reluciente– y su risa parecía correr con pasitos de gato sobre el suelo empedrado, elevándose, disminuyendo, para ascender luego desde otros labios… ¡Cómo se reían estos egipcios! Con qué alegría caminaban a todas horas por las calles de El Cairo, con pasos elásticos, vesti120 vo ce s dos con sus gal·labiyas, largas camisas a listas de todos los colores del arco iris –desenfadados, despreocupados– hasta tal punto que podría pensarse que toda la horrible miseria, la insatisfacción y la agitación política sólo se tomaban en serio relativamente. La excitación violenta y explosiva de esta gente parecía siempre dispuesta a dejar paso, sin transición visible, a una perfecta serenidad y hasta indolencia, como si nada hubiera ocurrido y no echaran nada en falta. Por esta razón, la mayoría de los europeos consideraban a los árabes como supericiales (y probablemente aún los consideren así); pero ya en aquellos días juveniles pude comprender que este desprecio por los árabes provenía de una tendencia de Occidente a sobrestimar ciertas emociones que parecen ‘profundas’, y a tildar de ‘supericial’ todo lo que es ligero, insustancial, ingrávido. Los árabes, me parecía a mí, se habían mantenido libres de esas tensiones internas y ansiedades tan propias de Occidente: ¿cómo podíamos, pues, aplicarles nuestras normas? si parecían supericiales era quizá porque sus emociones luían sin fricción en su conducta. Quizá, también ellos acabarían perdiendo, por efecto de la ‘occidentalización’, aquella bendita inmediatez en su contacto con la realidad: pues aunque esa inluencia occidental actuase en muchos sentidos como acicate y agente fertilizante en el pensamiento árabe contemporáneo, tendía inevitablemente a producir en los árabes los mismos graves problemas que aquejaban al mundo espiritual y social de Occidente. • E n fr e n t e de m i ca s a , tan cerca que casi podías tocarla, se alzaba una pequeña mezquita con un minarete minúsculo desde el que resonaba la llamada a la oración cinco veces al día. un hombre con turbante blanco aparecía sobre el balcón, levantaba las manos, y empezaba a proclamar: ‘Al·lahu akbar –¡dios es el Más Grande! Atestiguo que Muhammad es el Enviado de dios…’ Mientras se iba girando lentamente hacia los cuatro puntos cardinales, el timbre de su voz iba ascendiendo, creciendo en el aire claro, estremeciéndose con los sonidos profundos y guturales del idioma árabe, oscilando, avanzando y retrocediendo. Era una voz barítono oscuro, suave y 121 e l ca m i n o a m e ca fuerte, capaz de una amplia gama de registros; pero podías sentir que era el fervor y no el arte lo que la hacía tan hermosa. Esta llamada del mu’addin fue el tema musical de mis días y mis noches en El Cairo –como había sido el tema musical en la Ciudad Vieja de jerusalén y lo seguiría siendo en todos mis viajes posteriores por tierras de musulmanes. sonaba igual en todas partes a pesar de las diferencias de dialecto y entonación que podían apreciarse en el lenguaje cotidiano de la gente: una unidad de sonido que me hizo comprender en aquellos días en El Cairo lo profunda que era la unidad interna de todos los musulmanes, y cuán artiiciales e insigniicantes eran las líneas divisorias entre ellos. Eran iguales en su forma de pensar y de juzgar sobre el bien y el mal, e iguales también en su percepción de lo que constituye la buena vida. Tenía la impresión de que por primera vez había encontrado una comunidad en la que el parentesco entre un hombre y otro no respondía a accidentes de intereses raciales o económicos comunes sino a algo mucho más hondo y mucho más estable: el parentesco de una visión común de la realidad que suprimía todas las barreras de soledad entre un hombre y otro. • E n e l ve r a no de 1923, enriquecido por una mayor comprensión de la vida y de la política del Oriente Medio, volví a jerusalén. A través de mi buen amigo jacob de Haan tuve ocasión de conocer al Emir Abdullah de la vecina Transjordania, quien me invitó a visitar su país. Vi entonces, por primera vez, una auténtica tierra de beduinos. La capital, Amman –construida sobre las ruinas de Filadelia, la colonia griega de Ptolemaeus Philadelphus– era entonces una ciudad pequeña que apenas superaba los seis mil habitantes. sus calles estaban llenas de beduinos, los auténticos beduinos de la estepa abierta que uno veía raramente en Palestina, guerreros libres y criadores de camellos. Caballos maravillosos galopaban por las calles; todos los hombres iban armados, con una daga en la faja y un rile a la espalda. Carros circasianos arrastrados por bueyes (porque la ciudad había sido poblada originalmente por circasianos emigrados allí después de que los rusos invadieran sus territorios en el siglo XIX) recorrían 122 vo ce s pesadamente el bazar, que a pesar de ser pequeño estaba lleno del ajetreo y el bullicio propios de una ciudad mucho mayor. Como no existían por entonces ediicios adecuados en la ciudad, el Emir Abdullah vivía en un campamento de tiendas de campaña sobre una colina que dominaba Amman. su tienda era algo mayor que las demás y estaba formada por varias habitaciones separadas entre sí por divisiones de lienzo, y destacaba en ellas su absoluta simplicidad. En una de ellas, una piel de oso negro formaba un lecho en una esquina del suelo; en la habitación que hacía de vestíbulo, dos hermosas sillas de camello con perillas decoradas con incrustaciones de plata servían de apoyabrazos cuando uno se sentaba en la alfombra. A excepción de un sirviente negro vestido lujosamente de brocado y con una daga dorada en su cinto, no había nadie en la tienda cuando entré en ella en compañía del dr. reza Tauiq Bey, consejero principal del emir. Era turco, antiguo profesor de universidad, y durante tres años, antes de la llegada de Kamal Ataturk, había sido Ministro de Educación del gobierno de Turquía. Me dijo que el Emir Abdullah regresaría en pocos minutos; en ese momento estaba conversando con algunos jefes beduinos acerca de la última incursión nachdi en el sur de Transjordania. Esos ‘wahabis’ de Nachd, me explicó el dr. reza, desempeñaban en el Islam un papel similar al de los reformadores puritanos en el mundo cristiano por su rígida oposición al culto a los santos y a las numerosas supersticiones místicas que se habían iniltrado en el Islam en el curso de los siglos; eran también enemigos irreconciliables de la familia shariian, cuyo cabeza era el padre del emir, el rey Husein del Hiyaz. según reza Tauiq Bey, los puntos de vista religiosos de los wahabis no podían ser rechazados sin más; en realidad, estaban más cerca del espíritu del Corán que los puntos de vista habituales entre las masas en la mayoría de los países islámicos, y por tanto supondrían, con el paso del tiempo, una inluencia beneiciosa para el desarrollo cultural del Islam. sin embargo, el fanatismo extremo de esas gentes hacía difícil que otros musulmanes apreciaran el movimiento wahabi en su justo valor; y este inconveniente, sugería él, no era mal visto en ‘ciertos sectores’, para los que una posible reuniicación de los pueblos árabes suponía una perspectiva aterradora. 123 e l ca m i n o a m e ca Poco después llegó el emir –un hombre de unos cuarenta años, de mediana estatura, con barba rubia recortada– que pisaba suavemente con unas zapatillas pequeñas de charol negro, vestido con ropas árabes de seda blanca que siseaban al rozar y sobre ellas una abaya casi transparente de lana blanca. dijo: ‘Ahlan wa sahlan’ –‘Familia y llano’– y esta fue la primera vez que escuché este elegante saludo árabe. Había algo muy atractivo, casi cautivador, en la personalidad de Emir Abdullah, un marcado sentido del humor, un entusiasmo en su expresión y un ingenio pronto. No era difícil ver porqué era tan popular entre su gente en aquellos días. Aunque muchos árabes no estuvieran contentos con el papel que había jugado en la revuelta de los shariian contra los turcos, inspirada por los británicos, y la consideraban como una traición de musulmanes contra musulmanes, había ganado cierto prestigio por su liderazgo de la causa árabe contra el sionismo; y aún estaba lejos el día en que los giros cambiantes de su política harían su nombre odioso en todo el mundo árabe. Mientras sorbíamos café de las minúsculas tazas que el sirviente negro nos tendía, hablamos –asistidos a veces por el dr. reza, que hablaba bien francés– acerca de las diicultades administrativas de este nuevo país de Transjordania, en donde todo el mundo estaba acostumbrado a llevar armas y a acatar sólo las leyes de su propio clan – ‘– pero,’ dijo el emir, ‘los árabes tienen sentido común de sobra; hasta los beduinos están empezando a comprender que deben abandonar sus viejas costumbres anárquicas si quieren liberarse de la dominación extranjera. Las rencillas entre tribus, de las que usted ha debido oír hablar a menudo, están disminuyendo gradualmente.’ Y prosiguió con una descripción de las tribus beduinas, inquietas y rebeldes, que solían luchar entre ellas con el más insigniicante pretexto. sus disputas de sangre con frecuencia se prolongaban durante generaciones enteras y a veces hasta siglos, transmitidas de padres a hijos, y daban lugar a nuevos derramamientos de sangre y nueva acritud cuando la causa inicial del conlicto estaba ya casi olvidada. sólo había una forma de lograr una solución pacíica: si un joven de la tribu y clan de la última víctima raptaba a una virgen de la tribu y 124 vo ce s clan del culpable y la hacía su esposa, la sangre de la noche de bodas –sangre de la tribu del homicida– vengaba simbólicamente, y de una vez por todas, la sangre derramada en el homicidio. Algunas veces ocurría que dos tribus se habían cansado de una venganza que duraba ya varias generaciones y estaba debilitando a ambas partes; y en ese caso no era extraño que se arreglase un ‘rapto’ a través de un intermediario de una tercera tribu. ‘He hecho algo mejor aún,’ dijo Emir Abdullah. ‘He nombrado auténticas ‘comisiones de disputas de sangre’, formadas por hombres de conianza que viajan por el país arreglando los raptos simbólicos y los matrimonios entre tribus hostiles. Pero,’ –y al llegar aquí sus ojos brillaban– ‘insisto siempre con los miembros de esas comisiones en que elijan con cuidado a las vírgenes, pues no quisiera que surgieran disputas en el seno de las familias por causa de una posible decepción del novio…’ un muchacho de unos doce años apareció de detrás de una partición, atravesó la habitación en penumbra con pasos rápidos y silenciosos y montó sin estribos en un brioso caballo que un sirviente había estado sujetando fuera de la tienda en espera de que saliese: era Talal, el hijo mayor del emir. En su cuerpo delgado, en su rápido salto sobre el caballo, en sus ojos brillantes volví a verlo: ese tranquilo contacto con su propia vida que hacia que el árabe destacase sobre todo lo que había conocido en Europa. Al notar mi evidente admiración por su hijo, el emir dijo: ‘Como el resto de los muchachos árabes, está creciendo con un solo pensamiento en su mente: la libertad. Los árabes no nos creemos perfectos ni libres de error; pero queremos cometer los errores nosotros mismos y aprender así a evitarlos –tal como un árbol aprende a crecer bien creciendo, o el arroyo encuentra su cauce luyendo. No queremos ser guiados a la sabiduría por gentes que carecen de ella –que sólo tienen poder, armas y dinero, y sólo saben perder amigos que muy fácilmente podrían conservar a su lado…’* * Por aquel tiempo (1923) nadie podría haber previsto el amargo antagonismo que años más tarde deterioraría las relaciones entre Emir Abdullah y su hijo Talal –el hijo detestaba la sumisión de su padre a la política británica en el mundo árabe, y el padre estaba disgustado por la apasionada franqueza de su hijo. Tampoco conseguí apreciar en aquella ni en pos- 125 e l ca m i n o a m e ca • N o de s e a ba quedarme indeinidamente en Palestina; y de nuevo fue jacob de Haan quien me ayudó. Al ser un periodista de probada reputación, tenía numerosos contactos en toda Europa. su recomendación hizo que consiguiera contratos con dos pequeños periódicos, uno en Holanda y otro en suiza, para escribir una serie de artículos que me serían pagados en lorines holandeses y en francos suizos. Como se trataba de dos periódicos modestos de provincias, no podían pagarme una gran remuneración; pero para mí, que era de hábitos muy sencillos, el dinero que recibía de ellos me parecía suiciente para inanciar el viaje que tenía planeado realizar por Oriente Medio. Quería ir primero a siria; pero las autoridades francesas, que acababan de establecerse allí en medio de una población que les era hostil, se negaban a conceder el visado a un austriaco por ser un ‘extranjero ex enemigo’. Esto fue un duro golpe, pero yo nada podía hacer. decidí entonces ir a Haifa y embarcarme allí para Estambul, que de todas formas estaba incluida en mi plan. durante el viaje de jerusalén a Haifa me ocurrió una calamidad: perdí mi chaqueta con la cartera y el pasaporte. Todo lo que me quedaba eran unas pocas monedas de plata en el bolsillo de mis pantalones. El viaje a Estambul quedaba descartado por el momento: no tenía pasaporte ni dinero. No podía hacer otra cosa que regresar a jerusalén en autobús; el billete tendría que pagarlo al llegar pidiendo dinero prestado a dorian, como de costumbre. En jerusalén tendría que esperar semanas hasta conseguir otro pasaporte del consulado austriaco en El Cairo (porque entonces no había uno en Palestina) y a que llegasen pequeñas cantidades de dinero de Holanda y suiza. Y así fue como a la mañana siguiente me encontraba delante de la estación de autobuses a las afueras de Haifa. Las negociaciones sobre el billete estaban ultimadas. Todavía quedaba una hora para la salida del autobús, y para matar el tiempo me puse a pasear arriba y abajo por la carretera, disgustado conmigo mismo y con la fatalidad teriores ocasiones ningún signo del ‘desequilibrio mental’ en Talal que llevó a su renuncia forzada al trono de jordania en 1952. 126 vo ce s que me forzaba a una retirada tan ignominiosa. Esperar es siempre una contrariedad; y la idea de regresar derrotado a jerusalén, con el rabo entre las piernas, me resultaba humillante –más aún cuando que dorian se había mostrado siempre escéptico acerca de que pudiera sacar adelante mis planes con medios tan parcos. Además, ya no podría visitar siria, y sólo dios sabía si volvería a esta parte del mundo. desde luego, era posible que pasado un tiempo el Frankfurter Zeitung inanciase otro viaje por Oriente Medio, y que un día Francia levantase su embargo a los extranjeros ex enemigos; pero eso no era seguro, y mientras tanto no conocería damasco… ¿Por qué –me preguntaba amargamente– se me negaba el acceso a damasco? Pero, –¿era así realmente? Por supuesto –no tenía pasaporte ni dinero. Pero, ¿eran el pasaporte y el dinero absolutamente imprescindibles…? Llegado a este punto en mi relexión, de repente me detuve. Era posible viajar a pie, si uno tenía suiciente aguante, y aprovechar la hospitalidad de los campesinos árabes; y era posible, quizá, cruzar la frontera clandestinamente sin preocuparse de pasaporte ni de visados… Y sin que me diera cuenta realmente de ello, había tomado ya una decisión: me iba a damasco. un par de minutos bastaron para explicar a la gente del autobús que había cambiado de idea y que después de todo no pensaba ir a jerusalén. Me tomó algunos más cambiarme de ropas y ponerme un guardapolvo azul y una cuiyya árabe (la mejor protección contra el sol de Arabia); meter unas pocas cosas imprescindibles en una bolsa de viaje, y facturar mi maleta a la dirección de dorian, a portes debidos. Y entonces emprendí mi larga marcha hacia damasco. La inmensa sensación de libertad que me embargaba era indistinguible de la felicidad. Tenía solamente unas pocas monedas en el bolsillo; me estaba embarcando en un acto ilegal que podría llevarme a la cárcel; el problema del cruce de frontera quedaba aplazado en una vaga incertidumbre; estaba apostándolo todo a mi ingenio: pero la conciencia de habérmelo jugado todo a una sola carta me hacía feliz. • 127 e l ca m i n o a m e ca Me p u s e a ca m ina r por la carretera de Galilea. A media tarde la llanura de Esdrelon quedaba por debajo a mi derecha, jaspeada con jirones de luz y sombra. Crucé Nazaret y antes de caer la noche llegué a un poblado árabe a la sombra de pimenteros y cipreses. junto a la puerta de la primera casa estaban sentados tres o cuatro hombres y mujeres. Me detuve, pregunté si aquello era Ar-raina, y tras recibir un sí estaba a punto de continuar mi camino –cuando una de las mujeres me llamó: ‘Ya sidi, ¿no quiere refrescarse? –y, como si adivinara mi sed, me tendió una jarra de agua fría. Cuando hube bebido suiciente, uno de los hombres –evidentemente su marido– me preguntó: ‘¿No quiere comer pan con nosotros, y pasar la noche en nuestra casa?’ No me preguntaron quién era, a dónde iba ni que me traía por allí. Y pasé la noche como huésped suyo. ser huésped de un árabe: hasta los niños habían oído hablar de ello en Europa. ser huésped de un árabe signiica entrar por unas horas, verdadera y completamente, en las vidas de gentes que quieren ser tus hermanos y hermanas. No es sólo una noble tradición lo que impulsa a los árabes a ser hospitalarios de una forma tan efusiva: es su libertad interior. Carecen hasta tal punto de dudas acerca de sí mismos que pueden fácilmente abrir sus vidas a otro hombre. No necesitan en absoluto la engañosa seguridad de los muros que cada persona en Occidente levanta entre ella y su prójimo. Cenamos juntos, hombres y mujeres, sentados con las piernas cruzadas sobre una estera alrededor de una fuente de gachas de trigo machacado y leche. Mis anitriones arrancaban pequeños trozos de pan de unas grandes tortas delgadas y recogían hábilmente con ellos las gachas sin tocarlas con los dedos. Para mí trajeron una cuchara; pero me negué a usarla e intenté, con cierto éxito, y ante el regocijo de mis amigos, emular su forma de comer simple pero delicada. Cuando nos acostamos –una docena de personas en la misma habitación– contemplé las vigas de madera encima de mí de las que colgaban ristras de berenjenas y pimientos secos, los numerosos nichos en las paredes llenos de utensilios de latón y cacharros de barro, los 128 vo ce s cuerpos de hombres y mujeres dormidos, y me preguntaba si en casa me hubiera sentido más en casa. En los días siguientes, las ocres colinas de judea fueron dejando paso a las colinas de Galilea, más alegres y suaves. Comenzaron a aparecer inesperadamente manantiales y pequeños arroyos. La vegetación se hizo más exuberante. Olivos de espesas copas y cipreses altos y oscuros crecían en grupos; en las faldas de las colinas podían verse aún las últimas lores del verano. A veces caminaba un trecho del camino con camelleros y disfrutaba de su sencilla pero acogedora compañía; bebíamos agua de mi cantimplora y fumábamos juntos un cigarrillo; luego seguía mi camino solo. Pasaba las noches en casas árabes y compartía su pan con ellos. Vagué durante días por la calurosa depresión de las márgenes del lago de Galilea y a través del suave frescor que rodeaba al lago Hule, que era como un espejo de metal, con brumas plateadas, enrojecido ligeramente por los últimos rayos de sol del atardecer que se cernían sobre las aguas. Cerca de la orilla vivían pescadores árabes en chozas construidas con esteras de esparto colgadas sobre una estructura de ramas. Eran muy pobres –pero no parecían necesitar más que estas chozas aireadas, las pocas prendas de vestir que llevaban puestas, un puñado de trigo para hacer pan y el pescado que ellos mismos cogían: y siempre parecían tener bastante para invitar al viajero a sentarse y comer con ellos. • E l p un to m á s septentr iona l de Palestina era la colonia judía de Metulla, que según había sabido, era una especie de intersticio entre la Palestina administrada por los británicos y la siria francesa. En virtud de un acuerdo entre ambos gobiernos, esta colonia y otras dos vecinas a ella pronto serían anexionadas a Palestina. durante esas pocas semanas de transición, Metulla no estaba vigilada de manera efectiva por ninguno de los dos gobiernos, y parecía por tanto el lugar ideal para pasar a siria. según tenía entendido, era sólo más adentro, por los caminos, donde se le pedían al viajero sus papeles de identiicación. decían que el control sirio era muy estricto y que era prácticamente imposible ir muy lejos sin que le parasen a uno los 129 e l ca m i n o a m e ca gendarmes. Como Metulla era considerada aún parte de siria, todos sus habitantes adultos iban provistos, igual que en el resto del país, de una cédula de identidad expedida por las autoridades francesas. Mi tarea más urgente ahora era hacerme con uno de esos papeles. Hice algunas averiguaciones discretas que me condujeron inalmente a la casa de un hombre que podía estar dispuesto a desprenderse de su tarjeta por dinero. Era un hombre grande de unos cuarenta años y así lo describía el arrugado y grasiento documento que extrajo del bolsillo de la camisa; pero como el papel no llevaba fotografía, el problema no era insoluble. ‘¿Cuánto quiere por él?’ pregunté. ‘Tres libras.’ saqué del bolsillo todas las monedas que tenía y las conté: eran cincuenta y cinco piastras, o sea, algo más de media libra. ‘Esto es todo lo que tengo,’ dije, ‘pero como he de guardar algo para el resto de mi viaje, no puedo darle más que veinte piastras’ (que era exactamente una quinceava parte de lo que me había pedido). después de algunos minutos de regateo lo dejamos en treinta y cinco piastras, y el documento pasó a mis manos. Consistía en una cartulina impresa a dos columnas –una en francés y la otra en árabe– en la que los datos estaban escritos en tinta sobre las líneas de puntos. La ‘descripción general’ no me preocupó gran cosa, pues, como suele ocurrir con tales descripciones, era maravillosamente vaga. Pero la edad mencionada era de treinta y nueve años –mientras que yo tenía veintitrés, y aparentaba veinte. Hasta el policía más despistado se daría cuenta de la discrepancia; así que tuve que alterar la edad en el documento. Ahora bien, si hubiera estado mencionada en un solo lugar, el cambio no hubiera sido tan difícil, pero desgraciadamente se mencionaba en francés y también en árabe. A pesar de mi cuidadoso trabajo con la pluma, apenas pude conseguir algo que podría describirse como una falsiicación poco convincente; a cualquiera que tuviese ojos en la cara le resultaría evidente que los números habían sido alterados en ambas columnas. Pero no había nada que hacer. Tendría que coniar en mi suerte y en la negligencia de los gendarmes. 130 vo ce s Por la mañana temprano, mi compañero de negocios me condujo hasta una hondonada en las afueras del pueblo, me señaló unas rocas a un kilómetro de distancia, y dijo: ‘Aquello es siria.’ Atravesé la hondonada. Aunque era muy temprano, hacía mucho calor. También debía hacer mucho calor para la anciana árabe sentada bajo un árbol cerca de las rocas detrás de las cuales estaba siria; porque se dirigió a mí con voz ronca y frágil: ‘¿Tendría la bondad de dar de beber a una anciana, hijo?’ descolgué mi cantimplora, que acababa de llenar de agua, y se la di. Bebió con ansia y luego me la devolvió, diciendo: ‘Que dios le bendiga, le guarde y le conduzca a donde quiera ir.’ ‘Gracias, madre, no deseo nada más.’ Y cuando me di media vuelta para mirarla, vi que los labios de la mujer se movían como en una oración, y sentí un extraño júbilo. Llegué hasta las rocas y las dejé atrás: ya estaba en siria. delante de mí se extendía una gran llanura yerma; en la lejanía, sobre el horizonte, divisé los contornos de árboles y algo que parecían casas; debía ser la ciudad de Baniyás. No me gustaba el aspecto de esta llanura que no ofrecía árbol ni matorral alguno donde ponerse a cubierto –algo que, estando tan cerca de la frontera, podría serme necesario. Pero no había otro camino. Me sentí como se siente uno en un sueño en el que tiene que caminar desnudo por una calle llena de gente… Era casi mediodía cuando llegué a un arroyo que atravesaba la llanura. Al sentarme para quitarme los zapatos y los calcetines, vi a lo lejos cuatro hombres a caballo que venían hacia mí. Con sus riles cruzados sobre la silla, daban la alarmante impresión de ser gendarmes. Eran gendarmes. No hubiera servido de nada echarme a correr; y me tranquilicé pensando que lo que hubiera de ocurrir ocurriría. si me cogían ahora, quizá no recibiera más que algunos culatazos y sería escoltado de vuelta a Metulla. Crucé al arroyo, me senté en la orilla opuesta y me puse a secarme los pies tranquilamente, esperando a que los gendarmes se acercaran. Llegaron hasta donde yo estaba, y me miraron con sospecha: pues aunque me cubría la cabeza con un pañuelo árabe, evidentemente era europeo. 131 e l ca m i n o a m e ca ‘¿de dónde viene?’ me preguntó uno de ellos secamente en árabe. ‘de Metulla.’ ‘¿Y adónde va?’ ‘A damasco.’ ‘¿A qué?’ ‘Bueno, es un viaje de placer.’ ‘¿Tiene papeles?’ ‘desde luego…’ Y le di ‘mi’ cédula de identidad y mi corazón se me subió a la garganta. El gendarme abrió el papel y lo miró –y entonces mi corazón volvió a su sitio y recuperó su latido: porque vi que sostenía el documento al revés, evidentemente no sabía leer… Los dos o tres enormes sellos oiciales bastaron para satisfacerle, porque lo dobló pesadamente y me lo devolvió: ‘sí, está en regla. siga.’ Por un instante sentí ganas de darle la mano, pero luego pensé que lo mejor era que nuestras relaciones se mantuvieran estrictamente oiciales. Los cuatro hombres dieron la vuelta a sus caballos y se alejaron al trote, mientras yo proseguía mi marcha. Cerca de Baniyás me perdí. Lo que iguraba en mi mapa como una ‘carretera de tráico rodado’ resultó ser un camino apenas visible que discurría en meandros sobre la estepa, terrenos pantanosos y cruzando pequeños arroyos, y que al inal se perdía por completo cerca de unas colinas salpicadas de enormes rocas. Caminé varias horas por aquellas colinas, subiendo y bajando, hasta que mediada la tarde, me topé con dos árabes que transportaban uvas y queso a lomos de burros en dirección a Baniyás. seguimos camino juntos durante este último trecho; me dieron uvas, y al llegar a los huertos que había a la entrada de la ciudad nos separamos. junto a la carretera corría un estrecho arroyo de aguas rápidas y cristalinas. Me eché de bruces, metí la cabeza hasta las orejas en el agua helada y bebí, y bebí… Aunque estaba muy cansado no tenía intención de detenerme en Baniyás porque, al ser la primera ciudad en el lado sirio, seguro que contaba con un puesto de policía. Mi encuentro con los gendarmes me había tranquilizado con respecto a los guardias ordinarios en 132 vo ce s siria, pues lo más probable es que la mayoría fueran analfabetos e incapaces, por tanto, de detectar mi falsiicación: pero un puesto de policía, con un oicial al mando, era otra historia. Así pues, me puse a caminar con paso rápido por callejas estrechas y pasajes, evitando la calle principal, donde muy probablemente estaría el puesto de policía. En una de las callejas oí el sonido de un laúd y la voz de un hombre que cantaba con acompañamiento de palmas. Atraído por ello, volví la esquina –y me quedé parado: justo delante de mí, a unos diez pasos de distancia, había una puerta con un letrero que decía, Poste de Police, y varios policías sirios, entre ellos un oicial, estaban sentados al sol de la tarde disfrutando de la música de uno de sus compañeros. Era demasiado tarde para retroceder, porque me habían visto ya, y el oicial – evidentemente sirio también él– me llamó: ‘¡Eh, tú, ven aquí!’ Nada podía hacer sino obedecer. Avancé despacio –y entonces se me ocurrió una idea. saqué mi cámara, saludé al oicial cortésmente en francés y proseguí, sin esperar a sus preguntas: ‘He venido de Metulla a hacer una corta visita a esta ciudad, pero no quisiera volver sin antes hacerles una foto a usted y a su amigo, que me ha cautivado con su canción.’ A los árabes les gusta ser adulados, y les encanta además que les hagan fotos; así que el oicial aceptó con una sonrisa y me pidió que le enviara la foto cuando revelase el carrete (lo que hice más adelante, con mis mejores saludos). Para entonces se había olvidado ya por completo de pedirme los papeles. En lugar de eso, me invitó a una taza de té dulzón y me deseó bon voyage cuando inalmente me levanté para ‘regresar a Metulla’. Volví entonces por donde había venido, di un rodeo a la ciudad, y seguí camino hacia damasco. • d os s e ma na s e xacta m ente después de mi salida de Haifa llegué a un pueblo grande –casi una ciudad– llamado Machdal ashshams, que estaba habitado principalmente por drusos y unos pocos cristianos. Escogí una casa que parecía bastante próspera y le dije al joven que abrió en respuesta a mi llamada que les quedaría agradecido si me acogiesen esa noche en su casa. Con el acostumbrado ahlan 133 e l ca m i n o a m e ca wa-sahlan abrió de par en par la puerta, y en unos minutos había sido aceptado en el seno de aquella pequeña familia. Como me encontraba ya en el interior de siria, y tenía varias opciones para llegar a damasco, decidí exponer mi situación a mi anitrión druso y pedirle consejo. Como sabía que ningún árabe traicionaría jamás a su invitado, le expuse los hechos con total franqueza, incluido que viajaba con una cédula de identidad falsa. Me dijeron que sería muy arriesgado para mí viajar por la carretera principal porque de allí en adelante había patrullas de gendarmes franceses, que no me dejarían pasar tan fácilmente como los sirios. ‘Pienso que lo mejor será que te acompañe mi hijo,’ dijo mi anitrión, señalando al joven que me había abierto la puerta, ‘y que te guíe por las montañas y te ayude a evitar las carreteras.’ después de cenar nos sentamos en la terraza abierta que había delante de la casa y discutimos la ruta a seguir al día siguiente. Tenía desplegado sobre mis rodillas un pequeño mapa alemán de Palestina y siria que había traído de jerusalén, y estaba intentando seguir sobre él la ruta indicada por mi amigo druso. Mientras estábamos ocupados en ello, vi a un hombre con uniforme de oicial de policía –evidentemente sirio– que venía por la calle del pueblo. Apareció tan de improviso de detrás de una esquina que apenas tuve tiempo de doblar el mapa, y menos aún impedir que lo viese. El oicial reconoció que era extranjero, porque después de pasar junto a nuestra terraza y saludar a mi anitrión, se volvió en la esquina siguiente y vino lentamente hacia nosotros. ‘¿Quién es usted?’ preguntó en francés en una voz no desprovista de cortesía. Le repetí mi manida historia de que era un colono de Metulla en viaje de placer; y cuando me pidió mi cédula de identidad, tuve que dársela. Miró el papel con atención, y sus ojos esbozaron una sonrisa. ‘¿Y qué es lo que tiene en la mano?’ continuó, señalando al mapa alemán plegado. Le dije que no era nada importante; pero insistió en verlo, lo desplegó con los dedos diestros de un hombre acostumbrado a manejar mapas, lo miró unos segundos, y tras doblarlo cuidado134 vo ce s samente me lo devolvió con una sonrisa. Luego dijo en un alemán chapurreado: ‘durante la guerra serví en el ejército turco al lado de los alemanes.’ Y saludando militarmente, volvió a sonreír y se marchó. ‘se ha dado cuenta de que eres alemani. Le caen bien, y detesta a los franceses. No te causará problemas.’ A la mañana siguiente, acompañado del joven druso, emprendí lo que debe haber sido la marcha más dura de toda mi vida. Caminamos durante más de once horas, con un solo alto de unos veinte minutos al mediodía, por colinas rocosas, profundas gargantas, atravesando lechos de río secos, otra vez subiendo cerros, entre rocas enormes, sobre piedras aristadas, subiendo y bajando cerros, subiendo y bajando cerros, hasta que sentí que no podía andar más. Cuando a media tarde llegamos a la ciudad de Qatana en la llanura de damasco, estaba destrozado, mis zapatos estaban rotos y mis pies hinchados. Quería pasar allí la noche, pero mi joven amigo me aconsejó seriamente que no lo hiciera: había demasiados policías franceses, y al ser una ciudad y no un pueblo, no encontraría cobijo tan fácilmente sin llamar la atención. La única alternativa era conseguir una plaza en uno de los automóviles que hacían la ruta entre allí y damasco. Todavía tenía mis veinte piastras (en todo el viaje desde Haifa no había tenido necesidad de gastar nada): y dio la casualidad de que veinte piastras era el precio del viaje en automóvil hasta damasco. En la desvencijada oicina del contratista de transportes, que estaba en la plaza principal de la ciudad, me dijeron que tendría que esperar una media hora hasta la salida del próximo automóvil. Me despedí de mi joven guía, que me abrazó como a un hermano y se puso inmediatamente en camino en la primera etapa de su viaje de vuelta a casa. Me senté junto a la puerta de la oicina de transportes con mi mochila al lado, y me quedé dormido bajo los rayos del sol de la tarde –hasta que me despertó bruscamente alguien que me sacudía por el hombro: era un gendarme sirio. Empezó el turno usual de preguntas seguidas de las respuestas usuales. Pero evidentemente el hombre no quedó satisfecho y me dijo: 135 e l ca m i n o a m e ca ‘Ven conmigo a la estación de policía a hablar con el oicial de guardia.’ Estaba tan cansado que ya no me importaba si me descubrían o no. El ‘oicial’ en el cuarto de la estación resultó ser un sargento francés grande y fornido, con la guerrera desabrochada, sentado detrás de una mesa sobre la que había una botella casi vacía de arrak y un vaso sucio. Estaba completa e irritadamente borracho, y miraba ijamente con ojos enrojecidos al policía que me había traído. ‘¿Qué pasa ahora?’ El policía explicó en árabe que había encontrado a este extranjero sentado en la plaza principal; y yo le expliqué en francés que no era un extranjero, sino un ciudadano respetable. ‘¡Ciudadano respetable!’ gritó el sargento. ‘sois unos bribones, unos vagabundos que vais de un lado para otro sólo para fastidiarnos. ¿dónde están tus papeles?’ Mientras intentaba sacar la cédula de identidad con mis dedos agarrotados, golpeó la mesa con el puño, y rugió: ‘¡da igual, fuera de aquí!’ –y mientras cerraba la puerta tras de mí vi como acercaba hacia sí la botella y el vaso. después de una larga marcha, ¡qué alivio, qué confort viajar en un coche –no, casi volar– por la ancha carretera de Qatana a damasco, a través de su llanura llena de huertos! sobre el horizonte estaba mi meta: un mar ininito de copas de árboles, con unas pocas cúpulas brillantes y minaretes apenas visibles contra el cielo. A lo lejos, un poco a la derecha, se alzaba un cerro pelado y solitario, cuya cima estaba aún iluminada por el sol, mientras que por su falda ascendían ya sombras suaves. sobre el cerro, una nube solitaria, estrecha y alargada, brillaba en el crepúsculo; un cielo elevado y distante color azul pálido; sobre el llano, un gris tórtola dorado sobre las montañas a nuestra derecha y a nuestra izquierda; un aire tenue. Luego: altos huertos de frutales rodeados de muros de adobe; jinetes, carros, carruajes, soldados (franceses). El crepúsculo se tornó verde como agua. un oicial pasó zumbando en una motocicleta, con sus grandes gafas protectoras que le daban el aspecto de un pez de 136 vo ce s aguas abisales. Luego: la primera casa. Luego: damasco, un oleaje de ruidos después del silencio de la llanura abierta. Aparecían las primeras luces en ventanas y calles. sentí un gozo que no recordaba haber sentido antes. Pero mi gozo se interrumpió abruptamente cuando el coche se detuvo junto al poste de police en las afueras de la ciudad. ‘¿Qué pasa?’ le pregunté al chofer sentado a mi lado. ‘Oh, nada. Todos los coches que vienen de fuera deben presentarse a la policía cuando llegan…’ un policía sirio salió de la estación y preguntó: ‘¿de dónde viene?’ ‘sólo de Qatana,’ respondió el chofer. ‘Ah, bueno, en ese caso siga’ (porque eso se consideraba sólo tráico local). El chofer soltó el embrague con un chirrido. Nos pusimos en marcha y de nuevo respiré aliviado. Pero en ese momento alguien gritó desde la calle, ‘¡La capota está suelta!’ –y unos pasos más allá del poste de police el chofer detuvo el viejo automóvil para mirar la capota que se había desplazado hacia un lado. Cuando estaba ocupado en esto, el policía se acercó de nuevo a nosotros ociosamente, interesado sólo evidentemente en el problema mecánico del chofer. Luego, sin embargo, su mirada se posó en mí y todo mi cuerpo se puso rígido al ver que sus ojos me observaban atentamente. Estaba mirándome de arriba abajo, se acercó más aún y escudriñó el suelo del coche donde estaba mi mochila. ‘¿Quién es usted?’ preguntó con desconianza. Comencé, ‘Vengo de Metulla..,’ pero el policía sacudía la cabeza con incredulidad. Luego le susurró algo al chofer; pude distinguir las palabras, ‘soldado inglés, desertor.’ Y entonces caí en la cuenta por primera vez de que mi guardapolvo azul y mi cuiyya marrón con su igal con hebras de hilo dorado y mi mochila tipo militar (que había comprado en jerusalén, en una tienda de ropa usada) se parecían bastante al uniforme de la Guardia Irlandesa empleada en aquellos días por el gobierno de Palestina; recordé también que existía un acuerdo entre las autoridades francesas e inglesas de extraditar a sus respectivos desertores… 137 e l ca m i n o a m e ca En mi torpe árabe traté de explicar al policía que no era un desertor; pero rechazó mis explicaciones: ‘Explícaselo al inspector.’ Y así me vi obligado a ir a la estación de policía, mientras el chofer, balbuciendo una disculpa de que no podía esperarme, arrancó el coche y desapareció de la vista… El inspector estaba fuera por el momento, pero me dijeron que volvería en cualquier momento. Tuve que esperar en una habitación en la que sólo había un banco y otras dos puertas, además de la entrada. un letrero sobre una de ellas decía, Gardien de Prison y sobre la otra simplemente Prison. En aquel entorno tan poco propicio esperé más de media hora, con un convencimiento que crecía por minutos de que este era el inal de mi viaje: porque ‘inspector’ sonaba mucho más amenazador que simplemente ‘oicial’. si me descubrieran ahora, tendría que pasar algún tiempo, quizá semanas, en prisión en espera de juicio; luego recibiría la consabida sentencia de tres meses; una vez cumplida tendría que volver andando –escoltado por un gendarme a caballo– hasta la frontera de Palestina; y, para acabar de rematarlo, podría ser expulsado también de Palestina por violar la normativa de pasaportes. La penumbra de la sala de espera no era nada comparada con la negrura de mis pensamientos. de repente oí el ruido de un automóvil. se detuvo delante de la puerta de la estación. un momento después un hombre con traje de paisano y tarbush rojo en la cabeza entró en la habitación con paso rápido, seguido del policía que le informaba acaloradamente de algo. Era evidente que el inspector tenía mucha prisa. No sé aún cómo ocurrió, pero supongo que lo que hice en aquel momento crucial fue producto de uno de esos raros chispazos de genialidad que en otras circunstancias –y quizá en otros hombres– producen acontecimientos que cambian el curso de la historia. de un salto, llegué a donde estaba el inspector y sin esperar sus preguntas, le solté un torrente de quejas en francés contra la torpeza insultante del policía que me había tomado por un desertor, a mí, un ciudadano inocente, y me había hecho perder mi viaje a la ciudad. El inspector intentó interrumpirme varias veces, pero no le di la menor oportu138 vo ce s nidad y lo envolví en una torbellino de palabras de las que, supongo, no pudo entender ni siquiera una décima parte –probablemente sólo los nombres ‘Metulla’ y ‘damasco’, que repetí ininidad de veces. se le notaba evidentemente preocupado por tener que entretenerse con este asunto cuando tenía cosas urgentes que hacer; pero no le dejé hablar y seguí con mi verborrea, sin pararme siquiera a respirar. Al inal levantó las manos desesperado y gritó: ‘¡Basta, por dios se lo pido! ¿Tiene papeles?’ Mi mano se movió automáticamente hacia el bolsillo y, sin interrumpir mi torrente de frases, puse bruscamente mi cédula falsa de identidad en sus manos. El pobre hombre debía sentir que se ahogaba, porque no hizo más que volver rápidamente una esquina de la cartulina plegada, vio el sello del gobierno, y me la tiró: ‘¡Vale, vale, váyase, simplemente váyase!’ –y no dejé que me repitiera la orden. • Me s e s a n t e s, había conocido en jerusalén a un profesor de damasco que me invitó a su casa si alguna vez visitaba su ciudad, y ahora estaba yo intentando localizar la dirección. un chiquillo se ofreció a servirme de guía y me cogió de la mano. Noche cerrada. La Ciudad Vieja. Callejas estrechas que los miradores colgantes hacían más oscuras de lo que la noche misma podría hacerlas. Aquí y allá podía ver una frutería bajo la luz amarillenta de un candil de keroseno, con una montaña de sandías y cestos de uvas en el exterior. La gente pasaba como sombras. A veces, tras una celosía, sonaba la voz aguda de una mujer. Y entonces dijo el chiquillo: ‘Aquí es’. Llamé a la puerta. Alguien respondió desde dentro y levanté el pestillo y entré en un patio empedrado. En la oscuridad podía vislumbrar unos árboles de pomelos cargados de fruta verde y una pila de piedra con un caño. Alguien exclamó desde arriba: ‘Tafaddal, ya sidi’ –subí entonces por una estrecha escalera adosada a una de las paredes exteriores, atravesé una galería abierta y acabé en los brazos de mi amigo. Estaba muerto de cansancio, completamente agotado, y me derrumbé sin ofrecer resistencia sobre la cama que se me ofrecía. El 139 e l ca m i n o a m e ca viento susurraba en los árboles del patio delantero y en los árboles del huerto que había detrás de la casa. desde la lejanía llegaban muchos ruidos apagados: el rumor de una gran ciudad árabe que se dispone a descansar. • C on l a e xci tación que me producía mi nueva comprensión, con los ojos abiertos a cosas que jamás había sospechado, así recorría yo en aquellos días estivales las callejas del viejo bazar de damasco y reconocía el reposo espiritual en la vida de sus gentes. su seguridad interior podía apreciarse en la forma en que se comportaban unos con otros: en la cálida dignidad con la que se encontraban y se despedían; en la forma en que dos hombres caminaban juntos, cogidos de la mano como niños –simplemente por el sentimiento de amistad que les unía; en la forma en que los comerciantes se relacionaban entre sí. Aquellos mercaderes en sus pequeñas tiendas, que proclamaban sus mercancías a los viandantes, parecían carecer por completo de temor codicioso y de envidia: hasta tal punto que el dueño de una tienda la dejaba al cuidado de su vecino y competidor cuando se veía obligado a ausentarse por un rato. Vi a menudo como un cliente potencial se paraba frente a un puesto sin vendedor, dudando obviamente si esperar a su regreso o dirigirse al puesto de al lado –y sin excepción el comerciante vecino, el competidor, se acercaba a preguntarle qué era lo que deseaba y le despachaba los artículos que pedía –no los suyos, sino los del vecino ausente– y dejaba el importe de la venta en el mostrador de su vecino. ¿En qué lugar de Europa podría presenciarse una transacción semejante? Algunas de las calles del bazar estaban invadidas por las recias iguras de los beduinos con sus amplias vestiduras, largas y sueltas: hombres que parecían llevar siempre sus vidas consigo, y seguían siempre su propio camino. Hombres altos, de ojos graves y encendidos, se encontraban allí de pie o sentados en grupos delante de las tiendas. No hablaban mucho entre ellos –una palabra, una frase corta pronunciada con atención y escuchada con igual atención, sustituía a largas conversaciones. Tenía la impresión de que estos beduinos no conocían la charla, esa costumbre de hablar de naderías, sin arriesgar nada, 140 vo ce s que es la señal de las almas gastadas; y me acordé de las palabras del Corán cuando describe la vida en el Paraíso: ‘…no escuchas allí vaniloquios…’ El silencio parecía ser una virtud beduina. se envolvían en sus amplios mantos negros o marrones y blancos y se quedaban en silencio; pasaban a tu lado con una mirada callada e infantil, orgullosos, modestos y sensatos. Cuando te dirigías a ellos en su lengua, sus ojos negros se encendían en una sonrisa repentina: porque no eran gente ensimismada y les gustaba ser notados por el extranjero. Eran grands seigneurs, completamente reservados y al mismo tiempo abiertos a todas las cosas de la vida… El viernes –el domingo de los musulmanes– podías percibir un cambio de ritmo en la vida de damasco –un pequeño torbellino de excitación y, al mismo tiempo, de solemnidad. Pensé en nuestros domingos en Europa; la ciudad con sus calles desiertas y las tiendas cerradas; recordé todos aquellos días vacíos y la opresión que producía aquella desolación. ¿Por qué tenía que ser así? Ahora empezaba a entenderlo: como para la mayoría de la gente en Occidente su vida diaria es una pesada carga de la que sólo los domingos pueden librarles, el domingo no es ya un día de descanso sino que se ha convertido en una huida hacia lo irreal, un engañoso olvido tras el cual acechan los ‘días laborables’, doblemente amenazadores y fastidiosos. Para los árabes, en cambio, el viernes no parecía ser una ocasión para olvidar sus días laborables. No es que los frutos de la vida descendieran en el regazo de esa gente fácilmente y sin esfuerzo, sino que sus trabajos, aun los duros, no parecían estar en conlicto con sus deseos personales. La rutina por la rutina no existía; en su lugar, había un contacto íntimo entre el trabajador y su trabajo: y así el descanso sólo era necesario si uno estaba cansado. Tal consonancia entre el hombre y su trabajo debe haber sido considerada por el Islam como el estado natural del ser humano, y por eso no había prescrito el descanso obligatorio los viernes. Los artesanos y pequeños comerciantes de los bazares de damasco trabajaban unas pocas horas, abandonaban sus tiendas por unas pocas horas en las cuales acudían a la mezquita para la oración del mediodía y pasaban algún tiempo 141 e l ca m i n o a m e ca en el café con los amigos; luego regresaban a sus tiendas y trabajaban unas pocas horas relajados y contentos, cada uno a su ritmo. sólo unos pocos locales estaban cerrados, y a excepción del tiempo de la oración, en el que la gente se congregaba en las mezquitas, todas las calles mostraban el mismo ajetreo de los demás días. un viernes fui con mi amigo y anitrión a la Mezquita Omeya. Las numerosas columnas de mármol que sostenían el techo abovedado brillaban bajo los rayos del sol que se iltraban a través de las ventanas superiores. Había un aroma de almizcle en el aire; el suelo estaba cubierto con alfombras rojas y azules. Varios cientos de hombres se alineaban en ilas largas y parejas detrás del imam que dirigía la oración; se inclinaban, se arrodillaban, tocaban el suelo con sus frentes, y se volvían a levantar: todos al unísono, como soldados disciplinados. reinaba un absoluto silencio; mientras la congregación estaba de pie, podía oírse la voz del viejo imam desde la profunda lejanía del inmenso ediicio recitando versículos del Corán; y cuando se inclinaba o se postraba, toda la congregación le seguía como un solo hombre, inclinándose y postrándose ante dios como si estuviera presente ante sus ojos… Fue entonces cuando me di cuenta de lo cercanos que eran para esta gente dios y su fe. su adoración no parecía divorciada de su trabajo diario; formaba parte de él –no para ayudarles a olvidar la vida, sino para que la tuvieran más presente mediante el recuerdo de dios. ‘Es algo extraño y maravilloso,’ le dije a mi amigo mientras salíamos de la mezquita, ‘que sintáis a dios tan cerca de vosotros. desearía poder sentirlo yo así también.’ ‘¿Cómo podría ser si no, mi hermano? ¿No está dios, como dice nuestro Libro sagrado, más cerca del hombre que su vena yugular?’ • E st i mul a d o por m i s nuevos descubrimientos, pasé gran parte de mi tiempo en damasco leyendo todos los libros sobre el Islam que pude encontrar. Mi árabe, aunque suiciente para conversar, era aún demasiado limitado para leer el Corán en el original, y tenía que echar mano de dos traducciones –una en francés y otra en ale142 vo ce s mán– que tomé prestadas de una biblioteca. Para el resto, tenía que recurrir a las obras de orientalistas europeos y a las explicaciones de mi amigo. Estos estudios y conversaciones, aunque fragmentarios, fueron como descorrer una cortina. Empecé a discernir un universo de ideas del que había sido completamente ignorante hasta entonces. El Islam parecía menos una religión, en el sentido popular de esta palabra, que un modo de vida; no tanto un sistema de teología como un programa de conducta personal y social basado en la conciencia de dios. En ningún lugar del Corán pude hallar la menor alusión a la necesidad de ‘salvación’. Ningún pecado original heredado se interponía entre el individuo y su destino –pues, no será asignado al hombre sino aquello por lo que se ha esforzado. No era necesario el ascetismo para franquear una puerta oculta a la pureza: porque la pureza era un derecho inalienable del hombre, y el pecado, se decía, no signiicaba sino un alejamiento de las cualidades positivas innatas que dios había puesto en cada ser humano. No había el menor rastro de dualismo en la consideración de la naturaleza humana: cuerpo y alma parecían tomarse como un todo integral. Al principio me sorprendió bastante el interés del Corán no sólo por los asuntos espirituales sino también por muchos aspectos aparentemente triviales y mundanos de la vida; pero con el tiempo empecé a comprender que si el hombre constituía una unidad integrada de cuerpo y alma –tal como resaltaba el Islam– entonces ningún aspecto de su vida podía ser demasiado ‘trivial’ como para quedar fuera del ámbito de la religión. Aún así, el Corán enseñaba a sus seguidores que la vida de este mundo era sólo una etapa en el camino del hombre hacia una existencia superior, y que su meta inal era de naturaleza espiritual. La prosperidad material era deseable, decía, pero no un in en sí misma: y por tanto los apetitos del hombre, aunque justiicados en sí mismos, debían ser refrenados y controlados por la conciencia moral. Esta conciencia debía regir no sólo la relación del hombre con dios sino también sus relaciones con los demás; no sólo el perfeccionamiento espiritual del individuo sino también la creación de aquellas condiciones sociales que 143 e l ca m i n o a m e ca favorecieran el desarrollo espiritual de todos, para que todos vivieran en plenitud… Todo esto era mucho más ‘respetable’, intelectual y éticamente, que lo que había oído o leído con anterioridad acerca del Islam. su tratamiento de los problemas del espíritu parecía más profundo que el del Antiguo Testamento y carecía, además, de la predilección de este último por una nación en concreto; y su tratamiento de los problemas de la carne era eminentemente positivo, al contrario que el Nuevo Testamento. El espíritu y la carne aparecían, por derecho propio, como aspectos gemelos de la vida que dios había dado al hombre. ¿No podría ser, me preguntaba yo, que esta enseñanza fuera la causa de la seguridad emocional que había percibido en los árabes desde hacía tiempo? • u na ta r de , m i a nfi tr ión me invitó a ir con él a una iesta en casa de un amigo suyo rico que celebraba el nacimiento de un hijo. Fuimos por las retorcidas callejas del centro de la ciudad, que eran tan estrechas que las ventanas salientes y los balcones cubiertos por celosías a un lado y otro de la calle casi llegaban a tocarse. Profundas sombras y un silencio apacible dormitaban entre las viejas casas de piedra; a veces un pequeño grupo de mujeres con velos negros se cruzaban en nuestro camino con pasos cortos y rápidos, o un hombre con barba, vestido con un largo catán, aparecía a la vuelta de una esquina y desaparecía lentamente detrás de otra. siempre las mismas esquinas y ángulos irregulares, siempre las mismas callejuelas estrechas que se cruzaban en todas direcciones, prometiendo siempre conducirte a increíbles revelaciones y que desembocaban siempre en otra callejuela similar. sin embargo, al inal se produjo una verdadera revelación. Mi amigo y guía se detuvo delante de una sencilla puerta de madera que se abría en un muro liso recubierto de adobe y dijo: ‘Aquí es,’ mientras llamaba a la puerta con los nudillos. se abrió con un chirrido, un anciano nos dio la bienvenida mascullando sin dientes un ‘Ahlan, ahlan wa-sahlan’, y tras atravesar un pequeño corredor con dos giros en ángulo recto entramos en el patio 144 vo ce s de aquella casa que desde afuera parecía poco más que un cobertizo color adobe. El patio era espacioso y aireado, el solado formaba como un gigantesco tablero de ajedrez con losas de mármol blanco y negro. En un estanque octogonal en su centro el agua de una fuente saltaba y salpicaba. Limoneros y adelfas, plantados en pequeñas aberturas en el suelo de mármol, extendían sus ramas cargadas de frutos y lores por todo el patio y a lo largo de las paredes interiores de la casa, que estaban cubiertas de abajo arriba con relieves de alabastro de exquisita ejecución, mostrando intrincados motivos geométricos y arabescos lorales interrumpidos sólo por ventanas cubiertas con un calado ancho en mármol como de encaje. En un lado del patio los muros habían sido desplazados hacia atrás a una altura de un metro sobre el suelo hasta formar un nicho profundo del tamaño de una gran sala a la que se accedía por unos anchos escalones de mármol. Adosados a lo largo de los tres muros laterales de este nicho –llamado liwan– había divanes de brocado y el suelo estaba cubierto con una costosa alfombra. Las paredes del nicho estaban cubiertas con enormes espejos hasta una altura de quizá cinco metros –de forma que todo el patio con sus árboles, su solado blanco y negro, sus relieves de alabastro, las ventanas de mármol entre jambas, las puertas talladas que conducían al interior de la casa, y el gentío multicolor de huéspedes sentados en los divanes o paseando alrededor del estanque de agua– todo esto aparecía duplicado en los espejos del liwan: y cuando mirabas en ellos descubrías que la pared opuesta del patio estaba recubierta todo a lo ancho con espejos similares, de forma que todo el espectáculo se veía relejado dos, cuatro, cien veces, transformándose en una cenefa mágica e ininita de mármol, alabastro, fuentes, miles de personas, bosques de limoneros y plantaciones de adelfas –una interminable tierra de ensueño que brillaba bajo el cielo del atardecer aún rosado por los rayos del sol poniente… una casa así –desnuda y sin adorno alguno, vista desde la calle, pero lujosa y exquisita por dentro– era algo completamente nuevo para mí; con el tiempo, sin embargo, supe que era típica de las viviendas tradicionales de la gente acomodada no sólo de siria e Iraq sino 145 e l ca m i n o a m e ca también de Irán. Antiguamente, ni los árabes ni los persas se interesaban por las fachadas: la casa estaba para vivir en ella y su función se limitaba a su interior. Esto era bien distinto del forzado ‘funcionalismo’ tan buscado en la arquitectura occidental moderna. Hoy en día, los occidentales, atrapados en una especie de romanticismo inverso, inseguros de sus propios sentimientos, construyen problemas; los árabes y los persas construyen casas –o al menos las construían hasta ayer. El anitrión me hizo sentar a su derecha en el diván, y un criado descalzo me ofreció café en una pequeña bandeja de latón. El humo de los borboteantes narguiles se mezclaba con el aire perfumado de agua de rosas del liwan y lotaba en nubecillas hacia las velas que estaban siendo encendidas en tulipas de cristal, una tras otra, a lo largo de las paredes y entre el verdor oscurecido de los árboles. El grupo –formado enteramente por hombres– era de lo más variado: hombres con catanes de susurrante seda listada de damasco o de seda cruda de China color maril, holgados yubbas de lana ina color pastel, turbantes blancos con bordados de oro enrollados sobre tarbushes rojos; hombres vestidos a la europea, pero evidentemente cómodos sentados con las piernas cruzadas sobre los divanes. Estaban presentes, con sus escoltas, algunos jefes beduinos de las estepas: ojos negros y maravillosamente vivaces, y pequeñas barbas negras que enmarcaban rostros enjutos y curtidos. sus vestiduras nuevas siseaban con cada movimiento, y todos llevaban espadas con vainas de plata. Estaban indolente y completamente tranquilos: verdaderos aristócratas –sólo que su tranquilidad, a diferencia de la de los aristócratas europeos, no era un brillo tenue cultivado durante generaciones de cuidados amorosos y buena vida, sino un fuego cálido que emanaba de la seguridad de sus percepciones. Estaban rodeados de un aire bueno, una atmósfera seca y diáfana –el mismo aire que un día había sentido yo en realidad en los conines del desierto: abrazador en su castidad pero no importuno. Aquí eran como amigos lejanos, visitantes de paso: su vida libre y sin metas les esperaba en algún otro lugar. una bailarina entró por una de las puertas y ascendió con ligereza 146 vo ce s los escalones del liwan. Era muy joven, de apenas veinte años, y muy hermosa. Llevaba unos pantalones bombachos de un material sedoso, crujiente e iridiscente, zapatillas doradas y un corpiño bordado con perlas que más que cubrir acentuaba sus altos y empinados pechos, y se movía con la gracia sensual de una mujer acostumbrada a saberse admirada y deseada: y casi podías oír el murmullo de placer que recorrió esta asamblea de hombres al contemplar el espectáculo de su cuerpo de suaves miembros y tersa piel de maril. Acompañada del sonido de un pequeño tambor que tocaba un hombre maduro que había entrado en el liwan detrás de ella, bailó una de esas tradicionales danzas lascivas que tanto gustan en Oriente –danzas que quieren evocar los deseos dormidos y expresar la promesa de una ansiada satisfacción. ‘Oh tú, maravillosa; oh tú, extraña,’ susurraba mi anitrión. Luego me golpeó en la rodilla ligeramente y dijo: ‘¿No es como un bálsamo calmante para una herida…?’ Tan rápido como había aparecido, la bailarina desapareció; y no quedó de ella más que un brillo nublado en los ojos de la mayoría de los hombres. su lugar en la alfombra del liwan fue ocupado por cuatro músicos –de los mejores de toda siria, según me dijo uno de los invitados. uno de ellos sostenía un laúd de mástil largo, otro un pandero sin sonajas; un tercero un instrumento parecido a una cítara, y el cuarto un tambour egipcio –como una botella de latón muy ancha con un fondo de piel de tambor. Empezaron a pulsar las cuerdas y a tamborilear delicadamente, al principio como jugando, sin un acorde discernible, en apariencia cada uno por su lado, como si ainaran sus instrumentos en preparación para un compás ascendente en común. El de la cítara pasó las yemas de los dedos ligeramente sobre las cuerdas de la más alta a la más baja con un suave efecto de arpa; y el que tocaba el tambour tamborileaba tenuemente, se detenía y volvía a tamborilear; el hombre del laúd tañía, como distraído, unos acordes bajos y agudos en rápida sucesión, unos acordes que parecían coincidir sólo por accidente con el ritmo seco y monótonamente insistente del pandero y provocar en el tambour una respuesta dubitativa al rasgueado de las cuerdas, ora 147 e l ca m i n o a m e ca del laúd, ora de la cítara –y antes de que te dieras cuenta realmente de ello, un ritmo común había ligado a los instrumentos y una melodía adquiría forma. ¿una melodía? No podría decirlo. Tenía la impresión de que más que escuchar una interpretación musical estaba asistiendo a un acontecimiento emocionante. de los punteos de los instrumentos de cuerda empezó a surgir un nuevo ritmo, que se elevaba en una tensa espiral para caer luego de repente –como la subida y bajada rítmicas de un objeto metálico, más rápido y más despacio, más suavemente y más fuertemente: con una persistencia desapasionada, con ininitas variaciones, este único acontecimiento ininterrumpido, este fenómeno musical que vibraba con una embriaguez contenida, crecía y se extendía con fuerza, se subía a la cabeza: y cuando de repente se deshizo en medio de un crescendo (¡qué temprano, demasiado temprano!) me di cuenta de ello: estaba cautivado. La tensión de aquella música me había envuelto sin yo darme cuenta; había sido absorbido por estos tonos que en su aparente monotonía recordaban la eterna recurrencia de todas las cosas existentes y llamaba a las puertas de tus sentimientos evocando, paso a paso, todo lo que se había estado agitando dentro de ti sin tu conocimiento… ponía al descubierto algo que siempre había estado allí y que ahora se te hacía evidente con una intensidad que hacía latir tu corazón con fuerza… Me había acostumbrado a la música occidental, en la que el fondo emocional del compositor se vierte totalmente en cada una de sus composiciones, relejando en cada uno de sus estados de ánimo todos los demás estados de ánimo posibles: pero esta música árabe parecía surgir de un único nivel de conciencia, de una única tensión que era sólo eso, tensión, y podía por lo tanto asumir modos de sentimiento personales en cada oyente… Tras unos segundos de silencio, el tambour repicaba de nuevo, y los otros instrumentos le seguían. un balanceo más suave, un ritmo más femenino que antes; las voces individuales se ajustaban más entre sí, se envolvían cálidamente unas a otras, y como si estuvieran prendidas en un hechizo, se volvían más y más animadas; se acariciaban unas a otras, luían unas alrededor de otras en líneas suaves y onduladas que en un principio chocaron, varias veces, con el repiqueteo del tambour 148 vo ce s como contra un obstáculo duro, pero paulatinamente fueron adquiriendo más agresividad, vencieron al tambour y lo apresaron, arrastrándolo en una espiral ascendente común: y el tambour, que en un principio se resistía, pronto acabó cayendo presa del éxtasis común y se unió a los demás, embriagado; la línea ondulante perdió su suavidad femenina y se precipitó con creciente violencia, más rápida, alta y aguda, hasta alcanzar un frío furioso de pasión consciente que había abandonado toda contención y se convirtió ahora en un ascenso ditirámbico hacia invisibles cimas de poder y dominio; del otrora circular lujo de tonos que giraban unos alrededor de otros surgió una tremenda rotación en unísono –una precipitación de ruedas de la eternidad a la eternidad, sin medida, ni límite ni meta, la carrera temeraria y sin aliento de un equilibrista sobre precipicios ailados como navajas, a través de un eterno presente, hacia una conciencia que era libertad, poder, y algo más allá del pensamiento. Y, súbitamente, en medio de un empuje ascendente: una parada y un silencio sepulcral. Brutal. Honesto. Limpio. Como el rumor de las hojas en los árboles, el aliento retornó a los oyentes y un murmullo prolongado ‘Ya Al·lah, ya Al·lah’ recorrió la asamblea. Eran como niños sabios jugando a sus conocidos y siempre excitantes juegos. sonreían embargados de felicidad… –3– Ca ba lg a mos, y Zayid canta: siempre el mismo ritmo, siempre la misma monótona melodía. Porque el alma del árabe es monótona –pero no en el sentido de carecer de imaginación; de eso tiene de sobra; sino que su instinto no tiende, como el del occidental, a la amplitud, al espacio tridimensional y a la simultaneidad de múltiples matices de emoción. En la música árabe se expresa un deseo de llevar, en cada ocasión, una sola experiencia emocional hasta el confín más extremo de su desarrollo. A esta monotonía pura, a este deseo casi sensual de intensiicar el sentimiento en una línea continua y ascendente, debe el carácter árabe su fuerza y sus carencias. sus carencias: porque el mundo quiere ser experimentado, emocionalmente, también en el espacio. Y su fuerza: porque la fe en la posibilidad de 149 e l ca m i n o a m e ca una ascensión lineal interminable de conocimiento emocional sólo puede llevar, en la esfera mental, a dios. sólo sobre la base de este impulso innato, tan típico de la gente del desierto, pudo desarrollarse el monoteísmo de los primitivos hebreos y su plenitud triunfante, la fe de Muhammad. sobre ambos veló el maternal desierto. V 150 EsPÍrITu Y CArNE L –1– os dí a s pa s a n, y las noches son cortas, y cabalgamos hacia el sur a ritmo rápido. Nuestros dromedarios están en excelente forma –han sido abrevados recientemente y en los últimos dos días han gozado de abundantes pastos. Todavía quedan catorce días de aquí a Meca, o algunos más si, como es probable, pasamos algún tiempo en las ciudades de Hail y Medina, que se encuentran en nuestra ruta. una extraña impaciencia se ha apoderado de mí: una urgencia para la que no hallo explicación. Hasta ahora había disfrutado de viajar a mi aire, sin prisa por llegar a mi destino; los días y semanas invertidos en el viaje tenían cada uno su propia plenitud, y la meta inal parecía siempre algo secundario. Pero ahora he empezado a sentir algo que nunca he sentido durante mis años en Arabia: impaciencia por alcanzar el inal de mi camino. ¿Qué inal? ¿Ver Meca? He visto la Ciudad sagrada tantas veces, y conozco su vida tan a fondo, que ya no ofrece para mí ninguna promesa de nuevos descubrimientos. ¿O es que preveo quizá una nueva clase de descubrimiento? Así debe ser –porque me siento atraído hacia Meca por una extraña expectativa personal, como si este centro espiritual del mundo islámico, con su congregación multinacional de gentes de todas partes de mundo, fuera una especie de promesa, una puerta hacia un mundo más amplio que aquel en el que ahora vivo. No es que me haya cansado de Arabia; no, amo sus desiertos, sus ciudades y los usos de sus habitantes como siempre los he amado: aquel pequeño indicio de la vida en Arabia cuando pasaba por 151 e l ca m i n o a m e ca el desierto de sinaí hace unos diez años no ha quedado defraudado, y los años siguientes no han hecho sino conirmar mi expectativa original: pero desde mi noche junto al pozo hace dos días, ha surgido en mí la convicción de que Arabia me ha dado todo lo que podía dar. soy fuerte, joven y gozo de buena salud. Puedo viajar como un beduino –y lo he estado haciendo durante años– sin tienda y sin ninguna de las pequeñas comodidades que la gente de las ciudades de Nachd considera a menudo indispensables en los largos viajes por el desierto. Estoy familiarizado con todas las pequeñas artes de la vida beduina, y he llegado a adoptar, casi sin darme cuenta, las costumbres y hábitos del árabe de Nachd. ¿Pero, es esto todo? ¿He estado todo este tiempo en Arabia sólo para convertirme en un árabe? –¿o era quizá una preparación para algo que ha de llegar? • L a i mpacie nci a que siento ahora se parece bastante a la turbulenta impaciencia que experimenté al regresar a Europa después de mi primer viaje a Oriente Medio: el sentimiento de haberme visto forzado a detenerme en el umbral de una tremenda revelación que podría haberse producido ante mí si tan sólo hubiera tenido más tiempo… El impacto inicial de pasar del mundo de Arabia al de Europa había sido amortiguado en parte por los meses que pasé en Turquía después de abandonar siria en otoño de 1923. La Turquía de Mustafa Kamal no había entrado aún por aquellos días en su imitativa fase ‘reformista’; era todavía auténticamente turca en su vida y tradiciones y por lo tanto, dado el vínculo uniicador de su fe islámica, estaba aún relacionada con el desarrollo general de la vida en Arabia: pero el ritmo interno de Turquía parecía algo más pesado, menos transparente, menos aireado –y más occidental. Cuando viajaba en tren de Estambul a sofía y Belgrado no encontré una transición brusca entre este y oeste; las imágenes cambiaban gradualmente, un elemento retrocedía y otro iba ocupando imperceptiblemente su lugar –había menos minaretes y aumentaba la distancia entre ellos, los largos catanes de los hombres dejaban paso a las blusas ceñidas con un cinto de los 152 E S P Í R I T U Y CA R N E campesinos, los escasos árboles y las plantaciones de Anatolia se fundían en los bosques de coníferas de serbia– hasta que de repente, en la frontera italiana, me encontré de nuevo en Europa. sentado en el tren que me llevaba de Trieste a Viena, mis recientes impresiones de Turquía empezaron a perder toda su vivacidad y la única realidad que pervivía en la memoria eran los dieciocho meses que había pasado en países árabes. Me dejó casi aturdido ver que estaba mirando el escenario de Europa, antaño tan familiar, con los ojos de un extranjero. La gente parecía tan fea, sus movimientos desmañados y torpes, sin relación directa con lo que realmente sentían y querían: y de repente me di cuenta de que a pesar de la apariencia externa de intencionalidad en todos sus actos vivían, sin darse cuenta, en un mundo ilusorio… Obviamente, mi contacto con los árabes había cambiado completa e irreversiblemente mi idea de lo que consideraba esencial en la vida; y con cierto estupor recordé que ya otros europeos habían experimentado la vida en Arabia antes de mí; ¿cómo era posible, pues, que no se hubieran sentido horrorizados ante este descubrimiento? ¿O, sí lo habían sentido? ¿se habría sentido, quizás, alguno de ellos tan impresionado como lo estaba yo ahora…? (La respuesta a esta pregunta me llegaría años más tarde, en Arabia: vino del dr. Van der Meulen, entonces pastor holandés en Yedda. Era un hombre de cultura extensa y polifacética, que se aferraba a su fe cristiana con un fervor raro hoy en día entre los occidentales y que, comprensiblemente, no era amigo del Islam como religión. A pesar de ello, me confesó que amaba Arabia más que a ningún otro país que hubiera conocido, incluido el suyo. Cuando su servicio en el Hiyaz estaba llegando a su in, me dijo un día: ‘No creo que alguien con sensibilidad pueda mantenerse inmune al encanto de la vida en Arabia, o pueda arrancarla de su corazón después de haber vivido un tiempo entre los árabes. Cuando uno se va, lleva para siempre consigo la atmósfera de esta tierra desértica, y mirará hacia atrás siempre con añoranza –aunque su casa se encuentre en regiones más ricas y más hermosas…’) Me detuve unas pocas semanas en Viena y celebré una reconciliación con mi padre. Éste había superado ya su enojo conmigo por 153 e l ca m i n o a m e ca haber dejado mis estudios en la universidad y la forma brusca en que había abandonado su techo. después de todo, ahora era corresponsal del Frankfurter Zeitung –un nombre que la gente de Europa Central pronunciaba casi con reverencia en aquellos días– y había justiicado mi airmación jactanciosa de que ‘saldría adelante’. de Viena fui directamente a Frankfurt a presentarme personalmente en las oicinas del periódico para el que había estado escribiendo durante más de un año. Lo hice con bastante aplomo, pues las cartas de Frankfurt dejaban claro que mi trabajo era valorado; y con un sentimiento de haber ‘llegado’ entré en el ediicio sombrío y anticuado del Frankfurter Zeitung y envié mi tarjeta de visita al redactor jefe, el internacionalmente famoso dr. Heinrich simon. Al hacer mi entrada, se quedó mirándome por un momento mudo de asombro, olvidándose casi de levantarse de su sillón; pero rápidamente recuperó la compostura, se levantó y me dio la mano: ‘siéntese, siéntese. Le estaba esperando.’ Pero seguía mirándome ijamente en silencio hasta que empecé a sentirme incómodo. ‘¿Ocurre algo, dr. simon?’ ‘No, no, no es nada –o, en realidad, sí ocurre…’ Y entonces soltó una carcajada y prosiguió: ‘Por alguna razón esperaba encontrarme con un hombre maduro con gafas de montura de oro –y me encuentro con un muchacho… oh, le pido perdón; porque ¿cuántos años tiene usted?’ de repente recordé al jovial comerciante holandés de El Cairo que me había hecho la misma pregunta el año anterior; y me eché a reír: ‘Tengo veintitrés años, señor –casi veinticuatro.’ Y luego añadí: ‘¿Me encuentra demasiado joven para el Frankfurter Zeitung?’ ‘No…’ respondió simon lentamente, ‘no para el Frankfurter Zeitung, sino para sus artículos. Me había formado la idea de que sólo un hombre mucho mayor sería capaz de vencer su deseo natural de autoairmación y dejar su personalidad, como hace usted, en un segundo plano en sus escritos. Este es, como usted ya sabe, el secreto del periodismo maduro: escribir objetivamente acerca de lo que uno ve, oye y piensa sin relacionar directamente esas experiencias con nuestras experiencias personales… Por otro lado, ahora que lo pienso, 154 E S P Í R I T U Y CA R N E sólo alguien muy joven podría haber escrito con tanto entusiasmo, con tanta –como lo diría– ilusión…’ Entonces suspiró: ‘Espero que no la pierda y que no se vuelva tan presumido y hastiado como todos los demás…’ El descubrimiento de mi extrema juventud pareció reforzar al dr. simon en su convicción de que había encontrado a un corresponsal muy prometedor; y estuvo totalmente de acuerdo en que debía volver lo antes posible a Oriente Medio –cuanto antes mejor. Económicamente, no existían obstáculos ya para semejante plan, pues la inlación alemana hacía tiempo que había sido superada y la estabilización de la moneda había traído consigo casi inmediatamente una ola de prosperidad. El Frankfurter Zeitung podía permitirse de nuevo inanciar los viajes de sus enviados especiales. sin embargo, antes de volverme a marchar, tenía que escribir el libro para el que me había comprometido en un principio con el periódico; y se decidió que durante ese tiempo trabajaría en la oicina editorial para adquirir un conocimiento profundo del funcionamiento de un gran periódico. A pesar de mi impaciencia por viajar al extranjero, aquellos meses en Frankfurt fueron tremendamente estimulantes. El Frankfurter Zeitung no era sólo un periódico grande; era casi un instituto de investigación. daba empleo a cuarenta redactores altamente cualiicados, además de numerosos sub-redactores y ayudantes en las salas de noticias. El trabajo editorial estaba altamente especializado, y cada área del mundo y cada tema político o económico importante estaba a cargo de un destacado experto en ese campo: de acuerdo con una antigua tradición de que los artículos y comunicados de prensa del Frankfurter Zeitung no debían ser simplemente relejos efímeros de acontecimientos pasajeros sino, más bien, una especie de evidencia documental a la que los políticos y los historiadores pudieran recurrir. Era algo sabido que en el Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín los editoriales y análisis políticos del Frankfurter Zeitung eran archivados con la misma reverencia que se daba a las notes verbales de los gobiernos extranjeros. (de hecho, se dice que Bismarck dijo acerca del entonces jefe de la oicina del periódico 155 e l ca m i n o a m e ca en Berlín: ‘El sr. stein es el Embajador del Frankfurter Zeitung en la Corte de Berlín.’) ser miembro de semejante organización era realmente muy gratiicante para un hombre de mi edad; más aún cuanto que mis opiniones dubitativas acerca de Oriente Medio eran recibidas con atención seria por los redactores y a menudo fueron el tema central de las conferencias editoriales diarias; y el triunfo inal llegó el día en que se me pidió que escribiera un editorial sobre un problema de actualidad en Oriente Medio. • Mi t r a ba jo en el Frankfurter Zeitung dio un gran ímpetu a mi pensamiento consciente. Empecé a relacionar, con mayor claridad que antes, mis experiencias en Oriente con el mundo occidental del que ahora formaba parte de nuevo. Igual que meses atrás había descubierto una conexión entre la seguridad emocional de los árabes y la fe que profesaban, ahora empezó a hacerse claro para mí que la falta de integración interna de Europa y el estado caótico de su moralidad podían deberse a su falta de contacto con la fe religiosa que había conformado la civilización occidental. Me veía ante una sociedad que buscaba una nueva orientación espiritual después de haber abandonado a dios: pero evidentemente muy pocos occidentales comprendían lo que estaba ocurriendo. La mayoría parecía pensar, consciente o inconscientemente, más o menos así: ‘Puesto que nuestra razón, nuestros experimentos cientíicos y nuestros cálculos no revelan nada deinitivo acerca del origen de la vida humana ni de su destino después de la muerte física, debemos concentrar todas nuestras energías en el desarrollo de nuestro potencial material e intelectual y no dejar que la ética y los postulados morales trascendentales basados en suposiciones que no pueden ser probadas cientíicamente detengan nuestro avance.’ Así, aunque la sociedad occidental no negaba expresamente a dios, simplemente no tenía lugar para Él en su sistema intelectual. En mi juventud, después de haberme sentido decepcionado con la religión de mis antepasados, había relexionado bastante sobre el cristianismo. A mi manera de ver, el concepto cristiano de dios era ininitamente superior al del Antiguo Testamento puesto que no res156 E S P Í R I T U Y CA R N E tringía la solicitud de dios a un grupo de gente concreto sino que postulaba su paternidad sobre toda la humanidad. Había, sin embargo, un elemento en la perspectiva religiosa cristiana que disminuía la universalidad de su planteamiento: la distinción que hacía entre el alma y el cuerpo, entre el mundo de la fe y el mundo de los asuntos prácticos. debido a su temprano divorcio de todas aquellas tendencias que apuntaban a una airmación de la vida y de las empresas mundanales, el cristianismo había dejado, a mi entender, de suministrar un empuje moral a la civilización occidental. sus partidarios se habían acostumbrado a la idea de que la religión no debía ‘inmiscuirse’ en los aspectos prácticos de la existencia; se contentaban con una fe religiosa que fuera sólo una convención tranquilizadora, cuyo propósito era cultivar un vago sentido de moralidad personal –especialmente de moralidad sexual– en hombres y mujeres. En esto contaban con el apoyo de la rancia actitud de una Iglesia que, siguiendo el principio de la división entre ‘lo que es de dios y lo que es del Cesar’, había dejado casi al margen todo el campo de las actividades sociales y económicas –y el resultado fue que la política y el comercio cristianos se desarrollaron en una dirección enteramente distinta de todo lo que Cristo había contemplado. Al no proveer a sus seguidores de una guía concreta en los asuntos mundanos, la religión que profesaba el mundo occidental había fracasado en lo que, para mí, parecía haber sido la verdadera misión de Cristo y que es, de hecho, la tarea cardinal de toda religión: mostrar al hombre no sólo como sentir, sino también como vivir, rectamente. Con el sentimiento instintivo de haber sido de alguna forma defraudado por su religión, el hombre occidental había perdido, en el curso de los siglos, toda fe real en el cristianismo; con la pérdida de esta fe, había perdido el convencimiento de que el universo era la expresión de una Mente Planiicadora y formaba por tanto un todo orgánico; y perdido este convencimiento, vivía ahora en un vacío espiritual y moral. En el distanciamiento gradual de Occidente respecto del cristianismo veía yo una rebelión contra el desprecio paulino por la vida que tan temprano, y de forma tan completa, había oscurecido las en157 e l ca m i n o a m e ca señanzas de Cristo. ¿Cómo podía, pues, la sociedad occidental considerarse cristiana? Y, sin una fe concreta, ¿cómo podría tener esperanzas de superar su caos moral presente? Nuestro mundo occidental era un mundo agitado y convulso. destrucción, violencia y derramamiento de sangre a una escala sin precedentes; el colapso de muchas convenciones sociales, el choque de ideologías, una lucha amarga, todos contra todos, por nuevos estilos de vida: estos eran los signos de nuestro tiempo. del humo y del desastre de una guerra mundial, brotaban innumerables guerras más pequeñas y un cúmulo de revoluciones y contrarrevoluciones salidas de crisis económicas que superaban todo lo conocido hasta entonces: de todos esos horrendos acontecimientos emergía la verdad de que la actual concentración del Occidente en el progreso material y técnico jamás lograría reemplazar el caos existente con algo que se asemejara a un orden estable. Mi convicción juvenil e instintiva de que ‘no sólo de pan vive el hombre’ se cristalizó en la convicción intelectual de que la actual adoración del ‘progreso’ era solamente un sustituto pobre y espectral de una fe anterior en valores absolutos –una seudo-fe ideada por gente que había perdido toda fuerza interior para creer en valores absolutos y se engañaba ahora con la creencia de que de alguna forma, por el mero impulso evolutivo, el hombre superaría sus diicultades presentes… No conseguía yo ver cómo todos esos nuevos sistemas económicos nacidos de esta fe ilusoria podían representar algo más que un paliativo para la miseria de la sociedad occidental: en el mejor de los casos, podrían curar algunos de los síntomas, pero jamás la causa. • Mie n t r a s tr a ba ja ba en el equipo editorial del Frankfurter Zeitung, visitaba con frecuencia Berlín, pues allí residían la mayoría de mis amigos; y fue en uno de esos viajes cuando conocí a la mujer que luego se convertiría en mi esposa. desde el momento en que fui presentado a Elsa en medio del bullicio del romanisches Café, me sentí fuertemente atraído, no sólo por su delicada belleza –su rostro estrecho de huesos inos, con unos ojos serios de un azul profundo y su boca sensible que denotaba humor y 158 E S P Í R I T U Y CA R N E amabilidad –sino más aún por el carácter interior, sensualmente intuitivo, de su manera de ver a las personas y a las cosas. Era pintora. su trabajo, que conocería más tarde, puede que no fuese excepcional, pero tenía la misma impronta de serena intensidad que expresaba en todos sus gestos y palabras. Aunque era unos quince años mayor que yo –o sea, rondaba los cuarenta– su rostro terso y su cuerpo esbelto y lexible le daban un aspecto mucho más joven. Era probablemente la mejor representante del tipo ‘nórdico’ puro que yo haya conocido, y poseía toda la claridad y nitidez de peril sin nada de la angulosidad y impasibilidad que tan a menudo van asociadas con aquel. Provenía de una de esas viejas familias de Holstein que podrían describirse como el equivalente nor-germánico de la ‘yeomanry’–la clase de los pequeños terratenientes ingleses; pero la libertad poco convencional de sus modales había hecho que la campechanería rural dejara paso a una afectuosidad y un encanto muy poco nórdicos. Era viuda y tenía un hijo de seis años al que estaba dedicada por entero. La atracción debió ser mutua desde un principio, porque después de aquel primer encuentro nos vimos muy a menudo. Lleno como estaba yo de mis recientes impresiones del mundo árabe, naturalmente se las comuniqué a Elsa; y ella, al contrario que la mayoría de mis otros amigos, mostró una comprensión y simpatía extraordinarias por los fuertes sentimientos e ideas, aún en estado incipiente, que esas impresiones había provocado en mí: hasta tal punto que cuando escribí una especie de introducción al libro en el que describía mis viajes por Oriente Medio, sentí como si estuviera dirigiéndome a ella: Cuando un europeo viaja a otro país de Europa que no ha visitado con anterioridad, continua moviéndose en su propio entorno, si bien quizá algo ensanchado, y puede captar fácilmente la diferencia entre las cosas que el hábito ha hecho familiares y la novedad de aquello que se va encontrando. Porque, tanto si somos alemanes o ingleses, o si viajamos por Francia, Italia o Hungría, el espíritu de Europa nos uniica a todos. Al vivir en una esfera de asociaciones claramente demarcada, podemos entendernos mutuamente y hacernos entender por medio de 159 e l ca m i n o a m e ca esas asociaciones como si se tratase de un lenguaje común. Llamamos a este fenómeno ‘comunidad de cultura’. Su existencia representa indudablemente una ventaja; pero como todas las ventajas que provienen del hábito, también esta es a veces una desventaja: pues a veces nos vemos envueltos en este espíritu universal como entre capas de algodón; que nos acunan hasta sumir a nuestro corazón en un estado de pereza; que nos ha hecho olvidar los esfuerzos de equilibrista de nuestros primeros y más creativos años –aquel lanzarse en pos de realidades intangibles. En aquellos tiempos quizá se hubieran descrito como ‘posibilidades intangibles’, y los hombres que iban tras ellas –fueran descubridores, aventureros o creadores– buscaban únicamente los manantiales más recónditos de sus propias vidas. Nosotros, epígonos de aquellos, buscamos también nuestras propias vidas –pero nos obsesiona el deseo de asegurar nuestra vida antes de que se despliegue. Y sospechamos vagamente el pecado oculto en tal empeño. Muchos europeos empiezan a sentirlo hoy: el terrible riesgo de huir de los riesgos. En este libro describo un viaje por una región cuya ‘diferencia’ con Europa es demasiado grande para que pueda salvarse fácilmente: y la diferencia se asemeja, en cierto sentido, al riesgo. Abandonamos la seguridad de nuestro entorno demasiado uniforme, en el cual existen pocas cosas que no nos resulten familiares y nada que sea sorprendente, y nos adentramos en la tremenda extrañeza de ‘otro’ mundo. No nos engañemos: en ese otro mundo quizá comprendamos esto o aquello entre las múltiples impresiones coloristas que nos encontramos, pero nunca podremos captar conscientemente todo el panorama, como podríamos hacerlo en un país occidental. No es sólo espacio lo que nos separa de la gente de ese ‘otro’ mundo. ¿Cómo comunicarnos con ellos? No basta con hablar su idioma; para comprender su sentimiento por la vida uno tendría que entrar del todo en su medio y empezar a vivir dentro de sus asociaciones. ¿Es posible esto? Y –¿sería deseable? Después de todo, puede que resultase un mal negocio cambiar nuestros viejos hábitos familiares de pensamiento por otros extraños y desconocidos. Pero, ¿estamos excluidos realmente de ese mundo? Yo no lo creo. Nuestro sentimiento de exclusión está basado en un error típico en nuestra ma160 E S P Í R I T U Y CA R N E nera de pensar occidental: acostumbramos a subestimar el valor creativo de lo desconocido y nos sentimos tentados a violentarlo, a apropiarnos de ello, en nuestros propios términos, y absorberlo en nuestro entorno intelectual. Sin embargo, a mi entender, nuestros inquietos tiempos no permiten ya una conducta tan displicente; muchos de nosotros empezamos a comprender que la distancia cultural puede, y debería, ser salvada con medios distintos a la violación intelectual: podría salvarse sometiendo nuestros sentidos a ella. Al ser este mundo nuevo tan absolutamente distinto de todo lo que hemos conocido en nuestro país; al brindarnos tantas cosas que resultan asombrosamente extrañas en imagen y en sonido, a veces, si te permites prestarle tu atención, te roza con un recuerdo pasajero de cosas antaño sabidas y olvidadas hace mucho tiempo: esas realidades intangibles de tu propia vida. Y cuando este soplo de recuerdo llega hasta ti a través del abismo que separa tu mundo de ese otro, ese mundo inusual, te preguntas si acaso no es ahí –y sólo ahí– donde radica el sentido de todo vagar: descubrir la extrañeza del mundo que nos rodea y despertar así tu propia realidad personal, sumida en el olvido… Y dado que Elsa comprendía intuitivamente lo que yo, torpemente, como quien tantea a oscuras, trataba de transmitir con estos balbuceos, sentía fuertemente que ella, y sólo ella, podía comprender lo que estaba buscando y podía ayudarme en mi búsqueda… –2– Ha t r a ns cur r id o otro día de vagar. Hay silencio dentro de mí, y la noche está en silencio a mi alrededor. El viento pasa suave sobre las dunas y forma pequeños rizos de arena sobre sus pendientes. En el reducido círculo de la fogata puedo ver la igura de Zayid ocupado con sus cacharros y sartenes, nuestras alforjas tiradas al lado donde las dejamos al hacer el campamento para pernoctar, y nuestras sillas de montar con sus altas perillas de madera. un poco más allá, fundiéndose ya con la oscuridad, los cuerpos echados de los dos dromedarios, cansados después de la larga marcha, con sus cuellos estirados sobre la arena; y más allá aún, apenas visible bajo la luz de 161 e l ca m i n o a m e ca las estrellas, pero tan próximo a ti como el latido de tu corazón, el desierto vacío. Existen muchos paisajes más hermosos en el mundo, pero ninguno, creo yo, capaz de moldear tan soberanamente el espíritu del hombre. Con su rigor y su parquedad, el desierto despoja nuestro deseo de comprender la vida de todo subterfugio, de todos los múltiples engaños con los que una naturaleza más exuberante atrapa la mente del hombre y hace que proyecte sus propias imaginerías sobre el mundo que le rodea. El desierto está desnudo y limpio y no conoce término medio. Barre del corazón del hombre todas las preciosas fantasías que podrían ser usadas como una mascarada para los antojos personales, y le hace libre para someterse al Absoluto que no tiene imagen: lo más lejano de cuanto es lejano y lo más próximo de cuanto está próximo. desde que el hombre empezó a pensar el desierto ha sido la cuna de todas sus creencias en el dios Único. Cierto que en entornos más suaves y en climas más bonancibles los hombres han alcanzado, una y otra vez, un vislumbre de su existencia y unicidad, como, por ejemplo, en el ancestral concepto griego de Moira, el Poder indeinible detrás y por encima de los dioses del Olimpo: pero tales conceptos fueron sólo producto de un sentimiento difuso, adivinación más que conocimiento cierto –hasta que el conocimiento irrumpió con deslumbrante certeza sobre hombres del desierto y del desierto hacia fuera. Fue de una zarza ardiendo en el desierto de Madián desde donde la voz de dios llamó a Moisés; fue en el yermo del desierto de judea donde jesús recibió el mensaje del reino de dios; y fue en la cueva de Hira, en las colinas del desierto próximas a Meca, donde Muhammad de Arabia recibió su primera llamada. Le llegó en aquel barranco estrecho y seco entre colinas rocosas, aquel valle desnudo y quemado por el sol –un omnímodo sí a la vida, tanto del espíritu como de la carne: una llamada que estaba destinada a dar forma y propósito a una nación informe de tribus, y a extenderse en pocas décadas por medio de ella, como una llama y una promesa, hasta el Océano Atlántico en el oeste y hasta la Gran Muralla de China en el este: destinada a perdurar hasta nuestros días, más de 162 E S P Í R I T U Y CA R N E trece siglos después, como un gran poder espiritual, perviviendo a toda la decadencia política, sobreviviendo a la gran civilización que había producido: la llamada que recibió el Profeta de Arabia… • d ue r mo y m e de spierto. Pienso en los días que han pasado pero que no están muertos; y me duermo otra vez y sueño; y me despierto de nuevo y me incorporo, mientras el sueño y el recuerdo luyen juntos, pausadamente, en la penumbra de mi despertar. La noche se aproxima a la mañana. El fuego se ha apagado del todo. Arrebujado en su manta, Zayid duerme; nuestros dromedarios están tumbados, inmóviles, como dos montones de tierra. Las estrellas son visibles aún, y podrías pensar que todavía queda tiempo para dormir: pero en el cielo oriental aparece, baja, naciendo pálidamente de la oscuridad, una débil franja de luz sobre otra franja más oscura sobre el horizonte: las precursoras gemelas del amanecer. El tiempo de la oración de la mañana. Oblicuamente sobre mi cabeza veo el lucero de la mañana, al que los árabes llaman As-Suhra, ‘La radiante’. si les preguntas acerca de ella, te dirán que La radiante fue en tiempos una mujer… Había una vez dos ángeles, Harut y Marut, que olvidaron ser humildes, virtud propia de los ángeles, y se jactaron de su invencible pureza: ‘Estamos hechos de luz; estamos por encima del pecado y del deseo, no como los débiles hijos del hombre, hijos del oscuro vientre de una madre.’ Pero olvidaban que su pureza no provenía de su fortaleza, pues eran puros sólo porque desconocían el deseo y nunca habían tenido que resistirlo. su arrogancia disgustó al señor, y les dijo: ‘Bajad a la tierra y someteos allí a vuestra prueba.’ Los ángeles soberbios descendieron a la tierra y vivieron, encarnados en cuerpos humanos, entre los hijos del hombre. Y en su primera noche se encontraron con una mujer cuya belleza era tal que la gente la llamaba La radiante. Cuando los ángeles la contemplaron con los ojos y sentimientos que ahora tenían, quedaron confusos y, como si hubieran sido hijos de hombre, se despertó en ellos el deseo de poseerla. uno y otro le dijeron: ‘sé complaciente conmigo’; pero La radiante contestó: ‘Hay un hombre a quien pertenezco; si me quieres debes 163 e l ca m i n o a m e ca librarme de él.’ Y mataron al hombre; y con las manos manchadas aún con la sangre injustamente derramada, dieron satisfacción a su ardiente lujuria con la mujer. Pero apenas les hubo abandonado el deseo, los dos antiguos ángeles vieron cómo en su primera noche en la tierra habían pecado doblemente –de asesinato y de fornicación– y que su jactancia había sido vana… Y el señor dijo: ‘Escoged entre el castigo en este mundo o el castigo en el Más Allá.’ Llevados de su amargo arrepentimiento, los ángeles caídos escogieron el castigo en este mundo: y el señor ordenó que fueran colgados de cadenas entre el cielo y la tierra y que permanecieran colgados así hasta el día del juicio como advertencia para ángeles y hombres de que toda virtud se destruye a sí misma si pierde la humildad. Pero como ningún ser humano puede ver a los ángeles, dios transformó a La radiante en una estrella en los cielos para que la gente pudiera verla y, al recordar su historia, recordase también la suerte de Harut y Marut. El peril de esta leyenda es muy anterior al Islam; parece tener su origen en uno de los numerosos mitos que los antiguos semitas tejieron en torno a su diosa Ishtar, la posterior Afrodita de los griegos, asociadas ambas con el planeta que ahora llamamos Venus. Pero en la forma en que yo la escuché, la historia de Harut y Marut es una creación típica de la mente musulmana, una ilustración de la idea de que la pureza abstracta, o la ausencia de pecado, carece de signiicación moral si proviene de una mera carencia de impulsos y deseos: pues ¿no es acaso la continua necesidad de escoger entre el bien y el mal la premisa de toda moralidad? Los pobres Harut y Marut ignoraban esto. Como al ser ángeles jamás se habían visto expuestos a la tentación, se habían considerado puros y moralmente superiores al hombre –sin comprender que la negación de la ‘legitimidad’ de los impulsos corporales implicaría indirectamente una negación de cualquier valor moral en la existencia humana: porque sólo la presencia de impulsos, tentaciones y conlictos –la posibilidad de elegir– hace del hombre, y sólo del hombre, un ser moral: un ser dotado de alma. Es en virtud de esta concepción por lo que, entre todas las religiones superiores, únicamente el Islam considera el alma del hombre 164 E S P Í R I T U Y CA R N E como un aspecto de su ‘personalidad’ y no un fenómeno independiente por derecho propio. Así, para el musulmán, el crecimiento espiritual del hombre va ligado inseparablemente a todos los demás aspectos de su naturaleza. Los impulsos físicos son parte integrante de esta naturaleza: no el resultado de un ‘pecado original’ –un concepto totalmente ajeno a la ética del Islam– sino fuerzas positivas de designio divino, que deben ser aceptadas y usadas con sensatez: de ahí que el problema para el hombre no sea cómo suprimir las demandas de su cuerpo sino, más bien, cómo armonizarlas con las demandas de su espíritu de forma que la vida llegue a ser plena y recta. La raíz de esta airmación casi monista de la vida se encuentra en el principio islámico de que la naturaleza original del hombre es esencialmente buena. Contrariamente a la idea cristiana de que el hombre nace en pecado, o la enseñanza del Hinduismo de que es originalmente bajo e impuro y debe atravesar penosamente una larga serie de encarnaciones para llegar a la meta inal de la perfección, el Corán dice: En verdad, creamos al hombre en un estado perfecto –un estado de pureza que puede ser destruido sólo por la mala conducta posterior– y luego lo reducimos a lo más abyecto, a excepción de aquellos que tienen fe en Dios y hacen buenas obras. –3– L os pa l me r a le s de Hail se extienden ante nuestros ojos. Nos detenemos junto a una antigua torre de vigía en ruinas para adecentarnos antes de entrar en la ciudad; pues la antigua costumbre árabe, haciendo hincapié siempre en la estética personal, exige que el viajero entre en una ciudad con sus mejores ropas, fresco y aseado como si acabara de montar en su dromedario. Así pues, utilizamos el agua que nos queda para lavarnos las manos y la cara, recortamos nuestras descuidadas barbas y sacamos de las alforjas nuestras túnicas más blancas. Cepillamos las semanas de polvo del desierto de nuestras abayas y de las borlas de vivos colores de nuestras alforjas, y adornamos a los camellos con sus mejores galas; y entonces estamos preparados para presentarnos en Hail. Esta ciudad es muchísimo más arábiga que Bagdad, por ejemplo, 165 e l ca m i n o a m e ca o que Medina; no contiene elementos de países o pueblos no árabes; está pura y sin adulterar como un cuenco de leche recién ordeñada. No se ven vestiduras extranjeras en el bazar, sólo amplias abayas, cuiyyas e igals de Arabia. Las calles están mucho más limpias que las de cualquier otra ciudad de Oriente Medio –más limpias, aún, que las de cualquier otra ciudad de Nachd, conocido por su limpieza poco oriental (probablemente porque la gente de esta tierra, al haber sido siempre libres, han conservado un mayor grado de amor propio que en otros lugares de Oriente). Las casas, construidas a base de capas horizontales de adobe, están bien conservadas –salvo las derruidas murallas de la ciudad que dan testimonio de la última guerra entre Ibn saud y la Casa de Ibn rashid y la conquista de la ciudad por Ibn saud en 1921. Los martillos de los latoneros dan forma a todo tipo de vasijas, las sierras de los carpinteros chirrían cortando la madera, los zapateros clavetean las suelas de las sandalias. Camellos cargados de leña y pellejos llenos de mantequilla serpentean entre la multitud; otros camellos, que los beduinos han traído para vender, llenan el aire con sus bramidos. Alforjas de alegre colorido fabricadas en Al-Hasa son palpadas por manos expertas. Los subastadores, un elemento siempre presente en cualquier ciudad de Arabia, recorren el bazar arriba y abajo, proclamando a gritos sus mercancías. Aquí y allá puedes ver halcones de caza dando saltitos sobre sus perchas de madera, atados con inas tiras de cuero. Perros de caza saluqi, color miel, estiran sus esbeltas patas con pereza echados al sol. Enjutos beduinos con abayas raídas, criados y guardaespaldas del emir bien vestidos –casi todos ellos de las provincias del sur– se mezclan con comerciantes de Bagdad, Basora y Kuwait y con los naturales de Hail. Estos últimos –es decir, los hombres, porque de las mujeres apenas se ve sino la negra abaya que les cubre la cabeza y el cuerpo– pertenecen a una de las razas más apuestas del mundo. Toda la gracia de aspecto y movimiento que la nación árabe ha alcanzado parece personiicada en esta tribu de shammar, de la que los poetas pre-islámicos cantaron: ‘En las tierras altas viven los hombres de acero y las mujeres castas y orgullosas.’ 166 E S P Í R I T U Y CA R N E Cuando llegamos ante el castillo del emir, donde nos proponemos pasar los próximos dos días, encontramos a nuestro anitrión reunido con su consejo al aire libre fuera de las puertas del castillo. Emir Ibn Musaad pertenece a la rama Yiluwi de la Casa de Ibn saud y es cuñado del rey. Es uno de los gobernadores más poderosos del rey, conocido como el ‘Emir del Norte’ porque ejerce su dominio no sólo sobre la provincia de Yabal shammar sino sobre todo el norte de Nachd hasta los conines de siria e Iraq –un territorio casi tan grande como Francia. El emir (que es un viejo amigo mío) y unos pocos sheijs beduinos de las estepas están sentados en el largo y estrecho banco de ladrillo adosado a la muralla del castillo. En cuclillas, formando una larga ila a sus pies, están los rayayil, los hombres-de-armas de Ibn Musaad, con riles y cimitarras con vainas de plata, que no se separan de él durante todo el día, no tanto como protección sino por prestigio; junto a ellos están los halconeros con sus pájaros posados sobre puños enguantados, otros criados inferiores, beduinos, una muchedumbre de sirvientes, grandes y pequeños, hasta los mozos de los establos –todos los cuales se sienten iguales como hombres a pesar de sus diferencias de posición. ¿Y cómo habría de ser de otra forma en esta tierra donde nadie llama a otro ‘mi señor’, excepto a dios en oración? Frente a ellos, formando un amplio semicírculo, están sentados en cuclillas los numerosos beduinos y ciudadanos que han venido a someter sus quejas y disputas al arbitraje del emir. Hacemos que nuestros camellos se echen fuera del círculo, dejándolos al cuidado de un par de criados que han acudido a nosotros y nos abrimos paso hacia el emir. Éste se levanta; y todos los que estaban sentados junto a él en el banco y en el suelo delante de él se levantan con él. Nos extiende la mano: ‘¡Ahlan wa-sahlan –que dios os dé vida!’ Beso al emir en la punta de la nariz y en la frente, y él me besa en ambas mejillas y me arrastra junto a él en el banco. Zayid encuentra un lugar entre los rayayil. Ibn Musaad me presenta a sus otros huéspedes; algunos rostros son nuevos para mí y otros me resultan familiares de años anterio167 e l ca m i n o a m e ca res. Entre estos está Gadbán ibn rimal, sheij supremo de los sinyara shammar –ese viejo y encantador guerrero al que siempre llamo ‘tío’. Nadie imaginaría por su aspecto casi harapiento que es uno de los jefes más poderosos del norte, y que ha cargado a su joven esposa con tanto oro y joyas que, según la creencia popular, dos esclavas jóvenes tienen que sostenerla cuando quiere salir de su enorme tienda que se alza sobre dieciséis postes. sus ojos brillan mientras me abraza y me susurra al oído: ‘¿No tienes aún una nueva esposa?’ –a lo que sólo puedo responder sonriendo y encogiéndome de hombros. Emir Ibn Musaad debe haber oído esta broma, porque suelta una carcajada y dice: ‘Café y no esposas es lo que un viajero necesita’ –y da una orden, ‘¡Qahwa!’ ‘¡Qahwa!’ repite el criado más próximo al emir; y el último en la otra punta de la ila recoge la orden, ‘¡Qahwa!’ –y así sucesivamente hasta que la ceremoniosa petición llega a la puerta del castillo y registra un eco en su interior. Enseguida aparece un criado trayendo en su mano izquierda la tradicional cafetera de latón y varias tacitas pequeñas en su mano derecha, sirve la primera al emir, la segunda para mí, y luego sirve a los demás invitados por orden de rango. La tacita es vuelta a llenar una o dos veces, y cuando un invitado señala que ha tomado bastante, es vuelta a llenar y pasada al siguiente hombre. El emir siente evidente curiosidad por los resultados de mi viaje a la frontera de Iraq, pero sólo revela su interés con breves preguntas sobre las incidencias del camino, reservando una indagación más completa para cuando estemos a solas. Luego prosigue con la vista judicial que mi llegada ha interrumpido. un tribunal tan informal sería inconcebible en Occidente. El emir, como gobernante y juez, recibe naturalmente el mayor de los respetos –pero no hay indicios de servilismo en el respeto que los beduinos le muestran. Cada uno de los demandantes y acusados se apoya orgullosamente en la conciencia de su libre humanidad; sus gestos no son dubitativos, sus voces suenan a menudo altas y enérgicas y todos se dirigen al emir como a un hermano mayor, lla168 E S P Í R I T U Y CA R N E mándole por su nombre –como los beduinos acostumbran a hacer con el propio rey– y no por su título. No hay signos de altivez en el comportamiento de Ibn Musaad. su apuesto rostro con su pequeña barba negra, su igura de mediana estatura y algo robusta relejan ese natural dominio de sí mismo y serena dignidad que en Arabia se asocian a menudo con un gran poder. Es grave y seco. Con palabras autoritarias decide inmediatamente los casos más sencillos y remite los más complejos, los que precisan de conocimientos de jurisprudencia, al cadi del distrito. No es fácil ser la autoridad suprema en una gran región de beduinos. Es necesario un conocimiento profundo de las diferentes tribus, de los parentescos familiares, las personalidades destacadas, las zonas de pasto de cada tribu, su historia e idiosincrasias para poder dar con la solución correcta en medio de la agitada complejidad de una querella entre beduinos. El tacto es tan importante aquí como la agudeza de intelecto, y ambos deben trabajar unidos con gran precisión para evitar un error: pues así como los beduinos jamás olvidan un favor que se les haya hecho, tampoco olvidan una decisión judicial que consideren injusta. Por otra parte, una decisión justa es aceptada casi siempre con buen talante hasta por aquellos contra los que se ha fallado. Ibn Musaad cumple estos requisitos probablemente mejor que los demás emires de Ibn saud; es tan equilibrado, tan sereno y tan carente de contradicciones internas que su instinto casi siempre le indica el camino acertado cuando su razón da con un callejón sin salida. Es un consumado nadador en la vida; se deja lotar en sus aguas y las domina adaptándose a ellas. dos beduinos harapientos le están presentando su disputa con voces y gestos agitados. Por lo general, los beduinos son gente difícil de tratar; siempre hay en ellos algo imprevisible, una excitabilidad sensible que desdeña el compromiso –siempre cielo e inierno uno al lado del otro. Pero ahora puedo ver cómo Ibn Musaad separa sus enconadas pasiones y las serena con sus palabras tranquilas. uno pensaría que iba a ordenar que uno se callara mientras el otro deiende lo que considera su derecho: pero no –les deja que hablen al mismo tiempo, atropellando a gritos la voz del otro, y sólo algunas veces interviene 169 e l ca m i n o a m e ca con unas breves palabras aquí y una pregunta allí– para sumergirse inmediatamente en sus apasionados argumentos; cede un poco, y al parecer retrocede, para interrumpirles un poco más tarde con un comentario apropiado. Es un espectáculo cautivador, esta adaptación de la mente del juez a una realidad interpretada de forma tan conlictiva por dos hombres airados: no es tanto una búsqueda de la verdad en sentido jurídico como un desvelamiento lento de una verdad objetiva que permanecía oculta. El emir avanza hacia esta meta a trompicones, va extrayendo la verdad como si tirase de una cuerda ina, lenta y pacientemente, sin que ni el demandante ni el acusado se den cuenta casi –hasta que de repente se detienen, se miran uno al otro asombrados, y caen en la cuenta: ha sido dictada sentencia –una sentencia tan claramente justa que no precisa de mayor explicación… Entonces, uno de los dos se pone en pie vacilante, arregla los pliegues de su abaya y tira de la manga a su antiguo oponente de forma casi amistosa: ‘Ven’ –y ambos se retiran, algo desconcertados aún y al mismo tiempo aliviados, murmurando el saludo de paz al emir. La escena es maravillosa, una auténtica obra de arte: un prototipo, creo yo, de esa fecunda colaboración entre la jurisprudencia y la justicia que está aún en su infancia en los tribunales y parlamentos occidentales –pero que brilla en toda su perfección aquí, en una polvorienta plaza de mercado ante el castillo de un emir árabe… Ibn Musaad, recostado indolentemente contra el muro de adobe, se concentra en el caso siguiente. su rostro, fuerte, surcado de líneas, y con unos ojos hundidos que son a la vez cálidos e penetrantes, es el rostro de un auténtico guía de hombres, un ejemplo magistral de la mayor cualidad de su raza: sentido común del corazón. Algunos de los demás presentes sienten evidentemente una admiración similar a la mía. un hombre sentado en el suelo delante de mí –un beduino de la tribu de Harb y uno de los hombres de armas del emir– estira el cuello hacia mí con una sonrisa: ‘¿No es como el sultán del que dice Mutannabi: Le conocí con su brillante espada envainada, Le vi cuando por ella corría la sangre, 170 E S P Í R I T U Y CA R N E Y le tuve siempre por el mejor de la humanidad: Pero lo mejor en él era su noble mente…?’ No me resulta chocante oír a un beduino analfabeto citar versos de un gran poeta árabe del siglo X –menos chocante desde luego que escuchar a un campesino bávaro citar a Goethe o un estibador inglés a William Blake o a shelley. Porque, aunque la educación esté más extendida en Occidente, las cimas de la cultura occidental no son compartidas realmente por el europeo o el americano medio –mientras que existen, por otra parte, segmentos muy amplios de musulmanes con una educación muy elemental y hasta analfabetos a veces, que participan, consciente y diariamente, de los logros culturales de su pasado. Igual que este beduino ha sido capaz en esta ocasión de recordar una estrofa apropiada de Mutannabi para ilustrar una situación de la que es testigo, muchos iraníes vestidos de harapos que jamás han ido a la escuela –aguadores, mozos de cuerda en el bazar, un soldado en un remoto puesto fronterizo– llevan en la memoria innumerables versos de Haiz o de Yami o de Firdausi y los tejen con evidente gusto en sus conversaciones cotidianas. Estos pueblos de musulmanes, aun habiendo perdido en gran medida la creatividad que tanto engrandeció su herencia cultural, conservan todavía hoy un contacto vivo y directo con los logros más brillantes de ella. • Aún r e cue r d o el dí a en que hice este descubrimiento en el bazar de damasco. Tenía en mis manos un gran cuenco de barro cocido. su forma era extrañamente solemne: grande y redondo, como una esfera algo achatada de proporciones casi musicales; de la redondez de su pared, que tenía la suavidad de una mejilla de mujer, salían dos asas perfectamente curvadas, dignas de un ánfora griega. Había sido moldeada a mano; aún podía discernir las huellas de los dedos de un humilde alfarero en el barro. Alrededor del borde del recipiente, curvado hacia dentro, había pintado con trazos irmes y rápidos de pincel un arabesco delicado que sugería una rosaleda en lor. Había trabajado con presteza, casi descuidadamente, mientras creaba esta espléndida simplicidad, evocadora de todas las glorias de la cerámi171 e l ca m i n o a m e ca ca salyuk y persa que uno admira en los museos de Europa: porque no había pretendido crear una obra de arte. simplemente estaba haciendo un recipiente para cocinar –nada más que un recipiente para cocinar, como los que un fel·lah o un beduino pueden adquirir en cualquier bazar por unas pocas monedas de cobre… Yo sabía que los griegos habían logrado una perfección similar o aún mayor, y probablemente también en la fabricación de recipientes para cocinar: porque también ellos –aguador, mozo de cuerda, soldado y alfarero– habían compartido realmente una cultura que no estaba basada en la excitación creadora de unos pocos individuos escogidos, en unas pocas cimas accesibles sólo a unos pocos genios, sino que era patrimonio de todos. El orgullo que les producían las cosas hermosas, los objetos que formaban parte de esa cultura, formaba parte también de sus afanes cotidianos: era una participación continua en un bien vivo y común. Mientras sostenía aquel recipiente en mis manos, lo supe: bendita la gente que cocina sus alimentos diarios en estos recipientes; benditos aquellos cuyo aserto de poseer una herencia cultural es algo más que una presunción vana… –4– ¿ Pue de s concederm e a hor a el placer de comer conmigo, oh Muhammad?’ La voz de Emir Ibn Musaad rompe mi ensimismamiento. Levanto la vista –y damasco retrocede al pasado, al que pertenece, y de nuevo estoy sentado en el banco al lado del ‘Emir del Norte’. La vista judicial ha concluido; uno a uno los litigantes se van. Ibn Musaad se levanta, y sus invitados y hombres de armas se levantan con él. La multitud de rayayil se abre para darnos paso. Cuando pasamos bajo el portalón de entrada cierran ilas y nos siguen hacia el patio interior del castillo. Poco después, el emir, Gadbán y yo nos sentamos a comer delante de una enorme fuente de arroz sobre la que hay un cordero asado entero. Aparte de nosotros hay sólo dos asistentes del emir y un par de sabuesos saluqi de color dorado en la habitación. El viejo Gadbán me pone la mano sobre el hombro y dice: ‘To172 E S P Í R I T U Y CA R N E davía no has contestado a mi pregunta –¿no tienes aún una nueva esposa?’ Me rio ante su insistencia: ‘Como ya sabe, tengo una esposa en Medina. ¿Por qué había de tomar otra?’ ‘¡Cómo! ¡Que Al·lah me proteja! ¡Una esposa –y aún eres joven! Pues cuando yo tenía tu edad…’ ‘Me dicen,’ exclama Emir Ibn Musaad, ‘que aún ahora no se te da del todo mal, sheij Gadbán.’ ‘Estoy hecho una ruina, oh Emir, que dios alargue tus años; pero a veces necesito un cuerpo joven para calentar mis viejos huesos… Pero, dime,’ volviéndose de nuevo a mí, ‘¿qué fue de aquella muchacha Mutairi con la que te casaste hace dos años? ¿Qué has hecho de ella?’ ‘¡Que! –nada: esa es la cuestión,’ respondo. ‘¿Nada…?’ repite el anciano, abriendo los ojos. ‘¿Tan fea era?’ ‘Que va, al contrario, era muy bonita…’ ‘¿Qué es todo esto?’ pregunta Ibn Musaad. ‘¿de qué muchacha Mutairi estáis hablando? Explícame, oh Muhammad.’ Y entonces empiezo a explicarle aquel matrimonio que no condujo a nada. Estaba entonces viviendo en Medina, solo y sin esposa. un beduino de la tribu de Mutair, llamado Fahad, solía pasarse horas todos los días en mi qahwa entreteniéndome con relatos de sus hazañas con Lawrence durante la Gran Guerra. un día me dijo: ‘No es bueno que un hombre viva solo como estás tú, porque se te coagulará la sangre en las venas: deberías casarte.’ Y cuando medio en broma le propuse que sugiriera una posible novia, respondió: ‘Eso es fácil. La hija de mi cuñado, Mutriq, está en edad casadera y yo, como hermano de su madre, puedo decirte que es muy bonita.’ siguiendo con la broma, le pido que averigüe si el padre aceptaría la idea. Y, he aquí, que al día siguiente el propio Mutriq vino a visitarme, obviamente abochornado. después de unas pocas tazas de café y bastantes rodeos, me dijo inalmente que Fahad le había hablado de que al parecer yo deseaba casarme con su hija. ‘Me sentiría honrado de tenerte por yerno, pero ruqayya es todavía una niña –sólo tiene once años…’ 173 e l ca m i n o a m e ca Fahad se puso furioso cuando supo de la visita de Mutriq. ‘¡Que sinvergüenza! ¡Que mentiroso sinvergüenza! La muchacha tiene quince años. No le gusta la idea de que se case con un no árabe pero, por otro lado, sabe lo próximo que estás a Ibn saud y no quiere ofenderte con una negativa directa; y por eso dice que es aún una niña. Pero te digo la verdad: sus pechos son así’ –y describió con sus manos unos senos de proporciones tentadoras– ‘como granadas maduras.’ Los ojos del viejo Gadbán brillan ante esta descripción: ‘¡Quince años, hermosa, y virgen… y dice que no era nada! ¿Qué más podrías desear?’ ‘Bueno, espera a que te cuente el resto de la historia… debo admitir que cada día estaba más interesado, y quizá algo picado por la resistencia de Mutriq. Le di diez soberanos de oro a Fahad y él hizo todo lo posible para convencer a los padres de la muchacha de que me la dieran en matrimonio; envié un regalo similar a su madre, la hermana de Fahad. No sé exactamente lo que pasó en su casa; todo lo que sé es que al inal los dos consiguieron convencer a Mufriq para que consintiera al matrimonio…’ ‘Este Fahad,’ dice Ibn Musaad, ‘parece un tipo astuto. Él y su hermana esperaban evidentemente una recompensa mayor de tu parte. ¿Y qué pasó luego?’ Prosigo con mi relato de cómo se celebró el matrimonio pocos días después, en ausencia de la novia que, según la costumbre, estuvo representada por su padre como guardián legal y testigo de su consentimiento –del cual dieron fe dos testigos. A esto siguió un banquete suntuoso, con los acostumbrados regalos para la novia (a la que aún no había visto), para sus padres, y para otros parientes cercanos –entre los que, como es natural, iguraba prominentemente Fahad. Esa misma tarde la madre y otras mujeres tapadas con velos trajeron a la novia a mi casa, mientras que desde las terrazas de las casas vecinas algunas mujeres cantaban canciones nupciales con acompañamiento de panderos. A la hora señalada entré en la habitación en la que me esperaban mi novia y su madre. Era incapaz de distinguir a una de la otra, por174 E S P Í R I T U Y CA R N E que ambas iban cubiertas de negro: pero cuando pronuncié las palabras de rigor: ‘Ya puede retirarse,’ una de las dos señoras tapadas se levantó y abandonó en silencio la habitación; y entonces supe que la que quedaba era mi esposa. ‘Y luego, hijo mío, ¿qué pasó luego?’ me anima Ibn rimal cuando me detengo en este punto de mi relato; y el emir me mira socarronamente. ‘Luego… Allí estaba sentada, la pobre chica, evidentemente aterrorizada por haber sido entregada de aquella forma a un hombre desconocido. Y cuando le pedí, tan amablemente como supe, que se quitara el velo de la cara, no hizo sino ceñirse aún más la abaya alrededor de ella.’ ‘¡siempre hacen eso!’ exclama Ibn rimal. ‘siempre están atemorizadas al comienzo de la noche de bodas; y, además, en una muchacha joven la modestia está muy bien. Pero después generalmente se alegran –¿no le ocurrió así a la tuya?’ ‘Bueno, no exactamente. Tuve que quitarle el velo yo mismo, y cuando lo hice pude contemplar a una muchacha de gran belleza con un rostro ovalado de color trigueño, ojos muy grandes y largas trenzas que caían hasta los cojines en los que estaba sentada; pero era realmente el rostro de una niña –no tendría más de once años, como había dicho su padre… La codicia de Fahad y de su hermana había hecho que me la describieran como de edad casadera, y el pobre Mufriq era inocente de todo engaño.’ ‘Bueno, ¿y qué?’ pregunta Ibn rimal, sin entender lo que yo intentaba decir. ‘¿Qué tiene de malo que tuviera once años? una chica crece, ¿no? Y crece más rápido en la cama de su marido…’ Pero Emir Ibn Musaad dice: ‘No, sheij Gadbán; él no es de Nachd, como tú. Tiene más cerebro en la cabeza.’ Y, sonriendo para mí, prosigue: ‘No hagas caso a Gadbán, oh Muhammad. Es un nachdi, y la mayoría de nosotros no tenemos el cerebro aquí’ –señalando su cabeza– ‘sino aquí’ –y señala a otra porción bien distinta de su anatomía. Nos reímos todos, y Gadbán murmura para sus barbas: ‘Entonces, desde luego yo tengo más cerebro que tú, oh Emir.’ 175 e l ca m i n o a m e ca Ante su insistencia, prosigo con la historia y les digo que, a pesar de las opiniones del viejo Gadbán sobre el asunto, la extremada juventud de mi novia-niña no representaba para mí una ventaja añadida. No podía sentir sino compasión por aquella muchacha que había sido víctima de la indigna estratagema de su tío. La traté como uno trataría a una niña, asegurándole que nada tenía que temer de mí; pero ella no decía nada y su temblor revelaba su pánico. rebuscando en una estantería, encontré una chocolatina y se la ofrecí: pero ella, que no había visto el chocolate en su vida, la rechazó con un movimiento brusco de cabeza. Intenté que se sintiera a gusto contándole una divertida historia de Las Mil y Una Noches, pero ni siquiera pareció entenderla, y menos aún hallarla divertida. Finalmente pronunció sus primeras palabras: ‘Me duele la cabeza…’ Conseguí unas tabletas de aspirina y se las puse en la mano junto con un vaso de agua. Pero esto no hizo sino provocarle un mayor pánico (sólo después supe que algunas de sus amigas le habían dicho que esa gente extraña de otras tierras a veces drogan a sus esposas en su noche de bodas para así violarlas más fácilmente). después de un par de horas o así, conseguí convencerla de que no tenía propósitos agresivos. Al inal se durmió como la niña que era, y yo me hice una cama sobre la alfombra en una esquina de la habitación. Por la mañana hice venir a su madre y le exigí que se llevara a la chica a su casa. La mujer se quedó estupefacta. jamás había oído de un hombre que rehusara un bocado tan exquisito –una muchacha virgen de once años– y debió pensar que algo en mí estaba decididamente mal. ‘¿Y luego qué?’ pregunta Gadbán. ‘Nada –la divorcié, habiéndola dejado tal como la encontré. No fue un mal negocio para la familia, que se quedó con la muchacha y con la dote que yo había pagado, además de los numerosos regalos. En cuanto a mí, se extendió el rumor de que no era un hombre y varios amigos bien intencionados intentaron convencerme de que alguien, quizá una ex esposa, me había puesto un hechizo, del que sólo podría librarme mediante un contrahechizo.’ 176 E S P Í R I T U Y CA R N E ‘Cuando pienso en tu posterior matrimonio en Medina, oh Muhammad, y en tu hijo,’ dice el emir con una sonrisa, ‘estoy seguro de que encontraste un contrahechizo eicaz…’ –5– Por l a no che , cuando estoy a punto de irme a acostar en la habitación que han puesto a mi disposición, encuentro a Zayid más callado de lo normal. Está de pie cerca de la puerta, visiblemente sumido en pensamientos distantes, con la barbilla descansando sobre el pecho y los ojos ijos en el medallón azul y verde musgo de la alfombra de jorasán que cubre el suelo. ‘¿Cómo te sientes, Zayid, al regresar a la ciudad de tu juventud después de todos estos años?’ –porque antes siempre se había negado a entrar en Hail cuando tuve ocasión de visitarla. ‘No estoy seguro, mi tío,’ responde despacio. ‘Once años… Once años hace que estuve aquí por última vez. Tú sabes que antes mi corazón no me dejaba venir aquí y ver a la Gente del sur gobernando en el palacio de Ibn rashid. Pero últimamente me he estado recordando a mí mismo las palabras del Libro: ‘¡Oh Dios, Señor de todo dominio! Tú das el dominio a quien Tú quieres y se lo quitas a quien Tú quieres; enalteces a quien Tú quieres y humillas a quien Tú quieres. En Tu mano está todo el bien, y Tú tienes poder sobre todas las cosas. sin duda, dios dio el dominio a la Casa de Ibn rashid, pero no supieron utilizarlo correctamente. Fueron generosos con la gente pero duros con su propia familia y desmedidos en su arrogancia; derramaron sangre, los hermanos matándose entre sí; y entonces dios les quitó el poder y se lo dio a Ibn saud. Creo que debo dejar de lamentarme –porque, ¿no está escrito en el Libro: Puede ser que améis algo y sea malo para vosotros –y puede que os desagrade algo y sea bueno para vosotros?’ Hay una dulce resignación en la voz de Zayid, una resignación que implica simplemente la aceptación de algo que ya ha ocurrido y que no puede deshacerse. Es esta aquiescencia del espíritu musulmán ante la inmutabilidad del pasado –su reconocimiento de que lo ocurrido tenía que ocurrir de esa forma particular y no podía haber sido de otra manera– lo que los occidentales han tomado a menudo 177 e l ca m i n o a m e ca por un ‘fatalismo’ inherente en el carácter de los musulmanes. Pero la aquiescencia del musulmán ante el destino se reiere al pasado, no al futuro: no es una negativa a actuar, sino una negativa a considerar la realidad del pasado como algo distinto a un acto de dios. ‘Y, además,’ continua Zayid, ‘Ibn saud no se ha portado mal con los shammar. Ellos lo saben, pues ¿acaso no le apoyaron con sus espadas hace tres años cuando ese perro de Ad-dawish se levantó contra él?’ Así había sido, y con la magnanimidad de los derrotados tan característica de los verdaderos árabes en sus mejores momentos. En aquel año fatídico de 1929, cuando el reino de Ibn saud se vio sacudido hasta sus cimientos por los golpes de la gran revuelta beduina encabezada por Faisal ad-dawish, todas las tribus shammar asentadas en Nachd dejaron a un lado su antigua animosidad hacia el rey, se unieron a él y contribuyeron en gran medida a su victoria inal sobre los rebeldes. Esta reconciliación fue realmente extraordinaria, porque sólo unos pocos años antes Ibn saud había conquistado Hail por la fuerza de las armas restableciendo así la hegemonía del sur sobre el norte; y más extraordinaria aún considerando la atávica antipatía mutua –más honda que cualquier disputa dinástica por el poder– entre la tribu de shammar y la gente del sur de Nachd, a la que pertenece Ibn saud. En gran medida, esta antipatía (que ni siquiera la reciente reconciliación ha conseguido erradicar del todo) es una expresión de la rivalidad tradicional entre norte y sur que se extiende por toda la historia de los árabes y está presente también en muchas otras naciones: porque a menudo una pequeña diferencia en el ritmo interno de la vida produce más hostilidad entre tribus muy próximas entre sí que la que puede llegar a causar la extrañeza racial entre naciones vecinas que son completamente distintas. Aparte de la rivalidad política, existe otro factor que juega un papel considerable en las divergencias emocionales entre el norte y el sur de Arabia. Fue en el sur de Nachd, en las cercanías de riyad, donde surgió hace unos doscientos años el reformista puritano Muhammad ibn Abd al-Wahhab, que incitó a las tribus –por entonces musulmanas sólo de nombre– a un nuevo entusiasmo religioso. Fue en la entonces insigniicante Casa de Ibn saud, señores de la pequeña pobla178 E S P Í R I T U Y CA R N E ción de dar’iyya, en la que el reformador consiguió un fuerte apoyo que dio fuerza de acción a su palabra inspiradora, y en pocas décadas reunió a gran parte de la Península en ese encendido e intransigente movimiento de fe conocido como ‘wahabismo’. En todas las guerras y conquistas de los wahabis en los últimos ciento cincuenta años, fue siempre la gente del sur la que enarboló la bandera del puritanismo, mientras que el norte sólo se unió a ellos tibiamente: pues aunque los shammar comparten en teoría los principios wahabis, sus corazones se han mantenido ajenos a la ardiente e inlexible convicción religiosa del sur. Al estar establecidos cerca de las zonas fronterizas, siria e Iraq, y haberse relacionado con ellos por medio del comercio, los shammar han adquirido con el paso de los siglos una suave moderación en su carácter y una tendencia a transigir que los más aislados sureños desconocen. Los hombres del sur sólo saben de extremos: y durante el último siglo y medio han vivido inmersos por completo en sueños de yihad –hombres orgullosos y altivos que se consideran a sí mismos los únicos representantes auténticos del Islam y tienen por heréticos a todos los demás musulmanes. Aún así, los wahabis no son en realidad una secta aparte. una ‘secta’ supone la existencia de ciertas doctrinas particulares que distinguen a sus seguidores de la gran masa de seguidores de esa misma fe. En el wahabismo, sin embargo, no existen doctrinas distintas –al contrario: este movimiento ha intentado eliminar todos los añadidos y doctrinas superpuestas que han surgido en el curso de los siglos en torno a las enseñanzas originales del Islam, y retornar al mensaje prístino del Profeta. dada su intransigente claridad, este fue sin duda un noble intento, que habría conseguido con el tiempo liberar al Islam de todas las supersticiones que han oscurecido su mensaje. de hecho, el origen de todos los movimientos renovadores en el Islam moderno –el movimiento Ahl-i-Hadiz en India, el movimiento sanusi en el norte de África, el trabajo de Yamal ud-din al-Afgani y del egipcio Muhammad Abduh– se remonta directamente al ímpetu espiritual creado en el siglo dieciocho por Muhammad ibn Abd al-Wahhab. Pero el desarrollo posterior de sus enseñanzas en Nachd adolece de dos defectos que han impedido que se convierta en una 179 e l ca m i n o a m e ca fuerza de renovación espiritual. uno de estos defectos es la estrechez con la que trata de coninar toda la vida de la religión a la observancia literal de sus preceptos, pasando por alto la necesidad de penetrar en su contenido espiritual. El otro defecto está enraizado en el propio carácter de los árabes –en esa orientación emocional zelótica y farisea que no concede a nadie el derecho a discrepar: una actitud tan típica del verdadero semita como su opuesto diametral –la total laxitud en asuntos de fe. Es una cualidad trágica de los árabes: oscilan siempre entre dos extremos y sin poder encontrar un término medio. Hace algún tiempo –apenas dos siglos– los árabes de Nachd estaban internamente más alejados del Islam que ningún otro grupo en el mundo islámico; y desde la llegada de Muhammad ibn Abd alWahhab se ven a sí mismos no sólo como los paladines de la fe sino casi como sus únicos propietarios. El signiicado espiritual del wahabismo –el afán por la renovación interior de la sociedad islámica– se vio corrompido casi al mismo tiempo en que se logró su objetivo externo –la obtención del poder político y social– con el establecimiento del reino saudita a inales del siglo dieciocho y su expansión en la mayor parte de Arabia a principios del diecinueve. Tan pronto como los seguidores de Muhammad ibn Abd al-Wahhab consiguieron el poder, su idea se convirtió en una momia: porque el espíritu no puede ser siervo del poder –y el poder no quiere ser siervo del espíritu. La historia de los wahabis en Nachd es la historia de una idea religiosa que se alzó en un principio en alas del entusiasmo y del anhelo para encallar luego en el bajío de una superioridad moral farisea. Porque toda virtud se destruye a sí misma tan pronto como deja de ser anhelo y humildad: ¡Harut! ¡Marut! 180 El Autor, 1927 (izquierda) Zayid ibn Ganim (arriba) Fortaleza de rumili Hissar, en el Bósforo (abajo) El rey Abd al-Aziz ibn saud Emir (después rey) Faisal, 1927 Emir (después rey) saud, 1928 salón de la casa del emir Ibrahim ibn subhan, en Hail Antiguos establos del palacio real en riyad Vista de riyad, 1927 Berlín, 1926. El día que el autor aceptó el Islam. Elsa y su hijo en Egipto La esposa del autor, Munira, y su hijo Talal, 1928 Emir (después rey) Abdullah de jordania Hayyi Agos salim de Indonesia. (derecha) reza jan (después sah) de Irán Mansur al-Asaf Mujer de Nachd un beduino de los ijuán un sulubbi Mezquita Haram (Meca), 1927 Medina Herat (Afganistán) El Autor, 1932 sayyid Ahmad, el Gran sanusi VI su E Ñ O s S –1– e r a m ig o y hué sped de un emir de Arabia signiica ser considerado y tratado como amigo y huésped por todos sus funcionarios, por sus rayayil, por los comerciantes de su capital, y hasta por los beduinos de los territorios que están bajo su autoridad. El invitado apenas puede mencionar un deseo sin que este sea satisfecho inmediatamente, siempre que sea posible; se ve abrumado hora tras hora por la cálida e incondicional simpatía que le envuelve en el mercado de la ciudad no menos que en los salones y corredores del castillo. Esto me ocurre, como en tantas otras ocasiones, durante los dos días que permanezco en Hail. si deseo tomar café, el sonido melodioso del mortero de bronce resuena inmediatamente en la antesala de mi habitación privada. Cuando por la mañana, menciono casualmente a Zayid en presencia de uno de los sirvientes del emir una hermosa silla de montar que acabo de ver en el bazar, por la tarde me la traen y la ponen a mis pies. Varias veces al día llegan regalos: un largo manto de lana de Cachemira con un diseño en color mango, o una cuiyya bordada, o una blanca piel de oveja curtida en Bagdad para la silla de montar, o una daga curvada de Nachd con empuñadura de plata… Y yo, que viajo sin apenas nada, no puedo ofrecer a cambio a Ibn Musaad sino un mapa inglés a gran escala de Arabia en el que, para gran alegría suya, he señalado laboriosamente los topónimos en árabe. La generosidad de Ibn Musaad se parece mucho a los modos de Ibn saud: lo que, después de todo, no resulta sorprendente conside189 e l ca m i n o a m e ca rando su estrecha relación. No sólo son primos sino que han compartido también –desde que Ibn saud era un joven e Ibn Musaad todavía un niño– la mayoría de las diicultades, vicisitudes y sueños de los primeros tiempos del reinado del rey. Y, además, sus relaciones personales se vieron reforzadas hace años por el matrimonio de Ibn saud con Yauhara, hermana de Ibn Musaad –la mujer que signiicó más para el rey que ninguna de las que desposó antes o después de ella. • Aunque mu ch a g ente ha tenido acceso a la amistad de Ibn saud, no muchos han tenido el privilegio de observar el aspecto más íntimo, y quizá más signiicativo, de su naturaleza: su gran capacidad para amar, la cual, si hubiera tenido ocasión de desarrollarse y perdurar, le hubiera llevado a alcanzar cimas mucho más altas que las que ha conseguido. se ha dado tanta publicidad al inmenso número de mujeres que ha desposado y divorciado que muchos observadores supericiales han llegado a considerarle como un especie de libertino obsesionado por una búsqueda incansable de placer carnal; y muy pocos, quizá ninguno, sabe que casi todos los matrimonios de Ibn saud –aparte de las alianzas dictadas por consideraciones políticas– eran fruto de un vago e insaciable deseo de recobrar el fantasma de un amor perdido. Yauhara, la madre de sus hijos Muhammad y jalid, fue el gran amor de Ibn saud; y aun ahora que han pasado cerca de trece años desde su muerte, el rey nunca habla de ella sin que se le forme un nudo en la garganta. debió haber sido una mujer extraordinaria –no simplemente hermosa (pues Ibn saud ha conocido y poseído muchas mujeres hermosas en su exuberante carrera marital) sino dotada también de esa instintiva sabiduría femenina que aúna el éxtasis del espíritu y el éxtasis del cuerpo. Ibn saud no deja que sus emociones se vean demasiado involucradas en sus relaciones con mujeres, y esto explica quizá la facilidad con la que se casa y divorcia a sus esposas. Pero con Yauhara parece haber alcanzado una plenitud que no se ha vuelto a repetir. Aunque tuviera otras esposas mientras ella vivía, su verdadero amor 190 sueños estaba reservado para ella de forma tan exclusiva como si hubiera sido su única esposa. solía escribir poemas de amor para ella; y una vez, en medio de uno de sus momentos expansivos, me dijo: ‘Cuando el mundo era oscuridad a mi alrededor y no podía ver la salida de los peligros y diicultades que me asediaban, me sentaba y escribía un poema a Yauhara; y cuando lo había acabado, el mundo aparecía iluminado, y sabía lo que tenía que hacer.’ Pero Yauhara murió durante la gran epidemia de gripe de 1919, que se llevó también al primogénito e hijo más amado de Ibn saud, Turki; y esta doble pérdida dejó en su vida una cicatriz que nunca llegó a cerrarse. No sólo era capaz de dar su corazón plenamente a una esposa o a un hijo. Amaba a su padre como muy pocos hombres aman al suyo. su padre –Abd ar-rahmán– a quien conocí en mis primeros años en riyad, aunque era un hombre amable y piadoso, no era ciertamente una personalidad eminente como su hijo, y no había jugado un papel muy espectacular durante su larga vida. No obstante, aun después de que Ibn saud adquiriera un reino por sus propios esfuerzos y fuera el gobernante indiscutido del país, se comportaba con su padre con tal humildad que jamás consentía en poner el pie en una habitación del castillo si Abd ar-rahmán estaba en la habitación de abajo –‘porque,’ decía, ‘¿cómo puedo caminar sobre la cabeza de mi padre?’ Nunca se sentaba en presencia del anciano sin antes haber sido invitado expresamente. Todavía recuerdo la turbación que esta humildad real me causó un día en riyad (creo que fue en diciembre de 1927). Había venido yo en una de mis acostumbradas visitas al padre del rey en sus aposentos del palacio real; estábamos sentados en el suelo sobre cojines, y el anciano caballero se explayaba sobre uno de sus temas religiosos favoritos. de repente un asistente entró en la habitación y anunció: ‘El Shuyuj viene hacia aquí.’ un instante después Ibn saud estaba en la puerta. Naturalmente, quise levantarme, pero el anciano Abd ar-rahmán me cogió de la muñeca y tiró de mí hacia abajo, como diciendo: ‘Eres mi invitado.’ Yo me sentía más violento de lo que puedo expresar al verme obligado a permanecer sentado mientras el rey, después de saludar de lejos a su padre, se quedaba de 191 e l ca m i n o a m e ca pie en la puerta, obviamente esperando su permiso para entrar en la habitación, aunque debía estar acostumbrado a caprichos como este por parte de su padre, porque me hizo un guiño con una media sonrisa para tranquilizarme. Mientras tanto, el anciano Abd ar-rahmán prosiguió con su discurso, como si no hubiera habido interrupción. Pasados unos minutos levantó la vista, hizo una señal a su hijo y dijo: ‘Acércate, hijo mío, y toma asiento.’ El rey contaba entonces cuarenta y siete o cuarenta y ocho años de edad. Algunos meses después –estábamos entonces en Meca– el rey recibió la noticia de que su padre había muerto en riyad. jamás olvidaré la mirada de estupor con que contempló durante unos segundos al mensajero, y la desesperación que lenta y visiblemente se adueñó de sus facciones, normalmente tan serenas y tranquilas; y cómo se incorporó de un salto con un terrible rugido, ‘¡Mi padre ha muerto!’ y salió de la habitación a grandes zancadas, arrastrando su abaya tras de él; y cómo subió a saltos la escalinata, ante los rostros sobrecogidos de sus hombres de armas, sin saber él mismo a dónde iba ni porqué, gritando y gritando, ‘¡Mi padre ha muerto! ¡Mi padre ha muerto!’ durante los dos días siguientes se negó a recibir a nadie, no comió ni bebió y se pasó el día y la noche en oración. ¿Cuántos hijos en edad madura, cuántos reyes que hayan ganado un reino por sus propios medios, habrían llorado de esta forma la pérdida de un padre muerto tranquilamente en su vejez? –2– Porque fue enter a m ente gracias a sus esfuerzos como Abd al-Aziz ibn saud consiguió hacerse con su vasto reino. Cuando era niño, su dinastía había perdido ya los últimos vestigios de su poder en Arabia Central y había sido suplantada por sus antiguos vasallos, la dinastía de Ibn rashid de Hail. Fueron días amargos para Abd alAziz. El muchacho orgulloso y reservado tuvo que presenciar cómo un emir extranjero gobernaba su ciudad paterna de riyad en nombre de Ibn rashid: pues ahora la familia de Ibn saud – antaño gobernantes de casi toda Arabia– eran pensionistas de Ibn rashid, que los toleraba porque no constituían ya una amenaza. Al inal, esta situación 192 sueños resultó insoportable hasta para su pacíico padre, Abd ar-rahmán, que abandonó riyad con toda su familia, esperando pasar sus últimos días en casa de su viejo amigo, el gobernante de Kuwait. Pero no sabía lo que el futuro le deparaba; pues no sabía lo que albergaba el corazón de su hijo. de todos los miembros de la familia sólo uno tenía idea de lo que ocurría en su apasionado corazón: una hermana menor de su padre. No sé gran cosa acerca de ella; sólo sé que cada vez que el rey rememora los días de su juventud, la menciona siempre con gran reverencia. ‘Me quería, creo, más que a sus propios hijos. Cuando estábamos a solas, me ponía en su regazo y me decía las grandes cosas que haría cuando fuera mayor: “Tienes que resucitar la gloria de la Casa de Ibn saud,” me decía una y otra vez, y sus palabras eran para mí como una caricia. “Pero quiero que sepas, oh Azayyiz,”* solía decirme, “que la gloria de la Casa de Ibn saud no debe ser el in de tus empeños. debes esforzarte por la gloria del Islam. Tu pueblo necesita desesperadamente un jefe que les guíe por el camino del santo Profeta –y tú serás ese jefe.” Estas palabras han permanecido vivas siempre en mi corazón.’ ¿realmente ha sido así? durante toda su vida Ibn saud ha hablado con entusiasmo del Islam como de una misión que le hubiera sido encomendada; y aun en épocas posteriores, cuando era ya evidente que el poder real pesaba más para él que su antigua defensa de un ideal, su gran elocuencia a menudo ha logrado convencer a mucha gente –quizá también a sí mismo– de que este ideal seguía siendo su meta. Estas reminiscencias de la infancia aloraban a menudo durante las reuniones íntimas en riyad que solían tener lugar después de la oración de isha (unas dos horas después de la puesta del sol). Nada más terminar la oración en la mezquita del castillo, nos reuníamos alrededor del rey en una de las salas más pequeñas y escuchábamos durante una hora la lectura de las Tradiciones del Profeta o de un comentario del Corán. una noche, recuerdo, mientras salíamos de * diminutivo cariñoso de Abd al-Aziz. 193 e l ca m i n o a m e ca la mezquita detrás del rey, me quedé asombrado de la majestuosa estatura que le hacía destacar sobre los que le rodeaban. debió haber visto mi mirada de admiración, porque sonrió fugazmente con aquel indescriptible encanto suyo, me cogió de la mano y preguntó: ‘¿Por qué me miras así, oh Muhammad?’ ‘Estaba pensando, oh Longevo, que nadie podría dejar de reconocer en ti al rey cuando ve sobresalir tu cabeza por encima de las cabezas de la multitud.’ Ibn saud se rió y, llevándome aún de la mano en su lenta procesión por el corredor, dijo: ‘sí, es agradable ser tan alto. Pero hubo un tiempo en que mi gran estatura no me daba más que quebraderos de cabeza. Fue hace muchos años, cuando era un muchacho y vivía en el castillo de sheij Mubarak en Kuwait. Yo era delgado y muy alto, mucho más alto de lo normal para mi edad, y los otros muchachos del castillo –los de la familia del sheij y aun los de la mía– hacían chistes conmigo, como si fuera un bicho raro. Esto me hería muchísimo, y a veces hasta yo pensaba que era de verdad un bicho raro. Me sentía tan avergonzado de mi estatura que encogía la cabeza y los hombros para parecer más bajo cuando caminaba por las habitaciones del palacio o por las calles de Kuwait.’ Para entonces ya habíamos llegado a los aposentos del rey. saud, su hijo mayor y Príncipe Heredero, estaba ya allí esperando a su padre. Tenía aproximadamente mi misma edad y, aunque no era tan alto como su padre, su presencia era imponente. sus facciones eran bastante más duras que las del rey y carecían de la movilidad y vivacidad de estas. Pero era un hombre amable y la gente tenía una buena opinión de él. El rey se sentó sobre los cojines colocados a lo largo de las paredes y nos indicó a todos que nos sentáramos también. Luego dio una orden: ‘¡Qahwa!’ El esclavo armado junto a la puerta gritó inmediatamente en el corredor, ‘¡Qahwa!’ –tras lo cual este grito tradicional fue recogido y repetido con rapidez por otros sirvientes situados a lo largo del corredor, uno tras otro: ‘¡Qahwa!’ – ‘¡Qahwa!’ –en una graciosa ceremonia de repetición, hasta llegar a la cocina de café del rey 194 sueños situada varias salas más allá: y enseguida un asistente con una daga dorada al cinto apareció con la cafetera de latón en una mano y las tacitas en la otra. El rey recibió la primera tacita y las restantes fueron servidas por turno a los invitados por el orden en que estaban sentados. En estas ocasiones informales, Ibn saud solía hablar libremente de cualquier cosa que se le ocurriese –de lo que estaba ocurriendo en lugares distantes del mundo, de algún extraño invento nuevo del que había tenido noticia, de gente, costumbres e instituciones; pero sobre todo, le gustaba hablar de sus propias experiencias y animaba a los demás a participar en la conversación. Esa noche en particular, Emir saud abrió la sesión volviéndose hacia mí en tono de broma: ‘Alguien me ha expresado hoy una duda acerca de ti, oh Muhammad. Me dijo que no estaba seguro de que no fueras un espía inglés disfrazado de musulmán… Pero, no te preocupes: le aseguré que eras un musulmán de verdad.’ sin poder contener una sonrisa, le repliqué: ‘Eso fue muy amable por su parte, oh Emir, que dios alargue su vida. Pero, ¿cómo puede estar tan seguro de ello? ¿Acaso no es dios únicamente quien conoce lo que hay en el corazón de un hombre?’ ‘Eso es verdad,’ respondió Emir saud, ‘pero en este caso he recibido una indicación especial. Fue la semana pasada en un sueño… Me vi delante de una mezquita mirando al minarete. de repente apareció un hombre en el balcón del minarete, ahuecó las manos junto a la boca y empezó a entonar la llamada a la oración, Dios es el Más Grande, Dios es el Más Grande y prosiguió hasta concluir, No hay más dios que Dios: y cuando miré más atentamente, vi que aquel hombre eras tú. Cuando desperté sabía con certeza, aunque nunca lo hubiese dudado, que eras un verdadero musulmán: pues un sueño en el que se alaba el nombre de dios no puede ser un engaño.’ Me sentí muy conmovido por esta conirmación espontánea de mi sinceridad en boca del hijo del rey y por el serio gesto de aprobación con el que el rey ratiicaba, por así decirlo, el sorprendente relato del Emir saud. Al hilo de esto, Ibn saud observó: ‘Ocurre a menudo que dios ilumina nuestros corazones por me195 e l ca m i n o a m e ca dio de sueños que a veces predicen el futuro y a veces iluminan el presente. ¿No has tenido nunca un sueño así, oh Muhammad?’ ‘sí lo tuve, oh Imam, hace mucho tiempo, mucho antes de haber puesto pie en un país de musulmanes. debía tener entonces diecinueve años más o menos, y vivía en casa de mi padre en Viena. Estaba entonces muy interesado en la ciencia de la vida interior del hombre’ (que fue la deinición más aproximada del psicoanálisis que pude dar al rey), ‘y acostumbraba a tener junto a mi cama papel y lápiz para anotar mis sueños nada más despertarme. Mediante este método, descubrí que podía dejar constancia permanente de mis sueños, aunque no los tuviera continuamente presentes. En aquel sueño concreto, me encontraba en Berlín, viajando en el tren subterráneo que tienen allí –un ferrocarril que circula por túneles bajo tierra y a veces sobre puentes elevados por encima de las calles. El vagón iba atestado de gente –tanta que no había sitio para sentarse y estábamos todos de pie, apretujados y sin podernos mover; y había sólo una débil luz que provenía de una bombilla eléctrica. Al poco un rato el tren salió del túnel; pero no salió a uno de esos puentes elevados, sino que emergió a una llanura de arcilla extensa y desolada, y las ruedas del tren se atascaron en la arcilla y el tren se paró, sin poder avanzar ni retroceder. ‘Todos los viajeros, y yo entre ellos, salimos de los vagones y nos pusimos a mirar a nuestro alrededor. La llanura en la que nos encontrábamos era inmensa, yerma y vacía –no había arbustos, ni casas, ni siquiera una piedra– y una gran confusión se apoderó de los corazones de la gente: Nos encontrábamos allí abandonados a nuestra suerte, ¿cómo conseguiríamos volver a donde estaban los demás humanos? un crepúsculo gris cubría la inmensa llanura, como en el tiempo previo al amanecer. ‘Pero, por alguna razón, yo no estaba sumido en la confusión como los demás. Pasé a través de la muchedumbre y, a una distancia de quizá diez pasos, vi un dromedario echado en el suelo. Estaba ensillado –exactamente igual que los camellos que más tarde vería ensillados en vuestro país, oh Imam– y sobre la silla había un hombre vestido con una abaya a listas blancas y marrones con las mangas cortas. su 196 sueños cuiyya le caía sobre el rostro de forma que no podía ver sus facciones. supe enseguida en mi corazón que aquel dromedario me estaba esperando, y que el jinete inmóvil sería mi guía; y entonces, sin mediar palabra, me subí de un salto sobre el animal detrás de la silla como monta el radif, el jinete sobre la grupa, en tierras de los árabes. Acto seguido, el dromedario se levantó y empezó a andar con paso largo y desenvuelto, y sentí como una inexpresable felicidad surgía dentro de mí. Con ese paso rápido y suave viajamos durante un tiempo que al principio me parecieron horas, luego días y luego meses, hasta que perdí toda noción del tiempo; y con cada paso del dromedario mi felicidad se elevaba más, hasta que me sentí lotar en el aire. Al inal, el horizonte a nuestra derecha empezó a enrojecer bajo los rayos del sol naciente. Pero en el horizonte distante frente a nosotros vi otra luz: salía de detrás de una enorme puerta abierta que descansaba sobre dos pilares –una luz blanca y cegadora, no roja como la luz del sol naciente a nuestra derecha– una luz fresca cuyo resplandor iba en aumento a medida que nos aproximábamos y que hacía que la felicidad dentro de mí creciese más allá de lo que las palabras pueden expresar. Y a medida que nos acercábamos más y más a la puerta y a su luz, oí una voz que anunciaba desde algún lugar: “¡Esta es la ciudad más occidental!” –y entonces me desperté.’ ‘¡Alabado sea dios!’ exclamó Ibn saud, cuando hube terminado. ‘¿Y no te decía este sueño que estabas destinado a hacerte musulmán?’ Negué con la cabeza: ‘No, oh Longevo, ¿cómo iba a saberlo? jamás había pensado en el Islam, ni había conocido a ningún musulmán… Fue siete años más tarde, mucho después de haber olvidado aquel sueño, cuando me hice musulmán. sólo conseguí recordarlo cuando lo encontré escrito entre mis papeles, exactamente tal como lo había anotado al despertarme aquella noche.’ ‘¡Pero fue realmente tu futuro lo que dios te mostró en ese sueño, oh hijo mío! ¿No puedes verlo claramente? La llegada de aquella multitud, y tú entre ellos, a un yermo sin caminos, y su confusión: ¿no es esa la condición de los que el sura inicial del Corán describe como “los que andan extraviados”? Y el dromedario, con su jinete, 197 e l ca m i n o a m e ca esperando por ti: ¿no es la “guía recta” de la que el Corán habla tan a menudo? Y el jinete que no se dirigió a ti y cuyo rostro no pudiste ver: ¿quién podría ser sino el santo Profeta, las bendiciones y la paz de dios sean con él? Le gustaba llevar un manto con mangas cortas… y ¿no nos dicen muchos de nuestros libros que cuando se aparece en sueños a no musulmanes o a los que aún no lo son, su rostro está siempre velado? Y esa luz blanca y fresca delante de vosotros sobre el horizonte: ¿qué puede ser sino la promesa de la luz de la fe que ilumina sin quemar? Tú no llegaste hasta ella en tu sueño porque, como nos has dicho, no fue sino varios años después cuando descubriste la verdad en el Islam…’ ‘Puede que tengas razón, oh Longevo… Pero ¿qué hay de esa ‘ciudad más occidental’ a la que conducía la puerta sobre el horizonte? –porque, después de todo, mi entrada en el Islam no me llevó hacia Occidente: al contrario, me llevó a alejarme de Occidente.’ Ibn saud se quedó un momento en silencio, pensando; luego levantó la cabeza y, con aquella dulce sonrisa suya tan amable, dijo: ‘¿No podría signiicar, oh Muhammad, que tu llegada al Islam sería el punto “más occidental” en tu vida –y que de ahí en adelante la vida de Occidente dejaría de ser la tuya…?’ Poco después el rey volvió a hablar: ‘Nadie conoce el futuro sino dios. Pero algunas veces Él nos da una indicación, a través de un sueño, de lo que nos ocurrirá en el futuro. Yo mismo he tenido sueños así en dos o tres ocasiones, y siempre se han cumplido. Es más, uno de ellos ha hecho de mí lo que soy… Tenía yo entonces diecisiete años. Vivíamos exiliados en Kuwait, pero yo no podía soportar la idea de que los Ibn rashid gobernasen nuestra tierra. A menudo suplicaba a mi padre, que dios se apiade de él: “¡Lucha, padre, y expulsa a los Ibn rashid! ¡Nadie tiene más derecho que tú al trono de riyad!” Pero mi padre hacía caso omiso de mis acaloradas exigencias, tratándolas de fantasías, y solía recordarme que Muhammad ibn rashid era el gobernante más poderoso en las tierras de los árabes, y que ejercía su control sobre un reino que se extendía desde el desierto de siria en el norte a las arenas del rub al-jali en el sur, y que todas las tribus beduinas temblaban ante su férrea mano. una noche, sin embargo, 198 sueños tuve un sueño extraño. Me vi montado a caballo, de noche, en una estepa solitaria, y delante de mí, también a caballo, estaba el anciano Muhammad ibn rashid, el usurpador del reino de mi familia. Ambos íbamos desarmados, pero Ibn rashid llevaba en la mano una gran linterna brillante. Cuando vio que me acercaba a él, reconoció en mí a un enemigo y se dio media vuelta y espoleó su caballo para huir; pero yo le perseguí, agarré su manto por una esquina, luego su brazo, y después la linterna –y la apagué de un soplido. Al despertarme, tenía la certeza de que estaba destinado a arrebatar el poder a la Casa de Ibn rashid…’ • E n e l a ño de aquel sueño, 1897, murió Muhammad ibn rashid. Abd al-Aziz consideró que este era el momento idóneo para atacar; pero su padre, Abd ar-rahmán no era partidario de arriesgar su tranquila existencia en Kuwait en empresa tan dudosa. La pasión de su hijo fue, sin embargo, más tenaz que la inercia de su padre; y al inal el padre cedió. Con el apoyo de su amigo, sheij Mubarak de Kuwait, reclutó a unas pocas tribus que se habían mantenido ieles a su familia, inició la campaña contra los Ibn rashid en el viejo estilo de Arabia, con dromedarios y caballos y estandartes tribales, fue rápidamente derrotado por fuerzas enemigas muy superiores y –en su fuero interno probablemente más aliviado que disgustado– regresó a Kuwait, decidido a no turbar el crepúsculo de su vida con aventuras guerreras. Pero el hijo no abandonó tan fácilmente. recordaba siempre su sueño de victoria sobre Muhammad ibn rashid; y cuando su padre renunció a sus derechos dinásticos sobre Nachd, fue aquel sueño lo que animó al joven Abd al-Aziz a emprender su temerario intento por conseguir el poder. reunió a unos pocos amigos –entre ellos a sus primos Abdullah ibn Yiluwi e Ibn Musaad– y convocó a algunos beduinos aventureros, hasta que el grupo alcanzó un número de cuarenta hombres. salieron cabalgando de Kuwait, secretamente, como bandidos, sin estandartes ni tambores ni canciones; y, evitando las rutas frecuentadas por las caravanas y escondiéndose durante el día, llegaron a las cercanías de riyad y acamparon en un valle apartado. 199 e l ca m i n o a m e ca Ese mismo día, Abd al-Aziz escogió a cinco acompañantes entre el grupo de cuarenta y se dirigió a los demás con estas palabras: ‘Nosotros seis ponemos ahora nuestros destinos en manos de dios. Vamos a riyad –decididos a conquistarla o a perderla para siempre. si oís ruidos de combate procedentes de la ciudad, acudid en nuestra ayuda; pero si no habéis oído nada para mañana al atardecer, sabréis que hemos muerto, y que dios acoja nuestras almas. si esto ocurre, regresad en secreto a Kuwait tan rápido como podáis.’ Y los seis hombres partieron a pie. Al anochecer llegaron a la ciudad y entraron en ella por una de las aberturas que años atrás Muhammad ibn rashid había hecho en las murallas de la ciudad conquistada para humillar a sus habitantes. Con sus armas ocultas bajo los mantos, se fueron directamente a la casa del emir de Ibn rashid. Estaba cerrada porque el emir, temeroso de la población hostil, acostumbraba a pasar las noches en la fortaleza cercana. Abd al-Aziz y sus compañeros llamaron a la puerta; un esclavo abrió e inmediatamente fue hecho prisionero, atado y amordazado; lo mismo ocurrió con el resto de los ocupantes de la casa –a esa hora sólo algunos esclavos y mujeres. Los seis aventureros comieron algunos dátiles de la despensa del emir y pasaron la noche recitando el Corán por turnos. Por la mañana se abrieron las puertas de la fortaleza y salió el emir rodeado de guardaespaldas armados y de esclavos. Al grito de: ‘¡Oh dios, en Tus manos está Ibn saud!’ Abd al-Aziz y sus cinco compañeros se abalanzaron sobre el sorprendido enemigo con las espadas desenvainadas. Abdullah ibn Yiluwi arrojó su jabalina al emir; pero este se agachó a tiempo y la jabalina se clavó con su asta vibrante en la muralla de adobe de la fortaleza –donde aun hoy puede contemplarse. El emir, presa del pánico, retrocedió hacia la entrada; mientras Abdullah le perseguía solo hacia el interior de la fortaleza, Abd al-Aziz y sus otros cuatro compañeros atacaron a los guardaespaldas, los cuales, a pesar de su superioridad numérica estaban demasiado confusos como para defenderse con efectividad. un instante después apareció sobre la azotea el emir, perseguido por Abdullah ibn Yiluwi, implorando piedad, que no le fue concedida; y cuando cayó sobre el terraplén de la azotea y recibió la cuchillada 200 sueños fatal, Abd al-Aziz gritó desde abajo, ‘¡Acudid, hombres de riyad! ¡Aquí estoy, Abd al-Aziz, hijo de Abd ar-rahmán de la Casa de Ibn saud, vuestro legítimo gobernante!’ Y los hombres de riyad, que detestaban a sus opresores del norte, acudieron corriendo con sus armas en apoyo de su príncipe; y al galope de sus dromedarios atravesaron las puertas de la ciudad sus otros treinta y cinco compañeros, aplastando a su paso cualquier resistencia como un torbellino. En apenas una hora Abd al-Aziz ibn saud se había hecho dueño indiscutible de la ciudad. Corría el año de 1901. Contaba entonces veintiún años. su juventud llegó a su in, y entró en una segunda fase de su vida, la de hombre maduro y gobernante. Paso a paso, provincia a provincia, Ibn saud arrebató Nachd a la Casa de Ibn rashid, haciéndoles retroceder hasta su tierra de origen, el Yabal shammar, y su capital Hail. Esta expansión ocurrió de forma tan ordenada como si hubiera sido planeada por un estado mayor provisto de mapas, logística y nociones geopolíticas –aunque Ibn saud no contaba con un estado mayor y probablemente nunca había tenido delante de sí un mapa. sus conquistas progresaron en espiral, con riyad como su centro ijo, y no se dio un paso adelante sin que el territorio conquistado previamente hubiera sido totalmente sometido y consolidado. Primero tomó posesión de los distritos al este y al norte de riyad, luego extendió su dominio hacia los desiertos occidentales. su avance hacia el norte fue lento, porque los Ibn rashid todavía tenían un considerable poder y estaban, además, apoyados por los turcos, con los que habían formado una estrecha alianza en décadas anteriores. Ibn saud se vio obstaculizado también por su pobreza: las regiones del sur de Nachd no podían aportarle suicientes ingresos como para aprovisionar a grupos numerosos de combatientes durante largos períodos. ‘En una época,’ me dijo una vez, ‘era tan pobre que tuve que empeñar una espada con incrustaciones de piedras preciosas que me había regalado sheij Mubarak a un prestamista judío de Kuwait. Ni siquiera podía comprar una alfombra para mi silla de montar –pero los sacos vacíos que colocaba bajo la piel de oveja servían también.’ 201 e l ca m i n o a m e ca Había, además, otro problema que hizo muy difíciles los comienzos de Ibn saud: la actitud de las tribus beduinas. A pesar de todas sus ciudades y pueblos, Arabia Central es fundamentalmente una tierra de beduinos. su apoyo o antagonismo decidieron la suerte de la guerra entre Ibn saud e Ibn rashid en casi todas sus fases. se mostraban caprichosos y volubles y por lo general se ponían del lado que estuviera en alza en ese momento o que prometiera un botín mejor. un maestro consumado en este doble juego era Faisal ad-dawish, jefe supremo de la poderosa tribu Mutair, cuya alianza siempre podía inclinar la balanza a favor de una u otra de las dinastías en pugna. Acudía a Hail y era colmado de regalos por Ibn rashid; luego abandonaba a Ibn rashid y venía a riyad a jurar lealtad a Ibn saud –para traicionarle a su vez al mes siguiente; era desleal con todos, valiente, astuto y estaba obsesionado por un tremendo afán de poder; y muchas fueron las noches de insomnio que causó a Ibn saud. Asediado por estas diicultades, Ibn saud concibió un plan –aunque en un principio fuera quizá sólo una maniobra política, a la larga se convirtió en una vasta idea capaz de cambiar la faz de toda la Península: el plan de hacer sedentarias a las tribus nómadas. Era evidente que, una vez asentados, los beduinos no podrían seguir con su doble juego entre las facciones contendientes. Viviendo como nómadas, les resultaba fácil desmontar sus tiendas en un momento y desplazarse con sus rebaños de un lado a otro; pero un modo de vida sedentario hacía esto imposible, pues en caso de que transirieran su lealtad al enemigo se arriesgaban a perder sus casas y sus plantaciones: y nada es más querido para un beduino que sus bienes. Ibn saud hizo del asentamiento de los beduinos el punto más importante de su programa. En esta empresa encontró una gran ayuda en las enseñanzas del Islam, en las que se hacía siempre hincapié en la superioridad de la vida sedentaria sobre la nómada. El rey envió maestros religiosos para que instruyeran a las tribus en la fe y éstos predicaron la nueva idea con un éxito inesperado. La organización de los Ijuán (‘hermanos’) –como empezaron a llamarse a sí mismos los beduinos de los asentamientos– empezó a tomar forma. El pri202 sueños mero de los asentamientos de los ijuán fue precisamente el de AlwaMutair, el clan de Ad-dawish; su asentamiento, llamado Artawiyya, creció hasta convertirse en una ciudad de casi treinta mil habitantes. Muchas otras tribus siguieron el mismo ejemplo. El entusiasmo religioso de los ijuán y su potencial bélico se convirtieron en un poderoso instrumento en manos de Ibn saud. desde ese momento, sus campañas militares cobraron un nuevo aspecto: impulsadas por el fervor religioso de los ijuán, superaron su carácter previo de lucha dinástica por el poder para convertirse en guerras por la fe. Este renacimiento de la fe era, al menos para los ijuán, mucho más que una cuestión personal. En su inlexible adhesión a las enseñanzas de Muhammad ibn Abd al-Wahhab, el gran reformador del siglo dieciocho (que aspiraba a una restauración del Islam a la pureza austera de sus comienzos y rechazaba todas las ‘innovaciones’ posteriores), los ijuán rebosaban sin duda un exagerado sentimiento de superioridad moral como grupo; pero lo que la mayoría de ellos deseaba por encima de todo no era la mera superioridad moral de su grupo sino el restablecimiento de una sociedad que pudiera llamarse justamente Islámica. Es cierto que muchos de sus conceptos eran primitivos y que su fervor rayaba a menudo en el fanatismo; pero con una educación y una guía adecuadas, su profunda devoción religiosa podía haberles permitido ampliar su visión y convertirse con el tiempo en el núcleo de un auténtico resurgimiento social y espiritual de toda Arabia. desgraciadamente, sin embargo, Ibn saud no supo ver la gran importancia de esta posibilidad y se contentó con impartir a los ijuán sólo los rudimentos más elementales de la educación religiosa y laica –en realidad sólo lo suiciente para mantener su fervor zelótico. En otras palabras, Ibn saud vio en el movimiento de los ijuán únicamente un instrumento de poder. Años más tarde, este error por su parte se volvería en contra de sus directrices políticas y durante una etapa hizo peligrar la existencia misma del reino que había creado; y suministró quizá la primera señal de que carecía de la grandeza interior que la gente había llegado a esperar de él. Pero la desilusión de los ijuán con el rey y la desilusión del rey con los ijuán se gestó durante un largo período… 203 e l ca m i n o a m e ca En 1913, cuando ya disponía de la tremenda fuerza de choque de los ijuán, Ibn saud se sintió al in suicientemente fuerte como para intentar la conquista de la provincia de Al-Hasa en el golfo Pérsico, que antes había pertenecido a Nachd pero que los turcos habían ocupado cincuenta años atrás. Combatir contra los turcos no era una experiencia nueva para Ibn saud; ya había tenido encuentros esporádicos con destacamentos turcos, especialmente de artillería ligera, que formaban parte del ejército de Ibn rashid. Pero un ataque contra Al-Hasa, que estaba administrada directamente por los turcos, era algo completamente distinto: le pondría en conlicto directo con un Gran Poder. Pero Ibn saud no tenía opción. A menos que consiguiera controlar AlHasa y sus puertos, seguiría aislado del mundo exterior, incapaz de conseguir las armas, municiones y demás suministros de los que tan necesitado estaba. La necesidad justiicaba el riesgo; pero el riesgo era tan grande que Ibn saud dudó mucho tiempo antes de emprender un ataque contra Al-Hasa y su capital, Al-Hufuf. Hasta el día de hoy le gusta relatar las circunstancias en las que tomó la decisión inal: ‘Teníamos Al-Hufuf al alcance de la vista. desde la duna de arena sobre la que estaba sentado podía ver claramente los muros de la poderosa fortaleza que dominaba la ciudad. Mi corazón estaba agobiado por la indecisión mientras sopesaba las ventajas y los peligros de esta empresa. Me sentía cansado; añoraba un poco de paz y mi hogar; y pensando en mi hogar, apareció ante mis ojos mi esposa Yauhara. Empecé a pensar en versos que le diría si estuviera a mi lado –y antes de que me diera cuenta estaba componiendo un poema para ella, olvidándome por completo de dónde estaba y cuán grave era la decisión que tenía que tomar. Tan pronto como hube compuesto el poema en mi mente lo puse por escrito, lo sellé, y llamé a uno de mis correos y le ordené: “Coge los dos dromedarios más veloces, cabalga hasta riyad sin parar y entrega esto a la madre de Muhammad.” Y mientras el correo desaparecía tras una nube de polvo, me di cuenta de repente que mi mente había tomado una decisión sobre la guerra: atacaría Al-Hufuf, y dios me llevaría a la victoria.’ 204 sueños su conianza se vio conirmada. En un osado ataque, sus combatientes tomaron por asalto la fortaleza; las tropas turcas se rindieron y se les permitió retirarse con sus armas y pertrechos hasta la costa, desde donde embarcaron hacia Basora. El gobierno otomano no estaba, sin embargo, dispuesto a renunciar a su posesión tan fácilmente. En Estambul se organizó una expedición de castigo contra Ibn saud. Pero antes de que se pusiera en marcha, estalló la Gran Guerra, lo que obligó a los turcos a desplegar todos sus efectivos en otros puntos; y con el in de la guerra, el Imperio Otomano dejó de existir. Ibn rashid, privado ahora del apoyo turco y rodeado al norte por territorios administrados ahora por el reino unido y Francia, no pudo ofrecer ya una resistencia efectiva. Las fuerzas del rey, al mando de Faisal ad-dawish –que era entonces uno de los más valientes defensores de la causa de Ibn saud– tomaron Hail en 1921, y la Casa de Ibn rashid perdió su último bastión. El punto culminante de la expansión de Ibn saud llegó en 19241925, cuando conquistó el Hiyaz, incluidas Meca, Medina y Yedda, y expulsó a la dinastía shariian que se había hecho con el poder allí después de la revuelta del sharif Husein contra los turcos en 1916 con apoyo británico. Fue tras la conquista de esta Tierra santa del Islam cuando Ibn saud, que contaba entonces cuarenta y cinco años emergió plenamente a los ojos del mundo exterior. su ascenso al poder, sin precedentes en una época en la que la mayor parte de Oriente Medio había sucumbido a la penetración occidental, llenó al mundo árabe de esperanza de que por in tenían aquí a un jefe capaz de sacar a la nación árabe de su servidumbre; y muchos otros grupos de musulmanes aparte de los árabes coniaban en que reviviera la idea islámica en su sentido más pleno mediante el establecimiento de un estado en el que imperase el espíritu del Corán. Al ser un hombre bueno y justo en sus asuntos personales, leal con sus amigos y partidarios, generoso con sus enemigos e implacable con los hipócritas, agraciado con dotes intelectuales que exceden en mucho el nivel de la mayoría de sus seguidores, Ibn saud ha creado una situación de seguridad pública en sus vastos dominios sin parangón en tierras de los árabes desde los tiempos del primer perío205 e l ca m i n o a m e ca do califal de hace mil años. su autoridad personal es tremenda, pero no se apoya tanto en un poder de facto como en la fuerza sugestiva de su carácter. Es extraordinariamente modesto en sus palabras y en su comportamiento. su espíritu auténticamente democrático le permite conversar con beduinos que acuden a él vestidos de sucios harapos como si fuera uno de ellos, y permitir que le llamen por su nombre, Abd al-Aziz. Por otra parte, puede mostrarse altivo y desdeñoso con altos funcionarios cuando discierne servilismo en ellos. desprecia cualquier forma de esnobismo. recuerdo un incidente en Meca cuando, durante una cena en el palacio real, el jefe de una de las familias más nobles de Meca hizo un gesto de asco ante la ‘crudeza beduina’ de algunos de los nachdis allí presentes, que disfrutaban comiendo el arroz a grandes puñados; para mostrar su reinamiento, el aristócrata de Meca manipulaba su comida con la punta de sus dedos –cuando de repente resonó la voz del rey: ‘Vosotros, la gente ina, jugueteáis con vuestra comida de forma tan delicada: ¿es acaso porque estáis acostumbrados a escarbar con los dedos en la basura? La gente de Nachd no tenemos miedo a nuestras manos; ¡están limpias –y por eso comemos con gusto y a puñados!’ Algunas veces, cuando Ibn saud está completamente relajado, una sonrisa amable ronda las comisuras de sus labios y da una cualidad casi espiritual a la belleza de su rostro. Estoy seguro de que si la música no fuera considerada algo reprensible en el estricto código wahabi que profesa Ibn saud, sin duda se hubiera expresado por medio de ella; pero así las cosas, demuestra sus inclinaciones musicales sólo en sus pequeños poemas, en sus descripciones coloristas de experiencias personales, y en sus canciones de guerra y de amor que se han extendido por todo Nachd y que los hombres cantan mientras cabalgan en sus dromedarios y las mujeres en la intimidad de sus habitaciones. Y se revela en la forma en que su vida diaria sigue un ritmo elástico y regular que se ajusta a las exigencias de su función real. Igual que julio Cesar, posee en un grado notable la capacidad para seguir simultáneamente varias líneas de pensamiento, sin que ello suponga una mengua en la intensidad con que ataca cada uno de los problemas: y es este extraordinario don lo que le permite dirigir 206 sueños personalmente todos los asuntos de su vasto reino sin caer en la confusión o enfermar de agotamiento. La agudeza de sus percepciones es a menudo asombrosa. Posee una capacidad instintiva, casi infalible, para adivinar los motivos de la gente con la que tiene que tratar. No es raro –como yo mismo puedo atestiguar– que sea capaz de leer los pensamientos de la gente antes de que le sean expresados, y parece sentir la actitud de un hombre hacia él en el momento mismo en que ese hombre entra en la habitación. Esta capacidad le ha permitido frustrar varios atentados bien planeados contra su vida, y tomar de forma instantánea muchas decisiones acertadas sobre asuntos políticos. Y son también estas cualidades las que hacen de Abd al-Aziz la personiicación misma del sentido vital y del carácter del beduino, así como de sus conceptos y sentimientos: unos conceptos y sentimientos que fueron, en última instancia, responsables del fenómeno espiritual del monoteísmo, cuya primera manifestación surgió entre los primitivos hebreos (que, después de todo, no eran sino una pequeña tribu beduina que emigró de Arabia hacia el norte, hasta las tierras de la Media Luna Fértil –Palestina, siria e Iraq) y que culminó con la revelación del Corán a Muhammad, el Profeta de Arabia. Porque, más que ninguna otra cosa, fue la Arabia beduina la que se convirtió en la base y matriz de un modo de vida que estaba destinado a expresarse, con el paso de los siglos, en un gran movimiento espiritual y posteriormente en una civilización que extendió su inluencia, directa e indirectamente, por casi todo el mundo: la religión del Islam y la civilización creada por ella. La base esencial, humana y social, de este fenómeno fue lo que podría describirse como ‘cultura beduina’ –un modo de vida que pronto será cosa del pasado y del que la historia no nos ofrece ningún otro ejemplo. En general, el modo de vida del beduino no fue un mero preámbulo de una civilización superior: es una cultura equilibrada y completa en sí misma. Es una cultura sin duda formada e inluenciada por las condiciones climáticas y la geografía y hasta cierto punto imbuida de lo que podrían describirse como nociones ‘bárbaras’; pero en última instancia es fruto de respuestas humanas realistas a una condición 207 e l ca m i n o a m e ca humana reducida a los elementos más esenciales de la vida y carente de esas contingencias de facilidad que moldean a la sociedad en climas más suaves. El entorno natural del beduino es duro e inclemente. Estepas y desiertos, atravesados a veces por ríos secos que sólo llevan agua después de las infrecuentes lluvias; el calor tórrido de los días de verano y el frío gélido de las noches de invierno; pozos poco profundos aquí y allá, ofrecen pequeñas cantidades de un agua por lo general salobre; una vegetación tan escasa durante la mayor parte del año que sólo permite criar camellos y ganado menor; y un inmenso cielo, pálido y ardiente como metal fundido durante el día, e ininitamente elevado y majestuoso, negro y estrellado, durante la noche: todo esto ha contribuido a la formación de un tipo humano especial y de condiciones que no se dan en ninguna otra parte. desde su infancia hasta su muerte, de generación en generación, de siglo en siglo, el beduino se ha acostumbrado a contemplar la ininitud y la eternidad en el cielo encima de él y en la quietud y soledad del desierto en torno a él; y ha aprendido, al mismo tiempo, a observar la vida humana en toda su desnudez esencial, desprovista del ropaje de la seguridad y de los rudimentos del confort sedentario. su comprensión instintiva de la fragilidad e insigniicancia de la vida humana y su valoración de las motivaciones humanas se han ido agudizando, extremándose por la conciencia del peligro constante y de la consiguiente necesidad de calibrar correctamente las reacciones de los demás. de ahí que una conciencia cósmica y una inmediatez instintiva en su percepción hayan llegado a ser las características básicas de la psique del beduino. Pero esto no es todo. La dureza del medio en que vive ha hecho comprender al beduino la intrínseca soledad de la existencia humana, y con ello la necesidad de una cooperación estrecha entre individuos; y este deseo instintivo de cooperación alcanzó gradualmente su madurez en el concepto consciente de la solidaridad tribal. Así mismo, la conciencia de pertenecer a un grupo humano concreto, la tribu, trajo consigo el deseo de incrementar su fuerza y permanencia aun a costa del sacriicio personal: y de ahí, que el orgullo y la valentía, 208 sueños el fervor y el entusiasmo por conseguir metas extrapersonales –resumidos todos en el concepto arábigo de hamasa– se convirtieron en la expresión natural del tribalismo beduino, al igual que el concepto de hospitalidad (diyafa) llegó a ser la marca del beduino como individuo, tanto hombre como mujer. Y dominando todos estos rasgos, abarcándolos, por así decirlo, bajo un amplio manto de conciencia está el ideal de muruwwa –ese concepto intraducible que es común a hombre, mujer y niño, y que comprende virtudes como la generosidad, sentido del honor, franqueza, valor, caballerosidad y cortesía. Combinado con todo esto está un excepcional sentido del lenguaje –una habilidad para expresar la más compleja percepción de la realidad en una sola frase, o en una mot juste, o en poesía: hasta tal punto que junto con el Corán, el habla del beduino se ha mantenido como el patrón por el que los ilólogos árabes miden la pureza de estilo y dicción en todas las formas de la literatura árabe. En suma, la vida de los beduinos tal como se ha manifestado en la historia conocida no puede describirse en absoluto como ‘primitiva’. Cierto que es una vida rebelde, llena de contradicciones, de ideas raras y guerras tribales, de violencia así como de extraordinarios ejemplos de amabilidad y generosidad, de traiciones y de actos de supremo altruismo: una forma de vida que se ha mantenido estacionaria durante innumerables siglos, carente de lo que se describe como ‘progreso’: pero es, no obstante, una cultura plenamente desarrollada y madura, poseedora de una percepción de la realidad que le es propia y absolutamente distinta de todas las demás formaciones culturales. Es necesario resaltar todo esto para llegar a comprender el ‘cómo’ y el ‘porqué’ de la historia espiritual y social de Arabia. La creencia en el dios Único –la fe de los antiguos hebreos– se originó en Arabia. Era la fe natural del beduino que en algún punto de su historia se dio cuenta de la insigniicancia del individuo frente a la inmensa grandeza de la fuerza creativa que operaba visiblemente en todo el universo: y de ahí al concepto de dios, el Creador, había sólo un pequeño paso. Aunque con el paso del tiempo este concepto llegara a corromperse y hacerse difuso para el beduino, se mantuvo 209 e l ca m i n o a m e ca siempre en el fondo de su conciencia. detrás de todo el politeísmo de la Arabia antigua, detrás de la adoración de estrellas, árboles, diosas lunares y piedras, existió siempre una comprensión vaga –como demuestran la poesía y el folclore pre-islámicos– de que existe un ser supremo inconcebible detrás y por encima de toda la realidad observable. Así pues, el terreno humano estaba abonado para la revelación del Corán y su posterior triunfo en Arabia. desde el primer momento de su proclamación, las enseñanzas del Corán encontraron un eco vivo en los sentimientos y en los valores éticos del árabe. Llegaron al núcleo mismo del concepto beduino de muruwwa: exigían del hombre que fuera veraz, valiente, generoso y compasivo; y, por encima de todo, consciente de la insigniicancia efímera del hombre frente al Ininito y Eterno. Y en ninguna otra comunidad habrían encajado los principios del Islam tan fácilmente con lo que la gente sentía instintivamente y tenía por verdadero. En otras palabras, los árabes del tiempo del Profeta –los árabes que encarnaban la cultura beduina– reconocieron la ética del Islam como algo que siempre habían sabido sin darse cuenta de que lo sabían. Expresándolo de otra forma, podría decirse que el mensaje inal de dios al hombre fue revelado a través del vehículo –y del idioma– del único pueblo capaz de captar su signiicado más profundo de un solo golpe y de traducir en realidad su dinamismo ideológico gracias a su carácter único: y esto explica porqué el Islam, impulsado por los árabes, se extendió de forma tan irresistible, en pocas décadas, hasta las costas del Atlántico y la frontera de China. –3– E n l a ma ña na de mi partida de Hail mi sueño se ve interrumpido por una música ruidosa que entra por la ventana abierta de mi habitación en el castillo: zumbidos, gorjeos y rasgueos, como si cien violines e instrumentos de viento estuvieran siendo ainados en preparación para un gran concierto sinfónico: esa incoherente polifonía de tañidos cortos y discordantes, que siendo tantos y tan apagados, parecen concitar una unidad tonal misteriosa, casi fantasmal… . Pero 210 sueños esta debe ser realmente una orquesta gigantesca, tan poderosas son las ondas de sonido que produce… Cuando llego hasta la ventana y miro a través de la penumbra gris de la mañana, más allá de la desierta plaza del mercado, más allá de las casas de adobe de la ciudad, hacia las estribaciones donde crecen los tarayes y las palmeras –reconozco lo que es: es la música de las norias en las plantaciones, cientos de ellas, que ahora comienzan su día de trabajo. El agua es izada en grandes pellejos de cuero por medio de camellos, las cuerdas que suben los cubos corren sobre toscas poleas de madera, y cada polea roza sobre su eje de madera y chirría, cruje y gime con una multitud de sonidos, altos y bajos, hasta que la cuerda se ha desenrollado del todo y la polea se detiene; produce entonces un sonido violento como un grito, y el grito se desvanece gradualmente en acordes susurrantes, secundados ahora con fuerza por la caída del agua en colectores de madera; luego el camello da la vuelta y regresa lentamente hacia el pozo –y otra vez la polea chirría mientras las cuerdas se enrollan sobre ella y el odre se hunde en el pozo. Al haber tantas norias, la música no se detiene ni un instante; a veces los tonos se funden en acordes, a veces se separan; algunos comienzan con nuevo júbilo mientras otros se alejan entre sí –rugiendo, crujiendo, silbando y cantando –¡qué magníica orquesta! No está coordinada por el designio humano: y por eso alcanza casi la grandeza de la naturaleza, cuya voluntad es inescrutable. 211 VII A MEdIO CAMINO H –1– e m os deja d o atrás Hail y cabalgamos hacia Medina: somos ahora tres jinetes –porque uno de los hombres de Ibn Musaad, Mansur al-Assaf, nos acompaña un trecho del camino cumpliendo un en- cargo del emir. Mansur es tan atractivo que si apareciese en las calles de una ciudad occidental todas las mujeres se volverían a mirarle. Es muy alto, y tiene un rostro fuerte y viril y facciones sorprendentemente regulares. su piel es de un moreno claro –un signo infalible de noble cuna para los árabes– y un par de ojos negros que contemplan atentamente el mundo debajo de unas cejas bien formadas. No hay en él nada de la delicadeza y la serena reserva de Zayid; las líneas de su rostro hablan de pasiones violentas, aunque controladas, y dan a su aspecto un aura sombría muy distinta de la gravedad sosegada de mi amigo shammar. Pero, al igual que Zayid, Mansur ha visto mucho mundo y su compañía es agradable. En el pedregoso suelo gris y amarillo que ha reemplazado ahora las arenas del Nafud podemos discernir la pequeña fauna que lo habita: lagartijas grises que zigzaguean entre las patas de los camellos a una velocidad increíble, se esconden debajo de un arbusto espinoso y observan nuestro paso con ojos chispeantes; pequeños ratones grises de colas peludas, parecidos a ardillas; y sus primos, las marmotas, cuya carne es muy apreciada entre los beduinos de Nachd y es uno de los bocados más tiernos que yo haya probado. Hay también un lagarto comestible de unos cuarenta centímetros llamado dab, que 212 a m e d i o ca m i n o se alimenta de raíces y cuyo sabor es una combinación de pollo y pescado. Podían verse escarabajos negros de cuatro patas, del tamaño del huevo de una gallina pequeña, empujando con una paciencia conmovedora una bola de estiércol de camello; la van empujando hacia atrás con sus fuertes patas traseras mientras mantienen el cuerpo inclinado sobre sus patas delanteras, haciendo rodar con esfuerzo su precioso trofeo hacia sus nidos, caen patas arriba al tropezar con un guijarro que les obstruye el paso, se vuelven a poner de pie con diicultad, desplazan rodando su preciado bien unos centímetros más, vuelven a caer, se levantan de nuevo y trabajan, incansables… A veces una liebre gris sale corriendo a grandes saltos de debajo de un matorral gris. En una ocasión vemos gacelas, pero están demasiado lejos como para disparar; luego desaparecen en las sombras azul-gris entre dos colinas. ‘dime, oh Muhammad,’ pregunta Mansur, ‘¿cómo fue que te viniste a vivir entre los árabes? ¿Y cómo llegaste a hacerte musulmán?’ ‘Te diré cómo fue,’ interviene Zayid. ‘Primero se sintió atraído por los árabes y luego por su fe. ¿No es así, mi tío?’ ‘Lo que dice Zayid es verdad, oh Mansur. Hace muchos años, cuando llegué por primera vez a tierras de los árabes, me sentí atraído por la forma en que vivíais. Y cuando empecé a preguntarme qué era lo que pensabais y lo que creíais, llegué a conocer el Islam.’ ‘¿Y te diste cuenta enseguida, oh Muhammad, de que el Islam es la verdadera Palabra de dios?’ ‘Bueno, no. En realidad no ocurrió tan rápido. Para empezar, yo no creía entonces que dios hubiera hablado directamente al hombre, ni que los libros que los hombres decían que eran su Palabra fueran otra cosa que obras escritas por hombres sabios…’ Mansur me mira con la más absoluta incredulidad: ‘¿Cómo es posible, oh Muhammad? ¿No creías siquiera en las Escrituras que trajo Moisés, ni en el Evangelio de jesús? ¡Pero yo siempre pensé que los pueblos de Occidente creían al menos en ellas!’ ‘Algunos creen, oh Mansur, y otros no. Yo era de esos otros…’ Y le explico que mucha gente en Occidente hace tiempo que dejaron de considerar las Escrituras –las suyas propias y las de otros pue213 e l ca m i n o a m e ca blos– como auténticas revelaciones de dios, y no ven en ellas sino la historia de las aspiraciones religiosas del hombre tal como han ido evolucionando con el tiempo. ‘Pero esta opinión mía empezó a derrumbarse tan pronto como supe algo acerca del Islam,’ añado. ‘Me interesé por él cuando vi que los musulmanes vivían de una forma muy distinta al modo de vida que los europeos consideraban el más correcto para el hombre; y cada vez que aprendía algo de las enseñanzas del Islam, me parecía estar descubriendo algo que siempre había sabido sin saberlo…’ Y prosigo: le cuento a Mansur mi primer viaje a Oriente Medio –cómo en el desierto del sinaí tuve mi primera impresión de los árabes; de lo que vi y sentí en Palestina, Egipto, Transjordania y siria; de cómo en damasco tuve mi primera premonición de que un nuevo camino a la verdad, antes insospechado, se desplegaba ante mí; y cómo, después de visitar Turquía, volví a Europa y me resultó muy difícil vivir de nuevo en el mundo occidental: pues, por un lado, deseaba comprender mejor aquella extraña inquietud que mi primer contacto con los árabes y su cultura me había causado, esperando que me ayudase a comprender mejor lo que yo esperaba de la vida; y, por otro lado, había llegado a un punto en que se estaba haciendo claro para mí que no podría ya identiicarme con los objetivos de la sociedad occidental. • E n l a p r i maver a de 1924 el Frankfurter Zeitung me envió en mi segundo viaje a Oriente Medio. El libro en el que describía mis viajes anteriores estaba por in acabado. (se publicó unos meses después de mi partida con el título de Unromantisches Morgenland –con el que quise sugerir que no era un libro acerca de la imagen aparentemente exótica y romántica de los países islámicos de Oriente Medio, sino un intento de penetrar en sus realidades cotidianas. debo confesar que, a pesar de que su perspectiva anti-sionista y su predilección inusual por los árabes causaron cierto revuelo en la prensa alemana, no se vendió muy bien.) Otra vez crucé el Mediterráneo y vi ante mí la costa de Egipto. El viaje en tren de Port said a El Cairo fue como pasar las páginas de un 214 a m e d i o ca m i n o libro conocido. Entre el Canal de suez y el lago Manzala se desplegaba la tarde egipcia. Los patos salvajes nadaban en el agua y los tarayes agitaban sus ramas delicadamente festoneadas. Los poblados surgían sobre la llanura, arenosa al principio y cubierta de escasa vegetación. Oscuros búfalos de agua, a menudo uncidos junto a camellos, arrastraban los arados con sus miembros perezosos por el suelo primaveral. Cuando giramos hacia el oeste apartándonos del Canal de suez, nos vimos rodeados por el verdor egipcio. Cuando de nuevo contemplé las altas y esbeltas mujeres que se balanceaban con un ritmo indescriptible, caminando sobre los campos con los cántaros sueltos sobre sus cabezas y los brazos extendidos, me dije a mí mismo: Nada en el mundo –ni siquiera el automóvil más perfecto, el puente más espléndido o el libro más sabio– puede reemplazar esta gracia que Occidente ha perdido ya y que ahora está amenazada en Oriente– esta gracia que no es sino la expresión de una armonía mágica entre el ser humano y el mundo que le rodea… Esta vez viajaba en primera clase. En el compartimiento había sólo otros dos pasajeros: un hombre de negocios griego residente en Alejandría que, con esa facilidad característica de la gente levantina, enseguida entabló una animada conversación conmigo y hacía comentarios sagaces a todo lo que veía; y un umda egipcio, un cacique de pueblo, que era evidentemente rico –a juzgar por su costoso catán de seda y la gruesa cadena de oro de su reloj que asomaba de su faja– pero parecía contento de seguir siendo completamente inculto. de hecho, casi nada más unirse a nuestra conversación, confesó espontáneamente que no sabía leer ni escribir; no obstante, demostró tener también un agudo sentido común y con frecuencia se enzarzaba en discusión con el griego. recuerdo que hablábamos acerca de algunos de los principios sociales del Islam que por entonces ocupaban intensamente mis pensamientos. Mi compañero de viaje griego no estaba enteramente de acuerdo con mi admiración por la igualdad social de la Ley Islámica. ‘No es tan equitativa como usted piensa, mi querido amigo’ –y, pasando del francés, en el que habíamos estado conversando, al árabe para que nuestro compañero egipcio pudiera participar en la conver215 e l ca m i n o a m e ca sación, se dirigió a él: ‘Vosotros decís que vuestra religión es equitativa. ¿Podría decirnos entonces por qué el Islam permite que un musulmán se case con una mujer cristiana o judía pero no permite que vuestras hijas o hermanas se casen con un cristiano o un judío? ¿A eso le llamáis justicia, eh?’ ‘desde luego que sí,’ respondió el corpulento umda sin dudar un instante, ‘y le diré porqué nuestra ley religiosa ha sido enunciada así. Nosotros, los musulmanes, no creemos que jesús –las bendiciones y la paz de dios sean sobre él– fuera el hijo de dios, pero si le consideramos, igual que consideramos a Moisés y a Abraham y a los demás Profetas de la Biblia, como un auténtico Profeta de dios, y creemos que todos ellos fueron enviados a la humanidad de la misma forma en que fue enviado Muhammad, el Último Profeta –que dios le bendiga y le dé paz: por eso, si una mujer cristiana o judía se casa con un musulmán, puede estar segura de que ninguna de las personas que para ella son sagradas será vilipendiada en el seno de su nueva familia; sin embargo, si una musulmana se casara con un no musulmán, seguro que tendría que soportar que aquel a quien ella considera el Enviado de dios sea insultado en su presencia… posiblemente hasta por sus propios hijos: ¿pues, acaso no es cierto que los hijos siguen la religión de su padre? ¿Cree usted que sería justo someterla a semejante sufrimiento y humillación?’ El griego no supo responder a esto y simplemente se encogió de hombros abrumado; a mí, sin embargo, me pareció que aquel umda simple y analfabeto, con ese sentido común tan típico de su raza, había llegado al meollo de una cuestión muy importante. Y tal como me había ocurrido con el anciano hayyi en jerusalén, sentí de nuevo que se me abría una nueva puerta al Islam. • E n cons ona nci a con m i s nuevas circunstancias económicas, ahora podía vivir en El Cairo en un estilo que hubiera sido impensable hacía unos meses. Ya no tenía que contar calderilla. Los días de mi primera estancia en esta ciudad, cuando subsistía con una dieta de pan, aceitunas y leche, estaban olvidados. Pero en una cosa si me mantuve iel a las ‘tradiciones’ de mi pasado: en lugar de instalarme 216 a m e d i o ca m i n o en uno de los barrios residenciales de El Cairo, alquilé habitaciones en casa de mi vieja amiga, la gorda de Trieste, que me recibió con los brazos abiertos y un beso maternal en ambas mejillas. Tres días después de mi llegada escuché, a la puesta del sol, el sonido apagado de cañones procedente de la Ciudadela. Al mismo tiempo se encendió un círculo de luces en los balcones más altos de los dos minaretes que lanqueaban la mezquita de la Ciudadela; y en todos los minaretes de todas las mezquitas se encendió la misma iluminación: un círculo de luces similar en cada minarete. La ciudad vieja de El Cairo registraba una extraña agitación; el paso de la gente se hizo más rápido y al mismo tiempo más festivo, se elevó el ruido polífono de las calles: podías sentir y casi oír una tensión nueva que vibraba en todas las esquinas. Todo esto ocurría porque la luna nueva anunciaba un nuevo mes (pues el calendario islámico se rige por meses y años lunares), y ese mes era ramadán, el más solemne del año islámico. Conmemora la ocasión en que, según la tradición, Muhammad recibió la primera revelación del Corán, hace más de mil trescientos años. Todos los musulmanes deben observar un ayuno estricto durante este mes. Les está prohibido a hombres y mujeres, salvo los que estén enfermos, comer y beber (y hasta fumar) desde el momento en que el primer hilo de luz en el horizonte oriental anuncia el amanecer, hasta que el sol se pone: durante treinta días. durante esos treinta días la gente de El Cairo iba de un lado para otro con los ojos encendidos, como si hubieran sido elevados a regiones sagradas. En todos esos treinta días escuchabas el estampido de los cañones, canciones y gritos de alegría, mientras que todas las mezquitas brillaban iluminadas hasta el amanecer. según supe, el propósito de este mes de ayuno era doble. uno tiene que abstenerse de comer y beber a in de sentir en su propio cuerpo lo que sienten los pobres y los hambrientos: de esta forma, se inculca en la conciencia humana la responsabilidad social como postulado religioso. El otro propósito del ayuno de ramadán es la autodisciplina –un aspecto de moralidad individual fuertemente acentuado en todas las enseñanzas islámicas (por ejemplo, en la pro217 e l ca m i n o a m e ca hibición absoluta de todas las sustancias embriagantes, que para el Islam representan una vía de escape demasiado fácil de la conciencia y la responsabilidad). En estos dos elementos –la hermandad entre los hombres y la autodisciplina individual– empecé a discernir los contornos de la perspectiva ética del Islam. En mis intentos por hacerme una idea más completa de lo que el Islam signiicaba y sostenía realmente, me fueron de gran utilidad las explicaciones de algunos de mis amigos musulmanes de El Cairo. de ellos, el más destacado era sheij Mustafa al-Maragui, uno de los eruditos islámicos más destacados de su tiempo, y desde luego el más brillante de los ulamá de la universidad de Al-Azhar (llegaría a ser rector de ella pocos años después). debía contar entonces unos cuarenta y cinco años, pero su cuerpo robusto y musculoso poseía la vivacidad y el vigor de un joven de veinte. A pesar de su erudición y seriedad, su sentido del humor jamás le abandonaba. sheij Al-Maragui era un pensador crítico y profundo. Había sido discípulo del gran reformador egipcio, Muhammad Abduh, y en su juventud frecuentó la compañía de aquel brillante inspirador, Yamal ad-din al-Afgani. Nunca dejaba de recordarme que los musulmanes de tiempos recientes no estaban en absoluto a la altura de los ideales de su fe, y que nada podría ser más erróneo que medir las potencialidades del mensaje de Muhammad con la vara de la conducta y el pensamiento de los musulmanes actuales – ‘– de la misma forma,’ dijo, ‘que sería erróneo ver en la falta de afecto mutuo entre los cristianos una refutación del mensaje de amor de Cristo…’ Hecha esta advertencia, sheij al-Maragui me llevó con él a AlAzhar. después de atravesar el gentío bullicioso de la calle Mouski, el centro comercial más antiguo de El Cairo, llegamos a una plazoleta apartada, uno de cuyos lados estaba ocupado por la fachada ancha y recta de la Mezquita Al-Azhar. Entramos por una doble puerta y un patio intermedio hasta llegar al patio de la mezquita propiamente dicho, un enorme cuadrilátero rodeado por antiguos soportales. Los estudiantes, vestidos con yubbas largas y oscuras, y turbantes 218 a m e d i o ca m i n o blancos, estaban sentados en esteras leyendo en voz baja sus libros y apuntes. Las clases se impartían en el espacioso recinto cubierto de la mezquita, al que se accedía desde el patio. Varios profesores estaban sentados, también sobre esteras, debajo de los pilares que cruzaban la mezquita en largas ilas, y sentados en semicírculo delante de cada profesor había un grupo de alumnos. El profesor nunca levantaba la voz, de manera que se requería de gran atención y concentración para no perder ninguna de sus palabras. Cualquiera pensaría que semejante dedicación produciría verdaderos eruditos; pero sheij Al-Maragui disipó enseguida mis ilusiones: ‘¿Ves ahí a esos ‘eruditos’?’ me preguntó. ‘son como esas vacas sagradas de la India que, según me cuentan, devoran todos los papeles que encuentran por las calles… sí, tragan páginas enteras de libros escritos hace siglos, pero no las digieren. No piensan ya por sí mismos; sólo leen y repiten, leen y repiten –y los estudiantes que asisten a sus clases aprenden sólo a leer y repetir, generación tras generación.’ ‘¡Pero, sheij Mustafa,’ protesté, ‘Al-Azhar es, después de todo, el mayor centro del saber islámico, y la universidad más antigua del mundo! su nombre aparece casi en cada una de las páginas de la historia cultural del Islam. ¿Qué hay de todos los grandes pensadores, los teólogos, historiadores, ilósofos y matemáticos que ha producido en los últimos diez siglos?’ ‘Hace varios siglos que dejó de producirlos,’ respondió con tristeza. ‘Bueno, quizá no sea del todo exacto; no se sabe bien cómo, ha conseguido salir de Al-Azhar algún pensador independiente aun en tiempos recientes. Pero, en general, Al-Azhar ha caído en la misma esterilidad que aqueja a todo el mundo islámico, y su antiguo ímpetu se ha extinguido casi por completo. Esos antiguos pensadores musulmanes que has mencionado jamás habrían imaginado que después de tantos siglos sus pensamientos, en lugar de ser continuados y desarrollados, serían únicamente repetidos una y otra vez, como si se tratara de verdades infalibles y deinitivas. Para que se produzca un cambio para mejor, debe fomentarse el pensamiento y no esta imitación presente del pensamiento antiguo…’ 219 e l ca m i n o a m e ca Esta incisiva descripción de Al-Azhar en boca de sheij Al-Maragui, me ayudó a comprender una de las causas más profundas de la decadencia cultural que era evidente en todo el mundo islámico. ¿No estaba relejada, en diversos grados, esta petriicación escolástica de la antigua universidad en la esterilidad social de los musulmanes actuales? ¿Acaso, no era un relejo de ese estancamiento intelectual la forma pasiva, casi indolente, en que tantos musulmanes aceptaban la pobreza innecesaria en la que vivían, y con la que soportaban sin rechistar las numerosas injusticias sociales a las que estaban sometidos? Y, ¿acaso era sorprendente, me preguntaba yo, que ante pruebas tan evidentes de la decadencia de los musulmanes abundaran en Occidente las opiniones erróneas acerca del Islam? Estas opiniones tan extendidas en Occidente podían resumirse así: La decadencia de los musulmanes se debe principalmente al Islam que, lejos de ser una ideología comparable al cristianismo o al judaísmo, es una mezcla nefasta de fanatismo del desierto, burda sensualidad, superstición y un fatalismo ciego que impide a sus adeptos participar en el progreso de la humanidad hacia formas sociales más elevadas; en vez de liberar al espíritu humano de las cadenas del oscurantismo, el Islam las aprieta aún más; y, por consiguiente, cuanto antes sean liberados los pueblos musulmanes de su sumisión ciega a las creencias y prácticas sociales del Islam y sean impulsados a adoptar la forma de vida occidental, mejor para ellos y para el resto del mundo… Mis propias observaciones me habían llevado por entonces al convencimiento de que la mente del occidental medio tenía una imagen totalmente distorsionada del Islam. Lo que yo hallaba en las páginas del Corán no era una visión ‘crudamente materialista’ del mundo sino, al contrario, una intensa conciencia de dios que se expresaba en la aceptación racional de toda la naturaleza creada por dios: una compenetración armoniosa de intelecto y sensualidad, de necesidad espiritual y exigencia social. Era evidente para mí que la decadencia de los musulmanes no se debía a deiciencias en el Islam sino a que no vivían de acuerdo con sus enseñanzas. Porque, en realidad, fue el Islam lo que condujo a los primeros musulmanes a sus extraordinarios logros culturales al dirigir todas 220 a m e d i o ca m i n o sus energías hacia el pensamiento consciente como único medio de comprender la naturaleza de la creación de dios y, por ende, su voluntad. No se les había impuesto la creencia en dogmas difíciles o hasta imposibles de comprender intelectualmente; de hecho, no podía encontrarse ningún dogma en el mensaje del Profeta: y, por ello, la sed de conocimiento que distinguió a la primera época de la historia islámica no se había visto obligada, como en otras partes del mundo, a airmarse mediante una lucha dolorosa contra la fe tradicional. Al contrario, había surgido exclusivamente de esa fe. El Profeta de Arabia había declarado: ‘La búsqueda de conocimiento es un deber sagrado para todo musulmán y musulmana’: y sus seguidores habían sido imbuidos con el convencimiento de que sólo mediante la adquisición de conocimiento llegarían a adorar plenamente al señor. Cuando meditaron sobre el dicho del Profeta: ‘Dios no crea una enfermedad sin crear también su cura’, comprendieron que con su búsqueda de curas aún no conocidas contribuirían al cumplimiento de la voluntad de dios en la tierra: y de esa forma la investigación fue investida con la santidad de un deber religioso. Leían el versículo coránico: ‘Creamos a todos los seres vivos del agua’ –y en su empeño por profundizar en el signiicado de esas palabras, empezaron a estudiar a los organismos vivos y las leyes de su desarrollo: y establecieron así las bases de la ciencia de la biología. El Corán destacaba la armonía de las estrellas y sus movimientos como testimonio de la gloria de su Creador: y entonces los musulmanes se entregaron al estudio de la astronomía y de las matemáticas con un fervor reservado exclusivamente a la oración en otras religiones. El sistema copernicano, que conirmaba la rotación de la tierra alrededor de su eje y la revolución de los planetas alrededor del sol, fue desarrollado en Europa a principios del siglo dieciséis (y se encontró entonces con la feroz oposición de la Iglesia, que veía en ello una contradicción de las enseñanzas literales de la Biblia): pero los cimientos de este sistema habían sido establecidos seis siglos antes, en los países musulmanes –pues ya en los siglos nueve y diez los astrónomos musulmanes habían llegado a la conclusión de que la tierra tenía forma esférica y giraba alrededor de su eje, y habían hecho cálculos precisos de latitudes y longitudes; y muchos 221 e l ca m i n o a m e ca de ellos sostenían –sin ser por ello acusados de herejía– que la tierra giraba en torno al sol. Con igual entusiasmo se entregaron al estudio de la química, la física y la isiología, y a todas las demás ciencias en las que el genio musulmán crearía su monumento más duradero. Para construir ese monumento sólo tuvieron que seguir la exhortación en las palabras de su Profeta: ‘Si alguien emprende un camino en busca de conocimiento, Dios le hace fácil su camino al Paraíso’; ‘La superioridad del erudito sobre el meramente piadoso es como la superioridad de la luna llena sobre todas las estrellas’, y ‘La tinta de los sabios es más preciosa que la sangre de los mártires’. durante el período más creativo de la historia islámica –es decir, los cinco siglos que siguieron a la época del Profeta– la ciencia y el saber no tuvieron mejor paladín que la civilización musulmana ni territorio más seguro que las tierras dominadas por el Islam. La vida social fue también inluenciada por las enseñanzas del Corán. En tiempos en que en la Europa cristiana las epidemias eran consideradas azotes de dios a los cuales el hombre no podía sino rendirse dócilmente –en esos tiempos, y mucho antes, los musulmanes seguían las instrucciones del Profeta que les indicaban cómo combatir las epidemias mediante la segregación de las ciudades y zonas afectadas. Y en un tiempo en que los reyes y los nobles de la Cristiandad consideraban que bañarse era un lujo casi indecente, hasta las casas de los musulmanes más pobres tenían al menos un cuarto de baño, y los baños públicos eran corrientes en todas las ciudades musulmanas (en el siglo diez, por ejemplo, Córdoba tenía trescientos baños públicos): y todo esto respondía a la enseñanza del Profeta, ‘La limpieza es parte de la fe’. El musulmán no entraba en conlicto con las exigencias de la vida espiritual si hallaba placer en las cosas hermosas de la vida material, pues, según las palabras del Profeta, ‘A Dios le agrada ver en Sus siervos una muestra de Su favor’. En resumen, el Islam impulsó unos logros culturales que constituyen una de las páginas más soberbias de la historia de la humanidad; y lo hizo diciendo sí al intelecto y No al oscurantismo, sí a la acción y No al quietismo, sí a la vida y No al ascetismo. No es extraño, pues, que el Islam, nada más salir de los conines de Arabia, ganase 222 a m e d i o ca m i n o adeptos a pasos agigantados. Las poblaciones de siria y del norte de África, y poco después de la España visigoda, nacidas y criadas en el cristianismo paulino y agustiniano, que enseñaba el desprecio del mundo, se vieron confrontadas con una enseñanza que negaba el dogma del Pecado original y destacaba la dignidad innata de la vida terrenal: y por esta razón se unieron en número creciente a este nuevo credo que les daba a entender que el hombre era el vicario de dios en la tierra. Esto, y no la legendaria ‘conversión por la espada’, explica el sorprendente triunfo del Islam durante la gloriosa mañana de su historia. No fueron los musulmanes los que hicieron del Islam algo grande: el Islam hizo grandes a los musulmanes. Pero tan pronto como su fe se convirtió en hábito y dejó de ser un programa de vida que debía aplicarse conscientemente, el impulso creativo que subyacía en su civilización declinó y dejó paso gradualmente a la indolencia, a la esterilidad y a la decadencia cultural. • L a nue va com pr ensión que había adquirido, y mis progresos en el idioma árabe (había llegado a un acuerdo con un estudiante de Al-Azhar para que me diera clases diarias), me hacían sentir que por in había adquirido ahora una especie de clave de acceso a la mente musulmana. Ya no estaba tan seguro de que un europeo ‘no pudiera captar nunca toda la imagen’, como había escrito meses antes en mi libro; pues ahora este mundo islámico no parecía ya tan completamente ajeno a las asociaciones mentales de un occidental. Tenía la impresión de que si uno fuera capaz de desprenderse hasta cierto punto de sus antiguos hábitos de pensamiento y aceptara la posibilidad de que pudieran no ser los únicos válidos, aquel mundo musulmán antes tan extraño podría de hecho hacerse comprensible… Pero si bien encontraba en el Islam muchas cosas que me atraían intelectual e instintivamente, no consideraba deseable para un hombre inteligente adaptar toda su forma de pensar y su visión del mundo a un sistema no ideado por él mismo. ‘dígame, sheij Mustafa,’ pregunté en una ocasión a mi erudito amigo Al-Maragui, ‘¿por qué ha de ser necesario limitarse a una ense223 e l ca m i n o a m e ca ñanza particular y a un conjunto de ordenanzas concreto? ¿No sería mejor dejar toda la inspiración ética a nuestra voz interior?’ ‘Lo que preguntas realmente, mi joven hermano, es por qué tiene que existir la religión como institución. La respuesta es sencilla. sólo unos pocos –sólo los profetas– son capaces de entender realmente esa voz interior que habla en ellos. La mayoría de nosotros estamos atrapados por nuestros intereses y deseos personales –y si cada uno siguiera sólo los dictados de su propio corazón, caeríamos en un caos moral total y nunca lograríamos ponernos de acuerdo en la forma de actuar. Por supuesto, podrías preguntar si no existen excepciones a esta regla –gente iluminada que siente que no necesitan ser ‘guiados’ en lo que consideran correcto o incorrecto; pero, entonces, yo te pregunto, ¿no habría muchas personas, muchísimas en realidad, que se arrogarían ese derecho excepcional? ¿Y cual sería el resultado?’ • L le va ba e n El Ca iro unas seis semanas cuando sufrí una recaída de malaria, enfermedad que había padecido por primera vez en Palestina el año anterior. Empezó con dolores de cabeza, mareos y dolor en las extremidades; y al inal del día estaba rendido, incapaz de levantar la mano. La signora Vitelli, mi patrona, se ocupaba de todo alrededor de mí como si disfrutara de mi estado de postración; pero su preocupación era auténtica. Me daba a beber leche caliente y me colocaba compresas frías sobre la cabeza –pero cuando se me ocurrió sugerir que quizá debiéramos llamar a un médico, se puso furiosa de indignación: ‘¿un médico? –¡bah! ¡Qué saben esos carniceros de malaria! Yo sé más que cualquiera de ellos. Mi bendito segundo marido murió de ella en Albania. Llevábamos algunos años viviendo en durazzo y el pobre sufría a menudo de atroces dolores, peores que los tuyos; pero siempre conió en mí…’ Yo estaba demasiado débil para discutir, y dejé que me administrase una fuerte poción de vino griego caliente y quinina –pero no esas píldoras cubiertas de azúcar sino quinina pura en polvo, tan amarga que me causaba mayores estremecimientos casi que la iebre. Pero 224 a m e d i o ca m i n o por alguna razón, y aunque me resulte extraño decirlo, tenía conianza plena en Mama Vitelli a pesar de su inquietante referencia a su ‘bendito segundo marido’. Esa noche, mientras mi cuerpo ardía de iebre, oí de pronto una música tierna e intensa que subía de la calle: era el sonido de un organillo. No era uno de esos organillos con fuelles resollantes y tubos rajados, sino un instrumento que recordaba a los antiguos clavicordios de sonido crispado que hacía mucho tiempo habían dejado de usarse en Europa por ser demasiado frágiles y limitados en tonalidad. Había visto ya esos organillos en El Cairo: un hombre transportaba la caja sobre su espalda y un muchacho le seguía haciendo girar la manivela; y las notas caían una a una, cortas y nítidas, como lechas que dan en el blanco, como cristal tintineante, con espacios entre una y otra. Y esos tonos, al ser tan nítidos y tan aislados entre sí, no permitían que el oyente captase toda la melodía, sino que le arrastraban, a tirones, a través de momentos tiernos y tensos. Era como intentar desvelar un secreto sin conseguirlo; y te atormentaban con una eterna repetición en tu cabeza, una o otra vez, durante toda la noche, como un torbellino giratorio del que fuera imposible escapar, como la danza de los derviches giratorios que había visto en scutari –hacía meses, ¿o eran años?– después de atravesar el bosque de cipreses más espeso del mundo… Era un bosque muy extraño, aquel cementerio turco en scutari, nada más cruzar el Bósforo desde Estambul: senderos y pasajes que discurrían en medio de innumerables cipreses y, debajo de ellos, multitud de lápidas, unas en pie y otras caídas, con inscripciones en árabe erosionadas por la lluvia y el viento. El cementerio llevaba mucho tiempo en desuso; sus muertos llevaban muertos mucho tiempo. Entre sus tumbas se alzaban enormes troncos de árboles, de veinte y veinticinco metros de altura, que crecían en las cambiantes estaciones, y la calma en medio de aquella arboleda era tal que no quedaba sitio para la melancolía. En ningún otro lugar se sentía tan fuertemente como aquí que los muertos quizás estuvieran dormidos. Eran los muertos de un mundo que había dejado que sus vivos vivieran en paz; los muertos de una humanidad sin prisas. 225 e l ca m i n o a m e ca después de dar un breve paseo por el cementerio, y luego por las estrechas y empinadas calles de scutari, encontré una pequeña mezquita que sólo se revelaba como tal por los hermosos arabescos ornamentales sobre la puerta. Como la puerta estaba entornada pasé al interior –y me encontré en una sala en penumbra, en cuyo centro varias iguras estaban sentadas sobre una alfombra formando un círculo alrededor de un hombre muy anciano. Todos llevaban largos mantos y altos gorros marrones de ieltro. El viejo imam recitaba con voz monótona un pasaje del Corán. junto a uno de los muros estaban sentados algunos músicos con sus instrumentos: tambores, lautas y kamanya –un instrumento parecido a un violín de mástil largo. se me ocurrió que este extraño grupo debían ser los ‘derviches giratorios’ de los que tanto había oído hablar: una orden mística que trataba de inducir en sus adeptos, mediante ciertos movimientos repetidos e intensiicados rítmicamente, un trance extático que se decía les permitía conseguir una experiencia directa y personal de dios. El silencio que siguió a la recitación fue roto súbitamente por el sonido delgado y agudo de una lauta; y la música hizo su entrada de forma monótona, casi como un quejido. A un mismo tiempo, los derviches se levantaron, se despojaron de sus mantos y quedaron de pie con sus túnicas de volantes que les llegaban hasta los tobillos y estaban ceñidas en la cintura con pañuelos anudados. Luego, cada uno de ellos dio media vuelta, de forma que quedaron en círculo enfrentados por parejas; cruzaron entonces los brazos sobre el pecho y se inclinaron profundamente unos ante los otros (lo que me hizo pensar en el antiguo minueto, y en los caballeros con levitas bordadas inclinándose ante sus damas). Acto seguido todos los derviches extendieron los brazos hacia los lados con la palma derecha hacia arriba y la izquierda hacia abajo. Como un cántico susurrado, la palabra Huwa –‘Él’ (o sea, dios)– brotaba de sus labios. Con este suave susurro en los labios, cada uno de ellos empezó a girar sobre sí mismo, oscilando al ritmo de la música, que parecía venir de muy lejos. Inclinaron luego sus cabezas hacia atrás, cerraron los ojos, y una suave rigidez se extendió sobre sus rostros. El movimiento circular fue haciéndose más y más rápido; las holgadas túnicas se elevaron 226 a m e d i o ca m i n o formando amplios círculos alrededor de las iguras giratorias, lo que hacía que parecieran remolinos blancos en el mar; la concentración era profunda en sus rostros… El movimiento circular se convirtió en una rotación más rápida, y la intoxicación y el éxtasis se hicieron visibles en todos los hombres. Con una repetición continua, sus labios entreabiertos susurraban la palabra, Huwa… Huwa… Huuwa…; sus cuerpos giraban y giraban, y la música parecía arrastrarles hacia sus acordes monótonos, apagados y espirales, que se elevaban monótonamente –y sentías como si tú también estuvieras siendo arrastrado en un remolino ascendente, por una empinada escalinata, cada vez más y más arriba, siempre más arriba, siempre los mismos escalones, pero siempre más arriba, en espirales ascendentes, hacia una meta inescrutable, inalcanzable… …hasta que la mano grande y amistosa de Mama Vitelli sobre tu frente detenía el torbellino, y rompía el hechizo vertiginoso, y te traía de vuelta de scutari al frescor de una habitación de losas de piedra en El Cairo… La signora Vitelli había estado en lo cierto, después de todo. sus cuidados me habían ayudado a superar mi ataque de malaria, si no antes, al menos en el mismo tiempo que hubiera necesitado cualquier médico profesional. En dos días casi había superado la iebre, y al tercero pude cambiar mi cama por un cómodo sofá. Aún así, estaba demasiado agotado para pensar en salir, y el tiempo pasaba lentamente. una o dos veces vino a visitarme mi profesor-estudiante de Al-Azhar y me trajo algunos libros. Mi reciente recuerdo de los derviches giratorios de scutari, provocado por la iebre, me inquietaba un poco. de pronto había adquirido una signiicación desconcertante que no había tenido en su momento. Los ritos esotéricos de esta orden religiosa –una de las muchas que había encontrado en diversos países musulmanes– no parecían encajar en la imagen del Islam que se estaba formando gradualmente en mi mente. Le pedí a mi amigo ashari que me consiguiera algunas obras sobre el tema escritas por orientalistas; y, por medio de ellas, vi conirmada mi sospecha instintiva de que este tipo de esoterismo había entrado en la órbita del Islam procedente de fuentes no islámicas. 227 e l ca m i n o a m e ca Las especulaciones de los suis, como se denominaba a los místicos musulmanes, revelaban inluencias gnósticas, hindúes y a veces hasta cristianas que habían introducido prácticas y conceptos ascéticos totalmente ajenos al mensaje del Profeta de Arabia. su mensaje insistía en que el único camino real a la fe era la razón. Aunque tal planteamiento no restaba validez necesariamente a la experiencia mística, el Islam representaba primariamente una proposición intelectual, no emocional. La enseñanza de Muhammad, si bien producía, naturalmente, un fuerte vínculo emocional en sus seguidores, no asignaba a la emoción ningún papel independiente en las percepciones religiosas: pues las emociones, por profundas que sean, tienden a ser inluenciadas por deseos y miedos subjetivos en mayor medida que la razón, por falible que esta sea. • ‘A s í fue , Ma nsur , cómo el Islam se me fue revelando, a retazos: un vislumbre aquí y allá, por una conversación, un libro o una observación –lentamente, sin apenas darme cuenta…’ –2– Cua n d o aca m pa m os para pasar la noche, Zayid se pone a hacer el pan. Hace una masa con harina de trigo sin tamizar, agua y sal y le da forma de torta grande, de unos tres centímetros de espesor. Luego prepara un hoyo en la arena, lo llena de palitos secos y enciende un fuego; y cuando las llamas se han consumido, pone la torta sobre las brasas, la cubre con ceniza caliente y enciende otro puñado de ramitas encima de ella. Pasado un rato saca el pan, le da la vuelta, lo vuelve a cubrir como antes y enciende otro fuego encima. después de otra media hora la hogaza ya cocida es extraída de las brasas y golpeada con un palo para desprender de ella la arena y las cenizas. Lo comemos con mantequilla clariicada y dátiles. No hay pan más delicioso que este. El hambre de Mansur ha quedado satisfecha, como la de Zayid y la mía, pero no su curiosidad. Mientras estamos echados alrededor del fuego, sigue lanzándome preguntas sobre cómo me hice musulmán inalmente –y al intentar explicárselo, me llama la atención lo difícil 228 a m e d i o ca m i n o que resulta poner en palabras mi largo camino al Islam. ‘– pues el Islam, oh Mansur, llegó a mí como un ladrón que entra de noche en una casa, furtivamente y sin hacer ruido: sólo que, al contrario que el ladrón, vino para quedarse. Pero tardé años en descubrir que acabaría haciéndome musulmán…’ Al recordar aquellos días de mi segundo viaje a Oriente Medio –cuando el Islam empezó a ocupar en serio mi mente– tengo la impresión de que ya entonces era consciente de estar embarcándome en un viaje de descubrimiento. Cada día recibía una oleada de nuevas impresiones; cada día surgían en mí nuevas preguntas y me llegaban nuevas respuestas de afuera. Estas respuestas despertaban un eco de algo que había permanecido oculto en el fondo de mi mente; y a medida que progresaba en mi conocimiento del Islam sentía, una y otra vez, que una verdad que siempre había sabido, sin darme cuenta de ello, iba desvelándose lentamente y, por así decirlo, conirmándose. A principios de verano, en 1924, partí de El Cairo en un largo periplo que me ocuparía casi dos años. durante ese tiempo viajé por países viejos en la sabiduría de sus tradiciones pero eternamente frescos en su efecto sobre mi mente. Viajaba con tranquilidad, haciendo largas paradas. Volví de nuevo a Transjordania y pasé algunos días con Emir Abdullah, disfrutando de la cálida virilidad de esa tierra beduina que aún no se había visto obligada a adaptar su carácter a la corriente de inluencias occidentales. Como esta vez el Frankfurter Zeitung había conseguido para mí un visado del gobierno francés, pude visitar de nuevo siria. damasco llegó y pasó. La vivacidad levantina de Beirut me abrazó por un tiempo para quedar pronto olvidada en el remoto adormecimiento de la Trípoli siria con su aire de callada felicidad. Veleros pequeños y anticuados se balanceaban en sus amarras en el puerto abierto, con sus mástiles latinos crujiendo suavemente. Los ciudadanos de Trípoli, sentados en banquetas delante de un café del muelle, disfrutaban de sus tazas de café y sus narguiles bajo el sol de la tarde. Por todas partes paz y alegría y evidentemente suiciente comida; y hasta los mendigos parecían disfrutar del cálido sol, como diciendo: ‘¡Ah, qué bueno es ser mendigo en Trípoli!’ 229 e l ca m i n o a m e ca Llegué a Alepo. sus calles y ediicios me recordaban a jerusalén: viejas casas de piedra que parecían haber surgido de la tierra, oscuros pasajes con arcos, plazas y patios tranquilos, ventanas talladas. sin embargo, la vida interior de Alepo era totalmente distinta a la de jerusalén. El estado de ánimo dominante en jerusalén había sido la extraña convivencia de corrientes nacionales en conlicto, como un doloroso y complejo calambre muscular; sobre un mundo de contemplación y de profunda emoción religiosa, se cernía, como una nube de veneno, un odio casi místico por gentes y cosas. Alepo, sin embargo, –aun siendo una mezcla de lo árabe y lo levantino, con una pizca de la vecina Turquía– era armonioso y sereno. Las casas con sus fachadas de piedra y sus balcones de madera estaban vivas a pesar de su quietud. La callada laboriosidad de los artesanos en el viejo bazar; los patios de los numerosos caravasares antiguos con sus soportales y galerías llenos de fardos de mercancías; frugalidad junto a codicia desenfadada, y ambas libres de toda envidia; ausencia de prisa, un reposo que envolvía al extranjero y le hacía desear que su propia vida estuviera enraizada en el reposo: todo esto luía acompasado en una melodía fuerte y seductora. de Alepo fui en coche a dair az-Zor, una ciudad pequeña al norte de siria, desde la cual me proponía seguir viaje hacia Bagdad por la antigua ruta de caravanas que discurría paralela al Éufrates; y fue en este viaje cuando encontré por primera vez a Zayid. Al contrario que la ruta damasco-Bagdad, que llevaba ya varios años siendo utilizada por coches, la ruta por la orilla del Éufrates era entonces poco conocida; en realidad, antes de hacerlo yo sólo había sido recorrida por otro coche unos meses antes. Mi chofer armenio nunca había ido más allá de dair az-Zor, pero estaba seguro de poder encontrar el camino. No obstante, sentía la necesidad de obtener información más tangible; así que fuimos juntos al bazar en busca de ella. La calle del bazar iba de una punta a otra de dair az-Zor, que era una especie de cruce entre una ciudad siria de provincias y una metrópolis beduina, con un mayor acento en esto último. dos mundos se encuentran allí con extraña familiaridad. En una de las tiendas vendían postales modernas mal impresas, mientras al lado 230 a m e d i o ca m i n o unos beduinos hablaban de las lluvias en el desierto y de las recientes disputas entre la tribu siria de Bishr-Anaza y los shammar de Iraq; uno de ellos mencionó el audaz ataque que el jefe beduino de Nachd, Faisal ad-dawish, había realizado hacía poco en el sur de Iraq; y con frecuencia surgía el nombre de Ibn saud, el Gran Hombre de Arabia. Antiguos fusiles de carga superior, largos cañones y culatas con incrustaciones de plata –armas que ya nadie compraba porque los modernos riles de repetición eran mucho más efectivos– llevaban una existencia polvorienta e irreal entre casacas de uniforme de tres continentes, sillas nachdis de montar, neumáticos Goodyear, linternas de campaña de Leipzig y mantos marrones de beduino traídos de Al-jauf. Las mercancías occidentales no parecían, sin embargo, intrusos en medio de las otras; su utilidad les había dado un lugar natural propio. Con un sentido despierto a la realidad, los beduinos habían adoptado con naturalidad todas esas cosas nuevas que apenas ayer les eran totalmente desconocidas, y las habían hecho propias sin traicionar sus antiguos usos. su estabilidad interna, pensaba yo, debería darles la fortaleza suiciente para soportar el embate de la nueva era y, quizá, no sucumbir a ella –porque ahora estaba acercándose a estas gentes que hasta hacía poco se habían mostrado tan remisas y tan inaccesibles; pero no se trataba de una llamada hostil a sus puertas; ellos recibían todas esas novedades con inocente curiosidad y las toqueteaban, por así decirlo, desde todos los ángulos, pensando en su posible utilidad. ¡Qué poco percibía yo entonces lo que esta ‘novedad’ occidental podía hacerles a aquellos beduinos simples y analfabetos… ! Mientras mi chofer armenio hacía averiguaciones entre un grupo de beduinos, sentí un tirón en mi manga. Me di la vuelta. Ante mí estaba un árabe de unos treinta años, austeramente atractivo. ‘Con su permiso, oh efendi,’ dijo con una voz baja y ronca, ‘he oído que quiere ir en coche a Bagdad y no está seguro del camino. deje que vaya con usted; puedo servirle de ayuda.’ El hombre me cayó bien enseguida y le pregunté quién era. ‘Me llamo Zayid ibn Ganim,’ respondió, ‘y estoy sirviendo con los agail de Iraq.’ 231 e l ca m i n o a m e ca Fue entonces cuando observé el color caqui de su catán y la estrella de siete puntas, el emblema de la Guardia Iraquí del desierto, en su igal negro. Esta clase de tropas, llamadas agail por los árabes, existía ya en tiempos de los turcos: un cuerpo de voluntarios, reclutados casi exclusivamente en Arabia Central –hombres para los que las estepas del desierto eran un hogar y el dromedario un amigo. su sangre aventurera les arrastraba fuera de su austera patria a un mundo en el que había más dinero, más acción, más cambio entre hoy y mañana. Zayid me contó que había venido a dair az-Zor acompañando a uno de sus oiciales por un asunto relacionado con la administración de la frontera sirio-iraquí. El oicial había regresado ya a Iraq, pero Zayid se había quedado a resolver unos asuntos personales; y ahora preferiría volver conmigo a tomar la ruta más usual a través de damasco, que obligaba a dar un gran rodeo. Me confesó con franqueza que aún no había recorrido toda la ruta por el Éufrates, y sabía tan bien como yo que a causa de sus giros y desvíos, no siempre podríamos depender de la referencia del río para guiarnos –‘pero,’ añadió, ‘el desierto es el desierto, el sol y las estrellas son los mismos, e in sha-Al·lah, daremos con el camino.’ su seriedad y su conianza en sí mismo me agradaron, y acepté encantado que se uniera a nosotros. A la mañana siguiente partimos de dair az-Zor. El gran desierto de Hammada se abría ante las ruedas de nuestro Ford, ‘modelo T’: una inmensa llanura pedregosa, a veces suave y llana como el asfalto y a veces llena de altibajos de horizonte a horizonte. En ocasiones, el Éufrates aparecía a nuestra izquierda, fangoso, manso, de orillas bajas: un lago silencioso, podría pensarse, hasta que veías pasar con rapidez un trozo de madera o un bote que delataban su poderosa corriente. Era un río ancho y majestuoso; no hacía ruido; no era juguetón; no salpicaba. Marchaba, deslizándose, como una banda extensa y sin trabas, sorteando su camino soberano por incontables meandros a través de la imperceptible pendiente del desierto, un igual dentro de un igual, un orgulloso dentro de un orgulloso: pues el desierto era tan extenso, manso y poderoso como el río. Zayid, nuestro nuevo acompañante, iba sentado junto al chofer con las rodillas encogidas y una pierna colgando sobre la portezuela 232 a m e d i o ca m i n o del coche; en su pie brillaba una bota nueva de cuero rojo marroquí que había comprado el día anterior en el bazar de dair az-Zor. A veces nos cruzábamos con hombres montados en camellos que habían surgido de pronto en medio del desierto, se quedaban quietos por un momento mirando el coche, y de nuevo ponían en marcha a sus animales y desaparecían. se trataba evidentemente de pastores; el sol había dado a sus rostros un bronceado profundo. Breves paradas en caravasares solitarios y en ruinas se alternaban con largas etapas de desierto. El Éufrates había desaparecido detrás del horizonte. Arena que el viento levantaba con fuerza, anchas extensiones de guijarros, unas pocas matas de hierba o un arbusto espinoso aquí y allá. una cadena de colinas bajas, desnudas y con isuras, deshaciéndose bajo el ardiente sol, apareció de pronto a nuestra derecha ocultando la inmensidad del desierto. ‘¿Qué habría detrás de esa estrecha cadena de colinas?’ se preguntaba uno con asombro. Y aunque uno sabía que detrás estaba el mismo desierto llano o escarpado, que la misma arena y los mismos guijarros ofrecían al sol su rigidez virgen, había en el aire un aire de misterio inexplicado: ‘¿Qué podría haber?’ La atmósfera no ofrecía respuesta alguna, ni eco, la calma vibrante de la tarde no conocía más sonido que el ronroneo de nuestro motor y el crujido de los neumáticos sobre la pista de grava. ¿Acaso el borde del mundo se precipitaba allí a un abismo primigenio? Porque no lo conocía, lo desconocido estaba allí; y porque quizá nunca llegaría a saberlo, era lo desconocido incognoscible. A media tarde nuestro chofer descubrió que en el último caravasar se había olvidado de cargar agua para el radiador. El río estaba lejos; no había ningún pozo en muchos kilómetros a la redonda; a nuestro alrededor y hasta el ondulante horizonte, se extendía una llanura arcillosa, vacía y al rojo vivo; un viento suave y ardiente jugaba sobre ella, soplaba de ninguna parte a ninguna parte, sin principio ni in, un zumbido apagado que llegaba de la eternidad misma. El chofer, con ese tono desenfadado, típico de los levantinos (una cualidad que yo apreciaba en ellos –aunque no en ese preciso momento), dijo: ‘Bueno, de todos modos llegaremos al próximo caravasar.’ 233 e l ca m i n o a m e ca Pero parecía que no fuéramos a llegar ‘de todos modos’. El sol abrasaba, el agua en el radiador borboteaba como en una caldera. Encontramos de nuevo a unos pastores. ¿Agua? No, no hay agua en quince horas de camello. ‘Y vosotros, ¿qué bebéis?’ preguntó el armenio exasperado. se echaron a reír. ‘Bebemos leche de camella.’ debieron asombrarse de esta gente montada en un veloz carro del demonio, preguntando dónde había agua –cuando cualquier niño beduino les podría haber dicho que por allí no había agua. Qué desagradable eventualidad: quedarse tirado aquí en medio del desierto con el motor gripado, sin agua ni comida, esperando a que pasara otro coche –quizá mañana o pasado mañana– quizá el mes que viene… Pasado un rato el chofer perdió su risueño aplomo. Paró el coche y quitó la tapa del radiador; un chorro de vapor blanco y denso salió silbando en el aire. Yo llevaba algo de agua en mi termo y la sacriiqué por el bien del motor. El armenio añadió un poco de aceite, y el valiente Ford nos llevó otro trecho. ‘Creo que podríamos encontrar agua allí a la derecha,’ dijo el optimista. ‘Aquellos cerros parecen tan verdes –parece que allí hay hierba fresca: y donde crece hierba fresca en estas fechas, en que no hay lluvias, tiene que haber agua. Y si hay agua allí, ¿por qué no vamos a por ella?’ La lógica tiene siempre algo de irresistible; y así ocurría aquí, aunque la lógica del armenio parecía caminar con muletas. dejamos el camino y fuimos varios kilómetros a trompicones hacia aquellos cerros; nada de agua… La laderas no estaban cubiertas de hierba sino de piedras verdosas. El motor producía un sonido siseante, los pistones batían roncamente y de las ranuras del capó salían nubecillas de humo gris. unos minutos más, y algo se partiría: una rotura de cigüeñal u otra monada por el estilo. Pero esta vez nos habíamos alejado de la ruta de caravanas; si ocurriera algo ahora, nos quedaríamos sentados sin esperanza en medio de aquella desolación. Casi todas nuestras reservas de aceite habían ido a parar al radiador. El armenio se había vuelto histéri234 a m e d i o ca m i n o co; estaba ‘buscando agua’, girando a la izquierda, luego a la derecha, dando vueltas y giros como un artista de circo; pero el agua se negaba a aparecer, y la botella de coñac que le entregué con un suspiro no le hizo nada al ardiente radiador, aparte de envolvernos en una nube de vapor alcohólico que a punto estuvo de hacer vomitar a Zayid (que, por supuesto, jamás bebía). Este último experimento le arrancó del letargo en el que llevaba sumido mucho tiempo. Con un movimiento irritado tiró hacia debajo de su cuiyya para quitarse el sol de los ojos, se inclinó sobre el borde caliente del coche y empezó a escudriñar la llanura desértica –buscando con esa concentración precisa y minuciosa característica de gentes que viven mucho al aire libre y están acostumbrados a depender de sus sentidos. Esperamos con nerviosismo, sin mucha esperanza –pues, como nos había dicho, jamás había estado en aquella parte del país. Pero señaló con la mano hacia el norte y dijo: ‘Allí.’ La palabra sonó como una orden; el chofer, contento de que alguien le quitase la responsabilidad de los hombros, obedeció enseguida. Con el motor jadeando penosamente nos dirigimos hacia el norte. Pero de pronto Zayid se incorporó un poco, puso su mano sobre el brazo del conductor, y le pidió que parase. Por unos minutos permaneció sentado con la cabeza echada hacia delante, como un podenco olfateando el aire; alrededor de sus labios apretados vibraba una pequeña tensión, apenas perceptible. ‘¡No –ve hacia allí!’ exclamó, señalando hacia el noreste. ‘¡rápido!’ Y de nuevo el chofer obedeció sin rechistar. Pasados un par de minutos, ‘¡Para!’ y Zayid saltó ágilmente fuera del coche, se recogió el largo manto con ambas manos y corrió hacia delante, se detuvo, giró varias veces como buscando o escuchando atentamente –y por unos momentos me olvidé del motor y de nuestra precaria situación, cautivado como estaba de ver a un hombre tensando todos sus nervios para orientarse en la naturaleza… Y de repente salió corriendo a grandes zancadas y desapareció en una cavidad entre dos montículos. Poco después asomó la cabeza y nos hizo señas con las manos: ‘¡Agua!’ 235 e l ca m i n o a m e ca Corrimos hacia él –y allí estaba: en una cavidad protegida del sol por un saliente de roca brillaba un pequeño charco de agua, un resto de las lluvias del pasado invierno, pardusca y sucia, pero aún así agua, ¡agua! un incomprensible instinto del desierto había revelado su presencia al hombre de Nachd… Y mientras el armenio y yo la recogíamos en latas de gasolina vacías y la llevábamos a nuestro sufrido motor, Zayid se paseaba sonriente al lado del coche, como un héroe silencioso. • A l me diodí a del tercer día alcanzamos el primer pueblo iraquí –Ana, a orillas del Éufrates– y recorrimos durante horas sus palmerales y sus caminos entre paredes de adobe. Había allí muchos agail, la mayoría de ellos, según nos contó Zayid, eran de su misma tribu. Caminaban bajo la sombra de las palmeras entre inos caballos sobre los cuales se relejaba la luz del sol iltrada a través del verdor: eran reyes llenos de gracia y condescendencia. Zayid saludaba a algunos de ellos con un movimiento de cabeza, y sus largos mechones negros se agitaban a ambos lados de su rostro. A pesar de la dureza de su vida en el desierto y del fuerte calor, Zayid era tan sensible que durante nuestra rápida marcha por los caminos del pueblo se cubría la boca con su pañuelo para no tragar polvo –el polvo que a nosotros, gente mimada de las ciudades, no nos molestaba. Cuando entramos de nuevo en un camino pedregoso y ya no se levantaba polvo, echó hacia atrás su cuiyya con una gracia casi femenina y se puso a cantar: abrió la boca de repente y empezó a cantar, y era como una pared de roca que se alzara de pronto en medio de una llanura. Era una qasida nachdi, una especie de oda –un vaivén de melodías interminables que seguían un mismo ritmo, y luían de ninguna parte a ninguna parte, como el viento del desierto. En el pueblo siguiente pidió al chofer que parase y saltó fuera del coche, me dio las gracias por el viaje y, colgándose el rile del hombro, desapareció entre las palmeras; y en el coche quedó un aroma sin nombre –el aroma de una humanidad totalmente integrada en sí misma, el vibrante recuerdo de una inocencia de espíritu largo tiempo olvidada, aunque no del todo. 236 a m e d i o ca m i n o Ese día en Ana creí que no volvería a ver a Zayid; pero no sería así… • A l dí a s iguiente llegué a Hit, una pequeña ciudad junto al Éufrates, en el punto en que la antigua ruta de caravanas de damasco a Bagdad emerge del desierto. Coronando la cima de un cerro con sus murallas y baluartes, la ciudad parecía una fortaleza antigua medio olvidada. No había indicios de vida dentro de ella o en sus alrededores. Las casas en su exterior parecían surgir de las murallas mismas; carecían de ventanas, sólo tenían una pocas aberturas, como aspilleras. un minarete se elevaba desde el interior de la ciudad. Me detuve a pernoctar en un caravasar junto a la orilla del río. Mientras nos preparaban la cena al chofer y a mí, fui a lavarme las manos y la cara en el pozo del patio. Mientras estaba de cuclillas en el suelo, alguien cogió el recipiente de agua que yo había dejado en el suelo, y derramó agua cuidadosamente sobre mis manos. Levanté los ojos –y vi delante de mí a un hombre huesudo de rostro sombrío, con un gorro de piel en la cabeza: sin habérselo pedido me estaba ayudando a lavarme. Evidentemente, no era árabe. Cuando le pregunté quién era, me contestó en un árabe chapurreado: ‘soy tártaro, de Azerbaiyán.’ Tenía ojos cálidos y perrunos, y vestía una vieja guerrera militar casi hecha jirones. Empecé a hablar con él, usando en parte el árabe y en parte las pocas cosas del persa que había aprendido de un estudiante iraní en El Cairo. Por lo que pude entender, el nombre del tártaro era Ibrahim. Había pasado la mayor parte de su vida –rondaría ahora los cuarenta– en las carreteras de Irán; durante años había conducido carromatos de mercancías de Tabriz a Teherán, de Mashhad a Biryand, de Teherán a Isfahán y a shiraz, y durante un tiempo tuvo su propio tiro de caballos; había servido como soldado en la policía montada iraní, como guardaespaldas personal de un jefe turcomano, y como mozo de establo en los caravasares de Isfahán; y ahora había venido a Iraq como mozo de mulas con una caravana de peregrinos iraníes que se dirigían a Karbala, pero por una disputa con el jefe de la caravana ha237 e l ca m i n o a m e ca bía perdido su empleo y se encontraba ahora abandonado a su suerte en un país extranjero. Esa noche me eché a dormir en un banco de madera en el patio del caravasar, tachonado de palmeras. El calor era sofocante y había nubes de mosquitos, oscuros e hinchados de chupar sangre humana. unas pocas linternas esparcían su luz tenue y triste en la oscuridad. Algunos caballos, pertenecientes quizá al jefe del caravasar, estaban atados a uno de los muros. Ibrahim, el tártaro, estaba cepillando a uno de ellos; por la forma en que lo hacía podía verse que no sólo sabía de caballos sino que sentía amor por ellos; sus dedos acariciaban sus enmarañadas crines como un amante acaricia a su amada. una idea surgió entonces en mi mente. Iba camino de Irán, y tenía muchos meses de viaje a caballo por delante. ¿Por qué no llevar conmigo a este hombre? Parecía un hombre bueno y tranquilo; y desde luego iba a necesitar a alguien como él, que conocía los caminos de Irán y se sentía en casa en cualquier caravasar. Cuando a la mañana siguiente le sugerí que podría contratarle como criado mío, casi se echó a llorar de agradecimiento y me dijo en persa: ‘Hazrat, jamás lo lamentará…’ • Fue h aci a m ediodí a de la quinta jornada del viaje en coche desde Alepo cuando vi por primera vez el extenso oasis de Bagdad. Entre las copas de miríadas de palmeras brillaba la cúpula dorada de una mezquita y un alto minarete. A ambos lados de la carretera se extendía un inmenso cementerio antiguo de tumbas derruidas: gris, yermo y olvidado. un ino polvo se cernía inmóvil sobre él; y en la intensa luz del mediodía esta nube de polvo gris parecía un velo de gasa bordado en plata –una cortina de bruma entre el mundo muerto del pasado y el presente vivo. Así debería ser siempre, pensaba yo, cuando uno se acerca a una ciudad cuyo pasado ha sido tan completamente distinto de su presente que la mente no puede abarcar la diferencia… Y luego nos sumergimos en medio de los palmerales –kilómetros y kilómetros de enormes troncos y palmas curvadas– hasta que 238 a m e d i o ca m i n o las plantaciones de palmeras se detuvieron de repente al borde de la abrupta orilla del Tigris. Este río era distinto al Éufrates: de color verde fangoso, pesado y borboteante –como un extranjero exótico al lado del discurrir manso y majestuoso de aquel otro río. Y cuando lo cruzamos sobre un oscilante puente de barcazas, nos envolvió el asixiante calor del golfo Pérsico. Nada quedaba en Bagdad de su antigua gloria y esplendor. Las invasiones de los mongoles en la Edad Media destruyeron la ciudad tan completamente que nada hay ya que recuerde al viajero la magniicencia de la capital de Harún ar-rashid. Lo que quedaba era una ciudad triste de casas de ladrillo, construidas sin orden no concierto –parecía casi un arreglo provisional en espera de un cambio. de hecho, ese cambio estaba ya en marcha en forma de una nueva realidad política. La ciudad había empezado a rebullir, estaban apareciendo nuevos ediicios; de un acantonamiento de tropas turcas, provinciano y somnoliento, emergía una metrópolis árabe. El inmenso calor dejaba su impronta en el aspecto de sus habitantes y hacía lentos todos sus movimientos. La gente caminaba despacio por las calles. Parecían de sangre espesa, sin alegría ni gracia. sus rostros tenían un aspecto sombrío y antipático bajo sus pañuelos de cabeza a cuadros blancos y negros: y cada vez que veías un apuesto rostro árabe con una expresión de dignidad orgullosa y autosuiciente, casi siempre iba cubierto con una cuiyya roja o blanca y roja –lo que signiicaba que el hombre no era de allí sino del norte, o del desierto de siria, o de Arabia Central. Pero se apreciaba una gran fuerza en estos hombres: la fuerza del odio –el odio hacia una potencia extranjera que les negaba su libertad. La gente de Bagdad ha estado siempre poseída de un anhelo de libertad como por un demonio. Quizá fuera este demonio el que ensombrecía sus rostros. Quizá estas caras ofrecieran un aspecto bien distinto al encontrarse con su gente en las callejuelas apartadas y en los patios interiores de la ciudad. Pues, si uno los miraba más atentamente, no estaban del todo desprovistos de encanto. A veces podían reír como los demás árabes. En ocasiones, dejaban arrastrar sus mantos por el suelo con un desenfado aristocrático, 239 e l ca m i n o a m e ca como si estuvieran caminando sobre los suelos teselados de un palacio de mármol. dejaban que sus mujeres pasearan por las calles vestidas con batas de brocado de vivos colores: preciosas mujeres con velo, vestidas de blanco y rojo, azul plateado y rojo burdeos –grupos de iguras en brocado deslizándose lentamente con pies silenciosos… • u na s s e ma na s de spué s de mi llegada a Bagdad, mientras paseaba por el Gran Bazar, sonó un grito en uno de los oscuros pasajes abovedados. un hombre dobló una esquina y siguió a la carrera; luego otro y luego un tercero; y la gente del bazar empezó a correr sobrecogida por un terror cuya causa ellos conocían pero yo no. se oyó ruido de cascos de caballo: un jinete con expresión aterrorizada avanzó al galope hacia la multitud que se dispersó ante él. Más gente corriendo, todos viniendo de la misma dirección y arrastrando a su paso a los clientes del bazar. Toda aquella masa de gente empezó a moverse espasmódicamente. Los tenderos colocaron apresuradamente paneles de madera delante de sus tiendas. Nadie hablaba. Nadie llamaba a nadie. sólo oías de vez en cuando los gritos de gente que había caído; un niño lloraba desgarradoramente… ¿Qué está ocurriendo? No había respuesta. Por todas partes veías rostros lívidos. un pesado carromato, medio cargado con fardos, se precipitaba sin conductor por una calle estrecha con los caballos al galope. A lo lejos una pila de cacharros de arcilla se derrumbaba, y podía oír como los fragmentos rodaban por el suelo. Aparte de estos sonidos aislados y el pisoteo y jadeo de la gente, había un silencio profundo y tenso, como el que a veces precede a un terremoto. sólo el sonido de pasos apresurados; a veces el alarido de una mujer o de un niño salía de la masa de gente que se precipitaba aterrorizada. de nuevo aparecieron algunos jinetes. Pánico, huida y silencio. una enloquecida confusión en los cruces de las calles cubiertas. Atrapado en el tumulto de uno de esos cruces, no podía avanzar ni retroceder, y en realidad no sabía adónde ir. En ese momento sentí como alguien me cogía del brazo: y allí estaba Zayid, que me arrastraba junto a él a cubierto de una barrera de barriles entre dos tiendas. 240 a m e d i o ca m i n o ‘No te muevas,’ susurró. Algo pasó silbando –¿una bala de rile? Imposible… desde lejos, en algún punto del interior del bazar, llegaba el rugido apagado de muchas voces. de nuevo algo pasó zumbando y silbando, y esta vez no había posibilidad de error: era una bala… En la distancia se oía un débil tableteo, como si alguien estuviera arrojando guisantes secos sobre un suelo duro. Ese tableteo regular y repetido iba acercándose lentamente y aumentando de volumen: y entonces lo reconocí: eran ametralladoras… Como tantas otras veces, Bagdad estallaba de nuevo en una revuelta. El día anterior, el 29 de mayo de 1924, el parlamento iraquí había ratiicado, en contra de la voluntad popular, un Tratado de Amistad con el reino unido; y ahora una nación desesperada trataba de defenderse de la amistad de una gran potencia europea… según supe después, todos los accesos al bazar habían sido bloqueados por las tropas británicas para reprimir una manifestación, y mucha gente cayó ese día víctima del fuego cruzado dirigido indiscriminadamente contra el bazar. de no haber sido por Zayid, probablemente me habría metido directamente bajo el fuego de una ametralladora. Este fue el verdadero comienzo de nuestra amistad. La masculinidad reservada y sagacidad mundana de Zayid me atraían fuertemente; y él, por su parte, le había tomado simpatía a este joven europeo tan libre de prejuicios contra los árabes y su forma de vivir. Me contó la simple historia de su vida: cómo él, igual que antes había hecho su padre, había crecido en el servicio de los gobernantes de Hail, la dinastía shammar de los Ibn rashid; y cómo, cuando Hail fue conquistada por Ibn saud en 1921 y el último emir de la Casa de Ibn rashid fue hecho prisionero por Ibn saud, muchos hombres de la tribu shammar, entre ellos Zayid, habían abandonado su patria, preiriendo un futuro incierto a tener que someterse a un nuevo gobernante. Y allí estaba, con la estrella iraquí de siete puntas en su igal y añorando el regreso a la tierra de su juventud. durante las semanas que pasé en Iraq nos vimos a menudo, y seguimos en contacto durante los años siguientes. Le escribía a veces, 241 e l ca m i n o a m e ca y una o dos veces al año le enviaba un pequeño regalo comprado en un bazar iraní o afgano; y él me contestaba siempre con su caligrafía enrevesada y casi ilegible, recordando los días que habíamos pasado juntos cabalgando a lo largo de las orillas del Éufrates o visitando los leones alados de las ruinas de Babilonia. Finalmente, cuando vine a Arabia en 1927, le pedí que se viniera conmigo; lo cual hizo al año siguiente. Y desde entonces ha sido mi acompañante, más un camarada que un criado. • A p r incip io s de los a ños veinte los automóviles eran relativamente raros en Irán, y sólo unos pocos operaban como taxis entre los principales centros urbanos. si uno quería salir de las tres o cuatro carreteras principales, tenía que depender de vehículos tirados por caballos; y aun esos no llegaban a todas partes, porque muchas zonas de Irán no tenían carreteras. Para alguien como yo, ávido de encontrarse con la gente del país en su medio natural, lo más indicado era viajar a caballo. Por eso, durante mi última semana en Bagdad, acudí todas las mañanas, asistido por Ibrahim, al mercado de caballos en las afueras de la ciudad. Tras días de negociaciones, adquirí un caballo para mí y una mula para Ibrahim. Mi montura era un hermoso semental del sur de Irán, mientras que la mula –un animal vivaz y obstinado, con músculos como cables de acero bajo una piel gris terciopelo– procedía evidentemente de Turquía; además de su jinete, podía transportar con facilidad las grandes alforjas en las que yo llevaba todos mis efectos personales. Montado en mi caballo y llevando a la mula del ronzal, Ibrahim partió una mañana hacia janiquín, la última ciudad iraquí antes de la frontera iraní y estación terminal de un ramal del Ferrocarril de Bagdad; y yo le seguí dos días después en tren, para encontrarme con él allí. dejamos atrás janiquín y el mundo árabe. delante de nosotros se alzaban unas colinas amarillas, centinelas sobre un fondo de montañas mucho más altas: las montañas de la meseta iraní, un mundo nuevo que nos esperaba. El puesto fronterizo era un pequeño ediicio solitario rematado por una bandera descolorida y hecha jirones, que 242 a m e d i o ca m i n o ostentaba los símbolos del león con espada y un sol naciente sobre un fondo verde, blanco y rojo. unos oiciales de aduanas con uniformes descuidados y calzados con zapatillas blancas, de tez blanca y pelo negro, examinaron mi escaso equipaje con una especie de ironía amistosa. Luego uno de ellos se dirigió a mí: ‘Todo está en orden, yanab-e-ali. su gentileza excede nuestros modestos méritos. ¿sería tan amable de compartir una taza de té con nosotros?’ Y en medio de mi asombro por la extraña y anticuada cortesía de estas frases, caí en la cuenta de lo distinta que era la lengua de los persas del idioma árabe, a pesar de que había tomado muchas palabras de éste. Poseía una dulzura cultivada y melodiosa, y la suave y abierta entonación de sus vocales sonaba extrañamente ‘occidental’ después de haberme acostumbrado al lenguaje seco y consonántico de los árabes. No éramos los únicos viajeros allí; delante del ediicio de aduanas había varios carromatos pesados con techo de lona, cada uno de ellos con un tiro de cuatro caballos, y cerca de allí estaba acampada una caravana de mulas. Los hombres estaban cocinando la comida en fuegos al aire libre. Parecían haber renunciado a continuar la marcha por ese día, a pesar de que la tarde no había hecho más que empezar, y nosotros, no recuerdo porqué, decidimos hacer lo mismo. Pasamos la noche al sereno, durmiendo en el suelo con nuestras mantas. Al alba todos los carromatos y las caravanas empezaron su marcha hacia las montañas peladas; y nos unimos a ellos. Como el camino era empinado, pronto dejamos atrás a los lentos carromatos y seguimos cabalgando solos, adentrándonos más y más en la región montañosa de los kurdos, la tierra de los pastores altos y rubios. Vi al primero de ellos cuando, tras una vuelta del camino, salió de una choza hecha de ramas y nos ofreció, sin decir nada, un cuenco de madera lleno a rebosar de suero de leche. Era un muchacho de unos diecisiete años, descalzo, vestido de harapos, sucio, con los restos de un gorro de ieltro sobre su cabeza despeinada. Mientras bebía aquella leche clara, ligeramente salada y maravillosamente refrescante, vi por encima del borde del cuenco aquellos ojos azules que me mira243 e l ca m i n o a m e ca ban ijamente. Había en ellos algo de esa delicada y húmeda neblina que envuelve a los animales recién nacidos –un aletargamiento primigenio, aún no del todo roto… Por la tarde llegamos a un pueblo kurdo de tiendas cobijado suavemente entre las laderas de unas colinas. Las tiendas se parecían a las de los beduinos seminómadas de siria e Iraq: una tela negra basta de pelo de cabra extendida sobre varios postes, con paredes de esterilla. un arroyo pasaba cerca de allí, sus orillas sombreadas por grupos de chopos; sobre una roca al otro lado del agua una familia de cigüeñas castañeteaban sus picos y batían las alas animadamente. un hombre con una chaqueta azul índigo caminaba con pasos largos y ligeros en dirección a las tiendas; en sus movimientos sueltos y campechanos hablaba la vieja sangre nómada. una mujer con un vestido rojo amaranto que le llegaba hasta el suelo, se acercaba al arroyo llevando sobre el hombro un cántaro alto de barro; sus muslos estaban claramente marcados por la ligera tela de su vestido: eran largos y tensos como cuerdas de violín. se arrodilló junto a la orilla del agua y se inclinó para llenar el cántaro; su tocado parecido a un turbante se deshizo y tocó, como un rojo chorro de sangre, la supericie brillante del agua –pero fue sólo un instante, pues enseguida lo recogió y se lo volvió a liar sobre la cabeza con un gesto simple y elegante que pertenecía, por así decirlo, a su acto de arrodillarse y formaba parte del mismo movimiento. Algo más tarde me senté en la orilla del arroyo, en compañía de un anciano y cuatro mujeres jóvenes. Las cuatro poseían ese encanto y naturalidad perfectos que son fruto de la vida en libertad: una belleza consciente de sí misma y sin embargo casta; un orgullo que no sabía esconderse y, sin embargo, apenas podía distinguirse de la timidez y la humildad. La más bonita de ellas tenía un gorgeante nombre de pajarillo, Tu-tu (la vocal pronunciada como en francés). su frente estaba completamente cubierta hasta las inas cejas por un pañuelo rojo carmín; las pestañas estaban marcadas con antimonio; por debajo del pañuelo asomaban unos mechones de pelo caoba trenzados con pequeñas cadenillas de plata que, a cada movimiento de su cabeza, tintineaban contra la suave línea cóncava de la mejilla. 244 a m e d i o ca m i n o Aunque mi persa era torpe aún, disfrutamos todos de la conversación. (Los kurdos tienen su propio idioma, pero la mayoría entienden también el persa, emparentado con éste.) Eran sagaces, estas mujercitas que nunca habían salido del entorno de su tribu y que, por supuesto, no sabían leer ni escribir; enseguida entendían mis torpes expresiones y daban a menudo con la palabra que yo estaba buscando y, con toda naturalidad, la ponían en mi boca. Les pregunté por sus tareas, y me contestaron enumerando todas las pequeñas grandes cosas que llenan el día de una mujer nómada: moler el grano entre dos piedras planas; cocer el pan sobre las brasas; ordeñar las ovejas; agitar la cuajada en pellejos hasta que se hace mantequilla; hilar con husos de mano la lana de las ovejas; hacer alfombras de nudos y tejer kilims siguiendo modelos tan antiguos como su raza; criar hijos; y dar a sus hombres descanso y amor… una vida inmutable: hoy, ayer y mañana. Para estos pastores no existe el tiempo, sólo el paso de los días, las noches y las estaciones. La noche ha sido hecha oscura para el descanso; el día es luz para los afanes de la vida; el invierno se revela en el frío y en la escasez de pastos en las montañas: entonces se desplazan con sus rebaños y sus tiendas hacia las llanuras cálidas, hacia Mesopotamia y hacia el Tigris; más adelante, cuando el verano trae su sequedad y sus fogosos vientos, regresan a las montañas, ya sea aquí o a otro lugar dentro de los territorios tradicionales de la tribu. ‘¿No sienten deseos de vivir en casas de piedra?’ le pregunto al anciano, que apenas ha abierto la boca durante nuestra conversación, limitándose a escuchar sonriente. ‘¿No sienten deseos de tener sus propios campos?’ El anciano mueve lentamente la cabeza: ‘No… si el agua se queda parada en charcos se deteriora, crea fango y se pudre; sólo cuando corre se mantiene limpia…’ • C on e l t ie m po, el Kur di stá n se desvaneció en el pasado. durante casi dieciocho meses vagué a lo largo y ancho de la más extraña de todas las tierras, Irán. Llegué a conocer una nación que combinaba la sabiduría de treinta siglos de cultura y la volátil es245 e l ca m i n o a m e ca pontaneidad de los niños; una nación que podía contemplarse a sí misma y todo lo que ocurría a su alrededor con indolente ironía–y un momento después agitarse con pasiones salvajes y volcánicas. disfruté del reinamiento de las ciudades y de los vientos cortantes y saludables de las estepas; dormí en castillos de gobernadores provinciales con una veintena de criados a mi disposición, y en caravasares medio en ruinas en los que antes de dormir tenías que asegurarte de matar a los escorpiones para que no te picaran. Tomé parte en festines donde se servían ovejas asadas enteras, invitado por miembros de las tribus Bajtiari y Kashgai, y pavos rellenos de albaricoques en la mesa de ricos comerciantes; presencié el abandono y la embriaguez de sangre del festival de Muharram, y escuché los tiernos versos de Haiz cantados con acompañamiento de laúd por los herederos de las ancestrales glorias de Irán. Paseé bajo los álamos de Isfahán y admiré los portales de estalactitas, y las preciosas fachadas y cúpulas de sus mezquitas, cubiertas de cerámica vidriada. El idioma persa llegó a serme tan familiar como el árabe. Mantuve conversaciones con hombres educados de las ciudades, con soldados y nómadas, con comerciantes de los bazares, ministros del gobierno y jefes religiosos, con derviches errantes y sabios fumadores de opio en tabernas junto al camino. Me detuve en ciudades y pueblos y atravesé desiertos y peligrosos pantanos salados, y me perdí por completo en el aire intemporal de ese destartalado país de las maravillas. Llegué a conocer a los iraníes, su estilo de vida y su forma de pensar como si hubiera nacido entre ellos: pero esta tierra y esta vida, complejas y fascinantes como una joya antigua que brilla apagada en sus múltiples facetas, nunca llegó tan hondo en mi corazón como el mundo cristalino de los árabes. durante más de seis meses cabalgué por las salvajes montañas y estepas de Afganistán: seis meses en un mundo en el que las armas que los hombres portaban no eran un adorno, y donde había que medir cada palabra y cada paso no fuera a ser que una bala llegara silbando por el aire. En ocasiones Ibrahim y yo y nuestros acompañantes del momento tuvimos que defendernos de los bandidos, de los que Afganistán estaba plagado en esos días; pero si era viernes, 246 a m e d i o ca m i n o los bandidos no representaban una amenaza, porque consideraban vergonzoso robar y matar en un día reservado a la adoración del señor. un día, cerca de Kandahar, casi me disparan por mirar sin darme cuenta el rostro descubierto de una bonita campesina que trabajaba en el campo; mientras que entre los campesinos mongoles que habitan las escarpadas gargantas del Hindu Kush –descendientes de las huestes guerreras de Yangis jan– no se consideraba impropio que yo durmiera en el suelo de una choza de una sola habitación al lado de la joven esposa y de las hermanas de mi anitrión. durante varias semanas viví como invitado de Amanullah jan, el rey de Afganistán, en su capital, Kabul; durante largas veladas discutí con sus hombres sabios sobre las enseñanzas del Corán; y en otras noches discutí con jans Patanes en sus tiendas negras la mejor forma de sortear zonas envueltas en conlictos tribales. Y durante esos dos años en Irán y Afganistán, con cada día que pasaba crecía en mí la certeza de que estaba acercándome a una respuesta deinitiva. • ‘ Porque e n r e a lida d, Mansur, mi comprensión del modo de vida de los musulmanes me acercaba cada día más a una mejor comprensión del Islam. El Islam estaba siempre presente en mi mente…’ ‘Es la hora de la oración de isha,’ dice Zayid, viendo la oscuridad del cielo. Nos disponemos a hacer la última oración del día, los tres de pie mirando hacia Meca: Zayid y Mansur juntos y yo delante de ellos, dirigiendo la congregación (pues el Profeta deinió como congregación cualquier grupo de dos o más). Levanto las manos y empiezo, Al·lahu akbar –‘sólo dios es grande’– y luego recito, como hacen todos los musulmanes, el primer sura del Corán: En el nombre de Dios, el Más Misericordioso, el Dispensador de Gracia, La alabanza es debida por entero a Dios, Sustentador del Universo, El Más Misericordioso, el Dispensador de Gracia, Señor del Día del Juicio. 247 e l ca m i n o a m e ca A Ti solo adoramos, Y a Ti solo imploramos ayuda. Guíanos por el camino recto, El camino de aquellos sobre los que has derramado Tus bendiciones, No el de aquellos que han incurrido en Tu condena, ni el de aquellos que andan extraviados. Y prosigo con el sura ciento doce: En el nombre de Dios, el Más Misericordioso, el Dispensador de Gracia, Di: Dios es Uno, Dios, el Autosuiciente de quien todo depende. No engendra, ni ha sido engendrado, Y nada hay que pueda ser comparado a Él. Pocas cosas hay que unan tanto a los hombres como la oración en congregación. Esto es verdad, creo yo, en todas las religiones, pero especialmente en el Islam, que se apoya en la creencia de que no es necesario, ni de hecho posible, que exista intermediario entre el hombre y dios. La ausencia total de sacerdotes, de clero, y hasta de ‘iglesia’ organizada hace que cada musulmán sienta que está compartiendo, y no meramente asistiendo, a un acto de adoración comunal cuando reza en congregación. dado que en el Islam no hay sacramentos, cualquier musulmán adulto y sano puede dirigir cualquier ceremonia religiosa, tanto la oración en congregación, como una ceremonia de matrimonio o un servicio funerario. Nadie tiene que ser ‘ordenado’ para el servicio de dios: los maestros y jefes religiosos de la comunidad musulmana son simples hombres que gozan de reputación (a veces merecida y otras veces no) como versados en teología y en la ley religiosa. –3– M e de s p ie rto a l a m a necer : pero mis párpados se caen de sueño. El viento que pasa sobre mi rostro se desplaza con un tenue zumbido desde la noche que se desvanece hasta el día que alborea. 248 a m e d i o ca m i n o Me levanto para lavar el sueño de mi cara. El agua fría es como un contacto con paisajes lejanos –montañas cubiertas de árboles oscuros, y arroyos que luyen y corren y se mantienen siempre cristalinos… Me siento en cuclillas y echo hacia atrás la cabeza para que mi rostro se mantenga húmedo más tiempo; el viento acaricia su humedad, la acaricia con el tierno recuerdo de todos los días frescos, de los días de invierno perdidos en el pasado… de montañas y torrentes… de cabalgadas por la nieve y la brillante blancura… la blancura de aquel día hace muchos años cuando cabalgaba por las montañas nevadas de Irán, sin caminos, avanzando lentamente y a cada paso el caballo hundía las patas en la nieve para extraerlas penosamente a continuación… recuerdo que ese día descansamos al mediodía en un pueblo habitado por una gente extraña que parecían gitanos. diez o doce agujeros en el suelo, cubiertos con techumbres bajas de ramas y tierra en forma de cúpula, daban a aquel asentamiento solitario –era en el sudeste de Irán, en la provincia de Kermán– el aspecto de una ciudad de topos. Como seres infernales de un cuento de hadas, la gente salía arrastrándose de las oscuras aberturas para mirar con asombro a estos extraños viajeros. Encima de una de las cúpulas de tierra estaba sentada una mujer joven peinándose su largo pelo negro y desgreñado; su rostro aceitunado estaba vuelto con los ojos cerrados hacia el pálido sol del mediodía y cantaba en voz baja una canción en una lengua extraña. unas ajorcas de metal tintineaban en sus muñecas, que eran tan inas y fuertes como los menudillos de un animal salvaje en un bosque primitivo. Para entrar en calor, bebí té y grandes cantidades de arrak junto con el gendarme que nos acompañaba a Ibrahim y a mí. Cuando de nuevo monté en mi caballo, completamente borracho, y me puse en marcha al galope, el mundo entero se abrió de repente ante mis ojos con total transparencia, como nunca lo había visto antes; vi su entramado interno y sentí su pulso en medio de aquella blanca soledad y vi todo lo que había estado oculto para mí un momento antes; y supe que todas las respuestas están esperándonos mientras nosotros, pobres estúpidos, formulamos preguntas y esperamos a que los secretos 249 e l ca m i n o a m e ca de dios se abran a nosotros: cuando ellos están, todo el tiempo, esperando a que nosotros nos abramos a ellos… una altiplanicie se abrió ante nosotros, y espoleé mi caballo y volé como un fantasma a través de la luz cristalina, y la nieve que levantaban los cascos de mi caballo volaba a mi alrededor como un manto de chispas, y los cascos de mi caballo resonaban con estruendo sobre el hielo de los arroyos helados… Creo que fue entonces cuando experimenté, sin comprenderlo bien yo mismo, la manifestación de la gracia divina –esa gracia de la que el Padre Felix me había hablado hacía tantísimo tiempo, cuando yo iniciaba un viaje que habría de transformar mi vida por completo: la revelación de la gracia que te dice que tú eres el esperado… Habría de pasar más de un año entre esa carrera enloquecida sobre el hielo y la nieve y mi conversión al Islam; pero aun entonces cabalgaba yo, sin saberlo, directo como una lecha hacia Meca. • Y a hor a mi ca r a está seca, y ese día iraní de hace más de siete años retrocede en el pasado. retrocede –pero no para desaparecer: porque ese pasado es parte de este presente. una brisa fresca, aliento de la mañana inminente, hace temblar los espinos. Las estrellas empiezan a palidecer. ¡Zayid! ¡Mansur! ¡Levantaos, levantaos! reavivemos el fuego y calentemos nuestro café –y luego ensillaremos los dromedarios para proseguir nuestro viaje, a través de otro día, a través del desierto que nos espera con los brazos abiertos. 250 VIII GENIOs –1– stá a punto de poner se e l sol cuando una gran serpiente negra se atraviesa deslizándose en nuestro camino: es casi tan gruesa como el brazo de un niño y mide quizás un metro. se detiene y levanta la cabeza amenazadoramente hacia nosotros. Con un movimiento casi relejo, me dejo caer de la silla, desenfundo mi carabina, pongo la rodilla en el suelo y apunto –y en ese mismo momento oigo la voz de Mansur detrás de mí: ‘¡No dispares –no…!’ –pero ya he apretado el gatillo; la serpiente se agita violentamente, se retuerce y muere. Mansur me mira con un gesto de desaprobación. ‘No deberías haberla matado… y menos aún a la puesta del sol: este es el tiempo en que los genios salen de debajo de la tierra y a menudo toman forma de serpiente…’ Me rio y contesto: ‘Oh Mansur, ¿realmente no crees en esas historias de viejas acerca de genios con forma de serpiente?’ ‘desde luego que creo en los genios. ¿No los menciona el Libro de dios? Acerca de la forma en que a veces se nos aparecen –no sé… He oído que pueden adoptar las formas más extrañas e insospechadas…’ Puede que tengas razón, pienso para mí, pues, ¿acaso es tan improbable que, aparte de los seres que podemos percibir con los sentidos, existan otros que escapen a nuestra percepción? ¿No es una especie de arrogancia intelectual lo que hace que el hombre moderno rechace la posibilidad de formas de vida distintas a las que puede observar E 25 1 e l ca m i n o a m e ca y medir? La existencia de los genios, como quiera que sean, no puede demostrarse por métodos cientíicos. Pero la ciencia tampoco puede refutar la posibilidad de que existan seres vivos cuyas leyes biológicas diieran tanto de las nuestras que nuestros sentidos externos sólo puedan establecer contacto con ellos en circunstancias muy excepcionales. ¿No es posible que ese cruce ocasional de caminos entre esos mundos desconocidos y el nuestro dé lugar a manifestaciones extrañas que la fantasía del hombre primitivo ha interpretado como fantasmas, demonios y demás apariciones ‘sobrenaturales’? Mientras monto de nuevo en mi dromedario, sopesando estas cuestiones con la incredulidad medio burlona de un hombre cuya educación le ha hecho más insensible que los que han vivido siempre cerca de la naturaleza, Zayid se vuelve a mí con rostro serio: ‘Mansur tiene razón, mi tío. No deberías haber matado a la serpiente. una vez, hace muchos años –cuando me fui de Hail después de que Ibn saud tomara la ciudad– maté de un disparo a una serpiente como esa cuando iba camino de Iraq. Fue también hacia la puesta del sol. Al poco rato, cuando paramos para hacer la oración de la puesta del sol, sentí de pronto una tremenda pesadez en mis piernas y un ardor en la cabeza, y empecé a sentir dentro de mi cabeza un estruendo como el de una catarata, y mis miembros eran como fuego, y no podía tenerme en pie y caí al suelo como un saco vacío, y todo se volvió oscuro a mi alrededor. No sé cuánto tiempo permanecí en aquella oscuridad, pero recuerdo que al inal volví a levantarme. un hombre desconocido estaba a mi derecha y otro a mi izquierda, y ambos me condujeron a una gran sala en penumbra que estaba llena de hombres que caminaban agitados de un lado para otro, hablando entre sí. Pasado un momento me di cuenta de que estaban divididos en dos facciones opuestas, como en un tribunal de justicia. un hombre anciano muy pequeño estaba sentado en un estrado elevado al fondo de la sala; parecía un juez o un jefe, o algo así. Y de repente supe que yo era el acusado. ‘Alguien dijo: “Le ha matado justo antes de la puesta del sol, de un disparo de su rile. Es culpable.” uno del grupo contrario replicó: “Pero no sabía a quién estaba matando; y pronunció el nombre de 252 genios dios al apretar el gatillo.” Pero los que ejercían la acusación gritaron: “¡No lo pronunció!” –y entonces los del otro grupo repitieron a coro: “¡sí lo hizo, gloriicó el nombre de dios!” –y así continuó el juicio por un tiempo, con argumentos en uno y otro sentido, hasta que al inal el grupo de la defensa pareció inclinar la balanza en su favor y el juez dictó sentencia desde el fondo de la sala: “¡No sabía a quién estaba matando, y gloriicó el nombre de dios. Llevaoslo de vuelta!” ‘Y los dos hombres que me habían traído a la sala del tribunal me cogieron de nuevo por debajo de los brazos, y me llevaron de vuelta por el mismo camino hasta la gran oscuridad de la que había venido, y me dejaron en el suelo. Abrí los ojos –y me vi echado entre unos sacos de grano que habían sido apilados a mis costados; y sobre ellos había un trozo de tela extendida para protegerme de los rayos del sol. Parecía ser media mañana, y mis compañeros estaban obviamente acampados allí. A lo lejos podía ver a nuestros camellos pastando en la ladera de un cerro. Quise levantar la mano, pero mis miembros estaban demasiado cansados. Cuando uno de mis compañeros se inclinó sobre mí, dije, “Café…” –porque había escuchado cerca el sonido de un mortero de café. Mi amigo dio un salto: “¡Ha hablado, ha hablado! ¡Ha vuelto en sí!” –y me trajeron café recién hecho. Yo les pregunté: “¿He estado inconsciente toda la noche?” Y me contestaron, “¡Toda la noche! ¡No te has movido en cuatro días! Hemos estado cargándote todos los días como un saco sobre uno de los camellos, y descargándote por la noche; llegamos a pensar que tendríamos que enterrarte aquí. Pero alabado sea Aquel que da la vida y la quita, el Viviente que nunca muere…” ‘Así que ya ves, mi tío, no se debe matar a una serpiente a la puesta del sol.’ Y si bien la mitad de mi mente sonríe aún con la narración de Zayid, la otra mitad parece percibir el entramado de fuerzas invisibles en torno al crepúsculo, una extraña e inquietante conmoción de sonidos tan inos que el oído apenas logra captarlos, y un aliento de hostilidad en el aire: y experimento un vago sentimiento de pesar por haber matado a la serpiente a la puesta del sol… 25 3 e l ca m i n o a m e ca –2– A l t e rce r dí a de nuestra partida de Hail paramos a media tarde para abrevar a nuestros camellos en los pozos de Arya, un valle casi circular rodeado de pequeñas colinas. Los dos pozos, grandes y rebosantes de un agua dulce, están situados en el centro del valle; cada uno de ellos es propiedad comunal de una tribu –el más occidental pertenece a los Harb, y el oriental a los Mutair. El terreno alrededor de ellos está pelado como la palma de la mano, pues todos los días hacia el mediodía cientos de camellos y ovejas son conducidos hasta allí para abrevar desde los pastizales lejanos, y cada pequeña hoja de hierba que crece en ese terreno es devorada antes de que pueda llegar a respirar. Cuando llegamos, el valle está lleno de animales, y aún siguen llegando más rebaños entre las colinas abrasadas por el sol. Alrededor de los pozos reina gran agitación y tumulto, pues no resulta fácil saciar la sed de tantos animales. Los pastores extraen el agua en cubos de cuero con ayuda de largas cuerdas, acompañando su trabajo con un cántico para hacer regulares los diversos movimientos: pues los cubos son muy grandes y tan pesados cuando están llenos de agua que son necesarios muchos brazos para sacarlos del fondo. desde el pozo más próximo a nosotros –el de la tribu Mutair– puedo oír cómo los hombres cantan a los camellos: ¡Bebed, no escatiméis el agua, El pozo está lleno de gracia y no tiene fondo! La mitad de los hombres cantan el primer verso y los otros el segundo, repitiéndolos varias veces a ritmo rápido hasta que el cubo asoma por el borde del pozo; entonces lo recogen las mujeres y lo vacían en abrevaderos de cuero. una masa de camellos pugna por acercarse, resoplando y bramando, agitados de excitación, arremolinándose en torno a los abrevaderos, sin que al parecer las voces tranquilizadoras de los hombres –¡Hu-oih… huu-oih! – consigan calmarlos. Algunos estiran el cuello lexible hacia delante, entre sus compañeros o por encima de ellos, para aplacar su sed lo antes posible; es un tumulto de 254 genios empujones y sacudidas, una masa atropellada de cuerpos marrón claro y oscuro, blanco amarillento, castaño oscuro y color miel, y el olor acre a sudor animal y orina inunda el aire. Mientras tanto, el cubo está lleno de nuevo, y los pastores lo sacan al ritmo vivo de otra coplilla: ¡Nada aplaca la sed de los camellos Sino la gracia de Dios y el trabajo del pastor! –y el espectáculo del agua cayendo, los camellos bebiendo y sorbiendo, y las voces y cánticos de los hombres se repite otra vez desde el principio. un viejo que está de pie al borde del pozo levanta el brazo hacia nosotros y exclama: ‘¡Que dios os dé vida, viajeros! ¡Compartid nuestra abundancia!’ –y entonces varios hombres se despegan del grupo alrededor del pozo y corren hacia nosotros. uno de ellos coge a mi dromedario por el cabestro y lo hace arrodillarse, para que yo descienda cómodamente. Enseguida abren un camino para nuestros animales hasta el abrevadero, y las mujeres echan agua para que beban: porque somos viajeros y tenemos prioridad. ‘¿No es maravilloso,’ exclama Zayid pensativo, ‘ver lo bien que mantienen la paz ahora los Harb y los Mutair, cuando hace poco estaban peleándose?’ (Pues han pasado sólo tres años desde que los Mutair eran hostiles al rey y los Harb estaban entre sus partidarios más leales.) ‘¿Te acuerdas, mi tío, de la última vez que estuvimos aquí? ¿Cómo pasamos Arya de largo, dando un gran rodeo por la noche, sin atrevernos a llegar hasta los pozos– porque no sabíamos si encontraríamos aquí amigos o enemigos…?’ Zayid se está reiriendo a la gran revuelta beduina de 1928-1929 –la culminación de un drama político que sacudió los cimientos del reino de Ibn saud y en el que, por un tiempo, me vi envuelto también yo. • A l le va n ta r se el telón en 1927, reinaba la paz en el vasto territorio de Arabia saudita. La lucha de Ibn saud por el poder había 25 5 e l ca m i n o a m e ca llegado a su in. Ninguna dinastía rival disputaba ya su dominio sobre Nachd. suyos eran Hail y el territorio shammar, y suyo era, también, el Hiyaz una vez derrocada la dinastía shariian en 1925. uno de los más extraordinarios combatientes del rey fue el temible jefe beduino, Faisal ad-dawish, que tantos quebraderos de cabeza le había causado años atrás. Ad-dawish se había distinguido en el servicio del rey y había demostrado su lealtad una y otra vez: en 1921 conquistó Hail para el rey; en 1924 dirigió un osado ataque en Iraq, desde donde la familia shariian, protegida de los británicos, intrigaba contra Ibn saud; en 1925 tomó Medina y jugó un papel decisivo en la conquista de Yedda. Y ahora, en el verano de 1927, descansaba en sus laureles en su asentamiento ijuán de Artawiyya, no lejos de la frontera con Iraq. durante muchos años esa frontera había sido el escenario de ataques beduinos casi constantes que tenían su origen en las migraciones tribales en busca de pastos y agua; pero en una serie de acuerdos entre Ibn saud y los británicos –bajo cuyo protectorado estaba Iraq– se había decidido que no debían ponerse obstáculos a esas migraciones necesarias, y que no deberían construirse fortiicaciones de ningún tipo a ambos lados de la frontera nachdi-iraquí. En el verano de 1927, sin embargo, el gobierno iraquí construyó un fuerte en las proximidades de los pozos fronterizos de Bisayya y lo guarnicionó con tropas, anunciando oicialmente su intención de construir otros fuertes a lo largo de la frontera. una oleada de descontento se extendió por las tribus del norte de Nachd, que veían amenazada así su existencia al negárseles el acceso a los pozos de los que dependían totalmente. Ibn saud protestó contra esta violación de los acuerdos, pero sólo recibió –meses más tarde– una respuesta evasiva por parte del Alto Comisionado Británico en Iraq. Faisal ad-dawish, siempre un hombre de acción, se dijo a sí mismo: ‘Puede que el rey no considere prudente iniciar un conlicto con los británicos –pero yo sí me atrevo.’ En los últimos días de octubre de 1927, partió al frente de sus ijuán y atacó el fuerte de Bisayya, destruyéndolo sin dar cuartel a su guarnición iraquí. Los aviones británicos aparecieron sobre la escena, hicieron un reconocimiento de la situación y –en contra de su práctica usual– se retiraron sin arrojar 256 genios una sola bomba. Les habría sido fácil repeler el ataque (un derecho que les asistía en virtud de sus tratados con Ibn saud) y luego solucionar el problema de los fuertes mediante negociaciones diplomáticas. Pero, ¿estaba realmente interesado el gobierno británico-iraquí en una resolución rápida y pacíica del conlicto? Las tribus del norte de Nachd enviaron delegaciones a Ibn saud pidiéndole que iniciase una campaña contra Iraq. Ibn saud rehusó enérgicamente tales demandas, declaró transgresor a Ad-dawish, y ordenó al emir de Hail que vigilase estrechamente las zonas fronterizas. Las ayudas económicas que el rey entregaba a la mayoría de los ijuán fueron temporalmente suspendidas a las tribus controladas por Ad-dawish; y a él se le ordenó permanecer en Artawiyya y esperar allí el fallo del rey. El gobierno iraquí fue informado oicialmente de todas estas medidas y se le notiicó que Ad-dawish sería castigado severamente. Pero, al mismo tiempo, Ibn saud exigió que en adelante los acuerdos fronterizos fueran observados más estrictamente por parte de Iraq. de esta forma este nuevo conlicto podría haberse zanjado fácilmente. Pero llegadas las cosas a este punto, el Alto Comisionado Británico comunicó a Ibn saud su intención de enviar un escuadrón aéreo para castigar a los ijuán de Ad-dawish (que hacía tiempo habían regresado a sus territorios) y ‘obligarles a obedecer a su rey’. Como por entonces no existía el telégrafo en riyad, Ibn saud despachó un correo urgente a Bahrain, desde donde se envió un telegrama a Bagdad, protestando contra las medidas de castigo e invocando los acuerdos que prohibían a ambas partes perseguir más allá de la frontera a los que violasen la ley. Insistió en que no necesitaba la ‘ayuda’ británica para imponer su autoridad sobre Ad-dawish; y, inalmente, advirtió que un ataque aéreo británico sobre territorio nachdi podría tener serias repercusiones entre los ijuán, ya bastante soliviantados. Esta advertencia fue ignorada. Hacia inales de enero, 1928 –tres meses después del incidente de Bisayya– un escuadrón aéreo británico cruzó la frontera y bombardeó territorio nachdi, sembrando la destrucción en los campamentos de los beduinos Mutairi y matando indiscriminadamente hombres, mujeres, niños y ganado. Todos los 257 e l ca m i n o a m e ca ijuán del norte empezaron a preparar una campaña de represalia contra Iraq; y sólo gracias al gran prestigio de Ibn saud entre las tribus consiguió detenerse a tiempo esta campaña que quedó reducida a unas leves escaramuzas en la frontera. Mientras tanto, el fuerte de Bisayya fue reconstruido calladamente por los británicos y se levantaron dos nuevos fuertes en el lado iraquí de la frontera. • Fa i s a l a d -Daw i sh fue llamado a riyad, pero rehusó acudir a dar explicaciones de una acción que, en su opinión, había sido emprendida en defensa de los intereses de Ibn saud. El resentimiento personal aumentaba su amargura. Él, Faisal ad-dawish, que tan lealmente y tan bien había servido al rey, era sólo emir de Artawiyya –que, a pesar de su gran número de habitantes, no era sino un pueblo grande. su liderazgo había sido decisivo en la conquista de Hail –pero fue Ibn Musaad, primo del rey, y no él quien había sido nombrado emir de Hail. durante la campaña del Hiyaz fue él, Ad-dawish, quien sitió Medina durante meses y consiguió inalmente su rendición –pero el nombramiento de emir de esa ciudad no había recaído en él. su apasionado y frustrado afán de poder no le daba reposo. se decía a sí mismo: ‘Ibn saud pertenece a la tribu Anaza y yo a la tribu Mutair. somos iguales en la nobleza de nuestro linaje. ¿Por qué tengo que admitir yo la superioridad de Ibn saud?’ Este tipo de razonamientos ha sido siempre una maldición en la historia de Arabia: nadie está dispuesto a admitir que alguien sea mejor que él. uno a uno, el resto de los jefes insatisfechos de los ijuán comenzaron a olvidar lo mucho que debían a Ibn saud. uno de estos era sultán ibn Buyad, sheij de la poderosa tribu Ataiba y emir de Gatgat, uno de los mayores asentamientos de ijuán en Nachd: vencedor en la batalla de Taraba, en 1918, contra las fuerzas del sharif Husain; conquistador de Taif y de Meca en 1924. ¿Por qué tenía que contentarse con ser sólo emir de Gatgat? ¿Por qué se había hecho emir de Meca al hijo de Ibn saud y no a él? ¿Por qué no había sido nombrado al menos emir de Taif? También él sentía, como Faisal ad-dawish, que se le 258 genios negaba algo a lo que tenía derecho; y al ser cuñado de Ad-dawish, era lógico que ambos hicieran causa común contra Ibn saud. En el otoño de 1928, Ibn saud convocó un congreso de jefes y ulamá en riyad para solucionar todas estas disputas. Casi todos los jefes de tribus estuvieron presentes excepto Ibn Buyad y Ad-dawish, que, empeñados en su oposición, declararon hereje a Ibn saud –porque ¿acaso no había irmado acuerdos con los inieles e introducido en tierras de los árabes instrumentos del demonio tales como automóviles, teléfonos, aparatos de radio y aviones? Los ulamá reunidos en riyad declararon unánimemente que tales innovaciones técnicas no sólo eran permisibles sino deseables desde el punto de vista religioso porque aumentaban el conocimiento y la fuerza de los musulmanes; y que, según el testimonio del Profeta del Islam, los tratados con poderes no musulmanes eran igualmente deseables si contribuían a una mayor paz y libertad de los musulmanes. Pero los dos jefes rebeldes continuaron con sus denuncias y encontraron un eco fácil entre muchos de los simples ijuán, que carecían de suiciente conocimiento para ver en las acciones de Ibn saud otra cosa que la inluencia de satán. su error de años anteriores, al no dar educación a los ijuán, canalizando su fervor religioso hacia metas positivas, comenzaba a dar sus trágicos frutos… Las estepas de Nachd eran ahora un hervidero de descontento. Emisarios misteriosos sobre veloces dromedarios iban de una tribu a otra. En pozos remotos, los jefes de tribu celebraban reuniones clandestinas. Y, inalmente, la agitación en contra del rey estalló en una revuelta abierta que arrastró a muchas otras tribus además de Mutair y Ataiba. El rey fue paciente. Trató de mostrarse conciliador. Envió mensajeros a los jefes tribales recalcitrantes e intentó razonar con ellos: todo fue en vano. El centro y norte de Arabia se convirtieron en el escenario de una extensa guerra de guerrillas; la casi proverbial seguridad del país desapareció y reinaba un caos total en Nachd; bandas de ijuán rebeldes recorrían el territorio en todas direcciones, atacando pueblos, caravanas y tribus que se mantenían leales al rey. En la primavera de 1929, después de innumerables escaramuzas locales entre tribus rebeldes y leales, tuvo lugar una batalla decisiva 25 9 e l ca m i n o a m e ca en la llanura de sibila, en el centro de Nachd. Por un lado estaba el rey con un gran ejército; en el otro, las tribus Mutair y Ataiba, apoyadas por facciones de otras tribus. El rey salió victorioso. Ibn Buyad se rindió incondicionalmente y fue llevado en cadenas a riyad. Addawish resultó herido gravemente y se dijo que estaba a punto de morir. Ibn saud, el más benigno de todos los reyes de Arabia, envió a su médico personal para que le atendiera –y ese doctor, un joven sirio, diagnosticó una grave herida en el hígado y le dio a Ad-dawish una semana de vida; entonces el rey decidió: ‘Le dejaremos morir en paz; ya ha recibido su castigo de dios.’ Ordenó que el enemigo herido fuese devuelto a su familia en Artawiyya. Pero Ad-dawish estaba lejos de agonizar. su herida no era ni mucho menos tan seria como había supuesto el joven doctor; y pasadas unas pocas semanas estaba ya suicientemente recuperado como para escapar de Artawiyya, empeñado más que nunca en la venganza. • L a huída de A d -Daw i sh de Artawiyya dio nuevo ímpetu a la rebelión. se rumoreaba que estaba cerca de la frontera de Kuwait reclutando nuevos aliados entre las tribus para su ejército de Mutair, aún considerable. Entre los primeros en unirse a él estaban los Achmán, una tribu pequeña pero valerosa que vivía en la provincia de Al-Hasa cerca del golfo Pérsico; su sheij, Ibn Hadlán, era tío materno de Faisal ad-dawish. Aparte de esto, existía una vieja enemistad entre Ibn saud y los Achmán. Tiempo atrás habían matado al hermano menor del rey, saad, y temiendo su venganza, habían emigrado a Kuwait. Pasado un tiempo, Ibn saud les perdonó y permitió que regresaran a sus territorios ancestrales, pero el viejo resentimiento seguía vivo. Y de nuevo estalló en hostilidad cuando, en el curso de las negociaciones para acordar la compensación, el jefe Achmán y varios de sus acompañantes fueron asesinados a traición en el campamento del hijo mayor del emir de Al-Hasa, pariente de Ibn saud. La alianza de los Achmán y los Mutair encendió una nueva chispa entre las tribus Ataiba del interior de Nachd. después de la captura de su emir, Ibn Buyad, se habían reagrupado bajo un nuevo jefe; y habían vuelto a alzarse contra el rey, obligándole a desviar a la ma260 genios yoría de sus fuerzas desde el norte de Nachd a su interior. La lucha fue dura, pero lentamente Ibn saud consiguió hacerse dueño de la situación. Fue derrotando uno tras otro a los grupos de Ataiba hasta que, al inal, ofrecieron rendirse. En un pueblo a medio camino entre riyad y Meca sus sheijs juraron lealtad al rey –y el rey les perdonó de nuevo, esperando tener por in las manos libres para enfrentarse a Ad-dawish y al resto de los rebeldes en el norte. Pero apenas hubo regresado a riyad, los Ataiba rompieron su juramento por segunda vez y reanudaron las hostilidades. Ahora era una guerra hasta sus últimas consecuencias. Por tercera vez los Ataiba fueron derrotados y casi diezmados –y tras arrasar por completo el asentamiento ijuán de Gatgat, una ciudad mayor que riyad, el rey consiguió restablecer su autoridad en el interior de Nachd. Mientras tanto, la lucha continuaba en el norte. Faisal ad-dawish y sus aliados estaban ahora fuertemente atrincherados en las inmediaciones de la frontera. El emir de Hail, Ibn Musaad, le atacó una y otra vez en nombre del rey. En dos ocasiones llegaron noticias de que Ad-dawish había muerto, y en ambos casos la información era falsa. seguía viviendo, tenaz e inlexible. su hijo mayor y setecientos de sus combatientes habían caído en batalla; pero él seguía luchando. una pregunta surgía insistentemente: ¿de dónde recibe Ad-dawish el dinero que hasta en Arabia es necesario para mantener una guerra? ¿de dónde salen sus armas y sus municiones? Existían informaciones vagas de que el rebelde, que antaño había denunciado críticamente los tratados de Ibn saud con los ‘inieles’, estaba ahora en tratos con los británicos. se rumoreaba que visitaba Kuwait con frecuencia: ¿es posible que hiciera esto, se preguntaban muchos, a espaldas de las autoridades británicas? ¿No sería, más bien, que esta agitación en las tierras de Ibn saud servía precisamente a sus propósitos? • u na no che en R i ya d, en el verano de 1929, había ido a acostarme temprano y, antes de caer dormido, estaba entretenido leyendo un viejo libro sobre las dinastías de Omán, cuando Zayid entró abruptamente en mi habitación: 26 1 e l ca m i n o a m e ca ‘Ha venido un hombre de parte del Shuyuj. Quiere verte enseguida.’ Me vestí apresuradamente y acudí al castillo. Ibn saud me estaba esperando en sus aposentos privados, sentado con las piernas cruzadas sobre un diván con montones de periódicos árabes a su alrededor y uno de El Cairo en sus manos. Contestó brevemente a mi saludo y, sin interrumpir su lectura, me indicó que me sentase a su lado en el diván. después de un rato levantó la mirada, se dirigió al esclavo que estaba de pie junto a la puerta y le hizo un gesto con la mano de que deseaba quedarse a solas conmigo. Tan pronto como el esclavo cerró la puerta tras de sí, el rey dejó el periódico y me miró por un momento desde detrás de sus relucientes gafas, como si no me hubiera visto en mucho tiempo (aunque había pasado varias horas con él esa misma mañana). ‘¿Ocupado escribiendo?’ ‘No, oh Longevo, no he escrito nada desde hace semanas.’ ‘Interesantes estos artículos que escribiste acerca de nuestros problemas fronterizos con Iraq.’ se refería evidentemente a una serie de despachos que yo había escrito para mis periódicos europeos dos meses antes; algunos habían aparecido también en un periódico de El Cairo donde, me enorgullece pensar, ayudaron a clariicar una situación muy enrevesada. Conociendo al rey, estaba seguro de que no hablaba por hablar sino que tenía en mente algo concreto; así que permanecí callado, esperando a que siguiera hablando. Y continuó: ‘Quizá te gustaría escribir algo más sobre lo que está ocurriendo en Nachd –acerca de esta rebelión y lo que augura.’ No había signo alguno de pasión en su voz cuando continuó: ‘La familia shariian me odia. Esos hijos de Husain que ahora gobiernan Iraq y Transjordania me odiarán siempre, pues no pueden olvidar que les he arrebatado el Hiyaz. Les gustaría ver mi reino hecho pedazos, porque entonces podrían regresar al Hiyaz… y puede que a sus amigos, que se dicen también amigos míos, no les disguste tampoco… No han construido esos fuertes porque sí: querían causarme problemas y empujarme lejos de sus fronteras…’ 262 genios detrás de las palabras de Ibn saud podía oír como sonidos confusos y fantasmales –el movimiento y trajín de trenes que aunque imaginarios de momento, podrían ser fácilmente una realidad mañana: el espectro de un ferrocarril británico entre Haifa y Basora. Los rumores de semejante plan habían estado en el aire durante años. Era sabido que los británicos estaban interesados en establecer una ‘ruta terrestre a la India’: y este era, en realidad, el sentido de sus mandatos sobre Palestina, Transjordania e Iraq. una línea ferroviaria del Mediterráneo al golfo Pérsico no sólo constituiría un valioso enlace en las comunicaciones imperiales del reino unido sino que ofrecería mayor protección al oleoducto que iba a construirse entre Iraq y Haifa atravesando el desierto sirio. Por otra parte, una línea directa de ferrocarril entre Haifa y Basora tendría que atravesar las provincias septentrionales de Ibn saud –algo a lo que Ibn saud nunca daría su consentimiento. ¿No sería posible que la construcción de los fuertes a lo largo de la frontera entre Iraq y Nachd, en lagrante violación de todos los acuerdos en vigor, representase una primera fase de un plan cuidadosamente elaborado para desestabilizar esta región crítica y ‘justiicar’ así la creación de un pequeño estado tapón semi-independiente y más favorable a los intereses británicos? Faisal ad-dawish podía servir a este propósito tan bien o, quizá, mejor que un miembro de la familia shariian, porque además era nachdi y contaba con un fuerte respaldo entre los ijuán. su supuesto fanatismo religioso era sólo una máscara, como bien sabían todos los que conocían su pasado; únicamente quería el poder. No había duda de que, de haber estado operando por su cuenta, no habría podido enfrentarse a Ibn saud durante tanto tiempo. Pero –¿estaba operando realmente por su cuenta? después de una larga pausa, el rey continuó: ‘He estado pensando, como todo el mundo, acerca de los suministros de armas y municiones que Ad-dawish parece tener a su disposición. Posee abundancia de ambas –y también de dinero, según he sido informado. Me preguntaba si estarías interesado en escribir sobre estas cosas –quiero decir, acerca de esas fuentes misteriosas de las que Ad-dawish obtiene sus suministros. Tengo mis propias sospechas acerca de ellas; 263 e l ca m i n o a m e ca quizá sean algo más que sospechas –pero quiero que descubras todo lo que puedas por ti mismo, porque puedo estar equivocado.’ Así que era eso. Aunque el rey había hablado de forma casi casual, como en una conversación, evidentemente había sopesado cada palabra antes de pronunciarla. Le miré ijamente. su rostro, tan grave un momento antes, se distendió en una amplia sonrisa. Puso su mano sobre mi rodilla y la zarandeó: ‘Quiero, hijo mío, que averigües por ti mismo –repito: por ti mismo– de dónde obtiene Ad-dawish sus riles, su munición y el dinero que reparte tan espléndidamente. Para mí no existe apenas duda, pero deseo que alguien como tú, que no está implicado directamente, le cuente al mundo la infame realidad que hay detrás de la rebelión de Ad-dawish… Creo que serás capaz de descubrir la verdad.’ Ibn saud sabía lo que hacía. siempre ha sabido de mi afecto por él. Aunque a menudo estoy en desacuerdo con sus decisiones políticas, y no le oculto mi desacuerdo, nunca me ha retirado su conianza y a menudo me pide consejo. Creo que su conianza en mí es aún mayor porque sabe bien que no espero ganancias personales de él y que ni siquiera aceptaría un puesto en su gobierno, porque quiero mantenerme libre. Y por eso me sugirió, en aquella memorable noche del verano de 1929, que fuese a explorar la telaraña de intrigas políticas que había detrás de la rebelión de los ijuán –una misión que probablemente me expondría a situaciones peligrosas y que sólo podría cumplirse a costa de grandes esfuerzos. Pero el Shuyuj no se vio decepcionado por mis reacciones. Además de mi afecto por él y por su país, la tarea que ahora me encomendaba prometía ser una aventura excitante, para no hablar de una posible ‘primicia’ periodística. ‘sobre mis ojos y mi cabeza está tu orden, oh Longevo,’ respondo inmediatamente. ‘Ciertamente haré cuanto esté en mi mano.’ ‘de eso no me cabe duda, oh Muhammad; y espero que mantengas tu misión en secreto. Puede que encierre peligros –¿qué hay de tu esposa?’ La esposa era una muchacha de riyad con la que me había casado el año anterior; pero pude tranquilizar al rey a este respecto: 264 genios ‘No llorará, oh Imam; hoy mismo estaba pensando en divorciarla. Parece que no somos compatibles.’ Ibn saud sonrió con complicidad, porque divorciar a una esposa no era algo desconocido para él. ‘Pero, ¿qué hay de otra gente –tu familia?’ ‘No creo que nadie llorase mi pérdida, si algo me ocurriera –salvo, por supuesto, Zayid; pero como él vendrá conmigo, lo que me ocurra a mí le ocurrirá también a él.’ ‘Entonces todo está en orden,’ replicó el rey. ‘Y, ah, antes de que se me olvide: vas a necesitar algunos fondos para esta misión’ –y metiendo la mano bajo el cojín que tenía detrás, extrajo una bolsa y la puso en mi mano; por su peso adiviné enseguida que estaba llena de soberanos de oro. recuerdo que pensé para mí: ¡Qué seguro debía estar, aún antes de pedírmelo, de que aceptaría su proposición…! • u na ve z de nuevo en mis aposentos, llamé a Zayid, que había estado esperando mi regreso. ‘si te pidiera, oh Zayid, que me acompañaras en una misión que puede ser peligrosa –¿vendrías conmigo?’ Zayid respondió: ‘¿Acaso crees, mi tío, que te dejaría ir solo, cualquiera que fuese el peligro? ¿Pero a dónde vamos?’ ‘Vamos a averiguar de dónde saca Ad-dawish sus armas y su dinero. Pero el rey insiste en que nadie sepa lo que estamos haciendo hasta que esté hecho; así que debes estar prevenido.’ Zayid ni siquiera se molestó en tranquilizarme, sino que pasó a una cuestión más práctica: ‘desde luego, no podemos preguntárselo a Ad-dawish ni a su gente; ¿cómo vamos a averiguarlo?’ En mi camino de vuelta del castillo había estado cavilando sobre este problema. Mi impresión era que el mejor punto de partida sería una de las ciudades del interior de Nachd, donde había muchos comerciantes que tenían contactos directos con Iraq y Kuwait. Al inal me decidí por shaqra, capital de la provincia de Washm, a unos tres días de viaje de riyad, donde mi amigo Abd ar-rahmán as-siba’i podría ayudarme. 26 5 e l ca m i n o a m e ca El día siguiente lo ocupamos con los preparativos de la expedición. Como no quería atraer demasiada atención sobre mis movimientos, avisé a Zayid de que no tomara las provisiones de los almacenes del rey, como solíamos hacer, sino que comprase en el bazar todo lo que fuéramos a necesitar. Llegada la noche Zayid había reunido todos los suministros necesarios de alimentos: diez kilos de arroz, otro tanto de harina para hacer pan, un pequeño odre con mantequilla clariicada, dátiles, granos de café y sal. Había comprado también dos odres nuevos para agua, un cubo de cuero y una cuerda de pelo de cabra lo bastante larga para pozos muy profundos. Contábamos ya con una buena provisión de armas y munición. Metimos en nuestras alforjas dos mudas de ropa para cada uno; y llevábamos puestas sendas abayas que, junto con las mantas que cubrían las sillas de montar, nos servirían de abrigo en las noches frías. Nuestros dromedarios, tras pasar varias semanas pastando, estaban en excelente condición; el que yo le había regalado recientemente a Zayid era un ejemplar omaní de carreras, muy veloz, y mi montura era un hermoso pura sangre ‘norteño’ que había pertenecido al último emir rashidi de Hail, y que Ibn saud me había regalado. después de que anocheciera salimos cabalgando de riyad. Al alba habíamos llegado a Wadi Hanifa, un profundo cauce seco entre dos colinas empinadas –el escenario de la batalla decisiva disputada hace más de trece siglos entre el ejército musulmán de Abu Bakr, el sucesor del Profeta y primer Califa del Islam, y las fuerzas del ‘falso profeta’, Musailima, que durante años se había opuesto a los musulmanes. La batalla señaló la victoria deinitiva del Islam en Arabia Central. Muchos de los Compañeros del Profeta cayeron muertos en ella, y sus tumbas son aún visibles en las laderas rocosas del wadi. A media mañana pasamos por las ruinas de la ciudad de Ayaina, antiguamente una gran urbe que se extendía a lo largo de ambas orillas del Wadi Hanifa. Entre hileras de tarayes podían verse los restos del pasado: los muros derruidos de las casas, los pilares desmoronados de una mezquita, o las ruinas de ediicios palaciegos que seguían en pie aquí y allá, todo lo cual hablaba de un estilo arquitectónico 266 genios más esbelto y gracioso que los simples ediicios de adobe que uno ve hoy en día en Nachd. se dice que hasta hace ciento cincuenta o doscientos años, todo el curso del Wadi Hanifa desde dar’iyya (la cuna de la dinastía Ibn saud) hasta Ayaina –una distancia de unos veinticinco kilómetros– formaba una sola ciudad; y cuando le nacía un hijo varón al emir de dar’iyya, la noticia de su nacimiento llegaba en cuestión de minutos, transmitida de terraza en terraza por las mujeres, hasta el extremo más remoto de Ayaina. La historia de la decadencia de Ayaina estaba tan envuelta en leyendas que era difícil discernir los hechos históricos. Lo más probable es que la ciudad fuese destruida por el primer gobernante saudí por negarse a aceptar las enseñanzas de Muhammad ibn Abd al-Wahhab; pero la leyenda wahabi dice que, como un signo de la ira de dios, todos los pozos de Ayaina se secaron en una sola noche, lo que obligó a los habitantes a abandonar la ciudad. A mediodía de nuestra tercera jornada avistamos las murallas y baluartes de adobe de shaqra y las altas palmeras que asomaban sobre sus casas. Atravesamos plantaciones vacías y calles vacías; y entonces recordamos que era viernes y que todo el mundo debía estar en la mezquita. En ocasiones nos cruzábamos con una mujer sola, cubierta de pies a cabeza con una abaya negra, que al ver que éramos extranjeros daba un respingo y se pasaba el velo sobre el rostro con un movimiento rápido y tímido. Aquí y allá los niños jugaban a la sombra de las casas; un intenso bochorno caía sobre las copas de las palmeras. Fuimos directamente a la casa de mi buen amigo Abd ar-rahmán as-siba’i, que era por entonces el encargado del bait al-mal, o tesorería, de la provincia. desmontamos ante el portón abierto y Zayid gritó hacia el interior del patio: ‘¡Ya walad!’ –‘¡Eh, muchacho!’– y cuando un muchacho se acercó corriendo desde la casa, Zayid anunció: ‘¡Han llegado invitados!’ Mientras Zayid y el mozo se ocupaban de desensillar los dromedarios en el patio, yo me acomodé en el qahwa de Abd ar-rahmán, donde otro criado encendió inmediatamente un fuego bajo las cafeteras de latón del fogón donde se hacía el café. Apenas había tomado 26 7 e l ca m i n o a m e ca mi primer sorbo cuando oí voces procedentes del patio –un rumor de preguntas y respuestas: el dueño de la casa había vuelto. desde la escalera, cuando era aún invisible, me dirigió su saludo de bienvenida, y luego apareció en el umbral de la puerta con los brazos abiertos: un hombre menudo y delicado con una barba corta de color marrón claro y un par de ojos hundidos y chispeantes en un rostro sonriente. A pesar del calor, llevaba puesto un largo abrigo de piel debajo de su abaya. Este abrigo era uno de sus bienes más preciados. Nunca se cansaba de contarle a quien no conociera la historia que había pertenecido al antiguo rey del Hiyaz, el sharif Husain, y que había llegado a sus manos durante la conquista de Meca en 1924. No recuerdo haberle visto nunca sin aquel abrigo. Me abrazó con cariño y, poniéndose de puntillas, me besó en las mejillas: ‘¡Ahlan wa-sahlan wa marhaba! ¡Bienvenido a esta humilde casa, hermano mío. Afortunada la hora que te trae aquí!’ Y empiezan entonces las preguntas de rigor: ¿de dónde vienes y adónde vas, y cómo está el rey, y habéis encontrado lluvia por el camino –o habéis tenido al menos noticias de lluvia? –todo el intercambio tradicional de noticias en Arabia. Le conté que mi destino era unaiza, en el centro de Nachd –lo que no era exactamente cierto pero podía haber sido. Años atrás, Abd ar-rahmán se había dedicado al comercio entre Nachd e Iraq y estaba familiarizado tanto con Kuwait como con Basora. No fue difícil conseguir que hablara de esos lugares y sondearle acerca de gente que hubiera podido llegar recientemente de allí (pues dado que los informes situaban a Ad-dawish tan próximo a la frontera de Kuwait, tanto ese lugar como Basora podrían suministrar alguna indicación sobre su fuente de suministros). supe que un miembro de la familia Al-Bassam de unaiza –un viejo conocido mío– había visitado hacía poco Kuwait en su viaje de vuelta de Basora, y como no quería exponerse a viajar por un territorio plagado de rebeldes, había regresado a Nachd por Bahrain. En aquel momento se encontraba en shaqra y, si yo quería, Abd ar-rahmán podía pedirle que viniera: porque, según la costumbre ancestral de Arabia, el visitante a un lugar recibe las visitas en lugar de hacerlas. Poco des268 genios pués, Abdullah al-Bassam se reunió con nosotros en el qahwa de Abd ar-rahmán. Aunque pertenecía a la familia de comerciantes más importante quizá de todo Nachd, Abdullah no era un hombre rico. su vida había estado llena de altibajos –sobretodo bajos– por los que había atravesado no sólo en Nachd sino también en El Cairo, Bagdad, Basora, Kuwait, Bahrain y Bombay. Conocía a toda la gente importante de esos lugares, y llevaba en su astuta cabeza una mina de información acerca de todo lo que estaba ocurriendo en los países árabes. Le dije que una irma alemana me había pedido que investigara las posibilidades de importar maquinaria agrícola en Kuwait y Basora; y como me habían ofrecido una pingüe comisión, estaba deseoso de saber si habría comerciantes en esas ciudades que estuvieran interesados en esta proposición. Al-Bassam mencionó varios nombres, y luego añadió: ‘Estoy seguro de que encontrarás en Kuwait gente interesada en tu proyecto. siempre están importando cosas de fuera, y en este momento el comercio atraviesa por un excelente momento –tanto es así que llegan casi a diario envíos de riyales de plata directamente de la ceca de Trieste.’ Al oír mencionar los riyales de plata experimenté un sobresalto. Este tipo concreto de riyal, el tálero de María Teresa, era, junto con las monedas oiciales de Arabia, la principal unidad de cambio en toda la península. se acuñaba en Trieste y se vendía a su valor en plata, más una pequeña sobretasa por el acuñado, a los diversos gobiernos y también a algunos comerciantes importantes que realizaban negocios de consideración con los beduinos; pues estos se resistían a aceptar papel moneda y no querían sino oro y plata –preferiblemente táleros de María Teresa. La gran cantidad de monedas de ese tipo importadas por los comerciantes de Kuwait apuntaba a la existencia de un fuerte volumen de negocios entre ellos y los beduinos. ‘¿Por qué,’ le pregunté a Al-Bassam, ‘importarían riyales los comerciantes kuwaitíes precisamente ahora?’ ‘No lo sé,’ respondió, con un tono de asombro en su voz. ‘Hablan de comprar camellos para carne a los beduinos de los alrededores de Kuwait para luego venderlos en Iraq, donde los precios están ahora 26 9 e l ca m i n o a m e ca más altos; aunque no sé dónde piensan encontrar tantos camellos en las estepas alrededor de Kuwait en tiempos tan revueltos… Yo creo,’ añadió riéndose, ‘que sería mejor negocio comprar camellos de montar en Iraq y vendérselos a Ad-dawish y a su gente –pero, claro, Ad-dawish no tendría dinero para pagarlos…’ Claro que no, ¿verdad? Esa noche, antes de acostarnos en la habitación que nuestro anitrión nos había asignado, llevé a un rincón a Zayid y le dije: ‘Nos vamos a Kuwait.’ ‘No será fácil, mi tío,’ respondió Zayid; pero el brillo en sus ojos decía con más elocuencia que sus palabras que estaba dispuesto a embarcarse en algo que no sólo no era fácil sino extremadamente peligroso. Por supuesto, sería un juego de niños viajar a través del territorio controlado por tribus y fuerzas leales al rey; pero en un radio de unos ciento cincuenta kilómetros antes de la frontera de Kuwait estaríamos solos en medio de un territorio hostil por el que patrullaban las fuerzas rebeldes de Mutair y Achmán. Podríamos, desde luego, viajar en barco hasta Kuwait haciendo escala en Bahrain, pero esto requeriría un permiso de las autoridades británicas y eso expondría todos nuestros movimientos a un estrecho escrutinio. La misma objeción descartaba el viaje por Al-jauf y el desierto sirio hasta Iraq, y de ahí a Kuwait; porque sería demasiado optimista pensar que lograríamos pasar los numerosos puestos de control en Iraq. No quedaba, pues, más que la ruta directa por tierra hasta Kuwait. Cómo conseguir entrar en la ciudad sin ser detectados era una pregunta que no podía contestarse fácilmente en ese momento; así que la dejamos para el futuro, coniando en nuestra suerte y esperando que se presentasen oportunidades imprevistas. Abd ar-rahmán as-siba’i quería que me quedase con él algunos días, pero cuando le dije que me reclamaban asuntos urgentes, nos dejó partir al día siguiente, después de aumentar nuestra provisión de comida con una buena cantidad de cecina de camello –un delicioso suplemento a la monótona dieta que nos esperaba. Insistió también en que le visitara en mi viaje de vuelta, a lo que sólo pude contestar, con total sinceridad, in sha-Al·lah –‘si dios quiere.’ 270 genios • de s de S h aqr a vi a ja m os durante cuatro días hacia el norte sin encontrar nada inusual. una vez nos paró una patrulla de beduinos Awasim, leales al rey, que formaban parte de las tropas de Emir Ibn Musaad; pero mi carta abierta del rey enseguida los tranquilizó y, después del intercambio usual de noticias sobre el desierto, seguimos nuestro camino. Antes del amanecer del quinto día alcanzamos una región que no estaba ya bajo la autoridad del rey. En adelante viajar de día quedaba descartado; la oscuridad y el sigilo eran nuestra única protección. Encontramos un lugar idóneo para acampar en un barranco no lejos del curso principal del gran Wadi ar-rumma, un antiguo cauce seco que atraviesa el norte de Arabia hasta la cabecera del golfo Pérsico. Las paredes del barranco estaban cubiertas de arbustos de arfach, lo que nos ocultaría a la vista siempre que nos mantuviéramos cerca de la pared casi vertical. Pusimos la maniota a nuestros camellos, les dimos de comer una mezcla de harina basta de cebada y huesos de dátil –para no tener que soltarles a pastar– y nos dispusimos a aguardar a que anocheciera. No encendimos fuego, pues aún siendo de día el humo nos delataría; y así pues tuvimos que contentarnos con una comida de dátiles y agua. Cuán acertadas habían sido nuestras precauciones se hizo evidente a media tarde, cuando llegó a nuestros oídos el sonido de un canto de marcha de los beduinos. sujetamos a los camellos por el hocico para que no bufaran ni bramaran, y nos pegamos, rile en mano, a la pared protectora de la garganta. El canto fue haciéndose más alto a medida que los jinetes desconocidos se aproximaban; podíamos distinguir ya claramente las palabras, La ilaha il·la Al·lah, la ilaha il·la Al·lah –‘No hay más deidad que dios, No hay más deidad que dios’– que entre los ijuán sustituía los cantos de marcha más mundanales de los beduinos ‘no reformados’. No cabía duda de que eran ijuán, y en esa zona sólo podían ser ijuán hostiles. después de un rato aparecieron sobre la cresta de un cerro, justo encima del borde de la garganta –un grupo de ocho o diez montados en camellos que avanzaban en ila, recortados claramente con27 1 e l ca m i n o a m e ca tra el cielo de la tarde, todos con el turbante blanco de los ijuán sobre su cuiyya roja y blanca, dos bandoleras cruzadas sobre el pecho y un rile colgado de la perilla a su espalda: una sombría y amenazadora cabalgata, balanceándose adelante y atrás, adelante y atrás, al ritmo de marcha de los dromedarios y de las grandes pero ahora mal usadas palabras, La ilaha il·la Al·lah… Era algo admirable de ver y al mismo tiempo patético. Estos eran hombres para quienes obviamente su fe signiicaba más que nada en la vida; pensaban que estaban luchando por la pureza de esa fe y la mayor gloria de dios, sin saber que su fervor y su anhelo estaban al servicio de las ambiciones de un jefe sin escrúpulos que sólo buscaba poder personal… Marchaban por el que para nosotros era el lado ‘bueno’ de la garganta: porque de haber pasado por el lado opuesto nos habrían visto tan claramente como nosotros los veíamos a ellos desde detrás de la cortina protectora de los arbustos. Cuando desaparecieron de la vista colina abajo, con la cadencia de su credo en sus labios, suspiramos de alivio. ‘son como genios,’ susurró Zayid. ‘sí, como los genios que no conocen ni el goce de la vida ni el miedo a la muerte… No puede negarse que son valientes y fuertes en su fe –pero no sueñan más que con la sangre, la muerte y el Paraíso…’ Y, como desaiando el lúgubre puritanismo de los ijuán, empezó a cantar soto voce, una frívola canción de amor siria: ‘Oh tú, doncella de carnes morenas…’ Apenas se hizo totalmente de noche, proseguimos nuestra marcha furtiva en dirección al lejano Kuwait. • ‘ ¡ Mir a a llí, m i tío!’ exclamó Zayid de repente. ‘¡un fuego!’ Era un fuego demasiado pequeño para un campamento beduino; ¿sería quizás un pastor solitario? Pero, ¿qué pastor solitario se atrevería a encender un fuego aquí salvo que fuera uno de los rebeldes? Aún así, mejor sería averiguarlo. si fuera un hombre solo, nos podríamos ocupar fácilmente de él y también, posiblemente, obtener información valiosa sobre los movimientos del enemigo en la zona. El suelo era arenoso y las plantas de nuestros camellos apenas 272 genios hacían ruido mientras nos acercábamos cautelosamente al fuego. A su luz podíamos distinguir ahora la igura de un beduino solitario sentado en cuclillas. Parecía escudriñar la oscuridad en dirección a nosotros, y luego, aparentemente satisfecho con lo que había visto, se incorporó sin prisa, cruzó los brazos sobre el pecho –quizá para indicar que estaba desarmado– y, sin la menor señal de miedo, esperó tranquilamente a que llegáramos. ‘¿Quién eres?’ preguntó Zayid secamente, mientras apuntaba con su rile al extraño andrajoso. El beduino sonrió tranquilamente y respondió con voz profunda y sonora: ‘soy un sulubbi…’ Entonces se reveló la razón de su aplomo. La tribu (o grupo de tribus) extrañas y agitanadas a las que pertenecía jamás había tomado parte en la casi constante guerra de tribus en Arabia; al no ser enemigos de nadie, nadie les atacaba. Los sulubba (sing. sulubbi) siguen siendo hasta hoy un enigma para todos los exploradores. Nadie conoce realmente su origen. Está claro que no son árabes: sus ojos azules y pelo trigueño desmienten su tez tostada y evocan una memoria de regiones norteñas. Los historiadores árabes antiguos nos cuentan que son descendientes de cruzados apresados por saladino y traídos a Arabia, donde posteriormente se hicieron musulmanes; y, de hecho, el nombre sulubba tiene la misma raíz que salib, es decir, ‘cruz’, y salibi, que signiica ‘cruzado’. Es difícil decir si esta explicación es correcta. En cualquier caso, los beduinos consideran a los sulubba como no árabes y los tratan con una especie de desdén tolerante. Explican este desdén, que contrasta con el marcado sentido de igualitarismo entre los árabes en general, diciendo que esta gente no son realmente musulmanes por convicción y que no viven como musulmanes. Alegan que los sulubba no se casan, sino que son ‘promiscuos como perros’, sin respetar siquiera los vínculos más próximos de parentesco, y comen carroña, algo que los musulmanes consideran impuro. Pero esto puede ser una racionalización post factum. Yo me inclino a pensar que fue la percepción de la extrañeza racial de los sulubba lo que llevó al beduino, extremadamente consciente en cuestiones de raza, a trazar un círculo mágico de 27 3 e l ca m i n o a m e ca desdén alrededor de ellos –una defensa instintiva contra la mezcla de sangre, algo muy tentador en el caso de los sulubba: pues son, casi sin excepción, gente muy apuesta, más altos que la mayoría de los árabes y de facciones muy regulares; las mujeres, en especial, son preciosas, llenas de una gracia esquiva de cuerpo y de movimientos. Pero cualquiera que sea la causa, este desprecio de los beduinos hacia los sulubba ha hecho sus vidas más seguras: pues cualquiera que les ataque o les haga daño es considerado por su propia gente como que ha mancillado su propio honor. Aparte de esto, los sulubba gozan de gran prestigio entre los moradores del desierto como veterinarios, talabarteros, caldereros y herreros. El beduino, aunque desprecie demasiado las labores artesanales como para dedicarse a ellas, tiene sin embargo necesidad de ellas, y los sulubba cubren esta necesidad. son también buenos ganaderos y, por encima de todo, maestros consumados en el arte de la caza. su habilidad para rastrear huellas es casi legendaria, y los únicos que pueden compararse a ellos a este respecto son los beduinos Al Murra que habitan el borde septentrional del rub al-jali. Tranquilizado al saber que nuestro nuevo conocido era un sulubbi, le dije con franqueza que éramos hombres de Ibn saud –lo cual no era imprudente dado el respeto que esta gente siente por la autoridad– y le pedí que apagara su fuego. Hecho esto, nos acomodamos en el suelo para tener una larga conversación. No tenía gran cosa que decirnos sobre la situación de las fuerzas de Ad-dawish, ‘pues,’ dijo, ‘están siempre en movimiento, como genios, y no se detienen mucho tiempo en ningún sitio’. Pudimos saber, sin embargo, que no había ninguna concentración de ijuán hostiles cerca de donde nos encontrábamos, aunque había pequeñas patrullas cruzando constantemente el desierto en todas direcciones. de pronto tuve una idea: ¿no podríamos hacer uso del instinto del sulubbi para la caza y el rastreo para que nos llevara hasta Kuwait? ‘¿Ha estado alguna vez en Kuwait?’ le pregunté. El sulubbi se rió. ‘Muchas veces. He vendido allí pieles de gacela y mantequilla clariicada y lana de camello. No hace ni diez días que volví de allí.’ 274 genios ‘¿Podría entonces conducirnos hasta Kuwait? –quiero decir, de forma que no nos topásemos con los ijuán por el camino.’ Por unos momentos el sulubbi meditó cuidadosamente mi pregunta, y luego respondió con vacilación: ‘Podría, pero sería peligroso que los ijuán me cogieran en su compañía. Aún así, podría, pero… pero le costaría mucho.’ ‘¿Cuánto?’ ‘Bueno…’ –y pude percibir que la codicia hacía temblar su voz– ‘bueno, mi señor, si me da cien riyales puedo guiarle a usted y a su amigo hasta Kuwait de forma que nadie salvo los pájaros del cielo pongan ojos sobre nosotros.’ Cien riyales era el equivalente de diez soberanos –una suma ridículamente pequeña teniendo en cuenta lo que signiicaría para nosotros; pero el sulubbi probablemente no había tenido en su vida tanto dinero en sus manos. ‘Le daré los cien riyales –veinte ahora y el resto cuando lleguemos a Kuwait.’ Obviamente nuestro futuro guía no esperaba que su petición fuera aceptada tan rápidamente. Quizá lamentaba no haber pedido una cantidad mayor, pues, después de pensarlo, añadió: ‘Pero, ¿y que hay de mi dromedario? si les acompaño hasta Kuwait y luego vuelvo, el pobre animal quedará totalmente extenuado, y sólo tengo uno…’ No queriendo prolongar las negociaciones, le respondí enseguida: ‘Le compro su dromedario. Puede montarlo hasta que lleguemos a Kuwait y allí se lo daré como regalo –pero tendrá que guiarnos también de regreso.’ Aquello era más de lo que podía haber soñado. Con gran celeridad se levantó, desapareció en la oscuridad y reapareció pasados unos minutos, trayendo del ronzal a un animal viejo pero hermoso y evidentemente resistente. después de regatear un poco acordamos su precio en ciento cincuenta riyales, de los cuales ahora le pagaría cincuenta y el resto en Kuwait, junto con su recompensa. Zayid trajo una bolsa llena de riyales de una de nuestras alforjas y empecé a contar las monedas sobre el regazo del sulubbi. de las profundidades de 275 e l ca m i n o a m e ca su andrajosa túnica sacó un trozo de tela en el que llevaba atado su dinero; y cuando empezó a sumar mis riyales a su tesoro, el brillo de una moneda nueva atrajo mi atención. ‘¡Para!’ exclamé, poniendo mi mano sobre la suya. ‘déjame ver ese riyal brillante.’ Con gesto vacilante, como temiendo ser robado, el sulubbi puso cuidadosamente la moneda en la palma de mi mano. sentí sus cantos aristados, como si se tratara de una moneda nueva, pero para asegurarme encendí una cerilla y la examiné detenidamente. Era en efecto un tálero de María Teresa –tan nuevo como recién salido de la ceca. Y cuando pasé la cerilla sobre el resto del dinero del sulubbi, descubrí otras cinco o seis monedas igualmente nuevas y brillantes. ‘¿de dónde ha sacado estos riyales?’ ‘Los gané honestamente, mi señor, lo juro… no los he robado. un Mutairi me los dio hace unas semanas cerca de Kuwait. Me compró una silla de montar nueva porque la suya estaba rota…’ ‘¿un Mutairi? ¿Estás seguro?’ ‘Estoy seguro, mi señor, y que dios me dé muerte si miento… Era uno de los hombres de Ad-dawish, de un grupo que había estado luchando recientemente contra el emir de Hail. ¿No hice mal en aceptar su dinero por la silla…? No podía negarme, estoy seguro de que el Shuyuj, que dios prolongue su vida, lo entenderá…’ Le aseguré que el rey no le guardaría rencor, y se tranquilizó. En respuesta a mis preguntas, me contó que muchos otros sulubba habían recibido riyales nuevos como aquellos de los seguidores de Addawish a cambio de mercancías y pequeños trabajos… • Nue st ro Sulubbi de m ostró ser un guía realmente excepcional. durante tres noches nos condujo por una ruta zigzagueante a través de territorio rebelde, por zonas sin caminos que ni siquiera Zayid, que conocía bien esta región, había visto antes. Los días los pasábamos escondidos; el sulubbi era un maestro consumado encontrando lugares insospechados donde guarecernos. En una ocasión nos llevó a un pozo que, según nos dijo, ni siquiera los beduinos de la zona conocían; su agua turbia y salobre sació la sed de nuestros 276 genios camellos y nos permitió llenar nuestros odres. sólo en dos ocasiones vimos a lo lejos grupos de ijuán, pero en ningún momento dejamos que ellos nos vieran. A media mañana del cuarto día después de haber encontrado al sulubbi, alcanzamos a ver la ciudad de Kuwait. No nos acercamos a ella por el sudoeste, como harían otros viajeros de Nachd, sino por el oeste, siguiendo la carretera de Basora, de forma que cualquiera que nos viera pensaría que éramos comerciantes iraquíes. un calor húmedo y agobiante pesaba sobre las calles arenosas y las casas de ladrillos de adobe; y, acostumbrado a las estepas abiertas de Nachd, pronto me vi empapado de sudor. Pero no era el momento de descansar. dejando al sulubbi al cuidado de los camellos –con la orden estricta de no mencionar a nadie de dónde habíamos venido– Zayid y yo nos fuimos al bazar a hacer algunas indagaciones preliminares. Como yo no estaba familiarizado con Kuwait, y no quería que mi presencia hiciera más conspicuo a Zayid, me quedé cerca de una hora solo en un café, bebiendo café y fumando un narguile. Cuando por in Zayid reapareció, era evidente por su expresión triunfante que había descubierto algo de importancia. ‘Vamos afuera, mi tío. En el mercado es más fácil hablar sin que nos oigan. Y aquí traigo algo para ti –y también para mí’ –y sacó de debajo de su abaya dos igals iraquíes de gruesa lana marrón, trenzada de manera suelta. ‘Con estos pasaremos por iraquíes.’ Haciendo indagaciones discretas, Zayid había averiguado que un antiguo socio suyo –compañero de sus viejos tiempos de contrabandista en el golfo Pérsico– vivía ahora en Kuwait, evidentemente ocupado en su oicio de siempre. ‘si hay alguien que nos pueda informar sobre tráico de armas, ese es Bandar. Es un shammar como yo –uno de esos tercos insensatos que nunca se reconciliarán con el triunfo de Ibn saud. No debemos dejar que se entere de que trabajamos para el Shuyuj –y ni siquiera de dónde venimos; porque Bandar no es realmente un insensato. Es un hombre muy astuto –de hecho, me ha engañado demasiadas veces en el pasado para que vaya a coniar ahora en él.’ 27 7 e l ca m i n o a m e ca Finalmente dimos con este hombre en una casa en un callejón estrecho cerca del bazar principal. Era alto y delgado, de unos cuarenta años, con ojos juntos y una expresión agria y dispéptica; pero sus facciones se iluminaron con verdadera alegría al ver a Zayid. Por mi complexión clara, fui presentado como un turco aincado en Bagdad y dedicado a la exportación de caballos árabes de Basora a Bombay, ‘Pero en estos días no merece la pena llevar caballos a Bombay,’ añadió Zayid. ‘Esos comerciantes de unaiza y Buraida han copado totalmente el mercado allí.’ ‘Lo sé,’ respondió Bandar, ‘esos sucios sureños de Ibn saud no se contentan con habernos arrebatado nuestro país; están empeñados en arrebatarnos también nuestros medios de subsistencia…’ ‘Pero, ¿qué hay del tráico de armas, Bandar?’ preguntó Zayid. ‘debe haber mucho negocio aquí, con todos esos Mutair y Achmán deseando torcerle el cuello a Ibn saud –¡eh!’ ‘Había mucho negocio,’ respondió Bandar, encogiéndose de hombros. ‘Hasta hace unos pocos meses hice bastante dinero comprando riles en Transjordania y vendiéndoselos a la gente de Ad-dawish. Pero todo eso se acabó, por completo. No podrías vender un solo rile ahora.’ ‘¿Cómo es eso? Hubiera pensado que Ad-dawish los necesita ahora más que nunca.’ ‘sí,’ repuso Bandar, ‘así es. Pero los consigue a un precio que alguien como tú o como yo nunca podría ofrecérselos… Los consigue en cajas, del extranjero –riles ingleses, casi nuevos– y paga diez riyales por un rile con doscientos cartuchos.’ ‘¡Alabado sea dios!’ exclamó Zayid verdaderamente asombrado. ‘¡diez riyales por un rile casi nuevo con doscientos cartuchos: pero eso es imposible…!’ realmente parecería imposible, pues en aquel tiempo un rile LeeEnield usado costaba en Nachd entre treinta y treinta y cinco riyales, y sin munición; y aún considerando que los precios serían más bajos en Kuwait, la tremenda diferencia resultaba todavía inexplicable. Bandar sonrió irónicamente. ‘Bueno, parece que Ad-dawish tiene amigos poderosos. Amigos muy poderosos… Hay quien dice que al278 genios gún día será el emir independiente de todo el norte de Nachd.’ ‘Todo eso que dices, Bandar,’ intervine yo, ‘está muy bien. Quizá Ad-dawish consiga realmente hacerse independiente de Ibn saud. Pero no tiene dinero, y sin dinero ni siquiera el gran Alejandro podría haber construido un reino.’ Bandar soltó una fuerte carcajada: ‘¿dinero? Ad-dawish lo tiene a montones –montones de nuevos riyales, que le llegan de ultramar en cajas, como los riles.’ ‘¿Cajas de riyales? Eso si que es extraño. ¿de dónde puede sacar un beduino cajas de riyales nuevos?’ ‘Eso no lo sé,’ respondió Bandar. ‘Pero sí sé que casi a diario sus hombres recogen los nuevos riyales que les llegan a través de varios comerciantes de la ciudad. Ayer mismo vi a Farhán ibn Mashhur en el puerto supervisando la descarga de esas cajas.’ Esto sí que eran noticias. Yo conocía bien a Farhán. Era biznieto de Nuri ash-shaalán, el famoso príncipe beduino sirio que había combatido con Lawrence contra los turcos. Conocí a Farhán en damasco en 1924, cuando era famoso por sus juergas en todos los locales de diversión de mala nota. Más tarde, riñó con su bisabuelo, emigró junto con los ruwala, un subgrupo de su tribu, a Nachd, en donde súbitamente se volvió ‘piadoso’ y se unió al movimiento de los ijuán. Me encontré con él de nuevo en 1927, en el castillo de Ibn Musaad en Hail. Por entonces llevaba el gran turbante blanco de los ijuán, como símbolo de su reencuentro con la fe, y estaba disfrutando de la generosidad del rey; cuando le recordé nuestro anterior encuentro en damasco, cambió rápidamente de conversación. su estupidez y ambición le habían hecho creer que la revuelta de Ad-dawish era una buena oportunidad de hacerse con un emirato independiente en Al-jauf, un oasis al norte del gran Nafud –pues en Arabia, como en otras partes, los rebeldes siguen la práctica ancestral de dividirse la piel del león antes de darle caza. ‘¿Así que Farhán está aquí en Kuwait?’ le pregunté a Bandar. ‘desde luego. Viene tan a menudo como Ad-dawish, y entra y sale libremente del palacio del sheij. se dice que el sheij le ha cobrado gran afecto.’ 27 9 e l ca m i n o a m e ca ‘¿Pero los británicos no ponen reparos a que Ad-dawish y Farhán vengan por Kuwait? ¿Me parece recordar que hace unos meses anunciaron que no dejarían entrar a Ad-dawish ni a su gente en este territorio…?’ Bandar volvió a carcajearse. ‘Así fue, así fue. Pero ya te lo he dicho: Ad-dawish tiene amigos muy poderosos… No sé si ahora mismo está en la ciudad; pero Farhán sí. Todas las tardes va a la Gran Mezquita para la oración de magreb –puedes verlo con tus propios ojos, si no me crees…’ Y ciertamente le vimos. Cuando, recogiendo la indirecta de Bandar, nos paseábamos Zayid y yo a eso de la puesta del sol por las inmediaciones de la Gran Mezquita, casi nos chocamos con un grupo de beduinos, de aspecto claramente nachdi, que salían de una calle lateral. Al frente de ellos iba un hombre de unos treinta y pico años, algo más bajo que los altos beduinos que le rodeaban y seguían, su apuesto rostro adornado con una corta barba negra. Le reconocí enseguida. Hasta hoy no he podido saber si él me reconoció; sus ojos se encontraron con los míos por un instante, pasaron sobre mí con expresión perpleja, como si intentara evocar un recuerdo difuso, y luego se alejó; y en un momento él y su séquito se habían perdido entre la multitud que se dirigía a la mezquita. decidimos no prolongar nuestra estancia clandestina en Kuwait demasiado por querer ver también a Ad-dawish. Las revelaciones de Bandar fueron conirmadas por Zayid mediante hábiles indagaciones entre otros conocidos suyos en la ciudad. Los misteriosos suministros de riles Lee-Enield que Ad-dawish recibía regularmente –disfrazados supericialmente de ‘compras’– apuntaban claramente a un comerciante kuwaití que siempre había sido un conocido importador de armas; y las grandes cantidades de riyales de María Teresa recién acuñados que circulaban por los bazares de Kuwait procedían casi sin excepción de Ad-dawish y los hombres que le rodeaban. Excepto localizar sus almacenes y examinar los documentos de envío –algo prácticamente imposible– habíamos recabado suicientes pruebas que conirmaban la sospecha que el rey había expresado en su conversación conmigo. 280 genios Mi misión estaba cumplida; y a la noche siguiente salimos de Kuwait tan sigilosamente como habíamos llegado. Mientras Zayid y yo realizábamos nuestras investigaciones en los bazares, el sulubbi había sabido que en ese momento no había grupos de rebeldes al sur de Kuwait. Así que nos dirigimos al sur –en dirección a la provincia de Al-Hasa, que estaba bajo el irme control del rey. después de dos duras marchas nocturnas, nos encontramos cerca de la costa con un destacamento de beduinos de Banu Hayar que habían sido enviados por el emir de Al-Hasa a reconocer las últimas posiciones de los rebeldes; y en su compañía regresamos a territorio leal. A salvo ya en territorio de Ibn saud, nos separamos de nuestro guía sulubbi, el cual, embolsándose su bien ganada recompensa, partió hacia el oeste montado en el camello que yo le había ‘regalado’, mientras que nosotros seguimos camino hacia el sur en dirección a riyad. • L a s e r ie de a rtículos que escribí a continuación dejaban claro por primera vez que los rebeldes estaban apoyados por una gran potencia europea. En ellos se ponía de maniiesto que el propósito fundamental de estas intrigas era desplazar hacia el sur las fronteras de Ibn saud y, en última instancia, transformar su provincia más septentrional en un principado ‘independiente’ entre Arabia saudita e Iraq, lo que permitiría a los británicos construir una línea de ferrocarril a través de su territorio. Aparte de esto, la revuelta de Ad-dawish era el medio ideal para crear tal grado de confusión en el reino de Ibn saud que éste no estuviera ya en posición de rehusar, como hasta entonces había hecho, las demandas británicas de dos concesiones importantes: una de ellas, la cesión del puerto de rabig en el mar rojo, al norte de Yedda, donde los británicos hacía tiempo que querían establecer una base naval, y la otra, el control de ese sector del ferrocarril damasco-Medina que atraviesa territorio saudí. una derrota de Ibn saud a manos de Ad-dawish hubiera convertido estos planes en una posibilidad real. Mis artículos crearon cierta sensación tras su publicación en la prensa europea y árabe (principalmente la egipcia); y podría ser que 281 e l ca m i n o a m e ca la revelación prematura de todos aquellos planes secretos contribuyera en parte a su posterior frustración. En cualquier caso, el proyecto de un ferrocarril británico de Haifa a Basora cayó en el olvido, a pesar de las grandes sumas invertidas en estudios preliminares, y no volvió a oírse hablar de él. Lo que ocurrió después es un asunto histórico: ese mismo verano de 1929, Ibn saud protestó ante los británicos contra la libertad que se concedía a Ad-dawish para comprar armas y municiones en Kuwait. Como carecía de ‘pruebas’ tangibles de que esas armas fueran suministradas por una potencia extranjera, el rey sólo podía protestar contra la venta en sí. Las autoridades británicas respondieron que eran los comerciantes de Kuwait los que suministraban las armas a los rebeldes –y que el reino unido no podía hacer nada por evitarlo, porque en el tratado de Yedda de 1927 habían levantado el embargo a la importación de armas a Arabia. si Ibn saud quería, decían, también él podía importar armas a través de Kuwait… Cuando Ibn saud objetó que ese mismo tratado obligaba tanto al reino unido como a Arabia saudita a impedir cualquier actividad en sus territorios dirigida contra la seguridad de la otra parte, recibió la respuesta de que Kuwait no podía ser considerado ‘territorio británico’ porque era un emirato independiente con el que el reino unido sólo tenía relaciones basadas en tratados… Así pues, la guerra civil continuó. A inales de otoño de 1929, Ibn saud tomó personalmente el mando de sus tropas, decidido esta vez a perseguir a Ad-dawish aunque fuera dentro de Kuwait si –como había ocurrido en el pasado– ese territorio siguiera abierto a los rebeldes como refugio y base de futuras operaciones. Frente a esta actitud decidida, que Ibn saud se encargó de comunicar a las autoridades británicas, éstas obviamente comprendieron que sería demasiado arriesgado proseguir con su juego. Aeroplanos y carros blindados británicos fueron enviados para impedir que Ad-dawish volviera a internarse en territorio kuwaití. El rebelde comprendió que su causa estaba perdida; nunca podría resistir al rey a campo abierto; y entonces empezó a negociar. Los términos del rey fueron secos y claros: las tribus rebeldes debían rendirse; se les coniscarían sus armas, 282 genios caballos y dromedarios; la vida de Ad-dawish sería respetada, pero tendría que pasar el resto de sus días en riyad. Ad-dawish siempre tan activo y móvil, no podía resignarse a una vida inactiva: rehusó el ofrecimiento. En una batalla encarnizada contra las superiores fuerzas del rey, los rebeldes fueron completamente derrotados; Ad-dawish y unos pocos jefes –entre ellos Farhán ibn Mashhur y Naif abu Kilab, caudillo de los Achmán– huyeron a Iraq. Ibn saud exigió la extradición de Ad-dawish. Por un tiempo pareció que el rey Faisal de Iraq iba a rechazar sus exigencias invocando la antigua ley arábiga de hospitalidad y santuario; pero al inal cedió. A principios de 1930, Ad-dawish, que estaba seriamente enfermo, fue entregado al rey y trasladado a riyad. Cuando, pasadas algunas semanas, se hizo evidente que esta vez estaba realmente próximo a la muerte, Ibn saud, con su acostumbrada generosidad, hizo que fuera devuelto a su familia en Artawiyya, donde su turbulenta vida llegó a su in. Y de nuevo reinó la paz en los dominios de Ibn saud… • Y de nue vo r eina l a pa z alrededor de los pozos de Arya. ‘¡Que dios os dé vida, viajeros! ¡Compartid nuestra abundancia!’ exclama el viejo beduino Mutairi, y sus hombres nos ayudan a abrevar nuestros camellos. Todas las rencillas y enemistades del reciente pasado parecen olvidadas, como si nunca hubieran existido. Pues los beduinos son una raza extraña: rápidos en encolerizarse con pasiones incontroladas aun por provocaciones imaginarias, e igual de rápidos en volver de nuevo al ritmo estable de una vida dominada por la modestia y la amabilidad: siempre cielo e inierno uno al lado del otro. Y mientras sacan agua para nuestros camellos en sus enormes cubos de cuero, los pastores Mutairi cantan a coro: Bebed, no escatiméis el agua, El pozo está lleno de gracia y no tiene fondo… 283 e l ca m i n o a m e ca –3– L a quin ta no che después de nuestra partida de Hail, llegamos a la llanura de Medina y vemos el oscuro peril del monte uhud. Los dromedarios avanzan con paso cansino; atrás queda una larga marcha, desde temprano por la mañana hasta esta noche. Zayid y Mansur están callados, y yo estoy callado. La ciudad aparece ante nosotros a la luz de la luna con sus murallas almenadas y los delgados y rectos minaretes de la Mezquita del Profeta. Llegamos ante la puerta llamada ‘siria’, porque da hacia el norte. Los dromedarios se asustan ante las sombras de sus enormes baluartes, y tenemos que usar las fustas para obligarles a atravesar la entrada. Ya estoy otra vez en la Ciudad del Profeta, mi hogar después de andar errante mucho tiempo: pues esta ciudad ha sido mi hogar en los últimos años. una calma profunda y familiar envuelve sus calles desiertas y dormidas. Aquí y allá un perro se levanta perezosamente para dejar paso a los camellos. un joven pasa cantando; su voz oscila con un ritmo suave y se desvanece en un callejón lateral. Los balcones tallados y los miradores de las casas cuelgan negros y callados sobre nuestras cabezas. El aire iluminado por la luna está tibio como leche fresca. Y aquí está mi casa. Mansur nos deja para irse con unos amigos, mientras nosotros dos hacemos que los camellos se echen delante de la puerta. Zayid les pone la maniota sin decir nada y comienza a descargar las alforjas. Llamo a la puerta. Pasado un rato oigo voces y pisadas en el interior. El resplandor de una linterna aparece por el tragaluz, se descorren los cerrojos y Amina, mi vieja sirvienta sudanesa, exclama con regocijo: ‘¡Oh, mi señor ha vuelto a casa!’ 284 IX L A C A rTA P E r s A E –1– s medi a ta r de . Estoy sentado con un amigo en su huerto de palmeras justo fuera de la puerta sur de Medina. La multitud de troncos de palmeras teje una penumbra verde grisáceo en el fondo del huerto, haciendo que parezca ininito. Los árboles son aún jóvenes y bajos; la luz del sol baila sobre sus troncos y los arcos ojivales de sus ramas. su verdor está algo apagado a causa de las tormentas de arena que ocurren casi a diario en esta época del año. solo la espesa alfombra de alfalfa que crece debajo de las palmeras es de un verde brillante e impecable. No lejos delante de mí se alzan las murallas de la ciudad, viejas, grises, construidas de piedra y adobe, con baluartes que sobresalen aquí y allá. Por detrás de la muralla asoman las frondosas palmeras de otro huerto en el interior de la ciudad, y casas con contraventanas descoloridas por el tiempo y balcones con celosías; algunas de ellas han sido construidas en la muralla y forman ya parte de ella. A lo lejos puedo ver los cinco minaretes de la Mezquita del Profeta, altos y tiernos como sonidos de lautas, la gran cúpula verde que cubre y oculta la pequeña casa del Profeta –su hogar mientras vivió y su tumba después de muerto– y todavía más lejos, más allá de la ciudad, el macizo rocoso y pelado del monte uhud: un telón de fondo marrón rojizo sobre el que se recortan los blancos minaretes de la Mezquita sagrada, las copas de las palmeras y las numerosas casas de la ciudad. El cielo, iluminado por el resplandor del sol de la tarde, se muestra traslúcido como el cristal tras las nubes opalescentes, y la ciudad está bañada en una luz azul veteada de oro y verde. un viento alto arrastra 285 e l ca m i n o a m e ca las blandas nubes, que en Arabia pueden ser muy engañosas. No se puede decir aquí, ‘Está nublado, pronto lloverá’: porque cuando la masa de nubes se hace densa, como preñada de una tormenta, a menudo un viento rugiente llega de pronto y las dispersa; y la gente, que había estado esperando lluvia, vuelve la cara con resignación y susurra, ‘No hay fuerza ni poder sino en dios’ –mientras el cielo presenta de nuevo un resplandor acerado e inmisericorde. Me despido de mi amigo y regreso caminando hacia la puerta de la ciudad. un hombre pasa a mi lado conduciendo un par de burros cargados con alfalfa, mientras él va montado en un tercero. Levanta su vara en saludo y dice, ‘La paz sea contigo,’ y yo respondo con iguales palabras. Luego pasa una joven beduina, su túnica arrastra tras de ella y la parte inferior de su rostro está cubierta con un velo. sus ojos brillantes son tan negros que el iris y la pupila se confunden; y su paso tiene algo de la tensión dubitativa y balanceante de los animales jóvenes de las estepas. Entro en la ciudad y cruzo la enorme plaza abierta de Al-Manaja hasta la muralla interior de la ciudad; cruzando el pesado arco de la Puerta Egipcia, bajo el cual se sientan los cambistas tintineando sus monedas de oro y plata, penetro en el bazar principal –una calle de apenas cuatro metros de ancho, repleta de tiendas alrededor de las cuales late una vida pequeña pero intensa. Los vendedores ensalzan sus mercancías con canciones alegres. Pañuelos de cabeza de vivos colores, chales de seda y túnicas de lana de Cachemira adornadas con dibujos atraen las miradas de los viandantes. Los plateros están sentados detrás de pequeñas vitrinas en las que muestran joyas beduinas –brazaletes y ajorcas, collares y pendientes. Los perfumistas exhiben cuencos llenos de henna, saquitos rojos con antimonio para pintarse las pestañas, botellas multicolores de aceites y esencias, y montones de especias. Hay comerciantes de Nachd que venden vestimentas beduinas y sillas de montar, y alforjas rojas y azules adornadas con borlas alargadas, procedentes del este de Arabia. un subastador va por la calle, pregonando a voz en grito, con una alfombra persa y una abaya de pelo de camello sobre el hombro y un samovar de latón bajo el brazo. una multitud de gente transita en 286 l a ca rta p e r s a ambas direcciones, gente de Medina y del resto de Arabia y –como el tiempo de la peregrinación ha llegado a su in hace poco– de todos los países desde las estepas de senegal a las de Kirguizistán, desde el Extremo Oriente hasta el océano Atlántico, de Astracán a Zanzibar: pero a pesar de la masa de gente y de la estrechez de la calle, no hay prisas aquí ni empujones: porque en Medina el tiempo no vuela con alas impacientes. Pero lo que podía parecer aún más extraño es que a pesar de la gran variedad de tipos humanos y ropajes que llena las calles de Medina, no forman una ‘mezcolanza’ exótica: la variedad en las apariencias se revela sólo al ojo que insiste en analizar. Mi impresión es que toda la gente que vive en esta ciudad, o hasta los que pasan una temporada en ella, entran muy pronto a formar parte de lo que podríamos llamar un estado anímico común que se expresa también en su conducta y, casi, hasta en su expresión facial: porque todos ellos han sucumbido al encanto del Profeta, pues esta fue su ciudad y ellos son ahora sus huéspedes… Aun después de trece siglos, su presencia espiritual es aquí casi tan viva como lo era entonces. Fue sólo su inluencia lo que hizo que el grupo de pueblos separados conocido antaño como Yázrib se convirtiera en una ciudad, y ha sido amada por todos los musulmanes hasta nuestros días como no ha sido amada otra ciudad en el mundo. Ni siquiera tiene nombre propio: durante más de mil trescientos años ha sido conocida como Madinat an-Nabí, ‘la Ciudad del Profeta’. durante más de mil trescientos años, tanto amor ha convergido aquí que todas las formas y movimientos han adquirido una especie de parecido familiar, y todas las diferencias de aspecto encuentran una transición tonal hacia una armonía común. Esta es la felicidad que uno siente aquí siempre –esta armonía uniicadora. Aunque la vida en Medina tenga hoy sólo una relación distante y formal con lo que el Profeta quería conseguir; aunque la conciencia espiritual del Islam se haya malbaratado aquí, como en muchas otras partes del mundo islámico: un indescriptible vínculo emocional con su pasado espiritual se mantiene vivo. Nunca una ciudad ha sido tan amada por causa de una sola personalidad; nunca un 287 e l ca m i n o a m e ca hombre, muerto hace más de mil trescientos años, ha sido amado tan personalmente, y por tanta gente, como el que yace enterrado bajo la gran cúpula verde. Y sin embargo jamás dijo ser otra cosa que un ser humano, y los musulmanes jamás le han atribuido divinidad, como tantos seguidores de otros Profetas han hecho a la muerte de su Profeta. de hecho, el Corán contiene numerosas declaraciones que insisten en la humanidad de Muhammad: Muhammad es sólo un Profeta; todos los profetas anteriores a él han muerto: si muriera o le mataran, ¿os volveríais atrás? su absoluta insigniicancia frente a la majestad de dios ha sido expresada así en el Corán: Di [oh Muhammad]: ‘No está en mi poder atraer hacia mí beneicios ni evitarme los daños, salvo en lo que Dios quiera. Y si conociera lo que está fuera del alcance de la percepción humana, ciertamente abundaría en bienes y el mal no me habría tocado. No soy sino un advertidor y un portador de buenas nuevas para gentes que creen en Dios…’ Y es precisamente porque fue sólo un ser humano, porque vivió como los demás hombres, disfrutando de los placeres y sufriendo las penalidades de la existencia humana, por lo que quienes le rodeaban pudieron abarcarle con su amor. Este amor ha sobrevivido a su muerte y sigue vivo en los corazones de sus seguidores como leitmotif de una melodía compuesta de muchas tonalidades. Y pervive en Medina. Te habla desde cada una de las piedras de la ciudad antigua. Casi puedes palparlo con tus manos: pero no puedes capturarlo con palabras… –2– Mie n t r a s pa seo por el ba z a r en dirección a la Gran Mezquita, varios viejos conocidos me saludan al pasar. saludo con la cabeza a este o aquel vendedor y inalmente me dejo arrastrar por mi amigo As-sugaibi hasta la pequeña plataforma desde la que vende sus telas a los beduinos. ‘¿Cuándo has vuelto, oh Muhammad, y de dónde? Han pasado meses desde que te fuiste.’ ‘Vengo de Hail y del Nafud.’ 288 l a ca rta p e r s a ‘¿Y no vas a quedarte aquí algún tiempo?’ ‘No hermano, me marcho a Meca pasado mañana.’ As-sugaibi llama al muchacho del café que hay enfrente, y pronto las tacitas de porcelana tintinean ante nosotros. Pero, oh Muhammad, ¿por qué te vas ahora a Meca? La temporada del hach ha pasado ya…’ ‘No es el deseo de hacer la peregrinación lo que me lleva a Meca. después de todo, ¿no soy ya cinco veces hayyi? Pero tengo el presentimiento de que no seguiré mucho tiempo más en Arabia, y quiero ver otra vez la ciudad en la que empezó mi vida en esta tierra…’ Y luego añado riendo: ‘Bueno, hermano –si te digo la verdad, ni yo mismo sé porqué voy a Meca; pero sé que debo ir…’ As-sugaibi mueve la cabeza consternado: ‘¿Vas a dejar esta tierra y a tus hermanos? ¿Cómo puedes hablar así?’ una igura familiar pasa frente a nosotros con zancadas apresuradas: es Zayid, que evidentemente busca a alguien. ‘¡Eh, Zayid! ¿Adónde vas?’ se gira bruscamente hacia mí con ansiedad en el rostro: ‘Es a ti a quien voy buscando, mi tío; había un fajo de cartas esperando tu regreso en la oicina de correos. Aquí las tienes. ¡Y la paz sea contigo, sheij As-sugaibi! sentado con las piernas cruzadas delante de la tienda de As-sugaibi, examino el mazo de sobres: hay varias cartas de amigos en Meca; una del editor del Neue Zürcher Zeitung de suiza, del que he sido corresponsal en los últimos seis años; una de India, en la que me animan a ir allí y conocer la mayor comunidad de musulmanes del mundo; algunas cartas de varios lugares de Oriente Medio; y una sellada en Teherán –de mi buen amigo Ali Aga, de quien no he tenido noticias en más de un año. La abro y recorro con la vista las páginas cubiertas con la elegante caligrafía shiqasta* de Ali Aga: A nuestro amadísimo amigo y hermano, luz de nuestro corazón, el muy respetado Asad Aga, que Dios prolongue su vida y proteja sus pasos. Amén. * Lit., ‘rota’ –variante persa de la caligrafía árabe, utilizada en la escritura rápida. 289 e l ca m i n o a m e ca La paz sea contigo y la gracia de Dios, por siempre. Y pedimos a Dios que te conceda salud y felicidad, sabedores de que te agradará oír que también nosotros gozamos de buena salud, alabado sea Dios. No te hemos escrito en todo este tiempo por la forma irregular en que ha progresado nuestra vida en los últimos meses. Nuestro padre, que Dios tenga misericordia de él, falleció hace un año y nosotros, siendo el hijo mayor, hemos tenido que pasar mucho tiempo y preocupaciones resolviendo nuestros asuntos de familia. Asimismo, ha sido voluntad de Dios que los asuntos de Su indigno siervo hayan prosperado más allá de las expectativas, pues el Gobierno le ha ascendido a teniente coronel. Además, esperamos unirnos pronto en matrimonio con una hermosa y encantadora dama, nuestra prima segunda, Shirín –y de esta forma nuestros inquietos días del pasado llegan a su in. Como bien sabe tu amable corazón, no hemos estado libres de pecado y error en el pasado –pero, no dijo Haiz: ‘Oh Dios, has arrojado una tabla en medio del mar – ¿Deseabas, acaso, que permaneciera seca?’ ¡Así que el viejo Ali Aga va a sentar la cabeza y hacerse respetable! No era tan respetable cuando le encontré por primera vez, hace algo más de siete años, en la ciudad de Bam, a la que había sido ‘exiliado’. Aunque entonces contaba sólo veintiséis años, su pasado había estado lleno de acción y entusiasmo; había tomado parte en los disturbios políticos que precedieron a la toma de poder de reza jan, y podría haber desempeñado un papel destacado en Teherán de no haber vivido demasiado frívolamente. su presencia en la apartada Bam, en la esquina sudeste de Irán había sido inducida por su preocupado e inluyente padre con la esperanza de que su hijo se reformaría una vez alejado de los placeres de Teherán. Pero Ali Aga parecía haber hallado compensaciones hasta en Bam –mujeres, arrak y el dulce veneno del opio, por el que sentía gran debilidad. Por aquel tiempo, en 1925, era comandante de la policía del distrito con grado de teniente. Como yo estaba a punto de emprender la travesía del gran desierto dasht-e-Lut, acudí a él con una carta de recomendación del gobernador de la provincia de Kermán –que a 290 l a ca rta p e r s a su vez estaba basada en una carta de reza jan, el Primer Ministro y dictador. Encontré a Ali Aga en un umbroso huerto de naranjos, adelfas y palmeras a través de cuyas bóvedas ojivales se iltraban los rayos del sol. Estaba en mangas de camisa. Había una alfombra extendida sobre el césped, y en ella podían verse los restos de una comida y botellas de arrak medio vacías. Ali Aga se disculpó: ‘Es imposible encontrar vino en este maldito agujero,’ y me obligó a beber el arrak del lugar –una pócima terrible que se subía al cerebro como un estallido. Con los ojos danzarines de los persas del norte pasó la vista sobre la carta de Kermán, la dejó a un lado y dijo: ‘Aunque hubieras venido sin recomendación, yo mismo te hubiera acompañado en tu viaje por el dasht-e-Lut. Eres mi invitado. Nunca dejaría que te internases solo en el desierto baluchi.’ Alguien que hasta ese momento había estado sentado medio oculto en la sombra de un árbol se levantó lentamente: una muchacha vestida con una túnica de seda azul pálido que le llegaba hasta las rodillas y anchos pantalones baluchis de color blanco. Tenía un rostro sensual que parecía arder por dentro, grandes labios rojos y unos ojos hermosos pero extrañamente vagos; los párpados estaban pintados con antimonio. ‘Es ciega,’ me susurró Ali Aga en francés, ‘y es una cantante maravillosa.’ Admiré la gran ternura y respeto con que trataba a la muchacha que, siendo una cantante pública, pertenecía a una categoría equiparable en Irán a la de las cortesanas; no podría haber tratado mejor a ninguna de las grandes damas de Teherán. Nos sentamos los tres en la alfombra, y mientras Ali Aga se ocupaba con el brasero y la pipa de opio, conversé con la muchacha baluchi. A pesar de su ceguera podía reír como sólo pueden hacerlo quienes viven sumidos en una profunda alegría interior; y hacía comentarios agudos e ingeniosos de los que una dama de alta sociedad no se avergonzaría. Cuando Ali hubo terminado su pipa, la cogió dulcemente de la mano y dijo: ‘A este extranjero, este austriaco, le gustaría realmente escuchar una de tus canciones; no ha oído nunca las canciones de los baluchis.’ 291 e l ca m i n o a m e ca sobre el rostro invidente se extendió una felicidad distante y soñadora mientras cogía el laúd que Ali Aga le tendía y empezaba a tañer las cuerdas. Cantaba con una voz profunda y ronca una canción baluchi que sonaba como un eco de vida en sus cálidos labios… retorno a la carta: ¿Me pregunto si te acuerdas, hermano y respetado amigo, de cuando viajamos juntos en los viejos tiempos por el Dasht-e-Lut, y cómo tuvimos que defender nuestras vidas contra aquellos bandidos baluchis…? ¡Vaya si me acuerdo! rio para mis adentros ante la pregunta ociosa de Ali Aga y me veo a mí mismo y a él en el desolado dasht-e-Lut, el ‘desierto desnudo’ que extiende su enorme vacío desde Baluchistán hasta el corazón de Irán. Me disponía a cruzarlo para llegar a sistán, la provincia más oriental de Irán, y seguir luego camino de Afganistán; como venía de Kermán, no había más ruta que esta. Nos detuvimos, con nuestra escolta de gendarmes baluchis, en un verde oasis al borde del desierto a in de alquilar camellos y comprar provisiones para la larga travesía que nos esperaba. Nuestra base de operaciones provisional era la estación central de la Indo-European Telegraph. El jefe de la estación, un hombre delgado, huesudo y de mirada penetrante, casi nunca me quitaba la vista de encima y parecía sopesarme con sus miradas. ‘Cuidado con ese hombre,’ me susurra Ali Aga, ‘es un bandido. Le conozco y él sabe que le conozco. Hasta hace unos años era un auténtico salteador, pero ahora ha ahorrado suiciente dinero y se ha vuelto respetable –y gana más dinero suministrando armas a sus antiguos colegas. sólo estoy esperando el momento oportuno para cogerle con las manos en la masa. Pero el tipo es astuto y es difícil probar nada. desde que sabe que eres austriaco está muy excitado. durante la Guerra Mundial hubo aquí algunos agentes austriacos y alemanes intentando sublevar a las tribus de estas regiones contra los británicos; traían bolsas con monedas de oro: y nuestro amigo piensa que todos los alemanes y austriacos van igualmente provistos. 292 l a ca rta p e r s a Pero la astucia del jefe de estación nos fue muy útil, pues me consiguió dos de los mejores camellos de montar de la región. El resto del día lo pasamos regateando sobre odres de agua, cuerdas de pelo de camello, arroz, mantequilla clariicada y otras pequeñas cosas necesarias en un viaje por el desierto. Al día siguiente por la tarde partimos. Ali Aga decidió adelantarse con cuatro gendarmes para preparar un lugar donde acampar esa noche, y la espaciada línea de sus dromedarios pronto desapareció tras el horizonte. Los demás –Ibrahim, yo y el quinto gendarme– les seguimos a paso más lento. Nos balanceábamos (¡qué nuevo era entonces para mí!) con la extraña ambladura oscilante de aquellos dromedarios de inas patas, primero a través de las dunas de arena, amarillas, y punteadas aquí y allá por matas de hierba, y luego adentrándonos más y más en la llanura –en una llanura gris, sin sonidos ni inal, lisa y vacía –tan vacía que parecía no discurrir sino caer hacia el horizonte: pues el ojo no encontraba nada en que ijarse, ninguna protuberancia en el terreno, ninguna piedra, ni arbusto, ni siquiera una hoja de hierba. Ningún sonido de animal, canto de pájaro, ni zumbido de escarabajo rompía aquel vasto silencio, y hasta el viento, privado de todo obstáculo, corría bajo y sin voz por aquel vacío –no, caía en él, como cae una piedra en un abismo… No era este un silencio de muerte, sino más bien de lo nonato, de lo que aún no había accedido a la vida: el silencio anterior a la Primera Palabra. Y entonces sucedió. se rompió el silencio. una voz humana pulsó el aire suavemente, como un trino y quedó, por así decirlo, suspendida: y parecía como si no sólo pudieras oírla sino hasta tocarla, lotando sobre la llanura desértica, aislada y sin ningún otro sonido que la disfrazara. Era nuestro soldado baluchi. Cantaba una canción de sus días nómadas, una rapsodia entre cantada y hablada, una sucesión rápida de palabras tiernas y cálidas que yo no era capaz de entender. su voz sonaba en muy pocos tonos, en un solo nivel, con una insistencia que alcanzaba gradualmente una especie de esplendor a medida que envolvía la frágil melodía con una loritura de sonidos guturales y, mediante la repetición y variación del mismo tema, mostraba una 293 e l ca m i n o a m e ca insospechada riqueza en sus tonos bajos –llanos y dilatados como la tierra en la que había nacido… A la zona del desierto por la que ahora viajábamos se la denominaba el ‘desierto de los Cascabeles de Ahmed’. Hace muchos años, una caravana dirigida por un hombre llamado Ahmed se perdió aquí, y todos ellos, hombres y animales, perecieron de sed; y, se dice, que hasta hoy los viajeros oyen a veces los cascabeles que los camellos de Ahmed llevaban alrededor del cuello –unos sonidos plañideros y fantasmales que apartan a los incautos de su camino y les conducen a la muerte en el desierto. Poco después de la puesta del sol alcanzamos a Ali Aga y su avanzadilla, y acampamos entre arbustos de kahur –los últimos que veríamos en muchos días. Encendimos un fuego con ramas secas y se preparó el inevitable té –mientras Ali Aga fumaba su acostumbrada pipa de opio. se dio de comer a los camellos un pienso grueso de cebada y se les hizo echarse en círculo a nuestro alrededor. Tres de los gendarmes fueron situados como centinelas en dunas distantes, pues la región en la que nos encontrábamos era entonces un coto de los terribles demonios del desierto, los salteadores de las tribus baluchis del sur. Ali Aga había acabado su pipa y el té y estaba bebiendo arrak –solo, pues no estaba yo con ánimo de acompañarle– cuando un disparo rasgó el silencio de la noche. un segundo disparo de uno de nuestros centinelas respondió, seguido de un grito que provenía de algún punto en la oscuridad. Ibrahim, con gran serenidad, arrojó inmediatamente arena sobre el fuego. sonaban disparos de rile por todos lados. Los centinelas eran ahora invisibles, pero podías oír las llamadas que se intercambiaban. No sabíamos cuántos eran los atacantes, porque se mantenían asombrosamente silenciosos. sólo de vez en cuando un débil punto de luz de la boca de un rile señalaba su posición; y una o dos veces pude discernir iguras vestidas de blanco que se movían fugazmente en la noche oscura. Varias balas rasas pasaron silbando sobre nuestras cabezas, pero ninguno de nosotros resultó herido. Gradualmente la conmoción se disipó, sonaron algunos disparos más que fueron absorbidos por la noche; y los salteadores, evidentemente des294 l a ca rta p e r s a concertados por nuestro estado de alerta, desaparecieron tan silenciosamente como habían llegado. Ali Aga llamó a los centinelas y tuvimos un breve consejo. Nuestra idea había sido pasar la noche allí; pero como desconocíamos el número de los atacantes y si pensaban volver con refuerzos, decidimos levantar el campamento inmediatamente y seguir nuestro camino. La noche era negra como el alquitrán; la luna y las estrellas estaban ocultas por nubes bajas y pesadas. En verano es mejor, por lo general, viajar de noche por el desierto; pero en circunstancias normales no nos hubiéramos arriesgado a viajar con semejante oscuridad por miedo a perdernos, pues la dura grava del dasht-e-Lut no conserva las huellas. En la antigüedad, los reyes iraníes solían señalar las rutas de las caravanas por estos desiertos mediante pilastras de ladrillo, pero como ha ocurrido con tantas cosas buenas de antaño, esas hacía tiempo que habían desaparecido. de hecho, no eran necesarias ya: el hilo de la Indo-European Telegraph, tendido por los británicos a principios de siglo a través del dasht-e-Lut, desde la frontera india hasta Kermán, era una guía igualmente útil, o mejor aún; pero en una noche así, el hilo y los postes del telégrafo eran invisibles. Esto lo descubrimos para consternación nuestra cuando después de media hora el gendarme que iba cabalgando delante, haciendo de guía, tiró de repente de las riendas de su montura e informó cariacontecido a Ali Aga: ‘Hazrat, no consigo ver ya el hilo…’ Guardamos silencio por un momento. sabíamos que sólo había pozos a lo largo de la ruta marcada por la línea del telégrafo, y aun así estaban muy separados entre sí. Perderse aquí signiicaba perecer como la legendaria caravana de Ahmed… Entonces Ali Aga se dirigió a sus hombres de una forma que no era usual en él; y uno podía suponer sin miedo a equivocarse que era culpa del arrak y del opio. sacó la pistola y gritó: ‘¿dónde está el hilo? ¿Por qué habéis perdido el hilo, hijos de perro? ¡Ah, ya sé –estáis encompinchados con esos bandidos y queréis extraviarnos para que muramos de sed y despojarnos más fácilmente!’ 295 e l ca m i n o a m e ca Este reproche era injusto por supuesto, pues un baluchi jamás traicionaría a un hombre con el que haya comido pan y sal. Nuestros gendarmes, evidentemente heridos por la acusación de su teniente, protestaron su inocencia, pero Ali Aga les interrumpió: ‘¡silencio! ¡Encontrad inmediatamente el hilo o os mataré uno a uno, hijos de padres quemados!’ Yo no podía ver sus rostros en la oscuridad pero podía sentir cuán hondamente hería aquel insulto a estos baluchis libres; ni siquiera se molestaron en contestar. de repente uno de ellos –el que había hecho de guía hasta allí– se separó del grupo, azotó a su camello con la fusta y desapareció al galope en la oscuridad. ‘¿Adónde vas?’ gritó Ali Aga y recibió por respuesta unas palabras inaudibles. durante unos segundos pudimos oír las suaves pisadas del camello, luego los sonidos se perdieron en la noche. A pesar de que un momento antes había estado convencido de la inocencia del gendarme baluchi, una duda pasó ahora por mi mente: se ha ido con los bandidos; Ali Aga tenía razón después de todo… Oí como Ali Aga retiraba el seguro a su pistola y yo hice otro tanto. Ibrahim desenfundó lentamente su carabina. Permanecimos quietos sobre nuestras monturas. uno de los dromedarios gruñó suavemente, la culata del rile de uno de los gendarmes golpeó contra una silla de montar. Pasaron largos minutos. Casi podías oír la respiración de los hombres. de pronto, llegó a nuestros oídos un grito desde muy lejos. Para mí sonó simplemente como, ‘Ooo,’ pero los baluchis parecieron entenderlo y uno de ellos, ahuecando las manos junto a la boca, gritó excitadamente una respuesta en idioma brahui. Otra vez aquel grito lejano. uno de los gendarmes se volvió hacia Ali Aga y dijo en persa: ‘¡El hilo, hazrat! ¡Ha encontrado el hilo!’ La tensión se rompió. Aliviados, seguimos la voz del explorador invisible que nos guiaba de vez en cuando. Cuando llegamos junto a él, se levantó en su silla y señaló hacia la oscuridad: ‘Ahí está el hilo.’ Y así era, después de unos momentos casi nos damos de bruces contra el poste del telégrafo. 296 l a ca rta p e r s a La primera cosa que hizo Ali Aga fue algo muy típico de él. Agarró al soldado por el cinturón, lo atrajo hacia sí e inclinándose sobre la silla, le besó en ambas mejillas: ‘soy yo el hijo de perro, y no tú, mi hermano. Perdóname…’ Luego supimos que el baluchi, esta criatura del desierto, había cabalgado en zigzag hasta oír a una distancia de media milla el zumbido del viento sobre el hilo: un zumbido que aun ahora, cuando pasaba yo debajo del hilo, era casi imperceptible a mis oídos europeos… seguimos avanzando lenta y cautelosamente, a través de la noche negra, de poste invisible en poste invisible, con uno de los gendarmes cabalgando siempre por delante y avisando cada vez que su mano tropezaba con uno de los postes. Habíamos encontrado el camino y estábamos decididos a no perderlo de nuevo. • sa lg o de m i ensoñación y retorno a la carta de Ali Aga: Con el ascenso a teniente coronel, este humilde individuo ha sido destinado al Estado Mayor; y esto, oh amado amigo y hermano, nos atrae más que la vida de cuartel en una ciudad de provincias… de eso estoy seguro; Ali Aga ha tenido siempre un talento especial para la vida en la capital y sus intrigas –especialmente las intrigas políticas. Y, de hecho, en su carta pasa luego a describirme la atmósfera política de Teherán, esos interminables forcejeos bajo la supericie, esas maniobras intrincadas mediante las cuales las potencias extranjeras han conseguido mantener a Irán durante tanto tiempo en un estado de agitación que hace casi imposible que esta extraña nación llena de talento tome las riendas de sus propios asuntos. Ahora mismo estamos siendo acosados por la compañía inglesa del petróleo; están ejerciendo una gran presión sobre nuestro gobierno para que extienda la concesión y prolongue así nuestra esclavitud. Los bazares están llenos de rumores, y sólo Dios sabe a dónde conducirá todo esto… 297 e l ca m i n o a m e ca El bazar ha jugado siempre un papel decisivo en la vida política de los países orientales; y esto es especialmente cierto en el caso del bazar de Teherán, en el que el corazón oculto de Irán late con una tenacidad que desafía cualquier decadencia nacional y el paso del tiempo. Entre las líneas de la carta de Ali Aga reaparece ante mis ojos este inmenso bazar, casi una ciudad en sí mismo, con la intensidad de una imagen contemplada ayer mismo: un laberinto entreverado y umbrío de naves y pasajes cubiertos con bóvedas ojivales. En la calle principal, al lado de pequeños nichos oscuros llenos de bagatelas, hay patios cubiertos con claraboyas, almacenes donde se venden las sedas más caras de Europa y de Asia; junto a los talleres de los cordeleros, las vitrinas de los plateros están llenas de trabajos en delicada iligrana; las telas multicolores de Bujara y la India se mezclan con raras alfombras persas –alfombras con escenas de caza que muestran guerreros a caballo, leones, leopardos, pavos reales y antílopes; collares de madreperla y encendedores automáticos junto a máquinas de coser; paraguas negros y tristes al lado de abrigos de piel de oveja de jorasán bordados en amarillo: todo reunido en esta nave larguísima, como si se tratara de un escaparate inmenso y algo desordenado. En las innumerables callejuelas laterales de este dédalo enrevesado de artesanía y comercio, las tiendas están agrupadas por oicios. Ves aquí la larga línea de talabarteros y artesanos del cuero, con el rojo del cuero teñido como color dominante y el olor ligeramente acre del cuero que invade el aire. Allí están los sastres: y de cada nicho –pues la mayoría de las tiendas son sólo un nicho elevado a medio metro del suelo, de dos o tres metros cuadrados de supericie– sale el ronroneo de las industriosas máquinas de coser; largos vestidos se exhiben colgados para su venta, siempre los mismos –hasta el punto de que mientras caminas tienes a veces la impresión de estar parado. Esta misma impresión se repite también en otros lugares del bazar; no obstante, la abundancia de lo mismo en cada zona no tiene nada en común con la monotonía; embriaga al visitante y le llena de una inquieta satisfacción. Aunque hayas visitado cien veces el bazar, siempre encuentras el mismo ambiente, aparentemente inmutable –pero con la inmutabilidad vibrante e inagotable de una ola del océa298 l a ca rta p e r s a no que continuamente cambia su forma pero mantiene inmutable su sustancia. El bazar de los artesanos del cobre: un coro de campanas de bronce son los batientes martillos cuyos golpes dan las más variadas formas al cobre, el bronce y el latón, transformando las simples chapas de metal en cuencos, palanganas y copas. Qué certeza acústica, la de este martilleo en distintos tempos a lo largo de todo el bazar –en el que cada hombre da cabida al ritmo de los demás– para que el oído no perciba disonancia: cien artesanos martilleando distintos objetos en distintos talleres –pero en toda esta calle del bazar una sola melodía… En este profundo deseo de armonía, casi social más que meramente musical, aparece la gracia oculta del alma iraní. El bazar de las especias: callejuelas silenciosas de blancos pilones de azúcar, sacos de arroz, montones de almendras y pistachos, avellanas y pipas de calabaza, fuentes llenas de orejones y de jengibre, bandejas de latón con canela, curry, pimienta, azafrán y semillas de adormidera, numerosos cuencos pequeños con anís, vainilla, comino, clavo e innumerables hierbas y raíces que llenan el aire de un aroma fuerte y embriagador. detrás de las brillantes balanzas de latón están sentados los señores de estas extrañezas, con las piernas cruzadas, como budas, llamando a veces al transeúnte en voz baja para preguntarle qué desea. Aquí sólo se habla en susurros: pues uno no puede ser ruidoso donde el azúcar luye suavemente del saco al plato de la balanza, y uno no puede ser ruidoso donde están siendo pesados el tomillo y el anís… Es la misma adaptación al temperamento del material que permite al iraní anudar alfombras nobles con innumerables hebras de lana de colores –hebra a hebra, centímetro a centímetro– hasta que la obra inal aparece en toda su intrincada perfección. No es accidente que las alfombras iraníes no tengan parangón en el mundo. ¿En qué otro lugar encuentra uno esta calma profunda, este esmero y concentración en lo que uno está haciendo? –¿dónde se encuentran ojos así, abismos oscuros para los que el tiempo y su paso signiican tan poco? En nichos cavernosos, algo mayores que los normales, trabajan calladamente los miniaturistas. Copian viejas miniaturas de manus299 e l ca m i n o a m e ca critos deteriorados por el paso del tiempo, pintando con trazos inísimos las grandes cosas de la vida: luchas y cacerías, amor y felicidad y tristeza. sus pinceles son delgados como ilamentos nerviosos; los colores no se depositan en recipientes inertes sino que se mezclan en la palma viva de la mano del pintor y son distribuidos en gotas diminutas sobre los dedos de la mano izquierda. Las viejas miniaturas renacen en páginas nuevas de una blancura impoluta, trazo a trazo, sombreado a sombreado. Al lado de los fondos de pan de oro que se han ido desprendiendo en los originales emergen los fondos brillantes de las copias. Los desvaídos naranjos de un jardín real lorecen otra vez en una nueva primavera; las tiernas mujeres vestidas de seda y pieles repiten una vez más sus gestos amorosos; de nuevo sale el sol sobre el viejo y caballeresco juego de polo… Trazo a trazo, sombreado a sombreado, los callados hombres siguen las aventuras creativas de un artista muerto, y hay en ellos tanto mimo como embrujo había en aquel; y este mimo casi te hace olvidar la imperfección de las copias… Pasa el tiempo, y los miniaturistas se inclinan sobre su trabajo, ajenos al día. Pasa el tiempo; en las calles del bazar a su lado la chatarra occidental penetra con terca insistencia en las tiendas; la lámpara de keroseno hecha en Chicago, las telas estampadas de Manchester y la tetera de Checoslovaquia avanzan victoriosas: pero los miniaturistas, sentados con las piernas cruzadas sobre sus gastadas esteras, penetran con ojos y dedos tiernos en los bienaventurados goces del pasado, y dan a sus cacerías reales y amantes extáticos un nuevo despertar, día tras día… El público del bazar es innumerable: caballeros con trajes de corte europeo o, a menudo, arrastrando una abaya árabe sobre una vestimenta europea o semi-europea, burgueses conservadores con largos catanes y fajas de seda, campesinos y artesanos con chaquetas azules o grises. derviches cantantes –los mendigos aristocráticos de Irán– con sus amplias vestiduras blancas, a veces con una piel de leopardo sobre la espalda, pelo largo y en su mayoría de complexión atlética. Las mujeres de clase media van vestidas con seda o algodón, según sus posibilidades, pero siempre de negro, con el tradicional velo cor300 l a ca rta p e r s a to de Teherán separado rígidamente de sus rostros; las más pobres llevan un chal de percal de color claro con lores. Ancianos mul·las montados en burros o mulos ricamente enjaezados dirigen al extranjero una mirada fanática que parece preguntar: ‘¿Qué estás haciendo tú aquí? ¿Eres uno de esos que labran la ruina de nuestro país?’ La larga experiencia de Irán con las intrigas europeas ha hecho desconiadas a sus gentes. Ningún iraní espera de los farangis nada bueno para su país. Pero Ali Aga no parece excesivamente pesimista: Irán es viejo –pero ciertamente no está aún dispuesto a morir. Hemos soportado a menudo la opresión. Muchas naciones nos han invadido, y todas han desaparecido: pero nosotros seguimos vivos. En la pobreza y bajo la opresión, sumidos en la ignorancia y en las tinieblas: pero seguimos vivos. Esto es porque los iraníes seguimos siempre nuestro propio camino. Cuán a menudo el mundo exterior ha intentado imponernos nuevas formas de vivir –y siempre ha racasado. Nosotros no nos oponemos a las fuerzas externas con la violencia, y por eso a veces parece que nos hemos sometido a ellas. Pero nosotros pertenecemos a la tribu de los muryune –esa pequeña e insigniicante hormiga que vive debajo de los muros. Tú, luz de mi corazón, has debido ver alguna vez en Irán cómo casas bien construidas, con muros fuertes, de repente se vienen abajo sin razón aparente. ¿Y cuál era la razón? Ni más ni menos que esas pequeñas hormigas que durante muchos años, con una industriosidad incesante, han estado perforando túneles y cavidades en los cimientos, avanzando sin cesar milímetro a milímetro, lenta y pacientemente, en todas direcciones –hasta que al inal el muro pierde su equilibrio y se derrumba. Nosotros, los iraníes, somos esas hormigas. No nos enrentamos a los poderes del mundo con violencia ruidosa e inútil, sino que les dejamos hacer las mayores barbaridades, y perforamos en silencio nuestros túneles y cavidades, hasta que un día su ediicio se vendrá abajo de repente… Y ¿has visto lo que ocurre cuando tiras una piedra al agua? La piedra se hunde, aparecen unos círculos en la supericie, se extienden hacia fuera y gradualmente desaparecen, hasta que el agua está otra vez tranquila. Nosotros, los iraníes, somos esa agua. El Sah, que Dios prolongue su vida, tiene una carga pesada sobre sus 301 e l ca m i n o a m e ca hombros con los ingleses por un lado y los rusos por el otro. Pero estamos seguros de que, por la gracia de Dios, encontrará la forma de salvar a Irán… En la supericie, la fe de Ali Aga en reza jan no parece infundada. se trata sin duda de una de las personalidades más dinámicas que yo haya encontrado en el mundo islámico, y de todos los reyes que he conocido, sólo Ibn saud puede compararse a él. La historia de la ascensión de reza jan al poder es como un fantástico cuento de hadas, sólo posible en este mundo oriental en el que el coraje y la voluntad personales pueden a veces elevar a un hombre de la más completa oscuridad hasta el pináculo del liderazgo político. Cuando le conocí durante mi primera estancia en Teherán en el verano de 1924, era Primer Ministro y dictador indiscutido de Irán; pero el pueblo no se había recuperado aún de verle aparecer tan súbita e inesperadamente al timón del gobierno del país. recuerdo aún la sorpresa con la que un viejo oicinista iraní de la Embajada Alemana en Teherán me dijo una vez: ‘¿sabe usted que hace sólo diez años este Primer Ministro nuestro montaba guardia como simple soldado delante de la puerta de esta misma embajada? Y yo mismo le di varias veces una carta para que la llevase al Ministerio de Asuntos Exteriores, diciéndole: ‘¡date prisa, hijo de perro, y no te entretengas en el bazar…!”’ sí, no habían pasado muchos años desde que el soldado reza hacía de centinela delante de las embajadas y ediicios públicos de Teherán. Puedo imaginarlo allí, montando guardia con su gastado uniforme de la brigada de cosacos iraníes, apoyado en su rile y contemplando la actividad en las calles a su alrededor. Observaba a sus conciudadanos paseando como sombras sonámbulas o sentados al fresco del atardecer en la orilla de los canales, como yo mismo los había visto. Y oía el tecleo de las máquinas de escribir que salía del banco inglés a sus espaldas, el ajetreo de la gente ocupada, toda aquella agitación impaciente que la distante Europa había traído a este ediicio de Teherán con su fachada azul de cerámica vidriada. Puede que fuera entonces, por primera vez (nadie me lo ha dicho, pero pienso que debió ser así, no sé porqué), que en la mente analfabeta del soldado reza surgió 302 l a ca rta p e r s a un pensamiento de perplejidad relexiva: ‘¿Tiene esto que ser así…? ¿Tiene que ser que la gente de otros países trabaje y se esfuerce, mientras nuestra vida pasa ante nosotros como un sueño?’ Y quizá fuera en ese momento cuando el deseo de cambio –el motor de todas las hazañas, descubrimientos y revoluciones– empezase a pulsar en su cerebro y a exigir calladamente una vía de expresión… Otros días puede que montase guardia delante de la puerta del jardín de una de las grandes embajadas europeas. Los árboles bien cuidados se mecían con el viento, y los caminos de grava crujían bajo los pies de los sirvientes vestidos de blanco. En esa casa en mitad del parque parecía residir un misterioso poder; intimidaba a todos los iraníes que atravesaban la puerta y les hacía estirarse las ropas nerviosamente y hacía sus manos torpes e ineptas. A veces llegaban elegantes carruajes de los que descendían importantes políticos iraníes. El soldado reza los conocía a todos de vista: este era el ministro de asuntos exteriores, ese otro el ministro de inanzas. Casi siempre sus rostros estaban tensos y aprensivos al entrar por la puerta, y era divertido observar sus expresiones al abandonar la embajada: algunas veces estaban radiantes, como si les hubiera sido conferido un gran favor; otras veces pálidos y deprimidos, como si se hubiera dictado contra ellos una sentencia condenatoria. Esas gentes misteriosas en el interior habían pronunciado la sentencia. El soldado reza se preguntaba: ‘¿Tiene esto que ser así…?’ Ocurría a veces que un oicinista iraní salía corriendo del ediicio de oicinas que reza estaba protegiendo, le ponía una carta en la mano y le decía: ‘¡Lleva esta carta rápidamente a fulano. Pero date prisa, hijo de perro, si no el embajador se enfadará!’ reza estaba acostumbrado a recibir órdenes en tales términos, pues sus propios oiciales no eran en absoluto puntillosos en la elección de epítetos. Pero posiblemente –no, casi seguro– las palabras ‘hijo de perro’ eran para él una punzada de humillación, porque él sabía bien que no era un hijo de perro sino hijo de una gran nación que contaba entre sus grandes hombres a rustum, darío, Nushirwán, Cosroes, sah Abbás y Nadir sha. Pero, ¿qué sabían de esto ‘esos de ahí dentro’? ¿Qué sabían ellos de las fuerzas que se movían como una corriente oscura y ciega 303 e l ca m i n o a m e ca dentro del pecho de aquel soldado de cuarenta años y amenazaban a veces con reventar sus costillas y hacían que se mordiera los puños de desesperación e impotencia, ‘Oh, si tan sólo pudiera…’? Y el deseo de airmación personal que yace gimiente en todo iraní brotaba algunas veces en el soldado reza con una violencia inesperada y dolorosa, y daba claridad a su mente y le hacía comprender de pronto una extraña pauta en todo lo que veía… La Gran Guerra había llegado a su in. después de la revolución bolchevique, las tropas rusas que hasta entonces habían ocupado el norte de Irán fueron retiradas; pero inmediatamente después estallaron revueltas comunistas en la provincia iraní de Guilán, en el mar Caspio, dirigidas por el inluyente Kuchuk jan y apoyadas por unidades regulares rusas por tierra y por mar. El gobierno envió tropas contra los rebeldes, pero los soldados iraníes, poco disciplinados y mal equipados, sufrieron derrota tras derrota; y el batallón en el que servía el sargento reza, que contaba ahora cincuenta años, no fue una excepción. Pero en una ocasión, cuando su unidad emprendía la huida después de una escaramuza desafortunada, reza no pudo contenerse más. se destacó de las tropas fugitivas y gritó para que todos le oyeran: ‘¿Por qué huís, iraníes? –¡iraníes!’ debió sentir lo mismo que Carlos XII de suecia cuando yacía herido en el campo de batalla de Poltava viendo como sus soldados huían presa del pánico y les llamó con voz desesperada: ‘¿Por qué huís, suecos? –¡suecos!’ Pero la diferencia era que el rey Carlos sangraba por muchas heridas y no tenía nada a mano excepto su voz, mientras que el sargento reza estaba ileso y tenía en su mano una pistola Mauser cargada –y su voz resonó fuerte y amenazadora cuando advirtió a sus camaradas: ‘¡Mataré a quien quiera que huya –aunque sea mi hermano!’ un arrebato así era algo nuevo para las tropas iraníes. su confusión dio paso al asombro. sintieron curiosidad: ¿qué se proponía este hombre? Algunos oiciales protestaron y quisieron hacerle ver lo desesperada que era su posición; y uno de ellos dijo en tono de burla: ‘¿Vas, acaso, a conducirnos tú a la victoria?’ En ese segundo, reza debió haber revivido todas las frustraciones de sus años pasados, y 304 l a ca rta p e r s a todas sus esperanzas calladas se iluminaron de repente. Vio ante él el extremo de una cuerda mágica, y se agarró a ella. ‘¡Aceptado!’ exclamó, y se volvió a los soldados: ‘¿Me aceptáis como vuestro jefe?’ En ninguna nación está el culto al héroe tan arraigado como en la iraní; y este hombre parecía un héroe. Los soldados olvidaron su pánico y su huida y rugieron de júbilo: ‘¡Tú serás nuestro jefe!’ –‘¡sea, pues,’ replicó reza, ‘yo daré las órdenes; y mataré a quien quiera que intente huir!’ Pero ya nadie pensaba en la huida. se desembarazaron de sus molestas mochilas, calaron las bayonetas en sus riles: y bajo el mando de reza todo el batallón volvió sobre sus pasos y capturaron una batería rusa en un ataque por sorpresa, atrajeron a otras unidades iraníes a su lado, asaltaron las posiciones del enemigo –y tras unas pocas horas la batalla se decidió en favor de los iraníes. unos pocos días después un telegrama de Teherán ascendía a reza al rango de capitán; y ahora podía añadir el título de jan a su nombre. se había agarrado al extremo de la cuerda y había ascendido por ella. su nombre se hizo famoso de la noche a la mañana. En rápida progresión llegó a ser comandante, coronel, general de brigada. En el año 1921 llevó a cabo, en compañía del joven periodista Zia ad-din y otros tres oiciales, un coup d’etát, arrestó al gabinete corrupto y, con el apoyo de su iel brigada, obligó al débil e insigniicante sah Ahmed a nombrar un nuevo gabinete: Zia ad-din se convirtió en Primer Ministro y reza jan en Ministro de la Guerra. No sabía leer ni escribir. Pero era como un demonio en su instinto de poder. Y se había convertido en el ídolo del ejército y del pueblo, que veían ahora, por primera vez en siglos, a un hombre entre ellos: un jefe. En la historia política de Irán los escenarios cambian rápidamente. Zia ad-din desapareció de la escena y reapareció como exiliado en Europa. reza jan continuó –como Primer Ministro. se rumoreaba por aquellos días en Teherán que reza jan, Zia ad-din y el hermano menor del sah habían conspirado juntos para destronar al sha; y se murmuraba –sin que se sepa hasta hoy si fue verdad– que en el último momento reza jan había traicionado a sus amigos ante el sah a in de no arriesgar su futuro en empresa tan incierta. 305 e l ca m i n o a m e ca sea o no verdad, lo cierto es que poco después el Primer Ministro –reza jan– aconsejaba al joven sah Ahmed que realizara un viaje de placer por Europa. Le acompañó con gran pompa en un recorrido en automóvil hasta la frontera de Iraq, y se cuenta que le dijo: ‘si su Majestad regresa alguna vez a Irán, podrá decir que reza jan no entiende nada del mundo.’ No necesitaba compartir ya su poder con nadie; era de hecho, aunque no de nombre, el señor absoluto de Irán. Como un lobo hambriento, se puso a trabajar a fondo. Irán debía ser reformado por completo, de arriba abajo. La administración, demasiado relajada hasta entonces, fue centralizada; el viejo sistema de encomendar provincias enteras al mejor postor fue abolido; los gobernadores dejaron de ser sátrapas y se convirtieron en funcionarios. El ejército, hijo favorito del dictador, fue organizado según los modelos occidentales. reza jan inició campañas contra los jefes tribales desafectos que antes se tenían a sí mismos por reyezuelos y a menudo rehusaban obedecer al gobierno de Teherán; actuó severamente contra los bandidos que durante muchas décadas habían aterrorizado el campo. se impuso un cierto orden en las inanzas del país con la ayuda de un consejero americano; los impuestos y los aranceles empezaron a engrosar el erario. El orden renacía del caos. Como si se tratase de un eco del movimiento kamalista turco, surgió en Irán la idea de una república, primero como un rumor, luego como exigencia de los elementos más agresivos del populacho –y inalmente como propósito declarado del propio dictador. Pero aquí reza jan parece haber cometido un error de juicio: en el seno de las masas iraníes se alzó un fuerte grito de protesta. Esta oposición popular a las tendencias republicanas no se debía a un amor especial por la casa reinante, pues nadie en Irán sentía gran afecto por la dinastía Qayar que, al ser de origen turcomano, había sido considerada siempre como ‘extranjera’; tampoco se debía a una predilección sentimental por el rostro redondo e infantil de sah Ahmed. Era algo distinto: estaba provocada por el temor de la gente a perder su religión como los turcos habían perdido la suya con la revolución de Ataturk. En su ignorancia, los iraníes no entendieron 306 l a ca rta p e r s a instantáneamente que una forma republicana de gobierno era más acorde con el régimen de vida islámico que la monárquica; guiados por el conservadurismo de sus jefes religiosos –y quizá asustados con razón por la evidente admiración de reza jan por Kamal Ataturk– los iraníes sólo percibieron en su proposición una amenaza al Islam como fuerza dominante en el país. una gran excitación se apoderó de la población de las ciudades, especialmente en Teherán. una turba enfurecida, armada con palos y piedras, se congregó ante el ediicio donde se encontraba la oicina de reza jan y proirió insultos y amenazas contra el dictador que tan sólo ayer era tenido por un semidiós. Los ayudantes de reza jan le aconsejaron insistentemente que no saliera antes de que amainara la ola de agitación; pero él hizo caso omiso y abandonó el recinto del ediicio de oicinas en un carruaje cerrado, acompañado sólo de un asistente y totalmente desarmado. Tan pronto como el carruaje salió de la verja, la turba agarró las riendas de los caballos y los detuvo. Alguna gente abrió violentamente la puerta del carruaje –‘¡sacadle de ahí, sacadle a la calle!’ Pero él salía ya por su propio pie, con el rostro lívido de ira, y empezó a golpear con su fusta las cabezas y hombros de los que estaban a su alrededor: ‘¡Hijos de perro, apartaos de mí, fuera! ¡Cómo os atrevéis! ¡Yo soy reza jan! ¡Marchaos con vuestras mujeres, a vuestras camas!’ Y la masa enfurecida, que un momento antes profería gritos de muerte y destrucción, enmudeció bajo el impacto de su coraje personal; y fueron retrocediendo, desvaneciéndose uno a uno, y desaparecieron en las callejuelas laterales. una vez más un gran dirigente había hablado a su gente; había hablado airadamente, y el pueblo se había acobardado. Puede que en ese momento un sentimiento de desprecio se abriera paso en el amor de reza jan por su pueblo, ensombreciéndolo para siempre. Pero a pesar del prestigio de reza jan, la república no llegó a materializarse. El desastre de este plan puso de relieve que el poder militar no podía por sí solo crear un ‘movimiento de reforma’ en contra de la resistencia del pueblo. No era que los iraníes fueran contrarios a las reformas en sí: pero comprendieron instintivamente que una 307 e l ca m i n o a m e ca doctrina política importada de Occidente signiicaría el in de toda esperanza de lograr un desarrollo saludable en el contexto de su propia cultura y religión. reza jan no comprendió esto, ni entonces ni nunca, y por eso quedó aislado de su pueblo. El amor de su pueblo hacia él desapareció para ser reemplazado gradualmente por un odio temeroso. Empezaron a preguntarse: ¿Qué ha hecho realmente el héroe por su país? Enumeraban los logros de reza jan: la reorganización del ejército –pero con unos costes exorbitantes que imponían una pesada carga iscal sobre un pueblo ya empobrecido; la represión de las rebeliones tribales –pero también de los patriotas: la espectacular actividad constructora en Teherán –pero una miseria creciente entre los campesinos. La gente empezó a recordar que apenas pocos años atrás reza jan había sido un pobre soldado –y ahora era el hombre más rico de Irán, con incontables hectáreas de tierra a su nombre. ¿Eran estas las ‘reformas’ de las que tanto se había hablado? ¿Acaso unos pocos ediicios de oicinas deslumbrantes en Teherán y los hoteles de lujo que habían surgido aquí y allá siguiendo las directrices del dictador representaban realmente una mejora en la situación del pueblo? • Fue e n e sta eta pa de su carrera cuando conocí a reza jan. sean cuales fueren los rumores acerca de su ambición personal y su supuesto egoísmo, no pude menos que reconocer la grandeza de aquel hombre desde el momento en que me recibió por primera vez en su oicina del Ministerio de la Guerra. Era con toda probabilidad la oicina más sencilla que haya sido ocupada por un primer ministro, de cualquier país o época: una mesa, un sofá cubierto de hule negro, un par de sillas, una pequeña estantería y una brillante pero modesta alfombra en el suelo formaban todo el mobiliario de aquella habitación; y el hombre alto y fornido de unos cincuenta y cinco años que se levantó de detrás de la mesa iba vestido con un sencillo uniforme caqui sin medallas, fajas ni galones de rango. Fui presentado a él por el embajador alemán, el conde Von der schulenburg (pues aunque yo fuese austriaco, representaba a un gran 308 l a ca rta p e r s a periódico alemán). Ya en aquella primera conversación formal pude percibir el dinamismo sombrío del carácter de reza jan. un par de ojos castaños me contemplaban bajo unas cejas grises y pobladas –unos ojos persas que estaban normalmente velados por unos pesados párpados: una extraña combinación de melancolía y dureza. Había líneas marcadas por la amargura alrededor de su nariz y boca, pero las facciones huesudas delataban una extraordinaria fuerza de voluntad que mantenía apretados los labios y llenaba de tensión la mandíbula. Escuchando su voz baja y bien modulada –la voz de un hombre acostumbrado a decir palabras importantes y a sopesar cada una de ellas en su lengua antes de permitir que se hicieran sonido– uno pensaría que estaba escuchando a un hombre con treinta años de carrera a sus espaldas como oicial del estado mayor y alto dignatario: y no podías creer que sólo seis años antes reza jan era un sargento, y sólo hacía tres que había aprendido a leer y escribir. debió haber captado mi gran interés por él –y quizá también mi afecto por su pueblo– porque insistió en que aquella entrevista no fuese la última, y me invitó, y también a schulenburg, a tomar el té una semana después en su residencia de verano en shemrán, un hermoso paraíso veraniego a pocos kilómetros de Teherán. Acordé con schulenburg que me encontraría primero con él (pues, como la mayoría de los representantes diplomáticos, también él pasaba el verano en shemrán) y que luego acudiríamos juntos a la residencia del Primer Ministro. Pero, por causas imprevisibles, no pude llegar a tiempo. unos días antes había comprado un pequeño carruaje de caza y dos briosos caballos. Cuán briosos eran se hizo evidente a pocos kilómetros de Teherán, cuando, obedeciendo algún impulso perverso, se negaron tercamente a seguir adelante e insistían en volver a casa. después de luchar durante veinte minutos con ellos, dejé inalmente que Ibrahim se volviera a casa con el carruaje y los caballos y me fui andando en busca de otro medio de transporte. una caminata de tres kilómetros me llevó hasta un pueblo en donde afortunadamente encontré un droshky, pero cuando llegué a la Embajada Alemana pasaba hora y media de la hora acordada. Encontré a schulenburg paseando arriba y abajo en su 309 e l ca m i n o a m e ca estudio como un tigre furioso, despojado de su soisticación habitual: porque, para su sentido prusiano-diplomático de la disciplina, semejante ofensa contra la puntualidad parecía poco menos que una blasfemia. Al verme estalló de indignación: ‘¡No se puede –no se le puede hacer esto a un primer ministro! ¿Has olvidado que reza jan es un dictador y que, como todos los dictadores, es extremadamente puntilloso?’ ‘Mis caballos parecen haber pasado por alto este punto sutil, Conde schulenburg,’ fue mi única respuesta. ‘Aunque se tratase del Emperador de China, no hubiera podido llegar antes.’ Al oír esto, el conde recobró su sentido del humor y soltó una carcajada: ‘Por dios, nunca me había ocurrido algo así! Vamos, pues –y esperemos que el lacayo no nos dé con la puerta en las narices…’ Y no lo hizo. Cuando llegamos al palacio de reza jan el té había concluido hacía tiempo y el resto de los invitados se habían ido, pero el dictador no pareció ofenderse por mi infracción del protocolo. Al saber las razones de nuestro retraso, exclamó: ‘Vaya, me gustaría ver a esos caballos suyos! Creo que deben pertenecer al partido de la oposición. ¡No sé, quizá sería prudente arrestarlos!’ En contra de lo esperado, en lugar de diicultarlo, mi contratiempo pareció contribuir al establecimiento de una relación luida e informal entre el todopoderoso Primer Ministro de Irán y el joven periodista, algo que más tarde me permitiría moverme por el país con mayor libertad de la que solía concederse a otros extranjeros. • Pe ro l a ca rta de A li Ag a no se reiere al reza jan de aquellos primeros días, al hombre que vivía con una simplicidad casi increíble en un país como Irán, tan amante de la ostentación: se reiere a reza sah Pahlavi, que ascendió al Trono del Pavo real en 1925; se reiere al rey que ha abandonado toda pretensión de humildad y busca emular ahora a Kamal Ataturk construyendo una pretenciosa fachada occidental sobre esta antigua tierra oriental… Llego al inal de la carta: 310 l a ca rta p e r s a Aunque tú, amado amigo, estás ahora en la bendita Ciudad del Santo Profeta, coniamos en que no hayas olvidado ni olvides nunca a tu indigno amigo y a su país… Oh Ali Aga, amigo de los días de mi juventud –‘luz de mi corazón’, como dirías tú– tu carta me ha embriagado de recuerdos: estoy ebrio de Persia como cuando empecé a conocer tu país, esa joya ancestral y apagada, enmarcada sobre un fondo de oro viejo y mármol agrietado y polvo y sombras –las sombras de todos los días y noches de tu país melancólico y de los ojos oscuros y soñadores de tu gente… Aún recuerdo Kermanshah, la primera ciudad iraní que encontré después de salir de las montañas de Kurdistán. una atmósfera extraña, desvaída y opaca, la envolvía, apagada, atenuada –por no decir destartalada. No hay duda de que en toda ciudad oriental la pobreza está cerca de la supericie, mucho más visible que en cualquier ciudad europea –pero a eso ya estaba acostumbrado. No era sólo pobreza en sentido económico lo que se presentaba ante mis ojos, porque se suponía que Kermanshah era una ciudad próspera. Era más bien una especie de depresión que envolvía a la gente, algo que estaba directamente conectado a ellos y que parecía no tener apenas nada que ver con las circunstancias económicas. Toda esta gente tenía ojos grandes y negros bajo cejas espesas y negras que a menudo se encontraban sobre el puente de la nariz, cubiertos por párpados pesados como velos. La mayoría de los hombres eran delgados (no recuerdo haber visto un solo hombre gordo en Irán); nunca reían a carcajadas, y en sus calladas sonrisas acechaba una tenue ironía que parecía esconder mucho más de lo que revelaba. No había movilidad en sus facciones, ni gesticulación, sólo movimientos pausados, medidos: como si llevasen máscaras. Como en todas las ciudades orientales, la vida de Kermanshah estaba concentrada alrededor del bazar. se revelaba al viajero en una mezcla atenuada de castaño, marrón dorado y rojo-alfombra, con brillantes platos y palanganas de cobre aquí y allá y quizá una pintura azul mayólica sobre la puerta de un caravasar, con iguras de caballeros de ojos negros y dragones alados. si mirabas más atentamente, podían descubrir en este bazar todos los colores del mundo –pero 311 e l ca m i n o a m e ca ninguno de esos variados colores lograba imponerse jamás sobre las uniicadoras sombras de las bóvedas que cubrían el bazar y envolvían todo bajo una penumbra somnolienta. Los arcos ojivales del techo abovedado estaban atravesados a intervalos regulares por pequeñas aberturas que permitían la entrada de luz. A través de esas aberturas penetraban los rayos del sol; en el aire perfumado de las naves adquirían un aspecto corpóreo y semejaban pilares de luz, opacos e inclinados; y no parecía que la gente pasara a través de ellos sino que los pilares de luz parecían atravesar a aquella gente que eran como sombras… Pues la gente de este bazar era amable y silenciosa como las sombras. si un tendero llamaba a un viandante, lo hacía en voz baja; ninguno de ellos anunciaba sus mercancías con gritos o canciones, como se acostumbra a hacer en los bazares árabes. La vida pisaba aquí con pasos suaves. La gente no daban codazos ni se empujaban unos a otros. Eran corteses –con una cortesía que parecía inclinarse hacia ti pero en realidad te mantenía a cierta distancia. Eran obviamente astutos y no les importaba iniciar una conversación con el extranjero –pero sólo sus labios hablaban. sus almas permanecían en segundo plano, expectantes, calculadoras, distantes… En una tetería estaban sentados en esterillas varios hombres de clase trabajadora –quizá fueran artesanos, obreros, caravaneros– apelotonados alrededor de un brasero de hierro lleno de brasas brillantes. dos pipas con largos tubos y cazoletas redondas de porcelana pasaban entre ellos. El aire estaba cargado con el olor dulzón del opio. Fumaban sin hablar; cada hombre daba sólo unas pocas caladas profundas y pasaba la pipa al que tenía al lado. Y entonces vi algo que no había observado antes: muchísima gente fumaba opio, algunos en público y otros más reservadamente. El tendero en su nicho; el holgazán bajo el arco de entrada de un caravasar; el calderero en su taller en un momento de asueto: todos fumaban con el mismo rostro reservado y algo cansado, y la mirada apagada, perdida en el vacío… Los puestos del bazar ofrecían a la venta adormideras frescas y verdes, de gruesas cápsulas, lo que signiicaba que evidentemente también se consumía en esta forma –otra manera, más suave, de tomar 312 l a ca rta p e r s a opio. Hasta los niños comían las semillas en el umbral de las puertas y en las esquinas. dos o tres de ellos se dividían la golosina entre ellos con una tolerancia adulta, sin egoísmo infantil –pero también sin la alegría y la vivacidad de los niños. Pero, ¿cómo no iba a ser así? siendo bebés se les había administrado una fuerte pócima de semillas de adormidera cada vez que lloraban o molestaban a sus padres. Cuando crecían y empezaban a vagar por las calles, las fronteras de la quietud, la lasitud y la amabilidad estaban ya difuminadas en ellos. Y entonces supe qué era lo que me había conmovido tan hondamente al ver por primera vez los ojos melancólicos de los iraníes: el signo de un destino trágico en ellos. sentí que el opio encajaba en ellos igual que una sonrisa doliente encaja en el rostro de alguien que sufre; encajaba con su amabilidad, con su lasitud interior –encajaba hasta con su pobreza y su gran frugalidad. No parecía tanto un vicio como una expresión –y también quizás una ayuda. ¿una ayuda frente a qué? Extraño país de preguntas… • Mi me n t e s e detiene tanto en mis impresiones de Kermanshah, la primera ciudad iraní que conocí, porque esas impresiones continuaron, con formas distintas pero siempre sustancialmente iguales, durante el año y medio de mi estancia en Irán. una melancolía suave y omnipresente era la nota dominante en todas partes. Era perceptible en los pueblos y en las ciudades, en las tareas cotidianas de la gente y en sus numerosas festividades religiosas. de hecho, su mismo sentimiento religioso, tan distinto al de los árabes, estaba fuertemente teñido de tristeza y de alicción: llorar por los sucesos trágicos de hacía trece siglos –llorar por las muertes de Ali, el yerno del Profeta, y los dos hijos de Ali, Hasan y Husain– les parecía más importante que relexionar sobre lo que el Islam signiicaba y la dirección que quería dar a las vidas de los hombres… En muchas noches, en muchas ciudades, podían verse grupos de hombres y mujeres reunidos en una calle en torno a un derviche giróvago, un mendigo religioso vestido de blanco, con una piel de pantera sobre la espalda, un hacha de mango largo en su mano derecha y un cuenco de limosnas hecho con la cáscara de un coco en la izquierda. 313 e l ca m i n o a m e ca recitaba una balada medio cantada, medio hablada, sobre las luchas de sucesión al Califato que siguieron a la muerte del Profeta en el siglo VII –un cuento luctuoso de fe, sangre y muerte– y discurría siempre más o menos así: Escuchad, oh gentes, lo que aconteció a los elegidos de Dios, y cómo la sangre de la estirpe del Profeta fue derramada sobre la tierra. Hubo una vez un Profeta a quien Dios había comparado a una Ciudad de Conocimiento; y la Puerta de esa Ciudad era el más iel y valiente de sus seguidores, su yerno Ali, Luz del Mundo, partícipe en el Mensaje del Profeta, llamado el León de Dios. Cuando el Profeta murió, el León de Dios era su legítimo sucesor. Pero hombres perversos usurparon el derecho que Dios había asignado al León y nombraron Califa del Profeta a otro; y al morir el primer usurpador, otro de su malvada calaña le sucedió; y después de ése, otro más. Y sólo después que hubo perecido el tercer usurpador se hizo maniiesta la voluntad de Dios, y el León de Dios ocupó el lugar que le correspondía como Caudillo de los Creyentes. Pero muchos eran los enemigos de Ali y enemigos de Dios; y un día, mientras yacía postrado ante su Señor, la espada de un asesino le asestó el golpe mortal. La tierra se estremeció de angustia ante aquel acto blasfemo, y lloraron las montañas y las piedras derramaron lágrimas. ¡Ah, que la maldición de Dios caiga sobre los perversos, y que el castigo eterno los consuma! Y de nuevo apareció otro usurpador que negó a los hijos del León de Dios, Hasan y Husain, hijos de la bendita Fátima, su derecho de sucesión al Trono del Profeta. Hasan fue vilmente envenenado; y cuando Husain se alzó en defensa de la Fe, su hermosa vida fue segada en el campo de Karbala mientras se arrodillaba junto a una alberca para saciar su sed después de la batalla. ¡Ah, que la maldición de Dios caiga sobre los perversos, y que las lágrimas de los ángeles rieguen por siempre el suelo sagrado de Karbala! La cabeza de Husain –la cabeza que el Profeta había besado– fue cruelmente cercenada y su cuerpo sin cabeza fue llevado a la tienda donde sus hijos esperaban llorosos el retorno de su padre. 314 l a ca rta p e r s a Y desde entonces, los creyentes han invocado la maldición de Dios sobre los transgresores y han llorado las muertes de Ali, Hasan y Husain; y vosotros, oh creyentes, elevad vuestras voces en lamento por sus muertes –pues Dios perdona los pecados de quienes lloran por la estirpe del Profeta… Y la balada cantada arrancaba sollozos apasionados en las mujeres presentes, y lágrimas calladas descendían por el rostro de hombres barbados… Estas extravagantes ‘lamentaciones’ distaban en realidad muchísimo de la verdad histórica de aquellos hechos antiguos que habían provocado un cisma jamás superado en el mundo islámico: la división de la comunidad musulmana en sunnis, que constituyen la gran mayoría de los pueblos musulmanes y que se mantienen irmes en su apoyo del principio de sucesión electiva al Califato, y los shias, que sostienen que el Profeta designó a su yerno Ali como su legítimo heredero y sucesor. Lo cierto es, sin embargo, que el Profeta murió sin haber nombrado sucesor, y que entonces uno de sus más antiguos y ieles Compañeros, Abu Bakr, fue elegido jalifa por la ingente mayoría de la comunidad. A Abu Bakr le sucedió umar y a éste uzmán; y sólo tras la muerte de uzmán fue Ali elegido al Califato. No había nada perverso o malvado, como yo bien sabía aun en mis días en Irán, en los tres predecesores de Ali. Fueron sin duda las iguras más grandes y nobles de la historia islámica después del Profeta, y durante muchos años estuvieron entre sus Compañeros más cercanos; y ciertamente no fueron ‘usurpadores’, pues fueron elegidos por el pueblo en ejercicio libre del derecho que el Islam les concedía. No fue su toma del poder sino la reticencia de Ali y sus seguidores a aceptar sin reservas los resultados de esas elecciones populares lo que llevó a las posteriores luchas por el poder, a la muerte de Ali, y a la transformación –en tiempo del quinto califa, Mu’awiyya– de la forma republicana original del Estado Islámico en una monarquía hereditaria, y, en última instancia, a la muerte de Husain en Karbala. sí, tenía conocimiento de todo esto antes de llegar a Irán; pero me llamó la atención aquí la emoción desbordada que ese cuento antiguo y trágico de hacía trece siglos provocaba aún en el pueblo iraní 315 e l ca m i n o a m e ca cada vez que los nombres de Ali, Hasan y Husain eran mencionados. Empecé a preguntarme: ¿Era la melancolía innata de los iraníes y su sentido dramático lo que les había llevado a abrazar la doctrina shia? –¿o era el carácter trágico del origen de esa lo que había producido esta honda melancolía en el pueblo iraní? Gradualmente, durante un período de varios meses, una respuesta sorprendente tomó forma en mi mente. Cuando, a mediados del siglo VII, los ejércitos del califa umar conquistaron el antiguo Imperio sasánida, trayendo con ellos el Islam, el culto zoroastriano de Irán hacía tiempo que estaba reducido a un formalismo rígido y era, por tanto, incapaz de oponerse eicazmente al dinamismo de la nueva idea llegada de Arabia. Pero en la época en que la conquista árabe irrumpió en Irán, el país atravesaba un período de efervescencia social e intelectual que parecía prometer una regeneración nacional. Esta esperanza de un renacimiento interno y orgánico fue destruida por la invasión árabe; y los iraníes, abandonando su propia línea histórica de desarrollo, se acomodaron en adelante a los conceptos culturales y éticos que habían sido traídos de afuera. La llegada del Islam representó para Irán, como para tantos otros países, un tremendo adelanto social; destruyó el viejo sistema persa de castas y creó una sociedad nueva de gentes libres e iguales; abrió nuevas avenidas a energías culturales que llevaban mucho tiempo adormecidas e inarticuladas: pero, aún así, los orgullosos descendientes de darío y de jerjes jamás olvidaron que la continuidad histórica de su vida nacional, la conexión orgánica entre su Ayer y su Hoy, había sido súbitamente rota. un pueblo cuyo carácter más íntimo había hallado expresión en el dualismo barroco de la religión Zend y en su culto casi panteísta de los cuatro elementos –aire, agua, fuego y tierra– se encontraba ahora frente al monoteísmo austero y casi inlexible del Islam y su pasión por el Absoluto. La transición fue demasiado drástica y dolorosa para que los iraníes pudieran subordinar su profundamente arraigada conciencia nacional al concepto supranacional del Islam. A pesar de su rápida y al parecer voluntaria aceptación de la nueva religión, subconscientemente asociaron la 316 l a ca rta p e r s a victoria de la idea islámica con la derrota de Irán como nación; y el sentimiento de haber sido derrotados y arrancados irrevocablemente del contexto de su herencia cultural ancestral –un sentimiento desesperadamente intenso a pesar de su vaguedad– estaba abocado a corroer su autoestima nacional en los siglos venideros. Al contrario que tantas otras naciones a las que la aceptación del Islam proporcionó casi inmediatamente un impulso muy positivo hacia un nuevo desarrollo cultural, la primera reacción de los iraníes ante este fenómeno –y, de alguna forma, la más perdurable– fue una profunda humillación y un resentimiento reprimido. Este resentimiento tenía que ser reprimido y acallado en los oscuros pliegues del subconsciente, porque mientras tanto el Islam se había convertido en la religión de Irán. Pero en su odio hacia la conquista árabe, los iraníes recurrieron a lo que el psicoanálisis describe como ‘sobrecompensación’: empezaron a considerar la religión que los conquistadores les habían traído como algo exclusivamente suyo. Lo hicieron transformando sutilmente la racional y poco mística conciencia de dios de los árabes en su opuesto exacto: el fanatismo místico y la emoción melancólica. una fe que era para los árabes presencia y realidad y una fuente de aplomo y libertad, se convirtió, en la mente iraní, en un oscuro anhelo por lo sobrenatural y lo simbólico. El principio islámico de la inaprensible trascendencia de dios fue transigurado en la doctrina mística (de la que existen muchos precedentes en el Irán pre-islámico) de la manifestación física de dios en mortales especialmente escogidos que transmitirían esta esencia divina a sus descendientes. Para esta tendencia, la aceptación de la doctrina shia ofrecía un canal idóneo: pues era indudable que la veneración, o casi deiicación, que los shias hacían de Ali y de sus descendientes escondía el germen de la idea de la encarnación, y continua reencarnación, de dios –una idea totalmente ajena al Islam pero muy próxima al corazón iraní. No había sido un accidente que el Profeta Muhammad muriese sin haber nombrado sucesor y, de hecho, se negó a hacerlo cuando se le hizo una sugerencia a tal efecto poco antes de su muerte. Con su actitud quería transmitir, en primer lugar, que la cualidad espiritual 317 e l ca m i n o a m e ca de la Profecía no era algo que pudiera ‘heredarse’ y, en segundo lugar, que la futura dirección de la comunidad debía ser el resultado de una elección libre entre sus miembros y no una ‘ordenación’ del Profeta (algo que vendría implícito en su designación de un sucesor): y por eso descartó deliberadamente la idea de que la jefatura de la comunidad fuera otra cosa que secular o tuviese el carácter de una ‘sucesión apostólica’. Pero esto era precisamente lo que la doctrina shia pretendía. No sólo insistía –en clara contradicción del espíritu del Islam– en el principio de sucesión apostólica, sino que reservaba tal sucesión exclusivamente a la ‘estirpe del Profeta’, o sea, a su primo y yerno Ali y sus descendientes directos. Esto era algo que se ajustaba plenamente a las inclinaciones místicas de los iraníes. Pero los iraníes, al ponerse entusiásticamente del lado de los que sostenían que la esencia espiritual de Muhammad pervivía en Ali y en sus descendientes, no estaban satisfaciendo meramente un afán místico: existía aún otro motivo subconsciente en su elección. si Ali era el heredero legítimo y sucesor del Profeta, los tres califas que le precedieron obviamente habían sido usurpadores –y entre ellos estaba umar, ¡el mismo umar que había conquistado Irán! El odio nacional hacia el conquistador del Imperio sasánida podía ser racionalizado ya en términos de religión –de la religión que era ahora la del pueblo iraní: umar había ‘despojado’ a Ali y a sus hijos Hasan y Husain de su derecho al Califato por asignación divina y había desaiado, por tanto, la voluntad de dios; por consiguiente, y obedeciendo la voluntad de dios, el partido de Ali debía ser apoyado. de un antagonismo nacional, surgió una doctrina religiosa. En el entronamiento iraní de la doctrina shia discernía yo una protesta muda contra la conquista de Irán por los árabes. Comprendía ahora porqué los iraníes maldecían a umar con un odio mucho más amargo que el que reservaban para los otros dos ‘usurpadores’, Abu Bakr y uzmán: desde el punto de vista doctrinal debería haberse considerado a Abu Bakr, el primer califa, como el principal transgresor –pero era umar quien había conquistado Irán… Esta era, pues, la razón de la extraña intensidad con la que la Casa de Ali era venerada en Irán. su culto representaba un acto simbó318 l a ca rta p e r s a lico de venganza contra el Islam árabe (que tan inlexiblemente se oponía a la deiicación de cualquier personalidad humana incluida la de Muhammad). Era cierto que la doctrina shia no había nacido en Irán; existían grupos shias en otros países islámicos también: pero en ninguna otra tierra había cautivado de forma tan completa las emociones y la imaginación de la gente. Cuando los iraníes daban rienda suelta a su lamento apasionado por las muertes de Ali, Hasan y Husain, no lloraban sólo por la destrucción de la Casa de Ali sino también por ellos mismos y por la pérdida de su gloria ancestral… • E r a n g e n t e m el a ncólica , estos iraníes. su melancolía se relejaba hasta en el paisaje iraní –en las inmensas extensiones de tierra yerma, los solitarios caminos y carreteras de montaña, los espaciados pueblos de casas de adobe, los rebaños de ovejas conducidos al atardecer en oleadas gris-pardusco hacia el abrevadero. En las ciudades la vida discurría con un lento e incesante goteo, sin industria ni alegría; todo parecía amortajado por velos de ensueño, y todos los rostros mostraban un gesto de espera indolente. uno jamás oía música en las calles. si al anochecer un mozo de establo tártaro rompía a cantar en un caravasar, a uno se le aguzaban los oídos de asombro. sólo los numerosos derviches cantaban en público: y cantaban siempre las mismas antiguas baladas trágicas sobre Ali, Hasan y Husain. La muerte y las lágrimas se entretejían en esas canciones y se subían a la cabeza de los oyentes como un vino pesado. un terror de tristeza, pero de una tristeza aceptada voluntariamente, casi codiciosamente, parecía envolver a estas gentes. En los atardeceres veraniegos en Teherán podías ver hombres y mujeres sentados, inmóviles, junto a las acequias que corrían a ambos lados de las calles bajo la sombra de álamos gigantescos. se sentaban allí a ver pasar el agua. No conversaban entre ellos. sólo escuchaban el borboteo del agua y dejaban que el susurro de las ramas de los árboles pasara sobre sus cabezas. Cada vez que los veía no podía evitar pensar en el salmo de david: A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos… 319 e l ca m i n o a m e ca se sentaban junto a las acequias como grandes pájaros, mudos y oscuros, sumidos en una muda contemplación del discurrir del agua. ¿Estaban pensando un pensamiento interminable que les pertenecía a ellos, y sólo a ellos? ¿Estaban esperando?… ¿a qué? Y david cantaba: En los álamos de la orilla teníamos colgadas nuestras cítaras… –3– ‘Ve ng a , Z ay id, vámonos’ –y meto la carta de Ali Aga en el bolsillo y me levanto para despedirme de As-sugaibi. Él, sin embargo, mueve la cabeza: ‘No, hermano, deja que Zayid se quede aquí un rato. si tú eres tan mísero como para no contarme lo que ha sido de ti todos estos meses, deja que sea él quien me cuente la historia. ¿O piensas que a tus amigos no les importa ya lo que te pase a ti?’ 320 X dAY YA L M –1– e inter no en los sinuosos callejones de la parte más vieja de Medina: muros de piedra enraizados en sombra, ventanas en saliente y balcones colgantes sobre callejones que parecen gargantas y a veces son tan estrechos que dos personas apenas pueden cruzarse en ellos; y llego frente a la fachada de piedra gris de la biblioteca construida hace unos cien años por un erudito turco. En su patio, detrás de la verja de bronce forjado de la entrada, reina un silencio acogedor. Cruzo el patio de losas de piedra, dejando a un lado el árbol solitario que se eleva con ramas inmóviles en su centro, y penetro bajo la cúpula de su sala principal rodeada de vitrinas llenas de libros –miles de manuscritos, entre los que se encuentran algunos de los ejemplares más raros que se conocen en el mundo islámico. son libros como estos los que han dado gloria a la cultura islámica: una gloria que ha desaparecido como el viento de ayer. Mientras contemplo estos libros con sus tapas de cuero repujado, la discrepancia entre el Ayer y el Hoy de los musulmanes me golpea como un latigazo doloroso… ‘¿Qué te sucede, hijo mío? ¿A qué ese gesto de amargura en tu rostro?’ Me vuelvo hacia la voz –y veo, sentada en la alfombra junto a una de las ventanas salientes, con un volumen en folio sobre las rodillas, la diminuta igura de mi viejo amigo, el sheij Abdullah ibn Bulaihid. sus ojos penetrantes e irónicos me saludan con un destello cálido mientras beso su frente y me siento a su lado. Es el más grande de to321 e l ca m i n o a m e ca dos los ulamá de Nachd y, a pesar de una cierta estrechez doctrinaria que es típica de la perspectiva wahabi, la suya es una de las mentes más agudas que he encontrado en los países musulmanes. su amistad hacia mí ha contribuido enormemente a hacer mi vida fácil y agradable, porque en el reino de Ibn saud su palabra cuenta más que la de ningún otro hombre excepto el propio rey. Cierra el libro con un sonido seco, me atrae hacia sí, mirándome inquisitivamente. ‘Pensaba, oh sheij, cuánto nos hemos alejado los musulmanes de esto’ –y señalo hacia los libros en las vitrinas– ‘hasta llegar a nuestra miseria y degradación actual.’ ‘Hijo mío,’ responde el anciano, ‘sólo estamos cosechando lo que hemos sembrado. Antaño fuimos grandes: y fue el Islam lo que nos hizo grandes. Éramos portadores de un mensaje. Mientras nos mantuvimos ieles a ese mensaje, nuestros corazones permanecieron inspirados y nuestras mentes iluminadas; pero en cuanto olvidamos para qué propósitos habíamos sido escogidos por el Todopoderoso, caímos. Nos hemos alejado de esto’ –y el sheij repite mi gesto en dirección a los libros– ‘porque nos hemos alejado de lo que el Profeta –que dios le bendiga y le dé paz– nos enseñó hace trece siglos…’ ‘¿Y cómo va tu trabajo?’ me pregunta tras una pausa; porque sabe que estoy haciendo un trabajo de investigación sobre la historia antigua del Islam. ‘Conieso, oh sheij, que no muy bien. No encuentro sosiego en mi corazón y no sé porqué. Así que me ha dado otra vez por vagar en el desierto.’ Ibn Bulaihid me mira con ojos sonrientes y entrecerrados –aquellos ojos sabios y penetrantes– y juega con su barba teñida de henna: ‘A la mente lo que es suyo y al cuerpo lo que es suyo… deberías casarte.’ Ya sé, por supuesto, que en Nachd se considera el matrimonio como el remedio para casi todo tipo de perplejidad, y por eso no puedo contener la risa: ‘Pero, sheij, usted sabe muy bien que me he vuelto a casar hace sólo dos años, y que este año he tenido un hijo.’ El anciano se encoge de hombros: ‘si el corazón de un hombre está 322 day ya l a gusto con su esposa, éste se queda en casa todo el tiempo que puede. Tú no pasas mucho tiempo en casa… Y, además, jamás ha hecho daño a un hombre tomar una segunda esposa.’ (Él mismo, a pesar de sus sesenta años, tiene tres en la actualidad, y me cuentan que la más joven, con la que se ha casado hace un par de meses, apenas tiene dieciséis años.) ‘Puede,’ replico yo, ‘que no le siente mal a un hombre tomar una segunda esposa; pero, ¿qué hay de la primera? ¿No importa también lo que ella sienta?’ ‘Hijo mío: si una mujer posee la totalidad del corazón de su esposo, él no pensará, ni tendrá necesidad, de casarse con otra. Pero si su corazón no está completamente con ella –¿qué ganará ella con mantenerle así, tibiamente, para ella sola?’ desde luego, nada hay que decir a esto. Indudablemente, el Islam recomienda el matrimonio monógamo, pero permite que un hombre se case hasta con cuatro esposas en circunstancias excepcionales. Podría preguntarse uno por qué no se concede la misma libertad a la mujer; la respuesta, sin embargo, es simple. Aparte del factor espiritual del amor que ha entrado en la vida humana en el curso del desarrollo del hombre, la razón biológica determinante del instinto sexual es, en ambos sexos, la procreación: y mientras que una mujer puede concebir un hijo de un solo hombre y ha de pasar nueve meses de embarazo antes de poder concebir otro, un hombre puede engendrar un hijo cada vez que cohabita con una mujer. Por tanto, mientras que la naturaleza hubiera incurrido en un gran derroche de haber producido un instinto polígamo en la mujer, la indudable inclinación polígama en el hombre está biológicamente justiicada, desde el punto de vista de la naturaleza. Es obvio, por supuesto, que el factor biológico es sólo uno de los aspectos del amor –y no siempre el más importante. se trata, no obstante, de un factor básico y por tanto decisivo en la institución del matrimonio propiamente dicha. La Ley Islámica, con una sabiduría que tiene plenamente en cuenta la naturaleza humana, busca tan sólo salvaguardar la función socio-biológica del matrimonio (que incluye también el cuidado de la progenie), permitiendo que el hombre tenga más de una esposa y no que una mujer tenga más de un marido al mis323 e l ca m i n o a m e ca mo tiempo; mientras que el problema espiritual del matrimonio, por ser imponderable y estar por ello, fuera del ámbito de la ley, queda a la discreción de los cónyuges. Allí donde el amor sea pleno y completo, la cuestión de otro matrimonio naturalmente no surge para ninguno de ellos; cuando un marido no ame a su esposa con todo su corazón pero, aún así, suiciente para no querer perderla, puede tomar una segunda esposa, siempre que la primera esté de acuerdo en compartir su afecto; y si no está de acuerdo, puede obtener el divorcio y volver a casarse. En cualquier caso –y puesto que el matrimonio en el Islam no es un sacramento sino un contrato civil– siempre queda abierto para cualquiera de los cónyuges el recurso al divorcio, más aún porque el estigma asociado al divorcio en otras sociedades, en mayor o menor medida, no existe en la musulmana (con la posible excepción de los musulmanes de la India, que se han visto inluenciados a este respecto por siglos de contacto con la sociedad hindú, en la que el divorcio está absolutamente prohibido). La libertad que la Ley Islámica concede tanto a hombres como a mujeres para contraer o disolver un matrimonio explica porqué considera al adulterio como uno de los crímenes más horrendos: pues dada una libertad tan amplia, no existe enredo emocional o sensual que pueda servir de excusa. Es verdad que en los siglos de decadencia islámica, la costumbre social ha hecho difícil que la mujer ejerza su prerrogativa de divorcio tan libremente como el Legislador había dispuesto: sin embargo, de esto es responsable la costumbre, y no el Islam –como es responsable la costumbre, y no la Ley Islámica, de la reclusión a la que han estado sometidas las mujeres durante tanto tiempo en tantos países musulmanes: pues ni en el Corán ni en el ejemplo del Profeta encontramos justiicación alguna para esta práctica, que fue introducida posteriormente en la sociedad musulmana procedente de Bizancio. • E l shei j ibn Bul a ihid interrumpe mi introspección con una mirada cómplice: ‘No es necesario que tomes una decisión inmediatamente. Ya te llegará, hijo mío, cuando tenga que llegar.’ 324 day ya l –2– L a bibliot eca e stá en silencio ; el anciano sheij y yo estamos solos en la gran sala bajo la cúpula. desde la pequeña mezquita que hay cerca nos llega la llamada a la oración de la puesta del sol; y un momento después la misma llamada resuena desde los cinco minaretes de la Mezquita del Profeta que, invisibles ahora para nosotros, velan tan solemnemente y llenos de orgullo sobre la cúpula verde. El mu’addin, subido a uno de los minaretes comienza su llamada: Al·lahu akbar… en un tono menor, profundo y oscuro, ascendiendo y descendiendo lentamente en largos arcos de sonido: ¡Dios es el Más Grande, Dios es el Más Grande… Antes de que haya terminado su primera frase, el mu’addin sobre el minarete más próximo a nosotros hace su entrada, en un tono ligeramente más alto, … el Más Grande, Dios es el Más Grande! Y mientras en el tercer minarete el mismo cántico se eleva lentamente, el primer mu’addin ha terminado ya el primer enunciado y empieza –acompañado ahora por el contrapunto distante de la primera frase desde los minaretes cuarto y quinto– el segundo enunciado: ¡Atestiguo que no hay más dios que Dios! –mientras las voces del segundo y luego del tercer minarete descienden planeando con suaves alas: –¡y atestiguo que Muhammad es el Enviado de Dios! de esta misma forma, cada enunciado repetido dos veces por cada uno de los cinco mu’addins, continua la llamada a la oración: ¡Venid a la oración, venid a la oración. Venid a la felicidad eterna! Cada voz parece despertar a las otras y atraerlas entre sí, para luego apartarse suavemente y recoger la melodía en otro punto, conduciéndola hasta su enunciado inal: ¡Dios es el Más Grande, Dios es el Más Grande! ¡No hay más dios que Dios! Esta sonora y solemne combinación y separación de voces no se parece a ningún otro cántico del hombre. Y mientras mi corazón sube palpitante hasta mi garganta con un amor emocionado por esta ciudad y sus sonidos, empiezo a sentir que todos mis vagabundeos han tenido siempre un solo sentido: comprender el signiicado de esta llamada… ‘Ven,’ dice sheij Ibn Bulaihid, ‘vamos a hacer la oración de magreb en la mezquita.’ • 325 e l ca m i n o a m e ca E l H a r a m, o M e z qui ta S ag r a da , de Medina recibió su forma actual a mediados del siglo pasado, pero algunas de sus partes son mucho más antiguas –algunas datan del tiempo de la dinastía de los mamelucos de Egipto y otras son aún anteriores. La nave central, que contiene la tumba del Profeta, cubre exactamente el mismo espacio que el ediicio construido por el tercer califa, uzmán, en el siglo VII. sobre ella se alza una gran cúpula verde, adornada en su interior con pinturas ornamentales de vivos colores. Numerosas hileras de pesadas columnas de mármol soportan el techo y dividen armoniosamente el interior. El suelo de mármol está cubierto de costosas alfombras. Candelabros de bronce de exquisito forjado lanquean cada uno de los tres mihrabs, los nichos semicirculares orientados hacia Meca y decorados con delicados azulejos azul y blanco: uno de ellos lo ocupa el imam siempre que dirige la oración en congregación. de largas cadenas de bronce penden cientos de esferas de vidrio y cristal de roca; de noche se iluminan en su interior mediante pequeñas lámparas de aceite de oliva que esparcen un resplandor suave sobre las hileras de ieles en oración. durante el día una penumbra verdosa llena la mezquita y hace que parezca el fondo de un lago; las iguras humanas, como si pasaran a través del agua, se deslizan con pies descalzos sobre las alfombras y las losas de mármol; como si estuviera separada por tabiques de agua, la voz del imam en la oración resuena atenuada y sin eco desde el fondo de la enorme nave. La tumba del Profeta está oculta a la vista, cubierta por paños de pesado brocado y rodeada por una reja de bronce donada por Qa’it Bey, el sultán mameluco de Egipto, en el siglo XV. En realidad, no existe una estructura funeraria propiamente dicha, pues el Profeta fue enterrado bajo el suelo de tierra, en la misma habitación de la pequeña casa en donde vivió y murió. En tiempos posteriores se construyó una pared sin puertas alrededor de la casa, sellándola así al mundo exterior. durante la vida del Profeta, la mezquita lindaba justamente con la casa; en el curso de los siglos, sin embargo, aquella fue ensanchada alrededor de la tumba. Largas hileras de alfombras están extendidas sobre la grava del patio interior de la mezquita; hileras de hombres están sentados sobre 326 day ya l ellas, leyendo el Corán, conversando entre ellos, meditando o simplemente pasando el rato en espera de la oración de la puesta del sol. Ibn Bulaihid parece sumido en una oración inarticulada. desde lejos llega una voz que recita, como es habitual antes de la oración del crepúsculo, una parte del sagrado Corán. Hoy es el sura noventa y seis –el primero en ser revelado a Muhammad– y que comienza con las palabras: Lee en el nombre de tu Sustentador… Fue con estas palabras como llegó por primera vez la llamada de dios a Muhammad en la cueva de Hira, cerca de Meca. se encontraba rezando en soledad, como tantas otras veces, en busca de luz y verdad, cuando de pronto se le apareció un ángel y le ordenó: ‘¡Lee!’ Y Muhammad, que como la mayoría de la gente de su entorno, no había aprendido a leer, respondió: ‘No sé leer.’ Entonces el ángel lo agarró y lo apretó contra sí hasta que Muhammad sintió que le abandonaban las fuerzas; entonces le soltó y repitió su orden: ‘¡Lee!’ Y de nuevo Muhammad repitió: ‘No sé leer.’ Entonces el ángel lo apretó contra sí otra vez hasta que se sintió desfallecer y pensó que iba a morir; y de nuevo escuchó la voz atronadora: ‘¡Lee!’ Y cuando, por tercera vez, Muhammad murmuró angustiado: ‘No sé leer…’ el ángel le soltó y dijo: ¡Lee en el nombre de tu Sustentador, que ha creado –ha creado al hombre de una célula embrionaria! ¡Lee –que tu Sustentador es el Más Generoso! Ha enseñado el uso de la pluma, Enseñó al hombre lo que no sabía… Y de esta forma, con una alusión a la conciencia del hombre, su intelecto y su conocimiento, comenzó la revelación del Corán, que habría de continuar durante veintiséis años hasta la muerte del Profeta en Medina a la edad de sesenta y tres años. Esta historia de su primera experiencia de la revelación divina recuerda, en algunos aspectos, a la narración del Génesis de la lucha de jacob con el ángel. Pero mientras que jacob se resistió, Muhammad se rindió al abrazo del ángel con temor y angustia hasta que ‘le aban327 e l ca m i n o a m e ca donaron sus fuerzas’ y no le quedó más que la capacidad de escuchar una voz de la cual no podía decirse ya si venía de dentro o de fuera de él. No sabía entonces que en adelante tendría que estar lleno y vacío a la vez: un ser humano lleno de impulsos y deseos humanos y de la conciencia de su propia vida –y, al mismo tiempo, un instrumento pasivo para la recepción de un Mensaje. El libro invisible de la Eterna Verdad –la única verdad capaz de dar sentido a todas las cosas y acontecimientos perceptibles– estaba siendo desvelada ante su corazón, esperando ser comprendida; y se le ordenaba ‘leérsela’ al mundo para que los demás hombres comprendieran ‘lo que no sabían’ y no podían, de hecho, llegar a saber por sí mismos. Las extraordinarias implicaciones de esta visión sobrecogieron a Muhammad; al igual que Moisés ante la zarza ardiendo, se sintió indigno de la eminente posición de la Profecía y temblaba de pensar que dios podía haberle escogido. se nos dice que volvió a su casa en la ciudad y pidió a su esposa jadiya: ‘¡Cúbreme, cúbreme!’ –porque temblaba como una rama en medio de una tormenta. Y ella le envolvió en una manta, y poco a poco el temblor fue desapareciendo. Entonces le contó a su esposa lo que le había ocurrido, y dijo: ‘En verdad, temo por mí’. Pero jadiya con la claridad de visión que sólo el amor puede dar, supo enseguida que lo que él temía era la magnitud de la tarea que le esperaba; y respondió: ‘¡No, por dios! ¡Él nunca te impondría una tarea que no fueras capaz de acometer, y Él nunca te humillaría! Porque eres, en verdad, un buen hombre: cumples tus deberes para con tu familia, apoyas a los débiles, ofreces consuelo a los desamparados, eres generoso con tus huéspedes y ayudas a los que verdaderamente lo necesitan.’ Para darle ánimo, llevó a su marido a ver a su primo Waraqa, un hombre sabio que era cristiano y que, según la tradición, sabía leer la Biblia en hebreo; era ya un anciano y había perdido la vista. jadiya le dijo: ‘¡Oh hijo de mi tío, escucha a este pariente tuyo!’ Y cuando Muhammad le hubo relatado lo que había experimentado, Waraqa alzó los brazos de admiración y dijo. ‘Ese era el Ángel de la revelación, el mismo que enviara dios a sus anteriores profetas. ¡Ojalá fuera joven! ¡Ojalá viviera y pudiera ayudarte cuando tu pueblo te expulse!’ Entonces Muhammad preguntó asombrado: 328 day ya l ‘¿Por qué habrían de expulsarme?’ Y el sabio Waraqa respondió: ‘sí que lo harán. jamás trajo un hombre a su pueblo lo que tú traes que no le persiguieran.’ Y así fue. Le persiguieron durante trece años, hasta que abandonó Meca y emigró a Medina. Pues los habitantes de Meca han sido siempre duros de corazón… • Pe ro, de s p ué s de tod o, ¿tan difícil de entender es la dureza de corazón que la mayoría de la gente de Meca mostró al oír por primera vez el llamamiento de Muhammad? Carentes de todo impulso espiritual, sólo sabían de cuestiones prácticas: pues creían que la vida no podía ser expandida más que expandiendo los medios con los que se incrementa la comodidad material. Para aquella gente, la idea de tener que someterse sin reserva a un postulado moral –pues Islam signiica, literalmente, ‘autosumisión a dios’– puede haber resultado intolerable. Además, la enseñanza de Muhammad amenazaba el orden establecido y las convenciones tribales tan queridas de la gente de Meca. Cuando empezó a predicar la unidad de dios y a denunciar la adoración de ídolos como el pecado máximo, no vieron en ello un simple ataque a sus creencias tradicionales sino también un intento de destruir el modelo social de sus vidas. No les gustaba en particular la interferencia del Islam en lo que ellos consideraban cuestiones puramente ‘mundanales’ y fuera de la esfera de la religión –como la economía, las cuestiones de justicia social, y la conducta de la gente en general– porque tal interferencia ponía en peligro sus prácticas comerciales, su vida licenciosa y sus opiniones sobre lo que era mejor para la tribu. Para ellos, la religión era un asunto personal –una cuestión de actitud, más que de conducta. Ahora bien, esto era exactamente lo contrario de lo que el Profeta de Arabia tenía en mente cuando hablaba de religión. Para él, las prácticas e instituciones sociales entraban de lleno en la órbita de la religión, y desde luego le habría sorprendido que alguien le dijera que la religión era sólo un asunto de conciencia personal y nada tenía que ver con la conducta social. Más que ninguna otra cosa, era este aspecto de su mensaje lo que lo hacía tan desagradable a los paga329 e l ca m i n o a m e ca nos de Meca. de no haber sido por su interferencia en los problemas sociales, su descontento con el Profeta habría sido menos intenso. Ciertamente les habría disgustado el Islam en la medida en que su teología chocaba con sus puntos de vista religiosos; pero lo más probable era que lo hubieran aceptado después de refunfuñar un tiempo –tal como anteriormente habían tenido que soportar la esporádica predicación del cristianismo– si tan sólo el Profeta hubiera seguido el ejemplo de los sacerdotes cristianos y se hubiera limitado a exhortar a la gente a creer en dios, a rezar por su salvación y a comportarse decentemente en sus asuntos personales. Pero no siguió el ejemplo de los cristianos, y no se limitó a las cuestiones de creencia, ritual y moralidad personal. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿No le había ordenado su señor rezar: ‘Señor nuestro, danos el bien de este mundo y el bien de la Otra Vida? En la misma estructura de esta frase coránica, ‘el bien de este mundo’ aparece antes de ‘el bien de la Otra Vida’: en primer lugar, porque el presente antecede al futuro y, en segundo, porque el hombre está constituido de tal modo que debe buscar la satisfacción de sus necesidades físicas y mundanales antes de poder escuchar la llamada del espíritu y buscar el bien del Más Allá. El mensaje de Muhammad no postulaba la espiritualidad como algo divorciado de la vida física, o contrario a ella: se basaba enteramente en la idea de que el espíritu y la carne son únicamente aspectos distintos de una misma realidad –la vida humana. Naturalmente, por tanto, no podía contentarse con fomentar una actitud moral en el individuo sino que debía intentar traducir esta actitud en un proyecto social deinido que garantizase a cada miembro de la comunidad la mayor medida posible de bienestar físico y material y, por ende, la mayor oportunidad de crecimiento espiritual. Empezó diciendo a la gente, ‘La acción es parte de la fe’: porque dios no está interesado sólo en las creencias de una persona sino también en sus actos –especialmente aquellos actos que afectan a otra gente además de a sí mismo. Predicó contra la opresión de los débiles por los fuertes con la más encendida imaginería que dios había puesto a su disposición. Propuso la tesis inaudita de que los hombres y las mujeres 330 day ya l eran iguales ante dios y que todos los deberes religiosos y esperanzas se referían a ambos por igual; llegó a declarar, para horror de todos los paganos ‘sensatos’ de Meca, que una mujer era una persona por derecho propio, y no meramente en virtud de su relación con los hombres como madre, hermana, esposa o hija, y que, por consiguiente, tenía derecho a poseer bienes, hacer negocios por su cuenta y decidir con quién quería casarse. Condenó toda clase de juegos de azar y sustancias embriagantes, pues, según las palabras del Corán: Contienen un gran perjuicio y algunos beneicios para los hombres, pero el perjuicio que causan es mayor que su beneicio. Para culminar todo esto, se alzó en contra de la tradicional explotación del hombre por el hombre; en contra de los préstamos usurarios, cualquiera que fuese su tipo de interés; en contra de los monopolios y ‘parcelas’ privadas; en contra de jugar con las necesidades potenciales de la gente –lo que hoy llamamos ‘especulación’; en contra de juzgar algo como correcto o incorrecto según el prisma del sentimiento tribal –en terminología moderna, ‘nacionalismo’. de hecho, negó toda legitimidad moral a los sentimientos y consideraciones tribales. En su opinión, el único motivo legítimo –es decir, éticamente admisible– para el agrupamiento comunal no era el accidente de un origen común, sino la aceptación libre y consciente de la gente de una actitud común ante la vida y una escala común de valores morales. En realidad, el Profeta insistía en una revisión profunda de casi todos los conceptos sociales considerados inmutables hasta entonces, y de esta forma, como se diría hoy, ‘introdujo la religión en la política’: una innovación totalmente revolucionaria para aquellos tiempos. Los gobernantes paganos de Meca estaban convencidos, como ocurre con la mayoría de la gente en todas las épocas, de que las convenciones sociales, los hábitos de pensamiento y las costumbres en las que habían sido educados eran los mejores posibles. Naturalmente, por tanto, tomaron a mal el propósito del Profeta de introducir la religión en la política –o sea, de hacer de la conciencia de dios el punto de partida del cambio social– y lo condenaron como inmoral, sedicioso y ‘opuesto a los cánones de la corrección’. Y cuando se hizo patente que no se trataba de un mero soñador sino que sabía inspirar 331 e l ca m i n o a m e ca a la gente a la acción, los defensores del orden establecido recurrieron a contramedidas drásticas y empezaron a perseguirle, a él y a sus seguidores… Todos los profetas han desaiado, de una u otra forma, el ‘orden establecido’ de su época; ¿resulta sorprendente, pues, que casi todos ellos fueran perseguidos y ridiculizados por su pueblo –y que el último de ellos, Muhammad, sea ridiculizado aún hoy en Occidente? –3– Na da má s t erm ina r la oración de magreb, sheij Ibn Bulaihid se convierte en el centro de un atento círculo de beduinos nachdis y gente de ciudad deseosos de beneiciarse de su conocimiento y experiencia; mientras que él está siempre dispuesto a escuchar lo que la gente le cuenta de sus experiencias y viajes por lugares lejanos. Los viajes largos no son algo raro entre los nachdis; se llaman a sí mismos ahl ash-shidad –‘la gente de la silla de montar’– y de hecho para muchos de ellos la silla de montar es más familiar que la cama de su casa. Como debe serlo para el joven beduino Harb que acaba de contarle al sheij lo que le ocurrió en su reciente viaje a Iraq, donde ha visto, por primera vez en su vida, a los faranyi –es decir, a los europeos (un nombre que se remonta a los francos con los que los árabes entraron en contacto durante las Cruzadas). ‘dígame, oh sheij, ¿por qué los faranyis llevan siempre sombreros que dan sombra a sus ojos? ¿Cómo pueden ver el cielo?’ ‘Eso es justamente lo que no quieren ver,’ responde el sheij, lanzando un guiño en mi dirección. ‘Quizá teman que ver el cielo les recuerde a dios; y no quieren que se les recuerde a dios entre semana…’ Todos nos reímos, pero el joven beduino es persistente en su búsqueda de conocimiento. ‘Entonces, ¿por qué dios es tan generoso con ellos y les da riquezas que niega a los creyentes?’ ‘Ah, eso es sencillo, hijo mío. Ellos adoran el oro, así que tienen a su deidad en el bolsillo… Pero mi amigo aquí presente,’ –y pone su mano en mi rodilla– ‘sabe más de los faranyis que yo, pues procede de allí: dios, gloriicado sea su nombre, le ha guiado de las tinieblas a la luz del Islam.’ 332 day ya l ‘¿Es eso cierto, hermano?’ pregunta ávidamente el joven beduino. ‘¿Es cierto que eras un faranyi?’ –y cuando asiento con la cabeza, murmura, ‘Alabado sea dios, alabado sea dios, que guía al camino recto a quien Él quiere… dime, hermano, ¿por qué los faranyis se desentienden de dios?’ ‘Esa es una larga historia,’ le contesto, ‘no puede explicarse en pocas palabras. Lo que sí puedo decirte ahora es que el mundo de los faranyis se ha convertido en el mundo del Dayyal, el deslumbrante, el Engañoso. ¿Has oído hablar de la predicción de nuestro Profeta de que en tiempos venideros la mayoría de la gente del mundo seguirá al Dayyal, creyendo que es dios?’ Y cuando me mira con un interrogante en los ojos, le cuento, con la evidente aprobación de sheij Ibn Bulaihid, la profecía acerca de la aparición de ese ser apocalíptico, el Dayyal, que será tuerto pero que estará dotado de misteriosos poderes conferidos por dios. Oirá con sus oídos lo que se dice en los rincones más apartados de la tierra, y verá con su único ojo cosas que están ocurriendo a inmensas distancias; volará alrededor de la tierra en cuestión de días, hará surgir de repente tesoros de oro y plata de debajo de la tierra, hará que llueva y que las plantas crezcan por orden suya, matará y devolverá la vida: de tal forma que aquellos cuya fe sea débil creerán que es dios mismo y se postrarán ante él adorándole. Pero aquellos cuya fe sea fuerte leerán lo que está escrito en letras de fuego sobre su frente: Negador de Dios –y sabrán que es sólo un engaño para poner a prueba la fe del hombre… Y mientras mi amigo beduino me mira con ojos de asombro y murmura: ‘Busco refugio en dios,’ me vuelvo a Ibn Bulaihid: ‘¿No es esta parábola, oh sheij, una perfecta descripción de la moderna civilización tecnológica? Es “tuerta”: es decir, contempla sólo un lado de la vida –el progreso material– y vive de espaldas a su lado espiritual. Con la ayuda de sus ingenios mecánicos consigue que el hombre vea y oiga mucho más allá de sus posibilidades naturales, y que recorra inmensas distancias a una velocidad increíble. su conocimiento cientíico “hace que llueva y crezcan las plantas” y descubre tesoros insospechados en las entrañas de la tierra. su medicina da 333 e l ca m i n o a m e ca vida a los que parecían condenados a morir, mientras que sus guerras y horrores cientíicos destruyen la vida. Y su progreso material es tan poderoso y tan brillante que los débiles de fe están llegando a creer que es una deidad por derecho propio; pero los que se mantienen conscientes de su Creador reconocen claramente que adorar al Dayyal equivale a negar a dios…’ ‘¡Tienes razón, oh Muhammad, tienes razón!’ exclama Ibn Bulaihid, golpeándome en la rodilla emocionado. ‘No se me había ocurrido pensar en la profecía del Dayyal desde ese ángulo; ¡pero tienes razón! En lugar de comprender que los avances de la humanidad y el progreso de la ciencia proceden de la generosidad de nuestro señor, más y más gente está empezando a pensar que es un in en sí mismo y, por tanto, algo digno de adoración.’ • s í, p ie ns o pa r a m í, el hombre occidental se ha entregado realmente a la adoración del Dayyal. Hace mucho tiempo que perdió toda inocencia, toda integración con la naturaleza. La vida se ha convertido para él en un rompecabezas. Es escéptico, y vive por ello aislado de su hermano y solo dentro de sí mismo. Y para no perecer en esta soledad, tiene que intentar dominar la vida por medios externos. El hecho de estar vivo no puede ya, por sí mismo, proporcionarle seguridad interior: tiene que luchar continuamente por ella, con sufrimiento, momento a momento. Como ha perdido por completo la orientación metafísica y ha decidido prescindir de ella, tiene que inventar continuamente aliados mecánicos: y de ahí el impulso furioso y desesperado que ha dado a su tecnología. Cada día inventa nuevas máquinas y le da a cada una de ellas una parte de su alma para que luchen por su existencia. Esto lo hacen, ciertamente; pero al mismo tiempo le crean nuevas necesidades, nuevos peligros, nuevos miedos –y una sed insaciable de nuevos aliados artiiciales. su alma se pierde en los engranajes cada vez más atrevidos, más fantásticos y más poderosos de la máquina creadora: y la máquina pierde su verdadera función –y se convierte en una deidad por derecho propio, un voraz Moloc de acero. Los sacerdotes y misioneros de esta insaciable deidad no parecen ser conscientes de que la rapidez del progreso tec334 day ya l nológico moderno es fruto no sólo de un incremento positivo del conocimiento sino también de la desesperación espiritual, y que los grandiosos logros materiales ante los cuales el hombre occidental proclama su voluntad de conquistar la naturaleza son, en el fondo, de naturaleza defensiva: tras sus relucientes fachadas se esconde el miedo a lo desconocido. La civilización occidental no ha sido capaz de establecer un equilibrio armonioso entre las necesidades físicas y sociales del hombre y sus anhelos espirituales; ha abandonado su antigua ética religiosa sin haber sido capaz de crear otro sistema moral, siquiera teórico, que sea aceptable a la razón. A pesar de todos sus avances en educación, no ha sabido superar la estúpida tendencia del hombre a caer presa de las consignas que inventan los astutos demagogos, por absurdas que sean. Ha elevado la técnica ‘organizativa’ a la categoría de arte –y, sin embargo, las naciones de Occidente demuestran diariamente su incapacidad total para controlar las fuerzas que sus cientíicos han liberado, y se ha alcanzado ya un estadio en el que las posibilidades cientíicas aparentemente ilimitadas llevan emparejado un caos a escala mundial. El occidental, al carecer de toda orientación verdaderamente religiosa, no puede beneiciarse de la luz del conocimiento que su ciencia –sin duda grande– está difundiendo. A él podrían aplicarse las palabras del Corán: Su parábola es la de gentes que encienden un fuego: pero tan pronto como éste ilumina todo a su alrededor, Dios se lleva su luz, dejándolos a oscuras, sin que puedan ver: sordos, mudos, ciegos –y no pueden volver. Y no obstante, en la ceguera de su arrogancia, la gente de Occidente está convencida de que es su civilización la que traerá luz y felicidad al mundo… En los siglos dieciocho y diecinueve pensaron en difundir el evangelio del cristianismo por todo el mundo; pero ahora que su fervor religioso se ha enfriado tanto que consideran a la religión sólo como una relajante música de fondo –a la que se permite acompañar, pero no inluenciar, la vida ‘real’– han empezado a difundir el evangelio materialista del ‘estilo de vida occidental’: la creencia en 335 e l ca m i n o a m e ca que todos los problemas pueden resolverse en fábricas, laboratorios y en los despachos de los estadistas. Y de esta forma el Dayyal se ha hecho con las riendas… –4– d ur a n t e un l a rg o r ato reina el silencio. Luego el sheij habla de nuevo: ‘¿Fue la comprensión del signiicado del Dayyal lo que te llevó a hacerte musulmán, hijo mío?’ ‘Creo que, en cierto sentido, así fue; pero ese fue sólo el último paso.’ ‘El último paso… sí: me contaste en una ocasión la historia de tu camino al Islam –pero ¿cuándo y cómo, exactamente, tuviste la primera indicación de que el Islam podría ser tu meta?’ ‘¿Cuándo? déjeme pensar… Creo que fue un día de invierno en Afganistán. Mi caballo había perdido una herradura y tuve que buscar un herrero en un pueblo alejado de mi ruta; y allí un hombre me dijo: “Pero si tú ya eres musulmán, sólo que no lo sabes…” Eso fue unos ocho meses antes de que me hiciese musulmán… Estaba viajando de Herat a Kabul…’ • E sta ba vi a ja n d o de Herat a Kabul, a caballo, en compañía de Ibrahim y un soldado afgano, por los nevados valles y pasos de montaña del Hindu Kush, en el interior de Afganistán. Hacía frío y la nieve brillaba, y a nuestro alrededor se alzaban enormes montañas de color negro y blanco. Ese día estaba yo triste y, al mismo tiempo, extrañamente feliz. Estaba triste porque la gente entre la que había estado viviendo los meses anteriores parecían separados por velos opacos de la luz, la fuerza y el progreso espiritual que su fe podría proporcionarles; y estaba feliz porque la luz, la fuerza y el progreso en esa fe estaban tan próximos a mis ojos como aquellas montañas negras y blancas –casi al alcance de mi mano. Mi caballo empezó a cojear y algo iba sonando en su casco: una de las herraduras se había despegado y colgaba apenas de un par de clavos. 336 day ya l ‘¿Hay algún pueblo cerca donde podamos encontrar un herrero?’ le pregunté a nuestro acompañante afgano. ‘El pueblo de deh-sangi está a menos de una legua de aquí. Hay un herrero y el hakim de los Hasarayat tiene allí su castillo.’ Y hacia deh-sangi nos encaminamos sobre la nieve brillante, despacio, para no cansar a mi caballo. El hakim, o gobernador del distrito, era un hombre joven de baja estatura y rostro alegre –un hombre simpático que estaba encantado de acoger a un huésped extranjero en la soledad de su modesto castillo. Aunque se trataba de un pariente próximo del rey Amanullah, era uno de los hombres más humildes que había encontrado y que encontraría en Afganistán. Insistió en que me quedara dos días con él. Al caer la noche del segundo día nos sentamos ante una cena opulenta, y luego un hombre del pueblo cantó para nosotros baladas con el acompañamiento de un laúd de tres cuerdas. Cantaba en pashtu –una lengua que yo no entendía– pero algunas de las palabras persas que usaba resaltaban vívidamente sobre el fondo de la cálida habitación alfombrada y el pálido brillo de la nieve que llegaba a través de las ventanas. recuerdo que cantó una canción sobre la lucha de david contra Goliat –la lucha de la fe contra la fuerza bruta– y aunque yo no podía entender las palabras de la canción, su tema se hizo claro para mí cuando empezó su desarrollo con humildad, y luego se elevó con un violento arrebato de pasión hasta culminar en un clamor triunfante. Cuando hubo acabado, el hakim destacó: ‘david era pequeño, pero su fe era grande…’ sin poder evitarlo, añadí: ‘Y vosotros sois muchos, pero vuestra fe es pequeña.’ Mi anitrión me miró con asombro, y yo, avergonzado por lo que había dicho de forma casi involuntaria, comencé atropelladamente a justiicarme. Mi explicación tomó la forma de un torrente de preguntas: ‘¿Cómo es que los musulmanes habéis perdido la conianza en vosotros mismos –esa conianza que un día os llevó a extender vuestra fe, en menos de cien años, desde Arabia hasta el Atlántico en el 337 e l ca m i n o a m e ca oeste y hasta el interior de China en el este– y ahora os rendís tan fácilmente, tan débilmente, a las ideas y costumbres de Occidente? ¿Por qué no podéis vosotros, cuyos antepasados iluminaron el mundo con su ciencia y su arte en una época en la que Europa vivía en una profunda barbarie e ignorancia, reunir el coraje suiciente para volver a vuestra fe progresiva y radiante? ¿Cómo es posible que Ataturk, ese farsante que niega cualquier mérito al Islam, se haya convertido para vosotros, los musulmanes, en un símbolo de “renacimiento islámico”?’ Mi anitrión se quedó sin saber qué decir. Había empezado a nevar. de nuevo sentí esa oleada de tristeza mezclada con felicidad que me había embargado al acercarme a deh-sangi. Veía la gloria pasada y la humillación que envolvía ahora a estos hijos postreros de una gran civilización. ‘dígame –¿cómo es que la fe de vuestro Profeta, con toda su claridad y simplicidad, ha quedado enterrada bajo los escombros de la especulación estéril y las sutilezas de vuestros eruditos? ¿Cómo ha llegado a ocurrir que vuestros príncipes y terratenientes naden en riquezas y lujo mientras que tantos de sus hermanos musulmanes viven en una increíble pobreza y miseria –cuando vuestro Profeta enseñaba que Nadie puede llamarse creyente si llena su estómago mientras su vecino pasa hambre? ¿Puede explicarme por qué han relegado a sus mujeres a un segundo plano de sus vidas –cuando las mujeres del entorno del Profeta y sus Compañeros participaron de forma espléndida en la vida de sus hombres? ¿Cómo ha llegado a ocurrir que tantos de vosotros, los musulmanes, seáis ignorantes y tan pocos sepan siquiera leer y escribir –cuando vuestro Profeta declaraba que La búsqueda de conocimiento es un deber sagrado para todo musulmán y musulmana, y que La superioridad del erudito sobre el meramente piadoso es como la superioridad de la luna llena sobre todas las estrellas?’ Mi anitrión seguía contemplándome, mudo de asombro, y yo empecé a pensar que mi arrebato le había ofendido profundamente. El hombre del laúd, que no entendía el persa suicientemente bien como para seguir mis palabras, miraba atónito al extranjero que ha338 day ya l blaba tan apasionadamente al hakim. Al inal, este último se ciñó al cuerpo su amplio manto amarillo de piel de oveja, como si tuviera frío; luego susurró: ‘Pero –tú eres musulmán…’ Me eché a reír, y respondí: ‘No, no soy musulmán, pero he descubierto tanta belleza en el Islam que a veces me irrita ver como vosotros lo desaprovecháis… Perdóneme si he hablado severamente. No hablaba como enemigo.’ Pero mi anitrión movió la cabeza. ‘No, es verdad lo que he dicho: eres musulmán, sólo que tú aún no lo sabes… ¿Por qué no dices aquí y ahora, “No hay más dios que dios y Muhammad es su Profeta” y te haces musulmán de hecho, como ya lo eres en tu corazón? dilo hermano, dilo ahora e iré contigo mañana a Kabul y te llevaré al emir, y te recibirá como los brazos abiertos como a uno de nosotros. Te dará casas y huertos y ganado, y todos te amaremos. dilo, hermano mío…’ ‘si llego a decirlo alguna vez, será porque mi mente está plenamente convencida y no por las casas y los huertos del emir.’ ‘Pero,’ insistió, ‘tú sabes ya más acerca del Islam que la mayoría de nosotros; ¿qué es lo que aún no has entendido?’ ‘No es cuestión de comprensión. Es cuestión de estar convencido: convencido de que el Corán es realmente la palabra de dios y no meramente una creación brillante de una gran mente humana…’ Pero las palabras de mi amigo afgano nunca me abandonaron del todo en los meses sucesivos. después de visitar Kabul, estuve varias semanas recorriendo el sur de Afganistán –pasando por la antigua ciudad de Gasni, de la que partió hace casi mil años el gran Mahmud hacia su conquista de la India; por la exótica Kandahar, entre cuyas tribus se encuentran los más feroces guerreros de todo el mundo; por los desiertos de la esquina sudoeste de Afganistán; y otra vez de vuelta a Herat, donde había comenzado mi gira por Afganistán. En 1926, hacia inales del invierno, partí de Herat en la primera manga de mi largo viaje de regreso a casa, que habría de llevarme por ferrocarril desde la frontera afgana hasta Merv en el Turquestán ruso, 339 e l ca m i n o a m e ca hasta samarcanda, Bujara y Tashkent, y de allí, cruzando las estepas, hasta los urales y Moscú. Mi primera (y la más duradera) impresión de la rusia soviética –en la estación de trenes de Merv– fue un enorme cartel, de hermosa ejecución, que representaba a un joven proletario con un guardapolvo azul echando a patadas a un ridículo señor de barbas blancas, vestido con ropas amplias, de un cielo lleno de nubes. una leyenda en ruso debajo del cartel decía: ‘¡Así han expulsado los trabajadores de la unión soviética a dios de su cielo! difundido por la Asociación Bezbozhniki (Atea) de la unión de repúblicas socialistas soviéticas.’ Este tipo de propaganda antirreligiosa, aprobada por las autoridades, aparecía por todas partes: en los ediicios públicos, en las calles y, especialmente, en las proximidades de los lugares de culto, que en el Turquestán eran mezquitas en su mayor parte. Aunque las prácticas religiosas no estuvieran explícitamente prohibidas, las autoridades hacían todo lo posible para que la gente no asistiera a ellas. Me dijeron muchas veces, especialmente en Bujara y Tashkent, que los espías de la policía anotaban los nombres de cada una de las personas que entraban en la mezquita; los ejemplares del Corán eran requisados y destruidos; y uno de los pasatiempos favoritos de los jóvenes bezbozhnikis era arrojar cabezas de cerdo dentro de las mezquitas; una costumbre realmente encantadora. Con un cierto sentimiento de alivio crucé la frontera de Polonia después de pasar semanas viajando a través de la rusia europea y asiática. Fui directamente a Frankfurt y me presenté en las ya familiares dependencias de mi periódico. No tardé en descubrir que durante mi ausencia mi nombre se había hecho famoso, y que era considerado ahora como uno de los más destacados corresponsales de Europa Central. Algunos de mis artículos –en especial los que trataban de la intrincada psicología religiosa de los iraníes– habían atraído la atención de algunos orientalistas eminentes, recibiendo un reconocimiento más que pasajero. Merced a este logro, fui invitado a dar una serie de conferencias en la Academia de Geopolítica de Berlín –donde fui informado de que nunca antes un hombre de mi edad (no había cumplido aún veintiséis años) había recibido semejante 340 day ya l distinción. Otros artículos de interés más general habían sido reproducidos, con permiso del Frankfurter Zeitung, por muchos otros periódicos; un artículo había sido reproducido, según me dijeron, casi treinta veces. En conjunto, mis vagabundeos por Irán habían sido extremadamente fructíferos… • Fue p or e n tonce s cuando me casé con Elsa. Los dos años que había estado ausente de Europa no habían enfriado nuestro amor sino todo lo contrario, y en medio de una felicidad que no había sentido antes resté importancia a sus temores sobre la gran diferencia de edad entre nosotros. ‘Pero, ¿cómo puedes casarte conmigo?’ preguntaba ella. ‘Tú no has cumplido aún veintiséis años, y yo paso de los cuarenta. Piensa en ello: cuando tú tengas treinta años yo tendré cuarenta y cinco; y cuando tengas cuarenta yo seré ya una anciana…’ Me reí: ‘¿Eso qué más da? No puedo imaginar un futuro sin ti.’ Y inalmente cedió. No exageraba yo al decir que no podía imaginar un futuro sin Elsa. su belleza y su gracia instintiva la hacían tan atractiva a mis ojos que ni siquiera podía mirar a otra mujer; y su comprensión llena de sensibilidad hacia lo que yo quería en la vida iluminaba mis esperanzas y deseos haciéndolos más concretos, más alcanzables de lo que mi pensamiento podía hacerlos. En una ocasión –debíamos llevar casados como una semana– observó: ‘Qué extraño que tú, precisamente, menosprecies el misticismo en la religión… Tú mismo eres un místico –una especie de místico sensual, que extiende sus dedos hacia la vida que le rodea, descubriendo un diseño intrincado y místico en las cosas cotidianas –en muchas cosas que para otra gente resultan de lo más común… Pero en cuanto te ocupas de la religión, eres todo cerebro. A la mayoría de la gente le ocurriría al revés…’ Pero Elsa no estaba realmente desconcertada. sabía bien lo que yo iba buscando cuando le hablaba del Islam; y aunque puede que no sintiese la misma urgencia que yo, su amor la llevaba a participar de mi búsqueda. 341 e l ca m i n o a m e ca A menudo leíamos juntos el Corán y discutíamos sus ideas; y Elsa, igual que yo, estaba cada día más impresionada por la cohesión interna entre su enseñanza moral y su guía práctica. según el Corán, dios no demandaba una sumisión ciega en el hombre sino que apelaba a su intelecto; dios no se encontraba alejado del destino del hombre sino que estaba más cerca de él que su vena yugular; no trazaba una línea divisoria entre la fe y la conducta social; y, lo que era aún más importante, no partía del axioma de que la vida estaba lastrada por un conlicto entre la materia y el espíritu y que el camino hacia la Luz exigía la liberación del alma de las cadenas de la carne. El Profeta había condenado cualquier forma de rechazo a la vida y de mortiicación en dichos como ‘En verdad, el ascetismo no es para nosotros’, y ‘No existe renuncia al mundo en el Islam’. La voluntad humana de vivir no sólo era reconocida como un instinto positivo y útil sino que era, además, santiicada como un postulado ético. En efecto, se enseñaba al hombre: No sólo puedes hacer pleno uso de tu vida, sino que estás obligado a hacerlo. Aparecía ahora ante mí una imagen del Islam poseída de una inalidad y una decisión que a veces me asombraban. Iba cobrando forma en mí por un proceso que podía describirse casi como una especie de ósmosis mental –es decir, sin que existiera por mi parte un esfuerzo consciente por ensamblar y ‘sistematizar’ los numerosos fragmentos de conocimiento que había encontrado durante los últimos cuatro años. Veía ante mí como una obra perfecta de arquitectura, en la que todos sus elementos estaban concebidos armoniosamente para que se complementaran y se apoyaran mutuamente, sin que sobrara ni faltara nada –un equilibrio y conjugación que producían la impresión de que todo en la perspectiva y en los postulados del Islam estaba ‘en su justo lugar’. Hace trece siglos había surgido un hombre que había declarado: ‘soy sólo un hombre mortal; pero Aquel que ha creado el universo me ha ordenado traeros su Mensaje. Y para que viváis en armonía con el plan de su creación, me ha ordenado que os recuerde su existencia, omnipotencia y omnisciencia, y que os presente un programa de conducta. si aceptáis este recordatorio y este programa, seguidme.’ Esta era la esencia de la misión profética de Muhammad. 342 day ya l El plan social propuesto por él poseía esa simplicidad que acompaña sólo a la verdadera grandeza. Partía de la premisa de que los hombres son seres biológicos con necesidades biológicas y que han sido condicionados por su Creador de tal forma que deben vivir en grupos para poder satisfacer plenamente todas sus necesidades físicas, morales e intelectuales: en suma, dependen unos de otros. La continuidad en el ascenso espiritual de un individuo (objetivo fundamental de toda religión) depende de la ayuda, el estímulo y la protección de la gente que le rodea –los cuales, a su vez, esperan de él igual cooperación. Esta interdependencia humana era la razón de que en el Islam la religión no pudiera separarse de la economía o de la política. El concepto islámico de la verdadera función de la sociedad parecía ser exclusivamente este: establecer las relaciones humanas prácticas de tal forma que cada individuo encuentre los menores obstáculos y los mayores estímulos posibles para el desarrollo de su personalidad. Era natural, por consiguiente, que el sistema que el Profeta enunciara durante los veintitrés años de su ministerio se ocupase no sólo de los asuntos espirituales sino también de crear un marco para todas las actividades individuales y sociales. Postulaba no sólo el concepto de rectitud individual sino también el de la sociedad equitativa que dicha rectitud debía producir. Presentaba el peril de una comunidad política –sólo el peril, porque los detalles de las necesidades políticas del hombre son temporales y, por tanto, variables– así como un modelo de derechos individuales y de deberes sociales que acomodaba adecuadamente el hecho de la evolución histórica. El código islámico abarcaba la vida en todos sus aspectos, los morales y los físicos, los individuales y los comunitarios; los problemas de la carne y los de la mente, del sexo y de la economía tenían junto con los problemas de la teología y del culto, un lugar legítimo en las enseñanzas del Profeta, y nada relacionado con la vida parecía demasiado trivial para ser excluido de la órbita del pensamiento religioso –ni siquiera aquellos aspectos ‘mundanos’ como el comercio, los testamentos, los derechos de propiedad o la posesión de la tierra. Todas las cláusulas de la Ley Islámica estaban diseñadas para beneiciar por igual a todos los miembros de la comunidad, sin dis343 e l ca m i n o a m e ca tinción de cuna, raza, sexo o ailiaciones sociales anteriores. No se reservaban beneicios especiales para el fundador de la comunidad o sus descendientes. Los términos alto y bajo, en sentido social, no existían; como no existía el concepto de clase. Todos los derechos, deberes y oportunidades se referían por igual a todos los que profesaban la fe del Islam. No era necesario un clero que mediara entre el hombre y dios, pues Él conoce lo que está maniiesto ante los hombres y lo que les está oculto. No se reconocía ninguna lealtad fuera de la lealtad a dios y a su Profeta, a los padres y a la comunidad cuya meta era el establecimiento del reino de dios en la tierra; y esto excluía esa forma de lealtad que dice, ‘con razón o sin ella, primero mi país’ o ‘mi patria’. A in de elucidar con precisión este principio, el Profeta declaró en más de una ocasión: ‘No es de los nuestros quien proclama la causa del partidismo tribal; y no es de los nuestros quien lucha por la causa del partidismo tribal; y no es de los nuestros quien muere defendiendo el partidismo tribal’. Antes del Islam, todas las organizaciones políticas –aun aquellas de base teocrática o semi-teocrática– habían estado limitadas por los estrechos conceptos de tribu y homogeneidad tribal. Así, los reyesdioses del antiguo Egipto no pensaban más allá del horizonte del valle del Nilo y sus habitantes, y en el antiguo estado teocrático de los hebreos, cuando se suponía que era dios quien gobernaba, era necesariamente el dios de los hijos de Israel. En la estructura del pensamiento coránico, por otra parte, las consideraciones de linaje o de lealtad tribal no tenían sitio. El Islam postulaba una comunidad política independiente que eliminaba las divisiones convencionales de tribu y raza. En este sentido, podría decirse que el Islam y el cristianismo buscaban un mismo in: ambos abogaban por una comunidad internacional de gentes unidas por su adhesión a un ideal común; pero mientras que el cristianismo se había contentado con una mera defensa moral de este principio y, al aconsejar a sus seguidores que dieran al Cesar lo que es del Cesar, había limitado su alcance universal a la esfera espiritual, el Islam desplegaba ante el mundo la visión de una organización política en la que la conciencia de dios debía ser la fuente de toda la conducta práctica del hombre y la base única de 344 day ya l todas sus instituciones sociales. de esta forma –cumpliendo lo que el cristianismo había dejado incumplido– el Islam inauguró un nuevo capítulo en el desarrollo del hombre: el primer caso de una sociedad ideológica abierta, en contraste con las sociedades cerradas, y racial o geográicamente limitadas, del pasado. El mensaje del Islam contemplaba y hacía realidad una civilización en la que no había sitio para nacionalismos, ‘intereses creados’, divisiones de clases, Iglesia, clero o nobleza hereditaria; de hecho, ninguna función hereditaria en absoluto. El propósito era crear una teocracia con respecto a dios y una democracia entre los hombres. El aspecto más importante de esa nueva civilización –un aspecto que la situaba en una categoría aparte de todos los demás movimientos en la historia de la humanidad– era el hecho de que había sido concebida, y surgía, en términos de un acuerdo voluntario entre la misma gente interesada. Aquí, el avance social no era, como en todas las comunidades y civilizaciones conocidas de la historia, el resultado de la presión y contrapresión de intereses hostiles, sino parte esencial de una ‘constitución’ original. En otras palabras, su base era un contrato social genuino: no como una alegoría formulada por los detentadores del poder de generaciones posteriores para defender sus privilegios, sino como la fuente real e histórica de la civilización islámica. El Corán decía: Ciertamente, Dios ha comprado a los creyentes sus vidas y sus bienes, prometiéndoles a cambio el Paraíso… Alegráos, pues, del trato que habéis hecho con Él, pues este es el supremo triunfo. Yo sabía que ese ‘supremo triunfo’ –el único caso que registra la historia de un contrato social genuino– fue realidad sólo durante un breve período; o, mejor dicho, sólo durante un breve período se llevó a cabo un intento a gran escala por hacerlo realidad. Menos de un siglo después de la muerte del Profeta, la forma política del Islam prístino empezó a ser corrompida y, en los siglos siguientes, el programa original fue gradualmente relegado a un segundo plano. Las disputas partidistas por el poder gradualmente reemplazaron el acuerdo libre de hombres y mujeres libres; pronto hizo su aparición la monarquía hereditaria, algo tan antagónico a la concepción política del Islam como lo es el politeísmo a su concepción teológica –y con ella llega345 e l ca m i n o a m e ca ron las luchas y las intrigas dinásticas, las preferencias y opresiones tribales, y la acostumbrada degradación de la religión a la condición de lacayo del poder político: en suma, todo el conjunto de ‘intereses creados’ tan conocidos de la historia. durante un tiempo, los grandes pensadores del Islam intentaron mantener pura y en alto su verdadera ideología; pero los que llegaron después eran de menor talla y pasados dos o tres siglos cayeron en una ciénaga de convencionalismos intelectuales, dejaron de pensar por sí mismos y se contentaron con repetir las frases muertas de generaciones anteriores –olvidándose de que cada opinión humana es temporal y falible y necesita, por tanto, una renovación constante. El ímpetu original del Islam, tan espectacular en sus comienzos, bastó durante un tiempo para impulsar a la comunidad musulmana a extraordinarias cimas culturales –a ese espléndido panorama de logros cientíicos, literarios y artísticos que los historiadores denominan la Edad de Oro del Islam; pero pasados algunos siglos este ímpetu también se agotó por falta de alimento espiritual y la civilización islámica se fue estancando y perdiendo su fuerza creativa. • Yo no me h ací a ilusione s acerca del estado actual del mundo islámico. Los cuatro años que había pasado en esos países me habían hecho ver que si bien el Islam seguía vivo, perceptible en la visión del mundo de sus adeptos y en su callada aceptación de sus premisas éticas, ellos mismos eran una gente paralizada, incapaz de traducir sus creencias en una acción fructífera. Pero, más que la incapacidad de los musulmanes actuales para implementar el proyecto del Islam, lo que me interesaba eran las potencialidades del proyecto en sí. Me bastaba con saber que durante un breve período, justo en los albores de la historia islámica, se había llevado a cabo con éxito un intento de traducir ese proyecto en práctica; y lo que había sido posible una vez podía quizás hacerse posible otra vez. ¿Qué importaba que no estuvieran a la altura del ideal que les había sido expuesto por el Profeta de Arabia hacía trece siglos –si el ideal mismo estaba aún al alcance de todos aquellos que quisieran escuchar su mensaje? Y quizá, pensaba yo, los últimos en llegar necesitasen ese mensaje 346 day ya l aún más desesperadamente que la gente del tiempo de Muhammad. Ellos vivían en un entorno mucho más simple que el nuestro y, por tanto, sus problemas y diicultades habían sido mucho más fáciles de solucionar. El mundo en el que yo vivía –todo él– se tambaleaba debido a la ausencia de cualquier tipo de consenso sobre lo que era bueno o malo espiritualmente y, por tanto, social y económicamente también. Yo no creía que el individuo estuviera necesitado de ‘salvación’: pero sí creía que la sociedad moderna necesitaba ser salvada. Y sentía, con una certeza creciente, que nuestra época necesitaba, más que ninguna otra antes, una base ideológica para establecer un nuevo contrato social: necesitaba una fe que nos hiciera ver la esterilidad del progreso material perseguido como un in en sí mismo –y que, no obstante, hiciera justicia a la vida de este mundo; que nos mostrara cómo conseguir un equilibrio entre nuestras necesidades espirituales y físicas: y nos salvara así del desastre al que estábamos abocados. • N o s e r í a de m a si a d o decir que en este período de mi vida el problema del Islam –pues para mí era un problema– ocupaba mi mente sobre todo lo demás. Ahora, mi interés había superado sus etapas iniciales, en que había sido únicamente una curiosidad intelectual por una ideología y una cultura extrañas, aunque atractivas: se había convertido en una apasionada búsqueda de la verdad. Comparado con esta búsqueda, hasta el entusiasmo aventurero de los últimos dos años de viaje parecía insigniicante: hasta tal punto que me resultaba difícil concentrarme en escribir el nuevo libro que el editor del Frankfurter Zeitung tenía derecho a esperar de mí. En un principio el dr. simón veía con indulgencia mi evidente desgana a ponerme a escribir el libro. después de todo, acababa de regresar de un largo viaje y tenía derecho a unas vacaciones; mi reciente matrimonio era otra razón para tomarme un respiro en mi trabajo de escritor. Pero cuando las vacaciones y el respiro parecían alargarse más allá de lo que el sr. simón consideraba razonable, me sugirió que debía poner los pies en la tierra. Viéndolo en retrospectiva, me parece que fue muy comprensivo; 347 e l ca m i n o a m e ca pero en aquel momento no me lo pareció. sus frecuentes e insistentes preguntas sobre el progreso de ‘el libro’ tenían el efecto contrario al que pretendía: sentía que se me estaba importunando excesivamente; y empecé a detestar la idea misma del libro. Estaba más interesado en lo que aún me quedaba por descubrir que en lo que ya había encontrado. Al inal, el dr. simón hizo una observación exasperada: ‘No creo que vayas a escribir ese libro nunca. Lo que te pasa es que sufres de horror libri.’ un poco irritado, respondí: ‘Quizá mi enfermedad sea más seria aún. Puede que sufra de horror scribendi.’ ‘Bueno, si es ese tu mal,’ replicó duramente, ‘¿crees que el Frankfurter Zeitung es el lugar apropiado para ti?’ una palabra llevó a otra y nuestra desavenencia se convirtió en una riña. Ese mismo día me despedí del Frankfurter Zeitung y una semana después me fui con Elsa a Berlín. Por supuesto, no pensaba renunciar al periodismo, pues, aparte de los holgados emolumentos y el placer que obtenía escribiendo (amargado temporalmente por ‘el libro’), me ofrecía la única oportunidad que tenía de volver al mundo islámico: y al mundo islámico quería regresar a toda costa. Pero con la reputación que había conseguido en los últimos cuatro años no me fue difícil conseguir nuevos contactos con otros periódicos. Muy poco después de mi ruptura con Frankfurt, logré acuerdos muy satisfactorios con otros tres periódicos: el Neue Zürcher Zeitung de Zurich, el Telegraaf de Amsterdam y el Kölnische Zeitung de Colonia. de ahora en adelante mis artículos sobre Oriente Medio serían publicados simultáneamente por estos tres periódicos, que –aunque quizá no pudieran compararse con el Frankfurter Zeitung– estaban entre los más importantes de Europa. Por el momento Elsa y yo nos quedamos a vivir en Berlín, donde yo tenía intención de acabar mi serie de conferencias en la Academia de Geopolítica y continuar también con mis estudios islámicos. Mis viejos amigos literarios se alegraron de volverme a ver, pero por alguna razón no era fácil retomar los hilos de nuestras antiguas 348 day ya l relaciones donde habían quedado colgando cuando me fui a Oriente Medio. Nos habíamos alejado; ya no hablábamos el mismo lenguaje intelectual. Concretamente, en ninguno de mis amigos conseguí suscitar la menor comprensión de mi interés por el Islam. Casi todos movían la cabeza desconcertados cuando yo intentaba explicarles que el Islam, como concepto intelectual y social, podía compararse favorablemente con cualquier otra ideología. Aunque a veces aceptaban que tal o cual proposición islámica era razonable, la mayoría de ellos opinaban que las antiguas religiones eran cosa del pasado, y que nuestro tiempo exigía un nuevo enfoque ‘humanista’. Pero ni siquiera aquellos que no negaban de forma tan categórica la validez de la religión institucional estaban dispuestos a abandonar la noción popular de Occidente de que el Islam, excesivamente preocupado por cuestiones mundanales, carecía de ese ‘halo de misterio’ que uno tenía derecho a esperar de la religión. Me sorprendió bastante comprobar que el aspecto que a mí me había resultado precisamente más atractivo desde un principio –la ausencia de una división de la realidad en dos compartimientos, el material y el espiritual, y el hincapié en la razón como camino a la fe– atraían tan poco a intelectuales que por otro lado reclamaban para la razón un papel más dominante en la vida: era sólo en la esfera religiosa donde instintivamente se apartaban de su posición habitual tan ‘racional’ y ‘realista’. Y a este respecto no discernía diferencia alguna entre aquellos amigos míos con inclinaciones religiosas y aquellos otros para los que la religión no era más que un convencionalismo anticuado. Con el tiempo, sin embargo, llegué comprender dónde estaba su diicultad. Empecé a ver que a los ojos de gentes educadas en la órbita del pensamiento cristiano –con su hincapié en el supuesto carácter ‘sobrenatural’ inherente a toda experiencia verdaderamente religiosa– un enfoque fundamentalmente racional parecía restar valor espiritual a una religión. Esta actitud no se daba exclusivamente entre los creyentes cristianos. dada la larga y casi exclusiva asociación de Europa con el cristianismo, hasta los agnósticos europeos se habían acostumbrado a contemplar la experiencia religiosa en general a tra349 e l ca m i n o a m e ca vés del prisma de los conceptos cristianos, y sólo la consideraban ‘válida’ si iba acompañada de un estremecimiento de temor sagrado ante cosas ocultas y fuera de toda comprensión intelectual. El Islam no cumplía este requisito porque insistía en una coordinación de los aspectos físicos y espirituales de la vida sobre un plano perfectamente natural. de hecho, su visión del mundo era tan distinta de la cristiana, en la que la mayoría de los conceptos éticos occidentales estaban basados, que aceptar la validez de una llevaba ineludiblemente a cuestionar la validez de la otra. En cuanto a mí, ahora sabía que estaba siendo guiado al Islam; pero una última vacilación me hacía posponer el paso inal e irrevocable. La idea de hacerme musulmán era como aventurarme a entrar en un puente tendido sobre un abismo entre dos mundos distintos: un puente tan largo que uno tenía que alcanzar un punto de no retorno antes de que el otro extremo se hiciera visible. Me daba cuenta perfectamente de que si me hacía musulmán tendría que cortar mis vínculos con el mundo en el que había crecido. No había otra opción. uno no podía obedecer realmente el llamamiento de Muhammad y seguir vinculado internamente a una sociedad que se regía por conceptos diametralmente opuestos. Pero –¿era el Islam en verdad un mensaje de Dios o simplemente la sabiduría de un hombre grande, pero falible…? • u n dí a –en setiembre de 1926– viajábamos Elsa y yo en el metro de Berlín. Íbamos en un compartimiento de primera clase. Mis ojos se posaron casualmente en un hombre bien vestido sentado frente a mí. Era obviamente un hombre de negocios rico, con su hermoso maletín sobre las rodillas y un anillo con un diamante grande en la mano. Pensé vagamente lo bien que encajaba la igura corpulenta de este hombre en la imagen de prosperidad que uno encontraba por todas partes en la Europa Central de aquellos días: una prosperidad aún más conspicua por llegar tras varios años de inlación, cuando la vida económica estaba en completo desorden y el aspecto desastrado era la norma. Ahora, la mayoría de la gente iba bien vestida y estaba bien alimentada, y ese hombre delante 350 day ya l de mí no era, por tanto, una excepción. No obstante, al mirar su rostro, no me pareció estar contemplando un rostro feliz. Parecía preocupado: y no sólo preocupado sino profundamente desdichado, con ojos que miraban hacia delante con expresión ausente y las comisuras de la boca retraídas como de dolor –pero no de un dolor físico. Como no quería resultar grosero, aparté los ojos de él y vi a su lado a una mujer de cierta elegancia. Ella también tenía una expresión extrañamente desdichada en el rostro, como si estuviera pensando o experimentando algo doloroso; sin embargo, su boca estaba ija en una especie de sonrisa rígida que, estaba seguro, debía de ser habitual. Y entonces empecé a mirar a mi alrededor al resto de los rostros en aquel compartimiento –rostros de personas acomodadas y bien alimentadas: y en casi todos advertí una expresión de sufrimiento oculto, tan oculto que su dueño parecía no darse cuenta de él. Esto era realmente extraño. Nunca antes había visto tantos rostros infelices a mi alrededor: o, ¿era acaso que nunca antes había buscado lo que ahora veía expresado tan claramente en ellos? La impresión fue tan fuerte que se lo mencioné a Elsa; y ella también empezó a mirar alrededor con los ojos observadores de una pintora acostumbrada a estudiar las facciones humanas. Luego se volvió a mí, asombrada, y dijo: ‘Tienes razón. Parece como si estuvieran sufriendo el tormento del inierno… Me pregunto si sabrán ellos mismos lo que les pasa.’ Yo sabía que no –pues de ser así no desperdiciarían sus vidas de aquella forma, sin fe en verdades vinculantes, sin más propósito que el deseo de incrementar su ‘nivel de vida’, sin más esperanzas que las de tener más comodidades materiales, más aparatos, y quizá más poder… Cuando regresamos a casa, miré por casualidad hacia mi mesa de trabajo en la que se hallaba abierto un ejemplar del Corán que había estado leyendo anteriormente. de forma mecánica, cogí el libro para devolverlo a la estantería, y cuando estaba a punto de cerrarlo, mis ojos se posaron en la página abierta ante mí y leí: 351 e l ca m i n o a m e ca El afán por tener más y más os domina Hasta que entráis en vuestras tumbas. ¡No, –en su momento habréis de saber! Y otra vez: ¡No, –en su momento habréis de saber! ¡No! Si tan sólo pudierais saberlo con conocimiento de certeza, Ciertamente, veríais en verdad el inierno en el que estáis. Al inal, ciertamente, lo veréis en verdad con ojos de certeza: ¡Y ese Día seréis llamados a rendir cuentas del don de la vida! Me quedé atónito por un momento. Creo que el libro temblaba en mis manos. Luego se lo pasé a Elsa. ‘Lee esto. ¿No es la respuesta a lo que vimos en el metro?’ Era la respuesta: una respuesta tan decisiva que eliminaba de repente toda duda. Ahora sabía, sin la menor sombra de duda, que era un libro inspirado por dios lo que tenía en mis manos: pues aunque había sido presentado al hombre hacía más de trece siglos, anticipaba claramente algo que sólo podía cumplirse en esta época nuestra, tan compleja, mecanizada y plagada de fantasmas. La gente de todas las épocas había conocido la codicia: pero en ninguna época anterior la codicia había pasado de ser un mero afán por conseguir cosas a convertirse en una obsesión que empañaba la visión de todo lo demás: un ansia irresistible por conseguir, por hacer, por planiicar más y más –hoy más que ayer, y mañana más que hoy: un demonio cabalgando sobre el cuello de los hombres y fustigando sus corazones hacia metas que brillan burlonamente en la distancia pero que se esfuman en una nada despreciable tan pronto como son alcanzadas, siempre presentándole nuevas metas por conquistar –metas aún más brillantes, más tentadoras mientras están en el horizonte, pero destinadas a marchitarse en otra nada tan pronto como son alcanzadas: y esa sed, esa insaciable sed de metas nuevas royendo el alma del hombre: No, si tan sólo pudierais saberlo veríais el inierno en el que estáis… Esto no era, en mi opinión, la mera sabiduría humana de un hombre de un pasado remoto en la Arabia remota. Por muy sabio que hubiera sido, tal hombre no podría haber anticipado por sí solo un 352 day ya l tormento tan peculiar de este siglo veinte. En el Corán hablaba una voz más grande que la voz de Muhammad… –5– L a os cur ida d h a de scendid o sobre el patio de la Mezquita del Profeta, interrumpida sólo por las lámparas de aceite que cuelgan de largas cadenas entre los pilares de los soportales. sheij Abdullah ibn Bulaihid está sentado con la cabeza hundida en el pecho y los ojos cerrados. Quien no le conozca pensaría que se ha quedado dormido; pero yo sé que ha estado escuchando mi relato con gran atención, intentando encajarlo dentro de su amplia experiencia de los hombres y sus corazones. después de una larga pausa levanta la cabeza y abre los ojos: ‘¿Y bien? ¿Qué hiciste después?’ ‘Lo que tenía que hacer, oh sheij. Fui en busca de un amigo mío musulmán, un indio que era entonces jefe de la pequeña comunidad musulmana de Berlín, y le dije que quería hacerme musulmán. Él me extendió su mano derecha, y yo puse la mía encima y, ante dos testigos, declaré: “Atestiguo que no hay más dios que dios y que Muhammad es su Enviado.”* Pocas semanas después mi esposa hizo lo mismo.’ ‘¿Y qué dijo a eso tu familia?’ ‘Bueno, no les gustó. Cuando informé a mi padre de que me había hecho musulmán, ni siquiera contestó a mi carta. unos meses después me escribió mi hermana, diciéndome que mi padre me daba por muerto… Yo, entonces, le escribí otra carta, asegurándole que mi aceptación del Islam no cambiaba en nada mi actitud hacia él o mi amor por él; al contrario, el Islam me ordenaba amar y honrar a mis padres sobre toda la demás gente… Pero esta carta también quedó sin respuesta.’ ‘Tu padre debe estar fuertemente apegado a su religión…’ ‘No realmente, oh sheij; y esa es la parte más extraña de la historia. * Esta declaración de fe es el único ‘ritual’ necesario para hacerse musulmán. En el Islam, los términos ‘Enviado’ y ‘Profeta’ son intercambiables cuando se aplican a los grandes Profetas portadores de un nuevo mensaje, como Muhammad, jesús, Moisés, Abraham. 353 e l ca m i n o a m e ca Creo que me considera un renegado, no tanto de su fe (con la que nunca ha estado muy vinculado) sino de la comunidad en la que creció y a la que está apegado.’ ‘¿Y no le has visto desde entonces?’ ‘No. Poco después de nuestra conversión, mi esposa y yo dejamos Europa; no podíamos soportar seguir viviendo allí. Y desde entonces no he regresado…’* * Nuestras relaciones se reanudaron en 1935, una vez que mi padre llegó a entender por in y a valorar las razones de mi conversión al Islam. Aunque no volvimos a encontrarnos, seguimos manteniendo correspondencia hasta 1942, año en que él y mi hermana fueron deportados de Viena por los nazis, para morir luego en un campo de concentración. 354 XI YIHAd E –1– stoy s a liend o de la Mezquita del Profeta, cuando alguien me coge de la mano: y cuando vuelvo la cabeza, encuentro los ojos amables del viejo sidi Muhammad assuwaiy, el sanusi. ‘Oh hijo mío, qué contento estoy de verte después de todos estos meses. Que dios bendiga tus pasos en la bendita Ciudad del Profeta…’ Cogidos de la mano, caminamos lentamente por las calles adoquinadas que conducen desde la mezquita al gran bazar. Vestido con su blanco burnús norteafricano, sidi Muhammad es una igura conocida en Medina, donde reside desde hace años; y mucha gente interrumpe nuestra marcha para saludarle con el respeto debido no sólo a sus setenta años sino también a su fama como uno de los jefes de la heroica lucha libia por la independencia. ‘Quiero que sepas hijo mío, que sayyid Ahmad está en Medina. No goza de buena salud, y le agradaría mucho verte. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?’ ‘sólo hasta pasado mañana,’ respondo, ‘pero desde luego no me iré sin ver a sayyid Ahmad. Vamos a verle ahora.’ En toda Arabia no hay hombre que me sea más querido que sayyid Ahmad, pues no hay nadie que se haya sacriicado tan completa y abnegadamente por un ideal. Ha dedicado toda su vida, como sabio y como guerrero, al resurgimiento espiritual de la comunidad musulmana y a su lucha por la independencia política, sabiendo que lo uno no es posible sin lo otro. 355 e l ca m i n o a m e ca recuerdo bien mi primer encuentro con sayyid Ahmad, en Meca, hace muchos años… Al norte de la Ciudad sagrada se alza el monte Abu Qubáis, foco de numerosas leyendas y tradiciones antiguas. desde su cima, coronada por una pequeña mezquita encalada con dos minaretes bajos, se contempla una maravillosa vista del valle de Meca con el rectángulo de la Mezquita de la Kaaba al fondo y el colorista y desordenado aniteatro de casas encaramadas en las laderas rocosas y peladas a su alrededor. Algo más abajo de la cima del monte Abu Qubáis, un complejo de ediicios de piedra se asoma sobre las estrechas terrazas como un racimo de nidos de águila: la sede de la Hermandad sanusi en Meca. El anciano que conocí allí –un exiliado para el que todos los caminos a su casa en Cirenaica habían quedado cerrados después de treinta años de lucha y siete de odisea entre el mar Negro y las montañas del Yemen– tenía un nombre famoso en todo el mundo musulmán: sayyid Ahmad, el Gran sanusi. Ningún otro nombre había provocado tantas noches de insomnio a los poderes coloniales del norte de África, ni siquiera el del gran Abd al-Qadir de Argelia en el siglo XIX, ni el de Abd al-Karim de Marruecos, que había sido una dolorosa espina para los franceses en tiempos más recientes. Esos nombres, aun siendo inolvidables para los musulmanes, tuvieron sólo una importancia política –mientras que sayyid Ahmad y su Orden habían sido además un gran poder espiritual durante muchos años. Le conocí por medio de mi amigo javanés Hayyi Agos salim, que era uno de los líderes de la lucha por la emancipación política de Indonesia y había venido a Meca en peregrinación. Cuando sayyid Ahmad supo que yo era un reciente converso al Islam, extendió hacia mí su mano y me dijo con delicadeza: ‘Bienvenido entre tus hermanos, oh joven hermano mío…’ El sufrimiento estaba grabado en la hermosa frente del anciano luchador por la fe y la libertad. su rostro, con su pequeña barba gris y su boca sensualmente astuta enmarcada por surcos de pesar, aparecía cansado; sus párpados caían pesadamente sobre los ojos dándoles un aspecto somnoliento; el tono de su voz era suave y marcado por la 356 yihad alicción. Pero a veces algo se encendía en él. Los ojos adquirían una agudeza brillante, su voz se hacía más sonora y de los pliegues de su burnús blanco se alzaba un brazo como el ala de un águila. Heredero de una idea y de una misión que, de haberse cumplido, podría haber logrado un resurgimiento del Islam moderno: aun en la decadencia de la edad y la enfermedad, y la destrucción del trabajo de toda una vida, el héroe norteafricano no había perdido su brillo. Tenía derecho a no desesperar; sabía que el anhelo por un renacimiento religioso y político en el auténtico espíritu del Islam –que era lo que pretendía el movimiento sanusi– jamás podría ser borrado de los corazones de los pueblos musulmanes. • Fue e l a buelo de S ay y id A h m a d, el gran sabio argelino Muhammad ibn Ali as-sanusi (así conocido por pertenecer al clan de los Banu sanus), quien a mediados de siglo concibió la idea de una fraternidad islámica que allanara el camino para el establecimiento de una mancomunidad realmente islámica. después de años de viajes y de estudios en muchos países árabes, Muhammad ibn Ali fundó la primera zawiya, o sede, de la Orden sanusi en el monte Abu Qubáis en Meca y rápidamente consiguió gran número de seguidores entre los beduinos del Hiyaz. sin embargo, no se instaló en Meca sino que regresó al norte de África para asentarse inalmente en Yagbub, un oasis en el desierto entre Cirenaica y Egipto, desde donde su mensaje se extendió rápidamente por toda Libia y más allá de sus fronteras. A su muerte en 1859, los sanusi (como eran conocidos ya todos los miembros de la Orden) controlaban un vasto estado que se extendía desde las costas del Mediterráneo hasta el interior del África Ecuatorial y hasta el país de los tuareg en el sahara argelino. El término ‘estado’ no describe con precisión esta creación única, pues el Gran sanusi jamás había pretendido establecer un gobierno personal para sí mismo o para sus descendientes: lo que quería era preparar una base organizativa para el resurgimiento moral, social y político del Islam. de acuerdo con este propósito, no hizo nada que alterase la estructura tribal tradicional de la región, ni desaió tampoco el protectorado nominal del sultán turco sobre Libia –a quien 357 e l ca m i n o a m e ca siguió reconociendo como Califa del Islam– sino que orientó todos sus esfuerzos a educar a los beduinos en los principios del Islam, de los que se habían desviado en el pasado, y a promover entre ellos esa conciencia de hermandad que se contemplaba en el Corán pero que había sido borrada en gran medida por siglos de disputas tribales. desde las numerosas zawiyas que habían brotado por todo el norte de África, los sanusi llevaron su mensaje a las tribus más remotas y obraron en pocas décadas un cambio casi milagroso entre árabes y beréberes por igual. La vieja anarquía intertribal disminuyó gradualmente, y los hasta entonces incontrolables guerreros del desierto fueron imbuidos de un espíritu de cooperación desconocido hasta entonces. En las zawiyas sus hijos recibían educación –no sólo en las enseñanzas del Islam sino también en los numerosos oicios y artes previamente despreciados por los belicosos nómadas. se les animó a que perforasen más y mejores pozos en zonas que habían permanecido yermas durante siglos y, bajo la dirección de los sanusi, prósperas plantaciones empezaron a salpicar el desierto. se estimuló el comercio, y la paz creada por los sanusi hizo posible viajar por zonas que años atrás ninguna caravana podía atravesar sin ser atacada. En suma, la inluencia de la Orden era un estímulo poderoso de civilización y progreso, mientras que su estricta ortodoxia elevaba las pautas morales de la nueva comunidad muy por encima de lo que esa parte del mundo había conocido con anterioridad. Las tribus y sus dirigentes aceptaron en bloque y de buen grado la dirección espiritual del Gran sanusi; y hasta las autoridades turcas de las ciudades costeras de Libia vieron que la autoridad moral de la Orden les facilitaba inmensamente el trato con las tribus de beduinos, antaño tan ‘difíciles’. Así, mientras la Orden concentraba sus esfuerzos en la regeneración progresiva de la población indígena, su inluencia llegó a ser casi imposible de distinguir de un auténtico poder gubernamental. Este poder se basaba en la habilidad de la Orden para despertar a los simples beduinos y tuareg del norte de África de su antiguo formalismo estéril en asuntos religiosos, imbuir en ellos el deseo de vivir auténticamente en el espíritu del Islam y comunicarles el sentimiento de que todos ellos estaban trabajando por la libertad, la dignidad humana y 358 yihad la hermandad. jamás desde el tiempo del Profeta había existido en ningún lugar del mundo islámico un movimiento a gran escala que se acercase tanto al modelo de vida islámico como el de los sanusi. Esta era de paz llegó a su in en el último cuarto de siglo XIX, cuando Francia empezó a extenderse hacia el sur desde Argelia hacia el África Ecuatorial, y ocupó gradualmente unas regiones que hasta entonces habían sido independientes bajo la guía espiritual de la Orden. En defensa de su libertad, Muhammad al-Mahdi, hijo y sucesor de su fundador, se vio forzado a empuñar la espada y ya no pudo dejarla. Esta larga lucha fue un verdadero yihad islámico –una guerra de autodefensa, tal como lo deine el Corán: Combatid por la causa de Dios a aquellos que os combatan, pero no cometáis agresión –pues, ciertamente, Dios no ama a los agresores… Combatidles hasta que cese la opresión y todos los hombres sean libres de adorar a Dios. Pero si desisten, deben acabar todas las hostilidades… Pero los franceses no desistieron; portando su bandera tricolor sobre sus bayonetas se adentraron más y más en territorio musulmán. Cuando Muhammad al-Mahdi murió en 1902, su sobrino sayyid Ahmad ocupó su lugar como jefe de la Orden. desde los diecinueve años, en vida de su tío y luego una vez convertido en el Gran sanusi, luchó contra la ocupación francesa de lo que es ahora África Ecuatorial Francesa. Cuando los italianos invadieron Tripolitania y Cirenaica en 1911, se encontró luchando en dos frentes; y esta nueva presión, más acuciante, le obligó a transferir su atención principal al norte. Al lado de los turcos y luego en solitario, una vez que los turcos abandonaron Libia, sayyid Ahmad y sus muyahidín sanusi –como se llamaban a sí mismos estos luchadores por la libertad– combatieron a los invasores con tal éxito que, a pesar de su superioridad numérica y de armamento, los italianos apenas podían mantener un control precario en unas pocas ciudades costeras. Los británicos, entonces sólidamente atrincherados en Egipto y poco impacientes obviamente por ver un avance de los italianos en el interior de África, no eran hostiles a los sanusi. su actitud neutral era de vital importancia para la Orden ya que todos los suministros de los muyahidín llegaban de Egipto, donde gozaban de la simpatía de 359 e l ca m i n o a m e ca casi toda la población. Muy probablemente, esta neutralidad británica habría permitido a la larga que los sanusi expulsaran por completo a los italianos de Cirenaica. Pero en 1915 Turquía entró en la Guerra Mundial del lado de Alemania, y el sultán otomano, como Califa del Islam, apeló al Gran sanusi para que ayudase a los turcos atacando a los británicos en Egipto. Los británicos, naturalmente preocupados ahora más que nunca por salvaguardar la retaguardia de sus posesiones egipcias, instaron a sayyid Ahmad a que permaneciese neutral. A cambio de su neutralidad, estaban dispuestos a conceder un reconocimiento político de la Orden sanusi en Libia, y aun cederles algunos de los oasis egipcios en el desierto Occidental. si sayyid Ahmad hubiera aceptado este ofrecimiento, no habría hecho más que seguir lo que el sentido común exigía categóricamente. No debía lealtad alguna a los turcos, que habían entregado Libia a los italianos unos años antes, dejando solos a los sanusi en su lucha; los británicos no sólo no habían cometido ningún acto de hostilidad contra los sanusi sino que, al contrario, les habían permitido recibir suministros de Egipto –y Egipto era su única vía de suministro. Además, el ‘yihad’ que el sultán otomano había declarado instigado por Berlín no reunía los requisitos enumerados en el Corán: los turcos no luchaban en defensa propia sino que se habían aliado con una potencia no musulmana en una guerra de agresión. Por consiguiente, tanto las consideraciones religiosas como las políticas señalaban un único curso para el Gran sanusi: mantenerse al margen de una guerra que era no la suya. Varios de los jefes más inluyentes de los sanusi –entre ellos mi amigo sidi Muhammad as-suwaiy– aconsejaron a sayyid Ahmad que se mantuviese neutral. Pero su quijotesco sentido de la caballerosidad hacia el Califa del Islam prevaleció al inal sobre los dictados de la razón y le indujo a tomar la decisión equivocada: se puso del lado de los turcos y atacó a los británicos en el desierto Occidental. Este conlicto de conciencia y su eventual desenlace fueron aún más trágicos porque en el caso de sayyid Ahmad no se trataba de una mera cuestión de pérdida o ganancia personal sino también, probablemente, de ocasionar un daño irreparable a la gran causa a la 360 yihad que habían estado dedicadas su vida y las vidas de dos generaciones anteriores a él. Conociéndole como le conozco, no tengo la menor duda de que lo hizo por un motivo totalmente altruista –el deseo de salvaguardar la unidad del mundo musulmán; pero tampoco tengo la menor duda de que, desde el punto de vista político, su decisión fue la peor que pudo haber tomado. Al entrar en guerra con los británicos, sacriicó, sin darse cuenta plenamente en aquel momento, todo el futuro de la Orden sanusi. En adelante tendría que luchar en tres frentes: en el norte contra los italianos, en el sudoeste contra los franceses, y en el este contra los británicos. Al principio obtuvo algunos éxitos. Los británicos, amenazados por el avance de las tropas germano-turcas hacia el Canal de suez, evacuaron los oasis del desierto Occidental, que fueron inmediatamente ocupados por sayyid Ahmad. Columnas volantes de sanusis montados en dromedarios, al mando de Muhammad as-suwaiy (que sabiamente se había opuesto con fuerza a esta iniciativa), penetraron hasta las proximidades de El Cairo. En ese momento, sin embargo, la suerte de la guerra cambió súbitamente: el rápido avance del ejército germano-turco fue detenido en la península del sinaí y se convirtió en una retirada. Poco después, los británicos contraatacaron a los sanusi en el desierto Occidental, volvieron a ocupar los oasis y los pozos junto a la frontera, y cortaron así la única vía de suministro de los muyahidín. El interior de Cirenaica no podía abastecer por sí solo a una población envuelta en una lucha a vida o muerte; y los pocos submarinos alemanes y austriacos que desembarcaban secretamente armas y municiones traían sólo una ayuda simbólica. En 1917, sayyid Ahmad fue persuadido por sus asesores turcos para viajar en submarino a Estambul y conseguir desde allí un apoyo más eicaz. Antes de marchar, conió la dirección de la Orden en Cirenaica a su primo, sayyid Muhammad al-Idrís.* Éste, de talante más conciliador que sayyid Ahmad, intentó casi inmediatamente establecer compromisos con los británicos y los italianos. Los británicos –que desde un principio habían detestado el conlicto con los sanusi– se avinieron fácilmente a hacer las paces; y presionaron a los italianos * rey de Libia desde 1952. 361 e l ca m i n o a m e ca para que hicieran lo mismo. Poco después, sayyid Idrís fue reconocido oicialmente por el gobierno italiano como ‘Emir de los sanusi’, y pudo mantener una precaria cuasi-independencia en el interior de Cirenaica hasta 1922. sin embargo, cuando se hizo evidente que los italianos no tenían intención de cumplir sus acuerdos sino que estaban empeñados en someter a su control la totalidad del país, sayyid Idrís, en protesta, se fue a Egipto a principios de 1923, entregando la dirección de los sanusi a un viejo seguidor digno de conianza, umar al-Mujtar. La prevista ruptura de los acuerdos por parte de los italianos siguió casi a continuación, y se reanudó la guerra en Cirenaica. Mientras tanto en Turquía, sayyid Ahmad no encontró más que contrariedades. su intención había sido regresar a Cirenaica tan pronto como hubiera logrado su propósito; pero dicho propósito jamás se consiguió. Porque, una vez en Estambul, extrañas intrigas le obligaron a retrasar su regreso de una semana para otra, de un mes para otro. Parecía como si los círculos en torno al sultán no desearan realmente que los sanusi tuvieran éxito. Los turcos siempre habían temido que algún día un resurgimiento entre los árabes intentara recobrar el liderato del mundo musulmán; una victoria de los sanusi anunciaría necesariamente tal resurgimiento y haría del Gran sanusi, cuya fama era casi legendaria hasta en la propia Turquía, el obvio sucesor al Califato. El hecho de que él no albergase tal ambición no mitigaba las sospechas de la sublime Puerta; y aunque fue tratado con exquisito respeto y todos los honores debidos a su posición, sayyid Ahmad permaneció cortés pero efectivamente detenido en Turquía. El colapso otomano en 1918 y la posterior ocupación de Estambul por los aliados señaló el in de sus engañosas esperanzas –al tiempo que cerraba todas las vías de regreso a Cirenaica. Pero su afán de trabajar por la causa de la unidad de los musulmanes no permitía a sayyid Ahmad mantenerse inactivo. Mientras las tropas aliadas desembarcaban en Estambul, cruzó a Asia Menor para reunirse con Kamal Ataturk –conocido entonces aún como Mustafa Kamal– que había empezado a organizar la resistencia turca en el interior de Anatolia. Es necesario recordar que, en sus comienzos, la heroica lucha de 362 yihad la Turquía de Kamal se llevó a cabo bajo el signo del Islam, y que fue únicamente el entusiasmo religioso lo que dio fuerzas a la nación turca en aquellos días críticos para luchar contra el arrollador poder de los griegos, que estaban apoyados por todos los recursos de los aliados. sayyid Ahmad, poniendo su gran autoridad espiritual y moral al servicio de la causa turca, viajó incansablemente por las ciudades y pueblos de Anatolia, llamando al pueblo a apoyar al Gazi, o ‘defensor de la Fe’, Mustafa Kamal. Los esfuerzos del Gran sanusi y el prestigio de su nombre contribuyeron enormemente al éxito del movimiento kamalista entre los sencillos campesinos de Anatolia, para quienes las consignas nacionalistas no signiicaban nada, pero que durante incontables generaciones habían sentido como un honor dar sus vidas por el Islam. Pero de nuevo el Gran sanusi había cometido un error de juicio –no con respecto al pueblo turco, cuyo fervor religioso les condujo a la victoria contra un enemigo ininitamente superior, sino con respecto a las intenciones de su jefe: pues tan pronto como el Gazi logró la victoria se hizo evidente que sus auténticos propósitos distaban mucho de lo que había hecho creer a su pueblo. En lugar de basar su revolución social en un Islam regenerado y revitalizado, Ataturk desechó la fuerza espiritual de la religión (que por sí sola le había llevado a la victoria) y basó sus reformas, innecesariamente, en un rechazo de todos los valores islámicos. Innecesariamente hasta desde el punto de vista de Ataturk: porque podría haber explotado fácilmente el tremendo entusiasmo religioso de su pueblo para generar un impulso positivo de progreso sin cortar sus vínculos con todo lo que había conformado su cultura y había hecho de él una gran raza. Amargamente contrariado por las reformas antislámicas de Ataturk, sayyid Ahmad se retiró por completo de la actividad política en Turquía y inalmente, en 1923, partió para damasco. Allí, a pesar de su oposición a las políticas internas de Ataturk, intentó promover la causa de la unidad de los musulmanes tratando de convencer a los sirios para que volvieran a unirse con Turquía. El gobierno colonial francés le miraba, naturalmente, con la mayor suspicacia y cuando, a inales de 363 e l ca m i n o a m e ca 1924, sus amigos supieron que su arresto era inminente, huyó en coche a través del desierto hasta la frontera de Nachd y de allí a Meca, donde fue recibido calurosamente por el rey Ibn saud. –2– ‘ ¿Y có mo le s va a los muyahidín, sidi Muhammad?’ pregunto –porque llevo casi un año sin noticias de Cirenaica. El rostro redondo de sidi Muhammad as-suwaiy, enmarcado en una barba blanca, se ensombrece: ‘Las noticias no son buenas, hijo mío. La lucha ha cesado hace unos meses. Los muyahidín han sido derrotados; se ha disparado el último cartucho. Ahora sólo la misericordia de dios se interpone entre nuestro desdichado pueblo y la venganza del opresor…’ ‘¿Y qué ha sido de sayyid Idrís?’ ‘sayyid Idrís sigue en Egipto, sin poder hacer nada, esperando –¡no sé a qué! Es un buen hombre, que dios le bendiga, pero no es un guerrero. Vive con sus libros y la espada no le sienta bien en la mano…’ ‘Pero umar al-Mujtar –¿él por supuesto no se ha rendido? ¿Ha huido a Egipto?’ sidi Muhammad detiene sus pasos y me mira asombrado: ‘¿umar…? ¿Así que ni siquiera has oído eso?’ ‘¿Qué es lo que no he oído?’ ‘Hijo mío,’ dice con delicadeza, ‘sidi umar, que dios tenga misericordia de él, lleva muerto casi un año…’ umar al-Mujtar –muerto… El león de Cirenaica, cuyos setenta y pico años no le impedían luchar, hasta el inal, por la libertad de su país: muerto… durante diez largos y penosos años fue el alma de la resistencia de su pueblo en condiciones desesperadas –contra ejércitos italianos diez veces más numerosos que el suyo– ejércitos equipados con las armas más modernas, carros blindados, aeroplanos y artillería –mientras que umar y sus desnutridos muyahidín no tenían más que riles y unos pocos caballos con los que librar una guerra de guerrillas desesperada en un país que había sido convertido en un enorme campo de concentración… Apenas puedo coniar en mi voz cuando digo: ‘durante el último año y medio, desde que regresé de Cirenaica, he sabido 364 yihad que él y sus hombres estaban condenados al fracaso. Cuántas veces intenté convencerle de que se retirase a Egipto con el resto de los muyahidín, y se mantuviera vivo por el bien de su pueblo… y cuán tranquilamente hacía caso omiso de mis intentos de persuadirle, sabiendo bien que la muerte, y sólo la muerte, le esperaba en Cirenaica: y ahora, después de cien batallas, la muerte acechante le había alcanzado inalmente… Pero, dime, ¿cómo cayó?’ Muhammad as-suwaiy sacude la cabeza lentamente; y cuando salimos de la estrecha calle del bazar a la plaza abierta y oscura de AlManaja, me dice: ‘No murió en el campo de batalla. Cayó herido y fue capturado vivo. Y entonces los italianos lo mataron… lo ahorcaron como a un vulgar ladrón…’ ‘¡Pero cómo pudieron hacer algo así!’ exclamo. ‘¡Ni siquiera Graziani se atrevería a hacer algo tan terrible!’ ‘Pero lo hizo, lo hizo,’ responde, con una amarga sonrisa. ‘Fue el propio general Graziani quien ordenó que lo ahorcaran. sidi umar y una veintena de sus hombres estaban dentro de territorio ocupado por los italianos cuando decidieron presentar sus respetos ante la tumba de sidi rai, el Compañero del Profeta, que se encontraba cerca de allí. No se sabe cómo, los italianos se enteraron de su presencia y sellaron el valle por ambos lados con muchos hombres. No tenían escapatoria. sidi umar y los muyahidín se defendieron hasta que sólo él y otros dos quedaban vivos. Al inal mataron de un tiro a su caballo mientras iba montado y al caer quedó atrapado bajo el peso del animal. Pero el viejo león siguió disparando con su rile hasta que una bala le destrozó una de las manos; entonces siguió disparando con la otra hasta que se quedó sin munición. Entonces lo cogieron y lo llevaron, atado, hasta suluq. Allí lo llevaron ante el general Graziani, quien le preguntó: “¿Qué dirías si el gobierno italiano, en su gran clemencia, te dejara seguir con vida? ¿Estás dispuesto a prometer que pasarás los años que te quedan en paz?” Pero sidi umar respondió: “No dejaré de luchar contra ti y contra tu pueblo hasta que abandonéis mi país o yo abandone la vida. Y te juro por Aquel que conoce lo que hay en los corazones 365 e l ca m i n o a m e ca de los hombres que si mis manos no estuvieran atadas, ahora mismo pelearía contra ti, viejo y destrozado como estoy…” Entonces, el general Graziani se rió y dio la orden de que sidi umar fuera ahorcado en la plaza del mercado de suluq; y así lo hicieron. Y arrastraron a miles de musulmanes y musulmanas desde los campos en los que estaban prisioneros y les obligaron a presenciar el ahorcamiento de su jefe…’* –3– C o g id o s aún de l a m a no, Muhammad as-suwaiy y yo seguimos andando en dirección a la zawiya sanusi. La oscuridad ha descendido sobre la enorme plaza, y los ruidos del bazar han quedado atrás. La arena cruje bajo nuestras sandalias. Aquí y allá pueden discernirse grupos de camellos de carga descansando, y la línea de casas en la periferia distante de la plaza se perila claramente contra el cielo nublado de la noche. Me recuerda el borde de un bosque lejano –como aquellos bosques de enebros en la meseta de Cirenaica donde conocí por primera vez a sidi umar al-Mujtar: y el recuerdo de aquel viaje infructuoso brota dentro de mí con todo su trágico sabor de oscuridad, peligro y muerte. Veo el rostro sombrío de sidi umar inclinado sobre un pequeño fuego parpadeante y escucho su voz ronca y solemne: ‘Tenemos que luchar por nuestra fe y nuestra libertad hasta expulsar a los invasores o morir en el empeño… No tenemos más opción…’ • Fue una e x tr a ña m i sión la que me llevó a Cirenaica a inales de enero de 1931. unos meses antes –para ser exacto, en el otoño de 1930 – el Gran sanusi vino a Medina. Pasé horas en compañía de él y de Muhammad as-suwaiy, discutiendo la situación desesperada de los muyahidín que seguían luchando en Cirenaica bajo el mando de umar al-Mujtar. Era evidente que a menos que recibieran ayuda urgente y eicaz del exterior, no podrían resistir mucho más tiempo. La situación en Cirenaica era más o menos esta: todas las ciudades costeras y varios puntos en el lado norte de Yabal Ajdar –las ‘Montañas * Este acto de caballerosidad italiana tuvo lugar el 16 de setiembre de 1931. 366 yihad Verdes’ del centro de Cirenaica– estaban irmemente en control de los italianos. Entre estos puntos fortiicados mantenían continuas patrullas con carros blindados y numerosas tropas de infantería, principalmente askaris eritreos, apoyados por un escuadrón de aviones que hacía frecuentes salidas sobre el territorio. Los beduinos (que formaban el núcleo de la resistencia sanusi) no podían moverse sin ser detectados inmediatamente desde el aire y ametrallados. A menudo un avión de reconocimiento informaba por radio al puesto más cercano de la presencia de un campamento tribal; y mientras las ametralladoras del avión impedían que la gente se dispersara, aparecían algunos carros blindados y cruzaban por en medio de las tiendas, los camellos y la gente, matando indiscriminadamente a todo aquel que estuviese a tiro –hombres, mujeres, niños y ganado; y aquellas personas y animales que sobrevivían eran conducidos hacia el norte y coninados en enormes recintos cercados con alambre de espino que los italianos habían creado cerca de la costa. En aquella época, hacia inales de 1930, había unos ochenta mil beduinos, junto con varios cientos de miles de cabezas de ganado, coninados en un área que no podía abastecer de alimentos a una cuarta parte de su número; como resultado de esto, el índice de mortandad entre hombres y animales era espantoso. Además, los italianos estaban erigiendo una barrera de alambre de espino hacia el sur a lo largo de la frontera egipcia, desde la costa hasta Yagbub, para impedir que los guerrilleros recibieran suministros de Egipto. La valerosa tribu Magáriba, al mando de su indómito caudillo Al-Ataiwish –mano derecha de umar al-Mujtar– oponía aún una fuerte resistencia cerca de la costa occidental de Cirenaica, pero el grueso de la tribu habían sido derrotados ya por la superioridad numérica y de armamento de los italianos. Más al sur, la tribu suwayya, dirigida por el nonagenario Abu Karayyim, luchaba aún desesperadamente a pesar de haber perdido su centro tribal, los oasis de Yalu. El hambre y la enfermedad estaban diezmando a la población beduina del interior. El número total de tropas que sidi umar podía desplegar en una incursión no excedía de poco más de mil hombres. Esto, sin embargo, no era debido enteramente a la falta de hombres. El tipo de guerra de guerrillas empleado por los muyahidín no favorecía los grupos nume367 e l ca m i n o a m e ca rosos de combatientes sino que dependía de la rapidez y movilidad de pequeñas fuerzas de asalto que aparecían inesperadamente, atacaban por sorpresa a una columna italiana o un puesto de avanzadilla, capturaban sus armas y se dispersaban sin dejar rastro en los enmarañados bosques de enebros y agrestes wadis de la meseta de Cirenaica. Era obvio que esas pequeñas bandas, por muy valientes y temerarias que fueran, jamás conseguirían una victoria decisiva sobre un enemigo que poseía recursos casi ilimitados de hombres y armamento. La cuestión era, por tanto, cómo incrementar la fuerza de los muyahidín para hacer que lograran inligir no sólo pérdidas esporádicas a los invasores sino llegar a capturar las posiciones en las que estaban atrincherados y mantener luego esas posiciones frente a los ataques repetidos del enemigo. Tal aumento de fuerza en los sanusi dependía de diversos factores: un suministro regular de alimentos imprescindibles desde Egipto; armas con las que enfrentarse a los ataques de aviones y vehículos blindados –en especial granadas antitanque y ametralladoras pesadas; personal técnico capaz de usar esas armas y de entrenar en su uso a los muyahidín; y, inalmente, el establecimiento de una buena comunicación por radio entre los distintos grupos de muyahidín en Cirenaica y depósitos secretos de suministros en territorio egipcio. durante una semana, noche tras noche, el Gran sanusi, sidi Muhammad y yo mantuvimos consultas sobre posibles vías de acción. sidi Muhammad estaba convencido de que un refuerzo ocasional de los muyahidín en Cirenaica no resolvería el problema. Creía que el oasis de Kufra, en el sur del desierto de Libia y centro de la Orden sanusi bajo sayyid Ahmad, debía convertirse de nuevo en el punto focal de todas las campañas futuras: pues Kufra estaba aún fuera del alcance de las tropas italianas. Estaba situado, además, sobre la ruta directa (aunque muy larga y difícil) de caravanas hacia los oasis egipcios de Bahriyya y Farafra y, por consiguiente, podía ser aprovisionado más fácilmente que ningún otro punto del país. Podía ser transformado también en un punto de convergencia para los miles de refugiados de Cirenaica que vivían en campamentos en Egipto, y formar así una reserva constante de recursos humanos para las fuerzas guerrilleras 368 yihad de sidi umar en el norte. una vez fortiicado y equipado con armas modernas, Kufra podría repeler los ataques de los aviones que volaban a baja altura, mientras que los bombardeos desde gran altura no serían un peligro real para un grupo de asentamientos tan disperso. El Gran sanusi sugirió que si tal reorganización de la lucha fuera posible, él mismo regresaría a Kufra para dirigir desde allí las operaciones futuras. Por mi parte, insistí en que para que ese plan tuviera éxito era imprescindible que sayyid Ahmad restableciera buenas relaciones con los británicos, a los que, innecesariamente, había convertido en sus enemigos acérrimos por su ataque contra ellos en 1915. Tal mejora de relaciones no parecía imposible, pues el reino unido no estaba muy contento con la actitud expansionista de Italia, especialmente ahora que Mussolini estaba proclamando al mundo entero su intención de ‘restablecer el Imperio romano’ a ambas orillas del Mediterráneo, y lanzaba también miradas codiciosas hacia Egipto. Mi profundo interés en el destino de los sanusi se debía no sólo a mi admiración por el heroísmo extremo en una causa justa; lo que más me interesaba era la posible repercusión de una victoria sanusi en el mundo árabe en general. Como tantos otros musulmanes, yo había depositado mis esperanzas durante años en Ibn saud como jefe potencial de un resurgimiento islámico; y ahora que esas esperanzas habían demostrado ser infundadas, sólo podía ver en todo el mundo musulmán un movimiento auténticamente dirigido a hacer realidad el ideal de una sociedad islámica: el movimiento sanusi, inmerso ahora en una batalla desesperada por la supervivencia. Y fue precisamente porque sayyid Ahmad sabía cuán intensamente estaban involucradas mis emociones con la causa sanusi por lo que ahora se volvió hacia mí y, mirándome ijamente a los ojos, preguntó: ‘¿Querrías tú, oh Muhammad, ir a Cirenaica en representación nuestra para ver qué se puede hacer por los muyahidín? Quizá tú puedas ver las cosas con mayor claridad que mi pueblo…’ Yo le miré y asentí, sin decir nada. Aunque era consciente de su conianza en mí y, por eso, no me sorprendió del todo su petición, aún así me dejó sin aliento. La idea de una aventura de aquella mag369 e l ca m i n o a m e ca nitud me producía una alegría inexpresable; pero lo que me entusiasmaba aún más era pensar que podría contribuir en algo a la causa por la que tantos otros hombres habían dado sus vidas. sayyid Ahmad alargó la mano hacía el estante situado encima de su cabeza y extrajo un ejemplar del Corán envuelto en una funda de seda. Poniéndolo sobre sus rodillas, cogió mi mano derecha entre las suyas y la puso sobre el Libro: ‘jura, oh Muhammad, por Aquel que conoce lo que hay en los corazones de los hombres, que te mantendrás iel siempre a los muyahidín…’ Lo juré; y nunca en mi vida he estado más seguro de lo que he prometido que en aquel momento. • L a mi s ión que S ay y id A h m a d me conió exigía un extremado sigilo. dado que mis relaciones con el Gran sanusi eran bien conocidas y no podían haber pasado desapercibidas para las legaciones extranjeras de Yedda, no era aconsejable viajar directamente a Egipto y correr el riesgo de que me siguieran los pasos allí. Mi reciente denuncia de las intrigas que había detrás de la rebelión de Faisal ad-dawish ciertamente no había mejorado mi reputación ante las autoridades británicas, y era muy probable que me vigilasen atentamente desde el momento en que pusiera pie en territorio egipcio. decidimos, por tanto, que también mi entrada en Egipto debía mantenerse en secreto. Cruzaría el mar rojo en uno de esos veleros de Arabia y desembarcaría clandestinamente, sin pasaporte ni visado, en algún punto apartado de la costa del Alto Egipto. una vez dentro de Egipto podría moverme libremente disfrazado de ciudadano del Hiyaz, pues los numerosos habitantes de Meca y Medina que acudían allí a comerciar o en busca de futuros peregrinos eran una imagen familiar en las ciudades y pueblos de Egipto –y como yo hablaba el dialecto hiyazi con total soltura, podía pasar en cualquier sitio por un natural de una de las dos Ciudades sagradas. Fueron necesarias varias semanas de preparativos para completar los planes que incluían intercambios secretos de correspondencia con sidi umar en Cirenaica y también con los contactos sanusi en Egipto; por eso no fue hasta la primera semana de enero de 1931, que 370 yihad Zayid y yo salimos de la ciudad portuaria de Yanbu, en el Hiyaz, hacia un lugar poco frecuentado de la costa. Era una noche sin luna, y caminar en sandalias por un camino irregular era muy desagradable. una vez tropecé y caí al suelo, y la culata de la pistola Luger que llevaba bajo los pliegues de mi catán hiyazi se me clavó en las costillas; y esto me hizo recordar vívidamente la naturaleza peligrosa de la aventura en la que me estaba embarcando. Aquí estaba, acudiendo a una cita con un oscuro capitán de barco árabe que me iba a pasar al otro lado del mar en su dao para desembarcarme secretamente en algún lugar de la costa egipcia. No llevaba papeles que pudieran delatar mi identidad y, por tanto, de ser capturado en Egipto, no sería fácil probar quién era. Pero, aún así, el riesgo de pasar unas semanas en una cárcel egipcia no era nada comparado con los peligros que me aguardaban más adelante. Tendría que cruzar de un lado a otro el desierto Occidental, evitando ser detectado por los aviones de reconocimiento italianos y posiblemente también las patrullas de vehículos blindados, e internarme en un país en el que sólo hablaban las armas. ¿Por qué estaba haciendo esto? –me preguntaba. Aunque el peligro no era desconocido para mí, jamás lo había buscado para vivir emociones fuertes. siempre que había ido a su encuentro, había sido en respuesta a impulsos, conscientes o inconscientes, conectados de una forma muy personal con mi propia vida. ¿Qué decir, entonces, de mi misión actual? ¿Creía realmente que mi intervención podría producir un cambio favorable en la situación de los muyahidín? Eso quería creer yo: pero en mi fuero interno sabía que me estaba embarcando en una empresa quijotesca. Entonces, ¿por qué, en el nombre de dios, estaba arriesgando mi vida como nunca antes lo había hecho, y en algo tan poco prometedor? Pero la respuesta llegó aún antes de que la pregunta llegara siquiera a formularse conscientemente. Cuando llegué a conocer el Islam y lo acepté como mi forma de vida, pensaba que todos mis interrogantes y búsquedas habían terminado. sólo gradualmente, muy gradualmente, fui dándome cuenta de que esto no era el inal: pues la aceptación personal de una forma de 371 e l ca m i n o a m e ca vida vinculante estaba inseparablemente unida, al menos para mí, a un deseo de vivirla al lado de gente afín a mí –y no sólo seguirla en un plano personal sino trabajar también por su desarrollo social dentro de la comunidad que había elegido. El Islam era para mí un camino, no un in –y los guerrilleros de umar al-Mujtar luchaban enconadamente con sus vidas por la libertad de seguir ese camino, como habían hecho los Compañeros del Profeta hace trece siglos. Prestarles ayuda en su dura y amarga lucha era para mí tan necesario personalmente como rezar, por incierto que pudiera parecer el resultado… Y allí estaba la costa. En la suave marea de las pequeñas olas que batían sobre los guijarros se balanceaba el bote de remos que habría de llevarnos al barco anclado en la oscura distancia. Al tiempo que el solitario remero se alzaba en el bote que nos esperaba, me volví hacia Zayid: ‘Zayid, hermano mío, ¿sabes que nos estamos metiendo en una empresa que puede ser más peligrosa para ti y para mí que todos los ijuán de Ad-dawish juntos? ¿No añoras la paz de Medina y tus amigos?’ ‘Tu camino es mi camino, mi tío,’ respondió. ‘¿No me has dicho tú mismo que el agua quieta se corrompe? Vamos –y que el agua corra hasta volverse cristalina…’ El barco era uno de esos daos grandes y pesados que navegan alrededor de las costas de Arabia: construido enteramente de madera, con un fuerte olor a algas y pescado seco, con una popa alta, dos mástiles con velas latinas y una cabina grande de techo bajo entre ellos. El raís, o capitán, era un árabe de Muscat, viejo y arrugado. Los ojos pequeños y brillantes que me observaban por debajo de los pliegues de un voluminoso turbante multicolor tenían una expresión cautelosa que delataba muchos años de aventuras y empresas ilícitas; y la daga curvada con incrustaciones de plata que llevaba en la faja no parecía un simple adorno. ‘¡Márhaba, ya márhaba, amigos míos!’ exclamó mientras subíamos a bordo. ‘¡Esta es una hora de buen augurio!’ ¿Cuántas veces, pensé yo, habría dado la misma bienvenida alentadora a los pobres hayyis que había recogido clandestinamente en 372 yihad su barco en Egipto para desembarcarlos luego, sin preocuparse más por su seguridad, en las costas del Hiyaz, y evitar así que tuvieran que pagar el abusivo impuesto que el gobierno saudí exigía a aquellos que deseaban hacer la peregrinación a la Casa de dios? ¿Y cuántas veces habría usado esas mismas palabras con los traicantes de esclavos que, en clara violación de la Ley del Islam, capturaban a algunos pobres etíopes para venderlos en los mercados de esclavos del Yemen? En cualquier caso, me consolé, la experiencia que nuestro raís debía haber adquirido –por cuestionable que fuera su pasado– no podía sino favorecernos: pues conocía las rutas del mar rojo como muy pocos marinos las conocían, y podíamos coniar en que nos desembarcase en una costa segura. • Y de he cho, cuatro no che s después de haber subido a bordo del dao, fuimos desembarcados, de nuevo en el pequeño bote, al norte del puerto de Quseir en la costa del Alto Egipto. Para sorpresa nuestra, el raís rehusó aceptar pago alguno, ‘pues’ dijo con una sonrisa, ‘he sido pagado ya por mis patrones. Id con dios.’ Como había previsto, no fue difícil pasar desapercibido en Quseir, pues la ciudad estaba acostumbrada a ver gente en atuendo del Hiyaz. A la mañana siguiente de nuestra llegada compramos billetes para un autobús destartalado que iba a As-siyut junto al Nilo; y, emparedados entre una mujer alarmantemente gorda que llevaba un cesto lleno de gallinas en su inmenso regazo y un viejo fel·lah que, al observar nuestras ropas, inmediatamente empezó a rememorar el hach que había realizado diez años antes, Zayid y yo comenzamos la primera etapa de nuestro viaje africano. siempre había pensado que un hombre metido en una empresa clandestina y peligrosa tenía que sentirse necesariamente blanco de las sospechas de todos aquellos con los que se encontraba, y pensar que era fácil ver a través de su disfraz. Pero, aunque parezca extraño, yo no me sentía así. durante los años que había pasado en Arabia había entrado de una forma tan completa en la vida de su gente que por alguna razón no se me ocurría pensar que fuera yo distinto de ellos; y aunque nunca hubiera tomado parte en los peculiares intereses co373 e l ca m i n o a m e ca merciales de los habitantes de Meca y Medina, me sentía ahora tan a gusto en mi papel de agente en busca de peregrinos que enseguida me enzarcé en una discusión casi ‘profesional’ con varios pasajeros acerca de las virtudes de realizar el hach. Zayid se unió al juego con gran entusiasmo, y de esta forma las primeras horas de nuestro viaje pasaron en animada conversación. después de cambiar a un tren en As-siyut, llegamos inalmente a la pequeña ciudad de Bani suef y fuimos directamente a la casa de nuestro contacto sanusi, Ismail ad-dibi –un hombre bajo y grueso, de rostro alegre, que hablaba el sonoro árabe del Alto Egipto. Al ser únicamente un modesto comerciante en telas, no era uno de los notables de la ciudad; pero había demostrado su idelidad a la Orden sanusi en numerosas ocasiones, y su lealtad personal hacia sayyid Ahmad le hacía doblemente digno de conianza. Aunque era una hora avanzada, hizo que un criado se levantara a prepararnos algo de comida, y mientras esperábamos a que llegara, nos describió los preparativos que había hecho. En primer lugar, nada más recibir el mensaje de sayyid Ahmad, se había puesto en contacto con un conocido miembro de la familia real egipcia que durante muchos años había sido un colaborador activo y fervoroso de la causa sanusi. El príncipe estaba plenamente informado del propósito de mi misión; había aceptado enseguida poner a mi disposición los fondos necesarios y así mismo suministrar cabalgaduras y dos guías expertos para el viaje por el desierto hasta la frontera con Cirenaica. En aquel momento, nos informó, estaban esperándonos en uno de los palmerales de las afueras de Bani suef. Zayid y yo nos despojamos ahora de nuestros atuendos hiyazis, que despertarían excesiva curiosidad en las rutas del desierto Occidental. En su lugar nos fueron suministrados pantalones y túnicas de algodón de corte norteafricano y también burnuses de lana como los que se llevan en el oeste de Egipto y en Libia. del sótano de su casa Ismail trajo dos carabinas cortas de caballería de un modelo italiano –‘porque os será más fácil encontrar munición para este tipo de rile entre los muyahidín.’ 374 yihad A la noche siguiente, salimos de la ciudad acompañados por nuestro anitrión. Nuestros dos guías resultaron ser beduinos de la tribu egipcia de Aulad Ali, en la cual los sanusi tenían muchos seguidores; uno de ellos, Abdullah, era un joven vivaz que un año antes había participado en la lucha en Cirenaica y pudo darnos gran cantidad de información acerca de las condiciones que encontraríamos allí. El otro, cuyo nombre he olvidado, era un tipo demacrado y taciturno, que raras veces hablaba, pero que demostró ser no menos digno de conianza que el simpático Abdullah. Los cuatro camellos que traían –dromedarios fuertes y rápidos de raza Bisharin– habían sido escogidos evidentemente por su calidad; las sillas eran casi iguales a las que conocía de Arabia. Como tendríamos que movernos con rapidez, sin hacer paradas largas, no podríamos cocinar durante la mayor parte del trayecto; por eso, nuestras provisiones eran sencillas: una bolsa llena de dátiles y otra más pequeña llena a rebosar de pastas duras hechas con harina de trigo integral y dátiles; y tres de los camellos llevaban odres de agua colgados de las sillas. Poco antes de medianoche, Ismail nos abrazó y rogó a dios que bendijera nuestra misión; se le veía profundamente emocionado. Conducidos por Abdullah, dejamos atrás el palmeral y pronto, bajo la luz de una luna brillante, nos internamos a paso rápido en la llanura pedregosa del desierto en dirección noroeste. dada la necesidad de evitar cualquier encuentro con la Administración de Fronteras egipcia –cuyos coches y policías montados en camellos probablemente patrullarían esta parte del desierto Occidental –tomamos la precaución de apartarnos lo más posible de las pistas utilizadas por las caravanas; pero dado que casi todo el tráico entre Bahriyya y el valle del Nilo pasaba a través de Fayyum, bastante más al norte, el riesgo no era demasiado grande. durante la primera noche de marcha recorrimos unos cuarenta y cinco kilómetros y nos detuvimos a pasar el día en un bosquecillo de tarayes; en la segunda noche y las siguientes nos fue mucho mejor, de modo que antes del amanecer del cuarto día llegamos al borde de la profunda depresión en cuyo interior se encuentra el oasis de Bahriyya. 375 e l ca m i n o a m e ca Mientras nosotros acampábamos a cubierto de unas grandes rocas fuera del oasis –que estaba formado por varios asentamientos y plantaciones independientes, el más importante de los cuales es el pueblo de Bawiti– Abdullah se dirigió a pie por la pendiente rocosa hacia la depresión cubierta de palmeras en busca de nuestro hombre de contacto en Bawiti. No le sería posible regresar antes del anochecer, así que nos echamos a dormir a la sombra de las rocas: un descanso agradable después del esfuerzo y el frío de nuestra etapa nocturna. sin embargo, no conseguí dormir mucho porque mi mente estaba ocupada por demasiadas ideas. Meditando sobre nuestros planes, me parecía que no sería demasiado difícil establecer una línea de comunicaciones permanente entre Bani suef y Bahriyya; estaba seguro de que, extremando las precauciones, era posible que viajasen caravanas entre esos dos puntos sin ser detectadas, aunque fueran grandes. A pesar del hecho de que existía un puesto de la Administración de Fronteras en Bawiti (podíamos ver sus blancos ediicios desde nuestro escondite encima del oasis), sería posible instalar una emisora de radio secreta en uno de los pueblos más aislados en la zona sur de Bahriyya. Esto me fue conirmado pocas horas después por Abdullah y el anciano beréber –nuestro hombre de contacto– que vino con él. Era evidente que, en general, el oasis sólo estaba supervisado muy ligeramente por el gobierno; y, lo que era aún más importante, la población era mayoritariamente pro-sanusi. Otras cinco noches de agotadora marcha: primero sobre terreno pedregoso e irregular y luego a través de dunas bajas; pasando junto al oasis deshabitado de sitra y su lago salado, de color azul oscuro y sin vida, rodeado de juncos y matorrales de palmeras silvestres; atravesando la depresión de Arch con sus fantásticas rocas de creta agrietadas, a las que la luz de la luna impartía un aspecto irreal y fantasmagórico; y, hacia el inal de la quinta noche, divisamos por primera vez el oasis de siwa… durante años, uno de mis deseos más acariciados había sido visitar este oasis remoto que en la antigüedad había sido el emplazamiento de un templo de Amón y un oráculo famoso en todo el mundo an376 yihad tiguo; pero por una u otra razón mi deseo nunca se había realizado. Y ahora estaba frente a mí bajo la luz del amanecer: una enorme extensión de palmerales alrededor de un cerro solitario sobre el que las casas de la ciudad, hundidas en la roca como viviendas cavernarias, se alzaban grada a grada hacia un alto minarete cónico que remataba la explanada de la cima. Era una extraña aglomeración de construcciones ruinosas como las que uno puede contemplar en sueños… Me sentí impulsado a entrar en sus misteriosos conines y pasear por callejuelas que habían presenciado la época de los faraones, y ver las ruinas del templo en el que Creso, rey de Lidia, escuchó el oráculo que describía su funesto destino y al macedonio Alejandro se le prometió la conquista del mundo. Pero una vez más mi anhelo quedaría insatisfecho. Aunque estaba tan cerca, la ciudad de siwa debía permanecer cerrada para mí. Habría sido realmente muy temerario visitar un lugar tan desconectado del mundo exterior y tan poco acostumbrado a ver extranjeros que cualquier cara nueva sería advertida enseguida: pues siwa, situada casi al lado de la frontera libia, era vigilada muy estrechamente por la Administración de Fronteras y seguro que estaba también llena de informadores pagados por los italianos. Y así, con pesar y consolándome con la idea de que no era mi destino verla en este viaje, aparté siwa de mi mente. Bordeamos la ciudad dando un amplio rodeo por el sur y inalmente acampamos en un bosque de palmeras silvestres. sin permitirse descansar –pues no teníamos intención de detenernos tan cerca de la frontera sino lo estrictamente imprescindible– Abdullah salió cabalgando inmediatamente hacia el pueblo vecino en busca del hombre a quien sayyid Ahmad había encomendado la tarea de ayudarnos a cruzar la frontera. Pasadas unas horas, regresó con los dos nuevos guías y los cuatro camellos de refresco con los que proseguiríamos nuestro camino. Los hombres, beduinos Bara’sa de Yabal Ajdar, eran hombres de umar al-Mujtar, enviados especialmente por él para conducirnos a través del corredor entre los oasis de Yagbub y Yalu, ocupados por los italianos, hasta la meseta de Cirenaica, donde habría de encontrarme con umar. 377 e l ca m i n o a m e ca Abdullah y su amigo se despidieron de nosotros para emprender el regreso a su pueblo en Egipto; y nosotros, conducidos por los dos muyahidín, jalil y Abd ar-rahmán, iniciamos la travesía de una semana de duración a través de la estepa desierta y casi sin pozos que asciende suavemente hacia Yabal Ajdar. Fue la más dura travesía por el desierto que yo haya vivido. Aunque apenas si existía riesgo de ser descubiertos por las patrullas italianas si uno tomaba la precaución de esconderse durante el día y viajar sólo de noche, la necesidad de soslayar los escasos y distanciados pozos convirtieron la larga marcha en una pesadilla. sólo una vez pudimos dar de beber a nuestros camellos y llenar nuestros odres en un pozo desolado de Wadi al-Mra; y esto estuvo a punto de ser nuestra perdición. Habíamos llegado al pozo más tarde de lo previsto –de hecho, estaba amaneciendo cuando empezamos a sacar agua para los animales, y cuando terminamos el sol estaba ya sobre el horizonte. Teníamos aún dos horas de camino, según nos dijo jalil, antes de llegar a la depresión rocosa que sería nuestro escondite durante el día. Pero nada más reemprender nuestra marcha, el fatídico zumbido de un aeroplano rompió el silencio del desierto: y pocos minutos después un pequeño monoplano apareció sobre nuestras cabezas, se inclinó para virar, y empezó a hacer círculos en una espiral descendente. No había lugar donde ponerse a cubierto, así que desmontamos de los camellos y nos dispersamos. En ese momento el piloto abrió fuego con su ametralladora. ‘¡Al suelo, tiraos al suelo!’ grité. ‘¡No os mováis –haceos los muertos!’ Pero jalil, que debía haber experimentado muchos encuentros como ese durante sus largos años con los muyahidín, no se ‘hizo el muerto’. se echó de espaldas con la cabeza junto a una roca y, apoyando el rile en su rodilla alzada, empezó a disparar contra el avión –no al azar, sino apuntando cuidadosamente antes de cada disparo, como si estuviera tirando al blanco. Era algo muy osado, porque el avión iba directo hacia él en vuelo rasante, rociando la arena de balas. sin embargo, uno de los disparos de jalil debió haber dado al avión, pues este viró de pronto bruscamente, volvió el 378 yihad morro hacia arriba y rápidamente ganó altitud. Probablemente el piloto había decidido que no merecía la pena arriesgar su vida para matar a cuatro hombres. Trazó uno o dos círculos sobre nosotros y luego desapareció hacia el este, en dirección a Yagbub. ‘Esos hijos de perro italianos son unos cobardes,’ anunció tranquilamente jalil al reagruparnos. ‘Les gusta matar –pero no les gusta arriesgar demasiado el pellejo.’ Ninguno de nosotros estaba herido, pero el camello de Abd arrahmán estaba muerto. Trasladamos sus alforjas al animal de Zayid, y él montó en la grupa detrás de Zayid. Tres noches después llegamos a los bosques de enebros de Yabal Ajdar y con agradecimiento cambiamos nuestros extenuados camellos por los caballos que habían estado esperándonos en un lugar apartado, custodiados por un grupo de muyahidín. En adelante el desierto quedaba atrás; cabalgábamos ahora por un altiplano rocoso lleno de cerros, cortado por innumerables cauces de arroyos secos y salpicado de enebros, que en algunos lugares formaban una espesura casi impenetrable. Esta zona salvaje, sin caminos, en el corazón de un territorio ocupado por los italianos era el territorio de caza de los muyahidín. • E n ot r a s cuatro no che s llegamos a Wadi at-Taabán –el ‘Valle del Cansado’, que era un nombre muy apropiado–donde nos encontraríamos con umar al-Mujtar. Instalados a salvo en una garganta de espesos bosques, y habiendo amarrado nuestros caballos al abrigo de una roca, aguardamos la llegada del León de Yabal Ajdar. La noche era fría y sin estrellas y llena de un silencio susurrante. Quedaban aún varias horas para la llegada de sidi umar; y como la noche era extremadamente oscura, nuestros dos beduinos Bara’sa no vieron razón para no reponer nuestras reservas de agua en los pozos de Bu sfayya, que estaban a pocos kilómetros hacia el este. Cierto es que había un puesto italiano fortiicado a menos de un kilómetro de Bu sfayya– ‘– pero,’ dijo jalil, ‘esos cagados no se atreverán a salir de los muros en una noche tan oscura.’ 379 e l ca m i n o a m e ca Así que jalil y Zayid salieron a caballo con dos odres vacíos, después de cubrir los cascos de los caballos con trapos para evitar hacer ruido sobre el terreno rocoso. Mientras ellos desaparecían en la oscuridad, Abd ar-rahmán y yo nos sentamos contra las rocas bajas uno al lado del otro para conservar el calor. Encender un fuego hubiera sido demasiado arriesgado. Pasada una hora más o menos, oímos un crujido de ramas entre los enebros; una sandalia golpeó suavemente contra una piedra. Mi compañero, instantáneamente alerta, se puso de pie por un momento, con el rile en las manos, y miró hacia la oscuridad. una llamada apagada, parecida al aullido de un chacal, llegó desde la maleza, y Abd ar-rahmán, ahuecando la mano junto a la boca, respondió con un sonido similar. Las iguras de dos hombres aparecieron ante nosotros. Venían a pie y llevaban riles. Al aproximarse, uno de ellos dijo: ‘El camino de dios,’ y Abd ar-rahmán respondió: ‘No hay fuerza ni poder sino en Él’ –que parecía ser una especie de contraseña. uno de los recién llegados –que iban cubiertos con raídos yards, las vestiduras de los beduinos libios– conocía evidentemente a Abd ar-rahmán, pues le estrechó ambas manos y le saludó efusivamente. Yo fui presentado, y los dos muyahidín me estrecharon la mano por turno. uno de ellos dijo: ‘Que dios esté contigo. sidi umar viene hacia aquí.’ Nos quedamos de pie, escuchando. Pasados unos diez minutos, las ramas volvieron a crujir entre los arbustos de enebro y otros tres hombres emergieron de las sombras, cada uno de una dirección distinta, convergiendo sobre nosotros con los riles preparados. Cuando se hubieron cerciorado de que éramos en efecto quienes esperaban encontrar, se dispersaron inmediatamente por la espesura, de nuevo en direcciones distintas, con la clara intención de proteger concienzudamente a su jefe. Y entonces llegó él, montado en un pequeño caballo cuyos cascos estaban forrados con trapos. Al llegar a las rocas donde esperábamos nosotros, uno de sus hombres le ayudó a desmontar, y vi que se movía con diicultad (luego supe que había sido herido en una escaramuza hacía unos diez días). La luna había salido por el horizonte y ahora 380 yihad podía verle claramente; era un hombre de estatura media, de fuertes huesos; una barba corta y blanca como la nieve enmarcaba su rostro sombrío y surcado de profundas arrugas; los ojos estaban hundidos en sus cuencas; por las arrugas alrededor de ellos uno podía adivinar que en circunstancias distintas habría sonreído con facilidad, pero ahora no había en ellos sino oscuridad, sufrimiento y coraje. Fui a su encuentro y sentí la fuerte presión de su mano nudosa. ‘Bienvenido, hijo mío’ –y mientras hablaba sus ojos pasaron sobre mí con una mirada sagaz, sopesante: la mirada de un hombre para quien el peligro era pan de cada día. uno de sus hombres extendió una manta en el suelo y sidi umar se sentó pesadamente. Abd ar-rahmán se inclinó para besar su mano y luego, después de pedir permiso al jefe, se puso a encender un pequeño fuego bajo el saliente de una roca. En el tenue resplandor de la fogata, sidi umar leyó la carta de sayyid Ahmad que yo había traído conmigo. La leyó cuidadosamente, la plegó, la sostuvo un momento sobre su cabeza –un gesto de respeto y devoción que uno raras veces ve en Arabia pero sí muy a menudo en el norte de África– y luego se volvió hacia mí con una sonrisa: ‘sayyid Ahmad, que dios prolongue su vida, tiene palabras de elogio para ti. Estás dispuesto a ayudarnos. Pero no sé yo de dónde podría llegarnos la ayuda excepto de dios, el Poderoso, el Muníico. Lo cierto es que estamos llegando al término de nuestro plazo.’ ‘¿Pero no podría ser este plan que sayyid Ahmad ha trazado’, le interrumpí, ‘un nuevo comienzo? si pudieran conseguirse suministros regulares y se hiciera de Kufra la base de futuras operaciones, ¿no sería posible contener a los italianos?’ jamás había visto sonrisa tan amarga, tan desesperanzada como aquella con la que sidi umar recibió mi respuesta: ‘¿Kufra…? Kufra está perdido. Fue ocupado por los italianos hace dos semanas…’ La noticia me dejó aturdido. durante los meses anteriores, sayyid Ahmad y yo habíamos diseñado nuestros planes sobre el supuesto de que podía hacerse de Kufra un punto de convergencia desde el que intensiicar la resistencia. Perdido Kufra, nada les quedaba a los sanusi sino el agreste altiplano de Yabal Ajdar –nada sino el lazo cada 381 e l ca m i n o a m e ca día más asixiante de la ocupación italiana, una lenta e implacable estrangulación… ‘¿Cómo cayó Kufra?’ Con gesto cansado, sidi umar llamó a uno de sus hombres para que se acercara: ‘Que te lo cuente este hombre… Es uno de los pocos que han escapado de Kufra. Acaba de llegar ayer.’ El hombre de Kufra se sentó en cuclillas delante de mí y se ciñó su raído burnús. Hablaba lentamente, sin que la emoción hiciera temblar su voz; pero su rostro demacrado parecía relejar todos los horrores que había presenciado. ‘Llegaron en tres columnas, desde tres direcciones, con muchos vehículos blindados y artillería. sus aviones bajaban en picado y bombardeaban casas, mezquitas y palmerales. Nosotros contábamos sólo con unos pocos cientos de hombres capaces de luchar; el resto eran mujeres, niños y ancianos. Nos defendimos casa por casa, pero eran demasiado fuertes para nosotros, y al inal sólo pudimos retener el poblado de Al-Hawari. Nuestros riles eran inútiles contra sus carros blindados; y nos aplastaron. sólo unos pocos conseguimos escapar. Yo me escondí en los palmerales esperando una oportunidad para atravesar las líneas italianas; y durante toda esa noche pude oír los gritos de las mujeres que estaban siendo violadas por los soldados italianos y los askaris eritreos. Al día siguiente, una anciana vino a donde yo estaba escondido y me trajo pan y agua. Me contó que el general italiano había reunido a todos los supervivientes delante de la tumba de sayyid Muhammad al-Mahdi; y ante sus ojos rompió en pedazos un ejemplar del Corán, lo arrojó al suelo y le puso la bota encima, gritando: “¡Que venga ahora vuestro profeta beduino y os ayude, si es que puede!” Y luego ordenó cortar las palmeras del oasis y destruir los pozos y que fueran quemados todos los libros de la biblioteca de sayyid Ahmad. Al día siguiente dio orden de que algunos de nuestros ancianos y ulamá fueran subidos a un aeroplano –y los arrojaron del avión desde gran altura para morir aplastados contra el suelo… Y durante toda la segunda noche escuché desde mi escondite los gritos de nuestras mujeres y la risa de los soldados, y sus disparos de rile… Finalmente, me fui 382 yihad arrastrando en la oscuridad de la noche hasta el desierto y encontré un camello perdido y huí de allí…’ Cuando el hombre de Kufra hubo concluido su terrible relato, sidi umar me atrajo hacia sí y repitió: ‘Ves ahora, hijo mío, que hemos llegado realmente al término de nuestro plazo.’ Y, como en respuesta a la pregunta inarticulada que había en mis ojos, añadió: ‘Luchamos porque tenemos que luchar por nuestra fe y nuestra libertad hasta expulsar a los invasores o morir. No tenemos otra alternativa. de dios somos y a Él volvemos. Hemos enviado a nuestras mujeres y niños a Egipto, para no tener que preocuparnos por su seguridad cuando dios decrete nuestra muerte.’ un zumbido apagado se hizo audible desde algún lugar del oscuro cielo. Con un movimiento casi relejo, uno de los hombres de sidi umar arrojó arena sobre el fuego. El avión, apenas una vaga silueta contra las nubes iluminadas por la luna, pasó bastante bajo sobre nosotros volando hacia el este, y el ruido de su motor se fue apagando lentamente. ‘Pero, sidi umar,’ dije, ‘¿no sería mejor que tú y tus muyahidín os retirarais a Egipto mientras aún es posible? En Egipto sería posible quizá reagrupar a los numerosos refugiados de Cirenaica y organizar una fuerza más efectiva. La lucha aquí debería detenerse por un tiempo, para que la gente pueda recuperar en parte sus fuerzas… sé que a los británicos en Egipto no les gusta la idea de tener una fuerte posición italiana en su lanco; dios sabe, quizá puede que cierren los ojos a vuestros preparativos y podáis convencerles de que no los consideráis vuestros enemigos…’ ‘No, hijo mío, es demasiado tarde para eso. Eso que dices era posible hace quince o dieciséis años, antes de que sayyid Ahmad, que dios prolongue su vida, se sintiera obligado a atacar a los británicos para ayudar a los turcos –que no nos han ayudado… Ahora es demasiado tarde. Los británicos no moverán un dedo para mejorar nuestra situación; y los italianos están empeñados en combatirnos hasta el in y eliminar cualquier posibilidad de una futura resistencia. si yo y mis seguidores nos fuéramos ahora a Egipto, jamás podríamos regresar. ¿Y cómo podríamos abandonar a nuestro pueblo 383 e l ca m i n o a m e ca y dejarles sin jefes, para que sean devorados por los enemigos de dios?’ ‘¿Y sayyid Idrís? ¿Comparte él sus puntos de vista, sidi umar?’ ‘sayyid Idrís es un buen hombre, un buen hijo de un buen padre. Pero dios no le ha dado corazón para llevar adelante una lucha así…’ Había una profunda seriedad, pero no desaliento, en la voz de sidi umar, mientras discutía así conmigo el resultado inevitable de su larga lucha por la libertad: sabía que no le esperaba sino la muerte. La muerte no le producía terror; no la buscaba, pero tampoco trataba de rehuirla. Y, de haber sabido la clase de muerte que le esperaba, estoy seguro que no habría intentado evitarla. Parecía consciente en cada ibra de su cuerpo y mente de que cada hombre lleva su destino dentro de sí, vaya donde vaya y haga lo que haga. una suave conmoción se hizo audible entre la maleza, tan suave que uno podía no darse cuenta de ella en circunstancias normales; pero estas no eran circunstancias normales. Con mis oídos tensos en previsión de cualquier clase de peligro inesperado, pude distinguir con claridad los tenues sonidos de un movimiento sigiloso que se había detenido bruscamente, para reanudarse pocos momentos después. Los arbustos se separaron y aparecieron Zayid y jalil, acompañados de dos centinelas; los caballos que sujetaban de las riendas estaban cargados de odres hinchados. Al ver a sidi umar, jalil se adelantó a besar la mano del jefe, y luego yo le presenté a Zayid. Los agudos ojos de sidi umar se posaron con evidente aprobación en el rostro austero y delgada igura de Zayid; colocando su mano en el hombro de Zayid, dijo: ‘Mi bienvenida, oh hermano de la tierra de mis padres. ¿de qué árabes eres?’ –y cuando Zayid le dijo que pertenecía a la tribu shammar, umar asintió sonriendo: ‘Ah, entonces eres de la tribu de Hatim at-Tayyi, el más generoso de los hombres…’* uno de los hombres puso delante de nosotros unos dátiles envuel* Guerrero y poeta de la Arabia pre-islámica, famoso por su generosidad. su nombre se ha convertido en sinónimo de esta virtud, a la que los árabes conceden extraordinaria importancia. La tribu shammar, a la que Zayid pertenecía, desciende de los Tayy, la tribu de Hatim. 384 yihad tos en un trozo de tela; y sidi umar nos invitó a compartir esta simple comida. Cuando acabamos de comer, el viejo guerrero se levantó: ‘Es hora de irnos, hermanos. Estamos demasiado cerca del puesto italiano de Bu sfayya para que el amanecer nos encuentre aquí.’ Levantamos nuestro campamento improvisado y cabalgamos detrás de sidi umar, mientras que el resto de sus hombres nos seguían a pie. Nada más salir de la garganta, vi que el grupo que acompañaba a sidi umar era más numeroso de lo que yo creía: sombras oscuras iban saliendo, una a una, de detrás de rocas y árboles y se unían a nuestra columna, mientras que muchos otros hombres avanzaban a lo lejos en piquetes dispersos a derecha e izquierda de nosotros. Ningún observador ordinario podría haber adivinado que había unos treinta hombres a nuestro alrededor, porque cada uno de ellos se movía con el sigilo de un explorador indio. Antes del amanecer llegamos al campamento principal del daur (grupo de guerrilleros) de umar al-Mujtar, formado en aquel momento por poco más de doscientos hombres. Estaba escondido en una garganta estrecha y profunda, y varias fogatas pequeñas ardían bajo resaltes rocosos. Algunos hombres dormían en el suelo; otros, sombras borrosas en el aire grisáceo del alba, se ocupaban de diversas tareas –limpiaban sus armas, traían agua, cocinaban, o cuidaban de los pocos caballos que estaban atados a los árboles aquí y allá. Casi todos parecían vestidos de harapos, y ni entonces ni más tarde vi un solo yard o burnús entero en todo aquel grupo. Muchos de los hombres llevaban vendajes que revelaban encuentros recientes con el enemigo. Para mi sorpresa, vi a dos mujeres –una anciana y otra joven– en el campamento; estaban sentadas cerca de uno de los fuegos, reparando una silla de montar rota usando toscos punzones. ‘Estas dos hermanas nuestras nos acompañan allí donde vamos,’ dijo umar en respuesta a mi mudo asombro. ‘se han negado a ponerse a salvo en Egipto junto al resto de nuestras mujeres y niños. son madre e hija. Todos los hombres de su familia han muerto luchando.’ durante dos días y una noche –en el curso de la cual el campamento fue trasladado a otro lugar entre los bosques y gargantas del 385 e l ca m i n o a m e ca altiplano– sidi umar y yo estudiamos todas las posibilidades de organizar un aprovisionamiento regular de suministros a los muyahidín. una pequeña cantidad seguía aún llegando de Egipto. desde que sayyid Idrís había llegado a un acuerdo con ellos durante su período de armisticio con los italianos, las autoridades británicas parecían dispuestas a ver, de nuevo, con cierta tolerancia las actividades de los sanusi en territorio egipcio siempre que se limitasen a pequeños movimientos locales. En particular, no prestaban atención, oicialmente, a los pequeños grupos de combatientes que en ocasiones conseguían atravesar las líneas italianas y llegaban hasta sal·lum, la ciudad costera egipcia más cercana a la frontera, con intención de vender su botín de guerra –principalmente mulas italianas– a cambio de alimentos imprescindibles. Esas expediciones eran, sin embargo, extremadamente peligrosas para los muyahidín y no podían llevarse a cabo a menudo, sobre todo ahora que los italianos avanzaban rápidamente en la construcción de una alambrada de espino a lo largo de la frontera egipcia. sidi umar estuvo de acuerdo conmigo en que la única alternativa posible era una ruta de suministro que siguiera la vía por la que yo había venido, estableciendo depósitos secretos en los oasis egipcios de Bahriyya, Farafra y siwa; pero tenía serias dudas de que tales suministros pudieran escapar a la vigilancia de los italianos por mucho tiempo. (Los temores de umar demostraron estar bien fundados. Pocos meses después, una de esas caravanas con suministros logró llegar hasta los muyahidín, pero fue detectada por los italianos mientras pasaba a través del ‘corredor’ entre Yagbub y Yalu. Poco después los italianos construyeron un puesto fortiicado en Bir Tarfawi, a mitad de camino entre los dos oasis, y esto, junto con los casi continuos reconocimientos aéreos, hizo que tales expediciones fueran consideradas en el futuro como demasiado arriesgadas.) Tenía ahora que pensar en mi regreso. Como no me atraía la idea de tener que volver por el mismo camino largo y penoso que me había traído hasta allí, pregunté a sidi umar si existía la posibilidad de seguir una vía más corta. Existe, me dijo, pero es peligrosa: atravesando la alambrada de espino, hasta sal·lum. Por casualidad, un grupo de 386 yihad muyahidín estaba listo para emprender una expedición de este tipo a in de traer harina de sal·lum; si quería, podía ir con ellos. Y eso fue lo que decidí. Zayid y yo nos despedimos de umar al-Mujtar, al que ya nunca volveríamos a ver: menos de ocho meses después fue capturado y ejecutado por los italianos. • Tr a s ca s i una se m a na de m a rch a –sólo de noche– por terreno agreste y cruzando los matorrales de enebro del lado este de Yabal Ajdar, nuestro grupo de unos veinte hombres alcanzó la frontera entre Egipto y Cirenaica cerca del punto donde teníamos previsto cruzar. El punto no había sido elegido al azar. Aunque la alambrada de espino abarcaba ya la mayor parte de la frontera, por aquellos días no estaba terminada del todo. En algunas zonas, como en esta, había sólo un tendido de dos metros y medio de altura por uno de ancho, mientras que en otros lugares se alzaban ya tres líneas separadas, formadas por rollos de alambre múltiples y tupidos, sujetos con postes hundidos en pilastras de hormigón. El punto que habíamos elegido estaba a menos de un kilómetro de un puesto fortiicado del que sabíamos que contaba también con vehículos blindados; pero se trataba de elegir entre este sector de la frontera u otro, quizá menos fortiicado, pero en el que la alambrada podía contar con un tendido doble o triple de alambre de espino. Habíamos acordado que nos encontraríamos a unos pocos kilómetros dentro de territorio egipcio con simpatizantes de los sanusi, provistos de animales de carga. de esta forma, no sería necesario arriesgar nuestros caballos, que fueron enviados de regreso con algunos muyahidín, mientras que los restantes –Zayid y yo entre ellos– nos aproximamos a pie hasta la alambrada poco antes de la medianoche. La oscuridad era nuestra única protección, pues los italianos habían talado todos los árboles y arbustos a lo largo de la frontera. después de situar centinelas a unos cientos de metros hacia el norte y hacia el sur, seis de nuestros hombres avanzaron arrastrándose, provistos de corta-alambres y guantes de cuero grueso capturados a las cuadrillas italianas de trabajadores en anteriores ataques; los 387 e l ca m i n o a m e ca demás cubríamos su avance con nuestros riles. Fueron momentos tensos. Esforzándome por captar hasta el más leve sonido, no podía oír sino el crujido de la grava bajo el peso de los cuerpos que avanzaban y el esporádico canto de alguna ave nocturna. Luego vino el chirrido de las primeras tijeras mordiendo el alambre –en mis oídos sonaba como una explosión– seguido del chasquido apagado de los alambres al ser cortados… tak, tak, tak… crepitando y chasqueando a medida que se abrían camino en la alambrada… Otro canto de pájaro se hizo audible en la noche; pero esta vez no era un ave sino una señal: la señal de uno de nuestros centinelas en el lado norte avisándonos de un peligro inminente… y casi al mismo tiempo oímos el ronroneo de un motor que venía hacia nosotros. un relector barrió el aire oblicuamente. Enseguida nos tiramos al suelo, salvo los cortadores que siguieron trabajando rápidamente, sin preocuparse ya del sigilo sino cortando, atacando el alambre con los corta-alambres y las culatas de sus riles, como hombres poseídos. unos segundos después sonó un disparo: nuestro centinela del lado norte. La dotación del vehículo blindado debió haberle avistado, porque la luz del relector barrió de pronto hacia abajo y oímos el fatídico repiqueteo de una ametralladora. El rugido del motor aumentó de volumen y la negra silueta se dirigió hacia nosotros, la luz del relector nos cogió de frente tirados en el suelo. siguió una ráfaga de ametralladora; el tirador había apuntado evidentemente demasiado alto: podía oír el silbido de las balas pasando sobre nuestras cabezas. Echados boca abajo, respondimos a su fuego con nuestros riles. ‘¡El relector, el relector!’ gritó alguien. ‘¡Apuntad al relector!’ –y el relector se apagó, destrozado por los disparos de nuestros tiradores. El vehículo blindado se detuvo bruscamente, pero su ametralladora siguió disparando a ciegas. En ese instante un grito procedente de la alambrada anunció que el camino estaba libre –y, uno a uno, fuimos pasando por la estrecha abertura, rasgándonos la ropa y la piel contra el alambre de espino. un sonido de pasos a la carrera –y otras dos iguras vestidas con yards se precipitaron por la abertura de la alambrada: eran nuestros centinelas que conseguían reunirse con nosotros. Los 388 yihad italianos evidentemente no estaban dispuestos a abandonar su vehículo para enfrentarse a nosotros a campo abierto… Y entonces nos encontramos en suelo egipcio –o, más bien, seguimos corriendo un trecho, buscando refugio en rocas, crestas de arena y matorrales aislados, hasta ponernos a salvo de los disparos al azar que llegaban desde el otro lado de la frontera. El amanecer nos encontró bastante dentro del territorio egipcio y fuera de peligro. de los más de veinte hombres del grupo, cinco habían desaparecido, posiblemente muertos, y cuatro estaban heridos, aunque ninguno de consideración. ‘dios ha sido misericordioso con nosotros,’ dijo uno de los muyahidín heridos. ‘A veces perdemos la mitad de nuestros hombres tratando de cruzar la alambrada. Pero, aún así, nadie muere cuya muerte no haya sido decretada por dios, ensalzado sea su nombre… Y, ¿no dice el Libro sagrado: No penséis que quienes han caído por la causa de Dios están muertos: al contrario, están vivos…?’ dos semanas después, regresando por Marsa Matruh y Alejandría hasta el Alto Egipto y de allí, como habíamos convenido previamente, en un dao hasta Yanbu, Zayid y yo nos encontrábamos de nuevo en Medina. Habíamos invertido cerca de dos meses en toda la expedición, y nuestra ausencia del Hiyaz apenas había sido advertida… • Mie n t r a s atr avie so con sidi Muhammad as-suwaiy el umbral de la humilde zawiya sanusi de Medina, esos tenues ecos de muerte y desesperación persisten en mi mente, y el olor de los enebros, y la contracción de mi corazón por el sonido de las balas pasando sobre mi cabeza, y el dolor de una misión sin esperanza; y luego se disipa el recuerdo de mi aventura y únicamente queda el dolor. –4– Y de nue vo e stoy a nte el Gran sanusi y contemplo el rostro cansado del viejo guerrero; y beso de nuevo la mano que ha sostenido una espada durante tanto tiempo que no puede ya sostenerla más. ‘Que dios te bendiga, hijo mío, y proteja tus pasos… Ha pasado más de un año desde nuestro último encuentro; y este año ha presen389 e l ca m i n o a m e ca ciado el inal de nuestras esperanzas. Pero alabado sea dios, sea cual sea su decreto…’ debe haber sido, ciertamente, un año doloroso para sayyid Ahmad: las arrugas alrededor de su boca son más profundas y su voz suena más débil que nunca. El viejo águila está destrozado. Acurrucado sobre la alfombra y envuelto en su burnús blanco como para conservar el calor, mira en silencio hacia una lejanía ininita. ‘si al menos hubiéramos conseguido salvar a umar al-Mujtar,’ murmura. ‘si hubiéramos podido convencerle para que huyese a Egipto mientras aún era posible…’ ‘Nadie podía haber salvado a sidi umar,’ le consuelo. ‘Él no quería que le salvasen. Prefería morir si no podía salir victorioso. Lo sabía cuando me despedí de él, oh sidi Ahmad.’ sayyid Ahmad asiente pesadamente: ‘sí, también yo lo sabía, también yo lo sabía… pero lo supe demasiado tarde. A veces pienso que fue un error obedecer la llamada de Estambul, hace diecisiete años… ¿No fue ese quizá el comienzo del in no sólo para umar sino para todos los sanusi?’ Yo nada podía contestar a esto, pues siempre había pensado que la decisión de sayyid Ahmad de iniciar su innecesaria guerra contra los británicos había sido el error más desastroso de su vida. ‘Pero,’ añade sayyid Ahmad, ‘¿cómo podía haber actuado de otro modo si era el Califa del Islam quien me pedía ayuda? ¿Hice bien o fui un insensato? ¿Pero quién, salvo dios, puede decir si un hombre actúa bien o es un insensato si obedece la llamada de su conciencia?’ ¿Quién podía decirlo, en verdad? La cabeza del Gran sanusi oscila lentamente de un lado a otro, inmerso en una dolorosa perplejidad. sus ojos están velados por unos párpados caídos; y con una certeza repentina sé que nunca volverán a brillar con el resplandor de la esperanza.* * sayyid Ahmad murió al año siguiente (1933) en Medina. 390 XII FIN dEL CAMINO S –1– a li mos de M edina bien entrada la noche, siguiendo la ruta ‘oriental’ –la misma que siguiera el Profeta en su última peregrinación a Meca, pocos meses antes de su muerte. Cabalgamos durante el resto de la noche y el incipiente amanecer. Tras una breve parada para hacer la oración matinal, nos internamos en un día gris y nublado. Antes del mediodía empieza a llover, y pronto estamos empapados. Finalmente atisbamos un pequeño campamento beduino en la distancia a nuestra izquierda y decidimos refugiarnos en una de aquellas tiendas negras. El campamento es pequeño y pertenece a un grupo de beduinos Harb, que nos reciben con un sonoro: ‘Que dios os dé vida, extranjeros, y sed bienvenidos.’ Extiendo mi manta sobre las esteras de pelo de cabra de la tienda del sheij, cuya esposa –sin velo como la mayoría de las mujeres beduinas de esta región– repite la generosa bienvenida de su marido. después de una noche sin dormir, el sueño se apodera de mí bajo el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de la tienda. El repiqueteo de la lluvia continúa cuando me despierto varias horas después. La oscuridad nocturna se cierne sobre mí –ah, no, no es la noche, sólo el oscuro dosel de la tienda; y huele a lana húmeda. Estiro los brazos y mi mano golpea contra una silla de montar que hay detrás de mí. La suavidad de la lana vieja es grata al tacto; es agradable jugar con ella entre los dedos, subiendo hasta la perilla, hasta toparse con la tripa de camello con la que está atada, dura como el acero y de bordes ailados. No hay nadie en la tienda excepto yo. 391 e l ca m i n o a m e ca Pasado un rato me levanto y llego hasta la abertura de la tienda. La lluvia hace agujeros en la arena –miles de agujeros diminutos que aparecen de pronto e igual de pronto desaparecen para dejar sitio a otros agujeros– y salpica sobre las rocas de granito gris-azulado que hay a mi derecha. No se ve a nadie fuera, porque a esta hora los hombres deben haber ido a atender a sus camellos; las numerosas tiendas negras cerca de la acacia que hay abajo en el valle están calladas en el silencio de la tarde lluviosa. de una de ellas sale enroscándose una nubecilla de humo gris –el anuncio de la comida del atardecer; es demasiado delgada y modesta como para airmarse contra el viento, y se desliza hacia un lado, revoloteando sin resistencia, como la cabellera de una mujer al viento. detrás del velo oscilante de cintas de agua color grisplata, los cerros parecen mecerse; y el aire está lleno del aroma del agua y las acacias silvestres y la lana húmeda de la tienda. Poco a poco deja de llover y las nubes empiezan a abrirse bajo los rayos del sol del atardecer. Me dirijo hacia una de las rocas bajas de granito. Hay en ella una cavidad del tamaño de una de esas bandejas en las que en las festividades se sirve a los huéspedes una oveja entera asada con arroz; ahora está llena de agua de lluvia. Cuando sumerjo mis brazos en ella, el agua me llega hasta los codos, templada, extrañamente acariciadora; y cuando muevo mis brazos en ella, es como si mi piel estuviera bebiendo de ella. de una de las tiendas sale una mujer con una gran vasija de cobre sobre la cabeza, que evidentemente quiere llenar de agua en uno de los numerosos charcos que se han formado en las rocas; lleva los brazos extendidos hacia los lados y hacia arriba, sujetando con sus manos los bordes de su amplio vestido rojo como si fueran alas, y se balancea suavemente a medida que se acerca. se balancea como el agua cuando luye despacio cayendo de las rocas, pienso para mí; es hermosa como el agua… A lo lejos, puedo oír los bramidos de los camellos que regresan: y aquí están, apareciendo en un grupo disperso por detrás de las rocas, arrastrando solemnemente sus patas. Los pastores los arrean con gritos cortos y agudos hacia el centro del valle, y luego emiten un sonido como ‘Grr… grr…,’ para hacer que los animales se echen; y los numerosos lomos pardos descienden con movimientos ondulantes hacia el sue392 f i n d e l ca m i n o lo. En el creciente crepúsculo, los hombres ponen la maniota en las patas delanteras de los camellos y luego se dispersan en dirección a sus tiendas, cada uno a la suya. Y ha caído ya la noche con su suave oscuridad y su frescor. delante de la mayoría de las tiendas resplandecen las fogatas; el ruido de las cazuelas y las sartenes y la risa de las mujeres se mezcla con las esporádicas llamadas de los hombres y los fragmentos de su conversación que el viento trae hasta mí. Las ovejas y cabras, que han llegado después que los camellos siguen balando todavía un rato, y a veces ladra un perro –como ladra todas las noches y en todos los campamentos de tiendas de Arabia. Zayid no aparece por ningún lado; probablemente esté aún dormido en una de las tiendas. desciendo lentamente hacia donde descansan los camellos. Con sus grandes cuerpos han formado hoyos en la arena y ahora reposan cómodamente, unos rumiando y otros con el cuello estirado sobre el suelo. Algunos levantan la cabeza y gruñen cuando paso a su lado y les cojo de la hinchada joroba jugando. una cría muy pequeña está acurrucada junto al costado de su madre; temerosa de mis manos, se levanta de un salto, mientras su madre vuelve la cabeza hacia mí y brama suavemente con la boca abierta. Cojo a la cría por el cuello con mis brazos y la sujeto irmemente y aprieto mi rostro contra la cálida lana de su lomo: y de pronto se queda totalmente quieta y parece haber perdido por completo el miedo. El calor del cuerpo del joven animal penetra en mi rostro y mi pecho; bajo la palma de mi mano siento la sangre que palpita en su vena yugular y se funde con el latido de mi propia sangre, despertando en mí un fuerte sentimiento de cercanía a la vida, y un deseo de abandonarme completamente a ella. –2– Ca ba lg a mos, y ca da pa so de los dromedarios nos acerca un poco más al inal de nuestro camino. Cabalgamos durante días a través de la estepa soleada; dormimos de noche bajo las estrellas y nos despertamos con el frescor del alba; y lentamente me voy acercando al inal de mi camino. 393 e l ca m i n o a m e ca No ha existido ningún otro camino para mí; aunque no lo supe durante muchos años, Meca ha sido siempre mi meta. Mucho antes de que mi mente se diera cuenta de ello, me llamaba con voz poderosa: ‘Mi reino es de este mundo y también del venidero: Mi reino aguarda al cuerpo del hombre igual que a su alma y se extiende sobre todo lo que él piensa, siente y hace –su comercio y su oración, su alcoba y su política; Mi reino no conoce in ni límites.’ Y cuando, pasados algunos años, todo esto se hizo claro para mí, supe cual era mi lugar: supe que la hermandad del Islam me había estado esperando desde que nací; y entonces me hice musulmán. El deseo de mi juventud, de pertenecer a una órbita concreta de ideas, de formar parte de una comunidad fraternal, se había hecho al in realidad. Aunque pueda parecer extraño –pero quizá no tanto si uno considera lo que el Islam representa– mi primera experiencia como un musulmán más entre musulmanes fue una experiencia de hermandad… En los primeros días de enero de 1927, partí hacia Oriente Medio, acompañado esta vez de Elsa y su pequeño hijo; y esta vez, intuía yo, sería para siempre. surcamos el Mediterráneo durante días, en medio de un círculo de mar y cielo, saludados a veces por costas lejanas y por el humo de los barcos que pasaban. Europa había desaparecido a lo lejos a nuestras espaldas y estaba ya casi olvidada. A menudo dejaba la comodidad de nuestro camarote en cubierta para bajar a la bodega de tercera clase con sus ilas de literas de hierro y su aire viciado. Como el barco se dirigía al Lejano Oriente, la mayoría de los pasajeros de tercera clase eran chinos, pequeños artesanos y comerciantes que regresaban al reino Medio después de años de duro trabajo en Europa. Aparte de ellos, había un pequeño grupo de árabes del Yemen que habían embarcado en Marsella. Ellos también regresaban a casa. Aún llevaban con ellos los ruidos y los olores de los puertos de Occidente; vivían aún en el rescoldo de los días en que sus manos morenas habían paleado carbón en las calderas de buques británicos, americanos y holandeses; todavía hablaban de extrañas ciudades extranjeras: Nueva York, Buenos Aires, Hamburgo. una 394 f i n d e l ca m i n o vez, arrebatados por un deseo repentino por lo brillante desconocido, se habían dejado enrolar en el puerto de Adén como fogoneros y estibadores; habían dejado atrás su mundo familiar y creían estar superándose a sí mismos en el abrazo de la incomprensible extrañeza del mundo: pero pronto el buque llegaría a Adén y aquellos tiempos retrocederían en el pasado. Cambiarían el sombrero occidental por un turbante o una cuiyya, guardarían el ayer como un simple recuerdo y, cada uno por su lado, regresarían a sus casas en los pueblos del Yemen. ¿Volverían como los mismos hombres que habían partido –o como hombres transformados? ¿Habría capturado Occidente sus almas –o sólo había rozado sus sentidos? El problema de estos hombres caló hondo en mi mente hasta transformarse en una cuestión de mayor trascendencia. Nunca antes, pensaba yo, los mundos del Islam y de Occidente habían estado tan cerca como ahora. Esta proximidad es una lucha, visible e invisible. Bajo el impacto de las inluencias culturales de Occidente, las almas de muchos musulmanes y musulmanas se están encogiendo lentamente. Están dejándose arrastrar lejos de su antigua creencia de que una mejora en el nivel de vida debería ser tan sólo un medio para mejorar las percepciones espirituales del hombre; están cayendo en la misma idolatría del ‘progreso’ en la que cayó el mundo occidental una vez que redujo la religión a un mero campanilleo melodioso en un segundo plano del acontecer; y están por ello haciéndose más pequeños en estatura, no más grandes: pues toda imitación cultural, al ser el opuesto de la creatividad, acaba necesariamente por empequeñecer a un pueblo… No es que los musulmanes no pudieran aprender mucho de Occidente, especialmente en el campo de la ciencia y la tecnología. Pero, entendiéndolo bien, la adquisición de nociones y métodos cientíicos no es realmente ‘imitación’: y, ciertamente, no en el caso de gentes cuya fe les ordena buscar el conocimiento allí donde pueda encontrarse. La ciencia no es de Oriente ni de Occidente, porque todos los descubrimientos cientíicos son sólo eslabones de una cadena interminable de avances intelectuales que abarca al conjunto de la humanidad. Todo cientíico construye sobre cimientos que ha recibido de sus pre395 e l ca m i n o a m e ca decesores, sean estos de su nación o de otra; y este proceso de construcción, corrección y perfeccionamiento avanza continuamente, de un hombre a otro, de una época a otra, de una civilización a otra: de tal forma que no puede decirse que los logros cientíicos de una época o civilización concretas ‘pertenecen’ a esa época o civilización. En distintos momentos, una nación más vigorosa que las otras, es capaz de contribuir más al acerbo general de conocimiento; pero a la larga el proceso es justamente compartido por todas. Hubo un tiempo en el que la civilización islámica era más vigorosa que la civilización de Europa y entonces transmitió a esta muchas invenciones tecnológicas de carácter revolucionario, y más aún: los principios mismos de ese ‘método cientíico’ sobre el que están basadas la ciencia y la civilización modernas. Aún así, los descubrimientos fundamentales de Yabir ibn Hayyán en el campo de la química no hicieron de ella una ciencia ‘árabe’; como tampoco puede decirse que el álgebra o la trigonometría sean ciencias ‘islámicas’, aunque la primera fuese desarrollada por Al-jwarizmi y la segunda por Al-Batani, ambos musulmanes: igual que no puede hablarse de una Teoría de la Gravedad ‘inglesa’, aunque fuera inglés el hombre que la formuló. Todos estos logros son patrimonio común de la raza humana. Por consiguiente, si los musulmanes adoptan métodos modernos en la ciencia y la tecnología, como deberían, no harán sino obedecer el instinto evolutivo que impulsa a los hombres a hacer uso de las experiencias de otros hombres. Pero si adoptan las formas de vida occidentales, las costumbres, maneras y conceptos sociales de Occidente –cuando en realidad no tienen necesidad de hacerlo– no se beneiciarán por ello: pues lo que Occidente puede ofrecerles a este respecto no será superior a lo que su propia cultura les ha legado y a aquello hacia lo que apunta su fe. si los musulmanes mantienen la calma y aceptan el progreso como un medio y no como un in en sí mismo, no sólo conservarán su libertad sino que además podrán, quizás, transmitir al hombre occidental el secreto olvidado de la dulzura de la vida… • E n t r e lo s y e m eníe s del barco había un hombre delgado y bajo, de nariz aguileña y un rostro de una intensidad tal que parecía arder; 396 f i n d e l ca m i n o sus gestos, sin embargo, eran tranquilos y medidos. Cuando supo que yo era un recién llegado al Islam, mostró un especial afecto hacia mí; solíamos pasar horas sentados en cubierta y él me hablaba de su pueblo en las montañas del Yemen. se llamaba Muhammad salih. una tarde fui a visitarle en la bodega. uno de sus amigos yacía enfermo con iebre en su litera de hierro, y según me contaron el médico del barco no quería molestarse en bajar a la bodega de tercera clase. Como parecía sufrir de malaria, le di algo de quinina. Mientras me ocupaba de él, los demás yemeníes se reunieron en una esquina en torno al pequeño Muhammad salih y, mirando de soslayo hacia mí, celebraron un consejo entre susurros. Al inal uno de ellos –un hombre alto de tez aceitunada y fogosos ojos negros– se adelantó y me ofreció un puñado de francos en billetes arrugados: ‘Hemos reunido esto entre todos. desgraciadamente no es mucho; háganos el favor de aceptarlo.’ Yo retrocedí, asombrado, y le expliqué que no le había dado la medicina a su amigo por dinero. ‘No, no, ya lo sabemos; pero, aún así, acepte este dinero. No es un pago sino un regalo –un regalo de sus hermanos. Nos sentimos felices por usted, y por eso le damos el dinero. usted es musulmán y hermano nuestro. usted es mejor que todos nosotros: porque nosotros nacimos musulmanes, nuestros padres eran musulmanes y nuestros abuelos; pero usted ha reconocido el Islam con su propio corazón… Acepte el dinero, hermano; acéptelo por el Profeta de dios.’ Pero yo, condicionado aún por los convencionalismos europeos, me resistía. ‘No podría aceptar un regalo en pago de un servicio a un amigo enfermo… Además, tengo suiciente dinero; seguro que vosotros lo necesitáis más que yo. No obstante, si insistís en desprenderos de él, dádselo a los pobres en Port said.’ ‘No,’ repitió el yemení, ‘usted lo acepta –y si no quiere quedárselo, usted mismo se lo da a los pobres.’ Y al ver que insistían y que, consternados por mi negativa, se quedaban tristes y callados, como si yo estuviera rechazando no su dinero sino a sus corazones, de pronto lo entendí: allí donde yo me había criado la gente acostumbraba a construir muros entre Yo y Tú: esta 397 e l ca m i n o a m e ca era, sin embargo, una comunidad sin muros… ‘dadme el dinero, hermanos. Lo acepto y os lo agradezco.’ –3– ‘Ma ña na , in sha-Al·lah, estaremos en Meca. El fuego que estás encendiendo, Zayid, será el último; nuestro viaje llega a su in.’ ‘¿Pero seguro, mi tío, que habrá otros fuegos que encender, y siempre habrá otro viaje en ciernes para ti y para mí?’ ‘Puede que así sea, Zayid, hermano mío: pero tengo la impresión de que esos otros viajes no serán en esta tierra. He estado tanto tiempo vagando por Arabia que se me ha metido en la sangre; y temo que si no me voy ahora, jamás lo haré… Pero tengo que irme, Zayid: ¿recuerdas el dicho de que el agua debe correr para mantenerse clara? Mientras aún soy joven, quiero ver cómo viven nuestros hermanos musulmanes en otras partes del mundo –en la India, en China, en java…’ ‘Pero, mi tío,’ responde Zayid consternado, ‘¿no me digas que has dejado de amar la tierra de los árabes?’ ‘No, Zayid, la amo tanto como siempre; quizá demasiado –tanto que me duele pensar lo que va a ser de ella en el futuro. Me dicen que el rey está pensando abrir el país a los faranyis, para ganar dinero a costa de ellos: les dejará perforar pozos de petróleo en Al-Hasa y abrir minas de oro en el Hiyaz –y sólo dios sabe cómo afectará todo eso a la vida de los beduinos. Este país nunca volverá a ser el mismo…’ del silencio de la noche llega el redoble de un camello al galope. un jinete solitario surgido de la oscuridad con las borlas de la silla de montar volando y su abaya lotando al viento irrumpe en el cerco de luz de nuestra fogata, detiene bruscamente su dromedario y, sin esperar a que se eche, salta de la silla. Tras un breve ‘La paz sea con vosotros’ y sin decir nada más, empieza a desensillar al animal, arroja sus alforjas cerca de la hoguera y se sienta en el suelo, todavía callado, y con rostro esquivo. ‘Que dios te dé vida, oh Abu said,’ dice Zayid, que evidentemente conoce al extraño. Pero el extraño sigue en silencio, y entonces Zayid se vuelve a mí: ‘¡Pobre diablo! Es uno de los rayayil de Ibn saud.’ 398 f i n d e l ca m i n o El taciturno Abu said es muy moreno; sus labios gruesos y pelo rizado, que lleva cuidadosamente trenzado en dos largos mechones, delatan su origen africano. Va muy bien vestido; la daga en su cinto –probablemente un regalo del rey– tiene la vaina de oro; y su montura es un excelente dromedario color miel de raza ‘norteña’, de patas inas, cabeza estrecha y poderosos hombros y cuartos traseros. ‘¿Qué es lo que te ocurre, Abu said? ¿Por qué no hablas a tus amigos? ¿Estás poseído por un genio?’ ‘Es Nura…’ susurra Abu said –y pasado un rato, cuando el café caliente le ha soltado la lengua, nos habla de Nura, una muchacha de la ciudad nachdi de Ar-rass (menciona el nombre de su padre y resulta que le conozco bien). La había observado en secreto por encima de la tapia del huerto mientras ella sacaba agua en compañía de otras mujeres –‘y sentí como si una brasa cayera dentro de mi corazón. La amo, pero su padre, ese perro, no quiere darme a su hija en matrimonio, el muy desgraciado –¡y me dice que ella tiene miedo de mí! He ofrecido un montón de dinero como dote, y también una parcela de mi tierra; pero siempre se negó y al inal la ha casado con su primo, ¡que la maldición de dios caiga sobre él y sobre ella!’ su rostro fuerte y moreno está iluminado a medias por la fogata, y las sombras que lo atraviesan son como las sombras de un tormento infernal. No soporta estar sentado mucho tiempo; empujado por su desasosiego, se levanta de un salto, ocupa sus manos por un momento con su silla de montar, regresa al fuego y, de repente, sale corriendo hacia la noche vacía. Podemos oírle mientras corre en amplios círculos alrededor de nuestro lugar de acampada y grita, grita: ‘¡El fuego de Nura me quema! ¡El fuego de Nura arde en mi corazón!’ –y de nuevo, sollozando: ‘¡Nura, Nura!’ se acerca a la fogata otra vez y corre alrededor, en círculos, con su catán agitándose como un ave nocturna y fantasmal a la luz y la oscuridad del parpadeante fuego. ¿Estará loco? No lo creo. Pero puede ser que de los oscuros rincones de su alma estén brotando emociones primitivas y atávicas –recuerdos ancestrales de los bosques africanos, los recuerdos de gentes que vivían rodeados de demonios y extraños misterios, muy cerca 399 e l ca m i n o a m e ca aún del tiempo en el que la chispa divina de la conciencia transformó al animal en hombre; y la chispa no es aún lo bastante fuerte como para sujetar las pasiones desenfrenadas y fundirlas en una emoción superior… Por un instante me parece estar viendo realmente el corazón de Abu said delante de mí, una masa de carne y sangre humeando en el fuego de la pasión como si de un fuego real se tratase –y por algún motivo me parece natural que grite tan angustiosamente, que grite y corra en círculos como un poseso hasta que los camellos maniatados se incorporan sobre tres patas, atemorizados… Luego regresa a nuestro lado, y se arroja al suelo. Puedo discernir la repugnancia en el rostro de Zayid ante un arrebato tan descontrolado –pues para el talante aristocrático del verdadero árabe no existe nada más despreciable que dar rienda suelta de esa manera a las emociones. Pero el buen corazón de Zayid pronto prevalece en su ánimo. Tira de la manga a Abu said, y cuando el otro levanta la cabeza y le mira con ojos confusos, Zayid le atrae suavemente hacia sí: ‘Oh Abu said, ¿cómo puedes olvidarte así de ti mismo? Tú eres un guerrero, Abu said… Has matado a otros hombres y a menudo otros han estado a punto de matarte a ti –¿y ahora una mujer te derriba de un golpe? Hay otras mujeres en el mundo aparte de Nura… ¡Oh Abu said, vaya un guerrero, vaya un insensato…!’ Y mientras el africano gime quedamente y se cubre el rostro con las manos, Zayid continua: ‘Calla, Abu said… Levanta la vista: ¿ves ese camino iluminado en los cielos?’ Abu said mira hacia arriba sobrecogido, y yo sigo involuntariamente el dedo con el que Zayid señala y vuelvo mis ojos hacia el camino pálido e irregular que recorre el cielo de un horizonte a otro. Otros lo llaman la Vía Láctea: pero la sabiduría del desierto le dice al beduino que no es sino la estela de aquel carnero celestial que fue enviado a Abraham cuando éste, obedeciendo a su dios y en medio de la angustia de su corazón, levantó el cuchillo para sacriicar a su primogénito. El camino del carnero quedó visible en los cielos por toda la eternidad, como símbolo de misericordia y de gracia, recuerdo del rescate enviado para sanar el dolor de un corazón humano –y 400 f i n d e l ca m i n o por tanto un consuelo para los que habrían de venir después: para aquellos que están solos y perdidos en el desierto, y aquellos que van dando tumbos, llorosos y aligidos, por el yermo de sus vidas… Y Zayid, con la mano levantada hacia el cielo, sigue hablando solemnemente y al mismo tiempo con modestia, como sólo un árabe puede hablar: ‘Este es el sendero del carnero que dios envió a nuestro Maestro Abraham cuando estaba a punto de matar a su primogénito; así fue como dios mostró compasión a su siervo… ¿Crees entonces que va a olvidarse de ti?’ Oyendo las palabras tranquilizadoras de Zayid, el oscuro rostro de Abu said se suaviza en un asombro infantil y se torna visiblemente más sereno; y mira atentamente hacia el cielo, como un alumno que sigue a su maestro tratando de encontrar en él una salida a su desesperación. –4– A br a h a m y su ca r nero cele sti a l: imágenes como estas acuden fácilmente a nuestra mente en este país. Es asombroso comprobar cuan vívido es el recuerdo de ese patriarca antiguo entre los árabes –mucho más vívido que entre los cristianos de Occidente que, después de todo, basan su imaginería religiosa fundamentalmente en el Antiguo Testamento; o aún entre los judíos, para quienes el Antiguo Testamento es el principio y el in de la palabra de dios a los hombres. La presencia espiritual de Abraham se siente continuamente en Arabia, así como en todo el mundo islámico, no sólo en la frecuencia con que se da su nombre (en su forma árabe Ibrahim) a los niños musulmanes, sino también en el constante recuerdo, tanto en el Corán como en las oraciones diarias de los musulmanes, del papel del patriarca como primer predicador consciente de la unidad de dios: lo que explica la gran importancia que tiene en el Islam la peregrinación anual a Meca, la cual ha estado, desde tiempos remotos, íntimamente asociada con la historia de Abraham. No fue incorporado a la órbita del pensamiento árabe por Muhammad –como suponen erróneamente muchos occidentales– 401 e l ca m i n o a m e ca en un intento de ‘tomar prestados’, por así decirlo, elementos de la tradición religiosa del judaísmo: pues está históricamente probado que la personalidad de Abraham era bien conocida de los árabes mucho antes del nacimiento del Islam. Todas las referencias al patriarca en el propio Corán están redactadas de forma que no quede duda de que había estado en un primer plano del pensamiento árabe muchísimo antes del tiempo de Muhammad: su nombre y su peril biográico son mencionados siempre sin preámbulos ni explicaciones –o sea, como algo con lo que hasta los primeros oyentes del Corán debían estar totalmente familiarizados. En efecto, ya en tiempos pre-islámicos Abraham ocupaba un lugar destacado en las genealogías de los árabes como progenitor, a través de Ismael (Ismail), el hijo de Agar, del grupo ‘norteño’ de árabes que hoy comprende más de la mitad de toda la nación árabe, y al que pertenecía la tribu de Muhammad, los Quraish. En el Antiguo Testamento sólo se menciona el comienzo de la historia de Ismael y de su madre, porque sus episodios posteriores no afectan directamente a los destinos de la nación hebrea, a la que está dedicado principalmente el Antiguo Testamento; pero la tradición árabe pre-islámica tiene mucho más que decir a este respecto. según esta tradición, Agar e Ismael fueron abandonados por Abraham en el lugar en el que hoy se alza la ciudad de Meca –lo cual, pensándolo bien, no es en absoluto improbable si se tiene en cuenta que, para un nómada, un viaje de treinta días o más en camello no es nada fuera de lo normal. En cualquier caso, la tradición árabe dice que fue a este valle a donde Abraham trajo a Agar y al hijo de ambos –a este desiladero entre colinas rocosas, desnudas y yermas, bajo el sol de Arabia, barrido por los ardientes vientos del desierto y del que hasta las aves de presa huyen. Aun hoy, que el valle de Meca está lleno de casas y calles y gentes de muchas razas y lenguas, la soledad del desierto llama a gritos desde las laderas áridas que lo rodean, y sobre la muchedumbre de peregrinos que se postran ante la Kaaba se ciernen los fantasmas de esos milenios pasados en los que un silencio virgen y carente de vida reinaba sobre el valle desolado. 402 f i n d e l ca m i n o Era el marco idóneo para la desesperación de aquella criada egipcia que había dado un hijo a su amo y había incurrido por ello en un odio tal por parte de la esposa de éste que ella y su hijo Ismael tuvieron que ser expulsados. El patriarca debió sentir una gran tristeza al verse forzado a tomar esta decisión para aplacar a su implacable esposa; pero es preciso recordar que él, que tan próximo estaba de dios, estaba convencido de que su misericordia era ininita. El Libro del Génesis nos dice que dios le confortó con estas palabras: ‘No lo sientas ni por el chico ni por tu criada… También del hijo de la criada haré una gran nación, por ser descendiente tuyo.’ Y entonces Abraham abandonó a la mujer llorosa y al niño en el valle, dejándoles un odre de agua y una bolsa de dátiles; y regresó hacia el norte, a través de Madián, hasta la tierra de Canaán. un solitario árbol de sarha silvestre se alzaba en el valle. A su sombra se sentó Agar con el niño en el regazo. A su alrededor no había más que un calor sofocante que reverberaba y oscilaba en el aire y una luz deslumbrante que se relejaba en la arena y en las laderas rocosas. ¡Qué buena la sombra de aquel árbol… Pero el silencio, este silencio horrible sin el aliento de criatura alguna! A medida que transcurría el día Agar pensaba: si tan sólo llegara hasta aquí algo vivo, un pájaro, un animal, sí –aunque fuera un depredador: ¡qué agradable sería! Pero nada llegó salvo la noche, reconfortante como todas las noches del desierto, una fresca bóveda de oscuridad y estrellas que suavizaba la amargura de su desesperación. Agar sintió un valor renovado. dio de comer a su hijo unos pocos dátiles y ambos bebieron del odre. Pasó la noche, y otro día y otra noche. Pero al llegar el tercer día con su aliento de fuego, no quedaba ya agua en el odre, y la desesperación superaba cualquier fortaleza de ánimo, y la esperanza se convirtió en un cántaro roto. Y cuando el niño lloraba en vano, pidiendo agua con voz cada vez más débil, Agar clamó al señor; pero Él no se mostró. Y Agar, angustiada por el sufrimiento de su hijo moribundo, corrió de un lado a otro del valle con los brazos en alto, recorriendo el mismo camino entre dos pequeños promontorios: y es en recuerdo de su desesperación por lo que los peregrinos que vienen a Meca 403 e l ca m i n o a m e ca corren siete veces entre estos dos altozanos, gritando, como ella había gritado: ‘¡Oh Tú, el Generoso, el Misericordioso! ¡Quién podrá compadecerse de nosotros sino Tú!’ Y entonces llegó la respuesta: he ahí, que un manantial de agua empezó a brotar sobre la arena. Agar gritó de alegría y arrimó el rostro del niño al preciado líquido para que pudiese beber; y ella bebió con él, implorando entre jadeos: ‘¡Zummi, zummi!’ –una palabra sin signiicado, que imita simplemente el sonido del agua que manaba de la tierra, como diciendo: ‘¡Brota, brota!’ Temiendo que fuera a agotarse y desaparecer bajo la tierra, Agar levantó un murete de arena alrededor del manantial: entonces dejó de manar y se convirtió en un pozo, que desde entonces ha sido conocido como el Pozo de Zamzam y que aun hoy existe. Ahora estaban salvados de la sed, y los dátiles les duraron algún tiempo más. Pasados algunos días, un grupo de beduinos que habían abandonado sus territorios en el sur de Arabia junto con sus familias y sus pertenencias, en busca de nuevos pastos, pasaron por casualidad por la entrada de aquel valle. Al observar la presencia de bandadas de pájaros volando en círculos sobre él, entendieron que debía haber agua. Algunos hombres del grupo se adentraron en el valle para explorarlo y hallaron a una mujer sola, sentada con un niño al borde un pozo rebosante de agua. Los beduinos, que eran gente pacíica, pidieron permiso a Agar para establecerse en aquel valle. Ella aceptó, con la condición de que el pozo de Zamzam quedará para siempre como propiedad de Ismael y de sus descendientes. En cuanto a Abraham, la tradición nos dice que regresó al valle pasado algún tiempo y encontró vivos a Agar y al hijo de ambos, tal como dios le había prometido. A partir de entonces les visitó a menudo, y vio crecer a su hijo hasta hacerse un hombre y casarse con una muchacha de la tribu del sur de Arabia. Años más tarde el patriarca recibió en sueños la orden de construir un templo a su señor junto al Pozo de Zamzam; y construyó entonces, con la ayuda de su hijo, el prototipo del santuario que hoy se alza en Meca y es conocido como la Kaaba. Mientras tallaban las piedras para el que habría de ser el primer templo construido jamás para la adoración del dios 404 f i n d e l ca m i n o Único, Abraham volvió su rostro hacia el cielo y exclamó: ‘¡Labbaik, Al·lahumma, labbaik!’ –‘¡Aquí estoy a Tu servicio, oh dios; aquí estoy a Tu servicio!’: y por eso los musulmanes en su peregrinación a Meca –la peregrinación al primer templo consagrado al dios Único– exclaman: ‘¡Labbaik, Al·lahumma, labbaik!’ al aproximarse a la Ciudad sagrada. –5– ‘ L a bb a i k , A l·l a humm a , l a bb a ik …’ Cuántas veces he escuchado este grito durante mis cinco peregrinaciones a Meca. Me parece estar oyéndolo ahora echado junto al fuego al lado de Zayid y Abu said. Cierro los ojos y la luna y las estrellas desaparecen. Pongo el brazo sobre mi cara, y ni siquiera la luz de la fogata puede penetrar ya mis párpados; todos los sonidos del desierto se desvanecen y no oigo más que el sonido del labbaik en mi mente y el rumor de la sangre palpitando en mis oídos: susurra y palpita como baten las olas del mar contra el casco de un barco y como el latido de sus motores: puedo oír el ruido de los motores y sentir la vibración de los tablones del barco bajo mis pies, y oler su humo y su aceite y oigo el grito ‘Labbaik, Al·lahumma, labbaik’ como resonaba de cientos de gargantas sobre el barco que me llevaba en mi primera peregrinación, hace casi seis años, de Egipto a Arabia sobre un mar llamado ‘el rojo’, nadie sabe porqué. Pues sus aguas eran grises mientras navegábamos por el golfo de suez, encajonados por las montañas del continente africano en el lado derecho y las de la península del sinaí por el izquierdo –cadenas de montañas peladas sin vegetación, distanciándose cada vez más a medida que avanzábamos hacia una lejanía difusa de color gris brumoso que sólo permitía intuir la presencia de tierra irme pero no verla. Y cuando, por la tarde, nos deslizamos hacia la anchurosa extensión del mar rojo, éste era azul como el Mediterráneo bajo la caricia de una suave brisa. El barco transportaba sólo peregrinos, tantos que apenas si cabían a bordo. La compañía naviera, codiciando los beneicios de la corta estación del hach, había llenado el barco literalmente hasta rebosar, 405 e l ca m i n o a m e ca sin consideración por la comodidad de los pasajeros. Estaban sobre las cubiertas, en los camarotes, en todos los corredores, en las escaleras, en los comedores de primera y segunda clase, en las bodegas que habían sido vaciadas para la ocasión y provistas de escaleras provisionales: en todos los espacios y rincones imaginables había seres humanos apiñados lastimosamente. En su mayoría eran peregrinos de Egipto y el norte de África. Con gran humildad, pensando sólo en la meta de su viaje, soportaban sin protestar todas aquellas penalidades innecesarias. Cómo iban sentados en cuclillas sobre los tablones de cubierta, en grupos apretados, hombres, mujeres y niños, y realizaban con gran diicultad sus tareas domésticas (pues la compañía no proveía la comida); cómo recorrían el barco de un lado a otro continuamente en busca de agua con latas y cantimploras de lona, a través de aquella masa humana en donde cada movimiento era un suplicio; cómo se congregaban cinco veces al día alrededor de los grifos de agua –siempre insuicientes para tanta gente– para poder hacer sus abluciones antes de rezar; cómo sufrían en aire viciado de las bodegas, dos pisos bajo cubierta, en las que en otras ocasiones sólo viajaban cajas y fardos de mercancías: cualquiera que presenciase esto tenía que reconocer la fuerza de la fe de estos peregrinos. Pues parecían ajenos a ese sufrimiento, absortos como estaban en su pensamiento de Meca. No hablaban más que del hach, y la emoción con que contemplaban su futuro inmediato hacía brillar sus rostros. A menudo las mujeres cantaban a coro canciones sobre la Ciudad sagrada, y una y otra vez se oía el estribillo: ‘¡Labbaik, Al·lahumma, labbaik!’ Hacia el mediodía del segundo día sonó la sirena del barco: era la señal de que habíamos alcanzado la latitud de rabig, un pequeño puerto al norte de Yedda donde, siguiendo la tradición, los hombres que vienen de peregrinación procedentes del norte deben despojarse de sus vestiduras normales y ponerse el ihram, o vestidura del peregrino. Esta consiste de dos piezas de tela blanca de lana o algodón sin costuras, de las cuales una se envuelve alrededor de la cintura y llega hasta debajo de las rodillas, y la otra se echa sobre los hombros, quedando la cabeza al descubierto. La razón de esta vestimenta, que se remonta a una orden del Profeta, es que durante el hach no debe 406 f i n d e l ca m i n o existir ningún sentimiento de extrañeza entre los Creyentes que acuden de todos los rincones del mundo a visitar la Casa de dios, ninguna diferencia entre razas y naciones, entre ricos y pobres, superiores e inferiores, para que todos sepan que son hermanos e iguales ante dios y ante los hombres. Y enseguida desaparecieron del barco todas las ropas de color de los hombres. Ya no se veían los rojos tarbushes tunecinos, los amplios burnuses de los marroquíes, ni las gal·labiyas multicolores de los fel·lahín egipcios: por todas partes se veía sólo esa humilde tela blanca, sin adornos, que cubría unos cuerpos que se movían ahora con mayor dignidad, visiblemente inluidos por este cambio a la condición de peregrinos. dado que el ihram expondría demasiado sus cuerpos, las mujeres en peregrinación conservan sus vestimentas usuales; pero como en nuestro barco estas eran sólo negras o blancas –las túnicas negras de las egipcias y las blancas de las mujeres norteafricanas– estas no aportaban ninguna nota de colorido a la imagen general. Al amanecer del tercer día el barco fondeó frente a la costa de Arabia. La mayoría de los pasajeros nos situamos junto a la barandilla mirando hacia la tierra que emergía paulatinamente de la bruma matinal. Por todos lados podían verse las siluetas de otros barcos de peregrinos, y entre ellos y la costa se distinguían en el agua bandas de color amarillo pálido y verde esmeralda: los arrecifes de coral sumergidos, parte de esa larga e inhóspita cadena que se extiende a lo largo de la costa oriental del mar rojo. detrás de ellos, hacia el este, había algo como una colina, baja y crepuscular; pero cuando el sol se elevó por detrás de ella, dejó inmediatamente de ser una colina para convertirse en una ciudad junto al mar, ascendiendo desde su borde hacia el centro con casas cada vez más altas, una estructura pequeña y delicada de piedra coralina de color rosa y gris amarillento: la ciudad portuaria de Yedda. Poco a poco podían discernirse las ventanas talladas, provistas de rejas, y las celosías que cubrían los balcones, a los que el aire húmedo había dado con el tiempo un color gris verdoso uniforme. un minarete sobresalía en su centro, blanco y erguido como un dedo apuntando al cielo. 407 e l ca m i n o a m e ca de nuevo resonó el grito de ‘¡Labbaik, Al·lahumma, labbaik!’ –un gozoso grito de autosumisión y entusiasmo que brotaba de los tensos peregrinos vestidos de blanco sobre la cubierta en dirección a la tierra de sus supremas esperanzas. sus esperanzas y las mías: pues contemplar la costa de Arabia era para mí el clímax de años de búsqueda. Miré a Elsa, mi esposa, que me acompañaba en esa peregrinación, y leí el mismo sentimiento en sus ojos… Y entonces vimos una multitud de alas blancas que se dirigían veloces hacia nosotros desde la costa: eran los botes costeros de Arabia. Con sus velas latinas se deslizaban sobre el mar liso, abriéndose camino suave y silenciosamente por los canales entre los invisibles arrecifes de coral –los primeros emisarios de Arabia, que estaba preparada para recibirnos. A medida que se acercaban y se congregaban con sus mástiles balanceantes junto al costado del barco, sus velas se fueron plegando una tras otra con un susurro y un aleteo batiente como si una bandada de grullas gigantes hubieran descendido en busca de comida, y el silencio de un momento antes se quebró con un griterío ululante: eran las voces de los hombres de las barcazas, que saltaban ahora de una a otra y se dirigían hacia la escalera del barco para hacerse con el equipaje de los peregrinos; y los peregrinos estaban tan excitados de ver la Tierra sagrada que soportaban todas aquellas inconveniencias sin defenderse. Las barcazas eran pesadas y anchas; la tosquedad de sus cascos contrastaba extrañamente con la delicada belleza de sus altos mástiles y velas. debió haber sido en un navío similar a estos, o quizá algo mayor pero del mismo tipo, en el que el osado marino sindbad partió para encontrarse con aventuras inesperadas y desembarcar en una isla que era en realidad –¡qué horror!– el lomo de una ballena… Y en barcos parecidos, los fenicios navegaron, mucho antes que sindbad, rumbo al sur por este mismo mar rojo, para internarse en el mar de Arabia en busca de especias e incienso y los tesoros de Oir… Y ahora nosotros, insigniicantes sucesores de aquellos viajes heroicos, navegábamos por este mar de coral, sorteando con amplios rodeos los arrecifes sumergidos: peregrinos vestidos de blanco, sen408 f i n d e l ca m i n o tados entre cajas y maletas, baúles y fardos, una multitud callada que temblaba de anticipación. Yo, también, rebosaba anticipación. Pero, ¿cómo podía haber previsto yo, sentado ahora en la proa del bote, con la mano de mi esposa en la mía, que la simple empresa de una peregrinación iba a alterar nuestras vidas de forma tan profunda y completa? La imagen de sindbad acudía de nuevo a mi mente. Al dejar las costas de su tierra no tenía idea –como me ocurría a mí– de lo que le deparaba el futuro. No preveía, ni deseaba, todas las extrañas aventuras que le ocurrirían, sino que quería simplemente comerciar y hacer dinero; mientras que yo sólo quería realizar la peregrinación: pero cuando las cosas que iban a ocurrirle a él y a mí ocurrieron realmente, ninguno de los dos pudo ya volver a mirar el mundo con sus ojos de antaño. Cierto es que yo no encontré nada tan fantástico como los genios, las doncellas encantadas y el enorme ave roc con los que tuvo que vérselas el marinero de Basora: pero, aún así, aquella primera peregrinación iba a marcar mi vida de forma más profunda que le marcaron a él todos sus viajes. Para Elsa, la muerte aguardaba más adelante; y ninguno de los dos tenía la menor premonición de lo cerca que estaba. En cuanto a mí, sabía que había dejado Occidente para vivir entre musulmanes; pero no sabía que estaba dejando atrás todo mi pasado. sin previo aviso, mi viejo mundo llegaba a su in: el mundo occidental con todas sus ideas y sentimientos, sus empeños y su imaginería. una puerta se estaba cerrando silenciosamente a mis espaldas, tan silenciosamente que no me daba cuenta de ello; creía yo que aquel sería un viaje como todos los viajes anteriores, en los que uno recorre tierras extrañas, para volver luego invariablemente al mundo de su pasado: pero los días iban a cambiar radicalmente, y con ellos la dirección de todos los deseos. • Por aque l entonce s yo había visitado ya muchos países de Oriente. Conocía Irán y Egipto mejor que ningún otro país de Europa; Kabul había dejado de ser una ciudad extraña; los bazares de damasco e Isfahán me eran familiares. Así que no pude evitar sentir, ‘Qué trivial,’ al recorrer por primera vez el bazar de Yedda y ver sólo 409 e l ca m i n o a m e ca una mezcla desordenada y una informe repetición de lo que uno podía ver en una perfección mucho mayor en otros lugares de Oriente. El bazar estaba cubierto con tablas y tela de saco como protección contra el sofocante calor; el sol brillaba a través de agujeros y rendijas en rayos inos y mansos que doraban la penumbra. Cocinas al aire libre ante las que muchachos negros asaban sobre las brasas pequeños trozos de carne ensartados en pinchos; cafés con utensilios de bronce bruñido y canapés hechos de hojas de palmera; absurdas tiendas llenas de trastos europeos y orientales. Por todas partes bochorno y olor a pescado y polvo de coral. Por todas partes muchedumbres –gran número de peregrinos de blanco y ciudadanos de Yedda, cosmopolitas y llenos de color, en cuyos rostros, ropas y gestos se daban cita todos los países del mundo islámico: quizá un padre de India, pero el padre de la madre –mezcla de malayo y árabe– se había casado con una abuela que descendía de uzbecos por parte de padre y probablemente de somalíes por el lado materno: vestigios vivos de los siglos de peregrinaje y del entorno islámico que no reconoce barreras de color ni distinción entre razas. Aparte de esta confusión de elementos locales y otros traídos por los peregrinos, Yedda era en aquellos días (1927) el único lugar del Hiyaz donde les estaba permitido residir a los no musulmanes. A veces podías ver rótulos comerciales en caracteres europeos y gente vestida con ropas tropicales de color blanco y cascos o sombreros contra el sol; sobre los consulados ondeaban banderas extranjeras. Todo esto pertenecía, por así decirlo, menos a tierra irme que al mar: a los ruidos y olores del puerto, a los barcos anclados más allá de las pálidas bandas de coral, a los barcos de pesca con blancas velas triangulares –a un mundo no muy distinto al del Mediterráneo. Las casas, sin embargo, eran ya algo distintas, abiertas a la brisa con sus fachadas adornadas con bellas molduras, ventanas con marcos de madera tallada y balcones cerrados con delgadas celosías de madera que permitían a los moradores mirar hacia fuera sin obstáculos pero impedían que el transeúnte viera el interior; todo este trabajo de carpintería descansaba como una labor de encaje de color gris verdoso sobre paredes de piedra de coral rosado, delicadas y extremadamente 410 f i n d e l ca m i n o armoniosas. Esto no era ya el Mediterráneo pero tampoco del todo Arabia; era el mundo costero del mar rojo, que produce una arquitectura similar en sus dos orillas. Arabia se anunciaba ya, sin embargo, en el cielo acerado, en las colinas rocosas y peladas y en las dunas de arena hacia el este, y en esa grandiosa amplitud y parquedad desnuda que aparecen siempre extrañamente combinadas en el paisaje arábigo. • A l dí a s iguiente por la tarde nuestra caravana emprendió camino hacía Meca, abriéndose paso en dirección a la puerta este de la ciudad entre una multitud de peregrinos, beduinos, camellos con y sin literas, camellos de montar, burros alegremente enjaezados. En contadas ocasiones fuimos adelantados por algún automóvil –los primeros automóviles de Arabia saudita– cargado de peregrinos y con sus ruidosas bocinas. Los camellos parecían sentir que los nuevos monstruos eran sus enemigos, porque se espantaban cada vez que uno se acercaba a ellos, desviándose despavoridos hacia los muros de las casas y moviendo sus largos cuellos a uno y otro lado, confusos y desvalidos. una época nueva alboreaba amenazadora para estos animales altos y pacientes, llenándoles de temor y de presentimientos apocalípticos. Pasado un tiempo dejamos atrás las blancas murallas de la ciudad y nos encontramos de repente en medio del desierto –en una extensa llanura color gris pardo, desolada, salpicada de arbustos de espino y pequeñas zonas de hierba esteparia, con colinas bajas y aisladas que sobresalían como islas en un mar, y limitada al este por montañas rocosas algo más altas, de color azul grisáceo y peril dentado, carentes de toda vida. Por toda aquella llanura inhóspita avanzaban penosamente las caravanas, gran número de ellas, en largas procesiones –cientos y miles de camellos– un animal tras otro formando una ila, cargados con literas y peregrinos y equipajes, desapareciendo a veces tras las dunas para luego reaparecer. Gradualmente todos sus caminos conluyeron en una única pista de arena, creada por las huellas de caravanas parecidas durante largos siglos. En el silencio del desierto, acentuado más que roto por las pisadas 411 e l ca m i n o a m e ca de los camellos, las llamadas esporádicas de los camelleros beduinos y el canto apagado de algún peregrino aquí y allá, me sentí invadido de pronto por una sensación extraña –una sensación tan sobrecogedora que podría considerarse casi como una visión: me vi sobre un puente tendido sobre un abismo invisible: un puente tan largo que el extremo por el que había entrado quedaba sumido en una brumosa lejanía, mientras que el otro extremo apenas si empezaba a vislumbrarse. Yo estaba en el medio: y mi corazón se encogió de temor al verme así a medio camino entre los dos extremos del puente –demasiado lejos ya del primero y, sin embargo, no lo bastante cerca del segundo– y durante unos largos momentos me pareció que me quedaría allí siempre, entre los dos extremos, sobre aquel rugiente abismo – –cuando la mujer egipcia que montaba el camello anterior al mío proclamó de repente el ancestral grito de los peregrinos: ‘¡Labbaik, Al·lahumma, labbaik!’– y mi sueño se desvaneció. Por todos lados podías oír a la gente hablando o susurrando en muchas lenguas. A veces un grupo de peregrinos voceaban a coro: ‘¡Labbaik, Al·lahumma, labbaik!’ –o una fel·lah egipcia entonaba una canción en honor del Profeta, y otra emitía una gatrafa, ese grito de júbilo de las mujeres árabes (que en Egipto se llama sagruta): una alarido agudo y estridente que las mujeres emiten en todas las ocasiones festivas –como un matrimonio, nacimiento, circuncisión, procesiones religiosas de cualquier tipo y, por supuesto, en la peregrinación. En la Arabia guerrera del pasado, cuando las hijas de los caudillos solían ir a la guerra acompañando a los hombres de su tribu para espolearles a mostrar mayor valor (porque se consideraba una grave deshonra dejar que una de aquellas doncellas fueran matadas, o peor aún, capturadas por el enemigo), la gatrafa se escuchaba a menudo en el campo de batalla. La mayoría de los peregrinos viajaban en literas –dos por camello– y el balanceo de estas estructuras hacía que uno se marease y torturaba los nervios con su constante oscilación arriba y abajo. uno se quedaba dormido de cansancio por unos instantes, se despertaba por un sacudida repentina, caía otra vez dormido, y volvía a despertarse. 412 f i n d e l ca m i n o de vez en cuando los camelleros, que iban a pie acompañando a la caravana, llamaban a sus animales, y a veces alguno de ellos cantaba al ritmo del paso alargado de los camellos. Por la mañana llegamos a Bahra, donde la caravana se detenía para pasar el día porque el calor sólo permitía viajar de noche. Este pueblo –que no era en realidad más que una doble hilera de chozas, cafés, unas pocas cabañas de hojas de palmera y una mezquita muy pequeña– era la parada de las caravanas a medio camino entre Yedda y Meca. El paisaje era el mismo que habíamos encontrado desde que dejamos la costa: un desierto de colinas aisladas aquí y allá y montañas azules, más altas, hacia el este que separaban las tierras bajas de la costa del altiplano de Arabia Central. Pero ahora todo este desierto a nuestro alrededor parecía un enorme campamento militar con innumerables tiendas de campaña, camellos, literas, fardos, una confusión de multitud de lenguas –árabe, urdu, malayo, persa, somalí, turco, pashtu, amhara y dios sabe cuántas más. Esta era una auténtica asamblea de naciones; pero como todos vestíamos el homogéneo ihram, las diferencias apenas eran apreciables y todas aquellas numerosas razas parecían casi una sola. Los peregrinos estaban cansados después de toda una noche de marcha, pero sólo unos pocos sabían cómo utilizar ese tiempo de descanso; para la mayoría de ellos viajar debía ser una ocupación poco usual, y para muchos este era el primer viaje de su vida –¡y vaya viaje! ¡vaya meta! Tenían que estar inquietos; tenían que ir de un lado para otro; sus manos tenían que buscar algo que hacer, aunque sólo fuera abrir y volver a cerrar sus fardos y bolsas de viaje: si no uno se desconectaría del mundo, quedaría sumido totalmente en una felicidad sobrenatural como en un océano… Esto era lo que parecía ocurrirle a la familia que ocupaba la tienda al lado de la mía, que eran evidentemente peregrinos de algún pueblo de Bengala. Apenas hablaban entre ellos y permanecían sentados en el suelo mirando ijamente hacia el este, en dirección a Meca, hacia el desierto sobre el que pesaba un calor sofocante. sus rostros relejaban una paz tan remota que sentías: están ya delante de la Casa de dios, y casi en su Presencia. Los hombres eran de una notable belleza, delga413 e l ca m i n o a m e ca dos, con el pelo largo que les caía sobre los hombros y sus brillantes barbas negras. uno de ellos yacía enfermo sobre una alfombra: a su lado se inclinaban dos mujeres, como pajarillos llenos de colorido con sus amplios pantalones rojo y azul y túnicas bordadas en plata, y sus trenzas espesas y negras que caían sobre su espalda; la más joven de las dos llevaba un delgado arete de oro en la nariz. Esa misma tarde el enfermo murió. Las mujeres no proirieron lamentaciones como suelen hacer en los países orientales: pues este hombre había muerto durante la peregrinación, en suelo sagrado, y era por lo tanto un bienaventurado. Los hombres lavaron el cadáver y lo amortajaron con la misma tela blanca que había sido su última vestimenta. Luego uno de ellos salió fuera de la tienda, ahuecó las manos junto a la boca y pronunció en voz alta la llamada a la oración: ‘¡dios es el Más Grande, dios es el Más Grande! ¡No hay más dios que dios, Muhammad es el Enviado de dios!… ¡La oración de difuntos! ¡Que dios tenga misericordia de todos vosotros!’ Y de todas partes acudieron los hombres vestidos de ihram y fueron alineándose detrás del imam como soldados de un gran ejército. Acabada la oración, cavaron la tumba, un anciano leyó unos pocos pasajes del Corán, y luego arrojaron arena sobre el peregrino muerto, que yacía sobre su costado, con el rostro vuelto hacia Meca. • A n t e s de l a m a necer del segundo día la planicie de arena fue estrechándose, y las colinas se acercaron unas a otras; atravesamos entonces un desiladero y vimos a la pálida luz del alba los primeros ediicios de Meca; luego entramos por las calles de la Ciudad sagrada al tiempo que el sol salía por el horizonte. Las casas eran parecidas a las de Yedda, con sus miradores de madera tallada y sus balcones cubiertos; pero la piedra con que estaban construidas parecía más pesada, más maciza que la piedra de coral de tono claro usada en Yedda. Era aún muy temprano y, sin embargo, el calor era ya espeso y sofocante. delante de muchas de las casas había bancos corridos sobre los que dormían hombres extenuados. Las calles sin pavimentar por las que transitaba nuestra balanceante caravana iban haciéndose más y más estrechas a medida que nos 414 f i n d e l ca m i n o aproximábamos al centro de la ciudad. Como quedaban sólo unos días para la celebración del hach, las calles estaban abarrotadas de gente. una multitud de peregrinos en blanco ihram, y otros que lo habían sustituido temporalmente por sus ropas usuales –ropas de todos los países del mundo musulmán; aguadores doblados bajo el peso de grandes odres o bajo el yugo balanceado entre dos latas de petróleo usadas como cubos; burreros y burros de montar con campanillas tintineantes y jaeces llenos de colorido; y, para colmar la confusión, había camellos que venían de la dirección opuesta, cargados con literas vacías y bramando en varios tonos. Había tal bullicio en aquellas estrechas calles que uno pensaría que el hach no era algo que hubiera tenido lugar durante siglos sino una sorpresa para la cual la gente no había sido debidamente preparada. Al inal, nuestra caravana dejó de ser una caravana y se convirtió en una maraña desordenada de camellos, literas, equipajes, peregrinos, camelleros y ruido. Mientras estaba en Yedda había hecho preparativos para alojarme en la casa de un conocido mutawwif, o guía de peregrinos, llamado Hasan Abid, pero en medio de este caos la posibilidad de dar con él o con su casa parecía más bien remota. de pronto, sin embargo, alguien gritó: ‘¡Hasan Abid! ¿Quiénes son los peregrinos de Hasan Abid?’ –como un genio salido de una botella, un muchacho apareció ante nosotros y haciendo una profunda inclinación, nos pidió que le siguiéramos; Hasan Abid le enviaba para conducirnos hasta su casa. después de un opíparo desayuno servido por el mutawwif, salí en compañía del mismo muchacho que nos había guiado antes, en dirección a la Mezquita sagrada. Caminamos por la calles abarrotadas y ruidosas, pasando junto a carnicerías con corderos desollados colgando delante de ellas; fruterías con sus diversos productos esparcidos sobre esteras en el suelo; entre enjambres de moscas y olor a verduras, polvo y sudor; atravesamos luego un estrecho bazar cubierto, ocupado exclusivamente por comerciantes de telas: un festival de colorido. Como en los demás bazares de Asia occidental, las tiendas eran simplemente nichos elevados casi un metro sobre el suelo, en los que el vendedor estaba sentado con las piernas cruzadas, rodeado 415 e l ca m i n o a m e ca de rollos de tela de los más variados materiales y colores, mientras que encima de él colgaban en ilas toda clase de prendas de vestir para todas las nacionalidades del mundo musulmán. Y, de nuevo, gentes de todas las razas y vestimentas y expresiones, algunos con turbantes y otros con la cabeza descubierta; algunos caminaban despacio con la cabeza gacha, quizá con un rosario en la mano, y otros se movían con paso ligero entre la multitud; cuerpos esbeltos y morenos de somalíes, brillando como cobre por entre los pliegues de sus ropas parecidas a togas; árabes de las tierras altas del interior, iguras enjutas, de rostros estrechos y porte orgulloso; uzbecos de Bujara, fornidos y de miembros pesados, que hasta en el calor de Meca seguían usando sus catanes acolchados y altas botas de cuero que les llegaban hasta la rodilla; muchachas de java vestidas con sarong, de caras abiertas y ojos almendrados; marroquíes de andar pausado y digno con sus burnuses blancos; gente de Meca con túnicas blancas y la cabeza cubierta con casquetes blancos ridículamente pequeños; fel·lahín egipcios de caras animadas; indios vestidos de blanco, cuyos ojos negros miraban alrededor por debajo de voluminosos turbantes, blancos como la nieve, y mujeres indias tan impenetrablemente cubiertas con sus blancas burqas que parecían tiendas ambulantes; enormes negros ful·lata de Tombuctú o dahomey con ropajes azul índigo y casquetes rojos; y pequeñas damas chinas, como mariposas bordadas, moviéndose con ligereza sobre sus diminutos pies vendados que semejaban pezuñas de gacelas. una conmoción de gritos y apretujones en todas direcciones, hasta que llegabas a sentirte en medio de un mar embravecido del que sólo podías captar detalles aislados pero nunca una imagen completa. Todo lotaba en medio de un zumbido de innumerables lenguas, gestos enfáticos y excitación –hasta que, de repente, nos encontramos ante una de las puertas del Haram, la Mezquita sagrada. Era una puerta de tres arcos hasta la que se ascendía por unos escalones de piedra; en el umbral un mendigo indio medio desnudo alargaba hacia nosotros una mano huesuda. Y entonces vi por primera vez el rectángulo interior del santuario, que quedaba por debajo del nivel de la calle –mucho más bajo que el umbral– y se abría así a la 416 f i n d e l ca m i n o vista como un aniteatro: un enorme cuadrilátero rodeado por todos lados de soportales sobre múltiples pilares y arcos de medio punto, y en su centro un cubo de unos doce metros de altura, cubierto de tela negra, con una ancha cenefa bordada en oro con versículos del Corán que discurría alrededor de la parte superior de la cubierta: la Kaaba… Esto era, pues, la Kaaba, la meta del anhelo de millones de personas desde tiempo inmemorial. Por alcanzar esta meta, incontables peregrinos había hecho enormes sacriicios a lo largo de los siglos; muchos habían muerto en el camino; muchos la habían alcanzado sólo después de grandes privaciones; y para todos ellos este pequeño ediicio cúbico representaba la cúspide de sus deseos, y llegar hasta él signiicaba la plenitud. Ahí estaba, un cubo casi perfecto (como denota su nombre en árabe) cubierto enteramente de brocado negro, una isla serena en medio del vasto cuadrilátero de la mezquita: mucho más serena que ninguna otra obra arquitectónica en el mundo. Parece casi como si el que construyó la Kaaba por primera vez –pues desde el tiempo de Abraham la estructura original ha sido reconstruida varias veces con la misma forma– quiso crear una parábola de la humildad del hombre ante dios. El constructor sabía que ni la más sublime belleza en el ritmo arquitectónico o en la perfección de las líneas, por grande que fuera, podría jamás hacer justicia a la idea de dios: por eso se limitó a construir la forma tridimensional más sencilla posible –un cubo de piedra. En diversos países islámicos, ya había contemplado yo mezquitas en las que la mano de grandes artistas había creado obras de arte de gran inspiración. Había visto mezquitas en el norte de África, resplandecientes palacios de culto en mármol y alabastro blanco; la Mezquita de la roca en jerusalén, con su cúpula imponente y perfecta sobre una estructura delicada, un sueño de ligereza y solidez combinadas sin contradicción; y los majestuosos ediicios de Estambul, la suleimaniya, la Yeni-Valide, la mezquita Bayazid; y las de Brussa, en Asia Menor; y las mezquitas safavid de Irán –regias armonías en piedra, azulejos multicolores, mosaicos, enormes por417 e l ca m i n o a m e ca tales de estalactitas sobre puertas de plata repujada, esbeltos minaretes con balconcillos de alabastro y azul turquesa, patios cubiertos de mármol con fuentes y árboles centenarios; y las imponentes ruinas de las mezquitas de Tamerlán en samarcanda, espléndidas aun en su decadencia. Había visto todos esos ediicios –pero jamás había sentido con tanta fuerza como ahora frente a la Kaaba, que la mano del constructor se hubiera acercado tanto a su concepción religiosa. En la total simplicidad de un cubo, en la renuncia más absoluta a toda belleza de línea y forma, se expresaba este pensamiento: ‘Cualquiera que sea la belleza que el hombre sea capaz de crear con sus manos, es sólo vanidad considerarla digna de dios; por lo tanto, lo más simple que el hombre pueda concebir es lo más grande que puede realizar para expresar la gloria de dios.’ un sentimiento parecido podría estar detrás de la simplicidad matemática de las pirámides egipcias –si bien allí la vanidad del hombre encontró al menos una vía de expresión en las enormes proporciones que dio a sus construcciones. Pero aquí, en la Kaaba, hasta el tamaño hablaba de renuncia y autosometimiento del hombre; y la orgullosa modestia de esta pequeña estructura no tenía parangón en la tierra. • E x i st e una sol a entrada a la Kaaba –una puerta chapada en plata en el lado noreste, dos metros por encima del nivel del suelo, de forma que sólo es posible acceder a ella por medio de una escalera móvil de madera que se coloca delante de la puerta unos pocos días al año. El interior, cerrado por lo general (sólo conseguí verlo en posteriores ocasiones), es muy sencillo: un suelo de mármol con algunas alfombras y lámparas de bronce y plata colgadas de un techo sostenido por gruesas vigas de madera. En realidad, este interior no tiene signiicación propia, pues el carácter sagrado de la Kaaba abarca a la totalidad del ediicio, que es la qibla –o sea, la dirección de la oración– de todo el mundo islámico. Es hacia este símbolo de la unidad de dios hacia donde cientos de millones de musulmanes de todo el mundo vuelven sus rostros en oración cinco veces al día. 418 f i n d e l ca m i n o Encajada en la esquina este del ediicio y expuesta a la vista hay una piedra de color oscuro rodeada por un grueso marco de plata. Esta Piedra Negra, desgastada por los besos de numerosas generaciones de peregrinos, ha sido la causa de muchos malentendidos entre los no musulmanes, que creen que se trata de un fetiche adoptado por Muhammad como concesión a los paganos de Meca. Nada más lejos de la verdad. Así como la Kaaba es objeto de veneración pero no de culto, así también la Piedra Negra. Es venerada por ser la única piedra que queda del ediicio original de Abraham; y dado que los labios del Profeta Muhammad se posaron sobre ella en su Peregrinación de la despedida, los peregrinos han repetido este gesto desde entonces. El Profeta era consciente de que todas las generaciones futuras de creyentes seguirían su ejemplo: y cuando besó la piedra sabía que sobre ella los labios de futuros peregrinos encontrarían por siempre la memoria de sus labios en el abrazo simbólico que de esta forma ofrecía, más allá del tiempo y más allá de la muerte, a toda su comunidad. Y los peregrinos sienten, cuando besan la Piedra Negra, que están abrazando al Profeta y a todos los demás musulmanes que han estado allí antes que ellos y a los que vendrán después de ellos. Ningún musulmán negaría que la Kaaba había existido mucho antes del advenimiento del Profeta Muhammad; en realidad, su signiicación radica en este hecho. El Profeta no dijo ser el fundador de una nueva religión. Al contrario: la autosumisión a dios –Islam– ha sido, según el Corán, ‘la inclinación natural del hombre’ desde el alba de la conciencia humana; esto fue lo que Abraham, Moisés, jesús y todos los demás Profetas de dios enseñaron –pues el mensaje del Corán no es sino la última de las revelaciones divinas. Tampoco negaría ningún musulmán que el santuario había estado lleno de ídolos y de fetiches antes de que Muhammad los rompiese, igual que Moisés había roto el becerro de oro en el sinaí: pues, mucho antes de que los ídolos fueran traídos a la Kaaba, el dios Verdadero había sido adorado allí, y por lo tanto Muhammad no hizo sino restaurar la función original del templo de Abraham. • 419 e l ca m i n o a m e ca Y a llí e sta ba yo, delante del templo de Abraham, contemplando aquella maravilla sin pensar en nada (pues los pensamientos y las relexiones llegarían sólo mucho después), y de algún oculto y sonriente núcleo en mi interior brotó lentamente un júbilo que era como una canción. El suelo estaba cubierto con suaves losas de mármol sobre las que danzaban los relejos del sol y que estaban dispuestas en un amplio círculo alrededor de la Kaaba, y sobre esas losas caminaba mucha gente, hombres y mujeres, dando vueltas una y otra vez a la Casa de dios enfundada en brocado negro. Algunos lloraban, otros invocaban en voz alta a dios en oración, y muchos otros que no tenían palabras ni lágrimas y simplemente caminaban cabizbajos… Caminar siete veces alrededor de la Kaaba forma parte de los ritos del hach: no sólo en señal de respeto al santuario central del Islam sino también para recordarse a uno mismo la exigencia fundamental de la vida islámica. La Kaaba simboliza la unidad de dios; y el movimiento del peregrino alrededor de ella es una expresión simbólica de la actividad humana, dando a entender que no sólo nuestros pensamientos y sentimientos –todo lo comprendido en el término ‘vida interior’– sino también nuestra actividad en el mundo material, nuestras acciones y empeños prácticos deben tener a dios por centro. Y yo, también, avanzaba despacio, formando parte de ese lujo circular en torno a la Kaaba. Por momentos era consciente de un hombre o una mujer próximos a mí; imágenes aisladas surgían brevemente ante mis ojos y desaparecían. Había un enorme negro con ihram blanco que llevaba un rosario de madera enrollado como una cadena alrededor de su muñeca negra y fuerte. un viejo malayo anduvo con paso ligero a mi lado durante un rato, con los brazos colgando sobre su sarong de batik, como sumido en una total confusión. un ojo gris bajo una ceja espesa –¿de quién sería?– y luego desapareció en la muchedumbre. Entre la multitud que había delante de la Piedra Negra, estaba una muchacha india: era evidente que estaba enferma; en su rostro estrecho y delicado se leía un anhelo extrañamente maniiesto, visible al ojo del observador como la vida de los peces y las algas en el fondo de un estanque de aguas cristali420 f i n d e l ca m i n o nas. sus manos, con las palmas pálidas vueltas hacia arriba, estaban extendidas hacia la Kaaba, y sus dedos temblaban como acompañando una oración silenciosa… seguí caminando, los minutos pasaban, todo lo que había sido pequeño y amargo en mi corazón fue abandonando mi corazón, me convertí en parte de una corriente circular –oh, ¿era éste el signiicado de lo que estábamos haciendo: tomar conciencia de que uno forma parte de un movimiento dentro de una órbita? ¿Era éste, quizá, el in de toda confusión? Y los minutos se disiparon, y el tiempo mismo se detuvo, y este era el centro del universo… • Nue ve dí a s de spué s fa lleció El s a . Murió de repente, tras casi una semana de una enfermedad que al principio parecía sólo una indisposición debida al calor y a una dieta inusual, pero que luego resultó ser una oscura enfermedad tropical ante la que los médicos sirios del hospital de Meca nada pudieron hacer. La oscuridad y una desesperación total se abatieron sobre mí. Fue enterrada en el arenoso cementerio de Meca, con una piedra señalando la cabecera de su tumba. No quise que llevara inscripción alguna; pensar en una inscripción era como pensar en un futuro: y no era capaz de concebir ningún futuro ahora. El pequeño hijo de Elsa, Ahmad, permaneció conmigo durante algo más de un año y me acompañó en mi primer viaje por el interior de Arabia –un valiente compañero de sólo diez años. Pasado un tiempo, sin embargo, tuve que despedirme también de él, pues la familia de su madre me persuadió inalmente de que debía ir a la escuela en Europa; nada quedó entonces de Elsa salvo su recuerdo y una piedra en un cementerio de Meca, y una oscuridad que no se despejaría sino hasta mucho más tarde, mucho después de que me abandonase al abrazo intemporal de Arabia. –6– E s mu y e n t r a da l a no che , pero seguimos sentados junto a la resplandeciente fogata. Abu said ha salido ya de la furiosa tempestad de su pasión; sus ojos están tristes y algo cansados; nos habla de 421 e l ca m i n o a m e ca Nura como uno hablaría de una persona querida que hubiera muerto hace mucho tiempo. ‘No era hermosa, sabéis, pero yo la amaba…’ La luna sobre nosotros está llena con la plenitud de un ser vivo. No resulta sorprendente que los árabes pre-islámicos creyeran que era una de las ‘hijas de dios’ –Al-Lat de larga melena, diosa de la fertilidad, de la que se decía que transmitía sus misteriosos poderes de procreación a la tierra y engendraba nueva vida en los hombres y en los animales. En su honor, los hombres y mujeres jóvenes de la antigua Meca y Taif solían celebrar las noches de luna llena con iestas al aire libre, desenfreno sexual y competiciones poéticas. El vino rojo luía de vasijas de barro y odres de cuero; y por ser de un rojo tan vivo y tan lleno de excitación, los poetas lo comparaban en sus exaltados ditirambos con la sangre de las mujeres. Esta juventud orgullosa y apasionada derramaba su exuberancia en el regazo de Al-Lat, ‘cuya belleza es como el brillo de la luna cuando está llena, y la elegancia de sus movimientos como el vuelo de las grullas negras’ –la antigua diosa, joven y poderosa, que había extendido sus alas desde el sur de Arabia hacia el norte, alcanzando la distante Hellas en la forma de Leto, madre de Apolo. del difuso culto a la naturaleza encarnado en Al-Lat y en una pléyade de deidades menores hasta el concepto sublime del dios Único del Corán: fue un largo camino el que los árabes hubieron de recorrer. Pero, después de todo, al hombre siempre le ha gustado recorrer largas distancias por los caminos de su espíritu, lo mismo en Arabia que en el resto del mundo: le ha gustado tanto que toda su historia podría describirse en realidad como la historia de una búsqueda en pos de la fe. En el caso de los árabes, esta búsqueda ha apuntado siempre al Absoluto. Aun en sus comienzos, cuando su imaginación llenaba el mundo a su alrededor con una multitud de dioses y demonios, eran conscientes del uno que reinaba en majestad sobre todas las deidades –una Omnipotencia invisible e inescrutable, muy por encima de todo lo humanamente imaginable– la Causa Eterna sobre todos los efectos. La diosa Al-Lat y sus hermanas divinas, Manat y uzza, eran 422 f i n d e l ca m i n o solamente ‘hijas de dios’, mediadoras entre el uno Incognoscible y el mundo visible, símbolos de las fuerzas incomprensibles que rodeaban la infancia del hombre: pero tras el telón de fondo del pensamiento árabe, el conocimiento del uno seguía presente, siempre presto a estallar en una fe consciente. ¿Y cómo no iba a ser así? Eran gentes que habían crecido entre el silencio y la soledad, entre un cielo duro y una tierra dura; dura era su vida en medio de esos espacios austeros e ininitos; así pues no podían dejar de anhelar un Poder que abarcase toda la existencia con infalible justicia y amabilidad, con severidad y sabiduría: dios el Absoluto, que mora en ininitud e irradia hacia la ininitud –pero puesto que tú estás dentro de su obra, Él está más cerca de ti que tu vena yugular… • L a fo g ata se h a e xtinguid o. Zayid y Abu said duermen, y nuestros tres dromedarios están echados cerca, sobre la arena iluminada por la pálida luz de la luna y rumian con suaves sonidos crujientes, deteniéndose de vez en cuando. Buenos animales… A veces uno de ellos cambia de posición y roza contra el suelo con la supericie callosa de su pecho y en ocasiones resopla, como suspirando. Buenos animales. Carecen de una expresión deinida, a diferencia de los caballos que siempre se diferencian claramente en sus caracteres; sí, son distintos del resto de los animales que el hombre usa –igual que la estepa del desierto a la que pertenecen es distinta a todos los demás paisajes: sin una expresión deinida, oscilando entre contradicciones, temperamentales, y sin embargo ininitamente modestos. No puedo dormir, y me pongo a pasear lejos del campamento y escalo uno de los cerros vecinos. La luna pende baja sobre el horizonte del oeste e ilumina las bajas colinas rocosas que emergen como fantasmas de la planicie muerta. desde aquí las tierras bajas de la costa del Hiyaz luyen hacia el oeste con una suave inclinación: una serie de valles cortados por numerosos cauces secos que trazan sus meandros sobre una tierra carente de toda vida, sin pueblos, sin casas, sin árboles –rígida en su desnudez bajo el claro de luna. Y no obstante fue de esta tierra desolada y muerta, de estos valles arenosos y colinas 423 e l ca m i n o a m e ca peladas, de donde salió la fe más positivamente vital de la historia del hombre… Cálida y tranquila es la noche. La penumbra y la distancia hacen que las colinas oscilen y se balanceen. Bajo el brillo de la luna vibra un resplandor pálido y azulado, y a través de este azul se desliza, como un recuerdo fantasmal, un indicio opalescente de todos los colores de la tierra; pero el azul sobrenatural prevalece sobre todos ellos, fundiéndose sin transición en lo que debería ser el horizonte, y es como una invitación a cosas inescrutables e incognoscibles. No lejos de aquí, oculta a mis ojos en medio de este yermo sin vida de valles y cerros, está la llanura de Arafat, en la que todos los peregrinos que acuden a Meca se congregan en un día del año como recordatorio de esa Última reunión, cuando el hombre habrá de responder ante su Creador de todo lo que ha hecho en su vida. Cuántas veces he estado allí, con la cabeza descubierta, vestido con ropa de peregrino, entre una multitud de peregrinos de tres continentes vestidos de blanco y con la cabeza descubierta, sus rostros vueltos hacia Yabal ar-rahma –el ‘Monte de la Misericordia’– que se alza en medio de la ancha llanura: de pie y a la espera, durante el mediodía y la tarde, meditando sobre ese día ineludible, ‘cuando estaréis a la vista de todos, y ninguno de vuestros secretos quedará oculto’… Y mientras estoy en la cima de la colina y miro hacia abajo en dirección a la invisible llanura de Arafat, el paisaje azul bajo el claro de luna que tengo delante, tan muerto hace un momento, se reanima de repente con las corrientes de todas las vidas humanas que han pasado por él y se llena de las fantasmales voces de los millones de hombres y mujeres que han caminado o cabalgado entre Meca y Arafat en las más de mil trescientas peregrinaciones durante más de mil trescientos años. sus voces y sus pisadas y los ruidos y pisadas de sus animales se despiertan y resuenan de nuevo; puedo verles caminar y cabalgar y congregarse –todos esos millares de peregrinos de mil trescientos años vestidos de blanco; oigo los sonidos de sus días pasados; las alas de la fe que los ha impulsado a reunirse en esta tierra de rocas y arena y aparentemente inerte baten de nuevo con el calor de la vida sobre el arco de los siglos, y el poderoso ale424 f i n d e l ca m i n o teo me atrae a su órbita y atrae mis días pasados hasta el presente, y una vez más cabalgo sobre la llanura— –cabalgo en un galope atronador sobre la llanura, entre miles y miles de peregrinos vestidos con el ihram que regresan de Arafat hacia Meca– una minúscula partícula en esa rugiente y trepidante oleada de innumerables dromedarios y jinetes al galope, con los estandartes tribales sobre sus altos mástiles redoblando al viento como tambores y sus alaridos de guerra rasgando el aire: ‘¡Ya Rauga, ya Rauga!’’ con los que los beduinos Ataiba evocan el nombre de su antepasado, contestado por el ‘¡Ya Auf, ya Auf!’’ de los Harb y recogido como un eco por el casi desaiante, ‘¡Shammar, ya Shammar!’’ desde la lejana ala derecha de la columna. seguimos cabalgando, veloces, volando sobre la llanura, y me parece que volamos con el viento, abandonados a una felicidad que no conoce in ni límite… y el viento vitorea con un grito de júbilo en mis oídos: ‘¡Nunca más, nunca más, nunca más serás ya un extraño!’ Mis hermanos a la derecha y mis hermanos a la izquierda, todos ellos desconocidos para mí pero ninguno un extraño: en el tumultuoso júbilo de nuestra carrera somos todos un solo cuerpo en pos de una misma meta. Ancho es el mundo ante nosotros, y en nuestros corazones brilla una chispa de la llama que ardía en los corazones de los Compañeros del Profeta. Ellos saben, mis hermanos a la derecha y mis hermanos a la izquierda, que no han sabido dar la medida que se esperaba de ellos, y que en el transcurso de los siglos sus corazones se han empequeñecido: y, sin embargo, la promesa de plenitud no les ha sido arrebatada… no nos ha sido arrebatada… Alguien entre la multitud desbordada sustituye su grito tribal por un grito de fe: ‘¡somos los hermanos de aquel que se entrega a dios!’ –y otro le secunda: ‘¡Al·lahu akbar!’’ –‘¡dios es el más Grande!’ –‘¡sólo dios es Grande!’ Y todos los destacamentos tribales recogen este único grito. No son ya beduinos nachdis deleitándose en su orgullo tribal: son hombres que saben que los secretos de dios están simplemente aguardándoles… aguardándonos… En medio del estrépito de los miles de 425 e l ca m i n o a m e ca patas galopantes y del batir de cien estandartes, su grito se eleva hasta convertirse en un rugido de victoria: ‘¡Al·lahu akbar!’’ surge en fuertes oleadas sobre las cabezas de los miles de jinetes al galope, sobre la ancha llanura, hasta los conines de la tierra: ‘¡Al·lahu akbar!’’ Estos hombres han superado la pequeñez de sus vidas, y su fe les arrastra ahora hacia delante, al unísono, hacia horizontes inexplorados… El anhelo no tiene porqué seguir siendo pequeño y escondido; ha encontrado su despertar, un cegador amanecer de plenitud. En esta plenitud, el hombre avanza a zancadas en todo el esplendor que dios le ha dado; su paso es júbilo, su conocimiento libertad, y su mundo una esfera sin límites… El olor de los cuerpos de los dromedarios, su jadeo y sus buidos, el estruendo de sus innumerables patas; el griterío de los hombres, el golpeteo de los riles colgados de las sillas de montar, el polvo y el sudor y los rostros a mi alrededor, llenos de una excitación salvaje; y una repentina y gozosa serenidad brota dentro de mí. Me vuelvo en la silla y veo tras de mí la masa ondulante y entreverada de miles de jinetes vestidos de blanco y, detrás de ellos, el puente por el que he llegado hasta aquí: su inal está justo a mis espaldas mientras que su comienzo está ya oculto en las brumas de la distancia. 426