Ciencia por amor - ES de ES: Aprendemos entre todos
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Ciencia por amor
ES de ES
El ventiuno de marzo del 2022 empezó la actividad de la página EspacioS
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de educación superior. En este periodo han hecho suyo este lugar
algunas de las personas más relevantes de Iberoamérica y España en la
construcción de la Sociedad del Aprendizaje. Aprovechamos la ocasión
para compartir con todos ustedes la entrada número cien; Ciencia por
amor, escrita por Antonio Lafuente. Gracias por estar aquí
ANTONIO LAFUENTE
Abunda la literatura que nos explica lo mucho que la gente le debe a la
ciencia. Y es verdad que, no importa la dirección en la que miremos, toda
nuestra vida está trufada de artefactos, palabras o prácticas nacidas en
un laboratorio. No es menos cierto, sin embargo, que la ecuación
podríamos haberla escrito en sentido inverso y preguntarnos también por
lo mucho que los científicos le deben a la gente. ¿Tiene la ciencia una
deuda con la ciudadanía? ¿Necesitamos también un momento para
conjugar la relación ciencia-sociedad en el sentido menos obvio?
Y lo primero que hay que contar es que siempre hubo mucha gente
interesada en el conocimiento. La mayoría se sentía atraída por lo exótico,
lo extraordinario y lo maravilloso. Toda esa gente sigue siendo el
gigantesco soporte que sostiene los miles de museos, jardines y espacios
naturales esparcidos por todos los rincones del planeta. Toda esa gente
son los espectadores que acudieron a las Exposiciones Universales, leen
National Geographic o son fanáticos de la ciencia ficción, la cadena
Discovery o las conferencias TED. Hablamos entonces de un mercado
que no ha dejado de crecer y de una suculenta oferta de productos que
compiten en la llamada economía de la atención.
Hay muchas maneras de estar en ciencia. Ser consumidores es la más
lucrativa, pero no la más interesante. No queremos, sin embargo,
liquidarla demasiado deprisa. Primero porque es más antigua de lo que
pensamos y, segundo, porque consumir también es elegir y, en
consecuencia, promover, incentivar y, de alguna manera, coproducir. Los
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consumidores inducen con sus elecciones aquello que los productores
ofrecen si es que lo quieren vender. De hecho la literatura de la innovación
les llama produsuarios o, dicho de otra manera, usuarios que
indirectamente producen lo que desean.
¿Tiene la ciencia una deuda con la ciudadanía? ¿Necesitamos también un momento
para conjugar la relación ciencia-sociedad en el sentido menos obvio?
Durante el siglo XVIII crecen los lectores de libros de viaje y los
interesados por la literatura que combate las supersticiones. Son los
públicos seguidores de Feijoo y Buffon, atraídos por los ascensos en
globos y las sesiones de experimentos públicos con la luz, el vacío o la
electricidad que se hacen en los cafés populares o en los salones más
distinguidos. Les mueve la curiosidad y movilizan nuevos imaginarios.
Quienes han estudiado minuciosamente estos asuntos hablan de los
primeros devotos de ese nuevo actor histórico que son los hechos: cosas
probadas que pueden sobrevivir al margen de quien las crea, del lugar
donde se producen y de los testigos que las certifican. Los espectadores,
sin saberlo, fueron convertidos en testigos cuyo testimonio alumbró el
nuevo mundo de las constituciones liberales.
Los amateurs fueron el eslabón perdido que ayuda a entender cómo pudo
suceder que un puñado de filósofos experimentales lograran en cien años
convencernos de la importancia de los hechos, la necesidad de la crítica y
la urgencia del futuro. Cuesta admitirlo, porque si fueron tan importantes
deberíamos saber más sobre su agencia. Pero los amateurs, como las
mujeres, son parte del largo séquito de perdedores de la historia: son
actores imprescindibles, pero invisibilizados. Todavía necesitaremos
décadas para encontrarlos en los archivos, reconocer su mérito y pagar
nuestra deuda.
Los consumidores, como ahora les llamamos, crean un mercado pero
también un mundo plagado de expectativas y deseos. Y también de
pesadillas. El Dr. Frankestein representa la primera vez que el mundo de la
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novela se asombra y nos advierte del inmenso poder acumulado por
científicos que podrían usar sus conocimientos para diseñar experimentos
fuera de control. Gentes movidas por pasiones secretas, ambiciones
desmedidas o crueles distopías que deberíamos tener bajo vigilancia. Y
de los beatos, surgieron los activistas: personas decididas a combatir los
excesos y denunciar los abusos. Nuestros primeros activistas surgieron a
finales del siglo XIX para reclamar la protección de algunos espacios
naturales que ellos veían como templos para una cultura que encontraba
en la naturaleza un modelo de belleza, economía y convivialidad del que
teníamos mucho que aprender.
La ciencia nos ayudaba a entender que esos equilibrios que sostenían el
entorno eran precarios y debían ser cuidados. Son los años de
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emergencia del feminismo, el ambientalismo o el obrerismo. Los activistas
habían llegado para quedarse y hoy les seguimos debiendo que nos
enseñaran a ver el mundo de otra manera menos desigual, menos
descarnada y menos ignorante. Nos invitaron a hacernos otras preguntas
y nos forzaron a encontrar distintas respuestas. No solo fueron agentes
políticos discutidos y decisivos, sino que también fueron agentes
cognitivos capaces de crear preguntas, modos de organización y formas
de comunicación tan novedosas como eficientes.
Pero el activismo científico adquiere fuerza tras la Hiroshima y Nagasaki.
Algunos científicos se movilizaron para impedir los bombardeos y muchos
denunciaron posteriormente la complicidad de la ciencia con el poder, la
destrucción y la muerte. Para muchos físicos fue difícil seguir siendo
cómplices de la promesa ilustrada de que la ciencia iba a traernos un
mundo mejor. La ciencia tenía un doble rostro: podía cobijar lo peor y lo
mejor. Los movimientos antinucleares, precedieron otras muchas
movilizaciones contrarias a la manipulación genética, la experimentación
animal, la destrucción del medioambiente o las más recientes luchas por
el clima, la energía o la privacidad. Por el camino quedaron miles de
pequeñas luchas en defensa de nuestras aguas, nuestras plazas o
nuestras hortalizas, amenazadas por vertidos tóxicos, especulaciones
inmobiliarias y agresiones a la biodiversidad. Pronto no quedará bosque,
semilla, barrio, tribu, especie o enfermedad que no cuente con un
colectivo dispuesto a movilizarse para hacernos entender que
necesitamos cambiar de actitud, de política y de modo de vida.
La salud ha sido un campo particularmente fértil en movilizaciones que
han logrado ampliar el horizonte de nuestros derechos. El cuerpo,
particularmente el de la mujer, es un territorio siempre en disputa en el
que se han librado y siguen librándose múltiples batallas. Es imposible ser
exhaustivos. Pero sería imperdonable no mencionar algunas
particularmente memorables. Empezar por el VIH es lo habitual.
Podíamos haber iniciado este ejercicio de memoria por la polio, la lluvia
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ácida o las vacas locas. También hay partidarios de empezar un relato
sobre la sociedad del riesgo mencionando los casos de Chernobil, Bhopal
o del Challeger, tres catástrofes en los ámbitos punteros de la industria
nuclear, química y aeronáutica que marcan un punto de no retorno. Tres
accidentes imposibles que dieron mucho que pensar.
La ciencia tenía un doble rostro: podía cobijar lo peor y lo mejor
Los clásicos prefieren empezar mencionando a Rachel Carson y su
impresionante Silent Sprint (Primavera Silenciosa), un libro donde se nos
cuenta cómo se desvaneció la esperanza de una revolución verde basada
en el uso del DDT. Lo que impresiona de este caso es la violencia con la
que reaccionaron las corporaciones implicadas y los silencios cómplices
de los gobiernos y de gran parte de la comunidad académica. Décadas
después, Fukushima replica las mismas prácticas: decretar el silencio de
los datos y escamotear el derecho a saber. Fueron los hackers de Tokyo
quienes pusieron a disposición de la ciudadanía contadores Geiger de
bajo coste que, tras medir la radiactividad, mostraron al mundo la
gravedad de la situación.
Empezar por el SIDA también tiene mucho sentido, especialmente en
tiempos de pandemia, pues tuvo un alcance global y activó todos los
prejuicios anidan en la creencia de que ser diferente es una amenaza. Lo
que comenzó siendo un diagnóstico que operaba como una sentencia de
muerte, acabó siendo el germen de una movilización que alteró para
siempre las relaciones médico enfermo y forzó políticas de inversión en
ciencia que de otro modo nunca habríamos tenido. Nuestro mundo,
nosotros sin excepción, tenemos una deuda con los enfermos del SIDA,
que algún día habrá que reconocer sin paliativos.
Decir que su contribución a la investigación fue decisiva debería llenarnos
de orgullo, de la misma manera que hoy recordamos a los mártires de
Chicago de 1886, la Declaración de Seneca Falls de 1848 o el gesto de
Rosa Parks el 1 de diciembre de 1955, en defensa respectivamente de la
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jornada de 8 horas, el voto de la mujer o el derecho a un espacio público
no racializado, también necesitamos un día que nos ayude a reflexionar
sobre el papel que los ciudadanos han tenido en la modificación de la
relación entre expertos y legos. Y ese día llegará, no sólo porque es un
asunto de justicia, sino también porque nuestro mundo tiene urgencia en
construir respuestas que involucren a la ciudadanía o, con otras palabras,
que incluya los saberes especializados y los experienciales, los que nacen
en el laboratorio y los que se asientan en la experiencia.
Mencionar el VIH como un monumento civilizatorio es extraño y, a la vez,
hermoso. Pero hay más ejemplos. Los casos de Love Canal, Erin
Brocovich o el llamado Síndrome de la Guerra del Golfo, por solo citar
tres, nos recuerdan las muchas veces que los afectados por vertidos
tóxicos han tenido que movilizarse para que se les haga justicia. Nos
enseñan también que las grandes corporaciones, como hicieron en el
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caso del tabaco y hacen ahora con la emergencia climática o el espionaje
generalizado, tratarán por todos los medios de sembrar confusión,
retrasar las medidas regulatorias y confundir a la opinión pública. Quienes
han estudiado estos procesos hablan de producción de incertidumbre,
una práctica que consiste en financiar investigaciones cuya finalidad es
trasladar hasta los jueces y la opinión pública la idea de que los activistas
se precipitan, concluyen sin evidencias definitivas y que, de hacerles
caso, condenaría al país a la desindustrialización y decadencia. En el
mejor de los casos acusan a los concernidos de ingenuos,
bienintencionados y entusiastas, pero con frecuencia les llaman pijos,
idiotas o revolucionarios. La idea es expulsarlos del espacio público y
tratarlos como enemigos civilizatorios.
Hay mucha gente que está en ciencia por amor o, con otras palabras, por
solidaridad, altruismo y compromiso. Hay mucha gente que trata de estar
informada y no lo hace para ganar dinero, hacer carrera o alcanzar la
fama. Por supuesto, no hablamos de una concepción romántica, personal
e íntima, del amor. Nos referimos a esa potencia que nos mueve hacia lo
colectivo, lo compartido y lo justo.
Cuando Platón convocó a sus contertulios habituales a un encuentro
sobre el amor, Sócrates pidió ser sustituido en esa charla por Diotima, su
maestra en el amor. Y acertó, pues seguimos fascinados por su manera
de contarlo. Explicó Diotima, la única mujer en aquellos coloquios, que el
amor era un encuentro de diferentes para producir nuevas diferencias.
Spinozza, impactado por tanta lucidez, acabó definiendo el amor como un
evento ontológico, un proceso capaz de producir nuevas subjetividades o,
dicho con palabras menos severas, una potencia capaz de cambiar la
forma en la que nos relacionamos y de darle una oportunidad a la idea de
que las cosas puedan ser de otro modo. El amor es capaz de abrir los
posibles. El amor entonces es imprescindible y, según Negri, el desdén de
la izquierda por el amor es la causa de su desplome popular.
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el amor como… una potencia capaz de cambiar la forma en la que nos relacionamos y de
darle una oportunidad a la idea de que las cosas puedan ser de otro modo
Un artículo no aspira a cerrar ningún asunto. Le basta con imaginar que ha
logrado abrir una conversación. Hay muchos más casos que podrían
haberse mencionado. Ojalá ustedes, quienes estáis al otro lado, confíen
en mí y acepten que es verdad que sobran los casos para probar la
existencia de fuertes vínculos entre ciencia y sociedad, pero ahora
construidos en la dirección que no es habitual. Es grande la deuda que la
ciencia tiene con la ciudadanía. Es inmensa la contribución que la
ciudadanía ha hecho al desarrollo de la ciencia. Es urgente que lo
reconozcamos.
Decía Michel Serres que la ciencia es el único proyecto decente que le
queda a Occidente. Quizás Serres sólo valoró una de las direcciones en
las que el conocimiento es producido. Quizás estaba exagerando el papel
de Occidente, siempre visto como algo que pertenece a los ricos, a los
listos y a los blancos. Quizás, escandalizado por Hiroshima y emocionado
por Médicos sin Fronteras, quería ser optimista. Tal vez no prestara
atención suficiente a la emergencia de esta Segunda Ilustración que
propiciaría un Nuevo Pacto Social por la Ciencia que acercaría a
científicos y ciudadanos, cautelosos ante el poder de las corporaciones y
vigilantes de los excesos del poder público. El Nuevo Pacto no consistiría
en obtener apoyo público a cambio de conocimientos basados en
evidencias, sino de una voluntad de codiseñar en común el mundo por
venir.
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ANTONIO LAFUENTE GARCÍA, es investigador científico del Centro de
Ciencias Humanas y Sociales (CSIC) en el área de estudios de la ciencia.
Twitter @alafuente
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