Triangle: Language, Literature, Computation, n. 4, 2011
Publicacions Universitat Rovira i Virgili · ISSN: 2013-939X
https://revistes.urv.cat/index.php/triangle
Mujeres y Espacios∗
Coral Cuadrada
Universitat Rovira i Virgili
“El mundo es mi representación” (Schopenhauer)
1. Feminismos posmodernistas y postestructuralistas
De las grandes corrientes que han interactuado con el feminismo destaca particularmente la llamada posmodernidad. Este concepto, paradójico
en sí mismo, pretende significar tanto la muerte de la modernidad como su
revitalización, por medio de su radicalización. Muerte, porque evoca la no
validez de la razón, de la historia, de la metafísica, del pensamiento; es decir,
todo el esqueleto intelectual que vertebraba la modernidad como proyecto
de emancipación del sujeto racional. Vida, porque supone la revitalización
y recuperación del proyecto moderno, pues la posmodernidad surge también de las contradicciones y de las promesas no cumplidas por la razón
moderna (Amorós, 1997: 303-374).
Con la posmodernidad cae la “lógica-jerga de la identidad”, según Juan
Cascajero, pero, lejos de arrastrar en su caída al conjunto de la modernidad,
supone un momento reflexivo y, por tanto, su revitalización. Además, el feminismo no puede aceptar la ruina total del sujeto, el fin de la razón, pues
∗ Este artículo se enmarca en el proyecto de investigación financiado por el Institut Català de les Dones, n.◦ de expediente U-33/10, que tiene por título Per amor a la
ciutat: dones del passat, present i futur de Tarragona, del cual soy investigadora principal.
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significaría la anulación de la propia conciencia feminista. Por esta razón, el
feminismo y la posmodernidad, en sus versiones radicales, formarían una
difícil alianza o, como apunta Cascajero, “una verdadera contradictio in terminis” (Cascajero, 2002: 42). Sin embargo, no todos los autores opinan igual,
pues, de hecho, la coexistencia, durante las últimas décadas del feminismo y
la posmodernidad no ha dejado de dinamizar la teoría feminista. Incluso se
ha llegado a hablar de un feminismo de la modernidad o posmodernidad,
entendido como la “radicalización del proyecto ilustrado”, es decir, como la
manifestación más extrema de la modernidad; o incluso de un feminismo
de la postmodernidad, de la muerte y superación de la modernidad. De
este modo se podría representar, por un lado, una modernidad reflexiva o
posmodernidad entendida como la radicalización de la modernidad y, por
otro, una posmodernidad entendida como la deconstrucción o liquidación
de la modernidad.
Entre las nuevas aportaciones de disciplinas como el postestructuralismo
a la historiografía actual, destaca el estudio de los significados codificados
en el lenguaje de los discursos; es el llamado “giro lingüístico” (Luna, 2002).
En efecto, el estructuralismo insistió en el carácter lingüístico de todo pensamiento, lo cual condujo en ciertas tendencias a la posición extrema de
que no había realidad fuera del lenguaje. Sin embargo, el postestructuralismo o posmodernismo rechaza toda relación explícita entre las palabras
y las cosas, o sea, “niega la capacidad del lenguaje para describir (o explicar) cualquier actividad que no sea él mismo” (Joyce, Hist. y posmod., 1993:
61). El análisis postestructuralista reivindica una lectura relacional de texto
y contexto, en la que se deben considerar tanto los significados evidentes
como los suprimidos o implícitos, aquello que está fuera del texto. Esa lectura de lo extratextual deconstruye los significados aparentes del texto en
función de su contexto; y este proceso de deconstrucción lingüística tiene
por objetivo depurar la crítica literaria interna, evitando de este modo las
interpretaciones anacrónicas o sesgadas (Fontana, 1992: 90-95). Según Josep
Fontana, el riesgo del deconstructivismo lingüístico radica en que la preocupación excesiva por el contexto, es decir, la nueva atención al discurso
frente a su contenido, puede conducir a la sandez, hasta el punto de reemplazar el estudio de los problemas reales de hombres y mujeres por el de
los discursos que se refieren a ellos (Fontana, 1992: 96-100).
Ahora bien, pese a esas sombras que oscurecen el llamado “giro lingüístico” (deconstructivismo lingüístico), son muchas las luces que lo iluminan.
Esta orientación metodológica no es más que una mirada distinta sobre los
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hechos históricos, que rompe la división estructural, el determinismo económico y las separaciones que la Historia mantenía con la lingüística y la
crítica literaria. Desde luego, el término “giro lingüístico” es muy amplio
y atañe a todo el ámbito del postestructuralismo, pero lo que me interesa
destacar aquí son precisamente los nuevos recursos que ofrece esta orientación metodológica para el campo de la historia y la arqueología, pues
proporcionan nuevas lecturas de los textos (fuentes escritas) y nuevas interpretaciones del registro material. A propósito de la citada amplitud del
“giro lingüístico”, resulta muy interesante la definición que Hayden White
ofrece de la historia como “estructura discursiva simbólica” (White, 1992),
donde se combina la forma y el contenido, de manera que “dice más de lo
que dice”, y que puede ser útil para interpretar el género, pues al poner
el énfasis en el discurso y en la significación, se pueden desentrañar sus
procesos de construcción y producción.
Esta es la razón por la que las teorías feministas coinciden en algunos de
sus presupuestos metodológicos con el postestructuralismo, ya que ayudan
a entender las construcciones discursivas provenientes del género. Sin dudar
de la oportunidad que ofrece el “giro lingüístico” al pensamiento feminista, Kathleen Canning mantiene que, entre los antecedentes de este método,
se encuentran las primeras historiadoras feministas, que criticaron la historia excluyente de las mujeres, rechazaron el esencialismo biológico como
explicación de la desigualdad entre ambos sexos, y descubrieron el poder
de los discursos en la construcción social de la diferencia sexual (Canning,
1994: 370). No hay que olvidar tampoco que la descentralización del sujeto
masculino, y posteriormente del sujeto unitario mujer, han sido logros de la
historia de las mujeres; por lo tanto, es lógico que el “giro lingüístico” también orientara el estudio del género como una construcción discursiva. Pues
bien, el deconstructivismo lingüístico, como nueva aportación del postestructuralismo, se puede aplicar a la historia, dado que permite ir más allá
de lo escrito, y también al pensamiento feminista, porque contribuye a la
comprensión de todas las construcciones provenientes del género.
2. Espacios y tiempos literarios: Orlando
Virginia Woolf y el movimiento Bloomsbury reducen a cenizas la noción
narrativa de linealidad cronológica, de modo que el tiempo es solo objeto
de experimentación técnica. Utilizan el flashback o analepsis para mantener
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la intriga; la estructura de la narración se sostiene en una línea de tiempo
cronológica desde la que se van dando saltos hacia atrás, al recuerdo, para volver de nuevo a la línea principal donde se producen los principales
cambios escénicos.
Woolf construye el espacio y la atmósfera del libro como lo haría el más
minucioso alfarero o el más preciso de los pintores, al detalle, incluso en
la evocación del pasado. Los viajes de Orlando, los desplazamientos, suponen el punto álgido en la acción y marcan la metamorfosis y evolución del
personaje. La casa familiar es el espacio que no cambia a lo largo de toda
la obra; sostiene el esqueleto argumental del retorno, del recuerdo. Son las
casas que Virginia tanto deseaba encontrar para que su hermana Vanessa
decorase, y que el propio Orlando redecora y visita física y psíquicamente
a lo largo de casi cuatrocientos años. Si el espacio, el locus, caracteriza al
personaje, en Orlando la única seña de identidad constante es su amor por
las casas, por su necesidad de amar, por el sueño, el ensueño y el recuerdo.
Paradójicamente, son las mismas señas que caracterizan a Woolf, que en
esta obra crea espacios imaginarios, mundos con entidad propia; reinventa
ciudades y sus disposiciones; sueña comarcas, parajes, que no son solo espacios físicos, sino también espacios emocionales, extensos laberintos que
unifican el universo. No hay una única trama argumental de intriga, de
pasiones, de miedos; el propio personaje es el fluir de la conciencia, la vida
misma llena de las emociones humanas y los aconteceres que Virginia vivió.
Orlando es Vanessa Bell, es Vita, es ella misma, es la historia de la literatura
y es la historia del comienzo del escribir femenino. La dualidad sexual del
personaje rodeaba la vida de la autora y la de su grupo social más próximo,
ya desde sus tendencias infantiles por los afectos femeninos, ya por las evidencias de su hermano Adrian, del grupo de los Apóstoles, del amante de
Vanessa, Duncant Grant... La dualidad sexual rodeó a la autora y al personaje. Orlando es un camino fácil de acceso a la mente y sentir de la autora,
incluso en sus amores. En los personajes que Orlando quiere, se aprecia el
ansia de Virginia por reencontrarse con todos aquellos que había perdido.
Orlando siempre reencuentra sus afectos perdidos, que nunca mueren: al
igual que ella, siguen en la historia.
Como en un laboratorio, hizo pruebas y ensayos para encontrar un estilo propio, uno genuinamente femenino. En Una habitación propia analiza la
existencia de una tradición de escritura femenina. En el género novelístico
reconoce una tradición de escritura femenina que tuvo un gran auge en el
siglo XVIII, cuando las damas de la alta sociedad combatían el ocio escri-
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biendo novelas de carácter epistolar y leyendo narraciones, semejantes al
diario en el seno del hogar. Mientras, los escritores tenían la exclusividad
de la publicación de obras, de su distribución, y podían recoger con éxito
sus frutos. En el siglo XIX —el contexto temporal de la época victoriana, fiel
defensora de la pasividad humana—, aunque algunas escritoras comenzaron a publicar y eran leídas, el hecho de ser mujer con cierta independencia
todavía suponía una amenaza para el orden social y la autocensura. Hacia
finales del siglo XIX se abre una nueva etapa en que la mujer puede escribir
con bastante libertad en los géneros novelístico y poético. Acostumbrada a
este panorama, Woolf mantiene un estilo aletargado, pasivo, frente al directo
y más agresivo de los hombres, pero ciertamente encauza la escritura femenina, paulatinamente, hacia un constructo diferente al patriarcal. El contexto
espacial ya no es el cuarto de estar, sino el mundo masculino descubierto
por las mujeres. Woolf denuncia la consideración inferior de las mujeres,
presentadas a menudo como carentes de bondad, de inteligencia y de valentía, y en Orlando nos descubre cómo la cultura ha deformado los valores
morales dependiendo del tiempo social y del género del ser humano.
3. Las mujeres y los espacios
Es evidente que las mujeres necesitan redefinir su identidad, y una manera de hacerlo es a través de dos de los parámetros sobre los que se construye: el tiempo y el espacio. Estamos hablando de identidad siempre con
el fin de hallar en el pasado (tiempo), y en relación con el espacio, el lugar
ocupado por la mujer. Pero ¿qué es el tiempo y el espacio? Para Almudena
Hernando, el espacio es “uno de los parámetros básicos de ordenación y
construcción social de la realidad” (Hernando, 2000a: 29). Debemos pensar
que el espacio es una dimensión estática, mientras que el tiempo es dinámico, y en razón de estos dos conceptos podemos encasillar las identidades del
hombre y la mujer. Los hombres hacen suyo un modelo de realidad construida sobre la prioridad del parámetro tiempo, mientras que las mujeres
mantienen una percepción de la realidad sobre el parámetro más estático,
el espacio. Por ello, la identidad de género femenina ha mantenido la preferencia por el espacio como eje constructor de la realidad, mientras que
la identidad de género masculina ha dado prioridad al tiempo (Hernando,
2000a: 32). Apunta Almudena Hernando:
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La vinculación de las mujeres al espacio ha sido un mecanismo cultural
de reproducción de una identidad de género que excluía la individualización, y en consecuencia, y en coherencia estructural, la capacidad de ésas
de desarrollar condiciones subjetivas de un control de las condiciones materiales de sus propias vidas.
Hernando, 2000a: 33
Esto no significa, sin embargo, que las mujeres no se desplazaran porque
tenían que cuidar a sus hijos, sino que, para garantizar el cuidado de sus
hijos o de todo el grupo social, tuvieron que dar prioridad al espacio como
elemento de ordenación; de esta manera, las mujeres conseguían mantener
su rol dependiente y proveedor de afectos. Esta misma autora, a partir de
un estudio sobre los qeqchí’ de Guatemala, pudo elaborar un cuadro esquemático que resume las diferencias en el modo como se socializan hombres
y mujeres:
MUJERES
HOMBRES
Actividades en el interior de la vivienda
Actividades en el exterior de la vivienda
El espacio de actividad es fijo
El espacio de actividad implica desplazamiento
Oscuridad
Luz
Oído
Vista
Socialización centrada en los hombres
Socialización centrada en ellos mismos
No variación en las actividades
Variación en las actividades
Menos curiosidad y menos asertividad
Más curiosidad y más asertividad
Menos individualización
Más individualización
Parece lógico que, a partir de este modo de socialización, las mujeres
tiendan a desarrollar en menor grado la individualidad. Sin duda, lo que
entendemos por identidad femenina ha fomentado el desarrollo de un rol
afectivo y expresivo, y esta identidad se ha construido a través de la vinculación de las mujeres al espacio; por esta razón, las mujeres siempre se han
asociado al ámbito doméstico y al hogar, lugares donde podemos encontrar
sus espacios. De acuerdo con estas relaciones, podemos pensar hasta qué
punto el estudio del espacio y su vinculación con las mujeres nos puede ser
de utilidad para recuperar el papel de la mujer en el pasado. El espacio se
debe entender como algo producido y constituido socialmente; ahora bien,
no se trata solo de un contenedor de la actividad social, sino que debe ser
conceptualizado como una dimensión de la acción social y, por lo tanto,
como la posibilidad social de realizar una determinada acción.
En el ámbito de la arqueología, por el momento, los estudios de mujeres
intentan abordar temas inéditos en la investigación y adentrarse en otros
que, por desgracia, se han tratado de forma marginal; el elemento característico de este tipo de estudios es el desarrollo de estrategias metodológicas
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propias que permitan fortalecer los cimientos de variadas interpretaciones
históricas para conocer las experiencias de las mujeres, en el caso de la
arqueología, a través del estudio de la cultura material. Una de estas estrategias es el estudio del espacio, que a lo largo del tiempo se ha concebido de
diferentes formas. Por ello, a continuación mostramos su desarrollo, con el
fin de llegar hasta el verdadero espacio donde se desenvolvían las mujeres
del pasado y poder concretar cuáles fueron sus actividades y funciones en
la sociedad.Parece lógico que, a partir de este modo de socialización, las
mujeres tiendan a desarrollar en menor grado la individualidad. Sin duda,
lo que entendemos por identidad femenina ha fomentado el desarrollo de
un rol afectivo y expresivo, y esta identidad se ha construido a través de la
vinculación de las mujeres al espacio; por esta razón, las mujeres siempre
se han asociado al ámbito doméstico y al hogar, lugares donde podemos
encontrar sus espacios. De acuerdo con estas relaciones, podemos pensar
hasta qué punto el estudio del espacio y su vinculación con las mujeres nos
puede ser de utilidad para recuperar el papel de la mujer en el pasado. El
espacio se debe entender como algo producido y constituido socialmente;
ahora bien, no se trata solo de un contenedor de la actividad social, sino que
debe ser conceptualizado como una dimensión de la acción social y, por lo
tanto, como la posibilidad social de realizar una determinada acción.
En el ámbito de la arqueología, por el momento, los estudios de mujeres
intentan abordar temas inéditos en la investigación y adentrarse en otros
que, por desgracia, se han tratado de forma marginal; el elemento característico de este tipo de estudios es el desarrollo de estrategias metodológicas
propias que permitan fortalecer los cimientos de variadas interpretaciones
históricas para conocer las experiencias de las mujeres, en el caso de la
arqueología, a través del estudio de la cultura material. Una de estas estrategias es el estudio del espacio, que a lo largo del tiempo se ha concebido de
diferentes formas. Por ello, a continuación mostramos su desarrollo, con el
fin de llegar hasta el verdadero espacio donde se desenvolvían las mujeres
del pasado y poder concretar cuáles fueron sus actividades y funciones en
la sociedad.
4. Evolución en la concepción del espacio respecto al
género
A partir del siglo XIX, la sociedad patriarcal dividió los roles de hombres y mujeres en la vida cotidiana de forma muy contundente. Mientras la
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producción de bienes se llevó a cabo en el ámbito familiar, todos los miembros de la familia participaban; y aunque las mujeres fuesen las principales
responsables del cuidado, el hecho de que también trabajasen en la producción (o en la agricultura) hacía que la división de roles no fuera demasiado
precisa. Sin embargo, con la revolución industrial, la aparición de fábricas
para la producción y manufactura de productos precisó de mano de obra
que debía “ir a trabajar” fuera del ámbito doméstico. Eso propició que, en
determinados sectores de la burguesía (no en las clases de rentas bajas, donde las mujeres siempre han trabajado dentro y fuera del hogar, aunque los
sueldos fueran más bajos para ellas), se instaurara una clara división de papeles: los hombres acudían en masa a las fábricas, y también las mujeres,
pero no las de clase rica, que se quedaban en casa (Cuadrada, 2009b: 55).
Las epistemologías de la teoría social han presentado a lo largo del tiempo diferentes modelos teóricos a la hora de estudiar y concebir el espacio y
su relación con las cuestiones de género. Las aproximaciones posprocesualistas, por ejemplo, han centrado su interés en el estudio de la causalidad
espacial de la acción individual, que responde a una voluntad y a unos propósitos específicos. Según estos postulados, el espacio se reduce a la conceptualización personal que un agente social hace de la ubicación espacial
de los elementos físicos y sociales que la rodean. Estos enfoques contextuales y posprocesualistas defienden que no existe un solo espacio, sino una
multiplicidad de espacios, de modo que el significado de los patrones de
distribución espacial y del espacio social no es fijo, sino que se modifica
según quién lo utiliza (Thomas, 1991; Tilley, 1990; Tilley, 1994). En cualquier
caso, el espacio social no es solo el espacio de la experiencia individual, de
modo que no debe reducirse a una construcción mental o subjetiva. El espacio social es creado y experimentado por los individuos que existen en
sociedad y están determinados por un conjunto de relaciones sociales. Lo
cierto es que las arqueólogas posprocesualistas han dado un giro radical al
debate teórico en arqueología, al incorporar los aspectos simbólicos y las
experiencias de las mujeres en su teoría sobre el espacio social. Ahora bien,
debemos tener en cuenta que las teorías sobre el espacio social no se pueden
formular únicamente desde el punto de vista simbólico, pues, como indica
María Pallarés (2000: 67):
Limitar nuestras interpretaciones sobre los patrones de organización espacial a la asignación de significados simbólicos o a una lectura ideológica
de la materia es un recurso demasiado limitado para proporcionar una completa caracterización de la acción social en el tiempo y el espacio.
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Por otro lado, las teorías estructuralistas han abordado la caracterización de los roles de género mediante el establecimiento de oposiciones entre los espacios masculinos y los femeninos. En concreto, los trabajos de
orientación estructuralista pretenden encontrar la estructura profunda que
corresponde a un sistema ordenado de partes, para destacar la dimensión
simbólica de las actividades sociales. Los enfoques estructuralistas consideran que la oposición binaria es el modo propio de operar del pensamiento
simbólico, de tal manera que “pensar es relacionar” y “relacionar es oponer”. En los estudios sobre espacio y género, se dan una serie de oposiciones que suponen partir el espacio en diferentes esferas, por ejemplo: masculino/femenino, privado/público, central/periférico, interior/exterior, doméstico/salvaje, etc.
Son numerosos los trabajos que han aplicado un método estructuralista. Es el caso de los estudios de Leroi-Gourhan sobre las estructuras
de habitación del Paleolítico Superior francés (Leroi-Gourhan, 1973; LeroiGourhan, 1976), los de Donley-Reid sobre las casas swahili (Donley- Reid,
1982; Donley-Reid, 1990), los llevados a cabo por Hodder sobre los ilchamus
en Baringo (Hodder, 1987) o el de Yates sobre la organización del espacio en
las tiendas saami (Yates, 1989). Sin embargo, estas aproximaciones estructuralistas han sido frecuentemente criticadas, pues las oposiciones binarias,
aunque consideradas como socialmente construidas, sugieren una contradicción universal entre las categorías masculino y femenino, de manera que
niegan posibles construcciones de género alternativas e imponen su propio
orden en el estudio de la organización del espacio. A este respecto, apunta
María Pallarés que en estos trabajos estructuralistas “se produce una sobrevaloración de las unidades de habitación, que se asimilan al espacio doméstico” y que “generan una marcada compartimentación del espacio y una
fuerte jerarquización entre las diferentes estructuras y unidades espaciales”
(Pallarés, 2000: 67).
En efecto, otros autores, como Yanagisako, Collier, Curià y Masvidal, señalan que las oposiciones estructuralistas del tipo “masculino/femenino” o
“público/privado” no son categorías de análisis suficientemente operativas,
pues establecen rígidas dicotomías y, además, tienden a recluir el grupo doméstico en la esfera de la casa (Yanagisako y Collier, 1989; Curià y Masvidal,
1998). Steadman considera, además, que estas aproximaciones estructuralistas siempre mantienen una visión estática y sincrónica de la cultura, y dejan
de lado el cambio histórico (Steadman, 1996).
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Por lo general, los enfoques procesualistas no han prestado demasiada
atención a las cuestiones de género y espacio. El procesualismo forja su base
en una teoría compartida de la ciencia y la explicación basada en los principios del neopositivismo, de manera que busca una dirección funcional para
la organización del espacio y concibe la cultura como mecanismo adaptativo. El caso es que arqueólogos y arqueólogas procesuales proclaman la
aproximación explícitamente científica para analizar los patrones de organización espacial. Ahora bien, según estos postulados, las proposiciones sobre
el comportamiento espacial solo se pueden contrastar si se utilizan procedimientos científicos que permitan evaluar su credibilidad. El método de
investigación utilizado es deductivo; en él, las hipótesis sobre los patrones
de organización espacial deben derivar de las teorías científicas, para poder
someterlos después a un contraste empírico. Todo ello supone que solo se
puede acceder al conocimiento científico a través de hechos verificados, a
partir de los cuales se pueden establecer leyes universales sobre el espacio.
En efecto, de acuerdo con este razonamiento, resulta muy difícil contrastar
analíticamente la presencia de la mujer y de las áreas de actividad femeninas en el registro arqueológico. Quizás por esta razón los estudios de género
y espacio han tenido un escaso desarrollo en esta corriente de pensamiento.
En cualquier caso, los autores procesualistas abordaron inicialmente la
caracterización de los roles de género a partir de la identificación de los
patrones de organización característicos de hombres y mujeres, lo que les
llevó a definir áreas de actividad y zonas de control espacial (Flannery y
Winter, 1976; Clarke, 1972). Uno de los problemas de este tipo de estudios
es que algunos parten de asunciones implícitas sobre la división sexual del
trabajo, como es el caso de las etnografías comparadas de Hayden, a partir
de las cuales este autor pretende establecer leyes universales que defienden
los clásicos estereotipos de la división sexual del trabajo, como es el rol
universal asignado a la mujer, para el procesamiento de pieles (Hayden,
1992).
Por otro lado, también las aproximaciones marxistas han recibido críticas en los últimos años, debido a la falta de atención a la mujer, al género
y al espacio. Incluso muchas investigadoras feministas consideran que las
categorías marxistas de producción, reproducción, trabajo, clase, etc. han
fracaso a la hora de dimensionar las vidas de las mujeres a lo largo de la
historia (Rose, 1993). Al parecer, este descuido se debe a que casi toda la investigación marxista se ha dirigido hasta no hace demasiado tiempo desde
una perspectiva androcéntrica, que tiende a enfatizar el papel del trabajo y
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de la producción. El problema deviene traslúcido cuando nos damos cuenta
de que estos conceptos marxistas, tal y como se han utilizado, excluyen de
la propia teoría marxista muchos tipos de actividades, sobre todo aquellas
que han sido realizadas por las mujeres.
En las tres últimas décadas, en el ámbito de las ciencias sociales se vienen
cuestionando las diferentes formas como las teorías marxistas conceptualizan el trabajo, intentando, a la par, acabar con esa marginación histórica
de las mujeres y, sobre todo, revindicando que las divisiones de género
no se pueden explicar únicamente de forma interna a la organización de la
producción, sino que es necesario teorizar sobre las relaciones entre producción y reproducción y traer a un primer plano la esfera de la reproducción
social y aquellos trabajos invisibles realizados principalmente por mujeres
(Beechey, 1988; Daune-Richard, 1988). Este debate sobre la epistemología
marxista y los estudios de género ha sido muy sugerente en los campos de
la sociología y la filosofía. Lo cierto es que los marxistas han descuidado
las cuestiones de género; entre las escasas contribuciones que han hecho
al respecto destacan solo algunos trabajos centrados en el estudio de las
actividades desarrolladas en el contexto doméstico (Colomer et alii, 1998;
Masvidal, 1997; Pallarés, 2000: 69; Curià y Masvidal, 1998).
5. Entre lo público y lo privado
La teoría social tradicional ha construido el ámbito doméstico, materializado físicamente en el espacio de la casa, como el lugar donde las mujeres
desarrollan sus actividades. Además, este espacio doméstico se ha hecho
coincidir con el espacio privado, en clara oposición al espacio público. En
realidad, este modelo ha sido duramente criticado desde diferentes perspectivas, pues resulta evidente que se da un fuerte sesgo androcéntrico, que, al
separar la actuación social en dos esferas (público/privado), limita lo doméstico a lo privado y sitúa lo privado fuera de la historia, seguramente
debido a que el modelo se ha construido desde una óptica masculina, es
decir, desde el sujeto político masculino, asociado al ámbito público. A pesar de estas críticas, los apelativos de doméstico (privado) frente a público se
siguen utilizando en muchas interpretaciones; ahora bien, aunque este modelo siga sin depurar sus vicios androcéntricos, muchos autores consideran
que es inadecuado asociar el ámbito de lo doméstico a lo privado, pues
tanto lo público como lo privado pueden calificar lo doméstico.
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Así las cosas, en el panorama actual se presenta una clara dicotomía
entre, por una parte, los partidarios de asociar al espacio privado las actividades de mantenimiento relacionadas con el ámbito doméstico, es decir
la casa, y, por otra, los partidarios de no limitar ese tipo de actividades al
espacio privado y hacerlas extensivas al público.
En 1938 Virginia Woolf publicó su obra Tres guineas, un espléndido alegato que unía feminismo, antifascismo y pacifismo. En esta obra reta a la
ideología del sujeto y, al modo público como Marcuse denuncia la sociedad
de su tiempo, Virginia denuncia el ámbito privado y, cómo no, lo hace desde
la perspectiva de la mujer. Ahora bien, no lo hace ya desde la perspectiva de
la mujer que escribe, sino desde la que comienza a tener un papel relevante
en la construcción social. El mundo privado inicia su emergencia social, ya
por medio de la educación, ya por medio del trabajo; lo privado se hace
público, y lo personal se convierte en político. Al más puro estilo de Dorothy Richardson, hace una crítica a la cultura de su tiempo, analizándola
casi psicológicamente y descubriendo nuevos problemas morales, las preocupaciones del sexo femenino, y una torturadora separación de géneros y
clases.
Para Woolf, el feminismo era el camino más directo hacia la paz y contra
el fascismo que sustentaba el patriarcado. Woolf, además, relacionó por vez
primera lo privado con lo público y urgió a las mujeres a luchar en contra
de las violencias cotidianas contra sus cuerpos (Cuadrada, 2009a) y voluntades, y en contra de la alta política de los varones. En Tres guineas unía guerra
y virilidad, y excluía a las mujeres de la participación en la guerra, proponiéndoles que se consagraran a subvertir los valores patriarcales tanto en el
ámbito privado como en la esfera pública. Además, despreciaba la noción
de patria y el nacionalismo: “Como mujer, no tengo país. Como mujer, no
quiero un país. Como mujer, mi país es el mundo entero”.
El lema más importante del movimiento de liberación de la mujer, que se
mantiene hoy día, es “lo personal es político”, lema que retoma la herencia
que Virginia Woolf dejó en sus Tres guineas. Esto supuso que, de las experiencias personales de las mujeres, surgiera un discurso político original y
revolucionario acerca de cuestiones que hasta entonces habían sido tabúes
culturales del patriarcado, como el aborto, la libertad del cuerpo femenino
o la violación.
Propuso que, para la supervivencia de los seres humanos, es preciso que
se rehabiliten, restituyan e integren en la tradición cultural, política y literaria los puntos de vista de aquellos que no están ejerciendo el poder, porque
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el punto de vista de los varones, y de quienes pertenecen a una clase social,
no es suficiente para entender cómo funciona el mundo. Ella, que aspira a
la mente andrógina, no pretende fomentar la dualidad hombre-mujer, pero
intenta redefinir lo femenino teniendo muy presente que lo sexual es educacional, que la educación marca los constructos sociales de diferenciación.
Nos formamos como sujetos según los ideales propuestos por la ideología;
ella la rechaza, porque si la ideología crea sujetos, al mismo tiempo, define su participación en el proceso de formación de la idea de género. Los
personajes y personas que Woolf crea y conoce son asexuados y abstractos,
y denotan cómo la educación, la sociedad y las vivencias propias y ajenas
configuran al sujeto en relación con las expectativas, en relación con su sexualidad y, por ende, en relación con su función social. Quizás esta tesis, no
muy lejana a la marxista, es fuente para Beauvoir cuando afirma que no se
nace mujer, sino que se llega a serlo.
Si hay razones que marcan la alianza entre Virginia Woolf y feminismo,
estas son la articulación de un cambio en los valores culturales, la búsqueda
de un medio para expresar el sentimiento de la mujer y el ansia de despertar la pasividad de la conciencia femenina; no obstante, también es cierto
que ella desertó de unas filas que, bajo una nueva apariencia, escondían
estamentos patriarcales, y que para ella tenían “poca sangre en las venas”.
6. La teoría clásica de la arquitectura: Vitruvio
Por lo general, las actividades de mantenimiento se han asociado a las
unidades domésticas, siendo éstas el ámbito de actuación de la mujer, dentro del modelo de lo privado. Por el contrario, los espacios públicos y territoriales se han considerado de dominio masculino (Rosaldo y Lamphere,
1974). Además, por desgracia, se han venido infravalorando las actividades
realizadas dentro de las casas, que se han considerado de segundo orden, lo
que se ha traducido en una invisibilidad de la mujer en el pasado. Veamos
ahora, desde el punto de vista arquitectónico, cómo concebían los clásicos
la casa.
Los Diez libros de arquitectura de Marco Vitruvio Polión, contemporáneo
y paisano de Julio César y de Octavio Augusto, constituyen el primer documento conservado que se ocupa a fondo y con detalle de la arquitectura.
Más atento a la fama que al dinero (lo dice de sí mismo el autor), solo
tenemos noticia (y únicamente a través de él) de una obra suya (una basíli-
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ca), edificada en Fano. Dado que ninguno de sus dibujos ha llegado hasta
nosotros, esa referencia es todo lo que sabemos de su ejercicio profesional.
Me he esforzado por escribir [nos dice en el capítulo I del libro I] no
como filósofo eminente, ni elocuente retórico, ni gramático ejercitado en las
reglas supremas de su arte, sino como arquitecto conocedor de su oficio.
Aspiro pues, y en ello confío, a proveer en estos volúmenes, con autoridad y aplomo, los fundamentos de este arte poderoso, para provecho,
no sólo de quienes edifican, sino de cuantos se consideran enterados del
asunto.
Antes Vitruvio ha enunciado su idea de arquitectura como confluencia
de dos operaciones: la fábrica o construcción y el raciocinio o discurso mental. Así pues, práctica y teoría se complementan. La sola práctica carece de
autoridad; la sola teoría corre tras una sombra irreal (umbram non rem).
En el saber del arquitecto concurren muchas disciplinas y erudiciones
varias, de modo que a su juicio se somete todo cuanto los oficios aportan a
la creación de sus obras.
De ahí deduce que el arquitecto deberá estar versado en letras, para verter en ellas su pensamiento; dibujo, para prefigurar la obra que se ha de
ejecutar; geometría, óptica y aritmética, para controlar trazas, luces y costes;
historia, para dar razón del significado de sus ornamentos; filosofía y física,
para conocerse a sí mismo y a la naturaleza; música, como base para una teoría de las proporciones; medicina, por razones de salubridad; leyes, en tanto
que regulan las propiedades, tanto la pública como la privada; y astrología,
con vistas a la orientación y el curso de las estaciones. El autor es consciente
de que no se puede abarcar tanto; por eso recomienda ir al fondo común de
las citadas cuestiones, donde se revelan sus relaciones recíprocas, “ya que
la ciencia enciclopédica y universal es como un cuerpo único”.
Una vez definido el perfil del arquitecto, describe Vitruvio a continuación (capítulo II) cómo la arquitectura consiste en los siguientes elementos:
orden (ordinatio), que los griegos llaman taxis; disposición (dispositio), que
los griegos llaman diathesis; euritmia (eurythmia); simetría (symmetria); decoro (decor); y economía (distributio), que los griegos llaman oikonomía. Y da
razón pormenorizada de cada uno de esos seis conceptos.
Dice Vitruvio, por ejemplo, que el orden de la arquitectura es cuantitativo:
asunto, por lo tanto, de magnitudes. La medida, del todo y de las partes, es
lo primero. El orden es uno, pero sus disposiciones son varias. Los griegos
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las llamaban ideas y son de tres tipos, a saber: ichnographia: nuestro equivalente es la planta; orthographia: nuestro equivalente es el alzado; scenographia:
nuestro equivalente es la perspectiva. Todas ellas “proceden de meditación
e invención”. El proyecto de arquitectura es, ante todo, un ejercicio mental,
pero no se descarta el hallazgo intuitivo.
La euritmia es gracia y armonía en la composición de los miembros: se
da cuando concuerda lo alto con lo ancho, y lo ancho con lo largo, y todo
en suma responde a la simetría.
Y es simetría la justa correspondencia de los tales miembros entre sí y
de ellos por separado con el conjunto de la figura.
Así como en el cuerpo humano la euritmia es cualidad que procede de
las simetrías del codo, el pie, el palmo, la pulgada y las demás partes, así
sucede con la perfección de las obras de fábrica.
Resumiendo y simplificando, la simetría (acuerdo de medidas al que
solemos llamar proporción) es causa, y la euritmia, efecto: la euritmia es
esplendor de la simetría.
En cuanto al decoro (o conveniencia) es corrección de la obra realizada
con garantía y autoridad. Ello atañe al rito, que en griego se llama thematismós, a la costumbre o a la naturaleza.
Tres son, por tanto, las especies del decoro: ritual, que depende de liturgias y ceremonias; habitual, que depende de costumbres y modas; y natural,
que depende de circunstancias físicas (suelo, clima, etc.). Vitruvio llama, por
último, distributio (oikonomía para los griegos) a la economía de la obra que
nosotros consideramos en su presupuesto: “Un acopio justo de materiales y
espacio, y un control y cálculo del gasto en obra”. Llama la atención cómo
el campo que Vitruvio asigna a la arquitectura comprende edificios, relojes
y máquinas (de paz y de guerra). A los edificios dedica el autor sus siete
primeros libros; a los relojes, el noveno; y a las máquinas, el décimo. El octavo
es un compendio de hidráulica.
La edificación, a su vez, se divide en dos partes: una de las cuales se
refiere a murallas y otras obras públicas, y la otra se aplica a edificios privados. Hay tres clases de edificios públicos: de defensa, de religión y de
oportunidad.
La división que Vitruvio hace de las obras públicas sienta en Occidente
la tradición de tres arquitecturas: militar, religiosa y civil. Y concluye: “Todo
lo dicho debe hacerse con arreglo a razones de solidez (firmitatis), de utilidad (utilitatis) y de belleza (venustatis)”. Sobre estas tres razones han corrido
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ríos de tinta. El acento puesto en una u otra nos lleva a concebir la arquitectura ora como estructura, ora como función, ora como forma. A lo largo
de la historia, ese acento se ha ido desplazando en un sentido u otro. Hoy
conviven, con sus más y sus menos, los tres.
La prioridad que Vitruvio otorga a la arquitectura de defensa se sustenta
en su idea de ciudad, de su asentamiento (genius loci), orientación (en virtud
de los vientos) y fortificación. En cuanto a la edificación, Vitruvio discierne dos orígenes: el de la construcción (primitivo) y el de la arquitectura en
cuanto arte (clásico). El primero responde a un instinto ancestral y se debe a
un azar mitológico: la invención del fuego. “En algún lugar, las ramas de los
árboles, agitadas por el viento tempestuoso y entrechocándose, provocaron
un fuego...” (II/I). El arquitecto sigue en este punto al filósofo Heráclito, para quien el fuego es el elemento primodial. El fuego atemoriza primero a los
salvajes (que, a pesar de serlo, cuentan con dos privilegios: el de andar erectos y la habilidad manual), y les atrae luego y persuade a entenderse (de ahí
la lengua). Además: “Reunidos por ese azar, algunos comenzaron a fabricar
techos con ramaje... Todavía hoy los bárbaros edifican de esa suerte”. Sin
proponérselo, Vitruvio ha creado para la posteridad un arquetipo: el de la
cabaña primitiva, principio y modelo de construcción que, diecinueve siglos
más tarde, la Ilustración europea todavía invoca. Pero el arte sucederá más
tarde:
Mediante el trabajo cotidiano se hicieron diestros en el ejercicio de edificar y apurando su ingenio alcanzaron el dominio del arte.
¿Cómo?, se pregunta Vitruvio. Y responde: por el uso de la simetría.
La cual es hija de la proporción, que en griego se llama analogía... Sin
sus razones, a semejanza del ser humano bien formado, no puede sustentarse la composición de edificio alguno (III/I).
El cuerpo humano, masculino y femenino (como se verá luego a propósito
de los órdenes jónico, dórico y corintio), es el patrón de toda proporción. No
hablamos del edificio a escala humana, sino de una arquitectura cuyas proporciones son análogas a las del cuerpo humano, que, a su vez, es patrón de
geometrías, pues se inscribe, con los brazos en cruz, en un cuadrado y, con
los brazos y piernas en aspa, en un círculo con centro en el ombligo. En esta
cadena de abstracciones sucesivas, el cuerpo humano inspira la geometría, y
con ella llegamos a la matemática, o sea, a los números, de los cuales —según
la doctrina pitagórica— se considera a la música revelación sensible. Donde
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hay proporción hay armonía, y la armonía resplandece en el fenómeno musical. Vitruvio no apura estas cuestiones, pero deja constancia fehaciente de
ellas (V/IV).
En resumen, y a propósito de los distintos papeles de quienes participan
en la ejecución de las obras de arquitectura, el autor establece lo siguiente:
Cuando vemos una obra magnífica, alabamos la generosidad de su dueño: cuando sutil, aprobamos el talento del constructor: pero si su autoridad
esplende en sus simetrías y proporciones, entonces la suya es gloria del
arquitecto (VI/X).
A lo largo de la Edad Media, el Vitruvio subsiste en una docena de copias
que conservan diversas bibliotecas (la de El Escorial posee una de ellas). La
primera edición impresa se debe a un tal Sulpitius y se supone dada en Roma hacia 1486. A partir de ella y de sus sucesoras, originales y traducciones,
el autor romano se convierte en referencia capital y paradigma de la teoría
clásica de la arquitectura en todos sus tratados publicados en los siglos XVI,
XVII y XVIII. Me interesa particularmente, en el libro sexto, referido a la
construcción, el capítulo 7, referido a las casas griegas:
Como los griegos no utilizan atrios, no los construyen; desde la puerta
de entrada, quienes acceden a la vivienda se encuentran directamente con
un pasillo, no muy ancho; a un lado se hallan los establos y al otro las estancias para los porteros, e inmediatamente, las puertas interiores. El espacio
que media entre las dos puertas se llama en griego tkyroron. A continuación
está la entrada al peristilo, que tiene un pórtico solo por tres de sus lados; en
la parte orientada hacia el sur se levantan dos pilastras que guardan entre sí
una separación considerable; sobre estas se tienden unas vigas y se retrotrae
hacia el interior un espacio equivalente a dos tercios de la distancia entre
las pilastras. Algunos llaman a este espacio interior prostas, otros pastas.
En la parte interior de estos espacios se encuentran unas grandes salas
donde las madres de familia se sientan para hilar. A derecha y a izquierda
de las prostas se encuentran los dormitorios, uno se llama thalamus y el otro
amphithalamus.
Rodeando los pórticos encontramos unos triclinios más corrientes, los
dormitorios y las habitaciones de los esclavos. Toda esta parte de la casa se
llama gyneconitis; es la zona reservada a las mujeres.
Próximas a esta zona encontramos unas estancias de mayor extensión,
con magníficos peristilos, en las que se levantan cuatro pórticos iguales en
altura, o bien simplemente un pórtico con columnas muy altas, orientado
hacia el sur.
Este peristilo, que solo tiene un pórtico de mayor altura, se llama rodio.
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Estas estancias poseen espléndidos vestíbulos y unas puertas muy apropiadas; los pórticos de los peristilos se adornan con artesonado de estuco
o de talla delicada. En los pórticos que miran hacia el norte se encuentran
los triclinios de Cícico y las pinacotecas; las bibliotecas están en los pórticos
orientados hacia el este; hay unas salas de estar en los pórticos orientados
hacia el oeste y en los que están orientados hacia el sur hay unos salones y
unas entradas rectangulares de gran amplitud, donde totalmente se acomodan cuatro triclinios y además un espacio suficiente para los sirvientes que
atienden las necesidades de los jugadores.
En estas salas se celebran banquetes para hombres, ya que no estaba
aceptado, simplemente por costumbre, que las esposas se recostaran junto
con sus maridos para comer. Por ello, estos peristilos se llaman andronitides;
en ellos solamente hay hombres, sin que les puedan interrumpir las mujeres.
A derecha e izquierda están situados unos pequeños apartamentos, con
sus correspondientes puertas, triclinios y dormitorios adecuados para acoger a los huéspedes, no en los peristilos sino en las habitaciones de invitados. Cuando los griegos alcanzaron un mayor estatus económico y un
mayor refinamiento, disponían para los huéspedes triclinios, dormitorios y
despensas con comida; el primer día los invitaban a comer pero en los días
sucesivos les suministraban pollos, huevos, verdura, manzanas y productos
del campo. De aquí que los pintores, al plasmar en sus cuadros todos los
alimentos que recibían los huéspedes, los llamaban xenia. Los cabezas de
familia disfrutaban de suficiente libertad en estos apartamentos para huéspedes: daba la impresión de que estuvieran en su propia casa y no en una
hospedería. Entre los dos peristilos y las habitaciones de huéspedes hay
unos pasillos —llamados mesauloe—, pues están en medio de las dos construcciones; nosotros los llamamos andrones.
Ciertamente, resulta chocante, pues este término no se corresponde en
griego y en latín. Los griegos llaman andronas a las salas donde se celebran
banquetes exclusivamente para hombres, pues las mujeres tienen prohibido su acceso. Lo mismo sucede con los términos xysto, prothyro, telamones y
otros similares. En griego se denomina xysto al pórtico de gran amplitud,
donde se ejercitan los atletas en la temporada de invierno; nosotros llamamos xysto a los paseos descubiertos que los griegos denominan paradromides.
Los griegos denominan prothyras a los vestíbulos que preceden a las
puertas de acceso, y nosotros denominamos sprotbyras a lo que los griegos
llaman diaíhyra.
Aquí se denominan telamones a las estatuas viriles que sustentan los modillones o las cornisas; ignoramos el origen de este término y las causas de
su procedencia: la historia no nos lo transmite; en griego, tales estatuas con
figura humana se llaman atlantas. Según el testimonio de la historia, Atlas
se representa sosteniendo todo el universo y es el primero que, con agudeTRIANGLE 4 • June 2011
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za de ingenio y con habilidad, transmitió a los hombres noticias acerca del
curso del Sol, de la Luna y de los cuerpos celestes, así como las leyes de
sus periplos; por este favor, pintores y escultores lo representan sosteniendo el universo; a sus hijas —Atlántidas— en griego las llaman Pléyades, y
nosotros Virgilias, pues, transformadas en estrellas, aparecen colocadas en
el universo.
No me he detenido en clarificar estos términos, con afán de cambiar el
uso de tales nombres ni con afán de modificar los modos de expresión, sino
con el fin de que los filólogos tengan un correcto conocimiento etimológico.
He explicado y he puesto de manifiesto la simetría y las proporciones
de cada una de estas construcciones, atendiendo a las costumbres y a las
normas tanto de Italia como de Grecia. Puesto que anteriormente hemos
tratado ya sobre la belleza y el ornato de los edificios, pasaremos ahora a
exponer el tema de la estabilidad, fijándonos en la manera que permita una
mayor solidez y seguridad durante largo tiempo, sin que presente ninguna
clase de defecto.
Así, ya desde los griegos, tal vez antes, las mujeres se hallan en el gineceo
y les son vetados los lugares destinados exclusivamente a los hombres: ni en
los peristilos, ni en el lugar de los banquetes masculinos, ni en el destinado
a los huéspedes. La zonificación y división del espacio privado quedan así
marcadas por razón de sexo.
7. Enfoques interpretativos
Las aproximaciones posprocesuales, tanto en el campo de la etnografía
como en el de la arqueología, han intentado demostrar que las casas, las formas arquitectónicas y el paisaje expresan ciertos principios de orden y significado simbólico. La aparición de una nueva línea de investigación conocida
como household archaeology, con una elevada carga feminista, ha despertado
un interés especial por la organización de las actividades sociales a microescala, ya que es en este contexto donde se ha considerado que se puede
garantizar la presencia de las mujeres. El concepto de household archaeology
fue introducido en 1982 por Wilk y Rathje, en un artículo sobre el estudio de
las actividades sociales desarrolladas en el interior de las unidades domésticas (Wilk y Rathje, 1982). Aunque en este trabajo la referencia a la mujer es
mínima, surgió con el objetivo de demostrar cómo el género podía estructurar las relaciones sociales y económicas dentro de las casas, haciendo de este
modo visible el trabajo de las mujeres. A grandes rasgos, el household venía
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a coincidir con una unidad mínima de producción, que quedaba determinada por un espacio físico y por unas determinadas actividades denominadas
domésticas. Con la incorporación a la disciplina arqueológica de las perspectivas postestructuralistas y feministas, los estudios sobre viviendas y el
espacio doméstico adoptaron nuevas dimensiones. En concreto, la introducción de la arqueología del género supuso una identificación explícita entre
el espacio del household y un espacio donde las mujeres habrían operado con
toda probabilidad. Más tarde, el household, aunque se siguió utilizando como categoría para el análisis social, dejó de ser una unidad homogénea y se
convirtió en un organismo compuesto por personas con objetivos e intereses
diferentes.
Desde entonces, muchos estudios se han centrado en el análisis de las
relaciones entre los miembros de una casa y la organización del trabajo
doméstico. La mayor parte de los trabajos arqueológicos que analizan la
organización espacial de las actividades de género dentro de las unidades
domésticas toman como objeto de estudio, sobre todo, asentamientos de
la América Latina precolombina o del Neolítico europeo y de la Edad del
Bronce. En estrecha relación con los trabajos sobre arquitectura doméstica
que estudian los restos arquitectónicos con el fin de describir el comportamiento de los grupos sociales, tenemos la llamada “arqueología de las
casas”; en su defecto, la mayoría de los estudios arquitectónicos tienden a
sobrevalorar las características físicas de las formas arquitectónicas, relegando a la marginalidad las actividades sociales que tienen lugar dentro y fuera
de estas estructuras.
En fin, el problema que se plantea a la hora de estudiar las actividades
domésticas es que, evidentemente, la casa no es una entidad social homogénea; es decir, dentro de las casas se pueden realizar actividades de tipo
universal, pero también podemos encontrar casas especializadas en alguna
actividad concreta. Como vemos, la investigación del género ha intentado
hacer visible a la mujer en el contexto de las casas, pero su mayor defecto
es que esta concepción separa lo que ocurre dentro y fuera de las unidades
domésticas. Como bien indica María Pallarés (2000: 74):
La tendencia a separar las actividades de producción y distribución dentro y fuera de las estructuras de habitación es artificial ya que lo que ocurre
dentro de una unidad espacial sólo puede entenderse si se analiza la interrelación que este espacio mantiene con el resto de unidades espaciales.
En este sentido, las diferencias de género solo se pueden entender cuando se traspasan las barreras de la unidad doméstica y se investiga la orTRIANGLE 4 • June 2011
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ganización espacial del resto de las unidades de espacio social. Es en este
punto cuando surge el dilema entre los espacios públicos y privados, y nos
adentramos en la segunda consideración, que no es partidaria de encerrar a
la mujer en la casa, dentro de la privacidad.
Lawrence (1999) sostiene que la consideración del género en el estudio
de la casa puede favorecer la visibilidad de las mujeres, pero, paradójicamente, también puede contribuir a hacer aún más estrecha la relación entre
la mujer y el contexto doméstico, en el caso de que no se tengan en cuenta
las actividades que realiza fuera de casa, así como las actividades que el
hombre realiza en ella. Por este motivo, el modelo que asocia a la mujer al
espacio privado y doméstico se contradice a sí mismo, de modo que es necesario estudiar el género tanto en la esfera pública como en la privada. De
este modo, llegamos a la conclusión de que el espacio de las actividades de
mantenimiento no se puede fijar a priori en el análisis arqueológico. El espacio de estas actividades es mucho más amplio que el espacio del household
y, en cierto modo, no necesita de la presencia física de estructuras arquitectónicas identificadas como casas. Las actividades de mantenimiento, pues,
pueden traspasar el umbral de la casa. Como indican muchos investigadores partidarios de este modelo, la asignación a las mujeres del espacio físico
de la vivienda como único ámbito de acción es una pretensión ideológica
más del modelo de lo público y lo privado.
En resumen, debemos tener en cuenta que la casa constituye un espacio
físico importante para la realización de las actividades de mantenimiento,
y que es vital para los estudios de género y espacio. No obstante, muchos
ejemplos dan testimonio del desarrollo de actividades de mantenimiento en
otros espacios que no son considerados privados, sino públicos; nos estamos
refiriendo a calles, mercados, plazas, etc. Con esta consideración damos un
paso de gigante en la búsqueda de la mujer en el pasado: es cierto que la
podemos asociar con la realización de actividades de mantenimiento, pero
no solo en el ámbito doméstico y privado, sino también en los espacios
públicos.
A grandes rasgos, hemos visto que la categoría de actividades de mantenimiento surge con el propósito de conceptualizar las prácticas y las experiencias de las mujeres en el pasado, aunque, en realidad, hacen referencia
a un conjunto de actividades que se han venido agrupando tradicionalmente en el ámbito de lo doméstico. A la vista de este encasillamiento, Sandra
Montón (2000: 52-53) prefiere utilizar el término “actividades de mantenimiento”, frente al de “actividades domésticas”, debido a la carga semántica
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que soporta el término “doméstico” y la tradición de su uso dentro del modelo de lo público y lo privado. También otras autoras, como Ruth Tringham
(1999, orig. 1991), han manifestado esa reticencia. En efecto, el uso del concepto de “actividades de mantenimiento” nos ayuda a desprendernos de las
connotaciones del término “doméstico” y de su asociación al espacio fijo de
la casa.
En general, lo que ha intentado la arqueología del género ha sido ampliar el espacio social y físico de las mujeres. En un claro paralelismo con
otros campos de las ciencias sociales, se ha demostrado que, en el pasado, las mujeres no estaban condenadas al ámbito de lo doméstico y, lo más
importante, que sus actividades también se podían encontrar en el espacio
público tradicionalmente asignado a los hombres: hemos encontrado espacios de mujeres, mujeres con espacio.
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