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Un día en la vida, 5 de agosto pero de 1895 Mi abuelo Engels Por: Raúl Jiménez Lescas ¡Qué antorcha de la razón se ha apagado! ¡Qué gran corazón ha dejado de latir! Conocí a mi abuelo Engels en Oaxaca en 1976, en realidad su nombre fue Friderich Engels. De no traicionarme la memoria (lo hace a menudo) fue en la Escuela de Bellas Artes de la UABJO, edificio hermoso adjunto a una iglesia que mira de frente a la majestuosa iglesia de La Soledad, patrona de los oaxaqueños del valle. Corría el año de 1976 y los electricistas de la Tendencia Democrática del SUTERM, liderados por un uruapense, Rafael Galván, despertaron sentimientos eléctricos entre muchos de los estudiantes del bachillerato en electricidad del Tecnológico Regional de Oaxaca. Un hombre barbado, al estilo Trotsky, nos dio un ciclo de charlas sobre el “marxismo” por las tardes en un majestuoso salón de las Bellas Artes, con un piano de por medio. Y me miró fijo a los ojos, diciendo: “Tú, vas a exponer éste texto”. Sí, Ernesto, dije yo. El texto era el más complejo de todos: “Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana”. ¿Señor? Dije. Dime “camarada”, respondió. Camarada, cómo se pronuncia esta cosa. Sonrió. Foyerbag. Así, alargando la gggg. -Es alemán- dijo sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, pero yo no vacilé. -Sí, camarada. Lo leí y lo releí un par de veces. Mi abstract fue contundente: genial. Mis palabras claves: genial. Un texto genial, para mí en ese momento. Mi madre me miraba leer y leer, sin pararme ni por el agua. Se acercó, prudentemente, como siempre lo hacía. -¿Y ahora qué lees mijito? Mostré el texto que cambiaría mi manera de pensar. Pero no fue ese texto por lo que le tomé cariño a mi abuelo, sino cuando después leí “La Situación de la clase obrera en Inglaterra”. Entonces me identifiqué. Era un obrerista como el abuelo. Después me enteré que le gustaban las irlandesas, guauuu, a mí también. Y, para colmo, le gustaba el vino tinto, a mí también. Quería una revolución social, la soñaba todos los días. Solo faltaba un elemento para que fuera mi abuelo cariñoso: Que le interesara la historia y la antropología, hasta que leí “El papel del trabajo en la transformación de la evolución del mono en hombre”. Como era joven y matemático, me dejó la boca abierta, cuando conocí su obra “Dialéctica de la Naturaleza”. No pues sí, debe ser mi abuelo, dije. Me interesaba saber cómo administraba la fábrica de la familia Engels en Manchester sin explotar la fuerza de trabajo, es decir, devolver la plusvalía a los obreros. Ya el padre de las cooperativas, el gran Robert (Owen), lo había intentado con éxito. Tiempo después me llamó mucho la atención cómo el abuelo pretendió resolver el problema de la vivienda (ni el Infonavit lo ha logrado). Otra cosa que me llamaba la atención fue su interés por los campesinos, y de ahí salieron textos interesantes como “Las guerras campesinas en Alemania”que redactó en entregas para la revista que su compadre dirigía (Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue), entre otros, ya que las obras completas de Marx y Engels apenas caben en 100 pesados tomos. El abue fue un hombre excepcional: nacido en 1820 en el seno de una rica familia empresarial de la Renana, el joven Engels se convirtió en promotor del cambio social en la época de la Revolución Industrial (ya empezada la segunda), junto a su compadre Karl Marx, construyeron la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), mejor conocida como la Primera Internacional entre 1864 y 1872. Cuando imparto cursos de historia del movimiento obrero, con mucho cariño me detengo a estudiar la AIT, porque esos hombres y mujeres de la segunda mitad del siglo XIX, sin internet, ni autos, ni celulares, lograron construir una compleja e interesante red de trabajadores y trabajadoras por toda Europa, que se extendió a otros continentes. Tuvieron una hermosa hija, pero que solo vivió 72 días: La Comuna de París de 1871. Se consideró asimismo como el “segundo violín” de la orquesta que cambiaría el mundo. ¿Acaso el segundo violín no tiene el mismo talento que el primer violín? Al morir Marx, el abuelo de los obreros y sindicalistas y socialistas se dedicó a terminar la obra Marxiana, como el tercer tomo de El Capital. Me gustaba de mi abuelo que se relaciona, en su juventud con los conspirativos de “Liga de los comunistas” porque soñaban con cambiar el mundo, pero no sabían cómo. Como yo. Fue entonces que esos diablos rojos, más que rojos, le encomendaron a mi abue y a su compadre Karl Marx, redactar el Manifiesto del Partido Comunista, que vio a la luz semanas antes de que estallara la primera Revolución obrera y social del siglo XIX, la de febrero de 1848. Ahí estuvo en las barricadas mi compadre griego, Plotino R. Rodakanati, el griego, le decíamos. Plotino, tomó después un barco con dirección al golfo de México. Tocó el puerto de Veracruz, se dirigió a la ciudad de México, hizo contactos (y no sé por qué razón) se fue a Chalco, donde fundó la primera escuela de educación mutualista y socialista, de ahí salieron los primeros grandes pre sindicalistas y agraristas, mi compadre Julio Chávez López o López Chávez, que se levantó en armas por un reparto de tierras. Mi abue Engels, en ese entonces tenía una virtud, como Karl Marx ya había muerto: paría más hijos e hijas revolucionarias que Zeus en el Olimpo y en la tierra. Un joven, apodado Lenin, quería conocerlo, pero no lo logró. Otros hijos brillantes fueron, por ejemplo el ruso Plejanov o la alemana-polaca, Rosita la Roja, o la sindicalista Clara Zetkin, en fin una camada de cuadros que intentaron cambiar el mundo entre la muerte de Engels y la Revolución Soviética de 1917. Me acuerdo bien, que ya viejito, llevaron a mi abue a ver la manifestación del 1º de mayo de 1890 en Londres y, como siempre, tomo la pluma y escribió: “Tenía la cabeza dos pulgadas más grande” le dijo a Bebel, después de observar la manifestación de los obreros londinenses. Los nietos de los cartistas entraron en escena, escribió. El abue no era convencional, pese a ser un hombre del siglo XIX, era “moderno”, nunca se casó por las leyes ni por la iglesia, creía en el amor libre, tampoco poco quiso que se le enterrara, sino por el contrario que sus cenizas se arrojaran al mar, como sucedió. Sólo 5 años después de la primera conmemoración del 1º de Mayo de 1890, el abuelo Engels cerró los ojos a los 75 años de edad. Eduard Bernstein narró un testimonio sobre el funeral de Engels y la inexistencia de su tumba, citado y comentado por el periodista e historiador inglés Tristram Hunt: “Al oeste de Eastbourne los acantilados se elevan poco a poco hasta formar el inmenso cabo calcáreo de Beachy Head, de casi unos ciento sesenta metros de altura. Cubierto de hierba en lo alto, al principio asciende suavemente hasta que cae bruscamente al agua, mientras, abajo, exhibe toda suerte de entradas y cúmulos distantes”. “A ese escenario indiscutiblemente inglés, ‘un día de otoño muy desapacible’ Eduard Bernstein recordó haber viajado junto con Tussy [Eleanor Marx, la hija del genio de Tréveris], [Edward] Aveling y Friedrich Lessner. Esos cuatro toscos socialistas —un cuarteto incongruente en el refinado Eastbourne— alquilaron una barca y se pusieron a remar hacia el Canal de la Mancha. ‘A unas cinco o seis millas de Beachy Head’ se volvieron para contemplar la costa espectacular de las South Downs, y luego, siguiendo el claro dictado de la voluntad del difunto, echaron al mar la urna con las cenizas de Friedrich Engels. Ni en la vida ni en la muerte, nada que pudiera quitarle méritos a Marx: ni una lápida en Highgate ni panteón familiar; tampoco un monumento público al hombre de contradicciones tan fascinantes y abnegación sin límites. Tras sus breves años de primer violín, Engels volvió a la orquesta.”. En 1995, con diversas organizaciones, promovimos la conmemoración del Centenario Luctuoso de Federico Engels, que tuvo un acto político y cultural en Coyoacán de la ciudad de México, aún se conserva el cartel conmemorativo, que fue pintado por un gran artista amigo de la Unión de Vecinos y Damnificados, la UVYD. Por lo que podemos decir, parafraseando a Lenin, que a su vez parafraseó al poeta ruso Nikolái Alexéievich Nekrásov En memoria de Dobroliúbov: ¡Qué antorcha de la razón se ha apagado! ¡Qué gran corazón ha dejado de latir!