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Fusilados al amanecer Walsh y el crimen de Suárez Roberto Ferro A Ramón Plaza Introducción Tras los papeles de Walsh I – Aproximaciones a una cartografía incesante El oficio de escritor Antes de Cuba, el Caso Satanowsky En busca de la literatura perdida De los textos y sus géneros Los años de “¿Quién mató a Rosendo?” Un libro abierto II - Un periodista muy oscuro Un cuento extraño Antes y después del golpe Arriesgando el capital III - El 9 de junio de 1956 La caída del peronismo Una insurrección anunciada El crimen de Suárez Una voz en la ventana IV - La denuncia en Propósitos El hombre que mordió al perro Castigo a los culpables V - La entrevista a Livraga Hay un fusilado que habla La entrevista sigue inédita Alguien se atreve a publicarla Las hojitas amarillas llegan a los kioscos VI – La investigación sigue en Revolución Nacional Calle de la amargura: Hipólito Yrigoyen 4519 La mujer que está sola y espera Los informes de Atilas El enterrado vivo Ante todo la verdad El exiliado del fondo Los pasos tras las huellas VII – El libro que no encontraba editor De Fusilados al amanecer a Operación Masacre La edición de Mayoría La otra trama Vida cotidiana y detención Los oficios terrestres Los libros y el mundo Inquisición y no saber Los lugares de tránsito Las persianas, las puertas, las mirillas, las cerraduras Siniestro basural La radio y el tiempo Hay sangre en la biblioteca Los espectros de Shakespeare Las reescrituras sin fin VIII - El relato continúa La política gana la partida La aguerrida prensa nacionalista Trasposición de jugadas La confesión de un hombre abatido y sombrío El día de justicia no llega El asesino tiene quien lo ascienda La respuesta fue siempre el silencio IX - En el comienzo hubo una entrevista– El ur-texto de Operación Masacre 1.-Transiciones genéricas y temáticas Las variaciones perdidas La voz y el relato Entre el testimonio y la novela Las palabras y los otros Cuestión de género Los pasajes 2.-Estructuración retórica 3.-Permanencia y movilidad En el principio fue una voz X – Una crónica de la campaña periodística XI –Después de Rodolfo Walsh BIBLIOGRAFIA SELECTA Introducción Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de meter toda mi sangre en mis ideas. José Carlos Mariátegui Tras los papeles de Walsh Entre abril y diciembre de 1986 dicté en el Centro Cultural San Martín un seminario con un título tan atractivo como desmesurado: “La novela en Latinoamérica”. En ese período aun se conservaba un activo entusiasmo por el reciente regreso de la democracia; las actividades programadas en el Centro Cultural San Martín, por entonces dirigido por Javier Torre, convocaban a una asistencia tan numerosa que hoy, al recordarla, me genera asombro y una cierta pausada envidia. En el momento de confeccionar el programa, tuve la ocurrencia provocativa de proponer la lectura crítica de Operación Masacre en un curso sobre la novela latinoamericana, alineándolo junto a Roberto Arlt, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, David Viñas, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Me guiaba la idea de que el texto de Rodolfo Walsh leído exclusivamente desde su significación política dejaba de lado su densidad literaria y me pareció que era una buena oportunidad para exponer públicamente la cuestión. La recepción de esa perspectiva de lectura desató adhesiones y disensos en el seminario. Pero, sobre todo, hubo una circunstancia que provocó una situación inesperada para mí: Operación Masacre, un libro perseguido por tantas censuras, había sido celosamente conservado en sus distintas ediciones por sus consecuentes lectores en períodos distantes unos de otros -en aquel nutrido grupo de asistentes convergían varias generaciones- lo que trajo como derivación que con el transcurrir de las clases se fueran haciendo cada vez más relevantes y significativas las notables diferencias entre las sucesivas versiones. Si bien tenía conocimiento de que Walsh había ido introduciendo variantes en el texto a lo largo del tiempo, no había imaginado que eran de tal magnitud. Trabajaba en esos años sobre asuntos relacionados con la teoría de la lectura, lo que acrecentó mi deseo de profundizar en el tema orientándolo hacia dos direcciones. Por una parte, comencé la recopilación minuciosa de todas las informaciones y testimonios posibles vinculados con la investigación que Walsh había llevado a cabo para esclarecer los fusilamientos. Y por otra, me propuse emprender un estudio comparativo de las distintas ediciones de Operación Masacre, así como del conjunto de artículos de la campaña periodística de la que, originalmente, ese libro había formado parte, con el objetivo de establecer las variantes correlativas. Ese fue el punto de partida de una búsqueda que, en su primera etapa, abarcó tres años en los que entrevisté a muchos de los que estuvieron vinculados con Walsh mientras investigaba los fusilamientos de junio: Máximo von Kotsch, el abogado de Juan Carlos Livraga, de quien recibe el primer testimonio de los sucesos; Ida Imas de Doglia, madre de Jorge Doglia, funcionario de la policía de la provincia de Buenos Aires que denunció a Fernández Suárez por torturas y abusos en las comisarías y cárceles; Eduardo Schaposnik, consejero socialista en la Junta Consultiva de la provincia de Buenos Aires; Enriqueta Muñiz, que participó activamente en la investigación y a quien Walsh dedica Operación Masacre; el teniente de fragata Jorge Dillon, que dio su testimonio ante la justicia contra Fernández Suárez; Reinaldo Benavídez, sobreviviente de la masacre; Elina Tejerina, esposa de Walsh y madre de sus dos hijas; Wilfredo Rossi, miembro de la redacción del periódico Revolución Nacional; Bruno Jacovella, director de la revista Mayoría; Marcelo Sánchez Sorondo, director del periódico Azul y Blanco y de Ediciones Sigla; Poupée Blanchard, compañera de Walsh en el período de la investigación del asesinato del doctor Marcos Satanowsky y durante su estadía de La Habana; Lilia Ferreyra, compañera de Walsh desde la época del periódico CGT hasta su desaparición; y Patricia Walsh, hija del escritor, que me facilitó valiosa documentación para poder elaborar un análisis más exhaustivo de algunas etapas de la historia de su padre. También obtuve numerosos testimonios de familiares de las víctimas, de colegas de Walsh en su paso por la editorial Hachette y de miembros de la resistencia peronista que habían participado en los sucesos de junio de 1956. No hay un modo apropiado en que pueda hacer una síntesis acerca de las experiencias de vida con las que me vincule. Las múltiples perspectivas que fui sumando me permitieron conjeturar con cierta precisión las íntimas relaciones entre escritura e investigación que tuvieron como resultado Operación Masacre. Mientras tanto, mi exploración bibliográfica había comenzado en los viejos archivos de la Biblioteca Nacional en la calle México, con el paciente cotejo de los interminables repertorios de fichas de cartulina ajadas por el uso y el paso de los años. En las letras de cada palabra, delineadas con destreza artesanal, la continuación de su enlace no aparecía tan sólo como un elemento caligráfico, sino más bien como un territorio en donde se asentaba el valor lógico, puesto que el ligado de las letras en combinación con los intersticios entre las palabras acentuaba la idea de unidades insulares. La distancia de unas a otras y la unión o engarce entre las letras modelaban las palabras como grabados cuneiformes, individualizados y separados entre sí, claros y distintos, casi siempre trazados con un manejo diestro de la letra magistral inglesa. Las fichas que correspondían a Walsh, Rodolfo Jorge exhibían, más que ocultaban, la ausencia de sus obras más conocidas. Cuando en algunos casos, a pesar de las sucesivas expurgaciones, había permanecido el registro, la papeleta de pedido regresaba con una respuesta dicha a veces con laconismo profesional, a veces con un dejo de preocupación íntimo: “no está en los estantes”. De todos modos, había otras fichas ordenadas bajo ese rubro. Se podían encontrar, quizás más allá del cambio de soporte, se pueden hoy encontrar: Walsh, Rodolfo Jorge. Traductor: Young, Cliff, El dibujo del vestido de pies a cabeza, Buenos Aires, Hachette, 1952; Marshall, Daniel, El dibujo de la cabeza en el arte comercial, Hachette, Buenos Aires, 1951; Woolrich, Cornell, La novia vestía de negro, Buenos Aires, Hachette, 1948; la lista es extensa. En aquellas circunstancias, tuve una imagen recargada de los que habían censurado o desaparecido sus textos pues los veía en el acto mismo de desnudar su imbecilidad, su descomunal torpeza: habían dejado intacto, seguramente porque lo consideraron inofensivo, el rasgo que mejor define a Rodolfo Walsh, el de lector, un atento y riguroso lector que interviene constantemente en lo que lee; su escritura siempre tuvo esa impronta, que en el sentido más amplio de la palabra se puede designar como la huella del traductor. Esa huella, que los censores no pudieron percibir, es la inscripción ponderada por la que buscaba acercarme a su obra. En el rastreo tenaz de esa marca me he colocado fuera del cómodo abrigo de las disquisiciones genéricas, afirmado por entonces y ahora al correr de estas líneas, en la convicción de que los trazos indelebles de su escritura están íntimamente vinculados con un gesto incorruptible de comprensión histórica. Cada paso que daba, cada indicio que encontraba, me sostenían en la idea de que la obra de Rodolfo Walsh aparece como un espacio en el que se traman de modo indiscernible los registros discursivos y la sociedad que los produce; en el cuerpo de la letra se confabula la inevitable efectividad de los hechos y la utopía de la transformación social. Entre la libertad y la memoria, sus textos son, más allá de toda especulación, una elección ética. Correlativamente, comencé un largo peregrinaje para lograr ubicar los ejemplares de las publicaciones de la campaña periodística que Walsh había llevado a cabo durante su investigación de la masacre de Suárez. Fatigué durante muchos meses los mostradores de las bibliotecas públicas y las mesas librerías de viejo, asedié hasta el cansancio a coleccionistas de revistas políticas y a historiadores especializados en ese período. No era fácil hallar esos ejemplares de Propósitos, de Revolución Nacional, de Mayoría o de Azul y Blanco. Con el mismo criterio destructivo aplicado a las bibliotecas, las hemerotecas públicas habían sido expurgadas por los fieles servidores de las dictaduras, que arrasaron valiosas colecciones de revistas y diarios con el mandato de sustraer a la mirada de los lectores, ocultando o destruyendo, todo aquello que, para su limitado entendimiento, merecía ser desaparecido. A pesar de ello, tuve la inestimable colaboración de muchos bibliotecarios perseverantes, que sentían como propia la mutilación del patrimonio cultural; ellos me acompañaron muchas tardes en la exploración de recónditas estanterías subterráneas a las que podían haber ido a parar esas revistas; algunas veces, las menos, esa tenacidad tuvo su recompensa, otras, apenas me iba con una incierta pista de un posible paradero. Todos los caminos me llevaron a Rogelio García Lupo, amigo personal de Walsh y compañero de muchas de sus aventuras periodísticas. Ante todo, me alentó a seguir; había algunos resquicios que me faltaban escarbar, me dio datos, me facilitó contactos, me abrió la caja de Pandora de su memoria unánime. Una de las pistas de García Lupo me condujo a Emilio Cafure, oficiante destacado de la notable estirpe de libreros de usados que persevera en Buenos Aires; Emilio me puso su hombro generoso y desinteresado para que pudiera completar la serie de publicaciones con los artículos que componían la campaña periodística de Rodolfo Walsh. Después hubo otras estaciones, un ir y volver sobre el texto, la exigencia inquisitiva no tiene fin. Regresé una y otra vez sobre Operación Masacre, estoy demasiado ligado a esas páginas como para imaginar que puedo separarme de la memoria tramada entre mis ojos y su letra. La escritura es sólo un instante, exige la insistencia de la mirada para no desaparecer, la escritura demanda la solidaridad de la lectura; por eso, los diligentes cómplices de los asesinos no repararon en el Walsh lector, el que vuelve una y otra vez sobre los hechos para comprenderlos, para asediar la verdad, el Walsh que revisa sus textos para insertar su lectura, siempre otra, para rescribirlos; los censores habían ignorado al Walsh lector, que descifra y escribe trastornando lo que lee, el que traduce. Ese traductor es el que hace un aporte decisivo a la conciencia política de las generaciones de lectores que se confabulan con su escritura. Walsh como escritor ha sido capaz de traducir experiencias que no le pertenecieron, a tal punto que sus textos son una cifra de la deriva de las series históricas más que revelaciones sobre hechos puntuales. Los sucesivos artículos que fui escribiendo, las ponencias en Congresos literarios, los seminarios que dicté en Universidades argentinas y del extranjero, tratando de difundir la obra de Rodolfo Walsh, fueron posibles por el apoyo de todos los que generosamente me alentaron para sostener mis obsesiones. En los primeros años de mis pesquisas, tuve un notable compañero de ruta, un crítico sagaz y un consejero implacable, Ramón Plaza, a quien le debo la generosidad de muchas intuiciones disparadas con inteligente impunidad en medio de alguna conversación urgente. Esas iluminaciones abrieron brechas audaces en las barreras críticas y teóricas que me había propuesto atravesar para apartarme de los modelos cristalizados con los que se suele encapsular Operación Masacre. En las páginas que siguen, retomo mi concepción de que los artículos de la campaña periodística y las cuatro ediciones en libro de Operación Masacre pueden ser leídos como un conjunto unitario al que he nombrado con el término corpus, la idea no implica la sujeción de los textos que lo componen a un orden jerárquico que los subsuma y les niegue autonomía; se trata, por lo tanto, de una construcción de mi mirada crítica que privilegia algunas relaciones que se establecen entre ellos. Una de esas relaciones, la imposibilidad de alcanzar una versión última y correcta de la historia, implica presentar a los lectores de la posteridad una perspectiva de participación activa en la construcción del sentido. Para mí, seguir leyendo a Walsh ha sido una tarea indeclinable, probablemente porque me resisto a pensar que su escritura pertenece más al pasado que al futuro de la literatura y, sin embargo, no considero mi búsqueda como un ejercicio de nostalgia sino de deseo de un horizonte utópico. En Fusilados al amanecer, he reformulado algunos de los textos que fui publicando a lo largo de estos años y también, he agregado secciones completas con nuevos aportes, quizá, como prueba de mi excesiva inquietud. Buenos Aires, Coghlan, abril de 2009. I – Aproximaciones a una cartografía incesante Usar el lenguaje como un objeto, esgrimirlo como un martillo. El oficio de escritor La escritura de Rodolfo Walsh parece estar movida por el sueño secreto de un cartógrafo lúcido y tenaz, que convencido de la inestabilidad del sentido del trazo no concibió su empresa como un sueño individual, sino como un proyecto que se propone provocar en los lectores movimientos incesantes de perpetua inquietud. La obstinación en recortar el sentido de su escritura centrando las interpretaciones críticas en las circunstancias políticas que refiere tiene un lastre que he buscado conjurar: el olvido de las relaciones que el conjunto de sus textos va tramando con los discursos constitutivos de la literatura, la antropología, el periodismo, la historia. En marzo de 1977, cuando distribuye su último texto, “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, trabajaba en un ambicioso plan vinculado a la imaginación literaria: Tengo un proyecto que abarca épocas diferentes y va desde 1880 a 1968. Cada momento es una historia cerrada. La primera recoge una tradición oral que los prácticos y los baqueanos del Río de la Plata transmiten de padres a hijos: la historia de un hombre que, a fines del XIX, consiguió atravesar el río a caballo, durante una bajante prodigiosa. [...]Esa no es la historia central. Otra de las anécdotas reconstruye un mensaje que le escribe a Perón Lidia Moussompes, la mujer del protagonista de “Cartas”. Cada historia va a ser tratada con un lenguaje único. La preocupación central de todo escritor es descubrir el idioma de sus narraciones, tratar de encontrar la forma que parece ser la única manera posible de contarla. “He sido traído y llevado por los tiempos”, entrevista de Ricardo Piglia en Crisis N° 55, Noviembre de 1987. Los géneros literarios dependen menos de los textos que del modo en que son leídos; la sentencia borgeana aparece aún más inapelable ante la narrativa de Rodolfo Walsh. Leído retrospectivamente, ese fragmento es un indicio de que el propósito de escribir una novela “seria”, mencionado en el prólogo de Operación Masacre, no había sido abandonado nunca, sino que lo acompañó a los largo de los años como una dimensión primordial de su vida. La búsqueda de esa forma, a la que alude, no iba a fundarse, seguramente, en la vacía consistencia de los estereotipos, sino en el desmontaje de la legitimación institucionalizada con que son impuestos, jugando toda su apuesta a la aventura de la palabra literaria. Esa es la perspectiva en la que me sitúo al volver a leer Operación Masacre en los primeros años del siglo XXI, una perspectiva que no oculta mis obsesiones y mi asombro ante la escritura de Rodolfo Walsh. Me preocupa, asimismo, reflexionar sobre una distinta circulación de los textos que es una marca de época y, paralelamente, sobre la perturbación que esa escritura produce en el sistema de periodizaciones y taxonomías que la crítica literaria establece, lo que conlleva la ampliación del campo de significación a un tejido abierto con múltiples articulaciones. Hoy la lectura crítica de Operación Masacre abre la posibilidad de diseñar otros dispositivos de interpretación que revisen el entramado de tensiones que atraviesa y vincula literatura y política, por una parte, y ética y estética, por otra. La aparición de Operación Masacre constituye un punto de inflexión que deviene en corte o ruptura con lo pre-visto, una instancia decisiva en la que la palabra escrita interviene como crítica en la realidad, sin pretender constituirse en su repetición refleja, y, por lo tanto, provocando una crisis irreversible de los modelos de paralelismo y transparencia, con su pretensión de trasmisores unívocos de un deber decir autorizado, que se legitimaba como la vía natural de la denuncia. Rodolfo Walsh había comenzado a construir su proyecto intelectual desde las inestables orillas del espacio literario argentino de los años 50; en la primera etapa, de modo inequívoco, aspira a la legitimación que podría otorgarle el grupo Sur o los suplementos culturales de los grandes diarios. A partir de su investigación y denuncia de los fusilamientos ilegales de José León Suárez se produce un desvío de ese proyecto, el joven escritor desecha el capital simbólico que costosamente había acumulado para ingresar en el riesgoso espacio del periodismo independiente, instalándose así en una práctica que cuestiona los presupuestos que lo habían guiado hasta ese momento. Antes de Cuba, el Caso Satanowsky A principios de abril de 1958, los hermanos Tulio y Bruno Jacovella le ofrecen a Rodolfo Walsh la publicación de una serie de notas sobre el asesinato del doctor Marcos Satanowsky para la revista Mayoría, en la que había aparecido por primera vez Operación Masacre. El crimen, cometido el 13 de junio de 1957, seguía hasta entonces impune; todas las sospechas se dirigían hacia los despachos oficiales; alguno de los presuntos autores estaba identificado pero la maquinaria judicial se mostraba morosa, llamativamente inmutable ante el reclamo público. El secreto parecía destinado a diluirse en pesquisas policiales torpes y tardías o en resoluciones de una justicia extremadamente burocrática y teñida de una inequívoca complicidad. Walsh acepta. Las notas de Mayoría, que aparecieron entre junio y diciembre de 1958, exponen una tenaz e inclaudicable inquisición de los límites que los poderes reales le impusieron a las instituciones de la democracia formal, recientemente repuestas. Un indicio de la postura de Walsh frente al nuevo gobierno se puede rastrear en las entrevistas que le hace el 1° de marzo al presidente electo, Arturo Frondizi, y el 15 de ese mismo mes, a su equipo de gobierno, para la revista Leoplán. A partir de los elementos de que dispone inicialmente en su investigación, Walsh arma una triple hipótesis, que luego se va a confirmar plenamente, más allá de los avatares de la identificación de los ejecutores y sus instigadores: 1)fue un crimen oficial, 2)hubo pasividad judicial, 3)hubo encubrimiento policial. En uno de los pedidos de informes que dirigía habitualmente a la familia Satanowsky señala: Este es uno de los crímenes más "literarios" que se han cometido nunca: un crimen de literatura policial. En ese campo, una frase de un panfleto (por ejemplo) que para ustedes a lo mejor no significa nada, para mí puede ser una prueba. Ver Roberto Ferro, “Escritura Periodística y poderes públicos. Las notas de Mayoría.” en Rodolfo Walsh, Caso Satanowsky, Roberto Ferro (Ed.) Buenos Aires, Ediciones De la Flor, 1997. Todas las citas remiten a esa edición. Esa convicción será uno de los ejes de su estrategia investigativa en la serie inicial de Caso Satanowsky, que sigue casi literalmente el programa narrativo de los detectives de la novela de enigmas: primero, confrontar las declaraciones de los testigos, luego, interpretar los indicios materiales y finalmente, tender una trampa para descubrir a los asesinos. Este último paso, Walsh lo va a desplegar en la escritura. Pero las hipótesis de Walsh trastornan los códigos narrativos de la literatura policial. Si el crimen es oficial, entonces, el culpable es alguien que forma parte del Estado; ello exige una serie de desplazamientos sobre la pareja culpable/víctima que implican una modificación substancial: los culpables representan a la ley y la víctima entra en la difusa bruma de la sospecha. Ya no hay posibilidad de una conclusión que suponga un retorno a un orden transgredido por el delito. La puesta en cuestión de los roles codificados por el género policial significa la inevitable politización del relato, que exhibe desaforadamente cómo los móviles del crimen están más allá de los límites del ámbito privado: de lo que se trata, entonces, es de un conflicto social. Si aquéllos que en una sociedad tienen por función resguardar la ley y castigar a los delincuentes, son los que la transgreden impunemente, no queda posibilidad alguna de garantía de justicia. Pero el Walsh, que a mediados de 1958 investiga este asesinato, se reserva todavía la esperanza de una cuota de credibilidad, confía que no es todo el aparato del Estado el que está comprometido, pretende apoyar a las instancias institucionales que puedan reponer la justicia. En el "Prólogo suave" afirma: Uno de los fines de este trabajo es iluminar a pleno día a esas responsabilidades incumplidas. Pero no es el único. Cuando en una comunidad básicamente sana, fallan determinadas instituciones, otras las reemplazan, o las reemplazan simples particulares. La primera serie de Caso Satanowsky comprende quince notas, aparecidas desde el 9 de junio hasta el 15 de setiembre, que se organizan siguiendo un plan argumentativo que exhibe un desarrollo cuidadosamente planificado. La configuración que Walsh le otorga al relato va construyendo la versión de los acontecimientos a través de la selección y el montaje de los materiales que se ensamblan en torno a los enigmas. Las notas traman indicios, datos, rastros, informes, conjeturas, que se articulan en torno a dos historias, la del crimen y la de la investigación. Al asedio de los asesinos sobre su víctima, Walsh yuxtapone el asedio de la investigación sobre los culpables. El enigma es un vacío sometido a prueba por el trabajo de desciframiento y por el rigor de la investigación. Esa primera parte de Caso Satanowsky está separada en cinco secciones: "Los anuncios", "La sangre derramada...", "El escenógrafo", "La investigación oficial" y "El móvil", que a su vez constan de un total de treinta y dos capítulos, todos ellos titulados, más un "Prólogo suave" y un "Provisorio epílogo". En los artículos de Mayoría convergen un vasto entrecruzamiento de géneros discursivos: el ensayo, la denuncia, la investigación periodística, el testimonio, las historias de vida y, básicamente, el relato policial. Todos estos registros se fusionan en una escritura con gran diversidad de ritmos y matices, en la que el suspenso puntúa la espera de la revelación de lo desconocido o de la incertidumbre ante lo que ha acontecido. Del mismo modo que en Operación Masacre su escritura no sólo se vincula de manera innovadora con una compleja realidad atravesada por supuestos, sino que ella misma deviene una construcción textual que supone una fractura con la concepción ampliamente aceptada, aun vigente todavía en la actualidad, de que la representación social en literatura sólo es posible si se recurre a las estéticas reflejas. El suspenso, uno de los rasgos constitutivos del género policial, se desliza y entrecruza en la narración de Walsh, su modulación marca la puesta en relato del material acumulado en la investigación. La alusión y el diferimiento articulan la historia, que se organiza y monta en la intersección de las certezas que surgen de los testimonios y de los indicios con las conjeturas sobre los sospechosos. La escritura de Walsh diseña y dispone una temporalidad en la que se imbrican la revelación de la prueba y la espera de lo que se desconoce aún, pero que ya se insinúa. En las notas de la primera serie de Caso Satanowsky, el suspenso tensa la narración especialmente en aquellas secuencias en las que no hay secreto, Walsh narra el asesinato del abogado entre las notas quinta y sexta. La incertidumbre no es producto del enigma no develado, cumple otra función: es una trampa tendida a los culpables. El relato exhibe una meticulosa economía de dilaciones; mientras escribe, Walsh investiga, está atento a las reacciones que pretende provocar, como buen jugador de ajedrez tiende celadas que le permitan acertar con la dilucidación del crimen. La ilación de la continuidad entre las notas de la primera serie de Caso Satanowsky responde a una lógica argumentativa rigurosa, es evidente que las hipótesis que lo fundamentan se van afirmando a medida que van apareciendo, pero la identificación última de los culpables sigue siendo la mayor dificultad. La seguridad acerca de la inminencia de la resolución del crimen se diluye; Walsh recurre, entonces, a publicar las grabaciones que prueban el móvil, que no dejan duda alguna sobre el mismo, a pesar de que la Cámara de Apelaciones había sobreseído a los extorsionadores. Una prueba irrefutable no acepta más que una interpretación, cualquier otra posibilidad, más que un error, implica complicidad o encubrimiento. En las "Conclusiones", con las que cierra la serie, hace un cuidadoso detalle de los fundamentos de las hipótesis y de las pruebas de los motivos, el informe periodístico se despliega siguiendo la lógica del razonamiento con que el detective de novelas de enigma clausura su caso. Pero mientras que en los relatos policiales el cierre implica la dilucidación del enigma y, consiguientemente, el retorno a la normalidad perturbada tras el desorden provocado por el delito, en Caso Satanowsky las conclusiones son alarmantes, se revela una verdad inquietante, el Estado ampara y oculta a los culpables. El criminal es el Estado. De todos modos, Walsh todavía cree que la reparación es posible, en el último párrafo de las "Conclusiones" dice [...] salvo que surjan hechos nuevos, esta campaña estará terminada en lo que a mí concierne...y agrega luego siempre estaré dispuesto a continuarla en este preciso punto en que la dejo. Walsh profundiza su compromiso con una doble apuesta, por una parte, retoma la publicación de Caso Satanowsky en Mayoría, y por otra, se involucra, acaso como nunca, en una tarea vinculada a un poder del Estado, convencido de que esa es la vía adecuada para alcanzar la justicia. La búsqueda del saber impone a la escritura de la segunda serie de notas -son doce que van desde el 29 de setiembre hasta el 25 de diciembre- otras condiciones; ya no es posible una argumentación rigurosa, que se distribuya en partes, cuidadosamente separada en capítulos, con juegos de omisiones y escamoteos. El escritor que frente al Estado culpable narra y denuncia, que se ha propuesto no sólo el esclarecimiento de un crimen, el descubrimiento de los asesinos, sino que ha llevado a cabo una tenaz porfía contra la venalidad judicial y los artilugios que maneja el poder político para entorpecer la acción de la justicia. Ese escritor vuelve a la calle a investigar, corre todos los riesgos imaginables y, además, el riesgo de participar, por una única vez en su vida, en una investigación oficial. Rodolfo Walsh recibe una credencial que lo acredita como miembro de la Comisión Investigadora, en ese carácter participa en procedimientos acompañando a oficiales de la Policía Federal, presencia interrogatorios, suministra información. Walsh dedica las últimas notas a las pruebas, contundentes, irrefutables más allá de toda manipulación que pretenda desvalorizarlas. Si el relato que articulaba la primera serie de notas de Caso Satanowsky se cruzaba con la narrativa policial de enigma, la segunda serie, simétricamente, se intersecta con la serie negra; la causalidad ya no está ordenada por la lógica sino por la violencia, el factor económico rige las relaciones. El periodista-detective ya no descifra misterios, se mueve en un mundo en el que la competencia individualista propia del capitalismo determina e impone su dogma de apropiación. El crimen es un modo privilegiado de exponer las relaciones sociales. Cuando se revisa atentamente la colección de Mayoría, con la distancia que permiten los más de cincuenta años desde la publicación de Caso Satanowsky, se hacen evidentes por lo menos dos marcas distintivas, la primera, que los textos de Walsh guardan una total independencia en relación con la línea nacionalista cercana al peronismo que los hermanos Jacovella imprimen a su revista y, la segunda, que la escritura de las notas revela una diferencia que las coloca en otro plano, ya no sólo en relación con el medio en el que aparecen sino con el conjunto de producción periodística de la época. En busca de la literatura perdida A fines de 1958, a pesar de que la Comisión Parlamentaria confirmara la acusación a los responsables del crimen de Marcos Satonowsky denunciada en las notas de Mayoría, no hubo ninguna otra consecuencia destacable más que la tenebrosa noticia de que en diciembre de ese año ya no quedaban detenidos por la causa. En ese entonces, Walsh es convocado de Jorge Ricardo Massetti para sumarse a la creación de Prensa Latina, una agencia de noticias cubana que tenía como objetivo contrarrestar la información distorsionada sobre la Revolución que difundían las agencias internacionales. Una vez radicado en La Habana se hace cargo de la sección Servicios Especiales de Prensa Latina. En el prólogo al libro de Massetti Los luchan y los lloran, Walsh evoca la inmensa tarea de posesionar una agencia de noticias de alcance internacional: La empresa pudo parecer utópica. Los monopolios informativos reaccionaron frente a la competencia como todos los monopolios. La guerra desatada contra Prensa Latina invocó el pretexto de que era una agencia oficial: PL era, por supuesto, tan oficial como United Press, Reuter o France Presse: no hay en el mundo una agencia que no responda a los intereses de un estado nacional, o de un grupo monopolista estrechamente vinculado a ese estado. La diferencia consiste en que los países dominantes del mundo occidental prohíben ese lujo a los países dependientes. Rodolfo Walsh, “Prólogo” a Los que luchan y los que lloran de Jorge Ricardo Massetti, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969. Del intenso trabajo periodístico de Walsh en La Habana, se recuerda, especialmente, el desciframiento de las claves secretas utilizadas por el gobierno de Guatemala en una comunicación a su embajador en Washington con el objetivo de coordinar las acciones contra Cuba y, en especial, los planes de invasión a la isla. El hallazgo fortuito de un rollo de teletipo que a los periodistas cubanos les había parecido simplemente una falla de la máquina, le llamó la atención a Walsh que sirviéndose de una antigua afección por la criptografía y cierta dosis de paciencia, descubrió un documento decisivo para probar la política agresiva de los Estados Unidos. La experiencia cubana fue un salto en su competencia periodística; las funciones que desempeñó en Prensa Latina le permitieron adquirir un refinado conocimiento de las redes de intereses internacionales y sus consiguientes imposiciones para condicionar y tergiversar la libre trasmisión de las noticias. Posteriormente, su salida de la isla es consecuencia de las luchas internas entre facciones dentro del gobierno revolucionario. Walsh caracteriza la salida de Massetti de la dirección de Prensa Latina como una consecuencia del auge momentáneo del sectarismo. Ibídem. Tras dos años de gran actividad, regresa a una Buenos Aires atravesada por cambios que trastornan el escenario de finales de los años cincuenta. En primer término, la ilusión desarrollista ha rediseñado el panorama económico y social de los argentinos, en especial de sus clases medias urbanas, más allá de los avatares e infortunios de sus mentores políticos. Luego, y como su manifestación más evidente, los medios de comunicación han comenzado a tener una incidencia decisiva en la construcción de los acontecimientos, en el modo en que se los presenta y pone en circulación y, como consecuencia de ello, ha aumentado su influencia en la formulación de políticas de Estado. Asimismo, esta transformación ha sido acompañada e intensificada por nuevas modalidades de hacer periodismo, de las que el semanario Primera Plana es un ejemplo paradigmático. El grupo Sur que había sido durante treinta años la instancia de legitimación del campo intelectual ha iniciado su indeclinable deterioro. Una de las claves de la larga permanencia de su hegemonía estuvo asentada en la calidad de sus colaboradores nacionales y extranjeros y en la estabilidad relativa de lo que una minoría estratégica aceptaba como buen gusto y valores estéticos. Acaso por primera vez en la historia cultural de América Latina, los acontecimientos del continente alcanzaban mayor relevancia que los que ocurrían en Europa. En esos años, el canon impuesto por la revista comienza a dar muestras de atraso, ya no determina y define la norma, aparece desactualizado. Sus páginas exhiben signos inequívocos de incomprensión ante los avatares políticos, la emergencia de nuevos modos de difusión de los hechos culturales y, básicamente, ante la nueva literatura que se está produciendo en América Latina. Sur que, durante mucho tiempo, fue sinónimo de alta cultura inicia su deslizamiento hacia la museificación. En 1964, la editorial Continental Service publica la segunda edición de Operación Masacre, ahora con un nuevo subtítulo: Y el Expediente Livraga. Con la prueba judicial que conmovió al país. Los siete años de distancia con los hechos que motivaron la obra producen una modificación en los modos de leerla. Los cambios que incorpora Rodolfo Walsh en el texto exhiben un tratamiento que apunta a un desplazamiento del espacio periodístico hacia otros discursos: introduce un nuevo prólogo en lugar del anterior, también sustituye el epílogo; en ambos despliega un protocolo de lectura como una confesión de su pérdida de confianza en la justicia institucional, un valor sobre el que se asentaba su voluntad de hacer pública la masacre. Las numerosas transformaciones apuntan a la síntesis, Walsh suprime frases, aligera el peso de algunos giros, sólo agrega cuando hay algún dato preciso, antes omitido: Releo la historia que ustedes han leído. Hay frases enteras que me molestan, pienso con fastidio que ahora la escribiría mejor. ¿La escribiría? Rodolfo Walsh, Operación Masacre y el expediente Livraga. Con la prueba judicial que conmovió al país, 2da. Ed. Buenos Aires, Continental Service, 1964. Es esta segunda edición la que comienza a ser leída desde una línea de significación más cercana al espacio literario. En 1964, el modo de lectura que privilegiaba la denuncia aparece atenuado por la distancia referencial y por un contexto sociopolítico y un campo intelectual diferentes. En “El escritor argentino y la tradición” Borges atribuye a las literaturas secundarias y marginales, que ocupan un lugar desplazado en relación con las corrientes hegemónicas, una capacidad para disponer un manejo heterodoxo de las tradiciones Jorge Luis Borges, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974.. Estableciendo un deslizamiento homológico de la tesis de Borges, podemos situar a Walsh como un escritor que inicia su proceso de formación en escrituras secundarias y marginales como lo eran la narrativa policial y el periodismo de los magazines populares; a partir de Operación Masacre abandona el gesto de sumisión a la norma y desde ese lugar incierto su escritura despliega un uso transgresivo de la herencia cultural; la refuncionalización de los procedimientos, la traducción como desplazamiento, la combinación de registros heterogéneos y, básicamente, la hibridación de filiaciones son las prácticas irreverentes que van a constituir las marcas distintivas de su textualidad. A mediados de los sesenta, Rodolfo Walsh forma parte del grupo más estrecho de colaboradores de la editorial Jorge Álvarez junto con Joaquín Lavado (Quino), Ricardo Piglia, Susana “Pirí” Lugones, Julia Constela, Rogelio García Lupo, entre otros. Jorge Álvarez fue una de las editoriales que en esos años producen un cambio radical de los catálogos habituales, orientando su atención hacia autores nacionales o latinoamericanos, en particular los nuevos escritores, apostando a la difusión de obras traducidas de autores norteamericanos y europeos dirigidas al interés de un público lector abierto a nuevas corrientes a contramano de los modelos establecidos por el canon de la gran literatura. Si la editorial Hachette, en la que Walsh se inicia, sintetiza una perspectiva en el campo intelectual, una red de relaciones correlativas, un modo de circulación de saberes y una dimensión sociocultural, que sirven de marco a la primera etapa del proyecto intelectual de Walsh; la editorial Jorge Álvarez, de igual modo, cifra sus años de madurez literaria. La etapa de reescritura de la segunda edición de Operación Masacre coincide con un período de intensa relación con el espacio literario, prácticamente no trabaja en el ámbito del periodismo. No es arriesgado conjeturar que en esa época se gesta la poética narrativa de los cuentos de Los oficios terrestres, 1965, y Un kilo de oro, 1967, ambas publicadas por Jorge Álvarez. El Walsh de “Fotos”, “Cartas” y “Esa Mujer” es el que lee y rescribe la segunda edición de Operación Masacre. La narración fragmentada, el cruce de la oralidad y la literatura, el encuentro, el pasaje y la contaminación de materiales documentales, la letra del otro injertada en la escritura, la polifonía cuando aún no tenía la marca registrada de un teórico ruso, la historia como encuentro de múltiples microhistorias; esas huellas emergen una y otra vez en el ojo que lee y la mano que escribe y rescribe; las migraciones, los cruces inextricables, la intensidad de la extensión aparecen difícilmente parcelables desde una topografía genérica rígida. La textualidad de su escritura imprime un cierto corte con lo ya visto, es decir sobre esa instancia del mundo que ya ha sido transitada por marcas de estilo o modelos de representación que la despliegan a partir del lugar común predecible. De los textos y sus géneros Es casi una pulsión de la crítica de los últimos años la imposición de establecer taxonomías, a menudo tajantes y esquemáticas, a los textos de Walsh; de acuerdo con esas taxonomías, una parte de su obra tendría como objeto la comunicación de una verdad, en este caso, la escritura se trasparentaría hasta alcanzar la funcionalidad de un mero instrumento. En cambio, en la otra, la dimensión literaria operaría hacia un adentro de la letra, privilegiando la autorreferencialidad. Los rasgos que confluyen en tal distinción implican una evidente concepción teleológica de la escritura y para ello deben ya sea controlar ya sea obviar la proliferación que desborda las presuposiciones, las desmadra; ese desorden incontrolable en la textualidad de Walsh emerge insistentemente en la diferencia que provoca la inasible diversidad de los espacios de lectura, reinscritos en ella. La configuración genérica, la imposición de márgenes asigna términos, separaciones infranqueables entre territorios nítidamente distinguibles. Pero tal legislación además de ser ilusoria, es engañosa, puesto que implica la anterioridad de los lindes, de los bordes como preexistentes, de fisuras ciegas configuradas a priori y no como el resultado de los movimientos sin límites ni cristalizaciones operados en los campos de legibilidad. La idea de género posibilita establecer zonas de especificidad restringida sobre un vasto territorio meticulosamente parcelado, y a partir de ese presupuesto llamar la atención sobre los rasgos comunes cuya pertenencia asegura la distinción, es decir marcas que garanticen la asignación a una clase. Pero ninguno de esos rasgos o marcas del código genérico pertenece a la escritura, sino que son pliegues relativamente estables de los modos de lectura que operan sobre los textos. En 1969, en la “Noticia preliminar” a ¿Quién mato a Rosendo? Walsh anota: Si alguien quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya. Rodolfo Walsh, ¿Quién mató a Rosendo?, Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1969. Todas las citas remiten a esa edición. En 1965, en el prólogo a Un kilo de oro dice: El cuento titulado “Esa mujer” se refiere, desde luego, a un episodio histórico que todos en la Argentina recuerdan. Rodolfo Walsh, Un Kilo de oro, en Obra literaria completa, México, Siglo XXI, 1981. Los textos se despliegan extendiendo el territorio de la escritura hacia múltiples escenas de lectura; la incidencia de los contextos es puntual, la variedad de los campos de legibilidad construye en torno de la letra la memoria del palimpsesto. La propia interpretación de Walsh de finales de los sesenta y principios de los setenta, ceñida a las exigencias sociopolíticas de privilegiar la dimensión ejemplar de Operación Masacre, manifiesta tanto la legitimidad de su intervención como sus propios límites, desbordados por el espesor de la escritura. Los años de “¿Quién mató a Rosendo?” En febrero de 1969, aparece la tercera edición de Operación Masacre que publica Jorge Álvarez. El título se presenta despojado de comentarios, nuevamente Walsh introduce cambios y agregados que diferencian esta edición de las anteriores. En esa época, dirige el periódico CGT, publicación de la CGT de los Argentinos, liderada por el dirigente gráfico Raimundo Ongaro, en la que se alinean los gremios combativos en abierta oposición al sindicalismo colaboracionista con la dictadura de Onganía. A principios de 1968, Walsh había viajado a Cuba para participar en el Congreso Cultural de La Habana; al regresar por vía aérea debió hacer una escala obligada en Madrid, aprovecha la oportunidad para visitar a Perón en Puerta de Hierro, durante el encuentro conoce a Ongaro, de inmediato se establece entre ellos una corriente de mutuo respeto que fortalece el vínculo político e ideológico. El primer número de CGT apareció el 1° de mayo de 1968 y se presentaba así: Esta edición de CGT llega a la calle hecho sin dinero, a pulmón. Desde hoy es el órgano de los trabajadores, con el que los trabajadores deben colaborar, enviando noticias, sus quejas, sus denuncias, colaborando para que llegue, como sea, al último rincón de la República. Horacio Verbitsky, Rogelio García Lupo, Carlos Alberto Burgos, Vicki Walsh, Miguel Briante, Luis Guagnini, Milton Roberts, lo acompañan en el proyecto. El semanario conjuga una diagramación gráfica diferente a las habituales en este tipo de publicaciones con la profesionalidad de sus redactores, que exhiben un tratamiento de los artículos que reconoce como antecedentes innegables a Operación Masacre y Caso Satanovsky. La diagramación del periódico estuvo a cargo de Jorge Sarudiansky y Oscar Smoje. Ese modo de hacer periodismo era un patrimonio exclusivo de diarios y revistas dirigidos a las clases medias como La Opinión o Primera Plana. El periódico CGT, en cambio, orientaba su mensaje a la clase obrera. Se publica regularmente hasta el número 49 del 25 de junio de 1969; a partir de esa fecha y hasta febrero de 1970, se edita y distribuye clandestinamente Walsh publica en CGT varias investigaciones, la que mayor conmoción provocó fue una campaña periodística sobre el esclarecimiento de la muerte de Rosendo García en un confuso episodio entre sectores sindicales antagónicos del peronismo. En marzo de 1969, sale la última serie de artículos de Walsh en el semanario, “Vuelve la secta del gatillo y la picana”, y en mayo aparece bajo el título de “Qué es el vandorismo” un fragmento de ¿Quién mato a Rosendo? que la Editorial Tiempo Contemporáneo había puesto en circulación ese mismo mes. La distribución en tres partes de ¿Quién mato a Rosendo? marca una notable diferencia con la de Operación Masacre. El caso ocupa las dos primeras partes, “Las personas y los hechos”, que reúne las notas aparecidas en el semanario CGT, y “La evidencia”, que resume las pruebas disponibles que avalan la acusación a Augusto Vandor como el responsable de los disparos que dieron muerte a Rosendo García , y la última, “El vandorismo”, es un ensayo acerca de la dirigencia obrera peronista, que aporta un contexto histórico a los sucesos, y también un formidable alegato que denuncia al sindicalismo cómplice de la dictadura de Onganía y responsable del crimen. En la “Noticia preliminar”; Walsh expone la metodología de su investigación y toma distancia de la posibilidad de que haya justicia institucional que repare el crimen: En la reconstrucción de los hechos que narro en este libro conté con la ayuda de los sobrevivientes Francisco Alonso, Nicolás Granato, Raimundo y Rolando Villaflor, y de su abogado Norberto Liffschitz. La investigación en sí fue breve y simultánea a las notas. Cuando apareció la primera el 16 de mayo de 1969, ignorábamos aún los nombres de los ocho protagonistas “fantasmas” que la policía y los jueces no habían conseguido identificar en dos años (ahora han pasado tres). Nueve días más tarde los tuve en una conversación que grabé con Norberto Imbelloni, integrante del grupo vandorista. Número a número los invité desde el semanario a presentarse y decir la verdad, designándolos por sus iniciales. Mi intención no era llevarlos ante una justicia en la que no creo, sino darles la oportunidad, puesto que se titulaban sindicalistas, de presentar su descargo en el periódico de los trabajadores. Ninguno atendió esa advertencia. Si con alguno he cometido un error –cosa que no creo-, no ha sido por mi culpa. No hay una línea en esta investigación que no esté fundada en testimonios directos o en constancias del expediente judicial. ¿Quién mató a Rosendo? marca un giro en relación con las primeras ediciones de Operación Masacre. En 1957 y todavía en 1964, aunque de modo más atenuado y escéptico, Walsh señala a miembros del aparato estatal como responsables de los fusilamientos de José León Suárez, esa acusación no alcanza a las instituciones como tales. La denuncia se concentra en la detención que se produce antes de decretarse la ley marcial, sin que esta sea cuestionada en sí misma: No habrá malabarismos capaces de borrar la terrible evidencia de que el gobierno de la Revolución Libertadora aplicó retroactivamente a hombres detenidos el 9 de junio, una ley marcial promulgada el 10 de junio. Y eso no es fusilamiento. Es un asesinato. Establece una distinción incuestionable entre fusilamiento y asesinato. La ley marcial no es discutida en su legitimidad sino que el crimen se comente como resultado de la violación de esa norma legal. De este modo, el universo jurídico institucional no es cuestionado; por el contrario, su trasgresión es la que permite caracterizar el suceso como un crimen. Cuando escribe ¿Quién mató a Rosendo? la postura de Walsh ha variado. El texto se propone dilucidar dos acciones criminales una referida directamente al episodio, que ocurre en la confitería La Real en Avellaneda, en que las víctimas son Rosendo García, Domingo Blajaquis y Juan Zalazar, y la otra, es un complejo proceso que involucra a la clase obrera en su conjunto. Esos dos crímenes se esclarecerán mutuamente. Los sucesos de La Real servirán como prueba fehaciente de las maniobras del dispositivo económico social dominante para someter a la clase obrera con la necesaria complicidad de los dirigentes de sus organizaciones sindicales. Las instituciones forman parte de la confabulación, otorgándoles legitimidad a las acciones criminales. En la “Noticia Preliminar”, el texto exhibe su certeza de la complicidad de la justicia: No quise molestarme en cambio en presentar al juez doctor Llobet Fortuna la cinta grabada y el plano con las anotaciones de puño y letra de Imbelloni, que constituían una prueba material. Por una parte no era mi función. Por otra, tenía ya en mis manos una fotocopia del expediente que es en cada una de sus quinientas fojas una demostración abrumadora de la complicidad de todo un Sistema con el triple asesinato de la Real en Avellaneda. El “Sistema” es cómplice de los asesinatos en La Real y responsable del avasallamiento criminal de la clase obrera. La justicia ya no depende de las Instituciones del Estado sino de una opción diferente y más drástica: Como se ve, la burguesía no tiene nada que temer de Vandor. Lo que él pretende es que las cosas mejoren dentro del Sistema “discutir y decidir en pie de igualdad”, llegar a un arreglo “permanente”. ¿Discutir con quién, arreglar con quién? Con los empresarios, naturalmente, y con el ejército, que “es una realidad”. […] Discutir el vandorismo desde la perspectiva de una teoría revolucionaria es reencontrar uno por uno los viejos lugares comunes del reformismo. En “Las personas y los hechos” de ¿Quién mató a Rosendo? narra la llegada de los protagonistas a la confitería La Real, en un doble movimiento, por una parte sitúa a los miembros de la resistencia peronista presentándolos en breves relatos, pero también otorgándoles la palabra, y por otra da referencias de los integrantes del grupo vandorista. La figuración del espacio en la narrativa de Walsh tiene una funcionalidad decisiva. La escrupulosa descripción del ámbito en el que van ocurrir los sucesos en La Real entrecruza diferentes líneas de significación; ante todo, la distribución enfrentada de los dos grupos alude al antagonismo político y connota la dimensión ética y , luego, la minuciosidad en la caracterización de los detalles, tiene por objeto presentarlos como indicios de prueba, que finalmente serán desplegados en el diagrama con el que Walsh apoya su teoría de que los disparos que matan a Rosendo García parten del arma de Augusto Timoteo Vandor. En ¿Quién mató a Rosendo? Walsh además de colocarse en la perspectiva de las víctimas, les otorga la palabra. Esas voces producen en el texto un movimiento que va desde las pequeñas acciones de la vida cotidiana hasta su filiación en el escenario político social. Se voto la huelga. Y peleamos, nos mantuvimos cuarenta y cinco días. Sí, dicen que Vandor. Pero aquí en Avellaneda Vandor era desconocido. Al propio Rosendo casi no lo conocía nadie. La figura de Vandor aparece narrada desde la perspectiva de los miembros de la resistencia peronista, la voz de uno de ellos, Raimundo Villaflor señala las diferencias, que desencadenaran primero la tensión y finalmente el tiroteo. Esas voces se articulan con el relato que va tramando la historia, a la descripción de un Vandor desconocido en Avellaneda, sigue un capítulo que presenta a la ciudad como un centro de resistencia obrera. El capítulo cuarto está dedicado a Vandor, bajo el título de “El Lobo”, que marca una nítida diferenciación con los anteriores. Walsh establece una confrontación discursiva; en el relato un grupo toma la palabra, mientras que el otro, el de los vandoristas, es presentado a través de una voz narrativa que toma distancia a veces crítica a veces irónica: Se dice que ha llorado en Cuba, al contemplar la revolución del pueblo –ese sueño enterrado, pero luego le ha dicho a Ernesto Guevara: ‘Nosotros nunca podremos hacer lo que han hecho Ustedes’. Eso es realismo. La ironía vacía ese discurso, lo desaloja del realismo y lo inscribe en la entrega. El enigma expuesto desde el título instala el relato en íntima relación con la narrativa policial, que es una matriz a partir de la cual Walsh construye sus textos de investigación: Rosendo García no alcanzó a gatillar su revólver. Un balazo, exactamente perpendicular a la trayectoria que llevaba, le atravesó la espalda. El arma quedó junto al mostrador inmóvil. Una bala 45 rebotó en el borde del mostrador y fue a pegar sobre la puerta de Mitre, a cuatro metros de altura. El desconocido tirador apretó nuevamente el gatillo, la bala entró por la solapa derecha de Blajaquis, que no había atinado a levantarse, le destrozó la arteria pulmonar y salió por la espalda. El griego se desmoronó. La narración no nombra al responsable de esos disparos, la labor de la investigación consistirá en revelar y probar la identidad de ese desconocido que disparó contra García y Blajaquis. La búsqueda de la dilucidación del enigma implica conducir el relato a una zona de confrontación en la que las pujas de orden discursivo tienen un rol fundamental. En la indagación de la verdad de los acontecimientos, el investigador debe enfrentarse con los obstáculos interpuestos por los relatos falsos que adulteran lo acontecido y las versiones conspirativas que inscriben esas tergiversaciones en el espacio político e ideológico. El primer capítulo de la segunda aparte se inicia desde el título con el motivo de la conspiración “La policía destruye la prueba”. A pesar de ello, quedan rastros, la policía borra todas las huellas pero las marcas de los balazos en las paredes de La Real permanecen indelebles. A partir de ese indicio, Walsh probará la inocencia de las víctimas acusadas y la culpabilidad del sector vandorista y especialmente de su propio jefe. La narración desmonta la complicidad de los discursos conspirativos, la contradicción argumentativa y la ironía son los recursos con los que enfrenta y desbarata su eficacia centrada en el poder de difusión de los mismos: Una transformación casi milagrosa se había operado en el hombre que cincuenta horas antes, en el sindicato Municipales de Avellaneda, lloraba por anticipado la muerte de Rosendo, y el fin de su carrera política. En una de las farsas más espectaculares que haya presenciado el país, aparecía como el vengador de su propia víctima. Las versiones conspirativas proferidas desde el aparato estatal y difundidas profusamente por los medios de comunicación se fundan en una inversión que coloca a las víctimas en el lugar de los victimarios, la investigación de Walsh la contradice dando la voz a las verdaderas víctimas y tomando distancia de los agresores. En ¿Quién mató a Rosendo? Walsh hace uso de toda su lucidez de lector, centrada esta vez en los expedientes, contraponiendo la descripción de las declaraciones judiciales, para esclarecer las ubicaciones de los protagonistas del tiroteo y las huellas de los disparos vaciando de validez esas versiones: Parece, pues, que en estas ropas no sólo no hay orificios de salida; ni siquiera hay sangre en la parte delantera, donde salió la bala que había rozado la aorta y provocado una terrible hemorragia. Esos absurdos resultados son el fruto de la sistemática adulteración y manipuleo de la prueba. Los dos capítulos finales de la segunda parte están centrados en la “La confesión de Imbelloni”. El relato toma un vuelco decisivo, transcribe la palabra de uno de los protagonistas del tiroteo presentada bajo la forma de un intercambio de preguntas y respuestas, es la confrontación entre un entrevistador, que busca probar una hipótesis, y un entrevistado, que tiene conocimientos clave para resolver el enigma. La palabra “confesión” en el título anticipa el significado: la voz de uno de los implicados perteneciente al sector vandorista denuncia a los miembros de su propio bando. La palabra de Imbelloni está aislada, sin comentarios que favorezcan el distanciamiento; la voz del entrevistado sostiene en su autonomía la solidez de la prueba que confirma la hipótesis de Walsh. La numeración de los capítulos de la primera y la segunda parte son correlativas, en cambio, la tercera “El vandorismo” marca una diferencia porque corta las secuencia y reinicia el conteo. El diseño de ensayo propone una lectura histórica que apunta a explicar el tiroteo de La Real no de manera aislada sino como un episodio que alcanza su auténtica significación en el contexto de la lucha de clases. Si el esclarecimiento de los crímenes de García, Blajaquis y Zalazar exigía una mirada retrospectiva, la del crimen de la clase obrera se proyecta hacia el porvenir: Cuando el Aparato se extienda a la CGT, cuando la Negociación invada hasta los últimos rincones del sindicalismo, los resultados serán los mismos que en el gremio metalúrgico: la destrucción del movimiento obrero argentino, la quiebra absoluta entre dirigentes y las bases. La destrucción de las organizaciones que nuclean a la clase obrera es un proceso que está en marcha, que inscribe la perspectiva del relato en el futuro. Todas las proyecciones posibles convergen en la necesidad de una acción política, que ya no es sólo de denuncia sino también un programa de lucha. La reescritura Walsh de Operación Masacre en 1969 se trama íntimamente con el modo de concebir el periodismo que despliega en las notas de la revista Panorama -publicadas entre abril de 1966 y diciembre de 1967- y en su labor de dirección del semanario CGT. Una interpretación fundada exclusivamente en cuestiones de orden político, dejaría de considerar que las búsquedas de Walsh abarcan territorios ligados a la exploración de imaginarios situados en la periferia. La palabra de los habitantes de los márgenes es rescatada por movimientos tanto de análisis de los procesos sociales como por una atenta mirada sobre las configuraciones culturales y las modalidades discursivas con las que construyen sus identidades. La revisión crítica de los modelos históricos, el gesto de mediación antropológica, la inquisición ideológica, convergen en una escritura que exhibe su impronta literaria para dar cuenta de la complejidad de sentidos a desentrañar. En esos años, Operación Masacre se lee tanto como testimonio político, ensayo sociohistórico o relato literario, entre otras alternativas. Hasta esa fecha ha tenido más repercusión que difusión, apenas dos ediciones de modesto tiraje en doce años. Sólo a partir de esta tercera edición la lectura literaria aparece como una dimensión privilegiada que abre y posibilita los otros recorridos de significación. El campo intelectual acompaña el proceso general de radicalización de los sectores populares. Se produce una reformulación del peronismo. En ese espacio enunciativo, el texto genera una atención muy superior a la que había tenido hasta entonces. Las siete ediciones, que entre 1972 y 1974, lanza al mercado Ediciones de la Flor, son un índice suficiente de esa circunstancia, a las que hay que agregar la primera edición en libro de Caso Satanowsky por la misma editorial. En la cuarta edición de 1972, Walsh cambia el retrato de la oligarquía dominante del epílogo anterior por un nuevo capítulo "Aramburu y el juicio histórico", proponiendo una interpretación cercana al ensayo sociopolítico. Al año siguiente, agrega un apéndice, "Operación en el cine", en el que se detallan las circunstancias en que se filmó la película, que dirigió Jorge Cedrón. La lectura de Operación Masacre desde la literatura a principios de los años 70 se articula con la posibilidad de transformar la individualidad del acontecimiento que el ensayo sociohistórico interpretaba o el testimonio periodístico restituía, en una significación más amplia cercana a la tradición aristotélica: el historiador y el poeta difieren en el hecho de que uno narra lo que ha sucedido y el otro lo que puede suceder. Los tiempos políticos se aceleran, los enfrentamientos se agravan y, correlativamente, el compromiso político de Walsh se profundiza. Primero forma parte del Peronismo de Base y luego pasará a integrar la organización Montoneros. Con la dictadura militar instalada en el poder, Walsh crea primero ANCLA – Agencia Clandestina de Noticias- y después La cadena informativa. A una sociedad sometida y asediada por el horror había que asegurarle el flujo de la información, que los grandes medios ocultaban, sosteniendo la resistencia en la circulación de un saber que hacía más vulnerables a los genocidas. Un libro abierto Las cuatro ediciones, 1957, 1964, 1969 y 1972, responden a la misma distribución en partes, se abren con una introducción o prólogo y se cierran con un epílogo; el cuerpo del relato está separado en tres secciones: "Las personas" y "Los hechos" que narran la reconstrucción de los acontecimientos, y "La evidencia", que expone la carga documental. Lo que siempre permanece sin cambios es el dispositivo original de enunciación que articula cada una de las partes. En "Las personas" los detenidos son presentados en breves capítulos separados, las anticipaciones de las consecuencias del fusilamiento, los escorzos psicológicos, los resúmenes de vida refieren su existencia, trazando cuadros de costumbres desde lo cotidiano, la calidez intimista, o definiendo el perfil de una personalidad condensada en un hecho en particular. Walsh trabaja a partir de los testimonios directos e indirectos que le permiten reponer los sucesos. La elección discursiva privilegia el contacto, la contaminación entre la voz narradora y las voces de las víctimas. Los mecanismos de suspenso y el armado del enigma, construidos alrededor de la hora del procedimiento y articulados con el lugar de la investigación, evocan las estrategias del relato policial que Walsh manejaba con indudable maestría. Al pasar a "Los hechos" se confronta abruptamente la existencia cotidiana pacífica con la irrupción de la violencia que se ensaña con ella. En esa confrontación se percibe el contraste de los dos campos semánticos que configuran el título: la Operación un acto medido, calculado, planificado y la Masacre, un hecho confuso, sangriento, brutal. A cierta morosidad descriptiva de la primera parte, sucede en la segunda, una escritura en la que predomina la coordinación, que despliega casi sin epítetos el relato, concisa y austera. La palabra del otro, del agresor se resalta, se la hace asomar, incluso, como título de algunos capítulos: "¿Dónde está Tanco?", "Calma y confianza", exhibiendo la huella de la crueldad en la imposición violenta que figura el lenguaje. "La evidencia" remite desde el título al espacio judicial, del que Operación Masacre, desde su gesto primero, es un desplazamiento de su ámbito acotado a una escena pública. El expediente Livraga que reemplaza las pruebas que correspondían a la campaña periodística de la primera edición, retoma la investigación judicial, paralela a la de Walsh. El texto establece un contrapunto entre las distintas etapas de constitución del expediente y las denuncias de Walsh; lo corta en distintas citas, transcribe declaraciones de los responsables y polemiza abiertamente con ellas. En este enfrentamiento se fortalece la versión de las primeras dos secciones. La reconstrucción de los sucesos y la prueba definitiva de la culpabilidad institucional se imbrican en la escritura junto con la exigencia de que el saber que se hace público involucre a los lectores, no los deje indemnes. Considero que ese movimiento incesante de regreso al texto que Walsh lleva cabo en Operación Masacre configura en todas sus versiones un corpus En el II Congreso Argentino de Estudios de Literatura Iberoamericana, (CAELI II), organizado por el Instituto de Literatura Hispanoamericana de Facultad de Filosofía y Letras, llevado a cabo en la ciudad de La Plata, en agosto de 1988, leí la ponencia "Operación Masacre - Lectura del corpus", en la que expuse los fundamentos de esa caracterización. que permanece abierto más allá de la vida de su autor; su vigencia excede la denuncia de ese caso en particular, la pluralidad de sentidos que propone, su continua diseminación, su perpetuo desborde exigen reconocer que su genealogía está íntimamente ligada al inasible territorio de la palabra literaria. En la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar” fechada el 24 de marzo de 1977, Walsh vuelve a asumir y a reconocer su condición profesional. Esa carta abierta tiene una estrecha relación con los documentos de autocrítica que Walsh dirige a la cúpula montonera a fines de 1976. Esa escritura, su textualidad, no puede ser escindida del Walsh que lee, del Walsh que vuelve una y otra vez sobre los hechos para entenderlos, para asediar cada uno de los saberes comprometidos en su obra, el Walsh que revisa sus textos para insertar su lectura, siempre otra cada vez, para rescribirlos, del mismo modo que no pueden quedar reducidos a esa única legitimación que los paraliza, que los adelgaza pretendiendo convertirlos en un mensaje unívoco. En 1972, Rodolfo Walsh relee y corrige una nueva edición de Operación Masacre que publicará Ediciones De la Flor. Esa fue la última revisión de un texto aparecido en 1957 como parte de una campaña periodística, emprendida casi en soledad, en la que había investigado y denunciado el fusilamiento ilegal de un grupo de civiles en un basural de José León Suárez, dentro del marco de la represión desatada por el gobierno de facto de Aramburu y Rojas para sofocar la insurrección cívico militar del 9 de junio de 1956. El 23 de diciembre de 1956 y el 29 de abril de 1958 son las fechas de inicio y de clausura de esa campaña que producirá una transformación crucial en la vida y en la obra de Walsh. La escritura de Operación Masacre se despliega en el encuentro, el pasaje y la disonancia, de dos formaciones discursivas diferentes, la literaria y la política, tramadas y confabuladas desde su inscripción primera: la práctica periodística, que legitima y promueve ese contacto. La circunstancia de haberse configurado a partir de las condiciones concretas que impone la actividad periodística le fue imprimiendo su huella de perpetua inquietud, de obra en constante reformulación; este rasgo distintivo promueve la posibilidad de pensar a Operación Masacre como un corpus mucho más que como un texto con límites precisos. Rodolfo Walsh re-escribe la primera versión de 1957 en las reediciones de 1964, 1969 y 1972. En cada oportunidad cambia, suprime y añade, estableciendo un diálogo constante con el contexto social e histórico. En Operación Masacre se trama el tejido narrativo de varias historias: la de la investigación, que restablece un saber silenciado para hacerlo público; la de los sucesos, que Walsh reconstruye minuciosamente; y la de la propia puesta en escritura. El tejido de las tres historias es, asimismo, una cartografía del múltiple trazado genealógico de un corpus compuesto por las diversas ediciones de Operación Masacre y las publicaciones que las precedieron, configurando en su sinuoso recorrido una cifra emblemática de la riqueza y complejidad de su memoria textual. La importancia que, desde su misma aparición, ha tenido Operación Masacre en la constitución de los géneros discursivos, tanto del campo literario como de las prácticas periodísticas, no puede ser separada de los contextos histórico-sociales en los cuales Rodolfo Walsh investigó los sucesos de José León Suárez y los dio a conocer. Uno de los itinerarios por los que, con mayor frecuencia, suele transitar la lectura crítica se asienta en la reflexión especulativa acerca de las características que constituyen y distinguen el proceso de escritura; en el caso de Operación Masacre esa alternativa se torna ineludible, ya que esas características están íntimamente relacionadas con su especificidad, que perturba y trastorna la compartimentación de las tipologías genéricas. II - Un periodista muy oscuro ¿Puedo volver al ajedrez? Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela “seria” que planeo para dentro de algunos años… Un cuento extraño La noche del 18 de diciembre de 1956, en el bar Rivadavia de La Plata, a unas cuadras de la casa en la que vivía junto a su familia, Rodolfo Walsh toma una cerveza con un amigo, Enrique Dillon. En el encuentro se entrelazan sinuosamente el ajedrez, la literatura y los avatares de la vida cotidiana; mientras las palabras se deslizan pausadas entre gestos cómplices y supuestos compartidos, Dillon desgrana una historia que inicialmente parece inverosímil. En esos días el tema recurrente de las conversaciones habituales era la ola de calor que se había anticipado a la llegada del verano, pero también, en voz baja y de modo reservado, circulaba por la ciudad un rumor tan vago como inquietante: “Hay un fusilado que vive”. Seis meses antes, alrededor de la medianoche, Walsh jugaba al ajedrez en ese mismo lugar, cuando comenzaron a oírse las explosiones y estruendos producidos por los combates entre los sublevados de la revolución del 9 de junio y las fuerzas leales al gobierno de facto. La conversación le evoca fragmentariamente el azaroso recorrido que debió hacer para regresar a su casa. Para disipar la desconfianza inicial que ha provocado el relato, Enrique Dillon se obstina en defender su veracidad y agrega otras informaciones más precisas, que exceden los límites borrosos de las versiones reiteradas una y otra vez por todos los rincones de La Plata. A Rodolfo Walsh lo que ha oído primero lo sorprende y enseguida lo seduce, a pesar de las aprensiones que lo asedian por la similitud de alguna de las peripecias de esa historia con los relatos que escribe o traduce y, más aún, con los innumerables cuentos extraños que ha leído en los últimos meses para compilarlos en una antología recién publicada; de todos modos, pide datos, inquiere, insiste en conocer algo más acerca de esa versión que, en las cercanías de la amistad, difunde y confirma un murmullo que se filtra insistentemente en las charlas de café entre conocidos y amigos. El 20 de marzo de 1952, en la revista Vea y Lea N° 135, Walsh había publicado un cuento fantástico, “Los ojos del traidor”. La narración estaba centrada en la historia de Alajos Endrey, que condenado a muerte por su deslealtad, decide donar sus ojos para que sean trasplantados una vez que haya sido fusilado. Josef Pongraz, un ciego de nacimiento, recupera la vista después de una operación exitosa en la que recibe los ojos del traidor, pero enloquecerá ante la imagen del pelotón de fusilamiento que recurrentemente se le aparece cada vez que parpadeaba. Algunos años después, Walsh incluye en Antología del cuento extraño el cuento de Borges “El milagro secreto”, en el que un prisionero de los nazis, en el momento en que va a ser fusilado, le pide a su Dios que le otorgue la posibilidad de poder terminar una tragedia inconclusa, entonces, el tiempo físico se detiene mientras el condenado logra concluir su obra. Antes y después del golpe Tras la caída del peronismo, en la compleja red que configuraba el campo intelectual se produce una alteración crucial; como índices reveladores de la conmoción se ponen de manifiesto dos gestos contiguos y antagónicos de tal homogeneidad que revelan la magnitud del cambio. Mientras el peronismo estuvo en el poder, la oposición era el lugar común a partir del cual se construía el punto de convergencia de las más diversas líneas del pensamiento intelectual; una vez derrocado surge una necesidad de relectura que si bien es, asimismo, un rasgo unánimemente compartido, muestra una marcada diversidad y moviliza los conflictos latentes, atenuados hasta entonces por la confrontación dominante. Paralelamente, esa variedad conflictiva y polémica exhibida por los diferentes modos de interpretación del peronismo tiene un trazo trasversal que articula los distintos dispositivos puestos en juego para la reflexión; casi sin excepción se sostienen en la extrapolación de marcos de pensamiento que en su continuidad y exacerbación son, ante todo, una afirmación de las convicciones e imaginarios en torno de los cuales se constituyen sus respectivas identidades, más que una elaboración intelectual emergente de la nueva situación planteada. En el espacio literario, el repaso de aquellas posturas, que por la importancia de quienes las sustentaban y por su alto grado de representatividad eran las de mayor relevancia, aparecen como muestra relevante de esa modalidad especulativa. Así, el grupo de la revista Sur piensa al peronismo en los estrechos términos de una reiteración simétrica de lo ocurrido en la Argentina durante el gobierno de Rosas, sintetizados en la consigna “la segunda tiranía” y, alternativamente, recurre al estereotipo de asimilarlo al fascismo; es decir, desde la mirada de Sur el peronismo es una otredad con la que está tan lejana toda posibilidad de reformular las relaciones como están alejados en el tiempo y en el espacio los términos de la comparación que define a su inminencia obsesiva. En otros representantes del liberalismo cultural, la caída del peronismo no implica una escisión significativa con las problemáticas que los distinguen. Para Ezequiel Martínez Estrada, acorde con su intuicionismo ontológico de cuño pesimista, el peronismo significa la persistencia de una tradición que viene del siglo XIX y manifiesta el contradictorio dualismo constitutivo de la nación. Ernesto Sábato centra su interés, con una marcada sobreactuación melodramática, en las masas, a las que atribuye una pureza raigal, por oposición a su líder inescrupuloso y maligno que las ha abandonado a su suerte, su pensamiento decididamente paternalista aboga por una comprensión que las oriente y las contenga; ambos coinciden en instalarse en un modelo retórico que reconoce a Emile Zola —el intelectual que denuncia enérgicamente— como un referente insoslayable. En Héctor H. Murena convergen el tema americanista con la marca de origen de Martínez Estrada, la fluida comunicación con el grupo liderado por Victoria Ocampo y, como innovación, una cierta contaminación de la problemática existencialista. Si bien la perspectiva de la revista Contorno difiere notablemente de las posturas antes mencionadas, su concepción se constituye en gran medida en torno de un Jean Paul Sartre leído con tanta pasión como urgencia, en particular de algunos de los ensayos de ¿Qué es la literatura? que se constituyen en articuladores de una cosmovisión que se propone debatir la literatura en términos de compromiso y establecer de este modo una reflexión abarcadora del texto y de la realidad. La recomposición en el orden político y social del golpe cívico-militar de 1955 produjo efectos culturales profundos; el período inmediatamente posterior pone de manifiesto la crisis de la eficacia de los instrumentos de análisis vigentes, se abre un desajuste notable entre los conflictos políticos y las tradiciones intelectuales que los toman como objeto de reflexión, las disidencias de grupos y los debates entre ellos exhiben junto con la rigidez y la inadecuación, las condiciones propicias para el surgimiento de rupturas y desplazamientos. Uno de esos deslizamientos se va producir en los bordes del campo literario consagrado, en esa zona siempre inestable y casi ilegible desde los lentes canónicos de cada época, un espacio atravesado por genealogías heterogéneas y discontinuidades abruptas en el que se han generado algunos de los procesos de transformación más intensos de la literatura argentina. Arriesgando el capital A partir del momento en que Walsh se cerciora de la existencia de un fusilado, Juan Carlos Livraga, y de su presentación ante la Justicia para demandar al responsable de la agresión de la que ha sido víctima la madrugada del 10 de junio en la localidad suburbana de José León Suárez, se inicia una trasformación decisiva en su vida y en su obra. Hasta esa noche, había ido construyendo laboriosamente su itinerario de escritor. Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Rodolfo “Walsh, El violento oficio del escritor”, en Diez mandamientos, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1965. Rodolfo Jorge Walsh nació el 9 de enero de 1927 en Choele-Choel, provincia de Río Negro, en la Patagonia Argentina. Los Walsh eran una típica familia de clase media rural. El espejismo de una frágil prosperidad en la que habían vivido en los años veinte, se quebró sin retorno después de la crisis del treinta. Rodolfo creció en colegios pupilos para niños huérfanos y pobres, regenteados por curas irlandeses. La quiebra y la diáspora familiar dejaron huellas que se asoman una y otra vez en su escritura. Los cuentos que constituyen la saga de los irlandeses: "El 37", "Los irlandeses detrás de un gato," "Los oficios terrestres", "Un oscuro día de justicia", dan a leer el cruce intrincado de la memoria individual y el asedio a la comprensión de un mundo en el que las ceremonias de iniciación estuvieron marcadas por relaciones de violencia y de poder. En 1941, llega a Buenos Aires e inicia un bachillerato abruptamente interrumpido por su expulsión del colegio. A partir de entonces, comienza un agitado peregrinaje por los trabajos más diversos, hasta que en 1944 ingresa en la editorial Hachette con el cargo de “Auxiliar de ediciones propias”; luego será corrector de pruebas de las ediciones de la Serie Naranja, dedicada exclusivamente a la publicación de relatos policiales, y dos años después aparecerá su primera traducción Lo que la noche revela de William Irish. Durante la década del cuarenta y los primeros años cincuenta, en el espacio literario argentino se había producido un notable cambio de valoración de las narraciones policiales, hasta entonces, destinadas, fundamentalmente, a la venta en kioscos de revistas y diarios. Se amplía el público lector, con una mayor diversificación y crecientes exigencias, y aparecen nuevas colecciones como “El Séptimo Círculo”, de Emecé Editores, dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Casi todas las publicaciones, en un principio, eran de autores extranjeros, pero poco a poco también se fueron incorporando escritores argentinos. Las editoriales alentaban esa producción con frecuentes concursos para promocionar nuevas obras. En ese contexto, Rodolfo Walsh recorrió todas las etapas de formación del escritor profesional inscripto en las exigencias de la industria del libro: se inicia como corrector, una de las posiciones más periféricas, para luego pasar a ser traductor y, finalmente, editará antologías y escribirá relatos policiales. En 1950, su cuento "Las tres noches de Isaías Bloom" obtiene uno de los segundos premios del primer concurso de la revista Vea y Lea, auspiciado por Emecé. Los resultados del concurso fueron los siguientes: Dos primeros premios de $ 1.000.- cada uno para Eduardo Zimmerman y Facundo Marull; cuatro segundos premios de $ 250.- cada uno para Rodolfo Walsh, Leopoldo Hurtado, Horacio P. E. Sicard y Eduardo L. D’Agostino. El cuento de Walsh era “Las tres noches de Isaías Bloom”. El jurado estaba compuesto por Leónidas Barletta, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Dos años después, en la colección “Evasión” de la editorial Hachette, aparece Variaciones en rojo, que en 1954 recibe el Premio Municipal de Literatura. En 1953, publica la primera antología del género de autores nacionales, Diez cuentos policiales argentinos, en la que incluye su relato "Cuento para tahúres". Unos meses antes de su encuentro con Enrique Dillon, Hachette había editado la Antología del cuento extraño, con compilación e introducciones de Walsh, que, por su extensión y diversidad, sigue siendo una de las mejores selecciones del género. Años después, definirá su perfil en aquella época: Un periodista muy oscuro que escribía notas —algunas notas— para “Leoplán”. Pero no vivía de eso, sino de las traducciones del inglés y del francés. También escribía cuentos policiales, a veces con mi nombre y a veces con seudónimo. Pero esa es una descripción intencionadamente parcial, antes de involucrarse en la masacre de Suárez, Walsh ha ido acumulando algunos logros que fortalecen las expectativas en relación con su proyecto literario. Además de que su primer libro ha sido premiado, recibe el reconocimiento de La Nación que en febrero de 1954 publica su ensayo “Dos mil quinientos años de literatura policial” y de la revista Sur en la que Alicia Jurado reseña elogiosamente la Antología del cuento extraño. Desde una mirada retrospectiva, la transformación decisiva por la que atraviesa Rodolfo Walsh está marcada por el punto en que, en una instancia específica, varía radicalmente las relaciones de contigüidad o antagonismo, o una mezcla de ambas, con el proyecto intelectual que había ido desplegando hasta ese momento. La historia que le cuenta Dillon es el punto de partida en el tiempo y el espacio de las acciones de una trayectoria que tendrá duración, significado y permanencia. La mutación que se produce en Walsh irrumpe como una cesura en la que se rearticula lo anterior con lo que adviene como diferente y con entidad para ser reconocido como tal. Antes de ese episodio, es posible rastrear algunos indicios de esa transformación, entre los más significativos, hay dos que exponen con más precisión que su búsqueda no se configuraba estrictamente como una repetición de los modelos previsibles. En 1953, en su primer artículo periodístico, “La desaparición de un creador de misterios”, Walsh esboza un modo diagonal de trazar su genealogía literaria, elige a Bierce, como intermediario entre él y Poe: Nombrar a Ambrose Bierce es evocar la memoria ilustre de Edgar Allan Poe. Ambos cultivaron el horror en la literatura: ambos padecieron el desprecio o la incomprensión de sus contemporáneos […] Había empezado su carrera “literaria” en San Francisco, estampando inscripciones terroristas en las paredes de la Casa de la Moneda. Allí mismo ejerció durante más de veinte años el periodismo provocando descomunales polémicas, sin que nadie escapara al latigazo de su sátira. […] No es extraño que más adelante los editores de la ciudad así vapuleada se negaran a publicar sus libros de cuentos, que corrieron igual fortuna en el resto del país. “La misteriosa desaparición de un creador de misterios” en Rodolfo Walsh, El violento oficio de escribir, Daniel Link (Ed.) Buenos Aires, 1995. Dos años después, en la introducción al “El milagro secreto” en su Antología del cuento extraño, Walsh traza un lúcido perfil de Borges: De la obra de Jorge Luis Borges –nacido en Buenos Aires en 1899- se ha dicho que constituye una literatura aparte. En el extranjero es el autor argentino más apreciado. Entre nosotros moviliza una corriente cada vez más amplia de comentarios, elogios y censuras. Se le ha acusado de practicar un juego erudito e intrascendente, olvidando que sus temas son los que atañen en forma permanente al destino humano: el tiempo y la eternidad, Dios, los misterios de la identidad personal, la creación literaria. También se le adjudica la obligación de interpretar el “espíritu nacional” y se le reprocha que no lo haga. Antología del cuento extraño, Selección, traducción y noticias biográficas de Rodolfo Walsh, Buenos Aires, Hachette, 1956. La lectura crítica que Walsh hace de la obra de Borges a mediados de los años cincuenta revela una agudeza que soporta el paso del tiempo, más aun cuando se la confronta con la posición de los críticos agrupados en la revista Contorno, cuya lectura exige ciertas operaciones de contextualización que, sin embargo, no atenúan la innegable carga de incomprensión anacrónica de la obra borgiana. En esas dos lecturas críticas, Walsh dirige su atención hacia el pasado y elige inscribirse en un trazado genealógico que anuncia, de algún modo, un campo de posibilidades para el recorrido que el mismo se propone emprender. Una genealogía es una construcción en la que se tejen componentes de diversas tradiciones, es una versión en la que se entrecruzan una memoria configurada y un presente sobre el que el escritor está interviniendo activamente. La genealogía como constructo expone junto con el proyecto las zonas de fricción con otras tradiciones con las que se establecen relaciones tanto de exclusión como de alianza. En la divergencia de ese doble linaje, Bierce y Borges, Walsh está imaginando su lugar en el campo literario, en esa atapa es cuando comienza a investigar los fusilamientos del 9 de junio, que finalmente culminará en Operación Masacre. Todo va a cambiar a partir de ese episodio, el escritor va arriesgar el capital adquirido y el porvenir que podría haberle asegurado ese capital. Algunos meses antes de su encuentro con Enrique Dillon, se ha ido configurando un horizonte propicio para el cambio que se avecina. Sus artículos “2-0-12 No vuelve” de diciembre de 1955 y “Aquí cerraron sus ojos” de octubre de 1956, aparecidos en Leoplán, están dedicados a homenajear a un piloto de la Armada muerto en los combates que se producen durante el golpe militar de setiembre de 1955. Hay varios componentes que convergen en estos textos, ante todo, son los primeros que escribe sobre acontecimientos de repercusión pública, desplazándose del ámbito estrictamente literario. Más allá de la amistad de Estivariz con Carlos Walsh, su hermano mayor, también piloto de la Armada, es evidente que el interés está centrado en el coraje individual, los aspectos políticos aparecen como periféricos ante la dimensión privilegiada de los actos heroicos: Para él, la revolución no es un juego, no es una aventura. Sabe que no puede hacerse sin violencia, y primordialmente sin violencia íntima, porque toda su vida ha girado en torno a la inflexible ley militar. Sólo se decidirá cuando este convencido de la absoluta justicia de su causa. Y aun entonces medirá escrupulosamente las consecuencias que puede tener su fracaso. No las rehuirá, pero las tendrá presentes. Conoce también la exacta dimensión del peligro personal. Rodolfo Walsh, “2-0-12 no vuelve”, Leoplán, 21 de diciembre de 1955. Tanto los artículos dedicados a Estivariz como los publicados en Revolución Nacional exhiben sin ambigüedad que la idea del coraje individual se sitúa en el punto más alto de su escala de aprecio, rasgo de algún modo emparentado con la valoración borgeana de esa cualidad. A lo largo de su vida y de su obra esa actitud de respeto incondicional a la valentía y el arrojo personal se mantendrá inconmovible. Al confrontar, por una parte, la apoteosis de un piloto rebelde en setiembre de 1955 y, por otra, el reclamo de justicia ante el fusilamiento ilegal de un grupo de civiles en junio de 1956, perpetrado por el régimen que el personaje anteriormente exaltado había contribuido a encaramar en el poder, una lectura política debe necesariamente considerar el modo en que Walsh expone ese desplazamiento en el “Provisorio Epílogo” de la primera edición: A fines de 1955 escribí un artículo periodístico con el que me propuse realizar un homenaje a tres hombres de la aviación naval, muertos en la campaña del Sur, combatiendo con simple y comprobable heroísmo. Por causas que más vale no recordar, las autoridades del ministerio de Marina vetaron esa nota, primero verbalmente y después por escrito. Ellos entendieron que los caídos, sus propios muertos, podían prescindir de tal homenaje —que sus enemigos acaso no les hubieran negado— y yo entendí que podía prescindir de la opinión del ministerio de Marina. Porque tanto entonces como ahora creo que el periodismo es libre, o es una farsa, sin términos medios. Y el artículo, naturalmente, salió publicado con mi firma, a pesar de la expresa desautorización que aún tengo en mis manos. No es ociosamente que recuerdo aquel episodio, acaso el primero en la larga serie que permitió a la Revolución devorar a sus héroes y renegar de sus muertos, y con ello perder su atributo de Libertadora y muchas otras cosas. Porque en aquella nota yo señalaba con toda deliberación que junto al capitán Estivariz y al teniente Irigoin había caído un suboficial que era peronista. Un hombre que pudiendo eludir el compromiso —como otros más encumbrados lo hicieron— había colocado en primer término su espíritu de cuerpo, su lealtad al uniforme y su devoción al superior; y en lejano segundo término, su entrañable y en él muy respetable idea política. Esos restos carbonizados e irreconocibles de tres hombres, dos revolucionarios y un peronista, dentro de un mismo avión hecho pedazos, caídos en una misma lucha, consumidos en idéntico fuego de heroísmo, es indudable que significaban algo. Eso era un signo, eso era una advertencia, eso era un símbolo tremendo, eso era un pacto sellado con sangre. ¿Qué decir ahora, a casi dos años de distancia, cuando los miopes, los cobardes y los torpes no han hecho más que violar semejante compromiso? Sólo se me ocurre decir: afortunados aquellos tres, que están muertos, unidos e intocados en su gloriosa eternidad. Rodolfo Walsh, Operación Masacre. Un proceso que no ha sido clausurado, 1ra. Ed., Buenos Aires, Ediciones Sigla, 1957. Todas las citas remiten a esa edición, cuando no sea así, se hará la referencia a la edición de Operación Masacre que corresponda. Resulta evidente en uno y otro caso que Walsh ha comenzado una tarea de puesta en cuestión del rol de las instituciones. El 6 de noviembre de 1956, aparece en la revista Qué, una carta de lectores de Walsh con el título de “Empresarios del Apocalipsis” en la cual se refiere a Héctor A. Murena. Rodolfo Walsh, “Empresarios del Apocalipsis”, Qué, 6 de noviembre de 1956. Ese es otro indicio de su predisposición a conmover la orientación de su proyecto. La misiva se inscribe en la tradición argentina de la polémica; con el tono propio de la invectiva fustiga las opiniones de un intelectual de controvertido prestigio, pero con un notable reconocimiento en esa época. Por entonces, Murena era director de suplemento literario del diario Crítica y había formado parte del círculo áulico de Victoria Ocampo en la revista Sur. Esto permite conjeturar el reconocimiento que Walsh estaba alcanzando en el espacio público para permitirle establecer ese diálogo polémico, así como también el modo en que él se proponía intervenir. En el primer número del suplemento que dirigía, Murena firma un editorial titulado “Los idiotas” en el que vapulea sarcásticamente a quienes polemizan acerca de la propiedad del petróleo y así como también a aquellos que leen “historietas, novelas cursis, policiales, toda esa gama de basura”. Uno de los aspectos notables de la breve carta de contestación reside en el modo en que Walsh distingue las relaciones entre la gran literatura y las producciones que no pertenecen a los circuitos canonizados por ella, o sea las ediciones de circulación masiva. La caracterización de “empresario del Apocalipsis” para estigmatizar la actitud de Murena, se adelanta nueve años a la tan difundida y celebrada que Humberto Eco elige en Apocalípticos e integrados, 1965, para plantear una disyuntiva similar, aunque dentro del registro propio del estudio teórico. La respuesta a Murena exhibe una perspectiva que excede la crítica personal, pues está polemizando acerca del lugar de los intelectuales en relación con la producción cultural en su conjunto. Sr. director: En el primer número del suplemento literario de Crítica, del 10 de octubre, me llamó la atención un artículo firmado por H.A.M., que supongo que es H.A. Murena, director de tal suplemento. Al ver el título –Los idiotas- imaginaba que el señor Murena adelantaba un trozo de su autobiografía; pero enseguida me advertí que para ese caso sobraba el plural. Y leyendo el artículo comprobé que los idiotas éramos todos los demás, menos él, naturalmente. Yo conocía a Murena como profesional de la angustia y empresario del Apocalipsis. Esa modulación entre tono acre y el sarcasmo de la invectiva reaparece apenas unas semanas después para señalar las falacias argumentativas y las ridículas tergiversaciones de los culpables de la masacre de Suárez; ese registro penetrante será en toda la obra futura un sello propio de su escritura. Walsh se apropia de la tradición de la narrativa policial de enigma en el proceso de puesta en escritura de la investigación de los fusilamientos de José León Suárez; lo que no implica una adopción obediente de una preceptiva más o menos consolidada y reconocible, sino un movimiento de transformación en la que polemiza con la tradición, tensión que produce, entre otros rasgos decisivos, la especificidad distintiva de Operación Masacre. La transformación se inicia poniendo en riesgo el capital simbólico que tanto le ha costado elaborar. Ese movimiento de apropiación de la narrativa policial, constituida como un gesto que dirige la atención hacia el pasado, alcanza la particular entidad de su impacto en la constitución posterior de los géneros del periodismo y la literatura. La violencia implícita en la narrativa policial, configurada como un vasto precipitado de sedimentos de la invención imaginativa, es desplazada al mundo de los hechos concretos y reales; la literatura deja su condición imaginaria, la escritura está atravesada por la política y la historia. El cambio decisivo en la vida y en la obra de Walsh a partir de Operación Masacre se manifiesta en la íntima e indisociable relación entre los imperativos que articularon el campo de su poética literaria, por una parte, y los imperativos que fueron constituyendo su postura ética y política, por otra. Las exploraciones literarias y estéticas progresivamente si irán ligando cada vez más estrechamente con la práctica política. La refuncionalización de la narrativa policial trastorna sus componentes distintivos pero no los impugna. Los desplazamientos y condensaciones, que distinguen a la enunciación narrativa de Operación Masacre en relación con los procedimientos propios de la narrativa de enigma, perturban el tipo de consistencia que los reúne, sin que ello signifique el abandono de los principios constructivos y sistemáticos del género. Apropiación crítica de la memoria literaria, examen de la funcionalidad de la intriga, inquisición de las condiciones de posibilidad de aproximarse a la verdad, relevan los puntos salientes de la tensión entre novedad y tradición, que definen el trayecto y la diversidad de lecturas del texto. III - El 9 de junio de 1956 En junio de 1956, el peronismo derrocado nueve meses antes realizó su primera tentativa seria de retomar el poder mediante un estallido de base militar con algún apoyo civil activo. La caída del peronismo La trama de relaciones sociopolíticas y el orden institucional establecidos por el peronismo en diez años de gobierno se desmoronaron en setiembre de 1955 ante la insurrección armada de un frente cívico-militar. La coherencia, que le había dado entidad y solidez al conjunto de la oposición que apoyaba el golpe de Estado contra Perón, se diluyó una vez triunfante e instalado en el gobierno, exhibiendo las contradicciones propias de su heterogeneidad ideológica, cuyo principal motivo de convergencia había sido el anti peronismo. El 13 de noviembre la puja entre facciones, que desde el principio había caracterizado al gobierno de facto, tuvo un desenlace drástico con el desalojo del sector nacionalista de la cúpula del Poder Ejecutivo por la renuncia del presidente, el general Eduardo Lonardi, y de los ministros que le eran afines. En su reemplazo asume el general Pedro Eugenio Aramburu, mientras el contralmirante Isaac Rojas, numen del sector liberal, conserva la vicepresidencia. El cambio de la orientación ideológica tuvo como su más notoria consecuencia una violenta represión orientada principalmente hacia los militantes y dirigentes peronistas. El atropello y el hostigamiento no eran tan sólo la expresión de una cruzada “libertadora” o la manifestación de una ideología autoritaria; eran, además, sustancialmente necesarios para llevar a cabo la instrumentación de una política económica —el plan Prebisch— que suponía la redistribución del ingreso nacional en detrimento de los sectores populares beneficiados en los años del régimen peronista. Maniatar al peronismo era la exigencia prioritaria para desmembrar todo intento de oposición a un nuevo diseño de país; asimismo, como una consecuencia necesaria, muchos sectores, que se habían alineado contra Perón, serían igualmente perseguidos. El peronismo ya desalojado del poder, no había atinado a ninguna respuesta, con amplios sectores de la población, que le daban apoyo y le otorgaban legitimidad, intimidados y agredidos; desmontado su aparato partidario, con sus dirigentes que han huido o han sido encarcelados, encuentra en la represión un factor de aglutinamiento y cohesión. Comienzan atentados y sabotajes que, más allá de su importancia relativa, son signos inequívocos de que no abandona la confrontación, mensajes a agredidos y agresores de la organización de un polo de resistencia ante la impunidad del poder de facto. Una insurrección anunciada El 9 de junio de 1956, un grupo de militares de filiación nacionalista, liderados por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, lleva a cabo un intento insurreccional. Contaban, además del descontento popular, con la participación activa de los cuadros de suboficiales, mayoritariamente partidarios de Perón, y con la adhesión de los militares que habían sido alcanzados por las purgas discriminatorias llevadas a cabo por el gobierno. Numerosos núcleos de activistas peronistas, al tanto del movimiento, apoyan las acciones, a pesar de que Perón no había otorgado ningún aval al movimiento, desconfiado de las motivaciones políticas de sus jefes. Los focos rebeldes más importantes se produjeron en La Plata, en Campo de Mayo y en Santa Rosa. El gobierno tenía conocimiento de la conspiración desde hacía algún tiempo y esperó que se produjera, descargando entonces el peso de una represión desmedida y premeditada como advertencia ejemplar para aquellos que se involucraran en cualquier nuevo intento de sublevación. Tanto Salvador Ferla en Mártires y verdugos, Buenos Aires, Peña Lillo, 1983, 4° Ed.; como Robert A. Potash en El ejército y la política en la Argentina 1945-1962, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1983, 7° Ed., coinciden en la afirmación de que la represión fue desmedida y premeditada. Declarada la ley marcial en las primeras horas del 10 de junio, se seguirá fusilando a quienes se condene como responsables hasta el 12, cuando ya el movimiento estaba totalmente controlado y se habían terminado las acciones bélicas. Este episodio de la historia tiene un enorme valor para la comprensión de lo acontecido en los años siguientes en la Argentina, puesto que implica una decisión política de una clase que no vacilará en repetir, aumentada en progresión geométrica, la aniquilación de los sectores de la oposición cuando hagan peligrar sus intereses. El crimen de Suárez La prensa, que informa amplia y detalladamente de los acontecimientos, insistiendo en el marco de legalidad en el que se había llevado a cabo la represión, y la euforia de los partidarios del gobierno, que habían llenado la Plaza de Mayo vivando a los vencedores y reclamando insistentemente un severo escarmiento para los insurrectos, relegan y marginan una escueta información acerca de un fusilamiento de civiles rebeldes ocurrido en José León Suárez. La gran prensa se había constituido en un dócil portavoz oficialista, apareciendo como falaz defensora de los derechos individuales y de la libertad de información; esa misma prensa era la que había explicado el golpe palaciego con que Aramburu desalojó del gobierno a Lonardi, como un simple acto de necesidad obligado ante la grave enfermedad que aquejaba al mandatario saliente y que aún insistía hasta el hartazgo con los desmanes y arbitrariedades del decenio peronista. Esa misma prensa publica una lista de cinco nombres, algunos equivocados, como luego quedará fehacientemente demostrado, y se hace cómplice de lo demás: el silencio y el intento de borradura del crimen. Un fusilamiento colectivo había sido obliterado, tachado como acontecimiento, se pretendió así anular todo registro fehaciente de su existencia, se lo “desaparece”. El 9 de junio de 1956, a las 23.30 horas, una comisión de la policía de la provincia de Buenos Aires, a las órdenes directas de su jefe, el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, antes de que el gobierno de facto de Aramburu promulgara la ley marcial, llevó acabo un allanamiento en una casa del barrio de Florida —Hipólito Irigoyen 4519— deteniendo a un grupo de civiles bajo la acusación de estar implicados en el levantamiento del general Valle. En la madrugada del día 10, en un basural de José León Suárez se ejecutó la orden de fusilamiento. Por lo menos cinco de los detenidos mueren: Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Carlos Lizaso, Vicente Rodríguez y Mario Brión. Otros siete escapan: Juan Carlos Livraga, Horacio di Chiano, Miguel Ángel Giunta, Rogelio Díaz, Norberto Gavino, Julio Troxler y Reinaldo Benavídez. Livraga, que ha recibido tres tiros de gracia, permanece vivo; primero fue internado en un policlínico de San Martín, luego se lo recluye en la comisaría de Moreno, donde lo dejan desnudo, sin asistencia médica ni alimentos adecuados. Mientras tanto, han ido quedando pruebas de su calvario: el recibo de la Unidad Regional de San Martín por sus efectos personales ha sido rescatado por una enfermera que lo entregó a su padre, hay varios testigos de su traslado, y su familia golpea insistentemente a las puertas del Poder Ejecutivo reclamando por su inocencia. La tenacidad de Juan Carlos Livraga, ya fusilado, que sigue tozudamente con vida, y los indicios ciertos de que hay más sobrevivientes, lo salvan de una nueva ejecución. Finalmente, el 3 de julio es llevado a la cárcel de Olmos, en donde se encontrará con otro de los fusilados vivos, Miguel Ángel Giunta, que también ha sufrido innumerables penurias. En prisión conocen al doctor Máximo von Kotsch, un abogado militante del radicalismo intransigente, defensor de presos gremiales, quien toma el caso y logra, el 16 de agosto, que sean dejados en libertad ante la inexistencia de causa judicial que justifique las detenciones. Von Kotsch ha insistido para que el doctor Jorge Doglia, jefe de la División Judicial de la policía de la provincia, visitara a Livraga en Olmos. Constatado el hecho, Doglia lo agrega al legajo de la investigación de múltiples casos de tortura a detenidos en varias dependencias policiales. Por sus firmes convicciones será acusado de traidor a “la causa libertadora”, hostigado, sometido a una abierta obstrucción de sus tareas y amenazado con intimidaciones proferidas personalmente por el propio jefe de policía. En búsqueda de respaldo para sus acciones, que eran propias de su función específica, recurrirá primero al Servicio de Informaciones Navales, luego al ministro de Gobierno, doctor Marcelo Aranda. La contundencia de la respuesta oficial no se hizo esperar: Doglia fue sumariado y separado de su cargo por no respetar la vía jerárquica en la presentación de sus denuncias. Mientras tanto, el doctor Eduardo Schaposnik, representante socialista ante la Junta Consultiva de la provincia de Buenos Aires, es la única instancia oficial que reacciona ante las denuncias, elevando una solicitud de pedido de informes del jefe de policía para que exponga su descargo ante ese organismo. En “Antes de Operación Masacre”, Espacios N° 29, noviembre 2002-marzo 2003, publiqué una serie de documentos que el Dr. Eduardo Schaposnik me facilitó durante una entrevista llevada a cabo en mayo de 1988. Los mismos ponen de manifiesto que tanto Schaposnik como Jorge Doglia y Máximo von Kotch, por una parte, como el Dr. Belisario Hueyo, por otra, se negaron a convalidar la siniestra política de un Estado autoritario que pretendía enmascarar una despiadada represión tras una fachada institucional. El 14 de diciembre, el caso es presentado ante la justicia. Juan Carlos Livraga, patrocinado por el doctor Máximo von Kotsch, comparece ante el juzgado del doctor Viglione demandando “a quien resulte responsable” por la tentativa de homicidio y daño, y exigiendo una indemnización material. El doctor Viglione le da traslado al juzgado del doctor Belisario Hueyo, por estar de turno el día del hecho. El 18 de diciembre, Fernández Suárez se hace presente en una reunión secreta de la Junta Consultiva para contestar las imputaciones formuladas por el doctor Schaposnik: ¡Aquí hay cargos— exclamó —pero no hay pruebas! Una voz en la ventana La noche de aquel 9 de junio, el frío, sus hábitos de noctámbulo y, sobre todo, su pasión por el ajedrez empujaron a Rodolfo Walsh al bar Rivadavia, en 50 entre 7 y 8, muy cerca de la plaza San Martín en La Plata. Como siempre, eligió una de las mesas más apartadas; inclinado sobre el tablero, revisa las variantes posibles antes de arriesgar su jugada. Fuma pausadamente, envuelto en una chalina alienta su gastritis insoslayable con una ginebra; piensa, quizás, en las suaves tranquilas estaciones. Pero aquella partida se verá interrumpida por el estruendo de las explosiones y el incesante resonar de los disparos. Tardará varias horas en recorrer las pocas cuadras que lo separan de su casa en la calle 54 N° 418, entre 3 y 4, justo frente a los fondos del comando de la Segunda División, donde se combatía violentamente. Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: ‘Viva la patria’, sino que dijo: ‘No me dejen solo, hijos de puta’. Después no quiero recordar más, ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa, Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez? Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela “seria” que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo. .Operación Masacre y el expediente Livraga. Con la prueba judicial que conmovió al país, op. cit. Seis meses después, la noche del 18 de diciembre, el mismo día en el que Fernández Suárez ha debido presentarse ante la Junta Consultiva, una versión asombrosa derrite ese gesto de indiferencia y distanciamiento. IV - La denuncia en Propósitos Barletta habló poco y no prometió nada. Sólo preguntó si la difusión de ese texto no podría perjudicar la marcha de la investigación El hombre que mordió al perro El 19 de diciembre de 1956, Walsh conoce a Jorge Doglia. Al día siguiente, éste le presenta a von Kotsch, quien le entrega una copia de la denuncia judicial de Livraga. Esa tarde, en las oficinas de la editorial Hachette en Buenos Aires, Enriqueta Muñiz, Gregorio Weinberg y Horacio Maniglia se sorprenden con la entrada de un Rodolfo Walsh eufórico, que les dice: Encontré al hombre que mordió a un perro. Yo elijo el tema, pero también él me elige a mí. Hay un sentimiento básico de indignación, de solidaridad ante tamaña injusticia. Pero supongo que todo no fue tan noble y tan claro. Yo recién empezaba a hacer periodismo y no es extraño que influyera en mí la posibilidad de hacer una gran nota. .-E.L.F.: “Operación Rodolfo Walsh”, en Primera Plana, Buenos Aires, 16-6-72. Walsh tiene en sus manos la gran nota, el paso siguiente es lograr su publicación. Leoplán o Vea y Lea, revistas en las que colabora, no son los medios adecuados, tanto por su línea periodística, como por su posición editorial. Tampoco piensa en la prensa seria, totalmente comprometida con el gobierno. Enriqueta Muñiz, que lo acompañará en todo el curso de la investigación, le sugiere el nombre de Leónidas Barletta, director del periódico izquierdista Propósitos, quien conoce a Walsh por haber sido jurado del primer concurso de relatos policiales organizado por la revista Vea y Lea y auspiciado por la editorial Emecé, en el que fuera premiado uno de sus cuentos. En el legendario Teatro del Pueblo, sede de la redacción del semanario se entrevista con Barletta: [...] Habló poco y no prometió nada. Sólo preguntó si la difusión de ese texto podría perjudicar la marcha de la investigación judicial. Se le contestó que lo más urgente era proteger mediante una adecuada publicidad la vida del demandante, del propio Doglia y de otros testigos a quienes se consideraba en peligro. Castigo a los culpables El 23 de diciembre la declaración de Livraga ante el juez aparece publicada bajo el titulo de “Castigo a los culpables”. La rúbrica de la escritura de Walsh en el artículo de Propósitos se encuentra en el título, “Castigo a los culpables”, que expone nítidamente el objetivo fundamental de la denuncia. La relevancia de ese título aparece confirmada muchos años después, cuando el reclamo social por los desaparecidos durante la dictadura se sintetizaba en una consigna coreada por miles de voces: “Ahora, ahora resulta indispensable, aparición con vida y castigo a los culpables.” También en el copete han quedado inscriptas marcas distintivas de su estilo. El breve texto sitúa las múltiples audiencias a las que se dirige la publicación, -debido al desplazamiento de una causa judicial desde el espacio acotado de los tribunales hasta la escena pública-, e insta a los jueces y otros funcionarios a actuar con celeridad, ya que sus responsabilidades serán objeto de una atenta requisitoria por parte de los innumerables lectores del periódico. Asimismo, consecuentemente, constituye en receptores privilegiados tanto a los responsables del fusilamiento, puestos en evidencia por la difusión pública, como a las otras víctimas del suceso denunciado. Todas esas audiencias son instaladas de tal modo que el mensaje común se diversifica por la variación de las modulaciones de sentido que cada posición configura. La publicación de la demanda se trasforma en denuncia al implicar a los lectores en la acción de promover justicia. Otro indicio característico de la escritura de Walsh aparece en la primera frase del encabezamiento en la que hay una nítida alusión literaria, “odisea”, para nombrar el padecimiento de Livraga, que luego se va repetir en el subtítulo del reportaje en Revolución Nacional. Propósitos tenía, a fines de 1956, una tirada cercana a los 100.000 ejemplares, se distribuía en los kioscos y, asimismo, contaba con un gran número de suscriptores. Fundado en 1952, Propósitos era un periódico político–cultural en el que Leónidas Barletta desarrolló toda su lucidez de periodista e intelectual. Desde sus páginas se opuso a los golpes militares, criticó a Juan Perón y valoró a Evita, denunció las maniobras para privatizar la producción y explotación del petróleo y fue un consecuente defensor de YPF. Más allá de su indudable filiación izquierdista, el perfil de Propósitos fue reconocido por la capacidad periodística de su director, que además de escribir el editorial, cubría otras secciones amparándose en varios pseudónimos. El prestigio del semanario en el que asiduamente colaboraban Ricardo M. Ortiz -acérrimo crítico de la política económica de Raúl Prebisch-, Ezequiel Martínez Estrada -alguno de sus ácidos artículos en contra del régimen militar habían provocado la airada respuesta de Borges-, y otras destacadas figuras de la política y el pensamiento pertenecientes a una amplia diversidad de perspectivas ideológicas, explica la trascendencia que el Gobierno otorga a su réplica. La Intervención Federal a la provincia distribuye un comunicado oficial en el que se propone refutar “informaciones aparecidas en un órgano periodístico metropolitano”. El Día de La Plata titula: “Desvirtúa la Intervención Federal diversos cargos formulados por una publicación sobre apremios ilegales”; El Argentino de La Plata: “Afirma la Intervención que ha sido falseada la verdad en un periódico”; La Nación: “Sobre una publicación dio una declaración la Intervención Federal”; La Prensa: “El gobierno bonaerense aclara sobre torturas”. La respuesta aparece publicada completa en los diarios de La Plata y citada extensamente en los de Buenos Aires el 29 de diciembre. El comunicado despliega una retórica legalista, acompañada por frecuentes declaraciones de principios acerca de los objetivos de “La Revolución Libertadora” y la inviolabilidad de la persona humana, pero no contesta ningún cargo. La denuncia ha tocado uno de los puntos sensibles de los partidarios del gobierno: la imputación de actos aberrantes, exclusividad atribuida al régimen peronista como una de sus características distintivas. Este tipo de denuncias circulaban con alguna frecuencia sin que alcanzaran la escena pública; cuando, como con la denuncia Livraga, atraviesan las vallas impuestas, no sólo se pone a prueba la credibilidad de los actos de gobierno, sino, además, las virtudes autoproclamadas de un sistema que se jacta de asegurar la libertad de prensa. El comunicado concluye con una velada amenaza admonitoria, amplificada por la notable resonancia que le confirieron los diarios de mayor circulación: “Se advertirá, entonces, cómo se ha intentado deformar la verdad, mediante una prédica sensacionalista y arbitrios propios de una época superada, que en ningún concepto tolerará esta Intervención Federal”. A pesar de las explicaciones y amenazas oficiales, el fusilamiento de un grupo de civiles en la madrugada del 10 de junio comienza a ser conocido, ya no es una borradura, tiene existencia, puede ser pensado como acontecimiento. En esas acciones iniciales se comienzan a entrecruzar tres componentes básicos de los textos de la campaña periodística que sirve de marco a la primera edición en libro de Operación Masacre: investigación, denuncia y escritura. V - La entrevista a Livraga A la derecha de la ruta había un camino de tierra, que de un lado tenía una hilera de eucaliptus y del otro un extenso yuyal. Se ordena a los prisioneros que echen a caminar por el camino de tierra. Hay un fusilado que habla Apenas Walsh toma conocimiento de lo que considera una noticia significativa por las graves implicancias que revelaba, comienza a rastrear las fuentes confiables que le permitan corroborar la certeza de la información. En primer lugar ubica a Jorge Doglia, funcionario de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, que ha acusado al propio Jefe de Policía por los numerosos apremios ilegales y torturas que eran una práctica corriente y aceptada en esa institución; Doglia lo conecta con von Kotsch, quien además de facilitarle el acceso al expediente judicial, gestiona la realización de una entrevista con Livraga. El 21 de diciembre, se encuentra con el fusilado que vive en la casa de von Kotsch, calle 51 N° 365, enfrente de la Jefatura de Policía en La Plata, muy cerca del despacho de Fernández Suárez. Lo primero que me llamó la atención fue, naturalmente las dos cicatrices de bala (orificio de entrada y de salida) que tenía en el rostro. En la tarde del 23 de diciembre, Walsh y Livraga vuelven a estar frente a frente en la casa de von Kotsch, esta vez a solas; entonces, le realiza una extensa entrevista, que continúa, ya entrada la noche, en el tren, junto al padre del fusilado, mientras regresaban a Buenos Aires. Casi no interroga, anota con urgencia, busca transcribir asiendo la palabra de Livraga, plegando su escritura a la voz que relata. Ese mismo día, “Castigo a los culpables” ya estaba en la calle, Barletta había anticipado dos días la edición de Propósitos, que llevaba fecha 25, para evitar cualquier posible reacción de la policía. Junto con la denuncia, en la misma página, la contratapa, aparece otro artículo: “Un consejero socialista denuncia la aplicación de nuevas torturas”, que contiene un apretado resumen de la presentación de Schaposnik ante la Junta Consultiva de la provincia de Buenos Aires, en la que se hace una extensa relación de testimonios sobre tormentos a detenidos por delitos contra la propiedad, a obreros del SUPE -Sindicato Unido de Petroleros del Estado-, y otorgándole particular relevancia al caso Livraga. “Castigo a los culpables” es una cifra del planteo inicial de Rodolfo Walsh: tanto los fusilamientos de José León Suárez como las torturas eran excesos que se debían denunciar para que los culpables fueran castigados: Yo libraba una batalla periodística como si existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana. Mario Mactas, “¿Rodolfo Walsh, Lobo estás?”, Siete Días, Buenos Aires, 16-6-70. El 26, vuelve al Teatro del Pueblo para proponerle a Barletta la publicación de la entrevista. Antes le deja a Sam Sumerling, un periodista amigo que trabaja en Associated Press, una copia para que sea publicada en el exterior en el caso de que fuera sometido a apremios ilegales. Los primeros movimientos de Walsh en la investigación de los fusilamientos de José León Suárez tienen ya los signos personales que caracterizarán su accionar en los años siguientes: la convicción de que la divulgación de una noticia es el mejor modo de proteger al denunciante, la tenacidad frente a las barreras que se oponen para impedir la publicación de cualquier tipo de información que afecte seriamente a los mecanismos del poder dominante y, por último, y más importante, la elección del lugar desde donde se investiga y se denuncia, el lugar de las víctimas: Livraga y los fusilados de José León Suárez, Marcos Satanowsky, los muertos y torturados de “La secta de la picana” y “La secta del gatillo alegre” en el periódico CGT, Blajaquis, Zalazar y García en ¿Quién mató a Rosendo?, su hija Vicki en “Carta a mis amigos” y el país todo en ANCLA, la cadena informativa y en la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. Aislar uno de esos momentos para pensarlo desde una estética de la muerte, según el punto de vista de cierta crítica, que ha interpretado el pasado reciente de acuerdo con las necesidades de efímeros discursos de modernización, supone separarlo del recorrido que los integra y los hace inteligibles. Antes que una estética de cualquier orden, hay una ética que se impone en la investigación de un saber siempre obliterado, tachado de la memoria colectiva. Un saber que Walsh no propondrá nunca como definitivo. Cada caso quedará abierto; Operación Masacre es el mejor ejemplo, revisará su texto rescribiéndolo a partir de nuevas circunstancias histórico-sociales. Un saber que no lo dejará inalterable, un saber inseparable de su acción. Propósitos seguirá con las denuncias sobre torturas en las ediciones siguientes: “El pueblo debe saber”, 1-1-57, y “Torturas y otras indignidades”, 14-1-57, pero no publicará la entrevista a Livraga. Hay dos factores determinantes de esa actitud; uno es personal, Eduardo Schaposnik le ha imputado a Barletta la inclusión de su nombre sin previa consulta en la nota que acompaña a la denuncia Livraga; el artículo en cuestión era un resumen de la sesión secreta de la Junta Consultiva del 18 de diciembre, que Doglia había entregado a Walsh. El otro es político, el 10 de octubre el gobierno había creado por decreto la Junta de Defensa de la Democracia. Su objetivo consistía en establecer el control sobre “las organizaciones comunistas y totalitarias sea cual fuere la denominación con que se encubran o el tipo de actividad que realicen”. A principios de diciembre, el jefe de policía, almirante Dellepiane, califica a Propósitos como de tendencia comunista. Por un sardónico editorial, “Respuesta al jefe de policía” del 4 de diciembre, es detenido por casi dos semanas. El peligro inminente de clausura condiciona la decisión de Barletta. La entrevista sigue inédita Walsh busca establecer contactos con publicaciones opositoras al gobierno a las que les pueda interesar la aparición del reportaje. Gregorio Weinberg lo acerca a Osiris Troiani, quien tiene fluidas relaciones con la prensa partidaria de Arturo Frondizi, ya por entonces en franca oposición al gobierno. Enriqueta Muñiz lo vincula con Emilio Spinelli, director de Semana Médica y estrechamente afín a medios nacionalistas. Básicamente me mueve la bronca... la fantasía de la gran nota duró lo que tardé en llegar a las redacciones a ofrecerla. Entre otras fui a la revista Qué. Me atendió Dardo Cúneo. Qué barbaridad. Qué brutalidad —lamentó Cúneo—. El tiempo del desprecio. Por supuesto se quedó en eso. .-“Operación Rodolfo Walsh”, op. cit. El 27, revisa los diarios de la época de los fusilamientos en la búsqueda de la nómina oficial de los muertos en José León Suárez. En ese momento las conjeturas de Walsh, que se fundaban en la denuncia de Livraga, única referencia posible, eran éstas: dos sobrevivientes confirmados —Livraga y Giunta—, uno muy hipotético que surgía de una débil presunción a partir de un vago recuerdo de Livraga; cinco muertos identificados —la singular información periodística de la prensa seria— y tres, quizás dos, muertos más. El punto de partida de la investigación será buscar las pistas que lo lleven hasta Los diez fusilados de José León Suárez, como Walsh llama en principio al caso. La denuncia contiene tres errores que iban a dificultar la investigación del juez (y la mía propia). Dice que fueron cinco los detenidos en el departamento del fondo de la casa de Florida, cuando eran por lo menos ocho. Dice que eran diez los que llevaron a fusilar en el carro de asalto, cuando eran por lo menos doce. Afirma que fueron dos (él y Giunta) los sobrevivientes, cuando en realidad fueron siete. .-Operación Masacre y el expediente Livraga. Con la prueba judicial que conmovió al país, ob. cit. Estas serán las conclusiones a las que arribará después de una larga investigación que a fines de 1956 estaba en sus primeras etapas. También el 27 de diciembre, La Vanguardia, órgano oficial del Partido Socialista, publica una aclaración de Eduardo Schaposnik, en la que manifiesta: “no ser el autor de una denuncia publicada por un semanario de esta Capital y que le fuera atribuida”, adelantando, además, que hará llegar a la redacción un informe completo sobre el asunto de las torturas en la provincia de Buenos Aires; el mismo será publicado el 3 de enero bajo el título de “Para bien de la Revolución hay que investigar las torturas”, en el que se resume el informe Schaposnik de tal modo que a pesar del amplio espacio concedido y el detalle con que se transcriben algunos fragmentos de la denuncia, se recorta asépticamente toda mención al caso Livraga. Definición más que explícita de la postura oficial del Partido Socialista, soporte incondicional del gobierno de facto. La Vanguardia agota así su interés por el tema, articulando en su actitud un doble gesto: ocultamiento mendaz y desplazamiento de la denuncia de uno de sus miembros a una problemática amplia y general que diluye su gravedad. El 28 de diciembre, se lleva a cabo otra reunión secreta de la Junta Consultiva de la provincia de Buenos Aires a la que Schaposnik asiste con pruebas documentales demoledoras que sostienen cada una de sus aseveraciones, en respuesta a la exigencia de Fernández Suárez en la primera interpelación, pero el jefe de policía falta a la cita. Ese mismo día Walsh le encuentra una punta a la madeja: Siendo el Día de los Inocentes, no es de extrañar que encontrara las declaraciones del jefe de policía donde resaltaba el allanamiento diciendo que había detenido a catorce personas. Y así empezó el interminable y un poco kafkiano proceso en el que alternativamente me faltaba o me sobraba un cadáver o un sobreviviente. La entrevista con Juan Carlos Livraga es un episodio decisivo en el ánimo y la convicción con que Walsh enfrentará la investigación. Las cicatrices como las palabras también se dan a leer, y los ojos diestros del corrector, que no deja pasar ningún indicio de desvío, o del traductor, que asedia el pasaje de una lengua a otra, se deslizan por el rostro de Livraga, que como todo rostro humano es la textualidad más difícil de desentrañar: Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado [….] Ibídem. Contemplando ese rostro, las cicatrices como huellas, como inscripciones indelebles en el cuerpo, se dispone a trasladar esas marcas a otros trazos, los de las palabras. La entrevista a Livraga no se publicará de inmediato como inicialmente imaginó Walsh, uno a uno, los sucesivos intentos encontraron la misma respuesta: el rechazo o la dilación. Pero esa circunstancia no fue una barrera infranqueable puesto que Walsh insistió en la búsqueda de quien fuera capaz de desafiar al régimen gobernante. El 9 de enero, en Azul y Blanco, semanario de tendencia nacionalista, dirigido por Marcelo Sánchez Sorondo, de fuerte repercusión en sectores opositores al gobierno, aparece una nota, “La denuncia Livraga”, en la que se hace referencia a la publicación de Propósitos y a la respuesta oficial. Señala las dudas y las contradicciones que le pueden surgir “al más desaprensivo ciudadano que tome conocimiento de los sucesos frente a la versión del gobierno”. Pero, pese a los esfuerzos de Walsh, su nota sigue inédita: [...] la historia que escribo en caliente y de un tirón, para que no me ganen de mano, pero que después se me va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar, y casi ni enterarse [...] Así que ambulo por suburbios cada vez más remotos del periodismo, hasta que por fin recalo en un sótano de Leandro Alem donde se hace una hojita gremial, y encuentro un hombre que se anima. Ibídem. Alguien se atreve a publicarla El hombre que se anima es el doctor Luis Benito Cerrutti Costa, que había sido ministro de Trabajo y Previsión de Lonardi. La “hojita gremial” era Revolución Nacional, “Órgano del Instituto de Cultura Obrera”, agrupación que Cerrutti Costa había fundado y a la que pertenecían algunos activistas de la militancia sindical que no tenían inserción en las estructuras peronistas, tales como Wilfredo Rossi y Braulio Mamaní. A principios de 1957, el campo sindical aparece atravesado por una serie de reacomodamientos que apuntaban a superar el efecto traumático, tanto del golpe militar del 55 como de la falta de respuesta, que inicialmente había caracterizado a la dirigencia ante la pérdida del espacio de poder que tuvo durante el gobierno de Perón. Cerrutti Costa aspiraba a constituir una alternativa que le permitiese al nacionalismo inscribirse en el inminente proceso de cambio que se perfilaba, criticando acerbamente a la represión política y la situación económica con vistas a situarse frente a la inminente coyuntura electoral. Es posible conjeturar que Revolución Nacional apuntaba con su mensaje a los militantes obreros, pero a pesar de ello difícilmente pueda ser considerada prensa sindical, ya que su proyecto exhibe un discurso político dominante, el nacionalismo, manifestado en las opciones que privilegia y en los proyectos que postula. Su propuesta y la configuración de su mensaje no dejan dudas sobre su condición de semanario político. Las hojitas amarillas llegan a los kioscos El 15 de enero de 1957, finalmente, aparece la entrevista en la primera plana de Revolución Nacional. Al confrontar la declaración de Livraga ante el juez con el reportaje que le realiza Walsh, surge una variación notable que revela cómo su escritura produce algunos desplazamientos en la orientación del sentido del texto. En la demanda, Livraga afirma: “Tampoco fui fusilado. Es obvio que los fusilados normalmente no relatan sus experiencias; nadie escapa vivo de una ejecución formal”; en cambio, Walsh titula la entrevista “Yo también fui fusilado”. Ese primer artículo de la campaña periodística de Walsh fue reeditado por primera vez en Rodolfo Walsh, Yo también fui fusilado y otros textos, Roberto Ferro (Ed.), Buenos Aires, GenteSur, 1990. La fuerza de la significación varía sustancialmente, sin que ello suponga ninguna falacia sino sencillamente otro modo de mencionar el mismo episodio. El título de la nota, “Yo también fui fusilado”, trascribe la palabra de Livraga, produciendo una doble resonancia: la revelación de una prueba escandalosa, un fusilado habla y ,conjuntamente, el testimonio del periodista que corrobora con su presencia la aserción del enunciado, haciéndose garante de la verdad como testigo, y constituyéndose, por lo tanto, en respaldo de la prueba. Lo escandaloso, en principio, se genera por la contradicción de las certezas inherentes a la circunstancia de que Livraga pueda pronunciar siquiera una palabra; un fusilado es quien no puede estar vivo, eso forma parte del saber aceptado naturalmente, puesto que un fusilamiento tiene como consecuencia irremediable la muerte de la víctima, esa certeza se contradice con el enunciado del título: si Livraga habla hay una evidencia indestructible de que está vivo. En la lengua se registra una colisión, la palabra imposible de un fusilado provoca una ruptura en el orden del sentido, en el paradigma vida/muerte la barra que separa los términos no puede ser leída más que como una disyunción exclusiva: una u otra pero no ambas a la vez, el título exhibe desaforadamente una invasión transgresiva de un espacio en el otro. Livraga dice: “yo hablo”, y desencadena un escándalo múltiple en el inventario de posibilidades de la lengua, la conjunción de la primera persona yo y el predicado muerte es un lugar vacío, no puede ser ocupado. Esa aserción se constituye, además, en un enunciado performativo: yo declaro que fui fusilado y, entonces, el escándalo se instala más allá del terreno lingüístico y se expande al contexto y también lo perturba. “Yo fui fusilado” significa: no estoy muerto, y los ejes que articulan la verdad-no verdad, la vida-muerte se desplazan al lugar del periodista que coenuncia el reportaje, que testimonia y da cuenta de la evidencia producto de su percepción directa: Las dos cicatrices que muestra, una en la fosa nasal izquierda, la otra en la mandíbula derecha, orificios de entrada y de salida de un «tiro de gracia». El título introduce entre el “yo” y el “fui” fusilado otro elemento en la aseveración: “también”, que significa comparación, semejanza, afinidad en relación a lo ya nombrado, lo ya nombrado es el “yo”, dicho así Livraga aparece no sólo como víctima sino asimismo como testigo de un fusilamiento múltiple. El escándalo se propaga. Las operaciones y procedimientos discursivos de la escritura de Walsh constituyen al periodista en testigo y garante de las aseveraciones de Livraga, como el que respalda la acusación, desechando cualquier interpretación objetiva y que, al mismo tiempo de comunicar la verdad, se propone ejercer el contralor de la administración de la justicia. El relato de los sucesos ocupa en el reportaje una considerable extensión. “El caso Livraga — Los hechos” es el subtítulo que abre la narración en la que se cuentan las circunstancias y razones por las cuales Livraga estaba en la casa de Florida y los episodios que se desencadenaron desde su detención hasta su liberación. En la configuración del texto, la escritura de Walsh se interna por territorios hasta ese momento no explorados de las vinculaciones prácticas y discursivas entre periodismo y política. Esas relaciones alcanzan una dimensión impensada porque son potenciadas por la confluencia de estrategias literarias en la puesta en relato de las acciones, de lo que hay algunos guiños evidentes: “El ministerio del miedo” es uno de los subtítulos, en referencia a la novela de Graham Greene, y también se destaca en bastardilla la cita de un poema de Miguel Hernández: “tanto penar para morirse uno”. La literatura va a estar presente en toda la campaña periodística, que Walsh ha iniciado, no sólo bajo la forma de procedimientos y estrategias narrativas, sino también en la insistente intervención de la especificidad literaria como una invención imaginaria y una práctica que han ido configurando las representaciones de escritor. En la voz narradora, que toma la palabra para situar, comentar e interpretar los dichos de su entrevistado, se entretejen variantes y entonaciones de la doble posición de periodista y escritor que la profiere, como gestualidad manifiesta de un estilo personal y también porque esa puesta en escritura es la dimensión social en la que la denuncia va alcanzar la más alta posibilidad de sentido, construida en sintonía polifónica con diversas audiencias, para amplificar la exhaustividad y el compromiso asumido en la investigación. Doble inauguración, desplazamiento a la escena pública de un acontecimiento silenciado y apertura a una nueva producción discursiva; dialéctica constitutiva de todo el corpus de Operación Masacre: una indagación crítica del pasado que se abre a la escena futura en el cruce del texto y la lectura que propone y exige en la inmediatez del presente. Después del relato de los hechos, Rodolfo Walsh se centra en la confrontación con la palabra del otro, es decir con las versiones oficiales, transcribiendo las copias de los telegramas intercambiados: el del 11 de junio, enviado por el padre de Livraga al presidente provisional general Aramburu y los dos de respuesta desde la Casa de Gobierno de fecha 22 de junio y 2 de julio. A la trascripción completa de los textos, en tipografía destacada, siguen los interrogantes —el subtítulo es “Tres telegramas y tres preguntas”— que invalidan por contradictorias las réplicas de los funcionarios del Estado. Este procedimiento se va a constituir en uno de los ejes de la argumentación en todo el desarrollo de la investigación: polemizar con la palabra del otro, con la palabra oficial, ya sea en documentos del gobierno, o en las declaraciones a la prensa seria, exhibiendo una estrategia de lectura que se apoya en una lógica corrosiva y mordaz para los presupuestos del discurso con que se pretende obliterar en primera instancia lo sucedido y, más tarde, una vez revelados los acontecimientos, dar explicaciones tergiversadas. Esta estrategia de Walsh es lo que le otorga espesor y consistencia a su afirmación de que la denuncia, la investigación y la escritura de los sucesos de junio de 1956 constituyen una campaña de prensa, que se desarrolla confrontando en el debate y la polémica con los discursos oficiales puestos en juego públicamente. Si realmente existe un tercer fugitivo, si no se trata de un simple error de “contabilidad” debe presentarse inmediatamente al juez más próximo y ponerse bajo su protección…. Si los responsables de estas atrocidades creen que en el caso Livraga pueden repetir la hazaña, la respuesta será fulminante. La extensión temporal de la campaña de prensa está directamente relacionada con un complicado proceso, puesto que no sólo se ha denunciado un hecho criminal sino que también se debe, por una parte, desenmascarar las argucias que pretenden desvirtuar los sucesos y desmontar, por otra, las tergiversaciones que buscan encubrir la ilegalidad de la ejecución. VI – La investigación sigue en Revolución Nacional Estos los nuevos hechos que se pueden publicar en relación con el caso Livraga. Calle de la amargura: Hipólito Yrigoyen 4519 Rodolfo Walsh no se conforma con la resonancia que ha producido la difusión de una noticia inquietante y continúa la indagación de todas las circunstancias que le permitan probar el crimen cometido en José León Suárez. Su investigación recién ha comenzado. La publicación de los siguientes artículos de Revolución Nacional muestra la inscripción de las transformaciones que el conocimiento de otros testimonios y pruebas provocan. La producción textual está íntimamente imbricada a la instancia de dilucidación de los hechos; escritura e investigación son sincrónicas y dialécticas. El rasgo dominante de inacabado, de provisional del saber que la investigación va desplegando, en el que toda certeza exige ser confirmada o modificada, proyecta sobre el pacto de lectura abierto en “Yo también fui fusilado” la exigencia insoslayable de que la búsqueda de la verdad sea compartida, que sea asumido como un gesto común. La sucesión de los artículos establece una tensión similar a la que se produce en el folletín, en la novela por entregas, en la cual la publicación seriada despliega enigmas como núcleos desencadenantes del suspenso, constituyéndose en operadores de la demanda de lectura. Pero hay una diferencia importante con ese modelo: los hechos narrados por Walsh dependen de un saber inacabado, lo que determina la imposibilidad de prefigurar la puesta en relato de las acciones. Por lo tanto, la afirmación excesiva de asimilar las notas de Revolución Nacional a la estrategia del folletín aparece, cuando menos, como apresurada en tanto no se especifiquen las diferencias apuntadas. A partir del 23 de diciembre, cuando en Propósitos se publica la denuncia judicial de Livraga, un suceso acontecido seis meses atrás —ignorado hasta el momento, acallado sistemáticamente, borrado de toda posibilidad de circulación fuera del rumor— comienza a ser recuperado ante la sociedad argentina. El sábado 19 de enero, Rodolfo Walsh, acompañado por Enriqueta Muñiz, viaja a José León Suárez con el objetivo de ubicar el lugar en el que ocurrieron los fusilamientos. A pesar de la minuciosidad del planito que había confeccionado Livraga, no les resultó fácil encontrar el escenario de la masacre. Tras varios intentos frustrados en los que procuraron reproducir el itinerario original, un zanjón mencionado en la entrevista les sirvió de indicio revelador y les permitió conjeturar aproximadamente dónde se produjeron los hechos. Una vieja máquina Kodak, prestada por el doctor von Kotsch, un día nublado, la necesidad y la preocupación de manipular adecuadamente el fotómetro, Enriqueta Muñiz que inventa una pose a la manera de recuerdo de un picnic, son los antecedentes de las cuatro primeras fotos del yuyal, que era el modo en que Livraga denominaba al lugar de la masacre, luego Walsh lo nombrará en sus textos como “el basural”. El 20, visitan a Livraga en su casa de Florida, Florencio Varela 1624. Rodolfo Walsh abre ese día un recorrido que no sólo lo llevará a dar cuenta de los testimonios de los protagonistas de los hechos, sino además, del conjunto de relaciones que configuran sus vidas. Cada encuentro va a inscribir la instancia del acontecimiento investigado en la trama de las relaciones familiares, del modo de vida de los fusilados, las características de sus viviendas, sus sueños, sus temores, el medio social, el barrio, el inventario de los enseres cotidianos, la modulación de sus palabras. Ese interés por la palabra del otro va a definir su práctica periodística y su gesto ante la escritura: La preocupación obsesiva de todo escritor es descubrir el idioma exacto de sus narraciones, como si ésa fuera la única manera posible de hacerlo [...] Leo con avidez los libros de memorias, los tratados, las monografías históricas, pero no para vislumbrar en ellos incidentes o personajes: todo lo que quiero arrancarles es la atmósfera de la época. Cita de un reportaje en Primera Plana, 22-10-68, tomado de Jorge Rivera (Ed.). El relato policial en la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1986. Años después, en sus artículos de Panorama y en su investigación de ¿Quién mató a Rosendo?, llevará un grabador como auxiliar insustituible; en 1957, un cuaderno de notas urgentes es el registro documental en el que se configuran los trazos de rápidas instantáneas. La percepción atenta y abierta al gesto que caracteriza, que define una trayectoria de vida, la memoria tenaz y absuelta de prejuicios, pueden ser pensados como los rasgos que permiten describir de un modo más o menos aproximado el trabajo de Walsh en un tipo de discurso en el que su producción será pionera y constitutiva. Ese día, Livraga los invita a comer un asado en su casa. Durante la larga sobremesa, se muestra abierto y confiado, confirmando en la extensa charla las circunstancias y detalles que había referido en la primera entrevista y que luego repitió en una audiencia en los tribunales de La Plata, a la que Walsh pudo asistir haciéndose pasar por su primo. Más tarde, su hermano menor, Eduardo, un muchachito de 12 años, los presentará a la viuda de Vicente Damián Rodríguez, en Hipólito Yrigoyen 4545, en la misma cuadra de “la casa de los portoncitos celestes”, lugar donde se inicia la tragedia. Aurora Bogarino le concede la entrevista y también acepta posar para cuatro fotografías con sus hijos Alicia, Tutí y Vicente Carlos. Luego visitan a Miguel Ángel Giunta en su casa de Hipólito Yrigoyen 4575, quien accede a la requisitoria con la salvedad de que no se publiquen sus declaraciones. Ese mismo día, Walsh logra establecer comunicación con algunos vecinos que le aportan una serie de informaciones fragmentarias pero relevantes acerca de algunas pistas más concretas para proseguir con la investigación. De todas estas conversaciones surgieron tres datos importantísimos: 1) la existencia de “un tercer hombre”, tal cual yo lo imaginara; 2) la primera mención de Mario Brión; 3) la primera mención del misterioso inquilino del departamento del fondo “un señor alto que se escapó”, según me dijeron los chiquillos del barrio. Esa tarde averigüé más que en todo un mes de salidas en falso. La mujer que está sola y espera El 29 de enero, aparece en Revolución Nacional el reportaje a la viuda de Vicente Rodríguez. La nota que ocupa toda la primera plana, se titula “Habla la mujer del fusilado”, como subtítulo en tipografía destacada: “Continuamos hoy la denuncia del caso Livraga, esperando la voz de la Justicia”. El texto comienza con la palabra de la entrevistada: No sé —nos dice— no sé por qué lo mataron. Han pasado siete meses y todavía no lo comprendo. A una se le hace mentira, como en un sueño, pero ya dura demasiado. Esas son las frases iniciales. La imposición de clandestinidad, tanto por la voluntad de ocultamiento del crimen por parte de los responsables como por las consecuencias terribles que produjo en los familiares de los fusilados y los sobrevivientes, dejaron a las víctimas aisladas, como un conjunto de fragmentos ciegos unos con respecto a los otros. El miedo que se instaló en cada uno de los sobrevivientes, también se imprimió en todos aquellos que eran familiares y amigos de los fusilados. Los cegó. La investigación de Walsh reconstruye en el relato los vínculos de la experiencia que los une. Cuando la viuda de Rodríguez dice que no sabe, se muestra como uno de los tantos fragmentos de la masacre escindidos de toda posibilidad de comprensión. Los hechos sólo pueden recuperar su sentido, pueden aparecer como realmente acaecidos, si se configura un relato que sostenga esa memoria. Desde la perspectiva del 20 de enero, fecha de la entrevista, a siete meses de la muerte de su esposo, para ella el fusilamiento no ha ocurrido si no se lo reconstruye, y una vez reconstruido se le debe otorgar sentido a través de un discurso que lo haga público. Venimos de lejos, y hasta hace cinco minutos no la conocíamos, pero sabemos mucho más que ella sobre la muerte de su propio marido y se lo contamos. La investigación no consiste en levantar información para luego disponerla en un relato. La investigación produce un saber que permite unir los fragmentos esparcidos tras la masacre, un saber en el cual las víctimas puedan reconocer el lugar que ocupan en relación con los asesinos y a las otras víctimas. En este segundo artículo de Revolución Nacional, Walsh denuncia a Fernández Suárez como el principal responsable del crimen; en “Yo también fui fusilado” había una mención casi directa del Jefe de Policía como responsable de todo. La redacción del periódico la consideró demasiado "audaz" y la tachó, recuerda Walsh en la primera edición de Operación Masacre. Los informes de Atilas El 4 de febrero, aparece la revista Hechos en el Mundo con un reportaje a la viuda de Rodríguez, prácticamente levantado del de Revolución Nacional, con una foto borrosa sacada de apuro y sin consentimiento. La revista no se distribuye en La Plata, ya que su edición es secuestrada por personal policial. Walsh considera positivo que otras publicaciones se ocupen del tema, así se abre un frente más amplio, se otorga más seguridad a los sobrevivientes y se promueve el interés en el público. Walsh visita varias veces a Giunta en su trabajo, la sucursal de la zapatería Grimoldi en la calle Florida. Su insistencia está guiada por la necesidad de corroborar algunos datos contradictorios de las declaraciones de Livraga, en especial, el número de fusilados y el paradero de di Chiano, otro presunto fusilado vivo. Pero Giunta está ahora muy reticente, le preocupa la difusión de los sucesos, la revista Hechos en el Mundo lo está hostigando para lograr una entrevista y sus nervios, tan frágiles desde aquella terrible experiencia, han vuelto a jugarle una mala pasada. Al día siguiente, en las oficinas de Revolución Nacional, que funcionaban en un sótano en Leandro Alem 282, uno de los miembros de la redacción, Braulio Mamaní, le entrega a Walsh el primer mensaje de “Atilas”, un informante anónimo, que le suministra datos precisos sobre los sucesos y los sobrevivientes. En esos días, Walsh ha comenzado a tener diferencias con Cerrutti Costa. La repercusión en ámbitos políticos, que la investigación le ha otorgado al director de Revolución Nacional, le posibilita establecer nuevos vínculos en un momento en que su posición se está debilitando; para ello cuenta con la ventaja de que los artículos aparecen sin firma, lo que le permite atribuirse un rol protagónico que nunca tuvo en el tratamiento de la información. Walsh insiste nuevamente ante Barletta, le da a leer las copias taquigráficas de la reunión de la Junta Consultiva del 18 de diciembre, como prueba de que la nota publicada por Propósitos no tenía información distorsionada. Barletta se compromete a hablar con Alicia Moreau de Justo, quien había asumido el control del Partido Socialista, tras el desalojo del ultra oficialista Américo Ghioldi, dejando abierta la posibilidad para otra nota. Walsh también se reúne con Marcelo Sánchez Sorondo en el estudio de Bonifacio Lastra, Suipacha 280, y reitera su pedido de publicar parte del material en Azul y Blanco, la respuesta también es dilatoria, manifiesta interés, pero le sugiere abrir un compás de espera. El enterrado vivo El domingo 10 de febrero, Walsh y Enriqueta Muñiz vuelven a Florida; el objetivo es intentar un encuentro con “el tercer hombre”, Horacio di Chiano. Antes visitan a la viuda de Rodríguez y le entregan los fondos de dos colectas, una de $ 2.000.- de los compañeros de trabajo de su marido, y otra de $ 300.- de sus propios amigos y conocidos. El tejido de la solidaridad aparece disipando la presión del miedo. Luego visitan a Giunta para pedirle que haga de intermediario, él es el que mejor conoce a di Chiano y, además, han compartido los hechos en la misma situación. Pero Giunta se encierra en su negativa y repite la versión que Walsh ya maneja y descree: “Dicen que está vivo, pero no se sabe dónde”. Como de costumbre, los chicos del barrio fueron mis mejores informantes. Una pequeña de ojos vivaces se nos acercó misteriosamente. —El señor que ustedes buscan está en su casa —susurró—. Le van a decir que no está, pero está. En el prólogo de la 2° edición de Operación Masacre Walsh llamará Casandra a esta niña, que era Alicia Rodríguez, la hija de otro fusilado. Hipólito Yrigoyen 4519, una finca de dos departamentos, dos portoncitos celestes dividen la entrada, sobre una de las paredes del frente se destaca el relieve de unas letras de metal: Mi sueño. Ocho meses atrás, un sábado antes de la medianoche, el dueño de casa y su familia que habitan el departamento de adelante, escuchaban la transmisión radial de una pelea de boxeo junto a un vecino, Miguel Ángel Giunta. De pronto, llegó la policía, desde ese entonces la muerte y el terror lo persiguen. Su esposa y su hija se niegan a todo diálogo, construyen una tensa barrera de silencio. Y ahora, justo ese día, justo el 10 de febrero, un hombre joven, de estatura más bien baja, delgado, pálido, con gestos amables pero firmes pide hablar con él. Hace calor, ese febrero del 57 es implacable, son casi las tres de la tarde. Con ese hombre viene una mujer, casi una muchachita, de rostro dulce y sereno. Invocan a Livraga, a Giunta, a la viuda de Rodríguez, e insisten una y otra vez: el único modo en que Horacio di Chiano puede estar seguro es no permaneciendo escondido. Si no, cualquiera puede venir, como ellos hoy, y llevárselo igual que aquella noche. La mujer vacila, cambia miradas cómplices con su hija. Les piden que regresen en un rato. Vuelven y otra vez la negativa, ahora firme, cerrada. Enriqueta entonces pide por favor un vaso de agua fresca y se apoya en la puerta, agobiada por el calor. Finalmente entran y se sientan en la misma sala en la que meses atrás estaban Giunta y di Chiano escuchando la radio. Mientras Enriqueta toma un refresco de gusto indefinido, Walsh habla pausadamente e insiste: el peor error que pueden cometer es pensar que escondido estará más seguro. Nos dicen que no está, pero está, y hay que ir venciendo las barreras protectoras, las cautelosas deidades que custodian a un enterrado vivo, esta pared, esta cara que niega y desconfía. Cuando todos los esfuerzos ya parecían vanos, aparece di Chiano. Estuvo cuatro meses oculto antes de volver a su casa. La brutal experiencia vivida parece haberlo marcado definitivamente. Llevado al borde de la muerte, sin saber por qué, con el empleo perdido en la Compañía Italo-Argentina de Electricidad después de 17 años de servicio y con sus ahorros casi agotados, no entiende nada. ¿Qué lo lleva a salir, a confiar por primera vez? Quizás el cansancio, o la insistencia de los argumentos que Walsh reitera una y otra vez, acaso la casualidad de que hayan venido el 10 de febrero, justo en el día en que cumple 50 años. No habla mucho, en términos generales, confirma la versión de Giunta; de tanto en tanto, cae en huecos de silencio. Enriqueta ha hecho un aparte con la esposa y la hija, los hombres se quedan solos. Walsh busca instalar la confianza entre los dos, no lo hostiga, le entrega su tarjeta personal para cualquier cosa que pudiera necesitar, para lo que sea, y promete discreción. Durante el encuentro di Chiano ha mencionado al inquilino del fondo. El periodista comienza a otorgar mayor fuerza a una intuición que lo asedia, “el señor alto que escapó” es una de las claves que le van a permitir dilucidar las zonas inciertas de su investigación. Ante todo la verdad Al día siguiente del encuentro con di Chiano, llega otra misiva de “Atilas” a Revolución Nacional: Cuando las inocentes víctimas descendieron del carro de asalto, lograron fugar: Livraga, Giunta y el ex-suboficial Gabino (sic). Este último pudo meterse en la embajada de Bolivia y asilarse en aquel país. El 12 de febrero, Walsh le entrega a Cerrutti un artículo que contiene virulentos ataques al jefe de policía y acusaciones de encubrimiento al gobierno nacional. El título elegido, “La masacre de Suárez”, se apoya en la coincidencia entre el nombre del principal responsable y el lugar del crimen. Cerrutti manifiesta sus temores, ha recibido amenazas de muerte, la sede del Instituto de Cultura Obrera tiene vigilancia policial. Walsh, cuya única prueba de la autoría de las notas son sus iniciales al pie de los originales, exige recibo por la entrega de sus materiales y pone en conocimiento de Cerrutti que ha llegado a sus oídos la versión de que piensa publicar una relación de los sucesos de José León Suárez, sin su autorización. De todos modos, y ante un nuevo ataque de Barletta a Schaposnik en Propósitos, no tiene más opciones que el periódico de Cerrutti Costa para publicar. Dos días después, Cerrutti le comunica su negativa a publicar “La masacre de Suárez”. Arturo Frondizi, quien lidera Intransigencia Nacional, el mayor polo opositor al gobierno, ha leído los originales y no considera viable su publicación. En su reemplazo Walsh escribe “La verdad sobre los fusilados”, de tono más distante y objetivo. Se preparan 1.000 carteles publicitarios y 20.000 volantes para difundir la edición del 19 de febrero en la que va a aparecer el artículo. La tirada habitual de Revolución Nacional no superaba los 3.000 ejemplares, con la propaganda se apuntaba a duplicar la cifra en esa edición. Enunciar una verdad significa enunciar un saber que disipe cualquier duda o enigma sobre la cuestión a la que se hace referencia. Cuando Walsh escribe “La verdad sobre los fusilados” la fuerza enunciativa del artículo “la” condiciona la posibilidad del sentido, no hay más que una verdad; las otras versiones con que confronta son una suma de falacias sin fundamento, ha sido necesaria una minuciosa investigación para desbaratarlas, el relato que se da a leer es el pasaje para franquear el límite. El título propone: lo que sigue va a probar esto que se anuncia, el final de las dudas, la resolución de todo tipo de incógnitas. El exiliado del fondo “La verdad sobre los fusilados” reúne toda la información recogida antes de entrevistar a Juan Carlos Torres, el inquilino del fondo, el único que logró escapar durante el procedimiento policial la noche del 9 de junio. El mismo 19, cuando se publicaba “La verdad sobre los fusilados”, se encuentra con Torres en la embajada de Bolivia donde está asilado, y reitera su visita el día 21. Tras estos encuentros algunos de los supuestos de los que había partido quedan desvirtuados. Los informes que le suministra Torres significan un cambio y una profundización en el saber que Walsh persigue para reconstruir los sucesos del 10 de junio. Confirman la existencia de Norberto Gavino y de Reinaldo Benavídez, que figuraban en la lista de ejecutados, ambos exiliados en Bolivia, tal como le informara en una carta el anónimo “Atilas”. Además, Torres le menciona el nombre de un sexto sobreviviente que Walsh no había escuchado nunca Julio Troxler. Y también un séptimo, acaso preso en Olmos, que luego identificará como Rogelio Díaz. Partiendo de la demanda Livraga, yo había supuesto en mis primeros artículos de Revolución Nacional que Fernández Suárez detuvo sólo cinco personas en la casa de Florida y a los demás en los alrededores en una ‘razzia’ indiscriminada. Torres me demostró que no era así, que todos los fusilados habían sido detenidos dentro de la casa. De este modo el allanamiento cobraba por lo menos cierta lógica y la conducta de Fernández Suárez antes del asesinato en masa, se volvía más explicable. Con toda honradez lo hice constar en la primera oportunidad que tuve. Torres iba más lejos: admitía que él y Gavino estaban complicados en el motín, aunque no llegaron a actuar. Esta gente ha hablado conmigo con total sinceridad y me ha dicho quiénes eran los que estaban comprometidos: Torres y Gavino; quiénes eran los que estaban simplemente enterados: Carranza y Lizaso; quiénes eran los que no sabían absolutamente nada: Brión, Giunta, di Chiano, Livraga, y Garibotti; quedando en la sombra por falta de datos concretos, la actitud mental de hombres como Rodríguez y Díaz. En cuanto a Troxler y Benavídez poco importa si estaban o no comprometidos, si estaban o no enterados; el único delito por el cual se pretendió fusilarlos fue llamar a la puerta de una casa. Los pasos tras las huellas Tras sus conversaciones con Torres, Walsh elabora un pormenorizado informe dirigido al juez Belisario Hueyo. Esta carta, nunca aludida ni en sus artículos ni en las sucesivas ediciones de Operación Masacre, es una prueba elocuentemente de que sus apelaciones a la justicia no son un recurso retórico, sino el objetivo privilegiado de su investigación y de las denuncias correspondientes. Ver Rodolfo Walsh, Operación Masacre seguido de La Campaña Periodística, Edición crítica de Roberto Ferro, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2009. Esas acusaciones y sus pruebas han sido puestas a la consideración pública por sus artículos, que reconfiguran el espacio político convocando a las audiencias involucradas a posicionarse, a expresar su punto de vista, a hacer una evaluación afectiva y ético-política, en procura de la sanción legal para los responsables del crimen. Mientras tanto, Walsh ha debido tomar recaudos frente a posibles represalias; decide no regresar a su casa en La Plata, durante meses no volverá a tener un domicilio fijo. Un amigo le ha facilitado refugio en el Tigre, a veces debe ampararse en un mísero rancho en Merlo, también Horacio Maniglia un colega de Hachette, le ha dado albergue en su departamento de la Capital Federal; ha cambiado de identidad, tiene una cédula falsa a nombre de Francisco Freyre Francisco Freyre como nombre alternativo acompañará a Walsh hasta el momento mismo en que se produce su desaparición. El 27 de marzo de 1977, cuando es sorprendido por un grupo de la ESMA lleva en su portafolio el boleto de compraventa de la casa de San Vicente a nombre de Francisco Freyre. En algunos de los originales de las notas de Caso Satanowsky incluye aclaraciones manuscritas para los editores que también firma Freyre. (Ver nota 46).. El 22 de febrero, Marcelo Rizzoni, que ha entrado y salido del departamento de Torres la noche del 9 de junio, se comunica telefónicamente con Revolución Nacional y pide hablar con el autor de los artículos del fusilamiento. Toda la información que aporta Marcelo corrobora la obtenida en la embajada de Bolivia con Torres, y coincide con las notas que el informante “Atilas” le ha enviado a la redacción del semanario. Rizzoni ha estado en la casa de Florida la noche del 9 de junio, pero no estaba en el momento del procedimiento policial. Rodolfo Walsh comprende que ya no se enfrenta solamente con un grupo de víctimas arriadas como supuso inicialmente, ahora está también frente a militantes políticos que le transmiten la convicción de una causa y, asimismo, le hacen explícitas las motivaciones de fondo de la represión. Deberá atravesar por una experiencia de vida vertiginosa y comprometida hasta, finalmente, llegar a admitir que la Justicia está subordinada al poder político y que no es más que un instrumento de las clases dominantes. También el 22 de febrero, lo visita en la sede del periódico Carlos Brión, hermano de Mario. Le pide que lo ayude a convencer a su madre de que hay pruebas fehacientes de la muerte de su hermano. De esta conversación surgen dos datos significativos, uno acerca de un amigo de Mario, un tal Ambrosio, dueño o empleado en una peletería de la calle Entre Ríos, y la otra sobre un sargento músico, que jugaba asiduamente con Carlos Brion al fútbol. El 23, le entrega a Cerrutti el otro texto: “Nuevas informaciones sobre la masacre”. Las relaciones entre ambos se han ido tensando y son frecuentes los altercados. El proyecto político de Cerrutti se va diluyendo, no ha logrado la inserción que esperaba en el campo sindical, los apoyos económicos se debilitan en la misma medida en que los objetivos se hacen más difusos; por esa fecha el Instituto de Cultura Obrera debe cambiar la sede a Viamonte 1635 y son constantes las apelaciones a los lectores de Revolución Nacional para que los apoyen financieramente. De todos modos, el detonante del enfrentamiento es, nuevamente, la negativa de Cerrutti a firmar el recibo por los originales del artículo. Por el lado de Walsh, además, el hecho concreto que significa el avance de la investigación hace que los materiales que maneja difícilmente se adapten a artículos en serie y con una frecuencia de publicación incierta. “Nuevas informaciones sobre la masacre” saldrá el 26 de febrero. Un día antes, aparece en Resistencia Popular, un semanario político de tendencia frondizista, dirigido por Damonte Taborda, una carta de lectores de Cerrutti Costa en la cual denuncia la detención de Wilfredo Rossi, uno de los allegados al Instituto y al periódico, por parte de la policía de la provincia. La confusión surge por la inversión de las iniciales W. R. por R. W. Llevado frente al mismo Fernández Suárez, Rossi debe explicar su situación, propia de una comedia de enredos, de no mediar la participación de ciertos personajes que sin duda pertenecen a otros géneros literarios más bizarros. El 7 de marzo, Walsh consigue una prueba clave que respalda y documenta su planteo acerca de la ilegalidad del procedimiento. Syria Poletti lo vincula con Edmundo Suárez, quien le entrega una fotocopia del folio del Libro de Locutores de Radio del Estado en la que consta que la promulgación de la ley marcial se había producido después de la detención de los fusilados. Por este hecho, Edmundo Suárez fue exonerado y sufrió persecuciones por parte de la policía. Nunca volvió a recuperar su puesto, ni una vez dictada una ley de amnistía. A partir del “Prólogo” de 1964, Walsh deja constancia en los agradecimientos tanto de la importancia de la prueba facilitada por Edmundo Suárez como de la represalia que se descargó sobre él. En los días que siguen, Walsh estrecha su relación con Marcelo Rizzoni y con la familia Lizaso, a los que visita con frecuencia. El 9, entrevista en el barrio obrero de Boulogne a Berta Figueroa y Florinda Allende, viudas de Nicolás Carranza y Francisco Garibotti. El impacto que le producen las mujeres y los doce huérfanos, quedará inscripto en los capítulos que abren Operación Masacre. Nuevamente, con la misma intensidad vivida con la viuda de Rodríguez, Walsh se enfrenta con la consecuencia descarnada de los hechos. El 13, entrega los originales de lo que será su último artículo en Revolución Nacional: “¿Fue una operación clandestina la masacre de José León Suárez?”. Al día siguiente, Enriqueta Muñiz lleva una copia del artículo al Registro Nacional de Propiedad Intelectual, donde lo inscribe bajo el rubro “Artículos de interés histórico”. El 17, vuelve a la casa de Hipólito Yrigoyen 4519, y di Chiano le muestra por primera vez el “fatídico departamento del fondo”. Logra, además, convencerlo para que lo acompañe al lugar de los fusilamientos. Incidentalmente, el detalle probó a quien esto escribe —por si alguna duda quedaba— que Don Horacio había estado allí. Ni Livraga, ni Giunta habían aceptado nunca esa experiencia. VII – El libro que no encontraba editor Es el mes de mayo, tengo escrita la mitad del libro. Otra vez el paseo en busca de alguien que lo publique. Por esa época los hermanos Jacovella han sacado una revista. Hablo con Bruno, después con Tulio. Tulio lee el manuscrito, y se ríe, no del manuscrito, sino del lío en que se va a meter, y se mete. De Fusilados al amanecer a Operación Masacre A mediados de marzo va tomando cuerpo el proyecto de escribir un libro con toda la información reunida. Osiris Troiani, quien está al tanto de su proyecto, le asegura que Arturo Frondizi prestará su apoyo a la edición. El primer título que Walsh piensa es Fusilados al amanecer. La “Introducción” a la primera edición en libro fechada en La Plata, 20 de marzo de 1957 y la nota al pie número 8, p. 46: Con respecto a detalles como éste —se refiere a las dudas sobre la cantidad de víctimas— donde los testimonios son contradictorios, he preferido no modificar la redacción original del texto, que data de marzo de 1957; señalan con precisión el momento de la escritura. El 25 de ese mes de marzo, le da a leer a Enriqueta Muñiz los originales de los primeros capítulos terminados, los retratos de Livraga y Rodríguez. Al día siguiente, aparece en Revolución Nacional “¿Fue una operación clandestina la masacre de José León Suárez?”. Por primera vez aparecen reunidas en una frase las dos palabras que conformarán el título del libro: Operación Masacre. “Operación”, de uso muy frecuente en esa época para caracterizar las acciones militares planificadas durante la Segunda Guerra Mundial; “Masacre”, es el galicismo con que Walsh nombró desde el principio los sucesos del 9 de junio, imprimiendo en el título una la carga de significación que iba a tener un trágico significado de anticipación histórica. Masacre concentra la fuerza polémica que confronta con el sentido oficial otorgado a los acontecimientos: no han sido fusilamientos, sino asesinatos; además, “masacre”, conlleva el rasgo semántico de colectivo, que puesto en relación con “operación” acentúa su gravedad por el carácter de planificación que le otorga a los hechos. La nota se abre con una introducción en la que se recopilan algunos puntos salientes de las denuncias efectuadas en los artículos anteriores: Frente al hermético silencio de las autoridades y del periodismo serio, va tocando a su fin la investigación extraoficial de la masacre de Suárez, que Revolución Nacional ha acogido en sus páginas con el deseo de ilustrar al país sobre uno de los hechos más vergonzosos de nuestra historia. Será éste el único calificativo que utilizaremos, porque los hechos hablan solos y cualquiera puede comprobarlos. Dentro de poco habrán desaparecido los últimos puntos oscuros. Hemos afirmado que al producirse el motín de junio del año pasado, el jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, detuvo personalmente a catorce hombres en Florida, y nadie nos ha desmentido. Hemos afirmado que esa detención se produjo antes de proclamarse la ley marcial, y nadie nos ha desmentido. Hemos afirmado que todos esos hombres eran inocentes en los hechos, y que la mayoría en la intención, y nadie nos ha desmentido. Hemos afirmado que el jefe de la policía ordenó fusilarlos, que el fusilamiento fue irregular e ilegal y nadie, absolutamente nadie, nos ha desmentido. “¿Fue una operación clandestina la masacre de José León Suárez?” cierra una etapa iniciada con la publicación de la demanda de Livraga en Propósitos, la exposición sigue un orden riguroso de secciones numeradas que van desarrollando el conjunto de pruebas y evidencias que confirman y sustentan, más allá de las variaciones de detalle que han ido surgiendo al confrontar testimonios de las víctimas, la acusación contra Fernández Suárez. Esta primera etapa de la campaña periodística puede ser abordada desde diferentes perspectivas, pero sin duda una de las más productivas es la que se centra en la tensión producida entre los cambios en los presupuestos originarios y los progresivos reajustes en la reconstrucción de lo sucedido. El relato de los hechos es un medio para dar a conocer el acontecimiento; las pruebas recogidas en el curso de la investigación articulan y fundamentan la argumentación de la denuncia que, a su vez, se configura en la escritura para expandir el sentido en las innumerables escenas de lectura que promueve ese gesto. Durante la investigación se han producido cambios notables en el saber específico sobre los acontecimientos. Walsh se ha comprometido profundamente en la búsqueda infatigable de un relato de los sucesos cada vez más preciso y confiable; recurre a su inteligencia y audacia para superar cada una de las dificultades y obstáculos con el objetivo preciso de denunciar el ocultamiento de la verdad. Todo ello supone establecer una abierta confrontación con los grandes medios, cómplices de la versión del gobierno. La suma de esas motivaciones trastornan el conjunto de certezas a partir de las que Walsh pensaba su profesión y las que fundamentaban su visión de la sociedad, transformación acentuada en el íntimo contacto que establece con las víctimas de la masacre y con los militantes políticos de la resistencia peronista. El 29 de marzo, acompañado de Carlos Brión, visita a la esposa de Mario, quien se niega terminantemente a cualquier tipo de requisitoria, argumentando su decisión de rehacer su vida. A pesar de todo, la posibilidad de ingresar a la casa de la calle Franklin, le permite conocer el entorno íntimo del fusilado, en especial la biblioteca, que junto con los datos recogidos entre los vecinos y sus familiares configuran los materiales a partir de los cuales compone su retrato en el capítulo once de Operación Masacre. Cerrado el camino que podría significar la esposa de Brión, en lo que hace a informes acerca de las posibles conexiones de su marido, entrevista a la viuda del sargento músico Luciano Isaías Rojas en su casa de la calle Beiró muy cerca de la estación Juan B. Justo del entonces ferrocarril Mitre, en Vicente López. Walsh sabe que debe sortear “la primera versión”, es decir la que seguramente la viuda repite y que no le aportará ningún dato válido, teniendo en cuenta, además, que su hipótesis es muy arriesgada: probar que un fusilado en la Penitenciaría Nacional, en realidad ha sido muerto en un procedimiento irregular en José León Suárez. Esta posibilidad aparece fortalecida en razón de que de todos los detenidos en Florida, es la única víctima que durante los hechos revistaba en actividad en el ejército, por lo cual fue blanqueado, dándolo por muerto oficialmente en otro lugar. Algunos de los testimonios de los sobrevivientes insisten en un posible fusilado dentro del camión y, además, la hipótesis de que Rojas sea el sargento músico que jugaba al fútbol con Mario Brión y el enigmático Ambrosio, alientan la sospecha de Rodolfo Walsh. Pero la viuda de Rojas repite incansablemente el mismo relato: “nos acostamos temprano la noche del 9 de junio, sin enterarnos de la revolución; al otro día cuando escuchamos la radio, mi marido se cambió y se presentó al Regimiento I, a las 13 me llamó por teléfono para avisarme que todo andaba bien y después lo fusilaron”. No parece haber resquicios, aunque a Walsh le quedan dudas no podrá confirmarlas. A principios de abril, tiene otro encuentro con la viuda de Rojas, esta vez acompañado por Marcelo Rizzoni y uno de los hermanos Lizaso, a los efectos de otorgarle mayor confianza a la mujer. Se citan algunas referencias de conocidos militantes peronistas que la han ayudado —es peluquera y han quedado tres huérfanos—, pero la versión sigue siendo la misma, la incógnita del sexto cadáver entra en una vía sin salida. Los testimonios al respecto son vagos e imprecisos. Es el único punto que Walsh no pudo dilucidar en su investigación. En la primera semana de abril mantiene una extensa reunión con Noé Jitrik, escritor y crítico literario, vinculado estrechamente al frondizismo. Walsh le entrega los manuscritos de algunos capítulos y un esquema general del libro. Ambos comparten la idea de llevar a cabo una campaña de difusión que contemple el envío de ejemplares a los líderes de la oposición, a revistas y diarios nacionales y del exterior. El objetivo es provocar una reacción que conmueva a la opinión pública internacional. Estimaban en $45.000- los fondos necesarios para la impresión y distribución del libro. Pero transcurren tres semanas sin que se concreten los aportes reiteradamente prometidos, y Walsh, que ha avanzado en su escritura, comienza a explorar las perspectivas de publicación con los editores de la revista Mayoría, Tulio y Bruno Jacovella. La edición de Mayoría A fines de abril, los hermanos Jacovella, le ofrecen publicar Operación Masacre en entregas semanales; esta es la única posibilidad concreta que se le ha presentado a Walsh, puesto que todas las promesas de editar su obra se diluyen o postergan indefinidamente, tal como lo hace constar en el subtítulo que acompañará a las notas: “Un libro que no encuentra editor”. En esos años, Mayoría era un semanario ilustrado de gran circulación, portavoz de los sectores nacionalistas más cercanos al peronismo. Junto con los seguidores de Arturo Frondizi, que se había separado del Partido Radical, los nacionalistas son los agrupamientos políticos que tienen mayor interés en la divulgación de un material tan comprometedor para el gobierno. Desalentado por las dificultades para que Operación Masacre aparezca en formato de libro y ante las constantes vacilaciones de todos los que inicialmente manifestaron interés en apoyar la edición, se decide por la alternativa que le ofrecen los hermanos Jacovella. Mientras tanto, el 11 de mayo, un periodista de la agencia de noticias France Presse, conocido de Enriqueta Muñiz, que debe viajar a Bolivia por razones profesionales, se compromete a establecer contacto con los exiliados y enviar sus declaraciones por escrito. Dos días después, se reúne con Bruno Jacovella —quien había sido jurado municipal en 1954, cuando Walsh fue premiado por Variaciones en rojo, en la sede de Mayoría, Tucumán 2163. .-El jurado estaba compuesto, además, por María Alicia Domínguez y Tomás de Lara. Hablo con Bruno, después con Tulio. Tulio Jacovella lee el manuscrito, y se ríe, no del manuscrito, sino del lío en que se va a meter, y se mete. .-Operación Masacre y el expediente Livraga. Con la prueba judicial que conmovió al país, op. cit. El 22 de mayo, Tulio Jacovella le entrega un adelanto de $ 1.000.- por la serie de notas, es el primer dinero que cobra por este trabajo periodístico. La operación MASACRE es el título bajo el que sale el 27 de mayo, que se modificará en la tercera entrega con la denominación definitiva de Operación MASACRE, son ocho notas que se publican semanalmente hasta el 15 de julio. La impronta polémica del texto, obliga a Fernández Suárez a promover la difusión de informaciones que procuren desvirtuar el impacto de la denuncia; Walsh le responde el 31 de julio con el “Obligado Apéndice”, que cierra la serie. En esos días regresa a la casita del Tigre, que le presta Hellen Ferro, en busca de refugio y tranquilidad, como tantas veces en los años que vendrán. El 5 de junio, recibe las declaraciones de Troxler, Benavídez y Gavino enviadas desde Bolivia que confirman plenamente sus conclusiones. Al cabo de un poco más de cinco meses, Walsh ha logrado reconstruir los acontecimientos. Una y otra vez volverá sobre ellos, para pensarlos a partir de otros contextos sociales. Para no dejarlos quietos, para que actúen. Ese mismo día, el 5 de junio, le envía una extensa carta a su amigo Donald Yates, crítico estadounidense especialista en narrativa policial, en la que resume su postura frente a la “Masacre de Suárez” cuando recién han empezado a aparecer las notas de Mayoría: He completado prácticamente mí investigación del “Caso Livraga” y he escrito un libro sobre el tema. Ante la dificultad de encontrar editor, lo estoy publicando desde el 27 de mayo último en la revista Mayoría, en una serie que se prolongará según mis cálculos hasta mediados de julio. He pedido a los editores que te manden un ejemplar de cada número, si es posible por vía aérea. You let me know. Estas notas aparecen firmadas, de modo que preventivamente me he ausentado de casa, aunque hasta ahora no he sido molestado. En los tribunales, el caso Livraga ha seguido un curso lamentable. Los viejitos de la Suprema Corte de Justicia –dóciles al gobierno- han pasado la causa al Tribunal Militar que la reclamaba. Es un precedente funesto. Los hombres del grupo Livraga fueron detenidos a las 23 horas del 9 de junio, cuando aún no regía la Ley Marcial. La Ley Marcial se decretó a las 0:32 del 10 de junio. Es evidente que no podía aplicarse a hombres que estaban detenidos desde el día anterior. Ninguna ley es retroactiva. De lo contrario, bastaría que hubiera una revolución para que un jefe de policía ordenara fusilar a todos los presos de las cárceles, aunque estuvieran detenidos 20 años antes. Si a esto se añade que esos hombres no fueron juzgados, que no actuaron en el motín, y que la mayoría era inocente hasta en la intención, se comprende toda la magnitud del caso. Ignoro lo que decidirá el Tribunal Militar, pero me parece evidente que sólo tiene autoridad para castigar al jefe de policía de la provincia, y no para repara los daños causados. Es decir, indemnizar a los sobrevivientes y a los familiares de los muertos. Y aún ese castigo es más que problemático. Entre bueyes no hay cornada… Entre tanto, el jefe de policía sigue en su puesto, impávidamente protegido por Aramburu. But I’ll get him sooner or later. Una copia facsimilar de la carta a Donald Yates me fue entregada por Patricia Walsh. Desde una perspectiva histórica, la carta a Yates data puntualmente la concepción de Walsh a mediados de 1957, en relación tanto con el esclarecimiento de los sucesos como por la convicción de que aún es posible, más allá de las limitaciones institucionales, lograr alguna condena para Fernández Suárez. El resultado de varios meses de investigación ha sido la recopilación minuciosa de testimonios y pruebas documentales que avalan la denuncia de un crimen todavía impune; Walsh ha variado su tratamiento, configurando esos materiales en una trama narrativa, a la que el curso del tiempo otorgará la diversidad de significaciones que proliferan y diseminan las múltiples lecturas responsables a su vez de la riqueza y consistencia del texto. Mientras que los artículos de Revolución Nacional siguen necesariamente la secuencia de la investigación, el pasaje que los integra en una trama narrativa en las notas de Mayoría exhibe algunas modificaciones, una de las más notorias es el orden en que son presentadas las víctimas; así, Walsh que primero ha conocido las peripecias de Livraga y luego las de Giunta, Rodríguez y di Chiano, al configurar el relato varía esa disposición correlativa y los inscribe en los capítulos once, cuatro, doce y tres, respectivamente; trastornando la propia cronología de su conocimiento de los hechos producida en el curso de su investigación para privilegiar otras articulaciones. La otra trama Las notas de Mayoría están divididas en dos partes que no llevan título, la primera consta de treinta y dos capítulos numerados, que conformarán las secciones “Las personas” y “Los hechos” de las siguientes ediciones. La segunda, se compone de ocho capítulos sin numerar, que serán luego la tercera parte del libro, “La evidencia”, a las que hay que agregar el “Obligado apéndice”. Los capítulos de la primera parte llevan título, salvo el veintinueve, el treinta y el treinta y uno, que tienen como encabezamiento sólo la nominación de la secuencia numérica. La diferencia más notable en relación con los artículos de Revolución Nacional reside en que en el comienzo el relato se fragmenta con las presentaciones de cada una de las víctimas que se extienden hasta el capítulo trece, “Las incógnitas”. Ese procedimiento narrativo encadena una doble funcionalidad significativa, es tanto una detención del relato -los sucesivos retratos narran instantáneas que condensan microhistorias de vida- como una instancia donde se van acumulando un conjunto de indicios que articulan el entramado de la intriga orientado hacia su principal objetivo: la demostración de que el fusilamiento es un crimen todavía impune. Vida cotidiana y detención Los retratos narran el pasaje desde los nombres propios a la presentación de las víctimas como personajes con el objeto de hacer una sucinta cartografía y una memoria condensada de la identidad de cada una de las personas apresadas; ese tratamiento da espesor a la descripción, deslizándose desde los rasgos físicos hacia la intimidad de sus emociones y sentimientos. De esta manera, son situados en sus relaciones familiares, sus oficios o profesiones, sus sueños y deseos, hasta en su pertenencia de clase. Estas microhistorias reponen el trayecto de cada vida personal, exponiendo cómo las víctimas, que han seguido recorridos muy diversos en sus existencias, van a converger súbitamente en un hecho brutal e inimaginable para cualquiera de ellos, sin que sus actos determinados por la voluntad los hubiera llevado a esa situación. Walsh abre la narración con el registro minucioso del mundo de las víctimas, lo que implica, ante todo, una fuerte confrontación polémica con el poder discrecional de los responsables: Basta la simple lectura de la lista de ejecutados para comprender que el gobierno no tenía idea de quiénes eran las víctimas. Frente a esa “banalidad del mal” Walsh repone las historias escamoteadas. Ante la difusión por la prensa seria de una lista mínima, con errores acaso deliberados, su narración se interesa por detallar el contexto, las familias, los afectos de víctimas. El modo de titular cada retrato es un anuncio de las diversas modalidades con que los individualiza y los distingue. Mientras que algunos son llamados por su nombre de pila: “don Horacio”, otros por sus apellidos: “Carraza”, en el caso de “Lizaso”, por su apodo: Carlitos”. Para caracterizar a Rogelio Díaz, el único de los fusilados vivos, con quien no ha tenido encuentros, recurre a un motivo narrativo borgiano: En estas dos instantáneas puede resumirse toda la vida de un hombre. En “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, se dice “Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda” Borges, Jorge Luis, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974. Los oficios terrestres Frente a la ignorancia y el desinterés del gobierno, el relato de Walsh narra cada una de esas historias. Entre los aspectos que más enfatiza aparece el horizonte de saberes de las víctimas. De Giunta valora la competencia adquirida a través de la experiencia en la práctica cotidiana de su trabajo, que de acuerdo a los imaginarios sociales dominantes, de entonces (y aún hoy vigentes) no recibía un gran aprecio valorativo: Hace quince años que trabaja Giunta como vendedor en una zapatería de Buenos Aires. Importa señalar dos cualidades menores, recogidas en el oficio. Por un lado, cierta “psicología” práctica que en oportunidades le permite adivinar deseos e intenciones de sus clientes, no siempre fáciles, y por extensión, de otras personas. Luego. Una envidiable facultad de fisonomista, adiestrada en el curso de los años. No sospecha –mientras cena en esa casa apacible, adquirida con su esfuerzo, rodeada del afecto de los suyos-, que esas cualidades le ayudarán horas más tarde a salir del trance más amargo de su vida. De Troxler resalta que su ocupación anterior en la policía lo lleva a inquietarse por el gesto de los uniformados que se niegan a mirarlo de frente. Del mismo modo que a Giunta, su trabajo le ha dado un tipo de formación que le permitirá leer atentamente los indicios de la gravedad de su situación, y actuar en consecuencia. Esa preocupación por precisar el estrecho vínculo entre el modo de interpretar una circunstancia y la experiencia profesional, se también es pertinente para narrador, que traductor y escritor de narraciones policiales, centrará su atención en el rastreo de los primeros indicios en las noticias incompletas y las versiones oficiales falaces y contradictorias. Este último aspecto ha sido resaltado por Walsh en sus ficciones: Además, me parece en cierto modo simbólico que le primer enigma dilucidado por Daniel Hernández estuviera ligado tan estrechamente a su oficio. Creo que nunca se ha intentado el elogio del corrector de imprenta, y quizás no sea necesario. Pero seguramente todas las facultades que han servido a Daniel Hernández en la investigación de estos casos eran facultades desarrolladas al máximo en el ejercicio diario de su trabajo: la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesaria, vgr., para interpretar ciertas traducciones u obras originales), y sobre todo esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión. Rodolfo Walsh, Variaciones en rojo, Buenos Aires, Hachette, 1953. La competencia de los oficios que va del escritor a los personajes y esa actitud de valoración de la experiencia vuelven a ser centrales cuando se narra el modo en que cada sobreviviente se sirvió de sus conocimientos prácticos para enfrentar la situación límite en la que se vieron involucrados. Los libros y el mundo Asimismo, en el cruce entre literatura y mundo empírico la voz narradora señala cuales son los condicionamientos que debe enfrentar en la articulación de sus procedimientos interpretativos: Porque a diferencia de Livraga y de una —o acaso dos— personas que también salvaron milagrosamente la vida, cayeron otras siete, y existen pruebas en algunos casos, y fuertes indicios en otros, de que todas ellas o la mayoría eran inocentes de cualquier delito o actividad subversiva. La búsqueda de sentido más allá del lugar común convierte al relato policial en la figuración literaria de la pesquisa epistemológica. La narración trama el desarrollo de los procesos de construcción de las hipótesis, el relevamiento de los indicios a partir de los cuales se llevan a cabo las inferencias que le otorgan fortaleza a las conclusiones. Walsh pone de manifiesto las opciones en que es colocado por la detección de los indicios, de ahí que su relato, fuertemente marcado por la impronta del género, exhibe el carácter parcial y provisorio de la verdad. Frente a las pistas, elige aquellos indicios pertinentes para la línea argumentativa que expone, pero también consigna aquellas instancias que quedan más allá de su conocimiento, tematizando de este modo las condiciones de posibilidad de la verdad: Pero, ¿hay alguien más, aparte de los ya mencionados? Será difícil encontrar a un testigo que recuerde a todos; los que podrían hacerlo están ausentes o muertos. Sólo podemos guiarnos por indicios. La voz narrativa indica insistentemente a lo largo de su relato aquellas zonas de la verdad que le resultan inaccesibles, los enigmas de difícil respuesta: ¿Cuánto hace que [Horacio di Chiano] está así, como muerto? Ya no lo sabe. No lo sabrá nunca. ¿Cómo escapó el sargento Díaz? Sólo podemos conjeturarlo. ¿Y el “suboficial X”? ¿Existió? La incógnita subsiste hasta hoy. La dilucidación de los hechos y de las acciones de los protagonistas tienen zonas inaccesibles para la interpretación, se impone señalar cada una de las aporías con nitidez; eso permite articular la argumentación sobre bases firmes, asentarla en terreno conocido, con el objetivo de superar las dificultades y alcanzar la resolución de los enigmas con un respaldo de indicios y pruebas que le otorguen la solidez suficiente para confrontar con la otra historia de verdad, tal como se escenifica en un juicio que debe concluir en una sentencia. Aquellas zonas difusas que quedan fuera de las posibilidades interpretativas tienen una funcionalidad narrativa que las coloca en un plano de visibilidad notable: el capítulo veintiuno concluye con Es incomprensible y el siguiente acentúa el énfasis en su mismo comienzo: Realmente es incomprensible. En estricta correspondencia con el género policial convierte la incertidumbre en motivación del procedimiento narrativo. Inquisición y no saber La inquisición crítica, que implica la comprensión de los sucesos investigados, conlleva la exigencia de distinguir los diferentes modos en que los actores participan en ellos para distinguir el no saber y del saber; este presupuesto tiene como consecuencia la posibilidad de establecer una valoración que diferencie la simulación como forma de resistencia de la manipulación de la verdad ejercida por el poder. En la primera alternativa el objetivo es proteger las evidencias: un vigilante ha recibido la orden de buscar el recibo que se le ha entregado a Livraga, es decir la prueba de su detención y Se vuelve fastidioso, exige directamente ese papelito que es la prueba del crimen. Nadie sabe nada. Nadie, salvo don Pedro Livraga, que al volver esa noche a su casa lo encuentra misteriosamente en un bolsillo de su sobretodo. Las enfermeras ante la requisitoria del policía han fingido ignorancia con el fin de proteger un documento decisivo para el caso Livraga. Nadie sabe nada, tiene el sentido de exhibir un anonimato que preserva el recibo y la carga de evidencia que tiene. En cambio, cuando Fernández Suárez le responde a Berta, la esposa de Carranza, acerca del paradero de su marido: -No sé nada. La misma frase tiene un sentido diametralmente opuesto, es la relación con el poder lo que establece en cada caso su compromiso con la verdad o el encubrimiento. La narración es el espacio en el que la orientación de las palabras proferidas alcanza su relevancia en una u otra dirección. Los lugares de tránsito El orden de los capítulos que presentan a los fusilados en la madrugada del 10 de junio tiene varias configuraciones de sentido que se interpenetran; los dos primeros son los retratos de Carranza y Garibotti, que fueron muertos y han dejado en total doce hijos huérfanos, lo que otorga una fuerte connotación emocional a la apertura de la historia. Asimismo, la continuidad de un capítulo al otro narra el encuentro de ambos, la noche del 9 de junio, y su camino desde Boulogne hasta llegar a la casa en Florida donde serán detenidos. Desde el punto de vista de la funcionalidad del relato, un conjunto de microhistorias presentan a un grupo de personas que se van a reunir en un mismo lugar, la elección constructiva es iniciar los sucesos con los que llegan desde más lejos. La travesía de Carranza y Garibotti se interrumpe en el momento en que llegan frente a los portoncitos celestes de la casa situada en la calle Hipólito Yrigoyen 4519, entonces el relato suspende esa ilación y refiere lo que está ocurriendo en el interior del departamento del frente, presentando, en primer lugar, a di Chiano y, luego, a Giunta. La voz narrativa entreteje los fragmentos y los integra, instalando una gama diversa de vínculos que articulan la intriga. El entramado que enlaza los retratos otorga a los lugares de tránsito, pasillos, puertas, una doble funcionalidad; por una parte, en el orden de lo narrado aluden a circunstancias precisas que permiten establecer la secuencia de los sucesos que se está tratando de esclarecer; y por otra, marcan los puntos de encaje narrativo entre cada microhistoria y el relato de los horas previas al fusilamiento. En ese pasaje hay ciertos lugares que distribuyen relaciones de coexistencia espacial y revelan una configuración simultánea de posiciones, como los pasillos y las puertas, puntos en los que el espesor narrativo alcanza una gran densidad de sentidos. En esas figuraciones espaciales el propio relato contamina la crónica de costumbres con el suspenso del género policial: ingresar a una casa o salir de ella, atravesar un pasillo supone un riesgo que trasforma la significación de la temporalidad representada. El hilo narrativo se va tendiendo de un punto a otro en las secuencias sucesivas que se articulan en el pasaje entre lugares contiguos. Toda la primera parte narra el desplazamiento de los protagonistas entre espacios. Nicolás Carraza y Francisco Garibotti se internan por un largo pasillo. Llaman a la puerta. Lizaso Camina un par de cuadras, se detiene ante la casa de portones celestes, se aventura por el largo corredor. Mario Brión Camina hasta Irigoyen y se adentra por el largo pasillo. Livraga y Rodríguez Se internan por el largo pasillo. Internarse, aventurarse, adentrarse, condensan una serie de connotaciones que cargan las acciones de los protagonistas con un plus de significación narrativa que son propias del despliegue de la intriga. La casa donde han entrado Carranza y Garibotti, donde se desarrollará el primer acto del drama y a la que volverá por último un fantasmal testigo, tiene dos departamentos: uno al frente y otro al fondo. Para llegar a este último hay que recorrer un largo pasillo, limitado a la derecha por una pared medianera y a la izquierda por un alto cerco de ligustrina. Es tan angosto el corredor, en cuyo extremo se divisa una puerta metálica de color verde, que sólo se puede caminar en fila india. Conviene retener el detalle, porque tiene cierta importancia. Este señalamiento de un indicio se corresponde con las marcas del género policial tal como lo expone Walsh en el “Apéndice” de Variaciones en rojo, op. cit.: Tampoco he renunciado a otra convención que hunde su raíz en la esencia misma de la novela policial: el desafío al lector. En las tres narraciones de este libro hay un punto en que el lector cuenta con todos los elementos necesarios, si no para resolver el problema en todos los detalles, al menos para descubrir la idea central, ya del crimen, ya del procedimiento que sirve para esclarecerlo. El deslizamiento de la fragmentación de los retratos a la sucesión narrativa se produce entre espacios pertenecientes a campos de relaciones diferentes; atravesar el límite que los une y los separa implica cambiar de lógica, arriesgarse, tanto para los que están comprometidos como para los que ignoran el peligro. El lector que sigue sus travesías ha sido advertido de qué algo va a ocurrir y que sus consecuencias serán ominosas. Porque la configuración del terreno es tal, que desde la puerta metálica que da acceso al departamento, un hombre armado con un simple revólver dominaría todo el pasillo y dificultaría durante minutos enteros la entrada de cualquier enemigo potencial. Si el arma fuese una pistola ametralladora, la posición podría mantenerse horas enteras. Las persianas, las puertas, las mirillas, las cerraduras En la 2da. edición de 1964, Rodolfo agrega un prólogo, que con ligeras modificaciones, reiterará en 1969 y 1972, en el que detalla, entre otras consideraciones, algunas de las circunstancias de su investigación. Han pasado siete años desde el inicio de la campaña periodística, la distancia referencial atenúa la denuncia, el curso del proceso institucional de enjuiciamiento fue obstruido por una amañada resolución de la Suprema Corte de Justicia y, como culminación, el mayor responsable de la masacre fue ascendido; a pesar de todo ello, Walsh insiste con una nueva edición de su libro, ahora incluyendo el expediente Livraga, para hacer público junto con el relato de los sucesos un pormenorizado detalle de las artimañas y argucias legales que consumaron la impunidad de los culpables. El tono general es de sardónica ironía no exenta de cierta decepción personal y política por la confianza depositada en la justicia institucional. En ese prólogo, que recontextualiza la historia, la figuración espacial también tiene un rol preponderante. Al rememorar sus propias acciones en la noche del 9 de junio dice: Tampoco olvido que, pegado a la persiana oí morir a un conscripto en la calle. Walsh comienza por confesar el abandono de un conscripto que pide desesperadamente auxilio, es decir, expone sus “perplejidades íntimas” ante la existencia de “un amenazante mundo exterior”. Más adelante, dedica dos extensas secuencias para referir las dificultades que se le presentaron para acceder al testimonio de los sobrevivientes. En primer lugar narra el encuentro con Giunta: Al día siguiente vamos a ver al otro que se salvó, Miguel Angel Giunta, que nos recibe con un portazo en las narices, no nos cree cuando le decimos que somos periodistas, nos pide credenciales que no tenemos y no sé que le decimos, a través de la mirilla, qué promesa de silencio, qué clave oculta, para que vaya abriendo la puerta de a poco. Y luego con Horacio di Chiano: Nos dicen que no está, pero está, y hay que ir venciendo las barreras protectoras, las cautelosas deidades que custodian al enterrado vivo, esta pared, esta cara que niega y desconfía. Se pasa del sol de la calle ala sombra del porch, se pide un vaso de agua y se está adentro, en la oscuridad, se pronuncian palabras ganzúa, hasta que la más oxidada del manojo funciona, y don Horacio di Chiano sube la escalera tomado de la mano de su mujer, que lo trae como un chico. Walsh relata las maniobras, que ha llevado a cabo con el objetivo de superar los impedimentos interpuestos, para acceder a algunos testimonios que le permitieran desenredar la maraña que envolvía al secreto. Las zonas de tránsito dejan de ser lugares por los que se va hacia el peligro, ahora son vallas que impiden el paso. Hay una sugestiva gradación en esas figuras metafóricas que aparecen como una serie de orden progresivo: persianas, portazo, puerta, mirilla y palabras ganzúa. Las persianas evocan presencias disimuladas, miradas inquisidoras que se cierran o se abren según sea la localización en la que está situado el secreto a descubrir. Las persianas connotan las tensiones entre los que son vistos y los que no lo saben, entre los que, cobijados, se ocultan del exterior para ejercitar su arte de voyerismo, y los que expuestos a la intemperie intuyen las veladas presencias del interior. Las persianas están compuestas de pequeñas láminas de madera, las que pueden dejar traslucir en mayor o menor o menor medida la luz según sea la posición en que se ha detenido su recorrido hacia arriba o hacia abajo. Luego, cuando Walsh trata de entrevistar a otra víctima, debe superar la inquisición de la mirilla para poder transformar el “portazo” en “puerta”. Especie de párpado mecánico, la mirilla que cierra o la mirilla que se entreabre, establecen una asimetría entre el ojo que ve y el cuerpo exterior que es mirado. Las palabras, entonces, deberán trasmitir una confianza no perceptible para el ojo, con el objeto de que la violenta barrera erigida a los de afuera ceda y se permita el ingreso al refugio abriendo el camino. La puerta que en el relato de los sucesos era el lugar por el que se pasaba de un lado al otro del peligro, ahora, en el prólogo significa una barrera que hay que salvar. La siguiente etapa de esta serie ocurre en la casa de di Chiano, en esta ocasión la narración avanza por diversas etapas antes de acceder al encuentro con el tercer sobreviviente de la masacre. Hay barreras protectoras y cautelosas complicidades que niegan la existencia del enterrado vivo En el motivo del “enterrado vivo” se entrecruzan al menos dos reenvíos de sentido: ante todo, la correlación con Livraga, el fusilado vivo y luego, el juego intertextual con la narrativa fantástica de Edgar Allan Poe.. Poco a poco, y merced a la perseverancia de los investigadores se van levantando una a una hasta que, también en este caso, la palabra permitirá que se libere lo que permanece clausurado, es decir va a producir, literalmente, el mismo efecto que una ganzúa. La palabra, que permite el acceso al testimonio, funciona como el instrumento que a falta de llave, libera los pestillos de la cerradura. Desde una persiana, que permite pasar la voz pero no produce la ayuda, se llega a una cerradura vulnerada por la palabra. La persiana deja imaginar tanto al cuerpo que es mirado como al ojo que mira en una encrucijada de atención y de expectativa, de inquietud y de amparo, de sospecha y de vigilancia, de exasperación y recelo. La cerradura atrae la atención sobre el secreto que resguarda. La persiana varía el campo de la mirada y la intromisión, la cerradura sólo puede estar abierta o cerrada. La persiana figura la posesión supuesta o imaginada de atenciones difusas que mediatizan las miradas cruzadas. Walsh, que se mantenido al margen de lo que ocurría en el mundo exterior tras la persiana, que no ha permitido que la voz de auxilio lo conmueva más allá del recuerdo culposo por su falta de solidaridad con el herido, pasa ser el que con la habilidad de su palabra logra destrabar la cerradura, estableciendo el contacto entre el adentro y el afuera. En el prólogo, el relato de los momentos claves de la investigación, que está puntuado por progresivo nombrar el pasaje al acceso de la verdad, aparece como una cifra condensada de las peripecias de la búsqueda. El tratamiento narrativo del espacio exhibe con nitidez el vínculo con el género policial. Las descripciones y los indicios informativos establecen una progresión que permite, por una parte, prescindir de algunas conjeturas improcedentes y, por otra, sostener una argumentación deductiva que ratifica la imposibilidad de cualquier resistencia armada de los ocupantes del departamento del fondo. Siniestro basural El lugar de los fusilamientos es un basural, con toda la carga significativa que implica un ámbito conformado por la heterogeneidad de los desperdicios acumulados. Livraga en la entrevista llama reiteradamente “yuyal” al lugar de los fusilamientos. “A la derecha de la ruta había un camino de tierra, que de un lado tenía una hilera de eucaliptos, y del otro un extenso yuyal.” Si en el relato “Variaciones en rojo” el crimen se producía en un cuarto cerrado, retomando uno de los tópicos clásicos del género, el basural, espacio abierto, inscribe el campo de representación de Operación Masacre. El desolado paraje al que se destinan los restos del consumo socializado, es el punto al que regresa una y otra vez Walsh para intentar comprender los sucesos que investiga. El capítulo veintitrés, el único innominado en la primera y segunda edición, comienza con una interpelación al basural: ¡Siniestro basural de José León Suárez, leproso de zanjas anegadas en invierno, pestilente de moscas gordas y azules en verano, insultado de bichos insepultos, corroído de latas y chatarra, velludo de pastos acerbos, último sumidero del mundo, mirá la carga que te tren! Ese apóstrofe, en tanto interrumpe repentinamente la narración para dirigirse, con una prosopopeya, a un espacio concreto, invistiéndolo de un alto contenido simbólico, introduce el motivo de la invocación clásica a la Musas que en un brusco movimiento retórico se trasforma en el modo de figuración hiperbólica de un basural. Ver Crespo, Bárbara, “Operación Masacre: El relato que sigue” en Filología Año XXVII, 1-2, 1994, Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas, pp.221-231. La cifra de la violencia del Estado, de los crímenes impunes y, consecuentemente de la injusticia que se denuncia con el propósito de reparar, es nombrado en el basural como figuración emblemática de un oponente a quien se señala con la fuerza discursiva del estigma, acentuando el tono con la marca gráfica de la bastardilla y los paréntesis que lo distingue y recorta sobre todo el resto de los capítulos. | Ese fragmento se elimina en la edición de 1969, pero persisten algunos restos desplazados al capítulo veintidós: Del otro, a la izquierda, se extiende un amplio baldío, un depósito de escorias, el siniestro basural de José León Suárez, cortado de zanjas anegadas en invierno, pestilente de moscas y bichos insepultos en verano, corroído de latas y chatarra. En el capítulo “Una imagen en la Morgue” la narración regresa a Horacio di Chiano que, después del fusilamiento se ha quedado tendido en el suelo, fingiendo estar muerto: Alzó la cabeza y vio el campo todo blanco. En el horizonte se divisaba un árbol aislado. En ese punto se produce un salto en la temporalidad del relato estableciendo un entrelazamiento con el momento en el que regresa al lugar del crimen en compañía de Walsh: Nueve meses más tarde comprobó con sorpresa que no era un solo árbol, sino el ramaje de varios, cortado por una ondulación del terreno, que producía esa ilusión óptica. Incidentalmente, el detalle probó a quien esto escribe –por si alguna duda le quedaba-que don Horacio había estado allí. El único sitio desde donde se observaba ese extraño espejismo, es el escenario del fusilamiento. La investigación exige la comprobación empírica de algunos indicios para situarlos como fundamento de las inferencias de la cadena deductiva, de ahí que al finalizar esta secuencia del relato agregue una nota al pie: Me había intrigado mucho ese rasgo topográfico que don Horacio mencionaba y que yo nunca lograra observar en mis tres o cuatro visitas al basural. Y de pronto, tras buscarlo ambos un buen rato, lo vi. Era fascinante, algo digno de un cuento de Chesterton. Desplazándose unos cincuenta pasos en cualquier dirección, el efecto óptico desaparecía. En ese momento supe –singular demostración- que me encontraba en el lugar exacto del fusilamiento, que hasta entonces tampoco había logrado localizar con certeza. Walsh llega a la certeza de que el reconocimiento del lugar exacto del crimen, valorando la circunstancia como digna de pertenecer a la invención literaria de unos de los escritores canónicos del género policial. En el pasaje entre la ficción y el dato empírico comprobado se elabora la reconstrucción de los hechos. La apelación al procedimiento literario como garante de la valoración de la prueba ratifica que el componente imaginario de la investigación es mucho más que un recurso retórico, implica una forma esencial de la interpretación de las circunstancias examinadas. La dilucidación de una imagen indefinida, varios árboles que producen la fascinación de presentarse como si fueran un solo contorno, es presentada como un desmontaje de la oposición entre literatura y realidad: la incertidumbre ante lo real necesita de la certificación literaria para alcanzar el estatuto de verdad. En el género policial la caracterización de un homicidio como crimen es potestad del Estado que promulga las leyes que distinguen un suceso de otro. En el caso de los fusilamientos de junio, el criminal es el Estado. Esa contradicción entre los dos campos, no implica la escisión absoluta, correlativamente a esa modificación sustancial, la verdad está del lado de la literatura, que permite desvelar la mentira estatal. El detective tradicional se sitúa en la búsqueda de revelar el deslinde entre lo aparente y lo verdadero, la explicación de lo confuso, la resolución del enigma, exigen una conclusión que se alcanza al final de la historia. En cambio, en Operación Masacre, lo aparente está encubriendo la mentira del Estado, la verdad oficial, se impone porque el circuito de circulación institucional lo respalda. El Estado es una máquina que se sostiene sobre la posibilidad de hacer verosímiles las historias que fundamentan su poder represivo. El relato de las contingencias de la pesquisa de indicios de prueba en la experiencia de di Chiano impone al investigador la necesidad de situarse en el lugar de las víctimas y desde esa perspectiva analizar la prueba. El concepto de perspectiva como una visión -considerada en principio más ajustada a la realidad- favorecida por la observación distante, espacial o temporalmente, de cualquier hecho o fenómeno, ratifica la corroboración del testimonio de di Chiano que aparece como un ejemplo emblemático de la importancia de la figuración espacial en Operación Masacre. El secreto se sostiene en la tensión entre la fuerzas que imponen la clausura y la voluntad de hacer permeable las informaciones que permitan hacerlo público. No hay secreto sin sujetos involucrados, de un modo u otro, en las maniobras para concretarlo y sin que exista la voluntad de clausura y ocultamiento de la información. En el recorrido que va desde la persiana a la cerradura, Walsh expone la dinámica de la investigación para develar un secreto. Las puertas y los pasillos aparecen como las bisagras textuales; por una parte, son condensaciones de indicios probatorios para dilucidar el enigma; y por otra, son marcas constructivas de inserción de las secuencias en la trama narrativa que las integra. Las persianas y la mirilla exhiben el punto de inflexión entre dos modos de vivir las relaciones entre el adentro y el afuera, ese pasaje culmina en la palabra ganzúa como el instrumento para superar la clausura del secreto. El armado de la intriga narrativa pone de manifiesto el oficio literario de Rodolfo Walsh. Aunque los hechos relatados han ocurrido en el ámbito público no son conocidos en todos sus detalles porque han sido, en una primera instancia, borrados, luego silenciados y, finalmente, tergiversados. De todos modos, los lectores tienen conocimiento, al menos, de la identidad tanto de las víctimas y los sobrevivientes como de los ejecutores directos y del funcionario responsable que dio la orden. De allí que la trama se configura en torno de otro enigma: “fue un crimen o un acto legal”, su resolución depende de la hora de detención. En orden a esa causalidad, Walsh dispone la narración de tal manera que siguiendo las convenciones del género policial, se difiere la revelación de la verdad hasta el final de la historia. Ese componente de suspenso se resuelve cuando se exponen las pruebas que sustentan la denuncia y la acusación. Los principios constructivos de figuración del espacio son un punto de pasaje entre los relatos policiales de Walsh y la recopilación de pruebas en sus textos de denuncia. La ubicación de los personajes en “Cuento para tahúres” es la clave para resolver quien ha sido el asesino. En “Variaciones en rojo”, que da el nombre al primer libro de Walsh, la dilucidación del crimen está directamente vinculado al modo en que Daniel Hernández, descubre el artificio mediante el cual el asesino ha simulado una situación en la que quedaba a salvo de cualquier sospecha. En “Asesinato a la distancia”, del mismo volumen, Daniel Hernández analiza los diferentes recorridos posibles entre la casa y el muelle para descubrir al culpable. Los dos relatos incluyen diagramas que apoyan las conclusiones del investigador. Recurso que Walsh repetirá luego en ¿Quién mató a Rosendo? La radio y el tiempo En cada uno de los breves retratos se alude a los programas de radio que se están emitiendo con la mención puntual del horario, estableciendo, así, un minucioso ordenamiento temporal de las acciones, lo que se constituye en un indicio decisivo para descifrar el enigma en torno del cual se diseña la intriga narrativa y, además, el elemento fundamental de las pruebas que sustentan su resolución. La fuerza argumentativa del relato de los sucesos que culminan con el fusilamiento está centrada en la necesidad de determinar, con la mayor precisión posible, el orden temporal en que ocurrieron los mismos. La narración va puntualizando una escrupulosa cronología que se inicia con el horario en que di Chiano salió de su empleo. En las doce horas que siguen la temporalidad está señalada con precisión por la progresión horaria de los programas radiales. El requerimiento obligatorio de establecer la crónica de los hechos se amplifica con la connotación lírica de la música y la resonancia del fragor y la violencia del combate de boxeo trasmitido antes de la detención. La radio es el objeto que acredita la ilegalidad de la ejecución, la prueba que establece un nexo probatorio concluyente entre la ley y el tiempo. La pequeña radio sobre la repisa del aparador, transmitía una música popular. En el comienzo del texto, en el capítulo de Carranza, aparece la primera alusión, que se retoma en el retrato de di Chiano: Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, transmite música de Haydn. Con la aparición en el relato de Norberto Gavino se produce la intersección entre la radio como vehículo que debe difundir el anuncio de la revuelta y la sucesión datada de los acontecimientos. Hace rato que la radio tendría que haber dado la noticia. Las constantes alusiones son puntos de convergencia de múltiples encadenamientos: Un testigo de último momento lo verá parado cerca del receptor de radio […] Un testimonio que recuerda a Mario Brión atrae al hilo narrativo la insistencia sobre ese objeto que es uno de los puntos de concentración significativa sobre el que está construida la intriga. Son las menciones a la radio las que determinan las acciones de los personajes, porque ese objeto instala el significado de las relaciones que se establecen entre ellos. En torno a ese aparato se configura un campo de fuerzas en tensión que es, en definitiva, la secuencia narrativa. Cuando aparece la radio el relato se carga de un fuerza significativa de gran densidad, algo sí como un polo de atracción y diseminación, un nudo en una red de relaciones convergentes. Rodríguez y Livraga van a entrar por el pasillo que los lleva al departamento del fondo atraídos por ese objeto que repone una escena ausente Podemos escuchar la pelea aquí. Tiene la radio prendida –aclara-. Todo relato es la confluencia de un conjunto de maniobras para otorgarle sentido a la duración, un juego que persigue aprehender figurativamente el transcurrir del tiempo; Walsh tematiza ese componente central de la narración acentuando su funcionalidad en orden a la argumentación que articula su denuncia, deslizando su construcción por el borde inestable que separa los géneros. La narrativa policial responde a ciertos criterios constructivos: insiste en la proliferación de indicios, pero sólo algunos de ellos se repiten marcando el proceso de configuración de los posibles narrativos. Una vez que la aparición de la radio en la narración ha sido cargada de significado, el relato de Operación Masacre se concentra en el valor probatorio de esa voz oficial, el enigma “es un crimen o un fusilamiento legal” queda develado en un doble movimiento, primero se sitúa el acontecimiento: Faltan pocos minutos para las once. La radio está trasmitiendo los preliminares de la pelea de box.[…] Si acaso sintoniza un instante Radio del Estado, la voz oficial de la Nación comprobará que ha terminado de trasmitir un concierto de Bach y a las 22.59 inicia otro de Ravel… Ravel… La palabra revolución no ha sido pronunciada. Y menos por Radio Splendid, que filtra el rumor de la multitud en el Luna Park y la voz tensa del locutor Fioravanti, trasmitiendo las primeras incidencias del match. Luego, se revela el valor de prueba de ese suceso refrendándolo con la propia documentación oficial que respalda la afirmación. Walsh se sirve de la palabra del Estado para demostrar su responsabilidad. A las 23.56 Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, deja de ofrecer música de Stravisky y pone al aire la marcha con que cierra habitualmente sus programas. La voz del “speaker” se despide hasta el día siguiente a la hora de costumbre. A las 24 se interrumpe la trasnmisión. Todo ello consta en el Libro de Locutores de Radio del Estado, en uso entonces, en la página 51, rubricada por el locutor Gutenberg Pérez. No se ha pronunciado una sola palabra sobre los acontecimientos subversivos. No se ha hecho la más remota alusión a la Ley Marcial, que como toda ley debe ser promulgada, anunciada públicamente antes de entrar en vigencia. A las 24 horas del 9 de junio de 1956, pues no rige la Ley Marcial en ningún punto del territorio de la nación. Pero ya ha sido aplicada. Cuando ya se ha producido la matanza, cuando la muerte con su efectividad decisiva ha clausurado la temporalidad existencial de los muertos, la cronología se paraliza y el relato regresa a di Chiano en el capítulo veinticinco, cuyo título nombra literalmente el movimiento narrativo: El tiempo se detiene. El dueño de la casa, arrastrado por una marea que nunca terminará de entender, no ha recibido heridas después de los disparos y tendido en el terreno finge haber sido muerto; mientras tanto, transcurre un lapso imposible de medir, que tiene para él la duración de una eternidad. En ese ínterin, los fusiladores constatan la efectividad de su obra en el curso de una secuencia horaria consignada con tal precisión que demuestra indefectiblemente y sin lugar a dudas el crimen de la ejecución. Horacio di Chiano no se mueve. Está tendido de boca, los brazos flexionados a los flancos, las manos apoyadas en el suelo a la altura de los hombros. Por un milagro no se le han roto los anteojos que lleva puestos. Ha oído todo –los tiros, los gritos- y no piensa. Su cuerpo es territorio del miedo que le penetra hasta los huesos: todos los tejidos saturados de miedo, en cada célula la gota pesada del miedo. No moverse. En estas dos palabras se condensa cuanta sabiduría puede tener la humanidad. Nada existe fuera del instinto ancestral por el que la especie retrocede milenios. ¿Cuánto tiempo hace que está así, como muerto? Ese motivo del tiempo detenido es una cifra del devenir narrativo, de su inconmensurabilidad en relación con el tiempo real; exhibe la dilatación de la temporalidad narrativa que da a leer junto con la continuidad de las acciones relatadas la correspondencia con una cronología exactamente fijada. La captura de la sucesión temporal pone de manifiesto el entrecruzamiento de la continuidad y la discontinuidad, que no dependen de prescripciones fácticas sino de principios constructivos en torno de los cuales se tensa el desvelamiento del secreto. Si en el relato de las peripecias de di Chiano lo narrado queda retenido en los pliegues temporales, en el de Livraga, el tiempo se empecina repetirse interminablemente: En ese momento debió pensar Livraga en una pesadilla infinita donde fuera cíclicamente arrestado, fusilado, arrestado, fusilado. Acentuado por la insistencia: […] para Livraga el tiempo es ya mera sucesión del dolor [… ]Hasta que esa porfía se extrema en un punto insoportable: En realidad ya no existen noches y días para él. La diversidad de sentidos propia de la especificidad del tempo narrativo se intensifica en Operación Masacre, porque el orden cronológico de las secuencias es el punto en torno del cual se va a resolver el carácter delictivo del fusilamiento. De ahí que las operaciones argumentativas del narrador apuntan a remarcar con exactitud los lapsos, los cortes, los datos que puedan apoyar un registro fehaciente de los acontecimientos en la instancia precisa en que sucedieron. Si en Operación Masacre la radio permite corroborar la cronología de los sucesos de tal modo que las pruebas sean incontrastables, en “La aventura de las pruebas de imprenta”, el primer relato de Variaciones en rojo”, se incluye un facsímil de una hoja de un horario de ferrocarriles que corrobora las afirmaciones de Daniel Hernández y sostiene su hipótesis sobre la autoría de un crimen. También en este aspecto narrativo, los vínculos entre ficción y denuncia son muy estrechos. Hay sangre en la biblioteca Los libros forman parte un inmenso trazado intermitente e inconmensurable; en ese trazado participan las citas, alusiones veladas, las referencias literales y las oblicuas, haciéndose y deshaciéndose en el indescifrable trayecto que media entre la mano que escribe y los ojos que leen. Los libros no se oponen a la vida, puesto que son la vida. En Operación Masacre, que cuando se publicó en Mayoría era “un libro que no encuentra editor”, se ponía de manifiesto desde el propio título el valor de un saber trasmitido por ese medio. En la narración, por una parte, están los libros portadores de conocimiento con empleos múltiples según sean sus usuarios; y, por otra, están los libros en los que ha quedado registrada la verdad. En algunos de los retratos de las víctimas, los libros no tienen la funcionalidad operativa de iluminar una posible inferencia argumentativa, simplemente son mostrados, exhibidos a la mirada de los lectores. Es una sorpresa encontrar en su biblioteca a Horacio, a Séneca, a Shakespeare, al Unamuno y al Baroja de la España paterna, junto a frías colecciones contables. La biblioteca de Mario Brión es un índice de un interés por algo que excede la actividad profesional, la enumeración remite al canon de clásicos más difundido, síntesis de la gran literatura; la heterogeneidad anuncia una continuidad lúdica entre conocimiento y materialidad. En cambio, en Vicente Rodríguez, un obrero portuario se acentúa el vínculo entre los libros y las posibilidades de ascenso social: Ya no hay sindicato ni delegado. Entonces comprende que él es nadie, que el mundo pertenece a los doctores. Y el signo de su derrota es muy claro. Más que claro patético. En su barrio hay un club, y en el club una biblioteca. Acudirá allí, en busca de una fuente milagrosa –los libros- de donde parece fluir el poder. No sabemos si alcanza a leerlos, pero del paso de Rodríguez por la miserable época de canibalismo que vivimos, sólo quedará- aparte de la miseria en que deja a su mujer y sus chicos- una foto opaca con un sello borroso que dice precisamente “Biblioteca”. El narrador muestra el legado de las víctimas, esos libros son el resto de búsquedas, espacios de concentración del deseo. Pero también en el relato “libro” significa registro oficial, apareciendo como prueba incontrastable e índice revelador de la contradicción oficial: Y para determinar la hora en que se promulgó la Ley Marcial no me he limitado a consultar los diarios del 10 de junio de 1956, que unánimes, informan que la Ley Marcial se anunció a las 0.30 de ese día. He ido más lejos he buscado el Libro de Locutores de Radio del Estado, y lo he fotocopiado, y lo he reproducido y vuelvo a reproducirlo para probar, al minuto, que la ley marcial se hizo pública a las 0.32 del 10 de junio. Los espectros de Shakespeare En Operación Masacre hay otra forma de presencia de la biblioteca en varias marcas deliberadamente ostensibles que aluden a la gran literatura. Entre las múltiples remisiones intertextuales que exhibe relato hay una que tiene una gran relevancia en la configuración narrativa: la alusión a la obra de Shakespeare, por una parte, con citas: el título de capítulo treinta y dos, “Lo demás es silencio”, de Hamlet y en el cuarenta y cuatro por el montaje teatral de una escena pública para desviar la atención sobre las denuncias: Sobre la conferencia de prensa del doctor Viglione debió flotar, no diré el espectro de Banquo pero sí el fantasma de aquella otra [… ] en alusión a Macbeth. Walsh refrenda la sentencia freudiana acerca de que es más fácil cometer un crimen que borrar sus huellas, rescribiéndola en la figura de la espectralidad, que no es ni la presencia residual del espíritu ni la ausencia de la cosa, sino un modo de persistencia irreductible. La investigación que culmina en Operación Masacre tiene su punto de partida en el rescate de un fusilado del mundo de los muertos, es decir salvar su verdad sepultada. Se trata de reparar una injusticia, considerar que hay deuda para lo cual hay que hacer enfrentar, como Shakespeare en sus tragedias, a las víctimas y a los culpables ante un fantasma. Livraga detenido en la clandestinidad de una comisaría de Moreno rememora la escena del fusilamiento en la figura del espectro. Todo es un resplandor inédito donde se mueven los fantasmas de la fiebre que a menudo asumen las formas indelebles del pelotón. Giunta también ha perseverado en subsistir: A los dos o tres días de su encierro, fue a verlo Cuello, el segundo jefe de la Unidad, que realizara una vaga tentativa por salvarlo del fusilamiento. Ahora no podía dar crédito a sus ojos. Le parecía estar viendo un fantasma. El fantasma, que nunca muere y que siempre está en la inminencia del advenir, obstinadamente se hace visible con perturbadora frecuencia. Sus apariciones provocan otra idea del presente y de la memoria, que entrelazados e indistintos, se mezclan en la espectralidad siempre extemporánea y sorpresiva. Los personajes de Hamlet y Macbeth son estigmatizados por los sedimentos malditos de sus acciones clandestinas; los fusiladores, como su versión degradada, trataron de ocultar el crimen, pero las marcas perseveran en ofrecerse a la mirada atenta de quien las quiera interpretar. Walsh busca entregar un sentido de justicia que se relaciona con una deuda que en algún momento se deberá pagar en el marco de las instituciones. Los fantasmas no son apariciones despojadas de contexto, se trata de dramatizaciones, de escenas organizadas, de representaciones preferentemente visuales; cuando emergen son la síntesis de un proceso inconcluso, de un proceso que continúa abierto. La importancia que tiene la figuración de la espectralidad en Operación Masacre queda de manifiesto en la edición de 1964, en la que incorpora el informe Livraga. El primer capítulo de tercera parte, “La evidencia”, se titula “Los fantasmas”. Las reescrituras sin fin Hay algunas variantes entre los textos de Mayoría y la edición en libro de Operación Masacre de 1957. Dos de ellas aparecen como las más significativas; la primera está íntimamente ligada al período que se extiende entre las fechas de publicación de una y otra; en Mayoría, Walsh se impone la exigencia de controlar la información de modo que sus afirmaciones no perjudiquen a quienes son aún perseguidos. Así Gavino es nombrado como “F” y Torres como “Ríos”, puesto que al momento de la publicación, Walsh no tenía aún certeza de que ya se hubieran podido exiliar en Bolivia. “M” designa a Marcelo Rizzoni en el relato, pero en el “Obligado Apéndice” se revela su identidad porque ha sido detenido, tal como lo expone el capítulo titulado “En torno a Marcelo”. Esa precaución ya no tiene sentido cuando Operación Masacre aparece como libro, puesto que la protección de los sobrevivientes está ya asegurada. La otra diferencia es la separación de los treinta y dos capítulos de la primera parte de las notas de Mayoría en dos secciones, “Las personas” y “Los hechos”, en el libro, ese deslinde en la disposición de la trama señala de modo más preciso una distinción entre la perspectiva narrativa centrada en los retratos de las víctimas, y la que da cuenta de su situación posterior, cuando ya han sido detenidos y han quedado reunidos en el mismo lugar. Mientras que el primer enfoque articula la diversidad de circunstancias de las víctimas, el siguiente desarrolla el núcleo de los sucesos centrales, que culminan con el fusilamiento, tras el cual, los sobrevivientes se dispersan en la búsqueda desesperada de algún tipo de protección. A partir de la edición de 1964, casi la totalidad de los capítulos de la segunda parte de Mayoría fueron sustituidos por el expediente judicial iniciado con la demanda de Livraga. Esto se produce por dos razones distintas, ante todo, el accionar implacable con que el juez Belisario Hueyo llevó a cabo las diligencias vinculadas con la causa Livraga reúne sustancialmente los mismos pasos seguidos por Walsh, más el plus otorgado tanto por el valor institucional que implica la tramitación formal en el tribunal como por la gravísima falencia institucional producida por el cierre abrupto de la causa dictada por la Suprema Corte, amparándose en una argucia legal. Y, luego, porque la argumentación desplegada por Walsh para respaldar las pruebas estaba atravesada por sucesivas discrepancias con las versiones oficiales divulgadas por la prensa seria. En la necesidad de sostener las argumentaciones desplegadas, sus artículos hacían hincapié en los numerosos casos de torturas y apremios ilegales ocurridos en jurisdicción de la Policía de la Provincia de Buenos Aires; entre ellos, el caso Livraga ocupaba un lugar destacado en las acusaciones de Jorge Doglia y Eduardo Schaposnik contra Fernández Suárez, obligadamente entrelazados con asuntos propios de la interna policial. Todo lo que, en 1964, suponía diluir la contundencia de la acusación al vincularla con sucesos cuya distancia referencial los hacía imprecisos. Estas dos razones impulsan a Walsh reemplazarlos por el proceso judicial tal como dice literalmente en el título de esa edición: Operación Masacre y el expediente Livraga con la prueba judicial que conmovió al país. Hoy a más de cincuenta años de su publicación con la importancia que ha alcanzado el texto de Walsh desde las diversas posturas críticas que lo siguen leyendo, la lectura atenta de esos capítulos aporta un significado que enriquece su valoración y posibilita otras formas de abordaje para su estudio. VIII - El relato continúa Lo demás es el relato que sigue. La política gana la partida En el curso de la campaña periodística de Walsh, desde diciembre de 1956 hasta abril de 1958, la Argentina atravesaba por una etapa de gran movilidad política; en ese lapso se pasó de un gobierno originado en un golpe militar a otro surgido de elecciones democráticas. En verdad, fueron elecciones democráticas restringidas, ya que estaban vigentes decretos que proscribían al peronismo y a sus dirigentes, incluso estaba prohibido mencionar o publicar el nombre Perón (decreto ley 4161 del 5 de marzo de 1956). Los golpistas de setiembre de 1955 tomaron el poder con el respaldo de sectores sociales de gran diversidad, unidos, básicamente, en torno a un proyecto no continuista de las políticas de Estado implementadas en los años del peronismo; esa afinidad inicial se fue disolviendo a medida que las diversas posturas ideológicas de su composición confrontaban entre sí para imponer una línea dominante a la gestión del gobierno. La tentativa insurreccional del general Valle generó un fortalecimiento transitorio de la cohesión de las Fuerzas Armadas, que en los meses anteriores habían mantenido serias discrepancias en torno del proyecto del gobierno; pero ese equilibrio fue gravemente trastornado por la profundización de las serias contradicciones que diferenciaban a los distintos sectores en punga por el control del poder. A las constantes fricciones entre las tres Fuerzas, se sumaban los diversos agrupamientos transversales de orden ideológico, que se enfrentaban tanto por reivindicaciones de orden profesional como por diferentes concepciones del modo en que se debía controlar la sucesión del régimen de facto por autoridades surgidas de elecciones. Los acontecimientos tenían la particular impronta de un país que estaba bajo el dominio de un gobierno que se había reconocido como provisional y, consecuentemente, asumido el compromiso de restablecer las instituciones constitucionales por la vía electoral. Por lo tanto, las relaciones entre militares y civiles estaban traspasadas por el conflicto de intereses que se enfrentaban con el objetivo de introducir cambios o producir situaciones con el fin de beneficiar alguno de los proyectos que se perfilaban como posibles vencedores en la contienda electoral. El 26 de octubre de 1956, el presidente Aramburu anuncia desde Tucumán el llamado a elecciones para una Asamblea Nacional Constituyente que se iba a realizar con anterioridad a la convocatoria a comicios generales ya prometidos para finales de 1957. El plan oficial fue recibido con recelo; entre los opositores se había generalizado la convicción de que ese llamado a elecciones no era más que un recurso destinado a explorar las tendencias de la ciudadanía, y ante eventuales resultados contrarios a los intereses del gobierno tomar, entonces, la decisión de perpetuarse en el poder sin asumir el riesgo de entregar el gobierno a sus antagonistas ideológicos. El anuncio de Aramburu fue el detonante de una serie de disputas entre facciones militares que culminaron con una grave crisis a partir del 21 de noviembre. Los desacuerdos que llegaron al límite de la revuelta sediciosa revelan, por una parte, la entidad de los distintos proyectos que se articulaban como polos de aglutinamiento de los grupos conspiradores dentro del propio gobierno y, por otra, como derivación convergente, la creciente oposición de los trabajadores al régimen gobernante; la huelga general, que el gremio de gráficos comenzó desde el 13 de noviembre tuvo como consecuencia que la conmoción militar y sus consecuencias recién tuvieran difusión pública el día 24 de ese mes, cuando los diarios y revistas volvieron a aparecer. Todo ello revela el estado crítico de las relaciones políticas y sociales en las semanas anteriores a que Walsh tomara conocimiento de la situación de Livraga. El elemento determinante de este escenario conflictivo era la continuidad de la adhesión incondicional al presidente derrocado de sus partidarios. A pesar de las presunciones de una rápida desaparición de ese apoyo, que había orientado los esfuerzos de los grupos militares y civiles comprometidos en la ruptura del orden constitucional, era evidente que un número considerable de ciudadanos respondía a las directivas que Perón enviaba desde el exilio a través de una vasta organización clandestina, la resistencia, en la que confluían diversas agrupaciones y sectores del peronismo. Mientras Walsh iba publicando sus artículos sobre los fusilamientos en Revolución Nacional, se consolidaba un activo movimiento de oposición que trataba de atraer al peronismo para converger en el apoyo a la candidatura a presidente de Arturo Frondizi, líder de la intransigencia radical. El 12 de noviembre de 1956 la Convención Nacional de la UCR, reunida en Tucumán, proclama a Arturo Frondizi candidato a presidente para las próximas elecciones. El 30 de enero de 1957, la UCR de la provincia de Buenos Aires desconoce esa candidatura y desencadena una serie de actitudes similares en otras provincias. El 9 de febrero, Frondizi pronuncia su “Mensaje a veinte millones de argentinos” en el que expone enfáticamente su ruptura con el radicalismo: “El país comprenderá ahora por qué esta crisis es definitiva: somos dos cosas distintas, hablamos dos idiomas, sentidos dos pasiones diferentes”. A principios de marzo, la justicia electoral legaliza la separación de la UCR en dos partidos: la UCRI y UCR del Pueblo. Desde el gobierno eran evidentes los esfuerzos para obstaculizar por las más diversas vías ese liderazgo, mientras se maniobraba en abierto apoyo a Ricardo Balbín, otro dirigente radical cuyo proyecto aseguraba la continuidad ideológica con el gobierno de facto. A principios del año 1957, esta confrontación revelaba que entre los partidarios del gobierno se había producido una discrepancia irreversible. El hecho más significativo de ese proceso se producirá con la división de la Unión Cívica Radical, el partido político más importante que había dado su apoyo al golpe de estado de setiembre de 1955. Arturo Frondizi se convertirá en el dirigente político situado en el polo opositor del gobierno, concentrando su prédica, principalmente, en la economía y en los derechos civiles. En relación con la política económica, su postura confluye con el desarrollismo, personificado en la figura excluyente de Rogelio Frigerio, que cuestiona las medidas aconsejadas por Raúl Prebich tales como la devaluación del peso, la desnacionalización de los depósitos bancarios y el levantamiento de los controles para el comercio, que habían producido efectos contrarios a los esperados. Sumado a ello, los precios internacionales habían descendido originando un notable deterioro de las ganancias previstas, mientras que la ausencia de controles para el comercio exterior provocaba un considerable descenso en el nivel de las reservas motivado por el aumento de las importaciones para bienes de consumo. Como consecuencia de la suma de esas variables negativas de ajuste, los precios internos habían crecido produciendo un grave deterioro en el poder adquisitivo de las clases sociales menos pudientes, que fueron perdiendo buena parte de los beneficios y el bienestar alcanzados durante el gobierno peronista. La convergencia de todos estos factores una fenomenal redistribución de los ingresos en detrimento de los asalariados en relación de dependencia, lo que lejos de promover una condena del pasado inmediato, incrementó el desprestigio del gobierno entre los sectores populares. Junto con la oposición frontal a las políticas públicas, Frondizi y sus partidarios participan activamente en los reclamos para que se liberara a los presos políticos y gremiales, respaldando las denuncias por torturas y maltratos a los detenidos en cárceles y comisarías. En esa línea crítica se sumaron a los nacionalistas en su repudio por los fusilamientos de junio. En los meses anteriores al llamado a elecciones de constituyentes, se hizo más evidente que la supuesta neutralidad del gobierno, era solamente declarativa. Ante acciones concretas que evidenciaban una marcada parcialidad, orientadas a obstruir sus proyectos y a favorecer a sus antagonistas, los frondizistas y las fuerzas de la oposición se agruparon en la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), para confrontar con la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCPR), conducida por Ricardo Balbín, sobre la que se concentraba el apoyo del gobierno. La consecuencia lógica de esa ruptura fue la profundización de la postura opositora de Frondizi. En ese contexto se comprenden con mayor claridad sus contactos con Cerruti Costa, que lo lleva a intervenir sugiriendo al director de Revolución Nacional atenuar la virulencia de las denuncias de la campaña periodística de Walsh; a quien, por otra parte, algunos de sus partidarios más cercanos prometen apoyo económico para la edición en libro de la investigación de los fusilamientos. El 30 de marzo el presidente Aramburu confirmó el calendario político, se llamaba a elecciones el 28 de julio para la Asamblea Nacional Constituyente, el 23 de febrero de 1958 para elegir autoridades del poder ejecutivo y del legislativo, fijando la fecha de transmisión del mando institucional para el 1° de mayo de ese año. Los resultados de la elección del 28 de julio demostraban fehacientemente que no había ninguna fuerza con la mayoría absoluta; el dato más relevante fue que los votos en blanco del peronismo, en cumplimiento del mandato de su líder, se habían situado por encima de las dos fracciones radicales. La primera secuela de esos resultados fue que las posiciones antagónicas, que mantenían una tensa convivencia en el gobierno, extremaron sus posiciones. El sector liderado por Aramburu sostenía que debía prevalecer el estado de derecho y por lo tanto, se imponía la necesidad de cumplir con el compromiso de entregar el poder a las autoridades que surgieran de las elecciones del 28 de febrero. Por el contrario, el vicepresidente Isaac Rojas insistía en que el gobierno provisional debía su origen a un movimiento insurreccional y que la convocatoria de la Asamblea Constituyente no anulaba su responsabilidad de impedir el regreso del peronismo al gobierno. Esto último es, indudablemente, una aproximación esquemática, puesto que cada una de las posturas era el producto de complejas marañas de intereses que se entramaban sinuosamente y, en muchas oportunidades, se mezclaban entre sí provocando una situación de gran ambigüedad en la que quedaban atrapados hasta sus propios actores. De todos modos, en definitiva y más allá de los diferentes matices y tonos, el enfrentamiento estaba centrado en la entrega o no del poder. La aguerrida prensa nacionalista La gran prensa seguía siendo el vehículo de las concepciones cercanas al gobierno y a las corrientes continuistas. Frente a esas circunstancias, una gran cantidad de publicaciones políticas proliferaron constituyéndose en el espacio donde se manifestaron las múltiples polémicas, denuncias, acusaciones, proyectos y proclamas, que exhiben desaforadamente el grado de encono de la confrontación ideológica de esa época. En su carta a Donald Yates, Walsh detalla esa situación: La libertad de prensa es también muy amplia, salvo para los peronistas, que han visto clausurados todos sus periódicos y revistas. Pero en otro periódicos opositores (“frondizistas” y nacionalistas sobre todo) se lanzan contra Aramburu y los suyos los más virulentos ataques que haya soportado gobierno alguno. Si uno no es peronista, puede acusar a los actuales gobernantes de todo: asesinos, ladrones, traidores etc. Claro que esto lo hacen solamente los semanarios opositores. Los diarios, que en su mayoría pertenecen al gobierno, lo apoyan incondicionalmente. Hasta los diarios independientes, como La Prensa, La Nación, Clarín, se imponen una curiosa auto-censura y no encuentran nunca nada malo. La oposición pues, existe y es violentísima. Claro está que a veces hay algunas molestias: un periodista es detenido 24 horas, el ejemplar del periódico es retirado de la circulación, etc. La revista Qué, dirigida por Rogelio Frigerio, en la que colaboraban asiduamente intelectuales peronistas, fue el portavoz privilegiado de un discurso que se centraba en la crítica devastadora de las políticas del gobierno, definiéndolo como un instrumento dócil a los intereses tanto de la oligarquía ultraconservadora como de las empresas multinacionales. Otra de las publicaciones frondicistas más conspicuas fue Resistencia Popular, dirigida por Raúl Damonte Taborda, que tenía un tono más panfletario y confrontativo. En ninguna de ellas, las denuncias de Walsh encontraron eco, salvo como parte de una serie de otras iniquidades de las que se acusaba al gobierno. Todo ello, a pesar de que los frondicistas apoyaban la difusión de las denuncias que comprometieran el accionar oficialista. De ahí que la primera edición de Operación Masacre también aparecerá merced al apoyo de grupos políticos identificados con las corrientes nacionalistas. Marcelo Sánchez Sorondo es el director de Editorial Sigla y del periódico Azul y Blanco que, desde el principio de la investigación, ha mantenido un fluido contacto con Walsh. Si bien la entrevista a Livraga no apareció en Azul y Blanco, allí se publicaron algunos anticipos de la denuncia; asimismo, tanto Sánchez Sorondo como Bonifacio Lastra, otro notorio dirigente nacionalista, promovieron el vínculo entre Walsh y Cerrutti Costa. A mediados de los años cincuenta, Azul y Blanco era una de las publicaciones políticas de mayor difusión, algunas estimaciones hacen llegar su tirada hasta 150.000 ejemplares en el momento de su mayor auge, si bien es difícil confirmar esas cifras, lo que resulta innegable es la importancia que alcanzó en el período de la transición entre el gobierno de facto de Aramburu y Rojas y la asunción de Arturo Frondizi a la presidencia, tras las elecciones de febrero de 1958. Mario Amadeo, Federico Ibarguren y Ricardo Curutchet, entre otras notorias figuras del pensamiento nacionalista, participan en esos años activamente en Azul y Blanco reafirmando una concepción política de larga tradición en esa corriente ideológica: la confrontación con el sistema político demoliberal, al que cuestionaban por sus violaciones constantes de los principios en los que se sustentaba dogmáticamente, cada vez que el devenir de los procesos sociales contravenían sus intereses. El esplendor de Azul y Blanco es un índice significativo de una de las épocas en que el pensamiento político ligado al nacionalismo alcanzó una notable adhesión. En la “Introducción” a las notas de Mayoría, que pasará luego a la edición en libro del 57, Walsh deja constancia de esa diferencia y la caracteriza desde su perspectiva: Estos nombres [Mayoría, Revolución Nacional, Ediciones Sigla] podrían indicar, en mí, una excluyente preferencia por la aguerrida prensa nacionalista. No hay tal cosa. Escribí este libro para que fuese publicado, para que actuara, no para que se incorporase al vasto número de las ensoñaciones de ideólogos. Investigué y relaté estos hechos tremendos para darlos a conocer en la forma más amplia, para que inspiren espanto, para que no puedan jamás volver a repetirse. Quienquiera me ayude a difundirlos y divulgarlos, es para mí un aliado a quien no interrogo por su idea política. De este modo respondo a timoratos y pobres de espíritu que me preguntan por qué yo —que me considero un hombre de izquierda— colaboro periodísticamente con hombres y publicaciones de derecha. Contesto: porque ellos se atreven, y en este momento no reconozco ni acepto jerarquía más alta que la del coraje civil. ¿O pretenderán que silencie estas cosas por ridículos prejuicios partidistas? Mientras los ideólogos sueñan, gente más práctica tortura y mata. Y eso es concreto, eso es urgente, eso es de aquí y de ahora. Trasposición de jugadas Tras la aparición de Operación Masacre en diciembre de 1957, Fernández Suárez pretende impugnar las acusaciones en su contra difundiendo de modo falaz y perverso la noticia de la detención de Julio Troxler, como antes, al final de las notas de Mayoría, había falseado los antecedentes y las circunstancias de la captura de Marcelo Rizzoni. Pero nuevamente la lucidez de Rodolfo Walsh para condensar en los títulos de sus textos, junto con el anuncio cifrado de los hechos narrados y su significación, las posibles consecuencias derivadas de su impacto, ha titulado a su libro Operación Masacre –Un proceso que no ha sido clausurado. Ante los intentos de desvirtuar la fuerza de sus denuncias, responde de inmediato con la difusión de pruebas documentales que sustentan su argumentación en el “Obligado Apéndice II”, que aparece en Mayoría el 30 de diciembre de ese año con la reproducción gráfica de la declaración testimonial que Troxler y Benavídez le habían enviado desde su exilio en Bolivia. En la introducción del artículo Walsh precisaba el valor del documento y lo contextualizaba en relación con la acusación del gobierno que pretendía viciar de nulidad el testimonio de Troxler acerca de los fusilamientos: En estos días se ha cumplido un año desde que empecé a investigar los fusilamientos de José León Suárez por orden del Jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires. En estos días, también ha aparecido en libro el relato de los hechos. Y en estos días, con raro oportunismo, el Jefe de Policía bonaerense ha descubierto una banda terrorista donde aparece uno de los sobrevivientes de aquel episodio.[…] Los diarios de la cadena han dado amplia difusión a este asunto del terrorismo, enfatizando el papel de Julio Troxler. Crítica lo llama "un personaje siniestro". El Plata, provinciano como siempre, titula a toda página: ‘El Alemán Troxler" que se Salvó de Ser Fusilado, Dirigía Otra Banda Terrorista". Si yo tuviera que juzgar las actividades terroristas de Troxler, o de cualquiera, no podría aprobarlas, y de hecho las condeno. Pero me parece que el cagatintas de Crítica y el cagatintas de El Plata —a quienes presumiblemente nunca les han perturbado el desayuno, y no digamos el sueño— no tienen ningún derecho a hablar de figuras siniestras si antes no conocen EL MOTIVO que pudo llevar a un hombre como Troxler a la senda errada y estéril del terrorismo. La confesión de un hombre abatido y sombrío En el período que iba desde las notas de Mayoría hasta la aparición del libro se habían acelerado los tiempos políticos; los acontecimientos se sucedían a un ritmo que producía un constante reacomodamiento del gobierno y de las fuerzas políticas. El 20 de agosto de 1957 se retiró de la Asamblea Constituyente el bloque de representantes de la UCRI, que era el más numeroso. Los constituyentes que siguieron participando no pudieron zanjar las profundas diferencias partidarias e ideológicas, que, finalmente, sumieron a la Asamblea en la impotencia y el fracaso. También en agosto habían comenzado una serie de paros en el ámbito laboral, que culminaron en una huelga general en septiembre. Al mes siguiente, la medida de fuerza se repitió, en esta oportunidad con el agravante de que por primera vez los dirigentes sindicales independientes se unieron a los peronistas en reclamo de un aumento de salarios para compensar los graves desajustes ocasionados por el creciente proceso inflacionario. A medida que se acercaban las elecciones se hacía más evidente el acercamiento entre Ricardo Balbín, que no ocultaba su condición de candidato oficialista, y el gobierno nacional. Esto producía como contrapartida que Arturo Frondizi enervara su rol como opositor a todo lo que estaba identificado con la llamada Revolución Libertadora, equiparando la desventaja del apoyo oficial con la pesada carga que debía soportar su oponente identificado con la controvertida gestión del gobierno. Ante la inminencia de las elecciones, la posibilidad de un acuerdo entre Frondizi y Perón se constituyó en el centro de las especulaciones periodísticas y políticas, así como también fue el objeto de una marcada preocupación en las esferas vinculadas al oficialismo y las Fuerzas Armadas. Sean cuales sean las conjeturas de la concreción o no de ese pacto, la evidencia de la abrumadora victoria que obtuvo Frondizi el 23 de febrero de 1958, en la duplicó los votos logrados unos meses atrás en la elección para constituyentes, revela que hubo una masiva adhesión del electorado peronista a su candidatura. El 26 de febrero de 1958, tres días después de que se llevaran a cabo las elecciones en las que Arturo Frondizi fuera elegido presidente aparece en Azul y Blanco “La prueba decisiva de la Operación Masacre”, que transcribía el texto completo de la declaración en sede judicial de quien había comandado el fusilamiento, el comisario inspector Rodríguez Moreno. Su confesión aportaba pruebas demoledoras frente a cualquier tipo de especulación esgrimida con el objeto de contrarrestar las denuncias que Walsh había divulgado en su campaña periodística. Por primera vez uno de los responsables involucrados en la masacre confesaba su participación en los sucesos, corroborando las pruebas y los testimonios de las víctimas recogidos durante la investigación. Desde la segunda edición de 1964, esa declaración se incorpora al texto en el capítulo “El expediente Livraga” de la tercera parte, “La evidencia”: 17 de enero. Es un hombre abatido y sombrío el que acude a declarar. Tiene 48 años, es inspector mayor, se llama Rodolfo Rodríguez Moreno. Su testimonio cierra prácticamente el caso. En la tercera edición de Operación Masacre, de 1969, Walsh reemplaza el epígrafe de T.S.Eliot: A rain of blood has blinded my eyes…I wander in a land of Barren boughs: if I break them bleed; I wander in a land of dry stones: If I touch them bleed. How how can I ever return to the soft quiet seasons? Rodolfo Walsh, Operación Masacre 3ra. Ed. Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969. Por una cita de la declaración de Rodríguez Moreno ante sede judicial: Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía. Además de las consideraciones que pueden surgir ante el substitución de un fragmento de un poeta inglés por uno extraído de una declaración testimonial, el cambio revela la trascendencia de este documento para las acusaciones de Walsh a los culpables del fusilamiento. El día de justicia no llega Walsh logra una entrevista con Frondizi unas horas después de que ha resultado elegido, el 1° de marzo aparece publicada en Leoplán bajo el título de “Veinte preguntas al presidente electo”; en el número siguiente de la revista sale otra nota “El ‘equipo’ el doctor Frondizi”, esta vez firmada por Daniel Hernández. Daniel Hernández es tanto un personaje de algunos relatos policiales de Rodolfo Walsh como el nombre alternativo que utiliza para firmar sus notas periodísticas. En la ficción, la funcionalidad de Daniel Hernández varía y se transforma progresivamente, inicialmente, en las narraciones de Variaciones en rojo y en otros cuentos, es quien investiga y descubre el crimen; en cambio, en la saga del comisario Laurenzi, Daniel Hernández recibe de parte de éste un relato enigmático en que el narrador fue protagonista en el pasado. A la manera de una cifra emblemática, ese nombre parece guiarnos para interpretar un monograma múltiple y abierto tejido por una lanzadera que va viene de un género a otro, que se desliza discursivamente haciendo indecidible el lugar de su residencia. Una intuición, que acaso anuncio para que no la conjure el gesto reparador del proyecto siempre posible, me ha llevado a plantear la posibilidad de asediar a Daniel Hernández como si fuera un heterónimo de Walsh. Otro heterónimo podría ser Francisco Freyre, (ver nota 33). El tono de la entrevista exhibe una marcada neutralidad profesional, sin que el cuestionario que le dirige a su entrevistado se aparte de las expectativas previsibles ni aborde ningún tema comprometido. Ese registro se repite en la siguiente nota, en esta oportunidad firmada por Daniel Hernández, dato de no menor importancia, habida cuenta de que la autoría de Rodolfo Walsh de una crónica política le hubiera otorgado otra entidad. La circunstancia de que haya elegido firmarla con un seudónimo habitual y reconocible implica una toma de distancia política con quienes iban a asumir el gobierno. Los dos artículos siguientes en Azul y Blanco anuncian el final de un proyecto basado en la convicción de que las instituciones del Estado podían ser la instancia adecuada para dirimir la responsabilidad criminal fuera cual fuese su origen, incluso si los culpables formaban parte de esas instituciones. “¡Aplausos, Teniente Coronel!” del 18 marzo, expone las razones que abonan el escepticismo de Walsh: En su último discurso, antes de ser elegido presidente, el doctor Frondizi pronunció una sola vez la palabra "ejemplar". Se refería a un procedimiento, a una institución y a un hombre. El procedimiento había permitido romper la campaña votoblanquista fraguada desde arriba. La institución —aunque parezca increíble— era la policía de la provincia de Buenos Aires. Y el hombre sobre quien, aun por elevación, recaía ese adjetivo de "ejemplar" el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez. Política es política. Por eso, cuando policías .de la provincia, en el episodio más divertido e inadvertido de la campaña electoral, empezaron a engayolar sistemáticamente a policías de la Federal y a miembros de los servicios de informaciones, con su cargamento completo de "órdenes" fraguadas, cualquiera debió prever que ganaba Frondizi, el favorecido por esa repentina ejemplaridad de Fernández Suárez... El teniente coronel fusilador, como de costumbre, apostaba a la carta ganadora. El adjetivo utilizado por el doctor Frondizi tiene gracia —mucha—, pero no es de ese menudo, olvidable suceso que deseo ocuparme. Hay otro más elocuente. El asesino tiene quien lo ascienda En “¿Y ahora….Coronel?” publicado 29 de abril, dos días antes de la asunción presidencial, marca el comienzo de otra etapa de un trayecto que Walsh llevará hasta las últimas consecuencias, comprometido en un proyecto de trasformación de un Estado, que no reconoce sus crímenes; en un proyecto centrado en una nueva forma de constituir el poder y de impartir justicia: Después que sonaron los últimos aplausos, ha subido usted un escalón más. Ha agregado usted una estrella a su charretera v unos pesos a su soldada. Nos habíamos acostumbrado tanto a llamarlo teniente coronel, Teniente Coronel Fusilador, y ahora tenemos que llamarlo... coronel... Todos saben en qué campo de batalla ganó usted ese ascenso. El cárdeno basural de José León Suárez fue su Chacabuco. Todos conocen el empuje con que sus tropas derrotaron al enemigo; el heroísmo con que sus máuseres prevalecieron sobre los puños cerrados; las pistolas 45 sobre los gemidos. Su victoria fue aplastante... Coronel. Durante cuarenta y ocho horas más será usted jefe de Policía en el territorio donde conquista ese triunfo. Somos unos cuantos los que tenemos curiosidad por saber qué será después. Después de los artículos de Revolución Nacional la masacre de Suárez había tomado estado público, la atrocidad del procedimiento se había ido difundiendo, hasta adquirir una fuerte carga significativa en un contexto en que las posiciones ideológicas se estaban polarizando a favor y en contra del gobierno. Tal como lo señala Walsh en el “Obligado Apéndice II” del 30 de diciembre en respuesta a declaraciones de Fernández Suárez: Pero mientras siga siendo mero Jefe de Policía, debería saber, por experiencia, que cualquier alusión suya a los fusilados del 9 de junio sólo tendrá por resultado automático izar al tope de esta página esa banderita negra con esas letras blancas que dicen: "Operación Masacre". A partir de las notas de Mayoría, que aparecen semanalmente durante los dos meses anteriores al 28 de julio de 1957, fecha en que se llevan a cabo las elecciones para constituyentes, la campaña periodística establece un diálogo directo con los acontecimientos sociales de mayor trascendencia política. “La prueba decisiva de la Operación Masacre” aparece publicada unos días después de la elección de Frondizi, instalando la exigencia de que el gobierno elegido en elecciones democráticas modifique el curso de las acciones institucionales para terminar con las maniobras de encubrimiento y consienta el debido juicio a los responsables. Los artículos finales de la campaña en Azul y Blanco exhiben la progresiva suspicacia de Walsh, el último de ellos aparece dos días antes de la asunción presidencial a manera de llamado de atención a quienes iban a conducir el país: Y si luego resulta que aparecen jueces —no en esta ciudad, que alguno tiene, sino en la Otra Ciudad, que no tuvo los que necesitaba—, ¿comparecería usted ante ellos? Y si aún no apareciendo esos jueces, surgen otros en los mismos cuarteles, ¿comparecería usted ante ellos? Y si aun faltando esto, que sería extrema carencia, hubiera por ahí alguna otra forma de juicio, ¿se sometería usted a otra forma de juicio? Por eso creo que hablará en usted la modestia y el justificado deseo de conocer otras tierras. No falta quien nos dice: "¿Por qué no lo dejan tranquilo?", y hablan de puentes de plata. Ojalá fuera posible. Son otras voces las que claman por nosotros. Walsh afirma su intransigencia con cualquier concesión que implique el olvido de los crímenes cometidos. Frente a la posibilidad de un acuerdo político, antepone la ética como un valor irrenunciable. Desde la perspectiva de este presente, el curso de los acontecimientos históricos en la Argentina de los años siguientes agrava la responsabilidad de aquellos que aceptaron instalar en la mesa de negociaciones la omisión del juicio y castigo a los culpables de la matanza de junio de 1956. Produce cierta desazón, por la oportunidad perdida, imaginar que se hubieran abierto otras posibilidades al desarrollo de los acontecimientos históricos si el conjunto social o al menos fuerzas representativas del mismo hubieran tenido mayor firmeza en defender la causa de la justicia. La respuesta fue siempre el silencio La importancia de la decisión política de no avanzar en el juzgamiento de quienes estaban involucrados en la masacre debe ser contextualizada para evitar el reduccionismo de personalizar la culpabilidad por no defender la aplicación estricta de la ley, exclusivamente, en aquellos que tenían potestad institucional. Si bien el gobierno elegido en febrero de 1958 optó por no avanzar en el juzgamiento de los responsables del fusilamiento de junio de 1956, esa actitud estaba en sintonía con el modo en que las fuerzas sociales fueron reaccionando frente a esa situación. El frondizismo había ganado las elecciones, pero no detentaba el poder real, que seguía concentrado en manos de las Fuerzas Armadas. La circunstancia de haber sido opositores agravaba esa debilidad. Durante la campaña, muchos de los dirigentes de la Intransigencia habían lanzado acusaciones a los miembros del gobierno de facto que llegaban a cuestionar la legitimidad de destitución palaciega del general Lonardi. Frondizi había prometido una amplia amnistía política, dejando abierta la posibilidad de revisar la situación de militares de las tres armas que habían sido destituidos por razones ideológicas. Esa alternativa, hubiera significado un reordenamiento de los cuadros de oficiales, imponiendo movilidades forzadas y la restitución de mandos a los que habían sido exonerados. El nuevo presidente, desde el momento mismo en que fue declarado vencedor en las elecciones, se propuso rehacer sus vínculos con las Fuerzas Armadas. No es arriesgado conjeturar que el ascenso de Fernández Suárez haya sido un desafío lanzado por los militares al poder político, poco tiempo antes de la asunción presidencial. Frondizi elige la vía de la negociación, evita confrontar en un hecho al que desde un escenario coyuntural, no revestía el valor suficiente como para arriesgarse en una polémica de resultado impredecible. En los años siguientes, esa valoración no pareció estar errada. El discurso de los nacionalistas entró en una declinación que progresivamente fue diluyendo la fuerza de sus reclamos. Además, en sus publicaciones y actos políticos los fusilamientos de militares y la figura del general Valle aparecían en primer plano, los muertos civiles eran también considerados como víctimas pero sin la misma relevancia. Por su parte, el peronismo estaba inmerso en una grave crisis, entre luchas intestinas y la búsqueda de nueva identidad. En ese marco, la historia de los fusilamientos de José León Suárez, poco a poco fue pasando a segundo plano, salvo para Walsh que seguirá insistiendo en la gravedad institucional de los sucesos. Finalmente, Frondizi será derrocado, cuando aún no había cumplido cuatro años de mandato, en los cuales se vio permanentemente jaqueado por planteos y amenazas de golpe de estado. En marzo de 1964, las presiones de los militares tuvieron un desenlace previsible: fue suplantado por su vicepresidente, José María Guido. Entonces, cuando la investigación y esclarecimiento de la matanza de Suárez habían perdido la fuerza de la inmediatez de los acontecimientos, Walsh insiste con la segunda edición de su libro. Pero será recién a fines de los años sesenta, contemporáneamente con la aparición de la tercera edición de Operación Masacre, cuando la fuerza de la denuncia y la trascendencia de la cadena de impunidad a va a tomar otra dimensión. IX - En el comienzo hubo una entrevista– El ur-texto de Operación Masacre …cómo se llegó a establecer, a partir del hilo inicial, un panorama casi definitivo de los hechos; a partir de un personaje del drama, localizar a casi todos los demás. El hecho de leer “Yo también fui fusilado”, el primero de los artículos de la campaña periodística que Walsh emprende para denunciar los fusilamientos de junio, como el ur texto de Operación Masacre no supone un gesto de celo de un investigador por la difusión de un texto muy importante pero casi desconocido, sobre el cual piensa hay mucho que hacer tanto desde una perspectiva crítica como histórica. Tampoco implica la exhibición desaforada de un interés por el margen constituido por ese artículo casi olvidado, un interés que haga de ese margen una cripta que encierra un secreto solo accesible a la mirada de un lector sagaz, para validar con ello un pathos epistemológico a favor de fragmentos olvidados de una escritura valiosa. No propongo aquí una rehabilitación y mucho menos un descubrimiento, sino busco centrar la atención sobre las modalidades de expansión de un proceso de escritura desde el momento mismo en que centra su atención en la ilegalidad criminal de un gobierno de facto. 1.-Transiciones genéricas y temáticas Las variaciones perdidas La posibilidad de establecer las diversas etapas del proceso de producción textual implica la revisión crítica de las variantes de un determinado texto. El objetivo no consiste en alcanzar una lectura más fiel de la letra escrita del mismo, sino se trata de reconstruir la trayectoria de su gestación, los avatares del movimiento productivo de la escritura que lo fue configurando. Para la crítica genética textual el punto de partida es un texto final establecido y el trabajo crítico consiste en la revisión de las variantes, en base a la documentación y los datos vinculados a ellas, con el objetivo de interpretar e inferir las motivaciones por las que fue finalmente fijado en esa versión. En ese recorrido, que no es de ninguna manera exegético del texto fijado, se trata de analizar las implicancias de los cambios introducidos en cada etapa del proceso de escritura para dar cuenta de la funcionalidad o pertinencia de las opciones planteadas. Una lectura crítica situada en la perspectiva del análisis genético reconstruye las alternativas que a lo largo del período de su formación se fueron sucediendo. Cada una de esas alternativas no están determinadas por el texto final sino por el archivo que las respalda, tanto en las versiones del escritor como en otros textos conexos que refieren y documentan la transformación textual. El proyecto de reconstrucción de la historia del proceso de escritura de Operación Masacre es un desafío para la crítica genética, puesto que debe enfrentar serias dificultades. En primer lugar, no se han podido conservar ninguna de las versiones mecanografiadas del texto, tampoco han quedado las copias de galera de ninguna de las cuatro ediciones, ni mucho menos los originales de los cambios que Walsh fue introduciendo. El proceso de gestación de escritura de Operación Masacre se produce en un contexto histórico en que la obra se constituyó en un emblema de la denuncia de la represión de Estado, por lo que fue sometida a largos períodos de censura durante las dictaduras militares. Walsh fue finalmente asesinado como consecuencia de su compromiso político. En el marco de esas circunstancias han desaparecido materiales de inestimable valor para la realización de una edición crítica de Operación Masacre. En los muchos años de estudio que llevo trabajando sobre esa obra, el único documento relacionado con su escritura que pude rescatar es la carta mecanografiada y con correcciones manuscritas que le envía al juez Belisario Hueyo, a mediados de febrero de 1957, en la que hace una síntesis de los resultados de su investigación sobre los fusilamientos de José León Suárez. La reconstrucción hipotética del plan original de Operación Masacre se debe apoyar, entonces, ante todo, en los testimonios de quienes participaron directa o indirectamente en los sucesos de junio de 1957 y en la difusión pública de su denuncia y, luego, en los allegados al círculo íntimo del escritor. Por lo tanto, resulta sumamente complicado acceder a la viabilidad de una reflexión consistente acerca de la experiencia de creación del texto tal como fue vivida por Walsh y, consecuentemente, a las huellas de su práctica escrituraria. Si bien no disponemos de los materiales que permitan estudiar los parentescos, las filiaciones, los injertos, los deslizamientos, que se fueron produciendo en la escena de la escritura, han quedado suficientes elementos como para encarar una tarea crítica sobre fundamentos válidos acerca de otros aspectos vinculados a esta cuestión. En primer término, tenemos las cuatro ediciones de Operación Masacre en las que han quedado registrados cambios substanciales, tanto supresiones y reemplazos como agregados y desplazamientos, en todos los niveles del texto. Asimismo, se han podido compilar los artículos que Walsh publica en Propósitos, Revolución Nacional, Mayoría y Azul y Blanco que constituyen la campaña periodística; esos materiales no pueden ser considerados pre-textos, puesto que tiene la autonomía y la especificidad propias de un texto publicado, pero sin embargo documentan fehacientemente las etapas constitutivas de un proceso íntimamente ligado a las variaciones surgidas de una investigación en curso. Ver Operación Masacre seguido de La Campaña periodística, op. cit. En mis publicaciones sobre la obra de Walsh he sostenido que, dada la especificidad de Operación Masacre, el lector crítico en su trabajo de interpretación no enfrenta un texto aislado sino un corpus compuesto por las sucesivas ediciones y los artículos que componen la campaña periodística. Es un corpus datado, que revela una relación dinámica con una doble imbricación, por una parte, comprende las variaciones estilísticas con las que Walsh va transformando la escritura y, por otra, los cambios producidos en el intenso diálogo político e ideológico, sostenido a lo largo de los años, con los diversos contextos sociohistóricos tal como se ponen de manifiesto en las modificaciones introducidas en el texto. Ver Horacio Verbitsky, “El Facundo de Rodolfo Walsh, en El periodista de Buenos Aires, setiembre 22 al 28, 1984. En estas líneas, he procurado detallar las condiciones a partir de las cuales es posible un abordaje de Operación Masacre desde una postura emparentada con la crítica genética. Ubicado en esa perspectiva, dentro de la que me manejo con un criterio heterodoxo, mi especulación apunta a leer el primer artículo del corpus “Yo también fui fusilado” como el ur-texto de Operación Masacre. El concepto de ur-texto designa la versión original de una obra literaria. El prefijo “Ur” del alemán indica “primero”, “original” y conlleva la idea de anterior/primitivo. Se emplea para indicar una versión perdida que puede reconstruirse a partir de la crítica textual. Así, es posible que Hamlet de Shakespeare se base en una obra anterior que no se conserva, a la que se denomina Ur-Hamlet. He considerado pertinente establecer una correspondencia análoga entre “Yo también fui fusilado” y Operación Masacre. Si bien ese artículo no permanece perdido -yo lo rescaté del olvido de más de treinta años para publicarlo nuevamente en 1990- el tipo de reflexión crítica que busco establecer sostiene el correlato que se anuncia en el título de este apartado. La voz y el relato La entrevista es un género complejo, una actividad discursiva asentada en el entramado de diversas configuraciones intersubjetivas, de las que surgen obligaciones, se ejerce la persuasión y se incita a la participación, entre otras variantes de muy amplio horizonte de posibilidades. El punto nodal del género reside en que la voz es el punto de anclaje de la autenticidad. En la trascripción posterior de ese diálogo se dan a leer, junto con los temas abordados, las modalidades de construcción de las voces del entrevistador y del entrevistado, así como también, las condiciones de posibilidad a partir de las cuales esas voces aparecen como verosímiles para las diversas audiencias a las que se dirigen. La conversación en torno de la cual se desarrolla la entrevista consiste en un campo dinámico en el que participan tres instancias: el entrevistador, el entrevistado y las diversas audiencias implicadas. La voz de Livraga se constituye en el garante fundamental de un episodio tremendo del que resulta inverosímil que haya sobrevivido. Ese aspecto extraordinario requiere que Walsh acentúe la exigencia de validar su condición de testigo: No es un fantasma, es un hombre de carne y hueso, que —hasta el momento de escribir estas líneas— sigue viviendo y afirmando su absoluta inocencia de todo delito. El valor social otorgado al encuentro directo, se presenta como la vía de acceso más inmediata a la verdad testimonial. Es función obligada del entrevistador exponer criterios de referencia a partir de los cuales postular un orden posible, una perspectiva ejemplificadora. Las dos cicatrices que muestra, una en la fosa nasal izquierda, otra en la mandíbula derecha —orificios de entrada y salida de un fallido tiro de gracia— no han conseguido destruir la serenidad de un rostro bien proporcionado, de ojos pardoverdosos. Otras dos cicatrices de bala, de trayectoria muy oblicua, tiene en el brazo derecho. La espeluznante experiencia que ha vivido —común a muy pocos hombres— tampoco ha logrado deformar su juvenil optimismo y una fe en el bien y en la justicia que resultan alternativamente muy conmovedores e incompresibles. Y repite de la manera más enfática que nunca ha tenido el más mínimo antecedente policial, gremial ni político, que nunca ha actuado en política, que jamás estuvo afiliado a un partido. En la entrevista de Walsh con Livraga, las dos partes implicadas en el diálogo escenifican ante los lectores futuros una puja compartida en la búsqueda de un saber, muy próxima a la indagación detectivesca que busca descubrir la verdad. Livraga me cuenta una historia increíble. La creo en el acto. Así nace aquella investigación, este libro. La inclusión del periodista en el relato publicado posteriormente apunta a resaltar la aproximación testimonial. Ese diseño narrativo traslada la voz de un testigo y víctima de los hechos, que aporta datos precisos acerca de episodios no conocidos o divulgados con groseras tergiversaciones, a su interlocutor para que los trasmita; ese registro se ubica en la cercanía de los modos de exploración de las identidades que abarca desde la etnografía a las historias de vida. Los participantes complicados en el ida y vuelta de miradas, palabras, gestos, tonos, silencios, son conscientes de que se dirigen a múltiples receptores quienes van a consumar o no sus recorridos y sus consiguientes esfuerzos por alcanzar la verdad de los hechos. Todos esos aspectos presentes y tematizados en “Yo también fui fusilado” se van a expandir en los artículos y las ediciones de Operación Masacre. La importancia que ese primer artículo tiene para comprender la génesis textual de todo el corpus exige una revisión de los núcleos a partir de los cuales se producen los desarrollos posteriores. Además, también es necesario establecer la notable relevancia que tienen los procedimientos textuales que Walsh pone en juego en la escritura de ese primer artículo, en el que aparecen inscriptas las marcas cardinales de las innovaciones genéricas de Operación Masacre. El acuerdo implícito con los innumerables destinatarios se apoya en la confiabilidad que surge de la presencia y de la relación directa cara a cara que está firmemente vinculada por el contrato de decir la verdad. Esta verdad construida en el curso de la entrevista tiene sus procedimientos; la interrogación que es punto de partida desencadenante provoca las respuestas en forma de microrrelatos configurados por fragmentos y detalles, mientras el hilo de la continuidad queda a cargo del entrevistador. El diálogo se sitúa en una red de supuestos, creencias, imaginarios, compartidos con las audiencias. La verdad parece más accesible en la medida en que los terceros ausentes e innumerables, que ingresarán a la conversación en un futuro más o menos cercano, son incorporados a la actividad inquisitiva que se ha propuesto el entrevistador. Tres días después de haber conocido una historia apta para todos los ejercicios de la incredulidad, Rodolfo Walsh se entrevista por primera vez con Juan Carlos Livraga, su protagonista. En la “Introducción” a las notas de Mayoría, que luego incorpora al libro de 1957, fechada tres meses después, reseña los detalles más salientes de esa circunstancia: El 21, entretanto, tuve mi primer contacto directo con Livraga en el estudio de su abogado, el doctor von Kotsch. Hablé largamente con él, recogiendo los datos que utilizaría luego en el reportaje que publicó Revolución Nacional. Lo primero que me llamó la atención en Livraga fueron, naturalmente, las dos cicatrices de bala (orificios de entrada y salida) que tenía en el rostro. Esto también era un hecho. Podían discutirse las circunstancias en que recibió esas heridas, pero no podía discutirse la evidencia de que las había recibido, aunque una versión oficial llegó a afirmar, absurdamente, que "no se le hicieron disparos de ninguna naturaleza". Por otra parte, se planteaba de inmediato un interrogante fundamental, el de la inocencia o culpabilidad de Livraga en el motín del 9 de junio. Si hubiera sido culpable, aun en la intención, ¿era normal, psicológicamente, que se presentara ante los jueces a exigir reparación? ¿No era mucho más lógico que se quedara tranquilo, dando gracias a Dios por haber salvado la vida y recuperado la libertad? Yo creo que un hombre tiene que sentirse profunda e injustamente dañado, tiene que sentirse inocente para presentar una denuncia así contra toda una Potencia como es la policía provincial. Desde luego —se dirá— todo es posible en psicología anormal. Pero si hay algo que llama la atención en Livraga es su normalidad, su reserva, su capacidad razonadora y observadora. Por otra parte, ya lo he dicho, estaba en libertad. Esto también era un hecho. ¿Cómo admitir que un actor directo de los episodios de junio, un "revolucionario", un fusilado, estuviera en libertad? Lo único que podía explicarlo era la hipótesis de su inocencia. Y ya estábamos cada vez más lejos de la "novela por entregas", que a partir de entonces correría por cuenta exclusiva de las versiones oficiales. Walsh ha insistido en tener un contacto directo con Livraga impulsado por varias motivaciones vinculadas entre sí: ante todo, busca descifrar un enigma no resuelto; consecuentemente, se propone continuar con la difusión de la denuncia de un hecho criminal que había iniciado con la publicación de “Castigo a los culpables” en Propósitos; y por último, tiene la convicción (rápidamente desmentida por los hechos) de que esa entrevista puede llegar a ser una primicia periodística de gran repercusión. El lugar en el que se lleva a cabo la entrevista no está descrito, no se nombra ni siquiera la localización del encuentro, indicio evidente de la necesidad de preservar el paradero del denunciante; en el curso del relato, esa precaución aparece subrayada con la repetición de la misma cautela para con otros posibles testigos: Sin embargo, se había encontrado con un ser humano auténtico. El oficial —cuya descripción omitiremos— ni siquiera le preguntó por qué estaba herido. Lo cargó apresuradamente en un jeep puso un vigilante a su lado para que lo cuidara y, colocándose ante el volante, salió disparando rumbo al hospital más próximo. El resultado del diálogo es una narración construida con restos y fragmentos, las distintas líneas que se van entrecruzando en su transcurso componen los centros de atención, la imagen en el tapiz que se dispone a los ojos del lector pondrá en primer plano aquellos motivos que el entrevistador se propone trasmitir. Esa narración es una escenografía en la que se figuran identidades, se abordan temas, se legalizan las autenticidades y, básicamente, se apela a las audiencias posibles. “Yo también fui fusilado” se originó en una conversación, que necesariamente ha sido atravesada por el flujo de los detalles, de las anécdotas, de las vacilaciones de la memoria. La meticulosidad con que se consignan algunos de esos detalles está centrada en la confirmación de la hora, el espacio, las acciones y los testigos, con el objetivo de articular los indicios que desbaraten las versiones oficiales. La noche del 9 de junio —refiere— salió de su domicilio alrededor de las diez y cuarto en dirección al bar que frecuentaba. En el camino se encontró con un amigo, Vicente Rodríguez (ahora muerto), quien lo invitó a escuchar por radio una pelea de box en casa de unos conocidos, a quienes presentó someramente apenas entraron. Mientras Rodríguez y esos tres conocidos organizaban una mesa de chinchón, cuyos puntos anotaban en el margen de un periódico, Livraga sintonizó la radio en la estación que transmitía la pelea de Lausse con el chileno Loayza, que describe vívidamente. —La pelea estaba programada para las once —dice—. Según yo recuerdo, Lausse noquea a Loayza a los dos minutos del tercer round. Dos rounds de tres minutos, dos minutos de descanso y los dos minutos finales hacen un total de diez. La pelea debió terminar, pues, a las once y diez. —Escuché la transmisión de Fioravanti y los comentarios de Ferrito, que habrán durado unos cinco minutos. La audición pudo concluir entre las once y cuarto y las once y media, dejando un margen de tolerancia para posibles retrasos en el programa. A diferencia de su declaración ante la justicia publicada en Propósitos, la palabra de Livraga se transfiere a la voz narradora de Walsh, que se reserva la cita textual del discurso directo para marcar un tono enfático de mayor proximidad en aquellos pasajes fundamentales; de ahí que se deje constancia sin mediaciones, a través de la voz del entrevistado, del inicio de la cronología de los sucesos. La veracidad de esa progresión temporal será un elemento medular en torno del cual se articulará la caracterización del fusilamiento como un acto criminal; en el artículo, como luego en todo el corpus, la radio es el elemento determinante que probará el sustento de la denuncia. Entre el testimonio y la novela Walsh elige una modalidad para exponer la entrevista que plantea nuevos enlaces y entrecruzamientos entre espacios marcados por la contaminación de la cercanía: el periodismo, la literatura y la investigación antropológica. Ubica la narración desde una perspectiva dinámica que se desplaza entre varias posiciones enunciativas, tanto se despliega desde la mirada de un testigo –y lo será, a juzgar por la abrumadora evidencia que el autor de esta nota ha visto- como desde una voz que noveliza las escenas, acciones y personajes al exponer el relato de los hechos: Los vigilantes los arrean como a un rebaño aterrorizado. La camioneta ha entrado en el camino de tierra y los sigue, alumbrándoles las espaldas con sus poderosos faros. Los prisioneros adivinan ahora que los van a matar, pero una remotísima esperanza de estar equivocados los mantiene caminando. Es entonces cuando Livraga obra con la lucidez y una serenidad espléndida. Mientras los demás se desesperan, él, paso a paso, gradualmente va deslizándose hacia la izquierda del camino, donde hay una zanja no muy profunda. Entre esos dos polos se va perfilando la figura del narrador/investigador que va a desentrañar la masacre de Suárez. En el complejo entramado de esa figura participan varios enfoques: el periodista/detective, que combina la exigencia de alcanzar la verdad de los acontecimientos con el héroe solitario que persigue la justicia: Porque a diferencia de Livraga y de una —o acaso dos— personas que también salvaron milagrosamente la vida, cayeron otras siete, y existen pruebas en algunos casos, y fuertes indicios en otros, de que todas ellas o la mayoría eran inocentes de cualquier delito o actividad subversiva. Todo permite suponer que en la madrugada del 10 de junio, a unas doce cuadras de la estación José León Suárez (F.C. Mitre), se cometió uno de los asesinatos en masa más brutales que registra la historia argentina. La voz inquisidora que busca desentrañar la verdad se apoya en otra que noveliza los hechos a partir de procedimientos ficcionales: Los vigilantes tenían aspecto de gran fatiga. Uno comentó que habían estado acuartelados varios días. La mayor parte de ellos cabeceaban semidormidos frente a los prisioneros. Éstos, sin embargo, no intentaron nada contra ellos. No sospechaban ni remotamente —por lo menos Rodríguez y Livraga— lo que iba a sucederles. Recorrieron algunos kilómetros en una dirección que Livraga no pudo precisar, por lo menos, en ese momento. De pronto el carro de asalto se detuvo. ¡Bajen seis! —ordenó una voz. Y en ese fluir narrativo, que apela a procedimientos de invención literaria para reconstruir sucesos realmente acaecidos, de tanto en tanto, se produce la irrupción de un personaje involucrado en el relato a la manera de un antropólogo inmerso en una comunidad extranjera, ese yo testigo traduce a la lengua de los lectores las historias de vida de las víctimas: Largo rato después, uno de los detenidos, al ser acompañado al baño por un agente, supo de boca de éste que había estallado una revolución, decretándose la ley marcial y comunicó la noticia a los demás. Livraga insiste en que ése fue el primer indicio que tuvo de lo que estaba pasando. Y entonces, por primera vez, sintió una sombra de temor. Dirigiéndose a su amigo Vicente Rodríguez, que estaba a su lado, le preguntó: ¿Gordo, estás metido en algo vos? Rodríguez se encogió de hombros. —Sé tanto como vos —repuso. En el comienzo de la narración se diseminan una serie de indicios acerca de Livraga, que componen una síntesis, un breve retrato, que refuerza la idea de continuidad temporal de su existencia. El carácter fragmentario de la conversación, las vacilaciones en la evocación del entrevistado, la heterogeneidad de una memoria marcada por la violencia de una experiencia límite, se resuelven en una narración que debe atravesar los riesgos de los estereotipos, pero sin dejar de apelar a ellos para reconstruir ante la mirada de los otros un relato verídico. La modalidad elegida por Walsh es el despliegue de un hilo narrativo que parte de la consistencia móvil y fluctuante de la materia que se propone trasmitir. La maniobra dominante de Walsh es recuperar un episodio trágico, dolorosamente próximo para Livraga. Su relato se funda en la búsqueda de promover en su entrevistado la comunicación coherente de sus recuerdos, iluminando zonas ocultas e imprecisas, deslizándose desde las vivencias fugaces a la “verdad” del fusilamiento ocurrido. Todo a partir de un retrato trazado en la inmediatez del intercambio íntimo fundado en un haber estado allí, que convoca a la credulidad y la repulsa activa de los responsables. Ese retrato inscribe la palabra de Livraga en una materialidad concreta, otorgándole una fuerza enunciativa que lo sitúa en un contexto reconocible y compartido por los lectores. Las palabras y los otros El enfoque narrativo expone la diversidad polifónica de voces disidentes puestas en juego en la confrontación de discursos antagónicos y de las diferentes marcas de unos en los otros. Hay una voluntad ostensible de hacer explícita esa heterogeneidad en la que se hace referencia a ellos por la citación, el entrecomillado, las mayúsculas, el uso de expresiones cristalizadas, las jergas, la atribución de autorías. Entre los cuatro prisioneros que quedan en el camino, hacia donde los policías vuelven ahora sus armas, se ha desencadenado el pánico más elemental y primitivo. Dos se abrazan llorando. Otro insulta a los vigilantes. Otro está de rodillas y pide que por su madre, por su madre, no lo maten. Pero los matan. La primera descarga voltea a los cuatro. Sobre esos cuatro bultos alumbrados por los faros flotan algunos gemidos. Una segunda descarga parece concluir con ellos. Pero de pronto, Livraga que sigue inmóvil, e inadvertido a un costado del campo, oirá la voz desgarradora de su amigo Rodríguez que dice: ¡Mátenme! ¡No de me dejen así! ¡Mátenme! El recurso del discurso referido indirecto o directo es el procedimiento por el cual la narración pone en escena, gestualiza la diferencia; cuando se transcribe la voz de los protagonistas sin mediaciones, la narración expone los puntos culminantes de la certidumbre que emana del relato de Livraga. A veces, la referencia directa a sus palabras aparece respaldando la verosimilitud de la evocación personal de las circunstancias en las que fue herido primero y detenido después; y otras trasmite las palabras de las demás víctimas o de los fusiladores, constituyéndose en testigo de las escenas de la masacre. Los significados de la publicación de la entrevista están condicionados por la diversidad de las competencias que iguala y distingue a los lectores. La búsqueda de un punto de coincidencia, que asegure un mayor horizonte común a esas variaciones innumerables, está señalada en el artículo por las diferentes formas de apelación a los lectores: Su vida corre peligro. Nadie está del todo seguro en las madrugadas bonaerenses. Si los responsables de estas atrocidades creen que en el caso Livraga pueden repetir la hazaña, la respuesta será fulminante. Podrán eliminar uno o dos testigos: quedarán cien. Podrán eliminar una o dos pruebas, quedarán mil. Si Juan Carlos Livraga llegara a ser víctima de alguno de los rarísimos “accidentes” o “suicidios” que están ocurriendo en las madrugadas bonaerenses, sobre todo en las proximidades de las vías férreas, la opinión pública sabrá cómo interpretarlo. El deslizamiento de la palabra de Livraga a la voz narradora es la instancia en la que la entrevista busca poner de manifiesto el orden, los lazos y los sentidos sociales que legitimen lo que se está tratando de trasmitir: Por un momento Livraga pudo pensar que se había salvado. No tiene un rasguño y la camioneta da marcha atrás para volver a la ruta. Pero al hacerlo vira lentamente y con tan mala fortuna que sus faros barren el costado izquierdo del camino de tierra. Livraga siente de pronto sobre los ojos cerrados el chorro vivísimo de luz. Por un reflejo que no logra impedir, parpadea. Al instante brota la orden: ¡Dele a ese, que todavía respira! Oye tres detonaciones. Siente un dolor lacerante en la cara y la boca se le llena de sangre. Al ver ese rostro partido y ensangrentado, la policía se aleja. Creen que le han dado el tiro de gracia, que ya ha recibido otras heridas cuando tiraron contra Giunta. Y no saben que ése (y otro que le dio en el brazo) son los primeros balazos que le aciertan. Ni se acercan a verificar su muerte. Una vez más los asesinos titubean; aun en esos espíritus embrutecidos por el sueño y la fatiga que sólo quieren terminar pronto, debe flotar terrible el fantasma del asco. Más adelante, Walsh dirá quien quiera leer Operación Masacre como novela lo podrá hacer, pero esa vacilación entre personajes y personas no es posible en “Yo también fui fusilado” que presenta al entrevistado como un sujeto de carne y hueso, exhibiendo en su cuerpo las huellas evidentes de la verdad de sus afirmaciones. Cuestión de género Hay un movimiento de indagación propio de la narrativa policial, la verdad es nombrada sólo a través de indicios pero postergada en su resolución plena. El enigma se va configurando en un vacío dilatorio tendido entre las preguntas que lo constituyen y las respuestas demoradas por el desvío y la reticencia. De este modo, la espera aparece como el soporte de la verdad, la respuesta queda suspendida hasta que la argumentación pueda alcanzar las pruebas que la fundamenten: Apenas apoyó la mano en el picaporte, la puerta fue abierta con violencia desde afuera e irrumpieron en la casa policías de uniforme y de civil, con armas largas. El que los encabezaba —a quien llamaremos el Jefe, para mayor comodidad del relato— es descrito por Livraga como "un hombre alto, grandote, más bien morocho, con voz apurada y ronca, como de borracho", que impartía órdenes con impresionante autoridad y a quienes todos trataban de "señor". Vestía una campera verde como las que actualmente se usan en el Ejército, pantalones claros y empuñaba una pistola 45 en la mano derecha. La descripción coincide punto por punto con la de otro testigo detenido en uno de los numerosos procedimientos que, según consta en los diarios de la época, se efectuaron esa noche en la zona. Allí el Jefe habría entrado preguntando: ¿Dónde está Tanco? El hilo narrativo tiene como función dominante no solamente poner en orden sucesivo los acontecimientos y los recuerdos por más vagos que estos sean, sino otorgarles sentido. El relato exhibe su voluntad de no ser un mero transporte de lo ocurrido, sino una forma de hacerlo inteligible, de modo que esa construcción puede promover las inferencias que aseguren causalidades e interpretaciones. En algunos pasajes, la ilación narrativa deja en un segundo plano la certidumbre otorgada por la palabra de Livraga y se apoya en la fuerza demostrativa del documento y la cita. De ahí que los telegramas intercambiados entre el padre de Livraga y la Casa de Gobierno se presentan como un aporte documental, Walsh certifica su autenticidad y, confiriéndole valor de prueba, los trascribe con el ejercicio mimético de mantener las mayúsculas para citar los textos intercambiados, amplificando de ese modo su relevancia probatoria. Y, en otros, la cita inscribe las voces que convoca para validar la argumentación de la denuncia: Pero mucho más lejos fue el jefe de Policía de la Provincia. Amenazó con las armas no sólo a los saboteadores, sino "a quienes los oculten o amparen" y "a quienes tengan en su poder elementos explosivos", no especificando que esa represión se ejercerá solamente en caso de resistencia comprobada. Esto es una ley marcial tácita. Pero es mucho más que una ley marcial. Es algo que nunca se ha visto en el mundo civilizado porque la amenaza de la represión armada se hizo extensiva a quienes "por cualquier medio provoquen pública alarma o depriman el estado público". Los pasajes Las secciones en que está dividido el artículo, ya sea conservando el título, ya sea con variaciones, se trasladan a Operación Masacre, constituyendo núcleos centrales de su desarrollo. “El caso Livraga – Los Hechos”, se escinde en dos derivaciones: la presentación de Livraga se expande con los retratos dando lugar a la primera parte, “Las personas”, mientras que “Los hechos” se convierte en el eje de la segunda parte, que lleva la misma denominación. “Los asesinos titubean” cambia el título por “La matanza” y su contenido se amplifica con otros testimonios. “El ministerio del miedo” pasa a ser un capítulo. “El fin de la odisea” se denomina inicialmente como “El fin de una larga noche” y, a partir de 1969, como “El fin del viaje”. “Tres telegramas y tres preguntas” se trasforma en “La guerrilla de los telegramas”. En todos los casos lo narrado pasa en su totalidad, más allá de las modificaciones que Walsh incorpora por razones tanto de estilo como por los avances propios de la investigación. Entre las tematizaciones que articulan el trazado narrativo hay varias correspondencias, tres de ellas son fundamentales por la impronta significativa que van a trasladar a Operación Masacre: fantasma, masacre y yuyal. El primer predicativo que caracteriza a Livraga es el de “fusilado” y a renglón seguido se niega su condición de “fantasma”: Juan Carlos Livraga, un fusilado…..No es un fantasma, pero al llegar a la cárcel de Olmos ya se ha convertido en un “espectro”. “Fantasma” vuelve a repetirse una vez más, cuando se narra el momento mismo del fusilamiento: debe flotar el fantasma del asco. La palabra “masacre” aparece por primera vez en el corpus para designar el asesinato colectivo: La masacre no ha terminado. El lugar en el que se lleva a cabo la matanza es nombrado tres veces como el “yuyal”, la primera para situar el suceso: que de un lado tenía una hilera de eucaliptos y del otro un extenso yuyal. Las otras dos, el mismo sintagma alude a una espesura propicia en la que buscan ocultarse primero Giunta y después Livraga se interna en el yuyal. En Operación Masacre la designación varía a “basural”, de formación morfológica similar, pero con una carga de sentido muy diferente, de un espacio agreste y natural, se pasa a designar el lugar de la muerte con un concepto que alude a los desechos últimos del mundo social. 2.-Estructuración retórica Walsh ha dejado suficientes marcas estilísticas en sus textos de una apasionada relación con las formas clásicas. El uso de la invectiva como procedimiento de argumentación polémica y los indicios de reenvío a la épica en sus narraciones periodísticas y ficcionales, son marcas destacadas de ese vínculo en toda su obra; asimismo, hay testimonios coincidentes de su interés por la retórica clásica que ponía de manifiesto en ejercicios de traducción de las Catilinarias, que reformulará en su recordado apóstrofe al dictador: “Quousque tandem, Videla, abutere patientia nostra. Lilia Ferreira en “Más allá del río”, El Periodista de Buenos Aires, op. cit, dice al respecto: “Había elegido un estilo para esas cartas, el de la invectiva de los latinos. Por las tardes, en la última casa que vivimos, solía oírse la voz de Rodolfo recitando, en un tono entre épico e irónico, los primeros versos de La Eneida y la primera invectiva de las Catilinarias. “Quousque tandem Videla abutere patientia nostra” . La comunicación de un saber que se postula como decisivo para la dilucidación reposa sobre la estructura de intercambio que lo subyace y presupone la aceptación de valores que lo haga posible. El concepto de intercambio puede ser pensado a partir del de contrato, lo que implica en cualquier caso una relación intersubjetiva que abre la posibilidad de cursos de acción, a la vez que distribuye la asignación de responsabilidades y obligaciones. Por tanto, una lectura de la estructuración retórica que se mantiene casi sin variaciones a lo largo del corpus de Operación Masacre se impone como necesaria para la dilucidación de sus procesos constructivos sobre los que se sostiene la macroestructura textual. En el prólogo a la primera edición de Operación Masacre, Walsh pone en letra esta concepción: Escribí este libro para que fuera publicado, para que actuara. Quienquiera me ayude a difundirlo y divulgarlo es para mí un aliado [...] El hacer saber equivale a una transformación que modifica la relación de los sujetos que participan. Para ello la naturaleza polémica o contractual de esa relación depende en gran medida de la estrategia que el enunciador del procedimiento discursivo elige para transmitir el saber y de las operaciones que lleva a cabo en la constitución de su lugar operativo y el de sus destinatarios. La verdad del discurso no es tan sólo una representación simple y llana de una referencia exterior que no ofrece dudas, sino más bien es una construcción. No basta con describir las marcas de ese referente en el discurso; para que la verdad pueda ser dicha, transmitida y asumida la atención debe desplazarse a los procedimientos a partir de los cuales se define el espacio del enunciador y el de los destinatarios. Así la operación cognitiva de transmisión de un saber consiste no tanto en producir discursos aseverativos, que reproduzcan la verdad, como en la construcción de efectos de sentido que puedan ser asumidos como tales. A partir del material del caso Livraga, Walsh lleva a cabo un conjunto de operaciones de puesta en discurso que producen una situación comunicativa en la que el enunciador apunta a implicar a los lectores en una actividad de participación frente a los sucesos, dirigiéndose, asimismo, a las víctimas, los agresores y los jueces, complicándolos a todos como destinatarios: Sepan pues todos los que están directa o indirectamente vinculados a estos trágicos acontecimientos que no hay en este momento en todo el territorio de la nación una vida más intocable que la de este muchacho argentino. Para publicar, para hacer público un saber, la escritura de Walsh articula procedimientos de producción de sentido que están íntimamente ligados a la construcción de la referencia, y a la causa judicial de que se trata. Una causa es un asunto, una combinación de contingencias variadas, un punto problemático alrededor del cual se litiga para su dilucidación y en el que el eje temporal es un componente determinante. El escenario original para la resolución de una causa es el tribunal, el auditorio excluyente: los jueces y los funcionarios judiciales. En la entrevista a Livraga y en todo el corpus de Operación Masacre, se hace público el espacio acotado de la causa; es a los lectores a los que se propone un saber que el enunciador procesa discursivamente de tal modo que demanda su participación con la finalidad de acusar/defender a las partes en litigio y de exigir justicia. El desplazamiento a un escenario público de la causa Livraga y de los fusilamientos de José León Suárez exhibirá una transformación en el curso de las sucesivas ediciones de Operación Masacre; la justicia institucional, que al principio aparece como valor ético en el que se sustenta la voluntad de difusión, terminará compartiendo el lugar del acusado. Cada una de las instancias que constituyen el nudo central de la entrevista a Livraga son puestas en discurso a partir de procedimientos que traman el texto de acuerdo con un diseño que responde a una estructuración progresiva, en la que es posible reconocer un modelo que se corresponde con la oratio judicial, según la codificaba la retórica clásica. Esa estructuración progresiva se articula de acuerdo con la dispositio —arreglo de las grandes partes del discurso—, cuya configuración es dicotómica: una primera instancia en la que el enunciador apunta a conmover al tribunal, consta de dos partes, el exordio, que abre la exposición, y la peroratio, el epílogo, que la cierra; y, una segunda instancia, que tiene por función informar y convencer, compuesta de la narratio, el relato de los hechos, y la confirmatio, establecimiento de las pruebas o vías de persuasión, es decir, las dos partes intermedias del discurso. La voz de Livragra que en el título de la nota dice “Yo también fui fusilado”, compromete necesariamente el testimonio del periodista que corrobora con su presencia la aserción del enunciado, haciéndose garante de la verdad, en tanto que testigo, de un enunciado en principio inverosímil. El relato de los sucesos ocupa en la entrevista una considerable extensión. “El caso Livraga — Los hechos” es el subtítulo que abre la narratio, en la que se cuentan las circunstancias y razones por las cuales Livraga estaba en la casa de Florida y los sucesos que siguieron hasta su posterior liberación. La narratio, de acuerdo con la retórica clásica, consiste en la exposición de los hechos que son objeto de litigio; su funcionalidad es la preparación de los argumentos y pruebas que sostiene la confirmatio. La estructuración del texto en concordancia con los principios constructivos que configuran la oratio judicial no puede ser pensada como una limitación, sino más bien como una escenografía pragmática de cómo pueden constituirse las relaciones prácticas y discursivas entre periodismo y política. Esas relaciones, en lo que hace específicamente a la narratio, exhiben la confluencia de estrategias literarias en la puesta en relato de las acciones, de lo que además hay guiños evidentes. Es especialmente en la narratio de “Yo también fui fusilado” en la que la asimetría de los hechos y el orden del discurso se pliegan al espacio de la literatura. En las sucesivas ediciones en libro, las acciones que corresponden a la reconstrucción de los acontecimientos, “Las personas” y “Los hechos”, han provocado lecturas en las que esos procedimientos se refuncionalizan y desplazan produciendo la pluralidad de sentidos que constituyen el corpus de Operación Masacre. En el diseño retórico, después de la exposición de los hechos, se pasa a la confirmatio o despliegue de los argumentos. Rodolfo Walsh elige como primer movimiento la altercatio, la confrontación con la palabra del otro, exhibiendo copias de los telegramas del 11-6-56 del padre de Livraga dirigido al presidente provisional general Aramburu y los dos de respuesta desde la Casa de Gobierno de fecha 22-6 y 2-7. Los textos de los mismos se trascriben en tipografía destacada seguidos de una serie de interrogantes que desbaratan las respuestas del gobierno. Como en todo el corpus de Operación Masacre, el procedimiento de confrontar con la palabra oficial se constituye en uno de los ejes de la argumentación de la denuncia. El discurso con que polemiza Walsh tiene dos fuentes, por un parte, los documentos del gobierno, y por otra, las informaciones de la prensa seria. Esa confrontación pone de manifiesto una estrategia de lectura que irá demoliendo las pretensiones de verdad con que se ha procurado primero borrar y después justificar los acontecimientos. Las operaciones y procedimientos discursivos constituyen al periodista en testigo y garante de las aseveraciones de Livraga, asumiendo una función acusadora, testigo de parte, desechando cualquier interpretación objetiva y que, además de comunicar la verdad, se propone ejercer el contralor de la administración de la justicia. El análisis de la estructuración del primer artículo de la campaña periodística de acuerdo con el modelo retórico del género judicial abre un campo de posibilidades altamente productivo en relación con los textos de las diferentes ediciones en libro de Operación Masacre. En todas ellas, Walsh introduce profundos cambios, pero a pesar de ello nunca varía la distribución de las partes, todas se abren con una introducción y/o un prólogo, a la manera de exordio, y se cierran con un epílogo que cumple la función de peroratio; el cuerpo del texto está separado en tres secciones: “Las personas” y “Los hechos” que corresponden a la narratio y “La evidencia”, a la confirmatio. 3.-Permanencia y movilidad El corpus de Operación Masacre, tal como lo he planteado, se ha ido constituyendo por la perpetua inquietud con que Rodolfo Walsh fue reconfigurando su escritura. Por lo tanto, el concepto de texto final, de acuerdo con los preceptos de la crítica genética, no es pertinente. No hay texto final porque la historia narrada no tiene conclusiones, es una deriva sin fin: Lo demás es el relato que sigue. Cada una de las ediciones incorpora cambios substanciales a las anteriores, pero no cancela ni se retracta de lo dicho sino que, en relación con el ámbito sociopolítico, reformula el caso estableciendo los parámetros a partir de los cuales su interpretación se orienta hacia otros escenarios, y en relación con la instancia estilística transfigura el texto tanto por el cambio de dominante de la funcionalidad –la denuncia, el ensayo, sociohistórico o documento político- como por la búsqueda de la revisión de los distintos niveles de la escritura desde una mirada literaria, es decir desde una perspectiva estética. La estratificación de ese corpus se articula en la tensión entre permanencia y movilidad que van entramando las maniobras de intervención, con que Walsh pone de manifiesto sus modos de leer la literatura y el mundo en las sucesivas variantes del texto. El corpus de Operación Masacre es la suma de las opciones que fue haciendo Walsh en el proceso de producción de sentido; ese complejo entramado es el marco más adecuado para interpretar las distintas variantes textuales. A partir de “Yo también fui fusilado” como ur texto, pensado desde cierta heterodoxia teórica, el corpus se despliega con procedimientos que modifican diferentes niveles de la escritura en maniobras de expansión, recorte y conversión. La cartografía dinámica del corpus tiende conexiones entre núcleos que permanecen invariantes y zonas de la textualidad sujetas a transfiguración. Al confrontar el primer artículo de Revolución Nacional con las ediciones de Operación Masacre es posible establecer una primera coincidencia diagramática que asegura la identidad dinámica, es la misma trama porque es la misma secuencia de composición de la historia: retrato de la víctima, detención, fusilamiento que produce la muerte o huida del sobreviviente y luego la serie de ocultamiento, exilio o recaptura según sea el caso; y es el mismo diseño retórico de la denuncia: exordio, narratio, confirmatio y peroratio. En los siguientes artículos de Revolución Nacional, ya aparece una de las modalidades de rescritura de Walsh: la expansión. De los trazos del boceto de Livraga se va a pasar progresivamente a la fragmentación de los retratos con que se va presentar a las víctimas en la primera parte de Operación Masacre. En la entrevista a Livraga, Walsh incluye algunas denuncias vinculadas a torturas a presos: Acontecimientos muy recientes pueden ser ilustrativos. En la madrugada del 11 de este mismo mes el famoso torturador Doro, condenado a cadena perpetua, pero que misteriosamente estaba en libertad, se “suicidó” al paso de un tren. Era o no era este hombre un testigo valioso contra la camarilla de torturadores. En la edición de Mayoría y en la 1957, los casos se expanden, con el objetivo de probar una práctica aberrante por parte de la policía de la provincia de Buenos Aires. El procedimiento de recorte aparece en toda su dimensión cuando Walsh separa, en la edición de 1964, los capítulos de “La evidencia” que abordaban esa cuestión específica y lo suplanta con el expediente judicial; otro ejemplo de recorte es la supresión del capítulo veintitrés desde la tercera edición. Finalmente, el pasaje tan significativo de “yuyal” a “basural” aparece como un ejemplo de los procedimientos de conversión en los que concurren las motivaciones contextuales y las estilísticas. Esta breve síntesis de las maniobras de rescritura de Walsh, deben necesariamente considerar, que recorte y conversión se funden casi indisolublemente cuando la modificación se orienta hacia el registro estilístico. Una edición crítica que contemple un minucioso análisis filológico de las sucesivas trasformaciones textuales del corpus de Operación Masacre es una deuda pendiente con la obra de Rodolfo Walsh En 2002, Amos Segala me propuso coordinar la edición crítica de Operación Masacre para la Colección Archivos, lo que implicaba, entre otros aspectos propios de las exigencias de la colección, el trabajo de establecer el relevamiento de todas las variantes del corpus y el análisis filológico correspondiente. El proyecto no se pudo llevar a cabo porque las ediciones Archivos dejaron de aparecer. Todos mis intentos de interesar a otra editorial en la publicación de un volumen de similares características fue sistemáticamente rechazado. Creo que lo que subyace en esos rechazos es una postura ideológica que considera a la obra de Rodolfo Walsh exclusivamente a partir de una impronta política dominante y que, en consecuencia, a sus lectores no les interesa un tratamiento crítico de esa índole. De todos, modos insistiré con el proyecto, porque estoy empecinadamente convencido de que esa perspectiva es reduccionista, no contempla los valores literarios de su obra, y está sujeta a especulaciones de orden económico de corto plazo.. En el principio fue una voz Leo el corpus como un sistema semiótico cuyos componentes no establecen una jerarquía escalonada de unidades estructurales sino configuraciones simultáneas de sentidos de distintos órdenes. Los textos no pertenecen a un único género, sino que participan de varios, esa funcionalidad en el caso de Operación Masacre es un rasgo distintivo que caracteriza su especificidad. La flexibilidad del dispositivo genérico se articula con diversas modalidades de cohesión interna constituyendo el horizonte sobre el que se ejercen las lecturas interpretativas. El corpus de Operación Masacre se extiende desde los artículos que configuran la campaña periodística hasta las diferentes ediciones constituyendo un sistema abierto en el que se interpenetran los subsistemas establecidos por las variantes, que en el orden paradigmático se van integrando, proporcionando la base de la descripción de los posibles sentidos textuales. Ese sistema semiótico abierto tiene su comienzo, su ur texto, en “Yo también fui fusilado”, en el que además de las correspondencias que he ido enumerando hay un gesto decisivo y concluyente que me permite instarlo en esa posición, Walsh elige, desde el principio de su obra periodística de denuncia, el lugar de las víctimas para investigar. X – Una crónica de la campaña periodística Nuestros objetivos son muy claros. Lucharemos A MUERTE por conseguir estas dos cosas: 1) castigo ejemplar para el culpable; 2) rehabilitación pública de las víctimas. Logrado esto, cesará toda campaña por nuestra parte. El 23 de diciembre de 1956 y el 29 de abril de 1958 son las fechas de comienzo y cierre de la campaña periodística en la que Walsh denuncia, investiga y prueba la responsabilidad de Fernández Suárez en los fusilamientos de junio de 1956. El epígrafe de este capítulo es una cita del copete de “La verdad de los fusilados”, el tercer artículo de Walsh en Revolución Nacional del 19 de febrero de 1957; en él aparece por primera vez la palabra “campaña”. A la semana siguiente, en “Nuevas informaciones sobre la masacre” la reitera, esta en el cuerpo de la crónica: No creemos que hable bien de las autoridades competentes, ni de nuestro periodismo, ni de nadie, el hecho de que un solo órgano periodístico deba mantener a lo largo de dos meses una campaña para el esclarecimiento de sucesos que conmovieron a todo el país y trascendieron al resto del mundo. Tanto en su acepción de:”Conjunto de actos o esfuerzos de índole diversa que se aplican a conseguir un fin determinado” como en la de: “Período de tiempo en el que se realizan diversas actividades encaminadas a un fin determinado” el sentido de la palabra “campaña” comparte un conjunto de posibilidades que connotan diversos modos de la confrontación entre partes en pugna en las que la estrategia y el cálculo juegan un papel importante. En el lapso de dos meses que refiere el artículo, es decir desde la publicación de la presentación judicial de Livraga en Propósitos, la dinámica de los acontecimientos no se puede separar de la conmoción pública que producen las revelaciones y pruebas que Walsh aporta en sus denuncias. En ese lapso, un escritor de narraciones policiales con alguna experiencia en el periodismo, que ha tomado conocimiento de un suceso increíble, consigue transformarlo en una noticia reveladora de un crimen impune. Con un ritmo vertiginoso, ese hombre ha abandonado sus ilusiones iniciales de convertirse en un profesional galardonado con el premio Pulitzer, y se ha aferrado tozudamente a la exigencia ética de probar la verdad de sus acusaciones y lograr el castigo de los culpables; con ese objetivo articula una serie de acciones que lo constituyen en una fuente fiable de información, creando una corriente de interés público que se expande más allá del radio de acción del espacio periodístico que la propaga. Los medios de los que dispone inicialmente son muy limitados, una publicación marginal de modesta circulación y las repercusiones que va logrando en los semanarios políticos de oposición; con ellos debe enfrentar una versión oficial rubricada por la fuerza de un gobierno de facto, que además cuenta con el respaldo incondicional de la gran prensa de todo el país. Esa descomunal asimetría inicial es lo que da cabal medida de la dimensión significativa de la escritura de Walsh; impulsados por el movimiento de expansión ilimitado de la palabra literaria sus textos promueven una notable reformulación del periodismo, produciendo una apertura hacia campos de posibilidades nunca antes transitados por esa práctica profesional y por las formas discursivas que participan de ella. Si en el momento de encontrarse con Livraga, Walsh no tenía, no podía tener, ni planificación ni estrategia de ningún tipo, con el correr de las semanas logra convertir un suceso borrado en una noticia inquietante que conmueve la arrogancia del gobierno obligándolo a reconocer la debilidad argumental de sus versiones y, correlativamente, a distinguir a Walsh como la voz a la que se debe descalificar. A mediados de febrero de 1957, Walsh asume en toda su dimensión la empresa que está llevando a cabo, pero esto no es consecuencia tan sólo de una perspectiva personal, sus oponentes también confirman esa convicción. En la segunda edición de 1964 de Operación Masacre, en el capítulo “El expediente Livraga”, Walsh hace una síntesis de los diversos avatares de su investigación, allí señala el punto de partida: […] entretanto, la campaña periodística que yo acababa de iniciar produjo el primer resultado. La denuncia de Livraga había llegado a mis manos el 20 de diciembre. La entregué a Barletta, quien la publicó en “Propósitos” el día 23[…] La nota apareció bajo el título de “Castigo a los culpables” sin aludir a la intervención de Walsh. En el prólogo a primera edición en libro de 1957 rememora las etapas siguientes: Los hechos que relato ya habían sido tratados por mí en el periódico “Revolución Nacional”, en una media docena de artículos publicados entre el 15 de enero y finales de marzo de 1957 […] Los artículos de Revolución Nacional vinculados a los fusilamientos de junio no hacen referencia a ningún tipo de autoría. Además, Walsh los alude sin la precisión con que informa acerca de las notas de Mayoría; por lo tanto, el criterio que he seguido es considerar como parte de la campaña sólo los artículos que Walsh cita como propios en otros textos pertenecientes al corpus de Operación Masacre: “Yo también fui fusilado” del 15 de enero, “Habla la mujer del fusilado” del 29 de enero, “La verdad sobre los fusilados” del 19 de febrero” y “¿Fue una operación clandestina la masacre de Suárez? del 26 de marzo. En relación con “Nuevas informaciones sobre la masacre” del 26 de febrero, no ha sido aludido por Walsh, pero da a leer suficientes elementos de juicio que me permiten considerarlo un desprendimiento de “La verdad sobre los fusilados”, publicado una semana antes. Asimismo, los copetes que acompañan los artículos de Propósitos y Revolución Nacional, exhiben una instancia de pasaje entre la palabra de Walsh, con notorias marcas de su estilo, y el discurso propio de las publicaciones; En “Operación Masacre. Investigación y escritura” que apareció en Nuevo Texto Crítico Nº12/13, Stanford University, junio de 1994, pp. 139-166, y luego reeditado en otras publicaciones, había establecido los artículos de Revolución Nacional partiendo, básicamente, de las anotaciones del diario personal de la investigación de Enriqueta Muñiz; luego de algunos años de estudio y análisis de esos datos prefiero ceñirme a los criterios expuestos más arriba. La carta de lectores “Alguien” del 12 de febrero de 1957 nunca es citada por Walsh como propia ni tampoco el artículo “Pedimos explicaciones sobre la masacre” del 5 de marzo; por lo tanto, he decidido no incluirlos en el corpus, porque no dispongo otros elementos de juicio que avalen las referencias de Muñiz. Ese es el criterio que seguí en Operación Masacre seguido de La campaña periodística, op. cit. Esa edición incluye todos los artículos de la campaña periodística y sus reproducciones facsimilares. en cambio, posteriormente, los copetes de las notas de Mayoría tenían, básicamente, la función de resumir lo ya publicado, por lo tanto, su funcionalidad es diferente a los anteriores. Un índice elocuente de que el interés central de Walsh era la búsqueda de justicia, es la carta que el 21 de febrero le envía al doctor Belisario Hueyo, juez a cargo de la demanda penal interpuesta por Juan Carlos Livraga, el fusilado que vive, un pormenorizado informe de los resultados de sus diligencias para esclarecer los fusilamientos de junio. Considero que ese documento está íntimamente relacionado con la campaña periodística. En el mismo prólogo del 57, Walsh dice: “Operación Masacre” apareció publicada en la revista “Mayoría” del 27 de mayo al 29 de julio de 1957, un total de 9 notas […] La “Introducción”, está fechada en marzo de 1957. El relato de los sucesos, las denuncias y las pruebas aportadas se desarrollan en ocho notas del 27 de mayo al 15 de julio con el subtítulo “Un libro que no encuentra editor”; la novena sale el 31 de julio (la edición de Mayoría se propone dos días para informar sobre las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente del 28 de julio). Esa novena nota, “Obligado apéndice”, que aparece cuando Walsh ha cerrado su obra con un “Provisional epílogo”, es la contestación a una conferencia de prensa que había llamado el juez Viglione con motivo de la detención de Marcelo Rizzoni y en la que había participado Fernández Suárez, ocupando un papel protagónico y acusando al detenido de suministrar la información para la publicación de las denuncias que lo incriminaban. La prensa seria a coro repite que hay una campaña periodística intencionada y con diversas modulaciones señalan quienes son los destinatarios de los ataques: La Razón acusa de: “[…] desarrollar una campaña contra el teniente coronel Fernández Suárez, fraguando los detalles de ese episodio''; La Nación afirma igualmente que hay en marcha: “una campaña contra la dependencia policial por causa de los fusilamientos”; El Plata reitera que hay una “ virulenta campaña que llevaba contra el jefe de Policía". Walsh rebate uno por uno los argumentos. La descalificación falaz que pretende la versión oficial, implica el reconocimiento de la otra voz en la polémica; mientras que la energía empleada en la refutación es una medida elocuente del grado de importancia que le otorgan a la difusión y credibilidad que ha logrado alcanzar el trabajo de Walsh. Pero ser reconocido como oponente polémico del gobierno, no sólo significaba participar en un debate de ideas, también suponía correr riesgos; el 8 de junio de 1957 aparece una carta de Rodolfo Walsh al director, denunciando el hostigamiento del que está siendo víctima por causa de la publicación de sus artículos. A principios de diciembre de 1957, Ediciones Sigla publica la primera edición en libro con el título de Operación Masacre. Un proceso que no ha sido clausurado, que con algunas modificaciones repite la edición de Mayoría. Los capítulos que conformaban “La evidencia” y “Obligado Apéndice” de Mayoría y del libro fueron suplantados en gran parte por el “Expediente Livraga” a partir de 1964. En el prólogo de esa edición, Walsh precisa cuales fueron las publicaciones que cierran la campaña: Después hubo apéndices, corolarios desmentidas y réplicas, que prolongaron esa campaña hasta abril de 1958. Luego de la aparición de Operación Masacre. Un proceso que no ha sido clausurado, se publican el “Obligado Apéndice II”, en Mayoría del 30 de diciembre de 1957, que reproduce la carta testimonio de Troxler y Benavídez, enviada desde su exilio en La Paz el 29 de mayo de 1957; y “La prueba decisiva de la Operación Masacre”, en Azul y Blanco del 26 de febrero de 1958, que trascribe la declaración de Rodríguez Moreno en sede judicial , luego incorporada al libro como el capítulo treinta y cuatro, “El expediente Livraga”. En esos artículos, Walsh responde a los cuestionamientos del Gobierno exhibiendo pruebas documentales que avalan sus denuncias. Finalmente, aparecen en Azul y Blanco “Aplausos teniente Coronel” del 18 de marzo, y “¿Y Ahora…Coronel?” del 29 de abril de 1958, en los que denuncia, con un marcado tono sarcástico muy walshiano, no sólo la impunidad otorgada al teniente coronel Fernández Suárez, el responsable de los fusilamientos, sino también la aberrante decisión política de ascenderlo, antes de la asunción a la presidencia de Arturo Frondizi recientemente electo. Estos dos últimos artículos de la campaña pueden ser leídos como un índice del cambio de postura ideológica y política de Walsh que va desde el prólogo de la primera edición antes del ascenso de Fernández Suárez: Escribí este libro para que fuera publicado, para que actuara... Investigué y relaté estos hechos tremendos para darlos a conocer en la forma más amplia, para que inspiren respeto, para que no puedan jamás repetirse. Pasando por el Epílogo de la segunda edición: Cuando escribí esta historia, yo tenía treinta años. Hacía diez que estaba en el periodismo. De golpe me pareció comprender que todo lo que había hecho antes no tenía nada que ver con cierta idea de periodismo que me había ido forjando en todo ese tiempo, y que esto sí —esa búsqueda a todo riesgo, ese testimonio de lo más escondido y doloroso—, tenía que ver, encajaba en esa idea. Amparado en semejante ocurrencia, investigué y escribí enseguida otra historia oculta, la del caso Satanowsky. Fue más ruidosa, pero el resultado fue el mismo; los muertos probados, pero sueltos. Profundizándose en el Epílogo de la tercera edición: La respuesta fue siempre el silencio. La clase de esos gobiernos se solidariza con aquel asesinato, lo acepta como hechura suya y no lo castiga simplemente porque no está dispuesta a castigarse a sí misma. Las sucesivas intervenciones de Walsh para reescribir, Operación Masacre constituyen un movimiento acaso único de movilidad textual fundado en la interpenetración entre lectura y escritura. Cada trazo que modifica, cada trazo que tacha, cada trazo que agrega, es el resultado de un trabajo de cribaje, el nuevo texto no olvida sus versiones anteriores las incorpora a una memoria en movimiento, fluctuante, viva, en constante reformulación. Operación Masacre es un corpus en constante expansión, las nuevas lecturas suponen un incansable y laborioso tejido sin fin. XI –Después de Rodolfo Walsh …los contemporáneos son raros. Se trata sobre todo de una cuestión de coraje. Significa ser capaces no sólo de tener fija la mirada en la oscuridad de la época, sino también percibir en la oscuridad una luz, que dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente. Giorgio Agamben La dimensión de Operación Masacre en el conjunto de los discursos que configuran la literatura, el testimonio y el periodismo, es ya responsabilidad y competencia de los lectores. Leer la escritura de Walsh como un texto plural, es explorar inquisitivamente la historicidad de sus múltiples lecturas, no reducirlo, no dejarlo quieto. Si bien es indiscutible la concepción de que son los lectores quienes inscriben los textos en los géneros, la plasticidad y la dimensión significativa de la escritura es la instancia primordial que promueve la multiplicidad y la complejidad de esas lecturas. Operación Masacre es un yacimiento inagotable al que el ojo que lee puede regresar una y otra vez, sin la amenaza de quedar atrapado en ese desierto tan poblado de los estereotipos. La conversación con Enrique Dillon de aquella noche de diciembre de 1956 es la escena de transmisión de un saber de individuo a individuo, en la que se actualiza un acontecimiento neutralizado, domesticado, porque ha sido sofocada y adulterada su divulgación y, por ende, su conocimiento, en consecuencia, se ha pretendido someter lo incontrolable, lo desconocido que la difusión podría provocar. Walsh hace público el acontecimiento borrado y con esa acción irrumpe un proceso imprevisible, arriesgado, imposible de sofocar, provocado por el desplazamiento de una información desde la intimidad intersubjetiva al nivel colectivo y social. Esas nuevas alternativas confrontan con las coerciones y limitaciones impuestas por los poderes del Estado y el disciplinado alineamiento de los medios de comunicación que funcionaron como un dispositivo de reproducción de los mensajes políticos del gobierno. Al hacer público el caso Livraga, ese acontecimiento se desvió de las determinaciones históricas impuestas para engendrar algo nuevo y poner en acto los posibles de una situación que desde ese momento se tornó incontrolable. Ese acto no es el cierre satisfactorio de una cuestión controvertida, sino la apertura de derivaciones indeterminadas. Walsh se arriesgó por ese camino para que se actualizaran otros posibles proyectos históricos y sociales, enfrentados con aquellos que los poderes establecidos presentaban como determinados e irreversibles. La transformación decisiva que implicó para su vida y su obra la investigación y denuncia de los fusilamientos de junio del 56, exhibe la mutación de una subjetividad, en sus modos de sentir y pensar, porque ya no puede soportar lo que tiene de intolerable una época, haciendo surgir nuevas posibilidades de vida. […] durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho en Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente […] Operación Masacre y el Expediente Livraga. Con la prueba judicial que conmovió al país, op. cit. Esa apertura inaugura a su vez un espacio de experimentación y de creación. Esa transformación que atraviesa a Walsh, con el correr de los años, irá tomando el diseño de un proyecto, que acaso se pueda condensar en una frase: otra historia es posible y en su búsqueda se anima a apostar todo a cambio del sueño de un futuro más ético y más justo. La campaña periodística que culminó en Operación Masacre, sigue abierta como un diálogo crítico con el pasado en el asedio constante del presente, pero con una vocación indeclinable de futuro. Así, con un nivel de actualidad inminente, aún sigue vigente su denuncia de que la Policía de la Provincia de Buenos Aires es el instrumento más flagrante de un Estado que desvía su función institucional de agente auxiliar de la Justicia para utilizar su poder como un modo de control y represión de las desigualdades sociales. Del mismo modo, es de una indiscutible funcionalidad crítica la rigurosidad de las estrategias de investigación de Walsh, que siguen siendo un paradigma del periodismo enfrentado con la corrupción y el crimen organizado en una época signada por el auge del capitalismo globalizado, en el que delito y política son dos prácticas íntimamente imbricadas. Finalmente, su escritura es un depósito inabarcable de significaciones, configurada en la lucidez de los procedimientos narrativos, en la agudeza del estilo y en el riesgo de la innovación. Walsh frecuentemente se ha situado en los márgenes del sistema consolidado por la gran prensa, desde esos lugares se propuso participar en la creación de alternativas que permitieran un modo diferente de circulación de las noticias, colaboró en la creación de Prensa Latina en abierta oposición a las agencias internacionales de noticias que tergiversaban la información sobre Cuba; fue una figura decisiva en la creación del semanario CGT en la búsqueda de una prensa sindical que se apartara de los moldes habituales; difundió la práctica del periodismo en las zonas más pobres del Gran Buenos Aires con el Semanario Villero; ideó y puso en funcionamiento la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA) y la Cadena Informativa que producía detallados informes sobre las atrocidades que el terrorismo de Estado estaba perpetrando desde 1976. Walsh ha hecho aportes decisivos en diferentes momentos de la historia del periodismo gráfico en La Argentina, siempre produciendo cambios profundos desde la periferia, asediando los centros hegemónicos inevitablemente ligados a los núcleos de poder comprometidos con los crímenes más aberrantes que se produjeron entre 1956 y 1977. El legado de un escritor reside tanto en su obra como el modo en el que la imagen de su vida permanece en la memoria de los otros como parte inseparable de esa obra. En los textos de Rodolfo Walsh han quedado marcas que, además de registrar y promover el sentido, dan a leer una magnitud significativa no expresada en palabras o silencios, sino presente en el gesto con que ha jugado su vida por esa obra. Y ese legado, se hace presente cada vez que el lector debe asumir la responsabilidad de testimoniar con su mirada ese gesto. El encuentro con Livraga, decía al principio, señala un punto en el que Walsh establece otro vínculo con la forma en que había pensado su obra y construido su vida; a partir de entonces, la trasformación se manifiesta en el gesto con que apuesta todo el capital simbólico y existencial acumulado hasta ese momento por una nueva alternativa de futuro. Ese movimiento es una convergencia del cuerpo en un proyecto significante para producir una conmoción tanto emocional como intelectual y volitiva en sus interlocutores. El gesto legado por Walsh no sobreimprime en la letra de su escritura un querer decir sino, antes bien, el riesgo de un saber hacer. Cuerpo y escritura se traman en el primer encuentro con Livraga y se extienden a lo largo de toda la trayectoria posterior de Walsh hasta integrar un inseparable hacer significativo. En el prólogo de 1957 a la primera edición de Operación Masacre dice: Escribí este libro para que fuese publicado, para que actuara, no para que se incorpore al vasto número de ensoñaciones de los ideólogos. El imperativo que asume como propio es ético: una búsqueda indeclinable de justicia. En los diversos proyectos políticosociales en los que se participó en los años siguientes sus acciones tuvieron ese mismo denominador ético: jugarlo todo para alcanzar finalmente un día de justicia verdaderamente igualitaria para todos. Los que rastreamos la obra de Walsh tratando de rescatar su legado no podemos olvidar o desvirtuar ese gesto que marca a su textualidad y a sus lectores de modo indeleble. BIBLIOGRAFIA SELECTA Baschetti, Roberto, Rodolfo Walsh, vivo, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1984. Boschino, Adriana, García, Romina y Mercère Emiliana. Rodolfo Walsh del policial al testimonio, Mar del Plata, Estanislao Balder, 2005. 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