Para comenzar
A lo largo de las primeras clases abordaremos las causas estructurales de la Primera
Guerra Mundial. Hacemos referencia a la crisis de 1873, el imperialismo y el nacionalismo.
La depresión de 1873, originada en una profunda crisis industrial y agraria, no
significó un colapso repentino, sino un persistente declive de los precios a nivel global. Esta
deflación intensificó la competencia y erosionó las ganancias, especialmente en el sector
agrícola, que se vio afectado por la llegada de productos más baratos desde ultramar.
La respuesta a esta crisis económica marcaría un punto de inflexión en la historia
europea. Muchos países optaron por el proteccionismo y políticas de autoabastecimiento,
buscando fortalecer sus industrias nacionales mediante aranceles elevados. En este contexto
de búsqueda de soluciones, el imperialismo emergió como otra vía para mitigar los efectos de
la depresión, impulsando a las potencias europeas a una expansión económica y militar sin
precedentes en otros continentes, en una carrera por nuevos mercados y recursos que
intensificaría las tensiones internacionales.
La crisis de 1873
La depresión de 1873 fue fruto de una profunda crisis industrial y también agraria. No
se trató de un colapso sino de un declive continuo y gradual de los precios mundiales. En el
marco de la deflación, derivada de una competencia que inducía a la baja de los precios, las
ganancias disminuyeron. Las reducciones de precio no fueron uniformes. Los descensos más
pronunciados se concretaron en los productos agrícolas. La producción había crecido tanto
que en algunos sectores se crean situaciones de exceso de oferta (La producción es excesiva
en comparación a la venta de dicho servicio y/o producto). La agricultura europea sufre en
muchos países la competencia de productos (cereales, lana) más baratos que llegan desde
Ultramar, a bordo de transportes cada vez más baratos.
La salida de la crisis marcará la historia posterior. Para muchos países la respuesta
fue el proteccionismo y unas políticas casi autárquicas, que buscaban el autoabastecimiento
industrial del país, mediante la sustitución de importaciones por industrias nacionales
fuertemente protegidas mediante aranceles (impuestos) elevados.
El descubrimiento y difusión de nuevas fuentes de energía (electricidad y petróleo),
nuevas técnicas (motores eléctricos, radio), nuevos sectores industriales (química y
electricidad) o nuevas formas de organización de la industria (cárteles o “trust”) permitieron a
algunos países salir de la crisis en mejores condiciones. Así mismo, se desarrollaron otras
innovaciones, como la explorada centralmente en Estados Unidos. Se hace referencia a la
gestión científica del trabajo que incrementaría la productividad y debilitaría el poder de los
sindicatos que defendían el valor de la fuerza de trabajo de los obreros calificados. Las
investigaciones de Taylor, que duraron años, apuntaron a la descomposición del trabajo en
tareas simples, estrictamente cronometradas de modo tal que cada trabajador realizara el
movimiento necesario en el tiempo justo. El examen se extendió a los movimientos de la
máquina misma, de la cual también debían suprimirse todos los momentos inactivos. El
salario a destajo (por pieza producida) debía actuar como incentivo para la intensificación del
ritmo de trabajo.
El imperialismo, es decir, la expansión económica y militar de Europa en otros
continentes será otra de las vías para tratar de superar la crisis.
El imperialismo
Entre 1876 y 1914, una cuarta parte del planeta fue distribuida en forma de colonias
entre media docena de Estados europeos: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Países
Bajos, Bélgica. Los imperios del período preindustrial, España y Portugal, tuvieron una
participación secundaria. Los países de reciente industrialización extraeuropeos, Estados
Unidos y Japón, interesados en el zona del Pacífico, fueron los últimos en presentarse en
escena. En el caso de Gran Bretaña, la expansión de fines del siglo XIX presenta líneas de
continuidad con las anexiones previas; fue el único país que, en la primera mitad del siglo
XIX, ya tenía un imperio colonial.
La conquista y el reparto colonial lanzados en los años 80 fueron un proceso
novedoso por su amplitud, su velocidad y porque estuvo asociado con la nueva fase del
capitalismo, la de una economía que entrelazaba las distintas partes del mundo. Los
principales estadistas de la repitieron una y otra vez que era preciso abrir nuevos mercados y
campos de inversión para evitar el estancamiento de la economía nacional. Además, según su
discurso, las culturas superiores tenían la misión de civilizar a las razas inferiores. En el
marco de la gran depresión (1873-1895), gran parte de los dirigentes liberales de la época
(Joseph Chamberlain en Gran Bretaña y Jules Ferry en Francia, por ejemplo) giraron hacia el
imperialismo para sostener una política expansionista apoyada por el Estado y basada en un
fuerte potencial militar que garantizaría la superioridad de la propia nación. Pero también
hubo liberales que rechazaron la colonización como una empresa “civilizadora”. Para
ejemplificar esta posición Béjar (2015), recupera las palabras del republicano francés George
Clemenceau quien sostuvo:
¿Razas superiores? Razas inferiores, ¡es fácil decirlo! Por mi parte, yo me
aparto de tal opinión después que he visto a los alemanes demostrar
científicamente que Francia debía perder la guerra franco-alemana porque la
francesa es una raza inferior a la alemana. Desde entonces, lo confieso, miro
dos veces antes de volverme hacia un hombre o una civilización y pronunciar:
hombre o civilización inferior. ¡Raza inferior los hindúes con esa gran civilización
refinada que se pierde en la noche de los tiempos! ¡Con esa gran religión
budista que la India dejó a China!, ¡con ese gran florecimiento del arte que
todavía hoy podemos ver en las magníficas ruinas! ¡Raza inferior los chinos!
Con esa civilización cuyos orígenes son desconocidos y que parece haber sido
la primera en ser empujada hacia sus límites extremos. (En Bibliothèque de
l'Assemblée nationale. Traducción Sandra Raggio)
En las últimas décadas del siglo XIX, en el marco de un capitalismo cada vez más
global, se desató una intensa competencia por la apropiación de nuevos espacios y la
subordinación de las poblaciones que los habitaban. La expansión de un pequeño número de
Estados desembocó en el reparto de África y el Pacífico, así como también en la
consolidación del control sobre Asia (aunque la región oriental de este continente quedó al
margen de la colonización occidental).
El escenario latinoamericano no fue incluido en el reparto colonial, pero se acentuó su
dependencia de la colocación de los bienes primarios en el mercado mundial. El crecimiento
económico de los países de esta región dependió del grado de integración en la economía
global del último cuarto del siglo XIX. En el Caribe, a la prolongada dominación europea de
gran parte de las islas y algunos territorios de América Central y del Sur se sumó la creciente
gravitación de Estados Unidos, especialmente a partir de su intervención en la guerra de
liberación de Cuba contra España en 1898.
Las nuevas industrias y los mercados de masas de los países industrializados
absorbieron materias primas y alimentos de casi todo el mundo. El trigo y las carnes desde las
tierras templadas de la Argentina, Uruguay, Canadá, Australia y Nueva Zelanda; el arroz de
Birmania, Indochina y Tailandia; el aceite de palma de Nigeria, el cacao de costa de Oro, el
café de Brasil y Colombia, el té de Ceilán, el azúcar de Cuba y Brasil, el caucho del Congo,
la Amazonia y Malasia, la plata de México, el cobre de Chile y México, el oro de Sudáfrica.
Las colonias, sin embargo, no fueron decisivas para asegurar el crecimiento de las
economías metropolitanas. El grueso de las exportaciones e importaciones europeas en el
siglo XIX se realizaron con otros países desarrollados. La argumentación del economista
liberal inglés John Atkinson Hobson y el dirigente bolchevique Lenin, acerca de que el
imperialismo era resultado de la búsqueda de nuevos centros de inversión rentables, no se
correspondió acabadamente con la realidad. Los lazos económicos que Gran Bretaña forjó
con determinadas colonias –Egipto, Sudáfrica y muy especialmente la India– tuvieron una
importancia central para conservar su predominio. La India fue una pieza clave de la
estrategia británica global: era la puerta de acceso para las exportaciones de algodón al
Lejano Oriente y consumía del 40 al 45 % de esas exportaciones; además, la balanza de
pagos del Reino Unido dependía para su equilibrio de los pagos de la India. Pero los éxitos
económicos británicos dependieron en gran medida de las importaciones y de las inversiones
en los dominios blancos, Sudamérica y Estados Unidos.
En el afán de refutar las razones económicas esgrimidas por Hobson y Lenin, una
corriente de historiadores enfatizó el peso de los fines políticos y estratégicos para explicar la
expansión europea. Estos objetivos estuvieron presentes, pero sin que sea posible disociarlos
del nuevo orden económico. Cuando Gran Bretaña, por ejemplo, creó colonias en África
oriental en los años 80: de ese modo frenaba el avance alemán y sin que existiera un interés
económico específico en esa región. Pero esta decisión debe inscribirse en el marco de su
condición de metrópoli de un vasto imperio y, desde esta perspectiva, no cabe duda del afán
de Londres por asegurarse tanto el control sobre la ruta hacia la India desde el Canal de Suez,
como la explotación de los yacimientos de oro recientemente encontrados al norte de la
Colonia del Cabo. En este contexto, la distinción entre razones políticas y económicas es
poco consistente.
En principio, tanto las colonias formales como las informales se incorporaron al
mercado mundial como economías dependientes, pero esta subordinación tuvo impactos
sociales y económicos disímiles en cada una de las periferias mencionadas. En primer lugar,
porque el rumbo de las colonias quedó atado a los objetivos metropolitanos. En cambio, en
los países semi-soberanos, sus grupos dominantes pudieron instrumentar medidas teniendo en
cuenta sus intereses y los de otras fuerzas internas con capacidad de presión. Pero además,
tanto en la esfera colonial como en la de las colonias informales, coexistieron desarrollos
económicos desiguales en virtud de los distintos tipos de organizaciones productivas. Los
enclaves cerrados, los casos de las grandes plantaciones agrícolas tropicales como las de caña
de azúcar, el tabaco y el algodón, junto con las explotaciones mineras, dieron paso a
sociedades fracturadas. Por un lado, un reducido número de grandes propietarios muy ricos;
por otro, una masa de trabajadores con bajísimos salarios y en muchos casos sujetos a
condiciones serviles.
En las regiones en que predominaron estas actividades productivas hubo poco margen
para que el boom exportador alentase el crecimiento económico en forma extendida. Tanto en
Latinoamérica como en las Indias Orientales Holandesas, el cultivo del azúcar, por ejemplo,
estuvo asociado a la presencia de oligarquías reaccionarias y masas empobrecidas. En
cambio, los cultivos basados en la labor de pequeños y medianos agricultores y en los que el
trabajo forzado era improductivo –los casos del trigo, el café, el arroz, el cacao– ofrecieron
un marco propicio para la constitución de sociedades más equilibradas y con un crecimiento
económico de base más amplia.
Gran parte de las áreas dependientes no se beneficiaron del crecimiento de la
economía global. En la mayoría de las colonias se acentuó la pobreza y sus poblaciones
fueron víctimas de prácticas depredatorias. Portugal en África, Holanda en Asia y el rey
Leopoldo II en el Congo fueron los más decididos explotadores. En aquellas colonias donde
una minoría de europeos impuso su dominación sobre grandes poblaciones autóctonas –los
casos de Kenia, Argelia, Rhodesia, África del Sur– los colonos acapararon la mayor parte de
las tierras productivas, impusieron condiciones de trabajo forzado y marginaron a los nativos
sobre la base de la discriminación racial. Las experiencias en las que la incorporación al
mercado mundial dio lugar a una importante renovación y modernización de la economía
estuvieron localizadas en las áreas de colonización reciente que contaban con la ventaja de
climas templados y tierras fértiles para la agricultura y la ganadería. En Canadá, Uruguay,
Argentina, Australia, Nueva Zelanda, Chile, el sur de Brasil las lucrativas exportaciones de
granos, carnes y café alentaron la afluencia de inmigrantes y la expansión de grandes
ciudades que estimularon la producción de bienes de consumo para la población local. Aquí
hubo incentivos para promover una incipiente industrialización.
También las colonias en que prevalecieron los cultivos de pequeña explotación fueron
beneficiadas con un cierto grado de crecimiento económico a través del incremento de las
exportaciones. En la costa occidental de África: Nigeria con el aceite de palma y cacahuete,
Costa de Oro (Ghana) con el cacao y Costa de Marfil con la madera y el café. En el sur y
sureste de Asia: Birmania, Tailandia e Indochina, los campesinos multiplicaron la producción
de arroz. Pero en estos casos no hubo aliciente para la producción industrial en virtud de las
limitaciones impuestas por el colonialismo y el bajo nivel de la vida local.
Para organizar sus nuevas posesiones, los europeos recurrieron a dos tipos de relación
reconocidos oficialmente: el protectorado y la colonia propiamente dicha. En el primer caso –
que se aplicó en la región mediterránea y después en las ex colonias alemanas– las naciones
“protectoras” ejercían teóricamente un mero control sobre autoridades tradicionales; en el
segundo, la presencia imperial se hacía sentir directamente.
Sin embargo, en lo que respecta al aspecto político hubo algunas diferencias entre los
sistemas aplicados por cada nación dominante. Inglaterra puso en práctica el indirect rule
(gobierno indirecto), que consistía en dejar en manos de los jefes autóctonos ciertas
atribuciones inferiores, reservando para el gobernante nombrado por Londres y unos pocos
funcionarios blancos el control de estas actividades y la puesta en marcha de la colonia.
Francia, más centralizadora, entregó a una administración europea la conducción total de los
territorios; Bélgica aplicó un estricto paternalismo sostenido por tres pilares: la
administración colonial, la Iglesia católica y las empresas capitalistas. Cualquiera que fuese el
sistema político imperante, todas las metrópolis compartían el mismo criterio respecto de la
función económica de las colonias: la colonización no se había hecho para desarrollar
económica y socialmente a las regiones dominadas sino para explotar las riquezas latentes en
ellas en beneficio del capitalismo imperial.
El reparto de África
Antes de la llegada de los europeos, el continente africano estaba constituido por
entidades diversas, algunas con un alto nivel de desarrollo. No había fronteras definidas: el
nomadismo, los intensos movimientos de población, la existencia de importantes rutas
comerciales y la consiguiente mezcla entre grupos eran componentes importantes. En general
las fronteras políticas no coincidían con las étnicas. Entre los imperios anteriores a la
colonización resaltaban los de África Occidental: Ghana, Mali, Kanem-Bornou y Zimbabwe.
El contacto y la penetración del islam a partir del año 1000, aproximadamente, tuvieron
fuerte arraigo en la zona oriental y occidental de África. La trama de relaciones sociopolítica
era muy diversa: desde reinos con monarquías centralizadas altamente desarrollados hasta
bandas simples con instituciones económicas rudimentarias. La mayoría de los pueblos
africanos vivían en sociedades que se encontraban en algún punto en el continuum entre esos
dos extremos. Todas ellas compartían formas organizativas basadas en los vínculos de linaje,
tanto patrilineales como matrilineales. La mayoría dependía de la agricultura y los
intercambios; la urbanización era limitada. En ocasiones, las potencias coloniales
establecieron alianzas con poderes militares locales. La incorporación de África al mercado
mundial y su dominación por las potencias europeas atravesó dos etapas. La que comprende
del siglo XV al XIX, en la cual prevaleció el comercio de esclavos, seguida por la
penetración económica y territorial de Francia y Gran Bretaña en la primera mitad del siglo
XIX. En segundo lugar, el período de acelerada colonización a partir de la Conferencia de
Berlín de 1885.
Avance europeo sobre el continente african. De la Conferencia de Berlín al inicio de la Primera Guerra Mundial
Para profundizar
Con el objetivo de interiorizarnos en el tema, se propone el análisis del siguiente
extracto del libro “El fantasma del rey Leopoldo: una historia de codicia, terror y heroísmo en
el África colonial” escrito por Adam Hochschild.
Durante la campaña emprendida por Europa en el siglo XIX para la adquisición de
posesiones en África, Asia y Oceanía, el colonialismo se justificó de diversas maneras:
afirmando que cristianizaba a los paganos; que civilizaba a las razas salvajes o aportaba a
todos los milagrosos beneficios del libre comercio. A su vez, en el caso de África, había
aparecido otra justificación: acabar con la trata de esclavos llevada a cabo por los
“árabes”.
En el caso de Bélgica, un pequeño país que se había independizado de Holanda en
1830, la justificación de la colonización se basó en razones humanitarias: había que llevar
la civilización, la ciencia y el progreso a los sectores “atrasados” de África. El Congo belga
fue considerado una posesión privada del Rey Leopoldo, luego de la penetración de bandas
privadas que buscaron su protección para legitimar la explotación y el saqueo de dicho
territorio. Su tamaño era mayor que Inglaterra, Francia, Alemania, España e Italia juntas.
Las potencias coloniales aceptaron dicha posesión siempre y cuando se abra al comercio
internacional dicho territorio. En las reuniones que tuvieron las potencias, los habitantes del
actual territorio del Congo, estuvieron ausentes.
El auge del caucho, insumo necesario para el desarrollo de la industria automotriz y
otras industrias que despegaron con la segunda fase de la revolución industrial, fue para
Leopoldo una bendición. Frente a la demanda de caucho por parte de las potencias
industriales, el rey Leopoldo comenzó a exigir cada vez más mayores cantidades de caucho
silvestre-que se encontraba en abundancia-. La mano de obra trabajaba prácticamente bajo
un sistema encubierto de esclavitud. Los ejércitos privados llegaban a las aldeas. Se
llevaban todo el alimento, atacaban a los nativos y se apoderaban de sus mujeres. Estas eran
mantenidas como rehenes a la espera de que el jefe del distrito aporte una cierta cantidad de
caucho. Una vez que el caucho era entregado las mujeres eran vendidas. Los castigos, como
la mutilación de manos y pies, junto con hambrunas, enfermedades y asesinatos eran
moneda corriente. Las ganancias extraídas del Congo eran multiplicadas por 96. Debido a
las denuncias sobre las condiciones de vida en el Congo Belga, el trato de sus habitantes y la
corrupción, la comunidad internacional presionó para que las posesiones del Rey Leopoldo
II sean una posesión colonial del Estado belga. Esto ocurrió en 1913. Sin embargo, esto no
implicó el cese de las explotaciones, ni el fin de la expoliación por parte de las potencias
europeas, solamente atenuó las condiciones brutales a las que fue sometido el Congo bajo
Leopoldo II.
Si bien no se sabe la cantidad de población exacta del Congo, se calcula que esta
rondaba los 20 millones de habitantes. Entre 1880-1920, es decir el período de dominio del
Rey Leopoldo y los años posteriores, murieron aproximadamente 10 millones de personas.
El nacionalismo
Analizaremos las ideas de diversos autores que trabajan sobre el tema para crear
nuestra propia definición.
Benedict Anderson “Comunidades imaginadas”
“Así pues, con un espíritu antropológico proponga la siguiente definición de la
nación: una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana.
Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la
mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente
de cada uno vive la imagen de su comunión.” P.23
“La nación se imagina limitada porque incluso la mayor de ellas, que alberga tal vez
a mil millones de seres humanos vivos, tiene fronteras finitas, aunque elásticas, más allá de
las cuales se encuentran otras naciones. Ninguna nación se imagina con las dimensiones de
la humanidad. (...)
Se imagina soberana porque el concepto nació en una época en que la Ilustración y
la Revolución estaban destruyendo la legitimidad del reino dinástico jerárquico divinamente
ordenado. (...)
Por último, se imagina como comunidad porque independientemente de la
desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se
concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal. En última instancia, es esta
fraternidad la que ha permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de
personas maten y, sobre todo, estén dispuestas a morir por imaginaciones tan limitadas.”
P.25
Eric Hobsbawm, “Naciones y Nacionalismos”
“Las naciones existen no sólo en función de determinada clase de estado territorial o
de la aspiración a crearlo —en términos generales, el estado ciudadano de la Revolución
francesa—, sino también en el contexto de determinada etapa del desarrollo tecnológico y
económico. La mayoría de los estudiosos de hoy estarán de acuerdo en que las lenguas
nacionales estándar, ya sean habladas o escritas, no pueden aparecer como tales antes de la
imprenta, la alfabetización de las masas y, por ende, su escolarización.” P.18
Eric Hobsbawm,“La invención de la tradición”
“Si observamos la frecuencia con que se inventan tradiciones, descubriremos
fácilmente que un período durante el que surgieron con especial asiduidad fueron los treinta
o cuarenta años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Uno titubea antes de decir con
“mayor asiduidad” que en otras épocas, ya que es imposible hacer comparaciones
cuantitativas realistas. No obstante, la creación de tradiciones se practicó con entusiasmo en
numerosos países y con varios propósitos, y esta generación de tradiciones en serie es el
tema del presente capítulo. Se practicó tanto oficial como extraoficialmente. La practicaron
de forma oficial principalmente estados o movimientos sociales y políticos organizados. La
llevaron a cabo de forma extraoficial sobre todo grupos sociales que no estaban organizados
formalmente como tales o cuyos objetivos no eran específica o conscientemente políticos,
tales como clubes, hermandades …”. P. 273
A modo de cierre
A fin de revisar las temáticas trabajadas, les comparto un video explicativo sobre el
tema. Presionando la imagen que observan a continuación o escaneando el siguiente código
QR podrán acceder al mismo.
Bibliografía:
Anderson, B. (1993). Comunidades imaginadas, México, FCE.
Béjar, M (2015). Historia del mundo contemporáneo (1870-2008). La Plata : EDULP.
(Libros de cátedra. Sociales). En Memoria Académica. Disponible en:
http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/libros/pm.419/pm.419.pdf
Hobsbawm, E. (1998). “La era del imperio”, en La era del imperio, 1875-1914, Bs.
As., Crítica.
Hobsbawm, E y Ranger, T. (2012). “La fabricación en serie de tradiciones: Europa:1870-
1914” en La invención de la tradición, Barcelona, Crítica.