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3 - Andruetto, M. T. (2009) - Hacia Una Literatura Sin Adjetivos.

María Teresa Andruetto reflexiona sobre la importancia de la ficción en la literatura infantil y juvenil, argumentando que esta debe trascender lo utilitario y no ser limitada por categorías preconcebidas. La calidad literaria debe ser prioritaria sobre la rentabilidad y las expectativas del mercado, ya que la verdadera literatura se construye a partir de experiencias humanas universales. Además, aboga por un enfoque que valore la diversidad y calidad en la literatura, en lugar de conformarse con productos que buscan cumplir con estándares comerciales.

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3 - Andruetto, M. T. (2009) - Hacia Una Literatura Sin Adjetivos.

María Teresa Andruetto reflexiona sobre la importancia de la ficción en la literatura infantil y juvenil, argumentando que esta debe trascender lo utilitario y no ser limitada por categorías preconcebidas. La calidad literaria debe ser prioritaria sobre la rentabilidad y las expectativas del mercado, ya que la verdadera literatura se construye a partir de experiencias humanas universales. Además, aboga por un enfoque que valore la diversidad y calidad en la literatura, en lugar de conformarse con productos que buscan cumplir con estándares comerciales.

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Hacia una literatura sin adjetivos

Por María Teresa Andruetto

https://imaginaria.com.ar/2008/11/hacia-una-literatura-sin-adjetivos/

He tomado como referente para mis reflexiones de hoy, como bien puede ya anunciarlo el título, aquel texto que
Juan José Saer tituló Una literatura sin atributos (1), porque algunos de sus puntos me hicieron pensar en la relación
siempre inquietante para mí entre la literatura para niños y la literatura a secas.

El arte no tiene sentido si no considera


que se dirige a una sociedad
de la que su discurso se alimenta.
Griselda Gambaro
1. ¿Para qué sirve la ficción?

¿Para qué sirve la ficción? ¿Tiene alguna utilidad, alguna funcionalidad en la formación de una persona, en nuestro
caso de un niño, es decir justamente de una persona en formación? Vamos los hombres y mujeres al diccionario para
saber acerca de las palabras y a los libros de ciencia para saber de ciencia y a los diarios y periódicos para leer las
noticias de último momento y a las carteleras de cine para saber qué películas pasan. Pero, ¿a qué sitio vamos para
saber acerca de nosotros mismos? Los lectores vamos a la ficción para intentar comprendernos, para conocer algo
más acerca de nuestras contradicciones, miserias y grandezas, es decir acerca de lo más profundamente humano. Es
por esa razón, creo yo, que el relato de ficción sigue existiendo como producto de la cultura, porque viene a decirnos
acerca de nosotros de un modo que aún no pueden decir las ciencias ni las estadísticas. Un relato es un viaje que nos
remite al territorio de otro o de otros, una manera entonces de expandir los límites de nuestra experiencia,
accediendo a un fragmento de mundo que no es el nuestro. Refleja una necesidad muy humana: la de no
contentarnos con vivir una sola vida y por eso el deseo de suspender cada tanto el monocorde transcurso de la
propia existencia para acceder a otras vidas y mundos posibles, lo que produce por una parte cierto descanso ante la
fatiga de vivir y por la otra el acceso a sutiles aspectos de lo humano que tal vez hasta entonces nos habían sido
ajenos. Así, las ficciones que leemos son construcción de mundos, instalación de «otro tiempo» y de «otro espacio»
en «este tiempo y este espacio» en que vivimos. Un relato de ficción es por lo tanto un artificio, algo por su misma
esencia liberado de su condición utilitaria, un texto en el que las palabras hacen otra cosa, han dejado de ser
funcionales, como han dejado de serlo los gestos en el teatro, las imágenes en el cine, los sonidos en la música, para
buscar a través de esa construcción algo que no existía, un objeto autónomo que se agrega a lo real. La ficción, cuya
virtualidad es la vida, es un artificio cuya lectura o escucha interrumpe nuestras vidas y nos obliga a percibir otras
vidas que ya han sido, que son pasado, puesto que se narran. Palabra que llega por lo que dice, pero también por lo
que no dice, por lo que nos dice y por lo que dice de nosotros, todo lo cual facilita el camino hacia el asombro, la
conmoción, el descubrimiento de lo humano particular, mundos imaginarios que dejan surgir lo que cada uno trae
como texto interior y permiten compartir los texto/mundos personales con los texto/mundos de los otros.
Posibilidad de hacer un impasse, de sortear por un momento la pesada flecha de lo real que indefectiblemente nos
atraviesa, para imaginar otros derroteros humanos.

2. Una mirada sobre el mundo

La obra de un escritor no puede definirse por sus intenciones sino por sus resultados. Si algo tienen en común los
buenos escritores de todos los tiempos es justamente que tienen poco en común unos con otros, incluso a veces se
diferencian fuertemente o se oponen francamente unos a otros. Aparece entonces una primera certeza: un buen
escritor es un escritor diferente a otros escritores. Alguien que por la esencia misma de lo que hace, atenta contra la
uniformidad que tiende a imponerse, se resiste por así decirlo, a lo global; alguien preocupado en perseguir una
imagen del mundo y construir con ella una obra que pretende universalizar su experiencia. Mirando entonces lo más
privado y personal es como un escritor puede volverse universal, ése es el sentido que tienen las conocidas palabras
de Tolstoi: pinta tu aldea y pintarás el mundo. La creación nace entonces de lo particular, cualquiera sea la
particularidad que como ser humano le quepa a quien escribe, y es la focalización de lo pequeño lo que permite por
la vía de lo metafórico inferir el ancho mundo, mirando mucho de poco, como quiere el precepto clásico. Así,
buscando una forma inteligible y altamente condensada para las imágenes que persigue, un escritor pone al
desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la condición humana.

3. Un buen escritor se niega a escribir a demanda

Un buen escritor se resiste a escribir bajo dogmas estéticos y/o políticos y por supuesto se niega a escribir a
demanda de las tendencias de mercado y las modas de lectura, porque funda su estética a partir de la puesta en
cuestión de ciertos dogmas y porque escribe no para demostrar ciertas verdades sino para buscarlas en el proceso
de escritura que es en sí mismo un camino de conocimiento. Un escritor que se precie rechazará a priori toda
determinación para ir en busca de algo más valioso: el camino de exploración que la escritura de una obra propone,
camino provocado y a la vez productor de aquella mirada personal sobre el mundo de la que hablábamos que, por
medio de una forma estética que la contenga, es lo único que puede acercar quien escribe a sus lectores. Esto es
válido para todos los escritores, cualquiera sea el género que transiten y cualquiera sea su mirada sobre el mundo.
Es justamente por eso que el trabajo de un escritor no puede definirse de antemano, porque el pensamiento se
modifica en el proceso mismo de escritura que es siempre incierto, hecho de sucesivas decisiones que se toman a
medida que se escribe. De modo entonces que para escribir hace falta tener una gran disponibilidad para la
incertidumbre y para el cuestionamiento de los propios atributos y condiciones.

4. Rentabilidad y calidad

La lectura y la experiencia estética se encuentran entre los ejercicios más radicalizados de libertad. Pero por
estrategias económicas de los grandes grupos editoriales, el lector -y más aún el lector niño y el joven- está muchas
veces condicionado de antemano por informaciones y contenidos impuestos a través de elementos extra literarios.
En las cubiertas de los libros, en la publicidad y en la difusión de las listas de obras más vendidas, la calidad literaria
de un libro suele ser un asunto cuyo valor pasa a segundo plano. El imperativo único de la rentabilidad, suministra
las pautas que debe seguir un libro para que tanto el escritor como el lector/consumidor se adecuen a ellas. Así, si se
quiere vender mucho, un libro debe ser definido de antemano para que nada escape a la planificación y al control
(siempre en la línea de lo que se vende bien, de lo que se supone que funcionará porque ya se ha probado en plaza,
asimilando la lectura -cuya experiencia es tan personal- con otros productos de consumo masivo). En consecuencia
con ello, ciertas denominaciones que deberían ser simplemente informativas se convierten en categorías estéticas.
Es lo que ocurre con la expresión «literatura infantil» e igual o más aún con la de «literatura juvenil». Estas
expresiones, corrientes en los medios pero sobre todo en la publicidad editorial -y más especialmente en las
estrategias de venta destinadas a los docentes y las escuelas- están cargadas de intenciones y son portadoras de
valores (y dicho sea de paso, la cuestión de «los valores» se ha convertido así en un pingüe recurso de venta de
libros infantiles, no siempre de libros de calidad, orientados hacia la escuela). El empleo de esos rótulos (literatura
infantil/literatura juvenil y en ese marco, literatura en valores/literatura para educación sexual/literatura con
temática ecológica/literatura sobre buenas costumbres y urbanidad/literatura para los derechos humanos/literatura
para aprender a vivir en una familia ensamblada… y tantos otros casilleros que podríamos llenar) presupone temas,
estilos y estrategias y sobre todo la marcada destinación y predeterminación de un libro con respecto a cierta
función que se supone que éste debe cumplir. Se le atribuye a la literatura infantil la inocencia, la capacidad de
adecuarse, de adaptarse, de divertir, de jugar, de enseñar y sobre todo la condición central de no incomodar ni
desacomodar, y así es como están muy poco presentes otros aspectos y tratamientos y cuando lo están aparecen
con demasiada frecuencia teñidos de deber ser y obediencia temática o de sospechosa adaptabilidad curricular. ¿Los
autores de textos y de ilustraciones son conscientes de esta situación? ¿O contribuyen con inocencia peregrina al
funcionamiento de la rueda? He escuchado con frecuencia en escritores de este campo decir, a modo de justificativo
por la baja calidad de un texto, lo que pasa es que yo vivo de esto y también he escuchado a ilustradores justificarse
por haber puesto su oficio al servicio de textos muy pobres con una frase como: tenía que pagar la luz. Es posible
que la mayoría de los autores se deslice con cierta inconciencia e inocencia en la trampa de esta
sobredeterminación, actuando, escribiendo o dibujando conforme a las expectativas del mercado o de lo que se
supone que la masa de lectores (esa abstracción que llamamos «el mercado») espera leer, pero la inocencia y la
inconciencia no son cualidades de las que pueda vanagloriarse un adulto responsable ni menos aún un escritor. Así,
el grueso de los libros destinados al sector infantil y/o juvenil -aunque claro que con honrosas excepciones de libros,
autores, ilustradores y editores- procura una escritura correcta cuando no lisa y llanamente baladí (políticamente
correcta, socialmente correcta, educacionalmente correcta), es decir fabrica productos que se consideran
adecuados/esperables para la formación de un niño o para su divertimento. Y ya se sabe que correcto no es un
adjetivo que le venga bien a la literatura, pues la literatura es un arte en el cual el lenguaje se resiste y manifiesta su
voluntad de desvío de la norma.

5. Hacia una literatura sin adjetivos

La tendencia a considerar la literatura infantil y/o juvenil básicamente por lo que tiene de infantil o de juvenil, es un
peligro, porque parte de ideas preconcebidas sobre lo que es un niño y un joven y porque contribuye a formar un
ghetto de autores reconocidos, incluso a veces consagrados, que no tiene entidad suficiente como para ser leído por
lectores a secas. Si la obra de un escritor no coincide con la imagen de lo infantil o lo juvenil que tienen el mercado,
las editoriales, los medios audiovisuales, la escuela o quien fuere, se deduce (inmediatamente) de esta divergencia la
inutilidad del escritor para ser ofrecido en ese campo de lectores potenciales. Así la literatura para adultos se reserva
los temas y las formas que considera de su pertenencia y la literatura infantil/juvenil se asimila con demasiada
frecuencia a lo funcional y lo utilitario, convirtiendo a lo infantil/juvenil y lo funcional en dos aspectos de un mismo
fenómeno.

6. Peligro

El gran peligro que acecha a la literatura infantil y a la juvenil en lo que respecta a su categorización como literatura,
es justamente el de presentarse a priori como infantil o como juvenil. Lo que puede haber de «para niños» o «para
jóvenes» en una obra debe ser secundario y venir por añadidura, porque el hueso de un texto capaz de gustar a
lectores niños o jóvenes no proviene tanto de su adaptabilidad a un destinatario sino sobre todo de su calidad, y
porque cuando hablamos de escritura de cualquier tema o género, el sustantivo es siempre más importante que el
adjetivo. De todo lo que tiene que ver con la escritura, la especificidad de destinatario es lo primero que exige una
mirada alerta, porque es justamente allí donde más fácilmente anidan razones morales, políticas y de mercado.

7. La industria editorial

En medio de la permanente renovación de títulos, del rápido reemplazo de un libro por otro, un buen libro, un libro
de calidad literaria, puede consolidar una circulación con cierta perdurabilidad, algo que finalmente también
redunda en beneficio de los buenos editores que hicieron el esfuerzo y asumieron el riesgo de publicar calidad y
diversidad, a veces incluso contra las tendencias del mercado. La presión por obtener rendimientos inmediatos tiene
un efecto perverso que actúa en contra de los intereses de la misma rueda editorial ya que no contribuye a crear
nuevos y buenos lectores. Porque a los lectores, es decir los destinatarios de los desvelos de los escritores y de la
industria editorial, es necesario construirlos. Y construir lectores es, lo saben ustedes más que yo, un persistente
trabajo social que incluye a docentes, bibliotecarios, padres, técnicos, investigadores, críticos, promotores de libros,
editores, escuelas, instituciones no gubernamentales y al Estado. Los resultados de creer ciegamente en las leyes del
mercado, hacen que se confunda literatura con cifras de venta por título. Se trata de cosas muy diferentes ya que la
literatura (además de aportar a parte de la industria editorial) es una de las expresiones más altas de la cultura y una
construcción social que cohesiona y da entidad a los habitantes de un país y que como tal necesita ser cuidada,
estimulada y protegida por todos. La literatura es, por lo tanto, una construcción que va incluso más allá del libro
como objeto de la cultura. Un buen editor, un editor preocupado por la literatura, es alguien capaz de construir un
catálogo perdurable, capaz de atender a una mejor calidad y a una mayor diversidad, tal vez con una menor
concentración de ventas por título en aras de mejores libros. Más libros de calidad aunque vendan tal vez menos
cantidad de ejemplares cada uno, libros cuyas ventas se sostengan en el largo plazo, en lugar de una voracidad que
reclama resultados inmediatos y fabrica series anodinas de rápida funcionalidad y pronta desaparición en la
memoria de los lectores. Menos concentración de ventas por título, hacia un mundo de libros de calidad más
diversificado.
Se trata de una apuesta que sostienen con esfuerzo los editores pequeños, que buscan en las fisuras del
mercado una franja especial, más refinada, de lectores. Apuesta cuyos esfuerzos, tal vez en nombre de esa literatura
como construcción social de todos, el Estado debiera apoyar y estimular de un modo diferenciado.

8. Las ediciones del Estado

Cuando realiza compras con los dineros de todos, el Estado debe implementar mecanismos de selección de altísima
transparencia, en busca de libros de la mayor calidad que a su vez permitan dar cuenta de la diversidad de autores,
de editores y de estéticas incipientes o ya existentes en nuestra literatura. Esto en lugar de fabricar cuadernillos que
se regalan como si fueran caramelos en canchas o en playas. No de ese modo, es decir no con un cuadernillo que
transcribe un fragmento de novela, a veces incluso de una novela para adultos, caído al azar a la mano de un niño o
de un joven, convertiremos a ese niño o a ese joven en un lector. No lo convertiremos en lector muchas veces por lo
inadecuado o fragmentado del material, siempre por la baja calidad de edición y también siempre por la situación de
desencuentro en que ese material llega al pretendido destinatario. Sabemos todos nosotros que es muy difícil, por
no decir imposible, que un niño se convierta en lector porque recibió un librito en una cancha de fútbol o en la playa.
Dice Silvia Bleichmar (2) que hay inclusiones que son exclusiones. Un niño, un joven tienen derecho a convertirse en
lectores, pero ese derecho, si es que en verdad se lo queremos conceder, incluye ocasiones y espacios de encuentro,
como ha dicho hace unos años nuestra querida Graciela Montes, muchas ocasiones y muchos persistentes y
continuados espacios de encuentro (cantidad, persistencia y continuidad que, por otra parte, sólo es posible con
mediadores capacitados y en proyectos a largo plazo, nunca en acciones puntuales que sólo logran mentirosos
efectos mediáticos), e incluye el acceso a aquellos libros a los que accedemos los que podemos comprar libros en
librerías, a esa calidad y diversidad de libros y a esa calidad y diversidad de voces que los buenos libros de una
cultura nos pueden ofrecer.
Creo fuertemente en la importancia de la industria editorial, de la que viven muchas personas en el país, una
industria de la que hemos podido muchas veces enorgullecernos, pues como se sabe, Argentina ha ocupado en ese
rubro, en varios momentos de su historia, un lugar destacado en el mundo de habla castellana. Para que la industria
editorial prospere hacen falta, lo sabemos, compradores de libros. Y para que haya compradores de libros -sean
estos compradores particulares, instituciones o el Estado- hace falta construir lectores. Pero según sea la calidad de
esos lectores que logremos construir, será la calidad de los productos que se fabriquen y vendan a ese mercado
potencial. La industria existirá entonces igual y mejor, igual digo en su caudal o incluso más potente, pero editando
libros de mayor calidad, si logramos una mejor calidad de destinatarios, es decir si construimos lectores más
interesados, más críticos, más entusiastas y más selectivos. Con lo cual es absolutamente central la tarea que están
realizando personas como ustedes, interesadas por la lectura y por el libro, en sus respectivos espacios de trabajo.

9. Un buen libro es un libro menos funcional

Un buen libro «sirve menos» que un libro adocenado, producido ad hoc, producto de un escritor «profesional», un
escritor «de oficio». Un buen libro por lo general tiene un campo de lectores más pequeño que un libro funcional a
ciertas tendencias o requerimientos del mercado, sencillamente porque los buenos libros no responden a un gusto
global, no gustan a todos, así es la literatura. El escritor no es un término medio de la conciencia de un país, no tiene
por qué serlo, sino más bien alguien que busca en lo que es, alguien que intenta mirar sin pudor y sin preconceptos a
sus criaturas, y que mirando lo que es, a veces hace que veamos lo que no quisiéramos ver. También es alguien que
no pide disculpas por lo que muestra, aunque lo que vea y muestre vaya en ciertos momentos a contracorriente.
Para gustarle a «todo el mundo» hay que renunciar a cierta zona de particularidad y la literatura -el arte en general-
es el reino de lo particular. Que luego algunos libros trasciendan fronteras y se difundan y crucen ciertas barreras es
otro fenómeno, pero las buenas obras, por lo menos en sus comienzos, circulan de un modo más restringido y
secreto porque no responden al único juego de la oferta y la demanda. Los buenos libros tienen, con respecto a la
oferta, la demanda y los canales de circulación, una multiplicación de sentido que es al mismo tiempo una restricción
a su uniformidad y masividad.

10. Literatura y política

Lo público, lo que es de muchos (o de todos), me ha tocado como persona y ha aparecido de modos diversos en mi
escritura, modos a veces muy sesgados, no perceptibles para mí sino hasta mucho más tarde. Porque la vida misma
de alguien como yo, que nací a mitad de la década del cincuenta, que fui a la universidad en los setenta, que vivo en
este país sin que me sea ajeno, se ha visto atravesada por los hechos políticos que han condicionado nuestra
privacidad, incluso nuestra existencia. Sin embargo, mirando lo publicado y los borradores de estos años, lo que
aparece con persistencia como interés temático es justamente lo privado (particularmente el mundo privado de las
mujeres y sobre todo, el pequeño mundo de las mujeres de la clase media argentina, a la que pertenezco, y lo que
ellas -es decir nosotras- hemos sostenido o destruido, apoyado o condenado con nuestro pensamiento y nuestros
hechos, con nuestro hacer o nuestro no hacer). A ese foco tiende a ir la mirada en busca de «material». Un foco que
es externo (historias que veo/fragmentos de vida que recojo, «la realidad» que me circunda) y es también interno,
un modo de mirar las propias pequeñeces, contradicciones y grandezas. Pero, como suele decirse, quien mira una
casa ve un mundo, ve el mundo en el que esa casa está plantada, y quien mira con insistencia «lo privado», termina
por ver el espacio público en que esa privacidad está instalada. Por eso diría que lo político ha llegado a mi escritura
a medida que yo miraba otras cosas, a medida -y en la medida- en que focalizaba en la vida común de hombres o
mujeres, preocupada por las cuestiones de la forma, que es aquello que nos preocupa a los escritores.

11. Esa es la cuestión

La escritura es siempre una puesta en cuestión, porque la imagen que aparece, aparece siempre como un problema,
una necesidad de mirar más a fondo en el personaje o la situación, mirar por debajo de su prejuicio que las más de
las veces es también nuestro prejuicio, para intentar ver qué hay más allá. Se trata de dudar, de romper con lo que
se ha venido pensando, para conocer en un sentido profundo. Pero ¿no es acaso esa puesta en duda de los propios
prejuicios una actitud política? ¿No es para un escritor ése el lugar político por excelencia? ¿No son el deseo y la
voluntad de construir una obra personal, la fidelidad para con uno mismo y el cultivo sostenido y no aspaventoso de
las diferencias, algo político? Fidelidad del escritor para consigo, para con su mundo interno, que puede ser
aceptado o rechazado por los otros, porque está en el punto opuesto a lo «políticamente correcto». Lo ético en la
escritura es la exploración de una verdad estética personal. Palabras, y hombres o mujeres que la ejercen
convertidos finalmente en una misma única cosa. Ética y estética todo uno, porque lo estético en el arte subsume a
lo ético y nos permite expresar una verdad sin dogmas. Por eso la literatura no es el lugar de las certezas, sino el
territorio de la duda. Nada hay más libertario y revulsivo que la posibilidad que tiene el hombre de dudar, de
ponerse en cuestión.

12. El lugar de la crítica

Un escritor que desarrolla un libro tras otro y que se encuentra al cabo de los años con lo que podríamos llamar una
obra (es decir cierta cantidad de títulos editados, vendidos, tal vez recomendados o incluso premiados) es de
suponer que tiene un programa de escritura y conciencia de sus herramientas. Por eso llama la atención el vacío de
sustento, la nada que parece respaldar la obra de muchos escritores para niños, convirtiendo entonces la escritura
en infantil (la escritura, no ya el destinatario), un adjetivo que se ha vuelto contra el sustantivo, fagocitando su
riqueza. A lo largo de los años que hace que trabajo en este campo, he percibido resistencia de muchos escritores
frente a la crítica y los estudios académicos. Esa resistencia esconde, creo, un miedo a la discusión de ideas y a la
revisión de las producciones. Sin embargo, debiéramos lamentar que esa crítica sea todavía débil en cuanto a la
cantidad de agentes que la desarrollan y que muchas veces se manifieste tímida frente al avance de la publicidad y
del mercado, como es de lamentar que esa mirada crítica no ocupe u ocupe poco lugar en los medios de circulación
masiva y quede de ese modo replegada a ciertos pequeños ámbitos de estudio. De haber sido de otro modo -de un
modo que espero llegue más temprano que tarde- no hubieran prosperado tantos libros de mala calidad, y se
hubiera orientado más y mejor a los potenciales compradores (sean estos padres, maestros o instituciones) hacia
libros de calidad literaria y estética. Porque la literatura de un país no se hace sólo con escritores, sino también con
investigadores, formadores y críticos y se hace sobre todo con lectores que dialogando con las obras ya escritas, van
construyendo obra hacia el futuro. Se trata de una construcción social, que tiene que ver con entender la literatura
de un país como la inmensa tarea de una sociedad que escribiendo, estudiando, cuestionando, difundiendo, leyendo
o ignorando lo escrito va haciendo la obra de todos.

Notas
(1) Saer, Juan José. Una literatura sin atributos. Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, 1988. Colección
Cuadernos de Extensión Universitaria.
(2) Bleichmar, Silvia. Dolor País. Buenos Aires, Editorial Libros del Zorzal, 2002. Colección Mirada Atenta.

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