Donde Nacen los Silencios – Parte III: El Cuaderno
de Nadie
Capítulo 1: El Nombre Borrado
Han pasado semanas desde que Lara colgó la foto en la habitación de Sofía.
La vida ha adquirido cierta calma. Las voces cesaron. El espejo ya no
responde. El pueblo incluso parece respirar con menos tensión.
Pero una mañana, al abrir el cuaderno donde guardaba todas las cartas,
encuentra algo que la perturba: todas las cartas están en blanco.
No rasgadas. No arrancadas. En blanco. Como si nunca se hubieran escrito.
Y hay algo más.
En la primera página, donde antes decía “Sofía Díaz”… ahora hay un solo trazo
de tinta:
N.
Lara siente un escalofrío. No es el nombre de Sofía. No es el suyo. Y entonces,
lo recuerda.
Una vez, de niña, su madre le dijo:
—Tú ibas a llamarte Nara, pero al final cambiamos de idea. Suena demasiado
a “nada”, ¿no crees?
Capítulo 2: El Archivo del Hospital Quemado
Movida por la sospecha de que hubo otra verdad enterrada —más profunda
que Sofía, más antigua que sus recuerdos—, Lara viaja al hospital psiquiátrico
donde fue internada a los 10 años, después del “accidente con fuego”.
El edificio está cerrado desde hace años, parcialmente quemado por un
incendio “accidental”.
En los archivos del sótano, encuentra una carpeta escondida detrás de una
pared de ladrillos falsos. En ella hay informes con fechas tachadas, fotografías
distorsionadas, y un diagnóstico que nunca le mostraron:
“Paciente N.: fragmentación no disociativa. Presenta
conciencia alternada de realidades superpuestas. Sospecha de
transferencia psíquica entre gemelas. El sujeto niega su
identidad cada vez que se refleja en superficies pulidas.”
Y al final del informe, una frase subrayada con tinta roja:
“NO EXPONER AL ESPEJO.”
Capítulo 3: La Casa en la Carretera 12
La investigación la lleva a una vieja casona abandonada a 15 kilómetros de
Valdemora, en la antigua Carretera 12. Allí, según los informes, vivía la mujer
del espejo, una terapeuta no oficial que trató a su madre durante años.
La casa está llena de relojes detenidos, retratos sin rostro y espejos cubiertos
con mantas negras. En una de las habitaciones, Lara encuentra una cinta de
casete marcada con su inicial:
“N.”
La reproduce.
Una voz suave, de mujer, le pregunta a alguien:
—¿Sabes quién eres hoy?
Y la voz infantil responde:
—A veces Lara. A veces Sofía. A veces… Nara.
—¿Y quién es Nara?
—Nadie. Por eso me gusta ser ella. Nadie me recuerda cuando soy Nara.
Capítulo Final: Nara
Lara, o quien fue Lara, regresa a su casa y por primera vez se mira largo rato
en el espejo.
La voz dentro de ella ya no es un susurro.
Es presencia. Firme. Serena. Como si la parte enterrada —la que nació en el
trauma, la que sobrevivió cuando el resto no pudo— hubiera decidido hablar.
—Yo soy Nara —dice al espejo—. Y ahora quiero existir.
El reflejo sonríe. Pero no imita su gesto. Se queda quieto, mientras Lara
parpadea.
No es un reflejo. Es otra. Una versión de ella misma… más completa. Más
vieja. Más real.
Y entonces entiende:
Sofía fue su sombra. Lara, su armadura.
Pero Nara… era la semilla que quedó bajo tierra.
La que nunca murió.
La que esperó.
La habitación se oscurece. No por ausencia de luz. Sino porque por fin todo
está presente al mismo tiempo.
Y en ese momento, ella deja de estar rota. Porque está todas a la vez.