Nunca es solo sexo
DARIAN LEADER
TRADUCCIÓN DE ALBINO SANTOS MOSQUERA
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Título original
Is It Ever Just Sex?
Copyright © DARIAN LEADER, 2023
Todos los derechos reservados
Primera edición: 2024
Traducción
© ALBINO SANTOS MOSQUERA
Diseño de portada
MARTA GARCÍA
Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S. A. DE C. V., 2024
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Formación
GRAFIME
ISBN: 978-84-19261-96-0
Un corredor de bolsa de la City se fijaba el mismo objetivo todos los meses, muy
por encima del que su jefe esperaba de él, y casi siempre lograba cumplirlo, a
pesar de la volatilidad de los mercados y de la recesión económica. Cuando no lo
conseguía, se conectaba a alguna app de citas y quedaba con alguna desconocida
para ir de copas y practicar sexo. Siempre decía las mismas cosas
intrascendentes mientras bebían y seguía la misma rutina cuando llegaba el
momento: penetración mecánica, hidráulica, casi sin preliminares, eyaculación y,
acto seguido, un rápido e insensible mutis por el foro. Durante el sexo, evitaba el
contacto visual y no dejaba de pensar en la rentabilidad que no había podido
alcanzar con sus operaciones de compra y venta. De vuelta en casa, se tomaba un
Trankimazin y se dormía sin pensar para nada en la persona con la que acababa
de estar.
Ante un caso así, podríamos preguntarnos: ¿para qué necesitaba el sexo? ¿Acaso
simplemente era, como el Trankimazin, una forma de automedicarse, de calmar
una ansiedad y la aguda sensación de desasosiego que le producía el hecho de no
haber podido controlar los mercados? ¿Era un intento oculto de comunicarse con
otro ser humano que, inevitablemente, fracasaba una y otra vez…, o quizá un
acto hostil del que él no era consciente? Cuando le pregunté por el número en sí,
por la cifra que él se consideraba obligado a generar mes tras mes, me explicó
que aquella había sido la rentabilidad más alta lograda por un corredor estrella
de la firma en la que trabajaba anteriormente. Era la meta numérica que él se
había autoimpuesto desde entonces, y nada por debajo le resultaba ya aceptable.
Los actos de sexo que tenían lugar cuando él fracasaba difícilmente podían
entenderse, pues, como expresiones de un instinto sexual básico, sino como algo
muy distinto: como tratamientos para el hecho de no haber podido igualarse (en
cierto sentido) con otro hombre. Esto, desde luego, podía tener una
interpretación sexual –¿había algún tipo de deseo o de celos entre ellos?–, pero
su acto heterosexual era una representación en la que el sexo estaba cumpliendo
otra función menos obvia. La naturaleza repetitiva e invariante de la secuencia
indicaba que la identidad de la mujer no era importante para él, y que lo que se
representaba ahí en cada una de aquellas ocasiones era otra cosa: algo que
parecía sexo, pero que nunca era solo sexo.
Habrá quien vea en esto algún tipo de extraña inversión del psicoanálisis. Los
psicoanalistas teníamos fama de ver sexo en todo: toda clase de síntomas físicos
y psíquicos se explicaban en términos de deseos sexuales inconscientes, lo que
significaba que, si te encontrabas con un analista en un cóctel, tenías que ir con
cuidado con lo que dijeras. El sexo era el secreto sobreentendido de casi
cualquier cosa, y condicionaba tanto las relaciones personales como los grandes
dramas sociales de la guerra, la política y la cultura.1 Pero, como el crítico
estadounidense Kenneth Burke se preguntaba ya en los años treinta del siglo
XX, ¿y si el sexo en sí fuese una pantalla que encubriera otras motivaciones, más
importantes incluso?2 Cuando se dice, por ejemplo, que los hombres piensan
cada siete segundos en sexo, ¿no estarán pensando realmente en otra cosa, o
mejor dicho, no podría ser que ese pensar en el sexo fuese una manera de desviar
su atención de otros pensamientos menos aceptables?3
En investigaciones posteriores, se comprobó que aquellos siete segundos eran,
más bien, una hora y media, y que, en un sentido más general, los pensamientos
relacionados con la comida eran igual de significativos, si no más. Esto
dependía, como es obvio, de la fase de la vida en la que estuviera una persona –
primera infancia, adolescencia, tercera edad– y de otros muchos factores, pero
llevaba aparejada consigo la pregunta: ¿en qué pensamos en realidad cuando
pensamos en sexo? Todo el mundo sabe que, cuando pensamos en comida, rara
vez nos estamos limitando a pensar en comer: comemos o pensamos en hacerlo
cuando nos sentimos descontentos, incómodos, preocupados, nerviosos o solos.
¿Ocurre lo mismo con el sexo?
El consumo mundial de pornografía por internet se dispara en el tramo final de
las noches de domingo y se mantiene en niveles elevados durante todo el lunes,
que es el día en que la mayoría de las personas vuelve al trabajo y, cabe suponer,
se tiene que enfrentar a problemas y presiones de los que había estado a cubierto
durante el fin de semana. En las oficinas, los empleados masculinos concentran
el sesenta y tres por ciento del consumo de porno, y las empleadas, el treinta y
seis.4 Es muy posible que la apelación pornográfica a las imágenes sexuales
tenga un fin analgésico, y los estudios sobre sexualidad llevados a cabo en el
siglo XX han venido a aumentar la complejidad de esta cuestión, pues dan a
entender que los seres humanos carecemos en realidad de un instinto sexual
innato orientado a la copulación. Los cuerpos no son como pedernales que
chispean y se encienden cuando se frotan entre sí, pues son muchas las
condiciones, preferencias e indicios o señales que necesitamos siquiera para
excitarnos.
Las frecuentes comparaciones de nuestras vidas sexuales con las de los animales
–«lo hacen como conejos»– no son de ninguna ayuda en este punto, pues la
conducta animal no siempre es tan automática e instintiva como se podría
suponer. Si las ovejas comienzan a estar capacitadas para tener sexo a los pocos
días de haber nacido, los chimpancés machos pueden necesitar meses o incluso
años de práctica para ser capaces de funcionar sexualmente, pues, de hecho,
todos los simios machos se enfrentan a curvas de aprendizaje pronunciadas en
este terreno. Los largos períodos en una jaula compartida pueden reducir las
probabilidades de los contactos sexuales, y las preferencias e incluso los estilos
sexuales pueden impedir en algunas especies la práctica indiscriminada del
coito. La vieja idea de que la sexualidad es una fuerza animal que bulle en
nuestro interior y que pugna por liberarse de otras fuerzas (sociales) que la
reprimen tiene poca base empírica en la que sustentarse, pues incluso un
aparente comportamiento copulatorio excesivo podría estar indicándonos más
frustración que impulso sexual.
Los biólogos y los etólogos sostenían ya en los años cuarenta y cincuenta del
siglo XX5 que, si bien la mayoría de los mamíferos inferiores tienen instintos
sexuales muy regidos por las hormonas, ese no es nuestro caso, y que los
factores psicológicos pueden inhibir o detener la expresión hormonal y, con ello,
retrasar la pubertad o interferir en la maduración sexual. Lo que nos empuja a
buscar sexo es algo mucho más complejo que un simple motor endógeno, y
tiende a responder más a procesos sociales que a otros de carácter biológico
innato. Cuáles pueden ser esos procesos es uno de los temas que exploraré en
este libro, además de la cuestión –más general– de cuál es el lugar que
posiblemente ocupa el sexo en nuestras vidas y, sobre todo, de qué estamos
haciendo realmente cuando lo practicamos.
Los estudios científicos sobre el sexo que le buscan una explicación conectando
a las personas a algún aparato de medición mientras ven películas pornográficas
o copulan tienden a arrojar resultados decepcionantes, porque descuidan la
dimensión del significado o sentido, que tan central posición ocupa en las
interacciones humanas.6 El hecho de que experimentemos una penetración, por
ejemplo, como un acto de posesión, de amor o de explotación, da a ese acto un
significado que difícilmente podemos ignorar o negar. Cuando alguien dice algo
como «fue solo sexo, no significó nada», ya nos está demostrando la importancia
que el sentido tiene en todo este proceso, aun cuando tal significado sea difícil –
imposible incluso– de medir.
Más fácil resulta, desde luego, contar orgasmos; los estudios científicos y la
pornografía vienen a compartir así un mismo enfoque: tanto los primeros como
la segunda divorcian el sexo de su sentido y de la cuestión de las lealtades que
posiblemente definen los apegos humanos. A fin de cuentas, en el porno, los
personajes jamás muestran lealtad alguna hacia nadie: no renuncian al sexo por
ningún compromiso previo; tampoco los sujetos de los experimentos científicos
son incluidos en ellos si se niegan a ver lo que se les pide que vean o a actuar
como se les pide que actúen. Los impulsores de diversos proyectos recientes
dirigidos a crear una pornografía emancipada –o lo que podríamos llamar un
«porno paritario»– parecen no haberse dado cuenta de esto; lo único que les
haría falta para conseguir su objetivo declarado sería que sus personajes dijesen
en algún momento «ahora no» o «contigo no».
La cultura de ligue y sexo a la fuga que internet ha propiciado tan
abundantemente en los últimos años anima a sus practicantes a convertir su
actividad sexual en algo muy parecido al porno o a un estudio científico: simples
operaciones físicas sobre las superficies cóncavas y convexas de un cuerpo
humano. Pero el dolor, la pena, el remordimiento y la sensación de vacío que
acompañan a esos picos de excitación nos muestran que es mucho más lo que se
pone en juego. Los deseos sexuales de una persona y lo que termina haciendo
realmente cuando se encuentra con otra suelen ser cosas descomunalmente
diferentes, y el margen de separación entre lo uno y lo otro lo llena la fantasía.
Pues bien, ¿cómo se forman nuestras fantasías y que efectos producen en la vida
sexual?
Y si las vidas sexuales de la mayoría de las personas comienzan por la fantasía,
¿qué puede prepararnos para el choque de cuerpos que se producirá finalmente?
¿Por qué la satisfacción está tan pocas veces a la altura de la excitación? ¿Qué
significa que alguien nos penetre y por qué no solo penetramos, sino que
también apretamos, acariciamos y besuqueamos otros cuerpos? ¿Por qué
presionamos la piel y la musculatura? ¿Por qué mordemos, arañamos y
estrujamos? En los estudios sobre la conducta sexual, no se ha encontrado
ninguna sociedad humana en la que la violencia esté ausente de las relaciones
sexuales y en la que la una y las otras no compartan vocabulario.7 La palabra
«forzar» es el verbo más comúnmente utilizado en el mundo para describir actos
sexuales, y también está muy extendido el lenguaje de la dominación, la
posesión y la conquista.
Incluso en los grandes manuales sexuales de Oriente, como el Kamasutra, se
describe el sexo como una forma de combate y se detallan pautas varias de
ataque y defensa, el ángulo y la posición de los puños que golpean y la
diversidad de marcas que las uñas y los dientes dejan en el cuerpo. Las señales
ungueales se clasifican en categorías como «medias lunas», «círculos», «hojas
de loto» y «garras de tigre», mientras que las marcas dentarias se describen
como de «colmillo de elefante», «nube quebrada», «mordedura de jabalí» o
«línea de joyas». A cada uno de los amantes se le anima a responder a la
violencia con violencia, pero también a tener cuidado de no hacer daño, pues su
excitación puede hacerles perder la conciencia de la dureza de sus golpes.
A los primeros investigadores del sexo les costó mucho racionalizar el lugar que
en él ocupaba el dolor. En Estados Unidos, cuando Alfred Kinsey y sus
colaboradores publicaron sus trabajos pioneros sobre la sexualidad masculina y
femenina a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo
XX, muchos de sus entrevistados consideraban el sexo algo «asqueroso»,
«desagradable», «repugnante», «salvaje», «doloroso», «agotador» o
«insatisfactorio». Y cuando William Masters y Virginia Johnson estudiaron la
actividad sexual en la década de los sesenta, los miles de mujeres con las que
hablaron dijeron sentir dolor durante el sexo en casi todos los casos, y sin
embargo, solo tres se habían visto capaces de pedirle a sus parejas que tuvieran
más cuidado (ni una sola de ellas les había dicho que pararan).8
Actualmente, aunque pueda parecer que todo ha cambiado, el hecho de expresar
algún tipo de incomodidad o de dolor durante el sexo sigue siendo algo muy
estigmatizado, sobre todo en las mujeres. No se trata solamente de que no
quieran herir los sentimientos de un amante, sino que, en no pocos casos, pueden
estar corriendo un riesgo real de provocar una respuesta de mayor violencia, algo
que no deja de ser una realidad cotidiana para probablemente la mayoría de las
mujeres del mundo. Entre una cuarta parte y la mitad de las mujeres que viven
en países que disponen de datos al respecto dicen haber sufrido abusos físicos de
su pareja o expareja. Y el hecho de que muchos casos de violencia no se
denuncien (o no se puedan denunciar) nos da a entender que incluso esas
impactantes estadísticas deben de quedarse bastante cortas en realidad.9
En mi práctica como psicoanalista, continuamente me encuentro con personas
adultas que jamás han practicado sexo si no estaban borrachas, como si las
actividades físicas, los procesos y la sensación de amenaza relacionados con la
práctica sexual fueran demasiado perturbadores para afrontarlos sin anestesia,
incluso aunque la pareja sea una persona cariñosa y considerada. Por mucho que
se diga a veces que la esencia del sexo es la comunicación, seguramente se trata
de una de las facetas de nuestras vidas en las que, de hecho, menos tendencia
tenemos a comunicar lo que realmente estamos sintiendo y pensando. Pero,
entonces, si podemos decidir no practicarlo, ¿por qué lo practicamos?
Los niños se hacen exactamente esa misma pregunta. El sexo es desconcertante,
absurdo, angustioso e imposible. ¿De verdad un cuerpo entró dentro de otro?
¿Cómo puede pasar? ¿No se hicieron daño? ¿Cómo pudieron encontrarle placer
a algo así? ¿Y cómo sobreviven los cuerpos al sexo? Son preguntas que podrían
parecer simple consecuencia de la ingenuidad y de la falta de información, pero
que, en el fondo, continúan asaltándonos toda la vida: en ocasiones,
conscientemente; aunque probablemente nunca dejen de hacerlo de manera
inconsciente. Es posible que incluso condicionen lo que hacemos cuando
practicamos sexo, como veremos más adelante.
Lo primero que cabe destacar aquí es el modo en que estas preguntas de la
infancia crean un nexo entre el sexo y la violencia. Penetrar un cuerpo significa
traspasar sus límites, igual que el acto del parto implica un desgarro o un corte
de la superficie del cuerpo. Las primeras preguntas que los niños formulan sobre
la sexualidad son muy simples: ¿de dónde vengo?, ¿cómo me hicieron? Y, con
independencia de lo suavizadas que sean las respuestas, se tiende a recurrir en
ellas a ciertas comparaciones –tomadas de otros ámbitos de la experiencia propia
de la infancia– que dan pie a la generación de lo que Freud llamó las «teorías
sexuales» infantiles.10 Y, por ejemplo, del mismo modo que los excrementos del
organismo derivan de lo que comemos y bebemos, un bebé puede equipararse al
producto fisiológico resultante de una ingestión.
En su estudio sobre las ideas de los niños y las niñas acerca del origen de los
bebés, Anne Bernstein descubrió que, en realidad, esta teoría es mucho más
compleja.11 La creencia infantil inicial de que los bebés existen desde siempre
se convierte más tarde en el problema de cómo fueron fabricados: así pues, el
primer dilema surge a la hora de explicar dónde estaban antes, y posteriormente,
viene ya la cuestión de cuál ha sido la fórmula de su elaboración. Para algunos
niños, el bebé siempre había estado dentro de la madre o había crecido en su
interior como una semilla; para otros, fue creado fuera de ella y luego se lo
insertaron, bien cuando ya estaba plenamente formado, bien cuando solo era una
miniatura perfecta.12 Cuando culpamos a la religión y al patriarcado como si
fueran las únicas causas de las campañas y las leyes «provida» –véase, si no, la
reacción a la reciente revocación en Estados Unidos de la sentencia del caso Roe
contra Wade–, no está de más considerar si estas otras teorías infantiles pueden
estar jugando también un papel en las encendidas pasiones que despierta la
cuestión.
En uno de los ejemplos de Bernstein, una madre le explicó las realidades
biológicas del sexo y la concepción a su hijo, y después este se fue murmurando:
«Sí, pero yo sé que la verdad es que ella se lo traga». Su lógica era que los bebés
deben de crearse por medio de algún tipo de proceso oral y deben de provenir, en
última instancia, de aquello que introducimos por esa vía en el cuerpo, porque
tragar es la ruta de acceso al estómago con la que está más familiarizado. Y de
ahí esa idea infantil de un bebé hecho de comida que sale por vía anal, si bien –
tal como el comentario del niño nos da a entender– puede que aquí también
intervenga algún que otro tipo de deglución: tal vez la de un bebé en miniatura, o
la del órgano sexual o la simiente del padre. El ano cobra un papel destacado
porque sirve de imagen más obvia que la vagina como vía de salida del cuerpo,
algo que se ve reforzado, además, por el escrutinio parental de los actos
excretores del niño o la niña. La entrada y la salida tienden a seguir un modelo
oral-anal, pues lo que preocupa tanto a padres como a hijos es si lo que entró ha
salido finalmente o no.
Freud y otros investigadores posteriores especializados en el estudio de la
infancia sostenían que la idea de la salida abdominal en vez de la anal terminaba
reemplazando a –o coexistiendo con– esas otras teorías previas, y era igual de
frecuente que aquellas, si no más. De hecho, la idea de un bebé hecho de comida
y defecado podría ser vista como una especie de defensa frente a la más
perturbadora imagen subyacente del parto entendido como una mutilación física.
Puede haber niñas o niños que a los doce años13 todavía crean que el parto
consiste en cortar el bebé del vientre de la madre con algún tipo de cuchillo: una
operación sangrienta y aterradora que choca con ideas tan acogedoras como la de
la maternidad o con la del cariño con el que se quiere a un bebé.14 El ombligo
suele ser un objeto desconcertante y fascinante para los niños pequeños, que lo
identifican como el punto de esa violenta salida. Es habitual que tiren de él,
hurguen en él y lo examinen sin descanso y sin que las explicaciones adultas
lleguen nunca a resultarles del todo satisfactorias.15
Tan desagradables y aterradores pensamientos deben de ser muy difíciles de
aceptar para las muchas niñas a las que se socializa desde la más tierna infancia
para que se imaginen en un futuro papel de madres y cuidadoras. ¿Cómo pueden
sus propios padres desear semejante porvenir para ellas? Es posible que las
imágenes sangrientas de la fractura corporal se repriman rápidamente, pero la
curiosidad que sigue puede contener su propia violencia. Tendemos a pensar que
la curiosidad infantil es una cualidad maravillosa que se debe fomentar y exaltar,
pero recordemos que también supone desarmar cosas, desmontar objetos, rajar
muñecas e incluso despedazar seres vivos (insectos, por ejemplo) para ver qué
tienen dentro.
Aunque quizá nos sorprenda, lo cierto es que muchos niños varones pequeños
también se ven a sí mismos como madres potenciales. Según podemos averiguar
cuando trabajamos con ellos, aunque sepan que los hombres no dan a luz en un
sentido físico, pueden albergar ciertos miedos arcaicos a que les salga de dentro
un bebé o un animalito que se abra paso reventándolos o royéndolos. En
personas adultas, es bien conocido el fenómeno del síndrome de Couvade, por el
que un varón imita los síntomas del embarazo de una mujer –como las náuseas,
los vómitos, la hinchazón abdominal, los calambres en las piernas–,16 y en un
estudio incluso se descubrió que los hombres se imaginan que su propio cuerpo
ha reducido su tamaño después de que sus parejas mujeres den a luz.17 Podemos
apreciar reminiscencias de eso mismo en el relato bíblico del nacimiento de Eva
a partir de una costilla de Adán, tanto por su imagen de una salida abdominal
como por su evocación de un embarazo masculino.
Esto se ha explicado de diferentes modos: se habla de que la identificación
inicial con la madre –que suele mantener una estrecha proximidad con su hijo–
comporta en el pequeño cierta indiferenciación entre ambos cuerpos; se habla
también del deseo de este de ser su madre o de ser como ella, y se habla incluso
de una ausencia básica de comprensión infantil de las diferencias sexuales. Y
tanto los niños como las niñas pueden también albergar el deseo de darle un hijo
a su madre como un modo de crear cierta distancia respecto a ella y así dejar de
ser su objeto exclusivo. Sea como sea, la horrenda imagen de una violenta salida
abdominal sigue siendo muy dominante también en la imaginación adulta
incluso, como podemos ver en la popularidad de las películas de la saga Alien,
en las que la monstruosa criatura protagonista raja los vientres de sus huéspedes
por la mitad para poder salir de su interior.
Esta conexión del sexo con la violencia, el peligro y el dolor no hace más que
acentuarse cuando nos damos cuenta de que un bebé solo ha podido llegar ahí
por mediación de un acto sexual. El hecho mismo de que existamos significa que
algo impensable debió de suceder para hacerlo posible. Por muy ilustrados que
sean los padres y por muy inteligente y conocedora del mundo que sea su
criatura, ahí se crea un vínculo entre sexo y reproducción que, a cierto nivel,
jamás se podrá romper. Tal como lo expresó la escritora y cineasta Nora Ephron
al describir su propia concepción del sexo, «nunca se me pasó por la cabeza que
el sexo tuviera algo que ver con el deseo o con los cuerpos, o que alguien lo
practicara si no era porque quisiera tener un hijo».18 Y por mucha información
relacionada con el placer y el sexo no reproductivo que absorbamos
posteriormente, puede que nos resulte imposible «desaprender» por completo
todo ese aprendizaje primario.
De hecho, las personas adultas suelen tratar las preguntas que les hacen sus hijos
pequeños sobre el sexo como dudas sobre el origen de los bebés, como si, de ese
modo, les resultaran menos incómodas, y fusionan así ambos temas y, de paso,
ambos aspectos de la anatomía humana. Rara vez se diferencia la vagina del
útero, y es habitual aplicar las cualidades de la una al otro y viceversa. En cuanto
al clítoris, puede que su relevancia para el placer en vez de para la reproducción
sea precisamente el motivo de que se excluya de esas conversaciones: «Es más
fácil hablar de la vagina, porque es un órgano reproductivo –explicaba una
madre–, pero hablarle a mi hija de su clítoris se me antoja como si la estuviera
animando a que vaya a masturbarse».19 Antes solía decirse en broma que las
únicas personas que comprenden que el sexo y la reproducción no son lo mismo
son los antropólogos y los adolescentes, pero tal vez todos equiparemos una cosa
y la otra, sean cuales sean nuestros conocimientos de biología, nuestro uso de los
anticonceptivos y nuestras ganas y nuestros deseos.
Todos podemos reírnos cuando un niño pequeño que acaba de aprender los
fundamentos del sexo pregunta a sus padres con tono de asombro: «Pero,
entonces, ¿lo habéis hecho dos veces?». Pero lo cierto es que esa conexión con la
función reproductora puede ser muy duradera. Cada vez que practicamos sexo,
la idea de la concepción puede estar presente de forma consciente o
inconsciente, y puede incluso estar separada de la realidad del acto sexual. He
oído varias veces a pacientes adolescentes y adultas explicar el miedo que tienen
a quedarse embarazadas incluso aunque jamás hayan practicado sexo. Mujeres
con estudios universitarios y que ocupan puestos de gran responsabilidad social
pueden decir cosas como «ya sé que suena descabellado, pero estoy convencida
de que estoy embarazada», aun sabiendo que es biológicamente imposible que lo
estén.
La interpretación más evidente es que ese miedo no es más que un deseo. Ahora
bien, en multitud de casos, el modo en que aprendemos de muy niños lo que es
el sexo se hace extensivo a muchos más ámbitos que el original. Aunque nos
digan que los bebés salen por la vagina, cualquier abertura corporal puede
convertirse en una vía de salida potencial, del mismo modo que cualquier
sustancia introducida en el organismo puede devenir en iniciadora de un
embarazo. El hecho de que nuestra socialización nos induzca a no pensar en los
genitales no hace más que reforzar esto, pues, de ese modo, las cualidades de los
órganos sexuales deben ser asignadas a otras zonas del cuerpo. Las vacunas
tienen especial protagonismo en estas dinámicas, pues la idea de la «inyección»
suele ser en muchos casos la única imagen de penetración corporal que los niños
y las niñas conocen.
En estos últimos años, han sido frecuentes los casos de terapeutas alarmados al
descubrir que algunas de sus pacientes adultas y con estudios rechazaban la
vacuna contra la COVID precisamente por esa razón: «Sé que es absurdo, pero
no puedo evitar tener la sensación de que, al entrar en mi cuerpo, esa inyección
puede dejarme embarazada». Aunque los medios prestaron más atención a la
preocupación que expresaban algunas mujeres que creían que la vacuna podía
poner en riesgo sus embarazos (o interrumpirlos), lo que muchos terapeutas
estaban escuchando también en aquellos momentos era un relato a la inversa: la
vacuna por sí sola podía fecundarlas.
Estas decisiones y elecciones adultas estaban siendo condicionadas por creencias
y fantasías de la infancia, cuyo poder jamás deberíamos subestimar. Son ideas de
las que rara vez se habla, porque incluso quienes las tienen las encuentran
absurdas, pero ¿no lo son también los habituales patrones de pensamiento del
trastorno obsesivo compulsivo (TOC) por los que una persona siente que, si no
toca el pomo de una puerta un determinado número de veces, uno de sus seres
queridos podría morirse? Son ideas reforzadas, además, por la cultura religiosa y
sus relatos de nacimientos virginales y concepciones milagrosas, los cuales, de
hecho, pueden convertirse en marcos generales en los que encajar nuestra propia
interpretación de la biología.
Cuando pasamos, entonces, al acto que engendra los bebés, el acto sexual, es
tanto lo que entra en juego que las explicaciones fácticas suelen tener muy poco
efecto. Cuando la madre de Ephron terminó su lección de educación sexual
diciéndole a su hija que «papá metió su pene en la vagina de mamá», ella supo
de sobra que aquella «no era ninguna explicación sobre sexo» y que dejaba
abiertas todas las consecuencias y condiciones que una mente infantil puede
discurrir. Imaginarse a una misma como portadora potencial de un niño implica
que, en algún momento, será un objeto sexual abierto a ser penetrado, una idea
que solo contribuye a agudizar las preocupaciones relacionadas con el propio
cuerpo. Si el ano es la imagen más directa de una vía o abertura, esto implicará
que se establezca un miedo de por vida a la penetración anal (tal vez combinado
con un deseo de esta).20 El curioso hecho biológico de que el ano y el recto
contengan una elevada densidad de terminaciones nerviosas se puede
experimentar como un perturbador recordatorio de eso mismo, y los chistes, el
folclore y la cultura popular juegan continuamente con esos miedos.
Durante el sexo, el manoseo y el sobado de las nalgas femeninas tienden a
considerarse un justificable gesto excitante, pero un hombre hetero, por muy
excitado que esté, rara vez podrá admitir el deseo de que le hagan eso mismo a él
(a menos que pague por el privilegio de revelárselo a una prostituta o a un
psicoanalista). A nivel cultural, puede incluso usarse esa parte del cuerpo para
representar el todo físico de una persona, como cuando [sobre todo en inglés]
alguien se refiere a sí mismo como «my ass» [literalmente, «mi culo»], o a otro u
otra como «your ass» [«tu culo»].21 a Cuando voy a Estados Unidos, siempre
me fascina este contradictorio uso de las contracciones y las expansiones
lingüísticas: así, en vez de decir que una tienda está en «la esquina de la calle
Orange con la calle Hicks», los norteamericanos dicen que está en «Orange con
Hicks», pero, por la misma, pueden decir «voy a mover el culo hasta la tienda»,
en vez de decir simplemente «voy a la tienda».
Freud se quedó muy impactado por lo que denominó la «concepción sádica del
coito» y por «unos impulsos oscuros [del niño] a un obrar violento, a penetrar,
despedazar, abrir en alguna parte un agujero».22 En su análisis del caso del
pequeño Hans, de cinco años, comparó la idea del sexo que tenía aquel niño con
«una rotura, una perforación, una penetración en un recinto clausurado». La
descripción de Freud guarda un asombroso parecido con la amenaza que
profiriera Baudelaire dirigida a Madame Sabatier en Las flores del mal de
«hacerle a tu vientre asombrado una herida ancha y profunda, y […] a través de
esos labios recientes, más deslumbrantes y bellos, infundirte mi veneno,
¡hermana mía!».
En el fondo, ¿de qué otro modo podría imaginarse un niño el acto de la
penetración si no evocando imágenes de perforación y ruptura? Y vemos
también ecos del «veneno» de Baudelaire en el verbo que, décadas atrás, se
utilizaba bastante como sinónimo de dejar a una mujer embarazada:
«envenenarla».23b La activista LGBTQ+ y escritora Amber Hollibaugh
recuerda haber encontrado una vez, a los diez años, un conjunto de ilustraciones
fotocopiadas con posturas sexuales y haberlas examinado a fondo con sus
amigas en un descampado que había detrás de su casa, «tratando
desesperadamente de comprender cómo podía alguien disfrutar haciendo lo que
se indicaba en aquellas imágenes». Tras compararlas con sus propios cuerpos, se
preguntaban cómo era posible que un pene entrara realmente dentro de ellas:
«Me mareé y estuve vomitando un cuarto de hora. La idea del sexo y la
penetración me resultó horrible».24
Pero más allá de esta sensación primaria y aterradora de desproporción –¿cómo
puede caber ahí dentro?–, Freud creía que las ideas más tempranas de sexo
violento se manifiestan antes incluso de que el niño sea consciente siquiera de
que existe la vagina. No se tiene la noción de un pene entrando en una vagina,
sino de algo que desgarra y perfora un espacio corporal que no está claro ni
definido; no es la existencia de una apertura que facilite una penetración lo que
preocupa, sino la creación en sí de un agujero. No es de extrañar, pues, que el
juego sexual de los niños consista a menudo en una mera yuxtaposición de los
genitales sin ningún intento real de penetración. El acto del amor, escribió Freud,
es visto así como un acto de violencia, con lo que la actividad sexual del futuro
se convierte no en un motivo de ilusión, sino en una amenaza. Por usar aquí la
descripción que Andrea Dworkin hiciera de la sexualidad masculina, los
elementos manejados son «los propios del asesinato, no los del amor».25
Muchos de los pupilos de Freud discreparon de esa explicación de su maestro y
defendieron, más bien, que los niños son perfectamente conscientes de la
diferencia anatómica ya desde un principio, y que la desaparición de la vagina
es, en realidad, una reacción defensiva posterior.26 Vendría a ser un poco como
aquella vieja consigna que se le daba al personal de servicio de los hoteles para
que dijeran «perdóneme, caballero» si alguna vez, al entrar en una habitación,
sorprendían a una clienta dándose un baño. Tal atribución errónea del género se
debía precisamente a que se había percibido correctamente la realidad. Pues, por
la misma razón, ante un pensamiento tan terrible para un niño o una niña como
el de un pene introduciéndose en una vagina, con el dolor y el daño que sin duda
algo así debe de infligir, negar la existencia misma de la segunda es lo más
natural. Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que se está negando? ¿Cómo puede
un niño tener un conocimiento mínimamente preciso de ese espacio interno que
tan difícil le resulta imaginar o representar si no es por analogía? De ahí nacería
el atractivo de los múltiples relatos infantiles sobre espacios ocultos encerrados
dentro de otros espacios: pasadizos, pasillos y habitaciones que hay que
descubrir; aberturas mágicas en una roca; la aparición repentina de una puerta
escondida hasta ese momento; rincones y escondrijos secretos que, aún de
adultos, nos siguen fascinando.
Nótese cómo estos espacios ocultos están casi indefectiblemente conectados
tanto con la protección como con el peligro. Representan un refugio especial
para la niña, un lugar en el que puede buscar un consuelo y tomarse una
distancia respecto a su familia y sus amistades, hasta que llega un momento en el
que otros descubren su existencia y, entonces, dejan de ser espacios seguros. Lo
que era un perímetro de contención se transforma en el escenario de una
potencial invasión, y las niñas suelen empezar entonces a expresar miedos a la
posible entrada de ladrones y de intrusos. El simbolismo corporal tiende a ser
muy claro en este punto: la angustia ante la posibilidad de que alguien entre por
las puertas y las ventanas se traduce en el miedo a que penetren en las aberturas
de sus propios cuerpos.
Una analizanda describió cómo la película de Jodie Foster La habitación del
pánico le había traído a la memoria algunas de esas sensaciones porque, en el
filme, una madre y su hija se esconden de unos intrusos en una cámara de
hormigón hermética especial, construida en un rincón oculto de su casa: «Ahí
estaba la habitación secreta con la que yo siempre había soñado, el lugar donde
yo me podría esconder, pero donde esos hombres malos tratarían por todos los
medios de encontrarme para hacerme daño». Las películas de la reciente
franquicia Escape Room agudizan más aún, si cabe, ese peligro, pues en ellas es
el espacio contenedor en sí mismo el que te matará si no sales rápido de él. De
hecho, muchas ciudades cuentan actualmente con escape rooms reales adonde
acuden grupos de compañeros y compañeras de oficina que pagan para resolver
enigmas que les permitan salir de lugares cerrados.
Es posible que las personas redescubran en momentos posteriores de sus vidas
ciertas percepciones tempranas de la vagina que solemos olvidar o reprimir; de
hecho, ese tipo de relatos casan bastante bien con las investigaciones sobre la
infancia y con lo que nos cuentan algunos pacientes, tanto infantiles como
adultos. Las sensaciones vaginales que se sienten en la adolescencia o la adultez
pueden activar una extraordinaria impresión de déjà vu, como si con ellas se
estuviera accediendo repentinamente a una experiencia muy anterior. Los
innumerables cuentos para niñas que relatan el reencuentro de un tesoro
escondido o la recuperación de algún objeto extraviado han recibido
habitualmente una interpretación fálica: básicamente, en esa narración ellas
reencuentran el pene que antaño tenían y que creían haber perdido. Pero lo cierto
es que lo que redescubren suele ser alguna milagrosa puerta o abertura oculta, y
esto sugiere más bien una reconexión con cierta área de la sensación vaginal que
había quedado radicalmente acallada –o, como escribió la psicoanalista Selma
Fraiberg, «precintada»– por el miedo a la penetración o a una excitación interna
incontenible.27
Estas experiencias corporales tempranas no presuponen un verdadero
conocimiento de la vagina (un conocimiento que, como señaló Masters cuando
inició su investigación de la sexualidad, ni siquiera tienen la mayoría de las
personas adultas, incluidas las expertas en ginecología). Sus pautas de expansión
y contracción lo único que hacen es volver más enigmático aún ese misterio, y
resulta difícil aplicarle una imagen concreta a la vagina que sintetice todos esos
cambios. Si los productos fisiológicos del organismo hacen más tangible para
nosotros el interior de este, ¿de qué otro modo podemos determinar qué forma
tiene ese interior si no es usando la forma de un bebé, de una caca o de un pene
como modelo?28 ¿Y cómo se convierte esa parte invisible del cuerpo
precisamente en eso, en una parte del cuerpo?
Tanto si estamos de acuerdo con Freud en que hay una ignorancia inicial sobre la
vagina, como si lo estamos con sus discípulos en que ya entonces se tiene una
conciencia sensorial de la misma, lo cierto es que ambas perspectivas implican la
apertura desgarradora de un cuerpo, y es importante que reconozcamos que esta
violencia entra en juego para todas las partes implicadas. Según algunos estudios
transculturales, no se tiene constancia de sociedad alguna en la que la violencia
durante el sexo consentido sea unilateral: siempre es recíproca. Los amantes
pueden morderse salvajemente el uno al otro, escupirse y arrancarse pelos del
cabello y hasta de las cejas. En las culturas occidentales, muchos hombres
adultos suelen imaginarse abriendo el cuerpo de una mujer en canal mientras
practican sexo con ella –un pensamiento que describen como excitante– y, a
veces, también se sienten culpables a posteriori por el daño causado.
En su pionero trabajo de comparación de la conducta sexual humana y la animal,
para el que usaron el banco de datos de la Universidad de Yale sobre hábitos
sexuales documentados en ciento noventa sociedades, Clellan Ford y Frank
Beach llegaron a la conclusión de que, si bien no se podía demostrar la
existencia de un instinto sexual orientado al sexo penetrativo, lo que sí se podía
dar por seguro era el vínculo entre la excitación sexual y la provocación de
dolor. Es un nexo que parece más elemental incluso que el que trata de conectar
el sexo con la reproducción; de hecho, el famoso título de la película de Sharon
Stone y Michael Douglas que buceaba en los vínculos entre el sexo y el peligro –
Instinto básico–, aun aludiendo de entrada al sexo como tal, denotaba al mismo
tiempo el impulso homicida.
Podríamos traer a colación aquí los muchos y desafortunados verbos con que los
hombres se adornan cuando fanfarronean con frases del tipo «la [insértese verbo
agresivo u homicida] a polvos», y que son todo un catálogo de formas de
destrucción del cuerpo femenino. Las proezas sexuales y el daño tienden a
converger, como si el objeto y la condición de la excitación implicasen el
sufrimiento. El investigador y terapeuta sexual canadiense Claude Crépault
refirió el caso de un juez que fantaseaba mientras practicaba sexo con su esposa
sobre el terror que sentiría una mujer si él encendiera la mecha de una carga de
dinamita que le hubiera introducido en la vagina: solo lograba correrse en el
momento en que sentía el pánico de ella en su punto más álgido.29
Este es, de hecho, un motivo por el que cierto tipo de timos médicos han
conseguido arrancarles bastante dinero a sus incautas víctimas en países que
funcionan con sanidad privada. Tras un encuentro sexual, alguien que se hace
pasar por un facultativo telefonea al participante varón y le dice que la mujer ha
sufrido lesiones genitales durante el acto y que necesita una transferencia
inmediata de dinero para poder proceder al tratamiento urgente que necesita. El
pánico y la culpa que el hombre siente en ese momento bloquean toda valoración
racional de la situación y opta por enviar el dinero. Penetración y lesiones
forman un continuo en este contexto. Estos timadores nunca buscan a víctimas
mujeres, aunque estas también pueden sentir preocupación, no tanto de que
hayan causado un daño palpable en el cuerpo de su pareja masculina, como de
que, en según qué ocasiones, lo hayan podido contaminar.
El temor a dañar a la otra persona puede ser tal que se llegue a evitar el sexo por
completo, y los esfuerzos relativamente recientes en muchas sociedades para que
los hombres sean más sensibles a los deseos de las mujeres en las situaciones
sexuales han reforzado ese sentimiento. Aterrorizados por la posibilidad de ser
ellos mismos portadores de una sexualidad predatoria y amenazadora, algunos
hombres prefieren rehuir las relaciones sexuales. No obstante, la mayoría tienden
a aislarse de ese tipo de pensamientos y continúan practicando una sexualidad
mayormente violenta y coactiva, en la que los intentos de abrir un cuerpo por la
mitad descritos por Freud en su día suelen ocupar un lugar central.
La indignación y la rabia que provocan los crímenes sexuales de los que
informan los medios de comunicación es una de las vías por las que opera ese
aislamiento. Los hombres proyectan esos ataques agresivos fuera de sí mismos
para tomar distancia con ellos, pero su compasión por las víctimas puede
enmascarar cierto disfrute por el sufrimiento de estas. La periodista Kate Webb
comentó que, tras ser por fin liberada por el Ejército Popular de Vietnam, que la
mantuvo varias semanas en cautiverio en 1971, todos los que la recibieron en un
primer momento parecían decepcionados porque no la hubieran violado mientras
estuvo retenida.30 Los hombres, especialmente, están buscando continuamente
relatos de agresiones a mujeres como mecanismo mediante el que distanciarse
adecuadamente de su propia violencia. En julio de 2018, cuando aún bullía el
crucial debate sobre el Brexit, un acontecimiento que cambió el futuro del país,
la noticia más clicada en la historia de la prensa británica no tenía que ver con
las negociaciones políticas de aquel momento, sino con una mujer que, al
parecer, le había pedido a un hombre que la atara y la azotara.
Los medios de comunicación han realizado (y todavía realizan), en parte, una
labor de conservación y selección de la violencia contra las mujeres, disimulada
por lo general bajo una apariencia de preocupación.31 En el propio sexo, incluso
cuando un hombre parezca estar actuando de manera cariñosa y tierna, es posible
que solo sea capaz de mantener la erección si se imagina que está forzando a su
pareja. Y cuando van al volante de sus coches, los conductores masculinos
tienden a enfadarse ante cualquier obstáculo que les impida avanzar libremente,
y hacen bromas sobre anotarse puntos si atropellan a esta o a aquella persona
mayor que se encuentran en su recorrido. Como bien señaló el historiador de la
sexualidad Gershon Legman, la víctima en esos casos siempre es una ancianita,
nunca un ancianito, igual que, en los programas y películas que vemos en
televisión, las mujeres víctimas de asesinato siempre superan ampliamente en
número a los muertos masculinos.32
Freud dijo muy poco sobre la violación, aparte de una desafortunada nota al pie
en la que suscribía la idea de que una mujer tal vez estuviera aceptando
inconscientemente de buen grado la agresión.33 Además, como muchas autoras
del feminismo de la segunda ola señalaron, el padre del psicoanálisis
interpretaba a veces el sexo como un acto en el que había un participante activo
y otro pasivo. Asombra ver, por cierto, cómo muchos de los primeros trabajos
importantes sobre esta cuestión han desaparecido casi por completo de las
historias del movimiento feminista. Las discrepancias habituales entre el
feminismo de primera y de segunda ola han tendido a eclipsar el trabajo de
muchas autoras y activistas de los años cuarenta y principios de los cincuenta del
siglo XX.34 Adam’s Rib, libro de Ruth Herschberger publicado en 1948, es
seguramente la obra más significativa de todo ese siglo sobre las subjetividades
y el género de las mujeres, y, sin embargo, en el momento de escribir estas líneas
su autora sigue sin tener ni siquiera una entrada en la Wikipedia.35
Pues bien, en ese brillante y deslumbrante trabajo, Ruth Herschberger analiza los
estereotipos de género, o cómo la medicina y la biología ignoran la realidad de
los cuerpos de las mujeres, o cómo los referentes de la sexualidad masculina
tapan los complejos modelos del deseo femenino, o cómo los relatos masculinos
reescriben el proceso reproductivo, o cómo la generizada división entre activo y
pasivo impregna y caracteriza buena parte de la vida sexual. Los lectores y
lectoras que recuerdan la aparición del libro dicen que les dejó anonadados (es
casi seguro que Simone de Beauvoir lo leyó durante su estancia en Chicago
durante el año anterior a que terminara El segundo sexo). La propia
Herschberger se quedó tan afectada por la intensidad de la acogida que tuvo su
obra que decidió que, a partir de entonces, ya no publicaría ningún título más de
no ficción y se centraría exclusivamente en la poesía.
Herschberger comenzaba cuestionando el mito masculino de que la sola presión
de una zona erógena produce necesariamente una experiencia de placer; esta
visión tan sesgada subyace de hecho a muchas justificaciones de la violencia
sexual y caracteriza a la mujer como alguien que, en el fondo, siempre agradece
que un hombre la toque. Esta manera de entender la actividad masculina denota
un terror a la intimidad y una negativa a afrontar el hecho de que el deseo
femenino no es una fuerza unipolar, sino que va variando cíclicamente entre la
receptividad y la impulsividad. En su libro, Herschberger también deconstruye la
idea de que la maternidad anule el deseo sexual, y habla de este tras la
menopausia, cuestionando de paso la periodización masculina del ciclo de vida
femenino. Procede asimismo a realizar un examen crucial de cómo las
concepciones masculinas de la sexualidad buscan siempre animar una parte del
encuentro sexual y desanimar la otra, y halla entonces una correspondencia entre
esto y la división generizada entre masculino y femenino como mecanismo con
el que se refuerza la idea del hombre activo y la mujer pasiva.
Herschberger prestó especial atención al modo en que el lenguaje condiciona
nuestra forma de pensar en estos temas, y se preguntó por qué hablamos de la
«frigidez» femenina y de la «impotencia» masculina y no al revés –como había
sido el caso en épocas históricas anteriores– y cómo es que aplicamos el
concepto de «erección» referido al «pene» y el de «congestión» referido al
clítoris y al tejido vaginal cuando el proceso de tumefacción es en apariencia
idéntico en ambos casos. Como conclusión, la autora defendía la necesidad de
recurrir a un vocabulario más complejo para hablar del sexo que escapara a la
lógica binaria y reconociera los «minúsculos y complejos grados que median
entre el placer y el no placer».
En cuanto a la cuestión de la violencia, Herschberger explicó que los cuidadores
socializan tanto a los niños como a las niñas por vías muy diversas: no solo a
través de lo que dicen y de los ideales sociales que transmiten, sino también a
través del tacto.36 A propósito de esto último, identificó unos «contactos con
presión» sobre la piel y la musculatura, y cómo, en el caso de las niñas, cambian
con la llegada del matrimonio y de los actos sexuales que este implica. De
pronto, el que importa de verdad es el conjunto masculino de contactos con
presión, como si estos ya no pudiesen ser una elección de la mujer, y, dentro de
ese nuevo contexto, se da entonces por supuesto que esos contactos son
automáticamente generadores de excitación. En su capítulo sobre «El mito de la
violación», Herschberger muestra cómo esas presuposiciones sobre la excitación
refuerzan el paradigma activo-pasivo y el constructo cultural de que la «esencia»
de la masculinidad es el impulso de penetrar.
Los relatos evolucionistas que plantean la hipótesis de la existencia de una
violencia masculina innata necesaria para adquirir hembras por la fuerza durante
el Neolítico no hacen más que abundar en esos tópicos e, implícitamente,
enfocar la violencia masculina como algo que se pudiese considerar natural. Es
curioso que tantos y tantos relatos sobre nuestros orígenes ancestrales contengan
un acto primigenio de violencia: me refiero tanto a mitos sobre la creación del
universo como a leyendas sobre la fundación de sociedades humanas concretas.
Siempre hay en ellos algún Big Bang o algún acto homicida transgresor. La idea
de un ansia masculina ancestral innata por penetrar a las hembras implica
obviamente a su vez que las hembras sientan un anhelo no menos primigenio por
ser penetradas: más justificaciones, pues, de un statu quo misógino.
Lejos de ver en las percepciones infantiles del sexo y el parto como actos
violentos unos vestigios de toda esa herencia neolítica, los argumentos de Freud
nos sugieren más bien que la idea de un legado prehistórico es en sí mismo un
producto fantasioso de las mencionadas percepciones: somos nosotros quienes
imaginamos nuestros orígenes como si hubieran sido actos violentos. Decir esto
no significa negar el peso de la historia y del patriarcado, pues es evidente que
estas fuerzas culturales condicionan nuestra forma de interpretar el presente, el
pasado y el futuro, y empujan a los adultos a socializar tanto a niños como a
niñas en modelos generizados que tienden a orientar a los primeros hacia la
agresividad, los logros físicos y los actos de posesión.
Desarrollando esos primeros trabajos sobre las dinámicas generizadas del sexo,
Shulamith Firestone sostuvo en La dialéctica del sexo que la violencia que Freud
advirtió en la concepción infantil del sexo tal vez fuera una fantasía, pero que, en
cualquier caso, esta tenía probablemente su origen en una situación familiar real,
en la que la madre sufría la violencia, el acoso y la humillación del padre (un
argumento, por cierto, que Freud ya expuso en su ensayo sobre las teorías
sexuales infantiles).37 Muchas otras autoras coincidieron con ella en considerar
que el sexo penetrativo hetero constituía en realidad un acto de violencia y que,
en cierto modo, las fantasías del niño o de la niña eran absolutamente correctas.
Obviamente, todo esto presuponía una versión del sexo consistente en la
penetración agresiva de una mujer por parte de un hombre: una versión
perpetuadora del retorcido diferencial de poder que, desde tiempos
inmemoriales, había caracterizado a los patriarcados y que poco habían
contribuido a cambiar las modernas camas de agua.
Lo que autoras como Herschberger y Firestone demostraron con claridad era que
el sexo se tomaba como un factor dado, pero que las fuerzas que actuaban sobre
él no lo eran. Ese era el problema de gran parte del enfoque de los estudios
psicoanalíticos iniciales sobre el sexo, en los que primaba la idea de que se nos
castiga por el sexo, en vez de mediante él. El énfasis en las fuerzas represivas de
la sociedad que actúan sobre la sexualidad vital de los seres humanos ocultaba
en muchos casos las otras fuerzas que operan dentro de la propia sexualidad. La
religión y la cultura popular refuerzan este sesgo: en las películas de terror, por
ejemplo, es típico que maten salvajemente a jóvenes que se están «dando el
lote», y muchos aspectos de la cultura religiosa condenan el sexo fuera del
contexto del matrimonio y la reproducción, con lo que vienen a decir que el sexo
está mal a menos que se cumplan ciertas condiciones.
Estas fuerzas culturales son tan potentes que, incluso hoy en día, cuando los
jóvenes ven a una pareja que se dispone a tener sexo en una película de terror,
entienden enseguida que están asistiendo al preludio de la muerte de aquellos
dos pobres incautos. Los personajes que evitan el sexo son los que tienden a
sobrevivir; aquellos que se permiten algún placer corporal mueren. Y todo esto
en nuestra muy informada e ilustrada época, lo que demuestra que, por mucho
que la educación sexual y la moral aparente hayan cambiado, el sexo sigue
estando considerado –a cierto nivel, al menos– como una transgresión punible.
De hecho, cuando la gente cotillea sobre sexo, sus diálogos suelen estar
inevitablemente cargados de un vocabulario más moral que meramente físico:
«¡No me puedo creer que hiciera(n) eso! ¡Menudo/a/os/as…!».
Los juicios y valoraciones están aquí a la orden del día, y estas evaluaciones
dividen de manera sutil (o no tan sutil) a hombres y mujeres en buenos y malos,
y sirven para blanquear a quienes las formulan. Como bien ha escrito Joan
Nestle, si la curiosidad construye puentes, los juicios morales construyen poder
de unos individuos sobre otros.38 Pero lo que nos arriesgamos a perder de vista
aquí es que, si el sexo debe castigarse, eso significa que bien puede entrañar en
sí mismo unas formas de castigo: cuando la pareja juvenil que se está dando el
lote en la película de terror es ensartada con una lanza de metal por un asesino en
serie, olvidamos que tal vez su actividad sexual encerrara el sentido implícito de
que una de aquellas dos incautas víctimas estuviera ensartando a la otra con un
pene.39 Un tipo de violencia vendría a tapar –o justificar– la otra.
Freud no desarrolló sus observaciones iniciales sobre la teoría sádica del coito y
sobre las angustias y terrores suscitados por el riesgo de una violación de los
límites corporales. Pero cabe suponer que, antes incluso de que la pregunta sobre
la penetración sexual sea concebible para una mente infantil, exista la muy
acuciante preocupación por definir «cuáles son mis bordes».40 En el segundo y
el tercer año de vida, las criaturas se exploran sin descanso los orificios e
invaginaciones de sus cuerpos, al tiempo que hacen lo propio con sus correlatos
comestibles: dónuts, pretzels, bagels, macarrones… El momento en que los
niños empiezan a dibujar curvas y figuras cerradas, y muestran interés por
mantener separados objetos como prendas de ropa o materiales de papelería,
siempre es muy significativo. Puede ser algo que se corresponda con el esfuerzo
por definir y marcar nuestros límites corporales: nos sentimos más seguros
cuando se puede mantener una delimitación o un recinto. Es evocadora en ese
sentido la seguridad que nos transmiten los guardias urbanos que hacen sus
«rondas». Sentimos una necesidad de cerrar bucles y evitar vacíos o
discontinuidades.
Es una idea que cobra mayor énfasis, si cabe, con la negatividad atribuida a las
exudaciones –como la orina, la mierda, el sudor, los escupitajos y la sangre– que
traspasan los límites corporales hacia fuera.41 Cuando los padres expresan su
desagrado, su asco o su preocupación por estos aspectos fisiológicos, en la
práctica los están colonizando y están dejando los vestigios de sus propios
juicios en el cuerpo del niño o la niña. Cuando esas sustancias salen de ese
cuerpo, deben limpiarse o esconderse, pero incluso cuando permanecen en el
interior del organismo pueden convertirse en foco de angustia: ¿qué ocurre si se
me acumula demasiado pis o demasiada caca? ¿Reventaré? ¿Qué puedo hacer
para que eso no pase?
Estas sustancias corporales que pueden estar tanto dentro como fuera suelen ser
tabú y, de ese modo, se convierten tanto en una amenaza como en una fuente de
fascinación. El sudor axilar, por ejemplo, está hoy considerado en muchos casos
como una especie de sustancia ofensiva que hay que tapar o suprimir, cuando, a
finales del siglo XIX, alguien podía pasarse los dedos (o un pañuelo) por esa
zona y ofrecerlos a modo de gesto romántico. También los niños pueden sentirse
fascinados por sus propios fluidos corporales y, a la vez, experimentar asco si se
los encuentran cuando no se los esperan. Lo que nuestros padres digan acerca de
esas excreciones corporales puede seguir resonándonos en la mente toda la vida,
y, de hecho, tendemos a construir en torno a esas sustancias y desde edades muy
tempranas ciertos hábitos y ceremoniales que difícilmente cambiarán con los
años. La cuestión de los bordes del cuerpo se vuelve así más compleja aún, pues
estos me incluyen a «mí», pero también incorporan la mirada valorativa de los
padres.
Es difícil que el coito pueda concebirse como un acto agradable o natural cuando
esta cuestión de los límites corporales se conecta con el sexo. Hay demasiado en
juego: la integridad del cuerpo está en riesgo. Y lo cierto es que, en el folclore y
en la mitología, el pene aparece casi universalmente caracterizado como un
arma, más que como un instrumento de placer, igual que la vagina se representa
como una presencia amenazadora o como una trampa de algún tipo.42 Si nuestro
aprendizaje sobre el sexo empieza así, ¿cómo es que termina atrayéndonos tanto
en una fase posterior de la vida y cómo puede ser que llegue a considerarse la
más valiosa de todas las actividades humanas?
Como me dijo una analizanda: «Yo practico sexo con mi novio enfadada. Es el
único sitio en el que me siento autorizada a expresar ira, aunque él no se da
cuenta».
Estas fantasías y creencias infantiles en torno a la sexualidad se forman en un
lugar muy extraño. Los padres tienden a evitar dar respuestas directas a las
preguntas sobre sexo y, a menudo, no ponen nombre (o, simplemente, le ponen
nombres incorrectos) a las partes del cuerpo y los procesos fisiológicos
relacionados. A un niño o una niña le pueden reprender por cierta actividad
fisiológica que esté realizando en ese momento sin que le digan por qué está mal
lo que está haciendo; se trata de un modo velado y bastante absurdo de transmitir
órdenes y mandamientos diversos. Tocarse los genitales es algo que se castiga o
se rechaza sin una razón clara –por lo general, desde mucho antes incluso de que
el niño o la niña sepa siquiera hablar– y se genera así un ambiente de valoración
negativa en torno a esa parte del cuerpo.
Los padres imponen de hecho una censura casi total de los genitales salvo por su
función como vías excretoras. A niños y niñas se les enseña a no pensar en sus
órganos sexuales; deben aprender cómo y cuándo pueden referirse a ellos o
tocarlos, usando léxicos especiales y confusos errores de atribución.43 El
término «vagina» se usa a menudo para aludir a la vulva, y el clítoris tiende a ser
excluido por completo. Tener un cuerpo significa aprender a recelar de él. Y,
como el psicólogo Seymour Fisher señaló en su día, la imagen del cuerpo en sí
misma es una especie de sometimiento en clave a las reglas, los valores y los
tabúes parentales.44
Todavía en una fecha tan reciente como 2019, casi la mitad de la población del
Reino Unido carecía de unos mínimos conocimientos básicos de la anatomía
genital femenina, lo que muestra hasta qué punto el tabú sigue estando muy
extendido aquí, pese a las muy instructivas campañas de educación sexual. Casi
un sesenta por ciento de los hombres y un cuarenta y cinco por ciento de las
mujeres no sabían señalar correctamente dónde estaba la vagina, y menos aún la
uretra o los labios vaginales.45 En investigaciones anteriores ya se había
demostrado que los hombres piensan que la entrada vaginal está unos diez
centímetros más arriba de donde está realmente, y a muchas personas les resulta
sumamente difícil examinarse detenidamente sus propios genitales. Los chicos
suelen imaginarse la vagina como si fuera un orificio redondo perfecto como el
ano, y es muy generalizado en ambos sexos el desconocimiento sobre la posición
y la forma del himen.
Ni siquiera los psicoanalistas son ajenos a esta ignorancia, y aunque algunos de
los primeros que recibieron formación médica llevaban a cabo exámenes
genitales reales de sus pacientes, su interés por el cuerpo sexuado enseguida se
volvía secundario. Judith Kestenberg se preguntó en una ocasión si los analistas
eran siquiera conscientes de la existencia de la próstata, pese a la importancia de
esta para la vida sexual y urinaria.46 El propio Freud siempre tenía que ir al
baño durante las sesiones de análisis, y era muy difícil, tal como señalaba
Kestenberg también, encontrar a algún paciente cuyo padre no sufriera
problemas prostáticos. Y, aun así, el psicoanálisis ha tendido a actuar como si ese
órgano simplemente no existiera. Cuando los pacientes de Freud escribían
memorias de su experiencia con el psicoanálisis, eran capaces de evocar alguna
de las brillantes interpretaciones que él había hecho, pero no si esta se le había
ocurrido antes o después de haber vuelto de mear.
Más curioso aún resulta que, cuando la próstata sí aparece en el discurso popular,
lo haga de forma totalmente desexualizada, a pesar de la vital función que
desempeña aportando componentes al semen masculino, así como secreciones y
sensaciones que pueden perturbar a los niños en su infancia temprana. Un
paciente me explicó los problemas que estaba teniendo en su relación por culpa
de lo muchísimo que había aumentado su demanda de sexo, y cuando le
pregunté por qué esta se había incrementado tanto, me contó que necesitaba
practicar sexo todos los días para reducir el riesgo de tener un cáncer de próstata.
Cuando busqué por Google los estudios publicados al respecto, descubrí que el
riesgo de cáncer se reduce nada menos que entre un treinta y uno y un treinta y
seis por ciento si los varones de más de cincuenta años eyaculan al menos siete
veces por semana; si lo hacen dos o tres veces, consiguen cierta protección, pero
mucha menos.47 Sin embargo, es mucho más fácil ver en los titulares de los
medios resultados de otras investigaciones que atribuyen a cierto medicamento,
a cierto hábito (no sexual) o a cierto cambio en la dieta una reducción de apenas
el diez por ciento en el riesgo de padecer cáncer: parece evidente, pues, que las
estadísticas relacionadas con la próstata han sido blanqueadas casi por completo,
como si la conexión entre la salud prostática y la sexualidad fuese simplemente
inconcebible.
El único discurso que muchos niños y niñas oyen acerca de los genitales es el
referido a si están limpios o no. Se establece así una equiparación entre el sexo y
la higiene que puede permanecer durante el resto de sus vidas. La mayoría de las
personas, de hecho, se lavan las manos después de mear, no antes, por lo que, en
vez de proteger sus genitales de los gérmenes, lo que hacen es protegerse (y
proteger a los demás) de una potencial corrupción. Las palabras infantiles para
los genitales los asocian más habitualmente con cagar o mear que con analogías
espaciales (un joyero, una salchicha), como si lo primero fuese su función
excretora, y un porcentaje muy significativo de mujeres –al menos, un
veinticinco por ciento– evitan hacerse cribados de cáncer de cérvix y otras
formas de chequeo ginecológico porque le preocupa que sus genitales sean
percibidos como sucios.48
Muchas personas, tanto hombres como mujeres, rehúyen la actividad sexual por
esas mismas razones, preocupadas porque sus genitales parezcan desaseados o
repugnantes en algún sentido. No es casual que a los chistes con contenido
sexual se les llame chistes «guarros», algo que contribuye a perpetuar la
asociación entre suciedad y sexo, y cuanto más incide el discurso público
externo a la familia en que no sintamos culpa por nuestra sexualidad, más
relevancia adquiere ese aspecto de la higiene personal, como si, tal vez, su
valorización fuese directamente proporcional a la devaluación de la culpabilidad.
Cuanto menos culpables se nos dice que nos sintamos, ¡más insistimos en
restregarnos y rociarnos productos limpiadores!
El peso del juicio y la valoración parentales es muy acusado en este terreno, pues
los niños y las niñas aprenden enseguida que su curiosidad por el sexo los
expone a la desaprobación de sus padres. Y por ello, como señaló Gershon
Legman, tal vez el verdadero aprendizaje sexual primario del pequeño o la
pequeña no sea el enterarse de cómo se hacen los bebés, sino el entender que
interesarse por el sexo puede entrañar el rechazo y el castigo de parte de aquellos
cuyo amor tanto necesita. Ese puede ser un descubrimiento devastador que
refuerce el acallamiento de las sensaciones genitales y la asignación de estas a
otras partes del cuerpo. A veces, los constantes «dolores de barriga» infantiles no
son otra cosa que estados de una excitación sexual que ha gravitado alejándose
de su fuente y que carece de posibilidad alguna de vocalización.
También los comentarios parentales sobre sexo tienden a girar en torno a lo que
no se debe hacer, a qué evitar y a qué cosas están mal o son pecaminosas, y todo
ello a pesar de vivir en una época tan ilustrada y tan rica en información como la
actual.49 Hasta los padres y las madres más liberales tienden a prohibir que sus
hijos o hijas se queden a dormir con amigos o amigas del otro sexo, como si la
posibilidad de que ambos sexos cohabitasen en un mismo espacio fuese
demasiado peligrosa, pese a que saben muy bien (muchos de ellos y ellas
posiblemente por sus propias experiencias de infancia) que cuando amigos o
amigas de un mismo sexo quedan para dormir juntos, inevitablemente se
presentan también oportunidades para el contacto sexual. Las paradojas de la
desaprobación y la validación parentales en este punto evidencian la dificultad
de tratar con la sexualidad y de reconocer sus efectos.
Otro ejemplo de ello es la violencia representada en los juegos infantiles. Si los
niños juegan a matarse unos a otros, nadie pone objeciones, pero si juegan a algo
sexual, casi siempre reciben una reprimenda, como si incluso el homicidio fuese
más aceptable. Cuando los cómics para niños comenzaron a comercializarse de
forma masiva a finales de la década de 1930, enseguida se censuraron en ellos
las imágenes de mujeres ligeras de ropa torturadas por los malos: lo que se hacía
era añadirles más ropa a los cuerpos femeninos, pero sin tocar un ápice de las
torturas a las que estos estaban siendo sometidos, como si la violencia tuviera
cierta fuerza censora por sí misma.50 El daño infligido a un cuerpo funcionaba
como una figura simbólica (y sustitutiva) del sexo.
En el relato breve de Margaret Atwood titulado «Asesinato en la oscuridad»,51
unos niños juegan al clásico juego de doblar unos pedazos de papel, meterlos en
un sombrero o un cuenco, y mezclarlos bien. Quien saque el que lleva marcada
una X hace de detective y tiene que salir un momento de la habitación donde
están, mientras que quien saca el papel con la mancha negra hace de asesino. Se
apagan las luces y el asesino selecciona a su víctima, bien susurrándole «estás
muerto/a», bien rodeándole el cuello con las manos. Atwood comienza el relato
contándonos quién está enamorado de quién, lo que transforma el posterior
espacio a oscuras en una escena sexual donde «la excitación era algo casi
insoportable para nosotros», y el asesinato ficticio hace claramente las veces de
un acto sexual prohibido.
Estas transformaciones y censuras de las imágenes sexuales producen una
extraña segregación. Los genitales terminan aislados del resto del cuerpo como
en un compartimento aparte, y la incomodidad a la hora de hablar de ellos
significa que pasan a ocupar un espacio clandestino, un lugar especial sobre el
que los padres y las madres tienen cierto conocimiento superior y sobre el que,
en cierto sentido, mantienen cierta posesión psicológica. De hecho, en un
estudio, niños y niñas de cuatro y cinco años clasificaron la zona de sus cuerpos
situada por encima de las rodillas y por debajo del ombligo como una parte suya
que «no soy yo».52 Vemos ecos de esa segregación en la extendida costumbre de
ponerles nombres propios a los genitales, como si tuvieran una identidad
separada de la de niño, y en muchas obras literarias populares del siglo XIII en
adelante aparecen genitales parlantes a los que se otorga así una identidad y una
autonomía diferenciada del resto del cuerpo.53
La escisión entre el niño o la niña, por un lado, y las partes sexuales de su
cuerpo, por el otro, tiende a producirse en un clima de negatividad, valoración
moral y secretismo. Este hermetismo se trasluce no solo en el afán de esconder,
sino también en el de estar solo (o sola). Los padres preguntan con frecuencia a
sus hijos qué han estado haciendo cuando estaban fuera o solos, como si la
separación en sí misma significase que algo ilícito o ajeno a lo permitido bajo el
control parental pudiese haber ocurrido. Incluso en fases posteriores de la vida,
muchos adultos no sienten ganas de masturbarse hasta que se quedan solos,
como si esa soledad crease las condiciones propicias para la excitación sexual (y
no al revés). Cuando a continuación entra en un espacio público, esa persona
puede tener entonces la sensación de que las demás son capaces de detectar que
ha estado haciendo algo malo, por mucho que se dé cuenta de lo irracional que
resulta pensar de ese modo.
Cuando los padres no se centran solo en la relación del niño o la niña con su
propio cuerpo, sino que le advierten además de ciertos peligros potenciales que
le acechan en el mundo exterior, las cosas se complican más todavía. Si lo
primero que el niño oye sobre la sexualidad es algo referido al miedo a un ataque
o agresión, este último elemento puede pasar luego a convertirse en parte del
deseo, como si la idea de que ocurra algo peligroso, ilícito y prohibido se
vinculara con la de la presencia de un predador externo. Algunas de las autoras
pioneras en el movimiento feminista lamentaban precisamente ese riesgo de que
la preocupación parental por proteger la seguridad básica de sus hijas de un
invasivo y amenazador mundo masculino exterior acarreara como consecuencia
una fusión en ellas de la excitación sexual y la sensación de peligro o amenaza.
En su revolucionario y aún no superado estudio de 1973 sobre la sexualidad,
John Gagnon y William Simon sostenían que estos aspectos de la interacción
entre padres e hijos no actúan tanto penalizando la sexualidad como creándola
realmente. No es que los padres y la sociedad estén frenando un impulso sexual
original, sino que la sexualidad en sí es ese espacio desigual y contradictorio en
el que sentimos un juicio o valoración negativo unido tanto a un exceso de
significado como a una falta de este (un significado, por otra parte, creado y
condicionado mayormente por esa sensación de juicio o valoración moral). No
se trata tanto de que una actividad corporal tenga un sentido sexual, como de que
no hay significado alguno más allá del creado por la sensación de juicio moral.
Todo lo que entre en ese espacio puede adquirir entonces un valor sexual, sobre
todo si guarda alguna conexión con el cuerpo. De ahí que cualquier cosa que sea
secreta, o que nos parezca que debemos ocultar, o que se nos antoje inexplicable,
pase a ser potencialmente sexual, del mismo modo que todo lo que está
prohibido o valorado negativamente puede generar deseo sexual. Es un ámbito
en el que el lenguaje parental tiende a ser moral –«sucio», «malo»– y es ese
valor moral el que luego condiciona el significado sexual. Esto implica, según
Gagnon y Simon, que el aprendizaje de la sexualidad sea, en esencia, un
aprendizaje de la culpa, y que gestionar la primera sea también gestionar la
segunda.54 No cabe sorprenderse, pues, de que tantas personas se sientan
indispuestas para el sexo o desarrollen síntomas que bloqueen la consumación de
los actos sexuales.
La intensidad misma de los sentimientos y los actos de contenido sexual,
sugieren esos autores, podría ser consecuencia de este ambiente de culpa y
ansiedad.55 Atribuimos erróneamente el origen de esa intensidad a nuestros
estados físicos o fisiológicos, cuando, en realidad, está condicionada por
preocupaciones e inquietudes que escapan (muchas de ellas) a nuestra
percepción consciente como adultos. Varios estudios desde los años treinta del
siglo XX en adelante ya habían mostrado cómo los niños y las niñas presentan
desde muy pronto todas las señales físicas de la excitación sexual –las
erecciones, la tumescencia genital, la lubricación– en momentos de miedo,
enfado, preocupación y otros con cierta carga emocional, y cómo todo esto
queda ya olvidado a partir más o menos de los doce años. Entre los incidentes
diversos que desencadenaban una erección a esas edades, se mencionaba: recibir
el boletín de notas en el colegio, llegar tarde a clase, ver una película de guerra,
ser perseguido por un policía, encontrarse dinero, ser castigado, ver tu nombre
impreso, enfadarse con otro niño, ver desfilar a unos soldados o caerse del techo
de un garaje.
También en estudios pioneros realizados en Yale se había demostrado que los
bebés tienen erecciones cuando sienten frustración e inquietud,56 y Kinsey
pensaba incluso que todas las situaciones emocionales producen erección en los
niños antes de la adolescencia, edad en la que los códigos de las pistas o señales
sociosexuales correctas quedan ya más sólidamente interiorizados. De hecho, es
de sobra sabido que los escolares varones muchas veces tienen que disimular sus
erecciones cuando bajan del autobús por las mañanas, y que los accidentes, los
casi accidentes y el miedo a recibir un castigo pueden también inducírselas.
Asimismo, mientras unos investigadores buscaban el origen de la lubricación en
las secreciones glandulares, otros sostenían que esta fisiología es comparable
con la del hecho de sudar en situaciones de preocupación y temor agudos.57 En
un caso en particular, una mujer atrapada entre los restos de un coche que
acababa de sufrir un accidente experimentó su primer orgasmo y, de hecho,
aquel incidente se convertiría a partir de entonces en el material principal de sus
fantasías masturbatorias.58
Es importante aquí diferenciar entre la excitación y aquello que percibimos que
una persona «quiere» a un nivel consciente. El hecho de que una mujer
experimente lubricación vaginal en una situación de amenaza o pánico no
significa que quiera vivir esa amenaza o ese pánico (una presuposición
equivocada que, por desgracia, ha tendido a usarse para rebajar muchas
acusaciones de agresión sexual y violación). Aquí la acción –la agencia– de la
persona no es el simple efecto de un cambio fisiológico y, por lo tanto, no se
puede inferir directamente de él. Roxane Gay explica que, después de ser
traicionada por su novio y violada en grupo a los doce años, pasó años en los
que, «a menos que pensara en él, no sentía nada mientras mantenía relaciones
sexuales», y que, «cuando pensaba en él, la intensidad del placer era
impresionante».59 Eso no significa que ella quisiera pensar en él, ni que quisiera
no poder experimentar placer si no pensaba en él.
Una superviviente de Auschwitz me contó que lo que más la había impresionado
al llegar al campo de concentración no fueron las horrorosas condiciones de vida
y la amenaza de una muerte inminente, sino cómo las mujeres se masturbaban
casi sin disimulo alguno durante los descansos. Nada se escondía, de nada había
que dar explicaciones: simplemente, ocurría allí mismo, ante su atónita mirada,
como si en aquel lugar la actividad sexual no fuese una expresión de placer ni de
comunicación, sino una reacción primaria al terror.
Hay personas que, en pleno duelo, pueden sentirse horrorizadas al experimentar
un intenso deseo sexual justo después de la pérdida de un ser querido, y la
conexión de la excitación con situaciones desorientadoras o que dan miedo
puede llegar a extremos que nos resulten ciertamente estrambóticos. En una
ocasión, cuando el pastor episcopaliano Laud Humphreys estaba llevando a cabo
el trabajo de campo para su estudio sobre el sexo en los aseos públicos, se quedó
atrapado junto a un pequeño grupo de hombres mientras una banda de
homófobos violentos sitiaba las instalaciones. Tuvieron que apoyarse con fuerza
contra la puerta para impedir la incursión, al tiempo que por las ventanas no
dejaban de caerles botellas y piedras que les lanzaban desde fuera. Y, aun así,
durante todo aquel rato de amenaza y peligro máximos, y mientras hacían todo
lo posible para mantener en pie su barricada, allí seguían practicándose
felaciones, según pudo comprobar Humphreys asombrado. Tiempo después, al
referir por escrito aquella experiencia, explicó que le parecía «incomprensible»,
a menos que se entendiera la excitación sexual como una especie de efecto –o
tratamiento– de una situación de tanto riesgo como aquella.60
Con el tiempo, los estudios sobre la excitación sexual, que inicialmente habían
dado por supuesto que esta estaba condicionada por emociones y situaciones
positivas, terminaron cambiando su foco de atención: en los años setenta, ya se
asumía de forma generalizada que el miedo, la angustia y la pena podían generar
sensaciones sexuales, y que incluso podía hacerlo el ver cómo mutilan y matan a
una persona.61 Ovidio había observado muchos siglos antes que los juegos de
gladiadores eran el escenario perfecto para el inicio de amoríos y aventuras
sexuales, y algunos soldados apostados en las trincheras de la Primera Guerra
Mundial relataron los intensos estados de excitación sexual que les sobrevenían
mientras se preparaban para un ataque.62 Todo parecía indicar, pues, que la
excitación precisa de cierta dosis de riesgo e, incluso, de terror. Se le daba así la
vuelta a la vieja creencia de que las sensaciones de ansiedad y amenaza bloquean
la excitación y la actividad sexuales.
Los psicoanalistas descubrieron azorados que incluso una amenaza directa a la
virilidad de un hombre, lejos de inhibir su erección, podía ayudarle a mantenerla.
En un peculiar estudio, se comprobó que había hombres que, incluso mientras
los amenazaban con un cuchillo, eran perfectamente capaces de practicar sexo,
cuando lo que habría cabido esperar era que la amenaza de castración los
hubiese bloqueado.63 Obviamente, con el tiempo se descubriría que la cosa era
un poco más compleja, y que, en quienes ya tenían dificultades previas para
mantener una erección, la ansiedad no hacía más que agravar sus síntomas, y que
solo aquellos que no presentaban problemas manifiestos de «rendimiento» veían
potenciada su sexualidad ante una situación así. Igual de significativas que estos
indicadores de excitación eran las perturbaciones de la memoria que los
acompañaban: al llegar a la adolescencia, los niños mostraban tendencia a haber
borrado sus recuerdos de excitación física anterior, y los padres a los que se
pedía que relataran las señales de excitación sexual de sus pequeños o pequeñas
se olvidaban de lo que habían escrito o contado solo dos semanas después de
haberlo hecho.64
Hace muchos años que se estudian estas relaciones entre miedo, excitación y
hostilidad en múltiples contextos distintos. Se ha teorizado que la hostilidad
puede vigorizar el deseo sexual, y que este puede vigorizar a su vez la hostilidad.
O que tanto la agresividad como la sexualidad son meros derivados de cierta
fuerza primaria (e inespecífica) en nuestro interior. O que, sencillamente,
malinterpretamos las sensaciones de ira, hostilidad o ansiedad que
experimentamos como excitación sexual, debido a que la fisiología básica es
más o menos la misma. Pero, sea como sea que interpretemos los resultados de
esos estudios y experimentos, es evidente que la excitación y el miedo están muy
estrechamente interrelacionados, aun cuando no siempre podamos trazar
distinciones más significativas entre ambos.
Una prostituta contó que había visitado con regularidad a un juez del Tribunal
Supremo británico y que, en esos encuentros, este le ordenaba que se desnudara
y que ambos interpretaran los presuntos crímenes del caso que él estaba
juzgando en aquel momento. Se trataba, sin duda, de un complemento que a él le
resultaba claramente necesario y útil en aquellas interacciones (las cuales, por
cierto, nunca se acompañaban de relaciones sexuales entre ambos, aunque él sí
se masturbaba tras la representación de turno). Cabe suponer que estos
encuentros le servían al juez para aminorar la propia ansiedad que le provocaban
las causas que juzgaba, y puede que también para procesar su propia posición
artificial de autoridad. A la chica le preocupaba que sus aptitudes interpretativas
pudiesen afectar al veredicto que él terminara formándose sobre aquellos casos
judiciales y que, por lo tanto, ella fuese en cierto sentido responsable por
cualesquiera errores en sus sentencias. El sexo aquí es tanto un resultado de la
ansiedad como un tratamiento para la misma (y quizá también para cierta
sensación inconsciente de culpa).
El aumento del consumo de porno durante la pandemia puede conectarse, a
cierto nivel, con el hecho de que la gente tuviera en aquellos momentos
bloqueado el acceso a los espacios sociales, se viera obligada a trabajar desde
casa y, como han sostenido algunos, se aburriera más que antes, pero sin duda es
una consecuencia también de la presencia de la ansiedad. Este porno dejó de
ceñirse a las categorías anteriormente disponibles para apropiarse rápidamente
de todo un nuevo repertorio de géneros. Ya en marzo de 2020, Pornhub registró
más de 1,8 millones de búsquedas de porno conectado con el tema del
coronavirus, entre el que figuraban vídeos de sexo con mascarillas, con guantes
clínicos e incluso con trajes de protección.65 Los usuarios se habían apropiado
casi al instante de las señales relacionadas tanto con la infección como con su
prevención y habían pasado a utilizarlas como indicadores de excitación y como
licencias para buscar intimidad, frente a la obligación externa de guardar las
distancias. La amenaza se convirtió así en una fuente de excitación.
Esta proximidad había aparecido muchas veces prácticamente indisimulada en el
cine porno más convencional de la década de 1970. En The Story of Joanna, el
protagonista masculino cuenta sus pensamientos sobre la muerte, la mortalidad y
el sinsentido de la vida justo antes de comenzar con el sexo, y el gran éxito de
público que fue The Devil in Miss Jones –que recaudó casi tanto en taquilla
como la película de la saga Bond de aquel año– es en realidad una adaptación
pornográfica de la obra teatral de Jean-Paul Sartre, A puerta cerrada, famosa por
su frase «el infierno son los otros». El filme se inicia con una escena en la que la
protagonista se corta las venas y se muere, para luego regresar a la Tierra
transformada en la personificación de la Lujuria. Aquí la excitación sexual
aparece caracterizada como un tratamiento contra (o una exploración de) la
finitud y la desesperanza humanas, y los temas existenciales estaban muy
presentes.
Pero igual que podemos no ser conscientes de nuestras cuestiones más
existenciales, la excitación misma puede ser a menudo un verdadero misterio
para nosotros. Los adultos pueden experimentar una tumescencia genital sin
tener una sensación consciente de excitación, y la mayoría de estudios sobre el
tema muestran una correlación bastante baja entre la «calentura» percibida y la
física. Cuanto más tabú sean unos estímulos sexuales determinados en la cultura
de referencia –por ejemplo, la violación o las prácticas catalogadas de
«desviadas»–, mayor será la distancia entre lo excitado que se está poniendo
realmente el cuerpo de la persona y lo excitada que esta piensa que está. Y, por
ejemplo, si creen que han bebido alcohol (aunque, en realidad, sea un placebo
líquido que les han servido los administradores del experimento), los hombres
admiten disfrutar con imágenes de mujeres que están sufriendo, pero niegan tal
disfrute si creen que no han bebido; además, la cuantificación que hacen de su
propia excitación puede manipularse hábilmente si se les proporciona
información falsa sobre cómo está yendo el experimento: si creen
(erróneamente) que su frecuencia cardíaca va en aumento, dicen sentirse más
excitados con las imágenes eróticas que se les enseñan.66
También la lubricación genital puede ocurrir sin que la mujer lo sepa, igual que
el pene puede experimentar diversos tipos de erección tanto en su parte distal
como en la proximal sin que se acompañen de ninguna sensación de excitación.
La erección, la eyaculación y el orgasmo no siempre coinciden en el tiempo,
como los adolescentes descubren con sorpresa en muchos casos: la eyaculación
puede producirse sin que medie una erección, del mismo modo que el orgasmo
no depende necesariamente de que haya eyaculación o erección, como Kinsey ya
pusiera de relieve en su día. Es bien sabido que los soldados que están bajo
ataque de fuego enemigo pueden eyacular sin tener erección alguna, y Magnus
Hirschfeld relató el caso de un hombre que se encontraba en el frente y eyaculó
solo con recibir una carta de casa. Incluso la detumescencia peniana es muy
variable entre los varones jóvenes: algunas prostitutas, si pueden permitírselo,
vetan a los clientes de menos de veinte años no porque sientan cernirse sobre
ellas la sombra del incesto, sino simplemente porque estos pueden no
experimentar la flacidez que suele seguir a la eyaculación y, debido a ello,
plantearles excesivos requerimientos sexuales.67
La reacción fisiológica no tiene en estos casos ninguna conexión automática con
la satisfacción. En un peculiar estudio, se comprobó que las mujeres que
realizaban una operación aritmética evidenciaban síntomas de una mayor
estimulación labial vaginal que las que escuchaban una escena de sexo de El
amante de Lady Chatterley, y la aceleración del ritmo cardíaco, de la respiración
o de la lubricación tiende a no correlacionarse con unos incrementos
determinados del nivel de placer.68 De hecho, estas señales de excitación física
pueden aparecer acompañadas de una sensación de incomodidad o tristeza, y,
como ya hemos visto, no son fácilmente distinguibles de la ansiedad. Pueden ser
procesos transitorios o sostenidos en el tiempo y evidencian hasta qué punto la
sexualidad en estos casos no solo está fuera de nuestro control voluntario, sino
también de nuestra percepción consciente.
Es posible que sean muy pocas, en realidad, las personas que llegan a tener
conciencia de sentir cierta hostilidad durante la excitación sexual o justo antes de
que esta se produzca, pero lo cierto es que son muchos los estudios sobre
excitación que atribuyen a aquella un papel central en esta. Lo vemos no solo en
los actos de violencia física que forman parte del sexo –apretar, pellizcar,
estrujar, morder–, sino también en la (con frecuencia) muy consciente aversión o
desprecio que se siente justo después hacia la pareja de ese momento. Son
sensaciones que, según cómo, pueden parecer salidas de la nada, pero es muy
posible que formen parte del trasfondo de la excitación en sí, igual que las
discusiones de pareja son muchas veces un preludio del sexo. Por la misma regla
de tres, cuando el comité que entrevista a un candidato o candidata en una
entrevista de trabajo parece inexplicablemente hostil con él (o con ella), puede
que bajo esa animosidad se oculte un deseo sexual hacia la persona solicitante
del empleo.
La presencia de tales deseos en el seno familiar es algo que, por lo general,
resulta inconcebible para los concernidos, pero son sin duda parte de lo que
explica por qué los padres (varones) se alejan a veces de sus hijas cuando estas
alcanzan la pubertad.69 Lo que hasta entonces era una relación estrecha y
cariñosa puede deshacerse en distanciamiento y desafecto desde el momento en
que el padre bloquea y borra las sensaciones sexuales que pudiera tener y, de
pronto, pierde el interés por cómo le va a su hija en los estudios, por ejemplo, e
incluso deja de animarla o de prestarle el apoyo material que le prestaba.
Desconcertada por ese nuevo modo de comportarse, la hija puede a su vez
montar escenas o dramas con sus amistades o amantes en los que dirija
reproches a alguien a quien está castigando por su presunta indiferencia.
Esta compleja relación entre culpa, ansiedad y deseo se aprecia también a nivel
cultural. Si una sociedad o un espacio social particular, como una iglesia o un
internado, ponen el énfasis en un tabú concreto, el acto ilícito en cuestión puede
terminar representando el deseo de algunas personas, aun cuando estas no tengan
ningún interés intrínseco en él. No se trata tanto de que se imponga un tabú
cultural sobre el deseo como que el deseo mismo es moldeado por el tabú. En
Inglaterra, es habitual oír que todos los escolares varones de los colegios
privados son gais reprimidos, pero lo que eso significa en realidad es que, cuanto
más tabú sea la atracción homosexual en un sistema educativo, más aparecerán
las imágenes de deseo gay en los sueños y las fantasías como representativas del
deseo (homosexual o no).
Con esto no estoy diciendo que los deseos homosexuales sean simplemente
producto de los tabúes, pero sí que todo aquello que está tajantemente prohibido
puede adoptar un valor simbólico erótico, incluido, por supuesto, el deseo
homosexual, tal como la teoría freudiana del complejo de Edipo da a entender.
La sexualidad carece inicialmente de un contenido determinado; este se crea
luego, en un ambiente de valoración moral negativa, de secretismo y de
prohibición que viene de fuera y que se puede aplicar a cualquier forma de
atracción. Cualquier cosa que adquiera esas cualidades puede convertirse luego
en equivalente del deseo, y esto puede ir variando según el momento histórico,
pues lo que era un delito sexual en una determinada época puede pasar a ser una
variante sexual aceptable en otra.
No obstante, pese a todos los cambios sociales acaecidos durante el último siglo,
la manera en que el deseo se representa culturalmente siempre se aproxima
mucho a la del crimen, y aunque la homosexualidad estaba criminalizada,
funcionó a menudo como una de las pocas imágenes de deseo sexual
disponibles. En los medios de comunicación actuales, se tiende a visibilizar el
anhelo sexual en cuanto se cruza algún límite: una aventura, una traición, un acto
de explotación, una agresión. Cuando las normas heterosexistas están vigentes,
el deseo suele atemperarse mediante una asociación con el amor, el matrimonio
y los bebés. Los periódicos y los canales de noticias traen informaciones sobre
las nuevas parejas de famosos, pero ponen menos énfasis en la potencia que
tiene el deseo sexual para crear esas uniones…, hasta que, llegado el momento,
surge como la fuerza que rompe posteriormente la pareja. El deseo habita en este
otro espacio de negatividad y transgresión.
La alimentación y el comer pueden entrar con facilidad en esa convención. Si
una familia está particularmente enfocada en la comida, con múltiples normas
sobre lo que se puede comer y cuándo, se abre un margen en el que representar
aquello que escapa al sistema. Comer contra lo que dictan las normas puede
convertirse entonces en una parte fundamental de la vida de un niño, aun cuando
la comida en sí no tenga especial atractivo para él. Asimismo, si el pequeño o la
pequeña crece en un ambiente en el que todo deseo se considera excesivo, y lo
que se espera de él es que sea un receptor puramente pasivo de las órdenes
parentales, ¿qué espacio puede quedarle a ese niño o a esa niña en el que pueda
querer realmente algo? Todo deseo es automáticamente censurado por excesivo.
Esto significa que el niño creerá que se está pasando en el instante mismo en que
quiera algo, dadas la reprensión y la culpa de que se acompañan tales momentos.
Toda petición se convierte entonces en una pregunta interior añadida: «¿Estoy
pidiendo demasiado?». Es posible que el deseo solo surja a partir de ahí en
momentos fugaces de exceso y bajo la forma de aquello que tal vez sea lo que la
persona menos quiera de todo: aquello que encuentra más repulsivo o
repugnante. Como querer no está permitido, el deseo se encapsula en algo de
apariencia muy distinta, algo que está más allá del «querer» o el desear, y se
recurre a menudo a los tabúes como trampolín, ya que lo prohibido adquiere la
cualidad de lo excesivo.
Y esto crea entonces, a su vez, ciclos de culpa y de vergüenza, ya que tanto el
hecho mismo de desear como las acciones que encarna un ir más allá de ese
deseo (como los atracones o la acumulación voluntaria de basura en el espacio
personal por dejadez) se viven como algo que es inaceptable y que está mal.
Hallamos una dinámica similar en algunos casos de la llamada «adicción al
sexo». Como bien señaló el terapeuta Jack Morin, los «adictos» al sexo suelen
estar menos enganchados al sexo en sí que a luchar contra él.70 Los deseos que
se basan en tabúes y prohibiciones escalan a la par que la necesidad de resistirse
a ellos, lo que genera ciclos en los que la lucha contra el deseo parece tener más
fuerza que la atracción real del objeto de ese deseo. A veces, es como si el objeto
sexual no fuera tanto otro cuerpo humano como la culpa en sí.
También la pornografía fundamenta su capacidad para crear excitación en la
presencia de tabúes a múltiples niveles, que van desde el tabú sobre el medio en
sí hasta aquellos otros que pesan sobre los actos que en él se representan. En el
porno se transgreden las relaciones de parentesco (sexo incestuoso), los límites
profesionales (sexo durante las consultas médicas o durante la visita a de un
técnico a domicilio) o las divisiones de clase (criadas y personal doméstico
convertidos en objetos sexuales). A mediados de los años noventa, la mitad de
las descargas contenían escenas de bestialismo, incesto o pedofilia, y menos de
un cinco por ciento mostraban sexo vaginal. En 2016, «mamá», «madrastra» y
«hermanastra» estaban entre las diez palabras clave más buscadas en Pornhub,71
y durante la pandemia, subió como la espuma una nueva categoría, el «porno de
COVID», basado en la vulneración de los protocolos sanitarios vigentes. En la
actualidad, en un contexto de espectacular aumento del consumo de porno en la
red, el incesto y la pornografía con agresiones son prácticamente inevitables en
esas páginas; muchos niños y jóvenes se quedan traumatizados por la exposición
a tales contenidos.
El único aspecto de la vida sexual que tradicionalmente no ha sido tabú, el de
una esposa y un marido practicando sexo, es el que parece estar totalmente
ausente de esos foros. El porno casero –aquel en el que las parejas publican en la
red sus propios vídeos sexuales– no es ningún contraejemplo: el hecho mismo de
que tales grabaciones se hagan públicas significa que están rompiendo un tabú.
Y eso sin olvidar que, por supuesto, también rompen ciertos tabúes superficiales
contra la degradación o el envilecimiento personales, pues el porno amateur
contiene más imágenes de desigualdad de género a costa de las mujeres que la
pornografía creada por la propia industria del sector.72 Según la regla del porno
formulada por Gagnon y Simon, si la actividad que en él aparece es
convencional, entonces no lo será el contexto, y si el contexto es convencional,
entonces será la actividad la que no lo sea.73
Pero ¿acaso se reduce a eso todo el deseo humano? En ocasiones, la prohibición
puede generar atracción, pero tiene que haber también otros tipos de deseo (o de
inflexiones de este) que guíen nuestras vidas, ¿no? Cuando leemos que un
ginecólogo que se pasa el día viendo genitales solo puede excitarse fisgoneando
en unos lavabos públicos, ¿es la prohibición lo único que explica ese ardor
repentino? El pensamiento psicoanalítico ha estado habitualmente bastante
dividido en este punto. La visión tradicional era que el inconsciente está formado
por deseos muy concretos –el de poseer a la madre, el de ocupar el lugar del
padre, el de serlo todo para la madre, el de ganarse el amor del padre, etcétera–,
y como la mayoría de ellos están prohibidos por el tabú del incesto, terminan
encarnando el deseo en sí.
Pero algunos trabajos posteriores le dieron completamente la vuelta a esa idea:
en el contenido del inconsciente no hay deseos, sino abandono y privación por
cómo nos han fallado nuestros padres y cuidadores, cómo no estuvieron ahí
cuando los necesitábamos… Esto deja un vacío en nuestras psiques que luego
tratamos de llenar con aquellos deseos específicos en los que se había centrado
la primera generación de psicoanalistas. El deseo es, pues, una defensa en sí
mismo, una salida que nos proporciona una dirección hacia la que orientarnos y
nos sirve de barrera protectora para no caer en el abismo de la ausencia y la
negligencia parentales. Y de ahí que esto explique por qué la salida de una
depresión equivale a menudo al surgimiento de un deseo, sea este amoroso o
profesional. Y quizá también por qué lo que parece ser la satisfacción del deseo
en el sexo puede dejarnos un sentimiento de vacío y de frustración justo después:
porque solo es un parche que tapa temporalmente una ausencia más profunda y
más fundamental.
Una analizanda contó que había visitado una juguetería en un viaje que hizo con
su familia. Era una experiencia inusual para ella y, al principio, se sintió
encantada de estar allí. Pero, a medida que recorría el establecimiento, le iba
invadiendo una sensación cada vez más poderosa de «querer desear algo». El día
antes de la visita a la tienda, se había sorprendido al ver que, en el grupo de
personas con el que estaba, todas parecían tener aspiraciones, metas y objetivos:
todas querían cosas. Y, sin embargo, un día después, allí estaba ella, en la clase
de sitio donde se conceden deseos, pero no se le ocurría ninguno. «Lo que más
quería en aquel momento, más que ninguna otra cosa de las que había allí, era
querer algo». El deseo en ese caso no era un ansia elemental primaria, sino, más
bien, un punto cardinal que ella trataba de encontrar.
Algo que complica aún más todo lo dicho hasta aquí es que deseo y excitación
sexual no son exactamente lo mismo. Normalmente, concebimos el deseo como
un vector, es decir, como una fuerza lineal única impulsada (o atraída) hacia una
dirección concreta. Pero la excitación, tal como argumentó Robert Stoller, es
bidireccional: es «una dialéctica, una rápida oscilación entre dos posibilidades (y
sus afectos). Nos decimos a nosotros mismos que una de ellas tiene un resultado
positivo y que el de la otra es negativo: placer/dolor, alivio/trauma, éxito/fracaso,
peligro/seguridad. Lo situado entre la una y la otra es el riesgo».74 Hay un
movimiento, pues, entre la expectativa de peligro y la evitación del peligro. Esta
descripción más compleja es sin duda la más evocadora de las realidades de la
experiencia sexual y de las contradicciones que hallamos en ella, tal como
Roxane Gay puso tan claramente de relieve al relatar cómo trauma y excitación
se habían fusionado en ella. Las concepciones lineales del deseo simplifican todo
esto y parecen no tener en cuenta las tensiones y las paradojas características de
la excitación. Además, dejan pendiente de respuesta la muy relevante pregunta
de cómo gestionan los seres humanos la fricción entre el deseo y la excitación
cuando participan en un encuentro sexual real.
Pues bien, ¿qué ocurre cuando nos juntamos con nuestros copartícipes sexuales
de carne y hueso en la vida real? ¿Cómo nos disponen las preferencias y las
orientaciones desarrolladas durante las primeras y las posteriores fases de la
infancia para la extraña experiencia del sexo (sobre todo, en vista de las terribles
ansiedades relacionadas con los límites corporales de las que hemos hablado
antes)? Si es verdad que nuestras vidas sexuales tienden a iniciarse con fantasías
–sobre el sexo, sobre el parto, sobre la reproducción–, ¿tratamos sin más de
adaptar a nuestros propios escenarios privados las realidades con las que
chocamos? Parece innegable que así es, pues, en nuestras prácticas sexuales,
repetimos las mismas situaciones una y otra vez, pero, como bien señalaron ya
hace años Gagnon y Simon, la idea de un modelo fijo de fantasía no tiene en
cuenta el modo en que las sexualidades pueden cambiar y cómo pueden ser
moldeadas, hasta cierto punto, por fuerzas de naturaleza social.
En vez del concepto tradicional de fantasía, ellos introdujeron lo que llamaron
los «guiones sexuales».75 Un guion es como un código que dirige la manera en
que pensamos, sentimos y actuamos, y se compone de tres dimensiones básicas:
la cultural, la interpersonal y la intrapsíquica. Si llevamos años fantaseando con
una persona determinada y, de pronto, cuando estamos de viaje, al regresar a
nuestra habitación de hotel, nos la encontramos allí desnuda esperándonos, hay
más probabilidades de que llamemos a la policía que de que la situación excite
nuestra libido. Ello se debe a que, en un caso así, no se está siguiendo el guion
correcto: para que percibamos que alguien está sexualmente disponible, es
preciso que se cumplan múltiples códigos, que se den muchas señales
situacionales y psicológicas que aprendemos mientras crecemos. La cosa nunca
se limita a una respuesta animal salvaje de un cuerpo ante otro, por mucho que
nos guste creer que eso es lo que el sexo es en el fondo.
Incluso cuando las niñas y los niños pequeños improvisan juegos sexuales entre
ellos, lo primero que hacen es repartirse roles sociales –«tú serás el médico y yo
la paciente»–, como si la exploración sexual requiriese de un mínimo de guion,
una ordenación mínima de posiciones en las que pueda ocurrir algo. Casi por
sistema, son posiciones muy generizadas –recurren con frecuencia al modelo
activo-pasivo–, pero no hay que olvidar que los propios niños a menudo están
encantados de intercambiarse los papeles: «Ahora yo seré la médica y tú el
paciente». El modo en que habitamos esos roles puede fijarse más a medida que
nos hacemos mayores, pero el guion siempre está ahí, con sus diversos códigos
cifrados. Pero, básicamente, según Gagnon y Simon, estos guiones son
estrategias para gestionar la culpa.
Los códigos culturales nos indican a grandes rasgos qué podemos hacer, con
quién y dónde, y establecen secuencias en las relaciones sexuales; pueden
inducirnos, pues, a descartar a ciertas personas como parejas sexuales y a admitir
a otras, igual que pueden decirnos que besar es el primer paso correcto en un
encuentro sexual en según qué culturas, pero pueden hacer que lo consideremos
extraño o incómodo en otras. Cuando Ford y Beach llevaron a cabo su estudio
sobre los hábitos sexuales en ciento noventa sociedades, descubrieron que lo que
se daba por descontado en Estados Unidos podía parecer del todo absurdo y
repulsivo en otras partes del mundo. En algunas culturas, llevarse el pezón de tu
pareja a la boca está completamente excluido del sexo, mientras que en otras es
un gesto sexual muy valorado como tal. En algunas se fomenta la violencia
recíproca, mientras que en otras se condena. Algunas premian el gesto de oler
repentinamente la cara de la pareja, mientras otras repudian cualquier tipo de
aspiración nasal durante el sexo.76
Incluso la concepción de las zonas erógenas podría estar determinada
culturalmente. Ciertas partes del cuerpo con abundantes terminaciones nerviosas
se solían considerar como zonas «naturales» de sensualidad, pero sin que hubiera
realmente una correspondencia inmediata entre distribución nerviosa y valor
erótico. A mediados de la década de 1970, por ejemplo, abundaban en la cultura
sexual popular las referencias a la excitación de los pezones masculinos, y esta
figuraba ampliamente representada y descrita tanto en los medios audiovisuales
como en los impresos. La gente sexualmente activa en aquel entonces recordará
cómo esta práctica se convirtió en un plato más del menú sexual, del que, sin
embargo, desapareció menos de una década después, cuando pocos hombres
conservaban ya la costumbre de incluir caricias o chupeteos de sus pezones en
los actos sexuales.77
El mismo fenómeno podemos apreciar actualmente a propósito de los actos de
asfixia erótica. Aunque hace siglos que la sofocación forma parte del repertorio
sexual de algunas personas, hoy en día se ha vuelto una práctica bastante
generalizada, sobre todo entre personas jóvenes. Aunque a menudo se explica en
términos exclusivamente de violencia contra las mujeres, lo cierto es que se trata
de una actividad más compleja, pues el número de fallecimientos autoinfligidos
es superior al de muertes por homicidio accidental. Tanto hombres como mujeres
mueren todos los años practicando scarfing (masturbación con autoasfixia). De
hecho, el noventa por ciento de las víctimas en estos casos son hombres. Es un
fenómeno que venía documentándose desde hace ya unos cincuenta años, pero
es ahora cuando se ha convertido en un elemento mucho más común en la
conducta sexual, lo que nos muestra de nuevo hasta qué punto las fuerzas
sociales pueden condicionar y fomentar una práctica erótica.78
Incluso los ruidos que hacemos durante el sexo pueden estar condicionados
culturalmente. Aunque los sonidos que emitimos en el ardor de la excitación
puedan parecernos indudablemente involuntarios, lo cierto es que la selección de
palabras y ruidos que producimos ha ido variando a lo largo de la historia, y
puede depender, además, del contexto religioso o de clase social. Algunas
personas invocan a la divinidad cuando exclaman cosas como «¡Dios!» u
«¡hostia!», mientras que otras rehúyen esas expresiones. Durante el siglo XVII,
por ejemplo, era habitual que las personas que estaban haciendo el amor
aplaudieran en momentos de intenso placer, algo que, hoy en día, probablemente
sería recibido como un extravagante y antiafrodisíaco modo de actuar.79
La clase socioeconómica constituye también una influencia de primer orden en
la conformación de aquello que los guiones permiten o rechazan. Podríamos
pensar que la relación infantil con un padre o madre sería lo que dictaría en
última instancia lo que hacemos en la cama (por ejemplo, el hecho de que a una
persona le dieran el pecho cuando era pequeña podría ser la razón por la que, de
adulta, haya erotizado mucho los pezones o el hábito de succionar), pero esto
solo explica parte de la historia, pues hoy sabemos que las prácticas sexuales
dependen mucho de la clase social. Kinsey y sus colaboradores se sorprendieron
al comprobar que la frecuencia con que se producía contacto oral-genital o la
succión de los pechos podía predecirse bastante bien en función de si la persona
en cuestión había cursado nueve o más años de estudios formales; ahora bien, en
la actual era de tecnologías multiplicadoras de los mensajes (como, por ejemplo,
internet), estas estratificaciones tradicionales de la actividad sexual ya no son tan
marcadas.80
Los guiones también nos indican dónde podemos practicar sexo, aunque, por
supuesto, los lugares así vetados pueden erotizarse precisamente por ese motivo
(véase, si no, el caso de Boris Becker y el armario escobero del restaurante
Nobu). La mayoría de la población adulta mundial comparte dormitorio con más
gente que su pareja sentimental inmediata, y los criterios occidentales de lo que
se considera que debe ser la privacidad de la alcoba constituyen, en realidad, una
excepción no ya con respecto a otros momentos históricos, sino también en el
presente. Curiosamente, los trenes fueron en tiempos unos espacios muy
sexualizados, y en el extraordinario catálogo de Joseph Weckerle con las 531
posturas posibles para el coito humano –publicado en Viena en 1907, poco
después de los Tres ensayos de teoría sexual de Freud–, cada una de ellas se
acompañaba de un signo que indicaba si era adecuada para practicarse en un
compartimento ferroviario o no.81
Es bien conocida la fobia que Freud le tenía a los trenes, de la que se han hecho
diferentes interpretaciones a lo largo de los años, pero aquella codificación de
Weckerle arroja nueva luz sobre la cuestión. A finales del siglo XIX y principios
del XX, se ejercía muchísima prostitución no solo en los entornos de las
estaciones de ferrocarril, sino en los propios trenes –un novedoso espacio social
que añadir en aquella época a los muy pocos donde un hombre y una mujer
podían estar juntos sin otra compañía–, por lo que la perspectiva de un viaje de
trabajo por ferrocarril comportaba casi automáticamente la posibilidad y, quizá,
la tentación de acceder a servicios sexuales. Es muy posible que ese fuese el
factor clave de que Freud siempre rompiese a sudar antes de emprender un viaje
en tren, sobre todo a juzgar por la desorientación que le invadió en cierta ocasión
–relatada por él mismo– en la que no conseguía encontrar la salida del «barrio
chino» de una ciudad italiana porque, sin querer, volvía a entrar en él una y otra
vez.
Los guiones culturales occidentales no dictan solo lugares, sino también
secuencias. Hay, por ejemplo, un orden popular y claramente establecido con los
pasos a seguir: las parejas primero se besan; luego se tocan la parte superior del
cuerpo por encima de la ropa; de ahí pasan a tocarse esa misma parte superior,
pero por debajo de la ropa; luego se tocan los genitales ya por debajo de la ropa
también; a continuación, se desnudan; luego llega el turno de la penetración
genital (de un tipo u otro), y finalmente, charlan. Estos guiones vienen
acompañados a su vez de unos roles de género férreamente integrados por los
que se supone que hombres y mujeres hacen cosas distintas en los diferentes
momentos de la secuencia. Y los guiones incorporan también ciertas variaciones
en previsión de las edades de las personas implicadas.
Pero igual que un guion puede dotar de valor erótico a un determinado aspecto
de un encuentro –o contribuir a darle forma–, puede también deserotizarlo. En
muchas sociedades, los miembros de la pareja se ayudan a desvestirse el uno al
otro antes del sexo, y este proceso suele formar parte incluso de la secuencia
erótica en sí. En terapia, un hombre se quejó una vez de la pérdida de excitación
que le produjo el hecho de que, al llegar a la casa de otra persona con la que iba
a mantener sexo casual, esta le dijera nada más cruzar la puerta: «¡Desnúdate!».
El acto de desvestirse o de quitarse la ropa el uno al otro quedó así literalmente
despojado de su carga intersubjetiva para él (aun cuando la persona que profirió
la impersonal orden tal vez lo hiciera precisamente para amplificar su propia
excitación). Es curioso, sin embargo, que los copartícipes del encuentro sexual
no tiendan a ayudarse a vestirse de nuevo después del sexo: no es algo que forme
parte del guion actual, aunque cabe suponer que, si la escena del «vestirse» se
erotizase en alguna serie o película de Netflix, bien podría ser que terminase
incorporándose al guion cultural y adquiriese un valor sexual.
Stephanie Theobald recordaba en su reciente libro Sex Drive –un extraordinario
estudio sobre el orgasmo–, un sketch del cómico Ken Dodd en la década de 1970
en el que un hombre y una mujer en actitud libidinosa iban vistiéndose capa tras
capa de ropa, jadeando y gimiendo con cada nueva prenda que se ponían, para,
finalmente, cuando por fin acababan de vestirse, dejarse caer exhaustos sobre la
cama. Las risas venían provocadas por la inversión del guion convencional, pero
evidenciaban también lo mucho que la convención y el orden secuenciado
estructuran las relaciones sexuales, hasta el punto de que difícilmente puede
establecerse una dicotomía real entre un comportamiento natural y otro artificial.
La reciente sensación televisiva Naked Attraction se vale de este aspecto
secuencial de los guiones sexuales como premisa de partida. El programa se
presenta ante el público televidente como uno de «citas al revés», porque, en vez
de quedar para tomar una copa, conocerse un poco y, a partir de ahí, a lo mejor,
desnudarse, comienza con la parte en que los participantes se desnudan y van
remontando el proceso a la inversa hasta, tal vez, quedar para tomar algo. La
persona que concursa ve a un conjunto de personas desnudas metidas cada una
de ellas en una cabina tapada por una especie de velo translúcido, que, al
principio, solo deja sus genitales a la vista. A medida que el juego avanza, se van
revelando más partes de los cuerpos y se va eliminando sucesivamente a los
candidatos hasta que el (o la) concursante elige a su cita soñada y salen de allí
para quedar en un lugar público y perfectamente vestidos.
El eslogan con el que se anuncia el programa es «Nosotros empezamos allí
donde termina una buena cita», pero yo diría que ninguna buena cita concluye
con una persona recluida mientras todo el mundo le ve los genitales; de hecho,
es interesante ver las reacciones que el programa suscita en su audiencia. Sus
efectos, según los describen los espectadores, tienen muy poco de eróticos; más
bien son lo contrario: recuerdan a la participación en una pantomima infantil,
con sus risitas, sus chillidos, sus gritos ahogados y sus bromas. En un caso en
particular, un hombre circuncidado se desmayó al ver el «hueco negro» que
formaban las aberturas de los prepucios de los penes que se mostraban en el
programa. «No me lo podía creer –dijo–. Había un agujero en la punta de sus
pollas; yo no podía seguir mirando aquello».
Los guiones convencionales pueden aportar aquí cierto grado de protección
psicológica. Llama la atención, en ese sentido, que el momento del acceso a los
genitales suela quedar convenientemente situado en una fase ya avanzada de
toda esa secuencia, cuando rigen ya unas condiciones de iluminación diferentes
(o se está directamente a oscuras). Pero hablamos de algo que, obviamente,
puede variar tanto entre culturas como según la época histórica, sin olvidar que
los guiones llevan incorporada la obligación coactiva de que ambos miembros de
la pareja (o, al menos, uno de ellos) los sigan al pie de la letra. Los guiones
atenúan el riesgo y, a la vez, lo acrecientan, pues ofrecen un marco de referencia
para el comportamiento de las personas, pero, al mismo tiempo, ejercen presión
sobre ellas para que sigan la secuencia prevista, incluso llevándola en ocasiones
más allá de ese punto en el que uno de los participantes (o ambos) estaría más a
gusto diciéndole al otro que parase.
Los guiones pueden incluir asimismo sus propios indicadores de medición
evaluativa, que van desde –en según qué sociedades– la valoración monetaria
real de las mujeres hasta las notas o puntuaciones que se les suelen dar en los
ambientes homosociales masculinos. No me deja de sorprender oír aquí en
Londres a hombres cultos y de apariencia woke puntuando a las mujeres,
muchas veces con notas separadas para la cara y para el cuerpo, y cambiando de
inmediato de tema en cuanto una mujer se acerca lo bastante como para poder
oír su conversación, que adquiere entonces un tono respetuoso y educado. Cabe
suponer que ese «poner nota» funciona como un refuerzo de la pertenencia
masculina de grupo –a costa de la denigración de las mujeres, claro está–, y, al
mismo tiempo, como un mecanismo de contención del espectro de las
atracciones homoeróticas, como veremos más adelante. Aquí las relaciones
sexuales de hombres con mujeres parecen tener lugar con el propósito principal
de poder hablar luego de ellas con otros hombres y para –como ya señalara
Margaret Mead en su momento– potenciar el hecho de que la pertenencia al sexo
masculino sea más importante que el sexo en sí.82
Si este modo de poner nota a las mujeres entre grupos de hombres es algo que
tiende a producirse en espacios reducidos y semiprivados, hay formas de hacerlo
que pueden ser completamente públicas, como vemos en los tradicionales
concursos y desfiles de «belleza» que todavía se celebran en muchos países. Las
notas y las puntuaciones han suscitado cierta polémica en la industria del sexo,
pues, en la mayoría de países con libertad de acceso a internet, algunos de sus
portales digitales publican opiniones que evalúan los actos sexuales de los
clientes con prostitutas. Aunque esta práctica de puntuar a las trabajadoras
sexuales suele ser objeto de críticas bastante generalizadas por cosificadora y
cruel –en ocasiones, las opiniones que se publican desprecian abiertamente la
idea misma de consentimiento–, algunas escorts dicen estar a favor de esta forma
de puntuarlas, que, según dicen, no solo contribuye potencialmente a aumentar
su volumen de negocio, sino que, además, puede funcionar para ellas como una
fuente de validación. Las prostitutas suelen mencionar orgullosas en las sesiones
de psicoanálisis las evaluaciones positivas que reciben. Además, publican
respuestas y comentarios en reacción a las valoraciones negativas (si el sitio web
en cuestión lo permite).
Estas evaluaciones tienden a dividirse en dos categorías. Por una parte, están las
opiniones dirigidas simplemente, en el fondo, a afianzar el ego del cliente, que
refiere en ellas los múltiples actos y hazañas sexuales practicados con la
profesional; por la otra, están aquellas en las que se dirigen cumplidos a la escort
enfocados en la personalidad de esta, o en alguna parte (o partes) de su cuerpo en
especial, o en sus habilidades personales. Las valoraciones abiertamente
negativas e insultantes son muy poco frecuentes. Curiosamente, uno de los
rasgos comunes a casi todas ellas es la extraña contextualización de los hechos
evaluados. «El paseo de dos minutos desde la estación de metro hasta el
apartamento de X fue muy agradable»; «el cuarto de baño estaba limpio y tenía
un gel de ducha muy agradable»; «hay un 7-Eleven muy cerca, como a un
minuto de distancia»; «los servicios de transporte locales son excelentes»; «el
mobiliario era funcional, pero bastante cómodo». Estos mecanismos de
enmarque no solo nos revelan algo sobre las prioridades del cliente, sino que
también sirven para crear un grupo, como si la idea de compartir consejos sobre
cómo llegar a los sitios fuese algo un poco más seguro que la de compartir a la
mujer en cuestión, aun cuando esto último sea obviamente el objetivo último que
asoma por el horizonte de tales relatos.
Los códigos intrapsíquicos, por su parte, no vienen tan establecidos por la
cultura como por las circunstancias de la crianza individual de cada uno o cada
una. Si la madre o el padre tenían una característica física determinada, o
hablaban de un cierto modo, o miraban a su hijo o hija con un tipo de mirada
particular, esto pudo haberse cristalizado luego en ese hijo o hija en un valor
erótico, algo buscado por él o ella en todas las situaciones sexuales. El aspecto
intrapsíquico de los guiones sexuales no se circunscribe a detalles o rasgos
concretos, sino que puede incluir nuestra necesidad de repetir dinámicas de
conjunto tomadas de nuestra propia historia familiar o incluso de otras de las que
hayamos oído hablar pero que jamás hayamos presenciado. Alguien podría crear,
por ejemplo, una situación en la que siempre fuese rechazado o en la que
siempre dejase a su pareja tras un «rollo» de una noche.
Una mujer con una vida amorosa desolada por la pena de sus reiteradas rupturas
sentimentales tenía muy claro el patrón que le provocaba semejante aflicción.
Cuando empezaba a salir con alguien, ella rebosaba optimismo y esperanza, y
enseguida se decía que aquella nueva pareja era la persona adecuada para ella.
La cosa iba bien durante un tiempo hasta que, justo en el momento en que había
que demostrar algún tipo de compromiso –por ejemplo, irse a vivir juntos–, ella
lo dejaba sin saber bien por qué. El trabajo psicoanalítico le permitió remontar el
origen de ese patrón a ciertos hechos que habían tenido lugar mucho antes de
que ella misma naciera. Su madre estuvo enamorada de un hombre que rompió
repentinamente el compromiso de boda con ella, y luego recurrió a otro hombre,
el padre de la analizanda, «como una especie de segundo plato que no era lo que
ella realmente quería». La madre solía lamentarse de ello en voz alta, con lo que,
básicamente, equiparaba el amor con el sentimiento de pérdida: la verdadera
pareja era el hombre que ya no tenía a su lado, y esa era justo la situación que la
hija reproducía una y otra vez en sus propias relaciones, que siempre terminaban
por romperse.
Estos guiones intrapsíquicos determinan una parte muy grande de nuestras vidas,
y la terapia suele ser crucial para ayudar a la persona a darse cuenta de qué son y
de cómo desenredarlos. Pero como la intrapsíquica solo es una de las
dimensiones de los guiones, aunque logremos tomar la perspectiva necesaria
para ver cómo nos condicionan ciertas creencias y patrones adquiridos durante la
infancia, el cambio puede ser difícil de todos modos, cuando no una vía
bloqueada por completo. Los códigos culturales están tan extendidos y son tan
penetrantes que pueden continuar organizando nuestro comportamiento hasta
mucho después de haber tomado la decisión consciente de desvincularnos de
ellos. Y es en ese punto donde lo intersubjetivo resulta decisivo.
La dimensión intersubjetiva de un guion sexual es la que entra en juego cuando
los guiones de los individuos se encuentran unos con otros: la interacción puede
hacer que las personas cambien su conducta, su modo de pensar y hasta lo que
sienten. Aunque hay ejemplos sobrados de personas que simplemente se ciñen a
un mismo guion reductivo toda su vida, son muchas también las que cambian y
experimentan, y terminan haciendo en su actividad sexual cosas que dependen
de aquello que su pareja esté haciendo, o quiera hacer, o evite hacer. Con
frecuencia, oímos casos de vidas sexuales individuales cambiadas de raíz por
algún inesperado encuentro con el guion de otra persona; al final, lo que importa
es qué queda tras esa reconfiguración.
Un hombre que siempre había intentado imponer el control sobre su vida sexual,
diciéndole a sus parejas lo que tenían que hacer, se quedó muy aturdido cuando
la persona a la que estaba a punto de aplicarle su guion se giró de pronto hacia él
y le dijo con contundencia: «Bésame». Él no se esperaba ni mucho menos aquel
tono categórico, pero lo cierto es que este señaló todo un cambio en sus prácticas
sexuales. A partir de entonces, comenzó a buscar a hombres que repitieran aquel
mismo momento de vuelta de las tornas: «Yo siempre había sido el activo, el que
imponía su voluntad, pero ahora quiero que me ordenen qué hacer, busco ese
instante en el que todo cambia».
La idea de la guionización sexual no implica que todo esté predeterminado;
Gagnon y Simon tuvieron la precaución de recordar que los guiones nunca son
completos ni exhaustivos, y pueden cambiar a lo largo de la vida. Puede haber
quien varíe cierto aspecto de su orientación sexual debido a un proceso de
cambio interno, y no a la manifestación retardada de un deseo «reprimido».
Resulta interesante destacar, en este sentido, lo relativamente fácil que es que
una mujer justifique el haber elegido tener una relación con otra mujer como la
consecuencia de una serie de decepciones con los hombres, y lo difícil que es ver
lo contrario: un varón que diga que ha elegido tener una pareja hombre tras una
serie de decepciones con las mujeres.
En los guiones siempre faltan líneas, y la colisión entre ellos tiene resultados
imprevisibles. Tomemos el ejemplo del guion de las secuencias sexuales que
hace que estas siempre empiecen con los besos y vayan pasando luego a fases
sucesivas hasta llegar a la penetración genital. No nos dice qué hacer después:
¿deberíamos mantener una conversación amable?, ¿limpiar las manchas de
fluidos corporales?, ¿fumar un cigarrillo (o vapear)?, ¿tomar una copa?,
¿compartir el cuarto de baño (o no hacerlo)?, ¿dejar la puerta de ese baño abierta
(o cerrada)?, ¿hablar de lo que acaba de ocurrir o fingir que, en el fondo, nada ha
pasado? Y durante la secuencia en sí, si hemos tenido contacto oral con el sexo
de la otra persona, ¿debemos besarla justo a continuación o debemos evitar
hacerlo? Si hemos tragado esperma o fluido vaginal, ¿cuál es el protocolo sobre
qué hacer a continuación? ¿Debemos limpiarnos la boca? Si nos han mordido,
¿está bien que mordamos nosotros también?
Todo esto se complica más aún si son más de dos las personas participantes. Un
analizando varón estaba encantado cuando salió por primera vez en el Reino
Unido una aplicación para citas de tríos, pues pensaba que aquello le permitiría
hacer realidad por fin su fantasía (que es también la de otros muchos hombres).
Pero no tardaron en invadirle la confusión y la intranquilidad en cuanto se dio
cuenta de que, en esos encuentros, todos los movimientos, todos los contactos
físicos, todos los besos eran ahora electivos, con el consiguiente riesgo de que
una de las otras dos personas se sintiera excluida. Sencillamente, no había un
guion preestablecido sobre qué orden debían seguir los actos sexuales ante
aquella multiplicación de los participantes. ¿Se estaba entreteniendo demasiado
en besar o lamer a una persona en detrimento de la otra? Esto significaba que
tenía que dedicar lo que él considerase que era una cantidad igual de tiempo a
una persona y a la otra, aun cuando no fuese lo que él desease hacer en aquel
momento. Durante estos actos sexuales, no podía dejar de identificarse con la
persona a la que no se estaba incluyendo en cada momento específico, y se
obsesionaba con crear una situación de paridad, casi como si fuera un padre que
se sentía culpable por favorecer más a un hijo que al otro.
Si los guiones organizan nuestra vida erótica, ¿qué efectos tiene en la sexualidad
el hecho de que se rompan o se inviertan? En los años setenta, muchos hombres
comenzaron a quejarse de que estaban perdiendo la libido porque las mujeres se
estaban volviendo más activas, abiertas y directas a la hora de expresar sus
deseos debido a la progresiva transformación de los guiones de las interacciones
femenino-masculinas. Las carcajadas habituales en los cines porno de la época
se han explicado como un efecto de una erosión de las barreras de clase,83 pero
también podríamos entenderlas como una reacción a esa nueva forma de
expresión del deseo femenino. Cuando los espectadores se morían de la risa al
oír la afectada voz de la actriz Terri Hall diciendo «quiero que me lamas el
coño», es muy posible que lo hicieran por lo sorprendidos que se sentían al
escuchar semejante lenguaje salido de la boca de un personaje aparentemente
culto y de clase alta, pero seguramente la agencia así expresada resultaba igual
de desorientadora (si no más) para el público masculino. Curiosamente, con el
paso del tiempo, se produjo un constante descenso de las risas en los cines
porno, y ver pornografía pasó a ser una actividad más silenciosa.
Los cambios de guion tienen efectos difícilmente predecibles en los diferentes
individuos. Puede que una persona necesite un guion muy pautado para estar
excitada, y que pierda de pronto el interés si ese guion se altera en lo más
mínimo, mientras que a otra la invada una poderosa excitación precisamente en
el momento en el que el guion previsto se rompe. Si uno de los participantes en
el encuentro sexual trastoca la secuencia esperada porque pone su mano en los
genitales del otro antes incluso de que se hayan besado, puede suceder que este
otro participante encuentre increíblemente erótico ese cambio o que se le apague
el deseo de inmediato (o incluso que le parezca que está siendo objeto de una
agresión en toda regla). Así que el hecho de que ambos estén siguiendo un guion
y, de pronto, este se pierda puede causar efectos de gran calado, incalculables
incluso.
Esto, a su vez, tiene importantes consecuencias para el concepto mismo de la
educación sexual. Cuando se enseña qué hay que hacer, qué ocurre, cómo
podemos esperar sentirnos y cómo debemos tratar a las otras personas,
básicamente se está transmitiendo un guion que se nos está instando a aprender y
obedecer. Pero si la sexualidad se forma en nuestras infancias precisamente en
torno a aquello que no se dice, a lo que va quedando escondido y oculto,
envuelto en un ambiente de negatividad y valoración moral, siempre habrá una
dimensión del sexo que choque con los guiones externos: algo que está ligado a
cosas que hayamos entrevisto u oído, o a comentarios informales o improvisados
que han permanecido con nosotros.
El hecho en sí de que el sexo quede reducido a información hace que todo lo que
se diga a las claras resulte insatisfactorio e insuficiente, como vimos con la
descripción que Nora Ephron hacía de su propia educación sexual: que te digan
que el pene se introduce en la vagina no es ninguna explicación. Viene a nuestra
cabeza aquí la escena de la película El sentido de la vida, de los Monty Python,
en la que los alumnos de una clase de educación sexual se dedican a mirar
aburridos por las ventanas del aula mientras el maestro y su esposa copulan
frente a ellos. La dimensión oculta negativa es la creadora de la sexualidad, y de
lo que se trata, pues, es de ver cómo condicionará las prácticas sexuales
posteriores, pero también cómo las hará posibles. La inseguridad de las personas
con su imagen corporal no es la única razón por la que tanta actividad sexual
tiene lugar a oscuras.
Los guiones sexuales pueden tener unos efectos muy poderosos en la cultura.
Veamos, por ejemplo, la cuestión del orgasmo. En la parte final del siglo XX,
este se convirtió en un tema central en casi todas las conversaciones públicas
sobre sexualidad. El orgasmo era algo que los hombres siempre habían dado por
descontado, así que ¿no tenían las mujeres el mismo derecho a experimentarlo?
Se trataba de un debate que podía propiciar un clima cultural en el que la
sexualidad femenina cobrase protagonismo –y esto era positivo–, pero que
también ponía un novedoso énfasis en la bondad de tener orgasmos: si no los
tenías, algo malo te estaba pasando (a ti o a tu pareja, aunque más bien a ti). Ese
foco en el orgasmo trajo consigo un nuevo cálculo de culpas y fracasos que los
terapeutas sexuales advirtieron ya desde un primer momento.84
El propio orgasmo se convirtió en parte de un guion, popularizado en su día por
Masters y Johnson con la secuencia «excitación-meseta-clímax-resolución».
Ellos pusieron especial atención en el orgasmo, en parte, porque era algo que
podía verse y registrarse, y, de hecho, lo identificaron con unas determinadas
contracciones musculares involuntarias pese a que ya entonces era bien sabido
que las mujeres pueden experimentar orgasmos sin presencia de tales señales
conductuales. También existía sobrada constancia de que, en los varones, la
eyaculación y el orgasmo no son un único proceso fisiológico continuo, y que
puede producirse la una sin el otro y viceversa. Aun así, Masters y Johnson
optaron por la simplificación y el sexo pasó a significar a partir de entonces
transitar esos sucesivos umbrales fisiológicos ordenados en forma de guion
lineal.85
El sexo, tal como señalaron Gagnon y Simon, adquirió así cierta estructura
aristotélica, como si se tratara de algún tipo de representación teatral o drama,
aunque sin la presencia de la categoría del obstáculo que los teóricos de la
dramaturgia consideraban necesaria para que las tramas funcionasen bien en
escena. Y, como en una obra de teatro, las emociones y los estados de excitación
también podían (y puede que hasta tuvieran que) fingirse. Y si, durante siglos,
fingir la virginidad había sido una cuestión muy seria, dado lo mucho que estaba
en juego si se perdía, el énfasis pasó de pronto a la simulación orgásmica, y
cuanta más presión había para ajustarse al nuevo guion del orgasmo, más
obligadas se sentían las mujeres (y, en ocasiones, también los hombres) a
fingirlo. Esto se integró hasta tal punto en la práctica sexual establecida que,
cuando la escritora francesa Marie Darrieussecq publicó un relato sobre una
mujer que finge no tener orgasmos, la reacción general fue de absoluta
incredulidad.86
A partir del momento en que el sexo adquirió esta nueva estructura dramática,
pasó a ser posible, lógicamente, fallar o fracasar en cada uno de los puntos de la
secuencia, y los problemas sexuales comenzaron a identificarse enseguida con
las ansiedades por miedo escénico. Podríamos traer a colación las figuritas
mamesuke características del arte erótico japonés, que se colocan alrededor de
los amantes y llevan inscritos comentarios como «no le está saliendo muy bien,
¿a que no?» o «ahora ya es un poco tarde para eso, ¿no te parece?».
Contemplando traviesas la escena desde debajo de las esteras o desde la cima de
las pantallas, son la materialización humorosa de la idea de que el sexo es una
actuación o una demostración en la que nos sentimos constantemente analizados
y evaluados.
Pero si, como sociedad, habíamos convertido nuestros momentos más íntimos en
pruebas o demostraciones, no es menos cierto que el nuevo imperativo desde
finales de los años sesenta y durante la década de los setenta era el de que
practicáramos sexo sin tratar de rendir a ningún nivel determinado ni de
demostrar nada. De este modo, según el psicoanalista Bernard Apfelbaum, la
gente que se sentía avergonzada por no ser capaz de rendir también se sentía
turbada por el hecho mismo de querer rendir. Pero esto último era algo mucho
más difícil de conseguir para una persona que, por ejemplo, demostrar su
virilidad, pues demostrar que no estás demostrando nada es, básicamente,
imposible. El sexo sin un guion que interpretar estaba, pues, más guionizado si
cabe, y se cobraba un peaje mayor aún de sus intérpretes, como algunos de los
terapeutas sexuales más perspicaces notaron ya por entonces. Cuando se decía
que la esencia del sexo no era sino la intimidad, se estaba dando el criterio
mismo conforme al que puntuar la prueba en cuestión, y, como bien añadía
Apfelbaum, ¿de qué servía decirle al paciente de una terapia sexual que le tenía
miedo a la intimidad? ¡Como para no tenérselo!87
Quizá sea ese énfasis en el rendimiento y en la evaluación lo que explique la
ciertamente extraordinaria transformación en las estadísticas de duración del
sexo penetrativo que se observó a principios de la década de 1970. Si Kinsey
había descubierto unos veinticinco años antes que la duración media del coito
peniano-vaginal no llegaba a los dos minutos, cuando Morton y Bernice Hunt
realizaron su estudio de las prácticas sexuales estadounidenses en 1973, esa cifra
se había alargado hasta los doce minutos (¡sin incluir los preliminares!). Si nos
fijamos en los datos, vemos que fueron en realidad los hombres los que dijeron
que eran doce, y que las mujeres la situaron más bien en quince, lo que da a
entender que a ellas la experiencia se les hacía más larga (puede que incluso
demasiado larga).88 Fuera como fuere, las cifras recientes paran ahora el
cronómetro en torno a los cinco minutos, así que, o bien tenemos que acogernos
a la hipótesis de un extraño cambio sociobiológico temporal en la especie
humana a principios de los setenta, o bien (como resulta más probable)
deberíamos ver en las infladas cifras de aquel entonces un reflejo de un
novedoso énfasis en el rendimiento y la evaluación.
Podríamos traer a colación aquí una vieja historia que se contaba sobre una clase
de educación sexual en un colegio para chicas de Nueva Inglaterra. Un día, tras
detallar los peligros del sexo prematrimonial y de las catastróficas consecuencias
que este podría acarrear, la directora concluyó su lección con una advertencia:
«Así que piénsenselo mucho, piénsenselo dos veces incluso, cuando un hombre
las importune y pregúntense: “¿De verdad vale la pena todo esto por solo una
hora de placer?”». Cuando abrió el turno de dudas y preguntas, se oyó la voz de
alguien desde el fondo del aula: «Señora, ¿y cómo se consigue que dure una
hora?».
La diferencia en el tiempo requerido en hombres y en mujeres para alcanzar el
orgasmo complicaba más aún la idea de una explosión simultánea de placer. Las
primeras generaciones de psicoanalistas, con su separación canónica entre
orgasmos clitorianos y vaginales, no habían sido precisamente de gran ayuda en
este terreno, aunque algunos autores y autoras, como Marjorie Brierley, habían
discrepado y habían puesto el énfasis más bien en la coordinación entre vagina y
clítoris.89 Según el dogma popular, una mujer debía aprender a transitar desde la
sexualidad clitoriana –inmadura y hombruna– de la infancia hacia la nueva
sexualidad vaginal de la adultez, y a desplazar de ese modo el grueso de sus
terminaciones nerviosas físicas más sensibles del primer punto de su anatomía al
segundo. Freud postuló que la función sexual de muchas mujeres estaba
«menoscabada» por el hecho de haberse aferrado a la excitación clitoriana, y que
la receptividad vaginal marcaba la transición hacia la feminidad.90 Freud, que
escribió su obra en una época en que el orgasmo femenino todavía no gozaba del
reconocimiento (y la comercialización) popular que recibiría décadas después,
puso más énfasis, pues, en las zonas (o preferencias) erógenas que en el orgasmo
en sí.
Algunos psicoanalistas, por el contrario, sostenían que la sensibilidad vaginal
estaba ya plenamente presente en la primera infancia, y que ambas formas de
excitación conservaban su importancia durante toda la vida. Las tesis tanto de
los unos como de los otros quedaron aparentemente refutadas a mediados de la
década de 1960 cuando Masters y Johnson postularon que lo clitoriano y lo
vaginal eran básicamente lo mismo a efectos anatómicos, y que la estimulación
clitoriana era el origen de ambos tipos de orgasmo. El movimiento de émbolo
del pene impactaba en el tejido blando perineal adyacente al capuchón clitoriano
y, a partir de ahí (y de manera indirecta), en el propio glande del clítoris.91 Los
educadores sexuales daneses Inge y Sten Hegeler habían defendido ese mismo
argumento en su libro ABZ of Love unos años antes, pero para que ese mensaje
suyo trascendiera tuvieron que esperar a la llegada de la ya mencionada
investigación estadounidense, con su relumbrante envoltura científica y sus
autores de bata blanca. Al mismo tiempo, la psiquiatra Mary Jane Sherfey –
famosa por haber definido el uso de vibradores como un tipo de «ninfomanía sin
promiscuidad»– destacó la unidad biológica formada por el clítoris y el tercio
inferior de la vagina, y Shere Hite explicó en su muy leído Informe de 1976 que
la penetración vaginal simplemente propagaba las sensaciones producidas por la
excitación clitoriana directa o indirecta.92
En estudios posteriores se mostró que el clítoris era mucho más que un aislado
«botón del placer», y que contaba con unas raíces y unas patas considerables que
se extendían a lo largo de los labios vaginales y por el interior de estos, así como
por varias zonas de la pared de la vagina. Más que con un guisante –como el que
aparece en el cuento de la princesa que podía sentirlo aun por debajo de todos
aquellos colchones–, comenzó a ser comparado con una personita de largos y
sinuosos brazos (como esos muñequitos adhesivos que se lanzan contra las
ventanas o las paredes, a las que se pegan, y van descendiendo luego poco a
poco por ellas) o incluso con un pulpo. Cuanto más se investigaba y se
representaba gráficamente la anatomía y la inervación del clítoris, más autoras y
autores sostenían que el llamado orgasmo vaginal no es más que un producto del
impacto de la raíz clitoriana sobre la pared anterior de la vagina. Caso cerrado.93
Aquí el guion cultural tiene unos efectos directos sobre la vida sexual, pues las
personas aprenden a evaluar sus sensaciones y sus acciones en función de lo que
las autoridades científicas les dicen sobre la mecánica del cuerpo humano. Pero
este tipo de hechos y datos puede ser de ayuda y puede también no serlo. Hay
personas que han sufrido lesiones espinales que bloquean en la práctica toda
transmisión nerviosa desde los genitales y que, aun así, dicen experimentar
orgasmos,94 y por lo general, existe una diferencia de entre dos y cuatro
segundos entre la sensación del orgasmo y los cambios fisiológicos concretos
que Masters y Johnson constataron en su día.95 También algunas mujeres
lactantes dicen haber experimentado algún orgasmo ocasional sin que haya
mediado estimulación genital alguna, como también dicen haberlos tenido
algunas mujeres en plena retirada de la morfina.
Un orgasmo (acompañado de todos sus síntomas característicos de esfuerzo
físico y escalada cardiorrespiratoria) también puede producirse incluso en
ausencia de movimiento corporal alguno: solo con la atención visual a una
película excitante, por ejemplo. Las mujeres pueden alcanzar el clímax viendo
porno o imaginándose una fantasía, sin ninguna estimulación genital, algo que,
por lo general, los hombres son incapaces de conseguir (salvo en algunas
contadas y célebres excepciones, como Jean Cocteau o Samuel Johnson). La
activista y artista de performances Carol Queen explicaba que, si el cliente le
transmitía la energía sexual adecuada, ella podía llegar al orgasmo solo con que
le acariciara el pie en plena actuación en un peep show.96 Sean cuales sean los
dictados del guion cultural –que, en la actualidad, suelen estar revestidos de
aquella pátina biológica típica del enfoque de Masters y Johnson–, lo cierto es
que la experiencia real del orgasmo en las mujeres difiere de aquellos en muchos
casos. Así que, en vez de decirles que son ellas las que seguramente se
equivocan, como algunos expertos tienden a hacer, seguramente merece mucho
más la pena escuchar qué es lo que las propias mujeres tienen que decir.
Cuando de orgasmos se trata, las mujeres tienden a diferenciar entre distintos
tipos de experiencia. La popular dicotomía vaginal-clitoriana funciona como
marco de referencia en ese sentido, pero es un marco contradictorio, además de
reductivo, pues existen innumerables permutaciones del mismo, y sorprende
ciertamente ver cómo el vocabulario usado para una de ellas puede ser el mismo
que el que se emplea para otra bien distinta. El orgasmo clitoriano puede ser
calificado de «más intenso», «agudo», «espectacular», «eléctrico» o «ardiente»,
y el vaginal de «menos intenso», «profundo», «palpitante» o «relajante», pero
esos mismos términos pueden ser aplicados luego por otras mujeres para
referirse a las experiencias justamente contrarias en apariencia. Los orgasmos
inducidos vaginalmente fueron descritos como «más fuertes» por un cuarenta
por ciento de mujeres en un estudio, y como «más débiles» por un cuarenta y dos
por ciento.97 Años antes de esa investigación, Herschberger ya había advertido
que las categorías binarias no servían de marco apropiado para estudiar la
sexualidad femenina,98 y Selma Fraiberg había destacado la «asombrosa riqueza
de vocabulario» de las niñas y adolescentes para distinguir entre las sensaciones
asociadas con la exploración vaginal y otros tipos de «sensación agradable».99
Aunque culturalmente se tiende a equiparar el orgasmo femenino con una
experiencia de éxtasis, lo cierto es que también se puede sentir como algo
adormecido o no deseado, alejado del cuerpo incluso: algo que se podría
describir como «ajeno», «extraño» o «muerto».100 Entre quienes estudian esto
en términos binarios vaginal-clitorianos, se ha llegado a afirmar que el orgasmo
vaginal se correlaciona más directamente con una visión del mundo en la que la
emoción, la tensión y la excitación son mínimas, lo que, a su vez, se considera
una refutación del viejo dogma psicoanalítico según el cual las mujeres
«vaginales» serían más maduras o estarían mejor adaptadas que las de
orientación clitoriana. La mayor parte de estas investigaciones han llegado a
conclusiones harto dudosas, pero, por lo menos, cabe reconocerles el mérito de
que se hicieron con la intención de cuestionar la segregación de las mujeres en
categorías diferenciadas bajo el criterio de evaluadores masculinos.
De hecho, en las encuestas sobre satisfacción sexual, las mujeres consideran casi
siempre el orgasmo como algo secundario, y solo una de cada cinco lo valora
como la fuente más importante de placer sexual. En las relaciones con hombres,
el orgasmo femenino posiblemente no se produce más que en un veinticinco por
ciento de las veces.101 El aprendizaje masculino que lleva a muchos hombres a
ver en la eyaculación peniana tanto el culmen como el punto final del contacto
sexual tiende a hacer que no presten atención ni a la naturaleza multilocalizada
de la excitación femenina ni a las fuentes no genitales del placer.102 Cuanto más
tengan los hombres una concepción hidráulica de la sexualidad, en la que el
orgasmo sea un liberador de la tensión acumulada, menos atentos estarán a la
dimensión del significado y a los efectos que esta puede tener en la excitación
femenina. La confianza, después de todo, es un significado que puede ser,
además, el factor habilitador clave del placer sexual en ciertos casos.
Contrariamente a lo que argumentaron Masters y Johnson, Josephine e Irving
Singer subrayaron la importancia de esta dimensión emocional, en la que el
sentido de los actos sexuales es indisociable de su fisiología. A la vez que
cuestionaban las definiciones simplistas y arbitrarias del orgasmo femenino,
destacaron la multiplicidad de formas de este y pusieron en entredicho su
errónea equiparación con las contracciones perineales o vaginales involuntarias:
un orgasmo no es menos «real» si no viene acompañado de convulsiones
musculares. Estas pueden producirse, además, sin que la mujer tenga sensación
alguna de placer, pero los estudios de laboratorio sobre sexo no pudieron tener
en cuenta la cuestión de la satisfacción porque no contaban con un modo de
evaluar el papel de la emoción.103
Tratando de trascender la dicotomía vaginal-clitoriana, los Singer distinguieron
entre tres tipos de orgasmo: vulvar, que se manifiesta en forma de contracciones
musculares a partir de la estimulación clitoriana; uterino, que se caracteriza por
reacciones emocionales y jadeos, seguidos de contención del aliento, pero sin
contracciones; y mixto, que es una combinación de las dos formas previas, con
contracciones y apnea acompañadas de una sensación de «agitación» más
profunda que la de un orgasmo vulvar (tal como lo describió una mujer: «Mi
vagina traga una o dos veces y entonces tengo un orgasmo»).
Los cambios en la respiración que caracterizan a las formas uterina y mixta
implican lo que los Singer llaman un «desplazamiento laríngeo»: las breves
apneas repetitivas en las que cada bocanada añade aire al que ya hay retenido en
los pulmones hacen que la posición de la laringe descienda y retroceda a la vez,
lo que produce una sensación de «estrangulamiento en éxtasis». A continuación,
el cricofaríngeo (el esfínter esofágico superior) recupera rápidamente su posición
de reposo y el aliento retenido sale con una exhalación explosiva. La secuencia
es muy distinta de la hiperventilación jadeante típica del orgasmo vulvar. Igual
que Teofrasto sugirió en su día clasificar las flores por su olor y no por la forma
y el color de sus pétalos, el trabajo de los Singer nos invita a clasificar los
orgasmos no en función del área genital estimulada, sino por sus patrones
respiratorios diferenciados y por su repercusión emocional.
De hecho, esto que ellos denominaron desplazamiento laríngeo es algo que se
produce también cuando se siente pena, sorpresa, miedo o alegría, y de ahí que
algunas mujeres hayan descrito el orgasmo como «pura emoción». En palabras
de Doris Lessing, «un orgasmo vaginal es solo emoción; nada más. Se
experimenta como emoción y está expresado en sensaciones que no pueden
distinguirse de las emociones». Puede que le sigan incluso algunas lágrimas y
sollozos, y la propia Lessing señalaba que la expresión facial que acompaña a
este tipo de orgasmo es la propia del miedo, con las comisuras de los labios
retraídas, mientras que, cuando se tiene un orgasmo clitoriano, se enseñan los
dientes y se frunce el ceño, como cuando se siente enfado.104
Los hombres suelen quedarse perplejos ante esta curiosa amalgama de lágrimas,
pena y alegría que puede acompañar al orgasmo femenino, reacciones que rara
vez siguen a la eyaculación masculina y que, de hecho, pueden impedir o
interrumpir una erección. Cuando exploramos un poco más a fondo la cuestión,
solemos encontrarnos con que las lágrimas indican una arraigada sensación de
pérdida potencial no del pene de ese hombre con el que están, sino de la
presencia, la vida y el amor de dicho hombre. El hecho de experimentar tan
poderosa e incomparable intimidad –algo que puede ocurrir con igual o incluso
superior frecuencia en las relaciones sexuales entre mujeres– lleva casi
literalmente aparejado el fantasma de su pérdida, y con ello, posiblemente, una
sensación temporal de pena. Pero es una pena que también puede inducir otras
emociones igualmente complejas.
Una mujer que seguía terapia con Edrita Fried le explicó que, a veces, sentía a su
pareja «demasiado cerca» –tanto como para que ella se preguntara «¿quién
soy?», «¿dónde estoy?»– y tendía a refugiarse en relaciones breves con amantes
varones, precisamente para protegerse de la aterradora sensación de perderse a sí
misma en la intimidad: «Me asustan menos porque no hay cercanía». Cuando se
acercaba demasiado, decía, «deja de haber un yo».105 Una paciente de Edith
Jacobson hizo una maravillosa descripción sobre esta cuestión de los límites,
pues diferenció entre la cercanía, la semejanza, la identificación y la unicidad:
«Cercana es cercana, como yo ahora contigo; cuando eres como alguien, solo te
pareces a esa otra persona, pero tú y él sois dos; la identificación es cuando tú
eres idéntica a él, pero él todavía es él y tú eres tú; pero en la unicidad ya no
somos dos: somos uno solo, y eso es horrible, ¡horrible!», exclamó mientras se
incorporaba de un salto del sofá, llevada por un repentino pánico.106
Si la fusión de los límites puede resultar terrorífica, la hostilidad hacia la pareja
sexual puede formar parte de la experiencia misma del sexo y, de hecho, es muy
habitual encontrarnos con esta sensación de reproche acompañada, al mismo
tiempo, de cierta forma (diferente tal vez) de odio. Una analizanda decía que se
masturbaba sin imaginarse fantasía alguna más que un intenso sentimiento de
odio hacia su madre, «como si la estuviera odiando con mi clítoris». Esto es
bastante infrecuente, pero lo cierto es que otros psicoanalistas han advertido
también hasta qué punto el odio puede fundirse con la excitación. En un famoso
pasaje de su libro Delta de Venus, Anaïs Nin escribió: «El orgasmo había sido
tan intenso que ella pensó que enloquecía de un odio y de una alegría que nunca
había conocido».107 ¿Se trata del odio generado por la pérdida de límites o de
otra cosa?
La cuestión de la simulación del orgasmo nos deriva a su vez hacia una cuestión
más amplia como es la de la verdad y la autenticidad. Como bien sabían los
terapeutas sexuales de los años setenta, los nuevos imperativos del movimiento
proautenticidad que nos instaban a «ser sinceros» y «honestos con nosotros
mismos» no hacían más que trenzar nuevos nudos de sujeción en torno a los
individuos.108 La persona podía volverse más cohibida en el sexo al tratar
precisamente de librarse de toda su vergüenza e inhibición. Los juegos de
interpretación de roles sexuales resultaban particularmente atractivos para tratar
este problema, pues lo cortocircuitaban: todos los participantes estaban
actuando, por lo que, automáticamente, el sexo dejaba de incorporar el
mandamiento de que fueran genuinos. Hoy muchos continúan considerando que
ese roleplaying es el modo óptimo de comunicarse sexualmente con otras
personas, pues la conciencia de uno mismo (o una misma), la vergüenza y la
actuación dejan así de ser anomalías y pasan a formar parte del propio guion.
Pero incluso en el contexto de una interpretación de roles, el orgasmo es algo
que se supone que debe ser genuino; por lo tanto, la cuestión de la verdad no se
elimina por completo. Cuando los adultos representan situaciones de médico-
paciente, maestro-alumno o jefe-empleado, los microdramas que interpretan
tienden a culminar en un orgasmo que es aparentemente auténtico: el marco de
referencia artificial garantiza la activación de la excitación no artificial. Es
interesante destacar que casi todos estos roleplays consisten en interpretar
escenas que, en la vida real, desembocarían en quejas profesionales, o
conllevarían un serio descrédito reputacional o incluso penas de prisión, porque
implican la transgresión de límites interpersonales o la explotación de relaciones
de poder por parte de unos participantes a costa de otros.
Estos juegos de interpretación de roles están hoy extraordinariamente
extendidos; su generalización podría guardar una relación directamente
proporcional con la creciente seriedad con la que ahora se tratan los límites (y,
por lo tanto, los tabúes) profesionales en la sociedad. La doble moral que ahí se
aprecia puede ser algo más que simple hipocresía: puede formar parte de la
estructura misma del mundo social, que actúa como refractante del deseo.
Comparemos, por ejemplo, las reacciones horrorizadas ante los casos de
pedofilia (y la violencia que se vuelca sobre sus perpetradores) con el hecho de
que el producto más vendido en la mayoría de sex shops occidentales –después
de los contenidos impresos y audiovisuales y de los vibradores– sea el uniforme
de colegiala.
Esto nos lleva a la pregunta clave: ¿cómo puede demostrarse la autenticidad del
orgasmo? ¿Cómo podemos saber a ciencia cierta que la otra persona lo está
sintiendo y no simulándolo sin más? Un hombre que creció en la burbuja del
amor incondicional de su madre pagaba a prostitutas para que realizaran
prácticas diversas que él culminaba en todos los casos induciéndoles náuseas. Él
explicó así la lógica de aquel aparente sadismo: todo lo que hacía siempre
recibía el elogio de su madre, por lo que, literalmente, no podía hacer nada mal,
y eso lo llevaba a que su vida entera le pareciera irreal. «Nada era verdad, todo
era una farsa». Las arcadas que le provocaba a una mujer, por el contrario, eran
algo que no se podía fingir: eran la única prueba que él tenía de algo que era real,
de algo genuino que él mismo había causado; significaban hallar un punto de
veracidad en una mujer como él nunca había podido encontrarlo en su madre.
El dolor aquí infligido a la mujer podría sin duda calificarse de sádico, si bien el
objetivo consciente no era provocar sufrimiento, sino generar verdad. Hay otros
casos en los que la angustia y el padecimiento del copartícipe en el encuentro
sexual sí son, en realidad, el resultado deseado, y Sade creía que, puesto que una
mujer podía fingir una sensación de gozo, pero no una de dolor, este último era
la más elevada forma de actividad sexual. De hecho, «fabricarse» a alguien fue,
en tiempos, un verbo usado para referirse al coito en sí.109 Hay ahí una
diferencia que es importante desde el punto de vista clínico: la búsqueda del
reflejo nauseoso trataba de hallar un punto de autenticidad, de realidad, mientras
que los casos en los que el objetivo es producir sufrimiento implican obtener un
placer con el propio daño causado, una excitación ligada al dolor. En estos casos,
solemos encontrar una historia de violencia durante la infancia, un episodio (o
un conjunto de ellos) en el que la persona, lejos de ser amada
incondicionalmente, fue torturada o victimizada por padres, madres, hermanos o
hermanas.
Si el amor ha estado ausente o ha sido puramente condicional, puede resultar
difícil (cuando no imposible) que el niño o la niña sienta que ha podido afectar
de algún modo a su padre o madre, y que, por lo tanto, le parezca que la única
opción a su alcance sea la de infligir dolor o, en algunos casos, llevar a sus
amantes al límite. Solo entonces puede sentir que existe realmente, en ese
efímero instante de furia contra (o de desesperación de) la otra persona. Un
hombre que había disfrutado estrangulando a soldados alemanes con un hilo de
alambre en el gueto de Varsovia descubrió, muchos años después, que su
excitación sexual cristalizaba en una situación muy particular. Se subía a su
coche y conducía en busca de una barbería tradicional. Cuando la encontraba,
entraba y pedía un afeitado en mojado. Al terminar, él decía que no había
quedado todo lo apurado que quería y pedía que se lo volvieran a hacer, y así
repetidas veces. Él eyaculaba finalmente bajo la capa de corte justo en el
momento en que sentía que el barbero, tras sucesivas repeticiones del afeitado,
ya no lo podía soportar más y estaba a punto de perder el control. A
continuación, pagaba y regresaba a casa.110
La excitación en este caso iba ligada tanto al riesgo de morir –se imaginaba que
la exasperación del barbero podría ser tal que terminaría por tajarle el cuello con
la navaja– como a la imposición de sus propias órdenes por encima de la
subjetividad del barbero hasta un extremo insoportable para este. Su propio
control y su miedo a que el otro se descontrolara convergían en un mismo punto:
el momento que le procuraba el orgasmo. Bien podríamos preguntarnos,
entonces, qué nos dice esto a propósito del orgasmo en sí: ¿deberíamos verlo
como una experiencia de placer y satisfacción o como un tratamiento para la
ansiedad y el terror? ¿O bien deberíamos concluir, quizá, que, en casos como
este, no existe una diferencia real entre lo primero y lo segundo?
El papel del dolor en la vida sexual es algo que no se puede predecir a partir de
la historia de la infancia de un individuo. No existe ninguna regla que establezca
que la persona a la que se ha infligido un gran dolor en alguna época anterior
optará posteriormente por infligírselo a otras, o buscará que se lo inflijan de
nuevo a ella misma. Las vicisitudes de la historia de cada ser humano influyen
en esa elección, que también puede ser la de la evitación radical del dolor. Los
guiones pueden cambiar y rara vez se transmiten inalterados de una generación a
la siguiente, del mismo modo que las obsesiones –como la de provocar la náusea
de la otra persona– pueden aparecer por efecto de sucesos azarosos y no suponer
una condición clave para la excitación hasta un tiempo después.
Pero los escenarios sexuales sí ocupan un lugar especial en todo esto, pues
representan momentos de intimidad favoritos o muy especiales. Lo que esto
quiere decir es que, de ese modo, se convierten en escenarios particularmente
idóneos en los que interpretar dramas de aceptación y rechazo, en los que la
persona es elegida primero y abandonada después. Si alguien se ve privado en su
vida cotidiana del poder de, por ejemplo, humillar a otros individuos, el sexo
puede terminar siendo el único espacio donde esa humillación se vuelva
momentáneamente posible. Ahí se puede establecer una relación de poder –y
disfrutar de ella, por breve que esta sea– en la que la persona probablemente
ocupe las dos posiciones a la vez: la de quien es humillado y abandonado, y la de
quien humilla y abandona.
La pista de la existencia de una dualidad de posiciones nos la puede dar muy
claramente la emoción posterior: me refiero en concreto a la culpa y, a menudo,
también a la risa. En los famosos experimentos de Milgram en los que se pedía a
participantes varones que administraran descargas eléctricas a otros individuos
como ellos presionando interruptores con etiquetas como «descarga intensa» o
«peligro: descarga muy fuerte», él mismo advirtió entre quienes iban
incrementando el voltaje (que eran la mayoría de los participantes, por cierto)
que, mientras lo hacían, se reían a veces de forma descontrolada: «la risa parecía
totalmente fuera de lugar, grotesca incluso». Aquella era presumiblemente una
señal de su identificación con sus víctimas, como si estuvieran en ambas
posiciones a la vez. Al comentar esta cuestión, Gershon Legman recordó que, al
parecer, el personal de los campos de concentración encargado de bombear el
Zyklon B en las cámaras de gas nunca se reía.111 No había en aquellas personas
el desdoblamiento propio de esa risa, pues, de hecho, tampoco se sentían
divididas por identificación alguna con sus víctimas: tal vez por eso podían hacer
su trabajo con tanta facilidad.
Veamos ahora cómo esta dinámica de guiones y obligaciones puede funcionar en
el caso de los varones en la infancia. La mayoría de teorías y explicaciones
señalan que, en las sociedades patriarcales, a los niños tradicionalmente se les ha
socializado desde el principio para que valoren la agresividad y el dominio. El
pene es un arma que usar a ese efecto, y el sexo se entiende como un acto de
posesión. Al mismo tiempo, el placer femenino es algo a lo que se presta muy
poca atención; el cuerpo de la mujer es visto como un mero vehículo del placer
masculino y nada más. Se trata de una versión de la sexualidad masculina en la
que existe una distancia bastante corta entre el coito y la violación.
No cabe duda de que esta concepción de la sexualidad masculina (y de la
diferencia de poder en la que está basada) ha estado muy extendida y sigue
estándolo. Se calcula que, por cada broma o chiste en el que se atribuye al pene
cierta capacidad para dar placer a la mujer, hay diez en los que se usa como arma
para dañarla, empalarla o matarla. Pero lo que han descubierto los antropólogos,
los historiadores y los psicoanalistas es que, bajo la superficie, hay mucho más
aún. La conducta superficial, además de variar cultural y temporalmente, no
siempre nos revela lo que está verdaderamente en juego, y quizá lo primero que
cabría decir en ese sentido es que todas las orientaciones sexuales humanas se
basan en el miedo y no en ningún instinto copulatorio innato.
Esto es algo que se pone muy de manifiesto en la siguiente descripción que hacía
de su propia posición alguien de solo siete años: «Me interesa mucho la
sexualidad. Yo soy una persona no binaria, pero puedes ser trans, queer, lesbiana,
hetero, bisexual u homófobo». La homofobia se entiende ahí como una
orientación más, como si el miedo y el prejuicio pudiesen ser elementos
definitorios de la identidad sexual. Los guiones sexuales pueden incorporar y
transmitir tales temores con el objeto de crear y mantener límites y de
proporcionarnos una brújula, una guía para movernos por el aterrador paisaje de
cambios en nuestros propios cuerpos y de interacciones con los de otras
personas. En el caso de los niños (varones), está el conocido miedo a padecer un
daño físico –que, como es bien sabido, Freud identificó con la castración–, pero
también está el más arcaico terror a la penetración genital, anal y abdominal.
Los pequeños de entre dos y tres años son especialmente expresivos a la hora de
mostrar su preocupación por que alguien o algo transgreda sus límites
corporales, y entre los potenciales agresores suelen identificar a animales o a
personas malas que muerden y devoran. La mayoría de cuentos que los niños
imaginan en torno a esas edades implica algún daño o mutilación, y algunos
investigadores han apreciado cierto regodeo en las atrocidades narradas, en las
que aparecen niños que manejan armas que perforan y penetran. A los cinco
años, las amenazas ya han adquirido un carácter más abstracto: los niños hablan
entonces, por ejemplo, de terremotos, inundaciones, incendios, tsunamis o
guerras nucleares, y los personajes peligrosos de sus relatos ya no son tan
identificables. Ellos describen desgracias con mucha mayor frecuencia que las
niñas, aunque estas parecen más interesadas que los niños por remediar o curar
las cosas malas que ocurren y por entender exactamente cómo ocurrieron.112
La pérdida de partes corporales es una temática mucho más común en niños que
en niñas, y, cuando llegan a la adolescencia, los chistes y las «historias reales»
tienden a centrarse ya en las lesiones genitales, la penetración anal o en
accidentes horribles y mutilaciones. La rapidez con la que se pasan estos
chascarrillos unos a otros y con la que circulan entre ellos da fe de la presión que
sienten para difundir al máximo la angustia y la culpa evocadas por los
pensamientos sexuales. Y, al mismo tiempo, crea unos frágiles sistemas de
membresía a través de la afirmación de unas ansiedades compartidas y de la
exclusión y denigración de las chicas y las mujeres.113
Mientras investigaba para este libro, me sorprendió descubrir que la práctica
totalidad de estudios sobre límites corporales realizados de los años cincuenta a
esta parte venían a decir que la sensación masculina de porosidad en sus propios
límites corporales era mucho mayor que la femenina.114 A mí me pareció que
esto chocaba no ya con los trabajos psicoanalíticos, en los que se ponía especial
énfasis en la ansiedad que rodea a la penetración vaginal, sino incluso con la
aparente atención que muchas mujeres dispensan a la superficie de sus cuerpos,
reforzada a su vez por la industria de los cosméticos, así como con el dilatado
historial de ritos y costumbres dirigidos a mantener los límites corporales
femeninos, como puede verse en la tradicional insistencia en que la mujer llegue
virgen al matrimonio.
Sabemos que, de todos modos, esta virginidad tendía a ser puramente aparente,
percibida de puertas para fuera, pues un elevado número de los matrimonios
eclesiásticos –entre un veinte y un cincuenta por ciento de ellos en tiempos de la
Edad Moderna– se celebraban estando la novia ya encinta,115 y algunos grupos
sociales optaban incluso por seleccionar a una única mujer que retuviera su
virginidad física para convertirla en un símbolo, y eliminar así las sanciones
sobre las otras por practicar sexo prematrimonial. Este foco sobre la virginidad
«pública» puede concebirse como un efecto de los imperativos sociales
masculinos; de hecho, solo en fecha muy reciente ha empezado a considerarse la
violación como un delito contra las mujeres en sí, en vez de como un crimen
contra el hombre dueño de la mujer violada. En muchas culturas, la pérdida de la
virginidad suponía una pérdida o un menoscabo del valor socioeconómico de la
novia, y los castigos correspondientes iban desde la ejecución del culpable hasta
la imposición de una fuerte pena económica.
Curiosamente, aunque parezca que ya hemos dejado atrás todo eso en nuestros
muy civilizados tiempos actuales, la inversión en pureza virginal sigue siendo
abundante y generalizada: en las bodas, el velo de la novia es un claro símbolo
de la membrana himenal, y la rotura de platos y de copas que forma parte del
festejo nupcial en numerosas culturas representa el rasgado del sello de la
virginidad. Y como ya señalara Gershon Legman, también el gesto de llevar a la
novia en brazos para atravesar el umbral de la casa o del dormitorio simboliza el
hecho mismo de cruzar el umbral de la propia novia.116 Incluso en el
supermercado, muchos productos incluyen un mensaje que pide a los clientes
que devuelvan el artículo si ven que tiene el precinto de garantía roto, lo que sin
duda es un vestigio de ese culto a la integridad del himen.
Pero la porosidad del cuerpo masculino es algo que no debería subestimarse;
podrían ocurrírsenos múltiples ejemplos de imágenes culturales actuales que
vienen al caso en las que se representa un cuerpo dentro de otro, que es robótico
en el caso de sagas como Avatar o Pacific Rim. Además de potenciar las
capacidades del hombre, el exoesqueleto le proporciona un envoltorio corporal
rígido que crea una frontera sólida frente a una potencial invasión. Incluso la
enseña tradicional del poder masculino, el falo, puede ser un conducto de entrada
de muchas de esas vulnerabilidades, como podemos ver en el tópico, común en
bastantes sueños, del pene que se puede abrir y penetrar a través de la uretra.
Además de la mencionada duplicación del cuerpo, hay también fantasías
infantiles frecuentes con la idea de un pene encerrado en el interior de otro.
El miedo a la invasión puede vincularse con fuerzas tanto externas como
internas. Un pequeño paciente de Selma Fraiberg era perfectamente consciente
de que, sin el esperma y la fecundación, no podía haber embarazo, pero daba por
sentado que, en los hombres, el esperma se almacenaba en el propio pene, y
explicaba que, igual que había que cortar el cuerpo de la madre para abrirlo y
sacar el bebé que alojaba en su interior, también había que cortar el pene para
que dejara salir el esperma, que él se imaginaba que debía de ser del tamaño de
una canica. Esta exageración la había sacado de un libro sobre la reproducción
humana que su madre le había leído y en el que se afirmaba con toda claridad
que la imagen (del tamaño de una canica) había sido tomada con un
microscopio, y que los espermatozoides en sí eran demasiado pequeños como
para verse a simple vista.117 Sus angustias sobre el cuerpo habían condicionado
qué parte de toda aquella información había podido absorber y cuál no, pero eso
apenas había atenuado su terror a sufrir un daño en el pene.
Es posible que la violencia sea muchas veces el resultado de ese empeño en
mantener firmes las frágiles fronteras corporales. Los niños tienen unos miedos
terribles a que les dañen alguna parte del cuerpo y a que les revienten y se les
salgan las vísceras. Temen ser invadidos por el pene de otro varón; incluso
podría argumentarse que la sexualidad masculina consiste en una compleja
estructura cuya finalidad principal es defenderse frente a esos terrores
tempranos. Los miedos en sí pueden venir originados por el manejo parental del
cuerpo del pequeño y por las actitudes del padre o la madre hacia este, o por el
temor a represalias si se enrabian con ese padre o esa madre, o por ciertas formas
arcaicas de identificación con la madre (que el niño asume que está abierta a la
penetración). Cuando el protagonista de la película Ted le cuenta a su osito de
peluche parlanchín que tiene previsto algo muy muy especial para su novia, el
peluche presupone que quiere decir penetración anal, como si esto último
marcase el horizonte de todos los demás actos sexuales.
No debemos olvidar que tanto los niños como las niñas comienzan sus vidas en
tal proximidad con la madre que las identificaciones con esta son seguramente
inevitables: pero mientras que la niña posiblemente no siente esa presión por
cambiarle el sexo, a los niños se les socializa para separarse de ella, para que
dejen de identificarse con ella, un proceso en el que se recurre a menudo a ideas
culturales sobre la conducta masculina. Tal como apuntó Margaret Mead, esto ha
tendido a interpretarse con demasiada frecuencia como un proceso dirigido a
identificarse con el padre y a ocupar el lugar de este, cuando, en el fondo, bien
podría tratarse más bien de una búsqueda más básica de un contrapunto a la
«maternidad» de la madre.118 Y es que hay una diferencia entre querer ser
alguien y querer no ser alguien, una diferencia que puede repercutir en cómo un
niño o una niña habitan los roles de género que asumen.
La masculinidad es aquí una construcción artificial, una defensa, y, por
consiguiente, es también inherentemente frágil, por lo que los esfuerzos dirigidos
a su conservación (a «mantenerse masculinos») pueden conllevar incluso una
exacerbación del peligro. Si al niño le preocupa que su padre se tome algún tipo
de represalia violenta o que él mismo padezca algún daño corporal por lo que
demanda de su madre, es posible que se ofrezca a sí mismo como objeto sexual:
«¡No soy una amenaza, simplemente quiéreme!». Pero esto, claro está, conlleva
un nuevo riesgo: el de que lo penetren. De ahí que la propia maniobra dirigida a
preservar la seguridad del niño lo vuelva, de hecho, vulnerable a un ataque.
El humor sexual es una fuente de incalculable valor para entender mejor los
aspectos inconscientes de la sexualidad. El chiste siguiente pone claramente de
relieve la dinámica masculina en ese sentido: «Un actor debe perder rápidamente
veinte kilos de peso para interpretar el papel de Hamlet. Acude a un lujoso
gimnasio donde le dan a elegir entre un curso intensivo de doce horas que cuesta
mil dólares o un curso normal, de veinticuatro horas, por un precio de
quinientos. Elige el curso de veinticuatro horas y lo hacen entrar desnudo en una
gran sala vacía con una mesa tapizada en el centro. Se abre la puerta y por ella
entra una bella mujer desnuda que no lleva más que un cartel sobre los pechos en
el que se puede leer: “Si me pillas, me follas”. Como se pregunta qué puede
haberse perdido al no pagar los quinientos dólares adicionales que costaba el
otro curso, le pide a la joven que vuelva por donde ha venido y vaya a buscar el
director para que venga a hablar con él. A este le comenta entonces que se lo ha
pensado mejor y que preferiría la opción de los mil dólares. Así que lo llevan a
otra sala, idéntica a la anterior y lo encierran. Se abre una puerta por el otro
extremo y entra un simio gigantesco con una enorme erección que solamente
lleva encima otro cartel: “Si te pillo, te follo”».
Nuevamente, el chiste nos sugiere que en el horizonte del deseo sexual de un
hombre por una mujer acecha el terror de ser penetrado analmente por otro
hombre, por lo que la idea misma de que una mujer busque ser penetrada
vaginalmente podría muy bien no ser más que una fantasía masculina: el miedo
del hombre a una penetración anal es proyectado sobre la mujer y transformado
en «deseo». Es ella la que quiere la penetración, no él. Por lo tanto, la
extendidísima idea masculina de que las mujeres quieren ser penetradas, incluso
cuando dicen que no, podría ser una adjudicación de su propio miedo-deseo a
algo que está fuera de ellos mismos: al hacer que las mujeres «quieran» ser
penetradas, les preocupa menos la posibilidad de que alguien los penetre a ellos.
Es lo que se llama una «masculinidad defensiva», si bien ya debería resultarnos
evidente a estas alturas que dicha expresión es un pleonasmo: la masculinidad es
en sí misma una defensa.
Esto explicaría por qué el postureo machista siempre se nos antoja tan teatral y
absurdo, como si no tuviera un ápice de natural y sí una muy densa dimensión
artificial. Entre los hombres que se encuentran en la cima del poder socialmente
otorgado –y, en Gran Bretaña, destacan los casos de futbolistas de la Premier
League y de jueces del Supremo–, está extraordinariamente extendida la
costumbre de pagar a trabajadoras sexuales femeninas para que los penetren con
un arnés sexual con pene. Es como si la dimensión teatral de la masculinidad se
fusionara aquí con cierta imagen de la feminidad –o simplemente con una
inversión del poder– y el falo se revelara como un mero elemento artificial de
atrezo. Curiosamente, ese también fue, en otro tiempo, el servicio sexual
preferido de los políticos hombres del parlamento de Westminster en el Reino
Unido, pero, al parecer, ha experimentado un descenso en los últimos veinte
años, muy probablemente como consecuencia de la constante erosión de su
poder personal por su sometimiento a los protocolos de transparencia y al
continuado escrutinio de los medios y de las redes sociales.119
La penetración anal es seguramente también una de las razones de la curiosa
popularidad alcanzada por la película Pulp Fiction. Todo ese gracioso parloteo y
todas esas situaciones singulares que tanto agradan a sus fans no son más que
una especie de distracción respecto a la escena central en la que el poderoso y
viril gánster interpretado por Ving Rhames es violado por vía anal. Cuando el
personaje de Bruce Willis recoge una espada para rescatarlo, el entusiasmo del
público ante la perspectiva de que se vengue de forma violenta valiéndose del
arma tal vez represente el reverso del acto de violación que acaba de tener lugar:
se trata de perforar en vez de ser perforado.
Según este modelo, el deseo heterosexual masculino tiene más que ver con
mantener las distancias adecuadas con otros hombres que con un interés real en
la mujer, aunque, por supuesto, esto puede ir cambiando con el tiempo. Cuando
los adolescentes varones practican sexo, lo primero que hacen es contárselo a sus
amigos, como si el valor del acto radicara más en la relación y la comunicación
con el grupo de amistades masculinas (y en posicionarse dentro de él) que en
cualquier placer físico o intersubjetivo que se haya podido obtener con él. Lo
realmente llamativo de la escena del primer encuentro sexual entre Marianne y
Connell en la adaptación televisiva de la novela de Sally Rooney Gente normal
era el hecho de que esta enlazara justo a continuación con otra en la que se le
veía a él y a sus amigos de divertida cháchara y él no contase nada sobre lo que
le acababa de pasar.
Este encuadre de la situación puede producirse antes, durante y después del acto
del sexo en sí, como evidencia con claridad el fenómeno de los vídeos sexuales
de famosos que se vuelven virales. En el caso de la conocida cinta de Ray J y
Kim Kardashian, él «prologa» el vídeo con un saludo a todos los tíos que se
vayan a pajear viéndolo posteriormente, como si esa fuera la verdadera razón
para escenificar el acontecimiento. El sexo con una mujer es lo que refuerza la
condición de miembro del grupo masculino y lo que, al mismo tiempo, ayuda a
aplacar los peligros de la proximidad homoerótica. Podríamos recordar aquí la
tendencia tradicional a que las películas pornográficas que cosifican a las
mujeres se exhiban ante grupos de hombres (en congresos y convenciones, en
Estados Unidos, y más habitualmente en fiestas, en el Reino Unido) en vez de en
pases privados individuales.
La membresía del grupo masculino se consolida no solo mediante el sexo con
mujeres –y el hecho de compartir imágenes de este–, sino también mediante
actos de destrucción manifiesta. A todos nos horroriza el trato que se dispensaba
a las presuntas brujas en el pasado, y admitimos que se trataba a menudo de
mujeres que simplemente desafiaban de algún modo las normas y los valores del
patriarcado. Pero quemar a una bruja continúa formando parte del
entretenimiento familiar actual. La más reciente incorporación a la saga
Cazafantasmas –la película subtitulada Más allá– concluye con una escena en la
que los tres cazafantasmas varones supervivientes fríen a una mujer demonio a
descargas eléctricas masivas. Mientras ella se retuerce agonizante, ellos la
rodean, disparando cada uno con su arma un llameante chorro blanco de
electricidad, un simbolismo que abochornaría hasta al más irredento de los
freudianos. La misión de destruir a una mujer fue básicamente lo que hizo que
los cazafantasmas se reunieran de nuevo: he ahí un grupo masculino restablecido
por medio de ese acto de violencia. Y, al menos en la sesión en que yo vi la
película, el público vitoreó y aplaudió encantado la escena.
De hecho, la actual moda de presentar a los personajes de superhéroes como
marginados o inadaptados sociales tiende a tapar esta crueldad oculta. Muchas
películas y series de televisión recientes están protagonizadas por personajes
poseedores de poderes especiales que son unos incomprendidos entre sus
iguales, y que incluso son perseguidos por estos. Si tienen suerte, logran
encontrar reconocimiento y compañía entre otros marginados como ellos, como
les ocurre a los personajes de la franquicia X-Men, o a los de The Umbrella
Academy, e incluso a otras viejas apuestas seguras de este género, como Batman
o Superman, que aparecen hoy caracterizados como figuras eternamente
acosadas y culpadas por la sociedad a la que pretenden defender. Pero, a su vez,
estos personajes casi siempre optan por tomarse la justicia por su mano, y no
olvidemos, como Sterling North señaló ya en 1940, que llevan máscaras, lo que
los convierte en los nuevos representantes de la «justicia encapuchada» que, en
tiempos, simbolizó uno de los capítulos más terribles de la historia
estadounidense.120 Aunque se ha hablado mucho de los orígenes judíos de
algunos de los creadores de superhéroes, estas figuras continúan ocupando en la
cultura estadounidense un espacio social similar al que ya ocupaban: el de unos
individuos enmascarados que reparten justicia al margen de la ley.
En este sentido, los grupos de iguales masculinos destacan por su moralidad
atrofiada y por su cruel y xenófoba categorización de las personas gais y
étnicamente diversas, que representan para ellos imágenes de diferencia, pero
también de deseo. Precisamente esto comporta en parte una identidad o
semejanza, un aspecto de sí mismos que deben contener y alejar de su mente a
toda costa, dado el terror que le tienen al hecho de que la homosexualidad pueda
contaminar la heterosexualidad. Los rituales masculinos que muchas culturas
reservan para el momento de la adolescencia, en los que se introducen marcas o
se practican cortes en el cuerpo del muchacho, tal vez busquen precisamente
consolidar esto mismo mediante la asignación del chico a un linaje masculino y
su desidentificación de la madre.121
En esos momentos, es posible que se lleguen a sacudir literalmente ciertos
elementos asociados con la feminidad para que salgan del cuerpo del
adolescente, o que se fuerce la expulsión corporal –a través del vómito, el
sangrado nasal o la perforación cutánea– de sustancias supuestamente
contaminantes, adquiridas por medio del contacto con la madre. Tal como
señalaron Ford y Beach en la década de 1940, los hombres cishetero se
socializan en el no reconocimiento de sus propias sensaciones homoeróticas
hasta el punto de que pueden ser realmente incapaces por completo de
reconocerlas.122 Pueden sentirse incómodos meando junto a otro hombre en un
urinario público, o sintiendo una erección mientras ven un acontecimiento
deportivo, pero estos son momentos que ignoran y olvidan de inmediato. El uso
de las mujeres en estos casos puede ser casi enteramente defensivo, pues se las
reduce a objetos, a un tema habitual en las conversaciones del grupo y a un
indicador de los logros de sus miembros, de tal modo que los actos sexuales se
puntúan como si fueran encuentros deportivos u homicidios: los hombres
presumen entonces de cosas como «llegar a primera base», o «pasarse [a una
mujer] por la piedra» o «cepillársela», o hablan (en inglés, al menos) de
«recuentos de bajas».
Los estallidos ocasionales de violencia en personas que practican la prostitución
masculina han girado a menudo en torno a esa misma dinámica. Muchos
trabajadores sexuales callejeros son jóvenes –a menudo, pobres y sin techo– que
aceptan que otro hombre (de más edad) les practique una felación a cambio de
dinero. Abonada la cantidad pactada y finalizado el acto, se da por cumplido el
contrato. Pero si se insinúa en algún modo que el joven ha disfrutado con
aquello, o que es gay, este puede reaccionar con violencia contra el cliente, pues
es posible que aquel esté atribuyendo una gran importancia al mantenimiento de
la frontera hetero-homosexual que el comentario de este ha podido poner en
duda.123 Las fronteras hetero-homosexuales no son nunca estables, y cualquier
hombre que quiera mantenerlas a rajatabla tendrá que dedicar una considerable
cantidad de energía a conseguirlo, y, en ocasiones, recurrirá también a la
violencia, pues, a fin de cuentas, la violencia es la vía por la que la humanidad
tiende a zanjar las disputas fronterizas.
Las peleas de bar entre hombres son un ejemplo obvio de esto mismo, aunque lo
irónico en ellas es que los propios gestos usados para defender fronteras son los
que, al mismo tiempo, las vulneran, pues comportan un contacto físico con otros
hombres. Cuando unos varones jóvenes apalizan a otros tras una noche en el pub
–muchas veces, aunque no siempre, escogiendo para ello a víctimas gais–, se
trata, sin ningún lugar a dudas, de un ejemplo de agresión con motivación
sexual, por mucho que esta dimensión (la del sexo) no sea evidente para los
agresores. Actos como dar puñetazos, apuñalar o disparar pueden ocupar el lugar
de los contactos sexuales homoeróticos rechazados. Aunque, históricamente,
hayan sido las «minorías» sexuales las que han sido perseguidas e identificadas
con la toxicidad y el peligro, el verdadero peligro lo constituye aquí seguramente
la heterosexualidad, ya que es la única categoría sexual que precisa de la
violencia para determinar sus propias fronteras.
Curiosamente, vemos a menudo que las prácticas sexuales que se etiquetan como
«gais» implican esta misma porosidad justo en el punto en que las prácticas
«hetero» tratan de anularla. Igual que un hombre puede sentirse terriblemente
turbado por el hecho de que, cuando está practicando sexo con una mujer, le
vengan a la cabeza imágenes del pene de otro hombre, no es infrecuente –tal
como apunta Stephanie Theobald– que se dé el caso de una mujer homosexual
que, mientras está teniendo sexo con otra mujer, se imagina que es penetrada por
un varón.124 No es infrecuente que, en estos casos, las personas afectadas
tengan muy escasos incentivos para verbalizar tales ideas –sean estas pasajeras o
prolongadas en el tiempo, da igual–, pues es posible que sientan que chocan con
su propio posicionamiento de género y con el guion que lo acompaña.
Aunque en la actualidad esos guiones son seguramente más laxos, las llamadas
«guerras de sexos» del movimiento feminista en torno a las relaciones mujer-
mujer pueden ayudarnos a entender mejor lo que estoy argumentando aquí.
Hubo un tiempo en que estuvo muy extendida la idea de que, para desafiar las
reglas del patriarcado de un modo mínimamente serio, había que cambiar cómo
se practicaba el sexo y con quién. Esto no solo significaba «menos meter y
sacar», como defendía Shere Hite,125 sino también el deber (que muchas
mujeres sintieron como tal) de renunciar a los hombres por completo e iniciar
relaciones homosexuales. Y eso podía estar muy bien, pero muchas mujeres que
ya mantenían una relación con otra sintieron que así se estaba juzgando y
castigando su sexualidad: era como si hubiera una forma correcta y otra
incorrecta de practicar el lesbianismo, y como si, de pronto, las «nuevas»
mujeres homosexuales se hubiesen arrogado el poder de decirles a todas cuáles
debían ser las reglas a partir de entonces.
Según Gayle Rubin, «al fusionar el lesbianismo (que yo concibo como una
experiencia sexual y erótica) con el feminismo (una filosofía política), la
posibilidad de justificar el primero sobre otra base que no fuera la del segundo
desapareció del discurso». El deseo en sí ya no podía ser un factor legitimador.
Aquí lo interesante de todo esto para nosotros es esa dicotomía entre las mujeres
homosexuales –cuya elección se basa, según ellas, en Eros y en la pasión (y,
según sus críticas, en las normas patriarcales interiorizadas)– y las nuevas
«lesbianas políticas», cuya orientación sexual se fundamentaba al parecer en
hacer lo supuestamente correcto, y no en deseo ardiente alguno: se basaba, pues,
en la «filosofía política» mencionada por Rubin.126
Lo crucial aquí, según esta lectura, es que la elección de las nuevas lesbianas era
un modo de decir algo: un sonoro «no» al patriarcado y a las relaciones
heterosexistas. Pero esto fue tachado a su vez de muy poco auténtico por sus
detractores, que se burlaban de aquella falsa revuelta de mujeres
(principalmente) blancas de clase media. Ahora bien, si adoptar una sexualidad
gay puede ser un modo de decir algo, ¿no estaría esto indicándonos que quizá lo
mismo puede ocurrir con la heterosexualidad? Optar por la heterosexualidad en
la infancia o en la adolescencia podría interpretarse seguramente también como
una manera de lanzar un mensaje o de adoptar inadvertidamente una «filosofía
política» –ante tus padres, ante tu grupo de iguales, o por tu propia seguridad–
sin especial trasfondo pasional. Así entendidos, tanto la nueva homosexualidad
femenina como el heterosexismo contra el que aquella luchaba podrían estar
compartiendo una misma estructura de base.
La propia división entre hetero y homosexual es, en muchos sentidos, una
construcción histórica: los historiadores han demostrado que tanto la noción de
heterosexualidad como la de homosexualidad son ideas relativamente recientes
en lo que a su aplicación al terreno de la identidad sexual se refiere. No cabe
duda de que la práctica con personas del mismo sexo de muchos de esos actos
que hoy catalogaríamos de homosexuales es algo que ha tenido significados
claramente distintos en otros períodos del pasado, pero los historiadores de la
sexualidad discrepan de las interpretaciones recientes de la relación entre los
actos y las identidades sexuales.127 El hecho de que unos hombres practicasen
sexo anal en el siglo XVI, por ejemplo, podía considerarse pecaminoso desde el
punto de vista de los códigos sociales y legales entonces vigentes, pero no
significaba que esas personas fuesen «homosexuales», pues esta era una
categoría sencillamente inexistente en aquella época; una práctica así bien podía
ser vista entonces como una forma de lujuria a la que cualquiera podría verse
arrastrado. Hoy en día, asociamos unas identidades sociales a unas preferencias
sexuales con bastante facilidad, pero estas equiparaciones fueron posiblemente
mucho más infrecuentes en épocas pasadas, por mucho que el kinaidos griego o
el cinaedus romano hayan sido mencionados como contraejemplos, pues, si bien
ambos términos designaban a un tipo de persona, varón, que alquilaba su cuerpo
para el uso de otros varones, también se aplicaban a aquellos que pagaban por
ser penetrados por vía anal.128
He aquí un ejemplo muy conocido. Se dice que Voltaire tuvo sexo con un inglés
que le preguntó si le gustaría repetir la experiencia, a lo que, al parecer,
respondió: «Haciéndolo una vez, soy un filósofo, pero hacerlo dos veces me
convertiría en un sodomita». Ahora bien, ¿deberíamos entender «sodomita»
como un término que designaba una identidad social, un «tipo de persona» con
unas costumbres, unos comportamientos y unos emblemas sociales establecidos?
¿O solo como el autor de ciertos actos, presuponiendo entonces la existencia de
una distinción entre actos e identidad? En el fondo, el hecho mismo de
formularse esta pregunta da por supuesto que la distinción en sí es ahistórica en
cierto modo. Y la cosa se complica aún más si tenemos en cuenta que el término
«sodomía» podía hacer referencia a toda una variedad de prácticas, incluida la
masturbación.129
Curiosamente, establecer una distinción entre identidad y actos es seguramente
uno de los rasgos típicos de la sexualidad masculina: «Solo fue sexo», «yo no
soy así», «he pedido perdón para que podamos hacer borrón y cuenta nueva». La
sexualidad se condensa en actos de los que la persona se distancia a partir de ese
mismo momento, como si no tuvieran mayores consecuencias. Esto es algo que
vemos a diario en las relaciones, pero también en el modo en que los hombres
tratan de exonerarse a sí mismos en los medios de comunicación cuando les
salpica algún escándalo. Los hombres están continuamente desdoblándose en ese
sentido y esto quizá explique por qué la diferenciación entre actos e identidad ha
sido tan popular entre los académicos varones.
Cabe destacar que esta ha sido también una característica significativa de la
crianza de los niños y las niñas. Cuando un padre (o una madre) reprende a un
hijo (o una hija) por haberse portado mal, puede resultarle sumamente difícil –
cuando no imposible– convencer al pequeño a quien está riñendo de que hacer
algo mal no lo convierte en una mala persona. Aunque el padre trate de hacerle
ver que una cosa son los actos y otra muy distinta es la identidad, el niño puede
no ser capaz de pensar de ese modo: el haber hecho algo malo ha provocado que
su padre le retirara su amor y, por lo tanto, significa que el niño no es digno de
este y, por lo tanto, es intrínsecamente malo. Aquí los actos y la identidad, lejos
de representar categorías separadas, forman un continuo. Las culturas religiosas,
con sus conceptos condicional e incondicional del pecado y de la culpa, no hacen
más que reforzar estos juicios categóricos.
También resulta crucial en este sentido cómo trazamos nuestras dicotomías: ¿nos
creemos la idea de que la homosexualidad y la heterosexualidad son extremos
diametralmente opuestos, o bien, como hizo Kinsey, las concebimos como una
especie de continuo? Los lectores actuales tal vez se sorprendan de que, al leer
alguna obra de ficción de los años sesenta, alguno de sus personajes se presente
con un «hola, soy un Kinsey Seis», pero esta puntuación numérica estaba tan
difundida que se usaba no ya en los perfiles personales, sino incluso en los
saludos de presentación, y por supuesto, en chistes y gags. Concibiendo la
homosexualidad y la heterosexualidad como partes de un continuo, Kinsey
elaboró una escala de 0 a 6 para indicar la situación de cada persona en ese
espectro; luego añadía una X si el individuo rehuía los comportamientos
sexuales. Era un indicador del que solía hacerse un uso jocoso designándose a
uno mismo (o a otros) con números negativos (o con positivos altísimos), o con
múltiples X.
Abordar la homosexualidad y la heterosexualidad como partes de un continuo o
enfocarlas como extremos polarizados influirá en nuestra manera de
aproximarnos al problema de las identidades sexuales a lo largo de la historia,
pero el solo uso de los términos binarios en sí contribuye implícitamente a
mantener las categorías. Los historiadores de la sexualidad han mostrado con
gran claridad que el uso de las categorías «heterosexual» y «homosexual»
propias de los siglos XIX y XX para describir y explicar otras culturas y épocas
presenta problemas importantes. Las relaciones sexuales entre monjas de
clausura, o entre monjes medievales, o entre trovadoras, o entre caballeros
templarios, o entre vendimiadoras de los primeros siglos de la Edad Moderna, o
entre jóvenes aristócratas del siglo XVIII, o entre Castro clones de la escena gay
de San Francisco, no se pueden explorar usando los mismos términos. Si lo
hacemos, nos arriesgamos a cosificar las categorías en sí, a insinuar la existencia
de cierta esencia biológica o social inmutable (como muchas personas no
tendrían problema alguno en insinuar). Decir, por ejemplo, que «la causa de la
heterosexualidad (o de la homosexualidad) es X» perpetúa la idea de que estas
son las entidades fijas subyacentes que tenemos que explicar, en vez de unos
constructos que imponen unos determinados valores sociales.130
Estas son más que meras cuestiones abstractas reservadas a los historiadores,
pues terminan teniendo un impacto real y muy tangible en todos los aspectos de
las relaciones humanas. La manera en que los actos sexuales adquieren
significado y el modo en que se utiliza este sentido adquirido pueden
condicionar tanto lo que nos sentimos autorizados a hacer como lo que nos
sentimos autorizados a sentir. Si el prostituto callejero del que hablábamos antes
no tuviera un concepto moderno de la «homosexualidad», tal vez no hubiera
reaccionado en contra de ella del modo en que lo hizo. Si hacerles felaciones a
otros hombres, por ejemplo, se considerara una parte más de la cotidianeidad de
la vida masculina sin mayores implicaciones para las relaciones sexuales con
mujeres, ¿habría en ello semejante riesgo de violencia?
La felación ha sido, de hecho, una práctica común en sociedades como las de los
keraki y los kewai de Nueva Guinea, donde la penetración oral y anal hombre-
hombre formaba parte del guion cultural de la adolescencia y la hombría
adulta.131 Allí la masculinidad no se consideraba un estado innato, sino algo
que debe ser transmitido por un varón de más edad, y a los niños y adolescentes
se les obligaba a hacerse felaciones o a penetrarse unos a otros (durante períodos
que podían llegar a ser de hasta un año) antes de que se les permitiera penetrar a
mujeres o incorporarse al circuito matrimonial. En algunas culturas, las
actividades sexuales hombre-hombre pueden continuar incluso después del fin
de ese período, mientras que en otras tienden a no hacerlo. Pero lo que aquí nos
importa es que participar en estas prácticas no estaba visto como algo
socialmente proscrito dentro del grupo en sí –aun cuando para los individuos
concernidos bien pudo haber sido motivo de dolor y trauma– y, de hecho,
aquellas podían servir para reinterpretar la potencia sexual como un don o una
capacidad transmitida entre ellos desde un varón mayor a través del semen.
Cuando, durante la preparación del libro, estaba comprobando si los estudios
antropológicos tempranos sobre estos rituales de iniciación habían sido revisados
o actualizados, me di cuenta de que mis búsquedas me redirigían continuamente
a sitios web donde se abogaba por cierta recuperación de la masculinidad antigua
clásica (siguiendo la línea del popular ensayo de Robert Bly Iron John, de 1990)
y se reivindicaban las prácticas indígenas como parte de esa mitología. En ellos,
sin embargo, se restaba importancia a la penetración anal y se ponía el énfasis,
más bien, en cosas como la segregación de las mujeres, la ingesta de semen, o la
idea de que la llegada a la masculinidad adulta requiere de la intervención de un
agente varón de más edad y más poder. Y lo cierto es que los propios
antropólogos detectan un descenso de la iniciación ritualista en las sociedades
aborígenes, y una reescritura y suavización de esta mediante el recurso a
elementos religiosos y culturales importados.
Aun así, la posibilidad de la penetración corporal está muy presente también en
sociedades occidentales que no suscriben tales prácticas rituales, y se me vienen
a la cabeza en ese sentido los miles de chanzas y rimas que convierten la
penetración anal en una imagen muy real. Hubo una época en que volvieron muy
populares los chistes ambientados en una hipotética localidad minera del Oeste
estadounidense, un paisaje totalmente vacío de mujeres. Para distanciarnos del
contenido del chiste y rebajar su carga portadora de ansiedad o angustia, se
introducía en él a algún personaje estereotipado al que se aludía con algún
epíteto racial: así, ni quien lo contaba ni quienes lo escuchaban se veían
inmediatamente representados en él, y, por lo tanto, podían mantener la necesaria
distancia con su contenido. Los epítetos funcionaban como una manera de decir:
«no me pasa a mí, le pasa a “esos”».
Veamos dos ejemplos. En el primero, un hombre llega a un poblado minero y
pregunta en la taberna qué puede hacer para tener sexo si allí no parece que haya
mujer alguna. El camarero le responde: «A ver, puede utilizar el [epíteto racial]
que hay ahí detrás». Sintiéndose un poco incómodo ante la idea, el hombre dice:
«Vale, pero ¿se enterará alguien?». El camarero lo tranquiliza: «Ah, no se
preocupe, solo nosotros cinco». El hombre duda un instante: «¿Qué quiere decir
con “nosotros cinco”?». Y el camarero le dice:
–Bueno, usted lo sabrá, yo lo sabré y el [epíteto racial] lo sabrá.
–Pero yo cuento tres. ¿Quiénes son los otros dos?
–Ah, pues los dos que sujetan al [epíteto racial] –remata el camarero.
El chiste muestra que puede haber una cosa peor aún que ser un objeto sexual
degradado, y es ser alguien a quien fuercen físicamente a hacer de tal objeto.
En una segunda variante, el hombre también la pregunta al camarero qué puede
hacer para tener sexo, y este le responde: «A ver, hay un barril ahí atrás con un
[epíteto racial] dentro». Aquel vuelve a sentirse incómodo con aquella respuesta,
pero el camarero enseguida lo tranquiliza diciéndole que eso es muy normal en
aquel poblado.
–Sí –le explica–, puede hacerlo todos los días salvo los miércoles.
–¿Por qué no los miércoles? –pregunta el hombre.
–Porque ese es el día que le toca a usted estar en el barril.
Este segundo chiste nos revela la verdad de fondo sobre el primero: que la
persona a la que penetran es el propio protagonista del chiste y, por
identificación, también el hombre que lo está contando y los que lo están
escuchando. La posición de ser el objeto sexual de otro hombre –que es algo que
forma parte de la ascensión ritual a la masculinidad adulta en muchas culturas–
es aquí el punto que concentra el más agudo de los terrores. Si las orientaciones
sexuales son productos del miedo, es muy posible que cierta parte de la
heterosexualidad masculina esté impulsada por este terror, y que quienes no se
sienten inclinados a aquella estén también menos preocupados por este último.
Obviamente, las heterosexualidades son aquí un producto de un complejo
conflicto de fuerzas como lo son las homosexualidades. A propósito de esto
mismo, en el famoso artículo del New York Times de 1971 en el que salió
públicamente del armario, Merle Miller citó unas palabras del psiquiatra Martin
Hoffman: «La conducta heterosexual es un rompecabezas científico no menor
que la homosexual. Damos por supuesto que la excitación heterosexual es más
natural y no precisa de explicación», pero «llamarla “natural” es eludir la
cuestión por completo: es como si dijéramos que el hecho de que el sol salga por
las mañanas es natural y consideráramos zanjado el tema solo con eso».132
Ningún conjunto de orientaciones sexuales puede ser considerado el mero
resultado directo de una experiencia infantil –una madre consentidora, un padre
distante, una seducción traumática, etcétera–, por lo que la pregunta de verdad es
¿por qué nos empeñamos en buscar una única «causa» desde el principio? Tal
como apuntaron Gagnon y Simon al respecto, los patrones de la
heterosexualidad y la homosexualidad son coherentes con las estructuras y los
valores sociales que envuelven a la persona desde el momento en que se concibe
a sí misma como heterosexual u homosexual, y no con cierto mandato biológico
o psicológico máximo original.
Las homosexualidades –como las heterosexualidades– deben entenderse así, en
plural, pues no existe una entidad única concreta a la que aludan esos términos, y
una de las líneas clave de los sociólogos estadounidenses de los años sesenta y
setenta fue tratar de mostrar que las heterosexualidades tenían tanto de producto
del condicionamiento cultural como cualquier otra forma de orientación sexual.
Margaret Mead ya había sostenido en la década de 1940 que la heterosexualidad
era una construcción cultural, y, más tarde, la artista y activista sexual Betty
Dodson había llegado incluso a proponer un desfile del «Orgullo Hetero», no
para condonar las ideologías heterosexistas contra las que tan decididamente
luchó ella misma, sino para dar a entender que la heterosexualidad necesitaba
urgentemente una explicación propia y una deconstrucción de sus prácticas
visibles.133
Eran, pues, muchas y muchos los que cuestionaban tanto el supuesto de que la
heterosexualidad tuviera una vida propia que no había que descifrar ni explicar,
como la utilización de la práctica sexual en sí para crear una imagen de «lo
homosexual», como si lo que las personas hicieran con sus cuerpos determinara
todos los aspectos de sus vidas. Las prácticas sexuales, sostenían estos críticos,
son consecuencias, que no causas, de las orientaciones homosexuales, y las vidas
humanas no pueden definirse en función de con quién se acuestan las
personas.134 En esos trabajos se señalaba con frecuencia que términos como
«hetero» y «homosexual» designaban formas de amar, más que identidades
sexuales, y que, por consiguiente, presentaban una alta flexibilidad en todos los
géneros.135 El problema era que ese énfasis amenazaba con sabotear la
dimensión política del debate: la de quienes reivindicaban derechos y
reconocimiento para unos colectivos concretos.
La lucha contra la estigmatización a todos los niveles en la sociedad requería de
ciertas formas de solidaridad y de la creación de «comunidades», por mucho que
los individuos percibieran diferencias que les separaban de la voz colectiva que
supuestamente debían suscribir. «Basar nuestra identidad en la sexualidad es
como construir una casa sobre cimientos de pudin», escribió el activista de
género y divulgador D. Travers Scott, pero muchos consideraban que la
consolidación de las identidades era un paso previo necesario para la conquista
de cambios políticos. La capacidad de influencia y de avance pasaba por afirmar
un «nosotros» y no solo un «yo»; ya habría tiempo después para hallar un modo
de paliar los efectos secundarios de tal simplificación. «No quiero que me
identifiquen –proseguía Scott–, me pongan nombre, me determinen, me
interpreten. Todos estos son primeros pasos en el camino hacia la manipulación
y el control», por mucho que otros vean esos pasos en sí mismos como una
experiencia liberadora.136 El reto para muchos era –y sigue siendo– empoderar
una voz política capaz de incorporar las diferencias en su seno.
Hoy podemos ver los ecos de esta pluralización en la actual expansión de las
etiquetas de género, que es una dinámica que ha suscitado un gran debate. En la
década de los sesenta, solía decirse que los grupos minoritarios
infrarrepresentados y estigmatizados estaban aguardando a su «verbo»; hoy en
día no es tanto un verbo lo que esperan como un sustantivo. Por mi trabajo con
niños y niñas, me he dado cuenta de que muchos de ellos y ellas tienen miedo a
que los identifiquen con las etiquetas «cis» o «hetero», como si estas los hicieran
quedar de demasiado convencionales o, directamente, de malos. En ciertos
sectores, hay unas enormes presiones sociales para asumir unas etiquetas de
género específicas, a lo que cabe añadir la conocida sensación de ser
«diferentes» que tienen muchos niños, niñas y adolescentes. Los menores
tienden a sentirse como individuos que no encajan y eso puede inducirlos a
buscar roles (y etiquetas) sociales que les ayuden a organizar esa sensación de
diferencia y a darle un sentido.
Cuando oímos a ciertas personas jóvenes decir que nacieron en el cuerpo
equivocado, podemos estar tanto ante una señal de la imposibilidad general del
ser humano de habitar su propio cuerpo como ante una convicción relacionada
con el género, pero también ante el efecto de unas fuerzas sociales. De hecho,
algunos niños y niñas están muy preocupados por definir lo que no son y se
toman un gran esfuerzo en distinguirse de ciertas etiquetas y roles sociales
mediante actos de rechazo, aun cuando puedan no estar tan seguros acerca de
quién o qué son en realidad. Esto puede generar un ciclo de tendencias
gravitatorias de alejamiento de unas etiquetas y de acercamiento a otras, en
especial a aquellas que más parezcan librarlo a uno de la propia gravitación.
Manejarse entre todas esas fuerzas sociales no es nada fácil. De finales de los
años sesenta en adelante, una de las formas más utilizadas por las personas no
identificadas como cisgénero para hacerse oír ha sido manifestar algo así como
«siempre me he sentido X», o «siempre he sabido que soy Y», y si bien son sin
duda muchos los individuos que han tenido esa experiencia en concreto, otros
han recurrido a ese lenguaje como fórmula necesaria para poder acceder a un
reconocimiento y unos servicios. Tal como señala el sociólogo trans Miquel
Missé, estas opiniones aparentemente monolíticas pueden esconder unas
relaciones más sutiles y complejas con el género, relaciones que a la propia
persona le puede costar más aún expresar en una sociedad que, en el fondo,
quiere que todo el mundo sepa categóricamente quién es. En la práctica, al
individuo no le queda mucho espacio –si es que le queda alguno– para explorar
el espacio intermedio entre una afirmación superficial de certeza con respecto al
género y la potencial ambigüedad que puede estar sintiendo en un plano más
profundo.137
Resulta significativo que, cuando Ronald y Juliette Goldman terminaron su
extenso estudio sobre las concepciones infantiles de la sexualidad, llegaran a la
conclusión de que la pregunta más desconcertante para los pequeños y las
pequeñas no fuese «¿de dónde vienen los niños?» o «¿qué es el sexo?», sino
«¿cómo se decide si es niño o niña?». Este dilema había quedado totalmente
fuera del radar de Freud y ha tendido a no aparecer en los estudios
psicoanalíticos de las teorías sexuales infantiles. Pero los Goldman concluyeron
que esa es la cuestión más misteriosa e irresoluble, que, a su vez, tiene efectos
sobre el modo en que niños y niñas se posicionan posteriormente ellos mismos
en la atribución de etiquetas de género.138
A propósito de la cuestión del género, después de la publicación (tras la Segunda
Guerra Mundial) del resultado de una encuesta de la revista Fortune, según el
cual el 3,3 por ciento de los varones estadounidenses preferirían haber nacido
mujeres, Margaret Mead argumentó que los inevitables rechazos y frustraciones
que todo niño o niña experimenta en la vida deben de conectarse en algún
momento con las expectativas de género que de él o ella tengan sus padres.
Tanto si hablamos de la creencia genérica de que «solo fui un accidente» o «no
fui un hijo (o hija) deseado», como si nos referimos a una sensación –más sutil–
de haber decepcionado a un padre o una madre de algún modo, se trata de
sentimientos que pueden terminar fundiéndose con la idea de que «no he salido
del sexo que ellos querían». Como bien escribió Mead, no todos los pequeños y
pequeñas pueden hablar con la seguridad con la que habló una niña tras saber
que su madre quería haber tenido gemelos: «Oh, yo quisiera haber sido gemelos,
pero no pude ser gemelos, así que me encargué a mí solita».139
Ahora bien, en la cuestión de la sexualidad, existe una brecha –ampliamente
reconocida hoy en día– entre la identidad sexual y la práctica sexual. Puede que
en la respuesta a la pregunta de quiénes somos –es decir, en la etiqueta de
género– esperemos descubrir qué debemos hacer y sentir, y con quién, en un
encuentro sexual, pero lo cierto es que aquí los guiones pueden quedarse cortos
o, simplemente, declinar toda responsabilidad sobre los aspectos concretos. Sin
embargo, cuando estas brechas o separaciones entre la identidad y la orientación
sexuales se producen, rara vez son herméticas, por lo que las personas se quedan
con una serie de expectativas, interrogantes, dilemas y miedos sin respuesta
desde el momento mismo en que las preguntas «¿quién soy?» y «¿qué debería
hacer?» forcejean la una con la otra sin llegar a fusionarse. Y si convergen, suele
ser cuando nos imaginamos la sexualidad de otras personas, más que la nuestra
propia.140
En lo relativo a la práctica sexual, sorprende mucho hasta qué punto los varones
heterosexuales occidentales tienden a imaginar que la actividad preferida de los
hombres gais es el coito anal, cuando, en realidad, estadísticamente esta es una
práctica menos frecuente que otras formas de intimidad sexual, como las
felaciones o las masturbaciones mutuas (aunque, como es obvio, esto ha variado
mucho tanto geográfica como históricamente). Los hombres hetero también
tienden a pensar que una rutina sexual habitual entre las mujeres homosexuales
es el insertarse mutuamente objetos en la vagina, cuando, de nuevo, esta es
mucho menos frecuente que la estimulación vulvar. Nótese cómo hubo un
tiempo en que incluso para referirse al uso de consoladores en el sexo mujer-
mujer se usaba en inglés la expresión «ponerle un consolador a» la otra persona
(o «apoyarlo sobre» ella), en vez de «meterlo en» ella.
Se calcula que, en el arte erótico europeo hasta mediados del siglo XX, por cada
representación de un hombre y una mujer copulando, había al menos otra de dos
mujeres practicando sexo, y como bien señaló Lord Kennet, la ridícula
frecuencia con la que los escritores y artistas masculinos retrataban a mujeres
usando consoladores para complacerse mutuamente era un intento desesperado
por convencer a todo el mundo de la importancia del falo y para demostrar que
las mujeres deseaban igual que los hombres.141 Sin embargo, los que realmente
se introducen cosas son los niños pequeños, que a menudo experimentan
insertándose frutas, hortalizas y objetos de baño por el recto.
Aquí la pregunta clave es si estas creencias y prácticas implican la atribución de
una penetración varón-mujer a todo tipo de relaciones –con lo que se presupone
que lo que las parejas homosexuales hacen juntas es igual que lo que hacen los
hombres y las mujeres hetero– o, por el contrario, si incluso la propia idea de
penetración varón-mujer es una representación velada de una penetración varón-
varón. La primera de esas dos interpretaciones fue en tiempos la predominante
en muchos ámbitos del movimiento feminista, donde las parejas lésbicas
masculino-femeninas (butch-femme) eran vistas como desagradables réplicas de
los estereotipos de género de las relaciones hombre-mujer.142 Pero estos
estereotipos heterosexuales tal vez ya incorporaban sus propias defensas frente a
la amenaza de penetración masculina. Pensemos, por ejemplo, en la multitud de
chascarrillos y rimas, omnipresentes en la cultura popular desde principios de la
Edad Moderna, en los que un hombre que está penetrando a la esposa de otro es
sorprendido por detrás por el marido, quien, a su vez, lo penetra a él en un acto
que se justifica bien como un castigo, bien como una escalada del nivel de
placer.143
Según un mito lesu sobre el origen del coito, un chamán colocó al elemento
masculino de la pareja original en la posición adecuada y, a continuación, le
introdujo una raíz ardiente por el ano y así lo impulsó a penetrar al elemento
femenino. Ahí la relación heterosexual está basada en un acto hombre-hombre y,
como hemos visto, el deseo de penetrar puede constituir a menudo un
tratamiento contra la combinación de angustias y deseos que rodean a la
posibilidad de ser penetrado. Estos actos podrían entenderse también como una
versión de los rituales de iniciación de los que hemos hablado anteriormente, en
los que la potencia de un hombre depende de una especie de obsequio fálico de
otro, pero también merece la pena valorar si estas dos explicaciones no vendrían
a ser la misma en realidad. El miedo a ser penetrado y la idea de la iniciación en
la masculinidad son dos caras de la misma moneda, pues el pene siempre
requiere ahí de la contribución introducida por un hombre de más edad, aun
cuando la idea de «introducción» pueda resultar aterradora si se interpreta en un
sentido físico literal. Curiosamente, en los experimentos de medición de la
ansiedad realizados a partir de los años cincuenta en el ámbito de la psicología
era habitual mostrar a los sujetos participantes películas sobre la incisión ritual
del pene: como si lo que era normal en una cultura fuese un indicador del horror
en otra.
La ansiedad puede desplazarse hacia otro lugar diferente del pene; la vagina
puede ser en sí misma una estructura más terrorífica aún. Tomemos de nuevo
como ejemplo las películas de Alien. En esta saga de enorme éxito, las
mandíbulas de la icónica criatura se extienden hacia fuera desde el interior de su
cabeza para devorar a sus presas, una imagen que casi siempre se identifica con
lo femenino: el sexo femenino, la madre devoradora, etcétera. Pero ¿no resulta
más obvia en esa imagen su homología con el glande peniano, cuando se retrae
el prepucio? De hecho, la mecánica de este proceso puede resultar
increíblemente inquietante para los niños o los chicos, igual que las múltiples
preocupaciones sobre cosas que pueden ir mal, desde una infección hasta una
calcificación o una lesión. Es famosa la anécdota de que John Ruskin salió
corriendo del dormitorio en su noche de bodas por lo insoportable que le resultó
la visión del sexo de su esposa recién casada, pero la imagen del glande, de su
corona y del prepucio puede resultar igual de perturbadora.
La eliminación del prepucio, tan extendida en todo el mundo y tan apoyada por
varias de las grandes religiones, disminuye posiblemente ese terror y desempeña,
además, otras dos importantes funciones. Históricamente, ha simbolizado un
sacrificio, pues se renuncia a una parte del cuerpo para asegurarse la
benevolencia del dios o los dioses (o, cuando menos, protección temporal frente
a la ira divina). En los relatos religiosos, el pene –o parte de él– siempre se
circuncida para alguien más. Los falos de piedra que adornaban los perímetros
de los domicilios privados en la Grecia clásica no tenían tanto el propósito de
asustar a los cacos como de actuar como símbolos del apaciguamiento, como
ofrendas para persuadir a los dioses, y es interesante entender esto mismo como
una característica fundamental del falo.144
Cuando, durante la Primera Guerra Mundial, comenzaron a encontrárseles a los
soldados falos de piedra que se llevaban de recuerdo en sus macutos, causó
perplejidad el hecho de que aquellos hombres hubiesen transportado
voluntariamente unos objetos tan pesados bajo unas condiciones tan peligrosas.
¿Lo hacían por seguir la broma –por «echarse unas risas», según dijo un soldado
herido–, por tener unas herramientas con las que violentar a las mujeres
capturadas, o para hacer de ellos un uso homoerótico? Ninguna de estas
explicaciones pareció plausible entonces. Lo más probable es que se los llevaran
como talismanes, especialmente teniendo en cuenta el contexto sacrificial
general de la guerra de trincheras, en la que tantos varones jóvenes eran enviados
a una muerte casi segura por orden de otros de mayor edad. El falo estaba ahí, tal
vez, para conjurar semejante mal fario.
Aunque hoy todavía hay cultos de adoradores fálicos –hace poco conocí a una
mujer que me refirió sin ironía alguna la adoración ritual que le rendía al pene
masculino–, el pene cada vez tiene menos de instrumento que nos sacrifica y
más de herramienta que usamos para sacrificar. Siempre está vinculado, pues, a
otra agencia distinta, externa y más poderosa, tanto si es la de una deidad, como
si es la de una fuerza impersonal, como la suerte o el destino. Si el falo ha sido
identificado en ocasiones como un símbolo de poder, lo que siempre ha
subyacido a tal identificación es su más fundamental estatus como símbolo de la
falta de poder.
La circuncisión tiene una segunda función, que es la de regular los celos
sexuales en la familia. Un padre explicaba una vez que, en el momento en que
circuncidaron a su hijo, entendió por fin cuál era la esencia de aquel extraño
ritual: significaba que él nunca tendría que sentirse amenazado ya por su hijo. El
cercenamiento del pene garantizaría que nada malo ocurriría, que el hijo había
sufrido una herida definitiva. Esta dimensión dialéctica se pone de manifiesto en
el modo en que, en algunas culturas, el padre no puede practicar sexo con la
madre hasta que la herida del hijo haya curado.145 De hecho, en los chistes –
como bien advirtió Legman–, la castración siempre se representa como una
forma de castigo por venganza.
Una historia en la que se expone muy bien el ámbito de la envidia sexual es la
anécdota sobre Sir Walter Raleigh y su hijo que se incluyó en el célebre libro
Vidas breves, de John Aubrey, y que se ha censurado en la mayoría de las
diversas ediciones publicadas hasta hoy. El hijo está sentado al lado de su padre
en un banquete y le cuenta que, esa misma mañana, había «visitado a una puta.
Tenía muchas ganas de ella, la besé y la abracé, e iba a gozar de ella, pero ella
me apartó de un empujón y prometió que no me dejaría, “porque vuestro padre
yació aquí conmigo hace solo una hora”». Al oír aquello, Sir Walter «perdió los
nervios en tan grande ocasión» y lo abofeteó con violencia, a lo que el hijo, por
no devolverle el golpe directamente, abofeteó a su vez a la persona que tenía
sentada a su otro lado con la siguiente previsión: «Vaya pasando la bofetada, que
así pronto le llegará a mi padre la suya».146
Si el psicoanálisis había puesto su énfasis inicial en la hostilidad del hijo hacia el
padre, expresada en los conocidos deseos parricidas del complejo de Edipo,
pronto se hizo evidente la ambivalencia del propio padre ante el hijo. De hecho,
los sentimientos negativos hacia el vástago varón apenas se disimulan en los
muchos manuales de crianza para padres publicados a finales del siglo XIX y
principios del XX, que algunos han descrito como de «hostilidad totalmente
abierta». Si la circuncisión es, en parte, una forma de tratar esto, podríamos
preguntarnos también por los efectos psicológicos y sociales de la «restauración
prepucial» que se practicaba de manera bastante habitual en la Antigüedad y en
épocas posteriores para revertir los efectos de la circuncisión, y sobre cuyas
diferentes variantes y técnicas existía una sustancial literatura clásica
especializada.147
La ablación simple y directa del prepucio dejaba una corona circundada por el
cerco vestigial de la membrana prepucial, que, al retirarse, revelaba una cicatriz
angular en la que se podía practicar la incisión necesaria para la mencionada
restauración. La circuncisión talmúdica, sin embargo, se hacía de tal modo que
se eliminaba esa posibilidad porque comportaba la extirpación del frenillo, la
franja de tejido que contrae la piel del prepucio sobre el glande, lo que dejaba la
corona completamente al descubierto y formaba allí una cicatriz carnosa que ya
no se podía hacer desaparecer. Aún hoy en día, todo nuevo papa tiene que pasar
una comprobación para confirmar que no ha sido sometido a ninguna
«restauración prepucial» y demostrar así sin un solo ápice de duda que nunca ha
sido circuncidado.
Estas perspectivas históricas y psicológicas sugieren que el pene, más que un
arma del individuo, es algo que este siente amenazado y, sin duda, vulnerable. Su
utilización armamentística adquiere así un carácter defensivo, como si el propio
instrumento que está expuesto a ataques se usase también para atacar. Las
agresiones sexuales en las guerras incluyen a menudo no solo el forzamiento, la
violación y el posterior asesinato de chicas y mujeres, sino también la inserción
post mortem en sus vaginas de algún objeto que recuerda a un pene, como una
botella o un palo. Es como si hubiera que enfatizar el aspecto fálico del ataque,
como si no bastara con el pene por sí solo. Y, por cierto, no es extraño que los
participantes en agresiones grupales tengan que masturbarse para no perder la
erección.
En realidad, en muchos estudios sobre la excitación y la erección se ha hallado
que el miedo a ser objeto de ataque guarda una correlación más estrecha con la
excitación sexual que el hecho de ser uno mismo quien ataca. Son
investigaciones en las que se acostumbra a enseñar una película porno a un
grupo de hombres tras haberles mostrado imágenes horrendas de mutilaciones
corporales, pero el rango de amplitud de los estímulos empleados no se detiene
necesariamente ahí. En uno de los estudios más peculiares de ese tipo, se dividió
a los sujetos participantes en dos grupos para que cruzaran sendos puentes en
Canadá: a los del primero se les pidió que pasaran por uno que era una estructura
estable y sólidamente construida, mientras que a los del segundo se les pidió que
cruzaran una pasarela colgante estrecha y tambaleante. Todos ellos, en plena
travesía, se cruzaban con una alumna colaboradora del proyecto –caracterizada
de entrevistadora y categorizada como «atractiva» según el criterio
convencional– que les pedía que le respondieran a un cuestionario. Al terminar,
ella facilitaba a cada uno de ellos su número de teléfono personal y se ofrecía a
explicarles la mecánica y el objetivo del proyecto con mayor detalle. Los
investigadores descubrieron que quienes la llamaban luego con mucha mayor
frecuencia eran los hombres que habían cruzado la pasarela inestable.148
La conclusión de los experimentadores fue que el miedo puede contribuir a la
excitación, pero, seguramente, pasaron por alto el simbolismo de los puentes: el
uno tan sólido y majestuoso, mientras el otro amenazaba desplome. De hecho,
esto nos dice más acerca de los investigadores en sí que de los sujetos del
experimento, y tal vez no quepa extrañarse por ello de que la subjetividad de la
estudiante (mujer) quedase también borrada por completo de los datos
experimentales: ¿Qué estaría sintiendo ella encontrándose allí, sobre aquel
alarmante puente precario y teniendo que abordar a un grupo de hombres a los
que no conocía? ¿Y hasta qué punto no estaría manifestando esas sensaciones del
momento –subliminalmente o no– a los sujetos varones?
Los debates en torno a la felación son muy esclarecedores en este sentido.149
Un muy serio interrogante filosófico en el mundo clásico era el de cómo debía
comportarse el hombre que recibía una mamada, como si esta se interpretase
implícitamente como un punto de vulnerabilidad para él. ¿Debía quedarse
quieto? ¿Debía usar las manos? ¿Le estaba permitido hablar? También se
distinguía la felación de la irrumación, en la que el felador permanecía pasivo y
el hombre cuyo pene era «felado» lo movía enérgicamente metiéndolo y
sacándolo de la boca de la otra persona, como si estuviera practicando el
movimiento del coito. En la felación propiamente dicha, el receptor se quedaba
más o menos inmóvil y no movía el pene, y quien se la hacía era el que estaba
activo.
Imaginémonos que ocurriría si en las asignaturas de Filosofía de hoy en día se
reintrodujera este tema no solo por el pedigrí histórico de la cuestión, sino
también por la cantidad de conflictos provocados en las parejas por la insistencia
de los hombres en la felación, y por el hecho de que esta figure en los primeros
lugares de las listas de los imprescindibles en las fantasías masculinas. Se trata
asimismo de la práctica sexual preferida de los hombres que acuden a prostitutas
(junto con la conversación), una práctica que, por cierto, puntúan
sistemáticamente mucho mejor que el sexo con penetración. La explicación
tradicional de este ciertamente extraordinario gusto de los hombres por las
mamadas era que, de este modo, se podían ahorrar el contacto con el sexo de la
mujer, pues existía la creencia inconsciente de que la vagina contenía dientes
capaces de provocar cortes e incisiones en el pene: la famosa vagina dentata.
Pero es una tesis que queda desmentida de inmediato por el hecho de que, en la
felación, el pene se introduce justamente en aquella parte del cuerpo de la mujer
que sí posee dentadura. Es, además, una técnica que muchas trabajadoras del
sexo encuentran preferible a todas las demás, ya que acorta sensiblemente los
encuentros sexuales y les permite exponer menos el resto de sus cuerpos. Pero,
entonces, ¿por qué es tan popular entre los hombres?
Se dice incluso que jefes de Estado como Félix Faure o F. D. Roosevelt
fallecieron mientras les hacían una mamada (o, según el eufemismo que se solía
utilizar, mientras estaban «sentados para un retrato»), y hay opiniones muy serias
sobre esta práctica que la elevan a la cima del placer sexual de un hombre. En
otra conocida explicación psicoanalítica se tomó como punto de partida el
vocabulario de la felación, que se define a menudo como el acto de «chupar» el
pene (aunque, en realidad, no suele implicar apenas succión, pues esta puede
lesionar fácilmente el miembro masculino; de hecho, los muchos adolescentes
que prueban a hacerse una felación a sí mismos descubren esto último para su
sorpresa –y desagrado físico– al aplicar un gesto de succión más clásico en vez
de la fricción bucal lógica del acto). Lo que chupamos de muy niños es, por
supuesto, el pecho materno; por eso, a algunos psicoanalistas les pareció que las
mamadas suponían una equiparación del pene con el pezón. Del mismo modo
que, cuando éramos pequeños, dependíamos de la leche que fluía de un pezón o
una teta, al crecer invertimos eso y nos convertimos en dispensadores de otro
líquido corporal blanquecino. Dicho de otro modo, nos transformamos en el
agente activo del proceso mismo con el que antaño tuvimos una relación de
pasividad cautiva. De hecho, la irrumación es una palabra derivada del latín
irrumare, dar a mamar, que es lo que hace una madre cuando expone su pezón a
su bebé lactante.
Podríamos mencionar aquí cómo los adolescentes varones hetero suelen referirse
a sus contactos sexuales iniciales como logros en los que «consiguen todo lo que
pueden» de una chica, como si esta fuera una mama que exprimir. Si no cede, se
la castiga, pero también se la penaliza si cede –¿se acuerdan de la ordalía del
agua a la que se sometía a las brujas medievales?– y se la trata de furcia o de
zorra como típicamente ocurre en grupos sociales tanto masculinos como
femeninos. Llevada a su extremo lógico, se produce una inversión de la relación
oral, pues, en la mamada, en un determinado nivel, los hombres se convierten en
aquello que antaño tuvo poder sobre ellos, y, en otro, se aprecia un posible
componente de venganza y no de mero dominio: «Puedo darte leche y luego
abandonarte». Karen Horney creía que la venganza era probablemente el factor
más importante en la vida psíquica, una apreciación muy reseñable dada la casi
nula presencia que lo vengativo tiene en la teoría psicoanalítica. Siguiendo la
lógica de esa reflexión, podría deducirse que, si el pene en la felación está
invirtiendo una relación de poder, también el acto sexual penetrativo lo hace:
igual que todos salimos de un cuerpo por la fuerza al nacer, también forzamos
ahora nuestra entrada en él a empellones. Así entendido, el coito implica un acto
de venganza, lo cual podría esclarecer las fantasías (tanto masculinas como
femeninas) de inserción de uno mismo en el cuerpo de otra persona.
Los violentos empujones que muchos hombres ven como la dinámica central del
acto sexual pasan a ser así una inversión de los otros empujones –de salida– que
posibilitaron su propio nacimiento.150 Y combinada con esa violencia,
encontramos una venganza de cada hombre por todos los agravios que su madre
haya cometido contra él y por todo el poder que aquella tuviera sobre él. Así
pues, para un hombre, el sexo podría ser una especie de milagro, ya que, con él,
logra convertirse en su propia madre y, al mismo tiempo, vengarse de ella. ¿Qué
más podría desear?
Esta convergencia entre el convertirse en la madre y el vengarse de ella podría
arrojar algo de luz sobre la popular práctica de las «corridas faciales», que son
aquellas en las que el hombre eyacula en la cara de la mujer, y que puso de moda
en Gran Bretaña un rapero muy querido aquí, Stormzy, que, en la canción «Vossi
Bop», presume de terminar su acto sexual corriéndose en el rostro de su pareja.
El hecho de que el tema sonase tanto en la radio británica –como en su día lo
hiciera el lamentable tratamiento que los Rolling Stones hacían de la violencia
sexual en «Midnight Rambler»–,151 e incluso fuese nominado para un premio
importante, da fe de los extraños dobles raseros con los que se miden estas cosas
en nuestra cultura: lo que condenamos en un determinado nivel lo adoramos en
otro bajo el disfraz del arte.152
La pregunta verdaderamente relevante aquí, por supuesto, es la de por qué tantos
hombres heteros les hacen eso a las mujeres y por qué, sin embargo, es mucho
más raro que ocurra en el sexo gay, tanto en los encuentros esporádicos como en
las relaciones a más largo plazo. Un hombre le hace eso a una mujer y, sin
embargo, un hombre gay no parece sentir el mismo impulso de hacérselo a otro
varón (y eso que la micción de un hombre sobre otro no es tan infrecuente). Esta
generización sugiere que, más allá de la humillación manifiesta –que Gayle
Rubin califica de «injusticia erótica»–,153 está el recordatorio dirigido a la
mujer de que el hombre tiene también su propio líquido blanco y que es él quien
puede controlarlo, dispensarlo y retenerlo.154 La encantada risa involuntaria que
algunos hombres dicen que se les escapa justo a continuación tal vez exprese
cierta sensación de triunfo y victoria.
Aquí lo interesante es comparar el lugar que ocupaba la eyaculación en la
prostitución masculina y en la femenina tradicionales. A la prostituta se le solía
pagar para que el hombre eyaculase, mientras que al prostituto se le pagaba –
hasta fecha relativamente reciente en algunas partes del mundo– para que él
mismo eyaculara. Las prostitutas son conscientes del deseo del hombre de
envilecerlas con su semen, y de ahí que hoy estén tan extendidas siglas como
CIF (iniciales inglesas de «corrida sobre la cara») o COB (iniciales inglesas de
«corrida sobre el cuerpo») para referirse a vertidos no vaginales de semen. No
hay sigla ni acrónimo parecido, hasta donde yo sé, para el hecho de correrse en
un condón (¿CIC?). También en la pornografía, el acto del sexo con penetración
no termina casi nunca dentro del cuerpo de la mujer, sino con el hombre
eyaculando sobre ella.155 Si mantuviéramos la equiparación del semen con la
leche, lo que esto podría sugerir es la variedad de posiciones a las que el niño
pequeño podría aspirar, como la de ser él mismo el suministrador, o tener el
poder de generar ese suministro, o el de retirarlo.
Una prostituta explicó en psicoanálisis que para ella las corridas faciales no eran
un problema en sí mismas, pues, por lo general, significaban que no tendría que
tragarse el semen del hombre, pero que el verdadero problema estribaba en que
el hombre «ganara». Cuando le pregunté qué quería decir con eso, me respondió
que si, al eyacular, el hombre le acertaba con su semen directo en el ojo,
significaba que él había ganado, una expresión que, por una cadena de
asociación de términos, conducía a la idea de una inseminación ocular. Ella
admitía que aquel era un pensamiento absurdo e irracional, pero que, pese a ello,
latía con fuerza en su mente siempre que un cliente le proponía un «facial»: la
eyaculación masculina podría entrarle por la abertura ocular y plantarle algún
tipo de semilla en su interior.
Curiosamente, la idea misma de «victoria» está ligada en muchas sociedades a
las exhibiciones eyaculatorias. Pensemos en lo que ocurre tras una carrera de
Fórmula Uno. El piloto vencedor agita una botella mágnum de champán y vierte
el chorro sobre su equipo. El simbolismo en este caso puede parecer muy
evidente, pero supongo que siempre queda la duda de si lo que está haciendo
simbólicamente el ganador sobre su equipo es eyacular u orinar. Podríamos
comparar esto mismo con la botella de champán que se rompe contra el casco de
un barco para su bautizo o botadura: es un modo de estrenar o «romper» la nave,
invariablemente femenina (al menos, en inglés), con el obvio simbolismo de
ruptura del himen que encierra un acto así.
No es que me mueva ánimo alguno de favorecer ni de perjudicar al mercado del
champán, pero también merece la pena que mencionemos aquí la genealogía del
refinado y muy erótico acto de beber este vino espumoso directamente del
zapato de una mujer. Lo que a veces se ha considerado como el summum del
desenfreno exquisito es, en realidad, una derivación de lo que, en la era
isabelina, era la práctica ocasional de beber del orinal de la mujer a la que se
cortejaba. Cuando Hamlet, sondeando el alcance del amor de Laertes por su
hermana, le pregunta: «¿Beberías vasijas?» (en la primera versión de Quarto de
la obra), es justamente a eso a lo que se refiere, y la bebida en cuestión pasó de
ser la orina a ser el agua del baño y, finalmente, el champán, ya en el siglo
XIX.156
Tanto los niños como las niñas en su primera infancia pueden intentar acercar la
boca al chorro urinario de su padre cuando este está meando, y los niños
compiten luego por ver quién es capaz de orinar más lejos y durante más rato.
Cuando ya pueden producir semen, esto pasa a ser también objeto de
comparación en las traumáticas fiestas de adolescentes varones, con sus «pajas
en círculo» y sus «pajas en cadena», en las que compiten por ver quién eyacula
más lejos o más rápido. Con los años, claro está, el énfasis pasará de la premura
a la tardanza, cuando se preocupen más por cuánto pueden durar practicando
sexo sin correrse. La continuidad entre el interés inicial por la orina y el
posterior por el semen evidencia la importancia del grupo homosocial masculino
en la forma de valorar el pene, pues sus miembros actúan como jueces y, a la
vez, como competidores.
Las corridas faciales pueden tener también esta dimensión homosocial, pues
conectan al varón con un grupo de hombres que hacen también lo mismo,
ligados todos por su envilecimiento colectivo de las mujeres. El otro rasgo, más
visible, de esta práctica sexual es su aspecto exhibicionista. En ella, se enseña y
se exhibe el pene, y se demuestra su potencia. Es algo que se produce además
(presumiblemente) en aquellos momentos en que la persona se siente más
amenazada y vulnerable, como se pone de manifiesto cuando suceden actos de
exhibicionismo en público. Los llamados exhibicionistas pertenecen a dos
categorías distintas: están los que enseñan el pene en un momento de gran
presión y a una especie de público despersonalizado (los pasajeros de un tren
que pasa por allí, por ejemplo), y están los que violan los límites espaciales de
otra persona para mostrarle el pene con el objeto de angustiarla.
Las motivaciones que intervienen en unos y otros casos son completamente
distintas. En los exhibicionistas del primer grupo, la persona busca una
confirmación, una constatación de su pene; no le guía deseo alguno de hacer
daño a su público. La necesidad de una validación abstracta simbólica queda
reflejada en el hecho de que se comporte así ante un público despersonalizado,
por lo general, una multitud o una serie de personas indistinguibles entre sí. El
exhibicionista del segundo grupo, por el contrario, sí trata de ejercer un efecto
particular sobre una víctima muy concreta en la que quiere causar una división
interna, una angustia, una pérdida de la compostura, y tales actos pueden
seguirse más adelante de otros de violencia física. En el primer grupo, lo que
importa es el pene; en el segundo, la víctima. Cuando los cuerpos policiales y la
Justicia tratan a esas dos categorías de exhibicionistas como si fueran
equivalentes, están pasando por alto unos significativos factores de riesgo.
Hablemos un poco más de pechos y de leche. Es curioso cómo, aun cuando tanto
niños como niñas sean amamantados más o menos por igual en su más tierna
infancia, el valor erótico de la mama y del pezón pueda variar tanto entre ellos.
Los antropólogos han escrito que, en algunas sociedades, como la mangaiana de
la Polinesia, había tradicionalmente muy escaso interés sexual por el pecho
femenino, y que la idea de tocarlo o chuparlo fue allí incomprensible hasta la
llegada de los medios de comunicación occidentales.157 En otras culturas,
donde los pechos sí poseen un valor erótico privilegiado, hay muchas mujeres
que no tienen realmente ganas de dejárselos tocar por un hombre que no lo haga
con un mínimo de delicadeza, mientras que otras se excitan muchísimo cuando
se los aprietan y amasan con fuerza. Para algunas, el valor sexual de los pechos
está directamente supeditado a la excitación que estos producen en su pareja, lo
que demuestra hasta qué punto la creación de una zona erógena puede depender
de cómo la perciban otras personas.
Las mujeres suelen quejarse de la escasa sensibilidad con la que los hombres se
manejan en esa zona: perciben sin duda cierta violencia en la manera en que
ellos les soban los pechos, como si estuvieran descargando una especie de sutil
venganza sobre el cuerpo femenino. Es como si estuviera castigando la mama
que antaño tuvo poder sobre él: es el momento del desquite. Se acabó la
dependencia. El larguísimo historial de mutilaciones y extirpaciones de pechos
de chicas y mujeres en territorio «enemigo» en tiempo de guerra, que se extiende
desde la era clásica hasta la actualidad, es una demostración de eso mismo en su
forma más extrema, pero las temáticas y los motivos de la violencia están
presentes en todos los aspectos de la cultura.
Leerse los cuatro tomos de la historia de los senos que escribió Gustave
Witkowski es una experiencia tan triste como sobrecogedora, pues, en muchos
sentidos, puede considerarse un catálogo de actos de violencia –explícita o
disimulada– contra las mujeres.158 Los panegíricos loadores de esta parte del
cuerpo femenino que vemos en el género renacentista versificado de los blasons
encontraron su contrapunto en la invectiva de los contreblasons, en los que cada
afirmación positiva se respondía con un insulto, y en los que la posesión y la
hostilidad eran motivos ubicuos.159 En la descripción que Jack Litewka hacía
del guion sexual de su generación, explicaba que había que «empezar atacando
la carne de los senos» para continuar con «el verdadero Dorado: el asalto al
pezón».160 El lenguaje utilizado es inequívoco y trae a nuestra memoria
también la antigua moda pornográfica de los álbumes de fotos en las que
simplemente aparecía retratado el acto de sobar unos pechos femeninos de
diferentes maneras y formas.
Pero, además de su manipulación dolorosa, los hombres tienen también otro
objetivo importante cuando toquetean y chupan un pezón: ponerlo erecto. De
hecho, la cultura occidental de posguerra confirió un valor especial a los pechos
que apuntaban literalmente hacia arriba, como un falo, e incluso inventó un
término militar para referirse a ellos: howitzers («obuses»). Los pechos caídos
corrían el riesgo de ser considerados desagradables por los hombres, y cuesta no
ver en esto una equiparación entre seno, pezón y pene, como si el hombre se
sintiera más tranquilo no solo con el hecho de que una mujer tenga cierto tipo de
elemento fálico, sino también con su propia capacidad para generar en ella la
erección de este. En el fondo, lo que los hombres hacen con el pezón suele ser
más excitante para ellos mismos que para la mujer.
En un reciente anuncio de la marca de automóviles Mazda, un conductor varón
transporta en su vehículo unos cuantos maniquíes femeninos y disfruta
visiblemente del viaje. Cuando llega exultante a su destino y detiene el coche,
vemos que a todos los maniquíes se les han erizado los pezones. Este anuncio es
una representación bastante precisa de mucha de la sexualidad masculina típica:
el hombre prefiere estar al volante del coche que con una mujer, las mujeres de
su vida quedan reducidas a meros maniquíes inertes y silentes, y la excitación de
estos coincide exactamente con la suya propia, pues, además, la concibe
fálicamente, como una erección. La excitación femenina es excitación
masculina.
Esta especie de equiparación tal vez sirva para aclarar la incomodidad que
produce en muchas personas la idea misma de la eyaculación femenina. Si los
hombres quieren que las mujeres disfruten exactamente igual que ellos –y se
empeñan en negar la diferencia–, seguramente considerarán aceptable que
aquellas eyaculen, y lo cierto es que, hasta hace aproximadamente ciento veinte
años, la eyaculación de las mujeres fue un elemento convencional más de las
descripciones pornográficas de los actos sexuales masculino-femeninos, en los
que ellas emitían un fluido, igual que los hombres. Ovidio había señalado su
preferencia por el sexo con mujeres «jóvenes» debido precisamente a «la efusión
por igual de ella y de él»,161 y la literatura erótica está repleta de referencias al
«líquido», los «ríos», las «fuentes» y los «torrentes» de las mujeres. Sin
embargo, todo esto adquiriría posteriormente una connotación patológica o,
simplemente, se negaría, hasta el punto de que grandes autoridades médicas en la
materia siguieron negando hasta bien entrado el siglo XX que la eyaculación
femenina existiera siquiera. Las emisiones líquidas se atribuían a un exceso de
transpiración o a una incontinencia urinaria. E incluso cuando por fin se
demostró que no era así, los investigadores continuaron sin saber dar respuesta a
la cuestión de dónde podría almacenarse semejante cantidad de fluido, una vez
excluida la vejiga como posibilidad.162
Si bien hoy se reconoce por fin que la eyaculación femenina es un fenómeno
real, esta sigue estando envuelta para muchos en un aura de misterio y tabú, y
suele arrastrar consigo cierta sensación de vergüenza, como si de algún modo
ensuciara el acto sexual, aun cuando haya también personas para las que esta es
una capacidad muy valorada. En un nivel más inconsciente, puede ser algo
activamente buscado como confirmación de una paridad en el plano de una
sexualidad de cariz fálico, pero también evitado y negado por esa misma razón:
la idea de que una mujer posea capacidad y órgano eyaculatorios puede originar
demasiada ansiedad en ciertas personas. También puede resultar perturbador
porque es indicativo de que la mujer, y no solo el hombre, tiene otro líquido que
dispensar, lo que, en la práctica, anula la identificación temporal entre pene y
mama.
Ahora bien, esta equiparación entre los senos y el pene puede funcionar en
ambos sentidos. Algunas mujeres pueden referir fantasías –y, en ocasiones,
prácticas– en las que insertan uno de sus pechos en la vagina de otra mujer, o en
las que son ellas mismas penetradas por un seno alargado.163 Seguramente, la
evocación más famosa de esa idea sea la que figuraba en las cartas usadas como
prueba en el juicio de divorcio de Lord y Lady Cavendish en 1865, en las que el
amante de ella escribió sobre «el miedo que tienes a que traiga a una jovencita
que te viole el coño con sus pechos» para, a continuación, describir la
tumescencia de su propio pene. Tanto el pene como el seno son aquí órganos que
introducir o que penetrar, y una de las tareas que se le presenta a todo niño y niña
seguramente es la de procesar de algún modo la cuestión de la relación entre esas
dos partes activas del cuerpo. Después de todo, en el inicio mismo de nuestra
vida somos penetrados por una parte del cuerpo de otra persona que chorrea
leche en nuestro interior. Pronto aprendemos que un pene chorrea orina y, más
tarde, nos enteramos de que un pene puede entrar en otro cuerpo igual que lo
hizo el pezón en su momento.
En los siglos XVIII y XIX, en Europa era una práctica bastante extendida
rellenar los consoladores con leche templada, y la pornografía de la época solía
establecer comparaciones entre el uso de estos artilugios y la lactancia de los
bebés. El líquido del consolador se succionaba o se recibía en el interior del
cuerpo igual que el bebé cuando chupa el pezón, y se podía arrojar o descargar
en el momento apropiado bien apretando la base del juguete sexual, bien
activando algún mecanismo de muelles más complejo. A la acción de preparar la
leche y el artilugio para su uso se la llamaba «cargar» el consolador, igual que
hoy usamos ese verbo para la acción de alimentar las baterías de nuestros
móviles o nuestros portátiles. Hay ahí, pues, una identificación (más que una
separación) entre el pene y los senos.
Si esta equiparación se queda en el nivel de una identidad, la sexualidad se
mantiene oral. Los mecanismos básicos del llevarse a la boca determinadas
partes del cuerpo estructurarán todos los demás procesos corporales durante el
sexo –introducir, tragar, ingerir, escupir–, y cada uno de ellos tendrá mayor o
menor importancia según se la atribuya cada persona en particular. Los
psicoanalistas habían advertido ya hace años cómo las acciones y las
propiedades de la boca pueden desplazarse hacia la vagina, la uretra y la vulva
para crear allí una especie de gramática sexual: el abrir y el cerrar, el retener y el
expulsar, o el ingerir y el escupir podían regir los órganos sexuales igual que
regían la cavidad oral. Y, a partir de ahí, las múltiples formas de sexualidad oral
–el negarse a comer, el darse atracones, etcétera– podían crear sus propios
efectos a un nivel genital.164 En palabras de Selma Fraiberg, la sintomatología
oral puede «proporcionar el vocabulario para los genitales». Algunos sostenían
que, en el fondo, la vagina necesitaba esa transferencia de propiedades para
adquirir vida, pues la sexualidad vital de la boca inervaba el resto del cuerpo.165
Comer y que te coman son experiencias de sobra conocidas en el sexo, igual que
el hambre es uno de los descriptores más comunes de la excitación y el deseo
sexuales. A veces, existen las ganas de morder a la otra persona para incorporar
su cuerpo al nuestro, es decir, para tragárnosla entera. Freud pensaba que esto,
que al principio muchos psicoanalistas interpretaron como un acto de sadismo o
agresividad, no entrañaba necesariamente una intención hostil, sino que podía
entenderse simplemente como una forma de amor. Podemos establecer un
paralelismo entre esa observación y la distinción entre el canibalismo sexual y la
«vorarefilia» (o vore).166 Actualmente, existen comunidades en la red dedicadas
a la exploración del vore, la fantasía de tragarse entera a otra persona o bien de
ser tragado (o tragada) entera por otro u otra, y a menudo pueden leerse en sus
foros peticiones de que las fantasías que allí se publican no incluyan masticación
(o de que se advierta a los participantes si se incluye aquella: «Aviso de
contenido: ¡hay masticación!»).
Se supone que eso es algo que no debe hacerse porque dañaría a la persona a la
que se traga, y se supone también que es una demostración de cómo el amor y la
preservación pueden ser más importantes que la destrucción. Es interesante
señalar que, si bien, en estas comunidades, lo que prima es la deglución a través
de la boca, en las fantasías vore también se puede «tragar» a la otra persona a
través de la vagina, el ano o los pechos, lo que sugiere la influencia de la
gramática oral sobre el resto del cuerpo. Abundan aquí los motivos relacionados
con el embarazo, pues muchas personas describen su deseo de estar contenidas y
alojadas en el vientre de quien las trague, toda una evocación de aquella «teoría
sexual» infantil en la que el bebé es el resultado de una ingestión previa.
Una analizanda describió una vez la dificultad que estaba teniendo para dejar a
una amante que ella creía que no era buena para ella; la dinámica sexual entre
ambas, sin embargo, «era demasiado fuerte». La otra mujer literalmente la
«devoraba», y le chupaba y le estiraba con la boca todas las partes del cuerpo,
como si tuviera que metérsela dentro y consumirla en una especie de «frenesí
alimenticio». Ella conectaba esto con su propia (y curiosa) fascinación por la
película Anaconda, que no encajaba en absoluto con su, por lo demás, delicado
gusto por el cine artístico. En Anaconda, los personajes son engullidos uno tras
otro por una serpiente excepcionalmente grande. Cuando estaba nerviosa, la
analizanda veía ese filme una y otra vez, porque las escenas de las ingestiones se
le hacían extrañamente reconfortantes. «Mis amigas ven Friends cuando están
tristes –dijo–, pero yo veo Anaconda».
Quizá no sea de extrañar, en vista de todas estas asociaciones, que el sexo –como
el comer– termine dando sueño, si bien la cosa es en realidad un poco más
compleja. A menudo damos por supuesto que los bebés se duermen después de
alimentarse, pero, aunque esto es así a veces, hay muy a menudo un crucial
intervalo intermedio en el que la madre y el bebé juegan, y lo hacen con las
manos, las voces, los ojos y todas las demás posibilidades de interacción que
tienen a su disposición. Si el bebé se duerme de inmediato, algunos
investigadores sostienen que no es por efecto de la saciedad tras haber comido,
sino para evitar la intensa estimulación sensorial que le supone alimentarse del
pecho o del biberón.167
Si aplicásemos este modelo al sexo, dormirse sería un mecanismo de defensa, un
modo de ausentarse y, tal vez, de evitar la conversación que muchas personas
creen que debe seguir al acto sexual. Lacan sugirió incluso que el origen del
lenguaje humano está ahí: no en los gritos guturales de quienes trabajaban el
campo o de los cazadores cuando perseguían presas, sino en el silencio
incómodo que sigue a la eyaculación. «¿Te lo has pasado bien?».168
Gagnon y Simon señalan que la mayoría de la gente no sabe cómo hablar de
sexo, ni siquiera con aquellas personas con las que lo están practicando.169 En
la pornografía, los actores masculinos apenas hablan y suelen permanecer
callados (salvo para insultar a su pareja o para saludar a un tercero o una
tercera). Tendemos a relacionar el descenso en la capacidad de hablar con un
aumento de la excitación sexual y, por lo tanto, con una reducción de los
intercambios verbales. Curiosamente, a medida que las escenas sexuales en la
ficción literaria y en el cine comercial fueron volviéndose más atrevidas y
subidas de tono, la comunicación inmediatamente posterior al sexo fue
disminuyendo, y pasó de figurar en el ochenta y nueve por ciento de esas
escenas a finales de los años cincuenta a estar solo en un cincuenta y cinco a
finales de la década de los setenta.170
Un ámbito donde esta relación proporcionalmente inversa entre habla y placer
está hoy muy en boga es el de la cuestión del consentimiento, pues muchos dicen
que pedir ese permiso expreso enfría la libido.171 Según ese punto de vista, en
esos momentos tendríamos que estar gimiendo, suspirando y expresando
excitación, y no pidiendo acuerdos ni autorizaciones. Actualmente, existen ya
aplicaciones e incluso contratos donde dejar constancia del consentimiento
previo, como si esto sirviese en modo alguno para resolver la cuestión: a fin de
cuentas, cualquiera puede cambiar de opinión antes, durante o después del sexo,
y por muy diversas razones. La primera escena de sexo entre Marianne y
Connell en Gente normal tocó la fibra de muchos lectores de la novela –y
espectadores de la serie televisiva– porque el consentimiento y el respeto estaban
bien integrados con el «fluir» del sexo sin necesidad de introducir ningún tipo de
interrupción externa (aunque luego, a medida que se desarrolla la trama, el
interés de Marianne por la violencia y el dolor termina complicando mucho más
la cuestión del consentimiento).
Aunque tendemos a ver el consentimiento y la violencia como polos
diametralmente opuestos, lo cierto es que el propio consentimiento en sí puede
ser un efecto de la violencia. La mayoría de los adultos en el mundo, que apenas
se gana el sustento básico con su trabajo, no tienen precisamente un gran margen
de elección para consentir ningún aspecto de su vida, y ahí se incluye el sexo
también. Las mujeres que viven relaciones violentas declaran unos bajos niveles
de excitación y de satisfacción sexuales, y sin embargo, practican sexo con
mucha mayor frecuencia que las que no manifiestan sufrir maltrato físico. Ahí la
coacción es la norma, y un elevadísimo número de mujeres de todo el mundo
están claramente convencidas de que no disponen de la opción de negarse a
consentir. Según un estudio sobre el tema, un catorce por ciento de las mujeres
de Estados Unidos son forzadas a practicar sexo contra su voluntad; ese
porcentaje sube hasta el cuarenta por ciento en el caso de las mujeres maltratadas
físicamente.
En sectores acomodados de la sociedad occidental, el consentimiento se
promueve como una expresión de la capacidad de acción individual, pero la muy
publicitada idea de que cada uno de nosotros debe ser el autor de su propia vida
es en muy gran medida una fantasía. La agencia individual está muy
condicionada por las condiciones sociales y ese concepto tan de moda de la
autoautoría personal es un producto reconocido del capitalismo tardío, que insta
a las personas a construir sus propias vidas bajo unas condiciones que, en la
práctica, les impiden hacerlo.172 Pero incluso si trascendemos esa retórica de la
autonomía, vemos que la mayoría de nosotros decimos «sí» cuando
preferiríamos decir que no, como bien se evidenció durante la pandemia: durante
esos meses, no hizo falta inventarse excusas para no hacer cosas que, de pronto,
no se nos autorizaba a hacer. El Estado dijo «no» por nosotros.
En una situación tan emocionalmente cargada y tan potencialmente íntima como
es la de un encuentro sexual, puede haber incluso más presión para consentir
cosas que no tenemos ningunas ganas de hacer, y por similares razones. Eso
puede significar un «sí», pero también un «no» si se produce un conflicto en
relación con a quién queremos complacer más. La actriz Dyan Cannon recuerda
que la fuerte excitación y las intensas ganas de seguir con sus amantes se veían
de pronto interrumpidas cuando pensaba en su propia relación con sus padres.
Quería decir que sí, «pero decía que no porque era más importante complacer a
mamá y a papá».173
De niños, aprendemos a asociar la sumisión y la aceptación con la fórmula
infalible del amor: si hacemos lo que nos dicen, nuestros padres no nos retirarán
su cariño ni nos rechazarán. Así pues, si quieres que alguien te ame (o si quieres
gustarle a alguien), piensas, será mejor que hagas lo que te diga. El reverso de
esto es que, si, por lo que sea, logramos trascender ese deseo de ser queridos y
buscar solo lo que nos resulta placentero, nos arriesgamos a convertirnos justo
en aquello que, por nuestra influencia cultural, tanto deploramos: el amante
egoísta a quien solo le interesa su propia satisfacción. O, dicho de otro modo, el
tipo de persona a la que deberíamos decir que no.
Hay, por supuesto, grados en todo esto –y también podríamos introducir
categorías como la empatía o el respeto a la otra persona–, pero, cuando
profundizamos un poco más, lo que solemos encontrar es la incómoda realidad
infantil de sentir que solo podemos ser aceptados si estamos de acuerdo con el
juicio y la valoración que la persona adulta hace de nosotros. Y de ahí nace la
paradójica situación de que, para sentirnos queridos, debamos ser inermes o
despreciables a un determinado nivel. Las prácticas BDSM tocan muchas de esas
cuestiones, y las abordan mediante el uso de protocolos de mutuo acuerdo y
confianza que funcionan como estrategias temporales convencionalizadas para
gestionar las peticiones y el consentimiento, además de la indefensión temporal
consustancial a algunas de esas prácticas.
Resulta curioso hasta qué punto el BDSM parece ser la manera más estable de
conducirse entre todos estos problemas básicos: es como si algo considerado
como un conjunto de prácticas sexuales marginales fuese, en realidad, el «patrón
oro» por el que regirnos en asuntos de agencia sexual. A la hora de la verdad,
siempre puede haber violaciones de los límites acordados y casos de violencia
inesperada en el BDSM, pero esta comunidad transmite una imagen de práctica
sujeta a reglas que puede resultar especialmente simpática a aquellos y aquellas
que no se sienten cómodos jugando a adivinar las reglas del sexo, o que se
preguntan si de verdad las tiene.174 La psicoanalista Karin Stephen diferenció
en su día entre aquiescencia y consentimiento: la primera la damos por miedo,
pero el segundo lo damos cuando lo que nos motiva no es el temor.175 En
definitiva, en el sexo una persona puede decir que sí a muchísimas cosas que no
tiene ganas de hacer solo para sentirse valorada y digna de ser amada, y este es
posiblemente un elemento central de la mayor parte de la práctica sexual. Pero,
como bien apunta Amber Hollibaugh, «nadie puede decir realmente que sí sin
saber si puede decir que no».176
Pongamos el caso del uso del condón. En algunas culturas, por el solo hecho de
sugerirle a alguien que se ponga un preservativo, ya se sobreentiende que quien
lo pide (o su pareja estable) está enfermo o es infiel, lo que puede suscitar una
reacción de violencia real. En otros contextos, en los que el maltrato físico es
menos probable, si uno de los miembros de la pareja pide algo así, el otro puede
sentirse dolido al interpretar tal petición como una falta de confianza, o como
una insinuación de que su cuerpo está enfermo o sucio. Si sentimos amor hacia
esa persona (o aspiramos a que nos ame), es posible que entonces consintamos
hacerlo sin condón. En ese caso, el amor implica hacer lo que tal vez no
querríamos hacer, solo para complacer a la otra persona, una reacción que, en
esencia, resume la historia de la infancia de la mayoría de nosotros y nosotras.
Los terapeutas somos muy conscientes de lo extendida que, por desgracia, puede
llegar a estar la costumbre de mentir sobre la salud sexual. Cualquiera puede
convencerse a sí mismo (o a sí misma) de que no corre ningún riesgo real
cuando, en el fondo, sí lo corre, o puede mentir directamente. Una desgraciada
realidad en lo que respecta a las enfermedades de transmisión sexual es que la
mejor cura para ellas sigue siendo pasárselas a otra persona.
Esta creencia inconsciente puede moldear la conducta sexual, aunque luego
genere sentimientos de culpa, y se ajusta al conocido modelo cultural del anillo
de Tolkien, un objeto que acarrea la tragedia a sus poseedores. En los mitos, los
cuentos populares y el cine está muy representada esta forma de tratar la
toxicidad mediante la transmisión: una maldición o una posesión demoníaca solo
puede deshacerse si el objeto o el espíritu embrujado pasa a otro u otra. La
fuerza maligna original en sí no se puede destruir, por lo tanto, debe trasladarse a
otro lado: así lo vemos en infinidad de películas recientes como Verdad o reto, It
Follows, Smile o Arrástrame al infierno.
Si pasamos ahora al detalle de las prácticas sexuales en sí, vemos que los
psicoanalistas son un poco como el borracho del que hablaba G. K. Chesterton,
que buscaba su cartera bajo una farola en lugar de donde la había perdido de
verdad. Cuando le preguntaban por qué, él explicaba que era porque solo allí
había luz. Quizá porque los analistas tenemos fama de estar obsesionados con el
sexo, tendemos a no preguntarnos demasiado por él, lo que significa que
pasamos por alto una gran abundancia de material a la que otros investigadores
sí han podido acceder. Acostumbrados como estamos a escuchar todo el día los
secretos de las personas, presuponemos que nos lo están contando todo sobre el
sexo, cuando, por lo general, no es así.
Si un analizando o analizanda comenta que tuvo una situación negativa en el
trabajo y volvió a casa para masturbarse, su analista le preguntará, por supuesto,
qué le pasó en el trabajo y, probablemente también, en qué estaba pensando
mientras se masturbaba. Y puede que eso sea importante, no lo niego, pero lo
que ya no es probable que preguntemos son cosas como: «¿Y te corriste?»,
porque esto no solo podría parecernos invasivo de más, sino que incurre en el
riesgo de marcar cierto tipo de norma o criterio por el que la persona analizada
pueda sentirse medida. Sin embargo, quienes sí formulan ese tipo de preguntas
han averiguado, por ejemplo, que son muchísimas las personas que suspenden su
masturbación antes de llegar al orgasmo. Y también han descubierto algo de lo
que los psicoanalistas no han sido apenas conscientes hasta hoy: que un gran
número de personas que tienen una fantasía sexual de la que se valen durante la
masturbación y el sexo cambian repentinamente a una segunda fantasía (con
frecuencia, muy distinta de la anterior) cuando se aproximan al orgasmo.
A menudo no se ha entendido bien el papel de la fantasía en la vida sexual, como
si por el hecho de tener fantasías, la persona estuviera renunciando al sexo en sí,
o como si recurriéramos a nuestra imaginación cuando no somos capaces de
tener realmente sexo con la otra persona. Pero tanto psicoanalistas como
investigadores han mostrado que la fantasía no es tanto una opción alternativa
como una condición: la mayoría de las personas necesitan una fantasía para
excitarse o para mantener la excitación. Y aprendemos a usar las fantasías desde
fases muy tempranas de la vida, cuando coordinamos nuestras ensoñaciones con
la manipulación de nuestro cuerpo. No deja de ser una proeza que podamos
hacer coincidir el orgasmo con un momento significativo de la historia que nos
estamos imaginando. Se necesita un muy complejo conjunto de habilidades
cognitivas y físicas que algunos han llegado a calificar de hito en el desarrollo
sensoriomotor, no menor que otros como aprender a escribir o a atarse los
cordones de los zapatos.
Mientras aprendemos a construir y a utilizar relatos masturbatorios, aprendemos
también a identificarnos con los personajes, a ser otras personas, algo que
seguramente necesitamos para interpretar el mundo en general y conectar con él.
Fantasear es un proceso profundamente simbólico y la manera en que nos
permite ser otros individuos y cambiar de identidades tiene un papel central en la
experiencia sexual. Durante el sexo, tanto hombres como mujeres imaginan
constantemente que ellos mismos o sus parejas son otras personas; de hecho,
según comentan, sus fantasías más comunes tienen que ver con los cambios de
identidad. De ahí el viejo chiste de una pareja en la cama en el que uno de los
dos amantes le dice al otro: «¿Te apetece?», a lo que este le responde: «No, lo
siento, hoy estoy demasiado cansado para imaginarme a nadie».
Cuando ponemos el foco de la explicación en la necesidad de variedad o de
cambio, estamos pasando por alto el aspecto simbólico del proceso mismo, es
decir, el hecho de que estemos transformando a una persona en otra. ¿Cómo
somos capaces de hacerlo? Y –pregunta fundamental– ¿lo hacemos en algún otro
contexto además del sexo? ¿Acaso si tenemos algún desacuerdo o discusión con
nuestro jefe en el trabajo, nos imaginamos que es otra persona? Puede que
aprendamos a convertirnos en otros personajes en los relatos e historias, pero
¿significa esto también que aprendemos a transformar a una persona en otra? ¿Y
hasta qué punto tales procesos operan de forma subliminal, más allá de nuestra
percepción consciente?
Lo irónico del caso es que el sexo suele considerarse el momento más íntimo que
comparte un ser humano con otro u otros, un instante de auténtica conexión,
cuando, en el fondo, es una ocasión en la que, muy probablemente, nos
imaginaremos que nuestra pareja es otra persona. Cuando los amantes se besan o
se interpenetran, cada uno de ellos puede estar imaginándose que está besando o
entrando en el cuerpo de alguien distinto. El momento de conexión es, al mismo
tiempo, un momento de desconexión.
Puede parecernos sorprendente, pero, si tenemos en cuenta las preocupaciones
que, ya a muy temprana edad, nos suscitan los límites corporales y el exceso de
proximidad, tiene lógica que estemos siempre en otra parte cuando nos
encontramos tan cerca de otro cuerpo. Esto también es poco menos que un
requisito del proceso masturbatorio. Cuando niños, niñas y adolescentes
aprenden a masturbarse, adquieren esencialmente la habilidad de seguir un
procedimiento mental simbólico bloqueando al mismo tiempo la consciencia de
que se están tocando los genitales. Si fueran conscientes de ambas cosas a la vez,
estarían poniendo en riesgo la actividad en sí. Para los chicos, el hecho de que la
masturbación termine en eyaculación les proporciona el patrón del acto sexual,
que también termina en orgasmo para ellos (salvo que sus parejas los eduquen de
otro modo). He ahí, de nuevo, la ironía de que sea una desconexión la que hace
posible el momento de conexión física.
El sexo implica un número increíble de verdaderas proezas de atención selectiva:
ignoramos ciertos sonidos y olores y nos centramos en otros; experimentamos
ciertas sensaciones físicas y bloqueamos aquellas que necesitamos evitar, y todo
ello mientras nuestra atención se desplaza con rapidez de un punto a otro.177
¿Quién es consciente, por ejemplo, de los espasmos en el esfínter anal, del
sarpullido repentino en el pecho o del encogimiento de los dedos de los pies que
a menudo sobrevienen en el momento del orgasmo? El grabado erótico de
Rembrandt titulado «La cama francesa» nos sirve en bandeja una buena
metáfora de esa omisión: una pareja joven está practicando sexo en un lecho
cubierto por una gran cortina. Quienes ven la imagen pueden observarla una y
otra vez sin percatarse de su detalle más obvio: la joven dama tiene tres brazos.
Dado el meticuloso cuidado que el artista ponía en sus planchas –sabido es que
bruñía y borraba partes de sus trabajos si no quedaba satisfecho–, es posible que
su intención fuera utilizar aquel grabado para hacer un guiño, precisamente,
sobre lo mucho que lo sexual afecta a nuestra percepción.178
Contrariamente a la idea popular de que, en la fantasía, podemos cortar y pegar,
pero en el sexo no, casi todos los estudios realizados sobre los procesos
cognitivos durante el sexo han detectado unos patrones complejos de –
precisamente– corta y pega. Tal como comentaba uno de los pacientes de Edrita
Fried, «la realidad del acto sexual no es agradable. La fantasía es mejor. Cuando
fantaseo, yo decido qué dirección toman las cosas».179 Pero la fantasía está ahí,
en el acto sexual mismo. Sintonizamos con, y desconectamos de, ella, y las
sensaciones mismas que estamos sintiendo apenas fluyen las unas hacia las otras
–por mucho que nos guste creer lo contrario–, sino que a menudo entran en
contradicción y chocan. Según Judith Kestenberg, la excitabilidad del clítoris, la
uretra, la vagina, los labios vaginales y el introito (la entrada de la vagina) no es
del mismo orden en ninguno de los casos, y esta naturaleza multilocalizada de la
excitación femenina puede atemorizar en sí misma.
Como escribió Ruth Herschberger, cuando tenemos sexo, es como si
estuviéramos corriendo una carrera y haciendo geometría al mismo tiempo, pues
«la pasión, la preocupación y la contención» son simultáneas en ese momento. A
su juicio, el sexo es una combinación dinámica de muchos tipos distintos de
experiencias conectadas con múltiples fuentes.180 Lejos de estar abiertos a toda
forma de aporte sensorial –como las imágenes pop del sexo tienden a insinuar–,
los estados de excitación y de activación cortical durante el sexo pueden
bloquearse mutuamente, como ocurre también en nuestra vida cotidiana cuando
alcanzamos estados de excitación parecidos en situaciones de exceso de trabajo,
subidón de nicotina o borrachera, o para bloquear otros estados emocionales,
como la tristeza o la vulnerabilidad. Usamos unas sensaciones para controlar
otras.181
Esto se complica aún más por el hecho de que podamos estar en tantos sitios al
mismo tiempo. Según el viejo dicho, durante el sexo, siempre hay cuatro
personas presentes: las dos que lo están practicando y sendos amantes en quienes
cada una de ellas piensa en ese momento. Con la llegada del psicoanálisis, los
cuatro se convirtieron en, como mínimo, ocho: los dos amantes, cada uno con
una escisión bisexual interna según Freud, más los respectivos padres de cada
uno de ellos.182 Si añadimos los amantes en quienes están pensando en ese
momento, suman diez. Y si el acto sexual en cuestión es un trío o una orgía,
entonces necesitaremos la ayuda de un matemático. Puede sonar a chiste, pero lo
cierto es que, en la práctica, surgen problemas aritméticos susceptibles de
generar no pocas discusiones y debates: dado el limitado número de aberturas
que hay en un cuerpo humano, ¿cómo se pueden organizar ciertas modalidades
de sexo grupal como los espintrianos o las llamadas daisy chains? Por un simple
cálculo de permutaciones, las orgías con más de un cierto número impar de
participantes deben incluir actos orales-genitales, pero esto se vuelve más
complejo todavía si tenemos en cuenta también las preferencias y orientaciones
sexuales personales.
Incluso cuando solo hay dos personas físicamente presentes, cada momento de
un encuentro sexual puede estar guiado por una identificación con la otra parte,
como si una se estuviera mirando con los ojos de la otra. Es muy habitual que las
personas que están practicando sexo se imaginen que hay un observador
mirándolas –una mirada externa que se materializa a menudo en forma de reflejo
en un espejo–, pero ese observador puede intercambiar rápidamente su sitio con
el de la propia persona. Uno (o una) puede mover un brazo, un pie o incluso su
sexo si siente que le puede resultar poco atractivo a la otra persona, como si, al
hacerlo, estuviéramos en el lugar de esta –juzgándonos con sus ojos– además de
en el nuestro propio. Puede que entonces incluso hagamos algo más con nuestro
cuerpo (o con el suyo) para desviar la atención de aquella parte nuestra que nos
hace sentir incómodos.
Cuando el cuerpo cambia y envejece, puede existir una presión aún mayor para
ocultar, camuflar o distraer, pero, si exploramos la psicología de tales
situaciones, casi siempre encontramos que los ojos con los que miramos nuestro
propio cuerpo son, en última instancia, los de otra persona: por lo general, los de
un padre o una madre cuya mirada hemos interiorizado como nuestra propia.
Cuando juzgamos fea o poco atractiva una parte del cuerpo, la evaluación
arrastra consigo la sombra de una mirada negativa de un padre o una madre, o de
algún comentario hiriente que nos hizo (o que le escuchamos decir), o incluso de
algún indisimulado empeño suyo en cambiarnos esa parte en cuestión. Por
desgracia, ni desviando la atención de esos aspectos del cuerpo durante el sexo
podemos distraernos del peso de esa mirada parental negativa.
Estos pequeños actos de desvío o distracción son continuos durante el sexo y
pueden ir más allá de la simple percepción visual y táctil del cuerpo. Las ganas
de orinar son otro ejemplo de cómo un proceso fisiológico puede servir para
desplazar la atención de otros estados corporales y físicos.183 Mear durante el
sexo es algo que, en algunas culturas, se considera ligado a la excitación
femenina hasta el punto de que forma parte del guion sexual establecido. Hay un
pueblo micronesio en el que, al parecer, las relaciones sexuales solo pueden
proceder si la mujer ha orinado durante los preliminares. En otras sociedades en
las que esto está más o menos prohibido, algunas mujeres tienen mucho miedo
de que les ocurra: temen manchar su ropa o la de la cama y, con ello, ahuyentar a
su pareja. El ansia de orinar, no obstante, puede convertirse en necesaria para
tapar la atención a otros estados internos (o desviarla), o para tratar emociones
crecientes y abrumadoras, incluido el arcaico miedo a reventar que tan a menudo
evocan las mujeres cuando describen sus orgasmos. La autoexploración
femenina de la uretra es, de hecho, bastante común en la infancia, y se calcula
que la masturbación uretral representa aproximadamente un diez por ciento del
total (la vaginal vendría a ser el veinte por ciento y la realizada presionando con
los muslos, otro veinte).
Muchas prácticas sexuales se ven afectadas por el miedo infantil a explotar, o
por su contrapunto, el terror a vaciarse por dentro. Estos temores pueden
cristalizar en imágenes en que a la persona se la rellena por completo de cierta
sustancia –imágenes nacidas, presumiblemente, tanto de la experiencia del
empacho o el hartazgo de comida, como de las ideas infantiles de lo que los
padres se hacen el uno al otro– o se la vacía de todo, ligadas estas últimas al
pavor a que el pecho se seque o a la pérdida de una víscera propia. Estos temores
vagos pueden volverse muy explícitos en sueños o, con mucha menor
frecuencia, materializarse en crímenes sexuales, pero son legibles en la mayor
parte de demandas cotidianas de más sexo (como si la intimidad física fuese algo
que se pudiera agotar, literalmente). Lléname a tope es, de hecho, una etiqueta
muy clicada en Pornhub.184
La excitación en sí puede resultar aterradora si la persona la asocia a estos
miedos y puede condicionar aspectos sutiles de la práctica sexual –en la manera
de moverse o de tocar, por ejemplo–, o incluso conducir a la evitación del sexo
por completo. Los investigadores han descubierto que la atención se mueve
rápidamente de un punto a otro durante el sexo: se desplaza del propio cuerpo al
de la otra persona, a la fantasía y a otros procesos de pensamiento (numéricos
incluso). Hay personas que, mientras fingen estar perdidas en el goce del
momento, están en realidad contando en silencio en sus cabezas. Cuando
tenemos sensaciones que nos parecen que están mal o que son demasiado
extremas o repulsivas, necesitamos tratarlas rápidamente y, por eso, cerramos
ciertos niveles de consciencia y aumentamos otros.
El miedo a reventar y a perder nuestras entrañas puede hacernos aparcar el
orgasmo por prudencia, y esa aprensión a vaciarnos suele hacerse visible en el
temor a que nos engañen que surge en relación con los contactos sexuales. La
persona puede tener la molesta obsesión de que realmente le han robado algún
artículo, aunque no lo diga en voz alta porque le parezca inapropiado expresar
ese miedo. La idea, sin embargo, persiste y termina generando discordia en la
relación, de un modo que al otro miembro de la pareja suele resultarle
inexplicable. Curiosamente, hoy se dice mucho que han pillado a alguien «in
fraganti» para decir que lo han sorprendido en pleno acto sexual, pero la
expresión original se aplicaba al hecho de atrapar a los delincuentes en el
momento mismo en que estaban cometiendo un robo (in flagrante delicto).
Seguramente, la frontera trágica entre conexión y desconexión se hace más clara
que nunca una vez concluido el acto sexual en sí. La sensación de asco e ira
hacia la otra persona –generalmente, mujer– que muchos reconocen sentir
entonces puede ser consecuencia de pensar: «¿Por qué no eres otra (u otro)?». La
escisión entre amor idealizado y deseo sexual –aplicando la dicotomía madre-
puta– tal vez permitió inicialmente que se produjera la excitación que condujo al
acto, pero viene luego seguida de toda esa rabia que se siente por el hecho de no
haber encontrado lo que de verdad se estaba buscando. Las imágenes culturales
de la mujer ideal, que, como es evidente, han ido variando a lo largo de la
historia, pueden usarse entonces como coartadas para el odio: la pareja no ha
estado a la altura que se le presuponía.
Cuando Zola por fin pasó la noche con George Sand tras sus sostenidos
esfuerzos por seducirla, ella no trató en ningún momento de ocultar la naturaleza
desenfrenada de su propio deseo sexual. Por la mañana, Zola le dejó dinero en la
mesita de noche, como si la realidad de la pasión que ella había demostrado la
inhabilitara para entrar en la categoría de «mujer a la que cortejar», y la hubiera
convertido, más bien, en una prostituta.
Cuando exploramos más a fondo el contenido de las fantasías, nos encontramos
tanto con lo extraño como con lo familiar. Los hombres se imaginan a menudo
abriendo el cuerpo de una mujer o llevándola sin parar al orgasmo.
Tradicionalmente, se consideró que las fantasías sexuales masculinas eran vías
para la escenificación de relaciones de poder, en las que primaba el hombre
agresivo activo mientras la mujer quedaba reducida a objeto pasivo, pero varios
estudios posteriores, a partir de los años setenta, concluyeron que los hombres
mostraban en sus fantasías una especial atención al placer femenino, mientras
que las mujeres, supuestamente socializadas para complacer al varón, se
centraban más bien en su autosatisfacción.185 La idea de que lo que a las
mujeres les interesaba de verdad eran las relaciones y no el sexo podía
interpretarse así, según Sallie Tisdale, como poco más que una forma velada de
indicarles lo que debía interesarles.
En cualquier caso, el aparente altruismo de esa fantasía masculina de
sensibilidad con la mujer tal vez no sea más que una forma de ocultar la vieja
estructura de poder: llevar a una mujer al orgasmo sitúa al hombre y su pene en
la posición de únicos agentes activos, y el orgasmo en sí puede entenderse como
una forma de escisión, de separación. El hombre ha conseguido perforar la
autoimagen, la contención, la compostura de una mujer. Por lo tanto, puede que
haya una especie de violencia escondida en el esfuerzo por complacer a la
pareja. Después de todo, poder afectar a alguien de un modo muy profundo
equivale a tener poder sobre esa persona, por muy temporal que ese poder sea.
El propio vocabulario del orgasmo se hace eco de ese hilo de destrucción;
asombra ver hasta qué punto, a lo largo de los siglos, el clímax ha sido
identificado con la muerte o con una pérdida del yo. En el siglo XVIII, era
habitual gritar en ese momento «¡me matas!», y el orgasmo recibió el
sobrenombre de «la pequeña muerte» en varios idiomas. En un estudio de las
descripciones del orgasmo en las novelas románticas contemporáneas, se
descubrió que casi la mitad de los extractos relevantes incluían imágenes de
muerte, y de destripamiento, despedazamiento y explosión de cuerpos. Cuando
la práctica occidental del boxeo se introdujo en las islas Cook, allí enseguida
comenzaron a usar la palabra «nocaut» para describir el orgasmo femenino.186
También se evocan con frecuencia en relación a este imágenes referidas a la
pérdida de límites corporales y al derrumbe físico: «Me hice añicos», «me
deshice en átomos y moléculas», «estoy perdida», «me deshago en pedazos
como un plato roto que se esparce por todo el lugar», «una caída en el olvido
total», «un apagón de consciencia mental completa».187 Si bien es evidente que
podríamos advertir en estas expresiones un vocabulario relacionado con la
trascendencia –con el hecho de que el orgasmo permite a la persona alcanzar un
plano distinto de la existencia–, es difícil no inferir de ellas también una
violencia palpable, una desmembración o una disgregación de los cuerpos.
Esta es la razón por la que algunas personas –más mujeres que hombres–
prefieren pecar por cautas y optan por evitar los orgasmos por completo, pues los
riesgos de tenerlos son significativos para ellas. Cuando unos investigadores
descubrieron asombrados en 1974 que el siete por ciento de las estudiantes de
Nueva York creía que la masturbación podía conducir a la «locura»,188 hallaron
algo que, más que como un vestigio de las teorías médicas en boga en los siglos
XVIII y XIX, o como el resultado de una mala educación sexual, tal vez
podríamos interpretar como una valoración realista de los riesgos que, para el
sentido del yo, puede encerrar el orgasmo. El miedo femenino y la agresividad
masculina se fusionan aquí en este punto de porosidad física y psíquica.
También podemos detectar ese vector vengativo de buena parte de la sexualidad
masculina en la secuencia de las fantasías, lo cual, a su vez, puede arrojar luz
sobre el hecho (aparentemente contradictorio) de que los temas más frecuentes
en ellas sean el poder sexual, las agresiones y… el masoquismo.189 Los
hombres necesitan a menudo fantasías en las que dominan y machacan a una
mujer por dentro con su pene –casi nunca contra la voluntad de esta (al menos,
no en la fantasía)–, pero esas imágenes pueden venir precedidas de otras más
pasivas.190 Es decir, que, para excitarse y mantener una erección, un hombre
puede imaginarse a una mujer tomando la iniciativa, forzándolo a tener sexo con
ella y ocupando una posición generalmente dominante. Pero, luego, cuando su
excitación aumenta y se acerca al orgasmo, esas imágenes se sustituyen por las
conocidas fantasías de dominación masculina, en las que él pasa a ser el único
agente activo. Los hombres pueden hablar abiertamente sobre esta segunda
fantasía, pero les cuesta mucho más hacerlo sobre la primera, si bien el orden da
a entender que la segunda parte, más activa, podría representar una venganza por
la primera parte de la secuencia, más pasiva.
El miedo probablemente es el factor clave aquí, y Theodor Reik señaló a ese
respecto hace ya muchos años que, para un hombre, es más fácil admitir ser el
esclavo de una mujer que estar atemorizado por ella, y esa evitación se ve
reflejada en la práctica sexual. Son muchos los hombres que pagan a mujeres
para que estas sean sus amas en prácticas de dominación, pero, hasta donde yo
sé, son mucho más raros (o inexistentes) los que hacen lo propio para simular
escenarios de terror o miedo a una mujer. Tras haber consultado a miles de
personas en su clínica de sexología, Claude Crépault afirmó que jamás había
oído a un hombre admitir que les tenía miedo a las mujeres.191 Tampoco es
infrecuente que un hombre pague a una mujer para que orine o defeque sobre él,
y, sin embargo, sí que es muchísimo más raro (aunque algún caso hay) que una
mujer pida que un hombre le haga eso mismo a ella.
El cambio de fantasías durante los actos sexuales pone también en cuestión la
conocida desconexión que los hombres parecen evidenciar en cuanto a su
vínculo emocional con su pareja sexual. Según el tópico popular, los hombres
supuestamente practican sexo sin necesidad de poner sentimiento en ello,
mientras que las mujeres tienden más a practicarlo cuando sienten una conexión
emocional. «Solo fue sexo», puede oírse de la boca de un hombre antes (o
después) de pasar rápidamente a la siguiente persona. Esto es algo que suele
explicarse invocando la dicotomía madre-puta, tan popular en la cultura
decimonónica, a la que Freud dio en su momento su característica lectura
edípica. A los varones, argumentó, les perturba demasiado la proximidad entre
los sentimientos sexuales y los amorosos hacia la madre, así que los separan. De
ese modo, desean a una mujer, pero son incapaces de sentir amor por ella, y
aman a otra por la que, sin embargo, no pueden sentir deseo sexual. Para Freud,
pues, la sexualidad masculina es una forma de gestionar la culpa.192
La veracidad de esta explicación parece innegable, y así lo vemos a diario en el
trabajo psicoanalítico. Un hombre puede perder el deseo sexual por su pareja en
el momento en que esta se queda embarazada o adquiere algún rasgo relacionado
con la madre, y puede que su deseo sexual orbite siempre hacia mujeres que
representen rasgos «contrarios» a los de aquella: por ejemplo, si la madre es de
tez morena, las mujeres deseadas serán las de tez pálida. Asimismo, una imagen
maternal «pura» puede no concitar deseo alguno en el hombre si este no la
mancha y envilece o degrada a la mujer con sus palabras o actos. Hay hombres
que solo pueden correrse si insultan a la mujer con la que están en la cama en ese
momento, y la sensación de desprecio puede convertirse para ellos en un
prerrequisito de hasta la más básica excitación.
Nótese cómo este desdoblamiento interno es una forma de gestionar no ya la
culpa, sino también el significado. Cuando el hombre dice no sentir nada por su
pareja sexual –«fue solo sexo»–, está actuando sobre la significación: el acto no
significó nada para él y, por lo tanto, puede olvidarse, subestimarse o excusarse.
Por el contrario, amar (en vez de desear) sí confiere significación, lo que indica
una estrecha relación entre ambas cosas, amor y significado. En el modelo
edípico freudiano, la madre es la depositaria primaria tanto del amor como del
deseo, pero también lo es del sentido, por lo que escindir amor y deseo es dividir
el significado: la sensación entonces es que algunas compañeras sexuales no
significan «nada» y otras significan mucho.
Ahora bien, la vida de las fantasías sugiere que esta separación categórica nunca
es tan nítida como a los hombres les gustaría. Crépault descubrió que los varones
que utilizan lo que él llamó escenarios «antifusionales» –en los que se
desconecta la emoción y se cosifica a la mujer– pueden pasar súbitamente a
otros «fusionales» –en los que se siente una conexión real con la mujer– a
medida que se acercan al orgasmo.193 Además de indicarnos la naturaleza
defensiva de la escisión masculina madre-puta, esto también arroja luz sobre el
distanciamiento y la frialdad repentinos hacia las mujeres que los hombres
suelen evidenciar tras eyacular: en ese momento, debe anularse esa dimensión
«fusional».
Crépault halló una bifurcación similar en la fantasía sexual femenina. Los
sentimientos intensos de conexión romántica durante el sexo pueden dar paso de
pronto a imágenes (fantasías) de cosificación y ausencia de vínculo justo antes
del orgasmo. La persona puede imaginarse incluso que, en su fantasía, la pareja
es reemplazada por un animal, e introducir así precisamente la dimensión
«antifusional» supuestamente característica de la fantasía sexual masculina.194
«La mayoría de las veces, cuando hacemos el amor –explica una mujer–, me
imagino que es el pene de un perrazo o de un caballo lo que me está penetrando,
o que un perro me está lamiendo y hay allí hordas enteras de canes follando a lo
salvaje». Como curiosidad, cabe señalar que, si bien las mujeres tienen a veces
fantasías sexuales con animales, los hombres no las tienen prácticamente nunca,
aunque, por el contrario, sí tienden a tenerlas con mujeres practicando sexo con
animales.
Centrándonos ahora en las fantasías femeninas, lo primero que debemos
reconocer es hasta qué punto iban desencaminados los primeros estudios sobre el
tema. Kinsey y sus colaboradores pensaban que las fantasías tenían mucha
menor presencia en la vida de las mujeres que en la de los hombres, y que un
varón podía pensar en un escenario imaginario durante el sexo, pero una mujer
era mucho menos dada a hacerlo. Algunos autores psicoanalistas eran de la
misma opinión. Sin embargo, en los años setenta, estaba ya muy claro que las
mujeres fantasean tanto como los hombres durante el sexo (si no más que ellos),
aunque quizá no en el momento preciso del orgasmo. En esas fantasías pueden
cambiar la identidad de la pareja –o de sí mismas– y, a menudo, anonimizar a la
otra persona, imaginándosela sin rostro definido o borrosa. También se vio que
son muy comunes las fantasías que incorporan elementos de coacción195 y esto
se convirtió en un tema muy debatido en el movimiento feminista: ¿estaba bien
tener fantasías de violación, sobre todo si la persona que las tenía era alguien que
tal vez dedicaba gran parte de su vida a hacer campaña por los derechos de las
mujeres y por la transformación del masculinizado sistema jurídico-legal y
social?
La primera familia de explicaciones psicológicas de estas fantasías, procedentes
principalmente de terapeutas, solo era válida de manera parcial y selectiva.
Estaban centradas en los sujetos heterosexuales y presuponían que, en todas esas
fantasías femeninas, el hombre –caracterizado siempre como alguien atractivo–
no podía reprimir su ansia de dominar a la mujer, movido por la pasión que esta
despertaba en él. Según esas explicaciones, la fantasía de la violación era, pues,
un mecanismo que vehiculaba un sentido de la validación que, a su vez,
confirmaba la posición de la mujer como objeto de deseo. El uso masculino de la
fuerza era consecuencia del atractivo de la mujer; eso explicaría por qué las
fantasías de coacción estarían tan extendidas en la vida sexual femenina.
Aunque este argumento pueda tener cierto fundamento en algunos casos, la
realidad (por así llamarla) de la vida de las fantasías tiende a desmentirlo como
explicación general. Para empezar, las mujeres rara vez describen al hombre de
sus fantasías como alguien atractivo; de hecho, es más habitual que digan que es
horrendo, repulsivo, asqueroso, anónimo o múltiple. En segundo lugar, no suele
ser alguien arrasado por la pasión, sino que puede realizar actos sexuales de un
modo rutinario y mecánico, sin demostrar implicación emocional alguna, como
el obrero de una fábrica. Esa falta de interés del hombre puede ser, en sí misma,
un valor sexual e incrementar la excitación de la mujer. A diferencia de las
fantasías masculinas de coacción a la mujer, en las que la agredida puede acabar
excitándose en algún momento, en muchos de los escenarios imaginados por las
mujeres su agresor no experimenta tal cambio, ya que no deja de mostrar
aburrimiento y desinterés.
¿Qué interpretación podemos hacer de estos aspectos de las fantasías femeninas?
Una explicación que dieron las primeras autoras del movimiento feminista fue
que siglos de disparidad de género, de cosificación, de agresión y de ausencia de
un espacio en el que las mujeres pudieran concretar y expresar sus propios
deseos habían afectado inevitablemente a la subjetividad femenina hasta tal
punto que, en esencia, las mujeres tomaban sus fantasías prestadas de los
hombres o las construían con los residuos de su opresión. Precisamente esas
condiciones de opresión terminaban convirtiéndose en los marcos de referencia
de la excitación. Por lo tanto, quedaba todavía un largo y difícil proceso por
delante para darles la vuelta a esas fantasías de coacción y transformarlas en una
sexualidad más emancipada.196
Algunas autoras y activistas opinaban, sin embargo, que esas teorías
identificaban demasiado categóricamente la sexualidad femenina con la
victimización y hacían que cualquier cosa que pudiese evocar una relación
desigual de poder quedase automáticamente estigmatizada. Con ello, se corría el
riesgo de decirles a las mujeres qué debían hacer o dejar de hacer en la cama, y
de sustituir un sistema moral autoritario por otro. Tal como lo expresó Amber
Hollibaugh en su célebre diálogo con Cherríe Moraga, «yo no quiero vivir fuera
del poder en mi sexualidad, pero tampoco quiero estar atrapada en un concepto
heterosexista del poder». En su caso, el temor a caer bajo un «control
heterosexual de la fantasía» hacía que no hubiera una fantasía lo bastante segura
para ella, y que, en su propia vida sexual como mujer, sintiera cualquier cesión
de poder para atender las necesidades de su amante como «un gesto
profundamente poderoso y muy poco pasivo» por su parte. Así pues, según ella,
estas fantasías de apresamiento o cautiverio merecen explorarse en sí mismas, y
no ser descartadas y extirpadas como simples efectos de lo que las voces críticas
en aquella época llamaban «los remordimientos en tu cabeza».197
Otra perspectiva sobre la cuestión era la de quienes ponían el énfasis en nuestra
tendencia a identificarnos siempre, inconscientemente, con todos los actores en
el escenario de una fantasía, y, por lo tanto, en la posibilidad de que esos
hombres aburridos y desinteresados representaran en realidad una parte de la
propia subjetividad femenina. Si son tantas las mujeres que viven el sexo como
un deber mecánico y desprovisto de emoción, ¿acaso la fantasía de la coacción
no le da la vuelta a eso? En vez de una figura femenina desconectada, ahí es el
hombre (u hombres) el que se limita a realizar una anodina tarea fabril. La
fantasía estaría invirtiendo, pues, la vertiente experiencial de los roles de género
en las dinámicas típicas del sexo marital descritas por Kinsey y muchos otros. El
único problema con esa perspectiva es que las fantasías de coacción son
igualmente habituales entre mujeres que dicen no haber sentido nunca el sexo
como una obligación vacía de emoción e impuesta por los hombres.
¿Había más factores en juego ahí, como, por ejemplo, las creencias sobre cómo
practicaban sexo los padres? Si una mujer se imaginaba que su madre era un
modelo asexual de pureza, ¿cómo podría tener sexo ella misma a menos que
sintiera que la forzaban? Y esto introducía lo que tal vez sea el elemento crucial
en estas fantasías: son un tratamiento para la cuestión de la responsabilidad.
Cuando la persona se siente forzada a estar en una situación de sumisión sexual,
la coacción misma anula la responsabilidad de su consentimiento y,
seguramente, gracias a ello, le permite experimentar placer sexual sin culpa. Tal
como escribió Carole Vance, «el sexo siempre es culpable hasta que se
demuestre su inocencia».198 Una interpretación que cabría deducir de ello es
que muchos escenarios sexuales son intentos de demostrar precisamente esa
exoneración: «¡Inocente, su señoría!».
En su recopilación de fantasías sexuales, Nancy Friday destacó la extraordinaria
frecuencia de tales veredictos, y lo habitual que es que se usen expresiones como
«y entonces tuve que…» o «él hizo que yo…» aun cuando la situación en sí no
implicó ninguna coacción visible.199 La persona deja así de ser responsable de
su propio goce –sobre todo, si aquel o aquello de lo que está gozando es una
figura prohibida asociada al padre– y descarga toda la responsabilidad en su
agresor. Si a las niñas se las socializa ya desde muy temprano para que sientan
culpabilidad en relación con el placer sexual, y si no se permite esa excitación
fisiológica o es juzgada negativamente de algún modo, estas fantasías sirven
para eliminar la culpa y permitir que la mujer disfrute el momento.
Asimismo, el anonimato de los agresores puede significar una huida temporal de
la mujer, que escapa así tanto del aspecto edípico de su fantasía como de la
sensación de estar siendo juzgada. Varios pueden ser los diferentes aspectos que
se pueden introducir en una fantasía sexual a tal fin, desde máscaras hasta
desconocidos, pasando por la adopción de posturas que prescindan del contacto
visual entre los amantes. El anonimato, según Friday, permite practicar «sexo sin
mirar a nadie, y sin ninguna cara conocida tampoco a la que tener en cuenta al
terminar». Aunque podamos pensar lo contrario, el sexo es, en este sentido, una
especie de drama judicial en el que entran en juego diversas estrategias para
tratar de no ir a juicio ni ser condenada. Si los hombres se desdoblan, las mujeres
anonimizan.
Como dijo una analizanda al respecto de su fantasía de ser dominada por un
grupo de hombres sin rostro, «me estaba haciendo expresar un deseo que yo no
podría expresar de otro modo». Solo aquel escenario de sumisión a la fuerza
posibilitaba su disfrute, porque suprimía su agencia. Dyan Cannon describió un
proceso similar, pero ella, además de desplazar la culpa –«no quería ser
responsable de mis actos»–, se anestesió a sí misma, se desconectó de toda
consciencia real de su cuerpo. «No sentía nada. No quería sentir la verdad»,
escribió; de hecho, situó toda la agencia del momento en su pareja de manera
unilateral: «Lo odiaba, sencillamente lo odiaba, por hacerme indigna de ser la
esposa de hombre alguno. No quería ser responsable de mis actos, así que lo
hacía responsable a él».200
La desconcertante popularidad de las mujeres de la película Venganza no resulta
tan extraña si tomamos en consideración esta cuestión de la responsabilidad. En
el muy racista y misógino relato del filme, un padre lucha por rescatar a su hija
de las garras de unos traficantes sexuales e incurre en multitud de homicidios
durante el proceso. La idea del invencible amor de papá por su hijita tal vez
distrae nuestra atención de la (mucho más lamentable) xenofobia del filme, pero
lo que genera verdadera fascinación en los espectadores es la situación dibujada
por el rapto en sí: el hecho de que ella sea «capturada» (Taken es el título
original de la película en inglés) significa que toda la responsabilidad recae en
los «captores». Seguramente, bajo el manto de la vieja (e incorrecta) idea del
masoquismo femenino se oculta la cuestión de la responsabilidad por el placer:
es como si los escenarios masoquistas no fueran otra cosa más que un modo de
representar el desplazamiento de esa responsabilidad.
Podría decirse que, en el fondo, existe un vínculo entre la idea del secuestro y la
del amor imperecedero del padre. En terapia psicoanalítica, somos a veces
testigos de cómo una mujer puede sentir que su cuerpo se ha sexualizado tras
haber tenido un sueño en el que ella era (literalmente) un objeto puramente
sexual de su padre. El sueño puede resultarle aterrador y siniestro, pero puede
posibilitar también que la relación con su propio cuerpo sea diferente a partir de
entonces. ¿No representaría esto una convergencia entre la idea de ser raptada y
la de ser elegida, con un consiguiente entrelazamiento entre la supresión de la
responsabilidad y la validación como objeto elegido y deseable?
Ahora bien, la idea de ser elegida puede ocultar otra dimensión de carácter
inconsciente, condicionada por la historia tanto personal como social. Cuando
examinamos los sueños femeninos que tienen como tema el ser un objeto para el
padre, surge una y otra vez la vieja idea de la pertenencia: la hija es propiedad
del padre. Cuando Liam Neeson lo arriesga todo en su desesperado intento por
rescatar a su adorada hija, ¿no estamos, en última instancia, ante una lucha por
recuperar algo que es de su propiedad? Las mujeres han sido consideradas
durante siglos pertenencias de los hombres; de ahí que las indemnizaciones en
las condenas por violación se abonasen muchas veces al padre de la mujer (y a la
familia de este) y no a la víctima en sí: el crimen sexual era un delito contra la
propiedad.
Incluso en los liberales años sesenta del siglo XX, los adalides y practicantes de
las nuevas libertades sexuales en Estados Unidos hablaron primero de «comercio
[trading] de esposas»201 antes de usar la mucho más higiénica (y agradable)
expresión «intercambio [swinging] de parejas».c Y del mismo modo que, en
tantas épocas históricas diferentes, ser esposa ha presupuesto históricamente
virginidad nupcial (o la apariencia de esta), estas ideas de propiedad han
quedado hondamente inscritas en el cuerpo mismo de la mujer. Muchas chicas se
socializan en la creencia de que el himen es como un parche de tambor que se
rasga durante el primer coito: una imagen que no se corresponde en absoluto con
la realidad anatómica. Imaginarse el himen como un sello perpetúa y refuerza la
noción de la propiedad masculina (y la del cuerpo femenino como un producto
que puede presentarse intacto o dañado).
Desde el punto de vista clínico, lo que también vemos aquí muy a menudo es
que una mujer puede experimentar tanto el potente deseo de pertenecer a alguien
como el de no ser de nadie. En los casos de abusos domésticos, muchos amigos
y familiares pueden sentirse perplejos ante la insistencia de la víctima en
quedarse con el marido patológicamente celoso y posesivo, por ejemplo, incluso
aunque no parezca tener ningún condicionante económico que le impida dejarlo
y buscar una situación razonablemente más segura para ella. Aparte del conflicto
evidente entre los conceptos básicos de libertad y de esclavitud, lo que también
parece entreverse ahí es cierto hilo edípico: la imagen de la pertenencia al padre
puede ser lo que permita que la hija se separe de la madre; de ahí que la
sensación misma de «pertenencia» (e, incluso, de ser una propiedad) termine
adquiriendo un valor y un sentido especiales.202
Las ficciones de secuestros son sumamente populares hoy en día y a muchos
adultos les parece increíble que historias tan perturbadoras como esas –que,
normalmente, tienen como tema central el rapto de una niña o una joven por un
hombre perturbado– puedan ser vistas una tras otra por niñas de apenas ocho o
diez años, una edad en la que su atención no se ha desplazado aún hacia la
ficción más propiamente adolescente, en la que cobran protagonismo los
noviazgos de instituto. Películas como Believe Me, La habitación, Abducted in
Plain Sight o Secuestrada bajo tierra pueden fascinar por la imagen brutal de
«pertenencia» que en ellas se presenta y, en menor medida, por los efectos que la
tragedia que retratan tiene sobre la familia que pierde a su hija.
Cuando las analizandas jóvenes comentan esos relatos, suelen centrarse en el
vínculo entre secuestrador y secuestrada, preguntándose por lo que puede estar
sintiendo cada uno de ellos y, en ocasiones, imaginándose planes de fuga. Es
difícil no percibir ahí una exploración preliminar de lo que ocurre entre un
hombre y una chica a nivel sexual. ¿Qué sucede cuando se «elige» a una chica?
¿Cómo se puede pertenecer a alguien y huir de él? ¿Es necesaria la fuerza para
posibilitar un contacto físico que, de otro modo, parece demasiado peligroso y
prohibido?
Este énfasis en la coacción tiene su reflejo en el consumo femenino de porno.
Según las estadísticas disponibles, la probabilidad de que una mujer realice una
búsqueda en la red con los términos «sexo duro» es entre un ochenta y un cien
por ciento superior a la de que lo haga un hombre, y las escenas de sumisión son
muy populares entre las internautas.203 Pero cabe destacar también que las
búsquedas de sexo coactivo suelen ser igual de habituales que las de
interacciones entre mujer y mujer, en las que lo que se enfatiza no es el sexo
duro ni vejatorio, sino una actividad sexual más tierna, suave y lenta. Cuando
hablan de esta bifurcación, las mujeres no ven contradicción alguna entre esos
dos tipos de escenario, pues deciden entre lo coactivo o lo tierno en función de
su estado de ánimo en cada momento. Pero no deja de ser significativo que,
mientras que los relatos de sometimiento están protagonizados por hombres que
cosifican a una mujer, el porno más suave prescinde de la figura del hombre por
completo y atribuye la agencia sexual a figuras femeninas en exclusiva.
Cabría preguntarse si las escenas de sumisión se irán extendiendo a medida que
a las niñas se les enseñe cada vez menos que el deseo depende del amor. Me
refiero a que, en muchas sociedades, desde la década de 1920, a las pequeñas se
les ha inculcado desde su más temprana crianza que, para tener sexo con una
persona, deben amarla y deben mantener una relación sentimental con ella. En
cierto sentido, esto introduce una especie de permiso en la ecuación: como bien
señaló Claude Crépault, el amor actúa así como coartada del deseo sexual.204
Pero, a medida que la conexión entre amor y deseo se va volviendo cada vez más
tenue o incluso desaparece en ciertas partes del mundo contemporáneo, se podría
suponer que se necesitarán otros marcos de referencia a los que las personas
puedan acogerse para absolverse de responsabilidad.
Robert Stoller señaló que la investigación de Masters y Johnson, para la que
pidieron a varias parejas que practicaran sexo en su laboratorio, funcionó
precisamente porque introdujo un marco de ese tipo: la propia idea del
laboratorio legitimaba la actividad sexual y liberaba a los participantes de su
potencial sentido de culpa.205 Y si la actividad sexual femenina se ha vinculado
de manera más general a una u otra forma de sacrificio –por amor, por el
hombre, por el matrimonio, por los hijos–, a medida que va perdiendo
progresivamente esta dimensión y que el placer sexual se afirma como valor en
sí mismo, el problema no va a hacer más que agudizarse.206 Estas formas de
altruismo forzado podían ser tan objetables como opresivas, pero la alternativa
deja muy abierta la cuestión de la responsabilidad. Si el goce sexual es un fin en
sí mismo, ¿qué precio debe pagarse por él? ¿Cómo se puede evitar (o, en cierto
sentido, tratar) la responsabilidad que se siente por ese disfrute?
Erica Jong comentó algo muy interesante a este respecto. Dijo que, en los
tiempos en que el sexo y la culpa estaban tan manifiestamente fusionados, las
mujeres que disponían de medios económicos para hacerlo viajaban por Europa
en busca de ligues. Esto no solo significaba para ellas estar lejos de casa y de los
ojos inquisidores de la familia y los amigos, sino algo mucho más específico: «Si
no hablabas el mismo idioma que el hombre, no tenías por qué sentirte
culpable».207 Aquí era la lengua, más que –por ejemplo– una fantasía de
anonimización, lo que desplazaba la responsabilidad, como si un idioma común
acarreara consigo una culpa igualmente compartida. Si tú y el otro participante
en el encuentro hablabais la misma lengua, las propias palabras te intimidaban o
te coaccionaban, y acentuaban así tu posición y tu responsabilidad.
Un reciente programa de televisión, The Language of Love, se valía de esa
misma premisa, si bien ponía el acento en el amor, más que en el deseo sexual.
En él, solteros y solteras tanto británicos como españoles convivían en una finca
de campo y los espectadores podían seguir el curso de sus florecientes
relaciones. «¿Se puede encontrar el amor si no se habla el mismo idioma?», se
preguntaba la presentadora del programa. Sin embargo, pese a las críticas
positivas con que fue acogido, la cadena terminó suprimiendo el espacio de su
parrilla. Cabe preguntarse si no habría alcanzado mayor popularidad de haber
puesto más el foco en el sexo. La pregunta promocional, entonces, habría sido:
«¿Se puede tener sexo sin culpa si no se habla el mismo idioma?».
Podríamos diferenciar aquí entre dos versiones diferentes de este proceso de
gestión de la culpa. En la primera, la culpa se desplaza y la dimensión de la
agencia se traspasa a la otra parte, como en las escenas de sumisión. En la
segunda, se produce un mayor énfasis en el dolor, que puede ser un elemento (o
no) de las fantasías de sumisión, y adoptar otras muchas formas, como el deseo
de que te azoten, te castiguen o te maltraten de algún modo. Este dolor puede
formar parte de un pacto de autorización: sería, así, el precio que hay que pagar
por cualquier placer subsiguiente. En ninguno de los dos casos, no obstante, se
puede considerar que el placer venga ya dado, pues es algo que, de entrada, no
está permitido.
Se explica así, seguramente, el éxito de muchas de las actuales terapias sexuales
que inciden, precisamente, en el permiso y en la concesión de este. Muchos
psicoanalistas se molestan cuando, tras años de intentar ayudar a una paciente a
superar sus síntomas, ven que unas pocas sesiones con un terapeuta sexual
producen resultados brillantes en esa misma persona. Es imposible que sea una
auténtica cura, nos quejamos; debe de ser un remedio inducido por sugestión, o
algo irreal. Pero es un hecho que estas terapias pueden surtir efectos reales y
quizá se deba a que lo que el terapeuta hace, en esencia, es decirle a la persona
que tiene permiso para ser un cuerpo sexual. Si esta pasó años criándose en un
entorno que negaba en la práctica tal evidencia, el hecho de que una figura de
autoridad intervenga para anular esas prohibiciones impuestas al placer desde el
origen puede tener un potente impacto en la paciente.208
Es curiosa la inversión de la dinámica sexual masculina que se produce aquí. Los
hombres suelen exigir una condición de prohibición para experimentar una
excitación sexual: el «objeto» sexual debe estar prohibido o debe encarnar cierta
forma de inaccesibilidad. De ahí el ahínco con el que algunos hombres se sienten
impelidos a andar detrás de las esposas de otros hombres, como si la carga
erótica recayera en realidad sobre la barrera, tal como nos muestra la siguiente
escena cómica. Un hombre que asiste al funeral de la esposa de un amigo –con la
que estaba teniendo una aventura– llora tan desconsoladamente que termina por
agotar la paciencia del viudo, que le dice: «Tranquilo, hombre, que volveré a
casarme enseguida». Muchas mujeres, por el contrario, pueden disfrutar cuando
se encuentran no con una prohibición, sino con un permiso. Es lo opuesto a la
puerta prohibida de Barba Azul (que, seguramente, tiene más de fantasía
masculina que de femenina): aquí es posible que la excitación vaya ligada al
hecho de que a la mujer precisamente se le permita abrir la puerta.
Cuando tenemos la oportunidad de explorar las fuerzas que han bloqueado en
una chica la posibilidad de que experimente su cuerpo desde una perspectiva
sexual, más allá de la moral social de costumbre, solemos encontrarnos con una
prohibición más profunda e inconsciente: el temor a invadir el espacio ocupado
por la madre. Según escribió Paula Webster al respecto, «nosotras podemos
sentir que la traicionamos cuando queremos más que lo que ella tuvo» o, para el
caso, que lo que ella hizo o que lo que ella todavía tiene.209 Si la hija siente que
todo el territorio sexual está ocupado por la madre, puede resultarle difícil
acceder a su propio espacio, y si lo hace, el castigo que se le aparece en sueños
(o en el folclore) es la cosedura de la vulva. Ahora bien, si un tercero logra
anular la autoridad imaginada de la madre, es posible que la hija recupere su
cuerpo sexual.
Esto explicaría también la posibilidad clínicamente constatada de que una mujer
acceda a su propio cuerpo sexual tras haber tenido un sueño en el que es el
objeto sexual de su padre, como ya comentamos anteriormente. Aunque el sueño
suele vivirse como una pesadilla, puede tratarse de la seña distintiva de un
proceso psíquico mediante el que la soñadora ha encontrado una vía de eludir la
transgresión del espacio de la madre. Si la imagen fantaseada del padre está
fuertemente sexualizada, y si en ella se le representa como una figura violenta y
coactiva, es posible que la figura paterna esté actuando como un mecanismo
anulador de la autoridad de la madre, como alguien que le arrebata a esta su hija.
Lo que importa, en todo caso, es que exhiba una fuerza mayor que la de la
madre.
Si las fantasías de coacción son en sí mismas una solución en estos casos, pues
absuelven a la hija de la responsabilidad por su propio goce corporal, otros
escenarios que implican una mayor agencia aparente pueden cumplir una
función similar. Imaginarse a sí mismas como una bailarina erótica o una
prostituta puede ser una precondición para la excitación en muchas mujeres, y,
de hecho, esto es algo que se considera típicamente como un ejemplo del interés
por «la Otra», por esa mujer que se supone que sabe algo sobre sexualidad y que,
por consiguiente, constituye un polo gravitatorio para la atención femenina. «La
Otra» puede ser así de fascinante porque encarna ese objeto misterioso que los
hombres desean, el aspecto enigmático de la feminidad, etcétera. Pero, entendido
a otro nivel, ¿acaso no es este escenario imaginario eficaz porque funciona como
un tratamiento para la cuestión de la responsabilidad? A fin de cuentas, la
bailarina erótica o la prostituta tienen un rol simbólico y social, y es
precisamente ese papel lo que suprime la responsabilidad que pudiera sentir la
mujer. Ella hace eso porque es su trabajo, por así decirlo. Y, por lo tanto, ese
escenario –como el de la coacción– aleja de ella la responsabilidad para que
pueda disfrutar del placer.
Esto quizá pueda ayudarnos a esclarecer la omnipresente tendencia a imaginar
que somos otra persona durante el sexo. Según la interpretación convencional, lo
que se consigue con tal costumbre es cuestionar el deseo: si ella es otra persona,
¿qué ve su pareja en ella? ¿Qué le excita? ¿Qué es ella para el otro o la otra?
Ahora bien, que alguien sea otra persona puede significar también, muy
sencillamente, que queda absuelto (o absuelta) de responsabilidad por gozar de
la situación. Cuando nos dejamos ir, gozamos de mayor libertad, nos sentimos
con más derecho a disfrutar de nuestro cuerpo sexual, y esa podría ser la razón
por la que estas fantasías son tan frecuentes en la vida sexual femenina y, quizá
también, por la que puede recurrirse a la pornografía. Ante la voz en su interior
que le decía a Sallie Tisdale «eres una niña mala, eso no se toca», ella acudía al
porno no para saber más de sexo, sino para cruzar límites: «Necesitaba permiso;
necesitaba la bendición de algo o de alguien».210
En este punto, es útil introducir una distinción adicional. Ya hemos visto que
existe un permiso que procede de un punto que está más allá de la madre y que
legitima la aparente transgresión del espacio de esta. También existe la
abdicación de la responsabilidad que se obtiene con la fantasía de la coacción,
pues se evita así la vergüenza que, de otro modo, acompañaría al deseo. Y hemos
hablado asimismo del uso del dolor como licencia para poder sentir placer. Pero
lo que encontramos igualmente con bastante frecuencia es una vuelta de tuerca
del escenario de la coacción por la que no se trata tanto de que otros impongan
su voluntad sobre la persona como de que esta no tenga que pedir aquello que
pueda querer. Es algo a lo que ya se refirió en su día Karen Horney: la fantasía
de ese alguien, pareja ideal, que sabe responder a los deseos de la persona antes
de que esta le haya pedido nada, de tal forma que –y esta es la parte crucial de la
fantasía– la petición resulta ya innecesaria (y con ella, la responsabilidad por el
hecho de sentir deseo).211 Ese alguien ha sabido adivinarle sus intenciones.
Una mujer explicaba que se sentía enfadada y decepcionada con su pareja
cuando él le regalaba el collar que ella había elegido expresamente y que tanto
valoraba. ¿Por qué no lo había sabido adivinar de antemano? ¿Por qué no había
previsto lo que ella quería? Y, sobre todo, ¿por qué había tenido que pedírselo
ella misma? El no hablar tiene un valor erótico real en esas situaciones, como
también lo tienen sus circuitos transaccionales correspondientes: el collar no
debía haber formado parte de un circuito de intercambios, sino que tendría que
haber sido un obsequio regalado sin petición previa. Cuando las mujeres evocan
a veces el «savoir faire» de su hipotético amante de fantasía, se están refiriendo
precisamente al hecho de que este sabe qué hacer sin necesidad de que se lo
digan.
El éxito de la comedia romántica de Nancy Meyers ¿En qué piensan las
mujeres?, estrenada el año 2000, tuvo mucho que ver con esa premisa de partida.
Un desagradable y machista ejecutivo de publicidad, interpretado por Mel
Gibson, sufre una electrocución y adquiere de pronto la facultad de leer los
pensamientos de las mujeres, y la utiliza para su propio provecho personal y
profesional. El título de la película en inglés (What Women Want, «Lo que las
mujeres quieren») es una afirmación, que no una pregunta, y, en el fondo, no
hace referencia ni al ejecutivo protagonista ni al contenido particular de los
pensamientos de ninguno de los personajes femeninos, sino a la facultad de
adivinar, es decir, de saber por adelantado para que ni siquiera haga falta
preguntar. Según esta lógica, «lo que las mujeres quieren» simplemente es que
otra persona sepa lo que quieren o, por ser quizá más precisos, que no tengan
que pedirlo.
Puede ser muy instructivo imaginarnos cómo sería un remake actualizado de esa
película. En su día, los espectadores tal vez se figuraran que el propio Mel
Gibson era el objeto al que aludía ese ¿En qué piensan las mujeres? (o «Lo que
las mujeres quieren») del título del filme, pero, con la fama que se ha ganado
desde entonces de ser un misógino violento y racista, si él volviera a ser hoy el
protagonista, la trama seguramente tendría que acabarse de golpe tras la escena
misma de la electrocución. Quizá un actor como Timothée Chalamet tendría
mejores opciones para el papel, pues encarna cierta fluidez de género que
tradicionalmente les ha estado vedada a los protagonistas masculinos del cine
comercial más mayoritario. De hecho, la película que le valió su salto decisivo al
estrellato, Call Me by Your Name, gira precisamente en torno a esa cuestión del
hablar y el pedir, y de cómo está conectada con la sexualidad. Si lo pensamos
bien, tal vez Call Me by Your Name era ya en sí misma un remake de ¿En qué
piensan las mujeres?
Pongamos otro ejemplo. Una mujer describió así la intensa excitación que sentía
cuando su pareja le acariciaba el cabello: «Es siempre un fuego que me recorre
toda por dentro». No le costaba nada remontar los orígenes de esta sensación a
los momentos de intimidad de su infancia en los que su madre le pasaba
cariñosamente la mano por el pelo. Pero si una línea bien clara podía trazarse
entre la experiencia temprana y la posterior, era justamente esa excitación
garantizada que ella nunca se ha sentido capaz de pedir: el placer «estaba ahí
esperándola», pero lo que ella no podía hacer era asumir la responsabilidad de
sentirlo.
La cuestión de la responsabilidad nos lleva de vuelta a las más tempranas
experiencias infantiles de excitación corporal. Aunque una niña o un niño
pequeños seguramente no saben siquiera el significado de la palabra «sexual», el
fenómeno de la excitación es algo muy cotidiano para ellos: la irradiación física
de calor, la vasocongestión del tejido genital, la lubricación, la presión ejercida
por la vejiga y el recto sobre las paredes vaginales… Se han observado y
descrito señales físicas del orgasmo en bebés de menos de un año: aunque no
hay presencia de eyaculación a esas edades, sí se producen vibraciones rítmicas
del cuerpo, movimiento pélvico, y tensión muscular en el abdomen, las caderas y
la espalda, seguidas de un súbito aflojamiento con espasmos y contracciones
anales. Son cuadros que se han llegado a documentar en niños y niñas de apenas
cinco meses, e incluso, en un caso (un tanto inverosímil, tal vez), en una niña de
solo cuatro semanas.212
Ahora bien, estas experiencias hacen que el pequeño o la pequeña se enfrente a
dos inmensas preguntas: ¿por qué ese cambio en el cuerpo?, y ¿cuál es el mejor
modo de tratar esos estados de tensión? Cuando nuestros cuerpos cambian –
sobre todo, en la pubertad–, se introducen toda una serie de procesos sociales y
familiares para enmarcar la experiencia y dotarla de sentido. Los ritos puberales
propios de tantas y tantas culturas hacen que esos sean momentos muy
exteriorizados y altamente simbólicos. Y en las sociedades donde la medicina ha
ido ocupando progresivamente el lugar de la religión, es a los médicos a quienes
la gente dirige sus preocupadas dudas referidas a los cambios corporales.
Durante toda nuestra vida, nuestros cuerpos requieren de la inyección de sentido
que proporciona un tercero situado en una situación privilegiada para dárselo.
La cosa no es distinta para bebés y niños, pero la adquisición de ese sentido o
significado se ve mucho más dificultada por el hecho de que, como ya hemos
visto, ellos tienden a pasar en silencio o a etiquetar erróneamente muchas
transformaciones físicas que los adultos asocian con la sexualidad, y que quedan
así envueltas en una atmósfera de valoración negativa. Cambios corporales como
la radiación de calor hacia esas zonas, su tumescencia o su palpitación, pueden
sentirse como algo radicalmente externo, impuesto al niño o la niña contra su
voluntad; en cierto modo, es muy parecido a lo que ocurre cuando sentimos una
tensión muscular que no conduce a un movimiento: que podemos percibirla
como una fuerza ajena.213 Puede que haya niños o niñas que deseen incluso
despojarse de sus órganos sexuales para conjurar esos estados de miedo,
agitación y tensión corporal.214
En esas situaciones, para expresar la excitación femenina se recurre a menudo al
lenguaje del desequilibrio y la amenaza. «Las sensaciones sexuales me
producían una aterradora pérdida del control. Cuando me excito sexualmente,
hay veces en que no estoy segura de dónde está mi cuerpo», explicaba una
mujer, que decía también que necesitaba llevar ropa ajustada para «no
desunirme». En sus picos de excitación, sentía como si la «empujasen al suelo,
como si me sacasen del mundo a empujones. Todo sostén desaparecía. Yo me
encontraba en un lugar donde no había base, ningún suelo sobre el que
sustentarse. El orgasmo no era agradable; daba miedo». La excitación la llevaba
«a un sitio que era una extensión de nada». En otra de sus descripciones, dijo:
«La sensación de un orgasmo es como estar en el cielo, pero en mitad del calor
del infierno».215 También Selma Fraiberg describió las sensaciones de pánico y
terror que sentían las niñas en esos casos, y cómo las contracciones vaginales
podían darles «un susto de muerte». En palabras de Herschberger, la excitación
sexual puede producir la sensación de estar siendo abordada por un «enemigo
extraño».216
Y ahí es donde la cuestión de la responsabilidad se vuelve tan importante. Si una
persona adulta tiene el poder de hacer desaparecer un estado de tensión que el
niño o la niña siente en su cuerpo –como, por ejemplo, el hambre o la sed–, ese
pequeño o pequeña enseguida identificará a ese adulto como la fuente de ese
estado.217 Igualmente, si un bebé quiere cambiar de postura debido a alguna
incomodidad que está sintiendo en su musculatura o en su piel, el retraso en la
respuesta de ese adulto o la ausencia de tal respuesta se convierten entonces en la
causa de ese malestar. El poder de la madre o del padre para responder tiene,
pues, la peculiar consecuencia de convertirlos en los responsables del problema
inicial.
Los estados de excitación a edades tempranas pueden tener exactamente esos
mismos efectos. A medida que cambia el cuerpo, se recurre al padre o la madre,
que pasa a ser identificado entonces como la fuente de esas transformaciones,
aunque la estructura de ese reproche puede aplicarse rápidamente a más
personas. Una niña de ocho años que se había enamorado de un niño de su clase
explicaba que se sentía físicamente excitada cuando estaba cerca de él, pero que,
al mismo tiempo, «estaba enfadada con él por hacerme sentir así». Si bien los
conocidos cambios del humor y el estado de ánimo durante la adolescencia –y
durante el no menos importante período que va de los nueve a los diez años– se
suelen explicar como una consecuencia de la búsqueda de independencia de los
hijos y las hijas respecto a sus padres y madres, es más que posible que esa otra
dimensión esté muy presente también: los estados físicos de excitación y tensión
hacen que se recurra (inconscientemente) al padre o la madre, a quien se culpa
entonces (inconscientemente también) por no saber tratarlos. El hijo (o la hija, da
igual) puede oscilar entre los repetidos intentos por llamar la atención de uno de
sus padres (o ambos), la frustración con ese progenitor (o con ambos), y las
incesantes visitas al frigorífico, armado de la única certeza de que el remedio a
lo que le pasa está fuera de él mismo.
Judith Kestenberg estudió los diversos estados de tensión que se producen en los
cuerpos infantiles y argumentó que existen diferencias significativas entre los
focos de agitación interna y los puntos (en la superficie del cuerpo) hacia los que
se focaliza esa agitación. Su conclusión fue que las aberturas visibles del cuerpo
y los focos sensibles que en ellas se concentran –el clítoris, el ano, el pene–
hacen que sean particularmente propicias para focalizar en ellas ciertos ritmos
internos, confusos y perturbadores, de excitación y tensión. Cuando crecemos,
escribió, aprendemos a confundir las aberturas con el interior. El clítoris, por
ejemplo, es útil por su capacidad de arranque-parada, y manipularlo como foco
puede ayudar a aliviar otras tensiones genitales más difusas (que una niña
describió como «una especie de dispersión»).
Kestenberg pensaba también que, cuando las niñas contraen los músculos
perineales y aprietan los muslos el uno contra el otro, no están realizando tanto
una actividad masturbatoria inductora de placer como otra cuya función podría
ser más bien la de localizar y limitar otras sensaciones –más fastidiosas y
potencialmente abrumadoras– de más adentro, en el propio cuerpo. Tal como
Karin Stephen ya había apuntado muchos años antes, la única fuerza lo bastante
fuerte como para servir de tratamiento para la sexualidad es la sexualidad
misma. Puede que esa oscilación quede reflejada también en la diferencia entre
aquellas zonas del cuerpo con abundante concentración de terminaciones
nerviosas –como el bulbo clitoriano– y aquellas otras que dependen de las
inervaciones simpáticas y parasimpáticas, y de la inervación mixta de
musculatura estriada y no estriada implicada en el orgasmo.218
Este uso de un tipo de excitación sexual para controlar y limitar otra forma parte
del meollo mismo de muchas formas de práctica sexual y está posiblemente
ligado a la sensación de «completitud» a la que las mujeres se refieren a veces en
ese sentido. Hemos visto cómo se pueden desdoblar la masturbación y el sexo y
aislarlos uno de otro para evitar los peligros del orgasmo, pero, cuando los
orgasmos se producen realmente, pueden seguir pareciendo «incompletos» en
ocasiones. Por decirlo en palabras de la psicoanalista Natalie Shainess, «se tiene
la sensación de que ha ocurrido algo que hace que toda nueva estimulación sea
ya inútil e incluso molesta, pero sin haber tenido la percepción del orgasmo en
sí». La masturbación podría experimentarse también, en momentos así, como
una necesidad muy urgente, acompañada posiblemente de una manipulación
impaciente de los genitales, como si hubiera que sacudirse algo de encima. En
algunos casos, puede haber prisa por estimular el clítoris de manera muy directa
precisamente para evitar otra forma de excitación física, más difusa, pero
también más incontenible.219
Cuando la niña (o el niño) siente esa excitación que se extiende y que tanto le
cuesta soportar, acude en primera instancia a la madre para que la haga
desaparecer, para que la trate de algún modo, como en su día supo tratar el
hambre y la sed. Pero el hecho en sí de que los fenómenos físicos corporales
sean objeto de radical evitación y falta de reconocimiento por parte de los
adultos convierte esa ayuda materna en algo casi imposible. Y de ahí las muchas
formas en que niñas y niños experimentan con sus cuerpos, y, en particular, con
las sensaciones de plenitud y vacío, usando el estómago, el intestino y la vejiga.
Tienden a producirse así intentos sutiles de explorar y estructurar la experiencia
interna exactamente en aquellos puntos en que la respuesta parental es
insuficiente o inexistente, y que perfectamente pueden adoptar la forma de
esfuerzos de apertura y cierre de las aberturas corporales.220
La manera en que las personas abordan estas experiencias es tremendamente
variable y no está de más recordar que la estrategia que funciona para una puede
no hacerlo para otra. Una mujer explicó que, para ella, las sensaciones interiores
durante la manipulación genital masturbatoria eran tan perturbadoras que le
resultaba más fácil tener sexo con otras personas. La intensidad de la excitación
física era muchísimo menor con sus torpes parejas, personas que a ella no se le
hacían en absoluto amenazadoras. Pero otras y otros pueden describir un proceso
justamente inverso, en el que sea la interacción con otra persona la que acarree
riesgos mucho mayores que el controlado espacio de la masturbación.
Estas funciones acalladoras del sexo y la masturbación se vuelven más
complejas, si cabe, en aquellos casos en que vienen acompañadas de una
emoción muy fuerte. ¿Debemos interpretar esto como una defensa o distracción?
¿Debemos reconocer más bien su legitimidad? ¿Ambas cosas? He oído alguna
vez a analizandas hablar del sentimiento de «puro odio» a su madre que les
sobreviene mientras se masturban, y otros psicoanalistas también han oído
testimonios similares. No deja de parecer extraño que haya una sensación de
odio tan intensa ocupando el espacio que cabría esperar que la propia persona
llenara con alguna fantasía (relatos o imágenes). Preguntada al respecto, una
mujer explicó: «No sé por qué, pero el odio y la excitación están ahí, juntos, son
como una misma cosa al mismo tiempo».
En su estudio sobre la conducta sexual, los Hunt descubrieron sorprendidos que
en torno a un tercio de las personas que entrevistaron se masturbaban cuando se
sentían rechazadas en el amor; vivían aquella automanipulación de los genitales
como «una forma de venganza».221 Hay que tener en cuenta que no se trata
tanto del escenario de una fantasía en el que se representa tal venganza, sino que
la venganza es el acto de la masturbación en sí, una observación que vendría a
coincidir en cierto modo con las conclusiones de los investigadores de la
infancia que concluyeron –contra sus propias expectativas iniciales– que la
masturbación temprana estaba relacionada con el ansia de independencia y de
separarse de la madre. ¿Podría esta contener ya en sí ese elemento de venganza?
¿No podría el odio que a veces aflora ahí implicar un reproche a la madre por no
haber tratado las propias sensaciones corporales? ¿No podría ser, quizá, la única
manera de sentir realmente la emoción del odio?
Otro ejemplo pertinente aquí sería la cuestión de la micción durante el sexo, pues
tanto puede representar el miedo a perder el control corporal como el intento de
imponer orden mediante la apertura y el cierre que se entiende que aquella
implica. Deberíamos recordar que, en estos casos, los riesgos potenciales de la
excitación física son considerables, dado que esta puede vivirse como un colapso
total, un estallido, una micción incontrolada y una pérdida de la noción del yo,
tal como se evidencia en el lenguaje con el que se describen los orgasmos:
«Sentía que, si dejaba que avanzara más, la cosa, explotaría. Explotaría no solo
en la cama, sino por todas partes… Me clavé las uñas y me detuve».222 Las
niñas y adolescentes que descubren el orgasmo a través de la masturbación a
menudo dejan de practicarla para evitar esos riesgos de desintegración. Cuando
no saben cómo tratar o abordar la excitación, es posible que la transfieran al
tracto urinario y generen en él síntomas como la micción frecuente, o como la
retención de la orina para luego mearla toda de golpe, o como la práctica de la
apertura y el cierre de la uretra.
La reclamación de ayuda suscitada por los momentos iniciales de estos estados
de tensión y excitación corporales contribuye a crear en el inconsciente un avatar
especial de la madre. El psicoanálisis ha tendido a primar la representación de la
madre como alguien que no da o que priva a la hija o al hijo de algo (de leche, de
un pene…, de los sospechosos habituales, en definitiva) o que le quita ese algo
(cualquiera de esos mismos «sospechosos»). Pero las observaciones de
Kestenberg indican la presencia aquí de una tercera figura materna, que no es
tanto la madre que no da algo o que priva de ello, como la madre que,
precisamente, no lo quita. Es la madre que no es capaz de (o que se niega a)
eliminar los estados de tensión sexual del cuerpo de la hija o del hijo.223
El reproche quizá halla aquí cierta respuesta en el sexo en sí. Cuando los adultos
follan, la manera más habitual que tienen de describir la sensación que
experimentan al acabar es usando la palabra «alivio», un término que también se
utiliza para el acto de hacer que alguien se corra.224 Si, tal como ya hemos
visto, el sexo es una compleja cámara de compensación de multitud de terrores,
angustias y ansiedades, un posible resultado de practicarlo sería la eliminación
de los estados de tensión que los adultos que nos cuidaban en el albor de
nuestras vidas no supieron extirparnos. El sexo, en ese sentido, quita tanto como
da y puede que explique la sensación de gratitud que a veces se siente hacia la
otra persona, por muy egoísta que su comportamiento sexual haya sido en
realidad. La pareja sexual ha ayudado en ese momento a suprimir el estado físico
de excitación y tensión, y el sexo ha borrado temporalmente toda una serie de
preocupaciones.
Es como si, con el alivio al que se refieren las personas en estos casos,
estuvieran dando a entender que han logrado evitar por los pelos un peligro
terrible, mortal incluso. El sexo como acto resulta tan increíble para los niños
que esa sensación de incredulidad nos acompaña inconscientemente a lo largo de
la vida. Haberlo practicado realmente y haber sobrevivido a ello, con todos los
riesgos de daño corporal que comporta, es algo sencillamente inimaginable y las
lágrimas y las risas que a veces siguen al sexo podrían ser signos indicativos de
ese logro. Y merece la pena recordar que, a diferencia de otros muchos síntomas
de emoción, las lágrimas y la risa son, la mayoría de las veces, señales de alivio
por habernos librado de alguna desgracia.
Las palabras empleadas desde hace siglos para describir el sexo casi siempre
hacen referencia simultánea a engañar o a eludir; en inglés, por ejemplo, to
screw puede significar «follar», pero también «timar», y lo mismo ocurre con
otros verbos, como to ream («sodomizar», pero también «defraudar»), to diddle,
to swyve, to fuck, to trick o to jape. Es como si el acto sexual nos permitiera
durante un momento escapar a la catástrofe o burlar a alguna fuerza maligna. Se
han evitado un daño al cuerpo y un castigo precisamente en la situación en la
que corríamos un mayor riesgo. Y quizá sea prueba de ello la peculiar mezcla de
sensaciones que con tanta frecuencia siguen a la reacción inicial de alivio.
Es posible que los hombres necesiten hacer que su escape sea aún más concreto,
literalmente, «huyendo» hacia el sueño tras el sexo o abandonando físicamente
la escena. Como muy bien comentó Legman a este respecto, aunque a Casanova
se le considere a menudo un paradigma de la pericia sexual masculina, lo cierto
es en sus Memorias se pasa la mitad del tiempo viajando o, mejor dicho,
huyendo de su más reciente encuentro sexual.225 Los hombres pueden sentirse
asqueados de sí mismos o de la otra persona, a menudo llevados de la idea de
que han hecho concesiones, y de ahí nace su urgencia por buscar a su siguiente
pareja: en el fondo, lo que tiende a subyacer a ese odio consciente a la otra
persona es un autoodio. Cuanto más constante sea su sexualidad defensiva, es
decir, su empeño en crear y mantener divisiones internas que siempre son
sumamente frágiles, más dominantes sobre su conducta pueden ser sus planes de
huida y más perjudiciales para las otras personas. Y aunque para las mujeres el
sexo tal vez no tenga ese carácter defensivo tan a menudo, como hemos visto,
ellas también pueden incurrir en diferentes tipos de división o desdoblamiento
interno con sus propias consecuencias.
En la fantasía favorita de una de las pacientes de Jack Morin, ella está
conduciendo de vuelta a casa a toda velocidad y ve un coche de la policía, pero
no aminora la marcha. El apuesto agente la obliga a detenerse y le insinúa que
podría haber un modo de evitar que le ponga la multa: no hay que ser muy listos
para imaginar qué ocurre a continuación. ¿Qué hace que ese escenario le resulte
tan excitante? Pues el hecho de que ahí ella esté manipulando en vez de ser
manipulada, según le confiesa a Morin, y también su sensación de control sobre
el policía. Pero la parte más intensa y excitante de todo es que ella consigue irse
de allí al volante de su coche sin ninguna multa: «¡He vencido!».226
Dicho de otro modo, ella ha conseguido eludir el castigo y ser más lista que las
fuerzas de la ley y el orden sorteando el poder del representante de estas. Placer
sin precio. Salirte con la tuya en una situación así debe de aliviar mucho, sin
duda. Si el sexo puede usarse como una manera de tratar la rabia, la
desesperación y la sensación de agobio abrumador, eso significa que también
proporciona una medicación muy provisional para los estados de tensión y de
terror. Los actos sexuales actúan en ese sentido bien por medio de dominaciones
(oral, anal, muscular y genital), bien por medio de conciliaciones (a través de
esos mismos órganos y partes del cuerpo). Ya hemos visto que la misma persona
puede encontrarse tanto en una posición como en la otra (o en más incluso)
durante un encuentro sexual, y que la propia oscilación entre ambas puede
generar excitación. Y, al mismo tiempo, las sensaciones corporales se tratan con
fusiones, localizaciones y bloqueos: una sensación se fusiona con otra, o se
localiza en un punto de concentración sensorial como el clítoris o el pene, o se
bloquea interponiendo otra aparentemente distinta.
Es importante recordar que, a pesar de todo esto, el sexo nunca es una sola cosa.
Las mismas acciones pueden tener significados totalmente distintos según las
personas, o en el caso de un mismo individuo, según los momentos de su vida.
No es probable que el sexo para un adolescente de dieciséis años en una fiesta de
instituto sea lo mismo que para una persona (casada o soltera) de cuarenta años,
o para un soldado que está con su pelotón en un territorio ocupado, o para
alguien que acaba de enviudar a los setenta años. Pero, por otra parte,
posiblemente siempre implicará unos desequilibrios físicos y emocionales de
poder, ciertos ejercicios (pequeños o grandes) de violencia y de presión, que,
como ya hemos visto, pueden ser en parte efectos de nuestras infancias
tempranas.
Ante semejante bagaje, no deja de sorprender que las personas se las arreglen
para practicar sexo de todos modos, más aún si se tienen en cuenta los múltiples
problemas de «rendimiento» sexual que muchas de ellas exponen en terapia.
Pero ¿acaso no deberíamos interpretar tales problemas más bien como respuestas
legítimas a las circunstancias de cada una y de cada uno? Bernard Apfelbaum
señaló que la capacidad real de practicar sexo debería verse más bien como un
trastorno en según qué casos.227 Si alguien está deprimido, o está enfadado con
su pareja, o se siente atacado por ella, o está apenado, o le preocupa su relación,
¿no se encontraría en un estado indicativo de que no está preparado para
practicar sexo? Y, sin embargo, el hecho de que muchas personas continúen
practicándolo y actúen conforme al guion correspondiente significa que el sexo y
el rendimiento sexual se han escindido el uno del otro en cierto sentido. El sexo
se convierte así en el síntoma mismo de una autoalienación.
En su pionero estudio La dialéctica del sexo, Shulamith Firestone defendía que
la única esperanza de que algún día veamos una sexualidad liberada –algo que
tal vez ni ella misma creía que pudiese ser realmente posible– sería descargar a
las madres de la obligación de la maternidad reproductiva y encomendar tal
función a ambos sexos, o, mejor aún, a unas formas de reproducción
enteramente artificial.228 Es habitual reducir su rica y variada obra a esa sola
tesis a efectos de ridiculizarla, pero, aun sabiendo que nunca va a ocurrir algo
como lo que ella describía ahí, creo que se entiende bien el sentido de su
afirmación: extirpando las relaciones de dependencia que se establecen en la
infancia y la carga sacrificial de las madres, se podrían reconfigurar todas la
relaciones de poder asimétricas del vínculo entre bebé y cuidadora, y ya no
tendrían que redirigirse hacia los actos sexuales en sí. El sexo dejaría de ser una
serie de actos ocultos (y no tan ocultos) de violencia, venganza e inversión
emocional.
Si en el sexo representamos, perseguimos y vengamos muchos aspectos de la
relación temprana con nuestros cuidadores de la infancia, siempre habrá un
desequilibrio de poder, porque así fue como comenzaron nuestras vidas.
Estábamos indefensos, no podíamos expresarnos y nos hallábamos a merced de
unos cuerpos más grandes y poderosos que los nuestros. Pero en el sexo está casi
siempre presente la sensación de invertir esa indefensión, pues en él somos
momentáneamente la causa de lo que la otra persona está sintiendo y, a veces,
también de lo que nosotros sentimos. Por eso hay personas que pueden sentir una
carga erótica muy fuerte cuando «advierten una expresión de necesidad en el
rostro de su amante», por emplear las palabras de Amber Hollibaugh,229 porque
se dan cuenta de que por fin somos capaces de causar cosas, de ejercer una breve
agencia en un mundo en el que tendemos a no tenerla nunca. Y la línea que
separa el intentar ser una causa de lo que alguien siente y el empeñarse en
dominar y controlar a ese alguien (y, en la práctica, en ejercer una especie de
violencia sobre esa persona) es a menudo muy fina.
Más allá de su proyección reproductiva, el sexo quizá sirva también para erotizar
esas dimensiones de desigualdad, dominación, fuerza y causalidad. Comporta
una exploración y una elaboración sobre la marcha, segundo a segundo, de las
relaciones de poder, con rápidos giros en las desigualdades, según lo que las
personas hacen o dejan de hacer con sus parejas. Estas dinámicas contienen
guiones sociales y son al mismo tiempo moldeadas por ellos, que son los que
dictan qué puede hacerse y qué no, y con quién. Como bien escribió Hollibaugh,
«el poder es el corazón (y no solo la bestia) de toda indagación sexual».230
Cuando decimos que la cultura y la socialización nos han imbuido de fantasías y
que, por lo tanto, debemos cuestionárnoslas, esto es sin duda cierto, pero ¿qué
vendría a ocupar el lugar de dichas fantasías si la función misma de estas es
hacer algo a propósito del dolor, el trauma y la opresión que sentimos? Si el sexo
es hoy justamente eso, ¿qué otra cosa podría ser?
El sexo podría ser una manera de convertir nuestro sufrimiento y opresión en
una fuente temporal y compleja de placer. Un analizando que se había criado en
España y había tenido allí, de joven, varias relaciones sexuales se quedó muy
sorprendido cuando, al llegar a Londres, se dio cuenta de que las millennials con
las que se acostaba tenían la costumbre de escupirle en el pene. Como lo
interpretó como un rasgo cultural más que como un gesto personal (no parecía
que lo hicieran por una cuestión de lubricación), decidió no quejarse, pese a que
era una práctica que le incomodaba: «¿Cómo voy a decirles yo que paren si las
mujeres han tenido que soportar la opresión y la tiranía de los hombres durante
siglos?».
Lo interesante de su reacción fue hasta qué punto estaba interpretando el sexo
como un espacio tanto privado como público, un ámbito donde era posible
expresar rabia por la condición social de la persona, pero a través de vías que,
según nuestra socialización, están pensadas para provocar placer… de forma
ocasional. El problema, como es obvio, es que las diferentes partes implicadas
tendrán diferentes propósitos y diferentes iras, con independencia de cómo
decidamos interpretarlos. El sexo va de mucho más que solo sexo: va también de
historia, de socialización, de preocupación, de culpa, de venganza, de violencia,
de amor. Cuando presuponemos que solo va de placer y satisfacción, no estamos
viendo lo que tendríamos que ver para replantearnos lo que el sexo es y lo que
podría ser.
AGRADECIMIENTOS
Mis fuentes de inspiración para este libro abarcan lo hermoso y lo maldito por
igual: Ruth Herschberger, autora pionera del movimiento feminista y teórica del
género; Judith Kestenberg, psicoanalista y estudiosa de la sexualidad infantil;
Amber Hollibaugh, activista LGBTQ+ y escritora; John Gagnon y William
Simon, sociólogos de la sexualidad que ya hacían de Foucault mucho antes de
Foucault, y Gershon Legman, historiador del folclore y las prácticas sexuales,
intolerante autodiagnosticado y autor del más sustancial estudio psicoanalítico
de la sexualidad después de Freud. He aprendido muchísimo de todos estos
autores y autoras, y aunque mis tesis no siempre concuerdan con las suyas, sus
ideas han sido el molde que ha dado forma a la mayoría de ideas recogidas en las
páginas previas.
Desarrollé los temas que aquí analizo en una serie de seminarios en el Centro
para el Análisis y la Investigación Freudianos de Londres y querría agradecer a
todas las personas con las que allí coincidí el haber creado un espacio tan abierto
y estimulador. Doy especialmente las gracias a Julia Carne, Vincent Dachy,
Berjanet Jazani, Alexandra Langley, Laura Tarsia, Anne Worthington y Astrid
Gessert, quien también tuvo la amabilidad de ayudarme con las traducciones del
alemán. Estoy en deuda con varios de mis amigos y colegas por sus ánimos y sus
aportaciones, concretamente con Josh Appignanesi, Devorah Baum, Anouchka
Grose, Hanif Kureishi, Ken Theron y Jay Watts. Y quiero expresar mi más
sincera gratitud a Stephanie Theobald por sus muchas y bien razonadas
sugerencias y críticas, y por sus conocimientos en general acerca del sexo, y
también a Jamieson Webster por el estimulante cuestionario de preguntas y
respuestas sobre sexualidades que hicimos para la revista Spike.
Gracias a todas y todos los miembros de la industria del sexo que tuvieron la
gentileza de responder a mis preguntas y de hablar conmigo de su experiencia
con tanta franqueza y sin concesiones, arrojando luz sobre muchos aspectos de la
práctica sexual. Pat Blackett y Mike Witcombe me proporcionaron la ayuda que
tanto necesitaba para estudiar la literatura especializada en el tema, y lograron
dar con muchos títulos que la red, por sí sola, no parecía capaz de localizar.
Estoy agradecidísimo a Seb por sus esclarecedores comentarios sobre el borrador
y por sus perspicaces ideas sobre la materia. Gracias también (gigantescas) a
Clémence Ortega Douville por sus generosas sugerencias y por ponerme al día
de textos y de medios que conectaban muy bien con la temática del libro. Mary
Horlock, un genio no lo bastante valorado como tal, me ayudó a formular
muchas de las cuestiones clave aquí tratadas, y su apoyo y su ánimo durante la
redacción del texto fueron inestimables para mí. En la editorial Hamish
Hamilton, Simon Prosser fue, como siempre, el editor perfecto, y no menos
magistral fue el trabajo como agente de Tracy Bohan, de la Wylie Agency. Mi
más profundo reconocimiento para ambos, y también para Hermione Thompson,
de Hamish Hamilton, por sus iluminadoras aportaciones, y para Sarah-Jane
Forder por su meticulosa labor de corrección. Y, por último, gracias a todas las
analizandas y los analizandos que han contribuido a este libro, cuyos
pensamientos sobre la sexualidad tanto me han ayudado a orientarme, ilustrarme
y corregirme.
NOTAS
1.
Ni que decir tiene que la concepción freudiana del sexo iba mucho más allá de
las relaciones peniano-vaginales. Como buenos ejemplos de aproximaciones
psicoanalíticas recientes a la sexualidad, véanse Alenka Zupancˇicˇ, What is
Sex?, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 2017, y Jamieson Webster,
Disorganisation and Sex, Dividend, Bruselas, 2022.
2.
Kenneth Burke, Permanence and Change, New Republic, Nueva York, 1936. La
interpretación de Freud a través de la obra de Burke era algo que ya sugerían
John Gagnon y William Simon en Sexual Conduct, Aldine, Chicago, 1973.
3.
Sobre lo de los siete segundos, véase Terri Fisher et al., «Sex on the brain? An
examination of frequency of sexual cognitions as functions of gender,
erotophilia, and social desirability», Journal of Sex Research, 49, 2012, pp. 69-
77.
4.
Véase Shira Tarrant, The Pornography Industry: What Everyone Needs to Know,
Oxford University Press, Oxford, 2016, pp. 66-67.
5.
Véanse Clellan Ford y Frank Beach, Patterns of Sexual Behavior, Ace, Nueva
York, 1951 [Hay edición en español: Conducta sexual, Fontanella, Barcelona,
1969], y Paul Hoch y Joseph Zubin, Psychosexual Development in Health and
Disease, Grune and Stratton, Nueva York, 1949.
6.
Sobre la indisolubilidad del sexo y el sentido, véase Andrea Dworkin,
Intercourse, Basic Books, Nueva York, 1987.
7.
Véanse Clellan Ford y Frank Beach, Patterns of Sexual Behavior, op. cit.;
Donald Marshall y Robert Suggs (eds.), Human Sexual Behavior, Institute for
Sex Research, Indiana, 1971; Frank Beach (ed.), Human Sexuality in Four
Perspectives, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1976; Ruth Munroe et
al. (eds.), Handbook of Cross-Cultural Human Development, Garland, Nueva
York, 1981, y Roger Goodland, A Bibliography of Sex Rites and Customs,
Routledge, Londres, 1931.
8.
Alfred Kinsey at al., Sexual Behavior in the Human Male, Saunders, Filadelfia,
1948 [Hay edición en español: Conducta sexual del hombre, Siglo XX, Buenos
Aires, 1967], y Sexual Behavior in the Human Female, Saunders, Filadelfia,
1953 [Hay edición en español: Conducta sexual de la mujer, Siglo Veinte,
Buenos Aires, 1967], y William Masters y Virginia Johnson, Human Sexual
Response, Little, Brown, Boston, 1966 [Hay edición en español: Respuesta
sexual humana, Intermédica, Buenos Aires, 1967]. Sobre el enfoque «científico»
en general, véanse Jill Wood et al., «Women's sexual desire: A feminist critique»,
Journal of Sex Research, 43, 2006, pp. 236-244; Lucy Bland y Laura Doan
(eds.), Sexology in Culture: Labelling Bodies and Desires, University of
Chicago Press, 1998, y Vern Bullough, Science in the Bedroom: A History of
Sex Research, Basic Books, Nueva York, 1994.
9.
Véanse Lori Heise, «Violence against women: The missing agenda», en Marge
Koblinsky et al. (eds.), The Health of Women, Routledge, Londres, 2019, pp.
171-196; Rachel Thompson, Rough, Square Peg, Londres, 2021, y William
O’Donohue y Paul Schewe (eds.), Handbook of Sexual Assaults and Sexual
Assault Prevention, Springer, Cham, 2019.
10.
Sigmund Freud, «On the sexual theories of children» (1908), en The Standard
Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 9,
Hogarth, Londres, 1959, pp. 209-226 [Hay edición en español: «Sobre las teorías
sexuales infantiles» (1908), en Obras completas, vol. 9, Amorrortu, Buenos
Aires, 2.ª ed., 1986, pp. 183-201].
11.
Anne Bernstein, The Flight of the Stork, Perspectives, Indianápolis, 2.ª ed.,
1994.
12.
Véanse Daniel Simons y Frank Keil, «An abstract to concrete shift in the
development of biological thought: The insides story», Cognition, 56, 1995, pp.
129-163; Warren Gadpaille, The Cycles of Sex, Scribner’s, Nueva York, 1975, y
Ronald y Juliette Goldman, Children’s Sexual Thinking, Routledge, Londres,
1982. Véase también B. Cohen y S. Parker, «Sex information among nursery-
school children», en Evelyn y Jerome Oremland (eds.), The Sexual and Gender
Development of Young Children: The Role of the Educator, Ballinger,
Cambridge, 1977, pp. 181-190.
13.
Véase James Moore y Diane Kendall, «Children’s concepts of reproduction»,
Journal of Sex Research, 7, 1971, pp. 42-61.
14.
Véase Hans Kreitler y Shulamith Kreitler, «Children’s concepts of sexuality and
birth», Child Development, 37, 1966, pp. 363-378.
15.
Véase Eleanor Galenson y Herman Roiphe, Infantile Origins of Sexual Identity,
IUP, Nueva York, 1981.
16.
W. H. Trethowan y M. F. Conlon, «The couvade syndrome», British Journal of
Psychiatry, 111, 1965, pp. 57-66; Robert y Ruth Munroe, «Male pregnancy
symptoms and cross-sex identity in three societies», Journal of Social
Psychology, 84, 1971, pp. 11-25.
17.
Véase J. M. Fawcett, «The relationship between identification and patterns of
change in spouse’s body image during and after pregnancy», International
Journal of Nursing Studies, 14, 1977, pp. 199-213.
18.
Véase Karl y Anne Taylor Fleming, The First Time, Simon and Schuster, Nueva
York, 1975, pp. 80-86.
19.
Testimonio citado en Harriet Lerner, «Parental mislabeling of female genitals as
a determinant of penis envy and learning inhibitions in women», Journal of the
American Psychoanalytic Association, 24, 1976, pp. 269-283.
20.
Véanse Seymour Fisher, Sexual Images of the Self: The Psychology of Erotic
Sensations and Illusions, Lawrence Erlbaum, Hillsdale (Nueva Jersey), 1989, y
la monografía de Heniz-Eugen Schramm sobre el ano, L.m.i.A.,
Schlichtenmayer, Tubinga, 1960.
21.
Este detalle de las nalgas ya fue señalado por Gershon Legman en su Rationale
of the Dirty Joke, vol. 2, Breaking Point, Nueva York, p. 260. Sobre Legman,
véase la biografía que de él escribió Susan Davis, Dirty Jokes and Bawdy Songs:
The Uncensored Life of Gershon Legman, University of Illinois Press,
Champaign, 2019. En un estudio, a la pregunta de «¿dónde está tu cuerpo?», un
cuarenta y tres por ciento de los niños y las niñas consultados se señalaron el
trasero. Véase Carl Nils Johnson y Kimberly Kendrick, «Body partonomy: How
children partition the human body», Developmental Psychology, 20, 1984, pp.
967-974.
22.
Sigmund Freud, «On the sexual theories of children», op. cit., p. 218.
23.
Gershon Legman, Rationale of the Dirty Joke, vol. 1, Grove Press, Nueva York,
1968, pp. 256-318.
24.
Amber Hollibaugh, My Dangerous Desires: A Queer Girl Dreaming Her Way
Home, Duke University Press, Durham, 2000, p. 85. Véase también Sharon
Thompson, «“Putting a big thing into a little hole”: Teenage girls’ accounts of
sexual initiation», Journal of Sex Research, 27, 1990, pp. 341-361.
25.
Andrea Dworkin, «Why so-called radical men love and need pornography», en
Laura Lederer (ed.), Take Back the Night: Women on Pornography, Morrow,
Nueva York, 1980, p. 152.
26.
Véanse Gregory Zilboorg, «Masculine and feminine», Psychiatry, 7, 1941, pp.
257-296; Karen Horney, «The denial of the vagina», International Journal of
Psychoanalysis, 14, 1933, pp. 57-70, y Ernest Jones, «Early development of
female sexuality», International Journal of Psychoanalysis, 8, 1927, pp. 459-472.
27.
Selma Fraiberg, «Tales of the discovery of the secret treasure», Psychoanalytic
Study of the Child, 9, 1954, pp. 218-241.
28.
Véase Judith Kestenberg, Children and Parents: Psychoanalytic Studies of
Development, Aronson, Nueva York, 1975, pp. 89 y 142.
29.
Claude Crépault, Les fantasmes: L’érotisme et la sexualité, Odile Jacob, París,
2007, p. 24.
30.
Véase Susan Brownmiller, Against Our Will: Men, Women and Rape, Bantam,
Nueva York, 1975, p. 44 [Hay edición en español: Contra nuestra voluntad:
Hombres, mujeres y violación, Planeta, Barcelona, 1981].
31.
Véase Roxane Gay, «The Careless Language of Sexual Violence», en Bad
Feminist, HarperCollins, Nueva York, 2014, pp. 128-136 [Hay edición en
español: Mala feminista, Capitán Swing, Madrid, 2016].
32.
Véase Gershon Legman, Rationale of the Dirty Joke, vol. 2, op. cit., p. 720.
33.
Sigmund Freud, «The psychopathology of everyday life» (1901), en The
Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol.
6, Hogarth, Londres, 1960, nota al pie de la p. 181 [Hay edición en español:
«Psicopatología de la vida cotidiana» (1901), en Obras completas, Amorrortu,
Buenos Aires, 2.ª ed., 1986].
34.
Sobre lo que ha quedado inmerecidamente en el olvido a raíz de las divisiones
entre las diferentes olas del feminismo, véase el relevante estudio de Shira
Tarrant, When Sex Became Gender, Routledge, Nueva York, 2006.
35.
Ruth Herschberger, Adam’s Rib, Pellegrini and Cudahy, Nueva York, 1948.
Sobre la propia Herschberger, véase Shira Tarrant, When Sex Became Gender,
op. cit.
36.
En el tema de la socialización generizada, los estudios pioneros iniciales
continúan teniendo (por desgracia) una relevancia muy actual hoy en día: Viola
Klein, The Feminine Character, Routledge, Londres, 1946 [Hay edición en
español: El carácter femenino: Historia de una ideología, Paidós, Buenos Aires,
1951]; B. M. Spinley, The Deprived and the Privileged, Routledge, Londres,
1953; Lois Barclay Murphy, The Widening World of Childhood, Basic Books,
Nueva York, 1962; Judith Bardwick (ed.), Readings on the Psychology of
Women, Harper Row, Nueva York, 1972; Shirley Angrist, «The study of sex
roles», Journal of Social Issues, 25, 1969, pp. 215-232; Eleanor Maccoby y
Carol Jacklin, The Psychology of Sex Differences, Stanford University Press,
1974, y Lucile Duberman (ed.), Gender and Sex in Society, Praeger, Nueva
York, 1975.
37.
Shulamith Firestone, The Dialectic of Sex, Morrow, Nueva York, 1970, p. 51
[Hay edición en español: La dialéctica del sexo: En defensa de la revolución
feminista, Kairós, Barcelona, 1976].
38.
Joan Nestle, «The fem question», en Carole Vance (ed.), Pleasure and Danger,
Routledge, Nueva York, 1984, pp. 232-241 [Hay edición en español: Placer y
peligro, Talasa, Madrid, 1989].
39.
Ya en la Biblia figura uno de estos relatos de amantes ensartados, concretamente
en Números 25, 6-15, donde los copuladores Zimrí y Cosbí mueren lanceados
por el sacerdote Pinjás.
40.
Véase Seymour Fisher, Development and Structure of the Body Image, 2 vols.,
Lawrence Erlbaum, Hillsdale, 1986.
41.
Véase Edmund Leach, «Anthropological aspects of language: Animal categories
and verbal abuse», en Eric Lenneberg (ed.), New Directions in the Study of
Language, MIT Press, Cambridge, 1964, pp. 23-63 [Hay edición en español:
Nuevas direcciones en el estudio del lenguaje, Revista de Occidente, Madrid,
1974].
42.
Véase Wolfgang Lederer, The Fear of Women, Harcourt, Nueva York, 1968, y
Susan Brownmiller, Against Our Will: Men, Women and Rape, op. cit.
43.
Véanse James Moore y Diane Kendall, «Children’s concepts of reproduction»,
op. cit.; Seymour Fisher, Development and Structure of the Body Image, op. cit.,
y John Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit.
44.
Véase Seymour Fisher, Development and Structure of the Body Image, vol. 2,
op. cit., p. 632.
45.
Según una encuesta de YouGov de 2019, en
<https://yougov.co.uk/topics/health/articles-reports/2019/03/08/half-brits-dont-
know-where-vagina-and-its-not-just>.
46.
Véase Judith Kestenberg, «Dr Judith S. Kestenberg talks to Kristina Stanton»,
Free Associations, 2, 1991, pp. 157-174.
47.
G. G. Giles et al., «Sexual factors and prostate cancer», British Journal of
Urology International, 92, 2003, pp. 211-216; P. Dimitropoulou et al., «Sexual
activity and prostate cancer risk in men diagnosed at a younger age», British
Journal of Urology International, 103, 2009, pp. 178-185, y M. F. Leitzmann et
al., «Ejaculation frequency and subsequent risk of prostate cancer», Journal of
the American Medical Association, 291, 2004, pp. 1578-1586.
48.
Véanse <https://www.jostrust.org.uk/node/1073042>, y Vanessa Schick,
«Examining the vulva: The relationship between female genital aesthetic
perception and gynecological care», tesis doctoral, Universidad de
Massachusetts, Amherst, 2010.
49.
Véase Gershon Legman, Rationale of the Dirty Joke, vol. 1, op. cit., p. 50.
50.
Véase Gershon Legman, Love and Death, Hacker, Nueva York, 1963.
51.
Margaret Atwood, Murder in the Dark, Jonathan Cape, Londres, 1984, pp. 47-50
[Hay edición en español: Asesinato en la oscuridad, KRK, Oviedo, 1999].
52.
Véase N. Blackman, «Pleasure and touching: Their significance in the
development of the preschool child», en J. M. Samson (ed.), Proceedings of the
International Symposium on Childhood and Sexuality, Vivantes, Montreal, 1980,
pp. 112-124.
53.
Véanse Garin, «Le chevalier qui faisait parler les cons et les culs», en Nocrion,
contra Allobroge, Gay et Douce, Bruselas, 1881, y Emma Rees, The Vagina: A
Literary and Cultural History, Bloomsbury, Nueva York, 2013.
54.
John Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit., p. 262.
55.
Ibid., p. 56.
56.
Véanse H. M. Halverson, «Genital and sphincter behavior of the male infant’,
Pedagogical Seminary and Journal of Genetic Psychology, 56, 1940, pp. 95-136,
y Glenn Ramsey, «The sexual development of boys», American Journal of
Psychology, 56, 1943, pp. 217-233.
57.
Véanse Floyd Martinson, «Erotism in infancy and childhood», Journal of Sex
Research, 12, 1976, pp. 251-262, y John Gagnon, Human Sexualities, Scott,
Foresman Co., Illinois, 1977, p. 135.
58.
Véase Claude Crépault, Les fantasme: L’érotisme et la sexualité, op. cit., p. 28.
59.
Roxane Gay, Hunger, HarperCollins, Nueva York, 2017, p. 266 [Hay edición en
español: Hambre, Capitán Swing, Madrid, 2018].
60.
Véase Laud Humphreys, Tearoom Trade: Impersonal Sex in Public Places,
Aldine, Chicago, 1970.
61.
Sobre el cambio de los enfoques sobre la excitación, véanse Dolf Zillmann,
Connections between Sexuality and Aggression, Erlbaum, Nueva Jersey, 2.ª ed.,
1998, p. 195; G. Norton y D. Jehu, «The role of anxiety in sexual dysfunction: A
review», Archives of Sexual Behavior, 2, 1984, pp. 165-183; D. G. Dutton y A.
P. Aron, «Some evidence for heightened sexual attraction under conditions of
high anxiety», Journal of Personality and Social Psychology, 30, 1974, pp. 510-
511; David Barlow, «The role of anxiety on sexual arousal», Archives of Sexual
Behavior, 19, 1990, pp. 569-581; David Barlow, «Causes of sexual dysfunction:
The role of anxiety and cognitive interference», Journal of Consulting and
Clinical Psychology, 54, 1986, pp. 140-148, y Valerie Hale y Donald Strassberg,
«The role of anxiety on sexual arousal», Archives of Sexual Behavior, 19, 1990,
pp. 569-580.
62.
Magnus Hirschfeld, The Sexual History of the World War, Cadillac, Nueva York,
1941, p. 76.
63.
Véanse Philip Sarrel y William Masters, «Sexual molestation of men by
women», Archives of Sexual Behavior, 11, 1982, pp. 117-131; David Barlow et
al., «Anxiety increases sexual arousal», Journal of Abnormal Psychology, 92,
1983, pp. 49-54, y David Barlow, «Causes of sexual dysfunction: The role of
anxiety and cognitive interference», Journal of Consulting and Clinical
Psychology, 54, 1986, pp. 140-148.
64.
Véase Eleanor Galenson y Herman Roiphe, Infantile Origins of Sexual Identity,
op. cit., p. 250.
65.
Sobre el consumo mundial de Pornhub a principios de la pandemia, véanse
<https://www.pornhub.com/insights/coronavirus>, y Fabio Zattoni et al., «The
impact of COVID-19 pandemic on pornography habits: A global analysis of
Google Trends», Sexual Medicine Journal, 33, 2021, pp. 824-831.
66.
Sobre la diferencia entre excitación percibida y excitación real, véanse Seymour
Fisher, Sexual Images of the Self, op. cit.; Seymour Fisher, Development and
Structure of the Body Image, op. cit., vol. 1, pp. 27-32, y D. W. Briddell et al.,
«Effects of alcohol and cognitive set on sexual arousal to deviant stimuli»,
Journal of Abnormal Psychology, 87, 1978, pp. 418-430. Sobre los hombres que
se excitan más con mujeres experimentando dolor que con mujeres
experimentando placer, véase A. B. Heilbrun y D. T. Seif, «Erotic value of
female distress in sexually explicit photographs», Journal of Sex Research, 24,
1988, pp. 47-57. Sobre el estudio sobre el alcohol, véase D. W. Briddell et al.,
«Effects of alcohol and cognitive set on sexual arousal to deviant stimuli», op.
cit.
67.
Véanse Mina Robbins y Gordon Jensen, «Multiple orgasm in males», en Robert
Gemme y Connie Christine Wheeler, Progress in Sexology, Plenum, Nueva
York, 1977, pp. 323-328; Alfred Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human
Male, op. cit., pp. 179-180, y Marian Dunn y J. E. Trost, «Male multiple
orgasms: A descriptive study», Archives of Sexual Behavior, 18, 1989, pp. 377-
387.
68.
Véase Seymour Fisher, The Female Orgasm, Basic Books, Nueva York, 1973, p.
382 [Hay edición en español: Estudio sobre el orgasmo femenino, Grijalbo,
Barcelona, 1978].
69.
Véase Warren Gadpaille, The Cycles of Sex, op. cit., pp. 170-171 y 297.
70.
Jack Morin, The Erotic Mind, Harper Perennial, Nueva York, 1996, p. 197.
71.
Véase Martin Seehuus et al., «On the content of "real world" sexual fantasy:
Results from an analysis of 250,000+ anonymous text-based erotic fantasies»,
Archives of Sexual Behavior, 48, 2019, pp. 725-737.
72.
Véase Shira Tarrant, The Pornography Industry, op. cit., p. 91.
73.
John Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit., p. 263.
74.
Robert Stoller, Sexual Excitement, Routledge, Nueva York, 1979, pp. 6-7; Marta
Meana, «Elucidating women’s (hetero)sexual desire: Definitional challenges and
content expansión», Journal of Sex Research, 47, 2010, pp. 104-122; Marie
Darrieussecq, A Brief Stay with the Living, Faber and Faber, Londres, 2003, pp.
93-95, y Anna Clark, Desire: A History of European Sexuality, Routledge,
Londres, 2.ª ed., 2019 [Hay edición en español de la 1.ª ed. inglesa: Deseo: Una
historia de la sexualidad en Europa, Cátedra e Instituto de la Mujer, Madrid,
2010].
75.
Véanse John Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit., y John
Gagnon, An Interpretation of Desire, University of Chicago Press, Chicago,
2004.
76.
Clellan Ford y Frank Beach, Patterns of Sexual Behavior, op. cit.; Donald
Marshall y Robert Suggs (eds), Human Sexual Behavior, op. cit.; Frank Beach
(ed.), Human Sexuality in Four Perspectives, op. cit., y Caroline Brettell y
Carolyn Sargent, Gender in Cross-cultural Perspective, Routledge, Nueva York,
2016.
77.
Véase John Gagnon, Human Sexualities, op. cit., p. 129.
78.
Véanse W. Byard y N. H. Bramwell, «Autoerotic death in females: An
underdiagnosed syndrome?», American Journal of Forensic Medical Pathology,
9, 1988, pp. 252-254; Claude Crépault, Les fantasmes: L’érotisme et la sexualité,
op. cit., p. 28; Helene Deutsch, The Psychology of Women, vol. 1, Grune and
Stratton, Nueva York, 1944, pp. 176 y 344 [Hay edición en español: La
psicología de la mujer, parte I, Losada, Buenos Aires, 1947]; R. E. Litman y C.
Swearingen, «Bondage and suicide», Archives of General Psychiatry, 27, 1972,
pp. 80-85; Anny Sauvageau y Stéphanie Racette, «Autoerotic deaths in the
literature from 1954 to 2004: A review», Journal of Forensic Science, 51, 2006,
pp. 140-146, y Park Dietz, «Recurrent discovery of autoerotic asphyxia», en
Robert Hazewood et al. (eds.), Autoerotic Fatalities, Heath, Lexington (D.C.),
1983, pp. 13-44.
79.
Véanse The School of Venus or the Ladies Delight, Londres, 1680, y Thomas
Nashe, Choise of Valentines or the Merie Ballad of Nashe His Dildo (1592-
1593), ed. de John Farmer, Londres, 1899.
80.
Véanse Alfred Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Male, op. cit., y
Seymour Fisher, The Female Orgasm, op. cit. Jenny Higgins y Irene Browne,
«Sexual needs, control, and refusal: How “doing” class and gender influences
sexual risk-taking», Journal of Sexual Research, 45, 2008, pp. 233-245.
81.
L. van der Weck-Erlen, Das goldene Buch der Liebe, vol. 2, Stern, Viena, 1907,
y Sigmund Freud, «The Uncanny» (1919), en The Standard Edition of the
Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 17, Hogarth, Londres,
1955, pp. 219-256 [Hay edición en español: «Lo ominoso» (1919), en Obras
completas, vol. 17, Amorrortu, Buenos Aires, 2.ª ed., 1986, pp. 215-251]. Sobre
los trenes, véanse George Simmel, Simmel: Individuality and Social Forms, ed.
de Donald Levine, University of Chicago Press, Chicago, 1971 [Hay edición en
español: Sobre la individualidad y las formas sociales, ed. de D. Levine,
Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 2002], e Iwan Bloch, Die
Prostitution, vol. 2, Marcus, Berlín, 1925.
82.
Margaret Mead, Male and Female, Morrow, Nueva York, 1949, p. 266 [Hay
edición en español: Masculino y femenino, Minerva, Madrid, 1994].
83.
Véase Murray Davis, Smut, University of Chicago Press, Chicago, 1983, p. 19.
Sobre el medio en sí, véase Joseph Slade, «Pornographic theaters off Times
Square», en Ray Rist (ed.), The Pornography Controversy, Transaction, Nueva
Jersey, 1975, pp. 119-139.
84.
Véanse Seymour Fisher, The Female Orgasm, op. cit.; Robert Muchembled,
Orgasm and the West: A History of Pleasure from the Sixteenth Century to the
Present, Polity, Cambridge, 2008 [Hay edición en español: El orgasmo y
Occidente: Una historia del placer desde el siglo XVI a nuestros días, Fondo de
Cultura Económica, Ciudad de México, 2008], y Gérard Pommier, What Does It
Mean to «Make Love»?, Routledge, Londres, 2023 [Hay edición en español:
¿Qué quiere decir «hacer» el amor?, Paidós, Buenos Aires, 2012].
85.
William Masters y Virginia Johnson, Human Sexual Response, op. cit., pp. 56-
67. A propósito del modelo lineal de Masters y Johnson, véase Rosemary
Basson, «Women’s sexual desire – disordered or misunderstood?», Journal of
Sex and Marital Therapy, 28, 2002, pp. 17-28. Emily Opperman et al., «“It feels
so good it almost hurts”: Young adults’ experience of orgasm and sexual
pleasure», Journal of Sex Research, 51, 2014, pp. 503-515.
86.
Celia Roberts et al., «Faking it: The story of “Ohh!”», Women’s Studies
International Forum, 18, 1995, pp. 523-532, y C. L. Muehlenhard y S. K.
Shippee, «Men and women’s reports of pretending orgasm», Journal of Sex
Research, 47, 2010, pp. 552-567. Marie Darrieussecq, Simulatrix, Les
Inrockuptibles, París, 2003. Fingir fue considerado durante siglos un ingrediente
básico de la participación de las mujeres en el sexo: véase Ferrante Pallavicino,
The Whore’s Rhetorik (1683), Astor-Honor, Nueva York, 1961.
87.
Bernard Apfelbaum, «Sexual reality and how we dismiss it»,
<https://egoanalysisessays.wordpress.com/2016/09/26/sexual-reality-and-how-
we-dismiss-it>.
88.
Morton Hunt, Sexual Behavior in the 1970s, Playboy, Chicago, 1974, p. 160
[Hay edición en español: Conducta sexual en la década del 70, Sudamericana,
Buenos Aires, 1977].
89.
Marjorie Brierley, «Specific determinants in feminine development»,
International Journal of Psychoanalysis, 17, 1936, pp. 163-180.
90.
Sigmund Freud, «On the sexual theories of children», op. cit., p. 216.
91.
William Masters y Virginia Johnson, Human Sexual Response, op. cit. Véase
también el análisis que hizo Paul Robinson de los hallazgos de Masters y
Johnson en The Modernization of Sex, Harper and Row, Nueva York, 1976 [Hay
edición en español: La modernización del sexo, Villalar, Madrid, 1977].
92.
Mary Jane Sherfey, The Nature and Evolution of Female Sexuality, Random
House, Nueva York, 1966 [Hay edición en español: Naturaleza y evolución de la
sexualidad femenina, Barral, Barcelona, 1974], e Inge y Sten Hegeler, ABZ of
Love, Medical Press, Nueva York, 1963 [Hay edición en español: El ABZ del
amor, Diana, Ciudad de México, 1964]. Shere Hite, The Hite Report, Macmillan,
Nueva York, 1976 [Hay edición en español: El informe Hite: Estudio de la
sexualidad femenina, Plaza & Janés, Barcelona, 1977].
93.
Philippe Charlier et al., «A brief history of the clitoris», Archives of Sexual
Behavior, 49, 2020, pp. 47-48. Nótese cómo muchas de las ideas sobre el clítoris
atribuidas a Masters y Johnson se habían elaborado y formulado ya con mucha
anterioridad: Félix Roubaud, Traité de l’impuissance et de la sterilité chez
l’homme et chez la femme, Baillière, París, 1855 [Hay edición en español:
Tratado de la impotencia y de la esterilidad en el hombre y en la mujer, Carlos
Bailly-Baillière, Madrid, 1877], y Heinrich Kisch, The Sexual Life of Woman in
its Physiological, Pathological and Hygienic Aspects, Rebman, Nueva York,
1910 [Hay edición en español: La vida sexual de la mujer considerada desde el
punto de vista fisiológico, patológico e higiénico, Perlado Páez y Compañía,
Madrid, 1915].
94.
Véanse Dolf Zillmann, Connections between Sexuality and Aggression, op. cit.,
p. 103; Beverly Whipple et al., «Physiological correlates of imagery-induced
orgasm in women», Archives of Sexual Behavior, 21, 1992, pp. 121-133, y R. J.
Lewin y G. Wagner, «Self-reported central sexual arousal without vaginal
arousal—duplicity or veracity revealed by objective measurement», Journal of
Sex Research, 23, 1987, pp. 540-544.
95.
Véase Zella Luria y Mitchel Rose, Psychology of Human Sexuality, Wiley,
Chichester, 1979, p. 178.
96.
Carol Queen, Real Live Nude Girl, Cleis, San Francisco, 1997, p. 91. Sobre la
posibilidad de alcanzar el orgasmo simplemente viendo porno, véase Seymour
Fisher, Sexual Images of the Self, op. cit., p. 64.
97.
Véanse Carol Butler, «New data about female sexual response», Journal of Sex
and Marital Therapy, 2, 1976, pp. 40-46; Mary Jo Sholty et al., «Female
orgasmic experience: A subjective study», Archives of Sexual Behavior, 13,
1984, pp. 155-164, y P. M. Bentler y W. H. Peeler, «Models of female orgasm»,
Archives of Sexual Behavior, 8, 1979, pp. 405-423.
98.
Ruth Herschberger, Adam’s Rib, op. cit., p. 124.
99.
Selma Fraiberg, «Some characteristics of genital arousal and discharge in latency
girls», Psychoanalytic Study of Child, 27, 1972, pp. 439-475.
100.
Véase Seymour Fisher, The Female Orgasm, op. cit., pp. 300 y 311-313.
101.
Véase Gerda de Bruijn, «From masturbation to orgasms with a partner: How
some women bridge the gap—and why others don’t», Journal of Sex and Marital
Therapy, 8, 1982, pp. 151-167.
102.
Sobre el orgasmo masculino como punto final de los encuentros sexuales en el
94,7 por ciento de la pornografía, véase K. McPhillips et al., «Defining
(hetero)sex: How imperative is the “coital imperative”?», Women’s Studies
International Forum, 24, 2001, pp. 229-240.
103.
Josephine e Irving Singer, «Types of female orgasm», Journal of Sex Research,
8, 1972, pp. 255-267.
104.
Doris Lessing, The Golden Notebook, Simon and Schuster, Nueva York, 1962,
p. 179 [Hay edición en español: El cuaderno dorado, Noguer, Barcelona, 1978].
Sobre los crygasms (o «llorasmos»), véase Stephanie Theobald, Sex Drive,
Unbound, Londres, 2017, p. 117.
105.
Erica Fried, The Ego in Love and Sexuality, Grune and Stratton, Nueva York,
1960, p. 41.
106.
Edith Jacobson, Depression, IUP, Nueva York, 1971, p. 253 [Hay edición en
español: Depresión, Amorrortu, Buenos Aires, 1971].
107.
Anaïs Nin, Delta of Venus, Penguin, Londres, 2000, pp. 28-48 [Hay edición en
español: Delta de Venus, Alianza Editorial, Madrid, 2021].
108.
Véase Bernard Apfelbaum, «Sexual reality and how we dismiss it», op. cit.
109.
Véase Friedrich Karl Forberg, Manual of Classical Erotology, Julian Smithson,
Mánchester, 1884, p. 34 [Hay edición en español: De figuris Veneris: Manual de
erótica clásica, Ediciones Clásicas, Madrid, 2006].
110.
Véase Abraham Freedman, «Psychoanalytic study of an unusual perversión»,
Journal of the American Psychoanalytic Association, 26, 1978, pp. 749-777.
111.
Véase Gershon Legman, Rationale of the Dirty Joke, vol. 2, op. cit., p. 8.
112.
Véanse Seymour Fisher, Development and Structure of the Body Image, vol. 1,
op. cit., y E. Goodenough Pitcher y E. Prelinger, Children Tell Stories: An
Analysis of Fantasy, IUP, Nueva York, 1963.
113.
Véase William Domhoff, The Bohemian Grove and Other Retreats: A Study in
Ruling Class Cohesiveness, Harper and Row, Nueva York, 1974.
114.
Véase Seymour Fisher, Development and Structure of the Body Image, vol. 1,
op. cit., p. 102.
115.
Véase Barry Reay y Kim M. Phillips, Sex before Sexuality: A Premodern
History, Polity, Cambridge, 2011, p. 51.
116.
Gershon Legman, Rationale of the Dirty Joke, vol. 1, op. cit., p. 623.
117.
Selma Freiberg, «Enlightenment and confusion», Psychoanalytic Study of the
Child, 6, 1951, pp. 325-335.
118.
Margaret Mead, Male and Female, op. cit., p. 116.
119.
Compárese esto con la noticia publicada por el Boston Globe el 14 de marzo de
1976 en la que se decía que un sesenta por ciento de los clientes de prostitutas de
lujo eran políticos que pedían que los flagelaran mientras los tenían atados.
120.
Sterling North, «A national disgrace», Chicago Daily News, 8 de mayo de 1940.
121.
Véase R. L. Munroe et al., «Male sex-role resolutions», en Ruth Munroe et al.
(eds.), Handbook of Cross-Cultural Human Development, op. cit., pp. 611-632.
122.
Clellan Ford y Frank Beach, Patterns of Sexual Behavior, op. cit., p. 263.
123.
Véanse John Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit., p. 264; Albert
Reiss, «The social integration of queers and peers», Social Problems, 9, 1961,
pp. 102-120, y Laud Humphreys, Tearoom Trade: Impersonal Sex in Public
Places, op. cit.
124.
Stephanie Theobald, Sex Drive, op. cit.
125.
Shere Hite, The Hite Report, op. cit., p. 141.
126.
Deirdre English, Amber Hollibaugh y Gayle Rubin, «Talking sex: A
conversation on sexuality and feminism», Feminist Review, 11, 1982, pp. 40-52.
Véase también un análisis reciente en Amia Srinivasan, The Right to Sex,
Bloomsbury, Londres, 2021, pp. 73-122 [Hay edición en español: El derecho al
sexo, Anagrama, Barcelona, 2022].
127.
Véanse Michel Foucault, The History of Sexuality, Pantheon, Nueva York, 1978
[Hay edición en español: Historia de la sexualidad, 4 vols., Siglo XXI España,
Madrid, 2019]; Jonathan Katz, The Invention of Heterosexuality, Penguin,
Nueva York, 1995 [Hay edición en español: La invención de la heterosexualidad,
Me Cayó el Veinte, Ciudad de México, 2012]; David Halperin, «Forgetting
Foucault: Acts, identity and the history of sexuality», en Kim M. Phillips y Barry
Reay (eds), Sexualities in History, Routledge, Nueva York, 2002, pp. 42-68, y
Sarah Salih, «Sexual identities: A medieval perspective», en Tom Betteridge
(ed.), Sodomy in Early Modern Europe, Manchester University Press,
Mánchester, 2002, pp. 121-130. Frente a ciertas ideas sobre la fluidez de género
en épocas históricas anteriores, nótese cómo el hecho de desear a una mujer
podía alegarse como defensa en los juicios por sodomía: véase Iwan Bloch,
Sexual Life in England, Past and Present, Aldor, Londres, 1938, p. 334.
128.
Véanse Friedrich Karl Forberg, Manual of Classical Erotology, op. cit., p. 53;
David Halperin, How to Do the History of Male Homosexuality, University of
Chicago Press, Chicago, 2002, y John Winkler, The Constraints of Desire,
Routledge, Nueva York, 1990, pp. 45-70 [Hay edición en español: Las
coacciones del deseo, Manantial, Buenos Aires, 1994].
129.
Véanse Vern Bullough, Sexual Variance in Society and History, Wiley, Nueva
York, 1976, y Mark Jordan, The Invention of Sodomy in Christian Theology,
University of Chicago Press, Chicago, 1997 [Hay edición en español: La
invención de la sodomía en la teología cristiana, Laertes, Barcelona, 2002].
130.
Sobre esta cuestión de las categorías, véanse John Gagnon y William Simon,
Sexual Conduct, op. cit.; Khaled El-Rouayheb, Before Homosexuality in the
Arab-Islamic World 1500-1800, University of Chicago Press, Chicago, 2005;
Carrol Smith-Rosenberg, «The female world of love and ritual: Relations
between women in nineteenth-century America», Signs, 9, 1985, pp. 1-29;
Valerie Traub, The Renaissance of Lesbianism in Early Modern England,
Cambridge University Press, Cambridge, 2002; Barry Reay y Kim M. Phillips,
Sex before Sexuality, op. cit.; Martha Vicinus, Intimate Friends: Women Who
Loved Women, 1778-1928, University of Chicago Press, Chicago, 2004, y Alan
Bray, Homosexuality in Renaissance England, Columbia University Press,
Nueva York, 1995.
131.
Véanse Gilbert Herdt (ed.), Ritualized Homosexuality in Melanesia, University
of California Press, Berkeley, 1984 [Hay edición en español: Homosexualidad
ritual en Melanesia, Fundación Universidad-Empresa, Madrid, 1992]; Bruce
Knauft, South Coast New Guinea Cultures, Cambridge University Press,
Cambridge, 1993; Gilbert Herdt, The Sambia: Ritual, Sexuality, and Change in
Papua New Guinea, Wadsworth, Belmont, 2006; David Greenberg, The
Construction of Homosexuality, University of Chicago Press, Chicago, 1988, y
Bruce Knauft, «Whatever happened to ritualised homosexuality? Modern sexual
subjects in Melanesia and elsewhere», Annual Review of Sex Research, 14,
2003, pp. 137-159.
132.
Merle Miller, «What it means to be a homosexual», New York Times Magazine,
17 de enero de 1971.
133.
Margaret Mead, Male and Female, op. cit., y Clellan Ford y Frank Beach,
Patterns of Sexual Behavior, op. cit., pp. 262-263.
134.
Véanse Erica Fried, The Ego in Love and Sexuality, op. cit., p. 102, y John
Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit., p. 135.
135.
Véanse John Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit., y Carol Queen
y Lawrence Schimel (eds.), PoMoSexuals: Challenging Assumptions about
Gender and Sexuality, Cleis, San Francisco, 1997.
136.
D. Travers Scott, «Le freak, c’est chic! Le fag, quelle drag!», en Carol Queen y
Lawrence Schimel (eds.), PoMoSexuals: Challenging Assumptions about
Gender and Sexuality, op. cit., pp. 62-68.
137.
Miquel Missé, The Myth of the Wrong Body, Polity, Cambridge, 2022 [Hay
edición en español: A la conquista del cuerpo equivocado, Egales, Barcelona,
2018], y Joanne Meyerowitz, How Sex Changed: A History of Transsexuality in
the United States, Harvard University Press, Cambridge, 2004.
138.
Ronald y Juliette Goldman, Children’s Sexual Thinking, op. cit.
139.
Revista Fortune, otoño de 1946, y Margaret Mead, Male and Female, op. cit., p.
247.
140.
Sobre las brechas o separaciones, véase Geneviève Morel, The Law of the
Mother, Routledge, Londres, 2018.
141.
Sobre la afirmación de Lord Kennet, véase Wayland Young, Eros Denied, op. cit.
Phyllis y Eberhard Kronhausen llegaron a la misma conclusión sobre los
consoladores en The Sexually Responsive Woman, Ballantine, Nueva York,
1965 [Hay edición en español: Sensibilidad sexual de la mujer, Siglo Veinte,
Buenos Aires, 1966], y en Erotic Fantasies: A Study of the Sexual Imagination,
Grove Press, Nueva York, 1969, pp. 325-326. Anne Lister ha escrito que ella
misma «pensó usar un falo con su amiga»: véase
<wyascatablogue.wordpress.com>.
142.
Véase Joan Nestle, «The fem question», en Carole Vance (ed.), Pleasure and
Danger, op. cit., pp. 232-241.
143.
Véase Gershon Legman, Rationale of the Dirty Joke, vol. 2, op. cit., pp. 140-
183.
144.
Véase Magnus Hirschfeld, The Sexual History of the World War, op. cit., p. 82.
145.
Donald Marshall y Robert Suggs (eds.), Human Sexual Behavior, op. cit., p. 81.
146.
Véase John Aubrey, Brief Lives, ed. de John Collier, Peter Davies, Londres,
1931, pp. 42-43 [Hay edición en español: Vidas breves, La uÑa roTa, Segovia,
2016].
147.
Véase Allen Edwardes, Erotica Judaica, Julian Press, Nueva York, 1967.
148.
Véase D. G. Dutton y A. P. Aron, «Some evidence for heightened sexual
attraction under conditions of high anxiety», op. cit.
149.
Véanse Gershon Legman, Oral Techniques in Sexual Intercourse, Julian, Nueva
York, 1969; Martin Monto, «Prostitution and fellatio», Journal of Sex Research,
38, 2001, pp. 140-145; Laud Humphreys, Tearoom Trade, op. cit., pp. 51-52, y
Barry Elcano y Vern Bullough, An Annotated Bibliography of Prostitution,
Garland, Nueva York, 1976.
150.
Véase el poema «The Wish» (1680), de John Wilmot, conde de Rochester, donde
se imaginaba a sí mismo como una gota de semen en el seno materno: «Allí
nueve meses aguardaré de lujuria henchida / para luego follar de nuevo mi vía de
salida».
151.
Véase Susan Brownmiller, Against Our Will: Men, Women and Rape, op. cit.,
pp. 327-329.
152.
Y no solo del «arte»: recordemos la famosa recomendación de Helen Gurley
Brown en la que aconsejaba a las mujeres que se embadurnaran semen por la
cara como parte de su régimen de cuidado de la piel. Véase slate.com (7 de abril
de 2000).
153.
Véase «Thinking sex: Notes for a radical theory of the politics of sexuality», en
Carole Vance (ed.), Pleasure and Danger, op. cit., pp. 267-319.
154.
Sobre lo que Henrietta Moore llama la «física circulatoria» de la leche de los
senos y del semen, véanse su The Subject of Anthropology, Polity, Cambridge,
2007, y también Richard Sterba, Introduction to the Psychoanalytic Theory of
Libido, Nervous and Mental Disease Monographs, Nueva York, 1942 [Hay
edición en español: Teoría psicoanalítica de la libido, Hormé, Buenos Aires,
1966].
155.
Sobre la eyaculación masculina en el porno, véanse Steven Stranger, «What men
watch when they watch pornography», Sexuality and Culture, 7, 2003, pp. 50-
61, y Lea Seguin et al., «Consuming ecstasy: Representations of male and
female orgasm in mainstream pornography», Journal of Sex Research, 55, 2018,
pp. 348-356.
156.
Véase Gershon Legman, Oral Techniques in Sexual Intercourse, op. cit., p. 312,
y The Horn Book, University Books, Nueva York, 1964, pp. 443-444.
157.
Véase Donald Marshall y Robert Suggs, Human Sexual Behavior, op. cit., p.
118.
158.
Gustave Witkowski, Tetoniana: Les seins dans l’histoire, 4 vols., Maloine, París,
1898-1907.
159.
Véanse Gershon Legman, Rationale of the Dirty Joke, vol. 2, op. cit., pp. 704-
710, y Nancy Vickers, «Members only, Marot’s anatomical blazons», en David
Hillman y Carla Mazzio, The Body in Parts: Fantasies of Corporality in Early
Modern Europe, Routledge, Londres, 1997, pp. 3-22.
160.
Jack Litewka, «The Socialized Penis», revista Liberation, marzo de 1974, pp.
16-24, y reproducido en repetidas antologías posteriores.
161.
Ovidio, Ars amatoria, libro II, líneas 683-684 [Hay edición en español: «Arte de
amar», en Amores. Arte de amar. Sobre la cosmética del rostro femenino.
Remedios contra el amor, Gredos, Madrid, 1989, pp. 347-463].
162.
Sobre la eyaculación femenina, véanse Lowndes Sevely y J. W. Bennett,
«Concerning female ejaculation and the female prostate», Journal of Sex
Research, 14, 1978, pp. 1-20, y Amy Gilliland, «Women’s experiences of female
ejaculation», Sexuality and Culture, 13, 2009, pp. 121-134.
163.
Véase Gregory Zilboorg, «Some observations on the transformations of
instincts», Psychoanalytic Quarterly, 7, 1938, pp. 1-24.
164.
Véanse Gregory Zilboorg, «Some observations on the transformations of
instincts», op. cit.; Sandor Lorand, «Contribution to the problem of the vaginal
orgasm», International Journal of Psychoanalysis, 20, 1939, pp. 434-438;
Marjorie Brierley, «Specific determinants in feminine development», op. cit., y
Marie Darrieussecq, All the Way, Text Publishing, Melbourne, 2013, p. 197.
Para Melanie Klein, la actividad vaginal se inicia a partir de la frustración oral:
véase The Psychoanalysis of Children (1932), Hogarth, Londres, 1975, pp. 196-
197 [Hay edición en español: El psicoanálisis de niños, vol. 2 de las Obras
completas, Paidós Ibérica, Barcelona, 1994].
165.
Selma Fraiberg, «Some characteristics of genital arousal and discharge in latency
girls», op. cit., y Phyliss Greenacre, «Special problems of early female sexual
development», Psychoanalytic Study of the Child, 5, 1950, pp. 122-138.
166.
Véase Amy Lykins y James Cantor, «Vorarephilia: A case study in masochism
and erotic consumption», Archives of Sexual Behavior, 43, 2014, pp. 181-186.
167.
Véase Daphne y Charles Maurer, The World of the Newborn, Basic Books,
Nueva York, 1988, p. 95.
168.
A propósito de lo que dijo Lacan sobre la detumescencia y el origen del
lenguaje, véase Gisèle Chaboudez, What Can We Know about Sex?, Routledge,
Londres, 2022.
169.
Véase John Gagnon y William Simon, Sexual Conduct, op. cit., p. 100.
170.
Véase Paul Abramson y Mindy Mechanic, «Sex and the media: Three decades of
best-selling books and motion pictures», Archives of Sexual Behavior, 12, 1983,
pp. 185-206.
171.
Sobre la cuestión del consentimiento sexual, véanse Lori Heise, «Violence,
sexuality and women’s lives», en Richard Parker y John Gagnon (eds.),
Conceiving Sexuality, Routledge, Nueva York, 1995, pp. 109-134; Katherine
Angel, Tomorrow Sex Will Be Good Again, Verso, Londres, 2021 [Hay edición
en español: El buen sexo mañana, Alpha Decay, Barcelona, 2023]; Jennifer
Bennice et al., «Marital rape: History, research and practice», Trauma, Violence
and Abuse, 4, 2016, pp. 228-246, y J. Campbell y Peggy Alford, «The dark
consequences of marital rape», American Journal of Nursing, 89, 1989, pp. 946-
949.
172.
Sobre la incidencia de la falsa autonomía y del capitalismo en la sexualidad,
véase Martha McCaughey y Christina French, «Women’s sex-toy parties:
Technology, orgasm and commodification», Sexuality and Culture, 3, 2001, pp.
79-96.
173.
Véase Karl y Anne Taylor Fleming, The First Time, op. cit., p. 44.
174.
Carol Queen ha señalado que incluso los protocolos de «sexo seguro» que se
utilizan actualmente derivan en parte de la comunidad sadomasoquista. Véase
Real Live Nude Girl, op. cit., pp. 126-129.
175.
Karin Stephen, Psychoanalysis and Medicine, Cambridge University Press,
Cambridge, 1933, pp. 142, 152 y 157 [Hay edición en español: Psicoanálisis y
medicina, Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1965].
176.
Véase Amber Hollibaugh, My Dangerous Desires, op. cit., p. 252.
177.
Véase Seymour Fisher, Sexual Images of the Self, op. cit.
178.
Esta fue una interpretación sugerida por Wayland Young, Eros Denied, op. cit.,
p. 96.
179.
Erica Fried, The Ego in Love and Sexuality, op. cit., p. 150.
180.
Ruth Herschberger, Adam’s Rib, op. cit., p. 102.
181.
Sobre esta potencial función de puenteo atribuible al sexo, véase Bernard
Apfelbaum, «Sexual functioning reconsidered», en Robert Gemme y Connie
Christine Wheeler, Progress in Sexology, op. cit., pp. 93-100.
182.
Sobre los dos convertidos en cuatro por Freud, véase Jeffrey Moussaieff Masson
(ed.), The Complete Letters of Sigmund Freud to Wilhelm Fliess, Harvard
University Press, Cambridge (Massachusetts), 1985, p. 364 [Hay edición en
español: Sigmund Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, ed. de Jeffrey Moussaieff
Masson, Amorrortu, Buenos Aires, 1994]. Sobre las autodivisiones, véase
también Erica Fried, The Ego in Love and Sexuality, op. cit., pp. 135-136 y 157-
158.
183.
Véanse Donald Marshall y Robert Suggs (eds.), Human Sexual Behavior, op.
cit., y Judith Kestenberg, Children and Parents, op. cit.
184.
Esta fantasía es muy evidente en la idea de Sade de llenar los genitales
femeninos hasta reventarlos que plasmó en su 120 Days of Sodom, Girodias,
París, 1954, p. 302 [Hay edición en español: Las 120 jornadas de Sodoma, Akal,
Madrid, 2004], y en el horrible ejemplo recogido por Susan Brownmiller en su
Against Our Will: Men, Women and Rape, op. cit., p. 116.
185.
Véanse Seymour Fisher, Sexual Images of the Self, op. cit., pp. 133-136; Eileen
Zurbriggen y Megan Yost, «Power, desire and pleasure in sexual fantasies»,
Journal of Sex Research, 41, 2004, pp. 288-300; Cindy Meston y David Buss,
«Why humans have sex», Archives of Sexual Behavior, 36, 2007, pp. 477-507, y
Shira Tarrant, The Pornography Industry, op. cit., p. 71.
186.
Véase Donald Marshall y Robert Suggs (eds.), Human Sexual Behavior, op. cit.,
p. 123.
187.
Véase Christine Cabrera y Dana Menard, «“She exploded into a million pieces”:
A qualitative and quantitative analysis of orgasms in contemporary romance
novels», Sexuality and Culture, 17, 2012, pp. 193-212.
188.
Véase I. S. Arafat y W. L. Cotton, «Masturbation practices of males and
females», Journal of Sex Research, 10, 1974, pp. 293-307.
189.
Véase Claude Crépault, «Men’s erotic fantasies», Archives of Sexual Behavior,
9, 1980, pp. 565-581.
190.
Véase Claude Crépault, Les fantasmes: L’érotisme et la sexualité, op. cit., p. 151.
Sobre lo de que sea rara vez en contra de la voluntad de ella, véase Nancy
Friday, Men in Love, Bantam, Nueva York, 1980 [Hay edición en español: Sexo:
varón. Fantasías sexuales masculinas: El triunfo del amor sobre la violencia,
Argos Vergara, Barcelona, 1981].
191.
Sobre esta cuestión del miedo, véanse Theodor Reik, Masochism in Modern
Man, Grove Press, Nueva York, 1941 [Hay edición en español: El masoquismo
en el hombre moderno, Nova, Buenos Aires, 1949], y Claude Crépault, Les
fantasmes: L’érotisme et la sexualité, op. cit., p. 178.
192.
Sobre lo que Freud escribió acerca de esa escisión interna, véase «A special type
of choice of object made by men» (1910), en The Standard Edition of the
Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 11, Hogarth, Londres,
1957, pp. 165-175 [Hay edición en español: «Sobre un tipo particular de
elección de objeto en el hombre (Contribuciones a la psicología del amor, I)», en
Obras completas, vol. 11, Amorrortu, Buenos Aires, 2.ª ed., 1986, pp. 155-168].
193.
Véase Claude Crépault, Les fantasmes: L’érotisme et la sexualité, op. cit., pp.
46-50 y 151.
194.
Sobre los cambios en los roles de género con relación a las fantasías, véanse
Barbara Hariton y Jerome Singer, «Women’s fantasies during sexual
intercourse», Journal of Counselling and Clinical Psychology, 42, 1974, pp. 313-
322; M. H. Hollender, «Women’s fantasies during sexual intercourse», Archives
of General Psychiatry, 8, 1962, pp. 86-90, y Theodor Reik, Sex in Man and
Woman, Bantam, Nueva York, 1967. Sobre la cuestión del sexo con animales,
véase Nancy Friday, My Secret Garden, Virago, Londres, 1975 [Hay edición en
español: Mi jardín secreto, Ediciones B, Barcelona, 1993].
195.
Véanse Paula Webster, «Eroticism and taboo», en David Steinberg (ed.), The
Erotic Impulse, Tarcher, Nueva York, 1992, pp. 129-141; Barbara Hariton, «The
sexual fantasies of women», Psychology Today, 6, 1973, pp. 39-44; J. W. Critelli
y J. M. Bivona, «Women’s erotic rape fantasies: An evaluation of theory and
research», Journal of Sex Research, 45, 2008, pp. 57-70; David Strassberg y Lisa
Lockerd, «Force in women’s sexual fantasies», Archives of Sexual Behavior, 27,
1998, pp. 403-414; Marta Meana, «Elucidating women’s (hetero)sexual desire:
Definitional challenges and content expansion», op. cit., pp. 104-122; D. Knafo
y Y. Jaffe, «Sexual fantasizing in males and females», Journal of Research in
Personality, 18, 1984, pp. 451-462; Susan Bond y D. L. Mosher, «Guided
imagery of rape: Fantasy, reality, and the willing victim myth», Journal of Sex
Research, 22, 1986, pp. 162-183, y Eileen Zurbriggen y Megan Yost, «Power,
desire and pleasure in sexual fantasies», op. cit.
196.
Sobre la idea de que las fantasías de violación eran un efecto del patriarcado,
véase Susan Brownmiller, Against Our Will: Men, Women and Rape, op. cit., p.
359. Sobre la idea de que la fantasía de violación era simplemente «una
exageración de la realidad», véase Helene Deutsch, The Psychology of Women,
vol. 1, op. cit., p. 276. Es interesante observar cómo, a pesar de la sobreinversión
social, legal y psicológica en los hijos varones característica de muchas
sociedades, los niños rara vez están presentes como figuras sexuales en las
fantasías femeninas.
197.
Amber Hollibaugh y Cherrie Moraga, «What we’re rollin’ around in bed with»,
Heresies, 12, 1981, pp. 58-62.
198.
Carole Vance, «Pleasure and danger: Towards a politics of sexuality», en Carole
Vance (ed.), Pleasure and Danger, op. cit., p. 7.
199.
Nancy Friday, My Secret Garden, op. cit., p. 280.
200.
En Karl y Anne Taylor Fleming, The First Time, op. cit., p. 48.
201.
Véanse William y Jerrye Breedlove, Swap Clubs, Sherbourne, Los Ángeles,
1964, y Gilbert Bartell, Group Sex, New American Library, Nueva York, 1971.
202.
Véanse Gérard Pommier, «Le “père incestueux” dans l’hysterie: Remarques sur
le traumatisme “sexual”», La Clinique Lacanienne, 2, 2000, pp. 195-211, y
Judith Kestenberg, Children and Parents, op. cit.
203.
Véase Shira Tarrant, The Pornography Industry, op. cit., p. 95.
204.
Claude Crépault, Les fantasmes: L’érotisme et la sexualité, op. cit., p. 156.
205.
Robert Stoller, Sexual Excitement, op. cit., p. 26.
206.
Por desgracia, buena parte del psicoanálisis lacaniano representa una exaltación
implícita del sacrificio femenino y convierte el asesinato de los hijos de Medea
por su propia madre en el «acto femenino» supremo. Pero ¿acaso es más
femenino esto que, por poner un caso, no pedir postre con la comida?
207.
Véase su entrevista en Karl y Anne Taylor Fleming, The First Time, op. cit., p.
128.
208.
Mucha de la pornografía impresa de los siglos XVII y XVIII está planteada en
forma de diálogos entre dos mujeres, entre las que interviene una figura parental
permisiva que les transmite el mensaje de que el sexo es una actividad legítima
que hombres y mujeres tienen todo el derecho del mundo a practicar. Sobre la
necesidad de permiso o autorización, véase Sandor Rado, «An adaptational view
of sexual behavior», en Paul Hoch y Joseph Zubin, Psychosexual Development
in Health and Disease, op. cit., pp. 159-199.
209.
Paula Webster, «Eroticism and taboo», en David Steinberg (ed.), The Erotic
Impulse, op. cit., pp. 129-141.
210.
Sallie Tisdale, Talk Dirty to Me, Doubleday, Nueva York, 1994, pp. 68 y 98.
211.
Karen Horney, Self-Analysis, Norton, Nueva York, 1942, p. 212 [Hay edición en
español: El autoanálisis, Psique, Buenos Aires, 1952].
212.
Sobre la datación del orgasmo, véanse Judith Kestenberg, Children and Parents,
op. cit., y Alfred Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Male, op. cit., p.
177. Sobre los movimientos orgásmicos en niñas y niños pequeños, véase Niles
y Michael Newton, «Psychologic aspects of lactation», New England Journal of
Medicine, 272, 1967, pp. 1179-1967.
213.
Véase Judith Kestenberg, Children and Parents, op. cit., pp. 4-7 y 120.
214.
Sandor Feldman, «Anxiety and orgasm», Psychoanalytic Quarterly, 20, 1951, pp.
528-549.
215.
Véase Ellen Vance y Nathaniel Wagner, «Written descriptions of orgasm: A
study of sex differences», Archives of Sexual Behavior, 5, 1976, pp. 87-98.
216.
Véase Ruth Herschberger, Adam’s Rib, op. cit., p. 96.
217.
Véase Judith Kestenberg, Children and Parents, op. cit., pp. 3-24, 75-100 y 304-
307.
218.
Sobre el uso de la masturbación, véanse J. Nydes, «The magical experience of
the masturbation fantasy», American Journal of Psychometry, 4, 1950, pp. 303-
310, y Karin Stephen, Psychoanalysis and Medicine, op. cit., p. 186.
219.
Véanse Natalie Shainess, «A re-assessment of feminine sexuality and erotic
experience», en Jules Masserman (ed.), Sexuality of Women, Grune and
Stratton, Nueva York, 1966, pp. 56-74; Mary Jo Sholty et al., «Female orgasmic
experience: A subjective study», op. cit., y Selma Fraiberg, «Some
characteristics of genital arousal and discharge in latency girls», op. cit.
220.
Sobre el miedo a estar demasiado lleno/a o vacío/a, véanse Sylvan Keyser, «On
the psychopathology of orgasm», Psychoanalytic Quarterly, 16, 1947, pp. 318-
329, y Judith Kestenberg, Children and Parents, op. cit.
221.
Véase Morton Hunt, Sexual Behavior in the 1970s, op. cit., p. 93.
222.
Véase Erica Fried, The Ego in Love and Sexuality, op. cit., p. 20.
223.
Sobre lo del reproche a la madre, véase Judith Kestenberg, Children and Parents,
op. cit., pp. 91, 117 y 124.
224.
Véase Ellen Vance y Nathaniel Wagner, «Written descriptions of orgasm: A
study of sex differences», op. cit. Sobre el uso de términos como «alivio» o
«liberación», véase Emily Opperman et al., «"It feels so good it almost hurts":
Young adults' experience of orgasm and sexual pleasure», op. cit.
225.
Véase Gershon Legman, The Horn Book, op. cit., p. 30.
226.
Véase Jack Morin, The Erotic Mind, op. cit., p. 30.
227.
Bernard Apfelbaum, «On the aetiology of sexual dysfunction», Journal of Sex
and Marital Therapy, 3, 1977, pp. 50-62. Véase el comentario de Freud a este
respecto en «On the universal tendency to debasement in the field of love»
(1912), en The Standard Edition of the Complete Psychological Works of
Sigmund Freud, vol. 11, op. cit., p. 184 [Hay edición en español: «Sobre la más
generalizada degradación de la vida amorosa (Contribuciones a la psicología del
amor, II)» (1912), en Obras completas, vol. 11, Amorrortu, Buenos Aires, 2.ª ed.,
1986, pp. 169-183].
228.
Shulamith Firestone, The Dialectic of Sex, op. cit., pp. 214-216.
229.
Amber Hollibaugh, My Dangerous Desires, op. cit., p. 96.
230.
Ibid., p. 101.
NOTAS DEL TRADUCTOR
a.
En español, por ejemplo, hablamos de «salvar el culo», usando «culo» a modo
de sinécdoque de la integridad física de la persona. [N. del T.]
b.
Más frecuentemente en el mundo anglosajón. [N. del T.]
c.
Aunque trading pueda traducirse también como «intercambio», la palabra
«comercio» conserva mejor la idea que el autor quería transmitir en la versión
original del libro. [N. del T.]
ÍNDICE
Nunca es solo sexo
Agradecimientos
Notas