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Ejercicio de Supervivencia 3 PDF Free

Laura, la protagonista, sufre un accidente automovilístico que transforma su vida y la obliga a enfrentar un largo proceso de recuperación física y espiritual. Durante este proceso, lidia con sus temores y contradicciones, buscando reconciliarse consigo misma. A medida que avanza en su rehabilitación, reflexiona sobre el dolor de la pérdida y el impacto del accidente en sus sueños y aspiraciones.
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Ejercicio de Supervivencia 3 PDF Free

Laura, la protagonista, sufre un accidente automovilístico que transforma su vida y la obliga a enfrentar un largo proceso de recuperación física y espiritual. Durante este proceso, lidia con sus temores y contradicciones, buscando reconciliarse consigo misma. A medida que avanza en su rehabilitación, reflexiona sobre el dolor de la pérdida y el impacto del accidente en sus sueños y aspiraciones.
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ISUN: 973-956-15-2790-5

Ejercicio de
n año difícil, Laura, la jover
protagonista, sufre un accidente
automovilístico que termina con todo

supervivenct
proyect A partir de este quiebre

en su vida, Laura comienza un largo


proceso de recuperación no solo física,

ap oppI
sino también espiritual, en el cual se
»mfrentará a sus peores temores y
contradicciones, para terminar
reconcili4ndose consigo misma

«Cuesta vivir bajo la sombra de los


anhelos, un camino imposible para
mí entonces.

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Quizás si me hubiese resignado a
no esperar. Pero. Esperaba, yo
siempre esperaba».

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SANTILLAMA ()
(O
(0 Del texto: 2013, Sara Bertrand
(0 De esta edición:
2016, Santillana del Pacífico S.A. Ediciones
Andrés Bello 2299 piso 10, oficinas 1001 y 1002
Providencia, Santiago de Chile
Fono: (56 2) 2384 30 00 S ara Bertrand
Telefax: (56 2) 2384 30 60

O
Código Postal: 751-1303
jeraa Ejercicio de

a
Tercera edición en Santillana Infantil y Juvenil: marzo de 2018
supervivencia
6 ediciones publicadas en Chile por el Grupo Santillana

Dirección de Arte:
José Crespo y Rosa Marín
Proyecto gráfico:
Marisol Del Burgo, Rubén Chumillas y Julia Ortega

Imagen de portada:
Shutterstock

Fotografías: Sara Bertrand


Fotografía página 109:
Domingo Valdés

Impreso por CyC Impresores Ltda.

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni regis-
trada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso pre- SANTILLANA O
vio por escrito de la Editorial.

(
El camión

Hay que tener coraje para perder. 11


—Tan dramática que eres —dijeron, y en la mesa se
escuchó la risa de los comensales. No aflojé:
—Cuesta perder, saborear la derrota.
Las risas fueron decayendo. Seguí:
—El sabor de la derrota es un gusto metálico y un sin-
sentido que lo tiñe todo. Ni siquiera te detienes a mirar
lo que pasa alrededor tuyo, todo es tan lejano... y no es
que no te importe, sino que vives en un tiempo sin tiem-
po, como si permanecieras en la pieza de un hospital con
aire climatizado y luz artificial. Un outsider. Cuando fi-
nalmente cedes ante el desastre, cuando —para ponerlo
en palabras dramáticas, como dicen— caes de rodillas y
miras hacia ninguna parte para implorar «por qué a mí»,
dejas de pelear. Aun cuando lo que te espera sea peor que
lo que estás viviendo. Pareciera que te rendiste y atravie-
sas lo más duro, pero —no lo sabes en ese momento—
comienzas a rehabilitarte. Como si la belleza y la fealdad
fueran una misma cosa. Como si ganar y perder forma-
ran parte del mismo proceso.
En la mesa pesaba el silencio.
Decidí entonces que era el momento de contarles lo moviéndose muda. Otra luz que me dejó ciega. Esa boca
que habia pasado. hablándome directo a los ojos. Preocupación. Preguntas.
Intenté contestar y sé que mi voz sonó, recuerdo que la es-
cuché, algo ininteligible dicho en gruñidos.
Luego, un corredor larguísimo y el sonido de unas
El año en que salí del colegio, como ustedes saben, no ruedas pequeñas sobre baldosas discontinuas. La camilla
entré a la universidad. Eso por supuesto que no estaba atascada y el grito desaforado de los hombres que la con-
entre mis planes. No pude dar la PSU porque dos sema- ducían. «Ayuda», balbuceé, Llegaron otros. Muchas vo-
nas antes me invitaron a un asado fuera de Santiago. ces. Puertas que se abrieron como imantadas. El sonido
12 Pero no llegué. Choqué, Literalmente, casi me mato, de miles de utensilios sobre una mesa de metal... Quise 13
Un camión perdió el control en una curva y se fue estirar una mano, palpar algo, alguien, y entonces percibí
directo hacia mí. Recuerdo algunas cosas: sé que quise un cosquilleo en el brazo, helado al principio, reconfor-
cambiar la música del Ipod, sé que me miré en el espejo tante después.
y supe que Álvaro iba a volver conmigo; que anhelaba en- —¿Qué tienen? ¿Qué hacen? —pregunté, pero me
trar a la universidad, que intuía una libertad próxima. La costaba mover la lengua.
sensación de que, en adelante, seria plenamente yo. No sentí dolor, de hecho, no me dolía absolutamente
Después, el camión viniéndose encima a una veloci- nada,
dad aterradora. No pensé que me iba a morir ni vi pasar Recuerdo una mascarilla que intenté zafar y un olor a
mi vida en tres segundos, Nada. Intenté esquivarlo dan- desinfectante que me mareó.
do vueltas al volante en ciento ochenta grados. El camión — ¿Por qué? —murmuré, pero una luz blanca como el
me pasó por arriba, sol recién amanecido me golpeó en la cara. Por fin daba
Lo demás lo recuerdo como en un sueño: voces, el tufo con una puerta hacia la calle y dije:
a neumático quemado, el miedo a que el auto estallara, — ¡Vamos! —pero no había nadie conmigo.
creo que incluso grité que el auto iba a explotar. La sirena Corrí hacia la luz. Luego, todo se oscureció.
de los bomberos. Una sierra. Más voces, El crujir de los fie-
rros. La hoja metálica recortada en el horizonte y una luz
encandilante. El olor a bencina como un río de sangre en
mis narices, o tal vez efectivamente corría sangre por mis Desperté varios días después en la Unidad de Trata-
narices. Luces como rayos cayendo aquí y luego allá. «¡Mi mientos Intensivos. La primera cara que reconocí fue la
cuello!», grité, «cuidado». Otra sirena, más penetrante. La de mi papá mirándome con ojos llorosos. A su lado, mi
imagen de una cara frente a mis pupilas. Una boca gruesa mamá, Me apretó la mano y dijo:
—¡Gracias a Dios! —y también se puso a llorar. —¡Me ahogo!
—¿Qué pasó? —pregunté. No sé de dónde apareció una escuadrilla de enferme-
—Chocaste —contestó mi mamá. ras que me tomaron el pulso, colocaron un termómetro
Mi papá no hacía más que mover su cabeza derecha- en mi boca y me revisaron las pupilas. Cuando preten-
izquierda, derecha-izquierda, con un puchero en la boca. dieron que mis padres salieran de la habitación, les pedí
—¿Estoy bien? —quise saber. que no.
—Vas a estar, vas a estar... —repitió mi mamá, —Más tarde —dijeron ellas.
Los miré con desconsuelo. Ninguno de los dos parecía Mi padre se enderezó y roncó:
seguro de que fuera cierto. Mi mamá me dio muchos be- —¡Déjenla en paz!
sos en la mano; entonces, descubri que esa mano no era A regañadientes, las mujeres salieron de la pieza y él 15
realmente mi mano sino un globo inflado y que sus la- volvió a sus pucheros. Mi mamá fue breve:
bios eran una cosquilla lejana, apenas perceptible. Quise —Te rompiste las dos piernas, te quebraste cinco cos-
mover el cuello para observar de cerca la hinchazón, pero tillas, una de ellas te perforó un pulmón...
estaba inmovilizada por los vendajes. Algo andaba mal. —¿Voy a poder caminar? —la frené,
—¿Qué tengo? —Por supuesto —se apuró en decir y suspiró.
El silencio se prolongó más de lo necesario. Poco a poco, el mundo comenzó a enrarecerse. No
—¿Me voy a recuperar? pregunté nada más. El nudo en la garganta se tradujo en
—Vas a estar bien —insistió mi mamá, y desconfié. lágrimas que me salieron a pesar de tener los ojos cerra-
Temi lo peor. dos. Mi mamá dijo:
—Tuviste un accidente... —empezó a decir mi papá, —Trata de descansar, Laura, necesitas recuperarte.
y me fijé en que su puchero se transformaba en un movi- Y recordé a mi abuela: «La politesse, niños, la politesse*».
miento rápido de olas—, un camión... Le gustaba hablar en francés a mi abuela y era enemiga
—Me acuerdo —lo interrumpi—, quiero saber qué de las lágrimas. A mí me costaba llorar enfrente de mis
pasó conmigo —sentí la garganta apretada y una sensa- padres. Escondí la cara. Seguí llorando con los ojos cerra-
ción de mareo y frío, dos. Quería que me dejaran sola, pero no dije nada. Su-
«Angustia». Así describió los síntomas la psicóloga pongo que me atajó la politesse.
con quien conversé unos días más tarde: lo que tenía
atascado en la garganta era angustia. Pero entonces,
mientras mi mamá me sujetaba la mano y mi papá hacía
pucheros, pensé que me ahogaba y grité: 1 La educación niños, La educación.
La pregunta acerca del qué iba a ser de mi vida ni si-
quiera me la planteé, Pensé: qué son un par de huesos
quebrados, y me convencí de que sería cosa de unos días,
máximo una semana y continuaría mi vida. No imaginé
que el accidente implicaría un cambio radical. Aunque si
en ese momento hubiese sabido lo que se me vendría en-
cima después del accidente, sinceramente, habría preferi-
do quedarme en la 542 de la clínica y no dar la cara.
Cuesta vivir bajo la sombra de los anhelos, un camino
16 imposible para mí entonces. Quizás si me hubiese resig-
nado a no esperar, Pero. Esperaba, yo siempre esperaba.
El accidente me impidió estudiar Letras en la univer-
sidad. Quedé fuera, Aunque nada de eso lo sabía el día
que desperté en la clínica, Ese día lloré por mis huesos
rotos, por haberme perdido el asado en la casa de la Cata,
porque mis amigas partirían de vacaciones. Lloré porque
Álvaro me vería con la cara color violeta. Porque no me
pondría bikini, pese a que llevaba meses a dieta. Lloré
por cosas tontas y transitorias. Lloré por lo fugaz.
En la clínica tuve noches en cámara lenta, sueños con-
ciliados a medias, enfermeras impacientes que aparecían
con una pildora que me ponían en la boca y que escupía
Ricardo por acto reflejo y que volvían a meter por la fuerza hasta
que la tragaba entre arcadas. Luego, caía rendida. No por
mucho rato. Una hora o dos, máximo. Y otra vez la enfer-
mera y otra vez me tomaban la temperatura, otra vez me
escuchaban los latidos y peleaban por retener esa píldora
que yo escupía.
18 Una mole de seis mil kilos me aplastó y lo resentí cuando No recuerdo sueños tranquilos, El doctor dijo que se 19
abrí los ojos. Entonces vi la cara al dolor. Me había roto la debía a «dolores fantasmas». Dicho de otra manera: ma-
tibia de la pierna derecha, que desapareció astillada jun- lestares alojados en el subconsciente como registro fo-
to a mi rótula, por lo que tendrían que injertarme una tográfico del impacto. Mi cuerpo no era consciente del
nueva. No me percaté de que hablábamos de la rodilla de quiebre ni del sonido de mi propio quiebre y lo reprodu-
un muerto hasta mucho después; mientras tanto, me es- cía en la noche. O algo asi.
tabilizaron gracias a un aparato de pernos y fierros que -——¡Por favor! ¡Por favor! —imploraba a las enferme-
colocaron atravesándome la carne. Suena asqueroso y lo ras que me dieran algo más fuerte y me hiciera dormir
era. Las visitas más osadas miraron a través de las ven- de corrido, pero ellas se negaban en susurros, reunidas
das; la mayoría prefirió pasar. Todavía era un juego para como abejas para zumbar en mi contra,
mí, todavía estaba anestesiada. Los dolores me acompañaron durante toda mi esta-
La pierna izquierda pintó mejor: una quebradura de día en la clínica. Poco más de un mes; cuarenta y cinco
seis centímetros en el fémur, fácil de reparar. El brazo días, para ser exacta. Sí, Navidad y Año Nuevo en ban-
derecho, en cambio, se rompió con exposición de hueso; dejas de plástico y vasos con pildoras. Terminé odiando
esto es, un pedazo del húmero se asomó a la altura del esa comida sin sabor y a esos doctores que contestaban
músculo, por eso mi mano fue un globo inflado durante con evasivas. Odié que no me dejaran sola, que me mi-
mucho rato. raran con desconfianza. Odié que dijeran que entendería
A esto debí sumar los dolores de cabeza que me provo- cuando fuera «mayor» y que vería las cosas desde otra
có el golpe contra el techo. Me volé buena parte del pelo perspectiva. ¿Cuán mayor se necesitaba ser para enten-
y tenía un moretón que me fue bajando por la cara hasta der? Y por otra parte, ¿qué era lo que tenía que entender?
pintarme la piel de todos los colores. Era el rostro de mi ¿Que había chocado, que me habían rasurado la cabeza y
propia desgracia, y no quería que me vieran. clavado unos pernos en la pierna de lado a lado, que no
podría moverme sin ayuda, que quizás cuánto tardaría apartado y miré a todos con cara de odio. No tenía es-
en cicatrizar esa tremenda herida que tenía en el brazo capatoria, las reuniones del GPPTT eran requisito para
y en la cabeza? No, no entendía qué era lo que no podía acceder al trasplante.
comprender a los diecisiete (casi dieciocho) años. Y es que Mi mamá me llevó a la primera reunión. Todavía te-
hay algo condescendiente en el trato a los pacientes, algo nía la cara morada y usaba camisa de dormir y bata. La
poco serio. ¿Quiere una lechecita? ¿Le pongo una almo- retuvieron en la puerta:
hadita? ¿Va a dormir un ratito? Me enfermaba. Las clíni- —Solo pacientes —dijo la mujer de la entrada.
cas enferman. Mi vieja la miró con furia. Okey, dije yo. Con alivio
Aunque, sin duda, lo que más odié fue mi propia in- —debo admitir—, porque entonces mi mamá se había
20 validez, la incapacidad de moverme por mí misma y lo vuelto muy aprensiva, aparte de llorona, y de solo imagi- 21
que esa situación me generaba, pues ni siquiera podía ir narla contando su versión sobre «lo ocurrido» me daban
al baño sola. Y la silla de ruedas, que en algún momento ganas de vomitar.
imaginé como redentora, fue otro tránsito difícil. La tor- —Llámame cuando termines —me pidió ella.
peza con que la manejaba me supuso horas de sudor. Así —Yaaa —era vergonzoso ver a mi mamá haciendo de
es que la famosa «alta médica» se transformó en el Santo mamá.
Grial, la promesa de salir de ese ambiente aséptico y vol- —Recuerda: no hagas demasiada fuerza —me alec-
ver a mi casa. cionó.
—Vaya tranquila, señora, nosotros la ayudaremos
— insistió la mujer, pero mi mamá ni siquiera la miró.
—Relájate, mamá —quise calmarla, pero no se iba a
El verano se me hizo eterno. Quizás lo único que me relajar. El camión le quitó esa posibilidad durante mucho
salvó fue conocer a Ricardo, tiempo.
No, no tuve un flirteo con él ni nada parecido, nos co- Entré batiéndomelas como pude para controlar las
nocimos en las sesiones del grupo de pacientes en pro- ruedas de mi silla que giraban sin ton ni son. Éramos
ceso de trasplante traumatológico (GPPTT). Fue cuando siete personas. Siete cuerpos carentes: una tibia, una ró-
me enteré de que necesitaría un donante. Un muerto. tula, un húmero, a todos nos faltaba algo. Una psicóloga
Es el tipo de noticias que se recibe con sentimientos en- con cara de quierosertuamiga nos recibió apretujándonos
contrados. Es decir, ¿cómo se espera algo que se necesita las manos. Pensé que iba a llorar (ella, no yo). Nos invitó
pero que no se quiere? Necesitaba una rodilla, una tibia, a sentarnos en semicírculo y dijo que los golpes hacían
pero, ¿de un muerto? ¿Cómo prepararse para algo así? crecer, que íbamos a madurar, que saldriamos de ese
En las primeras sesiones me instalé en un rincón trance convertidos en mejores personas, porque en todo
lo malo había algo bueno. Un montón de clichés, nada Él sonrió, como si estuviera acostumbrado a que le ladraran.
nuevo, Luego, con la misma cara de amiga, nos instó a —Créeme, es mi mejor opción —dijo, y todos suspi-
presentarnos. Como veterano de esas lides, Ricardo fue ramos un «ohhh».
el primero en hablar. Dijo que era deportista —o que ha- Entonces, una niña que estaba frente a nosotros preguntó:
bía sido, aclaró— y llevaba más de un año aproblemado —+¿Eso pasa mucho con los trasplantes?
por su rodilla. Levanté la vista. Ricardo se arremangó el Nos volteamos a mirar a la señora psicóloga. Ella res-
pantalón: una protuberancia roja del porte de un melón pondió compungida:
coronaba su pierna. —Lamentablemente, ocurre. Varía de caso en caso,
Su caso era complejo, pues de resultar lo que propo- pero ocurre.
22 nía su médico, debía someterse a un segundo trasplante. 23
Pero él todavía sufría con estoicismo (eso no lo dijo, lo ...

entendí después) los problemas que le había causado el


primer trasplante, así es que quería amputarse la pierna Mi madre me esperaba afuera cuando salí. Tomó la
desde la rodilla hacia abajo. Por esa razón su caso llegó a silla y me alejó tan apurada que no pude despedirme de
manos de la señora psicóloga con cara de empatía: la idea nadie. Me llevó a la cafetería y yo seguía en bata y pantu-
era hacerlo cambiar de opinión. flas. Como si quisiera quitarme un chicle que se me hu-
Él, por su parte, quería correr, esquiar, andar en moto biese pegado en la piel, me sobó las manos y me acarició
y usar otra cantidad de aparatos sobre ruedas, pero la ro- el pelo.
dilla siempre se infectaba o inflamaba y, fuera por esto o —Estoy bien —le dije.
lo otro, cada tres semanas estaba de vuelta en la clínica, Ella no contestó y siguió sobándome mucho rato.
vuelta a las radiografías, a sacarse el líquido que se acu- A veces los padres necesitan de uno, por lo que me dejé
mulaba y ya ni siquiera podía apoyar la pierna. abrazar como peluche.
Lo que más le mortificaba era su relación con el dolor. Durante ese tiempo mis papás nunca se mostraron
Nada calmaba los calambres que le atravesaban la pierna. más cariñosos, Y preocupados. Pero los odié. Quizás ni
Entonces se volvió adicto a la morfina. Tenía veintiocho siquiera tuvo que ver con el accidente o con la torpeza de
años, pero hablaba como un anciano: «La vida con dolor, mis piernas rotas, sino con la vida que habíamos cons-
no vale la pena», truido juntos. Era hija única de un matrimonio de pro-
Cuando nos contó sobre las ventajas que imaginaba al fesionales que trabajaban muchas horas fuera de casa
amputarse, salté: y la independencia con la que crecí se vio restringida al
—¿Qué? —casi grité. De todos los escenarios posibles, ciento por ciento durante esos meses. Ustedes saben, en
nunca pensé que alguien querría cortarse media pierna, mi casa me mandaba sola, me cocinaba y comía lo que
se me diera la gana e invitaba a las amigas que quería;
y ahora —de repente— se turnaban para acompañarme.
Se sentaban en mi pieza y me miraban con cara de «¿y so-
bre qué vamos a conversar?». Con mi mamá se producían Flashback
silencios incómodos; la verdad es que nunca tuvimos de-
masiados temas en común, somos de gustos tan diferen-
tes... pero ahí estaba, dispuesta a recuperar ese tiempo
en el que crecí sola, los años que prescindí de su ayuda.
Ya era tarde. Y no, no me interesaba ver la película que
había arrendado camino a casa ni quería comentar el li- Me he preguntado mucho por qué me gusta un hombre 25
bro que estaba leyendo. Me sofocaba. y no otro. Me pasó con Álvaro, cuando lo conocí en el
Y luego, para mi pesar, llegaban mis primas con el co- cumpleaños de la Ale, ¿se acuerdan? Fui con Gonzalo, lo
lor fascinante del verano y mis ojeras eran kilométricas. pasábamos bien juntos. Aunque, tal vez, yo lo pasaba me-
Se quedaban mirándome sin saber qué decir. Después de jor que Gonzalo, quien tenía la idea de que seríamos algo
un rato, preguntaban con cara de asco: más. Lo sé, no era guapo. Tenía ojos saltones y una cara
—¿Estás bien? demasiado larga para su porte, pero era entretenido. A
—Tal como me ven —respondía, y la cicatriz que te- veces se ponía hostigoso y comenzaba con que me gustas,
nía en la cabeza hablaba por sí sola. Digo, era suficien- dame un beso, por qué no pololeamos, y yo corriéndome
temente vistosa como para producir arcadas, incluso sin con que estamos bien, para qué pololear y complicarnos
necesidad de asomarse al encatrado de mi pierna. si somos buenos amigos, pero él volviendo con el mismo
Decididamente, Ricardo me salvó el verano. tema, acercándose disimuladamente a un extremo de
mis labios y, a regañadientes, me robaba un beso.
La cosa terminó mal. Cuando me involucré con Álva-
ro, Gonzalo se enojó. Quise aclararle que nunca esperé
otra cosa de él, que siempre lo miré como amigo. No es-
cuchó. Apareció por mi casa con cara de insultos que no
dijo y se llevó todas y cada una de las cosas que me había
prestado o regalado, Se llevó incluso una camisa floreada
que me compré en Patronato una vez que fuimos juntos.
Es mia, alegué. No me hizo caso; de alguna manera, con-
sideró que nuestra historia le pertenecía.

|
Claro que antes de ese final fue el cumpleaños de la Me contó que le gustaba andar a caballo y que te-
Ale. La fiesta no estaba buena y Gonzalo se encontró con nía dos pastores alemanes: Hipólito y Antiope. ¿Y esos
un amigo y se puso a conversar. Entonces descubrí que nombres?, pregunté, Me gusta la historia griega, dijo.
un tipo me miraba. Nunca lo había visto, no era amigo de A mí me gustan los perros, le respondí. Dijo que con-
mis amigos y no sabría decir si me gustó por la manera fiaba en los hombres que amaban a los perros. ¿Cómo
como me miró o por lo guapo que era. así?, le pregunté. Contestó que los perros eran animales
Las risas volvieron a la mesa, pero se apagaron de inútiles, que ni para comerlos servían; entonces, como
inmediato. ningún otro animal, ponían a prueba la calidad de sus
Tenía buen porte y esos ojos de una profundidad abru- dueños. Luego dijo que estudiaba Ingeniería. ¿Ingenie-
26 madora, como si les cupiera el hambre del mundo. Desde ro? Me sorprendió. 27
que lo descubrí mirándome, todo cambió. Sentí un cosqui- —¿Qué hay de malo?
lleo extraño, una presión en las mejillas y empecé a actuar -—No sé, no tienes cara de ingeniero —le dije.
consciente de mis pasos, de la liviandad de mis piernas del- —¿Y cuál es la cara de los ingenieros? —coqueteába-
gadas, de la curvatura de mis jeans a la altura de los muslos. mos abiertamente,
Hablé más alto, reí más fuerte y me pareció que la fiesta es- —No sé, son tan cuadrados.
taba buenísima, a pesar de que seguía igual. La intensión de —Con que cara de cuadrado, ¿eh? —reclamó y yo qui-
sus ojos me alentó. Quería acercarme a él, pero no lo hacía. se abrazarlo, me sentí tan cercana a él, tan cómoda, como
Tampoco lo soltaba del todo. Me explico: lo rodeaba de lejos, si lo conociera desde hacía mucho,
apareciéndome ahi, luego allá. En una de esas me sacó a bai- En algún momento la Ale llegó a interrumpir nues-
lar. Después de un par de canciones, nos fuimos a la terraza. tra conversación y recién entonces me di cuenta de que
Gonzalo se incorporó de repente, comenzamos a conversar la fiesta había terminado, que Gonzalo se había ido sin
los tres y yo hice como que me interesaba y preguntaba y despedirse, que no quedaba nadie. Álvaro se levantó y se
reía, aunque no sabía de qué estaban hablando, De reojo
es- despidió de nosotras. La Ale me guiñó un ojo cuando ce-
piaba a Álvaro,
sus ojos, su nariz,
su boca. Sobre todo eso, rró la puerta.
Al rato, Gonzalo me tomó de la mano para que fuéramos a —Cuéntamelo todo —alcanzó a decir, y la interrumpí.
bailar. Le dije que no. Se puso colorado. —Espera —dije, y sin resistirme, corrí detrás de Ál-
—Laura, no seas pesada, vamos — insistió. varo y le grité:
Me quedé inmóvil. La mano de Gonzalo perdió fuer- — ¡Álvaro!
za, dijo que iría por una cerveza y me soltó. No volvió Él se dio vuelta.
más. La fiesta se redujo a Álvaro y yo. Nos sentamos en —Me gustó conocerte —y volví a la casa.
una escalera y el tiempo se hizo humo.
un libro del afamado director de cine alemán que nos ha-
bía acomplejado con su niño gris. Ahí fue cuando me contó
El lunes, a primera hora de la mañana, la Fran me que tenía «algo» con una niña de mi colegio.
contó que Álvaro le gustaba a la Catalina Mayo, una niña — ¡Hey! No tienes que decirme nada —repuse.
del paralelo. Según ella, la cosa estaba bastante encami- —Es que quiero contarte —dijo él.
nada y era conveniente retirarse antes de que pasara a la —Prefiero que no, ¿para qué? Igual entre nosotros no
historia como la que le quitó el novio a la Catalina. pasa nada —qué canalla me sentí.
Tres días después, Álvaro me mandó un mensaje pri- Pero Álvaro logró su touché, para usar una expresión
vado por Facebook preguntándome si quería salir con de mi abuela, y dijo:
28 él. Mmm, tuve ganas de preguntarle por la Catalina —-Sé que no pasa nada, por lo mismo quería que supieras. 29
Mayo. Pero, en cambio, fuimos a tomar helado. Me pasó Glup.
a buscar como a las tres, estaba nerviosa; de hecho, ape- —No te preocupes, dejémoslo así —contesté, quería
nas pude tragar el almuerzo. Sin embargo, cuando abri hundirme en mi cama.
la puerta y lo saludé, sentí que él era mi casa. Sé que —Laura —enrojecí al escucharlo—, a mí también me
suena extraño, pero Álvaro tiene esa cualidad: me de- gustó conocerte,
vuelve a un lugar conocido. Me imagino que es la natu- —Dale —respondí sin mirarlo.
ralidad que tiene para relacionarse, ¿no? Tan cálido, tan ¿A qué jugábamos?
sin complicaciones. Se acercó y me dio un beso en la mejilla.
Después de los helados, me propuso que viéramos una —Cuídate —me susurró al oído.
película. Le gustaba el cine, creo que eso me emocionó —Ajá —fue mi respuesta.
igual que su calidez. Y como si quisiéramos asegurarnos Entré a mi casa y me fui directo a mi pieza.
de hasta qué punto compartíamos el mismo vicio, esco-
gimos la película más extraña de la cartelera, Un reto a
nuestra afición. Se trataba de un niño gris, un pequeño
anciano que vivía encerrado en su cuarto por miedo a
contaminarse de colores.
Salimos con el corazón entre los dedos y una necesidad
de cacao a la vena. Corrimos al primer quiosco a comprar
chocolates y volvimos caminando sin parar de conversar.
Para cuando nos despedimos, sabía que lo volvería a ver.
De hecho, pasó al día siguiente con la excusa de prestarme
contar anécdotas sobre las vacaciones que no pude disfru-
tar. Todas se veían felices, tan cariñosas. Tan odiables.
La única que me consolaba de veras era mi abuela
Injerto Carmen. Ella y su polítesse.
Como un reloj, tocaba el timbre a las nueve de la ma-
ñana, justo cuando mis papás partían a la oficina, y se
sentaba en mi pieza con su tejido. Se preocupó de que co-
miera sano, de que durmiera siesta, de que leyera lo sufi-
ciente para «sacudir el mate». También, y cómo no, jugá-
30 Uno puede prepararse de mil maneras para lo que viene, bamos cartas. Mi abuela era timadora, no había nada que
pero la realidad siempre supera a la ficción, hacer. Las cartas eran su quinto elemento, el agua donde
Salí de la clínica en silla de ruedas, y aunque fueron navegaba a sus anchas y, a falta de otro contrincante más
escasas veinte cuadras en ambulancia, pensé que me mo- versado, se ensañó conmigo. Le gustaban los casinos,
ría. Vértigo al movimiento, pánico al cemento, a la calle, especialmente el de Viña del Mar, pero no tuvo corazón
al encatrado que sujetaba mi pierna, terror a que los per- para abandonarme durante esos meses, así es que como
nos se engancharan y se salieran de cuajo. Así es que ate- gran promesa del verano, me dijo que apenas apoyara los
rricé en mi cama llena de dolores, disminuida, furiosa. pies iríamos a «jugar una mano», Tenía una cábala: si lle-
Mis papás no sabían cómo consolarme y yo no sabía qué gaba a Viña con sol radiante, apostaba sobre veinte mil
quería. Me ardía la pierna, la cabeza me zumbaba y sen- pesos; si estaba nublado, diez mil y ni un peso más. La úl-
tía agujetas en cada uno de los puntos. Bramé de dolor. tima vez que llegó con sol radiante ganó noventa y cinco
Había fantaseado tanto con volver a casa y la satisfac- mil pesos, y como la plata ganada, según decía, era para
ción duró exactamente un día. Al segundo quería arran- disfrutarla, se fue al Cap Ducal, pidió un pisco sour, se
car del encatrado, de las vendas, recuperar mi rodilla y comió unas machas a la parmesana y como plato de fon-
correr, salir de Chile, irme tan lejos que nadie me viera. do unos tallarines con salsa margarita. La siesta la tomó
¿Por qué? Supongo que esa autosuficiencia que practiqué en una reposera en la terraza del restaurante, y cuando
durante años me malacostumbró, Quería salir adelante se despertó, pidió un taxi y volvió a la estación de trenes.
sin que nadie me dijera cómo y era imposible, Ni siquiera Así, con la esperanza puesta en el juego, hizo todo lo que
podía moverme sin ayuda. estuvo a su alcance por mi «rehabilitación».
Además, las visitas, que en la clínica eran limitadas, lle- Pero a medida que pasaba el verano y que mi pierna
garon por miles a mi casa y me pasaba horas sin ir al baño, sin rodilla perdía hinchazón y ese color negro azuloso
aguantándome las ganas mientras escuchaba a mis tías que tuvo tras el golpe, comenzó a hacerse real algo que,
hasta entonces, había sido puro surrealismo: necesitaba bien. Hasta el día en que perdió el equilibrio en un ce-
una rodilla nueva. Necesitaba un muerto. Necesitaba que rro y cayó con moto y todo por un precipicio. Nadie sabe
un joven parecido a mí en peso y estatura muriera. Era cómo se salvó. Él recuerda que en algún momento soltó
desear demasiado. No podía mentalizarme para algo así. la moto y la escuchó rugir en el aire; después aterrizó en
¿Cómo se pide que alguien muera? el suelo como un ovillo y así quedó: enroscado y tullido,
No lo hice, De hecho, evité enfrentarme a esos sen- con la vista perdida en el cielo. Quiso llorar, pero en vez
timientos hasta el día en que me encontré de vuelta en de lágrimas sentía arena en los párpados y ni una pa-
el pabellón. Por supuesto que la señora psicóloga redo- labra le salió por la garganta. Pese a todo, siguió con la
bló sus sesiones y me instó a ir dos veces por semana. Al vista perdida en la inmensidad del cielo, de un azul tan
32 grupo de siete que éramos inicialmente en el GPPTT, se intenso que se le clavaba dolorosamente en las pupilas. 33
habían ido restando y sumando nuevos pacientes confor- Para cuando llegaron a rescatarlo estaba inconsciente.
me los daban de alta y aparecían nuevos aspirantes. A mí Despertó unos días más tarde en el hospital.
solo me interesaba Ricardo. Me gustaba escucharlo y nos Entonces vino el trasplante y comenzó su tortura.
hicimos amigos. Una historia que prefería obviar porque era una suma de
Nuestros procesos eran inversos: mientras yo intenta- fracasos, dijo.
ba conciliar la idea de recibir una rodilla nueva, Ricardo Ricardo pololeaba con Romina, diseñadora indepen-
se mentalizaba para perder la suya. Todos los esfuerzos diente que lo cuidaba como si fuera su mamá y, al igual
de la señora psicóloga por convencerlo de lo contrario, que él, estaba convencida de las bondades de amputar.
fueron inútiles, No estaba dispuesto a pasar por un nue- Una vez nos pasó a buscar a la clínica para ir al Lucafé.
vo trasplante. Mi mamá estaba tan nerviosa que se ofreció para llevar-
No he conocido a un hombre más tozudo que él. Tam- nos. Romina la miró con desconcierto.
poco a uno de mejor corazón. En medio de una de esas —No pasará nada —dijo, tratando de calmarla.
sesiones, supe su historia. —Eso nunca se sabe —respondió mi madre, con las
Había estudiado Ingeniería Comercial y después de lágrimas a punto de estallar.
trabajar de sol a sol para una megaempresa, decidió aso- Preferí subirme al auto de Romina.
ciarse con un antiguo compañero de curso para instalar El Lucafé era un restaurante con capacidad para quin-
un café-restaurante —el Lucafé— en Providencia. El ce personas y en la entrada colgaba la advertencia «Se
negocio era pequeño y lo suficientemente rentable como permite fumar». Los clientes eran todos conocidos de Ri-
para financiar sus horas de deporte. Escalaba montañas, cardo y su socio. Esa era la idea, me contó. Un bar-café-
hacía paracaidismo, competía en carreras de motos en- restaurante en el que te sintieras como en casa. Tenían
duro y, por supuesto, andaba en skate. Y todo marchaba una cocina chica y ofrecían platos sencillos: pizzas, en-
saladas, sándwiches. Había gente que se instalaba en la médico, una cirugía cuyo único apuro era hacerla antes
mañana con su computador y celular, y no se paraba has- de doce horas. Y nuevamente estaba en el quinto piso,
ta la tarde. Lo ocupaban de oficina. Esa tarde, cuando lle- con camisa de dormir y bata. Nuevamente mis padres me
gamos, Ricardo se ubicó detrás del mesón como barista y miraban con angustia. Nuevamente mi madre me sobaba
nos ofreció unos cortados aromatizados. Avellana y pol- la piel con saña, como si quisiera sacarme algo que tuvie-
vo de chocolate fue mi opción. Esa misma tarde, también ra pegado. Nuevamente, mi papá y su puchero.
descubrí la metamorfosis que se producía en él mientras En la unidad de enfermería había nerviosismo, cier-
preparaba tazas y combinaba cafés. Se le iluminaban los ta adrenalina. El doctor hizo un comentario, al parecer
ojos, pintaba cada espuma del café con un dibujo distinto divertido, y las enfermeras rieron. Yo miré como si asis-
34 y bromeaba con sus clientes. Detrás de la barra era feliz. tiera al espectáculo de otro. Me pusieron un catéter y 35
Parecían imposibles sus noches de insomnio y dolor, su me explicaron cada uno de los pasos de la intervención,
adicción a la morfina y su incapacidad para hacer todos como si pudiera asimilar en esos minutos la espectacula-
los deportes que añoraba. ridad de lo que me rodeaba. Opté por cerrar los ojos.
Romina me pasó a dejar como a las ocho de la noche. No recuerdo mucho más. Sí la sensación de desper-
Mis papás salieron a recibirme y se ocuparon del enca- tar y saberme libre del encatrado de pernos y fierros que
trado y de la silla. Mi madre se apuró en despedirse de atoraban mi pierna y de lo insuperable que resultó poder
ella, como si quisiera eliminar el rastro de su propio mal moverla bajo las sábanas. Creo que ese fue el momento
rato. En mi pieza me ayudaron a meterme a la cama, me más tranquilo del año. Me sentí agradecida, con suerte
trajeron un sándwich de jamón con queso y un yogurt, y también. Un chico de mi edad había muerto atropellado
se quedaron mirándome mientras comía. y la familia me donaba su rodilla para que yo tuviera la
¿Qué había hecho para merecer esto? La pregunta me oportunidad que él no tuvo: seguir adelante.
torturó durante mucho tiempo.

La primera semana de marzo apareció el donante. En-


tre que llamaron a la casa y estuve en pabellón, trans-
currieron menos de diez horas. No hubo solemnidad ni
momento de introspección. No hubo tiempo para nada.
Lo habia imaginado tan diferente,
En cambio, se trató de un rutinario procedimiento
Enredo

Hubiese preferido que Álvaro resolviera su «asunto pen- 37


diente» antes de volvernos a ver, pero el «asunto» se me
fue encima en el cumpleaños de Federico. Ahí estaba
la Catalina Mayo, y desde que entré en escena me miró
con ojos asesinos. La Fran, que tiene alma de alcahueta,
llegó corriendo y me contó con lujo de detalles sobre mi
supuesta amenaza: la Catalina Mayo decía que yo me
había interpuesto entre Álvaro y ella, que era una fres-
ca y otra cantidad de tonteras. Quise encararla, pero la
Fran me paró en seco;
—¿Estás loca?
—¡¿Y qué se cree...?1 —repliqué.
—No le hagas caso, no vale la pena,
Se me hizo difícil, porque me acercaba a la mesa del
comedor y... silencio, Después de un rato, una vocecilla
casi tiritona saltó en medio de la oscuridad para saludar.
—Hola Laura —saludó la Mayo.
Era la voz de la vergúenza, de la traición. ¿No tenía
tantas cosas que decirme? En cambio, permaneció ampa-
rada por su grupo de amigas. Me limité a gruñir:
—Mmm.
Creo que esa noche contesté con «mmms» cada vez
que me preguntaron algo. La Catalina Mayo fue mi som- Era una mentira a medias, porque la verdad es que ese
bra, una nube a mis espaldas, escondida la muy cobarde año —cuarto medio— empeñé muchas horas estudian-
en medio del murmullo, así es que tuve que guardarme do, no solo para el colegio sino también para la PSU.
las ganas de caerle encima. Álvaro, en cambio, intentó Él dudó unos segundos.
acercarse. —Ah, bueh, entonces será para otro día —dijo y dio
—¿Quieres ir al cine mañana? —me preguntó de re- media vuelta,
pente. Casi me muero, ¿cómo retenerlo?
—No, no tengo ganas —respondí, —¡Hey!, pero podríamos ir en la tarde... —intenté
—¿Qué te pasa? salvar.
38 —¿Por qué no le preguntas a la Mayo? —lo increpé y —Te llamo —me dijo.
me arrepentí. Pero no llamó. Me dejó esperando una semana ente-
— ¡Estás celosa! —contestó con picardía. ra. Una semana en la que pensé que no lo volvería a ver y
—¿Yo? ¿Por qué? que tendría que encontrármelo tomadito de la mano de
—No sé, dímelo tú. la Catalina. La vida era cruel. Y la imaginación hace es-
¡Uf! tragos.
La noche terminó tal como comenzó: abrupta y amar- Ocho días después, apareció en mi Facebook invitán-
ga. What the fuck! Lo que más resentí cuando me metí a dome a una fiesta en su universidad. «¿Solos, tú y yo?», le
la cama fue haber sido tan bruta con Álvaro, ¿Qué culpa pregunté, y él contestó que podía llevar una amiga si es
tenía él? Pensé que no lo volvería a ver y que la bruja de la que quería. Uf, qué manera de enredar las cosas. Le dije
Catalina había logrado su cometido: «Quedarse con él», que no. Que solos estaba bien.
gruní entre dientes. Supongo que ninguno estaba para sutilezas. Fuimos
Bah, a mi qué me importaba. Pero me importaba. directos, fuimos arriesgados, fuimos ansiosos. En la en-
Ese sábado desperté temprano y me sentí una ton- trada me tomó de la mano y yo la rodeé con la mía. Me
ta, tal vez la Mayo tenía razón y era mejor hacerme a un acerqué, le di un beso en la mejilla y me quedó mirando.
lado. Por suerte, Álvaro apareció por mi casa y puso fina —¿Y eso?
las películas que me había pasado. — Estoy feliz de verte —contesté.
—¿Cómo estás? Nos pusimos a bailar; apenas había espacio. La fes-
—Bien —respondi colorada como tomate. ta estaba completamente sobrevendida y nos teníamos
—¿Quieres salir? que mover muy cerca uno del otro. Mis manos rozaron
Me moría de ganas, pero me pareció desesperado. su brazo, las suyas me tocaron la espalda. Su cara estaba
—No puedo, tengo que estudiar —contesté, a centímetros de la mía. Dijo que le gustaban mis ojos,
le contesté que los suyos también. Porque, ¿cómo decirle
todo lo que me provocaba su mirada? Me apartó el pelo
de la cara y me acarició la mejilla,
—La bonita eres tú —me dijo—, y lo sabes. Azulado
Me sonrojé.
—No, no lo sé —contesté, y él se me acercó más y me
dio un beso en el cuello.
Sentí un escalofrío.
—¿Viste? —dijo.
40 —¿Qué? —le pregunté, Dicen que los muertos hablan. Y no me cabe duda. Unos 41
—Te pusiste roja. días después de la fiesta, Álvaro me llamó. Estaba mal, se
Me reí y él aprovechó el momento para besarme. Sus le escuchaba mal. Su amigo Juan Carlos se había ahoga-
labios eran tan suaves. do buceando en Bahía Inglesa. Dijeron que no sufrió, que
apenas se habría dado cuenta, que se quedó dormido por
falta de oxígeno. Lo descubrieron unos pescadores de la
zona. No supe qué decir y le pregunté:
—¿Quieres que te acompañe?
—¿Lo harias?
—Voy para allá.
Fuera de la capilla, sus amigos estaban igual de cho-
queados que Álvaro. Parecía mentira que Juan Carlos es-
tuviera muerto. De un minuto a otro. No lo volverían a
ver. Imposible.
Alguien contó que habían almorzado juntos hacía una
semana, que le mostró sus fotos, ese registro de pescado-
res del norte en el que trabajaba, eso dijo. Otro contó que
Juan Carlos le había mandado un mail para preguntar si
quería acompañarlo en su recorrido por las caletas norti-
nas. No alcanzó a contestar y ahora era tarde,
Las historias eran similares en su sorpresa y descon-
cierto. Mientras escuchaba, me dejé llevar y de pronto,
sin saber muy bien por qué, estaba en la fila que iba ha- Juan Carlos permaneció en mi memoria por mucho
cia el ataúd, lejos de Álvaro y sus amigos. Caminábamos tiempo. El recuerdo de su cara me decía que la vida po-
lento. Se escuchaban llantos, su polola estaba rodeada de día abandonarnos. Lo entendí cuando choqué. En algún
sus amigas, tenía la cara roja y los ojos hinchados. Sentí momento entre la curva, el camión y el instante en que
una puntada en el pecho, el lugar estaba repleto de gen- giré el volante, recordé su piel de cera y su mirada de an-
te, las persianas cerradas y la luz entraba por la puerta a gustia. Durante los meses de rehabilitación, y sobre todo
medio cerrar. cuando recibí mi nueva rodilla, pensé en él, en las posi-
De repente, lo tenía enfrente: su cara azulada, su boca bilidades que perdió mientras se quedaba sin oxígeno bu-
semiabierta y una expresión de angustia que no he olvida- ceando entre las rocas. El chico que me donó la rodilla se
42 do. No lo había conocido, pero podía imaginarlo con vida. me ocurría parecido, con la misma vitalidad que, según 43
Me acerqué otro poco, nunca antes había visto un muerto: me contó Álvaro, tenía Juan Carlos. Y me sentí en deuda
la piel inerte, casi transparente, como si fuese de cera. Sin con ambos, como si me pidieran que saliera adelante y
darme cuenta, estaba tan cerca de su cara que empañé el lograra valerme por mí misma.
vidrio del ataúd. Me eché hacia atrás con espanto y en ese
momento sentí que me tomaban por los hombros y me ha-
cían a un lado con cariño. Una mujer dijo:
—Te entiendo.
—Perdón —dije con vergúenza y quise explicarle,
pero me contuve.
—No tienes nada de qué disculparte, te entiendo —y
me abrazó. Los que estaban detrás en la fila me miraron
con compasión, Algunos me dieron unos golpecitos pau-
sados en la espalda.
Salí del velatorio y corrí hasta una plaza que había al
frente de la capilla.
Álvaro me encontró más tarde. Lo abracé, nos abraza-
mos. Le di un beso, se iba haciendo una costumbre entre
los dos.
—¿Qué onda? —le pregunté,
—Ven para acá —me dijo, y volvió a besarme.
Ese día nos pusimos a pololear.
era el único con quien compartía ese extraño mundo de la
enfermedad, de las clínicas y las muletas. Y suena estúpi-
do y sin importancia, pero nadie se imagina los detalles de
Muletas cómo aprender a usarlas, que el movimiento requiere coor-
dinación, mente y cuerpo en conjunto para ir hacia delan-
te, atrás, al lado y otro lado. Algo que se veía tan sencillo
en manos de Ricardo, me supuso horas de sudor y frustra-
ción. Transpiraba, sudando de pies a cabeza para avanzar
unos metros y, aun así, muchas veces me enredaba y en
44 La pregunta acerca de qué iba a hacer con mi vida comen- más de una oportunidad estuve a punto de caer. 45
z6 a rondar en la cara de mis padres, mi abuela y mis ami- La pierna atlética de Ricardo me salvó de varios po-
gas. En algún momento les dije que ayudaría a Ricardo rrazos. Una vez fue especialmente patético, pues casi cai-
en el Lucafé. Estábamos en la mesa. Me tentaba la idea, go en la entrada del Lucafé cuando la puerta se me cerró
pero el silencio anuló mis sueños. Mi mamá se puso roja, en la cara. Ricardo llegó saltando en una pata, literal-
se llevó una cucharada de miel a la boca y estuvo chupe- mente, y me sostuvo.
teándola mientras sonreía con una mueca torcida, como — ¡Epa! ¿Dónde vas tan rápido? —bromeó.
queriendo decir que eso era lo único que faltaba. Lo abracé.
Mi abuel¿ Carmen, en cambio, lo encontró una idea —Gracias —le dije a punto de las lágrimas.
estupenda. Estaba almorzando con nosotros ese día. —Y ahora se me pone sentimental la cabra lesa —dijo,
—En mi época, a ninguna niñita se le hubiese ocurri- sacudiéndome la cabeza.
do trabajar en una boite —dijo. Me gustaba ese tono condescendiente que usaba con-
—No es una boite —la corregí, pero ella dele que sue- migo, como si fuera mi hermano mayor.
ne con que las «niñitas» de hoy podían elegir cosas que
estaban vetadas en «su época».
— Abuela, Ricardo tiene un café, se comen pizzas y
ensaladas —nsistí. No sé por qué las muletas intimidan más que una silla
—La méne chose —dijo, y puso punto final, de ruedas. Lo comprobé una vez que aprendí a moverme
Pero no es la misma cosa. Ricardo se había transfor- con ellas y oficialmente me transformé en lisiada. Nunca
mado en mi mejor amigo, mi confidente y no importaba más me preguntaron qué me había pasado, y cuando entra-
lo que dijera ni cómo lo dijera, siempre me entendía, Tra- ba en alguna tienda y dejaba las muletas a un costado para
bajar con él era sentirme protegida, acompañada, porque buscar mi billetera, las personas preferían mirar hacia otro
lado, como si me estuviese desvistiendo frente a ellos.
Tam- después de quedar atrapada en un ascensor con un muerto,
bién dejaron de ofrecerme ayuda y de detener el ascen
sor si me lo contó una vez. Dijo que acababa de recibirse, que tenía
me veían venir. Las muletas eran mi espantarrayos.
diecinueve años y que trabajaba en Urgencia. Que llegó un
A diferencia de la de Ricardo, mi rodilla se portó bien.
hombre en muy mal estado y que le ordenaron que lo llevara
Los doctores estaban emocionados, el trasplante no
tuvo a pabellón. La Rita tomó la camilla y con habilidad la intro-
complicaciones y poco a poco se adaptó a mi cuerp
o como dujo en el ascensor. Apretó el número cinco, pero el ascensor
si fuera mía, la original. Por ese entonces, Ricardo
se am- quedó varado entre el tercero y el cuarto, Al principio se que-
putó media pierna. Su decisión estaba tomada
mucho dó quieta, pensando que sería cosa de segundos y que volve-
antes de que lo conociera y si participó de los grupo
s de ría a echarse a andar, pero pasó el rato y el enfermo comen-
46 trasplantes fue para convencer a los médicos de
que no zó a quejarse. Respiraba ruidosamente, como si no le entrara 47
estaba loco, de que efectivamente mejoraría su
vida. Y aire. La Rita pidió auxilio a gritos, pateando la puerta del
aunque cueste creerlo, así fue.
ascensor mientras improvisaba técnicas de masaje cardiaco.
Acompañé a la Romina el día de la operación, creo
Alguien la escuchó y con una palanca abrió las puertas. Se
que estaba más nerviosa que él, Lo peor es que
ni siquiera encontraba entre pisos, a metro y medio de la salida.
fue demoroso. Como sacarse una muela, bromeó Ricar
do Ella dijo: «¡Se muerel». Le dijeron: «Aguarde, lo sacare-
cuando iba en la camilla de vuelta a su pieza. Nosot
ros mos». Ella dijo: «No tenemos mucho tiempo», Le dijeron:
quisimos sonreír,
«Subiremos el ascensor manualmente», No resultó, Enton-
Á esas alturas, la clínica era un lugar conocido. Siem- ces el hombre dejó de respirar, La Rita comenzó a reani-
pre ocurría algo. Siempre había familias congrega
das en marlo golpeándole el pecho, sacudiéndole la cara. Gritó:
el quinto piso. Siempre había grupos esperando
alguna «No respira». Le dijeron: «Intente levantarlo», Tomándolo
noticia en la cafetería. Una rutina que me conocía
de me- de los brazos, la Rita lo colocó lo más vertical que pudo.
moria y que ya me era familiar, Ese día bajamos
a com- Dijo: «Pesa demasiado», Le dijeron: «Siga, un último inten-
prar unos cortados para llevar a la pieza y ni siqui
era to, ya casi lo tenemos». El hombre murió mientras ella le
tuve que pagarlos porque me encontré con la Rita,
la en- sostenía los brazos para que los auxiliares lo levantaran.
fermera del quinto, que me los regaló. Dijo que eran
para Un mes más tarde, le apareció una mancha blanca en
celebrar mi recuperación.
el pecho y le recomendaron una crema. Al mes siguiente le
Con la Rita nos habíamos hecho amigas. Tantas esper
as, apareció otra entre los dedos de las manos. Después en el
tantas idas y venidas. En fin. No era cualquier enfer
mera, cuello, Luego en las piernas, hasta que la mancha se exten-
era «la Rita», la que tenía manos de ángel con las agujas
y la dió por todo su cuerpo. Incluso el pelo se le volvió gris.
que cargaba con su propia leyenda, porque no siempre
tuvo —¡Qué asco de café! —dijo Ricardo, y por poco lo escupe.
esa piel blanca como la leche. No. La Rita sufrió de vitíli
go —Hey, la Rita te lo mandó de regalo.
—¿Nuestra Rita?
La misma,
Se lo tomó en su honor.
—Así es que aquí estamos, cabra lesa —dijo después
de un rato.
Por poco hice un puchero. Igual que mi padre.
No sé qué habría hecho sin ti —le confesé.
—Ay, Laura, Laura, Laura.
—¿Qué?
48 —No soy el único que te quiere y se preocupa por ti
—me dijo.
Sabía a qué se refería. Tantas horas de convivencia
nos habían convertido en amigos-hermanos. Siempre me
alegaba que iba tres pasos más adelante, que calculaba
cada movimiento, que quería demostrarle al mundo que
me la podía sola, Puede ser. Decía que si no hubiese sido
por esa tozudez mía, podría haber vuelto con Álvaro.
—No entiendes —le dije un día—, fue él quien dejó
de buscarme
—¿Y qué querías? ¿Que instalara una carpa afuera de
tu casa hasta que te decidieras a hablarle? No devolviste
sus llamadas, no hiciste nada por verlo nuevamente.
—No es cierto —alegué, pero decía la verdad. No bus
qué a Álvaro porque temía mostrarme frágil y necesita-
da. Temí derrumbarme enfrente suyo
—Si te vuelves a topar con la Rita, dile que vaya a vernos
al Lucafé, ahí le ofreceré un café de verdad —dijo Ricardo.
Se veía tan contento, pese a su pierna de menos. Nos
quedamos un rato más, bromeando con mi rodilla gana
da y su pierna perdida. Chistes fomes que se cuentan en
las clínicas.
—No te rías, aprender a mirar es acercarse al miste-
rio de las cosas —dijo.
—Ya te pusiste metafísico —repliqué.
De nuevo —Puede ser... pero no deja de ser un aprendizaje fun-
damental —respondió.
No me acuerdo en qué estaría pensando que no contesté.
—¡Ay, Laura!
—¿Qué?
—Que a veces te pones tan superficial...
50 Antonio llegó de improviso. No lo busqué, él tampoco Mi viejo es bueno para las filípicas, nada grave, pero 51
intentó ser atractivo. Incluso diría que nos caímos mal, me alecciona. Especialmente con Sócrates. Sócrates para
que necesitaba una cuota de masoquismo y por eso caí arriba y Sócrates para abajo. Según él, sin la máxima so-
redonda. Era del tipo de hombres que vive para sí mismo crática de conócete a ti mismo habría sido imposible dar
y reducía su relación con los demás a un partido de fút- un paso en el desarrollo de la humanidad. Así de taxativo
bol: equipo A, equipo B. Los que no estaban con él eran es mi viejo.
sus enemigos, pero «estar a su lado» era tan relativo, Con —¿Cómo puedes conocerte a ti misma si no conoces
él aprendí a temerle al enamoramiento. Puede que suene tu entorno, si pasas de largo? —preguntó,
cursi, pero no es grato enajenarse por otro. —Yo no paso de largo —alegué.
Aunque, vamos por parte. —Laura, ¡por favor! No estoy hablando en sentido li-
Cuando me acostumbré a las muletas, me inscribí en teral. ¿Sabes por qué Sócrates tomó la cicuta?
un curso de fotografía, gentileza de mi abuela, que pagó —Y ahora Sócrates...
convencida de que me convertiría en una fotógrafa pro- —Sí, ahora Sócrates porque él nos legó el valor de la
fesional. Linda ella y su vocación de matriarca. Así es que verdad. El ser verdadero, ¿entiendes?
estaba matriculada en el curso de fotografía, con una —Sí, me lo has dicho mil veces —respondí, pero hay
cámara que me prestó la tía Irene. Lindo gesto también, momentos en que los padres necesitan hablar y dejé que
porque hizo un esfuerzo por ser generosa. lo hiciera.
El curso fue idea de mi papá. Según él, los artistas —no —Cuando te digo que es importante aprender a mi-
sé por qué se le metió en la cabeza que sería una— debían rar me refiero a que te despabiles. A que te detengas ante
tener sensibilidad musical, destreza manual y dominar los detalles, a no estacionarse en el sentido estricto de la
técnicas actorales, pero, sobre todo, aprender a mirar. palabra —hizo una pausa—. Estamos rodeados de mis-
Eso dijo. terios, Laura. ¿Qué sabemos de la vida? ¿Qué se conoce
de la muerte? El hombre ha vivido más de dos mil años estado. ¿Fui avara? Puede ser. No quise verlo. Ricardo tenía
sobre la Tierra y no conoce prácticamente nada. razón. Era tozuda y estaba enojada. Queria demostrarde que
—Si ya entendí —repliqué, saldría adelante sin su ayuda, pero al mismo tiempo, sacarle
—El mar, la cordillera, están esperando a que algui en cara su ausencia. des
en
pueda mostrar su verdadera naturaleza. Entonces, ¿a eso se refería el señor José Eustasio Ri-
—La naturaleza del mar... ¿o naturaleza del mal? vera? ¿A que es mejor compartir el dolor en pequeñas do-

hice un juego de palabras, pero mi viejo no estaba sis o que para deshacernos de él conviene mantenerlo li-
para
bromas e hizo como que no oyó. mitado? O, puede que se tratara, como decía mi papá, de
—Exacto. Desconocemos su esencia, su poder dejar que las cosas se acomodaran solas.
hipno-
tizador, su sentido. Eso requiere de una mirada, de Lo que lamenté durante mucho tiempo fue que Álva- 53
una
postura, ¿lo entiendes, Laura? El carácter es lo ro me llamó varias veces y tampoco coincidimos. Sobre
que te
dará peso cuando seas grande y debes educarlo —y todo al principio, cuando estaba en cama y me cuidaba
dicho
esto, dejó la carpeta con la información del curso mi abuela. Abría los ojos y me decía:
sobre
mi cama. —Ah, la llamó ese niño, ¿cómo se llama?
Me quedé un rato viéndola desde la silla. Mi viejo —Álvaro, abuela, Álvaro —pero había algo en ese
tie-
ne esa capacidad de dejarme muda. Pensando. nombre que mi abuela se negaba a retener, y dale:
¿Curso de fotografía? ¿Qué podía perder? —Pasó ese chiquillo amigo suyo.
Abri la carpeta. En la primera página leí la frase: —¿Cuál? —preguntaba.
«Es
cierto, hay que ser avaros con el dolor», de un —Bah, no recuerdo cómo me dijo que se llamaba.
tal José
Eustasio Rivera, Okey, tacaños con el dolor, pensé Nunca devolví sus llamados. Y sin embargo, su recuer-
, y acto
seguido me pregunté: ¿cuán avaros? do permaneció como un anhelo. Durante mucho tiempo
Me acordé de Álvaro y de nuestra tonta pelea que nos pensé en que cualquier día me toparía con él y.que ese
pilló separados cuando choqué. En lo mucho que me día yo estaría preparada para volver. Mientras mi mundo
hubie-
se gustado compartir sus impresiones. ¿Qué pensaría se desarmaba, Álvaro fue mi promesa de estabilidad. Me
de la
fotografía? Como amante del cine, seguro que me esperaba a la vuelta de la esquina.
apoyaría,
pensé, y luego caí en cuenta de la cantidad de cosas Pero, de pronto, dejó de insistir: ya no apareció más por
que con-
fabularonen nuestra contra. Cuan
fue ado
verme a la clíni- mi casa ni volvió a llamar. Es verdad,yo tampoco lo busqué.
ca mi mamá no lo dejó entrar, porque entonces sufría ¿Cómo se es tacaño con algo que cae encima? No ten-
unos
dolores horribles y mi cabeza rapada con esa cicatriz que go respuesta para eso,
iba
de lado a lado como cordón de zapato no solo era fea
de mi-
rar sino que también demostraba la vulnerabilidad
de mi
Nadie se movió.
De repente me encontré sentada en una sala fría y poco —¿Profesor? —volvió a preguntar mi compañero.
aseada del instituto. Llegué de las primeras. El profesor — Él se descorrió los rulos que le caían sobre los ojos y lo
un hombre joven, delgado, no demasiado alto y con rulos miró de frente:
en la cabeza— estaba sacando sus apuntes del maletín, —¿Sí?
Parecía torpe; en realidad, era bien torpe. Intentó reunir —¿Cómo se llama?
la cantidad de papeles que sacó del maletín y hacerlos un —Ah, perdonen, es verdad... olvidé presentarme: An-
solo atado, pero al darles un golpecito contra la mesa se le tonio, me llamo Antonio.
escaparon de las manos y cayeron al suelo. Algunos chicos Estuve a punto de soltar una carcajada.
54 de la primera fila lo ayudaron a recoger. Se notó incómodo, 55
balbuceó algo y les pidió que se sentaran.
Se agachó con su mata de rulos y tuve el impulso de
agarrárselos entre los dedos. Me pareció simpático. Efectivamente, en la clase siguiente salimos a terre-
Siguiendo la línea de su torpeza, la clase fue extraña. no. Antonio nos llevó a una plaza que estaba a unas cua-
Al principio habló bajito; tanto, que algunos compañeros dras del instituto. Era una plaza de viejos, con árboles
le pidieron que repitiera lo que había dicho, pero él no viejos y una pileta vieja que daba lástima. Probablemente
hizo ni amago y siguió. Luego hizo referencias a un par hacía décadas que no corría agua por ella, pues estaba re-
de anécdotas personales (otras clases, otros estudiantes), pleta de hojas secas y mugre. Sin embargo, como un gran
rió con sus propios chistes y nadie en la clase emitió soni- Buda, él se sentó en uno de los bancos y dijo:
do alguno. Lo escuchábamos como si hablara cantonés y —Deténganse aquí.
la mata de rulos continuaba desconcentrándome, ¿Cuán- El grupo de pavos —éramos unos veinte estudian-
to demora en crecer un enjambre de esa naturaleza? tes— apuntamos nuestras máquinas, seguros de que da-
Finalmente, nos despidió diciendo que en la próxima ría la orden de disparar.
clase saldríamos a terreno... Pero nadie entendió que la Wrong!
clase había terminado y nos quedamos viéndolo volver Él nos miró divertido.
los papeles dentro del maletín. —Dejen sus máquinas a un costado, por favor —e
—¿Profesor? —preguntó tímidamente uno de mis hizo un gesto para que despejáramos la vista.
compañeros. Nadie le obedeció. Él cerró los ojos y respiró. No supi-
Levantó la cabeza despistado, creo que solo en ese mos qué pensar. Recordé a mis amigas en la universidad,
momento se dio cuenta de que seguíamos sentados. con sus cursos inscritos en la web y una malla curricular
—La clase terminó —aclaró. completa, y me vi en medio de esa plaza sucia con un pro-
fesor en posición de maestro zen. ¡Añoraba la fantasía uni- El resto de mis compañeros murmuró un «ohhh» ate-
versitaria con profesores íconos, campus kilométrico, casi- rrorizado. Comenzaba a odiarlos a ellos también.
no y biblioteca gigantesca! -—En esa foto no se ve —dije.
Después de una pausa que se me hizo eterna, el profe- —Esta foto es de la pileta —repuso, señalándola con
sor abrió los ojos y preguntó: un dedo acusador.
—¿Qué ven? —Pero es solo una parte de ella —repliqué.
La clase permaneció muda. —Ah, ¿y por esa razón, solo porque se trata de una
—¿Qué ven? —volvió a repetir. parte, dices que no es la pileta?
Timidamente y arrepintiéndome en el acto, dije: What the fuck?
56 —Una plaza vieja. —Ejem, no... lo que quiero decir es que esta es otra 57
—Una plaza vieja —dijo, como si no creyera lo que imagen, no es la pileta, son hojas.
había escuchado y mis compañeros rieron en sordina. Es- —Hojas de la pileta —puntualizó.
taba colorada, sentia las mejillas ardiendo bajo mis ojos. —Okey —no quería trenzarme en una pelea inútil.
El profesor, en cambio, estaba furioso: —¿Xu okey quiere decir que no me vas a mostrar la ve-
—Muéstrame esa plaza vieja —ordenó. jez? ¿Te rindes tan fácilmente?
¿Qué pretendía? Habría esperado un poco de considera- ¿Qué onda?
ción con la alumna que salvaba del fracaso su apestosa clase. —No, no dije eso. Dije que tiene razón, que esas hojas
—La pileta —dije. también pueden ser la pileta, que son bonitas, una ima-
—Bien —respondió él, y pensé que me daba la razón, gen limpia —respondi. P
Entonces tomó su maletín, revolvió el desorden de Se calmó. Volvió hacia mis compañeros y les pidió re-
papeles que cargaba y sacó una fotografía: una imagen en tratar la vejez de la plaza. ¿Qué se creía?, quise pregun-
blanco y negro del tamaño de una hoja de carta mostraba cáma-
tarle, Mis compañeros se apuraron en ajustar sus
una superposición de hojas, como una escultura. Era una ras y salir a dar clics, yo en cambio me quedé parada con
bonita foto, una imagen depurada y limpia. A secas. mis muletas bien plantadas en el maicillo. No me move-
Algunos compañeros la comentaron, pero él no les ría hasta que se disculpara, pensé. Pero él ni se inmutó.
prestó atención. Esperó a que terminaran para extender- Abrió su laptop y comenzó a revisar su correo.
me la fotografía y preguntó: —Humm —rezongué para llamar su atención.
—¿Dónde está esa vejez? Alzó la vista.
—¿Eh? —apenas me despabilé, —¿Qué? —dijo con desprecio.
—Hablaste de vejez, quiero que me muestres esa 1e- Entonces entendí que no se iba a disculpar y di vuelta
jez, ¿la ves en la foto? sobre mis talones para ir a retratar su maldita vejez.
Pérdida

Es difícil aceptar que uno cae. Cuando entendí que mi 59


realidad se construía y destruía a cada instante, quise
arrancar.
Agaín.
Sucedió en mayo. Mi papá perdió su trabajo poco des-
pués de que le diéramos la bienvenida a las muletas, Un
año antes, la crisis económica había reducido a la mitad
el número de empleados en el diario. Sin ir más lejos, a
mi viejo le tocó despedir a varios periodistas de su plan-
ta. Era editor de una revista cultural; en otras palabras,
pertenecía a un segmento difícil de defender con núme-
ros. Sobre todo cuando abundan avisadores de autos, re-
lojes, tecnología y moda, pero escasean los de las páginas
culturales. Así es que distribuyeron la revista en las pá-
ginas del diario. Mi padre podría haberse quedado como
editor de cultura, pero no quiso.
Contó que llegó a su oficina como siempre, saludó a su
secretaria, ella le comentó que su correspondencia estaba
sobre el escritorio. Apuró el paso, dejó su abrigo, se sentó
y sonó el teléfono. Era el director.
—¿Ahora mismo?
Si, el director no podía esperar para reunirse con él.
Sobre el escritorio quedó el café sin probar y los diarios su puesto como subeditor de páginas culturales. Un buen
sin abrir. ¡Qué lástima, justo ese día había llegado la re- tipo, recién casado, con dos hijos pequeños.
vista Eñel, se quejó camino al segundo piso, pensativo, —Eso no es problema, lo reubicaremos —le dijeron.
curioso. ¿Qué podría querer el director un día martes a —¿Dónde? —preguntó aturdido mi viejo.
primera hora de la mañana? Pero el director no estaba —En cultura no se quedará, pero el diario es tan
solo, en su oficina se encontraban algunos miembros del grande... —lo consolaron.
directorio que lo recibieron con calurosos abrazos y apre- Mi padre sabía lo que significaba: lo destinarian a una
tones de mano. oficina debajo de la escalera, perdida entre los pasillos
La reunión comenzó con un sermón de alabanzas. del diario, con una labor incierta y desconocida para to-
dos. Nadie más lo vería asomarse a la redacción. Escasa-
60 Raro. Mi papá nos contó que nunca había escuchado ha- 61
blar tan bien de su trabajo, de su empeño, de su criterio mente aparecería por el casino. Se olvidarían de él, hasta
editorial. Algo malo iba a ocurrir, estuvo seguro. Y así fue. que un día cualquiera lo despedirían. Mi papá hizo algo
Luego de que cada uno de los presentes lo tapizara con tonto para los tiempos que corrían: fue leal.
cumplidos, le informaron que la revista iba a desaparecer. —No entiendo —replicó el director—, usted ha sido
Mi mamá lo miró desolada. Supongo que para ella fue muy bien evaluado.
la gota que rebasó el vaso. —Prefiero ensayar nuevos horizontes... —dijo que
—¿Y qué dijiste? —preguntó. contestó.
—No dije nada... ¿qué podía decir? —¿¿Nuevos horizontes!? Pero, ¿te volviste loco? —<hi-
—Pues alegar, ¿cómo es que el diario más prestigioso 1ló mi mamá.
del país se va a quedar sin suplemento de cultura? ¡No es No, mi viejo no estaba loco. Mi viejo era decente. Y la
posible! decencia es algo que se olvida en las grandes empresas.
Era posible. De hecho, mi padre era un buen ejemplo Instaló su cuartel en el escritorio de la casa. Reordenó
de lo que ocurría con la «cultura» en el país. Poco a poco, la biblioteca para darles espacio a sus revistas. Puso nue-
iba siendo reemplazada por el entretenimiento. vos libros, nuevas portadas y su computador en la mesita
— Alfredo, por favor, ¿qué dijiste? junto a la ventana. Mi mamá fue la menos conforme con
—Tenía dos opciones, los preparativos.
O renunciaba o se quedaba para regentar las páginas —¿Piensas quedarte mucho tiempo aquí?
de cultura, así contó. —Hasta que encuentre algo, creo.
—¿Y qué pasará con Emilio? —preguntó él a los —No estamos en situación para que te regales un sa-
miembros del directorio. bático, ¿lo tienes claro?
Emilio había trabajado con mi papá hasta que ganó —Lo sé,
Hasta ese momento nunca habíamos tenido un papá —Para no olvidarlos.
puertas adentro y fue extraño. Divertido para mí, as- — (¿Pero ocuparás esas frases alguna vez?
fixiante para mi mamá, —Nunca se sabe, Laura,
—¿Te vas a levantar? —le preguntaba justo antes de Durante ese tiempo conversamos mucho, De mis pla-
partir al trabajo. nes, aunque aún no tenía claro qué iba a hacer con mi
Y mi padre, supongo que para fastidiarla, respondía: vida. Hablamos de fotografía, de las clases del profesor,
—No lo sé. Tengo ganas de leer, de cómo un objeto puede cambiar de significado según
Leyó harto mi viejo y disfruté verlo ocupar el escrito- su escenario. Conversamos sobre historia. Mi papá era
rio, que cada vez hizo más suyo, más personal, lleno de amante de la historia universal, aunque la Historia de
esos recortes de prensa que guardaba dentro de los libros Chile, así con mayúscula, lo conmovia. Cómo los españo- 63
o de unas carpetas que comenzaron a empapelar la me- les lograron levantar una gobernación en medio de una
sita junto a la ventana. Entrar ahí era sostener una con- naturaleza ingobernable por sus volcanes, terremotos y
versación con la historia. Nuestra historia. Claro que las tsunamis y del rechazo sostenido que recibieron por par-
líneas de tiempo que dibujaba mi padre no tenían mucho te de los mapuches. Ese carácter aguerrido de los unos y
que ver con lo que aprendí en el colegio. Nuestra cultura los otros lo enorgullecía.
popular —su expresión más básica en la artesanía, por —Porque a Chile no llegó la realeza, sino los soldados.
ejemplo— era tan vital para él como la cultura heredada Eso, según mi papá, había forjado nuestro atributo
de Europa. Esa combinación que trazaba en sus escritos y como pueblo, Construido en la adversidad,
recortes me fascinaba. Escucharlo decir eso me tranquilizaba. Mi papá de-
—El arte popular conversa con el espíritu de los pue- mostraba confianza, a pesar de todo. Una vez le pregunté
blos. Ahí está expresada su forma de entender el mundo por qué no buscaba trabajo, por qué no tenía miedo igual
-—me comentó una vez. que mi mamá, y me contestó simplemente que ellos eran
Mi viejo subrayaba cada cosa que leía y muchas tar- distintos, Nada más. Yo sabía que eran diferentes, pero
des, mientras salía a dar una vuelta, me colaba en el es- no opuestos como parecían en ese entonces, pues mien-
critorio para leer esas líneas. Intentaba comprender esos tras mi papá disfrutaba de ese tiempo fuera del tiempo
cruces, el tejido que iba de la astronomía a la antropolo- que le dio su retiro, mi mamá andaba ansiosa, con rabia.
gía, de la historia a la filosofía, de la física a la metafísica. Recuerdo un día en que ella me fue a dejar al institu-
Algo así como la lucha entre el espacio que ocupaba un to. Estaba lloviendo e insistió en llevarme. Afuera había
pueblo en el mundo y el espíritu que lo animaba, Sus re- un caos de autos y, sin querer, mi mamá le dio un topón
cortes componían cierta narración. al de adelante. Del auto salió un hombre y la increpó:
—¿Por qué los subrayas? —le pregunté un día. —(¿Dónde tiene puesta la cabeza? —gruñó.
Mi mamá pidió disculpas y le dijo que el auto tenía se- —Debieras pensarlo seriamente, en vez de quedarte
guro, que le diera sus datos y quedaría solucionado, Todo leyendo en las mañanas —dijo.
normal hasta ahí. El hombre se fue y mi mamá logró es- —No te preocupes —alcanzó a decir mi papá, y mi
tacionar. Entonces se bajó a abrirme, mamá golpeó con un puño la mesa.
—No es necesario —le dije, pero no me escuchó. —¡Me preocupo! ¿Sabes? Sí, me preocupa verte per-
Me compliqué como nunca entre la mochila, la cáma- der el tiempo mientras me deslomo en el trabajo para
ra y las muletas, y me caí. Impaciente, me tomó de los conseguir algo mejor.
brazos y me levantó de un tirón: Mi papá no dijo nada. Solamente la miró.
—Y tú, ¡mírate no más! —dijo, y se apoyó en el capó —Hoy choqué el auto —contó mi mamá.
para llorar, — (¿Te pasó algo? —fue la pregunta de mi viejo. 65
—Mamá —quise decir algo, pero no supe qué, —No, pero así las cosas, los ahorros no nos durarán
Ella se pasó las manos por los ojos y se sonó ruidosa- todo el año —advirtió.
mente. —Lo sé,
—Ándate a clases, ¿quieres? —me mandó. —¿Lo sabes? Entonces, ¡haz algo! Si no, tendremos
Esa tarde, cuando volví a casa, quise contarle lo ocu- que vender la casa... —amenazó mi mamá.
rrido a mi papá. Entré a su escritorio. -—Elisa querida, bajo nuestras circunstancias, creo
—Papá... —dije tímidamente. que sería apropiado —respondió mi viejo esa noche.
No me contestó. Mi papá tiene esa desgracia: cuando Mi mamá dejó caer el tenedor.
lee o escribe se vuelve sordo a todo lo demás. Me quedé —No es justo —dijo, con los ojos inflamados de rabia.
apoyada contra el marco de la puerta, mirándolo escribir. —La vida no es justa —contestó mi papá, y sonó
Al rato, levantó la cabeza y se sacó los anteojos para verme. como un necio.
—¿Qué tienes? —preguntó. — ¡Alfredo! —exclamó e hizo una pausa—, no seas
—Nada —dije y me fui. condescendiente conmigo, ¿quieres?
Estaba a punto de las lágrimas.
—Pero, ¿qué quieres que te diga? El panorama no se
ve fácil...
A la hora de comida, mi mamá cayó sobre él: —Al menos podrías hacer un esfuerzo —sollozó mi
—¿Cuándo vas a encontrar trabajo? —sentí cómo se mamá.
cortaba el aire entre los dos. No supe cómo levantarme para desaparecer. No que-
—En eso estoy... —respondió mi viejo. ría escuchar; realmente, no quería oír esas conversaciones
Pero no era suficiente para mi mamá. ni ponerme en el escenario, y sentía que me obligaban a
tomar posición. ¿Cómo se escoge entre uno y otro? día que lo contó en la mesa mi mamá sonrió, su primera
Y las comidas no mejoraron y segui partida por la mi- sonrisa en meses.
tad, en medio de sus mundos tan irreconciliables. Con- —De todos modos, nos cambiaremos de casa —dijo,
vivía con mi viejo en las mañanas: se levantaba con una y enmudecimos.
sonrisa y tomaba el diario para instalarse en la terraza La pesadez se instaló durante unas semanas. Una ame-
con el sol dándole en la espalda. Más tarde se vestía para naza invisible que se tradujo en desarmar nuestro rincón
pasear al perro y volvía contándome que se encontró con y convertirlo en un millón de cajas para llevarlas a otro
tal y cual, y que el perro le ladró a este y al otro. Una vez, sitio, Me parece que duró hasta que estuvimos instalados
incluso se peleó con el perro de la cuadra de atrás, me en el departamento que arrendamos en Providencia, des-
66 contó. Una riña de larga data, según mi viejo, pues nues- pués de dejar nuestra casa de dos pisos y jardín soleado. El
tro perro solía robarle la comida. Esa mañana en cues- cambio me sentó bien, debo admitir, pues nos trasladamos
tión, el perro ofendido andaba de paseo con su amo y cerca de mi abuela y del instituto de fotografía.
cuando lo vio venir, se le tiró encima. El anciano dueño
del perro forcejeó hasta que se le rompió la correa y los
dos se trenzaron en medio de volteretas, mordiéndose.
Mi viejo logró separarlos, y cuando por fin tuvo a nuestro
perro en brazos se dio cuenta de que el pobre hombre ha-
bía perdido un zapato.
—¿Y su zapato, dónde quedó? —le pregunté descon-
certada.
—Lo encontraron tirado en medio de la calle —me
respondió.
Para mi era entretenido verlo sumergido en la cotidia-
nidad de la casa. No es que él fuera etéreo ni tampoco de
esos hombres grises y chatos que pierden su imaginación
con el trabajo, para nada. Mi viejo siempre había sido in-
quieto, sensible, lector, busquilla, pero llevaba demasia-
dos años de sol a sol sin más preocupaciones que la revis-
ta de cultura y ahora comenzaba a gozar de otras cosas.
Aunque nada dura para siempre. Finalmente, lo lla-
maron de una universidad y le ofrecieron una cátedra. El
una página específica y así, le saqué cincuenta fotos.
—¿Ya? —preguntaba cada vez que disparaba.
—Espere, otra más... —le pedía, hasta que me pareció
Todo junto que tenía un buen registro de poses.
Nos sentamos a revisarlas.
—Qué viejas se ven... —dijo desilusionada.
A mi me gustaban tanto.
— ¡Abuela! —la reté—, ¡cómo dice eso! Tiene unas
manos preciosas.
68 Opté por retratar las manos de mi abuela. Se me ocu- —Ah, eso lo dice usted que es joven y tiene unas ma-
rrió que por ser ella mi benefactora, sería bonito ges- nos lisas, pero mire mis dedos, ¡y esas manchas! —seña-
to inmortalizarla en mi primer trabajo como fotógrafa. ló la foto de un primer plano— Deberían estar de moda
Además, siempre me gustaron sus dedos torcidos desa- los guantes —reclamó.
fiando la estrechez de los huesos perfectos. Unas manos Seguimos revisando las fotos.
cálidas, chuecas y blandas como la masa. Las manos de —Mi mamá tenía unos guantes de encaje color marfil,
mi abuela. ¡eran tan delicados! Los guardaba todos en una caja. No le
—Le vengo a sacar unas fotos —le informé entrando miento si le digo que tendría una docena, todos diferen-
a su casa. tes. En el invierno usaba unos de cuero a lo Greta Garbo,
Ella rio coqueta. Los años no le habían hecho perder largos hasta los codos, y otros muy cortitos con botones,
la picardía en sus ojos. ¡preciosos! Cuando joven los usé un par de veces.
—Soy toda suya —contestó divertida. —¿Si?
Nos sentamos en su escritorio. Mi abuela tenía una —-Sí, para una fiesta me puse los de cuero cortitos —co-
biblioteca soleada y en ella me había pasado buena parte menzó a recordar y me reí —. Ríase no más, pero esa noche
de mi adolescencia, así es que me pareció el mejor escena- me sentía una princesa —contó mi abuela.
rio. Saqué algunos ejemplares, se los puse sobre la falda —La estoy viendo —dije, podía imaginarla nítidamente.
y le pedi que tomara uno de sus preferidos. Memorias de —Fue en una fiesta de antifaces... Ahí conocí a su
una joven formal de Simone de Beauvoir fue su elección. abuelo. Tan buenmozo y tan alto, resaltaba entre los jó-
Lo abrió por la mitad, entonces comencé. Sus manos so- venes invitados. Todas queríamos que nos sacara a bailar
bre las páginas, su dedo índice señalando una línea, sobre e hicimos apuestas de quién sería la primera... y mire us-
la portada, el libro cerrado, un acercamiento a las palmas ted, me sacó a mí.
cortadas por las letras, su dedo gordo intentando dar con —¡Abuela!
—Era guapo y venía llegando de Europa, parecía un
actor de cine con ese acento francés que tenía. Imagínese
la vergúenza que sentí cuando me pidió el siguiente baile. La actitud de nuestro profesor no varió. Llegaba con
—¿Bailaron mucho? esa mata de rulos desordenados, sus chalecos de lana os-
—Toda la noche, aunque también tuve que bailar con cura con cuello subido y su maletín que apestaba a años
otros. Era mal visto favorecer a un solo joven, sobre todo de trabajo mal pagado, repleto de fotografías como testi-
si no era su prometido —calló un momento, como si vol- moniode una gloria escondida. Porque lo «googleé». Fue lo
viera a vivir la escena—. En un momento me pidió que primero que hice cuando llegué a mi casa el día de la fuc-
me sacara el antifaz —dijo después de un rato. king vejez y hervía de rabia y frustración, con unas ganas
—¿Y se lo sacó? de caerle con el sarcasmo de quien conoce su debilidad. 71
—Le dije que al final de la fiesta, pero me fueron a Wrong. Tenía una tremenda lista de referencias, es de-
buscar y no se pudo. Nos quedamos sin vernos las caras, cir, me sorprendió. Había imaginado que era un looser que
—¿Y cuándo se pusieron a pololear? a falta de un «proyecto personal» había terminado hacien-
Mi abuela se rio. do clasesen un instituto. Pero me equivoqué. Era seco. Es
—No, linda, en mi época no existía el pololeo. Su más, era ultraviajado y tenía varios premios a su haber,
abuelo me pretendió hasta que pidió formalmente poder muchos de ellos ni siquiera eran chilenos sino europeos
visitarme. Así es que conversábamos, nos reíamos y des- o norteamericanos. Publicaba sus fotografías en varias
pués de un tiempo me pidió la mano. Era todo muy for- revistas del mundo y tenía tema con la «humanidad». Lo
mal, ¿se da cuenta? descubrí en una entrevista que leí. Comentaba que el li-
—Tal vez era mejor —dije con la nostalgia de lo que bro Ante el dolor de los demás, de la Susan Sontag, inspiró
nunca se ha vivido, pero no me dio importancia y en su carrera como una carta de navegación, decía. Según él,
cambio quiso saber: la Sontag afirmaba que las sociedades modernas estaban
—¿Y qué pasó con ese joven? perdidas, que nuestra exposición a la televisión, internet
—¿Con Álvaro? Nada, no sé, creo que se olvidó de mí y otros medios nos saturaban de emociones y mermaban
—le dije. nuestra capacidad de empatía ante el dolor. Alegaba que
—Si usted no lo ha olvidado, lo más probable es que él en un mundo hiperconectado como el nuestro, era hora de
todavia la recuerde. escuchar esos rostros detrás de las imágenes.
Así era mi abuela Carmen. Y rogué porque tuviera ra- Incomodar. Ese era el verbo que conjugaba ante la cámara.
zón, porque Álvaro, donde fuera que estuviera, me recor- Sus fotografías no debian dejar indiferente, eso esperaba.
dara, así como yo lo recordaba a él. Le di un beso y un abra- Me quedé sin argumentos para apalearlo y volví a cla-
zo apretado, y volvi a mi casa con olor a años cincuenta. ses con la tarea hecha. Nos recibió con la sala a oscuras.
No se veía nada y tropecé con la mochila de un compa- quema la lengua, el cigarro dejado a la mitad. Pensé en
ñero, y entre las muletas y mi propia mochila, me senté el frío que se había instalado en Santiago y en esa nube
después de haber hecho un ruido infernal. Él dijo: gris que quitaba color a las cosas. En las sombras de las
—Esperaremos que nuestra compañera haga todo el cabezas redondas de mis compañeros proyectadas contra
ruido que necesita para comenzar la clase. la pantalla. En los rulos desatados del profesor y vuelta a
What? las manos en el telón. Eran sus manos, no me cupo duda.
Tuve ganas de responder, pero ni siquiera me moví. Manos de un hombre joven, manos con cierta tensión en
Me quedé callada. Eso me fastidió al principio, ¿cómo era los dedos y el libro curvado artificialmente, manos con
posible? El profesor hizo una pausa eterna; de hecho, al- dedos largos, como los de un pianista.
72 gunos compañeros se dieron vuelta para ver quién era la Clic. La foto mostraba esas mismas manos formando 73
compañera a la que debían esperar y yo tontamente los figuritas... un hocico de lobo proyectado contra una ven-
saludé con la mano. tana, un caracol recortado contra la arena, una mariposa
De pronto sonó un «clic» y en la pantalla al fondo de sugerida en un muro blanco. Manos a un costado en un
la sala aparecieron unas manos, la primera foto de la cla- primer plano. Clic. Otras manos. Clic. Las manos de un
se, ¡eran unas manos sobre un libro! Quise que me tra- obrero sobre una pala. Clic. Manos y más manos. Todas
gara la tierra y que conmigo se perdiera mi tonta tarea diferentes. Miles de posibilidades para cinco dedos, En-
guardada en el pendrive que llevaba en la mochila. ¿Qué trelazados con cariño. Alzados en protesta. Clic, clic, clic,
iba a pensar cuando viera las manos de mi abuela sobre Más manos, ¿hasta cuándo con las manos?
el libro de De Beauvoir? Me acomodé en la silla de pura —No necesitan viajar para sorprender —dijo con voz
ansiedad y una serie de chirridos me acompañó. Él se de- de ultratumba.
tuvo y preguntó: ¿Qué estaba haciendo ahi?
—¿Podemos seguir? Clic, clic, clic. Manos de niños, gordas y apanadas,
¿Qué había hecho para que me tuviera tanta mala? Manos sucias. Manos sensuales, graciosas, seductoras.
—Todo bien —dije bajito. Manos toscas. Clic. Un sinfín de manos.
—Si tanto necesita moverse, puede quedarse en el pa- Recordé: tacaños con el dolor.
tio —respondió él. —Dicen que es más difícil registrar lo que pasa al
¿Qué se creía? lado de tu casa que lo que sucede a miles de kilómetros.
La sala seguía oscura y fijé la vista en la pantalla. Sen- ¿Por qué? —preguntó— ¿Por qué?
tí la respiración de mis compañeros, el murmullo que ¿Existía una medida posible del dolor?
provenía del pasillo y que hablaba de pasos, de alumnos La clase seguía al profesor, asintiendo con murmullos
atrasados corriendo para entregar un trabajo. El café que de entusiasmo.
—El reto para un joven fotógrafo es acercarse a lo que —Es que...
ocurre alrededor de su casa. Escojan un tema y desarró- —¿Qué? —respondió impaciente.
llenlo de manera personal, sufran con él, desesperen. «Es —Lo tengo en un pendrive... usted no...
mejor experimentar ansiedad que una paz que te pudra», —¿Usted?
escribió Pessoa. No descansen. Perseveren. —Quiero decir... sí, usted, no... ¿tiene computador...?
Clic. —dejé la pregunta inconclusa.
La clase terminó con un aplauso cerrado. El profesor Resopló. Claramente, mis divagaciones lo aburrían.
prendió la luz y se plantó en el medio, sosteniendo ese —A ver, ¿el trabajo está dentro del pendrive?
aplauso con una mirada que no era de alegría ni enojo, —Si.
74 sino un «¿acaso esperaban menos de mí?», —¿Cómo se llama? 75
—Señores, sus trabajos por favor —dijo. Triple glup.
Glup. —Manos.
Mis compañeros se abalanzaron sobre su escritorio Me quedó mirando. Por una fracción de segundo, qui-
con carpetas de trabajos impresos. Yo no me quería le- zás menos, sentí que algo se ablandaba dentro suyo.
vantar, esperé a que se desocupara la sala. Mientras el —Bien. En la próxima clase le devuelvo el pendrive,
tumulto de estudiantes se alejó, él ordenó sus miles de ¿le parece?
papeles inútiles en el maletín de cuero, Asentí y salí lo más rápido que pude.
—Profesor —me acerqué.
Levantó su cabeza y me miró como si viniera llegando
de la luna.
—Ah, usted —dijo con desprecio. La clase siguiente fue en los pasillos del instituto.
Confirmé: me odiaba. Dijo que debíamos sorprenderlo, No era fácil. El edifi-
—Tengo mi trabajo —contesté. cio tenía poco atractivo; una mezcla indefinida entre Le
—Déjelo junto a los otros —y señaló el montón de Corbusier y estética sesentera pasada por la máquina del
carpetas y fotocopias a un costado del escritorio. tiempo y las necesidades, lo cual supuso cerrar escaleras
Doble glup. y construir salas modulares. En fin, un popurrí. Salir a
—Es que yo... es que usted... no especificó el soporte... retratar una metamorfosis de estilo era triste, era pensar
—contesté casi preguntando. en lo que fue, lo que quedó a medio camino. Pero a esas
Levantó la cabeza y me miró. Sus ojos eran pequeños, alturas andaba con cuidado con el profesor.
levemente rasgados y azules. Decidí perderme, descolgarme del grupo que avanzó
—Está bien, entréguelo como lo tenga —respondió. como batallón por el pasillo, y caminar en sentido contrario.
Subí una escalera y luego otra y di con un pasillo que moría
en una puerta de madera y vidrio que daba a una terraza.
Estaba cerrada con doble llave y candado, imposible de fran-
quear. Sentía ganas de salir, de respirar aire fresco.
Saqué la cajetilla de cigarros y me senté, No iba a sa-
car ninguna foto, pensé mientras echaba humo. Por el
vidrio se colaba una luz quieta, como de atardecer. La
puerta era estilo francés. La madera pintada de blanco y,
afuera, los barrotes de la terraza, hechos de fierro y ma-
76 dera, semejaban un puente.
Pensé en mi viejo. Á esa hora estaría leyendo y apun-
tando en el computador sus comentarios, acompañado
de un café y cigarrillos. También pensé en Álvaro: ¿por
qué no lo había llamado? ¿Qué sería de é1? Recordé la cal-
ma con que pronunciaba mi nombre: Laura, marcando la
«Y»; cómo esa voz hacía que se me apretara el estómago.
Pensé en mi abuela, que nunca pudo recordar su nombre.
Y en los planes que hicimos de casarnos. Siempre creí que
me casaría con él, no sé por qué... y aquí estábamos, tan
lejos. Luego miré mi rodilla heredada de ese chico y repa-
ré en la rabia que me había tenido presa ese año. Pensé
en la media pierna perdida de Ricardo, en la Romina que
tenía ganas de casarse y tener hijos, en el Lucafé y en la
felicidad de Ricardo tras del mostrador. E iba a sacar el
celular para llamarlo cuando, hela ahí, una esquina, un
punto que me llamó la atención y comencé: clic, clic, clic.
Su curvatura, sus arrugas, esas yemas como botones co-
ronándole los extremos. Me dieron ganas de llorar: esas
manos eran su retrato fiel, el resumen de todo lo que sig-
Señorita nificaba para mí mi vieja linda. Y me arrepenti de haber-
las expuesto. Cuando iba en la tercera fotografía de sus
dedos mochos, dijo:
—Este trabajo tiene carácter —y preguntó: ¿por qué?
Las fotos siguieron pasando. Los dedos de mi abuela
sobre letras. Sus manchas. Mis compañeros comenzaron
78 —Estilo —dijo el profesor en la clase siguiente. a murmurar; al parecer, intentaban averiguar quién las 79
Permanecimos en silencio. Como siempre, él no se inmutó. había tomado.
—Deben concentrarse en lo que están retratando... —La vejez como perspectiva que no se agota en sí
el tema que investiguen, el objeto que llame su atención misma. ¿Blanco y negro, color? ¿Es importante esa deci-
—hizo una pausa algo teatral y continuó: sión?
—No intenten perseguir un estilo definido —la mis- ¿Era necesario responder?
ma cara de pavo se proyectó en cada uno de nosotros—. —Más importante que la decisión blanco y negro o co-
Si antes de mirar y enfocar el lente te preocupa tu estilo, lor, busquen la luz. ¿Se fijan cómo el sol de la tarde ilumina
deja la fotografía y dedícate a otra cosa porque la calle los dedos? ¿Lo ven? ¡De eso se trata! Un registro particular
está llena de imitadores y en eso acabarás convertido: en y simple. Probablemente querrán comenzar sus retratos
el remedo de otro. en blanco y negro, pensando que ganarán sofisticación,
Hizo otra pausa. pero se equivocan. Sumérjanse en el color, búsquenlo
Prosiguió: fijen sus ojos en algo que les interese es- como aliado de la luz: en ella debe estar puesto todo su
pontáneamente, como si anduvieran de paseo, algo muy compromiso. El fotógrafo debe enamorarse de la luz.
propio surgirá de aquello que les interese, aquello que La clase terminó con la ovación de mis compañeros y
decidan retratar. De esa manera tu estilo, tu mirada, se yo queriendo hundir mi cabeza, enterrarme. De hecho,
mostrará solo, intenté salir de las primeras, pero el profesor me atajó:
Okey. —Señorita —dijo en voz alta,
Continuábamos sin saber a qué iba. De repente, apagó ¿Señorita?
las luces y proyectó las manos de mi abuela. Sentí terror. —Humm... me tengo que ir —contesté,
Ahora sí que estaba frita, pensé. — Un minuto, por favor, necesito conversar con usted
Los dedos chuecos de mi abuela iluminaron la clase. —replicó,
Frita. —Entonces, no creo que esto te interese —contestó
Mis compañeros salieron comentando sus notas y la sala sin explicar nada y le dio un sorbo a su café,
se desocupó. El profesor me invitó a un café. Iba nerviosa, Pensé que iba a decir algo más, pero no. El profesor
estaba segura de que me llegaría reto por algo. Caminamos seguía con la vista perdida en el ventanal.
sin decir nada hasta la cafetería, pidió dos cortados y hun- —¿Profesor? —me animé por fin—, ¿qué es lo que
dióla mano en su bolso de cuero con tanta torpeza, quese le quería conversar conmigo?
dio vuelta y sus papeles y fotocopias se desparramaron por —Quería proponerte un proyecto —dijo.
el suelo. La cajera abrió los ojos con impaciencia. Me explicó que necesitaba un ayudante para hacer un
—Siguiente —dijo, y tuvimos que hacernos a un lado, libro de fotografías sobre salitreras y trenes del norte.
80 —Vaya a sentarse, yo llevaré los cafés —le dije, sin Una minera lo había contratado y le interesaba el trabajo, 81
pensar siquiera cómo me las arreglaría con las muletas. pero no tenía tiempo para hacerlo él solo.
El profesor obedeció. Por suerte, la mujer que venía —No creo que le sirva de mucho —dije.
detrás de mí en la fila se apiadó y me ayudó a llevar los —No has entendido nada —dijo como para sí mismo,
cafés a la mesa. Una vez instalados, Antonio preguntó: No contesté,
—¿Primera vez que estudias fotografía? —Necesito a alguien con una mirada fotográfica,
—Sí —contesté. nada más.
—Qué extraño... ——murmuró, Uf, mi papá seguro que lo abrazaría de emoción, pensé.
—¿Qué? —quise saber, Después comentó que si me animaba, podría recorrer
—Tu trabajo es muy profesional. ¿Qué edad tienes? pueblos abandonados en medio del desierto, sacar fotogra-
—Dieciocho —contesté incómoda. ¿Qué edad pensa- fías de personajes y lo que se me ocurriera en el camino,
ba que tendría? — Incluso tendría tiempo para sacar sus propias fotos
—¿Por qué pensaste en las manos? —dijo como gran cosa.
—Mi abuela me regaló el curso y creí que... no sé, fue —Mmm —fue mi respuesta.
una forma de agradecerle. —No quiero nada estructurado, me gustaría que lo
Se quedó pensando, y después, señalando las mule- hiciera con la misma libertad con la que sacó las manos
tas, me preguntó: de su abuela,
—¿Qué te pasó? —Entiendo —dije.
—Tuve un accidente —dije—, choqué contra un camión. Me pidió que lo pensara y le contestara la próxima
—Ah. Ya entiendo, la fotografía nunca estuvo entre clase. Estuve de acuerdo. Y quise levantarme, pero esperé
tus planes. a que terminara su café,
—No.
su universidad había adherido al paro. Le conté que en el
instituto no había asomo de reclamos. Que cada cual iba
Decidí caminar hasta la casa de mi abuela. La pro- a clases y que no existía «vida universitaria». Que éra-
puesta del profesor me parecía inquietante, necesitaba mos un grupo de mutilados, los rechazados del sistema.
pensar. Hacía frio y el invierno congelaba mis manos y —¿Y ese pesimismo? —preguntó.
mis jeans. Iba a llover. Quizás hasta cayera nieve, pensé. —No es muy estimulante —dije,
Apuré el paso y entonces una puntada me apretó el estó- —Pero tú siempre has sido buena para sacar fotos
mago: Álvaro venía caminando hacia mí. —dijo él.
— ¡Laura! —Ah, pero no es lo mismo. Ahora se trata de sacar
82 Lo saludé con una mano y esperé a que se acercara, miles de fotos a un solo objeto, una y otra vez, «busca tu
tiritando de frio y emoción. propio estilo» —remedé al profesor y me sonrojé.
—¿Cómo estás? —me preguntó. —Pucha, ¡qué lástima!
Tanto que decir, ¿cómo empezar? Había imaginado —Es verdad. Me he aburrido —no era cierto y no sé
ese momento tantas veces, lo que nos diríamos, cómo por qué lo dije.
nos miraríamos, y ahora estaba paralizada. Me contó que en las vacaciones de invierno iría en
—¿Cómo has estado tú? —fue todo lo que se me ocu- moto a la Carretera Austral. Me dio envidia.
rrió decir. — Ahora puedes hacerlo —fue mi comentario.
Se le notaba más delgado, algo pálido, pero más gran- —Estás tan amarga —contestó, y no me pareció
de. Guapísimo, de hecho. simpático.
—¿Quieres comer algo? ¿Dón de
se había ido el hombre enamoderadomí? Porque
Asentí. Caminamos hasta un Burger y entramos justo dentro de mi fantasía del reencuentro, de ese Álvaro que me
cuando se puso a llover. Me pidió que lo esperara en la toparía a la vuelta de la esquina, siempre lo imaginé rogando
mesa mientras hacía nuestros pedidos. Llovía con viento, para que volviera con él. Nunca se me pasó por la mente escu-
el agua golpeaba el ventanal y caía formando caminos en charlo lleno de planes mientras yo me debatía en la miseria.
el vidrio. Observé a Álvaro. ¡Cuánto habíamos cambiado Me contó que el siguiente semestre comenzaba con
en esos meses! Tuve el impulso de abrazarlo cuando se sus ramos de especialización. Para mí, el próximo semes-
acercó con una bandeja con dos hamburguesas y una por- tre era el último semestre y si todo marchaba bien, ten-
ción de papas fritas. Pero no hice nada, dría tiempo para preparar el examen para la universidad.
—Como en los viejos tiempos —dijo. A medida que terminamos nuestras hamburguesas,
—Sí —y supe que no era verdad. la conversación se fue extinguiendo. Tampoco nos diji-
Me contó que llevaba dos semanas sin clases porque mos mucho camino a casa.
—Debimos comenzar con un abrazo —dijo cuando se —Aaay, no sé, ¿Qué hago, Ricardo? ¿Lo llamo?
despidió en la puerta del edificio. —Vente a tomar un café mañana, mejor será —y me
Sonreí con una mueca triste. contagió su buen humor, aunque cuando colgué volví a
sentirme sola. El fantasma de Álvaro me había acompa-
ñado demasiados meses, y ahora la ilusión que me provo-
caba imaginar el reencuentro se había esfumado.
Una vez en mi pieza, y como lo hice muchas veces du-
rante ese año, llamé a Ricardo.
—¿Cómo va, cosa chica? —preguntó del otro lado de
la línea. 85
—¡Aaay! —contesté y me puse a llorar.
Tantas veces habíamos hablado sobre Álvaro. Siem-
pre desde mi fantasía del reencuentro: caminaríamos,
nos diriamos verdades, que nos habíamos extrañado;
nos tomaríamos de las manos, nos miraríamos a los ojos
y usaríamos ese tono de intimidad tan nuestro. Álvaro
entendería sin necesidad de explicar, etcétera, etcétera,
etcétera.
Pero no fue así. Y me sentí frustrada.
—Laura, de todas maneras es mejor que lo hayas visto,
—Es que no entiendes... —sí, hablaba como una niña.
—Qué ganas de abrazarte, cabra lesa —respondió,
sin darle mucha importancia.
—Lo más triste fue mirarlo —le conté—, era tan evi-
dente que ya no le gusto.
— Aún no sabes lo que pasará con él —me increpó.
—Si sé, No va a ocurrir nada. Lo perdí. Ya no le in-
tereso, ¿a quién le puede gustar una rabiosa mujer con
muletas?
Ricardo se rio a carcajadas.
—Eres tan dramática —dijo.
de dos piezas, mi abuela decidió ampliarse, extender la
terraza unos metros y cambiar el diseño del jardín. La
casa la había construido mi abuelo, que era arquitecto,
Abuela zen poco después de que se casaron. Ahí nació mi papá y mis
tíos, ahí también se casaron. Ahí murió mi abuelo de un
paro respiratorio cuando ella era todavía joven. Y aunque
la casa le quedara grande, no tuvo corazón para vender-
la, Nadie conocía mejor sus rincones, sus luces y sombras
—decía ella—, y con eso mi abuela se refería a la claridad
86 Ese año pasé mucho tiempo con mi abuela. Mi accidente, que la iluminaba durante las mañanas y a la calidez de las 87
el hecho de cambiarme a unas cuadras de su casa y tomar tardes; al jacarandá que crecía bajo su ventana y a la flor
el curso de fotografía, ayudó. Iba por las tardes, a veces de la pluma que adornaba su terraza en primavera. No era
me quedaba a estudiar ahí. Mi abuela insistía en que dur- una simple casa, sino «la» casa. No importaba su glauco-
miera siesta, que descansara. ma, porque avanzaba por sus pasillos con la confianza de
—Usted se exige demasiado —concluyó una tarde. las cosas que se conocen de memoria. Era su espacio pro-
Venía con una bandeja con café con leche y esas tosta- pio, su rincón. Y ese año, por primera vez, decidió inter-
das delgadísimas que hacía con mantequilla. venir el jardín: instaló una mesa y sillas para comer en
— Además, mire lo flacucha que está. el verano y le dio una estética zen que combinaba con su
Aplicadamente, tomé mi leche y me comí las tostadas nueva forma de saludar. También puso una pileta y plantó
mientras conversábamos. Á su lado me sentía tranquila, mirtos, lavandas, azaleas, verónicas, nandinas y un mag-
Á sus setenta y seis años mi abuela estaba rejuvene- nolio a un costado de su nuevo comedor, La acompañé un
cida; decidió remodelar su casa, tomar clases de yoga en par de veces a escoger sus plantas y la vi dar saltos como
la municipalidad y cortarse el pelo. También adquirió la un conejo en una chacra, hambrienta, feliz.
costumbre de saludar con las palmas a la altura del pe- —En primavera tendré un jardín florido —me dijo
cho, en son de paz. Mi papá estaba entre espantado y di- cuando llegamos y nos sentamos en su escritorio.
vertido. Nos reíamos cuando la recordábamos; creo que a Poco después mi abuela cumplió con su promesa, Fui-
mi viejo le daba ternura, porque la agarraba de los hom- mos al casino en tren. Llegamos con una neblina cerrada
bros y le decía: y una garúa que nos empapó la cara. Mala suerte para
—¡Viejita linda! Tan esotérica que te pusiste... el juego, pero mi abuela tenía un humor blindado. Entró
Ella sonreía coqueta. al casino a pasos cortos, miró con la ternura de una an-
Y mientras nosotros nos redujimos a un departamento ciana, respiró profundo y supongo que en esos minutos
sopesó su situación como una profesional. Y luego, tal —Tremenda, mi linda. Mi papá pensó que sería impo-
como lo estipulaba su cábala, compró diez mil pesos en sible encontrarme marido y mire usted, cuando las cosas
fichas, las separó por partes iguales y se fue a jugar en las tienen que pasar, pasan.
mesas. Yo, por mi parte, aposté en el tragamonedas. Per- —Se salió con la suya.
dí todo. Mi abuela, en cambio, ganó doce mil pesos con — ¿Por qué lo dice?
los que compramos helados, chocolate caliente y gomitas. —Bueno, porque estudió pintura, leyó, al final hizo lo
—¿Cómo le fue al par de mafiosas? —nos saludó mi que quiso.
papá cuando volvimos a Santiago, —Sí, pero no estudié en la universidad y eso siempre
—No sea ridículo —contestó mi abuela. me acomplejó.
88 Ese año hablamos mucho de su juventud. De cuando — Igual que a mi —le dije. 89
simulaba estar enferma para quedarse en casa regalo- —Ah, pero lo suyo es diferente, el próximo año va a
neando a sus perros, de cómo le hubiese gustado estudiar entrar a estudiar y va a haber ganado un año.
en la universidad y la rotunda negación de su papá a ma- —Pues a mí me da la impresión de que lo he perdido...
tricularla. En cambio, tomó cursos de pintura en el Bellas
Artes y de introducción al arte con José Balmes. También
se obsesionó con los libros, que comenzó a leer con vo-
racidad, lo que le permitió armar esa biblioteca que la Un día la convidé al cine. Partimos en taxi. Vimos una
acompañó a su departamento de recién casada. Eran tan- película tonta de romance quinceañero; vampiros que
tos, que mi abuelo bromeaba que se había casado con una anhelaban beber la sangre de su amada. Siempre me he
bibliotecaria. Me contó que le hubiese gustado ser veteri- reído de ese tipo de cine, pero aquella vez fue diferente.
naria, ocuparse de los animales. No sé por qué me identifiqué con la amada sufriente de
—Cuando joven me escapaba cerro arriba a caballo y ojos saltones y suspiré por un galán que me persiguiera
de esa forma me ahorraba las visitas —dijo. y estuviera dispuesto a hacerse el harakiri antes de beber
—¿Por qué? mi sangre. Mi abuela lloró conmigo en la última parte de
—Ah, porque mis papás eran muy sociables y la casa la película, cuando el joven en cuestión, efectivamente,
siempre estaba llena. En cambio, a mí me gusta la gente, prefiere inmolarse antes de arremeter contra su dama y
pero un poco no más. muere mirando los ojos de quien le robó su bestialidad y
— ¡Abuela! lo mató —literalmente— de hambre.
—Comme <' était la habitude —para mi abuela no exis- Mi abuela seguía sonándose afuera del cine.
tian las mañas sino las «costumbres». —¡Qué linda la historial —comentó, y estuve de
—Asi es que fue rebelde. acuerdo, era una linda historia.
Caminamos hasta una gelatería y pedimos dos helados —Nuestra expresión, aquello que luchamos por ocultar...
de manjar cubiertos con chocolate. Los tomamos con la Hablaba de rostros, cuerpos, de la manera de vestir y
mente puesta en esa pareja separada por un amor terrible, de nuestra forma de actuar, del gesto que dibujaban las
pero un amor verdadero y para siempre... Y llegado a ese manos, de la mueca de los labios, la forma de expresar
punto, ocurrió algo aterrador: debido a ciertas conexiones alegría y contener la tristeza. Nos exhortaba a descubrir
que se me escapan —no logré pesquisar qué llevó a qué—, la narrativa que cada uno escribe con su imagen y cómo
pensé en los rulos de mi profesor de fotografía y en la po- ese relato puede descubrirse en una foto. Puso como
sibilidad —igual a cero— de tener ese tipo de romance in- ejemplo a un cantante bastante famosillo que le tocó re-
tenso y apasionado con él, Fue un flash que pasó por mi tratar. El tipo en cuestión era pésimo para las fotos, le
go mente entre un bocado de helado de manjar bañando en confesó cuando llegó a su estudio. 91

chocolate y otro. Como quien dispara una foto. —Un completo fracaso —dijo.
Y necesitaba fotografías para los afiches de su nuevo
álbum, para la carátula del disco; en fin, fotos y más fotos.
El profesor dijo que no lo escuchó (eso fue fácil de imagi-
Al día siguiente, sentada en la sala de clases, me aver- nar), lo sentó en una silla y comenzó. Clic, clic, clic. Dos
gonzó recordarlo. El profesor llegó de jeans y un chaleco días después, cuando el hombre retratado volvió por sus
negro de cuello subido. Se veía bien. Sus rulos parecían fotografías, la estrella pop del folclore chileno enmudeció,
tener vida propia, exaltados sobre la nuca. Sobre el papel vio su timidez, esa que nunca había querido
—Retratos —dijo, reconocer y que escondía tan bien sobre el escenario.
Yo pensé en Álvaro. E inmediatamente después, en Al término de la clase, hubo nuevamente un aplauso
una superposición que me confundió, en que sería bonito cerrado. Bah, lo mismo de siempre.
un primerísimo plano de su mata de pelo. Un buen punto —Señorita —volvió a llamarme.
de vista para una persona. Me imaginé un gran close-up Y dale.
de su nuca: pelos desenfocados abarcando tres cuartas Me acerqué a su escritorio.
partes de la foto y al margen su narizota a lo Cyrano de —No me ha contestado...
Bergerac. —Ah, sí... iré —dije, sin siquiera haber preguntado a
El curso seguía atento a su blablá y me dediqué a mi- mis papás.
rarlos. ¿Qué sabía de ellos? Nada. No había hecho ningún —Los tipos de la minera se contactarán contigo —me
amigo, y mientras ellos parecían interesados en lo que tuteó y me sonrojé.
hablaba el profesor, yo siempre estaba pensando en otra Me quedé mirando cómo repetía esa rutina inútil de
cosa. Llegado a este punto, escuché su voz. meter los papeles en su bolso desgastado.
—¿Para qué los trae? —se me escapó.
—(¿Los papeles?
—Ajá... nunca los ocupa.
—Sirven de apoyo emocional — contestó, guiñándo-
me un ojo.
¿Aló?
No existía posibilidad alguna de que supiera lo que ha-
bía pasado por mi mente minutos antes, cuando hablaba
de retratos; no había forma de que imaginara que me hu-
biera encantado tomar esa mata de rulos entre las manos;
no tenía cómo suponer que la había recordado mientras
lengúeteaba un helado de manjar cubierto con chocolate,
Me despedí lo más rápido que pude, con una mezcla
de simpatía y cinismo.
—Partirá a fines de septiembre —me avisó cuando
iba a la altura de la puerta,
Por un minuto, la imagen del desierto y sus rulos me
devolvió la esperanza.
uno de sus pasos por ese corredor tan conocido, sabien-
do que no volvería a pisarlo como lo había hecho hasta
entonces, que recordaría cada segundo sagrado de esa
Luto mañana fría de agosto. Reconoció la luz que iluminaba el
living, una claridad seca, lisa, demasiado nítida para ese
momento. Se encogió de hombros y llamó:
—Vieja... —con cariño, repitió casi inaudible: «Vieja».
Subió las escaleras pasando la mano por la baranda.
La madera, tan presente en la arquitectura de su padre.
94 El accidente vascular de mi abuela fue la gota que rebasó Pensó en la mañana en que murió su viejo, hacía tantos 95
el vaso. Mi vaso. Ocurrió un día mientras se peinaba en años ya. En la entereza de su madre. En la claridad que
el baño, un cortocircuito en su cerebro, una chispa que tuvo siempre para escoger cada detalle, En la idea loca
encendió el caos y desconectó el sistema. Cayó al suelo. que tuvo su padre de cavar túneles en los cerros que ro-
La encontró mi viejo. Pasó en la mañana a saludar antes deaban Santiago para impedir que se estancara la nube
de irse a la universidad y nadie acudió a abrir la puerta de esmog: «Grandes bocatomas por las que circule aire
tras tocar el timbre, Nadie dijo «ya voy mijito» o «no me de los valles transversales», dijo. Y recordó a su madre y
apure, mire que estoy vieja», sus manos juntas a la altura del pecho y le temblaron las
Nada. Silencio. piernas. No se imaginaba la vida sin ella. Y sin embargo...
Sospechando aquello que se sospecha cuando ocurren Llegó al rellano. Hacia la derecha el dormitorio de su
cosas de este tipo, buscó en su maletín aquella llave que. madre, a la izquierda, la que fuera su pieza de soltero.
alguna vez le entregó su madre para «casos de emergen- —Vieja —volvió a llamar, suplicando encontrarla de pier-
cia». Ese tipo de circunstancias que se anuncian pero que nas cruzadas y manos sobre las rodillas, o afuera, con sus bo-
esperamos no ocurran, esas desgracias que se prevén y tas de agua y sus guantes, trabajando en ese jardín florido.
para las que nunca estamos preparados... ¡y mi papá no Se dirigió hacia su dormitorio. La cama sin hacer, las
lograba dar con la fucking llave! cortinas sin abrir. La ropa del día anterior perfectamente
Después de revolver una y otra vez su maletín, la encon- doblada sobre la silla. El orden era su marca. Y ya. Se le
tró y la metió en el cerrojo haciendo el esfuerzo de un alco- apretó el corazón como si lo desatornillara un alicate. A
hólico, solo que no tenía un gramo de alcohol en el cuerpo un costado de la cama descansaban sus zapatos deforma-
sino una premonición feroz y un pulso endemoniado. dos por el uso,
Lo recibió otro profundo silencio. El tiempo en la casa Dobló sobre sus talones y miró hacia el baño. La puer-
se había detenido. Caminó despacio, consciente de cada ta estaba cerrada.
—Vieja... —dijo con aplomo y desesperanza. —Se murió —repitió, y esta vez me acurruqué entre
Dio un par de pasos y abrió. Ahí estaba, en el suelo, sus piernas y lloré, calladamente, pero sin parar.
boca torcida, ojos abiertos. Odió tener la razón. Odió que
no le hubiesen engañado sus sentidos.
Intentó levantarla, volverla a la cama, llamándola
suavemente: El funeral fue bonito. Sé que a mi abuela le hubiera
—Viejita —ahora sabiendo que no despertaría, acu- gustado ver esas peonías y esas lisianthus. Sé que habría
nándola: «Viejita», alabado al coro; le gustaba la música a mi abuela. Tam-
Un frío polar se coló por su garganta mientras la mo- bién sé que habría estado contenta de vernos a todos jun-
96 vió apenas unos centímetros. Su madre equivalía en peso tos, que nos hubiese dado esas calugas de leche que guar- 97
muerto a lo que un gigante, o quizás él ya no tenía fuer- daba escondidas en el primer cajón de su cómoda para

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zas. Cayó sentado y le tomó la cabeza con las dos manos. alegrar el alma, viejita. Que habría hecho lo imposible
Aprovechó de besarla por última vez, mientras unas lá- para hacernos sentir cómodos. Mi abuela.
grimas gruesas le empañaban los ojos. También sé que se habría puesto contenta de escu-
Una hora después, llegó la Rosa. Mi padre fue breve: charme recitar a Rojas:
—Llame a mis hermanos y dígales que vengan lo an- «Tomad vuestro teléfono
tes posible; es urgente —le pidió. y preguntad por ella cuando estéis desolados,
Sus hermanos aparecieron en gotera. Con los dos cuando estéis totalmente perdidos en la calle
primeros lograron ponerla sobre su cama y comenzar la con vuestras venas reventadas, sed sinceros,
triste función de contactar a la funeraria, buscar iglesia, decidle la verdad muy al oído.
llamar al cementerio. Trámites que hicieron con el cuer- Llamadla al primer número que miréis en el aire
po congelado y la mente inyectada de adrenalina. escrito por la mano del sol que os transfigura,
Tres horas más tarde, aparecí para acompañar a mi porque ese sol es ella,
papá. Estaba pálido, fumándose un cigarro en la escali- ese sol que no habla
nata de la entrada. ese sol que os escucha
—Hey, papá —quise replicar ese diálogo consolador alo largo de un hilo que va de estrella a estrella
que había ensayado en la micro, pero se me cortó la voz. descifrando la suerte de la razón, llamadla
—Se murió —dijo mi viejo. hasta que oigáis su risa».
—Lo sé —contesté y le pasé mi brazo por su espalda.
Me senté a su lado y nos quedamos mucho rato con Le gustaba la poesía a mi abuela. Tantas...
la vista perdida en algún punto entre nosotros y la calle. Mi prima Clemen me buscó en el cementerio vestida
de negro de la cabeza a los pies, con los ojos hinchados e nunca se aprendió su nombre, La Flo fue quien finalmen-
hipando a más no poder. te me abrazó y me dijo que tuviera fuerza, que mi abuela
—Esto es demasiado —dijo—. No sabes lo mal que lo he estaría cuidándome, que no la olvidara, que la mantuviera
pasado este año... —agregó, y pensé que me tomaba el pelo. presente. La Ale y la Fran asintieron abrazándome.
Pero no. El universo llamado Clemencia era tan pe- Álvaro miraba desde cierta distancia, con esa profun-
queño como su cerebro. didad inquietante, no dijo nada hasta que se despidió:
—Te juro, esto es demasiado, año de mierda —volvió —Sé lo que significaba para ti. Te llamaré —prometió
a repetir. y me tomó la mano.
Y no obstante, sí, era demasiado. ¿Cómo imaginar Quise preguntarle para qué. Le solté la mano y solo ati-
98 que mi abuela moriría algún día? ¿Cómo consolarse con né a darle las gracias. En ese mismo momento vi a Ricardo 99
esa rueda del tiempo que la hacía pasado irremisible? La con su prótesis de hombre biónico y corrí a abrazarlo.
velocidad de ese paso me resultó cruel. Como si me hubiese leído la mente, me entregó un pa-
Mi viejo dijo unas palabras en el cementerio. Recordó quete de calugas de leche.
cuando era niño y su mamá le inculcó el gusto por la pin- —Eres el mejor amigo que he tenido —le dije.
tura y la música; cuando ella los llevaba religiosamente al El día terminó con un almuerzo en la casa de mi abue-
Museo de Bellas Artes y él y sus hermanos se dedicaban a la. Todos reunidos hasta pasada medianoche. Supongo que
jugar a las escondidas entre las estatuas. Habló de cuando nadie quería apagar la luz y asumir que después de cuaren-
tuvo paperas y ella le daba la comida en la boca, de cuan» ta años la casa quedaría sola. Me escondí en la biblioteca y
do lo arropaba hasta el cogote para estamparle un beso de revisé sus libros, los miles de recortes, fotografías y cosas
buenas noches en la frente. También de cuando los desper- olvidadas que guardaba entre las páginas, igual como lo
taba cantándoles en francés. Su mamá había sido una mu- hacía mi papá. A un costado de la silla de su escritorio es-
jer realizada, dijo. Luego, habló de sus últimos meses y sus taba su cartera de cuero azul. Un objeto tan pequeño que
incursiones esotéricas (acá mis tíos sonrieron) y se despi- decía tanto de ella... seguro que ahí dentro también esta-
dió juntando las palmas a la altura del pecho y diciendo: ría su pistola con una sola bala, Mi abuela siempre salía a
—Paz, viejita linda. la calle armada con su revólver cargado de una única bala.
Lloré como niña chica. Recuerdo que una vez le pregunté si la había usado.
Al terminar la ceremonia, mis amigas se acercaron. Ál- —¡Por supuesto! —me respondió campante—. Una
varo venía con ellas, erguido, con las manos en los bolsillos vez, cuando joven —rio—. Estábamos recién casados y
del pantalón y su vista clavada en mí, Sentí escalofríos, su abuelo invitó a un montón de personas, ya sabe usted,
sus ojos parecían a punto de estallar. Me hubiese gustado siempre fui mala para las visitas y sus amigos no preten-
que me abrazara. Y recordé con un puchero que mi abuela dían irse. Así es que, en algún momento, me vine al escri-
torio, tomé el arma, le saqué el seguro y con ella volví a la
terraza. Disparé al aire y santo remedio—. La anécdota
era parte de la leyenda de mi abuela Carmen y cada vez
que la escuchaba podía imaginarla con su revólver dispa- Desierto
rando como una mañosa.
Me recosté en el sofá y me quedé mirando ese espa-
cio tan familiar. Afuera, el jardín recién plantado por mi
abuela me hizo pensar en que ella no alcanzó a enveje-
cer. Es cierto, tenía un montón de años, pero no murió
100 de vieja. En el norte toqué fondo. Literalmente. Me fui por encar- 101

Después hice algo cursi: le prometí que entraría a la go de la mata de rulos, con los gastos pagados por genti-
universidad, que lograría estudiar Letras y que cuando leza de una minera y con la misión de retratar ambien-
me recibiera le dedicaría el título, Me puse a llorar en ca- tes y un antiguo tren. Mi abuela había muerto hacía tan
taratas. Así me pilló la Clemencia: poco... ¿cómo recuperarse? ¿Cómo aceptar el hecho de que
-—¡Ay, primita! Si te contara todo lo que me ha pasa- la muerte es algo tan seguro y la vida un milagro del azar?
do... llorarías por mí —esas fueron sus palabras. ¿Cómo hacerlo sin querer revelarse? Sentía un ladrillo en
—Cállate —le dije, poniéndome de pie. el pecho, ¿Cómo repararse a partir de la ausencia?
La Clemencia abrió sus ojos como caricatura animé. Lloré con mocos y cara empapada. Lloré apretando
—Por favor, no digas nada —le imploré, y salí de la la almohada de ese hotelucho nortino con olor a otros
pieza. mocos y otras babas. Lloré mientras sacaba fotos, mien-
tras me quedaba como muerta en vida visitando esos
antiguos pueblos salitreros, esas casas abandonadas
en medio de la nada, construcciones que demostraban
lo pasajero de la huella que deja la ambición. Lloré por
nuestras muertes futuras ante la inmensidad del de-
sierto. Lloré con los puños apretados y los dientes cru-
jiendo como crutones. El sol se escondía lento y llegaba
la noche con un frío que calaba mis huesos rotos y me
hacía doler las piernas, desde los pies a las caderas. Tuve
calambres. Tuve pesadillas. Tuve la sensación de que
moriría sobre ese cubrecama de pana floreado. Tendida
como muerta, con los ojos abiertos, respirando un aire de sol, trotando con la cola en movimiento y una espe-
seco. Hipando, de nuevo. cie de sonrisa dibujada en el hocico, como si realmente
¿De eso se trataba levantarse cada día? ¿Qué sentido fuéramos al infinito y más allá. Pero no íbamos a ningún
tenía? lado. Los capturé con esa felicidad que demostraban en
Hubo mañanas en las que escuché el despertador, esa tierra de nadie y recordé a mi abuela y sus perros, los
pero no había pegado un ojo durante toda la noche y me muchos nombres que les puso a cada uno, y volvi a llorar
quedaba inmóvil, con la vista perdida en el techo, mien- mientras les apuntaba con el lente. También le saqué fo-
tras me tocaban la puerta para avisar que una camioneta tos a un hombre a caballo, un cuadrúpedo esquelético y
me esperaba afuera: casi muerto que sostenía a un viejo sin dientes al que no
102 —Señorita, la esperan abajo... —oía decir desde otro le entendí una palabra de lo que dijo. Lo retraté arriba de 103
lugar. su caballo en honor a mi abuela y me quedé viendo cómo
Después de un tiempo indefinido me sentaba sobre la se alejaba por la pampa.
cama, me refregaba los ojos y la pesadez en la espalda des- Para cuando llegué a Antofagasta, en donde me reu-
cendía hasta los pies. Me levantaba con la misma ropa que niría con el profesor para tomar las últimas fotografías,
había usado el día anterior y el anterior. Salía sin tomar era menos que un trapero. Pálida, ojerosa, con el pelo
desayuno, sin lavarme la cara ni enjuagarme los dientes. apelmazado de tierra y los pantalones, polera y chaleco
—Aquí estoy —decía arriba de la 4 x 4, y me acurru- que no me había sacado ni para dormir, inmundos.
caba en el asiento trasero y dormía por todo lo que no Antonio me recibió al más puro estilo suyo:
había dormido durante la noche. —Y a ti, ¿qué te pasó? —fue su bienvenida.
Me despertaba cuando estacionaban la camioneta. —Se murió mi abuela —le dije y me puse a llorar.
Y abajo nuevamente, Otra vez, otra vez, ¿hasta cuándo Torpemente, me tomó la cabeza y me acarició el pelo
otra vez?, recordé a Neruda. grasiento. Me dio un beso en la frente y otro en la meji-
Pasé cinco días retratando pueblos fantasmas, case- lla, después volvió a tomarme la cabeza con sus manos y
rios nortinos sumergidos en la pampa que no estaban repitió:
abandonados, pero lo parecían. Nadie caminaba por sus —Schhh, schhhh, schhh.
calles, el viento levantaba la mugre acumulada en las ve- Seguí un buen rato hipando, babeando y sorbeteando
redas, apenas un par de matas escuálidas desafiaban la los mocos que se me caían como agua.
sequedad de la tierra. Retraté niños. Retraté caminos, —Estás tan hedionda —comentó, y me reí.
huellas, polvo como remolino en medio de la nada. Re- —Perdóname —dije.
traté perros, muchos perros, algunos amistosos, otros —Nada de perdones... ¿cómo se te ocurre? ¡Llora todo
no tanto. Algunos me acompañaban durante la puesta lo que tengas que llorar! —Y volví a reír llena de baba.
—Esta lluvia de lágrimas era justo lo que necesitabas de saberme fuera. Él me contó de su pasada por la universi-
—dijo y luego, como si fuera una niña, me limpió la cara dad
y de su salida a menos de un año.
con un pañuelo. Me pidió que fuera al baño, me lavara —Me aburri. La universidad no era para mí —dijo
el pelo y cambiara de ropa. Dijo que cuando estuviera satisfecho.
lista, bajara al lobby porque iriamos a comer a un buen Entró a Derecho. No me lo podía imaginar como abogado.
restorán, que había hecho un trabajo excelente en el de- —Llevaba ocho meses cuando me salí y me puse a
sierto y me lo merecía, Me limpié los mocos con la manga trabajar —contó.
de mi polera y obedecí, Sus papás no lo apoyaron. El primogénito, la estrella
del curso, el niño genio convertido en vagabundo. ¿Cómo
104 era posible?, fue la única pregunta que les escuchó. 105
—Mi mamá lloró los dos primeros meses que estuve en
Fuimos al borde costero. Antofagasta a esa hora era la casa. Me veía aparecer, hundía la cabeza y se largaba, llora
una ciudad tranquila y helada como piedra. que llora. ¿Qué le iba a hacer? Queria estudiar fotografía.
Esa noche le conté de mi accidente, del tiempo que es- Encontró trabajo en un restaurante, Estudiaba de
tuve en la clínica, de las pesadillas y las enfermeras, de noche y volvía en la mañana a servir platos de ravioles,
la pastilla que me obligaban a tragar, de la silla de rue- pancetta, canelones y lasaña. Un ritmo que lo mantuvo
das, de las sesiones con la señora psicóloga, de Ricardo y sin un solo minuto libre durante los tres años que demo-
su amputada media pierna, del Lucafé, de lo mucho que raron sus estudios, Después se fue a Europa.
nos habíamos acercado en este tiempo. Pero no le conté —Quería viajar. Creía que las fotografías dependían
sobre Álvaro, sobre mi frustrado encuentro en la calle ni del ambiente, de la belleza de las ciudades, de esos clichés
menos sobre sus ojos. Él me contó que durante el verano mil veces repetidos por los fotógrafos. Bueh, uno apren-
estuvo en Buenos Aires, que fue a sacar fotos a la Patago- de copiando, es inevitable.
nia, que tomó el tren, que los vientos eran memorables, —No es lo que dices en clases.
que la pampa era un paisaje fotográfico por excelencia. — Ah, porque quisiera facilitarles el camino... copian-
Yo le hablé de mis viejos: de la incomodidad de mi mamá do no llegarán a ninguna parte.
y del trabajo perdido de mi viejo en el diario. De cómo —Mmm.
renunció. También de las clases de yoga de mi abuela y —No digas mmm. En algún punto de tu carrera —se
su obsesión por el francés, de la construcción de su jardín acercó para decirme— deberás optar: o sigues tus pro-
zen, y se rio. Sentí que me hacía bien hablar de ella, pias obsesiones o te quedas atrapado en lo que les ha fun-
Luego le hablé de mis planes universitarios, de lo mu- cionado a otros. Es una decisión igual a cuando resuelves
cho que me había preparado para dar la PSU y la frustración si usarás blanco y negro o color.
—¿Cuánto tiempo te quedaste en Europa? Confiaba en que algún día la tendría enfrente. Enton-
—Uf, no lo recuerdo exactamente, porque de Europa ces respiraría hondo, se tomaría su tiempo, quizás hasta
me pasé al Medio Oriente y estuve tomando fotos y más haría sonar los dedos y recién entonces tomaría el lente.
fotos. Nunca eran suficientes. Trabajé de mesero, limpia- —Pero puede que ni siquiera exista —le dije.
ba autos, incluso como fotógrafo de sociales. Un amigo — Seguro...
2. contactó con un viejo fotógrafo de matrimonios y —¿Cómo? ¿Y no te inquieta pensar que andas detrás
primeras comuniones, ese tipo de eventos. Hice todo lo de una mentira?
que pude con tal de tener dinero y seguir tras mi foto. —A veces pienso que ha sido mi forma de avanzar,
—¿Tu foto? porque esa búsqueda por la forma perfecta me estimula.
107
106 —La foto, pues. La imagen perfecta. Aunque no sea real, me mueve y me impone el desafío de
Hizo una pausa. Cada minuto se volvía más simpático dar un paso más allá. Pero luego pienso que quizás no
la mata de rulos. soy tan buen fotógrafo y que la he tenido enfrente pero
Continuó: esa imagen a la que no le falta nada. El resu- no he sido capaz de verla, ¿entiendes?
men de todo o quizás simplemente una palabra, una idea, —Creo... Y, ¿cuándo volviste?
pero claramente dice mucho más de lo que muestra, narra —Llevaba más de un año fuera y estaba cansado.
sin necesidad de saturar el espacio, ¿entiendes? Pero siem- Quería montar un estudio, profesionalizarme, no sé,
pre me faltaba algo... —dijo— nunca era suficiente ni me además tenía suficiente material como para montar una
acerqué remotamente. Así es que seguí. Viví en la calle, de- exposición.
bajo de un puente, en una plaza, y cada vez que escuchaba —¡Wow!
hablar de un pueblo perdido un poco más allá, agarraba mi —Sí, y me tiré a lo grande, claro que no vendí ni una
mochila y partía. Perseguí la luz, la belleza. Perseguí perso- sola foto.
najes, me enamoré de un viejo en una plaza de Berlín, una Era divertido Antonio, mucho más que en clases.
ciudad que crece y se moderniza a partir de las vanguardias Sus padres lo ayudaron a vender las fotografías. Des-
artísticas y este viejo usaba abrigo de pelo de camello y za- pués, alguien le comentó a no sé quién sobre su registro y
patos de charol. Como una caricatura de los años cincuenta. le llegó una solicitud para una revista. Algo puntual. Lue-
Me gustaba contrastarlo con la ciudad movilizada. go una seguidilla de encargos pequeños le permitió entrar
—¿Y la encontraste? al círculo del fotorreportaje. Y volvió a viajar, a ausentarse,
—¿Qué? siempre había una cosa tras otra y tenía trabajo y no le fal-
—La foto perfecta. taba nada, pero se dio cuenta de que habían pasado cuatro
—No, todavía no. años, se había hecho conocido y quería independizarse,
— ¿Todavía? trabajar por su cuenta, dejar de hacer solo encargos.
Y llegado a ese punto y sin venir a cuento, preguntó:
—¿Pololeas?
—No —respondí como preguntando, pues en alguna
parte de mi sentí que traicionaba a Álvaro.
—Pero sales con alguien.
—Tampoco —dije colorada.
—Te lo pregunto porque la vida del fotógrafo es itine-
rante. Solitaria.
—No sé si seré fotógrafa —respondi.
108 Y volvió a verme con esos ojos como si algo se ablan-
dara dentro suyo.
—Ah, verdad que te inscribiste para matar el tiempo.
—Tampoco lo diría de esa manera —contesté.
—De todos modos, es bueno que te acostumbres a la
soledad —dijo poco antes de despedirnos en la puerta
del hotel.
Y a pesar de las emociones y preguntas que comenzaba
a formularme, entré a la pieza, me tiré sobre la cama y me
quedé dormida en el acto.
Habíamos estado sacando fotos todo el día y de re-
pente me empezó a enfocar.
—No —pedí, y hundí la cabeza en mis rodillas.
Trenes —¿Por qué no?
—Me carga que me saquen fotos —dije,
—Aah, así es que eres un vampiro.
Y recordé la película que vi con mi abuela y el helado
con chocolate. Glup.
—¿Qué? —dijo Antonio.
110 Los trenes en la pampa son eternos. Se ven como una —¿Qué, qué? —pregunté. 111
huella oxidada a lo lejos. Triste, lenta. Con Antonio tu- —Que pareciera que recordaste algo —contestó, y
vimos que subir y bajar de muchos, fueran hacia el norte aprovechó el impasse para enfocarme desde el suelo.
o el sur, y aunque no es bueno perderles el respeto, su- Clic, clic, clic.
bíamos y bajábamos sin esperar que se detuvieran. Las — Antonio, no seas pesado —alegué, pero era inútil,
muletas terminaron amarradas a mi mochila y me acos- no iba a parar. Así es que, siguiendo un impulso estúpido,
tumbré a cojear sin vergúenza. me lancé sobre él para quitarle la cámara.
Oficié de ayudante, acomodé trípodes, fijé la luz, me Entonces el tren se sacudió y rodamos hacia una esqui-
preocupé de los colores, de la composición de los escena- na y terminamos apachurrados en un rincón, muertos de
rios y, aun así, tuve tiempo para sacar mis propias fotos. la risa. Hice amagos de quitarle la cámara, aun cuando me
No tenía idea qué haría con ellas pero fue un impulso faltaba aire de tanto reír y solo tenía una mano libre porque
irrefrenable, y mientras más fotografías sacaba, más la otra estaba aplastada contra la pared. Seguimos en ese
consciente me hacía de lo que faltaba en una imagen, de tira y afloja durante un rato inverosímil hasta que intenté
la luz, de las sombras. La fotografía tiene mucho de oficio componerme, pero no logré levantarme: un nuevo bache en
y aprendí echando a perder. Nunca había sacado tantas la vía y el tren se elevó y me arrojó justo encima de Antonio.
fotos a un mismo objeto, una y otra vez: las ruedas, el an- Volvimos a las risotadas, y mientras mayor era el esfuerzo
dén, las cargas y vuelta a las ruedas, el andén y las cargas, que hacía por ponerme en pie, más carcajadas. Antonio se
y luego la pampa recortada por esta máquina de metal. acercó y me dio un beso en la boca que me provocó otro ata-
Perdí la cuenta de cuántos trenes y vagones subimos y de risa. Él hizo lo mismo, pero sin desistir: me tomó la
que
bajamos. Pero sí recuerdo el primer beso que me dio An- cara con las dos manos y me dio otro beso que se alargó.
tonio en un tren viejo que venía de vuelta de Mejillones. Siguió besándome mientras nos acomodamos hasta quedar
uno frente al otro y su boca continuó yendo y viniendo en
un beso suave, tranquilo, tenso, rápido, vuelta a lo suave, las mías en sus rulos; un «te ves linda» dicho al oído y
lento, tenso, rápido, y para cuando nos bajamos en Antofa- sus dedos recorriendo mis mejillas; mi abrazo tímido y
gasta sentía los labios hinchados y las mejillas rojas. mi cabeza acurrucándose en su pecho; su boca volvien-
Nos esperaban en una camioneta. Subimos y no diji- do sobre la mía y mi boca abriéndose a la suya; el olor a
mos nada hasta llegar al hotel. El chofer nos informó que marraqueta en su chaleco de lana y cuello subido, y mi
pasaría por nosotros en una hora más para asistir a la cursilería de querer otro más y otro más. La tarde cayó y
comida de gala. dio paso a la noche y me senti libre, feliz.
—¿De gala? En algún momento de ese atardecer inmortalicé
—No te preocupes —dijo Antonio—, puedes quedar- nuestra imagen en una fotografía: los dos recortados por
112 te en el hotel, la pampa con la libertad de besarnos todas las veces que 113
No iba a dejarlo solo, así es que con lo mejor que en- quisimos. Antofagasta se sumergió en una noche fría de
contré —blue jeans limpios, polera negra y zapatillas— desierto y nosotros seguimos besándonos a la luz de las
me presenté en el restaurante del borde costero. Conver- estrellas.
sé con muchas personas que debían tener la edad de mi Cuando llegamos al hotel sentía vértigo. Esperaba
papá y todos me trataron con condescendencia. Antonio alguna declaración, un «te quiero», un «pololeemos», un

O aa
no hizo otra cosa que guiñarme un ojo cada vez que me «no puedo vivir sin ti», pero mis expectativas se frustra-
miraba hablar con esos viejujos, Se veía tan guapo con ron de inmediato. Antonio no se bajó de la camioneta.
sus pantalones de cotelé y camisa a cuadros, que fantaseé What?
toda la noche con un nuevo beso. Se despidió y me recordó que nuestro avión partía al
No pasó. Nos dijimos adiós en la puerta del restaurante. día siguiente a primera hora.
Como si nunca hubiese ocurrido nada entre los dos, al
día siguiente volvimos a subirnos a un nuevo tren. Anto-
nio le pidió al chofer de la camioneta que lo ayudara con
los equipos, por lo que anduvimos con chaperón el res-
to del día. Sacamos miles de fotos, y hubo una puesta de
sol tan impresionantemente naranja y redonda, que nos
quedamos en la estación y disparamos doscientas veces o
más. El chofer desapareció en algún momento y nosotros
nos quedamos parados, clic, clic, clic.
El resultado fue el esperado: beso interminable, ten-
sar y soltar; su lengua y la mía; sus manos en mi pelo,
—Supongo que no quería entrar en el circuito de clí-
nicas, escáner, muestras de sangre, doctores, enfermeras...
—No sabes cuánto la entiendo —dije.
Héroe —Un día no se levantó más. Estaba pálida, ojerosa y
tan delgada que se le marcaban los huesos. Supe que se
iba a morir y no pude aceptarlo. Inventé una excusa co-
barde y partí a la Patagonia. Saqué fotos ridículas llenas
de atardeceres... desesperé. Crucé a Marín Balmaceda con
la idea de sacar fotos a las ballenas y toninas. Llegué con
114 Durante mucho tiempo Antonio pensó que su vida sería un sol radiante, el único que hubo mientras estuve ahí. 115
heroica, Heroica y alegre. Alejada del drama y cercana al En cambio, una tormenta de viento y lluvia me acompañó
éxito, llena de eventos espectaculares que le darían la po- durante semanas. Me ofrecieron trabajo como ayudante
sibilidad de demostrar su grandeza. Eso dijo. Estábamos de guardaparque y lo acepté. Necesitaba ese contacto so-
en el primer tren al que subimos juntos, el día después de litario con la naturaleza. Recibir la barcaza que traía a un
mi llegada a Antofagasta. par de científicos suecos una semana, recoger informa-
—¿Un héroe? —pregunté sonriendo. ción sobre el comportamiento de los pingúinos, la otra.
—No €s para la risa, Nada sustancial. Podrían haber prescindido de mi ayuda,
—No me estoy riendo —me excusé, lo sabía y ellos también. Yo era el vulnerable. Mi mamá
Pensó que la vida le daría una oportunidad para de- se estaba muriendo en Santiago, ¿qué más podía hacer?
mostrar su coraje, una fortaleza que, estaba seguro, tenía Me levantaba al alba y me acostaba tardísimo. No había
de sobra. minuto en que no pensara en ella, en la vida que se le iba
—Sigues sin creerme —contestó. y en mi necesidad de esconderme. Un día me ubicaron
—Ajá. por radio para contarme que estaba inconsciente, que
—A mí me gustaría que fuera mentira, pero no. Ya no. me apurara si quería verla con vida. El tiempo se detuvo.
Y pasaron los años y todavía no ocurría ningún even- Hasta ahí llegué. Tardé una semana en volver a Santiago.
to de tal naturaleza. En cambio, su mamá se enfermó de
cáncer y cuando lo supo, contra todo pronóstico, se aco-
bardó. Ella no quiso tratarse, decidió esperar a que le lle-
gara la muerte en su casa, con su rutina y sus cosas, Llegó a recibir abrazos y llantos de una parentela que
—¿Por qué? lo miró con malos ojos. Su madre estaba enterrada hacía
dos días. Poco después, su padre vendió la casa y se fue a
vivir a Maitencillo, No lo invitó, y tampoco hubiese ido, bonito departamento. Algo olía mal. En algún punto se
dijo. Era hora de emigrar. Encontró trabajo en el institu- había perdido. Y lloró. Sí, por su vieja a la que abandonó,
to, buscó un departamento en el centro y cada mañana por su viejo que lo despreciaba, y se sintió merecedor de lo
se preparaba un café mientras leía el diario. Se volvió que le estaba sucediendo. Detestable y desechable, pensó,
serio. Mandó a hacer una repisa y puso sus libros más pues, ¿qué había hecho? ¿Qué grandeza justificaba toda su
queridos, instaló unos parlantes en el living y a veces es- pequeñez? Lloró como si fuera el mismo cielo que llovía. Y
cuchaba música mientras fumaba. Con su primer sueldo volvió a su departamento con un arsenal de inhaladores.
compró unos maceteros para la terraza, un cubrecama de Sacó el cubrecama de mezclilla y lo tiró por el incinerador.
mezclilla y unos cojines rayados. La vida que nunca quiso Una suerte de rito de iniciación. Comenzaría de nuevo.
116 tener le llegó por cobardía. O, quizás, fue su derrota. Tuvo la suerte, contó, de que una semana después lle- 117
—Decidí rendirme, dejar de esperar esa obra maestra gó un circo. A dos cuadras de su edificio, en un descam-
que no llegaba. Enterrar mis ganas por la foto perfecta. pado, instalaron una carpa y con ella llegaron los paya-
Me convencí de que no existía. Que estaba en mi cabe- sos, malabaristas y unos increíbles mellizos trapecistas.
za, igual que la fantasía de superhéroe, y dejé de luchar e En la primera función, Antonio supo que se había sal-
hice como muchos: me puse a trabajar con horario y suel- vado. Sacó fotos del enano, de la mujer lavando su dis-
do fijo a fin de mes. fraz detrás de un carromato; retrató las carpas, el humo
Así estuvo casi un año. de un cigarrillo perdiéndose en la oscuridad, el hombre
Una noche especialmente clara, se sentó en la terraza cohete, los niños acróbatas con mallas de colores en po-
y fumó un cigarrillo, después otro y otro y otro. La luna sición de saludo, el perro vivaracho que comía las sobras
parecía un queso y se le ocurrió pensar que algún día es- de cabritas en el suelo. Y publicó su primer libro. Tiempo
taría tan cerca que podría retratarla, que se hundiría en después, su trabajo fue expuesto en un museo. Entonces
esas oscuridades, en lo insondable detrás de ese espacio le llovieron ofertas de nuevos escenarios, fotografías que
ahuecado. Quizás aprendería a bucear y buscaría a las le permitieron viajar y quitarse la seriedad.
criaturas más extrañas que habitan en lo profundo. Su- Aunque el heroísmo tendría que esperar.
mergirse, pensó. De pronto se dio cuenta de que se aho-
gaba. Respiraba, sí, pero no le entraba aire.
Terminó en una clínica con una bata desechable y,
mientras respiraba gracias a una mascarilla, le comu-
nicaron que estaba obstruido debido a un cuadro as-
mático agudo. Entonces comprendió que necesitaba un
cambio. No bastaba con pagar sus cuentas y tener un
A fondo

Llegué del norte con la idea de concentrarme en la PSU. 119


Quería entrar a la universidad y me apliqué con un rigu-
roso plan de estudios, concentrando todas mis energías
en ello. Bueno, las que quedaron después de Antonio.
Para contarlo rápido: la primera clase después de
nuestro viaje, me puse unos jeans azules ajustados, una
polera blanca de cuello V y una chaqueta de cuero negra
que le saqué a mi mamá. Me veía más grande. Me sentía
más segura. Y así entré a clases.
Antonio estaba ubicado al fondo de la sala y había
sacado sus innumerables papeles inútiles. Lo saludé con
un movimiento de cabeza. Él dijo:
—Nuevamente tarde, señorita.
Su hipocresía me dejó con la boca abierta.
La clase transcurrió sin novedad, hasta que para ilus
trar el efecto de la luz proyectó fotos de trenes; no cua
lesquiera sino nuestros trenes; incluso peor, era ese tren
de la tarde y la puesta de sol naranja, Hundí la cabeza,
muerta de vergúenza y hecha toda nostalgia.
Antes de terminar la clase, dijo que por favor me
acercara un momento. Glup. Esperé a que ordenara sus
papeles inútiles y buscara esos «documentos de vital
importancia» que dijo tenía para mí. —Hoy día la señorita no sabe nada —dijo, y pensé que
—¿Te gustó? me derretiría a sus pies.
—¿Qué? Me dio otro beso, increíblemente suave. Un beso que
—Cómo que qué, la clase pues. me dejó mal. Un beso que se me quedó pegado y me si-
—Ah, sí —sentí el corazón en la garganta y las manos guió hasta mi casa y se mantuvo ahí mientras comía y
como hielo. escuchaba a mis papás hablar como a lo lejos y el beso se-
Mis compañeros se habían marchado y no quedaba guía sobre mis labios. Me metí en la cama con la esperan-
nadie en la sala. za de verlo en clases al día siguiente y escuchar otra ex-
—¿Y bien? cusa tonta para retenerme en ese escenario semioscuro,
120 No supe qué contestar. Me miraba como un niño, ale- para tomarme de la cintura, acariciarme y volver a caer 121
gre, riendo con los ojos. sobre mis labios.
—No sé. Con esa fiebre volví al día siguiente. Fue una clase
—No sabe... —me trató de usted. práctica. Nos pidió que saliéramos a recorrer el instituto
—¿Qué onda? y sus alrededores. Un nuevo pretexto, porque cuando iba
—¿Qué? saliendo dejó caer su mano por mi espalda y dijo:
—¿Por qué me tratas de usted? —Hay una ventana que quiero que conozcas.
—Porque estás guapa, porque me gustas, ¿no puedo Nos perdimos en una de las tantas escaleras y nos
coquetearte? besamos como si faltaran minutos para que explotara el
Me sonrojé. volcán Maipo y Santiago se transformara en una nube
—¿Te gusto? — pregunté. ardiente de cenizas y piedra pómez. Y estábamos en ese
Estaba apoyado en la mesa y me tomó de las manos. beso con vida propia cuando sentí un ruido a mis espal-
Las acarició. das, me di vuelta y descubrí a un grupo de estudiantes
—¿Y esta chaqueta? —preguntó pasando las manos subiendo por la escalera. Me separé de Antonio como ful-
por el cuero de mis mangas. minada por un rayo. ¿Lo habrian visto? Seguro.
¿Qué me atraía tanto de él? Murmuré una excusa y corrí escalera abajo. Llegué a
—Aaah, la encontré por ahí —no quise confesar que la sala, recogí mis cosas y escapé con toda la culpa del
era de mi mamá. mundo a mis espaldas. Me veía llamada por el director
—Te ves linda —dijo y me besó. o quien fuera que dirigía el instituto para dar explicacio-
—Mmm. nes. Peor, imaginé que llamarían a mis padres para pe-
—¿Mmm? ¿Qué quieres decir? dírselas y estaría obligada a contarles que me besuqueé
—No lo sé —coqueteé. con el profesor entre una clase y otra.
Me escondi en mi pieza. Quería hacerme humo. Lla- a su casa y le dije que sí. Así es que así eran las cosas: me
mé a la Ale, pero apenas contestó me di cuenta de que no desesperaba sola para luego correr a sus labios.
podía contarle lo que estaba viviendo, ¿enamorada de un Treinta minutos después, me esperaba abajo. Salí del
profesor? Además, ¿qué tipo de mujer lloriquea un año quealo
hablaríaacon él, le dirí
de quecid
edificio conven
entero por alguien para correr a besuquearse con otro? dejáramos hasta ahí, que era demasiado arriesgado para los
Me encontraría demente, aunque en ese momento me dos, que si nos pillaban lo despedirían y, de pasada, a mí me
sentía así, loca, desquiciada. Y aunque parezca contra- echarían del instituto. Además, y esto no sé por qué, intuía
dictorio, en ese preciso momento y por una fracción de que Antonio tenía a alguien. Nunca habíamos hablado del
minutos, comprendí la distancia que había entre Álvaro tema, pero era tan obvio. Todo eso pensé... y lo olla en el
122 y Antonio: la ficción que me animaba a ir detrás de Anto- preciso instante en que me subí al auto y me sonrió de esa 123
nio y la persistencia con que permanecía el recuerdo de manera tan particular y quise caerle encima a besos.
Álvaro. Busqué una excusa y le colgué. Los hechos eran —Estás preciosa —me dijo cariñoso.
incontestables: coqueteaba con mi profesor de fotografía, Su voz. ¿Les dije que la voz de Antonio estaba hecha
¿Cómo lo escucharían mis papás? ¡Pero no había coque- para mí? Literalmente, tenía algo que me embrujaba.
teado! Al menos, no intencionalmente. ¿Cómo explicar- Estacionamos cerca del cerro Santa Lucía, a una cua-
les? La culpa la tenían sus rulos, esa cabeza poblada de dra de su departamento, Una vez que entramos, Antonio
un enjambre de pelos desordenados que no sé por qué ac- me abrazó y yo dije:
tuaban como imán, un toque mágico del que no era cons- —Tenemos que hablar.
ciente. Sonaba rancio, ¿rulos culpables? Give me a break! —¿Sí? —preguntó, y me besó el cuello, los labios.
No obstante, eso había pasado. Como la realidad ilu- Repitió:
soria de un mareo, como si hubiese sabido que iba a estar —Estás preciosa.
hundiendo mis dedos en ese pelo; como si de antemano, — Antonio...
incluso antes del helado de manjar bañado en chocolate Siguió besándome y así recorrimos la pequeña sala
que me tomé con mi abuela, hubiese sospechado que An- y luego el pasillo hasta llegar a su pieza. Derechamente,
tonio iba a formar parte de mi vida. nos tumbamos sobre su cama. Rápido y sin soltarme del
Oírme pensar toda esa cantidad de excusas me hizo todo, echó a un lado la ruma de papeles y revistas que
sentir peor que imaginar la cara de mis padres. Me había había encima. Reí de nervios, de excitación. Me desabo-
besuqueado con un profesor ¡en clases! Y eso era feo di- tonó la blusa, tirité al sentir sus dedos. Quería hacerlo y
cho en cualquier idioma. también no.
Antonio me llamó. Me preguntó si quería acompañarlo —¿Qué pasa?
—No sé —dije y me perdí.
Todo fue tan rápido, demasiado.

¿Final feliz?

Hay cosas de las que no podemos arrepentirnos, que


son para siempre, eso lo aprendí esa tarde. Una huella
que no se borra, que no podemos echar atrás y olvidar.
Jamás podría rebobinar.
—Estás tan linda, ¡mira! —dijo Antonio acercándo- No volví a ver a Antonio por unos días. Una mezcla de 125
me un espejo. Miré mi cara, mi pelo y sentí un nudo en la pudor y desosiego me revolvió el estómago. Falté a clases
garganta. el martes y en la tarde me llamó al celular. No le contes-
Entonces, me acunó y me besó en la frente, en la cabe- té. ¿Qué podría decirle? Tampoco quería escucharlo. No
za, en las mejillas. aparecí miércoles ni jueves, me llamó por lo menos diez
—Tengo que irme —mentí. veces y tampoco le contesté, pero cada vez que sonaba el
—¿Quieres que te lleve? celular se me apretaba la garganta.
—No... mejor que no. El viernes me mandó un mail. Decía que no se arre-
—¿Qué te pasa? pentía de nada, que esa tarde a solas conmigo valía más
—Nada —volví a mentir. que mucho de lo que había hecho en su vida. «Tu beso fue
Me vestí rápido, salí de su casa y caminé lo más lige- un sueño, una promesa de tantas tardes que comparti-
ro que pude con mis muletas, mi pena y mi desconcierto. remos juntos. Y te pregunto, ¿qué harías si estuvieras en
Me sentía fuera de mi mundo conocido. Envejecida, ajena mi lugar? ¿Esconderte? No me pidas que lo haga, por fa-
a mis amigas, a mis padres, a mi abuela. ¡Mi abuela! ¿Qué vor. No me pidas que me exponga a un beso con manos
pensaría si pudiera verme? Sentí los pies de lana y un atadas. Déjame quererte».
vértigo mareador. Una y otra vez intenté hacer a un lado Leí ese párrafo a lo menos veinte veces, pero no le
la imagen de Antonio tendido sobre la cama. Las luces de contesté, Tenía la sensación de haber comprendido algo
los autos me encandilaron. Lloré, a ratos lloré, Algunos de mi propia vida y no sabía bien qué. Era evidente que
me tocaron la bocina, caminaba tan cerca de la calle... algo había cambiado en mí, pero tampoco tenía claro qué
era. Como una puerta abierta ante unos ojos cerrados. Á
ratos tenía pena y sentía el abismo bajo mis pies. Álva-
ro. Pensar en él era quizás más doloroso que recordar a
Antonio. Volvía sobre su estampa alzada entre mis ami- —Has faltado suficiente a clases con esas vacaciones
gas en el cementerio. Sus ojos queriendo expresar tantas que te diste en el norte.
cosas que no dijo ese día. Pensé que finalmente yo sí ha- —No fueron vacaciones, mamá —la corregí.
bía enloquecido... ¿quién podía acostarse con un hombre —Lo que fuera, faltaste más de una semana y con
y seguir pensando en otro? Estaba loca, seguro. Porque esta serán dos. No quiero que pierdas tu curso de foto-
de Álvaro pasaba a Antonio y sentía unas ganas irresisti- grafía, ¿entiendes?
bles de llamarlo, de decirle que lo deseé desde el momen- Entendía y tenía razón. No lograría nada escondiéndo-
to en que se le cayeron los primeros papeles en clases e, me en mi casa, así es que me fui al Lucafé y me pasé el
inmediatamente, ganas de esconderme dentro del clóset, día ayudando a Ricardo y tomando fotos. La borra fue el
126 como cuando era chica y me llevaba mi almohada y dor- tema de esa tarde. Con su prótesis high tech Ricardo había 127
mía ahí dentro. recuperado su vida, y como él nunca pensaba en pequeño,
Asi es que falté la siguiente semana también. Mi se estaba preparando para correr un maratón. Lo retraté
mamá fue la primera en darse cuenta. en el momento en que me dejó detrás de la barra para ir a
—No has ido a clases... —dejó caer a la hora de comida. entrenarse, vestido con polera, shorts y zapatillas.
—No es necesario, estamos trabajando en el proyecto
personal —mentí,
—¿Quieres que lo veamos juntos? —interrumpió mi
viejo y sentí vergúenza de mentir tan descaradamente. Aparecí por el instituto el lunes siguiente, con el estó-
Asentí. Después de comida nos sentamos en su escri- mago revuelto, Era inevitable. Me senté en la última fila,
torio a ver mis fotos. La carpeta «Desierto» contenía seis mirándolo con recelo. Antonio me devolvió una mirada
mil fotografías. Mi papá las fue pasando en silencio. Qui- llena de ternura. Es difícil explicar la emoción que me
zás, sorprendido. provocó, y para no hacerle frente, dejé la sala poco antes
—Has estado extraña últimamente —dijo de pronto. de que terminara la clase. Pero me alcanzó en el pasillo.
—Lo sé —contesté. Acto seguido, me puse a llorar. — ¡Hey! Te fuiste...
—Para mi tampoco ha sido fácil, Laura —y entendí —... €S QUE... NO SÉ,
que hablaba de mi abuela. —Por favor, Laura, conversemos un rato.
Mi viejo me abrazó. Nos quedamos mucho rato en si- Salimos, atravesamos Providencia y de repente cami-
lencio mirando las postales del norte. nábamos junto al río. Una brisa de primavera limpiaba
Mi mamá, en cambio, supongo que no estaba de hu- el aire de Santiago. Antonio me tomó la mano y me dijo:
mor para duelos. A la mañana siguiente, mientras tomá- no te vayas. Le dije: tengo miedo. Contestó: no lo tengas;
bamos desayuno, dijo secamente: no te haré daño. Seguimos cerro arriba y nos sentamos
en un jardín mirando la ciudad. Te extraño, me susurró
al oído. Yo dije: lo sé, pero no quiero volver a hacerlo. An-
tonio me acarició las manos con suavidad. Me preguntó:
¿sabes lo importante que has sido para mí? No, le dije, Descuentos
no lo sé, Pero lo que sí sabía era que en mi vida habría un
antes y un después de él.
Estábamos tan cerca, su boca me rozaba el pelo y sen-
tía el temblor de sus manos.
—Déjame quererte —pidió.
128 Volvimos a su casa y no escapé llorando esa vez. —¿¡Y qué pasó!? —preguntó la Ale. 129
Más tarde, me mostró los retratos que estaba prepa- Mis amigas se acomodaron. Había hablado durante
rando; podría decirse, sin exagerar, que era una retros- tres horas seguidas.
pectiva de su trabajo. Ahí estaba el viejo alemán pasado —¿Qué pasó con qué?
de moda con su abrigo de pelo de camello, una joven rusa —¡Con Antonio!
lindísima y gigante, unos tailandeses con sus sombreros —Uf, tantas cosas que no sabría por dónde empezar.
de paja. En su entusiasmo, me invitó a ayudarlo en su —Bueno, pero, ¿por qué se separaron? —preguntó la Flo.
próximo proyecto. — Para contarlo rápido: tenía novia.
—Podrías acompañarme a Europa, tengo que volver a —¡Qué caradura! —dijeron.
Berlín en mayo —dijo. —Sí, aunque ese tampoco fue «el» motivo. Es decir,
—Y yo tengo que entrar a la universidad —reclamé, era tan evidente que tenía a alguien, siempre lo sospeché,
—j¿La universidad?! ¿Para qué vas a perder tiempo? y por otra parte, cuando lo descubrí, fue tan inesperado.
Eres una fotógrafa muy talentosa. Un balde de agua fria y una vuelta a la realidad. Fuerte.
—Quiero estudiar Letras. Antonio estaba comprometido de una manera bastante
—Aun así, podrías viajar conmigo. extraña, se podría decir, con una artista plástica que casual-
—No sé, mente andaba de viaje mientras estuve con él. Un día me la
Se rio. topé en su casa. Había ido a sacar unas fotos al barrio Bra-
—Así es que la señorita vuelve a no saber —dijo acari- sil, nada del otro mundo, pero me sentía segura, no sé, la
ciándome el pelo. fotografía comenzaba a llenar un espacio importante para
No sabía. Estar junto a él era una montaña rusa, pura mí, un momento a solas. Me dejaba llevar, caminando sin
incertidumbre. Y sin embargo... un objetivo puntual y de repente —siempre había un de re-
pente—, esa tarde, saqué unas fotos especialmente bonitas.
Quería mostrárselas y se me ocurrió pasar a verlo. Y ahí
es- jándome, y me sentía cada vez más tonta, más niña, más
taba ella. Nada más que decir. No hubo mala cara,
ella ni burlada. En algún momento, me frené en seco y le pedí
siquiera se interesó en saber quién era yo. ¿Para qué?
Proba- que me dejara, que quería estar sola.
blemente no era la primera vez. En cambio, para mí todo
era —¿Me llamarás, no es cierto?
primera vez. Me sentí tan tonta e hice el ridículo pidié
ndole Le dije que sí, porque me tenía tomada del brazo y en
explicaciones frente a ella. La tipa me miró con curiosidad,
sus ojos había una expresión demencial que me asustó.
todavía en pijama y a pies pelados encima de la cama de
An- No lo volví a ver durante mucho tiempo. Tenía tanta
tonio. Él trató de calmarme, me tomó por los hombros,
rabia. Me llamó muchísimas veces, me escribió cientos de
—Suéltame, ¿quieres?
mails; incluso, un día pasó por mi casa y dejó un ejemplar
130 —Déjame presentarte a la Sofía —dijo.
del libro de trenes nortinos junto a una caja de chocolates 131
—¿Te volviste loco?
y un ramo flores que se fueron directo al basurero.
Salí de su casa furiosa. Antonio me alcanzó en la calle
No volví a pisar el instituto. Me iba al Lucafé a traba-
y me dijo un montón de cosas que no quería escuc
har, jar toda la mañana. Ricardo, como siempre, me acompa-
que la Sofía «era como su hermana».
ñó. Conversamos mucho y creo que recién en ese momen-
—No parecía precisamente una hermana —dije iró-
to todo comenzó a decantar: el accidente, la muerte de
nica,
mi abuela, la situación de mis papás y sus peleas infini-
—No, no en ese sentido, sino que la conozco desde
tas, y también Antonio y Álvaro.
que era chico. Crecimos juntos prácticamente.
Poco a poco, la imagen de Álvaro volvió a hacerse pre-
—No me interesa.
sente. No como esa tonta fantasía de rescate que tuve al-
—Déjame explicarte, Laura, por favor.
guna vez, sino como el hombre con el que podía ser yo
—¿Qué me vas explicar? ¿Que soy el intertanto mien-
misma, sin poses, sin estridencias. Con él no había caída
tras ella te deja solo?
libre hacia el abismo, sino pura calma.
—No es de esa manera...
Antonio me había roto el corazón. Lo hizo añicos, li-
No me imaginaba de qué otra manera podía verse algo
teralmente, me quebró la ilusión, algo infantil e ingenuo
tan evidente y seguí caminando.
que nunca más recuperé, No sé si es necesario pasar por
—La Sofía estuvo conmigo en los momentos más os-
algo así, no sé si todos deban enamorarse de esa manera
curos —seguía contando.
alguna vez, pero fue el golpe que necesité para despertar.
—Me muero de ternura.
La fiebre se había ido y veía claro. Y ahí estaba Álvaro.
—Laura, por favor, no seas hiriente, escúchame.
Ahí estaban sus ojos oscuros, ahí estaba la tranquilidad
—¿Es que realmente no entiendes? ¡No tienes excu-
con que caminaba. Comprendí que era esa forma suya la
sa! —chillé, pero él no paró de hablar mientras seguí ale-
que me hacía sentir tan tranquila a su lado, la que hacía
tan intenso lo que sentía por él. Por eso, aunque supe que —Papá, estoy segura de que el profesor no quiere nada,
no sería fácil olvidar lo ocurrido con Antonio, me propu- —Es verdad —contestó él.
se recuperar a Álvaro. Mi papá debe haber captado que algo pasaba entre
nosotros dos, porque se excusó rápidamente. Claro que
antes me mostró el libro de fotografías.
—No me habías dicho que ya lo tenías —dijo mi viejo.
El curso de fotografía lo aprobé con la mejor califica- —Es que lo perdí —tuve que decirle con un nudo en
ción de la clase, aunque no puse un pie en el instituto, Re- la garganta. No me gustaba mentirle.
cibí el diploma por correo certificado junto con una carta —Está realmente bueno, Laura. Te felicito.
132 de Antonio en la que reiteraba su intención de trabajar No contesté, En cambio, tomé de la mano a Antonio y 133
conmigo. La rompí en mil pedazos y a la basura. Tiempo le dije:
después se organizó un asado en la casa de uno de mis —Vamos, te acompaño hasta la puerta.
compañeros de curso y, como gran cosa gran, me conta- Lo odiaba y me odiaba a mí misma por ese mundo que
ron que habían invitado al «profe». No fui. Me encerré a permanecía oculto y me alejaba de mi padre.
estudiar y esta vez sí que concentré todas mis energías —Deja de perseguirme, ¿quieres? —lo increpé apenas
en eso. llegué a la puerta.
Los mails y llamadas de Antonio se fueron distan- —Créeme, no te he perseguido —dijo.
ciando. Pero. Un día llegué a mi casa y estaba en el living —¿Es broma?
conversando con mi viejo. Casi me desmayo. De hecho, —Vine para dejarte un ejemplar.
fue tanta la impresión que pasé de largo. Mi papá me lla- —Ya me mandaste uno, ¿se te olvidó?
mó desde el living. —Lo sé, Laura, pero calma, déjame explicar... —no
—¿Qué? —me asomé por la puerta de la cocina. terminó de decir.
—Tu profesor vino a verte, quiere saber cómo sigue tu Me paré en seco. Sus ojos estaban especialmente en-
recuperación. cendidos y ni qué decir de sus rulos.
Lo miré con ojos asesinos, ¡qué caradura! —Por favor —pidió.
—¡Insólito! —dijo la Ale. Me estremecí. Tenía razón mi abuela Carmen, las co-
—SÍ, más que insólito. Me imagino que mi indiferen- sas duran lo que duran y pasan cuando tienen que pasar.
cia resultó ser una falla en su sistema de conquista, que Lo nuestro no había terminado del todo, aun cuando qui-
nunca se imaginó que lo abandonaría. No lo sé, Pero mi siera mantenerlo lejos.
papá no me dio la chance de escabullirme. Hasta tuve —Está bien —dije. Salgamos a caminar.
que ofrecerle algo para tomar. Quizás nos merecíamos una conversación. Y me hizo
bien escucharlo. No sé si fue totalmente honesto con sus
sentimientos ni si lo que dijo correspondía a la verdad de
los hechos. No importa, agradecí la charla. Y puede que
haya pecado de ingenua, porque le creí cuando dijo que Tanto que decir
me echaba de menos, que lo nuestro había sido especial.
Que no había sido una aventura, dijo. Le crei. Para mí,
claramente, no lo había sido. De una manera ingrata, pa-
gué mi noviciado y, de paso, perdí la inocencia. No fue
bonito. Pero no todo fue tóxico tampoco. Antonio queda-
134 rá inscrito en mi historia como alguien que me ayudó a Entré a Letras y no fui puntaje nacional, como esperaba 135
crecer, aunque fuera a porrazos. mi mamá, tampoco entré de las primeras. No me quejé,
Caminábamos por el parque a unas cuadras de mi el puntaje me permitió escoger libremente y eso fue su-
casa cuando me pidió que le diera otra oportunidad. ficiente. Mi papá estaba feliz. Cuando se publicaron los
Quería invitarme a trabajar con él en Berlín, un proyec- resultados en el diario, se tomó el día libre para acompa-
to puntual, dijo. Se trababa de recuperar rostros, no una ñarme a revisar mis opciones.
relectura de su primer trabajo, sino los rostros de la van- No me fue fácil asimilar lo que había pasado. No fue
guardía artística. llegar y cambiar de switch. Me imagino que las crisis nun-
—Te va a gustar, Laura, ca son iguales, aunque se asemejen en el dolor. Y, sin em-
—Lo sé —contesté, pero había sido un año especial- bargo, cada nueva sacudida me permitió mayor concien-
mente duro como para resistir un nuevo terremoto en mi cia. Eduqué el ojo, como quería mi papá. Aprendí a mirar.
vida. Necesitaba calma y creo que él entendió. Yo añoraba salir del colegio para ser libre, pero en ese año
—Laura, lo de Sofía... imposible descubrí que me llevaría tiempo. Como a mi
—Ya no importa —lo corté secamente. mamá. Ella esperaba que las cosas se acomodaran a su
Tuve la claridad de que no lo olvidaría, de que esa his- modo, quizás pensó que mi papá encontraría un trabajo
toria ya formaba parte de mi propia historia. Y la asumí en donde ganaría lo mismo que en el diario o que yo me
con cariño, igual que a ese loco año de duelo. recuperaría más rápido. No fue así y lo resintió. Aunque
De cuando en cuando, recibo algún mail o llamada todos lo resentimos de maneras diferentes. Podría decirles
suya. Hace poco volvió a invitarme a Berlín. No pierde las que para mi viejo no fue tan traumático dejar la revista en
esperanzas. la que puso su alma, que el cambio le sentó bien porque
—Pero, ¿sigue con ella? realmente algo se despertó en él. Eso fue indiscutible, pero
—No lo sé. Y tampoco me interesa preguntar. también sé que fue a costa de un gran dolor. Todavía le
preocupa lo que pasa con las artes visuales, la literatura o viera. La segunda, fue él quien se acercó. Ni siquiera lo vi
la música. Todavía revisa revistas y se le ocurren temas de venir. Se sentó al frente mío, en la biblioteca. El corazón
interés cultural, cosas que escribe y deja apuntadas en su se me fue a la garganta.
cuaderno de notas. Probablemente, en el futuro hará algo —¿Qué tal? —me dijo.
con ellas. O tal vez no. Quizás vivirá siempre con ese tic de -—Aquí estamos.
subrayar y apuntar las cosas que lee; entretejer historias, Ese día conversamos mucho, pero fuimos cuidadosos.
buscar el relato que esconde cada realidad. No quisimos estropear una nueva posibilidad. Quién sabe.
Tampoco fue nada sencillo el duelo por la muerte de La politesse, Laura, la politesse, como decía mi abuela. A
mi abuela. Para ninguno de los tres. Mi viejo sufre, toda- veces es mejor manejar ciertas distancias,
136 vía llora, pero también hace cosas que lo llenan en otros 137
niveles: tiene tiempo para leer, saca a pasear al perro, es-
cribe. Lo he visto teclear en las tardes. A veces me asomo
a su escritorio y se detiene unos segundos, dice que pre- Era tarde y me esperaban en casa para comer, Así es
para sus memorias. Me da risa, porque en esos momen- que me despedí de mis amigas.
tos lo veo tan reconciliado consigo mismo. A mi mamá le —¿Quieres que te lleve? —me ofreció la Ale,
falta para eso. Lo mismo que a mí. Aunque pelean menos —No, prefiero caminar.
y ya no me dan ganas de ser invisible para desaparecer Nos abrazamos en la puerta de su casa.
de la mesa cuando estamos comiendo juntos. Podemos —Aquí mismo fue donde le gritaste a Álvaro, ¿te
conversar. Á veces ella ríe con ganas y me da ternura y acuerdas?
me ilusiono creyendo que todo volverá a ser como antes, —Sí —dije—, aquí mismo.
aunque nada sea igual. Parecía que hubiesen pasado miles de años desde esa
Mi entrada a la universidad estuvo bien. Nada pare- fiesta, pero apenas había trascurrido poco más de dos.
cido al glamour que imaginé cuando estaba en el colegio El cielo estaba rojo, como en llamas, un atardecer des-
ni durante ese año en el que añoré la vida universitaria pués de la lluvia, cuando el sol se hace un espacio entre
que tenían todas ustedes. De hecho, en muchos aspectos las nubes. Ni siquiera alcancé a darme cuenta de que se-
ha sido más interesante trabajar en el Lucafé con Ricar- ría el escenario ideal para encontrarme con Álvaro, hasta
do que asistir a clases. Aunque estoy en un campus más que me tocaron la bocina.
grande, con una biblioteca que se quisiera mi papá y eso Él
ha sido bueno. Eso, y volver a ver a Álvaro. Lo primero que se me ocurrió pensar era que mi abuela
Sí, me lo he topado en la universidad. La primera vez Carmen por fin se acordaba de su nombre.
me puse tan nerviosa que me escondí. No quería que me —¿Adónde vas? —preguntó,
—Á mi casa, vengo de donde la Ale —dije, excusán- —Así es que estás contenta.
dome porque él vivía a dos cuadras. —Se me quitó lo amarga —dije y le guiñé un ojo.
—Me imaginé. Álvaro hizo una mueca extraña.
—¿Me llevas? —le pedí. Habíamos llegado a mi casa de jardín soleado que re-
Tenía puesta la radio y sonaba una música tranquila. cuperamos unos meses después de la muerte de mi abue-
—¿Y en qué andaban? la. Se produjo un silencio incómodo. Estacionamos al
—Poniéndonos al día, tanto que decir... frente, como tantas veces, y ahora parecía como si recién
—Bueno, no te tocó fácil. nos estuviéramos conociendo.
Hubo una pausa. Álvaro miraba hacia la calle.
138 —¿Qué nos pasó? —le pregunté y cerré los ojos. —Álvaro... 139
No sé si quería escuchar su respuesta. —Laura —contestó sin apartar su mirada de al frente.
—Tuvimos mala suerte... ¿no crees? —¿Crees que... —dejé la frase sin terminar.
—No me refiero a eso. Él tampoco dijo nada.
—Lo sé, Laura. —Nos vemos —me despedí, finalmente.
—¿Todavía piensas que debimos partir con un abra- —Nos vemos —respondió y me miró a los ojos.
zo? —le pregunté. Salí del auto y corrí hasta llegar a mi pieza, mi lugar
—Ay, Laura —dijo. seguro. Estaba tan convencida de que nuestra historia
—Á veces pienso que tenías razón. Perdóname. tendría otro final. Pero. Lo entendía, Álvaro necesitaba
—No tengo nada que perdonarte, supongo que cada tiempo y estaba dispuesta a dárselo. Tal vez, yo también
uno tuvo sus razones para estar lejos. lo necesitaba.
—De todos modos, quería que lo supieras. Comenzaba a oscurecer afuera. Me acerqué a la ven-
—¿Alguna vez me contarás qué pasó contigo y ese tal tana; nuevos nubarrones cerraban el cielo a esas horas,
Ricardo? prometiendo convertir las calles en arroyos. No sé por
—¿Ricardo? ¿Qué tiene que ver él? qué bajé la mirada, y sonreí: el auto de Álvaro seguía es-
—No sé, se veían tan cercanos... tacionado al frente de la puerta.
Quizás había esperanzas.
—Nos conocimos en la clínica y nos hemos hecho
amigos. ¿Sabías que tiene un café?
—No.
—Podrías ir a verme, trabajo ahí lunes, miércoles y
viernes después de clases,
Índice

I El camión 11
II Ricardo 18
111 Flashback 25
IV Injerto 30
V Enredo 37
VI Azulado 41
VI Muletas 44
VIII De nuevo 50
IX Pérdida 59
X Todo junto 68
XI Señorita 78
XII Abuela zen 86
XIóll Luto 94
XIV Desierto 101
XV Trenes 110
XVI Héroe 114
XVII Afondo 119
XVII ¿Final feliz? 125
XIX Descuentos 129
XX Tanto que decir 135

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