[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
31 vistas30 páginas

Drácula: RAM Toker

El documento es un extracto de 'Drácula' de Bram Stoker, que narra el viaje de Jonathan Harker a Transilvania, donde se encuentra con el conde Drácula. A lo largo de su travesía, Harker describe sus experiencias y las peculiaridades culturales del lugar, así como la inquietante atmósfera que lo rodea. La historia establece un tono de misterio y anticipación, sugiriendo la conexión con lo sobrenatural.

Cargado por

normalhola72
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
31 vistas30 páginas

Drácula: RAM Toker

El documento es un extracto de 'Drácula' de Bram Stoker, que narra el viaje de Jonathan Harker a Transilvania, donde se encuentra con el conde Drácula. A lo largo de su travesía, Harker describe sus experiencias y las peculiaridades culturales del lugar, así como la inquietante atmósfera que lo rodea. La historia establece un tono de misterio y anticipación, sugiriendo la conexión con lo sobrenatural.

Cargado por

normalhola72
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 30

BRAM STOKER

DRÁCULA

Este documento ha sido descargado de


http://www.escolar.com
Drácula Bram Stoker

DRÁCULA – Abraham Stoker (1847-1912)

Texto de dominio público.


Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

DRÁCULA
Abraham Stoker

I.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER

Bistritz, 3 de mayo. Salí de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a
la mañana siguiente, temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de
retraso. Budapest parece un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y
por la pequeña caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como
habíamos llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue que
estábamos saliendo del oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre
el Danubio, que aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos al
dominio de los turcos.
Salimos con bastante buen tiempo, y era noche cerrada cuando llegamos a Klausenburg, donde
pasé la noche en el hotel Royale. En la comida, o mejor dicho, en la cena, comí pollo preparado con
pimentón rojo, que estaba muy sabroso, pero que me dio mucha sed. (Recordar obtener la receta para
Mina). Le pregunté al camarero y me dijo que se llamaba "paprika hendl", y que, como era un plato
nacional, me sería muy fácil obtenerlo en cualquier lugar de los Cárpatos. Descubrí que mis escasos
conocimientos del alemán me servían allí de mucho; de hecho, no sé cómo me las habría arreglado sin
ellos.
Como dispuse de algún tiempo libre cuando estuve en Londres, visité el British Museum y estudié
los libros y mapas de la biblioteca que se referían a Transilvania; se me había ocurrido que un previo
conocimiento del país siempre sería de utilidad e importancia para tratar con un noble de la región.
Descubrí que el distrito que él me había mencionado se encontraba en el extremo oriental del país,
justamente en la frontera de tres estados: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en el centro de los montes
Cárpatos; una de las partes más salvajes y menos conocidas de Europa. No pude descubrir ningún mapa
ni obra que arrojara luz sobre la exacta localización del castillo de Drácula, pues no hay mapas en este
país que se puedan comparar en exactitud con los nuestros; pero descubrí que Bistritz, el pueblo de
posta mencionado por el conde Drácula, era un lugar bastante conocido. Voy a incluir aquí algunas de
mis notas, pues pueden refrescarme la memoria cuando le relate mis viajes a Mina.
En la población de Transilvania hay cuatro nacionalidades distintas: sajones en el sur, y
mezclados con ellos los valacos, que son descendientes de los dacios; magiares en el oeste, y
escequelios en el este y el norte. Voy entre estos últimos, que aseguran ser descendientes de Atila y los
hunos. Esto puede ser cierto, puesto que cuando los magiares conquistaron el país, en el siglo XI,
encontraron a los hunos, que ya se habían establecido en él. Leo que todas las supersticiones conocidas
en el mundo están reunidas en la herradura de los Cárpatos, como si fuese el centro de alguna especie
de remolino imaginativo; si es así, mi estancia puede ser muy interesante. (Recordar que debo
preguntarle al conde acerca de esas supersticiones).
No dormí bien, aunque mi cama era suficientemente cómoda, pues tuve toda clase de extraños
sueños. Durante toda la noche un perro aulló bajo mi ventana, lo cual puede haber tenido que ver algo
con ello; o puede haber sido también el pimentón, puesto que tuve que beberme toda el agua de mi
garrafón, y todavía me quedé sediento.
Ya de madrugada me dormí, pero fui despertado por unos golpes insistentes en mi puerta, por lo
que supongo que en esos momentos estaba durmiendo profundamente. Comí más pimentón en el
desayuno, una especie de potaje hecho de harina de maíz que dicen era "mamaliga", y berenjena rellena
con picadillo, un excelente plato al cual llaman "impletata" (recordar obtener también la receta de esto).
Me apresuré a desayunarme, ya que el tren salía un poco después de las ocho, o, mejor dicho, debió
haber salido, pues después de correr a la estación a las siete y media tuve que aguardar sentado en el
vagón durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en movimiento. Me parece que cuanto más
al este se vaya, menos puntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?

1
Drácula Bram Stoker

Pareció que durante todo el día vagábamos a través de un país que estaba lleno de toda clase de
bellezas. A veces vimos pueblecitos o castillos en la cúspide de empinadas colinas, tales como se ven en
los antiguos misales; algunas veces corrimos a la par de ríos y arroyuelos, que por el amplio y pedregoso
margen a cada lado de ellos, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita gran cantidad
de agua, con una corriente muy fuerte, para poder limpiar la orilla exterior de un río. En todas las
estaciones había grupos de gente, algunas veces multitudes, y con toda clase de atuendos. Algunos de
ellos eran exactamente iguales a los campesinos de mi país, o a los que había visto cuando atravesaba
Francia y Alemania, con chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones hechos por ellos mismos;
pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres eran bonitas, excepto cuando uno se les acercaba, pues
eran bastante gruesas alrededor de la cintura. Todas llevaban largas mangas blancas, y la mayor parte
de ellas tenían anchos cinturones con un montón de flecos de algo que les colgaba como en los vestidos
en un ballet, pero por supuesto que llevaban enaguas debajo de ellos. Las figuras más extrañas que
vimos fueron los eslovacos, que eran más bárbaros que el resto, con sus amplios sombreros de vaquero,
grandes pantalones bombachos y sucios, camisas blancas de lino y enormes y pesados cinturones de
cuero, casi de un pie de ancho, completamente tachonados con clavos de hojalata. Usaban botas altas,
con los pantalones metidos dentro de ellas, y tenían el pelo largo y negro, y bigotes negros y pesados.
Eran muy pintorescos, pero no parecían simpáticos. En cualquier escenario se les reconocería
inmediatamente como alguna vieja pandilla de bandoleros. Sin embargo, me dicen que son bastante
inofensivos y, lo que es más, bastante tímidos.
Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a Bistritz, que es una antigua localidad muy
interesante. Como está prácticamente en la frontera, pues el paso de Borgo conduce desde ahí a
Bucovina, ha tenido una existencia bastante agitada, y desde luego pueden verse las señales de ella.
Hace cincuenta años se produjeron grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco
ocasiones diferentes. A comienzos del siglo XVII sufrió un sitio de tres semanas y perdió trece mil
personas, y a las bajas de la guerra se agregaron las del hambre y las enfermedades.
El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone, el cual, para mi gran
satisfacción, era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible
de las costumbres del país. Evidentemente me esperaban, pues cuando me acerqué a la puerta me
encontré frente a una mujer ya entrada en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina: ropa
interior blanca con un doble delantal, por delante y por detrás, de tela vistosa, tan ajustado al cuerpo que
no podía calificarse de modesto. Cuando me acerqué, ella se inclinó y dijo:
—¿El señor inglés?
—Sí —le respondí—: Jonathan Harker.
Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre anciano en camisa de blancas mangas,
que la había seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero regresó inmediatamente con una carta:
"Mi querido amigo: bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando ansiosamente. Duerma bien,
esta noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia para Bucovina; ya tiene un lugar reservado. En el
desfiladero de Borgo mi carruaje lo estará esperando y lo traerá a mi casa. Espero que su viaje desde
Londres haya transcurrido sin tropiezos, y que disfrute de su estancia en mi bello país.
Su amigo,
DRÁCULA"

4 de mayo. Averigüé que mi posadero había recibido una carta del conde, ordenándole que
asegurara el mejor lugar del coche para mí; pero al inquirir acerca de los detalles, se mostró un tanto
reticente y pretendió no poder entender mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta esos
momentos lo había entendido perfectamente; por lo menos respondía a mis preguntas exactamente como
si las entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se miraron con temor. Él murmuró que
el dinero le había sido enviado en una carta, y que era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía
al Conde Drácula y si podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y diciendo
que no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más.

2
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

Era ya tan cerca a la hora de la partida que no tuve tiempo de preguntarle a nadie más, pero todo
me parecía muy misterioso y de ninguna manera tranquilizante.
Unos instantes antes de que saliera, la anciana subió hasta mi cuarto y dijo, con voz nerviosa:
—¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven señor, ¿tiene que ir?
Estaba en tal estado de excitación que pareció haber perdido la noción del poco alemán que
sabía, y lo mezcló todo con otro idioma del cual yo no entendí ni una palabra. Apenas comprendí algo
haciéndole numerosas preguntas. Cuando le dije que me tenía que ir inmediatamente, y que estaba
comprometido en negocios importantes, preguntó otra vez:
—¿Sabe usted qué día es hoy?
Le respondí que era el cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y habló otra vez:
—¡Oh, sí! Eso ya lo sé. Eso ya lo sé, pero, ¿sabe usted qué día es hoy?
Al responderle yo que no le entendía, ella continuó:
—Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabe usted que hoy por la noche, cuando el reloj
marque la medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo tendrán pleno poder? ¿Sabe usted
adónde va y a lo que va?
Estaba en tal grado de desesperación que yo traté de calmarla, pero sin efecto. Finalmente, cayó
de rodillas y me imploró que no fuera; que por lo menos esperara uno o dos días antes de partir. Todo
aquello era bastante ridículo, pero yo no me sentí tranquilo. Sin embargo, tenía un negocio que arreglar y
no podía permitir que nada se interpusiera. Por lo tanto traté de levantarla, y le dije, tan seriamente como
pude, que le agradecía, pero que mi deber era imperativo y yo tenía que partir. Entonces ella se levantó y
secó sus ojos, y tomando un crucifijo de su cuello me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como fiel de
la Iglesia Anglicana, me he acostumbrado a ver semejantes cosas como símbolos de idolatría, y sin
embargo, me pareció descortés rechazárselo a una anciana con tan buenos propósitos y en tal estado
mental. Supongo que ella pudo leer la duda en mi rostro, pues me puso el rosario alrededor del cuello, y
dijo: "Por amor a su madre", y luego salió del cuarto. Estoy escribiendo esta parte de mi diario mientras,
espero el coche, que por supuesto, está retrasado; y el crucifijo todavía cuelga alrededor de mi cuello. No
sé si es el miedo de la anciana o las múltiples tradiciones fantasmales de este lugar, o el mismo crucifijo,
pero lo cierto es que no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega alguna vez a
manos de Mina antes que yo, que le lleve mi adiós ¡Aquí viene mi coche!

5 de mayo. El castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy alto sobre el
horizonte distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por colinas, pues está tan alejado que
las cosas grandes y pequeñas se mezclan. No tengo sueño y, como no se me llamará hasta que
despierte solo, naturalmente escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que quisiera
anotar, y para que nadie al leerlas pueda imaginarse que cené demasiado bien antes de salir de Bistritz,
también anotaré exactamente mi cena. Cené lo que ellos llaman "biftec robado", con rodajas de tocino,
cebolla y carne de res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado en palos y asado. ¡En el estilo sencillo
de la "carne de gato" de Londres! El vino era Mediasch Dorado, que produce una rara picazón en la
lengua, la cual, sin embargo, no es desagradable. Sólo bebí un par de vasos de este vino, y nada más.
Cuando llegué al coche, el conductor todavía no había tomado su asiento, y lo vi hablando con la
dueña de la posada. Evidentemente hablaban de mí, pues de vez en cuando se volvían para verme, y
algunas de las personas que estaban sentadas en el banco fuera de la puerta (a las que llaman con un
nombre que significa "Portadores de palabra") se acercaron y escucharon, y luego me miraron, la mayor
parte de ellos compadeciéndome. Pude escuchar muchas palabras que se repetían a menudo: palabras
raras, pues había muchas nacionalidades en el grupo; así es que tranquilamente extraje mi diccionario
políglota de mi petaca, y las busqué. Debo admitir que no me produjeron ninguna alegría, pues entre ellas
estaban "Ordog" (Satanás), "pokol" (infierno), "stregoica" (bruja), "vrolok" y "vlkoslak" (las que significan la
misma cosa, una en eslovaco y la otra en servio, designando algo que es un hombre lobo o un vampiro).
(Recordar: debo preguntarle al conde acerca de estas supersticiones.) Cuando partimos, la multitud
alrededor de la puerta de la posada, que para entonces ya había crecido a un número considerable,

3
Drácula Bram Stoker

todos hicieron el signo de la cruz y dirigieron dos dedos hacia mí. Con alguna dificultad conseguí que un
pasajero acompañante me dijera qué significaba todo aquello; al principio no quería responderme, pero
cuando supo que yo era inglés, me explicó que era el encanto o hechizo contra el mal de ojo. Esto
tampoco me agradó mayormente cuando salía hacia un lugar desconocido con un hombre desconocido;
pero todo el mundo parecía tan bondadoso, tan compasivo y tan simpático que no pude evitar sentirme
emocionado.
Nunca olvidaré el último vistazo que eché al patio interior de la posada y su multitud de
pintorescos personajes, todos persignándose, mientras estaban alrededor del amplio pórtico, con su
fondo de rico follaje de adelfas y árboles de naranjo en verdes tonelitos agrupados en el centro del patio.
Entonces nuestro conductor, cuyo amplio pantalón de lino cubría todo el asiento frontal (ellos lo llaman
"gotza"), fustigó su gran látigo sobre los cuatro pequeños caballos que corrían de dos en dos, e iniciamos
nuestro viaje…
Pronto perdí de vista y de la memoria los fantasmales temores en la belleza de la escena por la
que atravesábamos, aunque si yo hubiese conocido el idioma, o mejor, los idiomas que hablaban mis
compañeros de viaje, es muy posible que no hubiese sido capaz de deshacerme de ellos tan fácilmente.
Ante nosotros se extendía el verde campo inclinado lleno de bosques con empinadas colinas aquí y allá,
coronadas con cúmulos de tréboles o con casas campesinas, con sus paredes vacías viendo hacia la
carretera.
Por todos lados había una enloquecedora cantidad de frutos en flor: manzanas, ciruelas, peras y
fresas. Y a medida que avanzábamos, pude ver cómo la verde hierba bajo los árboles estaba cuajada
con pétalos caídos. La carretera entraba y salía entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman "Tierra
Media", liberándose al barrer alrededor de las curvas, o cerrada por los estrangulantes brazos de los
bosques de pino, que aquí y allá corrían colina abajo como lenguas de fuego. El camino era áspero, pero
a pesar de ello parecía que volábamos con una prisa excitante. Entonces no podía entender a qué se
debía esa prisa, pero evidentemente el conductor no quería perder tiempo antes de llegar al desfiladero
de Borgo. Se me dijo que el camino era excelente en verano, pero que todavía no había sido arreglado
después de las nieves del invierno. A este respecto era diferente a la mayoría de los caminos de los
Cárpatos, pues es una antigua tradición que no deben ser mantenidos en tan buen estado. Desde la
antigüedad los hospadares no podían repararlos, pues entonces los turcos pensaban que se estaban
preparando para traer tropas extranjeras, y de esta manera atizar la guerra que siempre estaba
verdaderamente a punto de desatarse.
Más allá de las verdes e hinchadas lomas de la Tierra Media se levantaban imponentes colinas
de bosques que llegaban hasta las elevadas cumbres de los Cárpatos.
Se levantaban a la izquierda y a la derecha de nosotros, con el sol de la tarde cayendo
plenamente sobre ellas y haciendo relucir los gloriosos colores de esta bella cordillera, azul profundo y
morado en las sombras de los picos, verde y marrón donde la hierba y las piedras se mezclaban, y una
infinita perspectiva de rocas dentadas y puntiagudos riscos, hasta que ellos mismos se perdían en la
distancia, donde las cumbres nevadas se alzaban grandiosamente. Aquí y allá parecían descubrirse
imponentes grietas en las montañas, a través de las cuales, cuando el sol comenzó a descender, vimos
en algunas ocasiones el blanco destello del agua cayendo. Uno de mis compañeros me tocó la mano
mientras nos deslizábamos alrededor de la base de una colina y señaló la elevada cima de una montaña
cubierta de nieve, que parecía, a medida que avanzábamos en nuestra serpenteante carretera, estar
frente a nosotros.
—¡Mire! ¡Ilsten szek! "¡El trono de Dios!" —me dijo, y se persignó nuevamente.
A medida que continuamos por nuestro interminable camino y el sol se hundió más y más detrás
de nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a rodearnos. Este hecho quedó realzado porque las
cimas de las nevadas montañas todavía recibían los rayos del sol, y parecían brillar con un delicado y frío
color rosado. Aquí y allá pasamos ante checos y eslovacos, todos en sus pintorescos atuendos, pero noté
que el bocio prevalecía dolorosamente. A lo largo de la carretera había muchas cruces, y a medida que
pasamos, todos mis compañeros se persignaron ante ellas. Aquí y allá había una campesina arrodillada
frente a un altar, sin que siquiera se volviera a vernos al acercarnos, sino que más bien parecía, en el
arrobamiento de la devoción, no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior. Muchas cosas eran

4
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

completamente nuevas para mí; por ejemplo, hacinas de paja en los árboles, y aquí y allá, muy bellos
grupos de sauces llorones, con sus blancas ramas brillando como plata a través del delicado verde de las
hojas. Una y otra vez pasamos un carromato (la carreta ordinaria de los campesinos) con su vértebra
larga, culebreante, calculada para ajustarse a las desigualdades de la carretera. En cada uno de ellos iba
sentado un grupo de campesinos que regresaban a sus hogares, los checos con sus pieles de oveja
blancas y los eslovacos con las suyas de color. Estos últimos llevaban a guisa de lanzas sus largas
duelas, con un hacha en el extremo. Al comenzar a caer la noche se sintió mucho frío, y la creciente
penumbra pareció mezclar en una sola bruma la lobreguez de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque
en los valles que corrían profundamente a través de los surcos de las colinas, a medida que ascendíamos
hacia el desfiladero, se destacaban contra el fondo de la tardía nieve los oscuros abetos. Algunas veces,
mientras la carretera era cortada por los bosques de pino que parecían acercarse a nosotros en la
oscuridad, grandes masas grisáceas que estaban desparramadas aquí y allá entre los árboles producían
un efecto lóbrego y solemne, que hacía renacer los pensamientos y las siniestras fantasías engendradas
por la tarde, mientras que el sol poniente parecía arrojar un extraño consuelo a las fantasmales nubes
que, entre los Cárpatos, parece que vagabundean incesantemente por los valles. En ciertas ocasiones
las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo podían
avanzar muy lentamente. Yo quise descender del coche y caminar al lado de ellos, tal como hacemos en
mi país, pero el cochero no quiso saber nada de eso.
—No; no —me dijo—, no debe usted caminar aquí. Los perros son muy fieros —dijo, y luego
añadió, con lo que evidentemente parecía ser una broma macabra, pues miró a su alrededor para captar
las sonrisas afirmativas de los demás—: Ya tendrá usted suficiente que hacer antes de irse a dormir.
Así fue que la única parada que hizo durante un momento sirvió para que encendiera las
lámparas.
Al oscurecer pareció que los pasajeros se volvían más nerviosos y continuamente le estuvieron
hablando al cochero uno tras otro, como si le pidieran que aumentara la velocidad. Fustigó a los caballos
inmisericordemente con su largo látigo, y con salvajes gritos de aliento trató de obligarlos a mayores
esfuerzos. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris adelante de
nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. La intranquilidad de los pasajeros aumentó; el
loco carruaje se bamboleó sobre sus grandes resortes de cuero, y se inclinó hacia uno y otro lado como
un barco flotando sobre un mar proceloso. Yo tuve que sujetarme. El camino se hizo más nivelado y
parecía que volábamos sobre él. Entonces, las montañas parecieron acercarse a nosotros desde ambos
lados, como si quisiesen estrangularnos, y nos encontramos a la entrada del desfiladero de Borgo. Uno
por uno todos los pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo de una manera tan sincera que no había
modo de negarse a recibirlos. Desde luego los regalos eran de muy diversas y extrañas clases, pero cada
uno me lo entregó de tan buena voluntad, con palabras tan amables, y con una bendición, esa extraña
mezcla de movimientos temerosos que ya había visto en las afueras del hotel en Bistritz: el signo de la
cruz y el hechizo contra el mal de ojo.
Entonces, al tiempo que volábamos, el cochero se inclinó hacia adelante y, a cada lado, los
pasajeros, apoyándose sobre las ventanillas del coche, escudriñaron ansiosamente la oscuridad. Era
evidente que se esperaba que sucediera algo raro, pero aunque le pregunté a cada uno de los pasajeros,
ninguno me dio la menor explicación. Este estado de ánimo duró algún tiempo, y al final vimos cómo el
desfiladero se abría hacia el lado oriental. Sobre nosotros pendían oscuras y tenebrosas nubes, y el aire
se encontraba pesado, cargado con la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cordillera
separara dos atmósferas, y que ahora hubiésemos entrado en la tormentosa. Yo mismo me puse a
buscar el vehículo que debía llevarme hasta la residencia del conde. A cada instante esperaba ver el
destello de lámparas a través de la negrura, pero todo se quedó en la mayor oscuridad. La única luz
provenía de los parpadeantes rayos de luz de nuestras propias lámparas, en las cuales los vahos de
nuestros agotados caballos se elevaban como nubes blancas. Ahora pudimos ver el arenoso camino
extendiéndose blanco frente a nosotros, pero en él no había ninguna señal de un vehículo. Los pasajeros
se reclinaron con un suspiro de alegría, que parecía burlarse de mi propia desilusión. Ya estaba
pensando qué podía hacer en tal situación cuando el cochero, mirando su reloj, dijo a los otros algo que
apenas pude oír, tan suave y misterioso fue el tono en que lo dijo. Creo que fue algo así como "una hora
antes de tiempo". Entonces se volvió a mí y me dijo en un alemán peor que el mío:

5
Drácula Bram Stoker

—No hay ningún carruaje aquí. Después de todo, nadie espera al señor. Será mejor que ahora
venga a Bucovina y regrese mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.
Mientras hablaba, los caballos comenzaron a piafar y a relinchar, y a encabritarse tan
salvajemente que el cochero tuvo que sujetarlos con firmeza. Entonces, en medio de un coro de alaridos
de los campesinos que se persignaban apresuradamente, apareció detrás de nosotros una calesa, nos
pasó y se detuvo al lado de nuestro coche. Por la luz que despedían nuestras lámparas, al caer los rayos
sobre ellos, pude ver que los caballos eran unos espléndidos animales, negros como el carbón. Estaban
conducidos por un hombre alto, con una larga barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía
ocultar su rostro de nosotros. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que parecieron
rojos al resplandor de la lámpara, en los instantes en que el hombre se volvió a nosotros. Se dirigió al
cochero:
—Llegó usted muy temprano hoy, mi amigo.
El hombre replicó balbuceando:
—El señor inglés tenía prisa.
Entonces el extraño volvió a hablar:
—Supongo entonces que por eso usted deseaba que él siguiera hasta Bucovina. No puede
engañarme, mi amigo. Sé demasiado, y mis caballos son veloces.
Y al hablar sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura boca, con labios muy
rojos, sus agudos dientes le brillaron blancos como el marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro
aquella frase de la "Leonora" de Burger:
"Denn die Todten reiten schnell"
(Pues los muertos viajan velozmente)
El extraño conductor escuchó evidentemente las palabras, pues alzó la mirada con una
centelleante sonrisa. El pasajero escondió el rostro al mismo tiempo que hizo la señal con los dos dedos
y se persignó.
—Dadme el equipaje del señor —dijo el extraño cochero.
Con una presteza excesiva mis maletas fueron sacadas y acomodadas en la calesa. Luego
descendí del coche, pues la calesa estaba situada a su lado, y el cochero me ayudó con una mano que
asió mi brazo como un puño de acero; su fuerza debía ser prodigiosa. Sin decir palabra agitó las riendas,
los caballos dieron media vuelta y nos deslizamos hacia la oscuridad del desfiladero. Al mirar hacia atrás
vi el vaho de los caballos del coche a la luz de las lámparas, y proyectadas contra ella las figuras de mis
hasta hacia poco compañeros, persignándose. Entonces el cochero fustigó su látigo y gritó a los caballos,
y todos arrancaron con rumbo a Bucovina. Al perderse en la oscuridad sentí un extraño escalofrío, y un
sentimiento de soledad se apoderó de mí.
Pero mi nuevo cochero me cubrió los hombros con una capa y puso una manta sobre mis
rodillas, hablando luego en excelente alemán:
—La noche está fría, señor mío, y mi señor el conde me pidió que tuviera buen cuidado de usted.
Debajo del asiento hay una botella de slivovitz, un licor regional hecho de ciruelas, en caso de que usted
guste...
Pero yo no tomé nada, aunque era agradable saber que había una provisión de licor. Me sentí un
poco extrañado, y no menos asustado. Creo que si hubiese habido otra alternativa, yo la hubiese tomado
en vez de proseguir aquel misterioso viaje nocturno.
El carruaje avanzó a paso rápido, en línea recta; luego dimos una curva completa y nos
internamos por otro camino recto. Me pareció que simplemente dábamos vuelta una y otra vez sobre el
mismo lugar; así pues, tomé nota de un punto sobresaliente y confirmé mis sospechas. Me hubiese
gustado preguntarle al cochero qué significaba todo aquello, pero realmente tuve miedo, pues pensé que,
en la situación en que me encontraba, cualquier protesta no podría dar el efecto deseado en caso de que
hubiese habido una intención de retraso. Al cabo de un rato, sin embargo, sintiéndome curioso por saber

6
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

cuánto tiempo había pasado, encendí un fósforo, y a su luz miré mi reloj; faltaban pocos minutos para la
medianoche. Esto me dio una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición general acerca de
la medianoche había aumentado debido a mis recientes experiencias. Me quedé aguardando con una
enfermiza sensación de ansiedad.
Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa campesina más adelante del camino. Dejó
escapar un largo, lúgubre aullido, como si tuviese miedo. Su llamado fue recogido por otro perro y por
otro y otro, hasta que, nacido como el viento que ahora pasaba suavemente a través del desfiladero,
comenzó un aterrador concierto de aullidos que parecían llegar de todos los puntos del campo, desde tan
lejos como la imaginación alcanzase a captar a través de las tinieblas de la noche. Desde el primer
aullido los caballos comenzaron a piafar y a inquietarse, pero el cochero les habló tranquilizándolos, y
ellos recobraron la calma, aunque temblaban y sudaban como si acabaran de pasar por un repentino
susto. Entonces, en la lejana distancia, desde las montañas que estaban a cada lado de nosotros, llegó
un aullido mucho más fuerte y agudo, el aullido de los lobos, que afectó a los caballos y a mi persona de
la misma manera, pues estuve a punto de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos
retrocedieron y se encabritaron frenéticamente, de manera que el cochero tuvo que emplear toda su
fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, a los pocos minutos mis oídos se habían
acostumbrado a los aullidos, y los caballos se habían calmado tanto que el cochero pudo descender y
pararse frente a ellos. Los sobó y acarició, y les susurró algo en las orejas, tal como he oído que hacen
los domadores de caballos, y con un efecto tan extraordinario que bajo estos mimos se volvieron
nuevamente bastante obedientes, aunque todavía temblaban. El cochero tomó nuevamente su asiento,
sacudió sus riendas y reiniciamos nuestro viaje a buen paso.
Esta vez, después de llegar hasta el lado extremo del desfiladero, repentinamente cruzó por una
estrecha senda que se introducía agudamente a la derecha.
Pronto nos encontramos obstruidos por árboles, que en algunos lugares cubrían por completo el
camino, formando una especie de túnel a través del cual pasábamos. Y además de eso, gigantescos
peñascos amenazadores nos hacían valla a uno y otro lado.
A pesar de encontrarnos así protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, pues
gemía y silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí al pasar nosotros por
el camino. Hizo cada vez más frío v una fina nieve comenzó a caer, de tal manera que al momento
alrededor de nosotros todo estaba cubierto por un manto blanco. El aguzado viento todavía llevaba los
aullidos de los perros, aunque éstos fueron decreciendo a medida que nos alejábamos. El aullido de los
lobos, en cambio, se acercó cada vez más, como si ellos se fuesen aproximando hacia nosotros por
todos lados. Me sentí terriblemente angustiado, y los caballos compartieron mi miedo. Sin embargo, el
cochero no parecía tener ningún temor; continuamente volvía la cabeza hacia la izquierda y hacia la
derecha, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.
Repentinamente, lejos, a la izquierda, divisé el débil resplandor de una llama azul. El cochero lo
vio al mismo tiempo; inmediatamente paró los caballos y, saltando a tierra, desapareció en la oscuridad.
Yo no sabía qué hacer, y mucho menos debido a que los aullidos de los lobos parecían acercarse; pero
mientras dudaba, el cochero apareció repentinamente otra vez, y sin decir palabra tomó asiento y
reanudamos nuestro viaje.
Creo que debo haberme quedado dormido o soñé repetidas veces con el incidente, pues éste se
repitió una y otra vez, y ahora, al recordarlo, me parece que fue una especie de pesadilla horripilante.
Una vez la llama apareció tan cerca del camino que hasta en la oscuridad que nos rodeaba pude
observar los movimientos del cochero. Se dirigió rápidamente a donde estaba la llama azul (debe haber
sido muy tenue, porque no parecía iluminar el lugar alrededor de ella), y tomando algunas piedras las
colocó en una forma significativa. En una ocasión fui víctima de un extraño efecto óptico: estando él
parado entre la llama y yo, no pareció obstruirla, porque continué viendo su fantasmal luminosidad. Esto
me asombró, pero como sólo fue un efecto momentáneo, supuse que mis ojos me habían engañado
debido al esfuerzo que hacía en la oscuridad. Luego, por un tiempo, ya no aparecieron las llamas azules,
y nos lanzamos velozmente a través de la oscuridad con los aullidos de los lobos rodeándonos, como si
nos siguieran en círculos envolventes.

7
Drácula Bram Stoker

Finalmente el cochero se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces, y durante su
ausencia los caballos comenzaron a temblar más que nunca y a piafar y relinchar de miedo. No pude ver
ninguna causa que motivara su nerviosismo, pues los aullidos de los lobos habían cesado por completo;
pero entonces la luna, navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la dentada cresta de
una roca saliente revestida de pinos, y a su luz vi alrededor de nosotros un círculo de lobos, con dientes
blancos y lenguas rojas y colgantes, con largos miembros sinuosos y pelo hirsuto. Eran cien veces más
terribles en aquel lúgubre silencio que los rodeaba que cuando estaban aullando. Por mi parte, caí en una
especie de parálisis de miedo. Sólo cuando el hombre se encuentra cara a cara con semejantes horrores
puede comprender su verdadero significado.
De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar como si la luz de la luna produjera un efecto
peculiar en ellos. Los caballos se encabritaron y retrocedieron, y miraron impotentes alrededor con unos
ojos que giraban de manera dolorosa; pero el círculo viviente de terror los acompañaba a cada lado;
forzosamente tuvieron que permanecer dentro de él. Yo le grité al cochero que regresara, pues me
pareció que nuestra última alternativa era tratar de abrirnos paso a través del círculo, y para ayudarle a su
regreso grité y golpeé a un lado de la calesa, esperando que el ruido espantara a los lobos de aquel lado
y así él tuviese oportunidad de subir al coche.
Cómo finalmente llegó es cosa que no sé; pero escuché su voz alzarse en un tono de mando
imperioso, y mirando hacia el lugar de donde provenía, lo vi parado en medio del camino. Agitó los largos
brazos como si tratase de apartar un obstáculo impalpable, y los lobos se retiraron, justamente en esos
momentos una pesada nube pasó a través de la cara de la luna, de modo que volvimos a sumirnos en la
oscuridad.
Cuando pude ver otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían
desaparecido. Todo esto fue tan extraño y misterioso que fui sobrecogido por un miedo pánico, y no tuve
valor para moverme ni para hablar. El tiempo pareció interminable mientras continuamos nuestro camino,
ahora en la más completa oscuridad, pues las negras nubes oscurecían la luna. Continuamos
ascendiendo, con ocasionales períodos de rápidos descensos, pero ascendiendo la mayor parte del
tiempo.
Repentinamente tuve conciencia de que el conductor estaba deteniendo a los caballos en el patio
interior de un inmenso castillo ruinoso en parte, de cuyas altas ventanas negras no salía un sólo rayo de
luz, y cuyas quebradas murallas mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado
por la luz de la luna.

II.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

5 de mayo. Debo haber estado dormido, pues es seguro que si hubiese estado plenamente
despierto habría notado que nos acercábamos a tan extraordinario lugar. En la oscuridad, el patio parecía
ser de considerable tamaño, y como de él partían varios corredores negros de grandes arcos redondos,
quizá parecía ser más grande de lo que era en realidad. Todavía no he tenido la oportunidad de verlo a la
luz del día.
Cuando se detuvo la calesa, el cochero saltó y me ofreció la mano para ayudarme a descender.
Una vez más, pude comprobar su prodigiosa fuerza. Su mano prácticamente parecía una prensa de
acero que hubiera podido estrujar la mía si lo hubiese querido. Luego bajó mis cosas y las colocó en el
suelo a mi lado, mientras yo permanecía cerca de la gran puerta, vieja y tachonada de grandes clavos de
hierro, acondicionada en un zaguán de piedra maciza. Aun en aquella tenue luz pude ver que la piedra
estaba profusamente esculpida, pero que las esculturas habían sido desgastadas por el tiempo y las
lluvias. Mientras yo permanecía en pie, el cochero saltó otra vez a su asiento y agitó las riendas; los
caballos iniciaron la marcha, y desaparecieron debajo de una de aquellas negras aberturas con coche y
todo.
Permanecí en silencio donde estaba, porque realmente no sabía que hacer. No había señales de
ninguna campana ni aldaba, y a través de aquellas ceñudas paredes y oscuras ventanas lo más probable

8
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

era que mi voz no alcanzara a penetrar. El tiempo que esperé me pareció infinito, y sentí cómo las dudas
y los temores me asaltaban. ¿A qué clase de lugar había llegado, y entre qué clase de gente me
encontraba? ¿En qué clase de lúgubre aventura me había embarcado? ¿Era aquél un incidente normal
en la vida de un empleado del procurador enviado a explicar la compra de una propiedad en Londres a
un extranjero? ¡Empleado del procurador! A Mina no le gustaría eso. Mejor procurador, pues justamente
antes de abandonar Londres recibía la noticia de que mi examen había sido aprobado; ¡de tal modo que
ahora yo ya era un procurador hecho y derecho!
Comencé a frotarme los ojos y a pellizcarme, para ver si estaba despierto. Todo me parecía como
una horrible pesadilla, y esperaba despertar de pronto encontrándome en mi casa con la aurora luchando
a través de las ventanas, tal como ya me había sucedido en otras ocasiones después de trabajar
demasiado el día anterior. Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco, y mis ojos no se dejaban
engañar. Era indudable que estaba despierto y en los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era tener
paciencia y esperar a que llegara la aurora.
En cuanto llegué a esta conclusión escuché pesados pasos que se acercaban detrás de la gran
puerta, y vi a través de las hendiduras el brillo de una luz que se acercaba. Se escuchó el ruido de
cadenas que golpeaban y el chirrido de pesados cerrojos que se corrían. Una llave giró haciendo el
conocido ruido producido por el largo desuso, y la inmensa puerta se abrió hacia adentro. En ella
apareció un hombre alto, ya viejo, nítidamente afeitado, a excepción de un largo bigote blanco, y vestido
de negro de la cabeza a los pies, sin ninguna mancha de color en ninguna parte. Tenía en la mano una
antigua lámpara de plata, en la cual la llama se quemaba sin globo ni protección de ninguna clase,
lanzando largas y ondulosas sombras al fluctuar por la corriente de la puerta abierta. El anciano me hizo
un ademán con su mano derecha, haciendo un gesto cortés y hablando en excelente inglés, aunque con
una entonación extraña:
—Bienvenido a mi casa. ¡Entre con libertad y por su propia voluntad!
No hizo ningún movimiento para acercárseme, sino que permaneció inmóvil como una estatua,
como si su gesto de bienvenida lo hubiese fijado en piedra. Sin embargo, en el instante en que traspuse
el umbral de la puerta, dio un paso impulsivamente hacia adelante y, extendiendo la mano, sujetó la mía
con una fuerza que me hizo retroceder, un efecto que no fue aminorado por el hecho de que parecía fría
como el hielo; de que parecía más la mano de un muerto que de un hombre vivo. Dijo otra vez:
—Bien venido a mi casa. Venga libremente, váyase a salvo, y deje algo de la alegría que trae
consigo.
La fuerza del apretón de mano era tan parecida a la que yo había notado en el cochero, cuyo
rostro no había podido ver, que por un momento dudé si no se trataba de la misma persona a quien le
estaba hablando; así es que para asegurarme, le pregunté:
—¿El conde Drácula?
Se inclinó cortésmente al responderme.
—Yo soy Drácula; y le doy mi bienvenida, señor Harker, en mi casa. Pase; el aire de la noche
está frío, y seguramente usted necesita comer y descansar.
Mientras hablaba, puso la lámpara sobre un soporte en la pared, y saliendo, tomó mi equipaje; lo
tomó antes de que yo pudiese evitarlo. Yo protesté, pero él insistió:
—No, señor; usted es mi huésped. Ya es tarde, y mis sirvientes no están a mano. Deje que yo
mismo me preocupe por su comodidad.
Insistió en llevar mis cosas a lo largo del corredor y luego por unas grandes escaleras de caracol,
y a través de otro largo corredor en cuyo piso de piedra nuestras pisadas resonaban fuertemente. Al final
de él abrió de golpe una pesada puerta, y yo tuve el regocijo de ver un cuarto muy bien alumbrado en el
cual estaba servida una mesa para la cena, y en cuya chimenea un gran fuego de leños, seguramente
recién llevados, lanzaba destellantes llamas.
El conde se detuvo, puso mis maletas en el suelo, cerró la puerta y, cruzando el cuarto, abrió otra
puerta que daba a un pequeño cuarto octogonal alumbrado con una simple lámpara, y que a primera

9
Drácula Bram Stoker

vista no parecía tener ninguna ventana. Pasando a través de éste, abrió todavía otra puerta y me hizo
señas para que pasara. Era una vista agradable, pues allí había un gran dormitorio muy bien alumbrado y
calentado con el fuego de otro hogar, que también acababa de ser encendido, pues los leños de encima
todavía estaban frescos y enviaban un hueco chisporroteo a través de la amplia chimenea. El propio
conde dejó mi equipaje adentro y se retiró, diciendo antes de cerrar la puerta:
—Necesitará, después de su viaje, refrescarse un poco y arreglar sus cosas. Espero que
encuentre todo lo que desee. Cuando termine venga al otro cuarto, donde encontrará su cena preparada.
La luz y el calor de la cortés bienvenida que me dispensó el conde parecieron disipar todas mis
antiguas dudas y temores. Entonces, habiendo alcanzado nuevamente mi estado normal, descubrí que
estaba medio muerto de hambre, así es que me arreglé lo más rápidamente posible y entré en la otra
habitación.
Encontré que la cena ya estaba servida. Mi anfitrión estaba en pie al lado de la gran fogata,
reclinado contra la chimenea de piedra; hizo un gracioso movimiento con la mano, señalando la mesa, y
dijo:
—Le ruego que se siente y cene como mejor le plazca. Espero que usted me excuse por no
acompañarlo; pero es que yo ya comí, y generalmente no ceno.
Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había encargado. Él la abrió y la leyó
seriamente; luego, con una encantadora sonrisa, me la dio para que yo la leyera. Por lo menos un pasaje
de ella me proporcionó gran placer:
"Lamento que un ataque de gota, enfermedad de la cual estoy constantemente sufriendo, me
haga absolutamente imposible efectuar cualquier viaje por algún tiempo; pero me alegra decirle que
puedo enviarle un sustituto eficiente, una persona en la cual tengo la más completa confianza. Es un
hombre joven, lleno de energía y de talento, y de gran ánimo y disposición. Es discreto y silencioso, y ha
crecido y madurado a mi servicio. Estará preparado para atenderlo cuando usted guste durante su
estancia en esa ciudad, y tomará instrucciones de usted en todos los asuntos."
El propio conde se acercó a mí y quitó la tapa del plato, y de inmediato ataqué un excelente pollo
asado. Esto, con algo de queso y ensalada, y una botella de Tokay añejo, del cual bebí dos vasos, fue mi
cena. Durante el tiempo que estuve comiendo el conde me hizo muchas preguntas acerca de mi viaje, y
yo le comuniqué todo lo que había experimentado.
Para ese tiempo ya había terminado la cena, y por indicación de mi anfitrión había acercado una
silla al fuego y había comenzado a fumar un cigarro que él me había ofrecido al mismo tiempo que se
excusaba por no fumar. Así tuve oportunidad de observarlo, y percibí que tenía una fisonomía de rasgos
muy acentuados.
Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las
ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y despejada, y el pelo gris que le crecía
escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas,
casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma
profusión.
La boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más
bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya
notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus
orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y
las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria.
Entre tanto, había notado los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la
luz del fuego, y me habían parecido bastante blancas y finas; pero viéndolas más de cerca, no pude
evitar notar que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el
centro de la palma. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en aguda punta. Cuando el conde se
inclinó hacia mí y una de sus manos me tocó, no pude reprimir un escalofrío. Pudo haber sido su aliento,
que era fétido, pero lo cierto es que una terrible sensación de náusea se apoderó de mí, la cual, a pesar
del esfuerzo que hice, no pude reprimir. Evidentemente, el conde, notándola, se retiró, y con una sonrisa

10
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

un tanto lúgubre, que mostró más que hasta entonces sus protuberantes dientes, se sentó otra vez en su
propio lado frente a la chimenea. Los dos permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia
la ventana vi los primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud parecía
envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si proviniera del valle situado más
abajo, el aullido de muchos lobos. Los ojos del conde destellaron, y dijo:
—Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!
Pero viendo, supongo, alguna extraña expresión en mi rostro, se apresuró a agregar:
—¡Ah, sir! Ustedes los habitantes de la ciudad no pueden penetrar en los sentimientos de un
cazador.
Luego se incorporó, y dijo:
—Pero la verdad es que usted debe estar cansado. Su alcoba esta preparada, y mañana podrá
dormir tanto como desee. Estaré ausente hasta el atardecer, así que ¡duerma bien, y dulces sueños!
Con una cortés inclinación, él mismo me abrió la puerta que comunicaba con el cuarto octogonal,
y entró en mi dormitorio.
Estoy desconcertado. Dudo, temo, pienso cosas extrañas, y yo mismo no me atrevo a
confesarme a mi propia alma. ¡Que Dios me proteja, aunque sólo sea por amor a mis seres queridos!

7 de mayo. Es otra vez temprano por la mañana, pero he descansado bien las últimas 24 horas.
Dormí hasta muy tarde, entrado el día. Cuando me hube vestido, entré al cuarto donde habíamos cenado
la noche anterior y encontré un desayuno frío que estaba servido, con el café caliente debido a que la
cafetera había sido colocada sobre la hornalla. Sobre la mesa había una tarjeta en la cual estaba escrito
lo siguiente:
"Tengo que ausentarme un tiempo.
No me espere. D."
Me senté y disfruté de una buena comida. Cuando hube terminado, busqué una campanilla, para
hacerles saber a los sirvientes que ya había terminado, pero no pude encontrar ninguna. Ciertamente en
la casa hay algunas deficiencias raras, especialmente si se consideran las extraordinarias muestras de
opulencia que me rodean. El servicio de la mesa es de oro, y tan bellamente labrado que debe ser de un
valor inmenso. Las cortinas y los forros de las sillas y los sofás, y los cobertores de mi cama, son de las
más costosas y bellas telas, y deben haber sido de un valor fabuloso cuando las hicieron, pues parecen
tener varios cientos de años, aunque se encuentran todavía en buen estado.
Vi algo parecido a ellas en Hampton Court, pero aquellas estaban usadas y rasgadas por las
polillas. Pero todavía en ningún cuarto he encontrado un espejo. Ni siquiera hay un espejo de mano en mi
mesa, y para poder afeitarme o peinarme me vi obligado a sacar mi pequeño espejo de mi maleta.
Todavía no he visto tampoco a ningún sirviente por ningún lado, ni he escuchado ningún otro ruido cerca
del castillo, excepto el aullido de los lobos. Poco tiempo después de que hube terminado mi comida (no
sé cómo llamarla, si desayuno o cena, pues la tomé entre las cinco y las seis de la tarde) busqué algo
que leer, pero no quise deambular por el castillo antes de pedir permiso al conde. En el cuarto no pude
encontrar absolutamente nada, ni libros ni periódicos ni nada impreso, así es que abrí otra puerta del
cuarto y encontré una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta opuesta a la mía, pero la encontré
cerrada con llave.
En la biblioteca encontré, para mi gran regocijo, un vasto número de libros en inglés, estantes
enteros llenos de ellos, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Una mesa en el centro
estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era de fecha muy reciente. Los
libros eran de las más variadas clases: historia, geografía, política, economía política, botánica, biología,
derecho, y todos refiriéndose a Inglaterra y a la vida y costumbres inglesas. Había incluso libros de
referencia tales como el directorio de Londres, los libros "Rojo" y "Azul", el almanaque de Whitaker, los
catálogos del Ejército y la Marina, y, lo que me produjo una gran alegría ver, el catálogo de Leyes.

11
Drácula Bram Stoker

Mientras estaba viendo los libros, la puerta se abrió y entró el conde. Me saludó de manera muy
efusiva y deseó que hubiese tenido buen descanso durante la noche.
Luego, continuó:
—Me agrada que haya encontrado su camino hasta aquí, pues estoy seguro que aquí habrá
muchas cosas que le interesarán. Estos compañeros —dijo, y puso su mano sobre unos libros han sido
muy buenos amigos míos, y desde hace algunos años, desde que tuve la idea de ir a Londres, me han
dado muchas, muchas horas de placer. A través de ellos he aprendido a conocer a su gran Inglaterra; y
conocerla es amarla. Deseo vehemente caminar por las repletas calles de su poderoso Londres; estar en
medio del torbellino y la prisa de la humanidad, compartir su vida, sus cambios y su muerte, y todo lo que
la hace ser lo que es. Pero, ¡ay!, hasta ahora sólo conozco su lengua a través de libros. A usted, mi
amigo, ¿le parece que sé bien su idioma?
—Pero, señor conde —le dije —, ¡usted sabe y habla muy bien el inglés!
Hizo una grave reverencia.
—Le doy las gracias, mi amigo, por su demasiado optimista estimación; sin embargo, temo que
me encuentro apenas comenzando el camino por el que voy a viajar. Verdad es que conozco la
gramática y el vocabulario, pero todavía no me expreso con fluidez.
—Insisto —le dije— en que usted habla en forma excelente.
—No tanto —respondió él—. Es decir, yo sé que si me desenvolviera y hablara en su Londres,
nadie allí hay que no me tomara por un extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble, soy
un boyar; la gente común me conoce y yo soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extranjera, no es
nadie; los hombres no lo conocen, y no conocer es no importar. Yo estoy contento si soy como el resto,
de modo que ningún hombre me pare si me ve, o haga una pausa en sus palabras al escuchar mi voz,
diciendo: "Ja, ja, ¡un extranjero!" He sido durante tanto tiempo un señor que seré todavía un señor, o por
lo menos nadie prevalecerá sobre mí. Usted no viene a mí solo como agente de mi amigo Peter Hawkins,
de Exéter, a darme los detalles acerca de mi nueva propiedad en Londres. Yo espero que usted se quede
conmigo algún tiempo, para que mediante muestras conversaciones yo pueda aprender el acento inglés;
y me gustaría mucho que usted me dijese cuando cometo un error, aunque sea el más pequeño, al
hablar. Siento mucho haber tenido que ausentarme durante tanto tiempo hoy, pero espero que usted
perdonará a alguien que tiene tantas cosas importantes en la mano.
Por supuesto que yo dije todo lo que se puede decir acerca de tener buena voluntad, y le
pregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando quisiese. Él respondió que sí, y agregó:
—Puede usted ir a donde quiera en el castillo, excepto donde las puertas están cerradas con
llave, donde por supuesto usted no querrá ir. Hay razón para que todas las cosas sean como son, y si
usted viera con mis ojos y supiera con mi conocimiento, posiblemente entendería mejor.
Yo le aseguré que así sería, y él continuó:
—Estamos en Transilvania; y Transilvania no es Inglaterra. Nuestra manera de ser no es como su
manera de ser, y habrá para usted muchas cosas extrañas. Es más, por lo que usted ya me ha contado
de sus experiencias, ya sabe algo de qué cosas extrañas pueden ser.
Esto condujo a mucha conversación; y era evidente que él quería hablar aunque sólo fuese por
hablar. Le hice muchas preguntas relativas a cosas que ya me habían pasado o de las cuales yo ya había
tomado nota. Algunas veces esquivó el tema o cambió de conversación simulando no entenderme; pero
generalmente me respondió a todo lo que le pregunté de la manera más franca. Entonces, a medida que
pasaba el tiempo y yo iba entrando en más confianza, le pregunté acerca de algunos de los sucesos
extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué el cochero iba a los lugares a donde veía la
llama azul. Entonces él me explicó que era creencia común que cierta noche del año (de hecho la noche
pasada, cuando los malos espíritus, según se cree, tienen ilimitados poderes) aparece una llama azul en
cualquier lugar donde haya sido escondido algún tesoro.
Que hayan sido escondidos tesoros en la región por la cual usted pasó anoche —continuó él—,
es cosa que está fuera de toda duda. Esta ha sido tierra en la que han peleado durante siglos los

12
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

valacos, los sajones y los turcos. A decir verdad, sería difícil encontrar un pie cuadrado de tierra en esta
región que no hubiese sido enriquecido por la sangre de hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad
hubo tiempos agitados, cuando los austriacos y húngaros llegaban en hordas y los patriotas salían a
enfrentárseles, hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada entre las rocas arriba de los
desfiladeros para lanzarles destrucción y muerte a ellos con sus aludes artificiales. Cuando los invasores
triunfaban encontraban muy poco botín, ya que todo lo que había era escondido en la amable tierra.
—¿Pero cómo es posible —pregunté yo— que haya pasado tanto tiempo sin ser descubierto,
habiendo una señal tan certera para descubrirlo, bastando con que el hombre se tome el trabajo solo de
mirar?
El conde sonrió, y al correrse sus labios hacia atrás sobre sus encías, los caninos, largos y
agudos, se mostraron insólitamente. Respondió:
—¡Porque el campesino es en el fondo de su corazón cobarde e imbécil! Esas llamas sólo
aparecen en una noche; y en esa noche ningún hombre de esta tierra, si puede evitarlo, se atreve
siquiera a espiar por su puerta. Y, mi querido señor, aunque lo hiciera, no sabría qué hacer. Le aseguro
que ni siquiera el campesino que usted me dijo que marcó los lugares de la llama sabrá donde buscar
durante el día, por el trabajo que hizo esa noche. Hasta usted, me atrevo a afirmar, no sería capaz de
encontrar esos lugares otra vez. ¿No es cierto?
—Sí, es verdad —dije yo—. No tengo ni la más remota idea de donde podría buscarlos.
Luego pasamos a otros temas.
—Vamos —me dijo al final—, cuénteme de Londres y de la casa que ha comprado a mi nombre.
Excusándome por mi olvido, fui a mi cuarto a sacar los papeles de mi portafolios. Mientras los
estaba colocando en orden, escuché un tintineo de porcelana y plata en el otro cuarto, y al atravesarlo,
noté que la mesa había sido arreglada y la lámpara encendida, pues para entonces ya era bastante
tarde. También en el estudio o biblioteca estaban encendidas las lámparas, y encontré al conde yaciendo
en el sofá, leyendo, de todas las cosas en el mundo, una Guía Inglesa de Bradshaw. Cuando yo entré, él
quitó los libros y papeles de la mesa; y entonces comencé a explicarle los planos y los hechos, y los
números. Estaba interesado por todo, y me hizo infinidad de preguntas relacionadas con el lugar y sus
alrededores. Estaba claro que él había estudiado de antemano todo lo que podía esperar en cuanto al
tema de su vecindario, pues evidentemente al final él sabía mucho más que yo. Cuando yo le señalé eso,
respondió:
—Pero, mi amigo, ¿no es necesario que sea así? Cuando yo vaya allá estaré completamente
solo, y mi amigo Harker Jonathan, no, perdóneme, caigo siempre en la costumbre de mi país de poner
primero su nombre patronímico; así pues, mi amigo Jonathan Harker no va a estar a mi lado para
corregirme y ayudarme. Estaré en Exéter, a kilómetros de distancia, trabajando probablemente en
papeles de la ley con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No es así?
Entramos de lleno al negocio de la compra de la propiedad en Purfleet. Cuando le hube explicado
los hechos y ya tenía su firma para los papeles necesarios, y había escrito una carta con ellos para
enviársela al señor Hawkins, comenzó a preguntarme cómo había encontrado un lugar tan apropiado.
Entonces yo le leí las notas que había hecho en aquel tiempo, y las cuales transcribo aquí:
"En Purfleet, al lado de la carretera, me encontré con un lugar que parece ser justamente el
requerido, y donde había expuesto un rótulo que anunciaba que la propiedad estaba en venta. Está
rodeado de un alto muro, de estructura antigua, construido de pesadas piedras, y que no ha sido
reparado durante un largo número de años. Los portones cerrados son de pesado roble viejo y hierro,
todo carcomido por el moho.
"La propiedad es llamada Carfax, que sin duda es una corrupción del antiguo Quatre Face, ya
que la casa tiene cuatro lados, coincidiendo con los puntos cardinales. Contiene en total unos veinte
acres, completamente rodeados por el sólido muro de piedra arriba mencionado. El lugar tiene muchos
árboles, lo que le da un aspecto lúgubre, y también hay una poza o pequeño lago, profundo, de
apariencia oscura, evidentemente alimentado por algunas fuentes, ya que el agua es clara y se desliza en
una corriente bastante apreciable. La casa es muy grande y de todas las épocas pasadas, diría yo, hasta

13
Drácula Bram Stoker

los tiempos medievales, pues una de sus partes es de piedra sumamente gruesa, con solo unas pocas
ventanas muy arriba y pesadamente abarrotadas con hierro.
“Parece una parte de un castillo, y está muy cerca a una vieja capilla o iglesia. No pude entrar en
ella, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa, pero he tomado con mi
kodak vistas desde varios puntos. La casa ha sido agregada, pero de una manera muy rara, y solo puedo
adivinar aproximadamente la extensión de tierra que cubre, que debe ser mucha. Sólo hay muy pocas
casas cercanas, una de ellas es muy larga, recientemente ampliada, y acondicionada para servir de asilo
privado de lunáticos. Sin embargo, no es visible desde el terreno.
Cuando hube terminado, el conde dijo:
—Me alegra que sea grande y vieja. Yo mismo provengo de una antigua familia, y vivir en una
casa nueva me mataría. Una casa no puede hacerse habitable en un día, y, después de todo, qué pocos
son los días necesarios para hacer un siglo. También me regocija que haya una capilla de tiempos
ancestrales. Nosotros, los nobles transilvanos, no pensamos con agrado que nuestros huesos puedan
algún día descansar entre los muertos comunes. Yo no busco ni la alegría ni el júbilo, ni la brillante
voluptuosidad de muchos rayos de sol y aguas centelleantes que agradan tanto a los jóvenes alegres. Yo
ya no soy joven; y mi corazón, a través de los pesados años de velar sobre los muertos, ya no está
dispuesto para el regocijo. Es más: las murallas de mi castillo están quebradas; muchas son las sombras,
y el viento respira frío a través de las rotas murallas y casamatas. Amo la sombra y la oscuridad, y
prefiero, cuando puedo, estar a solas con mis pensamientos.
De alguna forma sus palabras y su mirada no parecían estar de acuerdo, o quizá era que la
expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnina.
Al momento, excusándose, me dejó, pidiéndome que recogiera todos mis papeles. Había estado
ya un corto tiempo ausente, y yo comencé a hojear algunos de los libros que tenía más cerca. Uno era un
atlas, el cual, naturalmente, estaba abierto en Inglaterra, como si el mapa hubiese sido muy usado. Al
mirarlo encontré ciertos lugares marcados con pequeños anillos, y al examinar éstos noté que uno estaba
cerca de Londres, en el lado este, manifiestamente donde su nueva propiedad estaba situada. Los otros
dos eran Exéter y Whitby, en la costa de Yorkshire.
Transcurrió aproximadamente una hora antes de que el conde regresara.
—¡Ajá! —dijo él—, ¿todavía con sus libros? ¡Bien! Pero no debe usted trabajar siempre. Venga;
me han dicho que su cena ya esta preparada.
Me tomó del brazo y entramos en el siguiente cuarto, donde encontré una excelente cena ya
dispuesta sobre la mesa. Nuevamente el conde se disculpó, ya que había cenado durante el tiempo que
había estado fuera de casa. Pero al igual que la noche anterior, se sentó y charló mientras yo comía.
Después de cenar yo fumé, e igual a la noche previa, el conde se quedó conmigo, charlando y haciendo
preguntas sobre todos los posibles temas, hora tras hora. Yo sentí que ya se estaba haciendo muy tarde,
pero no dije nada, pues me sentía con la obligación de satisfacer los deseos de mi anfitrión en cualquier
forma posible. No me sentía soñoliento, ya que la larga noche de sueño del día anterior me había
fortalecido; pero no pude evitar experimentar ese escalofrío que lo sobrecoge a uno con la llegada de la
aurora, que es a su manera, el cambio de marea. Dicen que la gente que está agonizando muere
generalmente con el cambio de la aurora o con el cambio de la marea; y cualquiera que haya estado
cansado y obligado a mantenerse en su puesto, ha experimentado este cambio en la atmósfera y puede
creerlo. De pronto, escuchamos el cántico de un gallo, llegando con sobrenatural estridencia a través de
la clara mañana; el conde Drácula saltó sobre sus pies, y dijo:
—¡Pues ya llegó otra vez la mañana! Soy muy abusivo obligándole a que se quede despierto
tanto tiempo. Debe usted hacer su conversación acerca de mi querido nuevo país Inglaterra menos
interesante, para que yo no olvide cómo vuela el tiempo entre nosotros.
Y dicho esto, haciendo una reverencia muy cortés, se alejó rápidamente.
Yo entré en mi cuarto y abrí las cortinas, pero había poco que observar; mi ventana daba al patio
central, y todo lo que pude ver fue el caluroso gris del cielo despejado. Así es que volví a cerrar las
ventanas, y he escrito lo relativo a este día.

14
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

8 de mayo. Cuando comencé a escribir este libro temí que me estuviese explayando demasiado;
pero ahora me complace haber entrado en detalle desde un principio, pues hay algo tan extraño acerca
de este lugar y de todas las cosas que suceden, que no puedo sino sentirme inquieto. Desearía estar
lejos de aquí, o jamás haber venido. Puede ser que esta extraña existencia de noche me esté afectando,
¡pero cómo desearía que eso fuese todo! Si hubiese alguien con quien pudiera hablar creo que lo
soportaría, pero no hay nadie. Sólo tengo al conde para hablar, ¡y él...! Temo ser la única alma viviente el
lugar. Permítaseme ser prosaico tanto como los hechos lo sean; me ayudará esto mucho a soportar la
situación; y la imaginación no debe corromperse conmigo. Si lo hace, estoy perdido. Digamos de una vez
por todas en qué situación me encuentro, o parezco encontrarme.
Dormí sólo unas cuantas horas al ir a la cama, y sintiendo que no podía dormir más, me levanté.
Colgué mi espejo de afeitar en la ventana y apenas estaba comenzando a afeitarme. De pronto, sentí una
mano sobre mi hombro, y escuché la voz del conde diciéndome: "Buenos días." Me sobresaltó, pues me
maravilló que no lo hubiera visto, ya que la imagen del espejo cubría la totalidad del cuarto detrás de mí.
Debido al sobresalto me corté ligeramente, pero de momento no lo noté. Habiendo contestado al saludo
del conde, me volví al espejo para ver cómo me había equivocado. Esta vez no podía haber ningún error,
pues el hombre estaba cerca de mí y yo podía verlo por sobre mi hombro ¡pero no había ninguna imagen
de él en el espejo! Todo el cuarto detrás de mí estaba reflejado, pero no había en él señal de ningún
hombre, a excepción de mí mismo. Esto era sorprendente, y, sumado a la gran cantidad de cosas raras
que ya habían sucedido, comenzó a incrementar ese vago sentimiento de inquietud que siempre tengo
cuando el conde está cerca. Pero en ese instante vi que la herida había sangrado ligeramente y que un
hilillo de sangre bajaba por mi mentón. Deposité la navaja de afeitar, y al hacerlo me di media vuelta
buscando un emplasto adhesivo. Cuando el conde vio mi cara, sus ojos relumbraron con una especie de
furia demoníaca, y repentinamente se lanzó sobre mi garganta. Yo retrocedí y su mano tocó la cadena
del rosario que sostenía el crucifijo. Hizo un cambio instantáneo en él, pues la furia le pasó tan
rápidamente que apenas podía yo creer que jamás la hubiera sentido.
—Tenga cuidado —dijo él—, tenga cuidado de no cortarse. Es más peligroso de lo que usted
cree en este país —añadió, tomando el espejo de afeitar—. Y esta maldita cosa es la que ha hecho el
follón. Es una burbuja podrida de la vanidad del hombre. ¡Lejos con ella!
Al decir esto abrió la pesada ventana y con un tirón de su horrible mano lanzó por ella el espejo,
que se hizo añicos en las piedras del patio interior situado en el fondo.
Luego se retiró sin decir palabra. Todo esto es muy enojoso, porque ahora no veo cómo voy a
poder afeitarme, a menos que use la caja de mi reloj o el fondo de mi vasija de afeitar, que
afortunadamente es de metal.
Cuando entré al comedor el desayuno estaba preparado; pero no pude encontrar al conde por
ningún lugar. Así es que desayuné solo. Es extraño que hasta ahora todavía no he visto al conde comer o
beber. ¡Debe ser un hombre muy peculiar! Después del desayuno hice una pequeña exploración en el
castillo. Subí por las gradas y encontré un cuarto que miraba hacia el sur. La vista era magnífica, y desde
donde yo me encontraba tenía toda la oportunidad para apreciarla. El castillo se encuentra al mismo
borde de un terrible precipicio. ¡Una piedra cayendo desde la ventana puede descender mil pies sin tocar
nada! Tan lejos como el ojo alcanza a divisar, solo se ve un mar de verdes copas de árboles, con alguna
grieta ocasional donde hay un abismo. Aquí y allí se ven hilos de plata de los ríos que pasan por
profundos desfiladeros a través del bosque.
Pero no estoy con ánimo para describir tanta belleza, pues cuando hube contemplado la vista
exploré un poco más; por todos lados puertas, puertas, puertas, todas cerradas y con llave. No hay
ningún lugar, a excepción de las ventanas en las paredes del castillo, por el cual se pueda salir.
¡El castillo es en verdad una prisión, y yo soy un prisionero!

15
Drácula Bram Stoker

III.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

Cuando me di cuenta de que era un prisionero, una especie de sensación salvaje se apoderó de
mí. Corrí arriba y abajo por las escaleras, pulsando cada puerta y mirando a través de cada ventana que
encontraba; pero después de un rato la convicción de mi impotencia se sobrepuso a todos mis otros
sentimientos. Ahora, después de unas horas, cuando pienso en ello me imagino que debo haber estado
loco, pues me comporté muy semejante a una rata cogida en una trampa. Sin embargo, cuando tuve la
convicción de que era impotente, me senté tranquilamente, tan tranquilamente como jamás lo he hecho
en mi vida, y comencé a pensar que era lo mejor que podía hacer. De una cosa sí estoy seguro: que no
tiene sentido dar a conocer mis ideas al conde. Él sabe perfectamente que estoy atrapado; y como él
mismo es quien lo ha hecho, e indudablemente tiene sus motivos para ello, si le confieso completamente
mi situación sólo tratará de engañarme.
Por lo que hasta aquí puedo ver, mi único plan será mantener mis conocimientos y mis temores
para mí mismo, y mis ojos abiertos. Sé que o estoy siendo engañado como un niño, por mis propios
temores, o estoy en un aprieto; y si esto último es lo verdadero, necesito y necesitaré todos mis sesos
para poder salir adelante.
Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí que la gran puerta de abajo se cerraba, y supe
que el conde había regresado. No llegó de inmediato a la biblioteca, por lo que yo cautelosamente
regresé a mi cuarto, y lo encontré arreglándome la cama. Esto era raro, pero sólo confirmó lo que yo ya
había estado sospechando durante bastante tiempo: en la casa no había sirvientes. Cuando después lo
vi a través de la hendidura de los goznes de la puerta arreglando la mesa en el comedor, ya no tuve
ninguna duda; pues si él se encargaba de hacer todos aquellos oficios minúsculos, seguramente era la
prueba de que no había nadie más en el castillo, y el mismo conde debió haber sido el cochero que me
trajo en la calesa hasta aquí. Esto es un pensamiento terrible; pues si es así, significa que puede
controlar a los lobos, tal como lo hizo, por el solo hecho de levantar la mano en silencio. ¿Por qué habrá
sido que toda la gente en Bistritz y en el coche sentían tanto temor por mí? ¿Qué significado le daban al
crucifijo, al ajo, a la rosa salvaje, al fresno de montaña? ¡Bendita sea aquella buena mujer que me colgó
el crucifijo alrededor del cuello! Me da consuelo y fuerza cada vez que lo toco. Es divertido que una cosa
a la cual me enseñaron que debía ver con desagrado y como algo idolátrico pueda ser de ayuda en
tiempo de soledad y problemas. ¿Es que hay algo en la esencia misma de la cosa, o es que es un medio,
una ayuda tangible que evoca el recuerdo de simpatías y consuelos? Puede ser que alguna vez deba
examinar este asunto y tratar de decirme acerca de él. Mientras tanto debo averiguar todo lo que pueda
sobre el conde Drácula, pues eso me puede ayudar a comprender. Esta noche lo haré que hable sobre él
mismo, volteando la conversación en esa dirección. Sin embargo, debo ser muy cuidadoso para no
despertar sus sospechas.
Medianoche. He tenido una larga conversación con el conde. Le hice unas cuantas preguntas
acerca de la historia de Transilvania, y él respondió al tema en forma maravillosa. Al hablar de cosas y
personas, y especialmente de batallas, habló como si hubiese estado presente en todas ellas. Esto me lo
explicó posteriormente diciendo que para un boyar el orgullo de su casa y su nombre es su propio orgullo,
que la gloria de ellos es su propia gloria, que el destino de ellos es su propio destino. Siempre que habló
de su casa se refería a ella diciendo "nosotros", y casi todo el tiempo habló en plural, tal como hablan los
reyes. Me gustaría poder escribir aquí exactamente todo lo que él dijo, pues para mí resulta
extremadamente fascinante. Parecía estar ahí toda la historia del país. A medida que hablaba se fue
excitando, y se paseó por el cuarto tirando de sus grandes bigotes blancos y sujetando todo lo que tenía
en sus manos como si fuese a estrujar lo a pura fuerza. Dijo una cosa que trataré de describir lo más
exactamente posible que pueda; pues a su manera, en ella está narrada toda la historia de su raza:
"Nosotros los escequelios tenemos derecho a estar orgullosos, pues por nuestras venas circula la
sangre de muchas razas bravías que pelearon como pelean los leones por su señorío. Aquí, en el
torbellino de las razas europeas, la tribu ugric trajo desde Islandia el espíritu de lucha que Thor y Wodin
les habían dado, y cuyos bersequers demostraron tan clara e intensamente en las costas de Europa
(¿qué digo?, y de Asia y de África también) que la misma gente creyó que habían llegado los propios
hombres-lobos.

16
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

Aquí también, cuando llegaron, encontraron a los hunos, cuya furia guerrera había barrido la
tierra como una llama viviente, de tal manera que la gente moribunda creía que en sus venas corría la
sangre de aquellas brujas antiguas, quienes expulsadas de Seythia se acoplaron con los diablos en el
desierto. ¡Tontos, tontos! ¿Qué diablo o qué bruja ha sido alguna vez tan grande como Atila, cuya sangre
está en estas venas? —dijo, levantando sus brazos —. ¿Puede ser extraño que nosotros seamos una
raza conquistadora; que seamos orgullosos; que cuando los magiares, los lombardos, los avares, los
búlgaros o los turcos se lanzaron por miles sobre nuestras fronteras nosotros los hayamos rechazado?
¿Es extraño que cuando Arpad y sus legiones se desparramaron por la patria húngara nos encontraran
aquí al llegar a la frontera; que el Honfoglalas se completara aquí? Y cuando la inundación húngara se
desplazó hacia el este, los escequelios fueron proclamados parientes por los misteriosos magiares, y fue
a nosotros durante siglos que se nos confió la guardia de la frontera de Turquía. Hay más que eso
todavía, el interminable deber de la guardia de la frontera, pues como dicen los turcos el agua duerme, y
el enemigo vela. ¿Quién más feliz que nosotros entre las cuatro naciones recibió “la espada
ensangrentada”, o corrió más rápidamente al lado del rey cuando éste lanzaba su grito de guerra?
¿Cuándo fue redimida la gran vergüenza de la nación, la vergüenza de Cassova, cuando las banderas de
los valacos y de los magiares cayeron abatidas bajo la creciente? ¿Quién fue sino uno de mi propia raza
que bajo el nombre de Voivode cruzó el Danubio y batió a los turcos en su propia tierra? ¡Este era
indudablemente un Drácula! ¿Quién fue aquel que a su propio hermano indigno, cuando hubo caído,
vendió su gente a los turcos y trajo sobre ellos la vergüenza de la esclavitud? ¡No fue, pues, este Drácula,
quien inspiró a aquel otro de su raza que en edades posteriores llevó una y otra vez a sus fuerzas sobre
el gran río y dentro de Turquía; que, cuando era derrotado regresaba una y otra vez, aunque tuviera que
ir solo al sangriento campo donde sus tropas estaban siendo mortalmente destrozadas, porque sabía que
sólo él podía garantizar el triunfo! Dicen que él solo pensaba en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los
campesinos sin un jefe? ¿En qué termina una guerra que no tiene un cerebro y un corazón que la dirija?
Más todavía, cuando, después de la batalla de Mohacs, nos sacudimos el yugo húngaro, nosotros los de
sangre Drácula estábamos entre sus dirigentes, pues nuestro espíritu no podía soportar que no fuésemos
libres. Ah, joven amigo, los escequelios (y los Drácula como la sangre de su corazón, su cerebro y sus
espadas) pueden enorgullecerse de una tradición que los retoños de los hongos como los Hapsburgo y
los Romanoff nunca pueden alcanzar. Los días de guerra ya terminaron. La sangre es una cosa
demasiado preciosa en estos días de paz deshonorable; y las glorias de las grandes razas son como un
cuento que se narra.
Para aquel tiempo ya se estaba acercando la mañana, y nos fuimos a acostar. (Rec., este diario
parece tan horrible como el comienzo de las "Noches Árabes", pues todo tiene que suspenderse al cantar
el gallo —o como el fantasma del padre de Hamlet.)

12 de mayo. Permítaseme comenzar con hechos, con meros y escuetos hechos, verificados con
libros y números, y de los cuales no puede haber duda alguna. No debo confundirlos con experiencias
que tendrán que descansar en mi propia observación, o en mi memoria de ellas. Anoche, cuando el
conde llegó de su cuarto, comenzó por hacerme preguntas de asuntos legales y en la manera en que se
tramitaban cierta clase de negocios. Había pasado el día fatigadamente sobre libros y, simplemente para
mantener mi mente ocupada, comencé a reflexionar sobre algunas cosas que había estado examinando
en la posada de Lincoln. Hay un cierto método en las pesquisas del conde, de tal manera que trataré de
ponerlas en su orden de sucesión. El conocimiento puede de alguna forma y alguna vez serme útil.
Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra puede tener dos procuradores o más. Le dije que
si deseaba podía tener una docena, pero que no sería oportuno tener más de un procurador empleado en
una transacción, debido a que sólo podía actuar uno cada vez, y que estarlos cambiando sería seguro
actuar en contra de su interés. Pareció que entendió bien lo que le quería decir y continuó
preguntándome si habría una dificultad práctica al tener un hombre atendiendo, digamos, las finanzas, y a
otro preocupándose por los embarques, en caso de que se necesitara ayuda local en un lugar lejano de
la casa del procurador financiero. Yo le pedí que me explicara más completamente, de tal manera que no
hubiera oportunidad de que yo pudiera darle un juicio erróneo. Entonces dijo:
—Pondré un ejemplo. Su amigo y mío, el señor Peter Hawkins, desde la sombra de su bella
catedral en Exéter, que queda bastante retirada de Londres, compra para mí a través de sus buenos

17
Drácula Bram Stoker

oficios una propiedad en Londres. ¡Muy bien! Ahora déjeme decirle francamente, a menos que usted
piense que es muy extraño que yo haya solicitado los servicios de alguien tan lejos de Londres, en lugar
de otra persona residente ahí, que mi único motivo fue que ningún interés local fuese servido excepto mis
propios deseos. Y como alguien residiendo en Londres pudiera tener, tal vez, algún propósito para sí o
para amigos a quienes sirve, busqué a mi agente en la campiña, cuyos trabajos sólo serían para mi
interés. Ahora, supongamos, yo, que tengo muchos asuntos pendientes, deseo embarcar algunas cosas,
digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no podría ser que fuese más fácil hacerlo
consignándolas a uno de estos puertos?
Yo le respondí que era seguro que sería más fácil, pero que nosotros los procuradores teníamos
un sistema de agencias de unos a otros, de tal manera que el trabajo local podía hacerse localmente bajo
instrucción de cualquier procurador, por lo que el cliente, poniéndose simplemente en las manos de un
hombre, podía ver que sus deseos se cumplieran sin tomarse más molestias.
—Pero —dijo él—, yo tendría la libertad de dirigirme a mí mismo. ¿No es así?
—Por supuesto —le repliqué —; y así hacen muchas veces hombres de negocios, quienes no
desean que la totalidad de sus asuntos sean conocidos por una sola persona.
—¡Magnífico! —exclamó.
Y entonces pasó a preguntarme acerca de los medios para enviar cosas en consignación y las
formas por las cuales se tenían que pasar, y toda clase de dificultades que pudiesen sobrevenir, pero que
pudiesen ser previstas pensándolas de antemano. Le expliqué todas sus preguntas con la mejor de mis
habilidades, y ciertamente me dejó bajo la impresión de que hubiese sido un magnífico procurador, pues
no había nada que no pensase o previese. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que
evidentemente no se ocupaba mucho en asuntos de negocios, sus conocimientos y perspicacia eran
maravillosos. Cuando quedó satisfecho con esos puntos de los cuales había hablado, y yo había
verificado todo también con los libros que tenía a mano, se puso repentinamente de pie y dijo:
—¿Ha escrito desde su primera carta a nuestro amigo el señor Peter Hawkins, o a cualquier otro?
Fue con cierta amargura en mi corazón que le respondí que no, ya que hasta entonces no había
visto ninguna oportunidad de enviarle cartas a nadie.
—Entonces escriba ahora, mi joven amigo —me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi
hombre—; escriba a nuestro amigo y a cualquier otro; y diga, si le place, que usted se quedara conmigo
durante un mes más a partir de hoy.
—¿Desea usted que yo me quede tanto tiempo? —le pregunté, pues mi corazón se heló con la
idea.
—Lo deseo mucho; no, más bien, no acepto negativas. Cuando su señor, su patrón, como usted
quiera, encargó que alguien viniese en su nombre, se entendió que solo debían consultarse mis
necesidades. Yo no he escatimado, ¿no es así?
¿Qué podía hacer yo sino inclinarme y aceptar? Era el interés del señor Hawkins y no el mío, y yo
tenía que pensar en él, no en mí. Y además, mientras el conde Drácula estaba hablando, había en sus
ojos y en sus ademanes algo que me hacía recordar que era su prisionero, y que aunque deseara
realmente no tenía dónde escoger. El conde vio su victoria en mi reverencia y su dominio en la angustia
de mi rostro, pues de inmediato comenzó a usar ambos, pero en su propia manera suave e irresistible.
—Le suplico, mi buen joven amigo, que no hable de otras cosas sino de negocios en sus cartas.
Indudablemente que le gustará a sus amigos saber que usted se encuentra bien, y que usted está
ansioso de regresar a casa con ellos, ¿no es así?
Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel y tres sobres. Eran finos, destinados al correo
extranjero, y al verlos, y al verlo a él, notando su tranquila sonrisa con los agudos dientes caninos
sobresaliéndole sobre los rojos labios inferiores, comprendí también como si se me hubiese dicho con
palabras que debía tener bastante prudencia con lo que escribía, pues él iba a leer su contenido. Por lo
tanto, tomé la determinación de escribir por ahora sólo unas notas normales, pero escribirle
detalladamente al señor Hawkins en secreto. Y también a Mina, pues a ella le podía escribir en

18
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

taquigrafía, lo cual seguramente dejaría perplejo al conde si leía la carta. Una vez que hube escrito mis
dos cartas, me senté calmadamente, leyendo un libro mientras el conde escribía varias notas, acudiendo
mientras las escribía a algunos libros sobre su mesa. Luego tomó mis dos cartas y las colocó con las de
él, y guardó los utensilios con que había escrito. En el instante en que la puerta se cerró tras él, yo me
incliné y miré los sobres que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí ningún escrúpulo en hacer esto,
pues bajo las circunstancias sentía que debía protegerme de cualquier manera posible.
Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, número 7, La Creciente, Whitby; otra a
herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock &
Billreuth, banqueros, Budapest. La segunda y la cuarta no estaban cerradas. Estaba a punto de verlas
cuando noté que la perilla de la puerta se movía. Me dejé caer sobre mi asiento, teniendo apenas el
tiempo necesario para colocar las cartas como habían estado y para reiniciar la lectura de mi libro, antes
de que el conde entrara llevando todavía otra carta en la mano. Tomó todas las otras misivas que
estaban sobre la mesa y las estampó cuidadosamente, y luego, volviéndose a mí, dijo:
—Confío en que usted me perdonará, pero tengo mucho trabajo en privado que hacer esta
noche. Espero que usted encuentre todas las cosas que necesita.
Ya en la puerta se volvió, y después de un momento de pausa, dijo:
—Permítame que le aconseje, mi querido joven amigo; no, permítame que le advierta con toda
seriedad que en caso de que usted deje estos cuartos, por ningún motivo se quede dormido en cualquier
otra parte del castillo. Es viejo y tiene muchas memorias, y hay muchas pesadillas para aquellos que no
duermen sabiamente. ¡Se lo advierto! En caso de que el sueño lo dominase ahora o en otra oportunidad
o esté a punto de dominarlo, regrese deprisa a su propia habitación o a estos cuartos, pues entonces
podrá descansar a salvo. Pero no siendo usted cuidadoso a este respecto, entonces... —terminó su
discurso de una manera horripilante, pues hizo un movimiento con las manos como si se las estuviera
lavando.
Yo casi le entendí. Mi única duda era de si cualquier sueño pudiera ser más terrible que la red
sobrenatural, horrible, de tenebrosidad y misterio que parecía estarse cerrando a mi alrededor.
Más tarde. Endoso las últimas palabras escritas, pero esta vez no hay ninguna duda en el asunto.
No tendré ningún miedo de dormir en cualquier lugar donde él no esté. He colocado el crucifijo sobre la
cabeza de mi cama porque así me imagino que mi descanso está más libre de pesadillas. Y ahí
permanecerá.
Cuando me dejó, yo me dirigí a mi cuarto. Después de cierto tiempo, al no escuchar ningún ruido,
salí y subí al graderío de piedras desde donde podía ver hacia el sur. Había cierto sentido de la libertad
en esta vasta extensión, aunque me fuese inaccesible, comparada con la estrecha oscuridad del patio
interior. Al mirar hacia afuera, sentí sin ninguna duda que estaba prisionero, y me pareció que necesitaba
un respiro de aire fresco, aunque fuese en la noche. Estoy comenzando a sentir que esta existencia
nocturna me está afectando. Me está destruyendo mis nervios. Me asusto de mi propia sombra, y estoy
lleno de toda clase de terribles imaginaciones. ¡Dios sabe muy bien que hay motivos para mi terrible
miedo en este maldito lugar! Miré el bello paisaje, bañado en la tenue luz amarilla de la luna, hasta que
casi era como la luz del día. En la suave penumbra las colinas distantes se derretían, y las sombras se
perdían en los valles y hondonadas de un negro aterciopelado. La mera belleza pareció alegrarme; había
paz y consuelo en cada respiración que inhalaba. Al reclinarme sobre la ventana mi ojo fue captado por
algo que se movía un piso más abajo y algo hacia mi izquierda, donde imagino, por el orden de las
habitaciones, que estarían las ventanas del cuarto del propio conde. La ventana en la cual yo me
encontraba era alta y profunda, cavada en piedra, y aunque el tiempo y el clima la habían gastado,
todavía estaba completa. Pero evidentemente hacía mucho que el marco había desaparecido. Me
coloqué detrás del cuadro de piedras y miré atentamente.
Lo que vi fue la cabeza del conde saliendo de la ventana. No le vi la cara, pero supe que era él
por el cuello y el movimiento de su espalda y sus brazos. De cualquier modo, no podía confundir aquellas
manos, las cuales había estudiado en tantas oportunidades. En un principio me mostré interesado y hasta
cierto punto entretenido, pues es maravilloso cómo una pequeña cosa puede interesar y entretener a un
hombre que se encuentra prisionero. Pero mis propias sensaciones se tornaron en repulsión y terror
cuando vi que todo el hombre emergía lentamente de la ventana y comenzaba a arrastrarse por la pared

19
Drácula Bram Stoker

del castillo, sobre el profundo abismo, con la cabeza hacia abajo y con su manto extendido sobre él a
manera de grandes alas. Al principio no daba crédito a mis ojos. Pensé que se trataba de un truco de la
luz de la luna, algún malévolo efecto de sombras. Pero continué mirando y no podía ser ningún engaño.
Vi cómo los dedos de las manos y de los pies se sujetaban de las esquinas de las piedras, desgastadas
claramente de la argamasa por el paso de los años, y así usando cada proyección y desigualdad, se
movían hacia abajo a una considerable velocidad, de la misma manera en que una lagartija camina por
las paredes.
¿Qué clase de hombre es éste, o qué clase de ente con apariencia de hombre? Siento que el
terror de este horrible lugar me esta dominando; tengo miedo, mucho miedo, de que no haya escape
posible para mí. Estoy rodeado de tales terrores que no me atrevo a pensar en ellos...

15 de mayo. Una vez más he visto al conde deslizarse como lagartija. Caminó hacia abajo, un
poco de lado, durante unos cien pies y tendiendo hacia la izquierda. Allí desapareció en un agujero o
ventana. Cuando su cabeza hubo desaparecido, me incliné hacia afuera tratando de ver más, pero sin
resultado, ya que la distancia era demasiado grande como para proporcionarme un ángulo visual
favorable. Pero entonces ya sabía yo que había abandonado el castillo, y pensé que debía aprovechar la
oportunidad para explorar más de lo que hasta entonces me había atrevido a ver. Regresé al cuarto, y
tomando una lámpara, probé todas las puertas. Todas estaban cerradas con llave, tal como lo había
esperado, y las cerraduras eran comparativamente nuevas. Entonces, descendí por las gradas de piedra
al corredor por donde había entrado originalmente.
Encontré que podía retirar suficientemente fácil los cerrojos y destrabar las grandes cadenas;
¡pero la puerta estaba bien cerrada y no había ninguna llave! La llave debía estar en el cuarto del conde.
Tengo que vigilar en caso de que su puerta esté sin llave, de manera que pueda conseguirla y
escaparme. Continué haciendo un minucioso examen de varias escalinatas y pasadizos y pulsé todas las
puertas que estaban ante ellos. Una o dos habitaciones cerca del corredor estaban abiertas, pero no
había nada en ellas, nada que ver excepto viejos muebles, polvorientos por el viento y carcomidos de la
polilla.
Por fin, sin embargo, encontré una puerta al final de la escalera, la cual, aunque parecía estar
cerrada con llave, cedió un poco a la presión. La empujó más fuertemente y descubrí que en verdad no
estaba cerrada con llave, sino que la resistencia provenía de que los goznes se habían caído un poco y
que la pesada puerta descansaba sobre el suelo. Allí había una oportunidad que bien pudiera ser única,
de tal manera que hice un esfuerzo supremo, y después de muchos intentos la forcé hacia atrás de
manera que podía entrar. Me encontraba en aquellos momentos en un ala del castillo mucho más a la
derecha que los cuartos que conocía y un piso más abajo. Desde las ventanas pude ver que la serie de
cuartos estaban situados a lo largo hacia el sur del castillo, con las ventanas de la última habitación
viendo tanto al este como al sur. De ese último lado, tanto como del anterior, había un gran precipicio. El
castillo estaba construido en la esquina de una gran peña, de tal manera que era casi inexpugnable en
tres de sus lados, y grandes ventanas estaban colocadas aquí donde ni la onda, ni el arco, ni la culebrina
podían alcanzar, siendo aseguradas así luz y comodidad, a una posición que tenía que ser resguardada.
Hacia el oeste había un gran valle, y luego, levantándose allá muy lejos, una gran cadena de montañas
dentadas, elevándose pico a pico, donde la piedra desnuda estaba salpicada por fresnos de montaña y
abrojos, cuyas raíces se agarraban de las rendijas, hendiduras y rajaduras de las piedras. Esta era
evidentemente la porción del castillo ocupada en días pasados por las damas, pues los muebles tenían
un aire más cómodo del que hasta entonces había visto. Las ventanas no tenían cortinas, y la amarilla luz
de la luna reflejándose en las hondonadas diamantinas, permitía incluso distinguir los colores, mientras
suavizaba la cantidad de polvo que yacía sobre todo, y en alguna medida disfrazaba los efectos del
tiempo y la polilla. Mi lámpara tenía poco efecto en la brillante luz de la luna, pero yo estaba alegre de
tenerla conmigo, pues en el lugar había una tenebrosa soledad que hacía temblar mi corazón y mis
nervios. A pesar de todo era mejor que vivir solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la
presencia del conde, y después de tratar un poco de dominar mis nervios, me sentí sobrecogido por una
suave tranquilidad. Y aquí me encuentro, sentado en una pequeña mesa de roble donde en tiempos
antiguos alguna bella dama solía tomar la pluma, con muchos pensamientos y más rubores, para mal
escribir su carta de amor, escribiendo en mi diario en taquigrafía todo lo que ha pasado desde que lo

20
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

cerré por última vez. Es el siglo XIX, muy moderno, con toda su alma. Y sin embargo, a menos que mis
sentidos me engañen, los siglos pasados tuvieron y tienen poderes peculiares de ellos, que la mera
"modernidad" no puede matar.
Más tarde: mañana del 16 de mayo. Dios me preserve cuerdo, pues a esto estoy reducido.
Seguridad, y confianza en la seguridad, son cosas del pasado. Mientras yo viva aquí sólo hay una cosa
que desear, y es que no me vuelva loco, si de hecho no estoy loco ya. Si estoy cuerdo, entonces es
desde luego enloquecedor pensar que de todas las cosas podridas que se arrastran en este odioso lugar,
el conde es la menos tenebrosa para mí; que sólo en él puedo yo buscar la seguridad, aunque ésta sólo
sea mientras pueda servir a sus propósitos. ¡Gran Dios, Dios piadoso! Dadme la calma, pues en esa
dirección indudablemente me espera la locura. Empiezo a ver nuevas luces sobre ciertas cosas que
antes me tenían perplejo. Hasta ahora no sabía verdaderamente lo que quería dar a entender
Shakespeare cuando hizo que Hamlet dijera:
"¡Mis libretas, pronto, mis libretas!
es imprescindible que lo escriba", etc.,
pues ahora, sintiendo como si mi cerebro estuviese desquiciado o como si hubiese llegado el golpe que
terminará en su trastorno, me vuelvo a mi diario buscando reposo. El hábito de anotar todo
minuciosamente debe ayudarme a tranquilizar.
La misteriosa advertencia del conde me asustó; pero más me asusta ahora cuando pienso en
ella, pues para lo futuro tiene un terrorífico poder sobre mí. ¡Tendré dudas de todo lo que me diga! Una
vez que hube escrito en mi diario y que hube colocado nuevamente la pluma y el libro en el bolsillo, me
sentí soñoliento. Recordé inmediatamente la advertencia del conde, pero fue un placer desobedecerla. La
sensación de sueño me había aletargado, y con ella la obstinación que trae el sueño como un forastero.
La suave luz de la luna me calmaba, y la vasta extensión afuera me daba una sensación de libertad que
me refrescaba. Hice la determinación de no regresar aquella noche a las habitaciones llenas de espantos,
sino que dormir aquí donde, antaño, damas se habían sentado y cantado y habían vivido dulces vidas
mientras sus suaves pechos se entristecían por los hombres alejados en medio de guerras cruentas.
Saqué una amplia cama de su puesto cerca de una esquina, para poder, al acostarme, mirar el hermoso
paisaje al este y al sur, y sin pensar y sin tener en cuenta el polvo, me dispuse a dormir. Supongo que
debo haberme quedado dormido; así lo espero, pero temo, pues todo lo que siguió fue tan
extraordinariamente real, tan real, que ahora sentado aquí a plena luz del sol de la mañana, no puedo
pensar de ninguna manera que estaba dormido.
No estaba solo. El cuarto estaba lo mismo, sin ningún cambio de ninguna clase desde que yo
había entrado en él; a la luz de la brillante luz de la luna podía ver mis propias pisadas marcadas donde
había perturbado la larga acumulación de polvo. En la luz de la luna al lado opuesto donde yo me
encontraba estaban tres jóvenes mujeres, mejor dicho tres damas, debido a su vestido y a su porte. En el
momento en que las vi pensé que estaba soñando, pues, aunque la luz de la luna estaba detrás de ellas,
no proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se me acercaron y me miraron por un tiempo, y entonces
comenzaron a murmurar entre ellas. Dos eran de pelo oscuro y tenían altas narices aguileñas, como el
conde, y grandes y penetrantes ojos negros, que casi parecían ser rojos contrastando con la pálida luna
amarilla. La otra era rubia; increíblemente rubia, con grandes mechones de dorado pelo ondulado y ojos
como pálidos zafiros. Me pareció que de alguna manera yo conocía su cara, y que la conocía en relación
con algún sueño tenebroso, pero de momento no pude recordar dónde ni cómo. Las tres tenían dientes
blancos brillantes que refulgían como perlas contra el rubí de sus labios voluptuosos. Algo había en ellas
que me hizo sentirme inquieto; un miedo a la vez nostálgico y mortal. Sentí en mi corazón un deseo
malévolo, llameante, de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que yo anote esto, en caso
de que algún día encuentre los ojos de Mina y la haga padecer; pero es la verdad. Murmuraron entre sí, y
entonces las tres rieron, con una risa argentina, musical, pero tan dura como si su sonido jamás hubiese
pasado a través de la suavidad de unos labios humanos. Era como la dulzura intolerable, tintineante, de
los vasos de agua cuando son tocados por una mano diestra. La mujer rubia sacudió coquetamente la
cabeza, y las otras dos insistieron en ella. Una dijo:
—¡Adelante! Tú vas primero y nosotras te seguimos; tuyo es el derecho de comenzar.
La otra agregó:

21
Drácula Bram Stoker

—Es joven y fuerte. Hay besos para todas.


Yo permanecí quieto, mirando bajo mis pestañas la agonía de una deliciosa expectación. La
muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su aliento sobre mi
rostro. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y enviaba, como su voz, el mismo tintineo a través de
los nervios, pero con una amargura debajo de lo dulce, una amargura ofensiva como la que se huele en
la sangre.
Tuve miedo de levantar mis párpados, pero miré y vi perfectamente debajo de las pestañas. La
muchacha se arrodilló y se inclinó sobre mí, regocijándose simplemente. Había una voluptuosidad
deliberada que era a la vez maravillosa y repulsiva, y en el momento en que dobló su cuello se relamió
los labios como un animal, de manera que pude ver la humedad brillando en sus labios escarlata a la luz
de la luna y la lengua roja cuando golpeaba sus blancos y agudos dientes. Su cabeza descendió y
descendió a medida que los labios pasaron a lo largo de mi boca y mentón, y parecieron posarse sobre
mi garganta. Entonces hizo una pausa y pude escuchar el agitado sonido de su lengua que lamía sus
dientes y labios, y pude sentir el caliente aliento sobre mi cuello. Entonces la piel de mi garganta
comenzó a hormiguear como le sucede a la carne de uno cuando la mano que le va a hacer cosquillas se
acerca cada vez más y más. Pude sentir el toque suave, tembloroso, de los labios en la piel
supersensitiva de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, simplemente tocándome y
deteniéndose ahí; cerré mis ojos en un lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón latiéndome
fuertemente.
Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápida como un relámpago.
Fui consciente de la presencia del conde, y de su existencia como envuelto en una tormenta de
furia. Al abrirse mis ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delicado cuello de la mujer
rubia, y con el poder de un gigante arrastrándola hacia atrás, con sus ojos azules transformados por la
furia, los dientes blancos apretados por la ira y sus pálidas mejillas encendidas por la pasión. ¡Pero el
conde! Jamás imaginé yo tal arrebato y furia ni en los demonios del infierno. Sus ojos positivamente
despedían llamas. La roja luz en ellos era espeluznante, como si detrás de ellos se encontraran las
llamas del propio infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido y las líneas de él eran duras como
alambres retorcidos; las espesas cejas, que se unían sobre la nariz, parecían ahora una palanca de metal
incandescente y blanco. Con un fiero movimiento de su mano, lanzó a la mujer lejos de él, y luego
gesticuló ante las otras como si las estuviese rechazando; era el mismo gesto imperioso que yo había
visto se usara con los lobos. En una voz que, aunque baja y casi un susurro, pareció cortar el aire y luego
resonar por toda la habitación, les dijo:
—¿Cómo se atreve cualquiera de vosotras a tocarlo? ¿Cómo os atrevéis a poner vuestros ojos
sobre él cuando yo os lo he prohibido? ¡Atrás, os digo a todas! ¡Este hombre me pertenece! Cuidaos de
meteros con él, o tendréis que véroslas conmigo.
La muchacha rubia, con una risa de coquetería rival, se volvió para responderle:
—Tú mismo jamás has amado; ¡tú nunca amas!
Al oír esto las otras mujeres le hicieron eco, y por el cuarto resonó una risa tan lúgubre, dura y
despiadada, que casi me desmayé al escucharla. Parecía el placer de los enemigos. Entonces el conde
se volvió después de mirar atentamente mi cara, y dijo en un suave susurro:
—Sí, yo también puedo amar; vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Bien, ahora
os prometo que cuando haya terminado con él os dejaré besarlo tanto como queráis. ¡Ahora idos, idos!
Debo despertarle porque hay trabajo que hacer.
—¿Es que no vamos a tener nada hoy por la noche? —preguntó una de ellas, con una risa
contenida, mientras señalaba hacia una bolsa que él había tirado sobre el suelo y que se movía como si
hubiese algo vivo allí.
Por toda respuesta, él hizo un movimiento de cabeza. Una de las mujeres saltó hacia adelante y
abrió la bolsa. Si mis oídos no me engañaron se escuchó un suspiro y un lloriqueo como el de un niño de
pecho. Las mujeres rodearon la bolsa, mientras yo permanecía petrificado de miedo. Pero al mirar otra
vez ya habían desaparecido, y con ellas la horripilante bolsa. No había ninguna puerta cerca de ellas, y

22
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

no es posible que hayan pasado sobre mí sin yo haberlo notado. Pareció que simplemente se
desvanecían en los rayos de la luz de la luna y salían por la ventana, pues yo pude ver afuera las formas
tenues de sus sombras, un momento antes de que desaparecieran por completo.
Entonces el horror me sobrecogió, y me hundí en la inconsciencia.

IV.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

Desperté en mi propia cama. Si es que no ha sido todo un sueño, el conde me debe de haber
traído en brazos hasta aquí. Traté de explicarme el suceso, pero no pude llegar a ningún resultado claro.
Para estar seguro, había ciertas pequeñas evidencias, tales como que mi ropa estaba doblada y
arreglada de manera extraña. Mi reloj no tenía cuerda, y yo estoy rigurosamente acostumbrado a darle
cuerda como última cosa antes de acostarme, y otros detalles parecidos. Pero todas estas cosas no son
ninguna prueba definitiva, pues pueden ser evidencias de que mi mente no estaba en su estado normal,
y, por una u otra causa, la verdad es que había estado muy excitado. Tengo que observar para probar.
De una cosa me alegro: si fue el conde el que me trajo hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho
todo deprisa, pues mis bolsillos estaban intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido para él un
misterio que no hubiera soportado. Se lo habría llevado o lo habría destruido. Al mirar en torno de este
cuarto, aunque ha sido tan intimidante para mí, veo que es ahora una especie de santuario, pues nada
puede ser más terrible que esas monstruosas mujeres que estaban allí —están esperando para
chuparme la sangre.

18 de mayo. He estado otra vez abajo para echar otra mirada al cuarto aprovechando la luz del
día, pues debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta al final de las gradas la encontré cerrada.
Había sido empujada con tal fuerza contra el batiente, que parte de la madera se había astillado. Pude
ver que el cerrojo de la puerta no se había corrido, pero la puerta se encuentra atrancada por el lado de
adentro. Temo que no haya sido un sueño, y debo actuar de acuerdo con esta suposición.

19 de mayo. Es seguro que estoy en las redes. Anoche el conde me pidió, en el más suave de los
tonos, que escribiera tres cartas: una diciendo que mi trabajo aquí ya casi había terminado, y que saldría
para casa dentro de unos días; otra diciendo que salía a la mañana siguiente de que escribía la carta, y
una tercera afirmando que había dejado el castillo y había llegado a Bistritz. De buena gana hubiese
protestado, pero sentí que en el actual estado de las cosas sería una locura tener un altercado con el
conde, debido a que me encuentro absolutamente en su poder; y negarme hubiera sido despertar sus
sospechas y excitar su cólera. Él sabe que yo sé demasiado, y que no debo vivir, pues sería peligroso
para él; mi única probabilidad radica en prolongar mis oportunidades.
Puede ocurrir algo que me dé una posibilidad de escapar. Vi en sus ojos algo de aquella ira que
se manifestó cuando arrojó a la mujer rubia lejos de sí. Me explicó que los empleos eran pocos e
inseguros, y que al escribir ahora seguramente le daría tranquilidad a mis amigos; y me aseguró con
tanta insistencia que enviaría las últimas cartas (las cuales serían detenidas en Bistritz hasta el tiempo
oportuno en caso de que el azar permitiera que yo prolongara mi estancia) que oponérmele hubiera sido
crear nuevas sospechas. Por lo tanto, pretendí estar de acuerdo con sus puntos de vista y le pregunté
qué fecha debía poner en las cartas. Él calculó un minuto. Luego, dijo:
—La primera debe ser del 12 de junio, la segunda del 19 de junio y la tercera del 29 de junio.
Ahora sé hasta cuando viviré. ¡Dios me ampare!

28 de mayo. Se me ofrece una oportunidad para escaparme, o al menos para enviar un par de
palabras a casa. Una banda de cíngaros ha venido al castillo y han acampado en el patio interior. Estos
no son otra cosa que gitanos; tengo ciertos datos de ellos en mi libro. Son peculiares de esta parte del

23
Drácula Bram Stoker

mundo, aunque se encuentran aliados a los gitanos ordinarios en todos los países. Hay miles de ellos en
Hungría y Transilvania viviendo casi siempre al margen de la ley. Se adscriben por regla a algún noble o
boyar, y se llaman a sí mismos con el nombre de él. Son indomables y sin religión, salvo la superstición, y
sólo hablan sus propios dialectos.
Escribiré algunas cartas a mi casa y trataré de convencerlos de que las pongan en el correo. Ya
les he hablado a través de la ventana para comenzar a conocerlos. Se quitaron los sombreros e hicieron
muchas reverencias y señas, las cuales, sin embargo, no pude entender más de lo que entiendo la
lengua que hablan...
He escrito las cartas. La de Mina en taquigrafía, y simplemente le pido al señor Hawkins que se
comunique con ella. A ella le he explicado mi situación, pero sin los horrores que sólo puedo suponer. Si
le mostrara mi corazón, le daría un susto que hasta podría matarla. En caso de que las cartas no
pudiesen ser despachadas, el conde no podrá conocer mi secreto ni tampoco el alcance de mis
conocimientos...
He entregado las cartas; las lancé a través de los barrotes de mi ventana, con una moneda de
oro, e hice las señas que pude queriendo indicar que debían ponerlas en el correo. El hombre que las
recogió las apretó contra su corazón y se inclinó, y luego las metió en su gorra. No pude hacer más.
Regresé sigilosamente a la biblioteca y comencé a leer. Como el conde no vino, he escrito aquí...
El conde ha venido. Se sentó a mi lado y me dijo con la más suave de las voces al tiempo que
abría dos cartas:
—Los gitanos me han dado éstas, de las cuales, aunque no sé de donde provienen, por supuesto
me ocuparé. ¡Ved! (debe haberla mirado antes), una es de usted, y dirigida a mi amigo Peter Hawkins; la
otra —y aquí vio él por primera vez los extraños símbolos al abrir el sobre, y la turbia mirada le apareció
en el rostro y sus ojos refulgieron malignamente—, la otra es una cosa vil, ¡un insulto a la amistad y a la
hospitalidad! No está firmada, así es que no puede importarnos.
Y entonces, con gran calma, sostuvo la carta y el sobre en la llama de la lámpara hasta que se
consumieron. Después de eso, continuó:
—La carta para Hawkins, esa, por supuesto, ya que es suya, la enviaré. Sus cartas son sagradas
para mí. Perdone usted, mi amigo, que sin saberlo haya roto el sello. ¿No quiere usted meterla en otro
sobre?
Me extendió la carta, y con una reverencia cortés me dio un sobre limpio. Yo sólo pude escribir
nuevamente la dirección y se lo devolví en silencio. Cuando salió del cuarto escuché que la llave giraba
suavemente. Un minuto después fui a ella y traté de abrirla. La puerta estaba cerrada con llave.
Cuando, una o dos horas después, el conde entró silenciosamente en el cuarto, su llegada me
despertó, pues me había dormido en el sofá. Estuvo muy cortés y muy alegre a su manera, y viendo que
yo había dormido, dijo:
—¿De modo, mi amigo, que usted está cansado? Váyase a su cama. Allí es donde podrá
descansar más seguro. Puede que no tenga el placer de hablar por la noche con usted, ya que tengo
muchas tareas pendientes; pero deseo que duerma tranquilo.
Me fui a mi cuarto y me acosté en la cama; raro es de decir, dormí sin soñar. La desesperación
tiene sus propias calmas.

31 de mayo. Esta mañana, cuando desperté, pensé que sacaría algunos papeles y sobres de mi
portafolios y los guardaría en mi bolsillo, de manera que pudiera escribir en caso de encontrar alguna
oportunidad; pero otra vez una sorpresa me esperaba. ¡Una gran sorpresa!
No pude encontrar ni un pedazo de papel. Todo había desaparecido, junto con mis notas, mis
apuntes relativos al ferrocarril y al viaje, mis credenciales. De hecho, todo lo que me pudiera ser útil una
vez que yo saliera del castillo. Me senté y reflexioné unos instantes; entonces se me ocurrió una idea y
me dirigí a buscar mi maleta ligera, y al guardarropa donde había colocado mis trajes.

24
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

El traje con que había hecho el viaje había desaparecido, y también mi abrigo y mi manta; no
pude encontrar huellas de ellos por ningún lado. Esto me pareció una nueva villanía...

17 de junio. Esta mañana, mientras estaba sentado a la orilla de mi cama devanándome los
sesos, escuché afuera el restallido de unos látigos y el golpeteo de los cascos de unos caballos a lo largo
del sendero de piedra, más allá del patio. Con alegría me dirigí rápidamente a la ventana y vi como
entraban en el patio dos grandes diligencias, cada una de ellas tirada por ocho briosos corceles, y a la
cabeza de cada una de ellas un par de eslovacos tocados con anchos sombreros, cinturones tachonados
con grandes clavos, sucias pieles de cordero y altas botas. También llevaban sus largas duelas en la
mano. Corrí hacia la puerta, intentando descender para tratar de alcanzarlos en el corredor principal, que
pensé debía estar abierto esperándolos. Una nueva sorpresa me esperaba: mi puerta estaba atrancada
por fuera.
Entonces, corrí hacia la ventana y les grité. Me miraron estúpidamente y señalaron hacia mí, pero
en esos instantes el "atamán" de los gitanos salió, y viendo que señalaban hacia mi ventana, dijo algo,
por lo que ellos se echaron a reír. Después de eso ningún esfuerzo mío, ningún lastimero ni agonizante
grito los movió a que me volvieran a ver. Resueltamente me dieron la espalda y se alejaron. Los coches
contenían grandes cajas cuadradas, con agarraderas de cuerda gruesa; evidentemente estaban vacías
por la manera fácil con que los eslovacos las descargaron, y por la resonancia al arrastrarlas por el suelo.
Cuando todas estuvieron descargadas y agrupadas en un montón en una esquina del patio, los
eslovacos recibieron algún dinero del gitano, y después de escupir sobre él para que les trajera suerte,
cada uno se fue a su correspondiente carruaje, caminando perezosamente. Poco después escuché el
restallido de sus látigos morirse en la distancia.

24 de junio, antes del amanecer. Anoche el conde me dejó muy temprano y se encerró en su
propio cuarto. Tan pronto como me atreví, corrí subiendo por la escalera de caracol y miré por la ventana
que da hacia el sur. Pensé que debía vigilar al conde, pues algo estaba sucediendo. Los gitanos están
acampados en algún lugar del castillo y le están haciendo algún trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando
escucho a lo lejos el apagado ruido como de zapapicos y palas, y, sea lo que sea, debe ser la
terminación de alguna horrenda villanía.
Había estado viendo por la ventana algo menos de media hora cuando vi que algo salía de la
ventana del conde. Retrocedí y observé cuidadosamente, y vi salir al hombre. Fue una sorpresa para mí
descubrir que se había puesto el traje que yo había usado durante mi viaje hacia este lugar, y que de su
hombro colgaba la terrible bolsa que yo había visto que las mujeres se habían llevado. ¡No podía haber
duda acerca de sus propósitos, y además con mi indumentaria! Esta es, entonces, su nueva treta
diabólica: permitirá que otros me vean, de manera que por un lado quede la evidencia de que he sido
visto en los pueblos o aldeas poniendo mis propias cartas al correo, y por el otro lado, que cualquier
maldad que él pueda hacer sea atribuida por la gente de la localidad a mi persona.
Me enfurece pensar que esto pueda seguir así, y mientras tanto yo permanezco encerrado aquí,
como un verdadero prisionero, pero sin esa protección de la ley que es incluso el derecho y la
consolación de los criminales.
Pensé que podría observar el regreso del conde, y durante largo tiempo me senté tenazmente al
lado de la ventana. Entonces comencé a notar que había unas pequeñas manchas de prístina belleza
flotando en los rayos de la luz de la luna. Eran como las más ínfimas partículas de polvo, y giraban en
torbellinos y se agrupaban en cúmulos en forma parecida a las nebulosas. Las observé con un
sentimiento de tranquilidad, y una especie de calma invadió todo mi ser. Me recliné en busca de una
postura más cómoda, de manera que pudiera gozar más plenamente de aquel etéreo espectáculo.
Algo me sobresaltó; un aullido leve, melancólico, de perros en algún lugar muy lejos en el valle
allá abajo que estaba escondido a mis ojos. Sonó más fuertemente en los oídos, y las partículas de polvo
flotante tomaron nuevas formas, como si bailasen al compás de una danza a la luz de la luna. Sentí hacer
esfuerzos desesperados por despertar a algún llamado de mis instintos; no, más bien era mi propia alma
la que luchaba y mi sensibilidad medio adormecida trataba de responder al llamado. ¡Me estaban

25
Drácula Bram Stoker

hipnotizando! El polvo bailó más rápidamente. Los rayos de la luna parecieron estremecerse al pasar
cerca de mí en dirección a la oscuridad que tenía detrás. Se unieron, hasta que parecieron tomar las
tenues formas de unos fantasmas. Y entonces desperté completamente y en plena posesión de mis
sentidos, y eché a correr gritando y huyendo del lugar. Las formas fantasmales que estaban
gradualmente materializándose de los rayos de la luna eran las de aquellas tres mujeres fantasmales a
quienes me encontraba condenado. Huí, y me sentí un tanto más seguro en mi propio cuarto, donde no
había luz de la luna y donde la lámpara ardía brillantemente.
Después de que pasaron unas cuantas horas escuché algo moviéndose en el cuarto del conde;
algo como un agudo gemido suprimido velozmente. Y luego todo quedó en silencio, en un profundo y
horrible silencio que me hizo estremecer. Con el corazón latiéndome desaforadamente, pulsé la puerta;
pero me encontraba encerrado con llave en mi prisión, y no podía hacer nada. Me senté y me puse
simplemente a llorar.
Mientras estaba sentado escuché un ruido afuera, en el patio: el agonizante grito de una mujer.
Corrí a la ventana y subiéndola de golpe, espié entre los barrotes. De hecho, ahí afuera había una mujer
con el pelo desgreñado, agarrándose las manos sobre su corazón como víctima de un gran infortunio.
Estaba reclinada contra la esquina del zaguán. Cuando vio mi cara en la ventana se lanzó hacia
adelante, y grito en una voz cargada con amenaza:
—¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!
Cayó de rodillas, y alzando los brazos gritó algunas palabras en tonos que atormentaron mi
corazón. Luego se arrancó el pelo y se golpeó el pecho, y se abandonó a todas las violencias de emoción
extravagante. Finalmente, corrió, y, aunque yo no podía verla, podía escuchar como golpeaba con sus
desnudas manos la puerta.
En algún lugar bastante arriba de mí, probablemente en la torre, escuché la voz del conde
llamando en su susurro duro y metálico. Su llamado pareció ser respondido desde lejos y por todos lados
por los aullidos de los lobos. Antes de que hubiesen pasado muchos minutos, una manada de ellos entró,
como una presa desbordada, a través de la amplia entrada del patio.
No se escucharon gritos de la mujer, y los aullidos de los lobos duraron poco tiempo. Al poco rato
se retiraron de uno en uno, todavía relamiéndose los hocicos.
No sentí lástima por la mujer, pues sabía lo que le había sucedido a su hijo, y era mejor que
estuviese muerta. ¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de esta horripilante noche de
terror y miedo?

25 de junio, por la mañana. Nadie sabe hasta que ha sufrido los horrores de la noche, qué dulce y
agradable puede ser para su corazón y sus ojos la llegada de la mañana. Cuando el sol se elevó esta
mañana tan alto que alumbró la parte superior del portón opuesto a mi ventana, el oscuro lugar que
iluminaba me pareció a mí como si la paloma del arca hubiese estado allí. Mi temor se evaporó cual una
indumentaria vaporosa que se disolviera con el calor. Debo ponerme en acción de alguna manera
mientras me dura el valor del día. Anoche una de mis cartas ya fechada fue puesta en el correo, la
primera de esa serie fatal que ha de borrar toda traza de mi existencia en la tierra.
No debo pensar en ello. ¡Debo actuar!
Siempre ha sido durante la noche cuando he sido molestado o amenazado; donde me he
encontrado en alguna u otra forma en peligro o con miedo. Todavía no he visto al conde a la luz del día.
¿Será posible que él duerma cuando los otros están despiertos, y que esté despierto cuando todos
duermen? ¡Si sólo pudiera llegar a su cuarto! Pero no hay camino posible. La puerta siempre está
cerrada; no hay manera para mí de llegar a él.
Miento. Hay un camino, si uno se atreve a tomarlo. Por donde ha pasado su cuerpo, ¿por qué no
puede pasar otro cuerpo? Yo mismo lo he visto arrastrarse desde su ventana. ¿Por qué no puedo yo
imitarlo, y arrastrarme para entrar por su ventana? Las probabilidades son muy escasas, pero la
necesidad me obliga a correr todos los riesgos.

26
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

Correré el riesgo. Lo peor que me puede suceder es la muerte; pero la muerte de un hombre no
es la muerte de un ternero, y el tenebroso "más allá" todavía puede ofrecerme oportunidades. ¡Que Dios
me ayude en mi empresa! Adiós, Mina, si fracaso; adiós, mi fiel amigo y segundo padre; adiós, todo, y
como última cosa, ¡adiós Mina!
Mismo día, más tarde. He hecho el esfuerzo, y con ayuda de Dios he regresado a salvo a este
cuarto. Debo escribir en orden cada detalle. Fui, mientras todavía mi valor estaba fresco, directamente a
la ventana del lado sur, y salí fuera de este lado. Las piedras son grandes y están cortadas toscamente, y
por el proceso del tiempo el mortero se ha desgastado. Me quité las botas y me aventuré como un
desesperado. Miré una vez hacia abajo, como para asegurarme de que una repentina mirada de la
horripilante profundidad no me sobrecogería, pero después de ello mantuve los ojos viendo hacia
adelante. Conozco bastante bien la ventana del conde, y me dirigí hacia ella lo mejor que pude,
atendiendo a las oportunidades que se me presentaban. No me sentí mareado, supongo que estaba
demasiado nervioso, y el tiempo que tardé en llegar hasta el antepecho de la ventana me pareció
ridículamente corto. En un santiamén me encontré tratando de levantar la guillotina. Sin embargo, cuando
me deslicé con los pies primero a través de la ventana, era presa de una terrible agitación. Luego busqué
por todos lados al conde, pero, con sorpresa y alegría, hice un descubrimiento: ¡el cuarto estaba vacío!
Apenas estaba amueblado con cosas raras, que parecían no haber sido usadas nunca; los
muebles eran de un estilo algo parecido a los que había en los cuartos situados al sur, y estaban
cubiertos de polvo. Busqué la llave, pero no estaba en la cerradura, y no la pude encontrar por ningún
lado. Lo único que encontré fue un gran montón de oro en una esquina, oro de todas clases, en monedas
romanas y británicas, austriacas y húngaras, griegas y turcas. Las monedas estaban cubiertas de una
película de polvo, como si hubiesen yacido durante largo tiempo en el suelo. Ninguna de las que noté
tenía menos de trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos enjoyados, pero todos
viejos y descoloridos.
En una esquina del cuarto había una pesada puerta. La empujé, pues, ya que no podía encontrar
la llave del cuarto o la llave de la puerta de afuera, lo cual era el principal objetivo de mi búsqueda, tenía
que hacer otras investigaciones, o todos mis esfuerzos serían vanos. La puerta que empujé estaba
abierta, y me condujo a través de un pasadizo de piedra hacia una escalera de caracol, que bajaba muy
empinada. Descendí, poniendo mucho cuidado en donde pisaba, pues las gradas estaban oscuras,
siendo alumbradas solamente por las troneras de la pesada mampostería. En el fondo había un pasadizo
oscuro, semejante a un túnel, a través del cual se percibía un mortal y enfermizo olor: el olor de la tierra
recién volteada. A medida que avancé por el pasadizo, el olor se hizo más intenso y más cercano.
Finalmente, abrí una pesada puerta que estaba entornada y me encontré en una vieja y arruinada capilla,
que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, y en los lugares había
gradas que conducían a bóvedas, pero el suelo había sido recientemente excavado y la tierra había sido
puesta en grandes cajas de madera, manifiestamente las que transportaran los eslovacos. No había
nadie en los alrededores, y yo hice un minucioso registro de cada pulgada de terreno. Bajé incluso a las
bóvedas, donde la tenue luz luchaba con las sombras, aunque al hacerlo mi alma se llenó del más terrible
horror. Fui a dos de éstas, pero no vi nada sino fragmentos de viejos féretros y montones de polvo; sin
embargo, en la tercera, hice un descubrimiento.
¡Allí, en una de las grandes cajas, de las cuales en total había cincuenta, sobre un montón de
tierra recién excavada, yacía el conde! Estaba o muerto o dormido; no pude saberlo a ciencia cierta, pues
sus ojos estaban abiertos y fijos, pero con la vidriosidad de la muerte, y sus mejillas tenían el calor de la
vida a pesar de su palidez; además, sus labios estaban rojos como nunca. Pero no había ninguna señal
de movimiento, ni pulso, ni respiración, ni el latido del corazón. Me incliné sobre él y traté de encontrar
algún signo de vida, pero en vano. No podía haber yacido allí desde hacía mucho tiempo, pues el olor a
tierra se habría disipado en pocas horas. Al lado de la caja estaba su tapa, atravesada por hoyos aquí y
allá. Pensé que podía tener las llaves con él, pero cuando iba a registrarlo vi sus ojos muertos, y en ellos,
a pesar de estar muertos, una mirada de tal odio, aunque inconsciente de mí o de mi presencia, que huí
del lugar, y abandonando el cuarto del conde por la ventana me deslicé otra vez por la pared del castillo.
Al llegar otra vez a mi cuarto me tiré jadeante sobre la cama y traté de pensar...

27
Drácula Bram Stoker

29 de junio. Hoy es la fecha de mi última carta, y el conde ha dado los pasos necesarios para
probar que es auténtica, pues otra vez lo he visto abandonar el castillo por la misma ventana y con mi
ropa. Al verlo deslizarse por la ventana, al igual que una lagartija, sentí deseos de tener un fusil o alguna
arma letal para poder destruirlo; pero me temo que ninguna arma manejada solamente por la mano de un
hombre pueda tener algún efecto sobre él. No me atreví a esperar por su regreso, pues temí ver a sus
malvadas hermanas. Regresé a la biblioteca y leí hasta quedarme dormido.
Fui despertado por el conde, quien me miró tan torvamente como puede mirar un hombre, al
tiempo que me dijo:
—Mañana, mi amigo, debemos partir. Usted regresará a su bella Inglaterra, yo a un trabajo que
puede tener un fin tal que nunca nos encontremos otra vez. Su carta a casa ha sido despachada;
mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vienen los gitanos, que tienen
algunos trabajos propios de ellos, y también vienen los eslovacos. Cuando se hayan marchado, mi
carruaje vendrá a traerlo y lo llevará hasta el desfiladero de Borgo, para encontrarse ahí con la diligencia
que va de Bucovina a Bistritz. Pero tengo la esperanza de que nos volveremos a ver en el castillo de
Drácula.
Yo sospeché de sus palabras, y determiné probar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece una
profanación de la palabra en conexión con un monstruo como éste, de manera que le hablé sin rodeos:
—¿Por qué no puedo irme hoy por la noche?
—Porque, querido señor, mi cochero y los caballos han salido en una misión.
—Pero yo caminaría de buen gusto. Lo que deseo es salir de aquí cuanto antes.
Él sonrió, con una sonrisa tan suave, delicada y diabólica, que inmediatamente supe que había
algún truco detrás de su amabilidad; dijo:
—¿Y su equipaje?
—No me importa. Puedo enviar a recogerlo después.
El conde se puso de pie y dijo, con una dulce cortesía que me hizo frotar los ojos, pues parecía
real:
—Ustedes los ingleses tienen un dicho que es querido a mi corazón, pues su espíritu es el mismo
que regula a nuestros boyars: "Dad la bienvenida al que llega; apresurad al huésped que parte." Venga
conmigo, mi querido y joven amigo. Ni una hora más estará usted en mi casa contra sus deseos, aunque
me entristece que se vaya, y que tan repentinamente lo desee. Venga.
Con majestuosa seriedad, él, con la lámpara, me precedió por las escaleras y a lo largo del
corredor. Repentinamente se detuvo.
—¡Escuche!
El aullido de los lobos nos llegó desde cerca. Fue casi como si los aullidos brotaran al alzar él su
mano, semejante a como surge la música de una gran orquesta al levantarse la batuta del conductor.
Después de un momento de pausa, él continuó, en su manera majestuosa, hacia la puerta. Corrió los
enormes cerrojos, destrabó las pesadas cadenas y comenzó a abrirla.
Ante mi increíble asombro, vi que estaba sin llave. Sospechosamente, miré por todos los lados a
mi alrededor, pero no pude descubrir llave de ninguna clase.
A medida que comenzó a abrirse la puerta, los aullidos de los lobos aumentaron en intensidad y
cólera: a través de la abertura de la puerta se pudieron ver sus rojas quijadas con agudos dientes y las
garras de las pesadas patas cuando saltaban. Me di cuenta de que era inútil luchar en aquellos
momentos contra el conde. No se podía hacer nada teniendo él bajo su mando a semejantes aliados. Sin
embargo, la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora sólo era el cuerpo del conde el que cerraba
el paso.

28

También podría gustarte