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Manon Lescaut
Abate Prévost
Publicado: 1731
Fuente: Project Gutenberg
Edición: Editorial Estrella, Madrid, 1919
Traductor: Antonio de Hoyos y Vinent
Notas del transcriptor
En la versión de texto sin formatear el texto en cursiva está
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ESTRELLA
Manon Lescaut
Palabras liminares
Hay libros amables (es la palabra), divertidos, que, bien por su
clave, bien por encarnar una idea o una modalidad superficial,
flotante en la atmósfera, se leen golosamente, se comentan en vaga
y amena charla y... se olvidan. Son libros actuales; tienen la efímera
trascendencia de una moda; como ella pasan pronto y, como ella
también, después de mucho tiempo, adquieren un valor
simplemente anecdótico. Cuando uno de esos libros, en el
transcurso de unos años, vuelve a caer en nuestras manos, sentimos
un gran impulso de alegría y decimos para nuestro capote: «¡Gracias
a Dios que hemos dado con un libro ameno! ¡Éste sí que es
divertido!». Pero según avanzamos en la lectura, nos llamamos a
engaño, considerándonos defraudados. ¡Pero es posible! ¡Si cuando
lo leímos la primera vez nos encantó! ¡Y vemos con asombro que
aquel libro ha envejecido atrozmente, que todo lo que antes nos
pareció delicioso ahora nos aburre, y dejámoslo caer con un
bostezo; es viejo ya y no tiene aun el interés documental. Y es así
porque trátase de un conflicto artificial, creado por una «manera» de
vida convencional, porque no es humano. Quiero decir, que los
lances pueden parecernos momentáneamente divertidos, pero el
pensamiento fundamental no se basa en una de esas eternas leyes
como tales comunes a todos los tiempos y a todos los pueblos.
Existen, en cambio, obras que no nos parecen tan divertidas, que
hasta leemos con cierta dificultad (si confesamos la verdad, no
siendo profesionales, eruditos o no teniendo el espíritu muy
predispuesto a ello, todas las obras maestras se nos hacen un poco
fatigosas de leer), pero que dejan una huella duradera en nuestro
espíritu, que recordamos en momentos dados, por sus raras
concomitancias con nuestro estado anímico, y que cada vez que son
leídas se saborean con mayor delectación, sencillamente por eso,
porque son «humanas», porque las pasiones que hay en sus páginas
no son privativas de éstos o los otros, sino comunes a toda la
humanidad, a todos los tiempos.
«Manon Lescaut», que es además una delicia de gracia, de viveza
y de color, pues que casi ayuna de descripciones, «sugiere» a
maravilla el XVIII francés y revélalo en una serie de estampas mitad
sentimentales, mitad libertino-burlescas, es una novela eterna,
porque es la novela del amor por excelencia. Podrán autores
después habernos dado otros libros en que la tragedia del amor sea
más sombría, más violenta, más recargada de tintas, en que se pinte
el descenso hacia la vileza, la miseria y la muerte por la pendiente
de las pasiones con más brío, pero eso no quitará lozanía a la jugosa
narración del abate Prévost, que, justamente en su sencillez, lleva su
encanto de verdad.
¡Manon, deliciosa muñeca que no eres ni perversa, ni liviana, ni
abnegada, ni apasionada, y que, sin embargo, lo eres todo, porque
eres «atrozmente» femenina! ¡Caballero Des Grieux que amas y
ofrendas tu vida, que sabes envilecerte conservando en la vileza tu
innato señorío, qué reales os ofrecéis a nosotros!
Todo, todo es en estas páginas de una pasmosa certeza; todo está
lleno de amorosos apotegmas, «El amor es o no es desde el primer
momento»; y el futuro caballero de Malta ama a Manon desde que
la ve ante aquella deliciosa posada que tiene el encanto de un
grabado de la época. «En todo amor, uno ama y otro se deja amar»;
es el caballero Des Grieux el que ama. Manon se deja amar de él, se
deja amar y es liviana y egoísta, y ambiciosa y cruel y mentirosa, y
encuentra las argucias perversas de todos los que no aman; «la
fidelidad que quiero de vos es la del corazón; la otra no me
importa». «En toda historia de mujer hay un collar»; y un collar de
perlas hay en la de Manon Lescaut.
Y si verdad es ella, no menos verdad es él, con sus
renunciamientos, sus abdicaciones, sus cobardías y las ficciones con
que, exaltando los gestos de ella, pretende engañarse a sí mismo...
sin conseguirlo. Aunque para ello ha de atribuirle virtudes que sabe
muy bien que no posee. El amor envilece al caballero Des Grieux y el
amor le redime.
Y si ciertos son ellos, ciertos son también los que les rodean, el
viejo G... M..., Tiberio, Marcelo y aquellos guardianes que al saber
«la enormidad» de la pasión del caballero, en vez de compadecerlo,
le explotan y suben sus tarifas hasta agotar su exiguo haber.
El caballero ama, ella se deja amar; la ama tanto que ella, algunas
veces, cuando es muy desdichada, llega a amarle también... sin
perjuicio de volver a mentirle el día que volviese a ser feliz.
Antonio de Hoyos y Vinent
Historia de Manon Lescaut
Primera parte
Me veo obligado a hacer retroceder al lector a los días de mi vida
en que encontré por vez primera al caballero Des Grieux. Fué
aproximadamente seis meses antes de mi excursión a España.
Aunque raramente abandonaba mi soledad, el cariño que sentía por
mi hija y el deseo de complacerla llevábanme algunas veces a
emprender cortos viajes, que, a decir verdad, abreviaba todo lo
posible.
Volvía un día de Rouen, donde había ido cediendo a sus súplicas,
para solicitar de la administración normanda la resolución favorable
de un asunto de tierras a que tenía derecho por herencia de mi
abuelo materno. Habiendo reanudado mi ruta por Evreux, llegué al
día siguiente a la hora de comer a Passy. Sorprendióme al entrar en
la ciudad encontrarme a los habitantes presa de extraña inquietud;
salían precipitadamente de sus casas para correr a la puerta de una
posada donde veíanse dos carricoches cerrados. Los caballos
espumeantes y cubiertos de sudor, decían muy a las claras que
acababan de llegar.
Detúveme un momento para averiguar las causas del tumulto,
pero nada pude sacar en limpio de aquellas gentes que curiosas se
atropellaban camino de la hostería sin prestar atención ninguna a
mis preguntas; por fin vi en la puerta a un arquero, ostentando su
bandolera, un arcabuz a la espalda, y le llamé; roguéle me explicase
las causas de tanto ruido. «No es nada, caballero—aseguróme—.
Son unas cuantas prostitutas que llevo con mis compañeros a Havre-
de-Grâce, donde las embarcaremos para América. Hay algunas
guapas, y eso es al parecer lo que excita la curiosidad de los buenos
campesinos».
Hubiérame contentado con esa explicación a no ser por las
lamentaciones de una vieja que salió del parador clamando con
grandes espavientos que aquello era una cosa bárbara, una cosa
que movía al horror y la compasión. «¿Pero qué es?»—la interrogué.
«¡Ah! caballero, entre usted—me contestó—y verá si el cuadro no es
para oprimir el corazón a cualquiera». La curiosidad obligóme a
descender del caballo, que entregué a mi palafrenero. Entré
abriéndome paso dificultosamente por entre la multitud, y mis ojos
vieron efectivamente algo emocionante.
Entre las doce hembras, encadenadas de seis en seis por la
cintura, había una cuyo rostro y cuyo aspecto eran tan poco
conformes con su condición, que en cualquier otro lado hubiérala
tomado por persona principal. Su tristeza, la suciedad y miseria de
sus ropas, enturbiaban tan poco su belleza, que su vista me inspiró
respeto y piedad. Trataba, sin embargo, de ocultar su persona y su
rostro, todo lo que la cadena permitía, para recatarlos a las miradas
indiscretas, y lo más notable era que el esfuerzo que hacía para
ocultarse era tan natural que parecía dictado por un sentimiento de
modestia.
Como los seis guardias que acompañaban y vigilaban a las
desdichadas hallábanse en la estancia con ellas, llevéme aparte al
jefe que les mandaba, para pedirle algunos esclarecimientos sobre la
suerte destinada a la joven. No pudo decirme sino generalidades.
«La hemos sacado del hospital por orden expresa del jefe superior
de Policía—aclaró—. Y no es de suponer que estuviese allí por sus
virtudes. Por lo que a mí se refiere, la he interrogado varias veces
durante el viaje, y se obstina en no contestarme. Aunque no tengo
ningún encargo especial de benevolencia para ella, no he dejado de
guardarla ciertas consideraciones, pues me parece de mejor
condición que sus compañeras. Ahí tenéis un joven que tal vez
pueda instruiros; mejor que yo sabe los motivos de su desdicha;
viene siguiéndola desde París sin cesar ni un momento de llorar.
Forzosamente, trátase de su amante o de su hermano».
Volví los ojos en la dirección que me indicaban, y vi al joven
sentado en un rincón. Parecía sumido en profundo ensueño, y, a
decir verdad, jamás vi más exacta imagen del dolor. Vestía muy
sencillamente, pero distinguíase a primera vista al hombre de cuna y
educación. Acerquéme a él; alzóse de su asiento, y vi en sus ojos,
en su rostro y sus ademanes todos, un no sé qué de noble, que me
predispuso a desear servirle. «No quisiera molestaros—díjele
sentándome a su lado—. Desearía tan sólo que satisficieseis la
curiosidad que me impulsa a conocer a la bella damisela, que no me
parece hecha para un destino tan cruel como el que le cupo en
suerte».
Contestóme con franqueza que se lo impedía la imposibilidad en
que se hallaba de satisfacer mi curiosidad sin aclarar al mismo
tiempo su personalidad propia, y que esto no le era dable por tener
muchas razones para desear guardar el incógnito. «Puedo deciros,
eso sí, lo que no ignoran ni esos miserables—prosiguió mostrándome
a los arqueros—. Que la amo con una pasión violenta que hace de
mí el más infortunado de los hombres. Hice en París esfuerzos
sobrehumanos para conseguir su libertad, pero las súplicas, la
astucia y la fuerza han sido inútiles. He tomado el partido de seguirla
aunque sea al fin del mundo. Me embarcaré con ella; iré a América.
Pero lo cruel, lo inícuo, es que esos malvados—y aludía a los
guardianes—, no me dejan acercarme a ella. Mi intención era
atacarlos a algunas leguas de París; había conseguido asociarme a
cuatro hombres, que, a cambio de una suma considerable, me
ofrecieron su ayuda; los canallas me abandonaron a mis propias
fuerzas y se largaron con el dinero. La inutilidad de intentar vencer
por la violencia me hizo rendir armas; entonces propuse a los
arcabuceros que me permitiesen seguirles ofreciendo una
recompensa; la esperanza de las ganancias les movió a acceder. Me
han obligado a pagarles cada vez que he querido hablar con mi
querida. Mi bolsa quedó exhausta en muy poco tiempo, y ahora
tienen la crueldad de rechazarme cuando intento acercarme a ella.
Hace un rato, como sin hacer caso de sus amenazas me aproximé,
tuvieron la osadía de alzar contra mí la culata de sus fusiles. Me veo
precisado, para satisfacer su avaricia y para poder seguir el camino,
a vender aquí un caballo muy malo que hasta ahora me sirvió de
cabalgadura y tendré que seguir a pie».
Aunque pareció hacer su narración con bastante serenidad, dejó,
al concluir, caer algunas lágrimas. La aventura me pareció de las
más emocionantes y enternecedoras. «No quiero arrancaros vuestro
secreto—díjele—, pero si puedo seros útil en algo me ofrezco
gustoso a serviros. —¡Pardiez!—replicó—no veo ni la menor luz de
esperanza; he de someterme a la crueldad de mi destino; iré a
América; a lo menos allí seré libre con la mujer a quien amo. He
escrito a un amigo que me enviara algún dinero a Havre-de-Grâce;
no me preocupa sino la manera de ir hasta allí y la de procurar a
esta infeliz criatura—añadió mirando con ternura a su amada—
algunos consuelos durante el camino.—Pues bien—le dije—voy a
poner fin a vuestros apuros. Aquí tenéis algún dinero que os ruego
aceptéis y conste que siento no poder prestaros mejor ayuda».
Dile cuatro luises de oro sin que los guardianes se percatasen de
ello, pues suponía, con fundamento, que si le sabían dueño de tal
suma, sus exigencias serían mayores. Hasta ocurrióseme la idea de
hacer un trato con ellos para que el enamorado doncel pudiese
hablar libremente a su querida, hasta llegar al Havre. Dicho y hecho;
llamé al jefe y sin ambages hícele mi proposición. Pareció
avergonzado, pese a sus fanfarronadas. «No es, caballero—comenzó
con aire de confusión—, que nos neguemos a dejarle hablar a esa
mujer, pero si fuése por él estaría perpetuamente a su lado; eso nos
crea una molestia; justo es que pague.—Veamos—interrogué—
cuánto haría falta para que no la experimentaseis». Tuvo la audacia
de pedirme dos luises. Se los di inmediatamente. «Pero tenga
cuidado—le previne—que no se les ocurra hacer ninguna granujada,
pues voy a darle mis señas al joven ese con objeto de que pueda
informarme, y esté seguro de que tengo influencia bastante para
hacerles castigar si no cumple lo convenido». Costóme, pues, el
encuentro, seis luises de oro.
La graciosa sencillez y la viva gratitud que el joven desconocido
me mostró, acabaron de persuadirme de que había nacido en nobles
pañales y que merecía mis liberalidades. Antes de partir dirigí la
palabra a su amiga, la cual me contestó con una modestia tan
encantadora y dulce, que sirvió para sugerirme, mientras me alejaba
de allí, mil reflexiones sobre el extraño carácter de las mujeres.
Encerrado nuevamente en mi soledad, nada supe sobre la
continuación de la aventura. Pasaron así dos años durante los cuales
llegué a olvidar el lance, hasta que la casualidad me hizo saber todas
las circunstancias de él.
Volvía yo de Londres a Calais con el marqués de... mi discípulo;
nos habíamos alojado, si no recuerdo mal, en el León de Oro, donde
por motivos que no son del caso nos vimos forzados a pasar todo el
día y la noche siguientes. Paseando aquella tarde por las calles, creí
divisar al mismo joven con quien me topara en Passy. Estaba
bastante mal de indumentaria y mucho más pálido que la primera
vez que me encontré con él. Llevaba un viejo portamantas en la
mano y parecía recién llegado.
Sin embargo, como era demasiado guapo chico para pasar
inadvertido, no dudé ni un momento, y dije al marqués: «Hemos de
abordar al muchacho ese».
Su alegría no tuvo límites cuando él a su vez me reconoció. «¡Ah!
caballero—exclamó con júbilo—. Soy feliz al poder expresaros una
vez más mi gratitud». Le pregunté de dónde venía y me dijo llegaba
por mar de Havre-de-Grâce, donde hacía poco había desembarcado
de América. «No me parece que os halléis floreciente de dinero—
insinué—. Id si queréis al León de Oro, donde habito yo. En seguida
iré a reunirme con vos».
Volví, efectivamente, impaciente por saber los detalles de su
infortunio y de su extraño viaje a América. Hícele mil finezas y di
órdenes para que no le faltase nada. No esperó que yo le incitase
para contarme la historia de su vida. «Caballero—me dijo—os portáis
conmigo de tal guisa que tendría a baja ingratitud ocultaros nada.
Quiero contaros no sólo mis desgracias y mis penas, sino mis
debilidades y mis desórdenes más vergonzosos. Estoy seguro de
que, aun condenándolos, no podréis por menos de compadecerme».
Debo advertir aquí a mis lectores que escribí su historia casi
inmediatamente después de habérsela oído contar, y que por lo
tanto pueden estar seguros y tranquilos respecto a la veracidad y
exactitud de la misma. He sido gráfico hasta en la reprodución de las
reflexiones y el reflejo de los sentimientos que el aventurero
expresaba con gracia encantadora. He aquí la narración en que no
entremezclaré nada que no haya oído de sus labios.
Tenía yo diecisiete años y acababa mis estudios de filosofía en
Amiens, adonde mi familia, perteneciente a una de las más nobles
Casas de P... me había enviado. Llevaba una vida tan ordenada y
sensata que mis maestros me ponían como ejemplo a mis
condiscípulos. No es que yo hiciese esfuerzos extraordinarios para
merecer esta opinión halagüeña, sino más bien que mi carácter es
dulce y tranquilo por natural inclinación. Aplicábame al estudio por
afición y me ponían en el activo de las virtudes lo que en realidad no
era sino aversión a los vicios. Mi nacimiento, mi amor a la aplicación
y algunos naturales atractivos me habían hecho ser conocido y
estimado de toda la población.
Acabé mis ejercicios públicos con general aprobación hasta el
punto de que el señor Obispo, que asistía a ellos, me propuso
prepararme para el estado eclesiástico, donde, según él, adquiriría
más gloria que en la Orden de Malta a que me destinaban mis
padres. Hacíanme a este propósito llevar ya la cruz con la
denominación del Caballero Des Grieux. Llegadas las vacaciones,
disponíame a volver a casa de mi padre que me había prometido
enviarme en seguida a la Academia.
Mi única pena al dejar Amiens era perder un amigo a quien me
uniera siempre tierna amistad. Era mayor que yo. Nos habíamos
educado juntos, pero siendo su patrimonio harto modesto veíase
obligado a abrazar el estado eclesiástico y a permanecer en Amiens
después de mi marcha para seguir los estudios que correspondían a
su profesión. Tenía mil buenas cualidades. Las mejores las iréis
encontrando en el curso de mi historia, sobre todo un celo y una
generosidad en la amistad que sobrepasan los más célebres
ejemplos del mundo antiguo. Si yo hubiese seguido sus consejos,
hubiese sido siempre sensato y feliz. Si a lo menos hubiese
aprovechado sus reproches en el abismo a que mis pasiones me
arrastraron, algo hubiese salvado en el naufragio de mi fortuna y mi
reputación. Pero no recogí otro fruto de sus enseñanzas que la pena
de verlas inútiles, y aún, algunas veces, duramente recompensadas
con las repulsas de un ingrato que se ofendía con ellas y las
calificaba de impertinencias.
Había yo señalado la fecha de mi marcha de Amiens. ¡Por qué no
la señalaría para un día antes o después! Hubiese llevado a la
presencia paterna el tesoro de mi inocencia. La víspera misma del
día en que debía abandonar la villa, estando paseando con mi
amigo, que se llamaba Tiberio, vimos llegar el coche de Arras y lo
seguimos hasta la posada donde esos vehículos se detenían. Ningún
motivo que no fuése la curiosidad nos impulsaba a ello. Salieron de
él algunas mujeres que al instante internáronse en el parador, pero
quedó allí una muy joven que permaneció en el patio, mientras que
un viejo, que parecía servirle de rodrigón, apresurábase a hacer
retirar sus equipajes de los cestos. Parecióme tan bella, que yo, que
jamás me había parado a pensar en la diferencia de los sexos, ni
mirado a una mujer con mediana atención, yo, repito, de quien todo
el mundo admiraba la sensatez y la tranquilidad, hálleme
súbitamente inflamado de pasión hasta el delirio. Tenía el defecto de
ser excesivamente tímido y fácil de desconcertar, pero en aquel caso,
en vez de verme detenido por aquella debilidad, avancé
resueltamente hacia la desconocida.
Aunque seguramente era más joven que yo, recibió mis
galanterías sin mostrarse azorada. Preguntéle qué le llevaba a
Amiens, y si tenía amistades o conocimientos allí. Contestóme
ingenuamente que iba enviada por su familia para profesar como
religiosa. El amor, aunque sólo hacía un momento que anidaba en mi
alma, hacíame tan clarividente, que desde luego miré aquello como
un golpe mortal asestado a mis deseos. Habléle de manera que no le
dejó duda respecto a mis sentimientos, pues por lo visto poseía
mucha más experiencia que yo. Según dijo, la enviaban al convento
contra su voluntad, para evitar, indudablemente, una naciente
inclinación al placer, causa luego de todas sus desgracias y las mías.
Combatí la cruel determinación de sus padres con todas las razones
que mi amor y mi elocuencia escolástica me sugirieron. No mostró ni
enfado ni desdén; díjome, tras un momento de silencio, que
presentía desde luego que iba a ser desgraciada, pero que
indudablemente debía ser voluntad celeste, cuando ningún medio
tenía de evitarlo. La dulzura de sus miradas, un aire encantador de
tristeza al pronunciar las anteriores palabras, o mejor la fatalidad de
mi destino, que me arrastraba a la perdición, no me dejaron ni un
instante de duda. La juré que, si quería confiar en mi honor y en la
infinita ternura que me inspiraba ya, daría gustoso mi vida por
librarla de la tiranía de los suyos y hacerla feliz. Mil veces me
pregunté después, con asombro, de dónde me vinieron entonces la
audacia y la facilidad para expresarme, pero no valdría la pena hacer
del amor una divinidad si no supiese realizar tales prodigios.
Mi bella desconocida no ignoraba que a mi edad no se miente.
Confesóme que si yo creía ver algún medio para ponerla en libertad,
se consideraría deudora a mí de algo que estimaba más que la vida.
La repetí que estaba dispuesto a emprender cualquier empresa por
difícil y arriesgada que fuése, pero que careciendo de la necesaria
experiencia de los medios de qué valerme, tenía que limitarme a
aquella afirmación, que a decir verdad no era de gran utilidad ni
para ella ni para mí. Como llegara entonces su viejo Argos, mis
esperanzas iban a evaporarse a no haber tenido ella suficiente
ingenio para suplir la deficiencia del mío. Quedéme asombrado a la
llegada de su ayo, al ver que me llamaba primo mío y que, sin
parecer desconcertada en lo más mínimo, me decía, que, puesto que
había tenido la suerte de encontrarme en Amiens, dejaba para el día
siguiente su entrada en el convento, por tener el gusto de cenar en
mi compañía. Comprendí pronto el alcance de su astucia y propúsele
hospedarse en una posada cuyo dueño, establecido en Amiens
después de haber sido muchos años cochero de mi padre, me era
adicto en cuerpo y alma.
Llevéla yo mismo, mientras el viejo rumiaba no sé qué protestas, y
mi amigo Tiberio, que no comprendía nada de la escena, nos seguía
sin pronunciar palabra. No había este último oído palabra de nuestra
conversación, entretenido en pasear por el patio, mientras hablaba
yo de amor a mi bella desconocida. Como desconfiaba de su
severidad, me deshice de él, dándole un encargo. Así tuve el placer,
al llegar al albergue, de hablar a solas con la dueña de mi corazón.
Pronto me di cuenta de que era menos niño de lo que yo mismo
creía. Esponjábase mi corazón en mil tiernas y deliciosas sensaciones
de que jamás había tenido sospecha; una tibia sensación de
bienestar corría por mi cuerpo. Era presa de loco delirio que por
algún tiempo me quitaba el uso de la palabra y que sólo se
exteriorizaba en los ojos.
La señorita Manon Lescaut, así me dijo llamarse, parecía harto
satisfecha del efecto de sus encantos sobre mí. Creí notar que
hallábase no menos emocionada que yo, y aun me confesó que me
encontraba amable y que le encantaría deberme su libertad. Quiso
saber quién era yo, y una vez sabido, el conocimiento pareció
aumentar la naciente simpatía, pues, según dijo, siendo de la misma
clase, halagábala más mi conquista. Buscamos modo de poder ser el
uno del otro.
Después de mucho cavilar no hallamos más camino que la fuga.
Había en primer lugar que burlar la vigilancia del guardián que era
hombre de temer, pese a su simple condición de criado. Decidimos
que haría preparar durante la noche una silla de posta, y que
vendría con ella a buscarla antes de que se hubiese despertado, que
nos escaparíamos secretamente y que iríamos a París, donde nos
haríamos casar. Tenía yo unos cincuenta escudos, fruto de mis
ahorros; ella poseía poco más o menos el doble. Nos imaginábamos,
como niños que eramos, sin experiencia ninguna de la vida, que una
suma así no se acabaría nunca, e igualmente contábamos con el
éxito de nuestras otras medidas.
Después de cenar con más gusto que lo hiciera nunca, me retiré
para poner en ejecución nuestros planes. Mis arreglos fueron tanto
más fáciles, cuanto que, habiendo tenido intenciones de volver al día
siguiente a casa de mi padre, mi reducido equipaje estaba ya
preparado. No hallé, pues, dificultad ninguna para hacer transportar
mi cofre y tener un coche preparado para las cinco de la mañana,
que era la hora en que se abrían las puertas de la ciudad, pero en
cambio tropecé con un obstáculo con el que no contaba, y que
estuvo a punto de dar con mis planes en tierra.
Tiberio, aunque sólo tenía tres años más que yo, era muchacho de
muy buen sentido y de intachable conducta. Me quería con ternura
extraordinaria. La vista de tan bella damisela como la señorita
Manon, mi apresuramiento en servirla y mi insistencia en
deshacerme de él, hiciéronle concebir sospechas de mi amor. No
había osado volver a la posada por miedo a ofenderme con su
vuelta, pero fué a esperarme a mi habitación, donde le hallé a mi
llegada, pese a ser ya más de las diez de la noche. Su presencia me
entristeció; notó él pronto la contrariedad que me causaba. «Estoy
seguro—me dijo sin ambages—que meditas algún plan que quieres
ocultarme; lo veo en tu aspecto». Contestéle bruscamente «que no
estaba ciertamente obligado a rendirle cuentas de mis acciones».
Pero insistió tanto y tan perseverantemente para que le revelara mi
secreto, que no estando acostumbrado a guardar reserva con él,
hícele la confesión completa de mi pasión. Recibióla con tales
muestras de descontento, que me hizo estremecer. Arrepentíme
sobre todo de la indiscreción con que le había descubierto mi plan
de fuga. Díjome que era demasiado amigo mío para no oponerse
con todas sus fuerzas; que quería comenzar por exponerme todo lo
que creía capaz de desviarme del peligroso proyecto, pero que si no
renunciaba inmediatamente a aquella infame resolución, advertiría a
las personas a quienes creyese capacitadas para detener el golpe.
Echóme luego un largo discurso y acabó por reiterarme su amenaza
de denunciarme si no le daba mi palabra de portarme con prudencia
y cordura.
Estaba yo desesperado de haberme traicionado tan torpemente,
pero habiendo, el amor, en unas horas, despertado el ingenio, puse
mientes en que no le había dicho que mi decisión debía realizarse a
la mañana siguiente, y decidí engañarle con un equívoco: «Tiberio—
le dije—hasta hoy te he creído mi mejor amigo y he querido
probarte con esta confidencia. Verdad es que amo, y no te engaño
con ello, pero por lo que a mi fuga se refiere, no es empresa para
emprenderla al azar. Ven a buscarme mañana a las nueve de la
mañana; si es posible te haré ver a mi amada y me dirás si vale o no
la pena de dar este paso por ella». Dejóme por fin solo, tras mil
protestas de amistad.
Empleé toda la noche en poner en orden mis asuntos y
habiéndome encaminado al amanecer a la hostería de la señorita
Manon, la encontré esperándome. Estaba asomada a su ventana,
que daba a la calle, así que, viéndome a lo lejos, vino ella misma a
abrirme. No tenía más equipaje que su ropa blanca, y de ella me
encargué yo mismo. La silla de postas estaba preparada y así nos
alejamos en seguida de la villa. Ya os contaré a continuación cuál
fué la conducta de Tiberio, al darse cuenta de mi engaño. Su
abnegación no disminuyó. Ya veréis a qué extremos le llevó y
cuántas lágrimas debiera yo verter pensando lo mal que le
correspondí.
Tanta prisa nos dimos, que llegamos a Saint-Denis antes de
anochecer. Había galopado a caballo al lado del coche, lo cual nos
impidió hablarnos como no fuése en los relevos, pero viéndonos ya
cerca de París, es decir, casi en seguridad, nos tomamos tiempo para
refrescar y comer algo, cosa que no habíamos hecho desde que
salimos de Amiens. Aunque mi pasión por Manon era muy grande,
supo ella persuadirme de que la suya por mí no era menor, y tan
poco reservados éramos en nuestras caricias, que ni aun paciencia
teníamos para esperar a estar a solas. Los postillones y los
hosteleros nos miraban, asombrados de ver dos adolescentes como
nosotros que parecían amarse con tal fervor.
Nuestros proyectos matrimoniales evaporáronse al llegar a Saint-
Denis; frustramos los derechos de la Iglesia y nos encontramos
casados sin saber cómo. Es indudable que, dado mi natural tierno y
amante, mi felicidad estaba hecha para toda la vida si Manon me
hubiese sido fiel. Cuanto más la trataba, más descubría en ella mil
amables cualidades. Su dulzura, su ingenio, su corazón y el encanto
de su belleza formaban una cadena tan fuerte y tan encantadora
que jamás hubiera sido yo capaz de romperla. Espantosa versatilidad
de las cosas humanas, lo que hizo mi desdicha, pudo hacer mi
felicidad. Justamente soy el más desgraciado de los hombres por esa
constancia que debió depararme la suerte más envidiable y las más
hermosas recompensas del amor.
Alquilamos un piso amueblado en París, en la calle de V..., y quiso
mi suerte aciaga que resultase próxima a la casa del señor de B...,
famoso Granjero-General. Tres semanas iban transcurridas en las
cuales de tal modo me tuvo embargado el amor, que no tuve tiempo
de pensar en el dolor que debía haber producido a mi padre mi
inopinada ausencia. Sin embargo, como el desorden nada tenía que
ver con mi conducta, y Manon se comportaba con gran decoro, la
misma tranquilidad en que vivíamos contribuyó a recordarme la idea
del deber.
Resolví reconciliarme con mi padre si era posible. Valía tanto mi
amante que no dudé poder hacerla grata a sus ojos si conseguía que
llegase hasta él noticia de su bondad y su mérito; en una palabra,
concebí esperanzas de llegar a obtener su consentimiento para
casarme con ella, ya que sin él, había llegado a la conclusión de que
era imposible. Participé mis proyectos a Manon haciéndola ver que,
además de los motivos de amor y de deber, la necesidad podía ser
parte en ello, pues nuestros fondos disminuían de un modo
aterrador y comenzaba a volver sobre mi primitiva idea de que eran
inagotables.
Manon acogió fríamente mi proyecto; sin embargo, las razones
que opuso a él nacían tan sólo de su misma ternura y el miedo de
perderme, si conocido el lugar de nuestro retiro, mi padre no cedía.
No tuve ni la menor sospecha del golpe cruel que iban a asestarme.
A mi objeción de la penuria monetaria, contestó que aun nos
quedaba dinero para vivir algunas semanas y que después acudiría
al afecto y a la munificencia de unos parientes provincianos. Endulzó
su negativa con tan tiernas y apasionadas caricias, que yo, que sólo
para ella vivía, y no sentía la menor desconfianza de su cariño, no
pude menos de aprobar todas sus palabras y todas sus resoluciones.
Habíale dejado el manejo de nuestra bolsa y el cuidado de saldar
los gastos diarios. Poco tiempo después me di cuenta de que nuestra
mesa era más abundante y de que ella se había comprado algunos
adornos de precio exhorbitante. Como según mis cálculos no debían
de quedarnos sino diez o quince pistolas, no pude por menos de
expresarle mi asombro ante aquel aparente aumento de opulencia.
Rogóme que no me preocupara de ello. ¿No te había prometido
encontrar recursos?—me dijo. Queríala yo demasiado y con
demasiada ingenuidad para alarmarme.
Un día que había salido a media tarde, habiéndola advertido que
tardaría más que de costumbre en volver, chocóme que a mi regreso
me hiciese esperar dos o tres minutos antes de abrir la puerta. No
teníamos a nuestro servicio sino una mozuela aproximadamente de
nuestra edad. Venido que hubo a abrirme, le pregunté por qué había
tardado tanto. Me contestó con aire de confusión que no me había
oído llamar. Como no había llamado sino una vez, le dije: «¿Pero si
no has oído llamar, cómo has salido a abrir?». Mi pregunta la
desconcertó de tal modo que no teniendo bastante serenidad para
contestarme, echóse a llorar, mientras entre balbuceos me juraba
que no era culpa suya, que la señorita la había prohibido abrir la
puerta hasta que el señor de B... hubiese salido por la otra escalera
que correspondía al gabinete. Quedé tan confuso que ni aun fuerzas
tuve para entrar en casa. Tomé el partido de volver a salir con
pretexto de un negocio urgente y encargué a la sirvienta que dijese
a su ama que volvería al instante, pero que no le dijese, en cambio,
que me había hablado de M. de B...
Mi consternación fué tal que las lágrimas rodaban por mis mejillas
al bajar la escalera, sin saber aún a qué sentimiento obedecían.
Entré en un café, y habiéndome sentado junto a una mesa oculté la
cabeza entre las manos, tratando de esclarecer lo que pasaba en mi
corazón. No me atrevía a recordar lo que acababa de oir; quería
creerlo una alucinación y tentado estuve dos o tres veces de volver a
mi casa sin mostrar haberlo dado importancia. Parecíame tan
absurdo que Manon me hubiese traicionado, que temía injuriarla con
la sola sospecha. Adorábala, de ello no había duda; tantas pruebas
de amor me había dado ella a mí, como yo a ella. ¿Por qué había,
pues, de acusarla de ser menos sincera y menos constante que yo?
¿Qué razón podía tener para traicionarme? No hacía sino tres horas
que me había agobiado con sus más tiernas caricias y que había
recibido las mías con delirio; creía conocer su corazón como el mío
mismo. «No, no—repetía sin cesar—. ¡Es imposible que Manon me
engañe! No ignora que sólo vivo para ella; sabe que la adoro... Eso
no puede ser motivo para odiarme».
Sin embargo, la visita, y sobre todo la salida furtiva de M. de B...,
no dejaban de preocuparme. Recordaba también las pequeñas
adquisiciones de Manon, que me parecían exceder nuestros medios
presentes. Aquello parecía denunciar las liberalidades de un nuevo
amante. ¡Y aquella confianza en recursos desconocidos! Costábame
trabajo contestar a tantos enigmas en el sentido favorable en que mi
corazón deseaba la respuesta. Por otra parte, apenas me había
separado de ella desde que estábamos en París. Ocupaciones,
paseos, diversiones, siempre habíamos ido el uno con el otro. ¡Dios
mío!, un momento de separación nos hubiese entristecido
demasiado! Teníamos que repetirnos constantemente que nos
amábamos; sin ello hubiésemos muerto de inquietud. No me era
posible figurarme a Manon ni un solo momento ocupada de otro que
no fuése yo.
Al fin creí haber dado con la clave de aquel misterio. «M. de B...—
repetíame—es indudablemente un señor que posee muchas
relaciones y que hace grandes negocios; la familia de Manon se
habrá servido de él para hacer llegar a sus manos algún dinero.
Quizá ha recibido ya algo de él, tal vez haya vuelto hoy a traerle
más. Sin duda quiere bromear ocultándomelo, para sorprenderme
agradablemente. Quién sabe si ya me hubiese hablado de ello si
hubiese vuelto tranquilamente como todos los días, en vez de venir
a afligirme aquí. Por lo menos no me lo ocultará cuando yo mismo le
hable de ello».
Me afirmé de tal modo en esta opinión, que inmediatamente tuvo
poder bastante para disminuir mi tristeza. Volví a mi casa y abracé a
Manon que, por otra parte me recibió muy bien, con la habitual
ternura. Tentado estuve de descubrirle mis conjeturas que, más que
antes, consideraba ciertas; detúvome, sin embargo, la esperanza de
que tal vez iba ella a abrirme su corazón, contándome lo sucedido.
Nos sentamos a la mesa; yo estaba muy contento, pero pronto se
nubló mi alegría creyendo percibir huellas de tristeza en el rostro de
mi adorada. Observé también que sus miradas se fijaban en mí de
manera desacostumbrada. No pude definir si era amor o compasión,
pero desde luego me pareció un sentimiento tierno y lánguido.
Púseme a mirarla con redoblada atención; tal vez no sería menor la
tristeza que sentiría ella al juzgar por mis miradas el estado de mi
corazón. Ni comíamos, ni hablábamos; en fin, vi caer lágrimas de
sus bellos ojos; ¡pérfidas lágrimas!
«¡Dios mío!—clamé con angustia—¡Lloras, mi adorada Manon,
sufres hasta llorar, y no me dices palabra de tus penas!». No me
contestó sino con algunos suspiros que sirvieron para aumentar mi
inquietud. Alcéme del asiento tembloroso y la conjuré con todos los
extremos que emplea el amor en tales casos a descubrirme la razón
de sus lágrimas; yo mismo acabé por verterlas tratando de enjugar
las suyas; estaba más muerto que vivo. Un bárbaro hubiérase
enternecido ante los testimonios de mi dolor y mi temor.
En los momentos en que así me ocupaba de ella sentí que varias
personas subían las escaleras. Llamaron suavemente a la puerta.
Manon me dió un beso, y escapándose de mis brazos refugióse en
su cuarto, donde se encerró. Me figuré que estando sin arreglar
quería ocultarse a las miradas de los desconocidos visitantes. Fuí a
abrir yo mismo.
Apenas lo hube hecho, me sentí sujeto por tres hombres, en los
que reconocí a los lacayos de mi padre. No emplearon violencias
conmigo, pero habiéndome sujetado dos de ellos por los brazos, el
tercero registró mis bolsillos, sacando de ellos un cuchillito, que era
la única arma que llevaba yo encima. Pidiéronme perdón por la
necesidad en que se veían de faltarme al respeto; dijéronme
también, naturalmente, que obraban por orden de mi padre, y que
mi hermano mayor me aguardaba abajo en una carroza. Tan
turbado me hallaba, que me dejé llevar sin resistencia y sin
protestas. Mi hermano me aguardaba, efectivamente. Colocáronme
en la carroza a su lado, y el cochero, que había recibido órdenes con
antelación, nos condujo a buen paso hasta San Denis. Mi hermano
me abrazó afectuosamente, pero no me dijo nada, de modo que
quedé libre para meditar sobre mi infortunio.
Eran tantas las sombras, que no llegaba a mí ninguna claridad que
me permitiese orientarme. Veíame cruelmente traicionado; pero ¿por
quién? El primero que me vino a las mientes fué Tiberio; «¡Traidor!—
pensé—; ¡ay de tu vida si mis sospechas se confirman!». Reflexioné,
sin embargo, que ignorando el lugar de mi retiro era imposible que
por él hubiesen llegado a saberlo. En cuanto a acusar a Manon, era
cosa de que mi corazón no se sentía capaz. La tristeza extraordinaria
bajo cuyo peso habíala visto como anonadada, sus lágrimas, el
tierno beso que me dió a punto de partir, parecíanme, sí, un enigma,
pero más bien me inclinaba a explicármelo como un presentimiento
de nuestra común desdicha. Así, mientras me desesperaba ante los
acontecimientos que me alejaban de ella, tenía el candor de pensar
que era aún más digna de lástima que yo.
El resultado de mis cavilaciones fué la convicción de haber sido
visto en las calles de París por algunos conocidos que habrían dado
aviso a mi padre. Aquella idea me consoló algo, pensando que
saldría del paso con alguna reprimenda o algún castigo. Prometíme
sufrirlo con paciencia y ofrecer cuanto exigiesen de mí a trueque de
facilitarme ocasión de volver a París lo antes posible, para devolver
vida y alegría a mi querida Manon.
Llegamos pronto a San Denis. Mi hermano sorprendido por mi
silencio dió a imaginar que era efecto de mi temor y procuró
consolarme, asegurándome que nada tenía que temer de parte de
mi padre a condición de que volviese a él dispuesto a entrar
resueltamente por los caminos del deber, para merecer el gran
cariño que me tenía. Hízome pasar la noche en San Denis, teniendo
la precaución de hacer que durmiesen en mi cuarto los tres lacayos.
Lo que más me entristeció fué verme en la misma posada donde
me había detenido con Manon viniendo de Amiens a París. El amo y
los criados me reconocieron y adivinaron al mismo tiempo la verdad
de lo sucedido. Oí decir al dueño: «¡Ah!, es el guapo caballerito que
pasó por aquí hace seis semanas con una damisela a quien parecía
amar con locura. ¡Qué bonita era! ¡Pobres muchachos, cómo se
acariciaban! ¡Pardiez! Es lástima que les hayan separado». Hice
como que no me enteraba de nada y traté de mostrarme lo menos
posible.
Mi hermano tenía preparada en San Denis una silla de postas en la
que partimos por la mañana temprano, llegando a casa a la noche
siguiente. Vió a mi padre antes que yo, para prevenirle en favor mío,
diciéndole con qué mansedumbre me había dejado conducir allí; de
este modo fuí recibido con menos dureza de la que esperaba.
Limitóse a algunos reproches generales sobre la falta cometida por
mí, ausentándome sin su permiso. Por lo que a mi amante se refería,
redújose a decirme que me estaba muy bien empleado lo sucedido,
por haberme entregado en brazos de una mujer desconocida; que
tenía él mejor opinión de mi prudencia; pero que esperaba que
aquella aventurilla sirviese para hacerme más cauto. No tomé el
discurso sino en el sentido que acordaba con mis ideas. Agradecí a
mi padre la bondad de su perdón, y le prometí observar una
conducta más sumisa y ordenada. En el fondo de mi corazón me
conceptuaba vencedor, pues del modo con que las cosas se
arreglaban no dudaba que se me ofrecería ocasión de escaparme de
mi casa, quizás antes de que trascurriese aquella noche.
Pusímosnos a cenar; burláronse de mi conquista de Amiens y de
mi fuga con aquella fiel amante. Recibí las bromas de buen grado y
aun satisfecho de que me fuése permitido hablar de lo que llenaba
continuamente mi pensamiento. Pero algunas palabras que se le
escaparon a mi padre me hicieron aguzar el oído, con atención
grandísima.
Habló de la perfidia y del servicio interesado, prestado por M. de
B... Quedé turbado al oirle pronunciar aquél nombre, y le rogué
humildemente me explicase lo que quería decir. Entonces, volvióse a
mi hermano para preguntarle si no me había contado toda la
historia. Mi hermano contestó que, encontrándome absolutamente
tranquilo, no había creído necesario usar aquel remedio para curar
mi locura. Noté que mi padre vacilaba entre explicarse por completo
o no. Supliquéle tan insistentemente que al fin me satisfizo, o mejor
dicho, me asesinó cruelmente con la más horrible de las narraciones.
Empezó por preguntarme si había caído en la necia credulidad de
suponerme amado por mi querida. Contestéle audazmente que
estaba seguro, y que nada podía inspirarme la menor desconfianza.
«¡Ah! ¡ah! ¡ah!—exclamó echándose a reir—¡Es magnífico! Eres un
pobre engañado, y me alegra verte en ese estado de espíritu! Es una
verdadera lástima, mi pobre caballero, hacerte entrar en la Orden de
Malta, puesto que tantas disposiciones tienes para hacer un marido
cómodo y paciente». Añadió mil burlas de tal tenor, sobre lo que él
llamaba mi tontería y mi credulidad.
En fin, como yo permanecía silencioso, siguió diciéndome que,
según el cálculo que podía hacer del tiempo desde mi partida de
Amiens, Manon me había amado doce días. «Sé—añadió—que
marchaste de Amiens el 28 del mes pasado. Estamos a 29 de éste,
hace once que M. de B... me escribió, y supongo que habrá
necesitado ocho por lo menos para trabar conocimiento perfecto con
tu querida. Así que quita once y ocho de treinta, y un día que hay
desde el 28 de un mes al 29 del otro, y quedan doce, poco más o
menos». Después de decir esto, volvieron a las risas.
Oía todo con tal opresión de corazón, que temía no poder resistir
hasta el fin de aquella triste comedia. «Sabrás—añadió mi padre—
puesto que lo ignoras, que M. de B... ha ganado el corazón de tu
princesa, pues no deja de ser una burla querer convencerme de que
ha querido quitártela por celo desinteresado en mi servicio. ¿Es
acaso de un hombre como él, que por otra parte no me conoce
siquiera, de quien hay que esperar sentimientos tan nobles? Contóle
ella indudablemente que eras mi hijo y me escribió entonces el lugar
de tu escondite y el desorden en que vivías, advirtiéndome que
hacía falta mano de hierro para apoderarse de ti, y ofreciendo
facilitarme los medios. He ahí como, gracias a sus lecciones y a las
de tu misma amante, ha encontrado tu hermano manera de
apoderarse de ti. ¡Y ahora felicítate de la duración de tu victoria! Hay
que confesar, caballero, que sabes vencer deprisa, pero que no
sabes conservar tus conquistas».
No tuve valor para seguir oyendo su discurso, cada una de cuyas
palabras me taladraba el corazón. Me levanté de la mesa y no bien
había dado cuatro pasos me desplomé, perdido el conocimiento.
Volví en mí con rapidez gracias a eficaces auxilios. Abrí los ojos para
derramar un torrente de lágrimas y los labios para proferir amargas
y desgarradoras quejas. Mi padre, que siempre me amó
tiernamente, empleó todo su cariño en consolarme. Escuchábale yo
sin oirle. Acabé por arrojarme a sus pies y, abrazado a sus rodillas,
implorar de él que me dejase volverme a París, para apuñalar a M.
de B... «No—clamaba yo desesperadamente—, no ha conquistado el
corazón de Manon; ha empleado la violencia; seguramente la ha
reducido por un sortilegio o por un veneno o tal vez la ha forzado
brutalmente. Manon me ama. ¿No había yo de saberlo? La habrá
amenazado con un puñal en la mano, para obligarla a abandonarme.
¿Qué no habrá hecho para apoderarse de una amante tan
encantadora? ¡Oh! ¡Dioses, dioses! ¿será posible que Manon me
haya traicionado y haya dejado de amarme?».
Como seguía hablando de volverme a París, y me levantaba a
cada momento con esa intención, mi padre comprendió que en el
estado de excitación que me hallaba nada era capaz de detenerme.
Condújome a una sala del piso alto y allí me dejó con dos criados a
la vista. Mil vidas hubiese dado yo por estar solamente un cuarto de
hora en París. Comprendía que habiendo dejado traslucir con tanta
claridad mis intenciones, no me consentirían fácilmente salir de mi
cuarto. Medí con los ojos la altura de las ventanas, y no viendo
posibilidad de escapar por aquel camino, me dirigí humildemente a
mis criados. Les ofrecí, con mil juramentos, hacer su fortuna si
querían consentir en mi evasión. Les apremiaba, les halagaba, les
amenazaba; pero aquella tentativa también fué inútil Perdí entonces
toda esperanza. Decidí morir y arrojéme sobre mi lecho decidido a
no dejarle sino con la vida. Así pasé toda la noche y el día siguiente.
Rechacé la comida que me ofrecieron.
Mi padre vino por la tarde a verme; fué tan bueno que empleó los
más tiernos consuelos en tratar de amortiguar mis penas. Me mandó
que comiese, con tal autoridad que, por respeto, le obedecí. Pasaron
algunos días durante los cuales lo poco que comí fué en su
presencia, y por obedecerle. Seguía él por su parte, prodigándome
las razones que podían traerme al buen camino y hacerme olvidar a
la infiel Manon. Verdad era que ya no la estimaba: ¿cómo hubiera
podido estimar a la más cambiante y pérfida de las criaturas? Pero
su imagen, las encantadoras facciones que llevaba grabadas en el
fondo del corazón, no se borraban fácilmente. «Moriré—decíame yo
—; debo morir después de tanta vergüenza y tanto dolor. ¡Pero
sufriría mil muertes sin poder olvidar a la ingrata Manon!».
Mi padre se mostraba sorprendido al verme tan gravemente
herido. Conociendo, como conocía, mis ideas sobre el honor, sabía
que su traición a la fuerza tenía que haberla hecho despreciable a
mis ojos y acabó por creer que mi obsesión venía, más que de
aquella pasión en particular, de una viva inclinación hacia el sexo
femenino. Encariñóse de tal modo con aquella idea que, no
consultando sino su afecto por mí, vino un día a decirme
abiertamente: «Caballero, hasta ahora, como sabes, fué mi intención
hacerte ostentar sobre el pecho la noble Cruz de Malta, pero veo
que tu vocación no te lleva por ese camino; te gustan las mujeres
bonitas; voy creyendo que lo mejor será buscar una que te agrade.
Dime con franqueza qué te parece».
Le respondí que no sabía establecer diferencias entre unas
mujeres y otras, y que después de lo que me había sucedido las
detestaba a todas por igual. «Te buscaré una—me dijo mi padre
sonriendo—que se parezca a tu Manon... y que sea más fiel.—¡Ah!,
si conservas algún cariño por mí—le contesté—es ella la que has de
devolverme. Está seguro, padre de mi alma, que no me ha
traicionado. Es incapaz de semejante infamia. El pérfido de M. de
B... es quien nos engaña a ti y a mí. Si supieses lo buena que es, lo
tierna y sincera, si la conocieses acabarías por quererla.—Eres un
chiquillo—replicó mi padre—. ¿Cómo puedes cegarte hasta ese
punto después de lo que te he contado de ella? Es ella, ella misma,
quien te entregó a tu hermano. Debes olvidar hasta su nombre y
aprovechar, si eres prudente, la indulgencia que tengo contigo».
Reconocía yo harto claramente que mi padre tenía razón. Pero era
un movimiento instintivo el que me hacía tomar la defensa de la
infiel. «¡Verdad es, desgraciadamente—dije—, que soy víctima de la
más cobarde de las perfidias!—Sí—continué, derramando lágrimas
de despecho—, bien veo que no soy más que un chiquillo. Mi
credulidad no debe haber costado mucho burlarla. Pero bien sé lo
que tengo que hacer para vengarme». Quiso mi padre saber mis
intenciones. «Iré a París, prenderé fuego a la casa del pérfido M. de
B... y le quemaré vivo, con Manon». Aquel arrebato hizo reir a mi
padre y no sirvió sino para hacerme guardar más severamente en mi
cárcel.
Pasé en ella seis meses, durante el primero de los cuales hubo
poco cambio en mi estado de ánimo. Todos mis sentimientos no
eran sino una perpetua alternativa entre el odio y el amor, entre la
esperanza y el desconsuelo, según la forma en que se aparecía a mi
espíritu la imagen de Manon. Tan pronto no miraba en ella sino la
más encantadora de las mujeres y ardía en deseos de volver a verla;
tan pronto ofrecíaseme como una malvada y traidora amante y me
hacía a mí mismo mil juramentos de no buscarla más que para
castigarla.
Me dieron libros que sirvieron para devolver un poco de
tranquilidad a mi alma. Releí todos mis autores; adquirí nuevos
conocimientos; recobré afición infinita al estudio; ya veréis lo útil
que me fué todo ello luego. La clarividencia que el amor me había
dado me hizo orientarme en multitud de pasajes de Horacio y
Virgilio, que hasta entonces hallara confusos. Hice un comentario
amoroso sobre el cuarto libro de la Eneida; me propongo publicarlo
y creo que el público quedará contento de él. «¡Ay!—pensaba
escribiéndolo—Un corazón como el mío hubiese necesitado la fiel
Dido».
Tiberio vino un día a verme en mi cárcel. Quedé asombrado del
afectuoso transporte con que me abrazó. No había recibido de él,
hasta entonces, otras pruebas de cariño que aquéllas que pudieran
hacerme mirarle como sencilla amistad de colegio, de ésas que se
forman entre muchachos que tienen próximamente la misma edad.
Le encontré tan cambiado, y sobre todo tan serio después de
aquellos cuatro o cinco meses transcurridos desde la última vez que
le viera, que me inspiró respeto. Hablóme más como sensato
consejero que como amigo. Dolióse del extravío en que me había yo
precipitado; felicitóme por mi curación, que creía muy avanzada, y
exhortóme, en fin, a aprovechar aquella dura lección para abrir los
ojos a lo efímero de los placeres.
Mirábale yo con asombro y acabó por darse cuenta de ello.
«Querido caballero—me dijo—, no te digo nada que no sea la pura
verdad, y a cuyo convencimiento no haya yo llegado después de un
profundo examen. Había en mí tanta inclinación como en ti a la
voluptuosidad; pero el cielo me había concedido al mismo tiempo el
amor a la virtud. He usado de mi razón para comparar los frutos de
una y otra y no he tardado mucho en descubrir sus diferencias. La
ayuda del cielo se ha unido a mis reflexiones. El mundo me inspira
un desdén que nada iguala. ¿Serías capaz de adivinar lo que me
detiene para correr a la soledad? Pues únicamente la tierna amistad
que te profeso. Conozco la bondad de tu corazón y de tu
inteligencia; no hay buena acción de que no seas capaz. El veneno
del placer te ha desviado de tu camino. ¡Qué pérdida para la virtud!
Tu fuga de Amiens me causó tan gran pena que no he vuelto a
disfrutar desde entonces ni un momento feliz. Juzga tú mismo por
los pasos que me ha hecho dar». Contóme que después de darse
cuenta de que le había engañado y me había fugado con mi amante
había montado a caballo para alcanzarnos, pero que llevándole
cuatro horas de ventaja, le había sido imposible; que, sin embargo,
había llegado a San Denis media hora después de mi partida; que
seguro de que me quedaría en París había pasado seis semanas
buscándome; que había frecuentado todos los lugares donde
acariciaba la esperanza de poderme hallar, y que, por fin, un día, en
el teatro, había reconocido a mi amante, que iba vestida con tal lujo,
que supuso debía su fortuna a un nuevo amante; que la había
seguido hasta su casa, y allí había sabido por un criado que estaba
mantenida por la liberalidad de M. de B... «No me detuve ahí—
prosiguió—. Volví al día siguiente para que ella misma me dijese qué
era de ti. Al oirme nombrarte, desapareció bruscamente y hube de
venirme a provincias sin más aclaración. He sabido tu aventura y la
consternación profunda en que te ha sumido; pero no he querido
verte sin asegurarme de que te hallabas ya más tranquilo».
—Has visto a Manon—exclamé con un suspiro—. «Más feliz has
sido, ¡ay de mí!, que yo, condenado a no volverla a ver».
Reprochóme aquel suspiro que indicaba aún en mí una debilidad por
ella. Luego halagóme con tanta maña comentando la bondad de mi
carácter y mis inclinaciones, que hizo nacer en mí desde aquella
primera visita un afán de renunciar como él a todos los placeres del
siglo para abrazar el estado eclesiástico.
Tanto me agradaba la idea que en cuanto me vi solo no pensé en
otra cosa. Recordé los sermones del señor obispo de Amiens que me
había aconsejado lo mismo, y los augurios felices que había hecho
en mi favor si llegaba a tomar aquel partido. La piedad mezclóse
también en mis determinaciones. «Llevaré una vida tranquila y
cristiana—decíame a mí mismo—. Me ocuparé del estudio y de mis
deberes religiosos que no me dejarán pensar en los peligrosos
devaneos del amor. Despreciaré lo que la mayoría de los hombres
admiran. Y como estaré seguro de que mi corazón no deseará sino
aquello que estime, tendré tan pocas inquietudes como deseos».
Construía sobre esa base un plan de vida tan tranquila como
solitaria. Hacía entrar en ella una casa de campo apartada en un
bosquecillo, un fresco arroyuelo y un pequeño jardín; una biblioteca
de libros escogidos, algunos amigos virtuosos y de buen juicio, una
mesa limpia y frugal. Unía a esto un cambio de correspondencia con
un amigo que viviría en París y me informaría de los sucesos
acaecidos, menos por satisfacer mi curiosidad que por distraerme en
la contemplación de las locas agitaciones de los hombres. «¿No sería
feliz así?—añadía yo—¿No estarían satisfechos todos mis deseos?».
Es indudable que aquel proyecto halagaba mis inclinaciones. Pero,
para remate de tan sensato plan, sentía yo que mi corazón
aguardaba aún algo, y que, para no tener nada que desear en la
más deliciosa soledad, era preciso... estar con Manon.
Sin embargo, Tiberio seguía prodigándome sus visitas para
fortalecerme en la determinación que me había inspirado y
aproveché la ocasión para insinuarme con mi padre. Declaróme éste
que dejaba a sus hijos la libertad de escoger el camino que les fuése
más grato, y que sólo se reservaba el derecho de ayudarlos con sus
consejos. Diómelos muy sensatos, tendiendo, menos a hacerme
renunciar a mi proyecto, que a hacérmelo abrazar con conciencia de
lo que hacía.
El comienzo del curso escolar se aproximaba. Convine con Tiberio
en ingresar juntos en el seminario de San Sulpicio; él para acabar
sus estudios de Teología, yo para empezar los míos. Su mérito, que
era harto conocido del obispo de la diócesis, le hizo obtener de aquel
prelado un beneficio de bastante consideración antes de su marcha.
Mi padre, creyéndome curado del todo de mi pasión, no puso
dificultad ninguna en dejarme marchar. Llegamos a París. El traje
eclesiástico sustituyó a la Cruz de Malta, y al título de caballero el de
abate Des Grieux. Me apliqué al estudio con tal aplicación, que hice
grandes progresos en pocos meses. No perdía ni un momento del
día y aun empleaba parte de la noche. Mi reputación se hizo tan
notoria que me felicitaban ya por las dignidades que no podía menos
de obtener; y, sin haberlo solicitado yo, mi nombre fué escrito en la
lista de los beneficios. No menos fervoroso me mostraba en las
prácticas religiosas, a las que era asiduo. Tiberio estaba encantado
de lo que miraba como obra suya y en varias ocasiones vertió
lágrimas de emoción ante lo que llamaba mi conversión.
Que las resoluciones humanas estén sujetas a rápidos cambios es
cosa que no me ha sorprendido nunca; una pasión las engendra y
otra pasión puede destruirlas. Pero cuando pienso en la santidad de
las que me llevaron a San Sulpicio y en la alegría que el cielo me
hacía experimentar al llevarlas a cabo, me espanto de la facilidad
con que pude romperlas. Si es verdad que la ayuda celeste es en
todo momento de una fuerza igual a la de las pasiones, que vengan
a explicarme por qué funesto ascendiente se encuentra uno
arrastrado de súbito lejos de su deber, sin encontrarse capaz de la
menor resistencia y sin sentir el menor remordimiento. Creíame
absolutamente libertado de las debilidades del amor. Parecíame que
hubiese preferido la lectura de una página de San Agustín o un
cuarto de hora de cristiana meditación a todos los placeres de los
sentidos, sin exceptuar aquéllos que pudiera ofrecerme la misma
Manon. Sin embargo, un instante desdichado me hizo caer en el
precipicio, y mi caída fué tanto más irreparable porque, hallándome
de súbito en el mismo grado de profundidad de donde había salido,
los nuevos desórdenes en que caí me arrastraron a un abismo
mucho más hondo.
Llevaba casi un año en París sin ocuparme para nada de los
asuntos de Manon. Mucho trabajo me había costado al principio;
pero los consejos, siempre prudentes, de Tiberio y mis propios
pensamientos habíanme hecho obtener la victoria. Los últimos
meses habían trascurrido con tal tranquilidad que comenzaba a
creerme a punto de olvidar a la encantadora pérfida. Así llegó el
tiempo en que había de hacer un ejercicio público para ingresar en
la Escuela de Teología. Rogué a varias personas de mi más alta
consideración que viniesen a honrar mis exámenes con su presencia.
Mi nombre voló así por todos los barrios de París y llegó hasta los
oídos de mi infiel. No le reconoció con toda certeza bajo el título de
abate; pero un resto de curiosidad, tal vez el arrepentimiento de
haberme engañado (jamás conseguí saber cuál de aquellos dos
sentimientos), hízola interesarse por un nombre tan semejante al
mío. Vino a la Sorbona con algunas otras damas, presenció mi
ejercicio y no cabe duda que debió costarle poco trabajo
reconocerme.
No supe nada de aquella visita. Es sabido que en tales lugares
existen habitaciones reservadas para las damas, que permanecen
ocultas tras una celosía. Volví a San Sulpicio cubierto de gloria y de
cumplidos. Eran las seis de la tarde. Un instante después vinieron a
avisarme que una señora quería verme. Fuí inmediatamente al
locutorio. ¡Dios Santo, qué sorprendente aparición! Allí estaba
Manon. Era ella, pero más amable y más radiante que la viera
jamás. Había cumplido dieciocho años; sus encantos sobrepujaban a
cuanto puede imaginarse. ¡Tenía un aire tan dulce, tan fino, tan
fascinador!, el aire del amor mismo. Toda ella me pareció un
encanto.
Quedé suspenso a su vista, y, no pudiendo conjeturar cuál era el
objeto de aquella visita, esperé, con los ojos bajos, tembloroso, a
que se explicase. Su turbación fué durante algún tiempo igual a la
mía; pero viendo que mi silencio continuaba, ocultó sus ojos con la
mano para disimular sus lágrimas. Díjome con un tono lleno de
timidez, que comprendía que su infidelidad merecía mi odio, pero
que si era cierto que alguna vez hubiese yo sentido la menor ternura
por ella había sido también harto cruel dejando pasar casi dos años
sin preocuparme para nada de su suerte, y aún mucho más viendo
en el estado en que se mostraba a mí sin apiadarme de ella ni tener
para ella una buena palabra. Imposible me sería expresar el
desorden de mi alma al escucharla.
Sentóse; yo permanecí en pie, casi vuelto de espaldas, sin osar
mirarla frente a frente. Varias veces comencé a hilvanar una
respuesta que no tuve fuerzas para concluir. En fin hice un esfuerzo
para exclamar dolorosamente: «¡Pérfida, Manon! ¡Ah, pérfida,
pérfida!». Repitióme derramando lágrimas, que no pretendía
justificar su perfidia. «¿Qué pretendéis, entonces?—tuve fuerzas
para exclamar aún.—¡Quiero morir!—respondió—, si no me devolvéis
vuestro corazón, sin el cual no es posible que viva.—¡Pídeme, pues,
la vida, infiel!—respondí, derramando a mi vez lágrimas, que me
esforzaba en vano por contener—; ¡Pídeme la vida, que es lo único
que me queda por sacrificarte, pues mi corazón nunca ha cesado de
ser tuyo!».
Apenas hube acabado de pronunciar estas últimas palabras, se
levantó para correr a mí y estrecharme en sus brazos con locura.
Abrumóme con las más apasionadas caricias, llamóme con los más
tiernos nombres que inventó el amor para expresar sus más vivas
ternuras. Yo no la contestaba aún, sino con languidez. ¡Qué tránsito
desde la tranquila paz en que había vegetado a los tumultuosos
sentimientos que sentía renacer! Hallábame aterrado; me
estremecía, como sucede cuando nos vemos perdidos de noche en
una campiña solitaria: nos creemos transportados a un mundo
desconocido; nos sobrecoge un horror secreto, del que no nos
reponemos hasta haber explorado bien todos los alrededores.
Sentámosnos uno junto a otro. Cogí sus manos entre las mías.
«¡Ah, Manon!—díjele acompañando mis palabras de una mirada
llena de tristeza—No esperaba la negra traición con que pagasteis mi
amor. Bien fácil os era engañar a un pobre corazón en que reinabais
como única señora y que cifraba su dicha en obedeceros y seros
grato. Decidme ahora si habéis encontrado otro tan tierno o tan
sumiso. No, imposible, la naturaleza no ha hecho otro de mi temple.
Decidme al menos si pensasteis en él alguna vez con nostalgia. ¿Qué
fe he de poner en vuestra bondad, que hoy os hace venir a
consolarle? Bien veo que sois más encantadora que nunca, pero, a
cambio de cuanto por vos sufrí, bella Manon, decidme si seréis más
fiel».
Tales y tan tiernas cosas me dijo sobre su arrepentimiento y con
tales juramentos se ligó a la fidelidad inquebrantable que acabó por
enternecerme. «Amada Manon—suspiré con una mezcla extraña de
expresiones amorosas y teológicas—; eres demasiado adorable para
una criatura humana. Siento mi corazón arrebatado por victorioso
deliquio. Todo lo que de libertad se habla en San Sulpicio, no es sino
una quimera. Voy a perder mi fortuna y mi reputación por ti, lo
preveo; leo en tus lindos ojos mi destino, pero ¿de qué pérdidas no
me vería consolado por tu amor? Los favores de la fortuna no me
importan, la gloria me parece humo, mis planes de vida eclesiástica,
locos desvaríos, todo bien que no sea el que a tu lado espero es un
bien despreciable, puesto que no tendría fuerza ni un solo instante
en mi corazón contra una sola de tus miradas».
Aunque ofreciéndole para lo futuro un olvido general de sus
pecados quise saber cómo se había dejado seducir por M. de B...
Contóme que, habiéndola visto asomada a la ventana, se había
enamorado de ella; que le había hecho su declaración en estilo de
Granjero-General; es decir, haciéndole saber que el pago sería
proporcionado a los favores; que había comenzado por capitular
aunque sin otra idea que la de sacar de él alguna cantidad
considerable que nos ayudase a vivir cómodamente; que la había
deslumbrado con tan magníficas promesas que se había dejado
vencer poco a poco. Añadió que debía yo, sin embargo, juzgar su
remordimiento por las muestras de dolor que había dado la víspera
de nuestra separación y que, pese a la opulencia de que la rodeara,
jamás había sido feliz con él, no sólo porque no hallaba, añadió, la
delicadeza de mis sentimientos y el encanto de mis modales, sino
porque en medio de los placeres con que la obsequiaba, guardaba
en el fondo de su corazón el recuerdo de mi amor y el
remordimiento de su infidelidad. Hablóme de Tiberio y de la gran
turbación que su visita le produjo. «Una estocada en el corazón
hubiese alterado menos mi sangre. Volvíle la espalda sin poder
sostener ni un momento su presencia».
Continuó contándome por qué medios supo mi estancia en París,
mi cambio de condición y mis ejercicios de la Sorbona. Me aseguró
que se había emocionado de tal modo durante la controversia que le
había costado gran trabajo contener sus lágrimas, sus gemidos y
aun sus gritos, que en más de una ocasión estuvieron a punto de
estallar. Díjome, por último, que había salido la última de aquel
lugar, para ocultar a las miradas indiscretas su turbación y que,
siguiendo los impulsos de su corazón y la impetuosidad de sus
deseos, había venido derecha al seminario con la resolución de morir
si no me hallaba dispuesto a perdonarla.
¿Dónde habría un bárbaro que ante arrepentimiento tan vivo y tan
apasionado no se hubiese conmovido? Por lo que a mí se refiere
comprendí que hubiese sido capaz de sacrificar a Manon en aquel
momento todos los obispados de la cristiandad. La pregunté qué
nuevo orden creía ella debíamos poner en nuestros negocios.
Propúsome lo primero salir del seminario y suspender toda decisión
hasta hallarnos en lugar más seguro. Consentí en cuanto quiso, sin
replicar. Fuese, pues, en su carroza, a esperarme en la esquina de la
calle. Escapéme un momento después, sin que el portero me viese,
y ganando el coche, subí con ella. Detuvímosnos en una tienda de
ropas usadas; volví a recobrar galones y espada. Manon corrió con
los gastos, pues yo no tenía dinero alguno, porque ante el temor de
que pudiese hallar algún obstáculo para salir de San Sulpicio no
había querido que volviese a mi cuarto a recogerlo. Por otra parte mi
tesoro era escaso y en cambio ella lo bastante rica, gracias a las
liberalidades de M. de B..., para desdeñar lo que me obligaba a
abandonar. En casa del ropavejero discutimos el partido que
convenía tomar. Para hacerme más grato el sacrificio de M. de B...
decidió no andarse en paliativos con él. «Quiero dejarle los muebles,
que son suyos. Es de justicia—dijo Manon—. En cambio me llevaré,
como es natural, mis alhajas y casi sesenta mil francos que le he
sacado en dos años. Ningún derecho sobre mí le he dado—añadió—,
así es que podemos vivir sin temor en París, alquilando una casa
cómoda, donde seremos felices».
Hícele observar que si no había peligro para ella habíalo y muy
grande para mí, que tarde o temprano acabaría por ser reconocido,
y que estaría continuamente expuesto al mismo peligro por el que
ya pasé una vez. Me hizo comprender que sentiría mucho tener que
dejar París. Amábala tanto que temeroso de enojarla no había
peligro que no fuése capaz de correr por ella. Pero, por fin, hallamos
un justo medio razonable, que consistía en alquilar una casa en los
alrededores, en cualquier pueblecillo, desde donde pudiésemos ir a
la ciudad siempre que nos fuése menester para diversiones o
negocios. Escogimos Chaillot, que no está muy lejos. Manon volvió
acto seguido a su casa, y yo me fuí a esperarla a la puerta pequeña
del jardín de las Tullerías.
Volvió una hora más tarde en una carroza de alquiler, con una
muchacha que la servía y algunos baúles, donde estaban encerrados
sus trajes y cuantas cosas tenía de valor.
Poco tardamos en llegar a Chaillot. Nos hospedamos la primera
noche en la posada para tener tiempo de buscar una casa o por lo
menos un piso donde instalarnos con comodidad. Hallamos, al
siguiente día, uno de nuestro agrado.
Mi felicidad me pareció establecida sobre bases de firmeza
inquebrantable. Manon era la dulzura y la complacencia
personificadas. Tenía para mí tales y tan delicadas atenciones que
por ellas me creí compensado de todas mis penas. Como habíamos
adquirido los dos un poco de experiencia, razonábamos sobre la
solidez de nuestra fortuna. Sesenta mil francos que constituían el
fondo de nuestra riqueza, no eran una suma que pudiera dar de sí
para toda una vida. Tampoco estábamos dispuestos a limitar
nuestros gastos con exceso. La mayor virtud de Manon, como
tampoco mía, no era el ahorro. He aquí el plan que nos trazamos:
«Sesenta mil francos—dije—pueden sostenernos seis años. Dos mil
escudos al año nos bastarán si seguimos viviendo en Chaillot.
Llevaremos vida decorosa, pero sencilla. Nuestro único gasto será la
carroza y el teatro. Ya nos arreglaremos. A la Ópera, que os agrada,
iremos dos veces por semana. En cuanto al juego nos las
compondremos de modo que nuestras pérdidas no pasen nunca de
dos pistolas. Es imposible que en el espacio de seis años no haya
ningún cambio en mi familia; mi padre es viejo, puede morir y me
hallaría entonces en situación desahogada, por encima de todo
temor».
Aquel acuerdo no hubiese sido ciertamente la mayor locura de mi
vida si hubiésemos sido capaces de atenernos a él. Pero nuestras
resoluciones no duraron arriba de un mes: Manon sentía pasión por
el placer, yo por ella. Surgían a cada instante nuevas ocasiones de
gastar, y lejos de lamentar los profusos despilfarros yo era el primero
en proporcionarle cuanto creía que podía serle grato. Nuestra casita
de Chaillot comenzaba a cansarle.
Aproximábase el invierno; todo el mundo volvía a la ciudad, y el
campo iba a quedar desierto. Propúsome volver a París; no consentí
en ello, pero para complacerla de algún modo díjele que podíamos
alquilar un piso amueblado donde pasar la noche los días en que
acabasen muy tarde las reuniones que frecuentábamos, puesto que
la gran incomodidad que suponía volver tan tarde a Chaillot era el
pretexto que ponía para querer abandonarle. Teníamos así dos
alojamientos, uno en la ciudad y otro en el campo. Aquel cambio
introdujo pronto el desorden en nuestros asuntos, provocando dos
aventuras que fueron causa de nuestra ruina.
Manon tenía un hermano que era guardia de Corps y que resultó
desgraciadamente vecino de nuestra misma calle. Reconoció a su
hermana viéndola una mañana en la ventana. Vino en seguida a
vernos. Era hombre brutal y sin principios de honor. Entró en nuestra
habitación profiriendo tremendos juramentos, y como conocía una
parte de las aventuras de su hermana abrumóla a injurias y
reproches.
Había salido yo momentos antes, lo que no dejó de ser una suerte
para él o para mí, poco dispuesto a sufrir injurias de nadie. No volví
a nuestro albergue hasta después de su marcha. La tristeza de
Manon me hizo, sin embargo, sospechar que algo extraordinario
había ocurrido. Contóme la escena desagradable y la actitud brutal
de su hermano. Me sentí tan indignado que hubiese querido correr
inmediatamente a tomar venganza si ella, con sus lágrimas, no me
hubiese detenido.
Mientras estábamos hablando, el guardia de Corps volvió a entrar
en la habitación sin hacerse anunciar. Ciertamente que, de haberle
conocido, no le hubiese recibido con tanta urbanidad como lo hice;
pero después de saludarnos sonriente, dijo a Manon que venía a
darle excusas de su arrebato: que la había creído en una vida de
desarreglo, y que aquella idea había encendido su ira; pero que
habiendo interrogado a un criado sobre mi persona había averiguado
cosas tan halagüeñas para mí que su mayor deseo era el de llevarse
bien con nosotros.
Aunque aquella información procedente de uno de mis lacayos
tenía algo de raro y aun de chocante, recibí sus cumplidos de buena
fe, creyendo dar gusto a Manon, que parecía encantada de verle
dispuesto a reconciliarse.
Hicímosle quedarse a comer.
En pocos momentos se hizo tan familiar, que habiéndonos oído
hablar de nuestra vuelta a Chaillot, quiso absolutamente
acompañarnos. Hubo que cederle un sitio en la carroza. Fué una
verdadera toma de posesión, porque se aficionó de tal modo a
vernos que hizo de la nuestra su casa, y se hizo dueño en cierto
modo de cuanto nos pertenecía. Llamábame hermano, y
pretextando la gran confianza que tenía, dió en llevar a todos sus
amigos a Chaillot y en obsequiarlos a costa nuestra. Vistióse con
magnificencia por nuestra cuenta y hasta nos comprometió a pagar
todas sus deudas. Cerraba yo los ojos a aquella tiranía para no
disgustar a Manon y aun aparentaba no darme cuenta de que de vez
en cuando le sacaba sumas de consideración. Verdad es que, siendo
un terrible jugador, tenía la honradez de entregarle una parte de las
ganancias cuando la fortuna le era favorable; pero la nuestra era
demasiado mediocre para poder atender a tan considerables gastos.
A punto estaba yo de tener una explicación con él para librarme de
sus inoportunidades, cuando un accidente funesto me ahorró el
trabajo, causándonos otro mucho más grave, que nos dejó sin
recursos.
Nos habíamos quedado un día a dormir en París, como sucedía
con harta frecuencia. La criada que dejábamos en tales ocasiones en
Chaillot al cuidado de la casa vino a advertirme por la mañana que
había habido un incendio durante la noche en nuestra casa y que
había costado gran trabajo el extinguirlo. La pregunté si nuestro
mueblaje había sufrido algún daño y me respondió que era tal la
multitud de gente extraña que había tomado parte en la extinción
que no podía responder de nada. Temblé por nuestro dinero,
encerrado en una cajita, y fuíme a Chaillot con la mayor premura.
¡Diligencia inútil! La caja había desaparecido ya. Comprendí entonces
cómo puede amarse el dinero sin ser avaro. La pérdida de mi tesoro
me causó tan vivo dolor que casi perdí la razón. Comprendí de golpe
las nuevas desdichas que me aguardaban. La pobreza era la menor.
Conocía a Manon; sabía que por muy fiel y enamorada que fuése en
la fortuna, no había que contar con ella en la miseria. Gustaba
demasiado de la abundancia y los placeres para sacrificármelos. «¡La
perderé!—exclamé—¡Desgraciado caballero, volverás a verte privado
de cuanto amas en el mundo!». Tal idea me hizo caer en tan negra
desesperación que por un momento pensé que tal vez sería mejor
acabar mis males con la muerte.
Sin embargo, quedóme bastante presencia de ánimo para
examinar por anticipado si no me quedaba ningún otro recurso. El
cielo me sugirió una idea que contuvo mi desesperación; parecióme
que no sería imposible ocultar nuestra pérdida a Manon y que por
habilidad, o con ayuda de la casualidad, podría subvenir a sus
necesidades en medida suficiente para que no sintiese privación
ninguna.
«Contaba yo—me decía a mí mismo, para consolarme—con que
veinte mil escudos nos bastarían para seis años. Figurémonos que
los seis años han pasado y que ninguno de los cambios que
esperaba haya tenido lugar en mi familia. ¿Qué partido tomaría? No
lo sé; pero ¿qué haría entonces que no pueda hacer ahora? ¡Cuántas
gentes viven en París que no poseen ni mi ingenio, ni mis cualidades
naturales y que, sin embargo, deben sus medios de vida a sus
habilidades propias! La Providencia—añadía, razonando siempre
sobre los diversos estados de la vida—, ¿no ha arreglado las cosas
sabiamente? La mayoría de los ricos y de los poderosos son necios.
Esto está bien claro para quien conoce un poco el mundo. Pues bien,
en ello hay una ley de justicia admirable; si ellos uniesen el talento
al poder y a la riqueza serían demasiado felices, y el resto de los
humanos demasiado desdichados. Las cualidades físicas y morales
han sido concedidas a los menesterosos como medio de salir de la
pobreza y la miseria. Los unos tratan de aprovecharse de la riqueza
de los ricos, ayudándoles en sus placeres, y hacen de ellos sus
víctimas; los otros, contribuyen a su instrucción y tratan de hacer de
ellos hombres honrados; claro es que rara vez lo consiguen; pero
eso ya no entra en los planes de la divina sabiduría; por lo menos
sacan fruto a sus desvelos: el de vivir a costa de aquéllos a quienes
instruyen. De cualquier modo que se mire es innegable que es una
renta saneada para los pobres la necedad de los ricos».
Tales pensamientos me reanimaron un poco el corazón y la
cabeza. Resolví como primera medida, ir a consultar a M. Lescaut,
hermano de Manon. Conocía perfectamente París y ocasiones no me
habían faltado para convencerme que no era ni de sus rentas, ni de
la paga del Rey, de donde sacaba sus más saneados ingresos.
Quedábanme apenas veinte pistolas que felizmente para mí,
guardaba en el bolsillo. Mostréle mi bolsa confiándole mi desgracia y
mis crueles dudas, y acabé por preguntarle si no veía para mí más
solución que morirme de hambre o saltarme, desesperado, la tapa
de los sesos. Contestóme que saltarse la tapa de los sesos era
recurso de necios; en cuanto a morirse de hambre, efectivamente,
había mucha gente de ingenio que se veía reducida a ello cuando no
quería hacer uso de sus habilidades; que sólo de mí dependía el
saber si era o no capaz de ello; que, por lo que a él se refería, no
podía sino ofrecerme su ayuda y su consejo en todas mis empresas.
«Todo eso es muy vago—le respondí.—Mis apuros piden más
pronto remedio, y soluciones más radicales, así por ejemplo, ¿qué
voy a decir a Manon?—A propósito de Manon—me interrumpió—;
¿qué es lo que os apura? ¿No tenéis en ella el medio, con sólo
quererlo, de acabar para siempre con vuestras inquietudes? Una
mujer como ella debía bastar a sostenernos a los tres». Cortóme la
respuesta que tal impertinencia merecía, para decirme que me
garantizaba mil escudos a partir entre los dos, antes de la noche, si
aceptaba su consejo; que conocía a un señor, liberal en materia de
placeres, que estaba seguro que daría gustoso los mil escudos con
tal de obtener los favores de una mujer como Manon.
Le interrumpí: «Tenía mejor opinión de vos; siempre creí que el
motivo que os impulsaba a distinguirme con vuestra amistad era un
sentimiento muy distinto del que os mueve a hablarme ahora».
Confesóme impúdicamente que lo mismo había pensado siempre y
que, desde que su hermana había violado las leyes de su sexo,
aunque fuése en favor del hombre que más amaba en el mundo, no
se había reconciliado con ella sino con el designio de sacar provecho
de su mala conducta. Poco trabajo me costó comprender que hasta
entonces habíamos sido sus víctimas. Por muy grande que fuera la
impresión que su discurso me causara, la necesidad que tenía de él
me obligó a contestarle riendo que su consejo era un recurso
extremo, que habría que dejar para un caso desesperado. Le rogué
que me indicase otro cualquier camino.
Propúsome en vista de ello aprovechar mi juventud y mi buena
figura para ponerme bajo la protección de alguna dama vieja y
generosa. Tampoco me agradó aquel medio que me hacía infiel a
Manon.
Le hablé yo entonces del juego como del remedio más decoroso y
más conveniente a mi situación. Díjome que el juego era en verdad
un recurso pero que aquello exigía una explicación; que ponerse a
jugar con las esperanzas de la suerte era rematar seguramente mi
pérdida; que tratar de emplear yo sólo y sin ninguna ayuda ajena,
los medios que cualquier hombre hábil usa para corregir las
injusticias de la suerte, era oficio harto peligroso; que quedaba un
tercer recurso que era el de la asociación, aunque mi juventud le
hacía temer que los señores confederados no me juzgasen con las
cualidades necesarias para entrar en la liga. Sin embargo, ofrecióme
interponer sus buenos oficios y lo que es más, y nunca hubiese
esperado de él, puso a mi disposición algún dinero si me urgía. Yo,
por mi parte, lo único que le pedí fué que nada dijese a Manon de la
pérdida que habíamos sufrido ni de la conversación habida entre
ambos.
Salí de su casa aún menos satisfecho que había entrado, y hasta
me arrepentí de haberle confiado mi secreto. Nada había hecho por
mí que no hubiese podido lograr de él sin necesidad de confiarle mi
cuita, y en cambio temía mortalmente que faltase a la promesa que
me hiciera de no decir nada a Manon. Además, llegué a temer,
analizando sus sentimientos para con mi querida, que aspirase a
explotarla por su cuenta, arrancándola de mis manos o
aconsejándola por lo menos que me abandonase por otro amante
más rico y más feliz. Respecto a todo esto hice mil reflexiones que
no sirvieron sino para atormentarme y renovar la desesperación en
que me hallaba por la mañana. Varias veces se me ocurrió el
pensamiento de escribir a mi padre fingiendo una nueva conversión
para así obtener algún dinero, pero me detuvo la idea de que, pese
a su bondad, me había encerrado seis meses en severa prisión por
mi primera falta y que después de un escándalo, como el que debió
de producir mi fuga de San Sulpicio, me impondría castigo mucho
más severo.
En fin, en aquel torbellino de ideas se destacó una que devolvió la
calma a mi espíritu y me hizo asombrarme de no haberla concebido
antes. Fué recurrir a Tiberio en quien tenía la seguridad de hallar el
mismo fondo de amistad. Nada hay más admirable, ni nada hace
más honor a la virtud que la confianza con que nos dirigimos a las
personas cuya probidad nos es conocida. Sentimos que no hay
riesgo en ello; si no siempre están en condiciones de ayudar
materialmente, por lo menos estamos seguros de hallar bondad y
compasión. El corazón que se cierra con tan gran cuidado, ante los
otros hombres, ábrese espontáneamente en su presencia como se
abre una flor a la luz del sol, del que no espera sino una dulce
influencia.
Miré como prueba de la protección celestial el haberme acordado
tan oportunamente de Tiberio y decidí buscar los medios de verle
antes de la noche. Volvíme inmediatamente a mi casa para escribirle
y señalarle sitio propio para nuestra entrevista. Le encarecía el
silencio y la discreción como uno de los mayores servicios que podía
hacerme en mi situación delicadísima. La alegría que la esperanza de
verle encendía en mi espíritu borró las huellas de la pena que Manon
hubiese notado seguramente. Habléle de nuestra desgracia de
Chaillot como de una bagatela que no tenía por qué inquietarla.
Como París era el lugar del mundo que más le agradaba, oyóme con
gusto decir que convenía permanecer allí hasta que en nuestra
residencia campesina se reparasen algunos desperfectos causados
por el incendio.
Una hora más tarde recibí la respuesta de Tiberio que me ofrecía
ir al lugar designado. Corrí impaciente. Sentía, sin embargo,
vergüenza de mostrarme a un amigo cuya sola vista era un reproche
para mis desórdenes; pero la idea que tenía de la bondad de su
corazón y el interés de Manon, sostuvieron mi flaqueza.
Habíale rogado que me esperase en el jardín del Palais-Royal.
Llegó antes que yo. Estrechóme largamente entre sus brazos y sentí
su rostro bañado en llanto. Díjele que me presentaba ante él
confuso y avergonzado y que comprendía toda mi ingratitud; que lo
primero que le rogaba era que dijese si me era aún permitido mirarle
como amigo después de haber merecido tan justamente perder su
estimación y su cariño. Respondióme con ternura que nada en el
mundo era capaz de hacerle renunciar a esa cualidad; que mi
desgracia, y aun mis faltas y ligerezas, no habían hecho sino
redoblar su cariño hacia mí; pero que era un cariño mezclado con
vivísimo dolor, tal como se siente por una persona muy amada a
quien se ve caminar a su perdición sin poderlo remediar.
Nos sentamos en un banco. «¡Ay!—le dije con un suspiro que salía
del fondo de mi corazón—Vuestra compasión ha de ser inmensa,
querido Tiberio, si como me aseguráis es igual a mis penas.
Vergüenza me causa confesarlas, pues he de decir que la causa de
ellas no es gloriosa; pero las consecuencias son tan tristes que no es
necesario quererme, como me queréis, para sentirse enternecido».
Me pidió como una prueba de amistad que le contase todo lo
sucedido desde mi salida de San Sulpicio. Satisfice su curiosidad, y
lejos de alterar nada de la verdad, ni tratar de disimular mis faltas
para hacerlas excusables, le hablé de mi pasión con toda la fuerza
que me inspiraba. Se la expliqué como uno de esos golpes del
destino que se complace en la ruina de un infeliz y de que tan difícil
es a la virtud defenderse como a la prudencia prevenirse. Hícele
vivísima pintura de mis zozobras, mis inquietudes, de la
desesperación en que me encontraba dos horas antes de verle y del
estado en que recaería si me faltaba el apoyo de mis amigos tan
implacablemente como el de la fortuna. En fin, conseguí emocionar
de tal modo al buen Tiberio, que le vi tan afligido por la compasión
como lo estaba yo por la pena.
No se cansaba de abrazarme y exhortarme a tener conformidad y
valor, pero como insistía en creer que había de separarme de Manon
hícele comprender claramente que era esa separación lo que yo
miraba como la mayor de las desgracias y que estaba dispuesto a
sufrir no ya la miseria sino hasta la muerte antes de aceptar un
remedio que me parecía peor que todos mis males juntos.
«Explicáos—me dijo entonces—. ¿Qué clase de ayuda puedo
prestaros puesto que os subleváis contra todos los medios que os
propongo?». No osaba yo confesarle que era de su bolsa de lo que
había menester. Comprendiólo al fin y permaneció un rato con el aire
de persona que duda. «No creáis—replicó por fin—que mi súbita
frialdad provenga de un relajamiento en mi celo y mi amistad para
vos; pero, ¡en qué alternativa me ponéis, entre negaros el único
socorro que queréis aceptar o faltar a mi deber concediéndooslo!...
porque, ¿no es contribuir a vuestros desórdenes daros los medios de
perseverar en ellos?». «Sin embargo—continuó tras unos momentos
de reflexión—, quiero creer que sea tal vez el estado violento en que
os precipita vuestra indigencia lo que os priva de libertad para tomar
el mejor partido. Hace falta un ánimo sereno para gustar de la
sabiduría y de la verdad. Encontraré medio de procuraros algún
dinero. Permitidme, mi querido caballero—añadió abrazándome—,
poneros tan sólo una condición, y es que a lo menos me indicaréis el
lugar donde viváis y no os opondréis a que realice mis esfuerzos
para traeros al camino de la virtud, del que sólo la violencia de
vuestras pasiones os aleja».
Concedíle gustoso cuanto me pedía y tan sólo le supliqué a mi vez
que compadeciese mi mala suerte que me arrastraba a
desaprovechar los consejos de amigo tan virtuoso. Llevóme acto
seguido a casa de un banquero amigo suyo que me prestó cien
pistolas contra una letra suya, pues él no tenía en aquel momento
dinero disponible. Ya he dicho que no era rico. Su beca era de mil
escudos, pero como era el primer año que estaba en posesión de
ella, aún no había cobrado sus rentas, así que era sobre sus futuros
beneficios sobre los que me hacía el préstamo.
Comprendí todo el valor de su generosidad. Me emocioné hasta el
punto de deplorar la ceguedad de un amor fatal que me hacía faltar
a todos los deberes. La virtud tuvo durante unos momentos fuerza
bastante para proyectar vivísima luz en mi espíritu, haciéndome ver
la indignidad de mis cadenas. Pero el combate fué ligero y duró
poco. La vista de Manon me hubiese hecho abandonar el cielo y
asombréme, al volver a su lado, de haber podido, por un momento,
considerar vergonzosa una ternura tan justificada por objeto tan
encantador.
Manon era una criatura de carácter extraordinario. Jamás mujer
alguna tuvo menos apego que ella al dinero; pero, en cambio, no
podía permanecer en paz ante el temor de que pudiese faltarle. Eran
placeres y pasatiempos gratos lo que le era menester; no hubiese
por su gusto tocado una pieza de cobre si hubiese sido dable
divertirse gratis. Ni siquiera se informaba de cuál era el estado de
nuestra fortuna a condición de pasar agradablemente el día. De
modo que no siendo ni muy dada al juego, ni apasionada de un lujo
extraordinario, nada más fácil que tenerla contenta con sólo inventar
cada día una diversión. Pero eso sí, érale tan necesario el placer que
sin él no había la menor probabilidad de poder influir sobre su
humor y sus inclinaciones. Así pues, aunque me amaba tiernamente,
y era yo el único capaz de hacerle gustar perfectamente las delicias
del amor, tenía la certeza de que su ternura no resistiría a ciertos
temores. Me hubiese preferido al mundo entero con una fortuna
mediocre; pero tenía la triste certeza de que me abandonaría por un
M. de B... cualquiera en cuanto yo no tuviese para ofrecerle sino mi
constancia y mi fidelidad.
Decidí en vista de todo esto, reducir de tal modo mis gastos
particulares que en cualquier momento me hallase en condiciones de
subvenir a los suyos y antes privarme de mil cosas necesarias que
suprimirle a ella ninguna por superflua que fuése. La carroza me
asustaba más que todo el resto, pues no veía medio de sostener al
cochero y los caballos.
Descubrí mis zozobras a Lescaut. No le había ocultado haber
recibido cien pistolas de un amigo. Repitióme que si quería probar
fortuna en el juego no desesperaba, siempre que estuviese yo
dispuesto a sacrificar un centenar de francos para obsequiar a sus
asociados, de que ellos me admitiesen, gracias a su recomendación,
en la liga de la industria. Pese a mi repugnancia a engañar, dejéme
arrastrar por una cruel necesidad.
Lescaut presentóme aquella misma noche como pariente suyo.
Añadió que tenía yo tantas más probabilidades de éxito cuanto que
mayores eran mis necesidades de dinero. Sin embargo, para hacer
ver que mi miseria no era la de un hombre reducido al último
extremo, anuncióles que me proponía invitarles a cenar. La invitación
fué aceptada; tratéles espléndidamente. Hicieron largos comentarios
sobre la gentileza de mi figura y mis felices disposiciones.
Sostuvieron que se podía esperar mucho de mí, porque habiendo en
mi rostro algo que denunciaba a la legua al hombre honrado, nadie
desconfiaría de mis manejos. En fin, dieron las gracias a Lescaut por
haberles proporcionado un novicio de mis méritos, y encargaron a
dos caballeros de darme durante algunos días las instrucciones
necesarias.
El teatro principal de mis empresas había de ser el Hotel de
Transilvania, donde había una mesa de faraón en una sala y otros
varios juegos de cartas y de dados en la galería. Aquella academia
funcionaba en provecho del príncipe de R..., que habitaba entonces
en Clagny, y la mayoría de sus oficiales pertenecían a nuestra
sociedad. ¿Lo diré para vergüenza mía? En poco tiempo supe
aprovechar las lecciones de mi maestro. Adquirí sobre todo gran
habilidad para escamotear la carta y, con ayuda de unos puños
largos y rizados, hacíala desaparecer lo bastante ligeramente para
engañar las miradas más hábiles, y arruinar sin tener apariencias de
ello a no pocas gentes honradas. Habilidad tan extraordinaria
acrecentó de tal modo mis ingresos que en pocas semanas me hallé
dueño de sumas considerables, sin contar las que de buena fe
compartía con mis asociados.
No temí entonces ya participar a Manon nuestra pérdida de
Chaillot, y para consolarla, al comunicarle la nueva infausta, alquilé
una casa amueblada donde instalarnos con apariencias de opulencia
y seguridad.
Tiberio, durante aquel tiempo, no había dejado de visitarme con
frecuencia. Sus sermones no acababan nunca. Sin cesar me
representaba todo el daño que hacía a mi conciencia, a mi honra y a
mi fortuna. Oía sus consejos deferente, y aunque no tenía la menor
intención de seguirlos, le agradecía su interés, conocedor del cariño
que le inspiraba. Algunas veces bromeaba con él en presencia
misma de Manon, y exhortábale a no ser tan escrupuloso cuando no
pocos sacerdotes y aun obispos sabían hacer perfectamente
compatible una querida con un beneficio. «Mirad—decíale señalando
los ojos de mi amiga—y decid si no hay falta que esté disculpada por
tan bella causa». Hacía acopio de paciencia; llevóla aún asaz lejos,
pero cuando vió que mis riquezas iban en aumento y que no sólo le
había pagado sus cien pistolas sino que, habiendo alquilado una
casa y doblado mis gastos, iba a precipitarme aún más en los
placeres, cambió por completo de conducta. Quejóse de mi
contumacia, amenazóme con el castigo del cielo y me predijo una
parte de las desgracias, que no tardaron en llover sobre mí. «Es
imposible—me dijo—que las riquezas que os sirven para mantener
vuestros desórdenes os hayan venido por vías legítimas. Las habéis
adquirido injustamente y de igual modo os veréis privado de ellas. El
mayor castigo que Dios pudiera daros sería el de dejaros disfrutar
tranquilamente de ellas. Todos mis consejos os han sido inútiles; ya
preveía yo que pronto os parecerían enojosos. Adiós ingrato y débil
amigo. ¡Ojalá vuestros criminales deleites se evaporen como una
sombra, quiera el cielo que vuestra dicha y vuestras riquezas
desaparezcan sin remedio, para que solo y desnudo podáis
comprender la vanidad de los bienes que tan locamente os
embriagaron! Entonces será cuando me halléis dispuesto a amaros y
serviros, pero hoy rompo todo trato con vos y abomino de la vida
que lleváis».
Fué en mi habitación, ante los ojos de Manon, donde me dirigió
esta arenga apostólica. Levantóse para retirarse; quise detenerle,
pero a mi vez fuí detenido por Manon, que me dijo que era un loco a
quien había que dejar franca la salida.
Su discurso no dejó de hacerme alguna impresión. Hago notar los
varios impulsos de mi corazón para volver a los senderos del bien,
porque a este recuerdo he debido parte de mi fuerza en las más
tristes circunstancias de mi vida. Las caricias de Manon disiparon en
un momento el disgusto que tal escena me había causado. Seguimos
llevando una vida de placeres y amor. El aumento de riquezas
redobló nuestro cariño. Venus y la Fortuna no tenían esclavos más
tiernos y felices. ¡Dioses! ¿Por qué llamar al mundo lugar de
miserias, cuando pueden disfrutarse en él tales dichas? Pero, ¡ay de
mí!, su esencia misma estriba en ser fugaces. ¿Qué otra dicha podría
uno anhelar si fuesen de naturaleza de durar siempre? Las nuestras
siguieron el común destino, es decir, durar poco y traer tras sí un
cortejo de amargas nostalgias.
Había realizado en el juego tales ganancias que comencé a pensar
en la conveniencia de colocar parte del dinero. Nuestros criados no
ignoraban nuestra prosperidad, sobre todo mi ayuda de cámara y la
doncella de Manon, delante de los cuales hablábamos sin rebozo. La
muchacha era guapa y mi ayuda de cámara estaba enamorado de
ella. Habíanselas con amos jóvenes y confiados a quienes se
figuraron poder engañar fácilmente. Concibieron el designio, y lo
realizaron, tan desdichadamente para nosotros, que nos colocaron
en estado tal que jamás nos fué posible salir de él.
Habiéndonos invitado una noche Lescaut a cenar, eran cerca de
las doce cuando volvimos a casa. Llamé a mi criado, Manon a su
doncella; ni el uno ni el otro acudieron. Nos dijeron que desde las
ocho de la noche no se les había visto por la casa, pues salieron,
haciendo previamente trasladar unos cajones, obedeciendo las
órdenes que decían haber recibido de nosotros. Supuse desde luego
algo de la realidad; pero no forjé sospecha que no fuése
sobrepujada por lo que vi al entrar en mi cuarto. La cerradura de mi
secreter había sido saltada y mi dinero y mis ropas habían
desaparecido. En los momentos en que meditaba sobre lo sucedido
vino a mí Manon, consternada, diciéndome que en su habitación
habían hecho el mismo saqueo.
Fué tan cruel el golpe, que sólo merced a un esfuerzo
extraordinario de mi razón no me abandoné a los gritos y las
lágrimas. El temor de comunicar mi desesperación a Manon hízome
tomar aires tranquilos. Díjele, bromeando, que me vengaría sobre
algún incauto del hotel de Transilvania. Sin embargo, parecióme tan
abatida por la desgracia, que su pena tuvo más fuerza para afligirme
que mi fingida alegría había tenido para impedir su excesivo
abatimiento. «¡Estamos perdidos!», díjome con lágrimas en los ojos.
Traté vanamente de consolarla con mis caricias; mis propias lágrimas
traicionaban mi desesperación y mi consternación. En efecto,
estábamos tan absolutamente arruinados, que no nos quedaba ni
una camisa.
Tomé el partido de enviar a buscar en seguida a Lescaut.
Aconsejóme ir sin tardanza a ver al jefe superior de policía y al gran
preboste de París. Fuí, pero para mi mal; pues, aparte de que aquel
paso, así como los que hice dar a varios oficiales de policía, no
sirvieron para nada, di tiempo a Lescaut para hablar con su hermana
y sugerirle en mi ausencia una atroz determinación. Hablóla de M.
de G... M..., viejo voluptuoso que pagaba pródigamente los placeres,
y le hizo ver tales ventajas en ponerse bajo su protección que,
turbada como estaba por nuestra desgracia, acabó por aceptar
cuanto él tuvo a bien proponerle. Tan honroso trato cerróse antes de
mi regreso, y su realización quedó aplazada para el día siguiente,
después que Lescaut hubiese prevenido a M. de G... M... Encontré a
Lescaut que me aguardaba en mi casa; pero Manon se había
acostado y dado orden a su lacayo de decirme que, necesitada como
estaba de reposo, me rogaba la dejase sola por aquella noche.
Lescaut se separó de mí, no sin ofrecerme unas pistolas, que acepté.
Eran ya las cuatro cuando me acosté, y habiendo aun meditado
largamente sobre los medios de rehacer mi fortuna, me dormí tan
tarde que hasta las once no pude despertarme. Levantéme
prestamente para ir a informarme de la salud de Manon y me dijeron
había salido una hora antes con su hermano, que vino a recogerla
en una carroza de alquiler. Aunque tal salida me pareció sospechosa,
violentéme para rechazar mis sospechas. Dejé transcurrir algunas
horas, que pasé entregado a la lectura. Por fin, no siendo ya dueño
de mi inquietud, púseme a pasear a grandes pasos por nuestras
habitaciones. Vi en la de Manon una carta cerrada que estaba sobre
su mesa. La abrí con mortal presentimiento. Estaba concebida en
estos términos:
«Te juro, amado caballero, que tú eres el ídolo de mi corazón y
que no hay sino tú en el mundo a quien pueda amar como te amo...
¿Pero no comprendes, pobre alma mía, que en las circunstancias a
que nos vemos reducidos es necia virtud la fidelidad? ¿Crees que sin
pan vive la ternura? El hambre me causaría alguna equivocación
fatal; cualquier día lanzaría el último suspiro creyendo lanzar uno de
amor. Te adoro, ten la seguridad de ello, pero déjame durante algún
tiempo ser yo la que se ocupe de rehacer nuestra fortuna.
¡Desgraciado aquél que caiga en mis redes! Trabajo por hacer a mi
caballero rico y feliz. Mi hermano te dará noticias mías y te dirá lo
mucho que sufro ante la necesidad de abandonarte».
Quedé, tras la lectura de esta carta, sumido en un estado que me
será muy difícil describir, pues ignoro aún hoy qué sentimientos me
agitaban entonces. Fué una de esas situaciones únicas que no han
tenido paridad en otra alguna. No sabe uno explicárselas a los
demás porque no pueden tener ni una idea aproximada de ellas, y
es muy difícil explicárselas a sí mismo, porque siendo únicas en su
clase no se enlazan a nada en nuestra memoria y no pueden ni aun
compararse con ningún sentimiento conocido. De todos modos,
cualesquiera que fuesen los míos, participaban desde luego del
dolor, del despecho, de los celos y de la vergüenza. ¡Feliz de mí si no
hubiese sido aún mayor la dosis de amor!
«Me ama, quiero creerlo así; pero ¿no necesitaría ser un monstruo
para odiarme? ¿Qué derechos existieron jamás sobre un corazón que
no tenga yo sobre el suyo? ¿Qué podría hacer por ella después de
todo lo hecho ya? ¡Sin embargo, me abandona y la ingrata se cree a
cubierto de mis reproches con decirme que no ha cesado de
amarme! Y habla del hambre. ¡Gran Dios, con qué grosería de
sentimientos responde a mi delicadeza! ¡No pensaba yo en eso
cuando por amor a ella renuncié a mi fortuna y a las dulzuras del
hogar paterno; yo que me he privado hasta de lo más preciso para
proporcionarle sus menores deseos y sus menores caprichos! Me
adora, dice. ¡Si me hubieses adorado, ingrata, no hubieses aceptado
los consejos que te daban, no me hubieses abandonado al menos
sin decirme adiós! Soy yo quien ha de decir los crueles sentimientos
que se experimentan al separarse de las personas a quienes se
ama». Mis quejas viéronse interrumpidas por una visita con la que
no contaba. La de Lescaut. «¡Verdugo!—le dije echando mano a la
espada—; ¿Dónde está Manon? ¿Qué has hecho de ella?». Mi
impulso pareció aterrarle. Díjome que si era así como le recibía,
justamente cuando venía a darme cuenta del mayor servicio que
cabía ofrecerme, iba a retirarse para no volver jamás a poner los
pies en mi casa. Corrí a la puerta, que cerré. «No creas—díjele
encarándome con él—que vas una vez más a engañarme con
fábulas y cuentos. Has de defender tu vida o devolverme a mi
Manon.—¡Cuidado que sois vivo de genio! Es justamente la única
razón que aquí me trae. Vengo a comunicaros una dicha que no
esperáis y por la que tal vez me debáis un poco de agradecimiento».
Quise una explicación inmediata. Contóme entonces que Manon
no pudiendo con el miedo a la miseria y sobre todo resignarse de
golpe y porrazo a la reducción de nuestro tren, habíale rogado que
le presentase a M. de G... M..., que pasaba por ser hombre
generoso. Guardóse, claro es, muy bien de decirme que había sido él
quien se lo propuso y que había arreglado las cosas antes de
decidirla a ello. «La he presentado esta mañana, y el buen caballero
se ha mostrado tan satisfecho que por primera providencia la ha
invitado a ir a pasar unos días con él en su casa de campo. Yo—
prosiguió Lescaut—que he comprendido en seguida de qué utilidad
podía ser aquello para vos, le hice saber discretamente que Manon
había experimentado en estos últimos tiempos grandes pérdidas en
el juego, y de tal modo he sabido exaltar su generosidad que ha
empezado por hacerle un donativo de doscientas pistolas. Le he
dicho que eso estaba bien por el momento, pero que el porvenir
traería a mi hermana grandes gastos, que además se había
encargado de la educación de un hermano menor que nos había
quedado después de la muerte de nuestros padres, y que si la
estimaba como decía, no la dejaría padecer en la persona del pobre
niño, que Manon miraba como la mitad de sí misma. Tal narración ha
tenido la virtud de enternecerle. Se ha comprometido a alquilar una
casa cómoda para ella y para vos, puesto que vos sois ese pobre
hermanito huérfano; ha prometido amueblárosla con decoro y
pasaros además, todos los meses, cuatrocientas libras que, o yo no
sé contar, o hacen cuatro mil ochocientas al año. Ha dado orden a su
intendente antes de marchar al campo, de buscar una casa y tenerlo
todo dispuesto para su regreso. Entonces veréis a Manon que me ha
encargado mil abrazos para vos y deciros que os ama más que
nunca».
Sentéme a meditar sobre aquellos curiosos lances que me
deparaba la suerte. Hallábame en tal perplejidad que tardé mucho
tiempo en contestar a las preguntas con que Lescaut me agobiaba.
Fué entonces cuando el honor y la virtud hiciéronme sentir aún las
mordeduras del remordimiento y cuando eché una mirada
retrospectiva que abarcaba Amiens, la casa paterna y San Sulpicio,
todos los lugares, en fin, en que viví inocente y feliz. ¡Qué inmenso
abismo separábame de aquellos días dichosos! Ya no los veía sino
como lejanas sombras que si bien aun atraían mis deseos y mis
nostalgias no tenían ya fuerza para hacer brotar la voluntad. «¿Por
qué fatalidad—decíanme—me han hecho de tal modo criminal? El
amor es una pasión inocente; ¿cómo se ha tornado para mí en
fuente de miserias y desórdenes? ¿Qué me impedía vivir virtuoso y
feliz junto a Manon? Mi padre que tan tiernamente me amaba, ¿no
hubiese cedido de apremiarle con justas instancias? ¡Ah!, mi padre
hubiérala amado él mismo como a una hija querida digna de hacer
la dicha de su hijo y ahora sería yo feliz con el amor de Manon, el
afecto de mi padre, la estima de las gentes honradas, los bienes de
la fortuna y la tranquilidad de la virtud. ¡Cruel contrasentido! ¿Qué
infamia vienen a proponerme? ¿Qué abyecciones voy a compartir?
¿Pero, me queda el recurso de vacilar siendo Manon la que lo ha
arreglado y perdiéndola yo si no me conformo a ello?». «Señor
Lescaut—grité cerrando los ojos como para apartar tan
descorazonadoras reflexiones—, si su intención es servirme os doy
las gracias; tal vez hubieseis podido tomar por más honrados
caminos, pero es cosa hecha, ¿verdad? No pensemos pues sino en
aprovechar vuestros esfuerzos y en poner en práctica vuestro
proyecto».
Lescaut a quien mi cólera seguida de tan largo silencio había
sumido en la inquietud, pareció encantado de verme tomar un
partido tan distinto del que temiera. Era todo menos valiente y de
ello tuve buenas pruebas a continuación. «Si, sí, ya lo creo—aseguró
—, es un verdadero favor el que os he hecho y ya veréis cómo trae
más ventajas de las que ahora parece». Pusímosnos de acuerdo
sobre la manera de disipar la desconfianza que M. de G... M...
pudiese abrigar sobre nuestra pretendida fraternidad viéndome
mayor y más viejo de lo que probablemente esperaría. No
encontramos sistema mejor que tomar ante el aire inocente y
provinciano y hacerle creer que mi deseo era abrazar el estado
eclesiástico, para lo cual asistía diariamente al colegio. Resolvimos
también que mi indumentaria dejaría mucho que desear la primera
vez que me presentase ante él.
Volvió a la ciudad tres o cuatro días después; llevó él mismo a
Manon a la casa que su intendente había tenido cuidado de preparar.
Hizo prevenir en seguida a Lescaut de su regreso, y habiéndome
avisado éste a mí, los dos nos presentamos en la casa. El viejo
amante había partido ya.
Pese a la resignación con que me había sometido a su voluntad,
no pude reprimir la protesta de mi corazón al verme ante ella. La
parecí triste y mustio; la alegría de su presencia no era suficiente
para borrar la pena de su infidelidad. Ella, por el contrario, parecía
transfigurada por la alegría de verme. Hízome reproches de mi
frialdad; no impidió, sin embargo, que los epítetos de pérfida e infiel
se escapasen de mis labios, acompañados de otros tantos suspiros.
Burlóse primero de mi simplicidad; pero cuando vió mis miradas
fijarse en ella laceradas y la tristeza que ponía en aceptar un cambio
tan opuesto a mi genio y a mis deseos, fuése sola a su habitación, y
como un momento después la siguiera, encontréla deshecha en
llanto. Le pregunté la causa. «¡Bien fácil es adivinarla!—respondióme
—. ¿Cómo he de vivir si mi presencia os da ese aspecto sombrío y os
entristece? No habéis sido para hacerme una caricia en una hora que
lleváis aquí y habéis recibido las mías con la dignidad del Gran Turco
en su serrallo».—«Escuchadme, Manon—repliquéle, abrazándola—.
No puedo ocultaros que tengo el corazón mortalmente afligido. No
hablo ahora de la alarma en que vuestra fuga me sumió, ni de la
crueldad que supone dejarme sin una palabra de consuelo, después
de pasar la noche en un lecho que no era el mío; el encanto de
vuestra presencia me haría olvidar mucho más. Pero ¿creéis que
puedo pensar, sin que un sollozo se escape de mi garganta y las
lágrimas se agolpen a mis ojos—proseguí, vertiendo algunas—, en la
triste vida que pretendéis lleve yo en esta casa? Dejemos mis
miramientos y mi honor a un lado; no son tan débiles razones las
que han de combatir un amor como el mío; pero ese mismo amor,
¿no comprendéis que ha de gemir al verse tan mal recompensado o,
mejor dicho, tan cruelmente tratado por una querida dura e
ingrata?».
Interrumpióme: «Escuchad, mi caballero; es inútil atormentarme
con reproches que me desgarran el corazón cuando vienen de vos.
Bien veo lo que os hiere. Esperaba que aceptaríais el proyecto que
había discurrido para rehacer nuestra fortuna y era por respeto a
vuestra delicadeza que comenzara a ponerlo en ejecución sin
consultároslo; pero puesto que no lo aprobáis, renuncio a él».
Añadió que tan sólo me pedía un poco de complacencia para acabar
el día, que había recibido ya doscientas pistolas de su viejo amante,
que además habíale prometido traerle un collar de perlas y algunas
otras alhajas, más la pensión anual. «Dejadme tan sólo—imploró—el
tiempo de recibir sus presentes. Os juro que no podrá jactarse de lo
que ha obtenido de mí, pues yo he ido demorando mi rendición
hasta hallarnos de vuelta aquí. Verdad es que me ha besado más de
un millón de veces las manos; justo es que pague ese placer y no le
costará menos de cinco o seis mil francos, precio proporcionado a
sus años y a sus riquezas».
Su determinación me fué mucho más agradable que la esperanza
de los cinco o seis mil francos. Tuve ocasión de contestar que mi
corazón no había perdido aún todo sentimiento de honor, puesto que
palpitaba satisfecho de escapar a aquella infamia. Pero había yo
nacido para las alegrías cortas y los dolores largos. La fortuna no me
salvaba de un precipicio sino para arrojarme en otro más hondo.
Después de haber mostrado a Manon mi júbilo por mil mimos y
caricias, díjele que convenía advertir a Lescaut para que nuestras
medidas fuesen acordes. Puso él algunos reparos; pero la idea de los
cuatro o cinco mil francos contantes y sonantes hiciéronle entrar
alegremente en nuestros planes. Quedó acordado que nos
reuniríamos todos a comer con M. de G... M..., por dos razones: una,
para ofrecerme una escena divertida, haciéndome pasar por un
escolar hermano de Manon; la segunda, para impedir que el viejo
libertino se propasase con exceso con su querida, usando de un
derecho que creería haber adquirido pagándole, tan generosamente,
por adelantado. Debíamos retirarnos Lescaut y yo en el momento en
que subiese a la habitación donde pensaba pasar la noche. Manon
ofreciónos que, en vez de seguirle, se escaparía y vendría a reunirse
con nosotros. Lescaut prometió tener una carroza en la puerta.
Llegada la hora de la cena, M. de G... M... no se hizo esperar.
Lescaut y su hermana estaban en la sala. La primera atención del
viejo fué ofrecer a su bella un collar, brazaletes y arracadas de
perlas, que valían, por lo menos, mil escudos; en seguida contóla en
bellos luises de oro la suma de dos mil cuatrocientas libras, que
constituían la mitad de la pensión, no sin sazonar su presente con
mil ternuras, muy en el género de la antigua Corte. Manon no pudo
negarle algunos besos, que al fin y al cabo eran pago del dinero que
le pusiera entre las manos. Yo esperaba tras de la puerta, a que
Lescaut me avisase que podía entrar.
Vino a por mí en cuanto Manon hubo guardado el dinero y las
alhajas. Llevóme a M. de G... M... y me ordenó hacerle una
reverencia. Hícele dos o tres de las más profundas. «Dispénsele,
caballero—advirtió Lescaut—; es un chiquillo, novato en lides
sociales. Está muy lejos, como veréis, de tener los aires de París,
pero esperamos que un poco de costumbre le dará aplomo. Tendréis
el honor de ver aquí con frecuencia al señor—continuó, volviéndose
a mí—; aprovechad la lección de tan noble modelo».
El viejo amante pareció encantado de verme. Dióme unos
golpecitos en la mejilla, diciéndome que era un guapo chico, pero
que, por lo mismo, había de andar sobre guardia en París, donde los
muchachos resbalaban fácilmente hacia el desbarajuste. Lescaut
tranquilizóle, asegurándole que era de natural tan serio que no
pensaba sino en hacerme sacerdote y que mi único entretenimiento
consistía en construir rosarios. «Encuentro en él cierto parecido con
Manon—afirmó el viejo, alzándome la cabeza con la mano.—
Caballero, nos tocamos tan de cerca que es natural... así es que
quiero a Manon como a mí mismo.—¿Oís?—hizo observar a Lescaut
—. Tiene ingenio y es lástima que este muchacho no posea un poco
más de mundo.—¡Oh!, caballero—repliqué—. He aprendido ya
mucho en nuestras iglesias y creo que los habrá en París más tontos
que yo.—¿Lo veis? Es pasmoso su despejo para un chico
provinciano».
Toda nuestra conversación fué poco o menos la misma durante la
comida. Manon, que era tentada a la risa, estuvo en varias ocasiones
a punto de estropearlo todo con sus carcajadas. En cuanto a mí,
tuve en el trascurso de la cena ocasión de narrarle su propia historia
y aun de predecir la desgracia que le amagaba. Manon y Lescaut
estaban yertos durante mi cuento, sobre todo al trazar yo su retrato;
pero el amor propio puso una venda en los ojos de la víctima
impidiéndole reconocerse, y supe, por mi parte, rematar de tal modo
la historia, que él fué el primero en encontrarla jocosa. Como ahora
veréis, no ha sido sin motivo que me he extendido con respecto a
esta ridícula escena.
Llegó, por fin, la hora de acostarse, y el viejo habló de amor y de
impaciencia. Nos retiramos Lescaut y yo. Condujéronle a su cuarto, y
Manon, habiendo salido de él con pretexto de una imprescindible
necesidad, vino a reunírsenos en la puerta. La carroza, que nos
esperaba tres o cuatro casas más allá, avanzó para recogernos y en
pocos momentos nos alejamos del barrio.
Aunque, a mis ojos, aquella acción fuése una verdadera canallada,
no era ciertamente la peor que debía tener que reprocharme. Más
escrúpulos me inspiraba el dinero adquirido en el juego. Pero tan
poco disfrutamos del uno como del otro, y plugo al cielo que el más
leve de los dos delitos fuése el más severamente castigado.
M. de G... M... no tardó mucho en darse cuenta de que había sido
engañado. No sé si hizo desde aquella misma noche gestiones para
dar con nuestro paradero; pero lo que sí sé es que tenía demasiado
crédito para hacerlas mucho tiempo inútilmente, y que nosotros, por
nuestra parte, fuimos lo suficientemente indiscretos para contar con
las dimensiones de París y la distancia que había entre nuestro
nuevo barrio y el suyo. No sólo supo nuestra habitación, sino
también la vida que lleváramos anteriormente en París, los amores
de Manon con B..., la mixtificación de que le hiciera víctima, en una
palabra, todos los lances escandalosos de nuestra historia. Tomó la
resolución de hacernos detener y de tratarnos, más que como a
delincuentes, como a aturdidos libertinos. Aún estábamos acostados
cuando entró en nuestra habitación un inspector de policía, seguido
de una docena de guardias. Por primera providencia incautáronse de
nuestro dinero, o, mejor dicho, del de G... M..., y luego, haciéndonos
levantar sin demora, nos llevaron a la puerta, donde nos esperaban
dos carrozas, en una de las cuales la pobre Manon fué arrebatada,
sin razones de ningún género, mientras la otra me conducía a mí a
San Lázaro.
Hay que haber pasado por tales sinsabores para poder juzgar de
la desesperación en que me dejaron sumido. Mis guardianes
tuvieron la crueldad de no permitirme abrazar a Manon, ni decirle ni
una palabra de adiós. Por mucho tiempo ignoré lo que había sido de
ella. Fué esto una suerte para mí, pues una catástrofe semejante me
hubiera hecho perder la razón y tal vez la vida.
Mi pobre amada fué, pues, arrebatada ante mis propios ojos y
conducida a un lugar cuyo solo nombre me estremece. ¡Qué
horrenda suerte para una criatura tan bella, que hubiese ocupado el
primer trono del mundo de tener todos los hombres mis ojos y mi
corazón! No la trataban mal, a decir verdad; pero encerráronle en
estrecha prisión y condenáronla a realizar todos los días algunos
trabajos como condición imprescindible para atender a su
alimentación. No supe estos detalles sino algún tiempo después,
cuando yo mismo había pasado por rudas penalidades. No
habiéndome mis guardianes advertido tampoco el lugar donde
tenían orden de conducirme, no lo supe hasta verme en la puerta de
San Lázaro. Hubiera preferido en aquel momento la muerte al
estado en que me creí próximo a caer. Tenía yo una idea terrible de
aquella casa. Mi espanto subió de punto al ver que, una vez allí, mis
guardianes registraban mis bolsillos para cerciorarse de que no me
quedaba ningún arma ni medio alguno de defensa.
Fuí conducido inmediatamente a presencia del superior, que ya
estaba prevenido de mi llegada. Saludóme con gran bondad. «Padre
mío, libradme, os lo suplico, de toda humillación. Mil vidas que
tuviese perdería antes de pasar por una.—No, no, caballero—
respondióme—; vuestra conducta será prudente y quedaremos
satisfechos el uno del otro». Rogóme que subiese con él a una de
las habitaciones del piso alto y le seguí sin resistencia. Los arqueros
nos acompañaron y a una seña del superior se fueron dejándonos
solos.
«¿Soy vuestro prisionero?—le dije—Pues bien, padre mío, decidme
qué pensáis hacer de mí». Díjome que estaba satisfecho de verme
tomar aquel tono sensato, que su deber sería trabajar para
inculcarme el amor a la virtud y a la religión, y el mío aprovechar sus
enseñanzas, y que por poca buena voluntad que yo pusiese no
hallaría sino placer en mi soledad. «¡Oh, padre mío!—suspiré—No
conocéis lo único capaz de contentarme en la tierra».—«Lo sé; pero
espero que vuestras inclinaciones cambiarán». Su respuesta me hizo
comprender que estaba enterado de mis aventuras y quizás de mi
nombre también. Pedíle una aclaración y me dijo que, como era
natural, le habían informado de todo.
Aquella aclaración fué el más cruel de mis castigos. Empecé a
derramar un torrente de lágrimas con todas las señales de la mayor
amargura. No podía consolarme de una humillación que iba a hacer
de mí la comidilla de todos mis conocimientos y el ludibrio de mi
familia. Así pasé ocho días en la aflicción, incapaz de saber nada, ni
de ocuparme de nada que no fuése mi oprobio. El mismo recuerdo
de Manon nada añadía a mi dolor: todo lo más, entraba como un
sentimiento precursor de aquella nueva pena; la pasión dominante
en mi alma era la vergüenza y la confusión.
Pocas personas conocen la fuerza de esos movimientos
particulares del corazón. La mayoría de los hombres no son capaces
sino de cinco o seis pasiones, en cuyo círculo transcurre su vida,
reducidas a ellas todas sus emociones. Quitadles el amor y el odio,
el placer y el dolor, la esperanza y el miedo y, no les quedará ya
nada. Pero las personas de carácter más noble pueden sentirse
angustiadas de mil maneras distintas; diríase que poseen más de
cinco sentidos y que pueden experimentar sensaciones que se salen
de las normas de la naturaleza. Y como poseen este sentimiento que
les eleva del nivel de lo vulgar, no hay nada en el mundo que tengan
en más estima. De ahí viene que sufran tan intensamente ante el
desprecio y que la vergüenza sea una de sus pasiones más
violentas.
Tenía yo esa triste ventaja en San Lázaro. Mi pena pareció tan
excesiva al superior, que temiendo las consecuencias ulteriores,
creyó deber tratarme con bondad e indulgencia. Visitábame dos o
tres veces al día. Hacíame con frecuencia acompañarle para dar un
paseo por el jardín y su celo se desbordaba en exhortaciones y
advertencias saludables. Yo las escuchaba con mansedumbre y aun
le demostraba reconocimiento. De ahí sacó la esperanza de mi
conversión.
«Sois de natural tan dócil y amable—díjome un día—que no
acierto a comprender los desórdenes de que se os acusa. Dos cosas
me asombran: una, cómo con tan buenas cualidades habéis podido
entregaros a tales excesos de libertinaje; otra, que admiro aún más
cómo recibís con tal conformidad y respeto mis exhortaciones
después de varios años de desorden. Si es arrepentimiento, sois un
ejemplo palpable de la bondad del cielo; si es bondad natural, tenéis
por lo menos un excelente fondo de carácter, que me hace esperar
que no necesitaremos teneros aquí mucho tiempo para haceros
volver a una vida honrada y regular».
Contentísimo me hallé de saberle tan buena opinión de mí. Decidí
afirmarle en ella por una conducta que pudiese satisfacerle por
completo, cierto como estaba de que era la manera de abreviar mi
cautiverio. Pedíle libros. Sorprendióse de que habiéndome dejado la
elección de los que deseaba leer, me decidiese por algunos autores
serios. Afecté aplicarme al estudio con el mayor fervor y le di en
toda ocasión pruebas del cambio que anhelaba.
Sin embargo, todo aquello era puramente externo. Debo
confesarlo para mi vergüenza; desempeñaba en San Lázaro
hipócritamente un papel de hipócrita. En vez de estudiar cuando
estaba solo no hacía sino lamentar mi destino. Maldecía mi prisión y
la tiranía que me tenía en ella. No bien se calmó un tanto la zozobra
en que me arrojara la vergüenza primera, volví a caer en los
tormentos del amor. La ausencia de Manon, la incertidumbre en que
me encontraba respecto a su destino, el temor de no volver a verla
nunca, eran los únicos motivos de mis tristes meditaciones. Me la
imaginaba en los brazos de G... M..., pues aquella fué mi primera
idea, y lejos de creer que le habían dado el mismo trato que a mí,
pensaba que me había alejado para poseerla tranquilamente.
Pasé así días y noches que me parecieron interminables. No tenía
esperanza sino en el éxito de mi hipocresía. Observaba
cuidadosamente el semblante y las palabras del Superior para
cerciorarme bien de lo que pensaba de mí y me esforzaba en ganar
su confianza considerándole como árbitro de mi destino. Fácil me
fué notar que todas sus simpatías estaban conmigo. Llegué a no
dudar de sus buenas disposiciones para servirme.
Un día me tomé la libertad de preguntarle si era de él de quien
dependía mi libertad. Díjome que no era dueño absoluto, pero que
esperaba que gracias a sus indicaciones G... M..., a cuyos ruegos el
jefe de Policía habíame encerrado allí, consentiría en devolverme la
libertad. «¿Puedo creer—le dije—que dos meses de prisión sufridos
le parezcan bastante castigo?». Ofrecióme hablarle si yo lo deseaba.
A mi vez le rogué insistentemente que me hiciese aquel favor.
Díjome dos días más tarde que G... M..., no sólo había parecido
sensible a los elogios que de mí le hiciera, y por ende dispuesto a
dejarme ver de nuevo la luz del sol, sino que le había mostrado
deseos de conocerme más particularmente y que se proponía
hacerme una visita en mi prisión. Aunque su presencia no me era
muy grata, la consideré como un paso hacia la libertad.
Vino efectivamente a San Lázaro. Le encontré de aspecto más
serio y menos necio que en casa de Manon. Dirigióme unos
discursos llenos de buen sentido sobre mi mala conducta y añadió,
con vistas a justificar sus propios desórdenes, que le es permitido a
la debilidad de los hombres el proporcionarse algunos placeres que
la naturaleza exige, pero que las indelicadezas y las triquiñuelas
culpables merecían ser severamente castigadas. Escuchábale yo con
un gesto de sumisión de que pareció satisfecho. Ni siquiera me
mostré ofendido por algunas burlas sobre mi pretendida fraternidad
con Manon y sobre las muchas capillitas que seguramente haría en
San Lázaro, puesto que tal placer hallaba en tan piadosa ocupación.
Pero escapósele, desgraciadamente para él y para mí, decir que
Manon habría hecho también unas cuantas muy lindas en el hospital.
Pese al escalofrío que me causó la palabra hospital, aún tuve fuerzas
para, dominándome, rogarle con dulzura que se explicase. «Sí—dijo
—hace dos meses que cursa prudencia en el hospital general y
quiera Dios que la lección le haya aprovechado tanto como a vos la
de San Lázaro».
Aunque hubiese sabido que me esperaba una eterna prisión o aún
la misma muerte, no hubiera sido dueño de mí ante la espantosa
noticia. Arrojéme sobre él con tan furiosa rabia, que en el esfuerzo
perdí la mitad de mis fuerzas. Quedáronme, pese a ello, suficientes
para cogerle por el cuello y arrojarle al suelo. Iba a estrangularle
cuando el ruido de su caída y algunos gritos agudos que apenas le
dejaba libertad de lanzar, atrajeron a mi cuarto al superior y a
algunos religiosos que le libertaron de mis manos.
Había yo mismo, casi perdido las fuerzas y hasta el aliento. «¡Oh,
Dios mío!—clamaba entre suspiros—¡Justicia del cielo! ¿Viviré aún
tras semejante infamia?». Quise arrojarme de nuevo sobre el
bárbaro que acababa de asestarme aquél golpe. Sujetáronme. Mi
desesperación, mis gritos y mis lágrimas, pasaron el límite de lo
imaginable. Hice cosas tan raras, que todos los asistentes, que
ignoraban la causa, mirábanse con tanto terror como sorpresa.
G... M... mientras tanto ponía orden en su traje, arreglábase la
peluca y la corbata y en el despecho de verse tan maltratado ordenó
al superior que me vigilase más severamente que nunca y que me
aplicase todos los castigos acostumbrados en San Lázaro. «No,
señor, no es con personas de la cuna del caballero, con quienes
usamos tales procedimientos. Por otra parte, es de tan buen natural
que me cuesta trabajo creer que sin razón se haya entregado a tales
excesos». Aquellas palabras acabaron de exasperar a G... M..., que
salió de allí profiriendo amenazas contra el superior, contra mí y
contra cuantos osaran oponerse a su voluntad.
El superior, habiendo dado órdenes a los frailes para que le
acompañasen, quedó a solas conmigo. Conjuróme a que le dijese
prestamente de qué procedía todo aquel escándalo. «¡Oh, padre
mío!—dije llorando como un niño—; imaginaos la más odiosa
crueldad, figuraos la barbarie más abominable; eso es lo que G...
M... ha tenido la crueldad de hacer. ¡Oh, me ha destrozado el
corazón! ¡Jamás me consolaré! Quiero contároslo todo. Sois bueno y
tendréis piedad de mí». Narréle abreviada la historia de mi pasión
por Manon; la situación floreciente en que nos hallábamos cuando
fuimos robados por nuestros criados; las ofertas que G... M... había
hecho a mi querida; cómo cerraron el trato y como fué roto. Claro es
que presentándole las cosas del modo más ventajoso para nosotros.
«He ahí—continué—las fuentes del celo que G... M... siente por mi
conversión. Me ha hecho encerrar aquí con el fin de vengarse. Se lo
perdono; pero, padre mío, eso no es todo; no se ha contentado con
robarme la más cara mitad de mi vida, sino que además la ha hecho
encerrar en el hospital; acabo de saberlo de sus mismos labios. ¡En
el hospital, padre mío! ¡Oh, cielos, mi adorable amada, la reina de
mi corazón en el hospital, como la más infame de las criaturas!
¡Dónde hallar fuerzas para no morir de dolor y de vergüenza!».
El buen padre, al verme en tal estado de aflicción trató de
consolarme. Díjome que jamás se figuró mi aventura del modo que
acababa de narrársela; que sabía sí, que vivía yo de un modo
desordenado, pero que creyó también, que lo que moviera a G...
M... a mezclarse en ello, era una vieja amistad con mi familia, lo cual
corroboraron sus mismas explicaciones, que lo que acababa de
contarle cambiaba mucho las cosas y que no dudaba, que la
narración fiel de los hechos, repetida por él al jefe general de Policía,
contribuiría a devolverme la libertad. Preguntóme por qué no había
pensado yo en avisar a mi familia, puesto que ella nada tenía que
ver en mi cautiverio. Dile satisfactoria respuesta haciéndole ver mi
temor de causar una pena a mi padre y mi propia vergüenza.
Ofrecióme por fin, ir él mismo a ver al jefe general de Policía.
«Aunque no sea más—añadió—que para prever algo peor por parte
de G... M..., que ha salido asaz malhumorado de aquí y que es
persona harto influente».
Aguardé el regreso del padre, con las inquietudes y zozobras de
un infeliz que espera su sentencia. Era para mí terrible suplicio
figurarme a Manon en el hospital. Aparte de la infamia que pesaba
sobre el lugar, ignoraba cómo la tratarían allí, y esto, unido a ciertas
particularidades que había oído de aquella mansión de horror,
renovaba en todo momento mi angustia. Tan decidido estaba a
ayudarla fuése como fuése, que hubiese prendido fuego a San
Lázaro si no hubiese visto otro modo de salir de allí.
Púseme a pensar sobre los caminos que me quedaban por seguir
si el jefe general de Policía perseveraba en mantenerme prisionero
contra mi voluntad. Puse mi ingenio a prueba y recorrí todas las
posibilidades. No vi nada que pudiese garantizarme una evasión
segura y temí verme aún más vigilado si fracasaba en una tentativa.
Pensé qué amigos podían ayudarme, pero, ¿por qué medios hacerles
saber mi situación? Por fin creí haber trazado un plan hábil y
propúseme madurarlo mejor después que el superior hubiese
regresado, si sus gestiones habían sido infructuosas.
No tardó en volver; no vi desde luego en su rostro las señales de
júbilo que anuncian por anticipado una buena noticia. «He hablado—
díjome—al jefe general de Policía, pero le he hablado demasiado
tarde. El señor de G... M... fué al salir de aquí, y de tal modo le
previno en contra vuestra que estaba a punto ya de enviarme
nuevas órdenes para hacer aún más severa vuestra prisión. «Sin
embargo, cuando le he puesto al corriente del verdadero fondo de
vuestros asuntos se ablandó, y riéndose un poco de la incontinencia
del viejo G... M..., me ha dicho que, de todos modos, habría que
dejaros aquí seis meses para darle una satisfacción, tanto más
cuanto que la estancia aquí os será provechosa. Me ha encargado
que os trate bien y podéis estar seguro de que no tendréis queja de
mí».
La explicación del buen superior fué lo bastante larga para darme
tiempo de reflexionar, y así llegué a la conclusión de que mostrar
excesiva impaciencia por la libertad sería exponerme a echar por
tierra todos mis planes. Le aseguré, por el contrario, que, dada la
dura necesidad de permanecer allí, era grato consuelo para mí su
estimación. Le rogué acto seguido que me concediese una gracia
que, no siendo importante para nadie, me serviría a mí de gran
consuelo. Limitábase a avisar a un amigo mío, un santo sacerdote
que estaba en San Sulpicio, de que me hallaba en San Lázaro y a la
vez permitirme recibir su visita. Aquella gracia me fué concedida sin
demora.
Tratábase de mi amigo Tiberio; no que esperase de él la libertad,
pero quería hacerle servir como instrumento inconsciente y ciego.
He aquí, en una palabra, mi plan: quería escribir a Lescaut y
encargarle a él y a nuestros comunes amigos del cuidado de
libertarme. La primera dificultad estribaba en hacer llegar a él mi
carta; tal era la misión de Tiberio. Sin embargo, como no conocía al
hermano de mi querida, temía yo que no quisiese encargarse de
aquella misión. Mis designios eran encerrar la carta de Lescaut
dentro de otra dirigida a un buen hombre a quien conocía, rogándole
la llevase a su destino; y como era preciso que yo viese a Lescaut
para marchar acordes, quería indicarle la conveniencia de venir a
San Lázaro y de pedir que te dejasen verme, tomando el nombre de
mi hermano mayor y pretextando haber venido a París noticioso de
lo sucedido. Demoraba para nuestra entrevista la adopción de los
medios que nos pareciesen más fáciles y seguros. El padre Superior
hizo advertir a Tiberio de mis deseos. El fiel amigo habíame perdido
de tal modo de vista que ignoraba mis aventuras; sabía, sí, que
estaba yo en San Lázaro, y tal vez no lamentase aquella desgracia
que creía capaz de traerme al buen camino. Apresuróse a venir.
Nuestra entrevista estuvo llena de amistad. Quiso informarse de
mis disposiciones. Abríle sin reservas mi corazón, excepto, claro es,
en lo que a mi fuga se refería. «No es, ciertamente, ante vuestros
ojos, querido amigo, ante los que quiero mostrarme como no soy. Si
habéis creído encontrar un amigo sensato y arrepentido, un libertino
convertido por milagro del cielo, en una palabra, un corazón
desengañado del amor, y vuelto del maléfico encanto de su Manon,
me habéis juzgado demasiado favorablemente. Me encontráis tal y
como me dejasteis ha cuatro meses; siempre enamorado y siempre
desgraciado por ese fatal amor en el que no me canso de buscar mi
dicha».
Me respondió que mi confesión me hacia indigno de disculpa, que
se veían muchos pecadores de tal modo embriagados por la falsa
felicidad del vicio que llegaban a preferirla a la de la virtud, pero que
tenían la excusa de que eran imágenes de dicha aquéllas a las
cuales se adherían fuertemente, y que estaban engañados; pero que
reconocer, como reconocía yo, que el objeto de mi pasión no servía
más que para hacerme culpable y desdichado, y continuar, sin
embargo, arrojándome en la desgracia y el crimen, era una
contradicción de ideas y de conducta que no hacía honor a mi buen
juicio.
«Tiberio—le repliqué—, ¡qué fácil os es vencer cuando nada se
opone a vuestras armas! Dejadme razonar, a mi vez. ¿Podéis
sostener que lo que llamáis el honor y la virtud esté exceptuado de
penas, de contrariedades y de inquietudes? ¿Qué nombre dais a las
prisiones, a las cruces, a los suplicios y a las torturas de los tiranos?
¿Diréis, como los místicos, que tales suplicios del cuerpo son un bien
para las almas? No osaréis decirlo; es una paradoja insostenible. Esa
dicha que de tal modo loais está, pues, mezclada con mil penas, o,
para hablar con propiedad, no es sino un tejido de padecimientos, al
través de los cuales se entrevé la felicidad. Pues bien, si la fuerza de
la imaginación puede hallar placer en tales dolores, porque pueden
conducir al término feliz que se espera, ¿por qué tratáis de
contradictoria e insensata en mi conducta una disposición
semejante? Amo a Manon; aspiro, al través de mil dolores y
contrariedades, a ser feliz con ella; el camino porque ando es de
espinas, pero la esperanza de llegar a mi fin esparce siempre
dulzura: y me creeré bien pagado, por un momento pasado con ella,
de las penas y fatigas que sufro por alcanzarle. Todas las cosas
ofrecen una gran semejanza, de vuestra parte y de la mía, y si hay
diferencia es en favor mío, puesto que el bien que espero es un bien
cercano y el otro está lejos; el mío es de la misma naturaleza de las
penas, es decir, sensible al cuerpo; el otro es algo desconocido que
no existe sino por la fe».
Tiberio pareció espantado de aquel razonamiento. Retrocedió dos
pasos diciéndome con aire muy serio que no solamente atacaba, con
lo que acababa de decir, al buen sentido, sino que era además un
desdichado sofisma de impiedad y de irreligión. «Pues—terminó—
ese paralelo entre el término de vuestras penas y el que propone la
religión, es una de las ideas más monstruosas y libertinas que
pueden darse».
«Confieso que no es justo—repliqué—. Pero, tened cuidado, pues
no es sobre él sobre lo que se basa mi razonamiento. Mi intención
ha sido explicar lo que considerais como contradicción en la
perseverancia de un amor desgraciado. Y creo haber probado que si
contradicción existe es tanto para vos como para mí. Sólo desde ese
punto de vista he considerado las cosas iguales y desde ese punto
de vista, queráis o no, lo son.
»¿Sostenéis que el objeto de la virtud es infinitamente más
elevado que el del amor? ¿Quién lo niega? ¿Pero es acaso de eso de
lo que se trata? ¿No se trata de las fuerzas que uno y otro puedan
prestar para sobrellevar las penas? Juzguemos por los efectos.
¡Cuántos desertores no habrá de la severa virtud y cuán pocos en
cambio del dulce amor! ¿Me responderíais, acaso, que los
sufrimientos que hay en el ejercicio del bien son evitables, que no
existen ya cruces ni tiranos y que son muchas las gentes virtuosas
que llevan una vida dulce y tranquila? Os responderé que también
hay amores dulces y afortunados y aun llegaré a hacer una salvedad
en mi ventaja, y es que el amor, hartas veces mentiroso, no promete
por lo menos sino satisfacciones y ventajas, mientras que la religión
quiere que se entregue uno a prácticas tristes y mortificantes. No os
alarméis—le dije al ver su celo próximo a escandalizarse—. Lo único
que quiero es demostraros que no hay peor sistema para curar un
corazón del amor que descubrirle dulzuras y prometerle mayores
dichas en la virtud. Tal como somos es indudable que nuestra
felicidad está en el placer; desafío a cualquiera a demostrarme lo
contrario; sentado esto, sólo me resta afirmar que el corazón no
necesita grandes razonamientos para llegar a la certeza de que de
todos los placeres los más sabrosos son los del amor. Bien pronto se
da cuenta de que le engañan cuando le ofrecen más placeres fuera
del amor, y este engaño le dispone a desconfiar de las promesas
más sólidas.
»Predicadores que intentáis llevarme a la virtud, decidme que es
indispensable, necesaria; pero no pretendáis convencerme de que
no es severa y penosa. Estableced bien que las dulzuras del amor
son pasajeras, que están prohibidas, que serán castigadas con
eternas penas y, cosa que tal vez me impresione más que nada, que
cuanto más bellas y gratas sean, más generoso será el cielo para
recompensar el sacrificio de renunciar a ellas, pero no me neguéis
tampoco que tal y como están hechos nuestros corazones, son en
este bajo mundo nuestras más perfectas felicidades».
Aquel final de mi discurso devolvió la tranquilidad a Tiberio que
me confesó que tenían algo de razonable mis pensamientos. La sola
objeción que me opuso fué preguntarme por qué no era fiel a mis
principios sacrificando mi amor a la esperanza de aquella
renumeración de que tan alta idea me formaba. «¡Oh!, amigo mío—
respondí—, es que reconozco mi debilidad y mi miseria. Bien sé que
es mi deber poner mis actos al tenor de mis ideas, pero, ¿está en mi
mano realizarlo? ¿De qué sobrenaturales auxilios no necesitaría yo
para olvidar los encantos de Manon?—Dios me perdone—repuso
Tiberio—, creo hallarme ante uno de nuestros jansenistas.—No sé lo
que soy—repliqué—, no sé tampoco lo que debiera ser, pero
demasiado experimenté la verdad de lo que afirman».
Nuestra conversación tuvo por el pronto la ventaja para mí de
avivar la piedad de mi amigo. Comprendió que había más debilidad
que malicia en mis desórdenes. Su amistad estuvo en lo sucesivo
más dispuesta a prestarme su ayuda, sin la cual hubiese perecido
infaliblemente. Sin embargo, guardéme de descubrirle mi intención
de escapar de San Lázaro. Roguéle tan sólo se encargase de mi
carta. Habíala preparado antes de su llegada y no me faltaron
pretextos para justificar mi necesidad de escribirla. Tuvo la honradez
de cumplir con exactitud mi encargo, y así, Lescaut recibió mi misiva
antes de la noche.
Vino a verme al día siguiente y consiguió sin dificultad pasar por
mi hermano. Mi alegría al verle en mi habitación fué extremada.
Cerré la puerta con precaución. «No perdamos ni un solo minuto—le
dije—. Dadme primero noticias de Manon y dadme después un buen
consejo para romper los hierros de mi prisión». Aseguróme que no
había visto a su hermana desde la víspera de nuestra detención, y
que si había conseguido saber algo de ella y de mí fué sólo a fuerza
de indagaciones y cuidados. Y, en fin, que habiéndose presentado
dos o tres veces en el hospital, habíanle negado el permiso para
comunicar con ella. «¡Desgraciado G... M...!—rugí furioso—¡cuán
caro me lo has de pagar!».
—Por lo que a vuestra liberación se refiere, es empresa más difícil
de lo que podéis suponer. Hemos pasado gran parte de la noche dos
amigos y yo estudiando el edificio y llegamos a la conclusión de que
dando vuestros balcones a un patio rodeado de construcciones,
costaría mucho trabajo sacaros. Por otra parte, habitáis el tercero y
es imposible meter aquí ni cuerdas ni escalas. No veo, pues, ninguna
ayuda que pueda venir de fuera. Es pues, en la casa misma donde
hay que hallar los recursos.
—No—respondí—; lo he examinado todo, especialmente desde
que mi prisión es menos severa gracias a las bondades del superior,
la puerta de mi cuarto no se cierra ya con llave y disfruto de libertad
para pasearme en las galerías que corresponden a las celdas de los
frailes; pero todas las escaleras están obstruidas por fuertes puertas
que tienen buen cuidado de mantener cerradas noche y día, de
modo que es imposible que la habilidad baste a salvarme.
«Esperad—rectifiqué después de haber meditado sobre una idea
que me pareció excelente—; ¿podríais prestarme una pistola?—Muy
fácilmente—me contestó—; ¿pero es que queréis matar a alguien?».
Aseguréle que me hallaba tan lejos de la idea de matar a nadie, que
ni aun era necesario que la pistola estuviese cargada. «Traédmela y
no faltéis por la noche a las once frente a esta casa y acompañado
de dos o tres de vuestros amigos. Espero poder ir a reunirme con
vosotros». Quiso inútilmente otras explicaciones, pero yo le dije que
una empresa tal y como la que yo meditaba sólo después del éxito
podía parecer razonable. Le rogué abreviase su visita a fin de que le
fuése más fácil tener acceso hasta mí al día siguiente.
Efectivamente, le dejaron entrar sin oponer más dificultades que la
vez primera. Su aspecto era grave y no hay nadie que no le hubiese
tomado por un hombre de honor.
Cuando me vi en posesión del instrumento de mi libertad no dudé
ya del éxito de mi empresa. Era extraño y arriesgado; pero ¿de qué
no sería yo capaz con los motivos que me animaban? Había yo
observado, desde que me era permitido salir de mi cuarto y
pasearme por las galerías, que todas las noches el portero entregaba
todas las llaves al superior, y que momentos después reinaba
profundo silencio, que denunciaba a las claras que todo el mundo
dormía en la casa. Podía yo, sin obstáculo, ir por una galería de
comunicación, desde mi cuarto al de aquel padre. Mi idea era
quitarle las llaves, asustándole con la pistola si oponía resistencia a
dármelas, y ya con ellas abrirme paso. Esperé con impaciencia. El
portero vino a la hora de siempre, es decir, un poco después de las
nueve. Dejé pasar aún una hora para asegurarme de que todos,
frailes y criados, estaban dormidos. Salí al fin con mi pistola y una
vela encendida. Llamé suavemente a la puerta del superior,
procurando meter el menor ruido posible. Oyóme a la segunda vez,
y creyendo, sin duda, que se trataba de algún religioso que se había
puesto enfermo, vino a abrir. Tuvo, sin embargo, antes de franquear
la entrada, la precaución de preguntar quién era y qué querían de él.
No tuve, pues, más remedio que dar mi nombre, pero lo hice con
tono quejumbroso para darle a entender que me hallaba enfermo.
«¡Ah!, sois vos, querido hijo... ¿Qué es lo que os trae a tales
horas?». Entré en la habitación y ya allí le declaré sin ambages que
me era imposible seguir más tiempo en San Lázaro; que la noche me
parecía propicia para marcharse de allí y que esperaba de su
amabilidad me diese las llaves o me abriese él mismo.
Aquella explicación debió sorprenderle. Permaneció un rato
contemplándome, sin darme explicaciones; como no podía perder el
tiempo, tomé nuevamente la palabra para decirle que estaba muy
agradecido a sus bondades, pero que siendo la libertad el mejor de
los bienes, sobre todo para mí, a quien privaban de ella
injustamente, estaba decidido a procurármela aquella noche, fuése
como fuése, y añadí que para que no se molestase en elevar la voz
llevaba en mi cinturón una razón convincente. «¡Una pistola!
¿Cómo?, ¿queréis arrebatarme la vida en pago a las bondades que
he tenido con vos?—¡Dios me libre!—respondíle—Tenéis demasiado
talento para ponerme en ese trance, pero quiero ser libre, y mi
resolución es tan firme que si mi plan se desbarata por vuestra culpa
os hago responsable de ello.—Pero hijo mío—protestó lleno de
miedo y palideciendo—, ¿qué os he hecho?, ¿por qué razón deseáis
mi muerte?—No, no—repliqué impacientándome—; no quiero
vuestra muerte, pero si queréis vivir abridme la puerta y seré
vuestro mejor amigo». Vi las llaves sobre su mesa, las cogí y le
rogué me siguiese, encareciéndole la necesidad de no hacer ruido.
Hubo a la fuerza de obedecerme. A medida que avanzábamos y
que franqueaba las puertas me repetía con un suspiro: «¡Ah, hijo
mío, hijo mío! ¡Jamás lo hubiera creído!—¡Cuidado con el ruido!—
limitábame a responder». Por fin llegamos a la gran puerta que daba
a la calle. Creíame ya libre, y permanecía detrás del fraile, con la
pistola en una mano, la vela en la otra.
Mientras él se apresuraba a abrir, un criado, que dormía en una
habitación vecina, al oir el ruido de los cerrojos asomó la cabeza a la
puerta. El buen padre le creyó capaz de detenerme, y le ordenó, con
harta imprudencia, que interviniese. Tratábase de un fornido bribón,
que se arrojó sobre mí sin vacilar. No me anduve en ambajes y le
disparé un tiro en pleno pecho. «He aquí de lo que sois culpable,
padre mío—díjele a mi guía—. Pero que esto no os impida seguir—
añadí, empujándole hacia la última puerta». No se atrevió a resistir.
Salí sin novedad, y a cuatro pasos de allí hallé a Lescaut con dos
amigos, según me habían prometido.
Nos alejamos. Lescaut me dijo que había creído oir un tiro. «Es
culpa vuestra—respondí—; ¿por qué me trajisteis la pistola
cargada?». Sin embargo, le di las gracias por aquella precaución, sin
la cual hubiese tenido San Lázaro para rato. Fuimos a acabar la
noche a una taberna, donde me indemnicé de la mala mesa que
padecía hacía tres meses. No tenía, sin embargo, humor para gozar
de nada; sufría pensando en Manon. «Hay que salvarla—dije a mis
tres amigos—. No he deseado la libertad más que con tal fin. Os
pido la ayuda de vuestra maña; por lo que a mí atañe estoy
dispuesto a jugarme la vida en tal empresa». Lescaut, que no
carecía ni de talento ni de prudencia, nos hizo notar que había que ir
con mucha prudencia; que mi salida de San Lázaro y la desgracia
involuntaria, causada al huir, harían ruido; que el Jefe Superior de
Policía me haría buscar, y tenía las manos largas, y, en fin, que si no
quería exponerme a algo peor que San Lázaro, convenía que
permaneciese oculto unos días para dar tiempo a que el primer
fuego de mis enemigos se extinguiese.
Su consejo era prudente, pero hubiérase precisado serlo yo
también para seguirlo. Tanta lentitud y precaución compaginaban
mal con mi pasión. A todo lo más que llegué fué a prometerle que el
siguiente día lo pasaría durmiendo. Encerróme en su cuarto, donde
permanecí hasta la noche.
Empleé gran parte del tiempo en hacer proyectos y en inventar
expedientes para librar a Manon. Hallábame convencido de que su
prisión era aún más severa que lo había sido la mía. No se trataba
de emplear la fuerza ni la violencia, sino la habilidad. Tan poco claras
mostrabanme las cosas que decidí tomarme algún tiempo para
enterarme de la marcha interna del hospital.
No bien con la noche recobré la libertad, rogué a Lescaut que me
acompañase. Enhebramos conversación con uno de los porteros,
que me pareció hombre de buen juicio. Fingíme extranjero, que
había oído hablar con elogio del establecimiento y del orden que
reinaba allí. Interroguéle sobre los menores detalles y de unas cosas
en otras fuimos a parar a los administradores, cuyos nombres y
cualidades díjele deseaba saber. Sus respuestas a tales indagatorias
hicieron brotar en mi cerebro una idea que me pareció bien, desde
luego, y que no tardé en poner por obra. Preguntéle, como cosa que
era absolutamente precisa para mis planes, si aquellos señores
tenían hijos. Contestóme que por lo que a la mayor parte se refería
no podía contestarme, pero que de uno, T..., que era de los
principales, sí estaba seguro que tenía un hijo, en edad de
matrimoniar, y que había venido ya varias veces con su padre al
hospital. Aquella certeza me bastó.
Abrevié nuestra conversación y expuse a Lescaut, al volver a su
casa, el plan que me había trazado. «Supongo—díjele—que T... hijo,
rico, y de buena familia como es, debe de sentir inclinación por los
placeres como todos los jóvenes de su edad. No le creo capaz de ser
enemigo de las mujeres, ni ridículo hasta el punto de negar su ayuda
para una empresa de amor. Tengo el proyecto de interesarle en la
libertad de Manon. Si es un caballero y tiene sentimientos nobles
nos concederá su auxilio por generosidad. Si no es capaz de hacerlo
por este motivo, hará de todos modos algo por una muchacha
amable, aunque no sea más que con la esperanza de tener parte en
sus favores. No quiero retrasar mi visita más allá de mañana. Me
siento tan consolado por este proyecto que me parece cosa de buen
agüero».
Lescaut convino en que mis ideas no carecían de sentido. Pasé la
noche menos triste.
A la mañana siguiente me vestí lo más decentemente que pude
dada mi indigencia y me hice conducir en coche a casa de T...
Mostróse extrañado al recibir la visita de un desconocido. Auguré
bien de su cara y de su cortesía. Me expliqué francamente con él, y
para ayudar a su buen natural habléle de mi pasión y de los méritos
de mi querida como de cosas que no podían tener igual sino entre
sí. Díjome que aunque no había visto nunca a Manon por lo menos
había oído hablar de ella si era, como creía, la que fué querida del
viejo G... M... No dudé que le habrían puesto en antecedentes sobre
mi participación en aquella aventura y para ganar más su voluntad
fingiendo una confianza absoluta, le conté detalladamente todo lo
que nos sucediera a Manon y a mí. «Ya veis, señor—continué—, el
interés de mi vida y el de mi corazón están en vuestras manos. La
una no me es ciertamente más preciosa que el otro. No tengo
secretos para vos porque sé de vuestra generosidad y porque la
paridad de edades me deja la esperanza de que alguna habrá entre
nuestras inclinaciones».
Pareció muy sensible a mi prueba de franqueza y de candor. Su
respuesta fué la de un hombre que tiene mundo y buenos
sentimientos, cosa que no siempre da el mundo y en cambio hace
perder con frecuencia. Me dijo que miraba mi visita como algo grato,
mi amistad como una de las adquisiciones más valiosas, y que
trataría de merecerla por el celo que pondría en servirme. No me
ofrecía devolverme a Manon, según él, porque no gozaba de crédito
para ello, pero que me ofrecía verla y hacer todo lo que en él
estuviera para devolverla a mis brazos. Más satisfecho quedé de
aquella falta de fe en su poder que si me hubiese ofrecido una plena
y absoluta seguridad de dar satisfacción a todos mis anhelos.
Encontré en la moderación de sus promesas una franqueza que me
encantó. En una palabra, prometímelo todo de sus buenos oficios.
La sola promesa de procurarme una entrevista con Manon me
hubiese hecho realizar cualquier cosa por él. Expreséle algo de tales
sentimientos de modo que vió que tampoco yo era un malnacido.
Nos abrazamos y quedamos amigos sin otras razones que la bondad
de nuestros corazones y esa noble disposición que hace que un
hombre leal y generoso profese amistad a otro que lo es también.
Llevó las pruebas de su estima más lejos aún, pues conociendo mis
aventuras, no ignorando mi salida de San Lázaro y juzgando que no
debía hallarme sobrado de medios puso su bolsa a mi disposición.
No acepté, pero le dije: «Es demasiado. Ahora bien, si con tanta
bondad y amistad me hacéis volver a ver a mi adorada Manon, soy
vuestro de por vida; si me devolvéis del todo a esa amada criatura
no creeré pagaros derramando por vos hasta la última gota de mi
sangre».
Nos separamos después de convenir hora y sitio en que debíamos
encontrarnos; por su parte llevó la complacencia hasta no retrasarlo
más allá de aquella misma tarde.
Le esperé en un café donde vino a reunirse conmigo a eso de las
cuatro y, ya juntos, emprendimos el camino del hospital. Me
temblaban las piernas al atravesar los grandes patios. «¡Poder del
amor—decía yo—, volveré a ver al ídolo de mi corazón, al objeto de
tantas lágrimas e inquietudes! ¡Cielos, dadme fuerzas para vivir
hasta llegar a ella y disponed luego de mi fortuna y de mi vida! No
tengo otra gracia que pediros».
El señor T... habló con algunos porteros y empleados que se
apresuraron a ofrecerle cuanto estuviese en su mano. Hízose
mostrar el lugar de la prisión de Manon y nos llevaron hasta él
mostrándonos una llave de aterradora magnitud que servía para
abrir su puerta. Le pregunté al lacayo encargado de guiarnos, que
era el que le había servido, cómo había pasado la infeliz el tiempo de
su encierro. Díjonos que era de dulzura angelical; que jamás había
recibido de ella una mala palabra; que no había cesado de llorar las
seis primeras semanas de su reclusión; pero que desde hacía algún
tiempo parecía tomar su desgracia con más calma y que se ocupaba
en coser de la mañana a la noche, excepción hecha de algunos ratos
que dedicaba a la lectura. Le pregunté también si al menos había
estado atendida con limpieza, y me contestó que de lo preciso no
había carecido.
Nos acercamos a su puerta. Mi corazón latía con violencia. Dije a
M. de T... «Entrad solo y prevenidla de mi visita, pues temo que mi
súbita presencia la afecte demasiado». La puerta nos fué
franqueada. Permanecí en la galería. No obstante me enteraba de su
conversación. Díjole que iba a llevarle algún consuelo; que era uno
de mis amigos y que se interesaba mucho por nuestra dicha.
Preguntóle ella con gran viveza que si podría enterarla de lo que
había sido de mí. Prometióle llevarme a sus plantas todo lo
enamorado y fiel que ella podía desear. «¿Cuándo?—interrogó—Hoy
mismo—dijo él—. No tardará. Si lo deseáis, en este mismo momento
comparecerá ante vuestros ojos». Comprendió que yo me hallaba
tras de la puerta y corrió allí precipitadamente en el momento en
que al sentirla venir entraba yo. Nos abrazamos con esa efusión de
ternura que una ausencia de tres meses hace tan dulce para los
verdaderos amantes. Nuestros suspiros, nuestras entrecortadas
exclamaciones, mil nombres de amor repetidos languidamente por
uno y otro, constituyeron durante un cuarto de hora una escena que
llegó a emocionar a T... «Os envidio—dijo, mientras nos hacía sentar
—. No hay suerte, por gloriosa que sea, a la que no prefiriese yo una
querida tan bella y apasionada.—También desdeño yo todos los
imperios del mundo—le respondí—para asegurarme la dicha de ser
amado por ella.
Todo el resto de una conversación tan ardientemente deseada no
podía dejar de ser infinitamente tierno. La pobre Manon me contó
sus aventuras y yo le narré las mías. Lloramos amargamente al
aludir al estado en que ella se hallaba y al que acababa yo de
escapar; T... nos consoló renovando sus promesas de trabajar
fervorosamente para poner fin a nuestras miserias. Aconsejónos que
abreviásemos aquella primera entrevista para que le fuera fácil
proporcionarnos otras. Le costó no poco trabajo hacernos seguir su
consejo. Sobre todo Manon, no se resolvía a dejarme partir.
Reteníame por las manos y por las ropas; hízome volver a sentar un
centenar de veces. «¡Ah, en qué lugar me dejáis! ¡Quién puede
asegurarme que volveré a veros!»; M. de T... la prometió que
vendría a verla con frecuencia, trayéndome consigo. «En cuanto al
lugar—dijo con galantería—no debe llamarse ya el hospital; es
Versalles mismo desde que encierra la persona que merece el
imperio de todos los corazones».
Al salir mostréme liberal con el lacayo que la servía, para animarle
a poner celo en sus servicios. Aquel muchacho tenía el alma menos
dura y ruin que sus iguales. Había sido testigo de nuestra entrevista.
Aquel espectáculo le había emocionado. Un luis de oro que le
entregué acabó de hacérmele incondicional. Llevóme aparte cuando
bajamos a los patios: «Señor, si queréis tomarme a vuestro servicio
o darme una recompensa que me indemnice del empleo que
perdería aquí, creo que no me sería difícil devolver la libertad a la
señorita Manon».
Agucé el oído ante aquella proposición, y aunque no tenía nada de
nada hícele promesas que sobrepujaban con mucho su deseo.
Contaba con que siempre sería factible recompensar a un hombre de
aquel temple. «Puedes estar persuadido, amigo mío, que no hay
nada que no esté dispuesto a hacer por ti y que tu fortuna está tan
segura como la mía». Quise saber de qué medios pensaba valerse.
«Sencillamente, abrirle por la noche la puerta de su celda y
acompañarla hasta la de la calle, donde es preciso que vos la
esperéis pronto a recibirla». Le pregunté si no había peligro en que
fuése reconocida al atravesar las galerías y los patios. Confesóme
que algún peligro habría, pero que era preciso arriesgar algo.
Aunque estaba encantado de verle tan resuelto, llamé a T... para
comunicarle el proyecto y la única razón que podía hacerme dudar.
Halló más inconvenientes que yo. Convino en que, efectivamente,
podía escaparse así. «Pero si la reconocen—continuó—y si la
detienen en su fuga, será quizás su pérdida para siempre. Por otra
parte, tendríais que abandonar París inmediatamente, pues nunca
estaríais bastante bien escondidos para las pesquisas que se harían
en su busca. Redoblaríanse en este caso, tanto por vos como por
ella. Un hombre escapa fácilmente si está solo; pero le es casi
imposible permanecer en el incógnito teniendo al lado una mujer
bonita».
Por muy prudente que me pareciese el razonamiento, no tuvo
poder en mi espíritu sobre la esperanza tan próxima de devolver la
libertad a Manon. Díjeselo así a T..., rogándole perdonase al amor un
poco de imprudencia y de temeridad. Díjele que mi intención era,
efectivamente, abandonar París para instalarme en algún pueblo
próximo, como hiciera ya en otra ocasión. Convinimos con el criado
en no retrasar la empresa sino hasta el día siguiente, y para hacerlo
todo lo seguro que estuviese en nuestra mano decidimos traer un
traje de hombre para facilitar nuestra salida. No era cosa fácil
hacerlo entrar, pero la imaginación me dió medios para ello. Rogué
tan sólo a T... que se vistiese dos chupas ligeras, una sobre otra,
pues del resto me encargaba yo.
Volvimos por la mañana al hospital. Llevaba yo para Manon ropa
blanca, medias, etc., y por encima de mi jubón un sobretodo que no
dejaba ver demasiado lo abultado de mis bolsillos. Sólo
permanecimos un momento en su cuarto. Nada faltaba sino el
calzón que, desgraciadamente, había olvidado.
El olvido de aquella prenda imprescindible nos hubiese hecho
ciertamente reir si el apuro en que nos ponía hubiese sido menos
serio. Hallábame desesperado de que semejante bagatela pudiese
hacernos fracasar. Al fin, tomé un partido extremo, que fué salir yo
sin él. Dejé el mío a Manon. Mi sobretodo era largo y con ayuda de
unos alfileres quedé en estado de pasar decorosamente por la
puerta.
El resto del día me pareció de una lentitud insoportable. En fin,
llegada la noche, fuimos a instalarnos en una carroza, un poco más
abajo de la puerta del hospital. No pasó mucho tiempo sin que
viésemos aparecer a Manon con su guía. La portezuela estaba
abierta y ambos subieron en un momento. Recibí a mi amada en mis
brazos; temblaba como una hoja. El cochero preguntó que dónde
había de conducirnos. «Condúcenos al fin del mundo—grité—;
llévame donde no haya fuerzas capaces de separarme nunca de
Manon».
Aquel arrebato, que no fuí dueño de contener, estuvo a punto de
traerme fatales consecuencias. El cochero recapituló sobre mis
palabras y al darle después las señas de la calle donde quería ir,
díjome que temía no fuése yo a meterle en un mal negocio; que no
se le ocultaba que aquel adolescente a quien llamaba Manon era una
mujer que raptaba del hospital y que no estaba de humor de
perderse por amor a mí.
Los escrúpulos de aquel bergante no eran sino deseos de hacerse
pagar el coche más caro. Estábamos demasiado cerca del hospital
para no pasar por todo. «Cállate—le dije—. Hay un luis de oro para
ti». Después de aquello me hubiese ayudado, incluso a quemar el
hospital.
Llegamos a la casa en que vivía Lescaut. Como era tarde, T... nos
abandonó a medio camino, prometiéndonos vernos al día siguiente.
Sólo el lacayo quedó con nosotros.
Estrechaba yo a Manon con tal afán entre mis brazos, que los dos
apenas ocupábamos un solo sitio en la carroza. Lloraba ella de
alegría y sentía yo sus lágrimas mojarme el rostro.
Pero cuando hubo que apearse para entrar en casa de Lescaut,
tuve con el cochero una nueva cuestión, cuyas consecuencias fueron
funestas. Me arrepentí de haberle ofrecido un luis, no sólo porque el
regalo era excesivo, sino por una razón mucho más importante, la
imposibilidad de pagarle. Hice llamar a Lescaut. Bajó de su
habitación para reunírsenos en la puerta. Díjele al oído cuál era
nuestro apuro. Como era de genio brusco y no estaba acostumbrado
a guardar consideraciones a los cocheros, lo tomó a broma. «¡Un luis
de oro!—gritó—¡Veinte palos a ese rufián!». Fué inútil que le
repitiera que iba a perdernos. Arrebatóme mi bastón con ademanes
de maltratar al cochero. Éste, que había quizás caído ya alguna vez
bajo las manos de un guardia de corps o de un mosquetero, huyó,
gritándome que me había burlado de él, pero que ya se las pagaría.
Pedíle, inútilmente, que se detuviese. Su fuga me causó gran
inquietud, pues no dudé que advertiría al Comisario. «Me perdéis—
dije a Lescaut—. Es preciso alejarnos de vuestra casa, donde no
estaremos seguros por el momento». Di el brazo a Manon y salimos
precipitadamente de la calle peligrosa. Lescaut nos acompañó.
Es algo realmente admirable el modo cómo la providencia
encadena los acontecimientos. Apenas habíamos caminado cinco o
seis minutos un hombre reconoció a Lescaut. Buscábale, sin duda,
en los alrededores de su casa con el fatal propósito que realizó. «Es
Lescaut—dijo, disparándole un tiro a quemarropa—: esta noche irá a
cenar con los ángeles». Escapó inmediatamente mientras Lescaut
caía sin dar señales de vida. Apremié a Manon para que huyésemos,
pues nuestros auxilios a un cadáver eran inútiles, y en cambio temía
que nos detuviese la ronda, que no podía tardar en venir. Enfilé con
ella y el lacayo el primer callejón que cruzaba; estaba tan cansada
que me costaba trabajo sostenerla; vi un coche de alquiler en la
esquina. Subimos, pero cuando el cochero me preguntó dónde tenía
que llevarnos me vi cohibido para contestarle. No tenía ni asilo en
que me creyese en salvo ni amigo a quien recurrir; y para colmo
veíame sin dinero, pues no tenía en el bolsillo arriba de media
pistola. El miedo y la fatiga habían vencido de tal modo a Manon que
estaba a medias desvanecida sobre mi hombro. Tenía, por otra
parte, el pensamiento obsesionado con la muerte de Lescaut y no
estaba tampoco tranquilo respecto a la ronda. ¿Qué partido tomar?
Me acordé felizmente de la posada de Chaillot, donde pasé unos días
con Manon cuando fuimos a instalarnos al pueblo. Pensé que allí no
sólo estaría en seguridad, sino que podría vivir algún tiempo sin que
me apremiasen para el pago. «Llévanos a Chaillot»—dije al cochero.
Negóse a ir allí tan tarde como no le pagase una pistola; otro motivo
de apuro. En fin, convenimos en que le daría seis francos, que era,
por otra parte, cuanto quedaba en mi bolsa.
Mientras nos encaminábamos al lugar de nuestro destino traté de
consolar a Manon, aunque en el fondo reinaba profundo desconsuelo
en mi espíritu. Hubiérame dado la muerte si no hubiese tenido en
mis brazos el solo bien que me ataba a la vida. Era aquél el único
pensamiento que me sostenía. «Es mía, la tengo por fin y me ama.
Diga lo que quiera Tiberio no es un fantasma de dicha. Vería yo
hundirse el universo sin que me importase. ¿Por qué? Porque
ninguna otra cosa me interesa ya». Aquel sentimiento era sincero;
sin embargo, mientras despreciaba todos los bienes del mundo
comprendía que me sería necesaria una ínfima parte de ellos para
que mi desprecio por el resto pudiese ser aún mayor. El amor es más
poderoso que la abundancia, que todos los tesoros de la riqueza,
pero necesita de su ayuda y nada hay más terrible para un amante
delicado que verse arrastrado por aquel punto vulnerable a las cosas
más miserables y groseras de la vida.
Eran las once cuando llegamos a Chaillot. Fuimos recibidos en la
posada como personas de absoluta confianza. No se sorprendieron
de ver a Manon en traje de hombre porque están habituados en
París y en sus alrededores a que las mujeres se presenten en las
más diversas trazas. Hice que le sirviesen con igual prontitud que si
nadase en la opulencia. Manon ignoraba mi penuria. Guardéme de
decirle nada, decidido, como estaba, a volver al siguiente día a París
para buscar cualquier clase de remedio a mi antipática enfermedad.
Parecióme, mientras cenaba, pálida y delgada. No me había
percibido en el hospital, porque el cuarto donde estaba era de los
peor alumbrados. Pregúntele si no era aquello efecto del miedo
pasado al ver caer a su hermano. Aseguróme que aunque muy
afectada por aquella desgracia su palidez provenía de haber estado
tres meses ausente de mí. «¿Me quieres mucho?—la interrogué—.
Mil veces más de cuanto pudiera decirte—replicóme—. ¿No me
abandonarás ya nunca?—añadí—No, nunca»—replicó ella—. Aquella
afirmación fué corroborada por tantos juramentos y caricias que,
efectivamente, parecióme imposible que pudiera olvidarlos. Siempre
he creído que fué sincera. ¿Qué razón podría haber tenido para fingir
hasta aquel punto? Pero si sincera era aun era más tornadiza o, por
mejor decir, ella misma no era dueña de su albedrío cuando
hallábase ante mujeres que, valiendo mucho menos que ella, vivían
en la abundancia, mientras se veía en la miseria. Hallábame en
vísperas de topar con la prueba más clara y evidente de cuantas
hasta entonces tuviera, prueba que dió lugar a la más extraña
aventura de que fué víctima jamás un hombre de mi nacimiento y mi
fortuna.
Como sabíale de aquel natural, apresuréme al día siguiente a ir a
París. La muerte de su hermano, y la necesidad de procurarnos
ropas para ella y para mí eran cosas tan naturales que no necesité
pretexto ninguno. Salí de la posada con el designio, según dije a
Manon y al hostelero, de tomar una carroza de alquiler; pero en
realidad aquello no era sino una fanfarronada. La necesidad me
obligaba a caminar a pie e hícelo rápidamente hasta Cours-la-Reine,
donde tenía intenciones de detenerme. Bien necesitaba de unos
momentos de soledad y descanso para ordenar mis pensamientos y
prever lo que iba a hacer en París.
Sentéme sobre la hierba. Pronto me engolfé en un mar de
razonamientos y reflexiones que, poco a poco, redujéronse a tres
únicos capítulos. Necesitaba un socorro inmediato para hacer frente
a una serie de necesidades inmediatas; tenía que abrirme un camino
que fuése una esperanza de vida para lo futuro; y, esto no era lo
menos importante, tenía que tomar informes y precauciones para la
futura seguridad de Manon y mía. Después de haberme extendido
en proyectos y combinaciones sobre aquellos tres puntos creí aún
deber aplazar los dos últimos. No estábamos mal ocultos en un
cuarto de Chaillot, y en cuanto a las necesidades futuras sería hora
de pensar en ellas cuando estuviésemos a cubierto de las presentes.
Tratábase, por lo pronto, de llenar mi bolsa; T. habíame ofrecido
generosamente la suya, pero causábame repugnancia extrema ser
yo quien volviera sobre el asunto. ¡Qué vergüenza, ir a exponer mi
miseria a un extraño y rogarle me ayudase con su dinero! No hay
sino las almas ruines a quienes la natural bajeza impida ver la
indignidad o las almas cristianas que por un exceso de humildad que
les hace superiores a esa vergüenza no se sientan humilladas y la
acepten sin lucha. No era yo ni un hombre ruin ni un buen cristiano,
y hubiese dado la mitad de mi sangre por evitar aquel bochorno.
«Tiberio, el buen Tiberio, ¿me negará aquello que buenamente
pueda darme? No; se sentirá compadecido de mi miseria, pero en
cambio me abrumará con su moral. Tendré que aguantar sus
peroratas, sus consejos, sus exhortaciones, y me hará pagar tan
cara su ayuda que daría una parte de mi sangre por evitarme esa
escena que me dejaría lleno de turbación y de remordimientos.
¡Bueno!—replicábame a mí mismo—, he de renunciar a toda
esperanza puesto que no me quedan otros caminos, y antes que
tomar por ellos derramaría gustoso la mitad de mi sangre, es decir,
toda mi sangre antes que aceptar ambos. Sí, mi sangre toda—añadí,
después de un momento de reflexión—, sí, daríala toda mejor que
humillarme a miserias y bajezas. ¿Pero qué tiene mi sangre que ver
en todo esto? Se trata de la vida de Manon, de su amor y de su
fidelidad. ¿Qué puedo equiparar a ella? Nada hasta ahora. Ella es
para mí la gloria, la dicha y la fortuna. Hay muchas cosas, sin duda,
que daría la vida por obtener o por evitar; pero estimar algo, más
que a mi vida, no significa estimarlo tanto como a Manon». No tardé
mucho tiempo, después de tal razonamiento, en decidirme. Continúe
mi camino decidido a ir primero a ver a Tiberio, luego a T...
Al entrar en París hallé un coche de alquiler, y aunque no tenía con
qué pagarlo, contando con los recursos que iba a solicitar de unos y
otros lo tomé. Híceme conducir al Luxemburgo, desde donde envíe a
decir a Tiberio que estaba esperándole. Satisfizo mi impaciencia su
prontitud en acudir. Le expuse la situación apurada en que me veía.
Me preguntó si las cien pistolas que le había devuelto me bastarían,
y sin oponer la menor dificultad fué en el mismo momento a
buscarlas con esa sencillez y esa alegría en dar que son patrimonio
del amor y de la amistad verdadera. Aunque no abrigaba la menor
duda sobre el éxito de mi empresa, sorprendióme haberle obtenido a
tan poco precio; es decir, sin tener que aguantar una homilía sobre
mi impenitencia. Pero me equivocaba al creer escapar tan
fácilmente; al acabar de entregarme dinero me rogó que diese una
vuelta con él por la avenida del jardín. No le había hablado de
Manon y por ende ignoraba que estuviese en libertad; así que su
disertación no recayó sino sobre mi temeraria fuga de San Lázaro y
sobre sus temores de que en vez de aprovechar la lección de
cordura recibida, perseverase en mis desórdenes. Díjome que
habiendo ido a visitarme a San Lázaro, al día siguiente de mi
evasión, había quedado estupefacto al enterarse de la manera como
había salido; que había hablado de ello con el superior, y halló que el
buen religioso, aunque no se había repuesto de su espanto, había
tenido, sin embargo, la generosidad de ocultar al jefe superior de
Policía los detalles de mi marcha y de evitar que la muerte del
portero fuése conocida fuera de allí y así de aquel lado no tenía,
pues, nada que temer. Pero, añadió, que si aún quedaba en mí el
menor vestigio de prudencia, aprovecharía el desenlace venturoso
que daba el cielo a mis asuntos; que comenzaría por escribir a mi
padre y ponerme a bien con él, y que si por una vez quería seguir
sus consejos, me daría el de marcharme de París y refugiarme en el
seno de mi familia.
Escuché su discurso hasta el fin. Contenía multitud de cosas
satisfactorias. En primer lugar me encantó saber que por parte de
San Lázaro no había nada que temer. Las calles de París volvían a
ser campo libre para mí. En segundo, me alegré de que Tiberio no
tuviese idea de la liberación de Manon y de su vuelta conmigo.
Hasta noté que ponía cuidado en no hablarme de ella creyendo sin
duda que ocupaba menos lugar en mi corazón, puesto que tan
tranquilo parecía en lo que se refería a ella. Resolví, si no volver a mi
casa, por lo menos escribir a mi padre, como me lo aconsejaba y
atestiguarle que estaba dispuesto a volver al camino del deber, que
era el de su deseo. Mi esperanza era decidirle a que me enviase
dinero con el pretexto de hacer mis ejercicios en la academia, pues
era muy difícil convencerle de mis disposiciones para abrazar de
nuevo la carrera eclesiástica, sin contar con que no me parecía
desagradable ni imposible lo que le prometía. Tenía, por el contrario,
deseos vehementes de dedicarme a algo honesto y razonable,
siempre que fuése compatible con mi amor. Acariciaba el plan de
vivir con mi querida y al mismo tiempo hacer mis oposiciones. Eran
cosas asaz compatibles. Estaba tan satisfecho con tales ideas, que
prometí a Tiberio enviar el mismo día una carta a mi padre. Entré,
efectivamente, después de dejarle, en un escritorio público y le
escribí en forma tan tierna y sumisa que al releer la carta me
lisonjeé de obtener algo del corazón paterno.
Aunque ya estaba en condiciones de tomar y pagar un coche,
después de despedirme de Tiberio me fuí orgullosamente a pie,
encontrando un placer en el ejercicio de mi libertad, que mi amigo
me había asegurado no peligraba ya. Sin embargo, vínome
súbitamente a la imaginación la idea de que sus seguridades no
atañían sino a San Lázaro y que tenía, fuera de eso, el asunto del
hospital, sin contar con la muerte de Lescaut en la que me veía
mezclado a lo menos como testigo. Aquella idea me asustó de tal
modo que me retiré a la primera avenida que me pareció discreto
refugio e hice llamar una carroza. Fuí en derechura a casa de T...,
que se rió de mis temores. Yo mismo me reí de ellos al saber que
nada tenía que temer del lado del hospital, ni del de Lescaut. Díjome
que ante la idea de que creyesen en su complicidad al conocer la
fuga de Manon, había ido aquella mañana al hospital y había
preguntado por ella como si no estuviese enterado de nada. Que tan
lejos estaban de creernos culpables que le habían contado la fuga
como noticia fantástica, asombrándose de que una mujer tan bonita
como Manon hubiese tomado el partido de huir con un lacayo. Él,
por su parte, limitóse a responder fríamente que no le sorprendía,
pues creía a la gente capaz de todo a cambio de la libertad.
Continuó contándome que había ido a casa de Lescaut con la
esperanza de encontrarme allí con mi deliciosa querida, y que el
dueño de la casa, un alquilador de carrozas, le había asegurado no
habernos visto ni a ella ni a mí, pero añadió que no le extrañaba,
pues si era de Lescaut en busca de quien íbamos, habríamos sin
duda sabido que acababan de matarlo poco más o menos a la
misma hora. Unas dos horas antes, un guardia de corps, amigo de
Lescaut había venido a verle y le había propuesto jugar. Lescaut,
había ganado con tal rapidez, que el otro se había encontrado con
cien escudos menos, todo su capital, en una hora.
Aquel desgraciado había suplicado a Lescaut que le prestase
cincuenta escudos, o sea la mitad de la suma que acababa de
perder, y sobre ciertas dificultades nacidas de la ocasión habíanse
querellado con extremada violencia. Lescaut se había negado a salir
espada en mano a la calle, y entonces el otro había jurado romperle
la cabeza donde lo hallase, cosa que había realizado aquella misma
noche; T... tuvo la generosidad de añadir que había pasado horas de
inquietud pensando en nosotros y volvió a ofrecerme sus servicios.
Rogóme al mismo tiempo que le diese hospitalidad, pues pensaba ir
a comer con nosotros.
Como sólo me quedaba adquirir ropas para Manon, díjele
podíamos salir inmediatamente si llevaba su complacencia hasta
acompañarme a algunas tiendas. No sé si creyó que le hacía esta
proposición para espolear su generosidad, o si fué por simple
impulso de su alma magnánima, pero es el caso que conforme con
marchar a aquella misma hora llevóme a los comercios que proveían
su casa. Allí me hizo elegir telas de precios mucho más elevados que
los que yo me proponía pagar, y, cuando intentaba hacerlo, prohibió
a los comerciantes recibir moneda alguna mía. Llevó a cabo aquella
amabilidad con tan buena maña que creí poder aceptar sin desdoro.
En fin, tomamos juntos el camino de Chaillot, donde llegué con
menos inquietud que había partido.
Habiendo empleado el caballero Des Grieux más de una hora en su
narración le rogué tomase algún descanso y nos acompañase a la
mesa. Nuestra atención le demostró que le habíamos escuchado con
gusto. Asegurónos que hallaríamos cosas aún más interesantes en la
continuación de su historia; y cuando hubimos acabado de cenar
continuó en estos términos:
Segunda parte
Mi presencia y las amabilidades de T... disiparon todo lo que aún
quedaba de tristeza en el espíritu de Manon. «Olvidemos, alma mía
—le dije al llegar—, nuestros pasados terrores y volvamos a empezar
a vivir más felices que nunca. Después de todo, el amor es buen
amo; la fortuna no guardará seguramente para nosotros tantas
penas como alegrías nos proporciona». Nuestra cena fué una
verdadera fiesta. Era yo más dichoso y me hallaba más orgulloso con
mi Manon y mis cien pistolas que el más rico hacendista de París con
sus amontonados tesoros; hay que contar las riquezas en razón de
la facilidad que ofrecen para dar satisfacción a los deseos, y yo no
tenía ni uno solo que no estuviese realizado ya. El porvenir mismo
no me asustaba. Hallábame casi seguro de que mi padre no pondría
grandes dificultades para darme lo suficiente con que vivir
decorosamente en París, pues habiendo cumplido los veinte años,
tenía ya derecho a exigir la parte de bienes que en la herencia de mi
madre me correspondía. No oculté a Manon que el fondo de nuestra
fortuna eran sólo cien pistolas. Era lo suficiente para esperar
mayores bienes, que vendrían, bien fuése por mis derechos
hereditarios, bien por artes del juego.
Así fué que durante las primeras semanas sólo pensé en disfrutar
de mi situación; mi idea del honor, mezclada con cierto sentimiento
de miedo, hacíame aplazar de día en día la renovación de mis tratos
con los socios del hotel Transilvania, y limitéme a jugar en círculos
menos desacreditados, donde, además, los favores de la fortuna me
libraron de poner en práctica habilidades pecaminosas. Iba a jugar a
la ciudad y volvía a cenar a Chaillot, acompañado muy
frecuentemente de T..., cuya amistad por nosotros crecía de día en
día. Manon supo hallar recursos para combatir el tedio. Intimó en la
vecindad misma con algunas muchachas a quien el buen tiempo y
los encantos de la estación habían traído por allí. El paseo y las
menudas labores propias de su sexo constituían, alternativamente,
su ocupación. Una partida de juego, a que ellas habían señalado
límites, servía para hacer frente a los gastos del coche. Iban a tomar
un poco aire al bosque de Bolonia, y por las tardes, a mi regreso,
hallaba a Manon más bella, más apasionada y más contenta que
nunca.
Sin embargo, algunas nubes parecieron encapotar el horizonte de
mi dicha; pero fueron prestamente barridas por completo, y el genio
alocado de Manon hizo tan cómico el desenlace, que aún encuentro
melancólica dulzura en un recuerdo que evoca su ternura y la gracia
pícara de su ingenio.
El solo criado que constituía nuestra servidumbre llevóme un día
aparte para decirme, con mucho apuro, que tenía un secreto de gran
importancia que comunicarme. Excitéle a hablar sin rebozo ni temor,
y después de muchos ambages y circunloquios díjome que un señor
extranjero parecía haberse enamorado de la señorita Manon. La
sangre se me agolpó al corazón. «¿Y ella?», interrumpíle con más
brusquedad de la que convenía para seguir enterándome. Mi
violencia le asustó. Respondió, con aire de inquietud, que su
perspicacia no había ido tan lejos, pero que como hacía varios días
venía observando que el extranjero iba todos los días al bosque de
Bolonia, y que descendiendo de su carroza, se engolfaba solo por las
avenidas, y pareciendo acechar la ocasión de encontrarse con
Manon, había concebido la idea de trabar amistad con sus servidores
para averiguar su nombre; que le consideraban como a un príncipe
italiano, y que sospechaban ellos también se trataba de una
aventura galante. Añadió, tembloroso, que no había podido
proporcionarse otras luces, porque el príncipe, saliendo del bosque
en aquel momento, habíase aproximado a él y le había preguntado
su nombre. Después de lo cual, como adivinando que se hallaba al
servicio de Manon, habíale felicitado por pertenecer a la criatura más
encantadora del mundo.
Esperé impaciente el final de su narración, pero tan sólo añadió ya
algunas tímidas excusas, que atribuí a mis imprudentes muestras de
agitación. Roguéle me diera más detalles; pero se excusó diciendo
que nada más sabía, y que habiendo tenido lugar todo aquello la
víspera misma, no hubo tiempo para volverse a entrevistar con la
servidumbre del príncipe. Le tranquilicé, no solamente con mis
elogios, sino con una justa recompensa, y le encarecí, sin mostrar la
menor desconfianza de Manon, vigilase todos los pasos del
desconocido.
En el fondo, sus temores me dejaron dudas crueles. Podían
haberle hecho suprimir una parte de la verdad. Sin embargo, tras
algunas reflexiones, volví sobre mis alarmas, hasta el punto de sentir
haber dado aquellas señales de flaqueza. No tenía derecho a mirar
como un delito de Manon el que los demás la amasen. Lo más
probable era que ignorase su conquista; ¿cuál iba a ser su existencia
si mi corazón se abría con tanta facilidad a la duda? Volví a París al
siguiente día, sin haber tomado otra resolución que la de acrecentar
mi capital, acelerando las ganancias, gracias a un juego más fuerte,
para ponerme en estado de salir de Chaillot, al primer motivo de
inquietud.
Ninguna noticia atentatoria a mi tranquilidad tuve aquella noche.
El extranjero había reaparecido en el bosque de Bolonia por la tarde,
y aprovechando lo sucedido la anterior, habíase encarado con mi
confidente y habíale hablado de su amor, pero en términos que no
denunciaban ninguna complicidad con Manon. Habíale pedido mil
detalles. Por último, intentó atraerle a su servicio con considerables
promesas, y al fin, sacando una carta que llevaba preparada, habíale
ofrecido inútilmente algunos luises de oro por entregársela a su
ama.
Dos días transcurrieron sin ningún nuevo incidente. El tercero fué
más tempestuoso. Supe al volver de París, bastante tarde, que
Manon, durante su paseo, se había separado un momento de sus
compañeras, y que el extranjero, que la seguía a poca distancia,
habíase acercado a ella a una señal que le había hecho, y habíale
entregado una carta, que ella recibió con transportes de júbilo. No
tuvo tiempo de mostrarlo más que besando con transporte la misiva,
porque casi inmediatamente se había ido. Pero durante el resto del
día pareció presa de alegría extraordinaria, y, aun después de volver
a casa, aquella alegría no pareció haberla abandonado. «¿Estás bien
cierto—dije tristemente a mi lacayo—de que tus ojos no te han
engañado?». Tomó al cielo por testigo de su buena fe.
No sé hasta dónde me hubiesen llevado los martirios de mi
corazón, si Manon, que me había oído entrar, no hubiese venido a
mí, mostrando su impaciencia y exhalando amargas quejas sobre mi
tardanza. No esperó mi respuesta para agobiarme a caricias, y
cuando se halló a solas conmigo hízome vivos reproches por la
costumbre que iba tomando de regresar tan tarde. Como mi silencio
diese lugar a ello, continuó diciéndome que hacía ya tres semanas
que no había pasado un día entero con ella; que no podía resistir tan
largas ausencias; que, por lo menos, exigía de mi un día de vez en
cuando, y que al siguiente quería tenerme a su lado desde la
mañana a la noche.
«Estaré, no lo dudéis»—respondí con brusquedad. No mostró gran
atención a mi pena, y en el impulso de su alegría, que efectivamente
parecióme de vivacidad extraordinaria, hízome divertidas pinturas de
cómo había pasado el día. «¡Extraña criatura!—díjeme—, ¿qué
esperar de este preludio?». Los detalles de nuestra primera
separación acudieron a mi memoria. Sin embargo, ahora creía ver en
la vivacidad de sus trasportes y en sus caricias un no sé qué de
sincero que estaba de acuerdo con las apariencias.
No me fué difícil echar la culpa de mi pena, que me era imposible
disimular durante nuestra colación, a una pérdida considerable que
había tenido en el juego aquella tarde. Miraba como una gran suerte
que la idea de no faltar yo de Chaillot al día siguiente hubiese
partido de ella. Siempre era ganar tiempo para mis deliberaciones.
Mi presencia allí alejaba todo temor para el día siguiente, y si no
observaba nada que me hiciese plantear la cuestión, estaba decidido
a trasladar dos días más tarde mi residencia a la ciudad, a un barrio
donde nada tuviese que temer de los príncipes. Aquel arreglo
hízome pasar la noche más tranquilo, pero no me quitó la amargura
de tener que temer una nueva infidelidad.
Al despertarnos Manon me previno que aunque íbamos a pasar el
día en nuestra habitación no por eso quería que tuviese el aspecto
descuidado y que ella misma iba a arreglar mis cabellos. Teníalos yo
harto bellos y aquella era diversión que se había ofrecido en varias
ocasiones. Pero en aquélla puso más cuidado que había puesto en
ninguna otra. Para darle gusto hube de sentarme ante su tocador y
dejarla probar todas las combinaciones que se le antojaron. En el
curso de su labor hacíame muchas veces volverme a ella, y
apoyando las manos en mis hombros mirábame con ávida
curiosidad; en seguida, tras mostrarme su satisfacción con un beso,
me hacía colocar en situación para reanudar ella su faena.
Aquel juego nos entretuvo hasta la hora de la comida. Su
diversión, y el gusto que tomaba en ella, me habían parecido tan
naturales, y su alegría denunciaba tan poco la falsedad temida, que
no pudiendo conciliar tales pruebas de amor con tan negra traición,
estuve a punto, en varias ocasiones, de abrirle mi pecho,
descargándole de un peso que se me hacía insoportable. Pero a
cada momento concebía de nuevo la esperanza de que la
confidencia vendría de ella y miraba de antemano, como un triunfo,
aquella confianza.
Volvimos a su gabinete. Púsose nuevamente a acomodar mi
cabellera cuando vinieron a avisarle que el príncipe de... deseaba
verla. Aquel nombre me exasperó hasta la violencia. «¿Qué significa
esto?—grité, rechazándola—¿Quién? ¿Qué príncipe?». No contestó a
mis preguntas. «Hágale subir»—ordenó, glacial, al criado. Luego,
volviéndose a mí: «Mi amado, a ti, a quien adoro, te pido un
momento, de complacencia, uno tan sólo; te amaré mil veces más,
te quedaré agradecida toda mi vida».
La indignación y la sorpresa trababan mi lengua. Ella, mientras,
repetía sus súplicas, y yo buscaba inútilmente palabras de desdén
con que rechazarlas. Pero, al sentir abrir la puerta de la antesala,
cogió mis cabellos, que flotaban sobre mi espalda, con la otra mano
cogió un espejo, y empleando todas sus fuerzas llevóme de tal guisa
hasta la puerta del gabinete, y abriéndola con la rodilla ofreció a los
ojos del recién llegado, a quien el ruido parecía haber petrificado en
medio de la estancia, un espectáculo que debió asombrarle. Vi un
hombre vestido con lujo, pero de bastante mala traza.
Aun en la turbación en que le sumía la escena no dejó de
inclinarse en profunda reverencia. Manon no le dió tiempo a abrir la
boca. Presentaba el espejo. «Vea, señor, miraos bien y hacedme
justicia. Me pedís amor. He aquí el hombre a quien amo y a quien he
jurado amar toda mi vida. Estableced vos mismo la comparación. Si
creéis poder disputarle mi corazón decidme en qué os fundáis, pues
a fuer de vuestra muy humilde servidora he de deciros que a mis
ojos todos los príncipes de Italia no valen uno de los cabellos que
tengo en mi mano».
Mientras duró aquel absurdo discurso, que por las trazas tenía
meditado de antemano, hacía yo desesperados esfuerzos para
libertarme, y compadeciéndome de aquel hombre sentíame
dispuesto a reparar el ultraje con mis atenciones. Pero habiéndose
repuesto con bastante facilidad, su respuesta, que me pareció un
tanto grosera, quitóme mis buenas disposiciones. «Señorita, señorita
—dijo con forzada sonrisa—, abro los ojos y os encuentro en verdad
menos novicia de lo que creía».
Retiróse inmediatamente, sin tener ni una mirada para ella, y
rumiando en voz baja, que las mujeres de Francia allá se iban con
las de Italia. Nada me obligaba, en tal ocasión, a hacerle mejorar
sus ideas sobre el bello sexo.
Manon abandonó mis cabellos, y arrojándose en una butaca llenó
el cuarto con el estrépito de sus carcajadas. No ocultaré que me
había llegado al alma aquel sacrificio que sólo podía imputar al amor.
Sin embargo, la broma me pareció excesiva e hícela un reproche por
ella. Contóme que mi rival, después de obsesionarla con su
persecución unos días, y dejarla adivinar con muecas y guiños su
amor, habíase decidido a declararse abiertamente, acompañando su
declaración con sus nombres y títulos en una carta que le había
hecho remitir por el cochero que les conducía a ella y sus
compañeras; que aparte de las palabras de amor la prometía
cuantiosos presentes. Según decía había vuelto a Chaillot con el
designio de contarme aquella aventura, pero habiendo creído que
podíamos hallar en ella un motivo de diversión no había podido
resistir a su deseo. Entonces había concedido al príncipe italiano la
libertad de visitarla en su propia casa y habíase divertido en
hacerme entrar en sus planes sin ponerme en antecedentes de ellos.
No le dije que hubiese sabido nada por otros conductos y la
embriaguez del amor triunfante me hizo aprobarlo todo.
He observado en el transcurso de mi vida entera que el cielo
escogió siempre, para castigarme con su mano de hierro, los
momentos en que mi buena suerte me parecía más firme y
duradera. Me creía tan feliz con la amistad de T. y el amor de Manon
que hubiese costado mucho trabajo convencerme de que me
amagaba un nuevo infortunio. Sin embargo, preparábase uno tan
funesto, y que me ha reducido al extremo en que me hallasteis en
Passy, y eso pasando por trámites y aventuras tan crueles que os
costará trabajo creer mi narración veraz.
Un día que el señor T... cenaba con nosotros, oímos el ruido de
una carroza que se detenía a la puerta de la hostería. La curiosidad
nos impulsó a querer saber quién era el que llegaba a tales horas.
Dijéronnos que era el joven G... M..., es decir, el hijo de nuestro más
cruel enemigo, del viejo libertino que me encerrara a mí en San
Lázaro y a Manon en el hospital. Su nombre empurpuró mi rostro.
«Es el cielo quien le trae—dije a T...—para castigarle de la infamia de
su padre. No se escapará sin que hayamos medido nuestras
espadas». T... que le conocía y que hasta era uno de sus mejores
amigos, esforzóse en hacerme concebir mejores sentimientos para
con él. Aseguróme que era un muchacho muy amable y tan poco
capaz en haber intervenido en la fea acción de su padre, que yo
mismo no hablaría con él un momento sin concederle mi estimación
y sin desear la suya. Después de añadir mil cosas más, me pidió mi
consentimiento para ir a saludarle y proponerle viniese a ocupar un
lugar en nuestra mesa. Previno la objeción del peligro que
significaba para Manon descubrir su refugio al hijo de nuestro
enemigo, afirmando por su honor y por su fe que cuando nos
conociese no tendríamos mejor defensor. Con tales seguridades no
opuse ya ningún reparo.
T... nos le trajo, claro que no sin haberse tomado antes unos
momentos para informarle de quiénes éramos. Entró con un aire que
desde luego nos previno en su favor. Abrazóme cordialmente y nos
sentamos todos. Mostró su admiración por Manon, por mí, por
cuanto nos pertenecía, y comió con un apetito que hacia honor a
nuestra cena.
Cuando alzaron los manteles la conversación se hizo más seria.
Bajó los ojos y puso sordina en la voz para hablarnos de los excesos
cometidos por su padre con nosotros. Presentónos sus excusas más
humildes. «Las abrevio—dijo—para no avivar un recuerdo que me
causa rubor». Si sus palabras eran sinceras en un principio,
hiciéronse aún mucho más a continuación. Y no había pasado un
cuarto de hora sin que me diese cuenta de la impresión que los
encantos de Manon causaban sobre él. Sus miradas y sus maneras
hacíanse rendidas por momentos. Sin embargo, nada dejó aparecer
de tales sentimientos en sus palabras, pero aunque no hubiese
estado iluminado por los celos, tenía demasiada experiencia en las
cosas de amor para no saber lo que aquello significaba.
Acompañóme parte de la noche y no nos dejó sin haberse
felicitado de nuestro conocimiento y haber solicitado de nosotros
permiso para renovar de vez en cuando la oferta de sus servicios.
Marchó de madrugada con T..., que aceptó un sitio en su carroza.
No sentía, como he dicho ya, ninguna inclinación celosa. Tenía
más fe que nunca en los juramentos de Manon. Aquella deliciosa
criatura poseía tal ascendiente sobre mi corazón, que no cabía en él
ningún pensamiento que no fuése de fe, amor y respeto. En vez de
reprocharle el haber gustado al joven G... M... estaba orgulloso del
efecto de sus encantos, y hacíame una gloria de ser amado por una
criatura que todo el mundo encontraba bella. Ni aun siquiera juzgué
pertinente comunicarle mis sospechas. Habíamos empleado algunos
días en los cuidados de su vestuario, y, mientras, habíamos discutido
si podíamos o no ir al teatro sin peligro de ser reconocidos. T... vino
a vernos antes de acabar la semana y le consultamos sobre aquel
particular. Comprendió, en seguida, que había que decir que sí para
serle agradable a Manon. Resolvimos ir aquella misma noche.
Pero aquella determinación no pudo ejecutarse, pues, habiéndome
llamado aparte me dijo sobre poco más o menos: «Estoy en un
verdadero compromiso desde la última vez que os vi y mi visita de
hoy no es sino una consecuencia de ello. G... M... está enamorado
de vuestra querida; me lo ha confesado. Soy su íntimo amigo y
estoy dispuesto a todo para servirle; pero también lo soy vuestro.
Considero sus intenciones injustas y se las reprocho desde el fondo
de mi corazón. Hubiérale guardado el secreto si él, para vencer, no
hubiese pensado en emplear sino los procedimientos corrientes,
pero está informado del carácter de Manon. Ha sabido, no sé cómo,
que gusta de la abundancia y los placeres, y como la fortuna de que
disfruta es considerable, ya me ha dicho que piensa tentarla con un
magnífico regalo primero, con la oferta de diez mil libras de renta
después. En igualdad de condiciones ambos, hubiese tenido grandes
escrúpulos en traicionarle, pero la justicia está unida, de vuestra
parte, a la amistad, tanto más que habiendo sido la causa
imprudente de su pasión, introduciéndole aquí, tengo el deber de
remediar el mal que involuntariamente he hecho».
Agradecí a T... aquella prueba realmente considerable de amistad
y le devolví su confianza confesándole que el carácter de Manon era
tal y como G... M... se lo figuraba, es decir, que no podía soportar el
nombre de la pobreza. «Sin embargo—dije—, no siendo cuestión
sino de más o menos, no la creo capaz de abandonarme por otro.
Estoy en condiciones de no permitir que le falte nada y aun creo que
mi fortuna se acrecentará de día en día. Lo único que temo es que
G... M... aproveche el conocer nuestro refugio para jugarnos una
mala pasada».
T... me aseguró que respecto a eso podía estar tranquilo; que G...
M... era capaz de una locura amorosa, pero no de una bajeza, y que
si hubiese tenido la cobardía de hacer una, sería él, que me hablaba,
el primero en castigarla y en reparar el mal que involuntariamente
habría causado. «Os agradezco vuestras intenciones—le repliqué—,
pero el mal estaría hecho y el remedio sería muy difícil. Así es que lo
más prudente es prevenirle, abandonando Chaillot por otro lugar
cualquiera.—Sí—replicó el señor T...—, pero os será difícil hacerlo
con la rapidez que sería menester, pues G... M... estará aquí antes
de las doce. Me lo dijo ayer, y eso es lo que me ha hecho venir tan
temprano para informaros de sus planes. Puede llegar de un
momento a otro».
Aviso tan perentorio hízome mirar aquel asunto con atención
creciente. Como me parecía imposible evitar la visita de G... M... y
no menos imposible impedir que se declarase a Manon, tomé el
partido de prevenirle yo mismo sobre los planes de aquel nuevo
rival. Pensé que estando enterada de las proposiciones que iban a
hacerle y oyéndolas de mí mismo tendría más fuerzas para
rechazarlas. Descubrí mi pensamiento a T..., que me dijo que el plan
le parecía arriesgadísimo. «Reconozco que sí—le dije—, pero todas
las razones que puede haber para tener fe en una querida las tengo
para creer en la mía.
No habría sino la cuantía de las promesas que pudiese
deslumbrarla y ya os digo que no conoce el interés. Ama el
bienestar, pero me ama a mí también; y tal como están de
florecientes nuestros asuntos, creo que me preferiría a mí al hijo del
hombre que la metió en el hospital». En una palabra, persistí en mi
determinación y habiéndome apartado con Manon, le enteré de todo
lo que acababa de saber.
Dióme las gracias por la buena opinión que tenía de ella y me
prometió acoger las ofertas de G... M... de forma que no le
quedasen deseos de renovarlas. «No—objeté—, no conviene irritarle
con un exabrupto, puesto que podría perdernos. Pero bastante
sabes tú, pícara—añadí riendo—, la manera de deshacerte de un
adorador pegajoso y molesto». Después de permanecer unos
momentos soñadora, dijo: «Acaba de ocurrírseme una idea
admirable y estoy encantada con ella; G... M... es el hijo del peor de
nuestros enemigos. Debemos vengarnos del padre, no en la
persona, pero si en la bolsa del hijo. Voy a escucharle, a aceptar los
presentes y a reirme de él.—El proyecto es bonito; pero ¿no te
acuerdas ya, criatura, que fué el camino que te llevó al hospital?».
Fué inútil que me esforzase en mostrarla los peligros de la
empresa; respondióme que tan sólo era cuestión de tomar bien
nuestras medidas, y halló respuesta a todas mis objeciones. Dadme
el ejemplo de un amante que no haya cedido a todos los caprichos
de una querida adorada y os confesaré que hice mal en
conformarme. Decidimos, pues, hacer de G... M... nuestra víctima, y
por una cruel ironía de la suerte la víctima fuí yo.
Vimos aparecer su carroza a eso de las once. Hizo mil rebuscados
cumplidos sobre la libertad que se tomaba al venir a comer con
nosotros. No se sorprendió al ver a M. de T..., que le ofreciera la
víspera venir también y que se había excusado con algunos asuntos
urgentes para no venir en el mismo coche. Aunque no había ni uno
solo entre nosotros que no llevase la traición en el corazón,
sentámonos a la mesa con aire de cordialidad y amistad; G... M...
halló fácilmente manera de declarar sus sentimientos a Manon. No
debí parecerle molesto, pues me ausenté exprofeso durante unos
minutos.
Noté bien a las claras, a mi regreso, que no le habían
descorazonado con un exceso de severidad. Parecía del mejor humor
del mundo. Yo, por mi parte, afectaba estarlo también. Reíase
interiormente de mi simpleza; yo de la suya. Durante toda la tarde
representamos el uno para el otro una divertida escena. Arregléme
de manera de procurarle, antes de su partida, una nueva entrevista
con Manon, de modo que debió quedar tan satisfecho de mi
prudencia como de la buena mesa.
No bien hubo subido a su carroza con M. de T..., Manon corrió a
mí con los brazos abiertos, riendo a carcajadas. Repitióme sus
discursos y sus proposiciones, sin cambiar palabra. Reducíanse a lo
siguiente: la adoraba; quería compartir con ella cuarenta mil libras
de renta de que disfrutaba ya, sin contar lo que heredaría cuando
muriese su padre. Iba a ser dueña de su fortuna y de su corazón, y
como arras de aquellos bienes estaba dispuesto a darle una carroza,
un hotel amueblado, una doncella, tres criados y un cocinero.
«He ahí un hijo—dije a Manon—mucho más generoso que su
padre. Hablemos de buena fe—añadí—; tales promesas, ¿no os
tientan?—¿A mí?—respondió, ajustando a su pensamiento estos
versos de Racine:
¿Yo? ¿Me creeréis capaz de tal perfidia?
¡Yo! ¿Podría acaso resistir el semblante odioso
que evoca el recuerdo del hospital a mis ojos?
—No—repliqué, continuando por mi parte la parodia:
No; costárame trabajo creer, señora,
que el hospital estuviera grabado
con un trazo de amor en vuestro corazón.
«Pero no deja de ser un porvenir seductor, un hotel con carroza y
tres lacayos, y el amor mismo puede pocas veces hacer así las
cosas».
Hízome protestas de que su corazón era mío para siempre y que a
nadie amaría jamás sino a mí. «Las promesas que me ha hecho más
son aguijón a mi venganza que dardos de amor». Le pregunté si
entraba en sus designios aceptar el hotel y la carroza. Respondióme
que no quería sino el dinero.
La gran dificultad estaba en obtener lo uno sin lo otro. Decidimos
esperar las explicaciones de G... M..., que vendrían en una carta que
había prometido escribirle. Recibióla, efectivamente, al día siguiente
de mano de un lacayo sin librea que supo hábilmente hallar ocasión
para hablarla sin testigos. Díjole que esperase su contestación y vino
a traerme la carta a mí. Abrímosla juntos.
Además de los lugares comunes de ternura amorosa, contenía las
promesas de mi rival. No reparaba en gastos. Comprometíase a
entregar diez mil francos al tomar posesión del hotel, y además a
reparar de tal modo las disminuciones que la susodicha cantidad
pudiese padecer que Manon la tuviese siempre delante de sí en
dinero contante. En cuanto a la inauguración no la retrasaba con
exceso. Sólo pedía de plazo dos días para preparar las cosas y hasta
la señalaba el lugar donde el hotel estaría emplazado y la marcaba la
hora en que la esperaría si conseguía escaparse de entre mis manos.
Era esto último lo único que debía inquietarle, pues respecto a todo
lo demás parecía estar completamente tranquilo, pero añadía que, si
tenía dificultades para escaparse, él encontraría medio de que su
fuga fuése cómoda y fácil.
G... M... era más astuto que su padre y quería tener su presa
entre las manos antes de soltar el dinero. Deliberamos sobre la
actitud que Manon debía adoptar. Hice aún algunos esfuerzos para
quitarle la empresa de la cabeza, haciéndola ver todos los peligros
que encerraba. Nada pudo quebrantar su determinación.
Escribió breve respuesta a G... M... para decirle que no hallaría
dificultad para ir a París el día señalado y que podía aguardarla con
absoluta certeza.
Arreglamos en seguida las líneas de nuestra acción. Yo debía
partir inmediatamente para buscar en algún pueblecillo, al otro lado
de París, una casa, y llevaría a ella nuestro equipaje. Al día siguiente,
que era el de la cita, ella iría temprano a París, y después de recibir
los obsequios de G... M... le rogaría insistentemente que la llevase al
teatro, cogería consigo todo lo que pudiese llevar de la suma
aquella, encargaría del resto a mi lacayo, que deseaba llevarse con
ella, pues era el mismo que la salvó del hospital y que nos era
ciegamente adicto. Yo me hallaría con un coche en la esquina de la
calle San Andrés de los Arcos, y a las siete, dejando al coche en
espera, avanzaría en las sombras hasta la puerta de la Comedia.
Manon me prometió hallar una excusa para abandonar el palco un
momento y, aprovechándole, venir en busca mía. El resto era cosa
fácil; en un momento estaríamos en mi coche y en poco tiempo
habríamos salido de París por la puerta del barrio de San Antonio,
que era nuestro camino más corto para nuestra nueva morada.
Aquel plan, estrafalario y todo, nos pareció muy bien arreglado.
Pero había una ciega temeridad en creer que, aun resultando todo a
las mil maravillas, hubiésemos podido escapar luego a las
consecuencias. Sin embargo, nos expusimos con la confianza más
temeraria. Manon fuése con Marcelo; así se llamaba nuestro criado.
La vi marchar con pena. Díjela al abrazarla: «Manon, ¿no me
engañas? ¿Me serás fiel?». Quejóse tiernamente de mi desconfianza
y me renovó todos sus juramentos.
Según su cuenta debía de llegar a París a las tres. Yo partí
después de ella y fuí a recluirme para perecer de aburrimiento todo
el resto de la tarde al café de Feré, en el puente de San Miguel. Allí
permanecí hasta la noche. Salí entonces para tomar un coche e ir a
apostarme con él, según habíamos quedado, a la entrada de la calle
de San Andrés de los Arcos; después fuí a pie a la puerta del teatro.
Sorprendióme no hallar a Marcelo, que debía de estar esperándome.
Esperé pacientemente una hora, confundido entre los lacayos, ojo
avizor, acechando a todos los transeuntes. En fin, al dar las siete, sin
percibir nada que tuviese relación con nuestros planes, tomé un
billete de parterre para ir a ver si divisaba a Manon y a G... M... en
un palco. Ni uno ni otra estaban allí. Volví a la puerta, donde dejé
transcurrir aún un cuarto de hora, lleno de impaciencia y de
inquietud. No viendo nada tampoco, fuí a mi coche sin resolverme a
tomar un partido u otro. Habiéndome visto mi cochero, vino a mi
encuentro para decirme, con aire de misterio, que una linda
damisela me esperaba, hacía una hora, en la carroza, que había
intentado llamar mi atención con multitud de gestos, que él había
visto muy bien, y que sabiendo que había de volver había dicho que
no se impacientaría y me aguardaría tranquilamente allí.
Creí en seguida que era Manon. Me acerqué rápidamente y
entonces vi un rostro encantador que no era el suyo. Tratábase de
una desconocida, que empezó por preguntarme si no era con el
caballero Des Grieux con quien tenía el honor de hablar. Díjele que,
efectivamente, aquel era mi nombre. «Tengo una carta para vos—
díjome—, carta que os instruirá del objeto de mi presencia y de
cómo he tenido el honor de conocer vuestro nombre». Roguéle me
diese tiempo para leerla en un establecimiento cercano. Quiso
acompañarme y aun me aconsejó que pidiese un reservado. «¿De
quién procede esta carta?»—le dije, al subir. Pero ella me respondió
que ya lo vería al leerla.
Reconocí la letra de Manon. He aquí, poco más o menos, lo que
me decía: G... M... le había recibido con una cortesía y una
magnificencia que sobrepujaban a toda idea. Le había agobiado de
presentes y hecho entrever un porvenir de reina. Me aseguraba, sin
embargo, que no me olvidaba en aquella nueva fase de su fortuna,
aunque no habiendo podido convencer a G... M... de que la llevase
al teatro aquella noche, tenía que dejar para otro día el gusto de
verme. Pero que para consolarme de la pena que adivinaba podría
causarme la noticia había encontrado manera de enviarme a una de
las muchachas más bonitas de París, que sería la portadora de su
carta. Firmado: vuestra fiel amante, Manon Lescaut.
Había algo tan cruel y tan insultante para mí en aquella carta que,
permaneciendo un rato suspenso entre el dolor y la cólera,
propúseme hacer un esfuerzo para olvidar a mi ingrata y pérfida
querida. Fijé los ojos en la mujer que tenía ante mí. Era, en extremo,
bella, y yo hubiese deseado que lo fuése bastante para hacerme a
mi vez perjuro y traidor; pero por desgracia mía no hallé aquellos
astutos y tiernos ojos, aquel divino porte y aquel cutis, cuyos
matices había combinado amor mismo; en fin, aquel conjunto de
perfecciones, que constituían el mágico encanto de mi pérfida
amada. «No, no—dije apartando de ella mis miradas—; la traidora,
ingrata que os envió bien sabía que os enviaba a una tentativa inútil.
Volved y decidle que disfrute de su crimen si puede y que le disfrute
sin remordimientos. Renuncio para siempre a ella, y al mismo tiempo
renuncio a todas las mujeres, que si en belleza no sabrán igualarla,
en perfidia le serán todas semejantes». Estuve entonces a punto de
retirarme, sin tratar de saber más de Manon. Los mortales celos, que
me desgarraban el corazón, disfrazábanse de una opaca y sombría
calma, y tanto más me creía próximo a curarme cuanto que no
sentía ninguno de aquellos movimientos de ira que me habían
agitado en circunstancias parecidas. ¡Malhaya mi suerte!, tan víctima
era de las burlas de mi amor como creía serlo de las de Manon y de
las de G... M...
La muchacha que me había traído la carta, al verme dispuesto a
salir, preguntóme qué quería que contestase a G... M... y a la dama
que se hallaba con él. A esta pregunta, volví a entrar en el cuarto, y
por uno de esos rápidos cambios, en que no podrán creer los que
jamás sufrieron las fatigas y zozobras del amor, pasé de golpe,
desde la tranquilidad en que creía hallarme, al furor más ciego. «Ve
—dije—y cuenta al traidor G... M... y a su pérfida querida la
desesperación en que su maldita carta me ha arrojado, pero
añádeles que poco se reirán de mí, pues con mis propias manos les
apuñalaré a los dos». Arrojéme en una silla; mi sombrero y mi
bastón rodaron por el suelo, dos ríos de llanto brotaron de mis ojos.
Entonces el acceso de furor por que acababa de pasar cambióse en
profundo dolor; no hice, durante largo rato, sino llorar, entre
suspiros y gemidos. «Acércate, acércate, pobre niña—dije a la joven
—, puesto que es a ti a quien envían para consolarme. Dime si sabes
algún remedio contra la desesperación, algún calmante contra la
rabia, contra el deseo de darte a ti mismo la muerte después de
dársela a los traidores, que no merecen el don de la vida. Sí,
acércate—continué, al ver que iniciaba algunos pasos tímidos e
inciertos para aproximárseme—, ven a secar mis lágrimas, ven a
devolver la paz a mi corazón, ven y dime que me amas, para
habituarme a la idea de poder ser de otra que de mi traidora. Eres
bella, y quizás pueda amarte a mi vez». La pobre muchacha, que
apenas tendría dieciséis o diecisiete años, y que parecía más
pudorosa e inocente que sus iguales, parecía hallarse
profundamente asombrada ante la extraña escena. Acercóse, pese a
ello, para hacerme algunas caricias; pero entonces yo la aparté con
mis manos. «¿Qué quieres de mí?—dije—. ¡Ah!, ¡eres mujer!, ¡eres
de un sexo que odio! La dulzura de tu rostro me amenaza de nuevas
traiciones. Vete y déjame solo aquí». Hízome una reverencia, sin
osar decirme nada, y me volvió la espalda para salir. La grité que
esperase. «Pero dime, al menos, cómo, por qué y con qué objeto te
han enviado aquí. ¿Cómo has averiguado mi nombre y el lugar
donde podías hallarme?».
Entonces me dijo que conociendo de larga fecha a G... M... éste la
había enviado a buscar a las cinco de la tarde, y que habiendo
seguido al lacayo, que fué en su busca, había hallado a su amigo en
una soberbia casa, donde jugaba al piquet, con una dama muy bella,
y que entonces los dos le habían encargado que me entregase la
carta que me había dado, después de prevenirla que me encontraría
en una carroza en la esquina de la calle de San Andrés. Preguntéle si
nada más le habían dicho. Contestó, ruborizándose, que le habían
hecho concebir la esperanza de que la conservaría a mi lado para
hacerme compañía. «Te han engañado, mi pobre niña, te han
engañado. Eres mujer y necesitas un hombre, pero necesitas uno
que sea rico y feliz, y no es ciertamente aquí donde puedes hallarlo.
Vuelve, vuelve a G... M... Ese tiene cuanto precisa para ser amado
de las bellas; tiene hoteles, muebles y trenes que ofrecer. En cuanto
a mí, que no tengo sino amor que dar, las mujeres desdeñan mi
miseria y hacen juego de mi simplicidad».
Añadí mil cosas tristes o violentas, según que las pasiones, que
me agitaban alternativamente, cedían o me arrastraban. Pero, a
fuerza de atormentarme, mi delirio disminuyó lo suficiente para dejar
sitio a la reflexión. Comparé aquel infortunio a los que había
padecido del mismo orden, y saqué, en consecuencia, que en
aquella ocasión no había por qué desesperarse más que en las
anteriores. Conocía a Manon; ¿por qué, pues, afligirme de aquel
modo por una desgracia que debía de prever? ¿Por qué, mejor, no
emplear mis fuerzas en buscar remedio? Aun era tiempo. Por lo
menos, no debía malgastar mis energías, si no quería hacerme luego
el reproche de haber contribuido con mi negligencia a mis propias
penas. Púseme, pues, a pensar en los medios que podían abrirme un
camino de esperanza.
Tratar de arrancarla por la violencia de las manos de G... M..., era
una insensatez inútil, que no ofrecía la menor probabilidad de éxito,
pero en cambio parecíame, que si podía procurarme la menor
entrevista con ella, ganaría infaliblemente la batalla. ¡Conocía tan
bien los puntos sensibles de su corazón! ¡Estaba tan seguro de ser
amado por ella! Aquella misma extravagancia de enviarme una
mujer bonita para consolarme, estaba seguro que era a ella a quien
se le había ocurrido, y era prueba de su compasión por mis
sufrimientos.
Resolví poner en juego toda mi maña para conseguir
entrevistarme con ella. Entre los varios caminos que fuí examinando,
me detuve en el siguiente: T... había mostrado demasiada buena
voluntad en mi ayuda para que me fuése dado dudar de su
sinceridad y su celo. Prometíme ir a verle inmediatamente y
comprometerle a llamar a G... M..., con pretexto de un asunto
importante. Sólo necesitaba media hora para hablar a Manon. Mi
plan era hacerme introducir en su mismo cuarto, y me parecía cosa
fácil en ausencia de G... M...
Habiéndome devuelto tales resoluciones parte de mi calma, pagué
espléndidamente a la joven que aun permanecía conmigo, y para
quitarle las ganas de volver a reunirse con quienes la habían
enviado, tomé sus señas dejándola entrever que tal vez iría a pasar
con ella el resto de la noche. Subí a mi coche e híceme llevar con
toda la rapidez posible a casa del señor T... Tuve la suerte de
encontrarle, aunque durante el camino me atormentara el temor de
su ausencia. Una palabra le puso al corriente de mis penas y del
favor que venía a pedirle.
Asombróle de tal modo que G... M... hubiese podido seducir a
Manon, que, ignorando la parte que yo mismo había tenido en mi
desgracia, ofrecióse espontáneamente reunir a todos sus amigos
para emplear sus brazos y sus espadas en libertar a mi querida.
Hícele comprender que todo aquel ruido podía sernos perjudicial a
ella y a mí. «Guardemos nuestra sangre para el último extremo.
Medito un medio menos ruidoso y del que espero igual éxito».
Ofrecióse a hacer, sin excepción, cuanto le pidiese. Y habiéndole
repetido que tan sólo se trataba de hacer llamar, con pretexto de
hablar con él, a G... M..., y hacerle faltar de su casa una hora o dos,
salió conmigo para complacerme.
Discutimos sobre el pretexto de que podía valerse para
entretenerle tanto tiempo. Aconsejéle empezar por enviarle una
carta fechada en un figón, citándole urgentemente para un asunto
de tal importancia que no admitía espera. «Espiaré—le dije—el
momento de su salida y no me costará trabajo introducirme en la
casa, no siendo, como no soy, conocido sino de Manon y de Marcelo,
mi criado. En cuanto a vos, podéis decirle que el asunto importante
de que deseáis hablarle es un asunto de dinero. Que acabáis de
perder no sólo el vuestro, sino mucho más sobre palabra. Necesitará
tiempo para procurároslo, y yo tendré el que me hace falta».
M. de T... hizo ce por be todo lo que yo le había encargado. Dejéle
en el figón, donde escribió inmediatamente su carta. En cuanto a mí,
fuí a colocarme a algunos pasos de la casa de Manon, vi llegar al
portador de la misiva, y partir a poco G... M... a pie y seguido de un
lacayo. Tras de darle tiempo para salir de la calle, me aproximé a la
puerta de la infiel, y pese a mi ira, llamé con el respeto con que lo
haría en un templo. Felizmente, fué Marcelo quien vino a abrirme la
puerta. Hícele una seña y, aunque nada tenía que temer de los
demás criados, le pregunté si podía conducirme al cuarto donde
estaba Manon sin ser notado. Dijo que era cosa fácil, con sólo subir
con cuidado la escalera principal. «Vamos pronto—le dije—, y trata
de impedir que suba nadie mientras yo esté allí». Así llegué sin
tropiezo al cuarto de Manon.
Hallábase ella entregada a la lectura. En tal ocasión fué cuando
mejor pude admirar el carácter de aquella criatura. En vez de
parecer aterrada o asombrada al verme, no dió sino esas ligeras
pruebas de sorpresa naturales cuando nos encontramos con una
persona que creemos lejos. «¡Ah, sois vos, amor mío!—exclamó
viniendo a abrazarme con la ternura habitual—¡Dios mío, qué audaz
sois! ¡Quién hubiese podido esperaros hoy en tal lugar!». Me
desprendí de sus brazos, y, en vez de corresponder a sus caricias, la
rechacé con desdén y retrocedí dos o tres pasos para alejarme de
ella. Aquel ademán no dejó de desconcertarla. Permaneció inmóvil y
fijó sus ojos en mí, cambiando de color. Tan contento me hallaba en
el fondo de volverla a ver que, pese a los numerosos motivos de ira
que tenía contra ella, apenas encontraba fuerzas para hacerle
reproches. Sin embargo, mi corazón sangraba aún por la cruel
ofensa que me había inferido. Llamé en mi auxilio a la memoria para
exaltar mi indignación, y traté de encender en mis ojos otros fuegos
que no fuesen los del amor. Como permaneciese yo un rato en
silencio y Manon reparase en mi agitación, vile temblar al parecer de
miedo.
No pude resistir tal espectáculo. «¡Ah, Manon!—dije con tierna
queja—¡Infiel, perjura Manon! ¿Por dónde comenzaré mis
reproches? Os veo pálida y temblorosa y aun soy tan sensible a
vuestros menores sufrimientos, que temo afligiros excesivamente
con mis reproches. Pero he de decíroslo Manon, tengo el corazón
lacerado por la crueldad de vuestra traición. Esos golpes no se
descargan sobre un enamorado si no se ha decidido su muerte. ¡La
tercera vez, Manon! ¡Las llevo bien contadas! ¡Imposible olvidarlo!
En vos misma está decidir en esta hora suprema, pues mi pobre
amor no puede resistir semejante trato. Siento que va a sucumbir y
que está próximo a partirse de dolor. ¡No puedo más!—gemí
sentándome en una silla—. Apenas si me es dado sostenerme y
hablar».
No me contestó; pero, apenas me vió sentado, se arrodilló y,
apoyando la cabeza en mis rodillas, ocultó el rostro entre mis
manos. Sentí que por un momento las humedecía con su llanto.
¡Dios de Dios, pensad qué turbación no agitaría mi alma! «¡Ah,
Manon, Manon!—repuse con un suspiro—Es ya tarde para llorarme
cuando me habéis matado primero. Fingís una tristeza que estáis
lejos de sentir. El mayor de vuestros males es indudablemente, el de
mi presencia, que siempre vino a interrumpir vuestros placeres.
Abrid bien los ojos y veréis quién soy. No se llora así por un
desdichado a quien se traicionó y abandonó cruelmente». Seguía
besando mis manos sin cambiar de postura. «Inconstante Manon—
añadí aún—, mujer ingrata y sin fe, ¿a dónde, a dónde están
vuestras promesas? Amante versátil y cruel, ¿qué has hecho del
amor que me jurabas aún hoy mismo? ¡Justos cielos! ¿puede una
infiel burlarse de nosotros así, después de invocaros
fervorosamente? ¿Es el perjuro quien obtiene la recompensa? ¿La
desesperación y el abandono son para la constancia y la fidelidad?».
Aquellas palabras mías fueron acompañadas de tan amargas
reflexiones que, mal de mi grado, dejé escapar algunas lágrimas.
Manon lo notó en el cambio de mi voz. Rompió, por fin, el silencio.
«Bien se ve—dijo con tristeza—que soy culpable, cuando tal dolor
pude causaros; pero que el cielo me castigue si creí serlo o si tal
pensamiento me asaltó siquiera».
Aquel discurso me pareció tan desprovisto de sentido común y
buena fe que no pude librarme de mi primer impulso de cólera.
«¡Horrible disimulo!—exclamé—Veo mejor que nunca que eres una
vil y una pérfida. Ahora es cuando conozco tu miserable carácter.
Adiós, ruin criatura—dije, poniéndome en pie—, mejor quiero morir
mil veces que tener trato alguno contigo. ¡Que el cielo me castigue
si te honro con una sola mirada! Quédate con tu nuevo amante;
ámale; ódiame a mí; renuncia al honor y al sentido de lo justo; me
es igual, de todo me he de reir ya».
De tal modo la espantó la explosión de mi voz que, siempre de
rodillas, me miró temblorosa, no osando respirar. Di aún algunos
pasos, en dirección a la puerta, sin separar los ojos de ella. Pero
hubiese hecho falta ser inhumano para permanecer indiferente ante
tantos encantos. Tan lejos me hallaba de poseer esa bárbara fuerza
que, pasando de golpe al extremo opuesto, volví hacia ella o, por
mejor decir, precipitéme sin reflexionar. La cogí en mis brazos y le di
mil tiernos besos; la pedí perdón de mi violencia; confesé que era un
bárbaro y que no merecía ser amado de una criatura como ella.
La hice sentar y me arrodillé, a mi vez, rogándole me escuchase
así. Luego, todo lo que un amante, sumiso y apasionado, pueda
discurrir, de respetuoso y tierno, lo encerré en pocas palabras
dándola excusas. Supliquéla, como singular favor, que me
perdonase. Dejó caer sus brazos en torno a mi cuello, diciéndome,
con dulce acento, que era ella la que necesitaba de perdón, por las
penas que involuntariamente me causaba, y que comenzaba a
temer, no sin razón, que no me pareciese suficiente lo que en
descargo suyo iba a decirme. «¡A mí!—interrumpí—¡Si no os pido
justificación ninguna! Apruebo cuanto hicisteis. No soy yo quién para
pedir razones de tu conducta. Soy feliz, y me doy por satisfecho si
mi Manon no me priva de la ternura de su corazón. Pero—continué—
sin necesidad de volver sobre mi estado de espíritu, ¡oh, poderosa
Manon, que a capricho creáis mis alegrías y dolores!, humildemente,
después de mostrarte mi arrepentimiento, ¿no me será permitido
hablaros de mis penas y mis sufrimientos? Quisiera saber de vos
misma qué ha de ser de mí hoy, y si pensáis firmar mi sentencia de
muerte, pasando la noche con mi rival».
Puso algún tiempo en meditar su respuesta. «Caballero mío—
díjome, recuperando su aspecto tranquilo—, si, desde luego, os
hubieseis explicado con tal claridad os hubieseis ahorrado no pocos
sinsabores y a mí una escena harto penosa. Puesto que vuestro
padecimiento sólo viene de vuestros celos, os hubiese curado al
momento, ofreciéndoos seguiros inmediatamente, aunque fuése al
fin del mundo. Pero he creído que era la carta que os escribí, bajo
las miradas inexorables de G... M..., y la muchacha que os enviamos
lo que provocaba vuestra indignación. Temí que pudierais mirar mi
carta como una burla y a la joven enviada por G... M... como un
síntoma de que renunciaba a vos para unirme definitivamente a él.
Este pensamiento me ha llenado de consternación, pues por muy
inocente que yo fuése, no podía ocultárseme que las apariencias no
me eran favorables. Sin embargo, quiero que seáis mi juez después
de explicaros la verdad de lo sucedido». Hízome saber entonces todo
lo que le había pasado desde que había encontrado a G... M... que la
esperaba en el mismo lugar donde ahora nos hallábamos. Habíale
recibido, efectivamente, como a la primera princesa del mundo.
Habíale enseñado todas las estancias de una limpieza y una riqueza
admirables. Entrególe diez mil libras en su gabinete, añadiendo
algunas alhajas, entre las que se hallaba el collar y los brazaletes de
perlas que ya una vez le diera el padre. Hízole servir, por los nuevos
criados que tomó para ella, ordenándoles que de allí en adelante le
mirasen como a su dueña y señora; hízole, en fin, ver la carroza y
los caballos y todo el resto de sus presentes. Después de lo cual
propúsole una partida de juego para esperar la hora de la comida.
«Confieso—dijo—que quedé deslumbrada por tanta magnificencia.
Pensé que sería una tontería renunciar a tales bienes,
contentándonos con llevarnos las diez mil libras y las alhajas; que
igual yo que vos habíamos hecho nuestra fortuna y que podíamos
vivir agradablemente a expensas de G... M... En vez de proponerle el
teatro, decidí sondearle, en lo que a vos se refería, para ver las
facilidades que podríamos hallar para la ejecución de mi sistema. Le
he encontrado persona muy tratable. Preguntóme qué pensaba de
vos y si no me había causado tristeza abandonaros. Contesté que
érais tan amable y os habíais comportado siempre de tal modo
conmigo que era natural que no pudiese odiaros. Confesó que no
carecíais de méritos y que él mismo había sentido vivo impulso de
simpatía por vuestra persona. Quiso saber, cómo creía yo, que
tomaríais mi marcha, sobre todo cuando supieseis que estaba en sus
manos. Contestéle que la fecha de nuestro amor era tan vieja ya,
que había tenido tiempo de enfriarse un poco; que al mismo tiempo
pasabais por una crujía material, así que tal vez no miraseis mi
pérdida, que os libraba de pesado fardo, como gran desgracia. Añadí
que no dudando que os conduciríais pacíficamente no había vacilado
en deciros que venía a París para ciertos asuntos, que habíais
consentido en ello y que habiendo venido vos también no parecíais
muy inquieto cuando os dejé. Si le creyese capaz—díjome entonces
—de convivir amistosamente conmigo, sería yo el primero en
ofrecerle mis servicios y mis atenciones. Contesté que conociéndoos
como os conocía no dudaba de que os comportaríais correctamente,
sobre todo—añadí—si él podía ayudaros en vuestros asuntos, harto
desarreglados desde la riña con vuestra familia. Interrumpióme, para
hacer protestas de ofreceros toda la ayuda que de él dependiese, y
hasta si queríais embarcaros en un nuevo amor os presentaría a una
querida muy linda que había dejado para amarme a mí.
»Aplaudí su idea—añadió—, para borrar toda sospecha en él, y
afirmándome más y más en mi proyecto, no hacía sino pensar en la
manera de avisaros de lo que sucedía, por miedo a que os
alarmaseis con exceso al verme faltar a vuestra cita. Fué con tal
intención con la que le propuse enviaros a vuestra nueva amiga
aquella misma noche por tener un pretexto para escribiros. No hubo
más remedio que recurrir a aquella astucia, pues no tenía
esperanzas de que me dejase sola ni un instante.
»Rió de mi proposición; llamó a su lacayo, y tras de preguntarle si
sabría encontrar a su antigua amiga, mandóle de un lado para otro
en su busca. Creyó primero que era a Chaillot donde había que ir a
buscaros, pero yo le desengañé diciéndole que, al separarnos, os
prometí ir al teatro, y si algo me lo impedía o se presentaba alguna
dificultad me esperaríais en una carroza en la esquina de la calle de
San Andrés, y que, por lo tanto, más valía enviaros allí a vuestra
nueva amante, aunque no fuése más que para impedir que os
consumieseis de aburrimiento toda la noche. Díjele también que no
estaría de más escribiros dos palabras para advertiros de aquel
cambio, que os costaría trabajo explicaros si no. Consintió, pero me
vi obligada a escribir en su presencia, y claro que me guardé muy
bien de explicarme abiertamente en mi carta. He ahí—concluyó
Manon—la manera como han sucedido las cosas. No os oculto nada,
ni de mí ni de mis intenciones. La joven vino; la hallé bella, y como
no dudaba de que mi ausencia os entristecería deseé sinceramente
os entretuviera unos momentos, pues la fidelidad que en vos deseo
es la del corazón. Me hubiese gustado poder enviaros a Marcelo,
pero no tuve ni un momento para explicarle lo que había de
deciros». Remató su narración contándome la perplejidad en que la
carta del señor T... sumió a G... M... «Dudaba si dejarme o no, y me
afirmó que su ausencia no podía durar, y esto es lo que me hace
veros con inquietud y lo que me hizo también mostrar sobresaltada
tristeza».
Escuché el discurso con paciencia. Hallaba en él infinidad de cosas
crueles y mortificantes para mí, pues la intención de su infidelidad
estaba tan clara que ni aun había intentado ocultarla. No podía
esperar de G... M... que la dejase toda la noche como a una vestal.
Era, pues, con él con quien esperaba pasarla. ¡Qué confesión para
un amante! Pensé, empero, que yo era en parte culpable de su falta
por haberla puesto en antecedentes de la pasión de G... M... y
también por mi complacencia y ceguedad al entrar en el plan que
ella había concebido. Por otra parte, por uno de esos recodos
particulares a mi carácter, sentíame enternecido por la ingenuidad de
su confesión y por la manera abierta y buena con que me contaba
todos los detalles, aun aquéllos que más debían de ofenderme.
«Peca sin malicia—me dije a mí mismo—. Es ligera e imprudente,
pero también recta y sincera». Añádase a esto que el amor bastaba
por sí solo para cerrarme los ojos sobre todas sus faltas. Hallábame,
a decir verdad, demasiado satisfecho con la idea de robársela
aquella misma noche a mi rival. Díjele, sin embargo: «Y la noche,
¿con quién la hubieseis pasado?». Aquella pregunta, que formulé
tristemente, pareció confundirla. No me contestó sino con evasivas.
Tuve lástima de su confusión e interrumpiendo mi discurso dije que
naturalmente pensaba que me siguiera inmediatamente, sin demora.
«Lo haré—dijo—; pero ¿no aprobáis mi proyecto?—¡Ah!, no basta—
dije a mi vez—, ¿no basta que haya aprobado cuanto hicisteis hasta
ahora?—Cómo, ¿ni aun siquiera nos llevaremos los diez mil francos?
Me los dió y son míos». Aconsejela que lo abandonase todo, y que
aprovechásemos el tiempo para alejarnos rápidamente de allí, pues
aunque sólo media hora llevaba con ella, comenzaba a temer el
regreso de G... M... Sin embargo, tales instancias me hizo para
convencerme de que no nos fuésemos con las manos vacías que creí
complacerla concediéndole algo, puesto que tanto me había
concedido a mí.
Cuando nos preparábamos a marchar oí, con un estremecimiento
de terror, llamar con grandes golpes dados en la puerta de la calle.
No dudé que era G... M..., y en la turbación que aquella idea puso
en mi espíritu, dije a Manon que era hombre muerto si se dejaba
ver. Efectivamente, aun no era yo bastante dueño de mí mismo para
contenerme a su vista. Marcelo puso fin a mis penas entregándome
una carta que acababan de darle para mí. Era de T...
Comunicábame que habiendo ido G... M... a buscar dinero a su
casa, aprovechaba el tiempo para comunicarme una idea muy
divertida que se le había ocurrido. Que creía que no podía vengarme
de mi rival de modo más sabroso que comiéndome su cena y
acostándome con mi querida en el lecho que había pensado disfrutar
con ella, y que aquello le parecía empresa fácil si podía contar con
tres o cuatro hombres que tuviesen bastante valor para detenerle
aquella noche y bastante fidelidad a mí para guardarle a la vista
hasta la siguiente mañana; que, por lo que a él se refería,
prometíame entretenerle aún una hora con razones que tenía
pensadas ya.
Enseñé la misiva a Manon y le conté de qué astucia me había
valido para llegar hasta ella. Mi invención y la de T... le parecieron
admirables. Nos reímos a nuestras anchas unos minutos; pero como
la hablase de la última como de una broma, quedé asombrado al ver
que le parecía cosa muy digna de pensarse y que aun me la
proponía como algo cuya realización le encantaba. En vano fué que
la objetase la dificultad de hallar así, sin más ni más, gentes capaces
de detener a G... M... y vigilarle luego; díjome que, por lo menos,
había que intentarlo, puesto que T... nos garantizaba una hora por lo
menos. Y en respuesta a mis demás objeciones limitábase a decirme
que yo actuaba de tirano y que no tenía la menor complacencia para
con ella. Nada le pareció más divertido que aquel proyecto.
«Tendréis su mesa, dormiréis en su lecho y mañana temprano
partiréis llevándoos su dinero y su querida, y así estaréis bien
vengado del padre y del hijo».
Cedí a sus instancias, pese a los avisos de mi corazón, que parecía
presagiarme una catástrofe. Salí con intención de encargar a dos o
tres guardias de Corps con quienes Lescaut me había puesto en
relación se encargasen del cuidado de detener a G... M... Sólo a uno
hallé, pero era hombre resuelto que en cuanto supo de lo que se
trataba me garantizó el éxito. Tan sólo me pidió diez pistolas para
recompensar a tres soldados de la Guardia, a cuyo frente pensaba
ponerse. Roguéle que no perdiese el tiempo. Reuniólos en menos de
un cuarto de hora. Esperábales yo en su casa, y cuando todo estuvo
dispuesto llevéles yo mismo a la esquina de la calle por donde G...
M... había forzosamente de pasar camino de la morada de Manon.
Encarguéles que no le hiciesen sufrir malos tratos, pero que le
guardasen tan estrechamente hasta las siete de la mañana que yo
pudiese descansar en la absoluta seguridad de que no se les
escaparía. Díjome que su designio era llevarle a su cuarto y allí
obligarle a desnudarse y aun a acostarse, mientras él y sus bravos
pasaban la noche jugando y bebiendo.
Permanecí con ellos hasta que vi venir a G... M..., y entonces me
retiré a un sitio oscuro para ser testigo de escena tan extraordinaria.
El guardia de corps abordóle pistola en mano para advertirle
amablemente que no quería ni su vida ni su bolsa, pero que si
oponía resistencia o gritaba veríase en el caso doloroso de saltarle la
tapa de los sesos. G... M..., viéndole sostenido por tres soldados y
temiendo, sin duda, recibir un tiro si hacía algún gesto, no opuso
resistencia. Vi llevárselo como a un cordero.
Volví a casa de Manon, y para quitar toda sospecha en los criados,
díjele, delante de ellos, que no debíamos esperar a G... M... para
cenar, que asuntos urgentes reteníanle mal de su grado, y que me
había encargado viniese a excusarle y a ocupar su sitio, cosa que
miraba yo como singular honor, por tratarse de dama tan bella. Supo
secundarme hábilmente. Nos sentamos a la mesa. Mientras los
lacayos nos servían, conservamos un continente grave. En fin,
después de despedirles o autorizarles a que se retirasen, pasamos
una de las mejores noches de nuestra vida. Advertí a Marcelo, en
secreto, que buscase un coche y le encargase estuviese a las seis en
punto de la mañana a la puerta. Fingí abandonar a Manon a media
noche, pero en seguida, habiendo vuelto a entrar gracias a la ayuda
de Marcelo, dispúseme a ocupar el sitio de G... M... en la cama igual
que lo había ocupado en la mesa.
Durante aquel tiempo, nuestro enemigo malo trabajaba laborando
por nuestra perdición. Mientras nos entregábamos a los locos
arrebatos del placer, la catástrofe estaba suspendida sobre nuestras
cabezas. Pero, para mejor comprender las circunstancias de nuestra
ruina, hay que explicar las causas.
A G... M... seguíale su lacayo cuando los guardias de corps le
detuvieron. El muchacho, aterrado de la aventura de su amo, huyó
desandando el camino, y por primera providencia, para tratar de
socorrer a su señor, fué a advertir al viejo G... M... de lo que
sucedía.
Tales nuevas no podían por menos de alarmarle. Su vivacidad era
extremada para sus años. Quiso, para empezar, saber de boca del
lacayo todo lo que su hijo había hecho aquella tarde; si se había
querellado con alguien, si había intervenido en alguna riña, si había
acudido a algún lugar sospechoso. El criado, que creía a su señor en
el más espantoso de los peligros, y por ende, mirábase como
obligado a todo para salvarlo, descubrió al viejo cuanto sabía de su
pasión por Manon, de los gastos hechos por ella, de cómo pasara la
tarde en su casa hasta cerca de las nueve que había salido y de la
desgracia acaecida al regreso. Fué bastante para hacer sospechar al
viejo que el asunto de su hijo era una querella amorosa. Aunque
eran las diez y media de la noche, no dudó en ir a casa del jefe
superior de Policía. Rogóle diese órdenes apremiantes a todos sus
subordinados y tras pedirle una guardia para sí mismo, corrió a la
calle donde su hijo había sido detenido. Recorrió todos los lugares
en que esperaba encontrarle, y por fin, no hallando trazas de él,
hízose llevar a casa de la querida, donde esperaba que tal vez
hubiese regresado ya.
Iba a acostarme cuando llegó. Cerrada la puerta del cuarto, no oí
llamar a la de la calle. Entró seguido de dos arqueros, y tras
informarse inútilmente de lo que había sido de su hijo, sintió deseos
de conocer a la querida, para ver de obtener alguna luz en el
asunto. Subió a su habitación, acompañado siempre de los arqueros.
Íbamos a meternos en la cama, cuando abrió la puerta y con su
presencia heló la sangre de nuestras venas. «¡Dios santo, el viejo
G...!»—díjele a Manon. Salté para coger mi espada.
Desgraciadamente, habíase enredado en mi cinturón. Los arqueros,
que vieron mi ademán, se aproximaron para arrebatármela. Un
hombre en camisa, es hombre vencido. Me quitaron el arma.
Aunque turbado por aquel espectáculo, G... M... no tardó en
reconocernos. «¿Es ilusión de mis sentidos? ¿no tengo realmente
ante mí al caballero Des Grieux y a Manon Lescaut?». Tan ciego me
hallaba, por la ira, que ni aun le contesté. Pareció dar vueltas a
algunos pensamientos en su cabeza y, como si súbitamente se
inflamase de ira, gritó dirigiéndose a mí. «¡Ah, infortunado! ¡Estoy
seguro de que has asesinado a mi hijo!». Aquella injuria me
exasperó. «¡Viejo traidor!—respondí con orgullo—; ¡si hubiese
querido matar a alguien, hubiese sido a ti!—Sujetadle bien—dijo a
los arqueros—. Es preciso que me dé noticias de mi hijo. Le haré
ahorcar mañana si no me dice inmediatamente dónde se halla.—¡Me
harás ahorcar!—repliqué—Es a tus iguales a quienes hay que
mandar a la horca. Sabe que soy de sangre más noble y pura que la
tuya. Sí—añadí—, sé que ha sido de tu hijo, y si sigues agotando mi
paciencia, le haré estrangular antes de que sea de día y tú correrás
igual suerte que él».
Fué imprudencia mía decirle que sabía dónde estaba su hijo, pero
el exceso mismo de mi cólera, me hizo cometer esa torpeza. Llamó
inmediatamente a otros cinco o seis arqueros que aguardaban a la
puerta y les encargó se asegurasen de toda la servidumbre de la
casa. «¡Ah, señor caballero!—díjome con tono burlón—¡Con que
sabéis a dónde está mi hijo y le haréis estrangular! Contad con que
a mi vez sabré poner buen orden a las cosas». Comprendí entonces
la torpeza que había cometido.
Acercóse a Manon que lloraba sentada en el lecho. Díjole algunas
irónicas galanterías sobre el imperio que ejercía sobre el padre y
sobre el hijo y del buen uso que de él hacía. Aquel vetusto monstruo
de incontinencia quiso tomarse algunas familiaridades con ella.
«¡Guárdate de tocarla!—grité—¡No habría nada, por sagrado que
fuése, capaz de librarte de mis manos». Salió dejando en el cuarto
tres arqueros con el encargo de hacernos vestir rápidamente.
No sé cuáles eran entonces sus designios respecto a nosotros.
Quizás nos hubiese dejado en libertad si le hubiésemos dicho dónde
se hallaba su hijo. Pensé, mientras me vestía, si no sería aquél el
mejor partido. Pero si se hallaba en tales disposiciones al dejar
nuestro cuarto, volvió con otras muy distintas. Había ido a interrogar
a los criados de Manon, que habían sido detenidos por los arqueros.
Nada pudo sacar de los que G... M... había puesto a su servicio;
pero, cuando supo que Marcelo nos había servido antes a nosotros,
decidió hacerle hablar intimidándole con amenazas.
Era un muchacho fiel, pero sencillo y tosco. El recuerdo de lo que
había hecho en el hospital para libertar a Manon, junto al terror que
G... M... le inspiraba, causaron tal impresión sobre su alma simple,
que creyó que le iban a llevar al potro o a la rueda. Prometió decir
todo lo que sabía si le perdonaban la vida. G... M... comprendió, por
tales palabras, que había en nuestros asuntos algo más serio y más
criminal de lo que hasta entonces se figurara. Ofreció a Marcelo, no
sólo la vida, sino una recompensa si lo confesaba todo.
El desdichado le contó una parte de nuestros proyectos, aquélla
de que no nos habíamos recatado para hablar delante de él, puesto
que en ella había de intervenir forzosamente. Cierto que ignoraba los
cambios que habíamos introducido en París, pero le habíamos
informado al salir de Chaillot del proyecto y del papel que en él
debía representar. Contó que nuestra intención era engañar a su
hijo; que Manon iba a recibir o había recibido ya diez mil francos,
que según nuestros planes no debían volver nunca ya a manos de
los herederos de la casa G... M...
Después de hacer aquel descubrimiento el viejo subió presto a
nuestro cuarto. Entró en el gabinete donde le fué fácil encontrar la
suma y las alhajas. Volvió a nosotros, el rostro arrebatado de ira, y
enseñándonos lo que dió en llamar nuestra rapiña nos abrumó a
injurias. Mostró a Manon el collar de perlas y los braceletes. «¿Los
reconocéis?—díjole con sonrisa burlona—No es la primera vez que
los tenéis en vuestro poder. ¡Los mismos, a fe mía! ¡Se ve que eran
de vuestro agrado, buena moza!... Ya no me cabe duda.—¡Pobres
criaturas—añadió—; son encantadoras a decir verdad las dos!
¡Lástima que sean un poco canallas!».
Mi corazón ardía de rabia ante aquel afrentoso discurso. Hubiese
dado por ser libre... ¡Justo cielo!, ¿qué no hubiese yo dado por ser
libre un momento? En fin, violentéme para decirle con una
parsimonia que no era sino refinamiento de furor: «Acabemos,
señor, con sus injuriosas burlas. ¿De qué se trata? ¿Qué pretende
hacer de nosotros?—Se trata, señor caballero—díjome
calmosamente—, de ir al Chatelet. Mañana será de día y veremos
más claro en el asunto, y espero que entonces me dirá por fin dónde
está mi hijo».
Comprendí, sin necesidad de grandes reflexiones, que era cosa de
terribles consecuencias para nosotros vernos encerrados en el
Chatelet. Preví, con un escalofrío, todas las derivaciones. Pese a mi
orgullo dime cuenta de que había que inclinarse al peso de la
adversa fortuna y tratar de obtener algo por el halago de mi más
cruel enemigo. Roguéle con acento de sinceridad leal que me
prestase un momento de atención. «Me hago justicia a mí mismo—le
dije—. Confieso que los pocos años me han hecho cometer grandes
faltas y que habéis sido lo suficientemente perjudicado por ellas para
tener el derecho de quejaros; pero conocéis también la fuerza del
amor y debéis saber lo que padece un infortunado a quien arrebatan
lo que más ama; debéis comprender y perdonar que haya buscado
una pequeña venganza o por lo menos creerme bastante castigado
con la afrenta que acabo de sufrir. No hace falta ni prisión ni
suplicios para hacerme confesar dónde se halla vuestro hijo. Está en
lugar seguro. Mi intención no fué ni deshacerme de él ni ofenderos.
Estoy pronto a deciros el lugar donde pasa la noche si nos concedéis
en cambio la libertad».
El viejo tigre, en vez de sentirse ablandado por mi ruego, volvióme
la espalda riéndose de mí. Dejó escapar tan sólo algunas palabras
para mostrarme que conocía nuestros propósitos hasta en su origen.
Por lo que a su hijo se refería dijo que se bastaba para encontrarle
puesto que no le había asesinado. «Conducidles al pequeño Chatelet
—ordenó a los arqueros—, y cuidad que no se escapen, pues el
caballero es un lince y se ha escapado ya de San Lázaro».
Salió dejándome en el estado que podéis suponer. «¡Oh, cielos!—
clamaba con desesperación—¡Acepto gustoso todos los castigos que
queráis enviar sobre mí, pero que un malvado pueda hacerme
víctima de tales tiranías es lo que más me desespera!». Los arqueros
nos rogaron que no les hiciésemos esperar más. Tenían una carroza
a la puerta. Ofrecí mi mano a Manon para bajar. «Ven, reina amada
—díjele—, ven a aceptar el rigor injusto de la suerte. Tal vez quiera
el cielo que algún día seamos más felices».
Partimos en la misma carroza. Arrojóse en mis brazos. No le había
oído ni una sola palabra desde la llegada de G... M..., pero al
hallarse sola conmigo díjome mil ternezas acusándose de ser la
causa de mi desgracia. Aseguré que jamás me quejaría de mi suerte
mientras ella no cesase de amarme. «No soy yo a quien debes de
compadecer—continué—. Algunos meses de encierro no me
espantan y desde luego prefiero el Chatelet a San Lázaro. Pero, es
por ti, alma mía, por quien tiembla mi corazón. ¡Qué destino para
criatura tan bella! ¡Cielos! ¿Cómo tratáis así a la más acabada de
vuestras obras? ¿Por qué no nacimos con cualidades acordes a
nuestra miseria? Hemos recibido ingenio, gusto, sentimiento... ¡Qué
triste el uso que de ellos hacemos mientras tantas almas bajas y
dignas de esa suerte gozan de los dones y favores de la fortuna!».
Tales reflexiones dejáronme transido de dolor. Pero nada
significaban si había de compararlas con las que miraban a lo
porvenir, pues si he de decir verdad estremecíame de miedo por
Manon. Había estado ya en el hospital, y aunque hubiese salido, no
ignoraba yo lo peligrosas, por sus consecuencias, que eran ciertas
recaídas en aquel lugar. Hubiese querido participarle mis temores
pero temí alarmarle con exceso. Temblaba por ella sin osar
comunicarle mis zozobras y abrazábale con tiernos suspiros para por
lo menos asegurarle de mi amor, que era el único sentimiento que
osaba expresarle. «Manon—díjele—, háblame con franqueza; ¿me
amáis siempre?». Contestóme que le mortificaba el que pudiese
dudarlo. «Pues bien, ya no dudo y afrontaré a todos nuestros
enemigos con esa fe. Emplearé todo mi esfuerzo en salir del Chatelet
y mi sangre no servirá de nada si no empleo hasta la última gota en
sacaros de allí en cuanto yo me vea libre».
Llegamos a la prisión. Nos pusieron en lugar aparte a cada uno.
Aquel golpe me fué menos cruel por haberlo previsto de antemano.
Me recomendó Manon al portero haciéndole saber que yo era
persona distinguida y ofreciéndole una recompensa. Abracé a mi
amada antes de separarme de ella. La conjuré a no afligirse con
exceso y a no temer nada mientras estuviese yo en el mundo. No
careciendo yo de dinero díle algo a ella y pagué al portero un mes
de pensión adelantado para ambos.
Mi dinero dió resultados óptimos. Pusiéronme en un cuarto limpio
y bien arreglado y me aseguraron que Manon tenía uno igual.
Ocupéme en seguida de los medios de apresurar mi libertad. No
había nada de realmente criminal en nuestra aventura, y aun
suponiendo que el intento de robo se probase, gracias a la
declaración de Marcelo, no ignoraba yo que las intenciones no
podían castigarse. Decidí escribir en seguida a mi padre para rogarle
viniese a París en persona. Causábame menos vergüenza, como ya
he dicho, estar en el Chatelet que en San Lázaro. Esto sin contar
que, aunque conservaba todo mi respeto por la autoridad paterna, la
edad y la experiencia habían disminuido mucho mi timidez. Escribíle,
pues, y en el Chatelet no pusieron inconveniente a la salida de mi
carta. Era, sin embargo, una molestia que hubiese podido ahorrarme
de saber que mi padre llegaba a París al siguiente día.
Había recibido la carta que le escribiera ocho días antes. Tuvo una
gran alegría; pero por mucho que mi conversión halagase su deseo
no creyó poder confiar del todo en mis promesas. Tomó así el
partido de venir en persona a asegurarse de mi conversión y trazar
su línea creada al tenor de la sinceridad de mi arrepentimiento.
Llegó al día siguiente de mi prisión.
Su primera visita fué a Tiberio, a quien indicábale yo que debía
dirigir la respuesta a mi carta. No pudo saber de él ni mi domicilio ni
mi estado presente. Tan sólo supo mis principales aventuras desde
que me escapé de San Sulpicio. Tiberio le habló con elogio de las
buenas disposiciones que viera en mí en su última visita. Añadió que
me creía libre de Manon, pero que así y todo, causábale sorpresa
que le tuviese sin noticias desde hacía ocho días. Mi padre no se
dejó engañar. Comprendió que había algo que escapaba a la
penetración de Tiberio en aquel silencio de que se quejaba, y tanta
maña dióse en seguir mi rastro que a los dos días de su llegada supo
que me hallaba en el Chatelet.
Antes de recibir su visita, que me encontraba muy lejos de creer
inminente, recibí la del Jefe Superior de Policía, o, mejor dicho, para
llamar las cosas por su nombre, sufrí un interrogatorio. Hízome
algunos reproches, pero he de confesar que no se mostró ni severo
ni desagradable. Me dijo que me compadecía por mi mala conducta;
que había mostrado gran falta de tacto al hacerme enemigo de un
señor como G... M...; que había que reconocer que en mi asunto
había más imprudencia que malicia, pero que no por eso dejaba de
ser la segunda vez que me veía sometido a los fallos de un Tribunal
y que hubiese sido de esperar que me volviese más formal después
de dos o tres meses de lecciones en San Lázaro.
Contento de tenérmelas que haber con un juez razonable,
expliquéme con él de un modo tan sensato y respetuoso que pareció
satisfecho en extremo de mis respuestas. Díjome que no debía de
entregarme a la desesperación, pues estaba dispuesto a servirme
por simpatía a mi nacimiento y a mi juventud. Me tomé la libertad de
recomendarle a Manon, y recomendársela loando su dulzura y buen
natural. Rióse para decirme que no la había visto aún, pero que le
habían hablado de ella como de una persona harto peligrosa.
Aquellas palabras exaltaron de tal modo mi ternura por ella que
prorrumpí en mil razones inflamadas de pasión en defensa de mi
pobre amada, y aun no pude contener mis lágrimas. Ordenó que me
llevasen nuevamente a mi habitación. «¡Amor, amor!—murmuró el
grave magistrado al verme salir—, ¿no te reconciliarás nunca con la
prudencia?».
Hallábame rumiando mis ideas de siempre y meditando sobre la
conversación que acababa de tener con el Jefe Superior de Policía
cuando sentí abrir la puerta de mi celda: era mi padre. Aunque debía
estar preparado para la visita, que esperaba algunos días más tarde,
impresionóme de tal modo que me hubiese precipitado en cualquier
abismo que se hubiese abierto ante mis pies para rehuir su vista.
Abracéle con señales inequívocas de mi turbación. Sentóse, sin que
ni él ni yo hubiésemos abierto aún la boca.
Como permaneciese en pie, descubierto y con los ojos bajos,
díjome gravemente: «Sentaos, caballero, sentaos. Gracias al ruido
escandaloso de vuestros libertinajes y de vuestras indelicadezas, he
hallado el lugar en que morábais. Es la triste ventaja de tales
méritos el no poder permanecer ocultos. Vais a la celebridad por un
camino infalible. Espero que la meta será pronto la Greve y que
disfrutaréis de la gloria de veros expuesto a la pública admiración».
No contesté nada. Continuó: «¡Qué desdicha para un padre,
después de haber luchado por un hijo y no haber regateado medios
para hacer de él un hombre honrado, hallarse con que no es sino
canalla que les deshonra! Se consuela uno de una pérdida de
fortuna; el tiempo la borra y la pena disminuye. Pero ¿qué remedio
contra un mal que aumenta de día en día, como sucede con los
desórdenes del hijo vicioso que pierde todo sentimiento de honor.
¿No dices nada, desdichado?—añadió—¡Ved qué aire contrahecho de
modestia, qué hipócrita humildad! ¿No se le creería acaso, al verle
así, un hombre honrado, digno de su raza?».
Aunque comprendía merecer una parte de sus ultrajes parecíame
que los llevaba demasiado lejos. Creíme con derecho a hacerme oir.
«Os aseguro, señor, que la humildad con que me presento ante
vos no es fingida; es la actitud natural en un hijo que siente infinito
respeto por su padre, mucho más cuando se muestra irritado con él.
No pretendo tampoco pasar por el hombre más sensato y ecuánime.
Reconozco que merezco vuestros reproches, pero os conjuro a que
en ellos pongáis un poco más de bondad y a que no me tratéis como
al más perverso de los hombres. No merezco tales epítetos. Es el
amor, bien lo sabéis, el causante de todas mis faltas. ¡Fatal pasión!
¿No conocéis su fuerza? ¿Vuestra sangre, que es manantial de la
mía, no sintió jamás sus ardores? El amor me hizo con exceso tierno,
apasionado, fiel, quizás complaciente con exceso a los deseos de
una querida encantadora. He ahí mis crímenes. ¿Veis ahí alguno que
os deshonre? Veamos, padre querido—continué con ternura—, un
poco de piedad para un hijo, lleno siempre de respeto y de afecto
por vos, y que no ha renunciado, como creéis, al honor y al deber, y
que es mil veces más de compadecer de lo que podríais pensar».
Vertí algunas lágrimas como acompañamiento de tales palabras.
Un corazón paterno es la obra maestra de la Naturaleza; reina en
él, por así decirlo, y ella misma maneja todos sus resortes. El mío,
que unía a su calidad de padre el ser un hombre de talento y de
gusto natural, sintióse tan impresionado del giro que había dado yo
a mis disculpas que no fué dueño de ocultarme el cambio habido en
su espíritu. «¡Ven, pobre caballero, ven a abrazarme! Me das
lástima». Le abracé. Me estrechó contra su pecho de un modo que
denunciaba a las claras lo que sucedía en su corazón. «Pero ¿de qué
medio nos valdremos—dijo—para sacarte de aquí? Explícame todos
tus asuntos, sin disfrazar la verdad».
Como no había nada en realidad, mirando bien al fondo de mi
conducta, que pudiese deshonrarme, sobre todo si se le comparaba
con otros jóvenes de mi clase y de mi tiempo, y que, en el siglo en
que corremos, no son miradas como vergüenzas, ni una querida
guapa, ni el arte para forzar la mano a la fortuna en el juego, hice a
mi padre una confesión sincera de la vida que había llevado. A cada
falta que confesaba, tenía buen cuidado de añadir ejemplos célebres
que disminuyesen su fealdad.
«Cierto que vivía con una querida, sin hallarme ligado a ellos por
vínculos matrimoniales, pero el duque de... sostiene dos a la vista de
todo París; y el señor de... tiene, hace diez años una, a la que
guarda una fidelidad que no ha guardado nunca a su esposa
legítima. Las dos terceras partes de las gentes honradas en Francia,
consideran como una honra tener una. Cierto también, que usé de
algunas supercherías en el juego, pero el marqués de... y el conde
de... no tienen otras rentas; el príncipe de... y el duque de...
capitanean una pandilla de caballeros de la misma orden». Por lo
que se refiere a nuestros designios, respecto de la bolsa de G... M...
hubiese podido probar con igual facilidad que no me faltaban
precedentes, pero me quedaba aún demasiado sentimiento del
honor, para no condenarme a mí mismo en compañía de cuantos en
tal sentido pudiera proponerme por ejemplo, de modo que rogué a
mi padre me perdonase aquella debilidad en gracia a las dos
grandes pasiones que me la inspirase; la venganza y el amor.
Interrogóme sobre si conocía algún medio de apresurar mi libertad
y de forma que evitase el escándalo. Participéle los sentimientos
favorables a mí, mostrados por el jefe superior de Policía. «Si alguna
dificultad hay—expúsele—vendrá de G... M..., así que creo no estaría
de más le viéseis». Me lo prometió así.
No me atreví a suplicarle intercediese por Manon. No fué falta de
audacia, sino más bien efecto del miedo que me hacía temer irritarle
y de resultas sugerirle algún plan funesto para ella y para mí. Aún
está por saber para mí si ese temor no ha sido la causa de los
mayores infortunios, impidiéndome explorar las disposiciones de mi
padre e intentar sugerirle ideas de simpatía y compasión por mi
infortunada querida. Tal vez hubiese excitado su piedad; tal vez le
hubiese puesto en guardia contra las impresiones desfavorables que
iba a recibir del viejo G... M... ¿Qué sé yo? Mi fatal destino hubiese
sido quizás más fuerte que todos mis esfuerzos, pero a lo menos no
hubiese tenido sino a ella y la crueldad de mis enemigos a quienes
acusar de mis desgracias.
Después de dejarme mi padre, fuése a hacer una visita a G... M...
Encontróle con su hijo, a quien el guardia de corps había
honradamente devuelto su libertad. Jamás he sabido detalles de su
conversación, pero no me ha sido difícil adivinarlos al juzgar sus
mortales efectos. Fueron juntos, quiero decir, claro es, los dos
padres, a casa del jefe superior de Policía, del que solicitaron dos
favores; uno hacerme salir en seguida del Chatelet, el otro encerrar
a Manon por todo el resto de sus días o enviarla a América.
Empezábase por aquel entonces a embarcar multitud de gentes sin
ley ni fuero para el Mississipi. El jefe de Policía dióles palabra de
hacer partir a Manon en el primer barco.
El señor G... M... y mi padre vinieron juntos a traerme la buena
nueva de mi libertad. G... M... hízome un cumplido sobre el pasado y
habiéndome felicitado por la dicha de tener tal padre, exhortóme a
seguir en lo futuro su ejemplo. Mi padre ordenóme le presentase mis
excusas por la pretendida falta cometida con su familia y darle
además las gracias por haber interpuesto sus buenos oficios para
devolverme la libertad.
Salimos juntos sin haber pronunciado ni una palabra que se
refiriese a mi querida. Ni aun osé hablar de ella a los carceleros en
su presencia. ¡Inútiles hubiesen sido por otra parte mis
recomendaciones! La orden cruel había llegado al mismo tiempo que
la de mi libertad. Aquella desdichada fué llevada una hora más tarde
al hospital, para incorporarse a otras infortunadas criaturas
condenadas a compartir su suerte.
Habiéndome mi padre obligado a acompañarle a la casa donde
moraba, eran casi las seis cuando conseguí, escabuyéndome a sus
miradas, volver al Chatelet. Pensaba enviar algunos refrescos a
Manon y recomendársela al portero, pues no creía me permitiesen
verla. Tampoco había tenido aún tiempo de pensar en los medios de
libertarla.
Pregunté por el conserje. Había quedado satisfecho de mi
generosidad y cortesía, así es que mostró gusto en servirme.
Hablóme de la suerte de Manon como de una desgracia que
lamentaba por que sabía me causaría pena. No comprendí aquel
lenguaje. Hablamos pues algunos momentos sin entendernos. Al fin,
notando que necesitaba una explicación, me la dió tal y como ya
tuve el honor de deciros y aún siento horror a repetir.
Jamás apoplejía causó efecto más rápido y terrible. Caí con
palpitaciones de corazón tan dolorosas, que perdí el conocimiento y
pude creerme libertado de la carga de la vida para siempre. Aún
quedábame algo de aquella impresión cuando recobré el
conocimiento. Volví los ojos a todas partes y aun me palpé para
convencerme de si me quedaba algo de la desdichada condición de
ser viviente. Verdad es que, de seguir tan sólo el natural instinto que
nos hace desear libertarnos de nuestras penas, nada podía
parecerme más dulce que la muerte en aquella hora de angustia y
consternación. La misma religión no podía amenazarme después del
tránsito con nada más atroz que las crueles convulsiones que me
atormentaban. La muerte, sin embargo, sólo a mí hubiese sido útil;
Manon necesitaba de mi esfuerzo todo y juré emplearlo en su
servicio sin vacilaciones.
El portero prestóme toda la asistencia que hubiese podido esperar
del mejor de mis amigos. Recibí sus servicios con vivísima gratitud.
«¡Dios mío, os veo compadecido de mis penas! Todo el mundo me
abandona. Mi mismo padre cuéntase entre mis perseguidores más
crueles. Nadie tiene piedad de mí. Vos sólo, en la mansión de la
crueldad y la barbarie, tenéis lástima del más miserable de los
hombres».
Aconsejóme no salir a la calle hasta haberme repuesto un tanto
del estado de turbación en que me hallaba. «¡Dejad, dejad!—
respondíle saliendo sin hacer caso—Os volveré a ver antes de lo que
creéis. Preparadme el más lúgubre de vuestros calabozos. Voy a
hacer méritos para ser dueño de él».
Efectivamente, mis primeras resoluciones llegaban nada menos
que a deshacerme de los dos G... M... y del jefe superior de Policía y
caer acto seguido a mano armada sobre el hospital con cuantos
pudiese interesar en mi pleito. Mi mismo padre, con serlo, apenas si
escapaba de la venganza que conceptuaba justa, pues el portero no
me había ocultado que él y G... M... habían sido los autores de mi
infortunio.
Pero cuando hube dado unos pasos por la calle y el aire fresco
calmado un poco mis nervios y mi irritación, mi furor dejó sitio poco
a poco a sentimientos más razonables. La muerte de nuestros
enemigos no hubiese servido de nada a Manon y en cambio me
hubiese quitado toda manera de ayudarle. Ensamblé todas mis
fuerzas y todos mis pensamientos para trabajar por la liberación de
Manon, dejando el resto para después del éxito de aquella empresa.
Quedábame poco dinero y aquello era una de las bases por donde
había que empezar. No veía sino tres personas de quienes pudiese
esperarlo; M. de T..., mi padre o Tiberio. Había pocas probabilidades
de obtener algo de los dos últimos y avergonzábame de cansar al
otro con mis abusos. Pero no es ciertamente en las horas de
desesperación cuando se guardan las consideraciones. Fuíme
inmediatamente al seminario de San Sulpicio sin preocuparme de si
sería reconocido o no. Hice llamar a Tiberio. Sus primeras palabras
diéronme a entender que ignoraba aún mis últimas aventuras.
Aquello me hizo cambiar en mi plan, que era emocionarle,
compadecerle con mi infortunio. Habléle de la alegría que había
tenido al ver a mi padre y roguéle me prestase algún dinero para
pagar mis deudas antes de abandonar París. Ofrecióme su bolsa
para coger lo que quisiese. Cogí quinientos francos de seiscientos
que había en ella y le ofrecí un recibo. Pero era demasiado delicado
para aceptarlo.
Volví a casa de M. de T... Con él no guardé reserva de nada. Hícele
la exposición de mis desgracias y de mis penas. Sabía ya hasta los
menores detalles por la precaución que tuvo de seguir la aventura
del joven G... M... hasta su fin. Escuchóme, sin embargo, y pareció
compadecerme mucho. Cuando le pedí consejo sobre el modo de
salvar a Manon díjome que veía tan poca luz de esperanza en ello
que de no hacer el cielo un milagro había que renunciar a toda
ilusión; que había ido por el hospital intencionadamente después de
encerrada ella allí y que ni aun él pudo obtener permiso para verla;
que las órdenes del Jefe Superior de Policía eran muy rigurosas, y
que para colmo de desdicha la banda de infelices con quienes estaba
condenada a partir debían de hacerlo el siguiente día.
Tan consternado me hallaba con sus palabras que hubiese podido
estar hablando durante una hora sin que se me hubiese ocurrido
interrumpirle. Me dijo que no había ido a verme al Chatelet para
conservar más libertad de movimientos no mostrando amistad por
mí; que en las horas que llevaba en libertad había tenido la pena de
ignorar dónde me hallaba y que había deseado ardientemente verme
para darme el único consejo de que creía podía venir algún bien
para Manon, pero que se trataba de un consejo peligroso en el cual
me rogaba ocultase siempre que él había tenido parte, y era elegir
algunos valientes que tuviesen bastante audacia para atacar a los
guardas encargados de escoltar a Manon en cuanto hubiesen salido
de París con ella. No esperó que le hablase de mi indigencia. «Ahí
tenéis cien pistolas—díjome ofreciéndome una bolsa—que pueden
seros de alguna utilidad. Me las devolveréis cuando vuestros asuntos
estén en orden». Añadió que si el cuidado de su reputación se lo
hubiese permitido él mismo me hubiese ofrecido la ayuda de su
brazo y de su espada.
Aquella generosidad me emocionó hasta el llanto. Empleé en
testimoniarle mi gratitud toda la vivacidad que mi aflicción me
dejaba aún. Pregunté si no se podía esperar nada por el camino de
las súplicas del Jefe Superior de Policía. Díjome que ya había
pensado en ello pero que le parecía inútil, pues una gracia de
aquella naturaleza no podía pedirse sin una razón y que no veía qué
razón podía aducirse para interesar a tan alto y severo personaje, y
que si algo podía esperarse en tal sentido era interesando a G... M...
y a mi padre en nuestro favor y haciendo que ellos mismos
implorasen del Jefe Superior de Policía la revocación de su sentencia.
Ofrecióme hacer todos los esfuerzos imaginables para ganar a
nuestra causa al joven G... M..., aunque creía hallarle un poco frío
con él, tal vez por algunas sospechas concebidas a su cuenta en
nuestro asunto. Aconsejóme no omitir por mi parte esfuerzo para
tratar de ganar la voluntad paterna.
No era ni mucho menos empresa fácil para mí y no sólo por la
dificultad natural de realizarla, sino por otra razón que me hacía
temer mostrarme ante él. Habíame escapado de nuestro
alojamiento, faltando a sus órdenes, decidido a no volver más desde
que supe el triste destino de Manon. Temía no me detuviese contra
mi voluntad y aun no me obligase a seguirle a provincias. Mi
hermano mayor había empleado en otros tiempos aquel método. Sin
embargo, encontré un medio de verme con él sin peligro: citarlo en
un sitio público y hacerme anunciar a él con un nombre supuesto.
Tomé aquel partido; T... fuése a ver a G... M... y yo por mi parte al
Luxemburgo, desde donde envié a avisar a mi padre que un
caballero que era su servidor le aguardaba. Temí tuviese algún
reparo en venir, pues la noche se aproximaba, pero poco después
vile llegar seguido de un lacayo. Roguéle tomásemos por un paseo
solitario en que pudiésemos hablar a solas. Dimos lo menos cien
pasos sin despegar los labios. Supongo comprendería que tantos
preparativos no se habían hecho sin un motivo de importancia.
Esperaba, pues, mi discurso: yo meditaba.
Por fin hablé. «Señor—díjele temblando—, sois un buen padre. Me
habéis colmado de bienes y me habéis perdonado un número infinito
de faltas. El cielo me es testigo de que tengo por vos los
sentimientos filiales más tiernos y respetuosos. Pero me parece que
vuestra severidad... —¡Mi severidad!...—contestó mi padre, que
debía de hallar que hablaba yo con excesiva calma para la medida
de su impaciencia—. ¡Ah, señor!—repliqué—, paréceme si que
vuestra severidad es excesiva en el trato que habéis infligido a la
desdichada Manon. Habéis escuchado a G... M... Su odio os la ha
representado con los más negros colores. Os habéis hecho de ella
una idea odiosa. Sin embargo, es la más dulce y amable criatura que
se vió jamás. ¡Pluguiera al cielo que hubieseis deseado verla un
momento! Estoy seguro que os habría parecido tan encantadora
como a mí. Hubieseis tomado su defensa; hubieseis detestado las
negras astucias de G... M...; hubieseis tenido compasión de
nosotros. Estoy cierto de que vuestro corazón no es insensible y os
hubieseis dejado enternecer».
Interrumpióme al ver que el fuego con que hablaba no me
permitía acabar. Quiso saber a dónde iba a parar con mi inflamado
discurso. «¡A imploraros la gracia de mi vida, que no podré
conservar ni un día más si Manon parte para América!—No, no—
díjome con tono severo—. Prefiero verte muerto que sin honra y sin
decoro. —¡No sigáis adelante!—dije, cogiéndole por el brazo—
¡Arrancadme esta vida odiosa e insoportable, pues en el estado de
desesperación en que me arrojáis la muerte será un favor para mí!
¡Es regalo digno de la mano de un padre!—No te daría sino lo que
mereces—replicó—. Conozco a muchos padres que no hubiesen
esperado tanto tiempo para ser tus verdugos, pues mi bondad
excesiva es lo que te ha perdido».
Arrojéme a sus plantas: «¡Ah, si aún os queda un poco de amor
por mí—clamé, abrazándome a sus rodillas—no os mostréis duro e
implacable ante mis lágrimas. Pensad que soy vuestro hijo...
Acordaos de mi madre, a quien amabais tiernamente. ¿Hubieseis
sufrido que la arrancasen de vuestros brazos? No, la hubieseis
defendido hasta la muerte. ¿Es que los demás no tenemos también
corazón? ¿Puede serse implacable después de haber gozado una vez
de las dulzuras del amor?—¡No me hables más de tu madre!—
replicóme con irritado acento—. Su recuerdo no sirve sino para atizar
mi indignación. Tus desórdenes la matarían de pena si hubiese vivido
bastante para verlos. Acabemos ya esta entrevista que me
importuna y no me hará cambiar de resolución. Me vuelvo a casa y
te ordeno que me sigas».
El tono duro y seco con que me intimó aquella orden me hizo
comprender que su corazón era inflexible. Alejéme algunos pasos
con el temor que se le ocurriese la idea de detenerme por su propia
mano. «No aumentéis mi desesperación—díjele—forzándome a
desobedeceros. Es imposible que vaya con vos. No lo es menos que
viva después de la dureza con que me habéis tratado. Os doy mi
eterno adiós. Mi muerte, de la que tendréis pronto noticia, hará tal
vez más paternales vuestros sentimientos para conmigo». Como
volviese la espalda para abandonarle, gritó colérico: «¿Te niegas a
venir conmigo? Ve, corre a tu perdición. ¡Adiós, hijo ingrato y
rebelde! —¡Adiós!—díjele con ciego arrebato—¡Adiós, padre cruel y
desnaturalizado!».
Salí en seguida del Luxemburgo. Anduve por las calles como un
loco hasta dar en casa del señor T... Alzaba, mientras iba
caminando, las manos al cielo para invocar todas las potencias
celestiales. «¡Oh, cielos!—repetía—, ¿seréis siempre implacable para
los míseros mortales? ¡Sólo de vos puedo esperar ayuda!».
T... no había vuelto aún a su casa, pero regresó después de
estarle esperando unos momentos. Su gestión no había dado mejor
resultado que la mía, y así me lo dijo con abatido rostro. El joven
G... M..., aunque menos irritado que su padre contra mí y contra
Manon, no había querido tomar sobre sí el impetrar piedad para ella.
Habíase excusado, alegando el temor que a él mismo inspiraba aquel
viejo vengativo que habíase enfurecido ya una vez, reprochándole
sus proyectos amorosos por lo que a Manon atañía.
No me quedaba, pues, más camino que el de la violencia, tal y
como T... me había trazado el plan; a él reduje todas mis
esperanzas. «Son bien endebles—díjele—; pero la más dulce y grata
para mí es la de perecer en la empresa». Dejéle, rogándole me
auxiliase con sus votos, y ya no pensé sino en asociarme unos
camaradas a quienes contagiar mi valor y resolución.
Al primero que se me ocurrió recurrir fué al guardia de corps que
me había servido ya para detener a G... M... También proyectaba ir a
pasar la noche a su casa, no habiendo tenido ánimos para
procurarme alojamiento. Le hallé solo. Mostró gran alegría al verme,
pues me creía en el Chatelet. Ofrecióme sus servicios; le expliqué los
que podía prestarme. Tenía bastante buen sentido para apreciar
todas las dificultades, pero también bastante generosidad para
correr los riesgos.
Pasamos una parte de la noche en madurar mi proyecto. Hablóme
de los tres soldados de la guardia de que se valiera en la última
ocasión como de tres valientes. T... habíame informado con
exactitud del número de los arqueros que debían guardar a Manon
en el camino; no eran más que seis. Cinco hombres valientes y
resueltos serían bastante para sembrar el pánico entre aquellos
miserables, incapaces de defenderse decorosamente si pueden
librarse de los riesgos del combate con una cobardía.
Como no carecía de dinero, el guardia de corps aconsejóme no
escatimar nada para asegurar el éxito de nuestro ataque.
«Necesitamos—dijo—caballos, pistolas y un mosquete cada uno. Yo
me encargo de hacer mañana los preparativos. Hacen falta también
tres trajes de paisano para los soldados, que, claro es, no osarán
mostrarse en una aventura así con los uniformes del regimiento».
Puse en sus manos las cien pistolas que me diera T... y que fueron
gastadas al siguiente día hasta el último céntimo. Los tres soldados
desfilaron ante mí; les animé con promesas y para ilusionarles más
di a cada uno diez pistolas.
Llegado el día en que la empresa había de tener lugar envié uno al
hospital desde por la mañana temprano, para cerciorarse por sus
propios ojos de la partida de los arqueros con su presa.
Aunque no había tomado tal precaución sino por un exceso de
inquietud y previsión, resultó que era absolutamente precisa. Había
confiado en algunas indicaciones erróneas que me habían dado
sobre el camino que debían seguir y creía que era en la Rochelle
donde la lamentable caravana iba a embarcar. Hubiese malgastado
mis esfuerzos de esperar en el camino de Orleans. Fuí informado por
el soldado de guardia que era de Havre-de-Grâce de donde partiría
el barco para América.
Corrimos a la Puerta de San Honorato, cuidando de ir por distintos
caminos. Nos reunimos en los límites del barrio. No tardamos en ver
venir los seis guardias y los dos míseros coches que tropezasteis en
Passy hace dos años. Aquel espectáculo estuvo a punto de quitarme
las fuerzas y hasta el conocimiento. «¡Oh, fortuna!—gemí—¡Cruel
fortuna! ¡Dame la muerte o la victoria!».
Nos consultamos un momento sobre la manera de llevar a cabo el
ataque; los arqueros no iban arriba de cuatrocientos pasos delante
de nosotros y podíamos cortarles el paso con sólo cruzar un
pequeño campo al que bordeaba el camino real. Los guardias de
corps fueron de opinión de hacerlo así, para caer de improviso sobre
ellos, sembrando el pánico en sus filas. Aprobé su idea y fuí el
primero en picar espuelas al caballo. Pero la fortuna mostróse sorda
a mis ruegos.
Los arqueros, viendo a cinco caballeros galopar hacia ellos, no
dudaron fuése con intención de atacarles. Pusiéronse a la defensiva,
preparando sus bayonetas y sus fusiles con aire de resolución.
Aquello que no tuvo otra consecuencia que exasperar nuestra furia
en el guardia de corps y en mí, robó de golpe y porrazo el valor de
nuestros pusilánimes compañeros. Paráronse como de común
acuerdo y habiendo cambiado algunas palabras entre sí, volvieron
grupas y a todo galopar de sus caballos dirigiéronse hacia París.
«¡Dios mío! ¿qué hacer ahora?—díjome el guardia de corps que
parecía tan anonadado como yo ante aquella infame deserción—No
somos sino dos». Habíame quedado mudo de furor y de asombro.
Detúveme dudando si mi primera venganza no debía de emplearla
en la persecución y castigo de los cobardes que así me
abandonaban. Mirábales huir y volvía al mismo tiempo mis ojos a los
arqueros. Si me hubiese sido posible partirme en dos, hubiese caído
a la vez sobre los dos objetos de mi odio.
El guardia de corps, que dióse cuenta de mi incertidumbre por mis
miradas de espanto, rogóme prestase oídos a sus consejos. «No
siendo sino dos, sería locura atacar a seis hombres que están tan
bien armados como nosotros y que parecen esperarnos a pie firme.
Hay que volver a París y escoger mejor a nuestros hombres y
mañana alcanzarlos. Los arqueros no podrán hacer grandes jornadas
con esos pesados carromatos y no nos costará gran trabajo».
Medité un momento sobre aquel partido pero, no viendo por todas
partes sino motivos de desesperación, tomé una resolución
verdaderamente extrema, y fué, después de dar las gracias a mi
compañero por sus servicios, despedirme de él, y luego, en vez de
atacar a los arqueros, acercarme sumiso a ellos y rogarles me
permitiesen incorporarme a su caravana para acompañar a Manon
hasta Havre-de-Grâce y pasar luego con ella al otro lado del mar.
«Todo el mundo me persigue o me traiciona—díjele al guardia de
corps—, nada puedo esperar de nadie, no aguardo nada de la
fortuna, ni menos auxilio de los hombres. Mis males han llegado a la
meta, no me queda sino someterme. Así, que cierro los ojos a la
esperanza. Pluga al cielo recompensar vuestra generosidad. Adiós.
Voy a ayudar a mi mala suerte a consumar mi ruina corriendo a ella
voluntariamente». Inútilmente hizo esfuerzos para convencerme que
debía de volver a París. Roguéle que me dejase a merced de mi
destino y que se fuése él, pues temía que los arqueros siguiesen
creyendo en una intención de ataque por nuestra parte.
Fuí hacia ellos con paso lento y tal consternación en el semblante,
que no pudieron creer en una intención de ataque. Sin embargo,
permanecían a la defensiva. «Tranquilizaos señores—díjeles
abordándoles—, no os traigo la guerra; vengo tan sólo a pediros
gracia». Roguéles siguiesen su camino sin desconfianza y
expliquéles, mientras caminábamos, el favor que esperaba de ellos.
Consultáronse sobre cómo debían recibir aquella confesión. El jefe
del destacamento tomó la palabra en nombre de los demás.
Respondióme que las ordenes que tenía para vigilar a sus cautivas
eran de rigor extremo; que, sin embargo, parecíales tan simpático y
buena persona, que él y sus compañeros faltarían un algo a su
deber, pero que, como comprendería aquel sacrificio había de
costarme algo. Quedábanme quince pistolas y no tuve inconveniente
en decirles lo que constituía mi capital. «Pues bien, seremos
generosos; no os costará sino un escudo por hora hablar con la
mujer que queráis; es el precio corriente en París».
No les había hablado de Manon, en particular, porque no entraba
en mis planes que conociesen mi pasión. Imagináronse primero que
no era sino una fantasía muchachil la que me hacía buscar una
distracción con aquellas criaturas. Pero, cuando creyeron notar que
estaba enamorado, aumentaron de tal modo el tributo, que al salir
de Nantes, donde dormimos el día que llegamos a París, mi bolsa
estaba exhausta.
¡Para qué deciros cuál fué el triste motivo de mi conversación con
Manon durante el camino, ni la impresión que su vista causó sobre
mí cuando hube obtenido de los guardias la libertad de acercarme al
carricoche! ¡Ah! las palabras no son capaces, sino de dar a medias
idea de lo que sucedía en nuestro corazón. Pero imaginaos a mi
infortunada amiga sujeta por una cadena que le rodeaba la cintura,
sentada sobre un haz de paja, la cabeza apoyada en la pared del
vehículo y el rostro pálido y humedecido por las lágrimas que
brotaban de sus ojos a pesar de tener los párpados cerrados. Ni aun
había tenido la curiosidad de abrirlos al oir el ruido que hacían sus
guardianes ante el temor de ser atacados. Su ropa estaba sucia y en
desorden, sus manos delicadas expuestas a las crueles caricias del
frío, aquel rostro capaz de convertir al universo a la idolatría, parecía
devastado y presa de un abatimiento sin límites.
Ocupaba todo mi tiempo en observarla mientras caminaba a
caballo al lado del carricoche. Tan poco en mis cabales me hallaba,
que estuve a punto de caer varias veces. Mis suspiros y mis
constantes exclamaciones me valieron algunas miradas de ella.
Entonces me reconoció y pude observar que su primer impulso había
sido arrojarse del coche para venir a mí, pero retenida por la
cadena, volvió a caer en la primitiva actitud.
Rogué a los arqueros que por compasión se detuviesen un
momento; cedieron por avaricia. Dejé mi caballo para sentarme a su
lado. Estaba tan debilitada y vencida que permaneció largo rato sin
poder hablar ni mover las manos. Durante aquel tiempo humedecílas
con mis lágrimas, e incapaz de hablar yo mismo, permanecimos así,
largo rato, en la más triste situación que es dado imaginar. No
menos triste fueron nuestras razones cuando hubimos recobrado el
uso de la palabra. Manon habló poco; diríase que el dolor y la
vergüenza habían alterado los resortes de su voz, que era débil y
temblorosa. Dióme las gracias por no haberle olvidado y también por
la alegría que la proporcionaba—díjome suspirando—, verme una
vez aún para poder darme un postrer adiós. Pero cuando le aseguré
que no había en el mundo fuerzas capaces de separarme de ella y
que estaba dispuesto a seguirla al fin del universo para cuidarla y
servirla, para amarla y para ligar mi destino a su miseria, la pobre
criatura entregóse a tan intensas y dolorosas emociones que llegué a
temer por su vida ante el fuerte sacudimiento experimentado. Todos
los movimientos que agitaban su alma parecían reflejarse en sus
ojos. Teníalos clavados en mí. A veces abría la boca sin tener fuerzas
para concluir de pronunciar las palabras que iba a decir. Algunas se
le escapaban, sin embargo. Eran de admiración por mi amor, de
protesta contra su exceso, de duda ante la posibilidad de haberme
inspirado una pasión tan perfecta y de súplica para que renunciase
al proyecto de seguirle, y buscar lejos de ella una felicidad digna de
mí que, decía, no podía darme.
Pese a la crueldad de mi suerte, hallaba mi dicha en sus miradas y
en la seguridad de mi amor. Había perdido, es verdad, todo lo que el
resto de los hombres estiman, pero tenía el corazón de Manon, que
era lo que yo más estimaba. Vivir en Europa o en América... ¿qué
me importaba, si era feliz y si vivía con ella? ¿No es acaso el
universo entero patria común para dos seres que se aman? ¿No
encuentran el uno en el otro padre, madre, amante, amigos,
riquezas y felicidad?
Si algo me inquietaba era la idea de ver a Manon expuesta a las
privaciones de la indigencia. Figurábame ya en su compañía en un
país inculto y poblado por salvajes. «Seguro estoy—decíame a mí
mismo—que no los habrá tan salvajes y crueles como mi padre. A lo
menos nos dejarán en paz. Si las descripciones que de ellos se
hacen son exactas, viven según las leyes de la Naturaleza, no
conocen ni las fatales leyes de la avaricia que dominan a G... M..., ni
las fantásticas preocupaciones del honor que hacen de mi padre un
enemigo. No molestarán, pues, a dos amantes a quienes verán vivir
con igual sencillez que ellos». Por aquel lado estaba tranquilo.
Pero no me hacía ilusiones por lo que a la parte material de la vida
se refería. Había experimentado con harta frecuencia que existen
necesidades imprescindibles para una criatura delicada como Manon,
acostumbrada a una vida cómoda y regalada. Estaba desesperado
de haber malgastado inútilmente mi dinero y de que el poco que aun
me quedaba amenazase acabárseme por la bribonería de los
arcabuceros. Pensaba que con una modesta suma hubiera podido,
no sólo defenderme contra la miseria una temporada en América,
donde el dinero escasea, sino emprender alguna empresa duradera.
Aquel pensamiento engendró el de escribir a Tiberio, a quien
siempre encontré propicio a prestarme la noble ayuda de su
amistad. Escribíle desde la primera villa por donde pasamos. No le
daba otra razón sino el gran apuro en que me veía en Havre-de-
Grâce, donde le confesaba había ido acompañando a Manon. Le
pedía cien pistolas. «Hacedlas llegar a mi mano—decíale—por el jefe
de las postas. Ya veis que es la última vez que os importuno; pero
viéndome forzado a abandonar a mi infortunada amante no puedo
dejarla ir al destierro sin alguna ayuda que mitigue su situación».
Los arcabuceros hiciéronse tan intratables, cuando pudieron juzgar
de la violencia de mi pasión, y agobiáronme con tales exigencias,
que pronto me vi reducido a la última miseria. El amor, de otra
parte, no me permitía administrar mi bolsa. Pasaba todo el tiempo
junto a Manon, y no era ya por horas sino por días enteros como
había que medirme el tiempo. En fin, agotado mi tesoro, me vi a la
merced de aquellos seis miserables que me trataban con
insoportable grosería. Testigo fuisteis en Passy. Vuestro encuentro
fué un feliz respiro que me acordó la Fortuna. Vuestra piedad ante
mi infortunio, la sola recomendación para vuestro corazón generoso.
Vuestro donativo me permitió llegar al Havre, pues los arqueros
guardaron más fe a su promesa de la que les creía capaces.
Llegamos. Fuí al correo. Tiberio no había tenido aún tiempo de
contestarme. Me informé con exactitud del día en que podría recibir
su carta. Resultó que no podía llegar sino dos días después, y por
una burla cruel de mi destino, que el barco en que nos íbamos salía
por la mañana el mismo día en que debía de llegar el dinero. No
puedo pintaros mi desesperación. «¡Cómo—clamé lleno de angustia
—aun en la desgracia misma he de distinguirme por el exceso de mi
mal!». Manon me contestó: «¡Bah! ¿Merece vida tan miserable
nuestros trabajos por conservarla? Muramos en el Havre, mi amado
caballero: ¡Que la muerte acabe de un golpe con nuestras miserias!
¿Debemos ir a buscarla a una tierra ignorada, donde deben
esperarnos dolores sin cuento, puesto que de ella han querido hacer
un castigo para mí? ¡Muramos!—repitió—. O por mejor decir, ve a
buscar la dicha en los brazos de otra amada menos infortunada que
yo.—No, no—respondíle—, es para mí una dicha ser desdichado con
vos».
Sus palabras hiciéronme temblar. Juzgué que estaba abrumada
por sus penas. Esforcéme en tomar un aire tranquilo para quitarle
aquellas funestas ideas de muerte y desesperación. Resolví
comportarme así en lo futuro y tuve ocasión de aprender que no hay
nada capaz de inspirar confianza a una mujer como la intrepidez del
hombre a quien ama.
Cuando hube perdido la esperanza de recibir ningún socorro de
Tiberio, vendí mi caballo. El dinero que obtuve, junto con el que aun
me quedaba de vuestra liberalidad, formaba la modesta suma de
diecisiete pistolas. Gasté siete en comprar algunas cosas precisas a
Manon y guardé las otras diez avaramente, como base de nuestra
futura fortuna en América. No me costó gran trabajo hacerme recibir
en el barco. Buscábase entonces gente joven dispuesta a unirse a la
colonia. El pasaje y la comida me fueron concedidos de un modo
gratuito. Como el correo de París debía marchar al siguiente día,
dejé una carta para Tiberio. Era sincera y capaz de enternecerle,
puesto que le hizo tomar una resolución que sólo podía venir de un
amigo sincero, lleno de infinita ternura y generosidad por otro amigo
desgraciado.
Nos dimos a la vela. El viento nos fué propicio. Obtuve del capitán
un lugar aparte para mí y para Manon. Tuvo la bondad de mirarnos
desde un principio de manera diferente que a nuestros míseros
compañeros. No creí incurrir en ningún pecado afrentoso diciéndole
que Manon y yo estábamos unidos en matrimonio. Desde el primer
día habíala llevado aparte, y para atraernos su simpatía habíale
contado una parte de nuestros infortunios. Nos acordó su
protección, y palmarias señales de ella recibimos durante la travesía.
Nos hizo dar de comer decorosamente, sin contar con que las
consideraciones que nos guardaba nos hicieron respetar por
nuestros compañeros de miseria. Mi atención estaba siempre alerta
para que Manon no sufriese la menor incomodidad. Notábalo ella, y
aquello, junto con la idea de la extrema miseria a que por su amor
me había rebajado, hacíanla tan tierna y apasionada, tan atenta a
mis menores deseos, que era entre ella y yo un pugilato de
servidumbres de amor. No tenía ni la menor nostalgia de Europa. Al
contrario; según avanzábamos hacia América sentía esponjarse mi
corazón y se hacía en él la paz. Si hubiese estado seguro de no
carecer de las cosas más necesarias para la vida hubiese dado
gracias a la Fortuna por haber dado aquel giro favorable a mi
existencia de desdichas.
Después de una navegación de dos meses llegamos, por fin, a la
orilla deseada. El país, a primera vista, no nos ofreció nada de
agradable. Eran llanuras yermas e inhospitalarias en que apenas
veíase algún arroyo y algún árbol deshojado por el viento. No se veía
rastro de hombres ni animales; pero habiendo el capitán ordenado
que disparasen algunos tiros de nuestra artillería, no tardamos en
ver aparecer a unos ciudadanos de la Nueva Orleáns que se
aproximaron a nosotros con vivas señales de júbilo. No habíamos
visto la villa, que se halla oculta por aquel lado tras una pequeña
colina. Nos recibieron como a emisarios del cielo.
Los pobres habitantes apresuráronse a hacernos mil preguntas
sobre el estado de Francia y de cada una de las provincias donde
habían nacido. Abrazábannos como a sus hermanos y como a
compañeros amados que venían a compartir su soledad y su miseria.
Con ellos tomamos el camino de la ciudad; pero al avanzar vimos
con pena que lo que nos habían elogiado como una gran ciudad no
era sino un villorrio miserable constituido por algunas pobres
cabañas. Habitábanlo seiscientas o setecientas personas. La casa del
gobernador nos pareció algo mejor por su tamaño y por su
situación. Hállase defendida por algunas fortificaciones hechas con
tierra, en torno de las que corre un largo foso.
Fuimos llevados a su presencia. Conferenció largamente con el
capitán y luego fué pasando revista, una a una, a todas las mujeres
de la remesa. Eran treinta, pues habíamos hallado en Havre otra
banda que se reunió a la nuestra. Después de haberlas examinado
atentamente, el gobernador hizo llamar a algunos jóvenes de la
ciudad que se desesperaban en espera de una esposa e hizo echar a
suertes. No había aún hablado a Manon, pero cuando ordenó
retirarse a los demás nos hizo quedar a ella y a mí. «Me dice el
capitán que estáis casados y que ha podido apreciar durante el viaje
que se trata de dos personas de talento y mérito. No quiero
escudriñar en las razones que han causado vuestra desgracia, pero
si es verdad que tenéis tanto mundo como vuestro aspecto me hace
creer, podéis estar seguros que haré cuanto esté en mi mano para
endulzar vuestra suerte, y a la vez vosotros me ayudaréis a hallar
alguna distracción en este lugar desierto y salvaje».
Contestéle del modo que creí más conveniente para confirmarle en
la idea que se había formado de nosotros. Dió entonces algunas
órdenes para hacernos preparar alojamiento y nos invitó a
quedarnos a cenar con él. Encontréle muy tratable para ser el jefe
de una penitenciaria. En público no nos hizo pregunta ninguna sobre
el fondo de nuestras aventuras. La conversación fué general y, pese
a nuestra tristeza, Manon y yo nos esforzamos en distraerle.
Por la noche nos hizo llevar a la habitación que nos habían
preparado. Nos encontramos con una miserable cabaña con muros
de barro y de madera, compuesta de tres habitaciones y un granero.
Había hecho poner cinco o seis sillas y algunas otras cosas
necesarias para la vida.
Manon pareció aterrada a la vista de tan triste morada. Era más
por mí que por ella por lo que se sentía afligida. Cuando quedamos
solos sentóse y púsose a llorar amargamente. Impúseme el deber de
consolarla; pero cuando me dijo que era más por mí que por ella por
lo que lloraba con tanto desconsuelo, y que el motivo de su aflicción
era pensar en las privaciones que por ella me imponía, tomé sobre
mí la misión de consolarla y hacer aquello menos triste. «¿De qué he
de quejarme si tengo cuanto deseo en el mundo? ¿No me amáis?
¿Qué otra dicha puedo haber deseado? Dejemos al cielo el cuidado
de nuestra fortuna. La situación no es tan desesperada. El
gobernador es un hombre considerado; ha mostrado estima por
nosotros; no dejará, seguramente, que carezcamos de lo preciso.
Por lo que a la miseria de nuestra cabaña y a la tosquedad de los
muebles se refiere, habréis podido observar que hay aquí pocas
gentes mejor alojadas que nosotros. ¡Eso sin contar con que vos sois
admirable alquimista, porque todo lo transformáis en oro con vuestra
sola presencia!».
—Entonces seréis la persona más rica del universo—díjome—,
pues si es verdad que jamás hubo amor como el vuestro, no menos
verdad es que jamás ser humano fué más tiernamente amado que lo
sois vos. Quiero ser justa para conmigo misma—continuó—y
confesar que nunca merecí la prodigiosa devoción que me mostráis.
Os he causado penas y sinsabores que han necesitado de toda
vuestra bondad para hallar perdón. He sido infiel, ligera y aun,
amándoos con toda mi alma como os amé siempre, fuí hasta
ingrata. Pero nunca podéis imaginaros hasta qué punto he
cambiado. Las lágrimas que tantas veces visteis brotar de mis ojos ni
una sola vez fueron motivadas por mis propios males. Ésos dejé de
sentirlos cuando vos vinisteis a compartirlos conmigo. No lloraba
sino de ternura y compasión por vos. No podré consolarme de
haberos hecho sufrir ni un solo momento. No ceso de reprocharme
mi liviandad ni de admirar vuestra abnegación por una infortunada
indigna de ella, que con toda la sangre de sus venas no podría
pagarla—añadió con abundancia de lágrimas y suspiros.
Su llanto, su discurso y el tono en que lo había pronunciado
hicieron sobre mí tan gran impresión que creí sentir partírseme el
corazón. «Tened cuidado—díjela—, tened cuidado, mi adorada
Manon; no tengo fuerzas para soportar pruebas tales de vuestro
amor, pues no puedo habituarme a júbilo tan grande. ¡Oh, Dios mío!
—gemí—. Ya nada os pido, estoy seguro del corazón de mi Manon,
que es cuanto deseo para ser feliz. Ya no cesaré de serlo nunca. Ya
soy feliz.—Lo seréis—respondióme—si de mí hacéis depender
vuestra felicidad, y por lo que a mí se refiere ya no sé dónde hallar
la mía».
Me acosté con aquellas ideas, que hacían de mi cabaña un palacio
digno del más poderoso monarca del mundo. América parecióme
después de eso un lugar de delicias. «Es a Nueva Orleáns—decíale
frecuentemente a Manon—donde hay que venir si queremos gozar
de las delicias del amor. Es aquí donde puede amarse sin celos, sin
interés y sin infidelidades. Nuestros compatriotas vienen a buscar
oro, ¡no saben que hemos hallado tesoros mucho más valiosos!».
Cultivamos cuidadosamente la amistad del gobernador. Algunas
semanas más tarde me dió un pequeño destino que había vacado en
el castillo. Aunque no era cosa muy admirable, aceptéla como un
don del cielo, pues me colocaba en condiciones de vivir sin ser una
carga para nadie. Tomé un criado para mí y una doncella para
Manon. Nuestra pequeña fortuna quedó en orden. Yo, por mi parte,
era muy ordenado; Manon no lo era menos. No dejábamos pasar
ninguna ocasión de hacer un favor o ser útiles a nuestros
convecinos. Aquella servicialidad y nuestro natural simpático y
deferente nos atrajeron las simpatías de la colonia toda. En poco
tiempo llegamos a estar tan considerados que pasábamos por ser las
primeras personalidades de la colonia después del gobernador.
La inocencia misma de nuestras ocupaciones y la tranquilidad de
que gozábamos continuamente nos llevó a rememorar
insensiblemente las ideas religiosas. Manon nunca fué una mujer
descreída; tampoco yo era uno de esos libertinos que se jactan de
unir la irreligión a la torpeza de costumbres. La experiencia
comenzaba a hacer en nosotros las veces de los años. Nuestras
charlas, plenas de reflexión, hicieron nacer en nosotros el deseo de
un amor honesto. Fuí el primero en proponer aquel cambio a Manon.
Conocía bien su corazón y sabía que era recta y justa en su sentir.
Hícele comprender que faltaba algo a nuestra dicha. «Es—díjele—la
bendición del cielo. Nuestras almas son demasiado bellas y nuestros
corazones demasiado justos para vivir voluntariamente en el olvido
de nuestros deberes. Pase que hayamos vivido así en Francia, donde
tan imposible nos era dejar de amarnos como legalizar nuestro
amor; pero en América, donde no dependemos sino de nosotros
mismos, donde no tenemos por qué respetar las leyes arbitrarias del
abolengo y la fortuna, donde hasta nos creen ya casados, ¿qué
puede impedirnos que nos casemos efectivamente y que
santifiquemos nuestra unión con un juramento que autoriza la
Iglesia? Por lo que a mí atañe, nada de nuevo os ofrezco al ofreceros
mi mano y mi corazón, pero estoy dispuesto a renovar la oferta al
pie de los altares».
Parecióme que aquellas palabras llenábanle de alegría. «¿Me
creeréis si os digo que mil veces pensé en ello desde que estamos
en América? El temor de disgustaros me hizo sepultar ese
pensamiento en lo más hondo de mi corazón. No tengo la pretensión
de aspirar a ser vuestra esposa.—¡Ah, Manon!; pronto serías la de
un rey si al cielo pluguiese que hubiese nacido con corona. No
vacilemos más. Ningún obstáculo podemos temer. Hoy mismo quiero
hablar al gobernador y decirle que hasta hoy le mentimos. Dejemos
temer a los amantes vulgares las cadenas irrompibles del
matrimonio. No las temerían si, como nosotros, estuviesen seguros
de llevar siempre las del amor». Fuíme, dejando a Manon transida
de júbilo por aquella resolución.
Estoy seguro que no habría un hombre honrado en el mundo que
no aprobase mi determinación en las circunstancias en que yo me
hallaba; es decir, atado irremisiblemente a una pasión que jamás
podría romper y perseguido por remordimientos que no debía
ahogar. Pero ¿habrá alguien que pueda tachar de injustas mis quejas
si lamento la crueldad de los cielos que rechazaron, qué digo
rechazaron, castigaron como tremendo crimen un plan hecho tan
sólo para agradarle. Habíame dejado caminar tranquilamente por los
más arriesgados vericuetos del vicio y reservaba el más tremendo de
sus castigos para cuando intentase marchar por las sendas de la
virtud. Temo carecer de las fuerzas necesarias para acabar la
narración del más funesto lance que sucedió jamás.
Fuí a ver al gobernador, tal y como había quedado con Manon,
para rogarle consintiese en la celebración de la ceremonia de
nuestro matrimonio. Me hubiese guardado muy bien de hablarle a él
ni a nadie si hubiese creído que su capellán, que era el solo
sacerdote que había en la ciudad, me hubiese hecho aquel favor sin
su intervención; pero no esperando que éste se aviniese al secreto,
había tomado la determinación de obrar abiertamente.
El gobernador tenía un sobrino llamado Sinelet, a quien quería
mucho. Era un hombre de unos treinta años, valiente, pero iracundo
y violento. No estaba casado. La vista de Manon había encendido
una pasión en su pecho y la constante vista de su belleza durante
los nueve o diez meses que llevábamos allí habíala atizado hasta
hacerle consumirse en ella. Sin embargo, como se hallaba
persuadido, igual que su tío y todo el resto de la ciudad, de que me
hallaba casado con ella, había dominado su amor hasta no dejar
traslucir nada, y aun en varias ocasiones había puesto verdadero
celo en servirme.
Encontréle con su tío cuando llegué al castillo. Como no tenía
ningún motivo para ocultarme a él no vi inconveniente en explicarme
en su presencia. El gobernador me oyó con la bondad
acostumbrada. Contéle parte de mi historia, que pareció escuchar
con agrado, y cuando le rogué asistiese a la ceremonia que
proyectaba tuvo la generosidad de ofrecerme costear el gasto que
ocasionase la fiesta. Me fuí muy contento.
Una hora más tarde vi llegar al limosnero a mi casa. Creí que
venía a darme algunas instrucciones respecto a mi boda; pero
después de saludarme fríamente, díjome que el gobernador me
prohibía ni aun pensar en ello, pues tenía otros proyectos respecto a
Manon. «¿Otros proyectos respecto a Manon?—interrogué, con el
corazón oprimido por mortal angustia—¿Y cuáles son, señor
limosnero?». Contestóme que no debía yo ignorar que el señor
gobernador era el amo allí y, por lo tanto, que habiendo sido Manon
enviada desde Francia para uso de la colonia era de su incumbencia
disponer de ella; que no lo había hecho hasta entonces porque la
creía casada, pero que habiendo sabido de mis mismos labios que
no era así había determinado entregársela al señor Sinnelet, que
estaba enamorado de ella.
La ira pudo más que la prudencia. Ordené altivamente al
limosnero que saliese inmediatamente de mi casa, advirtiéndole que
ni el gobernador, ni Sinnelet, ni el pueblo entero osarían poner mano
en mi mujer o mi querida, como quisiesen llamarla.
Participé en seguida a Manon el funesto mensaje que acababa de
recibir. Supusimos que Sinnelet había ejercido presión sobre su tío
después de mi marcha y que todo era el resultado de un siniestro
propósito madurado desde hacía tiempo. Eran los más fuertes. Nos
hallábamos en la Nueva Orleans perdidos como en medio del mar;
es decir, separados del resto del mundo por enormes espacios.
¿Dónde huir en un país desconocido, desierto o habitado por bestias
feroces y por salvajes tan bárbaros como ellas? Sabíame estimado
en la población, pero no podía esperar conmoverlos hasta obtener
un auxilio proporcionado a mi mal. Hubiese necesitado dinero y era
pobre. Por otra parte, el éxito de una revuelta popular era incierto, y
si la fortuna nos era adversa nuestra desgracia no tendría remedio.
Daba vueltas en mi cabeza a todas aquellas ideas. Comuniqué
algunas a Manon; concebí nuevas, sin esperar su respuesta; tomaba
una determinación que abandonaba en seguida pareciéndome
descabellada; hablaba solo, contestaba en voz alta a las preguntas
que me formulaba yo mismo; en fin, hallábame en un estado de
agitación que a nada podría comparar, pues nunca fué igualada.
Manon no apartaba de mí los ojos. Por mi turbación juzgaba de la
magnitud del peligro y temblaba por mí y por ella misma. La pobre
criatura no osaba expresar su miedo.
Después de infinidad de reflexiones detúveme en la determinación
de ir a ver al gobernador y tratar de ablandarle con las ideas de la
caballerosidad y el recuerdo de mi respeto y su afecto. Manon quiso
oponerse a mi marcha. Decíame, con los ojos bañados en llanto:
«¡Vais a la muerte; os matarán; no os veré más; quiero morir con
vos!». Costóme grandes esfuerzos convencerla de la necesidad en
que me veía de salir y de la conveniencia de que ella se quedase en
casa. Prometíle volver en seguida. Ignoraba, igual que yo, que era
sobre ella sobre quien debía caer toda la cólera de los cielos y la
rabia de nuestros enemigos.
Fuí al castillo. El gobernador hallábase allí con su limosnero.
Rebajóme para enternecerle a sumisiones que me hubiesen hecho
morir de vergüenza si otra hubiese sido la causa que las motivase;
ataquéle por todas las razones que debían impresionar un corazón
que no fuése el de un tigre feroz y cruel.
El bárbaro no opuso a mis razones sino dos razones que repitió
cien veces. «Manon—díjome—depende de mí. He dado palabra a mi
sobrino». Estaba decidido a contenerme hasta el último extremo;
contentéme, pues, con decirle que le creía demasiado amigo mío
para desear mi muerte, a la que consentiría antes que en la pérdida
de mi amada.
Tenía, sin embargo, la certeza al salir de allí de que nada podía
esperar de aquel viejo terco, capaz de condenarme mil veces por su
sobrino. Pero yo persistía en mostrarme sereno y moderado,
decidido en el fondo a si llegaban a cometer grandes injusticias
conmigo dar a América el espectáculo de una de las más sangrientas
y horribles escenas de amor que pudiesen soñarse jamás.
Volvía a mi casa meditando en todo aquello cuando el destino, que
debía querer acelerar mi ruina, me hizo topar con Sinnelet. Debió
leer en mis ojos una parte de mis pensamientos. Ya he dicho que era
valiente; vino a mí. «¿No me buscabais?—díjome—Comprendo que
mis intenciones os molestan y supuse siempre que habríamos
nosotros dos de andar a estocadas. Veamos quién es el más feliz».
Díjele que tenía razón, que sólo mi muerte podía acabar con
nuestras diferencias.
Nos alejamos un centenar de pasos de la ciudad. Cruzáronse
nuestras espadas y casi a un tiempo le herí y le desarmé. Tanto le
irritó aquella desgracia que se negó a pedirme gracia de la vida y a
renunciar a Manon. Tal vez asistíame el derecho de acabar con una y
otra, pero la sangre generosa que corría por mis venas no podía
desmentirse nunca. «Recomencemos—díjele—y pensad que es sin
cuartel». Atacóme con terrible furia. He de confesar que no era muy
ducho en las armas, no teniendo como preparación sino tres meses
de sala en París. Pero el amor guió mi espada. Sinnelet no dejó de
traspasarme un brazo de parte a parte, pero yo, a mi vez, le di un
golpe tan violento que cayó a mis pies sin sentido.
Pese a la alegría que nos produce la victoria tras de mortal
combate, no pude por menos de reflexionar sobre las consecuencias
de aquella muerte. Conociendo, como conocía, el cariño del
gobernador por su sobrino estaba cierto que no le sobreviviría ni una
hora. Pues con ser apremiante este temor, éralo menos que otro.
Manon, el bienestar de Manon, la necesidad de perderla,
perturbábame hasta nublar mis ojos e impedíame reconocer el lugar
donde me hallaba. Sentía lo sucedido con Sinnelet y la muerte, que
pusiese fin a todo, parecíame el único recurso a mis penas.
Pero hubo un pensamiento que me hizo reaccionar y recobrar mi
presencia de espíritu. «¡Cómo! ¡Quiero morir para acabar mis penas!
¿Puede haberlas mayores que perder lo que amo? ¡Ah! ¡Suframos
todos los dolores con tal de ser un consuelo para ella y dejemos el
morir para cuando nuestra presencia sea inútil!».
Tomé el camino de la ciudad. Volví a mi casa, donde hallé a
Manon medio muerta de miedo y de inquietud. Mi presencia la
reanimó. No podía, sin embargo, ocultarla el terrible accidente que
acababa de tener lugar. Ante la narración de la muerte de Sinnelet y
de mi propia herida cayó desvanecida en mis brazos. Tardé más de
un cuarto de hora en hacerle recobrar el conocimiento.
Yo mismo estaba medio muerto de espanto, no viendo, como no
veía el menor rayo de esperanza para su salvación y la mía. «Manon,
¿qué hacemos ahora? ¡Dios mío!, ¿qué será de nosotros? Tengo
forzosamente que alejarme; ¿queréis quedaros vos aquí? Sí,
quedaros; aún podéis ser feliz. Yo parto lejos, para buscar la muerte
entre los salvajes o bajo las garras de las fieras».
Alzóse, pese a su debilidad, y me cogió la mano para llevarme
hacia la puerta. «Huyamos juntos—díjome—. No perdamos un
instante. Pueden haber hallado el cuerpo de Sinnelet y entonces no
tendríamos tiempo de partir.—Pero, Manon adorada—díjela
enloquecido—, decidme dónde queréis que vayamos. ¿Veis algún
recurso? ¿No sería mejor que trataseis de vivir aquí sin mí y que
voluntariamente llevaseis mi cabeza en ofrenda al gobernador?
Aquella proposición no sirvió sino para aumentar su ardor; hube
de seguirla. Tuve aun, al partir, la presencia de ánimo de coger
algunos licores fuertes que había y todas las provisiones que pude
llevar. Dijimos a nuestros criados, que se hallaban en el cuarto
contiguo, que nos íbamos a dar nuestro paseo vesperal (teníamos
aquella costumbre), y nos alejamos de la ciudad con más prontitud
de lo que la endeble fragilidad de Manon me dejaba esperar.
Aunque seguía indeciso respecto a la meta de nuestro viaje, no
dejaba de acariciar algunas esperanzas, sin las que hubiese
preferido la muerte a la incertidumbre de lo que podía ser de Manon.
Había adquirido suficiente conocimiento del país en casi diez meses
que llevaba en América para no ignorar la manera como
aprovisionaban a los salvajes. Podía uno ponerse en sus manos sin
riesgo de una muerte segura. Había incluso aprendido algunas
palabras de su lengua y algunas de sus costumbres en las varias
ocasiones en que les había visto.
Junto a aquella mísera esperanza tenía otra que radicaba en los
ingleses que, como es sabido, tienen, como nosotros,
establecimientos en aquella parte del Nuevo Mundo. Pero
espantábame la distancia; antes de llegar a sus colonias teníamos
que atravesar grandes planicies, cuyo recorrido exigía días enteros, y
algunas montañas tan altas y escarpadas que su acceso parecía
difícil a hombres toscos y vigorosos. Pensaba, sin embargo, que
podíamos contar con dos ayudas: los salvajes para guiarnos, los
ingleses para recibirnos en sus colonias.
Anduvimos cuanto permitieron las fuerzas de Manon, que fueron
unas dos leguas, pues aquella incomparable amante negóse a
detenerse antes. Abrumada al fin de cansancio, confesóme que no
podía más. Era noche ya; sentámosnos en medio de una enorme
llanura, sin haber podido hallar un árbol para cobijarnos. Su primer
cuidado fué cambiar los vendajes de mi herida, que ella misma había
curado antes de la marcha. Fué inútil que me opusiese a su
voluntad; hubiese acabado de abrumarla de pena si la hubiese
negado la satisfacción de creerme a gusto y libre de peligro antes de
mirar por su propia conservación. Me sometí unos minutos a sus
deseos y recibí sus cuidados en silencio y avergonzado. Pero cuando
hube satisfecho su anhelo de ternura, ¡con qué fervor no di yo suelta
a la mía! Despojéme de mis ropas para hacer que, extendiéndolas
sobre ella, su lecho fuése menos duro. Púseme, aun contra su
voluntad, a emplear todas mis artes en paliar las incomodidades.
Calenté sus manos con el fuego de mis besos y el aliento de mis
suspiros. Pasé toda la noche en vela, junto a ella, implorando del
cielo le concediese un sueño dulce y sosegado. ¡Dios mío, cuán
sinceros eran mis votos y cuán riguroso fuisteis al no escucharlos!
Perdonadme si en pocas palabras acabo esta narración que me
destroza de pena. Os cuento desgracias que jamás tuvieron iguales;
toda mi vida está destinada a llorarlas. Pero aunque las tengo
perpetuamente presentes en mi memoria, mi ánimo flaquea y
parece vacilar de horror cada vez que intento expresar con palabras
mi recuerdo.
Habíamos pasado tranquilamente una parte de la noche; creíala
dormida y casi no me atrevía a respirar por miedo a turbar su sueño.
Al amanecer noté, al tocar sus manos, que las tenía frías y
temblorosas. Apretélas contra mi pecho para devolverles su calor.
Notólo, y con un esfuerzo, para devolverme la caricia, murmuró con
voz débil que creía ya llegada su última hora.
No atribuí a aquellas palabras otra trascendencia que al lenguaje
corriente en la desgracia y no contesté sino con los tiernos consuelos
del amor. Pero sus frecuentes suspiros, su silencio ante mis
preguntas y las frecuentes crispaciones de sus manos, entre las que
estrechaba las mías, me hicieron temer que se aproximaba el fin de
sus males.
No me pidáis que os describa mi pena ni que os cuente sus
últimos momentos.
La perdí. Aun en la agonía recibí de ella pruebas inolvidables de
amor. Eso es cuanto aún tengo fuerzas para deciros de aquel
deplorable y triste accidente.
Mi alma no siguió a la suya. Sin duda, el cielo no me creyó
suficientemente castigado; ha querido que siga arrastrando una vida
lánguida y miserable. Renuncio voluntariamente a llevarla jamás más
feliz.
Pasé más de veinticuatro horas los labios en el rostro y en las
manos de mi adorada Manon. Mi primera idea fué morir, pero pensé
al segundo día que, después de mi muerte, su cuerpo estaría
expuesto a ser pasto de las bestias feroces. Hice el proyecto de
enterrarla y luego esperar la muerte tendido sobre su fosa. Estaba
ya tan próximo a ella por la debilidad que el ayuno y el dolor me
habían causado que me costaba trabajo tenerme en pie. Me vi
precisado a recurrir a los licores que había traído; ellos
devolviéronme las fuerzas necesarias para el triste oficio que iba a
desempeñar.
No era empresa difícil cavar la tierra en el lugar donde estaba, que
era una llanura cubierta de arena. Rompí mi espada para servirme
de ella para abrir el hoyo, pero me fué menos útil que mis manos.
Abrí un foso profundo. Sentéme aun junto a ella y la contemplé con
arrobo, sin resolverme a cerrar su tumba. Al fin sentí que mis
fuerzas comenzaban a faltarme nuevamente, y temiendo carecer de
ellas para mi triste misión, sepulté para siempre en la tierra a la
criatura más bella y amable que existió jamás. Tendíme acto seguido
sobre su tumba, el rostro vuelto a la tierra, y cerrando los ojos con
el designio de no volverlos a abrir, impetré la ayuda del cielo y
esperé la muerte.
Lo que os costará trabajo, sin duda, creer es que durante el
desempeño de esa triste misión no brotó ni una lágrima de mis ojos,
ni un suspiro de mi pecho. La profunda consternación en que estaba
sumido y la determinación tomada de morir cortaba el curso a toda
manifestación de desesperación y dolor. Así es que no permanecí
mucho tiempo en aquella postura sin perder el conocimiento.
Después de lo que acabáis de oir, el fin de mi historia tiene tan
poco interés que no merece la pena que os dais en escucharla.
Trasladado el cuerpo de Sinnelet a la ciudad, y examinadas
cuidadosamente sus heridas, halláronse con que no solamente no
estaba muerto sino que aquéllas carecían de importancia. Contóle a
su tío cómo habían sucedido las cosas y su generosidad llevóle a dar
cuenta de la mía. Me hicieron buscar, y mi ausencia, junto con la de
Manon, hicieron creer en una fuga. Era ya tarde para salir en mi
seguimiento, pero el día siguiente y el otro empleáronse en mi
busca.
Halláronme, sin dar señales de vida, tendido sobre la tumba de
Manon, y los que así me encontraron, casi desnudo y sangrando por
mi herida, no dudaron que había sido robado y asesinado. Me
llevaron a la ciudad. El movimiento del traslado me volvió a la
realidad. El suspiro que proferí al abrir los ojos y mi gemir al
encontrarme entre los seres vivientes, les hicieron comprender que
aun era hora de prestarme auxilio; diéronmelos con demasiada
fortuna. No dejé de ser encerrado, sin embargo, en severa prisión.
Instruyéronme proceso, y como Manon no parecía, acusáronme de
haberme deshecho de ella en un impulso de ira y celos. Conté, claro
es, mi lamentable aventura. Sinnelet, pese a los transportes de dolor
que la narración le produjo, tuvo la generosidad de solicitar gracia
para mí. La obtuvo.
Estaba tan débil que se vieron obligados a trasportarme desde la
prisión a mi lecho, donde permanecí tres meses víctima de grave
dolencia. Mi odio a la vida no disminuía; invocaba constantemente la
muerte y durante mucho tiempo me obstiné en rechazar todos los
remedios. Pero el cielo, después de haberme castigado con tanto
rigor, tenía el designio de hacerme útiles mis desgracias y sus
castigos; iluminóme con sus luces, que hicieron brotar en mí ideas
dignas de mi nacimiento y educación.
Habiendo comenzado a renacer la tranquilidad en mi espíritu,
aquel cambio fué seguido de mi curación. Dejéme llevar por entero
de las inspiraciones del honor y seguí desempeñando mi modesto
empleo en espera de los barcos de Francia, que visitaban una vez al
año aquella parte de América. Estaba resuelto a volver a mi patria
para borrar con una vida ejemplar el escándalo de mi conducta.
Sinnelet había tomado sobre sí el cuidado de hacer trasladar el
cuerpo de mi amada a un lugar digno.
Fueron seis semanas después de mi curación cuando, paseando
un día por la orilla del mar, vi llegar un barco a quien los negocios
traían a Nueva Orleans. Esperé al desembarco de la tripulación.
¡Cuál no seria mi sorpresa al reconocer a Tiberio entre los que se
encaminaban a la ciudad! Díjome que el único objeto de su viaje
había sido verme y convencerme que volviese a Francia; que
habiendo recibido la carta que le escribí desde el Havre había corrido
allí en persona para llevarme la ayuda que le pedía y había
experimentado vivísimo dolor al saber mi marcha, y que hubiese
partido tras de mí si hubiese hallado barco dispuesto a ello, que
habíalo buscado durante meses en varios puertos, habiendo
encontrado por fin uno en Saint-Maló que levaba anclas para la
Martinica habíase embarcado con la esperanza de encontrar allí un
pasaje fácil para Nueva Orleans. Que habiendo sido apresado el
barco por los corsarios españoles y llevado a una de sus islas
habíase escapado gracias a su habilidad, y después de diversas
aventuras había hallado la ocasión en la marcha del barco que le
había traído con felicidad hasta mí.
No podía menos de sentirme lleno de gratitud por un amigo tan
generoso y constante. Le llevé a mi casa e hícele dueño de cuanto
poseía. Contéle cuanto me había sucedido desde mi salida de
Francia, y para darle una alegría con la que no contaba, díjele que
las simientes de virtud que había sembrado antaño en mi espíritu
comenzaban a producir frutos de que podía estar orgulloso.
Pasamos dos meses juntos en Nueva Orleans en espera del barco
que venía de Francia, y tras hacernos, por fin, a la mar, tomamos
tierra hace quince días en Havre-de-Grâce. Escribí a mi familia al
llegar. He sabido por la contestación de mi hermano mayor la triste
nueva de la muerta de mi padre, a la que temo, con harta razón,
que mis desvaríos hayan contribuido. Como el viento era favorable
para Calais, me embarqué en seguida con designio de ir a casa de
un caballero de mi familia donde mi hermano me espera.
FIN
1. MANON LESCAUT