La vida de Paul Verlaine (1884-1896) llegó en ocasiones a la más
extrema miseria material y moral. Las prosas de Mis hospitales
(1891) atrajeron la atención del gran público; al año siguiente la
publicación de Mis prisiones vino a concluir el testimonio de la lucha
de un pecador contra las tentaciones. Tempranamente traducida al
español, la obra de Verlaine tuvo gran influencia en nuestro idioma.
Desde Rubén Darío hasta Pío Baroja, la nómina de sus devotos
registra a los más importantes escritores de la primera mitad del
siglo pasado.
Paul Verlaine
Mis hospitales & Mis prisiones
ePub r1.2
Titivillus 16.03.2019
Título original: Mes Hôpitaux
Paul Verlaine, 1892
Traducción: Guillermo de Torre
Retoque de cubierta: Piolin
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
Defensa del traductor
Para ningún otro, como por ejemplo el hombre de letras Ricardo
Baeza († 1956), habría sido más inadecuado y remoto el demasiado
fácil y repetido dietario del adagio italiano: traduttore, tradittore. No
traidor, sino fidelísimo intérprete y recreador (pues a eso equivale no
la traducción yuxtalineal, sino volver a crear en otro idioma la obra
que el autor creó en el suyo originario) fue Baeza; lo acompañaron
en esa faena, durante las fechas de su máxima actividad, entre los
años 1918 y 1936, algunos maestros de la misma disciplina, como
Enrique Díez-Canedo, Pedro Salinas, Rafael Cansinos-Asséns,
Benjamín Jarnés, Ramón M. Tenreiro, sin olvidar los nombres de
aquellos otros especialmente dedicados a las obras filosóficas, en la
Revista de Occidente: Manuel García Morente, Fernando Vela, José
Gaos, etc. Todos los nombrados continuaban así la tradición de un
arte que en España alcanza quizá precedentes más ilustres y
remotos que en ningún otro país europeo.
Recuérdese, en efecto, que las primeras traducciones coinciden con
los orígenes de la propia literatura castellana. Coetáneos vienen a
ser en el siglo XII el Cantar del Mío Cid y la Escuela de Traductores
de Toledo. No importa que algún moderno historiador (Luis G.
Valdeavellano) afirme ahora que tal nombre es excesivo, puesto que
de hecho no hubo propiamente una escuela de traductores
toledanos (como la que dos siglos después se constituyó, por
iniciativa del cardenal Cisneros, en Alcalá de Henares, para
componer la Biblia Políglota Complutense); recordemos al pasar la
opinión sobre este punto de Menéndez Pidal, quien afirma que si no
hubo de modo orgánico una «escuela» de traductores «sí hubo una
escuela toledana en el sentido de un conjunto de estudiosos que se
constituían en un mismo lugar…, trabajando en un mismo campo, el
de la ciencia árabe». El caso es que en la primera gran ciudad
musulmana cristianizada, bajo el reinado del emperador de Toledo,
Alfonso VIII, el entonces arzobispo de aquella ciudad, Raimundo,
reunió a un núcleo de estudiosos franceses, ingleses, alemanes,
dálmatas (y, por supuesto, españoles), fomentando la versión al latín
de obras científicas y filosóficas árabes y orientales en general; hizo
de esta suerte que la España de la Alta Edad Media viniera a ser el
puente de enlace entre la Cristiandad y el Islam. Merced a estos
traductores toledanos (los más famosos: Gundisalvo, Juan
Hispalense, Miguel Escoto, quienes vierten al persa Avicena, al sufí
Algacel, al judío malagueño Avicebrón) se transmitieron a toda
Europa, al naciente mundo occidental, los conocimientos de la
ciencia alejandrina y musulmana que de otra forma se hubieran
perdido.
Si he traído a colación este recuerdo no es por vano, fácil alarde
erudito, sino para evidenciar que la cultura española, como toda
vieja cultura, nunca estuvo cerrada a las auras del mundo; que
como toda cultura auténtica se nutrió tanto de su propia sustancia
como de las ajenas; que la misma nación española sólo existe en
función del sedimento étnico que fueron dejando en su suelo, a lo
largo de los siglos, varias incorporaciones, señaladamente las
visigodas, romanas y musulmanas. He ahí el motivo por el cual, en
contraste con lo que vemos sucederse todos los días en las
naciones nuevas, ya que no enteramente culturas nuevas, a nadie
se le ocurrió hacer de lo nacional un mito ni un ideal, como tampoco
censurar y aun apostrofar con violencia a quienes prefieren verter su
atención hacia las culturas foráneas. Lo propio, y genuino,
empezando por el idioma, se lleva dentro, en la masa de la sangre.
En cierto sentido importa más, por lo tanto, conocer y asimilarse lo
ajeno. No existe en las culturas europeas el fantasma del
nacionalismo; se vive libre de la acusación de no ser fiel a esa
deidad mítica, que a tantos amedrenta y cohíbe. Nadie pide cuentas
a nadie porque en vez de aplicarse a elucidar algún punto oscuro en
la vida o en la obra de cualquier clásico del Siglo de Oro, se aplique
a revelar una obra o un autor extranjero de última hora.
Vista la cuestión en un plano más universal, aun aquellos que se
entregaron tan unilateralmente, como entre otros Ricardo Baeza, a
las traducciones, tampoco desdeñaron alternar dicha función con la
obra propia. Valgan, por lo que concierne a la literatura alemana, los
nombres de Goethe —que abrió el campo a las literaturas orientales
—, Schiller, Herder, los Schlegel y Grillparzaer, dados estos tres
últimos a la literatura clásica española; los de Chaucer, Milton,
Dryden, Pope, Fielding, Coleridge, Carlyle, Ruskin; los de Gide,
Proust, Valery Larbaud en tiempos más recientes. Y por lo que
afecta a las letras de nuestro idioma, ¿cómo olvidar a un Boscán
vertiendo a Castiglione, a un Jáuregui aplicado al Tasso, a un
Marchena romanceando a Voltaire; y en esta vertiente americana los
nombres de un Alfonso Reyes, un Lugones vertiendo los poemas
homéricos, a un Sanín Cano dando paso a varios autores modernos
extranjeros, y tantos otros?
El reproche clásico de Cervantes, cuando calificaba las
traducciones como un tapiz visto al revés, sólo puede intentar
eludirse buscando libremente la tangente del plano que dibuja el
original. Es lo que corresponde específicamente al género que se
considera esencialmente irreducible a otras lenguas, como la
poesía; y es lo que hicieron modernamente, por ejemplo, Juan
Ramón Jiménez con Tagore y con Eliot y León Felipe con Walt
Whitman. Ahora bien, no se malentienda lo anterior como una
invitación a la arbitrariedad. Todo lo contrario; lo importante es
alcanzar fidelidad mediante la equivalencia y no el calco; de tal
suerte que la obra traducida dé la impresión de estar escrita
directamente en el idioma a que se traduce, sin hacernos sentir la
menor nostalgia del original.
«Pienso —escribía Menéndez Pelayo en carta del 3 de julio de
1886 a Teodoro Llorente, traductor de Heine— que el mayor
empeño del traductor debe consistir en que los poetas traducidos
hablen en la lengua adonde pasan con la misma soltura y
espontaneidad que en la propia». Lo cual no hace sino repetir el
ideal de Fray Luis de León, cuando a propósito de sus traducciones
declaraba el empeño por hacer que «las obras extranjeras hablen
en castellano y no como extranjeras o advenedizas, sino como
nacidas en él y naturales». Tal sigue siendo el criterio justo, tan
sencillo como ideal, tan difícil como realización.
Frente a él, muy heterodoxo ha de parecer este otro: como
quiera que en principio la transustanciación en algunos casos, se
arguye, resulta imposible, lo que corresponde es violentar el idioma
a que se traduce, forzando hasta el límite su tolerancia gramatical,
para que así trasparezcan mejor los modos propios del habla del
autor traducido. Ahora bien, al proponer tal cosa José Ortega y
Gasset, cuyo es el anterior punto de vista —en Miseria y esplendor
de la traducción—, dejaba abierta la puerta a una confusión
peligrosa; no establecía claramente la profunda diferencia que va
entre escribir por cuenta propia y traducir. Ortega afirmaba muy
atinadamente que «escribir consiste en hacer continuamente
pequeñas erosiones a la gramática, al uso establecido, a la norma
vigente de la lengua». Pero introduce un equívoco cuando acto
seguido señala al traductor como a un «personaje apocado», quien
por pusilanimidad, «incapaz de contravenir los bandos gramaticales,
mete al escritor traducido en la prisión del lenguaje normal,
traicionándole». Sin embargo, la experiencia demuestra que no
yacen ahí, sino precisamente en el lugar opuesto, los pecados que
habitualmente se achacan al traductor. Traducir en forma cabal, con
perfección, supone ser fiel al original, pero, sobre todo, al genio de
la lengua a que se traduce, sin desfigurarla, sin traicionar ninguno
de los dos.
Para concluir, disertando sobre «La tarea del traductor» (en sus
Ensayos escogidos), Walter Benjamin viene a sostener un criterio
opuesto, libérrimo, poniendo en segundo término la pureza del
idioma a que se traduce y aduciendo para ello los ejemplos de
Lutero, Voss, Hölderlin y George, quienes extendieron las fronteras
del idioma alemán, aunque para conseguirlo «rompiesen las trabas
caducas del propio idioma».
Guillermo de Torre
Mis hospitales
I
Al menos el hecho de encontrarse en el hospital no fue culpa de la
literatura —lo que le habría colmado de oro y de honores—, sino
más bien su falta y las ajenas; ¿no es cierto, querida señora? Sin
insistir más sobre este punto, no soy yo, sino él, quien hablará, y
éste más bien personalmente, según su temperamento particular de
poeta.
Las semanas de aprendizaje transcurrieron en las altas salas de
un verdadero palacio. Las inmensas cortinas blancas de las
ventanas y el hermoso sol esplendente de julio le guarnecieron el
alma con una suave calidez. Algún dinero contante y sonante, y a
plazos fijos, hacía que su situación no fuese penosa, sino más bien
desahogada —dentro de su ligero apuro—. De los médicos jefes y
de sus estados mayores de internos y externos sólo cabe decir que
se portaban bien; del mismo modo los empleados —la Iglesia dice
servidores—, y en cuanto a los enfermos, éstos hacían todo lo
posible por sanar. A lo largo de esos cuarenta y tantos días hubo
solamente un muerto, un viejo que se extinguió balbuceando:
«¡Mamá, mamá!». En suma, una primera impresión excelente, un
comienzo valeroso y fácil…
Menos fácil, ya que no menos valerosa, fue la segunda prueba
soportada. Al palacio duro y hosco, pero con algo de protector, han
sucedido las barracas de abetos y ladrillos, a la manera, parece ser,
de los hospitales americanos. Su exterior se parece ligeramente a
algún matadero y por dentro tiene la arquitectura de una capilla
metodista; sólo faltan las citas de San Pablo sobre carteles blancos
colgados en los muros de madera barnizada. Se diría también que
es el kursaal de alguna estación balnearia recientemente instalada.
Es a los dos días siguientes de Todos los Santos. Las ventanas
dan sobre un jardín de horticultor florista en la linde de un ferrocarril
de cintura. Una fila de acacias hace el efecto de un bosque cuyo
espesor sería el interior de las fortificaciones vistas por detrás; pero
las hojas al rarificarse deshacen prontamente esta ilusión de los
ojos. Los médicos y los alumnos son siempre perfectos, pero
parecen al mismo tiempo algo escépticos e infatuados. El personal
es siempre irreprochable, pero los enfermos no parecen enloquecer
por la marcha de las hermanas. Son arbitrarios y algunos más
torpes que lo reglamentario. Hacia las dos el mozo de noche coloca
sobre un gran aparador llamado «aparato» los cazos para las
tisanas. Al cubrirlo con un trapo, antes de barrer, colocado sobre sus
espaldas y a lo largo de los brazos, hace el efecto del sobrepelliz de
un clérigo, disponiendo un montón de santas hostias: la guata
esparcida aquí y allá en tampones y copos contribuye a esta visión.
A veces, buenos sueños. Se os despierta al amanecer para
rehacer las sábanas. Una muchacha de sala es una aldeana recién
bajada del tren. Un poco simple, sin demasiada ingenuidad y
verdaderamente buena. Ni la menor sombra de un pensamiento
interesado. Toma un aire tan amable para deciros: «Perezosos,
levántense para que arregle sus almohadas», que se queda uno
encantado, sin poder retener una sonrisa vagamente sensual,
porque la muchacha es joven todavía y de rostro lindo.
Apenas incidentes a lo largo de un semestre de invierno
deslizado entre el tufo de las chimeneas de cok. Un alcohólico —un
cochero— muy razonable durante el día se escapa una mañana
hacia las cuatro, y salta medio desnudo por una de las ventanas
bajas a unos cincuenta centímetros, y vuelve al ser detenido por los
aduaneros, mientras pronuncia estas palabras: «Pero si no soy yo…
se lo aseguro a ustedes».
Hay un claro de luna glacial que recorta como con tijeras los
objetos, falseando todas las perspectivas: un sol bizco de rayos
arbitrarios. Muertos insignificantes. Acaba uno por habituarse.
Situación pecuniaria ensombrecida que va a llegar a la oscuridad.
Un entreacto completamente negro: miseria, un recrudecimiento
de la enfermedad y el reingreso en un tercer hospital. Al menos aquí
existe la paz lejos de las gentes y el sufrimiento permanece
tranquilo. Las ideas de muerte se evaporan en los olores de éter y
fenol. La sangre palpita más lentamente, la cabeza razona de
nuevo, las manos se hacen como fueron siempre, buenas y
apacibles. Por otra parte, el aspecto exterior del edificio Luis Felipe y
Cuarenta y Ocho contribuye al amansamiento. El interior del
inmueble tiene el aire de una de esas casas de provincias con los
techos muy altos. El piso, cruelmente encerado, hundido por su
vetustez y por su disposición en fantásticos biseles, revela la edad
considerable de este alojamiento. Hay una sala pequeña, a
continuación de otra más larga, y aislada tras un vitral sin separar
del resto a los enfermos, que son cuatro. Da vistas a un arrabal,
frente al jardín de un verde claro. Estamos en primavera y hay
pájaros.
La intensidad de la situación desesperada y el deseo de salvarse
por la paciencia, cuando todo empuja a violencias extremadas, pone
una venda sobre los ojos y una sordina en los oídos. Pasan así
desapercibidas fealdades nada interesantes y estupideces que la
banalidad hace más horribles todavía. Una capilla odiosamente
moderna, donde en todas ocasiones canta una linda voz
acompañada por un harmónium discreto. Como existe un traje
feísimo para las mujeres, apenas se ven enfermas del «bello sexo»,
con excepción de tres viejas y de algunas jovencitas.
Parece ser que hay en el fondo, a la izquierda del pabellón de
dormitorios, algunas barracas como las de allá abajo.
El gas, en el hospital definitivo, está reducido a su justo papel de
doméstico. Ilumina las cocinas, dependencias, corredores,
escaleras, water-closets. Empleo aquí la palabra «definitivo» porque
aspiro a no frecuentar más estas especies de asilos —aunque ya
quisiera no ocupar albergues peores si la mala suerte no se obstina.
II
Allí, allí todo es bello, señor poeta. La vida no es tan corta como
eso. Está hecha de transición. La paciencia tiene en ella su papel
preponderante. Por otra parte, las causas de vuestra iniciación en
los hospitales no han desaparecido todavía. En fin, el deseo de
conocer otros abrigos no era razonable, lindaba con la ambición.
Uno lo ha comprendido y se somete a lo inevitable… Nuevas
impresiones le esperan en los mismos medios, y si debe haber en
ellas un fin diferente del fin natural a estas costumbres de asceta, un
poco a pesar suyo, no lo sabe nadie. Siempre existe una
continuación, como revelan los fragmentos siguientes, sintetizados.
Se ha pronunciado la palabra de convalecencia. Ahora es un
pabellón central, disminución y simplificación del pabellón central de
las Tullerías, pero napoleonizado bajo un vasto escudo imperial de
frente: el águila en reposo sobre rayos, y detrás, en colgadura, el
manto sembrado de abejas, forrado de armiño, que borda el collar
de águilas minúsculas y de donde pende una gruesa cruz de honor,
todo ello pétreo. Resulta bastante feo, dicho sea entre paréntesis, y
sin faltar el respeto al César muerto.
A la derecha y a la izquierda, un piso bajo y un piso de vidrios
altos, y a la vuelta dos alas de piedra, ladrillo y madera, cuadras y
patios sin fin; todo ello un poco grandioso con cuatro jardines
alrededor de un estanque bastante vasto, y antes una enorme
pradera llena de macizos pobremente floridos, pero el palacio no es
para los pobres, y ¿hay que olvidarlo?
Los edificios se hunden muy profundos en forma de galerías
laterales bastante bajas para que los ojos perciban los árboles
esbeltos, ligeros y claros de un bosque plebeyo en los alrededores
inmediatos de París, y en medio del cual, en un espacio hueco, se
elevan esas construcciones que después de todo no dejan de ser
agradables.
Napoleón III el Bienintencionado fue quien fundó este asilo para
los convalecientes de los hospitales. La misma disposición de las
obras interiores, el mismo carácter de los usos y costumbres de la
casa proclaman hasta el exceso ese origen: pasillos largos de
cuartel, cámaras de tres lechos, que recuerdan las «pequeñas
salas» de los hospitales y una disciplina algo de prisión; los
refectorios con las mesas de mármol rojo, con las columnitas de
bronce gayamente coloreadas retrotraen la memoria a las primeras
manifestaciones de los comedores Duval, esa creación de la
segunda época imperial en su apogeo; los nombres, en su mayor
parte suizos, de las galerías, salas y dormitorios suenan bien en una
institución del alumno favorito del general Dufour; en fin, el
reglamento, honra evidente de un filántropo tocado de fourerismo
como fue el vencedor de Saarbrouck, ese reglamento leído y releído
en todas las ocasiones por los vigilantes, iba a decir guardianes, con
bigotes grises de ex granaderos de Magenta, medallas de México y
de China, cuida bien del prisionero de Ham con algunos resabios de
militarismo.
Hasta los «circenses», para flanquear el «panem» de los
refectorios, no hay más que salas de canto y de juego (juegos de
madera: ajedrez, damas y dominós).
Y sólo sugieren desde el punto de vista decadente lo que la
retórica que se halla todavía en uso en los periódicos de perra chica
llamaría «dones funestos de una dictadura felizmente pulverizada
bajo la regeneración nacional».
Hablaremos después de la sala de canto. La sala de juego es
como la antes anunciada: un vasto paralelogramo, amueblada por
largas mesas y bancos donde se fuma al hacer «dama» o al colocar
el «seis doble».
Pero entre los dos refectorios, disimulados por amplios paños de
estofa roja oscura, está la capilla. En ella destacan el blanco y el oro
del altar y del retablo como la alfombra roja de las gradas, las rejas,
la lámpara y el harmónium que acompaña las misas bajas de las
«señoras y señores del exterior»; éstas evocan las misas de las
Tullerías en las que se desplegaba con sus vestidos maravillosos la
muy hermosa emperatriz y se hinchaba un estado mayor de
chambelanes y de mariscales, además del emperador que
cabeceaba medio atento. Solamente aquí los «fieles» son, por el
contrario, pobres diablos, extrañados de encontrarse en tal sitio,
bajo la mirada sólo a medias benévola de los empleados con
guantes y muy devotos.
Arre, arre. Los dos coches de la Administración repletos de
convalecientes recogidos en los cuatro puntos cardinales de la
Asistencia Pública (familiarmente A. P.), desembocan de la calle que
pasa ante la verja de honor, franqueando esa reja, y vienen a
depositar a la puerta de la oficina de admisión una treintena de
«entrantes» que tras las formalidades de rigor, inscripción, visita
rápida del médico, primera lectura del reglamento por el capitán (jefe
del personal de vigilancia), se dispersan hacia las habitaciones
designadas, llevando bajo sus brazos los efectos de indumento
repartidos a cada convaleciente: saya, un par de calcetines y de
alpargatas, una camisa, un gorro de noche, un abrigo-saco azul de
Prusia, un casquete de paño del mismo color (estamos en los
primeros días de mayo; el traje de estío, abrigo más ligero y
sombrero de paja sólo parte del 15 de este mes), una toalla y una
servilleta. Entonces, diréis, ¿se considera que todo convaleciente
posee ya un pantalón? Sí.
A la orden de encerrarse el poeta, entra en una habitación
demasiado encerada para su «anquilosis incompleta de la rodilla
izquierda, consecutiva de una artritis reumática». Tres lechos que
los convalecientes deben rehacer por sí mismos todas las mañanas,
según ciertas reglas, como en el regimiento, y del mismo modo que
ellos deben barrer y encerar este piso tan resbaladizo, ¡ay!
Los compañeros actuales del poeta son un guarda de jardín, un
buen hombre poco hablador, y un jovencito de dieciséis años
apenas, que tiene una cabeza rubia como una muchacha inglesa, lo
que no contradice su gracia ya viril. Observando la dificultad que
experimenta el poeta para ponerse su zapatilla izquierda, se pone
amablemente a ayudarle. Pero suena la campana, se va a comer;
entrada lenta en el refectorio, buena comida, mejor que en el
hospital, hasta postre, ¡qué alegría!; salida en fila india bajo la vista
un poco terrorífica del guardián, y tras una recitación en alta e
inteligible voz del sempiterno reglamento.
Paseo en el jardín, una pipa o dos, después —para la primera
jornada, llena de fatiga y de excitaciones— la cama hasta las seis,
hora de la cena. Sopa muy buena, hasta el punto de creerse uno en
los Halles, ¡palabra de honor!
La segunda jornada se deslizó entre el juego de bolos, situado
en un bosque pequeño que separan del grande algunas
empalizadas, y la biblioteca bastante bien provista. El poeta
comienza allí la lectura de la Historia de la Restauración, por
Lamartine, después de la ordenada ducha de vapor alterna. Libro
interesante, aunque, y por ello mismo, malconocido y desconocido.
Ducha divertida como nada.
Por la tarde, subida a la sala de canto. El joven de hace un
momento canta romanzas con una voz exquisita, bien manejada. Al
bajar para acostarse, el cantor es felicitado por el poeta, que contará
días más tarde su historia vergonzosa y soberbia. Estos dos han de
encontrarse algunos meses más tarde.
De este modo transcurren las semanas sin grandes incidentes, y
con algunos luises en el bolsillo, partida para la libertad, ¿definitiva?
III
¡Bueno, resulta que vuelven a comenzar las tonterías! ¡Vamos,
hombre Miseria, buen hombre Desgracia, buen hombre Nada-de-
bromas, volveos a vuestros puestos naturales!
Y por segunda vez vuelve el palacio de antes, aunque cambiado
y ensombrecido tras las semanas de aprendizaje. Las ventanas
altas con las larguísimas cortinas blancas se parecen a bastidores
de una prisión para gigantes o a alguna casa de locos de pesadilla.
Nada de dinero contante. El dinero futuro es seguro siempre,
pero menos. En espera, únicamente el mismo sol de julio con un
año de intervalo, pero más molesto hoy día, como colérico por su
calorífico furor. Las mismas salas altas se dirían más bajas, como un
cielo de tormenta que fuese amenazadoramente blanco, con un
blanco de hierro al rojo, con un blanco fúnebre tal que un cortejo de
virgen. El mismo médico director parece algo menos paternal, con
nuevos ayudantes que no parecen valer lo que los otros. El servicio,
a primera vista, menos cuidado. Hasta los enfermos parecen más
graves. Sin embargo, durante este mes tórrido y que debe ser
malsano, ningún muerto, ¡pero cuánto mal humor!, ¡apenas
suspendido por la Fiesta Nacional! Pequeños extraordinarios,
alguna elasticidad mayor en el reglamento, una decoración interior
barata, debida al entusiasmo de los enfermos: guirnaldas de papel e
iniciales R. R doradas con purpurina. Veinte días pasados allí.
Nueva estancia en el asilo napoleónico. En agosto. Un agosto
lluvioso. El año pasado era un hermoso mes de primavera. Había
rosas de todos matices a lo largo de las balaustradas, invadidas en
ese tiempo por las flores, hoy día verdes y negras en las hojas y
ramas. Los árboles de los tresbolillos amarillean en varios lugares y
el viento se lleva sus hojas. El viento llora también en los corredores
algunos días y las corrientes de aire, siempre malas, comienzan a
ser «peligrosas», según me hace notar un parisiense, pulmoniaco
que ha sido enviado aquí por error, indudablemente.
Las noches son frescas y comienzan a inaugurar el sistema de
invierno, que consiste en plegar dobles los pequeños cobertores,
que nos habíamos contentado con desplegar hasta este tiempo,
excepcionalmente riguroso.
La alimentación, que, comparada con la de los hospitales
propiamente dichos —por otra parte, suficiente y sana—, era tan
buena y variada, se hace ahora demasiado poca. Entre los
convalecientes hay algunos que atribuyen este mal a la partida
inminente de las hermanas. Su reemplazo restablecerá el perfecto
orden de antes, tanto en la disciplina verdaderamente paternal —o
maternal, como se quiera— como en las cosas del refectorio. Pues
aquí reina algún descuido en la administración, faltando la
ecuanimidad que sería necesaria para el buen gobierno de todos.
Uno se aburre; ha leído toda la biblioteca; ha conocido todos los
arbolitos del menudo bosque que rodea la casa de los locos y desde
donde se oyen algunos gritos a mediodía: «A demone meridiano
libera nos, Domine!». ¡Hasta las vacas lecheras, para los
pulmoniacos, que pastan en un pradito minúsculo, no son divertidas
y tampoco tienen el aire de distraerse! Es fastidioso. Llega la noche.
Se ha cenado reglamentariamente. Acostarse para no dormir es
estúpido… Y se sube a la sala de canto.
¡Cuán divertida! Cómo concreción, síntesis y quintaesencia del
genio popular parisiense domina allí la romanza. Persisten las
antiguas reproducciones de este género, mientras que las nuevas
tienden a la sátira cómica de los contemporáneos. De este modo,
Comme à vingt ans, Moine et bandit, y tuti quanti, alternando con
Petit Pinson o Carmen vous n’avez pas d’âme, son cantadas con
más frecuencia y más gustadas y —a despecho del reglamento algo
draconiano de aquí— más aplaudidas, con el refuerzo de los
bastones, que algunas otras como Docteur Isambard o Josephine
elle est malade.
Se observa aquí también que el «arrabalero», o más bien el
escéptico cándido o el bromista espontáneo, por excelencia, es
fácilmente elegiaco… en música y más aficionado del melodrama
sentimental y palpitante, rosa y negro, que del vaudeville y de la
farsa. Ninguna conclusión, por otra parte, puede extraerse de esta
observación, al igual que de los tres cuartos de todas las
observaciones, ¿no es cierto?
Pero ¡qué «intérpretes» en su mayor parte! Las tres canciones
históricas (hablamos seriamente) del período de que acabamos de
salir todos un poco lisiados, En revenant de la revue, Les piopious
d’Auvergne, Le Père la Victoire, bonitas hasta cierto punto por su
timbre y como «poemas», divertidas, espirituales, demasiado quizá,
aunque tengan ciertas delicadezas, que serán siempre
desgraciadas, son terriblemente desolladas. Gestos falsos como la
voz gutural, a menos que sea cascada o terriblemente meridional.
Acentos inauditos que harían dudar de si el cantor comprende lo
que «envía», terminaciones en oh de las rimas a la manera de
algunos artistas de ínfimos cafés conciertos; y todo esto por gusto
chic, por un ingenuo —en el fondo— deseo de dandysmo. Y esas
amables «sierras» topográficas, si es permitido hablar así, en las
que desfilan bajo aires pimpantes todos los barrios y monumentos
de la capital, en circunstancias siempre pintorescas, cómicamente
contadas: las Statues en goguette, L’Gaulois du pont d’Iena, La
Chaussée Clignancourt, La Samaritaine, Derrière l’omnibus,
canturreadas por estas gentes adquieren matices pintorescos. Y
cuando cantan cosas serias no es cuando resultan cómicos, salvo
raras excepciones. La romanza, ya bastante ridícula, adquiere
proporciones de parodia hasta perderse de vista en estas honestas
bocas en las que las bronquitis acumulan las notas más
sorprendentes… Hay también la no inteligencia, ya que no de las
cosas cantadas, al menos de las intenciones del autor. Por ejemplo,
Les Boeufs, de Pierre Dupont, admirable poema, la obra maestra tal
vez, con los Pins y los Sapins, de ese verdadero e intenso poeta,
que saldrá del medio olvido de hoy —traducidas con el acento
afectado de un rústico de Seine-et-Oise.
Y la canción patriótica. Pobres coraceros enormes de Reischffen,
dolorosa Alsacia-Lorena, bella figura de Marceau, sed clementes
con vuestros «cantores» en estas residencias, pensando que por
otra parte son pobres enfermos sufrientes, sencillos en su mayoría y
sinceros en la elección de sus «números». Quizá entre ellos haya
algún superviviente de la carga bélica que llora todavía, orgullosa, la
patria; quizá ese muchacho que canturrea «ha muerto ese soldado
estoico», en su cartuchera de scolot, la hoja del cuello y las estrellas
de la manga, sea un buen muchacho de acento tudesco, un desertor
del ejército de Reichland.
Pero, ¿de quién es esa voz? El poeta la conoce y no la conoce.
La luz falsa, no de la batería, puesto que aquí no existe, sino de la
sala, que tiñe oscuramente algunos mecheros de gas, no permite
más que, tras algún tiempo, discernir los rasgos del que se
encuentra ahora en el teatro; y resulta que es el joven de la
primavera última, cuya voz de tenorino se ha transformado en una
clara y cálida voz de barítono.
¿Qué más poder contar, antes de partir para siempre de aquí?
Agréguese esto, si se quiere: A los visitantes de los convalecientes
se les admite para ver las distintas partes del establecimiento,
conducidos por un empleado ad hoc, que les detalla las cosas
interesantes. Este honrado cicerone no deja nunca de llamar la
atención de sus auditores sobre dos inmensos mapas de Europa y
de ambos mundos, obras de un convaleciente, pintados al fresco
sobre las dos paredes de la sala de juego. Y les cuenta:
«Ese convaleciente, además del tiempo, un año
aproximadamente, en que fue admitido a vivir en el asilo para
realizar su trabajo, obtuvo de la dirección la suma de quinientos
francos y la seguridad, o más bien la certidumbre, de una colocación
inmediata en una administración del Estado. Pero el día de su salida
y los siguientes, se emborrachó, estuvo de juerga con mujeres y, en
suma, gastó sus 500 francos y tuvo la audacia de volver a solicitar
un recurso, que le fue, naturalmente, negado».
Hay que oír las exclamaciones indignadas de las buenas gentes,
parientes y pobres en su mayoría de los pobres pensionistas que
vienen a visitar: «¡Ah, el cínico! ¡Que los buenos sufran siempre por
los malos! ¡Gastar quinientos francos en dos o tres días!».
¡Sí, buen hombre, digna matrona, pobres niños! ¿Habéis tenido
vosotros frecuentemente quinientos francos a vuestra disposición?
¡Figuraos qué turbación en el alma de un artista pobre, qué deseo
de gozar de todo con tan miserable fortuna! ¿No parece como una
represalia esta conducta —en principio tan absurda— a las antiguas
e inveteradas desesperaciones, desprecios del porvenir, disgustos
del pasado, indiferencias por una vida que va a recomenzar,
indudablemente, más áspera y desoladora…?
Transcurren los días. A la puerta, los convalecientes, o sea los
que andan con muletas. Todo tiene un fin. Los más pobres van a
pasar tres días en un anexo donde se les buscará trabajo.
Los otros se reparten por el pueblo a la busca de una obra que
se oculta y de una salud que flaquea, murciélagos del invierno
parisiense. ¡Arre, arre, fustiga, cochero! Los dos coches de la
administración, repletos de convalecientes, arrancan franqueando
las verjas del patio de honor…
¡Hasta la vista, camaradas! O adiós sencillamente.
IV
Y ahora viene el zambullido, la lucha entre las zarpas, casi la
aniquilación y el ahogo en este Marne de la miseria negra. La única
rama de sauce emergente, la tabla providencial única que flota algo,
va a ser, una vez más, el hospital, merced a la enfermedad…
Y vayamos allá por tercera, cuarta vez al inmueble. Cambio de
servicio. Esta vez hay viejos «crónicos», como dicen aquí (crónicos
y casi «saturnianos»). Pues bien, ¡vivan los viejos! Tienen sus
inconvenientes, sobre todo físicos, pero se les perdona en virtud de
su moral. En el fondo, siendo aquí plebeyos y simples,
encontrándose poco cargados de instrucción y de lectura, encantan
por su fundamental y casi intacta cordura y su experiencia de los
hechos. Hechos atestiguados por ellos mismos, aunque sus males
sean tristemente ridículos, y por
la gran miseria
del pobre judío errante,
que eres tú, pueblo del que se abusa, siempre vencido por las balas
y las privaciones.
Pero no se vea en estas líneas al poeta que desea hacer
socialismo imposibilista y se pide perdón a las damas que hubieran
leído esto.
Hay verdaderos desfiles en masas profundas de doctores y de
alumnos. Todos los doctores, con sus rasgos amables y tal en su
mayoría. Los alumnos no todos son así. Contrastando con la
mayoría, que es amable, informada y suficientemente atenta, los
hay abominables y espantosos: tipos presumidos y groseros, que
tratan al enfermo como a un verdadero prisionero, como a un
forzado, desde lo alto de su cuello y de su corbata clara con alfiler
falso; son inhumanos y completamente insolentes, como dice tan
bien el pueblo nervioso de París. Pobres de ellos en el día de su
licenciatura: aun en sus agujeros de provincia a donde les habrán
llevado sus estudios —ya que son los peores de la clase— el odio
no les librará de miserables para continuar maltratándoles. Quizá
también el poeta en invectivas, más a lo Marcial que a lo Juvenal,
les nombrará sin elogio: esos mezquinos pedantes que le
escarnecieron sobre su lecho de dolor y de hambriento. Ese día
será terrible, un dies irae en miniatura, y su nombre poco a propósito
para la posteridad llegará empero a ella en compañía de algunos
otros, asombrados. Un interno también, uno solo, fue vil y malvado.
Su nombre también repercutirá cuando haga falta. Pero
apresurémonos a decir, a la gloria en resumidas cuentas de esta
lamentable humanidad, que estas gentes no forman más que una
ínfima excepción, ínfima en los dos sentidos del vocablo.
Se habitúa uno a esta vida como monástica, aunque sin la
oración, y a seguir la regla. El lecho os penetra. Se vive en él
completamente y hasta se piensa allí. Blandamente a veces, pero
otras viril y noblemente. El poeta no duerme, pero fuera le sucede lo
mismo, excepto cuando comparte su lecho en ciertas condiciones
de amable fatiga… Se raciocina, se acaba por no lamentar el
régimen exterior, cuya pérdida es tan sensible, a juicio de las gentes
no iniciadas.
Y, por otra parte, hay salidas memorables en estos casi dos años
de este a modo de cautiverio. Pues gracias a provisionales recursos
inesperados (¡oh estos recursos, oh lo inesperado y lo provisional!)
se realiza un viaje a una notable estación balnearia. Una cura —
como para algún ricachón— en las montañas que forman el pie muy
respetable de los Alpes, y que han sido celebradas por el mayor
poeta francés con Villon, Ronsard y Racine. Además, un lago muy
azul, que por lo demás nuestro poeta no ha visto, falto de dinero
para las excursiones en coche, pero del que ha percibido las brumas
en medio de un pico famoso —tal una ceja en una cara sombría
fantásticamente gigantesca—. Duchas y baños. Mesa de huéspedes
que disminuye de día en día (la season se acerca a su fin), hasta
que el poeta se queda solo. Entre otras particularidades culinarias,
hay un excelente pescado que se llama «lavaret» y una especie de
cardos aborígenes muy buenos, cuyo nombre se me ha olvidado. En
resumen, muy buen tiempo y un intermedio más distraído de lo que
esperaba. Diversos incidentes y uno de ellos cómico, debido a la
pobreza (¡pájaro raro, flor de flor, paradoja!) del «bañero». La misma
pobreza le da aun otros servicios. Vuelta al redil, o, entre paréntesis,
dos meses pasados antes al lado de un caro amigo enfermo
también y salido al mismo tiempo de la estación balnearia. Ah,
aquéllos fueron unos buenos meses de estío —del mismo modo que
más tarde fueron con otro querido amigo seis dulces semanas de
invierno—. Se sale de allí un poco blando por los afectos, cosa algo
mejor que una fraternidad, que una amistad de colegio. Y es
exquisito, creedme.
Una venta ventajosa —¿merced a qué azar?— de un manuscrito
de versos ha abierto las puertas del hospital —permanecidas
siempre entreabiertas—, merced a la benevolencia del médico jefe,
a quien le da gracias de todo corazón en estas líneas. Algunas
semanas, hasta formar dos o tres meses, tienen su curso normal de
vida y hasta de placer…; después sobreviene la sombra de
decadencia. Y es en este momento, una tarde de estío, sentado
sobre la terraza de una taberna y acompañado —el poeta comía a
crédito—, cuando vio acercarse en la sombra húmeda de una
tempestad reciente a una forma larga, mísera, tímida. Esta forma se
inclinaba sobre él con un aspecto espectral, cuando una voz rota,
ronca y débil le habló:
—¿Cómo, no reconoce usted al cantor pequeño de allá?
—Pero cómo, amigo mío, ¿es usted? Siéntese. Mozo, un
cubierto.
Pues el pobre chico no había comido, evidentemente, desde
hacía mucho tiempo. Y salía, según contó, de un hospital y de todos
los asilos nocturnos, y después hacía dos días que erraba…
Cuando la comida, a la que hizo unos grandes honores, acabó,
el «pequeño cantor» confió a su desde entonces y «para siempre»
amigo, que no tenía un céntimo para procurarse domicilio.
—Yo tampoco tengo un céntimo, pero la habitación de que
dispongo aún es amplia y hay sitio para dos.
—Pero yo estoy enfermo, tuberculoso, a consecuencia de
enfriamientos y de privaciones.
—¿Y mis estancias en los hospitales?
Y al día siguiente, un poco mejor del estómago, la moral algo
elevada, otro poco sacado de la miseria con padres vergonzosos, la
flor y el fruto de un amor dos veces culpable y criminal, el
abandonado, excepto por uno tan pobre como él y además viejo,
pero menos atacado en la salud, entraba en el establecimiento Louis
Philippe y Quarante Huit, enfermo y miserable nuevamente, en las
barracas, donde el poeta no tardó en unírsele. Pasaron entonces
dos semanas relativa y positivamente deliciosas, aunque
melancólicas por el estado grave del joven, que pronto, muy pronto,
sin duda, partió para el asilo napoleónico, desde donde sostuvo una
correspondencia con el poeta. De repente éste dejó de recibir sus
cartas, con gran inquietud… Se enteró y supo que el
«convaleciente» había dejado el hospital con un «mal reúma» (así
se porta a veces esta buena Asistencia Pública). Y ninguna noticia
después. ¿Se olvidó o murió el joven que, empero, le manifestó tan
sinceramente su reconocimiento viva voce?
Sea lo que fuere —ya que todo no acaba siempre, ni aun en
Francia, con canciones—, esta incertidumbre doblemente dolorosa
vino a entristecer mucho su probable terminal evasión de los
hospitales.
Y sin otra seguridad que esta de no reanudar un día este casi
silvio pellico trabajo, con toda la melancolía del pasado y del
porvenir, se despide del demasiado benévolo lector a quien estas
páginas hayan podido «distraer», y de vos, señora, a quien, en
defecto de cosa mejor, han debido divertir.
Crónicas del hospital
I
Hay jóvenes poetas que han hecho hablar de ellos de diversa
manera, siguiendo su costumbre, poetas jóvenes premiados por los
viejos (mediante un periódico bulveradero, si gustáis), un verdadero
poeta decorado, otro irónico y como vengado con anticipación, aquél
muerto en el hospital y… el nombre de un poeta muerto en el
hospital ha sido dado a una calle de París en virtud de una
deliberación del consejo municipal de la «Ciudad Luz».
La prensa ha hablado dignamente de Maurice MacNab, tan
original y tan malogrado; por otra parte, la literatura entera aplaude
la distinción de que se ve objeto Maurice Bouchor, el autor de tantas
obras encantadoras y profundas, y los benjamines del
parnasianismo, distinguidos por sus hermanos muy mayores, están
naturalmente orgullosos de esta distinción, tanto como de su suerte
aurífera. Por ello dejaré a su gloria estos dignos efebos y al público
competente en su legítima satisfacción frente al decreto que honra
al buen bardo de la Aurora y de los Símbolos y sólo me ocuparé en
esta primera Crónica del hospital de la calle Hégésippe-Moreau.
«Calle Nueva», reza el documento oficial. ¡Bravo! Un nombre de
poeta, y sobre todo un nombre como éste que emana gracia y
juventud cortadas en flor, no puede reemplazar decentemente
ninguna trivial cartela de la vía pública.
Y en cuanto a una ilustre o tradicional denominación, que fue
necesario desbautizar en su favor, creo ha sido un buen acuerdo no
subordinarla a la memoria de un espíritu encantador, a quien
hubiera contristado la sospecha de parecida brutalidad…
Hégésippe Moreau, figura un poco alejada de nuestros días, fue
un poeta independiente de toda escuela. Sin duda la mayoría de sus
versos se resienten algo de una especie de incoherencia,
influenciada del medio literario en que vivió. Pero, ¿cómo puede
portarse un contemporáneo joven entre tantas glorias
frecuentemente contradictorias? Puede deplorarse su romanticismo,
derivado más bien de Barthélemy y de Méry que de los grandes
maestros, y sus demasiado numerosas y bastante fáciles
imitaciones del viejo Béranger; pero La Voulzie, Un quart d’heure de
dévotion, La Fermière, Jean de Paris y otros poemas más, frescos,
generosos, de un verbo ágil y firme a la vez, en fin, los Contes à ma
soeur, de una castidad tan rara, de una delicadeza más rara
todavía, son cosas que quedarán y que bastan ampliamente para
preservar el sonriente y doloroso recuerdo del pobre Hégésippe.
Sainte-Beuve le estimó y le admiró. Pelix Pyata supo encontrar
para elogiarle acentos elocuentes que harán perdonar al feroz
revolucionario —un gran escritor declamatorio, pero ¡cuán
intuitivamente artista!— demasiadas herejías y numerosos errores
estéticos. Baudelaire hizo algunas objeciones demasiado severas,
según mi humilde entender, a los homenajes de que era objeto su
nombre. Le reprochó, entre otros riesgos, el de caer en la
democracia, y llegó hasta a tratarle de «mala persona», olvidando
que Villon, por el hecho de haber sido el peor de los tunantes, no es
menos nuestro padre y el maestro de todos; olvidando también que
la vida no fue completamente rosada para esta naturaleza ardiente y
delicada, desde entonces fácilmente irritable. En cuanto a su muerte
en el hospital, permitidme que no lo deplore más que de derecho.
Experto crede Roberto: la sociedad, bajo el régimen político que sea
—léase «Stello»—, no está hecha para glorificar a los poetas, que
frecuentemente van contra sus leyes positivas y sus costumbres
más imperiosas, buenas o malas, más malas que buenas, estoy
conforme. Luego
Et pourquoi si j’ai contristé
Ton voeu têtu
Societé,
Me choirais tu?
Como ha dicho una «mala persona» que soy yo, según parece.
Y por el contrario, el poeta, empero, ávido de lujo y de bienestar,
tanto si no más que el primero, pone su libertad a un precio más alto
que aquello que pudiera hacerle transigir con las costumbres de la
multitud. De suerte que el hospital al final de su carrera terrestre no
puede asustarle más que la ambulancia al soldado o el martirio al
misionero. Hasta es el final lógico de una carrera ilógica a los ojos
del vulgo, y casi agregaría el fin feroz que hace falta.
Hégésippe Moreau no hizo más que continuar una tradición que
está lejos de pasar de moda. ¡Ay! ¿No leía yo estos días en una
hermosa crónica de Jean Lorrain detalles trágicos sobre la muerte
reciente de dos poetas eslavos? ¿Y quién sabe lo que reserva el
porvenir a esa larga lista de ilustres miserables que arranca de
Homero? La palabra del Evangelio —para hablar desde tan alto—
es sobre todo verdadera en lo concerniente a la gente ligera que
Platón desterraba coronada de rosas: «Habrá siempre pobres entre
vosotros». Por ello, sin ironía alguna, se puede felicitar a los ediles
—no siempre tan bien inspirados— por su última decisión. Los
difíciles, que no son siempre los delicados, podrían desear que se
tomasen cerca de los poderosos medidas para que los poetas
mueran menos de hambre, y para no brillar con caracteres blancos,
largo tiempo después de su muerte, en el rincón de los inmuebles.
Pero, ¿y el medio, ante todo? En realidad, lo único que se puede
hacer por nosotros es la publicidad póstuma sobre azulejo
municipal, después de habernos alojado ni peor ni mejor que otros
desheredados tan interesantes, lo que ya es amabilidad para los
buscadores de renombre.
Pero es igual, y se hubiese sorprendido mucho Hégésippe
Moreau prediciéndole esta apoteosis tardía, casi tanto como se me
asombraría a mí si viniesen a anunciarme, para el tiempo que Dios
sabe, una calle.
II
Sin embargo, se oscureció definitivamente el hospital, a pesar de
que gozábamos del hermoso mes de junio, todo verdor húmedo de
lluvia con buen olor y luciente claridad viva. Sí, el hospital estaba
sombrío, a pesar de toda filosofía, de toda indiferencia y de todo
orgullo…
Y gozaremos del hermoso sol
Bajo las ramas verdes de los robles
nosotros, los poetas, lo mismo que ellos, los obreros, nuestros
compañeros de miseria y de «sala». ¡Y viva el puro lujo, y las
mujeres, puras o no, y la verdadera vida viviente, pura e impura!
Entre tanto, hermanos, artesanos de una y otra suerte, obreros
sin trabajo y poetas… con editores, resignémonos; bebamos nuestra
tisana poco azucarada o la coco; traguémonos valientemente
nuestro medicamento unos, nuestra lavativa otros y nuestra taza de
caldo otros… Sigamos bien las prescripciones, obedezcamos las
órdenes, que nos parezcan agradables las inyecciones y las
deyecciones, y reprimamos todas las objeciones, bajo la pena de
expulsión, siempre dura, aun en estos meses de flores y de heno,
de días reconfortantes y noches clementes, a poco que se albergue
el diablo en la bolsa y la deuda y el hambre en la casa…
Evidentemente, saldremos tarde o temprano más o menos
curados, más o menos alegres, más o menos seguros del porvenir
—por lo menos, más o menos vivos…—. Entonces pensaremos con
melancolía, con una melancolía que ya he conocido en mis
«entreactos», un tanto rabiosa, un poquito burlona, agradecida y
rencorosa a la vez, en nuestros sufrimientos morales y en los otros,
en los médicos inhumanos o buenos, en los enfermeros zorruscos o
no, en tal o cual vigilancia, a la que se maldecía cuando no se la
mixtificaba —no nosotros, sino los demás—, porque era demasiado
buena, etcétera.
Y tal vez algún día echemos de menos aquel buen tiempo en
que vosotros, trabajadores, descansabais; en que nosotros los
poetas trabajábamos; en que tú, artista, te ganabas tus banyuls y
tus todds con los retratos de los suplentes y de los alumnos y con
cualesquiera «frescos» pintados en la sala de guardia…
Sí, tal vez algún día vuelvan, melódicas de pasado, estas
conversaciones de lecho a lecho, de un extremo al otro de la sala, a
veces… «Vamos, señores, un poco de silencio. Aquí no estamos en
el Congreso… Cállese usted, 27, especie de caballo de noria…
¡Siempre son los abonados los que suelen hacer el gasto!…». Estas
discusiones más que animadas y nada menos que áticas… Volverán
estos sueños interrumpidos por gritos de agonía, estas
vociferaciones de cualquier alcohólico, estos despertares con
noticias como éstas: «El 15 ha roto su pipa». «¿Has oído a ese
cochino del 4?… ¡Qué inmundo roncador!…».
Por encima de todo, volverá —¡ay!—, bajo la forma de útil pesar,
esta calma sobria, esta estricta seguridad de estos lugares de dolor
y también de seguros cuidados y de pan por el suelo…
Tal vez algún día nos ronde la muerte, y la enfermedad
precursora y entrometida nos tenga febriles y adoloridos —quizá
míseros y solitarios—, y volvamos a ver, no sin enternecimiento y
una especie de tristeza —¡oh, cuán triste!—, gratitud, estas largas
avenidas de lechos tan blancos, estas largas cortinas blancas, pues
todo es largo y blanco, sea como sea, en estos asilos…
Todo salva en este día supremo de junio para mí, harto de tanta
pobreza —¡tan acostumbrado como estoy a él desde hace cinco
años!—, al Hospital, con H mayúscula, de la idea atroz, evocadora
de un indecible infortunio, del hospital moderno para el poeta
moderno, que, en sus horas de desaliento, no puede por menos de
encontrarle sombrío como la muerte y como la tumba, y como la
cruz sepulcral y como la ausencia de caridad, a vuestro hospital
moderno, aunque estéis muy civilizados; hombres de este siglo del
dinero, de lodo y de esputos…
III
¡Cómo! ¿No saldré de Caribdis sino para entrar en Escila y mi
nombre, al que quisiera conservar pura y honradamente poético,
pasará inadvertido?… Ya dijo alguien que creyó hacer bien que si
otros se habían servido del hospital para morir en él, yo le utilizaba
—tanto vale decir lo aprovechaba— para vivir en él —como si
dijéramos para vivir.
Sin embargo, os doy mi palabra de honor que mi mayor deseo
sería el de llevar la existencia de tantos otros —y hablo aquí con
toda modestia—. Sin lujo —no siento la menor afición por el lujo—,
sin demasiados excesos —mi actual salud se opone a ello
formalmente—, y mis principios (porque yo tengo principios; no
finjáis ignorarlo, ¡oh, mis queridos camaradas!) le opondrán algunas
objeciones, sin presunción ni exceso de malicia ni abuso de bondad:
un justo medio entre lo peor y lo mejor; ni Alcestes, ni siquiera
Filinto, una existencia, en fin, de buen muchacho y de hombre
honrado, aunque hubiese de obtenerla del hidalgo y hasta del
gentleman.
Hoc erat in votis.
En lugar de esto, desde hace cuatro enormes años casi
completos —y cuento bien—, sólo existe la inquietud —¿qué digo?
—, la congoja, esto es:
La muerte y el deseo y el dinero
Corredores de pie ligero
encarnizados contra este pobre, contra mí.
Siempre en demanda
Del buen reposo, del seguro abrigo
Y que da saltos de cabrito
Bajo los colmillos de toda una raza…
como lloraba un poema mío, doloroso de suyo, hace algunos años.
Hace poco más de un año sólo encuentro sufrimientos físicos y
morales casi insoportables, traiciones que me callo hoy, luchas que
diré, y con cortos, aunque demasiado largos, intervalos,
decepciones, desgracias, inapetencias y disgustos —el hospital
desde hace cuatro años (y repito que cuento bien) menos dos
meses.
Mi carácter, filosófico en el fondo; mi constitución, que sigue
siendo robusta, a pesar de los crueles y, sobre todo, incómodos
fines y comienzos de las enfermedades —catarros, bronquitis, el
estómago, el corazón ahora— me han conservado hasta aquí sólido
de cuerpo —y de cerebro—. Por otra parte, sólo he de
enorgullecerme de las consideraciones y de los asiduos cuidados de
que hasta ahora he sido objeto; excelentes amigos han hecho por
mí cuanto han podido, si bien otros amigos me han mentido como
por gusto y me han engañado con la mejor fe del mundo. Admito
todo esto, y que, en medio de mi desgracia, he tenido lo que se
llama suerte. Pero siempre es duro, después de una vida de sumo
trabajo, ornamentada —lo concedo— con accidentes en los que he
tomado una gran parte y con catástrofes vagamente premeditadas;
es duro, digo, a los cuarenta y siete años de edad, en buena
posesión de la buena reputación —del éxito, para hablar el horrible
lenguaje corriente— a que pueden aspirar mis más altas
ambiciones; duro, duro, muy duro y más que duro encontrarme —
¡Dios mío, sí!— EN LA CALLE, y para reclinar la cabeza y nutrir un
cuerpo que envejece no tener más que las almohadas y los menús
de una Asistencia Pública, por cierto aleatoria, que puede dejarse —
¡Dios la bendiga, por supuesto!— sin que visiblemente se tenga la
culpa de lo que ocurra —¡oh, no; y yo, mucho menos!…
¡Que se me objete la triste muerte de Gilbert, muerte cuya clave
está por encontrar aún; la del pobre Hégésippe, de que hablaba
hace poco; el espantoso fin de Edgard Poe, los lamentables últimos
días de nuestro gran Villiers, para persuadirme de que soy un
bidard, por pasear así mi edad madura, proclamada, y yo me
atrevería a decir amada, por toda la juventud culta, entre el
desagradable olor del yodoformo y del fenol, las promiscuidades
intelectuales contra natura, la indulgencia, algo falaz, de los
doctores y de los alumnos, todo el horror, en fin, de una miseria
literal, mal puesta al abrigo de los últimos extremos!…
Haréis bien en decir —porque decir bien es—, empleando la
frase del ilustre Margue, de quien se inauguraba últimamente ¡¡LA
ESTATUA!!, con gran pompa oficial y parlamentaria:
¡Eso es estúpido!
IV
El lecho que ocupo esta vez en el hospital Labrousse, y que ostenta
el número 27 bis de la sala Seigle, tiene la particularidad de que —
¡cosas de enfermo!— ninguno de cuantos han dormido en él, salvo
dos o tres extravagantes cuyo número tal vez aumente yo, han
muerto; esto, con una conmovedora regularidad de ejemplo
constante.
Tan fúnebre privilegio no deja de rodear a esta cama, demasiado
hospitalaria, de una consideración vagamente respetuosa, que no
es extraña por completo a una superstición sui generis. En una
palabra, como en ciento, «no tiene un aficionado».
Yo no la había elegido. Se trataba de tomarla o de dejarla.
Dejarla hubiera sido muy aventurado; en tanto que tomarla suponía
evitar peores yacijas, y la tomé.
La tomé, no sin embargo sin haber visto a mi antecesor, al que
no tenía el gusto de conocer, como suele decirse.
Estaba allí mi antecesor, cuando entré en la sala. Ni guapo ni
feo, ni nada, a decir verdad. Una forma larga y estrecha, envuelta en
un trapo con un nudo debajo del cuello, sin una cruz sobre el pecho,
con el colchón sobre los hierros de la cama sin cortinas, como son
ahora las tres cuartas partes de las camas de hospital. —Una
leyenda más que se va— dirían mis eminentes cofrades y mis
Maestros en la Crónica. Llevaron unas angarillas, llamada la caja del
dominó, recubierta con un tendal de cualquier color, como hecho
con tela para colchones, pusieron en ellas el envoltorio, y se lo
llevaron, camino del anfiteatro. Algunos instantes después, me
hallaba yo instalado sobre el «polvo» mortuorio, lo que justificaría
verdaderamente la palabra de argot que acabo de emplear, si se la
quiere relacionar con el pulvis es et in pulverem reverteris de la
Iglesia católica.
Por otra parte, resulta verdaderamente extraordinario cómo aquí
se familiariza uno con estas cosas desde el primer momento tan
corriente y terrible, y, sin embargo, tan trivialmente consolatriz y
libertadora: la muerte. ¡Oh!… Comparado con la vida ordinaria —no
hablo de los muertos queridos, parientes o amigos; hablo de los
demás, de los extraños—… ¡Oh, qué caso!…
Casi da miedo. El pobre inofensivo cadáver espanta… Cuando
yo subía los numerosos escalones de mi casa, si sabía que en
determinado piso, detrás de la puerta, en el fondo del cuarto había…
«un muerto», como dicen las muchachitas con su linda boca
redonda, me estremecía a mi pesar y subía más deprisa.
¡Época relativamente feliz!… Luego, aun antes de mis actuales
andanzas, la triste —¡y tan estúpida!— experiencia me ha reservado
como una especie de emociones, deliciosas en el fondo.
¡En el nombre del nombre de mil nombres de nombres!… He
hecho progresos en el escepticismo, y sin parecerme, ni mucho
menos, al vampiro, dejad que me alabe de un pequeño acto como
de sacrilegio externo, si puedo expresarme de esta suerte para
aclarar mi pensamiento.
¡Atención!… Yo maldigo al que se calzó los zapatos de un falso
muerto de La Fontaine, odio a su vendedor de pieles de oso y
detesto al excelente cura Juan Chouart… Yo no me calzo siquiera
los zapatos de un muerto —¡qué asco!
No; pero —aunque sea, como confieso más arriba con toda
franqueza, un poco por defender mi cuerpo o por un impudor y una
imprudencia muy premeditados (lo que, en el fondo, es menos
verosímil)— me acuesto en su lecho, en el de mi muerto; me
acuesto —¿lo oyen ustedes?— en su lecho, en su lecho todavía…
frío…
Un poco de mil ochocientos treinta es mi crónica de hoy. Pero
¿qué diablos quieren ustedes? En esta época de desenfrenado tren
de siglo, ¿no es conveniente, a veces, hacer andar la máquina hacia
atrás?…
V
También es la culpa de la Compañía P. L. M. (Preparad las Manitas),
que hace atravesar a sus trenes ómnibus toda la Borgoña y los
detiene en todas las estaciones… Estaciones como Vougeot, como
Beaune, como Mâcon, como tantas otras, ¡como todas, pardiez!
Y en Mâcon hay dos horas de parada, después de no sé cuántos
siglos en el vagón, apenas interrumpidos por las evasiones que
duran justamente
El tiempo moral de un vaso o de dos vasos,
como dice Coppée, sobre poco más o menos, no sé dónde, desde
ese desdichado París, que parece abandonarse con pesar, si se le
abandona, aunque sea momentáneamente, con un cierto júbilo
petulante de escolar en vacaciones.
Un poeta —todavía existe— y éste es todo cuanto hay de
reciente y mejor en la última moda; en una palabra: lo más logrado,
en esta clase de artículos. Pobre como Job, bastante soberbio,
bueno y violento y, a pesar de las apariencias y de las habladurías,
no lo que se llama un bohemio, ni mucho menos. Su horror a las
cervecerías literarias no tiene igual más que en su poca repugnancia
por el hospital cuando está enfermo, lo cual le sucede muchas
veces —desde que le contemplan cuarenta y dos años—. Y hasta
formó parte de uno de esos Parnasos contemporáneos que uno de
estos días fue dirigido por la Facultad hacia Aix-les-Bains, milagroso
para el reuma, celosa de conservar en este «fin de siglo» una pluma
tan consecuente.
No dejó nuestro hombre, ayudado por la sed —es raro cómo se
tiene sed siempre, sobre todo cuando no se está alterado—, de
apearse para examinar como un buen turista, ya que no como un
enfermo demasiado prudente, los vinos ofrecidos en el camino —
cafés y cantinas— por los relativamente conscientes botilleros; si
bien es cierto que en Mâcon (todo el mundo se apea) hacía calor, y
corrió hacia el Saona, cuya rauda corriente no le despertó el deseo
de tomar un baño, sino que se dirigió a sus orillas y se apresuró a
saludar, como era su deber, la estatua de Lamartine, expuesta al
viento, con sus botas soberbias y su hermoso manto…
Algunas reflexiones acerca de la confortable posición de los
poetas le ocuparon in illo tempore durante algunos instantes; pero
llovía (con el Saona, ¡cuánta agua, cuánta agua!).
Estaba indicado entrar en un café vecino. Bebió, a modo de
aperitivo (¡fuera el helvético Pernod y el bitter de Ultra-Rhin!), una
buena botella de ese precioso vino francés que al noble poeta le
había gustado tanto y que, según dicen, había vendido no sin
provecho, y —¡oh, desgracia!— quedó sumido, tras aquellas
libaciones ofrecidas a los Manes ilustres, en toda clase de ensueños
relativos al tiempo bendito en que los poetas llegaban a ser grandes
propietarios.
Tales cogitaciones, a pesar de una pasada comida debidamente
rociada, no dejaron de entristecer un poco al soñador. Su
semblante, de ordinario sereno y más bien alegre, se fue
gradualmente ensombreciendo, y acabó por entrar en completa
armonía con el traje que llevaba, de un color gris rata, con detalles
poco elegantes en ciertos sitios, como un botón desaparecido,
algunas deshilachaduras en los ojales o risas de conejo hacia las
costuras. Su sombrero flexible parecía asimismo adaptarse a su
triste pensamiento, inclinando sus vagas alas a todo alrededor de su
cabeza, en una especie de aureola negra para aquella frente
preocupada.
¡Su sombrero! Alegre también, no obstante, en sus horas, y
caprichoso como una mujer muy morena, ora redondo, ingenuo,
como el de un niño de la Auvergne o de la Savoie, ora como un
cono truncado, a la tirolesa, o inclinado sobre la oreja; unas veces
graciosamente terrible, semejante al gorro de cualquier «banditto»,
puesto del revés, con un ala hacia abajo y otra ala hacia arriba, en
forma de visera por delante y cubriendo la nuca por detrás; otras
veces correcto y plano, con un lindo hoyuelo en el casco; su fatídico
sombrero al que alegremente había llamado el sombrero de
Infortunatus; su pícaro sombrero, al que, no hacía mucho, exornaba
aún una cinta ondulada —menos, no obstante, que sus obscuros
cabellos—, con la bella Rita, flor del Brasil abierta en el corazón de
los buenos poetas…
Y tenebroso como la noche lluviosa que había cerrado, llegó a
Aix, donde hubo de buscar un hotel, al salir del polvoriento vehículo
de la calamitosa Compañía P. L. M. (Perseguid al Malhechor).
¿Encontró aquel hotel, probablemente en el transcurso de
inocentes aventuras?
¿Se acuerda él, o lo sabe alguien?…
Ello es que al día siguiente, aproximadamente a las doce, se
dirigió a una respetable landlady y le pidió una habitación.
—No la hay, caballero.
—¡Ah!…
¡Y el poeta, que ya no se inquietaba por ella, puesto que ella no
se ocupaba de él, ¿habría subido para asegurarse del caso o por
cualquiera otra causa?…
¿Se acuerda él, o lo sabe alguien?…
Cuando, poco después, volvía a bajar —por una escalera muy
buena, por cierto—, y, con su pierna enferma, se disponía a
abandonar aquel umbral inhospitalario, la señora de la casa, muy
extrañada de volver a verle, le dijo:
—¡Deténgase!
—¿Para qué? Per ché? What for?
(Porque el poeta era políglota).
—¿De dónde baja usted?
—No sé… De ahí arriba…
—Basta, caballero. Voy a llamar al comisario de policía.
—Llámelo.
(Porque el poeta habla mal el francés cuando quiere y cuando
puede, como lanzado al espacio por las circunstancias. Y quizá
también un poco guasón).
Y sentándose en una banqueta que había en la antesala, dijo:
—Con su permiso.
La patrona no respondió, pero examinaba la indumentaria del
intruso. Lo que parecía no chocarle menos era el aspecto, el porte,
más bien que lo material; lo intrínseco, por decirlo así, de aquella
toilette, completamente nueva para sus ojos, viciados por el pschutt,
el v’lan y el copurchic de las ciudades de aguas.
El sombrero llamó su atención, y también las irregularidades del
traje; pero temo que lo que más le extrañó fue cierto pañuelo de
cachemira, color vidriera siglo XIII, anudado alrededor del cuello con
desenvoltura, aunque sin la buena gracia admitida.
(Porque el poeta es un dandy).
Llegó, por fin, el comisario de policía. Comenzó con el
interrogatorio de costumbre, y contestó el poeta:
—La señora está acostumbrada, sin duda, a los huéspedes
ilustres. Yo no soy la reina de Inglaterra, ni el rey de Grecia, ni
siquiera el general Boulanger. Sin embargo, reconocerá usted, señor
comisario, que, aunque tampoco sea yo el Hijo del Hombre, tengo
derecho a reclinar la cabeza en cualquier parte, en el suelo, que no
constituye todavía el reino de los Cielos…
El comisario:
—¿Tiene usted documentos?
—Aquí están.
—Muy bien; pero a la señora le parece sospechoso que haya
usted subido, a pesar de que ella le había dicho que no había
habitación disponible para…
—¿Para llevarse el mobiliario?
—Algo así.
—¡Bah!
Y desabrochándose con presteza la chaqueta, no sin embargo
con cierta íntima y estética satisfacción, por haber podido pasar
durante un instante por un émulo (en un punto importante) del gran
Francisco Villon, prosiguió el poeta:
—Vea usted, caballero; Vide, Thomas; vacíe mis bolsillos…
—Basta —dijo el comisario de policía, que era un hombre de
ingenio—. Viene usted recomendado al doctor… Vamos a su casa.
Alquiló un coche descubierto; un landó, ni más ni menos que
para un alto funcionario de la R. F. o para cualquier huésped real o
para un pretendiente…
La matrona al poeta:
—Caballero, dispénseme… ¡Dios mío, le había tomado por un
ladrón!…
—Está usted perdonada.
Y, en el fondo, ¡qué orgulloso se hallaba, por Villon, de haber
sido tomado por un «mal sujeto»! A causa de sus facciones, poco
lamartinianas, había sido tomado varias veces, por unos y por otros,
por un asesino. Sólo que el interrogatorio demostraba que el
culpable acababa de ser guillotinado, y el asunto no tenía, PUES,
consecuencias. Pero verse considerado como un ladrón, eso era ya
una ganga…
Y he aquí a un hombre «con el corazón tranquilo» y
desemborrachado; porque ¿estaba borracho?
—¿Se acuerda él, o lo sabe alguien?
Entretanto, el landó se detenía frente a la escalinata del hotel.
El comisario:
—Tenga la bondad de subir… ¡Qué sorprendido va a quedar ese
buen doctor, ante semejante llegada oficial a nuestros lares!…
La patrona, con un derroche de sonrisas:
—Perdón una vez más, caballero; pero va usted vestido tan
raramente…
Y el poeta, halagado esta vez en su dandismo, hizo a la buena
señora un gesto de despedida, agitando graciosamente la mano que
hubieran envidiado Carlos X y Lamartine mismo.
—Doctor —dijo, cuando el coche les hubo dejado en casa del
hombre de arte—, vengo en nombre del doctor X… Y permítame
que yo me presente, porque el caso es glorioso, si los hay; glorioso
y raro… ¡Bajo la égida de la ley, caballero!…
Perdonad las faltas del autor.
VI
Tengo un enemigo.
Aquí. En el hospital. ¡Sí! ¡Oíd!
El señor Leconte de Lisle me había dispensado ya y me
dispensa aún el honor y la satisfacción de detestarme. ¿Por qué?
Porque yo fui el primero que volvió a verle recién condecorado, el 15
de agosto último, al salir de la Commune, época en que él se dejó la
barba y tenía la costumbre de temerme como al fuego, porque yo
me había quedado en mi despacho del Ayuntamiento, en el empleo
que desempeñaba desde hacía siete años. ¿Tan fielmente entró en
el alma de los devotos del buey Apis y de todas las vacas védicas y
demás curiosidades antiguas? Siempre me tiene, como suele
decirse, en la nariz, a causa de ese título que le fue otorgado ante
testigos, quienes me lo han referido con naturalidad, pues no hace
mucho más de un año, dijo, hablando de mí: ¡Ah, ése continúa
viviendo!… ¡No se morirá nunca!… ¡Como no sea en el patíbulo!…
Del mismo modo desacreditaría una tía vieja a un sobrino
pródigo o trasnochador.
Uno de mis antiguos profesores de Bonaparte, recenter
Fontanes, nunc Condorcet, un tal Perrens, autor de unas cosas
sobre Jerónimo Savonarola, si no me equivoco, y que más de una
vez me administró buenos castigos, hasta cierto punto merecidos,
después de todo, tuvo ocasión de hablar de mí a varios amigos
míos, y me censuró, como también a los Decadentes, de los cuales
me consideraba «jefe».
—Nunca he podido terminar Las Tardes de Médan —añadía, a
modo de argumento.
Las mujeres también —¡oh, por causas ordinarias, y asimismo
quizá por cualquier probable comprometedor aunque inconsciente
pasticheur del grande y querido Mallarmé!— me demuestran
sentimientos nada menos que afectuosos. Pero ni pedantes de toda
categoría, ni Arianas más o menos interesantes, ni fracasadillos del
lenguaje y del ritmo, por muy divertidos que puedan ser, me han
regocijado tanto en las manifestaciones diversas de su mala
voluntad, como el animal en libertad y que voy a presentaros con
vuestro permiso.
Le perdonaría y no hablaría de él, si se tratase de uno de mis
queridos cofrades en la misma situación precaria (¿no consiste algo
—al menos así se dice— nuestro lindo pecado en la envidia?) o de
un buen obrero mediocre, un poco bruto y muy hablador, o de algún
campesino, aun de los grandes arrabales de París, o de cualquier
pilluelo típico, de esos que se encuentran a veces en los hospitales,
medio rufianes y medio trimardeurs; pero no; ni cerdo ni cochino, mi
tipo, un honrado que abarca mucho y un legal que aprieta poco, que
se califica de jornalero y usurpa ese título que implica fuerza y valor,
para que el titular sea portador en la Halle o vendedor ambulante de
las cuatro estaciones, según la estación, o etcétera; un volatinero de
oficios fáciles y más que superficiales, extra en las barracas
llamadas cafés, en los figones promulgados restaurantes proprio
motu; interventor en los ínfimos cafés cantantes de los ínfimos
lugares del cantón Seine-et-Oise; por otra parte, también comisario
de los entierros civiles un poco suburbanos o peneprovinciales;
mientras adjunto de los orfeones que no existen y sombrero chino
de las armonías tan locales que escapan al catastro; en una
palabra: el haragán revolvedor y la mosca cochinera de la nada
ruidosa…
Es feo, de faz angulosa y roja del más deplorable matiz, con los
dientes podridos y los ojos atrozmente azules y legañosos, con
barba de escoba para bacines que estuviese enmohecida;
miserable, no sin pretensiones de haber sido bello (frisa o, más bien,
defrisa en la cuarentena); con el acento más bien culoterroso que
arrabalero, rezagado y tartajoso. Enfermo no imaginario, sería decir
poco; enfermo falso, sería decir demasiado; enfermo seriamente de
intento me parece lo justo. Sometido al régimen lácteo frío, tiene que
cocer parte de su leche a escondidas —lo cual es fácil, antes de
despertar, en la oficina (donde hay un buen fuego día y noche)—, se
corta una buena sopa caliente que devuelve casi en seguida en una
jofaina destinada a ser examinada por el médico durante su visita de
las nueve, y, con el estómago bien desembarazado, absorbe
entonces sopitas de leche con el hielo reglamentario. De esta
suerte, se proporciona buenos meses de hospital, poniendo en
juego un mal estómago y una mala pasada.
Apenas había sido introducido yo por el interno de servicio, a
quien tenía el gusto de conocer, en la sa lita de seis camas donde
se ocultaba ese Pimpollo de Amor (mis compañeros de cuarto y yo
le habíamos apodado así por antífrasis), cuando éste comenzó a
refunfuñar casi en voz alta contra aquel favor —de ordinario es el
ordenanza de la oficina de inscripción, y luego el celador, quienes
instalan a los recién llegados—. Mis maneras desenvueltas y mi
conversación enseguida familiar con unos y con otros, cuando me
quedé solo con mis nuevos «camaradas de habitación», parecieron
extrañarle un poco, más bien en sentido favorable; luego, mis libros
viejos y mis periódicos y revistas, una vez desempaquetados,
excitaron su curiosidad, más bien malévola. Me olfateó, y se
aprestó, por decirlo así, a la defensiva el imbécil, que me tomó en un
principio por un aventurero… Me sondeó acerca de mi oficio, y como
yo le respondiese que no tenía ninguno, le disgustó la franqueza
que le pareció ofensiva y casi alusiva; pero la hostilidad estalló como
una bomba a partir de las primeras visitas que recibí. Los sombreros
de copa y las conversaciones, para él esotéricas, de mis amigos le
intimidaron mucho, y como conozco hasta cierto punto a personas
que tienen a bien interesarse por lo que yo escribo, su tono un poco
deferente, aunque por lo general trato a mis interlocutores lo mejor
que puedo, y su simpatía, a veces expresada de un modo expresivo,
hicieron aguzar el oído a aquella cabeza mal conformada, con un
sentimiento indefinible de envidia y curiosidad, indiscreción odiosa y
todos los etcétera del absurdo trivial.
Procuró primero molestarme censurándome por detrás, con
insidias que me eran trasladadas fielmente, por supuesto, por las
buenas personas que por lo general me rodeaban en el hospital, y
hasta con floridas frases de benevolencia dirigidas al personal;
luego, arrebatándose la careta tras de algunas tentativas para
entablar conversación conmigo, acerca de las personalidades que
—¿por qué casualidad?— en realidad conocía, y acerca de las
cosas de aquellas personas acerca de las cuales le estaba prohibido
pensar, lo cual me fue imposible dejar de hacérselo saber bien
pronto, se dedicó a prodigarme molestias indirectas y luego directas,
tales como abrir o cerrar las puertas, según pudiera contrariarme, y
pronunciar frases de doble sentido acerca de los «poetas
incomprendidos» y de los «bohemios» y de los protegidos —¡oh,
sobre todo de los protegidos!— menos enfermos que deseosos de
comer el pan del pobre pueblo, después de haberse cebado con su
sudor. Así, hasta que yo me enfadaba y le respondía como era
preciso y algunas veces mejor.
Entonces, cambió aquel procedimiento por el quejumbroso
agridulce y malo de un orden completamente solapado. Como el
carácter de aquel personaje molestaba de igual modo a los demás
enfermos, y éstos, lo mismo que yo, no respondían ya una palabra a
sus atrabiliarias o quejiconas humoradas, no tardó en dejarnos en
paz; pero su rencor (¿por qué, Dios mío?) tomó un nuevo aspecto,
que consistió en divulgar por todas partes que yo era un abominable
clerical, un «bonapartista», indigno de vivir entre los brazos de una
R. F. demasiado buena en realidad, pues, en algunas ocasiones, yo
había defendido al buen Dios contra aquel cretino, y hasta —¡oh,
crimen!— había manifestado algunas veleidades boulangistas,
aunque muy discretas…
Por último, el truco, tardíamente descubierto, de la jofaina
prolongadora acabó por devolver a sus queridos estudios a aquel
tipo perfecto del batidor o, si lo preferís, del majadero de hospital.
Los dos vocablos son del más puro argot especial, y los recomiendo
a nuestros documentados novelistas.
La moraleja de todo esto consiste en que la Envidia, tanto en el
sentido latino como en el otro, va a anidar en todas partes, y que su
puesto no está sólo, como su expresión parecería indicarlo, en la
cátedra de las grandes escuelas, en los sillones de la academia o en
el canapé de la burguesía o de la prostitución, ni tampoco en el
moleskín de cualquier cervecería «intelectual»; y en que es
consolador para la humanidad un poco pensadora que tal portero de
portería, que ese recogedor de huérfanos y de cequíes, que el buen
primer vendedor de contramarcas e tutti quanti no cede en nada
como la hiel y como el vinagre… al señor Leconte de Lisle, por
ejemplo.
VII
¡Decir que, desde noviembre del 86, éste es el tercer Catorce de
Julio que voy a pasar en el hospital! Sin ser de una ortodoxia
republicana demasiado irreprochable, confieso que «adoro
bastante», como dice Banville, esta fiesta y sus ritos: bailes
divertidos, bastante decentes, puesto que en plena plaza pública,
como en la aldea, sobre todo en el alba y en la aurora, el son de los
órganos de Berbería sustituyen a las orquestas derrengadas y
abrumadas; revista de golfos, siempre graciosa, aperitivo chusco de
la gran revista ya tradicional y legendaria de Longchamps que
compruebo con júbilo, «seguido» cada vez más de una población en
el fondo militar y más patriótica de lo que se cree en el extranjero y
entre nosotros.
Además, el aniversario celebrado, un poco absurdo también, no
me disgusta por completo. Aquel día, el pueblo cometió su primer
yerro al destruir una prisión para nobles, y también su primer acto de
fe que se hizo más sagrado y más cordial aún por el espíritu
ingenuo de simpar interés que lo presidió. Se objetará el relativo
heroísmo de aquellos vencedores de algunos invalos y su
contestable magnanimidad después de la capitulación. ¡No importa!
El mayor privilegio real, el único verdaderamente odioso quizá, era
derribado; la carta sellada arrojada al cesto por el solo hecho de la
derrota de aquella fortaleza de buen placer medieval o más bien de
Renacimiento —porque acordémonos, entre otros recuerdos del
liceo, de que fue Francisco I el que puso a la realeza «en
libertad»—; la Revolución, por último, inaugurada mucho menos
gracias a un episodio brutal, trivial en el fondo, que con la ayuda del
simbolismo (ésta es la verdadera palabra), del simbolismo
inconsciente de una multitud sublimada por las circunstancias.
Pero nuestro pueblo actual, mucho menos simbolista que
decadente, para tomar en nuestras querellas de palabras, puesto
que quizá sea tiempo aún, su vocabulario muy efímero, temo que se
burle —bien entendido— de estas consideraciones; ¡y creo que
tiene razón!
¿Y los pilletes ante la artillería? ¿Dónde está la época en que,
hacia la columna de Julio, en aquel patio de San Francisco, todos o
casi todos los golfos de la calle, ricos por mis monedas prodigadas,
incendiaban la acera y la calzada con petardos y cohetes, y el cielo
con candelas romanas, y los muros con sole?; suscitaban de entre
las losas del pavimento, de sobre los alféizares de las ventanas, de
los pisos bajos y aun de todas partes chistosas boñigas de Suiza, a
las que mezclaban sobreagudos ¡Viva el señor Paul! con los ¡Viva la
República! de rigor.
¡Y los pilletes delante de las rondas y de los «globos» y de los
«quesos»; y los Una gallina en un muro, Sobre el puente del Gard
se ha dado un baile, Los caballeros están en acecho!…
¡Y todo el mundo! ¡Ante ambos!
Los buenos agentes de policía fuman su pipa bajo la nariz
indulgente ese día y los cabos saborean crapulos y deussoutados.
Los buenos borrachos festonean y canturrean, a despecho de las
«vacas» no rabiosas por la anual excepción. Un ambiente sincero
de fraternidad un tantico guasón, muy guasón, por supuesto, diríase
que flota entre los pliegues de las banderas y parecen descender de
ellos a las almas de los transeúntes. Es que la soberbia y casi
conmovedora R. F. beneficiosa, dando rienda suelta aquel día al
buen populo, se irguió, rehusó, como aquel que dice, al régimen, se
sintió joven, con sus veinte años, aunque la hacía senil ayer su
misma pubertad, y puede considerársela popular también por un
poco que lo fue «Badingue» en otro tiempo y «Boulange»,
abandonado con bastante suciedad, por supuesto, no hace mucho
tiempo.
Pero en nosotros, los encarcelados de la Mistouffle y del Bobo,
esta R. F., tan orgullosa y tan alegre, ¿pensó, siquiera un poco, en
nosotros, que somos sus pobres? ¡Ejem, ejem! Mon gieu voj!, bajo
las especies de una doble ración de vino; total, un cuartillo para «los
enfermos de buena salud» y un pastel de dos o tres sueldos,
bizcocho bañado, babá o tartita; luego, por la noche, retreta (sin
antorchas), a las nueve en lugar de las ocho, y permiso para cantar,
si nos place.
Y entonces, los Noel (¡ay, de Adán!) y los Ramos (¡hola, de
Faure!); porque el parisiense, el arrabalero no es tan escéptico que
no «engulla» hasta la verdad exclusiva, los «aires de iglesia», los
Pinzoncitos y los Carmen, usted no tiene alma; porque, además, el
arrabalero y el vagabundo suministran la alegría y entienden poco
de política (buena para algunas viejas bárbaras de setenta y uno) y
de habladuría, que parecería propia de las capas un poco más
acomodadas, si no mucho más intelectuales, del burgués en
ciernes, del estudiante y del artista en flor, del pipiolo y del
mozalbete o del cagatintas o del haragán.
El entusiasmo, como es natural, resulta bastante escaso, y no
hay más remedio que confesarlo. Sin embargo, estalla, en
determinadas zonas, en guirnaldas tricolores de papel
ingeniosamente trenzado, digámoslo así, en escudos azules,
blancos y rojos con las iniciales obligadas en amarillo de oro, todo
ello fruto de una suscripción cuya cantidad inferior es la de un
sueldo. Esto, en el norte de París (no hablo más que de lo que he
visto, del norte seriamente democrático, Belleville y Ménilmontant).
En el sur, en el arrabal Saint-Jacques y en Montrouge, calma
absoluta, nada.
Y, en uno de mis hospitales, hacia esas regiones, los enfermos,
muy fríos en apariencia (así lo espero, pues los sentimientos
profundos son celosos y discretos) con respecto a nuestra forma
actual de Gobierno, se expansionan en manifestaciones de
reconocimiento y respetuosas dirigidas a su jefe de servicio, el
ilustre y venerado Dr…, en la época de su fiesta, que cae en Saint-
G…, si mi memoria es buena. Festones, astrágalos, ramilletes,
cumplidos. Y el príncipe de la ciencia no queda en afrenta, y regala
principescamente a sus humildes clientes con un buen concierto,
con tazas, prudente aunque graciosamente aromatizadas, de té y de
café, con pasteles y dulces que por algún tiempo llevan el júbilo y la
alegría de estos pobres corazones llenos de gratitud por los buenos
cuidados y delicada atención.
¡Y yo prefiero, aunque es mucho mi calvinismo revolucionario,
bien conocido, esta fiesta de la verdadera Fraternidad a la tuya de
ayer, Libertad, Libertad querida!
VIII
Porque es la última de esta serie, quizá definitivamente la última,
creo, en verdad, que no existiría esta crónica que me veo obligado a
escribir para cumplir todo un programita de impresiones de ningún
modo socialistas, como están de moda, ni, sobre todo, anarquistas,
una palabra estúpida mal plagiada al «gran» Proudhon de antaño
por jóvenes amables, aunque insuficientes.
En diciembre último, fui atacado súbitamente por un dolor
reumático atroz, del que ya me resentía hacía tiempo, en la rodilla
izquierda; esta vez era en la muñeca del mismo lado. Ello ocurría en
el arrabal Saint… donde se encuentra un vasto hospital a cuyo
excelente director conocía yo desde hace tiempo, y el cual hizo que
me admitieran con urgencia en el servicio del doctor T… Éste fue
verdaderamente tan bueno conmigo y asimismo su ayudante
interno, que experimenté una verdadera tristeza al separarme de
aquellos señores.
Yo ocupaba una salita encristalada que comunicaba con una
grande, que era la de T, si bien por la disposición directa de nuestras
camas (éramos cinco, de los cuales era yo el quinto y me hallaba
hacia un rincón), se me ocurrió compararnos con los
«representantes del Depósito de cadáveres»; pero el buen doctor,
que conocía mi nombre, la llamó la sala de los Decadentes.
No es que me considerase perfectamente satisfecho en aquel
hospital, que espero será el último; pero pasé en él un mes
tranquilo, con todos los encantadores cuidados de un perfecto
cuerpo médico y de un personal subalterno de lo más abnegado.
Hasta los «compañeros» eran agradables en su mayor parte y
cordiales. Uno de ellos, en particular, un soldado —¡qué hombre
más terrible, bigote todo él!—, apenas salido de los batallones de
África. El buen muchacho no creía en Dios ni en el diablo (parisino,
por supuesto); y como yo le objetaba de vez en cuando que allá
arriba debía haber alguien más maligno que nosotros, y que estaba
en un error al no creer en Él y no confiarse a Él, mi Biribiste me puso
«ratichón», lo cual quiere decir «cura» en argot. No me llamaba
nunca de otro modo, y este apodo divertía mucho a aquellos de
nuestros vecinos que tenían fuerzas para divertirse.
¡Adiós, hospitales míos de estos últimos años, si no he de volver
a veros!, ¡os saludo, en todo caso! He vivido tranquilo y laborioso en
vuestros edificios. Sólo os he abandonado al uno tras el otro para
echaros de menos por cualquier motivo, y si mi dignidad de hombre,
relativamente menos y no mucho menos miserable que las más
tristemente despojadas de vuestros habituales y mi justo instinto de
buen ciudadano que no quiere usurpar los lechos —¡ay!— tan
deseados por tanta gente pobre, me precipitaron con frecuencia, y
muchas veces de un modo prematuro, fuera de vuestras puertas tan
bendecidas a la llegada y no más que a la salida, tened la
seguridad, buenos hospitales, de que, a pesar de toda monotonía
necesaria, de todo régimen severo por fuerza y de todos los
inconvenientes inherentes, en definitiva, a toda situación humana,
tengo para vosotros un recuerdo único entre tantas otras
remembranzas, infinitamente más desagradables, que la vida
exterior me ha hecho, me hace aún y me hará soportar, sin duda
alguna, ahora y siempre.
Mis prisiones
I
Calle de Chaptal. Casi en la esquina de la calle de Blanche, a la
derecha, viniendo de Nuestra Señora de Lorette. Una reja
monumental sobre un patio embaldosado que conduce al refectorio
de la pensión L… A mano derecha, una puertecita que da acceso al
interior de un establecimiento, a cuyos dos lados, colgados unos
carteles negros ostentan en letras de oro las ciencias y las artes
diversas que se enseñan en el establecimiento. Un inmenso muro
con prohibiciones interminablemente largas, en pesados caracteres
oficiales medio borrados por las intemperies, de fijar carteles y de
hacer aguas, en virtud de tales y cuales leyes de tales años ya muy
antiguos, y detrás, a una distancia de metro y medio, sobre poco
más o menos, las construcciones bajas de los estudios y de los
dormitorios.
Todo esto desapareció hace cinco o seis años para ceder el
puesto, bien entendido, a las hermosas casas de vecindad de treinta
y seis pisos con entresuelo.
Allí fue donde hace demasiado tiempo comencé mis «estudios»,
después de haber acabado de aprender a leer, a escribir y a contar
(mal) en una escuelita elemental…
Yo era el séptimo en el liceo Bonaparte, a donde nos conducía la
pensión dos veces al día; y como yo me encontraba retrasado, a
causa de una fiebre mucosa que había tenido, me daban clases
particulares, y el dueño de la pensión, el padre L…, era el que nos
inculcaba, pues éramos varios, algunos holgazanes —yo no era uno
de ellos—, los principios de la latinidad, no sin una extremada
paciencia a veces, no obstante haber sido testigo de lo que voy a
referir en breve.
Rosa, la rosa, sólo tenía algunos misterios para mí. Puer bonus,
mater bona…, pensum bonum, tampoco tenía muchos. Había
pasado, no sin tropiezos, ese pasaje peligroso del qui, quaoe, quod
y, al esperar el terror ya sospechado del «que infranqueable», no
menos que los escollos de una afortunadamente lejana sintaxis, me
hallaba en la segunda conjugación de los verbos activos.
Aquella vez se trataba del legere.
Todavía tengo presentes las escenas de aquellas mañanas, más
bien enojosas en grado sumo para unos muchachos, apenas
separados de papá y de mamá. Un gabinete amueblado con un
ancho pupitre, un sillón con respaldo de caoba y asiento de cuero,
un banco y una mesa llena de agujeros donde se colocaban los
tinteros de plomo para uso de los alumnos allí presentes. De vez en
cuando, la lección era interrumpida por la entrada de un tambor de
la Guardia Nacional, con gorra negra de policía con galones a
cuadros y borla roja y blanca, que colocaba un informe ante nuestro
maestro, capitán ayudante mayor, el cual estampaba su firma, y
luego desaparecía haciendo el saludo militar, al que respondía el
padre L… levantándose el gorro de terciopelo rameado de seda
azul.
Aquel día:
—Verlaine, conjugue usted legere.
—Lego, yo leo; legis, tú lees, etc.
—Bien. ¿El imperfecto?
—Legebam, yo leía, etc.
—Perfectamente. ¿El pretérito?
Yo estaba recién salido de la primera conjugación.
—Legavi.
—¿Legavi?
—Lexi —me apuntó uno de mis compañeros, más «fuerte» que
yo, con la mejor buena fe del mundo.
Y yo, muy seguro de lo que decía:
—Lexi, señor.
—¡Legavi! ¡Lexi! —aulló, materialmente, el patrón, erguido sobre
sus zapatillas color de púrpura, casi arrojando espuma por la boca,
en tanto que su batín azul marino, con forro rojo acolchado, flotaba
en derredor de sus piernas bastante flacas y atacadas de vagos
reumatismos y un manojo de llaves, arrojado con fuerza y que fue a
dar sobre la pared que estaba a la izquierda de mi cabeza refugiada
en ambas manos y recogida sobre los hombros, seguido luego de
un diccionario de Noël y Quicherat, casi un Bottin, que fue a
desparramarse a la derecha de mi cabeza, contra la pared en
cuestión. Una doble torpeza, sin duda intencionada, después de
todo.
Y después de algunos pasos temblorosos de rabia, quizá
sincera:
—¡Al calabozo, caballero!
Sonó un timbre y apareció el pedante (entiéndase el mancebo de
patio, que hacía un poco de todo: se le llamaba familiarmente
Chupa-Mechas, a causa de que encendía las lámparas para el
estudio de por la noche).
—Conduzca a este holgazán al calabozo.
Y heme aquí en el calabozo, teniendo que copiar diez veces
legere con el francés a la vista. Un calabozo, por supuesto,
soportable, luminoso, sin ratas ni ratones, sin cerrojo (con una vuelta
de llave tenía bastante), teniendo donde sentarse y —lo que no
constituía tanta suerte— con qué escribir, y de donde salí al cabo de
dos horas cortas, probablemente sabiendo tanto como antes, pero
de seguro lleno de apetito, que pronto fue saciado, de amor a la
libertad (¡qué buena es la independencia!), y quién sabe si también
de ese verdadero espíritu de aventura que, demasiado suelto, me
habría arrojado a los despeñaderos de todas clases.
¿Qué impresiones fueron las mías en aquella miniatura de
cautiverio? Naturalmente, no sabría precisarlas bien en este
momento de mi edad ya madura, después de transcurridos tantos
años y de haberse corrido tantos más cerrojos pesados sobre mi
libertad de hombre por diferentes causas, en cuyo número hay que
incluir, precisamente, el abuso de la conjugación a que se alude más
arriba; y la humilde anécdota que acabo de relatar, ¿sería, acaso, un
símbolo? ¿No constituiría, en aquella época, como el anuncio y el
presentimiento de las desgracias debidas a la LA LECTURA?
¿Estamparía ya en mi infancia la frase fatídica del tan detestable
como sabroso Vallès «Víctima del libro», en buen latín Legi?
II
«Ahora bien; esto pasaba…»
en 1870, en el mes de diciembre. Yo era guardia nacional del 160
batallón, sector no sé cuántos de Montrougue y Vanves. Además,
desde hacía ya mucho tiempo, desempeñaba las funciones de
expedicionario en la Prefectura del Sena, empleo que me hubiera
eximido de todo servicio «militar», si no hubiese sido por mi
patriotismo (un poco patriotero entre nosotros en aquella época de
fiebre obsidional, caso propio de muchos parisienses, por supuesto).
Cierto amor al uniforme —¡y qué uniforme!— y también un poco de
curiosidad me impulsaban. En una palabra: La Muralla y la Oficina
alternaban de un modo más o menos agradable en mi vida bastante
confortable entonces (¡Quantum mutata!). Un día de oficina
implicaba para mí una noche de buen acomodo; cuando le llegaba
el turno a la muralla, tenía que dormir en el suelo —excelente
condición para no aficionarse a los trabajos de Marte—. Así, pues,
extinguido el primer fuego, bien saboreado el goce de llevar el kepis
de fantasía y de manejar el fusil de baqueta, la Oficina, que tan vil
me pareció durante los días pacíficos de aquel «infame» segundo
Imperio, a pesar de la santa República tan apetecida y obtenida y
del peligro que había corrido una patria por la cual mi buena
voluntad de «pantuflas» sólo podía hacer, en verdad, demasiado
poco, la Oficina acabó por aventajar en mis preferencias a la
Muralla, con su acorchamiento entre la nieve, su frío en los pies y su
tedio. Y descuidaba un poco mi servicio y sus inconvenientes para
atender a mi empleo y sus compensaciones, conducta que me valió
bien pronto la visita de mi cabo, un buen zapatero de la calle de
Cardinal-Lemoine. El excelente muchacho llevaba orden de
conducirme a la prisión del sector, donde quedaría encerrado
durante dos días y dos noches. Acogí al cabo con mucha cordialidad
y mal la orden, y me negué a seguir al primero. Al día siguiente, éste
llamaba de nuevo a mi casa, portador de una nueva orden en la que
se duplicaba la pena.
Ya no pude resistirme, y debidamente arrebujado en un capote,
con la «manta» terciada, con la cantimplora llena y provisto,
además, de una tartera con pastel de perdigones (¡!) que me había
preparado mi mujer (quantum, ésta también, mutata!), me encaminé,
escoltado por mi superior, hacia el puesto, hoy desaparecido para
ceder el sitio a los edificios escolares de la avenida de Orleans,
frente a la capilla Bréa, que ha quedado en pie y sirve de parroquia
auxiliar al barrio, lugar de detención que hace mucho tiempo se hizo
odiosamente célebre por la matanza de padres dominicos de
Arcueil, realizada por Serizier en mayo de 1871.
Llegamos cerca de las dos, después de haber salido de mi casa
a primera hora de la mañana, pues nos detuvimos en los
establecimientos de algunos compañeros de batallón algo
mercaderes de vinos, y, a más de estar en otras estaciones,
estuvimos en un almacén de vinos, donde otros compañeros que
estaban empleados allí nos convidaron «a costa de la Princesa»,
deseándome mucho valor durante mi «cautiverio».
Allí había un escritorio donde algunos suboficiales del ejército
ciudadano procedieron a tomarme la filiación, y una especie de
inmenso cobertizo que parecía una troje o el estudio de una tribu de
pintores o escultores al por mayor, y que recibía la luz desde arriba
por una vidriera desmesurada y mal cerrada. Estaba sobriamente
amueblado con camas de campaña a todo alrededor de una estufa
que se comunicaba con la parte de afuera, y con un «gabinete» en
un rincón, útil y maloliente, donde dormitaba el Julio tradicional.
Entré en aquella gigantesca sala de policía donde más de treinta
prisioneros, con kepis y blusas, hablaban y cantaban, fumaban y
jugaban al dominó, a las damas, al ajedrez o a las cartas, llevando,
después de todo, una existencia de las menos desagradables…
para sí mismos… La estufa hacía estragos, la vidriera también, y el
tufo y el viento eran vehículos demasiado eficaces para las
bronquitis en ciernes y los reumatismos en el horizonte, de los
cuales obtuve mi parte retributiva. La amistad entre mis compañeros
y yo se hizo con rapidez, gracias a un buen humor en especial
comunicativo y relativamente chispeante que poseo. La gran
mayoría, o digamos la totalidad de mis compañeros, se componía
de obreros encerrados allí por pequeñas faltas cometidas contra la
disciplina semejantes a la mía (en todo guardia nacional
propiamente dicho, la disciplina, como sabéis…, y además es
ocasión de decirlo… se entiende al revés: ¡En la guerra, como en la
guerra!). El más «castigado» de todos aquellos buenos hombres se
llamaba Chincholle, como el ilustre reportero, ya conocido en
aquella lejana época, y aquel nombre me llamó la atención. Era un
pintor decorador, buen hablador, virtuoso del romance y de la sierra
y el jaranero del lugar. Su condena de un mes provenía
precisamente de su ingenio y de una impertinencia de palabra
pronunciada con motivo de cualquier observación, lo cual le había
valido aquel castigo, por el cual no se hallaba demasiado
consternado. ¡Oh, el buen muchacho, pleno, tan pleno de ingenio,
cómo se engañaba acerca del artículo «salida torrencial», al
manifestar poco entusiasmo por «el Truco» en el poder! ¡Y qué
despabilado! Desde fuera, por la complicidad, comprada, gracias a
sus astucias y su facundia (en parisiense jactancia), de los
sucesivos centinelas, llegaban hasta nosotros, a través del espacio
ocupado por el paso del tubo de la estufa y su nacimiento,
expediciones de gotas de aperitivo de toda calidad, y debéis creer
que eran expedidas con toda actividad. Llegada la noche, cada uno,
envuelto en su manta, se tendía sobre el pavimento y las historias
—¡cric-crac!— y los cuentos en que las mujeres y el clero
desempeñaban un papel preponderante desfilaban en prolongados
relatos, a veces entretenidos, los cuales permitían que el sueño no
llegase demasiado pronto. De vez en cuando, un obús procedente
de Châtillon o de cualquier otra parte silbaba por encima de la
vidriera, ladraba, relinchaba e iba a estallar más lejos, «en el
montón». Confesaré aquí con vergüenza que yo me aprovechaba de
la sombra y del reposo durante aquellas noches pasadas entre
aquellos hierros y sobre aquella paja para comer, ¿qué digo?, para
degustar, para saborear el bienhechor pastel de perdigones a
escondidas, como un suizo. ¡Toma, y los demás, en mi puesto!…
Se hablaba a voces de política, y una cosa que me sorprendió
tanto más cuanto que en aquel período de mi existencia tan
contradictorio —aparentemente, al menos—, yo tenía un matiz
revolucionario de los oscuros —hebertista, babouvista, ¡qué sé yo!
—, fue la extrema moderación ligeramente escéptica y burlona
también de todos aquellos dignos trabajadores, cuya mayor parte
temo que debió expiar cinco meses más tarde el golpe de sol de la
Commune, exasperando su buen sentido inicial con una
insurrección justa, después de todo, en principio.
En estas condiciones, aceptables después de todo, mis cuarenta
y ocho horas pasaron pronto, y no sin pena y sí con simpatía me
separé del ciudadano Chincholle, especie de Doyen de la Guardia
Civil (¿os acordáis de Dickens y la Petite Dorritt) y de sus
incondicionales subordinados, que me escoltaron hasta la puerta,
según es costumbre, con un vigoroso y resonante:
¡Te vas y nos abandonas!
¡Nos abandonas y te vas!
Cuando regresé a mis lares se me acogió, como era natural, con
afecto, sin dejar de preguntárseme cómo había encontrado el pastel
de perdigones. A lo cual, como yo contestase: «¡Delicioso!
¡Riquísimo!», se me replicó:
—Siempre he oído decir, en efecto, que la carne de rata es de
las más exquisitas…
III
Una… equivocación
El llorado Arturo Rimbaud y yo, atacados de furor por los viajes,
salimos un buen día de julio de 187…, si no me equivoco, para A…,
donde yo había permanecido y debí permanecer aún numerosas
veces en familia. Ciudad curiosa; casas españolas del buen siglo
XVII y algunos monumentos, entre los que se cuenta el
ayuntamiento gótico más hermoso de Francia, cuartel y convento,
campanas y tambores. Ningún comercio y poca industria. Algunos
ricachos confinados tras las altas ventanas con postigos blancos de
sus hotelitos con bellos jardines. La población, acomodada o pobre,
casera, pero de buena composición.
Tomamos el tren a eso de las diez de la noche y llegamos al
amanecer. Pronto dimos la vuelta a la ciudad; aquellas fortalezas
son reducidas, y mientras esperábamos a que estuviesen
levantadas las personas susceptibles de acogernos amistosamente
sin demasiada molestia para ellas, resolvimos ir a desayunar al
buffet de la estación, donde tomamos provisionalmente cada uno
uno o varios aperitivos… en tanto que charlábamos de unas cosas y
de otras. Rimbaud, a pesar de su seriedad extraordinariamente
precoz que llegaba algunas veces hasta a la majadería atravesando
por calaveradas de bastante macabros o muy particulares
caprichos, y yo, que continuaba siendo un muchacho, no obstante
mis veintisiete años cumplidos, teníamos aquel día nuestro humor
propicio a lo cómico, lúgubre y algo retozón, y concebimos la idea
de «epatar» a algunos «honrados» viajeros que consumían allí
caldos, panecillos y galantinas rociados con vino de Argelia
demasiado caro. Entre los tipos presentes se encontraba a la
derecha —todavía me acuerdo— en nuestro banco, a poca
distancia, un buen hombre, casi viejo, medianamente vestido, con
un sombrero de paja deslucido sobre la cabeza como afeitada a
bofetones, tonto y cazurro, chupeteando un cigarro puro de un
sueldo, sorbiendo un jarro de cerveza de a diez céntimos, tosiendo y
gargajeando y que prestaba a nuestra conversación una atención
aún menos estúpida que malévola. Se lo hice observar a Rimbaud,
que se echó a reír por lo bajo, como solía hacerlo. La horrible
aparición se desvaneció de pronto, como por arte de magia, y
nosotros nos hicimos los distraídos, para no malograr el efecto
producido. Habíamos estado hablando de asesinatos y de robos,
personalmente, y suministrando truculentos detalles que hubieran
parecido más que oculares, y continuamos tratando sobre el mismo
tema como si tal cosa, cuando surgieron ante nosotros, como
aparecidos de súbito, dos gendarmes de la peor traza que nos
invitaron con pocas palabras a que les siguiéramos.
Seguimos, como era debido, a los representantes, desde luego
respetados, de una autoridad que, a pesar de todo, tuvimos a bien
encontrar un poco obligada a tener que ver con nosotros, en
absoluto tan irreprensibles, y después de un buen o, mejor dicho, un
mal cuarto de hora de camino por estrechas calles hortenses,
subimos las tres o cuatro gradas de una puerta lateral del
Ayuntamiento, donde, no sé por qué ni cómo, se hallaba el jefe del
Tribunal de aquella jurisdicción, en un gabinete precedido de una
antesala, donde hubimos de esperar un poco. Estaba muy bien
aquella entrada lateral. Bóveda cintrada, piedra gris y madera negra,
con pechinas simétricas. Unos guardias nacionales (era a raíz de la
guerra y antes de la supresión de esta clase de milicia) subían al
cuarto de la guardia, poco vestidos, aunque más cosidos que
nosotros, unos trozos de tocino procedentes de París; algunos
«guardias municipales», que en todas partes son lo mismo, salvo
pequeñas diferencias de uniforme, circulaban con indolencia como
por su casa, en vista de lo cual… Rimbaud, después de haberme
hecho una seña, prorrumpió en una serie de sollozos que debía
enternecer y enterneció a nuestros buenos gendarmes (no son
todos tan amables ni tampoco muy sensatos algunas veces, aun a
través de su responsabilidad), esperando el efecto que habrían de
producir en el señor Procurador de la República. Éste fue el primero
que acudió, y bien pronto salió del importante gabinete con los ojos
húmedos aún, y con un parpadeo como de alarma dirigido hacia mí.
Entré a mi vez en el departamento del primer magistrado, que
estaba de pie en su sitio, el cual, sentado en un ruedo de cuero,
donde parecía bien atornillado, me interrogó, interrumpiendo aquella
formalidad con arrogantes observaciones acerca del aspecto de mi
pantalón blanco, un poco sucio por el polvo del viaje, y también por
el uso anterior y subsiguiente. Algunos reproches fueron
mascullados después: «Acaba de verificarse una ejecución en A…
Son lamentables esas conversaciones tópicas (sic) en un sitio
público y en tales circunstancias… Pueden dar lugar a sospechas,
acaso justas… Y si no… Vamos a ver… Después de todo, ¿qué
venían a hacer ustedes aquí?… Ese joven parece conforme y
respetuoso con la justicia… Pero insisto: ¿qué venían a hacer
ustedes aquí?… Porque así, los dos, sin equipaje ni nada… Sí… Ya
ve usted…».
Expliqué mi caso, diciendo que había tenido el capricho de
pasear en compañía de un amigo —todo esto explicado con claridad
y sin rodeos—. Era entonces más republicano que ahora, acababa
de ser un poco comunista, y poseía una verbosidad bastante
elocuente. Después que hubieron dado referencias nuestras en la
ciudad y de haber mostrado los «papeles» —cartas, pasaportes,
billetes de banco (¡oh tiempo, interrumpe tu vuelo!)—, añadí que yo
era de Metz, que tenía que optar entre Francia y Alemania, y que, a
fe mía, vacilaba, en verdad, en vista de aquella detención ar-bi-tra-
ria, etc., etc. (El señor Procurador, a la sazón el señor Presidente,
podría atestiguar la veracidad de todo este relato).
Después de un breve silencio tempestuoso, tocó el timbre el
magistrado de semblante con patillas, joven aún, con el cabello
negro y rizado y con precoces anteojos, y ordenó que entrasen los
gendarmes, a los cuales les dijo: «Acompañarán ustedes de nuevo
a estos individuos a la estación, donde deberán tomar el primer tren
que pase en dirección a París». Objeté que no habíamos
desayunado. «Los llevarán ustedes a desayunar, pero que se vayan
inmediatamente, y no los pierdan de vista hasta que arranque el
tren».
Dicho y hecho. Poco propicios a exhibirnos de nuevo en el buffet
entre nuestros acólitos oficiales, y asimismo, por otra parte, a
atravesar en ayunas por las calles, llenas ya de gente a aquella
hora, tomamos un bocado en un «buen rincón» que nos descubrió el
brigada, tomamos el café y luego las gotas, a las cuales convidamos
a los gendarmes, y no sin contrariedad, a causa de que nuestros
pantalones escoltados debían de parecer «patibularios» a los ya
numerosos transeúntes que encontramos, llegamos a nuestro
destino. Tras cordiales despedidas a los sobre todo amables
alguaciles, nos subimos en un segundo, llenos de admiración por la
manera, por el procedimiento, más que por la judicatura del señor
Procurador P…
Y una vez en París, después de haber cobrado nuevo valor, y
después de haber saciado el apetito con una comida, importante
esta vez, y de haber bebido un poco mejor, salimos aquella misma
noche para otra estación, en busca de aventuras más interesantes.
IV
El amigo
Corta, pero buena.
Además, un puro preludio.
Helo aquí. En julio de 1873, en Bruselas, a causa de una disputa
en la calle, consecutiva de dos disparos de revólver, el primero de
los cuales hirió de gravedad a uno de los interlocutores, a cuyo lado
pasaron de largo dos amigos en virtud de un perdón solicitado y
concedido de intento, el que había tenido el lamentable gesto, bajo
la influencia del ajenjo antes y después, pronunció una palabra
enérgica, y se registró el bolsillo derecho de la americana, donde el
arma, cargada aún con cuatro balas y desprovista del seguro, se
encontraba, por desgracia, y accionó de una manera tan
significativa, que el otro, invadido por el miedo, huyó a todo correr
por la vasta calzada (de Hall, si mi memoria es buena), perseguido
por el furioso bajo el abrasador sol de la tarde.
Un agente de policía que deambulaba por allí no tardó en
detener al delincuente y al testigo. Después de un somero
interrogatorio en el transcurso del cual el agresor se denunció más
de lo que el otro le acusaba, ambos, por orden del representante de
la fuerza armada, se dirigieron en su compañía al Ayuntamiento,
llevándole cogido del brazo el agente, pues ya es ocasión de decir
que yo era el autor del atentado y del intento de reincidencia, cuya
víctima, esta vez, no era otra que Arturo Rimbaud, el extraño y gran
poeta, muerto tan desdichadamente el 23 de noviembre último.
Muy bien, el Ayuntamiento de Bruselas, en su gótico y un poco
terrible Renacimiento. Aunque no he vuelto —¡qué diantre!— desde
aquella aventura, le rindo este homenaje imparcial en el que no
pensaba —podéis creerlo— mientras iba conducido bajo su porche,
o, más bien, bajo uno de sus porches, al despacho de un comisario
de policía de los más rigurosos, engreídos y rígidos, como lo son por
lo común las cinco sextas partes de estos funcionarios o de sus
semejantes, por cierto un poco por fórmula en los casos ordinarios,
siendo así que aquel caso era serio, y no un grano de anís.
Después, gracias a un descuido mío más bien que de mi
compañero, ante las consecuencias que aquello podía tener para
vuestro servidor de la más circunstanciada de las sumarias (¿es
ésta la verdadera expresión?), el magistrado soltó a Rimbaud, como
era natural, aunque previniéndole que quedaba a su disposición, y
decidió que yo fuera conducido inmediatamente al «Amigo».
Este nombre cordial, vestigio de la ocupación española durante
los siglos XVI y XVII, hace muy nuestra la palabra francesa «violín»
para designar un puesto de policía. Como aquel Amigo se
encontraba a algunos pasos del Ayuntamiento, llegué bien pronto a
él, escoltado por dos esbirros —aquella vez un brigada y un
subbrigada—, cuyos galones me eran tan indiferentes en aquella
época —¿necesitaré decirlo?— como me lo fueron luego. No era
hermoso, por cierto, el Amigo. Aseado hasta más no poder,
constituía la gloria del país en cuanto a aseo. Como yo llevaba
dinero —y esto era todo lo que se me había dejado, a más del traje,
en la comisaría—, se me recibió de oficio en la pistola, lo que, en el
fondo, está bien. Aquella pistola recibía el aire y la luz por un postigo
situado demasiado alto, y tenía dentro dos camas, dos mesas y dos
sillas y otras muchas comodidades, exceptuando una omisión que
no me hizo soportable aquella paz —¡un borracho es lo peor que
hay!, que no hubiese tardado en participar de mi suerte—; se le
hubiera hecho insoportable de todos modos aquella noche. Y desde
fuera llegaban cantos, gritos, alaridos hasta horas muy avanzadas.
Sobre todo, unos aires de La Filie de la Mère Angot, entonces en la
flor de su novedad…, belga, me maltrataron los tímpanos hasta el
amanecer. Un litro de faro, queso y pan, con la esperanza que se
me dio, o más bien se me vendía, además, de ser puesto pronto en
libertad, dejaron, sin embargo, que me pareciera muy largo el
tiempo. A eso de las siete de la mañana se abrió la puerta —
¡cuántos cerrojos!— y me hicieron que descendiese algunos
escalones hasta llegar a un reducido patio enlosado, donde me
fueron llevados el café con leche y el panecillo llamado pistolet,
tradicionales en Bruselas. Me pareció que pasaron muchas horas. A
todas mis preguntas sobre mi pronta liberación, los vagos
carceleros, mitad vestidos de civiles, mitad de policías, en zapatillas,
desconsiderados e indolentes, respondían: «Sí, ahora mismo van a
venir, ¿sabes?; estate tranquilo; ya verás…»; si bien después, hacia
la una, una vez engullidos sin apetito el puré de patatas y no sé qué
clase de carne, medio cocida y medio asada, de vaca o de cordero,
fui llamado… hacia un coche celular bastante semejante a los de los
presidiarios, afectos entre nosotros a ciertos transportes femeninos
hasta la Prefectura, esto es, coches metálicos pintados de amarillo y
negro por el exterior y que atraen las miradas de fuera. Así recorría
una parte desconocida por mí de Bruselas con la mirada errante
sobre las calles montuosas, llenas de gentío pobre, de mercaderes
mezquinos que trepan desde la ciudad central hasta la antigua
prisión de los Carmelitas, donde me vi encarcelado, no sin
brutalidad, y, por fin, libre de las esposas que al salir del
desagradable carromato me había «colocado» en las muñecas un
inspector, por lo menos —tan galoneado de plata iba aquel…
¡asqueroso!, armado con un sable que no se terminaba nunca—; fui
encarcelado, digo, por orden que me fue transmitida en un papel,
donde, a la cabeza, bajo una balanza con las palabras pro justitia en
exergo, aparecían las siguientes palabras, escritas por el gendarme
que me había entregado aquella orden de encarcelamiento:
Tentativa de asesinato.
V
Los Carmelitas
Algo así semejante al «Depósito» de París. Un ancho patio
embaldosado o, más bien, largo. Espantosos tipos, en general.
Muchos alemanes, la mayoría de ellos belgas, como es natural,
italianos y demasiados franceses —¡ay— bastante horrorosos.
Llego hasta allí aturdido, tímido y como borracho aún. Además,
como voy bien puesto, por parte de mis camaradas soy objeto de
cuodlibetos y burlas, de miradas que me matan en verdad. El
guardián de servicio, un bruto muy galoneado, me maltrata, para
colmo, con palabras flamencas que entiendo por la entonación. Me
señala con el dedo a un grupo donde están pelando patatas. De pie
durante una hora, este trabajo resulta muy penoso. Suena una
campana. La comida. El refectorio está blanqueado con cal. Las
mesas y los bancos están muy limpios. El ayudante, más galoneado
aún que el guardián, llamado sargento, con distintivo de plata
enorme y kepis extraordinariamente sobrecargado de galones, hace
la señal de la cruz y pronuncia con voz terrible:
Benedictine.
Todos responden, salvo yo, que había olvidado, desde hacía
mucho tiempo, aquella liturgia, como todas las demás.
¡Dominus!
Y el ayudante prosigue, con mayor ferocidad aún:
Nos et ea quae sumus sumpturi benedicat dextera Christi.
Todos, y también yo esta vez:
Amén.
Y nos sentamos a la mesa, ante gamellas de estaño y cucharas
de hierro. ¡Vaya un guiso! Cebada con grasa de caballo,
evidentemente. Entonces me reconozco parisiense de la Sede.
Pruebo un poco con la punta de la lengua. Y he engullido, por fin,
cerca de una cuarta parte, cuando el ayudante pronuncia:
Gratias, etc.
Y entramos en el patio, desde donde al poco soy llamado a
presencia del director. Después de atravesar muchos corredores
(los Carmelitas son, como su nombre indica, un antiguo convento),
llego, al cabo, acompañado por un guardián que lleva apoyada la
mano en su machete, a la estancia que ocupa este potentado,
quien, después de haber despedido al estafero, me dice:
—Haga el favor de sentarse, señor Verlaine.
Por fin una frase de cortesía, después de todo aquel torrente de
humillaciones. Contemplo al director, un hombre bajo, todo bigotes y
patillas canosos, con lentes detrás de los cuales se ven unos ojos
penetrantes y no malévolos. Está sentado en un sillón. También él
aparece extraordinariamente argentado. Tal aparecería, hacia 1850-
1851, un general de la guardia nacional, con interminables
entorchados. Tiene en la mano una carta dirigida a mí por Victor
Hugo.
(Desde el Amigo había escrito yo al maestro solicitando su
intervención cerca de una persona querida entonces).
El director:
—Acabo de leer estas pocas palabras que vienen dirigidas a
usted, y me extraña verle a usted aquí teniendo semejantes
corresponsales. Entérese.
(He entregado la carta a un amigo, un inglés de Lincolnshire).
Decía así:
«Mi pobre poeta:
Veré a su encantadora mujer y le hablaré en favor de usted, en
nombre de su buen hijito.
Tenga valor y confíe en su verdadero amigo,
Victor Hugo».
El director dice:
—Su señora madre (mi pobre, buena y anciana madre, ante la
cual se desarrolló la espantosa escena; mi madre, a la que tanto he
hecho sufrir, y que murió de una fluxión de pecho a consecuencia de
un enfriamiento que contrajo mientras me cuidaba una enfermedad
durante la cual permanecí paralizado por completo). Su señora
madre ha solicitado del señor Procurador del Rey que se le autorice
a usted para quedar en la pistola. En presencia de esta carta, y bajo
mi responsabilidad, le autorizo a usted para ello desde ahora, en
espera de las órdenes que han de llegar y que tengo la seguridad
han de ser favorables para usted.
Y como, después que hubo tocado el timbre, entró el guardián,
continuó:
—Conduzca usted a este caballero a la pistola de los
recomendados.
VI
Mi memoria, que comenzaría a hacerse deplorable si no pusiese
orden en ella, y la escandalosa falta de cuidado de que adolece el
arreglo de mis «notas» literarias, por poco me hacen olvidar de
consignar en su lugar correspondiente un episodio, de los más
interesantes por cierto, de mi vida de prisionero.
Para enjugar a toda prisa esta laguna diré en seguida que tan
pronto como salí del «depósito» de los Carmelitas fui llevado a una
celda de la misma prisión por orden del juez de instrucción.
Mobiliario: una hamaca y una manta; una mesa, un taburete, un
lavabo… y un cubo. Alimento: guisado de cebada; el domingo,
guisado de guisantes machacados. Bebida: agua a discreción.
Señas particulares: desde el primer día cogí… piojos.
Con un poco de tinta cuidadosamente economizada de un tintero
prestado por la administración para los estrictos usos epistolares y
conservada líquida en un intersticio del enladrillado escribí, durante
los ocho días que duró aproximadamente aquella prevención hasta
cierto punto benévola, con la ayuda de un trocito de madera,
algunos de los relatos diabólicos que aparecieron en mi libro Antes y
ahora. Crimen amoris, el cual comienza con:
En un palacio, seda y oro, en Ecbatana
y otros cuatro, entre ellos Don Juan engañado, cuyo manuscrito
primitivo, en un papel que había servido para envolver en la cantina,
lo posee mi amigo Ernesto Raynaud, excelente poeta, manuscrito
legado al mundo gracias al bárbaro procedimiento citado.
Una vez al día, por la mañana, los presos provisionales, por
secciones, bajaban a un patio embaldosado «exornado» en el
centro por un «jardincito», todo él cubierto de flores amarillas
llamadas caléndulas, provistos de su cubo… mejor y peor que
higiénico, el cual debían vaciar en un lugar designado y fregar antes
de que comenzase el aseo formando cola, bajo la vigilancia de un
guardián lo más humanitario posible.
Yo le dediqué estas estrofas:
Caminan y sus pobres zapatos
producen un ruido seco,
humillados,
con la pipa en la boca.
Ni una palabra; de lo contrario, al calabozo.
¡Ni un suspiro!
Hace tanto calor,
que se teme la muerte.
Los domingos, misa rezada en una capillita fea en verdad, sin un
cántico, sin un sermón. ¡De vez en cuando es bueno un sermón,
aun para los bribones como yo!
Sólo al cabo de aquellos ocho días, repito, se me llamó a
presencia del director, después de mi entrevista con el de la prisión,
tal y como la he relatado precedentemente, y yo adiviné que se
trataba de las consecuencias obtenidas con la carta de Victor Hugo.
Entre tanto yo había comparecido dos o tres veces ante el juez
de instrucción, hombre insinuadamente benévolo, cosi son tutti, que
no tenía que obtener de mí ninguna declaración, y, a causa de mi
franqueza, desde que entré en la comisaría de policía… me
mantuve en estado de prisión y me hice citar por el procurador del
rey de la policía correccional bajo la prevención de disparos y
heridas voluntarias que habían ocasionado, etcétera.
¿Era mejor lo de prevención que lo de asesinato?
No.
VII
Todo el mundo sabe lo que es estar en la pistola. Mediante fianza
puede hacerse que llegue alimento y bebida (¡oh, muy poco!) de
fuera; se goza de un lecho adecuado, de una silla o de un escabel y
de otros deleites. Pero la cautividad, en los casos graves como el
mío, continúa siendo estrecha, y la vigilancia tan severa como para
los prisioneros a quienes su pobreza o la naturaleza de su delito
envuelve en el horror completamente desnudo del Reglamento. Así
es que la celda que yo ocupaba en un edificio aparte no se abría
más que una hora al día para que yo diese un paseo solitario por un
patio embaldosado, hosco y triste.
Por encima del muro que había delante de mi ventana (yo poseía
una verdadera ventana, provista, por supuesto, de largos y espesos
barrotes), en el fondo del tan triste patio donde se abatía, si puedo
expresarme así, mi tedio mortal, veía —estábamos en agosto—
cómo se balanceaba la cima de hojas, voluptuosamente
temblorosas, de cualquier elevado álamo de un square o de un
boulevard vecino. Al mismo tiempo llegaban hasta mí rumores
lejanos, debilitados, de una fiesta (Bruselas es la ciudad más
bonachonamente reidora y bromista que conozco). Y, a este
respecto, he aquí los versos que se encuentran en Sabiduría:
……
Un pájaro en el árbol que se ve.
Canta su queja.
……
Este apacible rumor
llega de la ciudad.
……
¿Qué has hecho, ¡oh, tú!, qué has hecho,
Llorando sin cesar?
¿Qué has hecho, ¡oh, tú!, qué has hecho
De tu juventud?
……
Veía también, espectáculo igualmente melancólico, hacer de
centinela, paseándose a ras del muro, por supuesto por el interior
(¿y por qué por el interior?), a un cazador explorador, con sombrero
de seda con plumas de gallo, túnica de color verde oscuro, creo, y
pantalón gris, que parecía aburrirse de firme durante las dos horas
que correspondían a su turno.
Y a pesar de ser relevado y sustituido, su sucesor no presentía
más que él ni que su predecesor los síntomas de un entusiasmo
demasiado vivo ante el cumplimiento de aquella tan absurda
consigna. Los buenos muchachos parecían decirse: «¿Para qué
pasearse así, con un fusil al hombro y una mochila a la espalda,
para vigilar y matar, si es necesario, a unos pobres diablos que
están tan bien recluidos y encerrados ya medio muertos?».
Pero yo tenía otras distracciones, de las cuales la principal
consistía en comunicarme con mi «vecino», un notario. El alfabeto
fonético, propiamente dicho, fue entonces ampliamente empleado
por nosotros. ¿Lo conocen ustedes, siquiera de oídas? Consiste en
dar sobre un muro un golpe para la A, o, por el contrario, un golpe
para la Z, o de otro modo, y así sucesivamente. ¡Cuántos pequeños
goces robados así, sazonados con el temor de ser sorprendidos por
el ayudante, un hombre bastante bueno, por cierto, al que dejaba
casi indiferente la Función!
Por fin llegó el día de la audiencia.
Risum teneatis.
VIII
Ahora se me ocurre que el nuevo Palacio de Justicia de Bruselas
resulta babélicamente monumental, y así quiero creerlo.
El antiguo era horrible por su incomodidad, su fealdad y hasta su
pobreza, materialmente leprosa. Se entraba en él no sé ya cómo —
tanto detesto aún las dos visitas que le hice, a la «llegada» del
infame vehículo de que me he ocupado hace poco—; pero puedo
asegurar que se entraba allí dentro a disgusto, atravesando
corredores sin número y una especie de pasarelas, de puentes
verdaderamente abrumadores, entre dos gendarmes terriblemente
cubiertos con gorros de pelo semejantes a los de la antigua guardia
del primer Imperio. No son malos, por cierto, los gendarmes belgas.
Sin duda sabéis que se reclutan, al contrario de lo que ocurre entre
nosotros, como el resto del ejército de suerte que son jóvenes
accesibles aún a la piedad o, por lo menos, a cierta compasión
hacia sus casi-ajusticiados. Yo hice con ellos la experiencia que va a
verse, y desde aquí envío a ese cuerpo, que no es de elección, sino
especial, mi más cordial saludo, no porque desee volver a verle, a
pesar de los procedimientos atentos que emplearon conmigo y que
he de dejar saldados aquí.
Fuera por lo que fuese, aquellos excelentes alguaciles, bien
cubiertos y bien calzados, después de haber estado en un vestíbulo
amueblado con bastante pobreza, me condujeron a la… a la Sala
(acordarse del número no hace al caso) del Tribunal correccional.
Fea, reducida y sucia, aquella habitación o, más bien, aquella
sala, en otro tiempo blanqueada con cal, aparecía entonces
desconchada, agrietada y como ruinosa. Del muro de enfrente (el
público estaba sentado en bancos de madera provistos de su
correspondiente respaldo, como si se le hubiera llorado para que
acudiese allí) pendía un Cristo herpético, al que parecía habérsele
dejado crecer demasiado el cabello y haber sido colgado sólo en
aquel sitio para que contemplase a los acusados
En actitud de reproche.
Los tres consejeros encargados de mi asunto se hallaban
sentados en sendos sillones ocultos por sus amplias mangas,
vestidos sobre poco más o menos como nuestros jueces franceses,
tras una mesa con un tapete verde liso sobre la cual se veían los
códigos, unos papeles, unas escribanías y un pupitre central para el
señor presidente.
Me hicieron sentar frente al tribunal, en un simple taburete, sin
gendarmes a mis lados, y a mi abogado detrás de mí, vestido con
un traje casi igual al de los abogados que Europa nos envidia y que
Francia nos envía en masa al Tribunal y al poder.
Comenzó «mi audiencia». La misma ceremonia que en Francia:
—Acusado, levántese.
—¿Su nombre y apellidos?
—¿Profesión?
—Es usted acusado de haber, etcétera.
Y después de un interrogatorio corto y no demasiado feroz, el
tradicional:
—Siéntese.
En tanto que yo obedecía, el procurador del rey se levantó.
Todavía me parece estar viendo a aquel personaje con sus
bigotillos retorcidos, con breves patillas de las llamadas Cambronne,
con una mano en el bolsillo de su pantalón de cutí blanco (¿por qué
no de bocací?), remangándose con desenvoltura la toga negra,
mientras con su otra mano se quitaba de la reducida cabeza la
deslucida y maciza gorra del empleo y la colocaba sobre la reducida
mesa, cubierta con un tapete como la del tribunal, y, como ella,
repleta de códigos y de papeles y conteniendo una escribanía y un
pupitre.
—Señores —comenzó, señalando hacia mí—, el hombre que
tenéis delante es un extranjero…
Y resultaba cómico oír en francés aquel acento demasiado belga
que poseía aquel joven, apenas salido de cualquier Lovaina, de
cualquier Gantes o de cualquiera universidad del terruño.
Luego, al pasar a los hechos de la causa y después de haber
deplorado que no ocurriese en la justicia civil como en los consejos
de guerra, ante los cuales «la embriaguez no es una excusa», me
fustigó, tratándome de cobarde (¡qué lógica!).
«Sí, señores; el asesino —olvidaba que la acusación de
asesinato había sido abandonada—, sí; el asesino saca del bolsillo
un revólver cargado con seis tiros (tonto, si no hubiera estado
cargado, ¿para qué había de sacarlo del bolsillo? ¡Razonemos un
poco!), apunta a su víctima (pronúnciese víctima) y hace dos
disparos, uno de los cuales alcanza al infortunado. (¡Oh, Rimbaud,
entonces confortablemente cuidado a causa de tu daño que toda mi
vida deploraré haberte hecho por equivocación! ¡Cuánto te hubieras
reído, pobre amigo desaparecido para siempre, al oír que se me
calificaba así!). Y después, señores, no contento con este primer
crimen (léase delito)…».
Y el «magistrado en funciones» relata en su lenguaje y a su
manera la escena, por supuesto deplorable, de la calle, y,
finalmente, reclama para mí «todas las severidades que contiene la
ley».
Conformándose con estas conclusiones, a pesar de una buena
defensa hecha por mi defensor, el tribunal, sin haber deliberado
convenientemente, me aplicó la pena máxima, consistente en dos
años de presidio.
Por el momento y ante el público puedo contenerme; pero una
vez que, con una cadena de acero y bajo la vigilancia de un ujier,
vuelvo al vestíbulo donde los gendarmes me esperaban, me echo a
llorar como un niño, si bien mis «ángeles guardianes» empezaron a
consolarme con las siguientes frases textuales:
—Eso es por una vez, pero todavía queda la apelación.
Y mi abogado, que había acudido, me hizo firmar, en efecto, un
acta de apelación.
Luego, el látigo, el cochero (del celular), y a los Carmelitas,
iterum.
IX
Adoro los trajes y me vuelvo loco por los símbolos. Asimismo, a
pesar de la absurdidad tanto y tan odiosamente frecuente de las
cinco sextas partes de las sentencias decretadas por tales y tales y
tales y cuales tribunales, me gusta, a pesar de mi odio a la mala
acción, la buena presencia de la gente de justicia (comprendida la
guillotina, a falta de otra cosa mejor).
Una toga negra bien llevada, un alzacuello bien colocado, una
epitoga, en caso de audiencia, bien puesta seducen a mi espíritu, si
no a mí mismo.
Y les rendiré siempre homenaje, como me acogería a las armas
por esas cosas —¡perdón!— también de nuestro origen divino:
plumas negras o blancas, penachos, plumeros blancos y tricolores,
pompones de colores diversos, charreteras comparadas, galones
graduados, entorchados y el sencillo botón (en caso de capitulación
gloriosa).
También presumo yo de un inmenso respeto hacia la
magistratura, y no quiero que se interprete mal mi opinión en este
particular.
También tiene —¡a más de su disciplina admirable!— sus
insignias, sus galones, sus alzacuellos, que son sus estranguladores
(puesto que no hay mejores alzacuellos), y, en una palabra, su
bandera, que es el Cristo en la cruz…
Por eso fue por lo que acepté sin maldecirla aquella sentencia
justa, indulgente, puesto que, en el fondo, yo merecía el patíbulo.
Pero como había apelado, hube de resignarme, no pudiendo
hacer otra cosa ante aquella perspectiva, todavía consoladora…
¡Dieciocho meses!…
Y el día de la apelación resplandeció, si puedo expresarme así.
¡Resplandeció! Porque ¡qué buen tiempo el de aquel día! ¡Qué
sol!… Yo, que soy del norte, admiro, deseo poco el sol; me causa
náuseas, me aturde, ME CIEGA, y prefiero en absoluto
El invierno claro,
como mi querido y admirado Estéfano Mallarmé.
Para ortografiar judicialmente, a una hora —¿cómo olvidarla?—
de la tarde fui conducido una vez más, por el vil medio de
locomoción de que se ha tratado más arriba, y mediante el aparato
policiaco y casi militar de antes, al palacio de justicia.
Local empapelado. Hubiérase dicho que se trataba del comedor
de un hotel de pueblo. Ningún Cristo en la pared, y, a decir verdad,
ello resultaba mejor que la caricatura que había en la sala de
primera instancia.
Empapelado y con dibujos en la parte superior. ¿Con qué
motivos? Lo ignoro. ¿Flores, caza, pesca o fiestas galantes?… Lo
ignoro, digo, puesto que me hallaba preocupado por otra cosa…
¡Calla! ¡También!…
El mismo interrogatorio, con ligeras variantes:
—Condenado, levántese.
—Su nombre y apellidos.
—¿Profesión?
—Ha sido usted condenado en virtud del artículo, etcétera.
—Siéntese.
Me siento, a pesar de un exhorto asombroso que me descargaba
en buena lógica y se mofaba de aquel bebé de procurador de
primera instancia, poniéndole esto bajo la nariz:
«Se ha aplicado al condenado el máximum, y el señor
procurador del rey apela a la mínima. ¿Dónde está la ley,
señores?».
Y, no obstante una excelente defensa de mi abogado —el mismo
que me defendió en primera instancia—, a quien envío desde aquí
mis mejores simpatías, se me confirmó la sentencia.
X
Mons
Esta vez estaba bien encarcelado. Y fui admitido en la pistola de los
condenados. Una libertad relativa: las puertas de las habitaciones
abiertas desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche, y
el acceso de los presos unos a las celdas de los otros. Cerca de una
veintena de «camaradas», varios de ellos franceses, lo cual me
enorgulleció un poco, por cierto.
Permanecí allí cerca de un mes, y aquél fue, materialmente, el
momento más feliz de mi cautividad. Y luego, en un vagón celular,
hacia… Mons.
La prisión, celular también, de la capital del Hainaut es —debo
confesarlo— una cosa bella en lo posible. De ladrillo rojo pálido, casi
rosado, por el exterior, este monumento, este verdadero
monumento, es blanco de cal y negro de alquitrán por el interior, con
arquitecturas sobrias de acero y de hierro. He expresado la especie
de admiración causada en mí por la visión —¡oh, la primera visión
de aquel «castillo», mío en adelante!— en los versos que se han
querido encontrar encantadores del libro Sabiduría, cuya mayor
parte de los poemas, por cierto, datan de entonces…
Por mucho tiempo habité el mejor de los castillos.
Al descender del tren fui conducido en coche, siempre celular,
hacia aquella casi amable prisión, donde se me recibió con toda
sencillez —he de decirlo—; después de lo cual se me invitó —
perentoriamente— a tomar un baño, y me fueron llevados unos
vestidos muy extraños, consistentes en una gorra de cuero de la
forma que pudiera decirse Luis XI, una chaqueta, un chaleco y un
pantalón de una tela de cuyo nombre no me acuerdo, verdosa, dura,
bastante parecida a un reps muy espeso, muy grosero y en
definitiva muy feo, un pañuelo de lana para el cuello, unos calcetines
y unos zuecos.
Así disfrazado, se me hizo subir a la celda que me había sido
destinada. El mobiliario era somero —pues había vuelto a caer en el
caso de los presos ordinarios, mientras esperaba a que tuviesen
lugar nuevas gestiones, al efecto de empistolizarme de nuevo—
valga el neologismo.
Se completó mi traje con el suplemento de una cogulla de tela
azul, destinada a ocultar el rostro de los presos a su paso por los
corredores o durante sus paseos por el patio, y de una ancha placa
de cobre pintado de negro, aproximadamente en forma de corazón,
con mi número en relieve, brillante como el oro más
resplandeciente. Debía prenderme aquella insignia, durante cada
paseo, en un botón de la chaqueta.
Luego, el barbero del establecimiento me afeitó conforme al
reglamento. Yo estaba elegante y guapo, os lo aseguro.
Pero volvamos sobre el mobiliario de la celda.
Una cama-mesa que no se debía desplegar ni hacer sino por la
noche, un poco antes de acostarse. Un escabel unido a la pared, un
lavabo y una especie de círculo en la pared para los usos íntimos.
Un pequeño crucifijo de cobre, con el que yo debía trabar amistad
más tarde, completaba aquel lujo somero. ¡Oh, aquel crucifijo!
XI
No debía ser él precisamente aquel crucifijo de mi primera celda de
Mons, sino un crucifijo semejante, parecido, por cierto, a todos los
que cantificaban todos los locales de aquel vasto penitenciario.
Pero volvamos sobre el mobiliario. Había omitido una pieza, y no
la menos importante. Quiero hablar del ayudante o jefe guardián del
ala donde yo estaba entonces (los guardianes subalternos
ostentaban el título de sargentos, como ya he dicho). Este ayudante,
digo, no me había tomado afecto, y si me visitaba con frecuencia no
era por verme, sino para inspeccionarme bien. Y se seguían
observaciones sin número, y hasta amenazas con el calabozo, a
propósito de un átomo de polvo, de un pliegue mal hecho en la
manta doblada de mi cama mesa, cuando la cama se convertía en
mesa, o de cualquiera otra cosa, a su entender irregular en mi
persona: el pañuelo de ordenanza, un botón de la chaqueta que se
movía, etc. ¡Lo que me hacía sufrir aquel animal con sus minucias!
Por otra parte el buen diablo debía humanizarse más tarde un poco:
al menos para conmigo.
¿El alimento? ¡Ah, pardiez! Siempre sopa… de cebada, y los
domingos puré de guisantes. Pan de munición y agua a discreción.
El domingo, misa, vísperas y salutación cantadas por los
detenidos. Harmonium tocado por una señora de la ciudad,
sermones bien hechos por el capellán, hombre encantador del que
he conservado el mejor y el más agradecido recuerdo.
La capilla, muy extraordinaria: por el contrario de lo que ocurre
en la mayor parte de las prisiones celulares, el altar y sus accesorios
se encuentran naturalmente en medio de los boxes destinados a los
«fieles», aunque muy altos, en una plataforma en los cuatro
rincones donde permanecen los guardianes encargados de la buena
compostura y del respeto que se debe al santo lugar…
A esto hacen alusión mis versos de Paralelamente.
……
Veo encenderse las salutaciones
Desde el fondo de un orificio.
Los patios forman un círculo cuya rotonda central es el cubo de
donde irradian en forma de V una decena de muros que encierran
otros tantos jardinillos bastante fúnebres. Un guardián permanece
en la rotonda y da fuego a los prisioneros, que disponen de una hora
para fumar una pipa y pasearse, cada uno por su patio, después de
lo cual hay que volver a las celdas en hilera indiana, con las cogullas
a la cabeza, hasta el día siguiente a la misma hora.
Pero al cabo de ocho o diez días de este régimen poco
agradable, tan confortable y suficiente en el fondo, fui llamado a
presencia del director, un hombre encantador también, ya canoso,
benévolo y que me fue simpático desde el primer momento.
¡Oh, qué suerte! Se trataba de mi concesión de pistola.
Fui conducido a otro cuerpo del edificio. Mi nueva celda, un poco
más grande que la otra, aunque amueblada del mismo modo, salvo
la cama, buena, ancha, que permitía la expansión de poder estirarse
y que me gustó desde luego.
Sin embargo, sólo era confortable en lo justo. Sobre todo,
aquella luz, desde luego suficiente, que se filtraba a través de los
barrotes horizontales, aunque procedía de demasiado alto y
embarrando —es cosa de decirlo, aun con riesgo de las dos
repeticiones— el horizonte. Pero ¡qué felicidad acostarse por fin en
una cama propiamente dicha! ¡Qué felicidad la de aquella aparente,
aunque modesta, de antiguo modesta, pero cómoda habitación, en
otro tiempo —¡ay!— conyugal, con su cama «en el centro»!
Hay que saber contentarse con poco, sobre todo en la prisión, y
como toda idea de mujer me estaba prohibida por fuerza, por fuerza
hube de resignarme.
Y fue lo que hice.
Pedí libros. Se me permitió disponer de toda una biblioteca.
Diccionarios clásicos, un Shakespeare en inglés que leí entero
(¡disponía de tanto tiempo!). Preciosas notas de Johnson y de todos
los comentadores ingleses, alemanes y otros me ayudaron a
comprender bien al inmenso poeta que, a pesar de todo, nunca me
hizo olvidar a Racine, ni tampoco a Fénelon, ni a La Fontaine, sin
prescindir de Corneille y Victor Hugo, Lamartine y Musset. ¡Y nada
de periódicos!
Sin embargo, no me limitaba a estas distracciones.
Inventé un juego.
Consistía en masticar papel haciendo dos bolitas, suponer dos
adversarios, A y B, disparar aquellos proyectiles alternativamente
contra un blanco que era el ventanillo de la celda y marcar lealmente
los golpes.
Doble placer. Primero, el de perder o ganar. ¡Lo que A detestaba
a B, B se lo devolvía tan bien! Luego, temer el paso del ayudante o
de un alguacil. ¡O, entonces, el del mismo director!
Verdad es que a éste le temía menos.
XII
Jesús, ¿cómo te las arreglaste para conquistarme? ¡Ah!
Una mañana, el buen director en persona entró en mi celda.
—Pobre amigo mío —me dijo—, le traigo una mala noticia.
¡Tenga valor! Lea.
Era una hoja de papel timbrado, la copia del juicio de separación
de cuerpos y de bienes, tan merecida (la de cuerpos, y quizá
también la de bienes, aunque tan dura de soportar), y que había
acordado el Tribunal del Sena. Caí de espaldas sobre mi pobre
lecho deshecho en llanto.
Un apretón de manos y un golpe en el hombro dado por el
director me devolvieron, no obstante, un poco de valor, y,
transcurrida una hora o dos desde el desarrollo de aquella escena,
comencé a decir a mi alguacil rogase al señor capellán que fuese a
hablar conmigo.
Llegó éste y le pedí un catecismo. En seguida me entregó el de
perseverancia de monseñor Gaume.
Soy literato, y me gusta la corrección, la sutileza y toda la cocina
del estilo, como de derecho y por deber. Estas correcciones, estas
sutilezas las tomo, las sorbo, si queréis. Y siento horror hacia toda
vulgaridad escrita.
Pero a pesar de un arte deplorable en lo que se refiere a la
escritura y de una sintaxis apenas viva, monseñor Gaume fue para
mí, podrido de orgullo, de sintaxis y de parisiense estupidez, el
apóstol.
XIII
Las pruebas bastante mediocres aportadas por monseñor Gaume
en favor de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma me
gustaron poco y no me convirtieron del todo —lo confieso—, a pesar
de los esfuerzos del capellán para corroborarlas con sus mejores y
más cordiales comentarios.
A este último se le ocurrió entonces una idea suprema, y me dijo:
—Sáltese los capítulos y pase desde luego al sacramento de la
Eucaristía.
Y yo leí la centena de páginas consagradas por el buen prelado
al sacramento de la Eucaristía.
No sé si aquellas páginas constituyen una obra maestra. Hasta
lo dudo. Pero en la situación de espíritu en que yo me encontraba, el
profundo tedio en que me sumergía, a pesar de todas las atenciones
y de la vida relativamente dichosa que tales atenciones me
proporcionaban, y la desesperación de no ser libre, y también la
vergüenza de hallarme allí, determinaron, cierta mañanita de junio,
después de una noche agridulce que había pasado meditando
acerca de la presencia real y la multiplicidad sin número de las
hostias, figurada en los santos Evangelios por la multiplicación de
los panes y de los peces, todo esto, digo, determinó en mí una
extraña revolución, en verdad.
Desde hacía algunos días había colgada en la pared de mi
celda, debajo del pequeño crucifijo de cobre semejante a aquel del
cual se ha hablado precedentemente, una pequeña imagen
litográfica, bastante fea también, del Sagrado Corazón: una
prolongada cabeza caballuna de Cristo, un gran busto enflaquecido
bajo los amplios pliegues de la túnica, las manos afiladas mostrando
el corazón.
Que resplandece y que sangra
como yo debía escribir un poco más adelante, en el libro Sabiduría.
No sé qué o quién me levantó de pronto, me arrojó fuera del
lecho, sin que me diese tiempo a vestirme, y me prosternó,
deshecho en lágrimas, en sollozos, a los pies del crucifijo y de la
imagen supererogatoria, evocadora de la más extraña y, ante mis
ojos, de la más sublime devoción de los tiempos modernos de la
Iglesia católica.
Sólo a la hora del amanecer, quizá dos horas lo menos después
de aquel verdadero pequeño (¿o grande?) milagro moral, pude
levantarme; y trajinaba, según el reglamento, dedicado a mis tareas
(hacer la cama, barrer la habitación…), cuando el guardián del día
entró y me dirigió la frase tradicional:
—¿Todo va bien?
Yo le respondí al punto:
—Dígale al señor capellán que venga.
Éste entraba en mi celda algunos minutos después. Yo le
notifiqué mi «conversión».
Lo era de veras. Yo creía, veía, me parecía que sabía, estaba
iluminado. Hubiera ido al martirio de buen grado, y tenía,
evidentemente, un inmenso arrepentimiento, proporcionado
evidentemente por la grandeza del Ofendido, aunque, sin duda, por
lo que aprecia mi examen actual, muy exagerado.
Por otra parte, se es hiperbólico cuando se compara.
Y yo soy como la generalidad de los hombres.
El capellán, un hombre de experiencia carcelaria y de seguro
acostumbrado a esta clase de conversiones verdaderas o falsas, si
bien yo estaba convencido, persuadido de mi sinceridad, me
tranquilizó, no obstante, después de haberme felicitado por la gracia
recibida, y luego, comoquiera que yo, en mi ardor probablemente
indiscreto e imprudente de neófito que el día anterior era víctima de
toda incredulidad y de todo pecado, pidiese, implorase confesarme
inmediatamente, ante el temor de morir impenitente, según yo
mismo decía, él me replicó, sonriendo un poco:
—No tenga ningún temor. Usted ya no está impenitente, se lo
aseguro. En cuanto a la absolución y aun a la simple bendición,
tenga la bondad de esperar aún algunos días; Dios es paciente, y
sabrá hacerle algún nuevo valimiento, él que espera su desquite,
después del mal paso de hace tiempo, ¿no es verdad?… ¡Hasta
muy pronto, hasta muy pronto; hasta hoy mismo!
XIV
Y el digno, el muy digno hombre de Dios me dejó tranquilo.
Yo me acogí a su sistema, y me resigné, mientras oraba.
Mientras oraba a través de mis lágrimas, a través de las
sonrisas, como un niño, como un criminal redimido; mientras oraba
—¡oh!— con las dos rodillas en el suelo, con las dos manos juntas,
con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis energías, con
arreglo a mi catecismo resucitado…
¡Cuánto reflexioné sobre la esencia y aun sobre la evolución del
fenómeno que se operaba en mí! ¿Por qué? ¿Cómo?
¡Y poseía aquellos ardores, aquellas disposiciones, como se
diría en nuestra odiosa época! ¡Qué bueno, qué sencillo, qué
pequeño era yo!
¡Y qué ignorante!
«Domine, noverim té!»
¡Qué candor de monaguillo, qué gracia de viejo —y de joven—
entonces, pecador convertido, pasando de orgulloso a humillado,
trocado de hombre violento en un cordero!
Renuncié desde entonces a toda lectura «profana».
Shakespeare, entre otro, ya leído y releído en su idioma a fuerza de
diccionario, y, por último, aprendido de memoria, por decirlo así. Y
me sumergí en los Maistre, en los Augusto Nicolás más
especiales…
Sin embargo, oponía tímidas objeciones que el capellán
refutaba, mejor o peor, admirablemente para mí, en aquella época.
—¿Y los animales, después de la muerte? No se mencionan en
los libros sagrados…
—Querido amigo mío, si los libros sagrados no hablan tampoco
de las hijas de Adán, por ejemplo, es porque ello resultaría
superfluo. Además, siendo Dios infinitamente bondadoso, sólo ha
creado a las bestias para su bien, al mismo tiempo que para el
nuestro.
—¿Y el infierno eterno?
—Dios es la infinita justicia, y si castiga eternamente es porque
tiene sus razones para hacerlo, razones precedentes, ante las
cuales nuestro único derecho consiste en inclinarse ante ellas, aun
sin conocerlas. Porque, en efecto, las penas eternas constituyen
una especie de misterio… Por más que no, puesto que el dogma no
las incluye en esta categoría…
Y así sucesivamente.
El gran día de la confesión, tan esperado, tan impacientemente
deseado, llegó por fin.
Fue larga, detallada hasta el infinito, aquella confesión, la
primera que hacía desde la renovación de mi primera comunión.
Torpezas sensuales, sobre todo, pecados de ira, pecados de
intemperancia, éstos numerosos también, pecados de mentirillas, de
vagos y como inconscientes embustes; pecados sensuales,
insisto…
El sacerdote de vez en cuando me ayudaba en las confesiones,
siempre un poco penosas en tales casos, del extraño neófito que yo
era.
Entre otras preguntas, me formuló ésta, en un tono reposado y
nada asombroso ni asombrado:
—¿Nunca ha sido usted cruel con los animales?
XV
Después de haber respondido que no, no sin estupefacción, a la
interrogación formulada, recibí humilde y contrito, tras mi verídica y
—os lo aseguro— concienzuda confesión, la bendición, aunque
todavía no la absolución tan codiciada.
Y mientras esperaba esta última reanudé, por consejo de mi
director espiritual, mis trabajos, lecturas varias, y principalmente
versos míos.
De aquella época data casi todo Sabiduría y
Mi Dios me ha dicho…,
entre otros poemas que generalmente han querido aprobarse.
Mis lecturas, a partir de aquella época, a más de contener
intensas teologías, se trasladaron del inglés al latín, no sólo de los
padres —San Agustín, ese sublime congénere, del cual yo era o me
creía ser entonces el ínfimo sucedáneo—, sino entre los profanos y
los clásicos. Virgilio y todas las Églogas, todas las Geórgicas y una
gran parte de la Eneida pasaron por allí.
El buen director de la prisión y el excelente capellán charlaban
conmigo casi todos los días.
Por último, tuve un guardián que, deseando abandonar «la
cárcel», como él decía, «completaba su instrucción» para entrar en
otra parte, y un día me pidió que le diese lecciones de francés. Y
henos aquí, a mí dictando y a él escribiendo, con su tosca letra, en
un principio, unos ejemplos de gramática:
¿Es usted la señora de Genlis?
etcétera, y, cuando se realizaron decisivos progresos, trozos
cuidadosamente escogidos de Las aventuras del joven Telémaco,
por el señor de Salignac-Fénelon, arzobispo de Cambrai.
A cambio de estas lecciones, el buen muchacho me
proporcionaba dulces, periódicos locales, pasteles, chocolate, y, a
veces, con mucha frecuencia —¡oh placer, oh agradecimiento!—
tabaco para masticar (porque el tabaco estaba prohibido), y la
dificultad para disimular las huellas después de su uso lo hacía más
delicioso aún.
¡Qué de mañas, qué de astucias
después de cada salivación en la reducida jofaina destinada a mis
abluciones para hacer correr un delgado y silencioso chorrito de
agua, con el fin de diluirla y hacer que desaparecieran por la reja del
evacuatorio las pruebas del espantoso delito!
Los jueves y los domingos, mi madre, provista cada vez de un
permiso del procurador del rey, iba a verme. ¡Oh, qué penosas —¡y
sabrosas!— aquellas visitas a través de las dos rejas distantes cerca
de un metro! No había medio de besarse, como no fuera con un
movimiento de la mano colocada en los labios, ni de hablarse como
no fuese espiados detrás de una puerta o desde un ventanillo desde
donde se nos acechaba con toda comodidad. ¡No importaba! Mi
buena madre sacaba de su bolsillo un Fígaro que había comprado
en la estación, y dicho Fígaro, arreglado o, mejor dicho, alargado
por torsión, a modo de florete muy fino, me lo pasaba a través de las
rejas. ¡Júzguese cuántas emociones al desplegar y luego al leer
aquel periódico, pensando que, si se me hubiese sorprendido con él
entre las manos, ello me hubiera valido el calabozo, la privación de
la visita, la supresión de la pistola y otros inconvenientes!
Y otros mil menudos goces y pequeñas miserias, a las cuales,
gracias a mis nuevas ideas, me resignaba y acababa por
acostumbrarme cristianamente, cuando resplandeció la aurora del
gran día en que yo debía «recibir a mi Salvador»…
Después de la comunión hice los versos que se me han reputado
como tan buenos en Sabiduría, mi libro de neófito, si así puedo
calificarlo, como en mis volúmenes subsiguientes, más
apaciguados, pero no menos sinceros, Amor, Felicidad y, el más
reciente, Liturgias íntimas.
… Deja ir la ignorancia indecisa
……………………
……………………
Para sufrir y morir de una muerte infame.
(Bien entendido que no hablo de Paralelamente, donde finjo más
bien comunicarme con el diablo). No puedo, como no pude
entonces, expresar mejor en unos poemas la inmensa sensación de
frescura, de renunciamiento y de resignación experimentada en
aquel inolvidable día de la Asunción de 1874.
A partir de aquel día, mi cautividad, que debía prolongarse hasta
el 16 de enero de 1875, me pareció corta, y, si no hubiera sido a
causa de mi madre, diría que demasiado corta.
XVI
Sí; a partir de aquel día fue —hay que decirlo— «como ninguno».
Nadie me habría insultado sin que yo no lo hubiese perdonado, o,
todo lo más, le hubiera hecho notar —y no sentir, como lo haría hoy
— su error; nadie me habría mirado sin que yo le hubiese replicado
con una oración interior por la salvación de su alma, seguida de esta
jaculatoria latina:
Vade retro!
¡Sí! Desde aquel día de la Asunción hasta el día de mi literal y
material y como física «liberación» fui feliz.
¡Sí!
Pensad en ello: sentirse inocente, creérselo, tener la seguridad
de serlo… ¡Inocente! ¡Pensad en ello!
Y yo navegaba en aquella especie de navecilla —en aquel
«barco», como blasfemaría el sucio espíritu contemporáneo— hasta
el dieciséis de enero del setenta y cinco, como un Don Quijote, más
engañado aún, al partir… hacia otros molinos de viento.
Navegaba así hacia mi «liberación», que no se realizó sino en
aquel húmedo día de enero.
La víspera se me entregó el reloj (tuve uno y aun varios por
aquella época, y también los he tenido después), mi cartera, provista
de algunos billetes de banco, de la cual tenía igualmente la
costumbre de ser el portador, mi camisa con su cuello postizo y
unos inciertos trajes elegantes.
Acompañado de mamá, después de efectuado el registro,
después de estrechar las manos de los empleados de la oficina, y
también, con antelación, las del capellán, el director y los
guardianes, salí de aquella «caja» casi acojinada, y nos
encaminamos hacia la estación de Mons. Entre mamá y yo iban dos
gendarmes con gorra de pelo sobre sus cabezas imberbes.
Y he aquí que partimos para Francia, donde, como es costumbre
y de justicia, la gendarmería, con el sombrero de batalla que se
conoce, nos recogió de manos de la joven guardia civil, barbada
Kατα πεφαλην, de que nos hemos ocupado anteriormente.
Nuestro ejército nacional de la orden nos recibió (digo y repito
nos, porque éramos varios los franceses liberados y expulsados:
unos asesinos, unos ladrones y yo) sin gran cordialidad. En cuanto a
lo que a mí concierne, después de haber declinado (¿por qué no
conjugado?) mi nombre, apellidos y calidad, obtuve del brigadier,
compatriota mío, una acogida tan entusiasta, alentadora y «hasta
activa», ¿no?
—Sobre todo, no vuelva usted por allá.
—No, mi brigadier…
¡Douai! Mi madre, que fue conmigo hasta el final tan abnegada,
tan buena, ¡tan clemente!, me acompañaba, como he dicho antes.
¡Douai! ¡Ciudad santa!
Donde nació Desbordes-Valmore a la sombra de Nuestra Señora
de allá, la cual es recordada siempre entre tanto tedio y tantas
preocupaciones parisienses —¡y cuántos pisos, la pobre mujer!—…
¡Douai y tu carillón, tierno y ladrón!…
—Barquero —dice Lisette…
—Turlutú, Gayant que pee,
Turlutú, por el ojo de su culo.
¡Adiós, Douai!
XVII
En V…, ciudad gentil en extremo, casi vosguiense, donde fui
internado bajo la inculpación de amenazas condicionadas contra mi
madre, crimen, según el Código Penal, castigado con la muerte —
con los puños cortados y los pies descalzos…—. ¡Oh mamá!
¡Oh mamá, en efecto! Perdóname esta sola frase:
—¡Si no vienes a visitarnos, ME mato!
Unos belgas atroces que habían acaparado tu confianza no me
denunciaron, después de mi queja, al tribunal de V…—G…
procurador, a propósito de un allanamiento de morada por los
citados belgas, domiciliados, después de varios incendios en
diversos lugares, en C… por A… departamentos de Las Ardenas.
Si bien un día recibí una asignación, y al cabo de ocho días
comparecimos ante el tribunal de primera instancia del distrito.
El camino —¿diré el calvario? ¡No!— fue encantador. Una mujer
casada y su marido y yo, a más de un perro que ladraba a los
cuervos encaramados en la rama más alta, íbamos atormentados en
lo que se llama vulgarmente un carromato al que el uso.
En el boulevard de Gantes
intitula buggy.
El Lyon d’Or —El Lyon d’Or nos acogió, caballo y todo. Luego
fuimos al tribunal. Aquel marido y su señora eran dos testigos de mi
descargo.
La más linda trinidad de jueces que he visto en mi delictuosa y
criminal especie de vida.
El presidente se llama Adán. Su asesor de la derecha se llama
María. He olvidado —y pido perdón por ello— el nombre del otro
asesor, que, por una derogación rogatoria, me sirvió de juez de
instrucción.
Pero recuerdo —¡oh, sí!— el nombre del procurador de la
República:
«G…».
Además, acerca de él he hecho unos versos para un volumen
calificado de Invectivas, para aparecer en casa de mi enemigo
natural, León Vanier, 19, pretil de San Miguel.
Entramos en el palacio de justicia de aquella minúscula
subprefectura, y admiramos la soberbia nulidad arquitectónica, rara
avis en aquella época de pretensiones de todo orden.
Admiramos también la no menor nulidad del señor G…,
procurador de la República, radical, celoso, aunque, según me han
dicho, clerical, católico, y también, según parece, librepensador y
una especie de —¡musa mía!— de alcornoque.
Júzguesele.
El archiconocido mobiliario de no importa qué tribunal: de encina,
con papel pintado de oscuro, cortinas del mismo matiz y tres
señores con togas negras y alzacuellos blancos. A la izquierda, una
mesa con el procurador detrás, también vestido como se ha dicho,
más un gorro con galones de oro generalmente sobre la cabeza,
hacia atrás, provocativo.
Comenzó la audiencia por unas frioleras, vagabundos,
cazadores furtivos, ladronzuelos, etc. Cuando me llegó la vez, se
hizo una especie de silencio en el auditorio, bastante numeroso
aquel día. En la región era yo una especie de señor —a más de
tener una reputación bastante detestable—, un Rais abribonado por
varios Edgard Poe que hubieran complicado su ron y su ajenjo y
Picon: tal era yo en la imaginación pasadera de mis vecinos de
campaña que habían acudido a la ciudad para ver cómo juzgaban al
«Parisiense».
El interrogatorio fue lo que son todas estas formalidades. Pero a
la requisitoria le faltó lo que se llama moderación. Si yo hubiera sido
un Herodes fundido con un Heliogábalo los enormes epítetos no
habrían volado más abundantes desde los labios de G…, con quien
temo que las abejas del Himeto no habrían tenido nunca nada que
ver. Yo era «el más infame de los hombres, el azote del país, que
había llegado para deshonrar aquellas campiñas». (Esto ocurría en
Las Ardenas, y G… es auvernés). «No sé cómo calificar a este
individuo, y renuncio a buscar una expresión que refleje todo mi
horror; ya la encontraré más adelante en este asunto relativamente
poco importante». (¡Venga usted acá, querido!). Tales fueron
algunas de las flores de su ramillete… De verdad, de buen sentido,
y nada de preguntas. Y concluía con el máximum que es —¡leed el
código!— la muerte. El tribunal me aplicó el mínimum.
No puedo aquí ni podré nunca en ninguna otra parte dar las
gracias a aquellos señores o lo que quiera que sean, ni tampoco
quizá vituperarlos, puesto que yo era un inocente complicado, es la
verdad, por los más plausibles falsos testimonios. Por lo menos,
debo reconocer que, como suele decirse, en este caso pusieron
todo cuanto estuvo de su parte. Además, su buena voluntad —y sus
considerados— «vista la excelente actitud del acusado durante la
audiencia», y, en una palabra, el beneficio de las circunstancias
atenuantes reconocidas, todo ello me aminoró la idea de la prisión, y
les conservo un agradecimiento del cual estamos en paz.
La prisión de V… es muy pequeña. Los barrotes son de madera
pintada de negro. Se jugaba al chito con el carcelero. Allí se
permanece poco —un mes justo más un día, según creo—, cuando
la pena ha de prolongarse en otra parte. Había en mi época un
cuervo familiar, ronco enemigo de los poco melodiosos gatos del
establecimiento, que, a causa de las incongruencias en las cubetas
donde se vertían las lejías, fue muerto de un tiro de carabina por el
«patrón», que hizo excelente caldo. He relatado este hecho con todo
detalle en mis Memorias de un viudo.
En aquella prisión tan bonachona yo estaba encargado de
arreglarlo todo, limpiar el polvo y barrer. A propósito de esto, el
carcelero me dijo un día que yo «no había nacido para aquel
trabajo» —el hombre era del Norte—, y añadió que me hallaba más
fuerte en la escritura que en la pintura.
(Bueno es decir que yo tenía ya en el país una reputación de
«escritor»).
También era requerido todas las tardes para que recitase en el
dormitorio el Pater Noster y el Ave María, y parecía ser que yo lo
hacía mucho mejor que mi antecesor con este empleo. ¡Pardiez! Y
sin demasiado trabajo, por cierto.
Un capellán procedente de Falaise, una aldea vecina de la que
se habla en La Débâcle, de Emilio Zola, y que había sido misionero
en China y enterrado vivo nos decía la misa todos los domingos. Su
sermón hebdomadario, lleno de anécdotas y muy gracioso, con ese
simpático acento un poco inglés de Las Arderías, terminaba con un
apretón de manos a través de los barrotes, de madera como los
otros, correspondientes a los tres o cuatro presos que éramos.
Aquello duró un mes, al cabo del cual, pagada mi multa (¡500
francos!), salí en compañía del carcelero, con el que bebí algunas
botellas de cierto vinillo de Voucq acerca del cual nada tengo que
decir, en una taberna de al lado que se llamaba El buen rincón y
merecía esta denominación.
XVIII
Yo salía del antiguo Gato Negro, hoy El Mirlitón —¡transiciones!—,
una tarde al anochecer, abandonando las delicias de Salis y del
entonces persona grata León Bloy, el tigre del buen Dios y el gato
del buen diablo, y de María Krysinska y de tantos amables
monstruos, después de algunas libaciones ¿prolongadas en
extremo? ¡No! Pero quizá…
Abandoné, pues, aquellas delicias, y como vivía cerca de la
Bastilla, frente a una parada de coches no distante, me dirigía hacia
mi domicilio, todavía filial…
Pero ¿qué diablo me impulsó a convidar con un solo y último
ajenjo a los demás?
Después de las absorciones, apareció un error en la cuenta, y
creí que debía reclamar —mucho y muy alto— mi derecho.
Y llamé a un guardia que me llevó inmediatamente al puesto —y
no con demasiada amabilidad.
Allí fui recibido por el sub-brigadier o su superior, que ordenó me
quitasen la corbata, la pipa —y el portamonedas.
No dormí: compañero de un borracho que hacía pipí y caca
durante todo el tiempo en el lugar interno destinado a estas
necesidades.
Y a las nueve de la mañana, los «agentes» que habían pasado
la noche sirviéndonos agua en un cubilete de estaño, nos libertaron
diciéndonos:
—Si no hubieran bebido ustedes más que esto, no estarían aquí.
Y, a las nueve (cerca de doce horas de penoso insomnio), fui
llamado por mi nombre precedido por la palabra señor a presencia
del señor comisario de policía (cuyo nombre, a pesar de ser muy
conocido en aquellos lugares, se me ha olvidado), domiciliado en la
calle de Bochard-de-Saron.
Aquel «magistrado» no me dijo nada: mi nombre quedó inscrito
en un registro, y se entregó un recibo al agente que me había
detenido la víspera.
Por fin, salí de entre aquellas picaras manos.
¿Para siempre?
XIX
Conclusión
En noviembre último tomé billete para Holanda en la estación del
Norte, con objeto de dar unas conferencias en La Haya, Leyden y
Amsterdam, a donde me habían convocado unos grupos de artistas,
literatos y estudiantes. El viaje transcurrió de un modo pasadero,
tanto más, cuanto que, gracias a una riqueza inesperada de la
víspera, había podido proporcionarme una diligencia para mí solo.
Desde que soy valetudinario, adoro mis comodidades, bien
acostumbrado ahora a las durezas.
Atravesé la región francesa del norte, tan triste y tan monótona,
aparte de algunos paisajes encantadores hacia Chantilly, sombríos
en los parajes de San Quintín y más lejos, que Alejandro I de Rusia
encontraba fea, y con mucha razón. Después pude volver a ver a
vuelo de pájaro —esta es la expresión más apropiada— la Bélgica
donde había vivido, como niño, en la zona en otro tiempo francesa
de Las Ardenas septentrionales, llamada hoy el Luxemburgo belga,
y como hombre y mucho más tarde en todas partes y de diferentes
maneras. Entre otros recuerdos materializados, subsiste la aparición
en Mons del
… Castillo que luce rojo y duerme blanco,
y quiero hablar de la prisión celular, que nunca había visto tan bien
desde fuera. Está situada al extremo de la ciudad, afectando la
forma de una rueda encajada entre cuatro paredes que constituyen
un rectángulo rematado por la cúpula poligonal de la capilla. La
puerta de entrada, abierta en piedra gris, tiene cierto aspecto
artístico e imita bastante bien el estilo gótico. Tal vez la pátina
debida al tiempo transcurrido y a la distancia, me sugirió entonces el
verso que acabo de citar, como en otra parte me evocaron un
fragmento aquellos ladrillos rojos sangre que me parecían en otro
tiempo de un color casi rosa pálido.
Preocupado con mis futuras conferencias y rumiando ritmos,
métrica, rimas y toda la impedimenta de aquella especie de
«charlas» sobre la poesía francesa y franco-belga contemporánea,
pasaba sin experimentar demasiada emoción ante aquel severo
asilo donde sufrí tanto y gocé tanto hace nueve años.
Llegué allá, ejercí mi ocasional oficio de orador o, más bien, de
lector ni bien ni mal, y obtuve de un público indulgente todo el éxito
que podía esperar. Saboreé, durante algunos días demasiado
breves, la cordialidad tranquila, la bondad fina y reflexiva de mis
nuevos amigos, sus aplausos, sus alabanzas después de cada
sesión, y, durante los días siguientes y en las tres cuartas partes de
los periódicos literarios y artísticos del país, admiré aquella extraña
comarca, todo verdor y todo agua, aquellas ciudades de la
arquitectura tradicional; y volví a tomar el tren —¡ay!— en dirección
a París. Pasé de nuevo por Mons, y volví a ver el
… Castillo que luce rojo y duerme blanco.
Y esta vez me trasladé al pasado.
El camino que acababa de recorrer como un principillo, como un
verdadero barón acaudalado, sobre cojines embastillados, rodeado
todo lo más confortable posible, siendo objeto de toda clase de
consideraciones por parte de los empleados de todas las categorías,
lo recorrí en otro tiempo en un vagón celular, para descender de un
coche celular en el patio de un penal entre dos carceleros y dos
gendarmes como escolta.
Allí gemí, blasfemé, sufrí viles, estúpidos y a veces odiosos
pesares, y luego —ya lo he relatado más arriba— sobrevino la
conversión —y la felicidad durante una perseverancia de varios
años—. Poco a poco, fue llegando el relajamiento, y luego las
nuevas caídas.
¿Irremediables?
Quizá no, porque Dios es misericordioso, y me ha enviado la
desgracia y la ruina en las circunstancias más dolorosas, en verdad:
decepciones, traiciones y próximos escándalos. ¡Diantre! ¿También?
Quizá no. Pero esta vileza, esta molicie, esta terquedad obstinada
en la impenitencia, terquedad instintiva, casi bestial…
Una falsa acogida me esperaba en París: la hipocresía, la
mentira y finalmente, el robo, hábil y cauteloso, como plausible, de
algunos billetes de banco que llevaba. Mi exasperación a este
respecto me valió, para lo sucesivo, un disgusto que hubiera podido
ser peor, si mi moderación no se hubiera sobrepuesto a la situación.
Una disputa muy violenta en la escalera hizo acudir al portero, quien
llamó a los agentes. Éstos, tomando mi cólera y su vehemencia por
las consecuencias de haber permanecido durante demasiado
tiempo en lugares donde se bebe, me encerraron —¡oh!— por una
hora o por dos… en el puesto, no sin una inútil brutalidad.
¿Continuaré describiendo estas policíacas escenas grotescas, y,
sobre todo, abominables más que estúpidas? Basta ya de
asquerosidades, ¿no es cierto? Acabaría por no poder hacerlo, a
fuerza de evocaciones penosas…
Yo el triunfador de allá, el aclamado, el mimado en el extranjero,
al día siguiente de mi regreso, me hallaba en el puesto, y ni siquiera
estaba borracho…
¡Oh, señores de la policía francesa, qué «plancha», empleando
el lenguaje que os cuadra y os place! Corred, pues, tras los
malhechores, si os atrevéis a ello, y dejad tranquilos a los poetas.
Nada os importa en las dos acepciones del vocablo.
Pero es cierto que nadie es profeta en su país.
¡Oh, el catecismo de monseñor Gaume! ¡Oh, no poder volver a
leerlo, no querer, quizá, volver a leerlo, y tener que soportarlo una
vez más!
Dios, sin embargo, es misericordioso, y la esperanza es una de
las virtudes teologales que distribuye de mejor grado.
¡Señor, ten piedad de nosotros!
PAUL VERLAINE (Metz, 1844-París, 1896). Poeta francés.
Considerado el maestro del decadentismo y principal precursor del
simbolismo, es, en realidad, el único poeta francés que merece el
epíteto de «impresionista» y, junto con Victor Hugo, el mayor poeta
lírico francés del s. XIX. En 1851 su familia se instaló en París,
donde Verlaine trabajó como escribiente en el ayuntamiento (1864).
En 1866 publicó su primer libro, Poemas saturnianos, que revela la
influencia de Baudelaire, al que siguieron Fiestas galantes (1869),
en el que describe un universo irreal a lo Watteau, y La buena
canción (1870).
Después de una crisis producida por el amor no correspondido que
le inspiró su prima Élise Moncomble, halló una efímera estabilidad
en su matrimonio con Mathilde Mauté (1870), disuelto a raíz de sus
relaciones, a partir de 1871, con Arthur Rimbaud, con quien viajó a
Bélgica y a Gran Bretaña (1872-1873). El 10 de julio de 1873, en
Bruselas, hirió de bala a Rimbaud, quien le había amenazado con
abandonarle. Condenado a dos años de prisión, salió de la cárcel
después de recobrar la fe.
Su etapa de madurez se inicia con la publicación de Romanzas sin
palabras (1874), que revela una poética nueva, basada en la música
del verso, y expresa su desgarramiento, dividido entre Rimbaud y
Mathilde. Tras una última riña con Rimbaud en Stuttgart, regresó a
Gran Bretaña (1875), donde se dedicó a la enseñanza hasta que
regresó a Francia (1877). Después de una recaída en el
alcoholismo, volvió a Gran Bretaña con su alumno favorito, Lucien
Létinois (1879-1880).
En 1881 publicó Cordura, poemario de inspiración religiosa, y en
1883, tras la muerte de Létinois, llevó en Coulommes una vida
escandalosa. De este período data la publicación de Los poetas
malditos (1884), en que dio a conocer a Rimbaud, Tristan Corbière y
Stéphane Mallarmé, y Antaño y ahora (1884). Tras una nueva
estancia en la cárcel por haber intentado estrangular a su madre
hallándose bajo los efectos del alcohol, pasó a residir
definitivamente en París (1885), donde fue a menudo hospitalizado.
Aparte de obras en prosa, como Mis hospitales (1892), de su
producción de esta última etapa destacan algunas obras poéticas de
tema religioso (Amor, 1888; Liturgias íntimas, 1892) y de tema
erótico (Paralelamente, 1889; Mujeres, 1890; Canciones para ella,
1891; Odas en su honor, 1893; Elegías, 1893; En los limbos, 1894).
En sus últimos años gozó de gran prestigio literario (dio
conferencias en Bélgica y Gran Bretaña, fue elegido «Príncipe de
los poetas» en 1894), lo que contrasta con la miseria y el estado de
degradación en que vivía.