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CUENTOS LATINOAMERICANOS
Continuidad de los parques (Julio cortázar)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La
abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en
tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el
dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque
de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el
terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas;
la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi
perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir
a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del
alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que
más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la
cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él
rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo
de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre.
Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la
figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano
acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba,
se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda
que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la
alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los
tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus
oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada.
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En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de
los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Evidencias para los ciegos (Jorge sáez Hadi)
Lo que no se ve no significa que no
exista Muchos han comentado con los años que yo era el
estudiante de peor
rendimiento de mi clase, Así me clasificaron. Ahora, no lo comparto,
Obedecer a los profesores y seguir el juego a mis compañeros, me
ahorró conflictos, además necesitaba protegerme, porque era el menor
y más pequeño y lo hice, aprobando las ocurrencias de mis
condiscípulos, ellos me ayudaban con las respuestas en las pruebas, en
complicidad con los profesores que preferían mirar por la ventana. Así
lo quisieron, pues se aseguraban de contar conmigo el próximo año.
Entre los necios, es necesaria la presencia de un idiota a quien gastarle
una broma pesada u ordenarle que haga cualquier estupidez. Incluso en
los pseoa
Creo que crecí al ritmo de la rutina de un niño con expresión de
cretino sin serlo. Era un superdotado escondido en una envoltura
engañosa, concedida por un psicólogo ineficaz. Según estos estudiosos
de la conducta humana, mi cociente intelectual marcaba el grado
inferior de la escala del tramo normal, es decir, era un estándar dudoso.
Mis profesores y la orientadora de mi colegio basaban sus juicios en la
experiencia al interior de sala de clases. Eran tan aburridos y
monotemáticos que prefería abandonar la sala, soñando despierto,
creando un mundo propio. Mis padres, inmersos en sus trabajos,
cómplices de la incompetencia del sistema y de sus propias
limitaciones, además de un desconocimiento supino de mi interioridad
emocional, se esmeraban en reuniones sociales, relatándoles a los
presentes episodios ficticios en los cuales quedaba demostrada la
inteligencia y capacidad de su retoño. Preocupados por la falta de
amigos y un notorio retraimiento, denunciado por la profesora jefe casi
al finalizar la enseñanza básica, fueron conmigo a dar a la consulta de
un psicólogo más interesado en ganar dinero que atender bien a sus
pacientes y que me encasilló como niño Asperger, agregando que
debían tener paciencia y una cuota inmensa de sacrificio. Al convertirse
en adultos, dijo, son capaces de tener un comportamiento relativamente
normal.
Terminé la educación básica y mi vida siguió su curso en la
educación media tal como el pintor que falsifica la obra de un artista
famoso, reproduciéndola como si fuera la original. Mientras mis
compañeros vociferaban en los recreos, yo me sentaba en las gradas a
observar el devenir propio de un colegio secundario, una
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réplica de la sociedad, desórdenes, tráfico de drogas, escasas lecturas
en la biblioteca, discusiones y peleas, actos académicos, ensayos y las
soporíferas clases. Yo era el pusilánime, el inútil. Conocí a Miranda, la
única niña de mi generación de la cual me enamoré. Nuestra relación
duró hasta que sus padres fueron trasladado a otra ciudad por asusntos
de trabajo. Aún la recuerdo como alguien bueno y me encantaría saber
qué fue de ella.
Me licencié después de cuatro años eternos y me marché del
sistema con un gesto de libertad.
No hice ningún esfuerzo en las pruebas de admisión para la
educación superior. Eran pruebas sobre contenidos que nunca me
interesaron. Me encerré en mi casa y les solicité a mis padres que por
ahora me dejaran en paz. Estos apenas reaccionaron y concluyeron que
el mejor aliado que tenían para resolver mis conflictos emocionales era
el transcurso del tiempo. Ya aparecerán las oportunidades para que
alcances la independencia. Y no se habló más del asunto. La vida
continuó por un estado de dejarse llevar por los deseos y necesidades
elementales, como si fuera un hombre primitivo que ha sido
transportado al presente desde tiempos remotos.
De este modo, a los veintitrés años, dependía todavía de mis
padres, vivía en una burbuja. No tenía amigos y evitaba a toda costa a
mis familiares cuando venían de visita a nuestra casa. No me
interesaban los temas que trataban en las reuniones, eso de que la
sociedad está mal, que el bien, que el mal que es necesario el bien, pero
también el mal, no existe el uno sin el otro siempre las malas prácticas
permanecían legitimadas. Hay que robar para que exista la policía, los
jueces, los abogados y la sentencias. Me interesé más bien en todo lo
que tuviera relación con los programas para el computador, la
navegación por internet y los juegos de estrategia.
Llegó el tiempo del coronavirus, volviendo incierta la vida y
cambiando las costumbres de todos los hombres y mujeres de la tierra.
Yo no lo sabía y seguí actuando de la misma manera. Si había
permanecido encerrado la mayor parte de mi tiempo en mi habitación,
dejándome llevar por la red, y por mis lecturas, las restricciones para
salir a la calle no me afectaron. Mi madre me traía la comida,
aconsejándome que me bañara y que mantuviera mi habitación en
orden, tratándome como si fuera un adolescente. Sí, mamá, no te
preocupes, lo haré.
Después de varios días encerrado en mi cuarto, salí a la calle y vi
que todos llevaban mascarillas. Algo me comentaron mis padres, pero
no le presté mayor atención. Más extraño me pareció ver a mi antiguo
profesor de Lenguaje no solo con mascarilla, sino que además con una
especie de escafandra que le cubría toda la cabeza. Recordé que sus
clases eran la únicas sensatas. Seguí transitando y de improviso ocurrió
algo extraordinario, sobre el pavimento descubrí unas esferas de color
verdoso. Medirían tal vez unos dos centímetros. Estaban esparcidas en
la entrada del supermercado. Se agitaban. Pasó cerca de ahí un hombre
que estornudó
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y desde su boca salieron cientos de estas esferas verdosas, semejantes
a las que había visto unos minutos atrás. Avanzaron por el aire unos
ocho metros y cayeron. Sin embargo, él no se dio cuenta en lo absoluto
y continuó su lento caminar. Enseguida, una mujer se cruzó conmigo en
una esquina. Su ropa iba impregnada de estas pelotitas que parecían
sacadas de un juego de guerra. Eché un vistazo sobre la manilla de una
puerta. Ahí estaban, sobre un asiento en la plaza, sobre la carrocería de
un automóvil manejado distraídamente por un señor elegante. Hacia
donde mirara, las esferas verdosas estaban presentes, agitándose o
inactivas, como si estas últimas hubieran muerto. Mi instinto de
supervivencia me impulsó a apartarme, pues se multiplicaban por todas
partes. Regresé a mi casa estupefacto e instintivamente me desnudé en
la entrada y me bañé. Por la noche, más sereno, bajé al salón y les
confesé a sus padres lo que había visto.
—Los juegos te tienen nervioso, hijo. —Respodió su padre y
agregó —Tienes que abandonarlos por un tiempo. Espera, dices que las
viste salir de la boca de un hombre que estornudaba. Estoy pensando
en algo imposible, y dices que medían como dos centímetros.
—Tiene que haber sido una alucinación. Si sales mañana, verás
que ya no están. —agregó su madre, mirándolo preocupada.
Juicio erróneo, porque ahora la cantidad había aumentado, tanto
en el suelo como en los objetos. Agregándose algo nuevo. El color de
piel de la cara de un gran número de transeúntes era definitivamente
verde.
—Hoy no solo he verificado las esferas verdosas, sino que varias
personas con las que me crucé tenían la piel con un matiz verdoso.
Días atrás, mi madre había implementado un recipiente con cloro
a la entrada, por precaución, considerando las últimas informaciones,
obligándome cada vez que regresaba desde la calle a introducir mis
zapatos en él.
—Ese bicho no entrará en nuestra casa. ¿Has visto aquí dentro las
esferas, Vicente?
—No, papá.
—Mañana haremos una visita.
Fuimos al hospital, donde trabajaba mi padre, cubiertos con
trajes especiales, alcanzamos el pabellón de la muerte como le
llamaban ahora a quienes luchaban por su vida conectados a
ventiladores de oxígeno. Eran los nuevos agonizantes contagiados por
el coronavirus.
—¿A qué hemos venido aquí papá?
—Mira a esos hombres conectados a esas máquinas.
—¿Cuál es el color de sus caras?
—Verdes, papa, verdes. Y no solo eso, sobre sus camastros y en el
piso flotante están las esferas.
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—Hijo, eres el único ser humano en el mundo que puede ver el
coronavirus. Increíble, ahora ya no sé si es verdad que alguna vez di la
mano a un amigo, si besé a mi mujer o si me abracé con el festejado el
día de su cumpleaños.
Lo primero que hizo mi padre al día siguiente fue hablar con el
director del hospital donde trabajaba y contarle el suceso.
—Estás viendo películas de ciencia ficción muy seguido, Heraldo.
Y no le creyeron. Y nadie nos tomó en serio, hasta que una noche
el mismo director llegó a nuestra casa a contarle a mi padre que su hijo
tenía fiebre y diarrea, además de agotamiento extremo. Una tos
compulsiva y un dolor de garganta de perros.
—Estoy desesperado, porque mi mujer comienza a sentirse cada
vez peor. Tiene fiebre y perdió el olfato. Como sabes hay un brote que
tiene aislado el hospital. Por el momento no hay insumos para hacer el
test.
—Vamos, me dijo, acompáñanos.
—No te subas al auto, papá, está cubierto de esferas verdes.
—Nosotros preferimos seguirle a su casa, director.
Con los trajes especiales, ingresamos a la residencia. Ahí,
comprobé que el hijo del director estaba verde y la esposa también. Al
despedirnos, lo miré. Su rostro comenzaba a cambiar de color.
—Están los tres contagiados con coronavirus. La afirmación fue
corroborada días más tarde con los tres ingresados a urgencias.
Desde ese instante sin ninguna pretensión, me convertí en una
celebridad. Comenzaron a llamarme desde todas partes. Gracias a mi
información, se identificó a los sanos, los portadores sintomáticos,
asintomáticos y a los recuperados, incluso alcancé a pronosticar si un
intubado sería capaz de salvarse o morir. En tiempos de incertidumbre
universal, fui más valioso que todos mis compañeros juntos. Era como
el único ser del planeta que no estaba ciego frente a esta amenaza letal.
Si aquellos alcanzaron títulos profesionales, codeándose con las altas
esferas, financiando despedidas de solteros con las, yo con esta extraña
facultad podía, como si fuera Dios, asegurar la vida y lograr la fama
mundial. Me transformé entonces en el Lazarillo de dignatarios y reyes.
Mis padres no pudieron retenerme y mi caso pasó a ser asunto de
estado. Una rara emoción de conocer países y ciudades lejanas, me
impulsó desde mi habitación al mundo. La mismísima reina Isabelde
Inglaterra me acogió es sus majestuosas residencias a cambio de una
elevada suma de dinero durante unos meses para que mantuviera una
vigilancia estricta sobre los objetos y las personas que se relacionaban
con ella. En varias cenas reales la salvé de un contagio inminente.
Durante la taza de té, a las cinco de la tarde, junto a su majestad,
aprendí a conversar sobre temas diversos. Me confidenció el hastío por
las fiestas, títulos y labores aristocráticas, propias del cargo que
ostentaba. El terrible paso del tiempo, la soledad inevitable y las
desilusiones. Mientras los científicos,
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entretanto, no podían comprender cómo un ser humano semejante a
ellos poseía el asombroso don de distinguir a simple vista el virus de
moda, el coronavirus, invisible al ojo humano por su fantástica
pequeñez, yo me paseaba con la soberana por los jardines de palacio,
charlando sobre diversos temas. Su afecto, su comprensión y paciencia
me hicieron quererla.
Lo que sí dejaban en claro, los investigadores, era su ineficacia
para hallar una salida, un escape, una esperanza de la cual
consiguieran asirse los seres humanos de todo el planeta que
permanecían en una pausa eterna, como si se hubieran congelado,
oprimidos por una mueca de angustia y pesimismo.
Cuando el contagio alcanzó al sesenta por ciento de la población
mundial y los grandes líderes tomaron conciencia de su fragilidad ante
la amenaza, las grandes potencias rivalizaron por contar con mis
servicios exclusivos, a tal punto de romper relaciones diplomáticas y la
amenaza de declarar la tercera guerra mundial. Vino un tiempo de
muerte y oscurantismo. El virus no respetaba clase social alguna. Llevó
a la tumba desde el vagabundo más pútrido hasta el joven acaudalado y
millonario, hijo de una reina. En el periodo más cruento de la pandemia,
ocurrió lo esperable, me secuestraron, me privaron de mi libertad,
llevándome a lugares secretos. Me enteré por las charlas de mis
carceleros que las grandes potencias ofrecieron recompensas onerosas
si me devolvían sano y salvo, sin embargo, sólo respondió el silencio.
Nadie sabía dónde estaba. Se especuló que había sido
secuestrado por los rusos, los chinos o los estadounidenses. El país que
logró disminuir ostensiblemente los índices negativos de la plaga al
punto de controlarla a voluntad, comunicándola al mundo como un
triunfo político y económico, se delató traicionada por su soberbia y
vanidad, explicitando con certeza su culpa en la desaparición del joven,
víctima de su grandioso talento, el hombre más importante de la tierra,
traicionado por sus semejantes, como Jesús lo fue en su tiempo e
ignorado hasta por sus discípulos.
Sobreviví prisionero y obligado a comunicar dónde se hallaban
las esferas verdosas, a distinguir el color de los rostros y a vaticinar los
resultados de los intubados graves para desecharlos prontamente y
reasignar los equipos.
Un día de primavera, los investigadores, muchos meses después,
crearon la vacuna contra el flagelo. Felices y gozosos, sus captores lo
olvidaron un tiempo y ante el regreso mundial a la vida cotidiana tan
evocada, la alegría les alcanzó hasta para devolverlo a su país en forma
secreta a través de múltiples peripecias a cambio de la complicidad y
anonimato, a pesar de las certidumbres, puesto que los intercambios
comerciales no pueden detenerse, no olvidemos, pues, la existencia de
la política para resolver nuestras diferencias y establecer el equilibrio.
Los antiguos hábitos como reunirse a beber en reuniones
públicas, participar en actividades sociales de toda índole regresaron y
fue posibles otra vez recibir los
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besos de Judas, asistir a celebraciones republicanas, confundirse entre
la muchedumbre de fiestas de aniversarios, entre otras innumerables
prácticas Vino el bienestar del jerarca con la plebe de cada. Habíamos
regresado a lo de siempre, a la respetable sociedad contemporánea, con
sus antiguos vicios y pocas virtudes, su mala educación en los colegios y
peor en la vida cotidiana.
Nadie recordaba al desaparecido, salvo sus padres y la reina
Isabel. El resto como si se hubiera curado de una ceguera. Lo hallaron
tiempo después vagando por una carretera abandonada, hablando
incoherencias y desorientado. Los exámenes posteriores arrojaron la
presencia de sustancias narcóticas en su organismo. Su fama fue
efímera, nadie volvió a dirigirle la palabra ni a ocuparse de él, ya no era
necesario, salvo la reina Isabel que le mandaba un saludo a su correo
electrónico cada navidad. Sus padres retomaron su rutina y se
remontaron hacia intereses propios de un mundo nuevo, sin amenazas y
optimista.
Un día domingo, Salí de paseo. Había regresado a vivir con mis
padres, no me sentía capaz de ser independiente después de aquella
traumática experiencia del secuestro. El tiempo sucedido bastó para
considerar al coronavirus un mal recuerdo. Al aproximarme a una plaza
atestada de gente dichosa y libre, disfrutando de una tarde soleada,
algo llamó mi atención en el asfalto. Me aproximé y descubrí con
angustia pequeñas esferas azules que se agitaban, que salían de la boca
de quienes tosían o estornudaban. Retrocedí espantado y hui a mi casa.
Allí, mis padres permanecían en estado febril, recostados sobre el
sillón, parecían no tener conciencia. Las esferas azules se posaban
sobre sus ropas y eran expulsadas desde sus bocas con la tos
persistente. Llamé a urgencias y al poco rato se los llevó la ambulancia.
Subí a mi cuarto y le escribí un correo a la reina Isabel, contándole
sobre mis nuevas visiones.
—Vente, vente de inmediato, Vicente. Aquí estarás seguro y
protegido.
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La noche boca arriba (Julio Cortázar)
Y salían en ciertas épocas a cazar
enemigos; le llamaban la guerra
florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y
se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el
portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio
que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde
iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque
para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la
máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y
un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los
ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes
vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable
del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles,
con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta
las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído,
pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la
tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio
que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de
las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el
pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer,
y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo
estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le
dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la
presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las
caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su
único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho
al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la
náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba
hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no
tenía más que rasguños en las piernas. "Usté la agarró apenas, pero el
golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos,
despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo
dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una
pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco
minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a
gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de
un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo
casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la
cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien,
era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.
"Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y
el vigilante le dio la mano al
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llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a
poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón
del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y
deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una
pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y
vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente
el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo,
y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría
sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte
minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho
como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de
blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía.
Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una
camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo,
con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo
una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él
nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda
de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no
volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia
compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los
aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que
andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la
estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo
torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño
algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no
había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando
instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana
tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,
temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el
miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin
estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían
estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del
cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal
vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó
despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el
olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar
al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos
pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo.
Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó
desesperado hacia adelante
—Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-.
No brinque tanto, amigazo.
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Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales
de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó
casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera
estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua,
apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba
ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba
el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a
alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de
su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del
muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía
hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un
aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar
alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente
a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como
estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle
es peor; y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo
a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un
banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y
solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una
punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a
manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios
resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas
las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía
que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo
cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La
calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un
colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas
de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose
acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para
escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba
a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano
que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un
escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto
protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que
trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de
los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le
estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad
del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida
había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si
conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la
calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le
siguieran el
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rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero
la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría
hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su
número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de
los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano.
Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas
moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió
placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las
luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y
entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba
igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme
bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala
le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared
del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces
un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero
no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué
entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan
cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella
de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente.
Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios
con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La
ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del
hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a
acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia
advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del
suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo
tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado
una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco
él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El
choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras, al salir
del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo
alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al
día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna
vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a
tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera
descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la
lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de
espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones,
le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y
mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las
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sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en
un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda
desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto
con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba
perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente,
como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la
fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo
a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en
las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en
las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía
con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus
compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya
los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no
podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si
fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo
interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le
hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que
el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble
puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas
ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se
reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras
como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los
cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la
cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un
metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un
reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se
alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin.
El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería
el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo
sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no
quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era
su verdadero corazón, el centro de la
vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso
dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber
gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la
botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la
sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los
pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus
párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado, pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto
iba a amanecer, con el buen sueño profundo
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que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener
los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último
esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua;
no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y
el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el
techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y
los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó
en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se
cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el
cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y
la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza
colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas
columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de
sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que
arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una
última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar.
Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez
inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a
muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del
sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano.
Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba
a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había
sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había
andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces
verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de
metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese
sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había
acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él
boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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Juan Darién (Horacio
Quiroga)
Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los
hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela
vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones correctamente,
aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era
de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas.
Una vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un
país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus
hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin
padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre
mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que
tenía en este mundo . Cuando volvió a su casa, se quedó sentada
pensando en su chiquillo. Y murmuraba:
—Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado
a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y
a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!
Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a
un portoncito donde se veía la selva.
Ahora bien; en la selva había muchos animales feroces que rugían
al caer la noche y al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba
sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una cosa chiquita y vacilante que
entraba por la puerta, como un gatito que apenas tuviera fuerzas para
caminar. La mujer se agachó y levantó en las manos un tigrecito de
pocos días, pues aún tenía los ojos cerrados. Y cuando el mísero
cachorro sintió contacto de las manos, runruneó de contento, porque ya
no estaba solo. La madre tuvo largo rato suspendido en el aire aquel
pequeño enemigo de los hombres, a aquella fiera indefensa que tan
fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido
cachorro que venía quién sabe de dónde y cuya madre con seguridad
había muerto. Sin pensar bien en lo que hacía llevó al cachorrito a su
seno y lo rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito, al sentir el calor
del pecho, buscó postura cómoda, runruneó tranquilo y se durmió con
la garganta adherida al seno maternal.
La mujer, pensativa siempre, entró en la casa. Y en el resto de la
noche, al oír los gemidos de hambre del cachorrito, y al ver cómo
buscaba su seno con los ojos cerrados, sintió en su corazón herido que,
ante la suprema ley del Universo, una vida equivale a otra vida...
Y dio de mamar al tigrecito.
El cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un inmenso
consuelo. Tan grande su consuelo, que vio con terror el momento en
que aquél le sería arrebatado, porque si se llegaba a saber en el pueblo
que ella amamantaba a un ser
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salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer? El
cachorro, suave y cariñoso—pues jugaba con ella sobre su pecho era
ahora su propio hijo.
En estas circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba
corriendo ante la casa de la mujer oyó un gemido áspero—el ronco
gemido de las fieras que, aún recién nacidas, sobresaltan al ser humano
—. El hombre se detuvo bruscamente, y mientras buscaba a tientas el
revólver, golpeó la puerta. La madre, que había oído los pasos, corrió
loca de angustia a ocultar el tigrecito en el jardín. Pero su buena suerte
quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una mansa, vieja y
sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada mujer iba a
gritar de terror, cuando la serpiente habló así:
—Nada temas, mujer—le dijo—. Tu corazón de madre te ha
permitido salvar una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el
mismo valor. Pero los hombres no te comprenderán, y querrán matar a
tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo
tiene forma humana; nunca lo reconocerán. Forma su corazón, enséñale
a ser bueno como tú, y él no sabrá jamás que no es hombre. A menos...
a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos que
una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado
por él, tu hijo será siempre digno de ti . Ve tranquila, madre, y
apresúrate, que el hombre va a echar la puerta abajo.
Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de
los hombres la serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los
mundos. Fue, pues, corriendo a abrir la puerta, y el hombre, furioso,
entró con el revólver en la mano y buscó por todas partes sin hallar
nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual
ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que
dormía tranquilo. Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio
sobre su salvaje hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce años
más tarde ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre su tumba.
Pasó el tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se le puso Juan
Darién. Necesitaba alimentos, ropa, calzado: se le dotó de todo, para lo
cual la madre trabajaba día y noche. Ella era aún muy joven, y podría
haberse vuelto a casar, si hubiera querido; pero le bastaba el amor
entrañable de su hijo, amor que ella devolvía con todo su corazón.
Juan Darién era, efectivamente, digno de ser querido: noble,
bueno y generoso como nadie. Por su madre, en particular, tenía una
veneración profunda. No mentía jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en
el fondo de su naturaleza? Es posible; pues no se sabe aún qué
influencia puede tener en un animal recién nacido la pureza de un alma
bebida con la leche en el seno de una santa mujer.
Tal era Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos de su edad,
los que se burlaban a menudo de él, a causa de su pelo áspero y su
timidez. Juan Darién no era muy inteligente; pero compensaba esto con
su gran amor al estudio.
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Así las cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez años, su madre
murió. Juan Darién sufrió lo que no es decible, hasta que el tiempo
apaciguó su pena. Pero fue en adelante un muchacho triste, que sólo
deseaba instruirse.
Algo debemos confesar ahora: a Juan Darién no se le amaba en el
pueblo. La gente de los pueblos encerrados en la selva no gustan de los
muchachos demasiado generosos y que estudian con toda el alma. Era,
además, el primer alumno de la escuela. Y este conjunto precipitó el
desenlace con un acontecimiento que dio razón a la profecía de la
serpiente.
Aprontábase el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de la ciudad
distante habían mandado fuegos artificiales. En la escuela se dio un
repaso general a los chicos, pues un inspector debía venir a observar
las clases. Cuando el inspector llegó, el maestro hizo dar la lección al
primero de todos: a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más
aventajado; pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le
trabó con un sonido extraño. El inspector observó al alumno un largo
rato, y habló en seguida en voz baja con el maestro.
—¿Quién es ese muchacho?—le preguntó—¿De dónde ha salido?
—Se llama Juan Darién—respondió el maestro y lo crió una mujer
que ya ha muerto; pero nadie sabe de dónde ha venido.
—Es extraño, muy extraño...—murmuró el inspector, observando
el pelo áspero y el reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan Darién
cuando estaba en la sombra.
El inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más extrañas
que las que nadie puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con
preguntas a Juan Darién nunca podría averiguar si el alumno había sido
antes lo que él temía: esto es, un animal salvaje. Pero así como hay
hombres que en estados especiales recuerdan cosas que les han pasado
a sus abuelos, así era también posible que, bajo una sugestión
hipnótica, Juan Darién recordara su vida de bestia salvaje. Y los chicos
que lean esto y no sepan de qué se habla, pueden preguntarlo a las
personas grandes.
Por lo cual el inspector subió a la tarima y habló así:
—Bien, niño. Deseo ahora que uno de ustedes nos describa la
selva. Ustedes se han criado casi en ella y la conocen bien. ¡Cómo es la
selva? ¿Qué pasa en ella? Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, tú—
añadió dirigiéndose a un alumno cualquiera—. Sube a la tarima y
cuéntanos lo que hayas visto.
El chico subió, y aunque estaba asustado, habló un rato. Dijo que
en el bosque hay árboles gigantes, enredaderas y florecillas. Cuando
concluyó, pasó otro chico a la tarima, después otro. Y aunque todos
conocían bien la selva, respondieron lo mismo, porque los chicos y
muchos hombres no cuentan lo que
ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de ver. Y al fin el
inspector dijo:
—Ahora le toca al alumno Juan Darién.
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Juan Darién dijo más o menos lo que los otros. Pero el inspector,
poniéndole la mano sobre el hombro exclamó:
—No, no. Quiero que tú recuerdes bien lo que has visto. Cierra los
ojos.
Juan Darién cerró los ojos.
—Bien—prosiguió el inspector—. Dime lo que ves en la selva.
Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró un instante en
contestar.
—No veo nada—dijo al fin.
—Pronto vas a ver. Figurémonos que son las tres de la mañana,
poco antes del amanecer. Hemos concluido de comer, por ejemplo...
estamos en la selva, en la oscuridad... Delante de nosotros hay un
arroyo... ¿Qué ves?
Juan Darién pasó otro momento en silencio. Y en la clase y en el bosque
próximo había también un gran silencio. De pronto Juan Darién se
estremeció, y con voz lenta, como si soñara, dijo:
—Veo las piedras que pasan y las ramas que se doblan. .. Y el
suelo. .. Y veo las hojas secas que se quedan aplastadas sobre las
piedras...
—¡Un momento!—le interrumpe el inspector—Las piedras y las
hojas que pasan, ¿a qué altura las ves?
El inspector preguntaba esto porque si Juan Darién estaba
"viendo" efectivamente lo que él hacía en la selva cuando era animal
salvaje e iba a beber después de haber comido, vería también que las
piedras que encuentra un tigre o una pantera que se acercan muy
agachados al río pasan a la altura de los ojos. Y repitió:
—¿A qué altura ves las piedras?
Y Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, respondió:
—Pasan sobre el suelo. . . Rozan las orejas. . . Y las hojas sueltas
se mueven con el aliento... Y siento la humedad del barro en...
La voz de Juan Darién se cortó.
—¿En dónde?—preguntó con voz firme el inspector—¿Dónde
sientes la humedad del agua?
—¡En los bigotes!—dijo con voz ronca Juan Darién, abriendo
los ojos espantado.
Comenzaba el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca la selva
ya lóbrega. Los alumnos no comprendieron lo terrible de aquella
evocación; pero tampoco se rieron de esos extraordinarios bigotes de
Juan Darién, que no tenía bigote alguno. Y no se rieron, porque el rostro
de la criatura estaba pálido y ansioso.
La clase había concluido. El inspector no era un mal hombre;
pero, como todos los hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba
ciegamente a los tigres; por lo cual dijo en voz baja al maestro:
—Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque,
posiblemente un tigre. Debemos matarlo, porque si no, él, tarde o
temprano, nos matará a todos.
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Hasta ahora su maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día
u otro, y entonces nos devorará a todos, puesto que le permitimos vivir
con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que no
podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos
probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los hombres
hay que proceder con cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un domador
de fieras. Llamémoslo, y él hallará modo de que Juan Darién vuelva a su
cuerpo de tigre. Y aunque no pueda convertirlo en tigre, las gentes nos
creerán y podremos echarlo a la selva. Llamemos en seguida al
domador, antes que Juan Darién se escape.
Pero Juan Darién pensaba en todo menos en escaparse, porque no
se daba cuenta de nada. ¿Cómo podía creer que él no era hombre,
cuando jamás había sentido otra cosa que amor a todos, y ni siquiera
tenía odio a los animales dañinos? Mas las voces fueron corriendo de
boca en boca, y Juan Darién comenzó a sufrir sus efectos. No le
respondían una palabra, se apartaban vivamente a su paso, y lo seguían
desde lejos de noche.
—¿Qué tendré? ¿Por qué son así conmigo?—se preguntaba
Juan Darién. Y ya no solamente huían de él, sino que los
muchachos le gritaban:
—¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete donde has venido! ¡Fuera!
Los grandes también, las personas mayores, no estaban menos
enfurecidas que los muchachos. Quién sabe qué llega a pasar si la
misma tarde de la fiesta no hubiera llegado por fin el ansiado domador
de fieras. Juan Darién estaba en su casa preparándose la pobre sopa
que tomaba, cuando oyó la gritería de las gentes que avanzaban
precipitadas hacia su casa. Apenas tuvo tiempo de salir a ver qué era:
Se apoderaron de él, arrastrándolo hasta la casa del domador.
—¡Aquí está!—gritaban, sacudiéndolo—¡Es éste! ¡Es un tigre! ¡No
queremos saber nada con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo
mataremos!
Y los muchachos, sus condiscípulos a quienes más quería, y las
mismas personas viejas, gritaban:
—¡Es un tigre! ¡Juan Darién nos va a devorar! ¡Muera Juan Darién!
Juan Darién protestaba y lloraba porque los golpes llovían sobre
él, y era una criatura de doce años. Pero en ese momento la gente se
apartó, y el domador, con grandes botas de charol, levita roja y un
látigo en la mano, surgió ante Juan Darién. E1 domador lo miró
fijamente, y apretó con fuerza el puño del látigo.
—¡Ah!—exclamó—¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes engañar,
menos a mí!
¡Te estoy viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las rayas
del tigre!
¡Fuera la camisa, y traigan los perros cazadores! ¡Veremos ahora si los
perros te reconocen como hombre o como tigre!
En un segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién y lo
arrojaron dentro de la jaula para fieras.
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—¡Suelten los perros, pronto!—gritó el domador—¡Y
encomiéndate a los dioses de tu selva, Juan Darién!
Y cuatro feroces perros cazadores de tigres fueron lanzados
dentro de la jaula. El domador hizo esto porque los perros reconocen
siempre el olor del tigre; y en cuanto olfatearan a Juan Darién sin ropa,
lo harían pedazos, pues podrían ver con sus ojos de perros cazadores
las rayas de tigre ocultas bajo la piel de hombre.
Pero los perros no vieron otra cosa en Juan Darién que el
muchacho bueno que quería hasta a los mismos animales dañinos. Y
movían apacibles la cola al olerlo
—¡Devóralo! ¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca'—gritaban a los perros—Y
los perros ladraban y saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué
atacar.
La prueba no había dado resultado.
—¡Muy bien!—exclamó entonces el domador—Estos son perros
bastardos, de casta de tigre. No le reconocen. Pero yo te reconozco,
Juan Darién, y ahora nos vamos a ver nosotros.
Y así diciendo entró él en la jaula y levantó el látigo.
—¡Tigre!—gritó—¡Estás ante un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí
estoy viendo, bajo tu piel robada de hombre, las rayas de tigre!
¡Muestra las rayas!
Y cruzó el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo. La pobre criatura
desnuda lanzó un alarido de dolor, mientras las gentes, enfurecidas,
repetían.
—¡Muestra las rayas de tigre!
Durante un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo que los niños
que me oyen vean martirizar de este modo a ser alguno.
—¡Por favor! ¡Me muero!—clamaba Juan Darién.
—¡Muestra las rayas!—le respondían.
Por fin el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula arrinconado,
aniquilado en un rincón, sólo quedaba su cuerpecito sangriento de niño,
que había sido Juan Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le
sacó de allí; pero lleno de tales sufrimientos como nadie los sentirá
nunca.
Lo sacaron de la jaula, y empujándolo por el medio de la calle, lo
echaban del pueblo. Iba cayéndose a cada momento, y detrás de él los
muchachos, las mujeres y los hombres maduros, empujándolo.
—¡Fuera de aquí, Juan Darién! ¡Vuélvete a la selva, hijo de tigre y
corazón de tigre! ¡Fuera, Juan Darién!
Y los que estaban lejos y no podían pegarle, le tiraban piedras.
Juan Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca de apoyo sus
pobres manos de niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que
estaba parada a la puerta de su casa sosteniendo en los brazos a una
inocente criatura, interpretara mal ese ademán de súplica.
—¡Me ha querido robar a mi hijo!—gritó la mujer—¡Ha tendido las
manos para matarlo! ¡Es un tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que él
mate a nuestros hijos!
20
Así dijo la mujer. Y de este modo se cumplía la profecía de la serpiente:
Juan Darién moriría cuando una madre de los hombres le exigiera la
vida y el corazón de hombre que otra madre le había dado con su
pecho.
No era necesaria otra acusación para decidir a las gentes
enfurecidas. Y veinte brazos con piedras en la mano se levantaban ya
para aplastar a Juan Darién cuando el domador ordenó desde atrás con
voz ronca:
—¡Marquémoslo con rayas de fuego! ¡Quemémoslo en los fuegos
artificiales!
Ya comenzaba a oscurecer, y cuando llegaron a la plaza era noche
cerrada. En la plaza habían levantado un castillo de fuegos de artificio,
con ruedas, coronas y luces de bengala. Ataron en lo alto del centro a
Juan Darién, y prendieron la mecha desde un extremo. El hilo de fuego
corrió velozmente subiendo y bajando, y encendió el castillo entero. Y
entre las estrellas fijas y las ruedas gigantes de todos colores, se vio
allá arriba a Juan Darién sacrificado.
—¡Es tu último día de hombre, Juan Darién! clamaban todos—
¡Muestra las
rayas!
—¡Perdón, perdón! —gritaba la criatura, retorciéndose entre las
chispas y las
nubes de humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes giraban
vertiginosamente, unas a la derecha y otras a la izquierda. Los chorros
de fuego tangente trazaban grandes circunferencias; y en el medio,
quemado por los regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se
retorcía Juan Darién.
—¡Muestra las rayas! —rugían aún de abajo.
—¡No, perdón! ¡Yo soy hombre! —tuvo aún tiempo de clamar la
infeliz criatura. Y tras un nuevo surco de fuego, se pudo ver que su
cuerpo se sacudía convulsivamente; que sus gemidos adquirían un
timbre profundo y ronco, y que su cuerpo cambiaba poco a poco de
forma. Y la muchedumbre, con un grito salvaje de triunfo, pudo ver
surgir por fin, bajo la piel del hombre, las rayas negras, paralelas y
fatales del tigre.
La atroz obra de crueldad se había cumplido; habían conseguido
lo que querían. En vez de la criatura inocente de toda culpa, allá arriba
no había sino un cuerpo de tigre que agonizaba rugiendo.
Las luces de bengala se iban también apagando. Un último chorro
de chispas con que moría una rueda alcanzó la soga atada a las
muñecas (no: a las patas del tigre, pues Juan Darién había concluido), y
el cuerpo cayó pesadamente al suelo. Las gentes lo arrastraron hasta la
linde del bosque, abandonándolo allí para que los chacales devoraran
su cadáver y su corazón de fiera.
Pero el tigre no había muerto. Con la frescura nocturna volvió en
sí, y arrastrándose presa de horribles tormentos se internó en la selva.
Durante un mes entero no abandonó su guarida en lo más tupido del
bosque, esperando con sombría paciencia de fiera que sus heridas
curaran. Todas cicatrizaron por fin, menos una,
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una profunda quemadura en el costado, que no cerraba, y que el tigre
vendó con grandes hojas.
Porque había conservado de su forma recién perdida tres cosas:
el recuerdo vivo del pasado, la habilidad de sus manos, que manejaba
como un hombre, y el lenguaje. Pero en el resto, absolutamente en
todo, era una fiera, que no se distinguía en lo más mínimo de los otros
tigres.
Cuando se sintió por fin curado, pasó la voz a los demás tigres de
la selva para que esa misma noche se reunieran delante del gran
cañaveral que lindaba con los cultivos. Y al entrar la noche se encaminó
silenciosamente al pueblo. Trepó a un árbol de los alrededores y esperó
largo tiempo inmóvil. Vio pasar bajo él sin inquietarse a mirar siquiera,
pobres mujeres y labradores fatigados, de aspecto miserable; hasta que
al fin vio avanzar por el camino a un hombre de grandes botas y levita
roja.
El tigre no movió una sola ramita al recogerse para saltar. Saltó
sobre el domador; de una manotada lo derribó desmayado, y cogiéndolo
entre los dientes por la cintura, lo llevó sin hacerle daño hasta el juncal.
Allí, al pie de las inmensas cañas que se alzaban invisibles, estaban los
tigres de la selva moviéndose en la oscuridad, y sus ojos brillaban como
luces que van de un lado para otro. El hombre proseguía desmayado. El
tigre dijo entonces:
—Hermanos: Yo viví doce años entre los hombres, como un
hombre mismo. Y yo soy un tigre. Tal vez pueda con mi proceder
borrar más tarde esta mancha.
Hermanos: esta noche rompo el último lazo que me liga al pasado.
Y después de hablar así, recogió en la boca al hombre, que
proseguía desmayado, y trepó con él a lo más alto del cañaveral, donde
lo dejó atado entre dos bambúes. Luego prendió fuego a las hojas secas
del suelo, y pronto una llamarada crujiente ascendió. Los tigres
retrocedían espantados ante el fuego. Pero el tigre les dijo: "¡Paz,
hermanos!", y aquéllos se apaciguaron, sentándose de vientre con las
patas cruzadas a mirar.
El juncal ardía como un inmenso castillo de artificio. Las cañas
estallaban como bombas, y sus gases se cruzaban en agudas flechas de
color. Las llamaradas ascendían en bruscas y sordas bocanadas,
dejando bajo ella lívidos huecos; y en la cúspide, donde aún no llegaba
el fuego, las cañas se balanceaban crispadas por el calor.
Pero el hombre, tocado por las llamas, había vuelto en sí. Vio allá
abajo a los tigres con los ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió
todo.
—¡Perdón, perdóname! —aulló retorciéndose—¡Pido perdón por
todo!
Nadie contestó. El hombre se sintió entonces abandonado de Dios,
y gritó con toda su alma:
—¡Perdón, Juan Darién!
Al oír esto, Juan Darién alzó la cabeza y dijo fríamente:
22
—Aquí no hay nadie que se llame Juan Darién. No conozco a Juan
Darién. Éste es un nombre de hombre, y aquí somos todos tigres.
Y volviéndose a sus compañeros, como si no comprendiera,
preguntó:
—¿Alguno de ustedes se llama Juan Darién?
Pero ya las llamas habían abrasado el castillo hasta el cielo. Y
entre las agudas luces de bengala que entrecruzaban la pared ardiente,
se pudo ver allá arriba un cuerpo negro que se quemaba humeando.
—Ya estoy pronto, hermanos—dijo el tigre—. Pero aún me queda
algo por
hacer.
Y se encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los tigres sin que él
lo notara.
Se detuvo ante un pobre y triste jardín, saltó la pared, y pasando al
costado de muchas cruces y lápidas, fue a detenerse ante un pedazo de
tierra sin ningún adorno, donde estaba enterrada la mujer a quien
había llamado madre ocho años. Se arrodilló—se arrodilló como un
hombre—, y durante un rato no se oyó nada.
—¡Madre! —murmuró por fin el tigre con profunda ternura—Tú
sola supiste, entre todos los hombres, los sagrados derechos a la vida
de todos los seres del Universo, Tú sola comprendiste que el hombre y
el tigre se diferencian únicamente por el corazón. Y tú me enseñaste a
amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre!, estoy seguro de que me
oyes. Soy tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante, pero de ti
sólo. ¡Adiós, madre mía!
Y viendo al incorporarse los ojos cárdenos de sus hermanos que lo
observaban tras la tapia, se unió otra vez a ellos.
El viento cálido les trajo en ese momento, desde el fondo de la
noche, el estampido de un tiro.
—Es en la selva—dijo el tigre—. Son los hombres. Están cazando,
matando, degollando.
Volviéndose entonces hacia el pueblo que iluminaba el reflejo de
la selva encendida, exclamó:
—¡Raza sin redención! ¡Ahora me toca a mí!
Y retornando a la tumba en que acaba de orar, arrancóse de un
manotón la venda de la herida y escribió en la cruz con su propia
sangre, en grandes caracteres, debajo del nombre de su madre:
Y
JUAN DARIÉN
—Ya estamos en paz—dijo. Y enviando con sus hermanos un rugido de
desafío al pueblo aterrado, concluyó:
—Ahora, a la selva. ¡Y tigre para siempre!
23
El Hombre De La ROSA (Manuel Rojas)
En el atardecer de un día de noviembre, hace ya algunos años, llegó
a Osorno, en misión catequista, una partida de misioneros capuchinos.
Eran seis frailes barbudos, de complexión recia, rostros enérgicos
y ademanes desenvueltos.
La vida errante que llevaban les había diferenciado
profundamente de los individuos de las demás órdenes religiosas. En
contacto continuo con la naturaleza bravía de las regiones australes,
hechos sus cuerpos a las largas marchas a través de las selvas,
expuestos siempre a los ramalazos del viento y de la lluvia, estos seis
frailes barbudos habían perdido ese aire de religiosidad inmóvil que
tienen aquellos que viven confinados en el calorcillo de los patios del
convento.
Reunidos casualmente en Valdivia, llegados unos de las
reducciones indígenas de Angol, otros de La Imperial, otros de Temuco,
hicieron juntos el viaje hasta Osorno,, ciudad en que realizarían una
semana misionera y desde la cual se repartirían luego, por los caminos
de la selva, en cumplimiento de su misión evangelizadora.
Eran seis frailes de una pieza y con toda la barba. Se destacaba
entre ellos el padre Espinoza, veterano ya en las misiones del sur,
hombre de unos cuarenta y cinco años, alto de estatura, vigoroso, con
empaque de hombre de acción y aire de bondad y de finura.
Era uno de esos frailes que encantan a algunas mujeres y que
gustan a todos los hombres.
Tenía una sobria cabeza de renegrido cabello, que de negro
azuleaba a veces como el plumaje de los tordos. La cara de tez morena
pálida, cubierta profusamente por la barba y el bigote capuchinos. La
nariz un poco ancha; la boca, fresca; los ojos, negros y brillantes. A
través del hábito se adivinaba el cuerpo ágil y musculoso.
La vida del padre Espinoza era tan interesante como la de
cualquier hombre de acción, como la de un conquistador, como la de un
capitán de bandidos, como la de un guerrillero. Y un poco de cada uno
de ellos parecía tener en su apostura, y no le hubiera sentado mal la
armadura del primero, la manta y el caballo fino de boca del segundo y
el traje liviano y las armas rápidas del último. Pero, pareciendo y
pudiendo ser cada uno de aquellos hombres, era otro muy distinto. Era
un hombre sencillo, comprensivo, penetrante, con una fe ardiente y
dinámica y un espíritu religioso, entusiasta y acogedor, despojado de
toda cosa frívola.
Quince años llevaba recorriendo la región araucana. Los indios
que habían sido catequizados por el padre Espinoza adorábanlo.
Sonreía al preguntar y al
24
responder. Parecía estar siempre hablando con almas sencillas como la
suya. Tal era el padre Espinoza, fraile misionero, hombre de una pieza y
con toda la barba.
***
Al día siguiente, anunciada ya la semana misionera, una
heterogénea muchedumbre de catecúmenos llenó el primer patio del
convento en que ella se realizaría.
Chilotes, trabajadores del campo y de las industrias, indios,
vagabundos, madereros, se fueron amontonando allí lentamente, en
busca y espera de la palabra evangelizadora de los misioneros.
Pobremente vestidos, la mayor parte descalzos o calzados con
groseras ojotas, algunos llevando nada más que camiseta y pantalón,
sucias y destrozadas ambas prendas por el largo uso, rostros
embrutecidos por el alcohol y la ignorancia; toda una fauna informe,
salida de los bosques cercanos y de los tugurios de la ciudad.
Los misioneros estaban acostumbrados a ese auditorio y no
ignoraban que muchos de aquellos infelices venían, más que en busca
de una verdad, en demanda de su generosidad, pues los religiosos,
durante las misiones, acostumbraban repartir comida y ropa a los más
hambrientos y desarrapados.
Todo el día trabajaron los capuchinos. Debajo de los árboles o en
los rincones del patio, se apilaban los hombres, contestando como
podían, o como se les enseñaba, las preguntas inocentes del catecismo.
—¿Dónde está Dios?
—En el cielo, en la tierra y en todo lugar —respondían en coro,
con una monotonía desesperante.
El padre Espinoza, que era el que mejor dominaba la lengua
indígena, catequizaba a los indios, tarea terrible, capaz de cansar a
cualquier varón fuerte, pues el indio, además de presentar grandes
dificultades intelectuales, tiene también dificultades en el lenguaje.
Pero todo fue marchando, y al cabo de tres días terminado el
aprendizaje de las nociones elementales de la doctrina cristiana,
empezaron las confesiones. Con esto disminuyó considerablemente el
grupo de catecúmenos, especialmente el de aquellos que ya habían
conseguido ropas o alimentos; pero el número siguió siendo crecido.
A las nueve de la mañana, día de sol fuerte y cielo claro, empezó
el desfile de los penitentes, desde el patio a los confesonarios, en hilera
acompasada y silenciosa. Despachada ya la mayor parte de los fieles,
mediada la tarde, el padre Espinoza, en un momento de descanso,
dio unas vueltas alrededor del patio. Y
volvía ya hacia su puesto, cuando un hombre lo detuvo, diciéndole: •
—Padre, yo quisiera confesarme con usted.
—¿Conmigo, especialmente? —preguntó el religioso.
—Sí, con usted.
25
—¿Y por qué?
—No sé; tal vez porque usted es el de más edad entre los
misioneros, y quizás, por eso mismo, el más bondadoso.
El padre Espinoza sonrió:
—Bueno, hijo; si así lo deseas y así lo crees, que así
sea. Vamos. Hizo pasar adelante al hombre y el fue
detrás observándolo.
El padre Espinoza no se había fijado antes en él. Era un hombre
alto, esbelto, nervioso en sus movimientos, moreno, de corta barba
negra terminada en punta; los ojos negros y ardientes, la nariz fina, los
labios delgados.
Hablaba correctamente y sus ropas eran limpias. Llevaba ojotas,
como los demás, pero sus pies desnudos aparecían cuidados.
Llegados al confesionario, el hombre se arrodilló ante el padre Espinoza
y le dijo:
—Le he pedido que me confíese, porque estoy seguro de que
usted es un hombre de mucha sabiduría y de gran entendimiento. Yo no
tengo grandes pecados; relativamente, soy un hombre de conciencia
limpia. Pero tengo en mi corazón y en mi cabeza un secreto terrible, un
peso enorme. Necesito que me ayude a deshacerme de éL Créame lo
que voy a confiarle y, por favor, se lo pido, no se ría de mí. Varias veces
he querido confesarme con otros misioneros, pero apenas han oído mis
primeras palabras, me han rechazado como a un loco y se han reído de
mí. He sufrido mucho a causa de esto. Esta será la última tentativa que
hago. Si me pasa lo mismo ahora, me convenceré de que no tengo
salvación y me abandonaré a mi infierno.
El individuo aquel hablaba nerviosamente, pero con seguridad.
Pocas veces el padre Espinoza había oído hablar así a un hombre. La
mayoría de los que confesaba en las misiones eran seres vulgares,
groseros, sin relieve alguno, que solamente le comunicaban pecados
generales, comunes, de grosería o de liviandad, sin interés espiritual.
Contestó, poniéndose en el tono con que le hablaban.
—Dime lo que tengas necesidad de decir y yo haré todo lo posible
por ayudarte. Confía en mí como en un hermano.
El hombre demoró algunos instantes en empezar su confesión; parecía
temer el confesar el gran secreto que decía tener en su corazón.
—Habla.
El hombre palideció y miró fijamente al padre Espinoza. En la
oscuridad, sus ojos negros brillaban como los de un preso o como los de
un loco. Por fin, bajando la cabeza, dijo, entre dientes:
Yo he practicado y conozco los secretos de la magia negra.
Al oír estas extraordinarias palabras, el padre Espinoza hizo un
movimiento de sorpresa, mirando con curiosidad y temor al hombre;
pero el hombre había levantado la cabeza y espiaba la cara del
religioso, buscando en ella la impresión que sus palabras producirían.
La sorpresa del misionero duró un brevísimo tiempo.
26
Tranquilizóse en seguida. No era la primera vez que escuchaba
palabras iguales o parecidas. En ese tiempo los llanos de Osorno y las
islas chilotas estaban plagados de brujos, "machis" y hechiceros.
Contestó;
—Hijo mío: no es raro que los sacerdotes que le han oído a usted
lo que acaba de decir, lo hayan tomado por loco y rehusado oír más.
Nuestra religión condena terminantemente tales prácticas y tales
creencias. Yo, como sacerdote, debo decirle que eso es grave
pecado; pero, como hombre, le digo que eso es una estupidez y una
mentira. No existe tal magia negra, ni hay hombre alguno que pueda
hacer algo que esté fuera de las leyes de la naturaleza y de la voluntad
divina. Muchos hombres me han confesado lo mismo, pero, emplazados
para que pusieran en evidencia su ciencia oculta, resultaron impostores
groseros e ignorantes. Solamente un desequilibrado o un tonto puede
creer en semejante patraña.
El discurso era fuerte y hubiera bastado para que cualquier
hombre de buena fe desistiera de sus propósitos; pero, con gran
sorpresa del padre Espinoza, su discurso animó al hombre, que se puso
de pie y exclamó con voz contenida:
—¡Yo sólo pido a usted me permita demostrarle lo que le confieso!
Demostrándoselo, usted se convencerá y yo estaré salvado. Si yo le
propusiera hacer una prueba, ¿aceptaría usted, padre? —preguntó el
hombre.
—Sé que perdería mi tiempo lamentablemente; pero aceptaría.
—Muy bien —dijo el hombre—. ¿Qué quiere usted que haga?
—Hijo mío, yo ignoro tus habilidades mágicas. Propón tú.
El hombre guardó silencio un momento, reflexionando. Luego dijo:
—Pídame usted que le traiga algo que esté lejos, tan lejos que sea
imposible ir allá y volver en el plazo de un día o dos. Yo se lo traeré en
una hora, sin moverme de aquí.
Una gran sonrisa de incredulidad dilató la fresca boca del fraile
Espinoza. ,
—Déjame pensarlo —respondió —y Dios me perdone el pecado y
la tontería que cometo.
El religioso tardó mucho rato en encontrar lo que se le proponía.
No era tarea fácil hallarlo. Primeramente, ubicó en Santiago la
residencia de lo que iba a pedir y luego se dio a elegir. Muchas cosas
acudieron a su recuerdo y a su imaginación, pero ninguna le servía para
el caso. Unas eran demasiado comunes, y otras pueriles y otras muy
escondidas, y era necesario elegir una que, siendo casi única, fuera
asequible. Recordó y recorrió su lejano convento; anduvo por sus
patios, por sus celdas, por sus corredores y por su jardín; pero no
encontró nada especial. Pasó después a recordar lugares que conocía
en Santiago. ¿Qué pediría? Y cuando, ya cansado, iba a decidirse por
cualquiera de los objetos entrevistos por sus recuerdos, brotó en su
memoria, como una flor que era, fresca, pura, con un hermoso color
rojo, una rosa del jardín de las monjas Claras.
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Una vez hacía poco tiempo, en un rincón de ese jardín vio un rosal
que florecía en rosas de un color único. En ninguna parte había vuelto a
ver rosas iguales o parecidas, y no era fácil que las hubiera en Osorno.
Además, el hombre aseguraba que traería lo que el pidiera, sin moverse
de allí. Tanto daba pedirle una cosa como otra. De todos modos, no
traería nada.
—Mira —dijo al fin—, en el jardín del convento de las monjas
Claras de Santiago, plantado junto a la muralla que da hacia la
Alameda, hay un rosal que da rosas de un color granate muy lindo. Es el
único rosal de esa especie que hay allí... Una de esas rosas es lo que
quiero que me traigas.
El supuesto hechicero no hizo objeción alguna, ni por el sitio en
que se hallaba la rosa ni por la distancia a que se encontraba. Preguntó
únicamente:
—Encaramándose por la muralla, ¿es fácil tomarla ?
—Muy fácil. Estiras el brazo y ya la tienes.
——Muy bien. Ahora, dígame: ¿hay en este convento una pieza que
tenga una sola puerta?
—Hay muchas.
—Lléveme usted a alguna de ellas.
El padre Espinoza se levantó de su asiento. Sonreía. La aventura
era ahora un juego extraño y divertido y, en cierto modo, le recordaba
los de su infancia. Salió acompañado del hombre y lo guió hacia el
segundo patio, en el cual estaban las celdas de los religiosos. ¡Lo llevó a
la que é!, ocupaba. Era una habitación de medianas proporciones, de
sólidas paredes; tenía una ventana y una puerta. La ventana estaba
asegurada con una gruesa reja de fierro forjado y la puerta tenía una
cerradura muy firme. Allí había un lecho, una mesa grande, dos
imágenes y un crucifijo, ropas y objetos.
—Entra.
Entró el, hombre. Se movía con confianza y desenvoltura; parecía
muy seguro de sí mismo.
—¿Te sirve esta pieza?
—Me sirve.
—Tú dirás lo que hay que hacer.
—En primer lugar, ¿qué hora es?
—Las tres y media.
El hombre meditó un instante, y dijo luego:
—Me ha pedido usted que le traiga una rosa del jardín de las
monjas Claras de Santiago y yo se la voy a traer en el plazo de una
hora. Para ello es necesario que yo me quede solo aquí y que usted se
vaya, cerrando la puerta con llave y llevándose la llave. No vuelva hasta
dentro de una hora justa. A las cuatro y media, cuando usted abra la
puerta, ¡yo fe entregaré! o que me ha pedido.
28
El fraile Espinoza asintió en silencio, moviendo la cabeza.
Empezaba a preocuparse. El juego iba tornándose interesante y
misterioso, y la seguridad con que hablaba y obraba aquel hombre le
comunicaba a él cierta intimidación respetuosa.
Antes de salir, dio una mirada detenida por toda la pieza.
Cerrando con llave la puerta, era difícil salir de allí. Y aunque aquel
hombre lograra salir, ¿qué conseguiría con ello? No se puede hacer,
artificialmente, una rosa cuyo color y forma no se han visto nunca. Y
por otra parte, él rondaría toda esa hora por los alrededores de su
celda. Cualquier superchería era imposible.
El hombre, de pie ante la puerta, sonriendo, esperaba que el
religioso se retirara. Salió el padre Espinoza, echó llave a la puerta, se
aseguró que quedaba bien cerrada y guardándose la llave en sus
bolsillos, echó a andar tranquilamente.
Dio una vuelta alrededor del patio, y otra, y otra. Empezaron a
transcurrir lentamente los minutos, muy lentamente; nunca habían
transcurrido tan lentos los sesenta minutos de una hora. Al principio, el
padre Espinoza estaba tranquilo. No sucedería nada. Pasado
el Tiempo que el hombre fijara como plazo, él abriría la puerta y lo
encontraría tal como lo dejara. No tendría en sus manos ni la rosa
pedida ni nada que se le pareciera. Pretendería disculparse con algún
pretexto fútil, y él, entonces, le largaría un breve discurso, y el asunto
terminaría ahí. Estaba seguro. Pero, mientras paseaba, se le ocurrió
preguntarse:
—¿Qué estaría haciendo?
La pregunta lo sobresaltó. Algo estaría haciendo el hombre, algo
intentaría. Pero, ¿qué? La inquietud aumentó. ¿Y si el hombre lo
hubiera engañado y fueran otras sus intenciones? Interrumpió su paseo
y durante un momento procuró sacar algo en limpio, recordando al
hombre y sus palabras. ¿Si se tratara de un loco? Los ojos ardientes y
brillantes de aquel hombre, su desenfado un sí es no es inconsciente,
sus propósitos.
Atravesó lentamente el patio y paseó a lo largo del corredor en
que estaba su celda. Pasó varias veces delante de aquella puerta
cerrada. ¿Qué estaría haciendo el hombre? En una de sus pasadas se
detuvo ante la puerta. No se oía nada, ni voces, ni pasos, ningún ruido.
Se acercó a la puerta y pegó su oído a la cerradura. El mismo silencio.
Prosiguió sus paseos, pero a poco su inquietud y su sobresalto
aumentaban. Sus pasos se fueron acortando y, al final, apenas llegaban
a cinco o seis pasos de distancia de la puerta. Por fin, se inmovilizó ante
ella. Se sentía incapaz de alejarse de allí.
Era necesario que esa tensión nerviosa terminara pronto. Si el
hombre no hablaba, ni se quejaba, ni andaba, era señal de que no hacía
nada y no haciendo nada, nada conseguiría. Se decidió a abrir antes
de la hora estipulada. Sorprendería al
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hombre y su triunfo sería completo. Miró su reloj: faltaban aún
veinticinco minutos para las cuatro y media. Antes de abrir pegó
nuevamente su oído a la cerradura: ni un rumor. Buscó la llave en sus
bolsillos y colocándola en la cerradura la hizo girar sin ruido. La puerta
se abrió silenciosamente.
Miró el fraile Espinoza hacia adentro y vio que el hombre no
estaba sentado ni estaba de pie: estaba extendido sobre la mesa, con los
pies hacia la puerta, inmóvil. Esa actitud inesperada lo sorprendió.
¿Qué haría el hombre en aquella posición? Avanzó un paso, mirando
con curiosidad y temor el cuerpo extendido sobre la mesa. Ni un
movimiento. Seguramente su presencia no habría sido advertida; tal vez
el hombre dormía; quizá estaba muerto... Avanzó otro-paso y entonces
Vio algo que lo dejó tan inmóvil como aquel cuerpo. El hombre no tenía
cabeza.
Pálido, sintiéndose invadido por la angustia, lleno de
un sudor helado todo el cuerpo, el padre Espinoza miraba, miraba sin
comprender. Hizo un esfuerzo y avanzó hasta colocarse frente a la
parte superior del cuerpo del individuo. Miró hacia el suelo, buscando
en la la desaparecida cabeza, pero en el suelo no había nada, ni siquiera
una mancha de sangre. Se acercó al cercenado cuello. Estaba cortado
sin esfuerzo, sin desgarraduras, finamente. Se veían las arterias y los
músculos, palpitantes, rojos; los huesos blancos, limpios; la sangre
bullía allí, caliente y roja, sin derramarse, retenida por una fuerza
desconocida.
El padre Espinoza se irguió. Dio una rápida ojeada a su alrededor,
buscando un rastro, un indicio, algo que le dejara adivinar lo que había
sucedido. Pero la , habitación estaba como él la había dejado al salir;
todo en el mismo orden, nada revuelto y nada manchado de
sangre.
Miró su reloj. Faltaban solamente diez minutos para las cuatro y
media. Era necesario salir. Pero, antes de hacerlo, juzgó que era
indispensable dejar allí un testimonio de su estada. Pero, ¿qué? Tuvo
una idea: buscó entre sus ropas y sacó de entre ellas un alfiler grande,
de cabeza negra, y al pasar junto al cuerpo para dirigirse hacia la
puerta lo hundió íntegro en la planta de uno de los pies del hombre.
Luego cerró la puerta con llave y se alejó.
Durante los diez minutos siguientes el religioso se paseó
nerviosamente a lo largo del corredor, intranquilo, sobresaltado; no
quería dar cuenta a nadie de lo sucedido; esperaría los diez minutos y,
transcurridos éstos, entraría de nuevo a la celda y si el hombre
permanecía en el mismo estado comunicaría a los demás religiosos lo
sucedido. ¿Estaría él soñando o se encontraría bajo el influjo de una
alucinación o de una poderosa sugestión? No, no lo estaba. Lo que
había acontecido hasta ese momento era sencillo: un hombre s.e había
suicidado de *una manera misteriosa... Sí, ¿pero ¿dónde estaba la
cabeza del individuo? Esta pregunta lo
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desconcertó. ¿ Y por qué no había manchas de sangre ? Prefirió no
pensar más en ello; después se aclararía todo.
Las cuatro y media. Esperó aún cinco minutos más. Quería darle
tiempo al hombre. ¿Pero tiempo para qué, si estaba muerto? No lo sabía
bien, pero en esos momentos casi deseaba que aquel hombre le
demostrara su poder mágico. De otra manera, sería tan estúpido, tan
triste todo lo que había pasado...
***
Cuando el fraile Espinoza abrió la puerta, el hombre no estaba ya
extendido sobre la mesa, decapitado, como estaba quince minutos
antes. Parado frente a él, tranquilo, con una fina sonrisa en los labios, le
tendía, abierta, la morena mano derecha. En la palma de ella,
como una pequeña y suave llama» había una fresca rosa: la rosa del
jardín de las monjas Claras.
—¿Es esta la rosa que usted me pidió?
El padre Espinoza no contestó; miraba al hombre. Este estaba un
poco pálido y demacrado. Alrededor de su cuello se veía una línea roja,
como una cicatriz reciente.
—Sin duda el Señor quiere hoy jugar con su siervo —pensó.
Estiró la mano y cogió la rosa. Era una de las mismas que él viera
florecer en el pequeño jardín del convento santiaguino. El mismo color,
la misma forma, el mismo perfume. ,
Salieron de la celda, silenciosos, el hombre y el religioso. Este
llevaba la rosa apretada en su mano y sentía en la piel la frescura de los
pétalos rojos. Estaba recién cortada. Para el fraile habían terminado los
pensamientos, las dudas y la angustia. Sólo una gran impresión lo
dominaba y un sentimiento de confusión y de desaliento inundaba su
corazón.
De pronto advirtió que el hombre cojeaba:
—¿Por qué cojeas? —le preguntó, .i
—La rosa estaba apartada de la muralla. Para tomarla, tuve que
afirmar un pie en el rosal y, al hacerlo, una espina me hirió el talón.
El fraile Espinoza lanzó una exclamación de triunfo:
—¡Ah! ¡Todo es una ilusión! Tú no has ido al jardín de las monjas
Claras ni te has pinchado el pie con una espina. Ese dolor que sientes
es el producido por un alfiler que yo te clavé en el pie. Levántalo.
El hombre levantó el pie y el sacerdote, tomando de la cabeza el alfiler,
se lo sacó.
--¿No ves? No hay ni espina ni rosal. ¡Todo ha sido una ilusión!
Pero el hombre contestó:
—Y la rosa que lleva usted en la mano, ¿también es ilusión?
***
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Tres días después, terminada la semana misionera, los frailes
capuchinos abandonaron Osorno. Seguían su ruta a través de las selvas.
Se separaron, abrazándose y besándose. Cada uno tomó por su camino.
El padre Espinoza volvería hacia Valdivia. Pero ya no iba solo. A su
lado, montado en un caballo oscuro silencioso y pálido, iba un hombre
alto, nervioso, de ojos negros y brillantes. Era el hombre de la rosa.