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La conquista del no espacio: La pantalla blanca en el cine contemporáneo
Thesis · January 2017
DOI: 10.13140/RG.2.2.34742.52801
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Daniel Pérez-Pamies
University of Girona
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LA CONQUISTA DEL NO ESPACIO.
LA PANTALLA BLANCA EN EL CINE CONTEMPORÁNEO.
Daniel Pérez Pamies
Profesor/a: Sergi Sánchez
Tendencias del cine digital, segundo trimestre, 2017
Facultad de Comunicación
Universitat Pompeu Fabra
Resumen: El cine digital abre de forma constante nuevos terrenos de acción. En
esa conquista expansiva hacia espacios todavía por explorar, la pantalla en blanco o
en negro -asociada generalmente desde el clasicismo al fuera de campo- se
convierte en un objeto de estudio a ser reconsiderado y reinterpretado. El presente
ensayo propone, por lo tanto, a través de tres capítulos (Fuera del espacio, Fuera
del tiempo y Del cuerpo analógico al cuerpo digital y viceversa) investigar las
implicaciones de la tecnología del cine digital, que permite ahora transitar y poblar
esta pantalla que hasta ahora no podía ser atravesada.
Paraules clau / Palabras clave: Cine, estética, espacio, digital, pantalla, vacío,
fuera de campo.
Abstract: Digital cinema is constantly exploring new locations for its action to take
place. In that expansive conquest towards spaces still to be explored, the white or
black screen -usually associated from classicism to an off- becomes an object of
study to be reconsidered and reinterpreted. The present essay proposes, therefore,
through three chapters (Out of space, Out of time and From the analogue body to
the digital body and vice versa) to investigate the implications of digital cinema
technology and the blank space. A contemporary cinema which now allows us to
travel and populate this screen that, until now, could not be traversed.
Keywords: Cinema, aesthetic, space, digital, screen, empty, out of frame.
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LA CONQUISTA DEL NO ESPACIO.
LA PANTALLA BLANCA EN EL CINE CONTEMPORÁNEO.
“La pantalla negra o la pantalla blanca, tienen una importancia decisiva en el
cine contemporáneo. Es que, como demostró Noël Burch, ya no cumplen una simple
función de puntuación, a la manera del encadenado, sino que entran en una relación
dialéctica entre la imagen y su ausencia, y cobran un valor propiamente estructural
(como en el cine experimental, Reflexions on black de Brakhage). Este nuevo valor de
la pantalla negra o blanca se corresponde a nuestro juicio con las características
precedentemente examinadas: por un lado, lo que cuenta no es la asociación de las
imágenes, la forma en que se asocian, sino el intersticio entre dos imágenes; por el
otro, el corte en una secuencia de imágenes no es un corte racional que señala el final
de una o el comienzo de otra, sino un corte llamado irracional que no pertenece a
ninguna de las dos, y que comienza a valer por sí mismo.”
Gilles Deleuze, La imagen tiempo, p. 265
En su continua expansión hacia nuevos espacios y nuevas formas de representación, la
tecnología del cine digital habilita la transformación de aquella pantalla negra o blanca
reivindicada por Deleuze en un lugar transitable por personajes y objetos. Sobre esta última,
la pantalla blanca, es sobre la que enfocaremos el siguiente ensayo. Convertido en paisaje o
escenario diegético que se extiende en todas direcciones hasta el infinito, el espacio en blanco
resulta igualmente decisivo en el cine contemporáneo, pues despliega un mapa interminable
que sirve como punto de cruce o de intersección entre la imagen analógica y la imagen
digital. De Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999) a Lucy (Luc Besson, 2014) el espacio en
blanco se convierte en un escenario que trasciende el espacio diegético de la ficción
cinematográfica, reactivando conceptos como el del simulacro y lo real y expandiendo los
horizontes de la puesta en escena.
Las nuevas tecnologías permiten corregir y eliminar cualquier rastro, sombra o huella a través
de la edición digital y convertir de esta forma el espacio profílmico en un espacio inmerso en
un blanco absoluto, en un campo en el que únicamente quedan intactos aquellos elementos
que cada narración considere oportunos. Estos recursos mínimos son precisamente los únicos
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que sirven como referencia para el espectador, permitiéndole ubicarse en un plano imposible
en el que no existe coordenada alguna de espacio o tiempo.
La pantalla en blanco se presenta así ya no solo como un intersticio entre un plano y otro,
como apuntaba el filósofo francés, sino también como un intersticio plenamente autónomo
entre regímenes de imágenes: la analógica y la digital. Pues si bien es cierto que cada relato
cinematográfico modela y establece el significado y las reglas de estas pantallas en blanco en
función de cada una de las diferentes historias, todos ellos comparten -más allá de su evidente
representación formal- una vinculación con la idea de espacio trascendental, de lugar que
existe más allá del relato y de las imágenes, en un plano metafísico, que en algunas ocasiones
puede llegar a corresponderse con el imaginario religioso del más allá de la vida después de
la muerte. Tal es el caso del final de The Voices (Marjane Satrapi, 2014), en el que su
protagonista, Jerry (Ryan Reynolds) despierta en mitad de la nada, acompañado de sus padres
difuntos y de las que fueran sus víctimas. Espacio indefinido, que podría corresponderse al de
la conciencia o al del más allá religioso, la importancia de esta zona para el presente ensayo
no reside tanto en el debate sobre su significado narrativo como en la implicación formal de
este campo vacío: pues en esta pantalla en blanco en la que se dan cita los diferentes
personajes y sobre la que se despliegan los créditos de la película, los cuerpos se han
convertido en proyecciones digitales que se multiplican, desdoblan y componen un número
musical más allá del espacio y del tiempo, sobre una nada que únicamente puede ser
conquistada mediante la tecnología del cine digital.
A pesar de que este espacio en blanco entraría dentro del “fotografiar lo imposible” apuntado
por Andrew Darley y por el cual “lo imposible aparece ante los ojos del espectador como una
realidad profílmica que ha sido captada por la cámara” (SÁNCHEZ: 2013, pág. 235), el del
blanco total no es un paisaje atravesado por ninguna obsesión mimética. No se trata de una
imagen que persiga suplantar realidad alguna, ni de un lugar que pudiera ser posible en el
plano de lo real, sino más bien de una forma de representación del pensamiento abstracto o
conceptual. Un espacio impensable e imposible fuera de la figuración artística y hasta ahora
reservado al campo de las artes plásticas, y más concretamente al de la pintura. La pantalla en
blanco posibilitada por la tecnología del cine digital se convierte en un cuadro de Malévich
prolongado hasta el infinito.
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Aunque relacionada, limitar esta pantalla en blanco a la idea de vacío podría resultar
problemático. Dejando de lado las implicaciones culturales que pueden entrar en juego a la
hora de enfrentar dicho concepto, como apunta Martin Heidegger en El arte y el espacio,
fruto de su diálogo con Eduardo Chillida: “Con demasiada frecuencia, el vacío aparece tan
sólo como una falta. El vacío pasa entonces por una falta de algo que llene los espacios
huecos y los intersticios. Sin embargo, el vacío está presumiblemente hermanado con el
carácter peculiar del lugar y, por ello, no es un echar en falta, sino un producir”, y concluye
que “El vacío no es nada. Tampoco es una falta. En la corporeización plástica el vacío juega a
la manera de un instituir que busca y proyecta lugares” (HEIDEGGER: 2009, pág. 31).
El concepto de vacío, por lo tanto, aunque recurrente, resultaría insuficiente para referir esta
pantalla en blanco que, por otra parte y dicho sea de paso, tampoco termina de ajustarse a las
definiciones de espacio o lugar, entendiendo éstos como una extensión limitada física o
temporalmente. Dada su peculiaridad, sería más conveniente, por lo tanto, comenzar a
abordar a este blanco transitable justamente por oposición al concepto de espacio: es decir,
referirse a él como un no espacio, fuera de cualquier consideración espacial o temporal.
En consonancia con el concepto de no lugar acuñado por Marc Augé, el no espacio también
supondría un lugar de transitoriedad, carente no solo de la entidad suficiente para ser
considerado un espacio, sino también de los elementos fundamentales y estructurales para ser
entendido como un lugar. El no espacio sería a la vez ausencia y presencia, vacío y forma, y
desplegaría el mapa idóneo para el cruce entre la imagen analógica y la imagen digital, como
una zona de intersección entre ambas, un paso más allá de aquella pantalla blanca aludida por
Deleuze y que ya marcaba un punto de inflexión entre la imagen-movimiento y la imagen-
tiempo.
Como una ampliación de las heridas en la imagen catalogadas por Philippe Dubois, la
pantalla en blanco o el no espacio emergería como una nueva forma de brecha en el relato
cinematográfico. Si Dubois distinguía entre tres tipos de llagas o heridas: la del corte
provocado por el montaje, la de los cortes en los cuerpos diegéticos y la del rasgar el propio
material fílmico, el no espacio sería como la capa visible tras esta categoría última,
revelándose como aquello que hay tras el soporte fílmico: el blanco, la nada, el vacío... un no
espacio que se vuelve ahora transitable en el cine contemporáneo digital. El no espacio
surgiría como un espacio detrás de las imágenes, pero también al margen, entre ellas.
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Conformado por ese blanco que se extiende como campo infinito, otra de las peculiaridades
del no espacio sería su figuración como aparte del propio discurso narrativo. Esto es, el no
espacio sería un universo que existe entre imágenes, de forma paralela a la unidad ordinaria
de la narración. Y son precisamente esta existencia en paralelo y esta condición de zona
intermedia algunas de las condiciones que conectan el no espacio con el concepto de
paraespacio desarrollado por Samuel R. Delany: “un campo donde se intensifican las
posibilidades de la operatividad retórica, se disipan los conflictos del mundo real y donde la
muerte del sujeto es figurada. Los paraespacios redefinen y extienden los dominios de la
experiencia humana y su definición, cuestionando la visión del espacio estático, la
subjetividad o el lenguaje a medida que emergen ontologías nuevas y radicalmente mutantes”
(ELVIRA PEÑA: 2003, pág. 171). La definición propuesta por Delany se ajustaría en gran
medida a la idea de no espacio, a pesar de que continuaría sin reflejar su principal
característica: la ausencia total de cualquier elemento de referencia y su desajuste con
cualquier idea de espacio propiamente dicho.
En tanto que zona marginal, como un aparte fuera de la diégesis narrativa, el no espacio
cinematográfico encontraría su correspondiente literario en los márgenes del relato, o lo que
es lo mismo, en el espacio fuera del texto central, como por ejemplo las notas al pie de
página. Esta comparación, además, permitiría acercar el no espacio hacia una lectura
deconstruccionista, según la cual resulta necesario ampliar la lectura y la búsqueda de la
verdad a las zonas suplementarias, marginales o fuera del cuerpo central del texto. Como
explica Carmen González Marín en su texto El margen y el texto, incluido en la presentación
a los Márgenes de la filosofía de Jacques Derrida: “El interés por la marginalidad es una
señal de la indecibilidad acerca del espacio donde hallar la verdad, o el sentido, y no un deseo
filológico de rastrear en lo desapercibido meramente. La conclusión no es, por tanto, la
conversión de lo marginal en central; el centro y el margen se manifiestan en definitiva en un
único territorio, el de la textualidad” (DERRIDA: 1994, pág. 10).
I. Fuera del espacio
NEO.ㅡ ¿Estamos dentro de un programa de ordenador?
MORFEO.ㅡ ¿Tan difícil es de creerlo? Tu ropa es distinta,
los enchufes de tus brazos y tu cabeza ya no están, tu pelo ha cambiado. Tu apariencia ahora
es lo que llamamos “imagen propia residual”. Es la proyección mental de tu “yo” digital.
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NEO.ㅡ ¿Esto no es real?
MORFEO.ㅡ ¿Qué es “real”?
Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999)
El no espacio que ocupan Morfeo (Laurence Fishburne) y Neo (Keanu Reeves) en Matrix
(Lana y Lilly Wachowski, 1999) es definido por el primero de ellos como un programa
informático conocido como “La Estructura”, que se sitúa justamente en el espacio intermedio
entre el plano real (el mundo postapocalíptico gobernado por las máquinas) y el plano virtual
(el universo digital conocido como Matrix). No es de extrañar, por lo tanto, que sea en este
espacio marginal el escenario desde el que Morfeo pronuncie todo el bloque de información
clave para entender el conflicto de la película de las Wachowski y que sea desde donde
explique a Neo la distinción entre el mundo real gobernado por las máquinas y su simulacro.
Al margen de cualquiera los dos niveles de “realidad” desplegados en Matrix, “La
Estructura” es un fuera de campo discursivo. Un no espacio necesariamente blanco y vacío,
que sirve como zona de carga de imágenes o archivos en el sentido informático. Una zona
segura al margen de Matrix, como una laguna en el sistema informático, a la que se accede
mediante la conexión física de los cuerpos que son enchufados a ordenadores. Y, lo más
importante de todo, un no espacio en el que estos cuerpos analógicos se convierten en
“proyecciones mentales del «yo» digital”.
Cualquier objeto puede ser invocado cuando requerido en este fuera de campo, y su aparición
se realiza en forma de proyección desde el infinito hasta el primer plano, en un viaje que va
desde la unidad mínima, que bien podría corresponderse con el píxel, hasta que alcanza su
totalidad. Tal y como sucede con el despliegue de la galería de armas que, cargada desde un
ordenador en el mundo real, emerge a velocidad de vértigo en el no espacio ocupado por
Neo. Las líneas de perspectiva trazadas por estos armarios armamentísticos son las únicas que
permiten hacerse una idea de la profundidad infinita de este no espacio.
Sin toda la explicación y el contenido digital de Matrix pero igualmente en un fuera del
espacio, en esta ocasión en un nivel que en cierta forma podría volver a corresponderse con el
plano mental, se encuentra la consulta del doctor Rossi (Jim Broadbent) en Filth (Jon S.
Baird, 2013).
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La película de Jon S. Baird, que adapta la novela homónima de Irvine Welsh (1998),
despliega la controvertida figura de Bruce Robertson (James McAvoy), un detective escocés
drogadicto, maleducado y ruin con trastornos de personalidad que, en su búsqueda
desesperada de un ascenso, se ve envuelto en la investigación de un homicidio. Esclavo de
pastillas y todo tipo de analgésicos, la mezcla de estos productos químicos y un travelling de
acercamiento sobre un primer plano de Robertson nos trasladan hasta una consulta aderezada
con unas columnas, un diván, un par de vitrinas y el cuadro de una solitaria (una de las
obsesiones del paciente y narradora invasiva en la novela de Welsh) que parece no estar
ubicada en otro lugar que el de su propia mente.
Aunque en este escenario los límites espaciales se encuentran visiblemente delimitados tanto
por las columnas que la rodean como por el suelo sobre el que se sustenta o el techo que la
preside, la consulta del doctor Rossi se enmarca claramente en un no espacio, fuera de
cualquier marco espacial o temporal.
II. Fuera del tiempo
El espacio y el tiempo quedan suspendidos en la pantalla en blanco, y estas coordenadas solo
pueden llegar a percibirse en cualquier caso a partir de los cuerpos que ocupan el plano.
Cuando Andrew (Andrew Miller) y Dave (David Hewlett) toman consciencia de su poder
para hacer desaparecer la materia en Nothing (Vincenzo Natali, 2003) es justo en el instante
en el que, accidentalmente, disuelven el reloj que cuelga en la pared de su casa. El tiempo, o
la noción del tiempo, queda suprimido a través de este gesto simbólico en una casa rodeada
de ausencia para la que tampoco queda referencia espacial alguna. Sitiados por la policía tras
negarse a desalojar su casa, a punto de ser demolida, Andrew y Dave despiertan en el interior
de su domicilio después de sufrir un ataque con gas: sin embargo, este amanecer presenta una
peculiaridad importante, pues su hogar (en otro tiempo ubicado entre dos autopistas elevadas:
lugar explícitamente intermedio y transitorio) ahora se encuentra inmerso en un blanco
infinito, en medio de ninguna parte, en un no espacio fuera del lugar y del tiempo, rodeado
literalmente de nada y desprovisto de horizonte alguno.
Sin horizonte en el paisaje, y sin más profundidad que la establecida por los personajes que lo
transitan, la pantalla en blanco de Nothing pone de relieve otra de las peculiaridades del no
espacio: no solo es un escenario fuera del tiempo, sino también fuera de la Historia. Poco
importa si se trata de un sueño, si están muertos o si todo es un producto de su imaginación:
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ambos personajes, acompañados de su tortuga (espectadora silenciosa), están ahora obligados
a habitar un no espacio en una película que se presenta como un Esperando a Godot llevado
al extremo.
La exploración del no espacio en Nothing se presenta como uno de los motivos de la película
de Vincenzo Natali. Convertida en nada y en todo a la vez, la pantalla en blanco se fragmenta
y se transforma en un hipertexto que recorren sus personajes, dejando tras de sí una ristra de
objetos con el objetivo de no perder de vista la forma de volver al punto de partida, su casa.
El no espacio de Nothing, como todos los anteriores, se extiende en todas direcciones (o en
ninguna) hasta el infinito, pero en esta ocasión presenta una curiosa peculiaridad, pues se
trata de un vacío elástico: no solo es una zona transitable por su superficie ausente, sino que
también puede ser tensada como una goma, dada su condición maleable. No se aprecia, sin
embargo, ningún pliegue ni ningún elemento que pudiera hacer pensar en una idea de
volumen, tan solo un sonido propio de los dibujos animados que acompaña el increíble
rebotar de los objetos. No hay nada, solo no espacio.
Las desapariciones, como la del reloj antes mencionado, se producen en la película a partir de
una disolución digital por capas que convierte la presencia en ausencia, en parte de esa
pantalla en blanco, de ese vacío figural. Todo es susceptible de sucumbir al poder de la
desaparición controlada por Andrew y Dave, incluso sus propios cuerpos, convertidos ahora
en imágenes digitales.
III. Del cuerpo analógico al cuerpo digital y viceversa.
Si los cuerpos digitales de Andrew y Dave en Nothing eran borrados por capas, de la misma
forma en la que se hacía desaparecer la imagen de Kevin Bacon pocos años atrás en El
hombre sin sombra (Paul Verhoeven, 2000), los cuerpos de Neo y Morfeo en “La Estructura”
de Matrix eran a su vez autodefinidos como una “proyección mental del «yo» digital”, de la
misma forma en que el de Bruce Robertson en Filth era entendido también como una
proyección mental. En el no espacio el cuerpo analógico y el cuerpo digital coexisten de
forma superpuestas.
Todos estos cruces entre la imagen analógica y la imagen digital no hacen más que evidenciar
la condición del no espacio como punto de intersección para el paso entre ambos regímenes
de imágenes. Como una autopista transitable en dos direcciones, el no espacio es la zona
idónea para la transición entre el cuerpo analógico y el cuerpo digital, pues además la notable
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ausencia de cualquier elemento focaliza la atención en los cuerpos, convertidos en únicos
protagonistas de este espacio. Sobre este tránsito entre el ser imagen electrónica y el ser
imagen analógica es sobre el que se constituye el recorrido de Electroma (Thomas Bangalter
y Guy-Manuel de Homem-Christo, 2006), un viaje de ciencia ficción heredero del Gerry de
Gus Van Sant (2003).
HUMAN. Esa es la palabra grabada en la matrícula del coche que conducen los dos
protagonistas de la película de Bangalter y de Homem-Christo. La pareja de robots -alter ego
cinematográficos de sus directores, que son a su vez los componentes del dúo musical Daft
Punk-, aspira a su conversión en figuras humanas. Personajes anónimos, ellos son dos
imágenes electrónicas que quieren devenir en analógicas en un mundo exclusivamente
poblado por robots.
Para lograr esa apariencia humana, los dos protagonistas se someten a una operación de
cirugía, y el teatro de operaciones en el que se realiza la transformación es un quirófano
dominado por el blanco. Mediante un juego de plano/contraplano, el interior de la sala de
operaciones se muestra como el reverso o negativo de su apariencia externa. Desde fuera, los
celadores son dos sombras negras, sin volumen, sobre un espacio en blanco, pero una vez
dentro, los colores se invierten y los mismos celadores pasan a ser siluetas blancas, mientras
que ahora es el exterior es lo que se convierte en un espacio en negro. La pantalla en blanco
de Electroma se convierte en el no espacio en el que se disponen todos los aparatos para la
compleja transformación. De hecho, el mismo blanco ejerce una fuerza de modelado sobre
las figuras: ya sea a través del humo arrojado sobre la pareja de robots o mediante el contacto
directo de aquellas siluetas blancas que transitan la sala de operaciones.
Sin embargo, la compleja operación de cirujía de Electroma pronto se manifiesta como
fallida: pues las imágenes que presuntamente aspiran a ser humanas desvelan de inmediato su
condición de simulacro imperfecto. Perseguidos por el resto de los habitantes y afectados por
el insoportable calor, los disfraces de la pareja de androides tardarán poco en derretirse para
hacer emerger las imágenes electrónicas originales que se escondían bajo su superficie.
Como un lienzo en blanco, la pantalla en blanco se erige como la zona cero para el modelado
de los cuerpos: blanco es el espacio líquido en el que se sumergen los androides de la serie
Westworld (2016 - ) y también del que emerge el cuerpo sintético de Major en Ghost in the
shell (Rupert Sanders, 2017).
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Precisamente la actriz protagonista de esta última cinta, Scarlett Johansson, ha ido
encadenando a lo largo de sus últimas películas una serie de títulos que comparten como
elemento discursivo el cruce entre el cuerpo analógico y el digital. En un no espacio es donde
la protagonista anónima a la que interpreta en Under The Skin (Jonathan Glazer, 2013) se
adueña de la ropa de un cadáver femenino. Ella, el personaje de Scarlett Johansson, es una
imagen digital a cuya génesis se ha asistido en el kubrickiano prólogo de la película de
Jonathan Glazer. Imagen analógica (el cadáver) e imagen digital (la mujer anónima), las dos
figuras coexisten en una pantalla en blanco en la que, al igual que en Electroma, se pone en
escena el deseo del digital por devenir plenamente humano, de usurpar la posición de lo real.
E igual que en Electroma, será una brecha en el disfraz la que revelará la verdadera
naturaleza oculta bajo esta imagen-simulacro.
También en un no espacio es donde la heroína de Lucy (Luc Besson, 2014), de nuevo
interpretada por Scarlett Johansson, desata todo su potencial. En un gesto inverso al de
Matrix, en el que los objetos eran invocados desde el infinito hasta el primer plano, Lucy
hace desaparecer todo el laboratorio de operaciones desterrándolo al infinito. El proceso en
este caso, y a diferencia de Under the skin, no es el de conversión de imagen digital a
analógica, sino en el sentido inverso. El no espacio se revela, por lo tanto, como una carretera
que puede ser transitada en cualquiera de las dos direcciones.
El no espacio, en definitiva, se constituye como una pantalla en blanco transitable, incluida
en la diégesis del relato pero fuera de cualquier espacio o tiempo, sin unas coordenadas
determinadas, al margen del discurso central pero incluido en él. Construido en un vacío
plástico, el no espacio despliega el terreno óptimo para la coexistencia de la imagen
analógica y la imagen digital, así como para la transición entre ambas.
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Bibliografía
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SÁNCHEZ, SERGI. Hacia una imagen no tiempo. Deleuze y el cine contemporáneo. Oviedo:
Universidad de Oviedo, 2013.
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