MENTIRA LA VERDAD.
FILOSOFÍA CON EL CUERPO
En un libro donde va analizando diferentes pinturas sobre personajes ciegos,
Derruida se detiene en la aparente e indiscutible función del ojo. Siempre creímos
que la función primordial del ojo era la vista, dice, y nunca nos detuvimos en el
llanto. Es cierto que por el ojo vemos, pero sobre todo por el ojo lloramos…
La pulcritud de la mirada frente a la convulsión del llanto. El que mira y el que llora.
Tengo ojos para ver, pero lloro con todo el cuerpo.
No hay pregunta más recurrente en la filosofía que la pregunta por el cuerpo como
límite, la pregunta por la interioridad, por la frontera entre el adentro y el afuera:
¿tengo un cuerpo o soy un cuerpo? ¿Pero por qué siempre nos referimos al cuerpo
como a una envoltura, armadura, envase, andamiaje, ropaje, maquinaria, algo que
poseo, una posesión, una propiedad, una prótesis?
¿Y sobre todo quién lo tiene? ¿Quién es ese yo que tiene un cuerpo? ¿Hay algo en
nosotros que no sea cuerpo?
Reconstruir dos ideas del sentido común sobre el cuerpo. Por un lado, la
representación del cuerpo como algo inferior, como algo manipulable, como algo
accidental, como algo. O sea, como un útil. No ha habido metáfora más dañina en
Occidente para el menoscabo de nuestro cuerpo que la metáfora del alma. El algo
frente al alguien. El cuerpo como algo, el alma como alguien. El alma como núcleo,
verdad, esencia, razón, mente, conciencia, principio rector de nuestro ser. El alma
como el yo. El alma como origen de la vida, insumo divino que dispone del cuerpo.
El cuerpo, ese algo siempre incompleto, imperfecto, cambiante, desecante, confuso,
carga, peso; algo a dominar, a domesticar, a amaestrar, a reprimir, a normalizar,
algo a superar, algo prescindible.
Si al de construir la metáfora del alma solo nos queda el cuerpo, la pregunta es
obvia: ¿cuál cuerpo? Por eso resulta necesaria una segunda deconstrucción: la de
su mercantilización y cosificación, o sea, la de su disciplina miento. Disciplinar
cuerpos es ir gestando marcas, comportamientos, adicciones; es ir creando una
memoria tanto del dolor, pero sobre todo del placer. Es ir normalizándonos,
asumiendo la autonomía de un cuerpo que ya está desde siempre intervenido
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Dice Foucault que la sociedad de la disciplina miento promueve cuerpos políticamente
dóciles y económicamente rentables. Docilidad y rentabilidad: claves para que
nuestra fuerza de trabajo se vuelva productiva y para que nuestro deseo coincida
con los estándares de la sociedad de consumo.
Así el imaginario del cuerpo hegemónico como cuerpo normal e ideal deñe y
coacciona prácticas cotidianas: incorporamos como propias las ideas dominantes
sobre la belleza de nuestros cuerpos, pero también sobre la salud, el placer, la
alimentación, la ciencia, e incluso sobre el ocio.
Un cuerpo cosechado sigue siendo algo impropio: un cuerpo vuelto cosa. Un cuerpo
mercantilizado sigue siendo algo inauténtico: un cuerpo vuelto mercancía.
¿Pero, hay otra forma de ser un cuerpo?
“Nadie sabe lo que puede un cuerpo”, dice Spinoza. Ni sabemos ni podemos. La
potencia del cuerpo es infinita. Tal vez la revolución que viene tenga que ver con
este desparramo y derroche de un cuerpo aún enquistado en el dualismo
metafísico: dejar de pensarnos como dos en uno. Deconstruir el binario y su
jerarquía. Desarmar todas sus implicancias y nietzscheanamente comprender que,
al eliminar la metáfora del alma, eliminamos también todo lo que creíamos que era
el cuerpo.
El cuerpo es la cárcel del alma, sostiene Platón en el Fedón, pero también su tumba.
Como si nuestro ser verdadero se viera ocluido por un cuerpo que desde su
imperfección y contingencia lo distrae de su propósito. Si no somos un cuerpo sino
que lo tenemos, el chivo expiatorio se nos presenta con toda su estridencia: hay un
culpable. Y hay que reencauzarlo. La metafísica del alma se vuelve metafísica del
cuerpo: mens sana in corpore sano. La armonía del alma con el cuerpo lo vacía de
todo su potencial. Los cuerpos siempre están en conflicto: se incomodan, se
extrañan, desean. ¿A quién le es útil que la armonía, la estabilidad y el orden se
hayan vuelto valores supremos?
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No es el cuerpo la cárcel del alma, sino el alma la cárcel del cuerpo, sostiene
Foucault. Claro que para Foucault la sociedad se ha ido convirtiendo en una gran
prisión, un panóptico que desde siempre está interviniendo nuestros cuerpos en los
miedos, los roles, en cierta forma del deseo, en la identidad. Hay un ideal del alma
que va constituyendo nuestra subjetividad y por ello nuestra sensibilidad. Pero al
mismo tiempo en esta sociedad fármaco pornográfica, tal como la describe Paul
Preciado, al poder ya sin eufemismos, directamente lo tragamos en cada pastilla. Y
así el cuerpo goza, descansa o rinde de acuerdo a los parámetros farmacológicos
instituidos por el sentido común. Y así como la tranquilidad espiritual se volvió el
efecto que cualquier ansiolítico inscribe en nuestros cuerpos, el placer sexual se
reduce a una cuestión de rendimiento corporal.
Pero hay una forma de de construir el binario. Si el cuerpo se ha vuelto una
proyección del alma -al decir de Foucault-, tal vez se trate de vislumbrar otra
presencia escondida: la de la carne.
La carne, ese tercero excluido que no es cuerpo sino su “resto”. Lo que desde
siempre es sin forma, sin metafísica, el vínculo inmanente con la materia, con las
sensaciones primarias, con lo viviente. Antes de ser un cuerpo, somos carne; pero
la carne es indómita, dionisiaca, cambiante, incontrolable, anárquica, efímera,
múltiple. Mientras el ideal de armonía entre el alma y el cuerpo se vuelve el único
propósito, la carne desarma el dualismo y nos restituye con lo originario.
La carne no es masculina ni femenina. Excede todo orden. Nos une con lo animal,
con lo sensorial, con todo aquello que sobrepasa a lo humano siempre desde antes.
La gran enemiga de las religiones: el cuerpo es asimilable y controlable, pero la
carne es demoníaca. Y así como “la carne es débil”, también “el verbo se hizo carne”
para enfatizar el carácter humano de la Encarnación.
La carne duele, la carne goza, y así resulta lo más temible, y por ello lo
necesariamente objeto de represión. Reconciliarnos con nuestros cuerpos es
traspasarlos y conectar con la carne originaria que ya desde el inicio indica otra
forma posible de vínculo con el mundo, ya que en definitiva, “tenemos” cuerpos, pero
“somos” carne viva…