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Tesis de Investigación (Monografía) Pro

La investigación de Natalia Moncaleano Álvarez examina la ciudadanía desde sus orígenes en las ciudades-estado hasta su evolución en los Estados modernos, enfocándose en su impacto en la organización política, económica y cultural. Se propone una discusión teórica que abarca la complejidad de la ciudadanía en contextos contemporáneos, incluyendo la migración y la marginalidad, así como la dualidad entre ciudadanos y no ciudadanos. El estudio busca contribuir al debate académico sobre la naturaleza de la ciudadanía, sus transformaciones y su relación con la justicia y la libertad en la actualidad.

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Tesis de Investigación (Monografía) Pro

La investigación de Natalia Moncaleano Álvarez examina la ciudadanía desde sus orígenes en las ciudades-estado hasta su evolución en los Estados modernos, enfocándose en su impacto en la organización política, económica y cultural. Se propone una discusión teórica que abarca la complejidad de la ciudadanía en contextos contemporáneos, incluyendo la migración y la marginalidad, así como la dualidad entre ciudadanos y no ciudadanos. El estudio busca contribuir al debate académico sobre la naturaleza de la ciudadanía, sus transformaciones y su relación con la justicia y la libertad en la actualidad.

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La Ciudadanía: Apuntes Teóricos desde las Ciudades – Estado hasta los Estados Modernos

Natalia Moncaleano Álvarez

UNIVERSIDAD DE CALDAS

FACULTAD DE CIENCIAS JURÍDICAS Y SOCIALES

DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA Y SOCIOLOGÍA

PROGRAMA DE SOCIOLOGÍA

MANIZALES – COLOMBIA

2022
La Ciudadanía: Apuntes Teóricos desde las Ciudades – Estado hasta los Estados Modernos

Natalia Moncaleano Álvarez

Tesis de investigación presentada como requisito parcial para optar al título de:

Socióloga

Director

Juan Carlos Zuluaga Díaz

Sociólogo Magister

UNIVERSIDAD DE CALDAS

FACULTAD DE CIENCIAS JURÍDICAS Y SOCIALES

DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA Y SOCIOLOGÍA

PROGRAMA DE SOCIOLOGÍA

MANIZALES - COLOMBIA

2022

[2]
Resumen

Esta investigación busca ampliar las reflexiones académicas y políticas sobre la ciudadanía, a
partir de la deliberación sobre los distintos modelos teóricos y metodológicos de la ciudadanía como
concepto. Para evaluar con ello, los alcances prácticos de la ciudadanía en la construcción de
realidades sociales, sobre todo cuando está ejerce influencia sobre los modos de organización política,
económica y cultural de los Estados modernos. Por ello, el aporte de esta investigación esta
direccionado al debate académico para la apertura de ángulos de observación críticos de la realidad
política actual, que permita además la construcción de nuevas categorías analíticas sobre la
multiplicidad de ejercicios políticos cotidianos no circunscritos a la institucionalidad jurídica, donde
se experimentan nuevas nociones de justicia y libertad.

Palabras claves: ciudadanía, migración, ciudad global y no ciudadano.

[3]
Abstract

This research seeks to expand the academic and political reflections on citizenship, based on
the deliberation on the different theoretical and methodological models of citizenship as a concept.
To evaluate, the practical scope of citizenship in the construction of social realities, especially when
it exerts influence on the models of political, economic and cultural organization of the modern States.
For this reason, the contribution of this research is directed to the academic discussions for the
opening of critical observation angles of the current political reality, which also allows the
construction of new analytical categories on the multiplicity of daily political exercises not
circumscribed to the legal institutionality, where new notions of justice and freedom are experienced.

Keywords: citizenship, migration, global city and non-citizen

[4]
TABLA DE CONTENIDO

Introducción. ................................................................................................................................. 6

Capítulo 1. Formación conceptual de la ciudadanía: notas políticas desde las ciudades – estado de la
antigüedad hasta las ciudades – republicanas italianas. .................................................................. 18

Capítulo 2. Modelos de ciudadanía en la política contemporánea.................................................. 40

Capítulo 3. Ciudadanías de la Resistencia: Explorando la marginalidad y las márgenes del Estado en


contextos urbanos globales. ........................................................................................................... 67

Las fisuras conceptuales de la ciudadanía: El efecto de la migración. ......................................... 77

Capítulo 4. Reflexiones finales: construyendo el no ciudadano. .................................................... 79

Bibliografía. ................................................................................................................................. 84

[5]
Introducción.

Es importante empezar señalando que la presente investigación académica bajo la figura de


monografía, es resultado de la investigación previa sobre ciudadanía en contextos urbanos
marginales, llevada a cabo por quien escribe estas líneas para optar por el título de antropóloga (2018)
de la Universidad de Caldas1, advertir esto justifica el hecho de que la inquietud por el concepto de
ciudadanía es resultado de varios años de investigación, donde la preocupación es deliberar sobre el
comportamiento de la ciudadanía como categoría en contextos modernos, para identificar sus
múltiples gramáticas y su alta capacidad de adaptabilidad, cuestionando además su papel constitutivo
en las instituciones políticas modernas de la actualidad. Preguntarse por la ciudadanía, es preguntarse
por la democracia, por el Estado, la autoridad, el derecho, es preguntarse por la igualdad, la libertad,
la identidad, y la justicia, es preguntarse por el reconocimiento, por las fronteras; preguntarse por la
ciudadanía es preguntarse por los supuestos primarios del bien y de lo justo2, tal como se va a exponer
a lo largo de la monografía.

En este orden de ideas, se presentan las principales discusiones epistemológicas y políticas


alrededor del concepto de ciudadanía, desde sus primeras apariciones en las ciudades - estado de la
antigüedad hasta los modelos contemporáneos más innovadores de los Estado Nación modernos.
Dicho interés subyace a la pregunta por el significado de la ciudadanía como condición de derecho,
participación, inclusión, identidad y virtud. ¿De qué se habla cuando se habla de ciudadanía?, se han
preguntado las ciencias sociales a lo largo de la historia, diversificando su significado según los
contextos y las necesidades políticas de los grupos humanos, por lo que se advierte entonces, un

1
El trabajo de investigación titulado “Una aproximación desde la antropología a la Ciudadanía y la Acción política en el
barrio las Colinas del municipio de Armenia – Quindío (2017)”, presentado en la Universidad de Caldas en el año 2018
para optar por el título de antropóloga, consistió en la realización de una etnografía dentro de un barrio intercultural
caracterizado por la marginalidad. El objetivo de dicha investigación fue analizar el ejercicio de ciudadanía de los
habitantes del barrio, identificando así, las distintas formas de ejercer ciudadanía no institucionalizada. La alusión a tal
trabajo investigativo se hace necesaria en cuanto figura como proyecto base para la modelación de la presente monografía,
por lo que será común encontrar a lo largo de esta investigación señalamientos a la tesis de grado del programa de
Antropología, puesto que, además, esté trabajo monográfico puede considerarse como una continuación de la etnografía
ya presentada.
2
Según María Benéitez (2004) los modelos de ciudadanía contemporáneos, descritos más adelante, como la ciudadanía
liberal, libertaria, republicana y comunitaria, se configuran en torno “a la idea de lo justo sobre la idea del bien” (p.18)
desde perspectivas procedimentales o sustantivas, donde en la filosofía clásica se conservaba la unión entre la política y
la ética y en la filosofía contemporánea se opta por separar la política de la ética y construir éticas procedimentales. Esta
discusión propone pensar sobre la relevancia del bien o de lo justo en la constitución de los modelos políticos de
participación y permanencia política, lo cual implica perspectivas distintas sobre cómo entender la comunión entre lo
político y jurídico respecto a los valores de la virtud ciudadana. Este tema será desarrollado en el capítulo 2 “los modelos
de ciudadanía en la política contemporánea”.
[6]
abanico extenso de dimensiones analíticas y metodológicas sobre la ciudadanía como concepto,
donde pareciera que la ciudadanía en tanto referente de una realidad política concreta lo puede ser
todo y al mismo tiempo nada3.

La ciudadanía es un concepto multidimensionado4 que se adapta fácilmente a los diversos


contextos históricos y contiene la fuerza de transformar escenarios políticos, económicos, culturales
y sociales en relación a las demandas de sobrevivencia y reconocimiento de grupos sociales
minoritarios, excluidos o desfavorecidos, suponiendo en cada caso una amplitud de la categoría de
ciudadanía, que pone de manifiesto los alcances del derecho, de la lucha social y de la participación
política. Tal amplitud convierte el concepto de ciudadanía en un concepto universal para las
sociedades modernas, que parte de la premisa básica, de que todos los ciudadanos son aquellos
miembros de una comunidad política determinada.

Es por lo anterior, que el presente trabajo pretende vislumbrar una discusión teórica sobre la
ciudadanía, cuyos objetivos son, primero, comprender el concepto, advirtiendo su nacimiento y
transformaciones en los distintos escenarios históricos de construcción de las ciudades y Estados,
desde la antigüedad hasta la modernidad, para así, comprender los múltiples significados

3
La ciudadanía como referente teórico, desde la perspectiva de Luis Alberto Warat (1993) constituye una categoría sin
ciudadanos, que solo es posible vislumbrarla en el derecho, es decir, en el plano de lo formal, y que se presenta ante el
mundo real como un espectáculo, porque presupone una carga ideológica. Para este autor, el derecho como categoría
constitutiva de la realidad opera como un modelo de simulación, es decir, simula que lo que promulga acontece en la
realidad, cuando la realidad como dato demuestra lo contrario. En este sentido, expresar que la ciudadanía como referente
de una realidad política lo puede ser todo y al mismo tiempo nada, es porque bajo esta línea argumentativa la ciudadanía
es también un modelo de simulación, pues simula la participación y la inclusión generalizada de los miembros de una
población, cuando al respecto, construye la ilusión de un escenario político democrático, y visibiliza en su materialización,
el espectáculo de la representación, es esto lo que Warat (1993) llama ciudadanía nebulosa, una ciudadanía cuyo esplendor
aparece en el plano imaginario de la redacción formal como el modelamiento de la voluntad humana bajo los supuestos
de la racionalidad ilustrada, es decir, prefigura una categoría vacía que no se atreve a vislumbrar las realidades palpables
del acontecer político en la realidad moderna y urbana (Warat,1993). Así mismo, autoras como Wendy Brown (2010)
consideran que, la democracia, y en consecuencia la ciudadanía, se constituyen como significantes vacíos, donde se separa
por completo el contenido conceptual de la realidad que se exterioriza. No obstante, autores como Badiou (2010), Bensaid
(2010), y los representantes de la filosofía política clásica y moderna, como se expondrá a lo largo de la investigación,
considerarán que la ciudadanía es un concepto primario en la consolidación de las instituciones políticas modernas y por
tanto lleno de contenido. Esta doble comprensión de la ciudadanía, tanto como concepto vacío o como concepto
constituyente de la institucionalidad moderna, configuran el núcleo de las discusiones actuales sobre la ciudadanía como
concepto.
4
La ciudadanía es un concepto multidimensionado en tanto establece redes complejas de interdependencia con otros
escenarios de la vida social, en otras palabras, pensar la ciudadanía implica pensarla en relación a las dinámicas culturales,
políticas, sociales y económicas de un determinado territorio, en cuanto construcción y definición de las lógicas
organizacionales sobre los modos de vida. Por lo que, definir la ciudadanía como un concepto multidimensional, es
advertir la facultad de trasversalidad que contiene dicho concepto sobre la configuración de las relaciones sociales. Tal
trasversalidad conlleva a un proceso de análisis sistematizado sobre las distintas dimensiones implicadas y a su vez, una
relación coexistente entre la ciudadanía como categoría de análisis y la vida social en general, donde ambas, al
entremezclarse también se transforman.
[7]
conceptuales de la ciudadanía, lo que permite, como segundo objetivo, entender cómo se sitúa
históricamente la ciudadanía como categoría en relación a las necesidades y demandas de las ciudades
globales del siglo XXI. Este último objetivo, conlleva a reflexionar sobre la ciudadanía y sus alcances
jurídicos de inclusión y reconocimiento frente a la incorporación de categorías como la migración,
para examinar de este modo el significado de la ciudadanía en la contemporaneidad, sus fisuras
conceptuales, sus transformaciones más modernas y sus alcances frente a los movimientos históricos
de los contextos globales. La forma metodológica que se propuso para alcanzar dichos objetivos,
consistió en la revisión documental, bajo una óptica histórica que permitió construir el recorrido
conceptual y práctico de la ciudadanía. Para ello, el diseño metodológico consistió en la revisión de
teorías clásicas y contemporáneas sobre la formación de modelos de ciudadanía, sistematizando
posteriormente la información de acuerdo a las unidades de análisis previamente definidas, que son:
ciudadanía, migración, ciudad global y no ciudadano.

La presente investigación se inscribe en este debate, donde se profundiza en las complejidades


sociales y culturales de la actualidad, lo que conlleva a pensar la ciudadanía en clave de derechos y
deberes civiles, fronteras institucionales, desigualdades económicas, migraciones trasnacionales,
derecho urbano, construcción de identidades colectivas y comunidades nacionales, reivindicación de
libertades y nociones de justicia, soberanía e igualdad. Tal debate posibilita pensar la dualidad de la
ciudadanía en tanto categoría ideal de universalización, yuxtapuesta a las interseccionalidades que
atraviesan al sujeto moderno.

¿Qué es la ciudadanía?, ¿Cuáles son sus características?, ¿Cómo se construye política y


socialmente?, ¿Quiénes son los ciudadanos? y ¿Qué criterios los define? Son las preguntas
orientadoras en este trabajo de investigación, que permite, por un lado, la exploración conceptual de
la ciudadanía como modelo teórico y, por otro lado, la deliberación político – académica de la
ciudadanía como constituyente de un espacio social en disputa por el reconocimiento y la libertad
humana. Dicha disputa, de carácter social, cultural y política, permite establecer que la ciudadanía en
tanto otorga por medio de los vehículos institucionales identidades, membresías civiles (Marshall,
2017), estatus, derechos o deberes a una población determinada, es también un medio de excluir a
otros que no tienen la posibilidad real e institucional de participación política en la conformación y
(trans) formación del Estado y la nación. “Si la ciudadanía es un medio para reclamar membresía o
una mejor calidad de la misma, es también un medio para excluir otros de esa membresía o de darle
una forma en contraste con el ciudadano normativo” (Lazar, S.F, p. 16).
[8]
A lo largo de la historia humana, la ciudadanía ha logrado ocupar un lugar hegemónico de
organización y distribución de la vida social en los distintos territorios, estableciendo criterios claves
de pertenencia, permanencia y participación. Tales criterios, como ya se ha mencionado, son de
carácter dinámico, pues obedece a los ritmos históricos y cotidianos de las necesidades humanas,
donde se adaptan según las exigencias de la racionalidad política que busca el orden social. Esta
hegemonía ha sido constituida de acuerdo a los principios del liberalismo político, que plantea la
igualdad de los derechos civiles, sociales y económicos, otorgados a todos los miembros de una
comunidad nacional por medio del derecho moderno y el reconocimiento estatal.

Sin embargo, los presupuestos axiológicos de la ciudadanía dentro del modelo liberal, pierden
vigencia en cuanto se enfrentan con las demandas del mundo global, como lo son, a interés de esta
investigación, las migraciones trasnacionales. Pues la categoría misma de ciudadanía revela su
incipiente capacidad integracionista que enuncia en sus principios de universalización, y, por el
contrario, evoca un conjunto de discriminaciones múltiples y expulsiones sociales, políticas y
culturales (Sassen, 2015), que conlleva a la construcción de márgenes y a la agencia
contrahegemónica de distintos grupos sociales.

Según el contexto de las migraciones trasnacionales, en relación al análisis de la ciudadanía


como categoría hegemónica y universal, se logra entrever que no existe en el plano de la realidad
empírica, y sobre todo, bajo el contexto de la urbanidad, el ciudadano del discurso institucional, el
ciudadano liberal del derecho moderno; es decir, el ciudadano que goza indiscriminadamente de los
derechos constitucionales y de las garantías estatales para el desarrollo de la vida individual y
colectiva, sino que por el contrario, lo que existe es una exposición multidimensionada con distintos
matices, sentidos y significados sobre la acción política. De forma que, se controvierte el concepto
genérico de ciudadanía para sobreponer a ello la realidad del no ciudadano, como dos categorías
antagónicas, que se encuentran y articulan en el espacio social.

El no ciudadano como antagonismo de la ciudadanía representa el reto de la transformación


social, pues advierte como manifestación de las desigualdades sociales, de las expulsiones
territoriales y de la marginalización como política de Estado, el resurgir de una práctica política
contestaría, donde afirma que en el siglo XXI no existen derechos universales, ni dignidad humana
que se respete por encima de las dinámicas productivas de generación de capital. El no ciudadano
con su carga significativa de valores sociales disidentes, criminalizados por su antagónico de

[9]
ciudadanía, se presenta como articulador y transformador de los espacios de poder y del Estado
moderno.

Se afirma, por lo tanto, que el sujeto marginal, el migrante5 en este caso, es expulsado de las
lógicas de organización industrial, moderna y global, depositado en los cordones de miseria
económica y cultural, eximido de los códigos morales, comunicativos y significativos del mundo
moderno, constituyendo así la categoría del no ciudadano, como el antagonismo del ciudadano liberal
y como suplemento ([Derrida, 1979] León, 2005) de la cultura urbana moderna. Este no ciudadano,
prefigura en la liminalidad geográfica, económica y cultual de los contextos de ciudad, y aparece con
una carga semántica, discursiva y práctica sobre los ejercicios políticos como construcciones
cotidianas y comunitarias; el no ciudadano visibiliza un conjunto de acciones políticas como
herramientas de participación, apropiación, reclamo, disertación y movilización, que no
necesariamente se acomodan a los mecanismos de participación propuestos por el Estado, pero que,
de modo contrastivo con el derecho y las instituciones sociales y culturales configura una práctica
política diferenciada porque construye lazos de comunidad y emprende procesos de transformación
social.

La historia de la ciudadanía se revela entonces también como la historia de la dialéctica de la inclusión


y la exclusión por medio de la cual se va delimitando el demos - constitutivo de una determinada
comunidad política. La construcción social del ciudadano y del extranjero son respectivamente la cara
y la cruz de un mismo proceso. Esta ambigüedad constitutiva del término no puede ser pasada por alto.
De ahí que hablar, por ejemplo, de la ciudadanía como una garantía frente al atropello y la arbitrariedad
suene para muchos a amargo sarcasmo, precisamente para aquellos que al verse desprovistos de sus
beneficios comprueban que se ha convertido en un factor de exclusión social. (Velasco, 2006, citado
por Rísquez, 2015, p. 33)

5
El migrante al que se hace alusión en la presente investigación, es el ciudadano desnacionalizado (Sassen, 2003), es
decir, que en su proceso de transición frente a la posibilidad moderna y global de migrar a sido despojado de su
humanidad, en cuanto se ha encontrado descubierto de derechos civiles universales al ser arrojado fuera de su propia
comunidad política. Un migrante expuesto a los diferentes grados de interseccionalidad que acompañan los procesos de
expulsión y marginalización frente a un intento de adaptación, pertenencia y permanencia de un territorio desconocido,
el cual se coloniza sobre la base de la violencia estatal (Butler y Spivak, 2009) puesto que bajo las figuras normativas de
refugiados, inmigrantes indocumentados, minorías indeseadas, los sin estado, los desplazados, entre otras, se ejerce la
desnaturalización de la condición política de los Otros diferentes, lo que conlleva a la exclusión, discriminación y sobre
todo, criminalización de poblaciones (Beck, 1998). Un migrante cuyo estatus o identidad política difusa expone la
elitización de los procesos de integración en lo modelos liberales de ciudadanía, pero que, revela a su vez otras fronteras
gramaticales frente a los ejercicios políticos construidos en los lugares de destino.
[10]
Por consiguiente, es menester resaltar que esta investigación busca ampliar las reflexiones
académicas y políticas sobre la ciudadanía, a partir de la deliberación sobre los distintos modelos
teóricos y metodológicos de la ciudadanía como concepto. Para evaluar con ello, los alcances
prácticos de la ciudadanía en la construcción de realidades sociales, sobre todo cuando está ejerce
influencia sobre los modos de organización política, económica y cultural de los Estados modernos.
Por ello, el aporte de esta investigación esta direccionado al debate académico para la apertura de
ángulos de observación críticos de la realidad política actual, que permita además la construcción de
nuevas categorías analíticas sobre la multiplicidad de ejercicios políticos cotidianos no circunscritos
a la institucionalidad jurídica, donde se experimentan nuevas nociones de justicia y libertad.

Por lo tanto, se advierte que la necesidad de partir de un tipo de lenguaje especializado,


sistemático y objetivo, constituye la tarea primaria de las ciencias sociales, donde se posibilita la
construcción de modelos conceptuales que definen y construyen una realidad social. Así, tanto los
modelos de orden conceptual, como el concepto mismo, son construcciones arquetípicas que dan
explicación a los fenómenos sociales, consiguiendo de este modo, revelar los significados y referentes
colectivos del mundo social. La teoría y con ello, los conceptos y los modelos ideales de comprensión
sobre la realidad, constituyen herramientas metodológicas de acercamiento y observación de una
realidad cada vez más compleja.

En efecto, un concepto es expresión de un término (palabra), cuyos significados son declarados por
definiciones, lo que se relaciona con los referentes. Por supuesto que un concepto que tiene referentes
es un concepto empírico. Los conceptos que no tienen referentes no son conceptos empíricos y con
frecuencia son denominados términos teóricos […] los conceptos de las ciencias sociales y por lo tanto
en los conceptos que hemos llamado “empíricos” […] se entiende que es más o menos indirectamente
reductible a cosas observables. Un concepto empírico es, pues, un concepto observable de alguna
manera, evaluable (válido, invalidado o modificado) mediante observaciones. En efecto, los conceptos
empíricos suelen ser designados como “términos de observación”. (Sartori, 1984, p.49)

En este orden de ideas, la ciudadanía como un concepto empírico, que es observable a través
de la historia, constituye una realidad política en el mundo occidental, donde el conjunto de referentes
que configuran dicha categoría se ha ido transformando a lo largo de la historia. Aquí, la ciencias
sociales y políticas han construido una serie de modelos conceptuales que permiten conocer y explicar
la realidad social, advirtiendo en ello, las transformaciones de referentes y significados, además de
las complejas redes definitorias sobre lo político, lo social, lo cultural y lo económico.
[11]
Así, se define que la unidad básica de la ciudadanía es constituida por el reconocimiento del
ciudadano como miembro de una sociedad. Esta unidad básica es trasversal a los distintos modelos
de la ciudadanía, desde la formación de las ciudades – estado de la antigüedad, pasando por las
ciudades repúblicas medievales hasta las revoluciones burguesas y la formación de los Estado nación,
contemplando de este modo las transformaciones semánticas, metodológicas y políticas respecto a la
ciudadanía como privilegio (ciudades - estados) hasta la ciudadanía como identidad universal
otorgada por el Estado (Estados modernos). Este haz de transformaciones conceptuales, comprenden
diversas fases analíticas desde la cual se construyen múltiples modelos ideales sobre el ejercicio
ciudadano, entendiendo, una ciudadanía como derechos y deberes, una ciudadanía como conjunto de
virtudes, una ciudadanía del sufragio y del ejercicio político o una ciudadanía vivida (Quirós, 2011);
dentro de sus definiciones más contemporáneas, en donde cada uno de estos sentidos: literarios,
normativos y/o filosóficos pretenden alcanzar el lugar hegemónico del discurso político institucional
abogando por la extensión de su identidad a todos los miembros de una comunidad nacional.

Con lo que respecta al presente trabajo, se definen ocho modelos conceptuales sobre la
ciudadanía6, identificando las primeras realidades históricas en las cuales florece dicho concepto,
como los son, primero, las ciudades – estado de la antigüedad, puntualmente la realidad de Esparta,
Atenas y Roma y segundo, las ciudades repúblicas medievales, como, por ejemplo, las ciudades
italianas de Venecia y Florencia.

Estos primeros modelos, que en realidad constituyen uno, clasificado como modelo de
ciudadanía de las ciudades – estado de la antigüedad (Benéitez, 2004), se encuentran formulados en
los trabajos de la filosofía política clásica, en autores como Aristóteles (1954), Maquiavelo (1971 -
1979), Hobbes (1949 - 1992), Cicerón (1967), entre otros. Este modelo, configurado a partir del
conjunto de instituciones y constituciones de las ciudades – estado y las ciudades repúblicas, supone
un tipo de ciudadano particular, definido por principios como: el buen orden (eunomía) en Esparta,

6
Respecto a los ocho modelos de ciudadanía: (1) modelo de ciudadanía en las ciudades estado de la antigüedad (Esparta,
Atenas y Roma). (2) modelo de ciudadanía en la ciudad república italiana (Venecia y Florencia). (3) modelo de ciudadanía
moderna (liberal, libertario, republicano, comunitario, complejo y cosmopolita) cabe mencionar que la base teórica del
desarrollo conceptual de esta monografía esta sustentada en los trabajos académicos de María Benita Benítez Romero
(2004) principalmente en su tesis doctoral denominada “La ciudadanía en la teoría política contemporánea: modelos
propuestos y su debate” de la Universidad Complutense de Madrid. Puesto que su formulación académica es de profunda
importancia teórica para el desarrollo de los objetivos propuestos en esta investigación. Es de aclarar que, la mencionada
tesis doctoral funge como base principal del marco teórico en la presente monografía para, posteriormente desarrollar con
carga argumentativa las formulaciones respecto a las ciudadanías de la resistencia en contextos urbanos marginales y
globales.

[12]
la igualdad (isonomía) en Atenas y la concordia y amor a la patria (Virtus Republicae) en Roma.
Cuyos principios políticos serán la base fundamental para la elaboración de los modelos
contemporáneos de ciudadanía. María Benéitez (2004), afirma que en “las ciudades estado griegas,
el papel activo del ciudadano se hace realidad por primera vez en la historia política de Occidente, y
[…] la república romana define también, por primera vez el status jurídico de ciudadano, que consiste
en el reconocimiento de derechos y deberes al ciudadano” (p.78).

Estas dos realidades históricas, fungen como fundamento para la consolidación de los
modelos de ciudadanía contemporáneos como lo son: (1) el modelo de ciudadanía liberal (2) el
modelo de ciudadanía libertario (3) el modelo de ciudadanía republicano (4) el modelo de ciudadanía
comunitario (5) el modelo de ciudadanía compleja y (6) el modelo de ciudadanía cosmopolita –
global.

Estos modelos conceptuales hacen referencia a la teoría política contemporánea y se


constituyen como fuentes pilares en las agendas políticas globales sobre temas como Estado,
democracia, libertad y organización social, de ahí que el interés de esta investigación sea centrado en
tales propuestas teóricas7, entre otras cosas, porque a nivel general contienen las premisas básicas de
toda propuesta política sobre la ciudadanía y el ser ciudadano.

El modelo de ciudadanía liberal, desarrollado por Thomas Marshall, Tom Bottomore (2017)
y Jhon Rawls (1971 - 1995) tiene como base argumentativa la definición del ciudadano como sujetos
libres en condición de igualdad ante la ley, donde goza de un estatus jurídico definido. Para ello se
requiere de la consolidación de una democracia constitucional y de un sistema político y económico
liberal, donde el ciudadano debe caracterizarse por ejercer un papel activo de cooperación social con
la comunidad política en general, defender el ideario de justicia, de libertades básicas y de igualdad
de oportunidades a partir de un comportamiento cívico y moralmente definido como un conjunto de
virtudes políticas.

7
También existen otros tipos de ciudadanía como, por ejemplo, ciudadanía de derecha, ciudadanía de izquierda,
ciudadanía maternal, ciudadanía diferencial, ciudadanía responsable, ciudadanía compartida, ciudadanía común,
ciudadanos reconocidos y ciudadanos no reconocidos, ciudadanía intercultural, entre otras. Revisar Kymlicka y Norman
(2002). Pero, para el interés que convoca esta investigación y a expensas de su viabilidad metodológica se hará referencia
a los modelos de ciudadanía ya mencionados y recogidos en los modelos de ciudadanía contemporánea, señalados,
además, como los modelos teóricos más abarcativos y representativos en la teoría política actual.

[13]
El modelo de ciudadanía libertario, según Robert Nozick (2020), defiende la idea del Estado
mínimo, que es, la intervención del Estado limitada a la protección de los derechos humanos
individuales, así como a la regularización de la propiedad privada. Aquí el ciudadano adquiere tal
condición en cuanto pertenece a un Estado determinado que garantiza su estatus legal, no obstante,
no es deber del Estado direccionar constitucionalmente las acciones políticas de los ciudadanos, estas
son de carácter individual y voluntario, por lo que puede o no existir principios de asociación política.
En este sentido, es el ciudadano quien, a partir de la racionalidad, libertad y moralidad, construye un
ideal de comunidad a lo largo de los trayectos de sociabilidad.

El modelo de ciudadanía republicano, propuesto por Jürgen Habermas (1978), aboga por la
construcción de un Estado de derecho y una democracia deliberativa donde prevalezca el derecho
positivo, los derechos políticos de comunicación, la política racional, participativa y secularizada.
Este modelo, caracteriza al ciudadano como un sujeto reflexivo y participativo que interviene
activamente en la construcción de la sociedad a partir del debate y del consenso sobre temas de
carácter público, dicha participación puede presentarse en espacios tanto formales como informales
de representación política.

El modelo de ciudadanía comunitario, desarrollado por autores como Charles Taylor (1993)
y Will Kymlicka (1996), pretende dentro de su caracterización contraponerse a esas fronteras teóricas
y jurídicas que suscitan los modelos tradicionales de la ciudadanía. Por tal motivo, la ciudadanía
comunitaria considera que el ciudadano goza de libertad e igualdad dentro de la sociedad política en
la cual se identifica, es decir, la condición de ciudadanía se encuentra relacionada, en primer lugar,
con el conjunto de sentires y símbolos que se construyen alrededor de una comunidad particular y,
en segundo lugar, con los reconocimientos públicos y privados sobre el ejercicio de derechos.

Dicho de otra forma, la ciudadanía como identidad es consolidada en la medida en que el


sujeto se adhiere a los referentes colectivos de una sociedad determinada, identificando así factores
de ordenamiento político, cultural, económico e histórico, tanto particulares como universales. Es
decir, la ciudadanía pasa por un reconocimiento íntimo y social, donde se identifican los símbolos de
carácter colectivo como comunidad política y segundo, los de carácter individual, según las
particularidades de los grupos a convivir dentro de un mismo territorio, lo que conlleva, al
afianzamiento de la nación.

[14]
El modelo de ciudadanía compleja, propuesto por José Rubio Carracedo (2000), afirma que
la construcción de ciudadanía debe estar dirigida a la construcción de una identidad colectiva
compartida y universalizante que promueva la integración en el Estado y la sociedad de las Otras
comunidades culturalmente diversas, para ello, este modelo de ciudadanía se basa en el
reconocimiento de los derechos etnoculturales, por medio de políticas integrativas que garantizan
mínimos de igualdad para la participación y debate en espacios públicos e institucionalizados, donde
se fomente y proteja el intercambio cultural, evitando de esta forma pretensiones homogenizantes que
destruyan referentes de identidad particular. La ciudadanía compleja, propone un sistema normativo
de derechos universalizantes que permite la coexistencia de símbolos y significados diversos, tanto
colectivos como individuales, en un diálogo político de reconocimiento social.

Y, por último, el modelo de ciudadanía cosmopolita – global, elaborado por Sheyla Benhabib
(2004), propone que la ciudadanía no es definida por el estatus legal de derechos sociales y
reconocimientos estatales, ni por el conjunto de membresías políticas que otorga un Estado a sus
ciudadanos por medio de las disposiciones jurídicas, sino que por el contrario, la ciudadanía hace
referencia a una identidad cosmopolita supraestatal, construida a través de las redes de significados
tejidas en una comunidad pluricultural y no en un territorio localizado. Así, la ciudadanía
cosmopolita, supone la creación de una constitución mundial donde todos los seres humanos son
reconocidos como ciudadanos con derechos universales, la comunidad jurídica – política es el mundo,
y no un territorio fragmentado por ideologías políticas particulares.

Según lo anteriormente expuesto, se logra advertir el proceso histórico de desarrollo


conceptual y político de la ciudadanía, donde se profundiza en sus transformaciones más relevantes
para la construcción de los Estados modernos. Los modelos de ciudadanía abordados, considerados
como marcos conceptuales elementales dentro del debate contemporáneo sobre democracia y derecho
urbano, han aportado un haz complejo de características al perfil de ciudadanía actual. Cada uno de
estos modelos, cuyo carácter no es hermético, ha logrado constituir un ideal hegemónico sobre
permanencia, pertenencia y participación social, política, económica y cultural, con base en ideales
políticos como la igualdad, la inclusión y la libertad civil, entre otros. Es bajo este contexto, de
construcción política y teórica, que las diferentes propuestas, llamasen modelos ideológicos, disputan
por ocupar el lugar dominante de interlocución institucional, donde se pueda adquirir consenso y
legitimidad sobre la defensa del bien y lo justo, según la propuesta conceptual.

[15]
De este modo, el modelo de ciudadanía liberal, ha logrado constituirse como logro de la
modernidad que pretende fundarse como meta en los procesos civilizatorios de la relación centro –
periferia, desarrollo y sub – desarrollo, reconociendo de este modo el ideal de ciudadano universal.
Sin embargo, los otros modelos (comunitario, compleja, cosmopolita) han surgido como propuestas
contestarias a la ciudadanía liberal, desde ángulos contrahegemónicos que disputan las ideas de
universalización y “falsa”8 igualdad y libertad, dentro de los contextos urbanos globales.

No pueden garantizarse derechos civiles ni políticos si no existe una garantía de derechos sociales
básicos. Desde esta perspectiva, por lo tanto, la emergencia de las políticas sociales y su asentamiento
en lo que conocemos como el Estado del bienestar debe interpretarse como consecuencia del desarrollo
de un nuevo concepto de la ciudadanía: la ciudadanía social. No hay libertad sin igualdad, el
capitalismo genera grandes desigualdades sociales que restringen la capacidad real de los individuos
de ejercer determinados derechos civiles y políticos y el Estado debe responder ante esta situación
garantizando a las personas el acceso a determinados bienes básicos. La vivienda, la salud, el trabajo
digno y la educación no pueden continuar siendo privilegios de unos pocos, sino derechos sociales
básicos que la política debe ayudar a asentar. (Rísquez, 2015, p.40)

Las premisas teóricas de la ciudadanía como concepto, de la democracia como técnica de


gobierno, del Estado como administrador de la vida política y pública, suponen en su génesis
axiológica la universalización de un ejercicio político concreto, de un estatus y de un conjunto de
cualidades y virtudes sobre la acción política. Esta universalización pierde legitimidad en contextos
de globalización, donde las inmigraciones internacionales, se presentan como antagónico de los
principios de inclusión, igualdad, libertad y garantía de los derechos humanos universales.

Es por lo anterior, que en marco de las discusiones académicas y políticas sobre el concepto
de la ciudadanía y su relación con el Estado, la democracia y la cultura, empiezan a suscitar modelos
teóricos basados en una ciudadanía de la experiencia, construida en los márgenes de la
institucionalidad, de la normatividad y del derecho positivo, es una ciudadanía que en búsqueda del
reconocimiento, la inclusión y las garantías sociales, no precisa de la intervención del Estado
localizado o de la utopía del supra – Estado.

8
La idea de “falsa” igualdad y libertad hacen referencia al derecho como sistema de simulación que representan en el
plano normativo un haz de promesas sobre la integración y reconocimiento de todos los miembros de una comunidad
nacional. Revisar: Warat, L. (1993). La ciudadanía sin ciudadanos: tópicos para un ensayo interminable. En: Revista
estudios jurídicos y políticos. P.p. 1 - 17.
[16]
De modo que, la ciudadanía liberal como ciudadanía universal, en tanto incumplió la promesa
de eliminar la desigualdad, de constituir sujetos iguales ante la ley y con iguales derechos, y en tanto
fracaso como proyecto de integración nacional, permitió, en marco de sus fracturas la construcción
de diversas formas de ciudadanía, ya no entendidas como el conjunto de derechos civiles, o como
identidad estatal, o como pertenencia legal a una comunidad determinada, o de membresía y estatus,
sino más bien, (re) interpretada como una condición que se gana por la agencia del propio sujeto en
marco de su experiencia social y que por tanto, no requiere, en muchos casos, del reconocimiento
estatal, sino que es una experiencia que posibilita que los sujetos se formen a sí mismos como
ciudadanos y para sí mismos. Estas formas de ciudadanía son resultado de los procesos colectivos e
individuales que emprenden las comunidades, sean organizadas o no. Aquí el debate no es por el
Estado, sino por la calidad de vida, por la convivencia y por la solución de los problemas contingentes
del día a día.

Por último, la estructura de la tesis que se presenta a continuación, se compone de cuatro (4)
capítulos: primero, la formación conceptual de la ciudadanía: notas políticas desde las ciudades –
estado de la antigüedad hasta las ciudades – republicanas italianas. Aquí se propone un repaso
histórico desde el nacimiento de la ciudadanía como virtud política, constituyente de lo que Max
Weber (2014) denominó como el homo politicus, hasta la ciudadanía como status legal, conformada
por un conjunto de derechos y deberes civiles en las ciudades – republicas medievales, permitiendo
de este modo, el florecimiento del homo oeconomicos.

Segundo, modelos de ciudadanía en la teoría política contemporánea, tiene como objetivo


abordar los seis (6) modelos de ciudadanía más relevantes dentro del debate académico y político,
como lo son: la ciudadanía liberal, la ciudadanía libertaria, la ciudadanía republicana, la ciudadanía
comunitaria, la ciudadanía compleja y la ciudadanía cosmopolita – global. Cabe resaltar que, para
ofrecer una mayor comprensión analítica del modelo de ciudadanía liberal, se opta por presentar el
modelo de ciudadanía liberal de Thomas Marshall (2017) como un modelo separado de la ciudadanía
liberal, aunque teórica y metodológicamente, éste haga parte de tal compendio; esto obedece al hecho
de que, la ciudadanía Marshaliana constituye en sí mismo un modelo político complejo que supuso
la base fundamental para el desarrollo de las teorías liberales posteriores. La teoría Marshaliana es
considerada como el primer modelo de ciudadanía moderna basado en la experiencia británica, donde
se definen conceptual y metodológicamente, el conjunto de derechos que constituye la figura del

[17]
ciudadano moderno, como lo son: los derechos civiles, derechos políticos y derechos sociales y
económicos.

Tercero, Ciudadanías de la Resistencia: explorando la marginalidad y las márgenes del Estado


en contextos urbanos globales. Este capítulo pretende abordar de manera crítica, las fisuras
conceptuales de la ciudadanía como modelo teórico y como propuesta de gobierno, en marco de los
contextos de capitalismo y globalización, señalando los procesos de interseccionalidades que
provocan desigualdades y expulsiones territoriales y culturales, bajo la óptica de fenómenos como las
inmigraciones trasnacionales.

Cuarto, Reflexiones finales: Construyendo el no- ciudadano. Cuyo objetivo es exponer la


figura del no- ciudadano como un antagonismo de la ciudadanía, donde en los contextos actuales y
globales ambos se articulan en el espacio social, dejando entrever las fisuras de los modelos
hegemónicos de la ciudadanía. Lo que, a modo de síntesis, será construido como una reflexión final
sobre el trabajo investigativo, vislumbrando así una crítica sociológica al concepto moderno de
ciudadanía. Es menester señalar, que el interés de este apartado busca ampliar las conclusiones a las
que se llegaron en el trabajo etnográfico “Una aproximación desde la Antropología a la Ciudadanía
y la Acción política en el barrio Las Colinas del municipio de Armenia – Quindío (2017)” con el
objetivo de ofrecer un ángulo de observación mucho más amplio sobre la formación conceptual de la
ciudadanía y la experiencia práctica de la misma en el contexto de la ciudad global. Por lo que, la
propuesta del concepto del no – ciudadano, sigue siendo un proceso constructivo, que amplía las
reflexiones sobre el modo de entender la política y lo político; buscando de esta forma, ofrecer un
desarrollo conceptual más elaborado sobre el no ciudadano en relación con el fenómeno social de las
inmigraciones trasnacionales.

Capítulo 1. Formación conceptual de la ciudadanía: notas políticas desde las ciudades – estado
de la antigüedad hasta las ciudades – republicanas italianas.

Los modelos de ciudadanía a los que se hace referencia en el presente capítulo corresponden:
primero, al modelo de ciudad – estado en la antigüedad y segundo, al modelo de ciudad – república
medieval. En este primer modelo se relatará la experiencia política de las ciudades de Esparta, Atenas
y Roma, puesto que desde allí se desprenden los fundamentos básicos de la institucionalidad política

[18]
occidental. El segundo modelo, comprenderá las experiencias de las ciudades italianas,
principalmente, las desarrolladas en las ciudades de Venecia y Florencia, dado su desarrollo
económico y desarrollo industrial, respectivamente, lo cual, a nivel de la historia política de occidente
resalta por permitir la aparición del hombre moderno, que es, el hombre burgués (Valdeavellano,
1991).

La pertinencia metodológica de tomar ambas experiencias como objeto de análisis, se


desprende del hecho de que, por un lado, las ciudades – estado de la antigüedad constituyeron el
fundamento de lo que Max Weber (2014) denominó como homo politicus, suponiendo un carácter
más político en tanto participación y compromiso de los habitantes de dicho territorio, y por otro lado,
las ciudades – republicanas medievales, desarrollaron el homo oeconomicus, que es un sujeto con
menos participación política, pero mayor compromiso en el desarrollo económico de la ciudad.
Ambos modelos constituyeron perfiles distintos sobre la ciudadanía como concepto, y el ciudadano
como experiencia práctica.

Según María Benéitez Romero (2004) la ciudadanía como concepto se enfrenta a tres grandes
cambios a nivel de la producción filosófica clásica, partiendo de las trasformaciones metodológicas
y teóricas de la construcción de pensamiento en Aristóteles, Hobbes y Kant. Lo que en últimas
produce tres significados importantes sobre la ciudadanía. El primero, según Aristóteles (1954),
consiste en la relación de codependencia que se establece entre ética y política, la segunda, desde
Hobbes (1992), revela la necesidad de entender la política, la religión y la ética como tres campos
independientes, con diferentes niveles de injerencia sobre la consolidación de un orden político
concreto, de modo que, la actividad política consiguiente a la formación de los estados funja como
espacio de racionalidad que permita contener los interés colectivos y objetivos de toda la comunidad;
tercero, para Hobbes (1949) la ciudadanía como la obediencia frente al Estado, y cuarto, de acuerdo
a Kant (2006), la ciudadanía se forma a partir de una teoría racional sobre el derecho, en donde el
Estado se presenta como conciliador de las distintas voluntades individuales, en una voluntad general
donde se articulan el ser y el deber ser.

Tales definiciones claves sobre el concepto de ciudadanía permitieron que por un lado, la
ciudadanía fuese entendida como el ejercicio sobre el cual descansa la capacidad de gobernar y ser
gobernado, que es, dirigir y obedecer, permitiendo entonces un traspaso de autoridad – libertad – a
un ente externo, sea un líder, un gobernante o un Estado; de acuerdo al momento histórico al que se

[19]
haga referencia, dicha transferencia provocó entonces la renuncia a la resistencia, en tanto, legitimo
un orden político de obediencia según la relación súbdito Vs. Soberano. Al respecto, Hobbes (1992)
señala que, la ciudadanía es ciudadanía en cuanto se debe a la obediencia al Estado, caracterizada por
los regímenes legislativos de un Estado particular (Benéitez, 2004).

Lo anterior, permite comprender que la ciudadanía pasa de ser un atributo de ejercicio político
activo respecto al compromiso individual y colectivo por el interés del territorio habitado a una
relación contractual con un objeto externo llamado Estado, donde se circunscriben y articulan las
distintas voluntades individuales. Por ello, Benéitez (2004) afirma que, de acuerdo a los distintos
movimientos metodológicos y teóricos sobre la construcción de la ciudadanía como categoría de
análisis en la filosofía clásica, se producen un conjunto de características trasversales a los distintos
modelos y momentos históricos sobre el concepto de ciudadanía:

Se llama ciudadanos (cives) y sus atributos jurídicos, inseparables de su esencia (como tal), son los
siguientes: la libertad legal de no obedecer a ninguna otra ley más que aquella a la que ha dado su
consentimiento; la igualdad civil, es decir, no reconocer ningún superior en el pueblo, sólo a aquel al
que tiene la capacidad moral de obligar jurídicamente del mismo modo que éste puede obligarle a él;
en tercer lugar, el atributo de la independencia civil, es decir, no agradecer la propia existencia y
conservación al arbitrio de otro en el pueblo, sino a sus propios derechos y facultades como miembro
de la comunidad, por consiguiente, la personalidad civil que consiste en no poder ser representado por
ningún otro en los asuntos jurídicos. (Kant, 1989, citado en Benéitez, 2004, p.16)

En este orden de ideas, se presentan a continuación cada uno de los modelos señalados bajo
el contexto de la época clásica, principalmente los alcances a nivel político, social, económico y
cultural de la ciudad – estado (Esparta, Atenas y Roma) y ciudad república (Venecia y Florencia),
advirtiendo de este modo, las primeras pesquisas teóricas e institucionales sobre la ciudadanía como
concepto y como experiencia. Así, la época clásica comprendida entre el fin de las Guerras Médicas
(500 – 479 a.c.) y la llegada de Alejandro Magno (336 -323 a.c.) significó para la historia griega el
momento de mayor florecimiento a nivel de la cultura y el pensamiento político. No obstante, los
desarrollos a nivel político – institucional de la ciudad – estado en la antigüedad se remontan al
principio arcaico tardío (siglo VII a.c.) hasta la republica tardía (siglo V a.c.).

[20]
Un ejemplo consolidador de ello, fue la formación de la ciudad – estado de Esparta9, la cual
se estabiliza en la época arcaica (830 – 810 a.c.) como consecuencia de un sinequismo entre las
diferentes agrupaciones territoriales de polis libres e independientes una de las otras en cuanto
organización política y militar (Benéitez, 2004). Esparta como ciudad – estado, conformada por la
unión de las aldeas de Limnas, Cinosura, Mesoa, Pitana y Amiclas, logra constituirse en marco de las
Guerras Médicas y la victoria de la Guerra del Peloponeso (431 – 404 a.c.) como una ciudad – estado
fuerte que disputa la hegemonía sobre el poder territorial y político con ciudades – estado como
Grecia, desde modelos de organización radicalmente distintos (Tucídides, 1990). Una de las
cualidades más llamativas de la ciudad – estado de Esparta, y de ahí, su valor histórico, fue la
capacidad que tuvo para desarrollar un gobierno mixto, que articulará distintas formas de
organización institucional, como:

Primero, la monarquía por la presencia de sus dos reyes. Tal realeza espartana representada
por las familias de los ágidas y de los Euripónditas, considerados descendientes de Heracles, accedían
al poder por herencia y conservaban de manera hermética funciones militares y religiosas, ejercidas
desde el exterior, puesto que el territorio espartano era gobernado por el “nomos” (la ley) (Rísquez,
2015). Las funciones de los reyes eran siempre acompañadas por dos éforos, es decir, dos magistrados
que supervisaban, acompañaban y respaldaban las acciones de los reyes desde el respeto al “nomos”.
Las funciones militares pasaban por la presencia y decisión sobre las guerras que libraba el pueblo
espartano y las funciones religiosas obedecían al diligenciamiento sobre los sacrificios ofrecidos a
los dioses en cuanto se empezaban nuevos procesos de actividad pública (Rufanges, 2016).

Segundo, la oligarquía por su consejo de ancianos llamado la Gerusia. Este órgano de


gobierno, compuesto por un total de 30 miembros, conocidos como los Gerontes, se caracterizaban
por ser mayores de 60 años, quienes accedían al cargo por medio de una presentación de candidatura
y un proceso de elección, cuya función a desempañar era ejercida de por vida. Los Gerontes,
desempeñaban responsabilidades de carácter legislativo y judicial, por un lado, eran un consejo de
Estado donde deliberaban sobre las decisiones que se iban a tomar en la ápella y, por otro lado,

9
Las bases bibliográficas sobre las cuales se construye una breve historia de Esparta son: Cartledge, P. (2009). Los
espartanos. Una historia épica. Barcelona – España: Editorial Ariel. Rufanges, J. (2016). Esparta, modelo y mito:
características e influencia de una polis exclusiva. Valencia – España: Universitat Jaume I. Tucídides. (1990). Una guerra
en el Peloponeso. Madrid – España: Gredos.
[21]
fungían como tribunal supremo, donde además tenían la potestad de emitir juicios por destierro o
atimía sobre la acción inequívoca de cualquier espartano.

Tercero, la democracia por su asamblea popular conocida como la ápella, caracterizada por
ser un espacio institucionalizado de deliberación comunitaria, aquí se presentaban todos los
espartiatas, que son aquellos ciudadanos de pleno derecho, donde ejercían sus derechos políticos
sobre la discusión de asuntos públicos como las decisiones o tratados de la realeza, además de su
acción sufragista, respecto a la elección de los gerontes y los éforos.

Los éforos, conocidos como inspectores o magistrados, eran elegidos cada año por la ápella,
y es considerado como la figura más democrática del complejo institucional espartano, pues sus
funciones consistían en velar por el respeto al “nomos” de manera que vigilaban constantemente las
actividades ejercidas por los reyes, se encargaban además de convocar y presidir las asambleas
populares y el consejo de los ancianos, controlaban las finanzas del pueblo y definían los lineamientos
de la política exterior, su poder era superior al de los reyes. Los éforos definían los acuerdos de paz
y guerra, las expediciones territoriales y, por tanto, las responsabilidades de la realeza al respecto.
Dicha institución era conformada por un total de cinco éforos, dos de ellos acompañaban
constantemente a los reyes desde el exterior, y los tres restantes permanecían en territorio espartano
estableciendo canales fuertes de comunicación entre el exterior y el interior garantizando así el
respeto y, por tanto, la estabilidad de las instituciones de la ciudad – estado.

El anterior conjunto de instituciones políticas espartanas, como una primera experiencia


histórica sobre la articulación de distintos modelos políticos en un solo gobierno permitieron así, la
formación de un perfil ciudadano sobre la base de la posesión de la tierra y la riqueza de unos pocos,
característico de un sistema oligárquico mixto. Tal perfil, pasaba por la marcada diferenciación entre
ciudadanos iguales, Hómoioi, semiciudadanos, Hypomeíones y ciudadanos de pleno derecho,
Espartiatas (Rufanges, 2016).

El acceso a la ciudadanía en el contexto espartano dependía de la capacidad de participación


de cada miembro en las instituciones de la agogé y las phiditias. La primera, la agogé, hace referencia
a todo el sistema educativo de carácter obligatorio tanto para hombres y mujeres, marcado por un
lineamiento de formación militar. Y la segunda, las phiditias, relacionado con la primera, tiene que
ver con la capacidad de aprovisionamiento alimentario por parte de los ciudadanos es, por tanto, la

[22]
capacidad del ciudadano pleno en la participación y contribución a la organización de comidas
colectivas con intereses de orden social y religioso.

Es menester resaltar, que la ciudadanía en Esparta se obtenía por derecho de nacimiento, sin
embargo, gozar de ella, dependía de la participación individual en las dos instituciones antes
señaladas; consideradas entonces, como las instituciones primarias de mayor importancia para el
sistema de gobierno espartano. Lo que significa a la vez, que quienes no reunían tales condiciones, el
nacimiento y la participación, eran considerados hypomeíones, que son semiciudadanos, es decir, sea
por nacimiento o participación – una en exclusión de la otra – este tipo de ciudadanos, poseían
derechos civiles, pero carecían de derechos políticos (Benéitez, 2004).

Los ciudadanos en Esparta son conocidos como iguales u hómoioi, debido a que así deben serlo ante
el estado, ya en materia social como económica. Son definidos como espartíatas varones, mayores de
treinta años y que poseen plenos derechos civiles y políticos, los cuales ejercen una notable presión,
tanto política como social y física sobre otros grupos heterogéneos sobre los que se imponen […] Así
mismo, la mentada ciudadanía viene dada una vez el espartíata superaba la agogé, integrándose en el
ejército y tras conseguir el lote de tierra, klerôs, cultivable que le correspondía (más los hilotas para
cultivarlo); pero esta condición no es inalienable ni intocable, pues los ciudadanos podían dejar de
serlo en caso de que mostrasen cobardía o desobediencia en batalla, cometieran un delito grave o no
contribuyesen a las sissitíai en la medida que se estipulaba […] Esta parcela de tierra a cultivar que le
era brindada al hómoios resultaba trascendental para garantizarle el sustento y permitir que pudiera
dedicarse a las actividades consideradas dignas, como los asuntos públicos o la guerra. (Rufanges,
2016, p.16)

Así pues, los ciudadanos de pleno derecho, los espartiatas, eran todos aquellos miembros
nacidos en el pueblo de Esparta, llamados así, para ser diferenciados de aquellos extrajeron, migrantes
o esclavos que convivían al interior del pueblo. Obtener el estatus de espartiatas, no significa a modo
general ser un hómoioi, sino más bien una mera marca de identidad y diferenciación respecto a
primero, los hilotas, quienes eran los antiguos pobladores de Laconia y Mesenia, y quienes a su vez,
dada la ocupación de Esparta alcanzan una posición esclavista, y segundo, de los Periecos,
comunidades que vivían cerca de Laconia y Mesenia, y eran considerados territorios libres; estos
últimos podían acceder a la propiedad privada en territorio espartano, participar de las actividades de
comercio, contribuir con impuestos, desempeñar cargos militares o de importancia pública, más
nunca ser considerados ciudadanos de pleno derecho.

[23]
Es así como Esparta construye su modelo ideal de ciudadanía bajo la consigna de luchar por
la patria y defender el honor, por ello, la institución de la agogé era de carácter obligatorio para
acceder una ciudadanía igualitaria, entre otras cosas, porque formaba a nivel educativo, psíquico y
colectivo, el ideal del ciudadano guerrero, del soldado que defiende la patria y construye ciudad. La
ciudadanía en Esparta, fue creada a raíz de las múltiples guerras en las que participó, siendo este el
principal elemento, tanto de constitución, consolidación y decadencia de un sistema político mixto,
instituido desde el valor guerrero de los hombres soldados. Es, por tanto, una ciudadanía de valor
militar, que expresa a su vez diferenciación de estatus y privilegios, sociales y políticos.

La ciudad-estado de Esparta orientó todas sus leyes hacia la guerra y hacia una parte de la virtud, el
valor guerrero, por lo que, mantuvieron su hegemonía mientras guerrearon: “pero sucumbieron cuando
alcanzaron el mando, porque no sabían estar ociosos ni habían practicado ningún otro ejercicio
superior al de la guerra”. Su idiosincrasia se basaba en un fuerte apego a la tradición, en mantener las
costumbres que les habían hecho una potencia en el Peloponeso. Se apegaban a su tierra, y veían con
temor todo lo que viniera de fuera, nunca tuvieron las inquietudes de los atenienses, de innovación y
de realización de nuevos proyectos, a los espartiatas les bastaba con mantener sus tradiciones y su
forma austera de vida. La vida en común de Esparta giró en torno a la idea de austeridad en todo,
comida, vestido, educación, etc. Por otra parte, se presenta por primera vez, la idea de gobierno mixto,
que será muy elogiada y admirada con posterioridad; […] más tarde, las ciudades italianas, admirarán
este gobierno mixto, y también, su virtud ciudadana, su valor guerrero. En cambio, para la ciudadanía
ateniense este valor se presenta con menor intensidad, pero, por otro lado, se conforma un ciudadano
más rico y pleno en contenidos políticos. (Benéitez, 2004, p. 35)

En contraposición al modelo de Esparta, se recupera la experiencia de la ciudad – estado de


Atenas10, por ser considerada, primero, un modelo político hegemónico durante la época griega de
igual valor político que el de Esparta, pero que, segundo, logra constituirse a nivel de la historia de
occidente como un referente de organización política y cultural sobre la formación de los Estados, las
ciudades y los ciudadanos, debido a su carácter de innovación en el campo de la filosofía, la economía
y la administración pública.

La ciudad – estado de Atenas logra desarrollar un sistema político democrático, admirado por
su alta participación política por parte de los miembros de dicho territorio, a través de distintas

10
Las referencias bibliográficas que se han tenido en cuenta para la elaboración de un resumen en la historia de la ciudad
– estado de Atenas son: Burchardt, J. (1974). Historia de la cultura griega. Barcelona – España: Iberia. Finley, M. (1990).
Estudios sobre historia antigua. Madrid – España: Akal, además de la bibliografía señalada a lo largo del escrito.
[24]
plataformas tanto institucionales como de carácter civil, que posibilitaban el surgimiento de un
espíritu ético y político, preocupado por el crecimiento colectivo de la ciudad. Así, Atenas florecía
según los principios de la isonomía – la igualdad de derechos –, la isegoría - la libertad de la palabra
- y la koinomía – que es la búsqueda de la comunión y/o asociación de los ciudadanos bajo la
intencionalidad colectiva de alcanzar un objetivo en común (Aristóteles, 1954).

Es por lo anterior, que Atenas construye una virtud política concreta trasversal a los distintos
momentos de alcance de la democracia, tal virtud llamada la politike areté, consistían en la capacidad
para hablar, pensar y alcanzar el éxito colectivo de la ciudad, a partir de la materialización de tres
virtudes especificas: primero, la andreía – valentía –, la sofrosine – el equilibrio – y la dicaiosine – la
justicia –, cuyo fundamento revelaba la construcción de un tipo de ciudadano especifico,
caracterizado por la virtus griega, el honor y la dignidad. Posterior a ello, con la publicación de la
República de Platón (2011) se definen las cuatro virtudes cardinales, sobre las cuales se construye un
tipo particular de moral humana que, entre otras cosas, orienta la acción política de los ciudadanos de
la polis - griega. Así, al conjunto de la areté, se le añade la phronesis, que es la prudencia, lo que
significa el ejercicio de la razón. Para Platón (2011) la dicaiosine, constituía el punto angular de la
acción ciudadana, pues a partir de allí se logra el alcance de las otras tres virtudes, garantizando de
esta forma la justicia, que es a su vez, garantizar el bien común (Werner, 1996).

De acuerdo a estos principios políticos, la constitución e institucionalidad de Atenas pasa por


distintas fases desde el periodo de la realeza en la época arcaica hasta la consolidación de la
democracia en el siglo IV a.c. Según Aristóteles (1995), la constitución ateniense tiene 12 cambios
cruciales, que definen la orientación democrática del sistema de organización política, donde se
advierten momentos de realeza, aristocracia, república, tiranía, oligarquía y finalmente el alcance de
la democracia. Estos 12 cambios están dados según las reformas constitucionales de los distintos
periodos de gobernanza de la ciudad – estado de Atenas, los cuales se enumeran de la siguiente
manera: primero, la constitución de Ion, segundo, las propuestas de Teseo, tercero, la reorganización
administrativa de Dracón (621 a.c.), cuarto, las leyes de Solón (591 a.c.) con quien se empieza la
democracia en Atenas, quinto, la tiranía de Pisístrato (561 a.c.), seis, los cambios de Clístenes (508
a.c.), siete, las propuestas de Areópago (478 a.c.), ocho, las reformas de Efialtes (462 a.c.), nueve, la
revolución de los cuatrocientos (411 a.c.), décimo, el gobierno de los cinco mil (410 a.c.), once, la
tiranía de los treinta y los diez (404 a.c.), y finalmente, doce, el afianzamiento de la democracia (403
a.c.).
[25]
Dicho afianzamiento de la democracia empieza en el año 591 a.c. con las reformas
constitucionales de Solón, donde al modificar los lineamientos aristocráticos de la institucionalidad
atenea, Solón entrega mayor poder en cuanto participación política al pueblo, fortalece la moneda de
Atenas otorgando así mayor estabilidad al comercio local, también prohíbe los préstamos en garantía
de la libertad de la persona que contrajera tal responsabilidad, reduciendo al mínimo la exposición
inminente a la pobreza y por tanto a la esclavitud (Cataldo, 2009), además redistribuye las tribus de
Atenas, las cuales definían la estructura organizativa de la ciudad, donde estas inicialmente, durante
el periodo de Ión respondían a diferencias familiares y religiosas, pero para el periodo de Solón, las
tribus se dividían según los recursos económicos de las familias.

Inicialmente, en la época arcaica, estas distribuciones territoriales bajo la figura de tribus eran
en total cuatro y definían el estatus de ciudadanía según la descendencia familiar y los lazos religiosos
comunes, la primera llamada los Geleontes, agrupaban a los nobles, segundo, los Egícoras, donde
pertenecían los labradores, tercero, los Argades, quienes eran los campesinos y cuarto, los Hopletes,
es decir, los soldados. No obstante, con el primer periodo democrático de Atenas, que es la
constitucionalidad de Solón se redistribuye el valor social de cada tribu, y pasan a ser llamadas,
primero, los pentacosiomedimnos o quinientos medimnos, segundo, los caballeros o trecientos
medimnos, tercero, los zeugítes o doscientos medimnos, y cuarto, los thétes o menos de doscientos
medimnos. Esta nueva distribución territorial y política contenían una serie de obligaciones militares
y políticas y se definían por los recursos económicos de cada clase social, los cuales se reunían bajo
la figura del Consejo de los Cuatrocientos, llamado boulé, el cual era formado por cien miembros de
cada tribu, democratizando aún más la participación ciudadana de todos los miembros de la población
sobre los asuntos de interés público (Aristóteles, 1995) (Monedero, 2001).

En consecuencia, frente a la necesidad de consolidar un sistema democrático bajo el conjunto


de la politike areté, las reformas de Clístenes en el año 508 a.c. ampliaron las tribus de cuatro unidades
a diez en total, las cuales ya no se definían por los lazos familiares, religiosos o económicos, sino más
bien por su ubicación territorial, construyendo así un espíritu más igualitario. Estas nuevas tribus
estaban compuestas por tres partes, la primera, zona urbana o ásty, la segunda, zona marítima o paralía
y la tercera, zona central o mesógeios, las cuales a su vez se encontraban divididas en cien demos;
cada una de estas tribus agrupaba un conjunto diverso de personas y modos de vida, donde se
privilegiaban los intereses colectivos sobre las necesidades particulares de cada familia o grupo

[26]
profesional (Finley, 1990); de modo que el Consejo de los Cuatrocientos o boulé, paso a ser el
Consejo de los Quinientos, aumentando así la participación política de los integrantes de cada tribu.

De acuerdo a las anteriores transformaciones de orden territorial, para los años 479 a.c., época
conocida como la Pentecontecia o la edad de oro en Atenas, por conseguir una posición de dominio
posterior a las guerras médicas (490 a.c.) se comienzan a perfilar y consolidar las nuevas instituciones
políticas de corte democrático, aquí se resaltan las reformas constitucionales de Efialtes (462 a.c.)
donde se propone el pago de un salario a los miembros de los tribunales y se modifican las
atribuciones del consejo del Areópago (Burchardt, 1974). Esté consejo es considerado como la
institución más antigua de la ciudad ateniense, durante las épocas aristocráticas y oligárquicas, sus
funciones políticas eran distribuidas entre los nobles y el ejercicio de su poder era de carácter vitalicio,
sin embargo, para el periodo de Efialtes, el consejo del Areópago se vuelve más democrático en
cuanto se limitan sus atribuciones, pasando responsabilidades de orden político y económico al
Consejo de los Quinientos y al tribunal de Heliea, así, el Areópago queda limitado a juzgar situaciones
como los homicidios o daños a los productos culturales de orden sagrado e incluso debía tratar los
casos de ostracismo11, principal herramienta de lucha política en la ciudad estado de Atenas (Benéitez,
2004).

Por su parte, el Consejo de los Quinientos o el Bulé (Burchardt, 1974), considerado la


institución más democrática durante la Pentecontecia, estaba formada por ciudadanos mayores de 30
años quienes podían optar al cargo por dos periodos distintos, no obstante, para acceder al segundo
periodo, ya todos los ciudadanos de la tribu, tenían que haber gozado de dicha posición política. El
Bulé recogía una representación de cien miembros por cada tribu, más cincuenta en representación
de las nuevas unidades territoriales, teniendo un total de 500 participantes, sus atribuciones
administrativas pasaban por temas de orden político, económico y jurídico, cuyas consideraciones
eran presentadas en el contexto de la asamblea popular y los miembros que ejercían la autoridad del
Consejo por periodos relativos a 36 días, 10 periodos en un año, bajo la figura de la pritanía, se debían

11
Aristóteles atribuye la ley del ostracismo a las reformas de Clístenes (508 a.c.) era una herramienta de lucha política,
la cual consistía en que cada uno de los ciudadanos escribía en un papel el nombre de la persona que consideraba debía
ser desterrada en marco del Areópago, donde los arcontes contaban el número total de votación y en caso de superar los
seis mil votantes se acataba la ley de ostracismo; que es el destierro de un ciudadano que representa peligro para la ciudad
por su deseo de querer sobresalir a nivel representativo, evitando así figuras posibles de tiranos. Aun pese a que se dictará
sentencia a favor de ello, e implicará que el ciudadano abandonará la ciudad por un promedio de 10 año, esté no perdía
sus derechos de participación política en las instituciones públicas, pues dicha cualidad hacía parte del conjunto total de
la politike arete, una virtud muy valorada para los atenienses, sin embargo, el ostracismo significaba una mancha de
deshonor (Aristóteles, 1995).
[27]
acoger a un proceso de selección democrática optando por el puesto de proedos, siendo en total diez,
uno por cada tribu, garantizando así, la participación generalizada de cada tribu en el Consejo de los
quinientos.

Así mismo, Atenas también contaban con una lista de 6000 miembros constituyentes del
tribunal, con una representación de 600 por tribu, donde se juzgaban las causas de orden privado –
díkai – y público – graphaí – Las sesiones de los tribunales solían tener una duración de un día, y su
realización se encontraba presidida por 9 arcontes, 1 secretario, 1 moderador, 1 presidente y 4
miembros encargados del conteo de votos. Dentro de la figura de tribunal se elegían previamente, de
manera democrática, los magistrados, quienes eran para el año 404 a.c. un total de cuatro miembros
por tribu. La institución del tribunal también contenía la figura de árbitros, cuya posición era ostentada
por todos los ciudadanos mayores de 60 años, y era además un deber moral ocupar tal estatus, en
razón de conservar el principio de ciudadanía.

Ahora bien, el punto neurálgico de la institucionalidad ateniense se encontraba en la


solidificación democrática de la asamblea popular, también conocida como Ekklesía, aquí participan
todos los miembros de las tribus, alcanzando una participación promedio de los cinco mil ciudadanos.
Los asuntos que convocaban a la asamblea, pasaban por temas de guerra, paz, aprovisionamiento,
cargos administrativos, ostracismo y asuntos de gobierno, entre otros. “Todos los ciudadanos
atenienses participaban del consejo, los tribunales y la Asamblea, donde se encontraba el poder
soberano; además existía la posibilidad de desempeñar un cargo administrativo, en una de las
magistraturas anuales de Atenas” (Benéitez, 2004, p.55).

Cada una de las reformas constitucionales en la ciudad – estado de Atenas, y sus respectivas
instituciones democráticas, posibilitaron a gran escala la participación de cada ciudadano miembro
de las tribus en los asuntos públicos de la ciudad, convirtiendo esto en una máxima de conducta ética
y política, más allá de constituirse como un deber legal, se reconocía como una actitud individual que
residía en el compromiso por el desarrollo y crecimiento del territorio habitado, de ahí que el modelo
político de la ciudad – estado de Atenas se convierta en un referente para la historia política de
occidente, entre otras cosas, porque su modelo de compromiso y perseverancia política y ética no
tendrá lugar en otro momento de la historia política moderna (Arendt, 1997).

Razón por la cual, el modelo de ciudadanía tipificado por los grandes logros institucionales
de la ciudad – estado de Atenas, fue caracterizado por el desarrollo de una virtud cívica plena,
[28]
materializada en la acción cotidiana de la agencia política tanto individual como colectiva, más no
solo reposada en el ideario filosófico del modelo ideal o de la idea contemplativa. La ciudadanía
ateniense define al ser humano como zoon politikon, que es animal político y social, y como zoon
logon ekhon, ser vivo capaz de discurso, donde se entrelazan bajo la premisa de la vida activa a nivel
político, que es la habilidad humana de la acción y el discurso presentados como sinónimo de la vida
digna del hombre, a través de las virtudes cardinales y de la politike areté.

La areté era una facultad práctica, que debía realizarse continuamente en la polis, abarcaba razón y
habilidad, distinción, valentía, generosidad, dominio de sí, y también fama, prestigio y bienestar. Unía
la acción a la palabra, cualidad muy apreciada por los griegos desde Homero, éste ideal de ciudadanía
ya fue enseñado a Aquiles por Fénix: ser apto para pronunciar bellas palabras y realizar acciones […]
El hombre estaba llamado a cumplir una existencia superior: La vida plena en la comunidad, la
realización de la areté, y la conquista de la eudaimonía, la felicidad. El ciudadano era el fin de la ciudad
– estado, como también era su origen, se identifica a la ciudad con el conjunto de sus ciudadanos. Los
atenienses dedicaban a la polis su cuerpo y su mente, continuamente se planteaban nuevos proyectos
en común, propuestas audaces y arriesgadas, siendo innovadores y modernos. (Benéitez, 2004, p. 62)

Por otra parte, siguiendo con el recorrido histórico de las ciudades – estado de la antigüedad,
se hace necesario advertir la experiencia de Roma 12, como cuna del republicanismo y del nacimiento
de la virtud y del derecho romano, cuyas características serán base fundante de las instituciones
modernas europeas como la figura del senado y el consulado, además de tipificar un perfil ciudadano
cada vez más exclusivo.

Roma se caracterizaba por tener en un principio un gobierno monárquico, liderado por un


total de 7 reyes hasta el inicio de la república en el año 509 a.c. Dichos reyes en orden cronológico
fueron: primero, Rómulo (753 a.c. – 715 a.c.) quien a nivel político logra dividir la ciudad en treinta
curias; durante el periodo de Rómulo también se advierten las primeras pesquisas de organización de
un senado, con un primer nombramiento de 100 senadores, además de la construcción de las centurias
de caballería, definiendo de este modo un tipo específico de ciudadano soldado. El segundo periodo
monárquico es encabezado por Numa Pompilio (715 a.c. – 673 a.c.), reconocido a nivel histórico
como el rey pacífico fundante de las organizaciones e instituciones religiosas romanas, responsable

12
Las fuentes bibliográficas que fueron de utilidad para la construcción de una breve reseña histórica e institucional sobre
la ciudad estado de Roma son: Martínez – Pinna, J. (2001). Los reyes de Roma entre la leyenda y la historia. Málaga –
España: Universidad de Málaga. Halicarnaso, D. (2016). Historia antigua de Roma. Libros I – III. Barcelona – España:
RBA Libros.
[29]
de la reforma al calendario romano (12 meses y 365 días) y de la realización de las primeras
ceremonias religiosas. El tercer periodo de la realeza romana es precedido por Tulio Hostilio (673
a.c. – 642 a.c.) quien definió las curias como la sede principal del senado, fortaleciendo de este modo
una de las instituciones políticas más importantes de la república romana. El cuarto rey fue Anco
Marcio (640 a.c. – 616 a.c.) encargado de las conquistas territoriales más estratégicas para el
desarrollo del comercio romano, a él se debe la victoria sobre el Mare Nostrum, que es lo que
actualmente se conoce como el mar mediterráneo, lo que permitió establecer relaciones comerciales
con los Etruscos al sur de Italia y con la ciudad – estado de Grecia. Este periodo monárquico significó
a nivel político, extensión territorial y a nivel económico, desarrollo comercial. El quinto rey fue
Lucio Tarquinio Prisco (616 a.c. – 519 a.c.) migrante de origen italiano, quien bajo el manto de su
posición de poder lograr introducir 200 senadores etruscos y ampliar a su vez, las centurias de
caballería hasta conformar un total de 6 unidades básicas de infantería. El reinado de Tarquino fue
conocido además por la creación de los grandes juegos romanos. El sexto, siguiente periodo
monárquico, es liderado por el rey Servio Tulio (578 a.c. – 535 a.c.), considerado uno de los periodos
de gobernanza más importantes para el desarrollo de la organización política romana, porque logra
reunir el total de curias en 35 unidades territoriales llamadas tribus, identificadas según su
localización geográfica, es decir, urbanas o rurales; distribuidas así: 4 tribus urbanas y 31 tribus
rurales. Siendo las primeras, las de mayor relevancia en cuanto espacio de construcción y
consolidación de un nuevo tipo de ciudadano romano. La relevancia de su periodo de gobierno pasa
por la realización de los primeros censos poblacionales, que definían las distintas clases de
ciudadanos y, por tanto, sus respectivas responsabilidades, políticas, económicas y, sobre todo,
militares. Lo que conllevaba a la reorganización territorial y social de Roma en tribus, centurias 13 y
clases, bajo una idea jerárquica de ejercicio ciudadano (Martínez – Pinna, 2001).

Cada clase la formaban aquellos ciudadanos de determinado rango y fortuna. “con los de la primera
clase formó ochenta centurias, y dos de obreros para el transporte de las máquinas de guerra. Formó
veinte centurias con los miembros de la segunda clase, e igual número, para los de la tercera y cuarta
clase. Con los miembros de la quinta, formó treinta centurias. Con la población que no poseía la renta
necesaria para la quinta clase, formó una centuria exenta del servicio militar. Para la caballería
inscribió doce centurias de entre los ciudadanos principales, y además otras seis, de las tres creadas

13
Las centurias fueron el primer espacio de socialización y colectivización política, por lo que es considerada como la
primera institución política de Roma que alcanza un status de consolidación a tal magnitud. Posteriormente, en la época
de la república se transformarán bajo la figura de asambleas romanas. (Benéitez, 2004)
[30]
por Rómulo” […] los ciudadanos de la primera clase del censo eran los “classicus”. Se les designaba
así por su riqueza, aunque también el término connotaba excelencia y prestigio. Con el tiempo, el
vocablo se traslada a la política, literatura, y al resto de las bellas artes. El término añadido a muchas
realidades distintas siempre atribuirá a la cosa cualidades muy positivas: belleza, corrección,
excelencia, etc. (Benéitez, 2004, pg. 66).

Y, por último, el séptimo rey del periodo monárquico romano es dirigido por Tarquino el
Soberbio (535 a.c. – 509 a.c.), a quién se le acude tal calificativo por su personalidad violenta y su
gobierno despótico. El gobierno de Tarquino, por un lado, empieza por una acción de cooptación del
poder en cuanto asesina a su suegro Servio Tulio, fracturando de este modo la tradición de elección
por parte del pueblo y del senado sobre quién debía ocupar el trono y, por otra parte, termina con el
periodo de monarquía y se presenta como el momento de crisis social para la implementación de la
naciente república romana (Livio, 1992).

El mandato de Tarquino el Soberbio será reconocido por la construcción del Templo de Júpiter
en el monte del Capitolio, cuyo levantamiento arquitectónico refiere como ofrenda a Júpiter, el dios
del Estado, además de presentarse como centro de poder político por su ubicación geográfica. Durante
su mandato también se estableció el servicio militar obligatorio, y la distribución igualitaria del trigo,
proceso que se conoció como annona14. Aun pese a que el reinado de Tarquino pasase a la historia
como el peor recuerdo de la monarquía romana, se resalta a nivel político y organizativo, las victorias
guerreras, la extensión territorial, el crecimiento económico y el desarrollo urbanístico y cultural que
la fuerza de su poder y las relaciones cooperativas de legitimidad con las ciudades etruscas ofrecieron
a Roma como ciudad – estado de la antigüedad.

Finalmente, el periodo de la monarquía romana se presenta como una manifestación de furia


por parte del pueblo en contra de un conjunto de acontecimientos violentos, desembocados sobre la
permisibilidad que tuvo Tarquino con su hijo Sexto, al permitir la violación de Lucrecia (esposa de
Lucio Tarquino Collatino), cuyo desenlace fue el suicidio de la joven y la rebeldía de los romanos
frente a la monarquía, provocando de esta forma la expulsión definitiva del rey y de toda la familia
Tarquino. Tal revolución, liderada por Lucio Junio Bruto y Tarquino Collatino, convertidos
posteriormente en los libertadores del pueblo, fueron los encargados de sustituir la figura del rey, por

14
La annona fue una institución estatal encargada del aprovisionamiento de alimentos básicos para su justa distribución
entre poblaciones menos favorecidas y de esta forma combatir las crisis de hambre, consecuencia de las guerras y las
migraciones campo - ciudad.
[31]
la figura de cónsules, advirtiendo así, para el año 510 a.c. el nacimiento de un nuevo sistema
republicano (Livio, 1992).

Como afirma Cicerón (1967) la importancia histórica de cada uno de los periodos de la
monarquía romana fungió como base para el florecimiento y, por tanto, solidificación de cada una de
las instituciones republicanas. Comprender de manera histórica y analítica el tránsito entre la
monarquía y la república en el contexto de la ciudad – estado de Roma, es lograr identificar el carácter
hegemónico de una cultura política particular, que convirtió su principio de virtus romana por amor
a la patria en una máxima universal, sobre todo para los pueblos italianos (etruscos, griegos, sabinos,
etc.) y el resto de occidente y gran parte de oriente.

Roma creció como ninguna otra ciudad – estado en la antigüedad, y lo hizo sobre la base de varios
principios políticos: la justicia, la concordia y, sobre todo, la caritas republicae – amor a la patria -.
La justicia se establecía por medio del derecho romano, que constaba del ius civile, ley romana privada,
y del ius Gentium, derecho de gentes común a todos los pueblos. La concordia debía existir entre
patricios y plebeyos, y presidir todas las decisiones que se tomaran en la república, trasladándose a
leyes e instituciones. La república romana era la mezcla equilibrada de las tres formas puras de
gobierno: la monarquía por sus dos cónsules, la aristocracia por el senado y la democracia por la
participación del pueblo en las distintas asambleas romanas. (Benéitez, 2004, pg. 67)

De esta forma, fue como el senado se convirtió en la institución política más importante para
la república romana, precedido por los patricios o padres fundadores de la ciudad, revestidos de las
principales virtudes romanas como el amor a la patria, el honor y el sacrificio, en la búsqueda de
suponer las individualidades al alcance de un proyecto común como ciudad. El senado contaba con
un total de 300 miembros y eran los encargados de diseñar todo lo relacionado con lo público
Halicarnaso (2016), en referencia a la renta, el gasto, la política exterior, e incluso, la participación y
designación de un dictador en casos de emergencia o crisis social.

Otra de las instituciones políticas de mayor relevancia para la república romana fue la figura
de los cónsules, encargados de la construcción y promulgación de las leyes romanas, además de ser
la fuente sobre la que se permitían los espacios de socialización democrática, puesto que eran los
únicos con potestad de convocar las asambleas. Los cónsules, revestidos para el principio de la
república con el manto del supremo poder religioso y militar, dirigían las actividades bélicas del
pueblo romano y gozaban de autoridad soberana.

[32]
Fue así, como por medio de esta autoridad, las asambleas – comitia curiata, comitia centuriata,
comitia tributa15 y concilium plebis16 – logran canalizar un espacio social de participación política,
ya iniciado en la fase monárquica empero fortalecido durante la república, en cuanto se aumentó la
cobertura participativa a las distintas comitias romanas, curias, gens y familias que constituían la
ciudad. Es menester aclarar, que las asambleas civiles de Roma, no gozaron de un carácter
ampliamente participativo como lo espacios de la areté griega, pues aquí no se permitía el ejercicio
deliberativo por parte de los plebeyos, más su función era solamente informar y someter a votación
las nuevas decisiones políticas y públicas (Mommsen, 2003).

Tal expansión participativa, practicada en su mayoría por la plebe urbana, fue lo que se
conoció como el civis sine sufragio: participación sin derecho a voto17, lo que, posibilitó la
construcción de un modelo de ciudadano romano, definido por la virtus romana, y los derechos de
orden político, civil, militar y económico. En este orden ideas, Benéitez (2004) resumen de la
siguiente manera la ciudadanía de la ciudad – estado de Roma.

La virtus romana que fue conformándose en la república se basaba, más que en derechos, en
obligaciones militares y políticas. Todo ciudadano romano hasta la edad de cuarenta y seis años debía
servir en el ejército […] también podía ser elegido para uno de los cargos que formaban el llamado
cursus honorum, que era una carrera política que comenzaba con el cargo de cuestor, seguía con los
de edil, pretor, y censor, y finalizaba con el de cónsul […] El servicio público y su responsabilidad iba
incrementándose en cada nivel, paralelamente al honor y sacrificio que conllevaba desempeñar cada
uno de estos cargos. Promover el bien público a costa de un fuerte sacrificio personal fue identidad de
la ciudadanía romana […] la república que supo imprimir en sus ciudadanos estas cualidades de amor
y sacrificio por la ciudad – estado de Roma […] Además de las obligaciones militares y del honor de
ejercer un cargo público, el ciudadano romano disfrutaba de ciertos derechos. La ciudadanía romana

15
Las diferentes asambleas romanas tenían objetivos políticos distintos entre ellas, pero además distintos a los objetivos
de la ciudad – estado ateniense. Para los romanos, las primeras asambleas como las contio funcionaban como espacios de
socialización de discursos sin existir la posibilidad de voto. En las asambleas comitia se toma una decisión respecto a lo
discutido en la primera asamblea sin mencionar discurso alguno, solo exponiendo el voto; evitando de esta forma que el
voto se encuentre supeditado por los discursos intencionados de los magistrados (Cicerón, 1967).
16
El concilum plebis era la asamblea donde se aprobaban las leyes de los plebeyos, en tanto se lograba compartir a través
de este espacio, el poder político con los patricios. Fue, además, la institución que logro materializar el ideal romano:
SPQR SENATUS POPULUS QUE ROMANUS, lo que significa el senado y el pueblo romano (Finley, 2015).
17
La ciudadanía inicialmente en Roma gozaba de un carácter exclusivo en los primeros años de la república, aunque
paulatinamente se fue ampliando, no fue hasta el año 211 a.c. con el imperio de Caracalla – Marco Aurelio Severo – quien
por medio de un decreto real extiende el status de ciudadanía a todos los habitantes de la ciudad romana, diferenciado
esta zona territorial de la rural, pues el objetivo principal de dicha decisión obedeció a motivos económicos más que
políticos, para garantizar de esta forma el desarrollo comercial, industrial, urbanistico y cultural de las distintas ciudades
- repúblicas.
[33]
giraba en torno a dos tipos de derechos, ius: el civil, que englobaba al ius commercium, y al ius
connubium, y el político del ius suffragium. (Benéitez, 2004, pg. 77-78)

Es de este modo, como la ciudadanía romana logró definir un conjunto de virtudes y


obligaciones características que alcanzaron el lugar hegemónico de construcción política en occidente
y parte de oriente, convirtiendo sus ideales y máximas jurídicas en puntos claves de organización y
desarrollo institucional. Se advierte así, que, en los primeros años de república, Roma articula las
concepciones de derecho y privilegio en un marco jurídico universalizante, materializado en campos
como el servicio militar, el cursus honorum, el derecho al matrimonio, la apelación a los magistrados,
la participación asamblearia sin sufragio y el derecho al comercio. En consecuencia, se afirma que
Roma es la primera experiencia política en occidente que logra definir por medio de un status jurídico
la identidad ciudadana (Mommsen, 2003).

Por lo tanto, las formas de organización política, institucional, jurídica, económica y moral de
las tres experiencias antes señaladas, en cuanto formación de ciudad – estado en la antigüedad,
fungieron como antecedentes históricos para el surgimiento de los modelos contemporáneos de
ciudadanía, en relación a la presentación de un marco definitorio sobre el ejercicio político y sobre la
relación del ciudadano con el Estado. Así pues, la ciudadanía en Esparta, caracterizada por un talante
guerrero, se convierte en referencia para Roma en su desarrollo militar y en su definición de un
soldado ciudadano que otorga honor y sacrificio a la construcción y desarrollo de su pueblo. En
contraposición a ello, la experiencia práctica y filosófica de Atenas ofrece la construcción de una
ciudadanía política, participativa y comprometida con el crecimiento moral de la ciudad y de los
ciudadanos, aunque en tal contexto, la ciudadanía gozará de un estatus mucho más exclusivo que en
las ciudades – estado de Esparta y Roma. En este orden de ideas, se reconoce entonces que, primero,
Esparta entrega a Occidente la eunomía, que es el buen orden, en cuanto elemento fundante de sus
instituciones y constituciones, Atenas construye ciudadanía sobre la isonomía, en referencia a la
igualdad, y Roma con su concordia y pietas republicae, propone una ciudadanía jurídica mayormente
inclusiva.

Así, desde la construcción de una ciudadanía militar (Esparta), o desde el amor a la patria y
la concordia (Roma) e incluso desde la práctica de la politike areté (Atenas), con sistemas políticos
definidos por la oligarquía, aristocracia y democracia, respectivamente, empieza a renacer un nuevo
espíritu político, marcado por la muerte del homo politicus y el nacimiento del homo oeconomicus
(Max Weber, 2014) en el contexto de las ciudades – republicas italianas, permitiendo entonces, el
[34]
surgimiento del burgués medieval, quien encarará un moderno perfil ciudadano; emergente de las
raíces tradicionales de los modelos de ciudadanía antigua o clásica, empero fortalecido con un
proyecto ambicioso de construcción de estados y repúblicas, incluyentes, democráticas y
participativas a nivel político y económico, que comprometiera, una revolución tanto cultural,
arquitectónica como institucional. Esto también se conoció como el renacimiento de las ciudades de
la Baja Edad Media, cuya marca de identidad fue delinear el camino de tránsito entre la Europa del
Medioevo y la Europa Moderna.

Es de esta forma, como surgen las primeras ciudades medievales, caracterizadas por el
crecimiento poblacional, la construcción de fortalezas, el intercambio comercial, la estabilidad de un
mercado local, el desarrollo de una economía industrial diversificada, el acaparamiento de fuerzas
militares y territoriales en figuras estamentales como señoríos, reyes o principados, contenedores de
las fuentes de poder y autoridad sobre la que erigen formas políticas y administrativas autónomas y
sobernas. Por lo que, el nacimiento del homo oeconomicus bajo este contexto de transformaciones a
escalas político – organizativas, permitió que floreciera el burgués, que es, el habitante del burgo, es
decir, quien obtenía por medio de su poder adquisitivo, su herencia, o capacidad/habilidad para operar
sobre las redes de intercambio comercial a nivel interno y externo, un cuerpo sólido de legitimad
social y poder económico.

El nacimiento del burgués y con ello, el de las ciudades medievales 18, produce las bases
fundamentales del desarrollo constitucional urbano. El burgués en tanto obtenía derechos de acuerdo
a su condición de status social, como, por ejemplo, el ser propietario de un burgo, tener el control
sobre el mercado local, entre otros, disponía, además, de un conjunto de responsabilidades civiles,
las cuales, tenían como principio promover el crecimiento económico e industrial de las ciudades,
por lo que era el encargado a su vez de ofrecer suministros y prestaciones militares para garantizar
por un lado, la seguridad de las ciudades amuralladas y por otro, el embellecimiento y abastecimiento
de la misma. Esta relación, constitucionalizada, es decir, normatizada, a través la conjuratio19 de los

18
Para Max Weber el burgués y el ciudadano significan lo mismo, pues los burgueses constituyen una organización de
cives dentro de la ciudad medieval. “El sociólogo alemán reconoce muy pronto que la libertad que se respira en ella [la
ciudad] está inextricablemente unida al poder político – económico poseído por los habitantes burgueses de la misma: “la
característica fundamental de la ciudad, en sentido político, fue la constitución de un estamento separado de los demás y
portador de los privilegios de la ciudad: el estamento de los burgueses. (Weber, 1987:23)”” citado en (Bastida, 2008. P.p.
5).
19
La conjuratio es el juramento que realizan los burgueses en calidad de individuos libres, con el objetivo de pertenecer
a la ciudad como ciudadanos. Explica Bastida (2008) que “La conjuratio, el juramento que se requería a los pequeños y
grandes burgueses para ingresar a la hermandad conjurada, es decir a la ciudad pensada como comunidad política. La
[35]
burgueses, fungió como base para el desarrollo del derecho urbano, puesto que logro sintetizar
jurídicamente los privilegios20, pero también los deberes civiles21 que les correspondían a los
burgueses en cuanto vecinos de la comuna.

Estos primeros esbozos modernos de constitucionalidad republicana permitieron legislar


sobre la posibilidad de la libertad, no como cualidad exclusiva de quien entonces, se la pudiese
permitir, por herencia familiar o privilegio económico materializada a priori en un status de
ciudadano, sino, por el contrario, como una condición generalizada para todo miembro de la comuna,
es decir, quien quisiera habitar los compendios urbanos de desarrollo comercial e industrial debía
renunciar a cualquier tipo de relación feudal22, pues la naciente ciudad, como ciudad moderna
requería seres humanos libres, cuya extensión y representación fuese la consolidación de las ciudades
– estado soberanas. Aquí florecerá el nuevo modelo de ciudadanía, el “cives”23 republicano
(Valdeavellano, 1991).

Este nuevo grupo social, los “cives”, es decir – hombres – ciudadanos libres, generan las
condiciones de la vida política pública a raíz de la apropiación de los espacios de comercio que
conllevan directamente al crecimiento y desarrollo de las ciudades y con ello a la renovación de las

conjuratio no era realizada por los burgueses en su calidad de miembros de un estamento sino de individuos libres que
deseaban formar parte de la asociación de ciudadanos. Su origen como campesinos, artesanos o mercaderes resultaba
irrelevante: “el burgués se presenta como individuo. Como individuo para la conjuratio. La pertenencia a la asociación
local como tal […] le garantiza su posición jurídica personal como burgués”( [Weber, 2002:963] Citado por Bastidas,
2008, p.7).
20
La conjuratio de los burgueses logró constituirse como un estamento separado del resto de la población, posibilitando
así gozar de una serie de privilegios justificados sobre la base de su hermandad como, por ejemplo, la libertad personal,
libertad de movilidad, libertad de comercio, participación abierta en el sector de la industria, entre otros. Tales privilegios,
contenidos en el marco del derecho urbano, fungieron como condición para el desarrollo industrial, económico y
comercial de las nuevas ciudades medievales en la Europa occidental (Valdeavellano, 1991). Por otra parte, cabe
mencionar que la exclusividad de este estamento bajo el principio de ciudadanía libre, promovió el surgimiento de la
clase desfavorecida, los proletarios, ese otro que fuera de las márgenes de la conjuratio no gozaba de tales privilegios
ciudadanos, convirtiendo entonces, el ideal de ciudadanía libre en una nebulosa ironía del derecho moderno. Afirma
Bastida (2008) que “el capitalismo tiene por resultado el enriquecimiento de unos y el empobrecimiento de otros,
[surgiendo así] un estamento de desposeídos que no eran considerados burgueses […] si bien llegaron a constituir la
mayor parte de la población urbana […] No pertenecían a ninguna guilda ni conformaban asociación de tipo alguno;
tampoco poseían voz en los asuntos públicos (Fox, 1977). Estos proletarios eran súbditos en una tierra de ciudadanos”
(p.p. 9).
21
Aunque los burgueses en su mayoría poseían una serie de privilegios que les garantizaba mantener el status de
ciudadanía, y por tanto ser hombres libres, también tenían una serie de obligaciones políticas y económicas
comprometidas con el crecimiento y embellecimiento de la ciudad.
22
Para perder la condición de vasallo era necesario habitar la comuna urbana durante un año y un día y de esta forma
adquiría la libertad personal.
23
El cives son los nuevos ciudadanos que aparecen en contexto de crecimiento urbano y económico de las ciudades
medievales. Los cives son, según Valdeavellano (1991), los burgueses que conviven con los demás estamentos como el
clérigo y los nobles, entre otros, constituyendo un estamento diferenciado respecto a estos, con unidades políticas, sociales
y jurídicas propias.
[36]
ideas políticas heredadas de las ciudades – estado de la antigüedad, si bien se recupera la idea del
cuidado, preocupación y compromiso por el espacio habitado, por lo público y colectivo, también se
empieza a considerar la necesidad de dividir las responsabilidades políticas de las económicas, para
ello, los burgueses argüían, sobre el deber que correspondía a los gobiernos y legisladores de la
ciudad garantizar las condiciones mínimas para el libre desarrollo del mercado y del comercio.

Es bajo este escenario que las ciudades medievales italianas24 se presentan como un referente
para advertir el desarrollo del modelo de ciudadanía republicana, puesto que allí aparece por primera
vez en Europa la figura del burgués, del humanismo, del renacentismo, de los gobiernos mixtos
(aristocracia y democracia) revitalizando la idea de la ciudadanía activa y del territorio soberano. Las
ciudades republicanas en la Italia de finales del siglo XI y principios del siglo XIV se caracterizaban
por: primero, el auto reconocimiento como ciudades soberanas, segundo, el desarrollo político –
económico de un sistema mixto entre la herencia romana, medieval y moderna, basada en una
constitucionalidad republicana (Skinner, 1985) cuya orientación principal es la participación política
colectiva frente a la resolución de los problemas comunes, tercero, el desarrollo económico, comercial
e industrial que conlleva al crecimiento de la ciudad, cuarto, la libertad personal como condición para
el propio desarrollo de la ciudad, quinto, la elaboración de una política exterior propia, con poderes
políticos, jurídicos, administrativos, económicos, fiscales y militares autónomos (Weber, 2014).

La nueva constitución republicana que regía organizativamente las ciudades medievales de


Venecia y Florencia, permitió la aparición de nuevas figuras e instituciones políticas cuyo carácter
fortalecía la visión asamblearia de participación y discusión sobre la cosa pública. Así, a finales del
siglo XI las figuras medievales como los señores feudales fueron sustituidos por la de Cónsules,
quienes eran elegidos por la comunidad en asamblea, para desempeñar tareas judiciales y ejecutivas.
El Cónsul a su vez fue sustituido por el Podestá quien gozaba del poder supremo sobre la ciudad
(Skinner, 1985).

Las instituciones políticas con mayor importancia dentro de las ciudades republicas fueron:
primero, las Asambleas, segundo, los Consejos; por un lado, el Gran Consejo conformado por
alrededor de cuatrocientos mil miembros y por otro, el Pequeño Consejo o Consejo Secreto que era

24
Los textos bibliográficos que se tuvieron en cuenta para la elaboración de una aproximación al contexto histórico de la
ciudad – republica italiana, con énfasis en las experiencias de Florencia y Venecia fueron: Waley, D. (1969). Las ciudades
– repúblicas italianas. Madrid – España. Y Skinner, Q. (1985). Los fundamentos del pensamiento político moderno.
México.

[37]
formado por menos de cuarenta personas, tercero, el Popolo italiano, definido como una asociación
de carácter militar, económica y política, que reunía un conjunto de gremios y profesionales cuyo
objetivo era defender sus intereses frente a las autoridades municipales, y cuarto, la Signoria,
reconocido como la mayor expresión política de la evolución institucional de la Italia medieval a la
Italia república (Waley, 1969).

Dicha evolución institucional, política y gubernamental fue mayormente explícita en las


experiencias históricas de Venecia y Florencia, por ser ambas ciudades las primeras en Europa en
desarrollar la figura del burgués, además de estabilizar económica y políticamente una ciudad a través
de la consolidación de gobiernos mixtos. Venecia se constituye como el referente del desarrollo
comercial, cuya firmeza descanso sobre la base de la constitución republicana que normalizo los
escenarios de intercambio económico garantizando unidades mínimas de protección y seguridad para
los distintos miembros de los gremios participativos. Y Florencia como el centro del crecimiento
industrial, cuna de la Signoria, del humanismo, el renacentismo y la ciudadanía activa.

En consideración, las instituciones políticas que Venecia logra desarrollar fueron también
consecuencia de su relación comercial con Constantinopla, pues se efectúa un intercambio cultural
sobre política, economía y técnicas de gobierno, lo que conllevo a que en 1297 -1315, se solidificará
la reforma del Libro de Oro y conformará así, lo que Max Weber (2014) denominó como una ciudad
de linajes, donde el poder político es depositado en manos de los nobles y el poder económico en
funcionarios de confianza de estos últimos. De esta forma, las instituciones políticas de mayor
relevancia para la Venecia del siglo XIII fueron: primero, El Maggior Consiglio, que fue el mayor
órgano político asambleario sobre el cual descansaban las responsabilidades de elección de todos los
funcionarios de la ciudad incluido el Dux; los miembros participes del Consiglio era limitado a los
patricios inscritos en el Libro de Oro, por lo que era un centro político de carácter exclusivo y
hereditario. Segundo, el Senado, encargado de tramitar asuntos, jurídicos, económicos y de política
exterior. Y tercero, el Dux, quién era el máximo representante de Venecia. El Dux era a su vez,
miembro del Collegio o Signoría, donde compadecían los ministros, el canciller y el presidente del
Consejo de los Diez. Esta última institución fungió como controlador del ejercicio político por parte
de los nobles. En consecuencia, Venecia logra estabilidad política y administrativa a raíz del conjunto
de instituciones desarrolladas y de la poca participación política de los ciudadanos puesto que su
ejercicio era condicionado a la clase social y a los intereses de está (Pirenne, 2015).

[38]
Por otra parte, las instituciones que advierten sobre el desarrollo político de ciudad – república
en Florencia fueron menos estables que la experiencia de Venecia, y tuvo una naturaleza de corte más
plebeyo que mixto, lo que también posibilitó que en Florencia se viviera la agitación social de una
manera más marcada, advirtiendo entonces un ejercicio ciudadano mucho más activo, pues las
diferentes facciones se enfrentaban en búsqueda del reconocimiento institucional sobre las
necesidades particulares de cada gremio. Las instituciones políticas que se desarrollaron a lo largo de
los periodos republicanos en Florencia (1328 - 1434) y (1494 – 1512, 1527 - 1530) (Benéitez, 2004)
fueron: primero, el Ordinamenti di Giustizia (1293), el cual consistió en un compendio de leyes en
contra de las clases nobiliarias de la ciudad y a favor de la naciente clase mercantil, esta reforma
política permitió que el Popolo compartiera escenario político con los nobles, segundo, el
Gonfalonerolo, tercero, los Priores, cuarto, los Buoni Huomini quienes aconsejaba a los priores,
quinto, los Magistrados encargados de defender el Popolo, sexto, el Consejo municipal conformado
por doscientos cincuenta miembros, séptimo, el Consejo del pueblo, del cual participaban alrededor
de trecientos ciudadanos, octavo, el Consejo de La Signoría, nueve, el Consiglio Grande institución
que podía agrupar hasta tres mil miembros (ibidem).

Por consiguiente, es menester señalar que el desarrollo político – institucional de la Italia


republicana, logró formar un modelo de ciudadanía concreto, territorializado en las comunas urbanas
bajo las consignas de libertad y virtú, donde para alcanzar el status de ciudadano era necesario
desplazarse del campo a la ciudad, vivir en el centro urbano mínimo un año y un día y renunciar a
cualquier tipo de relación de vasallaje, con ello se adquiría la soñada libertad moderna, y por tanto la
identidad de ciudadanía.

Así pues, el surgimiento del burgués y de sus necesidades particulares de crecimiento


industrial, económico y urbano, señalando en consecuencia la evolución cultural, administrativa,
arquitectónica y política supuso que Italia se fijara como referente europeo frente a los gobiernos
republicanos mixtos, cuyas banderas de lucha consistieron en la participación activa de los
ciudadanos, quienes buscaban el cuidado, protección y desarrollo de las ciudades, reivindicando
entonces, la herencia histórica de las ciudades – estado de la antigüedad, como lo son los valores de
Roma y Esparta frente al amor a la patria, el honor y el sacrificio, por ello, Maquiavelo (1971 y 1979)
en sus diferentes escritos advierte que la virtú más allá de ser una condición política, es una
particularidad moral, donde la base axiomática es la búsqueda del bien común, la concordia, el honor,
la justicia, la estabilidad, la preocupación y protección por la ciudad, a la vez que un sentimiento de
[39]
pertenencia por la misma, consideraciones fundamentales para la consolidación de un modelo
republicano de ciudadanía.

De ahí que las ciudades republicanas posibilitaran el tránsito entre el homo politicus y el homo
oeconomicus (Max Weber, 2014), pues en las ciudades estado de la antigüedad, como ya se ha
mencionado anteriormente, la ciudadanía contenía un carácter mayoritariamente político y militar, y,
por el contrario, en la ciudadanía republicana, el principio de ciudadanía se basaba en los intereses
económicos del burgués, quien para la edad media, hasta el siglo XIX era equiparado al status de
ciudadanía. El burgués además de reivindicar los valores políticos y civiles heredados de la
antigüedad, desarrolla un espíritu libre, de crecimiento personal como principio y condición para el
crecimiento colectivo, donde convergen valores como el ahorro, la disciplina, el trabajo continuo, la
agilidad para el negocio, entre otros, configurando así un perfil ciudadano racional y metódico,
protegido por el derecho civil y urbano, que le permite disfrutar de libertad y paz para el desarrollo
del comercio, cuyos deberes civiles – menores que en la antigüedad – se limitan al cuidado,
embellecimiento y servicio a la ciudad, la colaboración militar, el pago de impuestos proporcionales
a la riqueza, la participación activa en las diferentes instituciones políticas de la ciudad, donde su
status de burgués le permitía ejercer con libertad el ejercicio político de ciudadanía, además de la
reivindicación y decoro a la doctrina cristiana por un lado, y por otro, a la vivere civile. Aún así, es
necesario advertir que los espacios politizados de la areté griega o la virtud romana en su estricta
exposición no serán más que una anécdota del pasado, pues este nuevo modelo de ciudadanía
permitirá que, en etapas posteriores de desarrollo institucional y político, la condición económica
sobrevenga siempre a la condición política (Werner, 1972).

Capítulo 2. Modelos de ciudadanía en la política contemporánea.

El presente apartado tiene como objetivo el trazo de un recorrido teórico sobre el haz de
conceptualizaciones alrededor de la ciudadanía en la teoría política contemporánea, desde los
diferentes ángulos de enunciación, tanto políticos, jurídicos como culturales, para advertir en ello, las
transformaciones epistemológicas de la ciudadanía como concepto en cuanto interactúa dentro del
espacio social con categorías como migración. A menester de las nuevas configuraciones
gramaticales sobre los ejercicios políticos en contextos de ciudad global, es importante comprender
el recorrido histórico de la categorización sobre ciudadanía, por ello, los aportes teóricos y los

[40]
antecedentes de las experiencias políticas en la constitución de las ciudades estado de la antigüedad
y las ciudades republicas italianas, permiten la elaboración de un marco teórico y político que expresa
en su interior la superación y conservación de distintos periodos históricos, dando lugar a modelos
cada vez más amplios, incluyentes y complejos.

Por lo que, la ciudadanía en tanto construcción teórica y en tanto experiencia vital de la


política colectiva es entendida como una categoría dinámica, capaz de adaptarse a las condiciones
sociales, políticas, jurídicas, económicas y culturales de los escenarios donde se convierte en
experiencia, a la vez que, genera la transformación de dichas condiciones. Esta doble cualidad de la
ciudadanía, posibilita la exposición multidimensionada de su carácter funcional frente a la
configuración de escenarios políticos diversos, pues, por un lado, se presenta como condición de
estatus legal y, por otro lado, como espacio de socialización para una práctica política tanto individual
como colectiva.

De ahí que, la ciudadanía sea entendida bajo tres dimensiones: primero, como estatus legal,
es decir, como reconocimiento jurídico otorgado a los integrantes de un territorio por medio del
conjunto de derechos y deberes sociales, tal estatus legal, establece una estratificación entre quienes
son o no ciudadanos. El alcance y carácter de dicha dimensión depende de la titularidad estatal.
Segundo, la ciudadanía como identidad respecto al territorio y la comunidad nacional, aquí se hace
referencia a la ciudadanía como un conjunto de expresiones culturales, sociales e históricas
compartidas entre los habitantes de un territorio, a partir de las cuales, se configuran las relaciones
interpersonales, y las relaciones entre sociedad y Estado. Y tercero, la ciudadanía como membresía
política, donde se define el ser ciudadano a partir de su capacidad participativa y de integración en
los espacios y asuntos públicos (Peña, 2008). Estas tres dimensiones de la ciudadanía son trasversales
a los distintos modelos de ciudadanía construidos a lo largo de la historia, es decir, desde el modelo

[41]
aristotélico25 hasta los modelos de las ciudadanías de la resistencia26 donde se hace hincapié en el
carácter jurídico, cultural y político de la ciudadanía como concepto.

Por consiguiente, se empezará a trabajar conceptualmente la ciudadanía desde los diferentes


aportes epistemológicos en el marco de la teoría política contemporánea donde cuyo interés deviene
a la necesidad de definir las cualidades sobre la ciudadanía como concepto y como ejercicio, desde
nociones jurídicas, culturales, políticas y morales. Advirtiendo en ello, la elaboración de nuevos
modelos teóricos sobre la ciudadanía, donde el debate académico amplía la posibilidad de entender
nuevos ángulos de observación sobres las manifestaciones políticas tanto institucionales como
paralelas a la funcionalidad del Estado, en el contexto de la modernidad 27.

Por ello, conviene empezar por destacar la teoría sobre ciudadanía de Thomas Marshall (2017)
porque es considerada una de las teorías más influyentes alrededor de la configuración teórica sobre
ciudadanía en el siglo XX, puesto que a partir de un recorrido histórico sobre las diferentes
formaciones institucionales y culturales alrededor de la ciudadanía como concepto, logra advertir los
problemas y limitaciones que la contienen históricamente, señalando así la responsabilidad del Estado
sobre la determinación de la ciudadanía como estatus legal y como membresía política.

La propuesta conceptual de Thomas Marshall, tiene su origen en la experiencia política de


Inglaterra, en contexto de postguerra. En el libro Ciudadanía y Clase social (2017), Marshall afirma
que la ciudadanía responde a un proceso de evolución histórica de carácter unilateral, donde surgen

25
El modelo aristotélico es considerado a lo largo de la historia como el proyecto del ciudadano. En sus postulados
teóricos Aristóteles considera que “el hombre es un animal político” capaz de participar en los espacios de disertación
sobre lo público en tanto miembro de la Polis. Así, el ciudadano en Aristóteles – a excepción de los esclavos, los niños y
las mujeres – se constituye sí mismo por medio de la participación política, caracterizado por tener un conjunto de virtudes
y moralidades específicas que determinaba la condición de status y membresía política. Estas virtudes hacen referencia
al respeto por la ley, la participación en los debates públicos y la preocupación por la construcción de la ciudad ateniense
(Arendt, 1987 y 1993). Aristóteles resalta que la condición de ciudadanía es también resultado de una subjetividad
política, la cual, no es inherente a la condición del hombre, sino que esta debe ser desarrollada, por lo tanto, la
participación política en tanto virtud y formadora de polis, obedece a una condición de voluntad humana (Aristóteles,
1954). En este sentido, la formación del Estado en Aristóteles es resultado de las unidades libres y voluntarias de las
distintas relaciones sociales, por lo que tanto el Estado como lo político era producto de procesos históricos. (Gaztañaga,
S.F.)
26
Las ciudadanías de la resistencia hacen referencia a las nuevas formulaciones teóricas y prácticas sobre los ejercicios
políticos construidos al margen de la institucionalidad, y bajo condiciones de exclusión y expulsión social, económica y
cultural, desde las cuales, se demanda frente al Estado o la sociedad en general reconocimiento, participación,
permanencia e integración. Estos nuevos modelos debaten los modelos tradicionales de la ciudadanía como los liberales,
republicanos o comunitarios, y reclaman desde sus propios movimientos derechos sociales, como justicia, libertad e
igualdad, a partir de acciones políticas cotidianas y comunitarias (Holston,2008).
27
A lo largo del texto se hará mención a los diversos modelos teóricos de ciudadanía: ciudadanía liberal, libertaria,
republicana, comunitaria, compleja, cívica, cosmopolita, interétnica. Etc.
[42]
en distintos periodos históricos una serie de derechos que terminan por configurar el ejercicio
ciudadano. Es por ello que Marshall analiza el restablecimiento de los derechos civiles (S. XVIII),
derechos políticos (S. XIX) y derechos sociales y económicos (S.XX) en el contexto de la Europa del
este. Constituyéndose como un referente para el resto de occidente en cuanto organización política y
definición del ser ciudadano.

Para considerar un acercamiento al concepto de la ciudadanía en la contemporaneidad ha de


ser necesario recuperar los aportes de Marshall (2017) pues reconoce el ser ciudadano como un
individuo perteneciente a un Estado determinado quien adquiere un conjunto de derechos civiles,
políticos y sociales, en tanto establece una relación contractual con el Estado por medio de las
obligaciones normativas, institucionales y económicas. Para Marshall (2017) el ciudadano alcanza
dicho estatus, una vez es reconocido pública e institucionalmente, es decir, no refiere su condición
política y jurídica respecto a la pertenencia o permanencia en un territorio, sino más bien por la
relación de derechos y deberes que se establece en un contrato jurídico con la institución moderna.
Es por esto, que dicho autor afirma que el desarrollo de la ciudadanía es un proceso paralelo al
desarrollo de la modernización capitalista y de la construcción del Estado – nación.

La ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad.
Sus beneficiarios son iguales en cuanto derechos y obligaciones que implica. Aunque no existe un
principio universal que determine cuáles son los derechos y obligaciones, las sociedades donde la
ciudadanía es una institución en desarrollo crean la imagen de una ciudadanía ideal que sirve para
calcular el éxito y es objeto de las aspiraciones. Las conquistas que se producen en la dirección así
trazada proporcionan una medida más acabada de la igualdad, un enriquecimiento del contenido de
ese estatus y un aumento del número de los que disfrutan de él. (Marshall, 2017, p.37)

Es así como Marshall plantea un ideal de ciudadanía plena contenida de derechos sociales,
políticos y civiles distribuidos igualitariamente a todos los miembros de una comunidad, donde cuyo
objetivo era explicar los esfuerzos institucionales de los estados de bienestar en la lucha contra la
pobreza y la marginalidad, pues una de sus tesis principales en relación con la elaboración de los
marcos jurídicos y políticos sobre el ejercicio de la ciudadanía es la alimentación de la igualdad y por
tanto, la eliminación de las brechas sociales entre pobres y ricos. Un desarrollo pleno de la ciudadanía
conlleva a los estados modernos a un desarrollo ideal de la igualdad. No obstante, Marshall reconocía
que la desigualdad social proporcionaba los incentivos necesarios para consolidación y distribución
de los poderes, además de permitir la conservación de la figura de estatus como pauta fundamental

[43]
para el reconocimiento de la ciudadanía institucional. Tal figura limitaba la manifestación de la
igualdad como concepto intrínseco de la ciudadanía y avivaba la diferenciación de clase. Estos
elementos condicionantes fungieron también como antecedentes para la elaboración de una teoría de
la ciudadanía, que logrará sobreponerse a las barreras históricas que impone la desigualdad por clase
social.

En este orden de ideas, la ciudadanía de Marshall contiene tres aspectos sociales


fundamentales, primero, los derechos: derechos civiles, derechos políticos y derechos sociales.
Segundo, la igualdad y tercero, la pertenencia, como vinculo que se construye entre el individuo y la
comunidad a la que pertenece a partir de la membresía otorgada. “La ciudadanía requiere otro vinculo
de unión distinto, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basada en la lealtad a una
civilización que se percibe como patrimonio común. Es una lealtad de hombres libres, dotados de
derechos y protegidos por un derecho común” (Marshall, 2017, p.47).

Los anteriores aspectos sociales; derechos, igualdad y pertenencia, surgen de manera paralela
al desarrollo del capitalismo y la modernización de los estados, por lo que, la conquista de la
ciudadanía es a su vez la conquista de la libertad, como un derecho básico universal. Pues el conjunto
de derechos civiles, políticos y sociales, aparecen paulatinamente como triunfos de las luchas
sociales. Esta triada de derechos aparecen en el escenario social de manera progresiva.

Primero, en el siglo XVIII aparecen los derechos civiles, compuesto por el total de libertades
básicas dispuestas para garantizar la libertad individual como, por ejemplo, la libertad de expresión,
pensamiento, culto, la igualdad ante la justicia, y el derecho a la propiedad privada. Este elemento
civil, permite la defensa de todos los derechos frente a otros miembros de la comunidad en igualdad
de condiciones. Segundo, para el siglo XIX surge la expansión de los derechos políticos, el cual
comprende el derecho a la participación en el ejercicio del poder, el derecho a la reunión, a la
asociación, el derecho a elegir y ser elegido. El elemento político posee condicionantes institucionales
y hace referencia a la igualdad en la participación dentro de las esferas decisivas para la consolidación
de los aparatos gubernamentales. Y tercero, los derechos sociales que aparecen en el siglo XX y
comprenden los derechos a la seguridad económica, el acceso al sistema educativo y de salud, entre
otros. El elemento social agrupa todos los derechos que proporcionan al ciudadano una vida más
civilizada (Buenrostro, 2012).

[44]
Los derechos civiles conferían poderes legales cuya utilización quedaba drásticamente limitada por
los prejuicios de clase y la falta de oportunidades económicas. Los poderes políticos proporcionaban
un poder potencial cuyo ejercicio exigía experiencia, organización y un cambio de ideas respecto a las
funciones adecuadas de un gobierno. Y este desarrollo necesitaba tiempo, porque los derechos sociales
eran mínimos y no estaban integrados en el edificio de la ciudadanía. (Marshall, 2017, p. 51)

Por lo que, la ciudadanía en Marshall refiere a un proceso de evolución unilateral, donde los
elementos civiles, políticos y sociales coexisten, en relación con el devenir histórico que posibilita la
expansión de los derechos y, por tanto, la materialización del ideal de ciudadanía plena. La teoría
marshaliana logro constituirse como un referente para la sociología y la política contemporánea a
finales de la segunda guerra mundial (Ledesma, 2000)28 por haber marcado el foco epistemológico
de la ciudadanía en el conjunto de derechos, en la membresía como una responsabilidad estatal, y
como un resultado del contrato social moderno. Este marco referencial, permitió establecer las
dimensiones y cualidades de lo que hoy en día se conoce como ciudadanía, pues Marshall en el
periodo de la postguerra actualiza los fundamentos políticos sobre la ciudadanía formal, el sufragio
universal y su relación con la comunidad.

Ahora bien, para finales del siglo XX las problemáticas sociales, culturales y ambientales, por
los continuos flujos migratorios, por los avances industriales y tecnológicos, por los aumentos
poblacionales y la conquista de nuevos territorios habitables, intensifica la demanda de derechos
sociales, políticos y civiles, advirtiendo la aparición de nuevos actores sociales, y por tanto nuevas
necesidades sobre la gobernabilidad y la agencia institucional frente a las respuestas estatales sobre
las relaciones entre ciudadanos y Estado. Estas nuevas demandas sociales, que transforman las
relaciones entre los diferentes organismos tanto estatales como civiles, pone de manifiesto la
necesidad inexorable de reinventar el modelo de ciudadanía, y con ello, su base axiomática y su
expresión práctica.

No pueden garantizarse derechos civiles ni políticos si no existe una garantía de derechos sociales
básicos. Desde esta perspectiva, por lo tanto, la emergencia de las políticas sociales y su asentamiento
en lo que conocemos como el Estado del bienestar debe interpretarse como consecuencia del desarrollo
de un nuevo concepto de la ciudadanía: la ciudadanía social. No hay libertad sin igualdad […] la
vivienda, la salud, el trabajo digno y la educación no pueden continuar siendo privilegios de unos

28
Citado por Buenrostro (2012) en: La ciudadanía de T. H. Marshall: Apuntes sobre un concepto sociológico olvidado.
S. Gallego Trijueque y E. Díaz Cano (coord.) Toledo: ACMS.
[45]
pocos, sino derechos sociales básicos que la política debe ayudar a asentar. ([Céspedes et al., 2004]
Rísquez, 2015, p.41)

Por lo anterior, la tesis de Marshall sobre la ampliación de los derechos como una condición
intrínseca del ideal de ciudadanía fue sometido a una serie de críticas, por considerarse, evolucionista
y anacrónico. Pues tal concepto de ciudadanía propuesto, se caracteriza por ser hermético y lineal,
por lo que no toma en consideración los cambios históricos y sus nuevas demandas sociales;
Céspedes, Vegué y Blanco (2004)29 ponen en duda al respecto, si los derechos sociales y políticos
son un hecho consumado o, por el contrario, un escenario por reconquistar.

Por su parte Rísquez (2015) afirma que “este tipo de interpretación no tiene en cuenta las
profundas contradicciones implícitas en el concepto de la ciudadanía a lo largo de la historia, en sus
distintas acepciones. Es el caso de mujeres e inmigrantes” (p.41). Puesto que considera que tales
actores sociales han sido víctimas permanentes de las estrategias de expulsión social, cultural, política
y económica (Sassen, 2015) en la constitución de los nuevos Estados modernos, pues “han estado
marginadas durante buena parte del siglo XX de cualquier tipo de ciudadanía, civil, político o social
[...] sufren, también, una dramática exclusión respecto a derechos civiles, políticos y sociales que
parecían estar consolidados en Europa” (Rísquez, 2015, p. 41).

Por consiguiente, las perspectivas feministas y multiculturales empiezan a desarrollar una


serie de reclamos frente a la teoría de la ciudadanía de Marshall, advirtiendo su carácter hermético y
la falta de consideración de diversos actores sociales, por lo que aun pese, a que tal modelo supone
un ideal universal de igualdad, justicia y libertad, revela que en el interior es un ciudadanía excluyente
y exclusiva, cuyo alcance es limitado frente al devenir histórico, pues no toma en consideración las
implicaciones de las luchas sociales y el conflicto en el surgimiento de nuevos derechos sociales
(Bulmer, 1996)30 además de la diferenciación de clase, género y etnia, puesto que, el prototipo de
ciudadanía en Marshall corresponde al contexto inglés, marcado categóricamente por un perfil
masculino, homogéneo que no revela la diversidad social y cultural de las experiencias prácticas de
la ciudadanía como concepto y como ejercicio político.

29
Citado por Marielva De La Trinidad Rísquez Buonaffina (2015) en: Mujeres Migrantes en Mallorca: Análisis del
ejercicio de ciudadanía desde la teoría poscolonial. Universidad Nacional de Educación a Distancia.
30
Citado en Buenrostro (2012). La ciudadanía de T.H. Marshall. Apuntes sobre un concepto sociológico olvidado.
[46]
En este orden de ideas, una de las críticas más relevantes es la señalada por Marion Young
(1996) quién reivindica la necesidad de construir una política de la diferencia, que es, el desarrollo
de derechos individuales o especiales para poblaciones sociales que se encuentran en riesgo de
exclusión social como, por ejemplo, el colectivo de las mujeres. Young (1996) advierte que, los
derechos individuales desde una visión universalista como la de Marshall no es suficiente para
garantizar mínimos de inclusión a grupos que, por su diferencia cultural, económica, social, entre
otras, no han logrado participar igualitariamente de los diversos medios de distribución del poder.

Siguiendo la línea de sus reflexiones, Rubio Carracedo (2000), cita a Iris M. Young (1990), quien
expone que el concepto hegemónico de ciudadanía es un atentado contra el concepto de igualdad, ya
que viene a negar los derechos de las minorías sociales y étnicas al forzarlas a una homogenización
con las pautas de las mayorías, algo injusto puesto que contribuye a perpetuar la marginación
sociocultural en beneficio de los privilegios de la mayoría. Es por ello que sólo un concepto de
“ciudadanía diferenciada” permitirá a las minorías sociales o culturales mantener su identidad tanto
individual como de grupo, dando lugar a una integración diferenciada de los mismos en la organización
estatal. (Rísquez, 2015, p.51)

Otra de las críticas importantes al modelo de ciudadanía liberal marshaliana, y que para los
años 90, configuró un modelo de ciudadanía influyente, fue el propuesto por Kymlicka (2002) donde
el énfasis este puesto sobre el multiculturalismo y los derechos individuales de los grupos étnicos.
Este modelo de ciudadanía, llamado ciudadanía multicultural pretende el reconocimiento de los
derechos según la particularidad cultural de cada grupo, fomentando así, la individualidad, el
desarrollo de la identidad y la diversidad cultural. Kymlicka (2002), advierte sobre la necesidad de
reconciliar los derechos universales, como los propuestos por Marshall (2017) y los derechos
individuales, donde ambos puedan coexistir en el mismo espacio social, sin implicar superponen uno
a otro, de modo que, la ciudadanía contenga un carácter diferenciador, donde los diferentes grupos
sociales puede pasar por un proceso de integración colectiva o universal, sin la necesidad de limitar
o cohibir su identidad cultural, individual o colectiva.

Por otra parte, Brian Turner (1993) [en (Buenrostro, 2012] resalta la necesidad de aterrizar el
concepto de ciudadanía de Marshall en una esfera práctica, para identificar así, de frente a los
contextos de la realidad social, los problemas de desigualdad, diferencia de clase, distribución
inequitativa de los recursos, fronteras de inclusión y exclusión, entre otras, evitando a su vez, un

[47]
conceptualización meramente teórica de la ciudadanía y abstraída de los ejercicios prácticos y
colectivos de la misma.

A raíz del modelo de ciudadanía de Marshall, se empiezan a desarrollar diferentes


perspectivas sobre ciudadanía en contra o a favor de lo propuesto por el autor, su relevancia consistió
en poner en la agenda política contemporánea la necesidad de pensar sobre dicho concepto. Por lo
que, en los años 70, se elaboran modelos de ciudadanía diversos, amplios y complejos, donde a partir
de los modelos que los anteceden se toman elementos relevantes y se critican otros, superando y
conservando en cada modelo componentes teóricos enriquecedores para los desarrollos de la vida
social, cultural y política.

Es por lo anterior, que el modelo de ciudadanía liberal propuesto por John Rawls (1971) se
convierte en uno de los modelos de ciudadanía con mayor influencia para el mundo occidental, puesto
que delinea los presupuestos básicos sobre la política liberal actual, tomando como referencia los
axiomas propuestos por Marshall. No obstante, para Miller (1996), es importante advertir las
diferentes perspectivas dentro del liberalismo, que representan tres corrientes filosóficas; la primera,
la ciudadanía liberal (Rawls, 1971), la segunda, la ciudadanía libertaria (Nozick, 2020)31 y tercero, la
ciudadanía republicana (Habermas, 1990).

El modelo de ciudadanía liberal se caracteriza por definir la ciudadanía como un conjunto de


derechos del cual gozan en igualdad de condiciones y completa libertad cada uno de los miembros de
una misma comunidad nacional. El desarrollo de la plena ciudadanía conlleva a su vez, al desarrollo
pleno de un ideal de justicia social. Puesto que, el liberalismo promueve la libertad individual como
base sobre la que se elabora el interés particular y por tanto la conformación y conquista de
derechos32, considerando así que el Estado y la comunidad no deben intervenir en la delimitación
social de la vida plena, por lo que se plantea la formulación de una neutralidad ética33, la cual consiste

31
Thomas Naguel (1969) en (Juárez, 2009) distingue entre los pensadores liberales y los pensadores libertarios, respecto
a la forma en cómo se concibe la relación Estado – ciudadano. Puesto que el primero, busca la mayor relevancia para el
individuo sobre las circunstancias sociales limitando la acción del Estado por medio de la neutralidad ética, demandando
un ideal de igualdad general. Y el segundo, por el contrario, reivindican las libertades individuales y critican la
participación del Estado en los diferentes aspectos sociales, aún básicos, como por ejemplo la seguridad y la educación.
32
El desarrollo de la ciudadanía liberal produjo a su a vez la consolidación del homo oeconomicus (Weber, 2014) en
tanto fomento la idea de un sujeto libre y autónomo con derechos que protegen su propia libertad para el desarrollo de
sus intereses particulares, como la libre creación de la actividad económica.
33
La neutralidad ética es el límite de la participación del ciudadano en asunto de deliberación política, consiste en un
aspecto básico del liberalismo. La acción del Estado se limita a la promoción de las ideas del bien, basado en el respeto
de los intereses de los miembros de una misma comunidad. Rodrigo Santiago Juárez (2009) afirma que “los principios de
tal postura surgen con Kant, para quien lo justo tiene primacía sobre lo bueno. Esto tiene consecuencias importantes, ya
[48]
en la poca participación del ciudadano en los aspectos públicos. Estas limitaciones de justicia influyen
en la formulación de un nuevo concepto de comunidad política y de ciudadanía.

En consecuencia, la limitación en el ejercicio político por parte del ciudadano y de la


intervención desmesurada del Estado en asuntos públicos, conlleva, según Rawls (1971) al desarrollo
de la posición original que es la posición de los representantes autónomos de los ciudadanos en
defensa de sus representados (Juárez, 2009), lo que permite liberar al ciudadano de nociones de
justicia que le puedan afligir, pues los representantes de estos cumplirán la función de intermediar
con las instituciones públicas respecto algún interés particular. Así mismo, el Estado en Rawls se
convierte entonces, en una herramienta política puesta para el alcance de las libertades individuales,
por lo que puede incluso considerarse, el Estado como una sociedad privada34. En Razón de ello,
Michael Sandel (2000) considera que el carácter privado del Estado produce ciudadanos dóciles
frente a la carga de responsabilidades sociales, en tanto las acepta y solo cooperan en búsqueda de
los objetivos individuales.

Si la participación en la vida política tiene como fin exclusivo la protección de los derechos
individuales, la misma noción de ciudadanía y otras instituciones políticas son aceptadas de forma
condicional, esto es, sólo en cuanto las mismas fomenten el incremento de la autonomía y del beneficio
individual, por lo que la comunidad se concibe en términos “exclusivamente instrumentales” y no
como algo que merece mayor participación. (Juárez, 2009, p.102)

Ahora bien, los miembros de una comunidad requieren del reconocimiento del Estado sobre
ellos y sus propios principios de justicia, aunque la participación del ciudadano sea limitada, requiere,
por tanto, que al menos sea posibilitada y reconocida dentro de un marco jurídico concreto. Esta
expresión promueve la necesidad de encontrar puntos de unión, es decir, de intereses generales que
posibiliten el alcance de los intereses particulares; en otras palabras, el interés general debe preceder
a la capacidad privada o personal de cada miembro, sin limitarla ni anularla, sino por el contrario
posibilitando las condiciones sociales, jurídicas y culturales de su pleno desarrollo. Es por ello que el
modelo de ciudadanía liberal proyecta un ciudadano que se suscribe a un determinado conjunto de

que al mismo tiempo que se le niega al Estado toda participación en la creación de la vida buena, se reduce la participación
del ciudadano en aquellas cuestiones que tienen una relevancia pública” (p. 101).
34
Rawls (1971) considera que la legitimidad en los procesos democráticos consiste en un deber moral, más no legal, pues
los miembros de la comunidad deben contar con un nivel de civilidad sobre el cual se puedan realizar acuerdos con otros
miembros frente asuntos fundamentales de orden social. Por lo que se aboga por una alta capacidad comunicativa, desde
la cual se pueda escuchar a los demás y pactar razonablemente, para facilitar así, la conquista de nuevos escenarios
jurídicos y políticos de desarrollo individual.
[49]
principios sobre la justicia y el bien35, aceptando así una relación contractual con el Estado, siendo
esté último un mero intermediario, entre el ciudadano y su posibilidad de libertad36.

Por lo que, el ciudadano en Rawls (1971) debe gobernar su propio comportamiento, entendido
como un principio de autonomía, empero a su vez, debe orientarlo en relación a los principios
suscritos con el Estado como un deber moral. Esta actitud implica reconocer a otros individuos como
libres e iguales, y proceder a pactar acuerdos en beneficio de todos, promoviendo así, la libertad
individual37. De modo que “no se concibe al ciudadano como participante activo en la política […]
lo único que se requiere de [éste] es el reconocimiento de los principios de justicia. Se requiere la
participación sólo en la medida en que resulta necesaria para proteger los derechos y libertades básicas
de las personas” (Rísquez, 2015, p.45).

Asumir, por un lado, la reivindicación de la libertad individual y por otro, la aceptación de los
principios de justicia como fundamento de una comunidad política democrática, supone en su interior
una contradicción, pues implica que dicha libertad individual este sujeta a condicionantes de interés
general. Frente a ello, Rawls (1971) plantea el hecho del pluralismo que consiste en la constitución
de una cultura de la democracia, orientada por la razón pública, que supone entonces, la posibilidad
de manifestar identidades individuales protegidas por un sector de las instituciones liberales, mientras
que, por otro lado, prevalece la comunión de una cultura homogénea, cuyo interese principal es la
defensa del individuo.

El individualismo, por lo tanto, obedece en gran medida a la búsqueda de los intereses personales. Tal
parece que debido a esa misma circunstancia los intereses compartidos, la solidaridad, el contacto entre
individuos y culturas se ve limitado y, paradójicamente, el Estado permanece como la única figura que
puede sostener esa misma construcción social. Según esta tradición, el individuo requiere en todo

35
“A) el ciudadano debe tener la capacidad del sentido de justicia […] puesto que este deberá ser aplicado tanto a la
estructura básica de la sociedad como a sus políticas sociales. De donde deberán ser reflexionadas las libertades políticas
y la libertad de pensamiento. B) El ciudadano debe de tener la capacidad para albergar una concepción del bien, dado que
desde ella deberá asumir el compromiso de definir aquellas libertades básicas que comprometen la conducta a lo largo
del ciclo de la vida completo de una sociedad que aspira ser ordenada” (Cabrera, Giraldo, & Nieto, 2016, p.33).
36
Entendiendo la libertad como “la facultad moral para una noción del bien” (Rawls, 1995).
37
Rawls (1995) considera que el ciudadano es libre bajo tres presupuestos: “primero: son libres en el sentido de que se
concibe a sí mismos, y unos a otros, con la facultad moral para tener una noción del bien. (…). Segundo, los ciudadanos
se entienden a sí mismos como fuentes auto-autentificatorias de exigencias válidas (…). Y tercero, los ciudadanos son
capaces de responsabilizarse de sus objetivos, lo que afecta al modo en que se evalúan sus exigencias” (Cabrera, Giraldo,
& Nieto, 2016, p.30).
[50]
momento de un cierto tipo de comunidad política para ser reconocido como ciudadano. (Juárez, 2009,
p. 104)

He aquí, el problema entre la ciudadanía y el pluralismo dentro de la propuesta liberal, el cual


termina decantando la responsabilidad de la constitución de comunidad a la figura del Estado, como
intermediario, pero también como un dador de identidades, responsable del reconocimiento de la
ciudadanía. Esta marca distintiva permite a su vez, establecer las márgenes identitarias, territoriales
y políticas de los Estado – nación; aunque al interior de estos se planteen disputadas culturales por la
lucha entre identidades individuales y su debido reconocimiento institucional, y las identidades
públicas de una sociedad democrática que requiere que cada uno de sus miembros conviva
políticamente frente a un referente en común. Es entonces en este caso, la ciudadanía el referente del
liberalismo.

Para la doctrina liberal el ciudadano es aquel que pertenece a una comunidad política, y esa comunidad
política se corresponde con el Estado. Las teorías de la justicia de carácter liberal toman como
destinatarios a los sujetos de esas entidades y la ciudadanía se considera como un atributo exclusivo
de sus miembros […] por lo tanto, la ciudadanía y la nacionalidad terminan por ser complementos
inseparables, pues sólo cabría entender la primera como una relación de cada individuo con un ente
político específico. (Juárez, 2009, p.115)

Ahora bien, la noción de ciudadanía en Rawls se encuentra atravesada por valores como la
libertad, la moral y la política, las cuales terminan por constituir el marco de justicia dentro de la
teoría liberal. Estos valores definen la concepción de persona dentro del pensamiento de Rawls, pues
por un lado se establece una identidad moral individual y por otro lado una identidad política de
ciudadano. Ambas identidades coexisten y su expresión es movilizado en razón de la moral pública,
por lo que la identidad política debe considerarse siempre como un derecho básico. No obstante, la
identidad individual no debe interferir en los procesos de justicia, ni en los estamentos de la sociedad.
Al respecto, afirma Rawls (1995) que es posible el disfrute de la identidad moral individual en los
ámbitos de participación política dentro del marco de razones razonables, que es, razones en beneficio
de la razón pública.

En este orden de ideas, afirma Aguirre (2010) que en la teoría liberal los conceptos de personas
y ciudadanos, se encuentran entrecruzados y diferenciados. Los ciudadanos, en tanto son reconocidos
por el Estado como tal, poseen la posibilidad del reclamo sobre los espacios públicos respecto a un

[51]
asunto de interés, sea esté privado o, por el contrario, público en función de lo justo y lo bueno38;
ejerciendo de este modo su derecho a la participación política. De modo que, el reconocimiento estatal
sobre la marca de identidad como ciudadano, la libertad de la participación política, la identidad
pública y moral, condicionan al ciudadano como miembro de una comunidad en tanto esté la concibe
y la acepta según sus propios marcos de justicia, asimilando que los otros miembros, también
ciudadanos, adquieren el mismo compromiso como un deber de civilidad.

Es lo anterior, lo que permite al liberalismo construir una plataforma política de convergencia


social y cultural, puesto que como afirma Miller (1996), no es posible construir un eje social estable
a partir de los intereses individuales y fragmentados de los diferentes grupos sociales, por lo que, se
necesita entonces de un conjunto de principios generales sobre los cuales se puedan conciliar las
demandas políticas de todos los miembros. Esta plataforma política de convergencia es permitida por
el concepto de ciudadanía. Puesto que, la ciudadanía agrupa las diferentes posibilidades de libertad,
por un lado, la libertad individual moral y, por otro lado, las libertades básicas jurídicas, como la
libertad de expresión, conciencia, asociación, entre otras; constituyéndose así un estatus de
ciudadanía en igualdad y libertad.

Así pues, el modelo de ciudadanía liberal ha constituido una serie de logros a nivel jurídico,
político e institucional que conllevan a la definición conceptual y práctica de la ciudadanía actual en
el mundo occidental. Estos logros, comenzando por Marshall (2017) y su tesis de la ciudadanía plena
a partir de la incorporación de los derechos sociales y la instauración de los Estados de bienestar, en
aras de las políticas redistributivas que garantizaran un mínimo de obligaciones estatales y
condiciones de favorecimiento frente a los ciudadanos, para así, lograr un ideal de igualdad tanto
formal como material, desencadenaron un haz de retos políticos, institucionales y teóricos respecto a
la definición de la ciudadanía, de la libertad, de la democracia, del reconocimiento y sobre todo de la
diversidad. Pues, los avances de las teorías correspondientes al modelo liberal, lograron advertir la
necesidad de sincretizar las identidades individuales en una voluntad general superpuesta que
garantizará unión, reconocimiento y configuración de comunidad social, para garantizar una
sociedad, ordenada, igualitaria y libre39. Sin embargo, en la puesta en práctica de tales modelos

38
La concepción sobre lo justo y el sentido del bien son dos facultades de la personalidad moral en Rawls (1995).
39
Pues Rawls (1995) considera frente al pluralismo cultural que, la diferencia que encara este presupuesto supone la
imposibilidad de llegar a un consenso en beneficio de todos, es decir, un consenso universal o mayoritario sobre un único
ideal de vida plena. Por ello, es necesario construir un referente en común que se superponga a las identidades
individuales, que es, en este modelo la ciudadanía.
[52]
teóricos, las márgenes institucionales, se desbordaron frente a la diferencia social, cultural,
lingüística, étnica, de género, entre otras, que puede comprender el interior de una misma comunidad
nacional, resaltando de este modo, la necesidad imperante de construir un concepto de ciudadanía
cada vez más universal, incluyente y justo.

Tales retos contemporáneos, produjeron que cada modelo de ciudadanía posterior a los años
70, respondiera a estas necesidades de forma diferenciada. Al respecto, el modelo de ciudadanía
liberal, considera como tesis angular el favorecimiento del desarrollo moral individual, la posibilidad
de que cada miembro de la sociedad goce de libertad, en tanto pueda elegir su propio plan de vida.
Para ello, los liberales, consideran indispensable que el ser humano, contenga en sí mismo las
facultades para discernir sobre el bien y lo justo, y con ello elaborar un proyecto de civilidad40
individual y colectivo en beneficio de la razón pública41. Estos criterios, consideran que es menester,
primero, reivindicar un ideal de ciudadanía igualitaria, segundo, reconocer que todos los miembros
de una misma comunidad nacional gozan del mismo estatus42, es decir, son también ciudadanos, y
tercero, un axioma constitucional de cultura democrática (Benéitez, 2004).

Por otra parte, el modelo de ciudadanía libertaria, expuesta por Robert Nozick (2020) en su
libro “Anarquía, Estado y Utopía”, se presenta a la filosofía política liberal contemporánea como la
crítica más asidua al modelo liberal de Rawls (1971) y su tesis de justicia redistributiva en su obra
“la teoría de la justicia”. Para Nozick (2020) la distribución de la propiedad debe ser concedida

40
El deber de civilidad en Rawls (1995) se impone ante el ciudadano como un deber moral, que implica la cooperación
con la sociedad en cuanto a la toma de decisiones y comportamientos políticos razonables en aras de un ideal compartido
de sociedad democrática, cuyos avances e intereses estén siempre en beneficio de todos sus miembros. La garantía de tal
comportamiento supone la instauración de principios de educación sobre las virtudes políticas del modelo liberal, como:
la igualdad, la libertad, la razonabilidad y la civilidad.
41
Para Rawls (1971) el ser humano debe contener y comprender estas facultades en un nivel mínimo, pues ello sería lo
que permitiría entender a la persona como ciudadano libre e igual, además de que tales facultades permiten discernir sobre
lo razonable y lo racional.
42
Definir la ciudadanía desde la perspectiva de estatus, es una herencia de Marshall (2017) que en marco de la propuesta
teórica de Rawls (1995) se conserva y se complementa. Así pues, la ciudadanía como estatus en Marshall, hace referencia
al conjunto de derechos institucionales de carácter social, político y civil, que garantizan una relación contractual con el
Estado, en tanto éste otorga una identidad de ciudadanía y, por tanto, elementos de protección y seguridad frente al
desarrollo individual y colectivo. Y en Rawls, la ciudadanía como estatus, comprende los mismos elementos, además, de
la primacía de los valores como la libertad y la igualdad. Rawls, considera que en “el estatus de igual ciudadanía,
encontramos derechos cuya base es la libertad de la persona y derechos que también posibilitan su igualdad. El contenido
del estatus de igual ciudadanía son los dos principios de la “justicia como equidad”; así, el ciudadano es una persona que
disfruta de un “esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales” de una equitativa igualdad de oportunidades
para acceder a cargos y posiciones, y de una serie de bienes primarios – ingresos y riqueza – para poder desarrollar su
plan de vida […] La libertad y la igualdad de éste estatus se encuentra en el esquema de las iguales libertades básicas, la
libertad por el reconocimiento, las libertades de conciencia, pensamiento, expresión reunión, asociación, etc., y la igualdad
a través del valor equitativo de las libertades políticas, además de por la igualdad equitativa de oportunidades y el
principio de diferencia” (Benéitez, 2004, p.156).
[53]
mediante un criterio de justicia, el cual se fundamenta a través de facultad histórica o por titularidad
de la propiedad. La primera, en referencia al rastreo histórico de la propiedad sobre una persona y la
segunda, en cuanto la persona pueda justificar legalmente el título de propiedad (Saavedra, 2007).
Esta diferenciación conceptual, permite a Nozick establecer distancia con los modelos políticos de
ciudadanía como el comunitarismo, el conservador, el liberal y el socialista, que determinan la
distribución de la riqueza y de los honores de la sociedad en una relación de coexistencia entre el
individuo y la sociedad.

Para Nozick, la sociedad es un todo orgánico y cooperativo, sobre el cual, no es necesaria la


distribución de la propiedad fundamentada sobre el respeto a los derechos individuales, de hecho, tal
autor, considera que la excesiva protección a la libertad individual conlleva a romper con ideas de
justicia redistributiva. Con estos planteamientos, Nozick (2020) expresa su visión neoliberal sobre la
propiedad y su distribución, como justificar la tesis de Locke, donde todos los seres humanos pueden
acumular un sinfín de propiedades frutos de su trabajo, y solo debe ser distribuido, o tomado por la
acción del Estado, aquellas propiedades que carezcan de títulos de propiedad. Está base axiomática,
permite comprender la concepción filosófica y política de Nozick sobre la constitución de la persona
y el ciudadano en relación a la comunidad.

Por lo anterior, la ciudadanía libertaria defiende la idea del Estado mínimo y ultra mínimo,
que es, la intervención del Estado limitada a la protección de los derechos humanos individuales sobre
el uso y distribución de la propiedad, así como a la regularización de la misma, en defensa de un ideal
de libertad y justicia que permita entender al ciudadano como cliente del aparato estatal. Frente a ello,
Nozick (2020) afirma que:

EL ESTADO gendarme de la teoría liberal clásica, limitando a las funciones de protección de todos
sus ciudadanos contra la violencia, el robo y el fraude y a la de hacer cumplir los contratos, etc., parece
ser redistributivo. Podemos imaginar […] un orden social intermedio entre el esquema de las
asociaciones de protección privadas y el Estado gendarme. Puesto que el Estado gendarme es
frecuentemente llamado: Estado mínimo, llamaré Estado ultramínimo a este otro orden. Un Estado
ultramínimo mantiene un monopolio sobre todo el uso de la fuerza, con excepción del que es necesario
en la inmediata defensa propia y, por tanto, excluye la represalia privada (o la proporcionada por una
agencia) por daño y para exigir compensación. Sin embargo, únicamente ofrece protección y servicios
de ejecución a aquellos que compran sus pólizas de protección y aplicación. Las personas que no
contratan protección con el monopolo no obtienen protección. (p. 46)

[54]
El Estado mínimo y ultramínimo solo son posibles en cuanto su intervención no es necesaria,
por un lado, pero tampoco facultativa, por otro, respecto a la organización, gestión y dirección de la
conducta política humana, pues lo que Nozick llama restricciones morales obedece al conjunto de la
exposición de libertades básicas que cada ser humano tiene para expresarse, comportase y asociarse
en el mundo social.

En consecuencia, el modelo libertario logra advertir un modelo de ciudadanía basado en el


respaldo a los derechos individuales y caracterizado por la ausencia de obligaciones civiles y políticas
respecto al Estado. La relación entre ciudadano y Estado es de carácter voluntaria, por lo que esta
puede ser asumida o no a partir de una relación contractual, donde el ciudadano se expone ante el
Estado como un cliente. Por tanto, las personas pueden elegir libremente si desean asociarse a una
entidad que brinde protección o no, sea pública o privada, y en este mismo orden de ideas, considerar
el hecho de ser parte de una comunidad política concreta.

Esta última premisa, advierte que el modelo libertario en tanto profundiza en la posibilidad y
protección del derecho individual, permite que las personas puedan, según sus propios principios
sociales, culturales y morales, potenciar y desarrollar su libertad, por ello, las funciones del Estado
deben ser mínimas, y solo expuestas en cuanto, el ciudadano como cliente lo solicite y contrate.

Si un ciudadano cree no recibir el servicio que merece puede iniciar acciones legales para obligar al
estamento en cuestión a proveérselo o buscar un proveedor alternativo. Esto permite al libertario dar
una respuesta al pluralismo. Si los ciudadanos difieren en sus juicios de valor pueden acceder a su
conjunto preferido de bienes a través del contrato o la elección. (Rísquez, 2015, p.47)

En caso contrario, el modelo de ciudadanía republicano elaborado principalmente por Jürgen


Habermans (1978) se presenta como critica a los modelos que los anteceden, como el modelo liberal
y el modelo libertario. El republicanismo de Habermans, recupera la tradición griega y romana, y
traza dentro del modelo liberal contemporáneo, un nuevo perfil de ciudadano, politizado, asociativo
y cooperativo. Como se ha expuesto anteriormente, la tradición republicana, y su facilidad de
configurar gobiernos mixtos como los de Esparta, Roma y Venecia, confluyen en este nuevo modelo
de ciudadano, actualizado y adaptado según las necesidades de los nuevos contextos diversos del
siglo XX.

Por ello, el modelo republicano, recupera la idea de una ciudadanía activa y participativa,
preocupada por el desenvolvimiento político, económico y cultural del territorio que habita, con
[55]
facultades comunicativas propias para generar acuerdos entre ciudadanos diversos, a fines de
proyectar un acuerdo en común, sin que la voluntad general termine por socavar los intereses
particulares, sino que por el contrario, se permita dentro del espacio social, la convergencia y el debate
sobre los intereses del bien y de lo justo para la comunidad, participando de los espacios públicos, ya
no solo como un derecho, sino además, como según lo indica la tradición espartana, como una
revelación de honor.

Recuperar una idea de ciudadanía más activa, implica volver a los valores políticos de la
antigüedad como, por ejemplo, la formación civil, que es la educación sobre la ciudadanía como
estatus y membresía que comprende un conjunto de rasgos sociales y culturales, que permiten
proyectar la sociedad como un ente organizado y estable. Un ciudadano más activo, es un ciudadano
preocupado por lo asuntos públicos y comunes, que procura capacitarse para adentrarse en los
espacios de difusión y discusión, construyendo así principios de democracia. Tales principios
permitieron en el contexto de las revoluciones liberales, la formación de gobiernos mixtos, que es,
gobiernos republicanos, es decir, gobiernos constituidos sobre la base de los derechos y deberes
básicos de los ciudadanos, fortaleciendo así un marco constitucional, expresando en la figura del
derecho moderno.

La ciudadanía activa preocupada por los asuntos públicos de la comunidad política en general,
es expresada a través de la acción comunicativa, que es, primero, el lenguaje y con ello la deliberación
sobre los problemas colectivos, y segundo, la acción social que produce una sociedad estable e
integrada, debido a los diálogos y consensos entre los ciudadanos, a partir de los cuales se elaboran
marcos jurídicos concretos. Dichos marcos, considerado el sistema jurídico del orden político, es la
membrana principal del modelo republicano, en cuanto garantiza la integración y regularización del
orden social del mundo de la vida (Habermans, 1990), a la vez que también, ofrece mediante la
solidaridad43, una virtud básica del republicanismo, la garantía de la integración social, en cuanto
solo, y solo existen políticas capaces de favorecer a todos los miembros de una misma unidad política,
con el objetivo de que todos pueda construir una opinión razonable y organizada sobre lo que acontece
política y jurídicamente.

43
“los participantes en la integración regulan sus pretensiones a grupos sociales, asegurando con ello la solidaridad […]
la solidaridad se mantiene y renueva a través de la participación discursiva de los ciudadanos en la elaboración del
derecho”. (Benéitez, 2004, p.208)
[56]
La formación de la opinión razonable en el ciudadano, acompañada de su acción participativa
en los espacios de deliberación política tanto formales como informales, logran institucionalizar
rasgos fundamentales de la democracia o de la política deliberativa (Habermas, 1990), sobre los
cuales acontecen acuerdos de orden colectivo, que por un lado, formaliza un Estado de derecho
democrático y justo, pues los ciudadanos constituyen una autolegislación propia, y por otro lado,
revela que la ciudadanía es una identidad política compartida y consensuada, pues los miembros
participantes de dichos espacios, se reconocen a sí mismos como ciudadano en tanto, logran reconocer
al otro participante como un igual (Habermans, 1990) que goza de las mismas posibilidades y
facultades tanto políticas, jurídicas, como administrativas.

Así pues, la ciudadanía republicana está orientada por la formación institucionalizada de la


opinión pública, y la opinión deliberativa informal, donde ambos comprende una política organizada
de comunicación, la cual, en conjunto con una acción social participativa, terminan por formar
ciudadanos libres e igual, que construyen con sus propias facultades las condiciones sobre las cuales
erigir una vida plena.

Ahora bien, el modelo de ciudadanía republicano ha sido controvertido por los modelos de
ciudadanía contemporáneos que se configuran en contraste con las tesis liberales, en búsqueda de
herramientas integradoras que garanticen libertades y derechos, pero también posibilidades reales de
integración y comunión colectiva a efectos, del respeto y la protección de la diferencia cultural, étnica,
lingüística, de género, etc. Teniendo en cuenta las demandas actuales de los contextos modernos,
atravesados por historias de migración, marginalización, expulsión, violencias sistemáticas, y
diferentes niveles de interseccionalidades.

Es por ello que Young (1990) argumenta que el modelo de ciudadanía republicana, no es un
modelo integracionista, sino que por el contrario, a consecuencia de su tesis de la acción comunicativa
puede conducir a la consecuencia fatídica de aumentar las márgenes de la exclusión social, cultural y
política, en tanto, considera que los diálogos deliberativos para el alcance de los consensos políticos
y jurídicos, se expresan en el espacio social, como un juego de poderes, donde el haz de herramientas
comunicativas se entrecruzan con las facultades de la persuasión y de la manipulación presentando
así los intereses particulares como generales, en tanto logran captar los centros hegemónicos de poder,
aislando de esta manera otros interés diferenciados y minoritarios.

[57]
Por lo que, en razón de la propuesta teórica de Habermans (1978) donde el fin último del acto
deliberativo es la formulación del Estado de derecho colectivo e igualitario, por la participación
razonable de todos los miembros, queda expuesto, que como advierte Young (1990) un caso de
captación hegemónica de la opinión y del aparato institucionalizado, puesto al beneficio de ello,
marca una ruptura frente la diversidad como posibilidad, desmintiendo así, las premisas de una
ciudadanía libre e igualitaria de alcance universal, pues los marcos constitucionales legislarían en
beneficio de la opinión particular hegemonizada.

Además, las pretensiones universalistas de la ciudadanía dentro de los modelos liberales,


quedan superadas por la realidad empírica en contexto de migraciones internacionales, donde, a
consecuencia de entender la ciudadanía como un estatus y una membresía, necesaria de un Estado
que otorgue y garantice tal identidad, se distancia de ser una posibilidad para todos los miembros de
una comunidad, pues el extranjero, migrante o forastero, carente de un reconocimiento institucional
y jurídico, expuesto a liminalidad, queda lejos de gozar de una identidad de ciudadanía, en un
territorio sobre el cual, bajo diferentes necesidades, ha decido empezar a construir comunidad y
territorio.

En consecuencia, a las numerosas críticas a los modelos liberales de ciudadanía a partir de los
años 80, se empiezan a elaborar otros modelos teóricos, en respuesta a las demandas actuales, sobre
las cuales se considera que el liberalismo no alcanza a responder. Uno de los modelos más llamativos
es el modelo de la ciudadanía comunitaria, desarrollada principalmente por la filosofía y sociología
norteamericana. La ciudadanía comunitaria intenta dentro de su caracterización contraponerse a esas
fronteras teóricas y jurídicas de los modelos tradicionales de ciudadanía, y sus pretensiones de
libertad, igualdad y justicia universal, basada en principios individualistas.

Así, la ciudadanía comunitaria, tal y como lo propone Charles Taylor (1993) y Will Kymlicka
(1996), busca la reivindicación del reconocimiento estatal sobre las identidades tanto individuales
como colectivas, a partir de una política de la diferencia, en palabras de Young (1996) llamada una
concepción de la ciudadanía diferenciada, donde se advierten las identidades individuales, pero a su
vez, aquellas identidades ligadas a un grupo social determinado. Por tanto, el comunitarismo,
considera que más allá de necesitar la elaboración teórica de un modelo de democracia o de un sistema
de justicia, se requiere una teoría sobre ciudadanía dispuesta a recoger las diferencias múltiples que

[58]
habita una misma comunidad política en un marco jurídico amplio e integracionista, que incluya
voluntades políticas individuales, pero también grupales.

Para Taylor (1993), las identidades comunitarias se encuentran determinadas por la


adscripción individual de un sujeto a un grupo determinado, con intereses en común, tal adscripción
puede consolidar comunidades en torno a la diversidad cultural, lingüística, sexual, religiosa, entre
otras. Cada uno de estos grupos sociales, en palabras de Taylor, constituyen una comunidad con una
identidad política concreta. El reconocimiento estatal de tales identidades conllevaría a una mayor
cohesión social, pues evitaría la discriminación por diferencia cultural y por la tanto, la
marginalización de los grupos minoritarios respecto a los escenarios públicos y políticos de
organización jurídica y administrativa.

En este orden de ideas, Kymlicka (1996) y Young (1996) consideran que la forma de subsanar
las deficiencias de los sistemas liberales de ciudadanía, es a partir de la incorporación de elementos
diferenciadores sobre los ejercicios políticos, que permita así, la constitución de ciudadanías
multiculturales, ejercidas a través de acciones estales y jurídicas que protejan, reconozcan y
representen los intereses y necesidades de grupos minoritarios a través de mecanismos de acción
política institucionalizados, que posibilitan el desarrollo tanto teórico como práctico de derechos
colectivos, además de los ya adquiridos en el ámbito individual por la herencia del liberalismo. Estos
derechos colectivos como, por ejemplo, los derechos de autogobierno para comunidades indígenas,
los derechos pluriétnicos, según las necesidades lingüísticas o religiosas de las comunidades, y los
derechos especiales, en relación a las demandas de reconocimiento y participación política en los
espacios públicos de administración del poder, se convierten en la bandera de lucha del modelo
comunitarista, puesto que es además la forma en como las diferentes comunidades logran establecer
vínculos con el Estado.

En este orden de ideas, Benéitez (2004) afirma que “La formulación de una ciudadanía
diferenciada o de una ciudadanía multicultural intenta resolver el déficit democrático que algunas
personas sufren por su pertenencia a ciertos grupos sociales discriminados o que tradicionalmente
han sufrido graves desventajas” (p.257). Por ello, las pretensiones de los comunitaristas es lograr
subsanar las brechas de desigualdad e injusticia a causa de la diferencia y así lograr mitigar tensiones
sociales dentro de los contextos modernos donde confluyen multitud de culturas, a través del
reconocimiento de los derechos colectivos y también del paso de una ética procedimental, como lo

[59]
es en el sistema liberal, a la elaboración de una ética sustancial que logre articular una comunidad
política diferenciada, multicultural y democrática.

En razón de las demandas sociales y culturales del siglo XX, los atascos teóricos y prácticos
del liberalismo y las respuestas diversas de las ciencias sociales contemporáneas frente a los dilemas
de integración y participación social, cultural y política, se erigen multitud de propuestas académicas
alrededor de la ciudadanía como concepto y práctica. A continuación, se expondrán de manera breve
los modelos teóricos más recientes y llamativos por sus propuestas, alcances y proyecciones sobre un
ejercicio político diferenciado, que exige reconocimiento y protección estatal, en los procesos de
permanencia y participación política dentro de los territorios habitados.

Por lo que, estas nuevas propuestas teóricas, buscan extender el concepto de ciudadanía, más
allá de la limitalidad estatal y jurídica que condicionan un adentro y un afuera, lo que supone entonces,
sobreponerse a conceptos como nacionalidad, en tanto requisitos indispensables de la ciudadanía. Los
modelos ciudadanos como, el complejo, el cosmopolita, el cívico, entre otras, pretenden entender la
ciudadanía como un ejercicio al alcance de todos los miembros y grupos sociales, no a partir de
idearios universalizantes, o de voluntades generales consensuadas, sino a partir de los
reconocimientos diferenciados sobre grupos o individuos de acuerdo a sus necesidades sociales,
económicas, políticas y culturales, buscando así, revitalizar la ciudadanía desde una concepción
propia de justicia, igualdad y libertad.

En concordancia con lo anterior, Rubio Carracedo (2000) expone dentro del modelo de
ciudadanía compleja, la necesidad de construir una ciudadanía a través de una identidad compartida
que facilite los procesos de integración de grupos culturales minoritarios, sin implicar, que dicha
identidad suponga la eliminación de identidades grupales e individuales. El reto de la ciudadanía
compleja, es la construcción de marcos jurídicos integracionistas y diferenciadores, es decir, que
contemplen las conquistas de los derechos individuales, pero a su vez, se encuentre complementados
con los derechos específicos que cada grupo social requiere por su condición de diferencia cultural,
étnica, lingüística, religiosa o de género.

Carracedo (2000) afirma que una ciudadanía verdaderamente compleja implica siempre un doble
proceso: en primer lugar, el reconocimiento de los rasgos diferenciales personales y de un grupo
(diferenciación etnocultural) de cada individuo; y, en segundo término, intercambios dialécticos en
condiciones de libertad – igualdades básicas, mediante los que se construyen los rasgos comunes

[60]
mutuamente enriquecedores. Esto es, sin reconocimiento de la pertenencia diferenciada no cabe
esperar una participación en el interés público. (Rísquez, 2015, p.51)

La articulación entre derechos básicos individuales y el conjunto de derechos colectivos


específicos supone una transformación política a nivel de formas de gobierno, pues incluso, asume
Carracedo (2000) que el modelo de ciudadanía complejo trastoca el concepto de democracia y Estado
– Nación, puesto que supera sus límites ideológicos e institucionales, y advierte en todo caso, las
demandas sociales y culturales que se gestan al interior de los grupos sociales en contextos modernos,
como lo son, los progresivos aumentos de identidades minoritas, las organizaciones sociales alrededor
de rasgos de diferencia, las migraciones, el aumento de las poblaciones urbanas, entre otros. Frente a
los cuales, la ciudadanía debe responder desde un carácter dinámico con herramientas políticas y
jurídicas destinadas al reconocimiento cultural y la integración social.

El reto, es pues, re – pensar la ciudadanía desde una práctica y una concepción que agrupe
coherentemente la diferencia y la integración, superando por un lado, el multiculturalismo tradicional
que conlleva a erigir banderas homogéneas de grupos sociales diferenciados y aislados entre sí, y por
otro lado, las acciones estatales sobre las cuales se busca incluir a todos los miembros de una misma
comunidad en un concepto totalizante como el de ciudadanía sin comprender las diferencias entre
cada uno.

Por consiguiente, las demandas que acoge el modelo de ciudadanía compleja, son: primero,
derechos sociales, políticos, económicos, civiles y culturales de carácter universal e individual,
segundo, derechos colectivos construidos según la concepción de una ciudadanía de la diferencia y
una política del reconocimiento de cara al multiculturalismo, y tercero, la exigencia de unas
condiciones sociales, jurídicas, económicas y políticas mínimas que permitan la materialización de
conceptos como la igualdad y la comunicación política amplia y respetuosa entre muchos otros
diferentes (Rísquez, 2015).

Por otra parte, es importante destacar que en marco de la urgencia de construir propuestas
teóricas sobre ciudadanía que respondan a las dinámicas actuales, empieza a surgir una línea política
sobre ciudadanía de la experiencia, la cual, comprende una serie de modelos teóricos suscitados a raíz
de la ciudadanía como una práctica política cotidiana y comunitaria, que en la mayoría de los casos
se superpone a los lineamientos institucionales y a las identidades estatales.

[61]
Así, el modelo cívico, en contraposición a los modelos hegemónicos del liberalismo, afirma
que la ciudadanía es un proyecto social basado en la virtud de las personas, que sobrepone los
intereses colectivos sobre los intereses individuales. Este modelo, recalca la necesidad de buscar por
medio de la práctica política el bienestar común de la población. Este prototipo de ciudadanía es
resultado de las tradiciones liberales, republicanas y democráticas, donde si bien, se presentaba una
exigencia sobre el proceder público, también en el ámbito privado se solicitaba el buen ejemplo, como
ser un buen padre, esposo, hijo, entre otras.

[Procurar] una teoría de la ciudadanía que se ocupe de la identidad y de la conducta de los ciudadanos
individuales, incluyendo sus responsabilidades, roles y lealtades. (…) se trata de las virtudes cívicas y
de la identidad ciudadana. (…) Si faltan ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se
vuelven difíciles de gobernar e incluso inestables. (Kymlicka & Norman, 2002, p. 2)

Por su parte, Naranjo, G. Hurtado, D. & Peralta, J (2003), consideran que el modelo cívico:

Parte del supuesto de unos individuos racionales que en la vida privada actúan bajo criterios de
austeridad y mesura, mientras que en la pública lo hacen bajo los de responsabilidad y solidaridad.
Cuando en verdad, lo que se presenta es que en el ámbito privado son egoístas e interesados. (p. 41)

En todo caso, este modelo responde a la idea de formar ciudadanos públicos, es decir,
ciudadanos activos y participantes en los procesos de construcción tanto de comunidad como de país,
pretende además la configuración de redes democráticas de comunicación e interacción sobre asuntos
comunes que logren canalizar, por medio de instituciones, algún tipo de conflicto social. Aquí se
defiende, por tanto, la idea de ciudadanía democrática, que es, una ciudadanía participativa y reflexiva
sobre los procesos de formación de la esfera pública, donde sus objetivos son el alcance de la
integración social, el mejoramiento de la calidad de vida, la creación de voluntades colectivas y
deliberativas y la gestión del ejercicio político. Al respecto, opina Hannah Arendt (1987 y 1993) que
la ciudadanía es resultado de un proceso de interacción y confrontación sobre identidades que van
más allá de la particularidad del yo. Esta interacción o, mejor dicho, deliberación surge en el espacio
público, el ágora, como fuente de reconocimiento y de (trans) formación de las esferas institucionales.
Por lo que, la ciudadanía democrática no se restringe al ejercicio del voto individualizado y aislado
de la opinión y el debate, sino que implica el involucramiento activo en los espacios de participación
cívica y de debate político.

[62]
Sin embargo, autoras como Iris Young (1990) manifiesta que los encuentros cara – a – cara
para la construcción colectiva del sentido político, limita la expresión de la individualidad a la
constitución de una membresía política. Por lo cual, plantea que es necesario reconocer también, en
marco de las disertaciones y liberaciones de la opinión pública, las otras formas de ejercicio político
no reconocidas o manifiestas en el ágora, pero que si aparecen y cobran relevancia en los espacios
urbanos de la política vivida. (Lazar, S.F). Con esta consideración, se abre en tanto proposiciones
teóricas, la apertura de múltiples interpretaciones y modelos sobre la práctica política contemporánea.

En consecuencia, es necesario resaltar que las nuevas propuestas sobre el concepto de


ciudadanía en marco de las dinámicas del capitalismo y de la economía globalizada, comprende en sí
mismo, la interacción entre cultura y política como condicionantes para la comprensión de las
prácticas políticas diferenciadas. Pues, en marco del ejercicio de la ciudadanía emergen, según los
contextos dados, lógicas culturales y simbólicas que producen alrededor de las luchas por el
reconocimiento, por los derechos, por el país o por la defensa y pertenencia a una institución, formas
de organización y asociación, mediadas por los vehículos interrelacionados de comunicación entre
los medios normativos e institucionalizados y las representaciones sociales acerca de los entes
gubernamentativos, donde se negocian significados, sentidos de la acción social y modelos de
organización política.

De ahí, que modelos como el del cosmopolitismo o ciudadanía global de la década de los 90,
representado por Sheyla Benhabib (2004), considere que el valor del ser humano está por encima del
valor ciudadano y que, para llegar a tal categoría, debe darse una formación de autodeterminación y
de construcción de virtudes y moralidades de corte humanista. Este modelo, aboga que, en el plano
de las relaciones sociales, se eliminen las distancias geográficas, las fronteras nacionales y las
exclusiones culturales. Por lo tanto, pretende en términos generales, la emergencia de una identidad
cosmopolita, es decir, universal sobre la condición de ser humano y no sobre la determinación de la
ciudadanía (Todorov, 1997)44.

Por otra parte, está el modelo de la ciudadanía contemporánea o de la intersubjetividad, cuyo


principio es sobreponer las configuraciones subjetivas al plano de la ciudadanía institucional que
refiere estrechamente a una relación unilateral con el Estado. Uno de los mayores exponentes de esta
corriente es Boaventura de Sousa Santos (1993) quien afirma que la subjetividad es más amplia que

44
Citado por Naranjo, G. Hurtado, D. & Peralta, J, 2003. Huellas de ciudadanía.
[63]
la ciudadanía, sin embargo, Naranjo, G. Hurtado, D. & Peralta, J, (2003) señalan que tal escenario
político es mucho más reducido que la participación propuesta por los modelos democráticos, en
tanto, no ofrece alternativas distintas de participación. La ciudadanía contemporánea es de corte
liberal, defiende la acción social individual y solidaria, y se restringe a los efectos de la ciudadanía
civil y política (Naranjo, G. Hurtado, D. & Peralta, J, 2003).

Por último, otro de los modelos que más acogida a tenido tanto a nivel de la política
institucional, como de los procesos comunitarios de organización, es la ciudadanía de la
interculturalidad o interétnica, conocida también en algunos contextos como ciudadanía mestiza
(Uribe, 1998). Este tipo de ejercicio político florece según las dinámicas de los escenarios
latinoamericanos, donde en contraposición con los modelos cívicos y sus contradicciones
consecuenciales, invita a la generación de espacios participativos e inclusivos a partir de la
hibridación cultural y política. Este modelo surge como efecto de las constantes invisibilizaciones,
expulsiones y violencias en contra de la diferencia y la diversidad por parte de los procesos
civilizatorios de democracia y de formación de Estado moderno. Por lo que, abandera como proyecto
político la lucha por los derechos de reconocimiento, de auto-gobierno y de formas diferenciadas de
moralidad, participación y movilización, es decir, constituir un tipo de ciudadanía cultural45 (Rosaldo,
1997).

Este modelo, ciudadanía cultural, requiere como base de fundamentación las relaciones
cotidianas y comunitarias que surgen a lo largo de la experiencia social en contextos de intercambios
culturales como, por ejemplo, los urbanos. También se caracteriza por las (re) interpretaciones que la
gente del común hace de los marcos estatuidos sobre ciudadanía y democracia. Por lo cual, el modelo
de ciudadanía intercultural es un modelo que reformula constantemente en marco de las relaciones
primarias las nociones normativas e institucionales sobre el hacer política. (Escalante, 1993;
Rabotnikof, 2008; Kymlicka, 1996; Uribe 1997).

Estos modelos de ciudadanía formularon en grados macro sociales prototipos de ciudadanos,


sea como construcciones estatales, comunitarias o individuales, las cuales configuraron a la luz del
Estado moderno, regímenes discursivos de ciudadanía, que es, “marcos legales, burocráticos,
ideológicos y materiales que condicionan las prácticas e ideas del gobierno y la participación en

45
También existen otros tipos de ciudadanía como, por ejemplo, ciudadanía de derecha, ciudadanía de izquierda,
ciudadanía maternal, ciudadanía diferencial, ciudadanía responsable, ciudadanía compartida, ciudadanía común,
ciudadanos reconocidos y ciudadanos no reconocidos. Revisar Kymlicka y Norman (2002).
[64]
política […] intentos de crear ciudadanos con atributos morales, políticos y económicos particulares”
(Lazar, S.F. p, 12). Lo cual se impuso como identidad, conducta y mentalidad a los diferentes
miembros de los estados nacionales, bajo las consignas del derecho moderno. De esta forma, es como
el concepto de ciudadanía opera en cuanto marca de identidad46, y determina un deber ser sobre el
ejercicio político.

Ahora bien, los contextos del capitalismo global han impreso sobre la ciudadanía el sello del
ahorro, del emprendimiento y la autosuficiencia, como discursos que suponen un interés y un
bienestar colectivo. Lo que significa en término reales que el Estado descarga sobre los miembros de
la comunidad nacional, un conjunto de obligaciones civiles, económicas y políticas, haciendo parecer
que problemas, como la desigualdad, por ejemplo, son consecuencia de no asumir los patrones y
lineamientos discursivos, ético – morales e ideológicos de los regímenes de ciudadanía. Pareciera
entonces, que el concepto de ciudadanía como identidad se encuentra fetichizado ante el mundo
moderno como una lista de requisitos que facilitan el desarrollo de la vida individual y colectiva, en
tanto, define criterios de pertenencia y exclusión.

En este sentido, los Estados modernos proyectan una forma particular de hacer política y de
construir esferas públicas de participación, las cuales son distribuidas a lo largo de los territorios
nacionales, a través de aparatos ideológicos de Estado (Althusser, 2014) como por ejemplo la
educación. Aquí, los proyectos educativos estatales son expresiones de proyectos morales y cívicos
que moldean a imagen y semejanza de la ideología occidentalizada un sujeto que se cree ciudadano,
aunque su vida sea construida al margen de la institución, del gobierno, de la ley, del derecho moderno
y de la economía industrial. Otro ejemplo de aparatos ideológicos, son las estructuras de servicio
militar obligatorio, que constituye sobre la base del Estado, formas discriminadas de otorgar
ciudadanía de primera categoría, con derechos privilegiados a grupos sociales exclusivos que
defienden una idea de país, fundamentado en la ciudadanía tradicional o ciudadanía del patriotismo.

Defender de manera militar al Estado ha sido históricamente una responsabilidad clave para los
ciudadanos (recuérdese el artículo 9 de la constitución de 1805 de Haití) (…) y uno de los modos en

46
El Estado por medio de sus dispositivos jurídicos y aparatos ideológicos es quien otorga identidades a las comunidades
nacionales, tales como la identidad de migrante, víctima o ciudadanía. Un ejemplo de cómo el estado impone identidades
y criterios de acceso a ellas es el trabajo etnográfico de Diego Zenobi (2014). Familia, política y emociones. Las víctimas
de Cromañón entre el movimiento y el Estado. Donde advierte las distintas modalidades en que una persona logra
convertirse en víctima según el Estado, esto con el fin de señalar los diferentes reclamos de justicia en sociedades
contemporáneas.
[65]
que las mujeres han sido excluidas de la ciudadanía plena (Yuval – Davis 1997). En el Israel
contemporáneo, el servicio militar está restringido no tanto por el género sino por la etnicidad, ya que
los ciudadanos israelíes árabes no son reclutados como los ciudadanos israelíes judíos y muchos
israelíes árabes deciden por ende no hacer el servicio militar (también por una razón política). De esta
manera, el vínculo entre el servicio militar y muchos derechos ciudadanos, incluyendo el sentido de
pertenencia al proyecto nacional de Israel es un modo en que la ciudadanía ha estado históricamente
restringida para los árabes israelís (Kanaaneh y Nusair 2010; Kaplan 2000). El servicio militar es solo
un ejemplo de la miríada de maneras en que la ciudadanía surge a través de la creación de disposiciones
materiales y emocionales según comprensiones específicas de género, etnicidad y sexualidad. (Lazar,
S.F, p. 13)

Es de tal modo, como la ciudadanía como concepto se convierte en una identidad estatal que
caracteriza prototipos de ciudadanos a partir de regímenes de verdad (Briones, 1996). Como se ha
logrado demostrar a lo largo del texto, aun pese a las diferencias reivindicadas de los distintos
modelos y definiciones de la ciudadanía, se puede interpretar que la ciudadanía en tanto concepto está
circunscrita al lenguaje de los derechos, sea o por membresía o por reclamo de inclusión y
reconocimiento. Sin embargo, es de anotar que estos tipos universales de ejercicio político pueden
ser legitimados o ser rechazados y resistidos.

El valor entonces que concede la sociología política es la indagación de las formas


diferenciadas de acción política desprendidas de los marcos normativos, y más aún de los discursos
hegemónicos sobre la reivindicación del derecho moderno. Para ello, es necesario preguntarse por los
espacios concretos en los que lo político toma significados y representaciones de corte comunitario y
cotidiano, aquí no solamente se evidencian los reclamos por la ciudadanía, por los derechos de
propiedad, salud, educación, vivienda digna, servicios de abastecimiento, entre otros, sino que
también se develan los reclamos por la no ciudadanía, en defensa de los territorios con auto-gobierno,
de la diferencia cultural, del derecho a la ciudad, etc.

Cada expresión de ciudadanía expuesta en este capítulo, es representada por un conjunto


particular de intereses, pero tiene al igual que la noción liberal de ciudadanía, el objetivo de ser
hegemónica, universalizante, incluyente y constituirse como proyecto de país. La idea de la
ciudadanía democrática, ciudadanía comunitaria, republicana, libertaria, ciudadanía cultural –
interétnica o mestiza, ciudadanía cosmopolita o ciudadanía de la subjetividad, buscan hacer parte de
las políticas de Estado, con la pretensión de resolver los problemas de desigualdad, desintegración,

[66]
des-identifación, discriminación y expulsión de poblaciones marginales o culturalmente diferentes,
de los espacios urbanos y de los centros de poder democrático, al igual que la ciudadanía liberal. Por
lo tanto, el problema de comprensión de la esfera política contemporánea y en particular del ejercicio
político es la suposición de que la ciudadanía existe, en tanto existen formas diferentes de
comprenderla, interpretarla y materializarla, según las condiciones particulares de los grupos sociales.

Con lo anterior, se pretende hacer un llamado de atención frente a la necesidad de ampliar los
estudios académicos sobre las diferentes formas de organización política y de resistencia cotidiana y
comunitaria en los contextos de marginalidad y migración, para expandir de esta forma nociones
como las del no ciudadano. Lo que, en últimas se quiere afirmar es que la ciudadanía en tanto es un
problema de orden político, económico, cultural e ideológico, es también, inminentemente un
problema conceptual, sea de definición o de interpretación.

Capítulo 3. Ciudadanías de la Resistencia: Explorando la marginalidad y las márgenes del


Estado en contextos urbanos globales.

La construcción de la ciudad es resultado de los múltiples flujos migratorios, nacionales e


internacionales. Aquí los procesos de industrialización y modernización, impusieron una serie de
causas como propulsores del acto de migrar: primero, una migración auspiciaba por la necesidad
insaciable de extensión y producción del capitalismo salvaje. Segundo, a causa de los proyectos de
desarrollo que suponen un interés nacional o público para justificar el desalojo y el desplazamiento.
Tercero, a raíz de las promesas ilusorias de la modernidad sobre las posibilidades de una movilidad
social que garantizará el mejoramiento de las condiciones de vida de las familias migrantes. Cuarto,
como producto de las perturbaciones ecológico – ambientales en los territorios de origen, sea por
causa natural y/o social. Quinto, como consecuencia de la pobreza, la discriminación por religión,
etnia, género o convicción política. Sexto, por la guerra; violencias a niveles nacionales o de carácter
internacional. Y séptimo, como política de Estado.47

47
Rísquez (2015) afirma que “la perversión del Estado moderno que paso de ser un instrumento del derecho a una
discrecionalidad sin derechos, al servicio de la nación, se completó cuando los estados comenzaron a practicar
desnaturalizaciones masivas contra minorías indeseadas, creando así millones de refugiados, extranjeros deportados y
pueblos sin estado por sobre las fronteras. Los refugiados, las minorías, los sin Estado y las personas desplazadas, son
categorías especiales de seres humanos creadas a partir de las acciones del Estado nación” (p. 57). Es así, como el Estado
a través de instrumentos de gobierno impone categorías identitarias y de integración, como la ciudadanía, empero, paralelo
[67]
Estas migraciones constituyeron así un circuito de relaciones sociales averiado, difuso y
heterogéneo que comprendía en su interior una amalgama de culturas, sociabilidades y moralidades
que se insertaban y adaptaban artificialmente a las dinámicas de la productividad y la capitalización
de los bienes, servicios y recursos humanos. Así se construyó la ciudad moderna, como un depositario
de grupos humanos extraños entre sí, que se acomodaban con su carga biográfica en las tierras de
nadie48, mezclando sus conocimientos rurales y rudimentarios, con las experiencias vitales de esos
otros extraños – locales que habitan dichas ciudades. De este modo, la ciudad produce un sujeto,
diferenciado, desarraigado, des-identificado y desconocido para sí mismo, donde intenta reconocerse
en un espacio fragmentado y desordenado.

Estos son los excluidos, los marginales49, los migrantes, los indocumentados, aquellos
expulsados del sistema cultural dominante, de la política institucional y de la economía del mercado.
Son los mismos, que bajo la observación policiaca son criminalizados, como potencias de creación
delictiva (Beck, 1998) como fuente de contrabando, sicariato, prostitución, narcotráfico, entre otras
(Melo, 1995). Estos superfluos (Zygmunt, 2005), condicionados a la liminalidad son creadores a su
vez, de ciudad y de acción política, son quienes bajo las presiones de la vida moderna, se construyen
a sí mismos como ciudadanos, como portadores - y a la vez - garantes de derecho. En medio de la
disgregación social que produce fenómenos como la urbanidad, los sin techos, los indocumentados,
los extraños, construyen tejido social, cohesión, rutas de comunicación, medios de participación

a tal proceso expulsa de sus fronteras institucionales a los sobrantes, diferentes, abyectos, etc. Que no se acomodan a los
requerimientos estereotipados o deseados de la buena moral y el buen comportamiento civil. De esta forma, las
migraciones son también resultado de políticas racionalizadas por el Estado, puesto que, en tal accionar se cumple una
doble función: primero, se crean identidades, que define el estatus y la membresía de las personas y los grupos sociales,
sean estas positivas o negativas, por ejemplo, ciudadano, migrante, víctima, no ciudadano, entre otros. Identidades cuya
validez legal es propia del reconocimiento institucional. Y segundo, marca frontera en tanto reconoce identidades, entre
lo nacional y lo extranjero, entre lo normal y lo diferente, entre el adentro y el afuera, etc. Produciendo efectos como la
desnaturalización y deshumanización de la condición política de los Otros, lo que conlleva a la exclusión, expulsión,
discriminación y, sobre todo, criminalización de grupos poblacionales (Beck, 1998). En consecuencia, la integración
estatal es solo una posibilidad bajo el presupuesto de la identidad hegemónica, lineal y normativa, como la identidad
liberal.
48
Las tierras de nadie, hace referencia como bien lo explica Zygmunt Bauman (2005) a “los territorios susceptibles de
definirse y/o tratarse como exentos de habitación humana, así como carentes de administración soberana y, por ende,
abiertos (pidiendo a gritos) la colonización, el asentamiento. Tales territorios, en gran medida inexistentes hoy en día,
durante la mayor parte de la historia moderna desempeñaron el papel crucial de vertederos para los desechos humanos,
arrojados en volúmenes cada vez mayores en las partes del globo afectadas por los procesos de “modernización”” (p.15).
Dichos vertederos, como lo enuncia Zygmunt Bauman, son los espacios hoy en día territorializados por distintos grupos
humanos, bajo la figura de la informalidad, tugurio, barriada popular o barrios de migrantes.
49
Revisar tesis de grado de Antropología de Natalia Moncaleano Álvarez (2018) en (cap.): “Marginalidad: El
florecimiento de una utopía política”.
[68]
política y proyectos improvisados de ciudad, a su vez, son quienes, en medio de la necesidad y la
contingencia, producen la vida urbana.

La vida urbana (…) [es resultado] de la “negociación de significados entre ellos. El individuo y los
grupos sociales se constituyen en medio de representaciones simbólicas que se refinan, obtiene validez
y coherencia siempre por un proceso de interacción entre individuos y grupos sociales”. La vida urbana
está compuesta, entre otra infinidad de cuestiones, por significaciones precisas sobre lo propio y lo
ajeno, sobre lo permitido y lo proscrito, sobre lo sagrado y lo profano, sobre los roles que se pueden
desempeñar según las diferencias especificas (edad, genero, estatus) y sobre las conductas “legítimas”
en el espacio público o en el privado. (Naranjo, G. Hurtado, D. & Peralta, J, 2003, p. 61)

En medio del desamparo estatal, de la marginalización producto de las instituciones culturales


y políticas, se configura una sub-cultura particular, contraria a los paradigmas ilustrados de la vida
moderna, confluyen así, códigos y valores disidentes de los marcos convencionales y de las
simbologías globalizantes. Se configura entonces, como lo afirma Cristian león (2005) una cultura
callejera, con sus propias lógicas morales y organizativas sobre el espacio y el cuerpo, con sus
identidades confusas y con su racionalidad que mezcla, el mundo de la ruralidad con el mundo urbano.
“Al visibilizar la existencia de aquel mundo de la calle, que existe por fuera de las regulaciones del
Estado, se pone en discusión la universalidad de la institucionalidad establecida (…) [como lo
recuerda Judith Butler] los excluidos constituyen el límite contingente de la universalización” (León,
2005, p. 38 y 44). Es así, como en medio de la marginalidad urbana, y a partir de las condiciones
circunstanciales de la sobrevivencia física, los excluidos apelan a formas diferenciadas de ética, moral
y estética, se sobreponen a los cánones hegemónicos del humanismo ilustrado, proyectan la
conversión de valores, para la sociabilidad y subsistencia social, como es abogar por “códigos morales
contingentes” (ibidem) y discuten la homogeneidad y universalidad de modelos como el de
ciudadanía y el de democracia - meros modelos de simulación (Warat, 1993) al tiempo que
complejizan la vida urbana y las dinámicas de sociabilidad e interacción, y en tanto amplían y re-
definen las esferas públicas y privadas.

Por lo tanto, los estudios de ciudad implican la comprensión holística de las funcionalidades
urbanas, tanto institucionales como no institucionales, es decir, dicho estudio si bien comprende el
análisis del Estado, de los partidos políticos, de los comportamientos electorales, de las estructuras
normativas, entre otros, no debe ser definido o limitado por tal caracterización. Sino que la
comprensión de los contextos urbanos modernos también debe interpretar los diferentes gestos,

[69]
símbolos y significados que se tejen por fuera de las instituciones y al margen de la democracia. Lo
cual supone afirmar, que no toda ciudadanía se ejerce en cuanto posibilidad democrática, sino que,
en marco de la urbanidad, también existen expresiones de convivencia fundamentadas en luchas de
identidad, intereses, pasiones, necesidades, sean de corte individual y/o colectivo, que constantemente
negocian, transforman y complejizan los espacios de la vida política y la vida cultural en contexto de
ciudad.

De modo que, esta ciudad, “ciudad precaria”, “ciudad dependiente”, “ciudad sin ciudadanos”,
“ciudad sin proyecto” (Arcos, 2005, p.34), “ciudad capitalista”, resuelve a su vez, los problemas
causados por la racionalidad instrumental del mundo global, en otras palabras, esta ciudad incipiente,
a medio hacer, entre la formalidad e informalidad, entre la inclusión y la exclusión, ofrece al mundo
un conjunto de propuestas sobre apropiación, participación, justicia y gobernabilidad, resuelve por
vías no institucionales estados generalizados de violencia, donde ni la fuerza pública, ni el Estado, ni
las instituciones de justicia han logrado acomodar bajo la ideas de orden estandarizado, seguridad y
paz. Así, de modo limitado, contingente y provisional, la ciudad se presenta como espacio de
sociabilización y creación política, donde continuamente, se disputa, se reclama y se (trans) forma el
Estado.

Estas formas de creación política pueden superar las normativas institucionales sin ser
necesariamente ilegales, ni definirse por su opuesto de legitimidad comunal. Estas acciones se
caracterizan por ser la emergencia de un nuevo orden político, pues son agrupadas en el concepto de
informalidad política de Saskia Sassen (2010) y se define por las diferentes modalidades políticas que
surgen según las dinámicas de la ciudad, y no según los propósitos del Estado. La informalidad
política, abarca entonces aquello que políticamente ya no abarca el Estado. Dice Sassen (2010) que
tal forma de creación puede ser realizada tanto por gobernantes, es decir, miembros de la institución,
como por comunidades excluidas o marginadas, puesto que lo que define el carácter de informalidad
en la acción política es el surgimiento de nuevos actores políticos que ejercen presiones de distintas
índoles para el reconocimiento y la transformación de las realidades sociales. En otras palabras, la
informalidad política en tanto acción social no requiere de mínimos de poder, aunque esto complejice
la situación, sino que por el contrario requiere de modalidades estratégicas que se sobrepongan a las
imposiciones del Estado sobre el espacio y que contenga como premisa argumentativa la lucha por el
(re) conocimiento de las diversidades complejas y culturales de los circuitos urbanos (Sassen, 2010).

[70]
No es tampoco cierto, que por lo anterior, la ciudad logre resolver el problema de desarraigo
y/o des-identificación del sujeto y de las comunidades migrantes, tampoco es cierto, que aun pese a
los intentos de crear y defender derechos, se reconozca – al menos en el discurso y práctica estatal –
al marginal y/o migrante como ciudadano, pero si es cierto, que la particularidad contextual de dicho
perfil, frente a la incapacidad de la institución pública y privada sobre la organización del territorio,
el marginal logra ganar terreno político, si bien por fuera de los centros de poder, empero con niveles
de influencia y legitimidad suficientes para hacer emerger el encuentro político, de construcción
comunitaria , participativa y dialógica (Arcos, 2005). Un encuentro paralelo al Estado, sin su permiso,
ni supervisión, sin su ayuda, ni aprovisionamiento. Es un encuentro que florece a causa de la
necesidad vital de sobrevivir, de sobre guardarse de las tempestades de la industrialización y
marginalización, por lo que, su pretensión no es entonces la reestructuración de la política de Estado
o del sistema económico (Arcos, 2005; Quirós, 2011; Lomnitz, 1980; Hurtado, Naranjo & Peralta,
2003) sino más bien, la invención de nuevas formas de hacer política que construyan territorio y
comunidad.

En este sentido, poblaciones tales como migrantes, marginales, pobres, e incluso,


comunidades étnicas en condición de desplazamiento, como indígenas, afrodescendientes y
campesinos, entre otros, son depositados en los suburbios urbanos, al límite de la ciudad productiva
y de los centros de poder político, tanto democráticos como hegemónicos, son también, acorralados,
geográficamente encerrados, en cordones de miseria, de liminalidad social y cultural. Puestos a
disposición del devenir cotidiano, de la necesidad contingente y del desamparo estatal. Es de aclarar,
que tal situación no surge del azar, sino de la planificación y administración político-social sobre el
territorio. Esta colocación premeditada de posiciones sociales, que implican una jerarquización y
clasificación sobre los cuerpos individualizados, opera en función de la dominación cultural, sobre
formas concretas de nombrar, nominar, administrar y representar al otro extraño, diferente, disidente,
abyecto, al otro marginal (Cusicanqui, 2015; Figari, 2008; Foucault, 1990).

Esta exclusión, territorial y socio-cultural no es consecuencia o efecto secundario de las


dinámicas modernas y urbanas, es más bien, como lo señala Cristian León (2005) la agencia que
constituye la interioridad de las instituciones sociales y culturales50, funciona “desde las entrañas de

50
Al respecto afirma Lomnitz (1980) que la marginalidad urbana comprende una relación dependiente con el sistema
industrial urbano. Ejemplifica tal relación de simbiosis de la siguiente manera: “su situación está simbolizada por la de
una sirvienta que vive en casa del amo, pero no comparte ni su mesa ni su cultura: es de origen campesino y vive en un
rincón apartado al que nadie se asoma. La sirvienta no es considerada como miembro de la familia urbana, no tiene
[71]
las instituciones culturales (…) desafía la lógica identitaria de la cultura hegemónica de occidente”
(p. 11). Es en todo caso, la necesidad propia de la cultura moderna, para definir su estatus, su
integridad e identidad, a partir del contraste, de ese otro antagónico que llena de sentido la
exclusividad de categorías como ciudadanía. Un contraste cuyo objetivo, es el control micropolítico
(Foucault, 1979) de las poblaciones estigmatizadas o, por su condición económica, o por su diferencia
cultural.

Estos tugurios urbanos, caracterizados por comprender conglomerados de grupos humanos,


diferenciados por sus formas de pensar y organizar el mundo, son también subsumidos en la lógica
de la homogenización de los proyectos políticos civilizatorios, que pretenden en marco del derecho,
y de políticas de Estado como el multiculturalismo e interculturalismo (Walsh, 2002 - 2006) construir
un prototipo de ciudadano occidental, definido históricamente, por condiciones claramente
delimitadas, como la clase, el género y la raza. Es un prototipo donde la diversidad cultural no
encuentra espacio de realización, ni política, ni simbólica. Anota Walsh (S.F.) al respecto, citando a
Zizek, que:

El capitalismo global de la actualidad opera con una lógica multicultural que incorpora la diferencia
mientras que la neutraliza y la vacía de su significado efectivo. En este sentido, el reconocimiento y
respeto a la diversidad cultural se convierten en una nueva estrategia de dominación que ofusca y
mantiene a la vez la diferencia colonial a través de la retórica discursiva del multiculturalismo y su
herramienta conceptual de la interculturalidad “funcional” entendida de manera integracionista. Esta
retórica y herramienta no apuntan la creación de sociedades más equitativas e igualitarias sino al
control del conflicto étnico y la conservación de la estabilidad social con el fin de impulsar los
imperativos económicos del modelo (neoliberal) de acumulación capitalista, ahora haciendo “incluir”
los grupos históricamente excluidos a su interior. (p.04)

seguridad de empleo y su alimentación y trato dependen de la benevolencia de sus patrones. De la misma manera, los
marginados viven en los espacios sobrantes o intersticiales del radio urbano, desempeñan labores u ocupaciones que por
serviles o tradicionales no son codiciadas por la fuerza laboral urbana, se alimentan y se visten de las sobras de la
economía urbana, hacen su casa de los desechos industriales urbanos y carecen de las garantías mínimas del proletariado
urbano que incluye las leyes del trabajo y del seguro social” (p. 222). Por su parte, Cristian León (2005) afirma “si las
instituciones fundan su discurso racional y universalista a partir de la segregación de ciertas colectividades marginales,
estas replican el discurso institucional transformándose en su imagen traumática. Aquella que está borrada de la
conciencia pero que sin embargo obra desde su interior. Por esta razón definimos la marginalidad como ese exterior
constitutivo de la sociedad que como ha mostrado Derrida obra necesariamente desde el interior. La marginalidad como
el interior desconocido de la propia modernidad.” (p. 4).
[72]
Tales retóricas y herramientas, constituidas como políticas de Estado en marco de los
discursos integracionistas de los modelos de nación y ciudadanía, son funcionales a raíz de un
conjunto de mecanismos y dispositivos ideológicos que promueven la occidentalización forzada del
hacer política, de construir territorio y de habitar con el cuerpo. Frente a ello, la investigación de
Silvia Rivera Cusicanqui (2015) sobre las representaciones que el Estado Boliviano construye de las
comunidades indígenas a partir del cine y la fotografía, concluye que el mecanismo eficaz a partir
del cual se impuso un proyecto civilizatorio homogéneo fue el discurso del mestizaje, o como la
autora lo denomina, “el ideologema del mestizaje” (p. 94)51 cuyo objetivo político fue la
universalización de la identidad, lo cual implicó teatralizar la identidad de las comunidades indígenas,
es decir, despojar a la diversidad cultural – comunidades étnicas – de su historia, particularidad y
significación sobre las formar de abordar y aprehender el mundo.

Esta universalización, señala Cusicanqui (2015) fue un proyecto promovido desde el Estado,
a partir de la migración como mecanismo en defensa de la ciudadanización occidental, que
emprendían un proceso de aculturación sobre el cuerpo y los sistemas de organización económica y
política de las comunidades indígenas, proyectando de esta forma representaciones universales,
hegemónicas y legitimas sobre la identidad mestiza y el reconocimiento ciudadano52.

La retórica republicana en la esfera castellano hablante de las élites urbanas permitió construir así la
imagen de lo mestizo en el discurso público e imponerla como la única identidad legitima de la nación
boliviana moderna (…) proponemos que el mestizaje era el recurso ideológico que permitía imaginar
un país masculino occidental y cristiano, es decir, blanco, decente, homogéneo e individualista
fundado en el modelo de la familiar patriarcal y nuclear moderna (…) la noción de ciudadanía adquirirá
un tinte dominante eurocéntrico y mestizo, un paquete cultural de pedagogía colonial y civilizada que
aherroja los cuerpos y las conciencias a un destino de anonimato colectivo. Así adviene a la vida
pública del Estado y la política, multitudes anónimas y masificadas, vestidas invariablemente de terno
y sombrero, en mímica subordinación al modelo ciudadano mestizo e ilustrado que desplegaba la élite,
expresando su incontestable hegemonía (Berger, 1980:33-35). (Cusicanqui, 2015, p. 95. 156-157)

51
El ideologema del mestizaje es un concepto que toma Silvia Rivera Cusicanqui de Luis H. Antezana (1983) y es
básicamente el conjunto de mecanismos institucionales que el aparato colonial y eurocéntrico de la política nacional
utilizó para imponer una identidad universalizante desde la identidad del mestizaje. Estos mecanismos fueron implantados
a través de medios institucionales como la educación y la religión, lo cual comprendió formas de violencia física y
simbólica en contra de las poblaciones indígenas (Cusicanqui, 2015, p. 94).

[73]
En concordancia, el abanico de multiplicidades culturales e identidades étnicas quedó
reducido a la identidad hegemónica del mestizo, del ciudadano occidental, englobado, además, con
un conjunto de características específicas sobre el hacer política, construir visión de país y
relacionarse con los entes burocráticos y administrativos que gobiernan los territorios,
homogenizando finalmente la práctica política y delimitando los escenarios del ejercicio del poder.

El ser ciudadano, o constituir una práctica política normativa, conlleva en muchos casos a la
renuncias de un haz de representaciones simbólicas, significativas y culturales sobre las relaciones
sociales alrededor del poder, de la autoridad, del territorio y del gobierno, como forma de sobrevivir
legal y socialmente a las demandas del mundo moderno, evitando así la criminalización o
patologización de las prácticas culturales y de las comunidades diversas en general; no siempre
significa que dichas comunidades en marco de sus agencias individuales y colectivas, asuman como
bandera propia el proyecto político dominante, lo que sí significa, es que dicha renuncia a ese haz de
representaciones y demás, es una estrategia de sobrevivencia cultural, que pasa por mecanismos como
la asimilación y la articulación. Pues, alrededor de ese espacio político que emerge en contextos
marginales dentro de experiencias prácticas como la migración, también se interpelan, cuestionan,
resisten, rechaza los lineamientos homogeneizadores y universalistas de modelos morales y políticos
como el de la ciudadanía, constituyendo además estrategias de articulación con las acciones políticas
comunitarias y cotidianas de las comunidades excluidas.

Con lo anterior, se quiere advertir, que las luchas cotidianas y comunitarias de los marginales
y excluidos, no muchas veces son motivadas por el reclamo a que querer ser ciudadano o por el
reclamo del reconocimiento estatal (esto puede funcionar meramente como estrategia política y
administrativa), sino que el sentido de la acción política está orientado por una defensa sobre el
derecho a existir, habitar y construir ciudad, desde la diferencia, la alteridad y sororidad, y no, desde
el ángulo de la marginalidad y la indiferencia. De forma que no todos los excluidos, deciden ser
ciudadanos. La ciudadanía como cualquier otra identidad impuesta, puede ser rechazada o asumida.

En este sentido, y de acuerdo a los distintos mecanismos de sobrevivencia y comunicación


que construyen los marginales, se configura al margen de los modelos globalizantes de ciudad, una
ciudad rebelde, que surge desde el intersticio de la marginalidad y la modernidad, que se construye a
sí misma, no desde los lineamientos del republicanismo, sino más bien, desde el comunitarismo, es
decir, con sus propias lógicas sobre organizar, planificar y administrar el territorio, con sus marcos

[74]
específicos de justicia y seguridad, y con una práctica no institucionalizada o legalizada sobre el hacer
política. Por lo que, calificativos como ciudadanía difusa, ciudadanía sin identificación, o incluso, la
misma ciudadanía liberal, empiezan a desvanecer frente a las iniciativas de agencia comunal, donde
la acción política, en medio del conflicto, de las disputas de poder y de las relaciones jerárquicas de
dominación se hace valer con mayor fuerza e intensidad que sobre otros tipos de acción social (Assaél,
Cerda & Sepúlveda, 2000, p.2).

Así pues, un conjunto de múltiples posibilidades políticas de carácter alternativo empieza a


tomar forma bajo el concepto de ciudadanías de la experiencia, las cuales son consideras como una
ciudadanía de la acción (Naranjo, G. Hurtado, D. & Peralta, J, 2003), que puede ser formulada al
margen de lo normativo y lo institucional, pero que no necesariamente precisa ilegalidad, es una
ciudadanía de la informalidad política (Sassen, 2010). Es decir, pasa desapercibida por el Estado, en
tanto no requiere de su aprobación o aprovisionamiento. Este tipo de ciudadanía no tiene apellidos,
porque no es resultado de una disertación teórica o de un razonamiento lógico sobre la práctica
política. Es más bien, un devenir entrecruzado de acontecimientos, sentimientos y deseos que
constituyen el mero acto de la acción política, o cómo afirma Quirós (2011) de la política vivida. La
ciudadanía de la experiencia en marco de las necesidades de subsistencia, busca por vías comunitarias
y redes de solidaridad, la realización de proyectos individuales y colectivos. Es como una forma que
encuentran los excluidos53 de sobreponerse a los obstáculos del sistema financiero, de distribución
económica y de discriminación socio-cultural.

A su vez, tal ciudadanía, intenta eliminar la diversidad de identidades a partir de la


universalización del ideologema del mestizaje (Cusicanqui, 2015) y desde la implementación de las
políticas multiculturales, pluriculturales e interétnicas de los estados modernos (Walsh, 2002 y 2006).
Lo cual, supone pensar que en marco de la vida empírica los problemas de desigualdad y

53
Identifíquese aquí las diferentes redes de migrantes que existen en los países receptores. Un buen ejemplo de ello, son
las Casas Baleares en América, que se encuentran en países como Argentina, Chile, Uruguay, Puerto Rico, Cuba, etc. Los
cuales son centros socio – culturales que fueron creados a partir de la segunda mitad del siglo XIX y durante el siglo XX,
cuyo objetivo consiste en el fortalecimiento de los vínculos culturales con la tierra de origen (Islas Baleares - España) en
los territorios receptores. En ellos, los baleares migrantes se reúnen para realizar actividades relacionadas con la
gastronomía, el mantenimiento de la lengua propia (catalán) y las artes folclóricas de la isla. Este movimiento de
asociativismo logra mantener hoy en día los vínculos tanto culturales, familiares como administrativos con los territorios
de origen. Para ampliar la información, revisar: J. Buades, M. Manresa, A. Marimon & M. Mas (2001). El moviment
associatiu balear al l’exterior. Col·lecció els camins de la quimera. Illes Balears – España.

[75]
discriminación pueden ser resueltos, no por la acción del Estado, sino más bien por la
iniciativa/agencia, del emprenderismo y del asociativismo de los sujetos particulares.

Los ciudadanos adscritos a esta forma de ciudadanía, son aquellos que aun pese a las carencias
de derechos civiles, políticos y culturales, y aun pese a su ubicación liminal y marginal de los centros
participativos y de poder, siguen considerándose dentro de su discurso y su subjetividad como
ciudadanos de una comunidad determinada y como clientes de un Estado nacional. Tal señalamiento
de clientes, implica que el Estado es reconocido por quienes practican la ciudadanía – según su modo
de interpretación – pero donde esté no se considera como perteneciente a las comunidades o a la
sociedad, sino que se presenta como un ente con el cual solo se establecen relaciones contractuales
según esporádicas situaciones de extrema necesidad (Nozick, 2020).

En este sentido, la ciudadanía como experiencia, es un tipo de ciudadana interpretada y


recreada por los mismos sujetos que la ejercen, y que resisten por medio de sus prácticas políticas, a
ser excluidos de la condición de ciudadanía como concepto, sobre todo de la ciudadanía democrática.
La ciudadanía de la experiencia tanto en la práctica cotidiana, como en el ejercicio de los mecanismos
de participación institucional, es reducida a la interpretación del sentido común, y es expuesta según
los diferentes significados y sentidos que se construyen alrededor de la idea de ciudadanía, tanto como
reclamo y como rechazo. Es en todo caso, una forma particular de asumir una práctica política con o
sin control del Estado, de forma que se cree resolver los problemas contingentes del día a día, o por
el contrario no acrecentarlos. En este sentido, situaciones como los de apatía política también
comprenden las modalidades de la ciudadanía como experiencia. Está ciudadanía es, en síntesis, la
posibilidad que tiene el ciudadano (considerado así mismo de esta forma) para movilizar formas de
descontento político o de legitimidad estatal.

No obstante, es posible encontrar en marco de esta misma cotidianidad, y según las


condiciones de marginalidad urbana, aunque también en contextos de ruralidad, actores sociales que
simplemente no aparecen dentro de los circuitos formales de organización y determinación política.
Estos actores invisibilizados, excluidos y/o expulsados por las mismas dinámicas de la modernidad,
no encajan en ninguno de los modelos ciudadanos, y no ejercen de esta manera, ninguna práctica
política institucionalizada o ideologizada. Tales actores sociales, toman cuerpo dentro de la categoría
de no ciudadanía, y constituyen, además, desde su acción política y su lógica de organización, una

[76]
figura de orden conceptual que contradice y desvirtúa todo el proyecto de la democracia moderna y
el de la ilustración occidental.

Las fisuras conceptuales de la ciudadanía: El efecto de la migración.

Las migraciones como consecuencia de las transformaciones sociales, económicas, políticas


y culturales de los contextos globales modernos, interfieren dentro de las lógicas de construcción de
identidad, participación social y ejercicios políticos que se activan dentro de los territorios locales
receptores. El concepto de ciudadanía, como concepto dinámico, se encuentra atravesado por la
multitud de procesos sociales que se manifiestan en el plano de la realidad y afectan así, el devenir
de las relaciones sociales, generando cambios interrelacionados entre las prácticas y las formas de
nombrarlas. Por tanto, las migraciones tanto nacionales como internacionales, interpelan
constantemente el concepto de ciudadanía, en relación a factores como la globalización, la
marginalización, la pobreza, la discriminación, entre otras, a la vez que, los ejercicios políticos de
ciudadanía también transforman la institucionalidad y gobernabilidad.

De modo que, pensar la relación entre ciudadanía y migración es pensar la forma en cómo:
primero, se reclaman, reciben y ejercen los derechos en comunidades receptoras. Segundo, se
construyen, conservan, resisten y defienden identidades individuales y colectivas. Tercero, se
organizan plataformas comunitarias para la sobrevivencia social, cultural y económica, produciendo
en consecuencia alianzas sociales que subsanan los déficits institucionales. Cuarto, se reinventan los
ejercicios políticos, como la participación en escenarios tanto formales como informales, produciendo
nuevos modus de comunicación intercultural, que genera formas de planificación y organización
socio – política. Y quinto, se perfilan espacios de permanencia, pertenencia y participación
diferenciados dentro de los contextos receptores, lo que conlleva a la construcción diversa de
significados sobre habitar y producir ciudad.

Así pues, la ciudadanía se redefine constantemente en marco de los procesos migratorios, y


en razón de las diferentes interseccionalidades que atraviesan a la figura del migrante, configurando
de este modo un conjunto de ciudadanías de la resistencia, que desde los espacios que habitan y desde
los cuales se enuncian, se manifiestan agenciamientos políticos colectivos e individuales por la
defensa de las identidades propias y por los reclamos a la permanencia y participación en las nuevas
ciudades ocupadas. La ciudadanía en tales contextos, es ejemplo de creación, liberación y resistencia,

[77]
en tanto produce escenarios sociales que evidencia voluntades políticas fuertes que se contraponen a
los parámetros de exclusión y expulsión de los estados nacionales, buscando así nuevos modelos de
vida social y política que permita la conquista de la libertad, además de la posibilidad del pleno
desarrollo personal, sin la necesidad de garantías estatales, si no desde el ímpetu luchador que
caracteriza al migrante.

Por otro lado, es menester advertir que la relación entre ciudadanía, migración y exclusión
pone también de manifiesto la dualidad del Estado, primero, como proveedor de derechos, y segundo,
como generador de violencias institucionales en tanto establece fronteras de diferenciación,
dificultando los procesos de adaptación e integración en nuevos escenarios sociales, donde la
conquista de los derechos políticos, civiles y sociales, es atravesada por una serie de descalificaciones
que privan del ejercicio de la ciudadanía normativa a personas desnacionalizadas; las cuales bajo tal
estatus sobreviven en la liminalidad y la marginalidad.

El migrante es un sujeto configurado a través de la relación entre las discriminaciones


múltiples y las formas de desigualdades sociales. Esta relación, según Rísquez (2015), toma cuerpo
en el concepto de interseccionalidad, donde los “elementos o factores generadores de opresión y
desigualdad social; véase raza, estatus social, religión, género, nacionalidad o discapacidad; no son
factores independientes a la generación de un sistema estructural y permanente de subalternidad”
(p.76). Lo que, en principio, presentan un entrecruzamiento de distintas discriminaciones, pero
también una relación de reciprocidad en las experiencias vividas por los sujetos interseccionales, que
producen dentro de los acontecimientos cotidianos identidades yuxtapuestas, así como acciones
cotidianas de resistencia y transformación.

La interseccionalidad se construye a partir de encuentros, cruces, e interacciones


sociales/culturales/económicas/religiosas/lingüísticas/étnicas; se basa en interrogar a las
clasificaciones con las que se determina la vida, una idea, un concepto, una explicación y toda
opresión; considera la totalidad social, el contexto personal y todas las variables que configuran lo
micro y lo macrosocial; muestra una amplia gama de situaciones vividas en primera persona, da cuenta
de los intersticios conformados por el entrecruzamiento de dichas variables: y ejerce influencias serias
sobre las vidas personales con alcances diferenciados. ([Munévar, 2007] Rísquez, 2015, p.80)

Por consiguiente, entender el migrante como un sujeto interseccional que, en condición de un


contexto de expulsión social y marginalización económica y cultural, transforma desde su propio
[78]
agenciamiento cotidiano la ciudadanía y las formas de hacer y construir ciudad en los lugares
receptores, cargando a cuestas sus propias identidades, símbolos y significados sobre lo social y lo
comunitario, en defensa de una vida justa y libre, es entenderlo también en su propia lógica artística
de supervivencia e integración.

Pues, si bien, como se ha demostrado a lo largo del texto, el Estado produce ciudadanía y
ciudadanos, en tanto define sus fronteras de pertenencia y exclusión, también, en marco de sus fisuras
institucionales permite el florecimiento del no ciudadano, el migrante, quien al margen de la sociedad
que habita logra construir vínculos de arraigo, de comunidad, de identidad, que gestiona a nivel
comunitario y cotidiano un ejercicio político no institucionalizado, en tanto, no es reconocido por el
Estado, pero que, logra transformar desde la experiencia los escenarios sociales en los que convive,
sobreponiéndose así, a los diversos modelos teóricos de la ciudadanía, que delimitan la acción política
a un conjunto de reglas protocolarias y burocratizadas, que ocultan la riqueza cultural que producen
los agenciamientos espontáneos y voluntarios de las personas en calidad de un bienestar común,
accesible, práctico y real.

Capítulo 4. Reflexiones finales: construyendo el no ciudadano.

Aunque el ejercicio político de los migrantes se materialice en escenarios al margen del Estado
y de la sociedad, su presencia (Sassen, 2003) en el escenario social constituye una representación de
poder y riqueza política, pues sus diferentes acciones para la sobrevivencia cultural, económica y
social en las ciudades receptoras conlleva a la manifestación de estrategias de reivindicación política
que promueven la lucha por el reconocimiento de derechos, por la libertad para el libre desarrollo
individual, y por la libre manifestación de la identidad propia, en la misma intensidad, en que
desarrollan proceso de integración, de permanencia y participación, a través de mecanismos sociales
diversos y no institucionalizados, como por ejemplo, asociaciones de migrantes, grupos de mujeres,
encuentros cotidianos en plazas públicas, toma de barriadas como espacios propios de migrantes,
donde ponen al servicio de la cultura y el comercio, sus raíces lingüísticas, gastronómicas, artísticas,
entre otras, por medio de los negocios, etc.

La presencia de los migrantes en la liminalidad del Estado, advierte que aun pese a la falta de
poder y de acceso a los mecanismos de participación de ciudadanía institucionalizados, logran
aparecer dentro de la ciudad, como actores políticos que influyen en la configuración de los espacios
[79]
físicos, políticos y legales. Lo que, entre otras cosas, posibilita reflexionar sobre la multiplicidad de
posibilidades que tiene la ciudadanía como expresión política en contextos globales urbanos.

Así pues, la ciudadanía como práctica cultural y política, se expresa en el espacio social como
una categoría dinámica y diversa. En el espacio social aparecen las contradicciones sociales como
antagonismo (Laclau, 1987), es decir, como un conjunto de valores y representaciones diferenciadas
(Hall, 1998) que suponen en su interacción disputas por ocupar el lugar hegemónico. Una vez logrado
esto por un antagonismo, el otro será excluido y marginalizado en el espacio social (Figari, 2008). La
función del Estado respecto a las contradicciones sociales es la condensación de las prácticas sociales
bajo el manto de la normalización y normatización.

Una condensación que permite tal lugar de intersección entre prácticas diferentes que son
transformadas en una práctica sistemática de regulación, de gobierno (rule) [Regla] y norma, de
normalización dentro de la sociedad. El Estado condensa muchas prácticas sociales diferentes y las
transforma en una operación de gobierno y dominación sobre clases particulares y otros grupos
sociales. La manera de alcanzar tal conceptualización no es la de sustituir la diferencia por su opuesto
en el espejo, la unidad, sino el repensar ambas en términos de un nuevo concepto: articulación. (Hall,
1998, p. 2)

Este concepto de articulación se ve ejemplificado en el ejercicio de la ciudadanía y de la no


ciudadanía. Entendiendo la no ciudadanía como el antagonismo de la ciudadanía que no configura
una unidad social porque no hay reconciliación de las contradicciones, sino que, por el contrario, se
articulan en su diferenciación. La no ciudadanía en disputa con los discursos públicos e institucionales
de la ciudadanía formal y en su articulación con está constituye una unidad de ruptura (Hall, 1998:4)
es decir, se forma dentro de la no ciudadanía actores sociales que mediante sus prácticas diferenciadas
pueden intervenir como fuerza histórica, por tal motivo, la no ciudadanía es una acción política
concreta y diferenciada en el espacio social que no es reconocida dentro de los criterios y
determinaciones del ciudadano. El no ciudadano se contrapone al discurso formal del Estado sobre el
ejercicio de la ciudadanía y niega la universalidad del concepto.

De acuerdo a lo anterior, la tensión entre el ciudadano y no ciudadano es síntoma de la crisis


del sistema democrático, pues devela en el espacio social ficciones de universalidad y de inclusión
en el ejercicio político. La actual democracia reduce los espacios de gobernabilidad, en tanto, el poder
es cooptado por una institucionalidad reducida y hegemónica, la cual determina marcos de acción

[80]
política inscritos en las lógicas del derecho formal, donde a partir de esté se impone una visión
hegemónica sobre el mundo. Deborah Pool (2012) afirma que “las leyes [son] un arma para imponer
su visión del bien común, y, de paso, para domesticar – o controlar – la organización colectiva” (p.
87).

Aquí se propone, en concordancia con lo dicho hasta el punto, pensar la relación entre
ciudadanía y no ciudadanía, más allá de un problema de clase (un problema de marginalidad), es
decir, más allá de una condición material, cultural y organizativa diferencial, lo que implica pensar
dicha relación en clave del antagonismo, como un problema de diferencia de sentidos contrapuestos,
que es, de identidad y alteridad. El antagonismo (Laclau, 1987) se formula en cuanto la aparición de
límites que constituye formas dicotómicas de entender la realidad. “todo proceso de diferenciación,
supone una ontologización en términos binarios, lo cual a su vez se expresa en términos de
semantización de opuestos” (Figari, 2008:2). Esto quiere decir, que en el espacio social la unidad de
ruptura es consolidada a partir del enfrentamiento entre distintos sentidos y significados de asumir
una identidad, como proceso de diferenciación con el otro o lo otro. Este proceso se encuentra
permeado por los diferentes dispositivos de dominación tanto física, política, moral como simbólica.
Es por esta razón que, en la confrontación de los antagonismos por ocupar el lugar hegemónico, queda
excluido del marco de legitimidad aquel antagonismo que no alcanza niveles de persuasión política,
es decir, de convencimiento. Por tanto, la exclusión en este sentido, es una exclusión por la diferencia,
que genera a su vez, distintas modalidades de violencia como, por ejemplo, la criminalización,
estigmatización o patologización de lo otro diferente (Figari, 2008).

Es por lo anterior que, el antagonismo excluido aun pese a sus unidades de sentido, es
construido a la vez, por la representación que produce sobre él el antagonismo hegemónico, o sea, la
ciudadanía en este caso. No obstante, como el proceso que se documenta afirma que ambos
antagonismos se articulan en el espacio social, es de señalar entonces, que también el antagonismo
excluido, es decir, la no ciudadanía, configura la forma del contenido de la ciudadanía, es decir, lo
dota de sentido, y es justamente esto lo que evidencia un proceso de articulación y de unidad de
ruptura.

Así, la no ciudadanía se constituye dentro del espectro de la moralidad pública como aquello
que es desechable, vergonzoso, atrasado e incivilizado y, por el contrario, la ciudadanía como su
opuesto binario, es civilizado, ilustrado y presentable. Esta diferenciación significativa y cualitativa

[81]
es la que fundamenta la violencia contra la diferencia y el desplazamiento de la misma al margen – o
fuera – de la cultura hegemónica. Además, tal distinción es la base que permite en primera instancia
la producción del antagonismo, porque sobre la base de la identidad normativa y normalizada, se
produce una identidad contrapuesta, que inicialmente, ha quedado por fuera de las categorías sociales
imperantes, aun pese a los intentos posteriores de inclusión.

De modo que, la violencia en contra de la diferencia y en defensa de un modelo determinado


de acción política, lleva como objetivo el desplazamiento de lo contrapuesto, más aún, la eliminación
del mismo. Esto significa, que los modelos hegemónicos de organización política, social y económica
pretende acabar con la representación e identidad de aquello que para la normalidad social se presenta
como innatural o, en otras palabras, como lo humano despojado de humanidad, como lo animal en
contra de lo cultural, como lo incivilizado en contra de lo civilizado. He aquí la razón y justificación
de los diferentes mecanismos de homogenización y occidentalización que la cultura moderna ha
impuesto sobre las comunidades culturalmente diferentes.

De acuerdo a lo anterior, se puede entender que el no ciudadano es el migrante o marginal que


produce dentro del espacio social formas de articulación en tanto disputa de sentidos y significados
por la organización del territorio y de la vida política. Estas formas de articulación social, no resuelven
las contradicciones sociales, por el contrario, las avivan y resaltan dentro de la unidad de ruptura, las
fuentes de las cuales se desprenden los vastos charcos de desigualdad social, política, económica y
cultural.

El antagonismo del no ciudadano, constituido por la potencia de sus sentidos, significados y


representaciones propias sobre formas de organización, participación, poder y autoridad, revelan al
espíritu de la época nuevos retos políticos y nuevas propuestas de sobrevivencia física y social, que
resuelven de manera eficaz y eficiente, lo que el capitalismo ha causado y lo que sus tesis liberales
no han podido subsanar.

El debate teórico sobre los modelos de ciudadanía contemporánea pone a disposición de la


academia y la política un conjunto de herramientas conceptuales y de reflexiones sociales sobre las
formas actuales de hacer política y construir territorio, para advertir en ello, las potencialidades de la
comunidad, pero, además, las necesidades inmediatas de aquellos grupos que aún permanecen fuera
de las fronteras simbólicas de los Estado – nación.

[82]
El reclamo que se produce por la confrontación entre ciudadanía y no ciudadanía,
involucrando en ello los diversos modelos históricos sobre ciudadanía desde las ciudades – estado
hasta las nuevas formas de ejercicio político en las ciudades globales del siglo XXI, pretenden poner
en evidencia la urgencia social frente al reconocimiento de las identidades diversas, de las
posibilidades de ejercer una participación activa y pública para la formación de los escenarios
colectivos y los derechos sociales, a partir de la óptica de la libertad, la creatividad y la diversidad,
estimulando así, las diferentes gramáticas de los ejercicios políticos, que promueven agencias
voluntarias y comunitarias interesadas por valores como la igualdad, la justicia y la libertad
entendidas como proyectos sociales, y no como ilusiones falsas de modelos constitucionales.

Finalmente, se señala que el recorrido histórico del concepto de ciudadanía ha demostrado el


carácter dinámico del mismo, en cuanto su capacidad de adaptabilidad a los distintos contextos
sociales y sus propias necesidades y demandas. Por lo que, hablar de ciudadanía hoy en día, es
contribuir a la (trans) formación constante de dicho concepto, que conlleva a la materialización de
prácticas más representativas, integracionistas y respetuosas con las identidades culturales,
produciendo así desde las márgenes o no, mundos creativos y rebeldes, que reclaman con valentía
individual y colectiva el derecho a existir y construir ciudad, no como un mero reconocimiento formal
(jurídico) sino como un estatus social y político propio y autónomo.

Aceptar en este mismo proceso, las interacciones antagónicas con el no ciudadano, es lograr
ampliar las perspectivas sobre las formas de hacer política más allá de las tradicionalmente conocidas
e impuestas por los dispositivos ideológicos de Estado. El no ciudadano, se presenta en el espacio
social como una manifestación política de rebeldía que demuestra la capacidad organizativa y creativa
de los sujetos sociales frente a las construcciones de ordenes colectivos, sin la necesidad del
establecimiento normativo sobre las identidades y libertades individuales. El no ciudadano, advierte
las fisuras del liberalismo y de la modernidad, no niega la existencia del Estado, tampoco la reclama
como una presencia indispensable, sino que más bien, revela la capacidad de agencia política de los
individuos y colectivos frente a la defensa de lo propio ejerciendo nuevas formas de acción política.

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