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Angelelli

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La Memoria en DOCUMENTOS

Homilía de Mons. Angelelli


en la ordenación sacerdotal
de religiosos Jesuitas

Gracias a la generosidad de la Provincia Argentina-Uruguaya de la Compañía


de Jesús, compartimos la homilía de Monseñor Angelelli con motivo de la or-
denación sacerdotal de los jesuitas Jorge Seibold, Alejandro Antunovich, En-
rique Rastellini, Julio César Merediz, Juan Carlos Constable, Agustín López
y Andrés Swinnen el día 19 de Diciembre de 1970. La Celebración se llevó a
cabo en el Colegio Máximo de San José (San Miguel-Buenos Aires). Acom-
pañan a esta desgrabación algunas fotos de la celebración.

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Mis amigos y mis hermanos:

“Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado... eso se lo trans-
mitimos a ustedes, para que, unidos a nosotros, estén unidos al Padre por Jesu-
cristo”. Así nos hablaba Juan en su primera Carta.
Hay gestos, ha habido palabras... palabras... actitudes... Estamos como sobreco-
gidos... y no por un efecto tonto sentimental...Y porque Juan nos dice eso, ha sido
posible esto que tenemos aquí, en este patio del Máximo. Aquí hay un Pueblo,
que es el Pueblo de Dios. Está la Iglesia concreta, visible, se ha manifestado la be-
nignidad del Señor. El Obispo, los Presbíteros, los religiosos, las religiosas, ustedes
los laicos. Ésta es la Iglesia. Estamos acampados con esta apertura, que tiene tam-
bién su signo y su significado. Y aquí, en medio de nosotros, estos siete hermanos
nuestros, ungidos sacerdotes de Jesucristo, al servicio del pueblo de Dios.
Aquí, detrás, en esta misma mesa, vamos a hacer la Eucaristía. Aquí, juntos, for-
mando un cuerpo, no jurídico, sino sacramental, misterioso, mis hermanos sacer-
dotes. Y estos nuevos sacerdotes que acaban, no solamente de ser ungidos, sino
de incorporarse a este presbiterio, al presbiterio de la Iglesia.
Yo diría, mis amigos, que las palabras estarían de más. Pero quiero ponerme a
meditar en voz alta, fuerte, junto con ustedes. Yo les voy a decir en voz alta:
Esto, si no lo viésemos desde la fe, seríamos todos unos tontos. Si esto no lo
viésemos desde la fe, seríamos dignos de burla, de desprecio. Si esto que estamos
haciendo nosotros, no lo viéramos desde la Trinidad, no tendría sentido. Y porque
por Jesucristo llegamos al Padre. Y del Padre por Jesucristo, por este ministerio,
se ha producido esto que los ojos de la carne no lo ven, pero que los ojos de la fe
sí. Es decir, eso que sentimos todos interiormente, estamos sobrecogidos alabando
y cantándole al Señor, y adorándole. Una primera actitud, la nuestra, la de toda la
Iglesia ante este gesto y ante esta realidad. Y es la de la alegría, la de la esperanza.
Es mirar este presente y mirar el futuro. Es mirarla a la Iglesia de Jesucristo con el
corazón dilatado, sin miedos, sin temores.
“Hombres de poca fe” y al que no tiene fe hay que ayudarle a caminar juntos y
caminar junto con él. Fraternalmente, para que el Señor le haga el regalo de la fe
y le infunda la alegría de la esperanza. Y haga de un corazón duro, un corazón que
ame y que sirva. Y en este momento y en esta hora histórica somos llamados a la
esperanza, a la alegría, a mirar las cosas con otro corazón y con otra mente, que
no sea el culto de la piel del temor, como si nos redujese y nos despersonalizase,
como si todo dependiese de nosotros, de nuestras solas fuerzas, de nuestras solas
condiciones.
Éste es el gesto más lindo. Permítanme, mis hermanos sacerdotes, ustedes, ami-
gos míos, que yo, delante de esta Comunión, delante del Señor, en nombre de la
Iglesia Universal yo les diga a ustedes: ‘¡Gracias por esta opción y por este gesto
que lo han hecho en la Fe, en la Esperanza y en la Caridad! ¡Gracias por esto!

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La Memoria en DOCUMENTOS

¡Gracias!, porque ustedes, hombres de nuestro tiempo, que después de un proceso


largo, fastidioso, duro, difícil, hecho por luces y hecho por sombras, hecho por cru-
ces y hecho por pascuas. Ustedes están aquí y han dicho sí, no a los hombres, le
han dicho sí a la Trinidad, le han dicho sí. Y le han dicho sí para servir a estos hom-
bres. Con un gesto de lo más sencillo, con un gesto que casi es inadvertido. En
toda esta liturgia de esta tarde está casi inadvertido el gesto profundo, transfor-
mante, el que ha operado la Unción en ustedes. Otro hombre, sacerdote, con una
plenitud de sacerdocio, les ha puesto las manos sobre la cabeza. Y ese imponer las
manos sobre la cabeza es la respuesta que les hace el Señor, que les hace la Iglesia,
que les hace el Pueblo a la aceptación de esta opción que ustedes han hecho.
Por eso yo creo interpretar a todos mis hermanos, Sacerdotes, religiosos y laicos:
¡Gracias por este gesto y gracias por esta opción!
Ahora ustedes han optado por un Sacerdocio para vivirlo en este mundo con-
creto, y en esta hora histórica concreta. Así como está nuestra sociedad. A este
mundo al que hay que amarlo, a este mundo al que hay que servirlo. A este mundo
al que hay que conducirlo al Padre, que está en los cielos. A este mundo que no
necesita tantas manos que se levanten para condenar. Es un mundo que necesita
manos que vayan a comprender, a acariciar, a curar, a bendecir, a guiar. Manos
amigas, a santificarlo. Quitarle todo aquello que sí es fruto del Maligno y del pe-
cado.
Pero están llamados para tomar esta creación del Señor y convertirla en alabanza
a Él. Para este mundo y para esta hora histórica. No es a la caza que el Señor nos
ha hecho vivir ahora. Y es hora maravillosa y es hora estupenda, con dolores, con
sufrimientos, con tensiones, con cruces, con este preanuncio de una Pascua. Los
hombres que tengan demasiado... la mirada demasiado de carne y no de fe no
pueden descubrir el preanuncio de la Pascua. Descúbranlo ustedes cada vez más
en la vida de ustedes y enséñenselo a los hombres. No sean vaticinadores de ca-
lamidades, sino de esperanza.
Y han optado en este momento de esta Iglesia nuestra peregrina. ¡Ahora! ¡Ésta!
Ésta, que se ha reformulado, que no mira su pasado, porque es el mismo Pueblo
de Dios que camina. Esta Iglesia, que decimos, la Iglesia que se quiere rejuvenecer
después de un Concilio. Y no es para tanto tampoco el Concilio. Y no es para de-
terminados grupos el Concilio. Y no es una opinión más el Concilio. ¡Ésta es la Igle-
sia de Jesucristo! ¡Esta es la Iglesia querida por el Espíritu! Ésta es la Iglesia que
resurge, a que la purifiquemos, purificándonos nosotros, porque es Santa en su
origen, como dice Pablo VI. Pero es pecadora en sus miembros. Somos nosotros
los pecadores. La imagen, el rostro hay que purificarlo. Y tener la actitud del pobre.
Del pobre que carga a sus espaldas una alforja y toma un bastón y camina porque
“el Señor es mi pastor y nada me puede faltar”.
¡Ésta es la Iglesia, por esta Iglesia y en esta Iglesia ustedes han optado! Y han
optado como hermanos, en la plenitud del sacerdocio y, a veces, no vemos todo

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lo que deberíamos ser, para leer los signos de los tiempos y leerlos desde la fe y
conducir con claridad, conducir con clarividencia -diría- al Pueblo santo de Dios.
¡Hermanos míos, ésta es la Iglesia por la que han optado ustedes!
Y en la calle están nuestros hermanos. Estos hermanos que dicen: ‘yo no veo a
Dios’, que dicen... sufren la injusticia, sufren todo tipo de marginación Estos her-
manos nuestros, que también hermanos en la fe, parecería ser que se alimentan,
a veces, con el resentimiento, no con el amor. A veces es como si se saborearan el
condenar, más que el perdonar y comprender. Esos hermanos nuestros, un poco
marginados, también ellos. Y los de aquí, y los del interior y los de cada Diócesis y
los de toda la patria. Estos hermanos son los que los esperan a ustedes.
Y esta tarde es una tarde linda. Es una tarde hermosa, es una tarde donde el Es-
píritu Santo, el Espíritu del Señor parecería ser que aleteara aquí. Y habrá quienes
no lo vean, quizás de los que estamos aquí, ni lo sientan. Quizás, yo espero que
no sea así, que no haya ningún sentimiento un poco como de lástima para ustedes.
Yo personalmente los envidio porque ustedes hoy han sido hechos sacerdotes. No
porque rezongue de mi sacerdocio, aunque tiene cruces, sino de cómo me hubiese
gustado ser ordenado ahora, en este tiempo. Éste sacerdocio de ustedes, que va a
ser cuestionado. Éste sacerdocio de ustedes que no va a ser entendido. Éste sacer-
docio de ustedes al que le van a decir muchas cosas: amigos de pecadores, de pu-
blicanos, les van a decir todo lo que le dijeron al Señor. En la vida de ustedes se va
a reeditar todo lo que leemos en las páginas de la Escritura Santa, en el Evangelio.
Se va a reeditar. Hombres y mujeres, grandes y chicos, para quienes ustedes serán
signo de contradicción. Y unos los bendecirán y otros los maldecirán.
¡Qué lindo misterio, qué estupendo misterio, qué formidable este llamado que
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La Memoria en DOCUMENTOS

ha hecho el Señor!
Mis amigos... (Uno se pone a meditar en voz alta y se olvida el tiempo). Mis ami-
gos, ustedes Pueblo santo de Dios, saben qué lección... la primera la aprendo yo a
la lección... Significa que comencemos por cuestionarnos seriamente nuestra pro-
pia Fe, nuestra propia Esperanza y la Caridad nuestra. Comencemos por replante-
arnos profundamente si hay una virtud y una madurez en nuestra fe. Comencemos
por nosotros, como comunidad, a examinar y reflexionar si este es el signo y el ros-
tro que esperan los hombres, los que están en la calle, de nosotros, los cristianos.
Y acabo... y acabo en serio.
Yo les diría esto... muchas cosas, pero ahora esto se los digo en público:
No les tengan miedo a los hombres. Y cuando le dicen que ustedes se meten de-
masiado con los hombres, porque metiéndose demasiado con los hombres se van
a manchar, se van a ensuciar. Es como si se mancharan ese Crisma que les he
puesto en las manos. Y no hagan caso. Métanse. Ensúcienlo a ese Crisma con las
angustias y las esperanzas de los hombres. Ensúcienlo, no lo guarden. Y les van a
decir esas cosas. No, no tengan miedo. Métanse, métanse no para dominarlos, sino
para servirlos. Métanse y caminen juntos con ellos. A veces el camino es difícil. A
veces, el propio hermano que tienen al lado, en la fe, no los comprenda y los con-
dene a ustedes también. Es un poco fruto de la debilidad de la carne, de la debili-
dad humana.
A veces los van a querer cuidar demasiado y es para que tomen el sacerdocio,
que se les ha entregado, y lo guarden. ¡Nunca lo guarden en una caja de cofre!
Siempre pónganlo aquí sobre la mesa, como ponemos el pan. El pan de esta tarde,
para que lo coma la gente. Y, no, no estoy haciendo literatura. Ustedes ya han es-
tudiado, lo han meditado, todo lo que es verlo teológicamente a este sacerdocio.
Ahora hay que hacerlo bajar. ¡Al agua!, como decimos vulgarmente. (No es muy
técnica la frase, pero es realista.) Que baje, que baje... para que la gente del asfalto
y del no asfalto lo pueda tomar al sacerdocio de ustedes…Y entréguenselo, entré-
guenselo en su Palabra, entréguenselo en su Eucaristía, entréguenselo hecho de
tantas maneras, que se lo tendrán que imaginar también, porque esas son las ac-
ciones celestiales en la pastoral.
El sacerdocio de ustedes está entroncado al sacerdocio de un Hombre o de un
Colegio, que tiene plenitud y está entroncado a este sacerdocio y a ese Colegio,
que se llama, nuestros hermanos sacerdotes, el Presbiterio. Es decir, no se olviden
nunca de este cuerpo que tiene una unidad sacramental tal, que en la medida en
que la vivamos y la profundicemos iremos sacando toda la riqueza y la sabiduría
para ser siempre frescos y, al mismo tiempo, respuestas a nuestro pueblo.
Y permítanme ustedes, padres de estos sacerdotes y familiares. Yo creo que con
una sola palabra les digo todo. Es la Iglesia, es la sociedad de hoy, que les quere-
mos decir: ¡Gracias!

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