Struve, V.V. - Historia de La Antigua Grecia II
Struve, V.V. - Historia de La Antigua Grecia II
Struve
          Historia de la antigua
                Grecia (II)
CAPÍTULO IX
    Las guerras greco-persas desempeñaron un importante papel en la vida de todos los pueblos de
la cuenca del Mediterráneo. No es posible comprender y apreciar correctamente estas guerras sin
cierto conocimiento de la historia de Persia.
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propia, distinta de la de sus vecinos. Esta particularidad histórica de la potencia persa esclavista nos
explica también el carácter de su política con sus muchos súbditos y, especialmente, con las
ciudades griegas sometidas. Fundamentalmente, la política persa fue determinada por dos
objetivos: mantener en la obediencia a los pueblos conquistados, consiguiéndolo manu militari, y
asegurar el pago regular de tributos e impuestos. Los medios empleados para el logro de estos fines
eran bastante primitivos y groseros.
    Con fines administrativos, la monarquía de Darío se dividía en veinte distritos mandados por
sátrapas (a menudo miembros de la familia real). A los sátrapas el rey les confiaba sus propias
funciones: militar, civil y jurídica. Pero, a pesar de los amplios poderes de cada sátrapa sobre la
población de su distrito, él mismo, su vida y sus bienes dependían íntegramente del rey. Herodoto,
cuya obra es la fuente informativa principal de la historia de las guerras greco-persas, da cuenta de
toda una serie de casos en que los sátrapas que llegaron a provocar la cólera del rey fueron
ejecutados sin piedad, incluso por faltas nimias, sin hablar ya de los casos de traición. Además,
junto a cada sátrapa se encontraba un espía del rey, el cual se interiorizaba de todos los
acontecimientos, sin excepción, de su distrito e informaba al rey. De este modo, el gobierno de los
distritos se hallaba bajo continuo control del Gobierno central.
    Igual atención prestaba el poder central a los asuntos financieros. Cada satrapía representaba
una unidad tributaria. Herodoto enumera detalladamente los distritos impositivos. Por ejemplo, el
primer distrito, que incluía a jonios, carios, misios, pánfilos y algunos otros pueblos del oeste del
Asia Menor, pagaba a Darío un tributo de 400 talentos de plata. Los habitantes de la costa derecha
del Helesponto, los frigios, tracios asiáticos, paflagonios y otros, pagaban 360 talentos; los cilicios,
500 talentos y 360 caballos blancos. De estos 500 talentos, 140 se gastaban en la caballería que
patrullaba la tierra cilicia y los 360 restantes quedaban para Darío.
    El distrito egipcio pagaba 700 talentos, más el impuesto por la pesca en el lago Meris. Del
mismo distrito sacaban 120.000 medidas (egipcias) de cereales para alimentar a los persas y a sus
mercenarios que ocupaban una fortaleza en Menfis. El sátrapa de Babilonia disponía de 800 potros
y 16.000 potrancas, reunidos por los persas en calidad de tributo de la población de ese distrito.
    La suma total de los tributos que ingresaban anualmente en el tesoro de Darío, según el cálculo
euboico, era de 14.560 talentos. Todas las tribus y pueblos que integraban el Estado persa pagaban
su tributo anual. La excepción la constituían los propios persas, quienes no pagaban impuestos
regulares.
    El Estado persa tenía una amplia red de caminos, desde Sardes hasta el Indo, a lo largo de los
cuales había posadas para el descanso de viajeros. El mantenimiento de esos caminos y su
vigilancia era una de las funciones de los sátrapas, pero el control general de los caminos estaba a
cargo de funcionarios del poder central.
    En las regiones sometidas al rey de Persia estaban distribuidas sus guarniciones. Al emprender
campañas de gran envergadura, los reyes completaban sus ejércitos con gran número de
destacamentos de los pueblos sometidos. De este modo, estos ejércitos resultaban muy
considerables para aquella época. La calidad militar de esta abigarrada fuerza no era muy alta, pero
los súbditos de la potencia persa no podían tener ningún interés en sus éxitos militares. El carácter
general de este Estado —Estado conglomerado— influyó en la organización de sus fuerzas
militares, compuestas por un gran número de destacamentos sin ninguna coherencia entre sí.
    La situación de las ciudades jónicas cambió bruscamente después de la conquista de la costa del
Asia Menor por los persas, la caída del reino de Lidia, el avance persa hacia la costa del Helesponto
que les abría la salida al mar Negro y, especialmente, después de la conquista de Fenicia y Egipto.
Desde ese momento, el comercio intermediario en el mar Egeo pasó casi íntegramente a los
fenicios, que gozaban de la ayuda y protección de Darío; y el comercio con Egipto, que
representaba una cifra considerable en el balance de las ciudades jónicas, se interrumpió casi por
completo. Simultáneamente, se debilitaron los vínculos con el mar Negro, lo que influyó
funestamente en la economía de las ciudades jónicas. Así, la pérdida de su independencia no sólo
no fue compensada por ninguna ventaja económica, sino, por el contrario, acompañada de la brusca
caída del nivel de su vida económica.
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    A todo esto hay que agregar que las ciudades jónicas fueron incluidas en la satrapía del Asia
Menor y, por consiguiente, junto con carios, pánfilos y otros pueblos que integraban la misma
satrapía en la parte occidental de la península, fueron obligados a pagar al tesoro persa un tributo
anual de 400 talentos de plata, suma enorme para aquella época.
    Para asegurar la sumisión de las ciudades jónicas, el Gobierno de Darío intervenía en su vida
interna, cumpliendo esta intervención en forma extremadamente sensible.
    En relación con esto, conviene recordar ciertas particularidades históricas de la vida de los
griegos de los siglos VII y VI a. C., condicionadas por la ley de obligatoria concordancia entre las
relaciones de producción y el carácter de las fuerzas productivas de la sociedad. En las condiciones
concretas de la realidad griega de los siglos VII y VI la lucha entre las nuevas fuerzas productivas y
las relaciones de producción caducas, tomó la forma de encarnizados choques entre la aristocracia
gentilicia y el demos.
    En las ciudades jónicas, las más desarrolladas y progresistas económica y socialmente, la lucha
del demos era particularmente tenaz. Bajo su presión, la aristocracia perdía una posición tras otra.
La victoria definitiva del demos, vinculada con la completa liquidación de las supervivencias de la
estructura gentilicia que frenaba el desarrollo de las fuerzas productivas de la nueva sociedad, ya no
estaba lejos. Mas los persas, en su política en las ciudades griegas, como regla general se
orientaban, precisamente, hacia la aristocracia caduca, calculando con razón encontrar en ella el
apoyo más seguro para su dominación. En todas las ciudades griegas que caían bajo su dominio,
implantaban con violencia tiranías aristocráticas. Sus gobernadores por lo habitual se apoyaban
íntegramente en la aristocracia local y aplastaban con crueldad los movimientos democráticos. La
aristocracia se sometía el rey persa no por miedo, sino con toda el alma, ya que comprendía que sin
su apoyo no podría detentar el poder.
    Se entiende que con semejantes métodos no se podía asegurar por mucho tiempo el poder de las
fuerzas caducas de la sociedad. Puede afirmarse que la política del Gobierno persa estaba de
antemano condenada al fracaso, por cuanto contradecía las leyes objetivas, independientes de la
voluntad de los hombres, leyes del desarrollo del proceso histórico. Detener el movimiento
democrático en las ciudades griegas fue superior a las fuerzas persas. Las circunstancias históricas
hicieron que este movimiento adquiriera simultáneamente rasgos antipersas y patrióticos y
provocara cálidas simpatías de los elementos democráticos de toda Grecia. La simpatía era más
intensa por cuanto la amenaza de invasión pendía sobre todo el mundo griego. Era indudable que la
expansión de la monarquía persa debía conducir al choque de Persia con los helenos.
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ruta, destruían los pozos, etc. Pronto los ejércitos de Darío se encontraron en una situación tan
difícil y carente de perspectivas que no tuvieron más salida que retirarse.
    Así, pues, la campaña escita de Darío terminó en un fracaso, el primero de los grandes fracasos
militares de los persas. En sus contemporáneos produjo una profunda impresión. Herodoto, por
ejemplo, cuenta que los griegos guardianes del puente, enterados del comienzo del retroceso del
ejército persa, tuvieron la intención de destruir el puente para dificultar la retirada de Darío. Sin
embargo, Histieo, que gozaba de la protección de Darío, los disuadió. Histieo se daba cuenta de que
sin el apoyo persa él no podrían prolongar su tiránico poder sobre sus conciudadanos de Mileto.
    De vuelta de la campaña escita, Darío encargó a sus capitanes Megabazo y Otanes terminar de
someter a los habitantes de las costas del Helesponto y de Tracia. En unos años esta tarea fue
cumplida. Luego, una tras otra fueron tomadas por los persas las islas del mar Egeo: Lemnos,
Imbros, Quíos, Lesbos, Samos. Las islas y los estrechos vitales para los griegos cayeron así en
poder de Darío. En las costas del Helesponto y del Bósforo Tracio, ninguna ciudad griega pudo
resistir la presión persa. Aunque la campaña escita había terminado en un fracaso, su consecuencia
fue el establecimiento del poder persa en la costa sur de Tracia y en las fecundas tierras del
Estrimón, ricas en yacimientos de oro y plata. Macedonia también fue forzada a reconocer su
dependencia del rey persa.
    En la costa tracia, los persas fundaron varios fuertes y con las tierras recién conquistadas
formaron una nueva satrapía. La conquista de Lidia había determinado ya anteriormente el
establecimiento del poder persa sobre las ciudades griegas del Asia Menor. De este modo, toda la
costa oriental del Mediterráneo terminó por hallarse en poder de Persia. Las flotas de todos los
pueblos costeros fueron puestas al servicio de su monarquía. En estas condiciones, pronto comenzó
una nueva expansión militar persa, a la que sirvió de impulso la insurrección de las ciudades
jónicas en la costa occidental del Asia Menor.
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   Aristágoras (que era sucesor de Histieo, llamado a Susa por el rey) decidió organizar entonces
un levantamiento contra los persas. No está excluida la posibilidad de su alianza con Histieo; la
misma campaña contra Naxos fue un buen pretexto para unir las fuerzas de los griegos del Asia
Menor sin atraer la atención de los persas. Sea como fuere, sin dilaciones, después de su regreso de
Naxos. Aristágoras reunió en Mileto a sus partidarios, los cuales se pronunciaron unánimemente
por el levantamiento. Sólo Hecateo, historiógrafo y geógrafo, hizo objeciones contra esa decisión
señalando el gran poder del rey persa, pero sus argumentos no encontraron eco. Los conspiradores
comenzaron a actuar. Se apoderaron de la flota, lo que sirvió de señal dé insurrección para todas las
ciudades griegas situadas en las islas y en la costa occidental del Asia Menor. En todas partes
fueron derrocados los tiranos impuestos por los persas, restablecida la democracia y comenzaron a
prepararse destacamentos para la lucha armada. Aristágoras, probablemente para dar el ejemplo,
dimitió y entregó el poder a la asamblea popular. Los dirigentes de la insurrección comprendían
todas las dificultades de su empresa. En efecto, si en el mar se podía esperar la victoria, en tierra,
después de los primeros éxitos fáciles, debían advenir difíciles combates con el numeroso ejército
persa. Por eso Aristágoras hizo la tentativa de obtener apoyo de los griegos de la Grecia europea y
en otoño del año 499 se dirigió a Esparta y Atenas.
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    Llegados los atenienses y los eretrios, los insurrectos emprendieron una maniobra audaz: sus
fuerzas, unidas con los hoplitas atenienses, se dirigieron precipitadamente hacia Sardes. La
ciudadela, construida sobre una roca inaccesible, era defendida por una fuerte guarnición persa
encabezada por el sátrapa Artafernes; los griegos no pudieron tomarla, pero la ciudad sí fue tomada
y quemada. No pudiendo mantenerse entre las ruinas humeantes de Sardes, los griegos volvieron
sobre sus pasos. Pero en las cercanías de Efeso fueron alcanzados por el ejército persa,
entablándose una batalla en la cual los griegos sufrieron una derrota total (finales del verano del
año 498). Los restos del ejército ateniense se embarcaron con toda premura y regresaron a la patria.
Con esto terminó la participación de los atenienses en la insurrección jonia. «Luego —dice
Herodoto— los atenienses abandonaron del todo a los jonios y a pesar de la insistencia de
Aristágoras... se negaron a ayudarles.» Al parecer, los eretrios también abandonaron a los jonios.
Con la campaña de Sardes y su triste desenlace terminaron las tentativas de los insurrectos de pasar
a la ofensiva; lo único que les quedaba era defenderse del ejército persa que se aproximaba.
    Al mismo tiempo que una parte del ejército persa marchaba hacia las ciudades del Asia Menor,
otra parte se dedicó a aplastar la insurrección en las costas del Helesponto. Los persas dirigieron
considerables fuerzas a Chipre y luego de varias y enconadas batallas se apoderaron de la isla. Es
cierto que la flota jonia que se dirigió en ayuda de Chipre obtuvo una victoria sobre la flota fenicia,
mas este éxito no pudo cambiar esencialmente la situación creada: Chipre quedó en manos de los
persas y la flota jonia tuvo que regresar. Fueron mucho más considerables las dificultades que
tuvieron los persas en el aplastamiento de la insurrección en Caria. La actividad militar comenzó
allí en la primavera del año 497; los persas obtuvieron dos victorias, una tras otra, pero en el otoño
del 496 sufrieron una seria derrota y comenzado el año 494, después de concretar grandes fuerzas,
lograron forzar a los insurrectos a deponer las armas.
    Antes aún, en el año 496, los persas aislaron a Jonia, foco principal de la insurrección, por el
Sur y por el Norte. Bajo el mando personal del sátrapa Artafernes, se apoderaron de Clazómene y
Cumé; el cerco del ejército persa se iba estrechando en torno de Mileto, centro principal de la
resistencia jonia.
    Todos estos contratiempos, reveses y fracasos quebrantaron el espíritu del cabecilla de la
insurrección, Aristágoras, quien delegó el mando en uno de los aristocráticos de Mileto y se fugó a
Tracia, donde pronto perdió la vida en un choque con los tracios. Al mismo tiempo, Histieo, el ex
tirano de Mileto, intentó por última vez tomar parte activa en la insurrección. Como antes, se
ocultaba detrás de la máscara de fidelidad al rey persa, y por eso Darío le permitió salir de Susa,
calculando, según parece, aprovechar su influencia para convencer a los insurrectos de que
depusieran las armas. Pero al llegar Histieo a Sardes, el sátrapa Artafernes, que se daba cuenta de
su doble juego, según Herodoto, le dijo sin ambages: «Tú cosiste el calzado y Aristágoras se lo
puso.» Histieo se vio obligado a fugarse de Sardes con premura; hizo la tentativa de afirmarse en
Mileto, pero fue expulsado. En el año 493 Histieo fue capturado por los persas y ejecutado.
    Ni Aristágoras ni Histieo tenían condiciones para ser auténticos jefes y organizadores de la
insurrección; tanto el uno como el otro no eran en esencia más que audaces aventureros que
trataron de aprovechar para sus fines personales el movimiento democrático de las ciudades jonias.
   La caída de Mileto
    Entre tanto, los persas concentraron sus fuerzas en los accesos a Jonia. Mas no estaban en
condiciones de emprender inmediatamente operaciones decisivas: sentían aún las grandes pérdidas
sufridas en los combates anteriores. A comienzos de la primavera del 494, al recibir considerables
refuerzos, los persas, dando de lado a las ciudades de segundo orden, marcharon directamente
sobre Mileto. Al mismo tiempo, la flota fenicia, viéndose libre gracias al triunfo definitivo de los
persas en Creta, y ampliada con navíos cretenses, cilicios y egipcios, hizo su aparición en el mar
Egeo. Mileto se vio en la amenaza de ser rodeada por tierra firme y por mar. Los jonios tomaron la
decisión de asestar el golpe fundamental a las fuerzas marítimas de los persas, limitándose, en
tierra firme, sólo a la defensa de las murallas de la ciudad. En la amplia bahía de Mileto, en las
proximidades de la isla Ladé, se había congregado con toda premura, en el verano del año 494
a. C., la flota jónica, siendo su parte básica los navíos proporcionados por Mileto, Samos, Quíos y
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Lesbos, a los que se sumaron las flotillas de algunas pequeñas comunidades. Según Herodoto, la
flota griega contaba en total con 353 naves, y la de los persas con 600. Probablemente, ambas cifras
estén exageradas y la flota persa apenas si superara la de los griegos. Durante unas cuantas
semanas, ambas flotas estuvieron enfrentadas sin emprender acción alguna. Los persas esperaban,
contando con la ayuda de los tiranos jonios derrocados al comienzo de la sublevación y que se
encontraban en su campamento, introducir la disgregación en las filas griegas, induciendo a
algunas ciudades a abandonar las fuerzas jonias con la promesa de concederles el perdón. Las
fuerzas de los jonios se hallaban paralizadas debido a la falta de un comando general y a la
completa decadencia de la disciplina. Ciertamente, el experto marino Dionisio, jefe de los navíos
de Fócea, fue nombrado jefe de la flota aliada, pero como Fócea había enviado tan sólo tres naves,
los demás aliados se negaron a reconocer al nuevo jefe. Fue inútil que Dionisio, por medio de
maniobras, tratara de preparar la flota griega para el difícil combate que se aproximaba, pues a los
pocos días estos fatigosos ejercicios fueron abandonados y las tripulaciones de los buques
desembarcaron en la isla Ladé. La flota persa atacó entonces por sorpresa a la griega, anclada junto
a la costa de la isla. En este primer asalto de los persas, las naves de los samios, entre los cuales era
muy fuerte el partido propersa, abandonaron el combate, con excepción de once unidades, y se
hicieron a la mar rumbo a su patria. El ejemplo fue imitado inmediatamente por las naves de
Lesbos y de varias otras comunidades. Las de Quíos ofrecieron una enconada resistencia, pero lo
único que pudieron conseguir fue postergar el descalabro final. Los restos de la flota griega, bajo la
presión de la superioridad numérica persa, fueron derrotados por completo.
    La derrota de la flota griega junto a Ladé decidió la suerte de Mileto. Asediada por tierra y mar,
la ciudad fue tomada por asalto, muchos de sus habitantes fueron muertos y los sobrevivientes,
trasladados a las orillas del río Tigris. La ciudad fue devastada; el santuario de Apolo, que se
hallaba en las cercanías de Mileto, fue saqueado y sus enormes riquezas cayeron en manos de los
persas. Restablecida posteriormente, la nueva Mileto —tal como lo confirman las excavaciones—
cedía considerablemente, por sus dimensiones, a la ciudad anterior. La caída del Mileto fue el final
de la sublevación. Muy poco después fueron sojuzgadas y cruelmente devastadas las islas vecinas a
Jonia: Lesbos, Quíos y Tenedos; en seguida, la flota persa convirtió en cenizas a Perinto, Selimbria
y Bizancio, las ciudades del litoral europeo de la Propóntide que habían prestado apoyo a la
sublevación. Hacia el verano del año 493 a C. los persas se apoderaron de las últimas ciudades
rebeldes. Fue introducida la administración persa y restablecido el tributo que las mismas estaban
pagando antes de la sublevación.
    De esta manera llegó a su fin el florecimiento de Jonia: sus ciudades, que constituían los centros
más importantes del comercio y de la cultura griegos, cayeron a partir de entonces en la
decadencia, cediendo el primer lugar a las de las Hélade propiamente dicha, especialmente a
Atenas. Pero no obstante haber tenido la sublevación jónica un final tan trágico, desempeñó un
enorme papel en la marcha general de la lucha de los griegos contra la monarquía persa: las
mejores fuerzas persas estuvieron como aherrojadas por el lapso de seis años íntegros, al Asia
Menor; dos flotas y un ejército fueron destruidos por los sublevados. La tensa lucha de los jonios
aún cuando sin resultado positivo, había preparado las futuras victorias de las armas griegas.
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destrucción de Mileto, que se encontraba en relaciones amistosas con Atenas, también sobre ésta
comenzó a cernirse el peligro. Y acabó por surgir la cuestión de la defensa inmediata y directa de
Atenas. A finales de la última década comenzó a predominar una agrupación a la que podría
denominarse «agrupación marítima». Su jefe era Temístocles, hijo de Neocles, arconte en el 493-
492. Temístocles y sus partidarios pensaban que los atenienses debían de orientar sus principales
esfuerzos a la creación de una flota marítima, pues la lucha contra los persas sólo culminaría
triunfalmente si los atenienses se hacían fuertes en el mar. Contra este programa se pronunciaron la
aristocracia terrateniente de Atenas y una parte del campesinado, encabezados por Milcíades,
descendiente de Milcíades el Mayor, que fuera expulsado de Atenas por Pisístrato. Después de la
rebelión, Milcíades el Menor, salvándose de los persas, regresó a Atenas con las riquezas que había
atesorado en Quersoneso. Emprendió una campaña contra Temístocles, sosteniendo que los
atenienses debían preocuparse, en primer término, de crear una milicia que estuviese capacitada
para hacer frente al ejército persa. Finalmente, éste fue el plan que aceptó el pueblo de Atenas.
    Al lado de estas dos facciones que representaban, una, los intereses de la población ateniense
relacionada con la actividad artesanal y con el comercio marítimo y, en consecuencia, desvinculada
de la tierra, y otra, los intereses de los terratenientes, existían en Atenas elementos partidarios de
los persas. A estos últimos pertenecían muchos de los que antes apoyaban a los Pisistrátidas y que
quizá ahora tenían vínculos secretos con Hipias. A ellos estuvieron plegados durante un tiempo los
Alcmeónidas, llevados por una irreconciliable enemistad hacia Milcíades.
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   La primera campaña
   La campaña contra Grecia requería de los persas la realización previa de algunas medidas. Era
necesario establecer firmemente el orden en Jonia, prevenir la posibilidad de una nueva
sublevación y convertir a ese país en una sólida y segura base para el desenvolvimiento de las
operaciones ofensivas. A la orden de Darío, Artafernes reunió en Sardes a los representantes de las
ciudades insurrectas, y se les declaró que estaba prohibida toda acción hostil entre las comunas
griegas en Jonia, y que, en caso de haber algún conflicto entre ellas, se les ordenaba acudir a la
mediación del sátrapa. El capitán persa Mardonio, cuñado de Darío, que había llegado a Jonia en el
año 492 a. C., de paso hacia Tracia, concluyó la reorganización política de las ciudades jonias
mediante una osada reforma: privó de poder en ellas a la mayor parte de los tiranos y restableció la
democracia. Es difícil emitir juicio acerca del éxito de dichas reformas desde el punto de vista de
los intereses persas; pero, sea como fuere, Jonia, debilitada por la fracasada sublevación, había
quedado firmemente asegurada en poder de los persas.
   Hacia la primavera del 492 a. C. concluyeron los preparativos, y Mardonio, al que se había
encomendado la dirección de las operaciones bélicas, pudo emprender la marcha. Según dice
Herodoto, la finalidad de esta campaña era la de subyugar a la mayor cantidad posible de ciudades
griegas. El plan de la campaña tenía prevista una acción conjunta del ejército y de la armada: el
primero tenía que avanzar a lo largo de la costa de Tracia, bajo la protección de la segunda. La
campaña comenzó con todo éxito: fueron conquistadas varias islas, entre ellas Tasos, y también fue
sometida la sublevada tribu tracia de los brigos. Los fracasos comenzaron para la flota persa en el
camino de regreso: junto a la península Calcídica, cerca del promontorio de Atos, que gozaba de
muy mala fama entre los marinos griegos, la flota fue destruida por una tormenta; se hundieron
hasta 300 naves y perecieron más de 20.000 hombres. El ejército de tierra firme, que había cruzado
el Helesponto, atravesó Tracia y Macedonia; mas durante la prolongada marcha sufrió
considerables pérdidas en pequeños pero ininterrumpidos encuentros con las tribus tracias. Los
restos de la flota destruida por la tempestad no podían prestar ayuda valedera alguna al debilitado
ejército, en virtud de lo cual Mardonio decidió desistir de la campaña y regresar.
   La segunda campaña
    El fracaso de la campaña del año 492 no hizo desistir a Darío de su resolución de subyugar a
Grecia; durante el año 491 efectuó grandes preparativos para una nueva campaña. A la par de los
preparativos bélicos, fue realizándose también una serie de preparativos diplomáticos; en nombre
del rey fueron enviados embajadores a las islas del mar Egeo y a los Estados de la Grecia europea,
exigiendo «tierra y agua», símbolo de sumisión. Las islas, entre ellas Egina, dieron inmediata
satisfacción a dicha exigencia; su ejemplo fue seguido por una considerable parte de las comunas
de la Grecia septentrional. Pero en Atenas y en Esparta los embajadores persas fueron muertos; al
parecer, los partidarios de ofrecer resistencia armada a los persas habían querido cortar por lo sano
cualquier posibilidad, en el futuro, de efectuar negociaciones de ninguna naturaleza con ellos.
    En el ínterin se reunió en Cilicia el ejército persa alistado para la campaña, teniendo a la cabeza
a los generales Datis y Artafernes. El comando persa comprendió acertadamente cuáles habían sido
las causas básicas de los fracasos de Mardonio: se habían invertido varios meses en la marcha de
rodeo, sumamente dificultosa, a través de Tracia, al tiempo que la poderosa flota quedaba expuesta
a todos los azares de una prolongada navegación a lo largo de costas sumamente peligrosas. Esta
vez se resolvió trasbordar al ejército persa por vía marítima hasta el Ática, en el corazón mismo del
país enemigo; por este medio, las fuerzas enemigas serían desorganizadas y la aparición de las
huestes persas en el territorio de la Grecia balcánica tendría la virtud de movilizar más activamente
a todos los partidarios de Persia. De su parte se hallaba, en muchas ciudades griegas, la aristocracia
que alentaba la esperanza de conservar mediante el respaldo persa su anterior predominio político
en la lucha contra el demos. Esto se observaba, en primer lugar, en Tesalia y Beocia. Para
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transportar los ejércitos persas se reunió junto a las costas del Asia Menor una considerable armada,
cuyos efectivos Herodoto apreció en 600 trieres, auque es posible que tal cifra haya sido un tanto
exagerada. Al parecer, se trataba casi exclusivamente de naves cargueras, y no de combate. En
cuanto a la potencia terrestre de los ejércitos persas, Herodoto nos informa que «eran enormes y
muy bien armados». Las cifras que mencionan los historiadores posteriores son: de 200 a 300
millares de infantes y 10.000 caballeros; pero tales cifras son evidentemente inverosímiles. Los
persas apenas pudieron embarcar a más de 15.000 soldados de infantería, en su mayor parte
arqueros, y entre 500 y 800 jinetes, pues las dificultades de transporte naval de considerables masas
de ejército, especialmente de caballería, eran extraordinariamente grandes en la antigüedad. Al
ejército persa se le unió también Hipías, el tirano griego que había sido expulsado de Atenas y cuya
aparición en el Ática tenía que facilitar las operaciones de los persas, puesto que en Atenas le
quedaban aún no pocos partidarios.
    A comienzos del verano del año 490 a. C. la armada persa zarpó de Cilicia y, a través de Rodas,
se dirigió primeramente contra Naxos, castigando a esta isla por la resistencia que le ofrecía en el
año 500; y luego, a a través de Delos, hacia el extremo meridional de Eubea. La ciudad de Caristos,
allí situada, que intentó ofrecer cierta resistencia, fue obligada a capitular tras un breve asedio. La
flota persa se dirigió a Eretria, entre cuyos pobladores, igual que entre los atenienses, había una
considerable cantidad de partidarios de Persia. Eretria no podía esperar una ayuda efectiva de parte
de otras localidades de Grecia; inclusive, un destacamento auxiliar despachado por los atenienses,
al enterarse de las vacilaciones de los eretrios, emprendió el regreso al Ática. No obstante, se hizo
una tentativa de resistir a los persas, pero tras librar algunos combates durante seis días junto a las
murallas de la ciudad, los aristócratas locales —partidarios de Persia— abrieron las puertas y
dieron paso al enemigo. Eretria fue tomada y destruida, y sus moradores trasladados a Persia,
donde se les vendió como esclavos. De esta manera, Eubea se había transformado en excelente
base para las ulteriores operaciones bélicas de los persas. En estas condiciones, ya era factible
intentar un desembarco en la misma Ática.
    Por consejo de Hipías, el desembarco fue realizado en una llanura cercana a Maratón, a unos 40
kilómetros de Atenas. Debido a la carencia de una flota más o menos considerable, los atenienses
no pudieron impedir dicho desembarco, con lo cual los cálculos de los persas resultaron
momentáneamente justificados: el enemigo fue alcanzado por sorpresa, y no podía hablarse
siquiera de resistencia planeada alguna de parte de los griegos. Ciertamente, cuando la noticia
acerca del desembarco persa llegó a Atenas, se envió inmediatamente un mensajero corredor a
Esparta, con el pedido de auxilio; pero los espartanos se negaron a proporcionarlo inmediatamente,
pretextando que, según el hábito existente entre ellos, no se podía emprender campaña alguna antes
del plenurio. De modo que Atenas podía contar tan sólo con sus propias fuerzas; únicamente Platea
envió un destacamento auxiliar que, sin embargo, se unió a los atenienses sólo en el campo de
batalla.
    A la asamblea popular ateniense se le presentó la tarea de dar solución a una cuestión
fundamental: ¿esperar al enemigo dentro de las murallas de la ciudad, o marchar a su encuentro?
Después de muchas controversias, se resolvió presentar batalla a los persas en campo abierto.
Milcíades insistía en una salida inmediata, señalando que toda demora podía dar ánimos a la
actividad de los elementos persófilas en Atenas, y llevar a una catástrofe.
    En las obras de Herodoto no hay datos acerca de los efectivos numéricos del ejército ateniense;
sin embargo, los escritores posteriores informan que la cantidad de los guerreros atenienses llegaba
a unos 9.000 ó 10.000 hombres. Dado que, probablemente, se trate sólo de la fuerza fundamental
de combate, los hoplitas, hay que añadir a los mismos cierta cantidad de peltastas (infantería ligera)
y de esclavos. Pausanias, escritor del siglo II de nuestra era, nos dice que en la batalla de Maratón
fue la primera vez que los esclavos combatieron al lado de los helenos libres. Los informes de los
historiadores de la antigüedad, según los cuales la cantidad de guerreros que formaban el
destacamento auxiliar de Platea llegaba a unos mil, son sin duda exagerados, pues Platea no podía
poner en pie de guerra semejante cantidad de combatientes. El lugar de la batalla en ciernes, la
llanura de Maratón, bordeada por el sur, el oeste y el norte por los contrafuertes del Pentelicón y
del Parneto, y por el este por el mar, tiene nueve kilómetros de longitud y tres de ancho. La parte
norte de la llanura está ocupada, en sus tres cuartas partes, por marismas y la del sur forma una
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terraza que desciende gradualmente hacia el mar. Los persas desembarcaron en la parte norte, sobre
una lengua de tierra muy angosta, situada entre las marismas y el mar, una posición excelentemente
fortificada por la misma naturaleza. La posición que tomaron los griegos no aparece aclarada hasta
ahora con precisión en la literatura científica. Herodoto se limita a indicar que los atenienses se
situaron en las cercanías del Heracleón (templo de Heracles); pero esta versión carece de valor,
puesto que se ignora dónde se hallaba dicho templo. La suposición más verosímil es la de que
ocuparon el cerro situado en la parte sur de la llanura de Maratón, cerro que se eleva unos 850
metros sobre la llanura, dominando la gran vía que llevaba hacia Atenas, y que, en virtud de ello,
constituía la posición más natural para los atenienses, ya que debían cortar al enemigo el camino
hacia el corazón de su país. El campamento de los persas se hallaba hacia el norte de los atenienses,
detrás de los pantanos; entre ambos ejércitos se extendía la llanura, llamada a ser el campo de
batalla.
    La batalla de Maratón tuvo lugar el 13 de septiembre del año 490 a. C. El relato de Herodoto, en
sus rasgos fundamentales, se reduce a lo siguiente: después de la llegada del ejército griego a
Maratón, surgieron entre los estrategas, encabezados por el polemarca Calímaco, prolongadas
discusiones acerca de si se debía o no ofrecer batalla.
    Finalmente, se impuso la opinión de Milcíades de ofrecer batalla de inmediato. Muy pocos días
después, Milcíades llevó a la llanura el ejército alineado en orden de combate y, con una marcha
rápida, acelerada, atacó precipitadamente a los persas que se hallaban a una distancia de uno a uno
y medio kilómetros. Se entabló un combate encarnizado, durante el cual el centro de los griegos fue
roto por los persas. En cambio, en ambos flancos, el triunfo correspondía a los griegos, quienes se
dirigieron entonces contra el centro enemigo, completando la destrucción del ejército persa. Los
persas, batidos y acosados por los vencedores, se dirigieron a toda carrera hacia sus naves, y las
restantes lograron escapar. En el campo de batalla cayeron 6.400 persas y solamente 192
atenienses, entre ellos el polemarca Calímaco.
    El relato de Herodoto transmite, en rasgos generales, correctamente la marcha de los
acontecimientos. Queda aclarada la causa que había obligado a los atenienses a atacar a los persas,
sin esperar a ser atacados por los mismos. Al reproducir el discurso pronunciado por Milcíades en
el consejo que celebraron los estrategas, Herodoto pone en sus labios las siguientes palabras: «Si no
ofrecemos batalla, estoy seguro de que las mentes de los atenienses serán presa de grandes
perturbaciones, inclinándolas hacia los persas; en cambio, sin entramos en batalla antes de que se
manifieste la escisión entre ciertos atenienses, con la ayuda de los dioses justicieros podremos salir
victoriosos de este combate.» Resulta así que no fueron consideraciones militares propiamente
dichos sino puramente políticas, las que impulsaron a los griegos a abandonar sus posiciones bien
defendidas y atacar a los persas en la llanura: aquellas consideraciones fueron, antes que ninguna
otra, las de la inestabilidad de la retaguardia. Al parecer, aún antes, varias veces, posiblemente a
diario, los persas hacían salir a la llanura sus ejércitos alineados en orden de combate, provocando a
los griegos. Según Herodoto, Milcíades extendió las filas de sus hoplitas, inferiores en número a
los persas, en línea de combate igual a la del enemigo; con esto, el centro griego resultó
considerablemente debilitado; en cambio, los flancos fueron reforzados por Milcíades, quien dio a
sus filas la máxima densidad. Una vez alineada, la falange griega avanzó al encuentro de los persas.
La masa básica de la infantería persa, como ya se ha dicho, estaba compuesta de arqueros, cuyas
flechas eran eficaces sólo a una distancia de unos cien metros. Esta distancia falta había obligado,
al parecer, a Milcíades, a hacer cruzar a sus hoplitas a toda carrera, para evitar grandes pérdidas y
para hacer el ataque más impetuoso.
    ¿Cuál es la causa de que los persas, cuando el ejército ateniense se les venía encima, no
intentaron arrojar su caballería contra los flancos enemigos? Algunos investigadores consideraban
que los caballeros debían ser ubicados en los flancos de la línea de fuego; pero tal alineamiento en
la antigüedad comenzó a aplicarse, como regla general, en tiempos muy posteriores: a partir de los
de Alejandro de Macedonia. En los siglos VI y V, en el ejército persa formado por destacamentos de
diferentes nacionalidades, la caballería ocupaba generalmente lugares en la línea de combate,
alternando con la infantería de su misma procedencia; y las partes seleccionadas de la misma,
encabezadas por el capitán general, o por el propio rey, se hallaban en el centro. Aparentemente, tal
fue el alineamiento de los persas, también en la batalla de Maratón. Herodoto señalaba que en el
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centro estaban apostados los persas propiamente dichos, y precisamente allí fue donde los
atenienses sufrieron al comienzo un descalabro. Después de que en lucha encarnizada los hoplitas
griegos hubieron batido a los flancos persas, y de que inmediatamente la misma suerte cupiera
también al centro persa, los vencidos, según dice Herodoto, emprendieron precipitada huida hacia
las naves. Entre el lugar del combate y el campamento persa había un obstáculo natural: un
pequeño riachuelo; es posible que los persas lo hubieran utilizado colocando allí una especie de
protección defensiva. Sea como fuere, transcurrió un tiempo antes de que los griegos, algo
desconcertados por el combate, pudieran superar dicho obstáculo. Y fue precisamente ese lapso el
que aprovecharon los persas para embarcarse, de manera que cuando los griegos se abrieron
finalmente camino y se llegó a reiniciar la lid junto a las naves, el botín caído en sus manos ya no
fue muy considerable. Es factible suponer que la cifra de las pérdidas atenienses, 192 caídos en el
campo de batalla, más unos centenares de heridos, también se encuentra objetivamente señalada
por Herodoto; los dardos persas sólo raras veces herían mortalmente a los hoplitas griegos, bien
protegidos por sus armaduras. En conclusión, el relato de Herodoto, a pesar de algunas
exageraciones y omisiones, engendradas por los sentimientos patrióticos del autor, nos da
realmente una imagen verosímil de la batalla de Maratón.
   La derrota experimentada no obligó, sin embargo, a los persas a deponer inmediatamente las
armas y a renunciar a nuevas operaciones bélicas. Persia contaba con partidarios en Atenas,
aquellos que se adherían a la causa de los Pisistrátidas y de los Alcmeónidas; y tales cálculos no
eran infundados, ni mucho menos. Herodoto señala inclusive que alguno de los traidores había
colocado en una de las alturas un escudo, señal convencional por medio de la cual informaba a los
persas que en la ciudad estaba todo preparado para una revuelta; el rumor popular acusaba
insistentemente de tal traición a los Alcmeónidas. Sea como fuere, la flota persa, habiendo zarpado
de Maratón, bordeó el promontorio de Sunio y se dirigió directamente a Atenas. Los estrategas
atenienses habían comprendido los planes de los persas; su ejército, sin la menor demora,
emprendió el regreso y, avanzando a marcha forzadas, llegó a Atenas antes que los partidarios de
los persas hubieran podido consumar su conato de traición. Por ello, cuando la armada persa
penetró en la bahía de Falero, la ciudad ya se hallaba debidamente protegida, con una defensa
segura y sólida. Los persas no se arriesgaron a hacer un desembarco y, tras haber permanecido unos
días a la vista de Atenas, zarparon hacia el Asia Menor.
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batalla de Maratón tuvo un gran valor y significación, porque disipó ante los ojos de los griegos, la
aureola de invencibilidad que rodeaba al ejército persa y probó la posibilidad de luchar con éxito
contra la poderosa monarquía.
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construidos y el ejército pudo ser trasbordado a Europa. A lo largo de toda la costa de Tracia y
Macedonia fueron instalados depósitos cuya misión era asegurar a las tropas la provisión de todo lo
que les fuera necesario durante la prolongada marcha. A los griegos les parecían grandiosas las
fuerzas que Jerjes tenía la intención de arrojar sobre ellos. Herodoto dedica varias páginas de su
obra a la descripción de los muchos pueblos supeditados al rey persa que habían enviado sus tropas
de infantería y caballería, de las cuales describe también indumentaria y armas. En total, según
Herodoto, en la invasión a Grecia tomaron parte 5.203.220 hombres.
    Hace mucho ya que estas cifras, realmente monstruosas para aquellos tiempos, provocan una
justificada desconfianza entre los investigadores. El historiador del arte militar Delbrück, ha hecho
cálculos que le permitieron llegar a la conclusión de que, con esa cantidad, el ejército de Jerjes
tendría que haberse extendido, durante la marcha, en una longitud no menor de 3.000 kilómetros;
dicho con otras palabras: cuando la vanguardia se acercaba a la Grecia media, los últimos
destacamentos comenzarían la marcha en las orillas del Tigris. Las cifras suministradas por
Herodoto deben ser rechazadas como manifestaciones fabulosas. La más probable es la suposición
de que el ejército de Jerjes contaba con cerca de 100.000 hombres; y si la correlación por Herodoto
es acertada, otro tanto en el número que correspondía a las tropas auxiliares. Desde luego, aún esta
cantidad de hombres armados debió parecer monstruosa a los griegos, y no es de extrañar que
exageraran tanto su cantidad. No menos imponentes eran las fuerzas marítimas acumuladas por
Jerjes: según Esquilo, la flota persa se componía de mil navíos; y, según Herodoto, eran 1.208. Si
se toma en consideración que la flota comprendía gran número de barcos de carga y transportes y
naves pequeñas impropias para un combate (Esquilo señala claramente que los persas poseían tan
sólo 207 trieres veloces), es factible admitir que Jerjes logró realmente reunir unos mil barcos.
    Hacia el invierno de los años 481-480, todos los preparativos para la campaña estaban
terminados; el ejército terrestre se encontraba concentrado en la Capadocia y la armada cerca de
Fócea, en el litoral occidental del Asia Menor. La terrible amenaza de la invasión para cerníase
sobre Grecia.
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aristocracia. A ese baluarte de la aristocracia le fue asestado un golpe demoledor: en los años 488-
487 fue introducido el sorteo como medio de proveer el cargo de arconte. Gracias a esta reforma, el
cargo dejó de tener, en esencia, ningún valor y el papel conductor comenzaron a desempeñarlo los
diez estrategas, que eran elegidos no por sorteo, sino mediante la quirotonía (al levantar la mano);
el jefe del colegio de estrategas era elegido por la asamblea popular, también con este método de
votación.
    El obstáculo más importante para la realización del programa de Temístocles y sus partidarios
fue la oposición manifestada por Arístides. Este representaba no sólo a las capas más pudientes de
la población urbana y a los terratenientes de origen aristocrático, sino que también le seguían una
parte considerable del campesinado ático, que temía una invasión enemiga desde tierra firme, y que
evidentemente exigía la fortificación de la frontera terrestre. No obstante, se impusieron
Temístocles y sus partidarios. Les favorecía el hecho de que Atenas, como Estado carente de tierras
fértiles, ya pisaba firmemente el camino del desarrollo de las artes, los oficios y el comercio
marítimo. Y esta situación determinó a su vez el aumento del peso específico en la vida política de
las correspondientes capas de la población ateniense.
    Entre los años 483-482 Arístides fue desterrado. Al fin, después de una tenaz lucha de diez años,
«el partido marítimo», con Temístocles a la cabeza, se dio a la tarea de construir una gran flota. Los
medios para lograrlo fueron extraídos de los ingresos producidos por las minas de plata del
Laurión, en posesión de Atenas desde hacía muchísimos años. De acuerdo con una costumbre
inveterada, la plata extraída de aquellos yacimientos se distribuía equitativamente entre todos los
ciudadanos. Y precisamente en el año 483 fueron descubiertos unos yacimientos excepcionalmente
ricos, que aumentaron considerablemente la extracción del noble metal. Temístocles propuso, en la
asamblea popular, que la plata que se extraía fuera invertida en la construcción de la flota.
Llamando la atención con los preparativos bélicos iniciados por Jerjes, apeló a los ciudadanos para
que se empleara la plata de Laurión en la construcción de una flota de guerra. El proyecto de
Temístocles fue aprobado por la asamblea popular, y la construcción de las trieres de combate se
desenvolvió a un ritmo acelerado. Hacia el año 480 Atenas disponía ya de una flota que contaba
con no menos de 180 trieres. Ningún Estado griego jamás había tenido flota tan poderosa. Al
mismo tiempo comenzaron a erigirse fortificaciones en el Pireo y a transformar a éste en un puerto
militar.
    El triunfo del «partido marítimo» y la construcción de una gran flota determinó cambios
esenciales en el régimen económico y social de Atenas. Hasta entonces, el papel decisivo en la vida
de esa capital lo desempañaban los círculos del ejército, los hoplitas. Con la construcción de la
flota, el centro de gravedad de una guerra quedaba trasladado hacia el mar y la fuerza básica militar
la tenían ya los marineros reclutados entre la cuarta clase económica, la de los tetes. Todo esto
determinó la democratización del régimen esclavista de Atenas.
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dentro de lo posible, a todos los Estados griegos. Sin embargo, un centro tan grande como Delfos,
hacia donde convergían los griegos de los Estados más heterogéneos, no se ponía a la cabeza del
movimiento de unidad contra los persas, porque compartía la orientación política de los círculos
griegos septentrionales, filopersas. Debido a esto, la pitonisa que profetizaba en el templo de Apolo
en Delfos, disuadía a las distintas comunidades de participar en la lucha, y auguraba a Atenas el
total hundimiento y la ruina absoluta. La alianza del Peloponeso era una unión demasiado estrecha,
vinculadas exclusivamente por pequeños intereses locales. Una imperiosa e impostergable
necesidad exigía la creación de una nueva alianza panhelénica.
    En el otoño del año 481 a. C. casi todas las comunas griegas habían recibido de Esparta una
invitación a enviar sus representantes al templo de Poseidón en el istmo de Corinto, cerca de la
ciudad de Corinto. No todos los invitados, ni mucho menos, respondieron a esta convocatoria;
algunos ni siquiera contestaron. Así y todo, el congreso tuvo lugar. En virtud de las resoluciones
tomadas en el mismo, quedaban interdictas todas las guerras entre los Estados griegos y las partes
en querella debían hacer las paces entre sí. Atenas se reconcilió con Egina. Más aún: los delegados
acordaron la formación de una alianza defensiva, las cantidades de guerreros que tendrían que
poner en pie de guerra y el sometimiento a un severo castigo de aquellas comunas que
voluntariamente se adhirieran a los persas. Finalmente, se tomaron medidas para establecer con
más precisión las escalas y el carácter de los preparativos bélicos de los persas. Embajadas
especiales fueron enviadas a Argos, Corcira, Siracusa y las ciudades costeras de Creta, para intentar
la alianza de las mismas. Los resultados de este procedimiento fueron bastante tristes: Argos, que
ya había formalizado anteriormente un acuerdo con los persas, declaró su neutralidad; Siracusa no
podía proporcionar ayuda alguna a los griegos, debido a que sus fuerzas estaban trabadas en
hostilidades con los cartagineses; Corcira, aún cuando había prometido ayuda, llegó tarde con su
flota para la batalla; las ciudades de Creta contestaron con una franca negativa. Y, no obstante, el
congreso se efectuó y tuvo un enorme valor: la finalidad en cuyo nombre se habían reunido los
delegados de los diferentes Estados griegos, y que Herodoto expresa con las palabras «la de aunar a
todos los helenos y actuar, entre todos, en pleno acuerdo», fue conseguida, aún cuando no en forma
completa. La conciencia, frente al peligro común, de la unión de los intereses panhelénicos, había
encontrado su expresión en la alianza o liga panhelénica. Y dado que tal alianza era considerada
como una especie de ampliación de la anterior confederación peloponesiaca, Esparta tomó a su
cargo la dirección. Los espartanos Leónidas y Euribíades recibieron los cargos de comandantes
supremos de las fuerzas de tierra y de mar, respectivamente, de la alianza.
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panhelénica, se dirigieron a ella en busca de ayuda, prometiendo la suya en el caso de que los
griegos lograran impedir a los persas que invadieran Tesalia. El ejército aliado ocupó el desfiladero
de Tempe, un paso que comunicaba a Macedonia con Tesalia. Sin embargo, muy pronto se puso en
evidencia que era imposible retener esa posición. Los generales griegos se enteraron de que
existían otros pasos hacia el interior del país, completamente accesibles para un movimiento
envolvente por parte de los persas; además, la conducta de algunas tribus tesaliotas era
manifiestamente sospechosa. Y, con la retaguardia carente de seguridad, la defensa del paso de
Tempe se volvía arriesgada. El ejército tuvo que retroceder hacia el Sur, dejando en poder de los
persas la rica Tesalia, con sus fecundas tierras de labranza y hermosos campos de pastoreo.
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monumento con la figura de un león en la cúspide, y con un texto compuesto por el poeta
Simónides:
    Una vez caído el desfiladero de las Termópilas, la permanencia junto al Artemisión de la flota
griega, bastante perjudicada en la batalla naval, había perdido valor, e incluso se hizo peligrosa,
razón por la cual zarpó apresuradamente a través del golfo de Eubea, de regreso al Ática. El
ejército griego no podía ni siquiera pensar aún en librar batalla en campo abierto a un enemigo tan
numeroso; tal empresa sólo podía terminar en una rotunda derrota. No había ninguna posición
fuerte hasta el mismo istmo de Corinto, que sirviera para una prolongada defensa; en el istmo, la
liga del Peloponeso estaba erigiendo en aquel momento, a toda prisa, una línea de fortificaciones.
    Beocia dio paso libre a los persas. Una de las causas que movieron a los aristócratas beocios a
ponerse del lado de los persas era la esperanza de que mediante la ayuda de éstos lograrían arreglar
cuentas fácilmente con el movimiento popular. Por lo demás había una serie de otras causas.
Beocia estaba situada en la Grecia central, en la región que sería la primera en sufrir la invasión de
los persas, y esa invasión enemiga era especialmente temida por los beocios, agricultores en su
aplastante mayoría. Y algo más: el sólo hecho de que sus enemigos jurados, los atenienses,
encabezaban aquella lucha contra los persas, inclinaba a los beocios a ponerse de parte de Jerjes.
Toda la Grecia central quedó abierta al enemigo, y el ejército persa se movió por el país
destruyendo e incendiando todo en su camino. Sólo salió indemne el riquísimo templo de Delfos:
Jerjes comprendía demasiado bien su valor y apreciaba sus simpatías hacia los persas. Y a todos los
que no deseaban someterse a los persas, no les quedaba otra salida que huir del país llevando
consigo todo lo que fuera posible sin riesgos.
    En aquel tiempo, Atenas aún no estaba unida por murallas con el Pireo. En caso de ser sitiada la
ciudad, la población estaría condenada ineludiblemente a la muerte por inanición. En tan crítica
situación, el pueblo y el gobierno atenienses se vieron forzados a adoptar como solución la de
abandonar la ciudad y el país al enemigo.
    Previamente, en Atenas fue declarada la amnistía general, y se otorgó a todos los que habían
sufrido el ostracismo el derecho a regresar a la patria. Bajo la dirección del areópago, en completo
orden, sin pánico ni confusión, la población fue siendo evacuada. Cada uno de los evacuados
recibía del areópago un subsidio. Los varones fueron dirigidos hacia la flota; los ancianos, las
mujeres y los niños, junto con los esclavos y los bienes transportables, fueron llevados a Salamina,
Egina y Trecene. Cuando la caballería persa hizo su aparición a la vista de Atenas, la ciudad estaba
vacía. Sólo un grupito de fanáticos que había resuelto morir estaba parapetado detrás de los muros
de madera de la acrópolis; sin mayor dificultad, los persas le exterminó; la ciudad fue destruida y
quemada, toda el Ática fue asolada. La flota persa echó anclas junto al puerto ateniense de Falero.
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opinión de Termístocles, de que era necesario atraer inmediatamente a los persas a una batalla
naval.
    Herodoto reproduce un relato sobre la manera de que se valió Temístocles, con una hábil
estratagema, para decidir el resultado del asunto. Temístocles envió a uno de sus esclavos al rey
persa, con el mandato de comunicar a Jerjes, en su nombre, que él simpatizaba con los persas, que
entre los griegos reinaban el desánimo y la tristeza y la propensión a dispersarse, presas del más
grande terror; y que, por ello, no había más que atacarlos inmediatamente, para que la victoria
estuviera asegurada. Al parecer, Jerjes se dejó seducir por la posibilidad de terminar la guerra de un
solo golpe: junto al Artemisión, la flota griega había escapado, pero ahora podía rodearla por todos
los costados. La armada helénica estaba anclada en una bahía que penetraba profundamente en la
costa oriental de la isla, junto a la ciudad de Salamina. Una angosta franja de agua, entre la isla y el
continente por el sur, casi encierra el islote de Psitalia, y allí, a lo largo de las costas del Ática, se
alinearon en tres filas las naves persas, y en la isla fue desembarcado un fuerte destacamento. Hacia
la salida occidental del estrecho, hacia la ciudad de Megara, Jerjes envió un destacamento naval
auxiliar para cortar a los griegos la posibilidad de retirada. El ejército terrestre de los persas fue
llevado hacia la costa, a la retaguardia de las principales fuerzas de la armada, y el propio Jerjes se
ubicó en un alto cerro para poder seguir desde allí el desarrollo de la batalla.
   La batalla de Salamina
   El 28 de septiembre del año 480, por la mañana temprano, la flota griega en formación de
batalla, teniendo en el flanco izquierdo los navíos atenienses y en el derecho los de Esparta y de
Egina, fue la primera en avanzar contra los persas, entablándose una encarnizada batalla. Los
marineros persas combatieron con extraordinaria tenacidad y valentía. Pero muy pronto se produjo
entre ellos gran confusión: en el angosto estrecho, de poquísima profundidad, las filas posteriores
de las naves estorbaban los movimientos de las anteriores. Fueron inútiles los esfuerzos de los
expertos marinos fenicios, pues, cediendo al ataque de los navíos griegos, la enorme flota persa se
amontonó en una masa desordenada. Las naves penetraban ruidosamente en los cuerpos de las
otras, encallaban en los bancos de arena y zozobraban en gran cantidad, hundiéndose.
Simultáneamente, Arístides, que había aprovechado la amnistía para regresar a su patria en vísperas
de la batalla, desembarcó con un destacamento de hoplitas atenienses en Psitalia y aniquiló allí al
destacamento persa. Al llegar la noche todo había acabado: la enorme flota persa estaba deshecha,
destruida casi por completo. Las naves restantes no se hallaban en condiciones de emprender
ninguna operación seria. La flota creada por los atenienses había salvado la independencia de
Grecia.
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la devastada Ática hacia la fértil Tesalia, donde pasó el invierno de los años 480-479. Las
dificultades que se presentaban al ejército persa eran muy considerables. Desde luego, Mardonio
podía volver a ocupar el Ática en cualquier momento, más sin la colaboración de la flota no podía
pensar siquiera en abrirse paso a través del istmo de Corinto, sólidamente fortificado. Y debían de
transcurrir unos años antes de que se pudieran restablecer las pérdidas causadas en Salamina;
momentáneamente, la flota persa sólo podía proteger el litoral del Asia, y antes que nada, a Jonia,
en donde una victoria de los griegos podía provocar una sublevación.
    Después de haberse disipado el peligro inmediato que se cernía sobre el istmo, los espartanos se
inclinaron a aceptar el plan de Temístocles, rechazado por ellos anteriormente, y propusieron el
envío de toda la flota griega hacia las costas asiáticas. Pero esta vez fueron los atenienses, que
habían comenzado a regresar a su país, asolado después del retiro de los persas, los que se
pronunciaron contra ese plan, que les parecía demasiado arriesgado, puesto que los persas podían
aparecer nuevamente en el Ática en cualquier momento. Temístocles fue separado del comando,
ocupando su lugar Arístides. Al fin, los griegos se limitaron a una medida a medias: parte de la flota
quedó anclada junto a las costas de Grecia, y la otra parte, más o menos unas 110 trieres, bajo el
mando del rey espartano Leotíquidas, se dirigió hacia la isla de Delos. Al ocupar esta posición, la
flota mencionada podía, en caso necesario, regresar inmediatamente a Grecia, y, al mismo tiempo,
ofrecía una amenaza directa al litoral del Asia Menor. De una u otra manera, Mardonio debía tener
presente esta amenaza. El jefe persa, antes de emprender operación bélica alguna, resolvió hacer lo
posible para separar a Atenas de la alianza panhelénica. Por encargo de Mardonio, el rey
macedonio Alejandro, aliado de Persia, que anteriormente había mantenido relaciones amistosas
con los atenienses, se dirigió a Atenas e hizo la siguiente proposición al gobierno: Atenas obtendría
la absoluta independencia, todas las ciudades asoladas serían restablecidas por cuenta de los persas;
aún más, Jerjes se comprometía a anexar a Atenas cualquier territorio que ésta apeteciera, todo ello
a condición de establecer inmediatamente una alianza militar con Persia.
    Pese a tales propuestas, el Gobierno ateniense no aceptó traicionar la causa de la defensa
panhelénica; para los políticos atenienses era claro que, existiendo el dominio persa en el resto de
Grecia y en el Helesponto, la prometida «independencia» no sería más que una sarta de palabras
huecas. La misión de Alejandro terminó en un rotundo fracaso. Los aliados griegos de Mardonio
aconsejaron a éste que enviara embajadores a otras ciudades griegas, a la nobleza local de cada una
de ellas, para asegurarse el apoyo de las mismas, pero, según relata Herodoto, Mardonio no hizo
caso de ese consejo.
    La guerra, pues, continuó. Los atenienses hicieron una tentativa de aprovechar las negociaciones
entabladas con Persia, con el fin de poder ejercer presión sobre Esparta; se necesitaba que la Liga
del Peloponeso encaminara sus ejércitos hacia la Grecia Central. Más tales tentativas no tuvieron
éxito; con los más diversos pretextos, la Liga del Peloponeso eludía una campaña, pues no
deseaban abandonar el fortificado istmo de Corinto. A finales de junio del año 479 Mardonio dio
comienzo al avance y ocupó, sin obstáculo alguno, toda el Ática; los atenienses volvieron a verse
en la necesidad de huir a Salamina. Mardonio ofreció, por última vez, la paz reiterando sus
condiciones anteriores, pero los atenienses se mantuvieron inquebrantables en su negativa. A
propuesta de Arístides, se envió a Esparta una embajada extraordinaria formada por Cimón, hijo de
Milcíades, Jantipo y Mirónidas, con la exigencia de que se hiciera avanzar inmediatamente las
tropas, en son de ataque; en caso contrario, los atenienses amenazaban pasarse a los persas. La
amenaza tuvo efecto, puesto que en caso de defeccionar Atenas y la flota ateniense, Esparta
quedaría indefensa. Comprendieron allí que no era posible tardar más. Fue declarada en el
Peloponeso la movilización general, y las fuerzas aunadas de la Liga del Peloponeso, mandadas por
Pausanias, regente espartano (el rey era menor de edad), cruzaron el istmo y comenzaron el avance.
Mardonio no pudo sostenerse por más tiempo en el Ática asolada y ocupó una posición apta para
las operaciones de su caballería: la llanura junto a los contrafuertes de la cordillera de Citerón,
cerca de la ciudad de Platea. El ejército del Peloponeso, uniéndose a los atenienses en la llanura de
Eleusis, siguió a los persas.
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   La batalla de Platea
    Por lo general, Herodoto exagera la cantidad de hombres de los ejércitos persas que se hallaban
junto a Platea; según sus cálculos, Mardonio tenía 300.000 guerreros asiáticos y cerca de 50.000
hombres enviados por Tesalia, Tebas y otras polis griegas que apoyaba a Persia. Pero Mardonio
apenas podría disponer en aquel momento de 40.000 a 50.000 guerreros, a los que se habían unido
unos pocos miles más de griegos, pues han de haber repercutido sobre su número las pérdidas
inevitables durante las marchas prolongadas, la necesidad, no menos ineludible, de dejar fuertes
guarniciones en las ciudades y tierras conquistadas a lo largo de las vías de comunicación
infinitamente extensas y, finalmente, el hecho de que hubo que separar una parte de los ejércitos
para acompañar a Jerjes. Las cifras traídas por Herodoto respecto al ejército griego son más
fehacientes, calcula exactamente 38.700 hoplitas, 35.000 ilotas y 34.500 guerreros más de
infantería ligera; en consecuencia, cerca de 110.000 guerreros. Aún haciendo caso omiso de la
cantidad de ilotas, tomada arbitrariamente por Herodoto, y calculado siete de ellos por cada
espartano, siempre puede admitirse que el ejército griego contaba con cerca de 30.000 hoplitas y,
probablemente, igual número de infantería ligera. Como en los casos anteriores, los griegos
carecían de caballería. De esta manera, las fuerzas de ambos enemigos apostados junto a Platea
eran más o menos iguales. La superioridad de los persas residía en las fuerzas de caballería y en la
gran movilidad de sus destacamentos, pertenecientes a diferentes tribus y pueblos; era precisamente
esta superioridad la que Mardonio quiso aprovechar en todo su alcance. Permaneció en la llanura
dejando a los griegos la iniciativa de atacar para colocarles en una situación desventajosa. El jefe
griego Pausanias comprendió, sin embargo, no menos que su adversario, el valor de estas
circunstancias. Habiendo dispuesto sus ejércitos permanecieron, uno frente al otro, durante varios
días. Por otra parte, Mardonio, haciendo uso de su caballería, intentó provocar al enemigo para que
aceptara la batalla. Los jinetes persas, en un ataque imprevisto, desbarataron un destacamento de
megarienses que se hallaba en los puestos de avanzada, mas los atenienses, que supieron llegar a
tiempo, pudieron rechazar y poner en fuga a aquéllos. Después de eso, Pausanias se adelantó un
poco ocupando posiciones en la cresta de las colinas, en el mismo extremo de la llanura; este
traslado podía finalmente incitar la enemigo a entrar en batalla, sin privar al mismo tiempo a los
griegos de las ventajas que ofrecía la defensa. Se renovó la ansiosa espera. Entre los griegos se dejó
oír un creciente murmullo de descontento. Por cierto que Pausanias estaba en condiciones de
mantener a los guerreros bajo su control, no obstante la conducta provocadora y las burlas de los
enemigos; pero los griegos sufrían mucho debido a la escasez de víveres y, principalmente, porque
la milicia civil trataba de regresar lo más pronto posible a sus casas. Según cuenta Plutarco, en el
campamento, cerca de Platea, los aristócratas habían formado una conjuración para derrocar la
democracia y para «entregar a los suyos en manos de los bárbaros». Pero aunque la conjuración fue
descubierta a tiempo, estaba claro que la situación era amenazadora.
    Los generales griegos se decidieron a efectuar una osada maniobra: la flota anclada junto a la
isla de Delos recibió la orden de zarpar y dirigirse hacia las costas del Asia. Al parecer, fueron los
mismos griegos los que se encargaron de notificar de ello a Mardonio. El jefe persa tenía que
actuar; era necesario destruir el ejército griego, para poder lanzar luego una parte de sus fuerzas en
defensa de Asia. Precisamente en aquellos días los jinetes persas habían logrado cegar el arroyo del
que sacaban agua los espartanos. Pausanias fue forzado a abandonar su posición y retroceder hacia
Platea. Por razones de cautela, los griegos empezaron el traslado de noche, mas hacia el alba la
retirada no había terminado aún. Mardonio resolvió que había llegado el momento favorable, pues
los griegos, habiendo roto la línea de combate, se movían en destacamentos aislados. Los persas
cruzaron el río Asopos y se arrojaron al ataque. Sus unidades seleccionadas fueron dirigidas sobre
el núcleo básico del ejército griego, sobre los espartanos. Mas allí se puso de manifiesto, con todo
brillo, la férrea disciplina de los hoplitas espartanos, que bajo una verdadera granizada de flechas
permanecieron inmóviles en sus lugares. Sólo cuando los persas se acercaron a una distancia
relativamente corta y sus flechas se habían vuelto especialmente mortíferas, Pausanias dio la señal
de ataque. Tomó en cuenta la experiencia de Milcíades y supo aprovecharla. Igual que en la batalla
de Maratón, los persas, aún cuando combatían valientemente, no pudieron sostener el terrible golpe
asestado por las cerradas filas de los hoplitas, cubiertos de hierro. Mardonio, encabezando un
destacamento seleccionado, combatía heroicamente, pero cayó en el campo junto con sus
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compañeros de armas, y las fuerzas persas huyeron. Ciertamente, su caballería supo cubrir la
retirada. El capitán Artabaces, que había reemplazado a Mardonio, reunió a los guerreros que
habían salido ilesos del combate y los llevó a marchas forzadas, a Tesalia, y de allí a Tracia. El
campamento fortificado de los persas, junto con un incalculable botín, cayó en manos de los
vencedores.
    Para celebrar el triunfo de Platea, los griegos erigieron en el mismo campo de batalla altares en
honor de Zeuz-Eleuterios (libertador). Los ciudadanos de Platea, que habían combatido
valientemente sobre su suelo patrio, fueron puestos bajo la protección especial de toda la alianza
helénica. El botín tomado a los persas en esa batalla fue utilizado para la erección de una columna
de bronce, en forma de tres serpientes entrelazadas. Sobre la misma fue colocado un trípode de oro
y se le grabó una inscripción que enumeraba a las 31 ciudades que habían participado en la batalla.
En primer lugar fueron nombradas Esparta, Atenas y Corinto.
    Después de la victoria de Platea, el ejército griego emprendió la marcha hacia Tebas, baluarte de
la influencia persa en Grecia. Tras prolongado asedio, los tebanos se vieron obligados a capitular y
a entregar a los cabecillas del partido persófila. Los traidores fueron ejecutados y la ciudad de
Tebas quedó excluida de la alianza beocia, a cuya cabeza se hallaba antes. Grecia fue liberada y los
ejércitos aliados regresaron a sus respectivas ciudades.
   La batalla de Micala
    Aún cuando los ejércitos de Pausanias y de Mardonio se hallaban uno frente al otro en Platea, la
flota griega, bajo el mando del rey espartado Leotíquidas y del estratega ateniense Jantipo, se había
dirigido hacia las costas de Jonia. La flota persa se hallaba en aquel momento junto a las costas de
Samos, mas no se decidió a entrar en combate con la armada griega que estaba acercándose, lo cual
se explica por el hecho de que una considerable parte de esa flota (precisamente, los barcos
fenicios) ya había sido enviada a su patria, y las naves que quedaban habían sido sacadas a tierra
firme, cerca del promontorio de Micala. Para cubrirla fue concentrado allí un pequeño ejército
persa terrestre, que se ubicó en un campamento fortificado. Los griegos, que habían entrado antes
en relaciones con los jonios, partidarios de que se hiciera inmediatamente una sublevación contra
los persas, efectuaron sin ser estorbados un desembarco. Sin la menor demora, dio comienzo un
asalto a las fortificaciones persas. Los jonios que se hallaban en el campamento de los persas se
alzaron en armas contra ellos, atacándolos desde la retaguardia. El ejército persa fue masacrado
hasta el último hombre. Simultáneamente, la flota persa fue capturada y entregada al fuego. En
directa combinación con la derrota de los persas en Micala, en las ciudades de Jonia estallaron
sublevaciones contra el dominio persa: las guarniciones fueron masacradas, los lugartenientes
fueron expulsados y las islas de Quíos, Lesbos y Samos se adhirieron a la alianza griega.
    También hay que tomar en cuenta que, después de la batalla de Hímera, también los griegos de
Sicilia habían puesto a buen recaudo su tierra contra las amenazas de una invasión enemiga. Hay
que subrayar que la derrota de los persas fue al mismo tiempo una derrota en el interior de las
ciudades griegas, de los ánimos persófilas de la aristocracia, lo cual eliminaba uno de los
obstáculos en el camino del desarrollo ulterior del movimiento democrático.
    Las victorias de los griegos de los años 480-479 fueron, en esencia, las que decidieron el
resultado de las guerras greco-persas. Muy poco después, en el territorio de la Grecia europea no
quedaba ni un solo guerrero enemigo. La ofensiva había pasado íntegramente a los griegos y,
debido a ello, las operaciones bélicas se concentraron perfectamente en el mar, en forma de
campañas navales a intervalos, bastante considerables a veces. Las victorias griegas en las guerras
greco-persas encuentran su explicación en una serie de causas históricas. Todo el régimen de la
vida económica y social de Grecia había alcanzado, hacia comienzos del siglo V a. C., un nivel muy
superior al de la monarquía persa que incluía, por la fuerza, a muchas tribus y naciones que no
estaban ligadas entre sí mediante una unidad de base económica. Los ejércitos reclutados entre esas
tribus y naciones no sólo no se hallaban interesados en la victoria de la monarquía persa, sino que
soportaban el dominio de la misma como una pesada carga. En cambio, los guerreros griegos
combatían por la libertad e independencia de su patria, animados de un elevado sentimiento
patriótico. La victoria final de los griegos en estas guerras abrió ante ellos amplias perspectivas
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para el libre desarrollo de las fuerzas productivas, y constituyó una de las mas importantes premisas
para el ulterior florecimiento de la economía y la cultura griegas.
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CAPÍTULO X
   La pentecontecia
    Después de las victorias decisivas obtenidas por las armas griegas en los años 480-479, en la
guerra contra los persas, en la historia de Grecia sobreviene un período conocido con el nombre de
pentecontecia, «período de cincuenta años». Durante esos cincuenta años tuvo lugar en Grecia una
serie de considerables acontecimientos históricos que repercutieron sobre la marcha general del
desarrollo económico, social y político de todo el mundo helénico. El límite cronológico que marca
el final de la pentecontecia lo constituyó una serie de conflictos entre los Estados griegos y sus
agrupaciones, que sirvieron de causa inmediata y directa para la guerra del Peloponeso.
    La historia de ese período se ha visto reflejada, en primer lugar, en la parte inicial de la obra de
Tucídides. En el primer libro de su Historia hallamos una reseña breve, pero muy circunstanciada,
de los acontecimientos desde la derrota de Jerjes en la Grecia balcánica hasta el comienzo de la
guerra del Peloponeso. A esta reseña se puede agregar aún la descripción que se encuentra en el
mismo libro, de la erección de fortificaciones alrededor de Atenas y el Pireo, la historia del paso de
la hegemonía naval a los atenienses y las referencias a Pausanias y Temístocles. Aún cuando
Tucídides no puede ser considerado contemporáneo directo de la pentecontecia, los
acontecimientos son descritos por él con la escrupulosidad y buena fe que le son propias. Sin duda
alguna, Tucídides estaba bien informado de la historiografía que no ha llegado a nuestro tiempo, en
particular de la obra de Helánico, que escribió acerca de la pentecontecia. Tucídides dispuso de la
posibilidad de verificar y controlar los informes que extraía de las fuentes literarias o
documentales, con las cuales se hallaba también muy familiarizado, pues podía interrogar a los
representantes de la generación mayor anterior a la suya, testigos oculares y activos de aquel
período de cincuenta años. A Tucídides lo complementa especialmente Diodoro de Sicilia. En la
correspondiente parte de su Historia Universal fue evidentemente aprovechada la exposición de la
historia de la pentecontecia hecha por Eforo. Una serie de importantes nociones acerca del mismo
período proporciona Plutarco en sus biografías de los más destacados hombres de aquel tiempo:
Temístocles, Arístides, Cimón y Pericles. La historia interna de Atenas correspondiente a estos
decenios está reflejada en la Constitución de Atenas, de Aristóteles, y en la República de los
atenienses, del Pseudo-Jenofontes, salida de la pluma de un ferviente oligarca, enemigo de la
democracia ateniense. Algunas noticias aisladas pueden extraerse también de las obras de otros
escritores, como los latinos Cornelio Nepote y Justino.
    Las nociones que proporcionan estos autores de la antigüedad permiten afirmar, con toda
seguridad, que para exponer la historia de la pentecontecia, esos autores acudían a fuentes bastante
heterogéneas. El tratamiento que dan a los mismos sucesos Tucídides, Plutarco, Diodoro y
Aristóteles, no es igual. El que, sin duda, constituye la fuente más de fiar es incondicionalmente
Tucídides. Como fuentes de importancia primordial, en cuanto a ese período, sirven también las
inscripciones, los datos numismáticos y los materiales arqueológicos. Entre las inscripciones,
poseen valor especial las listas de los ciudadanos atenienses caídos en las batallas, los registros de
las contribuciones pagadas a Atenas por los miembros de la alianza naval de Delos, y también
algunos decretos de la asamblea popular ateniense. Sobre la base del conjunto de todos los datos
mencionados, la historia de la pentecontecia puede ser reproducida tan sólo en rasgos generales.
Muchos detalles, quizá sumamente importantes, acerca de los acontecimientos de aquel entonces,
están evidentemente perdidos para nosotros. Mas incluso en estas condiciones las tendencias
dominantes en el desarrollo histórico del mundo helénico van perfilándose con suficiente nitidez.
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    La divergencia esencial entre estas dos agrupaciones de polis se manifestó poco después de la
batalla de Micala, cuando la unificada flota griega hubo regresado a Samos. Hacia aquel tiempo, las
ciudades insulares jónicas, respondiendo a la llamada del rey espartano Leotíquidas, que
encabezaba oficialmente las fuerzas navales de los aliados, se separaron de Persia, de modo que
quedó planteada una cuestión acerca de cómo habría que proceder con ellas. A este respecto, las
opiniones de Atenas y Esparta divergieron marcadamente. No queriendo vincularse con esas
ciudades por obligaciones de orden militar, los espartanos propusieron trasladar a todos sus
habitantes a la Grecia europea, ubicándolos sobre las tierras de aquellas polis griegas a las que se
tenía la intención de castigar por su participación en la guerra del lado de los persas. Los atenienses
se opusieron resueltamente a tal medida. La intromisión de Esparta en el destino de las ciudades
insulares, a las cuales se hallaban estrechamente vinculados, no les convenía. En grado aún menor
se hallaban interesados en el traslado de los jonios a la Grecia europea. La disputa terminó con el
triunfo del punto de vista ateniense, y Samos, Quíos, Lesbos y otras polis insulares entraron a
formar parte de la alianza general. A la vez, los atenienses asumieron la responsabilidad de afianzar
la seguridad de las demás ciudades jónicas situadas en el mismo litoral del Asia Menor y que
continuaban aún bajo el dominio de los persas.
    La flota griega, a la que se habían incorporado naves de los jonios, zarpó hacia el Helesponto,
para descubrir el puente que había construido allí el rey Jerjes para el trasbordo de sus huestes
hacia la costa europea del estrecho. En Abidos se puso en evidencia que tal puente ya no existía:
una tormenta lo había destruido. Entonces los atenienses, apoyados por otras ciudades, empezaron
a insistir en que ya mismo debían emprenderse las acciones bélicas contra las guarniciones persas
que permanecían en los litorales del Helesponto y de la Propóntide. Pero Leotíquidas no sólo no
apoyaba la iniciativa de los atenienses, sino que, enterado de la destrucción del puente, dio su
misión por terminada y regresó al Peloponeso con todas sus naves y con las de sus aliados. Una vez
retirado Leotíquidas, los aliados que quedaron junto al Helesponto, encabezados y dirigidos ahora
por los atenienses, emprendieron el asedio de la bien fortificada ciudad de Sestos. Y aún cuando
dicho asedio se prologó, hacia comienzos del año 478, los aliados se apoderaron de la ciudad, tras
lo cual regresaron a sus respectivas patrias con un riquísimo botín de guerra.
    Muy pronto surgió un nuevo conflicto entre Esparta y Atenas. Ya de regreso en el Ática, después
de haber expulsado a los persas, los atenienses encontraron a su ciudad en ruinas. Inmediatamente
dieron comienzo al restablecimiento de las casas, de los edificios públicos y de las murallas y torres
defensivas destruidas por los persas. Fue allí donde surgió una inesperada dificultad: hicieron su
aparición en Atenas embajadores espartanos con la exigencia de que los atenienses suspendieran
los trabajos de restablecimiento de sus fortificaciones; se basaban en que, en caso de una nueva
invasión de los persas, éstos podrían hacer uso de las murallas y torres atenienses, como también de
las fortificaciones de todas las demás ciudades griegas situadas fuera del Peloponeso contra los
mismo griegos. La artificiosidad de tal motivación saltaba a la vista. En realidad, tanto en Esparta
como en las demás ciudades del Peloponeso hostiles a Atenas hacía mucho que se seguía con recelo
el rápido crecimiento del poder y de la influencia de Atenas. Era claro que si los atenienses, que ya
sin ello no tenían rivales ni pares en el mar, restablecían y ampliaban sus fortificaciones, su Estado
se convertiría en uno de los más fuertes y más influyentes de Grecia, esto es, ocuparía el lugar que
Esparta pretendía para sí desde hacía muchos años.
    Pero el paso emprendido por Esparta no tuvo éxito. Los atenienses respondieron enviando a su
vez a Esparta una delegación encabezada por Temístocles, que intencionadamente prorrogaba las
negociaciones. En el ínterin, los atenienses siguieron trabajando día y noche en la erección de las
murallas y las torres, aprovechando como materiales de construcción todo lo que era posible
aprovechar, inclusive las estelas funerarias. Cuando ya se había erigido más o menos la mitad de
las fortificaciones atenienses, dejó de tener sentido proseguir las negociaciones, y Temístocles así
lo dijo, con toda franqueza, a los espartanos. Esparta no se decidió a salir directamente contra
Atenas y se vio forzada a renunciar a su protesta y a asegurar a los atenienses de que, con su
intento, sólo había deseado darles un consejo útil, pero de ninguna manera obstaculizar el
restablecimiento de las fortificaciones.
    Este episodio suministra material complementario para ubicar las relaciones entre Atenas y
Esparta. Entre los grupos democráticos atenienses, encabezados por Temístocles, tomaba cuerpo la
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    Para llevar a cabo tales propósitos, los aliados se comprometían a suministrar a la flota de la liga
de Delos una determinada cantidad de navíos de guerra con sus correspondientes tripulaciones, y a
aportar al tesoro federal en Delos, el foros, contribución en dinero estipulada según principios fijos
determinados a estos efectos, necesaria para cubrir los gastos bélicos comunes. Como órgano
superior de la alianza se designó un consejo federal, compuesto por representantes de todas las
ciudades que formaban parte de la liga, con iguales derechos de voto, el cual debía reunirse en
Delos, antiguo centro de la anfictionía jónica que se había formado en torno del santuario de Apolo.
No se sabe, sin embargo, si tal consejo se reunía con regularidad o si los atenienses lo convocaban
cuando era necesario.
    Los atenienses, como dueños de la flota más grande y poderosa, ocuparon de inmediato la
posición dirigente en esa liga. Aún antes de que Esparta abandonara la alianza panhelénica, Quíos,
Lesbos y Samos, los Estados insulares más grandes, habían llamado a Atenas a asumir la
supremacía, expresando así su disposición a someterse a tal dirección. Y ahora se les ofreció a los
atenienses el mando de las operaciones futuras. De hecho, los atenienses, desde la misma fundación
de la liga marítima de Delos, habían comenzado a desempeñar en ella el papel principal, tanto en
las cuestiones financieras como en las de su organización. Por ejemplo, los estrategas atenienses se
habían hecho cargo, íntegramente, de la recolección del foros entre las ciudades aliadas y de la
determinación de sus respectivas cantidades. Arístides, que había regresado a Atenas tras la
expulsión, muy pronto, después de la batalla de Salamina, fue el primero en determinar dicha suma
en la cantidad de 460 talentos. Al parecer, para hacer los cálculos se tomaron en cuenta tanto los
reales recursos financieros de las ciudades aliadas como también las necesidades bélicas de la
alianza, que —hay que suponerlo— se hallaba interesada en poseer fuerzas navales suficientemente
imponentes. De acuerdo con algunos cálculos más o menos aproximados, con aquella suma de
dinero se podía mantener por unos siete u ocho meses una flota de hasta 200 trieres con una
tripulación de 200 hombres cada una. No es muy claro si esta suma de 460 talentos del foros fijado
por Arístides era el abonado de hecho por los aliados, o sólo el impuesto a ellos según su solvencia
potencia. Probablemente se tratara de esto último, por cuanto en lo sucesivo los atenienses casi
nunca lograron percibir el foros en la medida determinada por la distribución previa. En los años
subsiguientes, la suma de tal distribución fue modificada en más de una oportunidad dentro de
límites que oscilaban entre los 410,5 talentos y los 495,5, hasta el año 425, en que la suma general
del foros abonada por las ciudades aliadas se aumentó con motivo de la guerra del Peloponeso,
hasta la suma de 1.300 talentos, es decir, más del doble de la distribución hecha por Arístides. En
cuanto a las dimensiones del foros que pagaba cada ciudad, a juzgar por las inscripciones, las
sumas distribuidas fueron redondeadas, clasificándose a las ciudades en una especie de categorías,
según aportaran 300, 400, 500, 1.000, 2.000, 3.000 dracmas, y desde uno hasta 30 talentos. Algunas
ciudades figuraban unos años en una categoría y otros en otra distinta, superior o inferior. Pero
hubo también ciudades que conservaron su categoría hasta los años 425-424.
    En cuanto a la faz estrictamente bélica, la formación de la Liga de Delos se vio justificada de
inmediato. Después de ser expulsado de Atenas, Temístocles en el año 471, y de morir Arístides,
quienes habían desempeñado papel descollante en la creación y en la organización de esa alianza,
la dirección de las operaciones bélicas pasó a Cimón, hijo de Milcíades, vencedor en la batalla de
Maratón. Sin duda alguna, Cimón era uno de los capitanes atenienses más inteligentes de esa
época. Bajo su mando, los atenienses, junto con sus aliados, habían desarrollado activas
operaciones bélicas contra las guarniciones persas que habían quedado aún en el litoral tracio, de
donde era de suma trascendencia desalojarlas, debido a que allí obtenían los griegos la madera
necesaria para la construcción de las naves de guerra.
    Tras apoderarse de una serie de pequeños puntos en esa costa, los aliados pusieron sitio a Eión,
el principal y bien fortificado punto de apoyo de los persas, situado en la desembocadura del río
Estrimón. Una vez perdida esa ciudad, los persas se vieron completamente desalojados de Tracia.
    Después, Cimón, emprendió una exitosa campaña contra la isla de Esciros.
    La conquista de esta isla fue exteriormente rodeada de varios procedimientos efectistas. Según
la tradición, allí fue muerto el legendario rey de Atenas, Teseo. Valiéndose de este recuerdo, los
atenienses emprendieron la campaña contra Esciros, llevando por divisa la venganza por la muerte
de Teseo. Una vez que los atenienses y sus aliados se apoderaron de la isla buscaron y descubrieron
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los huesos que representarían los despojos mortales de Teseo, y los trasladaron a Atenas, donde
recibieron la más solemne sepultura. A partir de entonces, esa isla sumamente importante por su
estratégica situación pasó a ser posesión indivisa de los atenienses. La conquista de Esciros era de
vital importancia, puesto que sus habitantes se dedicaban a la piratería, amenazando
constantemente las vías marítimas hacia el Helesponto. Todas las ciudades marítimas de Grecia
estaban interesadas en la eliminación de esa amenaza.
    Más o menos simultáneamente, los atenienses habían sometido de forma total a la ciudad de
Bizancio, ya ocupada anteriormente por Pausanias. Apoyados en esos éxitos, conseguidos en muy
poco tiempo, los atenienses y sus aliados se animaron a emprender una gran campaña contra los
persas. El caso es que los éxitos bélicos de los aliados terminaron por incitar al Gobierno persa a
tomar contramedidas. Los persas equiparon una flota muy grande, de unas 200 trieres, y un fuerte
ejército terrestre, calculando asestar un golpe a los griegos como respuesta a sus ataques. Pero
Cimón logró adelantárseles. Una gran escuadra de los atenienses y sus aliados se hizo a la mar, y
junto a las costas del Asia Menor, en la desembocadura del río Eurimedonte, al parecer alrededor
del año 469 (no se halla establecida la fecha precisa), se desencadenó una gran batalla. Las
operaciones bélicas se desenvolvieron simultáneamente en el mar y en tierra firme, debido a que
los persas se habían fortificado también en la costa. Los guerreros griegos atacaron a los persas y
los derrotaron por completo. En la batalla naval fue destruida la mayor parte de las naves persas.
En manos de los vencedores cayó un enorme botín de guerra.
    Poco después de esta grave derrota, el rey persa, Jerjes, y su hijo mayor, Darío, fueron
asesinados por un complot de cortesanos y el trono pasó al hijo menor del rey, Artajerjes. Las
acciones bélicas se circunscribieron a las costas de Helesponto, donde se hallaban aún bajo el poder
de los persas las ciudades griegas de la Tróade y de la Eólida, dos ciudades sobre la costa europea y
varias en la asiática. Todas ellas fueron reconquistadas.
      Con la liberación de estas ciudades, a los aliados se les presentó una importante y complicada
cuestión: cuál habría de ser el régimen de gobierno de las mismas. Durante el dominio persa habían
predominado en ellas con más frecuencia las capas aristocráticas superiores, con cuyo apoyo la
monarquía de Susa intentaba consolidar su dominio sobre el resto de la población. En la lucha por
la liberación, muchos de los aristócratas persófilos habían caído y otros habían huido a Persia. En
las ciudades liberadas había que establecer un nuevo orden político. La supremacía militar y
política de los atenienses determinó que la palabra decisiva en tales cuestiones comenzara a
pertenecerles. Por ejemplo, al liberar la ciudad jonia de Eritras, los atenienses introdujeron en ella a
su guarnición y, como lo atestigua el decreto de la asamblea popular ateniense del año 465, que ha
llegado hasta nosotros, establecieron allí un orden político de acuerdo con sus propios deseos.
Fueron ellos los que determinaron la cantidad de miembros del consejo local y las obligaciones de
cada uno de los mismos. La composición del primer consejo, evidentemente formado con los
partidarios de Atenas, fue determinada por los plenipotenciarios atenienses, denominados
epíscopoi. Estos plenipotenciarios, así como los jefes militares de la guarnición que seguía
permaneciendo en Eritras, fueron los que también en lo sucesivo confirmaron a los funcionarios
locales y mantuvieron bajo su supervisión los órganos de la administración autónoma de la ciudad.
En situación similar, al parecer, se hallaban otras ciudades, como, por ejemplo, Bizancio, las
ciudades del litoral tracio y otras, en las que, so pretexto de defenderlas contra un posible ataque
enemigo, los atenienses introdujeron sus guarniciones. Todas esas ciudades, que acababan de ser
liberadas, fueron inmediatamente incluidas en la Liga de Delos, debiendo en consecuencia
someterse a la dirección ateniense. Por fin, los atenienses comenzaron a inmiscuirse en la vida
política interna no sólo de las ciudades que iban liberando sino también en las de sus anteriores
aliados de la Liga de Delos.
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Desde la misma formación de la alianza hubo en favor de Atenas una considerable supremacía de
fuerzas. Y luego, la correlación de fuerzas en la alianza continuó variando indeclinablemente en
favor de los atenienses, en relación directa con el florecimiento económico de Atenas, con su
transformación en el centro más grande de Grecia, con el desarrollo de la producción de mercancías
y del comercio marítimo. Al mismo tiempo, y precisamente durante los años que estamos
considerando, en Atenas se había consolidado definitivamente el régimen estatal de la antigua
democracia esclavista. Las capas democráticas en todas las ciudades griegas simpatizaban
ardientemente con ese régimen, de modo que los atenienses tenían siempre por doquier partidarios,
dispuestos siempre a prestarles apoyo.
    En ese proceso de gradual transformación de la Liga de Delos en potencia ateniense, también
jugó su papel el sistema de la distribución y cobro de los foros, que se había afianzado en la misma
Atenas. Cuando la guerra se hubo prolongado durante un tiempo indeterminado, para muchísimas
ciudades griegas, especialmente para las pequeñas, se tornó sumamente gravoso mantener sus
propias naves y a los ciudadanos que formaron las respectivas tripulaciones, en un estado de
permanente reparación bélica. Para estas ciudades se sustituyó desde el mismo comienzo de las
operaciones bélicas la provisión de hombres y de naves por la paga del foros. Este sistema resultó
muy ventajoso tanto para estas ciudades como para los atenienses, que, como ya sabemos, habían
tomado en sus manos la distribución y el cobro de los foros. Como resultado, los aliados quedaron
divididos en dos categorías: los que mediante sus propias fuerzas militares tomaban parte directa en
las operaciones bélicas y los que sólo abonaban cuotas en dinero. De hecho, tales cuotas estaban a
entera disposición de los atenienses, quienes así podían construir continuamente nuevas naves, que
pasaban a engrosar una flota que ya sin ellas era muy grande. De esta manera, el poder naval de
Atenas fue creciendo de año en año, y muy pronto los atenienses dejaron de tener iguales en el mar
Egeo.
    Las consecuencia del crecimiento del poder de Atenas no tardaron en manifestarse. Los
atenienses comenzaron a inmiscuirse con creciente frecuencia en los asuntos internos de las
ciudades aliadas, exteriorizando una tendencia a someterlas a su control universal, omnímodo. La
transformación de la Liga de Delos en una unión estatal centralizada, encabezada por Atenas, se
puso en evidencia como una finalidad completamente consciente y principal de la política
ateniense.
    Estas aspiraciones e intenciones de Atenas tenían determinada y definida base histórica. El
crecimiento de la producción de mercancías observado durante los años de la pentecontecia, la
intensificada comunicación entre las ciudades, las correlaciones políticas, la lucha contra el
enemigo común durante un tiempo prolongado, todo ello engendró tendencias unificadoras,
innovadoras para la vida político-social de Grecia, una de cuyas expresiones no puede dejar de
verse en el mismo hecho de la formación de la Liga marítima de Delos. No obstante, tales
tendencias fueron desarrollándose dentro de un cúmulo de circunstancias sumamente
contradictorias, entrando en colisión a cada paso con el apego a la autarquía, tan característica de
todas las polis griegas, y con la inclinación al particularismo político. Dentro de tales
circunstancias, la política que iba desarrollando Atenas no podía dejar de provocar oposición por
parte de las ciudades que aún tenían en mucho su independencia. No era raro que el asunto llegara
a provocar serios conflictos entre Atenas y sus aliados. En tales ocasiones, todas las ventajas
estaban del lado de los atenienses. Las ciudades aliadas se encontraban separadas por el mar, cuyo
dominio pertenecía íntegramente a la flota ateniense. Les resultaba por esto difícil unificar sus
fuerzas para actuar en conjunto contra Atenas, y las tentativas aisladas de salir de la Liga con el fin
de verse libres de la dependencia de Atenas que gravitaba sobre ellas eran inmediatamente
reprimidas. En esos casos, los atenienses no se detenían ante las más decididas e incluso tajantes
medidas. Enviaban su flota contra el aliado que había exteriorizado la intención se separarse,
desembarcaban en su territorio, introducían en las ciudades sublevadas sus guarniciones,
temporales o permanentes, confiscaban las tierras a los ciudadanos locales y las poblaban con sus
colonos armados, los clerucos, aplastaban con las armas toda resistencia. Se conocen no pocos
ejemplos de conflictos armados entre Atenas y las ciudades aliadas. Aún antes de la batalla del
Eurimedonte, Naxos intentó desligarse de la alianza. Era ésta una polis que había conservado,
después de ingresar en la Liga de Delos, sus fuerzas navales-militares y no pagaba el foros. Atenas
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no tardó en enviar contra los naxiotas su armada, iniciando operaciones bélicas y obligándoles a
capitular. De acuerdo con las condiciones de esta capitulación, los habitantes de Naxos tuvieron
que entregar su flota a Atenas y pagar, en lo sucesivo, todo el foros.
    En el año 465, otro isla, la de Tasos, intentó también separarse de la alianza. Los atenienses le
habían quitado sus posesiones en la costa tracia y sus yacimientos auríferos. Cuando Tasos se
sublevó, los atenienses enviaron contra ella su flota, derrotaron a sus habitantes en un combate
naval, desembarcaron en la isla y pusieron sitio a la misma ciudad de Tasos. Esparta, sumamente
alarmada por el crecimiento del poderío ateniense, se dispuso a salir en su ayuda. Los espartanos ya
estaban preparándose para la campaña, con la intención de invadir el Ática; evidentemente, lo
hubieran hecho si no se lo hubiera impedido un terremoto como no se recordaba otro, que no dejó
en pie en Esparta más de cinco casas. De la confusión y la zozobra provocadas por esta tragedia se
aprovecharon los ilotas espartanos, quienes levantaron la insurrección más grande de la historia de
Esparta. En tales condiciones, los espartanos ya no podían pensar siquiera en una campaña contra
los atenienses y se vieron forzados a renunciar a su intención de prestar ayuda a Tasos. Abandonada
a sus propias fuerzas, la isla cesó muy pronto en su resistencia. Los atenienses exigieron a Tasos
que renunciara para siempre a sus posesiones en la costa tracia, entregara las naves de guerra que le
habían quedado, pagara una contribución de guerra y desmantelara y demoliera sus murallas y
torres.
    En este sentido, es también muy significativa una inscripción ateniense que data de los años
446-445, conservada hasta nuestros días. Se trata de un decreto de la asamblea popular ateniense
que atañe a la situación de la ciudad de Calcis (Eubea), después de la represión hecha por los
atenienses contra los que habían intentado separarse de la Liga de Delos. De acuerdo con ese
decreto, todo ciudadano de Calcis debía prestar juramento de que no se sublevaría «contra el
pueblo ateniense ni de hecho ni de pensamiento ni de palabra; que desobedecería al que se
sublevare, y que, si alguien lo hiciere, lo comunicaría inmediatamente a los atenienses». Más aún,
todo ciudadano de Calcis «se comprometería a pagar el foros, ser aliado honesto y fiel del pueblo
de Atenas, prestarle ayuda, defenderlo y obedecerlo».
    Después de haber sido castigadas Naxos, Tasos, Calcis y otras ciudades, solamente Lesbos,
Quíos y Samos continuaron conservando, dentro de la alianza, fuerzas bélicas propias. Es de
lamentar que ninguno de los escritores de la antigüedad suministre enumeración completa de las
ciudades que formaban parte en aquel entonces de la Liga en cuestión. A juzgar por algunos
testimonios aislados, y también por algunas inscripciones atenienses que han llegado hasta nuestros
días, estaban en la alianza la mayor parte de las ciudades griegas insulares y costeras del Egeo; a
saber, las Cícladas jonias y Eubea (a comienzo con la excepción de Caristos); las ciudades jonias y
eolias de la costa occidental del Asia Menor; las islas adyacentes a esta costa hasta Rodas; la mayor
parte de las ciudades de las costas del Helesponto y de la Propóntide. Después de las campañas de
Cimón fueron incluidas en la alianza las ciudades carias y licias de las costas del Asia Menor.
Algunas de éstas no quisieron incorporarse a la Liga y ofrecieron una resistencia que fue
rápidamente aplastada. La cantidad total de ciudades incorporadas a la alianza superó de esta
manera los dos centenares y medio, pero esta cifra no fue permanente, sino que sufrió oscilaciones.
Así, durante la gran sublevación de los aliados organizada por Samos en el 440-439, de la que
hablaremos más adelante, se separaron casi todas las ciudades carias, pero durante los mismos
años, una serie de pequeñas ciudades que antes no habían sido consideradas autónomas fueron
elevadas a la categoría de aliados durante la distribución del foros. Tal como suponen algunos
hombres de ciencia, basándose en una inscripción que enumera las ciudades que pagaban a Atenas
el foros en los años 425-424, también llegaron a formar parte de la alianza algunas ciudades
situadas en las costas del mar Negro, las que formaban un distrito especial, designado como «el del
Ponto Euxino».
    Los atenienses dividieron el territorio de la Liga de Delos, primeramente en tres distritos
tributarios, y a partir del 443-442, en cinco: Jonia, Helesponto, Tracia, Caria e Insular.
Posteriormente, al parecer alrededor del año 437, los distritos jonio y cario fueron fusionados,
formando uno solo. Fuera de esos distritos solamente quedaron las islas ya mencionadas de Samos,
Quíos y Lesbos, en calidad de Estados que seguían conservando sus propias fuerzas armadas y su
autonomía, y que no pagaban el foros.
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acompañados por escuadras bajo el mando de uno o varios estrategas, y los atenienses descargaban
sobre las cabezas de los deudores severas represiones.
    Después de la llamada paz de Calías, en el año 449, cuando cesó la guerra contra los persas, por
cuyo motivo fuera creada la alianza, la ulterior existencia de la misma dejó de ser justificada en la
opinión de muchos aliados. Sin embargo, los atenienses no sólo no disminuyeron, sino que, por lo
contrario, aumentaron las exigencias que presentaban a los aliados. Además del foros, las ciudades
aliadas tenían que tomar parte en todas las guerras que hacía Atenas, prestarle toda clase de ayuda y
obedecer resignadamente al control político por ella ejercido.
    Las relaciones entre Atenas y las ciudades aliadas se basaban formalmente en parte sobre
tratados y en parte sobre las resoluciones de la asamblea popular ateniense. Esos tratados y
resoluciones no guardaban un contenido homogéneo, y menoscababan en diferentes grados la
independencia de las polis aliadas. Algunas polis solitarias —Lesbos, Quíos, Samos (antes de su
sublevación contra Atenas en el año 440)— gozaban de autonomía en sus asuntos internos, hasta el
punto de que en las mismas podía existir un régimen oligárquico. En la mayoría de las otras
ciudades aliadas, los atenienses instauraban el orden político que les convenía. Como ya sabemos,
los atenienses se orientaban, al hacerlo, hacia los elementos democráticos que, por lo menos al
principio, los apoyaban incondicionalmente.
    Por causas bien comprensibles, los partidarios de la oligarquía eran abiertamente hostiles a
Atenas, al régimen político que se había afianzado allí y a la Liga ateniense. Sus simpatías estaban
íntegramente del lado de Esparta y de la confederación del Peloponeso, con cuya ayuda pensaban
restablecer la independencia de sus respectivas polis. Es muy significativo que Esparta saliera
invariablemente contra Atenas bajo la consigna de «liberar a las ciudades griegas del despotismo
ateniense». Resulta así que la lucha entre las agrupaciones democráticas y oligárquicas de que
estaba penetrada la vida política de todas las polis griegas se había manifestado también, de modo
bien definido, en las relaciones entre las uniones de dichas polis. La totalidad del mundo helénico
quedó escindido en dos campos hostiles, y en toda ciudad griega, al margen de la unión de que
formaba parte, los demócratas se orientaban hacia Atenas, al tiempo que los oligarcas lo hacían
hacia Esparta.
    En cada caso en que los atenienses no abrigaban plena seguridad sobre la solidez de su
influencia sobre tal o cual de las ciudades aliadas, la colocaban bajo su directo control
administrativo. Además de los embajadores extraordinarios, investidos de plenos poderes, en las
fuentes de que disponemos se hace mención de unos arcontes atenienses con sede en las ciudades
aliadas, sin funciones definidas. Evidentemente, se trataba de gobernantes sui generis de esas
ciudades.
    Un papel esencial en la afirmación del poder ateniense ejercido sobre los aliados lo seguían
desempeñando los clerucos, quienes llenaban la función de guarniciones atenienses en el territorio
de la alianza. Esta clase de guarniciones existía en las islas de Lemnos, Imbros, Naxos y Andros, en
Sínope sobre el mar Negro, y en muchos otros lugares. En total, durante los años de la
pentecontecia fueron enviados a las cleruquías más de 10.000 ciudadanos atenienses. La tierra que
se les destinaba era generalmente arrebatada a las ciudades aliadas mediante la fuerza, aunque a
veces se hacía mediante un acuerdo; por ejemplo, a cambio de la disminución de foros.
    Para los aliados resultaba sumamente pesada la limitación de su autonomía en el ámbito
jurídico. Al mismo tiempo, los atenienses comenzaron a limitar la jurisdicción de los aliados
también en otros asuntos. Algún tiempo más tarde, todas las causas de los ciudadanos en las
ciudades aliadas que hubieran podido acarrear la privación de los derechos civiles, la expulsión y la
pena capital, pasaron a la jurisdicción de los tribunales atenienses. Comenzaron a ventilarse en
Atenas los más grandes procesos civiles de los aliados, de manera que en la jurisdicción de los
tribunales locales sólo quedaron los pleitos por contravenciones menos importantes y las demandas
judiciales. Las ciudades aliadas sólo conservaban una jurisdicción propia más amplia en los casos
especialmente estipulados en los tratados con Atenas.
    Paralelamente con el control político y militar, los atenienses empezaron a ejercer también el
control económico. Casi inmediatamente después de haberse constituido la alianza, la moneda
ateniense habría cobrado tan amplia difusión de todas las ciudades aliadas, que la moneda local
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redujo su circulación únicamente al mercado local. Para lo sucesivo, la moneda ateniense había
conquistado un completo dominio, y en el año 434 la asamblea popular ateniense promulgó un
decreto que prohibía a las ciudades aliadas la acuñación autónoma de monedas de plata. Por cierto
que este decreto no era observado en forma rigurosa y, por ejemplo, se sabe que en Quíos se
continuaba acuñando moneda propia, a la que se podía hallar en todo el litoral del Asia Menor. En
virtud de ello, en el año 420, esto es, ya durante la guerra del Peloponeso, la asamblea popular
ateniense promulgó un nuevo decreto mediante el cual se ordenaba realizar en todas la ciudades
aliadas el canje de la divisa en circulación por dinero ateniense; mas, dado que en aquel momento
la potencia ateniense ya estaba girando hacia su decadencia, tal decreto no alcanzó a ser realizado
completamente. Difusión universal en la Liga obtuvieron las unidades de pesas y medidas
aceptadas en la misma ciudad de Atenas.
    También fue sometido al control ateniense el comercio de las ciudades aliadas, lo cual
proporcionaba no pocas ventajas a los mercaderes de Atenas. Así, los atenienses habían establecido,
por ejemplo, un permanente control sobre las cargas de víveres y de cereales que se transportaban,
a través del Helesponto, desde los países adyacentes al mar Negro. Dichas cargas eran distribuidas
entre las ciudades aliadas sólo por mano de los atenienses. Algo más tarde, ya durante los años de
la guerra del Peloponeso, los atenienses establecieron su propia aduana, en el punto más angosto
del estrecho del Bósforo, junto a Crisópolis, y comenzaron a cobrar derechos aduaneros a toda nave
que llegaba desde el mar Negro o que se dirigía al mismo, a razón del 10 por 100 del valor de la
carga transportada.
    Tomando en cuenta todas las mencionadas particularidades de la política ateniense con respecto
a sus aliados, sería, sin embargo, incorrecto considerar que se basaban meramente en la coerción.
La alianza llevada a bajo la hegemonía de Atenas había acercado a muchas ciudades entre sí. Entre
todas ellas y Atenas se había establecido una colaboración y una comunicación económica más
estrechas. El dominio ateniense en el mar había tornado más fáciles y más seguras las relaciones
comerciales entre los aliados, y las soluciones centralizadas de los conflictos que surgían en el
proceso de tales relaciones iban consolidando los vínculos comerciales. Como resultado, el
bienestar de muchas ciudades aliadas había ascendido. La política llevada a cabo por Atenas, esto
es, la implantación de estas ciudades del orden democrático, también había cobrado valor y
significación por cuanto se trataba de las formas más progresistas de estructuración política para la
época esclavista.
    Sin embargo, todas estas facetas positivas de la unificación entraban en contradicción con las
insistentes tendencias de los atenienses a someter por completo a su poder a sus aliados y a elevar
su propio bienestar a costa de ellos y de la explotación de los mismos. Al mismo tiempo, la
incontenible política exterior expansionista de Atenas, orientada a ensanchar más aún las fronteras
de su Liga mediante la incorporación a la misma de nuevas ciudades, no podía dejar de provocar la
reacción y la resistencia de estas últimas, como también de Esparta y de la Liga del Peloponeso,
amedrentados por el crecimiento del poderío ateniense. En estas condiciones, la tendencia nacida,
en Grecia, hacia unificaciones que superaban los marcos de una polis tomó formas que no podían
ser de larga duración.
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CAPÍTULO XI
                                                                                      Página 36 de 169
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completamente válida la definición notable por su profundidad que V. I. Lenin da para un Estado
esclavista: «Las repúblicas esclavistas —dice— diferían por su organización interna: las había
aristocráticas y democráticas. En las primeras, un pequeño número de personas privilegiadas
tomaba parte en las elecciones y en las democráticas tomaban parte todos, pero nuevamente, los
esclavistas; todos, menos los esclavos.»
    Desde el punto de vista del contenido que los propios griegos concedían a los vocablos
«democracia» y «oligarquía», la revuelta efectuada en Atenas a finales de siglo VI a. C., fue
consolidada mediante las reformas de Clístenes, que aún no habían llevado a los atenienses a un
afianzamiento definitivo de la forma democrática del régimen estatal, según la interpretación
antigua de ese concepto.
    Engels denomina «revolución» a esa revuelta. Lo fue, en el sentido de que el demos ateniense,
como resultado de una larga y tenaz lucha, derribó para siempre el poder de la vieja aristocracia y
liquidó las supervivencias del régimen tribal que obstaculizaba el desarrollo ulterior de las fuerzas
productivas de la sociedad. Con esa revolución llegaron a su fin el prolongado proceso de
estabilización de las nuevas formas del régimen social, basadas ya en los principios de la
subdivisión clasista, y el proceso de estabilización de un Estado como aparato de dominio de una
nueva clase.
    Pero las reformas de Clístenes no tocaron la ley del censo de bienes. Los derechos políticos de
los ciudadanos atenienses siguieron dependiendo de su situación económica, de la cantidad de
bienes que poseían. De la influencia máxima en la vida del Estado gozaba el consejo de los
Quinientos, formando por ciudadanos pudientes de las primeras tres categorías del censo. En
cuanto a los puestos más altos en el Estado, los podían ocupar sólo los ciudadanos ricos
pertenecientes a las primeras dos categorías. No se había tomado medida alguna en el sentido de
elevar en algo el nivel material de vida de la población pobre. Dentro de estas condiciones, las
reformas de Clístenes resultaron ser el triunfo del demos que había derribado el poder de la
aristocracia de abolengo, mas no fueron aún el triunfo de la forma democrática del régimen estatal.
Sólo constituyeron el primer paso dado en este sentido. Para su afirmación definitiva, se requirió
varios decenios más pletóricos de lucha política.
    La etapa cronológicamente subsiguiente en la estabilización de la democracia como régimen
estatal en Atenas está vinculada con el nombre de Temístocles. Al presentarse, aún a finales de la
última década del siglo V, con su propuesta para el omnímodo aumento de las fuerzas marítimas del
Estados ateniense, Temístocles, en esencia, promovió un nuevo programa político. La
transformación de la flota, en la que prestaban servicio los ciudadanos atenienses económicamente
menos asegurados, en fuerza básica del Estado, como ya señaláramos, tenía que elevar
inevitablemente el peso específico en la vida política de Atenas de los indigentes y de los de
escasos bienes entre las capas de la ciudadanía, y, en consecuencia, el valor de la asamblea popular,
puesto que precisamente estas capas eran las que formaban la mayoría en la misma.
    Después de la expulsión de Arístides de la ciudad de Atenas en 483-482, la supremacía política
fue detentada, durante cierto lapso, por la agrupación encabezada por Temístocles, quien se
convirtió así en el más influyente político ateniense. No hay duda de que Temístocles y sus
partidarios desempeñaron un papel esencial en la organización de la Liga marítima ateniense, y esta
circunstancia fue de gran trascendencia. El ejemplo de la democracia ateniense ejerció influencia
bien definida sobre las ciudades aliadas, especialmente aquellas que se hallaban anteriormente en la
situación de súbditos persas. La liberación de este poder era acompañada en forma simultánea por
el derrocamiento de los tiranos puestos por los persas y por la elaboración de una nueva
constitución. Muchas de esas ciudades siguieron las huellas de la Atenas de Temístocles. Mileto,
por ejemplo, habiendo transformado su régimen estatal, hizo uso, inclusive, de las filai clisténicas.
Por lo demás, en los años que siguieran inmediatamente a los triunfos históricos de los años 480-
479, que fueron los de mayor influencia de Temístocles, sólo se lograron los primeros éxitos en este
sentido. En Estados de la alianza tan grandes como Samos y Mitilene de Lesbos, seguía aún en pie
el régimen oligárquico. En los mismos años, la democracia obtuvo una serie de triunfos en la
península balcánica. Una revuelta democrática tuvo lugar, por ejemplo, en Tebas, donde fue
derribado el gobierno aristocrático que, por su política persófila, había colocado a la ciudad al
borde de sucumbir. El ejemplo de Tebas fue seguido por varias ciudades de Beocia en las que,
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evidentemente, con el apoyo de Atenas, también llegaron al poder los grupos democráticos. En el
Peloponeso, la democracia venció en Argos y en su vecina Mantinea, la más grande comunidad de
Arcadia. Hasta aquel momento Mantinea no representaba ninguna unidad política íntegra, sino que
se componía de unas cuantas poblaciones nada fortificadas, gobernadas por clanes aristocráticos
locales. Posteriormente, dichas poblaciones se unificaron bajo el poder de un solo gobierno
democrático. Los moradores de las poblaciones aisladas demolieron sus casas y se ubicaron juntos,
formando una sola ciudad más grande. En torno de ella fueron erigidas murallas y torres.
    Más o menos al mismo tiempo, la democracia triunfó también en la Elida, el Estado del
Peloponeso más importante después de Esparta y Corinto. Como resultado de la consolidación del
régimen democrático quedaron abolidas allí las antiguas divisiones características de las tribus,
siendo reemplazadas por nuevas filai territoriales, creadas, evidentemente, según el ejemplo
ateniense.
    Aún así, el triunfo de Temístocles y de su ideología política no fue duradero.
    En la Constitución de Atenas, de Aristóteles, se menciona que «después de las guerras médicas
volvió a robustecerse el consejo del areópago, el cual comenzó a gobernar el Estado». Quizás esto
haya sido producido por el positivo papel que desempeñó el areópago durante la invasión de Jerjes.
Sea como fuere, el paso de la supremacía política a la agrupación oligárquica encabezada por el
areópago, decidió de antemano la caída de Temístocles.
    Al poco tiempo regresó a Atenas de su exilio Arístides y en el escenario político apareció una
nueva figura: Cimón. Partidario del régimen oligárquico y gran estratega, Cimón cubrió su nombre
de gloria en poco tiempo mediante una serie de triunfos militares obtenidos en las operaciones
bélicas contra los persas. Contra Temístocles y sus partidarios se fue formando en Atenas una fuerte
agrupación opositora oligárquica encabezada por Arístides y Cimón, y en la que también tomaron
parte las influyentes familias de los Filaidas y de los Alcmeónidas. Al mismo tiempo, esta
agrupación obtuvo un fuerte apoyo desde el exterior, de parte de Esparta.
    Aún desde el tiempo de Clístenes, todas las corrientes reaccionarias (aristócratas y oligárquicas)
se orientaban invariablemente hacia Esparta, con un ánimo laconófilo que llegaba hasta la
veneración servil ante todo lo espartano: ante el régimen estatal, ante las costumbres, el modo de
ser, la indumentaria, incluso ante la manera de hablar de los espartanos. Esparta les pagaba con la
más amplia reciprocidad, y siempre tendía a apoyarlos. Pero las posibilidades de los espartanos en
cuanto a poder suministrar tal apoyo eran a menudo limitadas.
    Ejerciendo su prepotente dominio sobre la masa de la población subyugada —sobre los periecos
con derechos civiles incompletos y sobre los siempre dispuestos a sublevarse ilotas, carentes de
derechos en absoluto—, el Estado espartano jamás podía estar tranquilo con respecto a la
retaguardia. Cualquier complicación interior o un gran fracaso en la política exterior le amenazaban
con graves consecuencias. Y, en el ínterin, precisamente en la época que estamos considerando, en
Esparta se entabló una aguda lucha entre los reyes y el eforado, lucha que prueba la estratificación,
ya muy ahondada, de la predominante comunidad de los espartanos, en dos campos hostiles entre
sí. De esta manera, el equilibrio político interior en Esparta se encontró quebrantado, y Pausanias,
aprovechando esta situación bastante tensa, se dedicó a preparar una revuelta exterior. Como ya
sabemos, sus relaciones con las polis que formaban parte de la alianza defensiva por ella
encabezada, se habían deteriorado; en el año 478 Esparta se vio obligada a salir de esa liga. En el
propio Peloponeso seguía creciendo el movimiento democrático encabezado por Atenas, y Esparta
se encontró rodeada por todos los lados por Estados democráticos que le eran hostiles. Dadas estas
circunstancias, el problema principal de la política exterior espartana comenzó a consistir en lograr
que, por cualquier medio, el poder en Atenas pasara a la agrupación oligárquica que simpatizaba
con Esparta.
    Mediante los esfuerzos comunes de Esparta y de los oligarcas atenienses, este problema fue
resuelto en el año 471, cuando Temístocles fue desterrado de Atenas. Relata Plutarco, en la
biografía de Cimón, que la causa directa de la catástrofe que se descargó sobre Temístocles, fue su
riña con Arístides y Cimón. Según Plutarco, esta disputa se desarrolló debido a que Temístocles
«tendía hacia la democracia más de lo debido». Son palabras a las que puede prestarse fe. Para un
político tan enérgico y tan valiente como lo era Temístocles, hubiera sido completamente natural
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logró finalmente persuadirlos a que tomaran la decisión de enviar a Mesenia, en ayuda de Esparta,
unos 4.000 hoplitas. El, en persona, encabezó esta fuerza. La aparición de los atenienses junto a
Itome, no modificó, sin embargo, la situación de manera que mejorara para los espartanos. Aún
cuando en materia de poner sitio a fortalezas, los atenienses eran incomparablemente más diestros
que los espartanos, también ellos resultaron impotentes para quebrar la resistencia de los
sublevados. Es evidente que en esto también tuvo parte el hecho de que, entre los componentes del
destacamento ateniense, había no pocos partidarios de Efialtes, los que quizá se sentían más
cercanos a los esclavizados mesenios que a la odiada Esparta. El caso es que Itome no fue
conquistada. Entre los espartanos cundió la sospecha de que los guerreros atenienses habían
entablado negociaciones secretas con los mesenios sitiados, con cuya colaboración pensaban
realizar una revuelta democrática. Esta situación concluyó cuando el gobierno espartano declaró
abiertamente a los atenienses que ya no necesitaba más de su ayuda. De todos los aliados de
Esparta congregados en el cerco de Itome, sólo los atenienses fueron retirados. La política
insistentemente sostenida por la agrupación oligárquica encabezada por Cimón terminó así en el
más rotundo fracaso.
    Ecos de los que ocurrió después en Atenas los hallamos en las obras de Aristófanes. «Llevando
consigo a cuatro mil hoplitas, se dirigió a vosotros nuestro Cisión y salvó a Lacedemonia», leemos
en una de sus comedias. Al parecer, ya de regreso en Atenas, Cimón intentó presentar las cosas
como si los atenienses hubieran obtenido un éxito, pero, desde luego, nadie creyó en tal versión.
Los adversarios políticos de Cimón levantaron cabeza, y una profunda indignación se apoderó de
los ciudadanos atenienses. Tucídides informa que inmediatamente después del regreso del
destacamento, al abandonar el Peloponeso, los atenienses «rompieron la alianza hecha con los
lacedemonios... estableciendo otra con los enemigos de aquéllos, con los argivos; después, los
argivos y los atenienses hicieron una alianza, afianzada con juramentos, con los tesaliotas». Todo lo
cual significó un rotundo cambio de la línea política anterior.
    Para salvar, aunque fuera parcialmente, su conmovido prestigio, Cimón hizo una tentativa de
volver a tomar el camino en el cual se sentía más seguro, aquél en el cual su reputación aún no
vacilaba: el camino de una nueva guerra contra Persia.
    Precisamente en ese tiempo Egipto se había sublevado contra Persia. La sublevación fue
iniciada por el libio Inaro. Casi la totalidad de la población egipcia, que odiaba a los persas, le
prestó su apoyo. Estaban madurando acontecimientos sumamente serios. Inaro se dirigió a Atenas
en procura de ayuda. Es posible que aún antes él enviara cereales a Atenas, vinculándose así
amistosamente con los atenienses. Estos respondieron al llamado de Inaro enviando a las costas de
Egipto una flota de 200 naves de combate, bajo el mando de Cimón. Una parte del ejército griego
sostenía la guerra en Chipre, otra parte combatía en el litoral fenicio, y las fuerzas principales
desembarcaron en el propio territorio egipcio, donde junto con sus habitantes derrotaron a los
persas y pusieron sitio a Menfis. Pero el asedio a esta bien fortificada ciudad se prolongó por
mucho tiempo.
    Partir de Atenas no sólo no fue de utilidad para Cimón, sino que, por el contrario, complicó más
aún su situación particular y la de sus partidarios. Aprovechando su ausencia, los demócratas,
encabezados por Efialtes, tomaron resueltamente la ofensiva. Su golpe principal fue dirigido contra
el areópago. En Atenas comenzó una serie de procesos judiciales contra miembros del areópago,
contra los cuales fueron formuladas diversas acusaciones: venalidad, ocultación de diseños
públicos, etc. A diferencia del propio Cimón, hombre de honradez sin tacha, muchos de sus
partidarios no gozaban de la mínima reputación. Como resultado de dichos procesos, la autoridad
moral de muchos de los miembros del areópago fue minada, preparándose así las condiciones para
un ataque decisivo contra esa institución en su calidad de cabeza de la actividad del Estado
ateniense.
    En el año 462 la asamblea popular aprobó una ley contra el areópago, que le asestó un golpe
mortal. Se le despojó de todas sus funciones anteriores. De órgano más influyente del Estado, que
era, fue reducido a la categoría de un simple tribunal que entendía en asuntos criminales de
importancia secundaria, en algunos casos de orden civil y en ciertas contravenciones. Así fue como
se desplomó el bastión de la oligarquía. Los enemigos de la democracia hicieron uso entonces del
último medio que quedaba aún a su disposición: Efialtes fue asesinado por la espalda; pero ello no
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pudo modificar la marcha de los acontecimientos. La revuelta democrática en Atenas era un hecho
consumado. Cuando Cimón regresó desde Chipre, se vio impotente para emprender nada, y al poco
tiempo fue condenado al ostracismo.
    La lucha en torno del areópago ha sido reflejada en la literatura artística. En Las Euménides, de
Esquilo, el héroe de la tragedia, Orestes, culpable de matricidio, es perseguido en todas partes por
las diosas de la venganza, las Erinias, hasta encontrar finalmente la salvación al dirigirse a la diosa
Atenea, que le aconseja buscar justicia en el areópago de Atenas. Y lo que había resultado
imposible para los dioses, lo realizan los sabios ancianos atenienses: ellos absuelven a Orestes. Las
Erinias se transforman entonces en Euménides, favorables a Orestes. En la misma obra de Esquilo
figuran sus consideraciones acerca de cómo la diosa Atenea, en la iniciación misma del
funcionamiento del areópago, prevenía a los atenienses contra el peligro derivado del cambio de su
estructura y contra el paso del mismo hacia el predominio del demos. «Aconsejo a los ciudadanos
temer tanto la anarquía, como al poder de los grandes señores», decía a los atenienses.
    La ley del año 462 sobre el areópago inició un nuevo período en la historia de Atenas: el de una
completa y consecuente democratización de todas las facetas de la vida estatal. Al ser liquidadas las
anteriores funciones políticas del areópago, quedó despejado un lugar para la actividad de la
asamblea popular, ya sin estorbo, y para todos los órganos de la misma.
    Después de la muerte de Efialtes, la triunfante democracia ateniense encontró a un nuevo
conductor en la persona de Pericles. El destacado papel de este personaje en la historia ateniense ha
sido considerablemente exagerado, tanto en la historia antigua como en la historiografía burguesa
contemporánea.
    La popularidad de Pericles entre los ciudadanos atenienses, su gran influencia política en la
asamblea popular, encuentran explicación no en sus cualidades personales, sino, antes que nada, en
el hecho de que la línea política por él encabezada reflejaba realmente los intereses y las
aspiraciones de las capas de la ciudadanía ateniense que lo habían promovido en el curso de su
actuación política. Además, el llamado «siglo de Pericles», preparado por todo el desarrollo
histórico de Atenas, representa una de las páginas más luminosas en la historia ateniense, pletórica
de destacadísimos acontecimientos. Precisamente en tal sentido define Marx el período vinculado
al nombre de Pericles como «el florecimiento interior más elevado de Grecia».
    En el período que consideramos, Pericles apenas si tenía algo más de 30 años. Hijo de Jantipo,
el vencedor de Micala, estaba vinculado por la parte materna, con la familia de los Alcmeónidas: su
madre era sobrina del gran reformador Clístenes. Pericles había recibido una instrucción que para
aquel tiempo era brillante. Sus maestros habían sido el filósofo Anaxágoras y Damón, quien gozaba
de gran notoriedad entre los atenienses. Posteriormente, siendo ya dirigente del Estado ateniense,
Pericles mantuvo permanentemente estrechas relaciones con las personas más adelantadas e
inteligentes de su época: el sofista Protágoras, el historiador Herodoto, el gran artista Fidias.
    Sus contemporáneos veían en Pericles a un estadista valiente y enérgico, adicto a las ideas de la
democracia, orador completo y persona independiente en su manera de pensar. Sin prestar la menor
atención a los puntos de vista dominantes en su ambiente, se divorció de su esposa, de la que tenía
dos hijos, y contrajo nupcias con Aspasia, de Mileto, aún cuando ésta no pertenecía al círculo de los
ciudadanos atenienses. A diferencia de la mayoría de las mujeres de Atenas, encerradas en el
estrecho círculo de la familia y de los quehaceres domésticos, Aspasia era una persona de amplia
instrucción. En su hogar se reunían los representantes más importantes de la intelectualidad de
aquel entonces.
    En su actividad política, Pericles se plegó desde el principio al movimiento democrático, a
aquellas capas medias del demos ateniense —comerciantes, propietarios de barcos, dueños de
talleres artesanales, propietarios de tierras, medianos e incluso pequeños, involucrados en la
producción de mercancías— que se hallaban, todos ellos, interesados en el crecimiento del poderío
marítimo de Atenas, en el fortalecimiento de sus relaciones comerciales, en el desarrollo del
comercio marítimo, y que antes habían apoyado a Temístocles y a Efialtes. Los vínculos de Pericles
con Efialtes se presentan tan estrechos que, dada cierta falta de claridad de las fuentes, se torna
difícil a veces trazar una línea demarcatoria nítida entre las medidas realizadas por uno y por otro.
Después de la muerte de Efialtes, Pericles se presenta como continuador de la transformación
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democrática del Estado ateniense. El triunfo obtenido en la lucha contra la agrupación oligárquica
tenía que ser consolidado. Y en esto consistía el principal problema de la política a desarrollar por
la democracia ateniense encabezada por Pericles.
    Después del 462, según parece, ningún conjunto de reformas del tipo de las de Solón o Clístenes
fue realizado de una sola vez. Lo principal ya estaba logrado: el régimen oligárquico demolido y el
poder supremo en manos del demos. Las fuentes que actualmente tenemos a nuestra disposición no
siempre permiten establecer con suficiente claridad cuáles fueron las formas legislativas concretas
en que se expresó ese cambio: cuáles de las leyes anteriores fueron revisadas, y si lo fueron de una
sola vez, y qué nuevas leyes se promulgaron y cuándo. Aristóteles, que no simpatizaba con el
nuevo régimen, habla de esos cambios en forma por demás general y muy poco definida: «... el
régimen estatal había comenzado a perder en grado creciente su orden estricto por culpa de los
hombres que se habían impuesto fines demagógicos». En ese término, «hombres», están
evidentemente incluidos los conductores de la democracia. Y escribe el mismo Aristóteles más
adelante: «En general, en toda la administración, los atenienses no se atenían a las leyes con el
mismo rigor que antes.» Según el testimonio de Aristóteles, en el año 457 fue electo arconte por
vez primera un zeugita, esto es, un hombre perteneciente a la tercera categoría del sistema censal, y
que, según la constitución timocrática de Solón, no gozaba del derecho a ser electo.
    ¿Querrá decir esto que la reforma censal de Solón había sido abolida? Oficialmente, en el orden
legislativo, no hubo tal abolición, pero de hecho los ciudadanos atenienses de las categorías
inferiores pasaron a tener acceso a todos los puestos administrativos del Estado, salvo el de
estratega. En la «República de los atenienses del Pseudo-Jenofontes» se habla de manera bien clara
de que, al comienzo de la guerra del Peloponeso, los arcontes eran elegidos entre todos los
atenienses. También sabemos que la situación económica de los candidatos era establecida no por
vía de la verificación, sino mediante preguntas formuladas verbalmente a cada uno de ellos sobre si
alcanzaban censalmente la categoría de zeugita. Ninguno de los candidatos, por pobre que fuera,
jamás dio respuesta positiva a esa pregunta. De esta manera, el establecer la categoría censal
durante la elección se había convertido en una mera formalidad, carente de contenido. Ciertamente,
el mismo puesto de arconte había perdido, en los tiempos que consideramos, su valor anterior.
Representaban una excepción sólo los arcontes-epónimos y polemarcas, que en sus jurisdicciones
atendían los asuntos meramente judiciales pertenecientes a los ciudadanos atenienses y extranjeros,
acerca de los cuales formulaban los juicios previos.
    Como otro índice más de la democratización del régimen ateniense, puede servir la difusión de
la costumbre de elegir por sorteo a los funcionarios para llenar toda una serie de cargos, que antes
se cubrían recurriendo a votación. Comenzaron a llenarse por sorteo casi todos los puestos, salvo
los de estrategas y los que requerían conocimientos y preparación especiales. Desde el punto de
vista de los adictos al régimen democrático antiguo, este modo de cubrir las vacantes era
profundamente democrático. La premisa para la introducción de este orden de cosas fue —según su
criterio— el reconocimiento del derecho de cualquier ciudadano a ocupar cargos en el Estado: que
la suerte decida quién ha de ocupar tal o cual puesto en el año que corre. Por otra parte, el llenar las
vacantes mediante el sorteo eliminaba la posibilidad de una presión previa sobre los electores,
recurso del que anteriormente se aprovechaban los ricos.
    Todas las medidas que acaban de ser enumeradas habrían sonado, para la mayoría de los
ciudadanos, como mera declaración verbal, si no se les hubiera dado una base material en forma de
remuneración pecuniaria, pagada por el fisco, por el desempeño de las obligaciones sociales. Este
principio fue introducido por Pericles, que establecía honorarios de dos óbolos por cada sesión a los
jueces jurados; esta suma equivalía aproximadamente a la ganancia diaria media de un ateniense.
El carácter de esta medida se aclara si se tiene en cuenta que en el tribunal popular ateniense —la
heliea— había 6.000 jurados electos anualmente por sorteo.
    Pero la remuneración de los jurados fue solamente el comienzo de todo un sistema de pagos. A
propuesta de Pericles, el fisco comenzó a entregar a los ciudadanos indigentes el llamado teoricón,
dinero teatral. Tenía el objeto de proporcionar a los ciudadanos posibilidad de descansar y de
divertirse durante los días festivos, en los que en Atenas se ofrecían espectáculos teatrales. Por
cuanto el teatro desempañaba un papel exclusivo en la vida social, dicha medida tenía también un
gran valor político. Más adelante fue introducido el pago diario a los miembros del consejo de los
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Quinientos, que pasó a reunirse con mucha mayor frecuencia que antes; fue implantada asimismo
la paga a los arcontes y a las personas que ocupaban otros puestos, y un sueldo para los ciudadanos
que se encontraban en la marina o en el ejército.
    La remuneración de los cargos estatales aseguró a la masa de los ciudadanos atenienses una
posibilidad de hacer uso de sus derechos políticos. De allí en adelante, cualquiera de los ciudadanos
más pobres podía dedicar su tiempo, sin temor alguno, a la actividad social o estatal. Como
resultado, por ejemplo, los jurados de los tribunales comenzaron a ser reclutados preferentemente
entre las capas más pobres de la población ateniense; la participación en ellos se convirtió en un
medio de existencia para muchos ciudadanos.
    En la historiografía burguesa actual, especialmente en la norteamericana, se sostiene la opinión
de que la entrega a los ciudadanos atenienses de subsidios pecuniarios —práctica que se compara
de manera completamente arbitraria con los subsidios de seguro social en los actuales Estados
capitalistas— resultó ser una carga superior a las fuerzas del fisco ateniense y, finalmente,
constituyó la causa del hundimiento de la antigua democracia. Tal punto de vista es radicalmente
falso, dado que los subsidios, durante el gobierno de Pericles, según todos los indicios,
representaban un porcentaje relativamente muy bajo dentro del presupuesto general del Estado
ateniense. El Estado de Atenas se hallaba en condiciones de sobrellevar fácilmente este renglón de
gastos, debido a que encabezaba la Liga marítima, alianza que ya se había transformado en la
potencia marítima ateniense, la cual tenía bajo su dominio súbditos obligados a pagar con
regularidad el foros. A nadie más, precisamente, que al conductor de la democracia ateniense,
Pericles, se le ocurrió trasladar el tesoro de la Liga de Delos a Atenas, lo cual dio la posibilidad a
los atenienses de disponer de esos fondos sin control algunos.
    Así, pues, los beneficios de que gozaban los ciudadanos atenienses durante este período estaban
basados en la explotación no sólo de los esclavos, sino también de la población de muchas otras
ciudades griegas supeditadas a Atenas. He aquí donde radicaba una de las más profundas
contradicciones de la democracia esclavista ateniense.
    Otro de sus rasgos característico se nos revela en la ley de Pericles de los años 451-450 acerca
de la composición del cuerpo de los ciudadanos atenienses. Antes de haber sido promulgada dicha
ley se requería, para ser reconocido como ciudadano de Atenas, tener un padre que fuera miembro
de la ciudadanía ateniense y que ese padre reconociera el recién nacido y realizara con éste los ritos
establecidos y lo anotara en los registros del demos. La madre del recién nacido podía no ser
ateniense. Por ejemplo, Clístenes, Temístocles, Cimón, el historiador Tucídides no eran de origen
ateniense por línea materna. La transformación de Atenas en uno de los más grandes centros
políticos, económicos y culturales de Grecia aumentó su gravitación sobre otras ciudades; y los
beneficios de los que gozaban los ciudadanos atenienses con plenos derechos, engendraban
naturalmente en mucha gente la tendencia a emparentarse con ellos, o a penetrar en sus filas por
algún otro medio. Pero las posibilidades financieras del Estado ateniense no eran ilimitadas. El
aumento del número de ciudadanos amenazaba, de manera bien definida, con repercutir sobre sus
privilegios. Es por eso que Pericles, cuidando los intereses de sus conciudadanos, estableció en los
años 451-450 una ley por la que se modificaban las condiciones para ser ciudadanos: en adelante,
recibieron derechos de ciudadano sólo aquellos cuyos dos progenitores fueran atenienses nativos,
esto es, pertenecientes ambos, padre y madre, a la ciudadanía ateniense. La esencia de esa ley se
reveló de manera especial en el año 444. En ese año el gobernante egipcio Psamético envió como
obsequio para el demos ateniense 40.000 medimnos de trigo, que había de distribuir, por ello, entre
los ciudadanos. Con motivo de este obsequio se descargó una lluvia de denuncias, y en el tribunal
ateniense fueron incoados muchos procesos sobre hijos no legítimos. Como resultado, la cantidad
de los que recibían su parte del cereal descendió considerablemente y la parte que correspondía a
cada uno, como es natural, aumentó.
    De esta manera, esta ley de Pericles muestra a las claras que a la democracia ateniense le era
completamente ajeno el principio de la igualdad de todos los hombres ante la ley, el cual fue
sustituido por otro principio: la igualdad ante la ley sólo de los ciudadanos. Principio donde el
concepto de «ciudadano» estaba indisolublemente ligado a los privilegios y dignidad especiales que
destacaban al ciudadano de otros hombres, no ciudadanos, considerados seres de categoría inferior.
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distribuidos en diez cámaras, los dicasterion, a razón de 500 jurados en cada uno, con otros 100
considerados como de reserva. Para prevenir sobornos, los procesos eran distribuidos entre los
dicasterion por sorteo. En los casos especialmente importante, dos o más dicasterion se juntaban
para ver la causa.
    El proceso judicial en la heliea ateniense se realizaba sobre la base de la competición. Los
jueces jurados escuchaban tanto al acusador como al acusado (o querellante y querellado) y a los
testigos, admitían disputas entre las dos partes, y cuando la esencia de la causa se tornaba clara o
suficientemente aclarada para ellos, acudían a la votación. El tribunal ateniense no conocía fiscales
oficiales. La acusación en cualquier causa, incluso en las que concernían a los intereses del Estado
o a la salvaguardia del orden existente, podía ser sostenida por cualquiera que lo desease. Como
principio, se consideraba que los intereses y la seguridad del Estado tenían que tocar por igual a
todo ciudadano, y por ello todo ciudadano podía y debía salir en el tribunal en su defensa. Tampoco
existían defensores profesionales. Todo ciudadano tenía que defenderse por sí mismo. En los casos
en que no se sentía en condiciones de hacerlo con suficiente eficacia, se dirigía a un especialista —
los había en Atenas— y aprendía de memoria el discurso que éste escribía para él.
    Es característica la postura del tribunal ateniense hacia los esclavos. Si la marcha del proceso
requería la aparición de esclavos en calidad de testigos, éstos, según rezaba la ley, tenían que dar
sus declaraciones sólo bajo torturas. Si el esclavo moría durante las mismas, a su propietario se le
compensaba su valor, como perjuicio material ocasionado por el proceso.
    Entre los funcionarios que recibían sus poderes por vía de elecciones anuales en la asamblea
popular, los de mayor valor eran los diez estrategas. A partir del año 444 y durante una década y
media, fue elegido año tras año el propio Pericles. Por el desempeño del cargo de estratega no se
pagaban emolumentos, de manera que sólo podían aspirar a este cargo las personas de holgada
posición económica. Al mismo tiempo, en manos de los estrategas se concentraban las más
importantes funciones del más alto poder militar, administrativo y ejecutivo. Ellos encabezaban y
mandaban la flota y el ejército, entendían en todos los asuntos de la política exterior del Estado
ateniense y lo representaban durante las negociaciones diplomáticas, se ocupaban de los asuntos
financieros, etc. Aún disponiendo de tan amplios poderes, los estrategas se encontraban al mismo
tiempo bajo el permanente control de la asamblea popular, ante la cual tenían que rendir cuentas y
dar informes. En caso de que su informe fuera considerado insatisfactorio, los estrategas podían ser
suspendidos ante de haberse cumplido el término de sus funciones y se llevaban a cabo nuevas
elecciones.
    En general, en Atenas se prestaba una atención especial a las elecciones de los funcionarios.
Según las fuentes, los ciudadanos atenienses tomaban en consideración la conducta de todo
candidato, averiguándose si guardaba el debido respeto a sus progenitores, si prestaba servicio en
todos los casos en que era exigido para ello, si cumplía sus obligaciones financieras para con el
Estado, etc. Lisias informa que era loable que el candidato rindiera cuenta de toda su vida antes de
las elecciones.
    Es de gran importancia analizar las garantías de estabilidad del orden estatal ateniense durante
la época de Pericles.
    Como ya hemos señalado, la asamblea popular de los ciudadanos atenienses, que era convocada
cada diez días, detentaba el poder superior en el Estado. En consecuencia, disponía del derecho a
hacer cambios también en las leyes básicas del Estado, es decir, su constitución. Hablando
teóricamente, el peligro de cambios radicales en el orden existente en el régimen estatal, surgía
siempre, todas las veces que los ciudadanos se reunían en el Pnix, el recinto de las asambleas
populares. Para prevenir tal peligro regían disposiciones especiales que garantizaban cierta y
determinada estabilidad de la constitución.
    La más importante de tales instituciones era la grafê paranomoi, «queja contra la ilegalidad».
Cualquier ciudadano que quería hacer uso de su derecho a la grafê paranomoi tenía que declararlo
en la asamblea popular. Se le proponía entonces que prestara juramento de que no usaría del
derecho que se le otorgaba en detrimento del Estado ateniense, tras lo cual exponía su queja contra
cualquier propuesta que hubiera sido sometida a la consideración de la asamblea, o contra cualquier
disposición o ley ya aprobada por la asamblea a la que considerara contraria a la legislación
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existente. La queja expresada en este orden paralizaba la vigencia de una disposición o ley, y el
asunto era dirigido al tribunal popular, a la heliea. En esta instancia, el querellante debía probar lo
fundamental de su protesta ante los jueces jurados, en un proceso basado en la competencia. En
defensa de lo querellado salía el ciudadano que, en su momento, lo había presentado y apoyado en
la asamblea popular, o la comisión especial que lo había formulado. Tras escuchar a ambas partes,
los jueces expedían su veredicto. Si la queja presentada en ejercicio de la grafê paranomoi era
reconocida como justificada, la disposición o ley querellada era abolida, y el ciudadano que la
había propuesto, sometido allí mismo a la correspondiente responsabilidad por haber inducido a
error a sus conciudadanos. El juzgado podía condenarlo a una multa pecuniaria grande, o imponerle
un castigo mucho más severo, inclusive hasta la expulsión o pena de muerte. De esta manera, así
como a todo ciudadano ateniense se le otorgaba plena libertad para sostener iniciativas de orden
legislativo, también se lo hacia pasible de una responsabilidad. Por toda propuesta que hacía,
respondía con sus bienes y con su vida, y no sólo ante los órganos del Estado, sino ante cualquier
otro ciudadano ateniense, pues cada uno de ellos podía hacerlo responder mediante el ejercicio de
la grafê paranomoi.
    Pese a todo, en el empleo por parte de los ciudadanos del derecho a «querellar contra la
ilegalidad», había lugar a abusos. Podía encontrarse entre los ciudadanos quienes desearan hacer
uso de ese derecho con el fin de causar perjuicio al Estado. También esto había sido previsto por la
legislación ateniense. Si la querella formulada en base a la grafê paranomoi era rechazada por la
heliea y el querellante recibía en favor de su queja menos de la tercera parte de los votos de los
jueces jurados, se hacía culpable allí mismo de la responsabilidad correspondiente por una querella
sin fundamento, pudiéndosele imponer un severo castigo.
    Otra garantía para la estabilidad del régimen democrático existente lo constituía el
procedimiento mediante el cual se ponían las leyes en vigor. En el derecho estatal ateniense hay
que distinguir las leyes —nómoi— de los simples decretos o disposiciones —psefismas—. Los
últimos tenían un carácter casual, en tanto que las leyes acusaban una naturaleza general. Para
poner en vigencia los simples decretos no se requería ningún procedimiento; en cambio, para
hacerlo con las leyes propiamente dichas, se efectuaban ritos especiales, que retardaban
intencionalmente su consideración, con el fin de que la asamblea popular quedara advertida contra
el peligro de decisiones prematuras e irreflexivas. Anualmente, en la primera reunión de la primera
pritania, que tenía lugar el 11 del mes ateniense hecatombeón (aproximadamente a mediados de
julio), se ponía a votación de la asamblea popular si ésta quería hacer uso de su derecho a la
revisión de las viejas leyes y a la consideración de los proyectos de las nuevas. Si esta asamblea se
expresaba en sentido positivo, sus participantes presentaban individualmente sus proyectos
legislativos. Cada proyecto aprobado pasaba al Consejo para ser considerado en detalle y
redactado. Después, el proyecto de ley, ya con la forma de su redacción definitiva, volvía a la
asamblea popular y a la heliea, para ser votado. Simultáneamente, su texto era grabado en una
tabla, expuesto en un lugar público para conocimiento general, y leído a los ciudadanos en los
intervalos entre dos reuniones legislativas, para que pudieran conocerlo con atención y en su
totalidad. Sólo tras la observación de todas estas condiciones podía ser aceptada una nueva ley en
Atenas.
    En su totalidad, el régimen estatal de la ciudad de Atenas durante los años de gobierno de
Pericles poseía, sin duda alguna, rasgos históricamente mucho más desarrollados que las polis
oligárquicas. No puede, empero, cerrarse los ojos, como lo hacen algunos sabios burgueses que
idealizan a la antigua Atenas, sobre los defectos y aspectos contradictorios de la vida estatal
ateniense. Ni los metecos, ni las mujeres —madres, esposas e hijas de los ciudadanos que gozaban
de la plenitud de los derechos—, ni que hablar ya de los esclavos, gozaban de derecho alguno en
Atenas, como tampoco en las demás ciudades y Estados; y, en consecuencia, no podían tomar parte
activa en la vida estatal. De esta manera, los ciudadanos con plenitud de derechos políticos
representaban en el Estado ateniense, tal como ya hemos señalado, no más del 15 al 20 por 100 del
total de la población. Resulta así que también sobre la organización social y estatal de Atenas
gravitaba el sello de la limitación clasista, tan característica para todos los Estados esclavista de esa
época.
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    Mas no todos, ni mucho menos, de los que formaban parte de esa minoría privilegiada,
disponían realmente de la posibilidad de hacer uso de sus derechos. La participación de los
ciudadanos ordinarios no era acompañada de la paga de subsidio alguno, por el fisco, en virtud de
lo cual todo aquel que vivía de su trabajo no podía pasar cada diez días unas cuantas horas en el
Pnix, donde se celebraban las reuniones de la asamblea popular. Menos accesible aún era esto para
los campesinos, pues, para hacer acto de presencia en esas asambleas tenían que dirigirse a la
ciudad. Durante los períodos de intenso trabajo en el campo, sólo muy pocos podían permitírselo.
Resultaba así que, entre el total de los ciudadanos atenienses, más o menos de unas 30.000 a 35.000
personas, el número habitual de los participantes en las reuniones de la asamblea apenas si
superaba los 2.000 ó 3.000, y sólo en casos extraordinarios se reunía una cantidad mayor.
    Al mismo tiempo, en el código del derecho estatal de los antiguos no existía el concepto del
quórum. Para la opinión de aquellos ciudadanos, la participación directa en la asamblea era un
derecho, pero de ninguna manera una obligación. Por tanto, si alguno de los ciudadanos no hacía
acto de presencia en la asamblea, se consideraba que transfería su derecho a los que sí participaban,
de modo que las resoluciones tomadas por la reunión tenían fuerza de ley independientemente del
número de los ciudadanos que la habían adoptado. En consecuencia, se dieron a veces casos en que
la asamblea popular ateniense, especialmente en los años de la guerra del Peloponeso, tomaba
resoluciones casuales contrarias a los intereses del Estado y al curso general de la política que se
estaba llevando a la práctica. Entre los electos por la asamblea popular, mediante el sorteo y por
votación, para los diferentes cargos públicos, podían evidentemente figurar personas designadas
por azar, fortuitamente, poco aptas para la actividad político-social; todas sus ventajas consistían en
el hecho, que de por sí nada recomendaba, de haberse hallado presente en el Pnix el día de las
elecciones. De la misma manera, debido a que el cargo de estratega no era remunerable, los
esclavistas poseedores de grandes fortunas, aún cuando no simpatizaban con la democracia, podían
ocupar dicho cargo y, de esta manera, ejercer influencia sobre la marcha de la vida política, aún
después de las reformas de Efialtes y Pericles.
    Se sobreentiende que los adversarios de la democracia ateniense se afanaban por aprovechar los
lados débiles del régimen estatal en beneficio de sus propios intereses. No podían ni querían
aceptar la derrota que se les había inferido, y procuraban por todos los medios recuperar la
supremacía perdida. Muerto Cimón, apareció como su conductor cierto Tucídides de Alopece,
siempre contrario de Pericles en las reuniones de la asamblea popular. Sin embargo, Pericles logró
vencerlo y conseguir que fuera condenado al ostracismo. Pero los oligarcas no depusieron las
armas. Por otra parte, pudieron obtener cierto éxito en su lucha contra el régimen democrático
durante los años de las graves conmociones, durante la guerra del Peloponeso, y después de la
muerte de Pericles.
    El Gobierno de Pericles se veía obligado a chocar también con cierta oposición dentro de la
democracia. A las capas económicamente menos sustentadas de los ciudadanos atenienses, les
parecían insuficientes las reformas introducidas. Tendían a transformaciones más radicales, y
acusaban al gobierno de moderación excesiva y de falta de decisión. El Gobierno de Pericles no
podía dejar de tomar en cuenta esta clase de ánimos; y, al atenderlos, iba introduciendo algunas
otras medidas. Durante los años de Pericles, por ejemplo, se amplió particularmente la erección de
edificios de carácter y destino social. Se realizó el sueño acariciado por Temístocles: las
fortificaciones de la ciudad fueron unidas, mediante los llamados Largos Muros, con las
fortificaciones del puerto del Pireo. En el interior de la misma ciudad se erigió toda una serie de
excelentes edificios y bellísimas estatuas. El primer lugar entre todas ellas lo ocupa una maravilla
del arte arquitectónico, el Partenón, en cuyo interior se encuentra la estatua de la diosa Atenea, obra
del gran Fidias. Mas también otros edificios del tiempo de Pericles, tales como el Odeón, destinado
a las competiciones musicales, o los famosos propíleos, provocan hasta hoy la admiración de los
hombres.
    Hasta nuestros tiempos ha llegado una serie de inscripciones atenienses de las que se desprende
qué medios colosales invertía el Estado en las construcciones. En una de ellas se enumeran las
entregas de dinero para la erección de la famosa estatua de la diosa Atenea, de Fidias. En otras, que
constituye el balance financiero publicado en el año 433, después de terminar la erección del
Partenón, se enumeran detalladamente todas las erogaciones efectuadas durante los quince años
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que demandaron las obras, las inversiones en el material y los gastos para su acarreo a la acrópolis,
las remuneraciones a los muchos trabajadores y artistas, etc. En todas esas obras, los atenienses
indigentes tenían trabajo. En esto reside el valor social de la labor edificadora del Estado ateniense.
    Al desarrollar una enérgica actividad en esta dirección, el Gobierno de Pericles se supo atraer
también los medios de los ciudadanos ricos, de los grandes propietarios de esclavos. En Atenas
existían, ya desde antes, las llamadas liturgias, que obligaban a los ciudadanos más acaudalados a
cumplir, por turno, con diferentes obligaciones vinculadas con la organización de los espectáculos
teatrales y el equipamiento de naves para la flota. Durante los años de Pericles, las liturgias
constituyeron uno de los artículos más importantes en el presupuesto del Estado democrático.
    En las fuentes de que disponemos no hay el menor indicio de oposición a las liturgias por parte
de los ciudadanos acaudalados. Quizás esto se explique porque las obligaciones a las que los
sometía el gobierno democrático eran compensadas con usura por las ventajas que obtenían
usufructuando los éxitos alcanzados en aquel tiempo por el gobierno de Pericles en el ámbito de la
política exterior.
    Jamás, ni antes ni después, la política exterior de Atenas se distinguió por la amplitud que tuvo
en los años que siguieron a la estabilización del poder democrático. La misma era dirigida al
afianzamiento del poderío estatal de Atenas y al ensanchamiento de la esfera de su actividad y de
su influencia política y económica.
    En primer lugar, esta política tocó a los aliados de Atenas. Precisamente tras haber llegado al
poder la democracia, se exterioriza con máxima claridad la tendencia de los atenienses a reprimir y
ahogar la autonomía estatal de sus aliados, a transformarlos definitivamente en sus súbditos y, al
mismo tiempo, aumentar la cantidad de ciudades que dependían de la suya. Los atenienses se
plantearon el problema de someter a su poder tanto a las ciudades de la Grecia central como a las
del Peloponeso. Dentro de las condiciones existentes, esto tenía que repercutir inevitablemente
sobre el inestable equilibrio de las relaciones entre las ciudades griegas, equilibrio que, en cierta
medida, existía aún en la época de la invasión de los persas.
    Como ya señaláramos, inmediatamente después del regreso de Cimón de su fracasada campaña
en ayuda de Esparta, los atenienses rompieron la alianza con los espartanos, celebrando un tratado
con Argos y con Tesalia. Maniatada por la rebelión de los mesenios, Esparta no se hallaba en
condiciones de impedirlo, aún cuando la alianza de Atenas con Argos encerraba para ella gran
peligro. Cuando finalmente fue quebrada la prolongada resistencia de los mesenios en el Itome y
éstos capitularon, bajo la promesa del derecho de libre paso, los atenienses no tardaron en
aprovecharlo. Ayudaron a los expulsados mesenios a establecerse en Naupacto, y esta ciudad, sita
en la costa norte del golfo de Corinto, en su punto más estrecho, quedó dentro de la esfera de
influencia de Atenas. Esto zahería no sólo los intereses de Esparta, sino también los del más rico e
influyente miembro de la confederación peloponesiaca, Corinto, cuya actividad comercial era
llevada a cabo a través de ese golfo.
    Pero los atenienses no repararon en ello. Se inmiscuyeron en el conflicto bélico entre Corinto y
Megara, apoyando a esta última, y consiguieron que Megara saliera de la confederación del
Peloponeso, a la que siempre había pertenecido, para formar, en cambio, una alianza con Atenas.
Los atenienses hicieron entrar sus guarniciones en esa ciudad y en su puerto, Pagas, situado en la
misma costa del golfo de Corinto, y simultáneamente erigieron dos líneas de fortificaciones entre
Megara y su segundo puerto, Nicea, ubicado en la costa del golfo Sarónico, con lo cual quedaba
eliminado el peligro de un ataque contra la ciudad por tierra firme.
    Con fortificaciones así en el istmo, los atenienses cortaron a Esparta el camino a la Grecia
central.
    Los atenienses consiguieron un rotundo triunfo en la lucha contra su antigua rival, Egina, que
había entrado en guerra de parte de Corinto. No obstante haber estado ocupada la mayor parte de su
flota en la lucha contra Egipto, los atenienses derrotaron en una batalla naval a los eginetas,
desembarcaron en la isla y pusieron sitio a su ciudad. La tentativa de los corintios de sustraer las
fuerzas atenienses, alejándolas de Egina mediante un repentino ataque a Megara, no fue coronada
por el éxito. Los atenienses armaron a los habitantes de la ciudad, los que, bajo el mando del
estratega ateniense Mirónidas, derrotaron a los corintios.
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    La posición de Atenas debía consolidarse más aún con la próxima terminación de los Largos
Muros entre la ciudad y su puerto, que venían a coronar su poderoso sistema defensivo.
    Los éxitos de Atenas obligaron finalmente a Esparta, ocupada hasta entonces en la represión de
los sublevados ilotas mesenios, a inmiscuirse en los acontecimientos que estaban sucediéndose. En
el año 457 un gran ejército peloponesiaco, que contaba con hasta 11.500 hoplitas, mandado por el
rey espartano Nicomedes, llegó a la Grecia central tras cruzar el golfo de Corinto. Los espartanos
todavía abrigaban ciertos temores a entrar en guerra abierta contra los atenienses, razón por la cual
el objeto oficial de esa campaña fue el de intervenir en la disensión que había surgido entre los
habitantes de la pequeña Dórida y los de la Fócida. Las verdaderas intenciones de Nicomedes se
pudieron de manifiesto sólo cuando se acercó, con todo su ejército, a Tebas, y, tras acampar junto a
ella, entabló negociaciones con los tebanos. En ese tiempo, la supremacía política tebana favorecía
a la agrupación oligárquica, que mantenía activas relaciones con los exiliados políticos atenienses.
En consecuencia, Nicomedes no sólo logró atraerse a los tebanos, sino también crear en torno de la
ciudad agrupaciones hostiles a Atenas en otras ciudades beocias. Los atenienses se percataron del
peligro que les estaba amenazado y, para prevenirlo, movilizaron a prisa todas las fuerzas que se
hallaban a su disposición. La milicia de los ciudadanos de Menas, completada por destacamentos
de Argos, Tesalia y otras ciudades de la Liga marítima ateniense, en un número total de 14.000
hoplitas, cruzó la frontera de Beocia. Allí, en una tenaz y sangrienta batalla junto a Tanagra, los
atenienses fueron batidos. Pero este triunfo resultó sumamente caro a sus enemigos, que sufrieron
enormes pérdidas. Nicomedes no se decidió a aprovechar este triunfo para atacar al Ática, y se
retiró al Peloponeso.
    Después de la batalla de Tanagra, los atenienses se vieron en situación tan grave que, a
propuesta de Pericles, se hizo regresar a Cimón del exilio para que tomara parte en las
negociaciones con Esparta, consiguiendo una tregua de tan sólo cuatro meses. Mas los atenienses
lograron aprovechar ese lapso para restablecer su situación en Beocia, hacia donde se emprendió
una nueva campaña, con la cual el estratega Mirónidas derrotó a las fuerzas beocias cerca de
Enófita. Después de esta victoria, que compensó la derrota de Tanagra, los atenienses lograron en
corto plazo no sólo restablecer su influencia sobre la mayor parte de las ciudades beocias, sino
extenderla más hacia el Norte. Las ciudades de la Fócida y la Lócrida, vecinas a Beocia, fueron
obligadas a establecer una alianza con Atenas.
    En la Grecia central sólo Tebas seguían siendo baluarte espartano contra Atenas. Al mismo
tiempo, había caído Egina. De acuerdo con las condiciones de la capitulación, ésta debió demoler
sus murallas, entregar sus naves de guerra y pagar a los atenienses un tributo. Alentados por esos
éxitos, los atenienses reanudaron sus acciones bélicas contra Esparta. La flota ateniense, bajo el
mando de Tólmidas, penetró sorpresivamente en el puerto espartano de Giteión, donde quemó los
astilleros; luego, tras costear la península del Peloponeso por el lado occidental, atacó a Metona y
consiguió otros éxitos más en el litoral de Etolia. Más o menos al mismo tiempo, adhirieron a
Atenas las ciudades de Acaya, y en el sur del Peloponeso, en el territorio de la Argólida, los
atenienses se apoderaron de Trecene.
    Hubiera podido esperarse un ulterior desarrollo de estos éxitos, si no fuera por la catástrofe de
Egipto, adonde, como ya señaláramos, los atenienses habían enviado considerables fuerzas para
apoyar la sublevación que había estallado contra los persas. Cerca de 200 naves de guerra
atenienses y aliadas, y grandes fuerzas terrestres, se habían concentrado para el desembarco en la
desembocadura del Nilo y junto a Chipre. En caso de éxito, los atenienses hubieran podido contar
con establecerse con pie firme en un nuevo mercado y apoderarse del más rico granero del mar
Mediterráneo.
    Al comienzo, las operaciones bélicas fueron felices para los atenienses. Pero en el año 454 los
persas formaron un ejército bastante considerable. El ejército griego que, junto con los sublevados
egipcios, sitiaba a Menfis, fue batido, tras lo cual fue también destruida una gran parte de la flota
ateniense. En total, los atenienses perdieron en Egipto cerca de 200 naves de combate y de 35.000
guerreros. En tales circunstancias, los atenienses temían una nueva invasión persa, al mismo tiempo
que conmociones dentro de su Liga. Carecían ahora de la supremacía en el mar sobre sus aliados.
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    Por otra parte, el peligro de una invasión persa atemorizó también a Esparta, dando por
resultado que los atenienses y los espartanos reanudaran negociaciones, que terminaron en un
acuerdo de tregua por cinco años. Al mismo tiempo, Esparta estableció una paz con Argos por
treinta años, hecho desventajoso para Atenas.
    Pero los recelos de los atenienses y de los espartanos no llegaron a justificarse: Grecia no fue
víctima de una nueva invasión persa. En la primavera del año 449 los atenienses y sus aliados
equiparon y pertrecharon una nueva gran flota, y junto a la Salamina de Chipre se desarrolló una
batalla, la última de la guerra greco-persa. En esta batalla los griegos derrotaron completamente a
los persas, apoderándose de cerca de cien de sus naves. Después de la batalla, se firmó la paz de
Calías. Debemos hacer constar que no podemos abrigar absoluta confianza y seguridad en la
existencia de ese tratado de paz. Tucídides, por ejemplo, ni siquiera lo menciona. Sea como fuere,
nada sabemos de nuevos choques con los persas, después del año 449.
    El cese de operaciones bélicas contra los persas determinó que en la opinión de muchos
participantes de la Liga marítima griega dejara de ser justificada la existencia de esa alianza. Con
tal motivo, y sobre tal base, surgió toda una serie de complicaciones en las relaciones entre los
atenienses y sus aliados. Como hemos mencionado anteriormente, los atenienses no se detenían
ante la aplicación de represiones a las ciudades aliadas. En los territorios de varias de ellas
aparecieron poblaciones de ciudadanos atenienses, las cleruquías, intensificándose de esta manera
el control ateniense sobre las mismas. En otros lugares (por ejemplo, en Naxos, Tasos, Samos) la
cuestión llegó a serios choques. Tras aplastar a los aliados sediciosos, los atenienses, por regla
general, les imponían al desarme, limitando su participación en la alianza en tan sólo el pago del
foros a Atenas.
    Los atenienses continuaron tomando medidas para extender sus fronteras. Con tal objeto, fue
emprendida, bajo el mando directo de Pericles, una gran expedición al mar Negro. Como resultado
de la misma, se incorporaron al parecer a la Liga ateniense una cantidad de ciudades griegas de la
cuenca del Ponto.
    En los años 447-446 comenzaron nuevos choques entre Atenas y Esparta. Los espartanos
emprendieron una campaña sobre la Grecia central, so pretexto de prestar ayuda a Delfos, de cuyo
territorio se habían apoderado los focídeos. La aparición de ejércitos espartanos en la Grecia central
trajo aparejada para los atenienses no sólo la pérdida de su influencia anterior sobre la Fócida y la
Lócrida, sino también sobre Beocia, cuyas ciudades se sublevaron. Al mismo tiempo defeccionaron
Eubea y Megara. Nuevamente se vieron los atenienses ante una grave situación: tenían que sostener
simultáneamente acciones bélicas contra Eubea y contra Megara. Atenas no pudo resistir mucho
tiempo semejante tensión. El número de sus ciudadanos, a raíz de las guerras ininterrumpidas,
había disminuido considerablemente.
    Sobre la base de una inscripción —lista de los caídos en una batalla— llegamos a enterarnos de
que una sola de las diez filai atenienses había perdido en el año 458, en las operaciones bélicas
contra Megara, Egina y Egipto, 177 ciudadanos. Descontando que la cantidad de ciudadanos
capaces de llevar armas apenas si superaba en aquel entonces la cantidad de 25.000 a 30.000, y que
se trataba solamente de las pérdidas experimentadas en un año, resulta fácil imaginar cómo
repercutiría este tumultuoso período sobre el número de la población civil de Atenas.
    En los años 446-445 los atenienses iniciaron negociaciones con Esparta a propósito del
establecimiento de una paz duradera por unos treinta años. La paz fue concertada bajo las
siguientes condiciones: los atenienses renunciaban a todas sus conquistas en el territorio del
Peloponeso, Acaya, Trecene y Megara, quedando en su poder Naupacto y Egina. En lo sucesivo,
ambas partes decidían alinear sus zonas de influencia. Cada una de ellas se comprometía a no
aceptar como aliado a los que fuesen aliados de la otra, ni tampoco apoyar, en el interior de las
ciudades, a sus propios partidarios. Este acuerdo significaba para Atenas algo equivalente a una
renuncia a la política que había desarrollado durante los últimos años. Ya no podía llevarla en la
escala anterior: sus fuerzas estaban quebrantadas.
    Después del acuerdo con Esparta, Pericles hizo otra tentativa por elevar en algo la tambaleante
autoridad de Atenas. Promovió la idea de convocar un congreso panhelénico, para la consideración
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de los asuntos comunes de carácter político y religioso. Mas, comprendiendo hacia dónde llevar
esto, Esparta hizo todo lo que de ella dependía para hacer fracasar ese plan de Pericles.
    Resultados algo más favorables obtuvo Atenas al desarrollar su actividad hacia el Occidente.
Tucídides menciona un tratado celebrado en Corcira, en el año 433. Una de las inscripciones de
aquel tiempo hace saber que los atenienses, evidentemente, en aras del cumplimiento de ese
tratado, equiparon y pertrecharon para ayudar a Corcira, al principio diez, y luego veinte naves de
combate.
    En otras dos inscripciones se han conservado los textos de tratados celebrados por los atenienses
con Leontinos, ciudad de Sicilia, y con otra ciudad de la Italia meridional, Regio, formando una
alianza para el caso de una guerra, defensiva y ofensiva.
    Además, los ciudadanos de diversas polis, encabezados por los atenienses, fundaron una nueva
colonia en la Italia meridional, la de Turios, en el mismo lugar en que se hallara la ciudad de
Sibaris. Según el proyecto de Pericles, esta nueva ciudad debía convertirse en punto de apoyo y
baluarte de la influencia ateniense en esa zona. Pero Turios no justificó las esperanzas que en ella
cifraban los atenienses. Tanto en Italia meridional como en Sicilia la política ateniense tropezó con
una fuerte oposición de parte de las polis del régimen oligárquico, orientadas hacia Esparta y hacia
la alianza del Peloponeso.
    Las cosas se encaminaban hacia nuevos conflictos, los que, finalmente, desembocaron en una
guerra prolongada y dura que involucró a todo el mundo helénico.
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CAPÍTULO XII
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completo de la democracia en la Atenas del siglo V a. C., representaba el ilimitado poder del más
amplio grupo de electores, los más irracionales, más fanáticos y más irresponsables.»
    En la historiografía norteamericana contemporánea existe otra orientación más, que aprovecha
en no menor grado las modalidades de modernización tendenciosa de la historia antigua y la
falsificación de los hechos históricos. Los representantes de esa orientación (Marsh, Cramer,
Zimmern y otros), idealizando omnímodamente el régimen político de los antiguos atenienses del
tiempo de Pericles, pintan el Estado capitalista norteamericano como heredero directo y
continuador de las tradiciones de la antigua democracia y hablan de «la gran misión histórica de la
democracia norteamericana». Para «fundamentar» esta tesis singular, Marsh, por ejemplo, en su
libro Modern Problems in the ancient World, publicado en 1942, compara sin reservas a los
desocupados norteamericanos con los productores directos de la antigua Grecia que habían perdido
su trabajo, e intenta explicar la aparición de la potencia marítima de Atenas con el afán del
gobierno ateniense de «liquidar el desempleo»; y Zimmern desenvuelve todo un programa de la
«expansión democrática de USA», remitiéndose a la experiencia de los antiguos atenienses, para
«evitar errores que habían resultado fatales para el experimento de Atenas».
    Resulta así que la modernización de las relaciones económico-sociales y políticas de la
antigüedad es aprovechada, como antes, para probar tales o cuales doctrinas, muy lejanas por su
contenido de la historia antigua. La diferencia a este respecto entre los hombres de ciencia
burgueses actuales, y sus predecesores del siglo XIX, reside no tanto en las nuevas modalidades,
como en el carácter de las exposiciones que tratan de fundamentar mediante un empleo arbitrario
del material de la historia antigua. Los historiadores marxistas, principalmente, se hallan en otro
camino.
    Cuando Carlos Marx escribió acerca del elevadísimo florecimiento interior de Grecia, que
coincidió con la época de Pericles, tenía presente el florecimiento de la economía esclavista y de la
antigua cultura esclavista. En vinculación con ello, cabe recordar las expresiones de Engels,
notables por su profundidad, sobre el papel desempeñado por el esclavismo en el desarrollo
histórico de la sociedad antigua: «Nada más fácil que descargarse con todo un torrente de frases
comunes acerca del esclavismo, etc., derramando una ira de elevada moral sobre tales oprobiosos
fenómenos... Y, ya que hemos comenzado a hablar de esto, hemos de decir, por contradictorio y
hereje que ello parezca, que la introducción del esclavismo en medio de las condiciones de aquel
entonces constituyó un gran paso hacia adelante.» Un poco antes, anota Engels: «Sólo el
esclavismo hizo posible la división del trabajo en escala más grande, entre la agricultura y la
industria, creando de esta manera las condiciones para el florecimiento de la cultura del mundo
antiguo, para la cultura griega. Sin el esclavismo no hubiera habido ni Estado griego ni arte ni
ciencias griegas; sin el esclavismo no hubiera habido tampoco ningún Estado romano.»
    Por todo ello, hay que considerar el florecimiento de la vida económica, política y cultural de
Atenas y de toda Grecia, a mediados del siglo V a. C., en relación indisoluble con la marcha general
del desarrollo económico-social de la sociedad griega de aquella época.
    Las peculiaridades históricas de este desarrollo pueden ser ilustradas y confirmadas mediante
una serie de datos de la historia de la economía agrícola de aquel tiempo y del desarrollo de las
actividades artesanales y comerciales en Atenas y otras ciudades de Grecia.
1. La economía rural
   Las condiciones del desarrollo económico en las diversas regiones de la antigua Grecia eran
sumamente heterogéneas. Mientras en algunos lugares los oficios y el comercio comenzaron a
desarrollarse relativamente pronto, en otros se mantuvieron al nivel de la agricultura y ganadería
primitiva. Sin embargo, en adelante la economía rural no perdió su valor y significación. Incluso,
en regiones tales como el Ática, en la que el suelo era poco apto para la agricultura, y en cuya
ciudad principal —Atenas— se habían desarrollado relativamente temprano los oficios y el
comercio, la economía rural desempeñó siempre gran papel y la situación de un agricultor era
considerada como una de las más honrosas. Muchas comunidades de la Grecia del siglo V
permanecían siendo, en lo fundamental, comunidades agrícolas. En las mismas se sentía hostilidad
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hacia el comercio y hacia los oficios, por cuanto el desarrollo de éstos perturbaba la igualdad de los
miembros de la polis y los antiguos pilares de la moral tribal. Entre las regiones agrícolas de Grecia
hay que señalar, en primer lugar, a Beocia, Tesalia y Esparta, y luego a la Argólida.
    La existencia de grandes propiedades territoriales puede hacerse constar, probablemente, sólo en
Tesalia. Según el testimonio de Demóstenes (quizá, no muy fidedigno), unos cuantos latifundios
tesaliotas estaban en condiciones de armar por su cuenta un gran destacamento de hoplitas
mercenarios. Había pocos campesinos libres en Tesalia; los productores básicos eran allí los
penestai, fijados a sus parcelas.
    El territorio de Esparta era considerado propiedad del Estado y distribuido entre los ciudadanos
que gozaban de plenos derechos, miembros de la comuna de «iguales». Las parcelas de los
espartanos apenas si podían superar, por término medio, las quince hectáreas. De esta manera, y si
no se cuenta a los reyes, que poseían tierras también en los distritos de los periecos, y a algunas
familias de más rancio abolengo, en Esparta predominaba más bien la propiedad rural mediana.
    En la Atenas del tiempo de Solón, un pequeño propietario o un tete, podía recoger de sus tierras,
según parece, no más de 200 medimnos, esto es, unos 104 hectolitros de granos, o 79 hectolitros de
vino o aceite. Un zeugita poseía aproximadamente tres o cuatro hectáreas de viñas, o de doce a
veinte hectáreas de tierra de labranza; las economías mixtas (de cereales y de huertos) apenas si
superaban las diez hectáreas. Las finca más grandes, que daban hasta 500 medimnos, no superaban
las 30-50 hectáreas. Posteriormente, al pasar del censo agrícola de Solón al censo monetario, el
dueño de una de estas fincas podía convertirse en propietario de un talento, y la cantidad de
ciudadanos de esta clase no era, sin embargo, muy grande.
    Así, pues, en Atenas predominaba, incondicionalmente, en el siglo V a. C., la pequeña propiedad
agraria. A mediados del mismo siglo no era posible contar con un millar de ciudadanos, siquiera,
que estuviesen en condiciones de comprar y mantener un caballo para prestar servicios en la
caballería. Hay que descontar también el hecho de que sólo la cuarta, o aun la quinta parte del suelo
ático, podía ser aprovechada para los cultivos gramíneos, en virtud de lo cual la producción propia
de cereales en Atenas no alcanzaba a satisfacer las necesidades de la población, que iba en
aumento. Carecemos de datos acerca de la importancia de cereales a Atenas en el siglo V, pero en el
siglo IV entraban en el Pireo anualmente cerca de 800.000 medimnos de cereales importados, al
tiempo que la producción general de la propia Ática en el mismo período no superaba los 427.000
medimnos, cantidad esta última que no podía satisfacer las necesidades de más de 70.000 personas.
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    Uno de los métodos que se practicaba en Atenas, con el fin de conservar la mediana y pequeña
propiedad de la tierra, era la expedición de cleruquías. Durante el período de la primera Liga
marítima ateniense pertenecían a Atenas ciertas extensiones en los territorios de las ciudades
aliadas, las cuales eran entregadas a los clerucos atenienses. Por una parte, esto permitía la
disminución de la población más indigente en el Ática, y los emigrados, asegurados con una buena
parcela, formaban en el territorio subyugado una colonia militar; por otra parte, de esta manera se
mantenía un control político y militar del Estado ateniense sobre las comunas aliadas. Ciertamente,
no siempre desempeñaron ese papel los pequeños agricultores que labraban la tierra por sus propias
manos; en períodos posteriores de la colonización, los clerucos podían vivir en Atenas arrendando
su parcela a terceros.
   Agricultura y horticultura
    Tesalia, Beocia, la llanura comprendida entre Corinto y Sición, y una serie de regiones del
Peloponeso —Elida, Argólida, Laconia, Mesenia— eran consideradas las regiones más fértiles de
Grecia. En las mismas cobró gran desarrollo la agricultura y el cultivo de las gramíneas, en especial
el trigo, mijo y cebada.
    En las regiones poco fértiles de la Grecia europea, los inconvenientes para el desarrollo de la
agricultura estaban constituidos por la pobreza del suelo, la escasez de riego, la tala de bosques y la
creciente competencia de los cereales importados que hacía bajar los precios del cereal local.
    En estas regiones se observa el desarrollo de cultivos tales como los del olivo y la vid. Desde los
tiempos más tempranos, la olivicultura estaba ampliamente desarrollada en toda Grecia,
especialmente en el Ática. El Estado ateniense y algunos ciudadanos particulares poseían grandes
cantidades de olivares diseminados por el Ática. Dichos olivares se hallaban bajo el control general
del areópago, que enviaba inspectores y celadores para la recolección de determinada parte de las
aceitunas destinadas a la elaboración del aceite para la diosa Atenea, considerada protectora de la
olivicultura. Los mismos inspectores tenían la obligación de informar el areópago acerca de las
personas que talaban los «sagrados árboles». La regulación de la olivicultura se realizaba por vía
legislativa. Se remonta a los tiempos de Solón una ley de acuerdo con la cual la distancia entre dos
olivos no podía ser menor de seis pies. Durante el Gobierno de Pisístrato, los atenienses,
controlados y estimulados por el Estado, plantaron olivos en el Ática, antes carente de árboles. Esta
preocupación por el desarrollo de la olivicultura se explica en grado considerable por el hecho de
que dicho cultivo, en general, desempeñaba gran papel en la vida cotidiana de todos los griegos. El
aceite de oliva era empleado en la alimentación, encontraba aplicación en las perfumería y con
fines de iluminación, y tenía uso en el culto religioso. Finalmente era uno de los artículos de la
exportación griega, especialmente del Ática.
    Al lado de los olivos se cultivaba, casi en todas partes, la vid. Este cultivo representaba ciertas
ventajas para el campesinado mediano y pequeño. El plantar nuevos olivos era, desde el punto de
vista económico, poco ventajoso, en vista de que era necesario esperar unos 16 ó 18 años para
cosechar los primeros frutos, mientras que la uva no requería tanto esmero y daba fruto mucho
antes. En los contratos de arriendo se estipulaba a menudo como una de las condiciones del
arriendo, el plantar vides y olivos. Los mejores vinos de uva se producían en las islas de Quíos,
Lesbos, Cos, Rodas y Tasos. El vino se exportaba hacia varios países: las regiones litorales del mar
Negro, Egipto, Italia.
   La ganadería
   En gran número de regiones griegas estaba ampliamente difundida la ganadería. Existían buenos
pastizales en Tesalia, Beocia, Etolia, Acarnania, Arcadia, Mesenia y el Quersoneso de Tracia, y en
la Grecia jónica, en Magnesia y en Colofón. En los territorios en que abundaban los buenos campos
de pastoreo florecía la cría de ganado equino y vacuno.
   En las regiones que carecían de amplios pastizales predominaba la cría del ganado menor: asnos
y mulos, animales básicos para el trabajo y también cabras, ovejas y cerdos.
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   Los toros y los bueyes tenían alto precio, y en muchas partes se prohibía sacrificar los bueyes de
trabajo; en Atenas, la matanza de estos últimos era considerada un sacrilegio, y los culpables eran
juzgados por el areópago.
   Los habitantes de los distritos suburbanos se ocupaban de la horticultura y de la apicultura. La
miel de Himeto, por ejemplo, gozaba de gran notoriedad. Con todo, las hortalizas producidas en el
Ática no alcanzaban a abastecer a la población ateniense, y en el mercado ateniense vendían sus
hortalizas los campesinos beocios y otros.
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    Desde el comienzo del siglo V, la situación de los lugares económicamente más desarrollados de
la sociedad griega, anteriormente localizados en Asia Menor y en las islas del archipiélago, pasó a
manos de la Grecia europea. Al mismo tiempo adquirieron gran significación económica ciudades
de Sicilia y de la Grecia Magna. Entre las polis de la Grecia central se destacaron particularmente,
al comienzo del siglo V, Atenas, Corinto y Egina. El ascenso de Corinto fue parcialmente
determinado por su ubicación geográfica, excepcionalmente favorable, junto a los golfos Sarónico
y Corintio, lo cual transformó a la ciudad en centro intermediario del comercio entre los países
orientales y occidentales del mar Mediterráneo. La expansión comercial de Corinto se había
extendido hacia el Sur, a Argos; hacia el Norte, a Acarnania, Etolia y Epiro; hacia el Noroeste, a
Epidamne, y a través de Corcira, a Sicilia, y finalmente hacia el Noroeste, a la Calcídica.
    Uno de los rivales más peligrosos de Corinto a lo largo de mucho tiempo fue la isla de Egina,
pero en el año 457 la misma sufrió una derrota en la guerra contra Atenas, por la cual fue obligada
a entregar su flota a los atenienses, demoler las murallas y entrar en la Liga marítima ateniense.
Después de eso, Egina entró en decadencia y no pudo recuperar jamás su posición anterior.
    Atenas obtiene un valor excepcional en la vida de toda Grecia durante las guerras médicas.
Antes de ellas, Atenas había sido preferentemente un Estado agrícola, aun cuando ya en el siglo VI
el comercio tenía gran peso específico en su economía. Las guerras con los persas constituyeron un
punto de inflexión en el desarrollo del poderío económico y político ateniense.
    Son características de las polis griegas en el siglo V el aumento demográfico y el desarrollo de
la esclavitud, del comercio y de los oficios manuales. Los ensayos para determinar la población de
Atenas en cifras aunque fuera por aproximación, no han dado hasta ahora resultados satisfactorios.
Generalmente se toma como punto de partida las indicaciones de Herodoto acerca de la cantidad de
ciudadanos atenienses durante las guerras contra Persia y de los testimonios de Tucídides referentes
a las fuerzas armadas de Atenas en el año 431. Basándose en estas fuentes, así como en otros datos
indirectos, Beloch, por ejemplo, determinó hipotéticamente la cantidad de ciudadanos de Atenas
hacia el año 431, como de 110.000 a 140.000, y cerca de 70.000 los esclavos. Pero estos cálculos
de Beloch siguen siendo muy discutidos. A. Francotte calcula la cantidad de ciudadanos, junto con
sus familiares, para esa misma época, en 96.620 personas, el número de metecos en 45.800 y el de
esclavos en 75.000 a 150.000. Según los cálculos de G. Glotz, los ciudadanos, junto con sus
familias, sumaban entre 135.000 y 140.000, los metecos 65.000 a 70.000, y los esclavos 200.000 a
210.000. D. Hemm da cifras más reducidas: ciudadanos con sus familias, 60.000; metecos, 25.000,
y esclavos, 70.000. Las cifras aducidas, aun cuando en esencia no dejan de ser hipotéticas, y
considerablemente divergentes entre sí, dan, a pesar de todo, cierta idea de la relación aproximada
entre las diversas categorías de la población ateniense: metecos había alrededor de dos veces menos
que ciudadanos, y la cantidad de esclavos correspondía aproximadamente a la de ciudadanos y
metecos juntos.
    Si el cálculo de la población de una sola ciudad es tan dificultosa, el problema de establecer la
cantidad total de la población de Grecia resulta mucho más complicado aún. Una hipótesis sostiene
que en la época clásica en Grecia había de siete a ocho millones de griegos, de los que la mitad
poblaba la metrópoli y la otra mitad las colonias. En regiones tan pobladas como Corinto, Corcira,
Quíos y Samos, la densidad podía alcanzar a 80 personas por kilómetro cuadrado. Sin embargo, la
población de la totalidad del Peloponeso (superficie: 22.300 km 2) apenas si superaba el millón de
personas, de manera que era dos veces menos densa que la población de las regiones comerciales-
artesanales.
    Una densidad menor aún era la de la parte noroeste de Grecia, desde la Lócrida hasta la
Macedonia superior, donde la población moraba en pequeñas aldeas no fortificadas, separadas entre
sí por bosques. Las ciudades más grandes por el número de sus habitantes eran en la Grecia del
siglo V, sin duda, Atenas en Grecia propiamente dicha, y Gela, Siracusa y Acragante (Agrigento).
Es factible admitir que cada una de estas ciudades contaba con no menos de 100.000 habitantes; al
parecer, la población de Corinto se acercaba a los 60.000, y las de Esparta, Argos, Tebas y Megara
oscilaban entre los 25.000 y los 35.000 habitantes.
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    Con el desarrollo de la esclavitud y con la emigración hacia las ciudades de gran cantidad de
metecos, los ciudadanos comenzaron a abandonar gradualmente la artesanía y el comercio al por
menor. Ciertamente, en centros comerciales-industriales tan grandes como Atenas y Corinto, los
ciudadanos, sin perder sus derechos civiles, se ocupaban también en oficios manuales. Sin
embargo, los artesanos, en su aplastante mayoría, pertenecían a la masa de los ciudadanos más
indigentes, que carecían de propiedad territorial.
    Un artesano enriquecido, sin dejar de trabajar él mismo, adquiría esclavos e inclusive abría un
negocio para la venta de sus productos. Cuando, gracias a ello, su bienestar aumentaba más aún, se
desprendía de su oficio dejándolo en manos de sus esclavos, bajo el mando y control directo de un
esclavo-administrador. La competencia desarrollada por los talleres en que se utilizaba el trabajo de
esclavos, tornaba frecuentemente muy grave la situación del pequeño artesano libre.
    Las inscripciones atenienses del siglo IV que se refieren a las construcciones hechas en Eleusis
dan testimonio de la gran demanda de artesanos foráneos. La necesidad de brazos era a menudo tan
grande, que se enviaban personas con la misión específica de buscarlos en las ciudades vecinas.
Este predominio, aun cuando sólo numérico, de artesanos forasteros y de obreros, tanto en el siglo
V como en el IV, no era casual. En su inscripción ateniense (años 410-409) figura un informe sobre
los salarios pagados al construirse el Erecteón, en cada 71 artesanos hay 35 metecos, 20 ciudadanos
y 16 esclavos. Unos ochenta años más tarde, como lo atestiguan unos informes análogos de Eleusis,
el peso específico de los metecos se hizo aún más grande: de cada 94 artesanos, 45 eran metecos (y
éstos, junto con los forasteros, 54); el porcentaje de los ciudadanos oscilaba entre el 28 y el 21 por
100, y el de los esclavos, entre el 23 y el 21.
    Los Estados cuyo comercio y oficios estaban desarrollados procuraban incrementar la cantidad
de metecos, puesto que del número de los mismos dependía, en grado considerable, el desarrollo
del artesanado en la ciudad. La atracción e incorporación de los extranjeros en Atenas había
comenzado ya en el siglo VI, en tiempos de Solón; continuó durante el Gobierno de Pisístrato y
Clístenes, y en el siglo V, Temístocles se atuvo a la misma política. Es curioso hacer notar que la
gran masa de metecos que anteriormente llenaba otros centros comerciales-industriales —Mileto,
Calcis, Corinto, Egina— se habían, por decirlo así, precipitado hacia Atenas. En parte eran
oriundos de otras ciudades griegas y en parte provenían de las colonias. Había dos motivos que los
obligaba a abandonar sus ciudades nativas: las revueltas políticas, tan frecuentes en la historia de
toda ciudad griega, y el desarrollo general del comercio exterior que provocaba la gravitación
masiva de los grandes centros industriales sobre todas las capas dedicadas al comercio ya la
artesanía.
    La situación de los metecos en Estados tales como Atenas puede ser caracterizada brevemente
de la siguiente manera. Todo extranjero que viviera en Atenas un mes podía ser anotado en la
categoría de los metecos, pero para ello tenía que encontrar a un próstata (protector) que lo
presentara y lo defendiera ante el Estado. De tenerlo, el meteco era anotado en la lista de uno de los
demos áticos, de acuerdo con su domicilio. Como ya señalaremos, no se le otorgaban derechos
civiles. También estaba privado del derecho a adquirir propiedades territoriales y, según la ley de
Pericles (año 451), le estaba prohibido contraer nupcias con una ciudadana ateniense. En todo lo
demás, el meteco en nada se diferenciaba de los ciudadanos atenienses, conservaba la libertad
personal, se hallaba bajo la protección de las leyes y podía tomar parte en los cultos religiosos.
    Se les había otorgado a los metecos el derecho a escoger el lugar de residencia; por lo general,
se asentaban en las ciudades o en los demos suburbanos, especialmente en el Pireo. Por servicios
prestados al Estado se les podía conceder algunos privilegios como la exención parcial de ciertos
impuestos o, lo que raras veces sucedía, el derecho a adquirir alguna tierra en propiedad. En este
último caso, ello coincidía comúnmente con la llamada isotelia, esto es, con la igualación del
meteco, en cuanto a derechos de propiedad, con los ciudadanos; la isotelia podía ser hereditaria.
Solamente en casos excepcionales los metecos obtenían la totalidad de los derechos civiles,
pasando así a la categoría de ciudadanos.
    Todo meteco estaba obligado a pagar un impuesto al Estado (metoikón) de 12 dracmas; las
mujeres solteras y las viudas que no tenían hijos adultos pagaban sólo seis dracmas. Los metecos
acaudalados cumplían con las obligaciones sociales (liturgias). Todos los metecos debían prestar el
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servicio militar, lo que, en función de su estado físico, cumplían en las filas de los hoplitas o de los
peltastas, pero especialmente en la flota.
    Las ocupaciones usuales de los metecos eran el comercio y la artesanía. En las inscripciones
funerarias atenienses son mencionados metecos molineros, bañeros, pintores de brocha gorda,
tintoreros, pintores de jarrones, doradores, peluqueros, arrieros de mulas, cocineros, panaderos, etc.
En el oficio textil, al lado del meteco trabajaba también su mujer. De la curtiduría se ocupaban
generalmente los esclavos liberados y anotados en la categoría de los metecos estaba ocupada en la
producción cerámica y en la metalurgia; por las inscripciones se conocen nombres de metecos
fundidores, herreros, cerrajeros, armeros, curtidores, etc. Resulta así que no había casi ningún
oficio en que los metecos no desempeñaran un papel más o menos considerable. No podían tener,
como ya hemos dicho, propiedades inmuebles.
   Fuentes de esclavos
    Generalmente, los esclavos eran traídos a Grecia desde lejos; el desarrollo de la esclavitud a
partir de los siglos VII-VI a.C. en todas las polis comerciales-industriales se debió
fundamentalmente a la coerción extraecónomica de los no-griegos, «bárbaros», a los que el propio
Aristóteles consideraba como esclavos natos. Así y todo, la esclavización de griegos por griegos no
constituía ningún fenómeno raro. Así, en tiempos de Polícrates, tirano de Samos, los habitantes de
la isla de Lesbos, hechos prisioneros de guerra, aherrojados con fuertes cadenas, fueron enviados,
como esclavos, a trabajar en la fortificación de la ciudad de Samos. Durante la guerra del
Peloponeso, los atenienses que cayeron prisioneros de los siracusanos tras el desastre de la
expedición a Sicilia fueron enviados como esclavos a las canteras. La transformación en esclavos
de la población de una ciudad conquistada era, sin embargo, una excepción, y no eran los varones
los que con mayor frecuencia sufrían esto, sino las mujeres y los niños; pero, por lo general, los
prisioneros eran canjeados o rescatados por sus conciudadanos o por el Estado.
    La esclavitud por deudas impagadas fue abolida en Atenas por Solón, pero se conservó en algún
que otro lugar de Grecia. Los metecos y los libertos volvían al estado de esclavitud en el caso de no
cumplir sus obligaciones con el Estado. Las personas que se adjudicaron ilegalmente los derechos
de ciudadanía y los extranjeros que contra las disposiciones de la ley contraían nupcias con
ciudadanos atenienses, también eran castigados con la esclavitud. Sin embargo, la masa
fundamental de los esclavos estaba compuesta por los no griegos. La mayor parte provenía de
Iliria, Tracia, Lidia, Frigia, Siria y Paflagonia; muchos eran traídos a Atenas también de los
mercados del litoral del mar Negro.
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    Las más importante fuentes de provisión de esclavos eran las guerras. Después de la batalla del
Eurimedonte, Cimón trajo al mercado de esclavos más de veinte mil. La isla de Quíos era
considerada como el más grande de estos mercados. También gozaban de notoriedad los mercados
de Efeso, Samos, Delos, Chipre y, posteriormente, Tesalia, Bizancio y el litoral septentrional del
mar Negro, pero el centro principal del comercio esclavista en el siglo V era Atenas, donde casi
mensualmente se organizaban subastas de esclavos; los que en ellas quedaban sin haber sido
vendidos eran trasladados a otros lugares. En el mercado se exponía a los esclavos sobre un tablado
y su vendedor, quizá también un esclavo, o un liberto, elogiaba ante los compradores las cualidades
físicas de su mercancía. Los precios oscilaban en función de la oferta y la demanda y de la mayor o
menor cualificación del esclavo. En el año 418, un esclavo varón valía, término medio 167
dracmas; una mujer, en 135 a 220 dracmas. Los esclavos que trabajaban en las minas valían, en el
siglo IV, de 154 a 184 dracmas. Los esclavos artesanos tenían precios más elevados. Se conoce un
caso de venta de veinte esclavos tallistas en marfil por 40 minas.
    Los hijos de esclavos, al igual que los de una persona libre y una esclava, pertenecían a aquel
propietario en cuya casa habían nacido. Por otra parte, el padre libre podía declarar libre a su hijo,
si bien esta criatura, aun así, no obtenía los plenos derechos de ciudadanía. Solamente en
circunstancias muy especiales (por ejemplo, en los casos de gran disminución del número de
ciudadanos), los hijos de los matrimonios entre personas libres y esclavas se tornaban ciudadanos
con plenos derechos. En general, los esclavos natos eran relativamente pocos; según las
inscripciones de Delfos, de los 841 esclavos libertos, sólo 217 lo eran de nacimiento.
    Así, pues, todo lo que no es conocido acerca de las fuentes de la esclavitud en Grecia habla del
imperio de la directa coerción extraeconómica. Marx ha caracterizado el sistema de la antigua
esclavitud de la siguiente manera: «... el sistema de esclavitud, por cuanto el mismo representa la
forma dominante del trabajo productor en la agricultura, manufactura, navegación, etcétera, tal
como lo era en los Estados desarrollados de Grecia y Roma, conserva elementos de la economía
natural. El mismo mercado de esclavos recibe constantemente la contemplación de su mercancía —
fuerza de trabajo— mediante la guerra, la piratería, etc., y esta piratería, a su vez, ocurre sin el
proceso de transformación, representando la apropiación del trabajo ajeno mediante la directa
coerción física».
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conocimiento de aquél, el castigo era de cien azotes. Un esclavo complicado en un homicidio sufría
la pena de muerte.
    Los castigos corporales y las torturas a que eran sometidos los esclavos eran un fenómeno
habitual. A solicitud del dueño, el esclavo era aherrojado con grillos y encerrado en un calabozo
bajo y estrecho, dentro del cual no podía enderezarse, ni acostarse, ni sentarse. Se los extendía
sobre bloques de madera de diferentes formas, se los privaba de alimentos, se los enviaba a efectuar
trabajos pesados (a un molino, o a las minas). A los esclavos fugitivos se les ponía en la frente
marcas con hierro candente. En Atenas, los esclavos se hallaban en situación relativamente mejor
que en otros Estados griegos. Los temores a que los esclavos, sometidos a condiciones
insoportables, pudieran sublevarse fácilmente determinaron la intromisión del Estado en las
relaciones entre los esclavos y sus propietarios, acarreando la prohibición de represiones arbitrarias
respecto a aquéllos. Tal situación de los esclavos atenienses indignaba a los adversarios de la
democracia. «En cuanto a los esclavos y metecos, en Atenas hay una grandísima licencia, y allí ni
te es lícito golpear a nadie ni te cederá el paso ningún siervo», se queja el Pseudo-Jenofonte en la
República de los atenienses, expresando con ello la expresión de los esclavistas atenienses más
reaccionarios y recalcitrantes.
    Es dable suponer que en sus relaciones con los esclavos domésticos los atenienses manifestaran
mayor humanismo que los habitantes de otras ciudades. Por ejemplo, en las comedias de
Aristófanes se puede hallar a menudo entre los personajes a un esclavo que está enseñando y
aleccionando a su dueño.
    No debe olvidarse, sin embargo, que la mayor parte de nuestros conocimientos se refieren a los
esclavos del Estado, cuya situación era considerablemente mejor que la de los esclavos de otras
categorías.
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    Además de los esclavos que habitaban en la misma casa en que moraban los amos, que
trabajaban para el mercado, o que se cedían en arriendo por plazos cortos, por ejemplo, para los
trabajos en el campo o en algunos talleres, existía en Grecia una categoría de esclavos artesanos y
mercaderes que vivían separados del amo, a quien estaban obligados a pagar una suma
determinada; ostentaban una denominación especial: la de «esclavos que viven separados». Su
situación era considerada privilegiada. Inclusive podían tener sus familias.
    Así como había esclavos propiedad de particulares, los había también del Estado. Como ya
dijéramos, tal esclavo se hallaba en mejores condiciones y gozaba de una mayor independencia que
los que eran propiedad particular. Podía tener domicilio, familia y propiedades. La policía de
Atenas era generalmente reclutada entre los esclavos escitas. Al comienzo, los mismos vivían en
carpas en el ágora ateniense, y posteriormente en los terrenos del areópago. Estos esclavos habían
conservado su indumentaria escita (razón por la cual así se los llamaba: «escitas»), y estaban
armados de dagas cortas y de fustas. El destacamento de escitas se compuso primero de 300
hombres, número que luego ascendió hasta 1.200. Había también en Atenas esclavos del Estado
que eran artesanos u obreros, ocupados en los trabajos públicos, tales como la erección de templos,
astilleros, etc. Con frecuencia los esclavos eran utilizados en la flota como remeros y marineros; a
veces, en casos extremos, se los reclutaba para las filas del ejército, casos en que, en recompensa de
su valentía, se les otorgaba la libertad.
    En situación especial se encontraban los esclavos que desempeñaban funciones de heraldos,
escribas, secretarios, contadores. Tales esclavos, por regla general, eran adscriptos en propiedad a
determinadas magistraturas. Estas categorías se dividían a su vez en dos grupos: servidores
inferiores, que recibían del Estado sólo los alimentos, y servidores superiores, ocupados en el
desempeño de funciones de mayor o menor responsabilidad. Una de tales funciones llenadas por
esclavos del Estado era la de secretario del archivo público; ese esclavo no sólo cuidaba de las
leyes del Estado, sino que también las conocía, y en los casos en que era necesario estaba en
condiciones de suministrar los informes que se le exigían.
    Las obligaciones de carceleros también eran cumplidas en Atenas por los esclavos. A la orden
del colegio de las Once, en cuya jurisdicción se hallaban las prisiones, esos esclavos ejecutaban las
torturas sobre los recluidos, y uno de ellos llevaba a cabo las penas de muerte. Cuando alguien
infería una ofensa a un esclavo del Estado, éste apelaba al ciudadano libre bajo cuya protección
estaba, quien ocupaba su lugar ante el tribunal, pues los esclavos del Estado gozaban de una
protección especial establecida por la ley. Cuando el acusado era él, el esclavo del Estado se
presentaba personalmente ante los jueces, y el veredicto era ejecutado por el Estado.
4. La producción artesanal
    La explotación del trabajo de los esclavos en las actividades artesanales se cumplían a lo largo
de tres líneas fundamentales: la explotación directa del esclavo, la entrega del esclavo «en
arriendo» a plazos más o menos prolongados y la autorización de trabajar independientemente a
cambio de un tributo determinable en cada caso, a pagar por el esclavo a su amo.
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    Era completamente natural que tal circunstancia repercutiera de manera perniciosa sobre la
marcha general del desarrollo económico de los Estados griegos. Para el desarrollo de la pequeña
artesanía doméstica no había, en general, condiciones favorables. Un artesano solitario sólo podía
contar con el mercado local, pues los mercados exteriores eran servidos principalmente por los
talleres que utilizaban, en calidad de fuerza de trabajo, a los esclavos.
   La metalurgia
    La extracción y elaboración de metales tenían un valor esencial en la vida económica de Grecia.
El hierro se extraía de la Laconia, de muchas islas del mar Egeo y del litoral meridional del Ponto
Euxino (en Calibes). La plata era más rara; además del Ática (yacimientos del Laurión) se extraía
de la isla de Chipre, de Sifnos y del Pangeo (en el sudoeste de Macedonia). Más raro aún era el oro,
lo cual dio pie a la hipótesis de que la mayor parte del oro encontrado en abundancia en los
sepulcros de Micenas (de mediados del II milenio a. C.) no era de procedencia local, sino
importado, quizá, del Asia Menor.
    En la Grecia del siglo VI propiamente dicho eran conocidos los yacimientos de oro de la isla de
Sifnos. La investigación realizada en esas minas ha establecido que, a finales del siglo VI, en su
mayor parte estaban inundadas. En el siglo V gozaban de mayor notoriedad las minas de Tasos y
del Pangeo. De la escasez de oro en Grecia hablan sus sistemas monetarios, todos basados no en el
oro, sino en la plata. Se ha conservado un informe según el cual Hierón, tirano de Siracusa,
teniendo necesidad de oro, envió a Grecia a unos hombres, que tras largas búsquedas, lo
encontraron en Corinto.
    El descubrimiento de filones o yacimientos de este u otro metal al parecer ocurría en la mayor
parte de los casos en forma casual. La extracción era iniciada en el sitio en que el mineral se
hallaba a flor de superficie, o cerca de ésta. Para la extracción de plata se practicaban a veces talas
y picadas en los bosques, e incluso se cavaban pozos.
    Los trabajos se efectuaban mediante herramientas muy primitivas: mazos, cuñas, picos y palas.
Para la extracción del mineral se abrían en el suelo galerías de escasa altura (no más de un metro, y
a veces menos aún). De trabajarse veinticuatro horas diarias, sólo era posible avanzar, durante un
mes, diez metros en total.
    Junto a las galerías, en el siglo V se comenzaron a abrir también pozos. La mayor profundidad
alcanzada fue de 119 metros. En la actualidad se han descubierto hasta 2.000 de esas excavaciones.
La extracción del mineral se realizaba con las manos, quebrando los filones del metal y a veces
calentando el filón y enfriándolo con un chorro de agua. En el último caso, la extracción del
mineral se tornaba algo más fácil, porque se abrían grietas. El trabajo en las angostas y bajas
galerías, a la luz mortecina de unos pequeños candiles de arcilla, con un aire pesado y a gran
profundidad, era agotador. Como ya señaláramos, en las minas trabajaban mayormente los
esclavos. La jornada de trabajo era extraordinariamente intensa, sin descanso regular. Según el
testimonio de Jenofonte, los esclavos que trabajaban en los pozos de minas tenían tan sólo cinco
días de descanso por año.
    El mineral llevado hasta la superficie era desmenuzado en morteros y molinos manuales; luego
se lavaba en recipientes especiales y finalmente, previa calcinación, era dirigido a los hornos de
fundición. En el Laurión, la plata se extraía de la mina durante el proceso de fundición, en el cual
se eliminaban también los otros agregados naturales al metal. La plata fundida en los hornos se
colaba formando lingotes. Probablemente, dichos hornos eran pequeños, pero nada podemos
afirmar al respecto, pues nada ha llegado sobre esto hasta nuestros tiempos. La madera para la
combustión debía traerse desde otras regiones, pues el Laurión había sido talado muy
tempranamente.
    Los yacimientos del Laurión pertenecían al Estado, el que explotaba directamente una parte de
ellos, cediendo otra en arriendo. Para éste eran principalmente admitidos los ciudadanos, y sólo en
casos excepcionales metecos que habían obtenido la isotelia. Por lo general, el arriendo era a corto
plazo: los yacimientos en marcha por tres años, y los filones que aún no eran explotados y que
requerían reconocimientos e instalación de un sistema de pozos y galerías, probablemente por diez
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años. En las minas de muchos arrendatarios trabajaban cerca de 20.000 esclavos. El Estado cedía
en arriendo los yacimientos sólo sobre pequeños lotes de tierra, y cuando los trabajos requerían su
ampliación, los arrendatarios debían adquirir (pagando, desde luego) al Estado los lotes contiguos,
que eran igualmente pequeños. La materia prima que salía de esos yacimientos era vendida por los
arrendatarios, ya en los mercados, ya en el mismo sitio a los mercaderes.
   El tratamiento del metal se realizaba a mano; al parecer, la fundición, la colada. Para dar forma
a estos objetos, se usaba una maquinaria especial cuya construcción no es desconocida. El invento
de la misma se atribuía al arquitecto Teodoros, de Samos.
   El hierro era fundamentalmente empleado para forjar las armas y los instrumentos de trabajo.
   Una rama importante de la producción metalúrgica era el acuñamiento de monedas. Los metales
de color se destinaban a la preparación de la vajilla doméstica y de ornamentos. Son conocidas las
vajillas metálicas y copas de plata y de oro, sin hablar ya de brazaletes, anillos, telas entretejidas
con hebras de oro, coronas de oro, etc.
   En el ámbito del tratamiento de los metales, la especialización en el oficio se hallaba ya bastante
desarrollada; en las obras de autores de la antigüedad encontramos menciones de cuchilleros,
armeros, orfebres, etc. Los ingresos de los talleres que se ocupaban del trabajo en metales eran
bastante considerables. El conocido hombre de fortuna del siglo IV, Pasión, por ejemplo, había
cedido en arriendo a un esclavo suyo manumitido, un taller de escudos por la paga de un talento
anual, y dicho taller daba una ganancia neta de cien minas. La cuchillería del padre de Demóstenes
daba treinta minas de beneficio limpio. No conocemos las condiciones del trabajo de los esclavos
en los talleres, pero puede decirse, con seguridad, que aun cuando hubiera sido menos severo y
agotador que en las minas, a pesar de todo reinaba la más absoluta arbitrariedad y los esclavos
sufrían el tratamiento más cruel; también la jornada era extraordinariamente larga.
   La producción de cerámica
    La producción de cerámica era una rama no menos importante de la producción artesanal
ateniense. Ya en el siglo VI a. C. se había desarrollado en gran manera, hasta el punto de superar la
producción análoga de otras ciudades griegas. La existencia de un demos de «calderero»
(ceramista), la denominación de Cerámico dada al barrio artesano de la ciudad de Atenas, señalan
que la confección de vajilla artística y común desempeñaba gran papel en la economía ateniense.
Ya en el siglo VI existían en Atenas grandes talleres de cerámica que utilizaban el trabajo de
esclavos. La existencia de esta clase de talleres queda testimoniada por la triple firma puesta sobre
ánforas que han llegado hasta nuestros tiempos: del propietario del taller, del alfarero y del artista
que ejecutaba las pinturas sobre el jarrón; en algunos casos, hay solamente dos firmas: la del
propietario y la del pintor.
    Entre los alfareros atenienses de la segunda mitad del siglo VI se encuentran no pocos que
llevaban nombres no griegos; por ejemplo, Amasis, Colco, Taleido, etc., nombres que indican el
origen de los operarios. En cuanto a firmas tales como «pintó un Lidio», o «pintó un escita»,
pertenecían al parecer a artistas esclavos. Hay una suposición según la cual el conocido pintor
ceramista del siglo V, Epicteto, era un esclavo. Otro artista célebre, Duris, era al parecer, un
meteco.
    Merced a la gran cantidad de imágenes en los recipientes conservados hasta nuestros tiempos, se
hizo posible seguir con precisión el proceso del trabajo en los talleres ceramistas. Sobre una de las
ánforas, por ejemplo, el pintor expuso el proceso de extracción de la arcilla; sobre otro, una hidria
(cántaro para agua), con pinturas negras, el pintor representó escenas de todas las etapas básicas del
trabajo; la formación del jarrón en el platillo circular giratorio que era movido a mano, la revisión
de las ánforas listas; en otra pintura vemos a un joven que se lleva un jarrón que acaba de ser
hecho; al lado de una columna, empuñando un bastón, hay parado un anciano, dueño o capataz, que
está vigilando el trabajo; delante del mismo se ve un esclavo que lleva a cuestas una pesada carga
de carbón de leña; otro esclavo está encendiendo el fuego en un horno. Encima del horno, para
calcinar y templar los jarrones, se ve el mascarón de un sátiro que otrora tuviera significado
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mágico, pues, según las creencias de los griegos, servía de protección para las vasijas contra los
malos espíritus y contra el mal de ojo.
    Entre los distintos talleres y sus respectivos propietarios existía la más encarnizada
competencia. Trabajando, literalmente, codo con codo, los alfareros atenienses se conocían
perfectamente uno al otro, y con frecuencia recurrían a los más diversos artificios y astucias para
denigrar la producción del vecino y ensalzar la propia. Ha llegado hasta nuestros tiempos una
curiosa inscripción en uno de los jarrones: «Este jarrón lo hizo Eutímides, jamás hubiera podido
hacerlo Eufronio». Esta original publicidad de sus productos, ideada para denigrar al competidor,
es sumamente característica.
    Tanto en la producción cerámica corno en la metalúrgica, la unidad económica dirigente era el
taller, que aprovechaba la labor de los esclavos. De entre los alfareros anónimos de esos talleres se
destacaban ante todo los especialistas pintores. En algunas oportunidades se invitaba a trabajar en
un taller a pintores de renombre, ciudadanos o metecos. Esto de atraer a un taller a un célebre
pintor representaba, desde luego, muchas ventajas, y quizá por esto mismo los nombres de pintores
destacados (por ejemplo, tales como Epicteto o Duris) se encuentran en jarrones salidos de distintos
talleres. Evidentemente, dichos pintores trabajaban en esos talleres alternativamente.
    Los productos de cerámica eran exportados ampliamente. Esta rama de la producción
desempeñaba un gran papel en la economía de Atenas. Al lado de los productos que se distinguían
por sus cualidades altamente artísticas y por la finura de la confección, en Atenas era producida la
cerámica al por mayor, trabajada grosera, toscamente, sin revestimiento ni pintura, que servía para
satisfacer las necesidades de la gente pobre del lugar; se producían también tejas para techar
edificios, y envases para servir de tara, de peso muerto, en el transporte de ciertas y determinadas
mercancías.
   La producción textil
    A diferencia de la producción cerámica y metalúrgica, las que, casi desde el mismo momento en
que surgieron, se destacaron como oficios independientes, la hilandería y la tejeduría fueron, en lo
fundamental, ramas de la producción doméstica, también en el siglo V a. C. La labor femenina en
esta producción seguía siendo la predominante, aun cuando no la exclusiva. Del tejer y del hilar se
ocupaban tanto las mujeres de las familias indigentes, con el fin de llevar al mercado un trozo de
tela o un ovillo de hilo, como las armas de casa ricas, rodeadas de hijas y de esclavas. Según dice
Platón, la mujer es dueña de la lanzadera y del huso. Con frecuencia, cuando fallecía una mujer se
ponía en su sepulcro el huso, corno en la de un guerrero se ponía la espada y las flechas.
    En primer lugar, esta producción estaba destinada a satisfacer las necesidades de la familia, y
sólo los excedentes se llevaban al mercado. Por las manos de las mujeres tejedoras e hilanderas
pasaba la totalidad del proceso productivo, desde la esquila de las ovejas hasta la costura de los
vestidos; y sólo el teñido de los hilos o de la tela constituía un proceso aparte en el que estaban
ocupados los varones.
    Entre la materia prima que sufría transformaciones en la producción, el mayor valor entre los
griegos lo tenía la lana. Los tejidos de lino estaban difundidos en menor cantidad, por lo menos en
el período temprano. Así y todo, a partir del siglo VI ya entraron en uso en el Ática, al lado de los
anteriores vestidos de lana, también túnicas femeninas de lino. La seda aparece sólo en tiempos
posteriores, y su uso es limitado.
    Con el desarrollo de la vida urbana y del intercambio comercial, la producción casera,
doméstica, fue resultando insuficiente. Fuera de unos pequeños artesanos libres que trabajaban para
el mercado, con el fin —como se expresaba un poeta de la antigüedad— de «no morir de hambre»,
fueron apareciendo en cantidad creciente talleres textiles en los que trabajaban esclavos y esclavas.
Las inscripciones atenienses han conservado los nombres de gran cantidad de libertos ocupados en
la tejeduría y en la hilandería. A veces, también los ciudadanos libres conseguían medios de vida
ocupándose de la artesanía textil. Tal fue el recurso de cierto Aristarco: por consejo de Sócrates,
aprovechó la llegada a su casa, desde el Pireo, de unas parientas pobres, ofreciéndoles que se
ocuparan de esos dos oficios. En otras polis griegas encontramos a esclavos y esclavas,
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   El puerto y los astilleros que, en tiempos anteriores, se hallaban fuera de los límites de la ciudad
de Atenas, fueron incluidos, tras la erección de los Largos Muros en el siglo V, dentro de los límites
de la ciudad. El Pireo quedó orgánicamente ligado con el resto de Atenas, y su rada, profunda y
amplia, quedó convertida en principal puerto ateniense, simultáneamente militar y comercial.
   Otros dos puertos atenienses —Zea y Muniquia— servían de apostaderos para barcos de guerra
solamente. En ambos puertos había cobertizos para recibir buques. En el siglo IV fue construido un
depósito para guardar los aparejos y otros implementos de las naves.
   La técnica de la construcción de puertos, embarcaderos, astilleros y nuevos barcos fue
desarrollándose a la par del crecimiento del poderío económico y político de Atenas. Se multiplicó
la cantidad de los cobertizos y los tipos de naves de guerra y mercantes se hicieron más
diferenciados entre sí. Las naves de guerra se dividieron ya en dos clases: la primera comprendía a
las naves propiamente dichas que daban cabida solamente a la tripulación estrictamente
normalizada; la segunda comprendía naves de transporte destinadas a llevar destacamentos de
desembarco, caballos, víveres y otros materiales. Las naves de guerra provistas de velamen podían
ser puestas en movimiento también por el trabajo de los remeros, mientras que las naves de
transporte y los buques mercantes eran, en lo fundamental, buques a vela y requerían tripulaciones
insignificantes.
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    Durante el siglo V se daban cita en el Pireo las naves de casi todo el Mediterráneo. Allí
desembarcaban los cereales de Egipto, de Sicilia y del Bósforo, el pescado del mar Negro, ganado,
cueros, lana de Mileto, alfombras de Persia y de Cartago, óleos aromáticos de Arabia, bronce y
calzado de Etruria, telas de lino, papiros de Egipto, cobre de Eubea y de Chipre, brea, cáñamo,
maderas de Macedonia y Tracia para construcciones navales, cera, maderas del Cáucaso y de Iliria,
minio de Quíos, etc. Y a este mismo puerto era traídos los esclavos.
    Gran parte de estas mercancías estaban destinadas no a los consumidores atenienses, sino que
allí se revendían y trasladaban a otros barcos para ser enviados más lejos, a otras ciudades y
diferentes países. El giro global del Pireo, hacia comienzos de la guerra del Peloponeso, era
gravado por derechos aduaneros que alcanzaban la cantidad de 37 a 48 talentos anuales, lo cual
para aquellos tiempos era una suma exorbitante.
    Las vías marítimas septentrionales llevaban desde el Pireo hacia la Calcídica, Tracia, la
Propóntide y el Ponto; las orientales conducían a Quíos, Lesbos y los puertos del Asia Menor; las
meridionales, a través de Delos, a Samos o a través de Paros y Naxos, a Rodas, y de allí hacia
Chipre, Fenicia, Egipto y la Cirenaica; las vías occidentales se dirigían a Italia, Sicilia y más hacia
el Oeste. Buscando puntos de apoyo para el comercio, los atenienses procuraban fundar factorías en
todas partes. Así lograron firmarse en las costas de la Calcídica, en Potídea, en Olinto y en
Anfípolis, fundada por ellos mismos. Lucharon por la posesión de las minas del Pangeo, hasta la
subida al trono de Filipo II de Macedonia. Este mismo país constituía para ellos un gran mercado
proveedor de materias primas (madera para la construcción de barcos) y pescado tracio.
    Desde tiempos muy tempranos, los atenienses tendieron también hacia el Ponto. Habían
fundado cleruquías en el Quersoneso tracio y en la costa meridional del Ponto, en Sínope y en
Amisos. Igualmente habían quedado bajo la influencia ateniense las ciudades griegas del litoral
occidental y septentrional del mar Negro.
    Como hemos dicho más arriba, en el Occidente los atenienses habían fundado Turios. Al mismo
tiempo, habían cerrado trato con Segesta, Leontini y Región. Todas estas ciudades, según lo
proyectado por los atenienses, debían desempeñar el papel de puntos de apoyo para el ulterior
desarrollo de sus actividades comerciales en el occidente griego. Hay que subrayar, empero, que
precisamente en el Occidente, Atenas tropezó con su rival más fuerte y peligroso: Corinto. La lucha
contra él constituyó, como es sabido, una de las causas de importancia de aquel gran conflicto que
entró en la historia con la denominación de guerra del Peloponeso.
   Comercio interior
    El comercio interior estaba circunscripto en el siglo V principalmente a operaciones en tierra
firme. Dada la escasa extensión de los territorios de las polis griegas, toda salida al mar en barco
equivalía a salir fuera de las fronteras del país.
    El comercio terrestre, por decirlo así, quedaba generalmente delimitado por las fronteras de un
solo Estado. El carácter montañoso de la región, las constantes guerras que las polis griegas
sostenían entre sí, la falta de desarrollo de vías terrestres de comunicación y, por lo mismo, el alto
costo del transporte de mercancías por tierra, la ausencia casi completa de ríos navegables, más la
simultánea abundancia de cómodas vías de comunicación marítima, eran las condiciones que
hicieron imposible un desarrollo más o menos considerable del comercio interior. Finalmente, la
sociedad esclavista, como tal, sólo podía desarrollarse y existir contando con una amplia red de
ciudades-colonias limítrofes con las tribus locales, desde las cuales se las proveía de los productos
básicos: los esclavos. Asimismo, constantemente se hacía sentir la escasez de cereales en la Grecia
central, donde nunca alcanzaban a abastecer a la población, lo cual hacía necesario proveerse de
ellos en Sicilia, Egipto y el Ponto. Todo esto estimulaba el desarrollo del comercio exterior.
    Para el buen funcionamiento del comercio interior se necesitaba, antes que nada, una red de
caminos transitables. Y la preocupación por tales caminos sólo se ponía de manifiesto en los
Estados tan desarrollados como Atenas. Las vías atenienses satisfacían simultáneamente las
necesidades comerciales y militares. Dos de ellas unían al Pireo con Atenas; una, trazada dentro de
los Largos Muros, y la otra, bordeada en toda su extensión por olivos, llegaba a las puertas
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atenienses. Había otras tres carreteras que terminaban en las fronteras de Beocia: una iba desde
Eleusis hasta Platea, otra desde Atenas hasta Tebas, y la tercera desde Atenas hasta la ciudad
limítrofe de Oropos. La poca extensión de estas vías indica el reducido desarrollo del comercio
interior terrestre. Había, en general, pocos caminos, los que, además, eran bastante incómodos y
mantenidos en mal estado. Las carretas de cuatro ruedas que se utilizaban para el transporte de
cargas no podían, ni mucho menos, pasar en todas partes; además, la falta de bueyes en el Ática
(había que adquirirlos en Beocia) dificultaba el uso de esas carretas. Por tales razones, la forma
habitual de transportar cargas era de largas caravanas de asnos o mulos, conducidas por arrieros.
    Los gastos para el transporte terrestre eran muy grandes; llegaban a veces hasta la mitad del
costo de las mismas cargas; el transporte marítimo resultaba, desde luego, incomparablemente más
barato.
    Del comercio interior se ocupaban mayormente los pequeños acaparadores y los mercaderes
ambulantes. Estos últimos caminaban a pie, al lado de sus acémilas cargadas, o distribuían su
mercadería llevándola a cuestas. Comerciaban preferentemente con vituallas, productos de cacería,
pequeños enseres domésticos, vestidos, flores, etc. Además de ellos, había también tenderos
establecidos en las plazas comerciales. Al lado de algunas de sus tiendas se instalaban a veces
pequeños talleres. Los dueños de dichas tiendas vendían tanto productos confeccionados en esos
talleres, como los que adquirían a otros mercaderes artesanos.
    En las plazas destinadas al comercio se vendían también productos agropecuarios: cereales,
panes horneados, hortalizas y verduras, frutas, pescados y toda clase de objetos, atenienses e
importados, así como ganados y esclavos. A cada especie de mercadería le estaba destinado un
lugar especial. La mercancía se colocaba al aire libre o en carpas improvisadas a la ligera. En las
ciudades en las que el giro comercial era grande, el Estado, según parece, construía, por cuenta
propia, galerías techadas para el comercio. A propuesta de Pericles, en el Pireo se construyó una
galería destinada al comercio de harina.
    Acudían también al mercado los esclavos «que vivían separados» de sus dueños, con el fin de
vender sus productos; los artesanos libres que trabajaban individualmente, por su propia cuenta,
quienes vendían vajilla, armas, lana; y campesinos con hortalizas y cereales. Allí mismo eran
vendidas las mercancías confeccionadas en los talleres, grandes y pequeños, en que trabajaban
esclavos. Los mercados de las grandes ciudades comerciales eran frecuentados no sólo por gentes
de la ciudad y de las aldeas, sino también por extranjeros llegados de lejanas y cercanas regiones.
    Además de los mercados en que el comercio al detalle se efectuaba cotidianamente, se
organizaban, al lado de los grandes santuarios, o durante las fiestas, ferias especiales que atraían a
vendedores y compradores de gran número de ciudades griegas. La inviolabilidad de los templos y
la costumbre de hacer las paces durante las fiestas panhelénicas garantizaban a los mercaderes la
seguridad durante sus viajes. Entre esas ferias gozaba de gran popularidad la que tenía lugar en
Delfos.
    La vigilancia general del comercio en los mercados estaba encomendada en las ciudades
griegas, a funcionarios especiales llamados agoránomoi, los que debían percibir el impuesto
establecido para las ferias y velar por el orden, poner fin a los malentendidos que surgían durante la
concertación de algunos negocios, etc. Los agoránomoi tenían también derecho a imponer multas u
otros castigos, por mala fe en pesos y medidas, por falsificación, por mala calidad de la mercancía,
etc.
    El comercio de cereales en Atenas estaba bajo la vigilancia de otros funcionarios, los
sitofílaques (cuidadores de cereales), de los que había cinco en Atenas y cinco en el Pireo. En las
otras ciudades, en las que la cuestión de la provisión de cereales no era tan aguda como en el Ática,
estas obligaciones se encomendaban a los agoránomoi.
    Para vigilar los pesos y medidas, la asamblea popular elegía funcionarios llamados metrónomoi.
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cambiar unas monedas por otras. Por el cambio del dinero, los cambistas cobraban cierta suma, a
veces bastante considerable. La venta y reventa de moneda foránea y el cambio de ésta por la local
fueron inicialmente las operaciones básicas de los trapezitas.
    El cambio de monedas de las diversas ciudades debió cobrar real importancia con la ampliación
del comercio exterior. Cada nueva región incluida en el sistema del comercio común, volcaba al
mercado su propia moneda, con lo cual se complicó la actividad de los cambistas, quienes debían
estar al tanto de todos los sistemas monetarios, saber distinguir la calidad de cada moneda, ver
claramente la correlación de los diversos sistemas. El pago y el cobro de dinero en tales
circunstancias creció hasta convertirse en una complicadísima operación. Como resultado de todo
ello, los trapezitas fueron transformándose gradualmente, de simples cambistas, en intermediarios
en las transacciones comerciales, y se convirtieron en una especie de «banqueros» sui generis, que
recibían depósitos y efectuaban los cálculos necesarios.
    Hicieron sus aparición las operaciones sin dinero en efectivo, en que prolongadas disputas y
transacciones junto a las mesas de los cambistas eran reemplazadas por órdenes verbales y
personales del depositante acerca del traspaso de dinero de su cuenta a la de otro, o acerca del pago
de dinero en efectivo a la persona o al trapezita señalado por aquél. De aquí que surgiera para los
trapezitas la necesidad de introducir cuentas personales para cada depositante. Tales operaciones
aparecieron en el siglo V a. C., pero su desarrollo concierne principalmente al siglo IV.
    Además de los trapezitas, el mismo papel, si no mayor aún, en las operaciones financieras, era
desempeñado por los grandes centros en torno de los templos importantes, administrados por los
anfictiones. A los templos afluían, en forma de dádivas y presentes, enormes recursos pecuniarios.
Las riquezas de los templos aumentaban más aún mediante el arrendamiento de sus propiedades
territoriales, del cobro de multas en dinero y de préstamos. Los dineros de estas últimas
operaciones alcanzaban a veces grandes dimensiones. La inviolabilidad de los templos determinó
que se les entregara, para guardarlo, el dinero no sólo de poseedores privados, sino el del Estado.
Un cantidad de polis se convirtieron así en deudores de los templos, y otra de grandes esclavistas,
políticamente influyentes, fueron sus depositantes.
   Comercio exterior
    Como ya hemos señalado, el comercio marítimo era vitalmente necesario para Grecia y para su
periferia colonial. Paralelamente con este comercio, fue desarrollándose también un mayor dominio
en la técnica de navegar. Aun cuando ésta, durante el siglo V y la mayor parte del siglo IV, se
realizaba, por regla general, a lo largo de las costas, en casos de necesidad algunos se animaban a
efectuar travesías más extensas. Lo mismo puede decirse respecto a la duración de los viajes
marítimos. La navegación comercial seguía realizándose con preferencia durante los meses
estivales, de abril a septiembre inclusive; así y todo, se conocen casos aislados de travesías
hiemales.
    Entre los mercaderes que realizaban operaciones en países extraños, formaban una categoría
determinada aquellos que tenían barco propio, al que gobernaban como capitanes; diferían de ellos
los que transportaban sus cargas en barcos ajenos. Los primeros se denominaban nau-cleroi y los
segundos emporoi.
    Tanto los mercaderes como los propietarios de barcos, al no disponer de suficiente cantidad de
dinero en efectivo, se veían constantemente obligados a acudir en busca del mismo a los trapezitas,
o simplemente a los proveedores. En calidad de prenda o garantía, se ponía a disposición del
acreedor el barco o la carga, o ambos a la vez; a veces el préstamo se contraía empeñando el flete a
percibir por el propietario del barco por el transporte de la carga. La tasa del interés de esos
empréstitos marítimos, dado el riesgo involucrado en este tipo de operaciones, era muy elevada:
oscilaba entre el 10 y el 30 por 100, o más, en función de lo que durara el viaje mercante. La
perspectiva de obtener beneficios muy grandes en caso de culminar felizmente la expedición
mercante, obligaba a los mercaderes griegos y a los propietarios de barcos a conformarse con tan
altos intereses.
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   Fuentes de ingresos
    No sería completo el cuadro de la vida económica de Grecia si no tocáramos la actividad
financiera de las polis griegas. Tenemos a este respecto nociones tan sólo fragmentarias, y que, en
su mayor parte, atañen no al siglo V, sino a los siglos posteriores. Únicamente es posible formarse
una idea más o menos completa de la vida financiera del Estado ateniense.
    Después de constituida la Liga marítima ateniense, la base de la economía de ese Estado la
constituyeron los tributos (foros) que los atenienses percibían anualmente de los miembros de dicha
Liga, los ingresos producidos por la monopolización del acuñamiento de monedas, y los de una
serie de monopolios comerciales en los puertos aliados. Al comienzo, la recaudación total del foros
era de 400 talentos anuales. Al parecer, la cantidad de foros ingresadas por la mayoría de las
comunas aliadas a lo largo de los primeros cincuenta años (años 478 a 426) oscilaba muy poco: el
aumento de los ingresos generales de Atenas hacia el tiempo de la guerra de Arquídamo (de 460 a
600 talentos) encuentra su explicación más bien en el aumento del número de las comunas aliadas
que en el del foros pagadero por cada una de las ciudades. Por lo general, el foros era integrado una
vez al año, durante los grandes festejos dionisiacos. Por la demora en el pago de ese tributo, los
aliados eran castigados con la imposición de una suma complementaria, y en caso necesario, hasta
con una expedición punitiva. La sexagésima parte de la suma general del foros ingresaba en el
fondo estatal intangible, el tesoro de la diosa Atenea.
    Formaban también parte permanente de los ingresos del Estado, los que se percibían de las
posesiones estatales, las que a menudo eran bastante considerables (por ejemplo, los ingresos de los
yacimientos del Laurión, de las canteras y de las salinas). No pocos ingresos obtenía el tesoro del
Estado de los aranceles aduaneros: de los impuestos sobre el derecho a vender las mercancías en
los mercados, y sobre las mercancías de exportación. Al parecer, en el siglo V no existían aranceles
únicos: los productos de primera necesidad eran gravados con aranceles bajos, y los menos
imprescindibles con aranceles más elevados. En el siglo IV fue establecido ya un arancel único del
uno por ciento del valor de la mercancía.
    Las inscripciones conservadas hasta nuestros tiempos nos hablan asimismo de impuestos
aplicados a las ventas de bienes raíces y por arrendamientos. En todas estas ocasiones, el Estado
cobraba impuestos a su propio favor. En tales oportunidades, el porcentaje oscilaba entre el medio
y el cinco por ciento; generalmente, cuando el precio de venta subía, el impuesto descendía. Al
tesoro del Estado ingresaban también los derechos procesales y las multas impuestas por los jueces,
así como los dineros obtenidos con la venta de bienes confiscados. Los metecos y los libertos
pagaban a favor del Estado impuestos directos; la población ciudadana estaba libre de ellos.
   Las liturgias
   Sobre los ciudadanos pudientes gravitaba la obligación de entregar una parte de sus ingresos a la
sociedad. Se trata de las llamadas liturgias. El contenido semántico de este vocablo puede ser
definido como «actividad a favor de Estado». La aparición de las liturgias se remonta a la época en
que el desempeño de funciones oficiales no era todavía remunerado, cuando el ejército era armado
por los ciudadanos, cuando el Estado carecía aún de ingresos estables y, en virtud de ello, los
ciudadanos acaudalados que lo gobernaban, teniendo en cuenta sus propios intereses, consideraban
un timbre de honor tomar a su cargo considerables erogaciones para satisfacer necesidades sociales,
de interés general para toda la ciudadanía.
   Los metecos ricos eran traídos a cumplir las obligaciones de las liturgias a la par que los
ciudadanos, pero no podían participar en las liturgias de índole militar, como tampoco en las que
estaban vinculadas con el culto.
   Las liturgias más importantes, que se repetían periódicamente, eran las vinculadas con la
organización de los festejos: la coregía y la gimnastarquia. El corega tenía que reclutar un coro para
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que apareciera en las representaciones teatrales de las fiestas, proveerlo de las vestimentas
necesarias, pagar su aprendizaje y alimentar a todos sus miembros en tanto durasen el aprendizaje y
las fiestas. En la mayor parte de los casos, durante estas competiciones teatrales, cada una de las
filai áticas presentaba su coro. Las gimnastarquia consistía en la organización de torneos
gimnásticos, por ejemplo, carreras con antorchas, que se organizaban en Atenas cinco veces al año.
Además de los gastos para el adiestramiento de los que tomaban parte en dichos torneos, los
gimnastarcas tenían que ocuparse de la iluminación y ornamentación del lugar en que se realizaban.
Al igual que los coregas, se presentaba, por parte de cada filai, a elección del arconte-basileus.
    La liturgia vinculada con la guerra era la trierarquía. Los gastos para la construcción de nuevas
trieres y para su equipamiento de mástiles y velamen corrían a cargo del Estado. Las obligaciones
del trierarca fueron inicialmente las de cuidar del buen estado del barco y de su equipamiento, lo
cual a veces implicaba grandes gastos, especialmente cuando se trataba de barcos viejos. Al
parecer, durante el siglo V los gastos de los trierarcas para mantener a los barcos en buen estado,
habían crecido: la adquisición de pequeños objetos para el aparejamiento del barco también había
pasado al conjunto de obligaciones del trierarca, quien, además, tenía que alistar a la tripulación,
darle la pertinente instrucción y, en algunos casos, pagarle los emolumentos.
    Durante el período en que Atenas tuvo a su disposición 400 barcos, en las listas de los trierarcas
fueron anotados 1.200 ciudadanos acaudalados, de manera que cada uno de ellos no fuera trierarca
más que una vez cada tres años. Durante los años de su trierarquía, el ciudadano debía abandonar
todas sus ocupaciones habituales y vigilar personalmente el barco. Para hacer más llevadero lo
gravoso de la liturgia, el trierarca quedaba eximido de todas las otras liturgias y de los impuestos
extraordinarios. Después de la expedición a Sicilia, cuando los gastos para la construcción y
mantenimiento de la flota habían crecido y la crisis financiera de Atenas era más profunda, los
atenienses se vieron precisados a renunciar a las trierarquías personales y pasar a una forma nueva,
a la sintrierarquía; se autorizó a que se reunieran dos o tres trierarcas para ocuparse de un solo
barco. Tal reforma, empero, no aportó gran alivio a los trierarcas, sino que engendró desorden e
irresponsabilidad. Debido a ello, la sintrierarquía existió durante muy poco tiempo.
    Aparentemente, a raíz de la oposición ofrecida por los ciudadanos ricos al sistema de las
trierarquías, a los ciudadanos que soportaban liturgias superiores a sus medios y fuerzas, se les
otorgó el derecho a transferir su liturgia a otros ciudadanos más pudientes. Llegamos a enterarnos
de esto sólo por las fuentes del siglo IV; mas cabe suponer que tal disposición ya estaba en vigor
también en el siglo V. En las coregías era el arconte y en las trierarquías el estratega quien
determinaba el breve plazo (tres días) para presentar queja contra una liturgia injustamente
aplicada. En ese plazo, el ciudadano gravado con una liturgia debía llamar para hacerse cargo de la
misma a otro de más fortuna que él y libre de otras obligaciones. Este otro ciudadano podía aceptar
la liturgia, o bien dar su conformidad a cambiar de bienes y recursos con el que se había quejado.
Este último, tras efectuarse el cambio de fortunas, tenía la obligación de responder de la liturgia,
haciendo uso de los bienes que acababa de recibir. En torno de las liturgias se desarrollaba en el
Estado ateniense la lucha entre los ciudadanos ricos y los pobres; durante los períodos de
predominio de los oligarcas se suprimían, a la vez que las instituciones democráticas, también los
liturgias.
   El éisfora
    Cuando el Estado ateniense pasaba por períodos difíciles, los ciudadanos y los metecos eran
gravados con un impuesto directo extraordinario provisional (el éisfora). Fue introducido en
Atenas, por primera vez, alrededor de los años 428-427. No se sabe cómo se cobraba en el siglo V:
algunos hombres de ciencia suponen que, en ese tiempo, se trataba de un impuesto sobre los
ingresos y rentas que daban los bienes raíces. Empero, por cuanto también estaban sujetos a este
impuesto los metecos, que pagaban un sexto del total del mismo, es más probable la suposición de
que ya en el siglo V, al igual que en el IV, se tratara de un impuesto sobre los bienes raíces y sobre
los bienes muebles. En el año 428 la cantidad total recaudada por el éisfora se calculaba en 200
talentos.
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   El éisfora era el impuesto más odiado en Atenas, porque, de acuerdo con las tradiciones
establecidas y arraigadas, el impuesto directo se consideraba incompatible con la libertad
ciudadana, razón por la cual se recurría a él en casos extremos. Incluso, cuando se recababa dicho
impuesto durante un tiempo prolongado, se lo consideraba siempre como una medida perentoria.
   Resulta así que el Estado ateniense disponía de diversas fuentes de ingresos; pero todos los
medios recaudados en el Ática eran incomparablemente inferiores a las sumas que ingresaban de
los aliados de Atenas. De esta manera, el poderío económico del Estado ateniense en el siglo V
estaba estrechamente vinculado a la subyugación política y militar de las otras ciudades griegas.
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a personal subordinado, eran pagados de la siguiente manera: cada uno de ellos recibía diariamente
cuatro óbolos, y el Estado tomaba por su cuenta los alimentos del heraldo y el flautista.
   Todos los hechos que acaban de exponerse dan testimonio de que en el siglo V a. C. existía en
Grecia una producción e intercambio de mercancías bastante desarrolladas. La particularidad
histórica del desarrollo económico de Grecia consistió precisamente en que, estando concentrada la
propiedad privada sobre los medios de producción en las manos de la clase de los esclavistas, el
trabajo de los productores básicos, es decir, de los esclavos, era explotado por aquéllos con
métodos de coerción extraeconómica. Según dice C. Marx, se trataba de «apropiación natural de la
fuerza ajena de trabajo, mediante la directa coerción física».
   De esto se desprende con claridad absoluta, que, fuera de la dependencia del grado de desarrollo
del comercio, la producción de mercancías en la antigua Grecia esclavista no pudo alcanzar su
forma más elevada, esto es, no pudo ser de forma y esencia capitalistas. Los investigadores
soviéticos tienen que demostrar, mediante el profundo estudio de las fuentes y mediante la
generalización de los hechos, el carácter específico de la producción de mercancías durante la
época antigua y su papel en el desarrollo de la economía esclavista, y desenmascarar hasta el fin las
anticientíficas «concepciones» burguesas sobre esta cuestión, las que tratan de identificar la
producción de mercancías en el mundo antiguo con la producción capitalista, y «probar» así la
índole «sempiterna» del capitalismo.
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CAPÍTULO XIII
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extremos occidentales del mundo helénico, a Sicilia, y finalmente involucró en la vorágine bélica
también a Persia. En uno u otro grado, todos los países de la cuenca oriental del Mediterráneo
tomaron parte en las operaciones bélicas. Las consecuencias más catastróficas de esta guerra las
sufrieron los dos continentes principales, tanto la Atenas derrotada corno la Esparta vencedora.
    A diferencia de las guerras anteriores, ésta fue extraordinariamente encarnizada, puesto que en
ella, además de los factores políticos —la lucha por la hegemonía en Grecia—, el papel decisivo lo
desempeñó el factor social. En particular, una muy grande significación tuvo el antagonismo entre
la aristocracia terrateniente, esclavista, y la democracia, igualmente esclavista, que representaba, en
primer lugar, los intereses de los círculos comercial-artesanos. Además del antagonismo
fundamental entre Atenas y Esparta, un papel nada pequeño por cierto lo desempeñaron durante la
guerra las discordias y cizañas vecinales entre las polis, tan habituales en la antigua Hélade.
    Durante el desarrollo de la lucha entre las dos agrupaciones de Estados griegos, y si no se
cuentan las guerras de Mesenia, tuvieron lugar, por vez primera, sublevaciones en masa de
esclavos. Lo notable es que dichas sublevaciones tenían lugar en ambos bandos. Las muchas
salidas de los ilotas durante la operación de Pilos, al igual que la fuga de muchos miles de esclavos
atenienses a Decelia, ejercieron gran influencia no sólo sobre la marcha de las operaciones bélicas,
sino también sobre el resultado definitivo de la guerra. Precisamente tal entrelazamiento de
contradicciones políticas y sociales predeterminó tanto el carácter prolongado y destructor de la
guerra como sus consecuencias político-sociales.
   Fuentes
    No sólo las generaciones posteriores, sino también las contemporáneas, especialmente las más
jóvenes de ellas, que llegaron con vida al año 404, reconocieron que la guerra del Peloponeso
difirió marcadamente de todas las guerras anteriores. En primer lugar hay que anotar aquí nuestra
principal y única fuente, la obra de Tucídides, que se inicia declarando que ha «comenzado su obra
en el momento mismo de empezar la guerra, en la seguridad de que ésta sería una guerra muy
importante y más notable que todas las anteriores».
    La obra de Tucídides, según la acertada expresión del académico S. A. Zhébeliev, representa «el
exponente superior de la historiografía antigua». En contraposición con sus predecesores y, en
particular, con su contemporáneo mayor, Herodoto, Tucídides procuraba crear realmente una
historia científica de los acontecimientos. Aprovechó amplia y minuciosamente el material
documental y ser afanó por encarar críticamente los datos de que disponía. Tucídides mismo
declara: «Yo no creía concordante con mi problema anotar todo lo que llegaba a conocer del
primero que encontraba, o aquello que yo podía suponer; sino que anotaba los acontecimientos de
los que fui testigo ocular, y aquello que había oído de otros tras investigaciones, lo más precisas
posible, referente a cada hecho tomado separadamente». En muchas ocasiones, Tucídides hace la
salvedad de que no ha podido establecer la verdad. Siempre subraya las causas a su criterio
fundamentales, de cada acontecimiento. Tras los pretextos inmediatos de la guerra (los conflictos
de Corcira y de Potídea, la defección de Megara), Tucídides anota, como causa fundamental, «que
los atenienses, al crecer su poderío, comenzaron a infundir recelos a los lacedemonios».
    El propio Tucídides tomó parte activa en la vida social y en la lucha política de su polis, Atenas.
Se comprende perfectamente que sus convicciones políticas —era partidario de la oligarquía
moderada— no podían dejar de influenciar sobre su apreciación de la lucha política interna de
Atenas. Era hostil a la democracia. Caracteriza de manera harto negativa al más grande de los
dirigentes del demos, Cleón, y, salvo las ofensas infundadas, guarda absoluto silencio sobre la
actividad del notorio continuador de Cleón, Hipérbolo. Tucídides sostiene francamente que la
oligarquía moderada de Terámenes del año 411, fue «el mejor régimen estatal», y le atribuye, sin
mérito alguno para ello, los éxitos obtenidos por la flota ateniense bajo el mando de Alcibíades. La
esclavitud, según el criterio de Tucídides, es el estado más natural para los «bárbaros».
    La encarnizada lucha política y social, entablada durante la guerra del Peloponeso en toda la
Hélade, fue para Tucídides índice del embrutecimiento y el descenso del nivel moral de los
helenos. Al no comprender las causas sociales de la guerra civil de Mesenia, se limita a lamentar la
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naturaleza criminal de los hombres. «La naturaleza humana, de la que es propio incurrir en
crímenes a despecho de las leyes, sometió éstas a su imperio y demuestra con gozo que no puede
dominar las pasiones, que viola la justicia y que hostiliza a las personas de más méritos.»
    Tampoco es claro para Tucídides el estrecho vínculo entre el desarrollo político interno y las
actuaciones bélicas de ambas partes en guerra. Quizá sea por ello que pasa en silencio los
importantes acontecimientos de la historia interna de Atenas, tanto en las mismas vísperas de la
guerra y en el período que siguiera a la muerte de Pericles como también en el tiempo de la paz de
Nicias. Por ejemplo, no dice ni una sola palabra acerca de los ataques contra Pericles y de las
personas que lo rodeaban en los años 433 a 431; no recuerda, ni siquiera de paso, el ostracismo de
Hipérbolo, etc. Felizmente, las biografías de Pericles, Nicias y Alcibíades escritas por Plutarco
reparan parcialmente esta irritante omisión de la obra del historiador más grande de la Grecia
clásica.
    A pesar de su postura crítica respecto a los mitos, Tucídides cree en la existencia de Caribdis y
de los lestrigones y le da mucha importancia a los diversos oráculos, señales y profecías.
    Así y todo, Tucídides procura siempre describir objetivamente los acontecimientos,
sustrayéndose, dentro de lo posible, a las propias simpatías o antipatías personales. Su objetividad
se manifiesta de forma especialmente clara al exponer los hechos vinculados con sus propios
fracasos en la expedición de Anfípolis. Estos fracasos le acarrearon ser condenado por la asamblea
popular ateniense y expulsado del Ática.
    La historiografía antigua alcanzó en la obra de Tucídides el punto culminante de su desarrollo.
Su declaración de que su obra «ha sido calculada no tanto para servir de instrumento en
competencias verbales, como para convertirse en adquisición eterna», encontró su confirmación en
el hecho, entre otros, de que ninguno de los historiadores de la antigüedad intentó siquiera volver a
describir los acontecimientos expuestos por Tucídides. Los tres autores que escribieron
especialmente acerca de la guerra del Peloponeso (Jenofonte, Cratipos y Teopompo) comienzan sus
respectivas exposiciones desde el punto en que quedó interrumpida la historia de Tucídides.
    El postrer período de la guerra (desde el año 411 hasta el 404) nos es considerablemente menos
conocido. Las fuentes básicas para su estudio son las Helénicas, de Jenofonte, principalmente, y
además los fragmentos de Diodoro de Sicilia y algunas biografías de Plutarco, en especial las de
Alcibíades y Lisandro.
    Para el análisis del régimen político-social de Atenas, para la caracterización de su estado
económico a comienzos de la guerra, para conocimiento de la situación y los ánimos de los
diferentes grupos de la población ateniense, incluidos los esclavos, tienen gran importancia las
comedias de Aristófanes, la seudo jenofontiana Política ateniense, la obra de Aristóteles del mismo
nombre y los discursos de los oradores atenienses.
    También las inscripciones de aquel tiempo constituyen una fuente importante para el historiador.
Son, en lo esencial, textos de tratados, listas de inventarios, informes de los templos atenienses,
datos acerca de los foros abonados por los miembros de la Liga marítima ateniense y algunos
decretos de la iglesia. Los respectivos textos están publicados en la recopilación de las
inscripciones griegas —Inscripciones Graecae (en lo sucesivo, sencillamente IG)—, y en los
ejemplares corrientes de las revistas arqueológicas, en primer lugar, en Hesperia. Merced a esos
textos epigráficos, estamos en condiciones de determinar las dimensiones del tributo que Atenas
impuso a los miembros de la arqué, precisar los gastos efectuados en las diversas expediciones y
caracterizar el contenido de los pactos de los aliados entre Atenas y muchas de las polis.
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   nos proporciona una idea, si bien un tanto exagerada, pero bastante clara acerca de las
dimensiones de los dominios atenienses. En las listas de aliados de Atenas que se han conservado
hasta nuestros días, y que se refieren a los que pagaban el foros, aparecen los nombres de más de
300 polis integrantes de la arqué ateniense.
   El foros representaba, término medio, una suma de 600 talentos anuales. A comienzos de la
guerra, en la acrópolis había guardados 6.000 talentos de moneda acuñada y otros diferentes
valores por valor de 3.500 talentos.
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    Las fuerzas armadas de Atenas se componían de la flota de guerra, que alcanzaba a 300 trieres,
y de un ejército que contaba con cerca de 27.000 hoplitas. Si bien este ejército terrestre era inferior
al espartano en número y, sobre todo, en calidad bélica, la armada naval, en cambio, era
inigualable. En un discurso que Tucídides atribuye a Pericles, pronunciado al comienzo de la
guerra, el orador subraya la superioridad de los atenienses en el campo financiero y, en especial, en
el campo naval. Hablando de los costados vulnerables de los peloponesiacos, anotaba que «el
obstáculo más grande será para ellos la falta de dinero, pues siempre han de sufrir atrasos al
procurar proveerse de él; y los acontecimientos bélicos no esperan». En cambio, los atenienses al
disponer de enormes recursos pecuniarios, y siendo, como lo eran, amos en el mar, se sentían
absolutamente invulnerables al ejército de sus enemigos. En lo que atañe al altivo reconocimiento
de su poderío por parte de Atenas, da cabal testimonio la declaración hiperbólica de Pericles a sus
conciudadanos: «Y si yo tuviera la intención de persuadiros, os aconsejaría que vosotros mismos
asolarais vuestra tierra y la abandonarais, haciendo ver así a los peloponesios que ni siquiera por
ello os rendiríais.»
    Los largos muros que unían a Atenas con el Pireo constituían en aquel entonces un obstáculo
insuperable, incluso para el ejército espartano, que había pasado en el Ática un tiempo bastante
prolongado. Según una acertada observación de C. Marx, «el ateniense, en su condición de
productor de mercancías, sentía su superioridad sobre los espartanos, debido a que éstos disponían
para la guerra solamente de hombres, y no de dinero». Tucídides suministra una brillante
caracterización de los atenienses, la que proviene de sus enemigos más encarnizados, los corintios.
En el congreso de la Liga del Peloponeso, el representante de Corinto declaró: «Al parecer,
vosotros no habéis tomado en cuenta, en absoluto, qué son, qué representan aquellos atenienses
contra quienes habéis de luchar... A los atenienses les gustan las innovaciones y se distinguen por la
rapidez en hacer proyectos y en realizar lo que deciden, se atreven hasta a lo que es su esperanza,
por críticas que sean las circunstancias... Al vencer a un enemigo, los atenienses los persiguen lo
más lejos posible; y al perder una batalla, se dejan desalojar lo menos posible... Y si en alguna
empresa fracasan, alientan en cambio nuevas esperanzas, y con ello suplen aquello que han
perdido. Son los únicos para los cuales la posesión de algo y la esperanza de los proyectado, son
una misma cosa, debido a la rapidez con que se ponen a realizar sus decisiones».
    El adversario de Atenas fue la Liga del Peloponeso, de la cual formaban parte casi todas las
polis del Peloponeso, salvo Argos y, en parte, Acaya. Era de importancia especial el hecho de que
Megara, situada en el mismo istmo de Corinto, se orientara en aquel tiempo hacia Esparta.
    Esta última circunstancia proporcionaba a los espartanos la posibilidad de invadir libremente el
Ática, y también de vincularse con sus muchos aliados en la Grecia central. Entre los mismos se
hallaban la unión de los beocios, la Lócrida oriental, la Fócida, Ambracia, Léucada y Anactorión.
Además, los lacedemonios podían contar con el apoyo de las colonias dorias en Sicilia,
particularmente con Siracusa.
    La fuerza principal de la Liga del Peloponeso residía en el ejército de tierra. Según Plutarco,
bajo el mando de Arquídamo, hubo durante la primera invasión del Ática, 60.000 hoplitas
peloponesios y beocios.
    La armada peloponesia estaba compuesta, principalmente, de naves corintias y megarienses. Si
a éstas se añaden las escuadras auxiliares de Sición, Pelea, Hielea, Ambracia y Léucada, el total de
barcos peloponesios llegaba a la imponente cifra de 300 unidades, lo cual casi equivalía a la flota
de Atenas. Sin embargo, la capacidad combativa de las naves peloponesias era insignificante. En
las batallas navales de aquel tiempo, el triunfo se decidía por la instrucción que tenían los
tripulantes y residía en la capacidad de manejar el ariete. En este aspecto, las trieres atenienses no
tenían iguales. Además, la flota ateniense que se componía de sólo 300 trieres, fue reforzada, al
comienzo de la guerra, por 120 trieres corcirias.
    En vista de ello, «los lacedemonios ordenaron construir y equipar doscientas naves en Italia y
Sicilia, a las ciudades que se habían colocado de su parte».
    En cuanto a las, finanzas espartanas, las mismas no podían, realmente, compararse de modo
alguno con los medios pecuniarios de la arqué ateniense; aun así, tenía también en su poder sumas
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nada despreciables. Para la manutención de la flota de 300 trieres, aun cuando sólo fuese durante
las operaciones bélicas, se requería, como mínimo, tres talentos diarios.
    Tales eran aproximadamente los recursos y el potencial económico-militar de ambas partes,
listas ya para entrar en guerra. Empero, la situación interna era bastante tensa. No obstante el
bienestar exterior, el gran número de contradicciones interiores estaba socavando la solidez de la
retaguardia ateniense.
    En primer lugar, se trataba del antagonismo de clases entre esclavos y esclavistas. El régimen
estatal de Atenas era más democrático que en todo el resto de Grecia, y en Atenas todos los
ciudadanos tomaban parte directa en los comicios. No debe olvidarse, empero, que esa democracia
era una democracia esclavista. La cuestión referente al número de esclavos en el Ática no ha sido
resuelta hasta ahora por la ciencia. Pero, aun admitiendo como mínima una cantidad de 70.000
esclavos, también en este caso llegaríamos a la deducción de que el número de los esclavos
superaba considerablemente al de sus amos. Ciertamente, en la Atenas del siglo V, los esclavos «...
no podían crear una mayoría consciente, ni partidos que dirigieran la lucha; no estaban en
condiciones de darse cuenta hacia qué fin estaban marchando; e inclusive en los momentos más
revolucionarios de la historia ellos eran solamente peones en el tablero, o ser juguetes en manos de
las clases dominantes». Así sucedió también durante la guerra del Peloponeso. No obstante, la
huida de más de 20.000 esclavos atenienses, en su mayor parte artesanos, hacia los espartanos, a
Decelia, fue un golpe muy grave para el poderío económico de Atenas, aun cuando los esclavos no
constituyeran allí una amenaza tan permanente para el Estado como lo eran las agitaciones crónicas
y las sublevaciones de ilotas en Esparta.
    Es muy importante, también, la cuestión que atañe a las relaciones entre Atenas y sus aliados.
La cantidad de habitantes en las ciudades aliadas superaba en decenas de veces a la del Ática. Y del
grado de obediencia de aquéllos dependía la posibilidad, para Atenas, de realizar operaciones
bélicas. A la vez, los aliados estaban indignados, en primer lugar, por estar obligados a pagar un
tributo anual a Atenas, en escala mayor aún que cuando se hallaban sometidos al poder del rey
persa. Además, los atenienses oprimían a sus aliados de distintas maneras, económica y
políticamente. No en vano hablaba Pericles del «odioso poder» que los atenienses ejercían sobre
sus aliados, y declaró abiertamente: «Pues vuestro poder tiene ya el aspecto de una tiranía.» Más
acremente aún se formula el mismo pensamiento en el discurso de Cleón: «Vosotros (los
atenienses) no tomáis en cuenta que vuestro imperio es una tiranía, que vuestros aliados alientan
pensamientos hostiles y están bajo vuestro poder contra su voluntad.» El mismo pensamiento
expone Tucídides ya como su opinión personal: «La mayoría de los helenos estaba indignada
contra los atenienses, unos porque querían librarse de su dominio, y otros por temor a ser sometidos
al mismo.» Incluso durante las negociaciones con Esparta, los propios atenienses hacen la
observación de que «la mayoría de los aliados sentían odio hacia nosotros». Claro está que tal
caracterización caiga quizá en alguna exageración, dadas las indudables simpatías oligárquicas de
Tucídides. Entre los elementos democráticos, los atenienses gozaban en cierta medida de apoyo
incondicional.
    Finalmente, un tercer grupo de contradicciones en la sociedad ateniense lo constituían las
contradicciones entre la oligarquía terrateniente, descendiente de los eupátridas, y las agrupaciones
democráticas artesano-mercantiles. La agrupación que respaldaba a Pericles se apoyaba en la
aplastante mayoría de los ciudadanos atenienses; entraban en ella los mercaderes y los artesanos
que trabajaban para la exportación, los aldeanos afincados en la ciudad que tomaban parte en la
grandiosa obra edificadora de Atenas y, finalmente, la enorme masa compuesta de muchos miles de
ciudadanos que, en una u otra forma, recibían paga del Estado, por cuenta de los ingresos de la
arqué. En la lucha política el campesinado del Ática desempeñaba gran papel, pues, debido a sus
vacilaciones, generalmente proporcionaba la superioridad a una u otra de las dos partes. Durante el
Gobierno de Pericles, a lo largo de casi quince años, la oposición de los oligarcas se halló
aplastada, pero no liquidada, y al aparecer complicaciones en la política exterior, volvió a
encenderse con fuerza más grande aún. Tenía mucho valor, finalmente, y en especial durante los
últimos años del Gobierno de Pericles, la oposición de los círculos democráticos radicales
encabezados por Cleón. Este grupo representaba las capas de la ciudadanía ateniense interesada en
la máxima expansión, tanto económica como política. Así y todo, durante el período
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el envío al extranjero con Brasidas, en calidad de hoplitas, de unos 700 ilotas; el envío de 600 ilotas
y neodamodos a Sicilia— y a veces mediante la manumisión de algunos de ellos, los espartanos
consiguieron su objetivo y, en general, conjugaron el peligro de una total sublevación de los ilotas
durante la guerra».
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    Todo ello forzaba a Potídea a buscar una salida y a afianzar los vínculos con Corinto y con la
Liga del Peloponeso. Dado tal estado de cosas, los atenienses exigieron a Potídea que «demoliera
las murallas del lado de Palena [es decir, del lado del mar], entregara rehenes y despidiera a los
inspectores. Para reforzar sus exigencias, los atenienses enviaron hacia esa región 1.000 hoplitas en
30 naves, y luego otros 2.000 en 40 naves más. Por su parte, Corinto prometió a los potideatas la
mayor ayuda posible de parte de la Liga peloponesiaca, y envió un destacamento de voluntarios
compuesto de 1.600 hoplitas y 400 peltastas. En la primavera del año 432 Potídea se separó
oficialmente de Atenas y firmó un tratado defensivo con los calcídicos. Las huestes atenienses
cercaron a Potídea por todos lados, forzando a los peloponesiacos a encerrarse en el interior de la
ciudad. El asedio a Potídea constituyó el segundo pretexto del conflicto entre los atenienses y los
peloponesiacos que provocó la guerra.
    Finalmente, el tercer pretexto que determinó la decisión peloponesiaca de declarar la guerra fue
el llamado psefisma. Megara, el vecino más cercano del Ática por el sudoeste, estaba situada en el
mismo istmo. Sus puertos de Pagas y Nisaia, en los golfos Corinto y Sarónico, respectivamente,
eran lugares especialmente aptos para el estacionamiento de la flota. Además, Megara mantenía
estrechos vínculos con una serie de colonias fundadas por ella en Sicilia (Trótilo, Tapsos, Megara
Hiblea, en parte Selinonte), y también con Bizancio y Calcedonia, en el Bósforo.
    La posición de Megara en la lucha entre Atenas y Esparta no era estable. Pero, al mismo tiempo,
la posesión de su territorio tenía una importancia estratégica muy grande para cada una de las dos
partes. Poseyéndola y, en particular, poseyendo el paso de la Gerania, Atenas habría cerrado la
salida del Peloponeso a las falanges espartanas aislándolas de sus aliados de la Grecia central. A su
vez, Esparta tenía necesidad de la Megárida para asegurarse el contacto con su aliada Beocia. La
lucha por Megara fue una de las causas de la primera guerra entre Atenas y Esparta; los demócratas
megarienses que gobernaban en la polis titubearon constantemente entre la democracia ateniense y
los oligarcas peloponesiacos. Las relaciones entre ellos y Atenas adquirieron un carácter
especialmente agudo debido a la defección de Megara, que se separó de la arqué ateniense en el
año 446, y también con motivo de haber prestado Megara su apoyo a Corinto en la lucha contra
Corcira. En el invierno del 432, la ecclesia de Atenas emitió un decreto especial sobre Megara (el
psefisma megariense), de acuerdo con el cual, «contrariamente al convenio... fueron cerrados a los
megarieneses los puertos en los dominios de Atenas y el mercado ático». Se daba como argumento
el hecho de que los megarienses «habían arado las tierras sagradas... y acogían a esclavos fugitivos
de Atenas». Al parecer, esta última circunstancia desempeñó un papel esencial, ya que fue expuesto
oficialmente por Atenas durante las negociaciones con Esparta. De esta manera, las fugas masivas
de esclavos atenienses quedan atestiguadas por Tucídides como ocurridas no sólo en el período de
operaciones bélicas (a lo cual nos hemos referido ya), sino también en períodos anteriores. Esta
resolución de la ecclesia supuso una auténtica catástrofe para Megara.
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cerca de un año. Tucídides relata, con bastante acopio de detalles, los preparativos bélicos de los
lacedemonios. En la inteligencia de que sin prevalecer en el mar nunca podrían vencer a los
atenienses, «los lacedemonios ordenaron a aquellas ciudades de Italia y Sicilia que habían tomado
su partido construir y equipar 200 naves de acuerdo con la magnitud de cada ciudad, de manera que
con las que ya tenían en Grecia, la cantidad total de sus barcos alcanzaría la cifra de 500. Además,
les ordenaron que les procuraran ciertas sumas de dinero».
    En lo que respecta a la preparación diplomática de la guerra, la primera exigencia de los
peloponesios fue «expulsar a los culpables de sacrilegio contra la diosa», lo que prácticamente
significaba la expulsión de Pericles, quien por línea materna descendía de la familia de los
Alcmeónidas, causantes del asesinato de Cilón. Es claro que tal exigencia fue meramente
demostrativa. «Al luchar como si se tratara ante todo de vengar a los dioses..., los lacedemonios no
confiaban tanto en que Pericles fuese expulsado como en que su exigencia le desacreditase ante los
ciudadanos, irritándolos contra él.» En respuesta, los atenienses formularon una contraexigencia:
que se expulsara de Esparta a los culpables de haber dado muerte a los ilotas en el Tenaro (año
464), y a los culpables del asesinato del rey Pausanias en el templo de Atenea Calquiecos.
    La segunda etapa de la lucha diplomática comenzó con la exigencia espartana de levantar el
asedio a Potídea y otorgar la libertad a Egina. La exigencia fundamental fue la de abolir el psefisma
megariense, respecto a lo cual los embajadores declararon que no habría guerra en caso de avenirse
los atenienses a hacer esa concesión. Pero también estas exigencias de Esparta fueron rechazadas.
La última embajada llegó a Atenas hacia finales del invierno del año 431, con un ultimátum: «Los
lacedemonios desean la paz, y ésta llegará si vosotros [los atenienses] dais autonomía a todos los
helenos.» Tal medida de la diplomacia espartana tenía un gran significado político. Al valorar la
situación en la Hélade después del ataque tebano contra Platea, Tucídides anota: «La simpatía de
los helenos se inclinaba en mayor grado hacia los lacedemonios, tanto más viendo que éstos
declaraban que su propósito era el de liberar a la Hélade... Al mismo tiempo, la mayoría de los
helenos estaba indignada contra los atenienses, unos porque querían librarse de su dominio, y otros
por el temor a ser sometidos al mismo.»
    A propuesta de Pericles, la ecclesia ateniense respondió al utimátum espartano con una áspera
negativa. Lo cual significaba la ruptura de las relaciones diplomáticas y debía conducir, en un
futuro cercano, a una guerra declarada.
    El comienzo de las acciones bélicas fue dado por los tebanos. Durante los trabajos agrícolas
primaverales del año 431, un destacamento de 300 tebanos, comandado por dos beotarcas, cayó
inesperadamente sobre Platea, lindante con el Ática. Mas hacia la madrugada los plateos
organizaron un contragolpe y tomaron prisioneros a 180 tebanos, entre los cuales había muchos
miembros de las familias beocias de más abolengo. Debido al tumultuoso desbordamiento del río
Asopos, las principales tropas tebanas no pudieron acercarse a Platea, de manera que los
prisioneros fueron ejecutados por los plateos, indignadísimos por la conducta traicionera de los
tebanos —esto es, por su ataque—. Con este motivo, en Atenas fueron apresados todos los beocios
que se hallaban en el Ática.
    Esta manifiesta violación del tratado de los treinta años señaló el principio de la guerra del
Peloponeso.
2. La guerra de Arquídamo
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representaban el ejército más grande, «un ejército enorme y valeroso». Los atenienses no podían
oponerle ni siquiera la mitad de su número a los hoplitas, y hubiera sido una insensatez intentar
combatir con el enemigo en campo abierto. Sabiéndolo, Arquídamo quería provocar a los
atenienses y atraerlos a aceptar una batalla, contando con su furia «cuando vieran asolada su tierra
y destruidas sus propiedades». Por añadidura, Arquídamo alentaba la esperanza de que los
atenienses, «entre los cuales había una juventud de las más brillantes familias, y se encontraban
mejor preparados que nunca para la guerra, quizá pasaran a la ofensiva, no pudiendo contenerse al
ver sus campos arrasados». En el plan de Arquídamo se percibe la tendencia a privar al grupo de
Pericles del apoyo del numeroso campesinado ático que, en el caso de una invasión peloponesiaca
se vería privado de sus bienes; el descontento de los campesinos tendría que crear muchas
dificultades a la posición de Pericles.
    Así, pues, el jefe peloponesiaco quería terminar la guerra de un solo golpe. Solamente en caso
de fracasar este plan, entraría en acción la flota paulatinamente preparada de antemano; mas, aún
en tal caso, el papel que se le concedía era secundario. Es posible que los espartanos contaran
también con la ayuda de los oligarcas atenienses. No sin razón Pericles habíase negado a entrar en
negociaciones con el embajador espartano Melesipo, enviado a Atenas antes de la invasión de
Arquídamo al Ática; y los atenienses le despidieron «con una escolta para evitar que entrara en
comunicación con nadie».
    La estrategia ateniense fue expresada en el discurso de Pericles: «El les aconsejó lo mismo que
antes; que se prepararan para la guerra y llevaran todas sus cosas a la ciudad; que no salieran a
librar batalla, sino que se encerraran dentro de la ciudad y la guardaran, alistando la flota, que era
su fuerza, y que no dejaran de tener bajo sus manos a los aliados.» Era ésta la parte defensiva del
plan, cuyo propósito, tomando en consideración la enorme superioridad de los peloponesiacos en
tierra firme, consistía en enfrentarlos a una guerra de agotamiento, en la que el papel decisivo sería
desempeñado por la flota y por el poderío financiero de Atenas. El prolongado bloqueo de las
costas del Peloponeso y el embotellamiento del comercio corintio, obligarían al enemigo —de
acuerdo con el plan de Pericles— a pedir la paz, tarde o temprano. En este plan, el papel principal
debían desempeñarlo las fuerzas atenienses en el mar Jónico. Como ya hemos señalado
anteriormente, por allí pasaban los caminos fundamentales del comercio corintio; desde Sicilia,
también iban cereales al Peloponeso. Para que el bloqueo tuviera éxito, se necesitaba llevarlo a
cabo desde ambos flancos. Y por ello los atenienses «enviaron embajadas, sobre todo a las
localidades vecinas al Peloponeso: Corcira, Cefalonia, Acarnania y Zacinto, considerando que de
serle éstas firmemente adictas, estarían en condiciones de derrotar al Peloponeso cercándolo».
    La mejor confirmación de acierto de este plan la da el reconocimiento de su racionalidad por el
principal adversario de Pericles: «Los dueños del mar pueden hacer lo que sólo a veces les es dable
hacer a los dueños de la tierra firme: asolar las tierras de los más fuertes; pueden, precisamente,
acercarse con los barcos hasta los lugares donde no hay enemigos, o donde los hay pocos; ... Si
ellos [los atenienses] hubiesen dominado en el mar viviendo en una isla, tendrían la posibilidad de
no sufrir nada malo, aun cuando desearan inferir daños a los demás.»
    Como todo plan militar, el planteamiento táctico de Pericles tenía un carácter bélico y, a la par,
político-social. Su aspecto más vulnerable era que sacrificaba los intereses de los campesinos
atenienses, cuyas propiedades, en su totalidad, eran despiadadamente destruidas y asoladas. Esta
circunstancia determinó el crecimiento de la oposición al curso tomado por Pericles en la Atenas
asediada y fue enormemente en detrimento de la capacidad combativa de Atenas en el comienzo de
la guerra. El segundo gran defecto del plan ateniense fue el de encomendar a la armada un papel
meramente pasivo: el bloqueo del Peloponeso, sin desembarco y sin crear plaza de armas en
territorio enemigo. Solamente la democracia esclavista, que llegó al poder durante el curso de la
guerra, teniendo a la cabeza a Cleón y a Demóstenes, completó el plan de Pericles incluyendo en el
mismo operaciones activas de la flota, lo cual fue, precisamente, lo que determinó la paz de Nicias,
favorablemente a Atenas.
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   Al conocer las tres variantes de tratados de paz por cinco, diez y treinta años, el héroe de la
comedia, Dikeópolos, declara que el primero huele a brea y a reclutamiento militar (alusión al
servicio en la armada y en el ejército), el segundo tiene el resabio a embajadores, y el tercero tiene
aroma y sabor de ambrosía y néctar. La escena termina con las palabras de Dikeópolos:
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    De manera que la destrucción de las tierras dedicadas a las plantaciones debía llenar de
amargura los corazones de los campesinos que se habían refugiado tras los inexpugnables muros de
Atenas. No obstante, postergando la convocatoria de la asamblea popular, Pericles contuvo durante
mucho tiempo el descontento de los hoplitas reclutados en los demos rurales, salvando así de hecho
al ejército ateniense de un indudable desastre. Habiendo permanecido en el territorio del Ática
cerca de un mes, los peloponesiacos se vieron forzados a retirarse de Acames a través de Oropos y
de Beocia, después de lo cual licenciaron a los contingentes aliados y regresaron a sus casas.
    En el año siguiente, 430, la invasión se repitió con la sola diferencia de que Arquídamo entró en
el Ática a comienzos de junio, y desde Acames dobló hacia el sudeste, en dirección a las minas del
Laurión. Durante esa campaña de verano, los peloponesios permanecieron en el Ática, como
máximo, cuarenta días. Pero esta vez las depredaciones fueron considerablemente mayores que en
el año anterior. Así y todo, tampoco ahora salieron los hoplitas atenienses al encuentro de sus
enemigos.
    Durante los primeros dos años de la guerra, las operaciones activas de los atenienses, de acuerdo
con el plan de Pericles, tuvieron lugar principalmente en el mar. En el verano del año 431 una
poderosa escuadra compuesta de 100 trieres atenienses, 50 corcirias y algunas jónicas asoló el
litoral del Peloponeso. También en las aguas jónicas tuvo un éxito rotundo la escuadra ateniense:
fue tomada la colonia corintia de Solios, en la Acarnania, con lo cual se interrumpían las
comunicaciones por tierra firma entre Corintio y la región noroeste, y se lograba la adhesión a
Atenas de las cuatro polis de Cefalonia. La isla de Zacinto, estratégicamente muy importante, hacía
tiempo ya que se había plegado a los atenienses. Esta adhesión de Cefalonia y Zacinto era tanto
más significativa cuanto que se trataba de colonias de Corinto, dorias por su composición.
Posiblemente influyera en ello el ejemplo de Corcira, la que, no obstante sus vínculos de
parentesco con los peloponesiacos, también había entrado a formar parte de la Liga marítima
ateniense. Una de las medidas importantes tomadas por los atenienses, fue la de expulsar de su isla
a los eginetas. Todo Egina fue literalmente «limpiada» de sus anteriores habitantes, distribuyéndose
las tierras entre 2.700 clerucos atenienses.
    Al año siguiente, una poderosa armada ateniense, que llevaba a 4.000 hoplitas e incluso tropas
de caballería, se hizo a la mar bajo el mando del propio Pericles. La flota estaba compuesta de 100
trieres de Atenas y 50 de Quíos y Lesbos. Fueron asoladas las tierras peloponesiacas alrededor de
Epidauro, Trecene, Hermión y, además, Prasias, en la Laconia. En el invierno del año 429 también
fue tomada Potídea, tras grandes dificultades.
    En general, los atenienses habían obtenido en el Norte considerables éxitos políticos durante los
primeros dos años de guerra. Lograron atraerse no pocas polis tesaliotas. Además, acordaron una
alianza con Sitalcés, rey de la más grande tribu tracia, la de los odrises, y se aseguraron su ayuda
militar contra Calcidia. Mediante la cesión de la región de Terme al rey macedonio Pérdicas, los
atenienses lograron atraerlo a su Liga, de la cual fue miembro.
    De esta manera, desde el punto de vista militar, ninguna de las partes logró, durante los primeros
dos años de guerra, éxitos decisivos, y, en general, la guerra se desarrollaba de acuerdo con las
previsiones de Pericles.
   Caída de Pericles
   Aún así, dos hechos vinculados entre sí empeoraron en grado considerable la situación de
Atenas y la de Pericles. El primero fue la afluencia a Atenas de los fugitivos de toda el Ática. Un
pintoresco relato de Tucídides muestra claramente las calamidades que tuvieron que soportar los
habitantes: «Una vez que llegaron a Atenas, se encontró alojamiento sólo para unos pocos; alguno
que otro fue acogido entre amigos o parientes, pero lo más se establecieron en los solares
deshabitados de la ciudad, en todos los santuarios de dioses y de héroes. Por el apremio de tan
aguda necesidad, fue poblado el llamado Pelasgicón, situado al pie de la Acrópolis, y no habitado a
causa de un sortilegio... Muchos se instalaron en las torres de las murallas, y donde y como
pudieron; la ciudad no podía dar cabida a todos los que se habían reunido en su interior, y,
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posteriormente, ocuparon incluso los Largos Muros, repartiéndose los lugares, y también la mayor
parte del Pireo.» Acerca del hacinamiento de la población en Atenas habla también Aristófanes.
    El segundo hecho era que la situación interna de Atenas se complicó en el segundo año de la
guerra, por una terrible epidemia de peste bubónica que se desencadenó en la capital, superpoblada
hasta el extremo. La peste, proveniente de Persia, apareció primeramente en el Pireo y luego en
Atenas. El hacinamiento de la población, las condiciones insalubres, la falta de preparación de las
autoridades atenienses para recibir y ubicar a los fugitivos del Ática intensificaron la calamidad.
«El éxodo desde los campos a la ciudad acrecentaba el sufrimiento de los atenienses, sobre todo el
de los propios refugiados. Y como no alcanzaban las casas, y en verano vivían en chozas estrechas
y sofocantes, morían en medio del mayor desorden: los moribundos, cual cadáveres, yacían unos
sobre otros, o se arrastraban, más muertos que vivos, por las calles y alrededor de las fuentes,
atormentados por la sed. Los santuarios en los cuales se habían instalado los asilados, en tiendas,
estaban llenos de cadáveres, porque la gente moría allí mismo.
    La epidemia se prolongó durante dos años, y tras una breve interrupción, durante otro año más.
De la enorme mortandad de la población da testimonio el hecho de que de los 27.000 hoplitas
habían perecido 4.400 debido a la peste, esto es, un 16 por 100. En el destacamento de hoplitas que
fue a Potídea, en el lapso de 40 días murieron unos 1.500 de los 4.000 enviados. La considerable
disminución del número de ciudadanos atenienses imposibilitaba a los hoplitas salir al campo de
batalla y, simultáneamente, debido a la merma de los remeros, reducía sensiblemente las
posibilidades de la armada de cumplir operaciones activas.
    Estas desgracias, que cayeron inesperadamente sobre Atenas, provocaron esenciales variaciones
en la relación de fuerzas que componían la ecclesia. Aquella estable mayoría del demos sobre la
que se apoyaba Pericles se había reducido en grado muy sensible. Empezaron a intensificar su
actividad los oligarcas que aún no habían perdido las esperanzas de llegar a un acuerdo con
Esparta; además, los campesinos del Ática, privados de la totalidad de sus bienes, rebosaron de
ánimos acerbos contra Pericles, al que acusaban de ser culpable de las desgracias que se habían
descargado sobre ellos. Como consecuencia de todo ello, Pericles fue castigado con una gruesa
multa en dinero, y al año siguiente ya no se le reeligió con estratega. En agosto del año 430 fueron
enviados embajadores atenienses a Esparta, mas las condiciones de paz ofrecidas por ésta eran
excesivamente ásperas, y las negociaciones fueron interrumpidas. Y aun cuando al año siguiente
los ánimos del demos habían cambiado y Pericles fue nuevamente elegido como estratega, la lucha
política en Atenas adquirió formas más agudas y tensas. Después del fallecimiento de Pericles,
atacado por la peste (septiembre del 429), el demos ateniense quedó sin su dirigente reconocido.
Este hecho agudizó más aún la lucha política en Atenas. Ciertamente, la aristocracia esclavista se
abstuvo de intervenir activamente en política, disimulando sus ánimos laconófilos y limitándose a
atacar a la democracia esclavista con panfletos calumniosos (del tipo de la Política ateniense
seudojenofontiana). En cambio, fueron manifestándose con mayor agudeza las contradicciones en
el interior del demos, desarrollándose la lucha entre dos corrientes fundamentales: la moderada,
que se apoyaba sobre los grandes esclavistas, encabezados por Nicias, y la radical, que
representaba las aspiraciones de los círculos interesados en el mantenimiento y ampliación de la
arqué, encabezados por Cleón.
   El asedio a Platea
   Los primeros años de guerra demostraron la invulnerabilidad militar de Atenas en tierra firma.
Los fines directos e inmediatos de las dos primeras campañas contra el Ática, en los años 431 y
430, que se caracterizaron por la destrucción de las viejas plantaciones, habían sido satisfechas en
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lo fundamental. Pero Atenas seguía siendo igualmente inaccesible para el adversario. Además, la
terrible epidemia que agotaba al Ática provocaba serios temores entre los peloponesios. En vista de
todas estas circunstancias, los planes militares de Esparta y de sus aliados debieron sufrir algunas
variantes. Durante el año 429, sus ejércitos no invadieron al Ática. En los siguientes años de la
guerra de Arquídamo, lo hicieron sólo en dos oportunidades: en el año 428, bajo el mando de
Arquídamo, limitándose a asolar la rica llanura Triásica; y en el año 427, cuando la expedición al
Ática fue primordialmente provocada por el deseo de prestar apoyo a Mitilene, que se había
sublevado. A partir de entonces, y a lo largo de 15 años —hasta la misma guerra de Decelia—, el
Ática no sufrió ninguna invasión directa del enemigo.
    Habiendo perdido las esperanzas de derrotar a los atenienses con un solo golpe decisivo, los
espartanos fijaron su atención en teatros secundarios de operaciones bélicas, calculando tener éxito
siquiera en esos puntos. Uno de ellos era Platea. Esta pequeña polis, si bien estaba rodeada de altas
murallas, contaba tan sólo con 400 guerreros capaces de combatir. La importancia de Platea residía
en su condición de puesto avanzado ateniense en Beocia, donde constituía una amenaza constante
en las vías de comunicación entre Tebas y el ejército peloponesiaco invasor. Los plateos, después
de la victoria sobre Jerjes, «gozaban de la protección de todos los helenos», mas siempre se
inclinaron por una alianza con Atenas, pues temían una agresión por parte de Tebas. Y
precisamente contra esa diminuta polis avanzó en el año 429 el ejército de Arquídamo, compuesto
de 60.000 hoplitas. El asedio de Platea, descrito detalladamente por Tucídides, ofrece gran interés
desde el punto de vista técnico militar, por lo cual nos detendremos en él con más minuciosidad.
    Toda la ciudad fue cercada con una empalizada de madera y un terraplén, que fue elevado
ininterrumpidamente durante 70 días y noches para que superara en altura el nivel de las murallas
de la ciudad sitiada. Pero los plateos fueron elevando simultáneamente su muralla, paralela a la
valla enemiga. Además, los sitiados socavaban constantemente esa valla y llevaban la tierra al
interior de la ciudad, de manera que el terraplén perdía altura. Como precaución complementaria,
en el interior de la ciudad erigieron otra muralla más. Las tentativas de romper las murallas de
Platea por medio de arietes fueron paralizadas con enormes troncos de árboles que eran fijados con
cadenas de hierro a la parte superior de las murallas. Los troncos eran proyectados contra los
arietes de los sitiadores, rompían sus partes delanteras y eran izados con las cadenas. Viendo la
inutilidad de sus tentativas, los peloponesiacos resolvieron desalojar a los plateos a fuerza de humo.
Tal recurso tenía probabilidades de éxito, puesto que el área de la ciudad era bastante pequeña.
Habiendo llenado de haces de ramaje seco todo el espacio comprendido entre el terraplén y las
murallas, los peloponesiacos les prendieron fuego. «Se levantó una llamarada tal, como nadie había
visto nunca hasta aquel momento, al menos producida por las manos del hombre.» Pero la
casualidad quiso que una lluvia torrencial anulara también este peligro. Inmediatamente después
decidieron los peloponesiacos levantar baluartes de asedio en torno a Platea, dejando en ellos una
guarnición para continuar el sitio; todo el resto del ejército fue licenciado y hecho regresar a sus
casas. Fueron sitiados 400 plateos, 80 atenienses y 110 mujeres, que se habían quedado en la
ciudad voluntariamente. Todos los esclavos fueron evacuados de Platea, al parecer para evitar una
posible traición. Los ancianos, los niños y la mayor parte de las mujeres habían sido anteriormente
trasladados a Atenas. Así y todo, debió pasar mucho tiempo aún antes de que los peloponesiacos
pudieran apoderarse de la ciudad, valientemente defendida. En el invierno, la mitad de la
guarnición sitiada, unos 220 hombres, aprovechando el mal tiempo, hicieron una salida empleando
escaleras preparadas de antemano. Subieron las murallas y, dando muerte, protegidos por la
oscuridad de la noche, a un considerable número de sitiadores, se abrieron camino, primero a Tebas
y luego hacia Atenas, adonde llegaron sanos y salvos.
    En pleno verano del quinto año de la guerra, tras un asedio de dos años, los 200 plateos y 25
atenienses que habían quedado en la ciudad se rindieron a los lacedemonios y fueron ejecutados sin
excepción, siendo las mujeres vendidas como esclavas. La ciudad fue literalmente arrasada —
llevada a ras del suelo— por los espartanos.
    El asedio de Platea pone en evidencia la imperfección de la técnica de asedio que se practicaba
en aquel tiempo, e ilustra mejor aún la total inaccesibilidad, para el ejército peloponesiaco, de
Atenas, que poseía al Pireo. La prolongada defensa de Platea volvió a demostrar convincentemente
que la estrategia de la Liga del Peloponeso se encontraba en un callejón sin salida.
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inmediatamente a sus lares. Solamente con un gran retraso, a finales de mayo del año 427, 40
barcos peloponesiacos fueron enviados a Lesbos. Para ese entonces, el estratega ateniense Paqués,
habiendo arribado a la isla con 1.000 hoplitas, ya había cercado a Mitilene con un muro y puesto
sitio a la ciudad, por tierra y por mar.
    Sin esperar a la escuadra peloponesiaca, que avanzaba con excesiva demora, los oligarcas
mitilenios se vieron obligados a armar al demos con el fin de defender a la ciudad. Pero el demos,
al conseguir las armas, se sublevó y exigió la distribución de los cereales de manera equitativa
entre todos los ciudadanos, amenazando, en caso contrario, entregar la ciudad a los atenienses.
Temiendo una sublevación de todo el pueblo, los oligarcas prefirieron el poder de los atenienses, y
capitularon a comienzos de julio del año 427, entregándose a Paqués, quien envió a 1.000 de ellos
prisioneros a Atenas. La escuadra peloponesiaca, que llegó después de la capitulación de Mitilene,
no se atrevió a encontrarse con los atenienses en el mar, y regresó al Peloponeso.
    El castigo que debería aplicarse a los mitilenios provocó grandes discrepancias en la ecclesia
ateniense. En la primera reunión (agosto del 427), a propuesta de Cleón, hijo de Cleainetos, se
resolvió ejecutar no sólo a los oligarcas enviados por Paqués a Atenas, sino a todos los pobladores
de Mitilene; las mujeres y los niños debían ser vendidos como esclavos. Sin embargo, en la
segunda reunión la cuestión volvió a ser planteada con el propósito de someterla a una
consideración más detenida, y, no obstante la oposición de Cleón, la ecclesia resolvió, por una
insignificante mayoría de votos, ejecutar solamente a 1.000 aristócratas, demoler las murallas de
Mitilene y privarla de la flota. Las tierras de Lesbos fueron repartidas (salvo las de Metimna, fiel a
Atenas) entre los 2.700 clerucos atenienses. Los lesbios pagaban anualmente a los clerucos la
cantidad de 54 talentos.
    Acontecimientos análogos a los de Mitilene se desarrollaron en Corcira, donde los disturbios se
habían iniciado al regresar de Corinto los aristócratas hechos prisioneros en las batallas de
Epidamne y de las islas de Sibota. Al comienzo de la guerra, los corcirios habían resuelto mantener
su alianza defensiva con los atenienses, pero sin declarar guerra alguna a la Liga peloponesiaca.
Mas los oligarcas organizaron una conjuración, dieron muerte al cabecilla del partido proateniense,
Pitias, y a otros 60 demócratas, de los cuales sólo unos pocos dirigentes lograron huir a Atenas. Los
oligarcas, una vez en el poder, declararon primeramente que Corcira se atendría a una neutralidad
armada con respecto a ambos beligerantes. Pero después de la llegada de una triere corintia y
algunos embajadores espartanos, fue organizado un segundo ataque a los demócratas. Los
combates continuaron varios días. «Ambos bandos enviaron heraldos a los campos circundantes
para llamar en su ayuda a los esclavos, con la promesa de la libertad. La mayoría de ellos se plegó a
los demócratas, en tanto que a los aristócratas sólo les llegaron unas 800 personas desde el
continente.» La tenaz lucha terminó con el triunfo de los demócratas.
    Esto provocó la intervención armada de las dos partes en guerra, puesto que Corcira era la llave
de todo el archipiélago jónico. Los peloponesiacos enviaron a Corcira 53 trieres, y los atenienses 11
primero y otras 60 después, lo cual hizo retroceder a aquéllos.
    Tras el arribo de la segunda escuadra ateniense, los demócratas corcirios comenzaron a vengarse
de los oligarcas y sus partidarios. «Pero también cayeron algunos víctimas de enemistades privadas
y otros murieron a maños de sus acreedores.» Parte de los oligarcas expulsados se fortificaron en
Istone (un cerro al sur de la ciudad de Corcira). La lucha entre los ciudadanos y los expulsados se
prolongó durante muchos tiempo, hasta que arribó a la isla, en el año 425, una fuerte escuadra
ateniense, que iba camino a Sicilia. Con la ayuda de los atenienses, los demócratas atacaron la
fortificación de Istone y la tomaron por asalto. Todos los prisioneros fueron muertos, y las mujeres,
convertidas en esclavas. Como conclusión, Tucídides constata melancólicamente: «Este fue el final
de las enconadas luchas intestinas, al menos por la duración de esta guerra, pues lo que quedaba del
otro bando [el de los oligarcas] no es digno de mención.»
    Los acontecimientos de Corcira y de Mitilene guardan entre sí muchos rasgos de semejanza,
pero también otros tantos que los diferencian. Anotemos, en primer lugar, que la lucha político-
social más encarnizada se presenta, precisamente, en las polis más desarrolladas y adelantadas. En
esto reside el lado débil de toda la democracia esclavista. Y en esto se encierra también una de las
causas de la derrota final de Atenas. Lo común de los acontecimientos de Lesbos y de Corcira es
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que la iniciativa, tanto en una como en la otra, estuvo en manos de los oligarcas. En las dos polis
los oligarcas acudieron a Esparta en busca de ayuda, al tiempo que los demócratas se orientaron
hacia Atenas. «En cuanto a los aliados, entre ellos la muchedumbre, también persigue, con
malintencionadas calumnias y odios, a los nobles», escribe el autor de la seudo-jenofontiana
Constitución de Atenas, de inspiración aristocrática, al parecer, bajo la impresión de los
acontecimientos que hemos considerado.
    Si durante el primer período de guerra, los oligarcas, en la esperanza del pronto triunfo de
Esparta, a su criterio inevitable, estaban en una serie de polis animados de paciente espera, ahora,
en cambio, se colocaron abiertamente en el camino de la rebelión y, en primer lugar, buscaron la
ayuda del Peloponeso. El apoyo social de la aristocracia mitilenia era sumamente reducido. De
hecho, su poder se mantenía no debido a la confianza de la mayoría de los ciudadanos, sino
únicamente a que el demos mitilenio carecía de hoplitas. La base social de la oligarquía corciria era
más reducida aún: la misma trataba de adueñarse del poder por vía de conjuraciones, creyendo
posible retenerlo sólo con el apoyo de las fuerzas armadas de los peloponesiacos. Y es preciso tener
en cuenta que los corcinos, dorios por su origen, según el punto de vista de los conceptos de los
antiguos helenos, debían sentirse ajenos a Atenas y cercanos a Esparta.
    La descripción de los acontecimientos de Corcira, que nos suministra Tucídides, proporciona
algunos rasgos, pequeños pero interesantes, que caracterizan la composición social de los oligarcas.
En primer lugar, figuran la nobleza de abolengo y los individuos adinerados: los usureros, los
grandes propietarios de barcos, los grandes terratenientes y los poseedores de gran número de
esclavos. Lo exacerbado de la lucha política en Corcira, tan minuciosamente descrita por Tucídides,
no puede explicarse sólo por las rivalidades tribales o raciales; el papel decisivo lo desempeñaban
las clases sociales: el bajo pueblo explotado ajustaba cuentas con sus opresores.
    Es de excepcional importancia el testimonio que hemos citado sobre la participación de los
esclavos en la guerra civil de Corcira. En general, estamos informados deficientemente acerca de
los ánimos reinantes entre los esclavos griegos en el siglo V, y menos aún acerca de su
participación, directa o indirecta, en la lucha político-social de aquellos tiempos. Se desprende con
claridad de las palabras de Tucídides que, en primer lugar, había en Corcira una cantidad bastante
considerable de esclavos; en segundo lugar, y como era de esperar, los mismos estaban
concentrados en los campos y, en consecuencia, se hallaban ocupados en la cosecha (a mediados de
agosto); en tercer lugar, la «mayoría de los esclavos se plegó a los demócratas», puesto que sus
explotadores principales, al parecer, formaban parte de la agrupación oligárquica. Finalmente, en
cuarto lugar, la mayoría de los esclavos fue atraída hacia el lado de los demócratas mediante la
promesa de la libertad. Sin embargo, aún en este caso los esclavos no eran más que peones en el
tablero ajedrecístico que tenían en sus manos las clases dominantes. Todo el contexto de Tucídides
da testimonio no del papel autónomo de los esclavos, sino de la tensión de esa lucha civil, puesto
que aquéllos estaban fuera de la sociedad ciudadana; y el hecho mismo de haber recurrido los
ciudadanos a su ayuda, parecía a los contemporáneos algo fuera de común.
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tiempo que las operaciones bélicas, que estaban prolongándose, requerían recursos
complementarios.
    Tanto en el ámbito financiero como en el estrictamente militar, las medidas decisivas estaban a
la orden del día. Ya durante la expedición a la ciudad de Mitilene, los atenienses se habían decidido
a adoptar una medida totalmente extraordinaria para aquellos tiempos, como lo era la implantación
de un impuesto directo, por una sola vez, sobre los bienes de los ciudadanos. «Los mismos
atenienses oblaron entonces, por vez primera, en calidad de impuesto directo (éisfora), doscientos
talentos.» La éisfora constituyo un impuesto directo para las necesidades de la guerra, introducido
por una resolución especial de la ecclesia. Era cobrado a los ciudadanos de las tres primeras clases
establecidas en su tiempo por Solón, en función de sus ingresos. La cobranza de este impuesto era
cedida en arriendo. Al mismo tiempo, Atenas había equipado «para enviarlas a los aliados, doce
naves encargadas de recaudar el dinero, al mando del estratega Lisicles, con catorce compañeros
suyos».
    Recorrió las tierras de los «aliados de Atenas» en el Asia Menor, recaudando dinero. Sucumbió
más tarde, junto con otros muchos guerreros atenienses, en la llanura del Meandro, durante un
ataque de los carios. La misma suerte corrió, antes, otro recaudador de tributos entre los «aliados»,
Melesandro.
    Sin embargo, tanto la éisfora como la recaudación de dinero por Lisicles no eran más que una
gota de agua en el mar de los gastos militares.
    La cuestión financiera se complicaba aún más por el hecho de que, además de la necesidad de
llenar el exhausto tesoro del Estado para poder activar las operaciones de guerra, frente a Atenas se
erguía otro problema de importancia no menos que los asuntos bélicos: el de alimentar a la plebe
urbana y a los campesinos empobrecidos que habían afluido a la ciudad desde todas parte del Ática.
Las decisiones sobre «los aliados sublevados» eran tomadas por los dirigentes del demos, tomando
en consideración todas las circunstancias anotadas. Así, por ejemplo, como ya hemos señalado, de
acuerdo con el decreto final de la ecclesia sobre la cuestión de Mitilene, se preveía la distribución
de todo el territorio de Lesbos (excepto el de Metimna) entre 2.700 clerucos atenienses. En este
caso, no se trataba de clerucos del tipo habitual, de los que se trasladaban por sí mismos al nuevo
territorio, disponiendo a su propio entender de las parcelas ocupadas. «Los propios lesbios
cultivaban su tierra y debían ir pagando, en dinero contante, dos minas anuales por cada lote.»
Resultaba así que la cleruquía no lo era más que nominalmente. Los propietarios de los lotes
lesbios —los atenienses— podían permanecer en Atenas, pero unos 3.000 ciudadanos, más o
menos, obtenían ingresos complementarios de dos óbolos por día.
    Pericles había logrado dirigir tanto tiempo (durante 15 años enteros) la ecclesia, siempre
tumultuosa y vacilante, ante todo porque, por una parte, él gozaba de la absoluta confianza de las
amplias masas del demos en su condición de luchador contra el sistema oligárquico, y por otra, él
mismo se hallaba socialmente vinculado con los círculos aristocráticos. Perteneciendo, por su
origen, a la estirpe de los Alcmeónidas, siendo él mismo bastante acaudalado, Pericles imponía
confianza a muchos de los aristócratas a los cuales eran caros los intereses estatales de Atenas.
También reconciliaba a los aristócratas con el dominio de Pericles el hecho de que él fuera
alejándose más y más del sistema democrático. Tucídides caracteriza muy acertadamente su
gobierno: «De nombre, aquello era una democracia, pero, de hecho, el poder pertenecía al primer
ciudadano.» Plutarco dice: «Tampoco lo confundía el hecho de que siempre se lo molestara con
reproches a muchos de sus propios amigos..., que los coros entonaran canciones sarcásticas
avergonzándolo y denigrándolo por su método de llevar la guerra.»
    Sólo la devastación del Ática por Arquídamo y la terrible peste bubónica socavaron
temporalmente la confianza depositada en Pericles. Los ataques que le eran dirigidos, partían de
dos lados. En primer lugar, los aristócratas de ánimos laconófilos actuaban bajo la divisa de «paz
con Esparta». En lo que toca a la popularidad de tal divisa, a su fuerza atractiva, incluso en los
círculos no aristocráticos, puede hallarse testimonio en la pieza Los Arcanenses, de Aristófanes.
¡Qué feliz se siente Dikeópolos, que ha hecho la paz, él solo, con los espartanos (1069-1234), en
comparación con el desdichado derrotado guerrero Lámaco!
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    Por otra parte, los campesinos del Ática y la gente sencilla de Atenas, sobre cuyos hombros
había caído el peso principal de la guerra, también comenzaron a manifestar enérgicamente su
descontento respecto a Pericles. Este descontento desde dos lados es brillantemente caracterizado
por Tucídides: «Los atenienses, en su política, seguían los sugerido por él [por Pericles] ...; mas en
su vida privada, les afligían las desgracias: a la gente sencilla, por haber perdido lo poco que
poseía, y a los ricos, por haberse visto privados de sus espléndidas posesiones, que consistían en
hermosas casas situadas en los territorios del Ática, habían perdido instalaciones de alto valor y,
más que todo, porque en lugar de paz tenían guerra.»
    A pesar de que no puede ponerse un signo de igualdad entre la oposición oligárquica y los
ánimos de las amplias masas campesinas, ambos grupos representaban las partes componentes, por
decirlo así, de «la oposición desde la derecha». Además de esta que, como es claro, no podía
prevalecer en la ecclesia ateniense, existía otro grupo social más, no menos peligroso para el poder
de Pericles. Era el de los círculos del demos cuyos intereses económicos dependían del poderío de
la arqué: los artesanos y los mercaderes que se ocupaban de la exportación, «la plebe náutica», los
ciudadanos que trabajaban en la construcción de templos, la masa de los clerucos, etc. Como
dirigente reconocido de estos grupos se iba imponiendo gradualmente Cleón, quien desempeñó un
papel bastante considerable en la decadencia de la autoridad de Pericles. Plutarco considera
completamente verosímil que incluso el último proceso judicial incoado contra Pericles fuera
tramado precisamente por Cleón. Acerca de los recelos de Pericles dan testimonio también los
versos de Hermipo:
   También Tucídides alude a las acciones conjuntas de los ricos terratenientes y del bajo pueblo
contra Pericles, y caracteriza así los ánimos de los atenienses durante los primeros años de la
guerra: «... mas, en su vida privada, les afligían las desgracias; a la gente sencilla (demos), por
haber perdido lo poco que poseía, y a los ricos (dunatoi), por haberse visto privados de sus
espléndidas posesiones...».
   De esta manera, la condena temporal de Pericles fue, al parecer, el resultado de una coalición
opositora «desde derecha e izquierda». Sin embargo, el bloque de estos dos grupos, de los cuales
uno exigía la paz y el otro pugnaba en favor de una activación de las operaciones bélicas, no podía
ser duradero. La caída, y luego la muerte de Pericles, se convirtieron en el preludio de una
encarnizada lucha política en la ecclesia.
   La mayoría del demos, con cuyo apoyo gobernó Pericles, se había dividido definitivamente. La
cúspide del demos, que pertenecía a los grandes terratenientes y a los potentados usureros, se había
unido provisionalmente con los antiguos adversarios de Pericles, esto es, con los aristócratas
animados de un espíritu laconófilo. La finalidad de este grupo era hacer la paz con Esparta, para
luego, contando con su ayuda, aplastar a la democracia radical. Sin embargo, dentro de las
condiciones del tiempo de guerra, sus cabecillas debían proceder con suma cautela, para no ser
acusados de traición. El dirigente reconocido de tal agrupación era Nicias.
   La mayoría del demos urbano, dirigida por los ricos artesanos, se inclinaba a favor de la
activación de las operaciones bélicas y del refuerzo militar de Atenas hasta lograr la victoria final.
Tales capas de la población urbana, después de la invasión de Arquídamo, gozaban, al parecer, del
apoyo de ciertos grupos del campesinado que había perdido todos sus bienes y que esperaban hallar
mejora para su situación sólo en un completo triunfo sobre los peloponesiacos. No sin razón los de
Acarnes, en la comedia de Aristófanes a la que dan nombre, se presentan en calidad de jurados
contrarios a la paz con Esparta. A la cabeza de este grupo se hallaba Cleón.
   Las corrientes políticas en Atenas, después de la muerte de Pericles, son brillantemente
personificadas por Nicias y Cleón. El primero, hijo de Nicerato, pertenecía a la flor de la nobleza
ateniense. Había comenzado su carrera política todavía en vida de Pericles y, junto con él, ocupó el
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cargo de estratega. «Después del fallecimiento de Pericles, Nicias fue promovido inmediatamente
al cargo superior, principalmente por los ricos y por los de abolengo, los que lo contraponían al
osado Cleón; por otra parte, también el pueblo le era favorable y secundaba sus ambiciones.»
    Aristóteles, partidario de la aristocracia moderada, lo considera, junto a Tucídides —el hijo de
Melesías— y a Terámenes, como «el mejor de los políticos en Atenas». Tucídides, discreto en sus
apreciaciones, también caracteriza a Nicias como a un hombre que «en su conducta siguió siempre
los principios de la virtud», y como al «más experimentado estratega» ateniense.
    Se comprende que todas estas brillantes caracterizaciones se deben no a las cualidades
personales de Nicias, sino, en primer lugar, a que su línea política, dentro de la tensión creada por
la guerra del Peloponeso, correspondía totalmente a los puntos de vista personales de Tucídides, de
Aristóteles y de Plutarco.
    Nicias era uno de los hombres más acaudalados de toda la Hélade. Su fortuna se calculaba en
una suma no menor a los 100 talentos, cuya mayor parte representada por dinero en efectivo, razón
por la cual había sufrido poco con la invasión de Arquídamo. De acuerdo con lo que informa
Jenofonte, Nicias poseía 1.000 esclavos, que trabajaban en los yacimientos del Laurión, aportando
cada uno de ellos a su amo un óbolo diario. Se hizo especialmente célebre por su munificencia
durante los festejos de las liturgias, tan frecuentes en Atenas. «Conquistaba la estima del pueblo
mediante las coregías, las gimnasiarquias y otras prodigalidades similares, superando, en
suntuosidad y en saber complacer, a todos sus antecesores y contemporáneos. Se hizo proverbial su
pusilanimidad e irresolución. En efecto, en el caldeado clima político de la Atenas de aquel tiempo
debía estar constantemente alerta. Quizá así se explique precisamente su tendencia a tener todos sus
bienes en dinero efectivo, para poder llevarlos consigo con más facilidad. Son precisamente estos
rasgos del carácter de Nicias los que aprovecha Aristófanes en su comedia Los Caballeros, para
hacerlo objeto de sus mofas.
    En medio de las circunstancias de la guerra, Nicias no pudo proclamar abiertamente su divisa de
paz con Esparta, pero, en cambio, aprovechó al máximo todas las posibilidades para entablar
negociaciones de paz. A lo largo de toda su actividad militar y administrativa, Nicias se afanaba en
no asumir responsabilidades con ninguna medida decisiva. Esto se advierte en su comportamiento,
tanto durante la campaña de Pilos como en la expedición a Sicilia, y por ello resultó la figura más
adecuada para los círculos que tendían no al desarrollo de las operaciones bélicas, sino más bien a
su reducción. Era claro que un dirigente del tipo de Nicias, no podía llevar a Atenas al triunfo.
    El adversario de Nicias era Cleón, hijo de Cleainetos, figura dirigente de la democracia radical.
A diferencia de aquél, procedía de la masa del pueblo. Según Aristófanes, el padre de Cleón «tenía
un taller en que trabajaban esclavos curtidores».
    Las mofas de que lo hace objeto Aristófanes testimonian inmejorablemente hasta qué punto era
odiado Cleón por la clase de la nobleza ateniense, debido precisamente a su estirpe. Uno de los
personajes de Los Caballeros, Demóstenes, pregunta al Choricero: «¿No eres acaso de los
nobles?», y enterado de que su interlocutor procede del pueblo, le declara:
      «¡Dichoso tu destino!
      Veo que eres feliz por tu nacimiento»,
y continúa luego:
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   Cleón, hombre de fuerte carácter, bien orientado, decidido y, además, excelente orador, se
presentó con un programa de osadas medidas, tanto militares como políticas y financieras. Nicias,
no obstante todas sus riquezas y vinculaciones, se veía constantemente forzado a ceder terreno
frente a su adversario, insistente y enérgico.
   En primer lugar, Cleón estaba estrechamente vinculado a las amplias masas del demos.
Inclusive Tucídides, que era un enemigo personal, y que lo caracteriza como «el más inclinado a la
violencia de los ciudadanos», se ve, a pesar de todo, obligado a reconocer que «en aquel tiempo,
Cleón gozaba en muchos sentidos de la confianza del demos». Al apreciar las probabilidades de las
dos partes beligerantes, Cleón lo hacía con un optimismo que derivaba de sus estrechos vínculos
con el demos, y en ello residía su fuerza.
   La idea básica de Cleón consistía en que Atenas estaba en condiciones de vencer a Esparta a
condición de no limitarse a la defensa, sino desarrollar operaciones agresivas en el propio territorio
del Peloponeso. Como premisas para esas operaciones era necesario: 1) la represión de los
«aliados»; 2) la seguridad material de los ciudadanos atenienses; 3) la amplia sustentación
financiera de igualmente amplias operaciones de agresión. Precisamente en la estructura total de
este programa hay que considerar las medidas y las intervenciones de Cleón en la ecclesia. Sus
puntos de vista en la cuestión de los aliados aparecen expuestos con toda nitidez por Tucídides. En
la ecclesia, Cleón exigía la ejecución de todos los mitilenios, y la venta como esclavos de sus
mujeres y niños. Tal medida parece muy cruel e injusta. Pero, aun así, hay que reconocer que tal
cruel propuesta era una consecuencia lógica de su propia premisa, y viene al caso decirlo, también
de Pericles, según la cual, siendo el poder de los atenienses sobre sus aliados una tiranía, sólo se la
podía mantener mediante procedimientos tiránicos.
   Otros ataques se los ganó Cleón por su propuesta de aumentar la paga a los heliastas (miembros
del tribunal), de dos a tres óbolos por cada sesión.
   En la comedia Los Caballeros, Aristófanes no lo llama con otro nombre que no sea «Cleón, el
de tres céntimos». Sin embargo, esta medida, según el proyecto de Cleón, debía mitigar, aunque
fuera parcialmente, el peso de la guerra que gravitaba sobre la población.
   La participación en la heliea durante la guerra constituía a menudo el único ingreso del
ateniense pobre, carente de cualquier posibilidad para encontrar otros medios de subsistencia. A la
pregunta del Niño (en Las Avispas, de Aristófanes):
el Anciano contesta:
   Este gasto extraordinario lo compensó Cleón, en primer lugar, con un considerable aumento del
foros. Si durante la época de Arístides el foros era de 460, y durante la de Pericles, de 600 talentos,
en cambio con Cleón alcanzó la enorme cifra de 1.300 talentos. Este aumento del tributo, siendo
imprescindible, desde el punto de vista de las necesidades bélicas de Atenas, ofrecía peligro para la
integridad de la arqué, puesto que, indudablemente, haría recrudecer las tendencias separatistas en
los aliados. Al parecer, la cruel represión que se había descargado sobre los mitilenios debió
atemorizar a las demás polis sometidas a Atenas. Una serie de inscripciones que ostentan listas de
los pagadores del foros proporciona la posibilidad de seguir, sobre ejemplos concretos, cómo
variaba la cantidad de los mismos y cómo crecían sus aportes. En los años 433-432 eran, en total,
166, y entre los años 425-424, su número había crecido hasta 304. Tal crecimiento se explica, como
se comprende, no por la ampliación de la arqué ateniense, sino porque del método de la imposición
colectiva a los aliados, los atenienses pasaron a la recaudación de los pagos de cada una de las polis
por separado, debido a lo cual el total general del foros casi se duplicó.
    El eslabón más importante en el programa de Cleón, para el cual fueron tomadas las señaladas
medidas, debía serlo la amplia táctica ofensiva que, reemplazando la de espera y bloqueo de
Pericles, hubiera podido llevar a los atenienses a la victoria. Sin embargo, para realizar tal política,
era condición necesaria superar los obstáculos y las traiciones en el propio campo. A diferencia de
Pericles, quien, de hecho, reunía en sus manos tanto la dirección política como el mando militar,
Cleón sólo podía obrar, en lo fundamental, a través de la ecclesia, puesto que la mayoría de los
estrategas seguían generalmente al cauteloso Nicias.
    A partir de entonces (año 427) fue notándose un manifiesto desacuerdo entre la ecclesia y los
órganos ejecutivos del poder. La ecclesia radical se veía a menudo forzada a inmiscuirse hasta en
las órdenes particulares de los estrategas, para asegurar la ejecución de la línea política deseada.
Esta disensión entre los demagogos y los estrategas, entre los dirigentes políticos y militares,
dificultaba mucho la dirección operativa del gobierno. Así y todo, tal disensión no fue resultado de
la obstinación o terquedad personal de Cleón o del nerviosismo de los miembros de la ecclesia,
sino de la desconfianza política que la democracia radical sentía respecto de los estrategas
aristócratas.
   La operación de Pilos
    Durante dos años, hasta la misma campaña del verano del año 425, la dirección general de los
ejércitos siguió en manos de Nicias y sus adherentes. Fue un período de relativa calma. Algunas
operaciones bélicas activas se registraron tan sólo en la parte oeste de la Grecia central y en el
lejano Occidente, en Sicilia. En el verano del año 426 el joven estratega ateniense y posteriormente
célebre conductor de ejércitos, Demóstenes, encabezando una escuadra de 30 barcos, devastó las
costas del Peloponeso y arribó a la Acarnania. Allí unificó bajo su mando a todos los aliados
atenienses de la Grecia occidental: a los acarnanios, zacintios, cefalonios y, en parte, a los corcirios.
Habiendo devastado a los campos de la isla de Léucade y convencido de la inexpugnabilidad de la
propia ciudad de Léucade, Demóstenes se dirigió a Naupacta, desde donde había resuelto
emprender un movimiento ofensivo sobre Etolia, una de las mayores regiones de la Grecia central,
para poder, en su caso de obtener éxito, invadir Beocia desde el Oeste. Sin embargo, tras los
primeros triunfos, sus hoplitas chocaron con la táctica, para ellos insólita, de los peltastas etolios.
Estos evitaban encuentros en campo abierto, pero cubrían a los atenienses con una lluvia de dardos
y flechas. De esta manera, los hoplitas atenienses, cargados con armas pesadas, fueron batidos por
sus «atrasados» adversarios. Demóstenes se vio forzado a retirarse hacia Naupacta.
    La derrota de los atenienses en Etolia estimuló a los peloponesiacos a emprender un
movimiento ofensivo en esa región. Todavía el año anterior los lacedemonios habían fundado la
colonia Heráclea, en Traquinia. Apoyándose en la misma, los peloponesiacos dirigieron, en ayuda
de los etolios, a 3.000 hoplitas. Este poderoso ejército asoló las tierras de los locrios ozolianos y los
naupactianos, después de lo cual se dirigieron hacia el Oeste, a la Acarnania, contra Demóstenes,
recientemente batido por los etolios. Pero éste supo sacar partida de su derrota del año anterior, y
eligió para librar el combate una región muy accidentada. En la batalla de Olpas (noviembre del
año 426) escondió una parte de sus hoplitas, tendiendo una emboscada merced a la cual batió por
completo a los peloponesiacos, superiores en número, y firmó así la influencia de Atenas en el
Occidente.
    La aplastante derrota de los 3.000 hoplitas peloponesiacos fue, de hecho, el primer gran triunfo
de Atenas en tierra firme. La batalla de Olpas no sólo privó a los peloponesiacos de su aureola de
invencibilidad, sino que también afianzó la influencia del partido radical en Atenas, partido que,
junto a su dirigente político Cleón, había adquirido un jefe militar, Demóstenes.
    Al mismo tiempo iba incrementándose la acción política ateniense en Sicilia. En el año 427
llegó a Atenas una embajada enviada por la colonia siciliana de Leontinos, encabezada por el
célebre sofista Gorgias. Tras sopesar todas las circunstancias, Atenas resolvió enviar en ayuda de
aquélla, al comienzo 20, y luego otras 40 trieres. Pero, poco después de la llegada de la flota
ateniense, los delegados de todas las polis sicilianas en guerra se reunieron en el verano del año 424
en un congreso en Gela y concertaron la paz entre todas ellas. Esto se debió a que la ecclesia
ateniense evidenciaba un interés excesivo por Sicilia, de manera que hasta los aliados de Atenas
creyeron que ésta representaba para ellos una amenaza no menor que la de Siracusa.
    La expedición a Sicilia tuvo un resultado secundario sumamente importante, que determinó la
marcha ulterior de las operaciones bélicas, hasta la misma paz de Nicias. Demóstenes, ayer
vencedor de los peloponesiacos en Olpas, fue a bordo de la escuadra ateniense y, no obstante que a
ésta le fueron planteados dos problemas —la ayuda a los demócratas corcirios y la guerra contra
Siracusa—, se autorizó a Demóstenes hacer uso de los barcos también para las operaciones bélicas
en el Peloponeso.
    El momento para las operaciones en la retaguardia del enemigo fue elegido con sumo acierto. El
ejército espartano bajo el mando del joven y poco experimentado hijo de Arquídamo, Agis, se
hallaba en aquel momento en el Ática, al tiempo que la flota peloponesiaca había sido enviada a las
aguas corcirias. De esta manera, el litoral de la península quedaba, de hecho, indefenso. Como
punto de desembarco fue elegido Pilos. Este promontorio, casi inhabitado, se encuentra en la parte
sudoeste del Peloponeso, en la Mesenia, a una distancia algo mayor de 70 kilómetros de Esparta. A
Demóstenes lo atraían, en primer lugar, las condiciones de defensa de Pilos, sumamente adecuadas.
La abundancia de bosques y de piedra hacía fácil la instalación de defensas artificiales; la presencia
de un buen puerto aseguraba la provisión de víveres y la falta de habitantes en los lugares
circundantes dificultaba al adversario el desarrollo de operaciones bélicas. Mas lo fundamental lo
constituía el hecho de que Pilos podía, en el futuro, convertirse en centro de unificación de los
mesenios en la lucha por emanciparse del yugo espartano. Los señala Tucídides: «Desde hace
mucho tiempo, los mesenios, nativos de este lugar..., en virtud de ello, teniendo a Pilos como base
de apoyo, podrían causarles a ellos [a los lacedemonios] enormes daños y, al mismo tiempo,
custodiar sólidamente la región.» Demóstenes, que mantenía contacto con los mesenios
naupactianos y que daba vida al programa de los demócratas atenienses, contaba sin duda, en caso
de tener éxito, con poder sublevar en masa a los ilotas en Mesenia. Es probable que el lugar mismo
para el desembarco le hubiera sido señalado con anterioridad, por alguno de los mesenios
naupactianos.
    Aprovechando una tregua de seis días, cuando los espartanos no podían aún valorar en todos sus
alcances el significado del desembarco de los atenienses, Demóstenes puso a Pilos en estado de
completa capacidad defensiva. Luego, quedando en el lugar tan sólo con cinco trieres, envió a las
restantes hacia Corcira. El paso emprendido por Demóstenes era sumamente arriesgado. Era
inminente tener que enfrentar en tierra peloponesiaca la ofensiva de todas las fuerzas de la
confederación del Peloponeso, perspectiva ante la cual ni siquiera tenía la seguridad de contar con
una posibilidad para la eventual retirada, debido a que la flota ateniense había emprendido su ruta,
y sus cinco trieres no bastarían para repeler los ataques enemigos.
    En efecto, enterados del desembarco, los éforos llamaron de regreso a Agis, que se hallaba en el
Ática, y todos los destacamentos con que se contaba, compuestos tanto de espartanos como de los
periecos más cercanos, fueron enviados inmediatamente a Pilos. Además, fueron convocadas las
reservas de todo el Peloponeso y se hizo regresar 60 trieres desde Corcira. Teniendo tamaña
superioridad de fuerzas, los lacedemonios abrigaban la esperanza de acabar pronto con
Demóstenes. Para cortarle el camino hacia el puerto fue desembarcado en la deshabitada isla de
Esfacteria, separada de Pilos por un angosto estrecho de sólo 120 metros de ancho, un
destacamento compuesto de 420 hoplitas seleccionados, elegidos por sorteo en todas las secciones,
sin contar a los ilotas, sus servidores. Al estrecho entre Pilos y el islote, los espartanos pensaban
obstruirlo con los barcos acumulados estrechamente, uno junto a otro.
    Al ver tantos preparativos, Demóstenes envió dos trieres a alcanzar a la flota ateniense,
llamándola en su ayuda; y él mismo desembarcó las tripulaciones de las trieres restantes,
armándola con escudos de mimbre trenzado, y se aprontó a defender la costa contra varias decenas
de naves peloponesiacas. Los ataques de dos días consecutivos efectuados por los espartanos desde
el mar terminaron con la derrota de los atacantes, quienes resolvieron entonces pasar al asedio
prolongado de Pilos.
    Mas ya al tercer día regresó la flota ateniense y, en una encarnizada batalla naval, en el interior
del golfo destruyó casi por completo las naves peloponesiacas. La situación cambió totalmente.
Ahora era ya el destacamento espartano el que se encontraba aislado en el islote de Esfacteria,
separado del continente y condenado a morir de hambre. Y dado que se trataba de los espartanos de
más abolengo, los funcionarios superiores de Esparta se dirigieron al lugar de la batalla y
ofrecieron a los estrategas atenienses firmar un armisticio bajo condiciones sumamente duras para
los lacedemonios. Esparta se comprometía a enviar inmediatamente embajadores a Atenas, en una
triere ateniense, portadores de una proposición de paz. Se entregaba a los atenienses, en tanto
durasen las negociaciones, toda la armada peloponesiaca, no sólo la que se hallaba en Pilos, sino
también la de toda la Laconia. A cambio de ello se permitía a los espartanos, siempre bajo el
control de los atenienses, enviar diariamente, en tanto tenían lugar las negociaciones, una
determinada cantidad de víveres al destacamento desembarcado en Esfacteria. Los atenienses se
comprometían a devolver a los espartanos sus naves de guerra después del regreso de los
embajadores.
    Pero los embajadores de Esparta fueron recibidos en Atenas no muy amistosamente. En la
esperanza de que los atenienses, que ya en el año 428 habían pedido la paz, estarían inclinados a
poner término de la guerra, los espartanos les ofrecieron «paz, alianza, estrecha amistad y apoyo
mutuo». En respuesta a tales generalidades. Cleón, «que en esa época era dirigente del demos, y
que al mismo tiempo gozaba de la más grande confianza de parte de la multitud», exigió que no
sólo fueran devueltos a los atenienses los puertos megarienses de Nisaia y Pagas, sino además
entregados los puertos peloponesiacos de Trecene y la Acaya. Tales exigencias eran totalmente
inaceptables para Esparta. No obstante, los embajadores propusieron someterlas a consideración
junto con los delegados atenienses. Pero Cleón, temiendo que los espartanos se pusieran de acuerdo
con el grupo de Nicias, exigió categóricamente que las negociaciones sólo continuasen en la
ecclesia, tras lo cual los embajadores regresaron a Pilos.
    Allí, en el ínterin, la situación había ido complicándose. Los lacedemonios, valiéndose de
estratagemas y subterfugios, hacían llegar vituallas a Esfacteria. Habían prometido la libertad a los
ilotas a cambio de aprovisionar de productos a esa isla; así, hombres osados llevaban a Esfacteria
sacos con semillas de amapola, miel, y de esta manera provenían a los sitiados. Se acercaba el
otoño con sus tormentas, lo cual obligaría a la flota ateniense a regresar al Pireo en busca de
refugio. Al mismo tiempo, también las tropas atenienses desembarcadas en Pilos sufrían por la falta
de agua y de víveres.
    Durante todo ese tiempo, Cleón reprochaba a Nicias su inactividad y exigía medidas decisivas.
Valiéndose de la declaración de Cleón de que se podía ocupar Esfacteria en unos veinte días, y
convencido de que tal cosa era imposible, Nicias le propuso, en el seno de la ecclesia, que asumiera
la realización de tal plan. Pero Cleón aceptó. Renunció a los hoplitas atenienses que le fueron
ofrecidos, y llevó consigo sólo a los destacamentos de los aliados. Teniendo presente la derrota de
los hoplitas atenienses en Etolia, Cleón, junto con Demóstenes, había elaborado un plan de ataque
simultáneo a los espartanos mediante destacamentos de peltastas y, efectivamente, a finales de
agosto del año 425, tomó la isla por asalto, llevándose prisioneros a 292 hoplitas, entre ellos 120
espartanos.
    «El complicadísimo embrollo anudado en Pilos» tuvo enorme resonancia política en toda la
Hélade, especialmente en Atenas y en Esparta. En primer lugar, los atenienses habían obtenido el
éxito militar más grande en el propio territorio espartano, en lucha contra los espartanos, hasta
entonces invencibles. En segundo lugar, los espartanos, educados según la leyenda de la hazaña de
Leónidas en las Termópilas, se habían entregado con vida como prisioneros, y para colmo
precisamente a los atenienses, tan despreciados por ellos. En tercer lugar, la operación de Pilos
puso de manifiesto la debilidad de la falange hoplita en comparación con los peltastas, que llevaban
armas livianas. En cuarto lugar, Pilos y Esfacteria habían quedado en manos de los atenienses,
convirtiéndose así en centro de gravitación para los ilotas, los que empezaron a pasarse en masa a
los mesenios de Naupacta, que habían quedado allí en calidad de guarnición permanente de Atenas.
Los mesenios hablaban el mismo lenguaje que los ilotas y los espartanos, de modo que les era fácil
hacer salidas para recorrer toda la Mesenia sembrando la rebelión entre los ilotas. Subrayando la
difícil situación de Esparta, Tucídides se detiene minuciosamente sobre el significado de la
operación de Pilos. Escribe así: «En Pilos dejaron [los atenienses] una guarnición, y los mesenios
de Naupacta, considerando a Pilos como su tierra nativa —pues está situada en el territorio de la
antigua Mesenia—, enviaron allí a sus hombres más aptos, los que, hablando la misma lengua que
los habitantes de Laconia, comenzaron a saquearla y a causarle muchísimos daños... y como al
mismo tiempo, por añadidura, los ilotas empezaron a pasarse a Pilos, temiendo [los lacedemonios]
alguna otra revuelta en su propia tierra, estaban alarmados.»
    En medio de circunstancias tan graves para Esparta, y en vista de la escasez de espartanos, era
de suma importancia librar del cautiverio a los prisioneros que, en el ínterin, habían sido llevados a
Atenas. Mas después de la victoria en la isla de Esfacteria, la autoridad de Cleón resultaba
inapelable, y Nicias, junto con todos sus partidarios, había perdido toda influencia entre la masa
popular. No en vano Aristófanes, en su comedia Los Caballeros, puesta en escena en el año 424,
pone en labios de Nicias la idea de huir de Atenas, en vista del poderío de Cleón, a quien por la
victoria le fueron rendidos honores jamás vistos. De esta manera, la victoria de Pilos no sólo obligó
a Esparta a pedir la paz, sino que colocó en el poder, en Atenas, al partido que ansiaba la guerra.
    La situación en Atenas era tal, que la agrupación de Nicias se vio en la necesidad de emprender
algunas acciones enérgicas. La autoridad de Nicias como comandante en jefe vaciló seriamente,
pues él se había opuesto a las operaciones que obligaban al enemigo a pedir la paz. Además, las
fuerzas que prevalecieron en el campo de batalla resultaron ser las de los peltastas y los aliados, al
tiempo que los pesados hoplitas, que en las milicias atenienses representaban a los círculos
adinerados de la población —sin hablar ya de la caballería aristocrática—, en el transcurso de los
siete años de guerra no habían conseguido ni un solo triunfo de valor.
    Dadas todas estas circunstancias, y no obstante iniciarse el otoño, Nicias, inmediatamente
después del regreso victorioso de Cleón y Demóstenes con los prisioneros espartanos, emprendió
una campaña contra Corinto, a la cabeza de una gran flota de 80 navíos que llevaban 2.000 hoplitas
atenienses, 200 jinetes y también tropas auxiliares de milesios y otros aliados. Esta expedición
perseguía no tanto fines militares como políticos. Los éxitos militares de Nicias deberían
contrarrestar las acciones de sus adversarios políticos. Pero tales éxitos fueron muy relativos, por
no decir dudosos. Cuando los atenienses hubieron desembarcado al sudeste de Corinto, junto a
Soligeios, se vieron frente a la mitad de todo el ejército corintio. En la encarnizada batalla que se
entabló no alcanzaron triunfo alguno y al presentarse las reservas corintias se retiraron a sus
embarcaciones. Luego, una parte de los atenienses desembarcaron en Metana, en la Argólida, y se
apoderaron de este lugar, levantando, a ejemplo de lo hecho en Pilos, un muro en el istmo que
llevaba a Trecene. Tales fueron los pobres resultados de la grandiosa campaña.
    En cambio, al año siguiente, en el verano del 424, se emprendió una exitosa operación, de
resultas de la cual se ocupó la ciudad doria de Citerea, «una isla situada cómodamente respecto a
Laconia y poblada por lacedemonios». Los espartanos estaban completamente desesperados
después de la catástrofe de Pilos. «La guerra les amenazaba con ineludible rapidez... desde todas
partes... Jamás, en ninguna empresa de carácter militar, los lacedemonios habían puesto en
evidencia tanta indecisión... Los reveses del destino que se habían descargado sobre ellos en gran
cantidad y en poco tiempo les arrojaron en el mayor estupor; temían que volviera a caer sobre ellos
semejante infortunio.»
    Como una de las causas más importantes del «pacifismo» de Esparta, Tucídides considera los
recelos de los espartanos «... de que no se produjera ningún golpe de orden interno, después de
haberle acaecido a Esparta una desgracia inesperada tan grande». Como «golpe de orden interno»,
Tucídides entiende, evidentemente, una rebelión de ilotas, siempre temida por los espartanos, y la
cual sería particularmente peligrosa en momentos en que en Pilos se habían afianzado los
mesenios; a esta misma consideración vuelve Tucídides posteriormente. En efecto, al relatar las
dificultades por las que pasaba Esparta en vísperas de la expedición de Brasidas, dice: «Además de
ello, sería muy deseable para los lacedemonios tener un pretexto para despachar una parte de los
ilotas, a fin de que no alentaran el pensamiento de alguna revuelta, dada la situación resultante de la
pérdida de Pilos.»
    Se impone hacer notar que los éxitos militares atenienses de los años 425-424 se debieron en
grado considerable a la política financiera de Cleón. A juzgar por los fragmentos de una inscripción
que representan unos decretos de la ecclesia acerca de la paga de foros por los aliados, la suma
general del mismo fue duplicada, muchas ciudades debieron pagar una cantidad tres y hasta cuatro
veces mayor que hasta entonces. Especialmente considerable fue el aumento del foros impuesto a
Jonia, atemorizada por la devastación de Mitilene. Al parecer, en el mismo año, y probablemente
con motivo de la anterior reforma del foros por Cleón, éste hizo pasar el decreto que elevó la paga a
los heliastas. Fue así cómo pudo declarar con orgullo con respecto a él mismo:
      «¡Oh, pueblo! ¿Cómo podrá otro ciudadano amarte más ardiente, fuertemente?
      Pues desde que yo estoy en el Consejo he colmado hasta el tope al fisco.»
    Según otra inscripción, se le había entregado a Nicias para la expedición de Citerea la cantidad
de 10 talentos. Sin los medios financieros recaudados por la energía de Cleón, el fisco ateniense no
hubiera estado en condiciones de financiar expediciones tan grandes como la del año 425 y,
especialmente, la del año 424.
    La ocupación de Citerea fue el punto culminante de los éxitos atenienses. Parecía que uno o dos
esfuerzos más como éste y la brillante victoria final de Atenas estaría asegurada. Los radicales
atenienses habían concebido la idea de asestar el golpe decisivo en Beocia, atacando al más fuerte
aliado de Esparta simultáneamente desde tres lados. Demóstenes, llevando 40 naves, se dirigió a
Naupacta y reclutó el ejército de acarnanios y mesenios, planeando apoderarse del puerto beocio de
Sifas en el litoral del golfo Corintio, mediante un ataque desde el Occidente. Los demócratas
beocios debían promover una sublevación en Queronea, situada en la frontera septentrional de
Beocia, y las fuerzas principales de los atenienses, bajo el mando de Hipócrates, se preparaban para
dar el golpe sobre Delión, desde el Este. Los tres golpes tenían que efectuarse al mismo tiempo,
para no dar a los beocios la posibilidad de enfrentar a los enemigos uno a uno, por separado. Pero
Hipócrates se demoró, y la conjuración de los demócratas fue descubierta prematuramente. Debido
a esto, Demóstenes no pudo tener éxito, y la totalidad del ejército de los beocios salió al encuentro
de Hipócrates, el que, no obstante, tuvo tiempo para apoderarse de Delión y fortificarla. En la
batalla de Delión, los beocios alinearon sus tropas dándoles una profundidad de 25 filas (mientras
que los atenienses la tenían solamente de ocho filas) y, anticipándose al célebre «orden oblicuo» de
Epaminondas, consiguieron una completa victoria (noviembre del año 424). Los atenienses
tuvieron mil bajas, entre ellas la del propio estratega Hipócrates. Fue la más grande derrota de los
atenienses durante toda la guerra de Arquídamo.
a través de la Macedonia hacia las ciudades del litoral tracio. Se trataba de un plan de evidente gran
riesgo, puesto que había que marchar a través del territorio de Tesalia, que mantenía amistad con
Atenas, y, en el caso de surgir complicaciones, no quedaría camino alguno para la retirada.
    Los oligarcas de Esparta temían dar un paso tan arriesgado, y fracasar, por lo cual le negaron a
Brasidas apoyo militar y material. Sin embargo, calculando que, en caso de éxito, se contaría con
más ventajas en las negociaciones de paz, y que en caso contrario se verían libres del ardoroso
Brasidas, los dirigentes de la política espartana le autorizaron a prepararse para la expedición.
    La campaña de Brasidas podía proporcionar a Esparta muchas ventajas. En primer lugar, se
abriría un nuevo frente, el que debilitaría la presión ateniense sobre el Peloponeso. Además, la liga
de las ciudades calcídicas, atemorizada por el castigo inferido a la ciudad de Potídea, había
prometido organizar una sublevación general contra la tiranía de Atenas y tomó a su cargo financiar
la expedición. Un éxito de la expedición tracia presagiaba para Esparta brillantes perspectivas,
puesto que acarrearía la descomposición de la arqué ateniense. En caso de lograr liberar a las polis
calcídicas del poder de Atenas, se intensificaría considerablemente la dispersión de las fuerzas en
toda la Liga marítima ateniense.
    Finalmente, un punto de no poca importancia era el deseo de los lacedemonios de deshacerse,
aunque fuera de una parte, de los ilotas. Después de la derrota de Pilos, Esparta temía
constantemente una sublevación de los mismos. Aun antes, los espartanos habían seleccionado
alrededor de 2.000 de los más valientes y meritorios ilotas, a los que mataron a escondidas para que
la masa de los esclavos perdiera a sus cabecillas. Tucídides subraya que los espartanos procedieron
de esta forma, «atemorizados por el espíritu levantisco y por el crecido número de los ilotas», y
también porque «entre los lacedemonios la mayoría de las iniciativas habían estado siempre
orientadas a protegerse contra los ilotas». Ahora dieron a Brasidas otros 700 ilotas más
proveyéndolos con armas de hoplitas. Aparte, Brasidas reclutó otros 1.000 voluntarios en todo el
Peloponeso. En agosto del año 424 cruzó rápidamente la Tesalia, de manera que las polis tesaliotas
ni siquiera tuvieron tiempo para reclutar un ejército que le ofreciera resistencia y llegó a
Macedonia, donde se encontró con una amistosa recepción del rey Pérdicas.
    La aparición de Brasidas en la Calcídica provocó intervenciones masivas contra Atenas. Entre
las polis helenas del Norte era muy fuerte la tendencia a separarse de Atenas y recuperar la libertad.
Los beocios exteriorizaban abiertamente desde hacía mucho su descontento por el dominio de
Atenas. La fundación de ciudades bajo la hegemonía de Olinto también debe ser valorada como
una demostración hostil hacia Atenas. Finalmente, el considerable aumento del foros había
intensificado más aún los ánimos antiatenienses. Un factor importante los constituyó igualmente la
circunstancia de que el rey macedonio, Pérdicas, otrora aliado ateniense, se dirigiera a Esparta en
busca de ayuda contra Arrabeo, rey de los lincestas. Brasidas apostaba sobre todas estas cartas.
Tucídides, actor él mismo en ese frente, anota: «Procediendo con justicia y moderación con las
ciudades [de Tracia], Brasidas, al mismo tiempo, apartó del bando ateniense a la mayor parte de las
mismas.»
    En cuanto a los principios de la política de los peloponesiacos en Tracia, Tucídides los formula
en la arenga que hiciera Brasidas a los habitantes de Acantos. Subraya, en primer lugar, que todas
las polis que pasaran a su lado recuperarían por completo la independencia. Luego prometió
solemnemente no inmiscuirse en los asuntos internos de las polis, esto es, que no apoyaría a los
oligarcas contra los demócratas. En caso de negarse a aceptar sus condiciones, Brasidas amenazaba
con asolar los campos de los acantianos, lo cual, dado que se acercaba la época de la recolección,
los privaría de víveres para el invierno. De esta manera, Brasidas se atrajo el apoyo de Acantos,
Estagira y Argilos, y se acercó, sin menor impedimento, a la principal posesión de Atenas en
Tracia: Anfípolis. El historiador Tucídides, que en ese año era estratega, se encontraba en aquel
momento con siete trieres junto a Tasos, a una distancia de medio día de camino de Anfípolis.
Llamado en ayuda a ésta, se dirigió a la ciudad, pero llegó tarde. Brasidas había ofrecido a los
habitantes de Anfípolis condiciones de capitulación muy ventajosas y la ciudad se le entregó sin
combatir. Tucídides alcanzó a apoderarse solamente de Eión, suburbio de Anfípolis. Por su
pasividad, fue expulsado de Atenas y desde entonces vivió en tierras extrañas.
   El paso de Anfípolis al bando de Esparta fue un síntoma sumamente alarmante para Atenas. De
esta manera perdía la fuente básica de aprovisionamiento de maderas para la construcción de
buques, y grandes fuentes de ingresos pecuniarios. Las aliadas de Atenas «comenzaron a negociar
secretamente con Brasidas, invitándolo a visitarlas, y queriendo cada una de ellas ser la primera en
defeccionar». En el transcurso de unos tres meses, Brasidas logró apoderarse de las dos terceras
partes de la Calcídica. Solamente la península de Palena permanecía aún en manos de los
atenienses, pero incluso allí había intranquilidad.
   El armisticio
    En la primavera del año 423, entre Esparta y Atenas fue firmada una tregua por el término de un
año. Los dirigentes de la política espartana calculaban que la tregua conduciría a la paz, y que les
serían devueltos los espartanos prisioneros, Pilos y Citerea, a cambio de las conquistas de Brasidas
en el litoral tracio. De la misma manera había en Atenas una inclinación por el armisticio, debido a
que los atenienses querían juntar reservas en la Calcídica, antes que esa región defeccionara
totalmente.
    Las condiciones del armisticio consistían en la conversación del statu quo; los lacedemonios y
sus aliados obtenían la libertad del comercio en el mar, pero se les prohibía cambiar de lugar a sus
barcos de guerra. En cambio, era de suma importancia el punto referente a los desertores formulado
por los espartanos en la forma siguiente: «Durante este período, no acogeremos a los desertores, ni
vosotros ni nosotros.» La inclusión, entre las condiciones del armisticio, del punto social que
prohibía acoger a los desertores, haciendo mención especial de los esclavos, se debió,
indudablemente, a exigencias de Esparta, y atestigua indirectamente la existencia de una gran
cantidad de ilotas que habían huido a Pilos.
    Pero todavía durante las negociaciones se sublevó contra Atenas Esción, ciudad situada en la
península de Palena, separada de Brasidas por Potídea, que en aquel entonces se encontraba en
poder de pobladores atenienses. A Esción se le agregó la vecina ciudad de Mendé. Entonces, a
propuesta de Cleón, la ecclesia decidió poner sitio a Esción y pasar por las armas a todos sus
habitantes. Brasidas respondió dirigiendo sus tropas a estas dos ciudades. Sus relaciones con
Pérdicas ya habían empeorado y el rey macedonio entró en negociaciones con los atenienses,
quienes habían enviado contra Esción a Nicias con 50 barcos de guerra, 1.000 hoplitas y 2.000
peltastas. Aprovechando el apoyo de los demócratas de Mendé, los atenienses ocuparon la ciudad y
propusieron a sus moradores condenar a los oligarcas y restablecer el régimen democrático. En
cambio, Esción fue rodeada con murallas de asedio. De acuerdo con una de las Inscripciones
Graecae, en ese mismo tiempo, tres ciudades: Calindón, Trinoya y Cemacos firmaron un tratado de
alianza con Atenas.
    Una vez expirado el término del armisticio, en el verano del año 422, Cleón se dirigió a Esción
con 30 navíos, 1.200 hoplitas y 300 jinetes atenienses, y gran cantidad de aliados. Mediante un
enérgico golpe asestado por tierra y mar se apoderó de Torona, «redujo a la esclavitud a las mujeres
y a los niños, y a los toronenses, a los peloponesiacos y a otros calcidios..., en total cerca de 700
hombres, los envió prisioneros a Atenas».
    Después, Cleón se dirigió por mar hacia Anfípolis, conquistando a su paso a Halepsa,
Meciberna, Cleonas y Acrotas. Allí le salió al encuentro Brasidas, quien tenía superioridad
numérica y guerreros cualitativamente mejores. En la batalla de Anfípolis (octubre del 422), que
terminó con la derrota de los atenienses, cayeron ambos jefes militares: Cleón y Brasidas, que
representaban, cada uno en su país, a los partidos de más belicosa inspiración. Tucídides, al
describir esa batalla, no escatima acusaciones a Cleón, atribuyéndole «ignorancia y pusilanimidad
en comparación con la experiencia y la intrepidez del adversario», es decir, de Brasidas, En efecto,
en cuanto a capacidad militar, Brasidas era, sin duda alguna, superior a Cleón. Además, tenía a su
disposición a guerreros expertos que tenían fe en su jefe. En cambio, Cleón tenía solamente a 1.200
hoplitas y 300 caballeros atenienses, sin contar ciertamente los grandes contingentes de aliados. Ni
los hoplitas ni, menos aún, los jinetes alentaban confianza en Cleón, al que consideraban un
advenedizo. Fue esta circunstancia precisamente la que obligó a Cleón a actuar contra todos los
principios del arte militar. Tal como escribe Tucídides, «Cleón advirtió las murmuraciones de sus
guerreros y, no queriendo irritarlos por permanecer inactivos en el mismo lugar..., los llevó contra
el enemigo». Por tanto, la derrota de Cleón se explica no sólo por razones militares, sino también
políticas. Sea como fuere, la muerte simultánea de Cleón y de Brasidas hizo considerablemente
más fácil el camino hacia las negociaciones de paz.
   La paz de Nicias
    Con la muerte de Cleón, la democracia radical perdió su influencia en Atenas. Sus planes
ofensivos naufragaron. Las derrotas en Delión y en la Calcídica acrecentaron considerablemente
los ánimos pacifistas. También los aliados de Atenas, propensos a la defección, infundían serios
recelos y temores.
    Los espartanos tendían hacia la paz, por las causas señaladas anteriormente. Sólo hay que añadir
aún a las mismas el que la guerra tomaba un carácter prolongado, pudiendo siempre determinar una
sublevación de los ilotas, bajo la dirección de los mesenios pilosianos. Escribe Tucídides: «Los
ilotas se pasaban al enemigo, y los lacedemonios recelaban constantemente de que también los que
se quedaban, contando con los fugitivos y con la actual situación se rebelarían nuevamente contra
ellos.» Por añadidura, en el año 421 expiraba el plazo de la paz de treinta años firmada con Argos.
La alianza de Atenas con Argos era sumamente peligrosa, porque en tal caso algunas ciudades del
Peloponeso podrían plegarse a Argos.
    Los jefes de los dos Estados, Nicias y el rey espartano Plistoanax, llegaron a acordar, con
relativa rapidez, las condiciones de paz. Se resolvió retornar a la situación de preguerra, con la sola
diferencia de que los tebanos recibían Platea y los atenienses obtenían Nisaia. Las ciudades de la
Calcídica y de Tracia: Argilos, Estagira, Acantos, Escolos, Olinto y Espártolos, que habían pasado
voluntariamente a Brasidas, conservaban su independencia, pero se les permitía entrar en la Liga a
condición de que Atenas las invitase. Los prisioneros de guerra de ambos bandos debían ser
repatriados. La paz civil debía ser asegurada mediante el hecho de que en todas las ciudades que se
devolvían a los atenienses se permitía a quienes lo desearan emigrar y dirigirse con todos sus
bienes, a donde les plugiere. Además, los atenienses garantizaban la autonomía a las polis aliadas
que pagaban con regularidad el foros establecido por Arístides. En caso de discrepancia a la hora de
interpretar el tratado de paz, cuya validez era de cincuenta años, el conflicto se resolvía mediante
arbitraje.
    La paz de Nicias respondía por completo a los intereses de la propia Esparta, pero dejó
descontentos a sus aliados, puesto que Beocia, Megara, Corinto y Elis no obtenían nada de ese
tratado, e inclusive Megara perdía a Nisaia.
    Pero el golpe más severo fue asestado por la paz de Nicias a Corinto. Como ya señaláramos, los
intereses básicos de esa polis estaban vinculados a los aliados de Atenas, a los acarnanios, todos los
puntos occidentales de apoyo de Corinto. Anactorión fue tomado por asalto y los ambraciotas
fueron forzados a entrar en alianza con los acarnanios. Corinto perdió también su tercera colonia,
Soligeios. Las islas jónicas quedaban dentro de la esfera de influencia de la democrática Corcira.
De esta manera, la lucha por la Hélade occidental fue totalmente ganada por los atenienses. He ahí
por qué los aliados espartanos anteriormente citados se negaron a firmar las condiciones de paz, y
sus relaciones con Esparta empeoraron notablemente. La cosa parecía encaminarse a una ruptura,
lo cual a primera vista convenía a Argos, que gozaba de grandes simpatías entre los
peloponesiacos.
    El gobierno espartano preveía la inminente amenaza, y trató de neutralizarla no sólo mediante la
paz, sino mediante una alianza con Atenas. Ya al mes de haber sido firmada la paz se celebró una
alianza defensiva entre Atenas y Esparta. En el correspondiente tratado, compuesto formalmente
sobre las bases de la igualdad de derechos, llama la atención una importante obligación unilateral
de los atenienses: «En caso de que se subleven los esclavos, los atenienses se comprometen a
ayudar a los lacedemonios con todas sus fuerzas dentro de la posible.» Este punto del tratado
recuerda claramente la política ateniense de los tiempos de Cimón. Llama la atención el hecho de
que los atenienses no hubieran exigido a los espartanos recíprocos compromisos análogos, puesto
que, evidentemente, ellos temían en grado mucho menor una sublevación de los esclavos.
    Los demócratas radicales aún no se habían repuesto del golpe que significó la pérdida de Cleón,
y su nuevo dirigente, Hipérbolo, sólo con mucho esfuerzo podía oponer resistencia a Nicias, cuya
influencia había alcanzado en ese tiempo su apogeo. «De Nicias se decía siempre que era una
persona grata a los dioses, y por ello... le fue proporcionada la posibilidad de llamar con su propio
nombre a la más grande y hermosa de las buenas obras.»
    No obstante las tendencias generales a poner fin a las operaciones bélicas, la paz de Nicias
podía ser, y de hecho lo fue, solamente un respiro, una tregua en la guerra que había abarcado a
todo el mundo heleno. La guerra de Arquídamo hizo evidente la existencia de colosales recursos
materiales en Atenas y su inexpugnabilidad por tierra firme. La coalición espartana resultó ser
demasiado débil para destruir a la arqué. Mas tampoco Atenas se hallaba en condiciones de asestar
el golpe decisivo a la Liga peloponesiaca. La paz de Nicias no eliminó las contradicciones que
originaron la guerra del Peloponeso. La cuestión de la hegemonía quedó sin resolver. Quedó
planteada también la lucha entre oligarcas y demócratas. Finalmente, durante la guerra de
Arquídamo se intensificaron considerablemente las fuerzas centrífugas, tanto en el seno de la arqué
ateniense como en la confederación del Peloponeso. De todo lo cual puede extraerse la conclusión
de que la paz de Nicias, firmada por el término de cincuenta años, podía ser sólo un armisticio, un
respiro. Tarde o temprano, las contradiciones señaladas tendrían que hacerla estallar. El mismo
destino le estaba reservado también a la alianza defensiva que se había establecido entre Atenas y
Esparta.
incursionar cada una en las tierras de la otra; pero más allá de sus propias fronteras, y en medio de
aquella tregua insegura, inferíanse mutuamente grandes daños.» En efecto, no obstante que la paz
de Nicias respondía a los deseos de las masas populares de Atenas y de Esparta, y aun cuando las
condiciones del tratado de paz reflejaban la real relación de fuerzas —relación a la que se llegó a
través de una lucha armada a lo largo de diez años—, no se logró una conciliación definitiva. Más
aún: incluso las mismas condiciones del tratado de paz no fueron cumplidas por ninguno de los
firmantes. De hecho, lo único que se llevó a cabo fue el intercambio de prisioneros de guerra entre
Atenas y Esparta. Los espartanos recibieron finalmente cerca de 300 de sus hombres que habían
sido tomados prisioneros en Esfacteria y otras partes.
    Los artículos del tratado, relativos a la devolución de los territorios que habían sido ocupados
por las partes beligerantes, no fueron cumplidos. Prácticamente se trataba de la devolución a los
atenienses de Anfípolis, en la que se hallaba una guarnición peloponesiaca bajo el mando del
espartano Cleáridas, y de Panactón, fortificación en la frontera con Beocia de la que Esparta se
había apoderado hacia el fin de la guerra de Arquídamo. A su vez, Atenas debía devolver a Esparta,
en primer lugar, Pilos, en la que por aquel entonces se hallaba una guarnición de mesenios
naupactianos, y también Citerea. En cuanto a Platea y Niasia debían quedar, por sorteo, en manos
de Tebas y Atenas.
    De acuerdo con el sorteo, Esparta estaba obligada, en primer lugar, y antes que nada, a devolver
Anfípolis. Sin embargo, Cleáridas, al principio, se había negado, y ante las reiteradas exigencias, lo
que hizo fue regresar a Esparta con los restos de los ejércitos de Brasidas, dejando a la ciudad de
Anfípolis en manos de sus habitantes, dispuestos a defenderse de Atenas hasta la última gota de
sangre. Panactón fue devuelta a Atenas al comienzo de la primavera del 420 a. C., no sin antes
desmantelar, contraviniendo lo tratado, todas las fortificaciones y pactar Esparta una alianza con
Beocia, lo cual, en opinión de los atenienses, también se hallaba en oposición a las condiciones de
la paz de Nicias.
    Los atenienses aprovecharon esta circunstancia para retener en sus manos a Pilos y Citerea. En
cuanto a la primera, sólo hicieron una concesión parcial, reemplazando en el verano del año 420 la
guarnición de mesenios por una de atenienses y llevándose a los ilotas que se habían pasado a sus
filas desde Laconia. Al parecer, también Citerea quedó en manos de los atenienses. De esta manera,
de todas las condiciones de la paz de Nicias fue observada en forma completa un solo punto, que
debía prevenir la ulterior evasión de los esclavos espartanos, los ilotas. Con motivo de no haber
dado Esparta cumplimiento a las condiciones del tratado de paz, los ilotas de Pilos fueron llevados
«para que se dedicaran al bandolerismo», en el año 418.
    Así y todo, el obstáculo más grande a la estabilización de la paz fue la oposición de los
principales aliados de los espartanos: Beocia, Corinto, Megara y Elis. El más poderoso de ellos,
Beocia, tenía todas las razones para denunciar el tratado de paz. Estando exenta de intereses
comerciales fuera de la Grecia central. Beocia abrigaba temores en cuanto a Atenas sólo en tierra
firme. La campaña contra Tebas había terminado en la más completa derrota, con el aplastamiento
de la totalidad de los hoplitas atenienses junto a Delión, y en esa batalla los beocios obtuvieron el
triunfo por sus propias fuerzas, sin ayuda alguna de Esparta. Durante la guerra de Arquídamo, ellos
se habían apoderado no sólo de la Platea beocia, sino también del Panactón ateniense. Además, y
bajo la protección de las huestes peloponesiacas, los beocios saquearon, año tras año, el territorio
del Ática, en tanto sus propias tierras casi no sufrían ataque alguno. En relación con todas esas
circunstancias, las condiciones de la paz de Nicias aparecían como injustas a los beocios, ya que
ellos se sentían capaces de sostener una lucha frente a frente contra Atenas.
    En tal situación, Megara también prefería orientarse con Beocia antes que a una alianza con
Esparta, que había traicionado sus intereses en el tratado con Nicias. Tal fue también, como ya se
ha señalado, la posición de Corinto. En vista de todo esto, Beocia no dio su conformidad a la firma
del tratado de paz de Nicias, sino que acordó con Atenas una tregua por separado, a corto plazo,
susceptible de ser prolongada cada diez días. Corinto, por su parte, no deseaba entrar en
negociación alguna con Atenas.
    A pesar de todo, los aliados de Esparta no hubieran podido oponerse a un acuerdo de Atenas con
ella, si en el Peloponeso no hubiera habido otro Estado fuerte, capaz de reunir en torno suyo a todos
los adversarios de Esparta. Tal polis era Argos, antiguo émulo de Esparta en lo que se refiere a la
hegemonía en el Peloponeso, además de ser importante la diferencia de ambas polis en cuanto al
régimen político. Al tiempo que en Esparta prevalecía el orden oligárquico, Argos era un Estado
democrático. La manzana de la discordia entre ambos Estados era la feraz región de Cinuria,
anexionada hacía unos siglos por Laconia. Mas la prolongada guerra de Arquídamo había puesto de
manifiesto la debilidad relativa de la Liga del Peloponeso, y en particular del principal adversario
de Argos: Esparta. Esta circunstancia debía intensificar, sin duda alguna, los ánimos guerreros de
los argivos.
    A pesar de eso, y no obstante su régimen democrático, los argivos no habían osado adherirse
abiertamente a Atenas durante la guerra de Arquídamo, debido a que estaban rodeados por los
miembros de la Liga del Peloponeso, sin poder contar tampoco con una ayuda desde el exterior. En
vista de ello, Argos observaba rigurosamente las condiciones del tratado de paz de treinta años
acordado con Esparta, que vencía en el 421. Durante aquel lapso, «los argivos estuvieron, en todos
los aspectos, en una posición sumamente favorable, porque no habían tomado parte en la guerra
contra el Ática, e incluso habían sacado provecho de ella por estar en paz con ambos beligerantes».
    La propuesta de los corintios de celebrar un pacto encontró, pues, eco favorable en Argos. Dado
que el prestigio bélico de los lacedemonios había descendido notablemente después de Esfacteria,
también se adhirieron a Argos otras polis democráticas del Peloponeso: Elis y Mantinea, que
mantenían disputas territoriales con la propia Esparta. A la misma coalición se adhirieron las polis
de la Calcídica y, tras algunos titubeos, Corinto. La aristocrática Beocia y Megara conservaron su
independencia.
    La situación geográfica de la coalición Argos-Elis-Mantinea era tal, que aislaba completamente
a Esparta del Peloponeso septentrional y, en consecuencia, de sus aliados. La existencia ulterior de
esta coalición democrática hubiera significado la completa escisión de la Liga del Peloponeso y,
por lo mismo, el fin de la hegemonía espartana. La marcha de los acontecimientos hizo ver así
palpablemente que la alianza con Atenas resultaba inútil e incluso perjudicial para los espartanos.
    Debido a esto, después de regresar de Atenas los prisioneros de guerra, en la política exterior de
Esparta se produjo un brusco viraje.
    Los éforos que habían firmado la paz de Nicias no fueron reelegidos, y los nuevos —Cleóbulo y
Xenares— se opusieron brusca y tenazmente a la alianza con Atenas, aliándose por separado con
Beocia, lo cual, indudablemente, debía conducir a la ruptura con los atenienses.
    La consecuencia lógica de todos estos acontecimientos fue un pacto de alianza entre las cuatro
polis democráticas de la Hélade: Atenas, Argos, Mantinea y Elis. Tal alianza fue, efectivamente,
acordada a mediados del verano del año 420. Esta coalición democrática tenía como adversaria a la
liga oligárquica de Esparta, Beocia y Megara, apoyada por el principal enemigo de Atenas: Corinto.
de batalla, sino que, por lo general, cumplían el servicio en las guarniciones acuarteladas en las
ciudades. Las acciones de la flota, dentro de las condiciones del dominio indiviso de los atenienses
en el mar, tampoco ofrecían grandes riesgos. En consecuencia, la determinada estratificación del
demos estaba mejor asegurada durante la guerra que en la paz. Sin embargo, a la cabeza de la
oposición a Nicias se había puesto no el jefe de los democráticos radicales, Hipérbolo, de poca
influencia, sino el joven Alcibíades. Tal circunstancia influyó considerablemente sobre el ulterior
desarrollo de los acontecimientos.
    Alcibíades, hijo de Clinias, pertenecía, por su origen, a las familias de mejor abolengo del Ática.
Por la madre, estaba emparentado con los Alcmeónidas. Al caer su padre en la batalla del Coronea,
el joven, aún menor de edad, había sido puesto bajo la tutela de Pericles. Uno de los hombres más
ricos de Grecia era Alcibíades, representante prototípico de la generación de aristócratas atenienses
habituados a suministrar líderes políticos al demos. En este sentido, Alcibíades podría haberse
convertido en un segundo Cimón o en un segundo Pericles. Educado en un ambiente en que el
Gobierno popular era formal, mientras en los hechos existía el poder casi autocrático de Pericles.
Alcibíades se había imbuido, desde la edad más temprana, de desprecio hacia la democracia,
considerando que las masas del pueblo sólo servían de pedestal para llegar al poder. Sócrates había
ejercido gran influencia sobre él; la faz antidemocrática de su doctrina agradaba sumamente al
joven discípulo. La anécdota que recuerdan Plutarco y Diodoro da el mejor testimonio en cuanto a
la manera de pensar del joven Alcibíades. «En el deseo de conversar con Pericles, Alcibíades
acudió en una oportunidad a sus puertas. Le dijeron que Pericles se hallaba ocupado, pensando en
la manera de justificarse, de rendir cuentas a los atenienses. Al retirarse, Alcibíades dijo: ¿No sería
mejor pensar en no rendir ninguna?» En esta anécdota ya se percibe la diferencia entre la
generación mayor, la de Pericles y la generación joven de los aristócratas atenienses, a la que
pertenecía Alcibíades.
    De acuerdo con las leyes atenienses, Alcibíades, nacido en el año 452 antes de nuestra era, podía
proponer su candidatura para el puesto de estratega sólo después de haber cumplido los treinta
años, esto es, en el año 421. Mas antes de esto, él había procurado, de mil modos, conquistar
notoriedad y popularidad, como peldaño importantísimo para ascender al poder. Envío para
competir en los juegos olímpicos siete carros, con los que recibió simultáneamente el primero, el
segundo y el cuarto premios; encargó una oda laudatoria al mejor escritor de la Hélade, Eurípides;
gastó enormes sumas de dinero en coregías; cometió toda clase de extravagancias como, por
ejemplo, mutilar a su hermoso perro de raza con el solo objeto de que los atenienses hablasen de él.
Plutarco caracteriza muy acertadamente la posición y las tendencias del personaje: «El origen de
Alcibíades, su riqueza, su bravura en los combates, la multitud de amigos y parientes, le abrían
grandes posibilidades para alcanzar puestos gubernamentales, pero él trataba, por encima de todo,
de conquistar para sí la valía mediante el encanto de sus discursos ante la muchedumbre.»
    La postura negativa respecto al orden democrático en Atenas ha sido muy bien descrita por
Tucídides, quien pone en labios de aquél la sentencia acerca del «desenfreno propio del régimen
democrático»; su condena del «dominio del demos» y, finalmente, la conocida definición de la
democracia como «la insensatez generalmente reconocida».
    El hecho mismo de la gran influencia de Alcibíades se explica por la desmoralización del demos
ateniense, considerablemente desclasado, habituado a vivir de los ingresos proporcionados por la
explotación de los esclavos y de los aliados.
    Alcibíades se tuvo que adherir al partido aristocrático laconófilo. Lo llevaban a ello tanto su
origen como sus vínculos con Sócrates y, finalmente, los lazos personales de su familia con
Esparta. Estaba en relaciones amistosas con los prisioneros de guerra espartanos, y trataba de
obtener la proxenia para los lacedemonios. No obstante su amor propio vulnerado por el hecho de
haber preferido los embajadores espartanos, durante la celebración de la paz, a Nicias y no a él,
impulsaron a Alcibíades hacia el campo antiespartano. Se vio así obligado a adherirse al partido
democrático en la asamblea popular ateniense.
    En ella, y actuando contra Nicias, Alcibíades hizo fracasar, ya valiéndose de intrigas, ya por el
fraude directo, las negociaciones entre Esparta y Atenas, consiguiendo en cambio formar una
alianza entre la democracia ateniense y la peloponesiaca (Atenas-Argos, Mantinea, Elis).
    Las perspectivas de una coalición democrática eran brillantes. Hacía poco que la arqué
ateniense, tras una contienda de diez años contra la Liga peloponesiaca, había obligado a su
adversario a pedir la paz. Pero ahora contaba con la adhesión de Argos, neutral hasta aquel
momento. Al mismo tiempo, el campo de sus adversarios se había disgregado al pasarse una parte
de sus componentes —Mantinea y Elis— al campo de la democracia. Además, la propia Esparta
había perdido por completo su aureola de invicta. Pilos seguía aún en manos de los atenienses. La
cuestión había llegado al punto de que los eleatas no admitieron que los lacedemonios tomaran
parte en los juegos olímpicos, lo cual se consideraba en aquel tiempo una ofensa inaudita. Parecía
que un solo golpe bastaría para aplastar definitivamente a Esparta. Su autoridad frente a toda la
Hélade había descendido hasta tal punto que inclusive sus aliados, los tebanos, se apoderaron al
año siguiente (419) de la colonia lacónica de Heráclea de Tracia, sin reparar en la gran indignación
que ello provocó en Esparta.
    En el verano del mismo año, Alcibíades, elegido estratega, llegó al Peloponeso con un pequeño
destacamento de hoplitas y, moviéndose a lo largo de la costa septentrional de la península,
persuadió a los habitantes de la ciudad de Patras a que unieran su ciudad con el mar mediante un
largo muro, lo cual proporcionó a los atenienses un nuevo punto de apoyo en el Peloponeso.
Estimulados por la presencia del destacamento ateniense, los argivos emprendieron acciones
bélicas contra Epidauro (de Argólida), con la esperanza de poder obtener, en caso de éxito, una
comunicación directa con Atenas por vía más breve, a través de Egina.
    El ataque contra Epidauro obligó a Esparta a proceder activamente. En el verano del 418 se
reunió en Flionte «el mejor ejército heleno que hasta entonces se hubiera formado; estaban allí los
lacedemonios con todo su ejército, como también los arcadios, beocios, corintios, sicionios,
pelenenses, fliontios, megarios; todas ellas tropas escogidas que estaban en condiciones de
combatir ya no sólo contra los ejércitos con que contaba la liga argiva, sino también contra otros
tantos, que se unieran a ella». Los beocios por sí solos suministraron 5.000 hoplitas, 5.500
guerreros de infantería ligera y 500 de caballería.
    Los argivos, contra los cuales se había congregado toda esa masa armada, reunieron su propia
milicia con la de Mantinea y con 3.000 hoplitas eleatas. Los ejércitos atenienses (1.000 hoplitas y
300 caballeros) llegaron algo más tarde. Sin embargo, cuando los ejércitos estaban ya en línea de
batalla, los aristócratas de Argos se entendieron con el rey espartano Agis, hijo de Arquídamo, y los
enemigos se separaron sin haber luchado. Esto provocó indignación en los lacedemonios, la que se
agudizó más aún al recibir la noticia de que sus adversarios habían ocupado Orcómenos (de
Arcadia). Entonces, los ejércitos espartanos, al regresar a su patria, fueron nuevamente enviados a
la región de Mantinea, esta vez sin aliados, que no se les pudieron unir, porque para ello tenían que
cruzar por territorio enemigo.
    En la batalla de Mantinea (agosto del 418) los espartanos obtuvieron una victoria completa
sobre el aliado ejército argivo-mantineo-ateniense. En esa batalla cayeron 300 lacedemonios y
1.100 de sus enemigos, entre ellos los dos estrategas atenienses. La batalla puso en evidencia la
superioridad de los hoplitas laconios. Como resultado, Argos rompió el tratado celebrado con
Atenas e inmediatamente hizo la paz y una alianza con Esparta. Los ejércitos de Argos, en unión
con el destacamento espartano, promovieron un levantamiento oligárquico en Argos y en Sición.
Los mantineos, viéndose aislados, debieron someterse. El triunfo de los lacedemonios repercutió en
el distante Norte. El rey macedonio, Pérdicas, volvió a traicionar a los atenienses y, recordando —
para el caso— el origen argivo de los reyes macedonios, estableció una alianza con Esparta y
Argos. Esta circunstancia reforzó más aún la tendencia de las polis de la Calcídica a una
independencia total.
    La derrota bélica de Atenas más la diplomática que le siguió fue provocada, más que nada, por
su indecisión. Al tiempo que Alcibíades insistía en la necesidad de acciones resueltas. Nicias,
seguido por la mayoría de los estrategas, trataba infructuosamente de renovar la amistad con
Esparta. Era natural que el insignificante destacamento que había tomado parte en la batalla de
Mantinea no pudiera salvar a sus aliados, y la armada que hubiera podido distraer a una parte de las
fuerzas espartanas y, por lo mismo, hacer más sostenible la situación de los aliados, no se movió
del Pireo.
    Se hacía evidente que la rivalidad entre Alcibíades y Nicias llevaba a Atenas a la ruina. En tales
circunstancias era completamente lógica la propuesta del conductor de la democracia radical,
Hipérbolo, de recurrir al ostracismo. La propuesta en cuestión fue aprobada por la ecclesia. No
obstante ello, Alcibíades, por temor a ser expulsado, se entendió con el conductor del grupo
laconófilo Faiax y, posiblemente, también con Nicias, para actuar conjuntamente contra Hipérbolo,
al que le fue aplicada aquella medida, de manera completamente inesperada (en el año 417).
Simultáneamente, Alcibíades y Nicias fueron elegidos nuevamente estrategas.
    Entre tanto, la situación en el Peloponeso volvió a tomarse candente. El triunfo de los
aristócratas en Argos fue de corta duración. Medio año después, en el mismo año 417, los
demócratas argivos, aprovechando un momento propicio, atacaron a los oligarcas, los derrotaron y
expulsaron de la ciudad, y restablecieron la democracia. El partido demócrata pidió ayuda a Atenas
y emprendió la construcción de los Largos Muros, «para asegurarse el suministro de víveres por vía
marítima». La experiencia de la guerra de Arquídamo había demostrado que construcciones tales
como los Largos Muros de Atenas era absolutamente inexpugnables. Incluso una aplastante
superioridad numérica de los sitiadores no representa garantía alguna de éxito. El único medio de
obligar a los sitiados a capitular era el cerco de las fortificaciones más la amenaza de hambre. Y los
Largos Muros que unían con el mar, que se hallaba bajo el control de los aliados, constituían en
aquellos tiempos la completa garantía para la independencia frente a Esparta, y prenda de larga
alianza con Atenas. Los Muros se construyeron en medio de una gran animación de la población de
Argos; los atenienses habían enviado carpinteros de obra y albañiles. Y cuando en el invierno
hicieron su aparición los ejércitos espartanos, no hallaron traidores en la ciudad y se vieron
forzados a retirarse, destruyendo, sin embargo, una parte del Muro. En el verano del 416 Alcibíades
llegó a Argos a la cabeza de una escuadra de 20 navíos y se llevó a 300 oligarcas vinculados con
Esparta.
    En el año 416 las relaciones entre Atenas y Esparta empeoraron más aún debido a que los
atenienses habían puesto sitio a la colonia laconia de Melos, en la isla del mismo nombre. Esta
colonia había observado la más rigurosa neutralidad, y el ataque de los atenienses carecía de
fundamentos. Tras un sitio de siete meses de duración, Melos se rindió. Los hombres fueron
pasados por las armas y las mujeres y los niños llevados como esclavos. Al mismo tiempo, también
la guarnición de Pilos había efectuado una salida inflingiendo grandes daños a los lacedemonios.
Todo esto determinó que «los lacedemonios, sin violar el tratado, abrieran acciones bélicas contra
los atenienses». Y aunque se les unieron los corintios, las operaciones bélicas no se hicieron en
gran escala hasta la expedición a Sicilia.
4. La expedición a Sicilia
    Después del congreso de las polis siciliotas en Gela y del ignominioso retorno de la primera
escuadra ateniense, los acontecimientos en Sicilia se desarrollaron casi sin vinculación alguna con
la marcha de la guerra en la Grecia continental. El antagonismo entre las polis encabezadas por
Siracusa y el grupo calcídico compuesto por Naxos, Leontinos, Catana, Mesana e Hímera, era
mantenido dentro de los marcos de conflictos locales, pues Siracusa prefería no llevar las cosas al
extremo, a fin de no dar pretexto a Atenas para una nueva intromisión en los asuntos sicilianos.
    Las tendencias dominantes de Siracusa se entrelazaban con la lucha social y política. Y a pesar
de que en la propia Siracusa el poder también estaba en manos de los demócratas, esta ciudad, por
lo general, apoyaba a los oligarcas jonios. Lo cual le daba siempre la posibilidad de inmiscuirse en
los asuntos internos de sus adversarios, sin llegar con ello a una intervención abierta.
    Son muy significativos los considerables desplazamientos sociales que tuvieron lugar en
Leontinos hacia finales de la guerra de Arquídamo. Según informa Tucídides, «los leontinos
aceptaron en su comunidad a muchos nuevos ciudadanos y el demos proyectaba ya redistribuir las
tierras». Este testimonio, excepcionalmente importante, indica cuan aguda era la lucha social
durante el período de la guerra del Peloponeso. El solo hecho de la inclusión voluntaria de
ciudadanos nuevos, admitidos en la comunidad, constituye un acontecimiento exclusivo en la
historia de las polis de aquel tiempo, las que siempre procuraban limitar el número de sus
bélico de la mayoría, si alguno no estaba de acuerdo, guardaba silencio por temor a que, de votar en
contra de la guerra, se lo tomara como hostil al Estado.»
    Es necesario anotar que la mayoría de los ciudadanos comunes no tenía siquiera idea del
significado de la expedición, ni de las fuerzas del enemigo. El testimonio de Plutarco acerca de que
«muchos hombres estaban sentados en las palestras y en los pórticos dibujando el mapa de Sicilia y
la ubicación de Libia y de Cartago», sólo demuestra cuan nebulosa era la idea que tenía el ateniense
común acerca de la parte occidental del Mediterráneo.
    No obstante las ásperas réplicas de Nicias, que acusaba a Alcibíades de perseguir la satisfacción
de sus intereses personales al precio del bienestar de la polis, la ecclesia resolvió enviar 60 navíos a
los segestiotas. Encabezaban la expedición Alcibíades, Nicias y Lámaco. La reiterada intervención
de Nicias en la ecclesia señalando lo imprudente y lo arriesgado de la empresa, obligó a la
asamblea a otorgar a los estrategas plenos poderes en cuanto a la composición de la fuerza
expedicionaria, resolviéndose así que partirían no menos de 100 trieres y 5.000 hoplitas.
    La propuesta de enviar una expedición a Sicilia fue aceptada por una aplastante mayoría de la
ecclesia. Es evidente que en su favor votaron no sólo los partidarios de la democracia radical, cuyos
representantes, Hipérbolo, por ejemplo, hacía mucho que maduraban planes de gran expansión en
Sicilia. Esta vez, gran cantidad de partidarios de Nicias dieron su apoyo a Alcibíades, y ellos eran
representantes de los estratos adinerados de la ciudad. Probablemente, fueron algunos grupos de
artesanos y mercaderes.
    En las inscripciones se hallan publicadas ambas resoluciones de la ecclesia: la primera, acerca
del equipamiento de 60 navíos, y la segunda, acerca del aumento de la cantidad de trieres a un
centenar, del reclutamiento del ejército y de la asignación de 3.000 talentos para los gastos de la
campaña. Dicha suma representaba todo el efectivo del fisco oficial, constituido por los saldos de
los presupuestos correspondientes al lapso transcurrido desde la paz de Nicias. Al parecer,
alrededor del año 417, a iniciativa de Alcibíades, el foros volvió a ser elevado hasta la suma de
1.300 talentos, A finales de mayo del 415 zarparon de Atenas 136 naves (entre ellas, 100 trieres
atenienses), con 5.100 hoplitas (de los cuales 1.500 eran ciudadanos de Atenas), 1.200 infantes
ligeros y cerca de 26.000 remeros. A esta enorme flota bélica seguían más de 130 naves de carga.
Con este motivo, Tucídides anota con orgullo: «Esta fue la más costosa y bella de las expediciones
equipadas hasta entonces.»
    Durante julio y agosto, tras costear a Corcira, la armada llegó a Italia y comenzó a avanzar
lentamente a lo largo de la costa, en dirección al Sur. Los atenienses tropezaban en todas partes con
una muy alerta desconfianza de la población local, que, aún en las polis calcídicas, sentía más
temor a Atenas que a Siracusa. Finalmente, los atenienses se detuvieron en Región, y, en vista de
que sus habitantes nos les permitieron entrar en la ciudad, todo el ejército acampó en sus afueras.
Las naves enviadas a Segesta, regresaron con la nada grata noticia de que no había dinero en la
misma, surgiendo entonces entre los estrategas una discrepancia. Nicias propuso limitarse a una
expedición contra Selinonte, obligándola a hacer la paz con Segesta, tras lo cual, pasando
demostrativamente frente a las costas sicilianas, se regresaría a Atenas. Alcibíades prefería dirigirse
a diversas polis sicilianas, tratando de atraerlas a la causa de Atenas, para después atacar a
Selinonte y a Siracusa. Lámaco era de la opinión de apoderarse de Siracusa mediante un ataque
imprevisto. Triunfó la opinión de Alcibíades. Pero no tuvo éxito ni en Mesana ni en Catana, y sólo
Naxos abrió sus puertas a los atenienses.
    En el ínterin, la ausencia de Alcibíades fue aprovechada en Atenas para incoar un proceso contra
él. Unos pocos días antes de la partida de la expedición fueron mutilados una noche una cantidad
de hermes, estatuas pétreas del dios Hermes, protector de los viajes y del comercio. Tal suceso
despertó muchas habladurías en Atenas. Se lo interpretaba como funesto presagio sobre los
resultados de la expedición. Los oradores, en la ecclesia, consideraban la mutilación simultánea de
los hermes como una señal de la existencia de «una conjuración para hacer una revuelta y derribar
la democracia». Los culpables no fueron descubiertos. Por la ciudad corrían rumores que hacían
recaer la culpa sobre participantes de algunos Misterios, reuniones secretas del culto a los dioses.
Como a uno de los culpables, se nombraba a Alcibíades, a quien se acusaba también de descreído y
sacrílego. Aun antes de emprender la expedición, Alcibíades propuso organizar el correspondiente
juicio, en la seguridad de ser absuelto; pero sus enemigos preferían esperar y juzgarlo en ausencia
del ejército, que le era devotamente fiel.
    Inmediatamente después de la partida de la expedición, fueron detenidas en Atenas muchas
personas con motivo del asunto de los hermes y los Misterios. Toda la ciudad estaba plagada de
rumores acerca de la existencia de una conjuración dirigida a establecer una tiranía, de la cual
como tirano se nombraba unánimemente a Alcibíades. Todos los detenidos fueron ejecutados y los
poderes enviaron una nave del Estado —la Salaminia— en busca del mismo Alcibíades, a quien se
ordenaba comparecer en el juicio entablado en su contra en Atenas.
    La cuestión de la mutilación de los hermes no está aclarada de forma definitiva. Antes que nada,
es de importancia determinar quién fue el que la cometió. Se trata de un problema sumamente
enrevesado. No obstante varias alusiones contenidas en las obras de algunos autores y, en primer
lugar, en el discurso de Andócidas De los misterios, es necesario estar de acuerdo con Tucídides:
«... nadie pudo decir, ni en su momento ni después, nada definitivo ni seguro acerca de los
culpables de este crimen». Sin embargo, es poco probable que lo fuera Alcibíades. La destrucción
de los hermes no podía aportarle utilidad ninguna. Mucho más importante es determinar cuáles
fueron los círculos políticos que encabezaron la campaña contra Alcibíades. Parecía que Tucídides
se inclinaba a creer que lo fueron los cabecillas de la democracia radical. Dice así: «Esos rumores
fueron cogidos al vuelo por personas que se sentían hartas e incomodas por Alcibíades, debido a
que éste les impedía afirmarse como caudillos del demos.» Plutarco nombra al «demagogo
Androcles», pero en el mismo lugar informa que el acusador de Alcibíades fue el cabecilla del
partido laconófilo Tésalo, hijo de Cimón. De esta manera, según parece, en la acusación contra
Alcibíades tomaron parte todos sus adversarios, tanto los oligarcas como los radicales.
    La agrupación demócrata radical, decapitada por resultas del ostracismo de Hipérbolo, trataba
indudablemente de valerse de todas las posibilidades para dar cuenta de Alcibíades y hacer así más
sólida su propia influencia. Los oligarcas irreconciliables, como el mencionado Tésalo, no podían
perdonarle a Alcibíades su acción anterior, como tampoco toda la aventura siciliana. Los esfuerzos
aunados de los adversarios de Alcibíades lograron imponerse. Bajo la directa influencia de los
rumores, insistentemente propagados acerca de la conjura contra la democracia, la ecclesia resolvió
que «todo está realizado por los conjurados con miras a establecer una oligarquía o una tiranía».
    Fueron arrojados a la prisión muchos «ciudadanos notorios»; entre ellos Eucrates, hermano de
Nicias. Las sospechas recayeron también sobre Alcibíades. Los bienes de los condenados fueron
confiscados y vendidos en subasta pública. Las inscripciones comunican datos interesantes acerca
de esos bienes confiscados a los mutiladores de los hermes, los llamados hermocópidas. Uno de
éstos era un meteco del Pireo, Cefisodoros, que poseía 16 esclavos, entre ellos cinco tracios, un
escita y un cólquida. Llama la atención la cantidad relativamente pequeña de esclavos que
pertenecían incluso a hombres ricos. El inventario que figura en una de las inscripciones,
probablemente pertenecía a Alcibíades.
    Al enterarse de que era llamado a juicio, Alcibíades huyó al Peloponeso y luego a Esparta,
donde se convirtió en el alma de todos los planes antiatenienses. Cuando se le comunicó que estaba
condenado a muerte, habría dicho: «Les he de probar que estoy vivo.» Y, en efecto, ocasionó
grandes daños a los atenienses en Sicilia, Jonia y hasta en la propia Ática.
    Al quedar sin Alcibíades, Nicias y Lámaco repartieron entre sí todas las fuerzas armadas y se
dirigieron por mar a Segesta, de donde obtuvieron otros 30 talentos, sacando 120 talentos más al
vender como esclavos a todos los habitantes de la pequeña ciudad de Hícara, una parte de los
cuales posteriormente prestó servicios como remeros en la flota ateniense. Luego se dirigieron, por
tierra firme, a través de toda la isla, hacia el litoral oriental, hacia Catana. En el invierno del 414,
los atenienses aparecieron a orillas del mar en Siracusa, tras adelantarse al ejército siracusano
apostado junto a Catana, e infirieron algunas pérdidas a los siracusanos. Sin embargo, y debido a la
indecisión de Nicias, los ejércitos atenienses regresaron a Catana, dando así tiempo al adversario
para terminar la construcción de fortificaciones defensivas en torno de Siracusa.
    Durante el invierno, ambas partes trataron de atraerse la máxima cantidad de aliados. Los
atenienses lograron obtener el apoyo de Segesta, Catana y Naxos y una parte de los sículos.
Siracusa se aseguró la ayuda de Corinto y Esparta. Megara, jonia en lo fundamental, permaneció
neutral, debido a que Alcibíades había informado al grupo siracusano de Mesana quiénes eran
partidarios de Atenas en la ciudad. Camarina, doria, que recelaba del reforzamiento de Siracusa,
también observó rigurosa neutralidad. Polieno, sin citar las fuentes, informa que en el año 414 tuvo
lugar una gran sublevación de esclavos. Fue tan considerable que los esclavistas siracusanos sólo
pudieron aplastarla recurriendo a un engaño. Incluso así, cerca de 300 esclavos se pasaron a los
atenienses.
    En toda esta situación desempeñó gran papel Alcibíades, quien en el ínterin, había llegado a
Esparta, donde declaró que la expedición a Sicilia estaba dirigida, en primer lugar, contra los
lacedemonios. Aconsejó insistentemente enviar a un autorizado jefe militar en ayuda de los
siracusanos y, al mismo tiempo, reanudar las acciones bélicas en el Ática con la ocupación de
Decelia.
    Sólo en el verano del año 414, después de haber pasado un año en Sicilia, los atenienses
emprendieron el sitio de Siracusa. Lámaco pereció en el comienzo mismo de ese asedio, y todo el
ejército expedicionario pasó a ser mandado por Nicias, quien dedicó todas las fuerzas a la
construcción de una muralla sitiadora alrededor de Sicilia. La mayor parte de dicha muralla fue
terminada en junio del mismo año, pero los atenienses, a pesar de todo, no tuvieron suficiente
tiempo para impedir entrar en Siracusa al jefe militar espartano Gílipo, enviado a raíz del consejo
de Alcibíades. Gílipo llevó consigo hasta 3.000 hoplitas y, lo que es principal, convenció a los
sitiados de que en su ayuda estaban marchando desde el Peloponeso considerables tropas.
    La situación de los atenienses empeoró bruscamente. Por iniciativa de Gílipo, los sitiados
comenzaron con energía a erigir un muro perpendicular al de los atenienses, los cuales habían
sufrido ya varias derrotas en algunas escaramuzas en tierra firme y, por descuido, habían dejado
pasar a Siracusa otros 12 buques más llegados del Peloponeso.
    De esta manera, el fundamental objetivo táctico de los atenienses durante el sitio: aislar por
completo a Siracusa por tierra firme, sufrió un rotundo fracaso. Los sitiados extendieron su muro
mucho más allá de la línea de las construcciones atenienses y, de esta manera, se aseguraron el
aprovisionamiento de víveres y la llegada de ayuda proveniente de sus aliados por vía terrestre.
    Más peligrosa aún era para los atenienses la situación en el mar. Las trieres atenienses, que
habían estado en acción durante un tiempo prolongado, necesitaban reparaciones capitales y habían
perdido su cualidad bélica más importante, la velocidad de movimiento. También había disminuido
considerablemente la cantidad de remeros, debido a las pérdidas sufridas. Una parte de los mismos,
a causa del desfavorable desarrollo de los acontecimientos, comenzó a pasarse a los enemigos. La
falta de caballería que afectaba a los atenienses, proporcionaba a los siracusanos asediados la
posibilidad de mantener, de hecho, a los propios sitiadores en condición de sitiados, al tiempo que
sufrían escasez de vituallas. La pérdida de la superioridad en el mar constituía en el futuro una
amenaza de total perdición para los atenienses, porque les cortaba los caminos de regreso a la
patria.
    En tal emergencia, Nicias se dirigió a Atenas, exigiendo que sus tropas fueran llamadas
inmediatamente de vuelta, o que se enviaran nuevas y fuertes tropas auxiliares de refuerzo. En esta
misiva que Tucídides considera auténtica, la situación de los atenienses es pintada como
desesperante. En socorro de Nicias salió del Pireo el mejor jefe militar, vencedor en Pilos,
Demóstenes, con 65 navíos, 1.200 hoplitas atenienses y cierto número de aliados. Después de haber
movilizado las reservas en las islas Jónicas, Demóstenes arribó a Siracusa a finales de julio del 413.
Plutarco describe, con riqueza de imágenes, el arribo de Demóstenes: «En aquel momento se hizo
ver en el puerto Demóstenes, infundiendo temor a los enemigos con la brillante pompa de su
armada. Avanzaba llevando tras suyo, en 73 navíos, a 5.000 hoplitas, y no menos de 3.000 lanceros,
arqueros y honderos; el ornato de las armas, las insignias de las trieres y la multitud de jefes de los
remeros, con cantores y flautistas, eran propios para impresionar a los enemigos y provocar su
admiración.»
    Para evitar los errores del tardo Nicias, que había dejado la iniciativa al enemigo, Demóstenes,
ya en la primera noche de su llegada, emprendió el asalto de las fortificaciones siracusanas en
Epípolas, alturas en las que la muralla de los siracusanos rodeaba las construcciones atenienses.
Pero, tras cierto éxito inicial, los atenienses sufrieron grandes pérdidas, viéndose obligados a
retirarse. Entonces Demóstenes y el segundo estratega Eurimedonte, que había llegado con él,
propusieron zarpar sin pérdida de tiempo de Siracusa, donde el ejército estaba apostado
inútilmente, en pésimas condiciones climatológicas, perdiendo mucha gente por las enfermedades,
y donde la flota no podía desenvolverse en el interior de la rada sumamente angosta. Nicias objetó
esto, diciendo que también los siracusanos sufrían grandes pérdidas, y que, además, debía contarse
con algunos partidarios en el interior de la ciudad. También desempeñó aquí cierto papel un eclipse
de luna, pues Nicias lo consideró como desfavorable para la retirada, y propuso, en vista de ello,
postergar la partida de Sicilia por veintisiete días.
    Los combates navales de 3 y del 7 de septiembre del 413 terminaron con la completa derrota de
la flota ateniense, la que ya hacía mucho había perdido su capacidad combativa. El ejército
ateniense estaba aislado en Sicilia. Nicias y Demóstenes intentaron retirarse al interior de la isla,
pero sin éxito, y, rodeados por todas partes por el enemigo, los atenienses debieron capitular. Los
dos estrategas fueron ejecutados; en cuanto a los prisioneros de guerra, les cupo la misma suerte
que a todos los que caían en manos de sus vencedores: tras permanecer siete meses en las canteras,
fueron vendidos como esclavos.
    Así fueron aniquilados el enorme ejército ateniense y su poderosa armada. Tucídides define la
catástrofe siciliana como «el episodio militar más importante... Los atenienses fueron totalmente
vencidos en todos los terrenos... Fue, como se dice, la ruina total de su ejército de tierra y de la
flota. Nada quedó».
    La expedición a Sicilia constituyó un punto de viraje en toda la guerra del Peloponeso. Hasta
entonces, Atenas no sólo había resistido con éxito a la poderosa coalición que comprendía a la
mitad de la Hélade, sino que había cumplido enérgicas acciones agresivas que le aportaron no
pocos éxitos en la guerra de Arquídamo. Inclusive la derrota en la batalla de Mantinea fue una
prueba de la fuerte expansión de Atenas hacia la región del Peloponeso. Desde este punto de vista
hay que mirar también a la expedición a Sicilia. Ciertamente, la misma terminó con una catástrofe
que acarreó más tarde el hundimiento de la potencia naval de Atenas. Empero, el mismo hecho de
enviar una potente expedición con fines de conquista hacia países lejanos, sólo cinco años después
de haber terminado la ruinosa guerra de Arquídamo, da testimonio de la presencia en Atenas de
considerables fuerzas y medios económicos. Como causa fundamental del envío de tal expedición,
hay que considerar no sólo los intereses comerciales de los atenienses en el Occidente, sino, en
primer lugar, la tendencia general a la expansión que radicaba en la economía de este fuerte Estado
esclavista. «... una guerra constituye aquel importante problema general, aquel gran trabajo común,
que se requiere ora para apropiarse de las condiciones objetivas de las existencia, ora para preservar
y para consolidar aquello de lo que se había apoderado». Dentro de las condiciones de una antigua
polis, las reproducción del viejo modo de existencia.«... constituye al mismo tiempo, por necesidad,
una producción renovada de la forma vieja, y su destrucción». Por ejemplo, allí donde a cada uno
de los individuos corresponde poseer tal o cual cantidad de acres de tierra, ello ya se ve impedido
por el crecimiento de la población. Si se toman medidas para suprimirlo, se recurre a la
colonización y ésta, a su vez, y siempre, provoca una necesidad de organizar y emprender guerras
de conquista. Una guerra de tal especie, con fines de conquista, fue precisamente la expedición a
Sicilia. La dirección de la misma fue dictada por el deseo de privar a la Liga del apoyo de las polis
siciliotas, y por la esperanza de fácil éxito en Sicilia, con motivo de las discordias entre las polis
locales.
    La catástrofe en Sicilia condujo a un brusco cambio en la correlación de las fuerzas de las partes
beligerantes. Uno de los factores más importantes que actúan en una guerra, es la cantidad y
calidad de las fuerzas armadas del adversario. Atenas había perdido 50.000 hombres, entre ellos,
10.000 hoplitas, y más de 200 barcos, sin hablar ya del dinero gastado. Para comparar, señalemos
que en la batalla más grande de la guerra de Arquídamo, en el combate de Delión, los atenienses
habían perdido solamente 10.000 hombres.
    Un factor no menos importante que las enormes pérdidas materiales, fue el factor moral-
político. Junto a Siracusa, los atenienses fueron aplastados no sólo en tierra firme, sino también en
el mar. De esta manera, el período sexagenario del predominio naval ateniense había llegado a su
fin. Y pensar que fue precisamente la flota la que constituyó el eslabón cimentador de la potencia
   La guerra de Decelia
    Ya hemos señalado que Alcibíades había dado a los espartanos dos consejos: en primer lugar,
enviar un jefe militar a Siracusa, con el fin de prevenir la capitulación de la ciudad sitiada, lo cual
había predeterminado en medida considerable la marcha ulterior de los acontecimientos en Sicilia;
y en segundo lugar, reanudar, en gran escala, las operaciones bélicas contra Atenas y, en particular,
ocupar Decelia. Se llamaba así uno de los demos áticos situados al noroeste de Atenas, a una
distancia de 120 estadios (cerca de 22 kilómetros). La ubicación geográfica de esa localidad era
sumamente ventajosa, porque dominaba el camino hacia Oropos. A través de Decelia conducía
también el camino más cercano hacia la sumamente importante posesión de Atenas que era la sila
de Eubea.
    Los consejos de Alcibíades tenían como objetivo la creación, para los peloponesios, de un
constante punto de apoyo en el Ática, mediante la ocupación de Decelia. De este modo, se podría
tener bajo permanente control militar a Atenas y al Ática. Así —decía Alcibíades— los espartanos
se apoderarían «de todas las riquezas del territorio enemigo, y los atenienses instantáneamente
perderán los ingresos que proceden de las minas argentíferas del Laurión, y de los beneficios que
ahora obtienen del cultivo de las tierras y de los tribunales. Pero, lo que es lo principal, perderán los
tributos que les pagan sus aliados».
    El consejo de Alcibíades fue aceptado, y durante el invierno del 414 al 413, Esparta se preparó
enérgicamente para futuras operaciones bélicas, en la suposición de que los atenienses se
encontraran hundidos en Sicilia. Los espartanos exigieron a sus aliados suministros especiales de
hierro y de instrumentos. Al comenzar la primavera del año 413, Agis invadió el Ática y, habiendo
fortificado a Decelia, quedó en la misma con una fuerte guarnición, lo cual hizo empeorar
bruscamente la posición de Atenas.
    Más de 20.000 esclavos adultos, que constituían la cuarta parte de todos los esclavos de Atenas
(de los cuales, la mayoría eran artesanos), se pasaron al enemigo. Este hecho desorganizó
bruscamente toda la producción artesanal. Según dice Tucídides, los atenienses perdieron todo su
territorio, sucumbió toda la hacienda pequeña y mediana y los caballos morían de inanición.
    Al fin, en vista de la amenaza de un ataque directo a la misma ciudad de Atenas, fueron
dispuestas guardias constantes de todos los ciudadanos y metecos, en los muros de la ciudad, que se
mantenían durante todo el año, día y noche. «Todos los atenienses, debido a que el enemigo se
hallaba en Decelia, estaban permanentemente bajo las armas y en los puestos que tenían asignados:
unos en las murallas y otros en las filas.»
    Tomando en cuenta las enormes pérdidas experimentadas por los atenienses en Sicilia, el golpe
inferido en Decelia debía haber demolido definitivamente toda la economía del país. Si las
primeras invasiones de los peloponesiacos causaban grandes perjuicios, en primer lugar, a los
intensivos cultivos agropecuarios, la ocupación de Decelia privada a los atenienses de la
posibilidad de ocuparse, en general, de la agricultura. Era preciso importar todos los víveres por el
camino del Pireo.
    Y precisamente en aquel momento llegó a Atenas la noticia de la muerte de Nicias y
Demóstenes, lo cual significaba no sólo enormes pérdidas, esta vez irreparables, de hombres y de
naves, sino la amenaza inmediata de una aparición de la flota enemiga en el puerto del Pireo. Y, en
el ínterin, en los diques faltaban naves, en el fisco no había dinero, y no había dónde conseguir
remeros para la flota. Por añadidura, existía una amenaza de defección de los aliados. Atenas se
hallaba al borde del abismo.
Durante la campaña del invierno del año 411, el navarca espartano Astíoco tenía ya bajo su mando
94 trieres, sin contar los barcos de Quíos. Finalmente, también Rodas se unió a los peloponesiacos.
    La defección de Jonia se desarrolló con una gran rapidez, debido a que los aliados se sentían ya
desde hacía mucho molestos por el dominio ateniense. La explotación de las polis aliadas, que iba
en constante aumento, la altanería de los poderes atenienses, las crueles represiones de que eran
víctimas los sublevados, fueron todas circunstancias que habían intensificado el descontento entre
los aliados de Atenas; y bastó una sola chispa para que se encendiera la sublevación general. El
papel decisivo lo desempeñó la llegada de la flota peloponesiaca y de Alcibíades, que, además,
gozaba del apoyo de Tisafernes, y, en consecuencia, del rey persa, en tanto que los atenienses
carecían ahora de una fuerza naval capaz de superar a sus enemigos.
    Parecía que los atenienses no les restaba ya ninguna esperanza. La flor y nata de su ejército y de
su flota había cumplido en Sicilia. El enemigo se había afirmado en el centro de Ática, lo cual
desorganizaba por completo la economía del país. Y ahora se desplomaba el último sostén, su
potencia marítima.
    En aquel momento, la democracia ateniense, a pesar de los golpes que se habían descargado
sobre ella desde todos los lados, pudo desarrollar una colosal fuerza de resistencia. Sin desearlo, se
impone una comparación entre la Atenas del año 412, y la Esparta del año 425. Había bastado una
sola gran derrota en Esfacteria para que Esparta pidiera la paz y cesara todas las acciones agresivas.
El demos ateniense, hallándose casi en un callejón sin salida, combatió durante ocho años enteros
no sólo contra toda la Hélade, sino también contra Persia; inclusive, durante el último período de la
guerra, descargó en más de una oportunidad sensibles golpes a adversarios mas fuertes que él. En el
año 412 el demos movilizó todos los medios para la lucha. El programa de acción consistía en
«equipar y armar una flota, procurándose madera y dinero por cualquier medio; asegurarse la
fidelidad de los aliados, especialmente de Eubea; reducir prudentemente los gastos del Estado y
crear una magistratura integrada por los ciudadanos de más edad, destinada a la consideración
previa de los asuntos corrientes».
    Tal programa era llevado a la ejecución, de manera firme y estricta. Los atenienses supieron
acumular la cantidad necesaria de madera, fortificaron el promontorio Sunio para asegurar el paso
de los barcos que traían víveres desde Eubea; liquidaron su plaza de armas en el litoral de Laconia,
del que se habían apoderado durante la expedición a Sicilia, y al enterarse de la defección de Quíos
enviaron inmediatamente 20 barcos para aplastar al rebelión.
    Además, fueron enviados otros 30 navíos para realizar un crucero alrededor del Peloponeso; y
estaban preparando nuevas decenas de barcos para ser enviados a Jonia.
    Sumamente considerables eran entonces (finales del año 413) las dificultades financieras. La
tesorería del Estado estaba vacía. Tampoco se contaba con una flota. Para armar y equipar una
nueva y, principalmente, para mantenerla, se requerían sumas muy considerables que sólo se
podían sacar de las arcas de los aliados, los que manifestaban muy abiertamente su descontento por
el alcance de las imposiciones vigentes. Ciertamente, el demos tocó por primera vez la reserva de
mil talentos, depositada aún por Pericles, para casos de extrema necesidad. Así y todo, estos fondos
eran insuficientes y con mucho.
    Con el objeto de mejorar el presupuesto del Estado, fue llevada a cabo una reforma financiera
de suma importancia. Se suprimió el foros —la contribución recabada de los aliados, en forma de
imposición directa—, y se estableció un aforo del 5 por 100 sobre el valor de todos los productos
importados y exportados por vía marítima. Al parecer, el objeto fundamental de tal reforma era
acrecentar los ingresos del fisco. Mas, de por sí, las supresión del foros haría menguar el
descontento de los aliados. Además, ese aforo se cobraba, principalmente en el Helesponto, lo cual
era, técnicamente, una medida fácilmente ejecutable, y exigía fuerzas armadas relativamente
escasas.
    Apuntábanse, ya entonces, los contornos de una nueva política del demos respecto a los aliados,
lo cual se manifestó con la decisión de equiparar siete trieres de Quíos que habían caído en poder
de los atenienses. «A los esclavos que se hallaban en las mismas les fue concebida la libertad,
mientras a los hombres libres se los encadenó.» Bajo este aspecto, son significativos también los
acontecimientos registrados en la isla de Samos. Aprovechando la presencia de tres trieres
atenienses, los demócratas de Samos organizaron una sublevación y dieron muerte a cerca de 200
ciudadanos nobles; 400 oligarcas fueron condenados a la expulsión; las tierras y casas de la nobleza
fueron confiscadas por el demos. Habiendo constatado la fidelidad de esos demócratas, los
atenienses les otorgaron la autonomía, de hecho, una independencia. Es sumamente elocuente el
hecho de que, de acuerdo con la constitución democrática de Samos, los geomores, es decir, los
propietarios de grandes extensiones de tierra, fueron completamente privados de los derechos
políticos, inclusive del derecho a la epigamía (contraer matrimonio) con el demos. Fue uno de los
pocos casos en la historia del mundo antiguo en que el demos victorioso recurrió a la privación de
los derechos políticos de sus adversarios.
    En combinación con el triunfo de la democracia de Samos, hay que anotar otros dos momentos
interesantes. En Samos se encontraba Hipérbolo, que fuera líder de la democracia radical en
Atenas, de donde se le expulsó en el año 417. Es dable suponer que, también en el exilio, fue de los
conductores de los demócratas de Samos, puesto que allí lo mataron los oligarcas durante su
sublevación armada en el año 411. Durante la revuelta oligárquica en Atenas, en el mismo año 411,
sólo en Samos se conservó el orden democrático. Basándose en ello, los marinos atenienses,
aliados de hecho con los demócratas locales, restablecieron la democracia en Atenas.
    Así y todo, había otra importante circunstancia que obraba en favor de las agrupaciones
antidemocráticas. Y es que los defensores más activos del orden democrático, los tetes, estaban
ausentes en número considerable, debido a que prestaban servicios en la flota que, en esos meses,
se encontraba permanentemente en Jonia. De esta manera, uno de los grupos políticos más activos
de los ciudadanos atenienses no pudo tomar parte directa en las sesiones de la ecclesia. Al mismo
tiempo, una parte de los anteriores conductores de los elementos radicales, como Pisandro y
Caricles, se sumaron a los oligarcas e incluso se pusieron a la cabeza de las medidas
antidemocráticas.
    Es por esto que, en el año 412, los oligarcas habían conseguido con relativa facilidad dos
triunfos importantes. En primer lugar, inmediatamente después de la catástrofe de Sicilia, fue
violada parcialmente la constitución ateniense. En el programa, citado anteriormente llama la
atención el último punto: el que se refiere a la creación de una magistratura integrada por los
ciudadanos de más edad, destinada a la consideración previa de los asuntos corrientes. Dicha
magistratura llevaba el nombre de probulé. Hasta entonces, tal magistratura era la bulé, a través de
su pritanía. Se puede decir más: de hecho la consideración previa de los asuntos corrientes
constituía la función fundamental de la bulé, porque la ecclesia, que se reunía con frecuencia, sólo
tomaba resoluciones respecto a los asuntos no corrientes.
    De esta manera, puede decirse que la creación de la nueva magistratura anulaba el papel de la
bulé. Su miembros eran elegidos por sorteo, y ella representaba efectivamente a la masa ciudadana,
aun cuando sin suficiente experiencia en la administración, pero, en cambio, completamente
democrática. A su vez, la nueva magistratura, la probulé, era formada, por elecciones, con los
ciudadanos de más edad. Habiendo sido electos después del fracaso de Sicilia, ellos representaban,
en grado considerable, las opiniones de los oligarcas y de las capas conservadoras de la población,
pero no del demos radical. Finalmente, la composición constante de la probulé ofrecía para los
oligarcas y los ricos la posibilidad de ejercer influencia sobre sus miembros.
    El segundo triunfo de los oligarcas fue la elección de estrategas en el año 412. Esta vez, la
mayoría de ellos, encabezada por Frínico, era de los oligarcas. Una parte de los mismos fue en el
411 jefe de los oligarcas. La otra parte, aun cuando no actuó en el año 411 en la revuelta
oligárquica, pertenecía, sin embargo, al número de los ciudadanos más opulentos; en consecuencia,
también tenía que ser adversaria de la democracia radical. Por cuanto a las manos de los estrategas
fue entregado el mando de toda la flota, la única fuerza armada de Atenas en aquel tiempo, tal
situación estaba preñada de complicaciones políticas. Y, en efecto, el éxito temporal de la conjura
oligárquica del 411 fue posible sólo a condición de contar con la abstención, o quizás con la
connivencia, de los anteriores órganos del poder.
    Un índice original de los ánimos de la masa de simples ciudadanos atenienses de aquel tiempo
lo fue la comedia de Aristófanes Lisístrata, puesta en escena en el año 412. La mujer ateniense
Lisístrata, cuyo nombre en griego significa «la que pone fin a la guerra», reúne un destacamento de
mujeres de toda la Hélade y ocupa la Acrópolis, donde era guardado el tesoro del Estado. En su
polémica con el anciano próbulo, Lisístrata desarrolla todo un programa de reformas:
    «... Al igual que en tinas y cubas lavamos la lana y la limpiamos de yuyos, así tendríamos que
sacar de la ciudad a los malvados y cobardes, y separar la mala hierba; sacar a todos los que se
apelotonan en la carrera tras un cómodo puestito y se nos han adherido chupando nuestra sangre;
tenemos que ponerlos bajo la uña, y, habiéndolos limpiado, reunir a los ciudadanos decentes y
esantarlos nuevamente en el huso.»
    La exigencia de expulsar de la ciudad a todos los «infames», a todos los que procuran obtener
un «puesto cómodo», corresponden en boca de Aristófanes, con absoluta exactitud, a las consignas
de los oligarcas. El leit motiv de toda la comedia es la burla de la guerra; la consigna «que continúe
la guerra», también está copiada del arsenal de los lacófilos. En comparación con el reforzamiento
de sus enemigos, la democracia había experimentado un gran debilitamiento. Ya hemos hablado de
que su apoyo combativo, los tetes, en parte no regresaron de Siracusa, y en parte prestaban servicio
en la flota en Samos. Además, en las filas del demos se percibía una gran confusión en vista de las
derrotas, cada vez más sensibles y fuertes. Finalmente, el constante servicio de guardia no dejaba
tiempo libre para ocuparse de los asuntos sociales. Iba en aumento la apatía política, lo que también
fue uno de los importantes factores del triunfo de los oligarcas.
   Intervención de Persia
    En estas circunstancias, en ayuda de Esparta acudieron, por vez primera y de forma abierta, los
sátrapas persas: Tisafernes y Farnabazo. El «rey de reyes», Darío II, aun en el comienzo de la
guerra del Peloponeso había exigido de sus sátrapas que pagaran el tributo no sólo por las ciudades
que, de hecho, se hallaban bajo su dominio y poder, sino por todo el territorio de sus respectivas
satrapías. Prácticamente, se trataba de las ciudades helenas del Asia Menor y de las islas del
archipiélago del Egeo que formaban parte de la arqué ateniense y, en consecuencia, no pagaban
tributo a los persas. Se comprende que Tisafernes y Farnabazo no podían contar con la renuncia
voluntaria de los atenienses. Por ello, era lógica la formación de una alianza perso-espartana. En
nombre de la misma, cuya esencia consistía en pagar la flota peloponesiaca con los dineros persas,
Esparta entregaba a los sátrapas toda Jonia, lo cual era una traición lisa y llana a la causa común de
la Hélade.
    Durante medio año (verano del 412-invierno del 411) fueron celebrados, uno tras otro, tres
tratados entre los lacedemonios y los persas. La confrontación de sus textos revela la naturaleza de
las relaciones entre sus firmantes. En el primer tratado, los espartanos reconocían, en favor de
Persia, «todo el país y todas las ciudades que posee el rey, y que poseían los antecesores del rey».
De esta manera, no sólo el litoral del Asia Menor, sino también las islas, e inclusive una parte de la
península balcánica, debían quedar formalmente sometidas a Persia.
    En el segundo tratado, debido a una revisión exigida por Esparta, se conservaba la fórmula
enunciada, pero se agregaba un punto especial: «Cuantas tropas haya en las tierras del rey por
exigencias de éste, el rey debe pagar su sostenimiento.» Ello significaba que los espartanos
asumían las funciones de mercenarios persas. Sólo en el tercer tratado, las posesiones del rey persa
se limitaron a las «tierras del rey que se encuentran en Asia». Los lacedemonios quedaban
obligados a no saquear las tierras del rey, y por ello comenzaron a recibir de Tisafernes los dineros
necesarios para la manutención de la flota, pero sólo en concepto de préstamo temporal.
    De esta manera, en caso de triunfar Esparta, Persia contaba con la devolución de las ciudades
helenas del litoral del Asia Menor, a cambio de lo cual se comprometía a mantener la flota
peloponesiaca. En julio del 412, y bajo la impresión de la reciente sublevación de Quíos, esto
parecía del todo suficiente. Sin embargo, después de haber concluido el segundo tratado, los
atenienses conservaron las posiciones entre sus aliados.
    Alcibíades había llegado a Jonia en compañía del jefe militar espartano Calcídeo. Después de la
muerte de éste, Alcibíades conducía, de hecho, toda la política espartana en el Oriente, entrando en
estrechas relaciones con Tisafernes. Esto despertó sospechas en Esparta, de donde llegó una orden
de darle muerte. Alcibíades huyó a unirse con Tisafernes, tratando entonces de aprovechar su
influencia para hacer disminuir la ayuda persa a Esparta. A juzgar por lo que decía, los intereses de
Persia exigían no el triunfo de Esparta, sino el agotamiento máximo, hasta el límite, de ambas
partes; en consecuencia, era necesario pasar de la política de ayuda incondicionada a Esparta a la
de dar una ayuda insignificante a la parte más débil de ambas beligerantes. Prácticamente esto
significaba la limitación de la ayuda financiera a Esparta y la posibilidad de un contacto definido
entre Alcibíades y Atenas. En efecto, por aquel mismo tiempo Alcibíades entabló relaciones con los
partidarios de la oligarquía entre los estrategas que mandaban la flota ateniense en Samos.
Prometió atraer a Tisafernes al lado de los atenienses y regresar a Atenas, a condición de que allí
quedara abolida «la estupidez generalmente reconocida»: la democracia que lo había expulsado.
    Las proposiciones de Alcibíades fueron aceptadas gozosamente por la mayoría de los estrategas
oligarcas de la flota. El único adversario sagaz de Alcibíades resultó ser Frínico, quien advertía
claramente que Alcibíades no se proponía llegar a un poder oligárquico, sino a una tiranía. Ofrecen
interés las consideraciones de Frínico sobre la postura de los aliados de Atenas respecto a la
democracia y a la oligarquía: el triunfo de esta última en Atenas determinaría —según su criterio—
el establecimiento del orden oligárquico también entre los aliados. Sin embargo, dice, los que ya
defeccionaron preferirán indudablemente la completa libertad, y los que aún siguen con Atenas no
se volverán más fieles. «Pues no han de preferir la esclavitud, ni con la democracia ni con la
oligarquía, en vez de ser libres, sea cual fuere el régimen político que reciban.» «Además —dice
Frínico más adelante—, los aliados están seguros de que los llamados hermosos y buenos no les
ocasionarán menos disgustos que los demócratas, puesto que son los que aconsejan al pueblo y
llevan a la ejecución aquellas medidas severas de las que ellos principalmente sacan provecho para
ellos mismos. Estar bajo el dominio de esta clase de personas significaría para los aliados ser
sujetos a la pena capital sin juicio previo y por métodos aún más violentos.»
    De modo que el conductor de los oligarcas atenienses reconocía que los aliados preferían el
demos a la aristocracia. Y de ahí la deducción de Frínico: todo intento de revuelta oligárquica en
Atenas era prematuro, e inclusive perjudicial. No obstante, la mayoría de los estrategas oligarcas
resolvió hacer una tentativa de cambiar el régimen estatal en Atenas, y enviaron hacia allá una
embajada encabezada por Pisandro, con el fin de exigir el derrocamiento de la democracia, el
regreso de Alcibíades y el establecimiento de relaciones amistosas con Tisafernes.
traidores, guardaba silencio. Si alguien osaba contradecir a los conjurados era muerto
inmediatamente sin que se instruyera ningún proceso a los culpables o sospechosos del asesinato.
Al igual que Androcles, fueron muertos otros varios partidarios de la democracia. La cantidad de
los partícipes de la conspiración se exageraba considerablemente. Entre ellos se contaban personas
que anteriormente habían sido tenidas por partidarias de la constitución de Pericles. «Estos
hombres eran los que más desconfianza suscitaban en el pueblo y los que más contribuían a la
seguridad de los oligarcas, pues fortalecían la sospecha y la desconfianza entre los propios
demócratas.»
    A comienzos de junio fue convocada una asamblea popular, pero no en el habitual lugar de las
sesiones, el Pinx, sino en Colona (a unos dos kilómetros en las afueras de la ciudad). En esta
asamblea fue abolida, en primer lugar, «la resolución referente a la ilegalidad», y luego aceptada la
proposición de Pisandro, apoyada por Antifón, Frínico y Terámenes, acerca de la elección de cinco
proedros, lo que, mediante una cooptación consecutiva, debían llevar el número de miembros de la
bulé al comienzo hasta 100, y luego hasta 400. Tal Consejo debía regir autocráticamente el Estado,
convocado, de acuerdo con su criterio, una asamblea de 5.000 ciudadanos que gozaban de todos los
derechos civiles. Simultáneamente, quedaron abolidos los sueldos de todos los magistrados del
Estado.
    Tomaron parte en la revuelta dos grupos de oligarcas: uno, extremista, y otro, moderado. El
primero lo encabezaron Pisandro, Antifón y Frínico, quien, habiéndose convencido de la
inevitabilidad de la revuelta, tomó parte activa en la misma, es decir, en los acontecimientos del
año 411. Tucídides cree que el cabecilla fue Antilón, quien era ya conocido anteriormente por sus
opiniones antidemocráticas. Jamás intervenía en las asambleas populares «por ser sospechoso» al
demos. Precisamente gracias a él la conspiración fue organizada de tal manera, «que el asunto
pudiera obtener éxito semejante». Pisandro y Frínico habían pertenecido antes a la agrupación
radical, siendo constantemente objeto de burlas en las comedias; pero en el año 411 viraron
bruscamente y se sumaron a los oligarcas. El programa de los oligarcas extremistas se reducía a la
renuncia a todo lo conseguido por la democracia ateniense y al retorno al orden «presoloniano». Al
mismo tiempo, ello significaba, evidentemente, una renuncia a ser una potencia naval. En el sentido
social, los dos eran, sobre todo, representantes de la vieja aristocracia.
    El grupo de los oligarcas moderados estaba representado por Terámenes, hijo del próbulo
Hagnón. Procuraba limitar la cantidad de ciudadanos atenienses de tal manera, que sólo 5.000 de
los mismos gozaron del derecho a votar y estuvieron en condiciones de adquirir por su propia
cuenta las armas de hoplita. Su apoyo lo constituían los ciudadanos pudientes, los artesanos y los
mercaderes, los trierarcas, «los mejores hombres», como los denomina Tucídides. Sin el apoyo de
esos elementos, los oligarcas extremistas no podían, evidentemente, esperar ningún éxito.
Aristóteles y Tucídides consideraban el programa de Terámenes la mejor de todas las posibles
constituciones. A nuestro criterio, una opinión más justa acerca de Terámenes es la sostenida por
Lisias, quien declaró que Terámenes «... llegó en su villanía a tal punto, que, al mismo tiempo, por
ser fiel a ellos [a los oligarcas] nos convirtió a nosotros en esclavos y, por ser fiel a vosotros,
entregó traicioneramente, para perderlos, a sus amigos». Las resoluciones de la asamblea en Colona
constituían una especie de compromiso entre ambos puntos de vista. A juzgar por la cantidad de
ciudadanos que gozaban de todos los derechos, parecería haberse impuesto la línea de Terámenes.
En el número de los Cinco Mil se hallaban todos los hoplitas, lo cual constituía la exigencia
fundamental de los oligarcas moderados: entregar el poder a los hombres «que poseyeran armas
pesadas». De hecho, sin embargo, habían triunfado los oligarcas extremistas. La asamblea de los
Cinco Mil debía ser convocada sólo de acuerdo con el criterio de la bulé. Y en ésta había una
mayoría de oligarcas extremistas que trataba de desechar «todas las supervivencias» de la
democracia. Debido a ello, resultó que «los Cinco Mil fueron electos sólo por las apariencias, y de
hecho gobernaban al Estado... los Cuatrocientos». En realidad, las resoluciones de la asamblea en
Colona y las elecciones de los proedros sólo reflejaban la nueva relación de fuerzas en Atenas. La
constitución de Pericles, aún antes de haber sido abolida por Pisandro, había sido prácticamente
destruida por el terror de las heterías oligárquicas. En el poder se habían encaramado las heterías
que representaban a los oligarcas extremistas: Antifón, Frínico, Pisandro y otros. Las consignas del
grupo de Terámenes, tan calurosamente ensalzadas por Aristóteles y Tucídides, sólo eran una
especie de pantalla detrás de la cual operaban los oligarcas extremistas. No hablemos ya de que las
amplias masas del demos, tanto en un caso como en el otro, quedaban privadas no sólo de los
medios de existencia, sino de los más elementales derechos políticos.
    Una vez logrado el poder, los oligarcas extremistas comenzaron a intensificar el terror. «Los
Cuatrocientos dieron muerte a algunos hombres, a otros los arrojaron a las prisiones y a otros más
los expulsaron.» Según las palabras de un marino, Quereas, que huyó a Samos, «ellos usan contra
todos los castigos corporales, y no permiten objeciones de ninguna especie; violan a las esposas e
hijas de los ciudadanos, y abrigan el propósito de arrojar a las prisiones a los parientes de todos los
guerreros de Samos». En cuanto a los asuntos de la política exterior, los oligarcas extremistas
resolvieron no invitar a venir a Atenas a Alcibíades, que continuaba al lado de Tisafernes. Los
oligarcas contaban principalmente con que, para ellos, como laconófilos, sería fácil hacer la paz
con Esparta. Y, en efecto, repentinamente enviaron un embajador a Decelia, para ver al rey Agis.
Pero éste consideró más racional responder a la propuesta de paz con un inesperado ataque a
Atenas, en la presunción de que, en el período de las discordias intestinas, los Largos Muros
habrían quedado sin guardia. Otra embajada, enviada directamente a la Laconia, tampoco aportó
éxito alguno a los oligarcas atenienses, ya que Esparta exigió la renuncia completa, por parte de
Atenas, a la arqué, exigencia a la que no podían dar su conformidad ni los más fervorosos
laconófilos, por temor a una sublevación del demos.
    La situación de los Cuatrocientos empeoró considerablemente a raíz de la defección de una serie
de aliados. Si anteriormente una sublevación quedaba circunscripta sólo a Jonia, en cambio ahora,
salvo Tasos, se pasaron a los lacedemonios una serie de ciudades de los estrechos: Abidos,
Lámpsaco, Bizancio, Calcedonia y otras.
    Un golpe más serio aún fue la sublevación en Eubea. «Los atenienses se sintieron abatidos por
esta desgracia, más que por todas las precedentes: hay que tener presente que, en aquel tiempo,
ellos recibían de Eubea más ingresos que del Ática.» Aún antes que eso, los beocios se habían
apoderado de Oropos, situada frente a Eubea. En el combate tratado cerca de Eretria, la flota guiada
por los oligarcas sufrió una oprobiosa derrota. Contra las 42 naves peloponesiacas se batieron 36
atenienses. Los atenienses perdieron 22 trieres con sus tripulaciones. Inmediatamente después de la
derrota de la flota ateniense tuvo lugar la sublevación en Eretria. Los rebeldes establecieron un
régimen oligárquico. En las Inscriptiones Graecas, la bulé de Eretria otorga la proxenia a cierto
tarentino «que había tomado parte en la liberación de la ciudad del yugo ateniense».
    Sin embargo, el golpe decisivo a los oligarcas extremistas lo asestó la flota de Samos que, bajo
la dirección de Trasíbulo y Trasilo, se había pronunciado en favor del restablecimiento de la
democracia y consumó el regreso de Alcibíades, mediante una invitación directa. La embajada
enviada a Samos en nombre de los Cuatrocientos retornó como era de esperar sin resultado alguno.
La masa de los tetes que prestaba servicios en la flota no quería ni oír de compromisos.
    Dada esta situación, los oligarcas que gobernaban en Atenas decidieron hacer todo lo posible
para conseguir la paz con Esparta, sin detenerse ni siquiera ante una directa traición al Estado.
Enviaron a Esparta una segunda embajada, encabezada por Frínico y Antifón, para entablar
formalmente negociaciones, pero, de hecho, para entregar el Pireo a los peloponesiacos y para
«hacer la paz bajo condiciones tolerables, cualesquiera que fueran las mismas». Los oligarcas
extremistas preferían manifiestamente la ocupación espartana a la democracia, y comenzaron a
erigir fortificaciones junto a la salida del puerto del Pireo, como si fuera para defenderlo contra la
flota de Samos, pero en realidad para entregarlo a los espartanos.
    Los descalabros militares y políticos de la agrupación gobernante de los oligarcas extremistas
debían, evidentemente, acentuar las contradicciones entre los partidarios de la revuelta. Esto se
puso de manifiesto, en primer lugar, en la conducta de Terámenes. Su grupo, que gozaba de
considerable influencia entre los hoplitas, especialmente en el Pireo, sospechaba que los oligarcas
extremistas harían aprobar sus planes, lo que significaría la liquidación de Atenas como polis
independiente. Por otra parte, los fracasos de los extremistas y, antes que nada, el comportamiento
de la flota ateniense en Samos, forzaba a los moderados a maniobrar y dar rodeos, con el fin de
eludir la responsabilidad por el crimen de los Cuatrocientos. Todas estas circunstancias volvieron a
agudizar la situación política en Atenas. El impulso para las acciones enérgicas lo constituyó el
asesinato del jefe de los extremistas, Frínico, después de su regreso de Esparta. En aquel momento
los hoplitas del Pireo, al enterarse de que se acercaba la flota peloponesiaca, demolieron la
fortificación que estaba construyéndose, y luego, con las armas en las manos, emprendieron la
marcha hacia Atenas. Los oligarcas extremistas se vieron forzados a ceder, y a comienzos de
septiembre fue realizada la única asamblea popular de los últimos meses, la que destituyó a los
Cuatrocientos, entregando el poder a los Cinco Mil. En lo restante, fueron confirmadas las
resoluciones de la asamblea de Colona. El régimen establecido en Atenas respondía formalmente a
la constitución de Pericles. La bulé volvió a ser elegida por sorteo, y de nuevo, igual que antes,
funcionó la asamblea popular. Sin embargo, del número de los que gozaban de todos los derechos
civiles fueron excluidos más o menos las cinco sextas partes de los atenienses. Todos los derechos
civiles fueron reservados para sólo 5.000 ricos. Además, fueron suprimidos todos los pagos de la
tesorería del Estado a los pobres. De esta manera, el poder pasó a las manos del grupo de
Terámenes, oligarcas moderados que representaban los intereses de los ciudadanos ricos. Y en la
misma reunión se decidió hacer regresar a Alcibíades. Después de esta asamblea, los jefes de los
oligarcas extremistas, con Pisandro a la cabeza, huyeron a Decelia, junto a los lacedemonios.
Antifón, que se quedó en Atenas, fue ejecutado, de acuerdo con un veredicto judicial. Los
partidarios de los oligarcas extremistas fueron víctimas de la atimia (privación de los derechos
políticos). Después de tomar el poder, el problema más importante para el grupo de Terámenes fue
el ponerse de acuerdo con la flota ateniense anclada en Samos, adonde, en el ínterin, ya había
llegado Alcibíades tras dejar a Tisafernes.
    Durante la dictadura de los oligarcas extremistas, Samos se convirtió en centro del movimiento
democrático. Aun posteriormente, se había establecido allí la más amplia democracia (desde luego,
en el sentido antiguo de la palabra), y, como hemos señalado ya, los aristócratas locales, los
geomores, habían sido privados de los derechos políticos. Merced a estas medidas, Samos obtuvo
del demos ateniense la autonomía. El apoyo principal del movimiento democrático en Samos lo
constituía la flota ateniense. «La plebe náutica» compuesta, en lo fundamental, de tetes, estaba
imbuida de la decisión de sostener y defender sus derechos. El número de ciudadanos atenienses
que se hallaba en la flota en Samos llegaba, por parte baja, a los 10.000, y era ligeramente más
pequeña que la cantidad de los que permanecían en Atenas.
    Gracias a la ayuda de los marinos atenienses, los demócratas samosianos aplastaron fácilmente
la sublevación armada de los oligarcas locales, durante cuyo transcurso fue muerto Hipérbolo. Casi
simultáneamente llegaron noticias acerca del derrocamiento de la democracia en Atenas. En la flota
surgió una gran efervescencia, bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo. En la asamblea general de
los marineros se resolvió destituir a los estrategas y a los trierarcas, sospechosos de simpatizar con
los oligarcas, y se eligió a otros, nuevos, entre ellos los dos que se acaba de mencionar.
    El nuevo comando invitó a venir a Samos a Alcibíades, quien llegó en agosto del año 411,
siendo recibido en la flota. En la asamblea general prometió conseguir la ayuda de Tisafernes y
destruir el poder de los oligarcas en Atenas. Inmediatamente fue electo, por unanimidad, estratega,
«poniendo en sus manos la atención de todos los asuntos», lo cual significaba la entrega, de hecho,
del mando general. A la embajada que había llegado a Samos enviada por los Cuatrocientos,
Alcibíades le declaró que estaba dispuesto a hacer la paz a condición de que el poder se entregara a
los Cinco Mil, es decir, a condición de que se derrocara a la oligarquía extremista.
    La masa de marineros ardía en deseos de dirigirse a Atenas y restablecer por la fuerza la
constitución anterior. Sin embargo, Alcibíades hizo abstenerse a la flota de dar ese paso, en primer
lugar, porque deseaba evitar el completo restablecimiento de la democracia, y también porque
quería regresar a Atenas como vencedor. Además, le era necesario mantener vínculos permanentes
con Tisafernes. El alejamiento de la flota samosiana hubiera mejorado la situación de los
peloponesiacos, los que, con sus 112 barcos, estaban anclados en el puerto de Mileto. En virtud de
todas estas consideraciones, Alcibíades, haciéndose acompañar por sólo 13 trieres, se dirigió a
Tisafernes.
    En aquel tiempo, las relaciones entre éste y los peloponesiacos empeoraron brusca y
marcadamente. El mismo, siguiendo los consejos de Alcibíades, intentaba conservar el equilibrio
entre aquéllos y los atenienses: pagaba solamente una parte del dinero prometido para el
mantenimiento de los remeros, con lo cual condenaba a la flota encerrada en Mileto a la pasividad.
su crucero junto a la misma costa, estaba siempre acompañada por un considerable ejército terrestre
de Farnabazo. A pesar de todo, Alcibíades, acercándose al enemigo sólo con su escuadra, obligó a
Míndaro a entrar en combate. Al mismo tiempo, el resto de la flota ateniense (las escuadras de
Terámenes y de Trasíbulo) había aislado a los peloponesiacos de su fondeadero. Los
peloponesiacos abandonaron sus barcos y huyeron a la costa, donde se entabló la segunda batalla
con la participación de los persas. Los atenienses triunfaron también esta vez.
    Según informa Diodoro, «... los estrategas atenienses se apoderaron en esta batalla de todos los
barcos, de una gran cantidad de prisioneros y de un incontable botín de guerra, puesto que habían
triunfado simultáneamente sobre dos enormes ejércitos».
    No obstante, los atenienses no pudieron aprovechar del todo sus victorias. Se lo impedía, en
primer lugar, la insuficiencia de dinero para pagar a los remeros. Inmediatamente después del
triunfo de Abidos, los vencedores se dividieron en escuadras y que se dedicaron a reunir tributos:
Trasíbulo en la región de Tasos, y Terámenes, en la Macedonia. Lo mismo sucedió poco más tarde,
después de la batalla de Cícica. Los capitanes atenienses se preocupaban en lo fundamental por el
dinero para la manutención de la flota. En Cícica, «Alcibíades demoró veinte días y pudo cobrar de
los habitantes una enorme contribución... los selimbriotas... pagaron esta contribución... De ahí,
ellos [los atenienses] se dirigieron a Crisópolis, situada en la región calcedónica, y habiéndola
rodeado con un muro, instalaron allí una aduana en la que se cobraba el diez por ciento a las naves
que venían navegando desde el Ponto».
    La cuestión financiera era muy aguda en Atenas, puesto que las reservas pecuniarias habían sido
agotadas. La guerra naval requería grandes sumas de dinero, constantemente crecientes. Los
estrategas se vieron forzados a ocuparse, ellos mismos, de la colecta de los medios necesarios, lo
cual los tornaba en grado considerable, independientes de las polis.
    Ya durante el régimen de los Cuatrocientos se hacían declaraciones en la flota de Samos, según
las cuales «los guerreros, como tienen en sus manos toda la flota, están en condiciones de obligar a
los Estados dependientes a pagarles los tributos, igual que si se los reclamaran desde Atenas... el
Estado ya no tiene dinero para enviarle al ejército; todo lo contrario: son los mismos soldados los
que han de procurárselo para sí». En situación análoga se hallaba la flota peloponesiaca. Debido a
esta situación, puede explicarse en buena medida el crecimiento de la independencia de los jefes
militares. Los ejércitos de los beligerantes se convierten en ejércitos particulares, en primer lugar,
de jefes tan halagados por el éxito como lo era Alcibíades o, más tarde, Lisandro. Es muy
significativo en este sentido el desprecio de los guerreros de Alcibíades hacia sus propios
conciudadanos, que se hallaban bajo el mando de Trasilo. El ejército, que anteriormente se
componía sólo de ciudadanos que gozaban de todos los derechos políticos, se transforma
rápidamente en un ejército de mercenarios capaces de volver las armas incluso contra sus
conciudadanos. Tal proceso se desarrolló no sólo en Atenas, sino que puede ser observado con
mayor claridad entre sus enemigos. Los peloponesiacos prestan servicio, al comienzo, a Tisafernes,
luego a su rival Farnabazo y, finalmente, se convierte en simples mercenarios del rey persa. Basta
señalar con qué orgullo Jenofonte anota las sumas que los espartanos recibían de Farnabazo. La
guerra iniciada por los espartanos bajo la consigna de la libertad de los helenos había conducido, en
su desarrollo lógico, a que esos mismos espartanos sometieran por las armas las ciudades helenas a
los persas.
    En consecuencia, la disciplina decayó en las filas de la flota ateniense y, sobre todo, en las de
los espartanos. La decisión de pasar de Jonia a Farnabazo también fue provocada en gran parte por
el estado de ánimo de los remeros peloponesios.
    A pesar de que las dificultades habían crecido con el desarrollo de la guerra, Alcibíades obtuvo
una serie de brillantes triunfos. La flota enemiga fue completamente destruida por él. Tomó Perinto,
Selimbria, Calcedonia y Bizancio. Solamente Abidos quedó en manos del enemigo. El camino a
través de los estrechos fue nuevamente ocupado por los atenienses. El aforo aduanero del 10 por
100 que se instituyó sobre todas las mercancías aseguraba no pocos ingresos destinados a la
manutención de la flota. Todos estos éxitos tenían un valor tanto mayor por cuanto fueron
alcanzados en la lucha no sólo contra los peloponesiacos, sino contra Farnabazo.
elevados a dos o tres óbolos. Es necesario anotar aquí su honradez, inusitada para la Atenas de
aquellos tiempos, y que Lisias subraya: «No obstante que Cleofón, como todos lo saben, tenía en
sus manos el gobierno y la administración de todos los asuntos del Estado, y que todos suponían
que con dicha administración él había atesorado una gran fortuna, no se encontró después de su
muerte, ningún dinero en ninguna parte que le hubiese pertenecido, y sus parientes consanguíneos y
por afinidad a los que él hubiera podido dejar dinero son gente pobre, como es del dominio
público.»
    Finalmente, en el verano del 107, Alcibíades creyó adecuado el momento para regresar a
Atenas. En aquel tiempo, mientras en otros frentes los atenienses sufrían descalabros —en el año
409 habían perdido Pilos—, Alcibíades destruyó totalmente la flota peloponesiaca y restableció el
poder de Atenas en los estrechos. Su llegada estuvo rodeada de solemnes ceremonias: «Las trieres
atenienses estaban ornamentadas todas con muchos escudos y otros trofeos, cargadas con el botín
de guerra; llevaban a remolque los barcos tomados al enemigo, con las insignias destruidas. Entre
las propias y las capturadas había no menos de doscientas embarcaciones. Se restituyó a Alcibíades
todos sus bienes confiscados, se suprimió solemnemente la condena y se le dio una corona de oro.
Finalmente fue electo estratega con poderes ilimitados en calidad de única persona capaz de salvar
el poder del Estado. Fueron puestas bajo su mando todas las fuerzas armadas de Atenas, dado que
los otros estrategas —Trasíbulo y Adimato— fueron designados también a indicación de
Alcibíades.
    Jenofonte y Plutarco plantean la cuestión acerca de si Alcibíades deseaba ser tirano, y ambos
subrayan el poder de su influencia entre las masas populares: «A los pobres y a la plebe, Alcibíades
los había encantado hasta el punto de que querían apasionadamente tenerlo por tirano..., pero los
más poderosos y los más influyentes ciudadanos, habiéndole cobrado miedo a su popularidad, lo
urgían a que partiera, tratando de que zarpara lo más pronto posible.» ¿Hasta qué punto es racional
y procedente ocuparse de los deseos o aspiraciones de Alcibíades? Lo importante es que la marcha
toda de los acontecimientos históricos planteaba en una u otra forma la cuestión de la tiranía. La
guerra prolongada que había agotado las finanzas, que había arrancado al ejército del contacto con
la ciudadanía y que había atado a los guerreros a su jefe se combinaba con la fuerte crisis
económico-social en todos los países que se hallaban en guerra, para intensificar ineludiblemente
las tendencias a la abolición o destrucción del orden democrático y a la implantación de una tiranía.
    De mayor importancia aún fue la evolución del propio demos ateniense. Durante el transcurso
de la guerra del Peloponeso, el demos se había desclasado considerablemente. El campesinado se
vio privado de su tierra y pasó a vivir en la ciudad por cuenta del subsidio que percibía del Estado.
La artesanía y el comercio también sufrían dificultades debidas a la guerra. Finalmente, decenas de
miles de los más fíeles partidarios del orden democrático —los tetes— perecieron en Sicilia y en el
curso de otras operaciones bélicas fracasadas. Así fue deshaciéndose la base social del régimen
democrático. La actividad de Alcibíades, y poco después, la de Lisandro, constituye un exponente
de la descomposición de las polis clásica, así como de la maduración de otras formas políticas que
presagiaban la llegada del helenismo.
Atenas, suministrando a los peloponesiacos todo lo que era necesario para la guerra, Tisafernes, en
cambio, seguía, en los fundamental, los antiguos consejos de Alcibíades acerca de un agotamiento
máximo de los dos adversarios. Al final, tanto los atenienses como los lacedemonios enviaron
embajadas a Susa, al propio «rey de los reyes», Darío II.
    Se comprende que, en la situación existente, siendo los atenienses los amos de toda la cuenca
del mar Egeo, Persia se pronunció por completo en favor de Esparta. Los espartanos recibieron
seguridades de omnímodo apoyo financiero a sus planes. La embajada ateniense no fue recibida
por el rey y desde la ciudad de Gordión se la envió de vuelta a Farnabazo, quien la mantuvo
durante tres años en honrosa prisión de guerra. Tisafernes había caído temporalmente en el
desfavor real. Para coordinar la política persa en el Occidente, fue enviado hacia allá el hijo menor
de Darío, Ciro, al que se nombró koirán (dueño y señor) del Asia Menor, quien llevaba consigo la
cantidad de 500 talentos en calidad de subsidio para los lacedemonios.
    Contando con poder aprovechar ulteriormente a los hoplitas peloponesiacos para apoderarse del
trono persa, Ciro trató a los espartanos con muchísima consideración y prodigalidad, les proveyó
regularmente de subsidios para las necesidades de la flota, pagó las deudas de los meses anteriores
y elevó la soldada de los remeros de tres a cuatro óbolos por día. La puesta de los incontables
recursos a disposición de Esparta resultó ser el golpe final determinante del triunfo de los
peloponesiacos.
    Simultáneamente con Ciro, llegó al Asia Menor el nuevo navarca espartano Lisandro, digno
adversario de Alcibíades. Con él surgió un jefe militar espartano de tipo nuevo, similar en muchos
sentidos a Brásidas y Gílipo. Lisandro se opuso enérgicamente a la política de la vieja oligarquía
espartana, tendiendo, evidentemente, a la unidad del poder, es decir, a su concentración un una sola
persona. La aparición de un grupo de espartanos que obraba independientemente y oponía su línea
política a la dirección oficial, constituyó una verdadera revuelta dentro de las condiciones de
Esparta. Si en el período precedente el ideal de un espartano era un guerrero valiente, disciplinado e
ilimitadamente obediente a las órdenes de los éforos, en éste, en cambio, en el curso de una guerra
prolongada, todos los destacados jefes militares espartanos comienzan gradualmente a obrar con
independencia como por cuenta propia, y se pronuncian, en una u otra medida, contra la oligarquía
gobernante de sus polis.
    A diferencia de la mayoría de los jefes militares espartanos, Lisandro era un hábil diplomático, y
supo entablar relaciones amistosas con Ciro, sin reparar incluso en su propia dignidad. «Mediante
un tono obsequioso, Lisandro se había captado definitivamente [a Ciro], incitándolo a una guerra.»
Una vez logrado el aumento de los jornales de los remeros, Lisandro eligió como fondeadero de su
flota a Efeso y, temiendo entrar en batalla directa con Alcibíades, se puso a esperar, con toda sangre
fría, un error cualquiera por parte de los estrategas atenienses. Completamente asegurado en lo que
concierne a la cuestión financiera, gracias al dinero persa, Lisandro podía aguardar tranquilamente
el momento en que la economía ateniense se desplomara bajo la agobiadora carga que implicaba la
manutención de la flota.
    En el ínterin, Alcibíades, investido de una plenitud de poder que ni siquiera poseía Pericles, se
mantuvo inactivo, puesto que todo el verano del año 407 lo pasó en Atenas, y los meses de otoño e
invierno no eran propicios para las operaciones bélicas en el mar. Se acercaba a su fin el lapso
durante el cual gozaba de los plenos poderes, y hacia comienzos del año 406 comenzaron a
prevalecer gradualmente en Atenas los ánimos democráticos. Al mismo tiempo, aprovechando la
ausencia temporal de Alcibíades, que se había trasladado al Norte con el fin de reunir dinero para la
flota, Lisandro derrotó, en la batalla naval de Notión (marzo del año 406), a la flota ateniense, que
en esta oportunidad perdió quince trieres. Lisandro triunfó porque supo apreciar sensatamente la
situación general y porque, a pesar de la educación espartana, comprendió cabalmente que el centro
de gravedad de la guerra se encontraba no en tierra firme, sino sobre el mar, y no en el Peloponeso,
sino en el Asia Menor.
    Los puntos de vista políticos y los métodos de Lisandro son muy claramente descritos por
Diodoro. «Una vez de regreso a Efeso mandó llamar a su presencia a los hombres más poderosos
de las ciudades; les propuso organizar unas heterias y les declaró que, si los asuntos marchaban
bien, los convertiría en dueños y señores de sus respectivas ciudades.» Plutarco agrega a esto:
«Elevaba a sus amigos y a sus huéspedes a puestos muy altos y honrosos, les encomendaba el
mando de las tropas; cediendo a la concupiscencia de los mismos, se transformaba en partícipe de
sus injusticias y errores.»
    En efecto: la experiencia de los acontecimientos del año 411 en Atenas demostró que uno de los
instrumentos más poderosos de la lucha contra el régimen democrático lo constituían las heterias.
Lisandro apoyaba en todas partes a las organizaciones oligárquicas. Astuto y generoso con los
fuertes, tirano para con las masas populares, Lisandro comprendió a la perfección que el poder de
los oligarcas sólo podía conservarse por la fuerza, de manera que imponía por doquier el régimen
de las heretias.
    La batalla de Notión, que careció de un gran valor propiamente militar, tuvo en cambio serias
consecuencias políticas. En la ecclesia, toda la culpa recayó sobre Alcibíades.
     En realidad, según parece, esta derrota naval ateniense fue aprovechada para prevenir la
posibilidad de que se instaurara una tiranía de Alcibíades. De acuerdo con lo que relata Diodoro,
Alcibíades era acusado de mantener relaciones amistosas con Tisafernes y de desear asumir un
poder tiránico después de terminada la guerra. Acusador de Alcibíades habría sido el dirigente de
los radicales, Cleofón. Este hecho da base para suponer que la eliminación de Alcibíades era obra
de los grupos democráticos radicales, los que, aún desde los tiempos del ostracismo de Hipérbolo,
estaban muy alertas con respecto a Alcibíades, y consideraron llegado el momento propicio para
desprenderse de él. Los atenienses eligieron a diez nuevos estrategas, encabezados por Conón. No
sólo Alcibíades no se contó entre los elegidos, sino tampoco ninguno de sus partidarios. Al
enterarse, Alcibíades volvió a abandonar a Atenas y se radicó en sus posesiones de Tracia.
Constituyó esto una ruptura definitiva con su ciudad natal. Solamente en vísperas de la batalla de
Egospótamos habría prevenido a los estrategas atenienses acerca del peligro que se cernía sobre su
flota.
    Haciendo abstracción de las cualidades personales de Alcibíades, opulento aristócrata ateniense,
dueño de grandes vinculaciones, capaz, pero completamente falto de principios, es de importancia
determinar por qué y en virtud de cuáles causas logró desempeñar un papel tan descollante en la
historia de Atenas. La causa indudable, fundamental, de sus éxitos fue la honda crisis por la que
estaba pasando la democracia esclavista ateniense. Cabe preguntarse si hubiera podido desempeñar
semejante papel, por ejemplo, durante las guerras médicas o en la época del florecimiento de la
democracia en Atenas.
    La situación mejoró un tanto en el año 406, cuando Lisandro, que despertara el descontento de
los éforos con sus procedimientos individualistas, fue llamado de vuela a Laconia, reemplazándolo
como navarca Calicrátidas. Educado de acuerdo con las antiguas costumbres espartanas, éste
consideró humillante para su dignidad pedirle dinero a Ciro, y prefirió recurrir a la ayuda de los
milesios. Como complemento de las 90 trieres obtenidas de Lisandro armó otras 50 más con el
dinero recibido de los milesios, y con esta poderosa flota emprendió el movimiento contra la de los
atenienses, que se hallaba bajo el mando de Conón. Este último, al llegar a Samos, y en vista de las
dificultades financieras, limitó la cantidad de sus barcos a 70 trieres, pero en cambio completó
totalmente el número de remeros.
    Para obligar a los atenienses a aceptar batalla, Calicátridas atacó a la Metimna democrática
tomándola por asalto. Entonces la flota de Conón se hizo a la mar y se acercó a Lesbos hasta tal
distancia, que los peloponesiacos pudieron aislarla de su base de Samos. Los atenienses perdieron
30 embarcaciones; las restantes entraron en la rada de Mitilene, donde quedaron encerradas por
Calicátridas. La situación de los sitiados fue desesperante. La ciudad se hallaba casi totalmente
privada de víveres y un combate de 40 barcos contra 140 hubiera sido una locura manifiesta.
    Cuando llegó a Atenas la noticia de que la flota de Conón estaba bloqueada, se adoptaron
medidas extraordinarias. Por tercera vez en menos de diez años, el demos ateniense creaba una
enorme flota. Fue un inusitado esfuerzo no sólo de orden económico-financiero, sino en todos los
demás órdenes de la vida de la polis. En primer lugar se requería un gran número de remeros.
Según informa Diodoro, los atenienses habían otorgado los derechos de ciudadanía a los metecos y,
en general, a todos los extranjeros que quisieran alistarse en las filas del ejército. Jenofonte agrega
que la tripulación era integrada «por todos los habitantes adultos de Atenas, tanto libres como
esclavos». Esta información cobra tanto más valor cuanto que los esclavos que prestaban servicios
en la flota obtenían automáticamente la libertad, y junto con ella, los derechos de ciudadanía. En un
mes fueron equipadas 110 trieres, a las que se unieron más de 40 embarcaciones de los aliados,
entre ellas 10 de Samos. Al mando de esta flota, la última durante la guerra del Peloponeso, se
hallaban ocho estrategas.
    En las islas Arginusas (junto a Lesbos), los atenienses hicieron frente a los 120 barcos de
Calicátridas, obteniendo el más brillante triunfo, pues destruyeron 70 barcos enemigos. La batalla
naval de las Arginusas volvió a restablecer la hegemonía de Atenas en el mar. Fue un triunfo no
sólo sobre los peloponesiacos, sino sobre el grupo de partidarios de Alcibíades. Los estrategas
demócratas obtuvieron una victoria más destacada que los más brillantes éxitos de Alcibíades.
Nuevamente, Esparta se dirigió a Atenas con proposiciones de paz.
    Con todo su enorme valor militar, la batalla de las Arginusas tuvo consecuencias muy graves
para la democracia ateniense. Durante la tempestad que se desencadenó después del combate, se
fueron a pique 25 trieres atenienses, junto con sus tripulaciones. Además, la tempestad impidió a
los estrategas dar sepultura a los caídos en la batalla, tanto marinos como soldados. Tales
circunstancias sirvieron de prólogo a tumultuosos acontecimientos en Atenas. Los parientes de los
que no habían recibido sepultura exigieron que los estrategas fueran sometidos a proceso por
negligencia y por no haber dado cumplimiento al ritual funerario, tan importante para los griegos
de aquella época. De esta manera, los estrategas vencedores fueron enjuiciados por sus propios
conciudadanos. La cuestión de los estrategas cobró una agudeza aun mayor al vincularse
estrechamente con la lucha política en Atenas. La mayoría de los procesados pertenecían a las filas
de la democracia, y ellos, después de la batalla, habrían ordenado apresar a los atenienses que
participaron en la revuelta del año 411, orden que fue expedida para Terámenes y otros. Temiendo
por su vida, Terámenes y sus compañeros de armas se presentaron en la asamblea popular con
acusaciones contra los estrategas, exigiendo que fueran condenados a la pena capital. El grupo de
Terámenes encontró apoyo entre los partidarios de Alcibíades. Y dado que muchísimas familias
atenienses habían perdido a sus parientes en la batalla de las Arginusas, los adversarios de los
demócratas lograron atraerse a la masa de los ciudadanos. Por una resolución de la ecclesia, fue
abolido el orden común de los procedimientos judiciales, y la asamblea, por una ínfima mayoría de
votos, condenó a la pena capital a los ocho estrategas. Dos de ellos habían conseguido huir,
empeorando notablemente la situación de los que quedaron. Entre los ejecutados se hallaba
Pericles, hijo de Pericles y Aspasia. La responsabilidad por la condena de los estrategas
vencedores, evidentemente, debía recaer sobre el grupo de Terámenes, que había logrado arrastrar
momentáneamente a la mayoría de la ecclesia. Poco después de la ejecución de los condenados, la
ecclesia adoptó una resolución de acuerdo con la cual los acusadores inmediatos de los estrategas
fueron considerados como conjurados contra la seguridad del Estado, por lo cual se los detuvo.
Hasta un furibundo enemigo del orden democrático como Jenofonte se vio obligado a escribir: «Al
poco tiempo, los atenienses se arrepintieron. Fue aceptada la propuesta de que los que habían
engañado al pueblo fueran responsabilizados y comparecieran ante la asamblea popular... Habían
logrado antes del juicio huir de Atenas... Calíxeno [uno de los principales culpables de la condena
de los estrategas] recibió ulteriormente la posibilidad de regresar a Atenas..., pero murió de hambre,
odiado por todos.»
   La batalla de Egospótamos
    Después de la batalla de las Arginusas, el dominio sobre el mar volvió a manos de Atenas.
Ciertamente, la flota peloponesiaca seguía contando hasta con un centenar de barcos, pero estaba
privada de alguien que la guiara. Según Aristóteles, también esta vez los espartanos propusieron a
los atenienses «una paz sobre la base de la conservación, por ambas partes, de los dominios que se
hallaban en las manos de cada una»; sin embargo, debido a la insistencia de Cleofón, esa propuesta
fue rechazada. Entonces, «los habitantes de Quíos y los demás aliados... resolvieron enviar
embajadores a Lacedemonia, a que ... solicitaran que Lisandro fuera designado para mandar la
flota». Instrucciones análogas impartió también Ciro a sus enviados.
    Para la conservación formal de las costumbres, los éforos nombraron a Lisandro no navarca,
sino ayudante de navarca (epistoleus), y lo enviaron al Asia Menor. Al arribar a Efeso, Lisandro
recibió de Ciro, que se ausentaba a Susa, todo su tesoro y los ingresos corrientes de la satrapía.
Después de distribuir la paga a los remeros, Lisandro se dirigió a los estrechos, hacia Lámpsaco,
que tomó por asalto, saqueándola.
    La poderosa flota ateniense de 180 trieres que lo perseguía ancló en la costa opuesta del Bósforo
Tracio, junto a la localidad de Egospótamos. Tras una espera de cinco días, Lisandro aprovechó el
relajamiento de la disciplina en la flota ateniense; escogió el momento en que los atenienses habían
descendió de sus barcos, y marchó contra el enemigo. Salvóse sólo la reducida escuadra de Conón
(nueve trieres). Las restantes 170 embarcaciones y toda la tripulación fueron tomadas por Lisandro.
    Así quedó destruida la flota ateniense. Lisandro hizo ejecutar a 3.000 prisioneros atenienses, y
se hizo a la mar para recorrer las costas de los estrechos, apoderarse de las ciudades y liquidar en
todas partes las cleruquías de Atenas, dando libertad a las guarniciones atenienses a condición de
que partieran a su ciudad, condenada a muerte por inanición. Lo hizo con el acertado cálculo de
que, cuanto más gente hubiera en Atenas y en el Pireo, con tanta mayor rapidez se agotarían las
reservas de víveres y tanto más rápidamente comenzaría a reinar el hambre. Y él mismo, partiendo
del Helesponto, a través de Lesbos, se dirigió también a Atenas, estableciendo por doquier el orden
oligárquico. Sólo en Samos fue hecha «una matanza de la nobleza, y de la ciudad se apoderó el
partido popular». Agradeciendo tal fidelidad, los atenienses, aún cuando con gran retraso, otorgaron
a todos los samios la ciudadanía ateniense sin pérdida de su ciudadanía de Samos, y conservando
también su autonomía. Al mismo tiempo, «Lisandro destruyó en todas las ciudades, sin excepción,
el régimen político legal, estableció gobiernos de diez hombres y en cada ciudad ejecutó a muchos
ciudadanos, obligando a otros a huir de las mismas».
    En el ínterin, la triere del Estado, la Paralos, llegó de noche al Pireo notificando a los atenienses
la desgracia producida. «La terrible nueva pasaba de boca en boca, y un fuerte clamor de
desesperación se difundió, a través de los Largos Muros, desde el Pireo hasta la ciudad. Nadie
durmió aquella noche; deploraban y lloraban no sólo por los muertos, sino por ellos mismos. En la
asamblea popular a que se convocó se resolvió defenderse hasta el fin. Atenas fue sitiada por mar
por Lisandro, y por tierra, simultáneamente, por ambos reyes espartanos: Agis y Pausanias.
    A pesar de haber perdido toda esperanza de salvarse, y no obstante el hambre extrema, los
demócratas atenienses resistían heroicamente. Incluso, en una de las asambleas populares se
decidió prohibir, bajo la amenaza de pena capital, proponer una capitulación, fuera cual fuere. Otra
resolución, el psefisma de Patróclidas, citado por Andócidas, preveía una amnistía para todos los
ciudadanos privados de los derechos políticos, y el cese de los procesos contra los deudores del
Estado. Tales medidas tenían que asegurar la movilización de todas las fuerzas de la ciudad, en
defensa de la independencia. Pero a pesar de todos los esfuerzos, ya era tarde. La situación de los
sitiados era tan desesperante, que los aristócratas y los ciudadanos ricos, guiados por Terámenes, se
inclinaban más y más por una capitulación incondicional.
    Finalmente, tras unos meses de sitio, los recursos alimenticios de Atenas se agotaron por
completo. Los embajadores atenienses enviados a Agis, y luego a Esparta, recibieron como
condición previa a ulteriores negociaciones la exigencia de demoler los Largos Muros en una
extensión de 10 estadios (cerca de dos kilómetros). Tal exigencia era equivalente a una capitulación
incondicional de Atenas, y la ecclesia se negó a aceptarla. Entonces, dado que a pesar de la falta de
víveres del demos ateniense, en su mayoría, aún no quería capitular, Terámenes decidió,
aprovechando la famélica situación, forzar a los pobres a capitular, prometiendo que conseguiría de
Lisandro condiciones más ventajosas para la paz. «Gozando de respeto y habiendo merecido en su
tiempo las más altas distinciones, se ofreció a salvar la patria, pero era él mismo quien la había
arrojado a la ruina; afirmaba haber hecho un inapreciable descubrimiento, mediante el cual
prometía conseguir la paz, sin entregar rehenes, ni demoler los Largos Muros, ni entregar la flota».
Enviado, en calidad de embajador, a los espartanos, Terámenes fue remitido de vuelta con la
respuesta de que la paz con los atenienses sólo estaban autorizados a hacerla los éforos. En el
ínterin, Cleofón, el dirigente de los radicales, fue enjuiciado por los partidarios de los oligarcas y
condenado a la pena capital. «De pretexto habría servido el hecho de que no se había presentado a
las filas de los hoplitas, por el deseo de descansar; pero la causa verdadera residía en que él, para
vuestro beneficio, se pronunció contra la demolición de los Muros.» Así fue cómo murió el último
gran dirigente de la democracia radical ateniense. Sólo entonces, la embajada ateniense, con
Terámenes a la cabeza, llegó a Selasia, siendo invitada a la asamblea de los aliados de la Liga del
Peloponeso. Los corintios y los tebanos exigían la completa destrucción de Atenas. Pero Esparta no
estaba de acuerdo con ello, por temor a un excesivo reforzamiento de Corinto en el mar y de
Beocia en tierra firme.
    Por fin fueron dictadas las siguientes condiciones de paz: 1) quedaría liquidada la arqué;
2) debían ser demolidos los Largos Muros y las fortificaciones del Pireo; 3) se entregaría toda la
flota, menos 12 embarcaciones de patrullaje; 4) Atenas ingresaría a la liga de los aliados de los
lacedemonios, con absoluta sumisión a la hegemonía de los mismos y obligada a tener por aliados
y por enemigos a los que lo fueran de aquéllos; 5) se haría regresar a todos los expulsados.
    Las condiciones fueron aceptadas, y en abril Lisandro hizo su entrada en el Pireo. Los
aristócratas expulsados regresaron y los Largos Muros, el baluarte de la independencia ateniense,
fueron demolidos.
    De esta manera, tras veintisiete años de intensa lucha, fue aplastada la democracia esclavista
ateniense y destruida la arqué. En toda la Hélade había triunfado la oligarquía reaccionaria.
   La reacción en Grecia
    Aun antes de poner sitio a Atenas, Lisandro, al recorrer con la flota peloponesiaca las islas de la
cuenca egea, había dejado en cada polis a sus harmostes, bajo cuyo mando directo se hallaban las
decarquías. Estas eran gobiernos reaccionarios compuestos de diez representantes de las heretias,
nombrados por el propio Lisandro, de entre el número de los conjurados que, desde hacía mucho
ya, mantenían contacto con él.
    Todo el territorio fue recorrido por una ola de ejecuciones masivas. Lisandro, asistiendo
personalmente a muchas ejecuciones, expulsando a los enemigos de sus amigos, dio a los helenos
una pequeña muestra de lo que era el gobierno lacedemonio, a juzgar por la cual no había que
esperar muchas bondades de parte de Esparta...
    Hacer un recuento de los demócratas ejecutados en las ciudades es, en general, imposible.
Lisandro «ejecutaba no sólo debido a culpas personales, sino, y en todas partes, por complacer a
sus amigos y a dar satisfacción a sus insaciables ambiciones... El carácter cruel de Lisandro hacía
su poder horrendo e insoportable».
    Muy significativa fue la conducta de Lisandro en Mileto, donde los cabecillas del partido
popular se habían asegurado con la palabra de honor de Lisandro de que no habría, en absoluto,
ninguna arbitrariedad contraria a las leyes. Pero inmediatamente después de haber salido los
demócratas de sus refugios, 800 personas en una sola polis fueron entregados a los oligarcas para
su ejecución.
    Las sangrientas represiones emprendidas contra los elementos democráticos asumieron un
carácter masivo después de la capitulación de Atenas. La cuestión llegó a tal punto, que Esparta se
vio obligada después a derogar algunas disposiciones excesivamente feroces de Lisandro, como,
por ejemplo, las que afectaba a Sestos, entregada, junto con sus tierras y demás bienes, en
propiedad a los timoneles y jefes de remeros de la flota peloponesiaca. Es significativo el hecho de
que, para provocar en Esparta algunas dudas respecto a la racionalidad de la conducta de Lisandro,
fue necesaria una nota especial dirigida por escrito a los éforos por el sátrapa persa Farnabazo,
quien se alarmó ante los asesinatos y saqueos que Lisandro cometía en su satrapía. Sólo después de
esa nota, Lisandro fue llamado de vuelta a Esparta. Aun así, los regímenes por él implantados
permanecieron incólumes.
    De esta manera, la «libertad» helena proclamada por Esparta se vio reducida, en primer lugar, a
la implantación de reaccionarios gobiernos oligárquicos, que mediante el terror masivo intentaban
borrar la memoria del orden democrático. El cómico Teopompo, comparaba con este motivo a los
lacedemonios con los «taberneros»: «Mientras los helenos saboreaban la dulcísima bebida de la
libertad, ellos agregaron a la misma una dosis de vinagre; la bebida se tornó de golpe amarga y
repugnante.» Especialmente triste fue la suerte que cupo a los helenos del Asia Menor: cayeron
directa e inmediatamente bajo el dominio de los sátrapas de manera que el yugo ateniense quedó
sustituido por el yugo persa.
el tiempo del Gobierno de los Treinta. Sin embargo, algunas simplificaciones en la legislación,
especialmente en lo relativo a las propiedades, y el destierro, ampliamente proclamado, de los
delatores sicofantes debían atraer a los ciudadanos pudientes.
    Pero como método básico del Gobierno, siguió practicándose el terror en masa sobre los
demócratas. Durante los ocho meses de su Gobierno, los Treinta ejecutaron a no menos de 1.500
personas. Gradualmente, el terror comenzó a propagarse también contra los ciudadanos pudientes,
debido a que los tiranos contaban con apoderarse de sus bienes. Fue así como se promulgó una ley
según la cual, cualquiera de los Treinta podía detener, a su criterio, a un meteco y apropiarse de sus
bienes confiscándolos. Un célebre orador ateniense, el meteco Lisias, en su discurso Contra
Erastótenes, uno de los Treinta, describe detalladamente la implacabilidad con que los tiranos
expoliaban y saqueaban a los metecos, apropiándose de sus pertenencias. También los ciudadanos
atenienses comenzaron a caer víctimas de los tiranos. Fueron detenidos el rico Nicerato, hijo del
estratega Nicias, y Antifón, que dos veces había desempeñado el puesto de tierarca. Finalmente, a
iniciativa de Cristias, fue promulgada una ley que privaba a todos los ciudadanos, menos a los que
integraban los Tres Mil, de las garantías jurídicas. De acuerdo con una resolución de los Treinta,
cualquiera de los ciudadanos podría ser ejecutado sin juicio previo. Con motivo de la indignación
que empezaba a cundir entre las masas, al demos se le quitaron las armas (excepto a los Tres Mil),
invitándose además a estar en Atenas a una guarnición de 700 espartanos, pagada por los Treinta.
    Pero a pesar de todo, tales medidas no pudieron detener el proceso de descomposición de la
tiranía. A partir del otoño del año 404, el oligarca moderado Terámenes, por temor a una
sublevación de los ciudadanos, se integró en la oposición a Critias. Insistía en la necesidad de
elaborar una nueva constitución, que tuviera por modelo la del gobierno de los Cinco Mil en el año
411, en la esperanza de que en caso de convocatoria regular de la asamblea popular, compuesta de
hoplitas, el poder pasaría de las manos de los oligarcas extremistas a las de sus partidarios. La
oposición de Terámenes terminó con la ejecución de que fue víctima por sentencia de los Treinta,
quienes, con el pretexto de «conservar la legalidad», tacharon previamente su nombre del registro
de los Tres Mil. Después, el terror de los tiranos se volvió no sólo contra los demócratas, sino
también contra los oligarcas moderados. Ulteriormente, Cristias clausuró el acceso a Atenas a todos
los que no figuraban en la nómina de los Tres Mil. Las propiedades de los opositores eran
confiscadas y repartidas entre los oligarcas.
    Por aquel entonces, el anterior estratega Trasíbulo, que había emigrado a Tebas, alistó un
destacamento de 70 exiliados y se apoderó de Filé, punto fortificado en las cercanías de Decelia.
Esta salida suscitó alarma entre los tiranos, los que movilizaron y dirigieron contra aquél la
totalidad de sus tres mil hoplitas. Rechazados éstos de Filé, los tiranos los hicieron regresar a
Atenas y enviaron contra los sublevados a toda la guarnición espartana. En el ínterin, el
destacamento de Trasíbulo ya había crecido hasta la cantidad de 700. En un ataque por sorpresa a
los espartanos, Trasíbulo les infirió una gran pérdida (fueron muertos 120 hoplitas), y se dirigió al
Pireo. En el camino su tropa siguió creciendo hasta llegar a tener 1.000 hombres. El rápido avance
de los sublevados y la incorporación masiva a los mismos de los ciudadanos comunes, señalaban
manifiestamente la inestabilidad y la corta duración (que se podía ya descontar) de la tiranía. En
vista de ello, los tiranos resolvieron prepararse a tiempo un refugio; para ello, hicieron un censo de
todos los habitantes de Eleusis y los hicieron detener y ejecutar a todos, uno por uno, sin excepción,
con el fin de, en caso de complicaciones ulteriores, poderse fortificar en esa localidad.
    Mientras tanto, Trasíbulo había llegado con sus tropas al Pireo, donde se le unieron una gran
cantidad de habitantes locales, entre ellos metecos e inclusive esclavos. Cuando los tiranos
alistaron todas sus tropas armadas para comenzar la batalla —3.000 hoplitas, la guardia de Laconia
y la caballería—, resultó que tenían cinco veces más hoplitas que Trasíbulo. Pero, en cambio,
detrás de los hoplitas de los sublevados «habían formado filas los lanceros, los arqueros, la
infantería ligera, detrás de ellos un destacamento armado con piedras y hondas para arrojarlas.
Había gran cantidad de éstos, porque llegaban hacia allí muchísimos de los habitantes locales». Así,
pues, los ánimos de los ciudadanos comunes estaban manifiestamente con los sublevados.
    En la batalla decisiva junto a Muniquia, los Tres Mil fueron batidos nuevamente, pereciendo en
esta oportunidad el jefe de los tiranos, Critias, tras lo cual los oligarcas extremistas huyeron a
Eleusis, los moderados eligieron diez nuevos jefes y los demócratas se fortificaron en el Pireo. La
más fuerte resultó ser la agrupación del Pireo, que luchaba en favor del completo restablecimiento
de la democracia. Se le había agregado gran número de metecos, atraídos por la promesa de que se
los igualaría en derechos con los ciudadanos atenienses.
    Tanto los oligarcas de Atenas como los de Eleusis apelaron a la ayuda de Esparta. Lisandro
volvió a dirigirse al Pireo, cercándolo por tierra y por mar. Pero los éforos y el rey Pausanias
recelaban del excesivo fortalecimiento de Lisandro, de modo que el propio Pausanias se dirigió al
Ática.
    Para entonces, «al lado de los ciudadanos que habían ocupado el Píreo y Muniquia, se pasó la
totalidad del pueblo, y ese partido comenzó a vencer en la guerra»; en la propia ciudad de Atenas
tuvo lugar una nueva revuelta, y ascendieron los moderados que abogaban en favor de un acuerdo
con los demócratas del Pireo.
    Dado que ninguna de las dos partes manifestaba enemistad hacia los lacedemonios, Pausanias
propuso una tregua bajo las siguientes condiciones: 1) ambos partidos cesarían sus acciones
bélicas; 2) todos recibirían los bienes que les habían sido confiscados (con la sola exclusión de los
Treinta tiranos, de los decarcas del Pireo y de los Once); 3) los oligarcas conservarían el poder en
Eleusis, y todos los que desearan, podrían trasladarse hasta allá; 4) se declararía la amnistía por
todos los crímenes políticos anteriores. Inmediatamente después de este tratado, el Pireo y Atenas
se unieron formando una sola comuna.
    No obstante, los oligarcas estaban preparándose para una lucha por el poder, y habían invitado a
unos mercenarios. Pero en el año 401 los estrategas de Eleusis fueron muertos, y los otros oligarcas
regresaron a Atenas donde ya desde antes había sido restablecida por completo la constitución
democrática.
    Para concluir, es necesario detenerse en esta pregunta: ¿por qué la atrasada Esparta había
vencido a la progresista Atenas? La causa fundamental reside en la debilidad interior de la
democracia esclavista. La potencia naval ateniense representaba la dictadura de una cantidad
relativamente pequeña de ciudadanos atenienses con plenos derechos políticos; y esta dictadura era
ejercida no sólo sobre miles de esclavos, sino también sobre una enorme cantidad de aliados que
esperaban tan sólo la primera oportunidad para liberarse. Con cualquier complicación que surgiera
en la situación interior, intensificábase la tensión centrífuga en la potencia naval ateniense. Y la
democracia esclavista de Atenas no podía emprender el camino de otorgar los derechos de
ciudadanía a sus aliados, en virtud de las limitaciones de su propia naturaleza de polis antigua.
    En segundo lugar, hay que tener también en cuenta que a Atenas se le oponían no sólo la Liga
del Peloponeso, sino también muchísimas polis helenas de Sicilia y, finalmente, Persia, que
disponía de innumerables recursos financieros y bélicos en toda el Asia Anterior. Esparta no había
logrado conseguir una victoria en el combate cuerpo a cuerpo contra Atenas, y sólo la gran ayuda
del rey persa había inclinado el fiel de la balanza en su favor.
    La victoria espartana, comprada a precio muy elevado, como también el aplastamiento y la
destrucción de Atenas, atrasaron a Grecia en más de cien años, desde el punto de vista de su peso
internacional. La oprobiosa paz de Antálcidas, que fue la consecuencia lógica de la derrota de
Atenas en la guerra del Peloponeso, anuló todo lo que se había conseguido en las guerras médicas.
    Más catastróficas fueron las consecuencias de la guerra del Peloponeso en la vida política de
Grecia. La arqué ateniense, basada en la despiadada explotación no sólo de los esclavos, sino
también de los aliados, resultó demasiado débil como para unificar a toda la Hélade. Esparta, en
virtud de su atraso económico, era incapaz de lograr una duradera unificación política de Grecia.
De esta manera, la guerra del Peloponeso determinó el triunfo eventual de una especie de
particularismo de las polis, y el desarrollo ulterior de los acontecimientos acarreó lógicamente las
guerras intestinas del siglo IV y, al fin y al cabo, condujo al dominio macedónico y a la pérdida de
la independencia de la Hélade.
CAPÍTULO XIV
   El desarrollo histórico de las polis griegas situadas a lo largo de las costas meridional,
occidental y septentrional del Ponto Euxino, está estrechamente vinculado no sólo con la historia
de los Estados rectores de la antigua Grecia —Atenas y Esparta—, sino también con la de las
poblaciones locales del Asia Menor, Tracia y la costa septentrional y occidental del mismo hasta el
siglo V a. C., es conocida tan sólo en rasgos generales.
     La costa meridional del mar Negro formaba parte, a partir de los tiempos de Ciro I (558-529
a. C.), de la monarquía persa; sólo después de firmar la paz de Calías en el año 449 a. C., las
ciudades griegas obtuvieron la autonomía. Probablemente, al igual que en las ciudades de Jonia, la
nobleza de las ciudades meridionales del Ponto sostenía una política persófila, con el fin de facilitar
la explotación de la población local y de las riquezas naturales de las regiones vecinas. Las
relaciones entre los griegos y las poblaciones locales se habían establecido de distintas maneras.
Desde la remota antigüedad, las tribus de la parte oriental del litoral sur del mar Negro —los
calibes, los mosinecos, los tibarenios y otros—, tenían fama por su arte en la obtención y el
tratamiento de metales, especialmente el acero. Los vínculos económicos con los mismos eran muy
ventajosos para los griegos, especialmente para los habitantes de Sínope, los que compraban el
hierro allí labrado. De la estabilidad de esas relaciones dan testimonio la multitud de pequeñas
poblaciones fundadas por Sínope en los territorios de esas tribus.
    Partiendo de los datos posteriores de Jenofonte, es dable suponer que la población local ofrecía
resistencia a las tentativas de los griegos de establecer su dominio sobre ellas, de modo que, por
ejemplo, debía tenerse presente la independencia de sus vecinos, antiquísimos habitantes del Ponto
meridional.
    En la parte occidental de la costa sur se encontraba una sola ciudad griega, Heráclea, situada en
la desembocadura del río Lico. Las tribus agrícolas locales de mariandinos no pudieron defender su
libertad y terminaron por ser esclavizados por los habitantes de la ciudad. Es lícito suponer que ese
período de la historia de Heráclea fue de luchas entre sus ciudadanos y los mariandinos, y que
precisamente en aquel tiempo fueron estructurándose esas peculiares formas de independencia de
los mariandinos que posteriormente señalaron los escritores de la antigüedad. Habiendo obligado a
los habitantes locales a que trabajasen para ellos, los de Heráclea tuvieron, en consecuencia, una
economía agrícola bien desarrollada que les proporcionaba una considerable cantidad de productos.
Al mismo tiempo que esos productos, Heráclea exportaba también maderas de construcción,
hacienda, productos de alfarería y otras mercaderías. Se sabe que, sobre el años 520, los ciudadanos
de Heráclea fundaron la colonia de Callatis, en la costa occidental del Ponto. El éxodo de una parte
de los ciudadanos puede atestiguar el recrudecimiento de la desigualdad social en el seno de la
población de Heráclea, el estallido de una lucha encarnizada entre los diferentes grupos sociales y
la emigración de los vencidos a nuevas tierras.
    Las fuentes escritas no suministran noción alguna acerca de la historia económica de las
ciudades del litoral meridional del mar Negro durante el tiempo del que estamos ocupándonos. No
obstante, la aparición temprana de moneda propia (Sínope, por ejemplo, comenzó a acuñar plata en
el período comprendido entre los años 570 y 520) indica un considerable desarrollo de la
circulación monetaria ya a mediados del siglo VI a. C.
    Algo mejor se conoce la vida de las polis del litoral occidental del mar Negro. Los datos que se
refieren al comercio de las ciudades de esta región muestran que entre los griegos y los habitantes
nativos del país, los tracios, se habían establecido vínculos comerciales. Los griegos importaban los
productos procedentes de los centros artesanales del mar Mediterráneo, recibiendo en cambio
mercancías tan valiosas como cereales, maderas, pescado, metales preciosos, que abundaban en
Tracia.
    En el año 514 a. C. Darío, mientras se dirigía contra los escitas, penetró hacia los confines del
litoral occidental del Ponto. Allí los persas, tras quebrantar la resistencia de tribus tracias,
sometieron el litoral oriental de Tracia, inclusive las ciudades griegas del mismo. No obstante, el
dominio persa no dejó hondos vestigios en la historia del litoral occidental del mar Negro, puesto
que ya en el año 494 se hallaban en Tracia los escitas, que intentaban invadir al Asia Menor.
    En la primera mitad del siglo V a. C., entre las más desarrolladas tribus que moraban en la parte
sudeste de Tracia, el desarrollo de la agricultura, de la ganadería y de la minería había llegado a un
nivel bastante elevado.
    La muy avanzada descomposición del régimen comunista primitivo que se había operado entre
ellas, acarreaba la aparición de clases y de una sociedad clasista. Según el testimonio de Herodoto,
entre los tracios existía la esclavitud ya a mediados del siglo V a. C. La existencia de una acentuada
desigualdad, en cuanto a los bienes, entre las tribus de la Tracia meridional, es confirmada por las
fuentes arqueológicas. Aproximadamente a partir del año 480 a. C., las tribus de los odrises, que
habitaban en el sudeste de Tracia, sometieron a muchas tribus del país, hasta las mismas orillas del
Ister. En el primer tercio del siglo V a. C. se formó de manera definitiva el Estado de los odrises. El
primero de sus reyes que nos es conocido, Terés, que gobernó en el segundo cuarto del siglo
mencionado, se había emparentado con el rey escita Ariapeithes al darle a éste a su hija por esposa.
    Según parece, los reyes de los odrises no pudieron someter por completo a las ciudades griegas.
Pero el contacto económico de los ricos habitantes de las ciudades, con la nobleza tracia, llevaba al
enriquecimiento de ambas partes, a cuenta de opresión de amplios sectores de la población y de los
esclavos. Como testimonio indirecto, aparece el crecimiento territorial de las ciudades del litoral
occidental del mar Negro (por ejemplo, de Apolonia), como también la creciente estratificación —
en cuanto a la posesión de los bienes— en la población urbana. Esto último se reflejó en la
encarnizada lucha social que tuvo lugar en aquellas ciudades durante el siglo V a. C. La tradición
sólo ha conservado algunas informaciones acerca de Istros y de Apolonia, donde las sublevaciones
de los ciudadanos condujeron al derrocamiento del gobierno de la aristocracia y al establecimiento
de un régimen democrático.
    Al lado del desarrollo de la agricultura y de la ganadería en el territorio que pertenecía a las
ciudades del litoral occidental del mar Negro, se observa también la ampliación, en las mismas
ciudades, de la producción artesanal y de la comercialización de la misma; ya en el siglo V surge la
necesidad de acuñar moneda propia. Apolonia comenzó a hacerlo en el período comprendido entre
los años 520 y 480; Mesembria, a partir de mediados del mismo siglo.
    De esta manera, el crecimiento de las ciudades situadas junto al Ponto era acompañado por el
desarrollo de sus vínculos comerciales con las polis griegas, principalmente con Atenas. A partir del
segundo cuarto de ese siglo se nota claramente, en aquellas mismas ciudades, la intensificación de
la importación ática. La tendencia de Atenas a aprovechar todas las ventajas de comerciar con los
ricos países pónticos, se expresó no solamente en el comercio, sino también en las expediciones
bélicas al mar Negro. Al parecer, las primeras expediciones datan aún de la década del 470 a. C.,
pues la tradición antigua informa que el estadista ateniense Arístides murió durante una expedición
al Ponto.
    Las consecuencias más importantes las tuvo la campaña de Pericles al mar Negro, que significó
una nueva etapa en la historia de una serie de ciudades del Ponto meridional y occidental. La fecha
de esa campaña no está determinada con suficiente precisión; es referida ora al año 444, ora al 437.
La tendencia de Pericles a exhibir «ante reyes y otros potenciados» de las tribus pónticas el poderío
naval de Atenas, hace suponer que muchos de ellos le eran hostiles. Se sabe, por ejemplo, que uno
de los adversarios de Atenas era el poderoso rey de los odrises, Sitalcés, hijo de Teres.
    En sus relaciones con las ciudades griegas situadas junto al Ponto, Pericles se atenía a una
política amistosa, estimulando en ellas a las agrupaciones atenófilas. Sin embargo, para conseguir
el dominio, no eludía recurrir a la violencia. Así, aprovechando el descontento de los habitantes de
Sínope respecto al tirano Timesilao que allí gobernaba, Pericles envió una flota de 13 trieres,
encabezada por Lámaco con sus guerreros, con cuya ayuda el tirano fue derrocado. Al parecer, la
masa de los pobres libres no recibió gran satisfacción ni alivio con tal revuelta, porque las tierras y
casas del tirano y de sus partidarios fueron ocupadas por los clerucos atenienses enviados por
Pericles a Sínope. Estos, en número de 600, eran el apoyo más seguro del dominio ateniense en
Sínope. Igual violencia fue aplicada a la ciudad de Amisos, a la cual los atenienses enviaron un
ejército mandado por Atenocles. La ciudad fue privada hasta de su nombre, el que fue reemplazado
por el de Pirea. Aun en el siglo V a. C., se conservaba en las monedas ese nombre y la efigie de la
lechuza ateniense, en calidad de escudo de dicha ciudad.
    La ocupación de Sínope y de Amisos por los atenienses fue posible no sólo por el debilitamiento
de las mismas debido a la lucha social interna, sino también por la falta de una eficaz ayuda a los
griegos por parte de las tribus locales. Al parecer, al mismo tiempo Atenas había logrado atraer
también su órbita de influencia a la Heráclea póntica, porque en los registros conservados de los
contribuyentes al foros en el año 425, aparecen mencionados sus habitantes. Posiblemente, al igual
que en Sínope, los atenienses aprovecharon las disensiones entre la aristocracia local y las capas
democráticas de la población libre.
    Se sabe muy poco de las relaciones mutuas entre las ciudades del litoral occidental del mar
Negro y la Liga marítima ateniense. En la misma inscripción en que figura el registro de los aliados
pagadores de tributos del año 425 quedan establecidas con suficiente certeza los nombres de
Apolonia y Callatis.
    Es dable suponer que no todas las ciudades pónticas sufrían en igual grado la opresión de
Atenas. Especialmente grave era ese dominio para la población de las polis a las cuales eran
enviados los clerucos atenienses. Es natural que en aquellas ciudades fueran muy fuertes las
tendencias antiatenienses, apoyadas y estimuladas por el rey persa. Con el comienzo de la guerra
del Peloponeso, los elementos hostiles a Atenas en las ciudades pónticas se pusieron en actividad.
Ya en el año 424 a. C. los oligarcas de Heráclea, ayudados por Darío II, derrocaron del poder al
partido democrático, que era apoyado por los atenienses y, acto seguido, declararon su
independencia de Atenas.
    La defección de Heráclea infirió gran detrimento a los intereses de Atenas en el Ponto. Para
reprimir la sublevación, los atenienses enviaron una expedición punitiva encabezada por el
estratega Lámaco, el mismo que otrora había derrocado la tiranía en Sínope.
    No disponiendo, al parecer, de suficientes fuerzas como para apoderarse de la ciudad de un
golpe, Lámaco desembarcó, dentro de la región perteneciente a Heráclea, en la desembocadura del
río Caleto. Aquí, los atenienses devastaron los campos de los habitantes de Heráclea, y los que
sufrieron las circunstancias antes que nadie fueron los mariandinos, que habitaban esos campos y
las aldeas adyacentes. Aun así, Lámaco no logró someter a Heráclea, pues la corriente desbordada
del río llevó las naves al mar y las destrozó contra las rocas. Lámaco debió entablar negociaciones
con Heráclea, cuyos ciudadanos otorgaron su conformidad al paso de los atenienses a través de su
tierra, y accedieron a proveerles de víveres para el regreso. Así terminó ignominiosamente la
tentativa de Atenas de recuperar a Heráclea como subdito.
    En el interior de la misma ciudad de Heráclea continuó la lucha entre las agrupaciones
oligárquica y democrática. El hecho de haberse emancipado del poder de Atenas, fortaleció la
situación de los oligarcas. Los cambios políticos en Heráclea, tal como sucedía no pocas veces en
las ciudades griegas, tenían como consecuencia la emigración de los vencidos. Los demócratas que
emigraron de Heráclea se apoderaron, según parece, de una pequeña población en la parte
meridional de Crimea, fundada en su tiempo por los griegos de Jonia, y en ese lugar fundaron su
colonia, el Quersoneso Táurico.
    Esta fundación respondía no sólo a los intereses de los demócratas, sino también a los de los
oligarcas de Heráclea. La emigración de una parte de los demócratas descargó en la ciudad la tensa
atmósfera política, y la aparición de una nueva colonia en el litoral septentrional del mar Negro,
litoral rico en recursos naturales, representaba una ventaja para Heráclea en el sentido económico.
    No se conoce la posición de los griegos del Ponto occidental respecto a Atenas al finalizar la
guerra del Peloponeso. Cabe pensar que la defección de la Liga, en el año 411, de Bizancio, Cícica,
Selimbria, Calcedonia y las ciudades del Helesponto, tenía que ejercer alguna influencia sobre la
política ateniense. Las fuentes que describen detalladamente las operaciones de Alcibíades en el
año 409, no hacen mención alguna de las ciudades pónticas. De ahí puede extraerse la conclusión
de que tales ciudades no se sublevaban contra Atenas, o, lo que es más probable, que Alcibíades se
planteaba como problema sólo la devolución de los estrechos: para una lucha contra aquellas
ciudades, Atenas ya no tenía entonces suficientes fuerzas. Después de la destrucción definitiva de la
flota ateniense en Egospótamos en el año 405, la influencia de Atenas sobre las ciudades del Ponto
se redujo a la nada.
    En la vida económica de las ciudades del Ponto occidental no se observan profundos cambios en
aquel tiempo. Es indudable que en la segunda mitad del siglo V a. C. tuvo lugar aquí el desarrollo
de la producción local y del comercio. La nobleza esclavista de las ciudades, que poseía tierras,
talleres y naves, obtenía grandes beneficios. Fuente nada pequeña para su lucro representaba el
comercio con las regiones del interior de su país.
    Los muchos hallazgos de objetos griegos hechos en el interior de Tracia muestran que los
vínculos de los griegos con las tribus locales eran bastante intensos. La aristocracia tracia, aun en
los lugares más distantes del mar, hacía abundante uso de los productos de los mejores artífices
atenienses del siglo V. La unificación de Tracia bajo el dominio de los odrises debía propender al
crecimiento de los vínculos tracios con Grecia. Durante la segunda mitad del siglo mencionado, los
odrises representaban una fuerza tan considerable, que, en el comienzo de la guerra del Peloponeso,
Atenas buscó la alianza con ellos. Los reyes tracios, Sitalcés y su hermano Seutés, mantenían en
general relaciones amistosas con los helenos, aunque Sitalcés fue, en un principio, algo hostil en
este sentido; al estimular el comercio griego en Tracia, ellos mismos se procuraban no pocas
ventajas. Una fuente especial de rentas era la contribución que las ciudades griegas pagaban
anualmente al rey de los odrises. Tales contribuciones y los rendimientos que se obtenía del
territorio bajo su mando, permitieron a los reyes tracios concentrar en sus manos recursos muy
considerables. De entre los gobernantes «bárbaros» más cercanos a los griegos, ellos eran los más
ricos.
    El pago de la contribución a los reyes tracios apenas si era gravosa para la población pudiente
de las ciudades del occidente póntico. Las riquezas acumuladas en sus manos les suministraban la
posibilidad de hacer cuantiosas erogaciones para erigir grandes obras sociales, como lo atestiguan
los hallazgos arqueológicos de Apolonia e Istros.
    Las polis del sudoeste póntico habían crecido, a finales del siglo V, hasta alcanzar la magnitud
de grandes centros productores y comerciales de primer orden.
    Sínope exportaba maderas para construcciones navales y leña, pescado y aceite de oliva. Los
mercaderes de Sínope importaban de la Paflagonia esclavos y ganados. El minio que se extraía
cerca de Sínope era considerado como el mejor en todo el litoral oriental del mar Mediterráneo.
Para explotar las minas de hierro, cobre y plata, Sínope había fundado una colonia, Cotiora. Una
parte del metal extraído en ella se elaboraba allí mismo, y el resto era llevado a los talleres de
Sínope. El acero sinopiano gozaba de gran fama en la antigüedad. El comercio de aceite de oliva y
de vino exigía una gran cantidad de recipientes de cerámica, lo cual implicó el gran desarrollo de la
alfarería. Al desarrollo de comercio le resultaba también muy favorable el hecho de que tanto
Sínope como Heráclea poseyeran una considerable flota mercante y militar.
    El poderío económico de Sínope favoreció su consolidación política, a través de la unificación
de una considerable parte de la población póntica meridional bajo su dominio. Las colonias de
Sínope dependían de la misma, en diferentes grados entre sí. Una ciudad tan grande como
Trapezunte pagaba una contribución a Sínope, conservando al mismo tiempo su autonomía interior.
Las colonias más pequeñas, al estilo de la mencionada Cotiora, eran regidas por funcionarios
enviados desde Sínope, los llamados harmostes. El territorio de esas colonias era considerado como
perteneciente a Sínope. Jenofonte proporciona el complejo cuadro de las relaciones entre Sínope y
sus colonias, y las tribus locales. Algunas de éstas, por ejemplo los tabirenos y una parte de los
colcos, se hallaban en relaciones muy estrechas con los helenos del litoral. Otras, entrando en
vínculos amistosos con helenos aislados, trataban de mantenerse independientes de las ciudades
griegas (los mosinoicos). Unas terceras (los drilos) sostenían todo el tiempo una lucha contra los
griegos del litoral.
    Un solo acontecimiento, relativamente insignificante, de la historia del litoral meridional, nos es
bien conocido: la permanencia en aquel lugar de los que fueran mercenarios griegos de Ciro,
acontecimiento que Jenofonte describe en su Anábasis. En la primavera del año 400 a. C. un
ejército compuesto por diez mil guerreros qué traía consigo un tren de avituallamiento, mujeres y
esclavos, había bajado de las montañas hacia el mar, a Trapezunte. El explícito reto de Jenofonte
transmite vivamente la inquietud que se apoderó de los helenos habitantes del Ponto meridional: el
ejército que se presentaba estaba en condiciones no sólo de asolar las ciudades griegas y arruinar a
las tribus vecinas a las mismas, sino también de perturbar y violentar el sistema de relaciones
mutuas con la población local, relaciones que se habían establecido desde hacía muchísimo tiempo,
permitiendo a la nobleza esclavista de las ciudades griegas, aliadas con la nobleza de las tribus,
explotar a amplias capas de la población local. No obstante la simpatía hacia los Diez Mil, los
helenos del Ponto meridional procuraron despacharlos lo más pronto posible del litoral meridional
del mar Negro. Lo que más terror infundía a los de Sínope era la circunstancia de que los Diez Mil
habían establecido relaciones amistosas con el rey de la Paflagonia, Corilos, que pensaba
apoderarse de las ciudades del litoral. Uno de los destacamentos de los Diez Mil, al atacar a una
población, fue rechazado, sufriendo una sensible derrota. A los ancianos de esa población, que
llegaron a la pequeña ciudad de Cerazonte con una queja, los mercenarios los recibieron con una
lluvia de piedras, después de lo cual se apoderaron de la ciudad de Cotiora; todo ello obligó a los de
Sínope a proceder con energía. La embajada enviada por Sínope a Cotiora logró persuadir a los
guerreros a que se embarcaran y se dirigieran directamente a Heráclea.
    Habiendo zarpado en las naves que se les proporcionara, los mercenarios se detuvieron en el
camino sólo en el puerto de Sínope, donde, al parecer, no se les dejó entrar en la ciudad, pero se les
suministró víveres, que les eran muy necesarios. Al arribar a Heráclea y sintiéndose ya cerca de su
patria, los soldados exigieron de la ciudad una contribución de diez mil estáteras de oro. Empero,
los de Heráclea declararon al instante la ciudad en estado de guerra. Comprendiendo que no les
sería fácil dar cuenta de los habitantes de la misma, los advenedizos prosiguieron su ruta. El relato
de Jenofonte acerca de la estancia de los Diez Mil en el litoral meridional del mar Negro reviste
importancia para la compresión de la ulterior historia de aquella región.
    A comienzos del siglo IV a. C. Sínope pasó por un período de ascenso, de lo cual dan testimonio
las muchas emisiones de monedas de plata con el escudo de la ciudad: un águila marina sobre un
delfín, y con los nombres de algunos funcionarios públicos. Las riquezas de esta ciudad excitaban
los deseos de los vecinos gobernantes del Asia Menor de apoderarse de ella. Durante la década del
70 del siglo IV Sínope tuvo que defender su independencia contra Datames, el sátrapa de la
Capadocia. Este, cuyas posesiones se reducían hasta entonces a un altiplano interior, había decidido
apoderarse también de los territorios litorales. Habiendo penetrado en la Paflagonia, sometió a su
poder una parte considerable de la misma y a la ciudad Amisos-Pirea. Amisos no pudo ofrecerles
resistencia considerable, puesto que ni ella ni las poblaciones sometidas a ella, Temiscira y Sidonia,
poseían fortificaciones de significación.
    Después Damates puso sitio a Sínope, acerca del cual se ha conservado un relato de Polieno,
adornado con gran número de imaginarias invenciones. Al comienzo, los de Sínope repelieron
firmemente al enemigo, recibiendo por vía marítima vituallas y pertrechos de guerra. Al mismo
tiempo, enviaron una queja contra Datames, al rey Artajerjes Mnemón. Después de cierto tiempo,
Sínope empezó a sentir la falta de guerreros. Según relata Polieno, para engañar a los enemigos, sus
defensores vestían a las mujeres con ropas de soldados y las hacían salir a los muros de la ciudad.
Al fin, Datames pudo apropiarse de Sínope. Este hecho tuvo grandes consecuencias para la historia
de toda la parte oriental del Ponto meridional. De una polis independiente que ejercía su dominio
sobre varias ciudades más pequeñas, Sínope había pasado a convertirse ella misma en una ciudad
sometida. Cabe suponer que la autonomía de Sínope era constantemente violada por la intromisión
de los gobernantes de la Capadocia, y que estos últimos se apoderaron incluso del mando en la
propia ciudad. Así, por ejemplo, en las monedas de Sínope comenzaron a figurar los nombres de
los sátrapas, en lugar del nombre de la ciudad.
    Al parecer, el sometimiento repercutió, más que nada, sobre la situación de las capas más pobres
de la población libre. La nobleza esclavista de la ciudad procuró establecer contacto con el
gobernante y con sus más allegados, los nobles persas. No cabe duda que los sátrapas de la
Capadocia trataban de apoyar y estimular el desarrollo del comercio y de los oficios, puesto que
ello multiplicaba las contribuciones que pagaba la ciudad. En cuanto al considerable desarrollo de
la producción en Sínope, da testimonio del mismo el hecho de que precisamente en el siglo IV a. C.
la ciudad formara una poderosa flota que ocupó el primer lugar en el Ponto. Es indudable que,
durante el período que estamos considerando, cobró un desarrollo inusitadamente grande la
cerámica, lo cual queda documentalmente atestiguado por los sellos que se ven en las ánforas y en
las tejas, ya a partir del año 320 a. C. Siguieron desarrollándose los otros oficios.
    La anexión de Sínope a la Capadocia repercutió asimismo sobre la composición étnica de la
ciudad, donde aparecieron una considerable cantidad de persas y de representantes de las tribus
locales.
    Después de Datames gobernaron allí otros sátrapas, sucesores de aquel cuyos nombres se
conocen por las leyendas inscritas en las monedas de Sínope. Y sólo cuando Pérdicas dispuso
ejecutar a Araiarates, que por entonces gobernaba a la Capadocia, Sínope pudo recuperar su
independencia.
    La historia política de Heráclea en el siglo IV a. C. es diferente de la de Sínope. Después de su
defección de la Liga ateniense, se estableció en ella el dominio de los oligarcas, que gobernaban sin
control alguno, debido a que una parte considerable de los demócratas se habían trasladado al
Quersoneso Táurico, estableciéndose allí. La necesidad de disponer de algunas fuerzas con el fin de
aplastar la oposición democrática y, principalmente, para retener en la obediencia a los
mariandinos, obligaba a los círculos gobernantes de Heráclea a preocuparse de la intensificación
del poderío militar de la ciudad. Al mismo tiempo, Heráclea trataba de vincularse estrechamente
con otras polis pónticas. A mediados de la década del 380, por ejemplo, envió auxilio a Teodosia,
atacada por el rey bosforiano Sátiro. El objetivo de Heráclea era bien claro: tratar de impedir la
expansión del Bósforo en dirección a las partes occidentales de Crimea, porque, una vez que se
hubieran apoderado de Teodosia, los reyes bosforianos podían seguir moviéndose más hacia
adelante, sobre la colonia heracleota del Quersoneso. La mencionada ayuda fue muy eficaz:
despacharon 40 barcos con cereales, aceite, vino y otros víveres. Los heraclotas enviaban también a
Teodosia navíos militares que en más de una oportunidad prestaban ayuda a los sitiados. A la
cabeza de la escuadra se hallaba el navarca heracleota Tínicos, y otro navarca conocido, oriundo de
Rodas, Memnón. No obstante la ayuda de Heráclea, esa guerra terminó a los pocos años con la
capitulación de Teodosia.
    Los ingentes gastos y el desastroso resultado de la guerra determinaron la agudización de las
contradicciones clasistas en la ciudad. Durante la guerra aumentó la deuda de las amplias masas de
la población. Los lotes de los propietarios medianos y pequeños pasaron a manos de los ricos. La
calamitosa situación de las masas fue precisamente lo que impulsó el desenvolvimiento del
movimiento democrático, que tenía por objeto derrocar al grupo oligárquico gobernante.
    La exigencia de anular las deudas y redistribuir la tierra era tan insistente, que el consejo de los
Seiscientos, el órgano superior del poder de Heráclea, se vio obligado a ceder; así fue que se
permitió regresar a la ciudad al jefe del partido democrático, Cleargo, anteriormente expulsado.
    Clearco procedía de una noble familia de Heráclea y poseía una instrucción universal. En su
juventud había estudiado en Atenas y había sido oyente de Platón e Isócrates. Posteriormente, se
había imbuido de ideas democráticas radicales. De regreso en Heráclea, Clearco, recurriendo a la
ayuda de los ciudadanos pobres y de los mercenarios, se apoderó del mando y se proclamó tirano.
La oligarquía fue desbaratada: sesenta miembros del consejo de los Seiscientos fueron ejecutados,
otros fueron arrojados a la prisión y muchos expulsados. Fueron anuladas las obligaciones de
deudas; los bienes de la nobleza fueron confiscados y distribuidos entre los ciudadanos indigentes.
Clearco otorgó la libertad a muchos esclavos y trató de confirmarlos en los derechos de ciudadanía.
Una de sus medidas en este sentido consistió en casamientos, por la fuerza, de las heracleotas
nobles con esclavos. Llama, sin embargo, la atención el que, habiendo declarado ciudadanos a gran
número de esclavos manumitidos, Clearco no hiciera nada para la liberación de los mariandinos
macedónica en el litoral occidental sufrió, al comienzo, un descalabro. Filipo había puesto sitio a
Odesos, mas se vio forzado a levantarlo y a hacer la paz con la ciudad. La causa probable fue la
ayuda prestada a la misma por los escitas.
   Tres años más tarde, esto es, en el año 339 a. C., Filipo emprendió el avance decisivo contra el
rey Ateas. En una batalla, los escitas fueron derrotados y su nonagenario rey cayó en el combate.
Después de esto, las ciudades occidentales del Ponto tuvieron que reconocer el poder de Macedonia
sobre ellas. Fueron de las primeras ciudades griegas que entraron a formar parte de la futura
potencia macedónica. A lo largo de más de medio siglo, el litoral occidental del mar Negro estuvo
privado de independencia.
   Olbia
    Del relato de Herodoto que, al parecer, estuvo personalmente en Olbia, puede extraerse la
conclusión de que, en su época, Olbia era ya una ciudad grande, circundada de murallas y torres,
que mantenía un vivo comercio con las tribus locales que la rodeaban.
    Aún en el año 1904, B. V, Farmacovski, al investigar los vestigios de esa ciudad, descubrió en
su parte occidental restos de poderosas construcciones defensivas. Al investigarlas, se tuvo la
evidencia de que representaban una magnífica muestra del arte griego de la construcción del siglo V
a. C. Las exploraciones arqueológicas de los alrededores de Olbia también descubrieron toda una
serie de vestigios de poblados grecoescitas situados a lo largo de ambas orillas del estuario y del
curso inferior del río Bug. Muchos de ellos existían ya, según parece, en los siglos VI-V a. C.
    Al estudiar los vestigios de dichos poblados y los de ciudades escitas más alejadas de Olbia,
como así también unos sepulcros, se han encontrado, invariablemente, al lado de la cerámica local
de tipos escitas, muchos objetos de manufactura griega. Una parte de tales objetos fue llevada a
esos lugares desde Grecia, y otra parte, fabricada en la misma Olbia.
    De esta manera, las nociones comunicadas por Herodoto acerca de las relaciones comerciales de
Olbia con el gran territorio poblado por tribus agrícolas locales, hallan plena confirmación en el
material arqueológico.
    Las sistemáticas excavaciones llevadas a cabo a lo largo de muchos años en la ciudad
mencionada, han descubierto en la misma vestigios de la producción artesanal existente ya en el
siglo VI a. C., así como vestigios no menos manifiestos y claros de una amplia actividad comercial.
Los hallazgos, en los restos de la ciudad del Olbia, de cerámicas de origen jonio, rodio, samio,
corintio, calcídico, ático y naucrático, así como de objetos provenientes de las colonias griegas del
litoral del mar Negro, certifican las relaciones de Olbia con gran número de centros helenos. Desde
todas esas localidades se exportaban sistemáticamente a Olbia vinos, aceite de oliva, objetos de
arte, tejidos y otros productos de la artesanía griega. Una parte de las mercancías importadas eran
destinadas al uso de la propia población local. A su vez, Olbia exportaba intensamente los cereales
que compraba a la población local, otros tipos de productos, materias primas y, evidentemente,
esclavos. Relaciones especialmente estrechas, económicas y políticas, eran las mantenidas por
Olbia con su metrópoli, Mileto.
    El desarrollo del comercio provocó muy tempranamente la necesidad de acuñar moneda propia
en Olbia. Las emisiones más antiguas de monedas olbianas datan de finales del siglo VI y
comienzos del V a. C. En este sentido, por otra parte, igual que Panticápea, Olbia se había
adelantado considerablemente a muchas otras ciudades —colonias griegas— del litoral del mar
Negro. La originalidad del sistema monetario en Olbia consistía en que la acuñación en esa ciudad,
a diferencia de todos los demás pueblos griegos, comienza no con la de monedas de plata, sino de
cobre. Las monedas olbianas más antiguas que conocemos eran fundidas de cobre. Durante las
excavaciones que se hacen en Olbia se encuentran infaliblemente los llamados pececillos o
delfines, monedas de cobre fundido que asumen esa forma. Ulteriormente, los «pececillos» fueron
reemplazados por las monedas acuñadas en forma común, mas el cobre continuó conservando su
valor.
    Nociones sumamente interesantes acerca de la circulación monetaria están contenidas en el
decreto olbiano, conservado hasta nuestros días, especialmente dedicado a esta cuestión. Por el
mismo nos enteramos de que, en la primera mitad del siglo IV a. C., en Olbia circulaban
simultáneamente, monedas de cobre, de plata y de electra, emitidas, estas últimas, por la ciudad
Cícisa; en el período que estamos considerando, y en el ajuste de cuentas en el mercado exterior,
las monedas de Cícica adquirieron gran difusión en todo el litoral del mar Negro. El objeto
principal de aquel decreto consistía en asegurar las más favorables condiciones para la moneda
olbiana y, al mismo tiempo, establecer las reglas para su intercambio con otras monedas. De
acuerdo con una de esas reglas, las monedas de Cícica podían ser cambiadas directamente por
monedas olbianas de cobre. De esta manera, tampoco en aquel tiempo el cobre había perdido su
papel en el mercado de la ciudad de Olbia.
    Es muy característico de la vida económica de Olbia, el hecho de que su propia producción
artesanal suministrara productos no sólo para satisfacer las necesidades de la población urbana,
sino también para la exportación.
    Algunos de los objetos del llamado «estilo animalista», que se encuentran en los túmulos
sepulcrales esparcidos por las estepas al norte del mar Negro, fueron hechos —a juzgar por una
serie de indicios— por las manos de los artesanos olbianos. Se sabe también que allí se elaboraba
vajilla no solamente de tipo griego, sino también de tipos locales, escitas, calculados
manifiestamente para satisfacer los gustos de los consumidores locales. La estrecha vinculación y
comunicación de Olbia con las tribus que la rodeaban favorecía el desarrollo del proceso
asimilatorio de los colonos griegos con la población nativa. En primer lugar, las que
experimentaron sobre ellas mismas el influjo de las formas griegas de vida fueron las tribus que se
encontraban en las cercanías inmediatas de la ciudad. Herodoto da el nombre de «tribu
helenoescita» a una tribu local, los calípidos, que era la más cercana a Olbia. En la epigrafía
olbiana de épocas algo posteriores nos encontramos con un término no menos característico, los
mixhelenos, que servía para designar —así es dable pensarlo— a un grupo bastante numeroso de la
población local que se había asimilado con los griegos. Al parecer, la mayor parte de aquella
población vivía en los poblados grecoescitas, cerca de Olbia, que se han mencionado. Por lo demás,
y tal como lo atestiguan las tumbas en la necrópolis olbiana en aquel territorio, y en las que se ven
cadáveres encogidos y con objetos escitas, en calidad de inventario escita, los representantes de las
tribus locales vivían también en la propia ciudad. Las regiones más distantes de Olbia
experimentaban sobre sí en grado menor la influencia helenizante de esa ciudad. Dicha influencia
abordaba preferentemente sólo a la capa superior de la sociedad local, la nobleza de las tribus
escitas. Los hallazgos de caros objetos de arte de manufactura griega en el interior de los ricos
sepulcros escitas evidencian que la nobleza de las tribus era el principal consumidor de esos
objetos. La explotación, directa e indirecta, de las masas populares locales más amplias la acercaba
a los esclavistas olbianos.
    Herodoto nos presenta, en su relato acerca del rey Esciles, una viva imagen de representante
helenizado de la nobleza racial escita. De acuerdo con ese relato, aquél era hijo del rey escita
Ariapites, habiendo nacido de madre griega, oriunda de Istros, en el Ponto occidental. De ella,
Esciles aprendió la lengua griega, a leer y escribir. Habiendo heredado del padre el poder, Esciles
se manifestó afecto, casi devotamente, a todo lo griego. Acompañado de su mujer, escita, solía
pasar un mes, y más, en Olbia, donde poseía una casa edificada en estilo griego, ornamentada con
esfinges marmóreas y grifones. Allí cambiaba su indumentaria por otra de modelo griego, y en todo
se atenía a la manera griega de vivir, inclusive hasta la participación en los cultos griegos. Su
adhesión a las costumbres y a la religión de los griegos costó muy cara a Esciles. En cierta ocasión,
los soldados de su guardia personal le vieron tomando parte en los festejos bacanales en honor de
Dionisos. Cuando se enteraron de ello los destacamentos de Esciles, que se hallaban en las afueras
de la ciudad, estalló un motín. Los amotinados dieron muerte al rey y proclamaron a su hermano en
su lugar. «Es así —escribe Herodoto— cómo los escitas cuidan sus costumbres y con qué severidad
castigan a los que imitan o copian hábitos ajenos.
    La población de Olbia y su cultura experimentaron, a su vez, sin duda alguna, el influjo del
medio ambiente local; sin embargo, durante sus primeros siglos de existencia predominaban aún en
el aspecto de la ciudad —hasta cuanto podemos juzgar— los rasgos de una polis helena típica.
Hablan de ello con suficiente claridad los monumentos de los restos de la ciudad, descubiertos en
las excavaciones: el arte arquitectónico, la cerámica olbiana y otros productos de la artesanía y
objetos de arte, monedas e inscripciones; de lo mismo habla también todo lo que sabemos acerca de
la estructura político-social de Olbia. Igual que en muchas otras ciudades griegas, en Olbia se
estableció el régimen de la antigua democracia esclavista. El superior poder estatal pertenecía a los
ciudadanos, que gozaban de todos los derechos políticos, unificados en la asamblea popular. Junto
a ésta existía un consejo electoral. Todos los decretos olbianos que nos son conocidos eran emitidos
en nombre del consejo y de la asamblea popular, los que de esta manera cumplían las funciones
legislativas y atendían los asuntos más importantes de la administración interna y de las relaciones
exteriores. Las funciones separadas del poder ejecutivo eran encomendadas a funcionarios elegidos
por un año. Por las inscripciones halladas, se conoce toda una serie de tales puestos electivos: cinco
arcontes, seis estrategas, siete o nueve miembros de un colegio financiero especial, agoránomos,
astínomos y otros.
    Cabe pensar que los ciudadanos que gozaban del derecho a tomar parte en la asamblea popular,
a elegir y ser elegidos, es decir, que tenían todos los derechos políticos, formaban evidentemente en
Olbia una privilegiada minoría. Todo el resto de la población no gozaba de derechos políticos.
Tampoco gozaban de los mismos, por ejemplo, las personas nacidas en otras ciudades, pero que
vivían en Olbia. Sólo en algunos casos excepcionales el consejo y la asamblea popular dictaban a
su respecto decretos particulares, las llamadas proxenias, en virtud de las cuales se podía otorgar a
tales o cuales personas no pertenecientes a la ciudadanía nativa, algunas franquicias y privilegios,
hasta la plena igualación en los derechos con los ciudadanos natos. También constituían una
excepción los ciudadanos de la metrópoli de Olbia: Mileto. De acuerdo con un tratado especial
entre Olbia y Mileto, los ciudadanos de ambas ciudades —los milesios en Olbia y los olbianos en
Mileto—, tenían igualdad de derechos. Entre los que no gozaban de todos los derechos políticos se
contaban también los mixhelenos. Es de lamentar que estemos muy mal informados acerca de su
situación jurídico-legal. En el peldaño más bajo de la escala social se hallaban los esclavos,
privados de toda clase de derechos, sean cuales fueran.
    Las nociones acerca de la vida espiritual de la población de Olbia son escasas. La tradición de la
antigüedad ha conservado los nombres del filósofo Bión, célebre por su erudición, y del estoico
Esfero, conocido por toda una serie de obras sobre temas filosóficos e históricos. Ambos nacieron
en Olbia. Los cultos religiosos, a juzgar por las inscripciones, las monedas y otras fuentes, diferían
muy poco de los de otras ciudades griegas. Existían allí cultos comunes en Grecia tales como el de
Apolo, Afrodita, Zeus, Démeter y otros.
    La historia concreta de Olbia de los siglos VI al IV a. C., casi no ha encontrado reflejo alguno en
la literatura historiográfica de la antigüedad. Se conoce sólo por los testimonios dados por los
escritores de la época romana, que en la segunda mitad del siglo IV la ciudad fue sitiada por las
tropas de Zopirión, uno de los generales de Alejandro de Macedonia. Al parecer, ello tuvo lugar en
los últimos años de la vida de Alejandro. En aquel tiempo, Macedonia intentó someter a su poder el
litoral occidental y una parte del septentrional del mar Negro, junto con las ciudades griegas que
allí se encontraban. Para defender su independencia, el gobierno olbiano tomó las medidas más
extremas. En la ciudad sitiada fueron otorgados los derechos civiles de ciudadanía a los extranjeros,
fueron anuladas las obligaciones referentes a las deudas, fueron manumitidos y, evidentemente,
alistados en el ejército los esclavos. Por fin, Zopirión se vio obligado a levantar el sitio y a
replegarse. Su campaña contra Olbia no fue coronada por el éxito.
   Quersoneso
   El desarrollo histórico del Quersoneso Táurico tomó un camino distinto al camino comercial de
Olbia. A diferencia de ésta, Quersoneso no se hallaba situada junto a una gran vía acuática capaz de
vincularla sólidamente con las regiones interiores del país, y las comunicaciones con ellas por tierra
firme se hallaban dificultadas por una cadena montañosa de difícil acceso que la separaba de la
parte meridional de la península, la Crimea montañosa, y por altura y ríos que corren éstas, que la
separaban de las estepas de Crimea.
    Los principales impedimentos al desarrollo del comercio de Quersoneso con la población local
radicaban, empero, no tanto en su situación geográfica como en las particularidades de la vida
histórica de las tribus que la circundaban. Los escritores de la antigüedad hablan unánimemente del
«carácter salvaje» de los tauridios. El estudio arqueológico de la propagación de las inhumaciones
taurídicas, tempranas y más tardías —en el interior de grandes cajas pétreas—, en el territorio que
comprende las estribaciones y contrafuertes como así también la Crimea montañosa propiamente
dicha, han confirmado completamente esos testimonios. Los hallazgos de objetos de trabajo griego
entre el tosco y escaso inventario de esos sepulcros son sumamente raros, y en los pocos casos en
que dichos objetos se han hallado, parece que, evidentemente, cayeron en las manos de los
tauridios no como resultado de un intercambio comercial, sino más bien como resultado de asaltos
de bandoleros viajeros griegos o contra poblaciones griegas. Los tauridios que, preferentemente, se
ocupaban de la caza y la pesca, y que apenas conocían la agricultura y la ganadería, que,
socialmente, se habían diferenciado muy poco, no podían adaptarse al espíritu comercial de los
griegos.
    No puede decirse lo mismo de los otros vecinos de Quersoneso: las tribus de los escitas crimeos.
El nivel de desarrollo de la cultura material de esas tribus, claro está, no puede ser comparado de
manera alguna con el nivel de desarrollo de los tauridios. Precisamente las tribus de los escitas de
Crimea fueron de las primeras en donde surgieron los oficios en el litoral septentrional del mar
Negro, destacándose de la economía rural, lo que determinó el ulterior surgimiento en Crimea de
una original cultura urbana, de la cual se erigió en centro de Neápolis (cerca de la actual
Sinferópol). En el ámbito de los escitas crimeos fue donde por primera vez apareció la unificación
escita, ya con carácter de Estado político. No obstante, las relaciones mutuas entre Quersoneso y
aquellas tribus tenía más bien el carácter de choques bélicos, que de vínculos pacíficos. Dichos
choques se debían, sin duda, en primer lugar a las tendencias de Quersoneso a asegurarse una
propia base agropecuaria.
    Ya en el siglo IV a. C. Quersoneso extendió sus posesiones al adyacente territorio de la
península Heracleota. La influencia económica de los quersonesios sobre dicho territorio dejó una
profunda huella, materializada en gran número de restos de muy diversas obras erigidas, de partes
de un sistema de irrigación, de paredes de piedra que separaban las parcelas unas de otras, de vías
de comunicación, de aperos agrícolas, etc. La particularidad característica de las fincas aquí
establecidas a lo largo de los siglos IV y III a. C. consiste en que todas ellas representaban
simultáneamente puntos fortificados. Aún a finales del siglo XVIII y principios del XIX los rastros de
esas pequeñas fortalezas —muros defensivos y torres, en el estilo heracleota— eran nítidamente
visibles en la superficie del suelo. Dubois de Montpéreux, que estuvo allí en la cuarta década del
siglo pasado, contó hasta sesenta de tales fincas fortificadas; en la actualidad se conoce más de un
centenar. La investigación arqueológica de las construcciones defensivas en la península Heracleota
ha evidenciado que todas ellas están erigidas según un plan definido y común, y en su totalidad
representan un sistema bien meditado para la defensa de las posesiones de Quersoneso contra los
ataques enemigos.
    La investigación efectuada sobre una de tales fincas en la península que estamos considerando,
y que fue llevada a cabo en el año 1950 por los colaboradores del Museo Quersonesiano del Estado
soviético, ha demostrado que en la misma, cuya superficie es de unas 30,5 hectáreas, existían
campos labrantíos, huertos, viñedos, y se hallaban erigidos los edificios de la misma finca. A los
viñedos era dedicada la parte mejor y más extensa de la finca. Sobre el territorio de la península
Heracleota, el cultivo de la vid ocupaba, en general, y a juzgar por muchos indicios, un lugar
prominente. La uva era transformada en vino por los quersonesios, y ese nuevo producto era uno de
sus principales artículos de exportación.
    La península Heracleota no constituía para Quersoneso la fuente principal de abastecimiento de
cereales. En grado mucho mayor servían evidentemente para ese objetivo sus posesiones en el
litoral de la Crimea occidental. En la segunda mitad del siglo IV a. C. Quersoneso había sometido a
su poder a la localidad de Cercinítida (en el sitio de la actual Eupatoria) que había aparecido
todavía entre los siglos IV a. C., como un poblado de los colonos jonios. Más o menos en el mismo
tiempo, y dentro de las fronteras de la misma franja litoral, los quersonesios fundaron la localidad
de Calós Limen —en traducción literal, «Hermoso Puerto»—, y otras poblaciones más. En un
texto, que ha llegado hasta nuestros tiempos, del juramento que hacían los ciudadanos
quersonesios, esas poblaciones llevan sencillamente la denominación de «puntos fortificados». En
el texto del mismo juramento se menciona que los ciudadanos de Quersoneso, so pena de ser
considerados perjuros, no habían de vender ni exportar cereales, de esa localidad a cualquier otra,
salvo a Quersoneso.
    Esta obligación es sumamente característica, puesto que demuestra que, aun en los tiempos de
los más grandes éxitos de su expansión territorial, Quersoneso no disponía de excedentes de
cereales, y el Estado se veía forzado a tomar en sus manos la regulación del respectivo comercio.
Esto encuentra su explicación, en primer lugar, en el hecho de que ni en el período considerado, ni
menos aún, posteriormente, cuando la ciudad había entrado ya en el período más grave y difícil de
su historia, los quersonesios pudieron posesionarse de todo el territorio de la Crimea occidental.
Simultáneamente con las poblaciones griegas existían también allí poblaciones escitas. En la
cercanía inmediata de la franja de tierra ocupada por los quersonesios se cuentan por lo menos
restos de seis poblaciones escitas. A diferencia de las griegas, todas éstas se hallaban situadas no en
la misma costa, sino a cierta distancia de ella, sobre unas elevaciones, rodeadas de barrancos y
lomas, en lugares aptos para la defensa; todas estaban rodeadas por sólidas murallas, vallas y torres.
La investigación efectuada en esos lugares evidenció que también ellas surgieron en el siglo IV
a. C., y que sus pobladores, a juzgar por la gran cantidad de silos subterráneos para guardar
cereales, se ocupaban de la agricultura. Al echar una mirada sobre esas poblaciones-fortines,
griegas y escitas, situadas cerca unas de otras, se va creando involuntariamente la impresión de que
tanto los griegos como los escitas araban, sembraban y cosechaban sin soltar las armas de las
manos. En este sentido, la situación de Quersoneso difiere en muchos aspectos de la de Olbia
durante los primeros siglos de su existencia. Son muy significativos los resultados de las
sistemáticas excavaciones efectuadas durante los últimos años en la capital de los escitas crimeos,
Neápolis. Dichas excavaciones muestran que esta última ciudad se hallaba más estrechamente
vinculada con Olbia que con Quersoneso, más cercana ésta en cuanto a la distancia. De lo mismo
hablan las inscripciones y las monedas encontradas en Neápolis y conocidas aun antes de las
excavaciones mencionadas. En los túmulos escitas ubicados en la vecindad de las posesiones de
Quersoneso, también fue hallada una cantidad de objetos griegos mucho menor que en los túmulos
cercanos a Panticápea o a otras ciudades bosforianas.
    Sería erróneo, sin embargo, si, basándonos en esta clase de hechos, llegásemos a la conclusión
de que, en general, no tenía lugar una comunicación pacífica entre Quersoneso y las tribus de
tauridios y escitas que la rodeaban. Durante las excavaciones, en 1936-1937, de una antiquísima
necrópolis quersonesia —situada sobre un territorio que, a partir de finales del siglo IV a. C., ya
estaba ocupado por edificios de la ciudad ordenados en «manzanas»—, se descubrió una
considerable cantidad (hasta un 40 por 100 del total de los sepulcros descubiertos y abiertos) de
sepelios locales, evidentemente taurídicos, con los cadáveres encogidos y con objetos no griegos.
No está excluida la posibilidad de que Quersoneso hubiera sido fundada en un lugar ya habitado
anteriormente, en el que quizá existiera una población local cuyos habitantes se habrían asimilado
posteriormente al ámbito de los colonos griegos. La onomástica de las inscripciones quersonesias
también proporciona una base para pensar que, dentro de los límites de la ciudad, vivieron
posteriormente hombres de origen local. El culto de la principal deidad quersonesia, Deva, la
protectora de la ciudad, su «defensora» y «reina», fue, evidentemente, imitada o copiada de un
culto de los tauridios. Finalmente, las ánforas que se encuentran aún en la actualidad, en las ruinas
de las ciudades escitas, y que son de procedencia quersonesia, hace suponer que una parte del
cereal necesario era intercambiada por los habitantes de Quersoneso, por vino con la población
local agrícola de los escitas. Y, no obstante, en comparación con Olbia y con cualquiera de las
ciudades bosforianas, Quersoneso vivía una vida mucho más reservada, mucho menos
comunicativa, lo cual implicó que sus habitantes conservaran sus rasgos griegos más tiempo que
las poblaciones de las demás ciudades colonias situadas en el litoral septentrional del mar Negro,
las cuales habían perdido en medida considerable como resultado de un prolongado proceso
asimilatorio con las poblaciones locales. Quersoneso, según el testimonio de Plinio, seguía siendo
una de las ciudades más griegas de todo el litoral. De lo mismo habla el idioma de las inscripciones
quersonesias, que conservó la pureza del dialecto dórico casi hasta el fin del período antiguo.
   La presencia de una base agrícola-ganadera propia, relativamente grande, favoreció el desarrollo
de la agricultura y de la ganadería quersonesias, las cuales, a su vez, determinaron otras ramas de la
actividad económica de los quersonesios: para labrar los campos y los viñedos, para las obras de
drenaje, para la recolección y conservación de las cosechas, etc., se requería toda una serie de
instrumentos y útiles de trabajo, y diversos tipos de aparatos de adaptación, cuya producción era
organizada en Quersoneso. La transformación de la uva en vino, por ejemplo, requería una gran
cantidad de recipientes de cerámica acomodados para su conservación y transporte. En
combinación con ello cobró en Quersoneso gran desarrollo la producción de recipientes de arcilla:
toneles, ánforas, etc. Restos de un considerable taller de cerámica, con un gran horno de
calcinación, fueron descubiertos en la parte sudeste de las ruinas de Quersoneso, fuera de los
límites del muro defensivo de la ciudad. Otros talleres ceramistas, a juzgar por las marcas de
fábrica en las asas de las ánforas, pertenecían a empresarios privados que, al parecer, se hallaban
dentro de la ciudad misma.
   Los objetos metálicos eran fabricados en Quersoneso con metales importados. De la existencia
de esta clase de producción dan prueba los crisoles y matrices para colar y diversos productos de
hierro y bronce, de fabricación local, que se han hallado.
   Las monedas de Quersoneso se acuñaban en un establecimiento especial. Las paredes del
subsuelo de ese edificio, con losas de piedra hermosamente labradas, se han conservado hasta
nuestros días. A juzgar por el trabajo de mampostería de las murallas de defensa, las torres y gran
número de restos de viviendas, el arte de edificar había alcanzado en Quersoneso un desarrollo muy
considerable.
   Los hallazgos, durante las excavaciones, de útiles complementarios para husos y de plomos para
los telares, nos dicen que en aquella ciudad también existían una producción textil.
   El comercio de Quersoneso jamás llegó a las dimensiones y amplitud que se vieran en Olbia y
en el Bósforo. La fuente principal la constituía no tanto la mediación mercantil como la venta de
los productos de su propia agricultura. Al parecer, Quersoneso comerciaba, sobre todo, con vino.
Las ánforas quersonesias, con marca de fábrica, en las que era transportado el vino, se encuentran
también en los sepulcros escitas y en las ciudades del litoral: en Olbia, en las ciudades bosforianas
a ambos lados del estrecho de Kerch, e inclusive en la lejana Tanais. Quizá en los años de buena
cosecha, Quersoneso también exportaba cereales.
   Las excavaciones hechas en la ciudad pusieron de manifiesto que ésta mantenía vínculos
comerciales con una serie de centros más distantes. En primer lugar se hallaba vinculada con su
metrópoli, Heráclea del Ponto, con Sínope, con las ciudades de la costa del Asia Menor, con Atenas
y también con Rodas, Tasos, Cnido y otras islas. Desde todos estos lugares se importaban a
Quersoneso vajilla pintada artísticamente, tejidos, aceite de oliva, vinos de primera calidad, alhajas
y otros objetos de lujo, como también materiales de construcción (tejas y mármol). Igual que en
Olbia, la actividad comercial de Quersoneso se reflejó en los decretos del gobierno de otorgamiento
de proxenias. Por otra parte, aquí se impone una salvedad: a diferencia de las proxenias de Olbia y
otras ciudades comerciales, las otorgadas por Quersoneso en la mayoría de los casos que
conocemos eran motivadas no tanto por los intereses mercantiles de la ciudad como por
consideraciones de orden político; el gobierno las otorgaba a aquellos de los ciudadanos de otras
ciudades que prestaban a Quersoneso algunos servicios sustanciales.
   En su totalidad, la economía de Quersoneso era la típica de una polis esclavista griega. Igual
que en todas las otras ciudades de la mecrópolis griega y de su periferia colonia, la fuerza motora,
la del trabajo, la constituían los esclavos. Es evidente que la labor de los mismos hallaba amplia
aplicación, tanto en los trabajos agropecuarios como en los oficios urbanos.
   La tierra y los talleres de artesanía eran en Quersoneso de propiedad privada. Hasta nuestros
tiempos han llegado dos documentos, interesantes a este respecto, que datan del siglo III a. C. Uno
de ellos es una acta de venta por el Estado a algunos ciudadanos de tierras de propiedad de aquél.
Se dan los nombres de los compradores, el precio de cada parcela vendida y la suma global cobrada
por el Estado. El segundo documento es una inscripción de honrar al pie de la estatua de cierto
personaje, Agasicles. Entre los méritos que éste tiene ante el Estado, se indica el de haber
«deslindado y amojonado los viñedos», es decir, haber efectuado trabajos de catastro. De esta
manera, de tales documentos se desprende que, al lado de tierras de propiedad privada, existen en
Quersoneso también tierras fiscales, y que el Estado se ocupaba de la regulación de estos asuntos.
    Por la forma de su gobierno, el Estado de Quersoneso era una antigua república esclavista de
tipo democrático.
    El poder supremo se hallaba en las manos de la asamblea popular, al igual que en todas las
demás polis griegas; dicha asamblea estaba formada solamente por ciudadanos que gozaban de
todos los derechos políticos, quienes eran la minoría de la población. El Consejo y los funcionarios
públicos, investidos de plenipotencia oficial, se hallaban supeditados a la asamblea popular. Era el
Consejo el que preparaba los asuntos para ser tratados en la asamblea. Su presidente y sus
miembros eran reemplazados mensualmente. Los funcionarios, entre los cuales se hallaban
distribuidas las funciones del poder ejecutivo, recibían sus plenipotencias en las elecciones anuales.
En su mayor parte, las magistraturas quersonesias tenían carácter colegiado. Así, las fuerzas
armadas de la ciudad y la defensa de la misma eran atendidas por cuatro estrategas, o arcontes, que
eran elegidos anualmente. La observancia de las leyes era vigilada por el colegio de los llamados
nomofílacos («guardianes de las leyes»). Las finanzas del Estado estaban en manos de tesoreros. El
orden en los mercados era controlado por los agoránomos. Menos claras se nos aparecen las
funciones de los astínomos, por medio de los cuales, al parecer, el Estado llevaba a cabo la
vigilancia y el control general sobre el comercio. De su incumbencia, en particular, era el velar por
la regularidad de las pesas y medidas, la emisión de monedas y el sellado de las ánforas.
    En las inscripciones quersonesias se mencionan los gimnasarcas, que administraban los
gimnasios, en los que los ciudadanos recibían su educación física; un colegio especial de
simnamones, que atendía la composición de las inscripciones, y funcionarios especiales, los
epimeletas, para dar cumplimiento a toda clase de tareas encomendadas por el Estado, de
naturaleza temporal.
    El Estado ejercía gran influencia sobre la vida religiosa de la ciudad. El culto principal de
Quersoneso, tal como ya hemos señalado, era el de Deva. En el centro de la ciudad estaba el templo
de esa diosa, en cuyo honor se organizaban fiestas y se hacían consagraciones e iniciaciones. Las
imágenes de esa diosa se acuñaban en las monedas. En uno de los decretos honoríficos
quersonesios, en honor del historiador Siriscos, se lo glorifica por haber descrito en su obra «los
milagros» y «las predicciones» de Deva. Las narraciones sobre la ayuda milagrosa que prestaba al
pueblo en los momentos difíciles su diosa protectora eran, al parecer, muy populares entre los
ciudadanos.
    Además del culto de Deva, en Quersoneso estaban también difundidos los cultos comunes a
Grecia: Zeus, Gea, Atenea, Dionisos y otras deidades del panteón griego. Los quersonesios
mantenían vivos vínculos con los principales centros de la vida religiosa común de Grecia: Delos y
Delfos. Se sabe que en la isla de Delos se organizaban festejos especiales llamados «quersonesios».
Parece que, para ese fin, los habitantes de Quersoneso habían ofrendado al templo delosiano de
Apolo 4.000 dracmas. En lo que se refiere a la cantidad de ofrendas recibidas por el santuario de
Delfos, los quersonesios ocupaban casi el primer lugar. De particular popularidad gozaba en
Quersoneso el culto de Heracles, protector de su metrópoli, Heráclea del Ponto.
    Los siglos IV y III a. C. fueron, en historia de Quersoneso, el período del mayor bienestar. Hacia
finales del siglo IV fue determinada por completo la construcción de las fortificaciones
fundamentales, las torres y murallas que rodeaban la ciudad. Al amparo de las mismas se hallaban
situadas, en hileras regulares, las casas de los ciudadanos, formando calles longitudinales y
transversales. Los muchos fragmentos de columnas, cornisas, arquitrabes, capiteles y otros detalles
arquitectónicos de forma artística, lo mismo que los fragmentos de estatuas y relieves de mármol y
el gran número de terracotas artísticas que se encuentran constantemente durante las excavaciones
que se realizan en la plaza principal de aquella ciudad, hablan del alto nivel de cultura material de
Quersoneso. No obstante, tampoco esta ciudad pudo, en los tiempos que estamos considerando,
evitar conmociones características de la vida político-social de todas las polis de esa época. Esas
conmociones se han visto fielmente reflejadas en uno de los monumentos epigráficos más notables
   Bósforo
    Si tanto Olbia como Quersoneso, al igual que casi todas las ciudades fundadas por los colonos
emigrantes griegos durante la época de la gran colonización griega, conservaban hasta el final de la
época antigua la estructura política de las polis, el desarrollo histórico de las ciudades surgidas a lo
largo de las costas del estrecho de Kerch —el antiguo Bósforo cimeriano— había tomado otra ruta,
llevándolas a un resultado histórico diferentes. A principios del siglo V a. C. esas ciudades se
habían unificado bajo el poder de un gobierno común todas ellas. Posteriormente, el poder sobre
esa unificación estatal se concentró en manos de una dinastía no griega, la de los Espartócidas, y
como parte integrante de ese Estado bosforiano se sumaron también ciertos territorios poblados por
tribus locales. Hacia mediados del siglo IV a. C. las posesiones bosforianas en el lado crimeo del
estrecho se habían expandido sobre la totalidad de la península de Kerch, hasta la frontera oriental
de la Crimea montañosa, la antigua Táuride. Del otro lado del estrecho, el Estado bosforiano
abarcaba el territorio hasta más o menos la actual ciudad de Novorossisk. Hacia el Noreste, la
esfera de la influencia estatal bosforiana se había expandido hasta la desembocadura del Don,
donde se hallaba Tanais, supeditada al Bósforo.
    De esta manera, en el siglo IV a. C., el Bósforo se había convertido en una formación estatal,
grande según el criterio de aquellos tiempos, con una población mixta greco-aborigen. Esta
circunstancia impuso, de manera regular, su sello sobre toda la faz económica, social, política y
cultural del Bósforo.
    El único testimonio literario del surgimiento de la unificación estatal bosforiana lo constituye la
breve nota de Diodoro de Sicilia. En ella, Diodoro relata que en el año del arcontado de Teodoro en
Atenas, esto es, en 438-437 a. C., en el Bósforo, había dejado de existir la dinastía de los
Arceanáctidas «que había reinado», según su expresión, durante 42 años, pasando el poder a
Espartoco, quien gozó del mismo durante siete años. Si se cuenta a partir del año del arcontado de
Teodoro, señalado por Diodoro, el gobierno de 42 años de Arceanáctidas resulta que, de acuerdo
con esos datos, la unificación bosforiana surgió en el año 480-479 a. C.
    Aun cuando la cronología bosforiana de Diodoro de Sicilia fue obtenida por él en fuentes
suficientemente seguras, en virtud de lo cual es merecedora de fe, la apreciación de su testimonio
acerca de los Arceanáctidas y del primer representante de la dinastía de los Espartócidas provocó
entre los sabios contemporáneos considerables disensiones. En cuanto a ese testimonio, se han
expresado las más diversas conjeturas, y algunos investigadores han exteriorizado su desconfianza,
sometiendo a duda también la realidad histórica de los Arceanáctidas y la fecha proporcionada por
Diodoro acerca de su ascensión al poder. Pero dichas dudas se han disipado tras el hallazgo, en el
año 1914, durante las excavaciones realizadas en el Delfinión de Mileto, de un fragmento de una
inscripción con el nombre de Arceanacto, padre del eusimenta milesio que cumplía sus funciones
de empleado público en los años 516-515 a. C. En virtud de ese hallazgo surgió una nueva
conjetura acerca de si el Arceanacto mencionado en dicha inscripción milesia no sería uno de los
que habían tomado parte en la fundación de Panticápea.
    Diodoro, empero, se equivoca lisa y llanamente al nombrar a los Arceanáctidas como
«reinantes». En el caso dado, su fuente hace uso de la terminología política de una época
considerablemente posterior. Los Espartócidas, que sucedieron a los Arceanáctidas, disponían,
incondicionalmente, de un poder más amplio y más sólido, mas tampoco ellos se decidieron
durante mucho tiempo a llamarse a sí mismo reyes del Bósforo. En las inscripciones bosforianas
del siglo IV a. C., que contienen los títulos de los Espartócidas, éstos se nombran infaliblemente a sí
mismos no como reyes del Bósforo, sino como sus arcontes; toman el nombre de reyes solamente
respecto a las tribus locales a ellos sometidas. En tales condiciones queda completamente excluido
que los Arceanáctidas se apoderasen para designar su poder, de un título de «rey». Más bien es
lícita la conjetura de que se habría dado a sus poderes la misma forma que asumían generalmente
en todas las polis griegas. Es evidente que ellos eran los arcontes de Panticápea, la más grande de
las ciudades bosforianas, la primera en comenzar (ya desde mediados del siglo VI a. C.) a emitir
moneda propia. Con el correr del tiempo y, aparentemente, en relación directa con la formación de
la unificación estatal bosforiana, con Panticápea a la cabeza, el poder de esos arcontes adquirió
carácter hereditario.
    Panticápea se convirtió en el centro de la unificación estatal bosforiana, según parece tanto en
virtud de su predominio económico sobre las otras ciudades bosforianas, como por su ubicación
geográfica, estratégicamente ventajosa. En las fuentes no se encuentran indicaciones directas sobre
otros participantes de tal unificación. Muy probablemente formaba parte de ella Fanagoria, que se
convirtió ulteriormente en segunda capital «asiática» del Bósforo, según la terminología antigua. Al
parecer, también se agregaron a la unificación Hermonassa, Cepi y otras ciudades del litoral de
Tamán, que en la antigüedad representaban un grupo de islas formadas por el delta del río Kubán.
De esta manera, el Bósforo arceanáctida lo integraban, evidentemente, desde el mismo comienzo,
ciudades a ambas orillas del estrecho.
    No nos son conocidas las causas que obligaron a los griegos bosforianos a renunciar a la
autarquía, tradicional en todas las polis griegas, en pro de un gobierno común a todas ellas. Es del
todo evidente que la unificación política abría ante las ciudades bosforianas perspectivas para una
más estrecha colaboración económica; les facilitaba la apropiación de las riquezas naturales del
país; creaba condiciones más favorables para el subsiguiente desarrollo de sus actividades
comerciales. Por otra parte, las tribus vecinas a los colonos griegos, tales como las tribus meótidas,
sármatas y escitas, se distinguían por su belicosidad. Las poderosas construcciones defensivas,
inclusive alrededor de pequeñas localidades bosforianas, hablan elocuentemente del constante
peligro bélico. Al parecer, los períodos de relaciones comerciales pacíficas con las tribus locales se
alternaban a menudo con choques bélicos. Desde este punto de vista, la necesidad de la unificación
de las ciudades era dictada también por los intereses de su seguridad.
    En lo que se refiere a sus dimensiones, el primitivo territorio del Estado de los Arceanáctidas no
era grande. Cierta idea de su tamaño en la costa europea del estrecho nos la da el llamado primer
baluarte defensivo de Tiritaca, y la fosa. Ese baluarte, que se ha conservado en perfecto estado,
corta la península de Kerch a lo largo de la línea que va desde el poblado de Arschíntzev (la aldea
de Tiritaca) hasta el mar de Azor. Se acostumbra a considerar que el pequeño territorio al este del
baluarte era precisamente el del Bósforo arceanáctida en el litoral de Crimea. Las posesiones
bosforianas en el litoral de Tamán también eran muy modestas en aquel tiempo. Probablemente se
reducían a una franja de tierra a lo largo del estrecho de Kerch, ocupada por los exiguos territorios
de unas cuantas polis que ingresaron en la unificación de la que estamos hablando.
    De esta manera, la exigüidad del territorio del Bósforo arceanáctida permite pensar que la
unificación comprendía al comienzo solamente a las polis colonias griegas. En fuentes de tiempos
posteriores tampoco aparecen menciones de ninguna naturaleza que se refieran al ingreso en la
unificación bosforiana de aquel momento, de territorios poblados por tribus locales. Lo hicieron al
comienzo de la época de los Espartócidas, cuando las tribus locales desempeñaban ya un papel muy
considerable en la vida histórica de ese Estado.
    Es dable pensar que la estructura del Bósforo arceanáctida no difería del tipo habitual para aquel
entonces, de unificaciones de polis griegas, de modo que la misma representaba una unión de
ciudades bosforianas, la simaquia bosforiana. Hasta qué punto dependían sus miembros del poder
central, no lo sabemos. Probablemente, la autonomía de estas ciudades no estaba muy limitada por
el poder del gobierno central, y en las manos de los arceanáctidas se había concentrado tan sólo el
control general de la vida política de las polis que formaban parte de la unificación. En cambio, los
arceanáctidas encabezaban, al parecer, las fuerzas militares unificadas de las ciudades bosforianas.
    En el ámbito económico, las ventajas de la unificación debieron manifestarse, evidentemente, ya
después de los históricos triunfos que los griegos obtuvieran sobre los persas, en los años 480-479,
al restablecer la vida económica normal en toda Grecia. En ese tiempo —cabe suponer— fueron
restableciéndose los vínculos comerciales, interrumpidos por la guerra, de las ciudades bosforianas
con las del litoral del Asia Menor, aun cuando estas últimas ya no pudieron reponerse totalmente de
la devastación que habían sufrido. El predominio en el comercio con el Bósforo comenzó a ser
ocupado por Atenas, en detrimento de aquellas ciudades. Las tendencias de los atenienses hacia el
litoral del mar Negro, tal como lo evidencian los hallazgos de cerámica ateniense de los primeros
tiempos, se expresaron también antes de las guerras médicas. Durante los años del gobierno de
Pisístrato, la tendencia y el afán de colocar bajo el control ateniense al estrecho del Helesponto —
puerta de entrada al mar Negro— constituía uno de los problemas primordiales de la política
exterior de Atenas. Sin embargo, los éxitos alcanzados por los atenienses en este sentido fueron
posteriormente reducidos a la nada, debido al avance persa hacia la costa del estrecho. Tras las
victorias decisivas sobre los persas, el camino hacia los litorales del mar Negro quedó allanado. No
obstante, los atenienses se abocaron en forma directa y enérgica al problema de apropiarse de las
costas del mar Negro, y en primer lugar de los mercados de sus costas septentrionales, sólo tras la
desdichada expedición ateniense a Egipto en los años 459-54 a. C., tras perecer en esa expedición
una gran cantidad de ciudadanos atenienses y perder la mayor parte de la flota, desapareció la
esperanza de asegurar el abastecimiento de Atenas con los baratos cereales egipcios. Y aun cuando
en la época señalada los atenienses también recibían cereales de otras partes, el mercado cerealista
del litoral septentrional del mar Negro atrajo poderosamente su atención.
    Es muy probable que la expedición de Pericles al Ponto haya sido una de las medidas más
decisivas de los atenienses, en el sentido de imponer su influencia en el mar Negro. Al parecer,
alrededor del año 444, una gran escuadra ateniense, encabezada por el propio Pericles, penetró en
el mar Negro. Los atenienses querían hacer esa demostración frente a las poblaciones de aquellas
regiones litorales, exhibir su poderío militar y también afirmar sus vínculos comerciales y políticos
con las ciudades pónticas y crearse, donde fuera posible, bases de apoyo. Con tales fines ubicaron a
sus colonos en el litoral del mar de Mármara, en Astacos; pusieron pie firme en el litoral meridional
del mar Negro, en Amisos; se entremetieron en los asuntos políticos internos de Sínope, instalando
allí unos seiscientos de sus colonos y afirmando en el poder a un gobierno que les era fiel. En
cuanto al litoral septentrional, según parece lograron asentarse sólidamente en la ciudad bosforiana
de Ninfaión, situada hacia el sudoeste de Panticápea y no muy lejos de ésta. No está excluida la
posibilidad de que Ninfaión y algunas otras ciudades del mismo litoral hayan sido incluidas en la
Liga marítima ateniense y gravadas con el impuesto o tributo llamado foros.
    La guerra del Peloponeso, que comenzó muy poco después, ató las manos a los atenienses,
privándolos de la posibilidad de dedicar su energía de otrora al mar Negro. A pesar de ello, cuando
se desencadenó la catástrofe en Sicilia, y ya no se podía contar con la llegada del cereal siliciano a
Atenas, el litoral septentrional del mar Negro, y en primer lugar el Bósforo, se convirtieron para
Atenas en fuente básica de abastecimientos, tanto de cereales como de otra clase de víveres,
materias y esclavos.
    De la actividad comercial de los atenienses en el Bósforo en el siglo V a. C. dan testimonio los
muchos hallazgos efectuados en el territorio bosforiano, de cerámicas y otros productos de artes y
oficios atenienses. A juzgar por ellos, se importaban desde Atenas a las ciudades bosforianas,
vajilla negra lustrada, jarrones pintados por obra de los maestros atenienses, ornamentos de plata y
oro y envases de bronce y plata; posiblemente también vinos y aceite de oliva.
    Una parte de todas esas mercancías se destinaba al consumo local en las ciudades bosforianas y
otra parte se revendía a la población circundante. Durante las excavaciones realizadas en los
túmulos de Kubán fueron hallados no pocos objetos de procedencia ateniense. Resulta así que el
comercio de las ciudades bosforianas asumía un amplio carácter intermediario.
    A la importación ateniense, el Bósforo respondía con una amplia exportación, principalmente de
cereales y de pescado salado. Una parte considerable de estos dos productos era, al parecer,
comprada por los mercaderes bosforianos a las tribus locales. En esta situación llama la atención el
intenso crecimiento de poblaciones fijas, sedentarias, sobre el río Kubán, a partir de la segunda
mitad del siglo V a. C. Da la impresión de que a partir de entonces una gran parte de la población,
hasta ese momento nómada, se convierte en sedentaria. Las investigaciones arqueológicas de los
restos de ciudades del Kubán muestran que sus respectivas poblaciones se ocupaban, en su mayor
parte, de la agricultura, la ganadería sedentaria y la pesca. Son bastante frecuentes los casos en que
se ha encontrado, en las tierras de esos restos de ciudades, monedas bosforianas y objetos griegos,
lo cual testimonia que las relaciones mercantiles y monetarias abarcaban capas bastante amplias de
la población local. Sin embargo, el papel dirigente en el comercio con el Bósforo lo ejercía la capa
superior de la sociedad local, la pudiente nobleza de casta. La región adyacente al río Kubán, tal
como lo testimonian elocuentemente sus túmulos, había sido arrastrada, desde tiempos
inmemoriales, a mantener relaciones comerciales con la Trascausania y con los países del Cercano
Oriente. Los procesos de estratificación social, en lo que se refiere a la posesión de bienes,
transcurrían aquí más intensamente que en otras regiones del territorio litoral septentrional del mar
Negro. Con el comienzo de la colonización griega, el desarrollo de estos procesos se intensificó
aún más. La cultura griega ejerció su influencia sobre el género de vida, especialmente el de las
muestras griegas. La nobleza local de casta y las ciudades bosforianas resultaron ser los
consumidores principales de las mercancías importadas desde Grecia. Sobre esta base, entre la
cúspide de la sociedad local y la población pudiente de las ciudades esclavistas del litoral surgieron
una especie de intereses comunes y cobraron desarrollo ciertos procesos asimilatorios. Los
conflictos étnicos fueron gradualmente dando paso a los conflictos sociales. A la luz de fenómenos
de esta índole se torna comprensible también el cambio político que se operó en el Bósforo. El
terreno para el mismo había sido preparado por toda la marcha del desarrollo económico y social
del Bósforo.
    Tal como sabemos, en los años 438-437 a. C., y según los datos de Diodoro de Sicilia, el poder
en el Bósforo pasó de los Arceanátidas a Espartoco, quien, como es natural, fue el padre fundador
de la nueva dinastía de gobernantes bosforianos, los Espartócidas, que posteriormente encabezaron
el Estado bosforiano hasta finales del siglo II a. C.
    Los hombres de ciencia han prestado atención, en primer lugar, al nombre del primer
representante de esta dinastía bosforiana, Espartoco, que al igual que el nombre de otro
representante de esa misma dinastía, Perisades, suele encontrarse en las tradiciones literarias de la
antigüedad vinculadas con Tracia. Basándose en ello, se ha conjeturado que Espartoco procedía de
Tracia. Entre otras conjeturas, por ejemplo, están las que vinculan el origen de los Espartócidas con
Sindica.
    De una manera u otra, los Espartócidas gozaban, sin duda alguna, de considerable influencia en
el ámbito local. Evidentemente, ésa era precisamente su ventaja sobre sus antecesores, los
Arceanáctidas. Sin embargo, pueden abandonarse las dudas acerca de si los representantes de la
dinastía no griega experimentaron o no el fuerte influjo de la cultura griega. En este sentido es
sumamente significativo el hecho de que, al lado de los nombres no griegos, algunos Espartócidas
que nos son conocidos por los testimonios literarios y las inscripciones llevaban también nombres
puramente griegos, tales como Sátiros, Leucón, Eumelo, Gorgipos, Apolonio y otros. Se ha
conservado un relieve ateniense del siglo IV a. C., en el que se hallan las efigies de tres
representantes de la dinastía de los Espartócidas: Espartoco II, Perisades I y el hermano de éstos,
Apolonio. A los tres se les ha dado en estas imágenes un aspecto exterior netamente griego. No
obstante ello, Estrabón, en uno de sus discursos sobre las altas cualidades morales propias no sólo
de los griegos, sino también de los «bárbaros», trae como ejemplo de un «bárbaro» tan virtuoso, al
gobernante bosforiano Leucón.
    El sentido histórico del cambio de dinastías que tuvo lugar en el Bósforo se descubre en la
política de los Espartócidas. A juzgar por todo lo que conocemos acerca de ella, dicha política
perseguía dos fines principales: el ensanchamiento de las fronteras territoriales del Estado
bosforiano y el reforzamiento del poder del gobierno central. El primero de estos problemas estaba
condicionado al afán de asegurar la exportación de los cereales bosforianos mediante una base
agropecuaria propia; el segundo fluía del primero, por cuanto el dominio sobre un vasto territorio
en cuya composición entraban, al lado de las ciudades, también las tierras de las tribus locales,
exigía regularmente la aplicación de otros métodos administrativos, apoyados en plenipotencias
más amplias del gobierno central.
    No sabemos con precisión a partir de qué momento comenzó el desarrollo de la expansión
territorial bosforiana, ni cuándo los Espartócidas alcanzaron en ese sentido los primeros éxitos.
Esto se manifiesta sólo durante el Gobierno de Sátiros (433-389 a. C.). Su nombre es conocido por
la tradición antigua. Lo menciona Isócrates en el llamado discurso bancario, pronunciado, al
parecer, en el año 393. Se habla en ese discurso de cierto personaje, Speos, que había obtenido de
Sátiros, para administrarla, «una gran región», y quien, en general, «se preocupaba de todas las
posesiones de aquél». En el relato de Polieno sobre la mujer meótida Tirgatao, esposa del rey de
Sindica, Hecateo, se mencionan las operaciones bélicas que Sátiros efectuaba en la orilla tamaniana
del estrecho. Del mismo relato de Polieno puede extraerse la conclusión de que, en aquel tiempo,
Sindica se hallaba ya bajo el control de los gobernantes bosforianos. Otra mención está contenida
en los escolios a Demóstenes, en los que se dice que Sátiros había muerto durante el sitio puesto a
Teodosia por los ejércitos bosforianos.
    En general, la guerra contra Teodosia, que terminó con el sometimiento de la misma al Bósforo,
constituye uno de los acontecimientos más notorios en la historia bosforiana en el período que
estamos considerando. Por un lado, es evidente que tal guerra fue provocada por el hecho de que
dicha ciudad, que no formaba parte de la unificación bosforiana, tenía un excelente puerto y poseía
un territorio muy fértil. La conquista de Teodosia debía proporcionar así al Bósforo un punto de
tránsito sumamente importante para su comercio cerealista y, al mismo tiempo, llevar la frontera
occidental de sus posesiones a unos límites estratégicamente muy ventajosos. Por otra parte, y
según datos fidedignos, en Teodosia moraban los emigrados políticos bosforianos. Dada la
estabilidad de las tradiciones de las polis en el mundo griego, cabe no albergar dudas acerca de que
la política llevaba a cabo por el gobierno bosforiano, aun desde los tiempos de los Arceanátidas —
es decir, la política de centralización estatal—, provocaba la oposición de los partidarios de la
independencia de la polis. En el antes mencionado discurso de Isócrates, se dice también algo
acerca de los conjurados que tramaban atentar contra la vida de Sátiros. La permanencia de
enemigos del régimen político imperante en el Bósforo, en las cercanías inmediatas de su frontera,
y después en una ciudad que continuaba conservando su independencia en calidad de polis, debía
parecer sumamente peligrosa a los gobernantes bosforianos.
    En la guerra contra Teodosia intervino la Heráclea póntica, la metrópoli de Quersoneso. Al
parecer, se hallaba vinculada con Teodosia por lazos comerciales y, por otra parte, recelaba del
destino ulterior de su recientemente fundada colonia: Quersoneso. El ensanchamiento de las
fronteras del Bósforo, muchas veces más fuerte, creaba, evidentemente, una amenaza para su
independencia.
    Como resultado de la intervención de Heráclea, que había enviado su flota en ayuda de la sitiada
Teodosia, las operaciones bélicas se prolongaron. Después de la muerte de Sátiros, su sucesor,
Leucón, se puso a la cabeza de las fuerzas armadas bosforianas que operaban contra Teodosia. Al
fin, ésta se vio forzada a capitular. En una inscripción hallada a orillas del estuario de Tzukur, y
Mitrídates Eupator el que, en los momentos de mayor tensión en la lucha contra Roma se dirigía a
esas tribus solicitando ayuda militar. Hay fundamentos para creer que también bajo el poder de los
Espartócidas, los meótidas continuaban teniendo sus propios jefes de tribus, y también sus propias
fuerzas armadas.
    Ciertamente, el Bósforo espartócida no constituía el Estado centralizado conocido por nosotros
de acuerdo con sus períodos históricos más tardíos. Su gobierno, aun en el caso de que lo hubiera
deseado, no tenía qué oponer a las arraigadas tradiciones de autonomía de las polis, propias de las
ciudades esclavistas, y a la no menos estable tendencia de las tribus locales a una existencia
independiente, tendencia que se remontaba a la época del comunismo primitivo, o sea, un régimen
de democracia militar. La coexistencia, dentro de los marcos de un mismo Estado o liga estatal, de
ciudades esclavistas y de tribus locales, impuso durante mucho tiempo al Bósforo espartócida un
sello peculiar. Ambas formas políticas no se integraron en el mismo simultáneamente. De allí la
doble estructura política del Bósforo, reflejada con tanta claridad en la doble intitulación de la
dinastía gobernante. Esa doble naturaleza estatal del Bósforo estaba profundamente enraizada.
    En el tomo III de El Capital, Carlos Marx previene contra sobreestimación del papel del factor
mercantil, en el desarrollo histórico de la sociedad. Dicho factor puede forzar el desarrollo de los
procesos ya existentes en un ambiente dado, mas no podrá engendrar nuevas relaciones
condicionadas por regularidades más hondas, por las del desarrollo de las fuerzas productivas y por
las relaciones de producción. Al mismo tiempo, la influencia de las ciudades esclavistas sobre el
ambiente local a lo largo de los primeros siglos transcurridos desde la época de la colonización
griega de las regiones litorales bosforianas iba teniendo lugar, al parecer, principalmente dentro de
los procesos de mutuas relaciones comerciales. En tales condiciones, las relaciones esclavistas
aportadas por esas ciudades habrían podido, evidentemente, cobrar tan sólo una programación
limitada.
    Al formarse el Estado bosforiano en calidad de sociedad esclavista, el aprovechamiento del
trabajo de los hombres no libres cobró dimensiones más amplias. No obstante ello, al lado de
esclavos y esclavistas siguió una capa bastante considerable de pequeños agricultores, en parte
libres y en parte dependientes. Trabajaban sobre tierras propias, vendiendo su cereal a los
mercaderes bosforianos. Da de ello un testimonio bastante convincente el hecho mismo de la
existencia sobre el territorio bosforiano de tribus que habían conservado sus nombres, hecho
atestiguado tanto por las inscripciones como por algunas fuentes literarias.
    Resulta así que en el Estado encabezado por los Espartócidas coexistían relaciones sociales de
distintos tipos. Junto al esclavismo imperante en las ciudades fundadas en su tiempo por los
colonos griegos, y sobre las posesiones de los grandes terratenientes que aprovechan la labor de los
esclavos y de otros hombres dependientes, subsistían las tribus locales que conservaban las
supervivencias del primitivo régimen comunal.
    Un apoyo efectivo y eficaz lo encontraba el poder de los espartócidas en su ejército, formado
por mercenarios, y en amplios vínculos con las tribus locales, que les permitirían emplear sus
fuerzas bélicas en calidad de aliados. Por lo demás, tales milicias seguían, evidentemente,
existiendo también en las ciudades.
    Los Espartócidas gobernaban el territorio que les estaba supeditado, tanto en forma directa
como por medio de lugartenientes. En las fuentes de que se dispone aparecen varias menciones
sobre éstos. En algunos casos se hallaban vinculados por lazos de parentesco con la misma dinastía
gobernante, y en otros se recurría a los servicios de griegos.
    El predominio en el Estado bosforiano lo ejercían la capa superior de la población de las
ciudades esclavistas y la nobleza tribal vinculada a aquélla por la comunidad de intereses y ya
helenizada en grado bastante considerable. Este grupo de la población que moraba no sólo en
Panticápea, sino también en las pequeñas ciudades bosforianas, se destacaba por sus riquezas. Los
representantes de la capa gobernante bosforiana poseían grandes bienes territoriales que eran
evidentemente cultivados por los esclavos, y poseían también grandes talleres de artesanía
dedicados a la fabricación de tejas. En sus manos se hallaba también el comercio bosforiano.
    Al ampliarse el territorio bosforiano, incluyéndose en el mismo las tierras habitadas por las
tribus locales, la exportación bosforiana adquirió una base bastante sólida. Los datos referentes a la
escala de ese comercio en el siglo IV a. C., que es el período del florecimiento de la vida económica
bosforiana, están contenidos en uno de los discursos de Demóstenes pronunciados en los años 355-
354, y en las obras de Estrabón. De acuerdo con todos los datos, el gobernante bosforiano Leucón
había exportado a Atenas tan sólo desde Teodosia cerca de 2.100.000 medimnos (unas 84.000
toneladas) de cereales. Anualmente, se exportaba desde el Bósforo a Atenas más de 400.000
medimnos (cerca de 16.000 toneladas) de cereales. Una parte de este cereal lo consumían los
mismos atenienses, y otra parte la revendían a varias ciudades griegas, obteniendo un lucro nada
pequeño. El interés de Atenas en comerciar con el Bósforo se reflejó en un decreto que ha llegado a
nosotros, de la asamblea popular ateniense, promulgado en el año 347-346, en honor de los tres
hijos de Leucón: Espartoco, Perisades y Apolonio. Según este decreto, los tres fueron coronados en
las fiestas panateneas con coronas de oro, cada una de las cuales valía mil dracmas.
Simultáneamente, se les otorgó el derecho de reclutar en Atenas marinos para las naves
bosforianas. En reciprocidad, los hijos de Leucón se comprometieron a seguir preocupándose en lo
sucesivo del suministro a Atenas de los cereales bosforianos, y a servir celosamente al pueblo
ateniense.
    El comercio ático-bosforiano se realizaba en condiciones de mutuo y recíproco beneficio. Los
mercaderes atenienses gozaban del derecho de exportación libre de aforos. De este derecho, lo
mismo que del transporte fuera de turno de sus mercancías, gozaban en Atenas los mercaderes
bosforianos.
    Los cereales, el pescado salado y otros artículos de materia prima local eran exportados por el
Bósforo no sólo a Atenas, sino también a Mitilene, en Lesbos, a las ciudades del litoral jonio y a
otros centros griegos. A su vez, desde Atenas, Corinto, Tasos, Quíos y otros puntos se importaba
aceite de oliva, vino, cerámicas artísticas, objetos de metal, tejidos, etc.
    Las investigaciones arqueológicas en el territorio bosforiano muestran que, simultáneamente
con el desarrollo del comercio, iban creciendo también la producción artesanal propia y la
agricultura bosforianas dan testimonio de que allí eran ampliamente cultivados el trigo, la cebada,
el mijo y las habas. Según Estrabón, la tierra bosforiana se distinguía por su extraordinaria
fertilidad. Los hallazgos de huesos de ganado vacuno y de caballos, ovejas, cabras y cerdos
permiten hablar del desarrollo de la ganadería. Una difusión particularmente amplia habían cobrado
en el Bósforo las diferentes clases de pesca.
    El crecimiento de la producción artesanal queda atestiguado, en primer lugar, por la enorme
cantidad de hallazgos de cerámica local: ánforas y otros recipientes, vajilla de comedor y cocina,
tejas, etc. Merced a las marcas que se ven en ellas, han llegado hasta nuestros tiempos los nombres
de los propietarios de sus fábricas y conocemos ahora que algunas de esas empresas pertenecían a
los propios Espartócidas. En cuanto al desarrollo del arte textil, del mismo nos hablan ciertas partes
arcillosas de los husos constantemente encontrados en el territorio de las poblaciones bosforianas.
Se producían también en el Bósforo diversos objetos hechos con metales importados, por cuanto el
análisis de las escorias halladas en las excavaciones practicadas en una de esas poblaciones ha
evidenciado que los yacimientos locales de minerales ferruginosos, que tanto abundan en la
península de Kertch, no eran al parecer, aprovechados en la antigüedad.
    Habían cobrado amplia notoriedad los artículos de los orfebres bosforianos, especialmente la
producción de recipientes, verdaderas obras de arte, tales como los vasos del túmulo Kul-Obi, del
de Vorónezh y de otros. La mayor parte de esos artículos datan del siglo IV a. C.
    La producción de jarrones artísticos cubiertos con exquisitas pinturas surge en el Bósforo algo
más tarde, aparentemente a finales del siglo IV a. C., cuando se hace notar cierta disminución de las
importaciones desde Atenas.
    Una idea viva y clara acerca del carácter de la cultura formada en el Bósforo la suministran los
sepulcros. Los más tempranos de ellos, de las necrópolis urbanas bosforianas, son relativamente
pobres. A partir de finales del siglo V, empero, va tornándose en hábito colocar lápidas en las
tumbas de las personas pudientes (a veces de mármol traído de Atenas), y a partir del siglo III
comienzan a aparecer en esas lápidas las imágenes en relieve de los propios sepultados. En los
epitafios, en tiempos algo posteriores, junto a los nombres de los muertos, se señala también la
profesión de los mismos. Así han llegado hasta nuestros tiempos los nombres de un mercader, de
tiempo, y paralelamente con lo que acabamos de anotar, tanto las ciudades esclavistas de la costa
como las tribus locales, tenían sus tradiciones formadas a lo largo de siglos, que —es lícito pensar
— se erguían a menudo en oposición, tanto unas contra otras, como contra la política llevada por el
gobierno central.
    La naturaleza contradictoria de la situación creada en el Bósforo, encontró su reflejo en un
único fragmento que se ha conservado a este respecto de la obra de Diodoro y que ha llegado hasta
nuestros tiempos. Este fragmento expone de manera coherente la marcha de los acontecimientos
históricos en el Bósforo. Trata de la lucha intestina entre los hijos de Perisades I, que Diodoro había
extraído de la obra de un autor antiguo, desconocido para nosotros, pero excelentemente informado
en cuanto a la historia bosforiana. Esa guerra intestina había comenzado en el año 309 a. C.,
inmediatamente después del fallecimiento de Perisades I. El trono vacante había pasado al mayor
de sus hijos, Sátiros. Entonces, el menor, Eumelo, cerró alianza con Ariatarnes, rey de la tribu local
de los tateos, atrajo a su lado a algunas otras tribus, y se levantó en armas contra el hermano mayor.
En la lucha, el tercer hijo de Perisades, el del medio, Pritanes, se puso de parte de Sátiros. Las
operaciones bélicas se desarrollaron principalmente en la costa asiática del estrecho. Las fuerzas de
Sátiros se componían de 2.000 mercenarios griegos, 2.000 guerreros tracios que estaban a su
servicio, y escitas aliados, en total unos 20.000 guerreros de infantería y 10.000 de caballería. Del
lado de Eumelo se hallaban los ejércitos de Ariatarnes, en total unos 22.000 infantes y 20.000
jinetes.
    Ya en la primera batalla de grandes dimensiones, sostenida probablemente junto al río That, uno
de los afluentes del Kubán, y tras haber sufrido ambos ejércitos grandes pérdidas, Sátiros puso en
fuga a su enemigo. Durante la persecución, despiadada, Sátiros incendiaba las poblaciones que
encontraba en su camino y se apoderaba de prisioneros y botín de guerra. Los restos ilesos de
Eumelo y de Ariatarnes hallaron, empero, salvación en una fortaleza a orillas del That, en una
región boscosa y pantanosa, de difícil acceso para el enemigo. Para avanzar y acercarse a las
murallas y torres de esa fortaleza, los guerreros de Sátiros tuvieron que abrirse camino a golpes de
hacha, trabajando incesantemente durante tres días bajo las mortíferas flechas enemigas que les
causaban grandes pérdidas. Cuando, al cuarto día, dio comienzo al asalto de esa fortaleza, Sátiros
fue mortalmente herido, expirando al anochecer. Esto determinó que sus tropas se retiraran
inmediatamente hacia la ciudad de Hargaza que, según parece, se hallaba en las orillas del río
Kubán. De allí el cadáver del rey fue trasladado a Panticápea, donde había quedado su hermano
Pritanes. Este, después de organizar un suntuoso sepelio, asumió el poder real y encabezó los
ejércitos que se habían refugiado en Hargaza. Eumelo intentó entablar negociaciones con Pritanes,
ofreciéndole repartirse el territorio bosforiano en dos mitades: la asiática y la europea. Pero
Pritanes rechazó resueltamente tal oferta.
    Al reanudar las operaciones bélicas, la superioridad pasó manifiestamente a estar del lado de
Eumelo, quien se apoderó de Hargaza y de otros puntos poblados que estaban con Pritanes. En la
batalla decisiva, que tuvo lugar algo después, Pritanes fue derrotado y empujado hacia el estrecho.
Al poco tiempo capituló renunciando al trono en favor de Eumelo. Al regresar a Panticápea,
Pritanes volvió a intentar la reconquista del poder, pero sufrió un nuevo fracaso y se vio precisado a
huir a la localidad de Kepi, donde fue asesinado por orden de Eumelo.
    Habiendo logrado la victoria sobre sus dos rivales, y habiéndose posesionado de esta manera del
poder unipersonal, Eumelo, antes que nada, dio cuenta de todos los que habían sido partidarios de
sus hermanos. Muchos de ellos fueron muertos, junto con sus mujeres e hijos. Según Diodoro, sólo
logró salvarse un hijo de Sátiros, huyendo de Panticápea a los dominios del rey escita Agar, que
simpatizaba con él.
    Sin embargo, aun después de haber llevado a cabo tales represiones y de haberse afirmado
Eumelo en el trono bosforiano, en Panticápea continuaba la efervescencia. Durante la guerra
intestina, los ciudadanos de la capital bosforiana se habían manifestado en favor de Sátiros y
Pritanes, y ahora no querían hacer las paces con Eumelo. Para vencer esos ánimos opositores y
atraerse a los panticápeos, Eumelo se dirigió a ellos con un discurso. Les prometió restablecer en la
ciudad la autonomía anterior, les otorgó el derecho a comerciar sin pagar aranceles, del que
gozaban durante el gobierno de sus antecesores, les prometió eximirlos de los tribunos e impuestos
y, según la expresión de Diodoro, «habló de muchas otras cosas».
    Sin tocar por lo pronto toda una serie de detalles, interesantes en varios sentidos, del relato
transmitido por Diodoro, en cuanto a la guerra intestina entre los hijos de Perisades, hay que
subrayar lo principal. El relato en cuestión descubre ante nosotros una de las más elocuentes
páginas en la historia del Bósforo espartócida. En la guerra intestina tomaron parte fuerzas diversas
y heterogéneas en cuanto a sus rasgos y caracteres étnicos y sociales: las tribus del litoral
septentrional del mar Negro, encabezadas por sus jefes —«reyes», los denomina Diodoro—; los
mercenarios griegos y tracios; ciudades esclavistas de la costa; las poblaciones de aquellos
territorios, patrimonio de las tribus que hacía mucho ya se hallaban bajo el dominio de los
gobernantes bosforianos. Analizando la marcha de las operaciones bélicas, se llega forzosamente a
la conclusión de que el hecho decisivo para la victoria final de Eumelo fue la ayuda prestada por su
aliado, el rey de los tateos Ariatarnes. No obstante, habiéndose apoderado ya con su ayuda del
trono, Eumelo no pudo dejar de tomar en cuenta a la ciudad de Panticápea. El restablecimiento para
la misma de su autonomía anterior, del tipo de las polis, probablemente algo lesionada por las
tendencias centralizadoras de los antecesores inmediatos de Eumelo en el trono bosforiano, habla
de por sí. Esta clase de maniobras políticas era, evidentemente, propia no sólo de Eumelo, sino que
caracterizaba en mayor o menor grado la política general y común del gobierno central bosforiano,
que se las tenía que ver con fuerzas de heterogéneas naturaleza social. Probablemente, esas
particularidades escondían en su interior no pocos peligros para la clase dominante. En el caso
dado, la tentativa de unificar bajo el poder de un solo gobierno a las ciudades esclavistas con los
territorios habitados por tribus locales, fue lograda a pesar de todo.
    Durante los años del gobierno grande y fuerte, que pretendía también la hegemonía sobre las
otras comarcas costeras del mar Negro. De esto habla todo lo que conocemos acerca de la política
exterior de Eumelo: marchó contra Lisímaco, prestando apoyo a la por él sitiada ciudad de Callatis,
ubicada en la parte occidental del Ponto, y trasladando la flota bosforiana, emprendió una lucha
decisiva contra los piratas del mar Negro, con lo cual colaboró en medida nada despreciable en la
elevación de la autoridad del Estado bosforiano a los ojos de todos los griegos pónticos.
    A pesar de todo, la mayor parte de los amplios proyectos e intenciones de Eumelo no pudieron
llevarse a cabo. En los últimos años del siglo IV y a comienzos del siglo III a. C., el Bósforo se
encontraba ya en los límites del período que pasa bajo el signo de la progresiva decadencia y que
termina con la sublevación de los esclavos y la pérdida, por cierto que transitoria, de su
independencia estatal.
Indice
LAS GUERRAS GRECO-PERSAS.............................................2
     1. Persia en la segunda mitad del siglo VI a. C....................................................................2
            Las conquistas de Ciro y Cambises............................................................................................2
            Estructura económica, política y social de Persia......................................................................2
            La política exterior de Darío I. Campaña contra los escitas......................................................4
     2. La insurrección jónica y sus consecuencias....................................................................5
            Las causas y el comienzo de la insurrección..............................................................................5
            Actitud de Esparta y Atenas frente a los acontecimientos del Asia Menor................................6
            Campaña contra Sardes..............................................................................................................6
            La caída de Mileto......................................................................................................................7
     3. La lucha política en los Estados griegos.........................................................................8
            La lucha política en Atenas........................................................................................................8
            La lucha intestina en Esparta y otros Estados griegos...............................................................9
     4. La primera y segunda campañas de Darío....................................................................10
            La primera campaña.................................................................................................................10
            La segunda campaña................................................................................................................10
            Causas de la derrota de los persas. El papel de Milcíades y su destino...................................13
     5. La campaña de los persas en los años 480-499 a. C.....................................................14
            Preparativos de Persia para una nueva campaña contra Grecia...............................................14
            Grecia, en vísperas de la invasión persa. La actividad de Temístocles....................................15
            Alianza de Atenas con Esparta. El congreso de las ciudades griegas......................................16
            Las fuerzas armadas griegas. Comienzo de las operaciones bélicas........................................17
            La defensa de las Termópilas y el combate del Artemisión.....................................................18
            Los preparativos para la batalla naval......................................................................................19
            La batalla de Salamina.............................................................................................................20
            Período que siguió a la batalla de Salamina.............................................................................20
            La batalla de Platea..................................................................................................................22
            La batalla de Micala.................................................................................................................23
LA ALIANZA NAVAL ATENIENSE..........................................25
     La pentecontecia.................................................................................................................25
     Salida de Esparta y de sus aliados de la liga helénica........................................................26
     Formación de la alianza de Delos......................................................................................28
     Transformación de la Liga de Delos en potencia naval ateniense.....................................30
CONSOLIDACIÓN DEL RÉGIMEN DE LA DEMOCRACIA
ESCLAVISTA EN ATENAS. PERICLES..................................36
     El régimen estatal de Atenas..............................................................................................45
LA VIDA ECONÓMICA DE GRECIA
EN EL PERIODO CLASICO.....................................................53
     1. La economía rural.........................................................................................................54
            Las pequeñas y medianas propiedades agrarias.......................................................................55
            Agricultura y horticultura.........................................................................................................56
            La ganadería.............................................................................................................................56
            Formas de posesión y utilización de la tierra...........................................................................57
     2. Los centros económicos de Grecia en el siglo V a. C...................................................58
     3. La esclavitud en la polis griega.....................................................................................60
            Cantidad de esclavos en Grecia................................................................................................60
            Fuentes de esclavos..................................................................................................................60
                                                                                                                    Libros Tauro
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