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8f11f-28267 en Tus Brazos y Huir de Todo Mal

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Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
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FABIANA PERALTA

PASIÓN
Entregados a una pasión que los desborda y que fluye por
cada poro de su piel con sólo rozarse, Alex y Paula deciden
dejar atrás el pasado y poner cordura a su intensa relación.

Decididos a formalizar su noviazgo, comienzan los


preparativos de su lujosa boda, pero una mente perversa
amenaza con separarlos para siempre y hiere de gravedad
a Paula, que se debate entre la vida y la muerte.

En tus brazos...
y huir de todo mal, II
Alex no puede siquiera imaginar su existencia sin ella, por
lo que está sumido en la desesperación y en la impotencia
de no poder hacer nada para remediar lo que parece
inevitable.

¿TRIUNFARÁ LA MALDAD SOBRE EL AMOR ETERNO


QUE SIENTEN EL UNO POR EL OTRO?

¿DESAPARECERÁN PARA SIEMPRE SUS SUEÑOS


CON LA MUERTE DE PAULA O EL DESTINO LES DARÁ
UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD?

FABIANA PERALTA
En tus brazos...
y huir de todo mal, II

PASIÓN
PVP 17,90 € 10039289

www.esenciaeditorial.com
www.planetadelibros.com

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 En tus brazos... y huir de todo mal, II. Pasión 

En tus brazos...
y huir de todo mal, II.
Pasión
Fabiana Peralta

Esencia/Planeta

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 Fabiana Peralta 

Los personajes, eventos y sucesos presentados en esta obra son ficticios. Cualquier semejanza
con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación


a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros
métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los
derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita
fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con
CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono
en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la imagen de la cubierta, Shutterstock


© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Fabiana Peralta, 2014


© Editorial Planeta, S. A., 2014
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.esenciaeditorial.com
www.planetadelibros.com

Primera edición: abril de 2014

ISBN: 978-84-08-12561-7
Fotocomposición: Tiffitext, S. L.
Depósito legal: B. 5.625-2014
Impresión y encuadernación: Romanyà Valls, S. A.

Impreso en España – Printed in Spain

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y
está calificado como papel ecológico.

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dD

Los médicos y la policía habían llegado al baño guiados por el


personal del hotel, a quien ya se había dado el aviso. Para intentar
reorganizar la escena los hicieron salir a todos, salvo a Alex, que
no quería apartarse de ella.
Dos detectives interrogaron a la familia, cuyos integrantes,
con grandes esfuerzos, se empeñaban en relatar los pocos he-
chos que podían referir de lo que allí había ocurrido.
—Voy a necesitar ver las cámaras —dijo el detective Clark al
personal del hotel mientras señalaba los dispositivos instalados
en la entrada del baño.
—Por supuesto, el jefe de seguridad lo acompañará.
—¿Me permiten ir con ustedes? Quizá pueda reconocer a al-
guien.
—Disculpe... ¿Qué parentesco lo une a la víctima?
—Es la prometida de mi hijo.
—Venga conmigo, por favor —le indicó el detective y Jo­
seph lo siguió.
Trasladar a Paula al hospital era realmente urgente, porque
había perdido demasiada sangre y sus constantes vitales no eran
alentadoras. Dentro del baño, el servicio de urgencias se esforza-
ba denodadamente en detener la hemorragia, pero parecía una
tarea imposible, así que en cuanto le colocaron las vías, subieron
a Paula a la camilla y partieron a toda velocidad. Alex los acom-
pañaba sin soltar la mano de su chica.

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 Fabiana Peralta 

Ella no había vuelto a recobrar la conciencia y la urgencia


de los médicos ponía de manifiesto que su estado era realmente
grave.
—¿A qué hospital la llevan? —se interesó Edward.
—Al Lenox Hill.
—Tranquilo, Alex, nosotros te seguimos.
Pero él parecía no oír nada, sólo estaba centrado en Paula.
Subieron la camilla a la ambulancia y Alex se acomodó donde le
indicaron.
Los médicos, entretanto, advirtieron por radio al hospital que
ya estaban en camino e informaron de las condiciones de la pa-
ciente, para que supieran a qué atenerse cuando llegaran.
Dentro de la ambulancia, el personal médico hizo muchos
esfuerzos por estabilizarla. Necesitaban asegurar una respiración
y un flujo sanguíneo adecuados, para poder identificar las lesiones
implicadas, pero Paula no reaccionaba a nada. En pocos minu-
tos, entró en choque hipovolémico, es decir, su corazón se volvió
incapaz de bombear suficiente sangre al resto del cuerpo; lo que
significaba que la emergencia era aún mayor. Su presión arterial
había caído considerablemente y decidieron inyectarle medica-
ción para mejorar su ritmo cardíaco.
Alex se cogía la cabeza sin creerse del todo lo que estaba ocu-
rriendo; sólo quería despertarse y ver que todo había sido una
pesadilla. La sirena de la ambulancia abriéndose paso en la ma-
drugada de Manhattan retumbaba en su cabeza. Paula estaba
muy mal, se daba cuenta, no hacía falta que preguntase nada para
saberlo, ella parecía irse por momentos de entre las manos de los
médicos.
—Paula, mi amor, estoy acá, por favor, reaccioná —le supli-
caba, mientras se mesaba el cabello con desesperación.
—¡Ha entrado en parada cardiorrespiratoria! —vociferó uno

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de los médicos y, acto seguido, comenzó con la reanimación y el


masaje cardíaco. Alex se sentía sofocado, creía que él también iba
a dejar de respirar junto con ella.

Llegaron al Lenox Hill, donde el equipo de urgencias los es-


taba esperando. La ingresaron con gran celeridad. La puerta de la
sala se cerró delante de él: Alex tuvo que quedarse fuera, aho­
gado en su angustia, anegado de miedos y oprimido por la con-
goja. Su mente repasaba lo que había pasado aquel día. Las imá-
genes iban y venían sin orden en su cabeza, como destellos que
aparecían y desaparecían.
La veía sonriendo mientras bailaba aferrada a su mano, desfi-
lando para él en la habitación del Four Seasons, extasiada entre
sus brazos dentro del jacuzzi, sosteniendo el ramo que había atra-
pado y enseñándoselo feliz y, por último, tirada en el baño sobre
su propia sangre con la mirada perdida.
Estaba enloqueciendo. Su familia no tardó en llegar para
acompañarlo: Chad se había encargado de llevar a todas las muje­
res; Joseph y Edward se habían quedado con los detectives para
hacerse cargo de la situación.
—¡Hijo querido!
—Mamá —exclamó Alex con un hilillo de voz al verla. Se
abrazó a su madre con desesperanza, mientras Amanda le acari-
ciaba la espalda para infundirle consuelo.
—¿Qué sabés?
—Estaba muy mal. Cuando llegamos había sufrido una para-
da cardiorrespiratoria, no sé nada más... Ya hace rato que espero,
pero nadie sale para informarme y estoy desesperado. —Se afe-
rró a su madre y hundió la cara en su cuello.
—Tranquilo, hijo, todo saldrá bien. Tengamos fe.

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—No puedo tranquilizarme, mamá, no puedo imaginar que


ella me falte. ¿Qué voy a hacer, mamá?
—Tranquilizate, hermanito. Escuchame, si no salieron toda-
vía, eso indica que pudieron reanimarla —intervino Amanda.
—Claro, hijo, tu hermana tiene razón. Si hubiera empeorado,
ya habrían venido a informarte.
Hacía cuarenta y cinco minutos que habían llegado y nadie
había salido todavía a decirles nada. Parecía que se habían olvida-
do de ellos. Alex caminaba de un lado a otro, se sentaba y se aga-
rraba la cabeza, se secaba las lágrimas que asomaban de sus ojos
cuando temía lo peor y volvía a levantarse. De pronto, la puerta
de la sala de urgencias se abrió y un médico se asomó. Alex se
abalanzó sobre él buscando información y los demás también se
pusieron en pie súbitamente y se acercaron para recibir las noti-
cias.
—Hemos conseguido estabilizarla, ha salido de la parada car-
diorrespiratoria y ya está en quirófano. Pueden subir a la décima
planta, donde les informarán más tarde.
—Pero... ¿es muy grave? —preguntó Alex, que necesitaba sa-
ber; la incertidumbre lo estaba matando.
—Es muy grave, no quiero mentirles. Es una lesión muy deli-
cada y su vida corre peligro, pues la bala ha tocado el hígado y es
necesario extraerla cuanto antes. El cirujano intentará hacer todo
lo posible para reparar el daño y detener la hemorragia. Por suer-
te, estaban muy cerca y el traslado fue muy rápido: eso juega a su
favor, pero, aun así, la operación es muy complicada. Lo lament­o,
quizá no sean las noticias que esperaban oír, pero, aunque resulte
cruel, es bueno que sean conscientes de la gravedad de la herida.
Por ahora, no puedo decirles más que esto; suban al quirófano y,
cuando la intervención termine, el doctor Callinger saldrá a in-
formarlos.

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 En tus brazos... y huir de todo mal, II. Pasión 

—Vamos, hijo, hagamos lo que el doctor nos indica.


Alex seguía sin creer lo que estaba sucediendo. Su mente se
había oscurecido, no podía pensar, no razonaba, el dolor y el
miedo que sentía eran tan grandes que notaba un hueco inmenso
en su pecho; le faltaba el aire y deseaba que la puerta del quirófa-
no se abriera y alguien apareciera diciéndole que Paula ya estaba
bien. Sólo ansiaba que ocurriera eso con todas sus fuerzas. Pero
el tiempo resulta siempre ser un tirano. Había transcurrido otra
hora y nadie le explicaba nada. De repente, se abrió la puerta del
ascensor y salieron de él Joseph y Edward, que caminaron hasta
donde estaba sentada toda la familia.
—¿Qué noticias hay? —preguntó éste.
—Están operándola, aún no sabemos nada, sólo que la bala
ha tocado el hígado —le informaron.
Edward y Amanda tenían conocimientos médicos y no pu-
dieron evitar cruzar sus miradas, en silencio.
—¿Estuvieron hasta ahora con la policía? —preguntó Bár­
bara.
—Esto es una pesadilla —dijo Joseph muy apesadumbra-
do—, han detenido a Rachel, porque se veía claramente en las
cámaras que ella salía del baño guardando el arma en su bolso.
He discutido con Bob, que no quería entregarla. Todo ha sido
muy penoso.
Alex ladeó la cabeza y miró a su padre: las lágrimas brotaron
en sus ojos. ¡Se sentía tan culpable por no haber protegido a
Paula!
Bárbara dejó escapar un grito y un ruego.
—¡Virgen santísima! Que la misericordia de Dios y la Virgen
puedan perdonarla. —Alex fulminó a su madre con la mirada.
—¡Que se pudra! Esa malnacida tiene que pudrirse en la cár-
cel —le espetó en la cara—. Yo no le deseo ningún perdón y me-

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jor que no te siga diciendo lo que le deseo, porque sé que mis


pensamientos te asustarían. —El tono que había empleado Alex
intimidó a Bárbara, que no le conocía esa mirada. Sus palabras
resonaron en toda la sala de espera.
—¿Llamaron a Julia? —preguntó Joseph.
—Yo me encargo —dijo Alex intentando retomar la cordura
y las riendas de la situación.
—¿Querés que lo haga yo? ¿Qué te parece, Alex, si antes
conseguimos un vuelo privado y después la llamamos? Dejame
encargarme de todo, hijo, me pondré en contacto con Alan para
ver qué nos puede conseguir.
Alex no se opuso, su mente no estaba para pensar en tantas
cosas, así que dejó hacer a su padre. Cuando tuvo todos los da-
tos, se puso de pie y se apartó de la familia para hablar en priva-
do con su futura suegra.
July, al otro lado de la línea, lloraba con desconsuelo, mientras
él le explicaba los desafortunados hechos, al otro lado de la línea.
La madre de Paula estaba ahogada en un hondo clamor que ter-
minó contagiándolo y derrumbándolo a él también. Alexander
lloraba a la par de Julia, pues entendía perfectamente su dolor, así
que Joseph le quitó el teléfono y continuó hablando él, mientras
sus hermanos y su madre intentaban contenerlo. Lorraine se habí­a
tenido que apartar para que no la viera llorar y se calmara. Chad
lo miraba atónito y se tapaba los oídos; ni cuando había muerto
Janice lo había visto tan desesperado, parecía incontenible.
Finalmente, Joseph colgó; en Mendoza, también Julia había
cedido el teléfono y él había terminado hablando con Pablo, el
hermano de Paula.
Transcurridas cuatro horas, y ante la falta de noticias, Chad
había ido en busca de café para todos. Alex rehusó: tenía el estó-
mago contraído y no le entraba nada.

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 En tus brazos... y huir de todo mal, II. Pasión 

—¡Que alguien se apiade y salga para decirme algo! ¡Por favor,


me voy a volver loco! —gritó Alex y golpeó una de las pa­redes.
—Calmate, hermano, es un procedimiento quirúrgico muy
delicado —le indicó Edward.
—Pero necesito saber algo, no aguanto más.
—Alex, tenés que tranquilizarte.
—¿Qué quieres que haga, Amanda? Me estoy muriendo con
cada minuto que transcurre.
Una enfermera salió y Alexander se abalanzó sobre ella.
—Necesito saber algo de Paula Bianchi, por favor, la están
operando por una herida de bala.
—No puedo contarle nada, señor, sólo puedo decirle que la
operación aún continúa. En cuanto termine, el doctor Callinger
saldrá a hablar con ustedes.
Después de casi seis horas, la puerta del quirófano se abrió y
apareció el cirujano.
—¿Familiares de Ana Paula Bianchi? —preguntó cerciorán-
dose de que se trataba de ellos; Alex ya estaba a su lado porque
había pegado un salto en cuanto lo había visto salir.
—Soy su prometido —se dio a conocer.
—Soy el doctor Callinger y he estado a cargo de la opera-
ción.
—Alexander Masslow —se dieron la mano—. Dígame, por
favor, ¿cómo está Paula?
—Ha sido una intervención muy complicada, complicadísi-
ma en realidad, y aunque quisiera obviar ciertos detalles deben
saber que verdaderamente es un gran milagro que permanezca
con vida. Es un gran luchadora —Bárbara y Joseph abrazaron a
Alex, uno a cada lado, conteniéndolo—. Ha llegado con una he-
rida con un orificio de entrada y la bala, en su trayecto, había le-
sionado el hígado; de ahí la hemorragia. Le hemos hecho una

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transfusión y ahora le estamos reponiendo los líquidos endove-


nosos; por suerte, hemos podido extraer la bala y suturar la heri-
da. La paciente, por el momento, se encuentra estable, pero su
pronóstico es muy reservado pues ha sufrido otro paro cardíaco
durante la operación.
—¿Qué quiere decir eso, doctor? —se desesperó Alex.
—Que su estado aún es muy crítico, su vida corre peligro to-
davía, no quiero mentirle. —Sus palabras fueron acompañadas
por un gesto de pesar en su cara. Las lágrimas de Alexander bro-
taron—. Le estamos administrando antibióticos para evitar un
cuadro séptico. Además, hay que controlar que la herida interna
en el hígado no vuelva a sangrar.
Alex se pasó la mano por la frente, después de secarse las lá-
grimas que se le habían escapado.
—¿Y cómo se darán cuenta de si la hemorragia ha cesado?
—preguntó Bárbara.
—La tendremos en observación durante veinticuatro o cua-
renta y ocho horas. Hay signos que nos pondrán en alerta si eso
ocurre. Por ahora, le administraremos sedantes y analgésicos y
permanecerá en cuidados intensivos. Se encuentra con soporte
ventilatorio, pues la intervención ha sido muy larga; poco a poco,
se lo iremos retirando y veremos cómo evoluciona. No hay mu-
cho más que les pueda decir de momento. Sólo resta esperar a
que la paciente siga estable y comience a progresar.
—¿Puedo verla?
—Vaya a la UVI, señor Masslow. Autorizaré su entrada. Los
demás pueden permanecer en la sala de espera, si así lo desean.
Todos asintieron. Alex entró en la UVI. Estaba destrozado y
sentía que sus fuerzas lo abandonaban; verla así fue muy doloro-
so, parecía frágil, indefensa y él se sentía tan impotente... No po-
día hacer nada y, lo peor de todo y según le había dicho el médi-

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co, no podían asegurar que ella se pusiera bien. Paula estaba


conectada a un monitor cardíaco y, como le había comentado el
cirujano, estaba intubada, enchufada a un respirador artificial y a
otras máquinas que él no podía identificar. Le estaban pasando
una unidad de sangre y, de un soporte, colgaban dos botellas de
suero. En el dedo, tenía puesto un dispositivo que medía su oxi-
genación en sangre.
Alexander se acercó a la cabecera y le acarició la frente con
sumo cuidado, como si ella fuera a romperse. Le delimitó el ros-
tro, los ojos y las cejas, ansiaba con infinito deseo que Paula vol-
viera a abrir los ojos para mirarlo; luego se inclinó y depositó in-
finidad de besos en toda su cara, parecía resquebrajada, pensó.
Aferró su mano, se la besó y entonces le habló:
—Ponete bien, por favor. Te necesito tanto, te amo, preciosa.
Tenés que ser fuerte, Paula, tenés que salir adelante para que po-
damos cumplir nuestros deseos, te necesito a mi lado. Sos mi
vida, mi amor, sos la mujer de mis sueños, no me dejes, nena, no
me dejes, Paula. Me urgen tus besos, tus caricias, tu sonrisa, que
me contagies con tu alegría. Necesito seguir aprendiendo de vos,
escuchar tu voz a diario —le pasaba sus labios por el rostro, ro-
zándola mientras le susurraba.
Clavado a su lado, se quedó acariciando su frente, besando su
mano, colocándole bien las sábanas. Le acercaba la nariz a la me-
jilla mientras la arrullaba y se impregnaba de su olor. Una enfer-
mera le alcanzó una silla para que se sentase al lado de la cama.
Alex se acomodó y le agradeció el gesto de forma caballerosa,
fiel a su estilo. Sin darse cuenta, el ruido rítmico de las máquinas
a las que Paula estaba conectada lo hizo entrar en un sopor y,
agotado, finalmente se durmió. De pronto, sintió que alguien le
tocaba la espalda y levantó la cabeza sobresaltado y aturdido; su
madre había entrado y estaba junto a él.

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—Alex, mi amor, Heller te ha traído ropa para que te cam-


bies —le susurró.
—No quiero.
—Yo me quedo un rato con Paula, te cambiás y volvés, estás
manchado de sangre.
—No, mamá.
—No seas testarudo, yo me quedo cuidándola. Si llega Julia y
te encuentra así, se llevará una muy fea impresión.
Tras considerar las palabras de su madre, Alex asintió de
mala gana. Afuera, aún permanecían Amanda, Edward, Chad y
Joseph; Lorraine se había ido a cuidar a los niños. Su familia, al
verlo salir, se interesó en saber cómo estaba Paula.
—Rodeada de máquinas e inconsciente, parece tan vulnera-
ble. Váyanse a descansar, no tiene sentido que se queden acá, no
podemos hacer nada, sólo hay que esperar.
—¿Y vos qué vas a hacer? —le preguntó Amanda.
—¿Qué pregunta es ésa? Me quedaré con Paula, por supuesto.
—Deberías irte a descansar también —le propuso Edward.
—Si la que estuviese en esa habitación fuese Lorraine, ¿te apar-
tarías de ella? —Su hermano hizo una mueca dándole la razón.
—Papá, andate y llevate a mamá, por favor. No se queden acá.
Alex no tardó más de diez minutos en regresar a la habita-
ción, sólo deseaba estar al lado de Paula y nadie iba a impedír-
selo.
—Ya estoy acá, mamá, volvé a casa.
—No te digo que vos lo hagas, porque sé que no me vas a
hacer caso, pero no me pidas que me vaya, hijo. Me quedaré en la
salita contigua, nadie me va a mover de tu lado y del de Paula.
—No es necesario, mamá, de verdad.
—Vos sos cabezón y yo soy más cabezona que vos. De acá
no me voy, mandaré a casa a papá para que luego vaya a recoger

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a Julia y a tu cuñado al aeropuerto. Estoy afuera, salí cada tanto y


me decís cómo sigue, por favor —le besó la cara mientras lo aca-
riciaba sin parar—. Se pondrá bien, Alex. Debés tener fe. Ya vis-
te lo que dijo el médico: ella es una gran luchadora.
Bárbara hizo lo que había dicho, nadie iba a moverla de al
lado de Alex. Ya le habían traído ropa para cambiarse, así que
pensaba acomodarse en uno de los sillones de la sala de espera y
acompañarlo desde ahí.
Alexander se instaló de nuevo junto a Paula, la observó du-
rante largo rato pero ella estaba inerme, totalmente sedada. Lu-
chó contra el cansancio, temía quedarse dormido y no escucharla
si necesitaba algo, aunque, así dopada, Paula ni se movía. De to-
das formas, y por más estúpida que pareciera, tenía la sensación
de que debía estar despierto. Sin embargo, finalmente se durmió
con la cabeza apoyada en la cama, mientras sostenía la mano de
su chica. De repente, sintió ruido alrededor de la cama y se des-
pertó; había dormido varias horas y Julia y Pablo ya estaban ahí.
—Mi nena, mi nenita.
Alex se puso de pie y se apretó para dejar que Julia se acerca-
ra. Pablo, con un gesto adusto, le extendió la mano mientras
guiaba a su madre aferrado a su hombro. Bárbara también estaba
adentro. July lloraba mientras besaba a su hija y le rogaba que se
pusiera bien, que no la dejara. Pablo también se acercó y le besó
la mano y la frente y, aunque no quería llorar porque debía per-
manecer fuerte para contener a su madre, una lágrima se deslizó
por su mejilla, aunque se la enjugó con premura antes de que na-
die pudiese advertirlo.
—Quiero saber cómo está. Por favor, Alex, ¿qué te dijeron
los médicos? Tiene muy mal aspecto. Joseph nos contó un poco
de camino, pero ¿no te dijeron nada más?
—No, July, sólo que hay que esperar.

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—Por Dios, ¿cómo pudo pasar esto?


—Lo siento. Te prometí que la cuidaría y no lo hice. —Una
lágrima se escapó de sus ojos.
—Ya lo creo que no lo has hecho, eso salta a la vista —repu-
so Pablo, que se mostraba muy parco con él.
—Lo siento, Pablo, daría mi vida por estar yo en su lugar.
—Pero no lo estás y esa mujer se ensañó con mi hermana
por tu culpa. No comprendo a Paula, desde que te conoce sólo la
he visto llorar... y ahora esto. Mi hermana tiene una habilidad es-
pecial para cruzarse con gente que no le conviene, y cuando en-
cuentra a una buena persona, la desecha. No logro entenderla.
—Su último comentario había sido en alusión a Gabriel.
—Es suficiente, hijo, por favor, no es el momento ni el sitio
—le rogó Julia.
Alex hubiera querido contestarle, pero en el fondo consideró
que Pablo tenía razón. Se guardó su orgullo e intentó ponerse en
su lugar.
—Cariño, entiendo que estés dolido por ver a tu hermana en
este estado, pero todos la queremos mucho. —Bárbara intentó
calmar los ánimos.
—Ya hablaremos tú y yo.
—Cuando gustes —le contestó Alex a Pablo muy bien plan-
tado—. Aunque comprendo que lo que decís es cierto, está bien
que sepas que amo a Paula más que a mi vida.
La enfermera llegó y se encontró con todos ellos en la habi-
tación y se enfadó muchísimo.
—Señor Masslow, sólo usted tiene autorización para quedar-
se aquí. Esto es una UVI.
—Por favor, son su madre y su hermano, acaban de llegar
desde Argentina.
—Lo siento. Sólo puede quedarse una persona; tendrán que

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pedir autorización al doctor Callinger para que pueda haber al-


guien más aquí. Los comprendo perfectamente, pero están po-
niendo en riesgo mi trabajo. Les ruego que se retiren.
—No te preocupes, Julia, quedate vos en mi lugar; yo iré a
buscar al doctor y le pediré otra autorización.
Alex, Pablo y Bárbara salieron de la habitación; afuera estaba
Joseph. Todos se sentaron en la sala, menos Pablo, que permane-
cía de pie mirando por la ventana. Entonces, aprovechando su
distancia, Alex se acercó sigilosamente.
—Lamento que nos tengamos que conocer en estas circuns-
tancias —se quedaron mirándose como dos titanes, midiéndose
el uno al otro, la tirantez entre ellos era evidente y ninguno pen-
saba disimular— . Paula y yo teníamos planeado viajar el próxi-
mo fin de semana a Mendoza, quería ir a pedirte su mano, como
corresponde.
Pablo ladeó la cabeza sin dejar de mirarlo a los ojos. Alex no
pretendía evitar su enfado, no era su estilo no hacerse cargo de
sus acciones, y estaba actuando en consecuencia.
—Lo siento, estoy muy nervioso.
—No te preocupes. Si yo fuera vos y la que estuviera en esa
cama fuese mi hermana, probablemente te hubiese partido la
cara.
—¿Qué mierda pasó para que esa loca se ensañara así con
Paula? Si mi hermana es más buena que el pan.
—No me gusta hacer alardes de mis conquistas, pero esa pe-
rra estaba obsesionada. Le expliqué una y mil veces que amaba a
Paula. Yo no estaba con tu hermana cuando tuve algo insignifi-
cante con ella, fue una relación pasajera, un maldito polvo de una
noche, pero ella no lo entendió así y yo debía haber advertido
que algo como esto podía pasar, sólo que como era la hija del
mejor amigo de mi padre...

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—Tu padre me ha dicho que está bajo custodia policial.


—Sinceramente, no sé nada más que eso, sólo puedo pensar
en Paula. En este momento, no hay otra cosa que ocupe mis pen-
samientos.
—Espero que pague lo que le ha hecho a mi hermana.
—No te preocupes, dalo por hecho. Acá, en Estados Unidos,
las leyes se cumplen y ella, por mucho dinero y prestigio que mi
tío tenga, no saldrá en libertad. No lo permitiré, ansío tanto como
vos que pague por esto, quiero sencillamente que se pudra en la
cárcel. Pero ahora sólo estoy centrado en que Paula se ponga bien.
Cuando ella esté repuesta, te aseguro que me encargaré de eso.
A medida que la conversación avanzaba, la tirantez había em-
pezado a disiparse, aunque de todas maneras, cada vez que Pablo
se daba cuenta de las condiciones en que estaba su hermana, no
podía dejar de enfadarse con Alex.

Se habían cumplido las cuarenta y ocho horas del postopera-


torio y Alex no se había despegado de su lado. Por supuesto, el
doctor Callinger había autorizado a que él, Pablo y Julia pudieran
permanecer allí.
Paula estaba estable y respondía de manera satisfactoria, no
había tenido fiebre y todos los signos eran alentadores.
Era martes a primera hora de la noche, Alexander estaba de
pie al lado de la cabecera de la cama y le hablaba al oído. Era lo
que hacía durante la mayor parte del tiempo y, aunque no sabía a
ciencia cierta si ella lo escuchaba, no podía dejar de probarlo; ne-
cesitaba decirle a cada momento cuánto la amaba.
—Mi amor, me urge que te pongas bien, tenemos que seguir
planeando nuestra boda, preciosa. Hay tantas cosas para resol-
ver, por favor, bonita, seguí luchando.

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Verla con ese tubo en la boca era desgarrador para él, no so-
portaba más el estado de indefensión en el que ella se encontra-
ba, se sentía inútil por no poder hacer nada. Aunque el sonido le
diera la seguridad de que ella respiraba, el ruido del respirador
era lastimoso. El médico le había explicado que era mejor mante-
nerla sedada para que no sintiese el dolor, pero obviamente la in-
tubación implicaba un riesgo. Sólo esperaba que Paula saliera de
ese proceso sin ninguna complicación.
Ella, que siempre era tan avispada y movida, estaba ahora tan
quieta que a Alex le dolía. La miraba dormida en esa cama, llena
de máquinas, y no podía creerlo. Era una imagen que quería des-
terrar pronto.
La puerta de la habitación se abrió y el doctor Callinger en-
tró junto a otro médico, el doctor Fergouson, un anestesista
que ya había estado varias veces controlando la sedación de
Paula. Saludaron a todos y se acercaron a evaluarla, leyeron los
monitores, el informe clínico y, entonces, después de deliberar
entre ellos en términos médicos, Callinger les informó de que
pensaban terminar con la sedación para intentar quitarle el res-
pirador. La enfermera, que también se encontraba en el lugar,
siguió las indicaciones del médico y le retiró una de las botellas
de suero.
Ahora había que esperar que Paula despertase.
Esa noche fue interminable. Al final, de madrugada, los tres
habían terminado rindiéndose y se habían dormido. Julia y Pablo
estaban en la sala de espera, adormilados en los sillones, y Alex,
como cada noche desde que ella estaba en el hospital, permane-
cía sentado junto a ella con la cabeza apoyada en la cama y afe-
rrado a su mano.
Paula abrió los ojos con lentitud y gran esfuerzo, le pesaban
los párpados, sentía que había dormido durante un mes seguido.

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Miró a su alrededor y a priori no reconoció dónde se encontraba.


Entonces, quiso moverse pero no pudo, no tenía fuerzas, su
cuerpo parecía entumecido. Notó que la tenían aferrada de la
mano, así que bajó su vista y vio a Alex dormido. Intentó hablar-
le, pero tampoco lo consiguió. Se sintió confundida, no sabía si
estaba despierta o si estaba dentro de un sueño; intentó mover la
mano que Alex agarraba, para llamarlo, pero no supo a ciencia
cierta si lo había conseguido. De repente, éste despertó, había
notado moverse la mano de Paula, así que se puso de pie y ahí la
vio, mirándolo con aquellos hermosos ojos verdes que lo extasia-
ban. No pudo contener su emoción.
La besó por doquier, mientras le hablaba entre beso y beso.
—Te amo, nena, te amo, te amo tanto... mi amor. —Paula in-
tentaba hablar pero estaba intubada y no podía hacerlo—. Tran-
quila, mi vida, no intentes hablar. Estás con un tubo en la tráquea
y te podés hacer daño. No lo pruebes, nena, por favor.
Alex comenzó a tocar el timbre con desespero, para llamar a
la enfermera. Se alejó de ella con un movimiento fugaz y se aso-
mó vehemente por la puerta.
—¡Pablo, Julia! —los llamó con apremio—. ¡Paula se desper-
tó! —les gritó a bocajarro para que se despabilaran. Ellos, sobre-
saltados, salieron despedidos para la habitación.
—¡Hija querida de mi corazón! —July la besaba mientras le
acariciaba la frente y Pablo, apostado al lado de su madre, le be-
saba la mano.
—Hermanita, te quiero tanto..., ¡qué susto nos diste!
Alex acariciaba sus piernas. Estaba emocionado, pero inten-
taba contenerse. En seguida, llegó la enfermera y se encontró
con un gran alboroto.
—¡Ah, no, no! Si no se tranquilizan, los hago salir a todos; la
paciente necesita estar tranquila.

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Llegó el doctor Callinger y les pidió a todos que lo dejasen


acercarse.
—Hola, Paula, no intentes hablar porque te harás daño. Sólo
cierra los ojos cuando yo te pregunte. Un parpadeo será un sí,
dos veces será un no. ¿Sabes dónde estás?
Paula se quedó mirándolo durante unos instantes. Aún se
sentía muy aturdida, pero había empezado a recordar lo ocurrido
en el baño del Four Seasons y entonces supo que estaba en un
hospital. Cerró los ojos y los abrió.
—Bien, ¿recuerdas lo que te pasó? —Ella volvió a parpadear
una vez y entonces una lágrima afloró a sus ojos. Buscó a Alex
con la mirada; él estaba expectante a los pies de la cama.
—Tranquila, todo va a salir bien. —Alex intentó sosegarla,
notó la angustia en su mirada y ella asintió con la cabeza. Él le
tiró un beso estirando los labios.
—Bien, Paula, bien, buena reacción. Soy el doctor Callinger,
tu médico. Vamos a extraerte el tubo para que comiences a respi-
rar por tus propios medios. Por favor, debes estar serena, prome-
to que será muy rápido, aunque no puedo prometerte que no sea
incómodo. ¿Estás preparada?
Movió la cabeza levemente y, con gran esfuerzo, levantó la
mano para que su prometido se la cogiera. El doctor esperó a que
se acercara y, entonces, Alex mientras se la besaba le rogó calma.
—Tranquila, mi amor, acá estoy. Tenés que hacer todo lo que
te indican, no me separaré de tu lado. —Ella volvió a asentir.
Le quitaron la almohada, bajaron la cama y entonces le retira-
ron la cinta adhesiva que fijaba el tubo. Paula apretó la mano de
Alex. Luego, el médico, asistido por la enfermera, le indicó que
inspirara y, con un rápido movimiento, se lo quitó, provocándole
una arcada y una tos inmediata. Acto seguido, le proporcionaron
oxígeno por vía.

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—Muy bien, Paula, lo estás haciendo muy bien. Ya está, aho-


ra respira tranquila. —El doctor se quedó evaluando las lecturas
del monitor cardíaco y le tomó la presión sanguínea. Dados los
resultados, se mostró muy optimista—: Te molestará la garganta,
así que no hables demasiado. Necesitas mantenerte tranquila, en
un rato volveré a verte de nuevo.
El médico y la enfermera se retiraron y Paula se quedó con
su madre, su hermano y Alex, que se agolparon alrededor de su
cama. Alexander, por supuesto, se apoderó de sus labios de in-
mediato, los besó con mimo, con delicadeza y volvió a decirle
cuánto la amaba. Ella levantó su mano, se aferró a su cuello y
empezó a llorar.
—Paula, por favor, nena, ya pasó todo. Si no te tranquilizás,
te juro que me voy a ir —le advirtió Alex y ella intentó serenarse.
—¡Mamá!
—Chis, hija, no hables. Ya oíste lo que decía el doctor. —Ju-
lia se acercó también para besarla por todo el rostro.
Alex se apartó un momento para permitirle a Pablo que se
aproximara a saludarla. Mientras tanto, se acercó a la ventana
y aprovechó para secar las lágrimas que se le habían escapado y
que, por todos los medios, intentaba contener. Sacó su iPhone
y llamó a Bárbara.
—¡Se ha despertado! ¡Está bien, mamá, ya nos dijo alguna
palabra incluso! —le convino atropelladamente, sin ocultar su
feli­cidad.
—¡Mi amor! ¡Qué buena noticia! Siempre supe que se pon-
dría bien. Mandale mis besos y decile que mañana la voy a ver.
—Joseph había saltado de la cama al oír el teléfono: vivían en un
continuo sobresalto desde que Paula estaba hospita­lizada. Bárba-
ra le transmitió lo que ocurría para tranquilizarlo. —Acá, a mi
lado, está papá, que también le envía cariños.

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Julia estaba agotada. A Alex le costó convencerla, pero entre


Pablo y él lograron convencerla de que se fuera a descansar. He-
ller recogió a madre e hijo en el hospital y los llevó al apartamen-
to de la calle Greene. Por supuesto, él se quedó junto a Paula. No
iba a irse de su lado bajo ningún concepto.
—Tengo la boca seca, necesito tomar agua. —Paula hablaba
con la voz rasposa y en un tono muy bajo.
—Mi amor, voy a llamar a la enfermera para ver si podés
beber.
Después de que el médico lo autorizara, la enfermera regresó
con agua y una pajita para que Paula bebiese tan sólo algunos
sorbos, que tragó con muchísima dificultad, pues le dolía horro-
res la garganta.
—Me duele mucho el vientre —le informó a la enfermera—.
Los dolores que siento son realmente insoportables.
—En un rato te toca la medicación, pero ahora averiguo si
puedo adelantarla. No falta tanto, intenta descansar —le dijo con
dulzura.
—Es imposible, me duele demasiado.
—Ya vuelvo, mañana ya estarás más aliviada. —La cincuen-
tona y cálida enfermera no tardó en regresar con los calmantes
para Paula—. Tienes un enfermero de lujo —bromeó ella, mien-
tras le inyectaba el medicamento en la vía—. El bombón de tu
novio no se ha movido de tu lado en dos días. —Paula sonrió
mientras Alex le besaba la frente—. No hables porque comenza-
rás a toser y te va a doler mucho la herida. En seguida se te cal-
mará el dolor, ya lo verás.
Al marcharse la mujer, Alex se dirigió a su novia:
—Ya has oído a la enfermera, no hables, no te esfuerces y no
te preocupes por mí. Acá, lo único que cuenta es que vos te pon-
gas bien.

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—¿Por qué, Alex? ¿Por qué se ensañó tanto conmigo? Tuve


tanto miedo de morirme, cuando me disparó sólo pensaba en vos.
—Chis, no te angusties. No quiero que te mortifiques porque
ya pasó todo y ella está donde debe estar, en la cárcel, y te asegu-
ro que me ocuparé de que no salga de ahí. No debés pensar más
en eso. Sólo quiero que sepas que te amo, que sos lo más impor-
tante en mi vida y que ella nunca significó nada, jamás le prome-
tí nada para que creyera que podíamos tener una relación impor-
tante, ni antes de conocerte ni después. No podría soportar que
lo dudases. —Le dio un mullido beso en los labios. —Ella asin-
tió con la cabeza y le correspondió el beso.
—¿Me operaron? Quiero saberlo todo.
—Si me prometés que no vas a hablar más, te cuento todo.
—Paula tosió y una mueca de dolor se evidenció en su rostro—.
¿Ves? —Alex abrió los ojos como platos—. Eso es por hablar.
—Le dio un sonoro beso; no podía contenerse, estaba feliz de
que estuviera consciente y en plena mejoría. Luego, empezó a
explicarle—: Te quitaron la bala, ha sido una operación muy lar-
ga y muy difícil porque la tenías alojada en el hígado, pero muy
pronto estarás repuesta. La espera de noticias, mientras te inter-
venían, se me hizo eterna, creí que iba a volverme loco. Vine con
vos en la ambulancia y, cuando llegamos al hospital, habías sufri-
do una parada cardiorrespiratoria, estuviste muy mal, Paula, y yo
casi me muero con vos.
—Dijo tantas incoherencias... y disfrutó tanto cuando me
disparó. Creí que seguiría y que vaciaría todo el cargador en mi
cuerpo; fue horrible, Alex. Recuerdo que noté cómo se me des-
garraba la carne por dentro. —Mientras recordaba, las lágrimas
empezaron a resbalar por sus mejillas.
—Paula, por favor, no hables. Luego tendremos tiempo; no
quiero que te pase nada, el doctor fue muy claro, hacele caso.

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—Estoy bien.
—No, mi amor, no estás bien, estás operada de hace dos días.
—¿Pasaron dos días? —Ella tenía un vacío en su memoria,
porque había estado sedada.
—Así es, pero si seguís hablando me voy a ir y te voy a dejar
sola.
—Está bien, está bien, me callo, rezongón. Dame un beso y
te prometo que no hablaré más.
Alex acercó la silla de nuevo y se acomodó a su lado, mien-
tras le acariciaba los nudillos.
—En cuanto el doctor nos autorice, nos iremos unos días a
Miami para que te recuperes allá. Quiero alejarte de esta ciudad y
que te sientas relajada. Y, cuando estés mejor, viajaremos a Men-
doza para pasar unos días en tu tierra, mientras terminamos de
planificar nuestra boda. Quiero cuidarte hasta que estés bien...
en realidad, quiero cuidarte el resto de mi vida.
—Te amo, Alex.
—¡Yo más!
—Imposible amar más de lo que te amo, Ojitos. ¿Sabés? Mis
últimos recuerdos del baño del hotel son de tus ojos. Tu mirada
me dio fuerzas porque constantemente pensaba que no quería
dejar de verlos. —Volvió a toser.
—Si seguís tosiendo, te va a doler la herida. Paula, por favor,
no hables más, intentá dormir.
—De acuerdo, ¿qué hora es? —Alex miró su reloj.
—Las cinco y veinticinco de la madrugada. Dormite.
—Vos también, pero buscá un lugar más cómodo. No podés
quedarte ahí, en esa silla.
—No existe mejor lugar que a tu lado.
Ella sonrió feliz y se calló. Estaba cansada, su cuerpo experi-
mentaba un debilitamiento importante y la pequeña charla la ha-

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bía agotado. Alex apoyó su cabeza en la cama y le dio infinidad


de besos en la mano que tenía aferrada a la suya.
«Gracias, Dios, por devolvérmela, la amo tanto... Prometo
cuidarla mejor; de ahora en adelante, viviré por y para ella. Gra-
cias por permitirme volver a oír su voz y por conceder que esos
ojos que me enamoraron desde el primer momento vuelvan a
glorificarme con su luz», elevó su pensamiento a Dios.
Alexander estaba medio adormecido cuando escuchó que
ella emitía un quejido.
—Alex, mi amor.
—¿Qué pasa, Paula? ¿Te sentís mal? —Dio un respingo y se
puso de pie mientras le acariciaba la frente—. ¿Llamo a la enfer-
mera?
—No, no te asustes. Sólo que recordé algo. —Ella levantó su
mano izquierda levemente y con mucha dificultad—. Me quitó el
anillo. —Se puso a llorar—. Ella era quien llamaba, me lo dijo, y
también que si yo me hubiese alejado de vos no hubiese tenido
que hacer esto.
—Chis, preciosa, no te angusties. Dejá el brazo quieto, tenés
colocada una vía y te vas a hacer daño. No te preocupes por nada
y mucho menos te angusties por eso. Te regalaré otra sortija.
Ahora descansá, mi amor, estoy acá a tu lado.
—Prometeme que no va a salir nunca más de la cárcel.
—Hey, Paula, mirame. ¿Creés que me quedaría tranquilo si
no fuese así? Sos mi prioridad. —Ella asintió y Alex se quedó de
pie a su lado, mientras le secaba las lágrimas con sus besos y la
acariciaba para calmarla—. Chis, dormí mi vida, acá estoy cui-
dándote. Descansá que yo no me voy a mover de tu lado. —Re-
costó su cabeza en la almohada, junto a la suya, y se quedó acari-
ciándole el rostro hasta que ella se durmió.
Después, caminó hasta la ventana y apoyó su frente en el vi-

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drio, cerró su puño y lo apretó con fuerza. Estaba realmente fu-


rioso.
«¡Maldita hija de puta! Te vas a pudrir en la cárcel, no permi-
tiré que salgas, lo juro, aunque sea lo último que haga en mi vida.
¿Cómo es que no me di cuenta? Me siento el más estúpido, juro
que esa zorra va a pagar por todo.»

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