BARRO BAJO LA HIERBA
BARRO BAJO LA
HIERBA
Josep Corretja
Primera edición: octubre 2024
ISBN: 978-84-1061-809-1
Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo
© Del texto: Josep Corretja
© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo
Editorial Círculo Rojo
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A Lorna, mi hija y la luz de mis ojos.
OBERTURA
Hasta que me lo recomendó Magüicha, mi segunda sicóloga, no
se me había ocurrido escribir mi vida en forma de novela, o de
cuento siquiera. Me gusta mucho leer; desde pequeño. Por eso
me atrajo la idea, o al menos no me espantó, al relacionarla de
inmediato con ese mundo fantástico que siempre ha sido para
mí el de los libros y sus historias, de verme inmerso entre cientos
de hojas, quizás detrás de la vieja Olivetti de mi padre, tecleando
como tantas veces vi a tantos personajes de ficción, y como tantas
veces hice yo mismo, pero más como copista y traductor de sen-
timientos imposibles.
Muchos hombres afirman que han pasado de la égida de su
madre a la de su pareja. En mi caso, pasé de la esfera de influencia
de mi madre a la de mi primera sicóloga (sicóloga clínica y psi-
quiatra, para mayor inri… entonces).
Después de años como paciente, aprendí la diferencia entre las
distintas escuelas sicoterapéuticas. Me resistí estoicamente a ser
sicoanalizado mientras dormía, pero esa resistencia cayó hecha
añicos cuando no vi más remedio que rendirme a los designios
de cualquiera que mostrara un mínimo interés por mi mínima
persona de vidrio. Y, si al principio me costó echar afuera todo
lo que me oprimía el abdomen, sobre todo en su centro, después
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aquello fue coser y cantar, como si estuviera en un ensayo de mi
grupo de teatro, donde a veces cantaba, pero no cosía.
La mente es como un túnel sin luz, una cueva escondida en lo
más hondo de una montaña, de donde no sabes qué puede salir
o si lo que sale te puede matar de un susto. De ahí nuestra com-
prensible resistencia al psicoanálisis, a la sicoterapia, para ser más
preciso. No se trata del prejuicio de que nos traten como locos,
porque, al fin y al cabo, todos lo estamos un poco, o mucho, o
regular; además, lo que pasa en la terapia se queda en la terapia
y eso lo sabemos todos, o al menos, lo intuimos, al comprender
perfectamente la utilidad de la deontología de cualquier discipli-
na profesional, máxime cualquiera que tenga que ver con la salud.
Pero esta historia no va de sicoterapia. O tal vez sí...
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CAPÍTULO 0
Tuve una pesadilla donde estaba metido en una jaula gigantesca,
como la de una bestia mitológica invencible. Pero yo no me movía
más que para buscar el rincón cuando alguien se aproximaba a la
puerta. Salía y el estrecho pasillo que separaba esa jaula de la siguien-
te, idéntica, desaparecía, y volvía a estar encerrado, y así hasta que ya
no podía más y era mi madre la que me esperaba fuera de la última
jaula, se aproximaba a la puerta, señalando la cerradura con la lla-
ve, la introducía y le daba vuelta, una, dos, pero la volvía a sacar y se
sentaba a mirarme, como mirando al vacío. J.R. Andrónico Fuentes.
Somos el producto inevitable e imperfecto de nuestra propia historia.
Como todo niño tendía a exagerarlo todo, lo bueno y lo malo,
pero esa incapacidad de contenerme perduró en mi espíritu du-
rante demasiado tiempo («demasiado» es una palabra que repe-
tiré sistemáticamente, entre otras que también repetiré pero no
demasiado).
… Y es que hablar de mí mismo, hablar de esto, fue imposible
para mí durante años atónitos de rendirle tributo inmerecido a
la otredad. El solo recuerdo me abría un boquete glaciar en el
estómago. Las pesadillas fueron recurrentes hasta que fui capaz
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de mirar las cosas desde mi propia lente. Y esta historia va de esas
pesadillas, de las que se llegaron a realizar, no de todas.
La única conclusión (provisional, como todo lo demás) que
pude sacar de todo aquello se sembró en mi subconsciente más
profundo, desde muy temprano. Siempre lo supe, por más que
busqué respuestas aquí y allá, respuestas que sustituyeran la única
verdad posible, la que me llenaría de espanto. Por eso dicen que
el psicoanálisis está tan desacreditado (sin ser esto una opinión
unánime, claro está). ¿A qué viene eso de trasladarte en la mente
hasta tus recuerdos más recónditos? ¿De qué sirve ese viaje semi-
inconsciente hacia el pasado?
Por mucho que escarbé entonces, al inicio, en mis recuerdos
más remotos, no pude hallar una razón, una conexión con todo
lo que ocurrió después. Todo eran imágenes caóticas, un apeloto-
namiento de imágenes inconexas, que parecían dar forma a histo-
rias inacabadas, cada una por su lado, por sus propios derroteros
señalados en una luz tenue, gris.
Hubo muchos momentos en los que me sentí perdido, sin
saber por dónde tirar. Sin saber para qué seguía adelante, o hacia
donde avanzaba. Sin rumbo. A veces tomaba distancia, sin saber
muy bien de qué. Por prevención o miedo. Otras, en cambio, me
lanzaba a ciegas, como buscando el desastre.
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CAPÍTULO -1
La hija sostiene a su no tan anciana madre por los sobacos, ya que
ella no puede o no quiere andar por sí sola. Adora a su nieto mayor,
lo besa, lo abraza, trata de acariciarlo con sus arrugas transparentes,
se disgusta por su rechazo. El niño llora, no entiende, se abruma, se
preocupa por ella. A los niños les hace falta una mascota, adoptan un
perro de la calle, lo llaman Canelo. Creen que podría ser de ayuda
con la abuela, ya casi ausente del todo. A ella no le agrada, lo recha-
za, lo ahuyenta, lo persigue con un palo. No lo tolera. Dicen que el
Alzheimer saca la verdadera naturaleza de las personas antes de la
enfermedad. Si habían sido tranquilas, lo seguirán siendo, aun con
mayor denuedo y compromiso, con el silencio y el vacío. Lo contrario
se exacerba igualmente y pone al límite los nervios, la tolerancia, el
amor. Viéndola, uno se pregunta si la locura funciona a plazos im-
perceptibles pero inevitables. El deterioro progresivo e irremediable de
la abuela coincidió con la muerte del país. La gran peste lo pilló bajo
una narco dictadura comunista que acabó con todo con lo que se po-
día acabar, que lo destruyó hasta sus cimientos. Los países sí mueren.
Ese es tanto un epitafio como una moraleja.
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CAPÍTULO XVII
Francis, 1987/8
No sé por qué reaccioné así. Mi puño se desplomó sobre la mesa
de manera casi automática, instintiva e incontenible. Una reac-
ción de ira e impotencia apenas contenida por la prudencia. Mi
mano había cobrado vida propia y parecía estar expresando su
opinión. Ese impulso mecánico, instintivo mío, era algo nove-
doso, primigenio, una desviación de mis otros impulsos, los que
me habían dado a conocer ante el mundo como alguien especial-
mente vulnerable, a quien habría que proteger y dirigir hasta muy
tarde en su vida.
Una noticia así era tan inverosímil como vulgar. Sin embargo,
al mismo tiempo sentí cierto alivio, un alivio culpable, pero repa-
rador, como toda sensación de descanso. Todo acaba. Y ante esa
certeza, solo puede sentirse alivio, paz. El recuerdo era inútil, es-
téril; tanto como mis obsesiones infantiles. Una sensación remota
que se había estado alejando más y más, durante el tiempo que
duró nuestra separación, es decir, dos años, siete meses y cuatro
días, y a partir de ese punto, para siempre jamás.
Esa sacudida de desaliento, mezclada desde el inicio con eflu-
vios incontrolables de odio, marcaba un nuevo comienzo para
mí. Su olor intoxicante se perdía en la tenue memoria de senti-
mientos y temores superados por el hastío-luego-desengaño. Ese
miedo ya no existía. No volvería a verle. No volvería a escuchar su
voz sedosa, entre grave y calma, como aburrida de vivir. Para po-
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der recordarle sin dolor le imaginaría a partir de entonces como
un pececillo boqueando sobre la arena, ahogado en su endeblez
multiforme, herido de muerte por su propia desgana, rehaciendo
el camino que le había llevado hasta él con las manos vacías, ahí-
tas de sus ojos muertos, mudos. Dulcificó su último encuentro
que había sido más bien la confirmación pendiente de su fin. A
eso le llaman «fatalidad».
Esa noche pasaban por la tele el Miss Venezuela, el concurso
de belleza que le había dado al país razones más que justificadas
para enorgullecerse ante el resto del mundo. J.R. se indignó al ver
como este no se detenía. Cómo era posible que la gente siguiera
pendiente de esas banalidades. Cuando hay gente que muere, his-
torias que se acaban.
La búsqueda de la culpa, de algún responsable que no fuera él
mismo, era una necesidad imperiosa para su conciencia abatida
por una duda fundamental: ¿había estado equivocado durante
tanto tiempo?
Su ataque de ira contenida duró exactamente ocho segundos,
el tiempo que había decidido dedicarle desde el momento mis-
mo de enterarse de la noticia, inimaginable en ese contexto de
trivialidad y despreocupación. En solo ocho segundos repasó su
historia juntos. Historia más que nada nocturna, en el límite de la
clandestinidad. Solo esos ocho segundos bastaron para revivir esa
patraña imposible. Sintió náuseas. Otra vez. Hacía tiempo que
había aprendido eso, a autorregularse como si fuera una mangue-
ra automática, de esas que venden en las ferreterías, con distintos
botones, minúsculos botones que te permiten variar la intensidad
del chorro, su ritmo o velocidad, tan eficientes para lavar, limpiar,
desbrozar y quitar la tierra inútil, sobrante y la mala hierba. Ha-
bía decidido a partir de entonces no involucrar sus sentimientos
en ciertas situaciones (eso lo decidió frente a un templo inopor-
tuno, gris, abyecto).
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Rupturas, muertes, separaciones prolongadas, nada era ya tan
importante como para dedicarle más de ocho o diez segundos de
su tiempo; más que nada por razones de practicidad, para aho-
rrarse disgustos innecesarios y de los cuales, lo sabía, le llevaría
demasiado tiempo reponerse. Desde entonces.
A veces recordaba todo aquello como una peli de Buster Kea-
ton, el cómico aquel que hacía payasadas sin perder el rictus serio,
inexpresivo y aun quizá preocupado que ponía para hacer reír. Así
le recordaba. Con gesto inexpresivo, igual a la nada, a la nada que
le hace sentir su recuerdo. Y solo le quedaría eso, su recuerdo em-
borronado por el resentimiento, por la ira que alguna vez le hizo
sentir. Sentía solo la futilidad de esos recuerdos borrosos, aleato-
rios, impertinentes, de sus ansias pasadas por conocer el futuro,
el inmediato- contingente, sobre todo este. Y algunas preguntas
hizo a la memoria, para tratar de entender todo lo que había pa-
sado, su pasado, su entonces difuso presente.
0,01.
Nací un tres de abril, y cumplía cinco años el día de la muerte
de Joe Valachi (03/04/1971), el mafioso que descubrió al mundo
la existencia de la Cosa Nostra americana y sus métodos. Quizás
por eso me sentí siempre tan atraído por las historias de gánsteres,
donde los roles femeninos eran tan secundarios que casi desapare-
cían de la historia (o, por el contrario, influían en los personajes
principales de manera sutil, solo así, sutilmente, desde un segun-
do plano que podría dar pábulo y justificación al acto y designio/
propósito de relegar la condición femenina a la trastienda de la
historia; o quizá fuera porque me atraía esa contradicción entre su
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vestimenta y su actividad criminal, ética y estética en una contra-
dicción insuperable; o porque simplemente esos señores tan bien
trajeados me cautivaban de una forma magnética e inexplicable).
Al momento de nacer, según la versión manida y repetida
mil veces por mi madre, lo hice vía fórceps, a los siete meses del
embarazo, debido al descomunal tamaño de mi cabeza en for-
ma de manzana; pasé una semana en incubadora porque ni mis
pulmones ni mi corazón reaccionaban normal, funcionalmente.
Mi rostro, bañado en líquido amniótico y sangre materna, era
irreconocible, más bien parecía el de un monito tití con alopecia,
así que hubiera sido muy difícil para mi padre la operación ritual
de mi reconocimiento (físico, visual) como su (primer) vástago,
dado que se encontraba lo más lejos posible de esa masa indefini-
ble que era mi pequeña humanidad recién formada.
Se ve que tenía ganas de salir de ahí y comenzar ASAP (As soon
as possible) mi andadura autónoma por este mundo y sus gracias.
Esa impaciencia que le imprimí a mi acto fundacional, la llevaría
a cuestas hasta mucho después, provocándome no pocos disgus-
tos y angustias, casi tan graves como las que yo le provoqué a mi
abnegada madre, Celeste Andrónico.
Como te decía, mi peso fue de 1,8 kilos, me acompañó en ese
inicio traumático de mi vida una fiebre entre 41 y 42 grados y
el cordón umbilical que me unía a mi madre casi me ahoga sin
remedio.
Cuatro años después fui diagnosticado entonces con una for-
ma «leve» de epilepsia del lóbulo temporal (mi madre le quitó
hierro a la enfermedad para que yo no me asustara). «Epilepsia
petit mal», le decían en la comunidad médica entonces, en opo-
sición al «grand mal», que constituía una expresión grave de esta
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enfermedad que había tenido tan mala reputación durante tanto
tiempo, desde los romanos, más o menos —quienes la definieron
como «mal comicial», porque si alguien sufría un ataque epilép-
tico durante los comicios, estos se suspendían, al considerar el
ataque un mal augurio—.
Todo eso me explicó mi madre a mis diecinueve años, con el
resultado de mi último encefalograma en sus manos, mostrándo-
me mi curación definitiva, para entonces improbable, según le
insistiera tantas veces a ella Gervasio León, o según me insistiera
ella a mí que él afirmaba con su autoridad definitiva.
Como ya te dije, la versión del petit mal me la dio ella para
suavizar el impacto de la noticia, y este sería su rol en el futuro,
suavizar frente a sus hijos los aspectos más duros de la realidad;
esconderlos, inclusive, sobre todo frente al mayor que, dadas las
condiciones de su llegada al mundo, dada su condición primige-
nia, requeriría de ella, de su madre, una atención especial.
Pero yo padecía el grand mal, uno que, a pesar de dominar mi
cerebro a su antojo, poco o nada tenía que ver con los desvelos de
mi madre por mi curación, en un sentido estrictamente orgánico,
fisiológico.
Petit mal o grand mal, esa enfermedad me transformó, abo-
cándome a mirarme en un espejo borroso, quebradizo como mi
autoestima.
Cuando nací era feo; anodino. Por eso quizás me le perdía tan
fácilmente a mi madre, no tanto por su despiste, legendario, sino
por esa irrelevancia mía que me invisibilizaba como si tuviera
ese poder de mimetizarme con mi entorno. Y alguna gente, gen-
te desconocida, se pensaba que era el hijo no de mi madre, esa
señora blanca, alta y distinguida, sino de nuestra empleada de
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entonces, cualquiera de ellas (tuvimos varias esos años, entre las
que atendían la casa y las que nos atendían a mí y a mi hermano),
que también era feúcha y bajita.
Crecí tímido. Con la timidez propia del hijo absolutamente
dependiente de su madre, de sus padres, de cualquier persona
normal que estuviera cerca.
Mi padre y mi madre eran como dos fuerzas opuestas, centrí-
fuga y centrípeta en constante lucha, sin un objetivo definido,
como no fuera el de anularse la una a la otra, ganar esa disputa
momentánea pero cotidiana en la que se enzarzaban como por
gravedad. A veces se movían por la casa como dos barcos a punto
de colisionar, evitándose, sin mirarse. Cualquier conversación en-
tre ellos acababa en gritos e insultos y se supone que ese ambiente,
ese estilo perennemente hostil, lo había inaugurado y fomentado
nuestro padre con su carácter endemoniado, dominante, ansioso
por demostrar su puesto en la casa.
Mi madre se atrincheró en su cuarto como en un búnker. Mi
padre hizo lo propio. La separación física entre ellos se produjo
mucho después que la emocional. El cuarto de mi madre olía a
crema C de POND´s y a OPIUM, el de mi padre a mierda y
sudor seco. Durante sus pugilatos verbales, yo me iba a la parte
trasera de la casa, cerraba la puerta metálica azul chillón de esa
habitación sin objetivo específico, y trataba de leer, o de contar.
No recuerdo con precisión qué hacía mi hermano y nunca le
pregunté cómo se sentía durante esas peloteras que parecían entre
víctima y victimario, más que entre dos miembros de una misma
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familia. Él también se introdujo en su nave espacial en forma de
huevo sin partir, donde solo cabía él, Leíto, haciendo su propio
viaje, desconocido para nosotros, su familia.
Yo mientas trataba de tomar partido para ganarme el apoyo, aun-
que fuera de uno de ellos (ya sabía muy bien aquello de «divide y
vencerás»), y generalmente lo conseguía con mi padre, a quien le
causaba un placer indecible llevarle la contraria a mi madre. Cuando
ella trataba de imponer disciplina a sus hijos, él la saboteaba pre-
miándonos con una salida a comer lo que más nos gustara. Esta era
una de las mil inacabables excusas que tenían a mano para iniciar
sus discusiones épicas, a gritos estridentes y portazos definitivos, que
eran su final habitual (esas discusiones, esos silencios prolongados
se convirtieron en nuestro código familiar), antes de dos o tres días,
término en el que volvía a prevalecer una tensa entente entre ellos.
Hacía tiempo, muchos años ya que no compartían lecho. Esa
separación física coincidió con el momento en el que mi madre
dejó de llamarle cariñosamente «viejo» a mi padre y lo sustituyó
por un seco «José Román», para dirigirse a él como a un compañe-
ro de trabajo que apenas conoce y no a su pareja ante Dios y ante
los hombres. Así eran nuestros días domésticos. Así era nuestra vida
real, la que cuenta.
Nunca la vi como víctima, ni siquiera durante esas acerbas dis-
cusiones cotidianas con mi padre, cuando, con ojos desorbitados,
parecía que su garganta explotaría en cualquier momento y él se
limitaba a espetarle ofensas verbales con el ceño fruncido o una
sonrisa sardónica en sus labios, para provocarla, herirla, joderla.
Porque sabía que él nunca podría vencerla y les dejaba hacer,
me retiraba a mi mundo. No quería escuchar los gritos y los in-
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sultos, las descalificaciones injustas, las provocaciones gratuitas.
Todas dirigidas en contra de mi madre por parte de mi padre
enloquecido, inconsciente, actuando como un irresponsable, más
bien con liviandad, con malicia despreciable. Con odio. Como si
fueran enemigos irreconciliables. Esas peleas atroces generalmen-
te iban seguidas de largos y tensos silencios. (Me repito porque
este es un relato marino).
Mientras tanto, yo me quedaba dormido a las tantas, con la
tele encendida, tratando de no pensar en los antónimos de cada
palabra que salía del maldito aparato.
No estaba yo muy seguro de cuál era el rol que se esperaba de
mí en esas disputas violentas entre mis padres, sí estaba seguro
de que tendría que intervenir de algún modo. Movido solo por
la angustia y el hartazgo ante sus peloteras cotidianas, yo trata-
ba de transformarme en un gigante todopoderoso que acabara
con tanto caos a mi alrededor. Trataba con ello de proteger a mi
madre.
Otra razón por la que yo apoyaba fervientemente a mi ma-
dre (¡Como si hicieran falta!) frente a mi padre, era la idea que
yo tenía de él como el saboteador principal de toda idea de
progreso de nuestra familia. Se conducía por la casa con una
torpeza intencionada, destruyendo adornos caros, manchando
el suelo de cerámica con pintura, o decolorándolo al derramar
algún líquido cáustico, con la excusa de algún trabajo de plo-
mería imprevisto. Siempre supuse, estuve seguro de que era su
forma de autocastigarse y junto a él, castigarnos con esa especie
de parálisis en nuestro ascenso económico y en nuestro confort
doméstico.
Llegué a verlo como mi némesis. Me enfrenté a él a mis cinco
años, a esa edad en la que no se conocen límites, empinado sobre
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mis ensueños medievales y mi indignación justiciera, en defensa
heroica de mi madre, como su adalid de armadura infranqueable.
Él miró a su hijo con odio infinito, de memoria perfecta. A partir
de ese día, cuando me enfrenté a mi padre como un león apoyado
en sus cuartos traseros, irguiendo su regia melena lo más arriba
posible, él se fue a dormir a su propio cuarto, para siempre (no;
creo que eso fue mucho antes). En todo caso, ambos aconteci-
mientos quedaron asociados en mi mente con un hilo invisible
que los unió en el tiempo y en el espacio.
Él era el monstruo de la cueva.
Navegar la topología de mis estribaciones emocionales no fue
fácil. El recuerdo de mi cuerpecito alzándose hacia la montaña
opaca que era mi padre, en defensa de ella; Ícaro elevándose hacia
el sol...
Comencé a construir mi identidad en oposición a él, a ese
ogro abyecto que crecía dentro de mi cabeza, como crece la som-
bra nocturna sin descanso. Ahí empecé yo a separarme de la raza
humana, a flotar en ese limbo circular que me mantuvo rehén
durante décadas de mi vida, de mi peculiar, ordinaria y pequeña
vida.
Emprendía el camino de regreso a mi planeta natal; Marte,
Ganímedes, o como se llame, y no regresaba a la Tierra hasta que
mi madre o mi tía Alicia, o Chela, nuestra empleada doméstica,
me cogía de un brazo y me sacudía como a un muñeco de tra-
po. Ese viaje en forma de desvanecimiento inmóvil no era solo
un efecto automático de la posesión demoníaca sufrida minutos
antes, ya que ocurría después de un buen rato de comunicación
directa con el espacio exterior. Ni idea tenía yo de cuán común
era esta situación, en tantas familias, como granos de arena tiene
una playa, solo una.
Para muchos años después quedarían otras decisiones definitivas.
23
CAPÍTULO 0
A mi madre y a mis otros demonios.
El mejor truco que el diablo inventó fue
convencer al mundo de que no existía.
Charles Baudelaire.
El hombre vencido toca a la puerta de la mujer que nunca hubiera
esperado esa visita, a esa hora. Ella abre con desgano hasta que se
encuentra con la figura maltrecha de un chico en sus veinte, con los
ojos hinchados de llorar. Taciturno, desesperado más bien, lleva una
presión insoportable en su bajo vientre. Son mariposas. Mariposas
con colmillos ingentes y gruesos que le destrozan los intestinos no bien
se mueve, no bien respira.
Tarda en abrirle. Él se da cuenta y piensa: «¿Qué hago aquí?». Se da
cuenta. Necesita ayuda. La necesita a ella. La mujer con el cabello rebel-
de, como si hiciera huir al peine despavorido, lo abraza. Apoya su mejilla
en la sien izquierda de él. Lo hace pasar. Le pregunta. Le ofrece ayuda. Le
hace sentir paz. Pero no de inmediato. Es solo el principio… ¡Demonios!
San Cristóbal es una ciudad «fría», mirada en el contexto de un
país subtropical, ya que se encuentra en una de las estribaciones de la
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Cordillera de Los Andes (7°46′17″N 72°13′34″O, para entendernos)
y la altura le confiere cierto respiro frente al calor de esas latitudes. Yo
siempre he pensado, con Montesquieu, que el clima afecta el carácter.
Es así como las personas que habitan lugares fríos suelen ser distantes,
hurañas, desconfiadas, pero pacíficas y amantes de la ley y el orden. En
cambio, habitantes de lugares calientes suelen ser nerviosos, apasiona-
dos y caer con mayor encono y facilidad en la tentación de la violencia
física (Montesquieu dixit). De esto tienen fama en Venezuela los zulia-
nos, que, por vivir en una de las zonas más cálidas del país, tienen un
humor irascible y desproporcionado (esta simplificación es desmentida
por los guayaneses, todo hay que decirlo, pues viven a cuarenta y tantos
grados y tienen un humor inmejorable). El frío —o la frialdad— fa-
vorece el secretismo, el disimulo. De esto quiero hablar a continuación.
San Cristóbal es una ciudad apenas relevante. Incrustada en un
valle andino al norte del sur, pareciera haber estado luchando hasta
el presente con la posibilidad siempre cierta de desaparecer no solo
físicamente, a causa de temblores y seísmos que pudieran destrozarla
cuando menos se lo espere, sino culturalmente, dado que ha vivido
desde que tiene memoria a caballo entre dos países. Sus habitantes,
los sancristos, navegan con naturalidad entre el territorio y los sím-
bolos de dos países unidos por los paralelos y meridianos que, si se
vieran desde el espacio exterior, desaparecerían como por encanto,
diventando (haciéndose) uno solo.
Ya se perdió el recuerdo de quien fue el primer sancristo que cruzó
la línea fronteriza para estudiar en San José, Pamplona o cualquier
otra población relevante de la Nueva Granada, Colombia, la hija
del descubridor de nacionalidad incierta. Ese hecho geográfico inmu-
table, aunado a uno de carácter histórico que marcó para siempre su
relación con el resto del país, en particular con Caracas, su orgullosa
capital, predestinó a los sancristos a recibir el desprecio, la burla y,
por qué no decirlo, el odio furibundo y apenas disimulado en burlas y
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chascarrillos de los caraqueños y por extensión del resto del país. Tuve
innúmeras oportunidades de comprobar ese choque cultural, como
pronto pasaré a explicar con cierto nivel de detalle.
Mis padres habían venido del centro, él de Valencia, ella de San
Juan, la capital de los llanos por circunstancias que, como todo en
esta vida, se originaron en una confluencia propicia de factores, que
no vienen a cuento ahora mismo.
Que en mi tierra andina el influjo de la vivencia gallega fuera
predominante, me lo había dicho una de las dos Carolinas que cono-
cí en la segunda mitad del siglo XX; hija de familia gallega, de Ponte-
vedra, para más señas, detallista apreciadora de paisajes y locaciones,
viajera incansable. En efecto, cada (vez) que subí en el Ford Fairlane
500 de mi madre (mi primera nave espacial y mi primer confidente
legítimo, el coche), por esas laderas sinuosas punteadas de rocas, unas
más grandes, otras no tanto, todas emergiendo de prados verdes, don-
de veía pastar el ganado vacuno moteado, me transportaba a Suiza,
a Los Alpes, Heidi en pantalones cortos.
San Cristóbal está llena de iglesias.
Y recordó todas esas vindictas, filípicas enloquecidas, de Júpi-
ter tonante, que salían de las sotanas ennegrecidas, de los sepul-
cros blanqueados, que nos llamaban a la perfección: «Sed perfec-
tos como yo lo he sido» (¿así lo dijo?; ¿quién fue?; ¿de verdad fue
él en persona?).
En casa de mis padres, a pesar de provenir mi madre de una
estirpe tan devota, no había una biblia. Y ni mi madre, ni mu-
cho menos mi padre, que tenía sentimientos encontrados frente
a la Iglesia, se esmeraron demasiado en que ni mi hermano ni yo
nos iniciáramos en los misterios de la vida espiritual; muy por el
contrario, ambos dieron muestras de respetar nuestras decisio-
nes en ese tema, tanto que respetaron mi decisión de declararme
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primero agnóstico y luego ateo, y la de mi hermano de acogerse
al protestantismo calvinista, tan del gusto de las almas perdidas
en busca de guía espiritual, que pululan por toda Iberoamérica,
la Patria Grande (una ideología puede tomar muchas formas e
introducirte en tu cabeza como ya supones cuál animal).
-0,02
San Antonio de la Frontera, 1964
La mudanza a un barrio menos que de medianía, la compra de
muebles de segunda mano, desgastados por el mal uso y el descuido
propio de quienes nada más tienen que perder, hizo a la joven esposa
pensar en arrepentirse de una decisión no bien pensada; la conviven-
cia con gente más que sencilla, humilde, amas de casa que sonreían
a la adversidad, a los malos tratos, que sonreían a la desesperación
que hubieran podido sentir; que mojaban sus incipientes canas en un
café demasiado amargo, o demasiado dulce, que se burlaban con op-
timismo y una sabia tranquilidad aparente del hecho de que rieran
la ausencia de sus maridos, siempre amenazantes, siempre agobiantes
o disruptivos en el orden doméstico de las cosas; ausencia más que
esperada, anhelada; risas apenas culpables.
0,3 (-0,1)
San Cristóbal, 1970
Celeste Andrónico daba los primeros sorbos a su café de cada ma-
ñana, antes de salir a su trabajo como maestra en una escuela pú-
blica, acompañada por su hijo de cuatro años, cuando un vocerío
llegó a sus oídos en forma caótica, difícil de entender y procesar a
las primeras de cambio.
Se trataba de su propio coche, que se fue escapando lenta y
sigilosamente del estrecho garaje y fue a dar contra una pirámide
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de arena y piedras, que estaba lista para ser convertida en cemen-
to. Dentro del coche, su hijo de cuatro años fuera de sí, tocando
las nubes de la cúpula celeste con su mirada perdida.
Esa montaña le debía su existencia efímera a una construcción
en pleno desarrollo frente a su casa, situada en una calle inclinada
en dirección a las montañas que rodean la ciudad y donde vivía
de alquiler con sus dos hijos y su marido. El solar vacío, amplio,
de unos setecientos metros cuadrados, debía ser ocupado por un
mercado minorista. Dos de los obreros que estaban llenando ca-
rretillas de tierra para llevarlas a la mezcladora de cemento mira-
ron alrededor para verificar de dónde había salido ese Renault 5
verde agua, al mismo tiempo que una mujer muy bien arreglada
salía de esa casa en una carrera desesperada, y atrás de ella un
hombre moreno, de casi un metro noventa de alto y unos cien
kilos, gritándole no se sabe qué, pero con un gesto de evidente
furia, como queriendo matarla con rayos rojos de rabia y odio
que salían de sus ojos empequeñecidos a su mínima expresión,
inyectados en sangre.
Parecía la escena de un crimen que se acabara de cometer.
Celeste había dejado en el camino los restos de la taza de café
con leche, desperdigados sobre el asfalto indiferente. Sus por-
tentosas piernas cruzaron la calle de tres trancos y sus brazos
maternales recibieron el despojo en el que poco a poco se iba
diluyendo su hijo, con espasmos provocados por un corto cir-
cuito generalizado.
—¡Maldita seas, Celeste; maldita sea! —bramaba el hombre
alto y obeso, moreno, de pelo hirsuto y con unas grandes gafas de
carey que cubrían toda su área ocular—. ¿Cómo se te ocurre dejar
al niño solo en el carro? ¿Te volviste loca?
Se diría que este hombretón alto y obeso se dirigía a su hija
antes que a su mujer, tan adulta como él, tan imperfecta como él.
Ella, una mujer blanca, de anchas caderas y dentadura perfecta,
se había lanzado a liberar al niño, su hijo, José Román Andrónico
29
Fuentes, que se encontraba dentro del coche, en un trance pro-
ducido por un ataque epiléptico, con sus piernecitas apoyadas,
casi enredadas en la palanca de cambios, ya que habían perdido
su tonicidad normal, convirtiéndose en gelatina.
Ante la andanada inmisericorde de insultos y descalificativos,
ella prefería guardar silencio, sobre todo en medio de la calle, so-
bre todo ahí. Él no era en modo alguno voz autorizada, ni mucho
menos tenía derecho a reclamarle nada que tuviera que ver con
sus hijos, de ella, porque él solo los había engendrado, casi invo-
luntariamente, casi por accidente.
Hacía tiempo que ella y su marido nada tenían que decirse
más que para lo práctico y lo que tuviera que ver con sus dos
hijos, cuyo cuidado se fueron dividiendo paulatinamente, según
un sencillo esquema de afinidades o necesidades perentorias de
cada uno de ellos.
Su matrimonio fue un error de ella por una ingenuidad im-
perdonable, o por su tozudez, igualmente difícil de excusar. Las
señales estuvieron ahí desde el principio, para toda persona capaz
y con voluntad de verlas. Y eran tan visibles que todo el mundo
las vio, menos ella. Y si no las vio fue porque no quiso. Estaba
clarísimo. Quizá prefirió escapar, sin saber muy bien de qué. De
lo conocido tal vez.
Y ya había tenido tiempo de arrepentirse de alguna de sus
decisiones. No puede recordar qué la impulsó a cometer tal lo-
cura contra todas las advertencias que recibió de sus hermanas
mayores, que por mayores ya sabían lo que se le estaba viniendo
encima. Ella no podía o no quería recordar (o no quería decirlo)
el motivo de esa boda apurada, inesperada, impactante, sorpresi-
va e inexplicable.
¿No quiso escuchar o tenía miedo de reconocer que podía es-
tar equivocada? ¿Cómo era posible que de todas las opciones que
se le ofrecían hubiera escogido la peor, la más oscura y recalci-
trantemente perjudicial para ella? (¿Cuál es la razón por la cual se
30
casó justamente con el menos probable, el menos conveniente?).
¿Que no es de aquí? Lo único por lo que no se arrepentía era su
par de hijos, que lo eran todo para ella y compensaban cualquier
sacrificio, cualquier dolor pasado, actual o aún por venir. Ya de
nada servía mirar atrás y preguntarse qué hubiera pasado si hu-
biera tomado otras decisiones. La memoria se hace frágil cuando
los recuerdos son una rémora, una tortura indecible. (UNO).
¿Cómo era posible que de todas las opciones de vida que se
le ofrecían hubiera escogido la peor, la más oscura y recalcitran-
temente perjudicial para ella? Menos se puede explicar nadie en
sus cabales que no solo se casara sino que se mantuviera con esa
persona por tanto tiempo, hasta que la muerte los separe. «No he
tenido un minuto de felicidad en este matrimonio. Me has hecho
la mujer más infeliz de este mundo».
Pero siempre pudo divorciarse y no quiso, según ella, por no
dejar a sus hijos sin padre, como si el divorcio fuera la muerte. Se
enamoró de otros. Consumó o no. Pero no se divorció. ¿Por qué?
Cuando fui capaz de cuestionarla directamente sobre eso, ella
me respondía invariablemente lo mismo; pero la impresión que
me daba es que no quería pasar por la vergüenza pública de con-
fesar los maltratos (sobre todo sicológicos que presuntamente pu-
dieron llegar a la violencia física al principio de su matrimonio) a
los que la había sometido mi padre durante tanto tiempo, hasta
que ella se sintió capaz de defenderse con las únicas armas que
tenía a su alcance, que eran las mismas que él usaba para atacarla.
¿Se creería ella sus propias mentiras, sus propias elaboraciones,
sus escapatorias mentales a la realidad que tanto la disgustaba y
de la que era incapaz de salir? La memoria se hace frágil cuando
los recuerdos son una rémora (DOS).
La impotencia de su marido, su incapacidad invencible para
cumplir con sus deberes conyugales más elementales sin el estí-
mulo de drogas o brebajes antiguos era una cruz que no sabía si
estaba en disposición de llevar a cuestas. Y si fuera el caso, solo
31
por su madre y por esos valores impresos en su mente y en su
piel a sangre y fuego, ella prefería guardar silencio. La memoria
se hace frágil cuando los recuerdos son una rémora, una tortura
indecible. (Y TRES).
Lo intentaría de mil y una maneras. Se desdoblaría en la mu-
jer que no había podido ser hasta entonces. Metería sus peores
recuerdos en un baúl sin fondo, bajo trece llaves con nombres
diversos que sellaran con/por su decisión firme su pasado remoto,
oculto por un manto de silencio y olvido.
Yo no entendía cómo ella se reiteraba tanto en el error. En su
elección de pareja, en su primera profesión (no es que la de maes-
tra en una escuela pública fuese la peor, pero viniendo de una
familia como la suya, no era la única ni mucho menos la mejor
opción a su alcance).
Él no tenía ni idea de cómo establecer el balance perfecto en-
tre el respeto y el amor que les debía a sus padres y su sentido de
autoestima y autonomía. Su madre era imprescindible para él.
Presente en todo momento, lo llevaba de la mano a cada paso.
A cada respiro suyo, ella se movía automáticamente con sus alas
protectoras.
El niño de apenas cuatro años aún sin cumplir, vestido con
un overol de mezclilla (uniforme escolar, monito azul, tela de
tejanos, piolín ausente), había empezado repentinamente a con-
vulsionar como si de una posesión demoníaca se tratase. Le salía
espuma por la boca, una espuma grisácea, como si saliera de un
cadáver insepulto, o de un zombi resistiéndose a dejar este mun-
do definitivamente, y aun sus tenues párpados temblaban incon-
trolables al ritmo del resto de su cuerpecito flacuchento.
El golpe frontal contra el volante del coche le había dejado
semiinconsciente, con esos temblores diabólicos e irresistibles
como única reacción posible. Parecía estar sufriendo los efectos
32
de una metamorfosis inevitable. El iris de sus ojos había desa-
parecido para dejar a la vista solo su esclerótica, atravesada por
minúsculas carreteras rojas que se extendían en todas direcciones.
Celeste entró en la casa, cruzando la calle con su hijo pegado
a su cuerpo, pesando la mitad de su peso habitual, sosteniéndole
ella la cabecita que apenas flotaba en el aire circundante y perse-
guida por los gritos rabiosos de su marido, como un martillo so-
bre su cabeza. Intentó reanimarlo con las maniobras de primeros
auxilios diseñadas para otras situaciones, no para esta. El niño
no reaccionaba de ninguna manera. A cada intento que ella ha-
cía por reanimarlo, él respondía con un brevísimo espasmo, para
quedarse de inmediato inmóvil, exangüe, aniquilado por el tor-
bellino furioso que se había hecho con su pequeña humanidad.
Tembloroso, como una brizna de hierba al viento, acabó en una
clínica de la ciudad, semiinconsciente, sin tener ni la más remota
idea de lo que estaba comenzando a vivir, ni cuánto tiempo du-
raría.
Se sentía estar en un bucle infinito, sin escapatoria.
Tenía una imaginación salvaje, que a partir de esa prime-
ra convulsión se vería espoleada sin descanso por una andana-
da constante de repeticiones surgidas en su universo neuronal,
desorganizado al menor estímulo externo, sin aviso previo y sin
control conocido.
Recuperó el conocimiento en la Sala de Emergencias Pediátri-
cas de la Clínica La Floresta, la única funcional entonces en San
Cristóbal.
33
La sala apenas mostraba uno que otro detalle que hiciera
ver que estaba dedicada a la atención de infantes. Personajes
de Disney sonrientes, hechos de madera, reposaban fijados a
las paredes cubiertas de un azul celeste tenue, compartiendo la
superficie plana con discretos manchones marrones, producidos
por humedades persistentes, como en un intento inconsciente
de imitar algún hospital público. Durante la espera, un enfer-
mero espigado y decidido le ofrece café a Celeste, o un té, la
hora no es un problema.
A los pocos minutos, aparece ante Celeste una figura blanca,
impoluta, con una barba de pelos canosos que caía desde la raíz
de una calva pigmentada por algunos lunares de distintos tonos
y tamaños, hasta el inicio de su cuello estrecho, como de tortuga,
pero liso y firme como el tronco de un roble milenario. La figura
venía envuelta en un halo de santidad sellada por una sonrisa se-
rena, discreta, llena de sabiduría y bondad transparente, palpable.
Se trata de Eduardo Sambrano, especialista en cardiopatías
infantiles y jefe de la Sala de Emergencias Pediátricas del centro
hospitalario.
El médico le preguntó a la madre del paciente recién ingre-
sado las características del evento. Celeste, aún confusa por lo
reciente y repentino de los acontecimientos, trató de retroceder
mentalmente hasta el momento terrible en que vio por primera
vez la pequeña humanidad de su hijo estremecerse con temblo-
res palúdicos, que se cebaron en la endeblez de su constitución
y de modo tan obstinado hicieron mella en él. Con la voz más
firme que pudo sacar le explicó al médico las circunstancias de
lo vivido.
—Cuando lo vi su cuerpecito se sacudía dentro del habitáculo
del conductor y echó un poco de espuma por la boca, doctor.
—Aquí veo que su hijo tiene apenas cuatro añitos, señora.
—Sí, doctor. Mi hijo nació el tres de abril del 66.
34
—Mire usted, le seré muy sincero. Estos eventos comúnmente
no ocurren antes de los seis años. No es común entonces lo que ha
visto usted hoy que le ha pasado a su hijo. Y usted y su esposo tie-
nen que prepararse para una larga convivencia con esta condición.
El galeno eligió muy bien sus palabras para no alarmar a Ce-
leste.
—¿El niño es hijo único?
—No, doctor. Su hermano tiene ocho meses.
—Ya veo. Mire usted, esta afección puede tener un compo-
nente genético. Pero ahora mismo no nos interesa tanto el origen
como los pasos a seguir para ofrecerle a su hijo las mejores opor-
tunidades disponibles.
—¿Tiene cura, doctor?
—Hasta ahora esta es una condición crónica. Aunque no tiene
que ser el caso de su hijo.
—O sea, que no tiene cura.
El silencio del médico confirmó esa inquietud, apabullante.
—¿Algún otro incidente similar, señora?
—El año pasado sufrió una caída desde casi tres metros y tuvo
conmoción cerebral. ¿Por qué?
—En algunos casos la lesión cerebral traumática podría ser
considerada una causa directa de epilepsia.
—Entonces, doctor, ¿cree usted que mi niño pueda llevar una
vida normal?
—Lo dicho, señora Celeste. Le voy a recomendar al mejor
neurólogo en nuestro país, el doctor Gervasio León. Él atiende
en Caracas. Mi secretaria le dará sus datos y yo lo llamaré para
prevenirlo de su próxima visita. Mientras tanto, traiga a su hijo el
lunes a mi consulta para hacerle unos chequeos.
—¿Cuáles chequeos, doctor?
—Lo más perentorio es un electroencefalograma para medir
el funcionamiento neuroeléctrico de su cerebro —puntuando su
discurso con un silencio firme.
35
—Está bien, doctor. Se lo agradezco mucho. Ha sido usted
muy amable.
—No se preocupe, señora. Y ya verá usted que el doctor León
obra milagros.
—¿Necesitamos uno? —preguntó con preocupación.
—No me haga caso. No harán falta milagros —se enmendó
con amabilidad.
El regreso a su casa, Celeste lo pasó cavilando; recordando su
difícil parto prematuro, vía fórceps, del primero de sus dos hijos;
la intensa y pertinaz fiebre en el niño que no bajaba de cuarenta
grados y la ictericia que le duró varias semanas o un mes quizá,
no lo podía recordar con claridad en esos momentos de apremio.
(Recuerda: este es un relato marino).
Su hijo, exhausto, dormía un sueño profundo, ajeno a la rea-
lidad de su entorno y de las consecuencias de lo que le hubiera
tocado vivir tan solo unos minutos antes.
Nació en unas condiciones difíciles, con una debilidad intrín-
seca, probablemente producto de las situaciones a las que se vio
sometida su madre durante su embarazo accidentado e inespera-
do, como en un drama anunciado hacía mucho tiempo, mucho
antes de concebirlo, aun mucho antes de decidir que su vida ten-
dría que cambiar; o a causa quizá de una caída del niño, desde
más de dos metros de altura, en San Juan, durante un paseo con
su prima Rosiris. (Me desprendí de repente del agarre blando de
mi prima Rosiris, como hacemos todos a esa edad, en instintiva
busca del futuro inmediato)…
Aquel incidente desafortunado entraba a formar parte del
elenco casi infinito de posibles razones por las que J.R. no era un
niño normal, uno completamente sano, y no sería, por lo tanto,
36
un adulto normal, en toda la extensión de la palabra. Todas esas
circunstancias desfavorables hablaban de un error que alguien co-
metió en alguna parte, en algún momento. Se diría que Dios se
había arrepentido de traer a este chico al mundo y este, tozudo,
luchó por su existencia desde el minuto uno. Y al parecer traía,
por añadidura, una herencia genética no muy prometedora, en
cuanto a lo que sería en el futuro su condición mental. Iniciando
por su padre, con serios y frecuentes ataques de ira, que lo conver-
tían en un monstruo bicéfalo, Dr. Jekill y Mr. Hyde; y acabando
en varios tíos paternos, que murieron, algunos de ellos, encerrado
cada uno en su cuarto, entre sus propios excrementos y orines, y
otros, los más afortunados, en hospitales siquiátricos, solo con
un poco más de cuidados y mucho más de malos tratos. Todas
esas circunstancias adversas habían provocado posiblemente unas
consecuencias no deseadas, ni esperadas por nadie, pero inevi-
tables, parte de su fatalidad intrínseca. Mucho menos esperadas
o deseadas por su madre, Celeste. Sus depresiones causadas por
desacuerdos fútiles, efímeros le podían durar días o semanas.
Esa sensación irrebatible (persistente, terca, tozuda…) de llegar
tarde a todo; o de no alcanzarlo.
Hablar de esto me hace sentir como si me hundiera en lo más
profundo y quisiera salir a flote en medio del océano.
A causa de la patología de nombre impronunciable, tendría que
ingerir hasta nueve pastillas diarias, Epamín, Fenobarbital y Za-
rontín (agregada después por Gervasio León, el neurólogo que me
controló en Caracas desde mi primer episodio, hasta mis diecinue-
ve años, cuando, en la universidad, por una situación, por unas
circunstancias puramente emocionales, padecí mi último ataque
comprobable); tres en cada toma, tres veces al día, después de cada
comida. Ese régimen estricto comenzó al finalizar la primera visita
con el doctor León en Caracas, recomendado por el pediatra que
37
me atendiera al producirse mi primer ataque. Aún recuerdo la for-
ma y colores de esas pastillas. El Epamín (barbitúrico muy fuerte
que después fue retirado) era una cápsula pequeña mitad blanca,
mitad naranja; el Zarontín, cápsula de color ladrillo oscuro pero
transparente; y el Fenobarbital, que creo que era la más fuerte de
todas, una simple, pequeña y circular pastilla blanca, con una línea
divisoria en el medio, para poder partirla en dos. Las nueve pastillas
diarias de distintos colores al principio me habían emocionado.
Me había convencido a mí mismo de que eran la pócima se-
creta para adaptarme a mi vida aquí en la tierra (dada mi tempra-
na atracción por todo lo que tuviera que ver con la vida extrate-
rrestre, yo sobrevivía a la hostilidad de mi entorno figurándome
un alienígena benévolo). Esa debilidad intrínseca, esa fragilidad
ab origine me marcaría el resto de mi vida, durante todos y cada
uno de sus días.
Ella se juró que fueran cuales fueren las condiciones que tuvie-
ra que enfrentar, curaría a su hijo. Buscaría los mejores médicos
y tratamientos. Rezaría, rezaría mucho a la virgen de Coromoto
(aunque nunca hubiera dado muestras de una religiosidad muy
intensa, encontrándose más bien en ese grupo mayoritario de la
feligresía católica que solo iba a la iglesia de cuando en cuando,
y en ocasiones familiares). Peregrinaría hasta el lugar donde esta
apareciera en el siglo XVII, como lo hacían miles de personas
cada año, para pedir o para pagar las promesas hechas. Y mientras
esto se decía, suavemente se oprimía/acariciaba el vientre con los
dedos de su mano derecha, como tratando de consolarlo.
Llegados a casa, Celeste se dispuso a cargar a su hijo en brazos
y sacarlo del coche, profundamente dormido como estaba, con la
añadidura de un bulto enorme, rojo, en su amplia frente. Antes
de cargarlo, tocó el timbre de su casa, ya que había dejado las
llaves adentro, a causa de los nervios.
—¿Cómo te fue, Celeste? —suena el padre del niño, apenas
curioso y en tono cansado, como si tuviera mejores cosas que hacer.
38
—Escúchame muy bien, José Román. El niño tiene una disritmia
en el fluido eléctrico del cerebro. El médico recomendó tranquilidad
y reposo. Así que te agradezco por favor que hagas un esfuerzo… por
tu hijo, ¡hazlo! —le espetó la mujer al borde del hastío.
—¿Reposo? ¿No irá contigo al colegio, entonces? —inquirió
como si no la hubiera entendido del todo.
—Al colegio me lo llevaré, y ahora con más razón. Lo tendré
siempre muy cerca de mí, con todas las precauciones posibles; eso
de mi parte, pero también de la tuya.
—¿Las precauciones posibles? ¿De qué hablas? ¿Qué tenemos
que hacer?
—En primer lugar, deberíamos dejar de discutir a los gritos.
—¿Y cómo discutiremos entonces? ¿En silencio? ¿Hacemos
mímica? —Y entonces hizo con ambos brazos, balanceándolos,
unos ademanes exagerados, ofensivos y casi simiescos, con la co-
lumna curva, ya no vertical, sino arrugada.
La mujer hizo una mueca de profundo fastidio y lo dejó en
ese punto, pues sabía que el entrenamiento familiar, comenzando
por el difícil carácter de su marido, no sería cuestión de unos
cuantos días sino de años, el tiempo que durase el tratamiento
de la condición especial del niño; y tendría que reunir el dinero
necesario para los viajes a Caracas. Para eso necesitaría un fondo
especial. Lo mejor sería alojarse en casa de su hermana Gracia
Angélica. Al menos eso ya lo tenía resuelto.
Menos de veinticuatro horas después del primer episodio con-
vulsivo, el niño padece otro ataque, acompañado por su primer
viaje fuera de este mundo, y comienza a sufrir una extraña trans-
formación, consistente en la aparición repentina, constante y ma-
chacona de legiones de palabras, ora organizadas estricta, militar-
mente por categorías gramaticales, ora en aluviones repentinos,
poderosos y caóticos, como trombas de agua, como un maremoto
de letras invencible, repetitivo, catatónico.
39
Paralelamente, el niño comienza a percibir otra secuela insi-
diosa de ese primer seísmo maldito, en la forma de rayos eléctri-
cos repentinos y fulgurantes que parecieran incendiar el interior
de su cabecita inerme y que se manifiestan de múltiples maneras,
tan distintas, que se diría hubieran hecho las delicias de cualquier
coleccionista frenético.
A partir de ese primer ataque convulsivo, que fuera el más
violento y prolongado, desarrolló una tartamudez que amenazaba
con quedarse por mucho tiempo, haciendo sus palabras picadillo
y extendiendo sus discursos hasta el infinito, llevándolo a preferir
el silencio, a cerrarse en sí mismo, antes que pasar horas tratando
de explicarse. Ni que decir tiene que esta circunstancia motivó el
aislamiento social de este chico (mu-cha-chi-to) perseguido por
demonios y monstruos indescriptibles. Su sueño se torna intran-
quilo y breve, más bien esporádico, con intervalos irregulares que
pasan a formar un paisaje abrupto, agreste y violento, como un
océano dominado por los efectos de un tsunami devastador.
Ese día, lunes, Celeste se levanta de la cama antes del amane-
cer. Camina, abre la nevera, coge un vaso de agua y vuelve a su
cama. Da vueltas y se encoge en posición fetal. Su hijo mayor
duerme con ella, desde ese primer ataque; así lo harán por mu-
chos años más. Lo abraza suavemente, intentando no despertarlo,
apenas posando su brazo derecho sobre la espalda del niño, que
parece un lienzo hecho en papel pergamino viejo, gastado, inútil.
Desde los tres y medio, casi cuatro, edad del primer ataque de
epilepsia, hasta los once años, el mismo día que comenzó el ba-
chillerato, durmió en la cama de su madre, a su lado. Ella le ponía
su brazo amoroso sobre su cuello, para protegerlo.
Vuelve a levantarse antes de que suene el despertador. Se pre-
para un café negro, sin azúcar, aún en su dormilona rosada. Des-
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pierta al niño y lo ayuda a vestirse. Tendrían que ir a la clínica a
las siete de la mañana. Él en ayunas. Viviría la experiencia de su
primer electroencefalograma, su primer viaje interestelar.
Celeste, consciente de la situación, le cuenta al médico que
al día siguiente de ese primer ataque, durante la cena, el niño
se quedó como ausente, como si hubiera partido de este mun-
do, y luego convulsionó por menos de un minuto. Este hecho
le confirmaría al doctor Sambrano el diagnóstico preliminar de
epilepsia, aun antes de realizarle el examen previsto. El examen
consistía en la medición de las ondas electromagnéticas del niño,
a través de electrodos que iban dibujando su actividad cerebral.
Se colocó con la ayuda de su madre, Celeste sobre la cami-
lla negra como quien aborda una nave espacial, por los bordes
transparentes, como de una incubadora. Los cables de distintos
colores, colocados cuidadosamente por la enfermera en su peque-
ña cabeza en forma de manzana, un poco inclinada en su parte
posterior, hicieron sentir al zute soñador como en una película de
ciencia ficción. Estaba convencido de que a través de esos cables
podían saber todo lo que él pensaba. Le leían la mente, pero era
para su bien. Tal era su convicción.
El dibujo de sus ondas cerebrales mostraba montañas que se
hundían en el mar y luchaban con él en un baile frenético y des-
acompasado. El diagnóstico después del primer encefalograma
fue contundente y definitivo: epilepsia (esto lo dijo el doctor
Sambrano con voz grave, aunque en tono indiferente, burocrá-
tico); complicado además con una cardiopatía congénita que
consistía en la coexistencia, relacionada con las alteraciones del
flujo eléctrico de su cerebro, de bradicardia y taquicardia. (La
bradicardia es el ritmo lento de los latidos del corazón, inferior a
sesenta latidos por minuto y la taquicardia es el fenómeno contra-
rio, una aceleración del ritmo cardíaco. La coincidencia de ambas
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condiciones en una persona es extraordinaria. Hay estudios que
relacionan la incidencia de cardiopatías en la aparición de ataques
de epilepsia). Y esta particular cardiopatía se complicaría con es-
porádicos ataques de asma, de origen emocional, atribuibles a la
hipersensibilidad del niño, «especial», en más de un sentido. (Lo
que para el resto de los mortales de su edad eran situaciones ba-
nales, cotidianas, para él eran a veces, casi siempre, dramones de
final de capítulo). Y aquí me repito una vez más, pero eso es una
secuela inevitable de mi epilepsia que a veces me impide avanzar.
(¿Por qué repito esto? Porque este es un relato marino).
La comprensible confusión inicial de la madre dio paso a una
investigación concienzuda de la naturaleza del mal y de sus con-
secuencias en la calidad de vida del niño. Sobre todo, cuáles se-
rían estas para su autonomía funcional. Tal empresa iba a requerir
de una constancia férrea. Sería un viaje que emprenderían juntos,
madre e hijo. Sabía que no contaba con su marido para tan exi-
gente cometido. Él prefería conformarse con echarle la culpa a
ella, pero nunca buscar soluciones. Nunca actuar en beneficio del
niño. Y nunca, por sobre todas las cosas, nunca salir de su zona de
confort, limitada a su cotidianidad aburrida que se mecía entre su
trabajo, y su cama, su tele y sus periódicos de los fines de semana.
Aunque quizás esta era la oportunidad para comenzar a hacerlo.
La oportunidad perfecta e inmejorable. Quizás por una vez en
su vida y ante la seriedad de la situación, asumiría una actitud
responsable, empática, generosa. ¿Sería eso posible? ¿Por una sola
vez, al menos?
La condición del niño —su condición patológica o (la) pato-
logizada por voces de autoridad— era mucho más compleja de
lo que ese primer ataque demostró. De la línea materna había
heredado una propensión a las cardiopatías, que en el peor de
los casos podría sumarse insidiosamente a la exigencia física de
42
cualquier ataque, más prolongado que los que hubiera padecido
hasta entonces, con consecuencias difíciles de prevenir. Y por par-
te de su padre, la predisposición en su familia a las enfermedades
mentales era más que obvia.
Ese primer ataque epiléptico trajo consigo algunas sorpresas.
Recordaba exacta y literalmente cada palabra escuchada por su
secreta práctica, o más bien compulsión incontrolable, de repe-
tirla mentalmente, como una grabadora fiel, veraz.
Adquirió la peculiar costumbre de caminar atento a no pisar
dos veces con el mismo pie dos cuadros consecutivos del suelo,
o de la acera, en la calle, por muy grande que fuera ese cuadrado
o sección de la superficie por la cual se desplaza. Necesita en ese
momento no repetir el paso que acaba de dar. No repetirlo con el
mismo pie, en el cuadro o sección siguiente del suelo, como si en
ello le fuera la vida, o como si ese ritual inconsciente, automático,
le evitara tragedias inasumibles. Si lo había dado con su piernita
izquierda, de inmediato tiene que cambiar a la derecha, haciendo
todo lo posible para que esta no repita el cuadro que antes pisó
la otra pierna. Es más fuerte que él. Como todos los demonios
advenedizos que conviven en su interior y que lo manipulan, sin
posibilidad alguna para él de resistirse. Se había convertido en un
cíborg de primera generación.
Comenzaron a llegar a su mente inquieta recuerdos de vidas
pasadas, de noche, con la luna y las estrellas. Fue Hitler, fue el fiel
ladrón, crucificado a la derecha de Cristo en el Gólgota. Eran tan-
tas vidas juntas, entremezcladas tan caóticamente que de repente,
así sin más, como por un acto de trasmutación del tiempo y de su
materia, sentía tener más de mil años. No podía detener la irrup-
ción meteórica de esas imágenes, de esos recuerdos y sueños, de
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esas vidas, atormentadas todas, febriles, como escapando siempre
de espectros eternos, inamovibles, infernales.
Odiaba la oscuridad. El momento de irme a la cama era tétrico y
si la noche era estilo Canterbury, solitaria, vacía de luz, solo matiza-
da por el hálito de algunos cúmulos viajeros, propicia a la aparición
de las huestes de demonios y vampiros que me perseguían fieles e
impertérritos, me ahogaba en un vacío oscuro, nebuloso, ortodoxo.
Creía que dormir era morirme cada noche y me apertrechaba
de cuanto tuviera a mi alcance para pasar la noche, esas horas en
las que no sería consciente de mí ni de mi entorno. En las que
irremediablemente perdería el control de mi vida. Calcetines en
mis dos pies todo el año, la luz del cuarto encendida (supongo
que a mi hermano no le molestaba, o compartía conmigo ese
temor, ya que no recuerdo que se quejara precisamente por eso),
todo perfectamente arreglado para evitar el miedo.
Y aun teniéndolo todo listo, esos demonios rojos pululaban
por mi habitación a sus anchas, sin dejarme conciliar apenas el
sueño. De resultas de lo cual dormía, lo que se dice dormir como
Dios manda, solo unas dos o tres horas, a ratos e interrumpidas
por manadas de cualquier tipo de bestias mitológicas, de todos
los tamaños en forma de palabras, sinónimos, equivalentes, antó-
nimos, colores y otras figuras fantasmales repetitivas.
Esta fue también una pesadilla recurrente en mis primeros
años de vida. Como la del hombre del saco, quien hubiera podi-
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do llegar en cualquier momento a mi casa, por mi ventana. Este
era un aliado fundamental en la agenda de control de mi madre.
Era ella quien me amenazaba con esta figura ficticia si no obede-
cía alguna de sus órdenes, sobre todo esa de irme a la cama a una
hora decente.
Vivíamos en San Cristóbal, la capital de un estado con nombre
impronunciable por mis labios intolerantes al sonido de la letra «ch».
Nuestros vecinos eran extraños. Distintos a nosotros. Hablaban
distinto. Con otro acento. Porque ni mi padre ni mi madre eran de
ahí. Y por eso también me sentía como un fantasma en la calle donde
vivíamos, y adonde fuéramos, me sentía invisible.
A medida que se iban sucediendo los ataques, me volvía más
irascible. Formaba pataletas de nada y parecía endemoniarme
cada vez que mi madre se disponía a colocarme los botines ne-
gros, ortopédicos, que me ayudarían a corregir o al menos dis-
minuir el pie plano. Eso y las ensaladas con cebolla y vinagre,
no de verduras, me hacían estallar en mil petardos. Enrojecía
mi rostro como un tizón. Mi madre, confundida, solo atinaba a
callar y esperar que me tranquilizara. Después ya no pudo más
y estallaba ella también, agobiada, confusa, amargada hasta la
exasperación.
Parecía que este planeta lleno de maravillas no fuera suficien-
te para mi diminuta persona; que no me sintiera a gusto en él,
ni en mi propio cuerpo.
Mi peor enemiga era la gravedad. Todo se me caía de las ma-
nos como si las tuviese engrasadas en mantequilla derretida.
Mi torpeza física recurrente, mi incapacidad para atarme el
nudo de los zapatos; el que no pudiera retener la comida en la
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comisura de los labios, sin que se me derramara inexorablemente,
dejando el suelo hecho un asco; enfundarme los pantalones o
subirme la cremallera, a mis quince años eran tareas pendientes.
Esta miríada de situaciones, evidencia inequívoca de mi ori-
gen extra planetario (recuerda que el tema de la adaptación a la
gravedad terrestre, que lleva su tiempo, me había complicado la
existencia en este mundo, haciéndome perder el equilibrio cada
dos por tres y no permitiéndome asir bien cualquier objeto que
se me iba de las manos, como si las tuviera de mantequilla), había
sido producto del descuido supino de mi madre, y de la indife-
rencia contumaz de mi padre, en mi proceso de formación inicial
como persona. Maldecía la gravedad, cada vez que se me caía un
objeto de las manos, por no saber que la gravedad es inevitable,
como otros temas en la vida.
Esta ineptitud cotidiana (y otras características suyas, no me-
nos resaltables) dejaba entrever que su vida no sería fácil, ni para
él ni para el resto de la humanidad que lo rodeaba. El «lado po-
sitivo» de esas peculiaridades, es que ahora y siempre tendrían la
excusa perfecta, la de su madre impidiéndole crecer.
Vivíamos en una «quinta», algo intermedio entre una mansión
y una casa normal y corriente (yo la identificaba como la primera
y asociaba lo poco común de mi apellido paterno a un origen
noble… o al menos «especial»). La casa de mis padres tenía tre-
cientos cincuenta metros cuadrados construidos, sin incluir el se-
gundo piso que se construyera años después.
Esta área se repartía en siete habitaciones y tres baños, uno de
cada cual destinado para la empleada doméstica (a ella le corres-
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pondía la más pequeña de las habitaciones, con baño privado, al
lado de la cocina), de cuyos servicios disfrutamos hasta después
de haber acabado mi carrera. Comenzaba en la amplia sala, de
3x4 metros cuadrados, pero que acababa abruptamente en el hall,
pequeño, cuadrado, modular que separaba las tres habitaciones
principales, la de mi madre, la de mi padre y la que compartíamos
mi hermano y yo. En medio de todo, el baño principal, estrecho,
incómodo, con el váter encerrado entre el plato de ducha y el
mueble con el lavamanos y, a su lado (y he aquí la clave de la
incomodidad), el bidé, que era quizá la pieza que yo más aprecié
durante muchos años pues le daba un toque de distinción a mi
casa. No todas las casas tenían ese mueble milagroso, que me
liberaba de esa horrible sensación de suciedad, con apenas un
chorrito de agua rápido, poderoso, eficaz.
A mis tres años, mi madre me arrullaba muy cerca de su pecho,
olor a musgo marino, con una nana que me mostró el camino al
dolor sin atenuantes, cuando apenas comenzaba a tratar de co-
municarme con mi entorno. Era la historia de una paloma que se
elevaba al cielo sin regresar. Un momento definitivo. Un viaje sin
retorno que se repetía como una noria. Cada noche sin falta. Fue
mi primera experiencia dolorosa. De dolor sincero. No recuerdo
bien por cuál razón mi madre me la cantaba cada noche si sabía
que me causaba ese efecto depresivo y siempre acababa lloran-
do. Seguramente, en su sabiduría perfecta, llegué a pensar, se dio
cuenta de que ese llanto me liberaba de alguna presión interna
que no podía describir a tan corta edad. Y siempre me la cantaba
con la misma voz dulce, con la misma melodía suave y arrullado-
ra en la que ponía todo su empeño y todo su ser de madre devota.
47
Palomita blanca,
copetico azul,
llévame en tus alas
¡a ver a Jesús!…
¡Ay! Mi palomita…
La que yo adoré,
viéndose con alas,
¡me dejó y se fue!
El único consuelo ante la imagen de la paloma perdiéndose
entre las nubes, la de Ícaro muriendo abrasado por el sol, y la
de cualquier separación o pérdida inevitable en mi vida, era su
promesa de que nos reuniríamos en el cielo, después de esta vida,
para siempre jamás.
Transformé todos esos recuerdos infantiles en mi escudo solar, el
que me protegería de todas las mareas, de todas las tormentas, con
su energía electromagnética que atraía lo bueno y rechazaba lo malo
como mi amuleto infalible, invencible, más allá de mis justificadas
dudas acerca de lo invisible, de lo espiritual en tanto en cuanto fuer-
za oculta, incognoscible. Esa vendría a ser la primera ocasión en la
que sentiría un placer (que podría definirse como) masoquista por el
dolor autoinfligido. No un dolor físico, obviamente, sino espiritual.
Ese momento de compromiso, de comunión con la paloma blanca
del copete azul alejándose hacia lo desconocido (supuestamente ahí
la esperaba Dios con su infinito amor), fue un momento definitivo
para mí. Ese era uno de los tantos momentos en los que lamenté
no poder volar. ¡Tantas palomas vi alejarse después, sin reconocer la
imposibilidad de conservarlas a mi lado y protegerlas!
Toda historia de pérdida resonaba en mí como en un pozo sin
fondo; rémoras, rémoras invencibles. Fui Ícaro en su vuelo hacia
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el sol, buscándome entre la humildad y el orgullo. No quería ser
como la altiva villana de la telenovela que no sabía dónde estaba
el límite a su soberbia, a su egoísmo. Por mucho que me tentara
ese rol de poder omnímodo, ilimitado. Sí; quise encontrar justi-
ficación a mi soberbia principesca. Apenas la busqué cuando me
vi vencido, derrotado. Creí merecer la muerte de Simón Pedro,
el predicador.
Todas las noches, con esa nana melodramática, por la que llegué
a sentir inaudita devoción, mi madre me enseñaba que el dolor, el
dolor del alma, era el camino seguro a la gloria del Padre; a rezar el
padrenuestro y el avemaría, en castellano; yo a mis cuatro años, los
aprendí por mí mismo, en latín, por acercarme un poco a los oríge-
nes, lo cual siempre me obsesionó; y a pesar de esa actitud proclive
a la búsqueda humilde y sincera de la verdad, me equivocaba.
Mis rezos eran remedos torpes de los de mi madre. Ella conta-
ba años después la anécdota de mis errores salmodianos (el «san-
tificado sea tu nombre, así en la tierra como en el cielo», lo trans-
formé en «santofincao que echas tierra desde el cielo»).
Explicado en detalle: santofincao (¿un santo que se afinca?) fue
error de interpretación mío atribuible a mi escaso bagaje al mo-
mento de esa experiencia inicial con los asuntos del más allá… y
que echa tierra desde el cielo, me parecía más bien una reinterpre-
tación de mi madre en clave de humor, para enriquecer su acervo
frente a su parentela sanjuanera. (Y, sin embargo, se me quedó esa
imagen de esa mano gigantesca, echando arena poco a poco desde
el cielo, convirtiendo nuestro planeta en un desierto amarillo).
Lo de Ave Maria, mater dei me causó escozor y dudas por razones
obvias (¿cómo podría ser una mujer terrícola la madre de Dios?).
49
Esas dudas las llevé hasta el primer año de la uni, donde mi profesor
de Derecho Canónico, un sacerdote católico gallego que literalmente
nos bañaba (a quienes por desgracia o masoquismo ocupábamos los
primeros pupitres) con su sapiencia y con su saliva, me apuntaba con
su pequeño y dorado índice, me clavaba su mirada azul, y desde su
discurso indirecto (e insinuado, sugerido, a veces no tanto) me hacía
saber que me esperaba una larga estancia en el purgatorio, de no
arrepentirme de ese escepticismo mío frente a la verdad eterna y ab-
soluta que eran los misterios de la santa madre Iglesia. De nada sirvió
mi insistencia en llamar su atención acerca de la diferencia entre el
campus universitario y el púlpito religioso.
Lo de la pléyade interminable de santos y lo de la virgen que
cambiaba de identidad y de indumentaria (como un superhéroe
de la tele) según el país e inclusive según la región del país era
para mí absolutamente incomprensible. El único aspecto que en-
tendía de ese mito tan poderoso culturalmente era que «la virgen
María es nuestra madre protectora» (siempre me imaginé a mi
madre como esa figura, con un velo blanco sobre su cabeza, con-
migo en sus brazos). Pero nunca entendí que se dijera que era la
madre de Dios.
Esa perspicacia me ayudó a separar la paja del trigo, desde el
principio de los tiempos. Mi aprendizaje espiritual había iniciado
con la nana de la palomita azul (blanca, perdón) y esos rezos,
enseñados cumplidamente por mi madre. Fue mi tía Gracia An-
gélica la que me enseñó el orden correcto de la cruz en el acto de
persignarme dado que, al ver que lo hacía al revés, de derecha a
izquierda, pegó el grito al cielo, con el correspondiente acto de
santiguarse.
Cuando rezaba, lo hacía convencido de que Dios me escu-
chaba. Y Dios para mí era ese anciano de luenga barba blanca,
cuya imagen tan masculina en nada me inspiraba confianza sino
50
miedo y todo lo demás, es decir, todo lo contrario a la confian-
za, demonios. Tampoco me convencía en absoluto la versión ofi-
cial, de que Judas Iscariote fuera el demonio personificado en la
tierra, ni de que hubiera ido directamente al infierno por haber
traicionado a Jesús (por haberse suicidado, pase, pero no por su
traición, ya que su traición era una parte imprescindible del li-
breto de todo el proceso necesario para que Jesús pudiera hacerla
de Cristo y todo eso). Siempre fui muy hábil para detectar esas
incoherencias, teológicas y de otro tipo, que pudiera ser que para
el resto de la gente no estuvieran tan claras. Ha de ser porque se
conformaban con repetir como cotorras amaestradas lo aprendi-
do quién sabe ya cuándo.
Hasta ahí se limitó mi nexo con la religión, hasta la edad de
ocho o nueve años cuando, por influencia de Juno, mi conspicuo
e inquieto vecino en la calle 2 de El Pedregal y quien fuera por
esos días mi único colega sincero (por esos errores relativos a la
ignorancia, el padre de Juno lo había bautizado con ese nombre
femenino, convencido de que hubiera pertenecido a un gran gue-
rrero mitológico, de luenga barba y musculatura imposible), cuya
madre era católica acérrima, fuimos a presentarnos ante el cura de
la parroquia con la firme decisión de convertirnos en monaguillos.
Juno me cogió del brazo y me llevó hasta la iglesia del barrio,
al otro lado de nuestra calle. «Vente conmigo», me ordenó con
decisión, como poseído por un espíritu revelador. Llegamos jus-
to antes de que el sacerdote español, delgado y alto como una
columna dórica, iniciara la misa. Esa experiencia de servicio al
sacerdocio duró en nuestro caso solo una noche, ya que una vez
concluido el servicio y mientras el sacerdote se ocupaba de orde-
nar algunas estancias de la iglesia, nosotros decidimos compartir
la última cena por nuestra cuenta y riesgo y organizamos un pe-
queño picnic a puertas cerradas con las ostias y la media botella
51
de vino que aún quedaban de la misa de las siete de la tarde. «Es-
peradme aquí durante el oficio», nos indicó, serio. A su regreso
de haber contribuido con la salvación de unas cuantas almas per-
didas, se encontró con el espectáculo de los dos chicos mareados
y casi agotadas las existencias de ostias para la sagrada función.
El presbítero, al percatarse del faltante, montó en cólera y he-
cho una furia nos conminó a abandonar el lugar, sin la paga que
nos correspondía por nuestros servicios (algo así como cinco cen-
tavos de dólar de la época, cuando el dólar estaba a 4,30 bolívares
por unidad), no sin antes advertirnos la manera en la que había-
mos puesto en riesgo la salvación de nuestras almas, a causa de
tan sacrílego festín. En ese momento creí convencido que éramos
los primeros en profanar de tal manera el carácter sagrado de la
ostia y del vino que usaba el padre en la misa. Pero igual no era
para tanto, porque seguía sin convencerme ese carácter sagrado.
¿Por qué «sagrado»? ¿Qué tenían de secreto una galleta y una bo-
tella de vino? ¿Acaso sabían distinto o tenían poderes sobrenatu-
rales? ¿Te hacían más fuerte, más veloz en las carreras, más sabio
al menos? ¿Podrías volar como los ángeles y arcángeles? (¿cómo te
crecerían esas alas inmensas de un arcángel?... o ¿serían pequeñas,
según tu tamaño? Esto era lo más lógico). Solo así yo asumiría, y
aceptaría ese carácter sagrado, que era lo mismo que decir «secre-
to» o «divino» (propio de Dios), especial, intocable. Huelga decir
que este episodio, que me llenó de vergüenza por tanto tiempo,
pasó a engrosar el creciente repertorio de anécdotas que mi madre
compartía, entre divertida y orgullosa, con nuestra familia de San
Juan, hundiendo sus dedos y uñas en mis heridas abiertas
Mi madre desnuda
La habitación de mi madre contaba con un baño estrechísimo,
constituido en su conjunto por una estrecha cabina individual
52
para la ducha, a su lado el váter y frente a este el lavamanos em-
potrado. Sobre el mueble del lavamanos se distribuían todos sus
potingues de cremas antiarrugas de diversas marcas, que ocupa-
ban desordenados el mismo sitio desde que nos mudáramos, y a
cada lado del lavamanos, sendas cajitas de música, una dorada,
pequeña, que mostraba una bailarina que describía torpes mo-
vimientos circulares sobre una plataforma imantada al son de El
amor es azul (o “triste”, según se tradujera), y la otra, dos o tres
veces más grande que esta, de madera oscura, rematada con un
camafeo de bordes carmesí, que mostraba la efigie lateral de una
elegante mujer, en un color blanco marfil prístino.
Ambas habían sido regalos por el Día de las Madres de parte
de mi padre (con nuestra inevitable interlocución como ejecuto-
res del ritual homenaje), producto de su euforia etílica en años
distintos, cuando hubo descubierto un fugaz deseo suyo de hacer
las paces con mi madre, por esa sola vez y con fecha y hora de
vencimiento. De la ocasión no me cabe la menor duda, pues era
la única en todo el año en que mi padre se sentía perentoria e
inevitablemente obligado a regalarle algo a nuestra madre. Detrás
de la caja de música más grande, la marrón, siempre había una
servilleta envolviendo un extraño artilugio cuya utilidad descubrí
ese día. Era un alambre curvo que sostenía dos perlas de nácar,
separadas por un espacio vacío que, en esas dimensiones, a mí se
me antojaba larguísimo, amplio.
Y entonces ocurrió. Vi a mi madre desnuda, ella salía de su
baño con solo una toalla que apenas le tapaba hasta la mitad de
sus piernas veteadas por extrañas hendiduras, de tamaños dife-
rentes, unas inmensas y redondas como cráteres lunares y otras
más pequeñas y alargadas, como vainas de soja. Eso fue lo que
me hizo una impresión más fuerte. Antes de eso, solo conocía su
célebre cintura estrecha como la de una guitarra española y aun-
que no sintiera una curiosidad especial por el resto de su cuerpo,
53
sí que me sorprendió tanta desproporción entre unas y otras de
sus partes.
Los pies de mi mamá no me atraían especialmente. Eran
femeninos, normalitos y hasta algo rellenitos, anchos me pa-
rece, con el dedo gordo robusto, ancho también y la cutícula
de la uña gruesa, como una plataforma de clavados en minia-
tura pero no tanto, en una reducción proporcional; así me la
imaginaba.
... Hubo escenas freudianas…
Y sentí una extraña repulsión al entrever más allá de la toalla unos
vellos negros que sobresalían indiscretos y displicentes. Literal-
mente me revolvió el estómago y salí de ahí corriendo hacia el
baño principal de la casa, separado de la puerta de su habitación
solo por un minúsculo pasillo (lo que yo llamo impropiamente
«minúsculo pasillo cuadrado» era en realidad el hall, palabra ex-
traña que evocaba en mí un espurio sentido de pertenencia a un
linaje noble de origen europeo).
Tenía pesadillas en las que mi madre me seducía; sueños ho-
rribles, intolerables a la conciencia humana. Se producían inme-
diatamente después del recuerdo de las nanas que me cantaba
con voz queda, apaciguadora. Y eso me importaba y me rompía.
Me la imaginaba desnuda provocándome, incitándome, apenas
cubierta por una túnica romana, como Livia Drusila, elegante,
regia, sensual… Yo no quería… Esa imagen me dio mucho más
miedo que la del hombre del saco con la que ella me advertía cada
vez que quería ir a la parte trasera de la casa en El Pedregal, o al
cuarto de los santos de mi abuela en San Juan.
Intermezzo: Disquisiciones de un zute alienígena al que le falta
tiempo.
54
Entre mis incursiones secretas a la biblioteca de mi padre, mi
espacio lúdico preferido desde que tengo memoria, realizadas como a
un sanctasanctórum al que tenía desautorizado el ingreso sin necesi-
dad de un cartel, y los ratos plásticos, estelares y cotidianos con Bruno,
era, a mi manera, feliz.
Entretenía mis horas domésticas no solo en el desarrollo de mi
hiperglosia innata (quería ser el políglota más grande de la his-
toria, con una fruición convertida en ansiedad patológica), sino
en la reflexión acerca del alma humana y sus contradicciones. La
primera duda que me asaltó fue: «¿Por qué no me parezco más a
mi madre?».
Creía, como los antiguos, que la tierra era plana y no redonda y
achatada en los polos; y que no existía materia más allá de la luna y
el sol; no podía imaginarse cómo sería un grano de mostaza, ya que
estaba segurísimo de que la mostaza se encontraba en la naturaleza
en su estado final, liquida, amarilla y espesa. Al tener los pies planos,
su equilibrio era más que precario, pero él atribuía sus constantes
caídas a su condición alienígena, especial, angélica quizá.
Me preguntaba también ¿por qué niños y niñas eran identificados
como tales inmediatamente al nacer, a través de ese código cromático
dicotómico entre el azul para ellos y el rosa para ellas, y por qué las
niñas no podían jugar con cochecitos, camiones de bomberos o pistas
de carreras y juegos de construcción, sino que las limitaban a muñe-
cas y juegos de té?
Me preguntaba, en soliloquios que colgaban de las horas, cómo es
eso de que la tierra no era plana sino redonda (¿cómo es eso de que
vivimos en una esfera que gira y se desplaza, y no permanecemos
mareados, y no nos caemos?).
¿Los cohetes espaciales que despegan verticalmente pueden seguir
viajando en ese sentido, vertical, indefinidamente?; y ¿qué encon-
traríamos si viajáramos siempre en ese sentido, vertical, bien hacia
arriba, bien hacia abajo, indefinidamente… por siempre jamás?; si
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la obvia preferencia de mis padres por mi hermano Leíto se debía a
que era el más pequeñito o a su tono de piel más claro y sus rasgos
faciales más suaves, armónicos, no afectados por ese sino que me traje
yo al nacer.
Preocupado como andaba siempre por la semántica, pensaba:
«¿Por qué les llamarán sexos opuestos, si son diferentes pero no con-
trarios?». (Para ser contrarios deberían tener una composición cro-
mosómica contraria en su totalidad, y no es tal). Entonces, ¿por qué
les llaman «opuestos» y no «diferentes»? La respuesta me la dio, años
después, Teodoro Adorno. (¿A qué edad se me ocurrió esta pregunta?).
Además, también me preguntaba con cierto grado de angustia
por qué se identificaba la riqueza con la virtud, es decir, por qué el
«villano» medieval era reconocido como el malo de la película, no así
el «noble», que lo era no solo de sangre sino que ese apelativo había
devenido en sinónimo de virtud. (Esta pregunta se originó en mi
manía indomable de fijarle a todo su opuesto).
¿Por qué cuando veo escrito el nombre de mi ciudad en colores
mate sobre piedra calcárea siento como si me arrullara, como si me
acariciase, como si fuera mi madre la que me dijera «te quiero»?
¿Por qué confundo el hebreo con el griego?
¿Por qué creo conocer de toda la vida a ese ladrón que sufre en la
cruz al lado de Cristo? (¿Cuál lado era, el izquierdo o el derecho?)…
¿Por qué la gente me mira así, tan raro; así como con envidia; así
como con lástima?
¿Por qué siento ser el único en este mundo que tiene esta piel vis-
cosa y estas antenas en la cabeza?…
Y la más angustiante de todas:
¿Qué movió a mi madre a unirse indisolublemente a mi padre?
¿Por qué no siguió con su pareja anterior, como hubiera hecho cual-
quier mujer inteligente, con algo de sentido común?
Reconocía en cada idioma una personalidad distinta. Era como
ver su carácter a través del sonido peculiar de las palabras. En el
francés, elegancia afectada; en el alemán, elegancia marcial (quizás
56
porque siempre lo relacioné, a través de las pelis de guerra, con esos
uniformes de diseñador); el italiano, ternura y romanticismo infan-
til. Me costó aceptar la rudeza campesina del ruso. En cuanto al
inglés, le parecía neutro y anodino, inexpresivo y apenas utilitario,
práctico como una cuchara. Sería filólogo. Su amor por las lenguas no
estaba en cuestión, filólogo o historiador.
Lo que más me gustaba de S.C. era el hecho de ser una ciudad fron-
teriza (yo mismo he sido una persona fronteriza en muchos sentidos).
Viví como propio el sueño integracionista de Bolívar durante media
vida. Siempre me sentí ciudadano del mundo, un aprendiz de trota-
mundos ávido de conocer y vivir otras perspectivas. Mi mayor miedo
cuando era niño era el inmovilismo, quedarme estático, impávido
ante la realidad y los espacios diversos, cambiantes, dinámicos que
ofrece esta pequeña esfera azul.
Me hacía ilusión esa idea de vivir entre dos países, dos cultu-
ras que, aunque muy similares en apariencia, diferían en rasgos no
apreciables por una mente inexperta como la mía entonces. Cada
que íbamos a San José, mi sueño era seguir el viaje, avanzar en el
descubrimiento de pueblos y más pueblos y mirar su gente, cómo ves-
tían, cómo se movían por ese espacio único como fotogramas de una
película. Mi madre me prometía que sí, que algún día avanzaríamos
más allá, hacia Pamplona, un pueblito andino que me conectaba di-
rectamente con esa idea de pertenecer a un gigantesco conglomerado
de pueblos con cientos, quizás miles de características en común.
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CAPÍTULO 0,9
El orden de los factores...
Celeste, a pesar de la oposición numantina de su marido, había
comenzado a estudiar Derecho en la Universidad Católica, pocos
años después del diagnóstico de su hijo. Ahí logró formar un gru-
po de estudio que llegó a ser uno de amigas inseparables. La más
cercana de ellas, Nerea, una pequeña, rubia y cantarina zuliana de
ojos saltones de salamandra, melodramática a la vez que show-wo-
man consumada y sin frenos conocidos, de carácter espumoso,
invitada inoportuna en funerales, que se robaba la escena con su
hablar incesante y vertiginoso, y hacía reír aun a las momias del
Museo Egipcio.
Celeste solía ir a casa de Nerea a reunirse con el grupo para
hincar el diente a los interminables textos de Derecho. Siempre
era la primera en llegar, pues aprovechaban la ocasión para poner-
se al día de sus venturas y desventuras, de las suyas y de las de sus
conocidas, que podrían incluir intimidades mutuas, protegidas
por el secreto del sumario.
Desde que se conocieron en el primer día de Derecho Civil I,
se entendieron a la perfección. Tanto, que se completaban las ora-
ciones continuamente y se pusieron de acuerdo para recabar entre
ambas los apuntes de clase. Celeste tenía a su cargo desarrollar
el núcleo de los conceptos, ya que a Nerea no le gustaba escribir
o tomar apuntes; y esta, su relación con los artículos, códigos y
59
otras normas legales donde estos se encontrasen, dada su fantás-
tica memoria eidética.
En una de esas visitas al pequeño apartamento de Nerea (del
cual se mudó años después a una casa inmensa, rodeada de cha-
guaramos, donde yo crecía y me transformaba en un príncipe a
cargo de un castillo), mi espíritu aventurero, aunado al despiste
de ambas mujeres, les jugó una mala pasada.
Habiéndose ellas encerrado en el pequeño habitáculo de la
cocina de Nerea, y pensando que me había quedado jugando (o
leyendo, que era lo más probable), yo más bien había bajado en
solitario, como en un trance de inconciencia nebulosa, y había sa-
lido hasta la calle, donde me reuní a charlar muy animadamente
con un grupo de motorizados que esperaban quizá a sus respecti-
vas citas de esa noche.
No pasó más de media hora antes de que las dos amigas se
dieran cuenta de la ausencia del pequeño y corrieran escaleras
abajo, desde el tercer piso hasta llegar al estacionamiento del
edificio, en forma de gran explanada al aire libre. Una vez veri-
ficaron mi ausencia en menos de un minuto, avanzaron hacia
la calle por el lado derecho, donde pudieron ver y escuchar al
grupo de doce o quince motorizados hablar en tono alegre y reír
con ganas; de en medio del círculo feliz, comenzó a emerger la
pequeña figura del orador estrella. Tanto Celeste como Nerea se
quedaron boquiabiertas y en un pasmado silencio, esperando
que el chico errabundo (mu-cha-chi-to; o muchacho del zipote;
forma despectiva y autoritaria que tienen algunos adultos para
dirigirse a infantes díscolos) acabase su perorata. A la previsi-
ble reacción ofuscada de la madre, que avanzó sobre el niño
con la intención de agarrarlo firmemente del bracito diminuto
y escuálido, uno de los presentes, un muchacho de no más de
60
veintidós años, con el cabello al rape, se adelantó al movimiento
nervioso de la madre en contra de su hijo y abriendo sus brazos
hacia el infinito, como Jesucristo en su gloria, le espetó: «¡Se-
ñora, que el niño está bien! ¡No le ha pasado nada!». Celeste,
en tres segundos, transmutó su gesto serio de angustia en un
suspiro y una amplia sonrisa que precedió a un agradecimiento
copioso.
Vueltas arriba, sentaron al muchachito díscolo y le lanzaron
una andanada de preguntas confusas, la primera de las cuales fue
cómo había hecho para salir y por qué no dijo nada. La sorpren-
dente respuesta fue que el niño no recordaba cómo había llegado
ahí. No recordaba nada de lo que pasó entre el momento de abrir
la puerta, tomar el ascensor (o bajar las escaleras, que fuera lo más
probable) y verse rodeado de esos señores tan simpáticos, siendo
él el alma de la fiesta. Esto determinó a Celeste a llamar al día
siguiente, lunes, al doctor León, para comentarle el episodio y
pedirle verlo en Caracas.
No puedo recordar qué me impulsó a bajar esas escaleras,
como si estuviera bajo hipnosis, y que me detuviera en mi mar-
cha ese grupo de motorizados con sus novias o prospectos de
tales. Seguramente fue eso mismo, sus chaquetas negras de cuero
con adornos chinos, sobre todo dragones, dragones multicolores,
supuestamente sensuales (para sus chicas), su brillo al contraluz
nocturno, algo que me atrajo como un imán a un cochecito en
miniatura.
(Por cierto, acabo de recordar que ellas bromeaban mucho con
lo de Pitanguy, y Nerea y ella discutían como dos hermanas si en
Ginebra o en Río).
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El caso es que voy a tener que hacerlo yo sola, mana. No me queda
más remedio. Tú sabes cómo es José Román. Dejado; irresponsable
como él solo sabe serlo. Ni siquiera con sus hijos. Al menos no con Ro-
mancito, que es el que más lo necesita. ¿Tú te imaginas a José Román
viajando a Caracas en autobús, de noche, bajándose en cada alca-
bala, mostrando sus documentos, tolerando impertinencias e intentos
de chantaje y de coimas de parte de los guardias?; ¿a ti te parece eso
lógico, mana? ¿Que sea yo la única que tenga que cargar con todo eso?
No te lo pierdas, mana. Ya verás que todo me tocará a mí. Pero sabes
y te consta que estoy dispuesta a todo por mi hijo. Nunca ha habido
ni habrá en esta tierra una madre tan dispuesta como yo a hacer lo
que sea por sus hijos. Lo daré todo, mana. Y tú serás testigo de mi
sacrificio, de mi entrega, de mis denuedos por mi hijo.
¿Tú crees que alguna vez esperaré algo de José Román? No, mana.
Nunca. Ya tú verás. Porque también sabes que José Román no nació ese
día. Que no está hecho de esa madera. Y tú te pones a pensar: ¿qué tiene
que pasar para que este hombre se decida finalmente a asumir su res-
ponsabilidad de padre? Y te das cuenta de que eso es un sueño imposible
de realizar, que no tienes posibilidad alguna con personas egoístas como
él; con personas enfermas como él. Enfermo de neurosis, de egoísmo.
Imagínate, mana, que siempre saca a colación un libro que tiene
en la biblioteca que se llama Alégrese de ser neurótico. Un libro
viejísimo, mana, y él lo blande como su espada invencible, como su
escudo dorado. ¿Tú puedes creer eso, mana? Te casas y te das cuenta de
que te has equivocado de la A a la Z, mana. Sin paliativos. Te paras
frente al espejo de tu baño y te preguntas ¿hasta cuándo esta vida?
Y lloras, mana. Lloras a escondidas de tus hijos, para que ellos no se
62
den cuenta de tu sufrimiento. Y tragas grueso. No puedes permitirte
la menor seña de debilidad frente a ellos, porque ellos te necesitan
firme y fuerte. Necesitan esa fuerza tuya para salir adelante, mana.
Y no te puedes cansar, porque si te cansas no estarás ahí para ellos
cuando te necesiten.
No puedes descansar. No puedes parar de pensar en ellos. De dár-
selo todo. No te puedes agobiar. Tienes que seguir adelante. Sola.
Tienes que seguir hasta el último hálito de tu aliento. Mientras el
cuerpo aguante. Y aunque ya no aguante más. Te tienes que sacrificar
por ellos. Tienes que dárselo todo a ellos. ¿No es eso lo que se espera
de ti? Y te haces vieja rápido, mana. Pero no importa, porque por tus
hijos cualquier sacrificio vale la pena, mana.
Tus canas, mana, son medallas que te da la vida por tus desvelos.
Y si te cansas, tienes que retomar fuerzas y seguir adelante. Por tus
hijos tienes que seguir adelante. Y a veces tienes que hacer el papel
de villana. Aunque te pese. No lo quieres hacer, pero a veces hay me-
dicinas amargas. Tienes que enseñar a tus hijos, así sea a los golpes,
mana. A veces te morirías antes de ponerles una mano encima. Yo a
mis hijos nunca les he puesto una mano encima. Pero a veces te toca
ese duro papel. Y te ocupas de todo. Porque es lo que tienes que hacer.
Y no te importan los sacrificios que tengas que hacer por ellos. Y los
días se te hacen cortos, cortísimos. Porque tienes que ocuparte de todo:
de tus dos trabajos, de la casa. Y tienes que tomar decisiones drásticas.
O eres la esposa perfecta o eres la madre que tus hijos necesitan.
¡Qué remedio! Te arremangas y adelante. Sigues luchando por
ellos. Sigues dándolo todo por ellos. Y te haces cargo de la situación,
como si tú fueras la única persona en este mundo con la que cuentan
tus hijos. Haces lo que sea. Vas a donde sea que tengas que ir. Como
si nadie más que tú existiera, como si nadie más estuviera para ellos.
¿Te das cuenta de la responsabilidad tan grande que asumes al traer-
los al mundo? Al principio, cuando nacen, no sabes nada de nada,
pero vas aprendiendo, la vida te va enseñando y te vas haciendo más
fuerte. Y aprendes de tus errores.
63
Habrá momentos en los que te agobies (esto creo que ya te lo he
dicho antes, mana), pero no puedes dejarte vencer por esos sentimien-
tos de debilidad, de insuficiencia, que será lo primero que estará para
ti a lo largo de todo tu camino de sacrificios. Y al final tendrás tu
recompensa. O no. Porque esta vida es una ruleta. Y no sabes qué te
tocará en suerte. Pero ahí vas. Avanzas; no te detienes. Por tus hijos
no te detienes. Y tienes que llegar a la meta. Cumplir tus objetivos.
Los objetivos que te planteaste con respecto a ellos. Que triunfen. Que
sean felices. Que se enamoren. Son tus hijos. Los amas. Das todo por
ellos. Das hasta la vida por ellos. No te cansas, no desfalleces. No te
dejas vencer ni por el más fuerte y temible de tus enemigos.
… ¡Imagínate, mana! Cuando vi a Leíto masticando chicle, como un
mafioso se pasa el palillo de un lado a otro de los labios, en chanclas
plásticas de gente pobre, negras, horrorosas, le dije: «Te vienes con-
migo ya. No te dejo aquí ni muerta». Y me lo traje a San Cristóbal,
a que viera qué carajo quería estudiar, qué iba a hacer con su vida,
pero con una carrera; que estudiara primero, se graduara primero y
después podría hacer lo que le viniera en gana. Pero eso de estar así,
como un camello de poca monta, diciendo palabrotas y desgañitán-
dose de la risa por cualquier burla o chiste machista, no, mana, eso sí
que no se lo podía permitir, mana.
—¿Y con J.R., mana? ¿Qué harás con J.R.? —le pregunta la ami-
ga como con doble intención.
—Con J.R. es más fácil todo. Él se deja llevar porque confía en
mí ciegamente. Es mi mancuerna —respondió, con un suspiro de
profunda tranquilidad, y un retintín de satisfacción imposible de
disimular.
64
Algo en su cabeza se volatilizó. Hoy se puede decir con certeza
científica más allá de cualquier tipo de duda que sufrió un episo-
dio de estrés postraumático, seguido de una profunda y prolon-
gada depresión cuyo tratamiento tendría que haber incluido una
intervención siquiátrica que se hubiera acompañado indefectible-
mente de fármacos, más o menos potentes, según la gravedad del
diagnóstico clínico. Pero entonces, ese lenguaje técnico no estaba
a disposición del pueblo llano y simplemente se hablaba de «mal
de amores». «Sed perfectos como yo lo he sido». ¿Qué significa
«ser perfecto» en este planeta? Nadie nunca pudo explicarme eso.
Pero mi madre llegó a acercarse bastante a ese concepto inasi-
ble. También creo que mi mente virgen padeció esa confusión
por muchos años. Busqué esa perfección; busqué parecerme a mi
madre (o a su imagen idealizada, aun por ella misma, de manera
tan desvergonzada y cínica), sin saber que no era necesaria en el
mundo tanta virtud reunida en una misma persona.
65
CAPÍTULO XVII
Francis
Muchos años después se daría cuenta de que la única expectativa
de Francis respecto de él era vivir su propia historia de amor,
como sacada de un folletín. Disfrutar de una experiencia digna
de una telenovela. Esta idea le atormentó por mucho tiempo.
Por más vueltas que le dio, no le consiguió lógica alguna. Solo la
lógica de la gente de la gran capital que ve a un pobre, ignorante
provinciano como el chivo expiatorio, como la víctima propicia-
toria de sus burlas de niños ricos y estúpidos juegos de poder. Ese
era el precio de la inocencia. O estulticia.
La rotonda del Pedregal era como una lupa gigante, una lupa
enorme y pedregosa que atestiguó por muchos años y en silencio
nuestras idas y venidas. A esa lupa me la imaginaba yo escudri-
ñando nuestros secretos más profundos, sostenida por el dedo
horrible de Juno, en forma de gancho, recorrido en su breve
totalidad por su cicatriz quirúrgica de causas desconocidas. Esa
lupa, a veces, engrandeció el pino de la casa de Ismael, un pino
redondo, fragrante, de un verde intenso que se proyectaba en la
realidad como para envolverla en su forma circular.
La extraterrestre que hubiera aterrizado directa en la calle 2
de El Pedregal habría dicho que la tierra era un planeta modu-
lar, uniforme, casi tanto como la forma en la que la gente de
la tierra imagina alienígenas, todas estas siempre iguales, sin
señas distintivas apreciables a simple vista por las que poder
darles identidad.
67
Esto por el diseño de las casas. Las de una planta, todas con
tejados inclinados en la misma dirección de la calle. Las de dos,
parecen laboratorios lunares por su nivel superior cuadrado, inex-
presivo, como una nave Borg.
Jerarquía. Pronto empecé a darme cuenta de que el mundo
funcionaba a través de las jerarquías. Y en El Pedregal este criterio
se había establecido según la antigüedad, el momento en el que
cada familia hubiera llegado a la calle 2, nuestro territorio inme-
diato de referencia.
El primer día que mis padres nos llevaron a ver la nueva casa,
aún en obras, yo de siete y mi hermano de cuatro, caminamos
por la casa de barro y cemento con una mezcla de indiferencia,
debida a mi hermano, y emoción apenas contenida de mi parte.
Andábamos con extremo cuidado, no fuera que un paso nuestro
dado con fuerza excesiva deshiciera alguna sección aún sin ter-
minar de nuestro nuevo hogar. Mi hermano me seguía, atento a
mis instrucciones. No corras, no te sientes ahí; cuidado con ese
hueco... Fue un paseo por la luna. Nuestra emoción era única.
Enseguida convertimos el recinto abierto en una suerte de la-
berinto de barro con escondrijos distribuidos en una seguidilla
casi interminable.
Faltaban pocos meses para que se concluyera el conjunto de
casas de una y dos plantas y esa sería solo la primera de varias
visitas para hacer el seguimiento de la obra del que sería nuestro
hogar por los próximos años.
No recuerdo el día que nos mudamos. Seguramente ese día
lo escogería mi padre para reclamarle algo absurdo a mi madre.
Seguramente él inició una de sus consabidas discusiones sin sen-
tido. Seguramente mi madre lloró a escondidas, en silencio.
68
Lo siguiente a ese paseo lunar que recuerdo es haber ido a
Cúcuta (¡aagh!, mejor San José; suena mejor) con nuestra madre,
a comprar algunos muebles, entre ellos unas lámparas triangu-
lares estilo California cuyas tres bombillas se cubrían de sendas
capuchas de cristal biselado, de forma romboide y que descan-
saban sobre una base triangular de madera. Las alfombras roja y
azul, colocadas paralelamente, una para el comedor y otra para
el recibo, presidido desde lo más alto por un hermoso reloj cuco
de madera, de diseño alemán que, si recuerdo bien, era la seña
distintiva de una clase media pudiente y a cada hora en punto
convertía a mi barrio en una selva tropical, a causa del ulular de
esos pájaros mecánicos.
Poco después de nuestro cambio de hábitat y de estatus social,
mi madre dejó de decirle con afecto «viejo» a mi padre, se mudó
para el cuarto contiguo, donde construyó su propio hábitat in-
dividual, masivo y algo caótico (la razón aducida por ella fue la
intolerable costumbre de mi padre de echarse pedos cada dos por
tres, alzando su pierna derecha como si de una grúa se tratase y
su otro inefable hábito de discutir a los gritos por cualquier pen-
dejada).
Casi enseguida de llegar a la casa nueva de El Pedregal, Celeste
empezó a arrumar cajas en la parte trasera, lo que sería después el
patio, un espacio semicuadrado cubierto con una lámina de barro
y piedras que acababa en el muro divisor entre nuestro nuevo
hogar y otro de la calle 3 (mi limitado o casi nulo entendimien-
to del espacio no me permitía entender esta sucesión numérica
disonante, ya que la calle 3 se situaba en el centro de nuestra pe-
queña urbanización, separando a la nuestra de la calle 1, en una
secuencia 1-3-2).
69
CAPÍTULO I
Mi primer y más íntimo secreto lo compartí con mi hermano. Solo
con él me sentí capaz de hacer la revelación más vergonzosa de mi di-
minuta existencia. Se trataba de una pesada losa que aplastaba inmi-
sericorde mi mente y mi conciencia. Llevaba algún tiempo, no sé si
meses o años, viviendo esa tortura indecible. Habíamos iniciado una
tranquila conversación sentados sobre el maletero del Fairlane 500
blanco de mi mamá. Solo recuerdo el segmento de esa conversación
en la que le pregunté a mi hermano, con aires solemnes:
—¿Sabes cuál es mi número favorito?
—¿Cuál?
—¡El ocho!
—¿Por qué?
—Porque tengo ocho años. ¿Y el tuyo cuál es?
—El cinco… Porque es el número de Speed racer y… ¡Porque
tengo cinco años!
Después de un silencio abrumador para mi corta edad le in-
troduje el giro inesperado a nuestra conversación:
—Tengo algo que contarte. —Él, desde su inevitable inocen-
cia («inevitable» porque él a veces parecía mayor, mayor que yo
incluso), me preguntó de nueva cuenta:
—¿Qué?
71
Y yo, experimentando una dicha indecible al poder ¡por fin!
liberarme de tan pesada carga, le solté: «reúno palabras».
—¿Qué es eso?
—Que cuando pienso en «blanco», aparece «negro». Si digo
«alto», aparece «bajo» y así… —Esta tortura inenarrable para
mí fue creciendo con el tiempo y adoptaba las formas más va-
riadas y punzantes. Recuerdo muy bien que el TV de mi casa
tenía un disco de encendido y apagado en el que se podía leer
«ON-OFF».
Pues bien, a partir de entonces, cada vez que yo leía en algu-
na parte cualquiera de estas dos palabras, automáticamente me
asaltaba la otra. Llegué hasta unir para siempre los nombres de
las parejas casadas que conocía, de los personajes de la televisión
(los más conspicuos y repetitivos de ellos, Pedro Picapiedra y Pa-
blo Mármol, Vilma y Betty), de parejas famosas de la literatura,
como don Juan y doña Inés, Romeo y Julieta, y así en una cadena
infinita e incesante de «parejas perfectas» e inseparables. Todos
esos nombres combinaban (y combino; no he podido parar, des-
de entonces) salvo los de mis padres. El de mi padre, que es el
mío también, lo combino con el de mi hermano. Sin pausa. No
puedo evitarlo.
Al no poder gobernar la actividad neuroeléctrica de mi ce-
rebro, este comenzó a construir listas de cuanto concepto fuera
clasificable; dichas listas aparecían en mi mente sin yo poder evi-
tarlo, ON-OFF… (al estar tan embaído de mí mismo, inmerso
en esa burbuja que flotaba sobre la realidad sin sentirse afectada
por ella, por su entorno prosaico y banal, volé hacia Ganímedes
con la paz espiritual de quien emprende un viaje sin retorno, ne-
cesario; me perdí como quien pierde su alma habiendo ganado el
mundo y ni siquiera eso pude ganar a cambio. He ahí la parado-
ja cruel, cualquier déspota desalmado padeció un castigo menos
72
severo que el mío, en su Hades o en su Purgatorio. No había
justicia ni lógica que justificara ese desenlace).
El primer cambio que se hizo notar en su relación fue que ella
dejó de llamarle «viejo» y lo sustituyó por su nombre a secas. Las
razones de esa separación fáctica incluyeron, entre otras cosas y a
beneficio de inventario, la horrible costumbre de J.R. senior de
echarse pedos alzando su pierna derecha para expandir el efecto al
máximo. Su mano recorría inquieta sus partes íntimas, recaban-
do sus fluidos corporales indiscriminadamente. Esta costumbre
asquerosa hizo el ambiente en su cuarto irrespirable.
Francis, siglo XX
Repeticiones como castigo. Las repeticiones son un castigo.
Al final de esa primera noche juntos, no sentí la necesidad de pre-
guntarme qué estaba pasando, lo sabía con una plenitud tal, con
una certeza tan potente, que ocupaba todo el espacio que dejaban
mis dudas, mis cavilaciones, mis tormentas interiores cayendo en
un pozo cuyo fondo yo no podía ver. Bailábamos al mismo ritmo,
con la misma cadencia armoniosa entre nuestros pies formando
figuras geométricas desconocidas. Nos sumergíamos en nuestra
mirada en ambas direcciones, acompañada por una sonrisa ape-
nas dibujada, una línea que comenzaba y terminaba en la comi-
sura de nuestros labios quietos. Cada viernes por la tarde, salía
de mi última clase de Derecho Civil I, me echaba al hombro mi
mochila infantil, con un dibujo de Piolín como única portada
73
en la que metía dos mudas de ropa y uno que otro artículo de
higiene personal.
Al encontrarnos en el aeropuerto nos abrazábamos como dos
amigos cercanos que tenían mucho tiempo sin verse. Al menos a
uno de nosotros le sabía a poco esa representación falsaria, escon-
drijo torpe de lo inconfesable. Nos subíamos a la parte trasera del
coche de Marcelo y encorvados nos amábamos al son de Listen
to your Heart, el éxito de Roxette, que nos conminaba desde el
pequeño reproductor Pioneer a escuchar nuestro corazón y nada
más que nuestro corazón. Nos mirábamos directamente a los ojos
como tratando de descifrarnos mutuamente. De entender lo que
nos ocurría en cada uno de esos encuentros que eran como el
nacimiento de una estrella que estuviera a años luz de nuestra
galaxia e iluminara nuestras pequeñas vidas con un solo reflejo
minúsculo de su energía lumínica.
No estábamos tanto por la labor de dejarnos llevar por el ro-
manticismo más ingenuo y despreocupado, de permitirnos una
pasión sin conciencia, sin controles (¡bravo, Celeste!); sopesába-
mos todas nuestras posibilidades de sobrevivencia en esa selva de
emociones que comenzaba a ser eso que dimos en llamar «rela-
ción» (no es verdad, nunca nadie pronunció esa palabra).
Lalo, la iglesia, Marla…
Lalo, el hijo más pequeño de la familia Delgado, era la mancuer-
na de mi hermano. Jugaban juntos al béisbol (a cuyos campeo-
natos nacionales lo acompañaba solo su padre, fanático a más no
74
poder). Estudiaron juntos en el colegio evangélico DI (al cual
había ingresado mi hermano por sugerencia de la señora Tula,
la mamá de los hermanos Delgado) y se quedaban jugando a la
vuelta del colegio o de algún juego de béisbol. Eran tan amigos
que esa amistad produjo en mí unos celos de hermano despla-
zado. Tanto que hasta llegaba a responderle a Lalo a los gritos, a
cualquier comentario suyo (sin olvidar que al sujetito de marras
le encantaba hacerme bromas pesadas).
Esa enemistad provocada degeneró en una relación abierta-
mente hostil entre Lalo y yo. Él, en su astucia infantil, solía gas-
tarme bromas pesadas para dejarme en ridículo delante de los
demás (sobre todo después de aquel episodio del bofetón) y que
abonaban a mi fama adquirida de despistado y en consecuencia
me condenaban a una posición nada cómoda de ser el bufón del
grupo cuando no al ostracismo social como única opción dispo-
nible para mi susceptibilidad acendrada.
Llegué al extremo de tumbarlo de un golpe directo a su peque-
ña mandíbula, lo cual provocó que la señora Tula, en la única vez
que la vi salirse de sus casillas, me reclamara airada tal violencia
inaudita. Inclusive mi hermano en un momento dado, influen-
ciado por este entorno en mi contra, asumió frente a mí una
actitud recelosa y puede que hasta agresiva. Por todo esto decidí
que ya era hora de cambiar de táctica y jugar a mi manera con el
único objetivo de recuperar a mi hermano.
Te cuento a continuación una de esas bromitas pesadas del
susodicho y la venganza que planifiqué y ejecuté con el más sumo
cuidado:
Mis dotes de Romeo eran escasas, más bien contraproducen-
tes. Mis amores fueron platónicos en su mayoría. Incluso el más
duradero fue irreal, sostenido solo por el deseo mutuo. Esa vez
75
fingí un desmayo al recibir un bofetón de una chica a la que le
declaré mi amor (Marla Contreras, se llamaba la implicada).
Yo tenía creo que diez años y ella catorce o algo así; en todo
caso era algo mayor que yo, pues a mí siempre me atrajeron las
mujeres mayores que yo. En eso sí que fui consistente. En lugar
de sentirme atraído por la protagonista de la telenovela, lo hacía
por su madre o por la madre del protagonista, porque ambos
personajes aparecían personificando la lucha de clases, que era el
argumento de la subtrama, el subtexto, que era la parte que a mí
más me gustaba, porque siempre, a pesar de los resultados, siem-
pre he querido saber lo que hay detrás de las palabras de la gente,
de lo que dicen, eso que piensan sin decirlo, la verdad, según yo
lo veo, lo que ellas no muestran, y ella, Marla, me abofeteó por
declararle mi amor, por pedirle que fuera mi novia, más bien por
preguntárselo.
Aquella vez, jugábamos como de costumbre en plena calle
2 (de la Urbanización El Pedregal), cuando de repente apareció
un coche azul, viejo y largo, creo recordar que era una camio-
neta ranchera (de las que se usan como transporte escolar), que
se detuvo frente a la casa de las gemelas Delgado. Comenzó a
esparcirse un rumor intenso acerca de una pasajera en particular
de esa ranchera: «Es Marla», comenzó el murmullo. «¡Es ella, es
Marla!»…
Marla era la hermana menor de Eloy, el novio de Flor, la her-
mana mayor de la familia Delgado, nuestro vecinos del final (o
del principio) de nuestra calle, que además ostentaban el prestigio
de haber sido sus primeros habitantes. Las tres figuras difusas en
la oscuridad de esa hora se introdujeron en la casa Delgado como
escurriéndose. Al cabo de poco más de una hora, salió Marla con
Teo, el hermano mayor de las gemelas, y de Lalo, el mejor amigo
76
de mi hermano, Leíto. Se sentaron en la acera frente a la puerta
del garaje de su casa a hablar tranquilamente. El juego que nos
entretenía en medio de la calle semioscura fue apagándose len-
tamente, a medida que cada uno de nosotros se acercaba como
bajo una hipnosis profunda e irresistible a la acera frente a la casa
Delgado. «Ya no juego más», avisaba cada uno, a las preguntas de
dónde estaba y de por qué no cumplía su papel en el juego.
Yo no sabía quién era Marla. Yo era el único que no lo sabía
(muchas veces, como con el episodio de mis dos abuelas, yo tenía
la impresión de que me perdía tramos de «la película» que los de-
más seguían atentos y eso lo atribuía a «mi despiste») pero la her-
mana más joven de Eloy era una preciosa morena de ojos azules,
como los de su hermano mayor, con una sonrisa que le provocaba
un coqueto hoyuelo en su mentón casi perfectamente redondo.
Dicen que la memoria es ingrata y el subconsciente es desagradecido.
Esta belleza poco común, de estirpe europea, era la que in-
quietaba tanto a mis compañeritos de juego y les hacía darse a la
fuga de súbito, sin explicación aparente. Se instalaron en grupos
de dos en la acera para intervenir en la conversación de Mariela
con Teo. Yo quedé paralizado por sus ojos hipnóticos.
Parecía que ella sabía que contaba con ese poder y que lo utili-
zara conscientemente para dominarnos desde una seguridad en sí
misma nunca vista por cualquiera de nosotros. Entonces, Bruno
se paró como un resorte y arrastró a todos los demás hacia el cen-
tro de la rotonda donde se ubica la casa Delgado.
Les dijo «Tengo una idea» y en seguida todos salvo yo, que
me había quedado rezagado tratando de no perder el hilo de la
conversación mantenida entre Teo y Marla, formaron un círculo
muy estrecho para inmediatamente llamarme de manera soca-
77
rrona y plantearme su excelente idea. Resulta que se les había
ocurrido que yo me declarara a Marla y yo, tratando de ganarme
su respeto por mi valentía nunca vista, aproveché que se despedía
de Teo para abordarla, declarándole mi amor no correspondido:
«Marla, ¿quieres ser mi novia?», a lo cual ella respondió arreándo-
me un bofetón de circo que me envió en un aterrizaje forzoso al
asfalto plúmbeo.
Y claro que eso desencadenó las risotadas de los demás niños,
iniciadas por Lalo, con su mano derecha cubriendo su boca es-
pesa, como para echar una confidencia al aire de la noche. Mi
orgullo herido no tuvo por más respuesta que fingir un desmayo
producto de ese golpazo inesperado y contundente. Aun riendo
a carcajadas, me increpaban para que me levantase del suelo y
conservara aunque fuera algo de dignidad. No lo hacía. Me que-
dé inmóvil escuchando comentarios dubitativos acerca de si en
realidad me había desmayado. Comencé a sentir el contacto de
pequeñas manos que me movían para que reaccionara. No reac-
cioné hasta que mi padre fue a buscarme, me alzó en sus brazos
fuertes y me depositó en mi cama, lanzándome como a un saco
de patatas. Me increpó: «Un día va a ser de verdad y nadie te
hará caso» (aún hoy no entiendo esa actitud empática, ecuánime
de mi padre entonces, pues por esos días, o casi durante toda
nuestra vida juntos, fue déspota, rígido, en cierta forma absurda,
prepotente).
Le pedí, le rogué a mi padre que no le contara el asunto a mi
madre, pues yo sabía que si lo hacía, su represalia en contra de
la chica a la que había ofendido tan gravemente sería para no
olvidar y sentí compasión por esa piba. Ese bofetón, en cualquier
caso, sembró en mí la convicción profunda de que mi destino
estaba en un monasterio inglés (por eso de la bruma eterna y tal),
bajo los más estrictos votos de castidad y silencio.
78
Había entrado por un portal mágico, hecho como en un taller de
orfebre, a otra dimensión de la realidad, más allá de su circunstancia
finita, pequeña, redonda, en forma de lupa, limitada por los pasos
de su madre, por su mirada vigilante. Ese primer fingimiento, hecho
con intención de supervivencia de especie inferior, le enseñó algo que
tendría que repetir, a lo que tendría que regresar en circunstancias
asimilables.
A través de ese descenso a los infiernos, ese en particular, Or-
feo fortaleció un no sabía qué (je ne sais quoi) interior. Esa voce-
cita que salía de su estómago tembleco adquirió otro tono. Su
mirada cambió; se tornó vertical, directa, cuando no llameante.
Semanas después de la humillación pública en la rotonda a
causa de Marla, Lalo se compadeció de mí y me invitó a un paseo
largo, por parajes desconocidos para mí. Comenzamos a caminar
como si tal cosa, salimos de la urbanización y nos adentramos en
la ciudad propiamente dicha, separada de nuestro hábitat por una
larga avenida que la recorría transversal, pespunteada por árboles
de copas redondas, como las de mis dibujos infantiles. Lalo cogió
una rama pequeña y delgada que se había desgajado del árbol que
nos ofreció sombra momentánea e insuficiente (su copa no estaba
por completo llena y sus hojas eran de un tono claro, amarillento,
casi como las del otoño europeo) y se concentró en arrastrar la
ramita por las secciones de tierra de las jardineras donde estaban
incluidos los árboles jóvenes. No bien se acababa la sección de la
tierra y saltaba al cemento duro de la calzada, la rama seca chi-
rriaba produciéndome dentera. Entonces yo le disparaba a Lalo
rayos de ira flamígera, desde mi mirada turbulenta, en silencio,
como si no importara.
No recuerdo bien cómo, terminamos ambos dentro de una
iglesia que a mí siempre me había parecido que formara parte de
una película gótica, pero con tonos humorísticos (algo así como
Little Frankenstein, de G. Wilder). La iglesia era una pequeña
79
joya neogótica en medio de una breve serie ordenada de casitas
blancas con tejados de un color ladrillo ennegrecido. Contaba
con una torre adosada a su cuerpo principal, coronada por una
cúpula cónica amarilla, que destaca de forma particular del resto
de su estructura, recordándome el sombrero cónico de algunos
payasos, entonces vistos solo muy brevemente, como en unos fo-
gonazos repentinos.
Comencé a apreciar y a explicarle a Lalo el estilo artístico
del altar, a la vez que paulatinamente surgían en mí leves pero
notables temblores corpóreos, como escalofríos repentinos, que
fueron aumentando en intensidad a medida que hablaba. Le co-
menté que el ambiente lúgubre de esa iglesia —éramos sus únicos
habitantes en ese momento— me producía repelús y, simulando
el terrorífico inicio de una posesión demoníaca, salí de ahí en
una carrera en dirección a mi casa que no detuve hasta dos calles
después. Me escondí detrás de un murillo que daba acceso a un
estrecho garaje de propiedad desconocida e inquieto por la culpa
que comenzaba a hacer su aparición, miré en dirección a la iglesia
y su entorno, para comprobar la presencia de Lalo. No lo vi más
hasta unos días después (no sé si fueron dos semanas o algo así).
Lo cierto es que inicié mi marcha en solitario y mientras iba
subiendo la pronunciada cuesta que me llevaría de regreso a casa,
me puse a observar en detalle los rojos techos de ladrillo de las
casitas que componían el barrio obrero de la ciudad (o más exac-
tamente, lo que fue alguna vez el barrio obrero). Casas de diversos
colores y me di cuenta de que nunca había apreciado lo bonita
que era S.C., lo provinciana que era. Había visto muchas veces
esas casas, esas calles, pero a la distancia, en el coche de mi madre
o en el de mi padre, a una velocidad que no me había permitido
hasta ese momento apreciar en detalle la arquitectura, la jardi-
nería, las plazas y parques que salpicaban los pocos rincones no
invadidos por el cemento. Aun la iglesia de la que acababa de salir
80
despavorido, como si de verdad me estuvieran persiguiendo de-
monios, era una muestra bastante respetable del estilo neoclásico,
y su estructura principal, coronada por una cúpula inmensa, en
forma cónica casi perfecta, amarillenta, recordaba la torre del Big
Ben de Londres, imitándolo aun en su aspecto lúgubre.
Un momento en el que se distrajo bastó para que perdiera el
camino a casa y cuando alzó la mirada del asfalto hacia el hori-
zonte que tenía por delante —solía caminar así, mirando al sue-
lo— no pudo reconocer ni las callejuelas ni las casuchas destarta-
ladas que estaba mirando de frente, confundido, desorientado y
comenzando a angustiarse, como en una película de terror.
No recordaba haber pasado por ahí en coche, porque no era
una vía principal que conectara un punto con otro de la ciudad.
La calle estaba vacía y en silencio, dado que eran apenas las once
de la mañana, esa hora en la que todo ya está en funcionamiento,
los chicos en sus coles y la gente grande en sus trabajos. Tampoco
parecía haber paradas de bus cerca y las dos bocacalles llevaban a
otras calles más pequeñas, que parecían enrollarse sobre sí mismas
en un laberinto circular.
El zute aventurero no tenía idea de cómo salir de ese dédalo
incomprensible y agobiante. Y para colmo de males estaba su tar-
tamudez que cuando se ponía nervioso se agravaba y no había ser
humano ni intergaláctico que le entendiera, o que tuviera con él
la paciencia suficiente para entenderle. Finalmente, su ángel de
la guarda tomó control de la situación y a lo lejos, con su visión
defectuosa en pleno proceso de desarrollar una miopía de consi-
deración, avistó una pequeña puerta de madera abierta, que se
agitaba nerviosa con la fuerza del viento que soplaba por ráfagas.
Miró a ambos lados de la calle y se dio cuenta de que había
unas escaleras al final de las que había más casas que había disfru-
tado tan solo unos minutos antes, solo que ahora las casas se mos-
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traban mustias, con la pintura descascarada y aun había alguna
pintada de blanco, con dos plantas que finalizaban en un techo
de zinc inclinado hacia la calle. Nunca había visto la precariedad
tan de cerca. Y si bien ese era apenas un atisbo de la miseria que se
podía encontrar en su ciudad, ver aquello con tal nivel de certeza,
tan de cerca, le angustió de forma inaudita.
Avanzó decidido y tocó en el momento en que la puerta lle-
vada por el viento se detuvo por tan solo tres segundos. Nadie
respondió. Se apoderó de él una desesperación como una ola gi-
gante y repentinamente aparece una anciana, con su paso cansi-
no, arrastrando sus pies envueltos en unas chanclas plásticas co-
loridas, adornadas de margaritas blancas.
—¿Qué quiere, mijo? —preguntó la vieja dama, con ganas de
ayudar.
—Me, me, me perdí…
—¿Se perdió? ¿Cómo? ¿No sabe llegar a su casa?
—N-n-no.
—¡Zoilo! Venga para acá —grita la mujer firme y con autori-
dad. Llame a Heriberto, a ver si puede llevar a este zute a su casa.
—Ta bien. —Y el chico flaco y macilento, de unos veinte años
regresó a la oquedad detrás de las tiras/lianas plásticas de varios
colores como si de un barsucho de mala muerte se tratara, y a lo
lejos se escuchó su voz chillona hablar por teléfono.
Volvió a la minúscula salita de suelo de barro pulido, cogió a
J.R. por un brazo y le indicó a su madre, o más probable fuera su
abuela, que ya regresaría.
El alfeñique en sus veinte lo llevó por una ruta tan intrincada
de callejuelas internas que el chico se sintió definitivamente inca-
paz de salir de ahí por sus propios medios y le dejó hacer. Después
de atravesar lo que parecía un bazar oriental pero sin ningún tipo
de mercancías a la venta, un grupo de tenderetes que consistían
82
básicamente en un pedazo de tela color crema, sucio y mustio a
más no poder, sostenido por dos endebles palos de madera en
cada caso, el chico de veinte años conversó brevemente con el
único taxista disponible en ese momento. Al parecer se conocían
muy bien, porque se saludaron con bromas y burlas mutuas.
El conductor, un hombre en sus cuarenta, fofo y desagradable,
con un bigote como el de los salteadores de caminos que había
visto en las películas mexicanas, un diente de oro que reflejaba
la luz del sol cuando sonreía y una voz enronquecida por el ci-
garrillo y el trasnocho, clavó su mirada sarcástica en los ojitos
inquietos de J.R. y le indica, ahora sí algo alegre (con una alegría
extraña, culpable), que se siente en la parte delantera del coche.
El niño obedeció sin chistar, ya que no estaba seguro de cuál
era la etiqueta en esos casos. Nunca se había perdido y nunca
había caminado solo por la ciudad.
Rodea con sus dos naves ovoides el taxi semidestartalado del
hombre algo pasado de kilos, quien le pregunta:
—¿Y dónde queda tu casa? —entre interesado y divertido, de-
jando escapar una sonrisita maliciosa, de las que J.R. tenía vistas
ya hasta el hartazgo.
—Peee…peee-dreee…
—¿El Pedrero? Ansioso.
—… gal… —Finalmente, el chico, por esas cosas de su ángel
de la guarda, le respondió con la dirección completa de su casa.
—El Pedregal —confirmó con énfasis, cogiendo firme el volante.
—Sí.
—Te llevo.
En el camino, el hombre le cayó a preguntas, mientras no
dejaba de acariciarle su piernita izquierda, concentrado en darle
vueltas a su rodilla, en una actitud que le llenó de miedo. En
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seguida, a la pregunta de «¿Dónde trabaja tu mamá?». Él, sin du-
darlo le espetó: «En la Policía». «¡En la Policía! ¿En qué Policía,
si hay tantas!». «En la Judicial», respondió tratando de dominar
definitivamente su tartamudez. «Y ¿qué hace ahí, secretaria?».
Volvió a preguntar mientras se pasaba la lengua por los labios de
una manera que al niño no le gustó, más bien le dio terror y asco.
Mientras el destartalado taxi parecía avanzar hacia un futuro in-
cierto, con otros coches pasándoles indiferentes por su lado izquier-
do (él los veía a través del espejo lateral como flechas metálicas), el
muchachito ni siquiera podía imaginarse aparecer muerto en cual-
quier lugar porque no conocía la ciudad; en eso pensaba, cada vez
más preocupado por la película de horror que comenzaba a vivir.
Sabía que no podía perder la calma, como cuando viajaba en avión
y las azafatas le indicaban qué hacer en caso de emergencia. Eso.
Esto era una emergencia y tenía que mantener la calma, aunque no
supiera muy bien cómo. El hombre olía a una mezcla vomitiva de
aceite de coche y colonia barata. Se imaginó el miembro gigante
del asqueroso hombre partiéndolo en dos y acto seguido su cuer-
pecito convertido en un plasma de consistencia gelatinosa y luego
en cenizas llevadas por el viento recio, indiferente, masculino. El
taxista obedeció primero la luz roja del semáforo, justo en el cruce
que daba al centro comercial CADA adonde J.R. hubiera ido con
su padre a hacer la compra o a disfrutar de unas sabrosas meren-
gadas de mantecado, su sabor preferido (lácteo, cremoso, blanco).
Haciendo alarde de una perspicacia asombrosa en esas circuns-
tancias, esperó que el taxista siguiera su marcha hasta alcanzar el
centro comercial y solo entonces, le respondió de inmediato:
—No, abogada. Es la consultor jurídico —tal como recordaba
que decía en su carnet de identificación.
Comenzó a sentirse mareado, pero una imagen conocida le
devolvió el mínimo hálito de fuerza necesario para decir «Voy a
vomitar». El hombre ogro se aplicó en un frenazo que produjo
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una humareda entre uno de los cauchos delanteros y el asfalto ca-
liente, se abalanzó hacia la portezuela del copiloto como si fuera a
zambullirse en una piscina; apenas empujó hacia abajo el pestillo
de la puerta que luchaba por acomodarse lo mejor posible en su
borde de goma negra, y conminó con firmeza al niño: «¡Bájate!».
Se había despertado de súbito de una pesadilla sin fin, y se en-
contraba en medio de su querida calle 2, más querida que nunca.
El pelao había reconocido la panadería donde su padre com-
praba el pan todos los días, antes de la comida. Pertenecía a dos
familias portuguesas, provenientes de un minúsculo y arenoso
pueblo, Mogofores, en cuyas afueras casi cada familia poseía vi-
ñedos domésticos que producían un vino excepcional, que nada
tenía que envidiar a las marcas más reconocidas.
La sensación de náuseas no se le quitaba y tampoco pudo ex-
pulsar definitivamente ese revoltijo que le atacaba el estómago y
le producía mareos y estrafalarias visiones de mariposas y gusanos
gigantes abalanzándose en su contra desde alturas desconocidas.
Instintivamente comenzó a coger aire como si de ello dependie-
ra su supervivencia. Un reloj, necesitaba saber la hora. Cuando
terminó de recomponerse, avanzó lentamente hacia la entrada de
la panadería, decidido a saber la hora del día en la que se encon-
traba. Descubrió feliz que tenían un reloj de pared justo detrás
del mostrador, lo cual le iba a ahorrar la molestia de tener que
preguntar la hora, dada su tartamudez compulsiva y situacional,
aunque el señor joven, guapísimo, con un bigote castaño claro,
igual que su cabello corto, y con una dentadura amplia y un tanto
amarillenta, obviamente producto de su asquerosa costumbre de
fumar, parecía muy amable y dispuesto a ayudar en lo que fuera
necesario, más aún si le informaba de quién era hijo.
Al descubrir con alivio que eran apenas las once y cuarto, lo
cual le concedía un tiempo más que de sobra para llegar a su casa
85
y hacer como si nada hubiera pasado; comenzó poco a poco a
tranquilizarse y las náuseas que lo atenazaban hacía apenas unos
minutos desaparecieron como por encanto. Solo faltaba que Che-
la, la empleada doméstica medio loca que trabajaba para sus pa-
dres, no se hubiera percatado de su ausencia y no lo denunciase.
No supe los nombres de cada uno de ellos hasta mucho des-
pués de nuestros primeros saludos, porque en el barrio a cada
uno de ellos por separado le llamaban el portu y yo nunca sabía
—supongo que nadie lo sabía— de quién hablaban en ese preciso
instante. Eran João y Fernando, este el más guapo de ellos y aquel
el que me invitó a su boda en Portugal con una vecina nuestra,
Ligia Elena Manduri, que iba a clases de ballet y estudiaba fran-
cés por correspondencia. Fernando había llegado a S.C. animado
por su amigo João, quien lo convenció a hacer las américas en un
alarde de valentía, o de mortal necesidad.
No solo ellos dos, a Venezuela llegaron a partir de la década
de los cuarenta del siglo pasado miles de inmigrantes europeos y
de todas partes buscando un mejor presente, porque el futuro era
incierto; no solo panaderos sino miles de costureras, carniceros,
fruteros, mecánicos, latoneros, limpiadoras, cocineras, pescaderos,
conserjes, porteros, ascensoristas y un sinfín de oficios manuales,
despreciados por los criollos que vivían de las mieles del maná pe-
trolero y eso les daba la suficiente presencia de ánimo para menos-
preciar a esos extranjeros incultos, humildes y desesperados que
habían llegado al país por miles, asentándose, echando raíces y aun
a veces mezclándose con la masa local, generando un mestizaje que
llegó a ser paradigmático y ejemplo a seguir por el resto del mundo.
Algunas veces, ciertas locuras muestran visos de sensatez. Fue
Chela, la fámula entretenida en radionovelas e historias de amor
86
imposibles, la que en un acto inspirado por el cariño que sentía por
J.R. le comunicó a su madre haberlo visto, por casualidad, bajarse
de un taxi. Ella hacía la compra en el abasto contiguo a la panadería
donde lo dejaba el taxista, con un gesto de terror en su rostro febril.
El pánico se apoderó de él y entre balbuceos tenues y temblo-
rosos, comenzó a urdir una historia acerca de la invitación que le
había hecho su amigo (¿Lalo, tu amigo? ¡Pero si tú no lo soportas!)
a que conocieran juntos la iglesia tan bonita, tan barroca, y su
reacción inmediata de regresar a casa, al notar la distancia, y que
recordó que no se lo había dicho a Chela porque no la vio de
inmediato en ese momento y que Lalo le metía prisas porque la
iglesia estaba a punto de cerrar... Como si hubierais ido a ver al
obispo, mi amigo. Le espetó Celeste inflexible. «¿Cómo llegaste
aquí?» (esto ya lo sabía ella por Chela, obviamente, pero quería
comprobar la disposición de su hijo a decirle la verdad); «En…,
en un taxi»; «¡En un taxi!», recalcó ella con firmeza ojiplática...
y ni por muy hábil que fuera él en la mentira, mentir se le daría
bien frente a su madre todopoderosa.
1971
Mi madre a veces ceñía un perfecto uniforme gris o negro y lleva-
ba un ridículo bigotito negro, pequeño, cuadrado. Ella pensaba que
como todo buen varón, yo debía encontrar una buena mujer, no im-
portaba el resto de sus características pero que fuera buena, y casarme
(o convivir, que no era tan exigente en eso, pero que fuera con una
mujer fértil; ya ella se encargaría de convencernos de lo de la boda
por la Iglesia, algo a lo que ella no estaba dispuesta a renunciar). Yo
me moría de miedo. Me imponía no solo el estilo de la ropa que ves-
tir, sino hasta el más mínimo detalle de mi aspecto personal (resabios
pueblerinos de los que nunca se pudo liberar).
87
Se encargaba de llevarme a la barbería y siempre pedía que me lo
cortaran «estilo francés» (¿parte de su sadismo, apenas oculto?). Creo
que empezó a pedir este estilo de corte cuando vio mi cara de terror
al escucharla pedir para mí ese «corte militar». Yo odiaba instintiva-
mente todo lo que estuviera relacionado con lo militar. Y por eso creo
que lo del corte francés era una clave para el barbero pues siempre el
resultado era el mismo. Un copetito que se asomaba tímido al final
de una carrera, la dirección del corte, hacia un lado de mi cabecita
húmeda. No me sentía especialmente cómodo con el hecho de que
fuera ella la que decidiera cómo debían cortarme el cabello o cómo
debía peinármelo, siguiendo por supuesto la recomendación experta
del barbero. Eso me llenaba de indignación. De impotencia.
Entonces me rebelaba. Cuando mi madre me decía «Dios te ben-
diga» sin haberle yo pedido esa bendición (básicamente porque quería
reivindicar mi agnosticismo), resoplaba, volvía la presión en el estó-
mago, enfurecía, callaba, murmuraba mordiendo las palabras, como
si ellas fueran las culpables de mi furia, quería destruirlas, destruir las
palabras que no paraban en mi cabeza… Pero no bien tuve mi prime-
ra oportunidad de vengarme de ella, no la desaproveché. Hacía meses
que me venía dando la lata con el tema de los zapatos ortopédicos —al
tener yo los pies tan planos como tablas— y en cada intento suyo por
ponérmelos, por imponérmelos más bien, yo me los sacaba entre gritos y
un llanto melodramáticamente exagerado/un llanto lisiado, quebrado.
No sé cuánto tiempo permaneció en mi armario ese par de zapatitos
rechonchos, negros y feúchos, pero sí recuerdo que mi madre me proporcionó
el alivio definitivo de desistir, reconociendo su derrota ante mi obstinación.
—No te los vas a poner, entonces.
—¡No! —le respondí contundente, mientras mi ira apenas conte-
nida dibujaba en mi cara un tizón enrojecido.
Un buen día me di cuenta de que esos horribles zapatitos negros
no pernoctaban ya en mi armario. Sin embargo, poco tiempo después
88
comenzaba yo a arrepentirme de esa tozudez mía, pues cuando pasé
por la etapa del crecimiento a partir de los doce años, mis pies co-
menzaron a crecer de forma desmesurada, inaudita. Tanto crecieron
que a mi madre le comenzó a resultar difícil comprarme zapatos en
la ciudad y siempre se los encargaba a algún amigo suyo cuando este
viajaba a Caracas, o fuera del país, a Panamá, por ejemplo. Su vi-
sión de la realidad fue por muchos años dicotómica, binaria.
A esa edad, cuatro años, ya sabía leer. No recuerdo si escribir
también, porque eso sí que me costó. Producto quizá de la destrucción
neuronal atribuible a los ataques tan repetidos, siempre tuve una le-
tra de médico que se resistía a las miles de repeticiones/planas que me
obligaba a hacer mi madre, desde su púlpito de maestra graduada a
los dieciséis. El interior de mi cerebro bullía en la creación de super-
novas nacidas de otras estrellas moribundas.
Celeste había aprendido en la Policía Judicial técnicas de interro-
gatorio eficaces frente a criminales avezados, un niño de doce (¿tre-
ce?) años no se saldría con la suya y menos su hijo, poco habituado a
inventarse historias congruentes por una necesidad imperiosa. «Ro-
mancito, dime la verdad, ¿qué hiciste desde las nueve de la mañana
hasta ahorita?». Era Júpiter cubriendo a Ganímedes con su sombra
inevitable y este, en un intento de rebelión que sabía infructuoso,
musitó, casi inaudible: «Mirar la iglesia, mamá»; «¿Y cómo conseguis-
te ese taxi; ¿quién te ayudó?»; «Una señora»; «¿Qué señora?»; «Una
señora que vive cerca de la iglesia…». En fin, que él sintió la urgencia
de explicarle con lujo de detalles su aventura; incluso le contó lo de
la caída del taxi en el hueco, por la cual el chófer casi lo aplasta con
sus brazos regordetes y hediondos a sudor y aceite automotriz. Desde
entonces, por mucho tiempo no diría que en S.C. no pasaba nada.
También por esa época, Celeste fumaba y echaba humo por
todos lados. Expulsaba grandes fumarolas como las de los tren-
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citos negros, viejos y desvencijados de los dibujos de la tele que
veías reproducidos en paños de cocina, delantales, cuadritos que
se colgaban en la pared de la cocina, o cualquier cosa que sirviera
de adorno, para cualquier parte de la casa. No paraba de expulsar
fumarolas, de echar humo denso y maloliente. Algunos dientes
empezaban a ponérsele amarillos. Y yo a veces no resistía su alien-
to cuando me quería dar un beso. Pero ¿cómo le decía que fuera
a lavarse la boca? (eso se lo dicen los padres a los hijos cuando
estos se ponen groseros). Cuando me abrazaba y yo sentía ese olor
nauseabundo, me sentía preso. No podía evitarlo.
Yo odiaba que ella fumara. Bien fuera porque se iría a estudiar
en casa de alguna de sus compañeras o bien por alguna ocasión
social, cogía el coche y ahí estaba al lado del mechero «automáti-
co», la cajetilla roja de ASTOR, la cual miraba yo con curiosidad
hasta quedar hipnotizado por sus colores. El rojo sangre de la
cajetilla, bordeado por una delgadísima, casi imperceptible cinta
dorada en la parte superior y sus letras blancas de distintos tama-
ños y estilos. Este rojo sangre lo identifiqué siempre con el color
del diablo, ya que así había visto yo a este personaje mitológico en
la primera película que nos llevó mi madre a ver en el cine.
Al cabo de unos pocos años, dos o tres a lo sumo, mi madre cam-
bió a BELMONT, una marca con doble filtro que se estaba ponien-
do de moda pues ofrecía «Suavidad inigualable». Lo primero que
hacía al entrar al coche era otear el tablero inferior para comprobar
la presencia de la cajetilla de cigarrillos. En caso de no tenerla, arran-
caba el coche y en el primer semáforo me indicaba con voz suave
«Bájate por favor, hijo, y me compras una cajetilla de ASTOR rojo»
(poco a poco fui entendiendo la relación entre el color de la cajetilla
y la intensidad de su contenido). A veces la compra incluía una o
dos cajetillas de fósforos, o un mechero, por si se lo había olvidado
en casa. Cuando esto hacía, yo quedaba aterrado ante la posibilidad
cierta de que mi madre se pasaría el resto del año fumando.
90
Mi hermano acudió, sin saberlo, en mi rescate. En su instituto
de corte protestante le enseñaban que fumar era pecado pues da-
ñaba el cuerpo, que era el templo del espíritu santo, que era Dios
en cada uno de nosotros.
No tengo idea en qué estaría pensando mi madre en esos mo-
mentos. ¿Sabía lo de los efectos nocivos para la salud que tiene el
cigarrillo? ¡Hasta yo podía saber eso! ¡Se lo dijo mi hermano Leíto
de cinco años! «Mama, ¿por qué fumas si eso es pecado?». Esa sola
pregunta bastó para liberarme, supongo que para liberarnos. A par-
tir de entonces, o a los pocos días de que dejara el cigarrillo, volví
a abrazar a mi madre, y a dejarme abrazar por ella con el mismo
abandono, con la misma entrega ciega de antes, de cuando me ha-
cía elevarme en mi mente ingenua con su nana poderosa. Volví a
sentir su olor a musgo marino sin reserva alguna de mi parte.
CAPÍTULO -0,1
Dicen que los niños conocen el alma de las personas.
Él nunca creyó del todo en mi patología. En su locura neurótica
pretendía que era solo un tinglado montado por ella para manipular-
lo, para vencerlo a través de mí. Tal era el nivel de su enfrentamiento.
Visceral. (Él es el que busca frenético una receta de más, un motivo
para acusarla de lo peor).
El chico y la letra griega:
—Traje algo…
—Traes muchas cosas.
91
CAPÍTULO II
Mi padre
Sueños y recuerdos tienden a confundirse pues su textura es más o
menos la misma; vienen del mismo lugar. Los sueños son la manera
más práctica y económica de realizar viajes espaciales, incluso a la
velocidad de la luz, que se sabe que en los sueños dilata y contrae el
tiempo a gusto de la consumidora (o de la soñadora), como si fuera
un acordeón gigante.
Hay recuerdos y sueños que se confunden en tu memoria y te trai-
cionan. Se mimetizan entre sí y se transmutan en una danza etérea,
volátil, espumosa.
Absorbido por la bruma de un sueño, otra vez, recordé aquel día
en la playa, cuando mi padre hablaba con el marido de mi prima
Jeannette, que era director de cine, sobre la posibilidad de que pro-
tagonizara aquella película infantil, Las Aventuras de Pulgarcito
Peregrino la llamarían, y ese extraño hombre nos miraba inquisi-
tivo, con su barba islámica y sus pechos de mujer ventruda, parida
siete veces; solo les miraba atento, como interesado en su diálogo
intrascendente, para luego ocuparse de coger a su bebé en brazos y
jugar con él.
Abracé ese recuerdo con una intensidad inusitada. Si algo signi-
ficaba la aparición de esa figura tan extraña, solo podía ser que las
cosas me irían bien. No lo podía entender entonces. Solo después,
alguien me explicó, creo que fue Belén Palacios la que me lo explicó
con pelos y señales, que nuestra existencia en este mundo, en este
plano terrenal era solo una brevísima pausa en nuestro viaje por el
93
multiverso ignoto la mayor parte de él, sostenido por hilos invisibles
al igual que nuestra existencia en él…
Mi objetivo era encontrar un equilibrio entre mis sueños y la reali-
dad, sin renunciar a ninguno de los dos. Pero debía tomar decisiones.
Se me escapaba esa idea en particular (la de pertenecer a la clase
media) no solo por desconocerla sino por un enfoque obsesivamente
binario de la realidad, de una rigidez inamovible que no se corres-
pondía ni con mi corta edad ni con los demás rasgos de mi per-
sonalidad, en un caótico y desmadejado proceso de formación. En
todo caso, sabía que no éramos pobres porque Celeste salía con cierta
frecuencia en las noticias locales y siempre, adonde fuera, la trataban
con deferencia y respeto, con el apelativo de «doctora Andrónico». José
Román Andrónico S. fuese quizás el más extraño de los miembros de
mi familia nuclear. «Extraño» por complejo, que es el término des-
criptivo más adecuado. Su ambivalencia emocional era producto de
su historia de semi abandono paterno. Siempre quise hacer las paces
con él y las hicimos, a nuestra peculiar manera. No esperé lo que
sabía nunca ocurriría, su petición de perdón, porque los padres no
piden perdón a sus hijos, porque haberlos traído al mundo, haberles
dado la vida, era impagable.
Mi padre era como un jabalí gigante, solo que lampiño y más feo.
Más feo y de peor humor. De peor humor incluso que el demonio de
Tasmania, ese que yo veía en los dibujos animados de la tele.
La única vez que recuerdo que me sacara a pasear con él (creo que
mi hermano no había nacido, porque no lo puedo recordar en esa
escena en particular) permanece ahí, inamovible entre mis recuer-
dos y mis culpas. Seguramente era un domingo en el que mi madre,
Celeste, hubiera preferido irse de visita a Nerea, su mejor amiga, o
quedarse en casa estudiando, o preparando alguna de sus clases como
maestra de primaria. No lo sé. Lo cierto es que mi madre ese día
quiso entregarle el testigo a mi padre y él, tampoco sé por qué, aceptó
el reto.
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Recuerdo el contacto cálido y sudoroso de su mano inmensa y
fuerte apretando la mía, pequeña y temblorosa. Era una sensación
extraña, mezcla confusa de tranquilidad y tensión nerviosa, ya que
a través de ese agarre de mi mano parecía estar diciéndome: «Ándate
tranquilo, pórtate bien y no me jodas la paciencia». Y eso hacía yo.
En un silencio sumiso, oteaba con rubor todo el espacio a mi dis-
posición sin atreverme a pedirle nada que pudiera apetecerme. Ni
montarme en algún juego, mucho menos pedirle algún chuche a la
venta (o al revés: el orden de los factores…).
Por eso, me sorprendió su reacción al ver al hombre de los globos
y optar por comprarme uno a mí, a su hijo atemorizado y frágil, reo
de idiocia, incapaz de abrir la boca más allá del murmullo de un
«sí» casi inaudible, a su pregunta de si quería que me comprara un
globo. No pasaron tres segundos antes de que ese globo inquieto se me
escapara de mi mano temblorosa y huyera inevitablemente hacia el
espacio infinito, inasible ya. Mi padre levantó la vista con el ceño
fruncido para perseguir el ascenso del globo verde claro y espetarme
su sentencia tajante: «No te compro más nada», con una furia des-
mesurada e incomprensible para mí. Fui incapaz de echar afuera mi
llanto.
Y sentí culpa. Y lloré por dentro. Lloré con un llanto que creo se
me instaló en el centro de mi abdomen para siempre. Un llanto cuya
fuerza fue apaciguándose con los años pero que se quedó ahí, en el
centro de mi abdomen, para ya no dejarlo. Eso y el recuerdo imbo-
rrable de la moneda de cincuenta céntimos que le pagó mi padre al
vendedor de globos.
Si hubo un ser humano entre los que jugábamos en la rotonda
del Pedregal fiel a la descripción de «ratón de biblioteca», ese fui yo.
95
Amé a Goethe, Calvino y el teatro de Molière. Después de Cervantes,
Pardo Bazán, Cela y Pearl S. Buck. Morí de ansias por su versión en
lengua original, la que me llevaría a los orígenes.
Me escabullía en la biblioteca de mi padre, como en un templo,
o una madriguera. Me hacía pasar en mi mente por un monje me-
dieval que, como en El nombre de la Rosa investigaba algún secreto
ígneo, profundamente escondido entre los miles de páginas mohosas
y amarillentas de tomos forrados en piel de cordero, hojas apergami-
nadas por los siglos.
Por eso prefería no encender la luz y no abrir la cortina sino
apenas lo suficiente como para que entrara un haz de luz solar en
volutas incorpóreas y arremolinadas sin solución de continuidad.
Para lograr «el estado de ánimo adecuado» (ríe, Sibila), me colo-
caba una toalla limpia sobre mi cabeza con forma de manzana
(como si estuviera en un monasterio medieval, como el Monas-
terio de los Jerónimos, construido en mármol, que en invierno
es helado como Novosibirsk), y me transportaba con mis ondas
cerebrales hasta la Palestina de Tiberio, adquiriendo la figura de
José de Arimatea, tal como lo había visto interpretado por Ian
MacShane, en Jesús de Nazaret, la fabulosa teleserie dirigida por
Franco Zefirelli.
La historia de Edipo y Yocasta me perturbó de tal manera que
muchas noches preferí pasarlas en vela pues me asaltaban pesadillas
en las que yo era un Edipo niño portando una corona diez veces
más alta y pesada que mi cabeza, mi madre ataviada con la túnica
y los arreglos propios de esa época, siempre cubierta de joyas de lo
más deslumbrantes, tal como las veía yo en mis libros y las pelis de
la tele.
Pronto me llega el alivio a tanta angustia con la lectura del
Satiricón, que al poco también olvidé, pues me dejé seducir por la
monumentalidad y apoteosis de Tolstoi. Por esos días, la televisión
pública transmitía la miniserie La Guerra y la paz, la novela ori-
96
ginal, me la fundí en dos semanas con siete horas. Luego, la rematé
gracias a una miniserie del mismo nombre (La guerra y la paz,
de excelente producción), y no sé por qué, fundía sus escenas de
magnífica fotografía con la Sinfonía Italiana de Félix Mendelssohn
Bartholdy, el músico romántico, y le ponía su rostro al personaje de
Pëtr (esa diéresis sobre la «e» aún me emociona al verla), el perso-
naje con el cual me identificaba más profundamente, también sin
saber muy bien por qué).
Ahí hacía una pausa —«meditación trascendental», lo llaman
ahora— entre mis ataques, mis efluvios instantáneos de locura, mis
maremotos interiores y el pugilato paterno. Sí. Mi padre me dio el
amor por los libros, entre otras tantas cosas de las que no hablaré
ahora, pero también me mostró sus cuernos y su cola puntiaguda de
demonio púrpura.
Después de ese extraño, único paseo dominical en el que mi padre
se esforzara por ser mi padre, yo volví raudo a la simbiosis materna,
con una sensación de alivio.
Galo
Quisiera que el tiempo no fuera lineal; quisiera poder viajar al
pasado o al futuro…y aprender de ese extraño, selenita. JRAF.
Galo era nuestro vecino más cercano. No solo físicamente, pues
vivíamos en la misma calle, sino socialmente hablando, ya que era
el compañero de trabajo de mi padre. Además de que eran como
dos gotas de agua, fue quien se complotó con mi padre (o más bien
lo convenció, dada la rigidez de mi padre ante los cambios) para
comprar dos casas vecinas en la nueva Urbanización El Pedregal,
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un conjunto cerrado de casas de una y dos plantas construido por
una promotora privada para ser habitada por la pujante clase media
venezolana de los años setenta. Hasta se podían hacer pasar por
hermanos. Misma altura, 1,87 centímetros, el mismo color de piel
moreno, algo oscuro. Ambos usaban gafas de bordes gruesos, como
ellos mismos; ambos con el cabello negro e hirsuto. ¡Y hasta se ves-
tían igual! Con los mismos pantalones de paño gris y guayaberas
cubanas, blancas al principio y luego las de Galo fueron cambiando
de colores y de diseños en los bolsillos; no así las de mi padre, que
permanecieron siempre iguales y las mismas.
Galo y mi padre habían estudiado juntos toda la carrera de De-
recho, se habían graduado juntos y habían comenzado a trabajar
ambos en la misma institución pública dedicada a la Formación
para el Trabajo. Pasaban más tiempo juntos que con sus respecti-
vas familias. Su hijo, Trevor, con la edad de mi hermano, era un
chiquillo malcriado y prepotente, queriendo salirse siempre con la
suya y difícil compañero de juegos. Era el típico hijo único. Mima-
do… Yo no podía entender como un ser tan despreciable pudiera
compartir los genes de ese caballero dulce y juguetón. Galo y mi
padre viajaban juntos. Fueron a Cuba donde mi papá, sin saberlo
o sospecharlo, comió por primera vez ancas de rana (no puedo
imaginar su gesto al descubrirlo). A Bogotá, a una corrida de toros
y luego, cuando ambos eran jueces, a Caracas, con frecuencia.
Entre Galo y mi padre existía otra diferencia que para mí era,
en todo caso, la más relevante: el carácter. El de mi padre era hos-
co, huraño y malhumorado. Arbitrario muchas veces, siempre en
disputas interminables con mi madre. Decía que la vida era una
carrera indetenible hacia la muerte.
El de Galo, en cambio, era cordial y tranquilo, sereno y sim-
pático. Si no era con su boca y con sus dientes, te sonreía con
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una mirada apacible, que te llenaba de paz. En ese momento, ese
hombretón inmenso te hacía sentir protegido. Cada vez que me
veía bajar hacia su casa, acompañando a mi padre, me saludaba
jugando conmigo a ahorcarme, sosteniéndome agachado con sus
enormes brazos, entre los que me metía como con una llave de
yudo, y desde su elefantiásica humanidad, me preguntaba dos,
tres veces: «¿Te rindes?»; yo debía responderle invariablemente
«No», hasta no soportar la presión en mi cuello. Solo así lograba
liberarme.
Ese momento en particular me hacía soñar por las noches con
que se producía un intercambio entre mi padre y él en el que Galo
pasaba a ser mi padre y el amante, dulce y sereno esposo de mi ma-
dre, y nos hacía a todos felices. El hecho de que mi padre fuera mi
padre, y no Galo, lo atribuí siempre a la mala suerte. En mi cabeza,
Galo era mi conexión con el mundo exterior, el primer paso que
daba en el umbral de la puerta hacia esa realidad paralela a la mía.
Era un refugio lunar en esa realidad. Y era la confirmación en mi
cerebro ávido de certezas definitivas de que toda moneda tiene dos
caras, el ying y el yang, como escucharía tantos años después.
Él siempre decía que un libro era un bien invalorable. Su bi-
blioteca, como la de mi abuelo materno, estaba llena con una
mezcla de libros de Derecho, Filosofía, novela erótica y clásicos
de la literatura universal (que por cierto es el nombre de mi se-
gunda colección). Me hizo jurarle que me los leería de cabo a
rabo. Varias veces. Yo lo miré con mi mejor sonrisa, dando por
descontado que por eso no tendría que preocuparse en absoluto
pues el tiempo que pasara entre un libro y otro, lo dedicaría a
releer el anterior, así tuviera que repetir el año escolar.
Esa biblioteca era mi patio de juegos preferido (interior, os-
cura, solitaria). En ella descubrí mi atracción irresistible hacia
99
las lenguas foráneas, en la forma de unos tochos de casi mil
(algunos más) páginas, de color carmesí vetusto (y profundo)
que me invitaban a abrirlos como se abren las puertas a otra
dimensión, desconocida por mí hasta ese momento. Este des-
cubrimiento definitivo lo hice casi al momento de aprender a
leer (de ahí que me aprendiera el padrenuestro y el avemaría en
su versión original, en latín). No puedo describir mi supernova
interior cuando vi por primera vez el nombre de cada uno de
los idiomas en el lomo del TOMO 6 de la ENCICLOPEDIA
LABOR, vetusta colección de trece tomos que contenían diver-
sas áreas del saber universal (creo que le dedicaba una sección a
la Crítica Literaria).
Mirar embelesado esos nombres de lenguas extranjeras, todas
en elegantes mayúsculas doradas (el mismo color de la estrella del
sur que fungía orgullosa de logo de la colección, en el centro de la
portada de cada tomo). Los idiomas en cuestión eran el italiano,
el portugués, el francés, el inglés y el alemán, este último el más
difícil, pero el que más me gustara aprender.
El último que aprendí de ese grupo fue el portugués, no re-
cuerdo muy bien por qué, (pero) se me puso que solo lo aprende-
ría para hablar con Creuza, madre brasileña de Wanda. Ocurrió
a mis diecisiete y no cruzaba con ella más que frases cortas y
hechas. Con su hija Wanda, sí que crucé más que eso, o más bien
ella me cruzó a mí con mi segundo bofetón dado por una mujer
(la razón no puedo recordarla).
En una ocasión, de tantas, de feliz armonía entre mi padre y
yo (¿sí?; ¿de verdad fueron «tantas»?), entramos en el supermer-
cado y de inmediato vi en la entrada una estantería repleta con el
inicio de una colección de libros de Historia Universal. Algunos
100
de estos ejemplares lucían su brillo orgullosos y relucientes sobre
una mesa cubierta por una tela de paño azul.
Fui de inmediato hipnotizado por ese fulgor vigoroso y deci-
dido que emanaba de los libros de Historia. Ya estaban a dispo-
sición los primeros tres ejemplares y la combinación irresistible
de colores, con el olor característico de los libros recién impresos,
me condujeron en un trance a pedirle a mi padre la adquisición
inmediata de tales artículos.
Pasado un tiempo, publicaron los dos últimos ejemplares de la di-
chosa colección y no sé si por casualidad ese día mi padre declaró an-
dar corto de dinero (yo aún no había superado mi sentimiento de cul-
pa por haber dejado escapar el globo de cincuenta céntimos), lo cual
me provocó un estrés que mordió mi estómago con una fuerza salvaje.
Yo le rogué, le hice jurarme que en cuanto resolviera su falta
de liquidez, corriéramos a comprar esos dos libros que contenían
«el final de la historia» (yo me tomé el contenido de esa colección
como una novela) y que si no eran adquiridos dejarían una herida
abierta en el lugar de la biblioteca que le correspondía a cada uno.
La semana siguiente mi padre aún no tenía el dinero suficiente
para completar la colección de Historia Universal y yo miraba
esos ejemplares en sus estanterías con angustia y una tristeza cre-
ciente y ellos me devolvían la mirada con una indiferencia hierá-
tica, muda y cruel.
En fin, que la biblioteca paterna fue para mí no solo mi parque,
mi campo de juegos y mi escondite, sino incluso el lugar en el que
fui a lamer mis heridas, producto de mi primer desengaño amoroso.
Volviendo a lo de nuestros códigos comunicacionales, esa in-
comunicación abrupta se convirtió en costumbre entre mi padre
101
y yo. Aun cuando no recordáramos el motivo originario de la dis-
cusión, ninguno de los dos era capaz de iniciar la reconciliación y
el orgullo nos mantenía en silencios que se prolongaban durante
días, demostrándonos nuestro rechazo mutuo.
Todo después que mi hermano
Durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia (antes de
irme a la universidad), viví tarde. Esto es, llegué tarde a todas las
cosas. Al menos, si no «tarde», seguramente sí que llegaba siempre
después que mi hermano (salvo, por supuesto, en las cosas que
dependían solo de mí, como lo que aprendía, a leer, los idiomas,
a defenderme)… Y lo peor, mi hermano pequeño siempre hacía
todo mejor que yo (salvo leer y estudiar idiomas), pues aprendía
a hacerlo antes. Sobre todo, conducir el coche de mi madre, y el
de mi padre. Él aprendió a conducir antes que yo. Conducía por
toda la ciudad. Le servía de chófer a mi padre y a mi madre. Y a
mí siempre me tocaba el asiento de atrás. Lo cual odiaba y por
eso me abstraía del mundo, de mi familia en los viajes a San Juan
fingiendo dormir. En el largo viaje a San Juan, si mi madre avi-
saba la parada para comer en algún restaurante de la carretera (el
que sabíamos era el más limpio, el «mejorcito» por eso y porque
tuviera aire acondicionado), y su aviso me pillara haciéndome el
dormido, ella me preguntaba (en último lugar, para asegurarse de
mi respuesta) si estaba de acuerdo en pararnos a comer ahí; yo no
le respondía (se supone que estaba profundamente dormido), y
cuando me tocaba «despertar» para bajarnos a comer, lo hacía en
un silencio inexpugnable, cabizbajo, como quien va a la horca,
mirando cada piedrita del suelo, mirando la tierra, los follajes
de hierba aislados, el borde de la carretera del que daba cuenta
con un paso, sin mirar, debiendo ignorarlo, como si no existiera,
como si no estuviera ahí. Buscaba motivación en cualquier objeto
que me llevara a otra época, lejana, inocente.
102
Se desempeñaba con excelencia en todas las posiciones y era
un bateador sagaz y poderoso. Mi padre lo inscribió también en
karate. Llegó a cinturón marrón. A mí me gustaba ver los cintu-
rones de diferentes colores sobre la cama. Yo amaba a mi herma-
no. Lo amaba con todo mi ser, pero ¿cuántas veces hice compara-
ciones entre ambos? En todas perdía yo. En todas.
103
CAPÍTULO XVII
Decidí enamorarme de Francis en ese segundo encuentro. Decidí en-
tregarme a ciegas a ese sentimiento, a esa experiencia que huyó de
mí de manera tan brutal por repentina. Decidí que su duelo me
mataría, al no matarme la traición de quien me juraba amor incon-
dicional. Decidí llorar hacia dentro. Decidí vengarme.
—¿Ahora estamos hablando de...? —sorprendida la profesional
por ese cambio repentino de su inquieto paciente, otra vez am-
pliando sus globos oculares.
—De que yo era muy aprensivo con las personas extrañas, a
partir de cierto hecho…, a partir de ese bofetón que me propinó
esta chica… Marla… O desde que mi tía Alicia reaccionara como
lo hizo ante la mujer musulmana.
—La del nicab.
—¡Esa! Lo único que tenía yo para entender el mundo, mi
único mapa era el discurso de los extraterrestres.
—¿Por qué crees que escogiste esos referentes para explicarte
el mundo?
—Era lo que más veía en la tele.
—Ya veo. Y tu cerebro buscó referentes fáciles. ¡Genial! —aco-
tó la mujer sin poder evitar una breve carcajada, pero no de sorna.
—¿Se burla de mí?
—No, todo lo contrario. Tuviste recursos, y los pusiste a
prueba. Pero además de esto… Tenías un enfoque binario de la
realidad. —Y esto tiene su explicación… científica… (El dividir
105
la realidad en dicotomías, en opuestos mutuamente excluyentes
es una de las características más resaltantes del pensamiento au-
toritario, acerca del cual Teodoro Adorno postuló una conocida
teoría).
Idígoras lo ignoraba en ese momento, pero tendría que em-
prender su propio viaje de autodescubrimiento para poder ayu-
darlo.
106
CAPÍTULO XVII
¿Por qué cierras tus alas ante el tiempo inclemente?
¿Por qué no te dejas llevar por la tormenta?
No luches; no te opongas.
Cae rendido ante la fuerza de los elementos.
No sacies tu hambre; no sacies tu sed.
Descansa.
Comparaciones topográficas imposibles.
Sintió por sí mismo una compasión infinita, imposible.
Francis, por la tarde
A Francis le encantó mi iniciativa, espécimen/fenómeno raro
como perro verde. Se trató de un esquema provisional de encuen-
tros según el cual nos alternaríamos en los viajes entre Caracas y
Mérida (y a la inversa).
Francis se encargaba de llevar la galería de su padre militar,
dedicada a un pintor y escultor venezolano en horas bajas. Su
padre era un almirante de Fragata corrupto y sibarita. Muchos
de nuestros encuentros clandestinos se produjeron en el Círculo
Militar, donde el almirante tenía a su disposición una habitación
acondicionada con una cama matrimonial, tamaño queen, una
neverita de bocadillos y un minibar surtido principalmente de
107
whisky y cervezas de distintas marcas. A Francis no le gustaban
las exposiciones de arte. Decía que con la dosis de arte que veía
diariamente en la galería tenía más que suficiente. Su posición ahí
había sido producto de un privilegio de nacimiento, o la conse-
cuencia predecible de una coincidencia de hechos y circunstan-
cias. Su padre, militar de alto rango, había podido amasar una
gran fortuna que obviamente no procedía del cumplimiento ca-
bal de sus obligaciones y responsabilidades formales. Él prefería
sus patrones, sus diseños textiles.
Comíamos en restaurantes caros, nos perdíamos días enteros
en paseos andinos a pueblos escondidos donde nadie nos conocía
o juzgaba; hablábamos de recorrer juntos el mundo pero no nos
conocíamos realmente. Nunca llegamos a conocernos en reali-
dad. O más bien fue J.R. quien no llegó a conocer a Francis. Por
su miedo atávico, incontrolable a encontrarse de frente con una
verdad fea, terrible, inasumible. En el fondo lo sabía. Sabía que
esos silencios de Francis escondían algo indecible; escondían su
verdadera naturaleza egoísta, desapegada, etérea, más allá de lo
humano. Por eso no insistía en su necesidad de certezas. Preten-
día que el hecho de estar juntos era ya certeza más que suficiente,
una garantía insuperable de que seguiría siendo así por el resto
de su existencia terrena. Pero en el fondo sabía que Francis no
estaba por la labor de superar los obstáculos que se erguían frente
a ellos. Nunca o casi nunca le demostró esa capacidad de lucha,
ese compromiso o cualquier otro elemento necesario para superar
la montaña enorme que se erguía impávida e indiferente frente
a sus aspiraciones, si es que de estas se pudiera decir que fueran
compartidas, de estar juntos por el resto de sus días.
Círculo Militar
Llegábamos en el coche de Francis y el o la recepcionista de tur-
no se aprestaba en seguida a facilitarnos la entrada, casi sacaba
108
la alfombra roja para la ocasión. A partir del límite establecido
por la puerta de la suite matrimonial, esta se convertía en nuestro
hogar atemporal, como a mí me gustaba concebirlo. El minibar
siempre surtido a tope. Whisky, ron, cerveza, ginebra, vodka…,
en la pequeña nevera no faltaba de nada. Nueces, alguna fruta
solitaria, refrescos…
Él hablaba todo el tiempo con la voz quebrada, casi inaudible, como
desganado, como cuidando que cada palabra que saliera de su boca
no se desvaneciera en el acto de pronunciarla.
—¿Cómo viviste el proceso de tu enfermedad? ¿Eras cons-
ciente?
—¡Y cómo no serlo! No puedo contar con certeza la canti-
dad de ataques que padecí entre los cuatro y los diecinueve años,
cuando el neurólogo al que me llevaba mi madre me declaró ofi-
cialmente curado. Y en todo ese tiempo, nunca escuché la palabra
«epilepsia», ya que mi madre siempre fue muy cuidadosa en no
permitir que el estigma de esa cacofónica palabra me afectara en
modo alguno (hasta que algún imprudente me la dijo sin dar-
se cuenta, algunos años después de mi primer episodio). Yo no
siempre me tomé en serio mi enfermedad. A veces la utilicé a mi
favor, manipulando con ella, tomando revancha del acoso y de los
malos tratos que creía recibir del mundo exterior. Eso creo que
me pasó en el episodio del bofetón que me propinó Marla.
—Ciertamente el trato que recibiste no fue justo.
—¿«Injusto»?, ¿así lo vamos a llamar?
—No lo estoy simplificando. Fue injusto y traumático para tu
condición.
109
—¿De cuál condición estamos hablando? ¿De mi epilepsia (lo
que mi madre llamó desde el principio «disritmia», en su afán
de quitarle hierro al tema)? ¿o de esa otra condición que no has
querido mirar de frente?
—¿Por qué lo dices?
—Porque es evidente que sigues un guion dictado por mi ma-
dre, tu amiga.
De todas las conversaciones escuchadas casi furtivamente, con
apenas disimulo de mi parte en la casona Fuentes, la que más se
repetía era aquella previsora de los arreglos para la vejez y para la
muerte. Una vejez tranquila era el sueño familiar, con alguien que
te cuide, que vea por ti (algún sociólogo prestigioso estableció
que el alto índice de natalidad en ciertos países se debía a esta
previsión, ya que en estos lugares no existe un sistema efectivo de
pensiones).
Yo esas conversaciones las escuchaba con humor, un humor
extrañado, sorprendido por la obsesión con ese tema. Porque se
había convertido a mi modo de ver en un tema obsesivo en las
conversaciones no tan secretas de mi parentela sanjuanera, mis
tías y mi madre («la fatalidad de la vida», le decían ellas, con mira-
da perdida en el horizonte limitado por la pared más inmediata o
por el cielo nocturno que se escabullía entre las rendijas del tejado
de bordes metálicos).
Algunas veces, yo me escurría invadiendo su intimidad soro-
ral, y con cualquier excusa paraba la oreja con el máximo posible
110
de mi atención. Me causaba gracia su insistencia en ese tema, que
invariablemente resolvían con la opción de adoptar o «recoger»
(sí, cual si fuera un objeto perdido) un niño o una niña de la calle,
o cuya familia le hubiera entregado por una necesidad económica
extrema. Este tema surgía sobre todo después de cada conversa-
ción en la que Celeste se quejara de los malos tratos, del acoso
o de la abulia de su cónyuge. «No puedes contar con tus hijos,
Celeste Ramona, ellos se irán algún día; ¿qué harás entonces?».
Y Celeste callaba, encerrando sus pensamientos bajo siete llaves.
Ida
El viento se cuela entre las rendijas abiertas en el armazón impro-
visado e insuficiente de madera desechada que funge de pared de
un hogar inexistente.
Los misiles que caen del cielo en forma de lágrimas de rabia,
de ira hacen imposible cualquier esperanza, cualquier esfuerzo es
vano.
El día que hace su aparición en la que sería en adelante su casa,
el que sería su padre se aproximó a ella, posando suavemente su
mano gigante sobre su rodilla indefensa y ella reaccionó como
ante la aproximación del fuego, un corrientazo en su columna
que la empujó hacia atrás con toda su fuerza de gravedad. Ella
trataba de contener su agitación en la diminuta caja ósea cubierta
por un vestidito blancuzco casi transparente por el jugo del para-
paro, que no alcanzaba sino hasta sus rodillas traslúcidas de marfil
oscurecido por motas de tierra ardiente.
Aprendió a no preguntar, a no responder lo que no se le
preguntaba, a esperar siempre la mirada de su madre para saber
111
cómo actuar, qué decir. «No se pide..., cuando te ofrecen, res-
pondes no con humildad y gracias; nunca debes dejar de decir
por favor y gracias...».Todo eso, siempre en recuerdo y home-
naje no solo de su madre Rosangela, sino de sus tías, las nanis.
San Juan era un pueblo de rumores y cotilleos cotidianos. Y de
secretos; de secretos antiguos e inexpugnables. De todos esos,
menos el mío.
Él no sabía cuál de las dos mujeres era ella; cuál de ellas se pre-
sentaba ante él en esa actitud fría, distante, como en una historia
de ficción oportunamente montada para hechizarlo y llevarlo de
una correa invisible pero firme por su cuello moruno, no tan
seguro.
Ella disfrazaba en su voz la vergüenza con altivez; un orgullo
imposible de demostrarse justificado en los hechos, más que en
sus ensoñaciones o deseos.
Ella no se atrevía a tocarse el vientre yermo, ni siquiera a
pensar en él. De él no podría salir más que una gestación in-
completa, imperfecta, caduca casi desde su principio improba-
ble. Como incierto sería su futuro. Todo con él sería antes de
tiempo. Él querría correr, llegar siempre antes, sin recorrer todo
el camino.
Para ella todos los días se habían convertido en una larga noche
sin luna, en un plasma flotando frente a su mirada vacía. A su hija
le decía «Te odio», exasperada, fuera de sí. La había visto nacer en
su mente. La recordaba en su vientre, unida a ella sin solución de
continuidad; y con todo eso de por medio, la odiaba sin saberlo,
sin sentirlo de verdad. O quizás sí lo sentía, si nos conformamos
con el aspecto sensible o animal de ese impulso suyo inconsciente.
112
Uno de los miles de millones de universos existentes, cual-
quiera de ellos, se revuelve sobre sí mismo, se reduce a un punto
infinitesimal, a su punto de origen, caótico, desmesurado.
Trataba de ignorar las montañas a su alrededor; no disfruta-
ba del paisaje, le estorbaba, quería salir de ahí lo antes posible,
quería llegar a su destino de manera instantánea, indolora, in-
conexa.
Esos viajes por tierra le generaban unos efectos contradicto-
rios: ora le mareaban (su vientre se movía al compás de las cur-
vas); ora le emocionaban en silencio, casi hasta las lágrimas mu-
das. Al principio, lo visitaba en su casa, casi a escondidas de la
hermana mayor de él, lugarteniente implacable. Era su hermana
más pequeña, adolescente con tendencia a la obesidad mórbida,
quizás por un problema de tiroides, ya que comía como un paja-
rito enjaulado, quien la dejaba entrar a la biblioteca de su padre,
el único templo sagrado en el que su hermana mayor, la lugarte-
niente, no se atrevía a entrar sin su permiso expreso.
¿Por qué se tenía que quedar callada? No era ni Madame Bo-
vary, ni Lady Chaterley, ni Anna Karenina. Ni siquiera conoció
sus vidas antes de los catorce años, cuando su padre la sorprendió
con el cúmulo de historias compartidas por millones, cientos de
millones de veces (¿en serio; tantas han sido?), en vidas que jamás
se encontrarían ni por asomo en el mismo espacio geográfico o
temporal que el suyo, polvoriento y gris, blanco y mustio, de tejas
enmohecidas.
Ida visitaba a su padre completamente loco cada miércoles por
la tarde, pues era el único día que podía hacer el largo viaje de
dos horas y media entre La Villa y Bárbula, con esa preocupación
constante que le atenaza las sienes y por la cual se hizo práctica-
113
mente adicta a las píldoras para la memoria… Era su peregrinaje
particular, su procesión individual/privada/secreta.
Se mareaba en las curvas, por escasas que fueran (o eran sus
torbellinos mentales de ese tramo de su vida que giraban a ve-
locidades increíbles). A medida que se acercaba a su destino
(geográfico, físico y emocional/afectivo), una cierta angustia
crecía en su interior (¿de ahí los mareos?)… Se santiguó antes
de entrar al sitio sin nombre… Cuando Ida llegó, ya se lo ha-
bían llevado. Nadie quiso o pudo o se sintió capaz de contárselo
todo, tal y como había sido. Su hermana fue a recogerlo como
a una encomienda postal transportada en coche particular. Era
su soberbia actuando. El castigo a la rebelión inaudita de quien
aspira más de lo que nunca mereció. Dolores nunca se saldría
con la suya.
Él la esperaba y la trataba con una paciencia reforzada por la
culpa, solo atribuible a la imperiosidad de su sino, de su fatalidad.
Era producto de su locura, de su jerarquía impoluta a través de
los años.
Como él se la imaginaba, en su mejor concepto de ella, una
virgen terrenal con su manto invisible, o dorado, que lo hacía
esperar y esperar y él esperaba. Ella en el fondo sabía que no me-
recía ese trato delicado, tolerante. Él acabó yéndose a la frontera,
sin mayor explicación, sin una nota siquiera. Se había cansado de
esperarla.
Miriñaque
S.J. es un pueblo de historias olvidadas, o de historias vergon-
zantes, olvidadas por vergonzosas, clandestinas por necesidad,
114
públicas por accidente inevitable, que consiguen legitimidad a
través de la repetición compasiva, un eco restaurador de su dig-
nidad olvidada, o no tomada en cuenta en el momento en que
se conocen estas historias en forma accidental, o no tanto, en
forma intencionada, perjudicial, intencionadamente perjudicial,
pero sin culpa, sin dolo (¿puede la culpa ser origen de la locura?).
El enano verde con antenas en su cabeza le esquiva la mirada a la
anciana de las caderas afiladas, émulo de menina flotante, menina
velazqueña, no hay otras, esta menina vieja, con el fuego del tabaco
iluminando su garganta, fuma para dentro, dragón sin alas, sonrisa
de Monalisa perversa, atávica, muerta en vida, sin futuro.
El enano verde echó su mirada febril hacia adelante, chocando
esta con una oquedad (el cuarto de Dolores), a plena luz, oque-
dad profunda, negra, inabarcable, al menos así la recuerda, donde
los demonios rojos de sus pesadillas infantiles pululaban por todo
el espacio negro, iluminándolo en su rojo incandescente, voraz.
Era el principio, el acto iniciático de reverencia a la propia sangre,
a los orígenes, por muy remotos que fueran. Y fue entonces cuando
comencé a sentir la necesidad de la trascendencia, de lo eterno.
Las caderas anchas y afiladas de Dolores, su culo inmenso como
el mundo, la hacían una lámpara de mesa clásica, pantalla en forma
de hongo cubierta por un delantal sucio, veteado de manchas de
carbón o leña. Su rostro envejecido parecía el de Frank «Rocky»
Fiegel, el humano que inspiró el personaje de Popeye el marino,
rostro apergaminado, en lugar de la pipa un tabaco.
115
CAPÍTULO III
Caracas/Gervasio León
Celeste Andrónico comenzó a preparar su maleta, con la ropa de
su hijo mayor, para irse juntos a Caracas. Dejaría al más pequeño,
Leíto, a cargo de Nerea. Repasa todas las tareas por cumplir antes
de emprender el viaje. No es que fuera su primer viaje en avión,
pero sí el más importante. El mareo que me produjo el trayecto
de una hora y algo entre mi casa y el aeropuerto lo compensé con
imágenes del futuro inmediato. Caracas, la clínica, la casa de mi tía
G.A., que, a pesar de sus manías de control, era para mí un refugio
al dolor, a la rabia silente que sentía sin saberlo, sin saber desde
cuándo ni porqué.
—Te generó sensaciones positivas ese viaje.
—Para mí, viajar a Caracas, la gran capital, la metrópolis habi-
tada por millones y no por miles como S.C. y otras tantas ciuda-
des de provincias, era como salir del planeta en mi nave espacial
(si dividía todas las cosas en categorías, una capital para mí era
la más importante entre las ciudades de un país y de ahí surgió
en parte, creo, mi complejo de inferioridad frente a toda persona
procedente de tales latitudes); aunque fuera en el mismo país.
Siempre deseé viajar al extranjero, ya que quería ver realizados mis
sueños de recorrer grandes distancias en naves aéreas; moverme de
un punto a otro de cualquier ámbito geográfico elevaba mi espíritu
inquieto. Saber que iríamos a Caracas me emocionó de tal manera,
que me produjo una mudez instantánea, sobrevenida. Me emocionó
117
como si me hubieran dicho que formaba parte de la tripulación de
un transbordador espacial (que por entonces no existían, pero yo me
los imaginaba). Sería como Flash Gordon, el original.
Sus grandes edificios y dédalo de autopistas ultramodernas para
la época, que se extendían como serpientes mitológicas por kiló-
metros y kilómetros, me transportaban a esos mundos tecnológi-
camente más avanzados que mi pequeña ciudad de techos rojos y
edificios pequeños y feos no tenía, la pobre, cómo ofrecerme.
La capital era para mí una sultana cuyo turbante gigantesco
escondía pecados inconfesables. Por ello, mi hermano y yo le pe-
díamos, le rogábamos casi a mi madre que nos llevara hasta la
autopista recién construida entre San Cristóbal y Táriba, donde
ambos nacimos, desde donde veíamos en el horizonte el puente
Libertador, la única obra de Gustav Eiffel (no suya en persona, de
su empresa) en mi pequeña ciudad, y cuya obra, la de la autopista,
había dirigido el marido de Nerea.
Aquella autopista representaba el escape a una realidad pequeña
y limitada. Era nuestro pasaporte hacia la posibilidad de un mundo
más grande, de una vida llena de experiencias y aventuras. Y aun-
que no sabía muy bien qué depararía nuestro futuro en la sultana,
estaba ansioso por descubrirlo, como es natural a esa edad.
Gervasio León, el neurólogo que nos recomendó el
Dr. Sambrano en San Cristóbal, era una mole enorme
de edad indefinible, aunque algunas canas plateadas
caían sobre sus orejas en forma de caracolitos marinos;
rubio, sereno, de voz contenida en un sonido nasal y
varonil, su calva redonda iluminada por un brillo de
pecas en distintos marrones, sus gafas doradas y aéreas,
como pequeños reflejos transparentes de la luna cre-
ciente en fase cinérea, que protegían sus ojos de un azul
traslúcido como el Mediterráneo.
118
Desde nuestra primera visita a la clínica en Caracas, su voz
me transmitió esa serenidad nocturna del mar y me hizo olvidar-
me de cualquier duda, cualquier temor que pudiera albergar mi
mente con respecto a mi condición y mi más que probable cura.
En el gráfico aparecieron variaciones irregulares del flujo eléc-
trico en el cerebro del niño (otra vez, ¡cómo no!), lo que deter-
minó la decisión del médico de establecer un esquema farmaco-
lógico basado en barbitúricos, que eran entonces el único medio
conocido para controlar los síntomas de un cuadro de epilepsia.
Llora, mi niño de cristal… y el piano invisible tocaba los prime-
ros acordes de un adagio que aún no se había escrito.
Celeste se deshizo de sus últimas trazas de docilidad el día que
descubrió la enfermedad de su hijo. Fuerza y coraje tendría que
emplear para cumplir a cabalidad su tarea de madre. Este pensa-
miento la transformó en una loba dispuesta a entregar hasta la
vida por sus cachorros.
Confiaba ciegamente en el médico, con quien mantendría una
relación, más que de respeto y agradecimiento, de afecto sincero
y profundo que se prolongaría durante varios años, lo cual inspi-
raría en mí una devoción filial hacia él (dicen que los niños mejor
que nadie conocen el alma de las personas).
Celeste también confiaba ciegamente en Gervasio León. Qui-
zá confiaba demasiado, dado que su talante frente a la condición
de su hijo a partir de esta segunda visita al especialista fue, por lo
menos, ambiguo. Celeste dudaba. Pero no del médico, ni de su
propia decisión de sacrificar tantas otras cosas por su hijo, sino
de cuál sería la actitud que tendría que asumir frente al pendejo
atormentado por tantos remolinos interiores.
El niño, en cambio, aceptó y asumió de inmediato las exigen-
cias de su diagnóstico clínico, apoyado en su inocencia e ignoran-
119
cia inevitables. Toda esta historia la transformó en una película
de alienígenas. En una versión infantil de Viaje a las Estrellas, que
era una de sus teleseries favoritas, porque reflejaba las condiciones
de vida en su planeta de origen, cualquiera distinto a este que
habitaba por accidente.
Su convicción acerca del resultado final de esa travesía que
iniciaba de la mano del capaz médico era absoluta. No le cabía la
menor duda de que cualquier problema que hubiera en su cabeza,
el doctor León lo resolvería. Entendía perfectamente el proceso.
También confiaba ciegamente en su madre Celeste y la comunión
de propósito entre ellos tres era inequívoca, dentro de su universo
neuronal en pleno proceso de desarrollo. Todas las señales augu-
raban un desenlace exitoso. Y sin embargo,… sin embargo, las
fórmulas matemáticas, físicas o químicas exigen una precisión no
siempre alcanzable por la naturaleza humana.
El marido de Nerea, Eurípides, era ingeniero civil (profesión que
siempre resonó en mi cabeza como sinónimo de éxito económico
y profesional) y llegó a trabajar en las obras de una importante
autopista que se construía de punta a punta del estado, con un
trazado de más de cincuenta kilómetros de largo.
Su progreso y el de su familia se fueron reflejando en sus mu-
danzas periódicas, cada dos o tres años desde que él entró a tra-
bajar en el ministerio de comunicaciones, hasta ocupar una man-
sión construida por él mismo (bajo su dirección técnica) y que se
ubicaba al final de una calle cerrada. La isla central de esa calle la
ocupaba una serie de chaguaramos, especie de palmeras frondosas
que despliegan sus largas hojas para acariciar el viento. Esta sí que
era en realidad una mansión, de dos pisos y un entresuelo que nos
hacía hablar de un «tercer piso». Estaba equipada con lo más mo-
120
derno, incluso una piscina recreativa que hacía las delicias de chicos
y grandes en nuestros encuentros dominicales. A esa casa íbamos
mi hermano y yo como a la propia y ahí cuidábamos de los hijos de
Nerea y de sus dos sobrinas, cuando estas se encontraban de visita
y coincidían con las juergas de Celeste y Nerea. De las sobrinas de
Nerea, la mayor me gustaba y la más joven le gustaba a mi herma-
no (y él a ella). Yo no le gustaba a aquella, a la mayor. No perdía
oportunidad de mostrarme su desdén, cuando no su indiferencia
u hostilidad abierta, sin bozal de tela. Y me daba la impresión de
que se burlaban de mí, por mi torpeza, por mi aspecto de friki
empollón, por mis salidas de tono… Hubiera estado guay que los
dos hermanos nos hubiéramos casado con las dos hermanas, pero
no fue posible, ni siquiera probable, ni siquiera estuvo planteado
en momento alguno; lo único que sentía por mí (la sobrina en
cuestión) era una indiferencia supina, inescalable, imposible de re-
montar por mi pobre autoestima (esto me lo explicó años después
de los acontecimientos, una siquiatra cubana. Lo de la autoestima,
no lo de la indiferencia, a la cual tenía ella todo el derecho).
Nuestros viajes a Caracas eran parte de un camino que
yo estaba obligado a recorrer. El primero de ellos, el más
emocionante, en avión. Mi primer viaje en avión. En se-
guida identifiqué el aeropuerto de Maiquetía como una
imitación no muy bien lograda (burda, infantil) de la lan-
zadera espacial desde donde había llegado yo a la Tierra.
Era un poco mejor que los asquerosos terminales de pasa-
jeros donde paraba el autobús, a cuyos baños no me deja-
ba entrar mi madre, y por eso me conminaba a aguantar
las ganas, y si no, ya sabes, ahí tienes el monte (el borde de
la carretera, con los coches pasando a cientos de kilóme-
tros por hora). De esos viajes en autobús, lo que más me
gustaba era hacerlos durante la noche y las paradas en es-
pacios amplios, como estaciones antiguas, europeas, pero
121
al descampado, y caminar escondido entre dos autobuses
resguardado por el límite entre ellos y la noche oscura.
Hubo muchos viajes terrestres; doce o a veces catorce
horas con una parada solo para comer en un restaurante
barato y sucio, con unos lavabos a los que no podía entrar
en modo alguno, según me decía mi madre, y por lo tanto
tendría que pasarme todo el viaje aguantándome las ganas
de orinar, si no me disponía a hacerlo detrás de algún ma-
torral al borde de la carretera, lo cual me mataba de miedo.
Al principio, esos viajes fueron toda una aventura
espacial. Yo convertía el bus en una nave y lo pilotaba
en mi mente, hasta caer dormido, despuntando el alba.
Luego, se hicieron tediosos. En casa, no podía conciliar
el sueño, repitiendo cada noche la rutina de largos in-
somnios dando vueltas en mi cama, cavilando, pensan-
do, llorando, llorando de tristeza, o de rabia.
Mi casa me hablaba. Me explicaba con su calma ha-
bitual que no éramos quienes yo pretendía que éramos.
Nada de ángeles guiándonos por el camino; nada de ra-
zas espirituales superiores dejadas aquí como guías de
la humanidad, apenas un reflejo etrusco de mi realidad
desmadejada, envuelto en una bruma de engaños auto-
complacientes.
122
CAPÍTULO IV
Gracia Angélica.
Mi tía Gracia Angélica era una mujer profundamente religiosa,
estricta y disciplinada, pero capaz igualmente de profesarles a sus
semejantes una solicitud humilde, sincera, o más bien ingenua,
demostrando la mayor parte del tiempo un gran corazón. Su fa-
ceta disciplinada y estricta era la mejor muestra de los efectos del
adoctrinamiento al que ella, tanto como otros millones de perso-
nas, había sido sometida por una sociedad profundamente ma-
chista y autoritaria, que encontró en la religión la mejor excusa
para esas ansias de control. Sus cualidades morales, sin embargo,
seguramente provenían en parte de esa devoción religiosa que le
imponía esas virtudes humanas como un deber cristiano ineludi-
ble. O de un lugar completamente opuesto a ese, porque muchas
veces también demostró, muy a su pesar, involuntaria y sutilmen-
te, no humildad o sencillez de corazón, sino todo lo contrario,
soberbia, altivez y aun rencor, aunque todo eso seguramente Dios
se lo perdonaría al haber perdonado ella la ofensa más grande que
pudo haber recibido, y la perdonó en silencio, o al menos nunca
habló de ello con nadie, ni se quejó de haberla recibido.
Gracia Angélica es la cuarta hija de Rosangela y Román Fuen-
tes, los padres de Celeste Ramona. Mantuvo su vínculo con el
pueblo y con su familia a través de sus viajes para organizar ahí
las procesiones de Semana Santa y otros eventos religiosos, ce-
losa de la salud espiritual de su lugar de origen. Protege a su fa-
milia y su intimidad como una leona y no acepta de buen grado
123
que vengan de fuera, sea quien sea, a perturbarle su esquema de
cosas, ni sus horarios, mucho menos sus normas, con las cuales
es estricta. No permite que se digan tacos en su presencia, por
lo que Celeste tiene que cuidar su vocabulario cuando hablan.
Todavía trata a su hermana Celeste como la adolescente díscola
que dejó de ver cada día cuando se casó con Merino, y cada una
tomó su rumbo. La tiene por «loca» (esto es despistada y un
tanto dejada e irresponsable). Le critica su falta de sentimiento
religioso y la manera en que en consecuencia ha criado a sus
hijos, sin apenas valores morales. Cuando la visitan, o cuando
se encuentran en San Juan, ella les pregunta a ambos críos: «¿Su
madre los lleva a misa?; ¿ya comulgan ustedes?; ¿ya hicieron la
primera comunión?»… «A ver, rézame el rosario, Romancito»,
insiste con empeño devoto.
Mi tía Gracia Angélica siempre trató de devolver a mi madre
al redil, con sus predicaciones y consejos. Mi madre, rebelde, la
dejaba hacer, pero más bien trataba de confabular con su sobrina
María de la Concepción, la hija de Gracia Angélica.
A lo largo de muchos años mi tía cimentó una gran amistad
con la sirvienta de sus vecinos, Epifanía, pues esta al parecer tenía
«poderes», claramente inducidos por el Altísimo. Poderes que, en
el futuro, ella misma, mi tía, adquiriría y usaría para hablar con el
Señor y que este le anunciara tragedias o enfermedades familiares
que ella no podía revelar.
Posee en su casa un pequeño cuarto, similar a la mazmorra de
los santos en casa de su madre, Rosangela, en el que reza, muchas
veces de hinojos, con los ojos cerrados, casi en trance. Ni que
decir tiene que en ese momento no se la puede molestar, ni con la
excusa de que haya un temblor de tierra o un ataque nuclear. Es
devota de todas las vírgenes que conoce, pero en particular de la
Virgen de Coromoto, la patrona de Venezuela. A esta le prome-
ten ella y su hermana por la salud de Romancito (a él le molesta
que le digan así y prefiere «J.R.»),
124
Se casó a los dieciocho años con Pedro Arnulfo Merino, un
abogado andino, graduado en Caracas, que trabajaba entonces en
el gobierno del estado Guárico, donde Gracia Angélica a su vez
trabajó inicialmente como secretaria de un funcionario menor, y
luego como su secretaria, la de Merino, cuando a él lo nombran
secretario general de Gobierno, o vicegobernador. Un buen tra-
bajo, el de ella en los años cuarenta, durante el gobierno militar
de Isaías Medina Angarita, quien provenía de San Cristóbal, y
formó parte de las promociones de militares cuya carrera fue im-
pulsada desde el gobierno nacional, al ser integradas por coterrá-
neos del presidente de la República, Eleazar López Contreras, que
había llegado al poder a la muerte del anterior dictador andino,
Juan Vicente Gómez, un tirano sanguinario y nefando, que muy
bien hubiera podido inspirar El otoño del patriarca.
Tuvieron tres hijos. El primero, Pedro Luis Merino Fuentes,
jura que el mejor regalo divino para el hombre fueron las muje-
res (y que él es el mejor regalo de Dios para ellas). Él las quiere
todas para él. Todas. Es decir, padece el síndrome de Casanova.
Es, por otro lado, un estudiante responsable e hijo amantísimo
y respetuoso de sus padres. Habla como si tuviera mil años, im-
perturbable en su sonrisa de pequeños granitos de maíz blanco.
Su única hija, la segunda, mi prima María de la Concepción Me-
rino Fuentes, taciturna, aunque de buen humor y dispuesta, era
a nuestra llegada a su casa una adolescente de mirada cansada,
que caminaba obligando los pies, como si anduviera en cámara
lenta, o flotara en línea recta, sobre una nube que le servía de
deslizador. Su voz nasal de contralto arrastraba así…, así… las
palabras haciéndolas eternas. Parecía estar aburrida del mundo
y durante nuestras visitas se refugiaba a cal y canto en su cuarto,
iluminado por una ventana inmensa, de un tono blanquecino, a
punto de convertirse en un amarillento triste, de dos compuertas
corredizas, que dejaba entrar la luz a raudales. Poco a poco fue
desarrollando un carácter más alegre y decidido, y una precoz
125
serenidad, animada por un sentido del humor sutil y tranquilo,
que expresaba sin mover un músculo de su rostro pétreo, de efigie
griega. A Gracia Angélica no le gustaba que su hermana menor
sacara a su hija por ahí, a altas horas de la noche y quién sabe
adónde, por lo que muchas veces se lo reclamó con severidad. Eso
la hacía reivindicar su estatus de dueña de su casa, de sus hijos y
de anfitriona y hermana más que solidaria, cristiana (no dejes que
tu mano derecha vea lo que hace la izquierda).
El tercer hijo, Manuel Ignacio (sí, como el de Loyola), es reser-
vado, fanático de su propio silencio. No habla, aunque le pregun-
ten, dejando sus respuestas en un silencio espeso, aterrador, ya
que responde con monosílabos secos, cortantes y sin voltearse a
mirarte, porque permanece impertérrito en su mundo, en su pe-
queño y exclusivo espacio personal de realidad. Aunque siempre
siguió los pasos donjuaniles de su hermano mayor, años después
se casa con una mujer ocho años mayor que él, chupada y con la
mirada triste.
Ese silencio permanente lo conjuga con una obediencia acomo-
daticia ante su madre pía, cuya lengua no le gusta escuchar más de
la cuenta. Solo por eso la obedece, para no prolongar demasiado
sus peroratas y reclamos severos, contundentes, incisivos.
Hace deporte, como su hermano mayor, y en virtud de esto
ambos entrenan sendos equipos de sóftbol femenino, por razo-
nes obvias. También le gusta la mecánica. También le gustan las
mujeres guapas. Mal estudiante, acaba arreglando coches en el
garaje de su casa, ya que su inconstancia no le permitió terminar
la universidad.
Viven desde 1960 en una amplia casona en la Urb. Campo
Claro, adyacente a la residencia presidencial La Casona. Por este
motivo, su casa recibió impactos de bala durante el golpe izquier-
dista de febrero del 92.
Gracia Angélica Fuentes y Pedro Arnulfo Merino se casan en
San Juan, con la presencia del gobernador del estado y otras auto-
126
ridades locales porque mi familia materna, desde los tiempos de
Juan Vicente Gómez, el dictador de origen andino que gobernara
el país con mano férrea y voz pausada durante veintisiete largos y
duros años, ocupaba un lugar relevante en la sociedad local, sien-
do mi abuelo, Román, uno de los terratenientes de la zona de los
llanos centrales, propietario de fincas de tabaco que se exportaba
a los Estados Unidos y a Europa, y de infinitas plantaciones de
arroz y maíz, que daban de comer a miles de familias y abastecían
las alacenas del dictador.
Todos en la familia Fuentes, incluida mi tía Gracia Angélica,
se dirigen a él por su apellido, Merino (es una inveterada costum-
bre que las mujeres casadas llamen a su marido por su apellido,
como invocándolo). Esposo devoto y fiel, hacía gala frente a mi
tía de una paciencia cenobita. Es de buen humor y de una calma
aprendida con sus padres en las madrugadas de ordeño, con el
olor de la leche fresca en sus fosas nasales, en su finca de Rubio,
pueblo andino que entrara en la historia nacional por diversas ra-
zones, de orden económico y político. Ostenta dotes de cantante
y guitarrista con las que ameniza las noches de fin de año en la
casona de San Juan, a requerimiento de sus cuñadas, sobre todo
de Celeste, la más entusiasta de sus fanes dentro de la familia.
Acudía solícito a cualquier llamado de su mujer, y estos llama-
dos se producían con una frecuencia inusitada, solo interrumpida
por los llamados a alguno de sus tres hijos, sobre todo al menor,
Manuel Ignacio, el que le daba según ella más quebraderos de
cabeza (aunque nunca se quejara expresamente por ello).
Siempre fue el marido y el padre ideal. Soportaba estoico los
copiosos discursos de su mujer sobre la necesidad ineludible de
hacer la voluntad de Dios, de ser sus hijos perfectos, manifestar
su amor hacia los hombres, y demostrarle a Él obediencia incon-
dicional haciendo sus obras. Guardaba silencio y solo en contadas
ocasiones interrumpió ese discurso salvador con alguna expresión
típica suya, como el gesto que hacía arqueando una de sus cejas y
127
frunciendo los labios, en el más puro estilo payasesco del famoso
cómico mexicano, el de la gabardina y el sombrero en forma de
barquito.
Por muchos años se supo y se rumoreó en el pueblo que mi
tío Merino mantenía ahí a otra familia, más reciente, compuesta
por una querida jovencísima y dos niños que luchaban contra la
trasparencia de sus huesos, la palidez de sus rostros y la tristeza
de su mirada ojerosa, desde unos pequeños globos negruzcos. (El
apelativo de querida es el usual en San Juan. También se le dice a
la amante, «la puta»).
Nunca llegó nadie en la familia Fuentes a mencionar este tema
de esa segunda familia que no pudo disfrutar de su presencia, ni
del ejercicio cotidiano y regular de su deber como padre y esposo.
Gracia Angélica nunca sacaba el tema. Era su cruz y las cruces, las
penitencias hay que llevarlas en silencio, sin quejarse. Su defensa
era pues su religión, las prohibiciones que dimanaban de sus es-
trictas creencias no le permitían siquiera ensuciar su boca con ese
tema escabroso y oscuro, que intranquilizaba su conciencia aho-
gándola en un mar de confusión moral. Lo único que le permitió
a su marido con respecto a esto fue que se hiciera responsable de
pasarles a «esos pobres desgraciados» un estipendio mensual, que
apenas alcanzaba como complemento de lo que la otra señora
ganaba con su puesto de comidas calientes en el mercado muni-
cipal.
Ahora comprendo que esa aparente docilidad en su actitud
era más bien fastidio, cansancio. Un cansancio que había llegado
hasta sus huesos, que se había mimetizado con él de tal forma que
ya no podía evitarlo o librarse de él. Se acostumbró y aprendió a
vivir con ese cansancio. Aprendió a esconderlo bajo su piel tosta-
da, a ahogarlo con su voz musical. Ahora comprendo igualmente
los muchos silencios que se edificaron como muros infranquea-
bles a mi llegada a las conversaciones de los miembros adultos
de mi familia. De día la calma era casi sepulcral. De noche era
128
otra cosa, pues el cielo se bañaba de estrellas y de los gritos de mi
primo M.I. y sus amigos jugando a la guerra (afortunadamente,
ninguno de ellos, que yo sepa, fue a guerra alguna) y del canto
monótono y paciente, sincopado de los grillos.
A veces, solo Dios sabe por qué, llegábamos a casa de mi tía
Gracia Angélica a la hora de las comidas, entre mediodía y cuatro
de la tarde, y nadie nos abría, y era porque mi tía se había ido a la
iglesia o al cementerio, a visitar los muertos de quién sabe quién,
porque los nuestros reposaban en San Juan, mientras mi tío esta-
ba en su oficina y mis primos en sus clases. Podía tardar quince
minutos o dos horas. Cuando ocurría esto último, era fijo que a
mi madre se le había olvidado avisarle que iríamos y hacía de todo
por enmendar la situación. Caminaba de un lado a otro, buscan-
do alguna vecina de mi tía con quien matar el tiempo en alguna
conversación intrascendente (yo también rogaba por que apare-
ciera alguien…, todo por no quedarnos tanto tiempo a solas).
Había un cierto dejo de desdén en el trato de mi tía hacia
Celeste (y en consecuencia, hacia mí). Su hospitalidad con noso-
tros era algo fría, formal, incluso forzada, a veces. Sutil, invisible
a simple vista, llenaba el ambiente de una atmósfera incómoda,
ríspida, a la que aunaba la rigidez de sus normas, difíciles de cum-
plir aun por cualquiera de su núcleo inmediato.
Cuando por fin aparecía mi tía, de inmediato marcaba cla-
ramente su territorio; había incluso un cierto dejo de desdén en
el trato de mi tía G.A. hacia mi madre, de resultas de lo cual
su hospitalidad con nosotros dos era algo fría, formal, pero más
que todo, estricta. No pasaban cinco minutos antes de que nos
indicara alguna norma inviolable, algún límite territorial infran-
queable (los cuartos de sus hijos, pero sobre todo el de su hija; la
biblioteca-oficina de su marido, encajonada en un saloncito del
piso de abajo, discretamente junto a la cocina y frente a la sala de
129
estar; su cuarto de los santos, que lo era también el de los trastos
caídos en desuso y almacén de los instrumentos de limpieza; el
saloncito que conectaba con el patio ajardinado allende la cocina
oscura, habitado por Full, el añoso y obeso pastor alemán que
parecía un prisionero de guerra malhumorado y muy peligroso).
Total, que mi/nuestro radio de acción se limitaba a las áreas gene-
rales de su casa, las que no estuvieran limitadas por puerta alguna.
Mi felicidad fue inenarrable cuando descubrí, en una pequeña
repisa en la antesala del cuarto de mi primo Pedro, una biblioteca
en miniatura, parecida a la pieza de madera que en nuestra biblio-
teca de S.C. contenía los cuatro tomos del Diccionario Enciclo-
pédico SALVAT, cuatro tochos gigantescos, pero aquella era mi-
núscula, conteniendo minúsculos diccionarios bilingües de varias
lenguas europeas que yo tenía en mi lista de aprendizaje. Era la
colección Lilliput de Langenscheidt, la casa alemana especializada
en diccionarios y guías de conversación bilingües. Cada dicciona-
rio era de un color distinto. Verde para el neerlandés (este no lo
tenía mi tío, este me lo regaló un compadre de mi papá), naranja
para el sueco, azul para el inglés…
Ella era la madrina de mi hermano y mi tía Rosangela Marie-
la, la mía. Y entre esta y mi madre existía el trato de comay, por
comadre; en cambio, con mi tía G.A., no. A pesar de que cuando
estaban todas ellas juntas (todas las hermanas y mis primas Re-
nata y Rosiris) usaban un lenguaje que resguardaba su comunica-
ción de las miradas ajenas (el sanjuanero era poco paciente ante
las cosas que no entendía y por ello perdía el interés en seguida).
Su gesto sutil de severidad, imperceptible a simple vista, profe-
rido desde sus labios finísimos, remarcados apenas con un discreto,
tenue labial rosa, llenaba el ambiente de una atmósfera incómoda,
130
ríspida, a la que aunaba la rigidez de sus normas, difíciles de cum-
plir aun por cualquiera de su núcleo inmediato, salvo, quizás, su
marido. De hecho, mi prima María de los Ángeles celebraba en
silencio las visitas de su tía como oasis precarios pero sentidos de
libertad ganada al control de su cuerpo juvenil, inquieto.
En Caracas todo era más grande. Abigarrado. Ese hecho me
llenaba de un cóctel de sentimientos y sensaciones encontradas
hacia la gran capital: miedo, admiración, respeto (producto del
miedo inicial). Sus grandes autopistas, con nombres de monstruos
gigantescos (La Araña, El Pulpo…, esta lista de solo dos monstruos
se me quedó corta, sospeché durante mucho tiempo que hubiera
más) obligaban en mí esos sentimientos de devoto fiel.
Gracia Angélica se dispuso a ayudar como mejor sabía. Tomó
al niño por su brazo izquierdo y lo condujo hasta el cuartico al
final del comedor, donde mantenía su altar. Una vez frente a este,
iluminado con tantas velas como lo permitía el tamaño de la mesa
que hacía las veces de tal, la tía de J.R. obligó al niño a arrodillarse
y juntar sus manitas en oración devota y sincera. Le preguntó:
—¿Te sabes el rosario?
—No, tía —le respondió el niño preocupado, como si confe-
sara un pecado mortal.
—Repite conmigo. —No sin antes lanzar al aire sus vindictas
contra la dejadez materna de Celeste—): Por la señal de la Santa
Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor Dios Nuestro... —Y
cerrando los ojos, como en un principio de trance hipnótico, co-
menzó a rezar la señora.
El niño adoptó la actitud de un robot, de un artilugio tec-
nológico diseñado para obedecer automáticamente las órdenes
131
de sus creadores. Inicialmente había cerrado sus ojitos nerviosos,
pero como vio que su tía también los tenía cerrados, él los abría
y cerraba para mirarla a ella con disimulo nervioso, como si así le
fuera más fácil saber cuándo acabaría aquel suplicio.
Llegada la hora de la cena, Gracia Angélica lo tenía todo dis-
puesto y comenzó a llamar a los gritos (gritos templados, sin ex-
cesos, casi para dentro, pero de todas maneras, desagradables para
mi oído demasiado delicado) a cada comensal por su nombre de
pila completo, salvo a su marido, a quien siempre lo había tratado
de «Merino».
Mi tía Gracia Angélica organiza su mesa jerárquicamente y es
su marido quien inevitablemente ocupa el puesto de honor por
ser él «quien trae el pan a la mesa».
«¡Romancito!». El grito autoritario de su tía le clavó diez cu-
chillos invisibles apiñados en su estómago, que se revolvió como
un batido de fresas en la licuadora. «No se juega con la comida;
eso es pecado. ¡Y mira cómo tienes esas manos! ¡Ni que hubieras
reparado todos los carros de la calle! Anda a lavártelas». Celeste lo
cogió por una muñeca y lo condujo hasta el pequeño medio baño
ubicado al final del comedor, a un lado del cuarto de los santos
que, por tradición familiar y falta de espacio, compartía con los
utensilios de limpieza y la mesa de planchar. En el tránsito de un
lugar al otro le murmuraba un discurso inaudible, casi bisbisean-
do, para hacerle notar a su hermana que ella se haría cargo, como
siempre se hacía cargo de su hijo, de sus hijos.
Regresaron a la mesa con el niño cabizbajo, vencido, reo de un
error imperdonable, de una culpa con efectos duraderos, quizá
permanentes. Ese fue el preciso momento desde el cual nunca
más se sentó a la mesa con las manos sin lavar, las uñas sin limpiar
y cortar, a jugar con la comida. No en casa de su tía.
La cena en casa de su tía le recordó al niño, ni él mismo sabía
por qué, las comidas de diciembre en San Juan, bulliciosas, un tanto
caóticas y llenas de comensales que se iban sentando a turnos, para
132
ocupar su lugar en la mesa. Esta escena de armonía familiar siempre
tuvo en él el mismo efecto, envidiarles con ganas, pues en su hogar,
si es que se pudiera llamar así a ese campo de batalla continua, feroz,
donde cada quien comía cuando quería o cuando podía, no existía
esa imagen cotidiana de todos los miembros sentados a la mesa, dis-
frutando mutuamente de su compañía, y de su afecto.
En Caracas, en casa de la tía Gracia Angélica, no es que siempre
hubiera sido esa la imagen real, fiel a esa visión idealizada que se pu-
diera pensar al verles en el presente, de personas felices de estar com-
partiendo ese momento sagrado, de sincero afecto familiar, pero se le
parecía bastante, y se estaba mucho más cerca de eso que la escena en
San Cristóbal, en la casa Andrónico, donde el desprecio y la mutua
indiferencia entre los cónyuges destruían cualquier posibilidad de ver
realizado ese cuadro idílico. Ese contraste golpeaba al niño con toda
su fuerza. Le era incómodo. No lo entendía; le molestaba.
Abrazábamos la superficie de la vida y del poder sobre otras perso-
nas. Humillamos a las hermanas Delgado. Eran las hermanas adop-
tivas de Lalo y Teo. Disfrutamos Leíto y yo de ese poder omnímodo.
Rozamos el límite de la maldad. (¿En verdad hicimos solo eso?).
Jugábamos a no sé qué, algún juego que consistía en el cumpli-
miento de misiones; ellas al parecer no lo hicieron bien, fallaron o
no completaron la tarea según nuestras expectativas y condiciones,
seguramente absurdas, inalcanzables. No sé por qué lo hizo Leíto,
supongo que me seguía como a su faro. Las hicimos hincarse, arro-
dillarse y rezar, rezarnos a nosotros, como a ídolos pequeños, más
bien diminutos (¿qué diría la señora Tula si se entera?).
Esta no fue mi única acción moralmente reprensible durante
mi conspicua infancia.
Una vez, en casa de mi tía Gracia Angélica, descubrimos Leí-
to y yo, en el armario del primo Pedro Luis, una caja de cartón
133
repleta con cientos de barajitas relucientes. Eran jugadores de las
Grandes Ligas (MLB). Estaban todos, o casi todos; lo cierto es
que eran cientos de barajitas como nuevas, brillosas, coloridas
y como mi hermano era fan perdido, le dije que podíamos lle-
várnoslas a casa, dado que el primo Pedro no se molestaría (no
andaba yo muy fino en eso del sentido de propiedad).
Otra vez nos visitó mi tía Elvigia (que no era en realidad nues-
tra tía, sino una prima de Celeste, pero por la diferencia de edad
abismal entre nosotros, nos acostumbramos a llamarlas «tía» a
ella y a sus hermanas). Mi curiosidad exploradora me impulsó a
esculcar entre sus cosas emplazadas en nuestro cuarto, que fun-
gía de cuarto de huéspedes en esas ocasiones, y entre esas cosas
arrumbadas en un maletín ejecutivo muy elegante y vistoso, des-
cubrí unas zapatillas de esas que dan en los vuelos internaciona-
les, con el membrete de la aerolínea insignia nacional, VIASA.
Esa palabra impresa en letras blancas sobre una tela como gamuza
azul oscuro fue un imán irresistible. Dichas prendas se parecían
mucho a las botas que yo había visto en Viaje a las Estrellas y eso
fue demasiado para mí, viéndome impelido a calzármelas y salir
raudo a lanzarme calle abajo en mi patinete (creo que era más
bien el patinete de mi hermanito). No tengo que decir que el
regaño de mi tía Elvigia, sus manos sosteniendo los restos raídos
de las zapatillas de dormir, tesoro perdido para siempre por mi
imprudencia, sus párpados subiendo y bajando como persianas
a medida que modulaba su tono de voz para regular el énfasis de
sus palabras, de su furia, aún lo guardo en mi mente y salta de
cuando en cuando para torturarme en demasía.
—No tendrías por qué cargar tú solo con todo el peso del
mundo.
—No la entiendo.
—Lo que viviste…, no se trata de echarte la culpa de todo. No
te castigues más. No se lo debes a nadie.
134
Papel mojado, papel periódico llevado por el viento, quería seguir las
luces de neón, fundirme con ellas, desaparecer en su brillo hipnótico.
0,02
El concepto de pecado lo tenía bastante claro por todas las veces
que lo escuché en San Juan, en casa de mi abuela, o en Caracas,
en casa de mi tía Gracia Angélica, o en cualquier funeral, ya que
nunca fui a misa voluntariamente hasta los veinte años (lo de
mi experiencia fallida como monaguillo no cuenta porque fue
inducida por Juno, mi vecino de dos casas más arriba), y ello
para examinar el ritual como parte de un ejercicio sociológico.
Me resultó interesante pero ajeno a mi forma de pensar. Tanto
boato, tanta exageración en las formas se me aparecían como un
lenguaje incomprensible, y me imaginé cómo serían las misas en
latín antes de la reforma impulsada por el papa Juan XXIII, un
verdadero modernizador de la Iglesia, pero que no pudo llegar
más lejos porque los conservadores no lo dejaron.
Preferí entonces las misas en latín, para acercarme más a un
pasado remoto e inasible. Eso, aunado a mis dudas iniciales inspi-
radas por el avemaría, Mater Dei, me dejaron bastante claro que al
menos la católica no sería mi religión y que si otra quería ocupar
su lugar, tendría que ser mucho más coherente y compasiva. Pensé
que el islam, por haber comenzado su andadura setecientos años
después, sería mucho más avanzado y acorde con mis necesidades
espirituales. Y resultó, tanto en su forma externa como en su fondo
ideológico, mucho más atrasado y opresor. Paré ahí mi búsqueda
espiritual y preferí conformarme con la realidad terrenal tal como
se me presentaba ante mis cinco sentidos. Desde muy temprano,
yo, el niño alienígena, privilegié un enfoque de la realidad más ob-
jetivo, más científico, dado que ello me defendía ante tanto fetiche
que mis mayores trataron de imponerme, desde tan pequeño.
135
Cumplido el ritual familiar, salimos mi primo Pedro Luis, Ce-
leste y yo con la firme intención de comernos unos ricos helados
en Crema Paraíso (el gusto por el dulce me hará sentir culpa) y
recorrer un poco la ciudad, para que yo la conociera mejor y no
me llevara solo la imagen de la clínica y sus alrededores, con el
único añadido de la autopista que venía desde el aeropuerto, lo
cual yo agradecí por muchos años (mis agradecimientos eran lar-
gos como autopistas… así como mi resentimiento). Durante todo
el rato estuvieron hablando como si yo no estuviera ahí, con ellos. A
nuestro regreso a lo de G.A., mi madre llegó con espíritu renovado.
Yo, en cambio, me había hundido en uno de los tantos pozos creados
esa noche lluviosa.
La casa de mi tía G.A. se convertía en mi mente en una in-
mensa nave nodriza. Su ubicación en la urbanización tranquila
e interior donde se situaba también la residencia presidencial de
La Casona, inmensa mansión poscolonial ampliada en la forma
de un fortín medieval, siempre en mi mente viajera, era parte
de esa ambientación que inevitablemente me hacía pensar en mí
y en mi familia como en seres privilegiados, predestinados con
serenidad a esperar las mejores cosas de la vida. Y la mayor parte
de esas cosas, de esas vivencias, solo podrían ocurrir allí o en una
ciudad como esa, en una capital o en una metrópolis; de allí que
siempre mirara a S.C. con un afecto inevitablemente impregnado
de compasión, de inconformidad tolerante frente a sus carencias
y limitaciones provincianas.
Yo me quedaba inmóvil mirando los anuncios de neón gigan-
tescos; algunos con formas ovoides como la nave nodriza que me
había dejado aquí. De pequeño, me fascinaban por las fotografías
nocturnas de Nueva York, con sus luces de múltiples colores, con
ese efecto Doppler tan característico de las fotos en movimiento
que las hace parecer hechas en otro planeta. Me perdía en esas
luces infinitas, hipnóticas, de colores brillantes, que bailaban
136
frente a mis ojos, o desde muy arriba, desde azoteas inmensas y
cuadradas. Por eso creo que comencé a pasar desapercibido entre
las demás personas y sin que me diera cuenta, ya nadie me veía.
También me hechizó transitar a velocidades vertiginosas el la-
berinto de vías de cuatro o cinco canales que recorrían la ciudad
de norte a sur y de este a oeste. Esas trazas de modernidad me
transportaron inevitablemente a las escenas de la vieja teleserie
Flash Gordon (¡ya lo había dicho, coño!) en las que aparecían ras-
cacielos ultramodernos, y extrañas naves ovoides viajando a altu-
ras no descritas, insuperables en su imaginación. Le fascinó que
la realidad imitara tan bien a la ficción.
Regresé a casa con el ánimo rejuvenecido por esa transfusión
de energía vital de una ciudad grande, compleja, vibrante. No
cabía duda de que Celeste había cumplido a la perfección —o
casi— su rol de madre protectora, madre solidaria.
Después del electroencefalograma que trajo consigo el diag-
nóstico definitivo de la epilepsia del lóbulo temporal, y de que
hubieran regresado de haber visto al doctor Gervasio León, Ce-
leste decidió que Sambrano sería su nuevo pediatra de cabecera
y con él fue su siguiente visita. Él era cardiólogo infantil y en la
clínica se encontraba igualmente un reconocido neurólogo que,
a raíz del caso de J.R., terminó especializándose igualmente en
neurología infantil.
El fuerte pero agradable olor a madera mojada de la colonia
de su nuevo pediatra (o no estaba muy seguro de si ese era en
efecto el olor natural de su cuerpo) actuaba sobre el niño como
una pócima hipnótica y le hacía perder hasta la mínima concen-
tración necesaria para seguir las más sencillas órdenes del médico,
durante sus revisiones de rutina.
Asimismo, la inusitada sensación de ser invadido por esa suave
brisa portadora de un frescor inaudito que se derramaba en su
pequeña humanidad desde la nariz y la boca del especialista, su
137
aliento cálido, olor firme a dentífrico, pero sobre todo su perfume
olor a madera mojada, o a musgo joven, se había convertido en
otra fijación para el niño.
Pronto, esa experiencia se convirtió en una necesidad orgánica
para él. Cuando había pasado más de una semana de esa visita
médica en particular, el niño le preguntaba ansioso a su madre
«¿Cuándo me vuelves a llevar con el doctor Sambrano?» (su ma-
dre lo acostumbró al uso de los títulos profesionales para referirse
a quien los tuviera, aun en su ausencia, como un signo de inelu-
dible respeto y de la buena educación que se esmeraba en darles a
sus hijos) y ella se afanaba en conseguir un calendario para mos-
trarle ante sus ojos cuánto tiempo faltaba para la próxima visita.
Ella se quedó en silencio. Una y otra vez volvía a su cabeza la
misma pregunta: «¿Dónde está el límite? No demuestra culpa, ni
muestra los síntomas de una persona mitómana».
Te decía que había entrado al liceo con once años, y el Bachille-
rato al que me tocó ingresar a una edad tan temprana no esta-
ba ni remotamente preparado para alguien como yo, que sufría
ausencias frecuentes (quizá como efecto secundario de la fuerte
medicación que recibía) y que al primer signo de desacuerdo se
escabullía en su mente hacia otro plano de la existencia.
Se me criticaba en el cole el uso de un lenguaje ampuloso, casi
en desuso, casi arcaico, y la repetición continua de la misma idea,
expresada de distintas formas. Se burlaban de mí comparándome,
por mi forma nerviosa de hablar y mi tono de voz incipientemente
grave, con Arturo Uslar Pietri, el autor de Lanzas Coloradas. Una
tarde anodina de un mes que no recuerdo, sufrí la humillación más
repugnante que me hubiera podido imaginar a manos (o por su
saliva) de un asqueroso compañero mío, hijo del profe de Artística.
138
El sujeto en cuestión, no lo recuerdo muy bien, pero supongo
que a causa de mi tono de voz inaudible y mi figura mínima en-
juta, me esperó a la salida del liceo, me retó a pelear con la señal
de costumbre, un empujón a un lado de mi pecho huesudo, y al
ver mi reacción, que fue una no reacción, me empujó con mayor
énfasis y me escupió a la cara. Ese escupitajo marcó mi mejilla
con tinta indeleble; lo llevé guardado por muchos años, a la espe-
ra de días mejores.
Pasé el Bachillerato peleándome con todo lo que tuviera fór-
mulas y números. Tuve varios profesores y profesoras privadas
que fueron a ayudarme contratados, cómo no, por mi madre Ce-
leste Andrónico (Andrónico es en realidad el apellido de mi pa-
dre). Solo así saldría adelante con los números. Eso me molestaba
a más no poder. Me hacía sentir impotente, indigno, insuficiente.
De todos ellos, Charly era el mejor; el más inteligente y gra-
cioso. Armaba juegos de palabras con cualquier tontería que
dijeras. Él era maestro en chistes malos, malos por fáciles, de
esos que nacen de juegos de palabras inevitables. Nos reíamos
de todo y de todos. Llegado el momento, a mi madre ya no le
gustaba tanto Charly porque era algo amanerado. Solo fue tres
veces a casa. Celeste se preocupaba por mi bajo rendimiento al
inicio del Bachillerato. Pero su preocupación más importante
fuera, tal vez, mi emasculación repentina o progresiva en las
manos de alguien así. Por eso, prefería que jugara con Bruno,
mi vecino de enfrente.
Además de los profesores particulares que me asignó, buscó
integrarme a grupos de estudio con hijos de algunas conocidas
suyas (Rosalba, que había sido su compañera cuando yo estudié
139
con ella, mi madre, como mi maestra en cuarto grado; y Flor
Camacho, su secretaria en la Policía judicial).
Esta última era una señora grande, parecida a Lola Beltrán, la
cantante mexicana, muy educada y dispuesta siempre a colaborar
desde su voz nasal, de contralto.
Fuimos a su casa e iniciamos la ejecución de nuestro proyecto:
salvar el año académico; ahí me reencontré con Nino, mi mejor
amigo en el cuarto grado de primaria e hijo de Rosalba (él, ahora
con una nariz más grande, redonda a lo payaso y roja, no rosada
como durante toda su infancia, y habitada por minúsculos pun-
titos blancos que la hacían parecer territorio selenita), compañera
de mi madre en nuestra escuela de primaria.
A sugerencia de Celeste, estudiaríamos los tres juntos, haciendo
equipo y sinergia (el tercero de nosotros, el hijo de Lola, la secre-
taria de mi madre, para nada necesitaba participar en ese desqui-
ciado proyecto de «la Dra. Andrónico», ya que era un empollón
de cuidado). Mi madre, a nuestra entrada a casa de Lola Beltrán,
enseguida desplegó sus dotes de dama exquisita, deshaciéndose en
agradecimientos y parabienes a nuestra anfitriona y a la disposición
igualmente generosa y desinteresada de su retoño, un muchacho
altísimo y desgarbado que parecía la versión moderna de Ripp Van
Winkle en uniforme escolar y con problemas de sueño.
No bien cruzamos el umbral de la casona de dos pisos, cum-
plimentadas las cordialidades de rigor por nuestras respectivas
progenitoras, el chico de marras se dispuso a conducirnos hacia
nuestro refugio académico, que no era otro que el despacho de
su padre, un policía judicial jubilado con pretensiones de histo-
riador y comentarista político, amén de querencias comunistas
inocultables, que había vivido la inolvidable experiencia de estar
en la URSS de Khruschov en plena crisis de los misiles con los
Estados Unidos. Clavé mi mirada en unas matrioskas que me
140
observaban sonrientes y coloridas desde uno de los estantes de
la biblioteca, llenos de adornos de todo tipo, en un extraño y
ecléctico conjunto que reflejaba con discreción los torbellinos
mentales de su propietario. Le pregunté a mi anfitrión por tan
peculiar elemento decorativo estepario, sin imaginar la sorpresa
que traía dentro. Las bajó del estante y comenzó a destaparlas una
a una y yo, maravillado, se las arrebaté para contemplar tal pro-
digio como si de ahí salieran rayos de luz enceguecedores. Nino
interrumpió mi ensoñación y yo, en mi reacción aprendida, les
pedí mil disculpas no solo por mi despiste, sino por la situación
bizarra en la que nos ponía la diligencia materna de Celeste.
Ni que decir tiene que este proyecto de salvamento académico
de mi madre fracasó estrepitosamente. Ese año, tuve que recuperar
en exámenes de reparación, posteriores a los finales, siete materias
de nueve que cursaba (solo aprobé Inglés y Formación Cívica, esta
última a pesar de que el profesor era un sicópata de cuidado).
Años después, en mi primer año de Derecho en la Universi-
dad de Mérida, a cuatrocientos kilómetros de casa, mi salida del
cascarón materno, Celeste decidió involucrarse en mis estudios
todo lo que pudiera. Yo decidí que eso era una buena idea. Me
ayudó con mi primer trabajo que versó sobre «el homosexualis-
mo como enfermedad social, causas y posibles soluciones al pro-
blema»; porque qué problema este el del homosexualismo (sería
completamente honesto en cuanto a las conclusiones del análisis,
realizado según las más estrictas normas deontológicas del análisis
sociojurídico, al incluir los estudios lombrosianos, y a Skinner,
el padre del conductismo experimental, el autor más reconocido
entonces en eso de las variaciones de la sexualidad humana)...
«¿Te acuerdas del chico aquel que vino a casa a darte clases?
¡Maricón perdido el pobre! O al menos muy amanerado, ¡ama-
141
neradísimo ese pobre muchacho!», clamaba Celeste desde su al-
truismo sin remedio. Ella me leía los manuales de Sociología y los
estudios sobre el tema en cuestión y yo no podía dejar de pensar
en ese día no tan lejano en el que mis ojos bailaron al son de las
balalaikas y entendí que quizá la vida fuera una gran matrioska
incomprensible, esquiva, amorfa e imprevisible.
Ese año coincidió con el inicio del posgrado en Orientación
de la Conducta de Celeste. Ella me ayudó aportando el enfoque
psicoanalítico-conductual neofreudiano que explica la homose-
xualidad a partir del complejo de Edipo sin resolver. Ella y Purita
me ayudaron a instalarme. Mi madre Celeste me envió desde S.C.
mi cama, el colchón encastrado en un jergón nuevo, y algunos de
sus libros de Derecho en el vehículo oficial del ministerio de de-
sarrollo social (en un acto de evidente peculado de uso, del cual,
no sé por qué, me abstuve de pronunciar juicio de valor alguno).
Celeste disfrutaba con particular fruición aquellas visitas a
otras familias con hijos, preferiblemente más de uno, uno solo era
algo triste, no deseable del todo, las mismas que yo despreciaba
como esfuerzos inútiles de aparentar una normalidad que nunca
sería nuestra.
Mi amistad con Juno corría por cauces fluviales de inquietud
telúrica. La mayor parte del tiempo, era intranquilo, nervioso,
imparable. El resto, lo veías elucubrando. Lo que sí me gustaba de
Juno y de andar con él para arriba y para abajo es que no paraba
de inventar juegos y aventuras y que tocara el cuatro como Dios.
Una vez se le ocurrió que hiciéramos un periódico comuni-
tario, o de nuestra calle al menos, nuestra pequeña calle 2 de la
pequeña urbanización del Pedregal. Él era el que organizaba las
serenatas en diciembre por toda la calle. Tocábamos de puerta en
142
puerta y él se lanzaba a atacar su cuatro de sonidos roncos, adus-
tos con villancicos cantados a toda velocidad (quizá no teníamos
más de media hora para cumplimentar a todos los vecinos con
nuestro arte musical) y yo trataba de seguirle el ritmo con mi voz
de castrado, ante lo cual él cantaba más fuerte, porque no quería
que yo le quitara el protagonismo del momento. Sin embargo, a
él debo agradecer que me insertara progresivamente en el grupo
de nuestros vecinos. Yo era como su animalito simbiótico y calla-
do, su mascota más bien; yo esperaba que los demás chicos de mi
calle me permitieran opinar, hablar, decir algo. Solo que nunca lo
que yo decía les parecía interesante, más bien les parecía cómico,
extraño, ridículo, incomprensible…
La televisión, tótem hipnótico, lavacerebros (McLuhan dixit).
La televisión fue mi niñera hasta que pude cuidarme yo solo,
o hasta que intervenía la empleada doméstica de turno, general-
mente una mujer muy joven, sin experiencia y con apenas segun-
do año de primaria a sus espaldas, con suerte; con suerte y sin pe-
ricia alguna para esos menesteres. Y hubo alguna que pudo haber
puesto mi vida en riesgo, por no tener las habilidades mínimas
requeridas para encargarse de un niño como yo, o de cualquier
otro.
De todas, yo vivía convencido de que no necesitaba que al-
guien con esas características viera por mí y me quedaba a mis
anchas en mis aventuras imaginarias, conquistando galaxias leja-
nas, entrando en contacto iniciático con nuevas civilizaciones y
tratando de poner orden en esos mundos complicados que sur-
gían de mi sistema neuroeléctrico.
Nuestro convencimiento acerca del poder de la televisión so-
bre nuestras mentes era tal que cuando una escena demasiado
tórrida entre los protas de una telenovela era interrumpida por
un corte en la transmisión (en la forma de una lluvia repentina
que inundaba la pantalla de puntitos negros), inmediatamente
143
pensábamos que fuera debida dicha interrupción a la intercesión
de la todopoderosa Iglesia católica, o simplemente, la Iglesia y
lo comentábamos entre las burlas y el miedo reverencial debi-
do a tan santa institución. La presencia de la Iglesia en nuestras
vidas se producía de manera sutil, con la sutileza propia del aire
que respirábamos y que nos envolvía en su manto invisible; esa
presencia aparentemente no invasiva formaba parte de nuestra
realidad, de nuestro mundo. De ese mundo que era para nosotros
el mundo en su plenitud, en su totalidad, abarcándolo todo. No
había más realidad que la nuestra. Salvo para mí. Yo sí que vivía
en una realidad múltiple.
144
CAPÍTULO V
San Juan
Los paisajes infinitos del Llano eran puertas abiertas a mi esperanza.
Esa peregrinación anual que cumplía la hija fielmente, amor y
agradecimiento, sentido del deber confluían en ese acto sacramental.
El viaje a casa de mi abuela era la ocasión más esperada del año.
Era mi primera y más importante aventura, que comenzaba bien
temprano. Nos preparábamos desde la noche anterior, levantán-
donos a las cuatro, cinco, seis y media de la madrugada cuando
mucho, mi madre en su dormilona elaborando bocadillos de ja-
món y queso para el largo trayecto (a veces parábamos en alguno
de los restaurantes ubicados a lo largo de la carretera, pero mi
madre prefería no perder esos minutos preciosos, a menos que
fuera para ir al baño, y en caso de ser esto impostergable).
Yo deambulaba por toda la casa esperando alguna instrucción
concreta de mi madre, afanada en dejarlo todo listo. Mientras
tanto, mi hermano dormía plácidamente, al igual que mi papá,
que esperaba a que mi madre tuviera listo el primer café para
abandonar su camastrón deformado por su sobrepeso, después
de lo cual iniciaba un ritual que consistía en incorporarse hasta
quedar en posición sedente sobre el borde de su cama (hacía ya
algunos años que mis padres no compartían lecho, por razones
poco menos que inconfesables).
Podía quedarse sentado durante algún rato, con sus piernas
abiertas, sus rodillas apuntadas hacia afuera y ambos antebrazos
145
colgando entre sus piernas. O bien podía comenzar a recorrer
toda la casa, desde su cuarto hasta los pasillos posteriores, yendo y
viniendo, hasta que mi madre lo llamaba secamente con su aviso
de que estaba listo el desayuno.
Podíamos salir de casa aún de noche (entre las cuatro y cinco
y media), o con el despuntar del alba, que en San Cristóbal se
produce poco antes de las siete de la mañana. A esa hora, o an-
tes, bajábamos en el Ford blanco de mi madre, hacia la avenida
principal que nos llevaría por una larga recta hasta alcanzar la
carretera casi infinita que cruzaba medio país, hasta San Juan de
los Morros.
Salir en la madrugada significaba mirar una película que a ve-
ces podía ser muy divertida y a veces transformarse en una peli
de terror. Como cuando un policía violento llevaba a palos a un
presunto ladrón, con la camisa hecha jirones, y este gritaba des-
esperado no sé qué (esta primera imagen de violencia policial me
hizo cogerle terror a cualquier uniforme), o como cuando, salien-
do de Caracas a San Cristóbal, nos topamos con un todoterreno
en cuyo travesaño colgaba un brazo ensangrentado de una mujer
cuyo cuerpo yacía sentado en silencio sobre el asiento del copi-
loto. Y fue entonces cuando aprendí, mi madre me enseñó, a no
meterme en asuntos de extraños.
La primera opción horaria era la más emocionante para mí,
pues envolvía el viaje en ese halo de misterio subyugante, en esa
atmósfera de novela gótica.
Quien conducía demostrando cada vez una pericia inigualable
era mi madre (mi padre, paulatinamente, le fue dejando esta res-
ponsabilidad compartida a ella en exclusiva, hasta el punto de ni
siquiera viajar con nosotros en algunas oportunidades). Mi her-
mano y yo, en el asiento trasero de tapicería roja, convertíamos el
viaje en una competencia de velocidad con los demás coches que
nos íbamos encontrando por el camino, y aupábamos a mi ma-
146
dre a que los rebasara a todos antes de llegar a los límites de cada
pueblo o ciudad, lo que era la meta de cada tramo de la carrera.
La aguja roja de la velocidad se inclinaba en progresión aritméti-
ca hacia la derecha (80,100, 120…), yo la veía transformarse en
Trixi en Speed Racer.
Una de las dos rutas disponibles para llegar a San Juan era la de
«La Puerta», lugar de una batalla decisiva para la independencia
de Venezuela, que era la favorita de mi hermano y cuya elección
era el momento en el que él asumía el liderazgo del largo viaje. El
monumento era un pequeño «arco del triunfo» oscurecido por el
tiempo y por el abandono que se hacía ostensible en las raíces que
salían de su pétreo cuerpo, o bien para abrazarlo, o para mante-
nerlo prisionero.
Detrás del arco conmemorativo yacía un riachuelo cuyo curso
era oscurecido por la tierra en su lecho y cuya entrada era seña-
lada por un viejo y desvencijado letrero (puesto ahí en el inicio
de los tiempos) que advertía en amenazante grafía azul marino:
«¡Bilharzia!». Así, con todas sus letras colocadas en su lugar co-
rrecto, y una calavera negra en el ángulo superior izquierdo intro-
duciendo el texto; ese anuncio impertérrito presagiaba horribles
consecuencias para quien osara desobedecer su orden tan nítida
como el sol que, aun él, se inmiscuía apenas entre las copas ver-
des y frondosas que coronaban troncos marrones vetustos, casi
tan gruesos y macizos como los muros que mantenían en pie el
monumento. Mi pequeño hermano exultaba, volvía a pelear las
batallas remotas que hacía doscientos años habían diezmado ese
paisaje silencioso, con un silencio triste, de duelo permanente.
En alguno de esos viajes, prolongados, monótonos a veces, otras
intensos y llenos de sorpresas inimaginables (como una de las tan-
tas veces que mi padre no viajó con nosotros y reventó una llanta
del coche, con los consiguientes contratiempos, bajo un sol de pur-
gatorio), mi madre avisó que pararíamos en la gruta donde se dice
147
que apareció la Virgen de Coromoto, a la que ella, animada por
Gracia Angélica, le había prometido devoción fiel si me curaba.
Esa parada solo la hicimos a mis veintiún años, dos después de mi
curación definitiva y oficial, formulada por Gervasio León.
La banda sonora del largo viaje solía iniciarla un casete de Ro-
berto Carlos en portugués, cuyo contenido lo cantábamos a dúo
mi hermano y yo, con una dicción perfecta y sin importar que
nos perdiésemos el significado exacto de algunas de las palabras
(por ejemplo, de «xerife», pronunciada «cherifi», pensábamos que
podía ser «jarabe» y al no encontrarle el sentido a esa construcción,
nos conformábamos con repetir como dos periquitos esa letra rít-
mica, pero con una pronunciación perfecta). Eso completaba la
experiencia familiar que era una de las pocas en las que podíamos
sentirnos plenamente libres, salvo por los inevitables momentos de
discusión furiosa entre nuestros padres, que nunca faltaron.
A mi padre le asignábamos el rol de improvisado pinchadiscos,
y él tenía, muy a su pesar, que estar pendiente de ir cambiando los
casetes que se introducían en el pequeño y feo reproductor negro
del Fairlane 500 blanco de mi madre, que se había convertido
en parte de nuestra familia, como nuestro perro fiel y afectuoso.
Después de todo, casi desde que nos mudamos a El Pedregal, nos
acompañó la aburrida mirada que nos lanzaba, que cobraba vida
cuando la aguja roja del velocímetro se levantaba pesadamente
y ascendía hasta los ochenta, cien, ciento veinte, ciento ochenta
quilómetros por hora, en nuestros viajes a San Juan.
Cuando había acabado la sesión de casetes de música pop la-
tina (no solo Roberto Carlos, también hacían gala de su talento
encerrados en ese estuche de metal y plástico sin reciclar Los Án-
geles Negros, Claudia de Colombia —quien cantaba una versión
exageradamente triste de una balada no menos melancólica lla-
mada Yo soy rebelde y que me fusilaba sin culpa cada vez que me
entraba la vena depresiva, a partir de mis cuatro años, cuando
la canción había llegado a los primeros lugares de las listas de
148
éxitos de la música pop latina y cuya interpretación en una voz
atiplada de castrato como la mía hacía las delicias de familiares y
amigas de mi orgullosa madre—, Los Pasteles Verdes y en años
posteriores Camilo Sesto, Juan Gabriel y Rocío Dúrcal). Todas
ellas baladas desgarradoras, intensamente conmovedoras, como
lo hubiera descrito con entusiasmo digno de mejor causa el pe-
queño animador de raíces judías del maratónico más popular de
la televisión de entonces.
Mi madre la emprendía a llenar el tiempo faltante para el arribo
a casa de la abuela Rosangela con canciones infantiles cuidadosa-
mente seleccionadas por ella misma. Su sesión la comenzaba siem-
pre con Mambrú se fue a la guerra; mientras manejaba, se inspiraba
y se ponía en situación, entornaba sus ojos claros hacia arriba y con
una sonrisa demoledoramente dulce y entusiasta atacaba:
Mambrú se fue a la guerra,
qué dolor, qué dolor, qué pena.
Mambrú se fue a la guerra,
no sé cuándo vendrá.
Do-re-mi, do-re-fa.
No sé cuándo vendrá…
Y cuando mi hermano y yo demostrábamos nuestro aburri-
miento o nuestra angustia creciente con todos los recursos a nues-
tro alcance (mi madre no se fijaba en eso. Cuando se soltaba a
cantar no la paraba ni Dios), ella cambiaba a:
Ahora que vamos despacio, ahora que vamos despacio,
vamos a contar mentiras, tra-la-la,
vamos a contar mentiras, tra-la-la…
Y ahí sí que la petábamos los tres, frente a la desesperación silen-
te de nuestro padre, por no poder realizar la travesía en santa paz.
La entrada en los llanos la señalaba un programa en la radio
que a mí y a Leíto nos encantaba, Martín Valiente, el ahijado de
149
la muerte, programa de aventuras y de misterio que transmitía
Radio reloj CONTINENTE, emisora esta con la que entraría yo
en contacto directo muchos años después.
Un día, un único día de un único año pude mirar en el cie-
lo una bandada de cotorras que volaban formando un triángulo
isósceles y ululando alegres (o comíamos cachapas e imaginé su
ulular al verlas e impresionarme la parsimonia de su danza).
Mi hermano condujo los coches de casa desde que cumplió
dieciséis (eso en las formas, porque en los hechos comenzó a con-
ducir a los catorce, a la misma edad que lo hizo mi madre, según
ella refería todo el tiempo). Este trato preferencial se demostraría
contraproducente años después.
Era él a quien le dejaban el coche en los tramos de autopistas
recién construidos para que nos llevara de un pueblo al siguiente.
Su habilidad natural para el béisbol lo convirtió de inmediato en
el preferido de mi padre, produciéndose en casa una división casi
perfecta a dos bandos de la cual resultó que mi madre Celeste se
quedara algunas veces sola, aislada frente a la ocasional alianza
de poder masculino que devenía en un frente en contra de sus
intereses de control.
En el largo viaje a San Juan, si mi madre avisaba la parada
para comer en algún restaurante de la carretera (el que sabíamos
era el más limpio, el «mejorcito» por eso, por su nivel de higiene
y porque tuviera aire acondicionado), y su aviso me pillara ha-
ciéndome el dormido, ella me preguntaba (en último lugar, para
asegurarse de mi respuesta) si estaba de acuerdo en pararnos a
comer ahí; yo no le respondía (se supone que estaba profunda-
mente dormido), y cuando me tocaba «despertar» para bajarnos
a comer, lo hacía en un silencio inexpugnable, cabizbajo, como
quien va a la horca, mirando cada piedrita del suelo, mirando
la tierra, los follajes de hierba aislados, el borde de la carretera
150
del que daba cuenta con un paso convertido en salto, sin mirar,
debiendo ignorarlo, como si no existiera, como si no estuviera
ahí. Me abstraía; buscaba motivación en cualquier objeto que me
llevara a otra época, lejana, inocente.
El día siguiente de nuestra llegada al pueblo (que generalmente
era el mismo 31 de diciembre), mi madre y mi tía Alicia se sentaban
en el comedor a hacer hallacas. Doscientas era la cantidad usual pero
podían llegar a 250, dependiendo de la cantidad de compromisos
adquiridos durante el año por mi tía. Estas cifras alucinantes me
las imaginaba yo como las mayores del país (no muchas personas
podrían acabar 250 hallacas en un día, incluyendo probablemente
su noche entera) y me hacían sentir un cierto orgullo de pertenecer
a estirpe tan laboriosa y dedicada. Era un ritual que poseía unos
pasos y procedimientos concatenados que comenzaban cortando
las hojas de plátano que envolverían las multisápidas. Picar los in-
gredientes, hacer el guiso, darle forma a la masa de maíz amarillo,
manchar las hojas de plátano con estelas apenas reconocibles de la
masa de maíz… Mi tía presidía la mesa, sentada soberana en la silla
de mi abuela (esa era la única oportunidad en la que en vida de mi
abuela alguien más podía ocupar su silla y ese alguien solo podía ser
mi tía Alicia, en funciones de directora de la «Operación hallacas/
tamales para el 31/12»)…
Vivía cabreado…
Me cabreaba por todo. Y vivir cabreado, por lo que sucedía
y por lo que no sucedía, era agobiante. A casa de mi abuela en-
traba cabizbajo, con una depresión de caballo, que aparecía tres
segundos después de bajarnos del coche (o reaparecía, más bien,
pues la traía a cuestas durante casi todo el largo viaje, a veces sin
el «casi»), tratando de pasar desapercibido y escondiendo un libro
bajo el brazo. Lo escondía pues sabía que, si era mi prima Renata
la que me abría la puerta (sus jotas por las eses, ese deje tan caribe-
ño, tan canario, tan de todos nosotros…), no desaprovecharía la
151
oportunidad para burlarse toscamente de mi afición a los libros, y
si era mi tía Alicia, seguramente le manifestaría directamente a mi
madre su preocupación, leve pero preocupación al fin y al cabo,
de que tanta lectura me pudiera estar haciendo algún daño, dada
mi condición cerebral. Seguramente asociaba ambas cosas, ya que
no le parecía normal que un niño a esa edad fuera capaz de tantos
prodigios como los que yo mostraba.
No concebía que pudiera conocer tan de cerca a alguien con
esas características. Esas cosas se veían solo en la tele o en un circo.
O su preocupación no menos intensa por mi condición de
zurdo. Todas allí (creo recordar que todas mis parientes en San
Juan, salvo mi tía La Negra, quien nunca manifestó su opinión
al respecto) conminaban a mi madre a que me enseñara a escribir
con la mano derecha, o que me obligara, pues ser zurdo no solo
era de mal gusto, sino que además podría traerme desgracias en
la vida («zurdo» viene del latín sinister, del cual pasó al italiano
como sinistro, de mal agüero, siniestro; la ironía es que proviene
del sánscrito sanīyān, que significa «más útil» o «más ventajoso»).
Lo que no me pareció humorístico, ni siquiera irónico, es que ese
lado izquierdo mío, esa zurdera en tantas y tantas cosas mías, me
abocó a los márgenes de la realidad.
Renata era la que llevaba la batuta en eso de celebrar mis ta-
lentos extraordinarios: «¿Cuántas capitales te sabes ya? ¿Cuántos
idiomas hablas ya?, ¿doce, trece? ¡Muchacho!» («¿Cuántos? ¿Pero
los hablas todos “perfecto”»?, insistían quienes me interrogaban
en S.J. acerca de mi hobby por los idiomas). «De tanto estudiar
te volverás loco». Yo trataba de explicarles, sin éxito alguno, que
no era esa mi intención, que mi intención era simplemente co-
municarme con la mayor cantidad posible de personas, de se-
res humanos (y eventualmente, alienígenas); que era imposible
humanamente conocer todo el vocabulario de cualquier lengua,
152
aun la materna. Ella no lo sabía, pero con esas preguntas y no
otras, más comunes, más de las que se les hacían a otros chicos de
mi edad, yo formaba mi autoimagen extraña, huraña, mi perso-
nalidad pasivo-agresiva, y mi subconsciente salvaje comenzaba a
exigirme esas muestras de adulación, y yo comenzaba a depender
de ellas como del agua para vivir.
Aunque me sintiera bien con mi familia en S.J., nada me qui-
taba del cuerpo esa sensación de sobrar, estar de más en un grupo
humano que lo que hacía era tolerar mi presencia porque era
inevitable, porque ese era el precio a pagar por disfrutar de la
presencia de mi madre y de mi hermano (tan fuerte me chillaba
Id, cada vez que abría su bocaza infinita).
Lo mismo no pensaba de mi padre. De él creía que más bien
lo ignoraran, cansadas ya de tratar de integrarlo en la familia y de
sus rechazos no siempre tan disimulados, como si él supiera (¡y
tanto que lo sabía por boca de mi madre!) que también hacia él
lo que sentían era un profundo desprecio, un fuerte y amargo re-
chazo producto de las quejas de mi madre sobre sus malos tratos
cotidianos, feroces, inauditos.
Durante algunos años (quizás fueran solo tres o cinco, pero
yo los recuerdo como si hubieran sido quince), mi hermano salía
disparado del Ford blanco de mi madre a jugar con Pina, la hija
del medio de dos inmigrantes italianos dueños de la panadería
ubicada en el local al lado de la casa de mi abuela, por el cual le
pagaban arriendo. Nunca supe a qué jugaban cuando se interna-
ban a la carrera en lo que supongo sería su sala de estar, que que-
daba justo después de una cortina de lianas plásticas, que la sepa-
raba del negocio. Tampoco me interesé en ello especialmente, ya
que Pina, vivaracha, ocurrente y con una inteligencia obviamente
superior a la del promedio para su edad, hacía gala de una hiper-
quinesis que a mí me agobiaba, a mis nueve años más interesado
en la lectura y en el aprendizaje obsesivo de lenguas extrañas.
153
Aprendí, en un momento que no puedo recordar, a preferir
la noche al día. Me dormía hipnotizado con el olor mezcla de
fósforo quemado y mentol del caracol que ponía mi abuela para
espantar la plaga de zancudos y mosquitos que iniciaban su ata-
que feroz no bien apagábamos las luces de nuestra habitación de
cemento y madera.
Fue a causa de The Persuaders, protagonizada por Curtis
(Tony) y Moore (Roger), que decidí que tendría un mejor amigo,
como fuera. Esa idea se convirtió en obsesión por muchos años.
En S.C. había perdido esa oportunidad, dado que mis vecinos me
conocían demasiado bien, o demasiado poco.
El hermano menor de Pina era Tonino, un muchachito más
bajito y dos o tres años más joven que ella, de cara blanca y re-
dondita como la de un querubín, de esos que aparecían en un
retablo de mi abuela, rodeando a Jesús en su gloria, colgado so-
bre la puerta de la entrada principal de la casona. A pesar de su
timidez silenciosa, me generaba un cariño espontáneo y el deseo
secreto de jugar con él durante horas y horas y de mantener su
amistad por largos años, yendo juntos a la universidad, com-
partiendo aventuras entonces desconocidas, como los mejores
amigos que yo estaba convencido podríamos llegar a ser (como
en The Persuaders); esto no ocurrió y, en cambio, algunos años
después, en diciembre, descubrí para mi inevitable decepción y
tristeza, que Tonino se había mudado a Valencia con toda su fa-
milia y habían clausurado la panadería, habiendo ocupado una
zapatería su lugar.
Inmediatamente después de llegar a San Juan, mi madre to-
maba posesión del cuarto (el que antiguamente era el de mi tía
Gracia Angélica, porque el que fuera suyo había desaparecido en
una reforma de la casona) donde pasaríamos tres o cuatro noches.
Comenzábamos entre ella y yo a bajar las cosas del coche para
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ponerlas sobre la cama y una vez concluido el trasiego y verificado
que no se hubiera quedado nada dentro del coche (sobre todo
algún resto de comida) ni el maletero abierto, mi madre entraba
en trance y comenzaba a ordenar nuestro abundante equipaje en
el espacio disponible dentro del cuarto.
Iba de aquí allá metiendo zapatos en bolsas plásticas, colgan-
do sus vestidos y el único traje que había llevado mi padre, aún
envuelto en el plástico de la tintorería, dentro del viejo armario
de madera oscura de mi tía. Finalmente barría y vestía la cama de
nuevo.
A partir de mis nueve mi madre, cada vez que nos aproximá-
bamos a una alcabala (para quienes leen esto en un país democrá-
tico que no saben o entienden que es «una alcabala», les explico:
es un quiosco o simplemente una silla con un paraguas para el
sol, habitado por un militar de bajo rango y mal humor, cuya
función es verificar los documentos de identidad de los viajeros,
y en ocasiones el maletero del coche, para determinar el trans-
porte de sustancias ilícitas, o algo que ellos pudieran confiscar y
robarse impunemente), me indicaba con voz estentórea: «J.R.,
¡la cédula!». Es en este momento clave del viaje donde mi aten-
ción podía quedarse entumecida en ese solo espacio de tiempo y
saltar de un sitio a otro de la casa, buscando frenética la tarjeta
plastificada que contenía mi vida y que me controlaba desde su
silencio plano. Si esta búsqueda no daba resultado, un sudor frío
me recorría el cuerpo e impedía que disfrutase de lo que quedaba
del largo viaje por vía terrestre, hasta que llegaba ese momento
mágico, poderoso, en que mi madre le mostraba al corrupto de
turno su credencial de la Policía Judicial, que no solo me devolvía
el alma al cuerpo, sino que me daba un estatus difícil de alcan-
zar por los simples mortales (aunque mi madre, celosa de que
yo asumiera mi responsabilidad documental, insistía en que no
siempre le harían caso a su credencial policial, y que alguna vez
155
podría quedarme detenido en alguna de esas casuchas horrendas,
en mitad del camino).
Nunca me detuvieron por ese motivo, ni por otro, aunque en
uno de mis viajes a Mérida, sí que estuve a punto de no completar
el trayecto hasta su fin natural, por haberme olvidado la cédula de
identidad en casa. Acudí a la estratagema legítima de declarar mi
vínculo familiar, a lo que el guardia dio por sola respuesta: «Y yo
soy el hijo de Elizabeth Taylor, güevón».
La entrada principal de la casa de mi abuela consistía en un pasillo
corto y estrecho que finalizaba en una segunda puerta, idéntica a la
primera, de madera y con rombos de vidrio biselado en el centro y
que daba acceso a los espacios interiores de la casa, sala, patio central
y comedor, en estricto orden de continuidad. Justo sobre la segunda
puerta de la entrada, un retablo del Corazón de Jesús nos daba la
bienvenida con su mirada incomparablemente serena y azul.
Las siete habitaciones de la casona se distribuyen alrededor del
patio central o zaguán. Dos caballeros en su armadura metálica,
sosteniendo firme cada uno su espada de acero toledano, y con la
visera movible que se podía levantar con un dedo, descubriendo
así dos rostros idénticos, inspirados en las facciones del Quijote,
nos daban la bienvenida a su vez en la sala de estar, ubicada justo
al traspasar la segunda puerta de madera de la entrada principal,
y al mismo tiempo nos advertían, según mi interpretación muy
personal, que la defensa de esa fortaleza era su responsabilidad
y que harían de todo por protegerla, así les fuera en ello la vida.
La majestuosa vitrina de madera negra que dominaba desde el
centro del comedor todo el patio a cielo abierto protegía celosa-
mente la platería que comenzaba a mostrar signos de tozuda opa-
cidad, junto a algunas piezas mayores de una vajilla de cerámica
con motivos decimonónicos, pintados en azul celeste. Un poco
a los lados, dos mesitas igualmente negras sobre las cuales repo-
saban sendos conjuntos algo desordenados de pequeños adornos,
156
separados por apenas medio centímetro y en medio de ellos un
barco, posiblemente un galeón, desplegaba multitud de velas hin-
chadas por el viento. Velas metálicas, tiesas, ya que el supuesto
galeón era hecho de una aleación delgada y pintada en diferentes
tonos grises, que acababan en un negro tenue, plateado.
El que una vez remota y desconocida para mí fuera el cuarto
de mi madre se había convertido en una especie de desván, en
el que mi tía Alicia había depositado viejos cajones que guardan
secretos a la espera de ser descubiertos, según me lo indicaba mi
intuición infantil.
La aventura de lo novedoso no estaba completa si no escrutaba
en secreto el inmenso escaparate del cuarto que hubiera sido el
de mi tía Gracia Angélica, la beata, y que sería nuestra residencia
oficial durante los días que pasaríamos ahí. Ese viejo mueble ma-
rrón, ribeteado con gruesas líneas divisorias negras, escondía en
su interior oscuro algunos tesoros en forma de juguetes didácti-
cos, mis predilectos, envueltos en papel de regalo, lo que les daba
un cariz de mayor interés y ávida curiosidad de mi parte.
Yo disfrutaba estar ahí, a pesar de sus bemoles, y mi mayor ale-
gría era recorrer la casa de mi abuela, en mi búsqueda obsesa de
rincones secretos que guardasen retazos de historia antigua, co-
menzando desde el pasillo de la entrada hasta el corral, habitado
por unos cuantos patos ruidosos que corrían a defender su terreno,
compartido con los rosales, que eran el mayor tesoro de mi abuela.
O bien sentarme discreto y en silencio, un silencio impuesto
por la autoridad de los años (no intervenir nunca en la conversa-
ción de los mayores), a escuchar la conversa entre mi madre, mi
tía Rosangela y mi prima Renata, abundante en burlas y chistes
sobre el celebérrimo despiste de mi madre, que se confirmaba con
cada error suyo en el juego de cartas y dibujada por ese acento
diferente, pronunciado en voz alta y sustituía permanentemente
las «s» finales por las jotas.
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Me gustaba recibir el Año Nuevo en San Juan porque era un
sinfín de escenas cómicas, intensas, difíciles y hasta de disputas
no identificadas que hacían tambalear la posibilidad de la tan
esperada reunión familiar en la casona de mi abuela, la matriarca.
Era una olla a presión, un torbellino de egos que cada fin de año
invitaba al desastre.
El cañón dorado mate que dispara salivazos de gloria eterna se
esconde detrás de los muros olvidados de la ciudad sin nombre.
La noche de Año Nuevo, la pasábamos en grande mi tía
Gracia Angélica y yo, sentados el uno al lado del otro en la re-
unión familiar. Hablábamos de todo y de todos, y por una sola
vez, ella se atrevía con chascarrillos (en realidad no «se atrevía
con chascarrillos», como pretendo haceros ver; la verdad es
que no paraba de burlarse por lo bajito de cuanto veía hacer a
cada miembro de su familia; hasta creo que se equivocara de
trago y en lugar de su Pepsi con gas, bebiera por accidente del
ron con Coca-Cola de Celeste), chistes graciosos por su forma
de contarlos (o por el simple hecho de que se animara a con-
tarlos, con su voz nasal y tierna, como la de una niña de tres
años) y comentarios divertidos acerca de los presentes, sobre
todo, acerca de mi tío Eladio, el marido de mi tía Lorenza, que
competía en el mal humor con mi papá, o sobre las dotes de-
clamatorias de mi tío político Artemio Pi de Castro, el marido
de mi tía la mayor, cuyo nombre de pila se había perdido en
el olvido, ya que todo el mundo le llamaba «La Negra», por el
tono tostado de su piel (sin razón aparente para ello pues sus
padres eran ambos caucásicos, o al menos denotaban algunos
rasgos de esa procedencia: piel blanca sonrosada, ojos verdes
tanto ella como él y una estatura mayor al común, aunque
ella, Rosangela, la matriarca de la familia Fuentes, desarrolló
una protuberancia abdominal considerable, a pesar de su no-
table adicción al tabaco).
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No me causaban tanta gracia (sí me la causaban, pero era una
gracia que daba paso a un rictus serio y preocupado por su salud
tanto física como mental) los infaltables torneos etílico-espirituo-
sos entre mi tía Rosangela Mariela, la mujer del militar, y sus dos
hijas, Renata y Rosiris, que acababan en un clímax de llanto co-
pioso al momento de escuchar las campanadas del nuevo año (y
lloraban, lloraban mucho, por lo de bueno que les hubiera pasa-
do, por lo no tan bueno y regular, por las oportunidades perdidas,
por la vida que se les escapaba sin poder ellas hacer algo al respec-
to). En S.C. me sentía como una secuoya enana trasplantada de
improviso desde su tierra original. Creo que mi disgusto tuviera
que ver con el desarrollo temprano de características neuróticas,
heredadas de mi padre y reforzadas por mi crianza.
No solo íbamos a San Juan por las fiestas de diciembre. Al-
gunos años, mi madre aprovechaba no sé cuál factor decisivo y
emprendíamos el viaje a San Juan en Carnaval, Semana Santa y
vacaciones del cole. La primera procesión católica a la que asistí
ocurrió en San Juan. Tendría yo cuatro o cinco años (y obvia-
mente fui aferrado a la mano firme de mi madre, incapaz de de-
jarme solo desde esa caída terrible, a casi tres metros de altura).
La costumbre ahí era que la procesión en su recorrido parase
frente a la cárcel, para incorporar a los presos que habían sido
indultados y que cumplieran su penitencia cargando la urna con
el cuerpo masacrado de nuestro señor Jesucristo, al ritmo lúgubre
del Popule meus, de José Ángel Lamas. Para mí ese Jesucristo era el
auténtico, el hijo unigénito de Dios y yo esperaba ansioso el mo-
mento en que resucitara. Nunca lo hizo. Verlo bañado en sangre
con las heridas en carne viva me produjo una impresión duradera
que me quitó el sueño de muchas noches. Después supe que ese
Jesucristo que dormía el sueño eterno en esa urna transparente de
cristal no era más que una representación suya muy bien lograda,
a partir de no se sabe cuál obra pictórica de algún artista europeo
159
del Renacimiento, o anterior. Pero los niños somos impresiona-
bles y nos tragamos cualquier cuento con una facilidad tremenda
(o por lo menos así era en mi infancia, cuando no existían ni
internet ni los teléfonos celulares, ni se hablaba en público de la
Física Cuántica, que yo sepa).
Hablando de la muerte, mi madre prefería de cabo a rabo la
cremación, pues su temor más fuerte, tenaz y vívido era ser ente-
rrada viva. Un miedo atávico que compartía con buena parte del
pueblo.
Tanto en San Cristóbal como en San Juan durante mi infancia
y adolescencia, me rodeaba el pecado. Todo era pecado. Respirar
a deshoras era pecado (eso de no poder comer carne, de ningún
color, en cierto período del año, era para mí incomprensible). Y
las penitencias disponibles resultaban ser más duras de lo que se
podía razonablemente esperar. Incluso, cuando en algún canal
de la tele pasaban algunas escenas que se excedieran en pasión
desbordada, subidas de tono, generalmente parte de programas
extranjeros, ocurrían unos oportunos cortes de luz o en el me-
jor de los casos, de la señal televisiva, invadiendo la pantalla un
sinnúmero de puntitos negros sobre un fondo blanquecino, casi
marrón, que hacían un ruido como de lluvia al moverse incesan-
tes por todo el espacio cuadrado e inmóvil, y era lugar común la
asunción de que esas interrupciones tan oportunas no podían ser
provocadas sino por la ira santa de la Iglesia en su celo incansable
por preservar la moral pública y la (debida, concernida) inocencia
de nuestra infancia y juventud. Y como cuando el río suena pie-
dras trae, me quedé con esa imagen de sotanas enjutas cortando
cables con alicates gigantes.
Un primero de enero en San Juan no había prensa, ni merca-
do, ni tiendas. Solo el silencio terco de una tarde breve y fatigada
de los estertores de la noche anterior, interrumpido apenas por el
160
melancólico y solitario sonido de un petardo detonado con de-
mora. Era libertad pura. Solía levantarme el primero y entonces
esperaba que alguien más de mi familia me siguiera para iniciar
una conversación íntima, tranquila, acerca de cualquier cuita fa-
miliar, ya fuera el acostumbrado espectáculo de mi tía-madrina
Rosangela Mariela y mis dos primas de duelo por el año que aca-
baba de fallecer, con el solo consuelo de la borrachera pueril que
se habían pegado mientras iban de silla en silla; o el acto principal
de la velada que no era otro que la sentida declamación jugla-
resca del tío Artemio (esposo de mi tía La Negra), que acababa
todos los años de la misma forma: de rodillas ante la humanidad
serena y circular de mi abuela, declarándole absoluta devoción,
en forma apasionada, como un bardo medieval postrado a los
pies de su sueño inalcanzable, de una diosa terrenal pero inasi-
ble. Esta declaración nunca se vio confirmada por los hechos, ya
que Artemio Pi de Castro era un alcohólico redomado, que hacía
mucho tiempo había perdido la noción de quién era sin una gota
de alcohol en su cuerpo y cuya única herencia digna de registrar
fue el alcoholismo, la dipsomanía frenética que mató a su hijo
menor, a los treinta y seis años; o las tontas discusiones que solía
iniciar mi tío Eladio, el esposo de mi tía Lorenza y que muchas
veces acabaron en largas batallas de gélidos silencios hostiles cuyo
fin oficial se decretaba a las 11:59 de ese día de fin de año. Mi tío
Merino rasguñando las cuerdas de su guitarra y cantando como
un miembro más del Trío Los Panchos (siempre creí que había
cantado con ellos); escuchar a mi tía Rosangela declamar llorosa
su borrachera incipiente, o ver a Renata y Rosiris preparándose
para recibir el nuevo año con los ojos bañados en lágrimas. Todo
ese espectáculo familiar, salvo algunas de sus partes protagoni-
zadas sobre todo por Román Eugenio o por mi padre, uno por
borracho impertinente y el otro por malhumorado (mi padre so-
lía quedarse acostado hasta las tantas, hasta minutos después de
que llegaran los primeros invitados), me llenaba de una emoción
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indescriptible, entre la hilaridad que me producían esas escenas
repetidas año tras año, como una obra de teatro y el afecto sincero
que sentía por todas esas personas, actrices y actores mal pagados.
Algún tiempo después, añadí a este ritual infantil el placer
inenarrable de sentarme en medio del solar a leer la prensa o al-
gún clásico griego o latino que hubiera descubierto en la antigua
biblioteca de mi abuelo, convertida luego en desván.
No había sonido más triste, más lúgubre o melancólico que
el de un petardo en el silencioso cielo de un primero de enero
en la tarde. Las conversaciones ultrasecretas entre los adultos de
nuestra familia, sobre todo entre las mujeres, se desarrollaban
en voz baja, entre susurros compuestos de una tela semejante a
la seda, en su lenguaje secreto, en claves incomprensibles para
los más jóvenes. Los niños de la familia fuimos de muchas ma-
neras invisibles para los adultos (o al menos esa era la impresión
que me daba el trato recibido en casa de la abuela Rosangela).
Pero no solo por una cuestión de jerarquías, obviamente, sino
por la creencia de que no estábamos lo suficientemente forma-
dos (o esta falta de formación y experiencia nos daba una jerar-
quía inferior), no habíamos alcanzado aún ese estadio perfecto
de la «madurez» y éramos, en ocasiones, más una molestia que
un bien. Habíamos venido al mundo sin pedirlo, pero por man-
dato divino. Era la voluntad de Dios que hubiéramos nacido.
No era culpa de nadie.
Yo era por lo tanto invisible, pero no tanto como para que no
me expulsaran mandándome a «comprar tente allá» (otra fórmula
secreta de su extraña jerga era «anda a ver si el gallo puso», ¡como
si no supieran que los gallos no ponen huevos!). Y la infancia era
una etapa molesta y ruidosa que nuestros padres sobrellevaban
como mejor podían, eso sí, guiados por la sabiduría irrefutable de
nuestra tradición que, para nuestra suerte, venía protegida y ava-
lada por nuestra religión católica, apostólica y romana. La oficial,
la única, la eterna.
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Con trece años, inicié una pequeña revolución en virtud de la
cual se incluyó a los primos que tuvieran a partir de los catorce
años (los hijos de mi tía Gracia Angélica y yo) en el intercambio
anual de regalos. Esto, valido de una pataleta de las mías, hacién-
dome el ofendido, el excluido, el pobre niño incomprendido en
sus necesidades más legítimas y naturales.
Yo fui entonces quien logró la incorporación de los jóvenes
de mi familia a la emocionante tradición del intercambio de
regalos, de algunos de nosotros, como puede verse. Me parecía
discriminatorio que no se nos incluyera. Y aun así mis primos
no me lo agradecieron. Simplemente dejaron de asistir a la
cena de año nuevo en casa de mi abuela. Y así, los únicos que
participaron de esa novedad fuimos mi hermano y yo, incre-
mentando en un doscientos por ciento el gasto en ese ítem
para mis padres.
Fernando Lóbrego
…Se diría que hubiera podido ser su heredero, su sucesor inesperado,
¿o era acaso el poder taumatúrgico, trasmutante metamorfo del agua
bautismal?
Salvado por sus orígenes, se hubiera podido decir de Fernando
Lóbrego, el compai, su único compai hasta que naciera su segundo
hijo, Leo; Leíto, que fue bautizado por Merino.
Amelia Fernanda Carreño se las cantó muy claras a la mamá de
Fernando: «No esperes de Fernando que te dé nietos, mata de mango
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no ofrece papaya» (o lo que es lo mismo, en esas circunstancias: árbol
que nace torcido nunca su rama/tronco endereza).
Mi padrino de bautismo, Fernando Lóbrego, el «Nene», era
un solterón pequeño, obeso sin parecerlo, más bien ancho, con
grandes y filosas caderas, gafas en forma de luna llena, cuadradas,
de carey, con un aumento todavía más grande, farmacéutico de-
dicado que abría su establecimiento a las siete de la mañana, lo
cerraba a las doce de la noche, y cumplía sus turnos nocturnos
religiosa, devota, apostólicamente.
Era tan pequeño que yo a veces, más bien cada vez que lo
veía, pequeño y enjuto, en el límite del enanismo, me preguntaba
si lo habrían dejado cargarme en brazos ante la pila bautismal.
Que su apodo de siempre, de cariño fuera «Nene» siempre me
llamó la atención. Porque era como un chiste oculto, en clave,
un chiste de armario, de esos que no le cuentas a todo el mundo,
sino a quienes comparten contigo una característica no revelable
al resto, una digresión de la norma mayoritaria y normalizadora,
normal, normativizante y normativa.
Nunca se casó ni tuvo hijos que extendieran su apellido y
su linaje, o su memoria. La evidencia de que alguien como él,
pequeño, enjuto y jorobado, caminó por esta tierra. No fue
posible. No lo hizo y quizá nunca pensó en ello como una ne-
cesidad perentoria. Caminó toda su vida en ese límite difuso
entre la verdad y la mentira haciendo equilibrios imposibles.
Se cayó y se volvió a levantar. Resurgió de sus cenizas como el
ave fénix.
De pequeño siempre me preguntaba dónde estaba su familia,
esposa e hijos. Se lo preguntaba a mi madre más bien, y ella, sin
siquiera prestarme atención, hablaba de otra cosa, como si no
hubiera escuchado mi imprudente, inocente pregunta.
A mi padrino le encantaba regalarme cosas. Cosas pequeñas,
mate, cuyo único brillo provenía de su sonrisa blanca como una
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nube solitaria, que se hubiera escapado de sus compañeras, sin
previo aviso.
Me preguntaba si él, mi padrino, no sería alguna desgraciada
alma femenina atrapada por error en ese cuerpo velludo, áspero,
masculino (esto a causa de su grácil andar, como una modelo en
una pasarela invisible, etérea, fantasmal); si alguna vez pudo haber
vivido esa dulce emoción de sentirse estremecer de gozo y temblar
de miedo al contacto de una piel deseada, amada, soñada, pero
cuyo deseo estaba vetado por el miedo o recelo ajeno a la libertad
de amar, de ser, simplemente de ser sin restricciones absurdas e in-
útiles, como el arrepentimiento por aquello que no hiciste.
El tono de su voz era grave, profundo, gutural y nasal a la
vez, como si nunca se hubiera curado de su primer y único
resfriado. Pero su cadencia, sus inflexiones eran llamativamente
femeninas. A veces pronunciaba palabras o expresiones prohi-
bidas para un hombre de su edad y condición social: «¡Ay, Ra-
mona, pero qué grande está Romancito! ¡No para de crecer!»,
y cosas por el estilo, que si no vieras su figura velluda y sólida
como un bloque de hielo ártico, hubieras dicho que se trataba
de una de las amigas de infancia de mi madre, ni eso, más bien
una cantarina danzarina traviesa, aviesa, indigna de la más mí-
nima señal de confianza. Andaba solo, como vivía, solo en un
inmenso casoplón heredado de sus padres pues sus hermanos
habían emigrado hacía mucho tiempo ya, al extranjero, donde
sí que formaron hogares felices y alejados de los juicios morales
de sus vecinos de toda la vida.
Solo una vez recibió el año nuevo con nosotros en casa de mi
abuela y cuentan las malas lenguas que después de eso lo pasó
solo en su casa, llorando amargamente hasta el amanecer.
Mi padrino se coló en mi memoria con un solo regalo de Na-
vidad, aquel camioncito tanque de la compañía petrolera ameri-
cana ESSO, blanco y larguirucho, que yo prefería contemplar y
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atesorar antes que desgastarlo con el uso. Ese fue el motivo inicial
de mi conexión indeleble e imperecedera con él. Eso y esa soledad
suya férrea, impertérrita, inquebrantable.
Ada, una sombra, una persona.
Uno de los misterios inescrutables de la casona de mi abuela
era Ada, la mujer menuda y encorvada de medio lado, segura-
mente por una escoliosis nunca diagnosticada, cuya indiferencia
gélida se me fue descubriendo a través de los años como una pro-
funda timidez que atenazaba ferozmente los gestos de su rostro
indio de mirada triste y apagada, y que con el tiempo se fue me-
tiendo en mi memoria y en mi corazón, con solo imaginar sus
dolores espirituales más íntimos. Porque a fuerza de vernos casi
cada año, comenzó a esbozar con sus dientes pequeños y opacos
como granos de maíz envejecido una sonrisa incipiente, tímida
como ella misma, pero que imprimía a sus palabras una intención
de progresiva empatía que fue para mí un logro inexplicable e
inesperado.
Iba a casa de mi tía Alicia a ayudarla con la limpieza, even-
tualmente con la preparación de la casa para la noche de fin de
año, a hacer las hallacas, a lavar la ropa y, si era necesario, con
mi tío Ramón Eugenio (el «Ramón» fue un cambio onomástico
repentino, de último momento, al notar en el recién nacido una
endeblez inaceptable).
Era morena de un marrón como la tierra húmeda, y con un
caminar encorvado por esa escoliosis congénita que la acompaña-
ría y definiría ante el resto del mundo, como si viviera empeque-
ñecida por el miedo, o por la vergüenza. No nos dirigía la palabra
sino para lo estrictamente necesario.
No hablaba. Parecía a los ojos de la gente que hubiera perdido
esa facultad por algún trauma del pasado. O que hubiera nacido
sin ella. Sus largos silencios hacían imposible barruntar qué es-
taría pensando, si era feliz o por el contrario arrastraba sus días
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como arrastraba sus pies al caminar, con una pesadumbre espesa,
calmosa, cansada. O sería la calma impasible del pueblo soñolien-
to donde pasaba sus horas y sus días la que vencía sus ojos con esa
mirada perdida, agobiada, ilegible.
Según lo vi en ese momento, su adustez perenne se debía
al trato displicente que le profería mi tía Alicia, llegando al
extremo de poner su nombre en los cheques de pago con dos
des, en lugar de una. Debido a este desliz, intencionado o no
de su memoria, Ada debía dirigirse presa de angustia al teléfo-
no público más cercano y hacerle notar su error, como si ella
no lo supiera.
Ada tenía un hijo, de padre desconocido; se supone en el
pueblo que el padre fuera Nataniel, el que le llevaba las bombo-
nas de gas natural a mi tía Alicia, y que en su brazo izquierdo
tenía un tatuaje en forma de una inmensa ancla, dibujada con
todo detalle en tinta azul (no sé cuál tinta era capaz de fijarse y
permanecer ahí años y años); era un hombre moreno, de pelo
azabache oscurísimo, reseco por el sol y a fuerza de lavarse solo
con agua y jabón. Cargaba las bombonas de gas con una fuer-
za increíble para su metro sesenta de estatura. Esta paternidad
nunca fue confirmada por fuentes fidedignas, ni siquiera fue
objeto de un mínimo grado de cotilleo, porque a nadie le inte-
resó el tema. El niño, con el color del barro como ella, ocasio-
nalmente la acompañaba en casa de Alicia, quedándose por ahí
por los rincones, jugando con un pequeño cochecito plástico,
imaginando quizá un sueño imposible para él. Nataniel solía
aprovechar el despacho en lo de Alicia para que Ada le sirviera
un café negro ofrecido por mi tía, sentado a la mesa como una
visita más, sonriendo con sus dientecitos como perlas marinas y
haciendo chistes, bromas e indirectas dedicadas a Ada, a ver si
le sacaba al menos una sonrisa fingida.
Como todo en el pueblo, nadie supo nunca a ciencia cierta si
Nataniel fuera el verdadero progenitor del chico.
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Emprendíamos el regreso a S.C. de madrugada, con un cielo oscuro
casi negro y sin estrellas, las que solo iban apareciendo tímida y fu-
gazmente con los primeros rayos solares. Mi tía Alicia se levantaba
regularmente a las siete y nos despedía aún en su dormilona, beige
o rosada, después de haber preparado café negro para la chófer del
largo viaje y mi padre, cuando nos hacía el honor de su compañía.
En San Juan la estirpe era importante. Tu familia de origen de-
terminaba de muchas maneras tu acceso a ciertos privilegios. Segu-
ramente como en el resto del mundo. En San Juan no había razón
alguna para que fuera diferente. También traía consigo el problema
de estar siempre en el ojo del huracán de los rumores y cotilleos. San
Juan era un pueblo de rumores y cotilleos cotidianos. Y de secretos.
Y como en todo lugar, en San Juan existía una élite pequeñí-
sima; y la pertenencia a esa élite se demostraba por el acceso al
Club Los Cocos, el centro social de los militares al que accedía
solo la flor y nata del pueblo. Y, en parte por eso, yo disfrutaba
tanto de las fiestas en ese espacio exclusivo. Ahí tanto mi tía Alicia
como mi tía Rosangela Mariela habían ganado premios en cam-
peonatos de bolos. Premios que lucían orgullosas en estanterías
en sus respectivas casas; mi tía Rosangela al casarse se mudó a una
casa de tres niveles que le construyó mi abuela en la parte trasera
de su propia casa; una casa moderna, con todas las comodidades
que estuvieran disponibles en ese momento. Después a su marido
lo designaron agregado militar en la embajada en Buenos Aires,
pasando ahí hasta unos meses antes de mi nacimiento.
Mi tía Rosangela Mariela, a la vez mi madrina de bautismo, se
había casado muy joven con un militar rubio, bajito y con mirada
demoledora desde unos ojos azules que hipnotizaban sin remedio a
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quien les mirase de frente. Cuando yo lo conocí, a mi edad de cin-
co años, quizá antes, seguramente antes, pero no lo recuerdo con
precisión, apareció ante mí en su uniforme de gala, rematado por
un sable con su empuñadura dorada. Giraba sobre sí mismo hasta
ciento ochenta grados, interpelando a todos los presentes como to-
mando el control de la situación, como pidiéndoles explicaciones.
Yo le profesaba un miedo prudente, porque temía que a cual-
quier paso en falso podría encerrarme en la mazmorra ignota que
se encontraba en el lado izquierdo del comedor, justo antes de la
cocina de casa de mi abuela. Y resulta que ese cuarto misterioso
no era más que el cuarto de los santos de mi abuela, donde ella
se internaba a rezar en soledad, usualmente a cada aniversario
de la muerte de mi abuelo y que fuera escenario de espectáculos
increíbles, que relataré más adelante.
El miedo sigiloso que me inspiraba este personaje, mi tío el
militar, al parecer estaba más que justificado, dados sus antece-
dentes. Había luchado contra los minúsculos grupos guerrilleros
castristas que insurgieron contra los gobiernos de la naciente de-
mocracia venezolana. Al parecer, participó en «vuelos de la muer-
te», en los que lanzaban al mar a los irregulares capturados que no
colaboraban con información sobre sus actividades insurgentes.
Mis primas Renata y Rosiris poseían el encanto de las mucha-
chas de pueblo; Renata, sincera y abierta a más no poder, no se
guardaba nada, decía todo lo que pensaba, tal como le venía a su
mente; y Rosiris, una adolescente ambiciosa, pero con un gran co-
razón, que se comprometió conmigo desde el momento en que
caí tres metros a tierra desde sus dedos nerviosos, causándome una
conmoción cerebral, me decía con todo su afecto jojó (así me re-
fería yo a mí mismo antes de poder articular lenguaje inteligible).
Su hermano mayor, Serafín, como su padre militar, se había
ido a estudiar a los Estados Unidos, un año después de graduarse
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del liceo, a los diecisiete años. Una vez salí con Serafín de casa de
mi abuela en el Valiant 58 de mi tía Rosangela Mariela. Paraba
cada dos por tres a saludar a sus amigas del pueblo y ellas le decían
«Quién es este niño tan guapillo»; él les respondía «Es mi primito
J.R.»; y cada una vuelta a responderle «Pero si sois igualitos» (yo no
lo entendía, pues él era blanco, algo mofletudo, alto y con los ojos
muy claros y guapo; en cambio, yo era bajito, flacuchento y bastan-
te más moreno que él, como si me hubiera pasado toda la tarde en
la playa, y no era guapo para nada). Las dos hijas de mi tía-madrina
se casaron con militares, como su madre. Y lo celebraron en el Club
Militar Los Cocos, como no podía ser distinto. Esas bodas fueron
eventos sociales memorables para el pueblo (o al menos para mí,
que las recordé años y años como las de los cuentos de hadas).
La mayor de ellas, Renata, había perdido a su marido en ex-
trañas circunstancias, embarazada ya de su primer vástago (dicen
que su marido, borracho, se robó un Jeep del cuartel donde pres-
taba servicio y trató de huir de ahí. Le dispararon y le alcanzaron
en la espalda y en la nuca).
Rosiris se casó cinco años después con un teniente del ejército
serio, formal y de conversación muy agradable, que dejaba fluir
con una voz suave, casi un susurro. Al año siguiente ya jugábamos
a las cartas los cuatro, mi prima Rosiris, su marido, mi madre y
yo, con un oído puesto en cualquier ruido que estremeciera las
escaleras de madera y sus barrotes de acero. Porque ese estruendo
esperado no podía ser otro que el llanto estentóreo y vigoroso de
su primogénito, Bernard.
Sonaba casi como la sirena de una ambulancia. Aturdía de tal
manera que no bien comenzaba, Rosiris se levantaba de la mesa
en actitud marcial y subía las escaleras de tres brincos imposibles
para saciar el hambre o satisfacer cualquier otra demanda de su
pequeño principito. Y yo, sin ser pitonisa ni pretenderlo, auguré
de inmediato que ese bebé indefenso se convertiría algún día en
170
un hombre de un carácter imposible, tozudo a más no poder, de
convicciones y creencias inamovibles, aunque estas últimas fue-
ran desmentidas por la fuerza de la razón y de la lógica. Y esa
convicción la confirmé con los años, al apreciar con mis propios
sentidos las evidencias de tal desarrollo.
A los nueve años ya razonaba como un adulto, con una lógica
devastadora (no se le escapaba ninguna de las miserias familiares
y daba cuenta de ellas asignándolas impecablemente a cada uno
de sus respectivos protagonistas, propietarios o causantes). Sabía
que tenía ese dominio, esa capacidad extraordinaria de observa-
ción y sabía perfectamente que eso le sería de utilidad en el futu-
ro. Su cara era redonda y blanca, como la de los querubines que
protegían la entrada de casa de mi tía Alicia. Una mata de pelo
negrísimo y liso, tan liso como el cristal pulido, le caía por todas
partes, en un contraste perfecto con el color de su rostro y el de
sus ojos marrón oscuro.
En la Semana Santa en que me tocó venir al mundo no había
plazas disponibles en los vuelos nacionales y mi tía Rosangela
tuvo que coger un autobús que la llevara después de diecisiete
horas desde San Juan, pasando obligatoriamente por Caracas y
por medio país parando casi en cada pueblo muerto o dormido,
hasta Táriba, estado Táchira, donde finalmente mis ojos vieron la
primera luz. Ciertamente el largo viaje no lo hizo sola, sino con
mi abuela, quien no estaba dispuesta ni a dejar viajar sola a su
hija, ni a estar ausente en el primer parto de su otra hija.
Mi tía-madrina, como me acostumbré a decirle desde que tuve
pensamiento autónomo, era la más alegre, junto con mi madre, de
las hijas de mi abuela. Era el alma de la fiesta cada fin de año. Era la
que decidía la música que oiríamos y bailaríamos hasta el amanecer
del uno de enero, frenéticos y en una perfecta armonía familiar.
Mi tía Alicia se encargaba de la comida para la cena. Mi tía
Lorenza se encargaba de coordinar la limpieza exhaustiva de la ca-
171
sona, ayudada por mi madre, y así aprovechaban la actividad para
ponerse al día: que si Carmen Amelia vuelve a quedar embarazada
(¡ya son seis muchachos los que lleva!), a pesar de los maltratos de
su marido; que si tenemos que reactivar el san (mecanismo de aho-
rro que consiste en que las participantes abonan una cantidad fija
mensual y cada una de ellas recibe el monto total en un mes; es un
movimiento circular), que no le hemos metido nadita de plata; que
si las cosas están muy caras y ya no sabremos qué hacer para comer,
que si José Román con ese carácter de los mil demonios:
—Pero, Celeste, ¿hasta cuándo con esa cruz, hermana?
—No es tan grave, después de todo, hermana; yo me las arre-
glo… Como siempre me las he arreglado…
Todo esto se decían las hermanas mancuerna mientras Leíto
había desaparecido tras una cortina de lianas plásticas, José Ro-
mán padre se solazaba en las noticias del día, acostado en la cama
matrimonial del cuarto de Gracia Angélica, y su hijo mayor volaba
muy lejos de este tiempo, inmerso en la lectura. Cuando este buscó
algún momento paterno filial, su padre, absorto en algún artículo
del Reader´s Digest acerca de la historia de un niño que había naci-
do sin brazos ni piernas a causa de la talidomida, de nombre Andy,
lo rechazó entre gruñidos y resoplidos de impaciencia.
Pero cuando todos entrábamos en un trance invencible era al mo-
mento de elaborar las hallacas, bollos de maíz envueltos en hojas
de plátano, rellenos con un guiso consistente en pollo deshuesado,
cebolla, pimentón, alcaparras, ají dulce, carne de res y de cerdo; acei-
tunas (agregadas al guiso con el que se unta la hoja de plátano, que
en Los Andes lleva garbanzo, versión que yo probé solo a partir de
mi adolescencia, después de que mi abuela murió). Era el momento
verdaderamente familiar y cuando yo me sentía definitivamente in-
corporado a los rituales que definían la pertenencia a ese clan.
172
San Juan, espíritus burlones y fantasmas
La casa de mi abuela estaba habitada por espíritus que intervenían
de cuando en cuando en nuestra realidad (no sólo las escasas, conta-
das noches de Navidad).
0,7
Mi prima Teresa
Me gustaba mi prima Teresa, la hija intermedia de mi tío Bu-
llón (llamado «Bullón», por su horrenda costumbre de hablar
a gritos, como si todo el tiempo estuviera dándole lecciones al
mundo y que desde este momento escribiré «Buyón», por ser más
breve y francés y porque los nombres propios y los sobrenombres
carecen de normas ortográficas).
O mejor, estaba perdidamente enamorado de ella. De ella no;
de su físico, de su cuerpo delgado; de su cabello castaño enredado
en caracoles; de sus ojos pequeños cubiertos por unas cejas po-
bladas y largas como sus dedos afilados, de uñas fuertes, apenas
sobresalientes y perfectamente pintadas en colores vivos como el
rojo carmesí, o el burdeos (el que más me gusta).
Ella me ignoraba, no me tomaba siquiera en cuenta (creo que
me despreciaba sin decirlo). Lo más absurdo de todo fue que se
casó con un abogado que según su hermano, mi primo Nick, era
gay de armario y era físicamente «igualito a ti, primo»; como gay
era el marido de Inmaculada, la sobrina de Nerea que la visitaba
todas las vacaciones en S.C., junto a su hermana menor, y de
quien también me enamoré perdidamente porque tenía el tipo
justo de protagonista de telenovela, blanca, castaña, casi rubia,
delgada como un junco y de sonrisa pequeña, y que, como ya
habrás asumido, tampoco cayó rendida ante mis encantos inter-
galácticos.
173
Esta casualidad cómica, irónica, o cósmica, hindú, me pro-
dujo ora ataques de risa repentinos, incomprensibles para mis
interlocutores, ora sonrisas de satisfacción culpable, venenosa…,
todo como si no estuviera ahí, como si mil gandolas imaginarias
dominaran la noche sin dejarla explotar. Esa sensación me hizo
preguntarme si sería siempre así, si yo sería algo menos que un
elemento más, inoportuno, del paisaje... Mis pensamientos gi-
raban en círculos, siete veinticuatro (o como dicen los gringos,
around the clock).
Mi prima Teresa era cachetona, con esas mejillas rellenitas,
casi como las de Quico, el de El Chavo del 8 (el 8 es mi número
de la suerte), donde se le formaban coquetísimos hoyuelos cuan-
do mostraba sus dientes parejitos y rectos como soldaditos de
plomo. Cada diciembre yo salía al portal de mi abuela a esperarla
cuando llegaba en el coche de mi tío Buyón, regularmente a fina-
les de la tarde del treinta y uno, y se bajaba la última del pequeño
coche, agachándose para no golpearse la cabeza en el techo (así de
alta era), para luego desplegarse en toda su gloria al extender su
tronco grácil hacia las nubes, como queriendo tocar el cielo con
cada hueso suyo. Me perdía en su cintura ambivalente, que se
balanceaba al ritmo de su paso firme y decidido en unos tejanos
fruncidos al límite de la decencia y de la gravedad. Portaba en los
pies unas pulseras nacaradas y esotéricas de todos los colores y
tamaños, que se asomaban tímidas sobre unos calcetines deporti-
vos que apenas alcanzaban a cubrir sus tobillos imperceptibles y
la convertían en el más inalcanzable de los sueños, en Esmeralda
ante el jorobado. La noche del treinta y uno, yo me escabullía
entre los abrazos y las campanadas para saber si ella me buscaría
con sus brazos abiertos o simplemente me ignoraba como siem-
pre, y seguía su propio rumbo, aleteando sin mí, respirando sin
mí, sonriendo sin mí, hundiéndome en la pena de su desdén.
Me ponía ansioso con la idea de que tropezáramos por accidente
174
y ella, forzada por el encuentro fortuito e inevitable, se viera sin
más opción que saludarme de esa manera afectuosa, familiar. Yo
buscaba algún mohín de inquietud en su rostro impertérrito, de
gesto inamovible, de sonrisa indiferente (esta práctica secreta, la
de escabullirme y perderme entre el jolgorio ajeno, la fui am-
pliando y adaptando según con quien, para medir su nivel de
afecto o interés por mí).
Yo me zambullía en el tazón de ponche de piña, junto con tres
de mis primos, los más próximos a mí en edad e inquietudes. Era
una escena habitual la de los cuatro primos menores bebiendo de
las sobras de champaña, borrachos al despuntar el amanecer, tira-
do cada uno de cualquier manera en cualquier mueble de la sala,
habitualmente el sofá, que era el más cómodo, y yo contemplan-
do el amanecer del primer día como si fuera el último, ahogando
mi pena por su indiferencia cruel en un llanto silente, dormido.
Ella era un sueño imposible (como todos los sueños) y los
sueños imposibles (valga la redundancia/repetición) son la manera
que tiene la mente de mantenerse al margen de rutas falsas; de
protegerse ante la frustración. Aquí la palabra (no la palabra, el
pensamiento) se llama «neurosis», que es el disfraz que se pone la
ansiedad para parecer más temible.
Cuando no estaba en mis funciones de viajero explorador, re-
corriendo la casona cuarto a cuarto, me sentaba junto a mi abuela
a escuchar sus historias de niñez y juventud, y cuando mencio-
naba los severos castigos a los que fuera sometida, yo no la creía
pues me parecía increíble que ese par de viejecitos de sonrisa in-
fantil que eran mis bisabuelos, Carmela y Ramón, hubieran sido
capaces de tales barbaridades. Más bien prefería pensar que se
inventaba esas historias para entretener el rato conmigo, produc-
to de su lectura de las novelas de vaqueros que tanto le gustaban
y en las que pasaba las tardes acostada en su cama matrimonial,
175
con un cigarrillo que parecía estar a punto de caerse de sus labios
finos y rosados.
Solo las mujeres más viejas morían de viejas o de alguna en-
fermedad terminal, como mi abuela o como su prima Mercedes.
El resto del pueblo moría según fuera su edad, o en accidentes
horribles que les dejaban irreconocibles, o en disputas absurdas
de fin de año irrigadas con alcohol de cualquier precio.
Mi tía Raquel
Su físico era el de una bailaora de flamenco, rostro alargado
y elegante, como el de un cuadro de El Greco, pero no enjuto,
sino delimitado por suaves líneas curvas que lo asemejaban al de
un retablo de una virgen europea; su cabello azabache siempre lo
llevaba recogido en un moño español, perfectamente redondo,
como la coletilla de una torera que exponía su vida en cada pase
de su capote rojo, pero tres veces más grande y con el brillo del
ónix.
En mi manía de coleccionista, las uní para siempre en mi
mente. A ella, a mi tía Raquel, y a una de las nanis, primas de
mi abuela; a ella, a Clemencia, la de la mirada gélida y mortífera,
que con su hermana la menor, aunque físicamente más grande,
ciclópea, formaban parte del reparto permanente que solía apa-
recer en su casa, la de mi abuela, durante nuestra estancia ahí (y
supongo que durante todo el año, estas visitas se repetían regular-
mente, como el paso mismo del tiempo, de las horas).
Solo por su parecido físico las relacionaba, porque en cuanto
al carácter de cada una, mi tía Raquel tenía siempre esa mirada
triste, desamparada, que me provocaba llorar de compasión cada
vez que hablaba con ella, o la veía entrar la última de su familia
a la casona de mi abuela, cargando con maletas pequeñas y gran-
176
des, sin nadie que se atreviera a ofrecerle ayuda, salvo mi tía Ali-
cia, mi madre, o yo, cuando pudieron mis fuerzas. O cuando la
veía reducirse a la mitad, para recoger del suelo de su habitación
calcetines y calzoncillos desperdigados y malolientes.
En cambio, la nani se me descubriría como un misterio impene-
trable, imposible de comprender por mi mente infantil, hasta que
un día desplegó su carácter verdadero, en un incidente cotidiano,
aparentemente sin importancia, pero ciertamente revelador.
En la residencia donde la llevaron le decían «Carmencita», al no
conocer ni su nombre real, ni de dónde provenía. Desde que llegó,
su carácter se suavizó. La desesperación estentórea dio paso a una
tranquilidad parcial, combinada con retazos cada vez más aislados
de ataques violentos, contra los demás o contra sí misma. Ataques que
nunca traspasaron el límite de su voz de contralto.
Belén Palacios
De pequeño me gustaban las corridas de toros. Según Celeste,
me llevaba en su vientre cuando fue con mi padre y unos amigos
hasta Bogotá a disfrutar del talento y del arte de «El Cordobés»,
torero español que era tan popular como lo es ahora cualquier
cantante o banda de rock. A mi casa llegaban toreros, banderille-
ros, ganaderos y empresarios taurinos. Era uno de los ambientes
donde Celeste Andrónico se desenvolvía mejor. Y era la única
afición que compartíamos los tres: ella, mi padre y yo.
Osmán y Belén Palacios eran dos torres inalcanzables que se
doblaban brevemente para traspasar el umbral de la puerta de
madera con vidrio biselado. Él, un fanático ignaro de las corridas
de toros que, una vez se hubo retirado del ejército, la emprendió
a viajar por todo el país y aun hiciera algún viaje a España, Co-
lombia o Perú, siguiendo a los toreros del momento. Su mujer
177
solo lo acompañaba en enero, cuando iban a San Cristóbal, a
la feria taurina más importante de Venezuela, y a la residencia
Andrónico Fuentes, porque sabía que ahí estaría esperándola su
amigo J.R., yo mismo, de tan solo quince años, pues solo con él
podría hablar de lo que más le apasionaba: historias de espíritus
reencarnados, o errantes y en pena; o de brujas quemadas en la
hoguera de la estulticia ajena. Estas historias me apasionaban,
quizá porque se desenvolvieran en un ambiente oscuro, gótico,
de castillos y templos de mármol ennegrecido por el tiempo y
la humedad.
Cuando se cansó del sangriento espectáculo de las corridas,
a las cuales asistía cada año devotamente su marido el coman-
dante Palacios, me llamaba para que le diera cumplido reporte
de las actividades adúlteras de su díscolo esposo, a lo cual yo me
empleaba con entusiasmo variable. «¿Qué está haciendo ahora el
zángano putón ese?, o ¿salieron anoche?; ¿adónde fueron tu papá
y Palacios?» (aquí se repite la inveterada costumbre de muchas
mujeres tradicionales en Venezuela, de llamar a su marido solo
por su apellido)… «¿Hablaron con alguna mujer…, cómo era?»...
Y yo me sentía como en una novela de John Le Carré, creyendo
que así contribuía con la felicidad de mi amiga, o al menos con
su tranquilidad, que ya era mucho decir.
Ella iniciaba cada llamada con nuestro saludo secreto: «Aquí
la supervisora Blanche (nombre ficticio pero impactante), de la
División de Seguimiento a Sospechosos de la GESTAPO» (entre
tantas cosas que teníamos en común, compartíamos la afición
por las historias de espías). Y entonces yo me armaba de valor y
pericia, para rendirle un reporte fiel y exacto de las actividades del
sospechoso, su marido. Nadie nunca se enteró de estas activida-
des clandestinas; ni aun su hija, Mariana Palacios, quien se mo-
lestó en llamarme directamente, a mis trece años, para avisarme
que su madre padecía un cáncer terminal, y que estaba entubada,
inconsciente, esperando sus horas finales.
178
Las escapadas de Palacios en busca de mujeres jóvenes y fáci-
les, el ambiente festivo en general me alborotaban las hormonas
al máximo. Un año en enero fue la hermana de Chela a mi casa.
Era tres o cuatro años mayor que yo. La asalté con furor. Tenía
una sonrisa encantadora. Unas piernas largas y bien formadas,
con unas pantorrillas turgentes. Se reía, de mis intentos por po-
seerla, aunque fuera por tres segundos. Fue solo esa vez. Fueron
solo minutos. Pensé en chuparle los pechos pero los cubría con
una camisa ceñida a su torso ancho y no me atreví a mirárselos
directamente. Solo los miré de soslayo. Y no pude ver nada. Ella
solo reía y me apartaba de encima de ella.
Mi madre, otra asidua de estas historias de fantasmas, siempre
me dijo que hacía muchos años había establecido un pacto muy
preciso con Belén Palacios. Este consistía en la promesa mutua de
avisar a la otra de la propia muerte. Nunca mi madre me aclaró el
porqué de ese interés tan particular (seguramente era una seña de
su cultura, tan apegada a los funerales y a las cuestiones del más
allá). Belén le dijo a Celeste que, en su caso, le avisaría con una
mariposa negra, de esas que se meten en las casas por las noches,
sin que las inviten.
Estando Belén en las últimas horas de su convalecencia por
un cáncer terminal, Celeste, quien era en su propia cocina ex-
tranjera sin derecho a visita (por su costumbre de quemarse o
cortarse), una noche, contra toda probabilidad, entró a buscar
no se sabe qué en uno de los gabinetes de su cocina americana;
no había acabado de abrir la compuerta del gabinete, cuando
apenas sostenía el tirador, se espanta por el vuelo de una mari-
posa negra, enorme, imposible de ignorar o de confundir con
otra cosa, con una aparición fantasmal o de cualquier otra na-
turaleza. Celeste solo atinó a espantar al desagradable animalu-
cho, por instinto. Al día siguiente, en su oficina de la Policía,
conversando con un fiscal del Ministerio Público, le llama por
179
teléfono la hija de Belén, Mariela Palacios, así que ella le pre-
gunta por su madre, y la hija le responde «Sigue igual, ni hacia
adelante ni hacia atrás» (Belén se encontraba en un coma indu-
cido hacía ya un mes, casi vegetal), a lo cual Celeste reacciona,
después de la llamada, comentándole a su amigo el fiscal «Ma-
riela no lo sabe aún».
—¿Qué no sabe?
—Que su madre ha fallecido.
—¡Cómo! ¿Cómo puedes saber eso?
Celeste no atina a reaccionar, se queda pensativa, ida, y por fin
le responde:
—Belén está muerta.
En un momento dado olvidé que fuera ella la que me intro-
dujera en ese plano de la realidad definitivo, convincente para
mi mente inmadura. Mi convicción absoluta provenía de mi
tendencia a interpretar los recuerdos como piezas de un rompe-
cabezas que yo mismo iría armando a lo largo de mi vida. Ese
rompecabezas se armaba y desarmaba, se recomponía con cada
experiencia, con cada expectativa cumplida o frustrada.
En esta historia quizás la confrontación principal sea entre los
sueños y los recuerdos. Los sueños son prisioneros de su naturale-
za imaginaria, etérea y volátil. Su realidad viene determinada por el
tiempo que tardan en desvanecerse. Al cabo de un rato que pudiera
haber sido más corto, desaparecen para reaparecer al instante siguien-
te. Y vuelven a comenzar. El hombre del saco había pasado a ocupar,
junto con ese demonio rojo, el lugar de la paloma blanca que nunca
pude recuperar, así como nunca recuperé mi paz interior, si es que
alguna vez la tuve. Quería ser una gaviota. Quería volar.
Los recuerdos en los que mi madre me acunaba en sus
brazos, me arrullaba con canciones de cuna ya olvidadas, me
180
relataba cuentos que hablaban de países lejanos, o me ense-
ñaba a rezar con paciencia infinita ante mis errores de pro-
nunciación (no recuerdo el momento en que lo hizo con mi
hermano, enseñarle a rezar, o no sé si él se rebeló en redon-
do y ella desistió de tal empresa), son recuerdos que atesoro
con devoción y con la ternura que me inspira pensar en esos
años, cuando yo me creía una persona hecha y derecha y no
era más que un aprendiz de persona. Son recuerdos que du-
ran no más de un nanosegundo, se diluyen como agua entre
mis dedos temblorosos.
La obsesión de Celeste Fuentes había sido siempre estudiar,
prepararse para salir de las cuatro paredes de ese pueblo de casas
muertas, sombrías y pobres. Acabó el bachillerato a los quince
años y a sus diecisiete ya trabajaba como maestra asistente en una
escuela pública, en primero y segundo grado. Se sabía de memo-
ria los himnos nacionales de toda América Latina, incluido el del
Brasil, en portugués (quizás este detalle se debe a que la escuela
donde comenzó a trabajar se llamaba República del Brasil). No
bien se graduó en la Escuela Normal, fue asignada a una escuela
pública en Villa de Cura. Ahí vivía mi tía Negra (cuyo nombre de
pila se perdió para siempre en los anales familiares), su hermana
mayor, y con ella fue a vivir al cabo de un mes, para ahorrarse el
tiempo del traslado desde San Juan en transporte público, o en el
coche de mi tío Merino, el marido de mi tía Gracia Angélica, la
beata, cuando por alguna urgencia de su trabajo como secretario
del gobernador, debía trasladarse a La Villa.
Al parecer, ese traslado fue un golpe de suerte momentáneo para
mi madre pues por esos días ya andaba mi papá acechándola, pro-
181
ducto de un plan elaborado para ganar una apuesta, hecha en un bar,
al calor de unas cuantas cervezas de más, mientras era abrazado y
besuqueado por putas de medio pelo, mal vestidas y peor arregladas.
A él esos ambientes eclesiales le producían un rechazo vampí-
rico. Su experiencia con los salesianos había sido poco menos que
nefasta, de no ser porque con ellos hubiera obtenido/obtuvo su
titulación como perito agrónomo. Le costaba reconocer el bien
en las demás personas. Su padre lo había dejado al cuidado de
una de sus amantes y de su hermana de la vida, porque su madre
biológica había dejado este mundo cuando él tenía diez meses. A
partir de entonces su padre no quiso o no pudo tenerlo consigo.
Un día se presentó en casa de su cuñada, «cuñada» solo por ser la
hermana de la madre biológica de ese vástago imprevisto, y se lo
entregó como si le quemara las manos.
No fue un acto mecánico, se lo dejó con la promesa de en-
viarle una mesada mensual que dependería de sus ingresos como
marinero. Ese día partió al puerto de La Guayra, el mismo por el
que muchos años antes había llegado por error con su padre y su
hermano, y partió rumbo a Europa y Asia.
Su travesía duraría un año y tres meses, luego de lo cual se
asentó en Valencia con una mujer rubia, obesa y alegre, María
Colombia Salas. Con ella tendría el setenta u ochenta por ciento
de su prole conocida. A José Román, el bastardo negro, lo vería
por última vez el veintidós de diciembre de mil novecientos cin-
cuenta y siete, cuando este fue a cumplir con su rito de iniciación
a la vida adulta, que no podía ser otro que el de echarle en cara a
su padre que no lo había necesitado para progresar en la vida. A
partir de lo cual tuvo que buscarse la vida en lo que buenamente
pudo.
El hombretón mulato, de rasgos dispares y dimensiones por-
tentosas y dimensiones portentosas había tenido su golpe de
182
suerte a causa de un encuentro profesional con el secretario del
gobernador de Guárico, Pedro Antonio Merino, un andino di-
charachero pero formal e impecablemente entregado a su labor
como asistente principal del gobernador.
A Merino, casado ya con Gracia Angélica Fuentes, la beata
hermana de Celeste, en seguida le cayó en gracia la actitud cam-
pechana con un dejo de soberbia del recién llegado de no se sabe
dónde. De inmediato lo caló y su diagnóstico creó un perfil algo
confuso del personaje de marras: Inteligente pero desconfiado.
Tiene buen humor cuando se le habla en sus propios términos y
de los temas que más le gustan, el deporte y las mujeres. Merino,
en cambio, aunque tuviera un don especial para el humor y la
chanza, había aprendido en la escuela de Derecho la prudencia y
la mesura propias de quienes están destinados a impartir justicia.
Quería ser juez y por eso inició estudios de Derecho en la Univer-
sidad Central de Venezuela, en el año cuarenta y siete.
En Rubio, capital municipal y de la zona cafetera por excelen-
cia, nació Merino (esa torre infranqueable desde su base, hecha
de marfil y barro, por su color cetrino, que iba algo más allá de
su base).
Graduado en el cincuenta y tres como Doctor en Derecho y
Ciencias Políticas, era un obseso del Derecho Administrativo y
de todo lo que tuviera que ver con la Administración Pública y el
gobierno del Estado. Le atrajo la política desde siempre y con die-
cisiete años se fue a Caracas a estudiar Derecho, con la ilusión de
participar algún día en la resolución de los problemas nacionales
en un país con altos índices de pobreza y analfabetismo. Conoció
a Gracia Angélica en el tribunal donde ella entró a trabajar como
secretaria y él, alguacil. Se enamoraron y se casaron en seguida,
183
con el boato, la pompa y circunstancia que correspondían a su
respectiva condición social y política.
Mi abuelo materno Román, por razones de amistad, casualidad
u otras perdidas en los anales del tiempo, tenía una muy cordial re-
lación con el dictador andino, J.V. Gómez, y este no podía evitar la
tentación de degustar los sabrosos asados en nuestra finca familiar,
en su ruta a Maracay, su emplazamiento preferido en este mundo.
Celeste era un girasol entre un montón de hongos cetrinos.
Bella, alta para su edad y con una perspicacia y desenvoltura poco
comunes entre las de su edad, que solían ser tímidas y recatadas,
por voluntad propia o por imposición familiar.
Mi papá hacía poco que había llegado al pueblo para hacer sus
prácticas agrícolas en el ministerio de Agricultura y Cría. Enton-
ces, mi mamá estaba de novia con un ganadero, hijo de una de las
familias pudientes del pueblo. No parece que este muchacho cetri-
no, fuerte y desmesuradamente alto, con tendencia a la obesidad
mórbida, hubiese causado en ella una impresión especial. Lo cierto
es que comenzó a encontrárselo por todas partes (hecho que nun-
ca le llamó la atención, ya que era lo normal en un pueblo de las
dimensiones de San Juan o Villa de Cura, o cualquier otro pueblo
llanero, rodeado por explanadas infinitas que se unían con el cielo).
Y sin darse cuenta ella, este individuo de orígenes descono-
cidos había pasado a ocupar el lugar del hijo de buena familia.
Parece que su brega por el corazón de mi mamá no fue nada fácil.
Fue más una carrera de resistencia, de paciencia cenobita, que de
grandes demostraciones de amor desinteresado. Ese logro históri-
co y definitivo en el currículo amoroso de mi padre (al parecer sus
habilidades de Romeo no pasaban de intentos fallidos por encan-
184
dilar a preadolescentes desinformadas en sus albores hormonales)
fue fruto de una estrategia suya muy bien montada. A partir de
rumores esparcidos oportunamente acerca de los devaneos desca-
rados del anterior novio de mi madre y de provocarle una com-
pasión inevitable con su historia de niño abandonado, solo en el
mundo y de hombre hecho a pulso frente a todas las adversidades
de la vida, construyó mi padre su exitoso guion romántico.
El apellido de mi padre, Andrónico, era poco común en el
país repleto de Pérez, González, Martínez y un largo etcétera. Se
podría decir que éramos la única familia que ostentaba esa marca
genealógica, si incluimos la familia extensa. No podía ser de otra
manera pues los primeros Andrónico llegaron por el puerto de La
Guayra en 1906. Tres hermanos, uno de ellos, José León, padre
de José Román, con su padre y dos hermanos, varones como él,
calaveras como él.
Los hermanos pronto se separaron. Uno se quedó en La Guayra,
porque «el mar se le había metido en el cuerpo y en la piel». El otro,
el del medio, se fue a recorrer el país, a trabajar donde lo aceptaran
con su extraño y sonoro acento catalán; y el último, más bien el
mayor de los tres, también recorrió no solo el país, sino el mundo
en aventuras que incluyeron su enrolamiento en un barco como
marinero en el cual llegó hasta Shanghái, para finalmente estable-
cer una casa en Valencia y otra en Caracas, donde llegó a trabajar
con el presidente de la República de lo que se conocía en aquella
época como «edecán civil» (vaya usted a saber de qué se ocupaba un
edecán civil de un presidente de la República).
De esa guisa se convirtió en un ente itinerante entre ciudades
y países, de distintos continentes.
Su cercanía con el presidente logró que este le bautizara como
padrino de honor de una de sus hijas. De todas estas cosas supe
185
mucho después por boca de mi padre, quien me las contaba con
un orgullo morigerado por la sensación de exclusión que siem-
pre padeció (siempre me llamó la atención esa actitud ambigua,
esquizoide de mi padre frente a todo lo que tuviera que ver con
sus orígenes, su padre, su identidad). Él mismo se burlaba de mi
abuelo, de su itinerancia, que se la atribuía a una actitud des-
preocupada, poco o nada prolija, irresponsable en definitiva y
este juicio lo extendió a algunos hermanos suyos, algunos de los
veintisiete hijos en total que procreó mi abuelo, y a algunos de sus
nietos, sobrinos de mi padre, que se creían «especiales» y dignos
de elogio solo por haber nacido.
Aún más la actitud de mi madre, quien parecía sentirse atraída
como por un imán hacia esa marca de nacimiento, el apellido
Andrónico. Su padre, mi abuelo, apenas se ocupó de él para pa-
garle parte de sus estudios en la Escuela Agronómica Salesiana,
cerca de Valencia, la que fuera capital provisional de Venezuela,
durante el inicio de sus intentos fructíferos por separarse de la
Gran Colombia. Después no se volvieron a ver hasta que su hijo
mayor tuvo ocho años, en la vieja finca que se había comprado
para su retiro, a las afueras de Valencia.
Su padre llegó a visitarlo en la escuela dos o tres veces, lo cual
no equivale a que lo hubiera visto, a que hubieran hablado con
tranquilidad. Cada vez que los curas le anunciaban esa visita
paterna, José Román, el hijo bastardo, se negaba a recibirlo.
Le mandaba decir que no estaba y como los curas no estaban
dispuestos a mentir, y mucho menos para evitar que se vieran
padre e hijo, le decían que saliera, que se fuera a la calle, mien-
tras esto le informaban a su padre expectante, para no obligarse
a faltar ante los preceptos de su orden y su conciencia.
José Román, el negro, el bastardo, se vengaba así de la desaten-
ción de su padre natural, el único que conocería y que nunca tuvo
186
más que como penitente que quisiera lavar su propia conciencia
con ese acto descomprometido de pagarle los estudios, mientras
se hacía de un oficio útil para sostenerse por sí mismo. Lo inscri-
bió en la Escuela Agronómica Salesiana porque era casi la única
opción para niños como él, sin familia constituida y pobres, muy
pobres, siempre al borde de la indigencia y del hambre. En todo
caso, José Román, el negrito pelo malo no entendía muy bien qué
se esperaba de él. Había trabajado desde los nueve años, cuando
su tía materna (tía materna falsa, ellas eran solo dos de las que-
ridas de su padre) lo había enviado a la calle a vender conservas
de coco y panelas de San Joaquín, al borde de la carretera, frente
a los coches que pasaban como rayos horizontales, que dejaban
apenas un zumbido entre agudo y grave, como un flechazo breve
que se clavaba en el aire cálido y espeso de ese punto geográfico
que se repite en tantas partes.
Mi padre era un hombre alto en un país de gente pequeña. Mi
madre también era alta, uno sesenta y ocho centímetros, sin tacones,
en una ciudad donde apenas se respetaban las diferencias individua-
les y donde lo extraño, lo foráneo o diferente era objeto de burlas y de
chanzas a veces tontas, a veces crueles y despiadadas. Había.
Celeste huía del perito Andrónico como de la muerte.
Pero como la vida te da sorpresas, al mes siguiente estaban
casándose estos dos personajes, tan incompatibles como el aceite
y el agua. La catedral engalanada con guirnaldas. El marido mi-
litar de mi tía Rosangela haciendo de padrino (mi abuelo había
muerto dos meses antes) y medio pueblo llenando los bancos del
templo, a ver si, con suerte, participaban también del banquete
en el Club Los Cocos.
187
Celeste, que trabajaba en La Villa como maestra de prees-
colar, pidió el traslado a San Antonio de la Frontera y le llegó
un año exacto después que a mi padre, quien la esperaba en
ese pueblo que parecía una mala copia de San Juan, porque
carecía de un monumento tan imponente como el sanjuanote.
La espera ella la entretuvo escribiéndole a José Román largas
epístolas que más que expresión de ansiedad por su separación
eran informes detallados de la vida y milagros de sus hermanas
y amigas del pueblo, desahogo oportuno a su latente inquietud
literaria o periodística.
Mr. Hyde fue apareciendo desde el minuto uno de la llegada
de Celeste a San Antonio y desde entonces, de cuando en cuando,
casi se diría que sistemáticamente en la personalidad cambiante,
neurótica de mi padre. De ese muchacho tímido y abandonado a
su suerte por su padre extranjero, comenzó a devenir en un novio
posesivo y controlador. «No te pongas esas faldas tan cortas, la
gente habla. ¿Por qué miras a ese fulano, no ves que andas con-
migo y pueden decir que soy un mequetrefe que no controla a su
mujer?». ¡Su mujer! Apenas tenían dos meses saliendo y ya era su
mujer, en San Juan.
Esta lenta metamorfosis se produjo a lo largo de dos años de
un noviazgo tortuoso que solo podría anticipar toda una vida de
dolor para mi madre. Sin embargo, ella, a pesar de todas las evi-
dencias en contrario, estaba convencida de que, una vez casados
y conviviendo, mi padre cambiaría su actitud y cumpliría res-
ponsablemente su papel de marido ejemplar, aunque esto fuera
resultado de un largo proceso de aprendizaje por su parte. Ella se
creía con la suficiente fuerza y paciencia para lograr tal cometido.
Su nivel irracional de autoconfianza, o de ingenuidad, pronto se
demostró una imprudencia terriblemente dañina para sus pro-
pios intereses, para su integridad física incluso.
188
Y fue precisamente en su noche de bodas cuando Celeste des-
cubrió que lo de su flamante esposo no era un problema aislado,
ni que había acabado esa misma noche, como por un encanta-
miento conseguido a través de la bendición en la iglesia.
La bestia feroz se hundió como un puñal en la muñeca de
trapo inerme, exangüe y sin aliento.
Así fui concebido yo y así fue concebido mi hermano. Somos
el producto de sendas violaciones, una violación, un acto de vio-
lencia horrorosa.
De alguna manera me he sentido culpable de ese acto nefando
de mi padre. Es como el hijo que con su nacimiento le quita la
vida a su madre, tema repetitivo, cansino. Mi madre, siempre la
víctima propiciatoria de los peores desmanes.
Mi padre siempre le escondió a Celeste que tenía una familia.
Al menos sus hermanos paternos y su única hermana de padre y
madre, mi tía Engracia. Ella lo descubrió el día que mi tía En-
gracia se apareció en la iglesia a entregarle un cofre con monedas
antiguas que había sido de mi abuelo, el aventurero de origen
desconocido (por su apellido, presumiblemente italiano, pero se-
gún la historia que siempre le gustaba contar, fue rescatado por
unos marineros en el puerto de Palos, recién nacido y embarcado
con ellos, con quienes fue a parar a los brazos de la dueña de un
burdel del puerto venezolano de La Guayra).
Durante nuestra infancia temprana nos habían visitado varios
hermanos de mi padre e incluso un sobrino suyo, Luis, un pibe
que era su vivo retrato (aunque no fuera en realidad su sobrino
directo sino un primo segundo o algo así).
Poco a poco fue apareciendo el resto de mi progenie paterna,
a partir de mis catorce años, cuando en un alarde de iniciativa a
mi hermano y a mí se nos ocurrió revisar el libreto telefónico de
Caracas y su Zona Metropolitana para detectar personas con el
189
poco común apelativo de «Andrónico». Así fue como dimos con
nuestra tía Reyna y por ella con el resto de la familia perdida de
nuestro huraño progenitor.
Celeste se molestaba con José Román por la forma en que
trataba a su propia familia (los pocos miembros de ella que se
atrevieron a pisar nuestra casa). A mi tía Engracia la respetaba
porque era mayor que él, por apenas unos meses, y era su única
hermana completa, de padre y madre.
Uno de esos visitantes habituales era mi tío Leonardo, el único
de sus hermanos varones con quien mi padre mantenía un con-
tacto regular. Se llamaban entre sí Jack (nadie nunca supo por
qué) y me encantaba verlos conversar como dos viejos amigos,
cómplices de vieja data. Con mi tío Genaro, un hombretón lar-
guirucho de casi dos metros que tenía que agacharse para entrar
por la puerta, mi padre era menos agradable. Le andaba duro; le
reñía todo el tiempo porque según mi padre no se bañaba y no
tenía ni oficio ni beneficio. A veces se aparecía a las dos de la ma-
ñana, bajo una fuerte lluvia y nos llevaba cochecitos de colección
que venían en paquetes de siete unidades de distintos modelos
y colores, que según la versión que nos daba mi padre, eran los
productos que tenía que vender por su trabajo de vendedor am-
bulante. Yo lo amaba por esos regalos. Nunca se presentó con las
manos vacías. A veces tenía problemas estomacales y nos dejaba
el baño vuelto un desastre. Mi padre lo echaba de casa. Hasta que
se volvía a aparecer el año siguiente con más regalos para nosotros
dos (y alguno para mi madre). «Genaro de pequeño amenazaba
con tirarse de un balcón si no le daban un bolívar», cuenta papá.
«La familia Andrónico porta en su sangre el gen de la locura»,
afirmaba mi padre, entre resignado y rencoroso.
190
CAPÍTULO VI
La suerte de mi tío Ramón Eugenio fue decidida en el todopo-
deroso sanedrín femenino conformado según el estricto criterio
de proximidad geográfica por mi tía Alicia, mi tía Rosangela Ma-
riela, mi tía La Negra, desde La Villa, y mi tía Lorenza (mi tía
Gracia Angélica solía hacer mutis de esos concilios). Mi madre
no participó con voz y voto, sino sometiendo la propuesta a la
consideración del cónclave familiar.
Ella consideraba que llevar a su hermano a San Cristóbal, ese
cambio de ambiente, de paisaje, de clima y de personas, sobre
todo de personas e influencias perniciosas, por otras, distintas,
nuevas y positivas, salutíferas, o al menos inocuas, redundaría en
una curación rápida e indolora de su alcoholismo inveterado. Pa-
radójicamente, la única que se opuso, y con una vehemencia dig-
na de mejor causa, fue mi tía Alicia. Precisamente la que saldría
más beneficiada por ese cambio que proponía Celeste.
Esta actitud de Alicia pudiera explicarse por su necesidad im-
periosa de guardar las apariencias, de no parecer que se bene-
ficiaba en un modo egoísta de la propuesta de Celeste. No de
otra forma pudiera explicarse su inicial negativa rotunda en este
tema. Desde la muerte de mi abuela, Alicia le heredó no solo el
usufructo y disfrute de la casona y sus enseres, sino sus cargas, y
la peor de todas era, a no dudarlo, ese despojo hediondo a tabaco,
cerveza y ron con cocacola, procaz e insolente en el que se había
convertido su hermano Ramón Eugenio.
La ausencia de mi abuela la notó sobre todo Alicia y sobre
todo la notó porque ya no sería ella, Rosangela, la matriarca, la
191
que en doliente silencio iría cada noche o cada madrugada a re-
coger a esa piltrafa irreconocible en su miseria como uno de sus
vástagos, el hermano menor de su hijo Román Alipio, el médico
graduado con honores en Italia. Este testigo ardiente, cáustico;
esa corona de espinas la recogió Alicia muerta de miedo y con
profundas dudas acerca de cómo asumirlo; ómo llenar esa parte
dolorosa, molesta, repugnante de la herencia que le había dejado
su madre.
«Ya estás grande y debes hacerte responsable de ti mismo»,
entregándole una copia de la llave de la casa. Y él, somnoliento y
desganado, como parecía haber venido al mundo, apenas mascu-
lló tres o cuatro palabras ininteligibles, como si en lugar de hablar
estuviera enjuagándose la boca vacía de dientes. En realidad, Ra-
món Eugenio, en lo más profundo de sus pensamientos, conclu-
yó que tendría que hacerse responsable, al menos en eso de llegar
indemne hasta su hamaca a dormir la mona. En todo lo demás ya
era imposible superar esa condición de adolescente de por vida en
la que se había instalado irremediablemente.
Después de un largo y complejo periodo de negociaciones,
mi madre logró convencer a mi tía Alicia de que la dejara lle-
varse a Ramón Eugenio para San Cristóbal, puesto que ahí ella
se encargaría, con nuestra ayuda, de rehabilitarlo, ya que estaba
segura de que su alcoholismo tenía su origen en una motivación
afectiva que se identificaba con su profunda soledad (mi padre,
¡por supuesto!, no recibió la visita con agrado. No había podido
ni quería adaptarse a esa actitud «redentora» de su cónyuge). Pa-
recía una causa perdida. Habían sido muchos años de mantener
una adicción y de reforzarla hasta hacerla casi insuperable. Nadie
sabe cuándo empezó. Pero estaba ahí; siempre, fiel como la noche
y el día.
Celeste tenía la capacidad de empatizar y de hacer sentir bien a
todas las personas con las que interactuaba y sentía una debilidad
obsesiva por las causas perdidas.
192
Mi padre, fiel a su costumbre y a su carácter huraño y mal-
humorado, lanzaba por sus ojos llamaradas de fuego al huésped
cuya presencia en su casa no se le había consultado a él. Esa ac-
titud hostil fue desapareciendo a medida que fue encontrando
con él cosas en común, sobre todo las relativas a sus costumbres
lúdicas y etílicas. Ambos eran jugadores consumados de dominó
y aficionados a la cerveza y al güisqui. Ramón Eugenio, por su
parte, se ganó el afecto de los vecinos de El Pedregal que compar-
tían con él el juego de dominó, como el compadre de los Andró-
nico. A su casa, en frente, iban casi cada tarde a matar las horas en
interminables partidas de dominó que se regaban de impostores
perfectos del alcohol, como la cerveza sin alcohol importada que
se la servían en vasos cortos para que se creyera que bebía más
de lo que realmente consumía. Ramón Eugenio se hizo célebre
no solo en El Pedregal, sino más allá por su prodigiosa memoria
numérica. Contaba como un matemático consumado y cerraba
las partidas sin dar lugar a protesta injustificada, colocando sobre
la mesa la última pieza, la que él sabía que faltaba, con un golpe
contundente, sonoro, inapelable.
Celeste al principio lo engañaba con pequeñas dosis de güisqui
en un vaso que contenía sobre todo cubos de hielo y agua, hasta
que él decidió que, para complacerla a ella, ya no bebería más que
un vaso de cerveza al día. Fue un proceso de construcción de la
confianza mutua, el cual Celeste orquestó impecablemente.
El mal humor de Ramón Eugenio era legendario dentro de la
familia. Sus flamígeras riñas con su hermana Alicia, él borracho
perdido y ella presa de sus nervios traicioneros, eran la comidilla
en cada reunión familiar.
Con su hermana Celeste era otro cantar. No bien la veía llegar
a casa, se acomodaba lo mejor posible para recibirla. Ella le pre-
guntaba: «¿Cómo te fue, hermano?», y al principio él le respondía
con un murmullo inaudible, pero al cabo de unas semanas, era él
quien le preguntaba a ella cómo había sido su día fuera de casa.
193
Las llamadas de mi tía Alicia para saber cómo iba su hermano
pasaron de ser cotidianas el primer mes a una a la semana y luego
una cada dos meses (mi tío pasó en mi casa un año entero).
R.E. en S.C. era como ese perrito recién adoptado que se te
pierde en medio de la ciudad hostil y regresa a casa solo, por su
olfato infalible.
Un buen día no pude más. Estallé. Le dije «maldito viejo bo-
rracho» y él se quedó en silencio, inmediatamente antes de soltar
una sonora carcajada, nasal y contenida debido a su ronquera.
Antes, toda la mesa se había quedado en un silencio sorprendido,
luego tenso. Estupefactos todos. No quise irme así, sin más. Pedí
disculpas y cogí a mi tío del brazo, lo levanté de la mesa y él, a
punto de protestar, se volteó a mirarlos a todos, con una mirada
triste, como de quien llevan preso, y musitó algo incomprensible.
Al día siguiente, sábado por la mañana de ese primer mes de
adaptación, Ramón Eugenio desapareció de nuestra vista sin de-
cir nada. Celeste me envía a buscarle por el barrio, a lo cual yo
le pido las llaves del coche. «No, no necesitas el coche; puedes ir
andando», fue su respuesta tajante.
Yo, contrariado por su desconfianza, le di la espalda en silencio
y me dispuse a recorrer las tres manzanas de nuestro barrio e ir un
poco más allá de ser necesario, exigiéndole a Celeste las tan pre-
ciadas llaves. Eso no fue necesario pues hallé a Ramón Eugenio
a la puerta de una pequeña tienda de abarrotes, que solía vender
licor al borde de la ley, o más bien fuera ya de ese borde, con su
característica sonrisa de anciano desdentado y soñoliento.
Primero lo miré directo a sus ojos de un verde trasparente, la-
crimoso y por ahí pude ver su espíritu conmovido, por un instan-
te lo conocí, lo escruté tan profundamente como a nadie antes.
Lo abracé sin demasiados aspavientos, ocultando la ansiedad
que nos había hecho padecer a todos durante unos minutos, re-
pasando las múltiples opciones de lo que hubiera podido pasarle.
Él se dejó hacer. Como si le diera igual ese abrazo.
194
Ramón Eugenio había tenido familia propia, pareja e hijos
(esto de «pareja», en su caso, hay que cogerlo con pinzas). Resultó
que sí, que tenía dos hijos, hombre y mujer, y que estos también
vivían en el pueblo. Solo que, al parecer, les daba vergüenza visi-
tarlo en casa de mi abuela. Solo una vez llegué a verles en casa de
mi abuela y esa vez llegaron muy tarde en la noche, ya entrado el
nuevo año y se fueron al cabo de un rato, con la misma o mayor
discreción. No conozco el origen de esa vergüenza. Había varias
versiones. Una era que mi tío nunca se casó con la madre de sus
dos hijos. Que solo la visitaba de cuando en cuando y cada vez
menos, dado el origen de su relación.
Con respecto a la madre de los hijos de R.E., me autoimpuse
una discreción oportuna a los hechos; conveniente en cuanto que
no quise —ni podía— saber la razón de esas visitas tan extrañas,
tan sin sentido en esas horas en las que reina la más estricta inti-
midad.
Alguna vez Ramón Eugenio fue un hombre violento, arbitra-
rio y cruel. Obligó su simiente enjuta como él, marchita como
él, a procrear cumpliendo con el deber de todo hombre que no
quiera perder ese título en la maledicencia ajena. Su furia devasta-
dora acabaría con cualquier atisbo de dignidad u honor que ella,
su víctima fácil, propiciatoria, entregada e indefensa por hábito y
por ausencia de voluntad, hubiera podido oponerle en la forma
de una resistencia firme. No es que ella lo quisiera tanto como él,
es que no se animó a decir que no.
No es que ese no hubiera importado, como de hecho no im-
portó en absoluto; él sabía perfectamente lo que hacía, contra
quié n lo hacía y porqué lo hacía. Lo hizo porque podía hacerlo.
¿Necesita el abuso otra explicación? ¿La necesitan acaso el crimen
y la arbitrariedad?
No trabajaba hacía ya demasiados años como para contarlos.
Dos o tres veces lo vi tecleando en su vieja máquina, a dos co-
pias, no sé qué escritos que según él trataban sobre diligencias
195
de divorcio o del traspaso de algún vehículo de características
desconocidas, al menos para mí, su imberbe e inocente sobrino.
Ramón Eugenio regresó a su vida habitual en San Juan, a sus
disputas eternas con Alicia su hermana, zanjadas por lo general con
silencios largos, incómodos, espesos. No había pasado una semana
de ese regreso, forzado en parte por Alicia, en su ansiedad casi frené-
tica por volver a la normalidad, cuando ya se podían escuchar desde
la calle los gritos de ella, las ofensas de Ramón Eugenio en su contra,
referidas, cómo no, a una supuesta liviandad moral de su hermana, o
a su incapacidad para retener una pareja a su lado, dirigidas con toda
la intención de herirla donde más podría dolerle, en su dignidad de
mujer y en el recuerdo de haber amado sin ser correspondida.
El deterioro de Ramón Eugenio retomó su curso inexorable,
esta vez a un ritmo mayor. Retomó el consumo masivo de ciga-
rrillos y, a pesar de que solo le bastaba con el primer trago de una
cerveza tibia (por las inclemencias de la canícula permanente de
San Juan), volvió a ese estado de ebriedad permanente que había
superado con creces en su visita a San Cristóbal. Le fue diagnosti-
cada una cirrosis que eventualmente traería otras complicaciones
que, a su vez, lo llevarían inevitablemente a la tumba, no sin antes
pasar por la amputación de sus cuatro extremidades.
Nunca entendí la contradicción aparente de que la gente llorara
en los entierros. Suponía yo que deberían hacerlos como en México,
una celebración de la vida de la finada y del hecho de que por fin
asciende de plano, dejando atrás este valle de lágrimas…
En el entierro de mi abuela, entre ese ambiente triste y defini-
tivo de los entierros de pueblos pequeños, y mi ansiedad absurda
196
por que no se descubriera el trato abyecto que le había propina-
do, me llevaron a los brazos de mi tía Lorenza, ahogado en gritos
de desesperación insincera, impostando alaridos, apenas creíbles,
como si se tratara no de un dolor real sino de una escena de la
tragedia griega más representada de la historia. Era domingo y el
cementerio estaba semivacío, apenas ocupado por nuestra familia
y alguna que otra viejecita solitaria y solidaria cuya vida cobraba
importancia en esos eventos luctuosos.
El negro riguroso solo dejaba colarse a uno que otro medio
luto matizado por un blanquecino tímido con pretensión de to-
lerable irreverencia. Mi tía Lorenza parecía estar consciente de
mi doblez fútil y con un gesto de circunstancias solo me admi-
nistraba suaves palmaditas en mi espalda inclinada hacia ella, en
un abrazo tibio que se convertía para mí en un refugio en el que
escapar de la culpa.
Nos reconocíamos a través de nuestros muertos, como si la muerte
nos diera carta de ciudadanía. Ángel Fuentes, el sobrino de las Ca-
rreño, aquel que se mató viniendo de El Sombrero. Necesitábamos de
alguna manera indefinible, contradictoria con ese aparente orgullo,
reconocimiento de foráneos, un reconocimiento indeleble. (No sé por
qué pienso en esto ahora. ¿Hasta dónde puede llegar la confusión,
consustancial al ahogo emocional de una vida breve?).
Me daba pánico sincero pensar en la posibilidad de que Ada,
la señora cetrina de tristeza perenne que la había servido durante
veinte años o más, adivinara mi verdadero estado de ánimo y
en un fulminante acto de indignación justiciera, me expulsara a
los gritos del tanatorio (mi miedo hacia Ada se debía a que ella
no hablaba, murmuraba; no te respondía cuando le preguntabas
algo, o se te quedaba mirando, o movía la cabeza, pero no ha-
blaba, no emitía sonidos articulados, inteligibles en un diálogo
humano, normal, cotidiano). Ella lloraba en silencio, ahogada,
mostrando una dignidad que crecía con los minutos a alturas in-
alcanzables para mí. Quizá hubiera bastado con pedirle perdón.
197
Pasaron siete largos años desde la muerte de mi abuela antes
de volver a reunirnos y pasar en familia un 31 de diciembre. Fue
una decisión unánime no hacerlo ese mismo año. Sabíamos que
hubiera sido una reunión sin sentido. Y no la hicimos y solo al
cabo de esos siete años mi prima Rosiris fue quien introdujo su-
tilmente el debate familiar sobre esa posibilidad llamando a todos
y cada uno de los hermanos, comenzando por el más difícil, mi
tío Buyón (no he dicho que «Buyón» viene de «bulla», escándalo,
barullo).
Mi tía Alicia había convertido la casona en un santuario de-
dicado a la memoria de mis abuelos. Conocí a mi abuelo Román
por una foto suya que ella desempolvara, rescatándola de algún
baúl olvidado no sé en cuál rincón, quizá en el mismo escaparate
enorme que guardaba esos regalos que nunca serían para mí.
Habíamos cambiado. Nos habíamos enamorado o casado. Nos
habíamos mudado. Habíamos conseguido trabajo o no. Había-
mos hecho nuevos amigos, habíamos aprendido cosas de la vida
y nos habíamos reafirmado en algunas de nuestras convicciones.
Quizás no nos veríamos con la misma emoción que sentíamos
después de solo un año. O quizás esa emoción del reencuentro
sería mayor. Lo cierto es que sería diferente. Y eso estaba bien.
Los recuerdos, cuando son felices, duelen más ante la ausencia de
quien los motivara. Fue un largo período en el que toda la familia
cambió. Cada uno viviendo su vida. Casándose, divorciándose,
encontrando un nuevo trabajo o viajando. Conociendo gente
nueva. Muchas veces sin saber qué esperar de ella.
Después de siete años la casa de mis abuelos, donde había
crecido y soñado mi madre, y yo mismo me había ilusionado con
tesoros escondidos y batallas medievales, ya no era la misma. La
puerta principal, para comenzar, era otra más gruesa y de una sola
hoja que mi tía atrancaba cada noche con un tubo de uno treinta
de largo entre dos huecos feísimos perforados en la pared de ce-
198
mento estucado «por la inseguridad». Poco después de abrir esas
heridas horrendas en las paredes de cemento viejo de la casona fa-
miliar, mi tía fue asaltada a punta de pistola por dos gandules que
no alcanzaban los dieciséis y que nunca pisaron la cárcel, antes de
morir en un tiroteo con la Policía.
El reloj de latón color verde agua de mi abuela había sido ju-
bilado y sustituido por otro, plástico, más pequeño, cuadrado y
rojo sangre. El reloj original había sido relegado a la parte inferior
de la misma mesilla de noche marrón triste que lo había lucido
orgullosa por tantos años, colocado sobre uno de los pañitos de
tela obra de mi abuela, amarillento ya, melancólico por tanto
olvido.
Los muebles de la sala también eran otros, quizás no más bo-
nitos que los de mi abuela. Pero lo que sí me hizo entristecer casi
hasta el llanto fue no encontrar en la sala los dos caballeros en sus
armaduras metálicas defendiendo el castillo, con sus espadas de
acero toledano. El galeón que desplegó durante tantos años sus
velas hacia mares ignotos había sido relegado al escaparate eterno
de mi tía Gracia Angélica, en uno de sus rincones más oscuros e
impenetrables. Y toda la casa había sido pintada de un verde chi-
llón que invitaba impunemente a la violencia en su contra.
Y el acto central, la cena de Año Nuevo, fue todo lo extraña y
forzada que se hubiera podido esperar. No decepcionó, al menos
en ese aspecto. Comenzamos sentados alrededor de la larga mesa
compuesta de varias mesas cuadradas unidas por un solo mantel
larguísimo, y sillas plásticas, todo ello propiedad de una agencia
de festejos, alquilado todo para la ocasión. Mi tío Buyón, tratan-
do de marcar su territorio desde el principio, advirtiéndole a mi
tía Rosangela de no excederse en el consumo etílico (lo que para
ella significaba no más de un trago de whisky con hielo, más agua
y hielo que whisky). Mi tío Artemio Pi de Castro, el declamador,
había muerto en septiembre, quizá por no encontrarse en ese es-
cenario que habíamos evitado durante siete años.
199
Por esos días, un grupo de amigos viaja a Puerto Rico para sentir un
poco de libertad.
Frida
Por solicitud expresa de mi tía Alicia, conocí a Frida, la hija de
un socio del Rotary Club de San Juan que vivía en S.C., en casa
de sus tíos. Me pasó con ella lo que había visto en cientos de pelis
románticas americanas, y que esperaba vivir como parte de mi
libreto ineludible. Imaginármela fea de cojones, sin esperanza al-
guna de conocer el amor y sorprenderme su belleza y su inteligen-
cia, demostrada sobre todo a través de su personalidad espumosa,
de risa fácil (en lo cual acerté).
Comencé a visitarla asiduamente, no me atrevía a invitarla a
salir, no quería quedar en evidencia, mucho menos a llevarla a
casa de mis padres, no fuera a ser que C. se entusiasmara con ella
más de la cuenta. Esa chica también fue motivo para incrementar
mi comunicación con mi tía Alicia ya que, cuando ella llamaba a
mi madre y le atendía yo el teléfono, era inevitable el comentario
acerca de Frida y preguntarle a tía Alicia por su familia, por sus
padres y ella responderme con una crónica detallada de sus an-
danzas por el pueblo, haciendo el bien en nombre de la solidari-
dad y de construir un mundo mejor. El comentario inevitable en
cada conversación de esas era la ocasión para que se conocieran
mis padres y los de Frida y esa ocasión se presentó en diciembre,
en San Juan.
A esta altura es obvio mi interés por Frida. Ojos verdes, melena
leonina, rubia; dientes pequeños, sonrisa discreta desde sus labios
200
finísimos, de pez; voz nasal con una cadencia firme al hablar, de
una neutralidad casi intimidatoria. Transmitía una combinación
irresistible para mí de serenidad y desparpajo, como si estuviera
segura de ser la única sobreviviente de un bombardeo nuclear.
Durante el tiempo que duró mi cortejo fallido, se presentaron va-
rias ocasiones de encuentro entre nuestras familias, que se vieron
frustrados por cambios de última hora en la agenda de la familia
de Frida (a todas estas, yo trataba de aparentar ante ella un interés
solo amistoso, pero con una cierta «tensión romántica», de la cual
ella nunca se enteró).
El feliz encuentro se produjo en San Juan, en diciembre, como
no podía ser de otra manera. Mi sorpresa fue mayúscula cuando
por fin pude saludar a mis prospectos de familia política. Sus dos
padres y su hermana mayor, morenos en distintos tonos, pero
todos ellos con facciones de los pueblos originarios (ella tendría
que ser adoptada, fijo).
Pero la otra sorpresa, menos agradable, fue la coincidencia en-
tre mi hermano y ella. No bien cruzaron miradas, aún antes de ser
presentados formalmente, se encendió entre ellos una chispa que
creció hasta convertirse en un incendio abrasador. Frida entraría
a mi familia por la puerta equivocada.
De las miles de conversaciones secretas y no tanto que escu-
ché en San Juan, cuitas sororales entre mi madre y sus hermanas,
sobre todo con Rosangela M., pero también con Alicia y Loren-
za, que eran opinadoras intensas, abrumadoras e incesantes, ellas
tres, más de alguna vez escuché, no solía escuchar porque no era
algo cotidiano sino ocasional, anual, o con suerte cosa de cada
dos, tres o seis meses, sus opiniones acerca de las obligaciones
familiares de quien por suerte o por méritos propios (lo que ellas
llamaban «suerte» no era más que sentido de la oportunidad, estar
201
en el lugar adecuado en el momento oportuno) se encontraba en
una posición ventajosa (eufemismo para describir o explicar algu-
na oficina pública o algún negocio con ese sector), que consistían
básicamente en ayudar a su familia en todo lo que pudiera, con
mayor urgencia a quien más lo necesitara, aunque no lo mere-
ciera, donde lo anterior, su necesidad, prevalecía sobre cualquier
otra consideración de cualquier orden incluido, por supuesto, el
orden ético, que al confundirse habitualmente con el orden mo-
ral (siempre hablaban de «valores éticos y morales» o morales y
éticos, que el orden de los factores no altera el producto, el pro-
ducto mal habido o usufructuado en mala lid, con maña y a veces
con saña, más bien con sigilo y ocultamiento, que no son cosas
de las cuales ufanarse delante de una tribuna) quedaba al arbitrio
de la mayoría opinadora, o de las mayorías de cualquier otro tipo.
Ida
Su gesto siempre fue neutro, inexpresivo, como de quien pasa
por la vida de puntillas. De pocos amigos, no confiaba ni en su
sombra, ni en su reflejo. Ida vivía en una habitación de una casa
de familia donde la trataban como a una hija más. La señora de la
casa, de nombre de virgen, Carmen, era una santa en vida. Devo-
ta, disfrutaba de ir a la misa dominical en compañía de Ida, que
no se sentía del todo convencida, pero que respetaba y asumía
los rituales ancestrales como cualquier otra persona, sin cuestio-
narlos demasiado, sin entrar en polémicas inútiles y socialmente
peligrosas, al amenazar ostracismo.
Por eso callaba, aunque, de nuevo como alguien más de la
manada, solía confiar sus peores temores y angustias a esa pléyade
invisible e insensible de santos y vírgenes, que parecían ser duros
de oídos, o exigir demasiada paciencia y humildad para cumplir
los deseos devotos, hechos mediante promesas a veces demasiado
202
dolorosas (a veces es J.R. nonato el que habla en Ida, ¿dónde
está?).
Jackeline, Marla, ella, Tina, la otra, la de Bachillerato, la de las
botas de montar y las faldas tejanas, sí, ella, Lya, de inglés… Todos
estos pensamientos se agolparon en su cabeza, en su universo privado.
El primer día que Ida se quedó sola con sus pensamientos (o con sus
recuerdos, no lo recuerda bien) fue el primero que apareció por su
casa María, su amiga fiel. Hablaban muchas horas pero la conver-
sación se interrumpía por los ruidos que hacía María al tejer, tejer
recuerdos de infancia que más le hubiera valido olvidar, olvidarlos en
ese instante inoportuno, insulso, desgarbado.
Las dos mujeres se sentaban una frente a la otra y conversaban.
La conversación se truncaba cuando María se metía a la co-
cina por un hueco, un boquete apenas visible pero enorme que
se abría como una boca sin dientes no bien ella se aproximaba a
esa pared agrietada como otras tantas de esa casa descoyuntada,
cansada, exhausta y herida por recuerdos inefables. Al desaparecer
ella por ese hueco insulso, desaparecían las ganas de Ida de hablar,
de compartirle sus cuitas como a su hermana, bien fuera esta la
mayor o la menor, no importaba (el orden de los factores…), ella
se moría, se moría de ganas de hablar, de hablar de sus cuitas, de
las más secretas, las más íntimas, pero no tanto, no tanto hablar
que hablar cansa, como cansa a veces el silencio, el silencio pétreo,
el silencio plúmbeo, negro como la noche, sin luna, sin estrellas y
sin sonidos.
María no la volvió a visitar hasta mucho después, durante el oto-
ño, el otoño que se introdujo en sus sienes reduciendo paulatinamente
las copas de los árboles alquitranados, vetustos, sonrosados. Ella tam-
bién se alquitranó, como los árboles, como la lluvia, las lluvias que
regresaron solo mucho después, cuando el invierno sustituyó al otoño,
a la primavera…
203
… Esa noche (o esa tarde, no lo recuerdo bien), Ida le cuenta a su
hijo que su marido, el de ella, la ataca con un cuchillo filoso (o romo,
no lo recuerdo bien); pero de todas maneras, un cuchillo de cocina
porque en la cocina se encontraba ella cavilando, o buscando lo que
no se le había perdido, o algo que quería buscar pero que había olvi-
dado que lo quería, que lo necesitaba (necesitar vale más que querer).
204
CAPÍTULO V
Clemencia (La nani)…
A veces basta con la sola suposición del desdén para insuflar fuego
en el espíritu. Una mirada desdeñosa, despreciativa, aun indiferente,
dada en un momento determinado, o a lo largo de los años, varias
actitudes similares, complementarias, que conforman entre ellas un
discurso, una actitud única, pétrea e impertérrita, llaman a la de-
sazón, a la inquietud por gustar o no, por recibir la aceptación o el
rechazo, hasta el desprecio sin disimulo, sin aspavientos, tranquilo,
pensó..., recordó…
Clemencia Carreño era una de las dos primas de mi abuela
que la visitaban regularmente, por razones diversas y en última
instancia, para mantener esa sana costumbre secular de estar al
tanto de la vida y milagros de los parientes cercanos, o no tanto.
Clemencia y Mercedes Carreño, o las nanis, como les decíamos
en mi familia de San Juan, eran dos viejecitas de mirada dulce,
serena, casi somnolienta. La mayor, Mercedes, la dulce viejeci-
ta de la nieve derramada en su cabello, casi no hablaba; parecía
esperar el permiso de su hermana más joven para participar de
la plática. Esperaba en silencio a que terminase la conversación
entre Clemencia y mi tía Alicia, para desplegar una sonrisa dulce
por infantil y con ella un simple «buenas noches» al despedirse,
desde su humanidad masculina, como su voz gutural y añosa,
doblegada por sus huesos. Cuánta fuerza de carácter debía tener
Clemencia, para anular a su hermana mayor, una mole gigan-
205
tesca, así vista desde mis años incipientes, pero dulce y retraída,
como anulada.
Se sentaban a conversar con mi abuela Rosangela, y a veces
también con mi tía Alicia, y como hiciera yo el más mínimo in-
tento de incorporarme a su conversación, así fuera como oyente
discreto, Clemencia me fulminaba con su mirada gélida, hieráti-
ca, sin mover un músculo de su cara de porcelana para decirle a
mis ojos expectantes:
—¿No te necesita tu madre?
—No está —respondía yo, confuso por su inusual pregunta.
Alicia también me lanzaba una mirada asesina, con ambos ojos
transformados en naves espaciales inmensas, como de sorpresa o
espanto, y yo inmediatamente entendía que debía irme, adonde
fuera pero desaparecer de su poco paciente vista.
Cinco años después de la muerte de mi abuelo verdadero, sus
dos hermanas comenzaron a visitarla en casa de Rosangela cada
diciembre, cuando regresaba como una estación, como el viento
del río, o como los vientos del valle, de la ladera. La menor pre-
guntaba por ella, por el pronombre femenino, apenas, no por su
nombre de pila.
Una de esas noches tranquilas, en las que el silencio solo era
interrumpido por la promesa de una brisa refrescante, las nanis,
Clemencia y Mercedes Amelia, hacen su aparición en la casona
de mi abuela, arregladas como si fueran a un velorio. Vuelta a
preguntarme por mi tía Alicia, por segunda o tercera vez en mi
corta existencia le informé, desde mi mirada llena de terror y
decepción:
—Mi tía Alicia está en casa de mi tía Rosangela M.
A lo que ella respondió hierática:
206
—¿Se tardará?
Y yo, contento y orgulloso de ser útil y poder alargar aunque
fuera un poco más nuestra obligada interacción, prudente al es-
coger muy bien cada palabra que saldría de mi boca, le respondí:
—No lo sé, señora Clemencia —vocalizando muy bien estas
dos palabras, «señora» y «Clemencia».
Parecía no apiadarse de mí de ninguna manera pues su si-
guiente comentario fue dicho con una indiferencia perfecta, im-
pecablemente esculpida en cada rasgo de su rostro de marfil:
—Dile que hemos venido. Buenas noches. —Automática-
mente dio media vuelta y volvió a cruzar el umbral de la puerta
principal, en dirección contraria.
Mi resentimiento hacia ella fue creciendo con cada respuesta
suya, con cada saludo no correspondido con propiedad. Su frial-
dad, calculada o no, su desprecio era para mí intolerable. Respon-
día a cualquier comentario que se me escapara (a veces sin darme
cuenta, decía algo que creía que no había pasado del ambiente
íntimo y caótico de mi cerebro) con un mohín de desagrado gé-
lido, tenebroso, cruel. Seguramente me leía el pensamiento. Las
brujas te leen el pensamiento y no te enteras. Seguro sabía que no
todos mis pensamientos hacia ella eran tan puros como debieron
ser, tan afectuosos o llenos de respeto o reverencia (como cuando
mi madre o mi tía Alicia me obligaba a besarle la mano, que era
decirle: «Bendición, nani»). ¡Si soy (era) apenas un niño, maldita
mujer! ¡Cuántas veces esperé en vano tu sonrisa! ¡Fuiste incapaz
del más mínimo gesto de afecto para mí!
Nunca entendí esa distancia invisible pero insalvable que es-
tableciste entre nosotros. Te admiraba. Necesitaba tu afecto. Ne-
cesitaba tu sonrisa. Me ignoraste. Solo quería tu afecto. Y era un
niño. En cambio, Mercedes, tu hermana, ella sí que hubiera sido
207
capaz de entregarme su amor a manos llenas. Y estoy seguro de
que lo hizo. Lo hizo en la medida en que tú se lo permitiste. A las
personas a las que le permitiste amar, sin censurarla, sin repren-
derla, si es que eso fuera posible alguna vez, en tu demasiado larga
existencia.
Esas maldiciones, esas invectivas, a las cuales era yo muy dado,
debido a mis lecturas de poesía clásica griega y latina, surgían de
los intersticios neuronales más recónditos de mi pequeño cerebro
en pleno desarrollo.
Por esos días, me preguntaba qué relación tendría el idioma
armenio con el griego y con el hebreo.
Siempre quise leer La Regenta, de Leopoldo Alas «Clarín».
En S.C. no se pudo ver La Última Tentación de Cristo, de Mar-
tin Scorsese, porque mi madre C. la prohibió. Es decir, ella pre-
sidía la Comisión de Censura de la Alcaldía de S.C., como jueza
de familia que era y dictaminó, mediante voto unánime de la co-
misión, prohibir la exhibición de dicho material fílmico en S.C.
Tenía algunos giros de personalidad totalmente inauditos; y
eso me exasperaba de ella. Sus contradicciones morales; que dijera
una cosa y acabara haciendo la contraria. Como eso de ufanarse
de la educación liberal y desprejuiciada que nos había dado a mí
y a mi hermano y actuar luego como una inquisidora medieval.
Calidoscopio vegetariano
No bien Ida tuvo uso de razón, su madre la puso en autos acerca
de su origen. Sin adornos, ni remilgos, le contó toda la verdad
acerca de su padre biológico y la entrenó, sedujo, condicionó no a
despreciar, sino a odiar a sus tías paternas. Ida trató de no odiarlas
208
tanto como su madre (pretendía) y por eso guardaba recortes de
periódico donde aparecía su familia paterna en todo su esplendor
y éxito social. Era un vínculo de amor-odio a la distancia, unila-
teral, sin respuesta posible. Con el tiempo, el binomio amor-odio
produjo un tercer elemento/sentimiento inevitable: la indiferen-
cia. (¿Se expresaba el odio de la mayor de las hermanas Carreño
hacia su sobrina inevitable en conjuros dirigidos a provocar su
desaparición física?).
El catire Danny
Un lunes cualquiera a la primera hora toda la prensa local y algún
diario importante de tirada nacional habían amanecido con un
titular a media página acerca de la muerte de un niño de quince
años, en circunstancias realmente aterradoras.
Danny Álvarez era un chico de 18 años, casi rubio, ojos de
gato, de brillo tenue y atrapador. Trabajaba como mensajero en el
Edificio Nacional, la estructura que alberga los tribunales y nota-
rías de la ciudad. De ahí que era muy conocido en esos círculos y
en diciembre siempre recibían, él y su madre, regalos y pequeños
homenajes. Su historia conmovía a quien la escuchara.
Su padre los había abandonado a él y a su madre adolescente,
escapando de una investigación policial por estafa y otros robos
menores. «El catire», como era conocido en esos ambientes, se-
gún la escabrosa nota de prensa, era un monstruo manipulador
y chantajista que mantenía en jaque a tan respetables señores,
amenazándolos con revelar toda la trama de corrupción juvenil
que amparaban estos, a espaldas no solo de sus familias, sino de
209
la sociedad, de la decencia y de la ley. Su cuerpo, o lo que de él
dejaron envuelto en restos de la última camiseta que usó en su
vida, fue encontrado en un barril, disuelto en ácido, convertido
en polvo de estrellas.
Su cuerpo fue hallado por funcionarios de la P.J., desmem-
brado con una sierra, disuelto en ácido y en avanzado estado de
descomposición, pero de no más de diez días.
Ese tema, como tantos otros con esas características, mantu-
vo ocupados a los medios durante meses, el tiempo que duraron
las investigaciones y la resolución definitiva del crimen. Celeste
actuaba en esos casos —y en particular los que involucraban
menores de edad— como una especie de fiscal, responsable de
cuidar que los investigadores cumplieran estrictamente todos
los protocolos que regulaban su actuación pues tanto la Fiscalía
como los juzgados solían ser muy exigentes en cuanto a esas
formalidades.
Se produjeron allanamientos a lo que entonces era denomi-
nado clandestinamente entre la comunidad de varones homo-
sexuales como «sitios de ambiente»; Celeste tomó parte en todos
ellos, cuidando que las formas fuesen respetadas —no demasiado
escrupulosamente—, dado que la liberación de sospechosos de
homicidio por algún error en la colecta de evidencia se había he-
cho tradición.
Uno de esos sitios de encuentros clandestinos era una casa
como cualquier otra de las que salpicaban el entorno del cemen-
terio municipal, abandonado por los vivos y despreciado por
los muertos. La casa era de un anodino gris pálido que buscaba
discreción, mimetizarse con su alrededor oscuro, silencioso, abu-
rrido. Localizada frente al cementerio municipal, yacía en una
penumbra y soledad obligadas. Nadie en su sano juicio elegiría
210
esa ruta para pasar sus noches de juergas inolvidables. Era un gran
armario de concreto y tejas.
Algunos años después C. hablaría de una secta que les lavaba
el cerebro a los jóvenes de buenas familias, los secuestraba, ma-
nipulaba y esclavizaba a través de sus malas artes, consistentes
en emascularlos, volviéndolos afeminados, mariquitas frágiles
con el deseo irrefrenable de vestirse como las mujeres, de actuar
como ellas, de ocupar su lugar en el sagrado vínculo del amor
carnal.
Desde que entró en la Policía fue cambiando paulatinamen-
te sus modales. Su paso era más firme. Elevó el tono de su voz.
Decía más tacos que antes. La ciudad la respetaba como a pocas
personas yo había visto que respetaran.
En uno de aquellos operativos cogieron in fraganti al padre de
su querida amiga Genoveva Cifuentes, un conocido juez (in fra-
ganti: con los pantalones abajo, o más bien sin ningún artículo de
tela sobre su piel arrugada, solazándose con la compañía de varios
hombres mucho más jóvenes que él, tan jóvenes que hubieran
podido ser sus nietos, tan jóvenes que algunos de ellos eran me-
nores de edad). Se supone que estarían disfrutando los placeres
del «amor griego» y no quisieron dejar cabos sueltos.
El día que hallaron el cuerpo del pobre adolescente, Celeste
llegó a casa terriblemente descompuesta, llorando, con arcadas
continuas. No quiso probar bocado en mucho tiempo. Se ence-
rraba en su cuarto en silencio y sus hijos, conscientes de su ma-
lestar, decidieron que ni siquiera le preguntarían qué le pasaba,
so pena de agravar su más que evidente disgusto, aunque a veces
creyeran haberla escuchado llorar.
Las investigaciones: un lupanar de pedófilos.
Durante las investigaciones del caso se allanó un sitio de reu-
nión entre connotados prohombres de la ciudad y prostitutos de
edades comprendidas entre quince (como el «catire») y los vein-
211
ticinco, veintisiete años. Se decomisaron drogas blandas y duras,
alucinógenos en forma de pastillas y sustancias inyectables.
Celeste juró por sus dos hijos que resolvería ella misma el cri-
men, a cualquier costo. Y no había cosa en este mundo que ella
no cumpliera, si la había jurado por sus dos hijos. Sus hijos eran
lo más precioso que ella tenía en este mundo. Y jurar por ellos
era como jurar por Dios o por Cristo en la cruz (se abstenía de
usar en voz alta esos juramentos religiosos tales como «por Dios
y la virgen santísima» porque para su hermana Gracia Angélica
constituían blasfemia).
Salieron a relucir nombres connotados en la ciudad. Empre-
sarios, políticos, algún juez, alguno retirado incluso, formaban la
trama de pedofilia de una magnitud nunca conocida en la ciudad.
Hubo muchos personajes implicados. Personalidades, personas
públicas, personas importantes. Aun algún candidato popular.
San Cristóbal era entonces una ciudad fría e insensible, lo propio
de las ciudades frías.
Pocas personas me inspiraban tanta confianza como mi her-
mano y mi madre. Confianza ciega. Barruntaba intenciones de
las personas por sus acciones. Pero nunca, jamás de ellos dos;
mi madre y mi hermano. Mi único hermano. Con mi padre era
todo lo contrario. La primera persona de la que desconfié, pro-
fundamente, fue mi propio padre. Me inquietaba esa actitud suya
distante, arrogante a veces, egoísta la mayor parte del tiempo, con
breves pausas maravillosas en las que desplegaba unas cualidades
sorprendentes.
Y no era una cuestión de tiempo o de estrés, era una suerte de
«adolescencia» emocional la que lo llevaba algunas veces a com-
placerse con la vergüenza ajena, a situarse como el espectador
212
divertido que solo disfruta con el ridículo en el que caes invo-
luntariamente. O salirse con la suya de maneras poco agradables
para el resto, que era otro placer mórbido suyo, sádico, ya se sabe.
A mi padre me unieron los libros y los deportes; y de él me
separaron sus hábitos asquerosos de sacarse los mocos con el
dedo índice (grueso, regordete y de un color marrón repugnan-
te, casi tanto como la costumbre de sacarse los mocos) y mor-
derse las uñas, de bordes ennegrecidos por la mezcla de saliva
reseca y sangre.
Él, de los orígenes más humildes imaginables, había crecido
con la necesidad vital de «ser alguien» (necesidad que nos inyectó
a mí y a mi hermano por distintas vías: a mí con la lectura, el
arte y la escritura y a mi hermano con el deporte); se propuso es-
tudiar y trabajar sin descanso. Estudió inicialmente Agronomía.
Luego, mientras trabajaba como experto en cultivos y cuidados
de la tierra, Abogacía. Y así, después de cinco años de graduado,
se convirtió en parte de la primera camada de jueces agrarios del
país. Pero estas cosas, estos logros suyos no le motivaban tanto
como a mi madre.
Lo suyo era el deporte. Boxeo, béisbol, basquetbol; no se per-
día una pelea por el título mundial de boxeo en la que contendie-
ra algún venezolano. Y como entonces la mayoría de sus rivales
eran asiáticos de nombres impronunciables (en realidad, eran ma-
yormente los tailandeses los que nos planteaban este problema,
porque con los nombres japoneses y coreanos nos defendíamos
bastante bien), madrugábamos para no perdernos ese momento
que podría ser histórico para nuestro deporte.
En los momentos de mayor emoción de cada pelea (o de cual-
quier evento deportivo que miráramos por la tele) mi padre solía
213
dar saltos exactamente como un chimpancé que quisiera iniciar
una batalla por territorio contra el bando enemigo. Se agachaba
hasta casi la cintura y comenzaba a chocar ambas muñecas, mor-
diéndose la lengua que medio sacaba, apretada entre sus labios.
Me fui acostumbrando muy poco a poco a este gesto suyo de
emoción vívida, al no tener obviamente otra opción. Esas ma-
drugadas con mi padre, él y yo solos en vigilia, mi hermano y
mi madre profundamente dormidos, en un caserón que parecía
quedarse mudo para convertirse en el escenario soñado de épica
tal, representaban para mí momentos preciosos de camaradería y
equipo con él. Me sentía tan adulto como él, aunque la diferencia
de tamaño entre nosotros desmintiera esa impresión.
Yo buscaba su apoyo frente a mi madre aun en temas que yo
sabía que la chincharían como cuando a él lo nombraron miem-
bro de la Comisión estatal de Boxeo Amateur y le pedí que me
inscribiera como boxeador (él se codeó con los miembros del
equipo olímpico de box y yo conocí a algunos de ellos, eran muy
simpáticos pero hablaban muy mal y apenas vocalizaban; supon-
go que eso no era parte de su entrenamiento). Ese fue uno de los
pocos temas en los que él no quiso chinchar a mi madre y eso yo
no se lo agradecí como era debido (ambos se preocuparon por
que los golpes que podía recibir me dejaran peor de lo que ya
estaba).
A lo que nunca pude acostumbrarme (mi madre tampoco) es
a su asqueroso hábito de comerse las uñas, por el cual se las había
reducido hasta antes de la punta de sus dedos, creándose un bor-
de negro debido a la acción de la saliva. Eso me producía un asco
inenarrable, sobre todo cuando pretendía acariciarme la cara con
esas manazas suyas.
Después de muchas batallas interminables que sistemática-
mente terminaban en un portazo y en dejarnos de hablar du-
214
rante tres días, comenzó poco a poco a avenirse a la posibilidad
de erradicar ese hábito repulsivo, cuando entendió que en modo
alguno yo me dejaría tocar por él, mientras no lo corrigiera. Me
lo prometió. Inició ese cambio como empiezan todos los procesos
de cambio (más aun cuando no son decididos por el sujeto que
los tiene que llevar a cabo), con dudas, protestas algo airadas pero
resignadas, como las de un niño cuando le obligan a comerse la
sopa.
Me daba cuenta de cada día entero que pasaba sin morderse
las uñas; me las mostraba extendiendo sus manazas hacia aba-
jo, como ofreciéndolas para ser esposadas. A veces se llevaba las
manos a la boca y yo lo fulminaba como Júpiter tonante con mi
mirada inquisidora y él las retiraba inmediatamente, como el hijo
frente a su madre, frente al padre que él nunca tuvo, o que apenas
se atrevió él mismo a ser.
Esa complicidad paterna tan anhelada, perdida en el recuerdo
de nuestras madrugadas juntos mirando el boxeo, solo la recuperé
al cabo de mi primer año de universidad. E inició, cómo no, por
un debate jurídico que sostuve cordialmente con mi padre acerca
de la libertad individual contrapuesta al bien común, representado
primero en la mayoría social y luego en el Estado, como su refle-
jo institucional, a la luz de ciertos artículos constitucionales (más
bien, un artículo constitucional, el 56 si recuerdo bien, que con-
sagraba los derechos individuales y sociales como el fundamento
ineludible del Estado venezolano). Esos ejercicios intelectuales tan
de nuestro gusto ciertamente hacían que ganara en respeto ante mi
padre e incrementaban su orgullo paterno, que en mi caso nunca
pude basar en el deporte pero sí en mi agudeza intelectual.
Mi padre nunca me confesó sus expectativas o sus sueños acer-
ca de mi futuro, de mis realizaciones, metas o sueños y creo que
215
no hacía falta, pues lo demostró con sus actos de apoyo. Sobre
todo, cuando me ayudó a inscribirme en ese curso de teatro que
fue para mí una experiencia tormentosa y reveladora a la vez.
Vivía en una ciudad perdida en el espacio. Que no era ni del
norte ni del sur. Y por eso en parte, también me sentía como
un fantasma en la calle donde vivíamos, y adonde fuéramos, me
sentía invisible. Nuestro acento era como el de nuestra familia de
San Juan, y por eso me gustaba tanto ir allá, aunque el viaje en el
coche de mi madre fuera tan largo. Eso también nos gustaba a mi
hermano y a mí. En San Juan nos tuteábamos con mis tías y aun
a mi abuela la tuteábamos porque tratarla de «usted» establecía
una distancia forzada entre nosotros. Y adorábamos a mi abuela.
Entonces, a pesar de vivir en el mismo país, me sentía vivir entre
dos mundos muy distantes y distintos, dado que debía adaptar-
me constantemente, o al menos cuando cambiaba de un pueblo
al otro, San Juan y San Cristóbal. Me parecía tan innatural, tan
forzado aquello de tratarse de usted con mis padres, con mis ve-
cinos contemporáneos y con mis compañeros del cole (con mi
hermano, en casa, no había ese problema), que me sentía habitar
otro planeta, visitante de otra civilización, de otra cultura. No
entendía los códigos que usaban los vecinos con quienes jugaría
por unos cuantos años, antes de que cada uno definiera su propio
destino.
Este insignificante (en apariencia) choque cultural provocó un
incidente que marcó mi ostracismo social por muchos años e im-
216
puso sobre mí la sospecha habitual de que podría ser «mariquita»
(cómo no recordar que esta palabra proviene de «María», con lo
que encierra en sí misma una descalificación brutal en contra de
la condición femenina per se).
Y sí, me llamaron «mariquita» cuando intenté tutear a algunos
de mis compañeros de juegos habituales, sustituyendo nuestro
tradicional pero opresivo trato de usted por el tuteo que era el
uso natural en casa (para mí el uso alternativo del tuteo con mi
familia y el «usted» al traspasar el umbral de mi casa constituía un
ejercicio agotador).
—De ahí que te faltara sentido de pertenencia.
—Eso creo. ¿Cómo es posible que te atacaran hasta por tu
forma de hablar, por tu acento? Constituíamos en San Cristóbal
una familia de inmigrantes internos, lo que se dice en términos
sociológicos «un grupo trasplantado”.
Mi hermano y yo éramos —somos— «gochos» de primera
generación (aunque el término «gocho» tiene matices despectivos
en el resto del país, debido quizás a la razón histórica de la inva-
sión andina del poder central a principios del siglo pasado), yo
lo comencé a reivindicar con orgullo en la Universidad y nuestra
forma de hablar difería notablemente de la de nuestros vecinos
(en realidad, casi todas las familias que habitábamos la urbaniza-
ción proveníamos de otras partes del país, pero en mi hermano y
yo prevaleció siempre la forma de hablar de nuestros padres, que
se distinguía por el tuteo, y no la andina, más respetuosa y distan-
te y en la cual se debía tratar a todas las personas de «usted», aun
a los padres y con más razón, a los abuelos.
A diferencia de nuestros vecinos, que nos trataron por muchos
años, hasta nuestra adolescencia, de «usted».
S.J. no slo quedaba muy lejos, era la libertad. Por eso me gus-
taba ir a San Juan; porque ahí me sentía más libre; un poquito
217
más yo mismo. San Juan era para mí, en cierta forma extraña e
inexplicable, la libertad; en las noches arrulladas por grillos ta-
citurnos, me dormía hipnotizado con el olor mezcla de fósforo
quemado y mentol del caracol que ponía mi abuela para espantar
zancudos y mosquitos, y por la repetición esporádica de los últi-
mos petardos, negándose a batirse en retirada.
San Juan…
Lloré mucho durante toda mi infancia y parte de mi adolescen-
cia. A veces con motivo, a veces sin él. Me la pasé llorando hasta
entrar en la universidad (en realidad, ahí también lloré, pero me-
nos tiempo. Me duraba menos la depre). Lloraba con las noticias
de guerras, accidentes masivos, catástrofes naturales, incendios
estivales, erupciones volcánicas con cientos o miles de víctimas
(Armero, Omayra Sánchez, trece años y cuya muerte paulatina
fue transmitida en directo para todo el planeta); lloraba por todo.
Me sentía como un fantasma en mi casa, que era en realidad
la de mis padres, no la mía. Por eso la recorría volando lento, casi
flotando; mi alma volaba en la forma de un fantasmita regordete
y culón llamado Gasparín, el fantasma amigable.
Tristeza, dolor, llanto o simple melodrama, aprendido con en-
jundia digna de mejor causa a fuerza de mirar durante tantos
años la telenovela de las nueve, para hacerle a mi madre un resu-
men fidedigno.
Yo (9, 12 años).
Miraba fijo el asfalto de mi calle, con sus miles de piedritas de diver-
sos tamaños, algunas casi imperceptibles a simple vista, me imagina-
218
ba que estaba mirando el universo entero, o al menos una pequeña
galaxia. Me concentraba en ello y viajaba. No podía evitarlo. Me
concentré en la ubicación exacta de una piedrita en particular. Era
una piedrita roja, de un rojo triste, sucio por el asfalto en el que se in-
sertaba y que la rodeaba, amenazándola con engullirla en cualquier
momento, como un agujero negro infinito.
Mi infancia tardía, prolongada, quebradiza, de cristal recién so-
plado, se extendió más de lo normal, más de lo debido…
Corría
Me gustaba correr. Cuando corría, acotaba en mi mente ese estrecho
sendero por donde discurría la carrera, fijándome en los bordes de
la acera, tratando de cerrarme al máximo en las curvas, como en
los dibujos japoneses que veía en la tele. Cuando corría, miraba las
piedritas del asfalto con fijeza, como si la calle nuda fuera el portal a
otro universo… Concéntrate, J.R. Concéntrate en el borde en las cur-
vas. En cada curva. Pégate más a ese borde. Ya viene. Ya sales. Saliste
de ahí sin caerte. Ahora viene la recta. Larga. Esto es pan comido.
Acelera. Respira. No tan fuerte. No pierdas impulso. No te duermas.
Abre bien los ojos. Avanza..., detente..., frena... Los tienes atrás, per-
siguiéndote. Por todos lados. No descanses. No te duermas… Ganas,
ganas… ¡Lo he conseguido! ¡He ganado! Me golpean los hombros.
Eso no me gusta. …No me toquen…Pasaba a su lado…No me to-
quen…Pasaba a su lado…
Ida se da cuenta de que el reloj de la sala se detiene, por prime-
ra y única vez en la vida, y le da cuerda.
219
La locura es de las cosas más democráticas e igualitarias que
existen. Nos iguala a todos en una conveniente inconciencia acer-
ca de nuestro entorno inmediato (y del mediato, con lo que nos
priva de preocupaciones recurrentes). Cada vez que Ida salía de
visitar a su padre, además de repetir la señal de la cruz, lo que
primero se le venía a la mente era ir a la farmacia más cercana.
Ella, Ida…
Se quedó mirando el amplio jardín posterior (y externo a la
planta principal) como si se tratara del brillo metálico de una cáp-
sula espacial con una perra cosmonauta. Ese brillo la deslumbró
como la primera vez y como no dejaría de deslumbrar su mente y
sus sueños más atrevidos en el tiempo por venir.
Demasiado tarde olvidaría al bisonte gigante que creó ella mis-
ma en su delirio escarlata. El que se escondía detrás de su espalda.
El que bufaba halos incandescentes de ira y sueño. No lo sentía
como suyo. O quizás sí lo sentía, si nos conformamos con el as-
pecto sensible o animal de ese impulso suyo inconsciente.
Ida clasificaba en pares o impares según un orden aleatorio (no
me preguntes cómo lo lograba, es un don). En fin, que las colec-
ciones incompletas me producían dentera y aún hoy lo hacen,
pero algo menos.
Ida no había querido tener hijos. No suponían para ella una
garantía de nada deseable o necesario. Su nombre parecía la pre-
monición, los prolegómenos infinitos de una sustitución suya.
Esa otra mujer que no pudo o no quiso (o se cansó de) luchar
contra las circunstancias de su vida pequeña, limitada, agujereada
por tantas mentiras que se dijo a sí misma…
A veces su hijo nonato habla con ella, sin decir su propio nombre.
220
CAPÍTULO VII
Mi madre era la maestra. Había otras maestras, pero ninguna
como ella. De hecho, fue mi maestra en cuarto grado, aunque
tenía mucho cuidado en que eso no se supiera. Yo supuestamente
era uno más de sus alumnos. Sí, fui su alumno un año entero y
fue la experiencia más extraña o surrealista que hubiera vivido
hasta entonces. Principalmente por su insistencia de que no la
llamase mamá en el salón de clase.
Entonces, ¿cómo la llamaría? ¿Profesora? Decidí entonces ha-
cer como si fuera un agente secreto, un juego de espías, de esa
situación tan extraña, al menos para mí. Como ella usaba solo el
apellido de casada, le pedí/sugerí que me llamara siempre por el
suyo, el de soltera, de manera que mis compañeros no nos rela-
cionasen. Pero, como era inevitable, un día yo le dije «mamá» de-
lante de todos y quedamos en evidencia. Yo esperé una reacción
violenta del grupo de mis compañeros. Sobre todo, de los más
cercanos a mí, aunque, pensándolo bien, mi mejor amigo era el
hijo de otra de las profesoras del instituto, y conocía la verdad,
protegiéndome en todo momento de los ataques del resto del
grupo, que los había, y eran frecuentes, tozudos, obstinados y
agobiantes.
Quien reaccionó con una severidad inesperada para mí fue
ella, mi madre. El rictus de desagradada sorpresa en su rostro
me llenó de terror. Se sintió traicionada. Yo me sentí traiciona-
do por esa reacción suya. Diana la Cazadora contra Montecristo.
221
Mímesis que era para mí un lujo necesario, im-pres-cin-di-ble.
Inevitable.
Incluso pensé que me llevaría a la Dirección del instituto y
acto seguido, me cambiarían a otro colegio. Años después de ese
incidente, recordaba un patio lleno de niños jugando y gritan-
do. Todos desconocidos pues era mi primer día de colegio en ese
instituto. Me sentí perdido. Había en el aire un olor muy carac-
terístico a escuela, a polvo de tiza, a maletín de cuero. Un poco a
soledad. A partir de entonces, la evocación de esos olores me pro-
dujo miedo, una inquietud que se concentraba en unas agruras
devenidas muchas veces en diarreas incontrolables.
—¿Te sentías especial, al ser el hijo de la maestra?
—Sí. No solo especial. Sentía que el éxito en la vida era inevi-
table para mí. Mi derecho de nacimiento.
Ramón Eugenio
Había una foto en casa de mi abuela. Un niño asustadizo, quizá
triste incluso, la mirada caída como protegiéndose de la luz de la
cámara, con seis años y una camisa blanca, posiblemente de algo-
dón o de seda, seguramente era (de) esta última pues se trataba de
su primera comunión, ya que sostenía en alto una vela más larga
que él mismo y en esas ocasiones era menester ataviarse con sus
mejores galas. Unos pantaloncillos de gamuza negra sostenidos a
sus hombros incipientes por unos tirantes gruesos, rectangulares.
Y un lazo igualmente negro anudado al cuello de la camisa de
botones redondos de nácar, al estilo del siglo anterior, desmayado
en tres tiras gruesas del mismo color.
Era mi tío Ramón Eugenio, el endemoniado. En más de una
ocasión el triste espectáculo del niño endeble echando espuma
por la boca fue presenciado por la mitad del pueblo sorprendido
y asustado. Su primera vez fue en plena misa. El sacerdote, con
enérgicos manotazos de su hisopo dorado, le disparaba gotas de
222
agua bendita haciendo movimientos en forma de una cruz in-
mensa que abarcaban hasta el techo de madera del templo santo.
Sus gritos de «¡Fuera Satanás!» impresionaban y atemorizaban a la
feligresía expectante que no sabía si rezar por la libertad del alma
de ese pobre desgraciado o salir corriendo de ahí como alma lle-
vada por el enemigo mismo. Estas escenas repetidas con no poca
frecuencia, por casi todo el pueblo, hicieron de Ramón Eugenio
un niño retraído, siempre cabizbajo y de caminar pesado.
A nadie en la familia se le ocurrió buscar un diagnóstico mé-
dico en 1936. Eso hubiera sido como desafiar la voluntad divina,
el destino, dicho con otras palabras. Dejó la escuela sin acabar el
tercer grado. Su hermana mayor le enseñó las primeras letras y
este conocimiento rudimentario, aunado a una rapidez sorpren-
dente y un estilo de letra bastante agradable a la vista, le hicieron
posible comenzar a trabajar en el oficio de la escritura de cartas.
Su hermano Román Alipio, en cambio, decidió estudiar Me-
dicina en parte motivado por la posibilidad de curarle. Su propó-
sito inicial era cursar Neurología, pero, por esas cosas de la vida,
acabó como traumatólogo.
Sus espasmos esporádicos, pero de una intensidad telúrica, lo
limitaron de tal forma que no pudo llevar a cabo una vida cerca-
na a lo normal hasta bien entrado en la veintena. Ahí entonces,
se dedicó a beber como si no hubiera un mañana. Iba todos los
días al bar, a ver si el licor le ayudaba a entender su destino. Un
destino bastante oscuro de no ser por su cuñado, Pedro Arnulfo
Merino, el abogado andino que no se sabe si por abogado o por
andino era el asistente o secretario del gobernador del estado, y
en esa calidad le ayuda a conseguir trabajo como escribiente en el
único tribunal que obraba en San Juan por esos días.
A partir de entonces Ramón Eugenio se debatió entre zam-
bullirse por completo en el alcohol y la dejadez, o asumir se-
223
riamente su vida, cumpliendo con su trabajo a cabalidad, o al
menos lo mejor que pudiera. No fue fácil para él llegar hasta ese
punto. Nunca se sintió capaz o digno de sentar cabeza con una
mujer decente. De ahí su afición temprana a los bares y tugurios
de mala muerte y a las mujeres de mala vida, de las que se ven-
den por unos cuantos reales, casi nunca por su propia voluntad.
Y fue así como su figura enjuta, doblada por una joroba inci-
piente y su carita de abuelo prematuro causaron que una de esas
tantas mujeres obligadas a vivir solo de noche se enamorara de él.
O sintiera compasión. Lo cierto es que ese día no utilizó ninguno
de tantos menjunje/menjurje que se ponían todas ellas para no
quedar encintas, no fuera que se vieran obligadas a cometer un
pecado aún mayor.
Ramón Eugenio nunca supo de este ardid. Nunca se enteró de
que fue padre de dos preciosas criaturitas, cetrinas, mujer y varón.
Crecieron sin su padre. Sin un hombre en casa que les abrazara
o que al menos les riñera porque hacían demasiado alboroto. Él
estaba solo en el mundo, a pesar de sus siete hermanas y de su
hermano, estaba solo con su condición, con sus dudas, con sus
miedos, pero sobre todo con la convicción de que nunca podría
formar un hogar «como Dios manda» y hacer feliz a una mujer,
o por lo menos someterla como solían hacer tantos machos del
pueblo, para demostrar su hombría.
Su sino trágico se veía acentuado por la comparación inevitable
con su hermano, más joven que él, Román Alipio, quien demos-
traba una inteligencia y una avidez lectora que muy pronto dejaron
ver su destino, que no podía ser otro sino dejar atrás las calles pol-
vorientas del pueblo caluroso y denso en el que había nacido.
No pudiera decirse que su hermano menor no lo quisiera,
porque eran los dos únicos varones entre una mayoría de muje-
res que, por la fuerza inevitable de esa circunstancia mayoritaria,
construyeron su propio mundo, separado obligatoriamente del
de ellos.
224
Pero el alcohol y la actitud infantil de Ramón Eugenio de
no tomarse las cosas en serio los fueron alejando, hasta con-
vertirlos en dos extraños que no podían evitar encontrarse y
ser cordiales entre sí. Nunca lo escuchó hablando de una meta
o de un proyecto que tuviera. Que quisiera mejorar o crecer
como persona. Él sí. Él sabía que algún día ese pueblo pol-
voriento se le quedaría pequeño y no podría respirar su aire
denso, adusto.
Lo que más avergonzaba en esta vida a las hermanas Fuentes
era su hermano alcohólico, poseído más bien por el maligno, por-
que su condición no podría tener otro responsable; pero apren-
dieron a llevar ese estigma con resignación santa, como la del
santo Job, y una elegante discreción.
Lo único que hacían sus hermanas por él era rezar, sobre todo
Gracia Angélica, que era la más beata y temía en serio por la
salvación del alma de su hermano, perdido como estaba para la
causa del bien. Cuando todas las misas que le pagó al presbítero
del pueblo y todas las procesiones de Semana Santa que tan bien
organizó, animando incluso la participación de viudas tristes que
hacía tiempo habían desertado de la iglesia, se convirtieron en
un fracaso rotundo para la causa de la salvación de su hermano,
Gracia Angélica decidió tomar medidas más drásticas y organizó
un grupo de oración a las puertas de cada bar donde se sabía que
había estado su hermano. Esta acción desesperada estuvo a punto
de causar una revuelta en el pueblo, de no ser porque el gober-
nador en persona detuvo su campaña espiritual, prometiéndole
regular más estrictamente el consumo de bebidas alcohólicas en
todo el estado. El efecto de este movimiento tuvo consecuencias
adversas ya que aumentó la incidencia de violencia doméstica y
las mujeres prefirieron dejar hacer a sus parejas, bajo el temor
de habituarse a recibir golpizas todas las noches de cada fin de
semana.
225
En eso ni pensaba ya pues se encontraba atrapado entre dos
mundos. Era «el hijo enfermo» de una familia conocida y respetada
en el pueblo que lo vio nacer. Su hermano no tuvo tiempo de sal-
varlo de las garras del alcohol. Se fue muy joven a estudiar a la uni-
versidad en Caracas y luego a especializarse en Italia. Así que estaba
destinado a esa vida de vicio barato y de soledad. Hizo lo que pudo.
Su madre, a pesar de esa fuerza de carácter y esa moralidad inta-
chable, no fue capaz de lidiar con un hijo alcohólico. Creyó que
con su amor de madre bastaría para rescatarlo aun en contra de su
voluntad. Rezó, lo ensalmó, se lo dedicaba cada día a la virgen de
la Coromoto, la más poderosa intercesora ante su hijo Jesucristo.
Un día, prepararon una ceremonia de «sanación espiritual»
por la intercesión del Dr. José Gregorio Hernández, cuando ni
siquiera había llegado este a beato de la Iglesia católica. Trajeron
a su casa a una médium muy poderosa, una mujer santa que era
capaz de comunicarse hasta con el mismísimo Dios Padre y este
era incapaz de negarle lo que le pidiera esta mujer piadosa en
grado sumo. Asumieron que la condición de Ramón Eugenio era
irrecuperable; que era su destino arrastrar sus días esclavo de ese
malhadado vicio de la botella, tanto como de esos espasmos terri-
bles que sacudían su enjuta humanidad. Y contra el destino, que
era la voluntad de Dios, ya nada se podía hacer.
Esa noche, la noche del intento fracasado de exorcismo o «des-
pojo» como se le denominaba en el pueblo, llegó desde un villo-
rrio cercano una mujer menuda, de no más de uno cincuenta
de altura, pero con una mirada profunda, que te desnudaba al
clavarse en tu rostro y era capaz de confesarte sin que abrieras la
boca, solo con mirarte.
Ramón Eugenio fue drogado con una pócima de olor asquero-
so y peor sabor para que no opusiera resistencia al procedimiento
«quirúrgico-espiritual» del que sería objeto en minutos apenas.
No es que estuviera o no por la labor, es que no le importaba. Le
226
daba todo igual y prefería darle esa tranquilidad a su madre y que
no se dijera que él no había puesto de su parte. Era imposible que
él creyera en algo distinto a la botella, al bar y a las mujeres que
le buscaban conversación para animarlo a seguir bebiendo, sin
que les importara en cuál estado regresara al lado de su madre, a
las tantas de la madrugada. Era imposible porque su primera po-
sesión diabólica la había padecido precisamente en la iglesia, en
plena misa dominical, delante de todo el pueblo y eso no hablaba
muy bien de nuestro Creador.
La santa mujer iba tocada con un turbante blanco, de esos que
llevan las mujeres que creen en María Lionza, la diosa nacional
y dueña de un sinnúmero de leyendas que advertían a quienes
no creyeran en ella que más les valía no meterse entonces. Iba
armada con un cigarro Bohío cubano, grueso y marrón oscuro al
límite con el negro (o una versión suya más económica comprada
a los efectos en una de las tantas ventas de abalorios que pululan
en los pueblos de profunda fe cristiana para estos menesteres).
Su arma más poderosa quizá fuera su sonrisa menuda, que se iba
abriendo poco a poco para mostrar unos dientes pequeños, casi
cuadrados como cubos de hielo y amarillentos por la acción du-
radera del tabaco cubano aspirado en miles de trances.
El pobre hombre estaba acostado en el suelo de la habitación
suficientemente abastecida de figuras religiosas de lo más encum-
bradas, lideradas por arcángeles en su gloria y mezcladas con fi-
guras locales que por uno u otro motivo habían alcanzado ese
estatus sui géneris de personas milagrosas; santas y milagrosas.
La médium venía también munida de una rama de palma seca,
amarilla como el sol por su claridad deslumbrante y que refulgía
en la oscuridad del cuarto sede de tan peculiar ceremonia. La
figura menuda del hombre objeto de tal procedimiento aparecía
desvalida e inerme, yaciendo con ambos ojos cerrados como si
durmiera el sueño eterno, después de dos tragos del brebaje ce-
227
remonial. No se movía a pesar de los continuos golpes recibidos
con la rama amarilla liberadora. Parecía muerto de verdad y que
su espíritu saldría flotando en cualquier momento de ese cuarto
negro como la noche, iluminado por cientos de velas temblorosas
que hacían del lugar un altar sacramental.
Quien le sostenía la cabeza al paciente era Ada, la sirvienta de
mi tía Alicia, que no solo limpiaba la enorme casa, lavaba a mano
y planchaba su ropa, la de mi abuela y la de Ramón Eugenio,
los tres habitantes permanentes de un tiempo a esa parte de la
vieja finca devenida en casona urbana, sino que cocinaba a veces
para el día, a veces para tres días, y era su principal asistente en la
elaboración de toda la comida que consumiríamos en las fechas
señaladas de diciembre.
Mi tío Ramón Eugenio comenzó a estremecerse como era cos-
tumbre cuando su cerebro era alterado por los tsunamis neurona-
les incontrolables que le hacían parecer poseso por oscuras fuerzas
del más allá. Sus ojos habían desaparecido y en su lugar predomi-
naban en sus cuencas dos sombras oscuras, tétricas. Mi tía Alicia
encendió la luz de la habitación desde afuera, habiendo abierto la
puerta de madera con angustia imperiosa. Abrazó a su hermano
y apagó como pudo las velas que lo rodeaban soplando algunas,
retirando de un manotazo otras que cayeron resistiéndose a extin-
guirse a la primera; en esto, fue Celeste la que las recogió en un
ramillete brillante y sopló como en un cumpleaños no deseado.
Levantaron al hombre desmayado, lo llevaron como pudieron,
casi arrastras a su habitación y a su cama, frente al cuarto ceremo-
nial. Ese fue el único intento de sanación espiritual que se hiciera
en favor de Ramón Eugenio. Al cabo de unas horas, cuando se
hubo recuperado de los efectos secundarios de sus espasmos, vol-
228
vió a cruzar la puerta metálica del bar de Alí y volvió a sucumbir
a su impotencia.
Los primeros dos años viviendo en la calle 2 de El Pedregal no
fue capaz de aventurarse a explorar la tierra más allá de esa estrecha
franja horizontal entre su garaje y la casa de enfrente. No exploró
la rotonda en la que acababa su calle y que devolvía los coches que
entraban en ella, desde la parte superior de la calle, al ser esta una
calle inclinada, con un gradiente de 20 grados (la nota máxima en
el ámbito académico, en cualquier nivel de instrucción).
No sabía que en esa rotonda misteriosa vivían los Delgado,
causa de futuros desafíos (conocía a la familia, porque los vería
por separado en su calle y por su fama de ser sus primeros habi-
tantes). Pasaron como veinte meses que en su pequeño universo
mental fueron como veinte años antes de que él se atreviera a
aventurarse en esa parte superior y cerrada de su propia calle.
Como si de verdad formara parte de otra jurisdicción inalcan-
zable y ajena. Se imaginaba esa porción desconocida del planeta
habitada por extraños e inmensos monstruos que por la noche se
transformaban en esos demonios color rojo intenso que lo perse-
guían en sus pesadillas. Detrás de la casa de Lalo se escondían gigan-
tes dormidos color de esmeralda vieja… Teo... es Zeus… 7 (¿siete?).
Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás, que al
final nos disfrazamos para nosotros mismos. François de La Roche-
foucauld.
(En frente, la casa de Bruno, pero no es ese mi foco, en ese mo-
mento).
229
Cuando miro a las montañas, siento deseos de volar, el color
ónix del manto asfáltico me hizo sentir en un purgatorio en la
tierra. Trepé de un brinco en medio de ambas bombonas de gas,
asido con fuerza de sus perillas, apoyé el abdomen en el borde
de cemento del techo de su casa y con ambas manos me impulsé
hacia adentro, quedando acostado sobre la negra superficie de
petróleo. Miré el horizonte y de inmediato la distancia que me
separaba del suelo, cerré los ojos, quise alzar el vuelo, avancé mi
pecho y dudé al no sentir una superficie donde apoyarme. Me
eché hacia atrás temblando, al caer en cuenta de que podía haber-
me matado, o al menos pude haber sufrido una lesión seria. Pero
mi mayor temor fue imaginar la reacción de mi madre, si ella se
enteraba de esa acción imprudente y no tanto las posibles heridas
y magulladuras producidas por la caída.
Volar era para mí la manifestación máxima, insuperable de la
libertad. Y por eso odiaba los disfraces con capa que no me hacían
elevarme hacia el infinito. Eso solo podía llevarlo a cabo en mis
viajes interestelares, por las noches, cuando cerraba los ojos antes
de dormir, y en pleno sueño, era completa y definitivamente libre
para remontarme a alturas y velocidades increíbles. Por eso, ese día,
ese maldito día de carnaval en el cole hice lo que hice. Me desnudé,
despojándome del disfraz de vaquero, disfraz disparejo, sombrero
de hongo, rojo, como el del papa, chalequito negro de plástico con
leyendas en letras blancas, la pintura que chorrea al lavarse.
No me gustaban los disfraces; ni en carnaval ni en ninguna época
del año; cuando delante de todos me fui quitando el disfraz de va-
quero que mi madre tanto se esmeró en buscarme y comprarme para
la fiesta escolar de carnaval. Y me quedé en calzoncillos; o desnudo.
No lo recuerdo bien. Solo recuerdo quedarme en medio de todo y que
alguien corrió a buscar a Celeste, que se entretenía conversando con el
subdirector y ella, ojiplática, corrió a cubrir a su hijo con sus brazos;
230
lo cargó y lo volvió a vestir en el baño de niñas (ella no era ella y yo
no era yo).
No entendía esa necesidad infantil de todo el mundo de disfra-
zarse por uno o dos días al año. La foto de ese día está ahí para
demostrarlo. Yo con un chaleco de gamuza roja, camisita oscura a
cuadros, no recuerdo su color, y un sombrero rojo como esos que se
ponía el papa, mejicano el sombrero, pero no de charro, no de los
grandes color crema, sino pequeño y en forma de hongo, de hongo
nuclear. Mi rostro confuso, la mirada perdida, dirigida a la nada de
mis pensamientos olvidados.
Mi molestia seguramente se debía a que yo llevaba un disfraz
todo el año, cada día del año, cada segundo de mi corta y torturada
vida. Me lo debía colocar aun antes de levantarme por la mañana y
portarlo todo el día, sin salirme nunca de ese libreto impuesto por las
expectativas ajenas. Mi disfraz me carcomía la piel y a veces no me
dejaba respirar siquiera, ahogándome con saña, asfixiándome hasta
la desesperación.
Mi andar por el mundo era incómodo, no natural, ni espontáneo.
No dejaba de chocar con la realidad que me rodeaba. Mi condición
alienígena me impedía estar cómodo en este mundo, a gusto. Este
descubrimiento lo hice cuando me di cuenta de que mi madre me
trataba de una manera especial. Me acariciaba como si fuera de un
material demasiado frágil al tacto. Y cuando ya no tuve a mi madre
acompañándome, sirviéndome de guía y traductora, me perdí inevi-
tablemente. No sabía yo que también a través del dolor se aprendía.
Al principio resistí los embates de las olas gigantescas, pero luego me
dejé llevar. Como si me estuviera ahogando en medio del océano y al
no saber cómo salvarme, cerrara los ojos y sintiera la fuerza del agua
rodear mi cuerpo desnudo, inerme, frágil. No busqué ayuda porque
no supe cómo hacerlo. Y me perdí.
Pérez y Arias eran y se comportaban como mellizos separados
al nacer. Tan opuestos entre sí como el día y la noche. Ambos pe-
231
queños, ninguno levantaba más de metro treinta del suelo. Uno,
suave y delicado hasta el amaneramiento que presagiaba para él
un futuro nada fácil. Solo se notaba su presencia cuando chillaba,
más bien gemía lo más discreta y tenuemente que podía, para no
convertirse en blanco de ataques furibundos de parte del grupete
que le acosaba. Se burlaban de él hasta por la merienda que lleva-
ba, una hogaza de pan mojada en aceite. Tenía ocho hermanos.
Todos pequeños, menudos, casi famélicos.
Y el otro, en cambio, brusco y agresivo, siempre dispuesto a
hacerte víctima de sus bromas pesadas, de su acoso obsesivo, per-
tinaz como una lluvia de otoño. Tenían exactamente la misma al-
tura (un metro con dieciocho centímetros). Físicamente eran tan
parecidos, que hoy día no puedo distinguirlos en mi memoria y
conservo de ellos una imagen compartida entre ambos, imposible
de escindir, que los ha condenado a convivir en mi recuerdo por
siempre jamás. Ambos eran blanquecinos, como si no bebieran
leche suficiente, y ambos tenían el cabello negro y desordenado
en un racimo que perdía repentinamente su forma, sin poder en-
tenderse a partir de qué lugar específico de sus cabecitas ovoides,
aunque en uno el cabello era crespo, algo rizado, y en el otro, tie-
so, como tostado por el sol. Arias y Pérez, cada uno a su manera,
trataban de defenderme de la jauría, acompañándome ambos en
el recreo, si no los distraían empresas más trascendentes y coinci-
díamos en el breve espacio de algún juego en común.
Arias, el abusón insoportable, aprendiz precoz de galán de las
féminas frágiles y desprotegidas (que no eran ni lo uno ni lo otro),
se solazaba demostrando su presencia a través de bromas pesa-
das, de burlas inmisericordes que podían incluir chanzas y juegos
asimilables a tortura, cuando no tortura simple y llana. Pérez,
en cambio, rehuía socializar con cualquiera. Era tímido, huraño
como yo, suave como la seda y apenas hacía notar su presencia
con su voz atiplada, nerviosa. La mayor parte del tiempo fue en
el recreo una presencia silenciosa y discreta. Tanto que pensába-
232
mos que fuese mudo. No lo era. Era tímido, vivía con miedo de
expresarse. De que su naturaleza más profunda quedara a merced
de la ignorancia y la ignominia. El caso es que ese día estábamos
todos jugando en el patio de recreo y tanta fue mi emoción, quizá
mezclada con el miedo frente a la novedad de un grupo tan abi-
garrado de pequeños seres humanos, todos gritando, todos ulu-
lando, todos haciendo ruidos apenas soportables para mi estrecho
campo de tolerancia ante esos estímulos sensoriales, que colapsé
en los consabidos temblores telúricos; todo eso junto me produjo
unas sacudidas repentinas, familiares.
Fogonazos y apagones que se sucedían sin solución de conti-
nuidad. Por azar o por destino, ambos chicos estaban lo suficien-
temente cerca como para sostenerme uno firme, pero suavemente
por mis pies temblorosos desde mis rígidos tobillos, y el otro co-
bijarme entre sus magras piernecitas, abrazándome por detrás, a
la vez que me acariciaba el pecho con ternura fraternal, mientras
yo yacía sobre el suelo frío de cemento, apenas en contacto con él,
desde mi cintura hacia abajo. Y yo no podía sino mirarlos desde
abajo, pero sin verlos, no podía; estaba inconsciente. No sabía si
los miraba desde abajo o desde afuera; de este mundo.
Era como si Caín y Abel se hubieran puesto de acuerdo para
salvar a Jonás de la ballena feroz y del mar embravecido. Uno
de ellos le ordenó a alguien del grupo sorprendido, pasmado y
aterrado, que le avisara a mi madre, que se encontraba conver-
sando con el director de la escuela (se suponía que una profeso-
ra en prácticas tendría que estar ahí cuidándonos, pero se dio la
circunstancia de que la maestra designada para tal fin se había
alejado del grupo, no se sabe para qué, al parecer para fumar).
Mi madre acudió a la escena como poseída y de inmediato me
recogió del suelo con sus brazos nerviosos, temblando como
gelatina. A medida que se fue apersonando de la situación, fue
adquiriendo la firmeza y decisión necesaria para contener en su
cuerpo mis vibraciones salvajes, violentas, arrebatadas.
233
Esa fue la primera y última vez que ambos compañeros se alia-
ron en una causa común. Desde entonces y por el resto del año
escolar, los dos me protegían como mis guardaespaldas persona-
les ad honorem. Mantenían a raya a la jauría y esta conservaba el
control de sus desmanes, sabidas las consecuencias de cualquier
agresión injustificada.
Este acto heroico hizo que mi madre los invitase un sá-
bado cualquiera a comer en nuestra casa, con la anuencia
reservada de mi padre, que nunca fue proclive a hacerla de
anfitrión de nadie, mucho menos de gente desconocida
para él. Los padres de los niños se sintieron orgullosos y
agradecidos por esta invitación. Mi padre no estuvo ahí; se
recluyó en su habitación con sus periódicos y su televisión,
en su pequeño mundo dentro de esa cápsula insonora e
indolora que lo aislaba de la realidad, de las molestias de
la realidad a su alrededor. Ni que decir tiene que a partir
de ese día, además del prestigio social asociado a mi condi-
ción de hijo de la maestra, comencé a gozar de otro título
menos halagüeño, el de «el enfermito».
Convertí el Manual de Carreño en mi arma secreta principal.
Desarrollé gestos y actitudes a partir de esa información secreta (sa-
grada, para mis adentros). Cuando quería mostrar desprecio, callaba
y daba la espalda. Con ese gesto imponía el fin de cualquier inter-
cambio desagradable o molesto para mí. Pero con ellos dos sería dis-
tinto. Eran mis adalides, unidos para salvarme.
La gloria de Celeste llegaba a su culmen cuando hacía de anfi-
triona. Le encantaba recibir gente en su casa. Todo tipo de gente,
aun aquella que no parecía convenir tanto a sus intereses; se con-
vertía en la señora Ramsey (personaje de la novela Al Faro, de Virgi-
nia Woolf, caracterizada como una anfitriona eximia), generosa en
234
su hospitalidad, aun con los recién llegados, salvo por el hecho
de que no sabía cocinar (en esto de las lides culinarias, mi papá
se aplicó mejor que ella, que eso nada tiene de malo, porque con
ello en algo, en algo compensaba los incontables sinsabores que
le/nos hizo pasar con su mal carácter, y sus esporádicas y breves
estancias en el pequeño habitáculo oscuro se limitaban a buscar
un vaso de agua, ya que cuando pretendía hacerla de perfecta ama
de casa la consecuencia invariable era o una quemadura o una
cortada, que la hacían señalar el accidente con ingentes cantida-
des de pomada, o con un vendaje pasado de vueltas en la zona
afectada, generalmente alguna de sus manos o antebrazo).
—Voy de susto en susto, con Romancito —compartió Celeste
su angustia con Betulio, el subdirector de la escuela donde ella
daba clase y estudiaba su hijo el cuarto año de Primaria.
—Pero está bajo control, ¿no? —arguyó Betulio, como para
darle ánimos a la mujer abatida.
—Él es muy fuerte. Parece que no, pero tiene mi carácter. Es
tozudo desde que nació.
—Vámonos esta noche de bocadillos y helados con él y con…
—Leíto. Está bien. Hoy toca irnos de merienda nocturna…
235
Cuero viejo
El año siguiente de haber estudiado con mi madre como mi
maestra, fue todo lo horrible que yo había temido. Nunca, du-
rante esos doscientos ochenta y nueve días, pude librarme de esas
mariposas en mi estómago.
Ella, mi madre, pareció haber hecho dejadez, capitulado, desis-
tido, más bien abandonado en toda regla de sus privilegios y debe-
res de madre fiel y decidió, muy a mi pesar, ponerme de alumno
con otra maestra. No estuve para nada de acuerdo con ese dicta-
men absurdo de mi madre (el ponerme a estudiar quinto grado con
esa sociópata de Tina, la más temida, la más repelida de todas).
La maestra Tina (de Molina, je), a pesar de ese nombre de
adolescente díscola y despreocupada, metía miedo desde el prin-
cipio. Su mirada penetrante como certero puñal, su tono de voz
ondulante entre ronco, evidencia inconfundible de su mal há-
bito de fumar, y chillón y nasal, conteniendo siempre un grito
desesperado de agobio, de impaciencia ante nuestras humanas
imperfecciones; su pelo prematuramente cano y su poco agrada-
ble práctica de darnos reglazos en la palma de las manos cuando
consideraba que habíamos infringido alguna norma no escrita, de
esas que ella gustaba tanto establecer, justo después de haber sido
violadas, me producían arcadas de terror. Era su estilo personal y
muy particular de prepararnos para la vida.
Todo en ella era rigor, autoridad impuesta a la fuerza. Pare-
cía disfrutar morbosamente de ese acto disciplinario cruel y des-
mesurado, apenas explicable por alguna insatisfacción suya que
quisiera pagar contra los más vulnerables, contra sus víctimas
propiciatorias, quienes habíamos tenido la desgracia de caer en
sus manos.
Tanto miedo le profesaba, que me era difícil concentrarme
durante sus explicaciones, dichas a la velocidad de la luz y en esa
236
voz chillona, enronquecida quizá por el cigarrillo (sí, ya sé, estoy
repitiendo).
Su cabello era cano y se lo recogía en una coleta gruesa, con un
trapo que parecía parte de su cabello, a veces rojo, a veces negro,
nunca multicolor (o a veces, no recuerdo bien). Sus labios eran
gruesos, carnosos, y su piel parecía haber estado habitada por vi-
ruelas durante mucho tiempo, pues de ella emergían minúsculas
manchas marrones que le daban el aspecto de un animal extraño
y feroz.
Me tocó caer en desgracia ante ella, ante su garrote
implacable. Me sorprendió hablando despreocupado
con un compañero y al final de la clase pasé a ser un
miembro más de esa fila triste y nerviosa de condena-
dos a la tortura de cada día. Cuando acabó, me vi am-
bas manos enrojecidas como nunca las hubiera visto.
Solo por eso me enteré de que había ejercido una fuerza
ardiente en su agresión. Porque el dolor físico nunca es-
tuvo allí. No sabía yo lo que era eso. Solo había sentido
herida mi dignidad.
Yo no entendía por qué mi madre me había trai-
cionado de esa manera. Pero no me atrevía a decírselo.
Simplemente me negaba en redondo a cumplir con los
deberes y mi madre lo interpretaba como negligencia
de mi parte. Al estudiar por las tardes, pasaba toda la
noche mirando la tele, o leyendo, o estudiando inglés.
Este tema de los idiomas no solo se me daba bien (a
los doce años ya me manejaba bastante aceptablemente
en inglés, francés e italiano, el cual despaché en menos
de dos meses), sino que le demostraba a mi madre que
mi bajo rendimiento escolar no se debía a mi negligen-
cia o pereza, sino a una posible desmotivación por los
contenidos tratados en clase (lo de la costumbre de la
maestra Tina de golpearnos con su regla inmensa no se
237
lo comenté, pero ahora creo que era imposible que no
lo supiera).
Mi madre se convirtió a partir de entonces en un enigma casi
inescrutable, casi incomprensible. Pero este cambio no fue repen-
tino. Duró años. Y es que la fuerza de la costumbre te entumece
los sentidos. No te deja pensar. Te adormece y te hipnotiza; te
convierte en un autómata. Creces y ni cuenta te das. Solo por
las fotos de años pasados te percatas de que ya no eres ese niño
vulnerable y tembloroso que una vez fuiste. No puedes mirarte
desde afuera y apreciar tus progresos, tus pasos hacia la libertad.
O a donde sea que quieras ir.
Quería ser reconocido, alabado, elogiado y adulado como el
hijo de la maestra. Quería recibir todos los privilegios anejos a
esa, mi condición principesca.
Conmigo y con mi madre como su maestra estudiaba una chi-
ca algo rubia, más bien castaña clara, no recuerdo con claridad el
color de sus ojos, pero seguro los tendría claros. Solo recuerdo su
figura bien hecha, como rellenita, su cuerpo como queriendo sa-
lírsele de la blusa del uniforme, ceñida a sus adiposidades discre-
tas, leves, en ciernes. Recuerdo, eso sí, su nombre legal enterito,
Yackeline Cumare. Ella me propinó mi primer rechazo amoroso.
Fue la primera en demostrarme su rechazo, su indiferencia cruel.
Comenzaba yo a no llevar bien esto de los rechazos.
Mi profesora de Inglés del primer año de bachiller, yo con
once, Lya, me enseñó a amar esa lengua y a través de ella, otras,
desconocidas entonces para mí pero que fui estudiando sistemá-
tica y obsesivamente. Lya era una mujer alta. Medía al menos
un metro con setenta y seis centímetros; y solía usar unas largas
238
faldas en tejano que acababan justo en el borde de sus botas de
montar, hechas de un material brilloso, negras y largas, como
sus piernas de pantera, que la clavaban en el medio del salón de
clases, desde donde proyectaba su voz de contralto, carrasposa,
como si fumara mucho cuando no veíamos su humanidad impre-
sionante, esbelta como un rascacielos inabarcable. Su sonrisa era
amplia y fuerte, decidida como los trancos con los que recorría el
salón (como) marcando territorio. Juro por todos los dioses que
han existido que ella también me profesaba un afecto especial.
Cada vez que preguntaba algo con su portentosa voz, el primero
en el que buscaba respuesta era yo.
Me clavaba sus ojos negros de gata nocturna, como poniendo
en mí todas sus esperanzas de felicidad futura. Yo trataba de no de-
cepcionarla. De hecho, nunca fallé. Y aun contribuía a la cultura
general del grupo con aportaciones y recombinaciones sacadas de
mis vertiginosas comparaciones mentales entre los distintos idiomas
que ya conocía, haciendo relaciones semánticas lógicas, profundas y
extensas, como si tuviera la experiencia y el conocimiento de Cham-
pollion, el señor que pudo al fin descifrar la piedra de Rosetta.
Pérez y Arias, uno, el miedo propio, el otro, el temor ajeno, ese que
se disfraza y grita pero no de miedo, sino lo contrario, lo contrario
confundido en neologismos equívocos, que se bifurcan, se amalgaman
y se esconden en un subtexto incomprensible, como en un lenguaje
críptico, esotérico, que no dice lo que debería, sino que lo deja en el
aire, listo para ser supuesto, imaginado…
Mi madre no era perfecta. No pasó tanto para que yo me diera
cuenta de que esa convicción tan arraigada en mí era, a todas
239
luces, equivocada. Ella nunca fue perfecta, pero el tiempo en el
que ella había sido imperfecta y vulnerable no lo había conocido
yo. Ni su voz de contralto, algo grave, algo ronca por sus escar-
ceos con el cigarrillo, ni su nariz augusta, ni su cuello egipcio,
de Nefertiti, ni su mirada apagada de pasión humana alguna, la
apartaron de esa visión necesitada de hipertrofias inocentes. Estas
eran su elemento vital.
Elena Pappas
En algún momento había tomado la decisión, formal, oficial y
definitiva, de dejarse llevar por los deseos omnímodos, irresisti-
bles de su madre, Celeste.
Seguramente era esto lo que ella le sugería cuando le insistía
«Es que tú no haces caso, Romancito», con lo cual se refería,
inicialmente, al hecho de que al niño le gustaba arrastrar los cal-
cetines por toda la casa y luego, sin duda, a tantas otras decisiones
que él pudo haber tomado o que tomó sin consultárselas a ella,
que todo lo sabía y podría siempre aconsejarle sabiamente, de
la mejor manera posible, porque, total, era su madre y quería lo
mejor para él.
Uno de los asuntos en los que por entonces él la dejaba hacer a
sus anchas, con entusiasmo, era el de buscarle prospectos de pare-
ja. Esto concordaba perfectamente con sus pretensiones eurome-
dievales (ya sabemos cuánto le gustaban las novelas de caballería
y, por añadidura, a causa de portar un apellido nada común en
240
su medio, el soñador que era se situaba como miembro de un an-
tiguo y noble linaje de raíz europea, conociendo ya lo del origen
español de su apellido y la manera en que su abuelo inmigrante
llegó al país, acompañando a su propio padre, junto a sus dos
hermanos). Sus ínfulas por este motivo iban en aumento, lo cual
no le impedía ser empático y aun longánime, tal como había visto
ser a Celeste en tantas situaciones, con tanta gente necesitada de
su apoyo incondicional.
—¿Has visto lo guapa que está Elenita? —le introduce Purita,
animada, a Celeste, con ánimo celestino.
—¿En serio? J.R. anda en esos días… de su depresión «artísti-
ca»…, a ver si con esto se le pasa…
El suicidio a sus quince de esa chica griega, Elena Pappas, lo
interpretó como un episodio más que se agregaba a su negro his-
torial de «mala suerte» («¿Por qué a mí, Dios mío?», pensaba re-
currentemente en sus arrebatos de autocompasión).
No quería darse cuenta de que el mundo no giraba a su alre-
dedor, como los planetas giran alrededor de una estrella. Y esa ca-
rencia de juicio le hacía caer en cotas de ridículo a veces notables,
como esa idea de que una chica que recién conocía se suicidara
fuera solo un episodio más en su negro historial de mala suerte, y
no producto de una experiencia de ella, independiente de la suya.
Este egocentrismo bullía en él subterráneo y muchas veces ajeno a
la realidad objetiva y pragmática o a cualquier consideración por
los sentimientos ajenos.
Había sido idea de su madre presentársela, con la anuencia
interesada de la madre de la chica pues esta al parecer venía atra-
vesando una fuerte depresión.
241
Su rendimiento académico en el tercer año del liceo era escan-
dalosamente pobre y su madre sospechaba que había comenzado
a consumir drogas duras. La causa de esta fuerte depresión era
difícil de determinar.
Había habido unos rumores muy extraños acerca de sus idas
y venidas con una compañera suya en el liceo, pero se había
vuelto imposible confirmarlos ya que la chica en cuestión desa-
pareció junto con toda su familia al poco tiempo de estallar esos
rumores.
Solo esa vez la vio J.R,, enfundada en un chándal negro de
pana, rubia como el sol y de unos ojazos azules que se esforzaban
en contener la infinita tristeza en su mirada.
Su padre era un inmigrante proveniente de Estiaiótida, un mi-
núsculo pueblo en Grecia del cual había tenido que salir huyendo en
1967, con su esposa y una bebé de apenas un año de nacida, a causa
del golpe de estado de ese año, comandado por un grupo de coro-
neles de ultraderecha, quienes justificaron su accionar en los peligros
planteados por el posible ascenso al poder de la izquierda extrema.
Su madre, Anna Kavafis, era una mujer vigorosa, optimista
y de muy buen humor que demostraba jalonando sus conversa-
ciones de chistes oportunos y ocurrencias espontáneas. Habían
llegado en el 67 a San Antonio de la Frontera a trabajar en un
pequeño negocio de repuestos para maquinarias agrícolas en vir-
tud del cual conocieron a José Román Andrónico, padre, quien
los visitaba interesado en conocer el funcionamiento correcto de
muchos de sus productos.
Cuando su hija murió, Anna cayó en una profunda depresión
y después de unos meses de encierro durante los cuales no se supo
nada de ella, llamó a mi madre para avisarle que quería el divorcio,
lo más rápido e indoloro posible. Habían sido ya muchos años
242
de sufrir en silencio la violencia proterva de un ser indescriptible
por su saña. La violencia asume formas aviesamente sutiles, de las
que no dejan marcas en el cuerpo de su víctima, cuyas heridas no
se ven pero permanecen por más tiempo pues no cicatrizan, no se
cierran y dejan secuelas para toda la vida.
Conocer esta historia de primera mano te hacía dudar entre
ofrecerle a esta mujer un llanto eterno por su dolor, un llanto
de duelo, de acompañamiento, o guardar un respetuoso silencio,
rindiendo homenaje a su dignidad y a su valentía. Pero el divorcio
era un hecho resuelto.
El señor Pappas, no más de uno sesenta y cinco, unos pocos
y finos cabellos blancos que rodean su cráneo pecoso, era muy
querido en la comunidad. Sin apenas esfuerzo logró ganarse el
aprecio y el afecto de la gente a fuerza de su amabilidad jovial. Era
un maestro del arte de conversar.
Podía quedarse horas en conversaciones interminables saltan-
do de un tema al otro sin solución de continuidad. En las rarísi-
mas ocasiones en las que no se lo veía detrás del mostrador, se lo
podía uno encontrar paseando por la plaza o la alameda, siempre
rodeando los hombros de su esposa con su brazo derecho, corto y
velludo, y los dedos de su mano ejerciendo una sutil e impercep-
tible presión sobre la clavícula de su mujer.
Ella, con una media sonrisa como congelada, mostrando hile-
ras de pequeños dientes perfectamente alineados y cúbicos, pero
ligeramente amarillentos por el cigarrillo.
Elena Pappas sufría (o creía sufrir, o se convencía de que su-
fría). Pasaba horas y horas encerrada a cal y canto en su cuarto
que había convertido en su estación espacial. Había probado todo
243
lo descubierto o inventado para esos viajes interdimensionales tan
oportunos a la hora de escapar del reino de terror en el que su
padre había convertido su casa y su vida.
Escapar de la propia vida no es fácil. Requiere la capacidad
alienígena de subsumir el propio entendimiento en un plasma
etéreo que se convierte en un tejido protector aislante, que llega
a envolver no solo la cabeza sino todo el cuerpo, incluyendo ese
borde externo de energía pura conocido como aura.
Los pocos y breves momentos en los que visitó la tierra, no
se mezcló con los humanos. Le producían miedo por su violen-
cia irracional. Se inmaterializaba y observaba desde su inmate-
rial esencia nuestra miseria cotidiana, perenne, cansina. ¿Alguien
puede decir que fue cobarde?
Recordó entonces tantas vidas que hubiera querido salvar y no
pudo. Estaba esta chica embarazada con quince años, que conte-
nía en su cuerpecito menudo toda la pobreza, todo el abandono
y toda la indiferencia por niñas como ella. Era un vestidito verde
agua, con una cinta blanca bordada como todo adorno. Nadie
puede decir que no luchara. Tenía quince años. Y no pudo más.
Se llamaba Elena Pappas. Se llamaba Elena Pappas y era un espí-
ritu libre.
El niño ridículo, patente de bufón, huía de las situaciones emba-
razosas como del miedo mismo.
El día de mi tercer ataque, ese en el que me desnudé como un
aprendiz precoz de odalisca moderna… (el segundo fue la ausen-
244
cia que tuve al día siguiente del primero), ese día corrió el rumor
como pólvora lista a estallar en mil centellas de colores. El hijo
de la maestra estaba loco. Pobrecito, no era normal. Las maestras
murmuraban. Las bedeles, incluidos los hombres desdentados o
con calvicie prematura, secundaban el coro de bisbiseos atrevi-
dos, audaces por lo bajito, detenidos en seco ante la figura gigante
y la mirada gélida de la maestra Celeste. ¿Preocupación, empatía?
O sería más bien lástima dada con un regustillo apenas percepti-
ble de satisfacción morbosa.
Todos estos pensamientos, todos estos recuerdos; todas estas imá-
genes…
Había comprado un boleto de ida y dos de vuelta, uno a Mé-
rida y el otro a S.C. Lo hizo inconscientemente, sin saber muy
bien por qué y de inmediato borró ese acto de su memoria, con
vergüenza y miedo, porque el segundo boleto era su acto de capi-
tulación ante su madre.
Ella se declaró ferviente admiradora del insigne tra-
bajo que hacía la actriz mexicana María Rubio en la
piel de Catalina Creel, la excelsa villana de la telenovela
Cuna de lobos. Admiraba su versatilidad, su elegancia y
su sutil tono de voz cuando profería sus sentencias con-
denatorias inescapables. En ese fanatismo coincidieron
ella y mi padre como pocas veces. Gusto extraño de mi
madre… (绝对的力量让人绝对疯狂,que, traducido
al alemán, significa: «Absolute Macht macht Menschen
absolut verrückt»).
245
Cayó enfermo de hepatitis B; Ce-les-te insiste en
que llame a Francis para descartar (descartarlo como
la fuente del contagio; no como la vez anterior); él se
resiste y cada súplica de su madre por esa llamada él la
recibió con indignación, no podía controlarse a pesar
de haberse jurado que se dejaría hacer.
Ni siquiera de haberla visto por todas partes me di
cuenta a tiempo de que esa actitud chulita de Celes-
te no era correcta, ni mucho menos tenía asidero en
nuestra realidad objetiva de familia de clase media. Solo
cuando me vi enfrentado con la vida real, me di cuen-
ta y fue un alivio para mí, un alivio que siguió a una
comprensible decepción de niño rico despojado de sus
privilegios de sangre. Su insistencia ofensiva, ofensiva
bélica en tiempos de entente (a todas estas, este es su
nombre real, Edmundo y no Francis, el cual siempre
me produjo algún sesgo incómodo); me resisto a la hu-
millación y cada súplica suya por esa llamada la recibí
con indignación, no podía controlarme a pesar de ha-
berme jurado que me dejaría hacer.
El reinado de Celeste Andrónico no fue todo lo apa-
cible que pude haberte hecho pensar al principio de
nuestra entrevista. Un día iba mi padre manejando el
carro, íbamos a comprar algo, no lo recuerdo bien. El
hecho es que cuando mi padre se detuvo frente al semá-
foro a esperar le autorizara el cruce a la izquierda (era
la 19 de Abril, una avenida de doble sentido, separados
por una isla mínima), mi madre, exaltada, le chilló que
por qué no cruzaba, que podía. Mi padre por supuesto
no se quedó callado (no podía desaprovechar tener la
razón) y emprendieron una de sus batallas legendarias.
246
Yo me quedé con la impresión de que mi madre, des-
pués de todo, se equivocaba.
Estaba decidido. Iría y cogería el coche de mi ma-
dre ausente (ella estaba en Italia, visitando a Olga, su
amiga del alma, a quien había conocido hacia solo
unos pocos años) y regresaría en él a Mérida, a ocu-
parme de mis cosas. Salí intempestivamente del garaje
de mi casa, como escapando, a las tres de la madru-
gada. A esa hora los puestos de control de tráfico es-
taban vacíos y ganaría un tiempo precioso, que luego
no tendría en que emplear (o sí, todo dependía en
ese momento de si mi sentido de la responsabilidad
sobrevivía a mi dejadez).
247
CAPÍTULO VI
Jerarquía. Muy pronto aprendí la importancia de las jerarquías. La
importancia de ser alguien importante; desde muy temprano me sentí
abrumado por la evidencia de que provenía de una familia impor-
tante, o al menos destinada a serlo. Era mi período prerracional,
durante el cual prevaleció en mí la creencia en el destino y quizás en
la suerte, que era el amor de Dios oculto, como un discreto subtexto
(«Dios escribe derecho con renglones torcidos», escuché decir cientos
de veces), y por ello el vertiginoso progreso de mi familia se lo adjudi-
qué siempre al impulso de mi madre porque, de ser por mi padre, por
su casi nulo empuje, aún estaríamos viviendo de alquiler.
Su mirada directa era intimidante e inclinaba las persianas más
atrevidas, sobre todo entre las masculinas, causándoles inseguridad,
tensión, angustia solo posible de aliviar por un gesto suyo, benevolen-
te, aprobatorio.
Durante casi toda mi adolescencia y al principio de mi edad
adulta, fui la pareja social de mi madre, en defecto de mi padre,
que no estaba por la labor. La acompañé a sus juegos de cartas
con ancianas pizpiretas y solitarias; en los eventos de beneficencia
que organizaba junto a otras damas de matrimonios irrecupe-
rables, y a sus actividades de voluntariado social con las madres
pobres de nuestro estado.
249
A mis once años solo reconocía la existencia de dos clases
sociales bien diferenciadas, ricos y pobres. Y, ¡cómo no!, ads-
cribía mi familia al primer grupo. El prestigio de mi madre,
su nombradía pública, real o imaginaria, bastaban para que yo
me sintiera formar parte de esa casta superior que veía ejercer
su poder casi omnímodo en las telenovelas. No existía para mí
el concepto de «clase media»; me costó mucho entenderlo y
aceptarlo.
Solo el bueno de Carlitos Marx me dijo que mi familia y yo
éramos miembros de la pequeña burguesía. Yo insistía en que
formábamos más bien parte de la Burguesía, así, simple y llano
y con mayúscula, ya que mis compañeros en el liceo público me
trataban de «burguesito» (seguramente porque conocían de quién
provenía. ¡Si les hubiera hecho caso!).
Y esos ataques, propios de la tiranía de las mayorías, a decir de
Mill, reforzaron en mí esa convicción de pertenecer a una peque-
ña pero poderosa élite social, o de otra naturaleza, desconocida e
incomprensible por personas legas. Mi madre lo podía todo, lo
conseguía todo. A través de sus innumerables contactos era ca-
paz de resolver favorablemente cualquier situación (como aquella
cuando me detuvieron en una alcabala por no portar la cédula
de identidad y tuvo que ir ella a sacarme del brete, mostrando su
credencial de la Policía). Era «la doctora Andrónico», era Dios en
la tierra.
Esto último era una convicción profundamente arraigada en
mi mente. Desde pequeños, mi hermano y yo compartíamos con
personas o famosas, o ricas, o políticamente relevantes. Alirio Pi-
ñate, el cantor nacional, ícono de la cultura popular y de la can-
ción folklórica, «se había criado con nosotras, en nuestra casa»
y por eso, cada año (o cada dos o tres, posteriormente), él nos
250
invitaba a su finca en San Sebastián de los Reyes, a unos minutos
del pueblo.
Regularmente, Celeste interactuaba con políticos, empresa-
rios, periodistas, etc., lo que nos situaba sin asomo de dudas en
un lugar de privilegio. Nerea no se quedaba atrás. Eurípides era
ingeniero civil y muy cercano al partido socialcristiano y fue pro-
movido a cargos importantes de la administración regional (di-
rector del proyecto de la Autopista SC-LF, por ejemplo).
Yo fui primero el hijo de la maestra, el hijo de la doctora des-
pués, cuando mi madre se graduó de abogada y entró a trabajar
en la Policía Judicial como asesora legal —«asesor jurídico», decía
en la placa sobre su escritorio—, y luego como jueza de familia.
Nerea, te decía, durante los días que duraba la Feria de S.S.,
organizaba saraos en su casa de Los Chaguaramos y un año llegó
a invitar a una estrella brasileña de la música tropical superfamosa
en Venezuela. Rosiris también se acostumbró desde pequeña a
compartir en esos ambientes de gente relevante por la condición
militar de su padre, el milico que giraba como una peonza la
Nochevieja en casa de mi abuela y que según los rumores no
confirmados, lanzaba a izquierdistas desde helicópteros en vuelo
(de ahí lo de «milico»). Nada de eso podía ser producto del azar
(yo, desde muy temprano, con dejar de creer en Dios también
había dejado de creer en el azar o en el destino). Era producto de
nuestra condición familiar (¿me perdonas esta contradicción? ¿Es
importante para mi proceso?).
Por diciembre, Heriberto Pérez, el amigo de mi madre cuya
mujer fuera la causa del fin de esa amistad, también solía invitar
a su casa a artistas famosos, entre ellos un grupo de gaitas pro-
piedad de un primo suyo y que era mi preferido y a la vez el más
conocido a nivel nacional.
251
Mi padre también llegó a aportar su cuota de gente famosa
a nuestro acervo familiar. Sam Sheppard, un nativo de Carolina
del Norte fan de Los Platters y de Stevie Wonder. Lo invitó a
cenar a casa, era la estrella más rutilante del básquet nacional.
Formó parte de ese desfile continuo de celebridades que pasaran
por nuestro comedor, a probar la idea de Celeste de lo que era
«cocina de autor», la cual expresaba mediante un entrenamiento
bastante menos que estricto a nuestra fámula de turno, algunas
pocas instrucciones dadas a última hora, a pocas horas antes del
ágape. (Mi madre había decidido hacía poco trasladar el comedor
principal, la mesa de madera negra que se podía armar juntando sus
dos tablones mediante muelas y orificios y que comprara aquella vez
en San José, junto con las lámparas triangulares estilo California, de
tres farolas con sus capuchas de cristal biselado en forma de mujeres
voluptuosas, de la sala principal a la parte de atrás de la casa, que
terminaba en un amplio patio interior ajardinado en el que caían
los rayos lunares con discreción arrulladora).
Así como en el tema socioeconómico, extendí esa creencia
contraria a los términos medios al resto de elementos de la reali-
dad. Yo creía que en todas las situaciones solo podría haber dos
grupos de personas: las buenas y las malas, amigas y enemigas,
personas ricas y pobres. Y, cómo no, adscribía mi familia al pri-
mer grupo ya que en Venezuela, por obra y gracia del boom pe-
trolero, la clase media se había convertido en un émulo de la
gran burguesía y sobre todo me costó entender que hubiera cosas
que mis padres no pudieran hacer o conseguir; y esto me pasaba
porque mi madre salía constantemente en la prensa a causa de sus
hazañas contra el delito.
Mis expectativas siempre se salían de la realidad, quizás por-
que venía de otro mundo. La realidad solía darme de hostias, y
yo me empeñaba tozudo en confrontarla sin miramientos, cada
252
vez menos, y en fracasar, cada vez más; aprendía a aceptar mis
limitaciones y a adaptarme a las circunstancias.
A todas las invitaciones a eventos públicos u oficiales era yo quien
la acompañaba (eso me encantaba). Nos mostrábamos ante el res-
to del mundo como una sociedad, como un equipo cohesionado y
eficaz. La gente admiraba y envidiaba en nosotros esa capacidad de
saltarnos la brecha generacional e integrarnos de esa manera. Aun
hubo quien dijo que éramos una familia muy devota y entregada a la
Iglesia y a las obras en favor de los más necesitados, cuando ella era
católica de librito y yo, agnóstico al borde del ateísmo más furibundo
y convencido. Y todo ese reconocimiento nos importaba.
Aún más le importaba a mi madre que comenzó a vivirlo con
una satisfacción, con un placer y con un orgullo embriagadores.
Ella se presentaba ante el mundo como alguien longánime, ca-
paz de entregarlo todo por el bien ajeno. Celeste siempre educó
a sus hijos con esos parámetros… Mi familia nunca moriría; la
muerte, en el caso de cada uno de mis parientes, no sería real, o al
menos definitiva. «La doctora y el doctor Andrónico», leía yo en
las tarjetas en letra estilo Georgia cursiva, a veces con bordes do-
rados. Aún era su bardo improbable en las maratónicas jornadas
de sorpresivas serenatas en la madrugada a rostros somnolientos,
perplejos, de personas que apenas conocíamos y que nos mira-
ban —a ella miraban— como a Calígula durante un banquete en
palacio. A esto se sumaba su inefable —y para mí intolerable—
costumbre de poner apodos a diestro y siniestro, como si cada
persona que ella conocía fuera un personaje de caricatura, como
si fueran personajes de una historia que ella se hubiera inventado
para su propia diversión; o su costumbre de exagerar el grado de
confianza que tuviera con alguien que conocía, famoso o no.
Cuando a mi padre lo nombraron el primer juez de tierras,
bosques y aguas, mi madre le pidió conservar el bufete (yo, en mi
253
rol de su ujier, debía pagar el alquiler de la oficina, acompañarla a
limpiarla juntos, atender a ciertos clientes mientras la esperaban
a ella («Entretenlos, J.R., tú sabes mucho...»).
Él me necesita. Tanto me necesita que no se da cuenta. (¡Me nece-
sita tanto!). ¿Será siempre así? Pues no importaría. Yo estaré siempre
ahí para él. Para lo que sea, porque eso hacemos las madres.
CAPÍTULO VIII
Se llama escándalo público aquello que constitu-
ye ofensa, así que pecar en secreto no es pecado.
Tartufo.
Teatro.
Después de mis fracasos deportivos inapelables, me dio por la ac-
tuación. Me dio por estudiar teatro. Ese sería ciertamente el inicio
de mi carrera al estrellato como galán de telenovelas. Este había
sido mi sueño romántico más que querido desde que mi madre me
entrenara para no perderme detalle de cada escena, de cada diálogo
apasionado entre los personajes de Raquel, de Emilia, de Rafaela y
de una hilera pletórica de llantos, embarazos secretos e indecentes,
de insultos definitivos que le arrebataban de un zarpazo a la prota-
gonista toda posibilidad de ser feliz junto a su salvador, su príncipe
azul devenido en empresario exitoso o en hijo despreocupado de
papá y mamá que, por una epifanía imprescindible o inevitable,
sale al rescate de su amada de humildes orígenes.
Mi padre, en uno de sus arranques de solidaridad y apoyo pa-
terno a las aspiraciones de su hijo que poco a poco y a fuerza de
una agudeza sin igual le había demostrado que lo único, lo más
importante para él era ser reconocido, me inscribió en un curso
de formación inicial de artes escénicas, en una institución pú-
blica. Lo mejor que ofrecía este curso es que era completamente
gratuito.
255
Mi padre conocía al profesor de la materia y en cuestión de
horas a partir de la expresión de mis deseos artísticos, estaba el
hijo aplicado haciendo recortes y mosaicos sobre cartulina y fi-
guras con papel maché. El curso de marras se convirtió en una
clamorosa decepción; solo que cinco o seis meses después, como
me había puesto obsesivo con la idea de ser actor, mi padre, des-
pués de un intenso debate familiar a causa de la oposición férrea
de la madre preocupada por la más que segura posibilidad de que
su hijo mayor acabara en maricón, me inscribió en el «Curso In-
troductorio a las Artes Escénicas, no conducente a grado», de la
Universidad Experimental del Arte.
Esta era la institución académica más prestigiosa de toda el
área andina en materia de artes escénicas, habiendo salido de ahí
los grupos de teatro que animaban la vida cultural de la ciudad.
Contaba con una compañía permanente, considerada la segunda
mejor del país, junto al grupo «Ruptura» de Caracas, el más pres-
tigioso y reconocido, aun entre los grupos profesionales, dirigido
por un exiliado argentino de la dictadura militar de Onganía, que
había provocado la conocida como «fuga de cerebros» en 1973.
La compañía la dirigía una gloria local, un director chileno
que había recalado en S.C. también por razones políticas porque
en Chile, los primeros cinco días después del golpe de Pinochet,
habían comenzado a perseguir, torturar y asesinar «izquierdistas,
intelectuales, artistas y maricones», no necesariamente en ese or-
den, en una orgía de sangre que duraría varios meses. Esas perse-
cuciones desalmadas causaron más de tres mil muertes y desapa-
riciones, la mayoría de ellas no investigadas o sancionadas por la
justicia democrática que arribara muchos años después. Esa pelí-
cula de terror yacía sobre la pared lateral del pequeño apartamen-
to de interés social, en la forma de un reportaje de 1976, sobre
los miles de artistas que tuvieron que huir de Chile después del
256
Pinochetazo, el golpe militar cruento, sanguinario que acabó con
el gobierno socialista de Salvador Allende. Dos de los grupos so-
ciales más denostados y perseguidos por el leviatán andino fueron
los artistas y los homosexuales. ¡Imagínate si eras ambos a la vez!
Se entiende perfectamente la pulsión-necesidad de libertad
que subyace en la decisión de emigrar, de huir al exilio, de co-
menzar de cero, a veces en la más absoluta de las soledades. Se
entiende la convicción profunda de ser fiel a la propia naturaleza,
una vez has tomado la decisión más definitiva de todas, la de
iniciar una vida nueva en una tierra nueva, con la esperanza de
que no te persigan, con la ilusión de que no te torturen, con la
expectativa legítima de que no te maten por ser quién eres.
Esta vez el fin de curso consistía en el montaje de una obra
sobre una epidemia de tuberculosis durante la época de la Gue-
rra Federal, lo que aseguraba al mismo tiempo un lugar fijo en
la compañía. Nunca como entonces J.R. se había sentido tan
pleno, tan libre de expresar su talento. Comencé a sentir mayor
confianza en mí mismo. Agudicé mi sentido de observación del
comportamiento. Me vestí con unos ropajes shakesperianos que
me elevaron a la categoría de actor reconocido y alabado por su
director.
El chileno se llamaba Rodrigo Dubois y consistía en un pali-
llo desgarbado, de poco más de metro sesenta, moreno oscuro y
con el cabello ensortijado en unos caracolitos como gusanos de
seda enroscados en hebras imperceptibles aisladamente y a simple
vista.
Pocos días antes del estreno el director Dubois iba de aquí
para allá con el guion en sus manos tensas, batiéndolo contra sus
piernas, tirándole al suelo indignado. Según él aún no habíamos
257
memorizado el texto y algunos de nosotros no habíamos captado
de qué iba todo y por ello el día de estreno el ridículo sería memo-
rable y provocaría el cataclismo universal. Y el principal culpable
de todo el desastre sería yo. Porque yo en particular me había
dormido en unos laureles que ni siquiera habían brotado. ¿Qué
me creía, Lawrence Olivier, Sarah Bernhardt? (nunca la dejaba
por fuera en sus símiles y comparaciones, para bien o para mal).
¿Qué me creía yo, simple estudiantucho aventajado de mierda,
que había reinventado el teatro acaso? ¡Si ni siquiera había salido
aún del cascarón! Después de que hubo concluido su pataleta
de ficticio director de Hollywood, se bajó de su empíreo trance
artístico y me conminó ya más serenamente a aprenderme mi
personaje como es debido, subsumiéndome en él, desaparecien-
do, muriendo si era necesario para volver a la vida transmutado
en ese pobre campesino analfabeta, transido de dolor a causa de
la mortal tuberculosis que lo consumía.
El director agobiado por mi torpeza incurable decidió tomar
medidas extremas y bajó el tono. Me susurró en un tono arru-
llador, suave como lino, que iríamos a ensayar a su casa, más
tranquilos, sin los nervios del resto del grupo agobiándonos. En
seguida entendí a dónde quería llegar el sátiro. Sin saber cómo
zafarme del compromiso tan hábilmente fabricado, le di por toda
respuesta un silencio cómplice, que anunciaba mi rendición in-
condicional.
El pequeño apartamento formaba parte de un complejo de
interés social, encerrado por un gran portón marrón brilloso, que
demostraba sin tapujos sus pretensiones de lugar chic. Su interior
oscuro, apenas iluminado por la lumbre de pequeñas lámparas
chinas de papel, al ojo, comenzaba en un hall circular a cuyo
costado izquierdo y sin solución de continuidad se encontraba la
única habitación, ocupada por una cama matrimonial que apenas
258
se alzaba medio metro del suelo, con un cabezal en hierro forjado
con remates color burdeos, que no sostenía el jergón. Las pare-
des, de un blanco malva triste, sucio y soso, estaban invadidas de
fotografías de Lawrence Olivier como Otelo, Sarah B como Cleo-
patra, pero más bien como Hamlet (que era, por mucho el póster
más grande y ocupaba lugar de privilegio) y una pléyade de actri-
ces y actores en escenas memorables. De inmediato mi mirada se
clavó en un póster de la baletista francesa Zizi Jeanmaire, a quien
yo conocía de haberla visto en Clásicos Dominicales, una isla soli-
taria de cultura y buen gusto en la televisión de los ochenta.
«¡Zizi Jeamaire!», exclamé triunfante. A lo que Dubois reaccio-
nó con la sorpresa esperable al escuchar que un chico gocho de
16 años conociera ese portento de la danza clásica y además que
pronunciara su nombre a la perfección. Ese momento epifánico,
si cabe, le dio pie para desplegarse en toda su gloria. Se despepi-
tó en explicaciones, cuentos, relatos y anécdotas de sus correrías
teatreras parisinas, londinenses, romanas. Me explicó el privilegio
que yo tenía al formar parte, no solo de su compañía de teatro,
sino de esa milenaria tradición nacida de Tespis como actor y
de Esquilo y Sófocles como dramaturgos (término que según él
era solo una versión adulterada de «demiurgo», ser omnisciente,
creador de vida y belleza).
Me ofreció una taza de té negro que me bebí resignado a mi
rol sacrificial. Seguramente contenía un elemento adicional pues
a partir de ese momento los recuerdos se cubren de bruma. Él
recoge la taza de mis manos inseguras y yo me dejo caer. Él, con
lentitud paciente y consciente de lo que tiene que hacer, me des-
abotona la hebilla y lentamente deja mis tejanos al nivel de mis
pantorrillas. Introduce sus dedos en mis calzoncillos y se hace
de mi pene con decisión, lo posee y lo va levantando hasta que
siento su saliva y el contacto suave con sus dientes. Apenas siento
que una minúscula lágrima brota de mi uretra, con un movi-
259
miento radical cubro mi pene con el calzoncillo. Con la misma
me levanto de la cama y solo atiné a decir que me esperan en casa
para comer.
Traté de recomponerme lo más rápido que pude antes de llegar
a casa de mis padres. Temblaba. Miedo, indignación, vergüenza.
Todo confluía en esos temblores involuntarios, casi epilépticos.
Era una brizna de hierba tierna llevada por el viento, por enésima
vez. Estaba en medio del Atlántico y no sabía si podría salir de
ahí. Llegué a la casa de mis padres tratando de esconder en lo más
profundo de mi piel cualquier evidencia de lo que acababa de
vivir. Era, en términos del Derecho anglosajón, una statutory rape
(relación sexual consentida entre un adulto y un menor, de cual-
quier sexo) que no estaba seguro si se podía enmarcar en el Dere-
cho nacional de alguna manera, ya que de mis lecturas rápidas al
código penal infería que la violación se trataba del acceso carnal
violento contra mujeres o niñas, no contra varones adolescentes.
(Ciertamente en mi caso sí que había ocurrido un acceso carnal
no violento pero tampoco plenamente consentido). Mi madre.
Siempre mi madre. Leona. Mamá gallina. Si ella se enterase. Si
ella se enterase. Montaría el teatro de mi vida. Me desmayaría.
Entraría en coma. Moriría si fuera la única forma para que mi
madre me perdonase. Eli, Eli, lama sabachtaní... Con este torbe-
llino mental toqué el timbre de casa.
Entré, saludé a mi padre con un rápido «hola» y me fui directo
a la parte trasera de la casa. Encendí el tocadiscos del equipo de
sonido Pioneer tres en uno y elevé el volumen hasta dos rayitas
antes del máximo, con Camilo Sesto como banda sonora de mi
angustia y sentimientos de culpa. Comencé a cantar en un dúo
armónico con Sesto, perdónameeee, perdóóónameee... Esperé a
que se acabara la lista de canciones del lado A del disco. Le doy la
vuelta. Lado B. Mientras tú me sigas necesitaaandooo, mis oídos
260
no escucharán más que tu voooz... Y si cometo algún error, te
pido que me perdones, te quiero más que a mí, ¿Cómo te voy a
herir? Acaba la última canción del disco. Mi padre no aparece.
Está acostado, sin camisa, leyendo la prensa. Es un día normal.
El otro refugio anhelado en mi deambular secreto por los rin-
cones de casa era la biblioteca de mi padre. Ahí me transformaba
en Sean Connery en El nombre de la rosa y escrutaba páginas ama-
rillentas de olvido. Empecé por los clásicos griegos y latinos de
manera natural, casi instintiva. Me hice un itinerario de lecturas
compuesto por más de trecientos clásicos. Mis dudas comenza-
ron por la decisión de leer de cada autor toda su obra, o al menos
sus obras más importantes, o bien leer solo la más prestigiosa de
cada autor. ¿Les leería en orden alfabético, o bien en orden de im-
portancia en la literatura universal? Me encontraba ante una en-
crucijada, ya que cada criterio me llevaría por rumbos distintos.
Finalmente, como por iluminación, decidí leerlos por su género
literario. Por los temas tratados en su argumento, ya que eso me
permitiría la libertad de elegir cada tanda semanal o mensual de
lectura. Este plan me emocionaba más que jugar al Fusilado con
mis vecinos en la rotonda de nuestra calle 2 de El Pedregal.
Hurgaba con cierta impaciencia el viejo escaparate macizo
marrón barro de la biblioteca atiborrada de libros de toda clase.
Al fondo del mueble cansado detecté una gruesa libreta con foto-
grafías en color. Su título era «300 posiciones para hacer el amor
con tu pareja». Comencé a ojearlo y vi página tras página a la mis-
ma pareja heterosexual en trescientas o más posiciones distintas.
El hombre era musculoso, casi cuadrado (крепко es la
palabra rusa y es la que prefiero), masivo en sus formas delinea-
das; la mujer, en cambio, sutil y como un avioncito de papel, con
261
sus hombros difuminándose en un reflejo claroscuro, como su
propia sombra proyectada en el fondo oscuro de las fotografías,
así una tras otra. Lo que me llamó la atención de ella, además de
esa delgadez irreal, horizontal, fueron las dos pequeñas montañas
que sobresalían (a cada lado) de su pecho erguido. Quedé hipno-
tizado por esa versión de Venus, el planeta de la mañana.
Aproveché la oportuna soledad de ese momento para mirar
en detalle el material que tenía en mis manos. Pensé que eso no
podía estar ahí, precisamente al fondo del mueble, por error
(así como tampoco podrían estar escondidos por error en ese
rincón específico, obras de Anaïs Nin y Henry Miller y una
edición conjunta del Kama sutra y del Ananga ranga, en cuya
portada se veía un dibujo como hecho a mano, como un dibujo
infantil apenas elaborado pero muy colorido, dándole un toque
de inocencia irresistible). En seguida descubrí un aspecto no
imaginado de la personalidad de mi padre. Y que no tendría
problemas para justificar el haberlo sacado de ahí. Lo volví a
colocar en su sitio, ya cansado de fisgonear por accidente los
secretos gustos libertinos de mi padre, pero al sacar torpemente
mi brazo izquierdo de la estrecha oquedad del estante inferior,
quizás fuera mi codo el que tropezó con un libro de cuero negro,
cuyas páginas se teñían ya de un color ocre opaco y cuyo título
en unas mayúsculas impresionantes era KAPUTT, de Curzio
Malaparte (la palabra «Kaputt» resonaba en mi cabeza como
una premonición de sucesos fatales, inevitables, de lo que no
podría escapar, librarme enteramente ileso. Era mi travesía del
desierto. Quizás era ese fondo negro del libro que resaltaba el
dorado mate, envejecido de su título). Al ver escrito el nombre
del autor, automáticamente y por una necesidad irrefrenable, la
misma que me asaltaba constantemente cuando de palabras o
morfemas se trataba, pensé: «Bonaparte».
262
El olor a viejo de la cubierta del libro y el olor característico
de sus páginas, a moho o a orín de ratón, me hicieron abrirlo
y comencé a leer palabras y oraciones enteras en varios idiomas
europeos (aunque no sabía el significado del título en seguida su-
puse por su grafía que se trataba indudablemente de una palabra
en lengua alemana).
Comencé a buscar más oraciones y palabras extranjeras, en ese
orden, primero las oraciones enteras hasta que mi mirada se topó
con una palabra compuesta de origen mixto entre el griego y el
latín. Al leerla en silencio, remarcando bien cada sílaba, como
apropiándome de ella, sentí un placer y un poder que al unísono
hicieron vibrar todo mi cuerpo desde el centro de mi vientre,
expandiéndose en rayos refulgentes y multicolores, y millones de
hormigas recorrieron mis brazos repentinamente temblorosos,
atenazados por una emoción desconocida. Me daba cuenta de
lo que significaba esa palabra porque la había leído ya pero en el
manual de biología, referida estrictamente a la forma de repro-
ducción de algunas especies. La releí, aisladamente y con énfasis,
y de inmediato leí con la máxima concentración el párrafo del
cual formaba parte.
En seguida transformé la escena del libro en su contrario, quizás
por un sentimiento de culpa subyacente, el mismo que me hacía
cerrar las cortinas y ambas puertas metálicas del armario de mi
cuarto, cada vez que recibía a Bruno con esa emoción incontenible
que me convertía en una hoja luchando contra la furia del viento.
Releí mil veces esa oración para convencerme de su realidad, de
que en verdad un escritor en 1940, acaso antes, había dedicado su
atención y su mano, a constatar por escrito la existencia, la pervi-
vencia durante siglos incontables de un ethos, de una pulsión úni-
ca, irrefrenable, que reclamaba legitimidad con su sola existencia,
inveterada, sobreviviente, no destruida, no superada.
263
Busqué más información acerca del autor en una enciclopedia
sobre Literatura y ahí lo vi en una foto donde aparecía vistiendo un
jersey negro, como el de su libro recién descubierto, con una boina
francesa igualmente negra y unos pantalones bombachos blancos,
recostado sobre una motocicleta con un faro frontal redondo y una
estructura en general muy parecida a la de una Harley Davidson;
en otra aparecía en compañía de un hombre alto, calvo y negro
que le sostenía un espejo blanco de mujer, mientras se afeitaba él el
rostro embadurnado de crema. En otras aparecía solo, sosteniendo
un sombrero de fieltro en uno de sus brazos mirando a un suelo
de tierra. Ninguna de esas viejas fotografías del autor fallecido de-
mostraban que hubiera escrito esas palabras por un interés personal
más allá de su talento profesional como narrador o cronista.
Opté por lo más práctico, que era preguntarle directamente a
mi padre, con la sana excusa de conocer más acerca de dicho autor
y de los hechos históricos que narraba en su novela. Seguí absorto
en su lectura, está vez con mayor atención a cualquier detalle que
acercara la intención del autor a cualquier comparación suya con
El Satiricón de Plutarco, el cual también se encontraba disponible
en la biblioteca familiar, junto a otros tantos clásicos universales.
Mi indescriptible experiencia/sapiencia/vivencia literaria y vital
fue interrumpida por la llegada en hora de mi madre, que venía a
comer para regresar a trabajar después de una hora. Su presencia
repentina de pie ante la puerta me provocó un susto tal que cuan-
do escuché su voz saludándome con un habitual «hola, hijo, Dios
te bendiga», temblé y brinqué como ante la presencia de Lucifer
hecho carne. «Casi hubiera sido mejor que me pillara con Bru-
no», pensé, sintiendo una extraña y repentina culpa por todo lo
que había estado cavilando en mi silencio de monja de clausura.
Le respondí con un seco «hola» y salí corriendo hacia la puerta
del garaje, al escuchar apagarse el motor del coche de mi padre.
264
Esperé a que estuviera en disposición de ánimo para entablar una
conversación de ese cariz y finalmente ataqué con la discreción
de un pedo de monja, anunciándole que quería saber más acerca
de la Segunda Guerra Mundial y en particular de ese interesante
texto que incluía expresiones en varios idiomas, lo cual fuera lo
que más me llamara la atención.
La respuesta de mi padre fue exhaustiva. Conocía a Malaparte
en profundidad. Había leído no solo Kaputt (con lo cual conocía
de sobra el texto que me interesaba en particular), sino también La
Piel, que reposaba al lado de aquel; discreta, casi invisible al com-
partir el color negro en su exterior. Traté de orientar discretamente
el discurso de mi padre con preguntas como si se había casado y si
había tenido familia; si se había divorciado de su mujer y por qué.
Al no escuchar la respuesta esperada, decidí atacar frontalmen-
te y le pregunté si tenía conocimiento de que Malaparte fuera
homosexual.
—¡No! —respondió tajante—. Aunque haya habido en la his-
toria algunos ejemplos aislados de artistas homo... —El padre
no completó la palabra maldita—, no era el caso con Malaparte.
—Ante lo cual, con cierto grado de decepción en la voz, insistí:
—Entonces no todo el que escribe sobre los homosexuales tie-
ne que ser uno de ellos.
—¡Claro que no! —respondió después de una sonora carca-
jada y remató su respuesta con—: ¡Solo a ti se te ocurren esos
disparates! —Como si le estuviera hablando a un adulto igual que
él, de su tamaño físico y con su experiencia.
Ninguno de los dos se percató de la presencia de Celeste, siem-
pre madre, en el pequeño y oscuro espacio de la cocina, separado
de la sala de estar por una pared.
Mi siguiente empeño fue localizar toda la literatura eróti-
ca disponible en casa. En particular la homoerótica. Hallé solo
fragmentos dispersos en forma de párrafos o apenas menciones
breves. Entonces tomé una decisión trascendente. Incluir arbi-
265
traria y libérrimamente escenas homoeróticas, transmutando las
originales o, en su defecto, vengar las infidelidades femeninas de
Anna Karenina o del amante de Lady Chaterley, proveyendo al
marido traicionado con sus hipotéticos equivalentes masculinos
(no recuerdo por qué no recordé en ese momento que el primer
infiel había sido el marido de la Karenina, y no ella).
Cuando me aburrí de tales desafueros decidí crear mis propias
historias de amor varonil, inspirado por las imágenes traslúcidas
de los hoplitas espartanos. Para eso contaba en casa nada menos
que con una vieja máquina Olivetti, ¡un clásico!, propiedad de mi
padre, que descansaba arrumada discretamente entre un montón
de papeles sin valor. Me dispuse a escribir escenas homoeróticas
llenas de bucolismo, donde imperaba la naturaleza en todo su es-
plendor salvaje y virginal. Donde imperaba también la desnudez,
el naturismo más libre e inocente. Y donde imperaba la comuni-
cación espontánea y tierna entre dos seres humanos que sucede
que eran ambos de sexo biológico masculino.
La casa Andrónico Fuentes era a todos los efectos prácticos un
matriarcado omnipotente. Pero no precisamente en el sentido tra-
dicional, superficial y acomodaticio en el que se suele usar esta ex-
presión reductora del rol de ellas. Celeste ni siquiera se metía en el
orden general de su casa. Eso se lo dejaba a la empleada de turno,
que inclusive (le) hacía de niñera, cuando la situación económica
desmejoraba. Su matriarcado era del tipo asertivo, potente; del tipo
que se describe en algunos estudios antropológicos, en los que se
destaca el papel dominante de las mujeres no solo en el ámbito do-
méstico, sino en aspectos clave de la vida social, como en el econó-
mico, o político. Ella era dueña y señora de su hogar y de sus hijos.
Pero también ocupaba una posición pública preeminente.
Decidía cuándo viajar y adónde. Si se trataba de comer afuera,
ella decidía el restaurante, el día y la hora. Las inversiones que
266
hacer y los clubes a los cuales afiliarse (el Colegio de Abogados
era la opción inevitable). Pero no solo eso, su larga sombra tam-
bién llegó en algunos momentos a San Juan, donde hacía gala
constante de cuán bien nos había educado (el viaje al Cantón,
con Purita Cuesta).
Había aprendido a enfrentar poderosa, decidida, autárquica,
las embestidas plúmbeas de mi padre. Le respondía, ya no se que-
daba en silencio triste o pequeño. Se atrevió incluso a dejar el
hogar común por unos meses, dejándonos a todos los varones de
la casa en la inopia.
Había un chiste que a Celeste y a mí nos encantaba contar
en los grupos de sus amigos, en las largas madrugadas de licor,
risas y bromas que ella me dejaba compartir a su lado. El chiste
en cuestión trataba de una quinceañera que va a salir al cine por
primera vez con un pretendiente algo mayor que ella. La chica
supuestamente no sabía nada de nada de la vida y su madre la
alecciona de esta manera: «Si acerca su mano a la tuya con sigilo,
alza tu dedo meñique en señal de aceptación del avance; déjalo
hacer. Si te pasa el brazo por detrás de la cintura, lentamente,
déjalo hacer. Si se aproxima a tus labios con su boca semiabierta
y mostrando sutilmente su lengua entre sus dientes, cierra tus
ojos y déjalo hacer. Pero lo que no le podrás permitir nunca,
jamás de los jamases, es que se ponga sobre ti, porque ahí sí que
deshonras a tu padre, a mí que soy tu madre que te adora y a
tus abuelos y bisabuelos que Dios tenga en su santa gloria». Al
cabo de la cita, la hija regresa contenta y orgullosa y le cuenta a
su madre que en efecto, el sátiro de marras hizo todo lo que ella
le había prevenido haría, y que cuando llegó el momento más
temido fue ella la que se puso sobre él y le deshonró a su padre,
a su madre y a todos sus antepasados juntos. Le cuento esto
solo para que se dé cuenta de la ambivalencia del personaje, de
267
mi madre. Es camaleónica, mutante, incierta (nunca sabes qué
esperar de ella)…
Inesperadamente, tuve que usar con ella los mismos argumen-
tos que con mi padre alguna vez en el pasado. Las mismas tácticas
discursivas, los mismos silencios tácticos.
Celeste lo mira directamente a sus ojos almendrados, desde su cue-
llo altivo de Nefertiti, escrutándolo, evaluando escenarios. Traspasa
su melena leonina. Piensa que podría ser una buena influencia para
él. Lo animaría a seguir su ejemplo. Quería nietos suyos, de su pri-
mogénito. Pétalos rosa nadando o ahogados en un charco infecto, la
fragancia de Federico haciéndoles compañía.
En 1983 se produjo el cambio del Gobierno en Venezuela,
fiel al modelo de bipartidismo perfecto que se había instaurado
después de 1969. Dos semanas después de las elecciones, se activa
la maquinaria para dar paso a las nuevas autoridades del país. No
hay cargo público que esté a salvo de la escabechina.
A los dos años del cambio político, un juez superior recién
nombrado desde Caracas tomó posesión y convocó a mi padre a
una reunión muy importante. Haría un seguimiento y una eva-
luación de su desempeño como juez agrario. Lo que se traía entre
manos en realidad este enviado de Lucifer era el cese fulminante
de mi padre como juez. Ni siquiera le dieron oportunidad de
defenderse, de presentar alegatos.
Mi padre, después de haber sido tan injustamente despedido
de la carrera judicial, comenzó a plantearse la posibilidad de vol-
ver a trabajar en el campo. Decidió que, con la liquidación que
había recibido del juzgado, compraría una pequeña finca. Y a ello
procedió, ayudado con un préstamo que le hiciera Galo, ya que
él se había quedado sin blanca; no había ahorrado un céntimo y
más bien había perdido dinero en alguna inversión absurda (o
268
más bien a ciegas, ya que la mentada inversión se trató de un
pequeño abasto de alimentos, a una hora de camino, del cual
encargó a un perfecto extraño que lo desfalcó en lo que espabila
un cura loco).
Gerónimo
Gerónimo era el encargado de la finca que había venido incluido
en el paquete que le vendió a mi papá el propietario anterior. Era
un hombre ladino, silencioso; no hablaba dando la cara sino con
el cuello ligeramente de lado y murmurando; sin articular lo que
decía, como a medias. Su piel bronceada destacaba la dureza de
sus facciones, que remataba con un tenue bigotito mexicano. Ma-
nejaba la finca de mi padre a su real saber y entender. Disputaba
el control con Antonio, el exalumno de mi padre a quien este
buscó, como ingeniero agrónomo que era, para que lo ayudara
a explotarla. Gerónimo se entretenía en hablarle a mi padre mal
de su socio Antonio. Tenía cinco muchachos, Gerónimo. Todos
desarrapados y esmirriados, al menos los varones, porque la única
hija, la mayor, presentaba una protuberancia abdominal que ase-
mejaba un tumor maligno, un intruso impuesto en su cuerpecito
juvenil y poco desarrollado a fuerza de malnutrición. El mayor de
los varones, Atilio, presentaba una deformidad en su pie derecho
que le hacía cojear inevitablemente. Tenía mi edad y yo asumí
como mi misión personal lograr la curación de ese pobre desgra-
ciado (no sabía yo que la felicidad no se propone ni se impone; se
demuestra o se sugiere). Y valga aquí el inciso para aclarar que en
realidad en modo alguno se trataba de una «finca». Era un cha-
mizo consistente en cuatro palos que sostenían unas láminas de
zinc, donde apenas podían pernoctar apretujadas dos personas y
en cambio vivían siete. El chamizo lo había levantado Gerónimo
269
en el único punto en muchas hectáreas a la redonda donde había
sombra, ya que el resto del terreno era castigado por el sol hasta
donde se perdía la visión, en el límite donde se unían las nubes
con una bruma aceitosa y densa.
Levantarnos a las cinco de la mañana con el despuntar del sol.
Ducharme con agua helada, como lo haría en mi primer año de
universidad para estar en clase a las siete de la mañana. Quería
demostrarle a mi padre no solo que era capaz de realizar una faena
tan dura sino de que le era leal a toda prueba, que podía confiar
en mí ciegamente porque estaba dispuesto a darlo todo por ayu-
darlo a salir adelante. Y aprendí a cultivar ají con el mayor empe-
ño y entusiasmo del que fui capaz. Era mi forma de recuperarlo
y de sentirme un poco libre de las cadenas emocionales que me
habían atado a mi madre por tanto tiempo. Apenas una corrien-
te de aire tibio mecía algunas palmeras desmayadas, en flagrante
resistencia a ser consumidas por el calor seco que emanaba del sol
que las atacaba con sus rayos dorados como láseres invencibles.
Llegué a preguntarme para qué había ido hasta ahí, secándome
el sudor con el dorso de mi mano derecha. Recordé las veces que
pedí a mi padre que me mostrara la finca. Me imaginaba una
casa en toda regla, como la de mi abuela pero con la mitad de su
tamaño, aunque también de cemento y tejas.
Me interesaba igualmente por el costo unitario de cada al-
mácigo, el tiempo que requería la cosecha, los distintos tipos de
ají y los cuidados que requería cada variedad. Todo en vano. Mi
padre nunca firmó un contrato de venta con la fábrica de salsa
picante ni con la transnacional mexicana que la compró tiempo
después. ¡Si me lo hubiera dicho! Estuvimos durante un mes o así
preparándolo todo: acondicionando la tierra para los almácigos,
estábamos muy pendientes de las previsiones del clima (al ojo,
mirando el cielo cada día, contando y comparando la propor-
270
ción de nubes negras y su velocidad de formación), comprando
la mejor semilla disponible en el mercado local, a primera hora,
porque después se hacía un lío de compradores ansiosos por ser
atendidos en primer lugar, y una semana antes de la firma del
contrato, vienen estos mexicanos y se echan para atrás. Todo fue
una pérdida de tiempo. Según me explicó mi padre, después de
insistirle n veces, el gobierno estableció un control de cambios
estricto que no le permitía a la transnacional repatriar capitales
y eso les quitaba competitividad a las plantas nacionales. Total,
que una semana antes de la firma, con la cosecha lista, se habían
echado para atrás, sin posibilidad de reconsiderarlo. Se vinieron
tiempos duros en casa.
El padre tenía miedo del hijo. Un miedo inexplicable se apo-
deró de él. Dudas. Siempre hubo dudas entre ellos. Desconfianza.
José Román Andrónico llegó a ver a su primogénito con envidia (lo
miraba serio, cejijunto, sin pronunciar palabra, una sílaba siquiera).
Gerónimo era un hombre ladino y silencioso. En la finca aje-
na que cuidaba sin demasiado esmero, soñaba con poseer la ex-
tensión que se perdía hasta el punto donde el sol se une con el
horizonte blanquiazul. A los efectos, había urdido un plan ma-
quiavélico, del cual se sentía orgulloso y lo manifestaba con su
sonrisita dorada.
El plan en cuestión consistía en mal poner a los dos socios
propietarios de la finca que habitaba como amo y señor. Le diría
a cada uno lo que creía que el otro pensaba de él. Confirmaría
sus peores sospechas. Aprovecharía para esto que pocas veces los
socios coincidían en la finca.
Con estos pensamientos, y la ilusión del éxito de su plan avie-
so, Gerónimo hería la tierra semiseca, indiferente a sus sueños
torcidos.
271
A Gerónimo el premio esperado le llegó por la puerta de
atrás, en la forma de una carta firmada por el comandante Pli-
nio, ofreciendo sus servicios de protección frente a un inexis-
tente fenómeno de abigeato en la zona. Plinio era el comandan-
te en jefe de la columna 13 de las FARC, la guerrilla castrista
maoísta que cometía todo tipo de desmanes en el suroeste de
Venezuela, con la excusa de estar más bien luchando a sangre
y fuego por la liberación de esos territorios sojuzgados por el
capitalismo opresor de los Estados Unidos. Y según la versión
presentada a mi padre por Gerónimo, había dejado una carta
exigiendo el pago de un impuesto revolucionario (a esta altu-
ra, no sé yo si lo de la famosa vacuna, extorsión para evitar ser
secuestrado, había pasado a un segundo plano por dejar de ser
necesaria esa excusa en particular…).
Total, que mi padre acaba vendiendo la mal denominada «fin-
ca» por temor a ser chantajeado por los grupos irregulares, más
bien grupos guerrilleros, más bien grupos violentos, más bien te-
rroristas, porque infundían terror con fines crematísticos, dinera-
rios, plutócratas.
Los recuerdos se emborronan, se entremezclan como en una licuadora
invisible, subyacente…
El primer día que José R. Andrónico visitó la casa Fuentes,
Celeste estudiaba ya en la Escuela Normal de San Juan, con el
firme propósito de convertirse en educadora de niños. Ella fue
una de las miles de muchachas que cayeron bajo el influjo de la
propaganda oficial que las aupaba a asumir el nobilísimo rol de
educar y formar a las generaciones futuras del país, inmerso como
272
estaba en el proceso de salir del atraso y de la pobreza, a partir
de la explotación y venta internacional del maná petrolero, oro
negro y demás recursos naturales con que Dios había bendecido
esta tierra de gracia.
En las visitas habituales del perito Andrónico a la casona
Fuentes, Alicia fungía como la anfitriona perfecta. Como por en-
canto, se pensó que ese enlace podría suceder, visto el entusiasmo
que demostraba ella por ese muchacho cetrino y de rictus duro.
En las visitas del funcionario a la casona, Alicia se esmeraba en
la preparación de dulces de leche, bienmesabe y carato de maíz,
a sabiendas de que estas elaboraciones enloquecían al invitado
habitual. Él demostraba un gusto exagerado por la comida y no
le importaba su imagen a la hora de atacar las viandas y manjares
que se le ofrecían en la casona Fuentes. Se le veía a gusto, como
un pachá al que se le ofreciera el último banquete de su vida.
Apenas se daba tiempo para respirar entre bocado y dentellada. A
pesar de las esmeradas atenciones de Alicia, José Román dirigía su
atención preferente a la figura grácil de Celeste Fuentes, más bien
alta, coqueta y con unas salidas de tono constantes que hacían
incomodar a sus dos hermanas mayores, Gracia Angélica y Alicia,
a pesar de que hacía tiempo que las había superado en instrucción
y cultura general.
Celeste no era muy dada a las cuestiones religiosas, más bien
trataba en la medida de sus posibilidades de escaparles como si
se tratara de Eva en persona. Siempre había sido muy crítica con
ese ritualismo exacerbado que, según ella, trataba de justificar el
sojuzgamiento ilimitado de la libertad femenina. A pesar de ello,
se sometía conforme a los dictados morales de sus hermanas ma-
yores, sintiéndolo como una concesión indolora a cambio de su
generosidad sin parangón, al haberle hecho un lugar en su fami-
lia. Por eso disfrutaba complacerlas acompañándolas a la iglesia
273
los domingos, ayudándolas con la organización de los festivos
religiosos del pueblo, arreglando la casona para la celebración de
la Nochevieja, yendo a comprar todo lo necesario para ese día, el
más importante del calendario familiar.
La primera semana en la casa ajena fue un sin parar de errores
imperdonables. Se equivocaba de puerta y entraba de repente en
el cuarto de alguno de sus hermanos; o al sanctasanctórum de su
recién conseguida madre; confundía el cuchillo de cortar carne con
el de pescado; no sabía muy bien como encender el gas sin que
estallara un magma volcánico incandescente desde la hornilla.
Alicia hizo de ella su Pigmalión; su primera muñeca y única
de carne y hueso. Su hermana Angélica le puso límites estrictos.
Su hermana Negra, la mayor, llenó muchos de sus vacíos.
La muchachita de barro se convirtió poco a poco, durante un
instante infinitesimal de la historia del universo, en una adoles-
cente atractiva, inteligente, con dotes innegables para el liderazgo
por su carácter firme, asertivo, de una severidad que ponía a prue-
ba las pretensiones de dominación de cualquier macho vernáculo
ansioso por demostrar su supremacía de género.
En San Juan no era difícil tener encuentros fortuitos. La casua-
lidad en el pueblo perdía su carácter, dada la frecuencia con la que
se producían tales ocasiones inesperadas, fueran o no del agrado de
quienes coincidían. En uno de esos encuentros «casuales» (aunque
él nunca lo confesó y se molestara cada vez que yo le tocaba el tema,
nadie me quita de la cabeza que él tramó un plan detallado para
conquistar a mi madre, ocultando desde el principio las facetas más
negativas de su carácter), José Román Andrónico deambulaba por
la plaza de la catedral de San Juan, esperando la salida de la misa de
274
siete de la tarde, a la que sabía había asistido Celeste Fuentes, con
sus hermanas Rosangela Mariela y Gracia Angélica.
—¡Caramba! Pájaro de mar por tierra —le soltó Celeste, en
su habitual tono alegre, relajado, a lo que por toda respuesta, el
caballero andante solo repuso un hola seco, al borde del fastidio.
Ella, ignorando la hostilidad previsible, continuó tranquila:
—¿Qué haces por aquí?
—No sabía que estabas en la iglesia —mintió José Román An-
drónico decidido a seguir su plan al pie de la letra. A lo que por
toda respuesta, la señorita Celeste Fuentes lo cogió por un brazo
y le conminó a invitarle a un cono en la plaza…
—¿Y cómo te encuentras hoy, después de una noche de locu-
ra? —disparó ella con sorna calculada.
—¿De qué hablas? —él, ansioso, preocupado.
—De que te vieron anoche saliendo del bar de Alí.
—Eso es mentira; yo no bebo —cerró, amenazante—. Ven —
le espetó él, cogiéndola del brazo, apretando, como había hecho
ella segundos antes con él.
—¿Adónde?
Él se sintió atacado en su hombría por esa simple pregunta que
quizás hubiera sido formulada como parte de un juego inocente
y repentinamente espetó con un gesto de disgusto en su rostro:
—¡A tu casa!
—¿Cómo?
—¿Eres sorda? ¡A tu casa! —gritó sin más.
Ella, sin perder su compostura, solo por fuera, solo en aparien-
cia, se dio media vuelta y lo dejó ahí, solo en medio de la plaza
sucia y mustia. Él también se dio media vuelta y sin decir nada,
diciéndoselo al viento cálido en un rumiar incontrolable de sus
labios finísimos, comenzó a caminar a grandes trancos, sin poder
dominar el temblor en sus piernas por la ira que ya comenzaba a
controlar todo su cuerpo.
275
Estaba pálida y su cuerpo de curvas incipientes temblaba como
las hojas de los árboles que la rodeaban mudos. Ella abatida, la
alcanzó su hermana Gracia Angélica y le preguntó sobre su estado
de conmoción, apenas disimulado. Al no recibir respuesta, la her-
mana mayor sintió la necesidad de orientar el alma de la hermana
menor, extraviada por la ansiedad: «En las cuestiones del corazón,
Celeste, los apuros no nos aconsejan bien». Si hubiera sido Alicia,
se hubiera puesto muy nerviosa, la hubiera cogido del brazo y
llevado de inmediato a su casa. G.A. era más distante, estaba por
encima del bien y del mal.
Fernando Lóbrego
Celeste corre (en realidad no corre, camina lo más ligero que pue-
de sin llamar la atención) hacia el único lugar, el único apoyo
que podía ofrecerle sosiego, sin ella siquiera sospecharlo, aunque lo
intuyera. Ahí comenzarían una estrecha amistad que durará toda
la vida, una amistad que ella olvidará, como olvidaría tantas cosas
en su camino…
Fernando Lóbrego era uno de los solteros más conocidos y
codiciados de S.J. Él nunca llegó a casarse, sin embargo. Fue
el padrino preferido de las bodas de casi todas sus amigas (Ce-
leste fue una de las pocas que no lo escogió como tal, aunque
sí como el padrino de su primogénito). Era el compañero de
baile preferido por las muchachas menos agraciadas, las que
no tenían mayores posibilidades de enganchar un buen parti-
do. Farmacéutico, igual que su padre, igual que su hermano
menor e igual (o más bien casi) a su abuelo paterno, quien
abriera la primera botica en San Juan, cuando el pueblo era un
villorrio de casuchas de barro y palos de caña unidos por heces
de insectos.
276
Pequeño y cuadrado, su tronco en forma de bloque de hielo
cortado al milímetro, su rostro picado por un acné juvenil que
ya no lo abandonaría y sonrosado por el sol llanero; voz nasal
de bajo profundo, la única característica de su presencia en este
mundo que infundiría no solo respeto, sino reverencia.
La farmacia de Fernando Lóbrego quedaba a mitad de camino
entre la plaza de la iglesia y la casa Fuentes, así que Celeste deci-
dió avanzar hacia ella, en busca de otra clase de orientación. Por
suerte o por destino, Lóbrego salía en ese momento del almacén
de la farmacia y coincidieron en su arribo al mostrador, en sus
lados opuestos.
«¡Muchacha!», la recibió Lóbrego, con sorpresa y algo de preo-
cupación. Ella aterrizó en su pecho, doblándose pues él era unos
centímetros más pequeño, y lo hizo en seguida partícipe de su
angustia.
«No conozco a ese caballero, pero no parece ser de buena pas-
ta», se pronunció él, con una firmeza serena.
«Es verdad, no lo conoces. Y yo creo que tampoco».
Lóbrego, familiarizado por su ascendencia europea con las
costumbres de esas latitudes (o por su pasión por todo lo que lo
sacara de los estrechísimos límites del pueblo), la invitó a un té
de manzanilla, ideal para bajar las angustias causadas por Cupido,
según su diagnóstico improvisado.
Esa conversación con F.L. se prolongó por al menos dos horas,
el límite que recomendaban la prudencia, el buen gusto y el deco-
ro. A partir de ese día pletórico de confidencias íntimas a más no
poder, desahogos necesarios, urgentes, la relación entre Celeste y
Lóbrego adquirió un carácter simbiótico. Ella lo invitaba con fre-
cuencia a la casa Fuentes, que era la suya desde que podía recor-
dar, donde coincidía con lo más granado de la sociedad local ( y
277
también con lo más comunicativo, cotillero) y él estaba pendien-
te del estado de salud de mama Rosangela, la matrona Fuentes,
para enviarle medicinas y recomendarla con doctores en Caracas
que le harían los tratamientos más llevaderos. Su presencia en la
casa Fuentes alrededor de las doce de la Nochevieja se hizo tradi-
ción y Celeste lo honró con el padrinazgo de su primer vástago,
José Román Andrónico F., para disgusto opresivo del progenitor,
causante de su malestar inesperado.
… Has de tener cuidado con lo que deseas, pues los deseos dichos
al aire viajan sin dirección ni concierto…
La Villa: huida, huida hacia adelante…
Ella no era tan diferente a sus hermanas o sus hermanos, cua-
tro ellas, ellos, dos. Mas bien sí era diferente, pero en un solo as-
pecto, que quizás fuera definitorio, sin ella saberlo, o sabiéndolo,
lo escondió, lo enterró como al cadáver de un creyente fiel.
A sus quince años, Celeste había sido la batutera principal de su
colegio. Llegó a ser la reina del Carnaval de 1958 en la villa de San
Juan, el primero en democracia. Era peligrosamente guapa y popu-
lar, y esa gloria contenida en un pequeño círculo estudiantil y pue-
blerino le gustaba. Era Hécate: no solo la halagaba y le importaba el
reconocimiento (que vestía de respeto a su condición y dignidad de
mujer), sino el poder que podría traerle ese reconocimiento.
Esa mudanza a La Villa fue el principio de un camino nuevo
para ella, una huida hacia adelante, o simplemente una etapa más
en su viaje…, o un golpe de suerte (la alejaba de situaciones in-
cómodas, complicadas, de un sinnúmero de encuentros inopor-
tunos, inconvenientes para su buen nombre, combustible para la
hoguera indetenible de los comentarios malintencionados, para
la envidia no tan sana). Aprendió a mimetizarse, a esconderse
278
mostrándose solo parcialmente, como surgida de detrás de una
cortina o de uno de los helechos esbeltos, gráciles que rodeaban
el zaguán de la señora Carmen.
Mi padre fue por mucho tiempo una figura extraña, distante a
ratos, a ratos involucrado, a su manera. Quizás tendría miedo de
ejercer de padre a tiempo completo. Se escudaba en esa antigua
conseja que le aliviaba los deberes paternos, que le asignaba un
papel secundario y esporádico en la crianza de sus hijos. En todo
caso, de niño, pocas veces sentí su cercanía o su atención.
Esta fue haciéndose más presente con el tiempo, a medida
que yo crecía, aunque se veía frenada invariablemente por sus
disputas con mi madre, por quien yo tomaba partido en esas si-
tuaciones. Mi mejor recuerdo de él son los juegos en los que se
convertía en un coche de Fórmula para llevarnos a la victoria a
mi hermano y a mí. O cuando llevaba a casa guías de viaje con
las que yo me deleitaba mirando las fotos de lugares que nunca
conocería en persona y que aumentaban en mí esa inexplicable
necesidad de moverme por este planeta extraño.
Siempre, al repasar sus páginas con mis ojitos ávidos de aventura,
volaba hacia esos lugares, me instalaba ahí y los repasaba una y otra
vez. Cada casa, cada muro de cemento o de madera. Ahí mismo
descubría su cultura, las conversaciones que en el pasado hubieran
podido suceder ahí entre esas personas extrañas, todas vestidas con
sus trajes típicos. Me imaginaba caminando por esos suelos de tierra
o de polvo, bajo un sol amable que morigeraba su fuerza para no
quemarme. Entre tantas guías de viaje había yo recorrido el mundo
ochenta veces. Repetía los lugares que más me gustaban. Recuerdo
con especial afecto Taxco, México, Londres, París o los castillos del
Valle del Loira, que eran para mí el lugar más bello de la Tierra.
Por sobre todas las cosas de este pequeño planeta perdido en
un rincón de la galaxia, lo que nos unió definitivamente a mi
279
padre y a mí fueron los libros. Los libros de Derecho y los de cual-
quier otra índole, menos aquel libro con fotos de calidad cinema-
tográfica que mostraban a la pareja heterosexual en quinientas o
más posiciones sexuales. Los libros de filosofía griega: Aristóteles,
Platón, Sócrates. Juntos descubrimos la verdadera razón por la
que Sócrates bebió la cicuta, sin pestañear, como cumpliendo su
destino manifiesto, como yo cumpliendo el mío. Juntos descubri-
mos la música clásica. Beethoven el primero, el iniciático. Luego,
Vivaldi, con su alegre locura que me embriagaba y me hizo defi-
nitivamente libre de cualquier posibilidad de acudir a otro tipo
de drogas alucinógenas. En seguida, Bach, Purcell, Telemann, la
música barroca me elevaba a alturas infinitas, sobrehumanas, in-
alcanzables por algún mortal ordinario. Lo mejor de todo, ha-
ber completado la colección de tomos sobre literatura universal
(CLUB BRUGUERA. Cada libro, desde el primero que escogí
por mi propio gusto, lo leí desde su primera página impresa, era
ello para mí un elemento imprescindible de la experiencia lecto-
ra, su completez [¿o «completud»?]. Me producía dentera la idea
de perderme la información editorial, sentía que traicionaba al
autor y a su historia y con ello me traicionaba a mí mismo. Era
como ver la lista de todo el equipo de cada peli que veía en la
tele; eso me obligaba igualmente, la posibilidad de que alguna
de esas vidas representadas por esos nombres se perdiera en el
silencio, en la oscuridad de la ignorancia, me producía dentera)
y la SALVAT de historia de la música, con todos sus números,
del primero al último, y con todas sus grabaciones, formando un
bloque compacto, extenso, maravilloso. Solo a través de los libros
yo me permitía compartir con mi padre ciertos temas escabrosos,
prohibidos en otras circunstancias.
Otro de los hallazgos que hicieron mis ojitos ansiosos en la bi-
blioteca de mi padre, contenida en parte en una pequeña vitrina
280
de madera, de tres por dos metros (más bien de uno cincuenta
centímetros por uno ochenta), y que siempre miraba con una
tentación inconfesable, fue un conjunto de estuches de anime,
de los cuales solo sus lomos gruesos podía ver, pero que, durante
años, me atrajeron como imanes y resultaron ser una serie de
experimentos básicos de un juego de Química y Física, tentación
inalcanzable para mis ojitos inquietos, dado que yacían rehenes
mudos de la vieja vitrina. No me importaba perder el aire aho-
gándome en tomos gigantescos de tapa dura, reseca, con heridas
en forma de raíces amarillas, casi doradas. Esa serie de Física y
Química en particular me transportaba automáticamente a un
mundo de diseños, colores y formas en el que ve tú a saber en
quién pudiera haberme convertido. En Galileo, o en Newton,
Pascal, Marie Curie, o Giordano Bruno, cualquiera de ellos esta-
ría a mi alcance solo con abrir ese pequeño y viejo mueble (con
este último también tuve incontables pesadillas, quemándose
eternamente en la misma hoguera de poder e ignorancia, o yo en
su lugar).
Me imaginaba liberando esos rehenes con mi mazo podero-
so, hecho de luz, hecho de sueños, de imágenes irrepetibles en
el mundo de mi cotidianidad exterior. Ni siquiera me atrevía a
preguntarle a mi padre a quién iban destinadas esas maravillas
por conocer (o creo que sí llegué a preguntárselo, solo que con
seguridad su manera de responderme me dejaría claro que estaba
siendo imprudente, ante lo cual desistí de pedirle directamente
que liberara para mí esos tesoros cautivos).
Nunca lo hizo y por eso me vi obligado a liberarlos yo mismo,
haciendo uso de mi astucia, o quizá de mi ansiedad sin freno.
Aproveché un descuido de mi padre, cuando andaba ocupado en
reparar el baño auxiliar ubicado al final del patio de casa. Entraba
y salía por la puerta trasera, la del garaje de la casa, que daba con-
281
tigua al pequeño y oscuro habitáculo que era la cocina y al largo
corredor que desembocaba finalmente en el lavabo de marras,
que me serviría algunas veces de propicia cueva de los milagros. Y
yo, en paralelo a ese ir y venir suyo, sustraje la llave del pequeño
mueble marrón del bolsillo de su pantalón colgado en el pomo
del armario metálico de su cuarto. Fue una operación rápida, ner-
viosa, pero ágil. Y me descubrí hábil para las cosas que realmente
me gustaban.
En esas breves pausas a su neurosis obsesiva y opresora, que
veía en una palabra mía o de mi madre una amenaza o una afren-
ta intolerable, mi padre solía comportarse casi como un padre
normal. Callaba ante alguna cosa absurda que dijera mi madre.
Me defendía, apoyaba y acompañaba ante su arbitrariedad y an-
siedad de control (esto lo demostró en 1985, en el episodio más
violento entre mi madre y yo).
Volviendo a mi madre, Celeste Ramona Fuentes, se destacó
siempre, de manera natural, casi sin buscarlo. Su belleza era poco
común en el mustio pueblo llanero donde creció. Piel blanca y
nariz respingada, la típica del norte de Europa (o puede ser que
más abajo, de España, por ejemplo, aunque ella siempre insistió
en que su segundo apellido era de proveniencia vascofrancesa),
con ojos verde lago que podían cambiar a castaño claro según el
ángulo en el que reflejaran la luz solar. Cabello castaño claro y
abundante pero arremolinado hasta poco más arriba de su nuca,
que participaba de su cuello de Nefertiti. Daba cuenta en su li-
naje de ascendencia directa manchega por mi abuelo y vasca e
italiana por sus abuelos maternos.
Esta peculiar belleza suya no pasaba desapercibida en un
pueblo mayoritariamente avergonzado en su subconsciente más
profundo de su mestizaje (piel color de roble oscuro, hombres
pequeños y cetrinos, mujeres aún más pequeñas pero con un co-
lor de piel algo más claro que los hombres, de indostana con un
282
toque carmesí) y donde no era infrecuente escuchar la expresión
«mejorar la raza», en referencia al hecho de que una persona de
piel morena oscura o negra —que eran la ostensible mayoría—
mezclara sus genes con una de piel blanca. Estos resabios racistas,
en uno de los países más igualitarios y abiertos, habían perdurado
desde el coloniaje español durante el cual el gobierno colonial
llegó a clasificar y caracterizar más de setenta tipos raciales, y a
entregar como documento imprescindible certificados de pureza
de sangre, que servían no solo para casarse las personas de raza
comprobadamente blanca, «pura», sino incluso para acceder a
cargos públicos, hacer carrera dentro de la Iglesia católica y hasta
para sentarse en los mejores puestos en la iglesia durante la misa,
los más cercanos al púlpito. De manera que los vicios viejos eran
difíciles de erradicar, mucho más si estos se hubieran naturalizado
e integrado de tal forma en el día a día de la gente.
Un 31 de diciembre mi madre me manda buscarle una plan-
cha para alisar el vestido que se pondría esa noche, pero sin que
se entere su hermana Alicia, celosa guardiana de ese rincón de la
casona en particular (así como de la cocina, a la cual tampoco
podía yo acceder sin su permiso expreso o el de Ada, su mujer de
confianza).
Al traspasar la puerta de madera amarilla, que se abría solo
después de remover dos pesados pestillos metálicos, amarillos
también, descubrí una cueva de piedra, con sus tres paredes com-
pletamente cubiertas por un conjunto abigarrado, desordenado
de santos y vírgenes María, vestidas de colores diferentes en cada
cuadro. La habitación estaba iluminada por cientos, por miles de
velas que luchaban inquietas contra su propia espelma, que las
consumía inmisericorde.
283
Al principio me daba miedo entrar en esa mazmorra oscura
y tenebrosa. Esas imágenes me daban repelús, no lo podía evi-
tar. Tuve pesadillas en las que mi tía Gracia Angélica me ence-
rraba en esa habitación y no me dejaba salir hasta que hubiera
completado con exactitud un número indefinido pero larguí-
simo de rosarios y otras oraciones cuyo sentido y finalidad yo
ignoraba por completo. Una corriente de aire frío me rozaba
el cuello en toda su redondez cilíndrica y magra cada vez que
me acercaba a esa puerta amarilla, cerrada a cal y canto, como
si protegiera tesoros inimaginables. Esa encomienda clandes-
tina de mi madre envolvió desde entonces y para siempre a
ese rincón de la casona de San Juan en un halo de misterio
impenetrable, que aumentaba con los años y con las historias
de mi abuela.
La casa de mi abuela era sede de un matriarcado omnipresen-
te. Las mujeres, entre mis tías y primas, constituían una mayoría
abrumadora que ejercía su poder sutil pero inescapablemente.
Determinaban, por ejemplo, la participación de los niños y ado-
lescentes de la familia en las actividades grupales, sus horarios, su
orden en la mesa y su participación en las conversaciones, usual-
mente prohibida hasta indicación expresa.
Las figuras masculinas hacíamos una presencia esporádica,
puntual y en un discreto segundo plano, se diría que marginal.
Solo durante las noches festivas de Navidad y Año Nuevo, mo-
tivo principal de las reuniones familiares masivas y de alcance
nacional —veníamos de casi todo el país— los hombres adultos
de la familia asumían la cómoda posición de ser atendidos pre-
ferentemente por las mujeres, solícitas, conscientes de su deber.
Y aun en esa circunstancia, dicha atención preferente se limitaba
en la mayoría de los casos a ser servidos en la mesa antes que las
284
mujeres, o a renovarles el güisqui o la cerveza que se les hubiera
acabado, o estuviera a punto de acabárseles.
Sin embargo, el servicio de las bebidas era responsabilidad casi
preferente de cualquiera de nosotros, los primos menores, que es-
tuviera a la mano. Generalmente era yo quien se encargaba de ese
rol de camarero familiar. Disfrutaba ser el centro de atención por
mi disposición a servir y disfrutaba aún más que me lo agrade-
cieran, aunque no fuera con palabras, sino con una leve sonrisa,
ofrecida apenas con ganas (el hecho de que cualquiera de los ni-
ños ayudara en las labores domésticas, más aún en esas ocasiones
festivas, era algo que se esperaba y no era tema de sorpresa en mi
familia materna).
Por eso, los adultos de mi familia extendida solo me tomaban
en cuenta cuando querían que hiciese algo para ellos, para mi tía
Alicia, que generalmente era la organizadora, el motor de la casa
de mi abuela, aun estando ella viva, pues mi abuela solo opinaba
en los asuntos de mayor trascendencia. El resto del tiempo disfru-
taba de un merecido retiro en cuanto a las trivialidades domésti-
cas. Su único trabajo era sin embargo el más doloroso de todos.
Cada 31 de diciembre mi abuela salía discretamente de su
casa, invisible, como un espíritu errante, y a veces, casi siempre
más bien, regresaba acompañada de una sarta de improperios
proferidos en su contra por mi tío Ramón Eugenio. Solo al cabo
de muchos años, adulto ya, fui testigo callado del sufrimiento
indecible de mi abuela y me desgarró el alma de tal forma que
transformó mi amor y respeto por ella en compasión, y luego en
desprecio por su hijo Ramón Eugenio, el borracho, el enfermo.
Ella caminaba con paso cansado hasta la puerta del bar, que
antecedía a un largo y estrecho corredor (común en el pueblo
triste que era San Juan), y golpeaba con una tristeza firme (o con
una firmeza triste) la reja de la ventana contigua. Llamaba a mi
285
tío con un grito autoritario, como si tuviera siete años, y al cabo
de un rato salía arrastrando los pies un hombre moreno, con un
pelo negro desordenado en un caos imposible de resolver, que la
miraba con ojos cansados, en calzoncillos, exhausto de repetir la
misma escena tragicómica durante tanto tiempo. Ese hombre era
Alí, el dueño del bar, que le indicaba a mi abuela apuntando con
sus labios la entrada del negocio para que se llevara ese despojo
maloliente que era su hijo. Ella lo ayudaba a incorporarse aga-
rrándolo firmemente por ambos brazos, en un esfuerzo devasta-
dor para su añosa humanidad.
Lo cierto es que la escena triste, dolorosa de una madre andan-
do cansina a recoger a su despojo de hijo del bar de mala muerte,
era un secreto a voces, del cual no se hablaba en voz alta, pero se
hablaba, como en todo infiernillo humano.
Yo no podía contener mi sorpresa al verla al día siguiente acos-
tada plácidamente en su cama de madera, robusta como ella, con
un cigarrillo colgando en la comisura de sus labios estrechísimos,
embebida en una de sus mil y tantas novelas de vaqueros de nom-
bre ESTEFANÍA.
Por esta sola razón, llegué a sentir por mi tío Ramón Eugenio
un profundo desprecio (desprecio que muchos años después se
convirtiera en compasión o lástima, ya que mi madre decidió lle-
várselo a nuestra casa para curarlo de su alcoholismo, a través de
una terapia basada en gran medida en el afecto familiar).
Otros años encontraba a mi abuela sentada en su poltrona
plástica rojiblanca, concentrada en su obra de tejer sobrecamas
inmensos meticulosa, matemáticamente diseñados (nunca enten-
dí cómo lograba tal precisión en sus diseños) y fumando para
adentro (esta costumbre suya me parecía repugnante y su imagen
provocaba en mí unas náuseas incontrolables cada vez que mi tía
Alicia me ordenaba llevarle a mi abuela su vaso con algún conte-
286
nido líquido, generalmente el carato que ella misma hacía y que
le quedaba tan rico. Sostenía con solo dos de mis dedos ese objeto
asqueroso y se lo entregaba a mi abuela, ladeando sutilmente mi
cabeza hacia atrás, aterrado de que se pudiera dar cuenta de mi
malestar).
Quisiera poder cerrar todos estos arcos, pero no puedo, son dema-
siados, demasiado grandes, demasiado amplios, abarcan casi todo lo
conocido.
Solía tener una memoria extraordinaria para los nombres ex-
tranjeros. En clase de Historia o de Geografía Universal, el pro-
fesor de la materia nos indicaba la lectura atenta de la prensa,
incluyendo la sección de noticias internacionales y aun nos decía
que seleccionáramos las noticias que más nos hubieran llamado la
atención. Yo leía con avidez el diario que cada día compraba mi
padre y buscaba primero en los titulares nombres de funcionarios
extranjeros cuya pronunciación representara alguna dificultad
por no escribirse de la misma manera en que se pronunciaban.
Producir la pronunciación correcta y ver la cara de asombro
de mi profesor era un premio inestimable a mi vanidad de niño
prodigio. También disfrutaba como el que más la transmisión en
cadena de la visita oficial de cualquier dignatario extranjero (sig-
no inequívoco de insania en un niño de nueve años). Recuerdo
haber mirado con especial atención las del presidente de la Repú-
blica francesa, Valery Giscard D´Estaing (se pronuncia «desté»;
ese apóstrofe en su nombre me llamó especialmente la atención.
Luego me indigné con justa razón cuando en las telenovelas ve-
nezolanas abusaban de él en el nombre artístico de algunas actri-
ces, como Chela D´Gar; y el colmo de los colmos fue cuando al
nombre de Martín Lantigua, mi actor favorito, le antepusieron
la dichosa d‘ y quedó D‘Lantigua). Y la sonada visita de Estado
del guapísimo presidente de Panamá, Dr. Arístides Royo, quien
provocó las carcajadas de los periodistas al hacer un posado con
287
su sonrisa más televisiva. Al tener un presidente tan guapo, me
imaginé a Panamá como un país ultramoderno, liberal y demo-
crático; como Francia o Uruguay. Después vino lo de Noriega, un
tío que además de feo era narcotraficante y le gustaba blandir un
machete en sus discursos. (Hasta cierto punto en mi historia, me
cuidé mucho de mostrar este tipo de actitudes y opiniones ante
el resto de la gente, pues siempre viví con el temor de que me
llamaran «loco, orate, demente, desquiciado»).
Me gustaba mucho ver telenovelas, gusto aprendido obvia-
mente de mi madre, aunque esa fuente no fuera de momento
reconocible para mí. Otro tipo de programación, no solo los
programas infantiles, también documentales, de cultura general,
como se les llamaba entonces a los programas de conciertos, mu-
seos europeos, sobre la Antigüedad clásica y las series policíacas o
de aventuras como The Persuaders (la primera y la que me indujo
la necesidad imperiosa de contar con un mejor amigo).
Los paseos dominicales de Celeste con sus hijos en esos primeros
años después del diagnóstico prescindían de la participación de
otras personas. Se diría que esto fuera contraproducente, pero en
ella parecía dominar más un inexplicable sentimiento de culpa y
de vergüenza contenidas, implícitas, que el más coherente senti-
do de responsabilidad de buscar toda la compañía y todo el apoyo
disponibles, para proteger a su hijo. Ella, a ratos, parecía preten-
der que no existía esa condición especial de su hijo que la obliga-
ba a tomar toda previsión necesaria para su seguridad y bienestar.
Y fingía estar convencida de que ella sola se bastaba para cuidarlo
288
y protegerlo frente a cualquier circunstancia adversa o riesgo. Pa-
recía haber olvidado ese primer ataque del niño que les cambió la
vida en un instante. En cambio, decidió que J.R. debía llevar su
vida de la manera más normalizada posible, sin hacer énfasis en
su condición de salud, para lo cual tendría que ser severa con él,
aunque se partiese ella misma de dolor. Esa perspectiva la abrumó
y la llenó de miedo; un miedo poderoso que la llevó a equivocarse
mucho y a transitar por caminos mal trazados. Se dijo a sí misma
que el quedarse con su marido, con el padre de sus hijos, sería lo
mejor para ellos, así le costara a ella cualquier posibilidad de ser
feliz. Su realización sería la de sus hijos, verlos a ellos felices.
Había dos pasatiempos principales en la agenda dominical de
Celeste con sus hijos. El primero de ellos era el parque público de
atracciones, que incluía una minipista de carritos eléctricos que
haría por años las delicias de J.R. y de su hermano menor, y un
prototipo de cohete espacial, se supone que en homenaje a los
viajes lunares, en cuyo interior cualquier niño podía transmutarse
en Neil Armstrong. Este juego era el que más le gustaba a J.R.,
quien sentía una fascinación inocultable por todo lo que tuviera
relación con el firmamento. Ahí dentro, su imaginación era capaz
de llevarlo a distancias y alturas inconcebibles, que lo ayudaban a
crear un sincretismo único entre lo religioso-espiritual y lo cientí-
fico-material-objetivo, que llegara a ser su vigoroso corcel imagi-
nario y su constante aliado, aun en su edad adulta, para enfrentar
no solo su condición, sino también otros sinsabores y agravios.
Este ejercicio mental no era voluntario, sino que se manifestaba
en el niño de manera espontánea, se diría, y se fue constituyendo
poco a poco en su tabla de salvación frente a ciertas realidades y
hechos que, de otra manera, hubieran producido un daño irrepa-
rable en su sique y en su ser.
Las telenovelas fueron un elemento importante en mi crianza
y en la relación con mi madre. Comencé a verlas en 1973, si no
289
recuerdo mal, con siete años; y creo que comencé a verlas por
inducción suya, porque a ella le encantaban. Una de sus órdenes
estentóreas hacia mí era que no me perdiera la telenovela de las
nueve (la del canal nueve, por cierto), y que le reportara ese capí-
tulo que se hubiera perdido por haberse ido a jugar cartas, o por
su trabajo, o por cualquier otra razón de peso.
Rosangela, mi abuela materna, vivía intensamente esas histo-
rias y esa afición leal era la forma de Celeste de mantenerla viva
y, a su vez, era la forma de su hijo de mantener a Celeste cerca de
sí mismo.
Yo de diez años y Chela, nuestra empleada, me llevaba de no-
che con sus amigos en el auto de alguno de ellos a fiestas de cum-
pleaños de otras amigas suyas. O simplemente a dar vueltas por
la ciudad. Mi madre, a veces, regresaba tarde de su trabajo en la
Policía, muy tarde.
Chela fue una de tantas empleadas domésticas que tuvimos,
no recuerdo cuántas fueron. Era imprevisible, se entretenía mi-
rando las telenovelas sentada en el suelo del cuarto de mi madre
hasta que un día Celeste, en un arranque de bondad cristiana, le
indicó que buscara una silla alta —alta y recta— del comedor y se
sentara. Con ello aprendimos a tolerar su olor a aceite de cocina.
Yo a Chela la quise mucho a pesar de algunas desavenencias
religiosas entre nosotros, que consistían básicamente en un escep-
ticismo tozudo de mi parte y un sincretismo caótico de la suya.
Ella hablaba a veces sin pensar y mi mayor decepción existencial
me la llevé el día que ella me dijo que las personas éramos ani-
males «racionales» (racionales pero animales al fin y al cabo). Ese
desengaño filosófico me afectó profundamente a esa edad, provo-
cando que me cuestionara la existencia de Dios y otros temas me-
tafísicos no menos trascendentes. Lloré desconsolado y creo que
nunca se lo perdoné, aunque en lo aparente siguiera tolerando
su presencia en mi casa, que no era la mía sino la de mis padres.
290
Cuando no lloraba toda la noche, me quedaba mirando
películas viejas, incluso algunas de antes de haber nacido mi
padre. Me encantaba ver las de los hermanos Marx, y amé
profundamente durante años al mudito rubio de sombreros
ridículos, compadeciéndome de su mudez (porque lo interpre-
taba como un alter ego posible, como una residencia probable de
mi ánima extraviada). Pero la que más me impactara entonces
fue Siete novias para siete hermanos, por su final coreográfico
bien coordinado (¿Por qué solo siete y no ocho?, fue su única
pega... Porco Dio!).
Podría decirse que la conocía todo el pueblo, algo que yo mismo
confirmaba cada vez que íbamos ahí a pasar las fiestas con mi
abuela y mis tías y tíos. Siempre que estábamos ahí mi peor mie-
do, un terror difícil de digerir, era la tradición de mi madre de
iniciar una agenda de visitas de año nuevo a su interminable lista
de gente conocida.
Amigos de la infancia, compañeras de estudio, exnovios y aun
el dueño de la tienda de abastos donde solía hacer la compra y
¡cómo no! las hijas de este que eran también sus grandes amigas.
En esas visitas yo trataba de pasar desapercibido, tanto como me
lo permitiera mi corta estatura. Por eso, cuando eché el estirón
fue para mí una tortura inenarrable ese ritual materno, ya que
parte del ritual era escuchar cosas como:
—¿Y este hombretón es tu hijo? —a un alfeñique larguirucho
que no pasaba de los cincuenta kilos, con un metro setenta y
cinco de estatura.
—Pues sí, es el mayor, Romancito.
291
—Ah, pero ¡qué alto es! ¡Si parece un jugador de básquet! —
No me toque, ni se le ocurra tocarme… Aquí me sentía como
una pieza de ganado vacuno que estuviera siendo comprobada—.
¿Y tienes otro varoncito, no?
—Sí, Leíto.
—Solo productos para damas. —Y después una carcajada sa-
tisfecha (¡Puagh! Scheiße! Porco Dio!: siempre le tuve miedo a esas
lenguas viperinas, especialistas en reducir, en minimizar las virtudes
y aumentar las faltas).
Yo mismo le tenía un miedo de iglesia y ceniza a esas lenguas
viperinas, especialistas en reducir, en minimizar las virtudes y au-
mentar las faltas.
Las mujeres, por su parte: «Pero qué bella familia, tienes, Ra-
mona…». (A mi madre no le gustaba particularmente su segundo
nombre por su obvia sonoridad masculina). Y en San Juan era inevi-
table que todo el mundo la llamase «Ramona» (no en San Cristóbal,
donde era «la Dra. Andrónico»).
Ese diálogo se repetía año tras año, provocando en mí un prin-
cipio de cansancio y náuseas del cual ya no me libraría y que
siempre me acompañaría en las visitas al pueblo de mi madre. A
ese cansancio se sumaba esa sensación de mono de circo (a causa
de mi hiperglosia en progreso constante debida, en parte, a que el
aprendizaje de lenguas extranjeras fue mi principal arma contra
mis obsesiones y mis trastornos de ansiedad; así trataba de domi-
nar /domesticar/controlar, mi cerebro febril).
Problemas micóticos, pies planos, escapadas involuntarias y
repentinas de la realidad eran el cóctel perfecto para disfrutar por
mucho tiempo de unos bajos niveles de autoestima y no cesar en
búsqueda de reconocimiento.
—¡Qué inteligente es este muchacho! Será embajador algún
día —exclamaría alguno de los viejos amigos de mi mamá, con
esa cuota de orgullo que significaba «conozco a alguien que puede
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llegar a ser exitoso en la vida, que puede llegar a hacer grandes
cosas como eso de la Diplomacia o la Política».
«Oh, sí, lo heredó de mí», se ufanaba la señora poderosa, aser-
tiva, y pasaba a comentar que los idiomas y mi agudeza gramati-
cal me venía de ella, «porque yo aprendí inglés y francés muy pe-
queña, lo que pasa es que me olvidé por no practicarlos, aunque
los entiendo a la perfección…, ya sabes, el miedo escénico»…
O repetía como lorito algunos extranjerismos mal pronunciados,
como plus café, por creer que provenía del hecho de tomarse des-
pués del café. O discutía conmigo tete a tete por la acentuación
correcta de alguna palabra, o lo que decía la Real Academia sobre
el uso de algunos vocablos poco comunes. La de mi madre siem-
pre era una reacción calculada para hacerme sentir su insatisfac-
ción por mi bajísimo rendimiento escolar, o por cualquier otra
razón por la que discrepáramos. Y consistía en un silencio que
iba acompañado de una mirada que me dirigía de reojo, como
diciéndome:
«No querrás que les decepcione con lo de tus notas en el
liceo, ¿verdad? (habla de mi sangría que duró un quinquenio,
hasta que entré en la universidad). Tú sabes que no eres ese ge-
nio que ellos creen; te falta mucho para eso», como si mi bajo
rendimiento académico fuera el peor de los problemas entre
nosotros. Yo le devolvía una mirada que con los años se fue
transformando. Cuando niño esa mirada era de terror ante la
posibilidad de que mi madre, en venganza por mi irresponsabi-
lidad, me dejara en evidencia frente a toda persona que alaba-
ra mis capacidades excepcionales. Adolescente, respondía a esa
mirada suya con una altivez cada vez menos controlada, más
evidente a los ojos de quienes estuvieran presentes, así fuera el
Santo Padre. Poco a poco fui entendiendo que ese duelo que
me planteaba mi madre era un duelo de poder. Que ella quería
sojuzgarme y yo no me dejaría.
293
Esta tortura la padecí por algunos años hasta que conocí a Da-
vid, un chico cuatro años mayor que yo pero muy locuaz y abier-
to. Rubio, altísimo (medía como un metro ochenta), sus ojazos
azules penetraban en los míos como rayos de luz fosforescente.
Hablaba de cualquier tema con una seguridad y un dominio ava-
sallantes. Nada de lo humano o de lo divino se le escapaba a su
sagacidad. Era primo de una actriz famosa, cuya familia era del
pueblo y mi madre conocía (hubo varias personas famosas naci-
das en el pueblo y que mi madre conocía).
Mi familia proviene de una estirpe de inmigrantes que, ora
por esfuerzo propio, ora por buena fortuna, lograron construir
un patrimonio considerable basado en la explotación del campo
y la ganadería. Mi madre es la penúltima de nueve hijos. La ma-
yoría de ellos mujeres. Y según sus propias palabras, la preferida
de mi abuelo, el manchego, junto a su hermana Lorenza, la más
joven, la más parecida a ella y por ello su aliada incondicional, en
las buenas y en las malas, como a ambas les gustaba recalcar en la
intimidad de la casa familiar.
Problemas micóticos, pies planos, escapadas involuntarias y
repentinas de la realidad eran el cóctel perfecto para disfrutar por
mucho tiempo de unos bajos niveles de autoestima y no cesar en
mi búsqueda de reconocimiento.
Mi hermano conocía ese secreto antes que yo… (Todo después que
mi hermano)…
Estaba tan disociado de esta realidad que fue mi hermano Leí-
to el que me hiciera saber que mi abuela no era mi abuela, no lo
era al menos por sangre...
Una mujer morena color ocre y desdentada me sorprendió
más de una vez con una pregunta extraña, absurda: «¿Ya fuis-
te a visitar a tu abuela?». A lo que yo, por supuesto, no podía
294
dar respuesta. Solo me quedaba pasmado, mirándola a ella y mi-
rando al vacío, alternativamente, como si ambos, el vacío y ella,
compartieran entidad, como si ambos formaran parte del mismo
fenómeno de la realidad, insondable, misterioso, buscando esa
respuesta inasible.
No atinaba a encontrar respuesta a tal misterio. Cuando lo
compartí con mi hermano, entonces con nueve años, él, muy in-
teligente, muy maduro para su edad, me respondió: «Pregúntale
a mamá».
Y es que nunca le di importancia al hecho de que cada año,
no bien nos instalábamos en el cuarto de mi tía Gracia Angélica
(o en el de mi tía Rosangela Mariela, da igual), en algunas ocasio-
nes mi madre, habiendo dejado todo en orden, salía sin decirnos
nada y regresaba también en silencio, como si ocultara algo. Ese
secreto persistió por uno o dos años más, hasta que un buen día,
creo que fue Leo, el hijo de Margarita, la viuda agradable que nos
visitaba cada diciembre, repitió la enigmática pregunta:
¿Ya fuiste a visitar a tu abuela?
Cada vez que veía salir a mi madre y mi hermano de esa ho-
rrible casucha de ladrillos sin frisar y techo de zinc sobre el cual
caían ramas de las matas de mamón que la rodean sin protegerla,
algo se me revolvía por dentro...
El espanto inicial se convirtió en una inquietud constante por
encontrar en otra parte la justificación de mi orgullo de raza. No
podía estar tan loco como para vivir justificado en una mentira
absoluta. El alivio a mi inquietud genealógica me lo proporcionó
Celeste, al hacerme el relato tranquilo de sus orígenes. Sin embar-
go, no fue el alivio absoluto y definitivo que yo esperaba.
Juré que desvelaría el misterio. Me aposté a la puerta de la casa
de Dolores Amelia, situada en frente de la casa de mi presunta
295
«otra» abuela y esperé. El estómago se me revolvió. En seguida
veo con sorpresa que sale mi madre acompañada de mi hermano
de esa casucha fea, pobre y pintada de un azul chillón, imposible
de tolerar más de tres segundos. Sus caderas, que ya habían em-
pezado a crecer por efecto de una obesidad incipiente, se movían
de un lado a otro a cada paso que daba prudente, bajando las es-
caleras de cemento que unían a la casucha fea con el asfalto de la
calle, asiendo firmemente a mi hermano que trataba de dar salti-
tos juguetones. Yo me había acercado casi al pie de la escalera que
separaba la casa de mi tía Rosangela de esa casucha, construida en
el terreno trasero que había formado parte de la casa de mi abuela
y a partir de un silencio pasmado y con mis órbitas marrones
abiertas al máximo, pregunté consternado:
—¿Qué hacían ustedes ahí? —Mi hermano me responde con
una sonrisa satisfecha:
—¡Pues visitar a mi abuela!
Y yo caí de una zambullida brusca en un mar de confusión y
de incertidumbre, plagado de preguntas sin respuesta.
—¿Mi abuela? —se me quebró la voz, sin entender si la res-
puesta de mi hermano menor iba en serio o era otro de sus tru-
cos, de sus travesuras aviesas en contra de mi a veces insuperable
ingenuidad.
Mi madre me tomó decidida pero suavemente del brazo y me
dijo:
—Vente, vámonos a casa de tu abuela.
A partir de ese momento me pregunté «¿De cuál abuela?».
(¿De la que siempre he conocido o de esta nueva, desconocida,
misteriosa abuela que me había surgido de la nada?).
Mi madre esperó a quedarse sola conmigo en la sala de estar
de mi abuela (un milagro que solo se producía entre las doce del
mediodía y las cuatro de la tarde, la hora en que el sol castigaba
con mayor fuerza a la casona estoica y en general, a todo el pueblo
mudo). Me sentó decidida en el sofá, protegido por uno de los
296
caballeros en armadura y con la voz más dulce que pudo hallar en
su garganta musitó con ternura:
—Tu hermano y yo estábamos visitando a tu otra abuela, Do-
lores.
—¿Mi otra abuela? —inquirí incrédulo.
—Lo que pasa es que tienes dos abuelas —dijo por fin. Y yo,
tratando de disimular mi sorpresa bajo un manto de tranquilidad
fingida (había aprendido a fingir cuando mi hermano y yo nos
hacíamos los dormidos para sorprender a nuestros padres), le res-
pondí: «¡Genial!». Fue lo único que atiné a pronunciar.
Entonces yo soy una mentira. Siempre había sido una men-
tira y no lo sabía. Ni tan siquiera lo sospechaba. En cambio, mi
hermano sí. Todos lo sabían menos yo. Todos menos yo. Ni ex-
traterrestre ni un rábano frito. Soy una mentira. Una mentira con
dos patitas cortas que la hacen caminar balanceándose exagerada-
mente a un lado y a otro de la vida, de la verdad, al margen de la
vida de todos los demás. Todo esto lo pensé en su momento, más
con rabia que con decepción. Mi madre me volvía a traicionar
ocultándome información sobre nosotros, sobre mí mismo.
Desde que supe que Celeste no era hija biológica de mi abuela
Rosangela, me perdí. Ya no supe quién era yo; tampoco sabía ya
con tanta seguridad qué sería de mí; qué hacer con mi vida ni por
qué o para qué. Porque el éxito lo traía en la sangre, pero ¿cuál
sangre?
Entonces, la mirada de la nani cobró algún sentido; sentía
que con esa mirada vertical, con ese trato cruel y oblicuo, quería
decirme algo, demostrarme algo inconfesable, no en casa de mi
abuela, que era siempre por esos días, cada año en diciembre o
cuando estuviera yo ahí, mi casa y no la suya, la de Clemencia,
la inclemente, como creí justo en ese momento llamarla. Por eso
Ada miraba a mi madre de esa manera desobligada, desafiante,
con un cierto desprecio mal disimulado. De ahí su silencio pétreo
en nuestra presencia siempre inoportuna. Ella era Ada.
297
APO (En el Club Costa Azul)
Llegamos al Club Costa Azul a las tres y treinta y siete minutos
exactos de la tarde de ese sábado lluvioso y espeso. Cuarteto im-
probable, producto de un azar bastante probable. Esas inolvida-
bles vacaciones las disfrutamos en parte gracias a la generosidad
inmobiliaria de nuestro tío Buyón, quien compartió con nosotros
su acción en el Club Puerto Azul, suerte de Mediterranée venido
a menos (o no tanto, porque en ese viaje por tierra que desem-
bocó en ese destino novedoso, conocimos a una muchachita, hija
única y nieta algo tardía de una familia periodística, mediática; la
mu-cha-chi-ta, malcriada, mimada y con voz insoportablemente
chillona, sabihonda de su linaje, que pretendió competir por esos
pagos con nosotros dos).
Cuarteto de piscinas, alguna de ellas climatizada para mayor
solaz. El itinerario de diversiones inició en esa área, las piscinas,
separadas por brevísimos corredores arbolados, casi estrechos,
pues dejaban caer la luz del sol solo parcialmente, dando frescor
a las tardes cálidas o mañanas efervescentes.
Ahí conocimos a APO, un jovencito en sus veinte, pero con
el alma de un niño de tres, cuatro, cinco. Su mirada era tan
pura y transparente como el agua de las piscinas. APO llegó a
la piscina con su andar columpiado, entre sus dos progenitores,
varón y mujer en sus cuarenta o así. Sus piececitos demasia-
do pequeños para las redondeces de su conspicua humanidad
le hacían balancearse en actitud de gandaya (macarra) tierno
y ojeroso, apenas salpicando la cálida superficie cerámica de la
piscina. Su nombre abreviado, todo en mayúsculas en una ca-
miseta amarilla que no se quitó hasta que lo dejé de ver (así lo
recordaría, así lo soñaría, con esa camiseta amarilla como su
espíritu infantil).
Yo me perdía en la pureza de su mirada y en la inocencia de
sus intenciones. Su único interés era pasarla bien. Divertirnos los
298
tres jugando a la pelota. Intercambiándosela conmigo como en
un flujo eterno, como el movimiento de la tierra alrededor del
sol; me hacía tan feliz ese movimiento/momento pendular, que
era como si sostuviera el mundo entre mis manos.
Su cabello tan obscurecido como el oro negro que permitía
nuestra presencia ahí. Yo lo buscaba por todo el lugar, oteando
el horizonte como si mis ojos fueran radares infalibles. (El cine;
película de LP la disfruté como nunca antes con cualquier cosa
que hubiera hecho hasta entonces, incluyendo por supuesto el
juego del fusilado…).
Quería ser como él, porque no había ser vivo en el mundo más
sincero y despreocupado. Te lo decía todo con su mirada de niño
que sale por primera vez a la vida. Los demás huéspedes del hotel
nos miraban extrañados, conscientes de que no podía haber entre
nosotros vínculo consanguíneo alguno, dado que Apo era escar-
lata, su piel casi traslúcida, sus ojos de gato nocturno brillaban
al menor contacto con la luz solar; tanto de todo esto era que su
madre lo embadurnaba de protector solar y de crema de tal ma-
nera que al verlo se diría que era un muñeco de nieve en proceso
de elaboración. Yo me limitaba a disfrutar al máximo posible el
tiempo juntos y a vigilar acucioso que nadie osara meterse con él,
so pena de caer víctima de mi furia ciega.
Mi hermano también cayó hipnotizado ante los encantos pu-
rísimos del ser de luz, acuático, azul. Nuestras jornadas comen-
zaban con el plan entusiasmado desde la noche anterior de verlo
a él, a APO. No hablaba; no le hacía falta. Sabía de sí mismo esa
condición suya capaz de transmitir todo con su mirada reforzaba
apenas a ratos por algún balbuceo emocionado durante nuestros
juegos acuáticos.
En esa ocasión, yo volví a cierto recuerdo inoportuno, en cier-
ta manera. En nuestro tránsito pedestre (o producto de algún
anuncio oportuno o insistente del altavoz del hotel), descubrimos
que se estrenaría en esa locación el primer largometraje protago-
299
nizado por Los Picapiedra, El Super Agente Picapiedra (The Man
Called Flintstone, 1966). En ella, Pedro, Pablo, Vilma y Betty tie-
nen unas divertidas aventuras que los llevan a Eurroca y ahí a Ro-
coma y Piedrís, gracias a que el agente secreto Piedris Bond pare-
ce el gemelo perdido de Pedro. La entrada de nosotros cuatro a la
peli le costó a mi padre veinte bolívares, cinco su precio unitario.
Buscamos lugar, a mi instancia expresa, justo en el medio
de las sillas blancas de agencia de eventos que ocupaban la gran
explanada cuadrada que hacía de las veces de cine improvisado
al aire libre. Debíamos sentarnos justo en el medio de todo, ni
más adelante ni más atrás, esa fue mi indicación expresa a mi
familia. Disfrutaríamos por primera y única vez en familia del
largometraje de «Los Picapiedras», los equivalentes prehistóri-
cos de los Jetson («La Familia Sónico», mis dibujos favoritos,
por razones obvias), que en esta ocasión nos contarían sus aven-
turas en «Rocavegas» (ellos a todo le colocaban el prefijo «roca»,
por razones más que obvias). Apo, mi amigo, mi alma gemela,
apareció cinco minutos después de iniciada la peli (seguramente
el retraso se debió a sus padres, él era puntual) y una vez me hubo
ubicado con su mirada de radar electromagnético, emprendió
una carrera de obstáculos para llegar hasta donde estaba yo con
mi familia, durante la cual se llevó por delante varias sillas vacías
y las miradas molestas o sorprendidas de algunos espectado-
res. Creo que no fueron más de tres los brincos que dio para
alcanzar mi emplazamiento, dejando a sus padres solos, sor-
prendidos, boquiabiertos y algo avergonzados por su reacción
repentina. Sus ojos grandes y redondos se abrieron a su tamaño
máximo, como los focos de un coche deportivo caro. Sus padres
solo atinaron a correr tras él, bordeando el grupo de sillas hasta
ubicarse en nuestra fila, disculpándose a turnos mientras cami-
naban, y llamándolo a él lo más discretamente que pudieron,
para no interrumpir el audio de la película y evitar las miradas
sorprendidas o molestas de la gente.
300
A nuestro regreso no pude despedirme de él. Al parecer, pasó
algo que provocó la partida imprevista de su familia. Y yo no
podía sospechar que la razón de esa repentina marcha fuera acaso
una crisis en su salud.
Solo años después, ya en la universidad, pude saber que APO,
mi Gazú particular, era, por esas coincidencias extraordinarias,
únicas, mi vecino en la calle 3 de El Pedregal.
Yo era el niño más impresionable de todos. Supongo que por
ese rasgo pétreo en mi personalidad gelatinosa, guardé recuer-
dos de mis otras vidas, esas que no pude vivir en su plenitud,
enteras.
Un rosario de muertes absurdas, inauditas, punteó mi infan-
cia llenándola de miedo, desesperanza. La vida me aterraba, en
conclusión. No la muerte, la vida. Tampoco es que tuviera con-
suelo en la idea de la muerte como final; con simplicidad, quise
escapar siempre de mi presente que se me antojaba insuficiente,
precario, magro, mediocre. No puedo evitarlo. Es más fuerte que
yo. Las repeticiones son mi leit motiv. Tántalo desde el rapto de
Ganímedes.
Casi enseguida de esa muerte incomprensible, vinieron otras, en el
espacio de veinte años (veinte años no son nada, solo son un instante
que se vuelve eterno cuando produce tantas muertes, tan seguidas).
Y así, varias muertes se sucedieron en la eternidad de esos cinco
o siete años fatídicos (¿no eran veinte?). La del papá de Carlotti,
a sus 36, infarto fulminante. La del papá de Ricky (Kike), mi
pinche tirano, de un cáncer oculto bajo la tierra. Pero, por sobre
301
todas ellas, la primera y más impactante, la más dolorosa, la que
me hizo cruzar el Hades en la barca del barquero que recibe la
moneda en tu boca, la de la señora Berta, nuestra Berta. Nuestra
Berta simbólica, paciente; simbólica de tantas cosas buenas, de
generosidad, de empatía, de longanimidad real y verdadera. Se
pasaba, se pasaba. No había expectativa que ella no cumpliera.
Se pasaba. Orgullo oculto, nadie lo supo, ni lo celebró como es
debido. Se pasaba.
Era luz en el camino. Sangre de mi sangre. Devolvía bien por
mal. No había otra. No se quejaba. No lloraba. Sonreía. Se pasaba.
Toda esa realidad paralela se rompió en mil pedazos, como
cristales, como estalactitas y estalagmitas que caen en ambas di-
recciones, arriba y abajo, pero todas caen; como pedruscos, como
hogazas de pan sin pan, sin suerte, sin destino.
Después de la muerte de la señora Berta, los chicos comenza-
ron a decir que habían visto como se le desprendía la cabeza del
cuello (algo imposible, pues hubieran tenido que cerrar el ataúd
y yo llegué a verla de cuerpo entero en su urna) y, sin embargo,
después de haber escuchado esa historia, me la imaginaba como
una muñeca desarmable (o como una muñeca cualquiera, sin su
cabeza plástica). Era verdad: su cabeza se había desprendido de
su cuello y se notaba el collar rojo que recorría este, como si se
tratara de una criatura del doctor Frankenstein.
La muerte para mí adquirió la cara de la señora
Berta en su urna de cristal con bordes de madera, del-
gadísimas y largas líneas marrones que impedían que
se desintegrara como polvo de estrellas ante nuestros
ojos. Su cara cruzada por hematomas rosados, rojos,
sanguinolentos aún, su rostro sereno, dormido, apaci-
ble como ella, como siempre fue. Ni siquiera esa herida
302
atroz alteró gesto tranquilo. Su gesto final fue fiel a su
carácter. Lo más fiel que pudo.
Nos recibía en su casa (a la cual íbamos mi hermano
y yo por invitación expresa de alguno de sus hijos, de
otra manera, no hubiera ocurrido) con una sonrisa que
iluminaba su rostro de retablo neoclásico, nos ofrecía
algún zumo natural, con unas galletas de jengibre, todo
hecho por ella y nos preguntaba que cómo nos iba, no
solo en el cole, sino en la vida y nos mimaba con su
sonrisa luminosa y nos sonreía con su mirada apacible,
como si toda la paz del mundo estuviera en esa mirada,
como si no hubiera mejor lugar en el mundo que ese
pequeño rincón de esa pequeña cocina suya, esa mesa
que parecía como de juguete, con sus sillas del mismo
color, verde agua veteado por irregulares y vaporosas
formas blancas, alargadas, que iban desapareciendo con
el tiempo y con el uso. (En muerte de señora Berta)…
Otras muertes de nuestro entorno no fueron tan llora-
das. En todos los casos fueron las de «padres ejempla-
res», los cabeza de familia que se hacían notar en sus
respectivos hogares solo como carceleros impíos.
Murió atropellada, casi triturada, por un camión
de combustible cuyos frenos salieron despedidos como
ella misma, en una curva cerrada, sin punto de visual.
Murió por un error de diseño, por el mal estado de la
vía pública. Murió por negligencia de un funcionario
irresponsable que fue incapaz de señalizar ese rincón,
esa curva, y la convirtió en una trampa mortal.
Mi mamá no nos dejó ir al funeral porque dijo que
era un espectáculo demasiado triste y duro y que me
haría llorar mucho y a mí no me gustaba llorar. Yo me
quedé con las ganas de ver cómo la despedían, cómo
303
la enterraban. No pude despedirme de ella. Lo lamen-
té muchísimo. Por muchos años lo lamenté. Me sentí
culpable de no haberme rebelado, como con los zapa-
tos ortopédicos y con el puto corte francés, que odiaba
como a nada en este mundo (sobre todo con el cabello
húmedo).
No sé a mi hermano, pero lo que es a mí, mi mamá me pareció
siempre Dios en la tierra. Y esta impresión mía, cuya evidencia en
contrario solo pude sospechar años después, me convirtió en su rehén.
Tengo, desde que puedo recordar, un gusto patológico por la
exageración. Y no exagero, puesto que hube de pasar por lo peor
que se pueda pasar (en este punto son aceptables las repeticio-
nes cacofónicas, ¿verdad?). Así como no exagero cuando digo que
bastan (hacen falta) dos palabras para enunciar la más importante
religión que he profesado en mi vida: mi madre. Ella lo fue todo
para mí… Y hablando de religión, mi tía Gracia Angélica fue
siempre una mujer muy devota… Siempre fui generoso en mi
visión de las personas, no sé si a causa de que las vi siempre desde
abajo y a causa de que mis pensamientos son como esa lluvia de
la que no se debe hablar.
Mi madre estuvo a punto de no iniciar la carrera de Derecho.
Y estuvo a punto de no acabarla. Todo por culpa de mi padre.
Él no quería que ella estudiara. No le convenía, según él, a ella.
Nunca lo dijo de esa manera. Pero se le notaba. Se notaban ense-
guida sus ansias de controlarla, de dominarla, de sojuzgarla como
304
a su sierva, esposa sumisa y entregada solo a sus deberes como
madre-esposa. No concebía que las cosas pudieran ser de otra
manera. No le daba la gana. A él.
Se le notaban esas ganas desde hacía mucho, desde antes de
casarse ellos. Con seis años, me enfrenté a él en defensa heroica
de mi madre, en medio de una de sus tantas, incontables peleas a
gritos. Mi madre siempre cuenta que yo, un enano de no más de
un metro veinte centímetros, me interpuse entre esas dos masas
gigantescas que eran sus cuerpos altos y fuertes y empinándome
lo más que me permitían mis pies largos y planos, fulminé a mi
padre con mis ojitos inquisidores y le grité fuera de mi: «¡No te
metas más con mi mamá! ¡Aquí hay un hombre para defenderla!».
Ícaro elevándose hacia el fuego solar. Esa fue la primera vez que
me rebelé ante la sevicia de mi papá enloquecido, mi papá el ja-
balí hosco, lampiño, medio ciego, inconsciente de su brutalidad.
Chela, fámula díscola, despistada y entretenida en telenovelas a
todas horas era, con su hablar ríspido y chillón, y su coleta en
cascada sostenida solo por un gancho de aluminio bañado en fal-
sa plata, uno de esos personajes que si no existieran habría que
inventarlos. Era profunda en su directa simplicidad. Profunda en
su afecto hacia mí, que por muchos años fue el afecto más sincero
y confiable con el que pude contar en la adversidad. Ella era la
encargada por mi madre, cuando mi curiosidad por el mundo
exterior podía más que el aburrimiento que habitualmente me
producía, de requerir mi inmediato regreso a la protección del
hogar materno, y cumplía fielmente su misión con chillidos de
cotorra compulsiva que podrían haber levantado cadáveres a tres
metros bajo tierra.
305
Para la merienda, Chela me preparaba la lonchera con alguna
arepa rellena con queso y mermelada de guayaba, otras veces era
mantequilla y queso blanco, con un poquito de jamón. Porque yo
a la cantina ni me asomaba. Me daba un pelín de asco. A veces,
no sé por qué, mucho asco. Creo que era por el tumulto de ma-
nos con las uñas negras cogiendo la comida para llevársela a sus
bocas de dientes cariados.
Chela me llevaba a pasear con sus amigos, durante alguna
ausencia de mi madre. Tenía una amiga que trabajaba en una
casa en la esquina bajando de la nuestra. Una noche tranquila de
agosto, mi madre jugando cartas en lo de Nerea, seguramente,
se presentan en mi casa dos caballeros jóvenes; uno gordo, sim-
pático, bigotes mejicanos, como los del taxista pedófilo; el otro
flaco y larguirucho, su rostro picado de granos enrojecidos en su
piel espumosa, también simpático y conversador. No paraban de
hablar y de hacer chistes de todo lo humano y lo divino.
Chela sufría con frecuencia del mal de amores, porque se ena-
moraba a la ligera, lo cual no significa que ella misma fuera lige-
ra. Cualquier tarde tranquila de septiembre, estábamos Chela y yo
conversando en presencia de mi prima Rosiris (presencia en segun-
do plano pues ella se encontraba lavando su uniforme del liceo a
metros de distancia de nuestra serena disertación). Rosiris era en-
tonces una adolescente enamoradiza y contenta con ser quien era.
La charla entre nuestra díscola fámula y yo se centraba en la
ausencia prolongada de Jaime, enfermero dedicado que era su
pareja de entonces; a mi pregunta de por qué no reanudaban
su romance, interrumpido al parecer por una imprudencia im-
pronunciable (más bien inconfesable) del sátiro de marras, Chela
respondió solemne: «Es demasiado tarde ya» (frase típica de cu-
lebrón), a lo que yo, ahíto de ingenuidad infantil, le respondí:
«Pero si apenas son las dos y media de la tarde». Acto seguido,
306
Rosiris, concentrada como estaba en el movimiento oblicuo de
sus brazos morenos, quemados, dándole y dándole jabón deter-
gente a sus tejanos azules, azules como el detergente, pero de otro
azul, más oscuro, más adusto (quise decir «adulto»), rompió su
silencio abstracto con una carcajada estruendosa, definitiva y de
oreja a oreja, ante mi respuesta ingenua, fácilmente maleable. A
esta risa incontrolable, siguió la de Chela, cuyo abrazo oloroso a
aceite de maíz Vattel me provocó arcadas.
En mi búsqueda obsesiva de enanos verdes con antenas pun-
tiagudas en su cabeza ovoidal, encontré a Luigi, el hijo del car-
nicero italiano que había emigrado desde Avelino, provincia de
Catania, Italia, y cuyo carácter siempre me pareció volátil e im-
previsible (casi todos éramos volátiles e imprevisibles, es solo que
siempre preferimos ver la paja en el ojo ajeno). Era verde como yo
y tenía, como yo, las orejas puntiagudas.
En los tiempos iniciales de nuestra amistad, que fue cuando
ellos llegaron al barrio, a esa edad de ocho a diez años, solíamos
ocupar la rotonda situada en la parte superior de nuestra calle
(la que fue para mí por muchos años el final del mundo cono-
cido), para jugar despreocupados del hambre en el mundo o de
la destrucción de la capa de ozono (quizás nunca sabríamos las
verdaderas causas de la extinción del Neanderthal, ni de nuestra
presencia aquí, si por evolución o por creación, además de que
nunca entendí esta dicotomía artificiosa, rebuscada).
En ese tiempo no se sabía nada o casi nada acerca de esas cuestio-
nes que concitan hoy tanta preocupación en los líderes mundiales, y
supongo que tampoco hubiera hecho tanta diferencia si nosotros lo
hubiéramos sabido con tanta anticipación. Pero bueno, a lo nuestro.
Algunas noches, hacía su aparición este personaje gordito,
rubio como el sol y con un prominente y curvo culito, fruncido
por lo general en unos calzoncillos tejanos una o dos tallas más
307
pequeños, que le ganó entre nosotros el apodo de Miss Cuky (yo
no participé de esta fabricación perversa, así como de ninguna
otra que hubiera servido para acosar o burlarse de alguien más
vulnerable que yo). Seguramente el genio responsable de ese
apodo fuera Bruno, cuyo carácter, henchido de soberbia, prepo-
tencia y autosuficiencia, lo hacía proclive a estas maquinaciones
infames.
Su procedencia europea posiblemente fuera la razón princi-
pal de sus exóticos gustos lúdicos o deportivos. Porque siempre
que queríamos decidir entre todos a qué jugar, su propuesta in-
variable era el polo (o su versión personal del deporte, ya que
era imposible que jugáramos al polo de verdad, dada la ausen-
cia de caballos), deporte en el que su afición vencía con mucho
nuestra destreza. Y a pesar de las resistencias de los más duros
de entre nosotros (entre los cuales, insisto, no me contaba yo), a
veces el grupo decidía por mayoría acceder a la elegante y euro-
pea propuesta de Luigi, en aras de la camaradería. Eso sí, nunca
logramos completar un solo juego, ya que el único que poseía el
conocimiento correcto y pleno de las reglas era obviamente Luigi
y nuestros errores tácticos y fallos técnicos hacían del juego una
experiencia agobiante para él.
A pesar de esa disposición de ánimo, algunos de nosotros, cla-
ramente los más duros de entre nosotros, disfrutaban de burlarse
abiertamente del amaneramiento de Luigi. Yo me abstenía pru-
dente y sinceramente de participar de esas burlas, ya que estaba
seguro de que nuestros mayores compartirían mi desaprobación
(aquí dejo caer solemne mis párpados); y que se lo harían saber
a sus hijos por los medios más adecuados. Nada más lejos de la
realidad. Al parecer, el origen real de esas burlas contra Luigi fue
el padre de Bruno (o al menos su cómplice necesario). Y por eso
tuve miedo de ser su amigo.
308
Cuando Luigi/Miss Cuky se apareció en mi casa, mochila en
ristre, me dio un susto de muerte. Estaba seguro de que venía con
algún chantaje, revelarle a mi madre lo de mis viajes siderales con
Bruno (después de lo del techo de tejalit, yo sentía que mil ojos
me seguían a todas partes).
No se trataba de eso, había ido a proponerme un negocio (esas
fueron sus equívocas palabras). Cuando mi curiosidad pudo más
que mi prudencia y acepté mirar el producto que me ofrecía, mi
decepción no pudo ser mayor al ver páginas y páginas cubier-
tas de senos por todas partes. Mi decepción casi se convierte en
indignación. Luigi/Miss Cuky (¡quién lo hubiera dicho!) quería
treinta bolívares (siete dólares) por su producto. Yo, indeciso aún
(no quería quedar mal ante él), mi voz y mi ánimo titubeantes, le
pedía rebaja, tratando de negociar (y pensando dónde escondería
el producto en cuestión, una revista PLAYBOY de principios de
año, febrero), regateé todo lo que pude, en el escaso tiempo dis-
ponible para ese tipo de transacciones. Miss Cuky se demostró
un negociador recio y no pude moverle de su oferta inicial. No
la quería tanto para mí como para mirarla detenidamente con
Bruno. Ya entonces él venía dando muestras de su gusto por los
pechos y las caderas anchas, generosas.
309
CAPÍTULO V
Cuando murió mi abuela, el uso exclusivo o privilegiado de su
poltrona plástica, la que ella usaba para tejer pacientemente so-
brecamas inmensos, pasó a las manos —o a las posaderas— de
mi tío Buyón. Esto parece extraño, repentino, pero a él no se le
podía decir que no, so pena de caer en desgracia y merecer sus
gélidos silencios.
No era el único varón de mi abuela, ni siquiera el mayor pues
antes que él estaba mi tío Román Eugenio. Pero este se veía des-
plazado (de ese sitial de privilegio) por su evidente discapacidad.
Mi tío Román Eugenio era alcohólico, o como se le decía en San
Juan, un borracho. Sus crisis de alcoholemia las padecieron sobre
todo mi abuela y tía Alicia. Aquella más que esta.
La llegada de mi tío Buyón desde Maracay, si bien en vida de
mi abuela era previsible y esperada para las fiestas, en su ausencia
se convirtió en una molestia esporádica para mi tía Alicia. Tocaba
la puerta de entrada de manera enérgica e insistente y como no
hubiera nadie para recibirle, se regresaba con las mismas a su casa
para después llamar a mi tía Alicia y formularle un severo recla-
mo, como si hubieran acordado que lo esperase y ella hubiera
incumplido su palabra. Esta actitud de mi tío hizo que a regaña-
dientes mi tía Alicia le entregara copia de la llave de su casa (ella,
de pleno derecho, la sentía como suya, por el simple hecho de que
ella y solo ella la había mantenido en pie todos esos años).
Siempre, el mismo treinta y uno de diciembre, a cualquier
hora del día, se hacía notar en primer lugar, porque era la familia
311
más numerosa de todas las que constituían nuestro clan, y en
segundo, porque era más que evidente quién llevaba las riendas
en esa familia, se podría decir que a sangre y fuego. Se bajaban
todos del pequeño Fiat Mirafiori, en un orden etario invertido.
Primero los más pequeños, Alberto y Víctor, luego las chicas, Tite
y Teresa, mi amor imposible, y finalmente, Cristian, el mayor de
todos ellos y compañero de lides interplanetarias de J.R., hijo,
juerguista existencialista, irresponsable por vocación y fracasado
por tradición (o por comodidad).
La última en entrar a la casona era mi tía Raquel. Era el epí-
tome de la elegancia clásica. Sus labios eran grandes y carnosos,
sonrosados cuando no los llevaba pintados de un rojo carmesí
intenso, sin desentonar con el marfil de su rostro algo alargado,
de belleza serena cuya armonía pictórica era completada por su
voz nasal y suave, que acariciaba cada palabra con su acento del
centro del país, el típico del Caribe que se deja las eses en jotas.
Todo ese espectáculo increíble, su belleza inalcanzable, se hacía
inmortal al mirar la infinita tristeza de su mirada, perdida en los
ojos bailarines y ansiosos de su marido, que quería controlarlo
todo, con ella como principio y fin de esa furia controladora.
Mi tío Buyón era médico traumatólogo, graduado en la Uni-
versidad Central y había obtenido un título de posgrado en la
Universidad de Boloña, a la cual asistió gracias a que varias de mis
tías dejaran sus estudios para prepararse preferentemente para el
matrimonio.
Mi tía Alicia empezó muy joven a trabajar y a los diecisiete años
ya había conseguido una plaza como secretaria administrativa de
un tribunal local. Se casó tarde (para los estándares tradicionales en
el pueblo, es decir, a sus cincuenta y tres), con un hombre del pue-
blo, casi treinta años más joven que ella y a una distancia cultural
insalvable. Mi tía, a sus cincuenta años había viajado a Europa tres
veces, incluso disfrutó en crucero por el Mar Báltico.
312
En cambio, su consorte ni había pasado de los pueblos cir-
cunvecinos ni le había interesado nunca. Sin oficio conocido, al
parecer su feliz encuentro se produjo porque fue a apersonarse
en un juicio por una herencia menor en la que le había incluido
un familiar lejano, que según los dichos y corrillos había muerto
sin descendencia conocida y sin haber tenido nunca mujer. Era
parco; tanto, que incluso a mi padre, que podía llegar a ser un
hombre bastante locuaz y abierto cuando se lo proponía, se le
hacía muy difícil sacar de él más de unos cuantos monosílabos
dispersos en respuestas secas y cortantes. Parecía ocultar algo y esa
era precisamente mi única inquietud con respecto a ese personaje
misterioso, distante, huraño.
Saulo venía de una familia de siete hermanos, tres de ellos muje-
res que habían sido criados por una mujer sola, semianalfabeta,
que apenas había alcanzado a llegar al tercer grado de primaria
sin completarlo por tener que irse a trabajar el campo cultivando
tabaco, para sacarlos adelante ella sola, ya que no había contado
con el lujo de una pareja estable. Ese trabajo duro le había oca-
sionado varias afecciones de salud pero la más grave de todas ellas
era un dolor de espalda que la obligó a abandonar el campo y co-
menzar a trabajar en casas de familia, planchando apenas ya que
no podía hacerse cargo de todas las labores de una casa. Había
adquirido inicialmente «la enfermedad del tabaco», una afección
que ataca simultáneamente a varios órganos del cuerpo y que es
facilitada por la mala alimentación, característica inescapable en
una vida prolongada de pobreza y privaciones.
Seguramente la sucesión interminable de embarazos y partos
también hizo mella en la delicada salud de esta mujer menuda,
313
de no más de cuarenta y cinco kilos de peso y uno cincuenta de
estatura, cuando mucho. El padre de sus hijos, apenas semental
ocasional, se largaba no bien sabía que la mujer se encontraba
nuevamente «en estado de gracia». Supuestamente trabajaba fue-
ra, muy lejos, en otro pueblo con solo un apellido como apela-
tivo, como si a alguien se le hubiese olvidado ponerle nombre al
momento de su fundación.
Saulo, el silencioso, hormigueaba por toda la casona Fuentes
en silencio, con su paso amplio y cansino, reacio a compartir
espacio con esa amalgama caótica que era mi parentela materna.
No solo su obvio desinterés por compartir, sino por el hecho
de que nunca atinábamos el deletreo correcto de su nombre, ya
que Alicia siempre le llamaba «amor», lo convertía en ese plane-
toide lejano, desconocido en nuestra galaxia familiar. A veces era
«Paulo» y otras «Pablo», aun llegó a ser «Carlos», de tal suerte que
en un día podía haber sido llamado por al menos cinco nombres
distintos. Esto al parecer no le perturbaba, pues ni siquiera se
molestaba en corregir el error. Solo posaba su mirada apagada en
su interlocutor y se giraba con su bolso de mano marrón tierra
mirando hacia el suelo y partía de regreso a su vida callada de
ermitaño urbano (pueblerino).
Dada esta fácil confusión, era Celeste la encargada de pregun-
tar por Saulo, preferiblemente en presencia de nosotros tres, en
el momento en que traspasábamos el umbral de la puerta, para
evitar el momento incómodo de tener que preguntarle cada uno
a Alicia, cada vez que alguno de nosotros se la encontrase por pri-
mera vez (lo cual era muy improbable, a menos que no estuviera
esperándonos por estar fuera en ese momento), el nombre de su
pétreo marido.
Afortunadamente, ese día las dos hermanas tenían cosas mu-
cho más importantes que decirse, ya que Alicia tenía para Celeste
una consulta legal referida a su situación laboral. Pero esto tam-
314
bién implicaba riesgos, pues de concentrarse Celeste en un solo
tema, se olvidaba de todo lo demás, se abstraía de tal manera de
la realidad de este mundo y sus miserias que podía soltar una
imprudencia en cualquier momento. Y así fue:
—¿Y Saulo? —Por toda respuesta, Alicia con voz quebrada
musitó:
—No está.
—¿Cómo no está? ¡Si hoy es domingo! ¿Está en casa de su
madre?
—No lo sé, puede… —De inmediato Celeste entendió que
Saulo ya no era parte de la familia.
—En realidad quería hablar contigo lo de mi divorcio.
C.R., aún atónita y concentrada en cada gesto que hacía su
hermana con la mirada triste y la voz apagada, insistió en saber
cómo habían pasado las cosas.
—No ha venido desde hace una semana. Me dijo que iría a
casa de su madre y desde entonces no había sabido de él hasta que
me llamó para decirme que quería el divorcio y venir a recoger
sus cosas.
Sin salir de su sorpresa pero sin querer indagar en las razones
de tal conducta para no ahondar en la herida recién abierta (a
pesar de saber que en los pueblos a veces es mejor profundizar
en todos los detalles, por más escabrosos o crueles que puedan
ser). Pero de todas maneras se ahorraron ese repaso inútil de las
posibles razones que tuviera Saulo para tal comportamiento y co-
menzaron a actuar estrictamente como una abogada y su clienta.
C. hacía preguntas objetivas relativas a las circunstancias que ha-
bían rodeado el «abandono del hogar» (la figura legal que parecía
encajar mejor en la bizarra situación) por parte de Saulo.
—Bueno —prosiguió C.—, ¿a nombre de quién está el auto?
—El auto es de él.
—¿Sabes si tiene otros bienes?
315
—Todo lo que pueda tener o pudiera haber comprado en estos
ocho años seguramente estará a nombre de su mamá o de… —Se
interrumpió, tragó grueso y estalló en llanto. C. la abrazó y ella dijo:
—Tiene una querida… con tres hijos… —Y esa era la confir-
mación de las sospechas de Celeste, que habían planeado amena-
zantes durante toda su conversación.
Una mujer alienígena (la del nicab)
A mi tía Alicia sus viajes por el mundo no la habían liberado de al-
gunos prejuicios y creencias atávicas, de una profunda raíz religiosa
(quizás la relación entre una erudición temprana como la de su
sobrino y alguna improbable condición de «enfermedad espiritual»
la hubiera sacado de alguna de sus lecturas de la Biblia o sesiones
de espiritismo sincrético, que pudo estar llevando a cabo más por
compromisos sociales y tradición familiar que por una fe sincera
ya que, desde que muriera la abuela Rosangela, había sustituido
la iglesia dominical por su membresía al Rotary Club y no parecía
echar en falta los cirios, los velos y los golpes de pecho). La actitud
de mi madre ante esto era ambivalente, me exigía estar a la altura de
las expectativas de sus hermanas («Su casa, sus normas», me repetía
cada vez en el umbral), y ante el resto de la gente, pero al mismo
tiempo, ora me sobreprotegía como al más desvalido y frágil de los
cachorritos, ora me disciplinaba como el más severo juez…
Si mi tía Alicia me mandaba a última hora a comprar cualquier
cosa para la comida, generalmente algún refresco (artículo de pri-
mera necesidad en casa de mi abuela, por el calor canicular a esas
horas del día), a una calle de distancia de la casona, yo recorría el
cortísimo espacio de un lado a otro de la dirección indicada, mira-
ba en todas direcciones; trataba de recordar la ubicación correcta
de cada negocio, el color de cada casa y, frustrado, prefería dejarme
316
llevar por el olor hipnótico del café con leche o cortado recién ser-
vido, que envolvía el aire circundante en volutas salvajes e inolvida-
bles. Por eso solía tardarme más de la cuenta y me esperaba mi tía
con su cara revuelta en un rictus de circunstancia. «Te van a man-
dar a que busques la muerte», me susurraba mi madre, sentada en
el comedor, susurrado a mi oído, evitando echar sal en mi herida, y
yo lo traducía como «Tu tía te va a matar», así, literalmente mi tía
querría matarme, pero la expresión de mi madre lo que significaba
es que me tardaba tanto con cada cosa que me mandaban hacer,
que sería buena idea mandarme a buscar la muerte.
Un día, mi tía Alicia me llevó con ella y con Ada a comprar no
sé qué en no sé cuál tienda. Seguramente sería algo que tendría-
mos que cargar entre los tres. Mi tía nos estaba dando la cháchara
cuando Ada le dijo «Señora Alicia», dirigiendo su mirada veinte
metros más delante de nosotros. Mi tía puso los ojos como dos
naves espaciales de mi planeta, me cogió fuertemente del brazo
y con un templón que me enseñó cómo eran los templones de
brazo reales, me dijo en un tono de voz nervioso: «Vamos, vamos»
(«¿Vamos adónde?», pensé yo. «¿No íbamos a comprar ese cúmu-
lo de cosas que no podía transportar una sola persona?»).
Una vez cruzamos la calle, pude ver a la distancia a una señora
muy rara que se alejaba por la misma calle por donde habíamos
caminado hasta hacía solo un instante. Iba vestida toda de negro,
parecía un murciélago intentando alzar el vuelo desde la copa de
algún árbol distraído, o sofocado por el calor de aquella tarde;
llevaba un velo que le cubría todo el rostro (esto lo pude apre-
ciar porque la señora iba de perfil, diciéndole algo a uno de los
tres niños que caminaban con ella), parecido a los que se ponían
mis tías sobre la cabeza para ir a la iglesia, pero negro, liso, sin
bordados o arabescos, igual que su largo y vaporoso vestido, y un
paño del mismo color, del tamaño de una servilleta, lo justo para
cubrirle todo el rostro. No tenía ojos, o al menos no se podían
apreciar a esa distancia, desde el otro lado de la calle. Como Alicia
317
viera que mi mirada se iba angustiada detrás de esa figura espec-
tral, me cogió el hombro derecho con firmeza inquietante.
Le pregunté a mi tía la razón de su desasosiego repentino y me
respondió con una peculiar pregunta:
—¿Viste bien a esa señora con la cara tapada?
—Sí —respondí tranquilo.
—Pues nunca te le acerques a ella, ni a nadie que veas vestido
así, de esa manera tan rara.
—¿Cómo «así», tía?
—Los hombres llevan unos sombreros pequeños y redondos,
no como los nuestros del llano, que son grandes y… bueno, tú ya
sabes, no como esos, sino pequeños y circulares, completamente
circulares, como los de la heladería donde te hemos llevado siem-
pre, pero duros, como fijos. Ya lo sabes. ¡No pue-des a-cer-cár-
te-les! —concluyó enfática. Y como yo le preguntara la razón de
esa solicitud tan extraña, me dio como toda respuesta un gesto de
fastidio acompañado de un «Cuando seas grande lo entenderás»
y ahí quedó el tema.
En seguida comprendí que mi tía también era miembro de la
avanzadilla alienígena de la cual yo formaba parte, y que había sido
enviada aquí para imponer la justicia en este mundo. No podía ser
de otra forma, ya que compartíamos lazos consanguíneos. Y que la
señora con el velo color crema, todas las señoras con velos y todos
los señores con gorros cilíndricos eran miembros de otra raza alie-
nígena, enemiga de la nuestra y que no habían venido con buenas
intenciones (yo conocía perfectamente todo el catálogo de razas
alienígenas por lo que había visto en Viaje a las Estrellas y en Perdidos
en el Espacio, dos programas que nos proveían de información estra-
tégica de manera camuflada, en códigos indescifrables por nuestros
enemigos… ¿Sería verdad que pensé todo eso, tan pequeño?).
Sabía de las artimañas de mis enemigos, desde que nacía me
perseguían con saña; pero que me persiguieran hasta ese pueblo
318
perdido era ya el colmo de su obstinación en mi contra. ¿Por qué
me buscaban? ¿Para qué me querían? ¿No era suficiente ya con
que atormentaran mis noches quitándome el sueño, cuando se me
aparecían en forma de demonios voladores y burlones, amenazan-
tes con sus tridentes de fuego abrasador? En realidad, tuve miedo.
Tuve miedo de esa señora vestida toda de negro. ¿Qué ocultaba?
¿Por qué llevaba la cara cubierta? ¿Estaría desfigurada por una que-
madura grave? En todo caso, no correspondía, según mi tía, al pai-
saje llanero, criollo, occidental de San Juan. No debía estar ahí.
A pesar de su aparente banalidad, la plaza, como todo espa-
cio público de cualquier pueblo o ciudad del mundo, podía ser el
escenario inocente de acontecimientos históricos, o al menos sor-
prendentes, o al menos fortuitos. Y este acontecimiento podía des-
encadenar consecuencias para un número no despreciable de seres
humanos, lo cual podría eventualmente contribuir a su impronta
o podría ponerles coto definitivo a historias en desarrollo. Saulo.
Al cabo de algunos años, incorporamos otro ritual a la aventura de
estar ahí: ir a la plaza del sanjuanote a comer empanadas fritas relle-
nas de queso blanco. La plaza, de aspecto lóbrego, pobre, triste (po-
breza acentuada por los atuendos sencillos de la parroquia), rodeaba
la inmensa estatua de cemento dedicada a San Juan Bautista, que
con su imponente imagen protegía desde lo alto al pueblo triste.
Estando en ello (yo sin poder probar bocado alguno de las famosas
empanadas, más que nada por el asco que me producía el proceso
de su elaboración en sartenes ennegrecidas por el aceite reutilizado
n veces a la enésima potencia), Rosiris, Leíto y yo nos encontramos
con una no tan feliz casualidad que fue el haber coincidido con el
flamante marido de mi tía Alicia, quien no se percató de nuestra
presencia (o al menos supo disimular muy bien su sorpresa).
Vimos a Saulo caminando del brazo con una mujer mucho
más joven, adolescente quizás, en actitud romántica, o la idea que
319
tendría él de «romanticismo», rodearla por detrás con su kilomé-
trico brazo de gigante, susurrarle cosas como «Qué buena estás,
mamacita; déjate querer un poquito, anda», mientras su manopla
bajaba subrepticia hasta el medio del culo de ella, sobando, pal-
pándoselo como una fruta del mercado.
El hombretón silencioso no parecía tener interés alguno en
integrarse en esa familia ruidosa y dispuesta siempre a abrir las
puertas de su casa a quien tocara a ellas en son de paz, sin pregun-
tar por cuánto tiempo se quedaría. Nunca recibió el año nuevo
con la familia de su esposa. Se aparecía por la casa el 2 de enero
por la tarde sigiloso, sin que nadie lo notara y de repente estaba
ahí, sentado en la silla que presidía el pequeño y sencillo comedor
de diario de Alicia, cabizbajo y concentrado en apurar el conteni-
do de un plato de sopa de arroz o de verduras con algo de cebolla
picada, en la penumbra gris reflejada en el suelo de piedra pulida.
Era tan huraño mi proyecto inconcluso de tío que aun mi padre,
en comparación con él, era un dechado de simpatía y locuaci-
dad. (¡Sí!; hubo momentos en los que mi padre se sintió parte
de la familia de mi madre, supongo que debido a cuán insufrible
le pudo haber parecido su carencia casi absoluta de ese soporte
emocional).
¿Por qué se tenía que quedar callada?
Esa pregunta la persiguió durante toda su infancia y parte de
su adolescencia. Y esta otra: ¿por qué tenía siempre que ser ella la
que renunciara? Silencio y renuncia. Esas dos cuestiones definie-
ron su vida hasta un punto determinado en el tiempo. Tendría
que huir si quería que eso cambiara. Y eso fue lo que hizo. Huyó.
320
El noviazgo repentino se hizo voces a la semana y era inútil
buscar la fuente primaria del rumor. Eso precipitó los aconte-
cimientos de tal forma que las menos enteradas, varones entre
ellas, solo atinaban a suponer o preguntar si tal vez la razón
no hubiese sido una preñez fuera de orden. Por supuesto no
había tal. Las preñeces llegaron inusitadamente tarde, dos años
la primera de las reconocidas. Tres casi exactos la segunda, esta
sí, impecable.
Ella lo iba a visitar al Cuartel Conopoima, con nosotros dos en
el asiento trasero de nuestra nave, el Fairlane 500 que adquirió a
través de su personalidad humana.
De Pelusa me gustaba su sonrisa de pájaro Dodo, que ilumina-
ba su rostro cetrino al mirar a Celeste en su Fairlane 500 blanco.
La vida tiene su propia forma de alcanzarnos, incluso cuando hace-
mos todo lo posible para evitarlo. Ida vivía en otro mundo, en una
burbuja cuya fibra era de una solidez irreductible, aunque no pudie-
ra verla, aunque no supiera que la rodeaba y la cubría, aislándola de
lo bueno y de lo malo de su entorno. Ida nunca sintió la miseria en
su piel morena clara.
Ida era su nombre, su marca, su identidad, de la que huyó toda
su vida como de los espantos indomables de su mente. Ida fue un
sueño.
Ida se había hecho a sí misma un giroscopio indetenible. Hur-
gaba momentos perdidos en su presente perpetuo. Probablemente él
321
pensó en la ironía de la situación. Entonces pensaba en sí mismo
como un obseso. Se torturaba inútilmente pensando que no era su-
ficiente, que nunca lo sería y, de repente, como un rayo (de dura-
ción infinitesimal), apareció ante sus ojos una figura luminosa de
mirada muerta.
Ida escapaba de sus orígenes inciertos con amigas variopintas que le
prodigaban/concedían la atención que, llegado un punto, ella rehuía.
Maestras de escuela, costureras, hijas casi inútiles de tenderos humildes,
conformaban la única corte posible para ella, una bastarda ignorada,
apartada por prejuicios y creencias atávicas. Mujeres cuya única espe-
ranza de ser socialmente relevantes era esa y no otra. Podrían sacarle
alguna recomendación. Usarla como lanzadera a otra circunstancia
más favorable, más próxima a sus sueños más locos engendrados en re-
vistas de modas. Pasó sus dedos turcos sobre la mesa de madera y dibujó
un sendero a ninguna parte.
La vivienda miserable se encontraba en un recodo de la ladera ar-
diente, al lado de otros ranchos ocupando un área mayor de la cuesta,
pero todos sin mobiliario porque ya tú sabes, el barco que me los trae
de los Estados Unidos viene con retraso.
Los misiles que caen del cielo en forma de lágrimas de rabia, de
ira, hacen imposible cualquier esperanza, cualquier esfuerzo es vano.
La Villa
La señora Carmen tiene cuatro hijos, tres varones y una hembra
(así le dicen en la jerga local). El menor de todos ellos heredará el
322
alcoholismo paterno que matará a padre e hijo, casi en las mismas
circunstancias, si no idénticas.
No quería verse vestida en oro. Hacía tiempo que había asu-
mido (en su inconsciente) que lo que consiguiera sería por es-
fuerzo propio. Su silencio a veces era confundido con altanería.
Por mucho que deseara salir, viajar, volar, su sentido práctico la
obligaba a quedarse, a ser paciente y esperar.
Aunque estuviera tranquila, razonablemente cómoda, su in-
quietud le reverberaba como la espuma marina. De ahí salió con
la extraña (y repentina) determinación de cambiar su vida, co-
menzando por deshacerse de proyectos que no iban a ninguna
parte. Decidió partir. A lo desconocido. Fue una idea que se le
metió en la cabeza como un gusano (auto)consciente, robándole
el sentido de la realidad. Esa mudanza fue el principio de un ca-
mino nuevo para ella, una huida hacia adelante, un escaparse no
sabiendo muy bien de qué (¿de su destino, quizás, o de su pasado,
de su propia historia?).
Los pensamientos de Ida volaban hacia el infinito como palo-
mas, como Juan Salvador, la gaviota inquieta, preocupada, anhe-
lante de lo desconocido.
Su padre, el orate, le enseñó el gusto por la música clásica, la
académica más bien. Música que él sabía reproducir muy bien en
su piano de cola, negro como la noche (qué color tan feo, ignoto,
incognoscible), fue el principio de un camino nuevo para ella,
una huida hacia adelante, un je ne sais quoi indetenible.
Aprendió a fingir como si lo hubiera hecho a andar con sus
dos piernas. A mimetizarse oportunamente en cada situación.
Ida no se siente especialmente cautivada por las actividades car-
nales. No rehúye el contacto físico. Le es indiferente. Y eso le da
323
un poder sobre las personas difícilmente rebatible. Las beatas la
elogian (no todas), al creer que su inhibición proviene de la cas-
tidad propia que inspira la religión debidamente practicada. Los
hombres la desean como el premio imposible que les daría prestigio
memorable. Pero su presencia es turbadora… (¿Por qué?); genera
algunas molestias a ciertas personas de las llamadas «bien pensan-
tes». No pasa todo lo desapercibida que debiera. Y ese error le hace
vulnerable ante esperables reacciones o actitudes irracionales, pre-
rracionales, adustas, de inconformidad manifiesta.
324
CAPÍTULO XVII
Francis
En un momento indeterminado de la noche cruzamos miradas,
así como trocamos unas pocas palabras antes de salir de ahí hu-
yendo del bullicio, de las risas, de la normalidad, apenas percibida
(por nosotros como un contratiempo, una molestia innecesaria).
Vestía una chaqueta brillante de solapa cruzada y hombreras
anchas, las típicas entonces, que le hacían parecer una figura andró-
gina, sideral y andrógina, confusa, en claroscuro (por el contraste
que ofrecían los colores oscuros, negro, fucsia, azul intenso…).
Esa noche deseó que le hubiera hablado de tantos hechos de
su pasado..., la muerte de su hermano menor, su preferido, en un
tiroteo en Nueva York, con catorce años (se llevaban seis años); o
la razón desconocida por la cual su padre le abandona de esa ma-
nera tan determinante y decidida para luego volver a su vida de
esa forma inesperada, repentina. No se abandona lo que se ama.
No se juega con los sentimientos construidos a través de años de
contacto físico, de caricias paternas, de protección ofrecida con
aparente entrega incondicional.
Llegué directo del aeropuerto de Maiquetía a una fiesta de
unos amigos de Marcelo. El viaje de apenas una hora se me hizo
eterno. Como tantas cosas se me hacían eternas por esos días.
Ansiaba ver a mi amigo. Reventaba de ganas de contarle por lo
325
que estaba pasando. Al vernos en el aeropuerto me abrazó como
al hijo pródigo, con afecto gratuito e impagable. Esa vez como
pocas, no supe o no quise identificar el origen de mis temblores
palúdicos que llegaban hasta mis labios pálidos y resecos. Ángu-
los agudos de esmeraldas relucientes pugnaban por entrar en sus
ojos entristecidos; su tabique nasal hacía rato que había dejado
de hacer presión.
Babilonia
En el restaurante Babilonia se respiraba una atmósfera tan reser-
vada, tan contenida, que yo me imaginé llegar a un museo de
cera casi vacío. Las figuras de cera nos rodeaban, sentadas en las
otras mesas, mirándose fijas, sin mirar alrededor, dominadas por
la duda, el temor a la sorpresa, tan lánguidas como la luz de las
velas en el centro de cada mesa, sin poder siquiera santiguarse
como Dios manda. Las paredes eran decoradas con escenas de Las
mil y una noches en frescos cuyos colores más claros y atrayentes
eran el amarillo, el carmesí, el azul cobalto.
Algunas mujeres eran más grandes y gruesas que el promedio,
imponentes con su maquillaje exagerado, a lo Phillip Lautrec,
arlequines divergentes de la norma y la tradición, que brillaban
en la luz suave de las velas.
En cuanto superé mi timidez contraproducente, vi como una
sombra se acompañaba de su dueña redonda, maquillaje exagera-
do, moño de un rubio imposible, deslumbrante en la penumbra.
Se aproximó a Francis provocándole casi una sonrisa, a desgano,
sincera, cómplice; era su mentora, en cierta forma, en lides de la
vida que solo se conocen en este tipo de lugares. Ella había pasado
por mucho y le adoptó como a tantas almas perdidas en su soledad
nocturna, soledad gris que sabe a madera quemada, a metal de ci-
326
licio. Besos van y vienen de boca a mejilla. Mirada aprobatoria del
comensal inesperado. De ella a él. No puede ser de otra manera.
Hice acopio de todo mi acervo de conocimiento en distintos
campos, pero sobre todo teatro y literatura. Mientras yo prepara-
ba cada gesto, cada movimiento de mis músculos faciales antes de
emitir el sonido, el fonema correspondiente, trataba de anticipar-
lo y pensaba en una respuesta adecuada, congruente a mi interés
de mantener el statu quo entre nosotros.
De inmediato me di cuenta de que sería inútil cualquier es-
fuerzo en esa dirección. Me preparé para la horca, no sin antes
haber retado e insultado al Altísimo por esa condena inapelable.
A pesar de ello, estoy dispuesto a seguir adelante y enfrentarlos.
El rictus de sempiterna, inquebrantable serenidad de Francis,
recogía toda la luz que expelían las lágrimas colgantes Luis XV.
Su cabello de un rojizo irreal brillaba contra los rayos de sol alegre
proyectados en las lágrimas de las lámparas acróbatas, potente en
su difúmine (palabra o neologismo del tipo sustantivo que se me
ocurrió en ese momento claroscuro como sinónimo de «morige-
rado a causa de su distribución más o menos armónica o regular
en el espacio que ocupa»). No solo su rostro pálido, también su
mirada infinita me hacía sentirme dueño de la situación por esa
única vez, amo y esclavo de esa única escena de mi vida en la que
todos los reflectores cantaban mi gloria extática.
Entré en tu Mustang Special Edition del 78 (o del 77, o del 76,
qué más da) agachando mi manzana monologuista, aunque no fuera
necesario la incliné, para hacerte notar mi tamaño grande, mi tor-
peza, también grande y rompí tu silencio con un comentario acerca
de la distancia entre mi casa y Pueblo Nuevo, el templo sagrado del
fútbol nacional. Me atacaron los nervios, todas mis inseguridades
327
salieron a relucir y mi imagen de alienígena bueno saltó por los aires
frente a tus párpados inmóviles.
Esperaron a que bajara el infernal tráfico caraqueño de un
viernes a las ocho de la noche, cuando tutilimundi salía de sus
deberes laborales hacia el solaz o hastío de sus hogares pobres o
ricos, o navegando en la medianía, alargando su conversación con
silencios serenos, confiados, que fungían como la confirmación
de sus intenciones más profundas.
Una cena en un ambiente exótico, cosmopolita. Una conver-
sación intranscendente, tímidos avances iniciales hacia un desti-
no conocido, esperado. Sueños infantiles que se cumplen, la vida
real imitando, reproduciendo esos sueños, aun los más locos.
Acabada la cena, el trayecto al apartamento de Francis lo hi-
cieron en un silencio tranquilo que solo fue interrumpido por la
mano de J.R. volando en cámara lenta hacia la de Francis sobre la
palanca de cambios. Ese aterrizaje oportuno, prudente, sellaba su
concordato, su unión imperecedera escrita en las estrellas que esa
noche se asomaban sobre un inmenso manto de cobalto.
Francis vivía hacía poco en su piso de Las Colinas, séptimo as-
censor, puesto de estacionamiento, construcción de los años sesenta,
muy bien conservado. Tan poco tiempo hacía desde que vivía ahí
que no tenía ni una cama decente donde echarse/echarnos. Fue algo
extraño, simplemente extraordinario dormir en el suelo cubierto solo
por esa alfombra azul raída, piel apenas cubriendo una osamenta os-
cura, impenetrable. Perder la conciencia de la vigilia arrullados por
la voz sedosa de Emmanuel, el astro mexicano que le daba a ella un
millón y medio de gracias por ser ese ser, sobre todo un misterio.
Se quedaron en casa de Francis una hora después de haber
salido del Babilonia. J.R. escrutó el espacio detenidamente, bus-
328
cando elementos que le hicieran identificar características co-
munes entre ellos dos. En seguida sus ojos se posaron con ansia
incontrolable en varios métodos para el aprendizaje de idiomas,
entre ellos el «Método Robertson para aprender alemán en 10
días». Él poseía varios de los manuales de esa colección y eso fue
lo que más le llamó la atención de la pequeña biblioteca. Unir
los diversos ejemplares de esa colección, aunque no bastaran para
completarla, sería un símbolo interesante, pensó (las colecciones
incompletas le producían dentera).
El estrecho pasillo, cubierto por una alfombra al ras del sue-
lo, que parecía querer elevarse y salir por la ventana no lo sufi-
cientemente amplia, incluía a su paso una pequeña cocina estilo
«kitchenette» que comunicaba con la única habitación, amplia y
desnuda, sin apenas muebles más que una mesa de diseño blanca,
inclinada, en el centro de ese espacio vacío, austero, y frente a esta
una silla que parecía la del Capitán Kirk del Enterprise. Frente a la
puerta de la habitación se encontraba su única ventana cuya vista
era la de un enjambre de edificios que rodeaban agresivamente
pequeños espacios verdes consistentes más que nada en plazoletas
ajardinadas con dos o tres árboles y un banco de madera, que
se aferraba firme al suelo de cemento blanco. La habitación no
contaba con cama ni otro mueble que pudiera servir como tal, lo
que me hizo preguntarme dónde tenía planes de pasar la noche, o
si tenía en realidad planes de pasarla conmigo. Me fue imposible
formularle mi inquietud en una frase apropiada, ni siquiera fui
capaz de preguntárselo, rehén como estaba aún entonces, en esa
situación, de los inapelables principios y valores inoculados en
mí. Era su piel blanca, eran sus pies delicados (sus pies, sus pies
marmóreos; abanicos que aletean como mariposas furibundas, a
punto de morir con un suspiro inaudible), con un puente bien
pronunciado —dicen que amamos lo que nos falta—, su sonrisa
grande, amplia, cuando se asomaba atravesando los cañaverales
329
de su mirada taciturna. Era su figura comedida, tanto o más que
su carácter sutil.
El piso de Francis, aparte de una mesa y silla a modo de co-
medor en medio de la sala, estaba vacío. Por no tener no tenía ni
cama (¿lo dije ya?). Le propuse ir juntos a comprar muebles, lo
básico y no diciéndomelo (con su silencio), me dijo que no. No
intuí entonces, porque no pude o no quise, que F. no estaba por
la labor de planear un futuro juntos. Y yo volvía a esa sensación
incómoda de estar por fuera de algo, de la vida de alguien impor-
tante para mí, de la vida en general. Eso me entristecía, cómo no,
pero mi ansiedad permanecía incólume, tozuda, no se apartaba
de mi mente esa idea de pertenecer, de formar parte de algo más
grande que yo, de un proyecto de vida.
En cambio, en mi siguiente visita a su piso, Francis ya lo había
amoblado con lo mínimo, una cama queen con apenas espacio
para nosotros (yo prefería el tamaño king), una nevera más gran-
de y un juego de cubiertos para mí. Eso fue todo lo que compró,
no sé dónde ni cuándo…
Hablamos, cocinamos (fue Francis quien cocinó, dada mi
inutilidad en esos menesteres), comimos e hicimos el amor al
raso. Aunque sea prematuro llamar «hacer el amor» a ese pri-
mer encuentro íntimo. Nuestros labios se fundieron en un beso
suave que fue aumentando en intensidad a medida que nuestras
hormonas juveniles entraron en acción como generadores de alta
potencia y nos erizaron la piel agitada por el contacto mutuo.
La explosión hormonal no nos dio tiempo a despojarnos de
toda la ropa, como yo hubiera preferido (hacerlo), sin obstáculo
330
alguno al contacto directo, irrestricto de nuestra piel, confun-
diéndose en una sola. Solo a través de la ropa interior pudimos
fundirnos en parte y sentirnos definitivamente unidos en ese esta-
llido violento e incontenible. No hacía falta más. Nos limitamos
a disfrutar del momento y del reducido espacio de la habitación
que contenía todo el universo conocido.
La necesidad la una de la otra nos unía como un pegamento
indisoluble. La diferencia entre esas dos almas perdidas en su bur-
buja fantástica era que la una lo sabía y buscaba febrilmente esa
tabla de salvación representada en una certeza absoluta. La otra,
no; no lo asumía en forma consciente y por lo tanto no se esforzó.
Eso preferí pensar después de todo aquello.
La primera vez que fui a comprar el pan con, en los bajos de su
torre, quería agradecerle a todo individuo con quien coincidiera
que compartiéramos ese lapso infinitesimal, perecedero. Quería
sonreírle a la vida, devolverle la sonrisa, agradecerle que me sor-
prendiera como lo había hecho, como lo hacía en cada encuentro
con Francis, mi ángel de la guarda.
Mi primera experiencia adulta de libertad genuina, de la que
todo lo anterior habían sido solo tímidos pasos; esa sensación del
exreo que ha cumplido una larga condena y vive el momento de
ver cerrar tras de sí las rejas de la cárcel la viví yo ese día que por
primera vez fui con Francis a comprar la barra de pan que come-
ríamos con café latte en la cena, después de haber ido a recoger su
correspondencia.
No sé si fue al principio o hacia el final de su carrera de De-
recho que mi mamá desarrolló el desagradable hábito de hablar
de todo en lenguaje legal, aunque no viniera al caso. Y en cada
331
discusión nuestra argumentaba en ese lenguaje técnico, infalible
como ella. No dudo que en más de una oportunidad su uso de
ese lenguaje no fuera tan prolijo como ella pretendía, ya que
este detalle lo pude comprobar años después, al cabo de miles
de horas de acompañarla a estudiar con sus amigas y durante
mi primer año en la carrera de Derecho. Indudablemente que
las discusiones más violentas las sostuvimos durante mi adoles-
cencia.
Quizás la más dolorosa para mí no fuera la más importante,
ocurrida años después, sino aquella en la que, recién jubilada a
los sesenta y cinco, me imploró de rodillas ayudarla a redactar un
documento que debería presentar para un proyecto de desarrollo
local. Verla de hinojos ante mí fue tan insoportable que solo atiné
a darle la espalda y salir corriendo de casa, como perseguido por
el demonio a mi acecho. No paré antes de recorrer dos calles in-
finitas y las mariposas aletearon dentro de mí con más fuerza que
nunca, produciéndome un ahogo mortal.
Quería sacar a través de mis ojos toda esa desesperación, toda
esa impotencia contenida en mi cavidad ventral durante tantos
años de disputas absurdas con mi madre y en mi familia. Mi
casa se había convertido desde mis siete o nueve años en campo
de batalla en el que siempre tenía que tomar partido por uno u
otro bando. Y al alcanzar la edad del pensamiento autónomo, no
me atrevo aún a llamarla «madurez», debía escoger yo mi propio
bando.
Ella, joven y recién concluida su carrera, desarrolló una aten-
ción casi obsesiva por el cumplimiento de las normas. «Las nor-
mas están para cumplirlas». «Sin normas esto sería un desastre».
A mí en particular me llamaba la atención que ese desastre ya
ocurría por todas partes —comenzando en nuestra casa, si nos
quedamos en la distancia entre las apariencias y la realidad— y
era ese uno de mis argumentos predilectos en nuestras disputas
332
domésticas (¿cómo podía ella exigirme «perfección» si esa per-
fección que ella esperaba de mí no ocurría en ninguna parte?)…
La fiesta que organizó C. con motivo de su graduación como
abogada fue espectacular; espectacular porque incluyó un espec-
táculo circense, amable aporte de su profesor de Derecho Civil
III, que consistió en una escena de dos de los mariachis del con-
junto musical simulando enfadarse y caerse a tiros, después de
su actuación musical. Los mariachis eran miembros de un circo
mexicano de visita por esos días en la ciudad.
Existe una foto de ese momento. Ella vestida con una manta
guajira negra, pero con estampado mexicano (no sé si este eclec-
ticismo fue real o nace en mi mente caótica), unos soles dorados
al más puro estilo azteca; sentada, apoyando en su pierna derecha
su brazo, que sostenía un vaso de ron con Pepsi, atenta al espec-
táculo de los mariachis.
Esa misma tarde, habíamos ido al súper a comprar los ingre-
dientes para que Chela preparara el arroz con pollo.
Esa noche la tengo grabada en mi memoria de manera inde-
leble. Las más cercanas de sus amigas y compañeras de la uni y
algunos que yo conocí ese día, como Hernando…(no recuerdo
su apellido), un chico albino que tocaba la guitarra y cantaba
como los ángeles (o como barítono, que ese era su tono de voz).
Entonces, estaban allí en nuestra casa María del Rosario Bello,
hija de un prohombre de la urbe en cuyo honor habían bautizado
una avenida importante, Genoveva Cifuentes, hija de un juez, y,
por supuesto, Nerea. Otra compañera suya era exacta físicamente
a una cantante que salía por la tele y se llamaba igual que ella,
Aracelis.
Ella no manejaba. Con el tiempo, Creuza fue tomando un
protagonismo central en estas reuniones, con su acento musical
bahiano, su «portuñol» que era su marca registrada, ya que, según
sus propias palabras «no había podido aprender bien el español
333
y se me está olvidando el portugués». Y en esta segunda y ya
definitiva etapa de este grupo de amigos, ella ya no abandonó
ese rol estelar, basado en su personalidad desenfadada, explosiva
como la batucada e imponente como el Cristo del Corcovado. En
mi imaginación infantil yo recreaba al Brasil como un conjunto
infinito de calles y amplias avenidas repletas de Creuzas. A mi
madre le gustaba separar a sus amigos en grupos, más o menos
homogéneos, según el motivo principal de cada relación (fórmula
bastante eficiente y segura de organización social).
En el grupo de Creuza y Toninho se encontraban también
Emiliano Sáenz, médico oncólogo y su esposa Lilian, paraguaya
asentada en Venezuela desde hacía muchos años.
Emiliano y Toninho animaban las reuniones a fuerza de su ta-
lento con la guitarra, un repertorio casi infinito de canciones po-
pulares en todos los estilos imaginables (menos salsa, lo cual yo
siempre agradecía en silencio), y de unas voces que acompasaban a
la perfección, como si hubieran ensayado cada pieza durante horas.
En estas reuniones musicales, Celeste bebía el whisky de ocho
años con el mismo entusiasmo con el que había bebido el de doce
o el de dieciocho (y antes de eso, el ron con pepsicola, en una su-
cesión meteórica). No se cortaba ni un pelo, aunque lo que más
le gustaba era el ron con Coca-Cola. Así como Mesalina compitió
con la prostituta más famosa de Roma por ver quién de ellas se
tiraba más hombres, asimismo mi madre competía con todos los
hombres del lugar, a ver quién bebía más y usualmente les gana-
ba, con mucho. Su resistencia etílica, a sus treinta y tantos, era
producto de su juventud, pero yo se la atribuía a su condición
sobrehumana, etérea.
Estas reuniones podían durar hasta la madrugada, momento
en el cual los últimos invitados (generalmente Emiliano y Tonin-
334
ho, que habían despachado hacía horas a sus respectivas parejas
y parecían competir entre ellos por la última gota de licor) salían
de mi casa dando tumbos. Lilian, la más sumisa, esperaba todo
lo que podía rogando que su marido no cogiera un segundo aire
(en forma de un vaso de whisky con agua o una lata de cerveza).
En cuanto a Creuza, o cogía un taxi a la medianoche, cuando
ya la vencía sin remedio el sueño, o esperaba a que Lilian se ofre-
ciera a llevarla en su Dodge charger coupé del 80, dado que ella
no manejaba. Con el tiempo, Creuza fue tomando un protagonis-
mo central en estas reuniones, con su acento musical bahiano, su
«portuñol» que era su marca registrada, ya que, según sus propias
palabras «no había podido aprender bien el español y se me está
olvidando el portugués». Y en esta segunda y ya definitiva etapa
de este grupo de amigos, ella ya no abandonó ese rol estelar, ba-
sada en su personalidad desenfadada, explosiva como la batucada
e imponente como el Cristo del Corcovado. En mi imaginación
infantil yo recreaba al Brasil como un conjunto infinito de calles
y amplias avenidas repletas de Creuzas, hablando todas a la vez,
en conversas cadenciadas por el ritmo de samba. Esta imagen me
sirvió por muchos años para barruntar ese país inmenso, vital y
pasional que es el Brasil, hasta que pude ver la primera telenovela
brasilera, Vale Todo, que confirmó en parte esas elucubraciones.
Aprendí portugués a los diecisiete, como producto de esa relación
amistosa y de un afecto creciente entre Creuza y nosotros.
Emiliano y Lilian tenían cuatro hijas (y un varón que nació
cinco años después de la última de las niñas, de nombre César
Augusto), todas cuyos nombres comenzaban con la letra C (Car-
la, Carolina, Camila y Catalina).
Estas dos parejas constituían el núcleo principal de uno de los
grupos. Otro estaba conformado por las compañeras de la universi-
dad de mi madre, entre ellas su mejor amiga, Nerea, de La Cañada
335
del Zulia, que llegó a ser para mí como una tía más, una verdadera
hermana de mi madre. Su forma de tratarse se basaba en el uso
incesante de la palabra «mana» (apócope informal de «hermana»)
para iniciar cualquier conversación entre ellas. Fue el afecto más
sincero que pude conocer entre dos personas, que se derramó ine-
vitablemente entre nosotros, sus hijos (Nélida tenía dos, chica y
chico) ya que cuando salían juntas solían dejarnos a mi hermano
y a mí al cuidado de los hijos de Nerea (más frecuentemente de la
hija mayor y de algunas de sus primas que vivían en otras ciudades
y estuvieran de visita en su casa. Al menor, José Daniel, solía llevár-
selo su padre, Eurípides, también de la Cañada del Zulia).
Este grupo de las compañeras de estudio lo completaban Ge-
noveva Cifuentes y María del Rosario Bello (a quien mi madre
rebautizó como «María Camándula»). Genoveva provenía del sur
del país (de lo cual me enteré yo ya grande, pues juraba que era la
única local entre las amigas de mi madre, por su fuerte acento, a
mi entender). Genoveva tenía un hablar pausado en el que arras-
traba las palabras con una parsimonia ceremoniosa y musical, ex-
tendiendo al máximo las vocales, sobre todo las aes. Mi madre y
Nerea hacían de las suyas imitándola, entre carcajadas afectuosas
que no trataban de ser una burla, sino un homenaje cariñoso a su
amiga en ese momento ausente.
María del Rosario Bello, proveniente de la nobleza local, nieta
de un prominente escritor con cuyo nombre se había bautizado
una importante avenida de la ciudad. Ocasionalmente también
se incorporaba a este grupo de estudios Mónica, una guapísima
y sensual morena de ojos verdes que además de ser físicamente
idéntica a una famosa cantante que yo veía por la tele, tenía su
nombre, lo cual me hacía sospechar que se trataba de la misma
persona y que llevaba una doble vida, como cantante famosa y
como mujer normal, amiga de mi madre.
336
Un tercer grupo, el más grande y el que absorbió en parte a los
demás, como el pez grande se come a los chicos, lo conformaban
un empresario local, de origen zuliano, Remberto Montiel (la
comunidad zuliana en S.C. era extensa y variopinta, por razones
climáticas), con su esposa y cinco hijos, cuatro muchachos y una
chica que nació algunos años después que el último de los varo-
nes; Marinés, una viuda colombiana y Francisca, su única hija.
Marinés había estado casada con un médico zuliano que había fa-
llecido de causas desconocidas (al parecer en un accidente de trá-
fico). Este médico fallecido era el hermano de Floresta, mujer sin
oficio conocido a parte de un alcoholismo que se hacía evidente
en cada reunión donde ella estuviera (Floresta fue inmortalizada
junto a una amiga suya, dama de alta alcurnia, en un celebérrimo
programa de humor de la tele nacional ya que ambas coincidie-
ron con un grupo de actores y actrices de dicho espectáculo. Este
detalle abonó en parte mi convicción más arraigada). Floresta te-
nía tres hijos, el mayor vivía en los Estados Unidos y era llamado
como su padre.
La del medio, Nina, casada prematuramente con un médi-
co exitoso y el más joven, Marcos, con problemas de adicción a
las drogas, como muchos de los chicos de su edad por aquellos
tiempos en S.C. Nelson y Rosa María, zulianos ambos, quizás
también de La Cañada, con una hija pedante, Lilian, que años
después se graduaría de médica con las más altas calificaciones,
y Margarita, una jovencísima cuidadora de esta última y a quien
yo asaltaba con entusiasmo al verla llegar y sentados ambos al
margen de la reunión principal (ya sea por razones de edad o de
desinterés de su parte) pasábamos toda la velada hablando de mil
cosas, algunas de ellas rematadamente absurdas, solo para matar
el tiempo infinito hasta que dieran las doce (o la una, o las dos,
o las tres…). Rosa María era una eximia jugadora de cartas y esta
era una de las ocasiones diurnas que compartían ella, mi madre,
María Rosa, la mujer de Remberto Montiel, el empresario en
337
ciernes, y Marinés, en casa de esta última. O compartíamos, por-
que yo solía acompañar a mi madre y prestarle de vez en cuando
alguna «asistencia técnica» en su juego de cartas (que consistía
invariablemente en decirle el juego de Rosa María, la más peli-
grosa de sus contrincantes). Creuza, Nerea y Genoveva también
llegaron a integrar desde muy pronto este grupo de jugadoras,
que demandaba la presencia de todas cuando se trataba de jugar
al Canastón, una versión aumentada a dimensiones ingentes del
juego de la Canasta, que mi madre había traído desde su terruño
S.J. y que consiste en formar grupos de siete cartas, todas iguales
o en seguidillas (estas tienen que ser formadas todas del mismo
palo). El Canastón lo jugaban por equipos de a dos y con dos
mazos enteros de la baraja francesa.
A ellos se unían en algunos albores del mes de diciembre el
otro Remberto (creo que primo del marido fallecido de Marinés),
un caballero regordete, alto y fuerte como una mole, que cuando
lo veías sentado parecía el Buda de la Felicidad, porque mantenía
en sus labios una sonrisa perenne, que no dudaba en blandir al
menor intercambio social, aun conmigo, que apenas sobrepasaba
su ancha cintura, a la cual ajustaba unos pantalones de algodón,
siempre de algún color oscuro, por medio de un delgado cinturón
negro, con hebilla plateada; y su esposa, Macaria, mujer tímida y
discreta pero que se desataba en una simpatía inesperada cuando
tocabas algún tema de su interés, acariciándote dulcemente con
sus palabras, pronunciadas en su tono de voz submarino, tenue
como una lluvia de verano.
Como antes se dijera, estos tres grupos de amigos de mi ma-
dre nunca llegaron a fusionarse en uno solo, gigantesco grupo de
amigos de cuarenta o más personas, con el cual se podría estar
de fiesta perenne. La razón que yo siempre sospeché es que esta
integración hubiera supuesto para la ciudad una conflagración
nuclear de dimensiones desconocidas, al calor de las ingentes
338
cantidades de güisqui del bueno que se libaba en cada una de
esas reuniones periódicas. Y más o menos eso pensaba mi madre,
ya que siempre tuvo un cuidado escrupuloso en no provocar esa
combinación entre ciertos elementos del conjunto. Por eso los
mantenía separados.
Con nueve o diez años mi madre me preguntó si me gustaría
cantar en el coro infantil de la P.J., compuesto obviamente por los
hijos, sobrinos, nietos y demás familiares prepúberes (y algún que
otro adolescente despistado) de los y las funcionarias de la P.J. y
yo respondí raudo que sí.
Cantar se me daba de muerte y lo disfruté desde pequeño, des-
de las largas noches de fines de semana acompañando a Celeste en
sus juergas interminables (aquí me asalta la duda de por qué mi
madre no me apoyó tanto en esto del canto; entre la gente famosa
que conocía estaba Porfirio Rebanales, un símbolo nacional que
llegó a ser conocido en el mundo por cierta composición suya
que fue interpretada y reinterpretada miles, millones de veces).
Inmediatamente me puse a preparar mi carrera como cantante, a
pesar de que de entrada, el nombre del coro no me gustó.
El nombre que se decidió entre los miembros más grandes del
coro fue «Los sabuesitos», detalle que a mí me molestó sobrema-
nera, ya que para mí la palabra «sabueso» era sinónimo de «pe-
rro», o «cánido», desconocía su significado alterno de «investiga-
dor» (la primera vez que la escuché fue en el show de Huckleberry
Hound, un perro investigador) y resulta que no; nada que ver.
Comencé a ensayar en el coro cada miércoles, a las cuatro y
media de la tarde. Entonces, ese día de la semana, mi madre me
iba a buscar a casa y nos regresábamos juntos en su Fairlane 500
blanco de mirada aburrida, al finalizar el ensayo de marras. Iba
339
puntualmente cada semana y demostraba mis dotes vocales, ante
lo cual recibía la entusiasta felicitación del director del coro, un
señor bajito y regordete, de voz atiplada chocante, afectada. A
pesar de mis habilidades musicales, me quedaba cuesta arriba re-
lacionarme normalmente con el resto de los niños del coro. No
les entendía cuando me hablaban. Era como si yo hubiera llegado
recientemente de otro país, que hablara otro idioma, muy dis-
tinto al suyo. Era aún peor; era como si hubiera aterrizado ahí
en una nave espacial inmensa y en lugar de boca y labios tuviera
bajo el lugar que ocupa mi nariz una ranura de la cual salen rui-
dos que no es posible entender, ruidos que causan miedo, ruidos
mortales. Esa experiencia artística inicial no duró mucho. Tuve
desencuentros y diferencias con cada cristo viviente con el que
ahí compartí. Los demás padres comenzaron a quejarse de mí,
sin concretar muy bien cuáles habían sido las actitudes mías que
generaron el problema.
Mi oído musical también ha sido bastante bueno. Captaba
al instante la clave que servía de referencia al tono de la pieza a
ejecutar. Y no solo eso, sino que sabía reconocer los diferentes rit-
mos de la música académica. Distinguía con facilidad los adagios
de los allegros. La diferencia rítmica entre estos y los scherzos me
costó un poco más, pero la capté después de escuchar a Schubert
y a Liszt (ya sabía que scherzo era broma en italiano, por eso rela-
cioné este concepto de la gracia rápida, instantánea con ese ritmo
vivaz y el del allegro con una melodía más armónica, con una
alegría más completa, más integral y duradera).
Por esos días, mi madre quiso también enseñarme cosas útiles
como tocar el piano, ya que se percató de que reproducía fielmen-
te El amor es azul y otras piezas conocidas en la pianola/armónica
(no sé cuál de ambas cosas era, porque era un teclado que termi-
naba en una boquilla) que me había traído el Niño Jesús cuando
340
tenía doce años (diciembre del 78). Para eso, me inscribió en unas
clases de piano que daban en la escuela protestante Ebenezer, es-
tablecida por una denominación cristiana de los Estados Unidos
que había venido a San Cristóbal.
El profesor, Norman Shugg, era un muchacho de veintitantos
años, con unas gafas metálicas enormes como su dentadura, casa-
do hacía poco (de otro modo no hubiera podido su novia viajar
con él, y menos tan lejos), flacuchento y lineal, pero con una voz
de barítono que nunca entendí de dónde le salía. Era el marido
perfecto. Tenía con su mujer una preciosa bebé de nueve me-
ses, nacida ahí, en S.C. y que siempre ella llevaba en brazos con
unos vestidos y faldellines tan voluminosos como los de cualquier
princesa europea durante la Edad Media. Había sido el novio
perfecto de la chica perfecta. Era un melómano consumado, pero
se decantaba más por componer himnos religiosos con algunos
elementos de soft rock, a lo Elvis Presley, y soul. Era un instruc-
tor paciente. No se desmelenaba ni profería gritos histéricos ante
mi torpeza en el teclado bicolor del viejo piano que era nuestro
instrumento de estudio.
A pesar de mis obvias, incontestables limitaciones como intér-
prete instrumentístico (lo único que me hubiera podido conducir
hacia la música sería mi voz, según creo), ya yo me veía ante pú-
blicos europeos ejecutando a Beethoven, Brahms y Tchaikovsky,
entre murciélagos acompasados por una batuta reconocida (Zu-
bin Mehta era mi director preferido… Bueno, después de An-
dré Previn, cronológicamente hablando), mi madre insistía con
empeño digno de mejor causa, dejándome meridianamente claro
que tendría que aprender a tocar el piano en el plazo estipulado
para ello (no sé, supongo que tres o cinco años como mínimo).
Yo entonces no estaba por la labor. El mero hecho de que mi
madre demostrara tal empeño en mi aprendizaje, al contrario que
en otros temas que me afectaban directamente, en los que ella no
341
demostraba un interés tan marcado, insufló en mí pereza y desga-
no, lo cual no fue la causa principal de que yo dejara las clases de
piano, sino la partida inesperada del profesor Shugg.
(Por cierto, y valga la digresión inoportuna, Letterman era un
enano ladino/travieso y tramposo, que se escabullía antes de ser
visto y certificado, como basculante entre los renglones de la clave
de Sol y los de la clave de Fa).
Yo quería demostrarle a Shugg que tenía talento, pero era in-
capaz de producir la melodía desde la combinación de las teclas
blancas y negras (dicotomía cromática y armónica que me cauti-
vó desde el primer momento). Ni siquiera esa cautivación inicial
produjo lo que se esperaba de mí. Mucho menos un talento que
yo creía tener en grado tal que me eximiera de la constancia de-
bida. Más que cautivación, «cautiverio», me refiero a mi propia
cárcel, a ese temblor constante, no repentino, no desconocido,
esa vorágine interna que me bloquea, me pasma y me frena.
El proyecto de Celeste era convertirme en una suerte de hom-
bre orquesta y cantante, un músico polivalente que interpretara
no solo el piano sino también la guitarra y quizás el violín, pero
sobre todo la guitarra para amenizar las juergas interminables con
sus amigos (¿esto ya te lo había dicho, Sibila?).
Lo de las giras mundiales ya se vería. Dependerá de su disci-
plina. En todo caso, escuchaba música todo el tiempo que tenía
disponible; de todo tipo y tenor (algunas con algún muy buen
tenor, que podría haber llegado a barítono). Pero una cosa eran
los deseos de mi madre y otra muy distinta la triste realidad de mi
falta de talento pianístico.
Total, que me decidí entonces por el canto. Mis escarceos co-
menzaron cantando en el barrio con Juno, mi inquieto y conspi-
cuo vecino (de la urbanización El Pedregal), que tocaba el cuatro
342
con una destreza sin par, y que hacía gala de un egocentrismo
difícil de domeñar, mucho más por mí que fungía como su mas-
cota, su Stanley/Hardy manso y obediente (manso, obediente y
despistado).
Bajo el liderazgo de Juno, él y yo dábamos serenatas sorpresa
en las casas de nuestra calle a diestro y siniestro, no siempre bien
recibidas. Creo que eso era por diciembre, porque si hubiera sido
en otra época del año, hubiéramos sido los inquilinos más jó-
venes del psiquiátrico. De Juno también fue la idea de crear un
periódico vecinal que diera cuenta de las noticias locales. Esto en
realidad lo concibió como una idea de negocio ya que ofrecíamos
dicho material periodístico de puerta en puerta (nuestra marca
inconfundible, al módico precio de 25 céntimos). En este tema
del mercadeo directo nunca nos percatamos del detalle revelador
de que dependíamos más de la buena voluntad vecinal que de la
calidad del producto ofrecido.
El motivo principal de mi desconsuelo respecto de Juno es que
él, más allá de todas las cualidades que lo adornaban y ejercían
sobre mí una influencia que ni yo mismo entendía, era feo; feo
sin perdón de Dios posible. Tenía la cara y la piel del color de la
tierra, o peor, del color de la mierda; como la de mi padre, oscura,
y cuando sudaba se le hacía una película babosa, desagradable,
asquerosa, sobre su piel color del barro (no sé si era por relacio-
narlos con la noche, pero yo odiaba los colores oscuros).
Y por no gustarme la piel oscura, no me gustaba ni en mí
mismo. Odiaba ser moreno, como la mayoría en mi país, en mi
ciudad. Porque siempre vi que se relacionase el color oscuro con
cosas malas, perversas, torcidas, como en las telenovelas, por
ejemplo, que ninguno de los prota tenía esa característica étnica
o racial. Y yo me quedaba pensando que por algo sería, algo que-
rrían decirnos con esas decisiones raciales (aunque teníamos en la
tele un actor negro, grandote, Lotario se llamaba, que ora hacía
343
de malo, ora hacía de bueno, pero lo recuerdo más como bueno
que como malo).
Pues eso, que tenía una piel más oscura que la mía y sus labios
eran delgadísimos, como una herida, como una vulva cerrada; su ca-
bello negro, liso y ordenado cayéndole en redondo; parecía un monje
dominico, de esos que veíamos en los libros de Historia educando a
los indígenas que iban casi desnudos, solo con taparrabos (de ahí que
yo imaginara que consagraría su vida a la vida monacal, pero no, me
sorprendió casándose y divorciándose tres veces).
No me gustaba Juno. Lo peor de él, lo que menos me gustaba
de él, era ese asqueroso dedito retorcido en forma de gancho, de
aguja doblada hasta la mitad y atravesado por incontables líneas
que parecían ejercer una presión insoportable sobre su carne.
Cuando venía el vendedor de chupi-chupi, como los prepa-
raba en el momento en vasos plásticos, blancos, en los que iba
derramando el contenido de botellas de distintos colores (cola y
esencias de limón, frambuesa y no sé qué más) y la leche conden-
sada -—que era lo que a mí más me gustaba—, Juno me quitaba
mi vasito, y le metía su horrible y asqueroso dedo torcido en
forma de garfio de pirata liliputiense, con él removía y amasaba
su contenido, y ya me daba dolor de estómago, náuseas que me
duraron años al recuerdo de ese dedito repugnante comprometi-
do en esa acción envolvente.
Por eso, cuando venía el vendedor de chupi-chupi, yo espera-
ba a que Juno saliera, o no, y solo si él no salía yo me disponía a
comprar una de esas frías golosinas, a escondidas de mi madre,
que no le gustaba que yo consumiera esas cosas, hechas ahí en la
calle, sin medida higiénica alguna, ni la más elemental.
Mi amistad con Juno corría por cauces fluviales de inquietud
telúrica. La mayor parte del tiempo, era intranquilo, nervioso,
344
imparable. El resto, lo veías elucubrando. Lo que sí me gustaba
de Juno y de andar con él para arriba y para abajo es que no
paraba de inventar juegos y aventuras y que tocara el cuatro
como Dios.
Una vez se le ocurrió que hiciéramos un periódico comuni-
tario, o de nuestra calle al menos, nuestra pequeña calle 2 de
la pequeña urbanización del Pedregal. Él era el que organiza-
ba las serenatas en diciembre por toda la calle. Tocábamos de
puerta en puerta y él se lanzaba a atacar su cuatro de sonidos
roncos, adustos con villancicos cantados a toda velocidad (qui-
zá no teníamos más de media hora para cumplimentar a todos
los vecinos con nuestro arte musical) y yo trataba de seguirle
el ritmo con mi voz de castrado, ante lo cual él cantaba más
fuerte, porque no quería que yo le quitara el protagonismo del
momento. Sin embargo, a él debo agradecer que me insertara
progresivamente en el grupo de nuestros vecinos. Yo era como
su animalito simbiótico y callado, su mascota más bien; yo es-
peraba que los demás chicos de mi calle me permitieran opinar,
hablar, decir algo. Solo que nunca lo que yo decía les parecía
interesante, más bien les parecía cómico, extraño, ridículo, in-
comprensible…
La televisión, tótem hipnótico, lavacerebros (McLuhan dixit).
La televisión fue mi niñera hasta que pude cuidarme yo solo,
o hasta que intervenía la empleada doméstica de turno, general-
mente una mujer muy joven, sin experiencia y con apenas segun-
do año de primaria a sus espaldas, con suerte; con suerte y sin pe-
ricia alguna para esos menesteres. Y hubo alguna que pudo haber
puesto mi vida en riesgo, por no tener las habilidades mínimas
requeridas para encargarse de un niño como yo, o de cualquier
otro.
De todas, yo vivía convencido de que no necesitaba que al-
guien con esas características viera por mí y me quedaba a mis
345
anchas en mis aventuras imaginarias, conquistando galaxias leja-
nas, entrando en contacto iniciático con nuevas civilizaciones y
tratando de poner orden en esos mundos complicados que sur-
gían de mi sistema neuroeléctrico.
Nuestro convencimiento acerca del poder de la televisión so-
bre nuestras mentes era tal que cuando una escena demasiado
tórrida entre los protas de una telenovela era interrumpida por
un corte en la transmisión (en la forma de una lluvia repentina
que inundaba la pantalla de puntitos negros), inmediatamente
pensábamos que fuera debida dicha interrupción a la intercesión
de la todopoderosa Iglesia católica, o simplemente, la Iglesia y
lo comentábamos entre las burlas y el miedo reverencial debi-
do a tan santa institución. La presencia de la Iglesia en nuestras
vidas se producía de manera sutil, con la sutileza propia del aire
que respirábamos y que nos envolvía en su manto invisible; esa
presencia aparentemente no invasiva formaba parte de nuestra
realidad, de nuestro mundo. De ese mundo que era para nosotros
el mundo en su plenitud, en su totalidad, abarcándolo todo. No
había más realidad que la nuestra. Salvo para mí. Yo sí que vivía
en una realidad múltiple.
Su padre los había abandonado a él y a su madre adolescen-
te, escapando de una investigación policial estafa y otros robos
menores. «El catire», como era conocido en esos ambientes, se-
gún la escabrosa nota de prensa, era un monstruo manipulador
y chantajista que mantenía en jaque a tan respetables señores,
amenazándolos con revelar toda la trama de corrupción juvenil
que amparaban estos, a espaldas no solo de sus familias, sino de
la sociedad, de la decencia y de la ley. Su cuerpo, o lo que de él
dejaron envuelto en restos de la última camiseta que usó en su
vida, fue encontrado en un barril, disuelto en ácido, convertido
en polvo de estrellas.
346
A veces su hijo nonato habla con ella, sin decir su propio nombre.
Como siempre, sus caballos (los caballos de su mente) corrían
desbocados hacia ninguna parte, hacia deseos sin rostro, sin cuer-
po y sin memoria, anhelos convertidos en imágenes fractales (de
una rosa, de la pulpa de un limón, de una telaraña recién termi-
nada).
Imágenes en todo caso producidas en un movimiento circular,
rueda del tiempo que no se detiene, mezcolanza de fotogramas
espumosos, entre la neblina de sus párpados inquietos, solícitos
al primer impulso eléctrico, sabuesos detrás de una presa inasible.
Ella se desdoblaba como el roble milenario que se agacha para
ampliar el radio de acción de su sombra sobre el llano, sobre la
sabana, sobre el río. Se bifurcó como el arroyo australiano al que
llaman en su lengua originaria billabong.
Ella había dicho en su momento, en un momento perdido
en la memoria ajena, que su infancia había sido muy dura. La
pobreza, la ausencia de su padre, el largo y tortuoso camino que
recorría a su encuentro incierto, él ausente, ella expectante a que
volviera, de repente, sin saberlo.
Él se preguntaba cuántas de las cosas que él hacía las había
hecho ella también; en su momento. En ese pasado remoto y des-
conocido. Sus rabietas. Sus depresiones causadas por desacuerdos
fútiles, efímeros. Él era su futuro, su permanencia en este valle de
lágrimas y sombras.
347
Conjeturas, todo son conjeturas y sospechas, recuerdos mal
tejidos, si ella estuviera aquí para preguntarle…
El escriba accidental barruntó sus vidas antes de los catorce
años, cuando su padre la sorprendió con el cúmulo de historias
compartidas por millones, cientos de millones de veces, en vidas
que jamás se encontrarían ni por asomo en el mismo espacio geo-
gráfico o temporal que el suyo, polvoriento y gris, blanco y mus-
tio, de tejas enmohecidas. Como siempre, sus caballos corrían
desbocados hacia ninguna parte, hacia cualquier otro sitio que no
fuera su aquí y ahora.
Dicen que fue eso lo que lo volvió loco. Tanto estudio, tantos
idiomas (no, tantos no fueron, estudió latín, francés, inglés y algo
de griego clásico… y algo de alemán, en las obras de Kant). Dicen
que le pasó lo que a Quijano, el del Quijote, que de tanto leer…
Francis, 1985
Solo fui capaz de cerrar los ojos y estaba en la rotonda, echando
cuentos de aventuras, estábamos Teo, Lalo, Bruno, Carlotti..., y
un chico de la calle 3, le decían «el cochino» porque se ufanaba
de no bañarse, se metía las manos por delante o por detrás, a
veces ambas a la vez y esnifaba esa mezcla inmunda de sus hu-
mores y detritus corporales.
Francis era una ecuación de segundo grado que (J.R.) no sabía
si sería capaz de resolver en el tiempo justo. ¿Tendría el tiempo?
El delirio comenzó con una sensación de seguridad desconocida.
Y por eso me confié. A eso le llaman «destino».
Su mirada transmitía una serenidad ajena a todo lo terrenal.
Era tan sutil su manera de caminar que parecía no tocar el suelo
348
con sus pies. Esa noche, sorpresivamente, la acabaron mirando el
amanecer desde uno de los miradores de la Caracas trasnochado-
ra. Se perdieron en esperanzas astronómicas, oteando el futuro
con prudencia, aunque con una pizca de loca ilusión, más bien de
certezas no confirmadas, no justificadas por los hechos. Enfiló su
coche hacia El Paraíso, para dejarle en casa de Marcelo, que había
abandonado la reunión antes que ellos.
En ese breve trecho el silencio solo fue interrumpido por la
expresión de un sentimiento de placer infinito, de haber reencon-
trado una paz espiritual hacía mucho tiempo perdida. Quedaron
en volverse a ver. Desplegó modales exquisitos, disculpándose
con J.R. por no poder llevarle al aeropuerto para su regreso a
Mérida. A esta disculpa innecesaria, le respondió con un «no im-
porta» suave, impecablemente oportuno y educado.
Adolescente ya, habiendo sido el sueño nocturno lo primero
que perdiera, llegué a perder totalmente el interés por salir del
pequeño mundo de mi casa. Lo de Apo, no volverlo a ver, un
mazazo en el momento oportuno, me lo había tragado como una
decepción difícil de superar.
Tantos habían sido mis fracasos, tan recurrentes habían sido
mis proyectos fallidos e ideas geniales que no pasaron de mi len-
gua nerviosa, que comencé a sospechar que Dios en persona es-
taba decidido a hacerme la vida cuadritos (pensé en Dios direc-
tamente como el principal sospechoso ya que no era coherente
pensar que fuera el demonio el que manipulara mi vida con tanta
facilidad, pues esto demostraría que Dios era un pelele de marca
mayor). Así lo pensé. Comencé entonces a alejarme de Dios y de
la religión organizada y a buscar apoyo en otros lados, todos de-
centes, todos vinculados con mis inquietudes humanísticas, hasta
que mi vida dio un vuelco inusitado, que de alguna manera me
349
sacudió como a un muñeco de trapo estremecido por la mano
enérgica de alguien o de algo mucho más grande y poderoso.
Algo me faltaba. Profesor de inglés, vendedor de libros a do-
micilio, actor, redactor de discursos políticos; todo eso acabó en
un clamoroso fracaso, o mejor, en planes que nunca produjeron
resultados tangibles. Comencé a creer en el destino y en que este
era azaroso, como una ruleta, que tocaba o no, a veces para bien,
otras no tanto. No conocía el concepto de «aprender de los erro-
res», o «equivócate todo lo que puedas», y por eso me desanima-
ba. No tenía vocación de «héroe que supera todos los obstáculos
y triunfa». Su madre lo seguía protegiendo, a su manera, pero
protegiéndolo con todos los recursos a su alcance. Aun tramaba
con José Román, padre, planes con ese fin. Impulsado sobre todo
por las incontables veces en las que su padre lo tildó de «parási-
to». Su padre le hizo préstamos para diversos emprendimientos,
después de mucho rogárselo (con su madre no se atrevió), sobre
todo en el área docente, enseñando inglés en su casa (solo así se
lo permitió Celeste) y nunca le pudo devolver ese préstamo. Se
desesperaba. Se ahogaba.
Había perdido por completo la esperanza de estudiar el Bachi-
llerato en Francia, promesa incumplida de mi madre. Las mari-
posas convertidas en águilas atacaban inmisericorde mi estómago
vulnerable. «¿Qué hago?», me preguntaba repetida y cacofónica-
mente. «¿Qué haré con mi vida?».
Me decía mi padre: «A tu madre le encanta crecerse como
crecen las sombras cuando el sol declina». Tantas veces me lo dijo
que llegué a tener pesadillas en las que su sombra gigantesca me
reducía paulatinamente hasta hacerme desaparecer.
En uno de esos tantos viajes a Caracas, a visitarme con el doctor
León, esa vez por tierra, ya casi llegando a nuestro destino, se formó
un atasco inmenso, al parecer, un camión de carga gigantesco, una
350
gandola exactamente, se había volcado obstruyendo el paso con su
carga y, como en un sueño erótico, un hombre rubio, bigote poblado,
casco de obrero, rodeada su cintura con un cinturón grueso de cuero
marrón, cuero viejo salió de entre la bruma que distorsionaba la rea-
lidad desde el tubo de escape grueso, plateado del vehículo gigantesco,
a ordenar el tráfico ante la ausencia de la autoridad competente.
No le perdí pie ni pisada, hasta que desapareció tan repentinamente
como había aparecido en su nube de polvo y asfalto. Su fantasma me
persiguió cada vez que pasaba por ese tramo en concreto de la auto-
pista, dándome la bienvenida, abrazándome con su sonrisa amari-
llenta.
351
CAPÍTULO XIII
Verónica. 1984.
Un acontecimiento sorpresivo y trivial me devolvió la digni-
dad y el honor casi perdidos. Al siguiente mes de mi bautizo
de fuego como persona independiente, la familia en pleno se
dirigió a la inauguración del club campestre del cual eran so-
cios y que habían esperado años que se produjera. Se trataba
de una asociación civil constituida mediante acciones entre
los socios que habían pagado religiosamente sus cuotas du-
rante la prolongadísima construcción del complejo campestre.
La emoción y el entusiasmo familiar eran apenas contenidos.
Tanto que aun logramos que mi independiente hermano nos
acompañara en tan señalada ocasión. Asimismo, era la ocasión
perfecta para que mi padre probara la Wagonneer de segunda
mano que le había comprado la semana anterior al vecino de
enfrente.
En realidad, mi emoción durante el recorrido al club cam-
pestre iba matizada por otra expectativa más genuina y más pro-
fundamente sentida: quería enamorarme. Y de hecho, esa sería la
ocasión para experimentar por primera vez esa embriaguez, esa
locura consciente y autoprovocada. El objetivo programado de
mi pasión juvenil tenía que ser una mujer casada (esto demuestra
que no me tomaba el tema nada en serio), en sus treinta y pre-
feriblemente blanca, rubia, o morena clara, con el cabello negro
azabache (como esa amiga de mi madre, casada con el narcotra-
ficante rubicundo).
353
Nos sentamos en la parte exterior de la Casa Club y mi madre
se dispuso a demostrarme su perdón por mi escapada del mes
anterior. En medio de una conversación intranscendente, acer-
ca de cuán bonito había quedado el club y de cuánto habíamos
esperado por ese día tan feliz, me incluía en su monólogo diri-
giendo calculada, estratégicamente su mirada frontal hacia mí,
directa a mis ojos, como esperando la confirmación al hecho de
que cualquier expresión, cualquier palabra suya era una sentencia
incontestable.
—¡Qué bonito está todo!, ¿verdad? —Imaginaos su cara al de-
cir esto, su cara como embobecida con los ojos caídos, como si
hablara desde una nube a uno de tantos pobres mortales, rendi-
dos ante su gloria inmarcesible. A partir de ahí, acompañaba cada
comentario suyo con esa mirada directa a mis ojos, para que yo
supiera que quería hacer las paces. A pesar de mi orgullo ariano,
decidí aceptar el guante que me ofrecía mi madre y así como si
nada, le seguí el rollo y de los comentarios banales sobre el mo-
tivo de nuestra presencia ahí, pasamos a otros sobre el proyecto
de expansión del club que nos emocionaba porque el resultado
final sería uno de los clubes campestres más extensos y completos
del país.
Nuestra animada conversación fue interrumpida por el eco
de una cantante famosa que nos llegó a través de las cornetas de
tamaño respetable, colocadas de manera que el sonido nos alcan-
zara a quienes departíamos en el exterior.
Mi madre y yo fuimos los últimos en abandonar la mesa para
dirigirnos a disfrutar del espectáculo central del día. Me levanté
de ahí como un resorte cuando vi que nos quedaríamos sentados
solo ella, mi madre y yo. Ella pareció darse cuenta de mi incomo-
didad y me cogió del brazo para ir juntos adentro, con el resto
del grupo. Era tal la cantidad de gente delante de nosotros, casi
todos los socios, principalmente hombres en sus cuarenta, que no
podíamos mirar a la dueña de tan prodigiosa voz. En realidad,
354
se trataba de una imitación de una cantante muy popular por
esos días, pero el doblaje era impecable. Parecía una actuación en
directo, sin más artificios que el acompañamiento musical pre-
grabado. Tanto talento pertenecía a una mujer rubia, de cabello
muy liso que le caía en una cascada potente de color dorado. Sus
ojos grandes y oscuros bailaban al ritmo de la grabación y de tan-
to en tanto se cerraban en un guiño pícaro irresistible. Todos los
hombres del lugar, todos casados, la acompañaban con aplausos
entusiastas y sonoros silbidos desbordantes de entusiasmo juve-
nil. Las mujeres miraban entre celosas y resignadas, bromeando a
costa de la actitud pueril de sus maridos.
Aunque no lo creyera posible, cuando estábamos a punto de
abandonar el club para que no nos pillara la oscuridad transi-
tando esos caminos rurales de tierra, polvo y piedras, la artista
invitada apareció sentada a mi lado, conversando animadamente
con una desconocida de quien no tenía yo ni idea de cómo ha-
bía acabado ahí. No sé por qué no me había dado cuenta antes
pero ciertamente ahí estaba, sentada a mi lado. La desconocida
se despidió de ella y nos dejó a nuestras anchas. La cantante ru-
bia continuó conmigo la conversación que venía sosteniendo con
la mujer y yo le dediqué toda mi atención; ojos, oídos, cabeza,
mente, cuerpo. Llegado el inevitable momento de la despedida,
me apuntó en una servilleta su teléfono y su nombre: Verónica.
Celeste se aproximó a la mesa con la actitud y expresión corporal
que siempre asumía cuando estaba completamente satisfecha y
nada le molestaba. Yo al verla me levanté de mi silla como por un
resorte, la cogí por los brazos y como si la fuera a besar le dije al
oído: «Déjame hablar». Ella de inmediato entendió que la con-
versación con la chica desconocida había estado matizada, si no
pletórica de omisiones oportunas y hechos inciertos o al menos
inexactos.
El lunes siguiente llamé a mi mejor amiga, esa con nombre
de tango argentino y emocionado le conté lo sucedido en el club
355
campestre. En seguida comenzamos a planificar una estrategia
de ataque infalible, que garantizara más allá de cualquier duda
posible que Verónica cayera rendida a mis encantos varoniles. En
esa etapa, Arlette y yo estudiábamos en el liceo nocturno SDM.
Habíamos aplazado clamorosamente el último año del Bachi-
llerato y acabamos ahí, en ese sumidero vergonzoso de estudian-
tes desaplicados, que compartían el recinto con personas mayo-
res, trabajadoras la mayoría, que no pudieron acabar sus estudios
en el ciclo regular.
Nuestra amistad sincera e indiscutible se basaba sobre todo en
nuestro profundo entendimiento mutuo. En que no cuestionába-
mos nuestras motivaciones, aunque no las entendiéramos inicial-
mente. Yo confiaba ciegamente en que Arlette me ayudaría a salir
adelante con Verónica. Sería pan comido.
El problema inicial era cómo pasar a la etapa siguiente con
nuestro objetivo, dado que yo le había mentido de manera in-
misericorde a Verónica acerca de tantas cosas. Lo primero mi
edad. No le dije diecisiete, casi dieciocho sino veinticuatro y bien
cumplidos. Lo otro, lo de mi ocupación. No estudiante nocturno
sino profesor de inglés en el Bachillerato (escogimos la materia de
inglés por razones obvias, era más fácil de demostrar mi dominio
que en cualquier otra de ese nivel escolar).
Su primera llamada la recibí con un sobresalto, comprensible
dada mi condición de mentiroso convicto, aunque aún no «con-
feso», ya que aún no había llegado ese momento fatal de la con-
fesión del pecado. Me invitó a su casa y yo accedí como rayo, sin
creer mi increíble buena suerte (el que nos viéramos en su casa me
ahorraba el esfuerzo infructuoso de pedirle el coche a mi madre,
ya que sabía que no me lo daría, al no tener el carné de conducir).
Ese día hacía frío en San Cristóbal. Y la excusa perfecta para
mi disponibilidad inmediata era que no me tocara dar clases ese
día en ese horario, así que lo presenté como una «afortunada
356
coincidencia» (esto ya lo habíamos previsto Arlette y yo en nues-
tro plan). Abrió la puerta, entré después de un «hola» que asumo
tembloroso, pues yo me sentía temblar como una gelatina.
De esa conversación apenas recuerdo que me invitó a un cho-
colate, y que sostenía su taza mirándome con esa inclinación de
cuello de la que derramaba cantidades apreciables de feromonas,
minúsculas, pero perceptibles por su mirada que iba cayendo al
ritmo de su sonrisa de dientes grandes y simétricos, como los que
llegó a tener también mi madre.
Esa vez, las mariposas en mi estómago, por primera y úni-
ca vez, no presagiaban acontecimientos negativos, sino todo lo
contrario. Eran mariposas de emoción, de esperanza. Apareció
un elemento imprevisto, bajo cualquier cálculo: su marido. Un
hombre alto, grueso, de barba poblada. Se dirigió sin saludar ha-
cia su habitación y descolgó un rifle de la pared. Parecía estar
todo fríamente calculado como una escena teatral. Apuntó ha-
cia el sofá donde apenas segundos antes maquinaba yo discursos
encantadores para llevarme a la cama a su pareja legal. Verónica
me cogió de la muñeca, nos levantamos y salimos a la calle en
cuestión de segundos que se hicieron eternos. Apuramos el paso
aunque sabíamos que lo habíamos dejado ahí dentro, solo. La lar-
ga y amplia avenida carecía de un banco donde descansar el estrés
apenas vivido por lo que optamos por el amplio hombrillo ajar-
dinado de la dura calzada que formaba una playa de estaciona-
miento provisional. De inmediato, ataqué, pero eso sí, bajando la
voz a modo de susurro acariciante, engolándola apenas, tal como
había aprendido de las telenovelas, de Esmeralda en particular y
de otras pocas que le siguieron con similar éxito:
—Creo que nos debemos mutuas explicaciones.
—Es mi marido.
—Y yo no soy quien te he dicho. —No bien solté esa breve
oración, me arrepentí. Tendría que llegar hasta el final.
—¿Qué me quieres decir?
357
—Que hay cosas de mí que no te puedo contar de inmediato
—me retuve a tiempo. En ese momento, sentí el impulso irresis-
tible de contarle toda mi verdad, mi realidad de adolescente des-
orientado, atascado en un bachillerato aburrido y anodino y en
un entorno que rechazaba y quería dejar de ver lo antes posible,
sin siquiera quemar las etapas inevitables. No fui capaz.
—Te refieres a…
—Me refiero a que, dada la ocupación de mis padres, yo debo
seguir medidas estrictas de seguridad.
Ni yo mismo sé de dónde saqué tamaño disparate en ese mo-
mento. Todo porque mi imagen ante ella no cayera hecha trizas y
con ella, mi oportunidad.
—Pues, en cuanto a mí, ya has de haberte dado cuenta de mi
situación. Estamos en lo del divorcio. Ni siquiera nos hablamos
más que para lo del papeleo. Tenemos dos niñas.
Nuestros encuentros en su casa se hicieron habituales. No sa-
bía por qué y me sorprendía el pensamiento de que no le impor-
tara seguir regularmente esa rutina, sin ir a un café, a un cine, a
cualquier lugar público en el que se desarrollaba cualquier rela-
ción normal de pareja.
Celeste, entretanto, andaba sinceramente preocupada por
ciertos temas que afectaban o podrían afectar a su hijo mayor,
tanto como a cualquier chico de su edad.
Ella sabía de primera mano que el consumo de drogas entre
los de su edad era endémico y algunos habían caído víctimas de
ese maldito vicio. Estaba bastante tranquila en ese sentido con
respecto a sus dos hijos, pero no podía bajar la guardia. Lo mismo
valía para sus relaciones.
No bien se enteró del estado civil de la conquista de J.R., Ce-
leste inició una vigilancia cerrada pero discreta, valiéndose de los
conocimientos adquiridos en el contacto diario con sus compa-
ñeros de la Policía judicial y de la confianza que prevalecía en su
relación con su vástago, producto de los conocimientos adquiri-
358
dos en el máster en Orientación de la Conducta, cursado en el
Centro de Investigaciones Sexológicas y Sicológicas de Venezuela
(así mismo, con todas sus letras le gustaba mencionarlo a Celes-
te), presidido por el doctor Armando Rossini, primer presidente
de la Sociedad Mundial de Sexología.
Un día que J.R. sabía que se quedaría solo en casa, invita a Ve-
rónica. J.R. no recordaba que ese día el padre de Bruno lo llevaría
a su consulta médica a que se hiciera unos chequeos de rutina.
Ese día, no solo la hija de este le toca la puerta con insistencia
para llevárselo, como si no hubiera un mañana, sino que comen-
zaron a aparecer personajes que no hubieran aparecido en otras
circunstancias, ni en una realidad paralela. J.R. es perfeccionista
y altruista. El mundo le decepciona a cada paso. De Verónica me
gustaban más sus tetas que su chocho (no se dice «tetas», es «se-
nos» o «pechos»… No se dice «chocho», mejor «vagina»)…
El chico aquel, sencillo pero educado, que había estudiado con
él el primer año de bachillerato y que ese día decidió hacerle una
visita al «querido J.R.», con quien apenas había cruzado palabra
durante todo el año académico. La amiga de su prima Rosiris, a
la que esta conoció en un vuelo nacional que ambas compartieran
y que tuvo retrasos que duraron unas horas.
En fin, que Ionesco hubiera hecho de las suyas al hacer la cró-
nica de ese extraño día en la vida de J.R. Mientras tanto, J.R.,
bajo la sabia dirección de Verónica, trataba de cumplir su papel,
el que se esperaba de su condición masculina, con los apuros/
afanes/nervios debidos a las interrupciones antes descritas. Ella se
sentó sobre él como si de una silleta se tratase y se hundió en su
masculinidad, abrazándola, rodeándola, mojándola. Ella también
lo deseaba. Ella, en posición superior, lo rompe a él. J.R. no se
queja, pero se siente en definitiva como si fuera él la virgen que es
desflorada. Sintió la circuncisión hecha de un tirón. Tuvo miedo
359
de incorporarse, y ver el manantial de sangre que de seguro bro-
taba de su órgano herido.
El sabor de boca que le quedó a J.R. de esa experiencia fue ex-
traño, al menos. Confundido e insatisfecho. Decepcionado. Es-
tuvo días dándole vueltas a la cabeza acerca de este tema y decidió
que ya basta, que seguiría adelante, porque eso hacen los hom-
bres hechos y derechos. ¿ Y si se equivocaba?... ¿Otra vez? Cada
error cometido se había instalado en su mente como una herida
abierta, fija, obsesa y lo empujaba a la incertidumbre constante, a
mantener en todo momento esas mariposas en el estómago como
tigres con dientes de sable feroces, despiadados. A todas estas, los
hongos en sus pies que tanto le habían amargado la existencia
habían desaparecido como por encanto, quizá los días anteriores,
para reaparecer luego del primer baño que se dio después de la
faena amatoria.
Su madre Celeste pensó que se estaba poniendo guapo su niño
frágil, su bebé grande, pensaría de él a partir de entonces. Y co-
menzó a poner en práctica en su ámbito doméstico todo lo que
había aprendido en el postgrado sobre Sexualidad y Orientación
de la Conducta, impartido por el famoso psiquiatra y sexólogo
Armando Rossini, quien al poco de haber entrado en nuestras
vidas ya derramaba en mi casa su sabiduría por boca de Celeste, a
través de citas iniciadas con la abusada fórmula el Dr. Rossini dice
que»… (en expresiones tales como «Armando dice que él duerme
con su madre, que es un prejuicio tonto ese de que los hijos no
pueden dormir con su madre a partir de cierta edad»)…
Obviamente, cada vez que decía una cosa por el estilo, yo ca-
llaba y tragaba grueso, por no querer iniciar una discusión de esas
que no salen de eternas síncopas de citas de autores que dicen
todo lo contrario en temas que en nada o poco tenían que ver con
360
esas sentencias que a mi madre Celeste tanto le gustaba utilizar,
en favor de alguna expresión suya.
J.R. nunca pudo decirle toda la verdad a Verónica, a pesar de
todo lo que vivieron juntos. Él fue capaz de diseñar y ejecutar
con y para ella una película romántica de aquellas de los sesenta,
donde la pareja protagonista superaba, o no, todos los obstáculos
planteados en su trama lacrimógena a más no poder.
Ella desapareció. Un buen día la llamó y ella no cogió el teléfo-
no. Él se desesperó, sin entender, haciendo las conjeturas lógicas,
las suposiciones que cabía hacer en esa situación. Arlette lo llamó.
Le explicó a J.R. que su madre, la de Arlette, sintiéndose en el
imperioso deber de cuidar el honor y la reputación de la familia
Andrónico, le contó a Celeste quién era Verónica.
No solo que era casada, con dos niñas de nueve y de cinco,
sino que su marido era un hombre violento que la hubiera mal-
tratado en más de una ocasión. Por supuesto que Celeste actuó
en consecuencia.
Verónica era una mujer circular. Todas las personas somos de
una forma u otra circulares. Volvemos por nuestros pasos. Nos
repetimos. No se trata solo de que a veces no aprendamos de
nuestros errores sino que los volvemos a cometer, por ansiedad de
separación con respecto a nuestro pasado, a nuestra historia. Se
nos va el tiempo repitiendo errores. Hasta que nos damos cuenta
y cambiamos, o no.
Nadie sabe si habló con Verónica. Lo cierto es que esta desapare-
ció sin dejar rastro conocido de su paradero. Hasta un año después.
Intermezzo
En un breve repaso de mis relaciones amorosas entre los diecisiete
(Verónica) y los diecinueve (Betsabé), en todas ellas asumí una
actitud distante, desinteresada, ausente. Cuando me hablaban las
361
escuchaba como a través de un cristal, llegándome su voz muy ba-
jito, como desde otro planeta, o desde mis sueños más profundos.
No les presté atención en lo más mínimo (o casi). En esa etapa,
llegué a tener tres novias a la vez y una vez casi coinciden todas en
mi oficina. Fue divertido.
362
CAPÍTULO XIV
Ya nadie puede decirme «te lo dije», porque ya no tiene sentido. Es
tarde para eso.
Portugal, 1983
Celeste Ramona y Romancito solos por el mundo. Este era un
escenario de esos que hacen temer a algunas personas los peo-
res desastres. Madre e hijo, más despistados que pingüino en isla
Margarita, viajando por el mundo. Pero no era solo por su inve-
terado, persistente, tozudo despiste. Era también por el escenario
más que probable de choques constantes, de órdenes recibidas
con desagrado, con impotencia y rebeldía; de acuerdos imposi-
bles acerca de rutas y actividades por cumplir, o aun de medios de
transporte disponibles y accesibles (esos temores fueron expresa-
dos por José Román senior cuando se enteró del plan de Celeste).
No era su primer viaje juntos, pero sí el primero que hacían
sin nadie más, sin el acceso a mediadores entre ellos. Al menos no
mediadores legitimados para tal rol por la historia y la costum-
bre, que es lo que legitima ese oficio. Sin embargo, Europa era su
territorio; de él.
Después del fiasco con Verónica, Celeste se sintió en la obli-
gación moral de compensar a su hijo de la pérdida irreparable
(aunque un año casi exacto después de su desaparición inexpli-
cada, Celeste lo llevó a una disco donde Verónica se presentaba
363
bailando y doblando, para que terminara de sacársela de la cabeza
y de su alma. J.R., en cambio, salió de allí decidido a rescatar a
Verónica de su más que seguro destino).
Le regaló su primer viaje a Europa; la Europa de sus sueños
y desvelos. Ella siempre había querido tener una niña. No fue
posible. Su único aborto había sido precisamente de una niña.
Lorna decía que la llamaría. Si hubiera vivido… Y de ahí que con
su hijo mayor empleara lo que hubiera puesto en práctica con esa
niña que no tuvo, que no pudo tener, que abortó sin quererlo,
sin buscarlo.
Mi imagen de Europa era una imagen idealizada, selectiva e
influenciada por los documentales producidos por un canal ale-
mán que comencé a ver desde muy pequeño, la ZDF (Zweites
Deutsches Fernsehen), aunado a mis lecturas, incluida la de las
guías de viajes que llevaba a casa mi padre, para ilusionarme con
trayectos nunca realizados (no con él).
Llegamos a Lisboa a la una de la tarde, hora local. Pero parecía
que hubiera recién amanecido por el cambio horario y porque el
cielo estaba cubierto de una espesa capa blanca, sin el contraste
del azul habitual en un día despejado.
Había un peculiar olor a diésel que penetraba el edificio de la
terminal y me perseguiría durante toda mi experiencia iniciática
europea. Desde entonces relacioné por siempre a Europa con ese
olor. Europa huele a diésel y así la recordaría cada vez desde ese
primer viaje. Mi primera foto en Portugal, durante nuestra llega-
da, me la tomó mi madre en el aeropuerto, en la zona de comidas,
una camarera se ve atravesar despistada la escena central.
Hicimos el trámite de inmigración rápidamente. Nos queda-
mos en Lisboa una noche antes de partir por la mañana a Mogo-
364
fores, un pueblito cercano a Aveiro, perdido en el centro geográ-
fico y rural del país, en la freguesía (parroquia) de aquel nombre,
con alrededor de setecientos habitantes, ocupado en viñedos y
cuya única atracción digna de mención sería al parecer el colegio
salesiano, que cumple una actividad intensa y multisectorial con
los jóvenes del lugar, en el ámbito educativo, deportivo y cultural.
No llegué hasta ahí, hasta el colegio salesiano, sin hacerme fal-
ta, dado que recorrí los campos, sus modos de vida, sus temores y
aprensiones. En Mogofores vive la familia de João y su boda con
nuestra vecina del inicio de nuestra calle se llevaría a cabo en la
minúscula iglesia del pueblo, de la cual lo poco que recuerdo se
quedó fijado en la foto que testimonia el momento solemne.
Al día siguiente sería el gran día y tendríamos el resto del mes
de vacaciones para recorrer algo más de Europa, mi sueño hecho
realidad.
En la capital portuguesa nos esperaba Diniz, el empleado de
la panadería sita a la entrada de la urbanización El Pedregal y
cuya boda en su pueblo natal era la excusa para el viaje (aunque
sea inútil hablar de «excusas» en este caso, ya que J.R., padre, ni
las necesitaba ni las esperaba, dado que ya se había resignado a
las locuras de su mujer). Igual me gusta repetir lo de la boda; en
Portugal.
Esa primera noche en Lisboa era la de mi cumpleaños. Antes
del viaje, había investigado durante un mes todos los lugares de
interés. Como hacía con las guías de viaje cuando tenía ocho,
catorce años. Con la misma ilusión; y más. Esta vez no me con-
formaría con imaginármelo, dado que lo estaba viviendo.
Desde que abordamos el avión en Maiquetía, sin embargo,
salieron a relucir nuestras diferencias. Mi madre, como siempre,
trató de imponer su figura de autoridad desde el primer momen-
to. Yo pasaba por esa etapa ambigua por la que nadie quiere pa-
sar, pero que es el doloroso pasillo hacia la edad adulta, hacia la
vida de verdad. Pero ya lo había decidido, esa primera noche en
365
Lisboa, la de mi cumpleaños dieciocho, la celebraría en grande.
Quizá hasta me emborracharía como había visto que hacían en
las pelis estadunidenses grabadas en Europa, donde mostraban
escenas de callejones nocturnos misteriosos, solitarios, ilumina-
dos apenas por la luz de una farola neoclásica, o decimonónica.
Por la noche salimos Diniz y yo, nos encontraríamos con un
amigo suyo y de ahí a la disco. Celeste estaba frita por el largo
viaje, el jetlag, y que ella no puede tocar cama porque si la dejas
hasta dieciocho horas corridas puede dormir. Al despedirme de
ella, entre tranquilo y emocionado, solo atinó a levantar su brazo
derecho y musitar entre sábanas «Dios te bendiga, hijo»…
Iba con un plan más o menos trazado; podría incluir la pro-
fundización de la propuesta lúdica/sexual/amatoria que me venía
rondando, acechando, provocando desde los ocho años, o siete,
o seis.
Diniz ya me esperaba en el lobby del hotel, me cogió de un
brazo y me llevó afuera, donde nos esperaba fumando su otro
amigo, a quien no veía desde que Diniz partió a Venezuela.
Cogimos un taxi cerca del hotel (por los lados de la Plaça da
Liberdade) y llegamos a la disco (de ambiente, detalle que me co-
gió por sorpresa… relativamente). La banda sonora en esta oca-
sión era Radio Ga-ga, de Queen (hay un tema en el que no acepto
debate alguno y es que la canción más maravillosa de la historia
es esa y no otra). La escuché por primera vez en esa disco lisboeta
que parecía un baño público, de los de entonces, porque las pa-
redes de la pista de baile estaban todas forradas con baldosas de
cerámica blanca, como las de un baño. Solo que limpias, blancas,
sin pintadas que las humillaran o hiriesen con saña irracional. Eso
y el persistente olor a diésel, al salir de la disco, fue la confirma-
ción de que no soñaba.
Éramos tres y nos fuimos todos rumbo al piso de João Pessoa,
el dueño de la disco de ambiente (otra persona importante que
366
conocía como parte de mi destino de persona importante), en
el barrio del Chiado. En un silencio sepulcral, para nada cónso-
no con la situación aparentemente festiva, cruzamos varias calles,
más bien callejuelas del centro lisboeta, adoquinadas con piedras
cuadradas, cuadradas y grises, o del color del plomo, plomo viejo,
plomo vetusto. Las calles rodeadas de edificios de época diversa.
Todo muy elegante, muy europeo, a la vez que sombrío, con un
punto inocultable de sordidez gótica.
Llegamos al piso del señor Pessoa y ahí nos entretuvimos entre
la decoración ecléctica y copas de Oporto hasta que pasamos a la
acción, casi de inmediato. La decoración me llevó a un pasado
no tan remoto. Se me antojó un montaje demasiado recargado,
demasiado teatral para ser real.
Formamos los cuatro cuerpos un ovillo confuso, informe de
piel y de sudor mudo, pestilente a aceite viejo y pasto joven. Di-
niz, fofo, ventrudo, ocupaba un margen de esa formación ge-
latinosa, seca por el frío externo. Uno pensaba por todos. Uno
actuaba por todos. El principio de autoridad se mantuvo en la
manada, en la manada informe. No sabía que podría haber dicho
que no. Eso es la libertad: poder decir «no».
A horcajadas imaginé o creí recordarme en esa noche lisboeta,
noche extraña de liberación emocional a través de la prisión de la
carne. Atravesamos las calles adoquinadas y ese repicar caracterís-
tico de las ruedas suaves sobre el suelo duro que no puedo decir
que fuera asfalto porque ya dije que eran adoquines grises casi
negros como la noche reflejada en su pecho inerme. Y ese olor
persistente a diésel que lo invadía todo, que invadía el pedacito
de noche contenido en ese espacio anónimo.
A horcajadas y en la posición inversa; como su reflejo inevitable;
otra vez el miedo, otra vez la vergüenza inconfesable. Sí, a horca-
jadas, a cuatro patas, como una bestia sin razón; como un animal
367
reducido a servir a su amo; a servirlo a él y a sus invitados, uno de
ellos, el quinto, anónimo, apenas con rostro, apenas con manos;
con manos para tocar, para palpar y poseer, pero sin nombre. Otra
vez las mariposas en su estómago, justo antes del regreso al hotel,
a su madre, a lo conocido. Regresó al hotel y a su única verdad
absoluta. Otra vez se cumplía aquello de «la letra con sangre entra».
Los aprendizajes se graban en tu ADN y te transforman.
«¿Cómo te fue, hijo?». Mentira como respuesta. Muchas más
mentiras estaban por llegar.
Llegamos a Mogofores, y mi madre y yo alquilamos un piso en
otro pueblo cercano. Un piso moderno, con todas las comodida-
des (milagros de la Venezuela Saudita). Uno de los siete hermanos
de Diniz, Antonio, nos esperó en la estación del tren de Oporto,
en su Mercedes reluciente, no recuerdo el modelo, pero casi segu-
ro estoy de que era uno reciente, quizás del año (después aprendí
que era un modelo económico, diseñado ex profeso para hacerla
de taxi). Yo flipaba en colores, de emoción apenas contenida (la
marca Mercedes como sinónimo de lujo y confort).
Mogofores fue por mucho tiempo un coto. Este topónimo es de
origen árabe. Cuenta la leyenda que todos los años un hechizo hacía
que desapareciera una persona del pueblo para nunca más ser en-
contrada. Había entonces una bruja en el pueblo, a quien llamaban
«Moga» y a la que el pueblo atribuyó la culpa de las desapariciones.
Las gentes del pueblo comenzaron a señalarla como la responsable de
tales desapariciones, por lo cual la gente gritaba exasperada: «Moga
fora! Moga fora! Moga fora!», lo que quedó en «Mogofores».
Eran esas historias milenarias las que me hacían emocionarme
al pisar el suelo que pisaba en ese pueblito rubicundo de mejillas
sonrosadas y sonrisas amarillentas.
368
La casa de la familia de Diniz era una casa normal, como cual-
quiera que hubiera visto yo en mi ciudad, aun en mi barrio del
Pedregal. Yo hubiera esperado ver un torreón solitario que hubie-
ra sido el último resto, tozudo resto de un palacete medieval que
hubiera resistido mil intentos de ser ocupado por huestes en ar-
maduras y en caballos blancos y negros; o al menos una casa toda
de piedra, pero su aspecto, entre brotes de pasto seco, fue para
mí algo decepcionante. Sí, tenía una chimenea y eso la reivindi-
có ante mis ojos y el olor a muchos (¿musgos?) verdes jóvenes y
vitales, a eucalipto, a pino rodeno y piñonero, pero sobre todo el
intenso aroma a uva fermentada que procedía del alambique si-
tuado en la parte posterior del viejo caserón de cemento y piedra,
rodeado de vegetación verde y frondosa.
La boda
Y por fin llegó el gran día de Diniz Ferreira y Ligia Elena Manduri.
Mi madre, a pesar de que sus redondeces se habían salido de
control, lucía su elegancia natural en una chaqueta muy torera,
pletórica de pedrería plateada sobre su armado color rosa (no sé
si «armado» es el término adecuado), cubriendo la parte superior
de un vestido cruzado, con pliegues que rodeaban sus hombros
descubiertos en fa de una amplia equis negra o azul profundo.
En cuanto llegamos a la iglesia, recorrí el espacio con mi mirada
ansiosa, ávida de aventura, más que apreciativa del arte religioso
contenido en su interior.
Annabelle era resuelta, segura de sí misma, al menos en aparien-
cia, ya que lo demostraba en su arreglo personal, botas de otoño
en piel marrón de reses sacrificadas para tal fin; tejanos blancos o
de otro color vivo, gruesas pulseras, más bien de grosor vario y una
369
plétora de collares de distintos colores sobre su pecho, cubierto por
un grueso jersey de lana amarillo. El cabello lo llevaba cortado has-
ta la nuca, en una cascada de lianas finísimas, pardas, que reflejan
el sol con discreción. Su peinado era el de una muchacha parisina
experta en el baile del cancán, una de las originales.
La conocí durante el banquete después de la boda de Diniz y
Ligia Elena (me dijo que estuvo en la iglesia pero yo no la vi, por-
que si la hubiera visto, en seguida me hubiera puesto a temblar
emocionado y hubiera buscado conocerla y la conocí por casuali-
dad, como conocí a Verónica, porque nos sentaron a una al lado
del otro; así la conocí a ella también…, escena repetida, pues…).
Ella era mi destino. En el opíparo banquete (yo nunca había visto
tanta comida y tanto vino, sobre todo vino porque la champaña
solo hizo acto de presencia durante el brindis de boda), también
conocí al resto de la familia de Diniz. A Fernando, un cuñado; a
Mario, otro cuñado y a otras tantas hermanas y cuñadas.
Después de la boda de Diniz, Annabelle me visitaba cada día
en el apartamento que mi madre alquiló durante nuestra estada
ahí. Mi madre no nos dejaba ni a sol ni a sombra, como si fuera
más bien yo la quinceañera en peligro de sacrificar el honor de su
familia en el altar del amor. Y yo deseando que mi madre se ena-
morara de Toninho, el hermano taxista de Diniz; o del padre de
Annabelle (¿pueden dos hermanastros o dos consuegros casarse?).
Mis pensamientos y mis deseos eran estiércol, eran barro, no, era
el deseo subconsciente de no abandonar nunca a mi madre.
Dom João, el patriarca, era un gigante rubio, de ojos azul me-
diterráneo, la sonrisa tierna e inocente de un neonato, que parecía
no haber entrado en contacto con la maldad del mundo... Todos
ellos tenían la espontaneidad, la pureza de alma típica del campo.
Me sentía pequeño cuando la veía de reojo, ella al volante de
su Fiat blanco del año (no recuerdo el modelo, ¡a ver si eso va a
370
ser lo más importante!), con sus gruesas pulseras bailoteándole/
agitándose al ritmo del movimiento firme de sus manos y brazos
al cambiar de velocidad. Sus manos eran blanquísimas, delicadas,
dedos pequeños, casi regordetes.
A mi regreso a San Cristóbal, nos escribíamos tarjetas y cartas
de amor y hablamos cada semana sin falta, por teléfono (mis pa-
dres soportaron estoicamente las cuentas telefónicas hasta cierto
punto en el tiempo).
Mario era uno de los cuñados de Diniz, mi amigo y anfitrión.
Estaba a cargo del solar agrícola y viñedo propiedad de la familia,
por su condición conyugal con la hija mayor de la familia, la ru-
bia, inocente y regordeta Rosario.
Era un hombre alto, hecho, de mirada perdida en un vacío gris
(en contraste con su figura imponente), prisionera de unas gafas
baratas, fuera de moda, cuadradas como él y con una cantidad
incalculable de dioptrías que lo obligaban a transformar su rostro
sonrosado en el de un viejito solitario, cada que se esforzara en
apreciar mejor un aspecto en particular de su entorno. Lo recuer-
do con un jersey marrón deshilachado y opaco, que acentuaba su
mirada triste, presa de una soledad sin remedio; y que contrastaba
en claroscuro su sonrisa infantil. Llevó siempre un borde de tierra
metido en sus uñas grandes y duras, manos y uñas de campesino.
Al acercarme a él sentí su olor a hierba mojada de primavera,
como si nunca hubiera salido al mundo exterior.
En los pocos días que pasamos juntos, en conversaciones en-
trecortadas por silencios culpables y hasta por mi desconocimien-
to de la jerga local, de la jerga campesina adaptada a recuas, pas-
tos y sudor, llegamos a apreciarnos de manera espontánea, con
la misma naturalidad con la que ocurren las cosas en la Arcadia
371
prometida del macho cabrío, sin reservas ni agendas ocultas, estas
no eran posibles, no tendríamos el tiempo para ellas. Su sonrisa
pareja afloraba al final de cada una de sus frases cortas, lisiadas
por la falta de escuela formal; su mirada transmitía una inocen-
cia bucólica, infantil. Recuerdo su mano amplia, cubierta de un
maizal dorado, de gorila lampiño tomando la mía ínfima, con
apenas carne sobre sus huesos, apretándola con tal suavidad que
me susurraba lo indecible a través de ese contacto efímero.
No lo vi más después de mi regreso a S.C., y desde ese mo-
mento de nada absoluta, de vacío inasumible, decidí que eso no
había sucedido. Escogí mentirle a la memoria, escamotearle esos
pedacitos minúsculos de experiencia vital que elevaron mi condi-
ción a la del hijo de Dédalo.
Los tropiezos que tuvimos durante el largo viaje de un mes, no
se debieron al despiste de alguno de los dos, siempre amenazante
como una sombra sobre nuestras cabezas, sino a nuestros desen-
cuentros, nuestros desacuerdos, dimes y diretes que casi acaban
en una escapada mía, a toda velocidad, sepa usted para dónde, un
clásico. Nos enfrascábamos en posiciones inamovibles, tal como
solíamos hacer en casa.
Lyon
Armand era arquitecto y hacía un posgrado en Urbanismo en la
Universidad de Lyon. Iríamos hasta allí a conocer la ciudad, con
la excusa de saludarle y llevarle masa de maíz para hacer arepas,
enviada por su hermana Consuelo. («Armand parece maricón,
372
¿verdad, hijo?». Y yo me hundí en un silencio pétreo, inexpug-
nable)… (Solo pudimos coger el último TGV, porque Armand quiso
llevarnos hasta la estación al salir de sus clases).
El viaje lo hicimos en bus. Veintiocho horas entre Coímbra y Lyon,
parada ineludible pues ahí nos quedaríamos en casa de Armand (des-
pués supe que esa versión afrancesada de su nombre no fuera producto
de su matrimonio con una chica francesa y consecuente introducción
en la cultura gala a través de ella, sino más bien de su esnobismo sin
redención). Nos recibió en un chándal amarillo y blanco, melena de
caracoles negrísimos como su bigote espeso, enmarcado todo eso en su
rostro larguirucho, enjuto. Lo primero que hizo fue asegurarse de que
memorizáramos cabalmente el trayecto entre la parada del bus y su
piso, en un barrio de las afueras, de nombre evocador de jardines en
flor, Vénissieux, al sureste de la ciudad (mi memoria traicionera me
hizo recordarlo como un barrio de Lyon, pero en realidad se trata de
otro ayuntamiento, perteneciente a la aglomeración metropolitana
de esa ciudad).
A pesar de que yo era consciente, sin decírselo a mi madre, de
nuestras limitaciones presupuestarias, la hice jurarme que iríamos
a París y a Versalles. «Por supuesto que sí», atajó ella, con un entu-
siasmo que redundó en mi tranquilidad de espíritu respecto de mis
expectativas acerca del viaje más significativo de mi vida (nunca
toleré bien las frustraciones).
Llegamos a París tarde en la noche, esas situaciones inesperadas
que afectan a los turistas primerizos. Cristina, nuestra anfitriona,
exmujer de un compañero venezolano de Armand en el máster
de Urbanismo; una mujer joven, no más de treinta años, peque-
ña, caderas anchas y culo redondo, inmenso, nos esperaba en el
portal en prevención de que no tocáramos el intercomunicador,
para no enfrentar a la jauría de yayos celosos del cumplimiento
de sus horas de sueño.
373
Ella nos esperaba con una botella de vino, un surtido de que-
sos franceses, supongo que todos de una marca similar a La vaca
que ríe y con su libreto aprendido acerca de las mieles parisinas,
inmediatamente desmentido al calor de las tres botellas de vino
que nos bajamos hasta casi el despuntar del alba.
Después de ese recibimiento con todos los honores, al día si-
guiente por la noche, a recorrer la París nocturna, pecaminosa, fa-
mosa por su descaro y rotura de las más elementales normas de la
decencia (ese fue el titular que se me ocurrió mientras andábamos
hacia Pigalle). Yo quería agotar mi agenda de visitas nocturnas a
los sitios de ocio más prestigiosos.
Moulin Rouge, el Lido, Crazy Horse, ese era mi objetivo cla-
rísimo. Solo fuimos al Moulin Rouge y de ahí a una tienda de
productos de pornografía, sita al lado de un teatrillo de estos en
los que metes unas monedas para que una mujer flaquísima y con
dos puntos oscuros por pechos se desnude frente a ti, separados
por un cristal que parece su jaula. Mi madre, según me lo dicta
mi recuerdo borroso, entró a la cabina después que yo, como
arrepintiéndose de ese breve momento de intimidad que me con-
cedía. Sí, tal cual, porque la señorita en cuestión, al ver de frente
el rictus despistado y risueño de mi madre, se detuvo automática-
mente, recogió las prendas de las que se había despojado (solo la
blusa, creo), se dio la media vuelta y desapareció de nuestra vista
tras una cortina negra.
No éramos madre e hijo, éramos dos camaradas de juerga por
París.
Por la tarde de otro día de esas dos semanas regaladas por la
vergüenza del guarda frontera en St. Jean de Luz, salíamos de la
librería Eugène Genet, que está junto al Centro Georges Pompi-
dou (en la cual me proveí como es obvio de un buen número de
diccionarios bilingües, entre ellos, el de francés-finés/finés-fran-
cés, un librito amarillo, material brilloso, letras negras, también
374
brillantes; diccionario que adquirí más por un impulso que por
una decisión consciente, o por curiosidad más que nada, pues no
tenía ni idea de que las lenguas uraloaltaicas fueran tan distintas
a las indoeuropeas; este diccionario duró en mis manos un año
y siete meses, pues se lo presté a mi profesor de Método Cientí-
fico en la universidad y no me lo devolvió); caminábamos con la
actitud exploratoria y dispuesta a la sorpresa, propia de nuestra
condición de turistas novatos, cuando vi aterrado como los tran-
seúntes evadían el cuerpo inerme de un mendigo desmayado, se-
guramente con una mona infinita, saltaban a su encuentro como
se salta un charco; mi madre se conformó con mirar alrededor,
seguramente la ambulancia de urgencias estaría al llegar (de ahí la
indiferencia de los viandantes). Eso era un país moderno, un país
que funcionaba, aunque no me pude quitar la sensación de desa-
grado, de decepción. Había asumido hasta ese instante revelador
que «desarrollo» era sinónimo de cultura, de buena educación, de
solidaridad a todo evento. No era así. No lo es.
En el cielo nocturno ornamentos caprichosos de luz revolo-
teaban inquietos, penetrando la suavidad de las nubes, apenas
perceptibles.
Oscuridad celeste inusitada, cómplice necesaria de desórdenes
y delitos. Regresábamos tarde de nuestra excursión a Ginebra, la
ciudad donde soñaba fichar con mi carnet algún día no demasia-
do lejano. Olvidamos la advertencia precisa de Armand acerca de
los horarios del autobús que nos llevaría a su casa desde la esta-
ción. Pillamos con suerte el último autobús; fuimos los últimos
pasajeros.
A nuestro regreso a Lyon, tardío, descuidado, principio de an-
gustia vital, no pudimos pillar el último bus que nos llevaría a la
parada correspondiente a nuestro domicilio ocasional. Nos subi-
375
mos en el primero que pasó (que en realidad era el último), con-
fiados en que era el nuestro y nos sorprendió el chófer poniendo
fin a su ruta al principio de la empinada cuesta.
Nos llevaría a VENNISSIEUX, en las afueras (yo no la ubica-
ba geográficamente, dada mi desorientación espacial inveterada).
Noche cerrada, la deficiente iluminación de la calle y el bus, que
apenas se atrevió a hacer una parte del trayecto porque el resto
de la ruta cubría lo que de inmediato asumimos sería una zona
roja (por peligrosa, nada que ver con sus preferencias políticas,
aunque coincidieran, je), nos bajamos del bus con la aprensión (y
atención) debidas al caso, como animales nocturnos indefensos.
Bajo el inmenso manto negro, nos esperaba una boca de lobo
pespunteada de solares vacíos, con matorrales incipientes en algunos
de sus claros de arena y escombros. Me quedé mirando a un chico,
muy probablemente con diecisiete, no más, enredado en el paral/
tubo metálico del que se sostiene la validadora de tiquetes, chaqueta
de cuero negra, tejanos raídos y rodeados de cadenas plásticas, como
de juguete. Solo después de sentarnos pude dejar de observarlo. De
inmediato se bajó del bus y pude finalmente concentrarme junto a
mi madre en la ruta del bus, pendientes de reconocer la parada más
cercana a la casa de Armand. Sorpresivamente, el chófer detiene su
marcha con la indicación de que hasta ahí llegaba él, indicándonos
en su francés lionés, cerrado, harto, nuestro destino final. Le pregun-
té, titubeante, por nuestra ubicación y cómo llegar a casa de Armand.
Me respondió de mala gana, con gestos más que con palabras.
Avanzamos a través de la boca del lobo dormido y justo cuan-
do atravesábamos un inmenso campo de fútbol abandonado, o
más bien vacío, yermo, un auto negro, posiblemente un Dodge
de la década anterior, se detiene de un frenazo relinchante a nues-
tros pies, como marcando territorio.
376
No pudimos ver con claridad a los ocupantes del vehículo
(¿traían armas, gesto agresivo?), a pesar de que yo me acerqué a
la ventanilla del copiloto y miré a través de ella que eran cinco,
todos norafricanos (o de más al sur); todos en chaquetas de cue-
ro negras, como ellos mismos; todos en silencio. Música a todo
volumen. No había terminado de escanearlos cuando Celeste, de
un manotazo me atrajo, me arrancó de las fauces del lobo al ace-
cho, y con la misma arrancamos a correr en dirección contraria,
de regreso al campo de fútbol, donde había un grupo de chava-
les pateando una pelota. Salimos por el lado contrario, oteamos
el horizonte negro, presentíamos la cacería a nuestras espaldas.
No sé cómo ni cuándo, comenzamos a ver una fila de edificios
de protección oficial, idénticos entre sí, tomamos esa calle, una
señora en un grueso abrigo de lana, con la compra tapándole el
rostro, sacó unas llaves y abrió la puerta del edificio, nosotros tra-
tamos de ingresar detrás de ella, la puerta casi nos da en la cara.
Vimos de frente al lobo, negro, paciente, avieso.
Nos quedamos paralizados de miedo, muy junto al portal, a la
espera de que alguien más entrara. No hubo tal. Reemprendimos
nuestra carrera desesperada, esta vez en línea recta, no teníamos
otra opción. El coche avanzaba a solo unos pocos metros, lento,
paciente. Corrimos cogidos de la mano hasta no sentir nuestra
propia respiración. El coche se volvió a ubicar a nuestro lado, se
detuvo dos segundos, quizás menos, nosotros corrimos y al lle-
gar a la bocacalle, el coche negro dobló a la derecha pegando un
acelerón que nos dejó aturdidos y aliviados, al verlo perderse en
la larga recta.
Como tratando de recordar el mapa del lugar, avanzamos po-
niendo nuestros cinco sentidos en la faena, vimos una señal que
indicaba el número del bloque de edificios en orden alfanuméri-
co, estábamos a un edificio de distancia de nuestro destino final.
377
Respiramos durante diez años. Retomando la calma, sacudiéndo-
nos el temor mutuamente contagiado, avanzamos con la mirada
fija en el siguiente portal, en la nomenclatura de número y letra
que identificaba nuestro remanso.
Cuando finalmente cruzamos el umbral de su puerta, nuestra
atención se concentró en cumplir el acuerdo de no demostrar
nerviosismo ni intranquilidad delante de nuestro anfitrión. Pasa-
rían los años y ese estrés se convertiría en una anécdota graciosa
para ser contada la noche del 31/12 en la casona de S.J.
Su cadáver yacía silente en ese único punto de todo el universo
donde se reflejaba la nada, el cero absoluto. Ganímedes. El planeta
que no existe.
No tenía conciencia de su no existencia, o sí, pero la recibió
poco a poco, producto de su encierro, de su entierro, de su muer-
te en vida. En una vida no vibrante. Onerosa. Sola. Apartada.
Condenada, maltratada y torturada por esa jauría de pensamien-
tos inoportunos, persistentes, repetitivos y anodinos. No era yo.
Nunca fui yo hasta ese momento. Era como el despertar a la vida.
Vacío, vórtex; buio, il buio della solitudine.
Por fortuna o por desgracia, no lo vi venir. Una vez más ten-
dría que conformarme. Pero tenía el derecho a pasar por ese pe-
ríodo de duelo natural cuando se cierra una etapa, o una parte
reveladora de ella. Lo que significa que nadie podría protestar ni
mucho menos reclamarle volver al redil de la tranquilidad aparen-
te que había llevado durante demasiado tiempo, preocupándose
378
más por la tranquilidad ajena que por su verdadera paz mental.
Eso no volvería a ocurrir. Y si finalmente tomaba la decisión de
quitarse la vida, el resto tendría que vivir con los efectos de esa
decisión, que eran nada más y nada menos que las consecuencias
inevitables de sus propias decisiones y acciones.
Me tocas y respiro.
Si te vas me ahogo.
Entra, entra en mi
caballo de madera.
Sorete. Sorete, Sorete, Sorete… Sorete (comenzaron a apa-
recer por todas partes pintadas ofensivas y cacofónicas), soy un
perfecto imbécil. Gilipollas (el origen de esta palabra es discutido,
pero su significado está clarísimo: «Gilí, ‚tonto, memo‘, del gita-
no español jili, ‚inocente, cándido‘, derivado de jil ‚fresco‘, jilar
‚enfriar‘»… (¿Por qué coño estoy pensando en esto ahora mis-
mo?; ¿en qué quieres pensar , entonces, en los elefantes que cru-
zan el Ganges?; ¿en los guerreros de terracota?; Buenos Aires con
su invierno austral en pleno agosto)... Esa mirada… Él lo sabía. ¿
Y a qué venía eso de cambiarse el nombre por uno de mujer (más
bien unisex, andrógino). ¡Qué disfraz tan tonto, estúpido e inútil!
Esas hombreras, que le hacían parecer un personaje de esas pelis
de los cincuenta, acerca de extraterrestres. ¿Acaso le gustaba vivir
en el armario? ¿Tanto le gustaba que hasta el nombre se cambió?
¡Con un padre militar! ¡Topicazo! Topicazo de feria, de circo de
pueblo pobre, sentencia, con saña, más bien rabia irracional, diri-
gida en su propia contra como único culpable (sus ojos se abren y
cierran como persianas llevadas por un viento furibundo).
Ahí estaba de nuevo sin cumplir una meta (no una meta, un
sueño y los sueños son, por definición, imposibles/inalcanzables).
379
Derrotado ante su peor enemiga, la frustración. ¿En qué me
equivoqué? ¿Qué hice mal? ¿Qué debí haber hecho? ¿De qué otra
manera me podía haber enfrentado a mi madre? ¿Matándola,
acaso? A medida que desarrollaba ese monólogo interno, tantas
preguntas sin respuesta, tantos círculos sin cerrarse, boquiabier-
tos, a la espera de una conclusión lógica, el hombre en el que me
había estado tratando de convertir sufrió una transición regresiva,
buscó de nuevo el vientre materno, como tantas otras veces. Un
refugio ante la intemperie convertida en su debacle personal.
Sorete, gilipollas; insistentes repeticiones de palabras malha-
bladas daban inútil cuenta de su desazón, como arando en el mar.
Francis, Francis, Francis… (Conjuro inútil; el mismo martilleo
de siempre)..., quería dormir indefinidamente, sin que el tiempo
fuera un estorbo...
Ambiente viscoso. Jugaba conmigo, más bien en mi contra, al
fraude con anticipación; anticipación mórbida, sibilina, buscando
en mi (la) sumisión ancilar.
…Divergente, divergente, divergente…, esa palabra me persegui-
ría dentro de mí ad nauseam…
380
CAPÍTULO XVII
El llanto es frustración. El odio es frustración.
Francis, antes. La despedida.
Hay tantas cosas incontrolables.
La verdad simplifica todos los debates, todas las tormentas.
Había vuelto a mi rol de ujier, paje, escolta oficial de mi madre (y
había vuelto mi temor a permanecer en él).
Durante todo el viaje sintió escalofríos. Se secó; se entumeció.
Pero no solo estaba entumecido; estaba aterrado, derrotado. En-
tró en ese estado emocional que los anglosajones describen con la
palabra numb y que no tiene equivalente exacto en otra lengua.
Lo puedes intentar con engourdi en francés, intorpidito en italia-
no; entumit en catalán; o betäubt en alemán, el resultado siempre
será el mismo: un espíritu exangüe, exánime, sin aliento.
Espíritu lisiado, pero no herido. No abierto en canal. Solo li-
siado. Y eso es un punto de partida interesante. Recordé aquellos
días (los recordé lejanos, brumosos) en los que me levantaba a las
cinco de la mañana para sembrar el ají en la finca de mi padre. De
ahí no saqué más que noches de sueño nervioso y entrecortado;
381
de expectativas frustradas, a solas, entre pupilas hinchadas y en-
rojecidas. ¿Qué hago? ¿Ponerme a leer libros mohosos de autores
muertos, como si sus voces silentes, desconocidas, pudieran salir
de sus tumbas y levantarme? ¿Qué hago? ¿Rezarle con fervor a ese
Dios que nunca he visto y en el que nunca he creído por haberse
construido a partir de mitos y leyendas robadas al pasado remoto?
(no te engañes, tampoco el hecho de que prohíban su representa-
ción en imágenes ni de que lleve un nombre impronunciable me
convence en absoluto). No. De aquí en más entre Dios y yo, entre
la vida y yo, la indiferencia y el desdén serán mutuos… Y así fue
como comencé mi propio calvario, Gólgota imaginario.
La sombra cruzó entre los vivos, los de sangre tibia; las risas, la
alegría, el optimismo desenfrenado, la vida en sí misma le ofen-
día, le hería, le laceraba en un punto indeterminado, indefinible.
Le hacía querer parar, dormir el sueño eterno, descansar hasta
nuevo aviso. Regresaba con una sensación de derrota definitiva y
absoluta. Con el rabo entre las piernas temblorosas. (Y es que casi
tres mil metros no son casi nada, pero sí lo son para un espíritu
lisiado…Una caída cuya altura se multiplica por mil. Ícaro ven-
cido). Espíritu lisiado (aunque físicamente es imposible la exis-
tencia de espíritus lisiados, metafísicamente no lo es)… Huele a
carne asada, a parrilla con chorizos y morcilla vieja.
Repitió la palabra hasta que le dolía la lengua como si le ardiera.
Vuelve la memoria a ahogarlo. Y ahora le volvía a golpear a la
cara con esa reaparición inesperada. Sorete.
Su conclusión (lógica, esperable) antes de salir de
casa fue que esa llamada y ese encuentro solo podrían
382
tener una explicación y era que Francis se lo había pen-
sado mejor y quería volver con él. Sin matices, sin am-
bages o rodeos. Pero ¿cómo se lo montarían? No tenía
ni idea de si su expareja vivía aún en Caracas o si se
mudaría a S.C. y por eso había tomado la decisión de
volver con él. Algo de esto tendría que ser. Confiaba
en Francis y sabía que habría tomado la mejor decisión
para ambos. ¿«Para ambos»? ¿Acaso se estaba imaginan-
do que el otro personaje de esta historia por una sola
vez en su vida estaba pensando en alguien más que no
fuera él mismo? No hay lugar más hostil en el universo
que el planeta Tierra después de una ruptura sentimen-
tal. La normalidad aturde con sus múltiples sonidos y
voces. El asfalto te muerde los pies con saña abusiva
(aberrante)... De ecuación a oxímoron, pensó.
Su indiferencia perfecta, incólume aun cuando le hacía el
amor, y el otro solo gozaba de un último polvo, lo destrozó fi-
nalmente y lo que salió por la puerta de ese apartamento tantas
veces visitado y tantas veces refugio seguro ante la violencia de
la calle fue un despojo exangüe, que a cada paso que daba sentía
en su vientre el desprecio pasmoso que acababa de vivir como
un cuchillo destrozándole las entrañas, quemándoselas con una
brasa ardiente.
Sexo en silencio. Sexo de amor pequeño. Seguramente fue su
ángel de la guarda en forma de una paloma blanca que le condujo
hasta la terminal de buses para emprender el regreso más solitario
que hubiera emprendido nunca, porque él solo no hubiera podi-
do emprender ese viaje maldito. Bajó los ocho pisos solo, por las
escaleras, pues su último anfitrión se olvidó de que el ascensor
requería activarse desde adentro. Salió a la calle y esta se burlaba
de él. O peor, le demostraba su indiferencia funcionando como
383
siempre. No había consideración. Nadie se detendría a recoger
los heridos. Se sentó en la pequeña plazoleta frente al edificio
del cual acababa de salir y ahí se quedó paralizado, sin saber qué
hacer.
¿Y cómo no regresar a la infancia? ¿Cómo no de-
pender de los recuerdos para subsistir, como si fueran
el pan y el agua? Ese cuento inverosímil me lo hacía a
mí mismo. Era un grito desesperado de auxilio. Otra
no era.
Hablamos Alex (otro ex suyo) y yo como dos amigos
que hubieran coincidido en coger con la misma puta
inasible, la más cara del burdel. Yo me reí de buena
gana imaginando las escenas anatómicas, ora alterna-
das, ora mezcladas en una burbuja multicolor. Inex-
presivo, su rostro devino plenilunio yuxtapuesto en un
eclipse claroscuro.
No hay peor compañera para la tristeza que la ignorancia, po-
siblemente sea la nostalgia, si es que la hubiera, la ignorancia de
las motivaciones ajenas, la ignorancia acerca de lo que te depara
el futuro (como si importara), peor aún que ella es la certeza de la
derrota inesperada, de quien se suponía nunca iba a traicionarte, a
atacarte con saña indebida. Su estómago se revolvió entonces con una
vergüenza peor que todas las anteriores, esa sola, la vergüenza de la
derrota cuando la convicción fue tan firme.
(Bifurcación): Y es que siempre me he sentido en este planeta como
de visita, de ahí mi sospecha bien fundada de que mi origen no fuera
humano, ni siquiera cerca de esa condición tan manoseada pero tan
poco practicada. Ganímedes, otra vez.
Ella ocultaría su satisfacción por el triunfo de su constancia, de su
pertinaz dominio de la situación, victoria temporal o permanente,
384
según como se mire, según cuales fueran (serían) sus consecuencias
en el futuro inmediato, sin olvidar (sin saber aún) que el derrotado
tiene siempre la posibilidad de aprender de ella, de iniciar a partir de
ella una reflexión constructiva, constructora o diseñadora de nuevas
posibilidades, de nuevas miradas de los hechos, o por el contrario, lo
que crezca sea acaso el resentimiento, la absoluta incomprensión de
los motivos, el odio enloquecido, atizado por el egoísmo y la inmadu-
rez de quien nunca esperó lo que se le venía encima, la traición, la
deslealtad motivada por el egoísmo jactancioso, y aun quizás por la
rabia, por el desconcierto, y aun quizás por la desidia, el no confiar
en otras posibilidades fuera de esa insania, de esa obsesión imposible.
El silencio de la noche me invitó a filosofar impunemente, con el
guion impuesto por el caos de mi mente febril...
Afuera llovía a cántaros, como solía ocurrir al principio de cada
viaje de este tipo; las ventanas herméticas del bus sudaban copiosas
formando figuras y paisajes estrambóticos. Hasta creo haber divisado
El Grito de Munch llorando en forma de cataratas de Iguazú. Ese
era mi grito desesperado porque no lloviese al final del trayecto. No
me creía capaz de tolerar la lluvia en ambos extremos. No podía. Mi
claustrofobia se hizo con todo mi cuerpo al comprobar que no podía
ver el paisaje nocturno a través de las ventanas sudorosas. Al menos
podía imaginar el olor seco de los pastos erizados cuyas hojas sílfides
parecían patas de grillos gigantescas por su textura áspera.
Quise imaginar que me quedaba a vivir entre esos matorrales,
donde nunca amanecería y el pequeño trozo de pasto verde en
el que me metía como en un cubo de contorsionista, se desinte-
graba, desaparecía para convertirse en el aire circundante. Eso al
menos me tranquilizó de alguna manera nueva para mí. Me hizo
pensar por primera vez que la muerte no era algo tan terrible.
385
En ese momento, a la par que sentía el exceso de velocidad
en el que incurría el chófer que de muy seguro tendría más de
veinticuatro horas sin dormir, imaginé que el triste vehículo que
me llevaba a ningún lado se elevaría por los cielos hasta perderse
de vista, alcanzando la estratosfera y estallando en una nube mul-
ticolor de artificios.
Cada parada en el camino, hecha en los mismos viejos y sucios
restaurantes de mi infancia, cuando no conocía más que la galaxia
de mi calle, ocupaba mi atención ausente en observar detenida-
mente los cuerpos tristes, miserables del resto del pasaje, sus mi-
radas tristes, cansadas, resignadas a los abusos que conocían de
memoria. Tienen cinco minutos para estirar las piernas e ir al baño,
chillaba malhumorado el chófer insomne. Tres o cuatro paradas
más, aún de madrugada e interrumpiendo las breves cabezadas
arrulladas por ronquidos porcinos, tocaba volver a descender a
tierra para las regulares revisiones y cacheos por malhumorados
funcionarios de la guardia nacional (famosos no solo por sus mo-
dales de delincuentes resentidos contra el mundo, sino por su
proverbial falta de escrúpulos), que eran matemáticamente cum-
plimentados a las horas de sueño REM. Nada mal como inicio de
mi purgatorio particular.
La lluvia respiraba a grandes bocanadas, ahogándose ella solita,
perdía a ratos su pulso vital, tratando de no morir, dejando char-
cos negros por doquier, creando pozos de lágrimas olvidadas en un
rincón, mordiéndose el labio inferior, haciéndolo desaparecer en un
fruncir de ojos, en un rechinar de dientes no tan blancos, más bien
amarillentos, como de fumador empedernido.
Esta vez no escapo. Esta vez corro hacia el presente agobiante,
hacia un futuro más que incierto, inexistente.
386
Por esto siempre escapé de la forma circular de la rotonda del
Pedregal, o semicircular, pero yo siempre busqué la salida, esa recta
que me parecía infinita pues no conocía adonde me llevaba y esta vez
parece que inconscientemente cumplo con cerrar el círculo. Y después
está lo de ese ojo gigante que te persigue adonde vas, que te vigila a
cada paso, cuando entras y sales de la luz pública y se burla de ti, te
acecha de manera descarada, irrespetuosa; por eso te escondes, por eso
huyes a las esquinas, a escondrijos impronunciables, a los lugares más
recónditos que conoces o has conocido. Dos pasajes de regreso: después
de todo, quién soy yo para no querer morirme.
Ese sería el primero de muchos intentos infructuosos de esca-
par de un infierno que le perseguiría adonde fuera; recordó todas
las veces en las que fingió dormir porque viajaba sin la cédula de
identidad, con su madre, la que siempre lo sacaría de apuros. Pero
no de este. En este lo había metido ella misma, en persona.
Esa noche había llegado directo del aeropuerto a una fiesta
que daban unos conocidos de su amigo Marcelo, a quien había
conocido en San Cristóbal, el mismo año en el que se dio su
primera escapada de la vigilancia cerrada de su madre. El viaje
de apenas una hora se le hizo eterno. Ansiaba ver a su amigo. Re-
ventaba de ganas de contarle por lo que había estado pasando. O
simplemente quería escapar; y descansar. Ese viaje era producto
de una conversación telefónica que habían sostenido ambos la
noche anterior.
Esa última llamada suya lo acabó de quebrar. A la pregunta retó-
rica de «¿Cómo estás?», no pude contener el estallido de llanto, como
una catarata de dimensiones incalculables, el Niágara en bicicleta.
En esos momentos la presión abdominal se hacía insoporta-
ble. Sentía ahogo. Culpa. Comenzaba a coger aire a bocanadas,
sin apenas darse tiempo entre una inspiración y la siguiente. Se
387
ayudaba con la boca abierta pues era la única manera de coger y
retener la mayor cantidad posible de oxígeno. Cerraba la boca e
inspiraba por la nariz con la mayor fuerza a su alcance. Paraba.
Cerraba los ojos pero no más de tres segundos pues esa oscuridad
le daba pánico. Volvía a abrirlos esperando no morir en el intento
(¿moriría?).
Sometido por esas garras punzantes en su estómago, contenía
la respiración a ver si lo liberaban ya de una vez por todas. No
ocurría. Volvía a exhalar con fuerza y hastío. Cuando llegaron a
la reunión, J.R. sintió ganas de ir inmediatamente al baño. Se
contuvo y trató de mantener el tipo, la poca serenidad a la que
tenía acceso en esos momentos. Desapareció de la escena y ni él
mismo sabe cómo, se encontró en una habitación vacía, sin luz,
ambiente perfecto para desahogar su ira tanto tiempo contenida.
Lloró, echando mano de su especialidad barroca/tolstóica (¿por
qué «barroca» y no «romántica»?), inoportuna.
El ambiente premonitorio hacía innecesaria cualquier nota ex-
plicativa y, sin embargo, la piel bullía inquieta en busca de lo suyo.
Cuando sale a la calle, ya es de noche. La tarde ha muerto en-
tre corneteos furibundos y los primeros grillos noctámbulos, que
con su sordo crepitar anuncian que todo está en calma; tristeza
atmosférica, tibia, hermosa. Tristeza una y mil veces sentida. Esta
no, esta es la primera vez que la siente y es la peor.
388
CAPÍTULO XI
Enrique Oliveros
¿Dónde estás, Adriano?
¿Dónde estás, Antinoo?
¿Cómo se llega a Bitinia?
Desesperadamente le busqué pareja a mi madre por muchos
años, hasta que me convencí de que esa no era mi función en la
vida, sin saber que ella se había bastado para tal emprendimiento,
tomando cartas en el asunto. El único en saberlo fui yo, y por una
casualidad del destino, porque nos tocara compartir, sin saberlo
al principio, amante.
No me daba cuenta de mi necesidad profunda, de cómo esta
bullía en mi piel (o no la quería aceptar: fue un momento epifá-
nico).
Club Republicano
La aceptación de un grupo de personas. La inclusión en ese grupo,
eso era el éxito para él… (En su familia, la locura había sido un sino
inevitable)…
Cuando me gradué de Bachiller, mi madre decidió celebrarlo
«por todo lo alto», e invitó un pequeño grupo a cenar a casa.
389
En ese grupo fue incluido un importante político local, Enrique
Oliveros, quien se presentó sin su mujer y se la pasó toda la no-
che alabando mis dotes diplomáticas, mis modales refinados sin
ser rebuscados o ampulosos, sino más bien «precisos, oportunos,
adecuados» (corona de laureles para mi autoestima).
Se maravillaba de mi cultura general. Decía que en verdad pa-
recía la reencarnación de un monje medieval (opinión avanzada
originalmente por Belén Palacios, la pitonisa). Y a partir de cierto
momento de la cena comenzó a aplicarme el mote de «embaja-
dor» y a lanzarme miradas ensoñadas, junto a medias sonrisas
cómplices, extrañas, de intenciones inconfesables. Tendría unos
cuarenta o cuarenta y cinco y su melena leonesca de un color
negro suave, salpicada por unas patillas que comenzaban a enca-
necer, y un profundo hoyuelo en pleno centro de su mentón tan
simétrico y perfecto que parecía esculpido en cera, tanto como su
piel blanca de porcelana, tersa y algo brillosa, explicaban en parte
ese carisma arrollador que lo había impulsado en una carrera po-
lítica meteórica. Fue alcalde dos veces antes de lanzarse a por la
gobernación del estado, como candidato independiente ya que,
una vez más, oscuros intereses se enfrentaron a su opción con la
excusa de que «no era un hombre nacido en el partido».
Yo me dejé seducir por su físico varonil, entero, paternal. Igual
hizo mi madre. Pero en esto no nos habíamos puesto de acuerdo.
Todo fue casual, o hábilmente urdido por el sátiro de marras para
envolvernos a ambos en esa situación atípica, explosiva. Solo años
después yo me di cuenta, atando cabos, indagando. No es que
importara, pero me causó curiosidad, por ciertos hechos, atípi-
cos, anormales en la conducta de mi madre. Se fue tres meses, a
Caracas, a hacerse según ella una intervención quirúrgica cuya
finalidad era extirparle un quiste. Nunca dijo dónde. Lo que sí
me explicó años después es que lo había hecho todo de esa forma
para no tener a mi padre encima de ella todo el rato, para llevar
bien su reposo, que era imprescindible para el resultado de la
390
operación. Le creí. No tenía razones para no creerle. Fue muy
convincente. Y mi padre, si de alguna manera se enteró, esta vez
no dijo ni esta boca es mía. Se abstuvo de cualquier comentario
hiriente. Por eso yo creo que nunca lo supo. Y hubiera dado igual,
de todas maneras, daba igual que él lo supiera o no. Mi madre
regresó a casa como se había ido, en silencio (como yo en mi
primera escapada a los diecisiete años). Pero regresó diferente. Su
mirada comenzó a ser huidiza, lateral. No volvió a mirarme a los
ojos, más que para pedirme cosas, para rogarme que hiciera cosas
por ella. Ya no era la misma Celeste Andrónico que hacía temblar
las paredes con su sola presencia.
Años después entendí que todo había sido una fantasía, una
falsedad producto del doblez y de la hipocresía humana, al ver
que esos amigos circunstanciales de mis padres desaparecían a
medida que ellos perdían sus cuotas de poder (nadie dijo una pa-
labra en favor de mi padre cuando lo destituyeron sin motivo del
tribunal agrario; ella, en cambio, cogió el primer avión a Caracas
y fue a hablar por él; y nadie volvió a llamar a mi madre para
felicitarle el cumpleaños, ya jubilada una vez se hubo jubilado).
No hacían más que mantener buenas relaciones —forzadas,
obligadas— para proteger y promover sus propios intereses.
Comprendí que no era nada fácil ser parte de las élites. Y que
mucho menos era cuestión de méritos o de esfuerzo continuo.
La cosa va así: si tu familia no se ha ganado ya ese lugar que tú
simplemente heredarás sin apenas mover un dedo, los esfuerzos
que tendrás que emprender para hacerte de un nicho en ese mun-
do de privilegios y poder deben demostrar tu disposición total y
absoluta, tu entrega incondicional y habilidad para cometer cual-
quier fechoría y alcanzar ese Olimpo. Olvídate de la ética y de tus
principios, si alguna vez los tuviste. Ese es el nombre del juego:
corrupción.
391
Corrupción era el nombre del juego, juego preweberiano, o más
bien juego medieval; juego vivo de prevaricaciones amables, bonda-
dosas, bienintencionadas, que ningún mal hacen a nadie, por así
decirlo; usufructo indebido que me tocó en suerte, o como herencia
principesca, de notable desviación weberiana, o maquiavélica.
+,-, x,÷…
Livia siempre buscó en Tiberio su prolongación necesaria. Lo entrenó
para el fraude no bien lo tuvo bajo su control omnímodo. Yocasta
no entrenó a Edipo para las prácticas fraudulentas más bien en mi
contra, al fraude con anticipación; anticipación mórbida, sibilina,
buscando en mi (la) sumisión ancilar. Sin embargo, en mi mente, en
mis sueños me transfiguraba en el monje obeso, obeso y oscuro, oscuro
y asesinado, su voz de tiple solo audible por sus gemidos de ratón de
biblioteca antigua, solitaria, oscura, abandonada.
Quería compensar mi ostracismo social entre la gente de mi
edad con el sentimiento de pertenencia a la clase superior. Enton-
ces comencé en casa una campaña para que mis padres adquirie-
ran una acción familiar en el club social de moda, el Club Repu-
blicano. En ese club se reunía la flor y nata de la sociedad local.
El liderazgo político y económico transaba ahí sus negocios, los
que definían el destino de la ciudad y aun de todo el estado. Hice
de ello mi misión de vida por unos meses. Nunca había estado en
su interior hasta el día que nos invitaron a la boda de una pareja
de clase alta (recuerdo que la novia era también una mujer muy
alta). Esa noche glamurosa confirmó mi propósito. De hecho, esa
noche se convirtió en una señal clave confirmatoria de mi destino
392
manifiesto como miembro de una élite de privilegiados ya que
tuve el honor de compartir mesa con el gobernador del estado y
su mujer, la primera dama, cuyos nombres no mencionaré por-
que haría de esto un bando oficial y no es esa la idea. No solo al
gobernador conocí esa noche memorable sino a una buena mues-
tra de líderes políticos de todas las tendencias, o mejor, de las dos
tendencias ideológicas dominantes en el país, socialdemócratas y
socialcristianos.
Con respecto a esto tenía yo con mis padres una diferencia
fundamental: ellos eran socialdemócratas y yo socialcristiano.
(Por esos días no sé qué mosquito me había picado que me iden-
tificaba con las ideas políticas más rancias, abogando incluso por
la promoción del matrimonio entre un hombre y una mujer. En
Venezuela las tasas de parejas de hecho no casadas, sobre todo
entre las clases populares, han sido históricamente altísimas, así
como las de abandono paterno filial) y por una acción social y
política más decidida y notoria de la Iglesia católica en la vida
pública (en mi defensa debo decir que esos desvaríos míos se de-
bieron en parte a mi poco contacto con personas de mi edad, a
que no sabía pensar como un niño de mi edad). Mi madre entró
la primera en el salón en forma de hemiciclo, con el resto de la
familia a sus espaldas, en un discreto segundo plano, en silencio y
yo miraba a todos lados, por si venía a saludar alguien conocido.
Y yo rogaba en silencio poder recordar su nombre, pues siempre
me ha costado horrores relacionar caras con los nombres correc-
tos. Mi madre era la que saludaba con más entusiasmo. Mi padre
en cambio trataba de esquivar las miradas y sonrisas a la distancia,
pues padecía de la misma timidez que yo y sospecho que por las
mismas razones. Se sentaba con nosotros el alcalde, acompañado
de su bellísima esposa, padres orgullosos de cinco hijos. Sobre
este alcalde circulaba por toda la ciudad el rumor de que le gusta-
ban los jóvenes. Era muy querido y parece que ese rumor en par-
393
ticular de una supuesta «desviación» suya no afectaba demasiado
gravemente su popularidad. Total, ahí tenía su bella esposa y sus
cinco hijos para desmentirlo.
Esa noche hice gala de una erudición política envidiable e in-
creíble en un mozalbete de mi edad. Un senador socialcristiano
expresó su tranquilidad porque «el futuro está en buenas manos,
si hubiera miles como este chico brillante y perspicaz». Hasta me
di el lujo de gastarles a mis padres una broma inteligente acerca
de nuestras diferencias políticas. A una pregunta del senador Ro-
dríguez acerca de cómo llevábamos en casa esas diferencias, yo,
no queriendo desaprovechar esa oportunidad de oro, respondí
condescendiente: «Bueno, senador, sabe usted que cada uno lleva
su cruz. Esta es la mía y por lo demás son muy buenos padres». El
senador premió mi osadía con un aplauso entusiasta y una carca-
jada sonora y sincera. Se levantó de su silla con los brazos abiertos
y me apretó contra su pecho con tal energía que casi me ahoga.
Creo en las coincidencias porque son una probabilidad entre in-
finitas probabilidades. El azar es sencillamente el conjunto de los
factores y posibilidades desconocidas. ¿Por qué los eventos ocurren así
y no de otra manera (como no ocurren u ocurrieron)? Porque se dio
una de tantas posibilidades, o del infinito número de posibilidades.
Así que decir «No creo en las casualidades» es tautológico en los he-
chos porque si las casualidades suceden es porque no podían no haber
sucedido.
Él me iba a buscar a casa en su deportivo. Yo esperaba su lle-
gada con ansiedad (a partir de la segunda vez que fue, porque la
394
primera lo hizo por sorpresa). Él, gafas de sol, melena leonina,
salpicada de gotas plateadas. Nos quedábamos toda la tarde des-
nudos, recorriendo su chalet desnudos, como fieras en la selva.
Tenía un culo como de timbal. Redondo, lleno, grande, in-
menso. Sus caderas se extendían a los lados como buscando abrir-
lo en canal. Sus pies; sus pies eran de un blanco traslúcido, impe-
cables las uñas. Simétricas, la del dedo gordo en forma de abanico
abierto. Todo su pecho cubierto de un tapiz de vello cano, como
el de su torre de marfil, de la que se sacaba ocurrencias geniales
en su voz chillona, inverosímilmente afectada. Raptábamos a Eu-
ropa en 1800, en cada encuentro nuestro. Chocolate y poemas.
Lawrence y Stendhal, Flaubert y Woolf; Madame de Staël y Vir-
ginia Woolf (no sé cómo lo hizo, pero un día se apareció con el
Orlando de Woolf… ¡en inglés!).
J.R. convenció a Enrique de presentarlo en Caracas ante au-
toridades del partido como posible futuro diplomático (este pro-
yecto al menos estaba en la mente febril de J.R., que no paraba de
imaginarse para sí un futuro luminoso).
Cuando Celeste se enteró de este proyecto de su hijo, insistió
en que ella también iría, incapaz de dejarlo viajar solo, además de
que lo pasarían pipa los tres en la capital.
«No sabes de lo que es capaz tu hijo con tal de conseguir el
paraíso prometido, Celeste Ramona», le espetó J.R. a Celeste,
en uno de sus tantos ataques de rabia incontenible, indignado
por la actitud de intromisión constante de Celeste. «Te he de ver
que pases de querer controlarlo todo, a no poder contralar ni tus
esfínteres».
El encuentro con Edmundo en S.C. fue todo lo decepcionan-
te que nunca, nunca hubiera esperado. Actuaba como si estuviera
395
mi madre ahí con nosotros. Con la misma sumisión que ante el
ojo que todo lo ve.
La niña nació con menos de dos kilos. Era mi hermana, media
hermana, para ser más precisos. Pero esa diferencia nunca existió
para mí. Llegó a la casa de mis padres bajo la falsa identidad de
una niña huérfana, abandonada en el Hospital Central de San
Cristóbal por una madre demasiado pobre para mantenerla. Mi
madre había pasado disimulando su embarazo a fuerza de corsés
y viajes intempestivos a Caracas, por cuestiones académicas o de
trabajo, que se prolongaban por meses.
Mi padre, solo en su sección de la casa, no atinaba a demostrar
interés en las consabidas andanzas de su mujer, todas ellas relati-
vas a su carrera y a su intensa vida social, entiéndase. Pero esto no
lo eximía de torturarla con sus constantes reclamos acerca de sus
ausencias, de las salidas con sus amigas, a cenar, a jugar cartas, o a
estudiar, mucho antes. Layla nació con algunos meses de adelanto
y problemas serios de salud que acortarían su vida hasta los cinco
años. Cinco años maravillosos. Ella era un ángel. Su rostro y me-
dio cuerpo aparecían cubiertos de una extensa mancha violácea,
como la que hacen los hematomas producidos por golpes muy
fuertes. Era inteligente. Superdotada, se diría. Era sabia. Tenía
la sabiduría de una abuela. Sus conversaciones rozaban la genia-
lidad, sobre todo cuando se refería a las cosas humanas como si
de una visitante alienígena, de una cultura mucho más avanzada
que la nuestra, se tratase. Su mirada era compasiva, serena; con
una serenidad que solo da la sabiduría por haber vivido mil vidas
consecutivas. No lloraba. Nunca la vimos llorar. Solo sonreía, sin
396
llegar a reír. Era como si supiera lo que le esperaba y aguardaba
ese momento final con sosiego. Con una serena alegría. Nos daba
lecciones a todos en casa, diariamente, cada hora, cada minuto.
Quienes quisimos aprender, aprendimos. La noche anterior antes
de irse (porque ella es la única persona de quien creo sobrevive
a su muerte física), me rogó: «Hermano, sé feliz. No te dejes de
nadie, ni de nuestra madre. Sé feliz. Hazlo por mí».
Enrique Oliveros siempre había jugado a dos, tres bandas. Me
daba consejos sobre cómo llevarlo con mi madre, Celeste; yo lo
escuchaba atento, como si de mi maestro se tratara, aunque mi
atención no se fijara tanto en las cosas que me decía, sino en el
movimiento sensual de sus labios al decirlas.
Porque fue eso para mí, un maestro, amante, culpa, placer y
deseo. Todo eso fue para mí.
No me arrepiento porque el arrepentimiento es el acto más
inútil que se pueda concebir. No me da la gana.
Nadie sabe por qué, por esos días la Iglesia católica, no se sabe
muy bien si por la tele, o en sus homilías dominicales en las igle-
sias, había comenzado una campaña de promoción de la «per-
fección» como estilo de vida (la perfección moral, entiéndase):
«Dios es perfecto y exige de nosotros esa perfección». «Tú puedes
ser perfecto». Entonces, dominaba el ambiente una preocupación
por alcanzar esa perfección cristiana tan anhelada. Aunque yo no
tenía muy claro en qué consistiera dicha «perfección», la identifi-
caba con una suerte de infalibilidad, ya que Dios ciertamente es
infalible. «No te equivoques», «no yerres», parecía ser el leitmotiv
que movía a la sociedad y no aquel de «errar es humano pero rec-
tificar es de sabios» (y, por el medio, «perdonar es divino», según
dijera un sabihondo contemporáneo, aunque pareciera sacado
397
directamente del libro de «Proverbios»). Y esa supuesta «perfec-
ción» —de naturaleza moral, estaba claro— era alcanzable solo
a partir de la abstinencia sexual. Y eso chocaba frontalmente con
esa ebullición hormonal en la que nos sumergimos los adoles-
centes, involuntariamente, sin culpa de nuestra parte (y chocaba
también con los aprendizajes de Celeste en el Centro de Especia-
lidades Sexológicas y Psicológicas, que les quitaban hierro a los
pecados de la carne). De hecho, por esos días la Iglesia prohibió
el establecimiento de un cementerio para perros, o para mascotas
en general, por ir contra la palabra, y arrecieron las interrupciones
de programas de la tele que se pasaban en escenas de sexo.
Esa campaña de la Iglesia la acogió y la promovió mi madre en
casa y en sus actividades públicas con un entusiasmo avasallante,
arrollador. Por esos días, nos había formado a mi hermano y a
mí como facilitadores en talleres (los llamados workshops, que se
orientan por el principio de «aprender haciendo») y formábamos
una terna inseparable, Celeste y sus mancuernas, que era el delei-
te del público en general por mostrar el ejemplo de una familia
bien avenida, casi como la familia Von Trapp.
Mi madre nos había formado para impartir talleres de autoesti-
ma, desarrollo comunitario y otros temas de interés social, insertos
en novedosas políticas públicas ejecutadas a la luz de recomenda-
ciones de Naciones Unidas. En los talleres de autoestima aprendí el
tipo de personas que querría conocer de ahí en adelante (comedi-
das, prudentes, alegres, confiadas, solícitas, respetuosas y amables,
entre otras), en resumen, personas asertivas. Soy el mejor amigo
de mi madre, su mancuerna, su adalid, desde que me enfrenté por
primera vez a mi padre en su defensa, con cinco años.
Las primas Rosiris y M. de la Concepción (y una de las hijas
de mi tío Buyón, Tite) se habían mudado a S.C. por razones labo-
398
rales que se resumían en que mi madre Celeste les había otorgado
la administración de unas oenegés a cargo de la ejecución del
programa de hogares de cuidado diario.
Tomó por costumbre ir a la misa de domingo, a las seis de la tar-
de y se hizo amiga del sacerdote que la oficiaba. Comenzó a la vez
labor social con la iglesia, a través de un programa que desarrolló en
la Dirección estatal del ministerio de desarrollo social (así con todas
sus letras, como a ella le gustaba), a su cargo, de hogares de apoyo
para madres trabajadoras con pocos recursos, que recibía a sus hijos
en los horarios laborales y que los asistía en materia alimenticia y
de refuerzo escolar, el poco refuerzo que pudieran darles madres
asistentes apenas alfabetizadas. El rol de los sacerdotes amigos de
mi madre era el de administrar algunas de las oenegés creadas para
tan loable propósito, y a través de ellas los recursos públicos canali-
zados para dicho programa. Dinero fácil. La tentación corre como
la sangre. El poder embriaga. El hombre poderoso. El hombre sexy.
Mujeres a sus pies. Las mujeres también caían en la tentación del
dinero fácil, del dinero maldito.
Entre las oenegés se escuchaban rumores de quién robaba más,
de quién cumplía con las adquisiciones tal como lo estipulaban
las directrices emanadas del ministerio en Caracas, y de quién
compraba implementos más económicos con facturas falsas para
quedarse con la diferencia, que era la práctica común de todas
ellas. Todo esto ocurría bajo la mirada despistada de mi madre,
que no era capaz de separar el grano de la paja. O no podía o no
quería. No hubo ni una sola denuncia de malversación o desvío
de fondos públicos. Nadie se quejó. Todo discurrió en la más
perfecta discreción… o abulia… o complicidad…
Nada de eso fue aclarado. La ministra se deshacía en elogios
para Celeste. Tanto confiaba en ella, que la envió a Mérida a in-
399
tervenir esa dirección, encargándola de ella al mismo tiempo que
la de S.C., concediéndole la Judicatura un permiso especial para
tal fin. Entonces viajaba a S.C. los fines de semana. Y la directora
intervenida también era su amiga pero por ella nada pudo hacer,
pues había demasiados ojos escrutándolo todo y la ministra había
estado en Naciones Unidas, y no podía quedarle mal al presiden-
te, pues venía rodeada de una aureola impoluta. El presidente
confiaba en Naciones Unidas y confiaba en ella, su ministra de
los pobres y desasistidos, que por fin verían los efectos de polí-
ticas ejecutadas profesionalmente, sin la maldita política de por
medio, que todo lo corrompe.
No me arrepiento de nada. Había una especie de justicia di-
vina en todo aquello porque estábamos del lado del bien. Nunca
utilizamos el poco poder que llegamos a alcanzar para dañar a
nadie, ni siquiera para tomar revancha, aunque mi madre no nos
enseñara precisamente a poner la otra mejilla. Creíamos en la jus-
ticia y esperábamos que esta siempre se cumpliera. Aunque yo en
particular preferí siempre que se hiciera justicia aquí en la tierra y
no esperar a morirme para verla realizada.
Libertad (o escarceos con tal concepto)…
Con diecisiete años, casi dieciocho pude salir por primera vez sin la
compañía y la vigilancia atenta de Celeste. Un concurso de belleza,
fiel a la más pura tradición venezolana, fue el marco para esta breve
historia. Era la coronación de la reina de la Feria por San Sebastián,
el santo patrono de la ciudad en cuyo honor se realizaban además
siete corridas de toros, con la muerte segura de estos, al mejor esti-
lo de los espectáculos romanos de gladiadores y un sinnúmero de
actividades de calle, incluidas verbenas y templetes en los barrios,
exposiciones comerciales, industriales y de productos del campo,
y un concurso de ganado vacuno en el que se llegaron a presentar
400
animales que romperían algún récord mundial de tamaño y peso.
Para que mi madre me dejara ir con ella, Arlette, mi amiga, hizo
uso de sus mejores estrategias discursivas y de negociación, incluso
intervino su madre, amiga de la mía a raíz de que estudiáramos
juntos en el liceo y de que ella trabajaba en un tribunal de la ciu-
dad, donde le agilizaba juicios y otros procedimientos a cambio de
«regalitos», siempre bien recibidos.
Arlette y yo habíamos acordado pasar toda la noche de marcha
y para eso nos iríamos con algunos de los bailarines que partici-
paran en el espectáculo transmitido a todo el país por la cadena
privada de televisión más popular.
Mi incomodidad inicial se transformó casi de inmediato en
curiosidad científica, que luego devino en otro tipo, humana. Los
bailarines, recién bañados y en ropa ligera de algodón o lino, có-
moda para resistir mejor los embates del habitáculo posterior del
Jeep de su coordinador, un hombre en sus treinta, de cabello ri-
zado de un color imposible, algo cano, con reflejos debatiéndose
entre el gris claro y el castaño, ululaban con vocecitas atipladas,
de damiselas desvergonzadas, sus angustias hormonales y emo-
ción desbordada por el hecho de haber compartido escenario con
artistas guapísimos, guapos y famosos, guapos y fuertes; guapos
y ágiles, en un espectáculo que pudo ser presenciado no solo por
miles, sino incluso por millones de espectadores emocionados,
casi tanto como ellos mismos. Yo me sentía invisible, como el
visitante intergaláctico que era, y por tanto libre de observar, ana-
lizar y formular hipótesis a partir de esas observaciones empíricas.
Llegamos a la pequeña granja entre risas, gritos emocionados
y trozos desafinados de canciones hacía tan poco escuchadas.
Comenzaron a salir latas de cerveza que iban quedando arruga-
das dentro de bolsas de basura. Historias, chistes, cotilleos y una
que otra ronda de contactos con el más allá, entre luces tenues
401
y humo. La pequeña finca consistía en una casita de concreto,
con techo de heno reseco, de tiras gruesas y largas, y un corredor
que le daba la vuelta a la planta principal. A medida que fuimos
cayendo como moscas, cada uno se retiró a una habitación o a
cualquier espacio que estuviera disponible para echar la cabezada,
o simplemente caer rendido por el cansancio, las drogas o el licor,
o todas las anteriores.
Arlette no se apareció en la casa rural. En cambio, al día siguien-
te llama a J.R... «Mi madre quiere llevarme al ginecólogo»... En
una ciudad donde una mujer casada o con pareja conocidamente
estable puede aparecer muerta de las maneras más abyectas.
Reyes
Reyes era quien dirigía el grupo de baile de la Universidad de las
Artes que con tanto éxito había actuado como cuota local en el
programa de televisión dedicado a la elección de la reina de San
Sebastián. Acabamos juntos en su cama, por invitación suya.
Su cama era más que nada un catre individual, donde solo cabía
su pequeña y frágil humanidad de artista en declive… El temor,
la prudencia y/o el respeto ante lo desconocido, lo nunca antes
vivido o sentido, impuso entre nosotros una frontera invisible
pero infranqueable por nuestros cuerpos rígidos, pasmados, por
mi cuerpo rígido, entumecido, medroso como un cervatillo que
ve el mundo por primera vez. Soplaba un viento fresco, con una
discreción tan propia del lugar que apenas se sentía.
En esos momentos trataba de entrar en contacto con ese des-
conocido que llevaba mi nombre. ¿Era yo en realidad? Trataba de
saber algo más de él. De sus deseos verdaderos. Pero en ese tsuna-
mi de dudas e incertezas era poco menos que imposible abordar
tal empresa en solitario. Pero ¿a quién contárselo?; ¿con quién
402
compartir esa tormenta interior que poco a poco se apoderaba de
mí desde mi estómago y llegaba a quitarme el aire?
Me paralicé de terror. Mis huesos y mis músculos se entume-
cieron de tal manera que supe en ese momento cómo se sentía
una momia embalsamada. No pegué ojo en toda la noche. Reyes
me tanteaba. Reyes no se atrevió a tocarme. Yo no me atreví a res-
pirar, no fuera a ser que un suspiro mío se confundiera con uno
de emoción incontenible. Un extraño miedo me consumía desde
fuera, desde mi conciencia culpable. Por primera y única vez.
Comparó ese silencio con el silencio tan atentamente sentido
en casa de su tía G.A.
Se apoderó de sus huesos temblorosos un bloque de hielo que
surgía de su lengua entumecida por la frialdad de la noche. Reyes no
entendía cómo un cuerpo tan reciente pudiera cargar tanto peso y
tan antiguo. Calló. Se detuvo en ese límite invisible impuesto por el
temor ajeno. No hubo sudores palpables, ni que oliesen a sequedad.
El amanecer fue el descanso tan esperado de una noche pasada
en vela, su cuerpo paralizado por el miedo y la incertidumbre. Se
despidió lo más cortésmente que pudo (uno de los signos indele-
bles de la formación recibida en casa, orientada siempre a evitar a
toda costa que tu interlocutor se fastidiara por algo que dijeras o
hicieras). Lo primero que hizo al salir de esa casa rural fue llamar
a su amiga con nombre de tango argentino.
—Tu madre te está buscando como loca. Me llamó hace me-
dia hora y le dije que no sabía de ti, que nos habíamos separado
en la plaza de toros, al salir del evento y que te habías ido con
unos amigos.
Ella había desarrollado una manía autoritaria que chocaba in-
sistente y frontalmente con el torbellino hormonal que fui yo
durante toda mi adolescencia. A partir del tercer año de bachi-
llerato comencé a desplegar una neurosis típica de esa edad, que
desahogaba en intensas discusiones a gritos con mis padres. Las
403
discusiones con él generalmente se debían a su chocante costum-
bre de burlarse de mí, de alguna característica de mi personalidad
o de mi comportamiento, generalmente mi despiste, «heredado»
de mi madre; o de sus odiosas y repugnantes manías, por las cua-
les lo fuimos aislando, hasta convertirlo a veces en el monstruo
de la cueva.
Con mi madre, la razón principal era precisamente ese control
omnímodo, asfixiante que yo sentía quería ejercer sobre mí y que
a veces, muchas veces, se expresaba más bien como un apoyo
imprescindible para que yo saliera avante, como aquella de mi
examen de Geografía Universal en primer año de bachillerato.
Llegué a casa de madrugada. Subrepticiamente, por la puerta
de atrás, que generalmente quedaba abierta, por si a Celeste se le
olvidaba llevarse sus llaves. Me deslicé en mi cama, bajo mi man-
ta. Apoyé mi cabeza en la almohada. Inútilmente. Solo hice una
cosa con esas pocas horas de sueño: pensar.
En horas de la tarde, dormida la resaca, me esperaba el Tribu-
nal de la Inquisición en pleno. Mi padre, sentado en la poltrona
colonial, y mi madre apareciendo después de unos largos minutos
necesarios para lograr el suspense requerido, en los que pude salir
y entrar de la casa, tratando de apaciguar mis nervios culpables.
Cuando entraba por quinta o sexta vez a casa, en ese ir y venir de
mis pies nerviosos, mi padre me advirtió:
—Tu mama está como un basilisco. —En realidad utilizó otra
frase, más chabacana.
Y yo, tratando de mostrarme calmado y con la conciencia
tranquila, le respondí fingiendo sorpresa.
—¿Por qué? No tengo cuatro años, como cuando ella me per-
dió en el desfile. —Me refería a una ocasión en la que me le
escabullí de su mano durante un desfile militar y me recuperó
con la ayuda de algunos de los policías que custodiaban el desfile.
Obviamente, mencioné este hecho como una baza a mi favor.
404
Por toda respuesta a mi pregunta, mi padre soltó una sonrisa
irónica y ayudándose con el vaivén de su cabeza, me respondió a
su vez:
—Ya veremos qué piensa ella…Pero te aconsejo que te cal-
mes… —Su advertencia estaba hecha desde su experiencia previa
como testigo silente de los fuertes altercados que solía haber entre
mi madre y yo.
Y solo dos segundos después, aparece mi madre con su rostro
descompuesto, evidentemente afectado por la larga noche sin dor-
mir, con unas ojeras que se marcaban de un negro pálido. Musitó:
—Hola, Romancito.
¡Ya está! Ese Romancito, en lugar de decirme «Hola, hijo»,
como suele hacer cuando va de madre amorosa; con ese sutil ges-
to me demostraba su profunda decepción e indignación por mi
comportamiento irresponsable. Comenzó:
—¿Sabes a cuánta gente hemos llamado, hemos molestado
para saber dónde estabas? —Y sin solución de continuidad—:
«¿Por qué no avisaste?».
Se me hizo un nudo en el estómago y traté de armar un dis-
curso sobre mi responsabilidad y mi derecho a actuar sin necesa-
riamente tener que andar reportándome a todas horas tomando
en cuenta que estábamos a escasos tres meses para cumplir mis
dieciocho años, mi mayoría de edad, pues.
Me armé entonces de todo el cinismo que conocía e inicié mi
réplica con un resoplido afectadamente profundo y sonoro:
—Mamá —comencé condescendiente—. Estoy aquí; no me
ha pasado nada —tratando de aligerar el ambiente.
—¿No te ha pasado nada? ¡Qué sé yo dónde estuviste toda la
noche y con quién! ¿Dónde pasaste la noche?
Mi rictus se transformó, pasando a una gravedad sincera, sen-
tida, y le respondí firme:
—No es tu problema. Ya te dije, estoy aquí y estoy bien. En
tres meses me voy de tu casa, para quitarte estas preocupaciones.
405
Esa última sentencia del adolescente en rebeldía fue pronun-
ciada con la convicción pasajera de que lo que decía se haría reali-
dad inevitablemente. Convicción que con el paso de los días que
aún faltaban para su cumpleaños se fue transformando primero
en ansiedad y hacia el final del plazo autoimpuesto, en terror y
vergüenza.
—Mira que los informes que tengo de la gente con la que an-
dabas anoche no son muy halagadores, que digamos.
—¿Qué informes? ¿Qué gente?
—No te hagas el que no sabe un rábano. Sabes a qué me re-
fiero.
—No sé a qué te refieres; aclara, por favor.
—A que andabas con una panda de maricones.
Él no lo sabía pero casos como el del catire Danny le habían hecho
mucho daño a la imagen de la disidencia sexual.
—¡Panda de maricones, yo! Tú enloqueciste.
—No te permito.
—¿Qué no me permites?
—Insolencias. Así que mejor me bajas el volumen y me dices
dónde coño pasaste toda la madrugada y haciendo qué.
—No estaba ni robando, ni secuestrando a nadie, estoy aquí,
hablando contigo, así que puedes quedarte tranquila y cada uno
a lo suyo.
Entonces, Celeste Andrónico, la juez implacable pronunció su
sentencia definitiva: «Contra natura» (lo mismo que Himmler le
dijo al bávaro maldito y este le dijo al mundo, y el mundo escu-
chó y actuó… o dejó hacer).
Tuvo miedo de contradecirla. Siempre tenía miedo de con-
tradecirla. No quería provocar en ella esa reacción imponente de
Júpiter tonante que se desataba cuando le había faltado de alguna
manera.
406
PARTE II
Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964) trata de una expros-
tituta que se muda a un barrio (suburbio) de clase media acomodada
y convencional, decidida a encajar en la sociedad. Sin embargo, se-
cretos perversos hierven a fuego lento debajo de la superficie aparen-
temente impoluta.
—De todo lo que me has dicho hasta ahora, solo veo apoyo
de tu madre hacia ti.
—No lo veo así. Mi madre me reñía porque yo me confundía,
sus gritos me confundían; confundí el clavo con el cuadro. No
era el cuadro lo que mi madre quería que yo sostuviera con mis
deditos vulnerables. Y me pillé los dedos. Me dolió muchísimo,
pero no lloré. No lloré porque hubiera sido peor para mí si lloro.
Porque los hombres no lloran. Su impaciencia se cebaba en mi
torpeza, en mi despiste y en mis maneras a veces demasiado fe-
meninas, en mi manera demasiado femenina la mayor parte del
tiempo, que condicionaba aun mi forma de ver la vida.
—¡Bravo! ¡Genial! —exclama la psicóloga Idígoras, esta vez
con toda la intención.
—¿Cómo?
—En una situación de emergencia, en un avión o en un barco,
¿cuál es la instrucción precisa?
—¿Las mujeres y los niños, primero?
407
—No. «Antes de prestar asistencia a otros, póngase usted mis-
mo a resguardo».
408
CAPÍTULO II
Bruno
Apenas sentía los ruidos que hacía mi madre en sus preparati-
vos para irse a trabajar, yo aguzaba mi oído y dedicaba toda mi
atención a ese proceso. Abre el grifo del lavamanos, se cepilla los
dientes con energía, eructa; se sienta a desayunar con una taza de
café con la proporción de leche apenas suficiente para dulcificar el
sabor amargo que le da la ausencia de azúcar (está a dieta y parece
que el café sin azúcar obra milagros). Acaba. Enciende el motor.
Lo deja calentar por unos minutos, eternos para mí. Vuelve a
abrir la puerta del coche para cerrarla de inmediato. Arranca y el
ruido del motor se va reduciendo hasta callar por completo.
¡Ya está! Se ha ido. Media hora exacta después escucho el tim-
bre de mi casa y me levanto disparado como por un cañón hacia
la puerta. En un absoluto silencio, dejo pasar a Bruno y, una vez
ambos estamos en mi cuarto, oprimo el botón del seguro, atran-
cando la puerta.
Nos metemos Bruno y yo en la nave espacial, cerrando hermé-
ticamente su única compuerta (entonces era más bien una cap-
sula, de esas que salen eyectadas del cuerpo principal de la nave
para completar la misión exploratoria) y nos alternábamos en los
lugares del piloto y copiloto, midiendo estrictamente el tiempo
que ocupaba cada uno de nosotros en cada rol, que debía ser
exactamente el mismo (¿era la infancia el principio de toda obse-
409
sión?). Esto duró hasta nuestros catorce años. Solo nos separaba
un mes de diferencia. Yo era el mayor de los dos.
La primera vez que traspasé el límite invisible, hasta ese mo-
mento infranqueable, de mi casa a la rotonda donde se encontra-
ban varias de las casas vecinas, entre ellas la de los Delgado, los
primeros habitantes de nuestra cercada calle 2, fue para llevarle a
la señora Tula un recado muy importante de parte de mi madre,
contenido en un papel arrugado por mis torpes manos. El come-
tido era muy sencillo y preciso. Entregar un recado. Toqué el tim-
bre de la fortaleza (era una casa de dos pisos hacia cuyo interior
no era posible ver desde fuera por unos portones inmensos que se
elevaban como almenas y, al yacer sobre un terreno inclinado, era
imposible ver la entrada principal de la casa, antes de que abrie-
ran la primera puerta de acceso).
Había una puerta lateral que también parecía estar cerrada a
cal y canto. Se me ocurrió probar la puerta lateral, al extremo
izquierdo del gran muro y antes de que mis pequeños nudillos
hicieran contacto con su superficie sólida y gris, de un zarpazo
me vi adentro, en un rincón oscuro, oculto por un pequeño muro
lateral, en forma curva, que más que un muro parecía la entrada a
una pista de carreras. Eran las siete de la tarde y ya el sol se había
despedido de nuestro espacio, dejando un orto negro e inson-
dable en el rincón limitado por ese pequeño muro, enfrentado
diagonalmente a la puerta secundaria y convenientemente limi-
tado por unos pinos altos y esbeltos, que servían como discretas
cortinas. Las mismas manos que me habían poseído como si se
tratara de una muñeca de trapo, asieron con fuerza mi cintura
por detrás, hundiendo mi culo y empujándome hacia adelante,
410
como en un túnel de gravedad, y me estrecharon contra su cuer-
po, bastante más grande que el mío, aunque aún con la delgadez
típica de la adolescencia temprana y se frotaba conmigo como si
yo fuera su esponja de baño.
De inmediato rodeaba mi pequeño rostro, tapando mis ore-
jitas con sus manazas de dedos alargados y penetraba mi boca
con su lengua, produciéndome una angustia nunca sentida. Su
lengua tenía un desagradable sabor a sardina podrida. Esta escena
se repetía cada vez que iba yo a casa de los Delgado, bien fuera
a entregarle a la señora Tula algún recado de mi madre, o bien a
recibir de su sabia y cristiana boca lecciones de religión.
Entre los viajes espaciales con Bruno y nuestro primer aluniza-
je efectivo, real, pasaron siete años con tres meses y cinco días (o
catorce, no lo recuerdo bien). En ese ínterin, Teo había fungido,
de alguna manera indefinible para mí entonces, como erotómano
extranjero, demostrando más ansia que habilidad o maestría, a
pesar de que pretendiera asumir ese rol de maestro en la concu-
piscencia primaria (iniciática) que practicábamos y desenvolvía-
mos Bruno y yo con soltura.
Mi nave espacial, la nuestra, vaga en un vacío tumultuoso rodeada
de un papel tapiz blanco y azul que se convierte en todo mi universo.
ÉL NUNCA ME MENTIRÍA.
Ninguno de ellos se había percatado de las visitas casi diarias de
Bruno, a la misma hora y hasta más o menos mediodía, cuando mi
madre regresaba por una hora a comer. Entonces estaban convenci-
dos de que nuestra amistad se limitaba a los juegos nocturnos en la
rotonda de la parte superior de la calle donde vivíamos, a nuestra
interacción obligada en el equipo de béisbol, y a las eventuales charlas
debajo del pino redondo.
411
El partido de ese día era clave para el desarrollo ulterior del
equipo en el campeonato estatal, que definiría el representante en
el campeonato nacional. Por lo tanto, había que poner solo a los
mejores así que yo no jugué ese día, sino que la pizarra manual
que servía para señalar el marcador del partido fue dejada a mi
cargo.
La pizarra de anotaciones era un enorme bloque de cemento,
o de piedra (o de cemento y piedra), que marcaba todas las ano-
taciones necesarias para entender el estatus del partido. Un muro
con apenas algunos agujeros de tamaño proporcional para marcar
tales anotaciones. Mi aburrimiento se tornó en emoción apenas
contenida cuando Bruno se introdujo por la pequeña rendija que
servía de entrada principal a la parte trasera de la pizarra casi
improvisada. Traté de disimular como pude el torbellino interior
que se produjo en mi pequeño cuerpo y le lancé una mirada gé-
lida, como si no me importara que estuviera ahí, como si Bruno
fuera solo parte de la estructura de cemento, o de la hierba que
la rodeaba amenazante. Bruno toma posesión de uno de los cua-
drados que forman la pantalla y con su seguridad habitual, no
pregunta, sino que afirma:
—Te ayudo a anotar.
—OK. Pero hazlo bien, por favor —le respondí con autoridad.
Esta advertencia, dicha con voz firme, se justificaba pues Bru-
no solía mantener la seriedad por muy poco tiempo y transformar
cada situación en una broma, en un juego sin importancia. Y el
partido en desarrollo unos metros más adelante sí que tenía toda
seriedad para los participantes. Y esto me preocupaba. Odiaba ser
señalado como «saboteador» o causante de algún error que au-
nara a confusión. Esto lo aprendí en primer año de bachillerato,
cuando mi profesor de Formación Ciudadana me acusó de poner
en peligro la estabilidad del orden social.
412
No habían pasado diez minutos cuando una jugada increí-
ble generó una situación de juego que prolongó su duración de
manera incierta. Hubo debates, reuniones de todos en el campo
de juego, complejos desacuerdos acerca de dónde había caído la
pelota y quién había pisado cuál línea del terreno y cuándo. Ha-
biéndose dado cuenta de estos contratiempos, Bruno me propuso
repetir ahí mismo nuestro juego íntimo, secreto de viajes inte-
restelares. Yo, con duda y miedo por las posibles consecuencias
y Bruno más decidido, como solía ser, nos bajamos lentamen-
te los pantalones del uniforme, sostenidos a la cintura solo por
una cinta elástica, sin cremallera. Nos juntamos y nos sostuvimos
mutuamente por los glúteos, hundiendo con firmeza los deditos
justo en la comisura de su inicio, con la tela de los calzoncillos
como único obstáculo al contacto directo de nuestros genitales.
Ese contacto duró mucho menos de lo que duraban nuestros
contactos habituales, dadas las circunstancias. Sentí una explo-
sión húmeda que manchó mi ropa interior y rápidamente, con la
culpa como combustible, nos subimos los pantalones deportivos
y salió cada uno a su vez y por su lado. Primero yo; comencé a ca-
minar lenta y cansinamente hacia el centro del campo, sabiendo
que nadie me esperaba, sin mirar atrás, por mucho que quisiera,
temiendo que cualquier paso dado en falso nos delatara. Llegué
hasta el centro del barullo y confirmé con decepción o alivio que
ciertamente nadie había estado preguntando por nosotros dos.
Días después de ese breve retorno a las alturas siderales, en-
vuelto en una pelota de béisbol, Bruno y yo nos subimos al techo
de tejalit de la casa de los Méndez que la unía a la mía por arriba.
Tomados de la mano, como una pareja de novios (¿fue realmente
así?, ¿íbamos realmente tomados de la mano?), caminábamos so-
bre la estructura que parecía más sólida de lo que realmente era.
Se resquebrajó y finalmente caímos al patio trasero cubierto de
413
pasto de los Méndez, razón por la cual salimos de ahí ilesos del
lance. Al menos físicamente (y al menos él, Bruno).
Yo no salí completamente ileso. No salí ileso porque él, Bru-
no, me atacó, me hirió con su traición. Bruno fue el primero en
traicionarme por plegarse a la mayoría. Me acerqué lentamente a
Bruno, tomándole de las piernas, tratando de asir, firme, aunque
fuera esa parte de su cuerpo, para no caer al duro cemento, desde
el pequeño y endeble tejado, a cuyos remaches dirigí mi ansiosa
mirada, en oración al invisible para que justo esa sección del teja-
do no cediera al peso e impacto de mis patazas de hombre de las
nieves; él respondió con una repentina y violenta patada, directa a
mis huevos aún inmaduros. Su reacción mecánica fue inesperada
para mí; inesperada por inmerecida, ni deseada.
La patadita de marras resultó en un resquebrajamiento repen-
tino de la lámina de falso tejado, motivo por el cual caímos direc-
tos, por gravedad inevitable, al estrecho espacio de pasto y barro
en medio de las dos tiras de cemento sobre las que el auto viejo y
roñoso de la familia Méndez solía caminar.
Más que tristeza, decepción o rabia, se produjo una confir-
mación inesperada (no así, ni en ese momento). No podía haber
decepción porque no me sorprendió la reacción de Bruno, su
traición cobarde y repentina. Y la decepción implica cierto grado
de sorpresa, cierto sabor a lo inesperado, y sabía que lo mío con él
(¿qué?) pendía de un hilo muy fino (¿qué pendía de un hilo muy
fino?; ¿acaso existió alguna vez?).
Solo por esto siempre le dejaba a él la iniciativa. Por temor
a un cambio brusco, repentino, definitivo en nuestro endeble
vínculo, si este hubiera existido en algún momento, de alguna
manera.
Miedo, también miedo, ya que ese hecho en particular sig-
nificaba que los chicos más temprano que tarde encontrarían la
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ocasión para caerme a patadas, y de ser posible, propinarme algún
puño bien dado en el estómago.
Bruno, entonces, fue el primero en traicionarme; se plegó a la
mayoría; por miedo, miedo puro y duro.
El grupo que miraba divertido toda la escena de amor no
correspondido y violento y repentino rechazo, ululaba casi
como una horda de chimpancés al aviso de dar batalla y se
ensañó con el error de juicio del niño de diez años. Dirigie-
ron sus piernas en contra de mi humanidad esmirriada por el
terror y llovían en mi contra patadas como si se tratara de un
saco de arena y el único que trató de protegerme fue Juno,
quien se abalanzó sobre mi leve humanidad y la cubrió con sus
redondeces adiposas.
Simulé que una de las patadas me había alcanzado en los tes-
tículos (primero me sostuve el estómago como tratando de evi-
tar que se me salieran los intestinos), pero de inmediato sentí su
textura gelatinosa y concluí que un golpe en esa zona no podría
haber sido tan grave, por lo tanto en un acto casi reflejo, casi
indetectable por el más acucioso testigo, me llevé ambas manos
a las bolsas improductivas, rápida pero sutilmente las puse en esa
zona y me encogí en posición fetal, mis piernas como pinzas que
se cierran.
Comencé a escuchar dentro de mi cabeza la Carmina Burana
de Carl Orff a un volumen ensordecedor y creciente, y a una
velocidad también creciente, como la sombra de una amenaza
aproximándose sobre mí, cubriéndome con su halo ennegrecido.
Las avanzadas bárbaras cayeron sobre mi cuerpo herido de
muerte para aplastarlo, desollarlo y no dejar de él ni su recuerdo.
Deseé que fuera alguna hora en punto para que la rígida ban-
dada de pájaros cuco ahogara con su ruido ensordecedor los aulli-
dos de esa jauría cruel en la que se había transformado el pequeño
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grupo de amigos. A partir de entonces me esperaban la ley del
silencio y el ostracismo, sabe Dios por cuánto tiempo.
—¡Quía!...
El grupo de chinos normales intercambió una mirada cómpli-
ce, sonrisa sardónica como complemento inevitable, convertida
en carcajada autosuficiente, catarata blanquecina y ruidosa.
Después de pronunciada la palabra ridícula, anatema por su so-
noridad femenina, me arrepentí, me llené de miedo, me sentí solo,
vulnerable ante la manada.
Sin embargo, la actitud de Juno, su acto de rebelión ante la tira-
nía de la mayoría por defenderme, me hizo sentir culpable por mis
prejuicios pasados en su contra, por la repulsión que había sentido
y que sentía aún en ese momento frente a su dedito en forma de
gancho viejo, oxidado (el cual me ha perseguido desde entonces en
imágenes cansinas, lo que siempre he interpretado como castigo a
mi desdén injustificable), a su tez color de la mierda fresca.
Sentí la urgencia de imponer mi autoridad de alguna manera.
Era «el hijo de la doctora Andrónico» y eso tenía que prevalecer
ante cualquier posibilidad de burla, de ignominia. Las risotadas
del grupo ante mi ridiculez esperpéntica dieron paso a una tácti-
ca apresurada para sacarnos de ahí cuanto antes, bajo mi adver-
tencia solemne sobre todas las consecuencias legales que podría
acarrearnos el que nos descubrieran allanando una casa ajena, la
cual, supongo yo, fue igualmente desoída con lógica indiferencia,
si no con divertido asombro.
Ese percance sirvió para que los chicos prolongaran en secreto
sus burlas en mi contra (bueno, no tan en secreto, porque igual, qué
más les daba) a pesar de que al momento de las averiguaciones sobre
lo sucedido, todos a una guardaran un poderoso y sepulcral silencio.
No soltaron prenda acerca del incidente y de las razones que nos lle-
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varon a ubicarnos en ese techo, en esas circunstancias. Y las circuns-
tancias, algunas de ellas, no eran otra cosa que producto del miedo,
del miedo a la autoridad, el miedo que se asusta a sí mismo, el miedo
que persigue, que se trasmuta en violencia dolorosa y grave, aunque
se muestre estridente en su malformación hiperbólica.
Alguien dijo una vez que la práctica temprana de la sexualidad
era una especie de fuga, ¿fuga de qué, de dónde? En mi caso fue
una fuga de la imposición, de los gritos, de la hostilidad silente.
—Te burlas de tu propio dolor; eso es buena señal.
—¿No es para reírse?
—En modo alguno.
—Yo me he reído bastante.
—No lo creo. Está bien que reflexiones y lo superes, porque
te das cuenta de que de todo se sale. Aun del precipicio más pro-
fundo.
—Ahora mismo no sé cómo salir. Por eso he venido.
—Depende más de ti que de mí. Ayúdame a ayudarte. Aun-
que suene horrible.
Se llamaba Henri (pronunciado Angrí, la «r» es gutural en
francés), pero los pendejos de la calle 2 preferían llamarle por
«Henry» (Sí, la «h» se pronuncia como jota y ya está); más fácil
de pronunciar y de recordar. Era supertímido y como no hablaba
casi español, me lo encargaron a mí para que le diera la bienveni-
da a la calle 2 y lo fuera introduciendo con el resto de la cuerda.
Me llené de orgullo y cada que él se acercaba a la rotonda con la
intención de participar en alguno de nuestros juegos nocturnos,
yo me apresuraba a su lado, lo saludaba con un sonoro Bonsoir,
Henri, ça va bien? (sabía que bastaba con ça va, pero a mí esa fór-
mula se me antojaba insuficiente, escueta).
Me ofrecí a ayudarlo con los estudios e ideé un plan para in-
vitarlo todos los días a casa, a la misma hora, para estudiar cien-
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cias duras (Matemáticas, Física y Química) en la Enciclopedia
LARROUSE, que guardaba mi papá en el viejo mueble marrón
de su biblioteca. No se lo dije, pero lo había adoptado como mi
aprendiz, tal como hicieran tantos sabios en el pasado medie-
val, que era mi realidad paralela. Estuve a punto de sacar dos
batas viejas de mi mamá, aunque alguna la siguiera usando ella
entonces, para disfrazarnos como monjes o simplemente como
sabios de la Edad Media. Entiendo que el impacto que causó mi
comportamiento público y notorio con ese chico me hundiera
aún más ante el colectivo. Dejaron de dirigirse directamente a
mí, yo hablaba, opinaba o preguntaba cuando estábamos todos
reunidos y recibía por respuesta, ora un silencio gélido, ora una
mirada de no más de tres segundos, o ambos a la vez. Entonces
entendí a la perfección el viejo concepto griego de «ostracismo» y
lo asumí, no como un castigo, sino como parte de mi identidad:
moriría solo.
Mi amistad con Henri duró poco, poquísimo. Él se aburrió de
que yo jugara con él al mago Merlín y su fiel discípulo. Pocos me-
ses después de haberse mudado al Pedregal, Henri murió junto
con toda su familia en un accidente aéreo. No se encontraron los
restos, ni los suyos ni los de la aeronave.
Recuerdo la figura del padre de Henri embutida en un overol
intensamente azul, como el de la escuela donde mi mamá daba
clases y yo fui su alumno. Su ojos grandes y redondos tras unas
gafas plateadas mate que se resistían a brillar contra el sol, como
protegiendo a su dueño de la luz pública, como si este se escon-
diera detrás de ellas, sus viruelas sonrosadas como el resto de su
cara casi cuadrada.
A esta altura ya va siendo claro que, además de las populares
telenovelas, mi programación favorita era toda aquella de contenido
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cultural: miniseries basadas en libros, conciertos y ballets (estos no
tanto), y documentales históricos (sobre todo los referidos a la historia
de Roma y el Medioevo temprano)…
Cuando la tromba de sus emociones lo invadía, o con cualquie-
ra de ellas que se desbordara, su panza era atacada por temblores
telúricos.
La hermana de Bruno, Briseida, tenía entonces catorce años.
Era la mayor de ellos y Bruno el tercero. La noche anterior desde
su casa se escucharon gritos, como de una discusión muy fuerte
entre un adulto y un niño que apenas alcanzaba a gemir y a que-
jarse de dolor. Un dolor profundo, de humillación y ardor en
su piel. Los gritos desesperados eran de Bruno, que recibía una
severa paliza de su padre. La razón de esto se la contaría Briseida
a J.R., sentados sobre el maletero del coche del padre de esta.
—¿Qué pasó anoche en tu casa?
Y ella, con rostro perplejo, tratando de disimular y evadir el
tema con discreción, le responde:
—No tengo ni idea de qué me hablas.
—Anoche hubo gritos en tu casa. Y parece que salían del cuar-
to de Bruno, por eso te pregunto.
—Es que mi papá lo consiguió…, ya sabes… —Y se colocó su
mano derecha apenas sobre su regazo y la movió de arriba abajo,
con el puño, simulando el movimiento de la mano al batir un
biberón.
—¿Dónde?
—En su cuarto. Estaba encerrado con llave y él abrió la puerta
con la copia, para sorprenderlo.
—¿Y qué hizo tu papá?
—Pues lo que hace siempre. Caerle a correazos hasta dejarlo
en pedacitos.
419
Después de ese incidente, Bruno no volvió por casa de J.R. en
cuatro días. Los suficientes como para, según él barruntó, bajar
las aguas de la tormenta. Los niños todo lo exageran. Cuatro días
para ellos son como veinte años. Y, después de todo, el reencuen-
tro no fue tan lúdico e íntimo como esperaba J.R.
Bruno salió al mundo después de cuatro días y no traía muy
buen humor. En un arranque de ira repentino e inexplicable, al
vernos a todos reunidos bajo el pino redondo, sin más, gritó al
vacío indeterminado: «¡Tu madre es puta! ¡Todas nuestras madres
son putas! ¡Todas las madres son putas!». Esta filípica lanzada a los
cuatro vientos en el pequeño espacio de nuestra calle retumbó en
mis oídos como el rumor de un trueno celestial. Era Bruno, mi
compañero de juegos secretos, el que llegaba a mi casa cada día a
las nueve y media de la mañana, justo después de que mi madre
hubiera doblado la esquina en su coche. (¿Era él realmente quien
hablaba?). Y yo, con la sorpresa en mis ojos y las risas nerviosas de
algunos del grupo, le pregunté preocupado:
—¿Qué? —alargando la «e» hasta que la sorpresa dio paso a
la curiosidad.
—¿De qué hablas?
—De que tu madre es puta y la mía lo es también, tanto como
ella.
—¿Por qué? —insistí, desesperado.
Y su respuesta fue la siguiente pregunta:
—¿Sabes cómo hemos venido al mundo; por qué estamos
aquí?
Como le diera por toda respuesta un silencio dubitativo, repi-
tió su pregunta alzando su voz chillona:
—¿Lo sabes?
—No —le respondí dándome por vencido.
—Pues resulta que han cogido —solemne, consternado—.
Y toda mujer que tiene sexo es puta. ¡Puta, puta, puta! —repe-
tía desesperado, como padeciendo una decepción imposible de
420
sobrellevar a sus nueve años. Entonces lo imaginé vestido con
uniforme nazi, impecable en su crueldad y frente a él una pobre
madre judía recibiendo llorosa sus insultos y escupitajos. (Esta es-
cena la había visto yo en la teleserie Holocausto y entonces aprendí
cuán fuerte puede llegar a…).
Me fui de ahí sin entender su indignación incontenible.
No sé si entonces teníamos nueve o diez años, no lo puedo
recordar, pero ese episodio me hizo desear no estar ahí. Ni en-
tonces ni nunca más. Y me juré solemnemente que en cuanto
pudiera me mudaría a otra ciudad más grande, más moderna,
más civilizada. Solo atiné a colocar mi mirada en el vacío, o
no, al vacío no, porque giré ciento ochenta grados y oteé el
horizonte que viera desde el techo de brea de mi casa, no, no
«de mi casa», sino de la casa que debería suponer «mía», y se
me hizo pequeño. No fui capaz de ponerme en sus zapatos. No
tenía ni el conocimiento ni la experiencia. Porque por mucho
tiempo S.C. para mí estuvo «en ninguna parte». Por eso quise
salir de ahí; escapar.
Y así hubo muchos días. Había días que Bruno estaba en total
disposición para viajar en la nave espacial y había otros en los que
simplemente quería hablar. Nunca se sabía qué quería. Nunca
llegué a saber qué lo motivaba en realidad. A mí me motivaba via-
jar; viajar con él en la nave espacial que nos habíamos construido
poco a poco, en un lugar secreto, ajeno a las perturbaciones del
entorno. Hasta que te sorprendía. Siempre llevaba la voz cantante.
J.R. era demasiado tímido, demasiado apocado ante su presencia
para imponerse. Solo insinuaba. Sugería. Si Bruno no la pillaba a
la primera no sucedería. Y eso era motivo de frustración para J.R.
Porque eso confirmaba sus peores temores de que se quedaría solo
como la una en este mundo hostil, hostil e ignorante.
421
Mi abuela me contó lo del aborto de mi madre. Me lo contó
en voz bajita, bisbiseando, poniéndose la mano sobre sus labios
finísimos, para que no la escuchara ni el viento, ni Dios, mu-
cho menos Dios. Porque el aborto era una vergüenza; era como
no haber completado la misión, su misión de madre, de mujer.
Porque una mujer que fracasa en tener un hijo no es una mujer
completa. Es otra cosa, pero no es una mujer.
—Y esa golpiza le indujo el aborto de una niña que segura-
mente hubiera sido preciosa; preciosa e inteligente como tu ma-
dre. Después llegó Leíto y las cosas comenzaron a mejorar. Pero
no por voluntad de tu padre sino porque tu madre aprendió a de-
fenderse. Se cansó. Se armó de amor propio, pero antes se había
cansado. Y para cambiar hay que cansarse antes. Agotarse hasta
quedarse vacía, hijo. Y esto fue lo que le pasó a tu madre, hijo. Se
vació del miedo y de la esperanza de salvar lo insalvable.
—Entonces, ¿por qué no se divorció, abuela?
—Por miedo a lo desconocido, hijo. Miedo al vacío. Porque a
lo desconocido nos lo imaginamos con el color negro y ese es el
color maldito. El color del mal. El color de la muerte. Y por eso
pintamos el miedo con ese color. El miedo tiene muchas caras. Es
como un diamante, como una perla. Y como esa perla, lo mante-
nemos ahí dentro, muy adentro del corazón.
Un mal día, mi abuela entra sin avisar al baño donde Bruno
y yo llevábamos a cabo una delicada misión espacial. «Mucha-
cho del zipote», me espetó sin compasión. Me pegó un susto de
muerte. Mi estómago se encogió para estallar en mil pedacitos
de papel. Júpiter tonante hubiera palidecido ante ese cuadro de
rebelión definitiva. Por única vez le dije a mi abuela «vieja zorra»
422
(o «vieja maldita», no lo recuerdo bien; es más probable esto).
Pasarían once años antes de recibir otra visita de mi abuela.
Esa vez había plantado un rosal en el jardín y en la última
rosa que floreció se formaba un charco, y cada año la lluvia fiel
lo cubría de hierba... El impacto sicológico para Rosangela, para su
visión tradicional de la vida, provocado por la respuesta iracunda,
inesperada, visceral de su nieto, fue de tal magnitud, que le cambió
por completo su mapa mental, diseñado por tradiciones seculares.
Rosangela se dio cuenta, por la forma en que vio ponerse al niño, de
que sería inútil cualquier mirada condenatoria suya.
Dijeron en su momento que había muerto por una confu-
sión. Por un error. Dijeron que había muerto por celos. De
esos ataques de celos incontrolables. Pero no. Había muerto
asesinada. En un asalto feroz y salvaje perpetrado por alguien
en quien ella confiaba. Era su marido. Fueron novios durante
siete años, al cabo de los cuales se casaron. Habían llegado a
la Urbanización El Pedregal desde otro barrio y ahí desde San
Felipe, Yaracuy.
Era una mujer madura y sabia para sus pocos años. Solo una
vez en la vida se equivocó. Pero a veces cometes errores cuyas
consecuencias pagas el resto de tu vida. Te equivocas y no te al-
canza el tiempo para arrepentirte. Se habían escuchado gritos e
insultos. Todo fue muy rápido. Todo el mundo lo escuchó. Todo
el mundo lo supo. Pero nadie dijo nada. Nadie se atrevió. Todo el
423
mundo supo quién fue. Nadie dijo nada. No se atrevieron. Nadie
dijo nada.
¿Quién se atreve contra una tradición milenaria? ¿Quién con-
tra la palabra «siempre»? No puede ser. Hay cambios que no se
producen de la noche a la mañana. ¡Qué le va usted a hacer! Y
una semana después era como si nunca hubiera existido. Nadie
la echó en falta. Solo su hija la echó en falta. Se pudiera decir
que se desvaneció en la oscuridad de la noche y en la bruma de
un tiempo muy antiguo. Demasiado para recordarlo. Demasiado
para llorar. Pero ahí están las horas y los días sin ellas. Su sonrisa
inasible; su mirada perdida para siempre en el recuerdo de sus
ojos, sus pestañas, sus largas y finas cejas, como un ciempiés que
acabara de nacer y se estira, se impulsa, cambia, se muere.
Me cabreé con él como nunca. Incluso pensé que si hubiera
aparecido al día siguiente por casa, no lo habría recibido, dejaría
que Chela le abriera la puerta y me negaría a verlo, a estar con él.
Tanta ira me provocaba su actitud incalificable. No tenía palabras
para describir lo que transmitía Bruno con sus gritos soeces que
seguramente se escucharían en casi toda la calle, al menos en las
adyacentes a ese punto central de nuestra calle desde el que él
profería su discurso inicuo, soez y vulgar, pensé... Puta, meretriz,
hetaira; mujer que vende su cuerpo, que lo entrega en alquiler a
todos los que demuestren capacidad de pago de su tarifa, en lugar
de entregar su pureza a un único hombre, entregándole su vida,
su disposición a amarlo y respetarlo. Eso para mí era una puta,
por tanto no entendía esa explosión de Bruno contra todas las
mujeres, nuestras madres (incluidas), por el solo y único hecho
de haber mantenido relaciones íntimas que, por demás, hubieran
sido mantenidas con un solo hombre y dentro del sacramento
del matrimonio. Esas reacciones inesperadas de Bruno me desco-
locaban y me enfurecían. Era mi mejor amigo, quizás el único,
424
aparte de mi hermano, que no podía ser mi amigo porque era mi
hermano.
Mi indignación fue tal que solo atiné a chillarle a mi vez: Du
bist kein Adler, du bist ein dreckiger, feiger Schmetterling. Y no pude
aunque quise con todas mis fuerzas, olvidar que fue él quien ali-
vió mi angustia iniciática, mi sentimiento de culpa (que después
se reprodujo en mil formas distintas) por mi florecimiento tardío.
Fueron mis primeras vellosidades anales las que me hicieron cul-
pable de concupiscencia.
Cuando conocí el sustantivo «pacatería» y su adjetivo derivado
«pacato/a» fue como haber descubierto el Santo Grial, o mejor, el
Grial de la sabiduría y de la filosofía, que son ambas más o menos
lo mismo, así que casi se puede decir que redundo.
No solo enriqueció mi vocabulario ese morfema atrevido, a
pesar de su sonoridad uniforme, monocorde, sino que me dio un
arma arrojadiza ideal por su adaptabilidad eficiente ante tantas
realidades pacatas que me disgustaban, más que hacerme reír con
ganas.
Pacatos eran mis vecinos en El Pedregal al burlarse de mi
acento central con ese dejo caribeño, canario o andaluz de pro-
nunciar las eses finales como si de jotas se tratara; y del hecho
de que mi hermano y yo tuteáramos a nuestros padres; pacatos
eran mis profesores al sancionarme tan severamente por dibujar
en clase o por mis gestos de afecto distraído con algunos de mis
compañeros, una sonrisa, un guiño; pacata fue mi madre, al
prohibir la emisión de ciertas películas en la ciudad; pacata mi
tía Alicia al tomar distancia de un nicab del color islámico de
la pureza.
Pacatería el cúmulo de secretos guardados en casa de mi abue-
la, los hijos de mi tío Román Eugenio, la idea del hijo de Ada,
425
el espíritu errante, siendo recibidos en casa de mi abuela como
alguien ajeno a ella…
Yo despreciaba profundamente todos esos actos de pacatería,
aunque las más de las veces en un silencio cobarde, oportunista.
La pacatería era para mí una forma específica de chabacanería,
tal y como planteara Ortega y Gasset este constructo sociológico
en su Del estudiar y el estudiante, mi primer contacto académico
directo con la teoría acerca de esa actitud facilista, falaz y acomo-
daticia que identificaba y enjuiciaba tan severamente yo en mis
congéneres.
La chabacanería, según Ortega, engloba ciertas actitudes de
dejadez, negligencia ante el deber moral de cumplir la propia res-
ponsabilidad, dejar hacer, dejar pasar (laisser faire, laisser passer,
en el francés original que a mi madre le encantaba blandir cuando
se justificaba en su enjundia autoritaria, controladora).
Sentía que mi familia y yo éramos extranjeros en ese pequeño
rincón del planeta llamado San Cristóbal, llamado Táchira (ese
maldito sonido de la «ch», nunca me ha gustado). Y por eso nunca
me hallé cómodo entre esa otra gente, ese otro pueblo al que
mis padres habían llegado por razones que solo ellos conocían;
nunca pude nadar por las procelosas aguas de las relaciones so-
ciales. Siempre me ahogaba; irremediablemente. Esas diferencias
insalvables las comprobaba cada vez que íbamos a S.J., a pasar las
fiestas con mi abuela y el resto de mi familia materna.
¡Ay, Ramona, ¡tú sí que eres loca! ¡Cómo fuiste a tener esos
muchachos allá!... ¡Cómo los fuiste a tener «gochos»! (Dato so-
ciohistórico: el vocablo «gocho» significó originalmente «sin ore-
jas», por el gorro de tela que solían usar las poblaciones de las
montañas andinas, como los chullos bolivianos, pero con menos
colores, o más sobrios, blanco y negro, por lo general. Después, al
parecer debido a la invasión andina a Caracas y su asalto violento
al poder nacional, se le confirió el ofensivo significado de «sucio,
cochino, dejado», y no solo eso, sino que se encontraban, por
426
geografía y por cultura, más cerca de Bogotá que de Caracas y por
lo tanto, aunado a todos los intentos de esta por centralizar todos
los beneficios del desarrollo, la brecha cultural entre ambas regio-
nes del país era notable y parecía haber estado ahí desde siempre).
Esas confianzas de mi prima con mi madre se debían a la corta
diferencia de edad entre ellas, ya que mi madre era la penúltima
de nueve y Renata era la segunda hija de mi tía-madrina Rosange-
la Mariela, llamada como mi abuela (en una original transgresión
de la costumbre de bautizar preferentemente al primer hijo con
el nombre de su padre y a la primera hija con el nombre de su
madre).
Desarrollé entonces un trémulo miedo incontrolable a que mi
prima Renata saliera con una de las suyas cada vez que nos encon-
trábamos frente a frente. Me hacía sentir inferior, insignificante
y por eso mantenía yo mi boca cerrada. Prefería hablar conmigo
mismo; en silencio, sin importar cuántas repeticiones cacofónicas
atacaran mi mente.
A causa de esa escasa diferencia etaria, se produjeron no pocas
confusiones semántico-familiares, en virtud de una de las cuales,
quizás la principal y más notoria, que mis primas llamaban a mi
madre no «tía», por su parentesco familiar, sino por su segundo
y sonoro nombre masculino (o masculinizante), «Ramona», im-
pronunciable frente a ella cuando estábamos en San Cristóbal y
que mi padre usaba como arma arrojadiza en su contra. Entre
mi madre y sus hermanas, sobre todo con Rosangela, el trato era
de «comay» (apócope de «comadre»), por haberse vinculado en
la pila bautismal, a través de mi pequeño y enflaquecido cuer-
po. Con el tiempo, mis primas también adquirieron ese peculiar
hábito vocativo, el cual se extendió, sin solución de continuidad
hasta algunas de las amigas más cercanas de la familia, sobre todo
Belén Palacios, la cual nos heredó su peculiar saludo: «¿Cómo
estás, Belén?; aquí, la misma miasma», respondía con un confor-
mismo apenas algo optimista.
427
Los entresijos de mi mente afiebrada me llevaron por increí-
bles viajes en el tiempo. Noches enteras soportaba con ahínco los
clavos en mis manos sangrantes, sus tendones a la vista, en carne
viva como esos recuerdos extraños y sublimes. Me quemé mil ve-
ces con Hipatia y Giordano Bruno en el incendio de la Biblioteca
de Alejandría. Soñaba que era reencarnación de ciertos personajes
históricos o mitológicos (entre Jesucristo y Hitler, pasando por Buda,
pero éste sólo como un atisbo). Era el Bonaparte con el barquito
de papel como sombrero, y por eso ella se sonrió, discreta pero
disfrutando la parodia.
La telepatía es una habilidad que mi madre y yo practicamos
durante muchos años, algunas veces con mayor éxito que otras.
Y nuestro mayor éxito en ese campo fue, qué duda cabe, una
vez que, ya en la universidad, esperaba la visita de Celeste que
iría por cuestiones de su trabajo. Al llamarme ella cancelando el
viaje, me deprimí tanto que no soporté la idea de quedarme solo,
encerrado en el bajo donde vivía alquilado (me había montado la
película de una jornada completa de idilio familiar, con ella y con
mi hermano, o más probablemente, Purita Cuesta).
Me fui a casa de unos amigos y en un momento en el que
hablaba tranquilamente me invadió una inquietud, un impulso
incontrolable de salir de ahí. Comencé a caminar sin rumbo y
al darme cuenta de que entraba en la calle donde vivía, alcé la
mirada y vi, estacionado a la derecha, su coche azul, el Caprice
Classic Special Edition último modelo, de mi madre. Corrí hacia
la entrada (no; creo más bien que apenas apuré el paso, por el
miedo a irme de boca antes de tiempo), crucé la estancia que
separaba mi habitáculo de la planta principal y ahí estaba mi
madre, sentada con la dueña de casa, esperándome. La abracé
428
y dirigí mis papilas olfativas a su cuello de Nefertiti, para sentir
su olor a OPIUM.
Ella me contó que estuvo llamándome con su mente todo el
rato, tranquila, serena, confiada, hasta que me vio aparecer. Des-
de entonces, o desde mucho antes, tanto que no lo puedo recor-
dar, comencé a verla como a Dios en la tierra, el ojo que todo lo
ve, la oreja que todo lo escucha porque cubre con su extensión
todo territorio que habito.
429
CAPÍTULO XVII
Llegó a San Cristóbal de madrugada, con la lluvia pertinaz mor-
diendo su cabeza y sus entrañas, según me contó. Después de que
se fuera la última persona anónima que le acompañara a distancia
en el eterno recorrido, él se quedó ahí clavado en medio del garaje
que servía de terminal improvisada.
El cielo descargó toda su furia sobre su lucidez inmóvil como
el resto de su cuerpo, incapaz de dar un paso y sin saber en qué
dirección. Ese bautismo desmesurado despertó en él una indómita,
salvaje actitud de humildad o de impotencia concentrada ahí, en ese
momento, toda ella en su cabeza, que redujo su ego a la nada ab-
soluta. Me dijo esto abatido, con dolor en sus cuerdas temblorosas.
A partir de entonces sus deseos más profundos, esa necesi-
dad suya de ser él mismo, dejaría de existir. Él mismo dejaría
de existir como ente autónomo. Se rendiría a los deseos y ex-
pectativas de su madre sin importar los suyos. ¿Qué le diría a
Celeste? ¿Que él se había equivocado en redondo y que ella
siempre había tenido la razón? ¿Qué le respondería ella: ¿«te lo
dije», con esa autosuficiencia insoportable de la que a veces se
jactaba, inmisericorde? Se dejaría llevar sin pensar, como el más
sumiso de los esclavos que entregaba a su amo aun su alma y sus
pensamientos. Solo en ella confiaría. Ciegamente. Le volvió a
invadir el olor a pino del Pedregal.
Llama a su amigo Marcelo, con quien había perdido el con-
tacto poco después de conocer a F. Él le cuenta la odisea de F.,
431
la persecución a la que lo sometieron sus padres. Él se indigna y
jura por su vida que castigará a su madre con su indiferencia, sino
con su odio.
Pavese… Pasolini…, el cuerpo está roto.
Celeste misma disfrutaba hacerse la víctima en tonos dramá-
ticos y grandilocuentes. Se había separado, divorciado por com-
pleto de la realidad. Durante muchos años. Y ahora pagaba su
estulticia. O su inexperiencia. «A sangre y fuego», como le gus-
taba pensar. «La letra con sangre entra», les decía su horrorosa
profesora de quinto grado. ¡Y cuánta razón tenía! Así se burlaba
de sí mismo. Así recuperaba un poco de su amor propio. Con la
autoflagelación. ¿Qué mejor manera había de tomar en cuenta las
cosas realmente importantes de la vida? ¿Cuáles eran? Ni siquiera
eso sabía. ¿O era solo una etapa más en su proceso para alcanzar
la madurez? (¿sería eso la tan anhelada en otros tiempos, «perfec-
ción»?). ¡No puede ser! En esos momentos es muy difícil hacer
autocrítica. Solo te dejas llevar. Sigues con la ola. Haces dejación
de tu autonomía. Te liberas de su control omnímodo. Te dejas
llevar... En mi caso, me dejé llevar por esa imagen brumosa que
me persiguió hasta ese momento, la imagen del hombre rubio,
casco blanco, cinturones de obrero, sonrisa amarillenta.
Compró un boleto de ida y dos de vuelta, uno a Mérida y el
otro a S.C. Lo hizo inconscientemente, sin saber muy bien por
qué y de inmediato borró ese acto de su memoria, con vergüenza
y miedo, porque el segundo boleto era su acto de capitulación
ante su madre.
El coche de Edgar nos servía no solo como medio de trans-
porte, sino también como cortina, como armadura con la cual
protegernos del odio. Tendríamos que robarle un beso no a la
432
vergüenza, sino al miedo, al miedo ajeno. Tendríamos que lidiar
con un pudor impuesto por la ignorancia y por el machismo. En-
tonces, hacer un despliegue abierto de emociones no era una op-
ción disponible. Llevábamos en nuestros cuerpos y mentes tantos
mitos y tantos prejuicios, casi como fluidos corporales.
Regresa a casa (de sus padres) con el cansancio de mil años.
Cansancio barroco, salado, huesos crujientes, desdeñables. Hue-
sos de una materia blanda. Huesos para el olvido. Frente a sí, la
misma iglesia que años antes lo hiciera sentir paz, no la otra.
Yo…
Durante todo el viaje sintió escalofríos. Se secó (entró en ese es-
tado emocional que en inglés se describe con la palabra «numb»).
Por un buen tiempo no pudo volver a llorar así. Como un niño.
Como una mujer. Como un ser humano cuya vulnerabilidad ha-
bía sido retada y vencida en el primer lance de importancia en
su vida. Y no es que lo quisiera o siquiera lo intentara. Tamaño
desgaste emocional jamás podría haber sido voluntario, conscien-
te o maquinado para agenciarse indulgencias inmerecidas. Eso
era definitivo. Tan definitivo como el suicidio. Echó mano en
cambio de sus recuerdos de infancia. De sus viajes espaciales con
Bruno. De esa clandestinidad impuesta desde los prejuicios y la
ignorancia que conlleva el machismo. Se refugió en ellos como en
esos espacios pequeños y oscuros que tanto le gustaba habitar. Re-
dujo su tamaño corpóreo a unos diez, cinco centímetros. Volvió
al secretismo de su subconsciente maltrecho por la confusión y el
letargo. A veces la paciencia se agota muy fácilmente. Es increíble
pero cierto. A veces tu subconsciente trabaja en tu contra y te
encarcela a fuerza del miedo. Y no hay manera de escapar. Y solo
basta con oprimir un botón. Con tocar una frágil, endeble fibra
interna para que esta se deshaga en hilachas. Y no te encuentras
433
preparado para ese momento. Porque no echas de menos tu cor-
dura cuando empiezas a perderla.
El que brotaba de mi cabeza como las flores cada primavera.
Era un proceso mayéutico de crecimiento en cámara rápida.
—Te empeñaste demasiado pronto en crecer.
—Cada vez menos, y en fracasar, cada vez más.
—Siempre uno mismo es el juez más severo.
La mujer del pelo alborotado tomaba notas frenética, con la
ayuda de su memoria extraordinaria, capaz de recordar cada pa-
labra, cada gesto de su interlocutor. Fue una suerte increíble que
fuera precisamente ella la que lo recibiera esa noche de tormenta
(sabes que es verdad, sabes que ese día llovía a cántaros), aterido,
agazapado en sus peores miedos realizados como en un guion
cinematográfico.
Ese paso suyo para cruzar el umbral de su puerta, la de ella, era
su rendición total, absoluta y definitiva (con los matices del caso)
ante su enemiga más formidable, a la que nunca hubiera podido
vencer. La amistad entre nosotros brotó espontáneamente. Como
si hubiéramos estado esperándonos desde siempre.
Eso me gustó. Me hizo sentir seguro por primera vez desde
que comenzara toda esa vorágine mental (aunque algunos ele-
mentos de esta ya estuvieran ahí, en mi cabeza, desde mucho
antes). A pesar del sincero afecto que surgiera entre ella y yo desde
434
el primer instante, Tania nunca dejó de provocarme dudas acerca
de sus verdaderas intenciones y motivos.
Aunque siempre hubiera creído en su sinceridad, la actitud
de ella, su insistencia en ciertos cambios que tendría que hacer
inmediatamente, como si en ello me fuera la vida, me dejaban
perplejo, confundido. Parecía una cruzada personal que se hubie-
ra planteado esta chica por salvar el alma descarriada de su nuevo
amigo. En ese momento Arlette hacía rato que había pasado a un
segundo plano y su lugar de mejor amiga se encontraba vacante.
Las certezas se habían diluido una a una, o habían estallado todas
en mil pedazos al mismo tiempo. Pero lo cierto es que ya no es-
taban y había que reconstruirlas desde el cero absoluto. Comen-
zamos a andar de la mano y a ir juntos a todas partes. Pasábamos
tanto tiempo juntos que Celeste pensó esperanzada que su hijo
estuviera volviendo al redil.
Conversaban, reían, pero una promesa flotaba, entre ellos.
Una promesa que él sabía que no podría cumplir y que sigue sin
entender por qué la formuló. Sospecha que sería porque en ese
momento no le importaba nada. Y una promesa no era más que
una oración más. Un conjunto de letras una detrás de la otra.
Como tantas. Como todas las demás. Y él se preguntó: «¿Por
qué no?».
Se repasaba en su compañía los centros comerciales y otros lu-
gares sin interés real, con una avidez digna de mejor causa, como
si con ello estuvieran buscando la cura al cáncer. Aunque en su
caso no fuera fruición sincera sino una impostura inútil pero ino-
cua. Sin embargo, sus demonios seguían apareciendo. Constan-
tes, impertérritos. Vivía absorto en una realidad paralela a la suya,
dos realidades en pugna por su atención difusa, de cristal.
435
Magdalena, la asistente de Celeste R. en la sección estatal del
ministerio de familia (¿hablé de cuánto le gustan a Celeste es-
tas nomenclaturas completas, precisas?), era una mujer bajita,
rechoncha pero de una elegancia rebuscada, casi barroca. Ocu-
rrente, tenía una capacidad innata para disparar frases geniales
y oportunas, diseñadas para que te desternilles repentinamente,
al asalto de tus momentos más tranquilos. Embarazada de cinco
meses, escogió a J.R. como el padrino de su hija nonata cuando
apenas habían cruzado los saludos de rigor durante unos pocos
meses. Este honor lo cogió absolutamente por sorpresa. Y llegó a
pensar de ella que era una peligrosa maquinadora de intrigas de
poder, insaciable e indetenible en su carrera hacia la cima. Era la
tía política de Tania. Su extía, más bien, ya que se había separado
del padre de su hija.
Tania inició una campaña digna de mejor causa dirigida a
mi redención (hasta en esto tendría yo suerte, sin reconocerlo
en principio, dada la experiencia con la entonces célebre terapia
reparativa, que pretendía, mediante rezos y citas bíblicas, combi-
nadas con choques eléctricos y quién sabe qué otras exquisiteces,
la «cura» de la atracción homosexual), visto que yo había dado
muestras de mi atracción por las mujeres (le conté mi historia con
Verónica más que nada por vanidad).
Ni que decir tiene que doña Perfecta se entusiasmó sobrema-
nera con esta nueva amiga de su hijo descarriado, no sin un cierto
dejo (margen) de insatisfacción por su condición social (Diana
era la sobrina de su secretaria, Úrsula). Esta chica se convirtió en
mi consciencia, o más bien en mi superego, recordando al bueno
de Freud, y trató, con su amistad, afecto, palabras de aliento, que
yo recuperara el uso natural de los varones con la rapidez de un
misil balístico intercontinental, que va de Moscú a Londres en
media hora. Esa amistad, dije, fue vista con buenos ojos por toda
436
persona que nos conociera. Ella se estaba enamorando de mí y me
quería todo para sí. No quería compartirme con el recuerdo de
Francis. No quería competir con un fantasma, sabemos que esa
competencia no se puede ganar.
Cuando lo entendí, cuando comprendí sus intenciones, quise
castigarla, quise vengarme, vengarme en ella de todo lo que ha-
bía vivido antes, del abandono incomprensible, repentino, inex-
plicado. Aunque en ese momento lo sintiera yo como respuesta
justificada a su pretensión de redimirme, de transformarme, de
adaptarme a las expectativas ajenas, a las suyas, hoy comprendo
que no obré bien. Fui egoísta.
Tania desistió definitivamente de sus escarceos amorosos con-
migo cuando regresé a Mérida, después de unos meses de terapia
familiar contra la depresión pero sobre todo, contra la hepatitis
B, durante la cual mi madre se desvivió por cuidarme.
El muchacho de la lluvia, ese que me trajo la tormenta, se con-
virtió en la figura de la sacerdotisa del tarot… Sorpresas que te da la
naturaleza humana.
¿Por qué?
—Yo era el único ejemplar de mi especie extinta. Un escarabajo
verde atontado por mutaciones propias y ajenas, por ciclos inevi-
tables. Por eso me subí al techo de mi casa, trepando sobre las dos
bombonas de gas natural que llevaban cada semana o cada mes y
desde ahí me puse a ver el horizonte, las montañas que rodean San
Cristóbal, porque después me dio miedo pensar en mi familia, sobre
todo en Celeste. Sabía que detrás de esas montañas inmensas y verdes
estaba el mundo real, el mundo siempre imaginado allá afuera, lejos,
437
en otro continente, en otro universo que quizás existiera solo en mis
ensoñaciones más locas, absurdas, imperdonables…
—De eso ya habíamos hablado, ¿recuerdas?
—No. No me refiero a eso (a que era el hijo de la maestra).
Me refiero a mi condición, a mi experiencia con Bruno como
algo valioso, algo digno de recuperar, de rescatar al menos en la
memoria. Y, por supuesto, a mi experiencia con Francis, con Ed-
mundo Castro, que así se llamaba.
—¿Por qué no me quisiste decir su nombre al principio, si ya
yo sabía el motivo de tu visita?
—Porque me daba vergüenza, a pesar de todo me daba ver-
güenza pronunciar su nombre real y ahora veo que fue una sobe-
rana tontería, una tontería de los mil demonios.
—Ya veo. Ahora entiendes que esa mochila era innecesaria.
Todo ese decorado, todo ese tinglado, había sido dispuesto por mi
madre para mí, o al menos eso quería pensar yo.
Su rostro caucásico en un pueblo cetrino daba lugar a todo tipo de
comentarios, no siempre benévolos…
Hubo un tiempo en el que mi mamá llevaba peluca, además del
inevitable puente dental, con diente de oro incluido, que sustituyó
años después, cuando mejoró el presupuesto familiar. En ese tiempo
también me educaba, no por cierto con demasiado ahínco (lo cual
nunca sabrá cuánto le agradezco), para ser un hombre hecho y de-
recho; un varón en toda regla (en comillas), en lo cual estoy seguro
siempre lamentó su fracaso.
Hoy he amanecido bastante mejor. Ya hace dos años que me
veo con Isabel (Isa Idígoras, la psi cubana) y he comenzado a do-
438
minar las mariposas de colmillos gigantes. Pero no puedo seguir
con ella. Ya cumplimos esta etapa inicial.
Quién lo diría. Aprendí a esperar, o no a esperar sino más bien
a vivir el presente como lo único a lo que vale la pena poner aten-
ción. No puedo cambiar el pasado. Reconocer la derrota como
lo hice, a pesar de todo lo que había pasado, me hizo bien. No
podía, no supe hacerlo de otra manera… Y estoy en paz con eso.
La idea del azar me ahorra esfuerzo
El recuerdo de Francis lo subyuga, lo esclaviza. Llama a su
amigo Marcelo, con quien había perdido todo contacto poco des-
pués de conocer a Francis. Lo obliga a hablar imperioso, urgido,
roto. Él le cuenta la odisea de Francis, la persecución a la que lo
sometieron sus padres, Celeste y el padre de Francis. Él se indigna
y jura por su vida que castigará a su madre con su indiferencia, si
no con su odio. Su amigo le cuenta las cosas como en clave, acos-
tumbrado a hablar así por asumir el armario como un elemento
inevitable del discurso referido a cualquier realidad homosexual.
Esa noche daban en la tele el Miss Venezuela, y J.R. escondió
su puño cerrado debajo de la mesa, al sentir que Marcelo se apro-
ximaba con sendos vasos, uno con cerveza para él mismo y el otro
con whisky doble, en las rocas, para J.R., su invitado.
Marcelo había sido un amor platónico, un objeto romántico a
punto de realizarse que ocurrió en uno de esos momentos inoportu-
nos, para ambos. Hablaban mucho por teléfono. Hablaban todo el
439
tiempo en inglés, porque, como Marcelo era rubio, de ojos azules,
medía uno ochenta y cinco y había pasado temporadas en los Esta-
dos Unidos, le hizo creer a J.R. cuando se conocieron que era gringo.
Esta fue una idea del amigo común que los presentó, bromista con-
tumaz, y que no tenía ni idea de que Marcelo fuera gay. En una de
las dos o tres veces que J.R. visitó a Marcelo, este se metió a bañar,
lo esperó, pero J.R. no se atrevió. Marcelo compartía el apartamento
con unos desconocidos, venidos del interior del país, aprendió a es-
conderse y a protegerse del odio mostrando su mejor cara. A escon-
derte del odio aprendes automáticamente, sin quererlo o buscarlo,
como aprenden las bestias en su entorno natural.
Nunca pudimos resolver nuestras diferencias acerca de dónde
y cómo vivir, ya que Marcelo siempre pensó en todo el mundo
menos en él mismo, en lo que sentía y necesitaba. Me dio la im-
presión de que le daba largas al tema y nos diluimos; lo nuestro
se diluyó por la distancia insalvable entre nosotros. Distancia im-
puesta por él, por sus temores…
Marcelo siempre hablaba en clave de las cosas homoeróticas,
Como si temiera que inconscientemente se le escapara en algún
momento algo desagradable para el resto de la gente. Sentía páni-
co acerca de esa posibilidad.
No confiaba en nadie y siempre se cuidaba de no proferir pa-
labras o gestos que lo delatasen. Su aspecto de nadador caucásico
debía verse confirmado por la creencia absoluta de que era «un
macho con todas las de la ley». Llegó a tener varias novias, que
fueron recibidas y celebradas en su casa como tales, con un dejo
de esperanza en que lo verían casado y con hijos.
Llama a Marcelo, con quien había perdido el contacto poco
después de conocer a Francis/Edmundo. Él le cuenta la odisea de
440
F., la persecución a la que lo sometieron sus padres. Él se indigna
y jura por su vida que castigará a su madre con su indiferencia, si
no con su odio.
Al menos ya estaba preparado para lo que se le venía. Al me-
nos eso tuvo para agradecerle a la ausencia. Fueron dos meses de
hablarle a su contestadora sin respuesta posible. Se fue, se había
ido hacía tiempo. Su ausencia era patente en su silencio. Solo fue
casualidad que lo encontrara esa tarde a las siete y que hablaran
y que él se viera obligado a respuesta, a formular la cita como la
primera vez, la serpiente que se muerde la cola.
—Edmundo murió de indiferencia.
—¿Por qué; de qué murió?
—Creo que se cansó. Dejó de luchar.
—¿Contra qué?
—Contra el odio.
—No te entiendo.
—Después de que se acabara…
—¿Por qué nadie, ninguno de ustedes me dijo nada? ¿No éra-
mos tan amigos?
—Tu madre…
—Ya sé, ya sé… Mi madre les puso a todos ustedes una pistola
en el pecho.
—No, pero nos amenazó con ir a nuestros centros de estudio,
a nuestros trabajos; no ella, hubiera mandado agentes, que fue lo
que terminó haciendo con Francis. Lo acosaban día y noche, por
teléfono. Se quedaban en las esquinas, lo seguían. Por eso accedió
a irse con su padre a Nueva York. A él tampoco le convenía el
escándalo, estaba optando al ministerio de la Defensa. El primero
de la Marina.
Escuchaba esto como en un sopor, como si estuviera borra-
cho, de madrugada, evocando historias de hacía mucho tiempo,
441
historias que solo vivirían en su memoria, en sus recuerdos mal
construidos, la imagen de Marcelo borrosa, difusa, como en un
sueño lejano, su voz, como un eco de otro tiempo, su credulidad,
su lealtad, la mayor parte de sus valores retada como en un duelo
a muerte, medieval o de cualquier otra época, pero a muerte,
anunciando un cierre definitivo.
—¡Vaya! Otra vez yo el último en enterarse de las cosas. ¡Por
qué no me extraña!
—Tu madre llamaba a Francis todas las noches, o casi. Él no lo
soportó. Tuvo que irse. Por su padre, por su familia.
—Por eso dejó de responder mis llamadas.
—¡Exacto! Y como no conocía a tu madre, no sabía hasta
dónde podría llegar con el acoso, o si cumpliría sus amenazas
que, créeme, fueron muchas y constantes. Y las cumplió todas, tu
madre cumplió todas sus amenazas de persecución, de acoso, de
tortura. Él bajó de peso, nunca lo vimos así. Bajó como veinti-
cinco kilos. Se demacró. Parecía un muerto parlante, un muerto
en vida. Y te lo digo así, de esta manera, porque te culpo, J.R., te
culpo por tu cobardía, por tu dejadez.
—Yo… Yo no sabía nada de esto. Con mi madre no hablé por
mucho tiempo después de que Francis me dejara.
—Pues por eso te dejó. Tu madre casi lo mata de la angustia,
del pavor.
—Y ¿por qué mi madre se atrevió a tanto, sabiendo quién era
el padre de Francis?
—El padre de Francis lo dejó solo, a su suerte. No quiso saber
nada de él. Y parece que tu madre y él hablaron y ella le dio a él
un ultimátum, al padre de Francis.
J.R. rememoró, con un profundo sentimiento de culpa, la tar-
de en que Francis lo cortó con él. Culpa, la misma que había sen-
tido desde el principio, desde que nació. Culpa por haber nacido
defectuoso, en varios sentidos, para su exigente madre; culpa por
su miedo a tomar decisiones, a pesar de su verborrea intensa y
442
amenazante. Culpa por su costumbre impertérrita de esperar que
las cosas se solucionaran por sí solas, como por encantamiento,
sin poner nada de su parte, sin estar por la labor. Su padre fue
igualmente sumiso, dejado, negligente. No supo cómo actuar y
no actuó. No intervino, hizo mutis por el foro cuando su hijo,
el más vulnerable de sus hijos, fue atacado por su propia madre,
ante quien no podía defenderse como hubiera debido. Y lo dejó
solo. No le preguntó, no indagó. Diecinueve años y se le vino el
mundo encima.
... Traté de adivinar, de barruntar siquiera en cuántas y en cuá-
les de esas salidas mías, aparentemente incógnitas a los ojos de
mi madre, lo habían sido en realidad; cuántas veces yo me había
sentido libre sin serlo…
—¿Sabes qué, Marcelo? Yo te quise, o al menos sentí por ti
una atracción salvaje, teníamos, yo diecisiete y tú diecinueve, lo
sabes, y aquella vez que te metiste a la ducha, yo te deseé con to-
das mis fuerzas, te deseaba, deseé con todas mis fuerzas estar ahí
contigo, bajo la ducha, ya sabes cómo, acariciándonos, besándo-
nos, amándonos sin control, pero tuve miedo. Tuve miedo de tu
rechazo, real o falso, oportunista, acomodaticio.
—Lo sé. Yo también te deseaba. Estaba loco por que entraras
en la ducha, invadieras mi espacio más íntimo y nos poseyéramos,
nos gozáramos mutuamente. Pero también tuve miedo. ¿No es pa-
radójico? ¿Que la coincidencia de nuestros miedos nos impidiera
coincidir en nuestro deseo, en nuestra lucha interior y consumarlo,
consumar nuestro deseo como necesitábamos y nos urgía nuestra
piel? —Y sin solución de continuidad, Marcelo cerró cualquier po-
sibilidad de ahondar en la herida de las oportunidades perdidas, del
tiempo desperdiciado con vergüenza, con miedo.
Escuchando sus palabras, un instante me bastó para arrepen-
tirme, por enésima vez, de no haber entrado con él esa tarde bajo
443
la ducha, de no haber invadido su espacio, de respetar tanto los
deseos ajenos, más bien las apariencias, los agujeros que vamos
dejando con nuestros silencios, con nuestra pasividad inspirada
por el miedo inducido.
J.R. no se atrevió a preguntarle qué hubiera sido de ellos si él
hubiera cedido a su deseo, al deseo de ambos y hubiera entrado
en la ducha, como si el mundo allí afuera no existiera. Y Ma eva-
dió esa pregunta, como pudo, como supo en ese momento en el
que no se requería de él más que el apoyo fiel del amigo y no la
expresión extemporánea e hiriente de deseos pretéritos e ilusiones
sin futuro.
—Me dejó una carta para ti —dijo, final y formalmente, Mar-
celo.
Con manos temblorosas, casi culpables (al borde la culpa),
J.R. recibió un sobre que Marcelo guardaba en el bolsillo inte-
rior de su chaqueta de piel de oveja. Hacía algo de frío esa noche
en Caracas. Era una noche atípica en mayo. Abrió torpemente
el sobre. En el encabezado ponía: Ich liebe dich.
Pocas veces hay una capitulación que demuestre con tanta
contundencia la derrota padecida. Francis/Edmundo tam-
bién se entregó a la derrota. Pero por otras razones, más re-
alistas, menos poéticas o infantiles (o prosaicas) que las de
su amante inexperto. Edmundo tenía un hermano siete años
más joven que él mismo y de alguna extraña manera, u obvia,
ya que no es del todo descartable que su padre lo hubiera
amenazado con el ostracismo, Francis también cedió de ma-
nera tal que el balance final no le fuera del todo desfavorable,
el de una pérdida absoluta, dado que, en lo que a las rela-
ciones familiares trata (atañe), quien menos apoyos recibe es
quien más tiene que perder. Y en su caso particular se trataba
de no perder, por completo y definitivamente, a su hermano.
Le tocó elegir y en ese momento, eligió lo permanente, lo
444
conocido, lo más fácilmente reconocible. Eligió su historia.
Eligió su propia sangre.
Y J.R. sintió un deseo irrefrenable de contarle a Marcelo lo
de aquel día en la represa, con su madre, cuando ella lo miró de
aquella manera, como de su pareja y no de su madre, con una mi-
rada entre triste y noble, tal como la madre de Cemí, el aprendiz
de violinista, pero sintió vergüenza, ajena, claro, pero vergüenza
al fin y al cabo, porque esa mirada había sido aprendida, apren-
dida en sesiones de telenovelas, y entonces se dio cuenta de que
los secretos son inevitables. De que su soledad, la soledad de los
secretos, es inevitable, como inevitable es el hecho de que nace-
mos para morir.
A veces el amor y el odio son inseparables y a veces, uno de-
pende del otro. Dicen que lo contrario del amor no es el odio
sino el miedo, el miedo que te impide actuar, avanzar, seguir ade-
lante y obtener lo deseado. Pero hay situaciones en que el odio
se convierte en lo contrario del amor, por la sencilla razón de
que es la única respuesta posible a la traición del amor, al amor
no correspondido, a la lealtad debida. Celeste siempre aleccionó
a J.R. sobre la importancia del amor, de la empatía, de la lon-
ganimidad y él quiso ser fiel a ese mandato y tan fiel fue que se
deshizo de sí mismo, pulverizó sus propias expectativas y en lugar
de ellas antepuso las de todos los demás, comenzando por las de
su madre, que siempre trató de conducirlo por derroteros que
ella creyó los correctos, los debidos, los esperados por el entorno
social. Así lo crio ella. Pero él, a su manera y sin saberlo, fue re-
belde, peleó como pudo, como supo o no. Se diluyó, se perdió
porque no tenía una guía leal. Quienes estaban obligados a ese
rol hicieron dejación de él de una manera clamorosa, evidente,
por mucho que se esforzaron en que no se notara y por mucho
445
éxito momentáneo, perecedero, que hubieran tenido en esa labor
de ocultamiento, de falseamiento de la realidad, de la vida, de su
conducta y su rol, fallido, como padres.
Entonces me di cuenta de que algún orden era necesario. No
podía ser todo tan caótico, aunque mi cabeza no parase de hun-
dirme en un caos constante, perenne. Y yo me esforcé en algunos
momentos por imprimirle ese orden a mi vida. Me esforcé cuan-
do creí que el esfuerzo valía la pena. No antes.
El luto que se le guarda a un ser amado, necesitado en un lapso
tan corto de la vida, exacerba la intensidad de esos sentimientos
de duelo, carencia…
…Pero no sé quién eres, ni por qué has venido; apenas te reco-
nozco, como después de un largo viaje a la isla continente. En barco.
Remando. Yo soy el que rema. Remo hacia el vacío. Hacia la bruma
impenetrable...
La vana esperanza reapareció en la forma del rictus sonriente
de Bruno, como invitándolo nuevamente a practicar su juego se-
creto…
Surgió en mí una necesidad imperiosa de saldar cuentas con la
vida. De alguna manera tendría que regresar a mis orígenes para
entender lo que había pasado; me pregunté, casi con angustia
miel, desde la mirada perdida en el pasado, si Bruno hubiera sido
capaz de responder como yo esperaba; necesitaba en ese instante
que hubiera podido durar para el resto de nuestras vidas ese viaje
que duró lo que mis expectativas infantiles. Fui ahí a buscarlo;
sostuvimos una conversación tranquila, la primera conversación
adulta entre nosotros dos; después de tantos años; no nos había-
mos visto desde que me fui a Mérida a estudiar Derecho. Bruno
visitaba a su padre enfermo, ciego, adolorido. Se había casado; te-
446
nía dos niños. Llegó a ser piloto privado. Yo le conté mi angustia,
le recriminé su actitud de hacía tantos años. Él, ojiplático, con
los ojos como naves nodriza, balbuceó lo que yo entendí como
unas disculpas en toda regla. Vio los lagos cristalinos en mis ojos
corriendo a la gama de los rojos, me apretó el brazo, se dio cuenta
de que no era suficiente, me abrazó, yo lo miré directo a sus pupi-
las amaderadas como las mías, no pudo, no quiso. Lorca se quedó
solo en el Cadaqués daliano.
¿Me sirvió de algo ese viaje al pasado, a mis comienzos? Aún
hoy no lo sé. Creo que sí. Creo que me hizo darme cuenta de
que nada en esta vida permanece inmutable. El amor cambia, las
personas cambiamos y lo peor que podemos hacer es no esperar
los cambios, tratar de evitarlos; son como el mar. La vida es como
el mar.
Muchas veces busqué una red en la que caer seguro, un plan
B, una garantía de seguridad para mi frágil autoestima... Porque
hubo en la familia Andrónico, comenzando por mí mismo, como
una expectativa exagerada acerca de mis logros en la vida, espe-
ranza fomentada por la religión, en la cual yo nunca creí, yo pen-
sé siempre de mí mismo que el éxito me llegaría por otras manos,
por otra iniciativa, no la mía, y por eso mi tendencia siempre se
orientó a la pasividad, al conformismo agitador de las aguas in-
teriores de mis obsesiones, aunque suene contradictorio, porque
nunca pude acallar mi voz interna, siempre reclamándome, siem-
pre exigiéndome, torturándome, persiguiéndome... Y me costó
aprender a no dejarme llevar, a respetar mi propia opinión, mis
expectativas, mis reales deseos, aquellos que me definen como
persona... Nunca me liberé de la impresión de que la vida era una
broma cruel contra nosotros mismos…
Cuando la última letra, el último punto se posa sobre el papel,
o sobre la pantalla del ordenador, todo el contenido se borra de
447
inmediato y vuelta a comenzar. De cero. Miro a las demás per-
sonas y quizás compartimos secretos inconfesables. Quizás yo no
me atrevo y ellas sí. O creo que no. Nadie me lo dice. Busco la
complicidad de una mirada avergonzada y no la atrapo. No me
doy cuenta. Y no me atrevo porque no me entero de que hay
alguien más pensando lo mismo que yo. Esperando lo mismo
que yo. Esperando a que otra se atreva. A veces elevarse al cielo
no es suficiente. Tienes además que bajar a lo más profundo de
la tierra. Tienes que morir y volver a nacer. ¿De verdad necesito
esto? ¿Cuándo podré ser libre y dejar de pensar; dejar de repetir
las mismas frases, las mismas palabras? Ya me voy. No hay más
tiempo. Ya me voy…
Acto seguido deseaba fervientemente no haber perdido la
inocencia. No había sido preparado para la vida real, para la
calle; su mundo y su experiencia sobre sus habitantes se limitó
a las novelas, a los clásicos con algunas escenas homoeróticas
desperdigadas aquí y allá, con siglos de diferencia respecto del
mundo real.
Esa no era la única sorpresa que aguardaba a J.R. con respecto
a la conducta de su madre. Ella misma le cuenta, después de unos
prolegómenos casi eternos y circunloquios absurdos sobre su relación
marital, su fracaso matrimonial, que tuvo algo —esa fue su expre-
sión literal— con Franco Di Giacomo, propietario italiano de un
night-club en Caracas, a quien conoció a través de Purita Cuesta:
—¿Te crees que no me moría de ganas de acabar con todo e irme
con Franco? No lo hice por ustedes, porque no perdiéramos todo lo
que con tanto esfuerzo construimos durante tantos años.
—¿Y tú te crees que eso me hace sentir mejor? —responde el hijo
abrumado por un sentimiento de impotencia recurrente, terco.
—Y con Oliveros, también tuviste algo con él, ¿verdad? —inqui-
rió el hijo exasperado, pero manteniendo el tipo, firme.
—Con Oliveros… fue solo algo platónico.
448
—¡Platónico, dices! ¿Y Layla? ¿y los cuatro meses que pasaste en
Caracas, convaleciente de nadie sabe qué? ¡Lo sabía! De ahí tu insis-
tencia en acompañarnos a Caracas en aquel viaje que no me dejaste
hacer con él.
Celeste quedó petrificada y seguramente con miles de mariposas
atacando su vientre ya vencido.
—Layla... Ella... no es/era hija de Enrique…
—Ella es tu hija, mi hermana. Me lo dijo muriéndose —volvió
a gritarle.
—… Te protegía.
—¿De qué? ¿De mí mismo? ¿De lo que tú me enseñaste durante
tanto tiempo?
—No te enseñé a ser maricón. —Adquirió el rostro terrible y la
actitud definitiva de una hiena ante su presa indefensa, propiciatoria
de su ataque mortal.
—¿Sabes qué? Tú y yo hemos terminado. No te soporto más. Sal
de mi vida —sentenció el hijo a la madre, como si eso fuera posible,
como si fuera posible expulsarla de su vida, de sus recuerdos, de su
propio ser.
El rostro de ella se desencajó por primera vez en mucho tiempo. Se
paralizó de miedo. Trato de detenerlo pero a sus pies los rodeó un blo-
que cuadrado de cemento. Ahí se quedó, quieta, muda, boquiabierta.
El día de ese (¿tercer, cuarto, quinto?) ataque (más propio llamar-
le «convulsión») algo cambió en Celeste. Su actitud. En un instante
decidió que dejaría de ser la madre sobreprotectora, cuidadora, an-
gustiada. Pareció poseerla el espíritu de una persona viva, su compa-
ñera del quinto grado, Lina (absorbió su personalidad, su carácter
recio y exigente, duro como una piedra).
449
CAPÍTULO XVII
Le parecía mentira que lo hubiera hecho ir para eso. Lo recibió
en pijamas, o en la ropa que no se había quitado, sin apuros, un
momento nada más y luego a seguir con mi vida. La vida sigue y
eso es lo peor que te pueden decir. Y el pequeño castillo de naipes
se derrumbó entre repeticiones onomatopéyicas.
La intensa lluvia se detuvo justo antes de entrar a la terminal
privada de la línea de bus. Su intermitencia le permitirá al viajero
callado reflexionar acerca de la naturaleza cambiante e inestable
de la realidad. Aunque algunas gotas despistadas de última hora
llenaron su rostro de un sudor repentino, espurio.
Θ
Iglesia
Recordó que nunca llevaba consigo las llaves de la casa. Se
sentó en el rellano frente al jardín exterior, donde tantas veces su
abuela había plantado sus rosas. Lloró. Pero esta vez sin las mari-
posas en el estómago. Por primera vez. Se recordó de pequeño su-
biendo al techo de su casa y entrando a la planta principal por la
puerta que comunicaba con esta desde el patio. Tampoco podría
librarse nunca más de esos repentinos ataques de melancolía, in-
controlables como sus lágrimas, ni de sus ausencias instantáneas
de este mundo pavoroso y frío, que le hacían perder la memoria
más reciente (¿es este el bus correcto?).
451
Era tal su sopor entre el trasnocho abstemio sin comer ni dormir
durante casi veinticuatro horas que comenzó a caminar autómata sin
rumbo desde la terminal hasta su casa y cuando hizo un esfuerzo mí-
nimo de recuperar la conciencia se encontró no en la calle 2 del Pedre-
gal sino en la 3 y al levantar la mirada casi vencida por las horas sin
dormir esta chocó de frente contra el nombre de otra casa que era para
él un nombre familiar: APO, en un estilo de letras entrelazadas pero
todas mayúsculas, negras, visibles a la distancia, mostrando orgullosas
el nombre del principal habitante de esa casa azul. Se quedó apoyado
su vientre contra las rejas bajas de la casa, que no eran para proteger
sino para dar cierto marco metálico a la hierba verde que rodeaba el
rosal ubicado en el centro de esa suave loma que constituía el jardín
exterior de esa casa de clase media. Salió una mujer de mediana edad
y lo miró extrañada de verlo recostado de esa manera peculiar. Él atajó
cualquier temor que pudiera haber albergado la señora, quien parecía
ser la mamá de su querido Apo y, decidido, más bien ansioso, le lanzó
la pregunta, necesitado de una respuesta urgente. «¿Y Apo?». Ella se le
queda mirando fijamente, como si no lo hubiera entendido, con sus
ojos vidriosos, húmedos y enrojecidos para responder con un movimien-
to de sus labios que él supo leer: «Apo murió el año pasado».
Se dio media vuelta y comenzó una carrera que acabó en la
gran explanada de la iglesia en la que hacía más de veinte años
(revisar, comparar y corregir) ya no entraba...
Cuando J.R. conoce la muerte de APO, su reacción es de
aparente indiferencia. No parece entender, no encuentra el gesto
adecuado. Siente envidia. (Y) ahí estaba, mirando hacia el inte-
rior de esa iglesia de barro sin frisar. Donde podría haber estado
perfectamente hacía dieciséis años el sacerdote español acaricián-
dole su cabecita. Jugando con sus dedos largos y delgados en-
tre las hebras de sus cabellos morenos. Atrayéndolo hacia sí con
decisión. Metiendo su lengua entre sus pequeños dientes como
granos de maíz. No. No hubiera podido.
452
Vio en el cielo oscuro una paloma gris de un tamaño inusitado
volar enérgica hacia un cúmulo de nubes más negras que grises que
la esperaban con avidez para devorarla. Esa imagen fantasmal le
hizo pensar en su padre riéndose de él a mandíbula batiente, como
durante su pubertad que se desternillaba en su cara por los granos
blancos y rosados que cubrían su rostro mientras él esperaba ate-
rrorizado que no le fueran a dejar como recuerdo indeleble marcas
o cráteres lunares. O por su torpeza física insuperable que le negó
cualquier posibilidad de una carrera deportiva. Él sentía que lo ha-
bía decepcionado de todas las formas posibles pero no toleraba que
se lo restregara en las narices ni que se regodeara en ello, con ese
goce sádico que podía imprimir en su risita sardónica.
Y lo asaltaban recuerdos de hacía mil años. Si hubiera podido
llegar hasta el final. Solo era cuestión de constancia, de decisión,
se decía o le decía esa voz interior que no dejaba de torturarle con
su repiqueteo constante. Ese era el momento justo para arrepen-
tirse por todo lo que no se había atrevido a hacer.
Su pepito grillo, al que él dio en llamar Id (algo así como
Inconosciuto dimonio), era implacable en su función tortu-
radora, machacante. Era esa vocecilla que nunca callaba.
Esa vocecilla no era otra que su ángel de la guarda, o su con-
ciencia, o su alma, que para él eran todas el mismo persona-
je. Esta vocecilla no paraba de decirle cosas. De advertirle.
La ciencia disponible entonces hacía evidente que el mucha-
chito endeble (que era yo) no podría disputarle a su madre esa
posición de poder absoluto, de sabiduría absoluta, de su guía im-
prescindible, estando como estaba bajo su protección amorosa,
dedicada, constante y abnegada. La ciencia y el sentido común,
la vida, la realidad. Dios. Ese poder era legitimado día a día, con
453
cada acción de la madre en favor de sus hijos, en cada actitud
suya, en su propia vulnerabilidad frente a los ataques injustos de
su marido. Esto fue así hasta que los criterios estéticos del enano
alienígena, muy bien asentados para entonces, se vieran ofendi-
dos por un intento materno de imposición en particular, ante el
cual se rebeló de manera inobjetable. Y entonces pasó algo. Fue la
primera vez que chocaron de manera frontal.
—¿Te das cuenta de que tu madre quería protegerte?
—¡Sí, claro! (con ironía) ¿Por qué lo dice?
—Porque en tu discurso pareces culparla de muchas cosas.
—Exageró. Me sobreprotegió.
—Quizá era su forma de amarte.
—Me amó en demasía.
Las madres saben esto, lo saben desde siempre, desde nuestro
primer gesto poco masculino, o desde la primera mirada que se
nos desvía desprevenidamente a donde no es debido, a donde na-
die espera que voltee a mirar un varoncito. De ahí que desde que
nacemos nos clasifican por colores, azul y rosa, y ese código nos
marca para el resto de nuestra vida. Nos condiciona, nos oprime
en un esquema binario, sin medias tintas, blanco o negro, azul o
rosa, hombre o mujer, hombre con mujer, Dios creó a Adán y Eva,
no Adán y Esteban y así en un remolino salvaje de prohibiciones,
no lo digas en voz alta, cambia, eso se cura con el matrimonio con
una linda mujer, con una mujer de verdad, que te haga hombre; si
no cambias es porque no te da la gana, porque no tienes suficiente
voluntad, o fuerza, o responsabilidad, o porque no nos quieres lo
suficiente, a nosotros, a tu familia, que te lo hemos dado todo.
Mi cama era de madera, de un color raro, oscuro, como un burdeos
triste, apagado, con sus patitas extendidas hacia afuera, en forma de
454
abanico invertido. Mi hermano, en cambio, usaba para dormir una
cama plegable de acero, que se cerraba doblándola en posición fetal
hacia arriba y asegurándola con una varilla lateral. Su colchón era
más mullido que el mío. Y más resistente.
Yo mismo me estaba orientando por esta dimensión como un
sociópata en latencia. Magnificaba las culpas y desestimaba los
premios, por muy obvios que fueran.
—Y de ahí tu miedo a la gente.
—Supongo… Quería ser normal. Era mi única aspiración.
Normal, promedio, del montón. Me parecía más fácil esa nor-
malidad que tratar de cumplir con las expectativas irreales de mis
padres (¿tenían esas expectativas en verdad?). Esa normalidad
anodina sería mi refugio.
Leíto parecía fuerte, invulnerable ante los ataques alienígenas.
Sentía sin decirlo una especie de admiración por su hermano ma-
yor, porque lo había visto caer y levantarse muchas veces. Su her-
mano en cambio lo envidiaba, sin saberlo él mismo; apenas sentía
esa envidia como dardos en su estómago, como la voluntad de
cambiar de lugar con él. Pero ese sentimiento no lo entendía, no
lo concientizaba. Solo deseaba ocupar su lugar de privilegio, que
sus padres lo tratasen de la misma manera. Seguramente por eso
lo atacó aquella noche, sin aun comprender él mismo ese ataque
despiadado. Mi hermano: admiraba su fluidez, su desenvoltura
social y me preguntaba cómo lograr eso mismo. Una vez se lo
pregunté a él directamente y no supo darme respuesta. Me quedé
igual y pensé que él no quería que yo lo imitase y le quitara todo
lo que había logrado; sus amigos, sus novias, todo.
Entonces, ahí sí volvería a formar alianza con mi padre, esperando
que él la apoyara en su locura de cambiarme, de curarme, como ella
misma me lo dijo a voz en cuello. Él haría mutis, se retiraría, no toma-
ría partido, no defendería a su hijo de la impericia de su madre pues
sería lo más fácil, lo más cómodo de hacer. Si tan solo ella viviera.
455
La señora había trocado su altivez por la desesperación pro-
pia de quien solo tiene su última oportunidad. No resistía el
impulso de elevar su persona desde la impostación de su voz de
contralto, porque eso hacemos las madres. No solo nos preocupa-
mos, nos ocupamos. Y lo volvería a hacer. De ser necesario. Tan-
tas veces buscaste mi mirada, mi protección y yo nunca dudé
en ofrecértela. En ofrecerte mi amor a manos llenas. Tendrías
que haber visto mi desesperación cuando te vi estremecerte, mi
impotencia. Pensé que te perdía. Como cuando naciste, como
queriendo huir de todo, de mí. ¡Claro que huía de ti! Solo que
yo mismo no lo sabía.
(Si algo hubiera que reconocerle a Dolores Amelia es su pro-
funda intuición, ese don natural para detectar de inmediato el re-
sultado final de cualquier situación. Muy bien sabía cómo proce-
der, cómo actuar, cómo mimetizarse en cada situación, con cada
grupo. Era capaz de prever cada reacción, de adivinar, intuir,
barruntar cada intención a partir de las palabras, de los gestos, de
las miradas. Era especialmente perceptiva con los hombres, quién
lo diría, pero solo porque estos son más simples que las mujeres,
siempre lo han sido, solo por eso era capaz de adivinar, de cono-
cer sus deseos más recónditos, que no lo eran tanto, no había que
escarbar tanto para sacarlos a la luz… Tenía un don natural
para detectar el carácter, la mentira, como el barro bajo la hierba
húmeda).
Ex – cu – sas. Excusas y justificaciones era lo que proferí a
mansalva a C. cuando se la confrontaba con la realidad, o mejor,
con algún aspecto de ella no coincidente con su verdad.
Ella, mi hermana, mi media hermana, la hija de Enrique Oli-
veros. Porque ella fue la tregua indispensable en las disputas intermi-
nables. Estar frente a ella era como estar frente a mi abuela Rosange-
la, que con su mirada grisácea, entre apacible y severa, nos recordaba
456
cuán mal estábamos, cuán mal íbamos… No era solo el miedo a
la soledad, era el miedo al odio, al poder omnímodo de la mayoría
ignorante, que no siempre o casi nunca tiene la razón. Pero tiene el
poder de ser la mayoría, de imponer su voluntad, su ignorancia y su
odio. ¿Y qué queda del individuo cuando se juntan el miedo, el odio
y el poder? ¿Qué le queda? ¿Qué me queda a mí? Solo incertidumbre,
solo miedo. Solo temblores incontrolables y rechinar de dientes. Ma-
riposas, mariposas en el estómago. No era solo el miedo a la soledad,
era el miedo a no estar con él, como si no pudiera respirar de repente,
como si el aire que lo/me circundaba estaba ahí para atacarlo/me
con saña, a traición. Y por eso deseé no estar aquí. No seguir siendo
partícipe de una comedia que cada vez le iba cambiando su rol sin
aviso, o de una tragicomedia cruel, impune, repetitiva.
Esta vez no escapo…
Viajaban constantemente al extranjero, sobre todo a Nueva York.
Pero precisamente ahí no habían vuelto juntos, padre e hijo, hacía
más de diez años. Ahí sucedió la tragedia que marcaría a Francis y le
convertiría en una persona taciturna, más bien callada, sutil, como
si no quisiera que notaran su presencia, como si no quisiera estar del
todo aquí y ahora. Como si quisiera huir de esta realidad.
Ese trágico día, hubo un tiroteo en un centro comercial y una de
las víctimas mortales resultó ser Hernando, el hermano de Francis,
seis años más joven. No tuvo posibilidad alguna de sobrevivir. Lo
alcanzó una ráfaga casi completa de las varias que repartió el asesino
en su avance desquiciado por los pasillos del centro comercial. Tenía
ocho años.
Mi madre se graduó de abogada no se diría que con honores
(según sus propias palabras, pues nunca vi sus calificaciones; las
457
escondió eficazmente para evitar el mal ejemplo, la decepción) y
a pesar de eso, antes de recibir el título ya tenía trabajo como ase-
sora legal de la Policía judicial. Este cargo la catapultaría social y
políticamente, ya que, en una ciudad pequeña y fronteriza, asien-
to de fortunas ganaderas y de otros orígenes no tan inocentes, ella
era una suerte de fiel de la balanza, nunca mejor dicho, la mujer
entogada (con toga) con la banda en los ojos que da a cada uno lo
suyo, lo que le corresponde… Esa posición es peligrosa, inclusive
para alguien tan ecuánime…
Cuando mi madre se graduó tenía treinta y seis años, media
un metro setenta y dos y era muy guapa. Creo que fue entonces
cuando se asentó en mí la convicción absoluta de que ella era per-
fecta e infalible (ella ayudándome; ella apoyándome, levantándo-
me de cada caída torpe, ciega... y de eso se enorgullecía ante su
público rendido)… Era mi principal cable a tierra, mi conexión
con el mundo.
Sus palabras acariciantes, arrulladoras dichas desde su voz de
contralto impecablemente nasal describían el mundo y la reali-
dad con precisión. Sus sentencias, sus frases eran exhaustivas, no
dejaban hueco sin llenar, ni lugar posible a la duda o al titubeo.
Tenía un don de convencimiento que surgía de sus ojos apaci-
bles, de su mirada lunar, de su voz de contralto oscurecida por el
cigarrillo…
Ella era perfecta
Por muchos años, demasiados, viví convencido de que no se-
ría capaz de salir a la vida sin ella, sin su ala protectora, porque
siempre decía que era mamá gallina, sin su amor infinito, desin-
teresado, inagotable.
458
Ello comenzó muy pronto, aquella ocasión en la que consi-
guió, después de la medianoche, una mochila prestada para que
yo pudiera ir a un campamento organizado en mi escuela al cual,
creo recordar, finalmente no fui al quedarme dormido.
Ella había venido a este mundo con una misión: ser la mejor
madre del mundo. Todo lo que aprendí en mis primeros años
me lo enseñó ella. A veces era paciente ante mis errores, otras
no tanto. No le gustaba que la hiciera quedar mal delante de sus
amigos, ni de sus amigas, ni de nadie. Ella tenía muchas amigas.
Era muy popular y carismática. Por eso todo el mundo la buscaba
y contaba con ella, con sus sabios consejos. No solo yo. Todo el
mundo. Y ella se desvivía por hacer el bien. Por ayudar a la gente.
A quien más lo necesitara, sobre todo.
Me llevaba con ella a todas partes. Decía que yo era su man-
cuerna, porque éramos inseparables. Sin embargo, los estándares
de mi madre eran para mí difíciles de alcanzar. No los entendía.
No los entendía porque eran cambiantes, tan dinámicos como
las distintas facetas de su personalidad, según fuera la situación.
Ella era el mar proceloso, el río de Heráclito.
Su severidad ocasional frente a mí hacía que en modo alguno
quisiera incomodarla, mucho menos ser el destinatario justifica-
do de su molestia, de su disgusto por algo que yo hubiera hecho
o dicho. Su imagen, su rostro gigante como el del Mago de Oz
se aparecía en mis pesadillas advirtiéndome. Esa imagen enorme
causaba en mí zozobra y me hacía hundirme como un barquito
de papel, bañado por su inasibilidad en mi timidez, en mis inse-
guridades que reflejaba mayormente frente a las otras personas de
manera exagerada, melodramática, en la forma de una depresión
idealizada como «artística», «como para no morir en silencio»,
459
decía. Para que se supiera que yo también existía. Me esmeraba
por estar a su altura. De ahí los temblores estomacales que no pa-
raban casi nunca, las mariposas en el estómago, como las llama-
ría, desde la primera vez que las sentí morderme las entrañas, en
mi lenguaje concreto de niño extraterrestre. No sabía lo que era
vivir sin esos temblores y sin las invasiones bárbaras en forma de
palabras innumerables, en su danza perenne dentro de mi cabeza
indefensa.
No lo supe desde que comencé a razonar, desde que mi cabeza
se volvió un torbellino constante, indetenible de símbolos y men-
sajes confusos, inoportunos, crueles.
Como mi madre siempre tenía la razón, ella, de manera ina-
pelable y definitiva (¿Quién es aquí el juez?..., tantas veces me hice
esa pregunta), el niño taciturno y miedoso que era yo en nada
prácticamente tenía iniciativa. Me sentía, en el fondo, abrumado
por esa perfección inalcanzable y por eso me equivocaba, y por
eso fallaba, y por eso vivía con miedo de equivocarme, y por eso
fallaba.
Era mi principal cable a tierra, mi conexión con el mundo, y
nuestros distanciamientos me provocaban angustia, aunque no
fueran físicos, sino más bien emocionales, aunque después se vol-
vieran físicos, geográficos. Aun sin creer que estos distanciamien-
tos repentinos fueran mi culpa.
Mi madre era el rinoceronte que le daba de comer al picabue-
yes, aunque ese pajarillo, sin saberlo, también le servía al pode-
roso animal. Fue una decisión suya, de mi madre. Unilateral. In-
consulta. Y yo no podía saber entonces que en ese juego de poder
absurdo entre mi madre y yo, ella era la parte más vulnerable, la
más quebradiza. (Sé que me repito, pero no encuentro otra forma
460
de explicar la naturaleza de ese vínculo maternofilial extraordina-
rio, o patológico... ¡Ahí está! ¡Lo logré!).
La noche de la mochila, ejercí mi cuota de poder como mejor
sabía, chillando, pataleando, manipulando sin parar. Todo ello en
pos de mi objetivo más importante: conseguir una mochila, aun-
que fuera prestada, para poder mostrarme ante el mundo como
alguien normal, igual al resto.
A esa imagen de madre abnegada le contrapuse la que me produ-
jo la lectura de Caballo de Troya, de Navarro. Una mujer guerrera, ge-
nuinamente feminista, que apoyó en todo momento un rol más acti-
vo para las mujeres en la Iglesia naciente llegándose a hablar inclusive
de su condición y calidad de apóstol, en igualdad de condiciones que
el resto de ese grupo. Luchaba contra el minotauro bicéfalo que se
me mostraba solo a través de su sombra que todo lo cubría.
Me sentía, sin embargo, como un fantasma en mi casa, que era
en realidad la de mis padres, no la mía. Por eso la recorría volando
lento, casi flotando como solía lograrlo en mis sueños de madru-
gada; mi alma volaba en la forma de un fantasmita regordete y
culón llamado Gasparín, el fantasma amigable.
Ella quería sentirse necesitada. Para eso debía detener el tiem-
po; al menos en su mente, en su voluntad y en la mente y volun-
tad de su hijo, el que siempre la necesitaría. Ni por un segundo
yo me preguntaba si otras madres eran así con sus hijos. No me
importaba. Prefería creer que yo lo era todo para mi madre y que
entre ella y yo podíamos vencer cualquier obstáculo.
Si bien sus pretensiones de apoteosis chocaran con (el hecho
de) que la observancia de esa fecha señalada solía recibir la indi-
ferencia supina de la mayoría masculina de la familia Andrónico
Fuentes (¡cuántas veces ella mencionó su preferencia por la cos-
tumbre lusa de anteponer el apellido materno!)
461
No obstante lo anterior, viví en carne propia un sistema
absurdo, exagerado de protección a mi pequeña, frágil y en-
fermiza persona durante casi veinte años. Todo ese tiempo lo
pasé entre viajes periódicos a Caracas a visitarme con el doctor
León, pastillas innúmeras que cambiaban de color, tamaño y
forma y un seguimiento estricto por parte de mi madre que
no me dejaba ni a sol ni a sombra; que velaba mi sueño desde
su habitación, separada de la mía por un minúsculo vestíbulo
cuadrado, al que a mí me gustaba decirle «el hall» (ya entonces
me tiraban los anglicismos y otras expresiones de esnobismo
intolerable).
Cuando vi por primera vez el busto de Nefertiti, en mi manual
de Historia del Arte, quedé convencido de que mi madre era una
reencarnación suya. No solo por su parecido físico (creo que esto
se produjo solo en mi febril imaginación), sino por su actitud
hierática y majestuosa (de esto sí que puedo dar fe). Mi madre
era la reencarnación de Nefertiti cuando me llamaba con su voz
estentórea para reñirme o reclamarme alguna desobediencia rei-
terada mía. Yo temblaba y desaparecía con el estómago atenazado
por mariposas de colmillos afiladísimos.
Había aprendido además que no tenía derecho a enfadar-
se. Al menos no sin un motivo suficiente. Porque no podría
esperar comprensión o apoyo, mucho menos consideración,
empatía.
«Aquí no hay conflicto más que conmigo mismo», llegó a pen-
sar, él, años después, cuando no hubiera podido distinguir entre
los recuerdos reales y los falsos recuerdos, esos que te invaden
para azuzarte, para machacarte sin piedad. Llegó intuitivamente
a la conclusión de que eso de «moral y buenas costumbres» no era
más que un mecanismo de defensa de la sociedad en contra de la
462
disidencia considerada «peligrosa» (inoportuna, molesta) por la
autoridad, o por la mayoría, que es lo mismo.
Los demonios propios. (Celeste).
Mi madre también contaba con una legión fiel de demonios.
Solo que los suyos eran de carne y hueso y se manifestaban de
cuerpo presente de tanto en tanto. Las peleas constantes entre
mis padres, el odio enfermizo de mi padre por mi madre, habían
llegado a extremos intolerables para cualquier ser mínimamente
racional. Él, en el colmo del paroxismo y la irracionalidad, había
destrozado el baño de Celeste en una patética escena de celos
provocada por la visita, un domingo a las nueve de la mañana,
de la esposa de Hilario Pérez, indignada porque, según ella, mi
madre mantendría una aventura con su marido. Ese señor sí que
tenía una amante, pero no era ciertamente mi madre. Ella era su
confidente, su paño de lágrimas, el hombro donde él se apoyaba.
La amante era otra, con una posición pública igual que mi madre,
pero no era ella. Quizá por eso ese señor, Hilario Pérez, propició
el equívoco. Para despistar (acerca de la identidad de su verdadera
amante). Este incidente provocó que Celeste dejara de hablarle a
su amigo, no por temor a la mujer de este, sino por indignación.
Dos años antes de ese desagradable episodio dominical, una
patética sicópata, esposa de un comisario muy importante que
trabajaba muy de cerca con Celeste los casos de secuestro fronte-
rizo más polémicos (porque la víctima del secuestro fuera alguien
con mucho dinero, o porque la hubieran secuestrado grupos ar-
mados extranjeros), la emprendió a realizar llamadas nocturnas,
muy tarde, a horas de locura, cuando nos hubiéramos apartado
de este mundo y sus tonterías, para insultar a mi madre con lin-
dezas irrepetibles. Alguna de esas llamadas la respondí yo, y escu-
463
ché por primera vez a alguien denigrar a mi madre con epítetos
tales que solo se hubieran escuchado en los peores lupanares, a
horas indecentes. Me atacó una crisis nerviosa la segunda vez que
me tocó en suerte responder una de esas llamadas. Mi madre salió
al día siguiente, en avión a Caracas, a la sede nacional de la Policía
judicial, a exigir la destitución del comisario de marras. Cambió
el número del teléfono. Lo hizo privado (para no ser publicado en
las páginas blancas de la guía telefónica local).
Hubo varios momentos en los que descubrí que mi vida hasta
entonces había sido una mentira precaria, una fantasía fugaz. En
cada uno de esos momentos descubría una clave de ese complejo
entramado de apariencias, medias verdades y hasta de verdades
no dichas que había diseñado mi madre para mi tranquilidad, o
más bien la suya.
Y recordé las noches de juegos de mímica, charada y al pollito in-
glés en la casa playera de mi tío Buyón. Y comprendí que yo mismo
me había convertido en un fantasma silente del pasado no vivido, del
pasado ajeno, esos nuevos habitantes de esa casa quienes ignoraban y
despreciaban ese pasado como algo fútil, inútil, innecesario.
Y comenzó a identificar culpables como se reconocen vícti-
mas arrodilladas de un tiro en la nuca. El flacuchento negro del
escupitajo en su cara inocente. El malhadado grito de la impos-
tura. Los salientes verdiblancos de la saliva espumosa. Todos se
revolvían en la licuadora sobre la repisa de fórmica naranja en el
rincón oscuro.
Y recordé mi vida como una peli muy antigua, en blanco y
negro y de movimientos ágiles. ¿Era yo su primer efebo, o nada
más el último de una serie infinita, desconocida?
464
CAPÍTULO XXII
Alejandra, 1991,1992.
Imagino ser otra persona. Miento. Me escondo. Me mimetizo.
A Magüicha: ¿Me creerías si te digo que hubo veces que quise ma-
tarla?
Él dudaba entre la sinceridad de su corazón y un tinglado horro-
roso que venía a ser como un tributo a la hipocresía, a las ansias
desmedidas de su madre por el reconocimiento, por el homenaje
social. Otra vez su boca se paralizó y sus dientes rechinaron en un
temblor incontrolable, exagerado, que llegó hasta su estómago y
rebotó hacia su garganta paralizándola, constriñéndola hasta más
no poder. Volvía a perderse en un mar de dudas éticas, pero algo
le decía que podía, que tenía todo el derecho a buscar eso que
siempre le había sido esquivo.
Al principio con ella todo fue solo un poco fuera de lo normal.
Casi le hizo olvidar a él su experiencia con Francis. Su primera y
hasta entonces única experiencia seria, adulta con otro hombre,
como él. Nació entre ellos una complicidad espontánea, desde
el primer día y desde la primera mirada que cruzaron durante
las audiciones para integrar el grupo de teatro universitario (iro-
nía del destino que se conocieran en una clase de teatro, no hay
mejor lugar para disimular la mentira). Siempre coincidían en
su interpretación aguda y original en ciertos temas de su carrera
465
en la universidad. Sus debates sobre algunos temas peliagudos
como el aborto o el matrimonio homosexual, este último sugeri-
do muy sutilmente por él, para retarla a que se mojara y abriera
su corazón tanto como le fuera posible, acababan casi siempre en
prolongadas carcajadas. Sus padres estarían extasiados si lo vieran.
Sobre todo su madre.
Conoció a Alejandra García Samaniego, la hija única de una
pareja vasca asentada en Valencia, en el grupo de teatro universi-
tario. Él entró a la sala con retardo y el director, como no podía
ser de otra manera en un director de teatro que se preciase, le
recriminó con un dardo que por poco no dio en su diana:
—Démosle la bienvenida al próximo Lawrence Olivier —
dijo el director alzando la voz, en tono solemne—. ¡Bienvenido,
maestro!
Junior/J.R. pidió disculpas sin dejar de buscar dónde sen-
tarse. Recogió una silla de un montón arrumado en un rincón
oscuro de la sala y desde una de las sillas entre el grupo que ya
estaba sentado y atento a las sabias palabras del director; una
mano blanca, adornada con unas pulseras gitanas nacaradas y
metálicas, de varios tamaños y formas, le hizo una seña indicán-
dole el asiento disponible más cercano a la entrada que él había
usado para ingresar, a su lado. Él, con una sonrisa y un gesto de
alivio, se sentó y le dio las gracias, en la voz más baja que pudo,
para no seguir causando molestias innecesarias. Ella respondió
«De nada», en el mismo tono de voz susurrante y agregó mi-
rándolo directamente a los ojos: «Y bienvenido al club». Él se
perdió de inmediato en el azul de esos ojos grandes, completa-
mente redondos como la luna llena, como cualquier planeta de
nuestro sistema solar y en las lianas doradas que caían salvajes
desde el centro de su cabeza perfectamente ovalada, casi redon-
da, como su rostro níveo.
466
Sueca. Ha de ser sueca y ha de follar como Dios. Se imaginó
teniendo sexo salvaje con ella, a todas horas y por todos los rin-
cones imaginables.
Él era el rey entre los ciegos ya que el resto de los varones
del grupo era tan adecuado al prototipo de «artista urbano de
izquierdas, comunista furibundo o anarquista irredento», con sus
rastas, tatuajes, piercings en los mismos lugares de su cuerpo; o
demasiado flaco o fofo y con gafas redondas a lo John Lennon, o
demasiado friki intelectual, o demasiado atado a la maría y al éx-
tasis. Junior/J.R. estaba convencido de reunir el balance perfecto,
o casi, del tipo inteligente pero relajado, nada de solemnidades
innecesarias ni de atarse a un estereotipo cuadriculado, habitual y
sin sorpresas. En su entrenamiento como formador en cuestiones
sociales y de género había adquirido esa soltura y esa capacidad
de comunicación asertiva y empática que tanta falta le hizo en
sus primeros años de vida. Aparentaba incluso prescindir de las
urgencias machirulas abundantes en su ecosistema (¡qué buena
está! hubiera dicho cualquiera de ellos)
Solo entonces fue superando esa timidez que amenazaba con
acompañarlo y anularlo el resto de sus días aquí en la tierra. Ade-
más, se le salía en sus modos y expresiones una ingenuidad nunca
comprobada en otro ser masculino, a pesar de su extensa cultura
general y de su infancia de niño prodigio. Él decidió que no po-
día perderse la oportunidad de conocer a esa chica más de cerca.
Se veía inteligente, decidida y abierta, características que a él le
perdían desde el principio de los tiempos. No podía negarse esa
oportunidad.
Cuando hubo terminado/terminó la sesión de audiciones,
habiendo ellos recibido sus respectivas dosis de histeria artística
de parte del director, se levantaron de sus asientos y él atacó sin
demora.
467
—Y ¿tu nombre es?... —la abordó él en actitud de académico
que está por encima del bien y del mal, engolando graciosamente
la voz.
—Alejandra —respondió ella, poniendo voz de ratón perse-
guido y de inmediato soltó una sonora carcajada, como para dejar
en claro que de docilidad y de sumisión, nada, que ella podía ser
tanto o más segura, tanto o más asertiva que él y que no estaba
buscando ser aprobada, ni por él ni por nadie.
Él leyó todos estos elementos en su respuesta y la complació
siguiéndole el juego y, aumentando la afectación en su voz, le
respondió:
—Pues ante usted obra, señora mía, don José Román Andró-
nico De La Fuente y… —y ahí comenzó con una retahíla larguí-
sima de ficticios apellidos hasta que ella lo detuvo con otra de sus
carcajadas cascabeleras, generosas.
—¡Vaya! ¡Tú y la duquesa de Alba! —soltó ella, apagando su
risa progresivamente.
—¿Un café?
—Andando —le respondió ella manteniendo el ambiente festivo.
Se metieron en el cafetín de la Facultad de Derecho, que es-
taba semi desierto por la hora y aprovecharon el silencio para
comenzar a conocerse.
—Supongo que estás en Derecho.
—Supone usted bien, estimado caballero —le respondió ella
para continuar con la buena onda espontánea que había surgido
entre ellos.
—¿Qué año?
—Tercero, su excelencia.
—¡Igual que yo!
Atajó él con sorpresa y tratando de enseriar la conversación.
—¿Parentela, hermanos, hermanas?
—No, señor. Lo que ve usted aquí es el último aporte de la
gens Samaniego a la población mundial.
468
¡Vaya! Pues no espere usted que yo supla ese rol fraterno.
-¡Por supuesto, mi estimado señor!
—¿Te gusta?
—¿Qué?
—El conocernos. El hecho de que ambos estamos en tercero
de Derecho y el hecho de que estaremos conversando por un
buen rato.
—¡Me fascina, coño! —soltó sin que le quedara nada por den-
tro.
La charla se prolongaba sin esperanzas de acabar coherente-
mente en algún momento de la noche, ante lo cual ella lo invitó
a cenar.
—¿Plan Canaima? —le inquiere él, socarrón.
—¿Qué es eso? —pregunta sorprendida.
—¡Cada uno paga su vaina! —Y ella prorrumpió en otra sono-
ra carcajada que acabó solo para decir está bien a lo que él repu-
so—: No soy para nada machista y eso de que sea yo quien ten-
ga que pagar la cuenta me parece de trogloditas, además de que
ando más limpio que talón de lavandera, con fingida formalidad.
—Tú no descansas, papito —le dijo ella, dulcemente, mientras
le apretaba una mejilla con sus dedos índice y pulgar, como a un
bebé mofletudo. Una vez en el restaurante, eligieron una comida
ligera, aderezada con vino y rechazaron el postre.
Él estaba listo para desplegar todo su arsenal. Ella, sin plan-
teárselo de esa manera, como una confrontación cuasibélica o de
inteligencias bien entrenadas, también, con la diferencia de que
en ella era algo natural, para él, por el contrario, solo era posible
como producto de un largo y elaborado proceso de preparación,
pleno de repeticiones, esta vez voluntarias/intencionadas.
El ambiente teatral de su primer encuentro imprimió en su in-
tercambio un sino fatal (por inevitable). Ese sino, ese acaso con-
469
denó cualquier esperanza de sinceridad, de transparencia de las
intenciones, al menos por una de las partes en disputa. Él lo sabía
y lo prefirió así porque así le sería más fácil justificarse, llegado el
momento.
—Los de mi especie nunca descansamos, mamita —usó el
morfema a disgusto, por su sonoridad machista e infantilizante
de la condición femenina, si existiera.
—¿De qué especie estamos hablando?
—Ornitorrinco, ornitorrincus sin pelus.
—¿Sin pelus?
—Sin pelus en la lengua. —A lo que ella respondió con una
sonora carcajada, adueñándose del lugar.
—Ahora en serio, Buster, cuéntame un poquito más del nuevo
Lawrence Olivier.
—Me confunde usted, bella señora. ¿Buster o Lawrence?
Ahora fue ella la que trató de no seguirle el juego y mantener
la seriedad del momento y él no tuvo más remedio que cerrar la
media sonrisa que ya perfilaba en el último intercambio.
—…
—¿Cuál equipaje? —le preguntó ella.
Él, sorprendido y abriendo sus ojos como planetas:
—¿Qué?
—Acabas de decirme que si supiera. ¿Si supiera qué?
Él lo había murmurado, pensando en voz alta, con su mirada
frontal fija hacia ella, pero pensando en otro tiempo, la mirada
vacía de atención.
—Muchas cosas de mi vida que no le cuento a nadie la pri-
mera vez que salimos a cenar. Ni en la segunda, ni en la tercera,
ni en la cuarta.
Adquirió J.R. un rictus serio, casi de funeral.
—Bueno, bueno, pongamos orden de nuevo en la fiesta. No te
pongas triste. Veo que traes tu cola de dragón.
470
Él hizo un esfuerzo sobrehumano por no enfadarse y ponerse
grosero con ella (sus demonios interiores, en duelo constante, lo
forzaban a buscar la simulación y el equívoco, por una parte, y
la verdad absoluta, por la otra; una suerte de esquizofrenia ética).
La quería en su vida. La quería muy cerca de él. Como amiga,
como pareja; como sea, pero la quería en su vida, de eso no le
cabía el menor asomo de duda.
—¿Te atreves a sicoanalizarme? —la retó él.
—No, mi lindo, yo estudio Derecho, no Psicología.
—Igual que yo, pero a mí me gustaría conocerte en profundi-
dad y cuanto antes, mejor.
—Dejemos las prisas que de eso solo queda el cansancio —
apuntó ella, cerrándose en banda.
Acabada la cena, ella lo llevó a su piso y cuando él bajaba del
coche, le temblaban las piernas, como aquel día, aquel maldito
día que le temblaron las manos y todo el cuerpo. No se volvieron
a ver hasta tres días después, cuando coincidieron en una clase de
Derecho Constitucional. Hecho este que no fue del todo fortuito
ya que J.R. se ocupó en buscar materias en las que tuvieran el
mismo profesor o profesora y, como el Derecho Constitucional
de ella coincidía con unos espacios libres que tenía él en su ho-
rario, los ocuparía reforzando sus conocimientos en esta materia
que tanto le gustaba.
Hacer el amor de la manera que ellos lo hicieron, a su edad y en
los noventa, en ese país y en esa ciudad, equivalía en la práctica
471
a decir «sí, quiero». Ese día los viajes interestelares se limitaron a
un área muy reducida, equivalente al tamaño de una cama queen,
cabecera ondulada.
Pero no se trataba de una promesa matrimonial, ya que nin-
guno de ellos creía que el matrimonio fuera el ideal de vida que
había de buscarse a toda costa, tal como lo promovían desde las
telenovelas, sino que habían avanzado un nivel en su relación.
Les daba sentido de estabilidad y de seriedad, sentido de per-
tenencia el uno con respecto al otro, aunque no firmaran un
dichoso papel.
Ese día, por suerte, Alejandra no ovulaba y por añadidura J.R.
hizo todo el esfuerzo para emplear el método anticonceptivo más
natural y antiguo, aunque no el más eficaz, por cierto, que consis-
te en retirar las tropas de asalto antes del desfogue final.
Concluida la faena amatoria, J.R. agradeció a los dioses de
todas las religiones que Alejandra no fumara. Profundizaron en el
conocimiento mutuo y se prometieron volverse a ver, como quien
promete pasar juntos el resto de sus días.
Y lo poseyó con su clítoris poderoso…
… (o fueron sus pies el enclave de su pasión onerosa).
Cuando J.R. conoce a Alejandra García Samaniego, está pa-
sando por un momento confuso con Celeste. No se hablan (u ora
se hablan, ora no se hablan). Celeste lo agobia; él se deja agobiar
en silencio hasta que estalla en una de esas rabietas infantiles. J.R.
se comporta como su esclavo, se rebela, a ratos. Se esconde en su
cueva hecha de libros, recuerdos e indiferencia. Se enferma, se
cura, se vuelve a enfermar.
Pasó un mes sin saber de ella. Se había desvanecido como un
sueño fugaz, perfecto en su inmediatez, inasible. No recordaba si
472
habían intercambiado los números de teléfono (la emoción del
momento lo perdía sin remedio).
Volvió a los ensayos del grupo de teatro con la esperanza de
volverla a ver y no lo logró. Se puso en lo peor (¿muerta?; ¿se
retiró de la universidad por una tragedia familiar?). Pensó en
cualquier problema familiar que la estuviera ocupando y por
eso hubiera tenido que retirarse de sus estudios. Dirigió sus
pasos hacia el cafetín de la facultad y allí la encontró sentada,
imbuida en la lectura de libros de texto de tapa dura, que
nunca habían tenido que lidiar con el polvo acumulado de un
estante de biblioteca.
Él se armó como pudo de valor, y como si no la conociera y
fuera solo a por el primer lance a una perfecta desconocida, pudo
apenas musitar un saludo tembloroso, casi entrecortado y apenas
audible:
—Alejandra.
—¡Caramba! ¿Cómo se encuentra hoy vuesa merced?
—Algo triste y preocupado. No supe más de ti.
—Creo que te debo una explicación. En verdad siento mucho
mi desaparición repentina… y mi silencio —agregó, sin dema-
siada convicción.
—Creía que entre nosotros no eran necesarias explicaciones. Y
por eso no te las pediré. Solo te perdono si cenamos esta noche.
—Ay, mi santo, hoy tengo mucho que hacer. Estoy hasta la
coronilla de exámenes y prácticas y estaré muy liada toda la sema-
na y ya casi creo que todo el mes —le respondió ella como si tal
cosa, como si no hubieran hecho el amor y no se hubieran jurado
estar juntos para siempre, bajo cualquier circunstancia.
—¿Entonces… no nos veremos más? —musitó él, en una re-
acción de evidente autocompasión, poniendo ojitos de cordero a
punto del degüello.
473
—Me vas a hacer llorar, Romeo de pacotilla. Mira, el mes que
viene cumple años una buena amiga. Así que será la oportunidad
perfecta para introducirte en mi círculo social y artístico, conti-
nuó ella, bromeando.
—Okey —le respondió él, sumiso, bajando el tono de mi a
do bemol—. Pero no me dejes tanto tiempo sin ti, mi linda. No
me dejes…
—Venga, venga… —le interrumpió ella y se despidieron sin
más.
Había puesto la pica en Flandes. J.R. se dio la vuelta y comen-
zó a caminar no sabía a dónde, pues el encuentro sorpresivo con
Alejandra lo había trastocado de mil maneras distintas. Ya él se
pensaba que no la volvería a ver y en cambio volverían a reunirse
en un mes. Estaría ahí, con ella, entre sus amigos y conocidos que
lo envidiarían o admirarían por haber sido capaz de conquistar su
mirada. Jugaron a ser Romeo y Julieta, o don Juan y doña Inés.
Sin estar muy claro quién era quién.
Ese día él quiso llegar un poco tarde para hacerse esperar.
Tres cuartos de hora tarde, quince minutos más de lo usual
en el ambiente universitario. Fue un acto de inmadurez de su
parte, inútil y estéril, como todos esos actos que se cometen
para llamar la atención de alguien más. De machito malcria-
do, se diría.
Cuando por fin hizo acto de presencia, Alejandra hizo los ho-
nores, no sin el obligado, aunque oblicuo reclamo inicial por su
impuntualidad.
—¡Caramba! ¡Al fin arriba vuesa merced a este humilde ágape
que se honra con su presencia! ¡Aquí lo tienen! El honorable,
adorado y nunca bien ponderado señor de Andrónico y De la
Fuente —lanzó ella con cierta sorna.
474
Se dirigió entonces a ella adoptando la personalidad y actitud
de un bardo medieval (no se había olvidado de las veces que se
habían burlado de él por su forma de hablar «literaria»):
—¡Pardiez, bella damisela extraviada! ¡Cómo osa usted por
tanto tiempo privarme de su belleza y de su gracia! ¡Cuán larga
pena me hace usted padecer!
Ella aceptó de buen grado la broma «inadecuada» (traía en-
vuelto un reclamo apenas velado) y le respondió con natura-
lidad:
—¿Cómo estás, J.R.?
—Muy disgustado con usted, jovencita. —Ella sólo sonreía.
Mientras lo abrazaba le dijo, en voz baja:
—Me tenías loca esperándote. ¿Qué te pasó, papito? ¿Se te
habían quitado las ganas? —Él se vuelve a molestar, sin saber muy
bien por qué; desconfió de las palabras de ella, por un instante
como una mosca tsé tsé.
—¿Las ganas de qué, Ale? —utiliza por primera vez esa abre-
viatura de su nombre, espontáneamente.
Ella no dignificó esa pregunta absurda de J.R. con una res-
puesta. En cambio, le dijo:
—Ven, sentémonos un rato a conversar. —Y conversaron, y
no pararon hasta llegar al piso de Alejandra. Se desnudaron e
hicieron el amor.
J.R. comenzó a quedarse en el piso de Ale. Los fines de sema-
na, algunas semanas enteras. Comenzó a dejar ropa ahí hasta que
Ale lo hizo oficial, pidiéndole que se mudara con ella. Él había
podido reunir un buen dinero con su trabajo como guía turístico
a partir de lo cual comenzó a invertir en la Bolsa de Valores de
Caracas, ya que sus estudios no le permitían un trabajo a tiempo
completo, ni siquiera uno a tiempo parcial, pues se resistía a repe-
tir la estresante experiencia de su madre de haber perdido un año
de su carrera por estudiar, trabajar y hacerla de madre al mismo
475
tiempo. Él no tendría ese último elemento, pero aun así quiso
tomarse las cosas poco a poco.
Ella era una mujer inteligente, sagaz. No se le escapaba una por-
que las cogía al vuelo. Su intuición, o su desconfianza, rara vez
caía vencida ante su buena fe, sus ganas de confiar en las personas,
de darles una oportunidad, que también ocurría pero solo si estas
cumplían con ciertas pruebas no avisadas que ella les practicaba au-
tomática, casi inconscientemente. Si miran de frente, directamente
a los ojos, es que no tienen nada que ocultar. Y este detalle fue el
que la hizo confiar.
Poco a poco comenzaron ellos a intimar de una manera cada
vez más profunda, irreversible. Se convirtieron en la «pareja ideal»
de la Facultad de Derecho (lo mismo le había pasado apenas
tiempo atrás con Bet, hasta que conoció a Francis/Edmundo).
Les invitaban a todas las fiestas, a todas partes. Se enamora-
ron. Hacían el amor cada vez con mayor frecuencia y con mayor
pasión y entrega mutua. Ale descubrió la fijación casi patológica
de J.R. por los pies y se inventaron formas nuevas y extravagantes
de hacer el amor.
Nueve meses pasaron en un idilio increíble. Nunca discutían.
Cuando estuvieran a punto de comenzar una discusión por algún
tema banal, o por uno de cierta relevancia, paraban, se miraban
fijo tres segundos a los ojos y estallaban en una carcajada simul-
tánea, estruendosa y volaban en ella hasta el infinito. J.R. parecía
haber sanado por completo de la experiencia vivida al lado de
Francis; solo que nunca fue capaz de hablarle de ello a Ale.
No se atrevía a abrir ese tema oscuro, prohibido; a traspasar
esa telaraña tupida entre ellos dos y menos entonces, cuando
476
estaban en su mejor momento. Nueve meses de felicidad con-
tinua, perfecta, invencible, ejemplar. Hacía dos meses que no
salían de la ciudad debido a sus estudios. Una tarde soleada,
con el cielo despejado, abierto y amplio como el lienzo más
grande del mundo, Ale se levantó especialmente animada y
con ganas de disfrutar de un buen paseo romántico por las
alturas andinas.
—Te tengo una sorpresa —le anunció entusiasmada con una
amplia sonrisa de sus dientes blancos como perlas marinas (y él
pensó: «¿Por qué anuncia una sorpresa?, ¿no es contradictorio?»).
…Antes de continuar, permíteme una digresión. El mejor
amigo de Ale, Alirio, era un gay afeminado, una damisela deli-
cada que agitaba sus alas de mariposa multicolor con un entu-
siasmo irrefrenable (y eso, en el sistema de castas interno de la
comunidad «de ambiente» significaba ser un intocable)…
Comenzaron a recorrer una ruta de montaña harto conocida
por él. Y a medida que el coche avanzaba decidido por la subida
casi imposible, J.R. comenzó a otear el paisaje con un sentimien-
to de nostalgia indescriptible, inconfesable.
Una pequeña lágrima se escapa en caída libre de sus ojos,
vencidos ahora por la magnificencia de las montañas y de los
recuerdos imborrables. Se tapa la boca con los nudillos de su
mano derecha en semipuño, un gesto habitual en él, esta vez
para secarse disimuladamente cualquier rastro de inoportuna
e inexplicable humedad sobre su rostro, con su dedo índice.
Se imaginó llegando al páramo El Águila, a pesar de que aún
faltaba un buen trecho para llegar a ese punto del trayecto. Se
imaginó no soportando el peso de los recuerdos no tan remotos.
Le dice a Alejandra con voz apagada: «Regresemos»; «¿Cómo?»,
pregunta ella sorprendida.
—Por favor. Me siento mal. Y te ruego mil disculpas —sen-
tenció con énfasis en la humildad de sus palabras.
477
Él le había contado gran parte de su vida omitiendo pruden-
temente el capítulo «Francis», por temor a perderla demasiado
pronto, aunque fuera como amiga (a pesar de su firme convicción
acerca de que si lo abandonaba por ese motivo, no valía la pena
ni como persona, mucho menos como amiga). Ella prefirió la
prudencia y en silencio buscó el primer descampado donde poder
girar de regreso a la ciudad.
—Baja la velocidad —le indicó él como poseído.
—¿Cómo? —lo mira ella, confundida.
—No des la vuelta. Sigamos.
Ella siguió la ruta trazada originalmente, esta vez en un silen-
cio autoimpuesto, y él fue repasando en su mente cada curva,
cada rincón recorrido en esa vía con Francis, pocos años antes.
Trató de recordar el recoveco exacto donde se había parado con él
a comprar a Copito. Comenzó a notar con tranquilidad profunda
que nada de eso le importaba ya. Que los recuerdos impronun-
ciables no serían un obstáculo entre Alejandra y él. Y que podría
por fin llevar una vida normal, tranquila, serena, sin sobresaltos.
Sonrió para dentro.
Ella no desaprovechó la oportunidad y quiso cavar, quiso sa-
ber, no quiso conformarse con esos silencios repentinos, indivi-
duales y por eso molestos, inoportunos. Se lo preguntó lo más
delicadamente que pudo, como no queriendo rasgar el aire.
—¿La maleta?
—¿Qué maleta, carissima?
—La mencionada en nuestra primera cena.
—«Nuestra». No sabes la felicidad que me acabas de regalar.
Gracias.
Ella se dio cuenta del equilibrismo que trataba de ejecutar JR
en sus palabras, en las que decía y en las que evitaba pronunciar.
Lo dejó así. Hasta una nueva oportunidad.
478
La compulsión epistolar de Celeste Ramona se hizo notable por
estos años de distanciamiento con J.R. Él se agobiaba sin entender del
todo por qué esas cartas le producían ese efecto.
Una vez graduados ambos de abogados, J.R. le propuso a Ale
continuar su convivencia en S.C., opción más que lógica porque
ambos padres de Alejandra habían fallecido el año anterior, él por
cáncer de páncreas y ella de tristeza y soledad y por lo tanto a ella
no la esperaba nadie ni nada en Valencia, más que un caserón vacío
que había sido alquilado y puesto a la venta por ella misma cuando
fallecieron sus padres, y los negocios paternos que se manejaban
más o menos solos pues contaba con una tropa de antiguos y leales
empleados que la conocían desde que era una niña y correteaba
por las oficinas del emporio de su padre, escondiéndose bajo los
escritorios. Él, por su parte, le ofrecía trabajar ambos con su padre,
quien estaba más que encantado con ese escenario, por todo lo que
significaba en la vida de su hijo y en la suya propia, como padre
orgulloso de su hijo «heterosexual». Ella aceptó de inmediato. Vivi-
rían en el piso que había comprado Celeste hacía unos diez años y
todos felices y contentos. Se presentaron ante los Andrónico un día
después del previsto, ya que caía en S.C. el diluvio universal. Pro-
tección Civil había decretado el estado de emergencia y se habían
bloqueado las vías, cerrando al tráfico la carretera entre Mérida y
S.C. Tuvieron que quedarse en una población intermedia hasta que
despejasen la vía con maquinaria pesada.
Finalmente pudieron llegar a su destino al día siguiente a las
diez de la noche, habiendo estado en la carretera durante aproxi-
madamente doce horas. J.R. presentó Alejandra a su padre y este
la abrazó poniendo el mundo entre sus brazos gruesos y largos:
479
—¡Bienvenida, hija! —Y en seguida soltó una que otra lágri-
ma de emoción incontenible.
—Gracias, papá —le dijo ella directamente, sin esperar su auto-
rización expresa y acompañando su entrada genial con una sonrisa
cómplice con ambos hombres (y un mohín de picardía, ¡que nunca
falte!). Se sentaron los tres a ser servidos mientras esperaban a Celes-
te, que estaba seguramente jugando a las cartas con sus amigas (mo-
tivo de ásperas discusiones entre ella y J.R. padre, por muchos años).
—Entiendo que os quedaréis hoy aquí, en casa, ¿eh J.R.?
—Así lo entiendes tú y el resto del mundo mundial —respon-
dió el hijo, abriendo la tanda de chanzas.
—Okey —respondió el padre recibiendo la tirade de su hijo
de muy buen humor.
—Ustedes dos, ¿dónde fueron fabricados? —terció Ale.
—¿Cómo? —preguntó el padre.
—Es que son como dos gotas de agua. ¡Y no hablemos de
vuestro carácter, que parecéis gemelos homocigóticos!
Rieron los tres de buena gana. (¿Era necesario todo esto? Al
parecer sí; dicen que el humor es el mejor rompehielos).
Mientras comían los canapés preparados por la empleada y
bebían un buen vino chileno, el oficial en la casa Andrónico, llegó
Celeste, en silencio.
Saludó en voz apenas audible:
—Buenas noches. Hola, J.R., ¿Cómo estás?
—Madre (Nunca le había dicho «madre», al menos no en serio.
Pero en ese momento solemne, después de no hablarse por decisión de
J.R. durante casi dos años, desde lo de Francis, él no encontró palabra
más conveniente con la cual dirigirse a Celeste, su madre).
—Bien, mamá. ¿Y tú? ¿La salud y eso?
Ale en seguida se dio cuenta de la tensión en el ambiente y a pesar
de la sorpresa inicial fue capaz de desenvolverse con naturalidad.
480
—Bien, Romancito. Bien. Perdonen. Estoy muy cansada.
Mucho gusto —dirigiéndose a Alejandra con los ojos caídos,
en señal de una profunda tristeza. Acto seguido, se dirigió a
su cuarto, a solo unos pasos de la sala, cerrando la puerta tras
de sí.
—Papá, creo que nosotros también nos iremos a descansar.
También estamos muy cansados.
—Nada, hijo, no me des explicaciones. Dale. Hablamos ma-
ñana. —Se despidieron padre e hijo con un beso en la mejilla,
por primera vez.
—Buenas noches, señor José —pronunció Ale, asumiendo la
rigurosidad del momento.
—¿Cómo que «señor José»? De eso nada. «Papá» me dijiste y
«papá» me quedo para el resto de nuestros días —bromeó.
Y ella le rio la broma y le agradeció en silencio por su bonho-
mía, por saber salir de la incómoda situación planteada por su
mujer segundos antes.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Alejandra más sorprendi-
da que alarmada, una vez se acomodaron en el cuarto auxiliar, al
fondo de la casa y apartado del resto por el amplio patio trasero
que dejaba colar la luz lunar a sus anchas, iluminando de soslayo
todo el espacio interior.
—Que mi madre y yo no hablamos hace casi dos años —res-
pondió él cumplida, solemnemente—. Bienvenida a la familia
Adams —agregó—. Y por favor, no preguntes más. Ya te irás dan-
do cuenta por ti misma de la familia de la cual procedo. Quizás
he sido muy injusto en no advertirte que algo así podía pasar. Te
pido mil disculpas, nuevamente. —Ella, conteniendo su estupor,
le respondió, indignada:
—Solo dos veces me has pedido miles de disculpas. Aquella
vez en el páramo y hoy. ¿Qué pasa, J.R.? —Él arqueó las cejas
y rebufó en señal de un profundo cansancio, pero no por el
viaje.
481
—Vamos a descansar, anda.
Se dirigieron al cuarto que les había preparado la empleada
(que no era Chela) en la parte posterior de la casa, el mismo ha-
bitáculo que años antes había servido a J.R. como nave espacial
invisible. El cuarto de marras había sido construido detrás del
lavadero donde Rosiris solía lavar sus tejanos, durante el año que
estudió en S.C. y comenzaba a ser objeto de profundas humeda-
des, algo que J.R. ignoraba por completo.
J.R. le había prometido a Ale que no bien llegados a S.C. se
instalarían en su piso. Lo que no le dijo es que no era realmente
«su apartamento», sino el piso que le había comprado su madre,
sin siquiera ponerlo (solo) a su nombre sino en el de ambos, para
evitar seguramente cualquier riesgo de perderlo, si él se casaba
después. J.R. le explicó esto a Ale, con todas sus letras. Ella hizo
un mohín de fastidio y llevándose el puño derecho a los dientes,
le exigió:
—Resuelve esto cuanto antes, papi.
—Ok; te lo prometo. —A lo que ella respondió dándole la
espalda e introduciéndose en el baño sin cortina de ducha, ni
separación apenas del váter, evitando mirarlo y sin pronunciar ya
otra palabra.
J.R. y Ale esperaron a que Celeste se fuera, como hacía él en
los viejos tiempos que esperaba escuchar el rumor del motor de
su coche cogiendo potencia para arrancar minutos después. Una
vez hubo ocurrido esto, se levantaron y salieron hacia el comedor,
ubicado al final del largo y recto pasillo que lo comunicaba con la
parte posterior de la casa. J.R. comenzó a lidiar con el desayuno
cuando escucha la regadera del baño ubicado en el hall que separa
los cuartos de la planta principal de la casa. Era de hecho su padre
que se preparaba igualmente para salir a su oficina.
—Veo que doña Celeste no está por la labor —abrió fuegos
J.R. hijo.
482
—Tenle paciencia —le pidió el padre, asumiendo la actitud
que siempre asumía en presencia de extraños, la de padre y esposo
infinitamente tolerante y comprensivo.
—Paciencia tengo, papá. Lo que no tenemos Ale y yo es tiem-
po. Nos vinimos de Mérida con la esperanza de instalarnos aquí
de inmediato, pero ya veo que no será tan «de inmediato» —in-
sistió, con recelo.
—Calma, hijo. Ya sabes cómo es tu madre. Se enfada y des-
pués se le pasa.
—Sabes que esta vez no es un enfado normal. De esos que nos
duraban tres días y ya. Por cierto, Ale ni idea. Así que…
—Ya me lo estaba imaginando. No te preocupes. En eso en
particular tendré sumo placer en convertirme en un mausoleo
—agregó con sorna—. Y aprovecho para felicitarte. Está como
un tren esta chica.
—¡Habías tardado, carajo! —le espetó su hijo, indignado
por su expresión machista—. Cuida tu lengua, te lo pido por
favor.
Ale interrumpió con su entrada la conversación paternofilial,
saludando a ambos varones con un beso en la mejilla, para guar-
dar escrupulosamente las formas.
—Por mí no os cortéis nunca. Os lo voy a pedir como un fa-
vor personal —dijo J.R. padre.
—Ya lo sé. No me lo tienes que explicar, padrecito —retrucó
el hijo, impaciente.
—¿Qué se traen ustedes dos? —preguntó Ale, ajena al contex-
to de las ironías entre ellos.
—Ya te dije, nené, no preguntes. Todo a su tiempo…
Estaba pendiente la conversación, o más bien negociación, en-
tre Celeste y J.R. hijo sobre el piso. Él se acercó a ella con toda la
humildad que encontró en cada fibra de su ser e inició el mismo
viejo intercambio de saludos tímidos, en voz baja, de introduc-
483
ciones largas y elaboradas, como si estuviera dirigiéndose a un
miembro de un jurado durante alguno de sus exámenes de la
universidad. Ella lo cortó en seco.
—Toma —le dijo, mostrándole un manojo de llaves—. Es
esto lo que quieres, ¿verdad?
Él, atónito, la abrazó y le preguntó:
—¿Quieres conocer a Ale?
—Está bien —respondió ella secamente.
Ni que decirse tiene que la actitud de Celeste durante la pre-
sentación, ahora sí efectiva presentación con Alejandra, fue de
una gelidez indescriptible. Se despidieron y se subieron al coche
de Alejandra, rumbo a su nuevo hogar.
—¿Cuánto tiempo duran estos torneos entre tu madre y tú?
—disparó Alejandra, mientras J.R. conducía hacia el apartamen-
to.
—En general no debería durar más de tres días, pero creo que
tengo que decirte que esto no comenzó aquí. Cuando la viste
llevábamos casi dos años sin cruzar palabra.
Ella no pudo contener su sorpresa ante tan absurda situación.
—¡Qué me estás diciendo!
—No creas que me enorgullezco. Pero eso viene de muy atrás.
Una historia muy larga.
—No entiendo cómo una madre y un hijo pueden llegar a eso.
—Te lo dije…
—No me vengas de nuevo con esa estupidez de la familia
Adams, José Román —le llamó por su nombre completo, con
todas sus letras, por primera vez desde que se conocían.
—Cálmate —fue lo único que atinó a responder él, sorpren-
dido.
—Te pido que arregles eso cuanto antes. Odio esas guerras
familiares eternas.
484
—Veremos qué se puede hacer, Celeste Ramona —le atacó él,
ruin y hastiado.
Ella, también por la primera vez, le lanzó una mirada de des-
precio que no pudo, no quiso contener.
—Ale… —Ella por toda respuesta le mostró la palma de su
mano izquierda, al mismo tiempo que volteaba su cara hacia la
ventanilla, para evitar mirarlo. Esta fue la primera discusión seria
entre ellos. Habían comenzado a conocerse de verdad.
Ubicaron su equipaje en el armario de la habitación principal
del apartamento, así como en el pequeño armario ubicado en me-
dio del pasillo que separaba la sala de los cuartos y Alejandra, en
silencio, bajó a comprar artículos de limpieza en el súper situado
frente al conjunto residencial, cruzando la avenida.
Ella, como era habitual para J.R., asumió el rol de liderazgo en
las lides domésticas. Le indicó a él qué haría, dónde limpiaría y
cómo, no sin antes cerciorarse de que lo haría de la forma correcta
con la pregunta: «¿Sabes cómo hacerlo?».
Él siguió todas sus instrucciones en silencio. Cuando terminaron
la limpieza del piso que habían encontrado lleno de polvo, Ale, con
una sonrisa de oreja a oreja, le sugirió a J.R., más bien le ordenó:
—Ahora me invitas la cena con vino, papi.
Él no supo qué responder. Lo descolocaban esos cambios de
humor repentinos, sin solución de continuidad de algunas perso-
nas, pero sobre todo de personas a quienes él quería con locura.
Aceptó de todas maneras la invitación formulada de manera tan
sagaz, y buscó en las páginas amarillas un restaurante que al me-
nos pareciera estar bien.
Terminaron en el restaurante chino que él conocía de toda la vida.
Donde había comido cientos de veces, pues no estaba muy seguro de
cuál escoger, dado el tiempo que había pasado fuera por sus estudios.
Él se cubrió una mano con la otra y se las colocó ambas cu-
briéndose los labios, como pensando, y le dedicó a su pareja una
mirada larga, en silencio, concentrada.
485
—¿Tratas de recordar cómo soy, acaso, papi?
—Trato de entender.
—¿Entender qué, cariño?
—A ti y a la vida, mi amor —le respondió él, no sin un dejo
de ironía.
—Disfrutemos de la cena, ¿quieres?
—¡Claro!
Y cenaron en silencio, un silencio impuesto, interrumpido y
modulado por las respuestas monosilábicas y cortantes de J.R. a
todo comentario que Alejandra hubiera hecho durante la cena.
—Ahora soy yo la que te pregunta a ti, qué te pasa, J.R. —Ya
el «papi» no colaba por ninguna parte.
Él no le respondió. Solo la miró en silencio, ante lo cual ella
insistió, algo más perturbada:
—Me estás preocupando. De aquí pueden salir cosas muy feas.
Él siguió en su mutismo agresivo y la miró, aún en silencio,
empequeñeciendo su mirada como si estuviera perdiendo paula-
tinamente la vista, pero aún sin soltar prenda.
—¡Bueno ya! —dijo ella, elevando el tono de voz de una ma-
nera que varios comensales voltearon a mirarles.
—¿No quieres estar aquí? ¿Te quieres ir? —le preguntó al ver
que apenas había probado bocado.
Él seguía sin pronunciar palabra y ante esa actitud infantil,
ella se levantó de la mesa y se dirigió a la salida. Él discretamente
la siguió y como ella se diera la vuelta y lo mirara, sorprendida,
le insistió:
—¿Qué te pasa?
—Ven —dijo él, tomándola por el brazo izquierdo—. Comamos.
Cada vez se parecían más a un matrimonio normal, de esos
que discuten por desencuentros bobos. El ambiente en el aparta-
mento era, a ratos, de una tensión fría que podía cortarse con un
alfiler. Hubo discusiones muy duras y reconciliaciones apuradas
486
en sesiones de sexo frenético, confirmatorio, sacramental, donde
se derramaban promesas de amor eterno al calor de los fluidos
corporales.
El sábado por la mañana habían decidido que el domingo
dormirían hasta tarde, como manda nuestro Señor. Nada de de-
sayunos opíparos. Dormir y ya está. Pero esos planes cambiaron
drásticamente con la presencia tempranera de Celeste, a las ocho
de la mañana, en su cocina, preparándoles la primera y matinal
colación, sin aviso previo.
En realidad, lo que preparaba Celeste era apenas el café, pues
sus artes culinarias se limitaban a lo elemental, café, pasta (no
la salsa, que usualmente reemplazaba con kétchup o queso ra-
llado), arroz y poco más, ya que de cocinar ella, nada de nada
(muchas veces su hijo mayor le prohibió meterse en la cocina
pues cuando se ponía a esos menesteres, amén de que tardaba
eones en preparar cualquier fruslería, por no saber dónde iba
cada cosa, cuando se metía en la cocina, o se quemaba o se
cortaba, así de simple). «Hey, parejita, el desayuno está listo»,
proyectó su voz en el apartamento.
Traía unas bolsas con pasteles rellenos de queso y guayaba, que
sabía que le hacían perder la razón a su hijo, dos litros de zumo de
naranja y el café que acababa de hacer en la cocina del apartamen-
to (para despertarles con el ruido de su torpeza doméstica). J.R.
advirtió a Ale de la presencia de su madre. Ella se levantó de la
cama casi en choque, por la interrupción repentina de su sueño.
«¿Cómo entró?», preguntó desquiciada. Resulta que Celeste tenía
en su poder un juego completo de llaves del piso.
—Vístete —le indicó él imperativo, pero con voz suave, fatigada.
Ella se hallaba completamente desnuda y cogió la ropa de la
noche anterior, tirada de cualquier manera sobre una silla de ma-
487
dera. Se lavó la cara y se peinó su largo y robusto cabello rubio,
con hastío más que justificado. Salió él primero a recibir a su
madre conteniendo la ira como mejor podía.
—¡Qué sorpresa, mami! —le dijo él sin disimular un más que
elocuente tono de ironía.
—Es que me quedé muy avergonzada con tu novia la otra no-
che. Tenía un dolor de cabeza de elefante y no quería estropearles
el momento con tu papá, con mi malestar inoportuno.
Él no se tragaba eso ni en sueños. Conocía a su madre y sabía
de lo que era capaz de hacer por ser el centro de atención. Ella lo
invitó a sentarse en la cocina mientras ella servía el desayuno que
les había conseguido en algún restaurante económico cercano,
con tanto afán. Él solo la miraba y la dejaba hacer, y pensaba
en que su madre sería una presencia constante, inevitable en su
vida, como el sol, como la luna, pero a veces sin tanto beneficio.
Al mismo tiempo, en la habitación, Ale dudaba entre salir de ahí
cagando leches o mostrar su mejor sonrisa y recoger la ofrenda
de paz que le presentaba Celeste. Decidió esto último, por ser lo
más maduro y sereno. Lo más convencional, acaso lo más con-
veniente.
—¡Señora Celeste! —la saludó con un beso.
—¡Hija! De verdad que me muero de la vergüenza contigo,
Ale.
Alejandra quiso hacer las paces con su suegra y transigió en
todo cuanto ella dijo y propuso. Se sentaron los tres en la cocina y
Celeste, solícita, se movía de aquí para allá con total desenvoltura
y sin dejar de hablar por un instante. No hubo tema de conver-
sación que no tocara. Le preguntó a Alejandra todo cuanto fuera
posible preguntar. Dónde, cuándo y cómo se conocieron; cuánto
tiempo llevaban juntos (aunque fuera casi redundante), en cuál
obra habían participado (en realidad, Alejandra no asistió más
que a la audición inicial, a causa de sus exámenes y prácticas y, en
488
vista de esto, J.R. hizo lo propio, a partir de los primeros ensayos)
y que si qué bonita Mérida, con sus nieves «eternas» (un dato cli-
mático errado de la señora, ya que la nieve no cuaja en la ciudad
sino en los picos más altos que la rodean) y que si había planes de
boda. Ante esta andanada de tonterías, típicas de Celeste, J.R. se
levantó de la mesa a la vez que recogía los platos y le informó a su
madre que más tarde él y Ale visitarían una amiga (imaginaria) de
ella con la que tenía años sin verse. «Vale», dijo ella, «pero ustedes
dos no pueden dejar de ir a cenar en casa esta noche», sentenció la
matriarca. «Ya veremos, mamá», le respondió el hijo, impaciente,
tratando de defender su territorio y su autonomía, en peligro real
de ser anulada una vez más. Otro riesgo inminente era el choque
de trenes inevitable entre las dos mujeres.
Como era de esperarse, las constantes visitas sorpresa de Celes-
te, sus planes igualmente inconsultos de paseos, salidas familiares
y aun de futuro, colmaron la paciencia tanto de su hijo como de
Alejandra.
—¿Qué haremos con tu madre?
—No hay mucho que se pueda hacer con ella, más que en-
frentarla y controlarla, en lo que se pueda —responde pensativo.
—Es evidente que tiene una obsesión contigo, su hijito consen-
tido —imprimió ella un tono de ironía a esas palabras (irónica).
A él le pasó por la cabeza cogerla del cuello y apretar, apretar
hasta dejarla sin aliento. Vio esa imagen con claridad. Le revolvió
las tripas. Se quedó en silencio.
Esa tarde de un sábado hicieron el amor solo por hacerlo. «Un
polvo de reconciliación», le dicen. Antes de ese momento, la ma-
gia había caído estrepitosamente víctima de la realidad, víctima
de las diferencias individuales que se empeñan en aparecer en los
momentos más inoportunos. Humillación, vejámenes, falta de
ganas. Ella arriba y lo cabalgó como a un caballo salvaje al que
quisiera domar para siempre. Ella se impuso. Él la dejó hacer.
489
Solo en ello estuvieron de acuerdo, sin querer. Solo debido a las
circunstancias, al azar, a la casualidad.
Habían cambiado irremediablemente. Ninguno supo en qué
momento ni por qué se acabó la magia y la sustituyó el hastío que
se instaló como una rémora. Y esa rémora absorbió sus energías,
sus ganas de estar juntos, sus ganas de seguir remando contra la
tormenta. De vencer los obstáculos que se les presentasen por el
camino. Su relación empezó a parecerse más a caminar por una
cama hecha de huevos o por brazas ardientes que a un matrimo-
nio bien avenido. Se tornó frágil, quebradiza, voluble, inestable
como un gas a alta presión. Se tornó peligrosa.
A la semana siguiente, Celeste Andrónico vuelve a la carga y
repite la visita materna al apartamento de los Andrónico-García
Samaniego. J.R. la recibe con ojos entre impotentes e indignados.
Su cuerpo le exigía privacidad absoluta.
Alejandra sale del dormitorio en su bata de cama de seda ne-
gra, provocativa, sensual, atuendo preparado para ahuyentar las
visitas inoportunas. Tal cual se sienta y cruza las piernas dejando
caer una de sus sandalias sin trenza, luciendo sus pies perfectos,
en forma de galeón pirata.
—¿Cómo está, señora Celeste; qué la trae aquí tan temprano?
—el qué acentuado.
—Mi amor. ¡Cuántas veces te he dicho no me trates de usted!
Alejandra no le responde. Celeste se dirige entonces a Júnior,
con la petición de que le haga un café.
—Tú sabes como a mí me gusta, clarito y sin azúcar, por favor, hijo.
El hijo procede obediente pero no bien él se integra a la me-
silla de la cocina, donde se encuentran las dos mujeres cruzando
miradas y medias sonrisas con gesto forzado, Alejandra lo coge
del brazo y se lo lleva consigo rauda a su habitación.
490
Celeste, sorprendida, no atina a decir palabra pero en seguida
olvida ese acto que muy bien podría ser considerado como un
desaire y se concentra en el acto de hundir su uña pulgar en la
servilleta frente a sí, como si estuviera matando piojos, como solía
matarlos una vez los sacaba de la cabeza de alguno de sus hijos.
Casi a mediodía, Celeste anuncia por fin su despedida, no sin
antes invitar a la feliz parejita a disfrutar de una cena familiar en
casa Andrónico, con la lamentable ausencia de Leo a causa de sus
devaneos amorosos con una muchacha que conoce hace poco y
su mejor amiga (de ella).
La sala de la casa Andrónico estaba impregnada de un ambien-
te cálido y acogedor. Las lámparas triangulares en estilo Califor-
nia, compradas en San José, iluminaban suavemente el comedor
principal, destacando la elegancia de la decoración y las hume-
dades profundas aunque incipientes del marco metálico pintado
de amarillo de las dos hojas corredizas de cristal templado que
servían de pantalla al garaje. Sin embargo, nada de eso disipaba
el ambiente tenso y agobiante entre los comensales. Alejandra y
J.R., sentados uno al lado del otro, apenas intercambiaban mira-
das. La tensión se palpaba en el aire, carcomiendo poco a poco los
cimientos de su relación.
Ya Celeste les había dado su bienvenida entusiasta. Iba y venía
de la mesa a la cocina, demostrando esmero y preocupación ya
que su actual asistenta (mujer de servicio) no había demostrado
dotes culinarias especialmente loables, sino lo mínimo indispen-
sable para la subsistencia en su ambiente rural y precario (y con
fallos en su sazón).
491
Las ausencias breves de Celeste, las aprovechaba Alejandra
para sepultarse en un silencio férreo, su mirada perdida en el vór-
tice de su mente angustiada.
Celeste apareció en la sala, caminando con cautela. Sus preo-
cupados ojos se clavaron en la figura encorvada de su hijo y en la
mirada desafiante de Alejandra. Su corazón de madre sobrepro-
tectora se aceleró cuando tuvo la inquietante certeza de que algo
no iba bien. Observando detenidamente el rostro serio de Alejan-
dra, los ojos de Celeste se posaron en su regazo, y allí encontró la
confirmación a su temor.
Un suave suspiro escapó de sus labios, cargado de una mezcla
de amor y preocupación. Alejandra estaba embarazada, esperaban
una niña. Sin embargo, la confirmación de su diagnóstico certe-
ro, producto de un método secreto aprendido en su terruño, no
hizo más que aumentar la inquietud de Celeste.
Sus pensamientos le susurraron al oído la necesidad de prote-
ger a su hijo de las garras de Alejandra, aquella mujer de carácter
fuerte que parecía atormentarlo sin pausa o sosiego posibles. Y
por supuesto, proteger también a su nieta.
Es fácil imaginar la de naderías que hablaron para matar el
tiempo con precisión de relojero antiguo. Justo cuando la tensión
en la sala alcanzaba su punto álgido, un ruido desconcertante
resonó en el ambiente. Truenos ensordecedores se adueñaron del
espacio alrededor, envolviéndolo todo en una bruma ronca, fe-
bril. Parecía la última escena de La Casa de Bernarda Alba (o de
La Caída de la Casa Usher).
Las humedades comenzaron a atacar las paredes, generando
un desasosiego que se unía al caos emocional de los presentes.
492
Cada gota que caía era un recordatorio del conflicto latente en
aquella casa.
La decoración de la sala, usualmente acogedora, ahora parecía
reflejar la discordia que reinaba en aquel lugar. Los muebles de
madera parecían más oscuros, como si absorbieran la negativi-
dad que los rodeaba. Y las lámparas triangulares estilo California,
que colgaban del techo inclinado, parecían realizar malabarismos
circenses en un intento desesperado de traer un poco de luz a la
oscuridad que se había instalado allí.
Celeste, con el corazón apretado, se acercó a Alejandra y le ten-
dió una mano llena de temor y amor incondicional. Sus ojos bri-
llaban, llenos de determinación y preocupación por el bienestar de
su hijo y su futura nieta. Alejandra, aunque reticente, permitió que
Celeste se acercara, comprendiendo que también formaba parte del
juego y que aquella batalla no solo se libraba entre ellas dos.
En medio de la incertidumbre y el caos que inundaba la sala,
aquel gesto de unión entre dos mujeres, con sus diferencias y sus
respectivas luchas interiores, marcó el inicio de un camino incier-
to pero necesario hacia la reconciliación y la protección de aquel
vínculo único que las uniría para siempre: la familia.
Alejandra, durante la cena, se pone mala. Sale en carrera al
baño principal, inserto en el pequeño hall que separa los cuartos
de Celeste y de J.R. padre, y vomita.
—Pero, mi niña, ¡tú estás embarazada! Y será mujer, como tú y
como yo —sentenció Celeste con entusiasmo desbordante.
Alejandra, confundida, solo atinó a cruzar una mirada de terror con
J.R., como si le hubieran dicho que le quedaba poco tiempo de vida.
493
—Sabes que ahora mismo es impensable que tengamos un
niño —le espetó Alejandra a J.R., muy segura de su convicción,
de su decisión ya tomada.
—¿Y qué piensas hacer?
—No tengo idea —mintió.
Este último diálogo entre la pareja incierta se produjo en el
apartamento que tan amablemente les había cedido Celeste.
Corrupción era el nombre del juego, juego vivo, prevaricacio-
nes amables, usufructo indebido como el que me tocó en suerte.
Y Celeste bromeaba mucho con lo de Pitanguy, y ella y Nerea
discutían como dos hermanas si en Ginebra o en Río.
Celeste tiene en este período una risa sintética que luce con
desparpajo ante sus propias bromas sintéticas, como si lo de las
demás no importara. Ella sigue siendo el centro del universo co-
nocido.
No recuerdo muy bien por qué, pero por esos días la Iglesia
católica, por la tele, o en sus homilías dominicales en las iglesias
(o en ambos espacios a la vez, que es lo más probable), había co-
menzado una campaña de promoción de la «perfección» como
estilo de vida (la perfección moral, entiéndase): «Dios es perfec-
to y exige de nosotros esa perfección». «Tú puedes ser perfecto».
Entonces, dominaba el ambiente una preocupación por alcan-
zar esa perfección cristiana tan anhelada. Aunque yo no tenía
muy claro en qué consistiera dicha «perfección, la identificaba
con una suerte de infalibilidad, ya que Dios ciertamente es in-
falible. «No te equivoques», «no yerres», parecía ser el leitmotiv
que movía a la sociedad y no aquel de «errar es humano pero
494
rectificar es de sabios» (y, por el medio, «perdonar es divino»,
según dijera un sabihondo contemporáneo, aunque pareciera
sacado directamente del libro de «Proverbios»). Y esa supuesta
«perfección» —de naturaleza moral, estaba claro— era alcanza-
ble solo a partir de la abstinencia sexual. Y eso chocaba frontal-
mente con esa ebullición hormonal en la que nos sumergimos
los adolescentes, involuntariamente, sin culpa de nuestra parte
(y chocaba también con los aprendizajes de Celeste en el Centro
de Especialidades Sexológicas y Psicológicas, que les quitaban
hierro a los pecados de la carne). De hecho, por esos días la Igle-
sia prohibió el establecimiento de un cementerio para perros, o
para mascotas en general, por ir contra la palabra, y arrecieron
las interrupciones de programas de la tele que se pasaban en
escenas de sexo.
Esa campaña de la Iglesia la acogió y la promovió mi madre en
casa y en sus actividades públicas con un entusiasmo avasallante,
arrollador (creo que esta es la época en la que formó parte tam-
bién de la Comisión municipal de censura).
Por esos días, mi madre nos había formado a mi hermano y
a mí para impartir talleres de autoestima, desarrollo comunitario
y otros temas de interés social (los llamados workshops, que se
orientan por el principio de «aprender haciendo»), insertos en
novedosas políticas públicas ejecutadas a la luz de recomendacio-
nes de Naciones Unidas. Formábamos una terna inseparable, Ce-
leste y sus mancuernas, que era el deleite del público en general
por mostrar el ejemplo de una familia bien avenida, casi como la
Familia Von Trapp.
No puedo negar que en los talleres de autoestima aprendí el
tipo de personas que querría conocer de ahí en adelante (come-
495
didas, prudentes, alegres, confiadas, solícitas, respetuosas y ama-
bles, entre otras), en resumen, personas asertivas (anglicismo este
al que le costó ganar aceptación en los países de habla hispana, así
como el de empowerment, empoderamiento, que refiere el proce-
so de ganar fortaleza y autoconfianza, en particular para controlar
la propia vida y reclamar derechos).
Las primas Rosiris y M. de la Concepción (y una de las hijas
de mi tío Buyón, Tite) se habían mudado a S.C. por razones labo-
rales que se resumían en que mi madre Celeste les había otorgado
la administración de unas oenegés a cargo de la ejecución del
programa de hogares de cuidado diario.
Rosiris llega en la primera ola corsaria aliada. Con ella, cinco
años después, se llevó a S.C. a su padre, el militar giroscópico,
enfermo con alzheimer, su mal carácter redoblante y redoblado
por esa terrible enfermedad.
Casi enseguida llega M. de la Concepción con su humor espu-
moso, sereno, como si supiera la fecha exacta del fin del mundo.
Y, finalmente, Tite, la hermana de Teresa, mi Esmeralda. Todas
ellas atraídas por la fiebre del oro andino; sabían del agradeci-
miento eterno, devoto de Celeste.
C. tomó por costumbre ir a la misa de domingo, a las seis de la
tarde y se hizo amiga del sacerdote que la oficiaba. Comenzó a la
vez labor social con la iglesia, a través de un programa que desa-
rrolló en la Dirección estatal del ministerio de desarrollo social (así
con todas sus letras, como a ella le gustaba), a su cargo, de hogares
de apoyo para madres trabajadoras con pocos recursos, que recibía
a sus hijos en los horarios laborales y que los asistía en materia ali-
menticia y de refuerzo escolar, el poco refuerzo que pudieran dar-
les madres asistentes apenas alfabetizadas. El rol de los sacerdotes
496
amigos de mi madre era el de administrar algunas de las oenegés
creadas para tan loable propósito, y a través de ellas los recursos pú-
blicos canalizados para dicho programa. Dinero fácil. La tentación
corre como la sangre. El poder embriaga. El hombre poderoso. El
hombre sexy. Mujeres a sus pies. Las mujeres también caían en la
tentación del dinero fácil, del dinero maldito.
Entre las oenegés se escuchaban rumores de quién robaba más, de
quién cumplía con las adquisiciones tal como lo estipulaban las di-
rectrices emanadas del ministerio en Caracas, y de quién compraba
implementos más económicos con facturas falsas para quedarse con la
diferencia, que era la práctica común de todas ellas. Todo esto ocurría
bajo la mirada despistada de mi madre, que no era capaz de separar el
grano de la paja. No podía o no quería. No hubo ni una sola denun-
cia de malversación o desvío de fondos públicos. Nadie se quejó. Todo
discurrió en la más perfecta discreción… o abulia… o complicidad…
Nada de eso fue aclarado. La ministra se deshacía en elogios
para Celeste. Tanto confiaba en ella, que la envió a Mérida a in-
tervenir esa dirección, encargándola de ella al mismo tiempo que
la de S.C., concediéndole la Judicatura un permiso especial para
tal fin. Entonces viajaba a S.C. los fines de semana. Y la directora
intervenida también era su amiga pero por ella nada pudo hacer,
pues había demasiados ojos escrutándolo todo y la ministra había
estado en Naciones Unidas, y no podía quedarle mal al presiden-
te, pues venía rodeada de una aureola impoluta. El presidente
confiaba en Naciones Unidas y confiaba en ella, su ministra de
los pobres y desasistidos, que por fin verían los efectos de polí-
ticas ejecutadas profesionalmente, sin la maldita política de por
medio, que todo lo corrompe.
No lamento nada. Había una especie de justicia divina en
todo aquello porque estábamos del lado del bien. Nunca utili-
497
zamos el poco poder que llegamos a alcanzar para dañar a na-
die, ni siquiera para tomar revancha, aunque mi madre no nos
enseñara precisamente a poner la otra mejilla. Creíamos en la
justicia y esperábamos que esta siempre se cumpliera. Aunque
yo, en particular, preferí siempre que se hiciera justicia aquí en
la tierra y no esperar a morirme para verla realizada.
1987
Sus encuentros tenían una atmósfera inevitable de crimen a punto
de cometerse, de ser cogidos por la Policía in fraganti (aunque a
cualquiera de ellos le hubiera gustado más el símil con la película
Anónimo Veneziano). Vivían al límite de la legalidad.
El que Júnior le pidiera perdón a su madre por lo de Francis/
Edmundo, oficializando su rendición «incondicional» (y defi-
nitiva… hasta nuevo aviso), lo hizo él convertirse en su adalid
(este concepto, esta idea, esta aspiración de Celeste había inicia-
do años atrás, con respecto a su compañero en la P.J., el marido
de Olga, su amiga del alma desde que se conocieran por trabajar
C. junto a su marido en la P.J.). Ella demandaba, necesitaba
mantener ciertos roles ajenos frente a sí. En esto se comportaba
como una directora de teatro autoritaria, controladora, impa-
ciente. Por esos días, el apartamento lo había alquilado Celeste
a una buena amiga suya.
Envidiaba a mi hermano; con una envidia que no llegaba al
odio pero lo envidiaba. Lo supe desde el primer momento, cuan-
498
do descubrí esa presión abdominal cada vez que se lo ponía a él
como ejemplo de eficacia y de triunfo en cualquiera de sus em-
presas, por muy pequeña que esta fuera. Había una sensación, un
ambiente en mi casa de preferencia hacia él. Era una competencia
por el amor de nuestros padres que yo siempre perdía. Porque su
amor, su preferencia hacia él se expresó de muchas formas. Y yo
me daba cuenta. Quizá porque fuera el más pequeño, quizá por
su tono de piel más claro, o por su rostro de rasgos mejor delinea-
dos que el mío, o nariz recta y perfilada, proporcionada al resto
de su cara (era en definitiva el más guapo de nosotros dos, porque
se parecía más a nuestra madre). Competíamos por ser el más
parecido a mi madre, frente a la gente que buscaba ese parecido
en nosotros y nuestros padres. Era nuestro particular concurso de
belleza. Y ciertamente he de reconocer que mi hermano es el más
parecido a mi madre.
Tanto por su perfil romano, como por la forma ovalada, re-
llenita de su rostro y su piel más clara, casi blanca, como la de
mi madre, él es el más guapo entre nosotros dos. Por alguna ra-
zón incomprensible para mí, mi hermano solía gozar de algunos
privilegios que no estaban a mi alcance. El primer recuerdo que
tengo con mi hermano es el de esa fotografía que nuestra madre
entusiasta nos hiciera con su cámara nueva. Él no tendría más
de un mes, pues al recibir yo la dulce instrucción materna de
introducirme en su cuna blanca (o puede que de un azul pastel,
no lo recuerdo) y acostarme a su lado, lo hice con el mayor de los
cuidados y al llegar ahí, me sentí como un gigante torpe al lado de
un delicado y frágil querubín al cual abarcaba por completo con
mi brazo inmenso y cuyo cuerpo era la mitad del mío.
Estudió en dos de los mejores colegios privados de la ciudad.
Era muy inteligente, como yo, pero sacaba mejores notas y mi
madre no tenía que andar detrás de él para que estudiara. Parecía
499
que todo en la vida se le daría muy fácil. Yo sospechaba que mi
madre confiaba menos en mí porque no me dejaba a veces ni res-
pirar tranquilo. Por eso me relajé. Y la rueda dio dos, tres, cinco
vueltas y el perro se mordía la cola.
El que Júnior le pidiera perdón a su madre por lo de Francis/
Edmundo, oficializando su rendición «incondicional» (y definiti-
va… hasta nuevo aviso), lo convirtió desde ese momento definitivo
en su adalid (este concepto, esta idea, esta aspiración de Celeste había
iniciado años atrás, con respecto al marido de Olga, su amiga del
alma desde que se conocieran por trabajar C. junto a su marido en
la P.J.). Ella demandaba, necesitaba mantener ciertos roles ajenos
frente a sí. Esa era su obra de teatro particular, privada, secreta, o lo
que es lo mismo dicho de otra forma, sagrada. En esto se comportaba
como una directora de teatro autoritaria, controladora, impaciente.
Por esos días, el apartamento lo había alquilado Celeste a una buena
amiga suya.
Celeste cita a Alejandra para hablar de su futuro.
Nuestros hábitos nos condenan. Nos apresan y nos condenan
a repeticiones casi inconscientes, casi instintivas. Se adhieren a
nuestro ADN y se convierten entonces sí en instintos. Celeste no
sabía muy bien cómo abordar la conversación con Alejandra. Se
debatía entre la condescendencia que busca el acuerdo amigable
y la altivez desafiante. De la reacción de Alejandra y de su actitud
dependería su postura.
—¿Cómo prefieres que te llame? —abrió fuegos la matriarca,
insegura.
—«Alejandra» está bien, señora.
—Bueno, Ale, ¿te puedo llamar «Ale»? No sé en realidad por
dónde empezar. Simplemente quiero pedirte, quiero rogarte que
entres en razón, hija. Lo que tienes en mente es una locura. Es…
500
—¿Pecado, señora?
—Bueno, no quiero poner nuestra conversación en esos tér-
minos pero ya que lo mencionas… Tengo muchos amigos curas
que no entenderían…
—¿Qué no entenderían qué, señora?
—Tu decisión.
—Exacto. Es mi decisión y de nadie más.
—¿Y J.R. no pinta nada en todo esto?
—Él me apoya. Al cien por ciento.
—No lo creo, jovencita. Él está muy preocupado. Y no te dice
nada porque no quiere provocarte.
—Pues hace muy bien. Que no me provoque. Que no sabe de
lo que soy capaz.
—Y tú no tienes idea de lo que soy yo capaz —enfatizó el
pronombre.
Salió del apartamento de madrugada, como un ladrón escapa
de su cárcel. En silencio, sin una nota de despedida. Abrumada,
sola; con el miedo como única compañía. Expectativas irreales
generadas a partir del postureo inicial, obligado en todo corte-
jo, que se derrumbaron con el primer toque de realidad. Pero
la realidad es insistente y permanece. Miasma, miasma, miasma.
Un no sé qué impronunciable le hizo recordar sin ganas a Belén
Palacios, su «miasma». Pero era otra miasma, una miasma real,
viva y actuante; generosa en su desprecio.
Más que lo común, más que lo habitual, más que lo acos-
tumbrado... ¿Cómo es posible que le mienta de esta manera?
Que le haya mentido. Le has mentido por miedo; por miedo
a no ser suficiente. Por miedo a su miedo disfrazado de des-
precio, o peor, de indiferencia. Más, menos, por, entre; vaca,
toro; tú, yo, tú, yo. Otoño, invierno, primavera, verano. Ini-
cia de nuevo el acto sacrificial, sadomasoquista moralmente
irreprochable pero no vendible: malo, bueno, claro, oscuro,
sí, no, ONN-OFF, vaca, toro; mío, tuyo, suyo; ¿o era acaso el
501
poder taumatúrgico, trasmutante o metamorfo del agua bau-
tismal?
El que aún no se hubieran comercializado masivamente los
teléfonos celulares en 1995 hacía muy difícil la localización de
Alejandra G.S.
No habían discutido de manera tal que justificase una desa-
parición repentina y callada como la que estaba tomando forma
ante los ojos aterrados de J.R. Decidió ir tras ella de inmediato.
Se justificaría. Diría que estaba confundido, que al haber esta-
do siempre bajo la égida de su madre Celeste no tuvo capacidad
de discernir lo bueno de lo malo. Que se dejó arrastrar en su
inocencia por personas malvivientes, por una secta, como se lo
dijera a él Celeste en su momento. Usaría esas mismas palabras y
tendría a Celeste como testigo de descargo. Él se había olvidado
de esa nota, de esa despedida. Trató de olvidar todo eso como un
mal sueño; y casi lo logra. No sabe si fue durante un sueño que
pronunció su nombre, ese nombre prohibido, proscrito aun para
su memoria. Seguramente fue eso. Ella no se lo dijo. No quiso
confrontarlo como a un sospechoso en juicio penal. Se abstuvo
de pedir explicaciones acerca de un pasado en el que ella nada
tenía que hacer o que opinar. Prefirió el silencio; que fueran sus
acciones las que hablaran por ella. Ich liebe dich.
Llegó a Mérida una hora antes de lo habitual. Estaba decidi-
do a echar el resto en explicaciones y solicitudes de perdón por
un pasado que no fue capaz de confesar en su momento. Pero
Alejandra no estaba por ninguna parte. O seguramente estaba en
Valencia, en su casa. Se le había hecho a J.R. inalcanzable. Ya no
la volvería a ver.
Los peores temores fueron confirmados en silencio. De la
misma forma que Alejandra G.S. salió de la vida de la familia
Andrónico. No hay peor temor que la incertidumbre. No hay
peor incertidumbre que la de los sentimientos propios y la de las
502
motivaciones más íntimas de quien hace sin saber por qué hace,
de quien actúa sin saber por qué actúa. Ese misterio, esa incer-
tidumbre son piedras o lozas pesadísimas que se llevan a cuestas
y te doblan las piernas, te doblan la espalda, te hacen perder el
equilibrio y te hacen caer, sin que te des cuenta, sin que repares
en ello. Las llevas como fardos muy pesados e inútiles, que solo
sirven para reducir tu aliento, tus fuerzas, para quitarte las ganas
de seguir adelante. Y no se trata de demostrarle nada a nadie; no
se trata de demostrarle a alguien más, o de demostrarle a la gente
que tú sí puedes, que tú eres capaz, que tú sí puedes salir avante
a pesar de los obstáculos, a pesar de las cargas que te impone la
vida, el destino, el azar o Dios. Se trata de que lo que haces, lo
haces porque tú quieres hacerlo, porque es imprescindible para ti
no dejar de hacerlo, y no porque te lo impone alguna autoridad
externa a tu alma, a tu espíritu, a tu deseo más íntimo. ¿Sabes tú
cuál es ese deseo tuyo?; ¿sabes qué anhela tu alma? Entonces no
deberías estar ahí. No deberías actuar como la pluma llevada por
el viento impasible, pero constante. No te dejes llevar, no te dejes
absorber por la necesidad ajena. En ese momento, J.R. empezó a
considerar la importancia de la linealidad en la sucesión de algu-
nos acontecimientos.
Comenzó a mirar las piedritas incrustadas en el asfalto de la
calle que tenía a sus pies. Entonces se dio cuenta de que nada
hacía allí. Que no debía estar ahí sino en otra parte, en cualquier
otra parte y no en esa, no entonces. Otra vez su ausencia inexpli-
cada, pero esta vez segura y definitiva.
El alba apenas despuntaba entre formaciones nubosas londi-
nenses cuando sus ojos se abrieron de un letargo al otro, con
ardor plúmbeo, tratando de entender su osadía de anemómetro
infiel, pétalos dormidos sobre charquitos oculares, testigos silen-
ciosos de su aventura anodina. Él mismo no recuerda dónde ni
cuándo acabó su viaje submarino a las estrellas, solo su deseo de
503
encontrar consuelo en la pequeña máquina de rodeos deformes,
con la venia fraternal ya dispuesta.
J.R. empezó a considerar la importancia de la linealidad en la
sucesión de algunos acontecimientos.
Ale se había llevado consigo el presente, lo había hecho desva-
necerse como la ilusión efímera que había sido, como ella misma
se había desvanecido y cuando te quitan el presente en forma tan
repentina, es como si te quitaran el suelo que pisas. Eso pensó
J.R. en los momentos de mayor incertidumbre acerca de su fu-
turo inmediato. Pensó que se convertía en nada, en nadie; que el
destino que había previsto para sí mismo entre ataques de pánico
provocados por los demonios rojos de su infancia era inexorable,
inevitable, invencible, irrevocable, forzoso, es decir, fatal.
Ella no toleró el engaño; la red de mentiras y medias tintas
que la llevaron a confiar en un desconocido tan peculiar, tan pe-
culiarmente engañoso, poco confiable, poco veraz. Ella quería en
su vida verdad y certidumbre, certezas apoyadas en acciones que
construyeran confianza mutua. Ella quería futuro. Solo que no
era su momento. Él quería lo que no sabía reconocer que quería.
Quería sentirse aprobado, alabado, reconocido.
Regresó al hotel, se desnudó como si le picara la ropa y se
quedó en calzoncillos, con el mando a distancia en la mano, para
asirse de algo, de alguna cosa, aunque fuera solo esa.
No encendió el televisor, dejando de lado el mando. Se fue
de esa porción de realidad, físicamente hablando, sin tener muy
claro qué haría con sus días y con sus horas. En realidad, se abu-
rría. La soledad lo aburría como a un niño rico cansado de sus
juguetes nuevos. Por ese solo motivo, por el aburrimiento más
pertinaz y pesado, salió como cada noche a retar a la vida a que
504
lo sorprendiera. Se enfundó en su jersey amarillo de grueso algo-
dón —hacía afuera quince grados— y se quedó de pie, sin saber
qué dirección tomar. Se encontró de frente a la puerta de uno
de tantos restaurantes que había visitado con Francis y decidió
que cenaría. Entró y se volvió a quedar inmóvil, como escrutan-
do cada rincón del lugar, queriendo que todo estuviese intacto,
como la última vez que estuvieron ahí. Las mismas sillas, las mis-
mas mesas, los mismos colores. Eso lo transportó hacia atrás en
el tiempo.
Deseó revivir esa noche. Deseó revivir todas esas noches.
Una pareja que entraba interrumpió su examen al tropezar-
lo con la puerta. Miró hacia atrás y avanzó sin responder el
buenas noches. Pidió la carta y se levantó para ir al lavabo a
lavarse las manos. Tenía una obsesión por comer con las manos
impecables y no impregnadas del smog de la calle. Trató de re-
cordar lo que habían comido la última vez que estuvieron ahí.
Trató de recordar quién los había atendido esa última noche en
ese restaurante. De qué habían hablado. Si se habían dicho te
quiero. Si llovía o soplaba un viento fresco. No pudo. Y eso le
provocó una ínfima decepción. El ruido enloquecedor de varias
conversaciones desarrollándose alrededor le provocó un peque-
ño ataque de angustia, leve, casi imperceptible. El hombre que
fumaba descosido en una de las mesas, en compañía de dos
mujeres, lo desquició. Pidió alejarse de ese individuo. No ha-
bía más mesas, sino la contigua al humo de segunda mano. Lo
aceptó a regañadientes, como quien acepta la extremaunción al
momento de ir a la horca.
Dibujó en su mente una senda sinuosa, que no podría ser de
otra manera sino curva, torpe, desencajada como sus intentos de
reencontrarse con Alejandra (¿por qué lo hacía?; ¿por qué quería
encontrarla? Le había hecho a su madre una promesa que no le
505
dijo, de entregarse a ella; no se la dijo por miedo a caer irremedia-
blemente en su telaraña).
No dejó de pensar en lo incómodo y extraño de su situación,
buscar a una persona que no quería ser encontrada. ¿Qué le diría?
«Vuelve», acaso? Se pondría en una situación de necesidad impe-
riosa, de debilidad manifiesta. Se pondría a sus pies y lo peor, sin
ella tener interés en ello. Por eso mismo decidió concentrarse en
el presente.
Se paró a la puerta del restaurante a esperar ser ubicado y solo
cuando le ofrecían asiento se percató del hombre fumando en
la mesa contigua. Exigió cambio de sitio de inmediato. El lugar
estaba lleno. Las dos mujeres que acompañaban al yonqui (ni que
decir tiene que para un no fumador empedernido cualquiera que
se lleve un cigarrillo a la boca es un yonqui, ni más ni menos) le
indicaron con gestos de sus manos y asiéndole firme el brazo im-
plicado que parase ya, cuando el hombre se disponía a encender
otro cigarrillo, para mi satisfacción.
Pidió (¿que por qué hablo de mí mismo en tercera persona? A
esta altura ya deberías tenerlo más que claro) como primero una
crema de verduras porque le gustaba comer sopa cuando el tiempo
se ponía fresco (y porque la escena con el yonqui le había produci-
do un breve ardor de estómago y se sabe que la crema de verduras
obra milagros). Trató de comer muy lentamente para que la cena
durara el tiempo justo para que le diera sueño y dormir hasta el día
siguiente. Solo dormir. No le apetecía otra cosa. Solo dormir. Tenía
la cabeza agachada frente al plato de sopa y escuchó una vocecita
de niña asustada que musitó algo ininteligible. Alzó la mirada para
encontrarse con una preciosa niña bronceada por el sol de la mon-
taña, con el bronce de una de sus mejillas ocupado en su exacto
centro por una mota rosada, típica de quienes viven en el páramo.
506
Su otra mejilla era ocupada en un noventa por ciento por una mar-
ca rosa intenso, casi rojo, con la piel sobresaliente, producto de una
quemada posiblemente de segundo o tercer grado, que le llegaba
hasta la comisura de su ojo izquierdo, el cual parecía no poder abrir
más que con una leve abertura, por ser prisionero de unas pequeñas
y finísimas fibras lineales. Los ojos de J.R. se llenaron de lágrimas.
Se quedó mudo. Solo pudo reaccionar para que la niña mendiga
no se diera cuenta de que estaba sintiendo una profunda lástima
por ella. Al instante se escuchó a la distancia la voz del camarero
diciéndole: «¡María, vete!». Ante lo cual el comensal, en un repen-
tino ataque casi incontrolable de angustia, le indicó al mozo que se
acercara a su mesa. Le preguntó si la niña podía comer con él, a lo
que el camarero respondió estricto y con una mueca de asco ante el
rostro quemado de la niña:
—Ella no debe estar aquí.
—Entonces, espero lo que aún falta de mi comida, pero me lo
pone para llevar, por favor.
—¡Señor! —respondió el sabido camarero con una suave
inclinación de su cabeza semicalva, como la de casi todos los
camareros.
Se sentaron a comer al pie de un monumento en bronce que
representaba a una familia de pastores andinos, todos con sus
ponchos, rodeados de su recua de animales, mula, vaca y dos o
tres ovejas que no sabían a donde dirigirse, como una versión
montañera de la escena del nacimiento de nuestro señor Jesucris-
to (no el mío, por cierto).
—María —inició J.R., orgulloso de haber recordado el nom-
bre de la niña—. ¿Dónde vives?
—En Ejido.
—¡En Ejido! —Sintió una compasión infinita, imposible—.
¿Y qué haces por aquí, tan lejos de tu casa? —La niña le dio por
toda respuesta un movimiento de hombros, dándole a entender
que la pregunta estaba de más.
507
—¿Cómo llegarás a tu casa esta noche?
—Mi tío maneja una buseta.
—¡Ah, ya veo! O sea, que te regresas a tu casa en primera clase.
Ella guardó silencio al no entender la broma y él volvió a pre-
guntarle, cada vez más interesado por la suerte de esa niña solita-
ria que reflejaba la miseria de todas las niñas del mundo.
—¿A dónde tienes que ir para encontrarte con tu tío?
—No. Él me viene a buscar aquí en una hora.
—¿Y por qué entraste al restaurante?
—Porque tengo hambre. Siempre tengo hambre.
—Toma —le dijo alargando la mano con la bandeja que le
habían preparado hacía tan solo diez minutos.
La niña la recibió y se la puso en su regazo, como protegién-
dola para que no se la fueran a arrebatar. Él observó el gesto y
le dijo:
—No te preocupes, yo me quedo aquí contigo hasta que ven-
ga tu tío. —No teniendo ya nada más de que hablar, J.R. comen-
zó con las preguntas de rigor a una niña de esa edad.
—¿Cuántos hermanos tienes?
—Cuatro.
Enseguida se imaginó el cuadro de miseria absoluta e hiriente
en una chabola con piso de tierra y techo formado por láminas
de zinc puestas unas sobre las otras, con cuatro o cinco perso-
nas durmiendo en un colchón sobre el piso de tierra y piedras y
vestido con una sábana raída y descolorida de tanto darle agua y
jabón azul; y regresó esa sensación de querer llorar por siempre,
eternamente y sin parar. Por todas las Marías a las que se les daba
ese trato. La niña era blanca, sus ojos de un gris transparente,
traslúcido, emanaban una inocencia maltratada, sojuzgada por
las penurias… Su hermano mayor fue a buscarla, fiel a lo que la
niña había explicado tan solo unos minutos antes, en una buseta
de transporte de pasajeros verde, roñosa, con la pintura descasca-
508
rada y mostrando vetas marrones del óxido que corroía la latone-
ría. El hermano mayor, un hombre barrigón, con una barriga de
esas que se ve que contienen litros de cerveza, sin apurar el paso
se dirigió a María en la misma forma autoritaria en la que lo había
hecho el camarero minutos antes. Se quedó mirando a J.R. de
hito en hito, como si fuera un vicioso que estuviera seduciendo
a su hermanita pequeña. J.R. se levantó del suelo como por un
resorte. Y en seguida le extendió su mano al desconocido. Este la
miró con desconfianza y acercó la suya con prudencia, más bien
con recelo, pero firme y sin quitarle la mirada de los ojos a J.R.,
le ordenó a la niña que se subiera a la buseta. Arrancó el vehículo
imprimiéndole una aceleración contundente, como despidiéndo-
se para siempre de esa escena.
Se quedó solo en la plaza ubicada frente al restaurante. Se pre-
guntó una vez más qué hacía ahí (el sol seguiría en su lugar. Los
datos económicos no variarían. El mundo tal y como lo conoce-
mos seguiría su curso, sin pensar que en un punto del asfalto se
había prescindido de un pedrusco).
Qué hacía tratando de recuperar algo que ya había perdido y
de lo cual no estaba tan seguro de querer recuperar. Y sintió mie-
do de que ella apareciera dispuesta a regresar con él. Dispuesta a
rehacer su vida en común sobre bases tan endebles, tan efímeras.
Sintió miedo de sentir de nuevo esa necesidad de acabar con todo,
como si la vida fuera un fardo pesado cuya carga es insoportable,
inadmisible. Quería que el tiempo volara y no sentir el peso de su
ausencia. ¿La quería? Sí, pero el suyo era un amor acomodaticio,
de esos que esperan una mejor opción, aunque no la conozcan,
aunque aún no haya llegado a su vida. ¿Qué pensaría ella de él?
¿Que era un imbécil? ¿Un pobre hijito consentido de mamá, in-
capaz de resolver sus propios problemas y de tomar sus propias
decisiones? ¿Qué hubiera pasado si ese día no hubiera ido Celeste
a su piso, de ella o de él, y no le hubiera dicho por lo tanto esa
509
frase tan invasiva, tan confianzuda de «pero si estás embarazada»
(palabras más) que tanto le disgustó a Alejandra, no tanto por
la frase en sí misma, sino por todo lo que encerraba? Lo único
que tenía cierto J.R. en esos momentos es que Celeste, su madre,
aparecía de nuevo, aunque fuera tangencialmente, involucrada en
una situación que a él le representaba una pérdida, una derrota,
un fracaso inexcusable.
… Y recordé cuando me hice la peli de la peli que no fue y que
envolvió el resto de mi vida en papel celofán, tan brillante como el de
aluminio, tan brillante que me cegó.
Sentía crecer las sombras como cuando el sol desciende sin reme-
dio. Se sorprendió pensando en sus tetas, pensamiento que se espantó
con la palma de su mano izquierda, como a una mosca molesta. El
cielo sin estrellas incrementó su sensación de soledad.
Regresó al hotel con paso cansado, tanto que para llegar hasta
ahí tardó tres veces más de lo que hubiera tardado en condiciones
normales. Mientras caminaba con ese paso cansino y pesado, le
vino a la memoria la imagen de la siquiatra, la que lo había retado
a cambiar, a madurar, a creer en sí mismo, lo cual él nunca creyó
posible (también, y él no supo por qué, le vino la imagen de las
nueve pastillas diarias de diferentes formas y colores que se tomó
hasta los diecisiete años. Pensó que le gustaban por su aspecto
exterior y se preguntó si sirvieron para algo más que para acabar
con los temblores de su infancia). Esa imagen le decía que no
se rindiera. La siquiatra cubana. Pero estaba realmente cansado.
Quería a Alejandra (por los buenos recuerdos que conservaba de
ella, por su sentimiento de culpa), pero no estaba muy seguro
de querer convencerla de algo para lo que evidentemente ella no
estaba ni quería ser convencida. Se había ido por su propio pie,
sin despedirse (no tuvo ni siquiera ese detalle). Se ve que estaba
510
harta. Harta de lidiar con la indecisión de J.R. entre ella y su
madre. Entre su rol de pareja y su rol de hijo. Estaba harta de
competir con los fantasmas, con los recuerdos, con la memoria
de un pasado que siempre sería mejor que su presente a su lado.
Eso pensaba ella. Eso le demostró él. Quiso confrontarse con los
hechos y recordó el momento en el que sintió deseos de ahorcarla
y concluyó que no quería, que no podía querer estar con ella.
La noche progresivamente callada bordaba un manto oscuro que
parecía anunciar el fin de un ciclo apenas y por poco superado.
… Y aun si se crearan mecanismos de prolongación de la vida
mucho más allá de lo que es hoy su fin natural, ese prodigio científico
no crearía otra cosa más que soledad, y aun hastío, de la vida, de
existir sin ser admirado, envidiado, odiado. Nada. Somos la muerte.
La muerte, la muerte, la muerte. La muerte ambulante; la muerte
que habla, la muerte que piensa y siente miedo de la muerte porque
sabe que se va a morir. Y el miedo a la muerte es miedo a la soledad,
a la nada, al no ser, al no estar, al no estar aquí, como están los vivos.
Y por eso nos hemos inventado las religiones, y nos hemos inventado
el alma, el espíritu que yace en nosotros. Me produjo una satisfacción
que fue el único momento de dicha sinceramente sentida, de poder
inapelable que tuve en esos días aciagos. Y el poder embriaga, obnu-
bila y enloquece. Me sentí desnudo. No en evidencia; desnudo. Sentí
que no merecía sentir tanto dolor, pero no en el sentido lógico —y
esperable— de «por qué a mí, Dios mío» o de «qué he hecho yo para
merecer esto» (sensación ya vivida y descrita en una etapa previa de
este galimatías al que llamamos «vida»), sino en el sentido de haber-
me descubierto como un ser irracionalmente perverso, retorcido, ven-
gativo, puerilmente vengativo y rencoroso; un ser al que la venganza
le parecía una opción legítima, aceptable, llevadera. Le deseaba la
muerte a todo cristo viviente, comenzando por mí mismo.
511
CAPÍTULO I
… Los diálogos de Celeste acerca de su hijo, J.R., cuando él es-
taba con Verónica:
—Te lo dije, mana. Ese muchacho va muy mal.
—¿Cómo que mal, si apenas sale de casa para ir al liceo y de ahí
al bufete de su padre? (Catorce años, a esa edad mi padre, ante mi
porfiada insistencia, accedió a emplearme como mensajero en la ofi-
cina que compartía con su comadre y vecina nuestra y otro abogado,
amigo de ambos, de nombre Jesús Alipio, una versión suya, de mi
padre, un poco más baja y fornida, lo que a mí me gustaba descri-
bir con la palabra rusa крепко, lo cual era un error por descuido o
distracción, pues крепко significa «firmemente», «fuerte», pero en el
sentido de «firmeza», y no de fortaleza física. La razón de ese error
de apreciación estuvo quizás en mi memoria endeble y traidora, que
confunde una cosa con la otra, casi gratuitamente. El empleo me
duró una semana pues, cuando le conté a mi madre que tendría que
lavar el baño, montó en cólera, de manera inexplicable, imprevista
por mí y aun por mi padre. Cómo es posible que pongas a Romancito
de cachifo, a lavar porquería ajena… (¿Dijo «porquería», fue esa su
expresión exacta? No lo recuerdo bien)…
—No, no, no… Me refiero a su elección de pareja. ¡Cómo se va a
meter con una mujer casada y con dos niñas! Está loco, mana. Está loco.
—Pero tú le enseñaste a ser libre.
—No le enseñé a arriesgarse de esa manera. Imagínate, mana, su
amigo Rubén Darío, me contó como el marido de Verónica lo apuntó
con una escopeta. Yo tenía que intervenir…
513
—¿A qué te refieres, mana?
—A que yo hablé con esa muchacha, con Verónica.
—¿Y qué le dijiste?
—La verdad. Que el niño apenas está estudiando el Bachillerato
y que no puede perder más tiempo del que ya ha perdido, porque si
entonces se graduará el día de más nunca.
—Venga, mana. Tú no tienes remedio…
514
CAPÍTULO XXII
Celeste, de nuevo, regresa a casa con una niña en los brazos. Esta
vez es su nieta.
No diré aquí que Lorna nació en contra de la voluntad de su
madre. No diré aquí que fue un parto difícil, de riesgo por ser
una niña no deseada. No diré aquí que sus instintos más básicos
chocaron con la realidad de una ausencia absoluta, definitiva.
La niña (no «tu hija») se llamará Lorna, sentenció la matriarca.
Celeste, con la excusa de ofrecerle a la niña las mejores oportuni-
dades (seguros gremiales a través del Colegio de Abogados y las
universidades donde hubieran impartido clases ella y su marido;
acceso directo a la herencia de la familia y sobre todo, una familia
«bien constituida»), le ofrece a J.R. asentarla no como hija de él
y nieta de ella, sino como hija de ella y del padre de J.R. Es decir,
ella pasa de su hija a su hermana en términos legales. J.R. accede
sin oponer más que una resistencia inicial, llevada a cabo más
que todo por mantener una posición que sabía insostenible, o
porque quería ser práctico y buscaba complicarse la vida lo me-
nos posible. La practicidad había sido siempre la seña distintiva
de la familia Andrónico Fuentes. Se dio cuenta de que no tenía
nada material que ofrecerle a su hija. Ni siquiera la había visto
nacer y supuso que era justo que ella en verdad tuviera las mejo-
res oportunidades, así fuera con base en una mentira, en una de
las tantas fabricaciones retorcidas elaboradas por su madre, en su
delirio invencible de tenerlo todo bajo su ala protectora. Se va a
Suecia a estudiar, al cabo de un año, dejando a su hija a cargo de
515
su madre, quien se convierte en la tutora legal. Ella no solo es su
tutora. Es su madre.
Los primeros años de la niña fueron los más duros. Era un
pedacito de carne gobernado por instintos. No puedo olvidar mi
sentimiento de culpa (me invadía) cada vez que buscaba su sus-
tento en mi pecho seco. Con cada percance suyo. Los tres más
importantes que tuvo fueron a los seis meses cuando, al levantarse
tratando de salir de la cuna se resbaló y le dio con su cabecita al
travesaño, yo la cogí en mis brazos y se la llevé a la vecina que
vivía al lado de Bruno, que era la misma abogada con la que ha-
bían trabajado mi padre y Galo en el bufete donde me emplearon
como mensajero y del cual me sacó mi madre al enterarse que
tenía que limpiar el lavabo. Ella me ayudó, me tranquilizó y me
enseñó a reaccionar en esos momentos de emergencias infantiles,
en los que había que tomar decisiones frías, rápidas y eficientes.
Cuando me la llevé conmigo a las oficinas de correos a recoger
los libros del máster que hice en Suecia, la traía en brazos, se me
desprendió con una fuerza inusitada para ir detrás de un niño
que pasaba con un cochecito, con su impulso se resbaló y cayó
en una rejilla que presentaba una abertura producida por uno de
sus barrotes doblado o recortado. El filo del barrote le alcanzó a
penetrar en su piernita, causándole una herida punzo penetrante
que le ocasionó a su vez una cicatriz que se quedó ahí años y
años, como recordatorio cruel de mi descuido. Y el otro incidente
fue una deshidratación repentina por la que mi madre tuvo que
internarla en una clínica, mientras que yo estaba en Caracas, ha-
ciendo ni sé qué.
Celeste andaba hecha una pascua. A través de su nieta había
cumplido por fin su sueño de tener una niña en casa, como una
hija, como su hija pequeñita, vulnerable, dependiente de ella.
516
Era, de hecho y a todos los efectos legales, su hija. Esa fue quizá
su última oportunidad de ejercer sobre su hijo J.R., el especial,
el dependiente, el débil, una influencia irrebatible, incontestable.
Parecía una conjunción astral perfecta, propicia para el nacimien-
to de un nuevo estado de cosas entre madre e hijo. Esa era su ex-
pectativa al menos. Esperaba… Esperaba un futuro idealizado e
irreal. Las expectativas y los sentimientos de Celeste hacia su nieta
eran encontrados. De una parte, era sangre de su sangre y venía a
llenar el vacío dejado por Layla; pero por otra, no era completa-
mente suya y corría el riesgo de perderla en cualquier momento,
si J.R. volvía a tener pareja y lo peor, si se iba, que daba por des-
contado si se cumplía la premisa anterior, que se marchara con
su nueva pareja. Había un escenario ulterior en el que no quería
ni siquiera pensar. «¿Le pondrás un hombre como mamá a tu
hija? ¿serás capaz de esa aberración?», le inquiría a los gritos, en
el transcurso de su interminable debate, surgido a raíz de la pro-
puesta de Celeste de registrar a la niña como hija suya y de José
Román, padre. Y J.R., una vez más, quizá para no escuchar sus
gritos a voz en cuello, ni sus súplicas calculadas o sentidas, la dejó
salirse con la suya.
517
CAPÍTULO XVII
Comencé a huir de mi familia. Me persiguieron como a un cri-
minal en fuga. Mi madre había dicho que los maricones eran
una secta pero ellos se convirtieron en la secta que no permite
disidencia. Ellos no; ella. Ella dirigió el ataque despiadado y lo
disfrazó de misión de rescate, como una cruzada por la salva-
ción de mi alma, de mi pureza espiritual; de mi salud moral.
Mi hermano lloró. Yo lloré. Lloramos al mismo tiempo pero no
juntos. Cada uno por su lado y por sus motivos. Yo lloré porque
no quería hacerle daño. Él lloró porque pensó que se lo hacía
a él; que se lo hacía a él y a mis padres. No lo entendía; o lo
entendía como una traición, como una venganza. Fue un dolor
necesario, útil. Fue la tormenta antes de la calma. La pesadilla
más larga.
Ese día llegaron a las tres de la tarde. Se apostaron en el apar-
tamento a esperarme. Yo había subido con Francis-Edmundo al
páramo. Adoptamos a Copito. Lo despedí en la plaza de la bu-
rra, una plazoleta cuyo centro minúsculo era dominado por una
escultura de una familia de pastores andinos, padre, madre, hijo
e hija, como un belén de acero verdoso que señalaba el punto
exacto de su emplazamiento, del cual no debían salirse las cosas,
la realidad. Una vez hube despedido a Francis-Edmundo, me
enfrenté a mi familia, al paredón de fusilamiento preparado con
tanta ansia. El primero en disparar fue mi hermano. No sabía
cómo hacerlo. Nunca se había puesto en el rol de juez, ni en el
de fiscal. Lloró; lloramos. Ese día supe de su boca que me había
519
admirado en secreto; que yo era su ejemplo; su hermano ma-
yor todopoderoso, persistente, incomparable. Pero me mantuve
firme. Se fue sin una explicación satisfactoria. Algo se rompió
entre nosotros. Por los momentos. Mi padre trató de conciliar.
De llegar a una entente. Por primera vez en su vida trataba de
conciliar, antes de que fuera demasiado tarde. Con Celeste no
quise hablar. Ya nos habíamos dicho todo lo que teníamos que
decirnos.
El tipo negro del rickshaw que lo llevaba a su destino (de uno
a otro extremo improbable del pueblo) no dejó ni por un ins-
tante indivisible su mal humor. Lo dejó tirado como a una carga
molesta o demasiado pesada. J.R. lo echó a gritos cuando vio su
actitud hostil innecesaria. Siguió a pie bajo el sol abrasador (aun-
que pudiera decirse que la noche se acercaba con una bruma sutil
pero perceptible). Se topó con un bloqueo en la calle producido
por una especie de rancho de tres plantas, ladrillos descubiertos y
láminas de zinc colocadas con tiento.
Pregunta como el judío en Samaria. Se dio cuenta de que era
una cara conocida aunque no apreciada lo suficiente. El rostro
le respondió amable, aunque después fuera difícil de precisar.
Siguió el camino indicado por el niño en pantaloncillos azules.
Obtuvo respuesta tardía a su ansia impertérrita.
Había pasado un año desde que nuestros padres se habían
puesto de acuerdo para inscribirnos juntos en el equipo de béis-
bol infantil, que agrupa a los chicos entre doce y catorce años.
(Celeste, a pesar de su resistencia inicial argumentada en la car-
diopatía congénita del niño, accedió finalmente a que su padre
lo inscribiera en la liga de béisbol infantil, habiendo insistido su
padre tanto en ello, preocupado por su endeblez, su emasculación
520
temprana ─lo de su afición por las telenovelas─ y su cada vez más
notorio aislamiento social).
Años después de que se hubieran embarcado en su aventura
estratosférica, Bruno le explica a J.R. que lo de los pelos en el
fundillo (prefería decirle así, ya que odiaba la palabra “culo”, así
sin más) no es un castigo divino por su concupiscencia clandes-
tina sino un efecto normal del desarrollo humano. Esto lo había
aprendido de propia cuenta, por cierto, y no de parte de su pa-
dre, médico oncólogo, pero en quien pesaba más su machismo
furibundo y no toda la ciencia que hubiera podido aprender y
que ciertamente sabía porque, prejuicios aparte, era un médico
brillante cuyos conocimientos no quedaban limitados a su área
sino que se extendían a diversos campos de la medicina como la
cardiología y la entonces llamada «medicina nuclear».
J.R., en cambio, no tenía ni idea de estas cosas pues aunado al
hecho de que en la clase de biología no le habían explicado este
fenómeno en particular (sospecha que por un acto de pacatería
institucionalizada y sistemática) su inteligencia precoz la había
concentrado en el aprendizaje desordenado de idiomas y no en
los contenidos de la educación formal, demasiado aburridos e in-
útiles para su gusto. En adición a esto, tenía muy clara la convic-
ción de que era una reencarnación, la de un monje medieval, ver-
sión esta corroborada en todos sus extremos por Belén Palacios, la
vidente aficionada que llegara a convertirse en su peculiar amiga.
521
CAPÍTULO XV
Mérida
Nací el primer día de mi universidad. Cuando aprendí que no tenía
por qué caerle bien a todo el mundo y que no todo el mundo me tra-
taría de la forma en que lo hacía mi madre… hasta mis once años.
Todo fue muy rápido. No recuerdo muy bien en qué momento exacto
sufrí la metamorfosis, en otra ciudad, para cambiar, para ser libre;
para volar. En ese momento comencé a olvidar lo que me había atado
indisolublemente a mi madre. Todo en mí eran recuerdos difusos,
borrosos. Todo en mí eran sombras.
Me fui a Mérida a estudiar Derecho pues pensaba que al ser la
universidad pública ello les ahorraría gastos a mis padres (bueno,
entre otras razones). No sabía muy bien cuál era nuestra situación
financiera, pues mi padre era muy reservado con esos temas. Ante
su insistencia en que me quedara a estudiar Derecho en S.C., yo
le respondía con la solicitud formal de un presupuesto de gastos
semestre por semestre. Al no poder o no querer presentarme di-
cho instrumento, yo decidí que me iría a estudiar a la universidad
pública en Mérida y que buscaría trabajo ahí como guía turístico.
Celeste decidió involucrarse conmigo en mis estudios todo lo
que pudiera. Yo decidí que eso era una buena idea. El primer
523
trabajo académico, paper o ensayo que escribí versó sobre «el ho-
mosexualismo como enfermedad social, causas y posibles soluciones al
problema»; porque qué problema este el del homosexualismo. ¿Te
acuerdas del chico aquel que vino a casa a darte clases?
Cuando fue definitivo que me iría a estudiar a Mérida, Celeste
se encargó de buscarme hospedaje y de ir conmigo a instalarme
en mi nuevo hogar. Esto ocurrió así porque en cuanto conocimos
la aceptación de la universidad, Celeste de inmediato comenzó
a preguntar entre sus amigas quién de ellas podría ayudarme a
conseguir el alquiler de una habitación en Mérida. Fue Purita
Cuesta la que acudió en nuestro auxilio, ya que su hijo Emilio
estaba justamente en los trámites de su grado y dejaría disponible
su habitación. Ella, Purita, también me ayudó con una beca que
yo no necesitaba, cuando entré en la uni. Pero al menos me dio
tranquilidad mental por algunos meses. Yo no quería ser una car-
ga para mis padres. Me agobiaba la idea de la pobreza, de utilizar
recursos que podrían emplearse de otra manera.
Con Purita también hicimos mi primer viaje fuera de los lí-
mites de mi ciudad, o uno de los primeros. Fue a una población
llamada El Cantón, adonde acudió mi madre por cuestiones de
su trabajo, a investigar el secuestro de un ganadero. Fuimos los
cuatro, ellas dos, mi hermano y yo (y creo que nuestra niñera).
Ahí mis ojos se maravillaron con los colores de una lotería de
animales que traté de jugar en un garito improvisado al cual fui-
mos los cuatro (o los tres, porque no recuerdo si a mi hermano lo
dejaron en la pensión con la niñera).
Purita Cuesta se suicidó. Nadie sabe por qué lo hizo. La noche
anterior había cenado con sus hijos, por primera vez en tanto
524
tiempo. Les miraba de hito en hito como tratando de recordarles
cuando eran unos críos inocentes. Y ahora estaban ahí, todos reu-
nidos después de tantos años sin apenas hablarse mirándose a los
ojos. Como entonces. Esa mañana había dormido casi nada. Pasó
la noche desmenuzando recuerdos, pidiendo perdón en silencio
por todas las ofensas que pudo haber propinado aun sin saberlo.
Se arrepintió sinceramente; de corazón. Se fijó en la lámpara del
techo que estaba algo descolocada, quizá por los estertores de al-
gún fugaz temblor de tierra. Buscó al fondo de su viejo escaparate
la soga gruesa anudada en forma de corbata. Levitó.
Entretanto, él había pasado de un agnosticismo cauteloso a un
ateísmo militante y se obsesionó con el uso sistemático del condón, ya
que no quería contribuir con la sobrepoblación planetaria, mucho
menos con la simiente dañada de los Andrónico.
Él hablaba todo el tiempo con la voz quebrada, casi inaudible,
como desganado.
—¿Cómo viviste el proceso de tu enfermedad? ¿Eras consciente?
—¡Y cómo no serlo! No puedo contar con certeza la canti-
dad de ataques que padecí entre los cuatro y los diecinueve años,
cuando el neurólogo al que me llevaba mi madre me declaró ofi-
cialmente curado. Y en todo ese tiempo, nunca escuché la palabra
«epilepsia», ya que mi madre siempre fue muy cuidadosa en no
permitir que el estigma de esa cacofónica palabra me afectara en
525
modo alguno (hasta que algún imprudente me la dijo sin dar-
se cuenta, algunos años después de mi primer episodio). Yo no
siempre me tomé en serio mi enfermedad. A veces la utilicé a mi
favor, manipulando con ella, tomando revancha del acoso y de los
malos tratos que creía recibir del mundo exterior.
Nada hay oculto…
Dime con quién andas…
526
CAPÍTULO XVI
Ya nadie puede decirme «te lo dije», porque ya
no tiene sentido. Es tarde para eso.
Betsabé, 1985
Estudiaba. En la universidad estudiaba. No me divertía, estudiaba.
Estudiaba y lloraba. Era un ir y venir entre el estudio y el llanto. Y
luego, vino el deseo. El deseo prohibido, contra natura. El deseo clan-
destino. La libertad cercenada. La vida a medias.
Parón en la universidad. Tiene pinta de prolongarse, como si de
una larga cuarentena se tratase, pero sin encierro. Puestos a ello,
y con mi hermano totalmente sumergido en su rol de feligrés/ac-
tivista protestante, me invita a casa de una amiga suya, bellísima
chica, devota chica, la perfección cristiana hecha mujer. Sus ade-
manes suaves y comedidos me atrajeron. Pero no era para tanto.
No creía yo posible involucrarme tanto con una persona de ese
talante. Tan perfecta, tan perfeccionista, que me la imaginaba con
gafas redondas, a lo John Lennon, esperando regla en mano a sus
alumnos a la puerta de la clase. Así era.
Esa noche de un miércoles cualquiera, fuimos Leo y yo (ya
no era «Leíto», sino «Leo», a secas) a su casa de dos pisos, pro-
tegida solo por el frente por un portón eléctrico gigante y gris
que impedía la vista exterior de la entrada principal, precedida
por un jardín de pasto verde, bordeado por pequeños conjuntos,
527
jardincillos ornamentados de camelias, aves del paraíso y bugan-
vilias. Un sector, pequeño, breve, del jardín en la entrada prin-
cipal estaba iluminado por pequeños focos de colores distintos,
que resaltaban pequeños montículos de tierra mojada desde los
que emergían geranios, cannas, rudbeckias, equináceas, amapolas,
distribuidas en tres o cinco pequeñas rocallas primorosamente
arregladas y cuidadas; el jardín era enorme.
Vimos La Historia sin Fin. Aquella exitosa peli de los ochenta
que hablaba de un chico retraído y soñador, acosado por los ga-
ñanes de su vecindario, y que en buena hora y por casualidad (o
«causalidad», diría Celeste Andrónico), contaba una historia muy
parecida a la de J.R., el extraterrestre. Realmente disfruté el rato.
Pero hasta ahí. De todo lo que vendría después, la mayor parte
no debió ocurrir.
En casa de Betsabé no tenían un perro sino tres gatos. El pri-
mero de ellos que conocí, por ser el preferido de Bet, es Piolín
(nombre irónico a más no poder). Se acurrucaba a su lado cuan-
do yo iba de visita y le ronroneaba incesante, pendiente de que
no lo fuera a sustituir por un afecto distinto, más reciente que el
suyo. Siempre en guardia, parecía dispuesto a cortarte a tajos si te
atrevías con su ama.
Celeste celebró sin reservas la nueva amistad de su hijo con
Betsabé, Bet, en muy poco tiempo, dado que era hija de un gran
amigo suyo, abogado como ella.
«Invítala a comer con nosotros, hijo», se entusiasmaba Celeste
con sincera fruición.
Hacía lo que su novia le decía desde su sabiduría bíblica, así
como lo hiciera con respecto a su madre. Esto lo colocó entre
dos fuegos incesantes en cuanto a demanda de su atención. «Yo
te he traído al mundo», le decía Celeste con autoritaria firmeza
cuando quería ponerlo a su servicio. A su vez Betsabé, con su
juventud y atractivo y con la novedad de ser su primera pareja
con visos ciertos de estabilidad, le atraía hacia su campo invi-
528
tándole a compartir con ella noches clandestinas, saturadas de
pasión, que comenzaban con el ingreso sigiloso de él en la casa
de ella, que como un ladrón trepaba hasta su cuarto en las horas
en que su familia —madre, hermana mayor, hermano menor—
dormía más profundamente, sin siquiera poder imaginarse esa
realidad paralela que ocurría en sus narices y que violaba todos
sus preceptos morales y religiosos (el hermano menor no era
religioso; era algo peor: adolescente). Le revolvía el estómago
mentir de esa manera inicua, pero más le hubiera pesado no
obedecer a sus hormonas y a sus pulsiones, que a esa edad y en
esas circunstancias novedosas bullían como una olla de presión.
Y así vivió durante casi dos años, entre el amor públicamente re-
conocido y celebrado y el sexo semiclandestino con ella, su en-
tregada novia, y la compleja, absorbente relación con su madre,
su primer y hasta entonces indiscutido amor. Ada había sido
un recuerdo recurrente por esos días. Me fijé en su vulnerabilidad.
Todos somos vulnerables. ¿Todos?
Manuela, la hermana médica de Bet, era quien parecía la más
abierta de sus hermanos. Esa impresión solo me duró cinco mi-
nutos (o tres, no lo recuerdo bien). En cuanto pronunció el pri-
mer versículo de la Biblia, concretamente del Nuevo Testamento,
mi cuerpo se estremeció con un temblor real, físico, no como
aquel que había fingido en la iglesia para asustar a Lalo. Qui-
se salir huyendo de ahí. Pero no me quedaba más remedio que
aguantarme esas ganas y esperar estoicamente a que ella acabara
su predicación aparentemente improvisada, al socaire de mi pre-
sencia. Debía confiar en el criterio de mi hermano (o quizás no,
ya que esto podía ser una evidencia de que ni él mismo hubiera
podido librarse a tiempo del lavado de cerebro). Inspiré y fijé mi
mirada en sus ojos grandes y redondos como los de Bet. Quería
sinceramente entablar con ella una relación de amistad franca, de
apoyo y sostén mutuo en los momentos difíciles. Quería ganarme
su corazón (no sé si con el mismo empeño con el que ella quería
529
ganarse el mío para Jesús) y que fuera como una hermana para
mí.
Campamento evangélico.
La mayor angustia de la madre de Betsabé era que se diera cual-
quier oportunidad de contacto íntimo entre los chicos, sin saber
lo que ocurría en sus narices poco entrenadas para olfatear el pe-
ligro. (Él, sátiro ramplón, trepaba el muro hasta la habitación de su
hija díscola, cuando ella dormía plácidamente un sueño cristiano,
precedido de fervorosas oraciones y acompañado por el cantar tran-
quilo y metódico de los grillos nocturnos).
Entonces se presentó el campamento cristiano en Barinas, a
tres horas por carretera. Convencer a la madre de Betsabé para
que le concediera el tan ansiado permiso fue una labor titánica en
la que tuvieron que intervenir/emplearse el pastor de su iglesia y
su esposa. Ambos fueron a visitarla un domingo en la tarde, cita
previa. La señora, devota protestante calvinista, era celosa de ob-
servar cada precepto bíblico como la más fiel de las fieles (dicen
que los neófitos en una ciencia o arte suelen ser sus más fanáticos
defensores); al igual que el pastor y su mujer, mucho antes de di-
vorciarse «por diferencias irreconciliables» (como también le tocó
hacer al hermano mayor de Betsabé, que fue el que llevó a su
familia la buena nueva).
La «iglesia» improvisada consistía en un inmenso galpón cuyo
cometido original era el de granero, o albergue para ganado listo
para beneficiar. Lo habían dividido en cientos de salas de cua-
renta o cuarenta y cinco metros cuadrados, identificada cada una
con la actividad para la que había sido destinada. Recordemos
que el concepto de «iglesia» no lo entienden algunas congrega-
ciones protestantes como «el edificio que acoge los rituales de la
religión», sino como la reunión, la asamblea de creyentes, que es,
según ellos, su sentido original, bíblico.
530
Había la posibilidad de inscribirse en varias actividades, bas-
tante numerosas eran, entre ellas, la escogida por Betsabé para
desarrollar durante los tres días que pasarían ahí, «la pareja cris-
tiana». Después de ese viaje Bet adquirió «el don de hablar en
lenguas» (un fenómeno específico de algunas denominaciones
cristianas que permite a quienes reciben «el don» comunicarse en
lenguas angelicales. No es una lengua articulada o comprensible
para el entendimiento humano).
De todos ellos, Bet y sus hermanos, el único que no abrazó
decidido la nueva fe fue el más joven, que por esos días pasaba los
turbulentos días de la adolescencia con otra jovenzuela animosa y
malintencionada que se quería iniciar en el oficio de su madre, la
brujería. Fue difícil librarlo de tal influencia. Al parecer, la chica
de marras se dedicaba con empeño digno de mejor causa al dise-
ño de pócimas de amor, con la ayuda de potentes alucinógenos
de origen silvestre.
Pues lo dicho, que Celeste no cabía en sí por la nueva novia
de su hijo. Y lo que más celebraba es que dicha relación se había
convertido en la oportunidad inmejorable para estrechar los lazos
entre ellos dos, Celeste y J.R., tirantes de unos años a esa parte.
Pero hay algo en ciertas personas —Betsabé incluida— que
parece obedecer a una ley física, como la gravedad. Ese «algo» es
su verdadero carácter, su verdadera naturaleza (Esopo no falla).
Lo que más me gustaba de su cuerpo eran sus piececitos blan-
cos de bebé, que eran el final lógico y coherente de sus piernecillas
flacuchas, de varoncito inquieto. Su nariz de perfil romano daba
un carácter fuerte a su cara alargada, de una sonrisa amplia que
abarcaba todo su rostro. Si no me gustaban sus pies, difícilmente
llegaría a algo más allá (con ella o con cualquier otro ser vivo).
Y ciertamente, sus pies eran perfectos y fueron la vía rápida a
mi redención por medio de ella. Desde entonces, no dejo de mi-
rarle los pies a la gente, aún más si es una persona blanca y guapa.
531
Si hubiera sido un fotógrafo profesional le habría dedicado
toda su carrera a inmortalizar pies. Pies de gente vulgar, de la
calle, desde los pies asquerosamente sucios y manchados de as-
falto del mendigo hasta los pies blancos y perfectos de cualquier
mortal que fuera su pareja entonces, porque a cualquier persona
de la que se enamorara lo primero que le miraría es los pies y si
no le cautivaran, difícilmente seguiría adelante. Ya una vez le pasó
que tuvo como pareja a una mujer trigueña, con los pies feos,
flacos, huesudos y con unos prominentes juanetes y la experiencia
fue poco más que decepcionante. Es más que probable que esta
«podomanía», como él mismo bautizó esa no tan poco común
filia, tuviera su origen en su complejo por sus largos y horribles
pies, planos como una tabla y con el dedo gordo verdaderamente
ancho y rehén de unos hongos marrones que se apoderaron de
ambos pies durante muchos años, desde los diez años hasta bien
entrada su adolescencia y de los cuales solo lo pudo liberar la pe-
luquera de confianza de su madre.
Betsabé comenzó a hacerle la vida a cuadritos a J.R., literal-
mente a cuadritos. No paraba de llamarlo a horas indecentes; él
en Mérida, entre exámenes finales y largas madrugadas de café
negro y volutas de cigarrillo ajenas, asquerosas, humo de segunda
mano. Y el colmo fue cuando lo llamó a una hora que habían
acordado y él llegó cinco minutos después de la hora en punto.
Ahí estalló su relación en mil pedazos. Eso no podía ser. Ese nivel
de control, de celos, de desconfianza injustificada. O no, no fue
realmente ahí o entonces. Fue después.
Él se había entregado a esa relación en cuerpo y alma, ya que
era la primera vez que se sentía real e incondicionalmente amado
(lo de Verónica no cuenta, fue más un efluvio de vanidad juvenil,
el primer amor, un trofeo inalcanzable y alcanzado, para luego
ser olvidado en un estante secundario de su memoria frágil). Se
532
entregó ciegamente y no encontró límites a lo que hubiera podi-
do hacer por esa muchacha rubia, de cabello liso que le caía en
cascada, y nariz y boca prominentes. A pesar de sus obvias discre-
pancias iniciales en materia religiosa (un agnóstico puede llegar a
ser tan fanático como cualquier creyente enfervorizado), pondría
todo de su parte para que esa relación funcionara, sin reservas
mentales que obstaculizaran su camino, que después de dos años
tan intensos inevitablemente desembocaría en el Registro Civil.
Y llegó esa fatídica noche del primero de enero. Discusión
absurda. Una más. Pero no sería una más, ni normal, ni corriente.
El yonqui puñal en ristre intenta asaltar a J.R., para quitarle el
coche último modelo de Celeste. Esto no lo podía él permitir. Se
imaginó regresando a casa sin el coche de su madre y le dio un
yuyu. No lo podía permitir. Se acomodó como mejor pudo dentro
de la cabina del conductor y comenzó a dirigir patadas al asaltan-
te, el que aparentemente actuaba bajo los efectos de alguna droga
dura, porque tampoco atinó un golpe certero, limpio, con su hoja
de diez centímetros, contra alguna parte de la humanidad tensa de
J.R. Quizá fue peor llegar a casa bañado en sangre (la sangre es muy
escandalosa), porque fue justo Celeste quien le abrió la puerta (no
podía sostener las llaves en sus manos heridas, con el anular derecho
colgándole y rodeado de sangre y grasa, grasa y sangre, y el izquierdo
entumecido por la tensión nerviosa, quizá cortado también, no lo
podía saber, no lo sentía ser parte de su cuerpo yermo, alterado.
Lo cogieron entre Celeste y Buyón y él mismo lo intervino en
la clínica más cercana. Fue una vuelta del destino que estuviera
su tío Buyón pasando las fiestas con ellos en San Cristóbal. Él
mismo lo intervino con la ayuda del padre de Bruno, médico
cirujano.
533
Se reencarnó en aquel torero fallecido en Pozoblanco y co-
menzó a imitarlo, no en la forma de hablar sino en la actitud
ante su propia situación de persona yacente por una herida punzo
penetrante, aunque esta no fuera mortal. Indicaba a su tío lo que
él creía se aproximaba más a las características de una de sus heri-
das, la mayor, pero no la más grave de ellas, la del glúteo derecho,
tratando de ayudarse con su índice contrario. Ante esta actitud
ridícula suya, su tío le espetó «Ya cállate», exasperado, y siguió
concentrado en la revisión de la herida del glúteo, para coserla
inmediatamente. Diecisiete puntos de sutura. A continuación,
procedió de forma similar con el dedo anular de la mano derecha
de su sobrino zurdo. La cogió como un líquido muy espeso que se
diluía resistiéndose a desaparecer por completo y volvía a tomar
su forma sólida pero inconsistente, fluida, sin dejar de moverse
como una hoja al viento, frágil, aturdida, vencida. El corte era
profundo. Le había intervenido algunos tendones que trataron de
reconstruirle con los restos útiles, en una filigrana casi imposible
en esas circunstancias. Nueve puntos de sutura.
Ni siquiera con la fisioterapia pudo recuperar nunca más la
plena funcionalidad de ese dedo, ni su posición, con la que que-
dó permanentemente inclinado, atunelado, como esos túneles
vegetales de su imaginación desbocada y provocativa. Lo único
aceptable de esa herida era que acompañaría desde entonces al
absurdamente grande callo del escritor que le había crecido sin
motivo aparente en su izquierdo dedo medio, absurdo porque
había dejado de escribir precisamente por ese motivo, para no
verlo crecer más, pero no hubo manera.
Regreso a Mérida con esa herida de guerra y continúa el sina-
pismo terrible. El acoso, la persecución y la desconfianza (en sí
misma, en que sus cualidades fueran suficientes para que la amara
534
en exclusiva, para que no la engañara, para que no la abandonara
por otra… persona). Su última llamada fue eso: la gota que hizo
derramar el vaso. No fue solo el hartazgo. Fue autodefensa; ins-
tinto de conservación. Fue la búsqueda de un cambio necesario,
urgente.
Se entregó a esa relación en cuerpo y alma ya que era la prime-
ra vez que se sentía real e incondicionalmente amado. Se entregó
ciegamente y no encontró límites a lo que hubiera podido hacer
por esa muchacha rubia, de cabello liso que le caía en cascada, y
nariz y boca prominentes.
Yo no estaba. Mi ser era como un estar y no estar. Hubiera prefe-
rido un millón de veces no estar. Volar. No podía ser quien yo era…
La madre de Betsabé, en una versión más inofensiva de la ac-
titud de Celeste hacia su hijo mayor, les insistía que «la novia del
estudiante no suele llegar a ser la esposa del profesional» y esa
tesitura suya apenas molestaba a la parejita feliz.
Tiró a la basura las más de trecientas figuras de virgen Ma-
ría que tenía por toda la casa el mismo día que supo por boca
del pastor de su recién adquirida fe protestante que era pecado
adorar imágenes. No le pareció difícil esa mutación espiritual.
La llevó a cabo automáticamente, como poseída por el Espí-
ritu Santo, que a su vez se había trasmutado, desaparecido de
las miles, de las millones de estampas católicas que se venden
en todo el mundo cada día (¿existe representación artística de
dicho personaje? Me parece que sí). Estaba cada vez más cerca
de la redención. Sin darme cuenta, había iniciado un camino
nunca explorado, el de la virtud cristiana, aun a costa de ne-
garme a mí mismo. ¿Qué sacrificio mayor podría esperar Cristo
de mí? ¡Si me vieras, Gracia Angélica; si me vieras, tía querida!
(Cuando mi relación con Betsabé llegó a los oídos santos de mi
535
tía Gracia Angélica, lo que opinó fue: «¡Lástima que no sea una
verdadera cristiana!»).
Habíamos acordado que cuando tuviéramos nuestro primer
hijo, le llamaríamos «Bonifacio» y le enseñaríamos solo a hacer
el bien; no dejaríamos que se contaminase de la perversión del
mundo (no sé hasta qué punto mi convicción en esto era sincera,
o si simplemente volvía a dejarme llevar).
Pensaba entonces que la felicidad no era el camino —esto no
lo sabía aún— sino un destino final cuya ruta se construía con
acciones de amor y sacrificio personal que podían incluir negarte
a ti mismo, tal como lo enseña la Biblia. Esa visión romántica,
religiosa, ingenua de las cosas, que incluía obviamente una dis-
posición total al sacrificio, pronto se demostraría fútil y estéril.
Cuando mi madre supo que yo trepaba paredes cual Romeo
furtivo me exigió, me pidió, me rogó que no lo hiciera más. Me
propuso que fuera Bet la que se quedara conmigo en nuestra casa,
que yo sabía cuán liberal y manga ancha era ella, Celeste, pero
que no toleraría que su amigo del alma se enterase de nuestros
escarceos.
Por eso Bet comenzó a quedarse en mi territorio, o más bien,
en el de mi madre y eso fue aprovechado por ella para desplegar
su gama de prestidigitaciones orientadas siempre a no perder el
control de la situación, de toda situación en la que estuviera in-
volucrado su hijo mayor. Fue entonces cuando comencé a tener
vida de casado, sin cumplir con el trámite previo. Y me compro-
metí sinceramente. Después, la encontré de novia del hermano
de Robert, el hijo adicto del juez aquel, el que había estudiado
conmigo en cuarto de Bachillerato.
—¿Y qué pasó?
—La pobre andaba esos días drogata perdida. Una vez me pi-
dió que la llevara a una casa escondida de un barrio chungo, cerca
del nuestro (San Cristóbal es una ciudad relativamente pequeña),
tocó a la puerta y a los pocos minutos sale una señora humilde; se
536
veía que lo suyo no era el control de la natalidad, le entrega una
bolsita con lo que supongo sería maría. Entonces decidí que ya
bastaba de Bet.
—¿Qué pasó con la hermana de Robert?
—Estuve con ella una semana. Después no le levanté más el
teléfono. Era un caso perdido. Se había estado drogando desde
adolescente, quizá desde mucho antes de conocernos en el cole-
gio, en cuarto año. Yo no podía lidiar con eso. No podía salvarla.
No recuerdo bien si fue al principio o hacia el final de su ca-
rrera de Derecho que mi madre desarrolló el desagradable hábito
de hablar de todo en lenguaje legal, aunque no viniera al caso. Y
en cada discusión nuestra argumentaba en ese lenguaje técnico,
infalible como ella. No dudo que en más de una oportunidad su
uso de ese lenguaje no fuera tan prolijo como ella pretendía, ya
que este detalle lo pude comprobar años después, al cabo de miles
de horas de acompañarla a estudiar con sus amigas y durante mi
primer año en la carrera de Derecho. Indudablemente que las dis-
cusiones más violentas las sostuvimos durante mi adolescencia,
cuando yo empecé a darme cuenta, a intuir al menos una parte
considerable de las intenciones de mi madre hacia mí. Quería
ayudarme, sí. Quería sostenerme, sí. Pero ¿qué tendría yo que
darle a cambio? Poco a poco me fui dando cuenta de ello.
—¿De qué te diste cuenta?
—De que mi madre no siempre era sincera conmigo, trans-
parente.
Quizás la más dolorosa para mí no fuera la más importante,
ocurrida años después, sino aquella en la que, recién jubilada a
los sesenta y cinco, me imploró de rodillas ayudarla a redactar un
documento que debería presentar para un proyecto de desarrollo
local. Verla de hinojos ante mí fue tan insoportable que solo atiné
a darle la espalda y salir corriendo de casa, como perseguido por
el demonio a mi acecho. No paré antes de recorrer dos calles in-
537
finitas y las mariposas aletearon dentro de mí con más fuerza que
nunca, produciéndome un ahogo mortal. Quería sacar a través de
mis ojos toda esa desesperación, toda esa impotencia contenida
en mi cavidad ventral durante tantos años de disputas absurdas
con mi madre y en mi familia. Mi casa se había convertido desde
mis siete o nueve años en campo de batalla en el que siempre
tenía que tomar partido por uno u otro bando. Y al alcanzar la
edad del pensamiento autónomo, no me atrevo aún a llamarla
«madurez», debía escoger yo mi propio bando.
—¡Ay, J.R., mi querido J.R.! A veces nuestro peor enemigo lo te-
nemos en casa.
—¿A qué te refieres?
—A lo que ahora mismo te hace llorar.
Tendría que haber sido capaz de notar la diferencia entre mis
expectativas y el mundo real, la gente real ahí afuera, pero esa
diferencia fue hábilmente ocultada por Celeste, y a pesar de ella,
algo mucho más poderoso e indetenible se manifestó: la fuerza de
la naturaleza (otra vez, Esopo dixit).
Y llegó el cansancio, el hastío. No puedo tocarla. No puedo de-
jarla que me toque. Me quema. Me hace daño. No quiero que esté
aquí. Ya no. (Este fue el pensamiento de J.R. la noche antes de
regresar a Mérida y quedarse ahí por mucho tiempo).
538
Jerarquía
CAPÍTULO XVII
La muerte es ausencia y es silencio.
Francis
En ese momento dulcificó su último encuentro, que había sido más
bien la confirmación pendiente de su fin.
Marcelo lo tomó del brazo cual marioneta sin alma y lo con-
dujo a través de unas presentaciones rápidas, de personas que se-
guramente no volvería a ver en la vida. Cumplido el ritual, J.R. y
Marcelo se tumbaron en el sofá más grande y mullido que había
en el salón apenas con muebles y, después de un breve silencio
para coger el impulso inicial de la conversación, Marcelo le pre-
guntó con voz suave y maternal:
—¿Más tranquilo?
539
J.R., con la mirada fija, perdida en los ojos de Marcelo, res-
pondió:
—No sé…
La reacción de Marcelo fue darle una suave palmadita en la
cabeza, desordenándole el cabello, (como a un imberbe confun-
dido, perdido en su desconcierto inútil, desechable).
No quería para mí ese rol de víctima, al fin y al cabo, ¿quién lo
quiere?; simplemente la vida ya no tenía sentido. F. era mi única
posibilidad de ser feliz entre tanta barahúnda, entre tanto caos
que se había tragado vivos a los escasísimos enanitos verdes con
antenas y orejas puntiagudas que pude haber conocido.
El sistema represivo en contra de las disidencias, aunque fue-
ran tan disciplinadas y obedientes, tan propicias a la sumisión,
era implacable. Nadie escapaba a la vanagloria de la apariencia,
a la tranquilidad colectiva basada en el pacto de silencio tácito
que habíamos consagrado con nuestra docilidad ante el despre-
cio que recibíamos como colectivo humano. Cada pensamiento
de autocompasión (¿si no yo, quién?), cada gesto compungido,
cada lágrima que mojaba y tranquilizaba mi rostro aterido por el
miedo, era mi vindicación necesaria. Como el agua en el desierto.
Como el aire.
Lo único cierto es que yo me estaba enamorando de mi pro-
pia expectativa acerca de lo que podría suceder entre nosotros y
el futuro no estaba nada claro, ni en lo que tenía que ver con su
disposición de seguir adelante, ni tan siquiera en cuanto a la po-
sibilidad de establecernos juntos, como cualquier pareja normal,
en la misma ciudad.
Adoptamos un perrito (el inicio inevitable de un núcleo fa-
miliar que sabe que nunca tendrá hijos en común) de la raza
autóctona del páramo, llamada «mucuchíes» por la población de
540
montaña más cercana a la Sierra Nevada andina, donde parece
haber visto la primera luz. Peludo, casi redondo como un copo
de nieve (¿en realidad son redondos los copos de nieve?). El caso
es que le quiso llamar «Copito». Cada vez que yo iba a Caracas
parecía reconocerme y me saltaba encima; me lamía la mejilla y
caracoleaba a mi alrededor como buscando algo, husmeando mi
pierna, quizá para saber si en realidad era yo.
541
CAPÍTULO X
Frida
Por solicitud de mi tía Alicia, conocí a Frida, la hija de un socio
del Rotary Club de San Juan que vivía en S.C., en casa de sus tíos.
Me pasó con ella lo que había visto en cientos de pelis román-
ticas americanas, y que esperaba vivir como parte de mi libreto
ineludible. Imaginármela fea de cojones, sin esperanza alguna de
conocer el amor y sorprenderme su belleza y su inteligencia, de-
mostrada sobre todo a través de su personalidad espumosa, de
risa fácil (en lo cual acerté).
Compartía con ella mis manías musicales: Roxette, Heart,
Alan Parsons Project y ella parecía estar de acuerdo conmigo en
ese campo (a cada canción que le comentaba, afirmaba con un
umjú con ambos labios apenas fruncidos por un instante).
Comencé a visitarla asiduamente, no me atrevía a invitarla a
salir, no quería quedar en evidencia, mucho menos a llevarla a
casa de mis padres, no fuera a ser que C. se entusiasmara con ella
más de la cuenta. Esa chica también fue motivo para incrementar
mi comunicación con mi tía Alicia ya que, cuando ella llamaba a
mi madre y le atendía yo el teléfono, era inevitable el comentario
acerca de Frida y preguntarle a tía Alicia por su familia, por sus
padres y ella responderme con una crónica detallada de sus an-
danzas por el pueblo, haciendo el bien en nombre de la solidari-
dad y de construir un mundo mejor. El comentario inevitable en
cada conversación de esas era la ocasión para que se conocieran
543
mis padres y los de Frida y esa ocasión se presentó en diciembre,
en San Juan. A esta altura es obvio mi interés por Frida. Ojos
verdes, melena leonina, rubia; dientes pequeños, sonrisa discreta
desde sus labios finísimos, de pez; voz nasal con una cadencia
firme al hablar, de una neutralidad casi intimidatoria. Transmitía
una combinación irresistible para mí de serenidad y desparpajo,
como si estuviera segura de ser la única sobreviviente de un bom-
bardeo nuclear. Durante el tiempo que duró mi cortejo fallido, se
presentaron varias ocasiones de encuentro entre nuestras familias,
que se vieron frustrados por cambios de última hora en la agenda
de la familia de Frida (a todas estas, yo trataba de aparentar ante
ella un interés solo amistoso, pero con una cierta «tensión román-
tica», de la cual ella nunca se enteró).
El feliz encuentro se produjo en San Juan, en diciembre, como
no podía ser de otra manera. Mi sorpresa fue mayúscula cuan-
do por fin pude saludar a mis prospectos de familia política. Sus
dos padres y su hermana mayor, morenos en distintos tonos, pero
todos ellos con facciones de los pueblos originarios (ella tendría que
ser adoptada, fijo).
Pero la otra sorpresa, menos agradable, fue la coincidencia entre
mi hermano y ella. No bien cruzaron miradas, aún antes de ser pre-
sentados formalmente, se encendió entre ellos una chispa que creció
hasta convertirse en un incendio abrasador. Frida entraría a mi fa-
milia por la puerta equivocada.
De las miles de conversaciones secretas y no tanto que es-
cuché en San Juan, cuitas sororales entre mi madre y sus her-
manas, sobre todo con Rosangela M., pero también con Alicia
y Lorenza, que eran opinadoras intensas, abrumadoras e ince-
santes, ellas tres, más de alguna vez escuché, no solía escuchar
porque no era algo cotidiano sino ocasional, anual, o con suerte
544
cosa de cada dos, tres o seis meses, sus opiniones acerca de las
obligaciones familiares de quien por suerte o por méritos pro-
pios (lo que ellas llamaban «suerte» no era más que sentido de la
oportunidad, estar en el lugar adecuado en el momento opor-
tuno) se encontraba en una posición ventajosa (eufemismo para
describir o explicar alguna oficina pública o algún negocio con
ese sector), que consistían básicamente en ayudar a su familia en
todo lo que pudiera, con mayor urgencia a quien más lo nece-
sitara, aunque no lo mereciera, donde lo anterior, su necesidad,
prevalecía sobre cualquier otra consideración de cualquier orden
incluido, por supuesto, el orden ético, que al confundirse ha-
bitualmente con el orden moral (siempre hablaban de «valores
éticos y morales» o morales y éticos, que el orden de los factores
no altera el producto, el producto mal habido o usufructuado
en mala lid, con maña y a veces con saña, más bien con sigilo y
ocultamiento, que no son cosas de las cuales ufanarse delante de
una tribuna) quedaba al arbitrio de la mayoría opinadora, o de
las mayorías de cualquier otro tipo.
Suecia
Mi padre es intervenido de urgencia por una apendicitis, hubo
mala praxis (le dejan un instrumento quirúrgico dentro de su
organismo, coge una infección y pasa diecisiete días grave… Sí,
esto es una casualidad). Mi madre pretende mi regreso inmedia-
to al país, yo me resisto, faltan dos meses para graduarme. Soy
práctico. Sin embargo, no pude o no quise extender esa practi-
cidad a mi propia situación con Pedro. De hecho, pretendía lo
imposible.
Unos meses después de que me voy a Suecia, con la intención
evidente de poner el Atlántico entre la omnipresencia de mi ma-
545
dre y yo, ella me sorprende con la noticia de que está en Italia y
quiere verme. Yo no tenía ni idea de sus planes. Pero ello me dio
la oportunidad de cambiar de aires y, ¿por qué no?, verla.
Llegué a Boloña y ahí me esperaba en compañía de sus ami-
gos, el comisario y su esposa, la misma a la que adoptó como
«mejor amiga» al cabo solo de unos pocos meses de conocerse.
La dominaban unos repentinos ataques de ira que la hacían
perder la razón (hasta su época de beatería sumisa, cuando había
dejado de decir tacos y le dio por «pedirnos humildemente» a sus
hijos que no dejáramos de pedirle la bendición ni de homenajear-
la en el Día de la Madre).
«Te tengo una sorpresa, J.R. (sonrisa amplia, generosa)… ¡Nos
vamos a Viena!». Y a Viena fuimos a parar, no sin antes pasar por
un momento de tensión en la frontera ítalo-austríaca. Yo enton-
ces usaba unas gafas redondas, a lo John Lennon y por esos días
«El Chacal», el conocido terrorista venezolano, gocho como yo,
andaba en busca y captura (yo, inocente, supuse que sería fácil
para los guarda fronteras deducir nuestro vínculo geográfico y
cultural). Pastores alemanes recorrían el tren en busca de drogas
y polizones.
Yo veía en mi cabeza a Inga Weiss en su terno de ama de casa
judía, delantal blanco manchado de grasa y carbón, a punto de
ser secuestrada por las hordas nazis; los uniformes austríacos muy
similares a los del famoso diseñador, negros, impecables; los ita-
lianos más bien de un café con leche cómico, infantil. Ambos
guardias muy jóvenes, quizás de mi edad o poco más… Lo re-
cuerdo como si me hubieran preguntado ambos al mismo tiem-
po, en un mismo idioma pero no, el interrogatorio me lo hicieron
a turnos alternativos, algo caótico por las prisas, por la hora, de
546
madrugada, los perros husmeando (¿ladrando?; no lo recuerdo
bien). Mi madre me observaba a la vez que respondía su propio
interrogatorio. «Ya va, espera, no te entiendo. Espera que mi hijo,
él me traducirá, él me ayuda…».
Durante las vacaciones de la universidad en Suecia (Spring
Break), J.R. va a visitar a Annita, una chica finesa que conoció
durante su visita con su madre a Viena. El trayecto más econó-
mico que consiguió fue uno que combinaba un tren desde Lund
a Sundsvall, con transbordo obligado en Umeå, para abordar un
barco que lo llevaría desde Sundsvall hasta Vaasa, Finlandia, su
destino final. En total, veintidós horas de viaje, quién sabe para
qué.
Era un día normal, promedio del otoño sueco, de largas
noches que empiezan cuando estás apenas levantándote de la
cama; en Sundsvall lo espera una estación vacía, que le recordó
una escena inicial de una peli de vaqueros, pero con la oscuridad
como telón de fondo, más bien en una escena gótica, nocturna,
solitaria, apenas suavizada por la presencia de un borracho sin
remedio que pasaba frente a la estación y que pedía dinero. La
estación estaba por completo vacía hasta su llegada. Pensó que
en algún punto alguien se había equivocado y que él no debía
estar ahí, en una estación fuera de servicio. En un lugar donde
imperaba la soledad más definitiva, envolvente. Eso fue lo que
lo invadió. Un sentimiento de soledad invencible, soberano,
abusivo, abrasador y definitivo que lo impelió a asirse de una
esperanza, de una posibilidad de comunicación, de apoyo, de
aliento, de compañía aunque fuera a la distancia, a través de la
voz, del teléfono.
Cogió el único teléfono público de la estación como asién-
dose a la vida y marcó el número de la oficina de su padre. Le
respondió su asistente. No lo consiguió. Él estaba en una reunión
y sintió que la vida era injusta con él. Con él mismo, con el hijo
547
urgido de su amor paterno. La estación seguía presa de una sole-
dad absurda, sobrenatural. Su única respuesta fue ponerse a llorar
como un niño al que hubieran abandonado de repente en un sitio
descomunal.
Volvió a ver la estación pero con otros ojos. La recorrió en
toda su extensión como si la estuviera escaneando, como si la
memorizara en cada detalle. Solo entonces pudo conseguir algo
de paz.
Retorno a casa
Aunque los primeros siete meses sintiera la obligación de que-
darse al lado de su hija, tomó la decisión de irse después de
hablarlo con su psicóloga (no podía cargar él solo con esa res-
ponsabilidad). Durante el año que pasó en Suecia, fallece su
padre. Él decide quedarse y acabar lo que había empezado.
Después de la muerte de José Román, padre, Celeste comienza
a dar muestras de inestabilidad mental. Parece perder un ancla
muy pesada pero necesaria. Huye de la realidad. Repite las co-
sas hasta cinco veces. Textualmente, como si recitara el mismo
párrafo de un libro.
Llegar de Suecia y encontrarme en estado de ocupación por
potencias foráneas. Julio César gálico desplazado de los privile-
gios que siempre creyó merecer: otra causa de su ira contra su
hermano.
Es decir, mi hermano y su novia de turno, una sicópata redo-
mada, en el que desde algún momento indeterminado fuera mi
cuarto; haciendo vida de pareja. El desalojo no fue inmediato
porque, según ellos, yo podía dormir con mi madre y con mi
hija, en la cama de aquella. Nos mudamos mi hija y yo al cuarto
548
trasero, que hubiera sido territorio de Leo durante algunos años
de entente, no de entente, los de su retiro del mundo. Y después
vino lo peor. Mi envidia contenida por tantos años explotó desde
su núcleo, como una estrella, engullendo todo con su eclosión.
Mi hermano y yo llegamos a las manos, como si de enemigos acé-
rrimos e irreconciliables se tratara. Me provocó en ese momento
matarlo, destruirlo, volverlo polvo estelar. Era mi impotencia la
que actuaba de esa manera, pero también esa envidia añeja, culti-
vada en mi subconsciente sibilino, severo, fiel a sus recuerdos y a
sus supuestas acreencias.
Tren a Viena
(…«en lo que te trajo hasta aquí…»), recordé las palabras de
la siquiatra en un fogonazo intenso, cegador)… Y en ese mo-
mento entendí que mi madre nunca había desconfiado de mí,
nunca me había presionado como yo creí siempre (aunque
no existan las certezas absolutas y afirmarlas sea demasiado
aventurado).
Que siempre había sido yo. Que siempre había sido yo quien
desconfió de sus/mis posibilidades; de la posibilidad de volverme
a enamorar, de hacer mi vida en mis términos y condiciones. Que
me había mentido a mí mismo al pensar que escapando a Suecia
la castigaba por haberme quitado a mi hija. No era ella. Nunca
fue ella… ¿Hasta dónde? ¿Dónde está el límite?
El coche quedó olvidado en el estacionamiento del edificio
durante toda la semana que pasé en Mérida. Ya a punto de re-
gresar, Mariana, mi otra compañera de piso, quiso acompañarme
en ese viaje, pues había terminado el semestre en la universidad
y deseaba regresar a casa a estar con su familia. Solo quedaban
cuarenta o cuarenta y cinco minutos de camino. Me fijo por un
instante en la línea divisoria de la carretera, de color amarillo
549
como los dibujos infantiles que representan al sol en forma de
una corona amarillo intenso de cinco puntas.
La noche anterior había estado luchando contra el insomnio,
sin éxito. Guerra y Paz, El amante de Lady Chaterley, Rebeca, Flau-
bert. Fue imposible y volaron las gaviotas de papel y tapa dura
para encajarse en las goteras incipientes. El impacto le produjo
sed y de ahí cogió una botella robada de la despensa de la cocina.
Smirnoff sin más.
Nuestra relación no había pasado de unas cuantas conversa-
ciones cordiales en el apartamento de Mérida, animadas por el
hecho de que ambos éramos «gochos», del Táchira. Apreté el vo-
lante con todas mis fuerzas y el acelerador hasta casi el fondo,
estableciendo un límite a mi osadía. Quería llegar cuanto antes a
S.C. En la siguiente curva, a ciento veinte kilómetros por hora, el
coche perdió la estabilidad y fue a dar a la cuneta de la carretera,
justo un metro antes de un precipicio de más de quinientos me-
tros de profundidad. El obstáculo que impidió la caída al vacío
fue la roca contra la que el coche se sumergió en un ángulo inde-
finible, en un movimiento de ballet, tan metálico como salvaje.
Me encontré en un instante inclinado de lado, prisionero del cin-
turón de seguridad y de la puerta que se aplastaba entre la cuneta
y el vacío limitado por un oportuno terraplén.
Luché contra el desgano de tener que salir de ahí para ayudar
a Mariana a salir a su vez a través de una puerta deforme, arru-
gada, y mirando al cielo, como si quisiera salir volando. Traté
de incorporarme, imaginándome salir al mundo como cuando
nací, pero solo con mi mitad superior intacta, aunque sentía una
opresión metálica en mi pecho. A medida que reptaba al mejor
550
estilo de una cobra sedienta, iba dando cuenta decepcionada de
mi integridad física incólume, a la vez que verificaba eso sí con
satisfacción ese mismo resultado en Mariana.
Salí como pude, escurriéndome a través de la puerta del
conductor para colocarme de pie, lo más firmemente que me
permitía el tozudo temblor de mis piernas, sobre los bordes
metálicos de esa misma puerta y desde lo alto sacar a Mariana
con toda la fuerza física y emocional de la que fui capaz. Antes
ya había desabrochado su cinturón de seguridad para cogerla
con ambos brazos y, apoyado sobre el cuerpo maltrecho del
coche de mi madre, halarla hacia arriba y hacia afuera del ama-
sijo metálico.
... Quería dormir indefinidamente, sin que el tiempo fuera un
estorbo...
Todavía en shock por los golpes, Mariana me dijo como en un
trance que no me preocupara, que ella llamaría a su padre para
que la fuese a buscar. Yo la hice sentarse sobre una piedra al borde
interno de la carretera y le respondí, simulando una tranquilidad
que me cortaba la respiración: «Tranquila. Llamaré a mi padre.
¿Estás bien?»; a lo cual esperaba ansioso su respuesta afirmativa.
Al escuchar esa tan anhelada respuesta, me ubiqué de forma im-
prudente en el centro de la carretera para detener a algún samari-
tano. Un coche rojo se detuvo poco después del accidente, en el
mismo terraplén donde se encontraba Mariana sentada sobre la
piedra muda y su conductora se dispuso a ayudarnos.
Se quedó con Mariana hasta mi regreso y entre ambos com-
probamos la gravedad de sus heridas o magulladuras. Le había
perdido por completo el miedo a la muerte. Más bien le causaba
curiosidad. Ese estado de inconsciencia permanente. Se había
convertido en una tentación impúdica. Fui entonces a llamar
551
a mi padre, en la rotonda-explanada donde estaba ubicado el
puesto de control que permanecía vacío, como la semana an-
terior.
Cuando llegaron mi padre y Galo al lugar del siniestro, yo
estaba reclinado contra la roca que salvó nuestras vidas. Ver a
Galo fue un regalo del cielo, o del infierno del que yo prove-
nía, poco o nada me importaba, pues en todo caso su presen-
cia morigeraría cualquier tentación de mi padre de echarme
en cara mi irresponsabilidad, cualquier reacción suya fuera de
lugar. Eso pensé de entrada, pero luego, al ver el rostro tran-
quilo de mi padre, diríase que más bien satisfecho, pensando
en la cara que pondría mi madre al ver su coche en esas con-
diciones, imité su gesto de satisfacción mefistofélica y tomé
el control de la situación, haciendo honor a ese nuevo yo que
había surgido de mi enfrentamiento definitivo con mi madre,
la noche que ella, por su obsesión controladora, descubrió mi
verdadera naturaleza.
Pero igual me puse en lo peor. Sabía el significado de esa con-
ducta de mi padre de aparecerse con su mejor amigo en el escena-
rio del crimen. Miles de escenarios pasaron por mi cabeza en un
instante prolongadísimo. Finalmente mis piernas cedieron y caí
desvanecido sobre la estructura maltrecha del coche. Recuperé la
fuerza en mis piernas al mismo tiempo que recogía aire en una
larguísima bocanada. Galo, con su actitud paternal impecable,
me sostuvo casi como yo había sostenido a Mariana minutos an-
tes y con su voz alegre y animada, y una sonrisa amarillenta, me
dijo: «Tranquilo. No pasa nada», manteniendo el tipo. «¿No pasa
nada?», pensé entre confuso y alarmado. «¿ No pasa nada?», me
repetí tratando de convencerme de que en realidad nada pasaba
y que la situación no era tan grave como aparentaba y como hu-
biera podido llegar a ser.
552
Un miedo inútil me invadió el cuerpo, sacudiéndome. Solo
podía pensar en las implicaciones legales de lo que acababa de
ocurrir. ¿Y si Mariana sufrió algún daño aún no detectado y de-
cide demandarme? (Las notas de prensa, las notas de prensa, las
notas de prensa)… Éramos compañeros de piso pero no tenía yo
con ella tanta confianza como con Ariadne, quien me había apo-
yado desde el principio de la historia con Francis.
Aquella vez, cuando le llamó para encontrarse porque estaba
de visita en la ciudad, se fabricó una historia de amor e ilusiones,
de novela rosa. Su voz en el teléfono sonó temblorosa e insegura,
al responder el saludo inicial de Francis.
Él se presentó como un viejo conocido. Parecía estar simple-
mente siguiendo las instrucciones del Gran Círculo, It, sin llenar
las expectativas del héroe triste, subyugado, aun así él acudió, en
busca de una última esperanza, de una señal en esa dirección, la
única aceptable para él.
«Hola», escuchó decir a esa voz familiar, imposible de olvidar
o de confundir con otra más reciente. Después del silencio inicial,
debido a la sorpresa, le respondió con una pregunta obligada.
«¿Eres… Francis?». Dudó.
La otra voz le respondió serena y sonriente:
«Sí. Estoy aquí y me gustaría mucho verte». Sorete.
553
Esas ocho malditas palabras, ocho malditos gusanos en su es-
tómago. Credulidad suspendida de un trapecio circense. Había
escuchado su voz después de tantos meses callados y se verían al
día siguiente. Trató de recordar algún momento clave que expli-
cara esa reaparición repentina, sin previo aviso y ese interés inusi-
tado por encontrarse. No fue capaz. Las mariposas en su estóma-
go reaparecieron para atacarlo como arpías o hienas sedientas de
sangre. Y se conformó con eso. Con la remota posibilidad de que
estuviera ocurriendo un milagro inesperado, no solicitado de la
manera debida. Esa sola llamada reavivó en él momentos vividos
e imaginados. La indignación es desmenuzable en pedacitos in-
finitesimales.
Él se presentó como un viejo conocido. El cuadro era de
verdad de una indiferencia, de una normalidad espeluznante.
Ahí estaba él, flanqueado por un grupo mínimo y anodino. Tres
en total. Yo horrorizado, confuso, tembleco. Me aproximé a la
mesa sin saber qué rol me correspondía en ese reparto irreal.
Saludé sin querer. Eran él y su hermana, o a la mitad, una chica
morena, cabello pintado de tinte barato, fucsia, labios exage-
radamente rojos de rojo intenso, su piel brillosa por la mezcla
de maquillaje barato y sudor impregnado en su cara redonda
como una arepa; y otro señor que me presentó como su tío Al-
fonso, bajito, obeso (se ve que le gusta mucho el arroz blanco,
la fritanga impune). Nada que ver con él. Ninguno de los dos.
Y eso no sé por qué me dio una tranquilidad extraña, un alivio
inoportuno.
Parecía estar simplemente siguiendo las instrucciones del Gran
Círculo, It, sin llenar las expectativas del héroe triste, subyugado,
aun así él acudió, en busca de una última esperanza, de una señal
en esa dirección, la única aceptable para él.
554
Su ambición le pierde. O más bien su vanidad. Necesita ser
reconocido. «¿Se sentirá igual que yo?», piensa con una confusión
completa pero comprensible. Tu asertividad se desvanece. Queda
anulada por ese evento casi azaroso, fortuito, caprichoso. Tu única
rebelión posible. Un halito amorfo de autoconciencia que en lugar
de calma provoca reverberaciones indetenibles en su constancia
abrumadora, atosigante. Se agita como las alas de una mariposa
que huye del peligro inminente. Se turba. Se agobia. Todo ello
en tres segundos. Busca su ubicación terrestre en el globo plano.
Camina con duda. Avanza sin saber hacia dónde. Sin saber que
quizás avanza hacia su fin, hacia lo inevitable.
El visitante inesperado se comportó impecablemente, como si lo
estuviera observando el Círculo.
Cansado y con el ánimo hundido, llega sin saber adónde ni a
qué, o sabiéndolo demasiado bien. No reconoce el espacio que lo
rodea. Piensa, olvida; hay un pétalo rosa nadando o ahogándose
en un charco infecto, la fragancia de Federico haciéndole compa-
ñía... Piensa. Olvida. Los recuerdos surgirán con toda su fuerza
en el momento preciso.
Volvía mucho antes de lo esperado. Debería pasar cuatro ho-
ras deambulando hasta el inicio de un viaje interminable. Una
sensación de claustrofobia empieza a invadir todo su cuerpo.
Se ahoga. Empuja el poco oxígeno disponible hacia sus pulmo-
nes sobreexigidos. Exhala bocanadas y las recupera en un movi-
miento espasmódico, compulsivo, pero estas son insuficientes.
Repite estos movimientos luchando por quedarse dormido el
resto del viaje. No puede. Baja del autobús después de cator-
ce horas inacabables sin sentir sus piernas. Camina sin saber a
dónde. Otea sin mirar. Emite un suspiro entrecortado. A partir
de ese momento su vida se convierte en un órdago insoportable,
555
una montaña majestuosa imposible de remontar por su espíritu
lisiado. (¿No es irónico que un ateo contumaz se queje de esto?
Espíritu lisiado: en términos topográficos, fue una caída de más
de tres mil metros, desde la montaña más alta hasta el abismo
más profundo).
No hay lugar más hostil en el universo que el planeta Tierra
cuando ha muerto una flor.
No hay lugar más hostil en el universo que el planeta Tierra
cuando ha muerto una flor.
No hay lugar más hostil en el universo que el planeta Tierra
cuando ha muerto una flor.
El asfalto te muerde los pies con saña abusiva, aberrante.
Le había cogido odio a todo lo que se moviera (una mariposa
se convierte en murciélago, en un ser horrendo. Metamorfosis
inevitable). Me exasperaba estar vivo. Me dolía respirar (exas-
pera estar vivo. Respirar duele). Era inmune al dolor físico.
La respuesta estaba en el futuro. En ese momento, un solo
pensamiento ocupó fugaz su mente. Venganza (imaginó un
cuerpo inerme, incapaz de defenderse). El cuadro real era gen-
te haciendo cosas cotidianas (gente regresando de su trabajo;
gente buscando donde ir a cenar). Se imaginó ser una de esas
personas.
Si hubiera estado escribiendo con un lápiz o bolígrafo, su
mano habría desmayado…
Voló durante esos instantes insuficientes; a pesar de que su
intuición lo mantenía con un pie en la realidad, sospechando el
desastre final.
Blanco y su antónimo, grande y su antónimo; amarillo, azul y
rojo; formas geométricas cualesquiera, pero en fila india, unidas
por un cordón umbilical rectilíneo; una repentina rigidez metá-
lica en su cuello le impedía dirigir la mirada hacia el asfalto de la
556
calle, solo transitada esporádicamente por algunos vehículos que
buscaban un atajo en su trayecto a otras zonas de la ciudad. Su ca-
bello se encendió como de seguro el de Ícaro al instante anterior
a la quema de sus alas por el astro rey (Apolo, indiferente, Apolo,
gélido; Apolo, mortífero).
«Las huestes enemigas habían asolado el territorio sin com-
pasión, sin dejar heridos»… Cada pensamiento mío rezumaba
autocompasión, delirio.
No lo sabía con certeza absoluta, aunque sospechara que su
estado emocional se debía a ciertos procesos neuroquímicos des-
encadenados por ciertas interacciones sociales adversas. Los dejó
estar. Aún no era nuestro momento.
En la escena donde cae al suelo, cuando se da cuenta de que
sigue vivo y eso le aterra (mira al suelo, ve su reflejo en la negrura
del café...: negro.
Comencé a padecer unas migrañas que atenazaban mis sienes
y la parte occipital de mi cabeza. No me medicaba ni busqué re-
medio para la tortura. Simplemente soportaba estoico cualquier
padecimiento, sin importarme su origen o causa. Reduje las co-
midas a una diaria.
A veces ni eso; bebía como si no hubiera un mañana. No me
importaba transgredir los límites morales que yo mismo, sobera-
na, libérrimamente me había impuesto en una promesa respon-
sable ante mi salud no solo física sino moral (y espiritual, porque
esa promesa me la había hecho cuando era el novio perfecto de
Betsabé); bebía porque no tenía fe en el futuro. Porque no le
importaba. Me daba igual destruirme como lo estaba haciendo,
lenta, sistemáticamente, aunque no me diera cuenta de ello, de
mi culpabilidad consciente. Me autocastigaba. Quería ser severo,
inmisericorde conmigo mismo. Júpiter tonante no lo hubiera he-
cho mejor.
557
En esos momentos castigaba mi natural rebeldía con mucho
alcohol barato. Una sonrisa, su intento siquiera, era anatema. El
silencio más espeso era mi principal medio de comunicación con
el mundo. Mi tristeza, mi depresión devino en aburrimiento.
Arrastraba las horas de cada día como un fardo muy pesado que
no podía levantar del suelo.
No me drogué por miedo, por pereza, porque tal era mi ne-
gligencia, mi dejadez, que no tuve la fuerza suficiente para salir
de mi cueva, salir a lo desconocido y proveerme de ese escape.
También por orgullo, por soberbia, porque no me imaginaba caer
en lo que tanto había criticado durante tanto tiempo. Yo a los
adictos a cualquier droga dura, seca, los desprecié siempre.
Me burlé de ellos, de su debilidad ante la tentación de ob-
nubilarse con polvos, inhalando, no bebiendo (yo la bebía,
a morir), eso me hacía sentirme superior a ellos, a los que
morían por sobredosis, no a quienes se alcoholizaban, por cos-
tumbre, por aprendizaje, a pesar de que había despreciado en
su momento a mi tío Ramón Eugenio, por su debilidad, por
su endeblez, pero cuando me tocó a mí, lo tomé como la op-
ción menos mala, no me importó desdecirme en eso, contra-
decirme parcialmente, según mi criterio acomodaticio y opor-
tunista, o cínico, cínico más bien (como lo hago aún ahora,
que te miento a sabiendas de que no me crees); fui incapaz de
mantener la coherencia de mis principios (¿quién lo hace en
su adolescencia?).
Pero yo me culpaba, me culpaba y me culpo, por esa incohe-
rencia, inconsistencia, debilidad. Fui débil y me culpé por ello.
Y me culpo aún hoy, porque la culpa es una rémora, un parásito
que me corroe y porque nunca he sido capaz de superar ese senti-
miento de insuficiencia. Me culpo por lo que no dije, por no ha-
558
berle puesto a mi madre los puntos sobre las íes en su momento
(lo hice, lo intenté, pero cuando no importaba)...
Y me preguntaba: «¿Para qué es todo esto, para qué me sirve?
¿Importa acaso? ¿Me querré morir, de verdad me quiero morir?
¿Hasta qué punto es la muerte una buena idea?». Y sonreía en
silencio al pensar en la cara que pondría mi madre al recibir la
noticia de mi muerte. Sobre todo ella, que siempre decía «Los
hijos no se deben morir antes que sus padres». Morir, ¿no lo hacía
ya poco a poco?
Se despierta en la camilla del dispensario después del lavado
estomacal. No había sido solo una borrachera festiva, de esas cuyo
recuerdo se te hace agradable, divertido, necesario. Camina trece
kilómetros sin parar. Acelera el paso al cruzarse con la alcabala
donde tantas veces tantos guardias caprichosos y malhumorados
le exigieran de mala gana identificarse, cuando iba a Mérida, no a
San Juan, y sintió un temblor en la piel, un escalofrío, como si ahí
lo hubieran torturado, o estuviera a las puertas del Averno. Otra
vez la lluvia lo acompaña, lo ataca, lo humilla. Sigue caminando
bajo la que considera su peor enemiga, o su aliada incondicional.
Tira de sus pies como si pesaran cien, mil kilos. Los obliga a
avanzar, sin saber hacia dónde ni para qué. Por fin toca el timbre
de su puerta.
559
Retorno a casa
Aunque los primeros siete meses sintiera la obligación de quedarse al
lado de su hija, tomó la decisión de irse después de hablarlo con su
psicóloga (no podía cargar él solo con esa responsabilidad). Durante
el año que pasó en Suecia, fallece su padre. Él decide quedarse y
acabar lo que había empezado. Después de la muerte de José Román,
padre, Celeste comienza a dar muestras de inestabilidad mental. Pa-
rece perder un ancla muy pesada pero necesaria. Huye de la realidad.
Repite las cosas hasta cinco veces. Textualmente, como si recitara el
mismo párrafo de un libro.
Llegar de Suecia y encontrarme en estado de ocupación por
potencias foráneas. Julio César gálico desplazado de los privile-
gios que siempre creyó merecer: otra causa de su ira contra su
hermano.
Es decir, mi hermano y su novia de turno, una sicópata redo-
mada, en el que desde algún momento indeterminado fuera mi
cuarto; haciendo vida de pareja. El desalojo no fue inmediato
porque, según ellos, yo podía dormir con mi madre y con mi
hija, en la cama de aquella. Nos mudamos mi hija y yo al cuarto
trasero, que hubiera sido territorio de Leo durante algunos años
de entente, no de entente, los de su retiro del mundo. Y después
vino lo peor. Mi envidia contenida por tantos años explotó desde
su núcleo, como una estrella, engullendo todo con su eclosión.
Mi hermano y yo llegamos a las manos, como si de enemigos acé-
rrimos e irreconciliables se tratara. Me provocó en ese momento
matarlo, destruirlo, volverlo polvo estelar. Era mi impotencia la
que actuaba de esa manera, pero también esa envidia añeja, culti-
vada en mi subconsciente sibilino, severo, fiel a sus recuerdos y a
sus supuestas acreencias.
Que dos hermanos, con tres años de diferencia en edad, se vayan
a las manos, no parece algo poco común o espectacular, es solo que en
560
mí cada hecho, cada error, siempre ha constituido una herida insu-
perable y me ha convertido en rehén de recuerdos e imágenes que me
azotan y me hieren. De ahí esa sensación de pérdida, de fracaso en
algunos momentos, constante, fluvial…
El ambiente se caldeó. Sus idas y venidas, su agenda apreta-
dísima de compromisos ineludibles entre su pareja sicópata (una
chica que años después sería condenada por secuestro y homi-
cidio) y la mejor amiga de esta, la tercera en discordia en esa
relación disfuncional e irrespetada, hicieron que llegáramos a las
manos en un episodio público y notorio, en el garaje abierto de
casa, a plena luz del día, para mayor oprobio de Celeste. La ira
combina la indignación con la culpa y la impotencia. Por eso se
vuelve incontenible, por ese cóctel maldito de sentimientos cul-
tivados durante tanto tiempo. Y explota. Pero eso no nos separó.
Más bien nos acercó más, si cabe. La relación con mi hermano,
como en todas las historias familiares, pasó por sus más y sus
menos. A pesar de nuestras diferencias, que estallaron sobre todo
en esa época en la que vives un torbellino hormonal y te quieres
comer el mundo a bocados, el sentimiento fundamental entre
nosotros prevaleció. Quizá fue ese orgullo de estirpe, el apellido
en común, lo que nos unió indisolublemente. Quizá fueron los
mensajes de amor familiar y de unión fraternal: «Ustedes son solo
los dos, por lo tanto no cuentan con más nadie; nadie les querrá
tanto como quien tiene su propia sangre», de nuestra madre Ce-
leste, lo que permeó nuestro ser y nuestra existencia. Eso creo que
lo supimos siempre.
Del distanciamiento natural e inevitable que se produce entre
los hermanos, por muy unidos que sean, al formar cada uno su
propia familia, puedo dar fe con tranquilidad pues fue un hiato,
una pausa en nuestra cercanía poderosa, inevitable, indisoluble.
La muerte es ausencia y es silencio. Estudiaba. En la universi-
dad estudiaba. No me divertía. Estudiaba. Estudiaba a todas horas.
561
Estudiaba y lloraba. Era un ir y venir entre el estudio y el llanto. Y
luego, vino el deseo. El deseo prohibido, contra natura. El deseo clan-
destino. La libertad cercenada. La vida a medias.
562
CAPÍTULO XXIII
Que la civilización pueda sobrevivir o no depende en verdad de
nuestra manera de sentir. Es decir, depende de lo que queramos las
personas.
Conversación sostenida por unos hilos muy finos y endebles. Casi
toda en monosílabos, de Francis, a las preguntas elaboradas de J.R.
Nunca hablaron del futuro. Nunca.
«¿Tú fumas?», preguntó inquisitivo y nervioso.
«No».
Angello, 1997
Celeste sustituyó la educación o formación debida por la sobreprotec-
ción no solicitada. Pletórica de amor, pletórica de esa protección…
Me sentí, me sentí… Y pensé en Mathias Rust, y me quedé sin ex-
cusas, a menos que echara mano de mi sempiterna excusa, la de mi
madre a mi lado, protegiéndome y acechándome, como el águila ve
por sus polluelos indefensos...
¿Y qué si se lo cuento todo de entrada, le digo que tengo una hija,
que mi madre es una desquiciada que pretendía secuestrarme, sojuz-
gándome a su voluntad?
Llegó a otra Caracas. Una Caracas cuyo rostro fue transforma-
do. Los avisos de neón de Savoy, Pepsi, desaparecidos debido al
revisionismo cultural de la neolengua sincrética.
563
Mi lucha interior siempre fue (paralela a mi lucha por libe-
rarme del yugo materno) por reconciliar mi individualidad, mi
autoafirmación, con mi necesidad de una pareja estable con la
que compartir un proyecto de vida.
Y es que el recuerdo de Francis, los recuerdos pertinaces se di-
luyeron casi por embrujo y los sustituyó una paz repentina, y una
certeza, una convicción serena acerca del futuro, en el que estaría
tan protegido como lo estuve al principio, cuando era arrullado
por nanas antiguas de autores anónimos…
Yo era un escarabajo verde buscando su gruta. No me hallaba.
Nunca me hallé. Solo cuando conocí y conviví con Francis me di
cuenta de quién era yo en realidad. Pero eso me fue arrebatado.
Creí y no pensé que la muerta estaría acompañándome por
siempre jamás. Sus heridas y moretones, casi comparables a las
del santísimo Señor. Su cuero cabelludo como una peluca clavada
a la fuerza en sus sienes moradas como sus párpados, como sus
ojeras ennegrecidas de soledad; tenía que aceptar de una vez que
era una de mis personas muertas preferidas (o la preferida, sin
más).
Al verlo, le provocó la irresistible tentación de convertir el pa-
sado en futuro, de mimetizar ambos tiempos en uno, único, no
bifurcado, integrado, completo.
Solo fui yo finalmente con él... y sin ella. Ella. Entendí final-
mente quién era ella, mi madre. (Entonces) entendí que las cartas
que me escribió y todo lo demás (ese momento de falsa epifanía,
tan falsa como ella, en el viaje a Viena, como sus lágrimas y gritos
desesperados, como su vulnerabilidad ante la pérdida, ante mi
pérdida) era su intento desesperado por retenerme a su lado; (en-
tonces) entendí que ella me mintió, que siempre me había menti-
564
do. Que el retener a mi hija a su lado fue su forma de retenerme,
a mí, su objetivo principal… Este fue un resultado relacional, la
comprensión final de todo un entramado, de un tinglado, volun-
tario o lo contrario; urdido o no de manera consciente, aviesa,
con intenciones inconfesables, una epifanía apenas repentina;
una conclusión coherente con la armazón de los recuerdos persis-
tentes como la gota que escapa de un grifo dañado…
Entendí que lo que había buscado hasta ese momento era la
libertad de bifurcarme, en una suerte de proceso inverso al de
los protagonistas fantásticos del mito de Andrógino. Podría in-
terpretarse como una manera tortuosa de entender mi necesidad
humana de amar y ser amado, y lo es. Es solo que esa vía tortuosa,
serpenteada como mis demonios, que se quedarán conmigo hasta
mi último día aquí, la comparto con miles, con millones de al-
mas tan o más torturadas que la mía. Somos legión. Los enanos
verdes con antenas puntiagudas en la cabeza, y lo somos/son en
mil maneras distintas, sin antenas, con antenas de distintos co-
lores, tamaños, texturas… y es que somos parte inseparable de
quienes nos rechazan, nos persiguen, torturan y asesinan. Somos
esos seres bicéfalos, unidos por el vientre del banquete de Platón.
Todas. Todes.
Mi profesora de Introducción al Derecho nos explicó median-
te el mito de Andrógino, incluido en El Banquete por Platón,
la necesidad que teníamos las personas de convivir en sociedad,
de formar familias (heterosexuales: cada uno de nosotros, diría
Platón, «no es más que una mitad de ser humano, que ha sido se-
parada de su todo como se divide una hoja en dos»… Este mito,
en su forma original, cuenta que los andróginos —seres redon-
dos, con cuatro brazos, cuatro piernas, dos caras en la cabeza y
dos órganos sexuales, unidos por el vientre— quisieron invadir
el Monte Olimpo, morada de los dioses, y Zeus decidió casti-
gar su rebelión separándolos en dos grupos; cada parte anhelaba
565
su complemento, no importaba lo que hoy se llama «mujer» u
«hombre», cada individuo ansiaba otro, hombre o mujer. Como
Zeus no podía destruir la raza humana, dado que esta era la que
adoraba a los dioses, los castigó partiéndolos por la mitad. Apolo
entonces los curó dándoles la forma actual que tienen ambos se-
xos, y más tarde pasó adelante sus órganos genitales para con ello
preservar la especie humana en la tierra).
Esa versión suya me perturbó profundamente, no estaba dis-
puesto a aceptar mi condición como algo espurio y no sé por
qué no me fui a la fuente original, a confrontar su versión de la
leyenda; me hubiera ahorrado muchas lágrimas y mariposas en el
estómago.
Pasarían dos años antes de yo sentirme con la suficiente ente-
reza y vigor para comentarles a mi madre y a mi familia mi nueva
situación.
Lo había esperado toda mi vida. Esa sensación emocionante,
casi perturbadora que se te mete bajo la piel. Tu atención absorta
en un punto, como si no existiera el resto de las cosas en este
mundo. Internet fue una de las pocas cosas en las que sí pude
formar parte de una minoría privilegiada. La red se convirtió para
mí en un escape necesario a mi cotidianidad aburrida en la que
repetía esa familiar sensación de aislamiento y de ostracismo so-
cial de la infancia.
En mi búsqueda frenética de lo que di en llamar «un alicien-
te», navegaba en internet concentrado intensamente en un ob-
jetivo lejano, remoto, casi irreal, como en una imitación torpe
de las historias que animaban las telenovelas (muchacha pobre y
provinciana conoce muchacho rico de la capital). Necesitaba gran-
566
dilocuencia; compensar tanto silencio de aquellas palabras que
nunca había podido pronunciar. Ese era por fin mi espacio. Los
ruidos provocados por la conexión telefónica, que sonaban como
patines raspando el asfalto no solo me gustaban sino que extra-
ñamente me estimulaban, me decían que lo siguiera intentando,
me conminaban a atreverme, a aventurarme en esa autopista de
luz y de formas y de sonidos y de colores como los de un juego
de jackpot que te invita a jugar y a jugar y a jugar con sus dibu-
jos alucinantes, en marcados contrastes de colores vivos sobre un
fondo generalmente negro. Entré a un portal de encuentros entre
hombres en el que me llamó la atención un aviso especialmente
tierno en la transparencia acerca de sus intenciones y cometido:
«Buscando novio para Tata». Ese aviso no podría tener en modo
alguno como objeto único y exclusivo un encuentro casual o efí-
mero, para desahogar una tensión acumulada por años. Tendría
que haber detrás algo más importante, permanente, algo más a
largo plazo, algo verdadero, sublime. Respondí solo a ese anun-
cio. Los otros eran «más de lo mismo», en una experiencia nueva
para mí: buscar pareja en la red.
Jamás imaginé una cartelera así, tan a los años veinte, tan a lo
época Capone. El deslumbre definitivo. Lo que me esperaba sin espe-
rarlo. Seríamos Sergio y Baco.
Hablamos Tony y yo como dos amigos que hubieran coinci-
dido en coger con la misma pata inasible, la más cara del burdel.
Yo me reí de buena gana imaginando las escenas anatómicas, ora
alternadas, ora mezcladas en una burbuja multicolor.
Inexpresivo, su rostro devino plenilunio yuxtapuesto en un
eclipse claroscuro.
La novedosa, curiosa situación parecía una escena de The Ba-
chelorette, en el que una chica —o un chico, en este caso— elige
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entre varios pretendientes al hombre de sus sueños, solo que en
esta oportunidad el Bachelor, protagonista de esta historia, no
participaba a sabiendas en el juego. Según el anuncio de marras,
se trataba de un italiano que no hacía otra cosa sino trabajar, sin
experiencia en las lides del amor griego (ni en ningún otro tipo de
amor), y que era dueño de un corazón puro, que esperaba llenar
con un sentimiento sincero que durase toda la vida, o al menos
eso imaginé.
Llegó, fiel a su costumbre, media hora antes a la cita
señalada, las 21 horas. Encontró a los tres amigos ya
instalados en una mesa al aire libre pues uno de ellos,
pareja del anunciante, fumaba. Tony, el anunciante, le
había dicho a Angello, el interesado, que el invitado
desconocido era un cliente nuevo al que quería intro-
ducir en su grupo de amigos (es de suponer que al mo-
mento de llegar J.R. a la mesa, esta versión había sido
superada y sustituida por la verdad: «Es un hombre que
respondió al anuncio que publiqué en Gay Universe,
interesado en conocerte»).
Esperaba se cumpliera al pie de la letra el libreto ro-
mántico de una película americana «B», no por previsi-
ble menos interesante; su cuerpo y su piel le susurraban
que podía confiar ciegamente en el desenlace de ese nue-
vo episodio. La noche suele ser aliada en estos menesteres
del amor clandestino. Pero Angello y él no estaban en
la misma página de ese libreto. J.R. iba ya casi al final
y Angello apenas había comenzado a ojearlo con cierto
interés, si alguno. El miedo producido por esa sensación
de déjà vu le duró apenas un nanosegundo, un instante
imperceptible, nada molesto. Y es que había comenza-
do después de tantos años a recorrer una ruta conocida,
aunque con una diferencia: esta vez la persona frente a
568
sí era alguien en quien podría confiar, más allá de que
aun esa sensación de confianza fuera innecesaria, fútil.
Esa noche llegó tarde a la cita con Angello; tres cuartos
de hora tarde debido al retraso en el vuelo que lo llevó
a Caracas, por el mal tiempo atmosférico. Y el caballero
en su reluciente armadura tampoco había hecho acto de
presencia a la hora acordada. Había algo que iba mal.
Suena el móvil de J.R. y se trataba de Angello. Cambio
de planes, tendría que irse hasta la clínica donde estaba
Angello con su madre y su hermana Rita, dado que su
padre había sufrido un ictus. J.R. marchó raudo al en-
cuentro de Angello… y de su familia.
La situación sui generis, con todos sus elementos constitutivos,
era un terreno inexplorado para todos sus participantes. A pesar
de ello, supieron llevarla a feliz término con desenvoltura y buen
rollo. Los nervios iniciales fueron siendo superados poco a poco,
a medida que los contertulios se fueron identificando paulatina-
mente y reconociéndose como semejantes, con valores comunes,
con historias similares y sobre todo, transparencia en las inten-
ciones. No había entre ellos agendas ocultas. A pesar de que el
método por el que entraron en contacto, por muy minucioso que
hubiera podido ser Tony, conllevara sus riesgos, cualquier asomo
de estos se disipó casi de inmediato, al generarse intencionada-
mente por parte de todos un ambiente distendido de mutua con-
fianza y familiaridad comedida, prudente. Llegado el momento
de las despedidas y de la promesa de un seguro próximo encuen-
tro, Tony y Alberto, su inveterada pareja, hicieron mutis por el
foro. Era ya medianoche, esa hora tonta en la que o has acabado
de cenar, o es demasiado pronto para tocar la puerta en una de
esas discotecas de moda. Dieron algunas vueltas al azar por la
Caracas nocturna y peligrosa (la ciudad más peligrosa del mundo,
según algunos surveys recientes, de empresas consultoras especializa-
569
das en medir el clima para las inversiones extranjeras), guardando
en todo momento la prudencia del caso. Cuando se acabaron los
temas de circunstancias, y no queriendo forzar la situación hacia
un desenlace repentino, obvio, evidente por previsible, decidie-
ron abrir fuegos en la discoteca «de ambiente» más cercana. En
el camino disfrutaron en silencio de las luces multicolores de la
Caracas nocturna. Caracas la bella, la Sultana del Ávila, sus mús-
culos masculinos a lo Tom de Finlandia inspiraron a su retratista
oficial, enamorado de su belleza absurda, inevitable. Ese silencio
se convirtió inevitablemente en un déjà vu de un tiempo que no
volvería, por gracia del caos cronológico y de la causalidad.
Pararon en medio de un descampado, esperando a saber cómo
se definiría la incómoda situación. «Son las tres de la mañana y
mi primo no me dejó la llave de su piso para poder entrar; no
quiero despertarle», deslizó J.R., socarronamente. Solo obtuvo por
respuesta el silencio más que descriptivo de Angello: «No pretende-
rás que te lleve a mi casa, cuando hace apenas unas horas que nos
conocemos, cabronazo», pensó Angello, mirándole fijo a los ojos.
J.R. no se daba por enterado y entonces Angello tuvo que resolver
sin miramientos la incómoda situación: «Bueno, creo que ya está
bien por hoy. Estoy muy cansado y mañana me espera un día en-
demoniado. Así que tendremos que despertar a tu primo», zanjó,
definitivamente.
El repudio social te entrena para responder de manera asertiva
ante cualquier situación inesperada o poco común. Angello tenía
perfectamente divididos sus públicos (igual que Celeste, en su
momento). De hecho, ese tonito aflautado en su risa loca, tan
desagradable en un hombre, solo se le salía entre sus amigos más
570
cercanos, todos gais de armario, cuando explotaba en una de sus
carcajadas suficientes.
Ante la serena firmeza de Angello, J.R. no tuvo más remedio
que hacerse cargo de que no pasaría una noche de loca pasión
con ese desconocido que le había devuelto la fe en el amor y en
sí mismo (vuelvo a las andadas). Se abría ante J.R. todo un nuevo
escenario. Con él sus reacciones tendrían que ser distintas, medi-
das en un tubo de ensayo. El cableado de su cerebro le ordenaba
responder de cierta manera ante ciertos estímulos, pero frente a
Angello la cosa era distinta; tendría que serlo. Lección de pacien-
cia y de saber estar.
Se resignó una vez más. Se despidieron dejando en el ambiente
la incertidumbre acerca de un posible segundo encuentro. Ocu-
rrió tres semanas después. En esa oportunidad, Angello lo invitó
a su casa, a cenar. Le prepararía una receta de pollo con eneldo.
Algo exótico, rebuscado. Pero solo eso. No hicieron el amor (qui-
zás porque Angello era torpe en las lides del travieso Eros, por su
estricta moral católica, chi lo sa). Comenzaron a conocerse. Sin
prisas.
Por esos días ella comenzó a padecer del corazón. Bradicardia.
Por fortuna, presidía la fundación del corazón, donde tenía car-
diólogos y exámenes a porrillo...
Angello era desconfiado. Y era mucho más difícil confiar en al-
guien que había conocido a través de unos amigos, a quien ellos,
Tony más bien, había contactado por un anuncio en una página
de citas en internet. Pero eso era lo que a J.R. más le gustaba
de este personaje inigualable. Se sentía seguro con respecto a la
pureza de sus intenciones, lo que siempre había buscado, porque
la persona más confiable es justamente una persona desconfiada.
J.R. deseaba pasar la noche con Angello, como si quisiera corregir
los errores del pasado. Repetir la historia pero esta vez concederse
un final feliz. Lo ansiaba.
571
… Y se impuso el sentido de territorialidad de Angello, su
ancestral angustia con respecto a lo que era suyo, a su espacio,
la protección de su espacio como si de su propia vida se tratara.
Después de dos años viéndose, hablando, durmiendo juntos los
fines de semana (aún no convivían ¡después de dos años!; esto
es un escándalo de anacronismo inadmisible en los tiempos del
amor libre, aunque clandestino, pero también adulto y semilibre
que podrían haber disfrutado dos varones solteros en los albores
del siglo XXI), cada uno en una ciudad distinta, y J.R. haciéndola
de padre ejemplar de su hija, con la ayuda inapreciable de sus pa-
dres, JR aún no contaba con una llave del piso de Angello. De tal
suerte que un día, veinticuatro de diciembre, tuvo que esperarlo
por horas interminables e insufribles en el portal de su edificio,
después de haber hecho el amor como descosidos. Es que Angello
tendría que ir a visitar a su madre, en San Antonio de los Altos,
para luego regresar y pasar la Nochebuena con J.R. (Esta era una
situación incongruente con el sentido progresivo y lineal de una
relación de pareja que estuviera destinada al éxito). Eso y sus dife-
rencias acerca de sus expresiones de afecto en público, o el hecho
mismo de hablar abiertamente de su relación con sus respectivas
familias, eran puntos de desencuentro entre ambos, y tensaban
la relación (J.R. estaba por la libertad absoluta; desde que había
conocido a Angello, casi desde que lo conoció, se hizo activista
por la aprobación del matrimonio igualitario en su país). Pero eso
no los detuvo. Sus primeros dos años fueron los más difíciles. Sin
embargo, poco o nada me/le gustó el tener que esperarlo más de
seis horas, deambulando por Caracas, y después, dos horas más,
en las escaleras del rellano entre su planta y las otras dos, porque
se cerró en banda a facilitarme una copia de las llaves de su apar-
tamento… y de su vida... Escaleras directas a dudas imposibles
de contar, dudas superpuestas, temblores telúricos aprisionan su
cuerpo, desde sus labios que chocan y hacen el ruido de unos pu-
cheros de bebé. Treinta y un años. Todo su cuerpo tiembla, vuelve
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a temblar como si..., como si padeciera un ataque del grand mal.
No es tal cosa. Finge.
Diecisiete días pasaría internado el padre de Angello. Cuando
J.R. llegó a su encuentro, fue su madre la que lo recibió y saludó
sin poder evitar un rictus de sorpresa, porque ella conocía a to-
dos los amigos de su hijo. Su hijo nunca fue de darle sorpresas.
Él siempre había sido transparente, predecible. Se diría que en
esa situación estaba más que justificado un abrazo fraterno, de
apoyo. Ni por esas se atrevieron frente a la madre de Angello a
comportarse más que como dos extraños que coincidieran en el
funeral de un tercer extraño. Tenían la lección bien aprendida.
Y no era para menos. Fueron años de entrenamiento constante,
severo, obsesivo.
Una vez se hubieron quedado a solas en la clínica, su tema
principal fue la salud del padre de Angello. Este le pediría a J.R.
hacerse cargo, en parte, de la situación; de acompañar a su padre,
de estar pendiente de la atención que recibiría, de su medica-
ción, de sus efectos secundarios. Angello solo podría estar ahí a
la salida de su trabajo y entonces podría quedarse con su padre.
Se quedarían ambos, J.R. y Angello. Comenzó de nuevo a soñar
como una solitaria, melancólica decimonónica quinceañera que
despliega sus alas de colores vivos.
Solo unas horas después, en la mañana del día siguiente, se
hacen las presentaciones formales, en italiano:
Mamma, questo é José, il mio buon amico. É venuto da S.C., per
lavoro...
La signora, casi napolitana por sus orígenes provinciales,
mezclaba en su habla un tango lunfardiano, como el que tanto
le había encantado a él en sus tardes de telenovelas australes,
Piacere... el cavaliere conosce la fidanzata del mio filio, Silvana?
Ante tal interrogante, dicha con ingenuidad que no con doblez,
(pero sí) demostrando prioridades no coincidentes con las su-
573
yas, más bien contradictorias, contraproducentes, J.R. enmude-
ce y entra en pánico, no sabe qué responderle a la señora a quien
está conociendo en ese momento de tan nocturna angustia, tan
duro para todos.
—¡Claro, si es mi amiga!
—Ah! Capito. Allora vi conoschete —exclama la señora en un
marcado «itañol» (mezcla de italiano con español). Mio figlio mi
ha parlato tanto di léi! («léi» en italiano puede ser tanto «usted»,
como «ella». J.R., sabiendo esto, entiende perfectamente que se
refiere a la tal «Silvana» y no a él)… Y a propósito, esta escena se
podría aprovechar para preguntarnos si la señora en cuestión, madre
preocupada por la felicidad de su hijo, de su único hijo varón, o lo
que ella creía o estaba convencida tendría que ser su felicidad, sabría
o intuía de alguna manera, dicen que las madres lo intuyen todo y lo
saben todo acerca de sus hijos, que tan reciente y desconocido amigo
era en realidad su amante homosexual, y su pregunta-solicitud-pe-
tición, aparentemente ingenua y sin doblez alguno, era un aviso
a navegantes acerca de sus convicciones y maternas preocupaciones
por su único hijo varón. La suya era una expectativa milenaria,
casi legitima, casi natural...
La moneda había quedado de canto, con un frágil equilibrio
luchando por mantenerla en pie... La moneda se había inclinado,
había caído finalmente por su lado izquierdo.
El agua de mar no se puede desalinizar; con ademanes de otra
época, traslucía banalidad no intencionada para el mal. Solo es-
peraba el sí de ella, su bendición poderosa contra su miedo…
Aprendí a desaprender el miedo…
—Io quisiese que il mio filio… —Su único varón, el más joven
de los tres hijos de la familia Di Vito— …si cassase con una bella
ragazza, che sia buona madre per i fili... Vorrei avere nipotini da lui,
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il mio solito filio masquile. — (¿ruego o advertencia?), y un sinfín
de requisitos que J.R. no estaba en capacidad física de cumplir,
por razones más que obvias…
—Signora, se preferisce potremo seguire in italiano —zanjó J.R.,
con el objeto de colocar su pica en Flandes. Se planteaba ante sí
un horizonte muy largo de paciencia, de transacciones duras, du-
rísimas, pero lo peor, de disimulo y ocultamiento en defensa pro-
pia. Esto era lo peor que se le venía encima, en el futuro probable.
¿Qué busca? En realidad, eso no importa. Lo que importa es
lo que encontró sin buscarlo. Sin saber siquiera que lo busca-
ba… o sí, si buscaba algo muy determinado y concreto y por eso,
cuando conozco a Angello, cuando lo vi por primera vez sin sus
gafas de ejecutivo atareado pero sereno, lo primero que pensé, no,
más bien sentí, fue una urgencia feroz de que lo vieran Darwin y
Marcelo, que me dijeran con asombro ¡pero si es clavado a Fran-
cis/Edmundo! No otra cosa sentí con mayor urgencia… No me
drogué por miedo, por pereza, porque tal era mi negligencia, mi
dejadez, que no tuve la fuerza suficiente para salir de mi cueva,
salir a lo desconocido y proveerme de ese escape.
Si soy objetivo me doy cuenta de que casi no intercambiamos
palabra durante todo ese tiempo juntos. Nos mirábamos por ra-
tos interminables o hacíamos el amor y emitíamos los sonidos
propios de esa situación pero no hablábamos. Nunca me enteré
de sus inclinaciones políticas, por ejemplo. Nunca escuché de su
propia boca si estaba de acuerdo o no con ese sistema estúpido,
inútil y estéril de subyugación patriarcal que nos impedía expre-
575
sarnos abiertamente, sin tapujos y sin complejos. Tampoco me
pude enterar de cómo era en realidad su relación con su padre,
si lo abrazaba o lo besaba cuando se encontraban, o si de peque-
ño complacía todos sus caprichos o lo disciplinaba severamente.
Tampoco supe cómo fue su relación con su madre, más allá de las
llamadas esporádicas que ella le hacía y que podían durar horas
o unos pocos minutos, pero que nunca se quedaban en el saludo
inicial como me llegó a ocurrir alguna vez con mi madre pues
a veces no teníamos casi nada que decirnos. Incluso pasábamos
hasta tres días sin llamarnos, yo estudiando, Francis trabajando
en la galería de su padre el militar, o estudiando en la academia
de modas, o buscando patrones para sus modelos, o viviendo su
vida de gran ciudad, con sus amigos, en los sitios de moda, o
acompañando a su padre a actos oficiales, como solía hacer yo
con mi madre, y nos conformábamos con eso, con llamadas limi-
tadas por las prisas de los horarios («Mañana tengo que madrugar
pero no quería irme a la cama sin escucharte, amor»); con salu-
darnos como si no hubiéramos dejado de hablar ni un solo día,
y nos prometíamos que no volvería a suceder pero sí que volvía a
suceder, una y otra vez, y a veces yo caía en el limbo de la incerti-
dumbre, que giraba y me hacía girar y hacía girar mi cabeza y mis
pensamientos, mis dudas, mis temores, pero fueron tantas veces,
tantas llamadas hechas a última hora del día, que me acostumbré
y no vi venir el final. Cuando el presente es luminoso y acaba
de repente, el futuro se convierte en una duda amenazante, que
agobia, que paraliza de miedo y no te deja pensar con claridad,
siquiera con un mínimo de lógica o sentido común. Te convier-
tes en culpable de las decisiones no tomadas, de las palabras no
dichas, de las acciones no empeñadas en su momento, a tiempo,
oportunamente. De todas maneras, ya en ese momento, en el fi-
nal, nada de eso importa, ya las decisiones están tomadas (Francis
tomó la decisión de despacharme, de deshacer lo nuestro, en un
momento que no puedo determinar porque no me lo dijo, no
576
me hizo partícipe y entonces, en ese momento definitivo, alguien
más define tu destino, te condena a un curso inesperado, que por
tanto habrás de tomar a ciegas, sin estar preparado, sin saber por
dónde ir, sin saber si ir o dejarte llevar por tu derrota, por tu pas-
mo) y son irreversibles, inamovibles, definitivas, esas decisiones
que cambian tu vida sin tu permiso, sin que te hayas pronunciado
por un sí o un no te abruman, te arrodillan. Te arrodillan como
al culpable que eres en realidad, como el culpable que me sentí
cuando vi el karma castigarme con tal furia. Quizás no me abrí
en canal, pero la furia del ataque, lo inesperado, el que fuera por
detrás, por mampuesto, sin previo aviso, me provocó un choque
emocional y síquico espantoso, me dejó kao (KO), en la lona, sin
posibilidad de reaccionar, de defenderme, de responder, mucho
menos de responder. Cuando eres atacado de esa manera, cuando
te joden sueños, proyecto de vida, de futuro, todo eso junto, no
tienes otra posibilidad más que derrumbarte, como si te detona-
ran, implosionas, lo haces desde dentro, desde lo más profundo
de tu conciencia, y entonces hurgas y vuelves a hurgar en lo vivi-
do en el pasado reciente, escarbas en tu memoria todo lo dicho,
todo lo escuchado cincuenta, mil veces, hasta que te convences
que lo que te está pasando es absurdo, no tiene explicación lógica
posible, te desesperas, vuelves a empezar, vuelves a escarbar en
los recuerdos. Un cambio tan repentino, tan definitivo te hace
pensar que no es la misma persona con la que compartiste sueños
y proyectos. Es alguien más, tiene que ser alguien más. Su gemelo
idéntico, su gemelo malo, perverso, sádico, que goza destruyendo
vidas como la tuya, a gente como tú.
Las afirmaciones que me hacía, debidas a mi natural masoquismo
(la intensidad de mis sentimientos de culpa, de vergüenza inexplica-
ble o gratuita me hacía pensar que mi piel verdadera era una viscosa
lámina de semen, o cualquier otra sustancia viscosa, cubierta por una
coraza verde y espinosa, como la de un grillo o una langosta africana.
577
Nunca le dije a mi madre que era para mí esa Nefertiti inal-
canzable, serena en su belleza eterna. Nunca se lo dije porque ella
no me lo permitió con su actitud dolorosa, necesitada de eso, de esa
alabanza rendida, de ese reconocimiento quijotiano (nada que ver
con «quijotesco»).
Educado en colegio católico, graduado de la Universidad Ca-
tólica, Angello era una rara avis en la fauna diverso sexual de
cualquier parte del mundo (y si incluimos en su perfil su rictus
sereno, su voz pausada, su excepcionalidad con respecto a su gru-
po de referencia es notable).
Lo que más me gusta de Angello es que, como yo, no es para
nada ritualista. (¿En serio? Ay, J.R., siempre un poco perdido). Los
cumpleaños, las navidades (a no ser por las luces y los belenes y el
arbolito) son para él una futilidad, algo innecesario, prescindible…
Católico por tradición, convencido seguidor del concepto fi-
losófico de la excepción hecha norma, nunca experimentó esa
sensación de soledad intrínseca a la pertenencia a una especie des-
conocida. No; más bien se adscribía a la adaptabilidad propia de
quienes pasan desapercibidos, sin llegar a abjurar de su condición
al extremo de armar el paripé oportunista, cobarde de un ma-
trimonio falso, para guardar las apariencias. No le gustaban los
problemas innecesarios, era eso, simple y llano.
Tampoco le gustaban los despliegues comerciales o publicitarios
excesivos dirigidos a conseguir su favor, como si se tratase del em-
perador romano en traje de ejecutivo. Mesura y prudencia. Sensa-
tez y autocontención. Esas eran las claves para conseguir su acuer-
do, siempre y cuando el candidato demostrara, además, paciencia
y realismo, cuya suma daba como resultado el sentido moral del
respeto hacia sus reservas, su espacio individual, su libertad de deci-
dir según su juicio sin que se le impusiera decisión alguna en uno u
otro sentido. Todos estos elementos constituían la fórmula mágica
578
para llegar a su corazón, según la convicción arraigada que cultiva-
ba Angello desde que podía recordar. Solo que el caos de la vida lo
sorprendió, haciendo tambalear esas convicciones tan arraigadas.
Su silencio ante mis reclamos enardecidos, irracionales. Su mi-
rada cinérea, arriba de este mundo. Su calma frente a mi violencia
incorpórea. Sus luces diurnas aquilatadas por siglos de sabiduría,
su indiferencia ante lo inevitable. Nuestras discusiones por las
miradas ajenas. Su pecho firme como la montaña encantada. Su
respiración queda; su voz de cristal líquido. Su recordarme lo me-
jor de mi pasado, lo que pudo ser, lo que podría, lo que no será
de nosotros.
Su desconfianza excesiva, su manía de controlarlo todo. Mi
sonrisa ante su recuerdo. Su olor en mi piel.
C. imposta su voz de contralto, la proyecta con autoridad ina-
pelable (esta forma innecesaria, prescindible de hablar, era, sin
saberlo ella, su forma de recordar a su padre, su herencia paterna,
a la que nunca tuvo acceso): ella no se ufanaría ni se vanaglo-
riaría de su victoria sobre su propio hijo, muy por el contrario,
le demostraría, solícita, su amor «incondicional» (hasta límites
impuestos por el ego y el amor propio), le demostraría a él que
siempre le convino no alejarse de su familia, de sus padres, de su
hermano que tanto lloró como si él se hubiera muerto el día que
enfrentó su verdadera esencia, denostada, minimizada y tergiver-
sada por ellos, por su familia, como si se tratara de una elección
caprichosa, una veleidad fruto de la educación demasiado liberal
impartida por Celeste y de la indiferencia, cuando no dejadez
paterna, contumaz en su indolencia y aun en su hostilidad hacia
su propio hijo mayor, de su ida a Mérida tan joven, tan inocente
e inexperto (la disritmia le había quitado mundo, oportunidades
579
de conocer gente real e interactuar con ella, más allá de las novelas
y de las telenovelas, que nunca dejó de ver, hasta bien avanzada la
carrera universitaria), de haberse dejado llevar por esas malas jun-
tas, Arlette incluida (muchacha díscola, liviana, confundida por
la inversión de los roles paternos en su hogar), fue Arlette quien
le presentó a esa panda de maricones sin oficio ni beneficio, dro-
gadictos, perturbados, viviendo en el límite de la legalidad más
elemental, traspasando la moralidad y el recato, el decoro, por-
que yo soy liberal, yo puedo llegar a ser muy tolerante, a Chino,
mi peluquero, maricón consumado, yo le tengo mucho aprecio,
y lástima, porque, pobrecito, él cuenta que él es así porque fue
violado por un tío, o por su padrino, qué más da, pero eso fue
producto de una violación, de un acceso carnal violento, de un
trauma ni deseado ni buscado, pobre muchacho, pobrecito, una
experiencia que no se le desea a nadie, y se le quedó esa manera de
ser así, afeminada, con esa indefinición, esa contradicción entre
lo que dice su cuerpo que es y lo que él oculta con tanta vergüen-
za, a pesar de que se le nota, se le nota por mucho que intente
esconderlo…
Fui capaz de sepultar algunos, si no todos los recuerdos de mi
infancia, aun aquellos que me hubieran podido llevar a la necesidad
de agradecer y sanar. Él y ella morirían antes que yo, o al menos eso
esperé, con fruición y me agradaría saberlo, escupiré en su tumba,
como alguna vez le dije a mi padre que haría en la suya. Su muerte
será mi olvido. Ahora se trata de él. (¿Quién soy yo para juzgarlo?).
Y si al principio miraba el futuro con curiosidad ahora lo miro con
espanto, con ganas de no vivirlo, de evadirlo, de llegar de una vez
a la última edad, al último momento de mi vida, de este tránsito
acuoso, obligatorio, inaguantable… ¡Quién me lo hubiera dicho!
La que se desvivía por mí, la que decía que daría hasta su último
aliento por la felicidad de sus hijos, esa, esa es la que me persigue,
580
esa es la que me juzga y me condena sin oírme, sin siquiera mirar-
me a los ojos. No, ella ya me había juzgado y condenado aquella
tarde, cuando yo tenía diecisiete años: siempre lo supo.
Las madres saben esto, lo saben desde siempre, desde nuestro
primer gesto poco masculino, o desde la primera mirada que se
nos desvía desprevenidamente a donde no es debido, a donde
nadie espera que voltee a mirar un varoncito. De ahí que desde
que nacemos nos clasifican por colores, azul y rosa, y ese códi-
go nos marca para el resto de nuestra vida. Nos condiciona, nos
oprime en un esquema binario, sin medias tintas, blanco o negro,
azul o rosa, hombre o mujer, hombre con mujer, Dios creó a
Adán y Eva, no Adán y Esteban, y así en un remolino salvaje de
prohibiciones, no lo digas en voz alta, cambia, eso se cura con el
matrimonio con una linda mujer, con una mujer de verdad, que
te haga hombre; si no cambias es porque no te da la gana, porque
no tienes suficiente voluntad, o fuerza, o responsabilidad, o por-
que no nos quieres lo suficiente, a nosotros, a tu familia, que te lo
hemos dado todo. Entonces, ahí sí volvería a formar alianza con
mi padre, esperando que él la apoyara en su locura de cambiarme,
de curarme, como ella misma me lo dijo a voz en cuello. Él haría
mutis, se retiraría, no tomaría partido, no defendería a su hijo de
la impericia de su madre pues sería lo más fácil, lo más cómodo
de hacer. Si tan solo ella viviera. Ella, mi hermana, mi media
hermana, la hija de Enrique Oliveros. Porque ella fue la tregua
indispensable en las disputas interminables. Estar frente a ella
era como estar frente a mi abuela Rosangela, que con su mirada
grisácea, entre apacible y severa, nos recordaba cuán mal estába-
mos, cuán mal íbamos… No era solo el miedo a la soledad, era el
miedo al odio, al poder omnímodo de la mayoría ignorante, que
no siempre o casi nunca tiene la razón. Pero tiene el poder de ser
la mayoría, de imponer su voluntad, su ignorancia y su odio. ¿Y
qué queda del individuo cuando se juntan el miedo, el odio y el
581
poder? ¿Qué le queda? ¿Qué me queda a mí? Solo incertidumbre,
solo miedo. Solo temblores incontrolables y rechinar de dientes.
Mariposas, mariposas en el estómago. No era solo el miedo a la
soledad, era el miedo a no estar con él, como si no pudiera res-
pirar de repente, como si el aire que lo/me circundaba estaba ahí
para atacarlo/me con saña, a traición. Y por eso deseé no estar
aquí. No seguir siendo partícipe de una comedia que cada vez
le iba cambiando su rol sin aviso, o de una tragicomedia cruel,
impune, repetitiva.
Su muerte será mi olvido. Ahora se trata de él. (¿Quién soy yo
para juzgarlo?)… Y si al principio miraba el futuro con curiosidad
ahora lo miro con espanto, con ganas de no vivirlo, de evadirlo,
de llegar de una vez a la última edad, al último momento de mi
vida, de este tránsito acuoso, obligatorio, inaguantable… ¡Quién
me lo hubiera dicho! La que se desvivía por mí, la que decía que
daría hasta su último aliento por la felicidad de sus dos hijos, esa,
esa es la que me persigue, esa es la que me juzga y me condena
sin oírme, sin siquiera mirarme a los ojos. No, ella ya me había
juzgado y condenado aquella tarde, cuando yo tenía diecisiete
años: siempre lo supo.
Pero en una cosa sí que tuvo razón mi madre, y es que ella
siempre tuvo la razón, en que era difícil si no imposible rebatirla,
vencerla (si se trataba de posiciones irreductibles, la suya era ina-
movible); y por eso yo siempre terminaba callando, aunque gri-
tara como loco, como poseído (algunas veces ella me decía esto,
582
que me poseía el demonio cuando la contradecía), por eso yo
siempre terminaba con un nivel de frustración indescriptible, una
montaña de frustración y resentimiento inabarcable. Y lo otro, su
empeño en hacernos creer que no moriríamos jamás. Esta convic-
ción religiosa, este convencimiento contumaz y férreo, se diluyó
como sal y agua ese día. Eso puso mi mundo de revés. No me
pregunte por qué —respuesta para esto no tengo— pero siempre
viví con la convicción, inducida por ella, de que viviríamos por
siempre, y eso es una muestra de estulticia, de ignorancia, cuando
no de soberbia imperdonable.
Regresa de Caracas y durante el largo viaje, con la sola com-
pañía de sus pensamientos, proyecta cómo decírselo a Celeste,
prepara la escena, como hiciera tantas veces de pequeño, como
si fuese un trabajo final de grado, pues teme su rechazo, aunque
sepa que nunca es concluyente. Entonces se le plantea una de-
cisión definitiva: o Celeste, o Andrea. ¿Tendría que elegir? Por
eso, cuando llega a casa, se echa a llorar como si no hubiese un
mañana. En algún momento había decidido que la culpa era
inútil y estéril.
El fantasma de la pérdida lo acosó durante toda su vida. Los
recuerdos que se instalan como robles milenarios y atenazan tu
conciencia, la secuestran para siempre. Había capitulado de todas
las maneras posibles... Otra metamorfosis se había producido…
583
Ese día íbamos a subirnos a una lancha para recorrer el lago
de la represa, con la niña, con Lorna. Celeste me miró con esa
mirada que tanto me inquietó siempre. No la cejifruncida, com-
binada con el tono perdonavidas que usaba siempre que quería
aleccionarme, sino otra.
—¿Cuál mirada?
—Apagada, sumisa, como..., como de mi pareja y no de mi
madre.
Él no pudo resistir las náuseas.
De esa manera repentina lo entendía todo por fin, aunque
no fuera, ni con mucho, lo más importante. Esos recuerdos des-
de su más profundo subconsciente lo fueron llevando hasta ese
momento en el que no podría evitar su peor enfrentamiento,
contra sí mismo, contra sus peores temores y losas en su con-
ciencia.
Llegado el momento, José Román Andrónico Fuentes com-
prendió que para lidiar con Celeste tendría que ser más inteligen-
te que ella, lo que significaría no enfrentarla abiertamente. Hasta
entonces, todas sus agrias discusiones habían acabado en silencios
hostiles, prolongados pero infértiles silencios; fútiles, ineficaces
silencios, que se repetían en largas filas, como los demonios rojos
de su infancia nocturna. Entendió que Celeste rehuía la sinceri-
dad absoluta, rehuía la verdad. Le temía. En consideración a esa
realidad inevitable (¿e inmutable?), J.R. decidió asumir con ella
la actitud del diplomático profesional que declara la guerra con
una sonrisa en sus labios, sin acudir al fácil recurso de la mentira,
pero dejando insegura a su contraparte acerca de sus intenciones
verdaderas.
Con Celeste no hacía falta más. Ella lo prefería de ese modo.
¡Tanto miedo le profesaba a la verdad desnuda y sin rodeos! Esta
certidumbre le dio a J.R. una fuerza inusitada. El valor que había
584
echado en falta por tanto tiempo había regresado a su vida y a su
carácter en la forma de una mirada serena (y sincera). Esa verdad
lo conmovió hasta los tuétanos. Más que una muleta oportuna,
o un soporte firme, Andrea era la prueba viviente de que una
actitud nueva, serena y tranquila estaba al alcance de ese niño ex-
traterrestre que nunca había logrado encajar en esa realidad ajena,
tan distante a él y a su verdadera naturaleza, como si se tratara de
otro universo, remoto, distante y tan frío como indiferente.
Y ahí estaba, mirando hacia el interior de esa iglesia de barro
sin frisar. Donde podría haber estado perfectamente hacía dieci-
séis años el sacerdote español acariciándole su cabecita. Jugando
con sus dedos largos y delgados entre las hebras de sus cabellos
morenos. Atrayéndolo hacia sí con decisión. Metiendo su lengua
entre sus pequeños dientes como granos de maíz. No. No hubiera
podido.
Y lo asaltaban recuerdos de hacía mil años. Si hubiera podido
llegar hasta el final. Solo era cuestión de constancia, de decisión,
se decía o le decía esa voz interior que no dejaba de torturarle con
su repiqueteo constante. Ese era el momento justo para arrepen-
tirse por todo lo que no se había atrevido a hacer.
Y comenzó a identificar culpables como se reconocen vícti-
mas arrodilladas de un tiro en la nuca. El flacuchento negro del
escupitajo en su cara inocente. El malhadado grito de la impos-
tura. Los salientes verdiblancos de la saliva espumosa. Todos se
revolvían en la licuadora sobre la repisa de fórmica naranja en el
rincón oscuro.
Estaba dispuesto a enfrentar mi verdad. Llegado ese momen-
to, me exigí como nadie lo hubiera hecho, ni antes ni después.
Tendría que asumirlo; que todo había sido una absurda pesadilla
creada por mi debilidad, por mi cobardía, por mi incapacidad de
asumir mis errores. Pero esa pesadilla estuvo ahí (¿cómo negarlo?).
585
Ese pensamiento lo había estado molestando toda la maña-
na. No le espantó el sueño como otras tantas veces. Pero estaba
ahí. Insidioso como otros ya familiares. Esta vez sí que iba en
serio. ¿Qué debía demostrar y ante quién? La segunda parte
de esta pregunta no era menos importante que la primera. De
nuevo regresaba de un viaje a la que fuera en su infancia la ciu-
dad soñada. Su tranquilidad apenas se veía perturbada por la
necesidad de certezas que nunca podrían ser su responsabilidad
única. ¿Tendría que convencerla de que ese era el mejor camino
que podría tomar? ¿Sería esta la solución definitiva, el antídoto
a todo posible conflicto entre ellos, al menos en ese tema en
particular? Se daba cuenta de que esa necesidad de anticipación
había sido durante demasiado tiempo la razón de su angustia
perenne. Pero también quería estar seguro de que ella estaría
bien. De que cumpliría en los hechos esa frase suya, tantas veces
repetida de «si tú eres feliz, yo lo seré por ti». Siempre dudó
de la consistencia de esas palabras dichas para demostrarle un
amor cuya veracidad se le escapaba. Y principalmente se trataba
de evitar más conflictos innecesarios, estériles, repetitivos. ¿Tra-
taría ella de convencerle? ¿Volvería a iniciar ese ciclo cerrado,
monótono que no llevaba a ninguna parte?
Con la cabeza puesta en estos pensamientos J.R. entró a la casa
de sus padres y se echó en la cama… a llorar...
100
Celeste y J.R. habían acordado que él la acompañaría, a su regreso
de Caracas, a la Alcaldía de Ayacucho a realizar unas gestiones. Él
le había dado su palabra y de un tiempo a esa parte él cumplía su
palabra, aun a ella.
Hacía un día precioso. El cielo estaba abierto y brillaba con
un azul firme y sereno. La madre decidió conducir el coche y a
586
ello se dispuso adelantándose a coger las llaves rápidamente y sin
titubeos. Él tragó grueso y por un momento dudó. En ese preciso
instante un cuchillo filoso se le clava en su estómago, gira y sale
de ahí. Le preguntó a su madre, solo por preguntar:
—¿Manejas tú?
Ella no le respondió, absorta como estaba en sus propias pre-
ocupaciones. El incómodo silencio lo interrumpió ella con una
pregunta retórica:
—¿Cómo te fue?
Esa era su manera amable de pedirle explicaciones acerca de
sus idas y venidas más recientes y de darle la oportunidad, como
en un juicio, de exponer su posición y los hechos que ella intuía
pero que no quería verbalizar.
—Bien —respondió escueto, sintiendo la presión.
A partir de ahí desarrolló un discurso que ni él supo cómo lo
encontró a los cinco minutos hablando de política y de los últi-
mos acontecimientos nacionales, matizado a ratos con el cliché
de «¿Te acuerdas de fulano? Pues le pasó esto y esto» (que se había
muerto de una larga y penosa enfermedad, usualmente cáncer, o
en un accidente; que se había ido del país, implicado en un oscu-
ro caso de corrupción; que su esposa había aparecido muerta, ase-
sinada con un tiro en la cabeza…). A lo cual su madre respondía
solo con su mirada aparentemente atenta pero en realidad ansiosa
por saber a ciencia cierta lo que ya sospechaba y que J.R. escondía
no tan hábilmente en su discurso farragoso e interminable.
Circulaban a ochenta kilómetros por hora. Aunque a Celeste
le gustara la velocidad, en ese momento sintió la necesidad impe-
riosa de reducir la marcha, llevarla de quinta a cuarta con la pa-
lanca de cambios y apretando suavemente el freno se preparó para
lo que con seguridad vendría a continuación. La conversación
con su hijo no sería como otra cualquiera. Se estaba preparando.
Cualquier silencio, si lo hubiera, no sería incómodo. Sería más
587
bien una confirmación rotunda de lo que las personas terrícolas
llaman «lo inevitable». Celeste reduce aún más la velocidad para
entrar en la única rotonda del trayecto. Salieron de la rotonda y
a lo lejos Celeste pudo ver un túnel en construcción, cuya obra
provocaba un leve desvío. Siguió por donde tenía previsto seguir
desde que viera el gesto tranquilo, sosegado en el rostro de su
hijo mayor, dos horas después de que este regresara de su último
viaje a Caracas, sobre el cual nada tenía ella que observar, pues ese
viaje estaba justificado en el negocio de importación que habían
iniciado juntos.
Celeste Andrónico recordó todas las noches en las que su hijo
de tres, cuatro, cinco años le pedía con su vocecita trémula, casi
imperceptible, como si no quisiera molestar al aire, que le canta-
ra Palomita blanca. Hasta ese momento nunca entendió, nunca
había entendido que el niño llorara desconsolado cada vez que la
escuchara. No llegó a comprender en toda su dimensión el alcan-
ce de esa paloma triste como su hijo, con deseos de volar como su
hijo, pero cansada; cansada de la incomprensión y del velo oscuro
de la ignorancia. ¿Culpable?; ¿te sientes acaso culpable, Celeste
Andrónico? Aunque no podía ni se atrevía a definir como cul-
pa esa extraña sensación de humildad, de abandono, se propuso
algo hasta ese momento impensable: se propuso cambiar. Caía
en cuenta de que de alguna manera se había hecho justicia. ¿No
era eso lo que siempre había buscado? Los viajes a Caracas de su
hijo eran demasiado frecuentes y prolongados. No había manera
de cambiar eso.
El decidió zanjar la situación y después de otro silencio breve,
retomó para decirle a su madre, con la mayor suavidad que pudo:
—Mamá, hay algo... Hay algo que te quiero decir. —Ella vol-
teó a mirarlo con sus ojos incipientemente humedecidos y con
voz apagada le interrumpió:
—Sí. Está bien…, pero dame tiempo…
588
EPÍLOGO
El primer día que Ida se queda sola con sus pensamientos (o con sus
recuerdos, no lo recuerda bien) fue el primero que apareció por su
casa María, su amiga fiel. Hablaban muchas horas pero la conver-
sación se interrumpía por los ruidos que hacía María al tejer, tejer
recuerdos de infancia que más le hubiera valido olvidar, olvidarlos en
ese instante inoportuno, insulso, desgarbado.
Las dos mujeres se sentaban una frente a la otra y conversaban.
Ella repetía su nombre, ese nombre sin solución de continuidad. (Al
final, ¿se quedaría solo con eso?).
La conversación se truncaba cuando María se metía a la cocina
por un hueco, un boquete apenas visible pero enorme que se abría
como una boca sin dientes no bien ella se aproximaba a esa pared
agrietada como otras tantas de esa casa descoyuntada, cansada, ex-
hausta y herida por recuerdos inefables. Al desaparecer ella por ese
hueco insulso, desaparecían las ganas de Ida de hablar, de compartir-
le sus cuitas como a su hermana, bien fuera esta la mayor o la menor,
no importaba (el orden de los factores…), ella se moría, se moría
de ganas de hablar, de hablar de sus cuitas, de las más secretas, las
más íntimas, pero no tanto, no tanto hablar que hablar cansa, como
cansa a veces el silencio, el silencio pétreo, el silencio plúmbeo, negro
como la noche, sin luna, sin estrellas y sin sonidos.
María no la volvió a visitar hasta mucho después, durante el oto-
ño, el otoño que se introdujo en sus sienes reduciendo paulatinamente
las copas de los árboles alquitranados, vetustos, sonrosados. Ella tam-
bién se alquitranó, como los árboles, como la lluvia, las lluvias que
589
regresaron solo mucho después, cuando el invierno sustituyó al otoño,
a la primavera.
Perdía el hilo de sus pensamientos y eso la ponía nerviosa, tensa,
mascullaba, rumiaba su impotencia como si hablara sola (como si
pensara en voz alta delante de desconocidos, lo cual era anatema). El
azar es cruel al no tener en cuenta nuestras expectativas, aunque estas
fueran las más razonables. Sus dos principales temores, que la ente-
rraran viva y perder la memoria, envejecer y perder el contacto con la
realidad (los juegos de cartas eran su ejercicio de memoria y atención
favorito/predilecto); ¿y si se olvida de mi nombre? ¿De qué le habrá
valido tanto cuido, tanta argucia mal disimulada para mantenerme
bajo su ala protectora?...
Ya no era la Dra. Andrónico. Ya no era la Celeste Andrónico que
imponía su voluntad a voz en cuello, remarcando su lugar de madre
todopoderosa, Zeus redivivo… (mu-cha-chi-to: ahora sí quiero ex-
plicarlo, tengo ganas de explicarlo: mi madre hacía énfasis en cada
sílaba cuando quería reiterar su autoridad suprema)...
Postsciptum
A mi extraña manera, fui una persona religiosa. Lo era entonces.
Creía en el poder salvador de la pena, del dolor y a él me aboqué con
todas mis fuerzas, durante tantos años que comencé a creer que sería
mi segunda piel hasta el último aliento de mi mente adolorida. Fue
una decisión; muchas decisiones tomadas en segundos, llevado por el
motor más poderoso de la historia: mi propia historia.
APELLIDOS: ANDRÓNICO F.
NOMBRES: JOSÉ ROMÁN.
EDAD: 19 años.
SEXO: hombre.
590
Profesión: estudiante de Derecho.
El paciente acudió a la consulta con claros síntomas de depre-
sión; posible estrés postraumático debido a una decepción amorosa,
según su propia declaración. Presenta una historia de epilepsia, con
frecuentes ataques entre los cuatro y los ocho años, que luego fue-
ron espaciándose y sustituidos por ausencias, de duración diversa.
Estos síntomas determinaron un esquema farmacológico consistente
en barbitúricos, recetado por Gervasio León, neurólogo de clínica
privada en Caracas.
Da muestras de trastorno obsesivo-compulsivo, originado en su
diagnóstico del mal comicial. Este TOC se desarrolla principalmente
en el plano lingüístico, de resultas de lo cual el sujeto desarrolló habi-
lidad para los idiomas, convirtiéndose en políglota. Otro síntoma de
TOC resaltante es la repetición de palabras y específicas construccio-
nes gramaticales; dividirlo todo en categorías y numerarlo todo, con
preferencia por los números pares.
Presenta asimismo comportamiento homosexual posiblemente ori-
ginado por madre sobreprotectora y dominante, con distorsión del
vínculo maternofilial, aunado a la debilidad de la figura paterna,
ausente en su cosmovisión Este aspecto en particular es el que detona
acudir a consulta. No existe consenso acerca de la posible despatolo-
gización de la homosexualidad (ver APA). La condición homosexual
pudiera deberse a sus claros rasgos narcisistas, de los cuales culpa a su
figura materna.
Los progresos probables se pudieran ver obstaculizados por la ac-
titud del paciente, sublimadora de lo que él mismo denomina «mi
dolor, mi depresión» (valorización positiva de su experiencia trau-
mática, a causa de una identificación subconsciente con el padre)…
591
Índice
OBERTURA........................................................................... 9
CAPÍTULO 0 ....................................................................... 11
CAPÍTULO -1 ..................................................................... 13
CAPÍTULO XVII.................................................................. 15
CAPÍTULO 0 ....................................................................... 25
CAPÍTULO 0,9..................................................................... 59
CAPÍTULO XVII ................................................................. 67
CAPÍTULO I........................................................................ 71
CAPÍTULO II....................................................................... 93
CAPÍTULO XVII................................................................ 105
CAPÍTULO XVII................................................................ 107
CAPÍTULO III.................................................................... 117
CAPÍTULO IV.................................................................... 123
CAPÍTULO V...................................................................... 145
CAPÍTULO VI.................................................................... 191
CAPÍTULO V..................................................................... 205
CAPÍTULO VII.................................................................. 221
CAPÍTULO VI.................................................................... 249
CAPÍTULO VIII................................................................. 255
CAPÍTULO V..................................................................... 311
CAPÍTULO XVII................................................................ 325
CAPÍTULO XIII................................................................. 353
CAPÍTULO XIV................................................................. 363
CAPÍTULO XVII................................................................ 381
CAPÍTULO XI.................................................................... 389
PARTE II............................................................................. 407
CAPÍTULO II..................................................................... 409
CAPÍTULO XVII................................................................ 431
CAPÍTULO XVII................................................................ 451
CAPÍTULO XXII................................................................ 465
CAPÍTULO I...................................................................... 513
CAPÍTULO XXII................................................................ 515
CAPÍTULO XVII................................................................ 519
CAPÍTULO XV.................................................................. 523
CAPÍTULO XVI................................................................. 527
CAPÍTULO XVII................................................................ 539
CAPÍTULO X .................................................................... 543
CAPÍTULO XXIII............................................................... 563
EPÍLOGO .......................................................................... 589