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2do Parcial Teología Fundamental - Arnold Santana

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Arnold Natanael Santana López 2021-0014

Resumen: capítulos 4 y 5 teología de la revelación de Rene Laturelle


El siguiente resumen tiene por objetivo presentar los contenidos centrales de los capítulos 4 y 5
del libro teología de la revelación de Rene Laturelle. Para lograr dicho objetivo, se hará una visión
panorámica de los temas presentados en el libro y se mostrarán a modo de síntesis.
CAPITULO IV: NOCIÓN DE REVELACIÓN Y MAGISTERIO DE LA IGLESIA
EL CONCILIO DE TRENTO Y EL PROTESTANTISMO
El protestantismo niega el carácter valido de la revelación a través del orden natural, ya que alegan
que la razón, por el pecado, ha sido dañada tan gravemente que no puede brindar ningún
conocimiento válido. Ante esto, solo que la Escritura como fuente que comunica al hombre sobre
Dios. Y terminan depreciando el conocimiento de Dios que no nos venga por revelación de
Jesucristo. Al reivindicar el lugar de la Sagrada Escritura, eliminan el lugar de la autoridad de la
Iglesia en cuando a intérprete, especialmente la Tradición y el Magisterio.
El concilio de Trento, por su parte, se consagrará a alejar el peligro más inmediato de una atención
demasiado exclusiva a la Escritura, con detrimento de la Iglesia y de su tradición viviente. En este
aspecto, Trento ratifica que la revelación llega a través de la Iglesia, que la recibe tanto del AT
como del NT, y la Tradición. El único mensaje evangélico, la única buena nueva tiene, pues, dos
formas distintas de expresión: escrita y oral. Por ello, es menester creer todo lo que se contiene en
la palabra de Dios, escrita o transmitida.
Ante los postulados de la sola fe, se presenta la necesidad de la Gracia para poder avanzar en el
camino de la salvación. La fe de la que se trata aquí, no es esa fe-confianza, esa fides fiducialis de
los protestantes, sino una fe que se adhiere a las verdades reveladas, un acto del entendimiento que
se somete a Dios y que reconoce la verdad de lo que Dios ha revelado.
CONCILIO VATICANO I Y EL RACIONALISMO
El racionalismo ve sus raíces en la filosofía cartesiana, la filosofía experimental y el panteísmo de
Espinoza. Todo esto limita la verdad a aquello que es capaz de ser percibido a través de los
sentidos. Dice el concilio que, en sus formas extremas, el racionalismo condice al panteísmo, al
materialismo y al ateísmo. El concilio Vaticano I afirma solemnemente el hecho de una revelación
sobrenatural, su posibilidad, su conveniencia, su finalidad, la posibilidad de su discernimiento y
su objeto.
La crisis del racionalismo encontró el periodo de decadencia del método escolástico. Los caminos
utilizados para la defensa de la doctrina, tenían la tendencia de dar mucha preponderancia a la
razón, dejando entender que, si bien en cierto la revelación es de carácter sobrenatural, una vez
que el hombre posee las fórmulas de la fe, puede penetrar su secreto y demostrar científicamente
su verdad. Esto condijo a un semiracionalismo a lo interno de la Iglesia. Por otra parte, estaban las
propuestas fideístas, que descartaban por entero el papel de la razón ante las verdades de fe,
iniciativa que busca dar una respuesta ante la crisis racionalista.
En la enciclica Qui píuribus, se afirman ya los principios que, veinte años más tarde, recogerá el
Concilio. Pío IX declara que no existe conflicto alguno entre la fe y la razón, ya que las dos derivan
de la misma fuente de verdad eterna; antes deben, por el contrario, prestarse mutua ayuda.}
Lo anterior sirve de contexto para entender los interlocutores y destinatarios a los que se dirige la
constitución dogmática Dei Filius del Vaticano I. en el primer capítulo sobre la revelación,
distingue el concilio dos vías por las que el hombre puede llegar al conocimiento de Dios: vía
ascendente del conocimiento natural y vía descendente de la revelación. Se reivindica el papel de
la teología natural como método ascendente, pero reitera que también Dios se ha dado a conocer a
los hombres de manera sobrenatural, tanto en el AT como en el NT. Algunos aspectos que presenta
la Dei Filius sobre la revelación son los siguientes.
Dios es el autor y la causa de esta revelación.
Dios tuvo la iniciativa de la revelación.
El objeto material de la revelación es Dios mismo y los decretos eternos de su libre querer.
Todo el género humano es el beneficiario de la revelación, que es tan universal como la salvación
misma.
El carácter necesario de la revelación estriba en que solo de esta manera el hombre tiene la
posibilidad de conocer el fin y sentido de la propia existencia. Frente a esto, el hombre responde
con la fe por la naturaleza de quien se le revela, ya que Dios no puede engañar ni ser engañado.
Añade que la fe es una virtud sobrenatural por la que, bajo la acción de la gracia preveniente y
ayudante, aceptamos como verdadero lo que Dios ha revelado, precisamente por la autoridad de
Dios que revela.
La iglesia tiene el papel de custodiar y enseñar esta doctrina que ha recibido de los apóstoles y
estos a su vez de manos de nuestro señor Jesucristo.
LA CRISIS MODERNISTA
Según el P. Riviére, la labor del modernismo es de «atacar, para hacer de ellos un puro
subjetivismo, los conceptos de revelación, fe, dogma, conceptos que son el fundamento del
cristianismo tradicional. El modernismo tiene sus orígenes en el protestantismo liberal.
Ritschl y Schleiermacher han habituado al pensamiento pro testante a preferir la experiencia
religiosa a la adhesión a las verdades dogmáticas. Se ha suprimido así la noción de revelación
objetiva, de doctrina realmente recibida de Dios. La religión, en vez de ser el resultado de un
acercamiento divino, es llanamente una elaboración inmanente que se prepara en lo íntimo de la
conciencia. Se da realce a la fe, pero ésta no es sino una disposición afectiva del alma, disposición
que no dice creencia determinada alguna. Una cosa es la religión que vive en el corazón de los
fieles, y otra la que procede de fórmulas y dogmas. La revelación, pues, no es ya comunicación,
hecha una vez para siempre, de verdades inmutables, sino Dios mismo, o mejor el sentimiento de
su presencia en nosotros. Se encuentra especial resistencia al concepto de revelación como
depósito objetivo de las verdades reveladas.
Otros autores ven la revelación como la conciencia del propio hombre de la relación hombre-Dios,
descartando de plano cualquier carácter histórico de la revelación.
Por naturaleza, la revelación es individual, incomunicable: experiencia que cada profeta traduce
como mejor puede, según su riqueza mental y su formación, mediante imágenes y conceptos. De
este modo, lo que llega a nosotros de mano de los apóstoles no es una doctrina objetiva para ser
guardada como tal sino la experiencia que ellos tienen de Jesucristo, y por tanto lo que importa es
que cada individuo tenga su propia experiencia-encuentro con Dios.
Todas estas ideas han sido contestadas y rebatidas por parte de la Iglesia, reiterando la doctrina
católica en algunos casos, en otros explicitándola. A continuación, se presentarán algunas de las
ideas planteadas.
La revelación no es, pues, una realidad en continuo devenir, ligada al desarrollo de la conciencia
humana, sino un depósito de verdades sobrenaturales, confiado al cuidado de la Iglesia y formado
ya desde el tiempo de los apóstoles (D 2021).
Por otro lado, se condenan las raíces del modernismo, así como del agnosticismo que puede
conducir.
EL PERÍODO CONTEMPORÁNEO
En este periodo se da un cambio en el enfoque de los documentos pontificios. Son una amplia
exposición de la doctrina católica, que no trata tanto de condenar, corregir, poner en guardia, cuanto
de iluminar, enseñar, poner de manifiesto para el pueblo cristiano las insondables riquezas del
misterio de Cristo.
Pío XI en su encíclica Mortalium ánimos pone en guardia ante un pancristianismo que se realizaría
a costa de concesiones doctrinales inaceptables para la Iglesia. La verdadera religión es una
religión revelada, y sólo en una economía de revelación lleva a cabo la humanidad su salvación.
Del mismo modo, la enseñanza de la Iglesia presenta, pues, la revelación como hecho histórico:
una intervención de Dios en la historia, en forma de palabra a la humanidad. La encíclica describe
después la función de la Iglesia para con la verdad revelada. «El magisterio de la Iglesia fue
constituido en la tierra según el designio de Dios para que perpetua mente guardase intacto el
depósito de las verdades reveladas y para que asegurara su conocimiento por parte de los hombres.
De la misma manera expone que toda revelación puramente humana que se añada a la buena nueva
traída por Cristo, no puede ser sino pseudo-revelación: “La revelación, que culminó en el evangelio
de Jesucristo, es definitiva y obligatoria para siempre, no admite complementos de origen humano,
y mucho menos sucesiones o sustituciones por revelaciones arbitrarias, que algunos corifeos
modernos querrían hacer derivar del llamado mito de la sangre y de la raza”.
Pio XII en humanis generis presenta que Cristo ha confiado a la Iglesia «todo el depósito de la fe,
sagrada Escritura y tradición, para guardarlo, defenderlo, interpretarlo» IS. Además de las sagradas
fuentes, añade el documento, “Dios dio a su Iglesia el magisterio vivo, aun para ilustrar y declarar
lo que en el depósito de la fe se contiene sólo oscura e implícitamente”.
Pablo VI en Eclesiam Suam dice que la Iglesia al mismo tiempo que debe ser fiel a la verdad
recibida de Cristo, la Iglesia debe estar atenta a los signos de los tiempos. El prototipo del diálogo
de la Iglesia con el mundo es el diálogo de Dios con los hombres, diálogo que llamamos revelación.
La encíclica subraya el carácter trinitario de este diálogo que compromete a las tres divinas
personas: el Padre, que tiene la iniciativa en este diálogo; el Verbo que, por la encarnación, es el
mediador del mismo; por último, el Espíritu que, por su unción, hace soluble en el alma de los
fieles la palabra de Cristo. Indica, además, que el diálogo divino de la revelación nos manifiesta
en qué debe consistir el diálogo de la Iglesia con la humanidad y el diálogo de cada cristiano con
los demás hombres.
EL CONCILIO VATICANO II Y LA CONSTITUCIÓN “DEI VERBUM”
Dei Verbum: estas dos palabras, que en adelante servirán para designar la constitución y
distinguirla de otros documentos conciliares, expresan en realidad todo el contenido. Dios, el Dios
viviente, ha hablado a la humanidad. El término palabra de Dios se aplica primariamente a la
revelación, es decir a esta primera intervención por la que Dios sale de su misterio, se dirige a la
humanidad para descubrirle los secretos de la vida divina y comunicarle su designio salvífico.
Naturaleza y objeto de la revelación. Al decir que el objeto de la revelación es Dios mismo, el
concilio personaliza la noción de revelación: antes de dar a conocer algo, es decir el designio de
salvación, Dios mismo se revela. Dios ha hablado a la humanidad; por su palabra se ha dado a
conocer el invisible; su trascendencia se ha hecho proximidad. La economía presente es una
economía de palabra y de fe.
El concilio afirma que la revelación se realiza mediante la conexión íntima de gestos y palabras.
Por “gesta” (palabra de resonancia más personalista que jacta) hemos de entender las acciones
salvíficas de Dios, es decir todas las obras realizadas por Dios, que constituyen la historia de la
salvación. “Palabras”, son las palabras de Moisés y los profetas que interpretan las intervenciones
de Dios en la historia; son las palabras de Cristo que declaran el sentido de sus acciones; son, en
fin, las palabras de los apóstoles, testigos e intérpretes autorizados de la vida de Cristo. De aquí
sale el “gestis verbisque”.
Cristo es a la vez mediador y plenitud de la revelación. En efecto, es la vía elegida por Dios para
darnos a conocer lo que es él (Padre, Hijo y Espíritu) y lo que somos nosotros (pecadores llamados
a la vida).
Preparación de la revelación evangélica. El Dios que se manifiesta a la humanidad por su Verbo
creador, es también el Dios salvador que, para abrir al género humano el camino de la salvación,
se manifestó a nuestros primeros padres por revelación histórica y personal. El concilio, sin
embargo, no precisa la relación que existe entre ambas manifestaciones de Dios, natural y
sobrenatural. Dios no deja a nadie al margen de la salvación. Aunque el depositario de esta promesa
fue el pueblo de Israel, Dios tuvo incesante cuidado de la humanidad, para dar la vida eterna a
todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras Se presenta la revelación
del Antiguo Testamento como sabia pedagogía que ha durado siglos, a través de los cuales Dios
ha formado a su pueblo y ha preparado el camino del evangelio.
Cristo lleva a su culmen la revelación. Es en perspectiva histórica como la carta a los Hebreos
afirma que Cristo es la culminación de la revelación. Pone en evidencia la superioridad de la
revelación nueva sobre la antigua, y la relación existente entre las dos fases de la historia de la
salvación. Dios ha enviado a su Hijo, a la palabra de Dios, ya luz de los hombres por la creación,
para que viviera entre ellos y para que les manifestara los secretos de la vida divina a cuya
participación nos invita y en la que quiere introducirnos. El centro de toda esta exposición lo
explica al presentar como Jesucristo, palabra sustancial de Dios, por la que Dios se dice a sí mismo
y dice toda la creación (ad intra y ad extra), es esta misma palabra que, por las vías de la
encarnación, nos habla de hombre a hombre. El acercamiento de la palabra y las palabras que
pronuncia por las vías de la carne, subraya de manera sorprendente la entrada en lo humano del
Hijo de Dios que utiliza los medios de expresión de la naturaleza humana.
La revelación y su aceptación por la fe. Por fidelidad al concepto de revelación que acaba de
elaborar, y también para poner de relieve el carácter teologal de la fe, el concilio declara
primariamente que el objeto de la fe es Dios mismo en cuanto revelador. Hemos de creer, hemos
de obedecer al Dios que revela, al Dios que habla. El concilio describe esta fe como algo que
establece entre Dios y el hombre una relación viva, de persona a persona, en una adhesión global
que comprende el conocimiento y el amor: todo el hombre se confía libremente a Dios. La
respuesta del hombre a la revelación no es el simple resultado de la actividad humana, sino un don
de Dios. No basta la audición externa de la enseñanza del evangelio; es menester la acción de la
gracia que previene y ayuda I7, que mueve a creer y que da el creer.
Las verdades reveladas. Después de hablar de la fe, trata el concilio de las ver dades reveladas
que, por tanto, hemos de creer: primero de los misterios, y luego de las verdades cuya revelación
es moralmente necesaria en el estado actual de la humanidad. En lugar del revelare del Vaticano I,
la actual formulación desdobla el verbo en manifestare y communicare, para significar así que la
revelación es a la par manifestación y comunicación de vida, porque la palabra de Dios no sólo
notifica la salvación, sino que la trae también.
Los apóstoles y sus sucesores, heraldos del evangelio. Aborda el concilio, después de haber
hablado de la revelación en sí misma, el problema de su transmisión. Cristo manifestó esta
voluntad divina por el encargo que dio a los apóstoles de predicar a todos los hombres el evangelio
prometido por los profetas, llevado a plenitud por él y promulgado con su propia boca, como fuente
de toda verdad salvadora y de toda ordenación de costumbres. Los apóstoles dan testimonio del
misterio de Cristo comunicándolo y prolongándolo entre los hombres según el encargo del Señor.
El encargo de Cristo ha sido fielmente realizado por la consignación por escrito de la buena nueva
de la salvación, bajo la inspiración del Espíritu Santo, por los apóstoles o por sus discípulos. La
revelación, pues, se transmite bajo doble forma: por la Tradición y por la Escritura. Después de
hablar de la transmisión de la revelación de Cristo y el Espíritu a los apóstoles (transmisión
vertical), y de los apóstoles a la Iglesia (transmisión horizontal), afirma el texto que esta
transmisión horizontal se perpetúa en la Iglesia por los sucesores de los apóstoles. Por tanto, Toda
la revelación nos ha sido dada con Cristo y su Espíritu, y toda esta revelación se nos transmite por
la Tradición y la Escritura.
La Sagrada Tradición. La predicación apostólica, expuesta de un modo especial en los libros
inspirados, debía perpetuarse hasta el fin de los tiempos. Por ello, los apóstoles, comunicando lo
que ellos mismos han recibido, amonestan a los fieles a que conserven con interés las tradiciones
que ellos recibieron de palabra o por escrito. Lo que transmitieron los apóstoles, encierra todo lo
que contribuye a que el pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, en otras palabras, todo
lo referente a la fe y costumbres del pueblo cristiano.
Continúa exponiendo que la Tradición divina, que deriva de los apóstoles, se conserva viva en la
Iglesia, que vive siempre de ella, podemos decir en cierto sentido que esta Tradición crece
perpetuamente en la Iglesia bajo la acción del Espíritu que la asiste. Mas lo que progresa no es la
Tradición apostólica en sí misma, sino la percepción, cada vez más profunda, que adquirimos de
las cosas y de las palabras transmitidas. Los factores que inter vienen en este crecimiento son la
contemplación y el estudio de los creyentes (Lc 2, 19.51), la experiencia vital de las realidades
espirituales y la inteligencia gustosa 2S que de ella procede, y, por último, la predicación de los
que, con el episcopado, han recibido el carisma de la enseñanza.
Por tanto, una verdad transmitida por la Tradición no puede conocerse plenamente, con todas sus
riquezas, por un solo documento o por un solo testigo, sino por el conjunto de testigos y formas de
expresión en las que vive.
Sagrada Escritura y Tradición están íntimamente ligadas, ya que ambas son, en ultima instancia,
Palabra de Dios. En efecto, la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La Tradición, por su parte, es palabra de Dios,
confiada a los apóstoles por Cristo y el Espíritu Santo, y transmitida intacta a sus sucesores.
Relación común de la Escritura y Tradición con la Iglesia y el Magisterio. La Tradición y la
Escritura constituyen el único depósito de la revelación, confiado a toda la Iglesia, evidentemente
no para que toda ella sea su intérprete oficial - oficio que pertenece únicamente al magisterio -,
sino para que toda la Iglesia viva de él. Expone además que el Magisterio no está sobre la palabra
de Dios, sino al servicio de la misma. El Magisterio se define a sí mismo, más modesta mente,
servidor de la palabra de Dios, que no enseña otra cosa que lo que le ha sido confiado.
CAPITULO V: REFLEXIÓN TEOLÓGICA
LA REVELACIÓN COMO PALABRA, TESTIMONIO Y EN CUENTRO
Hablar de revelación como palabra es hacer mención de su carácter comunicativo. La palabra no
consiste solamente en proponer un objeto del pensamiento, sino que tiende a la comunicación de
ese objeto; implica voluntad de ser oído y comprendido.
La palabra es primeramente encuentro interpersonal. El hombre habla del mundo, pero no al
mundo. La palabra se dirige a otra persona. En ese mismo orden, hablar es dirigirse a alguien. La
palabra, antes que expresión, es interpelación. Todo esto implica que la palabra demanda de
reacción, porque tiende a la comunicación, aunque a veces no la produzca.
En la revelación, el que se dirige al hombre es Dios mismo, pero no el Dios de la abstracción
filosófica, sino el Dios vivo, el todopoderoso, el tres veces santo. Quiere ser para el hombre un yo
que se dirige a un tú en una relación interpersonal y vital, en resolución de comunicación, de
diálogo, de participación. No sólo en el hecho y en la economía de la revelación, sino también en
su objeto se manifiesta la intención de amor de la palabra de Dios. La comunicación de Dios, en
efecto, tiene por objeto las verdades religiosas del orden natural, mas también y principalmente los
secretos de la vida divina.
La revelación es precisamente revelación del misterio personal de Dios. Dios es la interioridad por
excelencia, el ser personal y soberano cuyo misterio sólo puede ser conocido por testimonio, es
decir por una confidencia espontánea que hemos de creer. El cristianismo es la religión del
testimonio, porque es manifestación de personas, y sólo el testimonio asegura la comunicación
interpersonal.
En la revelación, Dios se dirige al hombre, le interpela y le comunica la buena nueva de la
salvación. Pero sólo en la fe se realiza verdadera y plenamente el encuentro de Dios con el hombre.
Sólo entonces la palabra del Dios vivo es aceptada y reconocida por el hombre. La fe es el primer
y libre paso del hombre hacia Dios. Dios por su palabra invita al hombre a una comunión de
amistad; y el hombre, por la fe, responde a la llamada de Dios. La fe, primer encuentro del hombre
con Dios, equivale a la sonrisa de amistad en el diálogo humano. Cuando el hombre se abre al Dios
que habla, participa en su pensamiento y es invadido y dirigido por él, Dios y el hombre se
encuentran y este encuentro se desarrolla en comunión de vida.
La revelación como encuentro tiene como características que Dios es quien tiene la iniciativa, es
quien inicia el encuentro. Además, por la naturaleza de la misma, exige que el hombre haga una
elección, ya sea que la acoja o la rechace, pero no puede ser indiferente ante el anuncio de la
misma.
Así, pues, considerada como palabra, testimonio o como encuentro, la revelación deja oír siempre
su nota fundamental: Dios es amor (1 Jn 4,8-10) y su palabra es palabra de amor. La fe no es, pues,
la sumisión a un Dios arbitrario que se complacería en pedir el obsequio del espíritu humano, sino
más bien el reconocimiento del plan amoroso de Dios por parte del hombre y su libre inserción en
ese plan; es abertura a la amistad divina que nos invita a participar en su propia vida. La revelación
y la fe son obra de amor.
REVELACIÓN Y CREACIÓN
La teodicea parte del mundo creado para llegar hasta el principio último explicativo del universe.
El conocimiento de Dios siguió en el Antiguo Testamento, como ya hemos visto, otro rumbo. El
Dios de la alianza fue conocido cronológicamente antes que el Dios de la creación. Israel no
descubrió a Dios mediante un proceso de reflexión meta física sobre el universo, sino a través de
sus intervenciones en su historia.
Para Israel, la creación es el primer capítulo de la historia de la salvación. En el principio, es decir
antes de Moisés, de Abraham y de Noé, Dios lo creó todo, y con esa creación inauguró la obra de
la salvación. La creación es la primera de las grandes maravillas de Dios.
El Magisterio de la Iglesia reconoce la posibilidad de 2 vías de conocimiento validas para acceder
al conocimiento de Dios, a saber, una natural y otra sobrenatural, eso es expuesto en el Vaticano I.
El concilio no pretende que el conocimiento natural de Dios deba preceder al conocimiento de fe
con anterioridad de origen o de tiempo, sino que al menos está implicado lógicamente en él.
El Concilio Vaticano II distingue también una doble mani festación de Dios: la primera, por el
testimonio del mundo crea do, dirigida a todos los hombres; la segunda, por revelación histórica
personal. Esta distinción del magisterio entre revelación histórica y manifestación cósmica de
Dios, independiente de la revelación positiva, se apoya en la Escritura que distingue también dos
formas de manifestación divina. El método habitual de la Escritura de llegar al Dios creador se
lleva a cabo en el interior de la fe en el Dios vivo. Algunos textos, sin embargo, esbozan un método
racional por el que el espíritu llega al conocimiento de Dios, partiendo de la naturaleza.
El conocimiento de Dios del que habla san Pablo, no es, pues, fruto de la revelación judía o
cristiana, ni tampoco fruto de una revelación hecha a Adán y transmitida a sus descendientes; se
trata, por el contrario, de un conocimiento adquirido con la luz de la razón mediante la reflexión
sobre las obras de la creación.
En la revelación natural, Dios invita al hombre a descubrir sus perfecciones invisibles en las obras
visibles de la creación, no con un decreto arbitrario, sino en virtud de una relación ontológica
existente entre él y el mundo. La revelación sobrenatural, por el contrario, tiene por principio el
acercamiento clemente y gratuito del Dios uno y trino, autor del orden sobrenatural. Su fin
inmediato es la fe que tiende al encuentro, a la visión del Dios vivo. Su luz es la luz profética o la
luz de fe. Su objeto son los misterios de la vida íntima de Dios. Esta revelación inaugura un
diálogo, una amistad, una comunión, una participación de bienes entre Dios y su criatura.
HISTORIA Y REVELACIÓN
Una fuerte corriente protestante quiere despojar a la revelación de su carácter histórico, y pasar de
una revelación-acontecimiento a una revelación-conocimiento. Para estos la Biblia, no es palabra
de Dios, sino la narración de los hechos de Dios.
Muchas civilizaciones han tenido concepciones distintas de la historia y el tiempo. El tiempo indio
es rítmico, pero no está dirigido hacia algo, no es fecundo4. El helenismo, en general, es prisionero
de su concepción cíclica de las cosas. El tiempo griego es un tiempo desesperante: sin origen, sin
movimiento, sin significación, sin vinculación con la libertad y la salvación del hombre. Israel fue
el primero en romper el círculo fatídico de las estaciones y repeticiones del mundo antiguo; rompió
con el cambio que no es sino perpetuo re-comienzo. Para Israel el tiempo es lineal: tiene un
principio y un fin. La salvación se realiza en la historia temporal: está vinculada a una sucesión de
acontecimientos que se desarrollan según un designio divino y que se dirigen hacia un hecho único,
la muerte y resurrección de Cristo.
La revelación es un acontecimiento libre y gratuito. La elección, el éxodo y aun la entrega de la
tierra prometida están ordenadas a la alianza. La alianza da sentido al éxodo y hace de las tribus
salidas de Egipto una comunidad religiosa y política, y todas estas formas son partes de la
progresividad con la que la revelación se va desarrollando a lo largo de la historia del pueblo.
Al hablar de la revelación por la historia, el profeta tiene un rol fundamental, ya que es el testigo
e intérprete cualificado de la historia, el que manifiesta su significación sobrenatural. Encontramos
en el Antiguo Testamento dos líneas complementarias: la de los acontecimientos y la de los
profetas que los interpretan y pro claman en nombre de Dios lo que significan. Dios se revela por
la historia, pero por la historia divinamente interpretada por los profetas. La historia no aparece
como historia de salvación sino cuando la comenta autoritativamente la palabra del profeta que
descubre a Israel la presencia y el contenido de la acción de Dios.
La revelación se lleva a cabo por la historia, pero no por la historia sola, sino con la interpretación
de la palabra. Es como un conjunto de acontecimientos significativos de Dios y de su designio
salvífico.
ENCARNACIÓN Y REVELACIÓN
Cristo se encarnó para revelar. Hemos de afirmar, por tanto, que asumió todos los recursos de la
naturaleza humana para que sirviesen de expresión a su persona de Hijo de Dios. En consecuencia,
las palabras de Cristo, su enseñanza, sus acciones, su comportamiento, toda su existencia humana,
será un perfecto poner en práctica la revelación de las profundidades del misterio divino. Dios
asumiría personalmente lo propio del hombre. El misterio de Dios que utiliza la boca y las palabras
de los profetas, es el misterio de Dios que comienza entre los hombres su aprendizaje de Verbo
encarnado I4. La encarnación culmina así la economía reveladora del Antiguo Testamento.
Cristo enseña a sus apóstoles que son hijos de Dios y que deben comportarse como tales en la
oración, en el ayuno, en la prueba, en la persecución, y aun en sus caídas y levantamientos; pero
al mismo tiempo expresa visiblemente y con su vida, en la actitud que toma cuando ora y con su
constante sumisión a la voluntad del Padre, el comportamiento que les enseña. La revelación se
realiza, pues, por las palabras y por las acciones, por las palabras y por los gestos. Las palabras
esclarecen los gestos y las acciones, y descubren su profundidad misteriosa. A su vez los gestos y
las acciones encarnan las palabras y les dan vida.
Cristo no vino a escribir un libro o a construir un sistema filosófico nuevo, sino a fundar una
religión cuyo centro y objeto es él mismo en persona. Si, pues, la revelación se lleva a cabo por el
encuentro con el Dios vivo en Jesucristo, solamente podrán ser mediadores auténticos de la
revelación aquellos que fueron los testigos de su vida, aquellos que fueron iniciados en el misterio
de su persona. Sin ellos no podemos llegar a Cristo; separarse de ellos es perder el contacto con
Cristo. Los apóstoles no transmitieron toda la plenitud de su experiencia. No podían hacerlo. Su
predicación no podía ser exhaustiva en lo que de inefable tiene todo encuentro personal. No
quisieron transmitirlo todo (Jn 20, 30). Transmitieron al menos lo esencial de las palabras y de las
acciones de Cristo, lo que constituye propiamente la economía de la salvación.
Se sigue de esto que la revelación, en su forma actuada, objetiva, es el testimonio apostólico
entregado a la memoria de la Iglesia. La resistencia de muchos protestantes actuales a admitir una
revelación concebida como doctrina, nace del deseo de destacar preferentemente el carácter
personalista, existencial y «de acontecimiento» de la revelación; pero en otros nace de la negación
clara o disimulada de la encarnación.
REVELACIÓN Y LUZ DE FE
Toda la Sagrada Escritura esta llena de ejemplos que hablan de la acción interior que va unida a la
palabra exterior. Esa acción es una atracción, una iluminación, un testimonio, una enseñanza, una
revelación, una unción. Hay en nosotros alguien que obra el primero: iniciativa soberana que nos
invita a creer en la palabra de Cristo anunciada exteriormente. La respuesta es libre, pero va
injertada en la iniciativa de Dios. La respuesta del hombre a la palabra de Dios está ya como
comenzada en la atracción de la gracia. La existencia cristiana comienza con esta primera em presa,
con esta primera pasividad. La palabra no nos llega sola, sino con el soplo del Espíritu, que fija la
palabra y hace que permanezca en el alma.
MILAGRO Y REVELACIÓN
El Concilio Vaticano I llama a los milagros hechos divinos, pruebas, signos. Con ellos se prueba
legítimamente el origen divino de la religión cristiana. Estas expresiones del magisterio de la
Iglesia ponen de relieve la importancia del milagro, a saber, su función confirmativa: son
aprobación de Dios, sello de Dios sobre la palabra que se afirma procedente de él. Con el milagro,
atestigua Dios que está con su enviado, que su palabra es verdaderamente palabra de Dios. El
concilio insiste en la función confirmativa del milagro, pero no por ello quiere excluir otras
funciones significativas. El magisterio afirma sin excluir, como suele suceder en la mayoría de sus
intervenciones.
El milagro es ante todo la manifestación del ágape de Dios que socorre la miseria humana. En el
contexto concreto del anuncio profético del mesías y de su reino, significan que ha llegado el reino
anunciado y que Jesús de Nazaret es el mesías esperado: cumplen las Escrituras. El milagro
demuestra así que la palabra de salvación no es palabra vana, sino palabra-energía, palabra-acto,
palabra eficaz del Dios vivo. El milagro y la revelación caminan en la misma dirección: son como
las dos caras, visible e invisible, del misterio. El milagro dispone, pues, a la revelación; la acredita
como palabra divina; la simboliza en nuestro mundo.
IGLESIA Y REVELACIÓN
La revelación terminó con Cristo y los apóstoles, sus testigos. Dios no nos dirige ya otra palabra,
sino que continúa dirigiéndonos la palabra que pronunció una vez para siempre. Porque la Iglesia,
nacida de la palabra de Cristo, la conserva, la medita sin cesar, la relee, la explica a los hombres
de todos los tiempos.
La Iglesia, depositaría de la palabra de Dios, como Israel en el Antiguo Testamento, debe conservar
el depósito que le ha sido confiado. Conservar el depósito significa guardarlo íntegro, sin dejar que
nada caiga en el olvido, sin añadir nada a la suma de verdades reveladas, sin introducir novedades,
sin inventar nada. Defender la palabra revelada es protegerla respondiendo a las dificultades que
se le ponen, y más inmediatamente, condenar los errores, indicar las desviaciones y
equivocaciones. Estos términos — exponer, declarar, interpretar — se refieren a la labor de
asimilación creciente de la palabra de Dios por parte de la Iglesia. Porque la Iglesia, que recibió la
palabra, la conserva como algo vivo cuyo principio de asimilación es el Espíritu Santo.
El Magisterio explícita lo que estaba implícito en las fuentes de la revelación. Se progresa, pues,
en la inteligencia, cada vez más profunda, más detallada, más precisa, de la palabra. Pero no hay
nuevo mensaje, ni nuevo misterio. Interpretación de la revelación, eso sí, pero sin cambiar su
sentido. La Iglesia descubre paulatina mente las dimensiones del misterio revelado.
REVELACIÓN Y VISIÓN
La revelación es un conocimiento indirecto, imperfecto, parcial y oscuro. Algo separa siempre el
enunciado y la realidad, el testimonio y la presencia, la revelación revelada y la revelación
revelante. Creemos en la palabra que nos dice que Dios es Padre, Hijo y Espíritu; pero la visión
del Padre, del Hijo y del Espíritu es para nosotros objeto de esperanza. En la tierra el ser divino
permanece tinieblas. La revelación definitiva, la que es visión clara, está reservada para después
de la muerte.
La fe inaugura la visión en cuanto que es participación real, pero imperfecta y oscura, en el
conocimiento con el que Dios se conoce a sí mismo. La fe es comienzo y preludio de la visión,
porque tiene por objeto material la realidad misteriosa que conocerá en la visión, a saber, la esencia
divina subsistente en las tres divinas personas, la esencia divina subsistente en la persona del
Verbo, unida hipostáticamente a la naturaleza humana, la esencia divina que intencionalmente
actúa en la visión la inteligencia creada: brevemente, los tres misterios fundamentales del
cristianismo.
Para describir esta revelación definitiva, que unirá a Dios y a sus elegidos en una misma felicidad,
se sirve Cristo de las imágenes tradicionales de reino, tierra prometida, paraíso, bodas, banquete,
tesoro, recompensa, salvación, vida, resurrección, gloria, etc. Pero, a través de todas estas
imágenes, se abre paso un pensamiento nuevo: la felicidad del reino consistirá esencialmente en
la visión y gozo de Dios. La visión de Dios, prohibida a los hombres en la tierra. Para los sinópticos,
la felicidad prometida a los que han deja do todo para seguir a Cristo, es la comunión con él, en su
reino (Mt 19,28). La inefabilidad de Dios será el objeto de nuestra visión, pero nuestra inteligencia
del misterio jamás será perfectamente exhaustiva, ni aun en la revelación última. La vida eterna
será como una inmersión en el abismo cada vez más profundo; iremos de claridad en claridad, pero
también de abismo en abismo. No conoceremos ya el misterio sólo mediante signos, pero siempre
será misterio para nosotros. La visión será la iniciación sin fin en el misterio de Dios.
FINALIDAD DE LA REVELACIÓN
La revelación, insistamos en ello, es una operación esencial mente salvífica. Dios no se reveló para
satisfacer nuestra curiosidad ni para aumentar nuestros conocimientos, sino para librar al hombre
de la muerte del pecado y para darle la vida eterna. La palabra revelada por el Dios vivo, predicada
y recibida con fe, engendra seres vivos, hijos de Dios, que participan en la vida de las tres divinas
personas.
Podemos enunciar así el tema central del evangelio y de las cartas de san Juan: el Hijo del Padre
se encarnó para revelar y comunicar a los hombres la vida eterna; con este nombre designa Juan
la salvación. «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna, pues Dios no ha enviado su Hijo al mundo
para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.
El hombre realiza la finalidad última de la revelación — participación del hombre en la perfección
de la vida trinitaria —, vi viendo una vida fe de hijo en conformidad con el designio del Padre
revelado por el Hijo. El hombre glorifica así a Dios y al mismo tiempo se salva; porque viviendo
plenamente la vida de hijo, alcanza la salvación, que es también la gloria de Dios.
UNIDAD Y COMPLEJIDAD DE LA REVELACIÓN
El autor resalta cuatro aspectos que consideran esenciales al momento de abordar la revelación, a
saber, que es una acción de Dios, un acontecimiento de la historia, conocimiento y encuentro.
La revelación es ante todo misterio y acción divina, es decir acción trascendente de Dios por la
que en su eternidad decreta salvar al hombre, intervenir en su historia y manifestarse a él en un
designio de gloria. Cuando afirmamos que el motivo de la fe es el Dios que se revela, queremos
decir que la fe se apoya en el acto trascendente de la palabra divina, que es omnisciente, infalible,
verídica. La revelación es una operación Ubre de Dios, porque revela su amor, sin ser presionado
por nadie.
La revelación es acontecimiento de la historia e historia. El término de la acción divina, inmanente
y libre, es un efecto temporal. La revelación se lleva a cabo en forma de intervenciones en la
historia, que jalonan la duración. La acción revela dora de Dios se manifiesta en los
acontecimientos; los enviados de Dios tienen la misión de explicar su contenido.
La revelación es conocimiento: testimonio, mensaje, palabra, doctrina. Dios quiere, en su designio
de amor, asociar al hombre a su vida íntima; pero como quiera que el hombre, imagen de Dios, es
un ser inteligente y libre, Dios debe darle a conocer su designio salvífico, para que el hombre
consienta libremente. Dios, espíritu de verdad, se dirige a la inteligencia del hombre. La revelación
es un orden de conocimiento dirigido a un orden de vida. Es conocimiento del verdadero Dios y
de su designio salvífico.
La revelación es encuentro. Por la revelación, Dios se dirige al hombre, le interpela, se abre a él y
en confidencia amo rosa le manifiesta el secreto de su vida personal y de su designio salvífico.
Esta comunicación de Dios al hombre culmina en la fe, que es el encuentro con el Dios vivo en su
palabra. Este primer encuentro, preludio de la visión facial, es obra conjugada de la libertad
humana y de la gracia

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