EL AMOR EN EL CRISTIANISMO
ENTRE LA INDIGNACIÓN Y LA ACCIÓN
José Comblin
Éxodo 114 (may.-jun.) 2012
– Autor: José Comblin –
INTRODUCCIÓN (1)
“Ya puedo yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles,
que si no tengo amor no paso de ser una campana ruidosa o unos
platillos estridentes. Ya puedo hablar inspirado y penetrar todo
secreto y todo saber; ya puedo tener toda la fe, hasta mover
montañas, que si no tengo amor no soy nada. Ya puedo dar en
limosnas todo lo que tengo, ya puedo dejarme quemar vivo, que si
no tengo amor de nada me sirve” (1 Cor 13 1-3).
San Pablo escribe para una comunidad cristiana, no para los
incrédulos. Y se refiere a gestos muy estimados y practicados por
un público cristiano: la fe, la generosidad, la profecía, el mismo don
de lenguas que, finalmente, recupera su valor entre los valores
cristianos. Es en ese público donde es preciso enseñar la primacía
del amor.
El amor es la única realidad de la persona humana que nunca
desaparece. En la muerte el ser humano lo deja todo; pero solo una
cosa permanece para siempre, el amor. Sin amor nadie se salva.
Nadie se salva por la fe, por la esperanza o por la religión. Ninguna
religión salva, solo salva el amor.
(…) La conversión al amor es mucho más frecuente entre las
personas sencillas, cuyos nombres nunca aparecen en los medios
de comunicación. Es mucho más espontánea entre los pobres,
menos impedidos por la importancia de su personalidad. Por eso el
amor sustenta el mundo, pues está siendo vivido en la realidad de
los pobres.
El tema del amor no fue muy tratado por la Teología de la
Liberación, lo mismo que por la teología en general, durante el
último medio siglo. Como ya hemos dicho antes, estamos en una
fase histórica en que predomina la esperanza. El cristianismo es
vivido más espontáneamente como esperanza. Pero, en el
entretanto, no podemos perder de vista la escala de valores.
La Teología de la Liberación puso más énfasis en el sujeto colectivo
que en el individual en la liberación de los oprimidos (…). Hoy día, a
partir de una visión renovada de la sociedad y de la persona,
podemos entrever la cuestión del amor. ¿Qué dimensiones deben
ser consideradas?
En primer lugar, está el reconocimiento del otro. La sociedad actual
procura aislarse del mundo de los pobres y definir un sistema de
relaciones sociales en el que esa parte de la humanidad no existe.
Hay varias ciencias humanas que estudian las relaciones humanas
dentro de ese mundo restringido. No es ese el objeto de nuestro
estudio, pero, sin entrar más a fondo, en todas esas relaciones hay
una presencia invisible que denuncia y acusa la ausencia de los
otros. Podemos llegar a un gran desarrollo de las buenas relaciones
dentro del cerrado mundo de la familia, de la empresa y del círculo
de las relaciones habituales. Pero no podemos ignorar la exclusión
de la gran masa de los otros. Podemos inventar infinitas
distracciones y diversiones para olvidar la existencia del otro
mundo, pero él está ahí y no hay modo de ignorarlo. En segundo
lugar, el amor supone la compasión, lo que Jon Sobrino llama
principio-misericordia. La compasión es bastante bien valorada en
muchos sistemas religiosos y, con toda seguridad, recibe un sentido
especial en el evangelio. No puede haber amor sin compasión o sin
perdón.
La compasión no puede permanecer pasiva, se torna indignación.
Pero sin compasión, la indignación puede no ayudar al oprimido;
puede servir como desahogo o afirmación de la revuelta ante el
mundo, pero sin producir amor. No obstante, sin la indignación no
se llegará en la práctica a amar.
Y de la compasión activa nace el compromiso. El evangelio expresa
claramente que amar es hacer y no solamente hablar o sentir. Amar
es una opción de vida, y por eso es consecuencia de una
conversión, la que constituye la orientación definitiva de nuestra
vida.
Jesús dijo que amar a Dios y amar al prójimo es una sola cosa, un
solo mandamiento. ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo es que el amor
al otro es también amor a Dios y el amor a Dios se realiza en el
amor al prójimo? Históricamente podemos constatar que una
persona puede amar al prójimo y no amar a Dios y que quien ama a
Dios puede no amar al prójimo. Son habitualmente dos movimientos
autónomos. Hay personas que se dicen ateas y practican el amor al
prójimo, y hay místicos que viven aislados de los otros, sin
referencia a ellos. El secreto del evangelio de Jesús es justamente
este: aproximar los dos movimientos para hacer de los dos uno
solo. ¿Cómo puede ser esto posible?
LA INDIGNACIÓN (2)
La compasión se vuelve indignación cuando se percibe que el mal
existente es resultado del abuso de algunos seres humanos sobre
los otros. El mal y el sufrimiento no vienen solamente del mundo
material en que nuestro cuerpo está inserto. Está el mal que viene
de los hombres.
Jesús vio que la causa de muchos males que sufría su pueblo era
provocada por miembros y sobre todo por autoridades de ese
mismo pueblo que en lugar de conducir para la vida, conducían
para el sufrimiento y la muerte. La compasión de Jesús se volvió
indignación contra los jefes del pueblo que engañaban en lugar de
enseñar la verdad. El amor al pueblo se expresa por la indignación.
La indignación de Jesús tiene también por objeto las imposiciones
morales que hacen que el fardo que –sobre todo los doctores y
fariseos– imponen sobre los hombros de los pobres sea pesado.
Esos doctores y fariseos “atan fardos pesados y los ponen sobre los
hombros de los hombres, pero ellos mismos ni con un dedo se
disponen a moverlos” (Mt 23,4). El capítulo 23 de Mateo contiene
una colección de expresiones de indignación de Jesús contra las
prácticas de dominación de los jefes de la nación. Es una protesta
vehemente. Es la indignación que procede del amor al pueblo. La
indignación se vuelve todavía mayor cuando es provocada por los
jefes religiosos, que tenían como misión enseñar las verdades y
practicar la misericordia.
Fue con esa indignación que, en el 4° domingo de Adviento de
1511, en nombre de toda la comunidad dominica, el fraile dominico
Antonio Montesinos pronunció el famoso sermón en el que
denunciaba los crímenes cometidos por los conquistadores y
dueños de esclavos españoles. Fue un sermón pronunciado en
presencia de las principales autoridades del país, y terminaba con
una sentencia de excomunión contra todos los que no liberasen a
sus esclavos. Los frailes fueron duramente castigados tanto por las
autoridades civiles como por las autoridades religiosas. Fueron
deportados a España y encarcelados. Pagaron duramente por el
resto de su vida el crimen de haber protestado contra el genocidio
practicado en nombre del rey de España, esto es, en nombre del
Papa que le había otorgado todas esas tierras con sus habitantes.
¿Cómo no evocar la memoria de Bartolomé de las Casas,
conquistador convertido, que se hizo dominico y misionero en el
actual Sur de México y en la hoy llamada América Central? Las
Casas fue hecho obispo de Chiapas, pero los propietarios lo
expulsaron después de algunos meses y lo llevaron de vuelta a
España. Incansablemente –en América, en presencia de la corte de
España y en los libros que escribió-, condenó los crímenes
cometidos por los conquistadores, proclamó la injusticia de la
conquista y defendió la causa de los indígenas durante 50 años.
Faltó el grito de la indignación y el amor a los indios durante siglos.
Ese amor resucitó en la vida de don Leónidas Proaño, obispo de
Riobamba, en Ecuador, de 1954 a 1985. Su vida entera, minuto por
minuto, estuvo dedicada a los indios que formaban el 80% de la
población de la diócesis y eran cruelmente maltratados, robados,
aplastados por las clases dirigentes de la región. Varios testimonios
afirman que poco antes de morir, cuando ya estaba expresando los
últimos pensamientos que lo perseguían, él dijo: “Tengo una
convicción: que la Iglesia es la única responsable por el peso que,
por siglos, sufrieron los indios. ¡Qué dolor! Estoy quebrantado con
ese peso secular”.
Cuando investigamos la causa por la que tantas veces las
autoridades de la Iglesia se habían callado, dando cobertura al
exterminio de los indios y la esclavitud de los negros, descubrimos
que fue la falta de amor. Había cierta compasión de sentimientos y
de palabras, pero solamente un gran amor hace que una persona
levante la voz y se haga defensor del otro humillado, oprimido,
rechazado, enfrentando a la sociedad entera, con las autoridades
todas, también las religiosas.
Jesús fue el defensor de su pueblo. Así lo muestran los evangelios
sinópticos y el evangelio de Juan condensa en esa imagen del
defensor toda su actuación. El cuarto evangelio fue compuesto en
un esquema de juicio. Desde el comienzo, los jefes del pueblo,
sacerdotes, doctores y fariseos se sienten atacados por Jesús y lo
denuncian. Quieren condenarlo, persiguiéndolo hasta que,
finalmente, consiguen una condena pronunciada por Pilatos.
Durante todo el ministerio de Jesús lo seguirán, lo provocarán,
procurarán hacer que caiga en palabras, o en conductas
pecaminosas. Lo consideraban un pecador y querían matarlo por
ser pecador, porque no se sometía a su sistema religioso.
Jesús es condenado porque dice la verdad. Se trata de la verdad
sobre el verdadero Dios y la verdadera religión, que condena todo
aquello que los jefes religiosos quieren imponer al pueblo. Jesús
denuncia el sistema de mentiras que los jefes religiosos quieren
imponer. Ese sistema no lleva a la vida, sino a la muerte. Quieren
matar a Jesús porque sienten que la verdad los condena. Jesús da
testimonio de sí mismo, pero ellos no lo aceptan y le preparan la
muerte.
Jesús es acusado porque defiende al pueblo contra la mala
administración de las autoridades. Defiende su actuación porque es
la verdad. Él no engaña, como hacen aquellas autoridades, sino
que dice la verdad al pueblo y por eso será condenado. Una vez
que sepa la verdad, el pueblo no seguirá más esos falsos pastores.
Jesús fue muerto y resucitó, pero no recomenzó su vida aquí. Envió
a un segundo defensor, un segundo abogado para anunciar la
verdad y para defender a los discípulos en el juicio que hacen
contra ellos (Cf. Jo 16,7-15). Ellos también serán condenados por
causa de la verdad, esa verdad que los aparta de los falsos
pastores.
Como defensor, Jesús habla con indignación. Jesús está indignado
porque esos falsos pastores engañan al pueblo y lo llevan a la
muerte en lugar de la vida. En esa indignación está el gran amor de
Jesús hacia el pueblo. La misma indignación se expresó en la voz
de don Óscar Romero, defensor de su pueblo masacrado. Vale la
pena recordar las últimas palabras de su última homilía pronunciada
el día 23 de marzo de 1980. En estas palabras la indignación
alcanzó su punto culminante, siendo también la causa inmediata de
su muerte:
“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los
hombres del Ejército y, en concreto, a las Bases de la Guardia
Nacional, de la Policía, y de los Cuarteles; son de nuestro mismo
pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos, y ante una
orden de matar, que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios
que dice: ‘no matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una
orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que
cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que
obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La
Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la
dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante
tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que
de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En
nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos
lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les
suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cesen la
represión!”
Gracias a Dios, a partir de los años 50, culminando en Medellín y
Puebla, hubo en América Latina una generación de Santos Padres
que levantaron la voz, movidos por una indignación a la altura de
los discípulos de Jesús, y su voz fue multiplicada por millares de
sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. La Iglesia, gracias a ellos,
no quedó callada.
La indignación no se limita al sentimiento, a las palabras o a los
gestos. Ella es activa y verdadera cuando asume la defensa de los
oprimidos –no permaneciendo inerte, sin reacción–. Sin embargo, la
indignación fácilmente queda callada cuando aparecen las
autoridades o la policía con sus amenazas. Muchos, que
normalmente “hablaban fuerte”, de repente quedan callados. La
verdadera indignación, inspirada por el amor, defiende al débil.
Enfrenta la opresión, denuncia y se opone por todos los medios de
que dispone.
Frente a cualquier problema, los ricos contratan buenos abogados
que saben cómo “interpretar mejor” la ley y convencer a los jueces.
Defender a un pobre es casi siempre predisponerse a perder la
causa. Es muy raro que los pobres encuentren defensores. Jesús
toma la defensa de los pobres que los doctores condenan como
pecadores. Defiende a la mujer adúltera, a los samaritanos tenidos
como herejes, a la mujer pagana que se aproxima a él y lo toca y a
los discípulos que recogen espigas en día de sábado porque tienen
hambre. En cada caso hay una manifestación de condena global
hecha al pueblo: para las élites el pueblo siempre es sospechoso de
ser malhechor o mal intencionado. Jesús lo defiende de antemano y
no condena a nadie. Rompe con la lógica del sistema dominante y
su indignación es consecuente.
Jesús no quiere solamente defender derechos particulares, sino
cambiar el sistema que lleva a la condena de tantas personas
inocentes porque son pobres y débiles. La indignación tiene por
objeto el sistema y procura defender al pueblo contra el sistema. El
amor enfrenta no solamente los males individuales, sino también el
conjunto del sistema.
Por otra parte, no basta indignarse contra el sistema. Es también
necesario entrar en los casos particulares, indignarse frente a
determinada persona y asumir la defensa del oprimido real y
concreto. De otro modo, la indignación puede fácilmente volverse
retórica y sin efecto. Hay un proverbio que dice: “Quien no es
socialista a los 20 años, muestra que no tiene corazón; quien
todavía es socialista a los 40, muestra que no tiene cabeza”.
Así sucede muchas veces. En el comienzo de la vida, cuando
todavía no aparecieron los problemas de la lucha para mantenerse,
es fácil la indignación. Pero permanecer en la indignación exige un
amor muy fuerte, que no procede de las ideas o de los sentimientos,
sino de un compromiso con personas concretas. El proverbio
enseña que el amor es una debilidad de la juventud y que para los
adultos solamente vale el dinero. Esa es una expresión de sabiduría
popular bien amarga.
LA ACCIÓN
Lo que sorprende en los evangelios es la manera radical como
Jesús opone el decir al hacer. Amar no es decir, sino hacer. Los
sentimientos, gestos y señales simbólicas no se tienen en cuenta.
Lo que vale son los actos prácticos, lo que produce resultado
visible, lo que realmente beneficia al otro.
“No todo aquel que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de
los Cielos, sino aquel que practica la voluntad de mi Padre que está
en los cielos” (Mt 7,21). La voluntad del Padre, nosotros la
conocemos: es amar al prójimo con hechos y no con palabras. Decir
“Señor, Señor” es lo que hacemos sin cesar, en nuestras oraciones
y liturgias. Todo eso tendrá sentido si lleva a un obrar concreto.
“Aquí están mi madre y mis hermanos, porque aquel que hace la
voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano,
hermana y madre” (Mt 12,49-50). El juicio final es más claro todavía
(Cf. Mt 25,31-46). Como decía san Juan: “No amemos con palabras
ni con la lengua, sino con obras y en la verdad” (1 Jn 3,18).
Jesús testimonia haciendo. Los evangelios lo muestran siempre
activo, yendo de un poblado a otro, ayudando, levantando los
ánimos, despertando la esperanza, curando a los enfermos y
consolando a los afligidos. Al final de cada día está cansado. Su
trabajo es la realización concreta material del trabajo del Padre.
“Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” (Jn 5,17). “Las
obras que el Padre me encargó de consumar, esas obras, yo las
hago y ellas dan testimonio de que el Padre me envió” (Jn 5,36).
“Mientras sea de día, tenemos que realizar las obras de aquel que
me envió” (Jn 9,4). Esa vez la obra era la curación del ciego de
nacimiento. “Cree en las obras”, dice Jesús (Jn 10,38). Al final de su
vida, Jesús dice: “Concluí la obra que me encargaste realizar” (Jn
17,4). “Quien esté en mí hará las obras que yo hago” (Jn 14,12).
Así, de la misma manera los discípulos deben hacer obras. La
elección de esa palabra está llena de significado. Se trata siempre
de hacer. Pues el ser humano es corporal y su vida vale por las
obras que realiza. Las obras se refieren siempre a lo concreto
material, realizado en el mundo material, y no en el mundo de las
ideas o de la imaginación.
La mayor tentación de los cristianos no es el materialismo sino el
espiritualismo. Es hacer del cristianismo un camino de vida
espiritual distante del mundo material, con un programa de
actividades internas, hechas de emoción, de sentimientos, de ideas,
puramente religiosas fuera de la red de las actividades diarias y
fuera de las dinámicas del mundo –especie de programa de salida
de este mundo material, para vivir en un mundo hecho de puro
espíritu, lejos de la materia considerada como obstáculo, freno o
tentación–.
Desde el comienzo, y durante los primeros siglos, el espiritualismo
entró en la Iglesia. Le dieron el nombre de “gnosis”, o sea, de
“conocimiento”. Ellos mismos, sin embargo, no se llamaban
gnósticos, sino elegidos. Fueron llamados gnósticos porque, para
ellos, el cristianismo era un conocimiento: la vía del conocimiento de
Dios por la salida progresiva de este mundo material y por la
creciente separación del espíritu en relación al cuerpo que lo
mantiene preso. Ese conocimiento se debía mucho a la influencia
de movimientos filosóficos espiritualistas de aquel tiempo. Era una
adaptación del cristianismo al modelo gnóstico que tenía buena
aceptación sobre todo en Egipto, pero también en territorio del
Imperio romano.
Para los gnósticos, la vida en la tierra es el resultado de una caída.
El ser humano pertenecía a un mundo espiritual, pero cayó en virtud
de diversos episodios. La vocación humana es liberarse de este
mundo terrestre mediante el pensamiento y, por medio de
actividades mentales, recuperar el conocimiento que perdió al caer
en la carne. La corporeidad significa caída. Hay necesidad de
liberar el espíritu del cuerpo. La vida cristiana sería una fuga de este
mundo para volver al mundo de origen.
La gnosis fue denunciada con fuerza por los defensores de la
ortodoxia. Parecía más elevada, siendo más religiosa y más
espiritual en sus expresiones. En realidad, era la negación del
cristianismo que está fundamentado en la encarnación del Hijo de
Dios.
Con el correr de los siglos hubo varios intentos de espiritualismo de
tipo gnóstico. En la Edad Media, en el siglo XII, apareció el
movimiento “cátaro”, o sea, de los puros, viniendo de Oriente –que
también defendía el rechazo del cuerpo y la emancipación del
espíritu–. Los cataros también defendían la negación de todo el
sistema institucional de la Iglesia, condenándolo como dominio de la
materia. Por ese motivo el catarismo (llamado también movimiento
de los albigenses) fue muy popular, pues era una manera de
liberarse del poder económico de la Iglesia romana y de las Iglesias
locales. Pastores muy simples supieron convencer a las masas
populares, pero también a personas de la nobleza, conquistando
casi todo el Sur de Francia y el Norte de Italia.
Con el Renacimiento reaparecerán varias sectas de tipo gnóstico,
aprovechándose del retorno a los documentos de la antigüedad,
especialmente de las filosofías próximas al gnosticismo como el
neoplatonismo. Durante toda la Edad Moderna, dominada por el
racionalismo, prosperaron también las sectas esotéricas
proclamando un mensaje semejante al del gnosticismo. En la época
actual asistimos al renacimiento de sectas gnósticas, que predican
también una vida humana fuera de este mundo, hecho de almas
puras, libres de la servidumbre de la materia, regocijándose de la
contemplación del verdadero conocimiento.
De esa manera se entiende hasta qué punto la preocupación por el
pecado puede ser casi patológica, ya que el cuerpo está siempre
presente y recuerda su presencia. La mente siempre siente la
presencia de la materia, aun cuando quiera desprenderse de ella.
Eso puede provocar angustia y muchos autores espirituales la
alimentarán. La jerarquía no desmentía y, nada raro, hasta
participaba de esa mentalidad.
Puede haber una deformación literaria o de inspiración popular que
tiende a ver la santidad como desprendimiento de todo lo que es
material. En la representación popular el santo es aquel que vive lo
menos posible en el cuerpo –no come, no bebe, no tiene placer
corporal, no siente ninguna atracción sexual, mortifica y combate
cualquier tipo de solicitación del cuerpo–. Puede haber
descripciones exageradas en la hagiografía y en los relatos sobre
los santos monjes o la vida religiosa en general, pero hay también
un fondo de realidad. Durante siglos y hasta hace poco tiempo el
programa de vida de los religiosos consistía en atender lo menos
posible al cuerpo y a desarrollar la actividad mental.
La misma Iglesia insistía en ese sentido, estimulando prácticas
ascéticas de mortificación del cuerpo: ayuno, abstinencia de carne,
uso del cilicio, flagelación, dormir sobre una tabla, permanecer
largos períodos de rodillas, cobertura total del cuerpo, etc. Todo eso
muestra una actitud de rechazo del cuerpo, que no encuentra
acogida en los evangelios, donde encontramos a Jesús que es
acusado: “He aquí a un glotón y bebedor, amigo de publicanos y
pecadores” (Mt 11,19). En Occidente el rechazo del cuerpo no fue
tan radical como en Oriente. En la tradición monástica de Occidente
el trabajo manual ocupa un lugar destacado. El programa de san
Benito es “Ora et labora” (rezar y trabajar).
Por eso los monjes de Occidente tuvieron un papel importante en el
desarrollo económico –no ocurrió lo mismo en Oriente, que se
volvió menos desarrollado–.
En el siglo XX, en Occidente, hubo un proceso de cambio cultural
que llevó a una rehabilitación del cuerpo. En muchos casos ese
movimiento puede haber llevado a excesos que deformaron el
mismo cuerpo o lo idealizaron a tal punto que lo apartaron de las
tareas propias de la vida humana. El cuerpo se apartó entonces de
su misión de amor en la práctica, y se convirtió en finalidad en sí
mismo. De cualquier modo, la reacción fue saludable, no teniendo
nada en contrario a la espiritualidad cristiana. El pecado no está en
el cuerpo, sino en el uso inadecuado que la persona hace de él. Se
puede usar el cuerpo para dar vida o para matar.
Amar es hacer lo que realmente va a generar más vida en los
pobres. No es hacer cualquier cosa. Hay muchas falsificaciones de
la caridad. Lo que Jesús decía: “no sepa tu mano izquierda lo que
hace tu derecha” (Mt 6,3) es de plena actualidad. Hay una manera
de dar que es la mejor forma de publicidad. Los fariseos ya sabían
eso, y el comercio de hoy también. Hay donaciones que sirven para
hacer publicidad. Se puede dar cualquier cosa, sin preguntar cuál
es la necesidad de quien recibe –hasta objetos que no responden a
ninguna necesidad–.
Esas donaciones consiguen lo que quieren: publicidad. En ese
caso, no se establece ninguna relación de amistad entre la persona
que da y la que recibe. Hay casos en que la donación tiene retorno
–por ejemplo, los candidatos que compran votos de electores
dándoles camisetas, un colchón, algunos ladrillos, un aparato de
TV…–. El don es apenas una compra, una operación comercial. No
hay en eso ningún amor. Se puede dar también para crear o
alimentar la fama de “bienhechor”.
Se puede dar por miedo: dar a los pobres para que no vengan a
robar, para que no se adhieran a un partido revolucionario. Se
puede dar para verse libre de los mendigos y del castigo. Se puede
dar un poco para no verse obligado a dar mucho. Se puede dar por
costumbre o por rutina –dentro de lo que prevé el reglamento del
convento o de la empresa–.
Dar sin que haya una implicación personal no llega a ser amor. Es
dar por necesidad, porque no se puede evitar el dar. Si lo que se da
fuera algo superfluo, si no fuera un repartir, tenderá a humillar, salvo
en casos de extrema urgencia. El repartir es abrir al diálogo, es
colocar al otro en pie de igualdad. De la misma manera, participar
de la actividad de los pobres es abrir el camino del diálogo. Es un
acto que promueve, prestigia al pobre y le inspira más confianza en
sí mismo.
¿Y hoy, qué hacer? ¡Esa es la cuestión! El problema es qué hacer
hoy en la sociedad y en el momento histórico en que vivimos. Tal
vez más que nunca el mundo nos da la impresión de estar cerrado
a cualquier tipo de acción porque la arrogancia de las potencias
mundiales alcanzó tal nivel, quizás solamente comparable al del
Imperio romano antiguo. Los norteamericanos de hoy, por ejemplo,
gustan compararse con el Imperio romano. La comparación no deja
de tener puntos de aproximación, al menos en lo que se refiere a la
arrogancia de sus élites. Pero la esperanza nos garantiza que
siempre es posible “hacer” algo.
Antes de entrar en el asunto, vamos a estudiar la siguiente
pregunta: ¿quién va a “hacer”? ¿Quién va a amar? ¿Quién va a
tener compasión? ¿Quién va a tener indignación? Si Dios envió a
su Hijo al mundo, es porque en él todavía hay amor. Es difícil
encontrar personas que sean únicamente egoísmo, en quienes no
haya nada de amor. La historia muestra la existencia de las más
diferentes proporciones de amor. En la actualidad, el amor existente
en el mundo es muy tenue. Si hubiese un amor consistente, ¿habría
tanta miseria como la que hay?
El amor de Dios es don para todos, pero hay diversidad en su
recepción. El reino de Dios es la llegada del amor. Sin embargo,
muchos no se interesan por él, están distraídos, viven con el
mínimo empleo de las fuerzas de que disponen, hacen solamente lo
indispensable para sobrevivir. El amor requiere el empleo de mucha
energía.
El amor es don de Dios. Con Jesús llega a un nivel ideal,
estimulando y suscitando vocaciones especiales. En las antiguas
civilizaciones los pobres se encontraban abandonados –y, en
muchas regiones del mundo, eso sigue hasta hoy–, la religión no
lleva a mirar hacia el otro, en especial a los pobres. Se mira
solamente hacia Dios, que es una proyección de las propias
necesidades y deseos.
El amor no se presenta espontáneamente, necesita de personas
que lo anuncien. El amor es don de Dios, pero es también efecto de
un paciente trabajo humano.
NOTAS
1. Recopilación de algunos fragmentos de O Caminho, de José
Comblin, hecha por Evaristo Villar y Carlos Pereda.
2. Traducción de Juan Subercaseaux A. del libro: O Caminho,
ensaio sobre o seguimento de Jesús, El Camino, ensayo sobre el
seguimiento de Jesús, por José Comblin, Editorial Paulus 2004, Sao
Paulo.