Textos U3 - Autoritarismos
Textos U3 - Autoritarismos
Es muy difícil realizar un análisis racional del fenómeno del nazismo. Bajo la dirección de un líder que
hablaba en tono apocalíptico de conceptos tales como el poder o la destrucción del mundo, y de un régimen
sustentado en la repulsiva ideología del odio racial, uno de los países cultural y económicamente más
avanzados de Europa planificó la guerra, desencadenó una conflagración mundial que se cobró las vidas de
casi cincuenta millones de personas y perpetró atrocidades —que culminaron en el asesinato masivo y
mecanizado de millones de judíos— de una naturaleza y una escala que desafían los límites de la
imaginación. La capacidad del historiador resulta insuficiente cuando trata de explicar lo ocurrido en
Auschwitz.
¡Morir por la patria, por una idea!... No, eso es una simpleza. Incluso en el frente, de lo que se trata es de
matar... Morir no es nada, no existe. Nadie puede imaginar su propia muerte. Matar es la cuestión. Esa es
la frontera que hay que atravesar. Sí, es un acto concreto de tu voluntad, porque con él das vida a tu
voluntad en otro hombre.
De la carta de un joven voluntario de la República social fascista de 1943-1945 (Pavone, 1991, p. 431)
De todos los acontecimientos de esta era de las catástrofes, el que mayormente impresionó a los supervivientes del
siglo XIX fue el hundimiento de los valores e instituciones de la civilización liberal cuyo progreso se daba por sentado
en aquel siglo, al menos en las zonas del mundo «avanzadas» y en las que estaban avanzando. Esos valores
implicaban el rechazo de la dictadura y del gobierno autoritario, el respeto del sistema constitucional con gobiernos
libremente elegidos y asambleas representativas que garantizaban el imperio de la ley, y un conjunto aceptado de
derechos y libertades de los ciudadanos, como las libertades de expresión, de opinión y de reunión. Los valores que
debían imperar en el estado y en la sociedad eran la razón, el debate público, la educación, la ciencia y el
perfeccionamiento (aunque no necesariamente la perfectibilidad) de la condición humana. Parecía evidente que
esos valores habían progresado a lo largo del siglo y que debían progresar aún más. Después de todo, en 1914
incluso las dos últimas autocracias europeas, Rusia y Turquía, habían avanzado por la senda del gobierno
constitucional y, por su parte, Irán había adoptado la constitución belga. Hasta 1914 esos valores sólo eran
rechazados por elementos tradicionalistas como la Iglesia católica, que levantaba barreras en defensa del dogma
frente a las fuerzas de la modernidad, por algunos intelectuales rebeldes y profetas de la destrucción, procedentes
sobre todo de «buenas familias» y de centros acreditados de cultura —parte, por tanto, de la misma civilización a la
que se oponían—, y por las fuerzas de la democracia, un fenómeno nuevo y perturbador (…) Sin embargo, de esos
movimientos democráticos de masas, aquel que entrañaba el peligro más inmediato, el movimiento obrero
socialista, defendía, tanto en la teoría como en la práctica, los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la
educación y la libertad individual con tanta energía como pudiera hacerlo cualquier otro movimiento. La medalla
conmemorativa del 1o de mayo del Partido Socialdemócrata alemán exhibía en una cara la efigie de Karl Marx y en
la otra la estatua de la libertad. Lo que rechazaban era el sistema económico, no el gobierno constitucional y los
principios de convivencia (…)
Sin duda las instituciones de la democracia liberal habían progresado en la esfera política y parecía que el estallido
de la barbarie en 1914-1918 había servido para acelerar ese progreso. Excepto en la Rusia soviética, todos los
regímenes de la posguerra, viejos y nuevos, eran regímenes parlamentarios representativos, incluso el de Turquía.
En 1920, la Europa situada al oeste de la frontera soviética estaba ocupada en su totalidad por ese tipo de estados
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En efecto, el elemento básico del gobierno constitucional liberal, las elecciones para constituir asambleas
representativas y/o nombrar presidentes, sé daba prácticamente en todos los estados independientes de la época.
No obstante, hay que recordar que la mayor parte de esos estados se hallaban en Europa y en América, y que la
tercera parte de la población del mundo vivía bajo el sistema colonial (…)
A pesar de la existencia de numerosos regímenes electorales representativos, en los veinte años transcurridos desde
la «marcha sobre Roma» de Mussolini hasta el apogeo de las potencias del Eje en la segunda guerra mundial se
registró un retroceso, cada vez más acelerado, de las instituciones políticas liberales. Mientras que en 1918-1920
fueron disueltas, o quedaron inoperantes, las asambleas legislativas de dos países europeos, ese número aumentó a
seis en los años veinte y a nueve en los años treinta, y la ocupación alemana destruyó el poder constitucional en
otros cinco países durante la segunda guerra mundial. En suma, los únicos países europeos cuyas instituciones
políticas democráticas funcionaron sin solución de continuidad durante todo el período de entreguerras fueron Gran
Bretaña, Finlandia (a duras penas), Irlanda, Suecia y Suiza.
En definitiva, esta era de las catástrofes conoció un claro retroceso del liberalismo político, que se aceleró
notablemente cuando Adolf Hitler asumió el cargo de canciller de Alemania en 1933. Considerando el mundo en su
conjunto, en 1920 había treinta y cinco o más gobiernos constitucionales y elegidos (según como se califique a
algunas repúblicas latinoamericanas), en 1938, diecisiete, y en 1944, aproximadamente una docena. La tendencia
mundial era clara.
Tal vez convenga recordar que en ese período la amenaza para las instituciones liberales procedía exclusivamente
de la derecha, dado que entre 1945 y 1989 se daba por sentado que procedía esencialmente del comunismo. (…) La
Rusia soviética (desde 1923, la URSS) estaba aislada y no podía extender el comunismo (ni deseaba hacerlo, desde
que Stalin subió al poder). La revolución social de inspiración leninista dejó de propagarse cuando se acalló la
primera oleada revolucionaria en el período de posguerra. Los movimientos socialdemócratas (marxistas) ya no
eran fuerzas subversivas, sino partidos que sustentaban el estado, y su compromiso con la democracia estaba más
allá de toda duda. En casi todos los países, los movimientos obreros comunistas eran minoritarios y allí donde
alcanzaron fuerza, o habían sido suprimidos o lo serían en breve. Como lo demostró la segunda oleada
revolucionaria que se desencadenó durante y después de la segunda guerra mundial, el temor a la revolución social
y al papel que pudieran desempeñar en ella los comunistas estaba justificado, pero en los veinte años de retroceso
del liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal fue desalojado del poder desde la izquierda. El peligro
procedía exclusivamente de la derecha, una derecha que no sólo era una amenaza para el gobierno constitucional y
representativo, sino una amenaza ideológica para la civilización liberal como tal, y un movimiento de posible
alcance mundial, para el cual la etiqueta de «fascismo», aunque adecuada, resulta insuficiente.
Es insuficiente porque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes liberales eran fascistas. Es adecuada porque el
fascismo, primero en su forma italiana original y luego en la versión alemana del nacionalsocialismo, inspiró a otras
fuerzas antiliberales, las apoyó y dio a la derecha internacional una confianza histórica. En los años treinta parecía la
fuerza del futuro (…)
Las fuerzas que derribaron regímenes liberales democráticos eran de tres tipos (…) Todas eran contrarias a la
revolución social y en la raíz de todas ellas se hallaba una reacción contra la subversión del viejo orden social
operada en 1917-1920. Todas eran autoritarias y hostiles a las instituciones políticas liberales, aunque en ocasiones
lo fueran más por razones pragmáticas que por principio. Todas esas fuerzas tendían a favorecer al ejército y a la
policía, o a otros cuerpos capaces de ejercer la coerción física, porque representaban la defensa más inmediata
contra la subversión. En muchos lugares su apoyo fue fundamental para que la derecha ascendiera al poder. Por
último, todas esas fuerzas tendían a ser nacionalistas, en parte por resentimiento contra algunos estados
extranjeros, por las guerras perdidas o por no haber conseguido formar un vasto imperio, y en parte porque agitar
una bandera nacional era una forma de adquirir legitimidad y popularidad. Había, sin embargo, diferencias entre
ellas.
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Los autoritarios o conservadores de viejo cuño —el almirante Horthy en Hungría; el mariscal Mannerheim, vencedor
de la guerra civil de blancos contra rojos en la nueva Finlandia independiente; el coronel, y luego mariscal, Pilsudski,
libertador de Polonia; el rey Alejandro, primero de Serbia y luego de la nueva Yugoslavia unificada; y el general
Francisco Franco de España— carecían de una ideología concreta, más allá del anticomunismo y de los prejuicios
tradicionales de su clase. Si se encontraron en la posición de aliados de la Alemania de Hitler y de los movimientos
fascistas en sus propios países, fue sólo porque en la coyuntura de entreguerras la alianza «natural» era la de todos
los sectores de la derecha.
Una segunda corriente de la derecha dio lugar a los que se han llamado «estados orgánicos». (…) De ese sustrato
surgieron diversas teorías «corporativistas» que sustituían la democracia liberal por la representación de los grupos
de intereses económicos y profesionales. Los ejemplos más acabados de ese tipo de estados corporativos hay que
buscarlos en algunos países católicos, entre los que destaca el Portugal del profesor Oliveira Salazar, el régimen
antiliberal de derechas más duradero de Europa (1927-1974), pero también son ejemplos notables Austria desde la
destrucción de la democracia hasta la invasión de Hitler (1934-1938) y, en cierta medida, la España de Franco.
II
Hay que referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con propiedad el nombre de fascistas. El primero
de ellos es el italiano, que dio nombre al fenómeno, y que fue la creación de un periodista socialista renegado,
Benito Mussolini, cuyo nombre de pila, homenaje al presidente mexicano anticlerical Benito Juárez, simbolizaba el
apasionado antipapismo de su Romaña nativa. El propio Adolf Hitler reconoció su deuda para con Mussolini y le
manifestó su respeto, incluso cuando tanto él como la Italia fascista demostraron su debilidad e incompetencia en la
segunda guerra mundial. A cambio, Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha tardía, el antisemitismo que había
estado ausente de su movimiento hasta 1938, y de la historia de Italia desde su unificación.
De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros meses de 1933, el fascismo no se habría
convertido en un movimiento general. De hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta
importancia se establecieron después de la subida de Hitler al poder. Destacan entre ellos el de los Flecha Cruz de
Hungría, que consiguió el 25 por 100 de los sufragios en la primera votación secreta celebrada en este país (1939), y
el de la Guardia de Hierro rumana, que gozaba de un apoyo aún mayor. Tampoco los movimientos financiados por
Mussolini, como los terroristas croatas ustachá de Ante Pavelic, consiguieron mucho ni se fascistizaron
ideológicamente hasta los años treinta, en que algunos de ellos buscaron inspiración y apoyo financiero en
Alemania. Además, sin el triunfo de Hitler en Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como
movimiento universal, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo internacional, con Berlín como
su Moscú (…) Si Alemania no hubiera alcanzado una posición de potencia mundial de primer orden, en franco
ascenso, el fascismo no habría ejercido una influencia importante fuera de Europa y los gobernantes reaccionarios
no se habrían preocupado de declarar su simpatía por el fascismo.
No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes corrientes del fascismo, aparte de la
aceptación de la hegemonía alemana. La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la
insuficiencia de la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad (…) No es posible tampoco
identificar al fascismo con una forma concreta de organización del estado, el estado corporativo: la Alemania nazi
perdió rápidamente interés por esas ideas, tanto más en cuanto entraban en conflicto con el principio de una única e
indivisible Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo. Incluso un elemento aparentemente tan crucial como el
racismo estaba ausente, al principio, del fascismo italiano. Por otra parte, como hemos visto, el fascismo compartía
el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros elementos no fascistas de la derecha. Algunos
de ellos, en especial los grupos reaccionarios franceses no fascistas, compartían también con él la concepción de la
política como violencia callejera.
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La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la primera movilizaba a las masas desde
abajo (…) El fascismo se complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó simbólicamente, como una forma
de escenografía política —las concentraciones nazis de Nuremberg, las masas de la Piazza Venezia contemplando
las gesticulaciones de Mussolini desde su balcón—, incluso cuando subió al poder; lo mismo cabe decir de los
movimientos comunistas. Los fascistas eran los revolucionarios de la contrarrevolución: en su retórica, en su
atractivo para cuantos se consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento a transformarla de forma radical,
e incluso en su deliberada adaptación de los símbolos y nombres de los revolucionarios sociales, tan evidente en el
caso del «Partido Obrero Nacionalsocialista» de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la inmediata adopción del
1° de mayo de los rojos como fiesta oficial, en 1933.
Análogamente, aunque el fascismo también se especializó en la retórica del retorno del pasado tradicional (…) los
principales movimientos fascistas —el italiano y el alemán— no recurrieron a los guardianes históricos del orden
conservador, la Iglesia y la monarquía. Antes al contrario, intentaron suplantarlos por un principio de liderazgo
totalmente nuevo encarnado en el hombre hecho a sí mismo y legitimado por el apoyo de las masas, y por unas
ideologías —y en ocasiones cultos— de carácter laico (…)
Las capas medias y medias bajas fueron la espina dorsal de esos movimientos durante todo el período de vigencia
del fascismo (…) No quiere ello decir que los movimientos fascistas no gozaran de apoyo entre las clases obreras
menos favorecidas. Fuera cual fuere la composición de sus cuadros, el apoyo a los Guardias de Hierro rumanos
procedía de los campesinos pobres. Una gran parte del electorado del movimiento de los Flecha Cruz húngaros
pertenecía a la clase obrera (el Partido Comunista estaba prohibido y el Partido Socialdemócrata, siempre reducido,
pagaba el precio de ser tolerado por el régimen de Horthy) y, tras la derrota de la socialdemocracia austriaca en
1934, se produjo un importante trasvase de trabajadores hacia el Partido Nazi, especialmente en las provincias.
Además, una vez que los gobiernos fascistas habían adquirido legitimidad pública, como en Italia y Alemania,
muchos más trabajadores comunistas y socialistas de los que la tradición izquierdista está dispuesta a admitir
entraron en sintonía con los nuevos regímenes. No obstante, dado que el fascismo tenía dificultades para atraer a
los elementos tradicionales de la sociedad rural (salvo donde, como en Croacia, contaban con el refuerzo de
organizaciones como la Iglesia católica) y que era el enemigo jurado de las ideologías y partidos identificados con la
clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en las capas medias de la sociedad.
Hasta qué punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta a discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte
atractivo entre los jóvenes de clase media, especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa
continental que, durante el período de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha. En 1921 (es decir, antes de la
«marcha sobre Roma») el 13 por 100 de los miembros del movimiento fascista italiano eran estudiantes. En
Alemania, ya en 1930, cuando la mayoría de los futuros nazis no se interesaban todavía por la figura de Hitler, eran
entre el 5 y el 10 por 100 de los miembros del Partido Nazi. Muchos fascistas eran ex oficiales de clase media, para
los cuales la Gran Guerra, con todos sus horrores, había sido la cima de su realización personal, desde la cual sólo
contemplaban el triste futuro de una vida civil decepcionante. Estos eran segmentos de la clase media que se
sentían particularmente atraídos por el activismo. En general, la atracción de la derecha radical era mayor cuanto
más fuerte era la amenaza, real o temida, que se cernía sobre la posición de un grupo de la clase media, a medida
que se desbarataba el marco que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social. En Alemania, la
gran inflación, que redujo a cero el valor de la moneda, y la Gran Depresión que la siguió radicalizaron incluso a
algunos estratos de la clase media, como los funcionarios de los niveles medios y superiores, cuya posición parecía
segura y que, en circunstancias menos traumáticas, se habrían sentido satisfechos en su papel de patriotas
conservadores tradicionales, nostálgicos del emperador Guillermo pero dispuestos a servir a una república presidida
por el mariscal Hindenburg, si no hubiera sido evidente que ésta se estaba derrumbando. En el período de
entreguerras, la gran mayoría de la población alemana que no tenía intereses políticos recordaba con nostalgia el
imperio de Guillermo II (…) Entre 1930 y 1932, los votantes de los partidos burgueses del centro y de la derecha se
inclinaron en masa por el partido nazi. Por la forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el período de
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entreguerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles de apoyar, e incluso de abrazar, el fascismo. La
amenaza para la sociedad liberal y para sus valores parecía encarnada en la derecha, y la amenaza para el orden
social, en la izquierda. Fueron sus temores los que determinaron la inclinación política de la clase media.
III
Sin ningún género de dudas el ascenso de la derecha radical después de la Primera Guerra Mundial fue una
respuesta al peligro, o más bien a la realidad, de la revolución social y del fortalecimiento de la clase obrera en
general, y a la revolución de octubre y al leninismo en particular. Sin ellos no habría existido el fascismo, pues
aunque había habido demagogos ultraderechistas políticamente activos y agresivos en diversos países europeos
desde finales del siglo XIX, hasta 1914 habían estado siempre bajo control. Desde ese punto de vista, los apologetas
del fascismo tienen razón, probablemente, cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Sin
embargo, no tienen legitimidad alguna para disculpar la barbarie fascista, como lo hicieron algunos historiadores
alemanes en los años ochenta (Nolte, 1987), afirmando que se inspiraba en las barbaridades cometidas previamente
por la revolución rusa y que las imitaba (…)
Con todo, lo que es necesario explicar es por qué la reacción de la derecha después de la primera guerra mundial
consiguió sus triunfos cruciales revestida con el ropaje del fascismo, puesto que antes de 1914 habían existido
movimientos extremistas de la ultraderecha que hacían gala de un nacionalismo y de una xenofobia histéricos, que
idealizaban la guerra y la violencia, que eran intolerantes y propensos a utilizar la coerción de las armas,
apasionadamente antiliberales, antidemócratas, antiproletarios, antisocialistas y antirracionalistas, y que soñaban
con la sangre y la tierra y con el retorno a los valores que la modernidad estaba destruyendo. Tuvieron cierta
influencia política en el seno de la derecha y en algunos círculos intelectuales, pero en ninguna parte alcanzaron una
posición dominante. Lo que les dio la oportunidad de triunfar después de la primera guerra mundial fue el
hundimiento de los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases dirigentes y de su maquinaria de poder,
influencia y hegemonía. En los países en los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue necesario el
fascismo. No progresó en Gran Bretaña, a pesar de la breve conmoción a que se ha aludido anteriormente, porque la
derecha conservadora tradicional siguió controlando la situación, y tampoco consiguió un progreso significativo en
Francia hasta la derrota de 1940.
El fascismo tampoco fue necesario cuando una nueva clase dirigente nacionalista se hizo con el poder en los países
que habían conquistado su independencia. Esos hombres podían ser reaccionarios y optar por un gobierno
autoritario, por razones que se analizarán más adelante, pero en el período de entreguerras era la retórica lo que
identificaba con el fascismo a la derecha antidemocrática europea. No hubo un movimiento fascista importante en
la nueva Polonia, gobernada por militaristas autoritarios, ni en la parte checa de Checoslovaquia, que era
democrática, y tampoco en el núcleo serbio (dominante) de la nueva Yugoslavia. En los países gobernados por
derechistas o reaccionarios del viejo estilo —Hungría, Rumania, Finlandia e incluso la España de Franco, cuyo líder
no era fascista— los movimientos fascistas o similares, aunque importantes, fueron controlados por esos
gobernantes, salvo cuando intervinieron los alemanes, como en Hungría en 1944.
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema eran un estado caduco cuyos mecanismos de
gobierno no funcionaran correctamente; una masa de ciudadanos desencantados y descontentos que no supieran
en quién confiar; unos movimientos socialistas fuertes que amenazasen —o así lo pareciera— con la revolución
social, pero que no estaban en situación de realizarla; y un resentimiento nacionalista contra los tratados de paz de
1918-1920. En esas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas a recurrir
a los radicales extremistas, como lo hicieron los liberales italianos con los fascistas de Mussolini en 1920-1922 y los
conservadores alemanes con los nacionalsocialistas de Hitler en 1932-1933. Por la misma razón, esas fueron también
las condiciones que convirtieron los movimientos de la derecha radical en poderosas fuerzas paramilitares
organizadas y, a veces, uniformadas (los squadristi; las tropas de asalto) o, como en Alemania durante la Gran
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Depresión, en ejércitos electorales de masas. Sin embargo, el fascismo no «conquistó el poder» en ninguno de los
dos estados fascistas, aunque en ambos recurrió frecuentemente a la retórica de «ocupar la calle» y «marchar sobre
Roma». En los dos países, el fascismo accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o (como en Italia) por
iniciativa del mismo.
La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar las viejas normas del juego
político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad absoluta. La transferencia total del poder, o la eliminación de
todos los adversarios, llevó mucho más tiempo en Italia (1922-1928) que en Alemania (1933-1934), pero una vez
conseguida, no hubo ya límites políticos internos para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un «líder» populista
supremo (duce o Führer).
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Texto 2: Enzo Traverso, “Interpretar el fascismo. Notas sobre George L. Mosse, Zeev
Sternhell y Emilio Gentile”, Revista Ayer, vol. 60, núm. 4, 2005: pp. 227-258
Tres historiadores
A lo largo de las últimas décadas, la historiografía que estudia el fascismo ha conocido un desarrollo
considerable, ampliando su campo de estudio, modificando sus paradigmas y abriendo nuevas líneas de
investigación. Esta renovación se ha traducido, por una parte, en multitud de monografías sobre los diferentes
contextos nacionales y, por otra, en varios ensayos que aspiran a comprender el fascismo como fenómeno de
conjunto y a sintetizar sus rasgos esenciales en una definición general. Entre quienes más han contribuido a esta
reviviscencia hay que destacar a George L. Mosse, Zeev Sternhell y Emilio Gentile. El primero ha centrado sus
investigaciones en la Alemania nazi, el segundo en la Francia de la Tercera República y el tercero en la Italia de
Mussolini, pero todos han circunscrito sus estudios en una perspectiva comparativa en la que el concepto de
fascismo constituye el horizonte común. Indudablemente no estamos ante los únicos que han marcado el debate de
estos últimos veinte años, pero sí ante quienes han suscitado las discusiones más ricas. (…)
Durante mucho tiempo, la historiografía ha defendido una visión del fascismo como magma ecléctico
compuesto de materiales de recuperación, capaz de definirse solamente en negativo en tanto que antiliberal,
anticomunista, anti-democrático, antisemita, anti-ilustrado, pero absolutamente incapaz de producir una cultura
original y armónica. Según Norberto Bobbio, la coherencia ideológica del fascismo no era más que aparente y
tendía a la fusión de sus negaciones con otros valores heredados de una tradición autoritaria y conservadora que no
tenía nada de moderna y aún menos de revolucionaria: orden, jerarquía, obediencia.
Contrariamente a esta visión, nuestros historiadores destacan la coherencia del proyecto fascista, que
efectivamente se apropió de varios elementos preexistentes, pero que consiguió fundirlos en una síntesis nueva. (…)
Todos los elementos constitutivos del fascismo se injertan en la rama del nacionalismo, que, en la sociedad de
masas, conoce una transformación cualitativa ampliando sus bases, modificando su lenguaje y reclutando a sus
jefes en el seno de las capas populares. El Führer y el Duce no son ya políticos de origen aristocrático, sino plebeyos
que, extraños a las vías tradicionales de formación de las elites dominantes, han descubierto su vocación política en
las calles, en contacto con las masas, a partir de crisis precedentes o ulteriores al primer conflicto mundial. Esta
metamorfosis se concluye en efecto al día siguiente de la Gran Guerra, cuando el fascismo intenta introducir en la
lucha política el lenguaje y los métodos de combate experimentados en las trincheras. Como gran punto de inflexión
que marca una verdadera mutación antropológica en el corazón de Europa, la guerra total había banalizado la
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violencia y brutalizado a las sociedades acostumbrándolas a la masacre industrial y a la muerte anónima de masa.
En tanto que movimiento político nacionalista, el fascismo es consecuencia de esta conmoción traumática. Mosse
presenta el fascismo como hijo de la nacionalización de masas, poderosamente acelerada durante la guerra, en una
época en la que la derecha chovinista suscitaba su movilización, infundiéndoles la ilusión de convertirse en actores y
ya no, como en el caso de las sociedades liberales anteriores a 1914, en espectadores pasivos de la política.
A pesar de su parecido genético, Mosse no se inscribe en la corriente historiográfica que percibe el fascismo y el
comunismo como dos gemelos totalitarios, aunque acepte reconocer la matriz común en el jacobinismo. Las
diferencias entre fascismo y comunismo son tales que no acepta agruparlos en una categoría común, adoptando
una definición que se detiene en el único rasgo compartido: el antiliberalismo. La asimilación de fascismo y
comunismo en una misma naturaleza es rechazada también por Gentile, que subraya la antítesis radical entre el
nacionalismo del primero y el internacionalismo del segundo, una oposición que aleja en su opinión todo
fundamento histórico a la visión de una pretendida afinidad genética entre ambos. En cuanto a Sternhell, éste no
cree en la tesis de François Furet que postula una «complicidad entre comunismo y fascismo». Más allá de sus
afinidades superficiales, piensa él, los dos «poseían una concepción totalmente opuesta del hombre y de la
sociedad». Los dos perseguían fines revolucionarios, pero sus revoluciones eran opuestas: la una económica y social,
la otra «cultural, moral, psicológica y política», encaminada a cambiar la civilización pero indudablemente no a
destruir el capitalismo. Esta diferencia radical remite a la relación antagónica que comunismo y fascismo mantienen
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Por “sacralización de la política”, Emilio Gentile se refiere a la formación de una dimensión religiosa de la política en cuanto
distinta y autónoma respecto a las religiones históricas institucionales. Se puede hablar de sacralización de la política cuando una
entidad política, por ejemplo la Nación, el Estado, la Raza, la Clase, el Partido, el Movimiento, se forma en una entidad sagrada,
es decir, trascendente, indiscutible, intangible y, como tal, se convierte en el eje de un sistema, más o menos elaborado, de
creencias, mitos, valores, mandamientos, ritos y símbolos, transformándose así en objeto de fe, de reverencia, de culto, de
fidelidad y entrega para los ciudadanos hasta el sacrificio de la vida, si fuera necesario.
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La conversión de las masas a los mitos de era una condición que el fascismo consideraba indispensable para poder consolidar
su poder. Sólo con la socialización de un sistema propio de creencias, mediante ritos y símbolos, el fascismo consideraba que
podía conquistar el consenso de las masas, de forma activa y duradera. Un ejemplo de rito fascista fue la “Leva Fascista”, una
celebración que instituyó Mussolini desde 1927 en adelante, en donde una vez al año, a todos los jóvenes italianos se les
entregaba un carnet del Partido Fascista y un mosquetón (un grillete que se utilizaba a modo de arma). Los jóvenes juraban en
esa ceremonia cumplir sin discutir las órdenes de Mussolini y servir con toda su fuerza, y si era necesario con la sangre, a la
causa revolucionaria fascista.
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con la tradición ilustrada, de la que el primero se declaraba heredero mientras que el segundo enterrador. «El
comunismo —escribe Sternhell— atacó al capitalismo y a su expresión política, el liberalismo; el fascismo, a la
Ilustración».
Los mitos, los símbolos y la estética —vectores esenciales de la nacionalización de las masas— tomaron, pues,
una importancia preponderante en los trabajos de Mosse, en detrimento de otros componentes fundadores del
fascismo. Éste heredó sin duda el estilo político del jacobinismo, que está en el origen de la transformación del
nacionalismo en religión civil, pero su ideología y su visión del mundo son forjadas en conflicto radical con la filosofía
de la Ilustración y con todos los valores —libertad, igualdad, Derechos del Hombre— proclamados por la Revolución
Francesa. Mosse era consciente de eso, pero también es cierto que sus trabajos no toman en consideración todas las
consecuencias de esta constatación.
En la perspectiva de Sternhell, Vichy acaba la parábola del fascismo francés como la desembocadura natural y
lógica de un largo recorrido iniciado con el affaire Dreyfus, cuarenta años antes. (…) El límite fundamental de la tesis
de Sternhell reside, como numerosos historiadores han indicado, en su falta de historicidad. De la misma manera
que Mosse, Gentile está convencido de que el fascismo necesita, para nacer, de la primera guerra mundial, su
«verdadera matriz», la crisis de civilización sin la que la síntesis que describe Sternhell no habría nunca traspasado el
estadio de algunos círculos intelectuales marginales y débiles. Es la Gran Guerra lo que provoca el hundimiento
definitivo del orden europeo nacido un siglo antes con el Congreso de Viena, pone fin a la «persistencia del Antiguo
Régimen», reconsidera radicalmente el orden liberal y confiere al nacionalismo un carácter nuevo, mucho más
agresivo, militarista, imperialista y antidemocrático. Sin esta ruptura, el nacimiento del fascismo y del nazismo no
se hubiese producido jamás (…)
Aunque Sternhell rechace considerar «el peso y la incidencia que han tenido las bayonetas sobre el
pensamiento», fue la guerra la que, en Italia, dio a luz al fascismo. Mucho más que el fascismo, se podría decir,
Sternhell ha ilustrado un prefascismo del que los elementos constitutivos no serían articulados, amalgamados y
reunidos armónicamente hasta después de 1914-1918 (…)
Otros críticos de Sternhell han subrayado la pertinencia limitada de su concepción del fascismo como síntesis
entre dos tradiciones políticas, una procedente de la izquierda y otra de la derecha. Esta visión puede efectivamente
encontrar referentes en el caso francés e italiano (con las precisiones cronológicas apuntadas) pero no puede ser
generalizada. No se encuentra ninguna componente de izquierda en el origen de las dos variantes principales del
fascismo en Europa como son el nazismo alemán y el franquismo español.
La tesis de Sternhell sobre los orígenes franceses del fascismo ha tenido un impacto fecundo, puesto que ha
permitido dirigir una nueva perspectiva sobre la naturaleza y el papel del régimen de Vichy, reconsiderando la
interpretación tradicional sobre la inmunidad o la alergia de la derecha francesa en lo que concierne al fascismo.
Aun así, existen todos los límites a una concepción —que algunos críticos no han dudado en calificar de
«galocéntrica»— que transforma en paradigma el fascismo francés, un fascismo pese a todo marginal.
Incomparablemente más débil que en otros países europeos, el fascismo francés llega al poder tarde, por un corto
periodo, en virtud de una derrota y de una ocupación militar sin las que es improbable que nunca hubiese llegado, a
diferencia del fascismo italiano y del nazismo alemán, a erigirse en régimen (…) Por eso el caso francés constituye,
según la opinión de Robert O. Paxton, un ejemplo típico de fracaso del fascismo en el periodo de entreguerras. El
régimen de Vichy se sitúa finalmente en la categoría de los fascismos de ocupación, en los que faltaba un rasgo
esencial del fascismo auténtico.
En el fondo, es esta dimensión contrarrevolucionaria la que constituye el tronco común de los fascismos en
Europa, más allá de sus ideologías y de sus trayectos a menudo diferentes. Arno J. Mayer acierta al afirmar que «la
contrarrevolución se desarrolló y alcanzó la madurez en toda Europa bajo los rasgos del fascismo». Es en nombre
del anticomunismo por lo que el fascismo italiano, el nazismo y el franquismo convergen en un frente común en la
guerra civil española. Desde numerosos puntos de vista, el anticomunismo es mucho más fuerte que el
antiliberalismo en el fascismo (…) Dicho de otra forma, el fascismo no existiría sin el anticomunismo, aunque no se
reduzca a este último.
Es en el fondo el propio concepto de revolución fascista, muy utilizado por nuestros tres historiadores, a menudo
en el título de sus trabajos, lo que plantea un mayor interrogante. Si tienen razón al destacar las debilidades de las
interpretaciones marxistas tradicionales del fascismo, se equivocan al ignorarlas completamente, puesto que éstas
les habrían podido ayudar a percibir el impacto real de la revolución fascista. Ésta, como Mosse y Gentile advierten
acertadamente siguiendo a De Felice, fue impulsada por un movimiento en el que el núcleo social estaba
constituido por las capas medias emergentes (en Italia) o en vías de proletarización (en Alemania), un movimiento
dirigido por los líderes plebeyos que no obtuvieron el apoyo de las elites dominantes hasta el momento de su
ascenso al poder. Los fascismos instauraron, por tanto, regímenes nuevos, destruyendo el Estado de Derecho, el
parlamentarismo y la democracia liberal, pero, a excepción de la España franquista, tomaron el poder por vías
legales y nunca alteraron la estructura económica de la sociedad. A diferencia de las revoluciones comunistas que
modificaron radicalmente las formas de propiedad, los fascismos siempre integraron en su sistema de poder a las
antiguas elites económicas, administrativas y militares. Ningún movimiento fascista llegó al poder sin el apoyo,
aunque sólo fuese tardío y resignado, por falta de soluciones alternativas, de las elites tradicionales. Cuando se
habla de revolución fascista, se deberían siempre poner grandes comillas, si no corremos el riesgo de ser
deslumbrados por el lenguaje y la estética del propio fascismo, incapacitándonos para guardar la necesaria distancia
crítica.
La insistencia en esta matriz revolucionaria del fascismo conduce a nuestros historiadores a infravalorar,
entiéndase negar, la presencia de una componente conservadora en el seno del fascismo. Los tres insisten en su
dimensión moderna, en su voluntad de erigir una «civilización nueva» y en su carácter totalitario, olvidando un poco
demasiado pronto que el conservadurismo acompaña a la modernidad, siendo una de sus caras (…)
Queda el problema de la violencia, relegado a un segundo plano por las tres interpretaciones del fascismo
incardinadas en la ideología, las representaciones o la cultura. Nuestros tres autores subrayan la importancia del
militarismo y del imperialismo, del culto vitalista del combate y del nacionalismo guerrero en el seno del fascismo.
(…) Ninguno de los tres reconoce que la violencia sea un rasgo consustancial al fascismo, desarrollada en forma de
represión de masa, de sistema concentracionario o de práctica exterminadora. Se trata, sin embargo, de un aspecto
macroscópico, muy presente en la conciencia histórica y en la memoria colectiva de las sociedades europeas. ¿Se
puede obviar la violencia en la definición del fascismo italiano, en la que la narración histórica está encuadrada en
dos guerras civiles, la primera latente (1922-1925) y la otra particularmente mortífera (1943-1945), con una guerra
colonial en medio que tomó rápidamente los rasgos de un genocidio (1935)? ¿Se puede ignorar la violencia en el
caso del nazismo, régimen carismático que conoció un proceso de radicalización permanente desde su nacimiento
hasta su caída, en una apoteosis de terror y de exterminación? ¿Se puede soslayar la violencia en la definición del
franquismo, nacido de una guerra civil terriblemente sangrienta, seguida de una represión sistemática marcada,
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durante seis años, por decenas de miles de ejecuciones, a menudo extralegales, y por la creación de un sistema muy
extendido de campos de trabajo forzoso?
Interpretar el fascismo desde el interior, partiendo del lenguaje, de la cultura, de las creencias, de los símbolos y
de los mitos de sus protagonistas, ayuda a comprender aspectos esenciales de esta experiencia histórica. Una
mirada exterior que, rechazando a priori toda empatía entre el historiador y su objeto de estudio, reemplace el
esfuerzo de comprensión por un juicio ético-político, está condenada a no aprehender la naturaleza del fascismo. Es
la convicción que ha conducido a De Felice, Mosse y Gentile a rechazar la interpretación antifascista del fascismo.
Los resultados de esta aproximación fueron contradictorios, con intuiciones innovadoras y percepciones
increíblemente obtusas. Reduciendo el fascismo a su cultura y a su imaginario, su violencia se vuelve simbólica. Para
alcanzar la importancia real de la violencia fascista es necesario adoptar otro tipo de empatía, dirigida esta vez hacia
sus víctimas. (…)
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Texto 3: Robert Paxton, Anatomía del fascismo, Barcelona, Península, 2005
El fascismo fue la innovación política más importante del siglo XX y la fuente de gran parte de sus padecimientos.
Las otras corrientes importantes de la cultura política occidental moderna —conservadurismo, liberalismo,
socialismo— alcanzaron todas su forma madura entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. El fascismo, sin
embargo, aún era inconcebible a finales de la década de 1890.
La palabra fascismo tiene su raíz en el italiano fascio, literalmente, un haz o gavilla. La palabra evocaba, más
remotamente, el latín fasces, un haz de varas con un hacha encajada en él que se llevaba delante de los magistrados
en las procesiones públicas romanas para indicar la autoridad y la unidad del Estado. Antes de 1914, el simbolismo
de los fasces romanos se lo había apropiado insólitamente la izquierda.
Marianne, símbolo de la República francesa, solía representarse en el siglo XIX portando los fasces para simbolizar la
fuerza de la solidaridad republicana contra sus enemigos, los clericales y los aristócratas (…) Cuando a finales de
1914 un grupo de nacionalistas de izquierdas, a los que no tardó en unirse el socialista proscrito Benito Mussolini,
intentaron que Italia entrase en la Primera Guerra Mundial en el bando aliado, eligieron un nombre destinado a
comunicar el fervor y la solidaridad de su campaña: el Fascio Rivoluzionario d’Azione Interventista —Liga
Revolucionaria de Acción Intervencionista —. Al final de la Primera Guerra Mundial, Mussolini acuñó el término
fascismo para describir el talante del pequeño grupo de exsoldados nacionalistas y revolucionarios sindicalistas
partidarios de la guerra que se estaba formando a su alrededor. Ni siquiera entonces tuvo el monopolio del uso de la
palabra fascio, que siguió siendo de uso general entre los grupos militantes de diversos matices políticos (…)
Oficialmente el Fascismo nació en Milán el domingo 23 de marzo de 1919. Esa mañana, poco más de un centenar de
personas, entre las que se incluían veteranos de guerra, sindicalistas que había apoyado la contienda e intelectuales
futuristas, amén de algunos periodistas y de simples curiosos, se reunieron en el salón de actos de la Alianza
Comercial e Industrial de Milán, que domina la Piazza San Sepolcro, para «declarar la guerra al socialismo […]
porque se ha opuesto al nacionalismo». Mussolini denominó entonces a su movimiento los Fasci di Combattimento,
que significa, muy aproximadamente, «hermandades de combate».
El programa fascista, emitido dos meses después, era una mezcla curiosa de patriotismo de veteranos y
experimento social radical, una especie de «socialismo nacional». En el aspecto nacional, pedía la materialización de
los objetivos expansionistas italianos en los Balcanes y en el Mediterráneo, que acababan de verse frustrados unos
meses atrás en la Conferencia de Paz de París. En el aspecto radical, proponía el sufragio femenino y el voto a partir
de los 18 años de edad, la abolición de la cámara alta, la convocatoria de una asamblea constituyente que redactase
una nueva Constitución para Italia — presumiblemente sin la monarquía—, la jornada laboral de ocho horas, la
participación de los trabajadores en «el manejo técnico de la industria», la «expropiación parcial de todo tipo de
riqueza» a través de un gravoso impuesto progresivo sobre capital, la expropiación de ciertas propiedades de la
Iglesia y la confiscación del 85% de los beneficios de guerra.
El movimiento de Mussolini no se hallaba limitado al nacionalismo y a los ataques a la propiedad. Se caracterizaba
claramente por la predisposición a la acción violenta, el antiintelectualismo, el rechazo de las soluciones de
compromiso y el desprecio a la sociedad establecida que caracterizaban a los tres grupos que componían el grueso
de sus primeros seguidores: veteranos de guerra desmovilizados, sindicalistas partidarios de la guerra e
intelectuales futuristas.
Mussolini —él mismo un exsoldado que se ufanaba de sus 40 heridas— aspiraba a un retorno a la actividad política
como dirigente de los veteranos. Un núcleo firme de sus seguidores procedía de los Arditi, selectas unidades de
comando endurecidas por la experiencia de primera línea del frente que se consideraban con derecho a regir el país
que habían salvado.
Los sindicalistas partidarios de la guerra habían sido los más estrechos aliados de Mussolini en la lucha para
conseguir que Italia se incorporase a la contienda en mayo de 1915. El sindicalismo era el principal rival de clase
obrera del socialismo parlamentario en Europa antes de la Primera Guerra Mundial. Mientras que la mayoría de los
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socialistas estaban en 1914 organizados en partidos electorales que competían por los escaños del Parlamento, los
sindicalistas estaban enraizados en los sindicatos. Mientras que los socialistas parlamentarios trabajaban por
reformas parciales a la espera de que se produjera el proceso histórico que los marxistas predecían que dejaría
anticuado el capitalismo, los sindicalistas, que desdeñaban los acuerdos de compromiso que exigía la acción
parlamentaria y la adhesión de la mayoría de los socialistas a la evolución gradual, creían que podrían echar abajo el
capitalismo por la fuerza de su voluntad. Concentrándose en su objetivo final revolucionario en vez de hacerlo en
intereses mezquinos del lugar de trabajo en cada rama de la actividad económica, podrían formar «un gran
sindicato único» y derribar el capitalismo de una vez por todas en una gigantesca huelga general. Después del
hundimiento del capitalismo, los trabajadores organizados dentro de sus «sindicatos» serían las únicas unidades
operativas de producción e intercambio en una sociedad colectivista libre. En mayo de 1915, mientras todos los
socialistas parlamentarios italianos y la mayoría de los sindicalistas se oponían resueltamente a que Italia entrase en
la Primera Guerra Mundial, unos cuantos espíritus fogosos agrupados en torno a Mussolini llegaron a la conclusión
de que la guerra acercaría más a Italia a la revolución socialista que el mantenerse neutrales. Se habían convertido
en los «sindicalistas nacionalistas» o «nacional sindicalistas».
El tercer componente de los primeros fascistas de Mussolini eran jóvenes intelectuales y estetas antiburgueses
como los futuristas. Los futuristas eran una asociación informal de artistas y escritores que secundaban los
«Manifiestos Futuristas» de Filippo Tommaso Marinetti, el primero de los cuales se había publicado en París en
1909. Los seguidores de Marinetti desdeñaban la herencia cultural del pasado recogida en museos y bibliotecas y
ensalzaban las cualidades liberadoras y revitalizadoras de la velocidad y la violencia. «Un automóvil corriendo a toda
velocidad […] es más bello que la Victoria de Samotracia». Se habían mostrado deseosos de participar en la
aventura de la guerra en 1914 y siguieron apoyando a Mussolini en 1919.
El 15 de abril de 1919, poco después de la reunión fundacional del Fascismo en la Piazza San Sepolcro, un grupo de
amigos de Mussolini entre los que figuraban Marinetti y el jefe de los Arditi, Ferruccio Vecchi, invadieron las oficinas
de Milán del diario socialista Avanti, del que el propio Mussolini había sido director de 1912 a 1914. Destrozaron las
prensas y la maquinaria. Hubo cuatro muertos, incluido un soldado, y 39 heridos. El Fascismo italiano irrumpió así en
la historia con un acto de violencia contra el socialismo y al mismo tiempo contra la legalidad burguesa, en nombre
de un presunto interés nacional superior.
El fascismo recibió su nombre y dio sus primeros pasos en Italia. Mussolini no fue, sin embargo, ningún aventurero
solitario. En la Europa de posguerra estaban surgiendo movimientos similares independientemente del Fascismo de
Mussolini, pero que expresaban de todos modos la misma mezcla de nacionalismo, anticapitalismo, voluntarismo y
violencia activa contra los enemigos socialistas y burgueses.
Poco más de tres años después de la reunión de la Piazza San Sepolcro, el Partido Fascista de Mussolini estaba en el
poder en Italia. Once años después de eso, otro partido fascista tomó el poder en Alemania. Pronto en Europa e
incluso en otras partes del mundo habría aspirantes a dictadores y escuadras en marcha que creían estar
recorriendo el mismo camino hacia el poder que Mussolini y Hitler. Otros seis años más tarde Hitler había
precipitado a Europa en una guerra que acabaría afectando a gran parte del mundo. Antes de que terminase, la
humanidad había sufrido no solo las atrocidades habituales de la guerra, elevadas a una escala sin precedentes por
la tecnología y la pasión, sino también un intento de extinguir a través de una matanza industrializada a todo un
pueblo, su cultura e incluso su memoria.
Sobre el totalitarismo y la comparación entre la Unión Soviética estalinista y la Alemania nazi:
Los teóricos del totalitarismo de la década de 1950 creían que Hitler y Stalin eran los que se ajustaban con mayor
exactitud a su modelo. Según los criterios desarrollados por Carl J. Friedrich y Zbigniew K. Brzezinski en 1956, tanto
la Alemania nazi como la Rusia soviética estaban gobernadas por partidos únicos que utilizaban una ideología
oficial, un control policial terrorista y un monopolio del poder de todos los medios de comunicación, las Fuerzas
Armadas y la organización económica.
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Aunque su uso académico decayó a partir de entonces durante un tiempo en Estados Unidos, el paradigma
totalitario siguió siendo importante para los estudiosos europeos, particularmente de Alemania Occidental, que
querían afirmar, frente a los marxistas, que lo realmente importante en el caso de Hitler había sido que había
acabado con la libertad, no su relación con el capitalismo. Al final del siglo XX, después de que el hundimiento de la
Unión Soviética hubiese propiciado un examen renovado de sus pecados y de la ceguera de muchos intelectuales de
Occidente respecto a ellos, el modelo totalitario volvió a estar en boga, junto con su corolario de que el nazismo y el
comunismo representaban un mal común.
(…) Se propone explicar el nazismo —y el estalinismo— centrándose en su aspiración al control total de los
instrumentos a través de los cuales buscaban ejercerlo. No hay duda de que los mecanismos de control nazis y
comunistas tenían muchas similitudes. Aguardar la llamada a la puerta en la noche y pudrirse en un campo de
concentración deben haberlas percibido como cosas muy similares quienes padecieron ambos sistemas —judíos y
gitanos aparte, claro está —. En ambos regímenes la ley estaba subordinada a imperativos «superiores» de raza o de
clase. Sin embargo, centrarse en las técnicas de control oscurece diferencias importantes.
Por muy similar que pueda parecer, desde el punto de vista de la víctima, morir de tifus, desnutrición, agotamiento o
como consecuencia de un interrogatorio duro en uno de los campos de concentración siberianos de Stalin o en, por
ejemplo, la cantera de Mauthausen de Hitler, el régimen de Stalin difería profundamente del de Hitler tanto en la
dinámica social como en los objetivos. Stalin gobernó una sociedad civil que había sido radicalmente simplificada
por la Revolución bolchevique, y no tuvo por ello que preocuparse por concentraciones autónomas de poder
económico y social heredado. Hitler llegó al poder de una forma totalmente distinta a Stalin, con el asentimiento e
incluso la ayuda de élites tradicionales, y gobernó en una asociación tensa pero efectiva con ellas. En la Alemania
nazi el partido tuvo que lidiar por el poder con la burocracia del Estado, los propietarios de la industria y de las
grandes fincas, las Iglesias y otras élites tradicionales. La teoría totalitaria olvida este carácter fundamental del
sistema de gobierno nazi, y tiende así a reforzar la afirmación de posguerra de las élites de que Hitler intentó
destruirlas —como empezó a hacer, realmente, en el cataclismo final de la guerra perdida—.
Hitlerismo y estalinismo difieren también profundamente en sus objetivos finales declarados —para uno, la
supremacía de una raza superior; para el otro, la igualdad universal— aunque las perversiones bárbaras y atroces de
Stalin tendieran a hacer converger su régimen con el de Hitler en cuanto a sus instrumentos asesinos. El paradigma
totalitario, al centrarse en la autoridad central, pasa por alto el frenesí asesino que bullía en el fascismo por debajo
de la superficie.
Tratar a Hitler y a Stalin juntos como totalitarios se convierte a menudo en un ejercicio de juicio moral comparativo:
¿cuál de los dos monstruos fue más monstruoso? ¿Fueron las dos formas de asesinato en masa de Stalin —
experimento económico implacable y persecución paranoide de «enemigos»— el equivalente moral del intento de
Hitler de purificar su nación exterminando a los racial y médicamente impuros?.
El argumento más fuerte para equiparar el terror de Stalin con el de Hitler es el hambre de 1931, que, según se dice,
apuntó a los ucranianos y equivalió por ello a un genocidio. Esta hambre, aunque consecuencia sin duda de una
negligencia criminal, afectó con igual severidad a los rusos. Los que se oponen alegarían diferencias fundamentales.
Stalin mató de una forma groseramente arbitraria a todo aquel que su mente paranoica decidió que era «enemigo
de clase» —una condición que uno puede cambiar—, de una forma que afectó principalmente a varones adultos
entre los conciudadanos del dictador. Hitler, sin embargo, mató a «enemigos de raza», una condición irremediable
que condena hasta a los recién nacidos. Quería liquidar pueblos enteros, incluidas sus lápidas y sus utensilios
culturales. Este libro reconoce el carácter repugnante de ambos terrores, pero condena con más fuerza el
exterminio biológicamente racista nazi porque no admitía ninguna salvación, ni siquiera para las mujeres y los niños.
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Período de Sistema constitucional con
entreguerras gobiernos elegidos Antes de 1914,
libremente sólo eran
(1918-1939)
cuestionados
Derechos y libertades (de por…
caracterizado por expresión, opinión,
reunión)
Crisis de las
instituciones Entre
liberales ellas…
Zeev Sternhell
Centró sus estudios en…
Fascismo =
revolución de Abordaje
derechas desde la
historia…
Límites según
Enzo Traverso
Tiempo y lugar
de origen del
fascismo A partir de una fusión de…
Fascismo =
NO se define
en negativo,
sino que tiene
coherencia
interna