[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
12 vistas7 páginas

Español

Cargado por

ruizcabralpaula
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
12 vistas7 páginas

Español

Cargado por

ruizcabralpaula
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 7

CAPITULO II

Al poner la mano en el pestillo recordó Winston que había dejado el Diario


abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO EL
GRAN HERMANO repetido en toda ella con letras grandísimas. Pero Winston
sabía que incluso en su pánico no había querido estropear el cremoso papel
cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.

Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió una


sensación de alivio. Una mujer insignificante, aventajada, con el cabello revuelto
y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.

- ¡Oh, camarada! Empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y


quejumbrosa - -, te sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al
desagüe del fregadero. Se nos ha atascado...

Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una
palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas,
pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer de
unos treinta años, pero aparentaba mucha más edad. Se tenía la impresión de que
había polvo reseco en las arrugas de su cara. Winston la siguió por el pasillo.
Estas reparaciones de aficionado constituían un fastidio casi diario. Las Casas de
la Victoria eran unos antiguos pisos construidos hacia 1930 aproximadamente y
se hallaban en estado ruinoso. Caían constantemente trozos de yeso del techo y
de la pared, las tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables
goteras y la calefacción funcionaba sólo a medias cuando funcionaba, porque casi
siempre la cerraban por economía. Las reparaciones, excepto las que podía hacer
uno por sí mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían
retrasar dos años incluso la compostura de un cristal roto.

- Si le he molestado es porque Tom no está en casa – dijo la señora Parsons


vagamente.

El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más


descuidado. Todo parecía roto y daba la impresión de que allí acababa de agitarse
un enorme y violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos artículos para
deportes patines de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos
pantalones vueltos del revés y sobre la mesa había un montón de platos sucios y
cuadernos escolares muy usados. En las paredes, unos carteles rojos de la Lija
juvenil y de los Espías y un gran cartel con el retrato de tamaño natural del Gran
Hermano. Por supuesto, se percibía el habitual olor a verduras cocidas que era el
dominante en todo el edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor,
que se notaba desde el primer momento, aunque no alcanzaba uno a decir por qué
era el sudor de una mujer que no se hallaba presente entonces. En otra habitación,
alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la
música militar que brotaba todavía de la telepantalla.
- Son los niños dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva hacia
la puerta -. Y, desde luego...

Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El


fregadero de la cocina estaba lleno casi hasta el borde con agua sucia y verdosa
que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó el ángulo de la
tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y
también tener que arrodillarse, porque esa postura le hacía toser. La señora
Parsons lo miró desanimada:

- Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le


gustan esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy...

Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la


Verdad. Era un hombre muy grueso, pero activo y de una estupidez asombrosa,
una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los cuales, todavía
más que de la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A sus
treinta y cinco años acababa de salir de la Liga juvenil, y antes de ser admitido en
esa organización había conseguido permanecer en la de los Espías un año más de
lo reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado
para el que no se requería inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura
sobresaliente del Comité deportivo y de todos los demás comités dedicados a
organizar excursiones colectivas, manifestaciones espontáneas, las campañas pro
ahorro y en general todas las actividades “voluntarias”. Informaba a quien
quisiera oírle, con tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que no había
dejado de acudir ni un solo día al Centro de la Comunidad durante los cuatro
años pasados. Un fortísimo olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente
de su continua actividad y energía, le seguía a donde quiera que iba, y quedaba
tras él cuando se hallaba lejos.

- ¿Tiene usted un destornillador? Dijo Winston tocando el tapón del


desagüe.

- Un destornillador dijo la señora Parsons, inmovilizándose


inmediatamente-. Pues, no sé. Es posible que los niños...

En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con el


peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó
con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpión los dedos
lo mejor que puso en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.

- ¡Arriba las manos! Chilló una voz salvaje

Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años,
había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola
automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos, hacía
el mismo ademán un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con pantalones
cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el uniforme de los
Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma sentía cierta
inquietud por el gesto de maldad que veía en el niño.

- ¡Eres un traidor! Gritó el chico -. ¡Eres un criminal mental! ¡Eres un espía


de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal!

De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él


gritando: “¡Traidor!” “¡Criminal mental!”, imitando la niña todos los
movimientos de su hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo así como
los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se
convertirán en devoradores de hombres. Había una especie de ferocidad
calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen golpe a
Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser va casi lo
suficientemente hombre para hacerlo. “¡Qué suerte que el niño no tenga en la
mano más que una pistola de juguete!”, pensó Winston.

La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y


de este a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar
Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.

- Hacen tanto ruido... Dijo ella - -. Están disgustados porque no pueden ir a


ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo
llevarlos; tengo demasiado quehacer. Y Tom no volverá de su trabajo a tiempo.

- ¿Por qué no podemos ir a ver como los cuelgan? Gritó el pequeño con su
tremenda voz, impropia de su edad.

- ¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! – canturreaba la


chiquilla mientras saltaba.

Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían


ahorcados en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez
al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les hacía gran
ilusión asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la
puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello
por detrás produciéndole un terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un
alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver como retiraba la señora
Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba un tirachinas en el
bolsillo.

- ¡Goldstein! Gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero


lo que más asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora
Parsons.
De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y
volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido
cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz militar estaba
leyendo, con una especie de brutal complacencia, una descripción de los
armamentos de la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada entre
Islandia y las islas Feroe.

Con aquellos niños pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar una
vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en
ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo
peor de todo era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían
sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este
salvajismo no les impulsaba a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el
contrario, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil
con fusiles de juguete, los slogans gritados por doquier, la adoración del Gran
Hermano... todo ello era para los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad
revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los
traidores, saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal que
personas de más de treinta años les tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con
razón, pues apenas pasaba una semana sin que el Times publicara unas líneas
describiendo cómo alguna viborilla – la denominación oficial era “heroico niño”
había denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo
que había oído en casa.

La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le había pasado.


Winston volvió a coger la pluma preguntándose si no tendría algo más que
escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O´Brien.

Años atrás – cuánto tiempo hacía, quizás siete años – había soñado Winston
que paseaba por una habitación oscura... Alguien sentado a su lado le había dicho
al pasar él: “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”. Se lo había
dicho con toda calma, de una manera casual, más como una afirmación
cualquiera que como una orden. Él había seguido andando. Y lo curioso era que
al oírlas en el sueño, aquellas palabras no le habían impresionado. Fue sólo más
tarde y gradualmente cuando empezaron a tomar significado. Ahora no podía
recordar si fue antes o después de tener el sueño cuando había visto a O´Brien
por vez primera; y tampoco podía recordar cuándo había identificado aquella voz
como la de O´Brien. Pero, de todos modos, era indudablemente O´Brien quien le
había hablado en la oscuridad.

Nunca había podido sentirse absolutamente seguro -incluso después del


fugaz encuentro de sus miradas esa mañana- de si O´Brien era un amigo o un
enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que existía entre ellos
un vínculo de compresión más fuerte y más importante que el afecto o el
partidismo. “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”, le había
dicho. Winston no sabía lo que podían significar estas palabras, pero sí sabía que
se convertirían en realidad.

La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de


trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:

“Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En este momento nos llega un


notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa
victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para decir que la batalla a que me
refiero puede aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del
notirrelámpago...”

Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un


repugnante realismo, del aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con
fantásticas cifras de muertos y prisioneros... para decirnos luego que, desde la
semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez de los
treinta de ahora.

Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba


desanimado. La telepantalla – no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar
el mal sabor del chocolate perdido – lanzó los acordes de Oceanía, todo para ti.
Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que
escucharlo de pies. Sin embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no
lo veía y siguió sentado.

Oceanía todo para ti, terminó y empezó la música ligera. Winston se dirigió
hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla. El día era todavía frio
y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo y prolongado.
Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.

Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra


Ingsoc aparecía y desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc.
Neolengua, sobrepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar
recorriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo
monstruo era él mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era
inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser humano
estaba de su parte? ¿Y cómo iba a saber si el dominio del partido no duraría
siempre? Como respuesta, los tres soglans sobre la blanca fachada del Ministerio
de la Verdad, le recordaron que:

LA GUERRA ES PAZ

LA LIBERTD ECLAVITUD

LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella,
en letras pequeñas pero muy claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso
de la monda, la cabeza del Gran hermano. Los ojos de éste le persegúian a uno
hasta desde monedas. Sí, en las moedas, en los sellos de correo, en pancartas, en
ls envolturas de los paquetes de cigarrillos, en las portads de los libros, en todas
partes. Siempre los ojos que os contemplaban y a la voz que os envlvía
Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, e casa o en la calle, en l baño o
en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos
centímetros cúbicos dentro de su cráneo.

El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad,
en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza.
Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era demasiado fuerte para
ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete podrían abatirla. Volvió a
preguntarse para quién escribía el Diario, para el pasado, para el futuro, para una
época imaginaria? Frente a él no veía la muerte sino algo peor – el
aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él lo
vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito
antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba
usted a apelar la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una
palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?

En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro de


diez minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las
campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo
una verdad que nadie oiría nunca. De todos modos, mientras Winston
pronunciara esa verdad, la continuidad no se rompería. La herencia humana no se
continuaba porque uno se hiciera oír sino por el hecho de permanecer cuerdo.
Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:

Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar


libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios... Para
cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:

Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran
Hermano, la época del doblepensar... ¡muchas felicidades!

Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en que
empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había dado el paso definitivo.
Las consecuencias de cada acto van incluidas en el acto mismo. Escribió:

El crimental (el crimen de la mente) no implica la muerte; el crimental es la


muerte misma. Al reconocerse ya así mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir los
más posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente
uno de esos detalles que le pueden delatar a uno. Cualquier entrometido del Ministerio
(probablemente, una mujer; alguna como la del cabello color de arena o la muchacha
morena del Departamento de Novela) podía preguntarse por qué habría usado una
pluma anticuada y qué habría escrito... y luego dar el soplo a donde correspondiera. Fue
al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le
limaba la piel como un papel de lija y resultaba por lo tanto muy eficaz para su
propósito.

Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo; pero,


por lo menos, podía saber si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre las
páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de un dedo recogió una
partícula del polvo de posible identificación y la depositó sobre una esquina de la tapa,
de donde tendría que caerse si cogían el libro.

También podría gustarte