Eva La Africana
Eva La Africana
Sin embargo, en esta ocasión no ha sido así. La noticia estalló como una bomba y ello a pesar de
que el resultado ni siquiera era tan inesperado, puesto que desde hacía ya años todos los indicios
hacían suponer que el hombre había nacido en África. La gran cantidad de fósiles hallados en dicho
continente era buena prueba de ello.
Pero por convincentes que fueran los descubrimientos, no podían descartar la objeción de que en
otros lugares del mundo, por ejemplo en el Sureste asiático, había tenido lugar un proceso similar y
que, por tanto, el ser humano había surgido en distintos lugares y de un modo independiente.
¿Acaso esta visión de la evolución humana no explicaría con gran acierto la multiplicidad de razas?
No hay más que ver las grandes diferencias que existen. Por lo tanto, es comprensible que muchos
estuvieran convencidos de que el ser humano había surgido en distintos sitios al mismo tiempo.
Sin embargo, todo cambió de repente. Unos estudios realizados en la Universidad de Berkeley, en
California, habían sacado a la superficie datos asombrosos. La noticia se publicó a principios de
1987 en una de las revistas científicas más importantes del mundo, Nature (volumen 325). Al cabo
de poco tiempo, la noticia mereció titulares en la prensa. La suposición de que el hombre era
originario de África había obtenido una confirmación extremadamente asombrosa y fascinante a
causa de su lógica, y además, a través de una vía que nadie había tomado con anterioridad.
A Allan Wilson se le había ocurrido la genial idea de seguir la pista del origen del ser humano con
ayuda de las nuevas posibilidades que brinda la genética. Otros ya lo habían intentado con
anterioridad. Sin embargo, no habían avanzado gran cosa, porque en la Antigüedad los seres
humanos, al igual que hoy en día, se mezclaban y no permitían el surgimiento de «líneas puras».
Ello también es la razón por la que las grandes razas se mezclan de una forma más o menos
continuada. Ni siquiera los grupos más marginales de seres humanos se libraron de la influencia
genética externa. La multiplicidad surgida de la mezcla de los seres humanos es tal que impide una
investigación genealógica a largo plazo. Cuanto más nos remontamos en el pasado, más se borran
las huellas y más inciertas resultan las conclusiones. Ni siquiera el linaje aristocrático más noble
puede seguirse por más de dos docenas de generaciones. Sólo el truco de la sucesión masculina en
el apellido les permitía librarse aparentemente de influencias externas, pero sólo aparentemente,
porque las mujeres que entraban en el linaje por vía matrimonial no se tenían en cuenta. Desde el
punto de vista genético, sin embargo, aportaban tantas características genéticas como los
hombres.
Pero en esta aportación de las mujeres se oculta algo más según Allan Wil-son, y este «algo más»
no se había tomado en consideración hasta la fecha, porque no se le otorgaba importancia alguna.
Este «algo más» no se halla en la información genética contenida en el núcleo celular, es decir en el
genoma, sino en partículas diminutas distribuidas por toda la célula. Se trata de las particulares
formaciones que no se descubrieron hasta la aparición de los microscopios de alta resolución: las
mitocondrias.
Fue el microscopio electrónico el que reveló la verdadera naturaleza de las mitocondrias. El
microscopio óptico tradicional no bastaba para conseguir los aumentos necesarios que permitirían
estudiar la composición de las mitocon-drias. A partir de veinte mil aumentos puede apreciarse en
qué consisten estos orgánulos minúsculos en forma de palito. Se trata de partes imprescindibles de
la célula. Con gran acierto han sido denominadas «centrales energéticas de las células», porque en
las mitocondrias se desarrollan procesos de importancia vital. Las mitocondrias transforman
químicamente la energía en la forma necesaria para los procesos vitales de la célula. La célula
depende de la actuación de las mitocondrias. No obstante, en términos estrictos, éstas no
pertenecen a la célula. Se trata antes bien de descendientes de bacterias minúsculas que en un
punto muy lejano de la historia de la Tierra fueron absorbidas por células que en aquella época
probablemente todavía vivían de un modo individual e independiente. Es posible que las
mitocondrias sirvieran en su origen como alimento. Tal vez eran agentes patógenos o incluso
parásitos que invadían las células originales y las destruían paulatinamente.
En cualquier caso, no se contaban entre los elementos que formaban la propia célula. Por ello, la
biología moderna tiende a la visión de que las mitocondrias son ayudantes externas de la célula que
crecen dentro de ella bajo condiciones controladas. Una convivencia de estas características recibe
el nombre de sim-biosis, proceso que reporta ventajas a ambos; para la célula porque las mito-
condrias le proporcionan energía, y para las mitocondrias porque dentro de las células encuentran
condiciones de vida idóneas.
Esto parece casi demasiado bonito para ser cierto; dos socios trabajan juntos y de este modo
alcanzan un rendimiento mayor. Lo del rendimiento es cierto en cualquier caso, porque las células
no podrían rendir tanto sin la ayuda de las mitocondrias. Ello puede medirse en células simples sin
mitocondrias y asimismo determinarse a través de experimentos. Sin embargo, este hecho i
proporciona información alguna respecto a si las mitocondrias son realmente simbiontes ajenos a la
célula bien formaciones propias de la célula. Al fin y al cabo, las células contienen numerosísimas y
fantásticas estructuras, p lo que la suposición de invitados externos no parece la más acertada. Y, s
embargo, resultaría la más probable y cerraría el arco hacia la Eva african Las mitocondrias poseen
información genética propia, que es independie:
le de la información genética de la célula, conglomerada en el núcleo celul: en forma de
cromosomas. La denominación científica de la información genetica de las mitocondrias es «ácido
desoxirribonucleico mitocondrial». Este con plicado nombre suele abreviarse con las siglas ADN mt.
El punto decisivo que esta información genética permite a las mitocondrias vivir en la célula patrón
de un modo independiente, así como multiplicarse. Las mitocondrias se comportan igual que las
bacterias que han invadido una célula. Si dispone de material suficiente a su alrededor se dividen y
proporcionan a cada part una copia completa de su información genética. En caso contrario, las
bacterias descendientes no podrían seguir viviendo porque la información genétic contiene la
receta para todos los procesos químicos de los que depende su existencia y su vitalidad. La
información genética de las mitocondrias, por tante se copia una y otra vez, un millar de veces en la
vida de la célula individua millones e incluso billones de veces en el proceso de la historia del ser
vivo y siempre sigue siendo totalmente independiente de la información genética de las células
patrón. He aquí el punto decisivo, porque de este modo la mitocondria sigue su propio camino.
Este «camino» por la historia del ser humano es el aspecto informativo tra el cual se encierra la
sensación científica; porque la información genética d las mitocondrias varía a lo largo del tiempo;
muta. Ello significa que los deta lles de la configuración van modificándose poco a poco. Este
proceso recib el nombre del «tic tac del reloj molecular», lo cual pretende expresar que en e
transcurso de largos períodos de tiempo las estructuras moleculares de la infor mación genética,
como las combinaciones químicas más pequeñas, se modifican El alcance de las mutaciones
permite estimar el período de tiempo transcurrido. Por supuesto, esta interpretación presupone que
el índice de modificaciones es bastante constante. Sobre ello sabemos aún muy poco, pero una
circunstancia indica que no se producen cambios demasiado rápidos en el interior de la célula. Las
células se hallan en un entorno extremadamente constante que al contrario del entorno al que se
hallan expuestos los propios organismos, no exige cambios demasiado frecuentes a las
mitocondrias. Libre de influencia: externas, el reloj molecular puede seguir funcionando. He aquí el
punto má: importante para la valoración de la información genética mitocondrial: el reloj molecular
puede seguir funcionando sin trabas.
No obstante, esta circunstancia no bastaría por sí sola para sacar conclusio. nes sobre los orígenes
del ser humano, pues si cada ser humano recibiera en fecundación del óvulo también mitocondrias
de la parte paterna, entonces éstas deberían mezclarse con las de la madre. Aun cuando vivieran de
un modo independiente, a posteriori nadie podría afirmar qué mitocondria procede del padre y qué
mitocondria procede de la madre. Sin embargo, esto es precisamente lo que no sucede. La célula
del espermatozoide contiene la información genética del padre, que al fundirse con el óvulo
provoca el inicio de un nuevo ser, pero no proporciona mitocondrias al óvulo fecundado. Todas ellas
proceden de la madre; por lo tanto, es indiferente con cuánta frecuencia y cuánta intensidad se
mezcla la información genética humana. Ello no supone cambio alguno para las mitocondrias. Pasan
de madres a hijos y a nietos sin que la corriente se interrumpa jamás, por lo que surge un «linaje
materno» puro.
Con toda probabilidad, esto carece de toda importancia para las propias mitocondrias. Éstas se
multiplican a su manera y si realmente una mutación ha provocado un cambio tal que su minúsculo
cuerpo ya no funciona con nor-malidad, la mitocondria afectada muere y es disuelta por la célula.
De este modo, sólo se conservan las mutaciones inofensivas. Dichas mutaciones pueden acu-
mularse, de ahí la comparación con el tic tac de un reloj. El resultado es cierta variabilidad en la
configuración del ADN mt, la cual puede determinarse y «me-dirse» con refinados métodos
bioquímicos.
Aquí dan comienzo las nuevas investigaciones. Los colaboradores del científico Jim Wainscoat, de
la Universidad de Oxford, se dijeron que si se estudia la variación del ADN mitocondrial en las
distintas razas y grupos de seres hu-manos, entonces los resultados deberían indicar si el ser
humano moderno surgió en distintos lugares, es decir, a partir de una «especie predecesora» de
amplio alcance geográfico, o bien si su inicio tuvo lugar en un lugar muy deter-minado. En caso de
que fuera cierta la primera suposición, la variación del ADN mitocondrial debería ser más o menos
igual en el caso de personas de origen geográfico muy diverso. Sin embargo, si es cierta la segunda
suposición, entonces la variación debería ir descendiendo cuanto mayor fuera la distancia tanto
espacial como temporal del origen.
Precisamente esto fue lo que mostraron los resultados de las investigacio-nes. Y aún más; fue
posible distinguir dos grupos muy claros. El primero se caracteriza por una alta variabilidad: se trata
de los africanos; mientras que el otro grupo engloba a todos los demás seres humanos. Su
variabilidad es mucho menor por lo que se refiere a las diferencias en el ADN mitocondrial. Incluso
parece como si se hubiera formado un «cuello de botella» que conectara la alta variabilidad de la
población africana con una variabilidad menor en los seres humanos no africanos. Cuanto más lejos
se hallan estos seres humanos de África, tanto mayores son las diferencias y tanto más tiempo
debe de haber transcurrido para provocar dichas diferencias. Se nos abre la imagen de un árbol
«genealógico» que se ramifica y cuyas raíces yacen en África, mientras que la copa se extiende por
todo el mundo. De la conexión es responsable el tronco que une las raíces con la copa.
Este fenómeno tan sólo tiene una explicación: el hombre surgió en África.
En un momento dado, un pequeño grupo abandonó el hogar africano y se dirigió hacia Oriente
Medio, Europa, el Asia oriental y más adelante hacia Australia y América. Con la división del grupo
original en distintas ramas se inició la formación de razas humanas no africanas. Sin embargo, todas
ellas tienen un origen común en Africa.
De este modo, la idea de la Eva africana tiene sentido, si bien, en puridad, no puede derivarse la
humanidad actual de una sola madre. No obstante, los descubrimientos indican que fue un grupo
relativamente pequeño de personas el que abandonó Africa y más tarde conquistó el mundo, y es
muy improbable que más adelante se produjeran mezclas. Los seres humanos procedentes de
África no pudieron, por tanto, mezclarse con otro grupo, el del hombre de Nean-dertal, ya que en
tal caso deberían existir linajes maternos del hombre de Nean-dertal; dichos linajes habrian tenido
como consecuencia una variabilidad mayor de la que ya se había desarrollado en el interior de
Africa. Así pues, la minúscula mitocondria se convierte en un elemento de amplias consecuencias.
Por supuesto, los investigadores californianos quedaron anonadados ante tan increíble hallazgo.
Puesto que ya tenían una prueba posible del origen africano del hombre, también querían averiguar
cuándo se había producido el éxodo de Africa. Suponían que, en el medio celular constante, el reloj
molecular de las mitocondrias seguía funcionando con bastante regularidad, así pues debía ser
posible «contrastarlo». Si ello fuera posible, se habría puesto el reloj en hora y ya sólo haría falta
medir el tiempo que habría transcurrido. Esta es la parte más difícil de todo el proceso, porque las
mutaciones se producen con tan poca frecuencia que en períodos muy prolongados de tiempo sólo
se modifica una parte ínfima de la información genética mitocondrial. En un millón de años se
produce una variación del 2 al 4 por 100. En cualquier caso, no podría ser mucho más, ya que de lo
contrario se destruiría la capacidad de la información genética. En comparación con todos los
demás procesos de la naturaleza, el material genético se caracteriza por una enorme constancia.
Su precisión es miles de veces mayor que la de todos los demás sistemas de transmisión de
información que conocemos. El bajo Indice de modificación, sin em-bargo, basta para calcular al
menos un período breve. Allan Wilson, de la Universidad de California, llegó a la conclusión de que
el hombre debió de abandonar África hace entre 90.000 y 180.000 años. La amplitud de las
variaciones hace suponer que la evolución hacia el ser humano moderno en África se produjo hace
entre 140.000 y 290.000 años, es decir, hace sorprendentemente poco tiempo. Transcurrieron más
de 100.000 años hasta que ciertos grupos de seres humanos estuvieron preparados para
abandonar su hogar africano. La mayor parte quedó atrás para incrementar la población dentro de
África. Así pues, el lugar y el período de la aparición del ser humano han podido determinarse con
mayor precisión de lo que han permitido los métodos y las concepciones empleados hasta la fecha.
Y aún más, la nueva determinación ha sido del todo independiente de los fósiles que se han hallado.
Los resultados de las nuevas investigaciones no dependen en modo alguno de los fósiles existentes
ni de su clasificación en el tiem-po. Así pues, no existía el peligro de obtener como resultado
aquello que se esperaba. Los experimentos de laboratorio de estas características pueden repe-
tirse, completarse y ampliarse en cualquier momento. El método puede verificarse con estrictos
criterios científicos. De un modo similar al de la determinación de la edad de los fósiles con ayuda
de los tiempos de desintegración del carbono u otros elementos radioactivos, la ciencia dispone
ahora de una herramienta de medición lo suficientemente objetiva; así, todo descubrimiento puede
valorarse de un modo distinto, como si tan sólo se debiera a la intuición del científico, aun cuando
tuviera razón. Nos hemos acercado de un modo considerable a declaraciones fiables sobre el
origen del ser humano.
Por supuesto, hay científicos que no comparten esta opinión, que defienden sus posiciones y que
realizarán todos los esfuerzos necesarios para encontrar errores y rebatir, a ser posible, estas
nuevas ideas. Todavía está por ver si esta nueva concepción superará la prueba de fuego, pero,
aunque se demuestre que es precipitada o incluso del todo equivocada, es cierto que ha ampliado
en gran medida nuestros conocimientos. No obstante, tenemos razones de peso para suponer que
la cuna de la humanidad se encontraba realmente en África.
Los nuevos descubrimientos encajan perfectamente en la imagen que hasta ahora teníamos
formada. De hecho la matizan, aclaran puntos conflictivos y nos acercan de un modo considerable a
la comprensión del nacimiento de la humanidad.
No obstante, también plantean cuestiones, cuestiones relativas a procesos más complicados. ¿Por
qué surgió el hombre en África y no en los lugares en los que en la actualidad se encuentran las
mayores aglomeraciones de perso-nas, como, por ejemplo, en el Sureste asiático o en Europa? ¿Por
qué un grupo de personas abandonó África precisamerite en el momento en el que Europa y Asia
eran presa de enormes masas de hielo? ¿Qué impulsó a aquellas personas a abandonar el calor de
su patria ecuatorial para adentrarse en el frío de los continentes septentrionales? Y por último, ¿por
qué sigue siendo África un continente tan poco poblado si resulta que fue el primer hogar de los
seres hu-manos? ¿Acaso no cabría esperar encontrar el mayor número de personas en el lugar en el
que nació la humanidad, en el lugar en el que durante largos períodos de tiempo vivió en armonía
con su entorno?
Resumamos una vez más el resultado de las nuevas investigaciones relativas a las mitocondrias.
Hace unos 300.000 años el hombre surgió en África. En este punto se presenta la primera cuestión
que deberá conducirnos a los orígenes de la aparición del ser humano. ¿Dónde ocurrió? ¿Puede
restringirse más el margen de los orígenes del hombre? ¿De qué clase de territorios se trataba?
¿Qué condiciones de vida reinaban en dichos territorios?
África es un continente de grandes dimensiones; su naturaleza es muy va-riada. Reviste gran
importancia determinar en qué hábitat africano se produjo el nacimiento del ser humano, porque de
ello depende también qué adaptaciones que había desarrollado el hombre en dichos territorios
demostraron ser de utilidad o bien inútiles para la vida fuera de África.
La cuestión relativa al lugar exacto del surgimiento del ser humano nos conduce a las estepas y a
las sabanas de las tierras altas del África oriental. Allí se encuentran numerosísimos vestigios de los
primeros antepasados del hombre.
El «avance» desde la actitud erecta del australopiteco robusto (A. robustus) y el australopiteco
grácil (A. africanus) hasta la capacidad de recorrer largas distancias que posee el hombre moderno
gracias a su constitución.
distintas entre sí; un tipo robusto y un tipo grácil. Ambos obtuvieron la denominación genérica de
Australopithecus, una denominación científica no demasiado acertada que significa simplemente
«mono del sur». El tipo fuerte y robusto obtuvo el nombre de Australopithecus robustus, mientras
que el más grácil obtuvo el nombre de Australopithecus africanus. Al principio se supuso que se
trataba de miembros más jóvenes o bien más antiguos o más viejos de la misma especie, o tal vez
incluso de un macho y de una hembra, pero los estudios más exhaustivos realizados con el material
ya existente, que es bastante amplio, han demostrado que se trata de dos especies distintas. Es
posible que existieran otras especies del grupo de los Australopithecus, que vivían en el inmenso
arco que se extiende en África desde el borde inferior del Sahara a través del África oriental hasta el
sur, y que engloba la cuenca del Congo con sus bosques tropicales.
¿Cuándo sucedió aquello? Se trata de una cuestión de capital importancia.
Las fechas nos remontan a tiempos muy lejanos. El período en que vivieron los «monos del sur»
comprende varios millones de años. Comienza en la fase final del terciario y se extiende hasta el
comienzo de la edad del hielo (pleisto-ceno). Así pues, los australopitecinos existían ya antes de la
aparición del hombre del género Homo. Los hallazgos existentes indican que el grupo de los aus-
tralopitecinos contenía a los antecesores directos del ser humano. Con toda probabilidad, el género
Homo se desarrolló a partir de la forma más grácil.
Si ello es cierto, entonces tenemos que girar la rueda de la historia genealógica un poco más y
preguntarnos dónde se halla el origen de Australopithecus.
Dicha investigación tiene sentido ya sólo por el hecho de que antes de los
Australopithecus debe de encontrarse la bifurcación que dividió a ambas líneas, una de las cuales
condujo hasta la aparición del hombre y la otra hasta la aparición de los grandes primates
antropomorfos. Si conseguimos averiguar el origen de la división de la rama originariamente unida
tal vez comprendamos el desarrollo esencial que dio el impulso necesario para el surgimiento del
género humano.
En la búsqueda de los orígenes y las condiciones ambientales de la aparición del género humano,
las condiciones del entorno desempeñan un papel preponderante, porque sólo cuando el ser vivo
en modificación consigue rendir más y aprovechar su entorno con mayor eficacia puede superar su
forma original. En un principio, esto no guarda demasiada relación con la «lucha por la
supervivencia» tan discutida, a veces incluso tan rechazada y tan exagerada en el «darwinismo
social», sino que simplemente guarda relación con la experiencia de que lo mejor sustituye a lo
bueno.
Concentrémonos para ello en los antropomorfos actuales, en su ambiente natural. El gorila y el
chimpancé son, sin lugar a dudas, más capaces y están mejor adaptados que el hombre. Sería
totalmente absurdo suponer que el hombre se ha desarrollado a partir del chimpancé. Los
antropomortos actuales no son de ningún modo parientes vivos de los seres humanos. Al contrario,
no hay ningún camino que pudiera conducir de ellos a los hombres sin alterar o tal vez incluso
destruir su adaptación. No podemos imaginarnos ninguna fase intermedia entre el chimpancé y el
ser humano que estuviera mejor adaptada al entorno que el propio chimpancé. La evolución no
puede seguir un camino que conduzca de una forma bien adaptada eficaz y capaz de sobrevivir, a
través de una forma menos adaptada, hacia una forma aún mejor adaptada. Ello significaría, en un
principio y durante un período de tiempo bastante prolongado, dar un paso atrás. La discusión
reinante desde la época de Darwin, es decir, desde hace ciento veinticinco años, acerca de si el ser
humano desciende del mono, es comprensible. Sin lugar a dudas, los detractores de la evolución
pondrán en tela de juicio que el ser humano proceda de los primates hasta que no se consiga
explicar la transición de un modo plausible sin que deba existir un «monstruo» entre el mono y el
hombre. Desde hace ya tiempo sabemos que el «monstruo esperanzador» de los primeros
detractores de la idea de la evolución es un personaje de ficción.
Dadas las circunstancias, podemos dejar de lado los detalles relativos a los fósiles hallados. Por el
momento basta con seguir las grandes líneas, pues contienen suficientes pruebas individuales
como para demostrar que existen formas de transición y de acompañamiento que garantizan el
camino hacia el desarrollo del hombre. Este camino no tiene principio y nos encontramos ante su
final transitorio. El término «no tiene principio» no se ha empleado aquí en sentido figurado, porque
toda la vida sobre la Tierra se halla unida por un hilo de continuidad ininterrumpido. De ser ciertas
todas las suposiciones, la misma continuidad puede remontarse hasta el ámbito de la materia no
viva.
De hecho, eminentes físicos se están ocupando hoy en día de este tema. En ningún lugar existe una
frontera clara entre la vida y la naturaleza no viva. Esta constatación bastante prosaica parece
absolutamente necesaria, porque sólo a partir de la continuidad de todas las formas vivas podrá
comprenderse la historia genealógica, y sólo así podrán seguirse los caminos de la evolución. Todo
organismo, ya sea humano, vegetal o bacteriano, se basa en la unidad de la materia viva. Si esta
unidad, esta continuidad no existiese podríamos tirar la toalla y ahorrarnos cualquier reflexión sobre
orígenes y procedencia. Sin una conexión interna de los organismos no funcionaría la medicina, por
ejemplo, y el caos sustituiría al orden de los seres vivos.
Esta insistencia sobre la relación existente entre todos los seres vivos y la unidad de la naturaleza
puede parecer exagerada o incluso innecesaria en nuestra retrospectiva de las raíces del ser
humano. Sin embargo, no es así; por el contrario, hay que ser completamente consciente de que
ningún tipo de ser vivo empezó desde un punto de vista tradicional. Siempre surgía a partir de otro
ser ya existente, siempre se basaba en lo existente y nunca perdía su relación con sus
predecesores. Por lo tanto, no podemos buscar un inicio de la evolución humana y tampoco
determinarlo. Lo que sí podemos hacer para arrojar cierta luz sobre los orígenes es mucho más
ambicioso; se trata de buscar las bifurcaciones en las que las nuevas líneas se separaron de las
antiguas y de tal modo cambiaron el curso de la evolución. Ello significa preservar la continuidad y
aun así englobar los cambios que se produjeron en momentos y períodos determinados.
Los fósiles nos proporcionan puntos de referencia muy útiles. Sobre la base de los conocimientos
actuales, resulta posible unirlos en la siguiente cadena:
hace alrededor de cinco millones de años, los primates australopitecinos se separaron de la línea
general de los primates. Formaron diversas especies a lo largo del siguiente millón y medio de años.
Una de ellas, Australopithecus africanus, se convirtió hace alrededor de dos millones de años en el
punto de partida de una nueva rama que se conoce bajo el nombre de Homo erectus, el «hombre
erguido». Este nombre resulta muy acertado porque expresa la característica más destacada, el
progreso más notable, es decir, el andar erguido.
Durante el pleistoceno, que ya había dado comienzo, es decir, hace unos dos millones de años, al
menos dos ramas de la línea de Homo erectus se separaron de la principal. Tal vez incluso fueron
más, aunque eso no lo sabemos. Una de ellas representa al hombre de Neandertal, Homo sapiens
neanderthalensis, mientras que la otra, la más reciente, representa al «hombre moderno», Homo
sapiens sapiens. La última división se produjo hace unos doscientos cincuenta mil años, pero no se
tornó realmente efectiva a gran escala hasta que un pequeño grupo de seres humanos modernos se
dispuso a abandonar Africa y conquistó el mundo.
Una visión muy difundida consiste en tomar este fin moderno de la evolución, en el que nos
encontramos nosotros, como un cordel del que se tira a fin de alisar todos los recodos y todas las
ramificaciones hasta obtener una línea recta que represente el ascenso continuado del hombre a
partir del grupo de los primates. En el pasado, muchas de las representaciones de la evolución
humana seguían dicho método. Por fuerza, la evolución debía convertirse entonces en una línea
recta ascendente que daba la impresión de que el proceso evolutivo que había conducido a la
aparición del ser humano era un proceso recto y predeterminado. De este modo, no resulta difícil
descartar todos los recodos, las ramificaciones y las numerosas líneas secundarias extinguidas. La
consecuencia de dicho método fueron muchas malinterpretaciones, discusiones inútiles y
verdaderas «guerras de fe», y, lo que es aún peor, esta idea ocultaba las fuerzas impulsoras de la
evolución que provocaron los cambios y que confirieron a éstos las ventajas de supervivencia que
necesitaban para sobrevivir en cualquier circunstancia. Al fin y al cabo, un solo eslabón roto habría
bastado para que se extinguiera toda la línea que estaba probando una forma de vida nueva.
Por el contrario, en la búsqueda de los orígenes del hombre siempre nos encontramos con procesos
extremadamente complejos y ramificados. Por ello, para el investigador resulta casi un alivio el
hecho de que los dos primeros pasos de la evolución humana, es decir, los que tardaron más
tiempo, tuvieran lugar exclusivamente en África. Este continente es bastante complejo en sí mismo,
pero pese a ello no es tan polifacético como el resto del mundo. El hecho de que África fuera la
«cuna del mundo» debe de tener una causa muy concreta. Por lo tanto, intentemos retornar a los
orígenes, a los inicios de aquella línea de primates que condujo a los Australopithecus y a los Homo
erectus.
Australopithecus
A mes de concentreries pre que sucesió en frica os einos de aun
de partida puede proporcionárnoslo un principio muy sencillo y muy sensato.
De la experiencia general se desprende que los seres vivos están adaptados en mayor o menor
medida a su entorno. Las cualidades y las capacidades de los organismos reflejan las exigencias del
medio en el que deben subsistir. El casco del caballo se adapta al galope por las praderas abiertas,
mientras que la piel gruesa y la capa de grasa que se oculta bajo la piel del oso polar lo protegen
del frío ártico. Por otro lado, el largo cuello de la jirafa le permite aprovechar el follaje al que otros
herbívoros de la sabana no tienen acceso; y así sucesivamente. La naturaleza está llena de
adaptaciones fantásticas, extrañas, pero funcionales sin excepción. En pocas palabras, el
organismo y su entorno mantienen una relación de reciprocidad. El entorno forma al organismo
según sus propias posibilidades físicas. Existen las más diversas soluciones a las exigencias del
entorno, del mismo modo que para las ecuaciones complicadas existen varias, numerosas o muchas
soluciones. No obstante, no tiene ninguna importancia si una adaptación se ha difundido mucho o
más, siempre y cuando no se encuentre en competencia con otras mejor adaptadas.
Podríamos incluir aquí un inciso aclaratorio: la competencia no significa que el más fuerte expulse o
reprima al más débil por la fuerza bruta. En la naturaleza ésta es la excepción. Por lo general, la
superioridad en la competencia significa el aprovechamiento mejor, o expresado en términos
humanos, más sensato de las posibilidades vitales. El más débil desde el punto de vista físico
puede ser el superior, aun cuando en el enfrentamiento directo siempre se encuentre en una
situación de desventaja. Por lo tanto, la superioridad no se mide según la cantidad de alimentos,
según las fuentes vitales o según la superficie del hábitat que se pueda apropiar cada uno. Por el
contrario, el «éxito» se mide según el número de descendientes que sobreviven y que a su vez se
reproducen.
En este sentido, los logros individuales desempeñan un papel mínimo o nulo.
En la corriente de la vida, el individuo tan sólo es un eslabón más; sólo «tiene