El Hombre Verde - Kingsley Amis
El Hombre Verde - Kingsley Amis
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Kingsley Amis
El hombre verde
ePub r1.0
Titivillus 03.02.2024
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Título original: The Green Man
Kingsley Amis, 1969
Traducción: Ramón Margalef Llambrich
Ilustración de cubierta: Ismael Balanyà
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Para Sargy Mann.
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I. La mujer de los cabellos rojos
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por asomo suelo hacer con cualquier otro líquido potable). Antes disfrutaba
viendo esos vasos de Chablis o Poully-Fuissé, tan de cerca semejantes a una
mezcla fría de yeso y licor, más uno o dos aditivos para que el líquido
adquiriese el color de la orina infantil. Estos líquidos eran escrutados a la luz
y olidos; ya en la boca, la lengua se bañaba en ellos, antes de encaminarse
hacia el estómago, número que corría a cargo de jóvenes tecnólogos de
Cambridge, o de productores de televisión en la flor de su vida, acompañados
de sus novias o amiguitas. El moderno posadero u hotelero de la actualidad
conoce en muy raras ocasiones compensaciones ínfimas, inofensivas de este
tipo.
En efecto, la mayor parte de mis clientes proceden de Londres, o de
Cambridge, a unos treinta kilómetros. También vienen de las ciudades de
Hertfordshire, más próximas. Naturalmente, conozco a mucha gente que va de
paso, pero no tanta como mis colegas de la A10, al este de mi casa, y la A505,
hacia el noroeste. La A595 es una simple sub-arteria, que pone en
comunicación Stevenage con Royston, y aunque coloqué en ella, el día en que
abrí, un rótulo, pocos fueron los viajeros que se molestaron en alejarse de
dicho punto para tratar de dar con El Hombre Verde, con preferencia a la
utilización de los bares casi asentados directamente sobre las cunetas de la
carretera principal. A mí eso me parecía lógico, normal.
Con John Fothergill, el hombre de los zapatos de hebillas, propietario del
Spread Eagle, en el Támesis, cuando yo era un niño, que echó fama de ser
particularmente desagradable para con sus huéspedes, el único punto en que
estoy de acuerdo es en lo tocante a la falta de calor hacia la clase de
individuos que usan dos mitades de bíter y dos de jugos de tomate como
ticket cuádruple para excusados y lavabos. Los aldeanos de Fareham mismo,
y los de Sandon, y los de Mill End, a kilómetro y medio de distancia, eran,
evidentemente, otra cosa. Silenciosamente, hacían llenar y rellenar sus bocs
de cerveza en el bar público, durante los fines de semana, y acogían
cortésmente a la gente de smoking tras una serie de días respirando la
atmósfera rústica o haciendo la vida auténtica de la clase trabajadora.
Los de la localidad, ayudados en parte por varios jóvenes animosos que
llegaban para hacer una comida, consumían cerveza en abundancia, cuya
cantidad aumentaba notablemente por semana durante el verano. Dijérase lo
que se dijera acerca de sus precios, el vino se iba también con bastante
rapidez.
Yo siempre he querido tener en mi casa carne fresca. Lo mismo he hecho
con las verduras y frutas. Esto plantea a diario un problema de transporte.
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Todo eso, unido a la preocupación de mantener a punto las existencias de sal
y ceras bruñidoras, de flores y mondadientes, da su trabajo. Yendo o
viniendo, lo corriente es que yo me pasara mis buenas dos o tres horas fuera
de casa, a diario. Pero tales faenas no resultaban excesivamente duras para un
hombre que disfrutaba de una segunda esposa, joven, y que tenía una hija que
aún no había cumplido los veinte años (nacida del primer matrimonio), y un
viejo y decrépito padre… Bueno, había que añadir una plantilla de nueve
personas.
El verano pasado, particularmente, cualquier hombre no tan endurecido ni
versátil como yo, se habría sentido desbordado. Como si una organización
antihotelera hubiese empezado a desplegar censurables actividades, varios
huéspedes, sucesivamente, intentaron violar a una doncella; otro llamó a un
sacerdote a las tres de la madrugada; un tercero intentó sacar fotografías
prohibidas en una habitación, y algunos clientes fueron encontrados muertos
en sus lechos. Un grupo de estudiantes de sociología de Cambridge,
rechazados por intercambiar obscenidades a escala de mitin de protesta,
bañaron en cerveza a mi ayudante, David Palmer, ensayando a continuación
una sentada. Al cabo de un año de observar una conducta sólo regular, el
portero español se dedicó a mirar por las cerraduras, y no únicamente en los
lavabos de las señoras, con lo cual suscitó la atención de la policía, siendo por
último deportado. Hubo fuego por dos veces en la cocina, una de ellas durante
una sesión de trabajo de la Sociedad de Alimentación y Vinos, en su sector de
Hertfordshire. Mi esposa pareció caer sumida en un profundo letargo; mi hija
vivía ensimismada. Mi padre, a sus ochenta años, había sufrido otro ataque
cardíaco, el tercero. Nada grave, pero alarmante. Yo me sentía en tensión
constante y vivía a razón de una botella de whisky por día, si bien esto había
sido lo normal por espacio de veinte años.
Cierto día, un miércoles, a mediados del mes de agosto, alcanzamos un
nuevo nivel. Por la mañana se había producido un conflicto con el repatriado
sucesor del «voyeur», Ramón, que se había negado a apilar y quemar los
desperdicios basándose en que ya había fregado los platos y vasos de los
desayunos. Luego, mientras yo me hacía cargo del té, el café y otros artículos
similares en el almacén correspondiente de Baldock, el aparato que nos
fabricaba el hielo se averió. Nunca había trabajado con mucha convicción en
la época cálida, y la temperatura aquella semana había sido alta. Hubo que
localizar a un electricista y llevarlo allí. Tres grupos de huéspedes, con cuatro
niños, indudablemente a las órdenes de la clandestina organización
antihotelera, cayeron como un pedrisco entre las cinco y treinta y las cinco y
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cuarenta minutos. Mi esposa tuvo la ocurrencia de echarme a mí la culpa de
ello.
Más tarde, tras haber acomodado a mi padre frente a la ventana del cuarto
de estar, en compañía de un vaso de whisky con agua, salí de nuestro
apartamento, en la planta superior, para encontrarme con alguien que se
hallaba de pie, dándome la espalda, en lo alto de las escaleras. Tomé a aquella
persona por una mujer. Llevaba un vestido que me pareció demasiado pesado
para aquella calurosa noche de agosto. No había nada en la pieza que
destinábamos a los banquetes, la única habitación pública de la planta, y
nuestro apartamento se encontraba claramente señalado como lugar
absolutamente privado.
Ofensivamente suave a más no poder, inquirí:
—¿En qué puedo servirla, señora?
Instantáneamente, pero sin hacer el menor ruido, aquella figura giró en
redondo para enfrentarse conmigo. Vi vagamente una pálida faz, unos labios
finos, unos rizos de tono castaño rojizo, algo grande y azulado que pendía de
su cuello. Con mucha más claridad noté una sorpresa, una alarma, que
parecían exageradas: mi llegada a aquel sitio tenía que haber sido notada por
una persona que sólo se hallaba a tres metros de distancia. Por otra parte, mi
rostro era bien conocido. ¿Por qué había de impresionarla tanto?
En aquel momento, mi padre me llamó. Instintivamente, miré a otro lado.
—¿Qué quiere usted, padre?
—¡Oh! Maurice… ¿Podrías enviarme uno de los periódicos de la noche?
Puedo arreglarme con el de la localidad.
—Diré a Fred que le suba uno.
—Lo quisiera pronto, Maurice, si es que Fred no tiene nada que hacer.
—Sí, padre.
En esto empleé no más de doce segundos. Pero después ya no vi a nadie
delante de mí. La mujer debía de haber renunciado a dar satisfacción a su
curiosidad por allí, para proseguir sus investigaciones en la planta baja.
Indudablemente, en ésta la suerte le sonreiría, pues no volví a verla bajar las
escaleras, ni cuando entré en el bar, tras haber cruzado el vestíbulo.
Esta larga sala, de techo bajo, con pequeñas ventanas que revelaban el
escaso espesor del muro exterior, normalmente fresca en verano, resultaba
pegajosamente opresiva aquella noche. Fred Soames, el barman, se movía con
soltura, y al unirme a él detrás del mostrador, esperando a que terminara de
servir una ronda de bebidas, sentí que el sudor corría bajo mi chaqueta del
smoking, bajo mi escarolada camisa. Estaba nervioso también. Y, sin
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embargo, mi desazón no era la que solía tener de ordinario. Por alguna razón
que no comprendía, me preocupaba la aparición y el comportamiento de
aquella mujer que viera en lo alto de la escalera. Notaba algo en mí que no
acertaba a definir. Menos razonable todavía que otra cosa: estaba convencido
de que mi padre, al llamarme, había cambiado de opinión en lo tocante a lo
que quería realmente decirme. No podía imaginar cuál podía haber sido su
original pensamiento, ni tampoco podría averiguarlo ya. Su memoria, en
semejantes casos, abarcaba un período de tiempo de unos segundos.
Envié arriba a Fred con el periódico, sirviendo en su ausencia tres sherries
medianos (con disimulado disgusto), una cerveza y alguna que otra cosa más.
Luego guié a un grupo de comensales por el menú, promocionando, por así
decirlo, el más bien fastidioso salmón y la carne de cerdo con menos
entusiasmo del que la Guía de los buenos alimentos hubiera recomendado.
Tras eso, una visita a la cocina, donde David Palmer y el «chef» lo habían
puesto todo en orden. Controlaban eficazmente incluso a Ramón, quien me
aseguró que no tenía el menor deseo de volver a España. Seguidamente, un
repaso a la pequeña oficina, bajo el ángulo de la escalera principal. Mi esposa,
con aire indiferente, trabajaba en las facturas. Su aire de indiferencia, sin
embargo, se disipó como por encanto (lo cierto es que casi nunca acababa de
perderlo del todo) al decirle yo que dejara aquellas enojosas tareas, de
momento, para subir a nuestro apartamento y cambiarse de ropa. Hasta me
dio un apresurado beso en la oreja.
Regresé al bar cruzando una salita de estar, donde ingerí un buen whisky,
servido allí para mí por Fred. Mientras se servía la comida, atendí a algunos
huéspedes más. Los últimos de la tanda fueron una pareja de Baltimore, ya
entrada en años, que se dirigía a Cambridge en busca de cosas históricas.
Habían interrumpido momentámeamente el viaje para detenerse en mi casa,
con igual o parecido fin. El hombre, un abogado jubilado, se había preparado
adecuadamente antes de emprender el viaje. No se andaba con titubeos, ni
avanzaba a tientas. Perifrástica, pero cortésmente, me preguntó por nuestro
duende, o duendes.
Inicié el discurso de rutina. Primeramente, eso sí, eché otro trago.
—El más destacado fue uno llamado Underhill, doctor Thomas Underhill,
quien vivió aquí en los últimos años del siglo XVII. Había recibido las
sagradas órdenes, pero no era el párroco del lugar; era un erudito que, por una
u otra razón, renunció a su beca de Cambridge, adquiriendo esto. Fue
enterrado en ese pequeño cementerio que se encuentra carretera arriba.
Bueno. Fue un entierro muy especial el suyo. Era un hombre tan perverso
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que, al morir, el sacristán no quiso que fuese excavada una fosa para él, y el
rector de la localidad se negó a oficiar en sus funerales. Tuvieron que ser
traídos un sepulturero de Royston y un sacerdote de Peterhouse, en
Cambridge. Algunos de los vecinos aseguraban que Underhill había dado
muerte a su esposa. Se le atribuyó también el asesinato de un granjero con el
que había sostenido algunas discusiones con motivo de unas tierras.
»Bien… Lo extraño es que esas personas fueron asesinadas, en efecto,
siendo sus cuerpos descuartizados de una manera absolutamente brutal. Y, en
ambos casos, los cadáveres fueron hallados al aire libre, casi en el mismo sitio
de la carretera que conduce al poblado. No obstante, entre ambos crímenes
mediaba un período de seis años. En los dos casos quedó establecido que
Underhill, en el instante de producirse esas muertes, estaba encerrado aquí.
Sobre eso no había la menor duda. Hay que suponer, evidentemente, que
contrató los servicios de unos desalmados, los cuales hicieron aquel macabro
trabajo. Pero esta gente no fue jamás capturada; nadie los vio nunca. Todo el
mundo estimó que se había ensañado demasiado con las víctimas para tratarse
de crímenes corrientes.
»De todos modos, Underhill, o más bien su espectro, se presentó varias
veces en una ventana que ahora forma parte del comedor, atento a lo que
ocurría frente a él, observando algo especial, al parecer. Todos los testigos de
la aparición se mostraron muy sorprendidos por la expresión de su faz y su
general comportamiento. Pero, según se dice, se produjo un desacuerdo
general en lo tocante a su aspecto. Un hombre dijo que Underhill se comportó
entonces como un ser aterrorizado, presa del mayor pánico. Otra persona
manifestó que mostraba el aire de serena curiosidad del hombre de ciencia
que tiene entre manos un experimento. Son cosas poco consistentes éstas,
¿verdad? Y luego…
—¿Y no podría ser, señor Allington, no podría ser que esta… aparición
anduviese ocupada, si le está permitido a uno expresarse así, en la
contemplación de los crímenes, de aquellos crímenes a que él había dado
lugar, y que los diversos observadores sorprendieran sucesivas etapas de sus
reacciones ante un despliegue de brutales violencias? Pudo haber pasado, de
la indiferencia que habla de un cerebro perverso, al horror, y hasta, quizá, más
tarde, al angustioso remordimiento.
—He ahí un interesante punto de vista. —Yo no expliqué a mi
interlocutor que lo que acababa de decir había pasado por las mentes de todos
aquellos que anteriormente habían escuchado la historia, sin duda con otro
estilo, pero lo mismo, en definitiva—. Pero en ese caso se había equivocado
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al elegir la ventana, apartando la vista del lugar en que fueron halladas las
víctimas, en las inmediaciones de un camino sombreado por el ramaje de
corpulentos árboles. Por lo que yo sé, nada parecido ha vuelto a darse aquí;
nada que tenga que ver con la dichosa historia.
—Ya. Déjeme entonces formular otra consideración. En la última parte de
su extraño y fascinante relato, señor Allington, al referirse al aparecido, me he
dado cuenta de que usted se expresaba en pretérito… He de entender que esas
manifestaciones son también cosa del pasado, ¿no? ¿Estoy en lo cierto, señor
Allington?
Desde luego, el cerebro de aquel viejo funcionaba con mayor rapidez que
sus órganos orales.
—En efecto. Nada ha ocurrido aquí desde que me hice cargo de la casa
hace siete años. La gente a quien se la compré, que han vivido aquí mucho
más tiempo que yo, tampoco vio nunca nada de particular. Oyeron contar que
un pariente de un predecesor se había asustado al enfrentarse con algo que
podía haber sido el espectro de Underhill. Pero eso debía datar de los tiempos
Victorianos. Si alguna vez hubo algo, eso es todo lo que yo sé.
—Yo he leído que esta casa había conocido por lo menos un fantasma…
Tal hecho revela la posibilidad de que hubiese otros, ¿no?
—Sí. Verse, lo que se dice verse, es algo que, a mi juicio, no ocurrió
nunca, en ningún momento. Hubo personas que afirmaron haber oído a
alguien andar por los alrededores de la casa por las noches, alguien que
intentaba forzar puertas y ventanas. Desde luego, en todas las poblaciones
suele haber unos cuantos personajes incapaces de sustraerse a la tentación de
intentar un robo en una casa de las dimensiones de ésta, siempre y cuando
hallen un medio de penetrar fácilmente en ella.
—¿A nadie se le ocurrió echar un vistazo para confirmar sus primeras
impresiones? Entonces quizás hubiérase podido descubrir algo…
—Al parecer, no. Esas personas manifestaron que no les agradaba en
absoluto el ruido percibido en tales ocasiones. Oíanse susurros y crepitaciones
cuando la cosa se movía. Es lo más sensato que he conocido sobre el
particular.
—¿Y no ha vuelto a visitar esa… persona estos lugares?
—No.
Yo procuraba expresarme siempre lacónicamente. Habitualmente, me
divertía sacando a colación el tema, pero aquella noche se me antojaba una
necedad, atestiguada por la evidencia escrita, y al mismo tiempo un molesto
recurso de tipo comercial. Mi corazón latía con cierta irregularidad; me sentía
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incómodo y deseoso de echar otro trago. Mis ropas se me pegaban a las
carnes, a causa del húmedo calor, cada vez más intenso a medida que
avanzaba la noche. Cortésmente, atendí otras preguntas, que se referían sobre
todo a la base documental de mi narración. Contesté, hipócritamente, que no
tenía nada de ese tipo en mi poder, y que los documentos correspondientes se
hallaban en los archivos del condado, en la ciudad de Hertford. Los últimos
momentos de la conversación resultaron alargados por la costumbre de mi
huésped de hacer frecuentes pausas, en su afán de expresarse con rodeos.
Finalmente, un grupo de personas que se encontraban en el otro extremo del
bar reclamó el menú, y hacia ellas me dirigí después de escuchar de labios de
los visitantes un retazo de discurso dándome las gracias.
Me separé del grupo; entré de nuevo en la salita de estar, sediento, para
salir refrescado; llevé a cabo un breve recorrido por el comedor, como quien
pasa revista; asentí hipócritamente cuando me dijeron que cierta sauce
vinaigrette para unas peras «avocado» llevaba demasiada sal, mostrándome
generoso al ordenar que la retiraran (las peras «avocado» harían un excelente
papel en la ensalada «chef» que sería servida en la comida del día siguiente);
rechacé por teléfono una solicitud de dormitorio matrimonial formulada por
un graduado o estudiante de sociología de Cambridge en lamentable estado de
embriaguez; puse en manos de mi esposa, de nuevo en la planta baja,
embutida en una especie de vestido de plata, una copa de Tío Pepe… Eran ya
las nueve y veinte minutos, íbamos a cenar, que era lo de costumbre cuando
no había más cosas que hacer, a las diez, en el apartamento. Esperaba la
llegada de dos huéspedes privados: el señor y la señora Maybury. Jack
Maybury era el médico de la familia y amigo, o, más concretamente, un
hombre con el que no me resultaba insoportable hablar. Aquella porción de
humanidad era más grata que los malísimos programas de televisión. Jack se
remontaba. Y Diana Maybury hacía de aquélla algo carente de importancia,
aburrido, tremendamente fastidioso.
Llegaron cuando me hallaba detrás del mostrador del bar. En aquel
momento me manifestaba verdaderamente ingenuo ante un conservador del
Museo de Londres, con quien hablaba del clarete más caro de la lista de
vinos, algo que valía realmente lo que costaba. Jack, de huesuda figura,
vistiendo un traje de color bizcocho, me hizo una seña, dirigiéndose, como
siempre, a la oficina, para notificar a la centralita de teléfonos de la localidad
dónde se encontraba en aquel momento. Diana se unió a mi esposa, junto a la
chimenea. Jimias, formaban una pareja impresionante, sugestiva. Las dos eran
altas, rubias, de bustos poderosos. Resultaban, sin embargo, tan diferentes que
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hubieran podido ser elegidas para demostrar gráficamente la amplitud de las
divergencias existentes entre los tipos básicamente similares desde el punto
de vista físico. De poca sensibilidad habría de ser el hombre que despreciara
la oportunidad de llevarlas a las dos a su lecho. Sus diferencias visibles —
Diana era esbelta, de cabellos ligeramente oscuros, ojos almendrados, piel
morena y nerviosos movimientos; Joyce era fuerte, redonda, de piel rosada y
de pausados ademanes— sugerían la existencia de otras por descubrir. A lo
largo de las últimas semanas, había hecho yo algunos progresos en un sentido
vital de ese objetivo: intentaba convencer a Diana para que se acostara
conmigo. Joyce no sabía nada de esto, ni acerca de otro plan más ambicioso.
Mientras las observaba, en el momento de intercambiar un beso, vi
claramente que, de una manera oculta, habíanse sentido siempre atraídas en el
terreno de lo sexual. Pero también podía ocurrir que aquello no estuviese tan
claro como yo creía. ¿Se trataría, simplemente, por mi parte, de algo incierto,
atractivo como una fantasía?
El conservador del Museo, tras haber aceptado mi consejo, ahorrándose
once chelines en el clarete, no muy inesperadamente, pidió media botella de
Château d’Yquem, para seguir el dulce curso iniciado. Incliné la cabeza en
señal de aprobación, y le dije a Fred que avisara al encargado de los vinos.
Luego preparé para Diana una ginebra con limón amargo, que era,
invariablemente, lo que bebía antes de cenar. A continuación le llevé el vaso.
Al besarla, busqué disimuladamente su boca, pero me encontré con la
barbilla. Después hubo una pausa. La idea de ponerme a charlar con las dos
me pareció menos atractiva de lo que supuse un minuto antes. No era la
primera vez que me sucedía esto. Jack reapareció mientras yo andaba
explotando el tópico del calor y la humedad. Besó a Joyce con la misma
naturalidad con que me había saludado a mí a su llegada. Luego me llevó
aparte. Se le suponía una gran ascendencia sobre sus pacientes femeninos,
pero, como ocurre con la mayor parte de los hombres de quienes se afirma
eso, la verdad era que sentía escasísima inclinación por la compañía de las
mujeres.
—Salud —dijo, levantando levemente el vaso de Campari con soda que
Fred le había servido—. ¿Cómo marcháis?
Viniendo del médico de la familia, esta pregunta distaba mucho de ser un
mero cumplido social, y Jack se las arreglaba siempre para impregnarla de
cierto aire de hostilidad. Era un tanto jactancioso hablando de la salud,
insinuando que la falta de la misma tenía su origen en la carencia algo
intrascendente, por lo cual no podía ser aceptada como inevitable, y sí
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deplorada. Esto, probablemente, le servía para ejercer presión sobre sus
pacientes, incitándolos a mejorar.
—¡Oh! Todos vamos bien, según creo.
—¿Qué tal se encuentra tu padre? —me preguntó a continuación,
tanteando uno de los puntos débiles en mi sistema de defensa.
A continuación encendió un cigarrillo, sin apartar los ojos de mí.
—Lo mismo, aproximadamente. Muy piano…
—¿Muy qué?
Es posible que Jack no me hubiese oído, a consecuencia de las voces,
roncas a causa del alcohol, del bar. Pero también podía ser que me censurara
por valerme de una expresión frívola dentro de un contexto solemne.
—¿Muy qué? —repitió.
—Muy piano… Quiero decir que va despacio, que no hace ni dice mucho.
—Tienes que hacerte cargo. Eso es de esperar, dados su edad y estado.
—Me hago cargo perfectamente, te lo aseguro.
—¿Y Amy? —inquirió Jack, alerta, refiriéndose a mi hija.
—Pues… Parece estar perfectamente, por lo que yo aprecio. Ve muchos
programas de televisión, oye sus discos «pop» y… todo lo demás.
Jack se quedó con la vista fija en el contenido de su vaso. Era éste un
gesto que no quería decir nada, corriente en el que bebe. Tal vez estuviera
pensando que lo que yo acababa de decir era suficientemente condenatorio
para que necesitase su ayuda confirmándolo.
—Pocas son las cosas que en un lugar como éste puede hacer —declaré
por fin, a la defensiva—, y no ha dispuesto todavía de mucho tiempo para
hacer auténticas amistades. Claro que me imagino que tiene pocas cosas en
común con las chicas de la población. Y se trata de las vacaciones, ya se
sabe…
Jack continuó guardando silencio. Hizo una leve aspiración que no
respondía a ninguna necesidad física.
—Joyce se ha mostrado un poco indolente. A lo largo de estas últimas
semanas ha tenido mucho trabajo. También hay que tener en cuenta el factor
tiempo. En efecto, el verano ha resultado pesado, fatigoso para todo el
mundo. Voy a ver si a primeros de septiembre nos vamos los tres por ahí unos
cuantos días.
—¿Y tú, qué? —inquirió Jack con una inflexión de desdén.
—Yo me encuentro muy bien.
—¿Qué me dices? Pues no das esa impresión. Mira, Maurice, es posible
que dentro de unos minutos ya no se me depare una ocasión para decírtelo…
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Puedes apreciarlo por ti mismo. Tienes mal color… Sí, ya lo sé: no se te
presentan muchas oportunidades de apartarte de esto, pero al menos tienes
que arreglártelas para dar un paseo de una hora por las tardes. Sudas con
exceso.
—Es verdad. —Saqué mi pañuelo, pasándomelo por la frente y la nuca,
completamente empapadas de sudor—. Lo mismo te pasaría a ti si te vieses
obligado a correr por este condenado local, vigilando media docena de cosas a
la vez. Por añadidura, este tiempo, tan caluroso…
—También yo corro lo mío, todos los días, y sin embargo no me sucede lo
que a ti.
—¡Hombre! Recuerda que tienes diez años menos que yo.
—¿Y qué? Maurice: tu sudor tiene su origen en el alcohol. ¿Cuántos
whiskies han caído ya en lo que va de noche?
—¡Oh! Un par de ellos, tan sólo.
—¡Hum! Sé muy bien cómo cuentas: un par de whiskies triples. Todavía
te servirán o te prepararás un par más antes de que nos vayamos. Después de
la cena, vendrán tres solitarios whiskies más. Con todo ello llegas a la media
botella, a la que hay que agregar tres o cuatro vasos de vino, más lo que
bebieras durante la comida del mediodía. Eso es abusar, es demasiado.
—Me he acostumbrado a ello. Lo encajo bien.
—Te has acostumbrado a ello, sí. ¿Y qué pasa? Pues que disfrutas de los
restos de una constitución física de primer orden. Pero de aquí en adelante no
podrás seguir como en el pasado. Tienes cincuenta y tres años. Has llegado a
ese punto del camino en que el piso se inclina. Vas cuesta abajo, querido. Y la
cuesta cada vez será más pronunciada, rápidamente, si sigues como ahora.
¿Cómo te encuentras hoy?
—Muy bien. Ya te lo he dicho.
—Vamos, vamos. ¿Cómo te sientes hoy realmente?
—¡Oh!… Francamente mal.
—Vienes sintiéndote así desde hace unos dos meses. Y todo porque bebes
con exceso.
—Las dos únicas horas de la jornada en que no me encuentro de ese
modo. Jack, quedan siempre hacia el final de un día de intensos trasiegos.
—Figuraciones tuyas, créeme. ¿Te sientes agitado?
—Menos que antes. Sí, estoy mejor.
—¿Y en cuanto a las alucinaciones?
Al aludir a mis agitaciones nos estábamos refiriendo a algo menos
desagradable de lo que pueda parecer a primera vista. Son muchas, casi todas,
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las personas que se hallan familiarizadas con cierta forma de agitación que se
presenta en el momento de quedarse uno dormido. Se trata de una convulsiva
rigidez de la pierna que suele presentarse acompañada de un breve sueño
explicativo relacionado con una caída, con la pérdida de un peldaño al alargar
una pierna para subir cualquier escalera. En casos más habituales y
pronunciados, el movimiento puede afectar a cualesquiera músculos,
incluidos los del rostro, y eso puede ocurrir una docena de veces, o más, antes
de que el sujeto concilie el sueño, o abandone tal empeño.
Con este grado de intensidad, la agitación de este tipo se asocia con las
alucinaciones hipnagógicas. Antecede a éstas la agitación, que se presenta
cuando el individuo está completamente despierto, o casi despierto, pero con
los ojos cerrados. No son sueños. Pueden ser descritas como visiones de
significado no evidente, observadas en condiciones nada favorables. Su
paralelo más próximo o menos distante es lo que les sucede a las personas que
se han pasado la mayor parte de un día sin apartar los ojos de una escena que
varía solamente dentro de ciertos límites fijos, como cuando se viaja en
coche, por ejemplo, quienes, cuando cierran los ojos al tenderse en el lecho,
por la noche, se encuentran con una versión de lo que estuvieron viendo,
como si estuviese siendo proyectado sobre la parte interior de sus párpados.
Pero se presentan notables diferencias. Las alucinaciones carecen de todo
sentido de profundidad o marco, y no se encuentra mucho como fondo; con
frecuencia, nada. Un trozo de pared, el rincón de una chimenea, una silla o
una mesa entrevistas, es todo lo más que puede distinguirse; uno, de
encontrarse en alguna parte, se halla siempre al aire libre. Y, lo que es más
importante, las imágenes alucinatorias son invariablemente, por así decirlo,
ficticias. Jamás nada conocido se representa en ellas.
En su totalidad, esas imágenes son humanas. Proveniente de la oscuridad,
aparece un rostro, o una faz con su cuello correspondiente y sus hombros, o
algo que no puede ser descrito con precisión, pero que se asemeja a una cara
más que a ninguna otra cosa, con cambiantes expresiones. También se ven
comúnmente otras partes del cuerpo, unas nalgas, un muslo, un torso
completo, un solitario pie. En mi caso, esas figuras aparecen totalmente
desnudas, pero esto puede ser consecuencia de mis eróticas inclinaciones, no
necesariamente resultado de la experiencia. Las extrañas distorsiones y
apéndices que acompañan, la mayor parte del tiempo, a las identificables
formas desnudas tienden a producir una atenuación de su calidad erótica. Yo
mismo no me siento sexualmente impresionado por un seno femenino
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dividido en fragmentos como una naranja pelada, o por un par de muslos que
convergen en una sola e hinchada rodilla.
De todo esto ya se puede pensar que la alucinación hipnagógica es algo
que debe ser temido. Hasta cierto punto, inspiran miedo, pero (en mi caso) las
diversas imágenes, aunque, con frecuencia, grotescas o desconcertantes, no
tienen poder suficiente para aterrorizar. En ocasiones, de repente, un perfil
corriente se transforma en una faz completa, centelleando los ojos con ira de
demente, o se transforma en algo no humano. Otras veces, como contraste, se
entrevé algo bello claramente, en un breve destello de suave y amarillenta luz,
antes de difuminarse, de desaparecer, pasando al estado de una ficción
desvanecida. Lo más desagradable de esas visiones son los tirones y
temblores, y las sacudidas, que hacen que uno quede totalmente desvelado.
Siempre traen consigo una pérdida de sueño.
Pensé brevemente en esa perspectiva mientras Jack y yo hablábamos en el
bar, que había empezado a llenarse de gente. Acudían los primeros huéspedes
al comedor, así como otras personas que se habían pasado la última media
hora al volante de sus coches. Dije a Jack:
—Supongo que me dirás que todo es debido al alcohol.
—Pues, mira, con él están relacionadas, en efecto.
—La última vez que hablamos de este mismo tema me dijiste que se
hallaban relacionadas con la epilepsia. Ambas opiniones no pueden ser
válidas a la vez.
—¿Por qué no, si es así? De todos modos, la epilepsia es un tecnicismo.
Yo no puedo asegurarte que jamás padecerás un ataque de epilepsia, de la
misma manera que no me es posible decir que nunca te romperás una pierna
Puedo afirmar, en cambio, que, de momento, no existen indicios de ella. Otra
cosa puedo decirte: entre tu forma de beber y tus saltos y rostros existe algo
más que una conexión técnica. El cansancio proviene de un esfuerzo. Quizá
todo se limite a eso.
—El alcohol produce en tales circunstancias un alivio.
—Al principio. Vamos, Maurice… Después de veinte años de continuo
trasiego, no querrás que te dé una conferencia sobre los círculos viciosos y las
espirales en continuo descenso. No te estoy pidiendo que suprimas el alcohol
totalmente, radicalmente. Esta idea no sería buena, en absoluto. Modérate un
poco, simplemente. Esfuérzate por apartarte de lo fuerte hasta la noche, por
ejemplo. Lo mejor será que inicies cuanto antes el nuevo régimen de vida. Si
es que quieres llegar a cumplir los sesenta años. Tampoco quiero que te
recluyas en tu habitación para vivir como un muerto, valga la paradoja. Haz
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que te sirvan uno más de tus whiskies especiales y luego trota unos minutos
por el comedor formulando excusas ante los comensales que se quejen de
haber hallado algún desperdicio en sus budines de bisté y riñones. Mientras
tanto, charlaré con estos pájaros.
Hice, aproximadamente, lo que él me dijo, tardando más de la cuenta, a
causa de que tuve que escuchar todo un discurso sobre mi cocina pronunciado
por mi huésped de Baltimore a la velocidad de un orador que se hubiese
estado dirigiendo a un auditorio de defectuosos mentales en alto grado. Tras
lo cual, después de haber respondido con circunlocuciones, me separé de él,
subiendo al apartamento.
El sonido de una voz autoritaria de varón, expresándose en un tono más
bien displicente, con un fuerte acento centro-europeo, llegó a mis oídos,
proveniente del dormitorio de mi hija. Amy, de trece años de edad, delgada y
pálida, estaba sentada en el borde de su lecho, con las mejillas entre las manos
y los codos apoyados en las rodillas. Todo lo que la rodeaba venía a revelar su
edad y condición con fidelidad extrema: fotografías en colores de cantantes y
actores, recortadas de varias revistas y pegadas en las paredes con cinta
adhesiva; un gramófono miniatura, sin tapa, de color rosado; discos y
policromas fundas de discos, por separado, demasiado estrechas para los fines
a que eran destinadas; muchísimos jarrones y envases; pequeñas botellas de
plástico agrupadas encima de la cómoda, en torno a un receptor de televisión.
En la pantalla de éste, un hombre muy peludo decía a otro, calvo: «Pero los
efectos de estos ataques contra el dólar no serán, desde luego, evidentes en
seguida. Hemos de esperar para ver cuáles son los mejores remedios a
adoptar».
—Querida: ¿cómo se te ocurre ver un programa como éste? —le pregunté.
Amy se encogió de hombros sin cambiar de postura.
—¿Qué otros programas hay?
—En un canal, música… Ya sabes: violines y todo lo demás. En el otro,
caballos.
—Sin embargo, a ti te gustan los caballos.
—Éstos, no.
—¿Qué les pasa a éstos?
—Todos marchan en fila.
—¿Qué quieres decir?
—Que van en fila: uno detrás de otro*
—No sé por qué razón has de estar forzosamente viendo un programa en
la pantalla de tu televisor, sea cual sea. ¿No podrías…? A mí me gustaría que
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de vez en cuando leyeses un libro.
«Usted debe comprender, en primer lugar, que eso no es cosa del Fondo
Monetario Internacional», dijo en el televisor el hombre peludo con
desprecio.
—Apaga ese aparato, cariño, ¿quieres? No puedo oír nada… Así es mejor.
Amy, con los ojos fijos todavía en la pequeña pantalla, había tendido un
brazo rematado por una mano de largos dedos, pulsó un botón que se hallaba
a un lado del televisor, reduciendo la voz del melenudo a un prolongado y
lejano grito.
—Escucha ahora lo que voy a decirte: el doctor Maybury y su esposa han
venido aquí esta noche, para cenar con nosotros. Subirán dentro de unos
minutos. ¿Por qué no te pones tu vestido de noche, te cepillas los dientes y
charlas un rato con el matrimonio antes de acostarte?
—No, gracias, papá.
—Pero a ti te son simpáticos los Maybury. Me lo has dicho varias veces.
—No, gracias.
—Bueno, entonces ve a desearle buenas noches al abuelo.
—Sí, eso sí.
Mientras permanecía allí unos momentos, junto a la cama, deseoso de
descubrir cómo podía infundir a mi hija un poco de vida, mis ojos tropezaron
con una fotografía de la difunta, de su madre, colocada en la pared, junto a la
ventana. Creo que no hice ningún movimiento, pero Amy, sin haberme
mirado de reojo, advirtió lo que acababa de ver. Movió las piernas
ligeramente, como si se hubiese sentido incómoda. Y, de repente, dije,
intentando dar a mis palabras una inflexión de entusiasmo:
—Ya sé lo que vamos a hacer… Mañana por la mañana volveré a ir a
Baldock. Lo que tengo que hacer allí no me llevará más de unos minutos, así
que podrías acompañarme. Tomaríamos una taza de café y… Tú podrías pedir
una cocacola.
—De acuerdo, papá —respondió Amy, más sosegada, por lo menos en
cuanto a la voz.
—Bueno, volveré dentro de un cuarto de hora para desearte buenas
noches. Espero que para entonces ya te hayas acostado. Que no se te olvide
cepillarte los dientes.
—De acuerdo.
Antes de que hubiese cerrado la puerta de la habitación comprendí que la
hora del melenudo había pasado, para ser sustituido por una calurosa
recomendación de no sé qué marca de champú para el cabello, subrayada por
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alguien suavemente, a medio orgasmo. Amy no era todavía una mujer, pero
ya con menos años había hecho considerables progresos en el femenino
hábito de comportarse indiferentemente, o fríamente, hasta el punto de que
debía de existir alguna razón que la justificara. A todo esto negaba tercamente
la existencia del raciocinio, y también la del comportamiento. Yo me sentía
intimidado por su conducta, y, de vez en cuando, aterrado por su razón.
Mientras tanto, evitaba el análisis. Amy y yo no habíamos hablado nunca de
la muerte de Margaret ocurrida en un accidente callejero, dieciocho meses
antes. Sólo había habido alusiones inevitables, fruto de la ordinaria
convivencia. Tres años antes de eso, Margaret se había llevado a Amy al
dejarme a mí. Tampoco nos habíamos ocupado de ese episodio. Al final
tendría que hacer algo sobre el particular, acertar con un medio que me
permitiera hablar de la conducta y de la razón. Quizá se me deparara una
oportunidad en tal sentido durante el viaje a Baldock mañana por la mañana.
Quizá.
Descendí a la planta baja; entré en el comedor, un salón amplio, de techo
no muy alto, en el que había una bella chimenea del siglo XVII, una pieza
heráldica que yo había descubierto tras un revestimiento de Victorianos
ladrillos. Magdalena, la esposa de Ramón, una mujer menuda, de unos treinta
y cinco años de edad, colocaba tazones de vichyssoise enfriado ante cada una
de las cinco sillas alrededor de la mesa ovalada. Las ventanas estaban
abiertas; las cortinas habían sido descorridas. Cuando encendí las velas de los
candelabros, las llamitas temblaron débilmente, sin acabar de extinguirse.
Una brisa de las Chiltern se esforzaba por llegar hasta allí. El aire no parecía
más fresco. Cuando Magdalena, hablando apaciblemente consigo misma, se
hubo ido, me acerqué a la ventana correspondiente a la fachada de la casa,
pero en aquel lugar hallé poco alivio.
No había nada que ver. Sólo la desierta habitación, reflejada en uno de los
grandes cristales. Mis estatuillas continuaban en sus correspondientes sitios;
veía una buena copia de una terracotta romana: una cabeza de viejo sobre un
pedestal, junto a la puerta; un par de jóvenes isabelinas contemplándose
mutua y vagamente desde sus rectangulares nichos, en el muro más alejado;
los bustos de un oficial de la Marina y de un militar del período napoleónico,
en la repisa de la chimenea; una linda figura femenina de bronce,
probablemente francesa, que data de 1890, o de poco después, sobre otro
pedestal situado delante de la ventana, a mi izquierda, de forma que quedara
bañada por el sol de la mañana. Dando la espalda a la habitación, poco podía
observar de ella. En tal posición, el extrañamente exacto equilibrio entre lo
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animado y lo inanimado, constantemente mantenido en la observación directa,
parecía haberse esfumado. En el cristal de la ventana todo parecía
nuevamente falto de vida. Di la vuelta, enfrentándome con todas las
estatuillas: sí, una vez más, humanas al mismo tiempo que minerales.
La carretera A595 quedaba demasiado lejos para que llegase hasta allí el
rumor de los vehículos. Por otra parte, ningún coche avanzaba en aquel
momento hacia la entrada de la casa, por la zona despejada existente delante
del edificio. Todo parecía sumido en una gran quietud. Luego se hizo audible
un murmullo de voces, ninguna de las cuales podía ser aislada, distinguida del
resto. Me dije que si transcurrían todavía unos segundos más sin que
percibiera un sonido independiente de los demás, me trasladaría a mi
dormitorio para echar otro trago. Comencé a contar mentalmente: mil, dos
mil, tres mil, cuatro mil… Ésta es una práctica que ayuda a alcanzar el ritmo
correcto. Con este proceder, al correr de los años, he llegado a un punto en
que me es posible garantizar una precisión extraordinaria, con un margen de
error de dos segundos por minuto controlado. He ahí una costumbre muy útil
en determinadas situaciones, como cuando se trata de hervir huevos sin la
ayuda de reloj. Pero la utilidad práctica no es realmente el fin que se persigue.
Había llegado a la cifra treinta y ocho mil en mi cuenta, y empezaba a
felicitarme a mí mismo por entrar en el último tercio del recorrido, cuando oí
un sonido claramente diferenciado, esperado a medias, procedente de la salita
que había al otro lado del pasillo, una mezcla de gruñido y de carraspeo. Mi
padre, habiendo notado la partida de Magdalena, pero procurando que no
pensara que actuaba directamente de acuerdo con esa señal, había decidido
que era hora de moverse y de acomodarse ante la mesa. Me había privado de
mi whisky, pero tenía que reconocer que esto era algo que quizás era correcto.
Percibí el rumor de sus pasos, lentos y firmes. Al cabo de unos instantes,
la puerta se abrió. Pronunció unas palabras poco cordiales al descubrir que
había sido precedido en el umbral por «Víctor Hugo», el cual se había
escabullido por entre sus pies. «Víctor» era un siamés de pelo azulado, un
gato castrado en el tercer año de su existencia. Entró, como de costumbre, en
una especie de semivuelo, como huyendo de algo que no era una amenaza,
probablemente, pero que le hacía intuir que lo mejor era ponerse a salvo.
Habiéndome visto, se me acercó, también como de costumbre, con cierto aire
de incertidumbre. No debía pensar en mi identidad, sino en mis intenciones.
Me miró, expectante, a la caza de posibles respuestas. ¿Era yo nitrato
potásico, o el día doce del mes de octubre, o la Cristiandad, o un problema de
ajedrez? ¿Algo, tal vez, que implicaba una variante del contra-gambito de
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Falkbeer? Al llegar junto a mí renunció a la solución del problema, cayendo a
mis pies como hubiera podido caer un elefante alcanzado por un proyectil en
cualquier punto vital de su cuerpo. «Víctor» era, entre otros motivos, la razón
de que no fuesen admitidos perros en El Hombre Verde. El esfuerzo para
jerarquizarlos hubiera podido resultar excesivamente agotador para él.
Mi padre cerró la puerta con firmeza a su espalda, haciendo un gesto de
asentimiento que me brindó, sin, al parecer, querer dar a entender algo
especial. Físicamente me parezco bastante a él: en la estatura, en la poca o
ninguna propensión a las adiposidades. Entre sus cabellos blancos hay
algunos de color rojo oscuro, como los míos. Pero su larga nariz y sus anchas
manos, poderosas como las de un pianista, han sido reemplazadas en mí por
algo menos afirmativamente masculino, lo cual debo a mi madre.
Por entonces, el hombre parecía estar contemplando el mundo con aire de
persona descontenta por un motivo no determinado. Había allí otra persona
cuya vida no comprendía. La rutina cotidiana, mitigada por una pequeña
variación los domingos por la mañana, era de estrechos límites: hiciera el
tiempo que hiciera, a las diez en punto se encaminaba a la población «para
echar un vistazo» (aunque allí se veía siempre lo mismo, ya que nada
cambiaba, al menos a los ojos de un hombre de ciudad como yo); adquiría un
paquete de diez Piccadilly y el «The Times» (no había querido que se lo
llevasen a casa), siempre en el mismo establecimiento; entraba en la sala de té
Dainty, a tomar un café con un bizcocho de chocolate; al mismo tiempo se
leía todo el diario; a mediodía se presentaba, con toda puntualidad, en el
«Queen’s Arms», donde tomaría un par de cervezas ligeras Courage e
iniciaba la solución de su crucigrama cotidiano, charlando con «uno o dos
conocidos», abordando temas que a mí me había costado trabajo definir
cuando alguna mañana floja de trabajo había decidido acompañarlo en su
recorrido.
Volvía a El Hombre Verde a la una y cuarto en punto, para ingerir una
comida fría en su habitación; luego, por la tarde, se dedicaba a dormitar,
intentando dar fin al crucigrama comenzado por la mañana. También leía
libros de bolsillo del género detectivesco, los cuales le compraba yo en
Royston o en Baldock. A las seis o seis y media —aquí se permitía una
pequeña irregularidad en el horario— hacía acto de presencia en el salón, listo
para hacer los honores a la primera de las dos bebidas que ingería antes de la
cena, listo, asimismo, para conversar, supongo, ya que entonces no llevaba
nada en las manos, ni siquiera el crucigrama.
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Pero Joyce, Amy y yo teníamos otras cosas que hacer para entretenernos
charlando con él. Entonces optaba por pedir el periódico de la noche, como la
última vez, o fijar la vista en un muro. Siempre que lo miraba, para volver a
encontrármelo así, como esta noche, me sentía levemente derrotado: no podía
obligarle a leer, no podía forzarle a resolver jeroglíficos; no iba a pedirle que
se pusiera a estudiar latín, o que probara suerte con el dibujo técnico; en
cuanto a la televisión, ni hablar: siempre decía que le agradaba tanto como la
perspectiva de ser objeto de un trasplante de cerebro, con sustitución de éste
por un calabacín.
Paseó la mirada por la habitación, frunciendo el ceño con más intensidad
que de costumbre. Pretendía encontrar a su alrededor aquello que podía
resultarle más desagradable, seguramente. Sus ojos se fijaron en la mesa
preparada, dirigiéndose hacia ésta.
—Huéspedes —comentó, aparentemente tolerante.
—Sí. Jack y Diana Maybury, que cenan aquí esta noche. En efecto, ya
han…
—Lo sé, lo sé. Me lo dijiste esta mañana. Es un tipo chocante él, ¿no te
parece? Muy especial, quiero decir. Parece estar diciendo a cada momento:
«Aquí tenéis al más eficiente y responsable de los médicos de esta región;
amigo, además, de todo el mundo…». Creo que no me agrada, Maurice. Me
gustaría poder declarar lo contrario, porque lo hace muy bien conmigo, como
médico, quiero decir. No me ha fallado ni una sola vez, Pero no creo que me
agrade como hombre. Es algo que tiene que ver con la forma de tratar a su
esposa. Son esas maneras suyas… No parece sino que estuviese considerando
que careces de piernas y brazos. Bueno, a mi edad eso es de esperar, pero es
que ella sigue un tipo de conducta con todos… ¡Oh! Es muy atractiva, desde
luego. A la vista está. Oye, ¿tú no…? A propósito…
—No —respondí, deseando más que nunca tener a la mano un vaso—. No
hay nada de eso.
—He visto cómo la mirabas. Eres una mala persona, Maurice.
—En lo de mirarla no hay nada malo.
—En tu caso, sí, ya que eres una mala persona, Maurice. De todos modos,
no la toques, si es que deseas que te dé un consejo. Esa pequeña bruja te
podría traer complicaciones y, créeme, no vale la pena. Con una mujer hay
otras cosas, aparte de la consabida de llevarla a tu lecho. Y esto hace que
recuerde algo… Querría charlar contigo acerca de Joyce. No se siente feliz
aquí, Maurice. ¡Oh! No quiero decir que esté abatida, nada de eso… Ha
encajado perfectamente en este género de vida, en la existencia que es preciso
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llevar aquí… En tal aspecto, eres un hombre afortunado. Pero en realidad ella
no es feliz. Se figura que la llevaste al matrimonio, que fuiste tan lejos en tus
propósitos con el fin de dar con alguien que fuese una madre para la joven
Amy. La cosa no marcha bien en este aspecto, todo lo bien que pudiera
marchar, porque lo dejas todo en sus manos en vez de ayudarla a cumplir
aquel fin. Es una mujer joven, Maurice. Ya sé que andas muy ocupado con
esto y que eres muy consciente. Pero no debes escudarte en ello. Fíjate en lo
de esta mañana, por ejemplo. Un tipo armó un alboroto porque Magdalena
derramó unas gotas de té en la mermelada de su desayuno. Lo recuerdas, ¿no?
Joyce se las entendió bien con él, y luego me dijo…
Se detuvo. Su oído, no menos fino que el mío, había captado el ruido de la
puerta exterior del apartamento al abrirse. Luego, oyendo ya las esperadas
voces, se levantó, para hallarse en pie cuando la puerta de la habitación se
abriera.
—Ya te lo contaré más tarde —susurró.
Entraron los Maybury en compañía de Joyce. Yo me encaminé hacia el
aparador para repasar las bebidas preparadas para la cena. Y entonces vi que
Diana me había seguido. Jack adoptó su conocida actitud tolerante con mi
padre. De creerle, lo lógico y razonable era que un hombre se mantuviese
físicamente impecable a los setenta y nueve años. Joyce participaba en la
conversación.
—Y bien, Maurice… —manifestó o preguntó Diana, intentando dar a
estas tres palabras, que no querían decir nada, un tono concreto. Implicaba
éste que, sin esfuerzo, acababa de elevarse por encima del corriente rumor de
la conversación normal.
—Hola, Diana.
—Maurice… ¿Te importaría que te hiciese una pregunta?
Allí estaba Diana, de nuevo al alcance de mis manos. Era tentador y se
habría acercado mucho a la verdad responder: «Sí, me importa mucho,
muchísimo, ya que quieres saberlo», pero me descubrí a mí mismo mirando el
escote de su vestido de un verde serpiente, por donde asomaba la mujer…
Finalmente, me limité a emitir un gruñido.
—Maurice, ¿por qué das siempre la impresión de estar intentando huir de
algo? ¿Qué es lo que hace que te sientas atrapado de ese modo?
Diana hablaba como si hubiese estado ayudándome a contar las palabras.
—¿Doy yo esa impresión? ¿Yo atrapado? ¿Qué quieres decir? Que yo
sepa, no estoy intentando huir de nada.
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—Entonces, ¿por qué te comportas como si alguien se hubiese lanzado en
tu persecución?
—¿Como si alguien…? ¿Quién va a perseguirme a mí? He de enfrentarme
con los impuestos, las facturas de los abastecedores, la vejez, y unas cuantas
cosas por el estilo, pero todos…
—¿De qué estás pretendiendo huir?
Rechazando otra tentadora contestación, eché un vistazo por encima de su
moreno hombro. Jack y mi padre hablaban; Joyce procuraba escucharlos.
Respondí en voz baja:
—Ya te hablaré en otra ocasión. Por ejemplo, mañana por la tarde. Estaré
en la esquina a las tres y media…
—Maurice…
—¿Qué hay? —repuse con los dientes apretados.
—Maurice, ¿qué es lo que te hace ser tan increíblemente insistente? ¿Qué
es lo que deseas de mí?
Sentí que me corría por el pecho una gotita de sudor.
—Soy tan insistente porque deseo algo de ti, y, si no sabes lo que es,
pronto podré decírtelo. Estarás allí mañana, ¿no?
En aquel preciso instante habló Joyce:
—Comencemos, ¿no os parece? Debéis de estar todos muertos de hambre.
Yo sí lo estoy.
Sin molestarse en disimular su triunfo por la forma en que los
acontecimientos le habían proporcionado el premio de dejar mi pregunta
incontestada, Diana se alejó de mí. Destapé una botella de Worthington
«Escudo Blanco» para mi padre; cogí una de las botellas de Bátard
Montrachet 1961, abierta por el encargado de los vinos media hora antes, y la
seguí.
En el transcurso de los últimos cinco segundos se había hecho claramente
improbable que acudiera a la cita concertada conmigo de la tarde siguiente, ya
que ella se encontraba ahora en la altamente ventajosa posición de resistirse a
mis pretensiones sin provocar el odio que causa siempre quebrantar un
convenio.
Por otra parte, Diana era muy capaz de seguir esta línea de
argumentación, y, por tanto, presentarse en la esquina que yo le había
indicado, para no encontrarme allí, lo cual me arrojaría al rincón erróneo del
cuadrilátero, por no mencionar las preguntas subsiguientes acerca de por qué
era yo tan voluble y egoísta. Mi insegura posición me llevaría a sudar más de
una vez con este motivo. Diana, sin pensar mucho en ello, tenía que haberse
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figurado claramente lo que había pasado por mi cabeza. Y yo no podría
retroceder, puesto que había ido tan lejos.
Yo acababa de llenar las copas de todos, instalándome en mi sillón Reina
Ana, mi pieza preferida, pese a que tenía en la casa dos o tres más antiguas,
Diana quedaba a mi derecha, con mi padre al otro lado, enfrentado con la
puerta. Jack y Joyce estaban a mi izquierda. Mientras hacíamos los honores a
la vichyssoise, mi padre dijo:
—Estos últimos días he visto a muchas personas vagando por todos los
rincones de esta casa. Me refiero a esta planta, claro, donde la gente extraña
no tiene nada que hacer cuando no se celebra algún banquete. No hace ni
siquiera media hora andaba por el pasillo de al lado un tipo que iba de un lado
para otro como si fuese el amo. Me disponía a abordarlo para preguntarle qué
le había llevado por allí, cuando se alejó definitivamente. Y en los últimos
días no es la primera vez que esto sucede, Maurice. ¿No podrías poner en un
lugar bien visible un rótulo o lo que fuera?
—En la puerta principal ya hay…
—No, no. Quiero decir algo al pie de las escaleras, con objeto de que no
subiese nadie al piso. Esta casa se está convirtiendo en un manicomio. ¿Es
que no te habías dado cuenta de ello por ti mismo, Maurice? Sí,
seguramente…
—En una o dos ocasiones. —Apenas prestaba atención a cuanto decía. Me
hallaba pendiente de Diana, a la que miraba disimuladamente, con el rabillo
del ojo—. Ahora que hablas de eso, padre, te diré que no hace mucho se
encontraba una mujer en lo alto de las escaleras.
Entonces caí en la cuenta de que luego no llegué a ver a la mujer en el bar,
ni en el comedor, ni en ninguna parte de la casa. Indudablemente, se habría
metido en el tocador de señoras de la planta baja, saliendo de mi
establecimiento mientras yo me encontraba muy ocupado sustituyendo a Fred.
No podía tener la menor duda ya sobre eso… Intuí, más que vi, que Diana
acababa de dejar su cuchara y comenzaba a mirarme. No acertaba a
comprender bien la perspectiva de verme interrogado a base de preguntas con
frases silabeadas. Me preguntaría, en efecto, por qué era así; por qué resultaba
yo tan lo que fuera; por qué no me daba cuenta de lo de más allá… Me
levanté, alegando que iba a desearle buenas noches a Amy. Salí, y llamé a
Magdalena.
Amy seguía con el aspecto y en la postura de antes. Continuaba sentada
en el borde del lecho. En la pantalla del televisor, una mujer joven reprochaba
algo a otra de más edad, la cual se hallaba totalmente vuelta de espaldas. No
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se trataba de una desatención, ni de una rudeza deliberada. Así, el público
concentraba su atención por entero en la persona que hablaba. Es decir, no
permitiendo que aquella cara se viese al mismo tiempo que la de su
acusadora. Estuve observando la escena, medio esperanzado en que la otra
mujer diese la vuelta al final del discurso. Me pregunté hasta qué punto la
vida real se vería afectada por ciertos convencionalismos, si tenía que darse
aquel preámbulo para llegar al resultado normal del enfrentamiento de dos
personas en la conversación. Seguidamente me dirigí a Amy.
—¿A qué hora termina esto?
—Está a punto de terminar.
—Haz el favor de apagar el televisor en cuanto acabe. ¿Te has limpiado
los dientes?
—Sí.
—Bueno, hija. Que no se te olvide que mañana vamos a Baldock.
—No se me olvida.
—Entonces, buenas noches.
Me incliné para depositar un beso en su mejilla. En aquel instante se
produjo una serie de ruidos en el comedor. Oí un grito ahogado, que me
pareció provenir de mi padre, unas apresuradas palabras de Jack, un golpe al
parecer producido contra un mueble, una confusión de voces. Le dije a Amy
que se quedara donde estaba y yo eché a correr en dirección a aquella
estancia.
Al abrir la puerta, «Víctor» salió como una exhalación, con la cola
levantada y el pelo erizado. En medio de la habitación, Jack, ayudado por
Joyce, llevaba a mi padre, un cuerpo completamente desmadejado, sin vida, a
un sillón próximo. La silla que ocupara el anciano aparecía volcada; vi caídos
por el suelo un plato, una cuchara, un cuchillo. También se había derramado
sobre el mantel el contenido de un vaso. Diana, que había estado observando
los movimientos apresurados de los demás, fijó la vista en mí, atemorizada.
—Se quedó con la mirada muy fija en un punto, Y se puso en pie. A
continuación dio un grito y se derrumbó. Al caer, tropezó con el borde de la
mesa, y Jack acertó a cogerlo a medias —me explicó con voz temblorosa.
Me adelanté.
—¿Qué ha pasado?
Jack trataba de incorporar a mi padre en el sillón. Cuando hubo dado fin a
su tarea, se volvió hacia mí.
—Yo diría que se trata de una hemorragia cerebral.
—¿Corre peligro?
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—Yo diría que sí.
—¿Puede morir?
—Es muy posible.
—¿Qué podemos hacer?
—Nada, si la cosa es tan grave como me figuro.
Miré a Jack y él me miró a mí. No podría decir lo que pasó por mi cabeza
en aquellos momentos. Jack le había tomado el pulso al accidentado. Tenía la
sensación de que estaba compuesto tan sólo de mi rostro y de mi torso, hasta
cerca del vientre. Me arrodillé junto al sillón y percibí una respiración lenta y
ronca. Mi padre tenía los ojos abiertos, con las pupilas aparentemente fijadas
en algo situado a la izquierda. Aparte de eso, su aspecto era normal, lo veía
relajado.
—Padre —murmuré junto a su oído.
Entonces se agitó ligeramente. No despegó los labios, y yo no sabía qué
decirle. Me pregunté qué era lo que estaría pasando por aquel cerebro, qué
estaba viendo, qué se imaginaba ver. Algo carente de importancia, quizás;
algo agradable, tal vez: el brillo del sol sobre la campiña verdeante. También
podía tratarse de cualquier cosa menos grata, fea, desconcertante. Me imaginé
sus desesperados y prolongados esfuerzos por comprender lo que estaba
sucediendo; su agitación, tan penosa como el dolor que tal vez estaba
sintiendo. El dolor venía a ser en tales situaciones algo misericordioso,
suficientemente poderoso como para acabar con el pensamiento, con las
sensaciones, con la conciencia del propio ser, con el sentido del tiempo, con
todo… Sólo el dolor quedaba. Tal idea me aterrorizó. Pero sirvió para
inspirarme con irresistible claridad y firmeza mis próximas palabras.
Me acerqué un poco más a él.
—Padre… Soy Maurice. ¿Estás despierto? ¿Sabes dónde te encuentras?
Soy Maurice, padre. Dime qué es lo que pasa donde tú te hallas ahora. ¿Hay
algo que ver ahí? Cuéntame lo que sientes. ¿Qué estás pensando?
A mi espalda. Jack dijo fríamente:
—No puede oírte.
—Padre… ¿Puedes oírme? Baja la cabeza, haz un gesto afirmativo si es
así.
Con lenta y mecánica entonación, igual que un disco de gramófono
girando a muy pocas revoluciones, mi padre respondió:
—Mau… rice… —Después, menos claras, llegaron a mis oídos unas
cuantas palabras ininteligibles.
Finalmente se quedó completamente inmóvil. Muerto.
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Me incorporé, separándome del sillón. Diana me miró. La expresión de
temor había desaparecido de su rostro. Antes de que acertara a decir algo, la
dejé atrás, acercándome a Joyce, que se había quedado quieta, con los ojos
fijos en el mantel. Unos minutos antes había sido dejada allí una bandeja con
cinco platos de verdura.
—No sabía qué hacer —explicó Joyce—, y le dije a Magdalena que lo
dejara todo ahí… ¿Está muerto?
—Sí.
Inmediatamente, se echó a llorar. Nos abrazamos en silencio.
—Era muy viejo ya. Todo ha sido muy rápido. No debe de haber sufrido
nada.
—Ignoramos si ha sufrido o no —repuse.
—Era un anciano muy bondadoso. Me cuesta mucho trabajo creer que se
ha ido para siempre.
—Será mejor que vaya a decírselo a Amy.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, ahora no.
Amy había apagado el televisor y se encontraba sentada sobre la cama,
pero no en la postura de antes.
—El abuelo se ha puesto muy enfermo —le dije.
—¿Ha muerto? —inquirió ella, adivinando mis precauciones.
—Sí, pero todo duró unos segundos y no sufrió nada. Es imposible que se
diera cuenta de lo que le pasaba. Tenía muchos años, ya lo sabes tú, y esto
había de suceder cualquier día. Ocurre a las personas ya muy viejas…
—¡Qué lástima! Quería decirle muchas cosas.
—¿Acerca de qué?
—Eran muchas cosas —respondió Amy, evasiva. Levantándose, dejó caer
las manos sobre mis hombros—. Siento muchísimo la muerte del abuelo,
papá.
El comportamiento de Amy hizo que las lágrimas asomaran a mis ojos.
Permanecí sentado durante unos minutos en la cama. Retuvo mi mano, y con
la que le quedaba libre me acarició la nuca. Cuando hube secado mis
lágrimas, Amy me dijo que no me preocupara por ella, que estaría bien y que
procuraría verme por la mañana.
En el comedor, las dos mujeres se habían sentado junto a la ventana.
Diana deslizó un brazo por los hombros de Joyce. Ésta tenía la cabeza
inclinada; sus amarillentos cabellos le cubrían el rostro. Jack me dio un vaso
lleno hasta la mitad de whisky con un poco de agua. Lo apuré de unos tragos.
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—¿Está bien Amy? —me preguntó Jack—. Perfectamente, Maurice. Iré a
echarle un vistazo dentro de unos minutos. Bueno, ahora hemos de tender a tu
padre en su cama. Esto podríamos hacerlo entre tú y yo… O bien podemos
buscar abajo alguien que nos eche una mano si tú no te sientes con suficientes
fuerzas.
—Estoy bien. Lo haremos entre tú y yo.
—Adelante, pues.
Jack tomó a mi padre por las axilas y yo por los tobillos, Diana se hizo a
un lado para abrirnos la puerta. Apretando el pecho contra la cabeza del
anciano. Jack evitó que ésta se bamboleara a un lado y a otro. Continuó
hablando mientras nos movíamos.
—Me pondré en contacto con el joven Palmer tan pronto hayamos
terminado aquí, si tú lo apruebas… Esta noche ya no hay nada que hacer. Lo
primero que hará la enfermera del distrito por la mañana será venir aquí para
dejarlo amortajado. También yo me acercaré con el certificado de defunción.
Alguien tendrá que llevarlo a Baldock, para que sea registrado, arreglando de
paso las cosas con la funeraria. ¿Te encargarás tú de eso?
—Sí.
Nos encontrábamos en el dormitorio.
—¿Qué andas buscando? —le pregunté.
—Una sábana.
—En el último cajón de la cómoda.
Cubrimos el cadáver de mi padre con la sábana y salimos del cuarto. Lo
demás fue hecho en seguida. Hicimos un esfuerzo para tomar un bocado. Jack
comió con más apetito que nosotros. Apareció David Palmer, escuchó lo que
se le dijo, manifestó y aparentó lo mucho que sentía lo ocurrido y se fue.
Telefoneé a Nick, mi hijo, de veinticuatro años de edad, profesor de literatura
en una Universidad de las Midlands. Me dijo que buscaría a alguien que se
hiciese cargo de su hija Josephine, de dos años de edad, y que se presentaría
en la casa en compañía de su esposa, Lucy. Llegaría en coche por la mañana,
al día siguiente, hacia el mediodía. Me di cuenta, con cierta emoción, de que
ya no tenía que avisar a nadie más: un hermano y una hermana de mi padre
habían fallecido sin dejar descendencia. A las once y media, tres cuartos de
hora antes de que los no residentes abandonaran el establecimiento, se había
divulgado la noticia de aquella muerte, y la casa se notaba silenciosa.
Finalmente, los Maybury, Joyce y yo nos plantamos en la entrada del
apartamento.
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—No es necesario que bajéis —dijo Jack—. Fred nos acompañará hasta la
puerta. Procurad dormir todas las lloras que podáis. —Hablando sin viveza,
pero tampoco con tono nada sentimental, añadió—: Bueno… Lamento lo
sucedido. Era una buena persona, con mucho sentido común. Creo que vas a
echarlo mucho de menos, Maurice.
Esta muestra de pésame, en compañía de la mirada oportuna a mi rostro,
que encerraba una simpatía de tipo impersonal, constituía la primera respuesta
no utilitaria de Jack a lo que acababa de pasar. Y no se entretuvo ampliando
aquellos sencillos conceptos. Nos deseó que pasáramos una noche tranquila
con tono natural, cuando, alguien que parecía ser Fred, habló desde el bar,
comenzando a bajar la escalera. Después de besar a Joyce y de mirar en
dirección al sitio en que me encontraba yo, y no directamente a mí, Diana
echó a andar detrás de su marido. Vi inmediatamente que no hizo ninguna de
aquellas cosas con el aire de quien emite un mensaje que quiere ser más
elocuente que unas palabras. Lo mismo había pasado al principio de la velada,
con sus reservadas maneras. Aunque inoportunamente, me pregunté hasta
cuándo duraría aquella forma de conducirse. Sin realizar algún esfuerzo nunca
nadie ha llegado a pasar una hoja…
—Hemos de acostarnos en seguida —dijo Joyce—. Es lo más prudente.
Tú tienes que sentirte muy cansado.
En realidad, me encontraba muy fatigado físicamente. Era igual que si me
hubiese pasado las veinticuatro horas de aquel día en la misma posición. Pero
no me seducía la perspectiva de entregarme al sueño, ni mucho menos la idea
de permanecer en la oscuridad con los ojos abiertos, aguardando su llegada.
—Un whisky más —repuse.
—Pero no de los grandes, Maurice. Y solamente uno. —Joyce se
expresaba en tono de súplica—. No te acomodes fuera para beber. Llévate lo
que sea del dormitorio.
Obré de acuerdo con sus deseos, echando primeramente un vistazo a
Amy, la cual dormía. Era el suyo un sueño natural, sin ese matiz de
concentración o abandono que yo había observado en las mujeres. ¿Dejaría la
partida de mi padre algún vacío en su mundo personal? No había acertado a
imaginarme ni una sola de las cosas que ella pensaba decirle… Él la había
aceptado con vacilante naturalidad; ella le había imitado en este aspecto,
dando una versión infantil de su actitud. Por lo que me fue posible observar,
nunca habían hablado demasiado entre ellos. Pero mi padre había vivido en la
casa día tras día, a lo largo del año y medio que duraba la estancia de Amy
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allí, tras la muerte de su madre. Y yo consideraba que en un mundo reducido
como el de mi hija no podía haber vacíos auténticamente pequeños.
—¿Está bien la niña? —me preguntó Joyce al verme entrar en el
dormitorio con mi whisky.
Nuestra habitación quedaba junto a la de Amy. Tenía la misma anchura
que ésta, pero era de superior longitud. De pie, Joyce se llevó a la boca una de
las píldoras rojas que tomaba contra el insomnio, que deglutió con ayuda de
un poco de agua. Obraba así de acuerdo con los últimos consejos de Jack.
—El caso es dormir. ¿Has visto tú mis píldoras «Belrepose», Joyce?
—Están aquí. Pero tres, como te ha dicho Jack, me parecen demasiadas,
¿no crees? Estoy pensando, además, en lo que has bebido esta noche.
Supongo que Jack está enterado de eso.
—El medicamento no contiene ninguna clase de barbitúrico.
Tragué las tres píldoras con un sorbo de whisky, mientras observaba en
silencio cómo Joyce se descalzaba y se quitaba el vestido sacándoselo por la
cabeza, para colgarlo de una percha, en el armario empotrado. El breve
tiempo invertido en dar unos pasos por la habitación fue suficiente para que
me percatara una vez más de la redondez de sus senos, bajo el impecable
sujetador blanco, en desproporción con la anchura de sus hombros y torso. No
había llegado a dar ni siquiera tres pasos, ya en dirección al lecho, cuando
dejé mi vaso sobre una mesita, aferrándome a su grácil y desnuda cintura.
Ella me retuvo con firmeza, con la firmeza de quien se siente a gusto y
quiere hacer partícipe de su comodidad a otro ser. Pero no tardó en
comprender que no era mi comodidad lo que yo buscaba, al menos en el
sentido corriente de la palabra, y entonces noté que su cuerpo se irguió.
—¡Oh Maurice! No, ahora no…
—Pues ha de ser ahora precisamente. En seguida. Vamos, Joyce.
Solamente una vez en mi vida había sentido aquel apremio, aquella ansia
de mujer, en un instante en que la mente se amodorraba de un modo
involuntario, al mismo tiempo que el cuerpo avanzaba por sucesivas etapas
con mayor precipitación que en circunstancias normales. Esto ocurrió cuando
yo me dedicaba a observar como cortaba el pan en la cocina una amante que
tuve, mientras su marido ponía la mesa en el comedor, al otro lado de un
pasillo. Entonces, mi mente y mi cuerpo tuvieron que actuar como en las
condiciones habituales en un mínimo período de tiempo. Aquella noche no
iba a ser lo mismo…
Joyce estaba completamente desnuda. Yo solamente me había desnudado
en parte cuando tiré de las ropas del lecho a un lado, empujándola hacia éste.
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Ahora respondía ya con sus largos y lentos ritmos, respirando profundamente,
cada vez con mayor rapidez, mientras me retenía con sus poderosas piernas,
que me ceñían. Me daba cuenta de la urgencia que me impulsaba, algo
imposible de aplazar, de posponer. El clímax quedó marcado por algo
insólito. Después, los hechos de la última hora se presentaron por sí mismos,
como si hasta entonces yo únicamente hubiese oído hablar de ellos a algún
distante y lacónico intermediario. Mi corazón pareció detenerse por un
momento. Luego aceleró tremendamente sus latidos. Abandoné la cama a
toda velocidad.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Joyce.
—Sí, sí.
Tras permanecer unos instantes inmóvil, terminé de desvestirme. Me puse
el pijama y entré en el cuarto de baño. Seguidamente me asomé al salón,
viendo el periódico de la noche correctamente plegado sobre una pequeña
mesita, junto al sillón que mi padre había utilizado siempre. Pasé al comedor
y contemplé el sillón en que había muerto. La tristeza de estas imágenes me
infundió una gran calma. De vuelta al dormitorio, vi que Joyce, habitualmente
lista para charlar un rato en esta etapa de nuestras íntimas relaciones, se había
cubierto por completo con las ropas del lecho, tapándose hasta la cara. Ese
detalle confirmó mi sospecha de que se sentía avergonzada, no de haberse
entregado a mí en el transcurso de la noche en que había fallecido mi padre,
sino de haber gozado con ello. No obstante, al tenderme en la cama, me habló
con un tono de voz que revelaba que estaba muy lejos de encontrarse
adormecida.
—Supongo que es muy natural lo que hemos hecho, como algo instintivo.
Es como si la Naturaleza intentara hacernos ver que la vida debe continuar.
Cosa chocante, sin embargo… Esto no parecía obra del instinto. Más bien se
me figuró algo leído en algún sitio… Me refiero a la idea.
No había pensado en esta faceta de la cuestión hasta entonces, y me sentí
débilmente irritado por su astucia, o aquello que hubiera podido parecer
astucia a un extraño. No obstante, era un consuelo que tuviese que habérmelas
con Joyce allí, y no con Diana, quien se habría lanzado a hacer incitantes
especulaciones, hasta el delirio.
—No estuve fingiendo nada —repuse—. Un hombre no puede fingir
nunca en estas ocasiones.
—Lo sé, querido. No he pretendido decir eso. Aludía a lo que pudiera
parecer. —Alargó una mano, apoderándose de la mía más próxima—. ¿Crees
que podrás conciliar el sueño?
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—Sí, creo que sí. ¿No podrías aclararme una cosa? Sólo es un minuto…
—¿Qué?
—Luego no volveré a pensar en ello. Cuéntame, dime qué es lo que pasó
allí exactamente. Me pasaré el resto de mi vida haciendo cébalas si no me
pones al corriente…
—Bien… Acababa de decir algo sobre las personas que molestaban a la
gente que estaba en sus casas, sosteniendo que no había derecho a proceder
así… De pronto guardó silencio, poniéndose en pie, con mucha mayor rapidez
que otras veces, y se quedó con la mirada fija en un punto…
—¿Qué era lo que miraba?
—No lo sé. Miraba hacia la puerta. Después dio un grito, y Jack le
preguntó qué pasaba, y que si se encontraba bien. A continuación se
derrumbó sobre la mesa, sujetándolo Jack.
—¿Por qué gritó?
—Lo ignoro. No pronunció ni una sola palabra. Jack y yo empezamos a
trasladarlo al sillón. Fue cuando tú volviste. No parecía sentir ningún dolor.
Daba la impresión de hallarse extraordinariamente sorprendido.
—¿Estaba atemorizado?
—Pues… sí. Un poco, quizá.
—¿Solamente un poco?
—Bueno… Mucho, realmente. Probablemente, debió de sentir cómo le
llegaba aquello… Me refiero a la cosa del cerebro.
—Sí. Eso es lógico que le aterrorizara. Lo comprendo.
—No te preocupes más —dijo Joyce, oprimiéndome la mano—. Tú
tampoco habrías podido hacer nada si te hubieses hallado presente.
—No, supongo que no.
—No lo dudes.
—No me acordé de decirle a Amy…, que está ahora en su habitación.
—No entrará en ella. Ya me ocuparé de eso por la mañana. Ahora tengo
que dormir un poco. Esas píldoras me van muy bien.
Nos deseamos buenas noches, apagando las lámparas de nuestras
respectivas mesitas. Yo me giré sobre el costado derecho, por donde quedaba
la ventana, de la cual no veía absolutamente nada. La noche era todavía muy
cálida, pero la humedad había disminuido en el transcurso de la última hora.
Mi almohada me pareció más caliente que mi mejilla nada más entrar en
contacto con ella. La tela de la misma se plegó de mil maneras,
irregularmente. Los latidos de mi corazón eran fuertes y moderadamente
acompasados, como si me hallara en el umbral de una prueba de menor
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cuantía, como si esperara, por ejemplo, en la antesala del dentista o estuviese
a punto de pronunciar un discurso.
Tendido en el lecho, esperaba hacer uno de aquellos rápidos e
involuntarios movimientos que observara diez minutos antes y,
probablemente, repetidos como un par de docenas de veces a lo largo del día
y de la noche. Había referido este fenómeno a Jack, quien me dijo, más bien
condescendiente, sin un gesto de impaciencia, que no se trataba de algo que
tuviese una significación especial; que mi corazón, simplemente, daba,
incluso a menudo, una señal extra y prematura, de suerte que el latido
siguiente se aplazaba imperceptiblemente, pudiendo parecer más fuerte de lo
normal. Todo lo que podía decir (me lo decía a mí mismo) era que, en
ocasiones como aquélla, la cosa resultaba condenadamente significativa. Al
cabo de uno o dos minutos de espera se presentó el estremecimiento, seguido
por una pausa suficientemente prolongada para obligarme a contener el
aliento. Luego sentí como un pequeño golpe en la parte interior del pecho. Me
dije que todo marchaba bien; que eso era efecto de mis nervios; que
desaparecería en seguida, como en anteriores ocasiones; que yo era un
hipocondríaco; que las píldoras «Belrepose» empezarían a surtir efecto en
cualquier instante; que todo era natural; que todo era consecuencia de mi
egotismo. Sí: ya me notaba más calmado, más descansado, más firme, más
cómodo, menos acalorado, más sereno y amodorrado, más vago…
Lo que tenía ante mis cerrados ojos era el habitual paño de oscura
púrpura, gris oscuro y otro tono sombreado que no estaba suficientemente
diferenciado de los otros, por cuya razón no me era posible darle el nombre de
otro color. Había estado allí en todo momento, desde luego; pero ahora
empecé a contemplarlo sabiendo lo que sucedería al proceder así. Casi en el
acto, surgió una luz atenuada, entre el naranja y el amarillo. Iluminaba algo
que tenía la alargada forma de una parte del cuerpo humano. Pero carente de
toda guía, me era imposible asegurar si estaba contemplando una pierna o una
nariz, un antebrazo o un dedo, un pecho o una barbilla. A continuación, un
grisáceo perfil masculino, casi completo, con expresión de asombro o
pensativo, corrido diagonalmente enfrente de esto, tapándolo en su mayor
parte. El labio superior, retorcido, creció repentinamente de tamaño,
empezando a deslizarse lentamente; hinchábase a ritmo más bien lento, hasta
que fue como un trozo de intestino. Otra luz naranja se encendía y apagaba
desordenadamente en la parte inferior de mi campo de visión, iluminando
aquella forma intestinal desde abajo, mostrándola venosa y brillante. El rostro
se había ido inclinando hasta desaparecer. Cuando la claridad anaranjada se
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hubo desvanecido, empezó otro fenómeno: surgieron velos castaños y
amarillos, difuminándose rápidamente, para revelar la presencia de una
sombría abertura, una caverna en la que las paredes y el techo eran humanos,
pero en un sentido muy distante. Ninguno de sus componentes era
identifiable, solamente aquella cualidad de superficie, entre mate y brillante,
que caracteriza a la piel desnuda.
Estas apariciones aumentaban de tamaño, giraban y evolucionaban en
períodos de tiempo que yo era incapaz de medir. Se trataba de unos minutos,
desde luego. Como unos treinta, quizá. Algunas de ellas resultaban
sorprendentes. Después comenzaron a empequeñecerse, a reducirse, siendo
entonces difícil discernirlas. A continuación, una arrugada sábana de morena
carne empezó a moverse convulsivamente hacia el centro de la visión. Unas
tiras longitudinales se hicieron perceptibles, adquirieron un color verde
aceitunado, formando como el tronco y las ramas de un joven árbol, con más
o menos brotes creciendo horizontal o verticalmente. Esto constituía una
novedad en un mundo hasta aquel momento exclusivamente antropoide. La
forma-árbol continuó con sus sacudidas y retorcimientos de la masa carnosa a
la que debía su ser. Poco a poco, las ramas y los brotes de menor tamaño
fueron uniéndose para dar lugar a las cosas que constituían aproximaciones a
los muslos y órganos genitales de un hombre, a un torso, hasta la parte
superior del pecho. A mayor altura no había nada identificable de momento.
Los diversos miembros conservaban su individualidad vegetal y seguían
siendo comprimidas amalgamas de ramas, brotes y hojas. Intentaba evocar el
dibujo o pintura a que esta estructura se parecía, cuando percibí un ruido,
distante pero no inidentificable: era como el crujido de matorrales y ramas
menores producido por un hombre o un animal de gran tamaño al avanzar por
entre una compacta espesura. Al mismo tiempo, cierta iluminación comenzó a
descubrir ante mí la parte superior de un pecho, una garganta, el cuello, la
punta de una barbilla de madera.
Me llevé las manos a los ojos, frotándomelos con fuerza: no tenía el
menor deseo de ver la faz en que culminaba tal cuerpo. En el tiempo que dura
un centelleo, un centelleo literalmente, todo desapareció, hasta el ruido. Tuve
la impresión de haber oído un ruido proveniente del exterior; pero yo sabía
que el sonido procedía de dentro, también en el sentido más estrictamente
literal. Indudablemente, lo que yo había «visto» con mis ojos cerrados no
estaba realmente allí, de la misma manera que lo que acababa de «oír»
tampoco era real. Al día siguiente podía sentirme aterrado ante la perspectiva
de una regular, o esporádica adición a estas apariciones nocturnas; de
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momento me sentía demasiado fatigado. Cuando volví a cerrar los ojos, vi
inmediatamente que la representación había terminado: de mis nervios
ópticos, con sus mensajes, había desaparecido toda tensión, toda potencia, y la
oscura cortina que tenía ante mí me produjo una agitación que se atenuaba a
cada inspiración y expiración.
Había llegado al extremo del sueño. Tal como lo había notado
anteriormente, se presentó la agitación. Mi pie derecho, toda mi pierna
derecha, se disparó violentamente; mi cabeza, mi barbilla, mi labio superior,
todo lo que sentía yo como la porción superior de mi cuerpo, mi muñeca
izquierda, mi muñeca izquierda de nuevo, se movieron espontáneamente, una
vez o dos en una especie de preludio que anunciaba su intención, más a
menudo, de una manera completamente inesperada. Me desperté varias veces,
a causa de lo que yo estimaba unas convulsiones similares, aunque no podía
localizar su origen. Sentí una triple sacudida en un hombro, igual que si
estuviese siendo despertado por alguien. De no haber recordado
perturbaciones semejantes padecidas en el pasado, me habría sentido
verdaderamente alarmado. Finalmente aparecieron imágenes, pensamientos y
palabras nacidos no sabía dónde, mezclados con otras cosas que gradualmente
tenían que ver cada vez menos conmigo: «un bonito vestido», «dispense», «le
necesitan», «debe usted comprender», «una sopa muy buena», «si puedo
servirle en algo», «hace mucho tiempo», «todo muy polvoriento», «no estoy
de acuerdo con la forma en que…», «hace sólo un momento estaba aquí»,
«con un poco de agua», «querida», «árbol», «cuchara», «ventana»,
«hombros», «escaleras», «caliente», «lo siento», «hombre»…
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II. El doctor Thomas Underhill
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tenemos que ocuparnos ya de nada más. Si es así, ya sabes que me marcho a
Baldock.
—De acuerdo, señor Allington. —En la larga y ligeramente estúpida faz
de David apareció de pronto una expresión resuelta—. Solamente quería
añadir que si desea algo especial, fuera de lo de todos los días, tendré mucho
gusto en servirle. No tiene usted más que hablar. Todo el personal de la casa
piensa igual.
—Gracias, David. De momento no se me ocurre nada, pero lo pondré en
tu conocimiento si hay algo más.
David salió de allí. Cogí el dinero que había de depositar en el banco, me
guardé la lista destinada a mi abastecedor de vinos, me puse la gorra y entré
en el vestíbulo. Una mujer todavía joven y más bien guapa se dirigía en aquel
momento hacia el comedor, empuñando un aspirador de polvo.
—Hace fresco hoy —me dijo, enarcando las cejas brevemente, como si
hubiese querido aludir a mi forma de vestir.
—Pero esta noche hará tanto calor como siempre, ya verá.
Acogió esta respuesta con un movimiento de cabeza y la perdí de vista.
Reconocí en ella a una de esas personas en quienes la vida o la muerte de los
demás producían escasa impresión. Al poco apareció Amy, con un gesto de
ansiedad, bien presentada con su vestido a rayas, camisa y falda.
—¿A qué hora nos vamos, papá?
—¡Oh, querida! —Lo recordé todo por vez primera aquella mañana—. Lo
siento, pero creo que tendrá que ser otro día…
—¡Oh papá! ¡Que fastidio! ¿Por qué?
—Bueno, nos habíamos puesto de acuerdo antes de que…
—Antes de que el abuelo falleciera… Lo sé. Pero, ¿y eso qué tiene que
ver? A él le hubiera gustado que hiciese un viaje así. A él le gustaba vernos
juntos.
—Ya lo sé… Ahora bien, tengo que hacer ciertas cosas… He de ir al
registro para presentar el certificado de defunción; luego visitaré al
funerario… Todo esto te resultaría desagradable.
—No me importa. ¿Quién es el funerario?
—El que se encarga de todo lo referente al entierro.
—Ya te he dicho que no me importa. Podría esperarte sentada en el coche.
O dando vueltas por las calles principales, viendo los escaparates. Luego nos
veríamos donde hubieses dejado el automóvil.
—Lo siento mucho, Amy. —Y lo sentía de veras, pero prefería pasar las
horas siguientes solo, sin la compañía de nadie. Además, hacía tiempo que
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había descubierto el hecho de que la presencia de la niña me turbaba—. No es
el momento apropiado. Ya me acompañarás mañana, por ejemplo.
Mis últimas palabras suscitaron su enojo.
—No, mañana no querré yo ir. Yo quiero ir hoy. Sencillamente: es que no
quieres que te acompañe.
—Amy, no grites.
—Yo no te importo nada. Te da lo mismo que haga una cosa u otra. Aquí
me aburro. ¿Qué puedo hacer en esta casa?
—Podrías ayudar a Joyce en su tarea de arreglar las habitaciones. Siempre
es bueno…
—¡Oh! Resulta fantástico, verdaderamente. No sabes lo que te agradezco
esta solución, ¡papá!
—No me gusta que me hables en ese tono.
—Ya está decidido. Me dedicaré en lo sucesivo a tomar LSD y a fumar
cigarrillos de marihuana. Ya verás, entonces, cómo te ocupas de mí. Hasta
ahora no lo has hecho. Te importo muy poco.
—Amy, sube a tu habitación.
Amy produjo un sonido que tenía tanto de grito como de gemido y se
apartó de mí corriendo. Permanecí quieto donde estaba, hasta que, con toda
claridad, a través de los muros y puertas del edificio, oí el ruido de una puerta
al cerrarse con estrépito. Inmediatamente, con una oportunidad impecable y
sardónica, fue puesto en marcha el aspirador de polvo en el comedor. Me
aparté lentamente de la casa.
Era aquél un día verdaderamente frío. El sol, fijo en lo alto, sobre una
masa de espesa vegetación, hacia la cual miraba el espectro de Thomas
Underhill, según se afirmaba, no había conseguido romper el velo de fina
niebla, semejante a una nube baja. Mientras avanzaba hacia el sitio en que
estaba aparcado mi Volkswagen, me dije que pronto disfrutaría del placer de
estar solo (si me desembarazaba de Amy, sólo sería por determinado período
de tiempo), para descubrir como siempre lo que en realidad eso significaba: el
aferramiento a mí mismo, a todo lo exterior e interior de mi cuerpo, con todos
mis recuerdos y anticipaciones, con todos mis sentimientos presentes, dentro
de la indefinible esfera del ser que es la suma de todas esas cosas. No
obstante, estaría, al mismo tiempo, más allá de ellas y con la ordenada
inquietud de lo total. Ser dos es ya tener compañía, algo bastante malo en
conciencia; uno, a solas, puede convertirse en una multitud.
Estaba poniendo mi Volkswagen en marcha cuando sentí un sordo dolor,
de forma irregular pero concreta, en el costado izquierdo, por la espalda, un
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poco por debajo de la cintura. Me duró, quizás, unos veinte segundos; era
muy intenso. Seguidamente, se desvaneció. Esto venía ocurriéndome a diario
desde hacía una semana. ¿Había sido el dolor esta mañana más fuerte que la
primera vez que lo noté? ¿Se presentaba cada vez con mayor frecuencia,
durando también más tiempo? Pensé que sí. Era un cáncer de riñón. No era
cáncer de riñón… Sería, a lo mejor, una de esas enfermedades que originan la
paralización de ese órgano, el cual, entonces, ha de ser extirpado mediante
una operación quirúrgica, para ser sustituido por otro. El nuevo riñón, en esos
casos, marcha bien, hasta que se trastorna. Con ello se presenta la necesidad
de otra operación… Hay en todo momento una dependencia total de una
máquina.
No, aquello no era una enfermedad del riñón. Trataríase, sin duda, de una
leve inflamación ocasionada por el abuso del alcohol. El órgano se hallaba
afectado por las frecuentes dosis de ginebra holandesa y por una reducción en
la dosis de otros licores. Tampoco sería una inflamación, tal vez, sino uno de
esos pequeños dolores que se presentan de pronto, que son pasajeros, no
tienen ninguna importancia y en los que ni siquiera se piensa después. ¡Ah!
Pero, ¿qué había que hacer para no pensar en éste, ni en ningún otro? ¿Existía
alguna norma al respecto?
Volví a sentir aquel dolor cuando giraba hacia el sudoeste, en la carretera
A595. Esta vez me duró más de veinte segundos. A menos que todo fuera una
jugarreta de la imaginación. Me dije que la imaginación sería algo
maravilloso si pudiéramos advertir cuándo está actuando y cuándo no. Eso,
asimismo, la tornaría más eficiente. La mía, ciertamente, fallaba ante la tarea
de sugerirme cómo reaccionaría ante una situación grave, ante el hecho, por
ejemplo, que mi riñón estuviese padeciendo los efectos de un ataque mortal.
Había caído en cama, en otros tiempos, con serias dolencias, pero siempre
habían acabado por ceder ante los correspondientes tratamientos. El verano
anterior me las había arreglado, incluso, para rechazar un amago de corea de
Huntington —enfermedad progresiva del sistema nervioso, que termina en
una paralización total, y que, por lo común, suele ser incurable—,
suprimiendo, simplemente, mis dosis de whisky. Un año antes,
aproximadamente, un cáncer del intestino grueso se adormeció tan pronto
dejé de comer las ciruelas Claudias de la localidad, renunciando, además, a
dos botellas de clarete por día y reprimiendo mi afición a las cebollas crudas,
los escabeches y el «curry». Una nueva y más poderosa luz para mis lecturas
había aclarado la perspectiva de un grave tumor cerebral en el espacio de una
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semana. Todas mis otras lesiones, hinchazones, atrofias y raras infecciones
habían seguido idéntico camino. Hasta ahora.
Ésa era la cuestión. La hipocondría del prójimo es siempre un buen
pretexto para provocar la risa, o, por lo menos, siempre que se piense en ella,
una sonrisa. Cada uno de los casos propios son hilarantes, con tal de que
pertenezcan al pasado. Lo malo del hipocondríaco, considerado como objeto
de diversión, es que se equivocará acerca de su estado novecientas noventa y
nueve veces, teniendo toda la razón al llegar a las mil o a las mil y una. Tan
pronto como hube llegado a adquirir tal convencimiento, el dolor de mi
espalda lo subrayó elegantemente, mediante un retorno que duró medio
minuto.
Había llegado a la carretera A507 y me adentraba por Baldock sin
recordar nada de lo que mis ojos habían contemplado por el camino. Ahora,
que iba a ocuparme de un asunto de mi padre por última vez, fueron
pensamientos con él relacionados los que se interpusieron entre mí y lo que
estaba haciendo.
Estacioné el Volkswagen en la ancha calle principal de la población. Me
acordé de cuando jugaba al «cricket» con él en las arenas de la Pevensey Bay,
en, ¡santo Dios!, 1925 ó 1926. Había elogiado mi deportividad al aceptar los
reveses con muy buen talante. Mientras aguardaba en el registro al
funcionario pensé en su cotidiano paseo por nuestra población, lamentando no
haberle acompañado con más frecuencia. En el instante de entrar en la
funeraria, mi mente se hallaba bajo la impresión del primer recuerdo,
recobrándose de éste con suficiente éxito para permitirme entrar en George &
Dragon a las once y media en punto. Conservaba alguna capacidad de
atención como para poder ver lo monótono y trivial que había sido todo, nada
impresionante, en suma, y, ni mucho menos, dramático. Lo del registro, la
funeraria y el banco había supuesto unos pasos vulgares, rutinarios, nada
complicados.
Después de ingerir tres rápidos whiskies dobles me sentí mejor. Me
encontraba bebido, en efecto, con esa prístina frescura, con esa semimística
elevación de espíritu que, cada vez, parecía destinada a durar
indefinidamente, para siempre. No había nada que valiera la pena que no
conociera yo, o que no acabara conociendo si optaba por dispensarle mi
atención. La vida y la muerte no constituían problemas. Eran solamente
puntos que un tipo más bien limitado de falsa concepción tendía a aglutinar.
Por definición, o algo por el estilo, todo problema era realmente un no-
problema. Bajando la cabeza en continuos movimientos afirmativos dirigidos
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a mí mismo, en lo tocante a la simple consistencia de este descubrimiento,
abandoné el bar, dirigiéndome hacia el lugar donde creía haber dejado mi
Volkswagen.
Necesité algún tiempo para localizarlo. Realmente, andaba todavía
buscándolo cuando descubrí que yo estaba haciendo aquello, no en Baldock,
sino en el patio de El Hombre Verde, adonde supuse que debía de haberse
dirigido recientemente la «cosa». Había una abolladura en la parte posterior,
hacia un lado del vehículo, la cual estaba seguro de no haber visto antes. Esto
me dejó un tanto preocupado, hasta que comprendí que ningún
acontecimiento susceptible de impedir mi avance hacia aquel lugar debía de
haber sido particularmente significante. Unos momentos después me
encontraba en el vestíbulo hablando con David Palmer, de una manera lúcida,
coordinada, pero con una constante dificultad para recordar lo que le había
estado diciendo diez segundos antes. Parecía pensar que mis ansiedades, mis
preguntas o mis confirmaciones, aunque interesantes y valiosas por sí
mismas, no merecían una atención inmediata. Acompañado por alguna razón
por Fred, me llevó hasta al pie de las escaleras, donde pasé unos minutos
haciéndole ver que no necesitaba, ni toleraría, la más leve ayuda.
Llegué al descansillo perfectamente, pero a costa de un gran esfuerzo. No
me había pasado nunca nada semejante. Jamás, desde luego, después de haber
ingerido unos cuantos whiskies. Bueno, aquél era un día especial, fuera de lo
corriente. Me encaminaba hacia la puerta del apartamento cuando la mujer a
quien viera la noche anterior, casi en aquel mismo sitio, de repente, pasó a mi
lado, salida de no sé dónde (no tenía la menor idea), dirigiéndose hacia la
escalera. Sin previa reflexión, la llamé, impulsivo, preguntándole: «¿Qué hace
usted por aquí?». Ella no me hizo el menor caso, comenzando a descender por
la escalera, y cuando, tras una serie de torpes maniobras, me planté en el
primer peldaño, ya había desaparecido.
Bajé las escaleras lo más rápidamente que me fue posible, sin exponerme
a caer, es decir, con bastante lentitud. David se aproximaba al par de peldaños
que conducían al comedor. Pronuncié su nombre con más fuerza de la que me
propuse y él giró en redondo bruscamente.
—Sí, señor Allington. ¿Sucede algo?
—Mira, David…
—Hola, papá. —Aquélla era la voz de mi hijo Nick—. Hemos llegado
aquí antes de lo que…
—Un momento, Nick. David, ¿viste tú una mujer bajando por esa escalera
hace unos momentos?
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—No. Creo que no…
—Llevaba un vestido largo… Sus cabellos eran rojos. Pero, hombre de
Dios, ¡si eso fue diez o quince segundos antes de que empezara a hablarte!
David dedicó a mis palabras una reflexión tan prolongada, que a mí me
entraron deseos de empezar a gritarle. Disponía yo ahora de tiempo suficiente
para advertir si estábamos llamando la atención de los demás, pero no hice
uso del mismo. David respondió:
—No vi a nadie… Ahora bien, tenga en cuenta que yo llegué aquí
procedente del bar, y realmente no pude darme cuenta… Lo siento.
—Está bien, David. No tiene importancia. Creí que podía tratarse de cierta
persona que en una ocasión me entregó un cheque sin disponer de fondos. No
pensemos más en ello. Avísame si surge algún problema en el comedor. Hola,
Nick…
Nos besamos. David continuó su camino. Añadí, dirigiéndome a mi hijo:
—Siento lo ocurrido. Me figuré que… ¿Dónde está Lucy? ¿Habéis hecho
un buen viaje?
—Estupendo. Lucy se encuentra en el tocador, aseándose. ¿Sucede algo,
papá?
—Nada. Hemos vivido un día infernal, como ya puedes imaginarte, con
todo lo que…
—Bueno, tú me estás dando la impresión de que estás asustado.
—¡Oh, no!
Me había asustado, ésa era la verdad. Seguía asustado. No sabía de qué
me asustaba más: ¿de la idea que acababa de metérseme en la cabeza?, ¿del
hecho de que hubiera llegado allí no mostrando el menor indicio de retirarse?
Intenté dejarla en paz, sin entregarme a su examen.
—Si he de serte sincero, Nick, tomé rápidamente unos cuantos whiskies
en Baldock, demasiado rápidamente, quizá. Hace poco estuve a punto de
caerme por las escaleras al lanzarme en seguimiento de esa desagradable
mujer.
Nick era un joven alto, de ojos y cabellos negros, como su madre. Sabía
que yo no le había dicho la verdad. Pero en este aspecto no iba a mostrarse
insistente. Con aquella voz que tan bien conocía yo, de años atrás, reveladora
de una inquebrantable tolerancia, me preguntó:
—¿Subimos? Lucy ya conoce el camino.
Unos minutos después, Lucy se unía a Nick, a Joyce y a mí en el
comedor. Me besó en la mejilla, con un gesto mediante el cual me sugería que
no iba a meterse conmigo por hoy, en vista de las circunstancias, a menos que
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se viese provocada. No por ello cedía en su animosidad contra mí, en la
desaprobación que le inspiraba mi persona. Siempre me había preguntado qué
era lo que Nick viera en aquella regordeta y pequeña mujer, de nariz más bien
prominente, cabellos cortos y de tono indeterminado, que vestía curiosos
chales y usaba bolsos de mano orlados. Tampoco mi hijo me había dado
muchas explicaciones sobre el particular. No obstante, tenía que admitir que
los dos se llevaban bastante bien.
Entró Amy y se me quedó mirando hasta que me di cuenta del sucio
jersey que llevaba, de sus destrozados pantalones, ropa que había sustituido a
la que se pusiera a primera hora de la mañana. Luego, mirándome todavía de
vez en cuando, se acercó a Lucy, mostrándose teatralmente cordial con ella,
pese a saber lo que yo conocía: que la juzgaba una «snob». Dije unas cuantas
cosas a Nick mientras mentalmente daba vueltas a la idea, como un animal
inteligente, capaz de prescindir de la humana supervisión, esclareciendo
hechos, desplazándose por entre preguntas y supuestos. Todo continuó igual
mientras servían la comida.
Joyce había optado por una colación fría: alcachofa con una vinaigrette,
jamón Bradenham, lengua preparada por el propio «chef», pastel de caza de
las mismas manos, ensaladas, y queso con rábanos y cebollas tiernas. Yo dejé
a un lado la alcachofa, un plato que siempre he tendido a despreciar,
basándome en motivos de tipo biológico. Yo acostumbraba a decir que un
hombre, con un problema de peso, no debiera comer nada más, ya que
después de cada comida perdería unas cuantas calorías, consecuencia de los
trabajos que se había impuesto para separar las hojas de aquella verdura,
buscando luego la escasísima parte comestible. Especulaba con la posibilidad
de que un hombre realmente pequeño, un ser obligado por su tamaño a comer
con una frecuencia comparable a la de la musaraña o el topo, muriera a no
mucho tardar de hambre si se veía encerrado en un almacén abarrotado de
alcachofas, y si en un brevísimo plazo de tiempo era obligado a pasar por la
pesadilla de sumergir cada hoja en el líquido de la vinaigrette.
Esto es cierto. Para mí, el acto de comer es algo que está por encima de
todo. Los comensales están pendientes exclusivamente de lo que se les sirve.
También creo que da lugar a un vacío antes y después de sentarse a la mesa.
Ninguna otra actividad sensual debe acometerse en determinado momento.
Nadie disfrutaría con ella tampoco. Desaparecen las frutas en las bocas de
quienes comen, se esfuma el pan, y todo lo ingerible adquiere un valor que
sobrepasa al del simple alimento. Nada encuentro de sugestivo en el
espectáculo de la laboriosa masticación de un trozo de carne, de la extracción
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de unos huesos o espinas. Al menos, el acto sexual, por ejemplo, no exige un
esfuerzo simultáneo, tanta charla, y las bebidas no necesitan ser masticadas.
Mientras intentaba mantener mi mente atenta a las objeciones personales
sobre los alimentos y la acción de alimentarse, cubrí un poco de jamón y
lengua con «chutney» y salsa caliente. Luego empujé la mezcla garganta
abajo con un buen vaso de whisky y agua. No tenía éste aspecto de hallarse
muy cargado gracias a mi hábito de echar mano de whiskies de poca fuerza.
Después de las cebollas y los rábanos, hice los honores a un pequeño trozo de
queso Cheddar. En resumen, fue aquél para mí un buen refrigerio. Pasamos
luego al café, ese brebaje creado para prolongar artificialmente las
condiciones y atmósfera peculiares de la hora de comer. Lo tomé en cantidad,
no por afán de despejarme, pues el café no surte ningún efecto en este sentido,
sino para mantenerme razonablemente alerta. Deseaba hallarme en forma para
cierto momento de aquella tarde.
Tan pronto como Amy hubo abandonado la mesa, adopté una resolución.
Cuando dos personas se hallan a solas hablando, siempre existe la
oportunidad de que una opte por escuchar atentamente lo que dice la otra y
que tome en serio lo que se le diga. Tratándose de más de dos personas, esa
probabilidad se esfuma. Renuncié, en consecuencia, a la idea de hacer un
aparte con Nick, sirviéndome más café. Dirigiéndome a él con preferencia,
con la mayor naturalidad que me fue posible, le dije:
—¿Sabes, Nick? He estado preguntándome si puede haber algo
ligeramente curioso en relación con el momento en que se produjo el
fallecimiento de mi viejo. Me pregunté…
—Curioso… ¿en qué aspecto? —inquirió Lucy con viveza, deseosa de
aclarar aquel punto antes de que yo, ineviablemente, empezara a hablar de
fútbol o de las perspectivas de la cosecha.
—Iba a ocuparme de eso, precisamente. De acuerdo con lo dicho por
Joyce, poco antes de derrumbarse, mi padre, en pie, se quedó mirando con
fijeza hacia la puerta… Pero allí no había nada. Después, inmediatamente
antes de morir, me preguntó: «¿Quién?», añadiendo: «En la…» no sé qué
más. Yo creo que lo que quiso decir fue esto: «¿Quién (está ahí), en la
(puerta)?». Es decir…
—No veo en eso nada que resulte curioso —opinó Lucy—. Había sufrido
un ataque… Pudo tener…
—Continúa, papá —me dijo Nick.
—Sí. De las dos cosas, ésta es la primera. Unos minutos antes, él había
estado refiriéndose a alguien que se deslizaba por el pasillo inmediato. No
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acierto a pensar qué persona pudo haber procedido así, si bien, en el caso
contrario, el hecho no tendría ninguna especial significación. He de admitirlo
así. Y luego, por dos veces, anoche y de nuevo hace una hora, yo vi una mujer
vestida con lo que…, bien, con lo que en el siglo dieciocho hubiera podido
considerarse un atuendo corriente de doméstica, en lo alto de esas escaleras.
Y tengo la impresión de que la figura se desvaneció en ambas ocasiones.
Anoche no hice nada, en realidad; pero hoy, al dirigirse ella hacia la escalera,
la seguí. Nadie la vio… De haber salido por la puerta principal, Nick la habría
visto, ¿no es así, Nick? ¿Viste tú a alguien vestido de esa manera al entrar?
El alivio que yo había estado esperando sentir, simplemente, con poder
confiar a alguien mi idea, había acabado con la naturalidad de mi tono, y Nick
contestó poniendo mucha intención en sus palabras.
—Yo tendría que haber visto esa figura, indudablemente, y, sin embargo,
en la puerta no había nadie. Bueno, ¿y qué más? ¿Quién crees tú que podía ser
esa mujer?
Descubrí que no podía pronunciar las palabras que tenía en mi mente.
—Pues… Tú habrás oído decir por ahí que esta casa está encantada. No sé
qué es lo que de sensato hay en estas cosas, pero la verdad es que dan que
pensar. Y, además, está ahí «Víctor»… —Miré al animal, acomodado frente a
la chimenea, con las patas recogidas bajo su vientre. Era la imagen del gato
que ha llevado siempre una vida tranquila, que no ha molestado nunca a
nadie, al que nada ha sucedido jamás—. Se movió frenéticamente al
derrumbarse mi padre. Salió de la habitación disparado, por entre mis piernas,
al entrar yo. Verdaderamente, el animal fue presa del mayor pánico.
No acerté a pensar en nada más, de momento. Las tres personas que
integraban mi auditorio daban la impresión de haber estado escuchando largo
rato un recital, ni extraño ni inesperado, pero sí difícil de comprender. Me
sentí parlanchín, egoísta y sumamente estúpido. Al final, Lucy se agitó un
poco en su asiento, diciendo, juiciosamente (recuerdo que había estado
siguiendo un curso sobre temas vagamente filosóficos en una Universidad
«nueva»):
—Me parece que se está usted refiriendo a la posible presencia de
duendes.
Esta última palabra, en otros labios, rae animó. No hubiera podido
soportar un asomo de sarcasmo sobre las casas encantadas en las que se
encuentran mujeres vestidas con atuendos antiguos que se desvanecen.
—Sí —respondí.
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—He de decirle, en primer lugar, que los animales sensibles a los
fenómenos paranormales no son los gatos, sino los perros. No hay forma ya
de averiguar qué es lo que su padre dijo, si es que dijo algo… A mí me parece
que está usted deduciendo muchas cosas de un par de palabras aisladas. Es
posible que ni siquiera las oyese correctamente. En cuanto a la mujer que vio,
¿no sería alguna de las personas de la casa, que subió desde el vestíbulo,
bajando posteriormente? ¿Está seguro de que no entró en cualquiera de las
habitaciones de la planta baja, en el tocador de señoras, por ejemplo?
—No, no; pero ¿qué me dice acerca del rumor de pasos en el corredor?
—¿Qué ocurre con ellos? Usted mismo ha reconocido que no debían
significar nada*
—¡Hum!
Tomé otro sorbo de café.
—Recuerdo la historia que nos contó usted acerca del espectro
supuestamente aparecido en el comedor. Pero se trataba de un hombre, ¿no?
¿Ha oído referir alguna vez algo relacionado con un espectro femenino?
—No.
Nick me miró con aire indulgente; Joyce, irritada. Y si no había irritación
en su mirada era algo semejante, más atenuado, por el hecho de haber
recordado a tiempo que acababa de perder a mi padre. Rebusqué en mi mente.
Aquello no era fácil. Una alteración en mi metabolismo, o quizás el whisky
ingerido, me habían producido un ligero trastorno. Luego, contrariamente a lo
que esperaba, surgió una cosa. Me volví de nuevo hacia Lucy.
—De haber circulado por ahí una historia referente a un espectro
femenino, ¿habrías creído que eso era lo que había visto?
—Sí —respondió ella, dejándome confundido y evidenciando que se daba
cuenta de ello.
—¿Me estás diciendo que crees en los fantasmas?
—Sí. En el sentido en que yo creo que la gente los ve. No sé cómo pueden
existir personas que se las dan de razonables y manifiestan sus dudas en este
terreno. Desde luego, no hay que decir que se ven los espectros de la misma
forma que se ve una persona real. Los espectros no están ahí, de suerte que no
es posible sacarles una fotografía o hacer algo por el estilo. Pero la gente los
ve perfectamente.
—Querrás decir que la gente cree verlos —manifestó Nick—. Se los
imagina.
—Bueno, no es eso, querido. Yo sugeriría que ve los espectros, de la
misma manera que algunas personas tienen alucinaciones o visiones
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religiosas. Nunca decimos, por ejemplo, que Santa Bernadette pensó haber
visto a la Virgen María, a menos que intentemos acusarla de representar una
comedia, o queramos implicar que se hallaba equivocada, o que se había
engañado. A menos que queramos significar una de estas cosas u otras
parecidas, decimos que vio a la Virgen María.
—Quien no se encontraba realmente ante ella… Yo calificaría eso de
alucinación, de algo que tiene que ver con los espectros.
—Existe un paralelismo, ciertamente, pero este paralelismo no va muy
lejos. —Lucy rebuscó en su bolso de mano a rayas blancas y rojas, que había
tenido en todo momento a su alcance, sacando del mismo un paquete de
cigarrillos mentolados. Encendió uno parsimoniosamente antes de seguir
hablando—. Personas distintas suelen ver el mismo espectro, al mismo
tiempo o en momentos muy distantes entre sí. Las alucinaciones no parecen
presentarse de este modo. Cualquiera puede conseguir que un hombre tenga
alucinaciones sin más trabajo que el de administrarle determinadas drogas.
Sin embargo, no es posible producir en él la misma alucinación sufrida por
otro. Una persona puede ver el mismo espectro que otra, sin ésta conocer,
hasta más tarde, la experiencia de la anterior. Pongamos a un hombre en una
casa encantada, y es posible que vea la vivienda en cuestión. Administremos a
una persona una droga psicodélica y tendrá alucinaciones, No sabemos el
porqué de tales hechos, en ninguno de los casos, pero es bastante cierto que
las explicaciones no coinciden.
—¿Y tú qué opinas, Joyce? —inquirió Nick, que había estado escuchando
a su esposa con bastante atención, pero dando a entender que advertía muy
bien que no se hacía más que especular con una hipótesis.
—No sé nada sobre el particular —replicó Joyce—, pero, en mi opinión,
todo lo que se relaciona con los duendes es mentira. No es posible que nadie
vea tales cosas. Maurice ha experimentado una fuerte impresión, se ha
alterado, tomándose entonces un poco imaginativo.
—Eso es, aproximadamente, lo que yo pienso —repuso Nick.
Lucy frunció el ceño, ensimismada, jugueteando durante unos segundos
con su paquete de cigarrillos. Íntimamente, debía de estar siguiendo una línea
de razonamientos.
Lo que yo había contado no fue tomado muy en serio, por lo que pude
apreciar. Supongo, no obstante, que había producido alguna agitación en la
totalidad mis oyentes. Pensaba, con todo, que unas acusaciones espontáneas
de incipiente locura o unos calificativos desdeñosos habrían sido preferibles a
aquellas sobrias e insípidas valoraciones de mi idea.
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—Bueno, ¿qué hago yo ahora? —pregunté.
—Olvídalo, papá —repuso Nick.
Joyce asintió.
Lucy suspiró.
—Si esa mujer vuelve a aparecérsele, pruebe a tocarla —dijo—. Intente
hacerla hablar. Ya supondría un gran paso adelante si usted consiguiera eso,
pues son sorprendentemente escasos los ejemplos de aparición de duendes
parlantes bien comprobados. De todos modos, láncese tras ella; averigüe si
hay otras personas capaces de verla. Es algo que vale la pena saber, desde su
punto de vista.
—No acierto a comprender a qué puede conducir eso —manifestó Joyce.
—Bueno, pues quizá resulte muy interesante.
Sentí que dentro de mí se producía una ligera irritación contra Lucy. Sólo
ella se había decidido a darme un consejo práctico, el cual ya había decidido
yo seguir, pero me disgustaba su ponderación, su aire de haber acumulado
(pese a tener treinta años menos que yo) suficiente información y sabiduría
para poder enfrentarse con cualquier cosa que le deparara la vida. Se las daba,
además, de poder hacerlo mejor que yo. Respondí, en un tono que esperaba
que revelase tan sólo mi interés:
—Parece ser que sabes muchas cosas acerca de este tema, Lucy. ¿Te has
dedicado a estudiarlas?
—No, no las he estudiado —replicó ella, pensando que lo que yo acababa
de sugerir era que había seguido un curso universitario sobre espectros y todo
lo demás—. Simplemente: he considerado el problema. Estuve redactando un
trabajo que versaba sobre el significado de las declaraciones incomprobables,
y se me ocurrió que, cuando una persona declara que ha visto un duende, por
ejemplo, nos hallamos ante una especial clase de tales declaraciones. He leído
unos cuantos relatos acerca del asunto. Pensé que había algunos puntos
interesantes de correspondencia… Tenemos el detalle de la temperatura que
desciende o parece descender ante una manifestación. Se ha afirmado que los
termómetros registraron el fenómeno, pero yo no estoy convencida de ello.
Podría ser algo subjetivo, una impresión de la persona que entra en el estado
fisiológico en que se da la posibilidad de ver fantasmas. ¿Sintió usted frío
antes de ver a la mujer?
—No. Estaba acalorado. Quiero decir que no se produjo ningún cambio.
—No. Yo opino que no hay duendes por aquí. De momento, al menos.
Pero…, dígame, Maurice —repuso Lucy, revelando a su pesar el trabajo que
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le costaba llamarme por mi nombre de pila—: ¿usted diría que cree en los
espectros?
—¡Dios mío! Pues no sé…
Antes de los acontecimientos de la última noche y la aparición última, yo
habría contestado con un «no» rotundo, sin pensármelo mucho. Pero no
hubiese sido nunca suficientemente estúpido como para comprar El Hombre
Verde de haber oído comentarios sobre la posibilidad de que la casa estuviese
habitada por duendes en la época en que yo andaba en tratos con los
anteriores propietarios.
—Desde luego, si me hago con más pruebas…
—En lo relativo a las pruebas, tenga en cuenta lo que le dije. Puede ser
que esté equivocada, pero, en mi opinión, todo se redujo a que usted creyó ver
un espectro.
En eso quedó todo. La sobremesa terminó. Joyce se marchó para efectuar
una comprobación de las ropas de cama. Yo anuncié que pensaba descabezar
un sueño y que luego visitaría unas cuantas granjas del distrito, con el fin de
adquirir frutas y verduras. Nick manifestó que, en tal caso, si no había
inconveniente, telefonearía a John Duerinckx-Williams, el profesor francés
que fuera su director en St. Matthew. Pretendía trasladarse a Cambridge en
compañía de Lucy, para tomar una taza de té con él, y regresar a las seis,
aproximadamente. Contesté que me parecía una buena idea, y nos separamos.
Eran las tres menos diez minutos. Me duché; me cambié de ropa,
preparándome en todos los sentidos para mi encuentro con Diana. Por una
razón que no acerté a comprender, estaba seguro de que se dejaría ver. Me
peiné cuidadosamente; después decidí que había acabado por dejarme los
cabellos como si fuesen los de una peluca; me esforcé entonces por darles un
aire de descuido ordenado. Cuando me di por satisfecho en este aspecto, era
ya tarde para dar una cabezada. Bueno, me figuro que tampoco habría
conseguido mi propósito: me hallaba demasiado en tensión. Normalmente, me
siento muy mal en ese estado de ánimo, pero fluctuaba dentro del mismo un
toque de amorosa esperanza. Contemplé mi rostro en el espejo. Lo encontré
en orden: un poco pálido, la piel algo rojiza bajo los ojos, y esa división que
se acentúa con los años entre la mandíbula y el mentón, perceptible como
siempre. Físicamente, me encontraba presentable. Lo que tenía contra mi cara
era su condición de invariable, que siempre ofreciese una demostración de su
severidad y furtivas preocupaciones; que siempre fuese mi compañera ante el
innecesario e inevitable interrogatorio. En aquel instante, mi corazón pareció
dar uno de sus saltos, y a continuación se me presentó el dolor en la espalda,
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en el que no había pensado desde por la mañana. Me desquité inmediatamente
poniendo una cara de maníaco alivio, saliendo con paso airoso de la
habitación. Soy demasiado viejo, tengo muchos años ya para verme apartado
del placer así como así. Me resisto, incluso, a la perspectiva de perderlo. Lo
que había de ser, sería.
El dolor desapareció. Saqué del garaje nuestra pequeña furgoneta,
dirigiéndome al centro de la población. El motor no era suficientemente
ruidoso para apagar los horribles rugidos y golpes metálicos de un par de
máquinas excavadoras las cuales nivelaban una pendiente, más allá de los
jardines situados detrás de una serie de chalets. En aquel lugar, a principios de
1984, quizá, si se mantenía el mismo ritmo en lo referente a las
construcciones, se levantaría una hilera de nuevas casas, aunque no podía
imaginar qué clase de personas iban a verse obligadas a habitarlas. La
población parecía haber estado vacía de gente por espacio de varias semanas.
Junto a una esquina vi un vehículo del servicio de correos cubierto de polvo.
Su conductor, probablemente, acababa de salir de entre los brazos de la
querida, una solterona de mediana edad, con la que, según se afirmaba, tenía
dos hijos. El hombre, además, había de atender a su madre, postrada en cama.
Los escasos transeúntes que vi caminaban de un lado para otro cavilosos,
quizá pensando en sus tierras sembradas de trigo. Aparecían envueltos por la
lechosa claridad de la tarde. Pensaban también, indudablemente, en el tiempo
que haría el sábado, día en que se celebraría la partida de «cricket» contra
Sandon. Algunos saboreaban un té; otros jugaban con sus hijos. La vida rural
constituye un misterio hasta que uno comprende que casi todo lo que la
integra, en cualquier parte del mundo, se halla enfocado hacia la preparación
o recuperación de los breves pero demoledores ratos de tedio, algo
inseparable de las tareas que exige la tierra. Nunca he comprendido por qué
razón, después de 1400, ha seguido habiendo personas resignadas a lo rústico,
a soportar la vida aldeana.
La casa de los Maybury, una estructura de piedra que podía haber sido
utilizada como escuela femenina o fábrica de conservas primitiva, se
encontraba al final de la población. La dejé atrás siguiendo un camino
bordeado de árboles. Giré más adelante y me detuve en una zona de piso
arenoso, en las proximidades de una granja, a la que se llegaba por una
carretera que discurría entre campos de trigo. En aquel sitio había estado
hablando con Diana con ocasión de anteriores y nada fructíferos encuentros.
Eran las tres y treinta y dos minutos.
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A cierta distancia, un hombre encaramado en lo alto de un tractor
arrastraba lentamente un pesado artilugio sobre una gran extensión de
desnuda tierra. Desde donde yo estaba (y me habría atrevido a decir que
nadie, con la ayuda de unos prismáticos, hubiera podido ver algo más), tal
actividad parecía resultar totalmente inútil, aparte de los múltiples surcos que
iban quedando trazados tras el paso de la máquina. Probablemente, el hombre
aceleraba las cosas, con la idea de llevar a cabo alguna auténtica labor de
cultivo a la semana siguiente.
El único sonido allí audible era el que hacía el tractor. Un mirlo que,
evidentemente, no tenía nada mejor que hacer, cantaba. Empezaba a decirme
que me faltaría tiempo para pensar en las cosas que quería decir, cuando llegó
a mis oídos un tercer sonido. Volví la cabeza y vi a Diana, que se acercaba
andando… Sólo cinco minutos de retraso. No era poco, de acuerdo con su
costumbre. Una buena señal. Vestía una falda azul marino y una camisa de
lana. Observé que en una de sus manos llevaba un periódico plegado. Me
pregunté qué significaría el periódico en cuestión. Al aproximarse al vehículo,
me incliné a un lado, abriendo la portezuela correspondiente al asiento que
ella debía ocupar. Pero Diana evidenció que no abrigaba la intención de subir
a la furgoneta.
—Hola, Maurice —me dijo.
—Hola, Diana. Sube, ¿quieres?
—Maurice, ¿tú no crees que es extraordinario esto de que hayas decidido
presentarte aquí esta tarde, después de todo lo que ha pasado?
Pronunció las anteriores palabras dándoles una inflexión especial,
separando las sílabas de los vocablos más elocuentes.
—Podremos hablar de eso con más tranquilidad cuando vayamos de
camino.
—Pero, ¿no crees que tengo razón? ¿No te parece extraordinario que un
hombre esté dispuesto a hacer la corte a la esposa de otro sólo dieciocho horas
después de haber visto morir a su padre?
La falta de vacilación al citar el número de horas evidenciaba un cálculo
anterior y quería indicar algo. Ahora comprendí por qué me había mostrado
tan seguro antes de que, al final, se presentara en el lugar de la cita. Había
presentido que no sabría resistirse a la tentación de un encuentro que
adivinaba ya saturado de sustanciosas preguntas.
—¡Oh! No sé. Si te sientas aquí, a mi lado, intentaré darte una
explicación.
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—Yo creo que no hay un solo hombre que habiendo vivido tu reciente
experiencia se atreva a pensar en ciertas cosas. ¿Qué es lo que te hace tan
diferente de los demás?
—Podrás asistir en breve a una auténtica demostración que dejará
satisfecha tu curiosidad. Sube.
Como si de repente hubiese tomado una resolución, Diana se acomodó a
mi lado. La tomé en mis brazos, besándola frenéticamente. Ella permaneció
en actitud pasiva, hasta que dejé caer una de mis manos sobre su pecho, de
donde se apresuró a quitarla. No obstante, yo estaba convencido de que
aquella tarde iba a ceder. Tenía que prepararse para ello. Y esta vez
comprendí, al mismo tiempo, en qué radicaba mi seguridad. Abriéndome sus
piernas aquel día; aquel día precisamente, ella respondería de una manera
extraña a mi rara necesidad, mostrándose raramente a tono con el hombre que
no era su marido… En otras palabras: podría presentarse ante mí como una
persona interesante. Pero antes de alcanzar esa etapa iba a declarar su tarifa
sometiéndome a un riguroso interrogatorio. Afortunadamente para mí, no iba
a haber nada más en tal sentido, pues ello no necesitaba una confirmación de
su personal punto de vista. Yo no tenía que esforzarme en aquel momento por
aparentar nada. Podía ocurrir también que ella estuviese dando aquel paso
adelante por el simple placer de observar mis cabriolas mientras yo me
esforzaba por contener mi impaciencia.
Diana había abierto el periódico —«The Guardian»—, pero no estaba
leyéndolo, evidentemente. Al acercarnos a cierto sitio, donde vi un hombre ya
entrado en años, que se hallaba en el jardín de su casa, ella se tapó el rostro
con el periódico. Otro buen indicio. Necesitaba toda clase de seguridades para
que la cosa no trascendiera. Ahora bien, sí no quería ser vista por nadie, ¿por
qué permaneció un rato junto al vehículo y al descubierto? Nunca llega uno a
explicarse por completo la conducta de la gente.
—¿A dónde me llevas? —inquirió.
—Pues… Creo que, como nido de amor ideal, no hay nada a mano. El día
es cálido, sin embargo, y no ha llovido desde hace quince días, por lo menos;
de manera que me parece que debemos arreglárnoslas muy bonitamente al
aire libre. Bueno, hay un lugar que a mí se me antoja ideal a menos de dos
kilómetros de aquí.
—Bien conocido por ti por haberlo dedicado a las mismas experiencias,
indudablemente.
—Así es.
—Maurice, ¿te enfadarías mucho si yo te hiciese una pregunta?
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—¡Oh! No creo. Prueba, a ver qué pasa.
—Maurice, ¿qué es lo que te hace ser tan tremendamente mujeriego?
—Pero si, en realidad, no lo soy. Fui bastante activo en mi juventud, por
supuesto, pero han pasado muchos años desde entonces.
—Tú eres un tre-men-do mujeriego. En la población donde vivimos todo
el mundo sabe que ninguna de las mujeres que llegan a tu casa se encuentra a
salvo de ti.
—¿Y con qué frecuencia crees tú que llegan a mi casa mujeres libres,
independientes, que no tengan relación de tipo familiar con nadie?
—No es necesario que estén tan desligadas de los demás para que tú te
fijes en ellas. ¿Qué me dices de la esposa de aquel holandés de la primavera,
el cultivador de tulipanes?
—Un experto en terrenos. Aquello fue algo distinto. Se trastornó en el
comedor y David lo instaló en su cama. Ella dijo que no tenía sueño, y hacía
una noche muy bella… ¿Qué otro camino podía yo tomar?
—Pero, ¿qué hay detrás de todo esto, Maurice? Por ejemplo, ¿qué es lo
que te induce a hacerme el amor con tanta decisión?
—Se trata del impulso sexual, me imagino.
Yo sabía que todo esto no iba a favorecer mi posición ante Diana en su
estado de ánimo de entonces, verdaderamente el único que yo había conocido
en ella a lo largo de los tres años que duraba nuestra amistosa relación.
Hoscamente, rebusqué en mi mente para dar con una respuesta clásica: el
ansia de reproducción, el afán de evidenciar mi masculinidad (admitiendo
esto ahora y rechazándolo seguidamente), una inquietud constante, la
curiosidad, la tendencia polígama del hombre frente a la monógama de la
mujer (no despreciable) y otras cosas semejantes. No había hecho más que
acometer esta tarea cuando Diana me apartó de sí bruscamente, concentrando
su atención en el camino que seguíamos.
—¿A dónde vamos? ¿Es que volvemos a la población?
—Vamos a dar un rodeo por las afueras. Dentro de un minuto cruzaremos
la carretera principal y subiremos por detrás de ese montículo, yendo a parar
más allá de donde están construyendo las nuevas casas.
—Pero eso queda casi enfrente de El Hombre Verde…
—En realidad, no. Además, nadie puede vernos desde allí.
—Sin embargo, quedamos muy cerca. —Por el camino, delante de
nosotros, apareció un pequeño, y el «The Guardian» se elevó nuevamente. A
continuación, ella añadió—: ¿Forma esto parte de todo tu plan, Maurice? ¿Es
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que necesitas un poco de emoción? ¿Te gusta la ostentación, quizás, en estas
situaciones?
—No puede haber ostentación cuando nadie va a hablar de la aventura.
Nadie va a verte tampoco.
—Sin embargo… —Diana bajó el periódico—. ¿Sabes qué otra cosa me
ha dejado terriblemente perpleja también?
—¿Qué?
—¿Por qué no te has ocupado nunca de mí prácticamente? Todo esto data
en realidad de hace unos días tú y yo nos conocemos casi desde que vine con
Jack a Fareham. Siempre me tratarte como a una amiga. Y, de repente,
empezaste a hacerme la corte descaradamente. Lo que yo quiero preguntarte
es el porqué de… este cambio tan radical.
Otra de sus preguntas extrañas. Y yo no podía dar con una adecuada
respuesta en aquel momento. Tampoco conseguiría una idea explicativa más
tarde. Casi al azar, respondí:
—Supongo que, de repente, me he dado cuenta de que no soy más que un
viejo. Ya me queda poco tiempo para disfrutar de ciertas cosas.
—Acabas de decir una tontería, Maurice, y tú lo sabes, querido. No has
echado vientre todavía y conservas todos tus cabellos… No sé cómo te las
arreglas, bebiendo como bebes; pero lo cierto es que tienes el aspecto de un
hombre de cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años, así que no digas
sandeces.
Era obligado que Diana se expresara en esos términos o en otros
semejantes, ya que declararse aficionada, con rodeos o sin ellos, a los
jubilados por edad, suponía presentarse ante mi como una persona interesante,
sí, pero no del tipo que ella estimaba acertado. No obstante, sus palabras me
resultaron sumamente agradables.
Cruzamos la carretera, por las inmediaciones del pequeño cementerio, casi
en ruinas, con matorrales por todas partes, en el que se hallaba enterrado
Thomas Underhill. Trepamos por un tortuoso camino, iluminado
diagonalmente por un sol que tendía a desaparecer tras unos grupos de
álamos. Más allá de la cresta, deslicé el vehículo por una estrecha carretera,
de bordes salientes, hasta el punto de que casi rozaban las portezuelas. Dos
minutos más tarde nos encontrábamos en una hondonada, un semicírculo de
ramas y de puntos elevados del terreno que nos aislaba de la carretera
principal. Paré el motor.
—¿Es aquí?
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—Casi. Ahí hay un pequeño hoyo. Los arbustos impiden que lo veas
desde aquí.
—¿Estamos seguros?
—Nunca vi a nadie por este paraje. La carretera se pierde por entre la
espesura de la arboleda.
—Volví a besarla, antes de que ella pudiese empezar a hacer cábalas
acerca de los motivos que yo tenía en aquellos momentos y los que pudieran
surgir. Lo único bueno que tienen ciertos vestidos es que un hombre, en
condiciones especiales, puede llegar desde la rodilla hasta el muslo de una
chica sin necesidad de levantarle la falda. Yo me apresuré a sacar el máximo
partido de este detalle. Diana respondió a mis maniobras oponiendo alguna
resistencia, como si mi conducta fuese, aunque tolerada, la que correspondía a
una persona irresponsable. Después, aprovechando un momento en que mi
boca no se hallaba sobre la suya, me dijo, con un interés que juzgué auténtico,
nada fingido:
—¿Tú no crees, Maurice, que es conveniente que pongamos algunas cosas
en claro?
No acerté a imaginarme de qué cosas se trataría en aquellos críticos
momentos, de manera que respondí, un poco rudamente, quizá:
—Dejémoslas a un lado ahora. No nos preocupemos de ellas.
—¡Oh, Maurice! ¡No podemos hacer eso!
En cierto modo, yo pensaba igual que Diana, pero tal impresión no
bastaba para obligarme a abandonar el asunto que llevaba entre manos. Ella
no había formulado todavía algunas ideas —o preguntas, más bien—, y por
nada del mundo renunciaría a su ventajosa posición del momento,
posponiendo el interrogatorio. Ahora me tenía a sus pies, en la disposición
más propicia para hacer lo que se le antojara. Acomodándome a sus
insinuadas exigencias, tal vez lograría un acortamiento del camino, o una
reducción de sus diversas secciones. Bien. Valía la pena probar.
—Tienes razón, desde luego —repliqué, soltándola, asiéndola de una
mano solamente, mientras me quedaba con la vista fija, con fingida serenidad,
en un punto situado más allá de los arbustos—. Somos ya dos personas
mayores. No podemos embarcarnos en una cosa como ésta a ciegas.
—Maurice…
—¿Qué? —respondí muy serio, para poner de relieve lo muy atormentado
que me sentía.
—Maurice, ¿por qué has cambiado tan de repente? Pretendías lograrlo de
mí todo, con la mayor rudeza, con toda la rudeza de que eres capaz, y de
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pronto retrocedes para decirme que debiéramos sentirnos preocupados por lo
que estamos haciendo. No abrigarás segundas intenciones, ¿verdad?
—No —respondí apresuradamente—. Desde luego que no… Pero tú
hablaste de poner ciertos detalles en claro. Eso me recordó… ¡Oh, bien!
—Sin embargo, ¿estás completamente seguro de que te importa lo que
insinué? —Diana se expresaba en un tono que revelaba sus recelos. Entonces
comprendí que se incurre en un craso error cuando se supone que aquellos
que acostumbran a hablar insinceramente, para producir un efecto, no son
capaces de localizar a quienes actúan con arreglo a las mismas normas.
Cuando ella añadió: «Todo eso me parece muy chocante viniendo de ti»,
comprendí su punto de vista enseguida. Todo el gasto de la conversación de
aquella tarde iba a correr de su cuenta.
—Bueno, yo… —musité, agitando caprichosamente la mano libre en el
aire—. Yo sólo iba a…
Diana, serena se nuevo, tras mirarme atentamente, dijo:
—Maurice, ¿no es un error anteponer el placer de uno a todo lo demás?
¿No es una equivocación anteponerlo a la felicidad de otros seres?
—Tal vez. No sé.
—¿No crees que una de las más típicas cosas de la actualidad, en cuanto a
la forma de comportarse la gente, es la tendencia a autoconfeccionarse las
normas de conducta personal?
—Sí; así lo creo.
—Y lo que a mí me preocupa es que eso pueda ser así referido a mi
persona. En fin de cuentas, tú no irás a decirme que somos animales
solamente, ni a iniciar un razonamiento de este tipo, ¿verdad?
—No.
—Maurice… ¿Tú no crees que la atracción sexual es la cosa más peculiar
e impredecible, la cosa más sim-ple-men-te alocada del mundo?
Al llegar a este punto me animé un poco. Una de dos: o Diana,
semiinconsciente, me enjaretaba la última de sus preguntas, con lo cual yo
superaría el «test» afortunadamente, o andaba ya falta de inspiración.
—Nunca lo he comprendido —repuse humildemente.
—Pero, ¿no es verdad que si la gente no presta atención a lo que sus
instintos le dice acaba por sentirse aislada de todo, perfectamente solitaria en
todos los aspectos?
Sentía lo mismo que si no hubiese prestado atención a mis instintos
durante semanas enteras. Quizá se prolongase eso. Pero, en aquel momento,
para poner más énfasis en sus palabras, ella se inclinó hacia delante y yo tuve
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ocasión de ver el montoncito de desnuda carne que asomaba por el borde de
su sostén, en el seno izquierdo. Mi concentración se esfumó. La recuperé en
un par de segundos, pero en ese intervalo descubrí que acababa de pronunciar
unas palabras parecidas a éstas: «Bueno, demostremos que no somos como
los demás». Inmediatamente empecé a abrir la portezuela correspondiente a
mi asiento.
Ella me cogió por la muñeca, apretando los labios y frunciendo el ceño.
Incluso antes de que hablara, pude ver que después de remontar una corta
serie de valiosos peldaños, había acabado por dar un tremendo resbalón. Pero
en la forma sustancial del juego amoroso, así como en la versión que Diana y
yo estábamos representando, a veces, un solo movimiento puede llevamos a la
anterior o anteriores posiciones.
—Maurice…
—¿Qué?
—Maurice… Es posible que cuando dos personas se quieren todo resulte
correcto. ¿Me quieres en realidad?
—Sí, Diana. De veras que te quiero. Soy sincero.
Me miró fijamente de nuevo. Tal vez pensara que era auténticamente
sincero… ¡Santo Dios! Un hombre que había afrontado todo aquello sin
gritar; que, además, estaba dispuesto a aguantar otras cosas por el estilo, tenía
que quererla en el más amplio de los sentidos. Quizá me hubiese limitado,
sencillamente, a representar mi papel de una manera convincente, haciendo
entonces un derroche de auténticas buenas maneras sexuales. Sea lo que
fuere, el último peldaño quedaba a mi espalda ya. Al menos es lo que pensé
entonces*
—Entreguémonos uno al otro, pues, querido —dijo Diana.
El nuevo problema consistía en impedir que formulara algunas
observaciones más de aquel tipo. Era preciso llegar al punto en que todas las
observaciones sobraban. Me apeé de la furgoneta, di la vuelta al vehículo y la
ayudé a bajar.
—En la época veraniega —dijo ella, levantando la cabeza realmente hacia
el firmamento—, cuando el sol calentaba suavemente…
—Bueno, no podemos decir que no hemos tenido suerte con el tiempo —
balbuceé, apretándome contra ella. Unas palabras más como aquéllas y me
daría por vencido—. El boletín meteorológico predecía lluvia para más
tarde… Ha fallado. Siempre viene a ser una especie de adivinanza la
predicción del tiempo. Ya hemos llegado.
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Bajé delante de Diana al hoyo y la ayudé a salvar el obstáculo del reborde.
El sitio estaba tan limpio como el día anterior, cuando yo efectuara un
reconocimiento del mismo. No lo había visitado ninguna pareja.
Probablemente, las parejas de enamorados de Fareham carecían de suficiente
energía para hacerse el amor en aquellos lugares. Preferían, seguramente,
adentrarse en el matrimonio como quien penetra en el mundo de las deudas o
de la demencia senil.
—Maurice, estoy segura de que todo será maravillosamente bello, a causa
de…
Corté su discurso con un beso. Mientras la besaba acabé de desabotonarle
la blusa; luego solté su sujetador. Sus senos eran firmes bajo la presión de mis
manos, casi duros. Este descubrimiento me llevó a tirar de ella hacia el suelo,
para acomodarnos uno junto al otro. Se liberó de mis manos, alejándose.
—Quiero desnudarme —dijo—. Por ti y por mí, deseo estar desnuda.
Se quitó la blusa. Yo pasé por alto su literario estilo. Si Diana había
querido, en fin de cuentas, que yo pensara de ella que era una persona
interesante, no limitándose a parecerlo, ahora lograba su propósito con mayor
efectividad que en los instantes anteriores. Sus senos, además de grandes y
firmes, se mantenían bien. Unos segundos después tenía ocasión de apreciar
cuán largas eran sus piernas, cuán esbelto resultaba su cuerpo. En el breve
tiempo que necesitara para desnudarse, la expresión de su rostro había
cambiado. Ya no había una mirada directa en sus ojos, ya no había firmeza en
su mandíbula. Su mirada se perdía ahora en la lejanía; tenía la boca
entreabierta, y la excitación le restaba viveza, la entorpecía deliciosamente.
Lentamente, echó los hombros hacia atrás, adelantando el estómago. Se sentó
sobre un montón de hierbajos, observándome.
—Tú también —dijo.
Esta idea me pareció una novedad no particularmente afortunada. Un
hombre que se desviste pierde dignidad; había algo más: un hombre desnudo
al aire libre se siente vulnerable, y por muchas y buenas razones. Desde el
punto de vista de un extraño, una mujer desnuda al aire libre es una aficionada
a tomar el sol o víctima de un atropello; un hombre en las mismas
condiciones es un criminal sexual o un demente. Pero yo estaba obligado a
hacer lo mismo. Máxime teniendo en cuenta que el aire era agradablemente
tibio. Diana, sentada, esperaba, sin mirarme, oprimiendo suave y
rítmicamente los brazos contra sus caderas. Era evidente que ella tenía que
estar desnuda, no por los dos, ni tampoco por mí, sino por ella
exclusivamente. Aquí había algo meramente personal, ya que los narcisistas,
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por definición, se muestran indiferentes ante el hecho de que los demás los
encuentren interesantes o no. Resultaba paradójico en relación con la forma
en que Diana se conducía cuando estaba completamente vestida. Pero yo no
disponía ya de tiempo para digresiones. Estaba de acuerdo con ella en lo
tocante a la singularidad de su cuerpo.
No tardé en advertir que lo más atractivo de aquel cuerpo era su mitad
superior. Por muy atractivo que pueda ser un rostro femenino cuando la mujer
está vestida, lo es más cuando se encuentra desnuda; entonces, algunas veces
solamente entonces, la faz se convierte en la porción más atrayente de su
físico. Garganta, hombros y brazos, para no citar los senos, son elementos
individuales, o al menos personales; por debajo de la cintura existe una
considerable falta de detalle y una pequeña zona de mera anatomía. Durante
unos minutos me entretuve con la parte que pudiera llamarse superior de
Diana, con su, a menudo, ruidosa aprobación. Pero, poco a poco, se impuso el
comienzo de la acelerada embestida a la anatomía y, en todos los sentidos, la
falta de detalles. Inmediatamente, el placer que sentía Diana se atenuó.
En este momento vi que se me ofrecía una salida. Podía regresar, quizás, a
lo que a ella le gustaba más, dejando, aunque no del todo, lo que yo empezara
por mi propia cuenta: en el campo de lo sexual, algo equivalente a ejecutar
ininterrumpidamente una sonata al piano al mismo tiempo que se da buena
cuenta de un plato de bocadillos. O, sin el menor esfuerzo, en absoluto, podía
olvidarme de ella y, lo que era más importante, olvidarme de mí mismo.
Aquella tarde ansiaba tal salida más que de costumbre, pero, por otra parte,
quería que aquello terminase encontrándome frente a una Diana agradecida,
satisfecha, a ser posible. En consecuencia, opté por la primera alternativa,
mejorada por un código de demandas, saturándola de adornos, de difíciles
ejercicios de ambas manos, cosa que se prolongó largo rato, hasta la
desaparición del último bocadillo.
Me separé de ella, a la mínima distancia. Diana me miró. Su rostro
aparecía muy sonrosado y daba la impresión de estar hinchado alrededor de
los ojos y la boca.
—¡Dios mío! —exclamó—. Ha sido maravilloso. Quisiera acordarme
bien de todo. No sé qué sentí…
—Eres muy bella, Diana.
Ella sonrió, mirando a otro lado, mirándose a si misma. Pronto dejó de
agitarse, de inclinarse a un lado y a otro. Cruzó las piernas, incorporándose a
medias. Al mirarme de nuevo, con los ojos muy abiertos, su rostro había
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recuperado la normal ansiedad que caracterizaba su expresión. Había un poco
de descaro en su actitud.
—Maurice, esto ha sido aterrador. No sé cómo lo hiciste. ¿Te sentiste
feliz? Ciertamente que te lo has merecido.
—Fue algo espléndido, Diana.
Rodeé con mis brazos su cuerpo, recorriendo brevemente los diversos
puntos tratados anteriormente con más intensidad. Pero ahora obré de una
manera imparcial, desinteresada, subrayando la esencial continuidad de lo que
sentía acerca de sus atractivos. Al cabo de unos minutos, le dije:
—Diana…
—¿Qué?
—Diana, ¿has ido a la cama alguna vez con más de una persona? Al
mismo tiempo, quiero decir.
—En realidad, Maurice… Bueno, sí. Eso ocurrió hace años. Antes de
conocer a Jack.
—¿Lo pasaste bien? Supongo que serían dos hombres…
—Maurice… Sí. Fueron dos hombres. Si es que puede llamárseles así. Yo
creí que iba a ser la principal protagonista del acto, pero se sentían demasiado
interesados el uno por el otro. Quisieron ponerse en el centro por turnos, y lo
que querían de mí no resultaba muy grato. Me aburría y acabé dejándolos.
Todo fue en extremo repugnante. Pero…
—Seguro que lo fue. Sin embargo, todo sería diferente si tú…
—Estás pensando en ti y en Joyce.
—Pues sí. Ella es siempre…
—Maurice, no te enfades conmigo, porque sé que a veces eres capaz de
enojarte… He de preguntarte algo. ¿Qué es lo que te ha llevado a pensar en
una cosa como ésa? Es innecesaria. ¿Será que te estás haciendo viejo
realmente? Quiero preguntarte algo más. ¿Puedo hacerlo?
—Sí.
—Bueno… ¿Con qué frecuencia tú y Joyce hacéis uso del matrimonio?
Por término medio, quiero decir.
—No sé… Una vez por semana, quizá. Aveces menos.
—Ya está. Tú ansias un estimulante fuerte, buscándolo por un medio
terrible. Tienes una esposa joven y bella, que te adora, pero necesitas tenerme
a mí también, y aun así no te parece bastante. Es como cuando se recurre a las
medias, a los camisones transparentes, a las cintas y otras cosas semejantes.
—Lo siento, Diana. Olvida lo que te he dicho. He cometido un error. Creí
que tú eras una de esas personas a las que se les puede pedir una cosa así. Lo
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siento.
—¿A qué clase de personas te refieres?
—Pues… a las que se sienten ansiosas de nuevas experiencias, de nuevas
sensaciones. Me refiero a quienes desean… ampliar sus conocimientos. —La
cabeza de Diana se apoyaba en mi hombro, no pudiendo, en aquella posición,
observar mis ojos—. Pienso en quienes se interesan por todo, en las que se
sienten atraídas por toda clase de…
—Maurice, ¿en qué momento te he confesado yo mi falta de interés?
Simplemente, me fascinaba descubrir por qué querías hacer eso. ¿No te lo di a
entender al formular mi pregunta?
—¡Oh, sí! Desde luego. Y, ¿sabes?, no sería como aquella vez, con los
dos individuos. Yo haría exactamente lo que a ti te gusta que haga. —Aquí
hice una breve y animada alusión—. ¿Te parece bien, querida?
—Sí, sí.
—Y Joyce piensa que tú eres la criatura más sorprendente de cuantas…
—¿De veras? ¿Qué dice?
—Dice que es capaz de comprender lo que sienten las lesbianas cuando te
mira, y que le gustaría descubrir sí esa figura es real, y todo lo demás. Y,
fíjate, Diana, tú serías el centro de toda atracción. Joyce y yo estamos muy
habituados uno al otro, pero en tu compañía…, ya sabes lo que quiero decir…
—¿Se lo has dicho a ella?
—Todavía no.
—Bueno, pues no lo hagas hasta que volvamos a hablar de ello.
Maurice…
—¿Qué?
—¿Qué más dice Joyce acerca de mí?
Vertí en los oídos de Diana algunas exageraciones o invenciones… Joyce,
ciertamente, admiraba el físico de Diana, pero la faceta amorosa era por mí
ignorada. Lo que yo le había dicho en este sentido carecía de fundamento,
pero resultó efectivo. Diana empezó a suspirar profundamente, dejando caer
los hombros relajadamente. Me acerqué un poco más a ella…
Un poco más tarde, completamente vestido y saboreando la tranquilidad
que esto proporciona en adúlteras circunstancias, obedecí la orden de Diana
de desaparecer durante cinco minutos, para lo cual salí del hoyo, trepando por
el reborde. Entonces descubrí que no había pensado atenta y
desinteresadamente en el lugar en que nos encontrábamos. Nada hablaba allí
de nuestra presencia en plena actividad amorosa. Lo de fuera, todo lo que nos
rodeaba, los matorrales, el arenoso suelo, el pedregoso borde de la hondonada
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y los árboles situados a cierta distancia, no había existido para nosotros.
Ahora, todo quedaba bañado en una discreta luz. Avancé hacia un espeso
grupo de árboles, en el cual ésta se perdía. Hacía cierto bochorno; no soplaba
la más ligera brisa. Cuando hube andado unos cien metros, torcí a la derecha
con la intención, primeramente, de orinar, y después de fijar nuestra posición
con respecto a la casa. Eludí la zona más poblada de vegetación. Había por
allí, principalmente, robles y fresnos, con cierto acompañamiento de acebo,
avellanos y saúcos. Me hallaba en el monte que podía divisarse desde mi
vivienda. Nunca me había acercado por allí antes de ahora.
Avanzaba con alguna dificultad; enredándome a menudo en los hierbajos
y tropezando aquí y allá. Había por todas partes agujeros de treinta
centímetros o más de profundidad. Cuando me acercaba a la cumbre de la
colina, vi las esbeltas chimeneas de El Hombre Verde, los planos inclinados
de los tejados y, finalmente, el cuerpo principal de la casa y las
construcciones anexas. La parte destinada a los dormitorios de los huéspedes
quedaba oculta por la masa de la hostería original.
Hallándome allí, una figura imposible de distinguir desde El Hombre
Verde, indudablemente, con la pequeña elevación situada a mi espalda, vi que
un coche penetraba en el sector delantero de la casa. Probablemente, se
trataba del grupo de Cambridge que el día anterior había reservado
habitaciones por teléfono. Alguien se plantó luego en una de las ventanas del
comedor, mirando hacia el paraje en que yo me encontraba en general.
Quienquiera que fuese aquella persona, uno de los camareros, supongo, en un
intervalo de las tareas preparatorias de la cena, era muy difícil que me viese.
Sin embargo, no tenía por qué correr riesgos innecesarios. Volví sobre mis
pasos. A continuación descubrí un sendero que cruzaba aquella espesura, el
cual llevaba a la carretera. Me apartaba de mi camino una docena de metros,
pero sería preferible a la ruta plena de obstáculos que había seguido un
minuto antes. Eché a andar.
Inmediatamente me sentí verdaderamente asustado. Al principio —si es
que tiene sentido expresarse así—, aquello no me alarmó. Estoy familiarizado
con el miedo que no sabe de causas directas y ciertas, que origina los
síntomas «standard», desde la aceleración del pulso y de la respiración hasta
el cosquilleo en la nuca, seguidos de un sudor abundante y de un fuerte deseo
de gritar. Después, los mismos temores clásicos parecían engendrar otros
nuevos. Hice un alto en mi camino. Por espacio de unos segundos, me
pregunté si estaba a punto de morir realmente, pero al poco adquirí la
convicción de que si sucedía algo, eso sería ajeno a mi persona, exterior con
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respecto a mí, por lo menos. ¿Qué podía ser? ¿Dónde iba a ocurrir? Me siento
incapaz de imaginarlo. Era algo amedrentador, sí; algo monstruoso, que el
mero hecho en sí, su acaecer, sería más difícil de soportar que la real amenaza
contra mi persona. Mi cabeza comenzó a vacilar sobre los hombros,
incontrolable. Oí, o creí oír, un susurrante sonido, como el que produce el
viento al filtrarse por entre la vegetación; vi (no hay duda de que esto lo vi),
cómo crecía la hiedra en un roble cercano. Un tallo iba de acá para allá,
retorciéndose, igual que si hubiese sido movido por el viento. Pero no soplaba
ni la más ligera brisa… Más lejos, observé el movimiento de una sombra en la
espesura, pero yo sabía que por allí no había ninguna otra persona, y tampoco
lucía el sol. Aquél era el lugar que el espectro de Underhill había estado
viendo, y lo que le aterrorizara se encontraba allí. Con un chasquido, un gran
helecho que crecía junto al sendero se separó de sus raíces, girando una y otra
vez, como una hoja al viento, moviéndose inciertamente en dirección a la
espesura en que apareciera la sombra. No esperé a ver si ésta continuaba allí,
sino que eché a correr sendero ahajo, por entre los árboles, para ir a parar al
camino que recorriera cinco minutos antes.
Diana se había sentado en el borde de la hondonada. Estaba fumando un
cigarrillo.
AI oír mis pasos volvió la cabeza con un movimiento natural, lleno de
gracia, que se esfumó al contemplar mi rostro.
—¿Qué pasa? ¿Por qué corres? Estás…
—Vámonos —repuse, jadeante.
Seguramente había lanzado un grito.
—¿Qué ocurre? ¿Estás enfermo? ¿Qué te pasa?
Diana dio muestras de hallarse verdaderamente alarmada. Nos
acomodamos en la furgoneta. Giré en redondo, dirigiéndome por el abrupto
camino con la mayor rapidez posible hacia la carretera. Una vez en ésta,
empecé a alejarme de la población. Cuando llevábamos recorridos un par de
kilómetros, descubrí un terreno de pastos cercado, cuya puerta se hallaba
abierta, estacionando el vehículo en el interior. Respiraba normalmente, y
había dejado de temblar. Mi susto era ya un recuerdo. Pero todavía no me
había recobrado del todo. Abrí una guantera. Sí. Allí había media botella de
whisky. No me había acordado de echarle un poco de agua. Casi la vacié.
Comprendí que tema que pensar en lo que iba a decirle a Diana, quien se
hallaba a mi lado, y, cosa extraña, guardaba silencio. No se me Ocurría nada.
Comencé a hablar con la esperanza de que las palabras me proporcionaran
algunas ideas.
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—Siento lo sucedido. Dé repente me sentí muy mal… Tenía que salir a
toda prisa de aquel sitio. No sé lo que fue… Resultó una experiencia
desagradable.
—¿Quieres decir? ¿Te sentiste enfermo?
—No es eso, exactamente. No; enfermo, no. No acierto a explicarlo…
Tuve miedo. Supongo que sería alguna cosa de tipo neurótico. Bueno, el caso
es que ya ha pasado.
—Maurice…
Esta palabra, mi nombre, se había convertido en su señal de llamada. Por
una vez, Diana me pareció sinceramente apocada.
—Dime, Diana.
—Maurice… Quiero que me hables con toda franqueza. ¿No querrás
darme a entender así que ya no quieres nada conmigo en este terreno, verdad?
—¿Qué? ¿Cómo has podido llegar a pensar tal cosa?
—Bueno, verás… Es posible que te hayas sentido culpable, arrepentido y
todo lo demás. Éso puede haberte producido cierta confusión, que, al gravitar
sobre tu estado de ánimo, te indujo a pensar que esta aventura era demasiado
para ti. —La nota leve de apocamiento, de timidez, había desaparecido ya de
sus palabras—. He llegado a imaginarme que lo que deseabas darme a
entender fue que yo no había hecho lo que tú ansiabas, o algo así.
Y esto, pensé, lo decía una mujer que, tres minutos antes, había estado
dando todo género de muestras de interés por otra persona.
—No hay nada de eso, te lo aseguro.
—Si tú piensas que yo no soy una mujer adecuada para ti, o hay algo que
no te agrade de mi persona, es mejor que me lo digas inmediatamente.
—Si es eso lo que tú temes —repliqué furioso—, es, seguramente, porque
estimas que no soy suficientemente bueno para ti, haga lo que haga. ¿Piensas
que hago a diario lo que he hecho hoy?
Diana parpadeó, torciendo el gesto. En su mente se enfrentaban ideas
diferentes. Luego sonrió y tocó una de mis manos.
—Lo siento, Maurice. De pronto, también a mí, me entró un pánico atroz.
Se me metió en la cabeza la idea de que no te gustaba ya. Experimenté una
desagradable sensación de inseguridad. A las mujeres nos ocurre esto, ¿sabes?
Bueno, a algunas mujeres. Me fue imposible evitarlo, sinceramente.
La besé.
—Te comprendo perfectamente —le dije, sin el menor fingimiento—. Allí
arriba…, ¿verdad que lo pasaste bien?
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—Mmmm. Fue espléndido. —Restablecida su hegemonía, en cuanto a la
sensibilidad, debió de comprender que también podía permitirse alguna
generosidad—. Magnífico, Maurice.
—Pero no se podrá comparar a nada de lo que Joyce y yo hagamos por ti,
te lo prometo.
—Maurice, eres extraordinario. Hace unos momentos te sentías
terriblemente confuso, amedrentado. Y ahora empiezas a ejercer presión sobre
mí para que me decida a tomar parte en esa orgía. Pero, ¿qué es lo que hace
que seas tan increíblemente variable?
Durante el viaje de regreso expuse una o dos hipótesis para explicar aquel
fenómeno, subrayando siempre, tratárase de lo que se tratara, que el atractivo,
la fascinación que Diana ejercía sobre mí tenía mucho que ver con todo. Le
dije que la recogería al día siguiente en el mismo lugar y hora; la obligué a
prometerme que pensaría en el proyecto de orgía. Estaba casi seguro de que
se había decidido en favor del mismo, pero expresarlo así en aquella etapa
hubiera significado restarle interés a la idea; habría sido un fallo. Más
adelante se apeó del vehículo y yo me fui a recoger mis frutas y verduras.
Esta última operación me llevó tres cuartos de hora, y me habría bastado
con media. Los granjeros son gentes tranquilas, que nunca tienen prisa. El
más viejo de los dos se comportó igual que si yo hubiese pretendido
comprarle sus dos hijas en lugar de sus lechugas y tomates. El más joven,
cuyos dientes incisivos, en posición casi horizontal, asomaban por entre sus
labios, y que olía a demonios, me trató como un recaudador de contribuciones
de la época de los zares. Durante aquellos minutos me sentí asaltado por
agradables recuerdos protagonizados por Diana, si bien asomó también entre
mis pensamientos algún que otro reproche por lo poco o nada que había
recordado lo de mi padre… El dolor de espalda subrayó este último sentir,
presentándose con desacostumbrada intensidad, con atormentadoras
palpitaciones.
En el momento en que me detuve delante de la entrada de El Hombre
Verde, llamando a Ramón para que procediera a descargar el vehículo, eran
las seis y veinte minutos. Mis pensamientos se habían concentrado
exclusivamente en el whisky. Me preparé uno doble —uno de mis dobles
peculiares, ya que reparaba las pérdidas de nivel del vaso varias veces antes
de llegar al final—, que fui tomando mientras me duchaba y me ponía el
equipo de noche. Luego fui a ver a Amy, que se hallaba ante la pantalla del
televisor, viendo un programa sobre seguros de viviendas. La chica estuvo
conmigo tan lacónica como de costumbre, o más. La ausencia de mi padre
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había reducido las obligaciones cotidianas de aquella hora. Crucé unas
palabras con David Palmer y me uní a Nick, Lucy y Joyce en el bar poco
después de las siete. La perspectiva de un par de horas de trabajo no me
seducía lo más mínimo. Bebimos algo (yo me pasaba siempre al jerez a
aquella hora, en público). Los primeros comensales no se hicieron esperar.
No surgieron dificultades. Bueno, no hubo ninguna que quedara
especialmente impresa en mi mente. En el momento de enfrentarme con el
tercer grupo de clientes, o el cuarto, quizá, vi que empezaba a considerar el
problema cuya solución no había podido hallar a mi regreso de Baldock, a
primera hora del día: el de continuar hablando constructivamente sin ser
capaz de recordar, ni siquiera por encima, lo que había dicho antes. Mi bloc
de notas supuso una gran ayuda para mí en estas circunstancias, pero no en el
instante de decidir lo que tenía que escribir en él. El bar se vació casi por
completo. Los que deseaban cenar temprano se habían trasladado al comedor
o desaparecido de la puerta principal al verme. Poco más tarde, de nuevo,
sugerí a David que había llegado el momento de echar un vistazo a la cocina.
Le oí replicar que mi idea era excelente, pero que valía más aplazarla unos
minutos, dado el precedente de la visita anterior, muy reciente todavía. Me
pregunté cuántos minutos habían transcurrido desde entonces, y si mientras
estuve en la cocina había dicho algo que mereciera la pena ser anotado por su
tino o por la visión que supusiera de la condición humana. La expresión del
rostro de David no me sirvió de mucha ayuda. Dando a sus palabras un tono
especial, manifestó:
—Señor Allington, ¿por qué no deja en mis manos las tareas de la velada?
Hay anunciadas unas llegadas, muy pocas, para esta noche, e,
indudablemente, debe usted de haber tenido una jornada muy movida. De
todos modos, no olvide que a las diez me haré cargo de todo. Usted, por
añadidura, me dijo el otro día que es preciso que vaya acostumbrándome poco
a poco a actuar solo.
—Gracias, David, pero creo que seguiré al frente de todo unos minutos
más. Recuerda que para las nueve y media esperamos al profesor Burgess.
Quiero verle, hablar con él. Todavía me acuerdo del desastre del suflé la
última vez que nos visitó.
Por lo que a la coherencia respecta, esto no representaba, probablemente,
un gran avance sobre lo que había estado diciendo durante los últimos veinte
o cuarenta minutos. El caso era que yo sabía lo que había dicho, e incluso lo
que David dijera poco antes. Podía controlarme de nuevo, o casi, sin haber
hecho nada por conseguirlo por el camino del sueño reparador, ni por
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abstenerme de la bebida, experiencia con la que me hallaba bastante
familiarizado. También constituiría para mí una experiencia igualmente
familiar la de perder el control de nuevo, sin haber hecho gran cosa por llegar
a semejante situación. En consecuencia, decidí realizar un violento ataque
contra el queso, los bizcochos y las aceitunas rellenas que Fred había
colocado sobre el mostrador, resolviendo, por añadidura, no beber más hasta
que me encontrase arriba, en el apartamento.
Burgess, una caricatura de sabio, llegó poco después con su esposa,
también una caricatura de lo mismo, aunque de tipo más puramente erudito,
quizá más germánico. Les acompañaban un par de amigos, menos claramente
eruditos que ellos. Como era de esperar, todos se decidieron por la perdiz
blanca, rociada con dos botellas de Château Lafite 1955, que yo guardaba
bajo el mostrador, con destino a unas cuantas personas del corte del viejo
Burgess. Precedió a esto un admirable salmón pâté del chef. Los introduje en
el comedor personalmente; el maître, previamente avisado, nos aguardaba en
la puerta. Aquella estancia, de bajo techo, llena a medias, resultaba
agradablemente acogedora con sus candelabros, su plata pulida, la de los
cubiertos, el brillo de las maderas de roble, y del cuero azul oscuro. Pero en el
bar la atmósfera era menos fría. Se comía y se hablaba mucho allí, pero
también se bebía. No con suficiente abundancia para dejarme satisfecho,
ciertamente, pero hay que reconocer que en tal aspecto jamás me había
sentido plenamente contento.
Acababa de acomodar a los Burgess y sus amigos, disponiéndome a hacer
una ronda por las otras mesas, cuando descubrí a un hombre que se
encontraba junto a la ventana, asomándose quizá por entre las cortinas, si bien
juzgué que para hacer eso se hallaba en una errónea posición. Tenía la
seguridad de no haberlo visto allí al entrar yo en la habitación. Por un
momento, supuse que esta persona sería un huésped interesado, por ejemplo,
por el estado de las luces de su automóvil. Luego, mis reflejos de hotelero, me
impulsaron a cruzar el comedor, solícito. Entonces me di cuenta de que
aquella figura usaba una peluca gris y una bata negra. Tenía el cuello rodeado
por blancas vendas. En aquel instante se encontraba a una distancia de no más
de metro y medio. Me detuve.
—¿Doctor Underhill?
No ha sido nunca cierto que nosotros hablemos sin volición, como para no
comprender, ni siquiera por un instante, que somos nosotros quienes hemos
hablado. Pero yo no había tenido la menor intención consciente de pronunciar
aquel nombre.
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Lentamente, aquella cabeza se volvió desde la ventana y sus ojos se
encontraron con los míos. Eran unos ojos de color castaño oscuro, hallándose
rodeados de arrugados párpados, de espesas pestañas, de arqueadas cejas.
También aprecié una intensa palidez de la piel —la de un hombre habituado a
estar encerrado—, una despejada frente, una larga nariz, una boca que en otra
faz habría calificado yo de burlona, con unos labios muy claramente
definidos. Inmediatamente, o casi inmediatamente, el doctor Underhill me
reconoció. Seguidamente esbozó una sonrisa. Era la sonrisa de un ser
poderoso, dirigida como obsequio especial a otra persona inferior, preparado
para unirse a aquél en la persecución de algún desvalido individuo. También
implicaba cierta amenaza, como si cualquier remilgo en la despiadada
persecución hubiera ido a convertirse en desgracia para el cómplice, expuesto,
por ello, asimismo, a transformarse en víctima.
Me volví hacia la mesa más próxima, a la que se habían sentado tres
jóvenes abogados londinenses en compañía de sus esposas, diciendo en voz
alta:
—¿Lo ven ustedes? Me refiero al hombre de negro… Aquí, aquí…
Underhill había desaparecido cuando volví la cabeza. Me sentí
profundamente irritado. Hubiera debido preverlo. Pronuncié unas estúpidas
palabras, insistiendo en que había hecho acto de presencia allí unos momentos
antes, afirmando una y otra vez que tenían que haberlo visto. Finalmente
comprendí que no podía seguir en el mismo plan. Mi corazón latía
ordenadamente entonces; no me sentía nada confuso, ni trastornado. Nunca
me había desmayado… Todo se redujo, simplemente, a que mis piernas se
negaron a continuar sosteniendo mi cuerpo. Alguien —el maître— me cogió
a tiempo. Oí un rumor de voces alarmadas, los ruidos producidos por unas
sillas cuando la gente se puso en pie. Inmediatamente, procedente de no sé
dónde, llegó David. Me pasó un brazo por los hombros y dio secamente una
orden a mi esposa y a mi hijo para que me sacaran de la estancia, llevándome
al vestíbulo. Me hicieron sentar en un sillón de alto respaldo, de la época de la
Regencia, junto a una chimenea. Intentaron desabrocharme el cuello de la
camisa, pero yo se lo impedí.
—Estoy bien, David. De veras. No es nada…
Nick me preguntó:
—¿Qué te ha ocurrido, papá?
Joyce me notificó:
—Telefonearé a Jack.
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—¿Por qué? No es necesario. Sencillamente, me dio un pequeño mareo.
He debido de pasarme un poco en la bebida. Ya me encuentro bien.
—¿Dónde le gustaría que le acomodáramos, señor Allington? Le llevaré
arriba, si usted colabora…
—Por favor, no te molestes. Creo que ya puedo valerme por mí mismo.
Me puse en pie con bastante seguridad. Vi que algunas personas estaban
pendientes de mí desde la puerta del comedor, desde la entrada del bar, desde
varios otros sitios.
—¿No podríais decir a los que se interesen por mí que últimamente he
andado algo sobrecargado de trabajo, que me he visto obligado a hacer ciertos
esfuerzos? Todos pensarán que estaba bebido como una cuba, y conviene que
en todo momento guardemos las formas.
—Estoy seguro de que serán muy pocos los que piensen así, señor
Allington.
—Bueno, ¿y qué más da, en fin de cuentas? Yo me voy a quitar de en
medio por ahora, David. Si Ramón no se porta como es debido, será mejor
que me lo digas. Pero, aparte de eso, la casa queda a tu cargo hasta mañana
por la mañana. Buenas noches.
Algo inquietos todos, nosotros cuatro nos acomodamos en el salón, así
denominado por mi predecesor, si bien, por su falta de espacio y por su
disposición peculiar y muebles, la estancia se me había antojado siempre un
simple gabinete o una antecámara. No había pensado nunca en darle otro
aspecto; había tendido más bien a convertirla en una especie de depósito
ordenado del mobiliario menos atractivo. Se encontraban allí dos esculturas
que atentaban contra mis nervios nada más verlas: un busto de la primera
época victoriana y un desnudo de tendencias modernas, el cual había
comprado en Cambridge, tras una abundante comida en la Garden House. Por
pura pereza no me había desembarazado de este último. Mi padre había sido
la única persona a quien le gustaba aquella habitación. Yo, al menos, había
visto que la utilizaba con regularidad. Sin embargo, tenía la ventaja de que allí
no nos molestaría nadie.
Les conté lo que había visto. Nick, muy interesado, no me perdía de vista.
Joyce escrutaba mi rostro. Lucy me observaba adoptando una actitud especial,
de vigilancia responsable. Había que pensar en el miembro de un equipo que
a escala nacional se dedicara a estudiar a los alcohólicos que veían espectros.
Entre el principio y el fin de mi relato, con todo, hice que Nick me sirviera un
whisky pequeño. Se negó, primeramente, pero por último cedió.
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Joyce, a medida que yo hablaba, fue perdiendo todo interés por lo que yo
decía. Luego manifestó:
—A mí me parece todo eso una historia muy fantástica, como las que se
leen en algunas revistas.
Se expresó en el mismo tono empleado para exponer ante mí, días antes,
las probabilidades de que mi padre viviera todo el año en curso, o para sugerir
que el carácter de Amy podía tener su origen en una deficiencia mental.
—¡Santo Dios! ¡Qué idea! —exclamó Nick.
—¿Qué hay de terrible en ella? Nada tiene de particular. No iremos a
pensar que se esté volviendo loco, ¿verdad?
—¿A qué viene eso? —inquirió Lucy—. Nada de lo sucedido nos autoriza
a traer a colación ese tema.
Tales palabras supusieron un gran alivio para mí. Pero yo habría preferido
que Lucy no hubiese hecho alusión a mí en el tono que se emplea
normalmente para señalar a un camarero que lleva el cuello de la camisa
sucio.
—Perfectamente. Entonces, ¿qué explicación cabe dar?
Nick se pasó la lengua por los labios, moviendo la cabeza varias veces,
muy serio.
—Estabas bebido, papá. No sé si te darías cuenta, pero lo cierto es que
mientras nos hablabas a los tres en el bar tomaste varios whiskies seguidos.
—Ahora no estoy bebido.
—Bueno, pues no. Pero hace poco has sufrido una fuerte impresión. La
gente se ha arremolinado en torno a ti. Hay que reconocer que te portaste con
serenidad, que diste pruebas de poseer mucho sentido común, pero yo sé qué
es lo que pasa algunas veces con tu voz, sé cómo en determinadas ocasiones
mueves los ojos…
—Pero me recuperé enseguida después de eso. Estaba hablando con
David… Mira, Nick: ve a ver al profesor Burgess. Él te dirá que yo me
encontraba bien. Ve a verlo.
—¡Oh papá! ¿Cómo voy a ir ahora en su busca para hacerle esa pregunta?
—Pues ve en busca de David… David conoce a las personas que se
encontraban cerca de mí en aquellos instantes. Llévatelas aparte y pregúntales
si vieron a alguien junto a la ventana. Describí su aspecto, de manera que
podrán…
—Papá, papá… Deja eso a un lado. Acepta mi consejo, por favor. Esas
condenadas lenguas no descansarán. Conozco bien a la gente. No compliques
la situación. Tú no querrás que se diga por ahí que el dueño de El Hombre
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Verde ve fantasmas, ¿verdad? Poca o ninguna importancia tiene para nosotros
que lo digan, pero has de reconocer que ellos saben que tú bebes mucho.
Además, dirán que no se acuerdan de haber visto a nadie. Por favor, olvídalo
todo.
—Nick, dile a David que suba.
—No. —La expresión del rostro de Nick se había tornado muy severa.
Nunca le había visto tan serio—. No ganamos nada prolongando el episodio,
papá. Mantengo mi negativa.
Hubo un silencio. Joyce estiró las piernas, alisándose al mismo tiempo los
cabellos, sin mirar a nadie. Lucy se llevó a los labios un cigarrillo mentolado
e hizo funcionar su encendedor.
—¿Tú que opinas? —le pregunté sin querer.
—Una investigación no procede, desde luego. Sabemos que está fuera de
lugar. En lo básico, estoy de acuerdo con Nick. Es decir, yo creo que,
últimamente, por diversas razones, estabas fatigado en extremo… Tus
fantasmas son mentales. Es natural, hasta cierto punto: conoces la historia de
Underhill; te hallabas bajo los efectos del alcohol; la luz del comedor no es
muy buena, especialmente por las inmediaciones de la ventana… Había
alguien de pie allí, estoy completamente dispuesta a creerlo, pero se trataba,
simplemente, de una persona real, de un camarero o de uno de nuestros
clientes. Como en otra ocasión anterior: creíste haber visto un espectro…
—Pero la peluca, las ropas…
—Eso fue una ilusión mental.
—Es que él me reconoció, me sonrió…
—Naturalmente. Tú eras su jefe, o bien su huésped. Lo dejaste
ligeramente turbado al darle un apellido que no era el suyo…
—Luego desapareció. Cuando yo…
—Se fue a otro sitio.
Otro silencio. Oí los pasos de Magdalena, entrando en el apartamento y
penetrando seguidamente en el comedor. Ansiaba disponer de una
oportunidad para referir a los tres lo sucedido entre los árboles, aunque sólo
hubiese sido para disentir de lo manifestado por Lucy. Pero no acerté a
inventarme ningún motivo inocente que me permitiera aludir a mi presencia
en aquel lugar. Claro que también allí había estado sometido a ciertos
esfuerzos, llevaba en mi estómago algún alcohol, etcétera.
—En consecuencia, me lo imaginé todo —dije, dando fin a mi whisky.
—Es lo que yo pienso. Pero lo que yo pienso exclusivamente, ¿eh? Ahora
podrían demostrarme fácilmente que me encuentro en un error.
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—¡Oh! ¿De veras? ¿Cómo?
—Mañana mismo, podrían demostrarme fácilmente que estoy equivocada,
si surgiera alguien viendo lo que usted ha visto, aunque el hecho de que no
salga nadie no quiere decir que usted nos haya mentido… También pudiera
ser que usted averiguara algo acerca de un espectro, algo que usted no hubiese
podido descubrir sin su concurso… Bueno, eso no sería exactamente una
prueba, pero en mi ánimo pesaría terriblemente.
—¿Qué clase de cosa?
—Pues…, supongamos que usted vio un espectro en el momento de
filtrarse por una pared. Bueno, una parte de pared que antes fue puerta.
Imaginémonos que, más adelante, usted halla una prueba de la existencia en
otro tiempo de la puerta, meta que no hubiera sido posible alcanzar sin
ninguna ayuda. Algo así… Algo situado en un libro, o escondido detrás de un
panel, a lo que se llegaría mediante indicios misteriosos, no corrientes… Para
mí, todo eso encierra una gran importancia, es revelador.
Joyce dijo:
—Tengo que ir a ver a Magdalena.
Salió de la habitación.
Nick estaba nervioso. Ora se inclinaba hacia un lado, ora hacia otro…
—¡Oh! ¡Tonterías, querida! ¿Y qué, si a ti te parecen esos argumentos de
peso? ¿Por qué no le dejas en paz, permitiéndole que se olvide del incidente?
Lo siento, papá. Nadie quiere ver duendes, ni siquiera pensar que los ha
visto… No pueden traer nada bueno, ni aun siendo imaginados… Quizás esto
último sea peor todavía. Papá, hazme caso, desentiéndete de eso. Si no hay
nada de cierto en este asunto, ¿a qué preocuparse? Y, en caso contrario, nadie
que esté en su sano juicio pretenderá hacer averiguaciones.
Lucy dejó caer las manos sobre sus rodillas, mirándome como una
profesora miraría a un alumno.
—Los espectros no pueden causar a nadie daño alguno. No están donde se
cree verlos, como ya expliqué antes.
—Eso podría llevarte a… Bueno, ocupándose de tales cosas, el peligro de
una perturbación mental que…
—Ningún espectro puede llevar a nadie a la locura. Tampoco es posible
que un ser humano provoque una perturbación mental en otro. La gente pierde
la cabeza por algo que lleva consigo, dentro.
Sabía, sin mirarlo, que Nick intentaba decir algo a su esposa con el gesto.
Hubo otra pausa. Les anuncié que descansaría una hora, acostado, y que
luego, probablemente, reaparecía para tomar un whisky o dos. Charlaríamos
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unos minutos más si a alguien le apetecía un poco de conversación. En el
pasillo, tropecé con Joyce.
—La cena está lista —me dijo—. Iba precisamente a…
—No me apetece comer nada, gracias.
—Debieras tomar un bocado —manifestó ella, no muy convencida.
—No tengo apetito. Tomaré, si acaso, una pizca de queso más tarde.
—De acuerdo. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Voy a descabezar un sueño.
—Sí, y, cuando yo vaya a acostarme, tú te levantarás para charlar con
Nick, para acomodarte ante una botella de whisky hasta las dos; mañana nos
veremos a la hora de la comida, y luego alternarás en el bar con quien se
ponga a tiro. En pocas palabras: mañana harás lo que hiciste hoy, lo que
hiciste ayer, y así sucesivamente.
Para Joyce, éste era un largo discurso. Sus palabras estaban cargadas de
resentimiento. Decidí adoptar una actitud pasiva, limitándome a responder:
—Lo siento, querida. Nos encontramos en la época más atareada del año.
—Aquí, todas las épocas del año son atareadas. Eso no debe ser un motivo
para que no nos veamos.
Pensé que Joyce estaba muy guapa en aquellos momentos, apoyándome
tranquilamente en el muro del pasillo. Era más hermosa todavía que Diana.
Su vestido de seda azul evidenciaba las armoniosas proporciones de su
cuerpo. Llevaba sus rubios cabellos recogidos en la nuca, dejando totalmente
al descubierto las bonitas y pequeñas orejas.
—Tienes razón —respondí.
—Pues pongamos remedio a la cosa. Soy tu compañera en este negocio y,
además, el ama de casa, y la madrastra, de Amy.
—¿De veras? Y de vez en cuando te hago el amor, ¿verdad?
—En ocasiones. Son muchos los hombres que hacen el amor a las mujeres
que regentan sus hogares.
—He de decir que, como madrastra, te he visto desarrollar escasa
actividad.
—No puedo obrar por cuenta propia. Tú y Amy debierais ir en busca mía,
y eso no ocurre nunca.
—Bueno, no creo que éste sea el día más indicado para iniciar una…
—Es el día más indicado, precisamente. Si no tienes nada que decirme
veinticuatro horas después de morir tu padre, ¿cuándo crees que se te va a
presentar una ocasión para hablar, para confiarme tus sentimientos? No
consigo recordar cuándo fue la última vez que… No —añadió ella,
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rechazándome, sujetándome por las muñecas al ver que pretendía abrazarla—.
Esto no viene a cuento. Eso no es hablar.
—Lo siento. ¿Cuándo te gustaría a ti que nos sentáramos tranquilamente
para cambiar impresiones?
—Nada de cambiar impresiones. Ésta es una expresión puramente
comercial. Nosotros tenemos que hablar, simplemente. Bueno, de todos
modos, ahora no hay tiempo. Anda, ve a acostarte.
Joyce me dejó.
«Temamos que charlar, por supuesto», me dije, pensativo. De algo más
que de las cosas a que mi esposa había aludido vagamente. Tenía que
convencer a Joyce para que se acostara con Diana y conmigo… Tendría que
ocuparme de este asunto al día siguiente, por la mañana. Le daría preferencia
sobre otros. Entretanto, me quedaba por hacer cierto trabajo de tipo nada
concreto.
Entré en el comedor. Sobre la mesa había cuatro recipientes de sopa
cubiertos. Me dirigí hacia la estantería, situada a la izquierda de la chimenea.
Tenía yo allí dos o tres docenas de libros sobre arquitectura y escultura, y,
aproximadamente, un centenar de obras de poesía, los poetas ingleses y
franceses más conocidos, en alejamiento progresivo de nuestros días.
Mallarmé y Lord de Tabley son mis versificadores más modernos. No tengo
ningún novelista. Encuentro el arte de los novelistas muy trivial. Estos
hombres, en el mejor de los casos, se limitan a aludir superficialmente a
partes menores del mundo que toman como punto de referencia. Un hombre
algo diferenciado de la mayoría que sienta una emoción, cualquier clase de
emoción, ha de reflexionar intensamente antes de trasladarla al papel,
advirtiendo entonces la desproporción existente entre la emoción sentida y la
tarea que exige plasmarla. No pienso en la novela término medio, sino en los
libros de Stendhal o de Proust. Por comparación, las más humildes
producciones de las artes visuales son triunfos de la representación gráfica,
tanto de la materia como del espíritu, mientras que el verso —el verso lírico,
por lo menos— equidista de la ficción y de la vida, siendo autónomo.
Sin embargo, el libro que yo había cogido allí no pertenecía a ninguno de
los géneros mencionados. Era la maciza obra de Joseph Thornton titulada
Superstitions and Ghostly Tales of the British Folk,[1] en su segunda edición,
que databa de 1838. Cuando la tuve en mis manos, me serví un whisky
mediano (equivalente a un triple en el bar), y me acomodé en mi sillón de
cuero rojo del dormitorio.
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Thornton dedica casi tres páginas a Underhill, en su capítulo sobre
«Mágicos y Conjurantes», pero la mayor parte de ese pasaje se refiere a las
supuestas apariciones de aquél en forma sobrenatural, a lo largo de los ciento
cincuenta años, aproximadamente, siguientes a su muerte. También se cita
que fue oído mientras se deslizaba por las inmediaciones de la casa, en la
oscuridad. El tratamiento de los asesinatos y sus consecuencias es menos
completo. Por falta de tiempo o de pruebas, en oposición a las meras
habladurías, Thornton falló a la hora de establecer un eslabón tangible entre
Underhill y los dos crímenes no aclarados, y tuvo que contentarse con anotar
la firmeza y persistencia de la tradición —entre las gentes de Baldock y
Royston, así como las de las aldeas de los alrededores—, que aseguraba que
el hombre había adquirido el «misterioso y maligno arte» de golpear a
distancia a aquellos que eran suficientemente temerarios para suscitar sus
enojos, y también la habilidad de «lograr que sus víctimas fuesen
descuartizadas por manos que no eran mortales, de suerte que no había ningún
aldeano que se atreviese a pasar junto a su casa, ni de día ni de noche, por
temor a que el ojo del nefasto doctor se fijase en él, haciéndolo objeto, como a
otros, de su ira u odio».
Con no muy clara idea sobre lo que yo andaba buscando, leí
distraídamente cuatro o cinco largos párrafos, o, mejor dicho, los releí por
enésima vez. Luego, hacia el final, llegué a unas frases que me pareció no
haber visto nunca anteriormente:
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Creí haber visto algo ligeramente extraño en las últimas palabras. ¿Por
qué motivo Thornton, normalmente bien dispuesto a contagiar a sus lectores
sus personales entusiasmos, hasta el extremo de (quizá demasiado a menudo)
invitarlos a adentrarse en sus fuentes por sí mismos, por qué había
mencionado este resto de diario, juntamente con su paradero, advirtiendo
después que no valía la pena el esfuerzo de emprender su lectura? Bien.
Cualquier misterio, aquí, podía ser fácilmente aclarado mañana. Si el
manuscrito de Underhill se hallaba en la biblioteca de All Saints en los
primeros años del siglo diecinueve, existían grandes probabilidades de que
todavía continuara ahí. De todos modos, por la mañana, me trasladaría a
Cambridge en mi coche para averiguarlo. No hubiera podido explicar por qué
me decidí inmediatamente a proceder así.
Entre las páginas de las Superstitions relativas a Underhill, yo había ido
guardando algunos papeles a él referidos, que habían llegado a mi poder «con
la casa», principalmente recortes de periódicos Victorianos de la localidad, de
no mucho interés. Ahora bien, entre ellos figuraba la declaración de una
criada, de un período de tiempo anterior. En el pasado había desdeñado
aquello, pasándome cuatro o cinco años sin echarle un vistazo. De pronto,
todo se me antojó de una gran importancia. Desplegué ante mí aquella hoja de
papel, manchada y reseca.
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Grace Mary había añadido a lo anterior una firma que debió de resultarle
muy laboriosa. Alguien llamado William Totterdale, rector de la parroquia,
quien, evidentemente, había redactado el documento, actuó de testigo. Entre
todos, habían logrado tranquilizarme, en un aspecto, al menos: había detalles
faciales expresados con precisión, aparte de la referencia al atuendo clerical
de Grace. Bebí a la salud de ésta, bendiciéndola por su capacidad de
observación y su memoria.
No por culpa suya, por otro lado, sus servicios serían muy limitados. No
podía decir a Lucy, ni a nadie, que yo no había leído la declaración jurada
antes. Cabía la posibilidad —tan sólo eso, aunque no lo creía—, de que, a
consecuencia de mis dos o tres lecturas anteriores, los hechos se me hubiesen
quedado impresos en alguna parte de mi mente, que había acabado por
filtrarlos, originando una especie de ilusión. Lo que esa especie de ilusión
podía haber sido resultaba ya en sí mismo misterioso, ya que cualquier idea
que se me hubiera quedado fija en el cerebro acerca de Underhill permanecía
profundamente enterrada. Ahora bien, este tipo de problema no se considera
como tal dentro de una época nada filosófica de la historia, en la que la falta
total de pruebas irrecusables de inocencia se estima como la más importante
prueba de culpabilidad.
Había plegado la declaración de Grace, y estaba a punto de cerrar el libro,
tras haber introducido entre sus páginas aquélla, con los demás papeles,
cuando mis ojos tropezaron con otro pasaje de la obra de Thornton que había
olvidado, más concretamente, en una sola frase, entre paréntesis, situada en
medio del relato sobre el no visto rondador nocturno: «del que alguien
sospechó que era el agente del doctor». Enseguida vi lo que hubiera debido
ver antes, o que había visto, pero sin darme cuenta de lo que era. Los testigos
que se habían mostrado en desacuerdo acerca de la expresión del rostro en el
espectro de Underhill no habían disentido entre sí, en absoluto. Habíanle visto
como cuando vivía, en diferentes épocas, separadas quizá por períodos de
tiempo de segundos. Había mostrado un aire de enfermiza curiosidad cuando
esperaba ver qué clase de criatura había conjurado en el bosque, y esta
expresión se había convertido en otra de horror al aparecer ella, rumbo a la
tarea de hacer pedazos a su esposa o a su enemigo. Y esta criatura, o su
fantasma, sin saberse por qué, no había descansado a la muerte de Underhill;
había visitado de vez en cuando la casa de su antiguo señor… ¿En demanda
de nuevas instrucciones? Los sonidos, al avanzar, habían sido de ramas y
hojas, ya que de tales elementos se componía. Y si yo hubiese podido esperar
en el monte, aquella tarde, la habría visto también. O su fantasma.
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La mitad de mi cuerpo, incluidos el brazo y la pierna, experimentó unas
fuertes sacudidas. Mi idea inmediata fue que comenzaba a vivir la experiencia
nocturna de la agitación de forma completamente consciente, lo cual me llenó
de temor, hasta que comprendí que, simplemente, me había estremecido de
miedo, el miedo redoblado que sintiera a la hora de la comida; miedo ante lo
que se me había venido a la mente, y de que se hubiera producido el
fenómeno, así como de que persistiera. No conocía a nadie suficientemente
bien; no podía imaginar a nadie que conociera a otra persona suficientemente
bien, mujer u hombre, para referirle aquella historia. Quizás hubiera hecho
otra estimación de no haber pasado recientemente de ser un notable bebedor a
convertirme en un notable bebedor que había comenzado a ver visiones. Lo
dudo, sin embargo. De todas maneras, tendría que enfrentarme a solas con
este asunto, sin poseer una idea muy clara acerca de su naturaleza, ni de las
consecuencias. Se imponía la reflexión. Intenté entregarme a mis
pensamientos en aquellos instantes, descubriendo que la razón de que
Thornton no hubiese dado con ningún eslabón, en absoluto, entre Underhill y
la criatura del bosque, radicaba en que él nunca había visitado el monte (o
bien, de haber estado allí, cualquiera que fuesen las condiciones operantes en
aquel lugar seis horas antes, se hallarían ausentes entonces). Eso fue todo lo
más lejos que pude llegar, de momento. Consideré que ya llevaba demasiado
tiempo disfrutando de mi propia compañía, independientemente de las
ventajas que supusiera incrementar el número. Me trasladé al cuarto de baño,
donde me lavé brevemente; luego me froté la cara con un poco de loción de la
que usaba para después del afeitado, para disimular el probable olor a whisky.
Seguidamente bajé al bar.
Tardé media hora en regresar, tras haber charlado con un par de hombres
de negocios de Stevenage y un joven granjero de las inmediaciones,
suficientemente rico para dedicarse a la agricultura sin muchas ambiciones
económicas. Cuando subía las escaleras descubrí que se me había olvidado
hasta la última frase de aquellas conversaciones, no a consecuencia de
temporal amnesia (cosa que yo conocía ya de otras dos veces), sino a causa de
ese filtro de la memoria, impregnado del alcohol necesario, que surte buenos
efectos a la hora de hacer la edad media menos insoportable, por mucho que
se haya desgastado con el uso. Ya en lo alto de las escaleras, me hallaba
dispuesto para presenciar la reaparición de la mujer de los cabellos castaño-
rojizos, evidentemente, la esposa de Underhill, un espectro tratable, por lo que
podía apreciarse, con arreglo a las normas «standard» locales. Pero ella no iba
a dejarse ver. Luego, finalmente, en la puerta del apartamento, experimenté
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cierto gozo interior, muy egoísta, al recordar lo que había ocurrido en el hoyo
de aquel monte que quedaba junto al bosque, y en ese momento experimenté
también una auténtica alucinación, maravillosamente, puramente táctil: me
pareció notar la carne desnuda de Diana contra la mía. Nunca me ha
sorprendido que algunos hombres intenten batir las marcas del Don Juan
tradicional. La mayor parte de ellos no lo consiguen. La seducción es el único
acto sensual; los otros placeres, incluyendo el del sexo per se, vienen a ser
meras actividades, duraderas y reiterativas. Cada particular seducción es una
cosa definitiva y no cambiable, parte de una historia, como un siglo atrás un
banquete o una prueba de competición (pocas de ellas comportan el
suplemento del orgasmo). Una escultura puede transformarse en nada, en un
objeto anticuado; un poema puede perder toda su inspiración, pero nada de
eso puede ocurrir con lo que se tuvo una noche con una princesa o la
camarera de un bar.
Los tres se hallaban sentados en el comedor, ante sus tazas de café. No
había sido servida ninguna bebida alcohólica con idéntica generosidad.
Mientras ellos soportaban como mejor podían el silencio que había provocado
mi entrada, me serví un vaso de clarete, un poco de pan y un trozo de queso,
Cheddar, para ser exactos. Como si se tratara de algo previamente ensayado,
Nick manifestó con bastante naturalidad que, puesto que se había traído
consigo un trabajo que llevaba entre manos, y que en la Universidad todo
discurría por sus cauces normales, él aceptaría la oportunidad que se le
deparaba —de ser conveniente su presencia y sólo en este caso— de
permanecer alejado un par de días de la joven Josephine, que estaba dentando
de nuevo, quedándose para el funeral. Lucy regresaría con tal motivo, si no
había nada en contra; pero, de momento, estaba decidida a volver al hogar a la
mañana siguiente. Yo dije que eso y cualquier otra cosa, por mi parte, lo
encontraba bien.
Hombres y mujeres, según los rumores que llegaban a mis oídos, salían de
mi casa, charlando sin cesar, subiendo a sus coches y alejándose de allí. Era
aquélla una serie de sonidos que habían tenido siempre la virtud de animarme,
llenándome al mismo tiempo de tristeza y de desconsiderada envidia. En la
habitación, esta noche, como todas las noches, el viejo romano, los chicos
isabelinos, los oficiales galos y la muchacha francesa ofrecían un aspecto más
agradable que durante el día; se habían fundido más con el ambiente, aunque
sólo eran notados como simples «presencias». El grado de humedad parecía
haberse incrementado de nuevo; de todos modos, ni en mi frente ni en mis
cabellos había el menor rastro de sudor.
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Joyce manifestó:
—Es terrible, ¿verdad? Anoche, tan sólo, el abuelo estaba tan lleno de
vida como nosotros.
Joyce no vacilaba nunca cuando se le deparaba la ocasión de manifestar
una cosa evidente por sí misma.
—Cierto —repuse—. Pero en este tipo de cosas nadie suele pensar
mucho, nadie se esfuerza por comprenderlas bien, ni siquiera en situaciones
como ésta, en las que cualquiera se imaginaría que es imposible que tengamos
la atención puesta en otra parte. Eso resulta increíble, en realidad.
Sinceramente, no sé por qué razón, quien no es ya un niño, quien tiene años
para haber comprendido lo que la muerte significa, no pasa todo su tiempo
pensando en ella. Resulta un pensamiento imponente éste de no ser nada, de
no estar en ninguna parte, pese a lo cual el mundo continuará estando aquí. Es
un alto, una detención para siempre, y no sólo para millones de años. Se llega
a un punto en el que todo eso es lo que queda delante de uno. Puedo
imaginarme a cualquier persona pendiente de tal perspectiva, especialmente si
considero que ahí es adonde vamos a ir a parar todos, antes o después, y
quizás antes. Desde luego, no es del todo cierto que es todo lo que vamos a
tener delante. Hay muchas otras cosas, como la de ir a ver al médico, la de
fijar la fecha de un reconocimiento, la espera del resultado del mismo, la
repetición del chequeo, un período de observación, otro de preparación para la
intervención quirúrgica, la espera del anestesista, el informe postoperatorio y,
por fin, la manifestación del médico: nada puede hacerse que resulte
radicalmente curativo; pero, desde luego, serán adoptadas todas las medidas
necesarias para prolongar la vida, para aliviar los sufrimientos… Por aquí es
por donde comenzó todo. Hay un largo camino por recorrer antes de llegar al
primer grupo de cosas que giran por última vez, como el cumpleaños de uno,
la salida cotidiana para comer y lo demás, como avanzar sin rumbo, bajar
unas escaleras, meterse en la cama, despertar y permanecer tendido, cerrar los
ojos y empezar a sentirse amodorrado.
—A todo el mundo no le pasa lo mismo, en absoluto —arguyó Joyce.
—Desde luego. Para otras personas es mucho peor. Y estoy dejando a un
lado cosas como el dolor. Pero, para la mayor parte de nosotros, todo se
reduce al esquema que he esbozado, o es como lo que ha venido a sucederle a
mi padre. Con algunos razonables cuidados, o muchísima suerte, uno puede
durar, quizá, diez años más, o cinco, o dos, o seis meses. Si sois objetivos,
reconoceréis conmigo que también podría suceder lo contrario. Así que, en el
futuro, si se da alguno, cada cumpleaños va a presentar una serie de cosas que
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se supondrán las últimas, quizá… Cualquiera, pues, que sea el giro que se
tome, como el de mi padre o el de la otra gente, se va a hacer difícil sentir que
uno ha triunfado, y yo no sé qué es peor, si estar informado o no previamente
de la trascendencia del giro aceptado. Nuestros días pueden ser de un signo u
otro, y es la incertidumbre lo que hace este asunto tan apremiante.
Nick agitóse, balbuceando unas palabras inaudibles.
Lucy, después de haberme mirado para cerciorarse de que ya había
discurseado bastante, me dijo:
—El temor a la muerte tiene por origen el negarse a consultar los hechos,
la lógica y el sentido común.
—¡Oh! En ese caso… Pero no se trata exactamente de temor. No. Hay un
poco de ira y de odio, tal vez de irritación, de asco, de repulsa, de pesar,
supongo, y también de desesperación.
—¿No existe algo de egoísmo en todos esos sentimientos? —inquirió
Lucy, que me miraba, sin duda, con alguna compasión.
—Probablemente —repuse—. Pero es que la gente se siente mal cuando
comprende que se mueve en virtud de la cinta de arrastre que la transporta. Es
natural. Todos somos llevados a ella desde el momento mismo en que
nacemos… sobre otras cintas transportadoras.
—Hemos de enfrentarnos con lo que es natural y con lo que no goza de tal
cualidad. El temor a la oscuridad, por ejemplo, constituye algo natural. Pero
con respecto al mismo podemos hacer algo, recurriendo a la razón. Igual
ocurre con la muerte. Hay que empezar por decir que la muerte no es un
estado.
—Y tampoco es uno de los acontecimientos de la vida. El dolor y la
ansiedad pueden ser algo horrible, pero ambas cosas se dan en la vida.
—He ahí lo que me disgusta de ella. Digamos que entre otras cosas.
—Nadie puede mantenerse plenamente consciente, observando cómo se
presenta la muerte. Podría resultar una cosa horrible, atemorizadora, si
pudiéramos concebir tal cosa. La muerte no constituye algo que nosotros
experimentemos.
—Lo que nosotros experimentamos hasta ese punto es ya suficientemente
malo para que me proporcione satisfacción. Los antiguos asirios creían en la
inmortalidad sin cielo ni infierno ni ninguna otra forma de otro mundo. Desde
su punto de vista, el alma se quedaba con el cuerpo toda la eternidad,
expectante. Expectante, pero no a la espera de un infierno particular,
supongo… Simplemente, se mantenía allí. Hay gente que cree que ésa es una
idea tremenda, peor que la de la extinción total, pero yo me inclino por ella.
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—¿Y cómo pasarías tú el tiempo en tales condiciones? Estoy seguro de
que te habrás dado cuenta de que dispondrías de él en abundancia.
—¡Oh, sí! Bien. Pensando. Haciendo algo por el estilo.
—Yo me voy a la cama —anunció Joyce—. Por la mañana he de
ocuparme de la lavandería. Buenas noches, Nick; buenas noches, Lucy. —Mi
mujer besó mecánicamente a los dos, diciéndome al mirarme—: Que no se te
haga muy tarde.
Mientras ella se iba, me preparé un whisky con agua. Nick se mostraba
correctamente aburrido. Lucy pareció tomarse unos minutos de respiro,
concentrándose en la tarea de servirse una taza más de café, al que añadió una
mínima cantidad de leche. Finalmente, me dijo:
—He deducido de sus palabras, Maurice, que usted no admite la
posibilidad de una supervivencia después de la muerte.
—¡Santo Dios! No. Nunca he creído en patrañas semejantes, ni siquiera
de niño. Para mí, todo eso ha sido siempre cuestión de un sueño y del olvido,
de una manera indudable. Lo otro es egoísta, si quieres. Y bastante
extravagante, tan sólo propio de dementes. ¿Por qué me lo preguntas?
—¡Oh! Estaba pensando que una de las cuestiones que implica tal
creencia es el creer también a pies juntillas en los espectros, parecidos a
personas conocidas en vida, con una conducta análoga, la que seguirían de
serles posible salir de sus tumbas.
—Pero, de acuerdo con lo que antes dijiste, los espectros no existen
realmente como entidades, y ver alguno es ver algo que no está ahí, donde
sea…
—Sí. Y no he cambiado de opinión. Yo no creo personalmente en la
presencia de los espectros en ese sentido, pero hay un argumento discutible en
contrario. Y he de admitir que algunos han vagado momentáneamente por
nuestro mundo, provenientes de un sitio o de otro, al que fueron a parar tras
morir físicamente. No me refiero a los de este tipo, a los de aquí; pienso más
bien en los que, en circunstancias completamente ordinarias, a veces de día,
hablaron con alguien, a menudo con un ser al que conocieron perfectamente
en vida. Pienso en el aviador que se metió en la habitación de un amigo suyo
una tarde, para saludarle cinco minutos antes de fallecer a causa de un
accidente y horas antes de que ese amigo tuviese conocimiento del hecho. O
pienso en la mujer que llevaba seis años muerta, la cual se apareció a su
hermana en la puerta de su casa, a la hora en que solía ir a verla, es decir,
quiso aparecerse a aquélla, que, entretanto, habíase trasladado a otra
vivienda… La nueva inquilina identificó a la muerta gracias a una fotografía
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que le mostrara tiempo atrás la hermana. E, incluso, su amigo Underhill…
Hay un detalle en lo que usted dijo que había sucedido en el comedor esta
noche que le aleja de la categoría de los espectros ordinarios.
Juzgué que Lucy era perfectamente capaz de dirigirse a su tumba sin
revelarme cuál era aquel punto, a menos que yo insistiera, de modo que opté
por insistir:
—A ver. Explícate.
—Me refiero al hecho (bueno, usted dijo que era un hecho) de que
Underhill lo reconociera. Desde luego cabe la posibilidad de que lo
confundiera con alguien, pero si realmente lo reconoció a usted, hay motivos
para afirmar que, en un sentido o en otro, está existiendo en el siglo veinte,
habiendo muerto físicamente en el diecisiete… Lo de existir es en el aspecto
de ejecutar cualquier clase de acción que implique el concurso de la
inteligencia, de la memoria, y así sucesivamente: la facultad de reconocer a
alguien. No se sabe qué otras cosas podría hacer. Esto es, de momento. Pero,
dados sus puntos de vista sobre la muerte, yo diría que es una empresa
superior a sus fuerzas la de intentar ponerse en contacto con lo que usted cree
que es el espectro de Underhill.
Nick había comenzado a moverse en su asiento.
—¡Oh, Lu! ¿Ponerse en contacto con un espectro? ¿Cómo se puede lograr
tal cosa?
—Dije antes que tu padre debía intentar, si le era posible, tocar a la mujer
que vio (nunca negué que ésta fuese una auténtica posibilidad), o conseguir
que ella le hablara, de aparecérsele de nuevo. Esto mismo es aplicable a
Underhill. A él le pareció que su apellido era pronunciado esta noche.
Todavía no creo que se tratase de Underhill, pero tu padre se halla convencido
de lo contrario. Yo, en su lugar, pasaría todo el tiempo que pudiese sentada en
ese comedor, en los ratos en que no se ocupa, esperando a que Underhill se
me apareciera de nuevo. Pudiera ser que me hablase luego. Desde su punto de
vista, eso es lógico, ¿no cree usted, Maurice?
—¡Por Dios, Lu! —exclamó Nick, antes de que yo pudiese contestar (Yo
habría contestado que sí.)—. Papá no va a pasarse las horas de la noche
sentado en un sillón, esperando a que se le aparezca un fantasma. Quienquiera
que procediese así se estaría buscando complicaciones. He de decirte que
tanta divagación sobre el tema no puede traer nada bueno. Fíjate en los
médiums y las sesiones sobre fenómenos psíquicos… La gente que toma parte
en esas cosas es gente chiflada, extravagante. Y haz el favor de dejar de
interesarte por estas estupideces. A mi padre, lo único que le pasa es que está
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muy cansado y que todavía tiene en la mente lo que le ha sucedido al abuelo.
Déjale en paz, Lu, por favor, ¿quieres?
—Está bien, está bien. Lo haré. Pero tú crees que todo el mundo obra a
impulsos de la inspiración del momento, porque así es como actúas. Eres un
hombre brillante, Nick, pero en casi todas las cosas de esta vida, excepto en
todo lo tocante a Lamartine, sueles confundir lo que piensas con lo que
sientes. Yo prefiero aceptar a priori lo que ha dicho tu padre. Pero te prometo
desentenderme de ello. Y, ahora, de todas formas, voy a acostarme. Buenas
noches; hasta mañana.
—No debes tomar a Lucy tan en serio —me dijo Nick, cuando nos
quedamos solos—. Ella echa de menos la discusión académica. No le voy
bien en ese terreno, y las esposas intelectuales no pueden seguir dos
observaciones consecutivas sobre cualquier tema. No se le pueden poner
reparos, en realidad. Sé que no puedes comprender qué es lo que veo en ella,
y yo tampoco estoy muy seguro en cuanto a este particular se refiere, pero la
amo. Bien. ¿Cómo te encuentras ahora, papá?
Vacilé. No había pensado hasta aquel momento en lo que deseaba decir
urgentemente. Tampoco había ensayado conscientemente, de igual manera,
una sola frase de mi discurso sobre la muerte, el cual, se me ocurrió pensar
posteriormente, había pronunciado como quien recita algo de memoria. Cesé
de vacilar.
—Pienso que hubiera debido hacer algo más por el abuelo. No me refiero
a lo que todo el mundo siente en estos casos: haber sido más considerado con
él, más bueno, más paciente y todo lo demás. Creo que hubiera debido
ayudarle a vivir más tiempo. Por ejemplo, se me figura que estas paredes
resultaban demasiado abrumadoras para él. Hubiera debido pensar más en
eso; hubiera debido cambiar impresiones con Jack Maybury sobre su salud,
etcétera.
—Empezaré por decirte que el abuelo no era tu paciente. Y Jack es un
buen médico; sabía en todo momento qué era lo que más le convenía. Era un
anciano lleno de vigor. Le agradaba el aire libre, y se habría convertido en un
viejo decrépito antes, de haber coartado su libertad con determinadas
prohibiciones. No te preocupes por eso.
—¡Hum! ¿Te apetece un whisky? ¿O una cerveza?
Nick denegó con un movimiento de cabeza.
—Sírvete tú uno.
Mientras llenaba de whisky mi vaso, dije:
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—Esas escaleras de ahí son demasiado empinadas. Habría podido
también…
—¿Qué podías haber hecho sobre el particular? ¿Instalar un ascensor? No
creo que el subir escaleras sea una de las causas de los ataques cardíacos. Son,
sencillamente…, cosas del corazón, me figuro.
—No sé. —Vacilé nuevamente—. Este episodio me ha hecho pensar en tu
madre.
—¿Qué? ¿Qué tiene que ver todo eso con ella?
—Pues… También de aquello me siento responsable, en cierto modo.
—¡Oh, papá! La única persona responsable del accidente fue el individuo
que conducía el coche. Y también mamá tuvo, quizá, su parte de culpa, al
cruzar la carretera sin las debidas precauciones.
—Siempre me he preguntado si ella dio ese paso equivocado
deliberadamente…
—¡Santo Dios! ¿En un momento en que llevaba a Amy de la mano?
Seguro que nunca se hubiera atrevido a hacer nada que implicara un perjuicio
para la pequeña. ¿Y por qué había de proceder así? ¿Por qué había de pensar
en suicidarse?
—Eso es algo bastante evidente: la acción de Thompson.
Thompson era el hombre por cuya causa Margaret rae había dejado.
Aquel individuo le había hecho saber, cuatro meses antes de su muerte, que
no pensaba abandonar a su mujer y a sus hijos para vivir con ella.
—Si hay alguien que deba sentir cierta preocupación por tal motivo, ése
es Thompson.
—Yo hubiera debido intentar impedir que se fuera.
—¡Oh! ¡Tonterías! ¿Cómo? Hada era capaz de coartar su libertad.
—Hubiera debido tratarla mejor.
—Debiste tratarla bastante bien cuando estuvo a tu lado por espacio de
veintidós años. Todo esto, papá, no viene a cuento. Lo que a ti te disgusta no
es el hecho de considerarte responsable de su muerte, sino que haya
desaparecido del mundo de los vivos. Ocurre lo mismo con el abuelo…
Ambas cosas te han recordado que tú seguirás el mismo camino cualquier día,
el día menos pensado. Sé que te desagradará que me apoye en uno de los
asertos de Lucy, pero he de decirte que la tuya es una postura egoísta. Lo
siento, papá.
—Sí. Es posible que tengas razón.
La tenía, ciertamente, en lo tocante a la primera parte de todo… Había en
mí una latente desesperación y una sensación ilógica de temor. Todo provenía
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de haber vivido tantos años con una mujer que ya había muerto, con la que
había hablado horas y horas, a cuyo lado había conocido a muchas personas,
en cuya compañía había comido y hedido, a quien había hecho el amor, y
quien me había dado hijos. Incluso entonces, al cabo de tanto tiempo, me
despertaba tres o cuatro veces por semana creyendo que Margaret vivía aún.
—¿Cómo se encuentra Amy? —me preguntó Nick—. A juzgar por su
aspecto…
Oí, o creí haber oído, un rumor, a nivel del suelo, fuera de la casa, cerca
de la entrada principal. Di un salto, corriendo hacia la ventana, asomándome.
Las luces del exterior aún estaban encendidas, permitiéndome ver los muros,
los macizos de flores, el camino. No había nadie por allí. El ruido había
cesado.
—¿Qué pasa, papá?
—Nada. Creí haber oído a alguien en la entrada. ¿No lo percibiste tú?
—No. ¿Te encuentras bien?
Nick me miró atentamente.
—Por supuesto. —Podía haber oído o no aquel ruido no identificado, pero
me desconcertó el hecho de que se hubiese producido, en caso afirmativo,
inmediatamente después de haber sido pronunciado el nombre de Amy. No sé
por qué, en seguida restablecí una relación entre ambas cosas—. Últimamente
se ha hablado mucho de un ladrón que opera por este sector.
—¿Viste algo?
—No. Sigue, sigue…
—Bien. Me estaba preguntando cuál es en la actualidad el estado de
ánimo de Amy. ¿Se acuerda mucho de mamá?
—Bueno, yo creo que a sus años se olvida todo con bastante rapidez. Las
cosas van quedando muy atrás.
—¿Qué suele decir ella sobre el particular?
—Nunca nos hemos ocupado de tal asunto.
—¿Quieres decir que no habéis hablado de ella nunca? Pero,
seguramente…
—Intenta tú descubrir los sentimientos de una niña de trece años que ha
perdido a su madre en un accidente, falleciendo ante sus ojos.
Nick me miró con más fijeza.
—Mira, papá: por una razón o por otra, estás obsesionado con la idea de
la muerte. Yo no tengo nada que decir respecto a eso, siempre y cuando hagas
de tal cosa una especie de pasatiempo. Ahora bien, no es permisible que un
«hobby» se imponga de tal manera que te impida prestar atención a lo que es
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verdaderamente importante. Tienes que hablar con Amy de ese asunto. Yo te
prepararé el terreno, si quieres. Podríamos, entre todos…
—No, Nick. Todavía no. Quiero decir que antes debes darme una
oportunidad para reflexionar sobre ello.
—¡No faltaba más! Pero volveré a suscitar de nuevo esa cuestión, si no
ves ningún inconveniente. Y si lo ves, también, en realidad.
—No veo ningún inconveniente.
Nick se puso en pie.
—Ahora me voy a la cama. Temo no haberte sido demasiado útil a lo
largo del día de hoy.
—Sí que me has sido útil, Nick. Gracias por haber venido. Y por quedarte.
—Temo haberme pasado todo el tiempo diciéndote qué es lo que debes o
no debes hacer.
—Probablemente lo necesitaba.
—Sí, es cierto. Buenas noches, papá.
Nos besamos y él se fue. Me serví otra ración de whisky. En mi personal
agenda había muchas y muy variadas anotaciones. Durante un buen rato
estuve paseando por la habitación, fijándome en mis esculturas una tras otra.
No me sugerían nada, y descubrí que no acertaba a comprender qué había
visto en ellas, como obras de arte o como «casi» personas. Oí un roce, unos
arañazos en la puerta. La abrí para dejar entrar a «Víctor». Saltó junto a mí. El
rumor de los pasos de Nick debía de haberle inquietado. Me agaché,
comenzando a acariciarlo. El animal se apretaba contra la palma de mi mano,
ronroneando como un viejo y no muy distante motor de motocicleta. Al
acomodarme en mi sillón de lectura, junto a la estantería, se me acercó. No se
opuso luego a que utilizara su lomo como atril. El libro que abrí sobre su
cuerpo era el texto de Oxford sobre los poemas de Matthew Arnold. Intenté
leer «Playa de Dover», una composición que yo a menudo había encontrado
aceptable, pese a recoger un retazo de vida embellecida. Esta noche encontré
algo de facilón en su estoicismo y que lo de
… oscura llanura
Barrida por confusas alarmas de luchas y huidas,
Donde unos ejércitos ignorantes chocan de noche,
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Después de servirme otro whisky, dejé el libro a un lado. «Víctor» saltó al
suelo y yo empecé a pasear de nuevo por la habitación. Mi padre, Joyce,
Underhill, Margaret, la criatura del bosque, Amy, Diana… Un novelista
habría presentado todos estos personajes relacionados entre sí de alguna
manera, como partes de un solo rompecabezas que únicamente respondía a
una clave.
Mil… dos mil… tres mil… cuatro mil… cinco mil… seis mil… Si no
sucedía nada antes de llegar yo al centenar, o, mejor dicho, a los doscientos, o
a los doscientos cincuenta, que sería un número más bonito y redondo…,
entonces Joyce y yo acabaríamos siendo un buen matrimonio y los dos nos
llevaríamos perfectamente con Amy. ¿Y cómo la primera parte de esta
esperanza se acomodaba, o dejaba de acomodarse, al proyecto de orgía —
diecinueve mil… veinte mil… veintiún mil…— entonces? No tenía la menor
idea acerca de ello, ni tampoco me apetecía. Tampoco estaba mejor
informado acerca de las sensaciones que me depararía la realización de la
segunda mitad. Me serví más whisky —… mil… veintinueve mil… treinta…
… mil… ochenta y siete mil… ochenta y ocho mil… Lenta, pero
eficientemente, subía por la escalera del apartamento. En mi mano derecha
había un vaso vacío, el que había estado usando desde hacía un buen rato; el
dedo meñique de la mano izquierda presionaba la palma; los otros cuatro
dedos estaban rígidamente extendidos. Esto representaba un total de casi
quinientos mil, equivalente a más de cuatro minutos, o, suponiendo que
hubiese rebasado ese total y estuviese contando de vuelta hacia el pulgar,
setecientos mil, o, desde luego, quince veces cien mil (más de veinte
minutos), o diecisiete veces cien mil, o más. Dejé de contar. Me dirigía a la
cama, pero, ¿dónde había estado?
Mi reloj me decía que eran las dos menos diez minutos. Había estado
abajo durante un rato, que, en fin de cuentas, no podía determinar, que ni
siquiera podía calcular situado entre la media hora y las dos horas,
aproximadamente. En conjunto, el comedor me ofrecía una excelente
perspectiva. Volví sobre mis pasos, abrí aquella puerta y encendí las luces. A
lo largo de mis últimos paseos nocturnos por los alrededores de la casa,
recordé haber visto muchas veces la estancia en aquel estado: las cortinas de
seda corridas, las altas sillas agrupadas por parejas, de cuatro en cuatro, de
seis en seis, la mayor parte de las mesas desnudas; las situadas junto a la
ventana, listas para el desayuno; todo el lugar presentándose tan
permanentemente vacío como la vista exterior que había contemplado desde
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las escaleras… Sin embargo, tuve la seguridad de que aquella noche era la
primera vez que veía lo que vi.
En casos como el mío, es muy difícil estar seguro. Me deslicé por entre
las mesas rápidamente, estudiándolas, aplicando la técnica que yo había
desarrollado en el transcurso de los años… Buscaba huellas de mi propia
ocupación del lugar: unos cubiertos colocados desordenadamente o una
servilleta sin plegar, en que descansara mi vaso. No podía estar tan bebido (no
lo había estado nunca), como para dejarlo en contacto directo con la madera,
por cierto muy bien pulida. Por todas partes reinaba un orden meticuloso, lo
cual probaba mi ausencia o mi habilidad a la hora de ocultar mi presencia, y
no más. ¿Había estado aquí hasta hacía un momento? Probablemente, sí. Pero
la cosa no era más probable que cuando pensara en ella en las escaleras.
¿Había sucedido algo aquí? Sí; estaba seguro, casi seguro de que había pasado
algo. ¿De qué se trataba? De algo… nada usual; de algo que no sólo era
interesante en sí mismo, sino que, además, abría inéditas posibilidades. ¿Iba a
saber qué había sido?
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III. El pequeño pájaro
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«Instrucciones dirigidas a un grano», me dije cuando estaba repasando mi
labio superior. «Primera. Ha de adquirir una cabeza lo más lentamente
posible. Una excepción: si su primera aparición tiene lugar después de las seis
de la mañana, el proceso ha de ser invertido. Segunda. Ha de seleccionar un
sitio alrededor de un ojo, o cerca de la nariz, donde, al ser apretado, produzca
dolor, o donde la piel sea demasiado blanda para poder ejercer una presión
eficiente, por ejemplo: entre la boca y la barbilla, junto al cuello (en este caso,
donde el cuello de la camisa pueda rozarlo). Tercera. Ha de aparecer en
combinación con algo, cerca de una pústula o pústulas. Si no hay ninguna
pústula, ha de tomar un punto focal de venas rotas, señal de nacimiento…».
Había empezado a hablar en voz alta, pero no muy fuerte. «Así podrá
incrementar un mayor desorden en la piel, haciéndose bien visible. Por
último, es preciso que escoja un día en que la desventurada víctima tenga una
cita con su amiguita o su novia».
Ya en la cocina, tomé un poco de café y una tostada. Escuché y miré a un
lado y a otro mientras el «chef» me explicaba hasta qué punto, el día anterior,
Ramón había hecho mal sus labores de limpieza. Puse a David al corriente de
esto y de otras cosas con validez para las siguientes seis u ocho horas. Me
trasladé a la oficina. Desde allí llamé por teléfono a John Duerinckx-
Williams, en Cambridge. Para mis propósitos de entonces, o para cualesquiera
otros, él representaba la única posibilidad entre la docena de universitarios
que yo conocía como huéspedes de mi casa. No me hubiera atrevido a
dirigirme a ninguno de los estudiantes que habían pasado por allí ni para
preguntarles la hora. ¿Cómo iba a pedirles que me ayudaran en una serie de
extravagantes gestiones? Extravagantes en apariencia, claro.
Tras algunas dilaciones, por en medio de las cuales anduvo el portero de
St. Matthew, conseguí ponerme en contacto con Duerinckx-Williams, quien
me dijo que podíamos vemos a las once. Estaba a punto de ir en busca de
Joyce, para ponerla un poco al corriente de mis planes para aquel día, cuando
quedó al alcance de mi vista, sobre una mesita, el bloc de notas, en el que yo,
ella, y también David, dejábamos anotados datos que convenía recordar,
cursándonos, asimismo, mensajes. Había unas hojas plegadas sobre la
cubierta; leí unas observaciones de David sobre unas carnes de que se había
ocupado; luego leí una información completa, una especie de curriculum
vitae, sobre un comerciante de objetos de arte, londinense, quien había
anulado su reserva, saliendo precipitadamente del establecimiento al decirle
yo que no disponíamos de televisores en las habitaciones. Después empecé a
leer algo que al principio yo creí que no había visto nunca. Pronto advertí que
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andaba equivocado, ya que la letra era mía. Aquello había sido escrito a no sé
qué hora de cualquier noche, hallándome bebido, probablemente.
He aquí el texto:
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Subí apresuradamente las escaleras, tropezando con Joyce en la parte
superior de las mismas. Al principio guardó silencio, seguramente para
demostrarme el gran interés que tenía en que yo le hablara. Pero pronto
abandonó tal actitud.
—¿Qué ha sucedido? —me preguntó, mirándome atentamente.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué quieres decir?
—Te veo algo excitado. Llevas prisa.
Tenía razón. Después de leer el mensaje que yo mismo había escrito,
había montado y avanzado sobre una espiral de exaltación e inquietud, estado
al que no me hallaba habituado. Supongo que tampoco me era familiar la
perspectiva de emprender algo cuyo final era imprevisible. No acertaba a
recordar en qué momento anterior había vivido en aquella tensión…
Decidí dar de lado aquello.
—¿De veras? He de decirte que no he notado en mí nada de particular. Me
siento ahora como es forzoso que nos sintamos todos aquí.
—¡Oh, bien! ¿Para qué vas a Cambridge?
—Para ocuparme de ciertas cosas relativas a la casa. Creo haberlo dicho.
—¿Y eso tiene que llevarte todo el día?
—Puede ser que no, como también me parece haber dicho. Depende de lo
que tarde en encontrar lo que ando buscando.
—¿Piensas entrevistarte con alguien allí?
—Voy a ver al que en otro tiempo actuó de director de Nick, y no a
«alguien» en el sentido que tú quieres sugerir.
—¡Hum! ¿Y qué va a hacer Nick durante todo ese tiempo?
—Procurará distraerse, me imagino. Se ha traído algo de su trabajo de la
Universidad. También podría ocuparse de Amy.
—¿Por qué no les dices a los dos que te acompañen en tu viaje a
Cambridge? Allí, mejor que aquí, podrían…
—Tendría que esperarlos, y ya te he dicho que no estoy muy seguro en
cuanto a la hora de mi regreso. Por eso he decidido ir solo.
—Está bien. ¿Sabes que Lucy se marcha esta mañana?
—Volverá dentro de veinticuatro horas, para asistir a los funerales. Te
agradecería me hicieras el favor de despedirme de ella.
—¿Quieres que me ocupe hoy de pagar al personal?
—Ten la bondad, sí. Tengo que irme, querida.
Tomé un bocado y al poco avanzaba al volante del Volkswagen por la
carretera A595. Era aquél un día auténticamente caluroso, con un bajo índice
de humedad, por una vez; los rayos del sol no conseguían filtrarse a través de
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la masa de vapor que flotaba sobre la tierra. Los vehículos brillaban,
centelleaban al moverse; el metal de las carrocerías parecía incendiarse; la
pintura daba la impresión de haber sido untada con aceite. Me adelantaba,
pasaban a mi lado en dirección contraria, desplazábanse hacia un lado y otro,
me rebasaban, haciéndome pensar en unos actores deseosos de destacarse ante
un fondo interesante, pleno de movilidad. Incluso en las profundas sombras
de los árboles pegados a la carretera, ramas y hojas, así como ciertas partes
del suelo, reflejaban la luz con gran intensidad, con un toque de vivo color
que yo solamente había conseguido ver en los Alpes marítimos. A media
distancia, ante mí, se producían refracciones; veía a veces ilusorias tiras de
aguas tranquilas sobre la carretera, que se repetían, que se desvanecían nada
más aparecer. Más allá de Royston, en la confluencia de las carreteras A10 y
A505, el tránsito era más intenso. No obstante, continué desplazándome a la
misma velocidad: llevaba una media aproximada de setenta kilómetros por
hora. Poco después aparecieron los paisajes de las inmediaciones de
Cambridge, con el familiar espesamiento de los árboles de las cunetas y en
general de la vegetación. Uno cree estar aproximándose más bien a un bosque
que a una población. Después viene una extensión despejada de obstáculos.
La ciudad no se ve nunca atestada de gente; da siempre una gran sensación de
desahogo, incluso a media mañana, en pleno curso. Allí estaban los hitos
familiares: la Leys School, Addenbrookes Hospital, Fitzwilliam Street (por
donde había pasado yo tantas veces cuando, en 1933, se me concediera una
beca de estudios), Peterhouse, Pembroke, y, finalmente, más o menos al lado
de St. Catherine, en la esquina de las calles Trumpington y Silver, el largo
rectángulo de St. Matthew, una construcción de la época Tudor no muy mal
restaurada al final del siglo XVIII.
Encontré sitio para aparcar sólo a unos cien metros de distancia de la
puerta principal. En las paredes exteriores habían sido escritos algunos rótulos
con tiza o cal: HAY QUE MUNICIPALIZAR LOS CENTROS DE ENSEÑANZA ESTATALES,
LOS EXÁMENES SON UN EJEMPLO DE TOTALITARISMO, etc. Un patilludo joven, que
vestía una floreada camisa, y otro de largos cabellos, semejantes a estopa, se
me quedaron mirando descaradamente al verme pasar… Buscaban en mí,
seguramente, datos reveladores sobre mi personalidad, indicios de fascismo,
de inclinaciones contra la libertad de expresión, de afición por la pasividad y
la segregación racial, así como otros similares. Sobreviví a este
reconocimiento y crucé el primer patio (que apareció ante mis ojos
opresivamente limpio); pasé por debajo de un arco y subí al estudio con
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zócalo de madera casi hasta el techo, desde el cual se dominaba la
pronunciada inclinación del jardín de los profesores.
Duerinckx-Williams, delgado, de mirada más bien dura, cargado de
hombros y corto de vista, pese a contar diez años menos que yo, se puso en
pie, obsequiándome con una sonrisa petrificada. Me había entrevistado con él
una docena de veces, quizá, siempre para hablar de Nick.
—Salut, vieux… Entrez donc. Comment ça va?
—Oh! pas trop mal. Et vous? Vous avez bonne mine.
—Faut pas se plaindre. —El hombre adoptó a continuación una expresión
grave, o más grave, quizá—. Nick me notificó la pérdida de su padre. Le
acompaño, sinceramente, en el sentimiento.
—Muchas gracias. Contaba ya casi ochenta años de edad y hacía algún
tiempo que andaba un poco trastornado. No ha sido una sorpresa,
verdaderamente, su muerte para nosotros.
—¿No? Sé por experiencia (hablaba como si se estuviese refiriendo a la
época de la fundación del colegio, un siglo atrás, más o menos) que estas
cosas no son nunca imaginables. Pero me alegro de comprobar que no se halla
exageradamente abatido. Bien. ¿Me permite ofrecerle algo? ¿Jerez?
¿Cerveza? ¿Oporto? ¿Whisky? ¿Clarete?
Era un detalle inteligente en él fingir, como de costumbre, que no entendía
nada en absoluto de bebidas, permitiéndome así escoger sin el menor
embarazo. Respondí que un poco de whisky me caería bien. Mientras cogía la
botella y afectaba cierta torpeza al llenar mi vaso más de la cuenta, pronunció
algunas frases amables relativas a Nick. Luego, cuando estuvimos sentados a
ambos lados de la espléndida chimenea de estilo georgiano, me preguntó qué
podía hacer por mí. Le confesé el interés que sentía por conocer la historia de
mi casa, y particularmente la de Underhill; le hablé de una referencia a su
diario, descubierta en un libro; confesé mi esperanza de que él, Duerinckx-
Williams, telefoneara al bibliotecario de All Saints, asegurándole que yo era
un hombre de buena fe.
—¡Hum! ¿Le urge ver el diario de ese hombre?
—No, en realidad, no —mentí—. Sucede, sin embargo, que pocas veces
se me depara la oportunidad de tener un día libre, como hoy y, claro,
pretendía sacar el mayor partido posible de él. Desde luego, si eso va a
significar para usted…
—No se preocupe. Haré con mucho gusto cuanto esté en mi mano por
ayudarle. Tal vez haya un problema. Se trata tan sólo de que puede que el
bibliotecario no esté allí en estos momentos. En All Saints todo el mundo
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tiende a estar de paso, al parecer. Pero es algo que creo podré arreglar
fácilmente… ¿Quiere excusarme un instante?
Hizo una llamada telefónica, reuniéndose en seguida conmigo.
—Estamos de suerte, Maurice. No sólo se encuentra allí el hombre, sino
que, además, no está ocupado. ¿Se atrevería usted a pedir más? —inquirió mi
interlocutor, fingiendo olvidar ahora que ya había bebido.
—¡Oh, no! Gracias.
—En ese caso podríamos ponemos en camino. No, no; le aseguro que
para mí no es ninguna molestia. Tres minutos de paseo, como máximo. Usted
ya lo sabe.
Cuatro minutos más tarde pasábamos por una soberbia y antigua entrada,
bajando a la biblioteca de All Saints, y entramos en una estancia majestuosa,
estrecha, en forma de inmensa L. En las ventanas había bellos cristales de la
época victoriana. Percibíase allí un peculiar olor, principalmente de polvo y
tinta. El bibliotecario salió a nuestro encuentro, adoptando una actitud digna y
deferente al mismo tiempo, que recordaba la del vigilante de una tienda del
West End, Hubo las presentaciones y explicaciones de rigor.
—Underhill —dijo el bibliotecario, que se apellidaba Ware—.
Underhill… Sí. Fue Fellow [2] del colegio allá por 1950, aproximadamente…
Sí. —Luego añadió, poniendo gran énfasis en sus palabras—: Nunca oí hablar
de él.
—Su colección de manuscritos es muy extensa, ¿no? —inquirió
Duerinckx-Williams.
—¡Oh! Muy extensa, por supuesto —replicó Ware, un poco
desconcertado por aquella irrelevante consideración.
Luego, ante ciertas sugerencias orientadoras de Duerinckx-Williams, el
bibliotecario pareció ablandarse un poco.
—Vamos a ver… Hay aquí un catálogo autográfico que data de 1740 y
pico. Por entonces se empezó a sentir algún interés por los manuscritos y
papeles antiguos en general. Sigamos por aquí… Aquí está. Bueno, se trata de
una fotocopia. Una invención espléndida. Underhill. Underwood, Aubrey.
Varios versos de circunstancias, con parte de Philoctetes, un poema heroico a
la manera de Dryden. Es terrible. Ése no será su nombre, ¿verdad? No. El
apellido es distinto. No hay nada por Underhill. Una lástima. Lo siento.
—¿No podría estar en otra colección? —inquirí.
—Si la fecha real es la que usted ha dado, no.
—Mi autor se refirió al año 1810, alrededor de 1810…
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Duerinckx-Williams se quedó pensativo, contemplando en silencio la fina
escritura de las páginas del tomo que tenía en las manos.
—En determinadas circunstancias —sugirió luego—, habiendo perdido la
primera guarda o guardas, por ejemplo, ¿no podría haber sido registrado el
diario bajo un epígrafe general referente a escritos anónimos?
—¡Oh, no sé! —contestó Ware, momentáneamente perplejo—. Es
posible. Veamos. Sí, bajo «Anónimos», en efecto. Anónimos… Una
descripción de los vicios del Papado, redactada por un caballero y no impreso
nunca. Es fascinante, pero no es la presa tras la cual andan ustedes…
Anónimo… Una colección de sermones, plegarias y pensamientos piadosos,
por el que fue rector de St. Stephen, Little Eversden. No. Anónimo… Éste
sobre diversos asuntos, por un estudioso. Informativo, pero no en exceso,
¿eh? Una posibilidad, me imagino. Anónimo…
Ya no había más posibilidades. Ware me miró con sombría expectación.
—¿Podría echar un vistazo a ese trabajo sobre diversas materias? —
pregunté.
—Todas estas cosas se hallan guardadas en la Hobson Room —dijo Ware,
a disgusto, pero sin dejar traslucir si esperaba de mí un grito de puro terror
animal o una carcajada, por juzgar mi consulta totalmente fuera de lugar.
Me volví hacia Duerinckx-Williams.
—La Hobson Room, creo, no se abre sin una autorización previa, por
escrito del director del Centro —dijo aquél—. Ahora bien, tratándose del
señor Allington, que es Master of Arts por mi colegio, y cuya conducta estoy
dispuesto a garantizar, es posible que tal petición sea atendida.
—Naturalmente —replicó Ware, impaciente ahora, blandiendo ya una
llave. Volvió a adoptar la actitud digna de vigilante de establecimento
distinguido y añadió—: ¿Quieren ustedes venir por aquí?
La Hobson Room ocupaba toda una planta, en una torre situada en el
ángulo opuesto del patio. Se llegaba a ella por una serpenteante escalera de
piedra. Por las paredes, convenientemente distribuidas, había varias ventanas
de pequeño tamaño. Llevaba ya varias semanas sin estar en un sitio tan fresco
como aquél. Los muros quedaban en su casi totalidad cubiertos por estanterías
de roble, de estilo eduardiano. Dos mesas de trabajo con sillas completaban el
mobiliario. En los estantes se veían muchos cartapacios de color gris, que
contenían, evidentemente, manuscritos. Ware empezó a examinar las
inscripciones de los lomos como quien repasa una colección de discos
gramofónicos alojados en sus álbumes. Yo no podía estarme quieto,
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observándole. Me esforcé por concentrar la atención en algunos libros sueltos,
pero no logré leer una sola línea de los mismos.
—Aquí está —anunció Ware—. Completo, con sus guardas, según veo.
Thomas Underhill, Doctor of Divinity, olim Sodalis Collegii Omnium
Sanctorum, Universitatis Cantabrigiensis.
Tuvo que recitar lo último casi de memoria, porque yo me había vuelto,
arrebatándole materialmente la carpeta de las manos. Contenía ésta todo un
libro de notas, o parte, desprovisto de sus cubiertas —había huellas de goma y
de un cosido—, y aparte de algunas manchas, se hallaba en excelente estado
de conservación.
—Un anónimo un tanto extraño, ya que el nombre del autor se encuentra
estampado bien claramente al principio —comentó Duerinckx-Williams.
—Gracias —dije.
Deseaba con todas mis ansias que aquellos dos hombres se ausentaran
inmediatamente de allí. Quería leer cuanto antes los papeles que acababan de
caer en mis manos.
Duerinckx-Williams en seguida se dio cuenta de esto.
—Vamos a dejarle en paz. Si está usted libre alrededor de la una, me
encantaría invitarle a comer en Matthew. Le sirven a uno el clásico plato
combinado, pero, en fin, resulta comestible, por regla general. Sin embargo,
no quiero que se sienta atado a mí debido a esta invitación.
—Yo le agradecería que, cuando termine, cierre la habitación,
entregándome personalmente la llave —dijo Ware, alargándome ésta.
—Sí —afirmé.
Había colocado el libro de notas sobre una de las mesas. De pronto se
encendió una de las lamparitas de lectura.
—Gracias —murmuré.
Hubo una breve pausa. Los dos hombres debían de haber intercambiado
unas expresivas miradas, cosa que a mí me tenía ya completamente sin
cuidado. Cruzamos unas frías y breves expresiones corteses más. A los pocos
segundos oí el ruido de la puerta al cerrarse a sus espaldas.
La escritura de Underhill era muy clara. No se había valido de ningún
sistema taquigráfico personal. Las abreviaturas no eran muchas y resultaban
fácilmente comprensibles. Había comenzado a escribir el 17 de junio de 1685
(su óbito tuvo lugar en 1691), con un panegírico de su propia persona,
aludiendo a su gran cultura y relacionando los libros que leyera, que
comentaba brevemente. Evidentemente, debía de haber tenido una biblioteca
particular con numerosos volúmenes. La mayor parte de las obras y autores
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mencionados me eran desconocidos, pero identifiqué referencias a los
filósofos neoplatónicos, que habían sido contemporáneos suyos en
Cambridge, con los que quizá había tenido relación: el Intellectual System, de
Cudworth, los Divine Dialogues, de More, y un par más. Recordé haber leído,
no sabía dónde, que More había formado parte de un círculo que practicaba la
magia, o tenido relación con él, incluyéndose el nombre de un barón
holandés, de siniestra resonancia. ¿Cómo se llamaba? Bueno, era igual…
Tratábase de una interesante pista, quizá, para el erudito. Yo no era un
erudito, y el interés que me inspiraba Underhill nada tenía que ver con el que
podía suscitar en un estudioso.
Seguí leyendo. Casi siempre era lo mismo… Había allí misteriosas
especulaciones ininteligibles o triviales. Empecé a sentirme irritado. ¿Iba a
quedar reducido todo a lo que estaba viendo? Finalmente, llegué a la
anotación correspondiente al 8 de septiembre.
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De mediana estatura, buen porte, de abundante busto. A
diferencia de lo que ocurre con las muchachas campesinas, ésta
no tiene la tez rojiza, sino de un fino color rosado. Posee unos
dientes muy blancos. Y unas manos pequeñas, las manos de una
dama. De catorce años de edad. Me atravería a afirmar que el
rey Salomón no tuvo nunca una esposa más hermosa que ella.
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menos liberal?». (Una salida que me deja encantado).
Inmediatamente, se desnuda por completo. ¡Oh! ¡Qué delicia!
Ahora la hice ver criaturas no tan agradables. Por ejemplo:
Hipogrifos, Monos, Turcos, Centauros, Arpías, Quimeras,
Verdugos y Gusanos, todos ellos luchando, matándose,
devorándose entre sí. Llené sus oídos de gritos de Bestias
Salvajes, Truenos y Gemidos de Condenados. Ella gritó
incesantemente, rogándome que provocara la desaparición de
tales Visiones. «Grita lo que quieras», le dije. «Nadie puede
oírte, ya que mis Servidores se encuentran fuera. Estas Visiones
te harían pedazos, de no ser por mí». (No le hice saber que, por
el mero hecho de tratarse de unas Apariciones, no podían hacer
otra cosa que asustarla). Cuando juzgué que se hallaba
Verdaderamente Aterrorizada, la violé sobre el Suelo, después
de lo cual le ordené que desapareciera de mi Presencia,
arrojándole sus andrajosas ropas, advirtiéndole que lo mejor
que podía hacer era no referir a nadie una sola palabra de lo que
había pasado entre nosotros; que, si no obraba así, mis Diablos
la perseguirían hasta la tumba y Más Allá. Tendría que
presentarse en mi casa siempre que yo la llamara. Era Mía.
Bebí un vaso de Cerveza para apagar mi sed y me retiré a
mi Cámara. Abrí el libro de Johannes à Ponte sobre Venenos de
Lagartos y Serpientes, pero consideré lo que en sus páginas se
decía demasiado fantástico para ser creído, además de mal
expuesto. Muy fatigado (aunque con la mente despejada), me
acosté.
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siquiera en la anotación que acababa de leer. Ella debió haber pensado que
podía hacer algo mejor que intervenir cuando oyera los gritos de la chica.
Comprendí por qué Joseph Thornton, un erudito, había procurado ocultar la
existencia y paradero del diario de Underhill. Como moralista, o simple ser
humano, se había abstenido de prevenir a sus lectores contra él. Unos móviles
similares, el deseo de mantenerlo fuera de la vista de todos, debían de haber
animado a quien catalogara el diario setenta años antes de la época de
Thornton. A mí me hubiera gustado emprender algo en relación con la hija de
la viuda Tyler. Ahora bien, ésta había muerto hacía dos siglos y medio, si no
más tiempo.
Diez minutos más tarde, tras haber salido y vuelto, devoraba un bocadillo
de jamón que había recubierto con una sustancia sustitutiva de la mostaza,
contenida en un tubo, rociando la mezcla con whisky y soda embotellada…
Torné a ocuparme del diario de Underhill. Cuando me acercaba a las
postrimerías del año 1685, me di cuenta de que aquél cambiaba de carácter.
Los sumarios eran más breves, en cuanto a los textos de lectura; de algunas
obras sólo se decía que eran o no útiles con respecto a un «propósito» que el
autor albergaba en su mente. Me pareció a mí, al principio, que ese propósito
tenía que ver con la joven Tyler, a la que, también brevemente, aludía
Underhill, señalando que «había regresado a sus Brazos», cada semana, más o
menos, y/o con otra muchacha llamada Ditchfield (me irritaba su empeño en
no consignar los nombres de pila), de doce años de edad, sobre la cual había
dejado caer sus garras en la primera semana de diciembre, empleando una
técnica similar, sin duda, aunque no era muy explícito al respecto. Lo que
claramente había sido más interesante para Underhill en esta etapa fue aquel
propósito largamente sostenido o, como se decía en las anotaciones de enero
de 1686, «sus propósitos». Yo había acogido entusiasmado la completa y
detallada información sobre los libros que estaba leyendo, y, cosa indignante,
luego empezó a mencionar exclusivamente autores y títulos, absteniéndose de
formular comentarios. No podía hacer nada con, por ejemplo: «Geo. Verul.:
de espíritus, etcétera», nada, a excepción de concluir que, de todos modos, las
preocupaciones de Underhill se habían mantenido de una forma constante.
Luego, en las anotaciones correspondientes al 29 de abril de 1686, llegué
a lo siguiente:
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denso, horrible, con un gran exceso de Matorrales & Árboles).
Lo que tengo a la vista ahora me asegurará un Poder como
nunca se ha visto en este Reino, si siquiera en la época Gótica o
Sajona. Sólo parcialmente, tal vez, en los rudos comienzos de la
Humanidad, antes del Ministerio de Nuestro Señor J. C.,
cuando los hombres adoraban a los Árboles & Arbustos (en su
necia ignorancia, ¿o en su Conocimiento? Acordarse de hacer
unas consideraciones curiosas sobre esto & emitir
oportunamente un Juicio). Bendigo la oportunidad que ha hecho
que este poderoso Motor venga a mí, y también el Talento que
me permite descubrir su verdadera Aplicación.
En cuanto a mi 2.° y más grande, infinitamente grande
propósito, no diré nada ahora. Sólo esto: quien conoce mi mente
lo tiene por cierto. Es en el último Repositorio donde he
escondido lo que le permitirá colaborar con este propósito, y a
su debido tiempo enterarse del Secreto que le hará Dueño de Sí
Mismo, y, quien es dueño de sí mismo, es dueño de todas las
cosas (ver Car. Voldemar Prov., Verum Ingenium).
Esto llenaba casi una de las páginas de la derecha. Cuando pasé la hoja, ya
no encontré nada más; las veinte o treinta finales del libro de notas estaban en
blanco. Me serví más whisky. Reflexioné.
Thornton, según había decidido yo antes, no vivió mi experiencia del
bosque desde el cual se dominaba mi casa, y no había podido sacar ningún
partido de la referencia a aquel lugar, que se hallaba en la última página del
diario. Entonces, debía de haberse desentendido del primer propósito de
Underhill como demasiado nebuloso para que valiese la pena ser recordado,
considerándolo, probablemente, vacío de contenido, una mera ilusión. Con
respecto al segundo propósito, tampoco Thornton contaba con la ventaja de la
conversación con el espectro de Underhill, que yo sí tenía, no pudiendo
esperar comprender que este propósito se hallaba relacionado con alguna
forma de supervivencia después de la muerte. Si Thornton había deducido la
naturaleza del escondite aludido en el párrafo final, como muy bien podía yo
deducir de la lectura de su libro, tenía que pensar que era hombre demasiado
piadoso para enfrentarse con la perspectiva de remover los restos de un alma
ya del otro mundo, aun tratándose de una «criatura infame» como Thomas
Underhill. En mí no se producían tales inhibiciones. Yo pensaba abrir aquella
tumba y el féretro, para ver qué «libros y papeles» (según mencionaba
Thornton) y otras cosas podían encontrarse allí.
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Sentado en aquella dura silla de la biblioteca, con el diario abierto ante mí,
me sentí tan exaltado, tan nervioso como poco antes, en el momento de
acomodarme allí… Mucho más, quizá. Aprecié con bastante claridad que un
poco más de prudencia habría sido lo conveniente, pero en aquel instante me
rebelé ante tal pensamiento. Hasta la llegada de Diana, a lo largo de los años,
yo me había limitado a ser trivialmente imprudente, y nunca a aquella escala.
Podía haber algo interesante en (o relacionado con) aquel supuesto secreto
que iba a hacerme dueño de mí mismo. Yo, entre mucha gente, era la persona
indicada para asimilar tal tipo de secreto. No es que yo hubiese olvidado lo
que había sido de las promesas formuladas por Underhill a la chica Tyler, ni
de las que haría, seguramente, a la otra muchacha, a la Ditchfield. Ambas, en
efecto, figuraban de una o de otra manera en mis móviles por seguir adelante
con la investigación, aunque no habría podido explicar entonces en qué forma
ni con qué grado de importancia.
Pero, hablando de Diana… Eran las tres menos veinticinco minutos, una
hora muy a propósito para dedicarme a copiar la última página de Underhill,
guardar mis cosas, cerrar la estancia, entregar la llave a Ware, en la biblioteca,
dejar una nota dirigida a Duerinckx-Williams, en St. Matthew, dándole las
gracias por todo, acercarme con el coche a Royston, sostener una violenta
discusión con el pequeño y acartonado joven que me suministraba las
bebidas, para lograr que en el futuro no se atreviera a venderme a los precios
actuales licores adquiridos por él a los precios antiguos, trasladarme a
Fareham y al sitio concertado, donde recogería a Diana a las tres y media.
Así fue como ocurrió todo. Las preguntas de Diana eran del mismo tipo,
aproximadamente, que las que formulara la tarde anterior, versando de
manera muy especial sobre la causa de que los hombres y las mujeres fuesen
tan distintos entre sí. ¿A qué creía yo que era debido eso? ¿Cuál era mi
opinión? Después, antes de que llegáramos al hoyo de la colina, empezó a
desnudarse con gran rapidez. Todo resultó bastante diferente de la última vez.
Cuando se hubo desnudado, mientras yo todavía me quitaba los pantalones, se
tendió en el suelo, boca arriba, mirándome fijamente. No cesaba de moverse.
Tan pronto como me instalé a su lado, se hizo evidente que no era necesaria
una «labor previa». En efecto, apenas se me presentó la ocasión de besarla, ya
alcanzamos la etapa principal de aquella carrera. Tal situación pareció
prolongarse durante horas, desarrollando Diana una increíble energía. No me
molesté en preguntarme, e hice bien, si ésta era natural o adquirida
momentáneamente. La distinción es, en cualquier caso, dudosa: el orgasmo es
en sí mismo un reflejo, pero no mucho de lo que acompaña incluso al
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orgasmo puede ser considerado así (y no hablemos de aquello a lo que la
gente llega en el curso de otros momentos de la representación). Ni me
pregunté si Diana alcanzaba ese punto tan a menudo como su conducta
parecía indicar. Ésa no es mi forma de conducirme en tales momentos. Muy
atinadamente, además. El misterio, el secreto emocional, la separación de las
mujeres, todo el bagaje de sentimientos que ellas suscitan, esperando que
seamos los hombres quienes los barajemos…, éstas y otras manifestaciones
considerablemente más concretas arrancan, no de la circunstancia de que las
mujeres engendren y den a luz niños, sino del hecho de que no tienen
erecciones ni eyaculan. (Y ya que nos ocupamos de eso, el hecho de que los
hombres pasen por tales cosas es lo que quita al papel de homosexual pasivo
profundidad real o credibilidad).
La eyaculación, como cualquier aventurera sabe, es un gran agente, que
determina el cambio de mentalidad y de humor. Ahora, tendido junto a Diana,
lo primero que se me ocurrió pensar era que había puesto de relieve su
carácter de mujer de conducta no predecible: una actitud puramente receptora
el día anterior, todo positiva acción hoy. Poco después, quizás más caritativo,
aunque tal vez no, decidí que veinticuatro horas antes se había hallado
demasiado excitada para comportarse como habría sido su deseo, en tanto que
sus últimas piruetas habían sido hechas para hacerme admirar sus proezas
sexuales: un movimiento de involuntario narcisismo, por así decirlo, dentro
de un propósito concreto. ¿Y qué? Las dos normas de conducta se
acomodaban a mis gustos.
Le dije lo sorprendente, en mayor o menor grado, que resultaba para mí,
lo cual le cayó bien. Iba a echar mano de más argumentos de la misma clase,
cuando manifestó:
—Sobre tu idea de acostarnos juntos tú, yo y Joyce…
—¿Qué?
—He estado pensando en ello.
—Muy bien. ¿Y qué?
—Maurice, ¿qué vas a sacar de esa experiencia exactamente? Quiero decir
también: no acierto a ver lo que sacaré yo misma. Bueno, puedo
imaginármelo, pero, ¿qué papel representas tú ahí? No, Maurice, no te
muestres irritado… Tú sabes lo que quiero decir.
—Me parece que sí. Bien. Sabiendo lo divertido que resulta acostarse con
una bella muchacha, debe de resultar doblemente grato tenderse en la cama
con dos, si no más… Se obtiene, seguramente, un goce doblemente superior
al normal. Vale la pena probar, sea como sea.
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—¡Hum! Quieres vernos a las dos en el lecho… O algo por el estilo, ¿no?
—Sí. Me gusta esa perspectiva. Nunca me ha parecido torpe la idea de ver
a la gente haciéndose el amor, de asumir el papel de simple espectador. Tanto
mejor si no voy a tener delante de mí a ningún hombre.
—Ya… comprendo. Tú quieres que yo…, bien, que yo sea amable con
Joyce y que ella se muestre cariñosa conmigo, ¿no?
—Podéis hacer lo que os parezca.
—Bueno, pero eso te gustaría, ¿verdad?
—Pues sí.
—¡Oh, Maurice…! Maurice, ¿no forma parte del plan que nosotras
hagamos lo que tú quieres eludir?
—Supongo que sí. Has esbozado una razón tan válida como cualquier
otra.
—No te enfades, pero a mí me parece que se trata de un punto de vista
muy infantil.
—Tal vez por eso resulta tan atractiva la idea.
—He aquí una cosa que Jack no aprobaría nunca —dijo ella bruscamente,
hablando con mucha rapidez, casi atropelladamente.
Abrí los ojos, animado por un instinto que me decía que, habiendo
procedido de aquella manera, estaríamos mejor preparados para lo que
pudiese venir. La sugerencia partía de lo poco que significa una mejilla
próxima y parte de una nariz y una barbilla, lo que tenía a la vista en aquel
momento.
—Ya me hago cargo —contesté.
—Yo sé que todos los médicos exprimen a sus pacientes; pero él podría,
al menos, tomarse la molestia de fingir que no procede así —prosiguió
diciendo Diana, aferrándose de momento a su nueva táctica de hablar a la
velocidad normal. Luego volvió al viejo tema—: Pero… eso… no es nada
comparado con lo que realmente tengo contra él.
Hubo un silencio. Sería capaz de enterrar a esta mujer en un hormiguero
hasta el cuello, pero no hoy…
—¿Qué te pasa?
—Le odio. No puedo soportarlo.
—¿No puedes soportarlo?
No debí traducir bien mi sorpresa, que era grande. Diana solía provocar
normalmente un asomo de reacción (aparte de la derivada de la lujuria y del
enojo, en medida colmada). Tan era así, que yo, probablemente, había caído
en el hábito de no expresar nada con los ojos y con los labios.
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—Desde… luego. No puedo. Seguramente, te habrás dado cuenta de ello.
A él le tengo sin cuidado, como le tiene sin cuidado todo lo demás. Yo, en
cambio…
—¿Qué es lo que te disgusta de él?
—¡Oh, todo! He intentado durante mucho tiempo tomar una resolución y
dejarlo… Pero, Maurice, ¿no crees que esto es muy singular?
—¿Qué?
—Bien. Que tú nos conozcas, desde hace tres años o más, y que no hayas
advertido el sencillo y evidente hecho de que no puedo soportarlo. ¿De veras
que no te habías dado cuenta? Quiero decir: ¿no bromeas?
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí, sí. Estoy completamente seguro.
—Maurice… —Ella volvió la cabeza y yo vi un ojo tremendo que se
asomaba al mío de aquel lado—. Simplemente, no he oído nunca decir nada
tan extraordinario. Un hombre como tú, de quien siempre pensé que era una
de las personas más sensibles y observadoras entre cuantas he conocido, no ha
acertado a pensar nunca que yo no puedo soportar al esposo, al tipo con quien
me casé… Y eso que te sentías terriblemente interesado por mí.
Yo estaba seguro de no haber visto ni oído jamás nada que sugiriera la
idea de que Diana se llevaba mal con Jack… ¿Tendían aquellas palabras
realmente a justificar sus relaciones conmigo? Más probable era que hubiese
adoptado una especial táctica dentro de su campaña, para hacerme ver que yo
era un individuo de sensibilidad más embotada que los que me rodeaban…
Ella misma, por ejemplo. Sin embargo, antes de que yo pudiese iniciar alguna
torpe confesión de inferioridad emocional, Diana se había apartado un poco
de mí, como si hubiera deseado hacer posible que nos viésemos mejor las
caras, pero actuó así con una serie de movimientos que afectaban a todo su
cuerpo. Éstos continuaron mientras yo observaba cómo caía su mandíbula, y
en los ojos aparecía la mirada bobalicona que ya noté en ellos la tarde
anterior. Arqueando la espalda, me dijo sin vacilaciones:
—Muy bien. Hagámoslo. Siempre que tú quieras. Haré lo que tú gustes.
Me encontraba tan excitado, que todo terminó pronto; pero no he
conocido ninguna mujer que no concediera un gran valor a la excitación del
varón, y en ese breve espacio de tiempo fui capaz de producir un avasallador
potpurri de todo lo que sucediera entre nosotros antes: Es decir, denigrándolo
bastante, en realidad. No puedo imaginármelo olvidado todo, aun cuando no
pueda recordar ahora nada. Y si lo que sucedió allí fue un tanto impuro, en
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dos sentidos, por lo menos, dejémoslo así. Alternativamente, ¡al diablo quien
piense de esa forma! Aquel que se sienta dispuesto a sostener que un
particular acto sexual de tipo ordinario, o de cualquier tipo, posiblemente,
debe no ser deleitable, es un monstruo, grande o pequeño.
En el viaje de vuelta al sitio de la cita, Diana se mostró apaciguada. Me
pregunté si aquello era el preludio de una nueva maniobra, de otra índole,
para presentarse a mis ojos como una persona interesante, diciéndome, por
ejemplo, que había cambiado de opinión con respecto al proyecto de orgía,
pero no pude seguir reflexionando por mucho tiempo, ya que pensaba en la
forma más adecuada para hacerle una nueva proposición, tan especial como la
otra. Finalmente, dije:
—Diana, quisiera hacerte otra pregunta…
—¿Otra combinación? ¿Tú, yo y David Palmer?
—No. Se trata de algo distinto. Creo haber dado con un sitio en el que es
probable que haya un tesoro enterrado. ¿Estarías dispuesta a echarme una
mano a la hora de ir a buscarlo?
—Maurice, eso es terriblemente emocionante. ¿Qué clase de tesoro es
ése? ¿Cómo has conseguido averiguar su paradero?
—He llegado a tener conocimiento del mismo gracias a unos viejos
documentos que guardan relación con mi casa. En los papeles se dice dónde
fue colocado el tesoro, pero no se especifica nada acerca de su contenido.
Desde luego, podría ser que no tuviese ningún valor.
—Ya. ¿Dónde para?
—Al parecer, se encuentra en ese pequeño cementerio que queda por
encima de la carretera de El Hombre Verde.
—¿En una tumba? ¿En el féretro de alguien?
—Eso es lo que en los papeles se afirma, sí.
—¿Me estás proponiendo abrir una tumba para después destapar un
féretro?
Se había hecho cargo de la idea rápidamente.
—Sí. Es una tumba muy antigua. En el féretro sólo encontraremos huesos.
Y el tesoro.
—Maurice Allington, ¿es que has perdido por completo el juicio?
—No, yo creo que no. ¿Por qué?
—No es posible que hables en serio. ¡Abrir una tumba!
—Te aseguro que hablo muy en serio. Quiero hacerme con el tesoro.
Como ya he dicho, es posible que dentro del féretro no haya nada, o que éste
contenga algo carente de valor, pero la verdad es que nunca se sabe qué puede
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suceder en estos casos. Te he pedido que me ayudes porque he de contar con
una persona que sostenga la linterna y que me eche una mano… Tú eres la
única persona, de cuantas aquí conozco, capaz de pasar por tal prueba.
Esto produjo un efecto favorable en el ánimo de ella. Pero Diana tenía
todavía que hacer un alarde más de sagacidad:
—Eso de echarte una mano… Yo creo que, más que otra cosa, lo que tú
deseas es compañía. A ti te da miedo ir solo al cementerio.
Asentí con disimulada desgana. Lo último no era cierto. Yo quería que
alguien se hallase presente, por si el féretro contenía algo que se apartaba de
lo corriente. Pero no había mentido al afirmar que Diana era la única persona
a la cual podía dirigirme en aquel sentido. Esto pesó en su decisión.
—¿Tendrá que ser durante la noche?
—Pues sí, yo creo que sí. ¿Tú qué piensas? Durante el día no cesa de
pasar gente por la carretera. También se hallan presentes los peones
camineros, dedicados a sus habituales faenas de reparación. La aventura
podría tenernos ocupados media hora, más o menos.
—¿No hay por en medio ninguna maldición ni nada por el estilo?
—¡Santo Dios! No. No hay nada de eso. El protagonista de este asunto
buscó, simplemente, un sitio seguro donde guardar unos efectos personales.
—Muy bien, de acuerdo. Te acompañaré. Quizá resulte divertido el paseo.
—Por lo menos no será nada corriente. ¿Qué te parece si lo hiciésemos
esta noche? ¿Podrás salir de tu casa?
—Naturalmente que podré. Yo hago siempre lo que me place.
Habíamos llegado al sitio donde tuvo lugar nuestro primer encuentro.
Quedamos en que yo la recogería a las doce y media, en un punto próximo a
su casa. De vuelta a la mía, me detuve frente al pequeño cementerio,
examinando la tumba de Underhill con todo detenimiento. Pude prever que no
me enfrentaría con especiales dificultades más tarde. No tendría que levantar
ninguna lápida, y la tierra estaba blanda, igual que la de los alrededores. A las
cinco de una tarde de verano, aquel sitio no tenía nada de fantasmal, no dando
la menor impresión de ruina ni de total abandono. Se observaba la pátina que
da el tiempo a todas las cosas. Crecía la hierba por todas partes (aunque no en
el rincón de Underhill). El suelo se hallaba alfombrado de envases de helados
y de botes metálicos de cerveza, entre los cuales había algunas piedras.
Me trasladé a El Hombre Verde; subí al apartamento, sirviéndome
rápidamente una bebida, antes de bañarme y cambiarme de ropas. Me senté
en un butacón muy cómodo, junto a la chimenea, frente a la ventana de la
fachada. Tenía ésta las cortinas corridas, pero por la otra, la que quedaba a mi
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izquierda, entraba bastante luz. Por allí quedaba la figura francesa… Del
tocadiscos de Amy salía una serie de crujidos, golpes y alaridos, los cuales se
desparramaban por el pasillo. Hice un esfuerzo, concentrando mi atención en
aquel guirigay. Entonces el ruido cesó bruscamente. Sorbiendo mi whisky,
esperé, a medias consciente, a que pusiera otro disco. Reinaba allí una quietud
extraña. Y aquello no sólo era raro; podía calificarse de imposible. En ningún
hotel reina el silencio más de un par de segundos en el transcurso de la
jornada. Sólo hay en él cuatro o cinco horas de tranquilidad, las que median
entre la última persona que se ha ido a la cama y los rumores del primer
servidor iniciando sus tareas. Fui a la puerta y la abrí. Nada, no se oía nada.
Al volver a la habitación, vi que, en cierto modo, algo había cambiado; que
allí había algo diferente con relación a lo que descubriera en ella cuatro o
cinco minutos antes. La oscuridad era más intensa. Pero, ¿cómo podía ser
eso? Los rayos del sol, deslumbrantes, penetraban por la ventana de la
izquierda. ¡Ah! Era la otra ventana lo que se había oscurecido. No se notaba
la menor abertura luminosa entre las cortinas. También eso era imposible. De
momento, lo único que sentí fue una gran curiosidad. Me lancé sobre las
cortinas, apartándolas, descorriéndolas…
Afuera ya era de noche. Reinaba una oscuridad completa, y, al principio,
experimenté la impresión de que acababa de abrir los ojos a muchos metros
bajo el agua, en el fondo del océano. Luego aprecié que no era tan intensa la
oscuridad. Brillaban tres cuartas partes de luna en el firmamento y no se veía
una sola nube. Advertía los mismos efectos que cualquier otra noche en
cuanto a la distancia y a la línea del horizonte, excepto que una plantación de
coníferas que quedaba por debajo de ésta había desaparecido. No muy lejos,
pequeños bancales en cultivo sustituían a los prados en los que habitualmente
pastaba el ganado. Y, en primer plano, inmediatamente debajo de mí, la línea
de la carretera se había esfumado, así como los postes del telégrafo, por
supuesto. La capa de asfalto se había quebrado en el punto que ocupara la
carretera, originando un camino descuidado, lleno de baches y piedras.
Aunque nada se movía allí, me hallaba ante una escena con vida y no a lo
equivalente a una inmóvil fotografía.
Regresé al comedor, donde no advertí nada anormal. Mis cinco figuras
escultóricas miraban al vacío igual que siempre, pero por vez primera creí
descubrir algo maligno en su pasividad. Me dirigí hacia la ventana lateral,
contemplando el familiar paisaje de todos los días. Hallándome allí, apareció
un coche deportivo de color azul celeste por la parte correspondiente a la
población, un TR5, que cada vez iba más deprisa, pero que se deslizaba con
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absoluto silencio. Avanzaba hacia la casa. Desde luego, no me habría sido
posible verlo desde la ventana de la fachada…
Me quedé pensativo. Podía ir en busca de Amy, para apostarla allí, con la
esperanza de demostrarme a mí mismo que no veía visiones, que lo que yo
contemplaba estaba realmente allí, o, al menos, que no estaba loco. Pero yo
no iba a hacer pasar a aquella criatura por el terror de observar lo que yo
observaba, o de descubrir que estábamos contemplando dos cosas distintas. Y
si yo me aventuraba por el pasillo estaba muy lejos de hallarme seguro de que
acabaría localizándola en su habitación. Tampoco sabía si tropezaría con el
espectáculo familiar de siempre.
En estas vacilaciones, oí un rumor de voces a mis pies. Un hombre y una
mujer hablaban. Una puerta exterior, en la fachada de la casa, se cerró con
estrépito. Pero, a juzgar por el sonido, no debía de tratarse de la
correspondiente a la entrada principal. Apareció ante mí la mujer que viera
por dos veces en lo alto de la escalera. Llevaba una pequeña linterna y
avanzaba en dirección a la aldea… Vi fugazmente sus rasgos faciales. Su
perfil y su porte hicieron desaparecer en mí toda duda. Muy débilmente, la
voz del hombre se hacía de nuevo audible, desde la planta inferior, esta vez
con una entonación distinta, peculiarmente monótona. Podía identificar esa
voz, e incluso, si me esforzaba, establecer cierta semejanza con otra. Sí. Era el
párroco, un sacerdote, que entonaba una parte del servicio religioso
rápidamente.
Había perdido de vista, casi, a la mujer; podía observar la ligera oscilación
de su linterna. Luego capté un movimiento en otro lado. El bosque… Una
figura alta e inmensamente ancha se desplazaba torpemente por el camino;
sus piernas eran macizas y, aparentemente, de distinta longitud; caminaba con
el vigor implacable de una máquina; los largos brazos se movían a un ritmo
perfectamente sincronizado. De tratarse de un ser humano, pesaría unos
trescientos kilos, por lo menos. Pero aquélla no era una figura humana: estaba
formada a base de ramas, algunas de ellas cubiertas de toscas cortezas; otras
brillaban como una desnuda piel; unas enredaderas comprimían masas de
hojas verdes y resecas, marchitas. Al acercárseme más, acelerando
ostensiblemente el paso, vi que, en el muslo izquierdo, el más próximo a mí,
tenía incrustados unos hongos aplanados, de los cuales se desprendían
fragmentos a cada zancada; oía rumores de crujidos, un fragor vegetal, que
acompañaban aquel avance. Al llegar junto a mí, la figura giró la cabeza
nudosa en dirección a la casa. Entonces cerré los ojos, no teniendo ya el
menor deseo de contemplar su rostro. Quería sustraerme a la visión, en lo cual
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ponía más empeño que cuando se me apareciera la primera vez, dos noches
atrás. En este momento, un grito de alarma o de terror sonó a mis pies. Sabía
que Underhill estaba en aquel mismo instante (siempre que fuese él)
observándome desde la ventana del comedor, que ahora (mí «ahora») estaba
cerrado y vacío.
Cuando volví a abrir los ojos, aquella criatura comenzaba a moverse,
alejándose de mi vista con grotescos balanceos. Esperé, preguntándome qué
haría si este espectáculo proseguía ininterrumpidamente, dejándome plantado
en alguna parte, entre el tiempo de Underhill y el mío. Si podía arreglármelas
para poder continuar observando lo que me revelaba la ventana lateral, quizá
volviera a percibir su sonido y yo me sintiera bien. Pero, ¿cómo iba a llegar
allí? Había escuchado, no mirado, cuando abrí la puerta un momento antes;
pero yo no abrigaba ahora, en absoluto, la menor duda de que esta habitación
era la única parte de la casa que no había vuelto a ser lo que fuera hacía unos
trescientos años. Por la ventana lateral y muro abajo: ésa parecía ser la única
posible ruta. Empezaba a sentirme preocupado por la idea de que aquella
versión de realidad pudiese tornarse una alucinación visual. Pero entonces oí
un grito, más bien lejos, a unos doscientos metros de distancia, tal vez, muy
claro en aquel silencio, estridente, acompañado por otro sonido, un gemido,
un alarido más bien, algo no apropiado a aquel contexto, como un fuerte
viento colándose por entre las copas de los árboles. Me llevé los dedos a los
oídos y continué contemplando atentamente el paisaje nocturno que se ofrecía
ante mí. ¿Cuánto tiempo podría resistir su permanencia allí?
Luego, ligeramente hacia la izquierda del centro, con un brillo casi
cegador, instantáneamente, surgió una luz o llamarada de color verde-
amarillento. Al cabo de unos momentos, apareció otra, en el firmamento, de
una intensidad enorme, como un sol, sólo que de recortados perfiles en cuanto
a su forma y de un tono intensamente azul. Hubo una larga pausa antes de que
surgieran dos luces más, para acabar fundiéndose; otra llama verde-
amarillenta hizo compañía ahora a la primera; después apareció otra más,
mayor, en el lado opuesto del firmamento. La primera de ellas, en forma de
gruesa columna, de contornos quebrados, presentaba una fina y oscura raya
vertical que corría por todo su centro. Reconocí esto, al principio sin sentirme
capaz de darle su nombre; después vi que se trataba de parte de un poste de
telégrafos. Nuevas luces aparecían, con breves e irregulares intervalos, como
partículas de metal fundido arrojadas contra una oscura placa fotográfica.
Tres de ellas se fundieron para facilitarme una vista de varios metros de la
carretera, iluminada como por la luz del sol. Aparté los dedos de mis oídos.
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Más rápidamente que cualquier aproximación física pudiera haberlo hecho
posible, afuera, fue aumentando el estruendoso ruido del motor de un
automóvil. Percibí unas voces de hombres y el sonido de una puerta en la
fachada, que se abría y se cerraba, la principal de la casa. Cuando quedaban
unas escasas zonas de oscuridad aisladas, la puerta de la habitación se abrió a
mi espalda.
Giré con viveza. «Víctor» entró atropelladamente, cayendo a mis pies, de
costado. Detrás de él se encontraba Amy. Me acerqué a la niña, rodeándola
con mis brazos.
—¿Qué ha pasado, papá?
—Nada. No pasa nada. Me sentía un poco entristecido, y…
—¡Oh! ¿No oíste los gritos?
—¿Los qué?
—Los gritos. Era alguien que se encontraba fuera, a cierta distancia de
aquí. Pero al mismo tiempo parecía estar muy cerca. ¿No los oíste?
—Sí. —Mantenerme sereno me exigía un tremendo esfuerzo, tanto que
apenas podía hablar—. Pero… ¿no estabas tú tocando tus…?
—Estaba con mis discos y reinaba un silencio absoluto en la casa.
—¿No se había hecho la oscuridad afuera?
—¿Cómo? No. ¿Cómo podía ser eso?
—¿Tú qué crees? ¿Quién pudo ser el que gritara?
—Me has dicho que oíste sus gritos…
—Sí —respondí, cogiendo mi vaso de whisky y acercándolo a mis labios
—. Pero yo quisiera saber qué es lo que pensaste.
—¡Oh! Bien… Era una mujer. Parecía hallarse muy asustada.
—¡Bah! No lo creo, querida. Lo más seguro es que se tratara de una de las
chicas de la aldea haciendo una travesura.
—No es eso lo que pensé yo.
—¿Oíste algún otro ruido?
—No. ¡Oh, sí! Una especie de… aullido, o como si alguien cantara sin
palabras, interminablemente. A todo esto subiendo y bajando de tono. Tú lo
oíste, ¿verdad?
—¡Oh, sí! Sería gente que andaba por ahí, gastándose bromas.
Amy guardó silencio, preguntándome luego:
—¿Quieres acompañarme? Veremos el programa titulado «Los mejores
discos del año». Empieza a las cinco y cuarenta minutos.
—Creo que en estos momentos no tengo ganas de eso. Gracias, Amy.
—La última vez que lo viste te gustó. Es lo que me dijiste.
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—¿De veras? Sí; pero lo malo es que voy a estar ocupado esta noche. He
de cambiarme de ropa rápidamente, para irme abajo.
—De acuerdo, papá.
—Nos veremos más tarde.
—Sí.
Se alejó de mí completamente tranquilizada. Por una vez, yo habría
preferido una salida malhumorada. Amy estaba preocupada: sabía que yo no
le había dicho la verdad. Pero, ¿cómo iba a decirle que no tenía por qué
sentirse inquieta, toda vez que lo que oyera había sucedido en el año 1680 y
pico?
A pesar de esto, y a pesar de sentirme muy impresionado por lo que
acababa de presenciar, experimenté un gran alivio. Hay pocas personas que
sean suficientemente duras como para apoyarse únicamente en la íntima
convicción de que (a la vista de lo que podía ser impresionante prueba de lo
contrario) no se están volviendo locas. Para celebrar aquello y todo lo demás,
consumí un par de whiskies con agua en dos minutos y sin el menor esfuerzo.
Luego tomé un baño.
Amodorrado en el agua caliente, me encontraba a gusto. Casi normal. Era
cierto que el corazón y la nuca se habían estado reservando desde las primeras
horas de aquella mañana. Jack Maybury habría tenido algo que decir sobre
este particular, aunque yo no hubiera podido decirle qué había formado parte
sustancial de las distracciones de la jornada, ahorrándome cavilaciones. Me
sentía despejado. Bueno; puesto que hacía algunos años que experimentaba
una sensación desagradable en tal estado, me notaba despejado a medias. Muy
cerca de mi estado normal, no obstante. El hombre verde. El Hombre Verde.
Docenas, quizá centenares, de establecimientos públicos ingleses, bares y
posadas, llevaban este nombre, recordé haber leído en alguna parte, con
referencia a «Jack-in-the-green»,[3] un personaje tradicional en las fiestas del
1.° de mayo, o, simplemente, como alusión a un guardabosque que en otro
tiempo vistiera un traje verde. ¿Sería posible que mi casa, que había sido
denominada así desde el principio, en los últimos años del siglo XIV,
constituyese un caso diferente, que incluso el sobrenatural empleado de
Underhill hubiese existido entonces? De ser cierto, bautizar el lugar con el
nombre de semejante criatura era una rara forma de reclamo. Sí, en cambio,
un interesante tema de meditación.
Poco a poco fui sintiéndome más torpe. Contemplando con ojos
desorbitados el punto en que se unían el muro y el techo, vi un pequeño
objeto escarlata y verde que se movía lentamente de derecha a izquierda.
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Perezosamente, primero; luego lo más alerta que pude, intenté averiguar de
qué se trataba. Una mosca de una o de otra clase, o una polilla. Pero
seguramente no existían en la Naturaleza insectos con aquellos colores, y
menos en Inglaterra. Y aquella «cosa» no se movía como las moscas,
rápidamente, en un sentido y otro; las alas y las patas se perdían en un
redondo y oscuro cuerpo; tampoco presentaba analogías aparentes con las
polillas. Las alas de lo que yo vi —dos—, batían el aire con un fácilmente
perceptible ritmo de gran lentitud; las patas, no tan fáciles de distinguir —dos
también—, aparecían situadas en la parte inferior del cuerpo; advertí un
cuello, y una cabeza. Se trataba de un pájaro. Un pájaro del tamaño de una
mosca, o de una diminuta polilla.
Me puse torpemente en pie, mirando más de cerca en dirección a aquel
punto. La «cosa» continuaba siendo un pájaro: pude observar el brillo de su
plumaje y, forzando la vista, los separados garfios de sus patas; oí el débil
batir de unas alas. Extendí la mano para cogerlo y el animal desapareció por
un momento; seguidamente volvió a aparecer ante mi vista, remontando el
vuelo desde el reverso de mi mano. Cogí una toalla y la apelotoné; grité, con
los ojos cerrados, durante dos minutos. Cuando volví a abrirlos, el pájaro
había desaparecido. Gemí y sollozé sobre la toalla por espacio de dos o tres
minutos más. Luego me sequé lo más rápidamente posible, contando
mentalmente, echando a correr hacia el dormitorio. Si conseguía vestirme
antes de haber llegado a los cuatrocientos cincuenta mil, no vería el pájaro de
nuevo, o bien no lo vería por algún tiempo. Mantuve los ojos cerrados
mientras me fue posible. Me hice el lazo de la corbata sin abrirlos. Pero luego
tuve que mirarme en el espejo para peinarme. Entonces vi que una pequeña
mosca evolucionaba incesantemente en torno a mi cabeza. Aunque estaba
absolutamente seguro de que se trataba de una mosca, no pude evitar el
dejarme caer sobre la cama, gritando y sollozando contra la almohada por
algún tiempo, siempre contando. Me concedí a mí mismo una ampliación de
un centenar de millar para ese período, lo cual era justo, ya que no me había
hecho ninguna concesión al contemplarme en el espejo y en ello había
invertido, quizá, minuto y medio. Me puse la chaqueta del smoking,
plantándome en la puerta cuando la cuenta llegaba a los cuatrocientos
veintisiete mil, de manera que existía alguna probabilidad de que no volviera
a ver el pájaro durante cierto tiempo.
Llegué al comienzo de las escaleras sin ninguna dificultad, con un ojo
cerrado y el otro abierto. Allí tropecé con Magdalena, a la que envié en busca
de Nick. De no encontrarlo, se dirigiría a David. Luego regresé al comedor,
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casi a tientas, sentándome, evitando la silla situada frente a la ventana de la
fachada, manteniendo en todo momento los ojos cerrados. Al cabo de un
minuto oí un rumor de pasos apresurados, y volví a abrir los ojos. Paré de
contar. Había estado haciéndolo últimamente sin ningún propósito particular.
Ahora respiraba normalmente.
Entró Nick a toda prisa, en compañía de Jack Maybury. Los dos parecían
estar muy afectados. Nick, a su manera, muy peculiar. Jack,
profesionalmente, pero sin adoptar una actitud crítica. Se acercó a mí,
observándome.
—¿Qué ocurre, Maurice?
—He visto algo.
—No se tratará de otro espectro, ¿verdad? —Jack miró a Nick y después
volvió a fijar sus ojos en mí—. He oído hablar de tus encuentros con los
espíritus del otro mundo.
—¿Por qué te encuentras tú aquí. Jack?
—Me acerqué a beber algo antes de empezar la consulta. Obré así, al
parecer, muy oportunamente. Nick, ¿quieres telefonear a Diana? Dile que
llegaré con algún retraso. —Dio a Nick el número y mi hijo se fue—. Ahora,
Maurice, cuéntamelo todo —añadió, suavemente para tratarse de él.
Le referí lo del hombre verde; hablé de los gritos de la mujer; agregué lo
que dijera Amy: que los había oído también. No hice ninguna alusión al otro
ruido que, igualmente, ambos habíamos oído.
—Entonces, tú crees que Amy compartió contigo tu experiencia, o parte
de ella, ¿no? Bien. ¿Cuándo fue eso? Perfectamente. Hay más aún, ¿no?
—Sí. Vi un pájaro volando por el cuarto de baño. Era muy pequeño. —En
este momento, empecé a sollozar de nuevo—. Pero volaba como cualquiera
de los grandes. Batía sus alas lentamente. Desapareció en seguida. Me había
servido un buen whisky poco antes porque mi alivio había sido grande al
saber que Amy había oído también los gritos. Bueno; el caso es que había
alguien más, alguien aparte de mí, que aseguraba aquello. Espero que eso
quiera decir algo.
—Pues sí, probablemente… ¿Has tenido alguna vez antes de ahora ese
sueño, Maurice?
—Ya te he dicho que no fue un sueño. Yo no sueño nunca.
—¿No habrás estado dando unas cabezadas en tu sillón? Seguro que…
—No. Todo eso lo vi.
—Conforme.
Me tomó el pulso.
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—¿Y qué puede decirte esto. Jack? —inquirí.
—Muy poco, probablemente. ¿Sudas mucho todavía?
—Hoy no.
—¿Tienes temblores?
—No más que de costumbre.
—Bien. Fuere lo que fuere lo que vieses en esa forma, no puede causarte
daño. Ya me hago cargo de que te hallas asustado por esas cosas, pero ten
presente que es todo lo que pueden hacerte. El delirium tremens es una
advertencia, no un desastre en sí mismo, y podemos tratarlo. Es usualmente
provocado por un esfuerzo emocional, más la bebida, desde luego, y yo
atribuyo todo esto a la muerte de tu padre. Creo que esos fantasmas tuyos
fueron una especie de preludio para el asunto del cuarto de baño, y tu idea
general de que existen personajes siniestros y hostiles a tu alrededor es muy
común en tales casos. ¿Estás de acuerdo conmigo?
—Me preguntas si comprendo lo que quieres decir, ¿no? Te contestaré
entonces que sí.
—Perfectamente. Lo que tú necesitas es un descanso. Mira, el joven
David es un muchacho muy eficiente, y Joyce…
—Yo no me encierro. Jack.
—No tienes por qué encerrarte, por el amor de Dios. Estarías en una
clínica especializada en estas cosas, donde te tratarían…
—No pienso hacer que me vean. Llevo muchas cosas entre manos aquí.
Mañana son los funerales de mi padre, para empezar. Más adelante, quizá. Y
tú acabarás poniéndome bien. Dime qué es lo que… —Oí un rumor de pasos
que volvían y hablé más deprisa—. Cierra la boca y dame algunas píldoras.
Llevarás contigo píldoras, ¿no?
Entró Nick.
—De cierto tipo. Lo que quieras, pero no estoy de acuerdo contigo. —
Jack se volvió hacia Nick—. ¿Todo arreglado?
—Sí. Lo siento. He tardado porque el teléfono daba la señal de ocupado.
—Ya. El diagnóstico sobre tu padre ha sido fácil: se ha aferrado a la
botella de whisky con demasiada asiduidad últimamente. Va a recortar eso
con un poco de ayuda médica.
—¿Poco? —dije—. No pienso probar el alcohol en los próximos
cincuenta años.
—No, Maurice. Ésa es la forma de buscarte complicaciones. En primer
lugar, reducirás tu dosis habitual a la mitad. A la mitad estrictamente, ¿eh?, no
más. Tómate las cosas con la mayor calma posible. Descansa cada vez más en
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el joven David. Y ponte al habla con Nick y Joyce sobre esto. Es el consejo
de un médico. Bueno, al final no voy a llegar a la consulta con tanto retraso
como pensé. Nick, si haces por verme dentro de media hora, por ejemplo,
dispondré de algo adecuado para que se lo tome tu padre. Telefonéame
cuando quieras, Maurice. Lo que tienes ahora desaparecerá dentro de un par
de días, siempre que hagas lo que te he indicado. Adiós. Hasta la vista.
—Voy a acompañarle, Jack —dijo Nick.
—¡Oh! No es preciso… Bien. Muchas gracias.
Tan pronto como ellos se hubieron marchado, cerré los ojos. Sólo se
trataba de una precaución. Empezaba a sentirme mejor, o menos mal. Ahora,
bajo una amenaza inmediata de muerte, la vida no puede constituir lo único
importante. Hubiera sido o no un pájaro aquello, iba a recoger a Diana más
tarde, con la intención de descubrir con qué se había hecho enterrar Underhill.
La operación resultaría, seguramente, amedrentadora. Pero, en fin, tanto
mejor. No me imponía la visión del pájaro, pero sí me producía una viva
inquietud lo que pudiera suceder en el cementerio.
Nick regresó. Arrimó una silla baja a mi asiento.
—No se presentó aquí por casualidad, ¿verdad, Nick?
—No. Le pedí que viniera.
—¿Qué le preguntaste hace unos momentos?
—Le pregunté si, en su opinión, estabas tú perdiendo la cabeza. Me
contestó que había detalles que apuntaban en ese sentido, pero se inclinó por
pensar que no.
—Bueno, eso ya es para animarse.
—¿Qué es lo que te pasa, papá? ¿Hay algo que marcha mal en ti?
—No, nada. He estado abusando del whisky. Ya lo oíste. Jack es un
puritano terrible en lo tocante a la bebida. Es su forma de…
—Tonterías, papá, dicho sea con el mayor respeto. Has decidido no
contarme nada. Y tú crees que al proceder así lo haces maravillosamente bien.
El heroico y sensible Maurice Allington mantiene su boca cerrada, para no
dar parte a nadie de lo que gravita sobre su heroica y sensible alma. Pero no
es nada de eso… Tú eres demasiado perezoso y arrogante para tomarte la
molestia de informar a personas como tu hijo, como tu esposa. ¡Oh! Nada de
permitirnos penetrar en el gran arcano de lo que tú sientes y de lo que tú
piensas acerca de todo. Lo siento, papá. Hay que subrayarlo: no hay nada de
bueno en la autosuficiencia, excepto cuando nos enfrentamos con cosas que
no tienen importancia, o cuando nos hallamos viviendo en una absoluta
soledad, lo cual no es tu caso… Es malo que no te confíes a otras personas,
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especialmente cuando esas personas dependen de ti. Puedo ver que te sientes
agotado, pero si sucedió algo pernicioso realmente, algo que pudo haber sido
evitado confiándote a alguien como yo, o como Joyce, de antemano, tú solo
serás el culpable, aunque yo también me sentiré culpable, por no haberte
abordado con tiempo para ocuparnos del asunto. Esto pienso cortarlo lo antes
posible, pero volveré sobre el tema cuando te sientas mejor. Lo siento, papá.
Olvídalo, de momento. —Nick me tendió la mano y yo se la estreché—.
Dime cómo quieres que discurra todo esta noche en casa, y yo me ocuparé de
que seas complacido.
Esbocé algunas vagas preferencias de tipo normal, con el deseo de
entretenerme un rato con la televisión. Sin dar ninguna explicación, Nick,
según dijo, pensaba trasladar el televisor del salón (el de la familia, no el de
Amy), donde se hallaba casi siempre, al comedor, donde se contaba con los
enchufes indispensables. Así lo hizo, y luego se fue a casa de Jack, para
recoger las píldoras que éste prometiera. Yo me quedé ante el televisor,
viendo un programa sobre planes de decoraciones caseras en (creo) Salford.
Ni más ni menos como hubiera podido hacerlo Amy.
Tan pronto como Nick se hubo ido, cogí un martillo, un cincel y una barra
de hierro de la caja de las herramientas que se hallaba guardada en un
armario; del cajón de una mesa de la oficina saqué un par de linternas; a
continuación me dirigí al barracón que ocupaba el vago y desagradable viejo
a quien yo pagaba para que cuidara el jardín, escondite en el que pasaba la
mayor parte del tiempo bebiendo té, encontrando allí una pala que no
mostraba el menor indicio de haber sido utilizada recientemente. Metí todos
aquellos útiles en la parte posterior del Volkswagen. Con estos preparativos,
empecé a sentirme muy animado, ayudándome a borrar de mi mente los
interrogantes que pudieran surgir acerca de lo que estaba haciendo. Fue en
este momento, quizá, cuando decidí llevar el caso Underhill hasta sus últimas
consecuencias, en el sentido de que, después, ni una sola vez cruzó por mi
mente la idea de volver sobre mis pasos, hasta que resultó demasiado tarde.
Había otra cuestión, desde luego. Un problema: ¿cómo iba a explicar a
Joyce el proyecto de orgía? Estaba decidido a hablarle de eso a no mucho
tardar. ¿Cómo iniciar el tema? ¿Cómo continuarlo? Había de tener en cuenta
que Joyce me conocía bien, al menos en aquel terreno. ¿Cómo acogería la
propuesta? Di vueltas y más vueltas a aquel asunto mientras, en compañía de
David, echaba un vistazo al bar, a la cocina y al comedor. Pero no acertaba a
dar con ninguna solución. Esto no me inquietó, quizá porque antes de
asaltarme tales cavilaciones había abierto el paquetito de Jack, tragándome
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una cápsula cilíndrica semitransparente, que contenía unos polvos oscuros.
Pensé que lo mejor era dejar las cosas a la inspiración del momento. En otras
palabras: bajé la cabeza y me lancé a la carga.
La ocasión se presentó poco antes de dar las nueve, después de haber
hablado yo con Amy en su habitación, encontrándome con Joyce y Nick en el
comedor. Tan pronto como me hube mezclado cierta cantidad de whisky con
agua —diez a uno—, poniendo en manos de Joyce un copa de Tío Pepe, Nick
anunció que le apetecía bajar al bar un rato (dirigiéndose a mí más bien), y
que volveríamos a vernos a la hora de la cena.
Joyce me preguntó cómo me encontraba, y pronto satisfice su curiosidad,
la cual, por otro lado, no podía ser tachada de apremiante. Luego añadí:
—Esta tarde tropecé con Diana, cuando regresaba yo de Cambridge.
—¿Sí?
—Salía del edificio de Correos cuando yo pasaba por allí. Entonces me
detuve y la llevé a su casa. Sostenía con las dos manos una bolsa de compra…
—¿Y qué?
—Bueno; ocurrió algo curioso. ¿Tú podrás creer que andaba algo bebida?
Claro, no estaba como yo en algunos fomentos. Un tanto mareada. Sí, eso es.
—Sí que es curioso.
—Lo cierto es que bebe, y que esta tarde le había hecho algún efecto el
alcohol. O le ocurría cualquier cosa especial, a juzgar por su forma de hablar.
Empezó diciéndome que tú eras una mujer maravillosamente atractiva,
elogiando tu figura, tu rostro… En seguida vi que sus palabras no eran
simples cumplidos, que barruntaba algo. Y, entonces, al cabo de unos
minutos, tuve la plena confirmación de mis sospechas.
—Continúa.
—Me dijo que la vida resultaba muy aburrida en Fareham; que a ti y a mí
tenía que parecérnoslo más que a otras personas. Por supuesto, me mostré de
acuerdo con ella. Alegó que debíamos hacer algo por darle un poco de interés;
que debíamos buscar un aliciente. ¿Por ejemplo? Bien. ¿Qué me parecía a mí
si ideábamos alguna diversión particular para los tres? —Joyce no hizo
ningún comentario, de manera que seguí hablando—. Me comunicó la idea
que había concebido de acostarnos los tres juntos. Yo pensé al principio que
estaba bromeando, pero, evidentemente, no había nada de eso. Le respondí
que no estaba seguro de poder dar satisfacción a dos mujeres a un tiempo, y
ella comentó que no me preocupara por ello, que eso no sería necesario.
—¿Qué quería decir?
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—Bien. Me imagino, es más, estoy seguro de que quiso referirse a que tú
y ella podríais divertiros solas entretanto. Sería una mezcla de todo…
—Ya. ¿Y qué le contestaste tú?
—Le contesté que no me parecía mal su plan, pero que no podía
comprometerme hasta que hablara contigo. ¡Oh! Añadió algo más. No
teníamos por qué pensar en Jack, ya que resulta que ella lo odia.
Joyce me miró por primera vez desde el comienzo de la conversación.
—¿Que Diana odia a Jack?
—Eso es lo que me dijo.
—¿Tuvo que decírtelo? —En este punto fui yo quien guardó silencio—.
El día que conocí a Diana advertí que no podía aguantar a Jack, y esta
situación no ha cambiado desde entonces. Es chocante que tú no lo
advirtieras.
—¿Por qué no me tuviste al corriente de lo que ocurría?
—Creí que estaba tan a la vista, que no valía la pena mencionarlo.
—Eso no es lo normal. Lo normal habría sido que tú hubieses sacado el
tema a colación alguna vez, con toda naturalidad. ¿Por qué has sido tan
reservada al respecto?
—¡Vaya unas ideas las tuyas! —exclamó Joyce, sin el menor tono de
admiración, sin embargo—. No he hablado de ello porque esperaba que tú te
dieses cuenta del asunto por tus propios medios. No ha sido así. Tu reacción
de ahora no me produce la menor extrañeza. Son cosas de tu carácter, de tu
manera de ser. Te pasas el tiempo observando, y a menudo percibes detalles
insignificantes, que captas a la perfección, pero sin ver en definitiva nada.
¿Me entiendes?
—Sí, y es posible que estés en lo cierto —contesté, esforzándome por no
aparecer impaciente—. Pero, volvamos al plan de Diana. Por lo visto, ella ha
pensado que nosotros podríamos…
—Ella ha pensado que tú…; bien…, te ocuparías de ponerte a punto con
su ayuda. Luego concentraríamos la atención una en la otra, durante un rato.
Seguidamente, tú te situarás detrás de mí y ella delante… Vuelta a quedarnos
las dos solas y tú repetirías… O bien, tú y ella me atenderíais a mí, o entre tú
y yo a Diana… ¿Es ése el juego?
—Sí, aproximadamente. —Escuchando a Joyce, pensé que no estábamos
esbozando precisamente el argumento de Romeo y Julieta. Al mismo tiempo,
tragaba saliva, en un desesperado esfuerzo por contener la risa—. Desde
luego, lo pasaríamos…
—Conforme.
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—¿Qué?
—Que sí. Llevemos el plan adelante.
—¿Seguro?
—Sí. ¿Por qué no? Ponte de acuerdo con Diana y tenme al corriente de lo
que decidáis. Ahora he de ir en busca de Magdalena. Esta noche tenemos
gazpacho y costillas de cordero Reforma. Estas cosas han de hacerse bien.
«Víctor» se había hecho una pelota sobre mis piernas. Intenté, sin mucho
empeño, seguir en la pantalla del televisor un programa a base de dos
personajes, una de esas obras teatrales en las que a menudo existe una gran
desproporción entre el argumento y la talla de los intérpretes. Me había
quedado desconcertado por la forma en que Joyce había llevado aquella
conversación. Había aceptado de buenas a primeras el proyecto de orgía, y
ahora deseaba yo que hubiese puesto objeciones que me hubieran obligado a
insistir, con brusquedades o con halagos. Había aquí material suficiente para
una discusión sobre el poder y el sexo, pero lo deseché. Joyce, al reaccionar
de una manera complaciente, contra todas las previsiones, no me había
permitido saborear la sensación del triunfo, con la sustitución del proyecto de
orgía por la perspectiva de la misma. Tal vez tuviese que ver en esta actitud la
ración de píldoras de Jack. En este caso, se planteaba un problema…
Se sirvió la cena y terminó ésta. Los programas de televisión terminaron
con una discusión sobre Dios. Se presentaba a Éste relativamente inmediato, a
la mano, hablando de Sus esferas de influencias, de años-luz en el Sistema
Solar, de milenios, de las actividades divinas, probadas como reales ya en el
período devoniano… Joyce se fue silenciosamente a la cama antes de que
aquello hubiese terminado. Nick estuvo leyendo un periódico francés
especializado. Luego, antes de retirarse, me dijo que lo despertara a cualquier
hora de la noche si me apetecía un rato de compañía.
Eran las doce de la noche, exactamente. Tragué dos píldoras más y
abandoné el apartamento, cogiendo al paso un impermeable ligero. Se trataba
de un camuflaje, no de una prenda para protegerme contra el tiempo en
aquellos instantes. Me abotoné el impermeable hasta la barbilla, antes de
lanzarme a buen paso escaleras abajo, dirigiéndome hacia la puerta lateral de
la vivienda. Afuera había mucho movimiento; algunas personas iban de acá
para allá incesantemente; otras permanecían quietas, en pie, charlando. Esperé
entre las sombras el momento que me pareciera más propicio. Me alegré de
haberme tomado el tiempo necesario. En el lugar de aparcamiento de coches,
un hombre acompañado por una chica mucho más joven que él, se detuvo
junto a su automóvil. Cuando la pareja se hubo ido allí no quedó nadie. Me
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deslicé hasta mi Volkswagen y salí del recinto sin que nadie me viera. Me
sentía despejado de cabeza y ligero de pies, con gran sorpresa por mi parte.
Pensé que las partes de mi cerebro normalmente reservadas para la reflexión
parecían haber sido invadidas por algún gas de bajo peso atómico, pero no
difícil de manejar: helio, quizá, mejor que hidrógeno.
Con objeto de dejar pasar un par de minutos o más, rodeé la población por
dos veces. Estaba desierta y apenas se veían luces en ella. Diana me esperaba
en el sitio convenido. Subió al coche y la escena salió mejor que algunas
similares que yo había visto en la televisión, a propósito de un robo o un
asesinato. Esta comparación fue hecha también por ella, y durante los
siguientes minutos inmediatos me hizo preguntas acerca de la naturaleza de
las aventuras, queriendo saber si atraía más a los hombres que a las mujeres,
intentando descifrar si no servían para demostrar que, en definitiva, aquéllos
eran como escolares en… muchos aspectos. Le contesté a esto último que se
hallaba, probablemente, en lo cierto.
Cuando llegamos al cementerio, dejé el coche apartado de la carretera, a
la sombra de unos olmos. Una débil luz lunar iluminaba el paisaje. Diana se
quedó paralizada, con las manos en los bolsillos de su abrigo. Yo cogí las
herramientas que había colocado en la parte posterior del vehículo.
—¿No tienes miedo, Maurice?
—Por ahora, no. ¿Por qué había de tenerlo?
—Sin embargo, me dijiste que lo sentirías, y por eso insististe en que te
acompañara.
—¡Oh, sí! Pensé en eso al dirigirme hacia aquí. Toma esto, ¿quieres?
Procura mantener el haz de luz en sentido contrario a la carretera.
Nos movimos por entre espesos matorrales, deteniéndonos unos segundos
para esperar a que pasara por la carretera un automóvil cargado de
comensales bebidos de El Hombre Verde. Al principio tuve la impresión de
que se dirigían hacia nosotros. Abrí la puerta de hierro del cementerio,
oxidada por todas partes. Entramos en el recinto. La linterna de Diana
descubría a cada paso tupidas alfombras de hierbajos bajo nuestros pies; a
veces se elevaba el foco luminoso, para abatirse, como un fuego artificial.
Uno tras otro, fuimos venciendo pequeños obstáculos.
—Cuidado —dije—. Rodeemos ese muro… Un poco más, a la
izquierda… Sí, por ahí…
—Así que ya hemos llegado, ¿eh, Maurice? ¿No experimentas ahora la
impresión de que vas a hacer algo que realmente no está en tu ánimo hacer?
¡Oh! Ya sé que este cementerio se halla en sus últimos días; pero, con todo,
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resulta elemental pensar que cualquiera que sea el estado de un sitio como
éste hay un mínimo de respeto que… Bueno, ya sabes que hay supersticiones
y temores primitivos, Maurice. ¿Crees que vale la pena el paso que estás
dando?
—Es lo que nos queda por ver ya. No muevas la linterna. Lo que viene
ahora va a resultar bastante fastidioso.
No andaba equivocado. Incluso un suelo seco y arenoso cede con
dificultad al empuje de la pala. Empapado de sudor, vacilante sobre mis
piernas, tardé una hora, por lo menos, en apartar la mayor parte de la tierra
que cubría la larga caja de roble que yo buscaba. Diana se había portado muy
bien entretanto, alojando la linterna en una grieta del muro para que la luz no
oscilara. Preocupada con su propósito de impedir que la misma se viera desde
la carretera, no me sometió a ninguno de sus habituales interrogatorios. Hasta
se quedó dormida durante diez o quince minutos. Se despertó cuando me
hallaba a punto de dar fin a mi excavación, cogiendo de nuevo la linterna para
sustituir la pila agotada por la de reserva. A continuación me armé de cincel y
martillo. Envolví éste en un trapo, para amortiguar el ruido, pese a lo cual, en
medio de aquel silencio, los golpes sonaban estruendosamente. Fue lo único
que turbó aquella tranquilidad. Estábamos a ciento cincuenta metros de
distancia de las casas más próximas, sumidas todas en la más absoluta
oscuridad. Fueron todavía inevitables unos cuantos crujidos de la madera al
llegar al momento final de la operación.
Cuando abrí el féretro, percibí un fuerte olor a tierra seca, y a lo que
solamente acierto a describir como limpísimas sábanas. Nada desagradable, ni
por asomo. Cogí la linterna de manos de Diana, quien se acercó a mí,
inclinándose, cuando paseé el foco de luz por el fondo de la zanja. Underhill
había sido cuidadosamente envuelto en una tela, viéndose su figura aplastada
a la altura del abdomen y con salientes por las partes de las rodillas y los pies.
Al principio, esto fue lo único que vi. Luego descubrí un brillo metálico en un
extremo, junto a la cabeza. Mis dedos se cerraron sobre algo, de lo cual tiré,
dirigiéndole el haz luminoso de la linterna. Lo que yo acababa de asir era un
pesado cofrecito de forma rectangular, del tamaño de una caja de cincuenta
cigarrillos. El cofrecito tenía una tapa, pero ésta parecía haberse fundido con
el cuerpo de aquél. Era un recipiente a prueba de humedad. Lo sacudí,
percibiendo un sonido apagado en su interior. Me imaginé el contenido.
—¿Es eso todo? —inquirió Diana.
Repasé de nuevo el hoyo con el foco de la linterna.
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—Esto es todo lo que yo esperaba encontrar aquí, efectivamente —repuse
—. Lo abriría ahora mismo, pero…
—Déjalo para más adelante. Sería mejor que cerraras el féretro, dejándolo
como estaba.
Esta operación requirió también su tiempo. La tierra volvió al hoyo,
procediendo después a alisarla. Transcurrirían años, seguramente, antes de
que se descubriese que allí se había producido alguna interferencia. No
acertaba a imaginarme al policía de Fareham, un tipo gordo, rechoncho, que
se pasaba la mayor parte del tiempo en las carreras de Newmaret, y el resto
del mismo hablando de sus incidencias y de otras cosas similares, empeñado
en una investigación sobre aquel asunto.
—Ya está —anuncié.
—¿Piensas abrir ahora el cofrecito que has encontrado dentro?
Reflexioné. Mientras lanzaba paladas de tierra al hoyo y luego procuraba
dar a la tumba su aspecto anterior, no había estado pensando en otra cosa.
Hubiera preferido realizar aquella operación completamente a solas. Por otro
lado, Diana llevaba colaborando conmigo un par de horas o más. Estaba
obligado a ofrecerle algo a modo de recompensa, por su discreción y
eficiencia. Ella también lo esperaría. Y, sin embargo, si yo estaba seguro en lo
tocante al contenido del cofrecito… Ahora bien, la posibilidad de enfrentarme
con Diana en aquella etapa del episodio me sobrecogía…
Cogí martillo y cincel.
—Sí. ¿Por qué no?
En un par de minutos, logré que la tapa del cofrecito se separara del resto
de éste por una estrechísima rendija. Al finalizar la operación cayó un
pequeño objeto en la palma de mi mano. Estaba intensamente frío, tanto como
el metal del recipiente, y por tal motivo estuve a punto de soltarlo. Diana
sostenía ahora la linterna. Allí estaba aquello, justamente como había sido
descrito: era una diminuta figura, con una especie de sonrisa en el rostro. No
es que yo sea un entendido en cosas de plata, pero aquella pieza tendría,
seguramente, más de trescientos años de antigüedad.
—¡Qué figurilla más fea! —exclamó Diana—. ¿Qué representa? ¿Crees tú
que se trata de algo de valor? Es de plata, ¿verdad?
Apenas entendí sus palabras. Tenía en las manos la prueba de Underhill.
De haber enseñado a alguien lo que encontrara por la mañana en el bloc de
notas de mi oficina, de habérselo enseñado a Nick o a cualquier otra persona,
antes de iniciar mi expedición nocturna, hubiera podido mostrar al mundo
algo que no era una prueba, sino quizás un caso de percepción extrasensorial,
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tal vez tan sólo una curiosa coincidencia, un argumento interesante, una
rareza. Aquello sólo constituía una prueba para mí, y ni siquiera habría
podido afirmar qué era lo que realmente probaba. De momento, por lo menos,
no. Pero entonces sentí alentar dentro de mí algo así como una esperanza,
algo que jamás había sentido antes.
—¿Qué es esto, Maurice? ¿Un hechizo o algo por el estilo? ¿Qué crees
que es?
—No lo sé. Tengo que averiguarlo. Aguarda un minuto.
Dentro del cofrecito se encontraban las esperadas hojas de papel. Las
saqué y las extendí. También estaban muy frías al tacto, pero no me
importaba el porqué de eso. La letra, las palabras, representaban bastante ya
para mí. Leí mecánicamente…
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aquel preciso instante, la luz de la linterna que sostenía Diana, se tornó
bruscamente más débil. Avanzamos hacia el lugar en que dejáramos el
Volkswagen, casi a la luz de la luna exclusivamente. Más allá de la desierta
carretera, se hallaba El Hombre Verde, sumido en una oscuridad absoluta.
Sólo era perceptible allí el rumor producido por nosotros al caminar. Diana,
una sombra jadeante, tenuemente iluminada —mejilla, hombro y brazo—, se
volvió hacia mí.
—¿Dónde cree Joyce que te encuentras a estas horas? —me preguntó, en
el tono acusatorio habitual en su esposo.
—Si por casualidad se despertó, cosa que nunca le ocurre durante la
noche, habrá pensado que estoy sentado en alguna parte de la casa, leyendo,
bebiendo o cavilando. Pero escucha esto: le hablé de nuestro proyecto y se
mostró absolutamente conforme con el mismo. Podremos llevarlo a la
práctica cuando queramos.
Diana reaccionó ante esta declaración, pero por espacio de unos segundos
no supe cómo. Luego se inclinó hacia un lado, apretándose contra mí,
temblorosa.
—Maurice…
—¿Qué?
—Maurice: ¿tú crees en la posibilidad de que yo sea una persona
terriblemente perversa sin que me haya dado cuenta nunca de ello?
—¡Oh! Lo dudo. En todo caso, no serás peor que yo.
—Es que… nada más decirme eso acerca de Joyce y nosotros, se ha
apoderado de mí un terrible nerviosismo. Han sido unos recuerdos que me
han asaltado de pronto, y no la idea de nuestro proyecto. ¿Tú crees que hay
ahí algo que no se puede decir, algo que es una depravación mía? Me
pregunto si eso tiene algo que ver con lo que hemos estado haciendo…
Yo pensé en mi cansancio físico y en el efecto que podían haberme
producido las píldoras de Jack. Luego comprendí que ninguna de las dos
cosas venían a cuento. El secreto afán de notoriedad de Diana adquiría formas
más interesantes. Un cuarto de hora después nos encontrábamos arrodillados,
uno frente al otro, en una zona poblada de sombras.
—No podemos, realmente…
—No. Tomemos nuestro…
—Sí. De acuerdo.
Otros quince minutos más y empezamos lo de otras veces… Yo
experimentaba la impresión de que allí me hallaba solo. Todo lo más, notaba
al tacto un tejido, una mejilla, un jadeo, un movimiento, una presión… Todo
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parecía quedar a gran distancia de mí. Y, de repente, eso mismo se tornó
inmediato. El cuerpo de Diana se elevó, pareciéndome enorme. Finalmente,
se tornó desmadejado, falto de energía de nuevo.
No eran aquéllos unos momentos adecuados para el reposo. Iba a
apartarme de ella cuando sentí como si mi corazón vibrara largamente, y
Diana lanzó un grito… No era el clásico grito femenino de miedo, sino un
verdadero aullido de terror.
—Alguien nos está observando —dijo—. Fíjate… Por allí, por allí…
Rápidamente, me desentendí de ella, girando en redondo, todavía sobre
una rodilla. La luna brillaba con menos intensidad que antes, pero era
imposible no distinguir en las inmediaciones a cualquier criatura extraña,
cualquier movimiento. No vi nada.
—Estaba…, estaba de pie en medio de la carretera, mirándome. ¡Oh! Era
espantoso. Había fijado la mirada en mí.
Con un esfuerzo, Diana se había sentado. Me arrodillé a su lado,
poniéndole un brazo sobre los hombros.
—Ahí no hay nadie ahora —dije—. Vamos, cálmate.
—Observé algo terrible en él, algo horroroso en su figura. No eran unos
brazos y unas piernas corrientes los suyos. Lo vi solamente durante un
segundo, pero aprecié que era una criatura deformada. No deformada en el
sentido humano. Era un cuerpo raro el suyo, grueso en algunas partes, fino en
otras…
—¿De qué estaba hecho?
—¿De qué estaba hecho? —replicó ella, con renovado temor—. ¿Qué
quieres decir?
—Lo siento. Yo… ¿Qué llevaba encima? ¿Cómo vestía?
—¿Cómo vestía? No pude darme cuenta. Permaneció ahí un momento.
—¿Y su color?
—No es posible distinguir ningún color con esta luz.
Cierto. Pero no importaba. Aquella pregunta había estado de más. Diana
había justificado su asistencia a la reunión de la noche, si bien no en la forma
por mí esperada, distinguiendo lo que yo advirtiera cuando lo vi. Cruzó por
mi cabeza otra idea.
—¿Hizo algún movimiento…?
—No. Ya te lo he dicho. Estuvo plantado ahí, desapareciendo de pronto.
—¿Quieres decir que se desvaneció?
—Pues… No me di cuenta.
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—Tuvo que actuar con mucha rapidez, ya que, nada más gritar tú, miré
hacia la carretera y ya no pude ver nada.
—Sí… Eso supongo. ¿Quién pudo haber sido?
Intenté razonar. O, al menos, comportarme de una manera racional. El
espectro del hombre verde, tal como se suponía que eran los espectros, tal
como, al parecer, acostumbraba a hacer el de Underhill, habíase presentado en
un instante, esfumándose inmediatamente, materializándose, quizá, por
nuestras actividades en la tumba, o por la sustracción de la figura de plata, a la
que estaría asociado de una o de otra forma, aunque ella no fuese su imagen.
De todos modos, si bien quedaba justificada la alarma, no acerté a ver una
razón concreta. Mis instintos confirmaban el pronunciamiento de Lucy: un
mero fantasma no podía infligir un daño directo a nadie; lo más que puede
hacer en realidad es aterrorizar (como los conjurados por Underhill en el caso
de la joven Tyler). Y cualquier terror que no fuese del tipo inspirado por un
pájaro escarlata y verde, del tamaño de una mosca… No. Uno puede soportar
ese terror, o puede evitarlo. Siempre es menos terrible que un demonio vivo,
portátil, infinitamente adaptable, actuando en la mente.
Procuré recuperar el ánimo.
—Lo siento. ¿Quién puede haber sido? Alguno de los jóvenes campesinos
de por aquí, de regreso a su casa, un tanto embriagado. Los hay en este lugar
de todos los tamaños y formas, a escoger. De todos modos, es imposible que
te haya reconocido, así que, ¿por qué preocuparte? Son… ¡Santo Dios! Son
casi las tres. Te llevaré a casa.
Al igual que Amy anteriormente, Diana pasó por todas las fases exteriores
de la aquiescencia… mientras ponía de relieve que mi explicación no la
satisfacía. En el camino de regreso apenas despegó los labios. Dejé el
vehículo un poco apartado de la carretera y la acompañé en dirección a la
casa.
—Te agradezco muchísimo que me hayas hecho compañía esta noche.
—¡Oh! No tiene importancia.
—Respecto a lo de Joyce…, ¿quieres que te telefonee? ¿Cuándo te parece
a ti más oportuno?
—Cuando sea.
—Procuremos que sea pronto. ¿Qué te parece mañana?
—Pero, ¿no son los funerales de tu padre mañana?
—Sí, pero todo habrá terminado hacia el mediodía.
—Maurice… —Ella renunció a hacer la pregunta seudosicológica que yo
había estado esperando oír—. Eso… Lo de ahora. ¿No sería un espectro lo
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que vi, Maurice? Porque se desvaneció.
Para ésta me hallaba preparado a medias.
—Sí. Por ahí discurría yo. Supongamos que haya sido un fantasma,
concedido ya que existen semejantes cosas… Ése es un sitio muy chocante
para que se presente un espectro, ¿no te parece? En el centro de una carretera,
en medio del campo. No sé…
—Cuando dijiste que podía tratarse de un muchacho cualquiera que
volviese a su casa, intentabas tranquilizarme, ¿no?
—Sí. Desde luego.
—¿O es que deseabas tranquilizarte tú mismo?
—También eso es válido.
—Maurice, una de las cosas que me gustan de ti es que eres sincero. —
Diana me besó en una mejilla—. Vete ya. Telefonéame sobre lo de Joyce
cuanto antes.
Diana echó a andar con viveza, doblemente contenta, supuse, al haberme
hecho admitir que también yo pretendía tranquilizarme, y ante la idea —que
no me había confiado, lo cual era extraño— de haber demostrado cierta
superioridad al ver un espectro que a mí se me había escapado. ¿Creía
realmente haberlo visto? ¿Qué pasaría por su cabeza si Jack le contaba que
había alegado yo haber visto duendes? Esto me daba igual. Me encontraba
verdaderamente cansado en aquellos momentos, hasta tal punto que me
tambaleé, como si hubiese sido por efecto de la bebida (lo cual, por una vez,
no era verdad), cuando recorría la distancia que separaba el garaje de la casa.
Engullí dos píldoras más con un buen vaso de whisky, yéndome derecho a
la cama después de haber guardado el cofrecito en la oficina. Necesitaba
dormir la mayor cantidad posible de horas: me esperaban unos funerales y
una orgía e, indudablemente, algo más.
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IV. El joven
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Básicamente, fue ideada por los Victorianos, especialmente los primeros,
como una especie de culpabilidad. Ellos crearon los males de la Revolución
Industrial; ellos pudieron advertir en qué terrible monstruo iba a convertirse el
capitalismo. Entonces pensaron que el único refugio, tras este infierno, era
una nueva vida, alejada del humo, de los malos olores, de los niños que
mueren de hambre. Hoy, desde luego, está ya en la cabeza de todo el mundo
que el capitalismo no va a hacer nada, que la condenada cosa no marcha, y
nos disponemos a cambiar la sociedad para dar a cada uno, aquí en la tierra,
una existencia significativa y orgánica. Bien. Ya podemos guardar la
inmortalidad en el cuarto de trastos viejos, junto con las patillas de filo de
hacha, el señor Gladstone, el Ejército de Salvación y la evolución.
—¿La evolución?
—Sí, claro.
El rector sonrió, enarcando simultáneamente las cejas. Las aletas de su
nariz se dilataron y parpadeó rápidamente.
—¡Oh, bien!… Pero lo que no acabo de comprender del todo es por qué
esos Victorianos suyos consideraban con tanta viveza la idea de una vida
ultraterrena cuando ellos andaban sobrecargados de culpas por lo que habían
hecho en ésta. Hubieran debido pensar que lo más probable era que acabasen
más bien en el infierno…
—¡Ah! Pues esa es la cuestión, querido. Enloquecían ante la perspectiva
del infierno… Iba a ser exactamente igual que sus escuelas públicas, donde
habían vivido las únicas experiencias realmente emocionales que fueron
capaces de experimentar. Flagelaciones, carreras, baños fríos, ejercicios de
remo y prácticas en «slip», y a todas horas un individuo todopoderoso
diciendo a cada momento a todos que no eran nada, que se estaban
corrompiendo. La idea les sacaba de sus casillas, se lo digo yo. No tendrá
usted por coincidencia, ¿verdad?, que ésa fue la gran época del masoquismo,
principalmente en Inglaterra, pero en modo alguno limitada a este país…
—No —repuse—. El hecho de una época del masoquismo no podía ser
una coincidencia.
—Es difícil, ¿eh? Todo eso es absolutamente básico para la psiquis
capitalista: amor al dolor, al castigo y a la miseria en general, todas las
cualidades protestantes. Si usted quisiera ser inteligente sin resultar
demasiado superficial, podría decir que la inmortalidad del alma fue
inventada por el doctor Arnold de Rugby, algo injusto con el viejo amor, pero
en eso estamos.
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—¿Sí? ¿Y no hay mucho acerca del tema en la Biblia? ¿No hay, acaso,
mucho material acerca del dolor y del castigo en la Edad Media? ¿Y no ha
tomado siempre muy en serio la Iglesia Católica la cuestión de la
inmortalidad del alma?
—Consideremos esos puntos en el debido orden. ¿De acuerdo? No hay
virtualmente nada de ello en el Antiguo Testamento, el cual, de los dos, ha de
ser generalmente reconocido como el menos comprometido y sentimental.
Con franqueza, el Jesús de los Evangelios puede tener algo de liberal cuando
no se remonta en los vuelos de la metáfora semítica. Con respecto a la Edad
Media, sus diablos y seres de las pinzas al rojo vivo y demás sólo componían
una representación desplazada de lo que ellos querían que sus enemigos
sufriesen en la tierra. La Iglesia Católica, bien… Un sencillo pastel en el
firmamento, ¿no es lo generalmente admitido? Quiero decir: usted no pensará,
¿verdad?, que sea un simple accidente el hecho de que ellos, invariablemente,
respaldasen regímenes reaccionarios, si no perversos, como los de Portugal,
Irlanda y…
—Sí. Sé a qué países quiere usted referirse. Bien. No sé qué pensar, en
cambio. Pero usted, ciertamente, ha realizado una interesante exposición,
rector.
—Yo quisiera, señor Allington, que la considerara en otro momento, más
favorable que el presente. No es nunca agradable situar las creencias de uno
en su contexto histórico. Lo sé por experiencia, puedo asegurárselo.
—¿Qué diría usted si yo afirmara que poseo pruebas tendentes a
demostrar que un individuo ha sobrevivido realmente a la muerte de una
forma o de otra?
—Yo diría que usted está fuera de… —En el rostro terso del reverendo
Tom, la mirada de petulancia fue sustituida por una expresión de alerta. A lo
largo de los últimos días, yo había sorprendido en rostros por mí muy
conocidos un gesto semejante a aquél—. ¡Oh! Usted está refiriéndose a los
duendes y otras cosas similares, ¿no?
—Sí. Señalaré que un espectro me facilitó una información, muy precisa,
que de otro modo no habría conocido.
—¡Hum! Ya. Pero, sinceramente, yo diría que ésa es una cuestión para su
médico más que para una persona de mi condición. Bueno, ¿dónde para Jack?
No lo veo…
—Ha ido a ver a uno de sus pacientes. Quiere usted decir que yo estoy
loco si me encuentro convencido de que fue eso realmente lo que pasó, ¿eh?
—No. Hay estados de conciencia anormales. Por definición…
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—Por definición, la gente no sobrevive a la muerte. Desde luego.
—Oiga: ¿podría servirme otra bebida? He de procurar que ésta no se me
suba a la cabeza, ya que esta noche he de asistir a una interesante «barbecue»,
en los jardines de Newnham, pero creo que un trago más no me irá mal.
—¿Qué está usted bebiendo?
—Bacardi y Pemod.
A juzgar por la entonación, a aquellas tres palabras hubiera podido
agregarse otra, como coletilla: «estúpido».
—¿Con algo?
—No le entiendo.
—¿Con jugo de tomate, coca-cola o…?
—¡Santo Dios! No. Con hielo, solamente.
Di la orden a Fred, quien cerró los ojos un momento antes de disponerse a
cumplimentarla. Por una vez, muy merecidamente, estaba descansando. La
casa había sido cerrada hasta la noche. El grupo presente se hallaba
compuesto por Diana, David, tres o cuatro vecinos y los miembros de mi
familia, más el rector, quien ahora había fijado los ojos en su vaso, al que
daba vueltas entre las manos furiosamente antes de arriesgarse a tomar un
sorbo.
—¿Le parece bien?
—Naturalmente. Usted acaba de hablar del propósito de Dios —me dijo el
hombre, demostrando cierta facilidad para recordar que a mí me disgustaba
reconocerle—. Es un punto interesante, a su modo. Voy a decirle que se han
inventado más fantasías acerca de ese propósito que acerca de cualquier otro
sector de la fe, excepto por lo que toca al martirio, desde luego, que es más
estruendosamente sexual. El propósito de Dios… ¡Hum! Yo no me siento más
calificado que cualquier otro hombre para decirle qué es, o incluso si existe. A
eso, mucha gente joven de la Iglesia de hoy le pondría un gigantesco signo de
interrogación. La tendencia, indudablemente, es la de rechazar a un Dios
comprometido, como ha sucedido con la idea de la inmortalidad del alma,
pero con un retraso de veinte o, quizá, veinticinco años. Ahora, si me lo
permite, he de cambiar unas frases con esas dos sorprendentes muñecas que
se encuentran ahí. Ha sido todo muy…
—Le acompañaré.
Por casualidad (probablemente), Joyce y Diana se habían puesto unos
vestidos virtualmente idénticos para el funeral: una falda negra, una blusa
blanca broderie anglaise, medias de malla negras, negros sombreros de paja.
La ropa hacíalas parecer dos hermanas, dos gemelas, mejor dicho. Mientras el
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rector desmantelaba la Cristiandad en mi honor, o quizá por su gusto, yo
había estado observándolas mientras charlaban, sentadas, preguntándome si
alguna de las dos habría sacado a colación el tema de la orgía. Pensé entonces
que se me había olvidado decir a Liana lo que yo refiriera a Joyce: que la idea
había sido suya primeramente. Pero no había hecho más que ponerme en
movimiento hacia ellas, con el rector sombríamente encorvado a mi lado,
cuando me di cuenta de que todo marchaba bien. Sus hombros y rodillas se
hallaban en contacto; estaban ligeramente sonrosadas. Y cada una me
obsequió con una mirada de complicidad con su respectivo estilo. La de Joyce
fue directa y seria; en la de Diana observé un posible sobresalto y un leve
indicio de vergüenza.
—El señor Sonnenschein ha estado hablándome del propósito de Dios —
declaré.
El rector hizo un movimiento de cadera y hombro, al tiempo que decía,
deprecativo:
—Bueno; ustedes ya pueden imaginárselo. Se trata de un tema que
forzosamente ha de plantearse de vez en cuando, dadas mis actividades.
—¿Cuál es el propósito de Dios? —inquirió Joyce, recurriendo al tono de
voz pleno de interés, cordial, razonable, que yo había aprendido a catalogar
como un aviso.
—Bueno; supongo que debiera empezar a contestar señalando cuál no es.
Por ejemplo: no es nada que tenga que ver con lo de andar preocupado uno
con el estado de su alma, o la resurrección del cuerpo, o la comunidad de los
santos, o el pecado y el arrepentimiento, o lo de cumplir con su deber en el
estado en que ha preferido vivir…
Yo había esperado oír una lista exhaustiva de cosas que no constituían el
propósito de Dios. Joyce, sin embargo, le interrumpió.
—Pero, ¿cuál es Su propósito?
—Yo diría, yo me atrevería a decir, que… Dios quiere que luchemos
contra la injusticia y la opresión, dondequiera que se presenten, lo mismo si se
dan en Grecia que en Rodesia, en América que en el Ulster…
—Pero todo eso es política. ¿Qué me dice acerca de la religión?
—Para mí, todo eso es… religión, en el más verdadero de los sentidos.
Desde luego, es posible que ande equivocado en mis apreciaciones. No es
cosa mía decir a la gente lo que ha de pensar, lo que debe…
—Usted, no obstante, es un sacerdote —arguyó Joyce, en el mismo tono
de antes—. A usted le pagan para que diga a la gente qué es lo que ha de
pensar.
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—Lo siento. En mi opinión, eso ya está pasado de moda…
—Señor Sonnenschein… —medió Diana.
El rector dejó transcurrir unos segundos antes de contestar:
—La escucho, señora Maybury.
—Señor Sonnenschein…, ¿a usted le importaría que le hiciese una
pregunta más bien impertinente?
—No. Por supuesto que no. Es…
—Usted es un sacerdote… ¿A qué viene lo de declarar que le tienen sin
cuidado cosas como el deber, las almas de las personas y el pecado? ¿No son
ésas exactamente las cosas de las cuales han de cuidar los sacerdotes?
—Bien. Es cierto que lo tradicional…
—Quiero decir que, desde luego, reconozco que lo de Grecia y los demás
países, citados o no, es totalmente desagradable. Ahora bien, todo el mundo
sabe eso ya. Usted no debe ofenderse… No, no se ofenda, por favor; pero
somos muchas las personas que sostenemos que no es correcto que los
hombres como usted se presenten como… Bueno…
—… como uno de esos individuos de la televisión que pronuncian
conferencias sobre los problemas de hoy, sobre la libertad y la democracia —
remató Joyce, más razonable que nunca.
—Para eso no le necesitamos a usted, ¿comprende?, señor
Sonnenschein…
—Sí, señora Maybury.
—Señor Sonnenschein, ¿no cree usted, quizá, que cuando todo el mundo
se siente tan tremendamente por delante de todo, dándoselas de conocerlo
todo, es un poco su misión mostrarse duro y lleno, saturado del fuego del
infierno, de pecados y condenaciones, para arremeter contra la Sente, en lugar
de…? ¿Me comprende?
—Que a usted no le importen nada las cosas a que ha aludido es un asunto
muy del agrado de la mayoría —subrayó Joyce.
Levantó su copa de jerez, mirándome por encima del borde de la misma.
—Pero uno ha de decir la verdad tal como la ve, ¿no es así? De otro
modo, uno…
—¿Es así como piensa usted en realidad? ¿No cree que es precisamente la
cosa más peligrosa de cuantas pueden ser hechas?
—Usted solamente puede pensar que la conoce —remató ahora Joyce.
—Sí. Bueno. Tengo que irme. He de ver al alcalde —contestó el hombre
de Dios, de pronto, rápidamente, muy decidido.
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Me volví hacia las dos jóvenes. Nunca las había visto conducirse con tanta
seriedad.
—Bien. Ésta ha sido una maravillosa exhibición, sin errores. Me gustaría
haber sido yo quien dijera todo lo que se ha hablado aquí. ¿Me aceptáis algo
de beber?
Mientras yo pronunciaba estas palabras, Joyce y Diana se miraron.
Después fijaron sus ojos en mí sin demasiado entusiasmo. Diana, con los ojos
muy abiertos en aquellos momentos, se inclinó hacia delante.
—Maurice, ¿por qué te empeñaste en traerte hacia acá a esa especie de
esponja con cuello blanco?
—No me lo traje yo. Insistió en acercarse a vosotras. Deseaba charlar con
las dos, y yo pensé que sería menos difícil…
—¿No pudiste habérselo impedido? —inquirió Joyce.
—Supongo que habría podido hacerlo. Y lo hubiera hecho, de haber
sabido que la cuestión era tan importante.
—Ya habrás visto, Maurice, que nosotras estábamos charlando.
—Lo siento. Y, de todas maneras, tratándose de tener una conversación…
—¿Quieres referirte al proyecto de acostamos los tres juntos? —inquirió
Joyce, sin disminuir mucho el volumen de voz, refiriéndose a su vez a aquel
asunto como si el mismo se nos hubiese hecho totalmente familiar, resultando
carente por completo de estímulos.
—Ssss… Sí. Bien. ¿Qué habéis…?
—Nosotras estimamos que las cuatro de la tarde sería un buen momento
—manifestó Diana.
—Espléndido. Podríamos…
—¿Dónde nos reuniríamos? —preguntó Joyce.
—Creo que podríamos utilizar la habitación número ocho en el anexo.
Estará libre hasta el lunes. Pondré a David al corriente de todo, y él hará lo
posible para que nadie nos moleste.
—¿Qué vas a decirle?
—Eso es cosa mía.
Y a David se lo dije, en efecto, como cuando en ciertas ocasiones
anteriores me había empeñado en obsequiar a una dama dentro de mi casa. No
le pedí, en cambio, a diferencia de lo que hiciera en tales ocasiones, que
dejara en el cuarto una botella de champaña, vasos y un cubo de sobremesa
con hielo. La omisión no se debía al deseo de ahorrarme un gasto, sino a mi
escasa eficacia a la hora de especificar el número de vasos requerido. Este
breve intercambio verbal se produjo después de una sosa comida en el salón
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principal. El rector se hallaba presente, ya recobrado de la zurra que le
propinaran las jóvenes, muy parlanchín, intentando pegar la hebra con Nick
(según éste me explicó más tarde), y saliendo de allí, por fin, bebido, tras
haber dado buena cuenta de tres vasos de mi Taylor 1955. Le deseé una fuerte
indisposición, para que no pudiera asistir a la «barbecue» en el jardín de
Newnham. Cuando se hubo marchado, corrí a la oficina, donde me encerré
con llave, descolgué el teléfono e intenté pensar en mi padre.
Todo quedó reducido a un simple intento. Había sido muy difícil
relacionar todas las ceremonias con algo referente a su persona. También
podía ser que yo estuviese demasiado pendiente de las cuatro de la tarde (si
bien mi disposición de ánimo no era la más idónea para eso), o Porque cueste
siempre tanto trabajo imaginarse muertos a los que recientemente hemos visto
vivos, o porque toda esta historia tuviera algo que ver con las píldoras de
Jack. Frías y nada significativas frases flotaban en mi cerebro: había muerto
sin sufrir, me había dado la vida, había llegado a una buena edad, descansaba
en paz, había hecho cuanto pudo por mí, había visto a su hijo y a su nieto
perfectamente situados en la vida, debía de haber sabido que aquello tenía que
llegar (como si tal cosa supusiese un consuelo). Y se había ido a un lugar
mejor; estaba muerto físicamente, pero sobrevivía su espíritu… No era fácil
añadir nuevas cosas a esto; no era fácil siquiera intentar el hallazgo. Al menos
de momento. Todo parecía indicar que aquel estúpido rector, por muy
diversas razones, imaginablemente erróneas, había estado en lo cierto. Y, sin
embargo, yo había sido sincero al hablarle de la evidencia del sobrevivir en el
caso de Underhill. Un diferente caso, pues; un caso lejano, referente a un
hombre que ya no lo era, en absoluto, y sí solamente un nombre y palabras y
huesos, y, quizá, no, ciertamente, una aparición. La inmortalidad se me
antojaba algo demasiado exótico o excesivamente crudo para encajar en
alguien a quien uno había conocido durante tantos años con sus carnes.
Existía la posibilidad de trabajar sobre esto desde el otro extremo, por decirlo
de alguna manera: intentar hacer a Underhill más real para mí mismo, más
una persona, más una presencia, aunque fuese remota, de la misma forma que
lo era mi padre.
Abrí uno de los cajones del escritorio cerrado con llave. De debajo de un
montón de documentos bancarios y facturas saqué el cofrecito que contenía la
figura de plata y el manuscrito. Me había sentido demasiado cansado la noche
anterior para ponerme a examinar aquellas cosas. Y luego había estado
excesivamente ocupado, y hasta desganado, para concentrar mi atención en
ellas. Ahora, en cambio, sentía cierta ansiedad por verlas.
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Me llevé la figurita a la ventana, dándole vueltas entre las manos, bajo el
deslumbrante sol. A excepción de las partes del cuello e ingle, no se advertía
ninguna corrosión, pero se veían, eso sí, porciones alisadas, como desgastadas
por el roce. El tronco y las extremidades eran tosca mente cilíndricos, con
leves esbozos de cintura, codos o rodillas, y la mano superviviente, aunque
desproporcionadamente grande, no presentaba nudillos ni falanges. De la
misma forma, la cabeza no disminuía apreciablemente hacia la barbilla; la
parte superior del cráneo era casi plana; los rasgos faciales estaban solamente
insinuados; en la boca, cuyos labios, desplegados, esbozaban una amplia
sonrisa, se veían como una docena de dientes de tamaño aproximadamente
idénticos unos a otros, los cuales habían sido tratados con cierto cuidado. Yo
estaba seguro de que aquel objeto no procedía de ninguna parte de la Europa
occidental; no había tampoco por qué pensar en el Este. Provenía, quizá, de
África, aunque tampoco me inclinaba decididamente por esta suposición, a la
vista de las fechas en el caso Underhill. Tenía que pensar en el Nuevo Mundo,
en las culturas pre-colombinas… Sí. Yo había visto aquella expresión de
gozosa ferocidad en las caras de las esculturas aztecas. Había habido tiempo
de sobra —un siglo y medio, en efecto— para que tal objeto pudiera recorrer
la distancia que separaba el conquistado México de la Inglaterra de la época
de Underhill. Resultaba difícil, con todo, imaginar una ruta plausible; cabía
basar las conjeturas en el apresamiento de un buque español cargado de
tesoros. Pero, independientemente de su procedencia, y cualquiera que fuese
el camino seguido hasta llegar a Fareham, persistía el hecho de tratarse de uno
de los más desagradables trabajos salidos de las manos del hombre, como
había podido apreciar al estudiar la figurita muy de cerca. Era ésta también
desagradable al tacto, pareciéndome tan fría o húmeda como cuando la
encontrara, unas doce horas antes. El contacto de mis dedos, que ya duraba
algunos minutos, no le había aportado ningún calor; indudablemente, eso era
consecuencia de alguna impureza del metal. En resumen, me parecía
adecuado que Underhill hubiese decidido escoger aquella estatuilla para que
le acompañase en su tumba, con la idea de que sirviese de prueba de su
supervivencia.
Puse la figurita sobre la mesa y cogí el diario, que, según aprecié a
primera vista, estaba confeccionado con el mismo tipo de papel que el libro
de notas que yo inspeccionara en la Hobson Room, en All Saints. Quizás
hubiese estado protegido, inicialmente, por las mismas cubiertas. La escritura,
en aquellas hojas, había perdido intensidad visiblemente; la tinta tenía un
color castaño muy desvaído. Pero se podía leer. Tratábase de unas cuantas
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hojas, catorce o quince en total; las doce primeras sólo contenían vagos
requerimientos dirigidos al desenterrador del manuscrito, cosas semejantes a
ésta:
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Había allí únicamente unas instrucciones que no resultarían difíciles de
acatar. Pero se trataba, evidentemente, de lo más importante. Nada vacilante,
sin razonar y con repugnancia, cogí la figura y la coloqué en el bolsillo
izquierdo de mi chaqueta, cuyo bulto se notaba ostensiblemente. Ya estaba.
¿Y ahora, qué? Disponiéndome a reunir los papeles, di la vuelta a la última
hoja, colocándola encima de las otras, observando al proceder así que
contenía un par de líneas escritas. La letra era firme, trazada sin
apresuramiento, como en las primeras páginas. Leí lo siguiente:
Lo que hizo que me quedara con la vista fija, que me pusiera en pie y
empezara a temblar no fue el contenido de este mensaje, sino la calidad de la
tinta: azul-negra o negra, nada desvaída, en absoluto, como si hubiese entrado
en contacto con el papel aquel mismo día. Pero, ¿cómo podía ser eso?
Un poderoso pero (de nuevo) irrazonable sentido de apremio se apoderó
de mí. Tenía que localizar a Lucy inmediatamente. Le había oído decir que se
disponía a pasar la tarde… ¿cómo? ¿Dónde? Sí… Leyendo, tomando el sol,
en el jardín. Cogí aquel papel y salí corriendo de la oficina, crucé el vestíbulo,
rae planté en la entrada de la casa, desde donde me trasladé a la esquina
sureste del edificio. Lucy, acompañada de Nick, se hallaba sentada en una de
las sillas de la terraza, sobre el césped. Casi resbalando torpemente sobre éste,
siempre con la figurita golpeando mi cadera, me aproximé a la joven a toda
prisa.
—Mira esto, Lucy. La tinta.
—¿Qué pasa?
—Fíjate en el color de la tinta. Es reciente, está fresca. ¿No es cierto?
—No veo…
—No, no, por el otro lado, por éste. Es tinta fresca, ¿verdad?
Ella vaciló, diciendo finalmente:
—A mí no me lo parece.
Me alargó seguidamente el papel.
Desde luego, tenía razón. La escritura, por ambos lados, era de un tono
castaño desvaído. Un apresuramiento mínimo, evidentemente, no habría
alterado las cosas. Unos minutos atrás, sin embargo… Observé que Lucy
vestía un traje de baño azul marino, que se había bajado los tirantes, liberando
de ellos sus hombros, que tenía un libro de brillantes pastas sobre las piernas,
y que daba la impresión de hallarse deslumbrada por los rayos solares. Nick
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cogió el papel de mis manos y lo examinó. Seguidamente empezó a leerlo.
Llevaba un simple «slip» y unas sencillas sandalias.
—Tienes razón —dije—. Bien considerado, no acierto a explicarme qué
fue lo que me hizo… Debió de ser la luz. En la oficina no es muy buena… La
luz. A menos que tengas la luz encendida…
—¿A qué viene todo esto? —me preguntó Nick.
—Bueno… Este papel forma parte de una carta o algo similar, supongo.
Me lo encontré.
—¿Dónde?
—¡Oh! Estaba ordenando un viejo armario y lo localicé debajo de un
montón de las más diversas cosas.
—Entonces, ¿cómo iba a ser la escritura reciente, papá?
—No lo sé. A mí me pareció simplemente que lo era.
—¿Qué significa eso del amigo de plata y lo del descubrimiento?
—No lo sé. No tengo la menor idea.
—Bien. ¿Por qué todo ese nerviosismo? Estabas…
—No tiene importancia.
Un coche que yo conocía estaba enfilando la entrada de la finca. Era un
Mini-Cooper verde, perteneciente a los Maybury. Por un momento pensé que
tendría que enfrentarme otra vez con Jack, con sus píldoras y con sus
consejos. Finalmente, descubrí a Diana detrás del volante. Recordé…
—Es igual, Nick —dije, recuperando el papel—. Siento haberos
molestado. No os acordéis más de esto.
Regresé a la casa y junté del todo los papeles, que, en mi impaciencia,
estuvieron a punto de caérseme de las manos. Volví a encerrarlos bajo llave.
En el momento en que yo abandonaba la oficina, Diana llegaba a la entrada
principal y Joyce alcanzaba el vestíbulo desde las escaleras. Las dos se habían
cambiado de ropa después del mediodía… Diana llevaba una camisa gruesa,
oscura, y unos pantalones verdes; Joyce lucía un breve vestido de color rojo,
confeccionado con un tejido brillante. Ambas se habían acicalado, se habían
puesto pendientes y collares, igual que si se dispusieran a asistir a una fiesta.
Con precisión que ningún ensayo habría podido mejorar, los tres convergimos
en un punto determinado. Ni Joyce ni Diana hicieron movimiento alguno para
intercambiar un beso, una rara omisión en aquellas circunstancias. Joyce
parecía hallarse tan tranquila como siempre, si no más. Diana estaba nerviosa.
Sus ojos, muy abiertos, parpadeaban mucho. Se produjo un breve silencio.
—Bien —dije—. Nada hacemos aquí, ¿no os parece? En marcha. Yo iré
delante.
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Eché a andar. Cruzamos el patio contiguo, iluminado por el sol,
encaminándonos al anexo. Subimos unas escaleras y nos deslizamos por un
pasillo. La habitación número 8 quedaba al final del mismo. Abrí la puerta,
que cerré con llave, una vez estuvimos los tres dentro. La cama estaba hecha.
No existiendo allí ningún objeto personal, la estancia mostraba su condición
de pública. Me acordé de haber dormido allí una tarde, durante el verano
anterior, experimentando la impresión al despertar de que me hallaba en un
dormitorio modelo de cualquier almacén. Corrí las cortinas. Afuera lucía el
sol; las copas de los árboles aparecían completamente inmóviles. Todo
parecía haberse paralizado. Me sentía tan excitado como agradecido.
Costábame trabajo creer que no hubiese surgido nada que nos impidiese llegar
tan lejos.
Ellas se miraron. Luego fijaron sus ojos en mí, del mismo modo que lo
habían hecho en el bar, antes de la comida; un preámbulo para acusarme de
haber interrumpido su conversación. Las obsequié con una sonrisa mientras,
mentalmente, seleccionaba diversos preliminares.
—¿Qué es lo que deseas que hagamos nosotras? —inquirió Diana con un
dejo de impaciencia.
—Para empezar, desnudémonos —repuse.
Un hombre puede ser siempre vencido por una mujer a la hora de alcanzar
el estado de desnudez, y allí, evidentemente, había dos mujeres dispuestas a
demostrarlo. A pesar de sus pendientes y collares, Joyce y Diana se
encontraban desnudas y abrazándose junto al lecho cuando yo me afanaba
todavía con mi segundo zapato. En el momento de reunirme con ellas, ya
estaban tendidas en la cama, una al lado de la otra, tras apartar las ropas, más
estrechamente abrazadas que antes. Me situé detrás de Diana, empezando por
besarla en los hombros, en la oreja a mi alcance, en la nuca, lo cual no pareció
importar nada a nadie. Encontré dificultades al intentar deslizar mi brazo por
debajo del suyo, a causa de la proximidad del de Joyce; no pude llegar a tocar
el seno de Diana más que la parte exterior, por culpa de Joyce, oprimida
contra aquél. Al esbozar el mismo avance a un nivel más bajo, tropecé con la
parte superior de un muslo de Joyce. Tras ello, intenté alterar las posiciones
de las dos, con vistas a una de las tríadas amorosas a que Joyce aludiera la
noche anterior con toda naturalidad. Eso implicaba un desplazamiento de su
muslo, que, sin embargo, siguió donde estaba. Situarme con ventajas a la
espalda de Diana era algo que ni siquiera valía la pena intentar, ya que su
muslo quedaba entre los de mi esposa. Nunca es fácil mover un cuerpo de un
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lado para otro, a menos que haya un poco de colaboración, y allí era esto
precisamente lo que faltaba.
¿Qué estaban haciendo las dos? Se besaban repetidamente, sin cesar,
oprimiéndose una contra otra, respirando profundamente, pero sin gran
aceleración. ¿Y qué más? Desde donde me encontraba, poco era lo que podía
ver. Descubrí las manos de Joyce, una de ellas en la nuca de Diana, otra en la
parte inferior de la espalda. Sus abrazos habían sido tan estrechos desde el
principio que no podían acariciarse normalmente. Para eso habrían tenido que
apartarse un poco, lo cual habría supuesto una oportunidad para mí. Dudé de
que se hubiesen detenido a considerar aquel extremo. Me dije que no pensaba
renunciar, y repetí mi pensamiento en voz alta, en unión de otras cosas más.
Luego, procurando contenerme, di la vuelta al lecho para acomodarme detrás
de Joyce. Nada en absoluto gané con ello.
Así estábamos, pues. Me incorporé, mirándolas. Las dos seguían igual que
unos minutos antes, sin aceleraciones ni detenciones, como si no hubiesen
proyectado nada más, ni siquiera una variante de lo ya probado. ¡Qué bien
puedo evocar aquella sensación! Justamente entonces, el almendrado ojo de
Diana se abrió, paseando una mirada por las corridas cortinas, dispensándome
la misma atención que a éstas, tras lo cual se cerró. El espectáculo de dos
mujeres haciéndose el amor puede ser muy excitante, pero permítase me decir
que cuando ellas se encuentran mutuamente absortas (como les pasaba a
Joyce y a Diana), el efecto producido es de signo contrario: sedante. La
verdad es que en aquellos instantes me sentí más sereno que a lo largo de
cualquiera de los días anteriores. Les lancé un beso; rechazando la idea de
besarlas, por turno, en los hombros o en cualquier otra parte (para ahorrarme
molestias que también pasarían inadvertidas), cogí mis ropas y me trasladé al
cuarto de baño.
Cuando emergí de éste, ya vestido, vi que Joyce sostenía la cabeza de
Diana contra su pecho. Pero todo lo demás seguía igual. Hallé el rótulo de no
molesten colgado de un tirador y lo puse por la parte de fuera.
De regreso al edificio principal, no vi a nadie. Entré en la oficina y estuve
allí un rato, incapaz de recordar lo que deseaba hacer. Luego subí las
escaleras, dirigiéndome al comedor, donde me entretuve leyendo los títulos de
los libros, preguntándome qué diablos me había llevado a comprar cada uno
de ellos. La poesía, cualquier poesía, se me antojaba tan excitante y
significativa como un crucigrama resuelto. Los libros sobre arquitectura o
escultura, voluminosos o pequeños, se ocupaban en definitiva de trastos
viejos. No podía imaginarme pensando de otra manera en lo tocante a tales
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cuestiones. Revisé mis ejemplares escultóricos. Decididamente, me desharía
de ellos a la mañana siguiente.
La casa estaba en silencio. Solamente se oía el metálico parloteo del
televisor de Amy: noticias acerca de los deportes más populares; luego les
llegaría el turno a los monstruos del espacio; a éstos seguirían los aullidos de
los ídolos «pop» y los gritos histéricos de sus «fans». Las cortinas habían sido
descorridas; la luz del sol parecía inusitadamente dura. Desde una de las
ventanas laterales divisé un tractor, cuyo ruido también oí, el cual remolcaba
un objeto rojo y verde. Procedía del punto en que quedaba la población, y
avanzaba en medio de una gran nube de polvo, a la que se mezclaba un poco
de humo. Después quedó fuera de mi campo de visión. El ruido de su motor
fue decreciendo progresivamente. Indudablemente, el conductor se proponía
detenerse junto a mi casa, para revisar el motor del vehículo produciendo más
ruido y más humo. Pero algo raro estaba sucediéndole simultáneamente a la
voz de la televisión, al otro lado del pasillo: decaía más y más rítmicamente.
Esto es algo que puede ocurrir con un tocadiscos cuando se interrumpe el
paso de la corriente, o con un magnetófono. No creo que pueda darse en un
receptor de televisión. Me mantuve inmóvil, atento a los latidos de mi
corazón, mientras el tractor y la voz, perfectamente sincronizados, perdían
paulatinamente intensidad, hasta llegarse al silencio total. Me acerqué
lentamente a la ventana de la fachada.
El tractor y su remolque habíanse detenido justamente donde yo me había
figurado. Estaban casi inmediatamente delante de mí. El conductor, sin
embargo, no se había apeado; tampoco había hecho ningún otro movimiento
significativo. Tenía una mano sobre el volante y con la otra, con un pañuelo,
se secaba la sudorosa frente… Bueno, se había detenido en tal acción. A su
alrededor, alrededor de los vehículos, flotaban pequeñas nubes de polvo y
humo, con diminutas motas aisladas que brillaban insistentemente bajo los
rayos del sol. Me trasladé a la ventana lateral. Abajo, a la izquierda, a
cuarenta o cincuenta metros de distancia del edificio, un par de figuras de cera
proyectaban sus sombras; la figura sentada había extendido un brazo en
dirección a algo, probablemente una taza de té, que la otra, de pie, le estaba
ofreciendo. Eran Lucy y Nick. Esta vez, la vista, desde ambas ventanas, tenía
las cualidades precisas de una buenísima fotografía: estatismo, pero,
asimismo, movimiento en potencia. En esta ocasión, las cosas iban a discurrir
de otra forma, porque no pensaba seguir allí, observando lo que había
pensado ver en un principio.
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Me lancé apresuradamente sobre la puerta, que abrí. Iba a echar a andar
por el pasillo, cuando algo me obligó a detenerme bruscamente: un subliminal
sonido-efecto o aire-movimiento. Adelanté una mano y las yemas de mis
dedos entraron en contacto con una invisible barrera, dura y totalmente lisa,
como una placa de vidrio, pero sin el menor indicio de reflexión. Ocupaba el
marco de la puerta. No supe qué hacer y giré hacia un lado. Entonces vi que
alguien se hallaba sentado en el sillón más alejado de la chimenea. Esta
persona, un joven de sedosos cabellos rubios y pálida faz, no podía (desde
luego) haber entrado en la habitación sin que yo lo advirtiera.
—Muy bien —dijo el joven cordialmente—. Son muchas las personas —
añadió con una leve sonrisa— que se hubieran precipitado sobre eso. Ha
quedado demostrado que usted se halla en posesión de buenos reflejos. Ahora,
si se aviene a tomar asiento ahí, podríamos charlar unos minutos. Nada
demasiado serio, se lo aseguro.
Al principio, yo había dejado que se escapara de mi garganta un femenil
grito de alarma. El susto era auténtico, pero pasó inmediatamente, siendo
reemplazado polla sensación intensificada que experimentara la mañana
anterior antes de ponerme en camino para Cambridge: nerviosa energía, con
nerviosismo, pero sin nervios. Tal vez habría sido mi visitante quien
provocara en mí ese estado. Me adelanté, ocupando el sillón de enfrente. El
joven aparentaba unos veintiocho años de edad. Tenía un rostro cuadrado, de
expresión burlona, completamente rasurado. Pestañas y cejas claras; buena
dentadura. Vestía un traje oscuro de corte convencional, una camisa entre gris
y plata, y corbata de seda negra de punto. Negros eran los zapatos,
relucientes, por cuya parte superior asomaban unos calcetines grises. Su habla
era fluida, sin la menor afectación. Daba la impresión de ser un individuo
próspero, seguro de sí, en buena forma física a pesar de su palidez.
—¿Es usted el mensajero de alguien? —inquirí.
—No. Decidí venir…, ¡hum!…, en persona.
—Ya. ¿Me permite que le ofrezca algo de beber?
—Sí, gracias. Soy totalmente corpóreo. Iba a prevenirle contra el error de
suponer que yo he salido de su mente, pero usted me ha evitado esa molestia.
Si me es posible, haré los honores, en su compañía, a un whisky corto.
Saqué los vasos.
—Supongo que no he podido entrar en el pasillo porque todo movimiento
molecular fuera de esta habitación se ha detenido.
—Exacto. Aquí dentro no estamos sujetos al tiempo ordinario. Esto nos
pone a cubierto de toda posible interrupción.
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—E, igualmente, afuera, toda radiación ha cesado, ¿no?
—Desde luego. Usted tiene que haber notado un detalle particular acerca
del sonido.
—Sí, naturalmente. Pero, entonces, ¿por qué no ha pasado lo mismo con
la luz? Y aquí dentro también, si a eso vamos… Si todas las longitudes de
onda se hallan afectadas, no sé por qué llegan a nosotros los rayos solares. Es
algo equivalente al sonido. Todo estaría a oscuras.
—Excelente, Maurice. —El joven se echó a reír. Era la suya una risa
tranquila, jovial, pero a mí me pareció notar en la misma algo vejatorio—.
¿Usted sabe que es, casi, el primer no-científico que descubre eso? Se me
había olvidado que es usted un hombre instruido. Bien. Creo que todo tendrá
mejor aspecto si lo dispongo así.
—Es probable que esté en lo cierto —repuse, empezando a verter un poco
de agua en mi whisky—. ¿Es esto un «test» de algún tipo?
Le alargué su vaso.
—Gracias… No, no se trata de un «test». ¿Cómo iba a serlo? ¿Qué supone
usted que le sucedería si pasara con éxito un «test» ideado por mí para usted?
¿Y si fracasara? Usted, mejor que nadie, sabe que no trabajo de esa forma.
La mano que me había tendido para coger el vaso, y la muñeca y la parte
baja del antebrazo que desaparecía en el puño de la camisa gris plateada, no
eran completas, en absoluto, de suerte que los dedos tintinearon contra el
cristal, y al mismo tiempo capté un rastro del peor olor del mundo, que no
había percibido desde el día en que, en el curso del año 1944, acompañé a un
grupo de Franceses Libres por Falaise Gap. Desapareció en un momento, y
dedos, mano y todo lo demás fueron a parar a donde habían estado antes.
—Eso fue innecesario —declaré, sentándome de nuevo.
—No lo crea, amigo. Pongamos las cosas en su punto, como deben estar,
entre nosotros. Ésta no es una visita de carácter social, ¿sabe? A su salud.
Yo no bebí.
—¿Qué es, entonces?
—Algo más, desde luego. De todos modos, a mí me gusta hacer estos
viajes a menudo, como usted sabe perfectamente.
—¿No quiere perder contactos?
—No bromee usted, Maurice —dijo el joven, sin alterar su sonrisa—.
Usted sabe que yo conozco todo lo que los demás piensan.
—Así pues, usted no ha venido porque se sienta particularmente
interesado por mí. En todos los aspectos. ¿Está de acuerdo?
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—He pensado únicamente en el que me demostró hace un momento —
repuse, tomando un sorbo de whisky.
—Me erigiré en juez de eso. Le guste a usted o no, se halle impuesto de
ello o no, interesarse por uno significa interesarse por todos. En realidad, se
encuentra usted en una situación muy común.
—Entonces, ¿por qué me eligió? ¿Qué es lo que hice?
—¿Qué es lo que hizo? —El joven se echó a reír, al parecer, de buena
gana—. Usted es un ser humano, ¿no? Ha nacido en este mundo y todo lo
demás. ¿Y qué es lo que hay de terrible en que yo venga a verle así? Hay que
arrojar las graves preocupaciones por la borda, ya lo sabe. No. Yo le elegí,
como ha dicho, con poca gracia; yo le elegí, en parte, porque es usted… —El
joven guardó silencio, haciendo girar el hielo en su vaso. Luego prosiguió
hablando, con el tono de quien inicia una nueva frase, como era costumbre en
él—: «Un buen seguro a todo riesgo».
—Un bebedor que ve visiones, que está medio loco… Pues sí.
—Y no una persona a quien cualquiera, plenamente sensible o sensato,
tomaría por un santo, un místico o cualquier cosa por el estilo. Eso es…
Tengo que ser cuidadoso, ¿comprende?
—¿Tiene que ser cuidadoso? Usted es quien elabora las reglas del juego,
¿no? Puede hacer lo que le parezca.
—¡Oh! Usted no lo entiende, mi querido amigo. Era de esperar.
Precisamente por el hecho de elaborar yo las reglas del juego, no puedo hacer
lo que me plazca. Pero dejemos eso a un lado de momento. Quiero hablar
durante unos instantes, si me es posible, acerca de ese individuo, de
Underhill. Las cosas se han salido un tanto de cauce aquí. Deseo que tenga
cuidado con él, Maurice; que tenga mucho cuidado…
—¿Que me aparte de él, quiere usted decir?
—No, ciertamente —repuso mi interlocutor con cierto énfasis, muy
formal, al parecer—. Todo lo contrario. El viejo Underhill es un hombre
peligroso. Bueno, de un modo suave. Una amenaza menor para la seguridad.
Si se dejan todas las cosas en sus manos, resultará mucho más difícil
mantener la impresión general de que la vida humana termina con la tumba.
Una regla básica mía dice que yo tengo que mantener esa impresión. Casi tan
básica como la que habla de que todo ha de aparecer como si sucediese por
casualidad.
—Estoy de acuerdo; pero debe usted admitir que esa noción acerca de la
tumba es relativamente reciente.
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—Tonterías. Usted solamente sabe lo que la gente ha dicho que cree. No
ha habido nunca ninguna dificultad real en ese sentido. Ahora, yo quiero que
usted se resista ante Underhill…
—¿Cómo?
—No puedo decírselo. Lo siento, pero tendré que dejar eso en sus manos.
Espero que comprenda.
—Usted lo sabe, seguramente. Usted sabe si yo podré lograr o no tal
propósito.
El joven suspiró, tragando saliva ruidosamente. Luego se alisó los
cabellos.
—No, no lo sé. Quisiera saberlo. La gente cree que yo tengo un
conocimiento previo de las cosas; en cierto modo, un pensamiento útil para
los demás. Pero la idea carece de sentido, a menos que usted actúe con
absoluta falta de libertad, y yo no puedo hacer eso. Ellos han intentado
hacerme más grande de lo que puedo ser, probablemente, por motivos muy
gratos la mayor parte de las veces.
—Indudablemente. De todos modos, a mí no me importa hacer lo que
usted quiera. Su historial no me impresiona.
—Yo diría que es así, en el sentido que da usted a sus palabras. Pero son
muchos los que han observado que puedo ser muy duro con quienes no se
conducen como creo que deben conducirse. Este detalle debería hacerle
pensar.
—No pesa mucho cuando considero lo duro que puede ser usted con las
personas que no han hecho nada para ofenderle.
—Ya sé: niños, etcétera. Pero deje de hablar ya como una especie de
anticlerical, amigo. Ello no tiene nada que ver con la ofensa o el castigo, con
nada referente a la figura del padre. Se trata, pura y simplemente, de la
representación de la obra. No hay malicia en el mundo. Bueno, yo creo que
usted se dará cuenta de lo que he dicho cuando después lo repase todo
mentalmente.
En el silencio que se produjo a continuación pude escuchar los mecánicos
latidos de mi reloj. Pensé que éste era el único que seguía en marcha sobre
nuestro planeta.
—La representación de la obra no puede continuar bien si usted insiste en
efectuar esos desplazamientos periódicos.
—Todo marcha perfectamente, gracias. En efecto, he logrado reducir
notablemente tales desplazamientos a lo largo de los últimos cien o doscientos
años. Son ya algo deshilvanados. Nada por espacio de casi tres meses, y,
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ahora, hoy, además de usted, efectivamente, en este mismo momento, si me
está permitido utilizar la expresión, «caigo» sobre una mujer de California
que ha concebido un error respecto a algo. Es sólo por…, ¿cómo lo diría?, por
ahorrarme algunos sudores. ¡Oh! No pierda su tiempo intentado ponerse en
contacto con ella, ya que no recordará lo más mínimo sobre el particular.
—¿Lo recordaré yo?
—¿Por qué no? He estado suponiendo que sí, pero en realidad eso es cosa
suya. Podemos dejarlo para cuando yo esté a punto de irme, ¿eh? Veremos
entonces lo que piensa.
—Gracias. ¿Quiere repetir la bebida?
—Pues sí. Creo que no me irán mal unos sorbos más. Este whisky es
estupendo.
Desde el mueble-bar le dije:
—Pero usted debe de ser capaz de ahorrarse muchos sudores sin
necesidad de procurarse una presencia carnal como sucede ahora. La
distancia, el tiempo y lo demás no le afectan, en fin de cuentas.
—Estoy de acuerdo por lo que a la distancia respecta. Lo del tiempo ya es
otra cosa. ¡Oh! Es muy sustancioso lo que usted dice… La verdad es que
disfruto con mis desplazamientos por sí mismos. He sido indulgente conmigo
mismo, por cuya razón he intentado limitar su número. Son muy divertidos,
sin embargo.
—Divertidos… ¿en qué aspecto?
El joven suspiró de nuevo, chasqueando la lengua.
—La explicación es difícil de lograr sin ir a parar a una desnaturalización
de la cuestión. No obstante… Veamos. Usted es jugador de ajedrez, Maurice,
o lo fue cuando iba al colegio. Usted recordará que en alguna ocasión
especial, identificado con el juego, habrá sentido el deseo de incorporarse al
tablero, como una pieza más, durante dos o tres movimientos, para ver qué se
sentía, sin dejar su puesto de jugador ni interrumpir la partida. No puedo citar
un ejemplo más aproximado.
—En consecuencia, todo es un juego, ¿eh?
Me había acercado ya a él con los vasos.
—En el sentido de no ser un asunto particularmente, ¡ejem!…, edificante
o significativo, sí. En otros aspectos, no difiere mucho de un arte, un arte y
una obra de arte centrada en uno. Sé que usted piensa que es bastante frívolo.
No lo es, realmente. Es enteramente una cuestión de averiguar cómo se
desarrolla todo —dijo el joven, bajando la voz y quedándose con la vista fija
en su vaso de whisky—. Entre nosotros, Maurice, creo que tomé algunas
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decisiones discutibles al principio, por el hecho de no poder predecir nada.
Sinceramente, este asunto de la predicción es demasiado absurdo. ¡Como si
yo hubiese podido ir adelante, de haber poseído tal facultad! Bien. Luego me
vi frenado por esas decisiones y sus resultados en la práctica. Y no podía
volver sobre ellas; una cosa que nadie me ha atribuido nunca es el poder de
deshacer lo que he hecho, de abolir el hecho histórico, y así sucesivamente.
He deseado con frecuencia lo contrario… Bueno, ocasionalmente. No es que
yo quiera ser cruel; no tanto como dar con lo que a mí me parece que ha de
ser. La situación no es nada cómoda, ¿sabe? Justamente, comprendía que
estaba allí, o aquí, o donde usted quiera, por mí mismo y con esos poderes.
Debo decir que me pregunto cómo se habría desenvuelto usted. —Ahora
parecía ligeramente enfadado—. Usted no puede imaginarse lo que representa
enfrentarse con una serie de elecciones que son irrevocables y también únicas.
—Bueno, a usted se le supone más brillante que a mí, si bien a uno le
cuesta trabajo creerlo, a la vista de los resultados. Pero yo no tenía la menor
idea de que no hubiese estado siempre… dondequiera que esté, signifique eso
lo que signifique.
—Significa en todas partes, ya que estamos ocupándonos de ello, como
usted sabe perfectamente, aunque no en todas partes igualmente todo el
tiempo, desde luego. En cuanto a que siempre esté en acción, es cierto. Pero
se han producido algunos acontecimientos. Usted podría fijar una fecha en lo
tocante al punto en que yo averigüé que me encontraba por los alrededores,
por así decirlo. De eso hace ya mucho tiempo. Ocurrió en la misma época
(era, en efecto, la misma cosa) de mi descubrimiento de lo que yo era y de lo
que yo podía hacer.
—Esa parte, la acción, debe de ser muy satisfactoria.
—¡Oh, sí! Mucho, en un aspecto. Buena parte de ella, por estos días, es en
gran medida una cuestión de deber. Y sigo pensando en cosas que no es
posible emprender por ser ya demasiado tarde. Hay otras, en cambio, que no
debo hacer, pero que encierran cierto atractivo. Alteraciones radicales. ¿Usted
es capaz de imaginarse la tentación que supone cambiar todas las leyes
físicas, o la de trabajar con algo que no es materia, o la de, simplemente,
introducir nuevas reglas? ¿Incluso las menores cosas como las colisiones
cósmicas, o el acto de situar un dinosaurio viviente (sólo uno) en Piccadilly
Circus? No es fácil resistirse a eso…
—¿Y qué me dice de intentar que la vida resulte menos dura para la
gente?
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—Me temo que, en cuanto a eso, no hay perspectivas. Resulta demasiado
engañosa la cuestión desde el punto de vista de la seguridad. No me atreveré
nunca a llegar tan lejos. Algunos de los suyos han hecho ya algunos
hallazgos. Su amigo Milton, por ejemplo. —El joven me indicó con un
movimiento de cabeza los estantes de mi librería—. Él captó la idea de la obra
de arte, del juego, de las reglas, y así sucesivamente. En cambio, nunca vio
claro sobre la identidad de Satanás, ni pensó de qué formaba parte. De no
haber sido así, yo habría tenido que intervenir.
Miré fijamente a mi interlocutor, advirtiendo que estaba muy pálido.
—Bien… —Su sonrisa se desvaneció—. Un ataque cardíaco, quizás. O
una parálisis… Algo semejante.
—Tiene usted que haberse escondido en la manga otros métodos menos
crudos que ésos.
—Pues… hay unos cuantos que es preciso desechar cuando gobierna una
voluntad libre, ¿sabe? Ésta hace la vida difícil a todo el mundo, lo
comprendo, pero es algo de lo que no se puede prescindir. Bien. Ahora he de
irme. Me he mostrado ya bastante auto-indulgente. Pero permítame que le dé
un consejo. Recurra a la Iglesia cuando lo considere apropiado. ¡Oh! No
quiero decir que se dedique a escuchar a ese idiota de Sonnenschein, que ha
hecho de mí una especie de Mao Tse-tung suburbano. Ahora bien, recuerde
que es un sacerdote de la Iglesia, y que, como tal, dispone de determinadas
técnicas a su disposición. Usted comprenderá lo que quiero decir cuando
llegue el momento. Usted limítese a tener presente que lo que está oyendo
proviene de alguien que, independientemente de sus defectos, los que le
achaquen, sabe (es indiscutible) más que usted. Ahora, a modo de recompensa
por la conversación, y también como agradecimiento por el whisky, le
autorizo a que me haga una pregunta. ¿Quiere pensarla unos instantes?
—No hace falta. ¿Existe otra vida?
Él frunció el ceño, aclarándose la garganta.
—Supongo que no hay nada que pueda denominarse así, realmente. No
hay nada como lo de aquí, ni nada como lo que usted haya podido imaginar, y
que yo no puedo describir a usted. Pero jamás se verá libre de mí mientras
ésta dure.
—¿Va a durar para siempre?
—Ésa es una nueva pregunta, pero no importa. La contestación es que no
lo sé. Tendré que verlo. Soy sincero. ¿Usted sabe que se trata de un problema
auténticamente fascinante, un problema de primer orden, un problema digno
de ese nombre, en el que no he penetrado nunca? De todos modos, usted lo
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verá. ¿Quiere usted recordar lo que hemos estado diciéndonos? ¿Quiere
recordarlo todo?
—Sí.
—De acuerdo. —El joven, moviéndose como tal, se puso en pie—.
Gracias, Maurice. He pasado realmente un buen rato. Nos veremos de nuevo.
—Estoy seguro de que sí.
—Cuando esté en mis… funciones ejecutivas. Usted, al final, apreciará
esa parte de mí. Es lo que le pasa a todo el mundo. A algunas personas más
que a otras, desde luego.
—¿En qué grupo me clasifica?
—¡Oh! En el de las más inclinadas a apreciarme, evidentemente. Piense
en ello y verá que tengo razón.
Tanteó el chaleco de su traje, de corte totalmente conservador, sacando de
un bolsillo un objeto brillante y pequeño, que me entregó.
—Un pequeño recuerdo.
Era un estilizado y bellísimo crucifijo de plata. A mí se me antojó de la
última época del Renacimiento italiano. Pero tenía aspecto de nuevo, como si
hubiese sido elaborado una hora antes.
—Es bonito, ¿verdad? Es lo que me dije… Hubiera deseado dar con una
manera de hacer verdaderamente difícil para alguien como yo manejar cosas
como ésta.
—¿Es usted? Quiero decir el…
—¡Oh, sí! Una de mis piezas.
—A ver, explíquese.
—¡Hum! Debí de sentirme aburrido, supongo. Pensé: ¿por qué no? Luego
me dije que me encaminaba derecho al desastre. Pero no tenía por qué
preocuparme, ¿verdad? Eso no cambió las cosas, como ha podido ver.
—Sin embargo, hace unos instantes usted me dijo que la Iglesia constituía
algo importante.
—Bueno, en cierto modo. No puede dejar de ayudar. Después de todo, era
yo. Tratábase de una pieza mía. Adiós, Maurice.
El crucifijo saltó y giró en mi mano, abandonando ésta antes de que
pudiera cerrarla sobre el mismo. Cayó oblicuamente al suelo, saliendo
disparado hacia un rincón. Al lanzarme yo en su persecución, oí su risa,
complacida, sincera. El centelleo de plata se perdió en una grieta, entre la
parte inferior del zócalo y el pavimento. Percibí un rumor ascendente, que
después se dividió en dos, llevando a mis oídos los ruidos del tractor y el
parloteo del altavoz del televisor. Me encontraba frente a la ventana de la
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fachada antes de que esos sonidos fuesen los normales. Llegué a tiempo de
asistir al espectáculo único de la realidad yendo desde el movimiento lento al
movimiento ordinario. Las partículas de polvo se aceleraron, así como los
jirones de humo; un hombre fue retornando poco a poco a la vida; su brazo se
desplazaba cada vez con mayor rapidez, terminando por devolver al bolsillo
el pañuelo con que se secara el sudor. Luego, todo fue como había sido antes.
Dejé la ventana. Pero no sabía a dónde dirigir mis pasos. Mi corazón latía
dos veces en una fracción de segundo, deteniéndose al lanzarme hacia delante
y asirme al respaldo de una de las sillas del comedor. Luego sentí como un
golpe en mi interior, me doblé y caí de rodillas, estando a punto de volcar la
silla. El dolor de espalda se presentó en el momento de mover yo una mano.
Las pulsaciones eran firmes, intensas. Sentí que las palmas de las manos se
me cubrían de sudor. Lo mismo me pasaba en el pecho y en la cara. La
respiración se tornó jadeante. Manifestábase todo el miedo que había sentido
durante la visita del joven. Eran los síntomas visibles de aquel temor.
Localicé la botella de whisky y bebí unos sorbos de licor. Me abstuve de
seguir bebiendo, ingiriendo tres píldoras con un poco de agua. Comprendí que
había un par de cosas que tenía que hacer inmediatamente.
Ya en la puerta, no pude controlar una momentánea vacilación.
Finalmente, salí, echando a correr por el pasillo. Encontré a Amy, con
«Víctor» atravesado sobre su regazo, contemplando un partido de «cricket»
en la pantalla del televisor.
—¿Qué hora es, querida?
Ella, sin moverse, me contestó:
—Las cuatro y veinte.
—Haz el favor de echar un vistazo a tu reloj. No. Enséñamelo.
El pequeño reloj que llevaba en la muñeca me dijo que eran las cuatro y
veintidós minutos. Consulté el mío: las cuatro y cuarenta y seis minutos. Una
gran razón justificativa del temor se desvaneció, dejándome con las
sensaciones de antes. Torpemente, manipulé en mi reloj, alterando la posición
de las manecillas.
Siempre con la mirada fija en la pantalla del televisor, Amy dijo:
—Así pues, ahora miento al decir la hora.
—Tú no has mentido, Amy. Fue que…
—Lo pensaste. No quisiste creerme cuando te dije la hora. Tuviste que
hacer una comprobación.
—Bueno, es que ni siquiera miraste tu reloj.
—Lo había mirado poco antes de llegar tú.
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—Lo siento, querida. Lo ignoraba y quise cerciorarme.
—Está bien, papá.
—Lo siento.
—Supongo que no querrás ver conmigo «El Planeta de los Piratas»,
¿verdad? —me preguntó la niña en el mismo tono de voz de antes—.
Empieza a las cinco y cinco minutos.
—No sé… Tengo muchas cosas que hacer. Intentaré hacerte compañía.
—Conforme.
Entré en la oficina, donde cogí la linterna que Diana y yo habíamos
utilizado en las primeras horas de aquel día. De un armario, saqué el martillo
y el cincel, además de una palanqueta de hierro. Regresé al comedor. Necesité
sólo unos segundos para levantar una parte de la alfombra, pero las tablas del
pavimento eran de sólida madera. Mi predecesor, además, había sabido
conservarlas bien. Hice mucho ruido y causé no poco daño, sudando
copiosamente al levantar la primera. Allí únicamente vi polvo y alguna
telaraña, con una capa de yeso debajo. Es todo lo que alumbró la linterna,
cuya luz resultaba cada vez más débil. Suponiendo que el crucifijo había
seguido comportándose sobrenaturalmente después de desaparecer, podía ser
que estuviese en cualquier sector de la estancia, bajo mis pies. Quizá ya no
volviera a tenerlo más a mi alcance. ¿A qué seguir buscándolo?
El tiempo pasaba y yo no le sacaba el menor provecho. Había concentrado
la atención en mi cuarta tabla cuando se presentaron Lucy y Nick.
—Hola, papá. ¿Qué pasa?
—Es que… —Levanté la vista hacia ellos, pensando que parecían,
verdaderamente, marido y mujer—. Se me cayó una cosa por una grieta del
pavimento. Era un objeto de valor… He estado intentando localizarlo.
—¿Qué clase de objeto?
Nick pronunció estas palabras con una inflexión de escepticismo.
—Pues… Es una joya de familia, una reliquia familiar. Me la regaló el
abuelo.
—¿Dónde está esa grieta? ¿Dónde te encontrabas tú cuando se te cayó?
—Es que rodó… No sé…
Nick miró a Lucy.
—¿Seguro que te encuentras bien, papá?
—Muy bien. Un tanto acalorado, si acaso.
—¿No formará parte esto del asunto del duende y todo lo demás? Quisiera
que me lo dijeses, de ser así.
—No, de veras que no. Esto…
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—Usted sabe que puede decírnoslo y que no ocurrirá nada —manifestó
Lucy—. Nosotros no creemos que usted se halle mentalmente perturbado.
Nosotros no contaremos nada a nadie si usted desea que guardemos silencio.
Todo saldrá bien.
—No os preocupéis. Si no puedo encontrarlo ahora, renunciaré —repuse,
pensando que el uso del plural por parte de Lucy amplificaba ligeramente los
hechos.
Al tornar a concentrarme en mi tarea, me di cuenta de que, por encima de
mi cabeza, los dos conferenciaban silenciosamente. Aquello terminó con su
partida. Transcurrieron otros cinco minutos. Yo había levantado la cuarta
tabla. Nada… O algo, quizás. Un raro abultamiento en una hendidura. Allí
había un pequeño objeto, a un brazo de distancia. Mis dedos, estirados,
entraron en contacto con el metal.
Lo que yo tuve en mi mano unos segundos más tarde era apenas
identifiable como el crucifijo que el joven me diera: estaba moteado,
desgastado como por el uso, presentando manchas negras en algunos puntos.
En su presente estado, nada maravilloso podía atribuírsele; una mente
imparcial habría relegado el objeto a la interminable lista de cosas sin
importancia que pueden encontrarse en las casas antiguas. Me sentí lleno de
ira y desconcertado. Otras emociones me asaltaron mientras me dedicaba a
poner de nuevo las tablas en su sitio, haciendo acopio de energías. Tan pronto
estuvieron las maderas y la alfombra en orden, sentí aquéllas renovadas.
Dejé las herramientas y la linterna en el suelo. Paseé por la habitación,
intentando dominarme. Quería descubrir qué era lo que me oprimía. A modo
de respuesta, el vaso vacío de mi visitante, sobre una mesita, entre los
sillones, quedó ante mi vista. Lo examiné, viendo las huellas de una mano
humana en su superficie, las huellas de una boca humana en su borde. Bueno,
¿y qué? ¿Iba yo a llevar aquello a un espiritista, a un forense, al conservador
del museo del Vaticano? Lo arrojé con todas mis fuerzas contra la chimenea.
Jadeante, empecé a llorar. Sí. Era una desilusión. Con él, por su frialdad o
ligereza; conmigo mismo, por mi fracaso al haber formulado una pregunta o
acusación de menor significación, y también con la trivialidad de los últimos
secretos que, supuestamente, aprendiera. Y había allí temor, además. Yo
había pensado siempre que la personal extinción era el definitivo horror, pero
habiendo asimilado aquellas escasas y secas sugerencias acerca de otra vida,
con la afirmación de que nunca podría escapar de él, sabía ya mejor a qué
atenerme.
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Se apoderó de mí un incontenible deseo: el de salir de la casa. Eso
contribuyó a hacerme cesar en mi llanto. Tenía otras cosas que hacer antes de
marcharme. Una rápida ducha y un cambio de ropa interior acabaron con el
sudor y la suciedad acumulados por mis forcejeos con las tablas del
pavimento. Una vez vestido, fui en busca de Lucy. Tuve suerte: la encontré
sola, en uno de los dormitorios de los huéspedes. Se estaba cepillando los
cabellos con sorprendente energía.
—Lucy, voy a salir ahora y regresaré tarde. ¿Quieres decírselo a los otros?
Hablaré con David antes de irme.
—Por supuesto.
—Hay algo más que me gustaría que hicieses. Quiero que todo el mundo
esté acostado, y, mejor aún, dormido, a eso de la medianoche. Bueno; ya sé
que tú no vas a obligarles a que se duerman, pero lo cierto es que Joyce no es
ningún problema en este aspecto, y si tú puedes conseguir que Nick se retire a
una hora prudente, tu colaboración me será de gran utilidad.
—Haré cuanto esté en mi mano por complacerle, desde luego. Bien,
Maurice: ¿se trata de algo que guarda relación con sus espectros, o es alguien
a quien usted desea ver en privado?
Hizo esta alusión a mis actividades amorosas con un tacto exquisito. (Yo
no sabía, o no me había preocupado de averiguar, si se hallaba informada
sobre el particular).
—Es cosa de mis espectros —repuse.
—Ya. ¿Me quiere usted a su lado, como testigo?
—Gracias por tu ofrecimiento, Lucy, pero es que estoy seguro de que él
no vendrá si me hallo en compañía de otra persona. Tú crees que yo lo vi
antes realmente, ¿verdad?
—Sigo creyendo que usted pensó haberlo visto, pero podría estar
equivocada. ¿Dio con aquello que andaba buscando bajo las tablas del
pavimento?
—Sí.
—¿Era algo que valía la pena?
—No.
—¿Como el escrito en aquel trozo de papel?
(Inspiración instintiva o proeza de deducción).
—Muy semejante a eso.
—Bueno; téngame al corriente de lo que suceda esta noche, si es que pasa
algo.
—De acuerdo. Gracias, Lucy.
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Lo último era ver a David para pedirle que hiciese lo posible para que los
comensales de fuera de la casa y algunos frecuentadores de la misma
estuviesen en la calle hacia la medianoche. Los huéspedes no podían ser
mandados a sus habitaciones, pero cabía pensar que no prolongarían su
estancia en el bar como de costumbre por el hecho de haber sido aquél el día
de los funerales del padre del dueño del local. Supuse que mi conversación
con David sería lo último que hiciese allí, de momento. Pero, ya en la zona
destinada a aparcamientos, tropecé con Joyce y Diana.
Lucían de nuevo sus joyas. Seguían dando la impresión de que iban a una
fiesta. Indiscutiblemente, al verme a mí no sintieron la menor alegría. Pensé,
al principio, que se sentían incómodas, avergonzadas (una reflexión lógica);
luego me figuré que lamentaban la intrusión de un tercer elemento en su
grupo. Finalmente, advertí que les enojaba el simple hecho de mi presencia
lejos o cerca de ellas.
—Hola —dije.
En aquel momento no se me ocurrió ningún comentario que estuviese
completamente libre de sugerencias irónicas y/o bien obscenas.
Ellas intercambiaron su familiar mirada de consulta. Joyce manifestó:
—Pensábamos trasladarnos al poblado, para beber algo allí.
—Buena idea. Yo voy a salir. No me esperéis.
—¿Quieres que te deje algo de comer?
—No, gracias. Entonces nos veremos luego.
Mientras las dos se acomodaban lentamente en el Mini-Cooper, yo subí
rápidamente al Volkswagen, pensando en el silencio de Diana durante el
último intercambio de frases. Con anterioridad, nunca se había contentado
con menos de los dos tercios de parloteo en cualquier conversación, por breve
que fuera. Y, a lo largo de aquellos doce segundos de charla, se había
mostrado dócil, quedándose relegada a un segundo plano. «Sea lo que fuere lo
que había sucedido entre las dos, habían dispuesto de tiempo suficiente para
todo», pensé al consultar mi reloj y ver que eran ya las ocho.
Me había sentido animado en los últimos instantes, y volví a notarme
desalentado al pensar en las cuatro horas que tenía por delante, y que había de
emplear haciendo algo. Todavía no albergaba la menor idea acerca de mi
punto de destino, y el simple acto de avanzar rápidamente sin rumbo fijo
aumentaba mi ansiedad, mi afán de huir. Entonces tuve la sensación de ser
perseguido por algún ser o cosa malignos. Me daba perfecta cuenta, no
obstante, de que nada ni nadie se había lanzado en seguimiento mío. Ahora
bien, yo no había conocido ninguna poderosa ilusión de este tipo que resultara
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apreciablemente atenuada por el hecho de reconocerla como tal. En la
carretera A595 alcancé los ciento veinte kilómetros por hora, librándome de
chocar con un camión-cisterna por unos segundos. Luego me acordé de que
ningún automóvil puede desarrollar una velocidad suficiente para que un
hombre pueda escapar de sí mismo. Hallé consoladora esta trivial idea, y a
partir de entonces empecé a conducir con más lentitud y prudencia.
Me detuve en casa George, en las inmediaciones de Royston, donde
devoré unos cuantos bocadillos de lengua; bebí unos vasos de cerveza, ingerí
una píldora, compré una botella de cuarto de «White Horse» y seguí mi
camino. Una vez en Cambridge, me metí en un cine. Estuve cuarenta minutos
ante la pantalla panorámica, contemplando las incidencias de una película del
Oeste americano: mucho diálogo y más pausas; un hombre que disparaba
sobre otro, errando el tiro… Finalmente, decidí que estaba demasiado
nervioso y en tensión para continuar en mi butaca. Los días en que estoy de
mal talante, asistir a la proyección de una película puede producirme cierta
fuerte impresión de languidez, originada por la fortuita combinación de la
oscuridad con la presencia de desconocidos no vistos, los vastos y artificiales
colores, las siempre cambiantes imágenes y las voces, que no lo son del todo.
Estuve paseando por las calles un rato. Contaba los pasos que iba dando, y
me decía que algo interesante iba a ocurrir entre los que hacían los números
300 y 350, y que esto demostraría a todo el mundo que Allington era un buen
juez y que se podía confiar en sus predicciones. Iba por el paso trescientos
cuarenta y tantos y nada ni remotamente interesante habíase presentado; ni
siquiera llegué a ver una mujer merecedora de un par de miradas. Entonces
me dirigí hacia un quiosco en el que vendían libros de bolsillo, que descubrí
al otro lado del escaparate de un supermercado.
Éste se hallaba abierto todavía. Entré y compré una novela de la que no
había oído hablar nunca, salida de la pluma de un escritor cuyo primer libro
fue una sátira sobre la vida de provincias, que me recomendaran en su día. En
el pequeño bar de la University Arms pasé cuarenta minutos leyendo.
Después salí, arrojando la novela a un cesto de desperdicios, cuando ya me
dirigía al sitio en que dejara estacionado mi vehículo. A la característica
irrealidad de toda ficción, el autor había añadido detalles de su cosecha: una
incapacidad cierta de dejar las más utilitarias frases sin afectados adornos o
rasgos, haciendo pensar en aquellas salvajes culturas cuyos objetos sagrados y
edificios se encuentran decorados hasta el último milímetro; tenía también el
hábito de recurrir a violentas transiciones, saltando de una escena a la
siguiente; y un método de caracterización constante, por el que, habiendo
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retratado a una persona como una especie de clisé, luego la revelaba como
algo distinto. ¡Oh! ¿Y qué era lo que hubiera podido esperar de aquello? El
libro era una novela.
Ya en la carretera de nuevo, sumido ahora en la oscuridad, no tardó en
apoderarse de mí el pánico. Tenía razón (en cierto modo) al temer un
encuentro con Underhill. Aquello nada tenía que ver con el miedo puro, sin
motivos, sin objeto, que en mi niñez me había hecho correr por la casa y la
extensión de terreno que quedaba delante de ella, hasta no tener ya a donde ir,
y que luego me había llevado a leer el contenido de todo un periódico en voz
alta, para mí, lo más rápidamente posible, mientras estampaba los pies
alternativamente en el suelo, también con rapidez.
Esta disposición de ánimo es pésima para quien se ve obligado a conducir
un coche entre el tráfico, a unos cincuenta kilómetros por hora donde éste era
más denso, y, cuando no, a poco más de cien, por una carretera no demasiado
ancha. Cada vez que me enfrentaba con una columna de luces que se me
aproximaban, o me acercaba a una curva de escasa o nula visibilidad, el
miedo racional pugnaba por liberarme del irracional, para hacer marcha atrás
aquél, inadvertido y no recordado en cuanto el peligro pasaba.
El accidente se produjo en una curva de la carretera A595, a unos cinco
kilómetros de Royston, hacia el sur, y a seis de mi casa. Alcancé a un
vehículo, un Humber Hawk o similar, que iría a unos sesenta y cinco
kilómetros por hora, y empecé a pasarlo a un centenar de metros de la curva,
una maniobra que no era muy peligrosa, siempre y cuando el Hawk
mantuviera su velocidad. Indudablemente, el conductor, espoleado por un
estúpido resentimiento al verse adelantado por un automóvil que venía a ser la
mitad del suyo, pisó a fondo el acelerador. Uno al lado del otro, los dos
vehículos se enfrentaron con un inmenso camión articulado, con numerosas
luces rojas que anunciaban su anchura, fuera de lo normal. A mí me faltaba
potencia para adelantar de una vez al Hawk y no podía predecir cómo
reaccionaría su conductor. Entonces, confiando en mi conocimiento de la
carretera, por la que había estado pasando cuatro veces por semana, a lo largo
de siete años, me eché hacia la derecha, por delante del camión, para alcanzar
el margen del camino, cubierto de vegetación. Pero el terreno, por aquella
parte, era más inclinado de lo que yo me figurara. El caso es que no iba muy
deprisa cuando tropecé con la obra de ladrillo de una conducción de agua,
dando con la cabeza contra algo.
—¿Se encuentra usted bien, amigo? —me preguntó alguien.
—Sí, gracias.
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—Ha tenido suerte. Pero, ¿es que está usted loco para emparejarse con
otro vehículo en una curva como ésta? Habrá bebido, supongo. Es lo que les
pasa a todos los que hacen esto.
—No, no.
—Tiene que estar bebido, sí, en el caso de que no ande mal de la cabeza.
Bueno, lo importante es que no le ha ocurrido nada. Al menos es lo que él
afirma…
Oí otra voz entonces, pero no recuerdo qué dijo. Solamente sé que al cabo
de un rato me hallaba yo en pie delante de mi coche, y que otro vehículo —el
Humber Hawk, me imagino— se iba perdiendo a lo lejos. Me sentía igual que
un hombre que se hubiese acabado de posar en la luna, casi ingrávido, como
si hubiese perdido mi cuerpo, igual que después de una noche tormentosa o
tras una copiosa comida, como un chiquillo, observando todo lo que estaba a
mi alrededor sin ninguna expectación, curioso y desinteresado.
Faltaban ocho minutos para las doce. Una buena hora, me dije. Dentro de
casa reinaba el silencio. Todo se hallaba sumido en la oscuridad. Espléndido.
Fui al bar y cogí un vaso, un sifón y una botella de Glen Grant. Llené el vaso
y me llevé a la boca una píldora. Después permanecí sentado durante un par
de minutos, en el comedor del establecimiento. Me situé en un rincón en
penumbra. Me enfrentaba casi directamente con la ventana de las apariciones
de Underhill, quedando el vestíbulo en el lado diagonalmente opuesto. La
noche era cálida, pero no húmeda.
Muy débilmente, llegaron a mis oídos las doce campanadas del reloj de la
iglesia, en el pueblo. No pasó nada mientras sonaban aquéllas. Y nada sucedió
después, tan pronto sonó la última. Esperé. El reloj debía de marchar algo
adelantado. Pero las manecillas del mío me dijeron que eran las doce y un par
de minutos más.
A las doce y diez pensé que algo no había ido bien, que había entendido
mal el mensaje de Underhill; que no había habido tal mensaje; que me había
equivocado al juzgar fresca la tinta; que él había querido ver si yo era
suficientemente estúpido para responder a la cita; que él había estado
bromeando. Pero yo no iba a renunciar así como así todavía. Seguí sentado en
el mismo sitio, incapaz de dar con algo que me entretuviera, que me ayudara a
pasar el tiempo. Por mi cabeza cruzaron ideas acerca de Joyce, de Amy, de
Diana, de mi padre, de Margaret, del joven, de la muerte, de los espectros, de
la bebida, de Joyce de nuevo, de Amy nuevamente… En aquel estado de
despego por todo (quizá precario, pero notablemente duradero, persistente),
todos esos temas me asaltaron como muy interesantes. Hubo otras cosas,
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impersonales, también, abordando, por ejemplo, mentalmente, la industria
ballenera de Nueva Inglaterra durante el siglo XIX, considerada por un
inteligente e imaginativo jabeguero de Grimsby en nuestro tiempo.
Seguí así, sin consultar mi reloj por más tiempo del que yo hubiera
estimado posible. Finalmente, le eché un vistazo. Era la una menos tres
minutos. Perfectamente. Esperar una hora era más de lo que la cortesía y la
cordura pedían. Me serví un whisky corto, que bebí a lentos sorbos. Tan
débilmente como antes, pero, eso me pareció a mí, con más claridad, sonó una
campanada en el reloj de la iglesia. Me puse en pie.
—Quédate. Tal como te anuncié que haría, he venido —dijo alguien,
alguien que se mantenía en las sombras del rincón directamente opuesto a la
puerta.
—Llega usted con retraso, doctor Underhill.
—No. He sido puntual. Ahora, vamos al asunto. ¿Llevas encima a nuestro
amigo de plata?
Llevaba horas sin pensar en eso. Lo noté en mi bolsillo.
—Sí.
Del rincón en sombras salió un suspiro.
—Está bien. Ten la bondad de colocarlo sobre la mesa, delante de ti.
Hice lo que se me había indicado.
—Ya está. ¿Qué más?
—Ahora hablaremos.
—Antes de nada, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Cuándo escribió usted esa nota en la que me hablaba de nuestro
encuentro de esta noche?
—Esta mañana. Según tus cálculos, la mañana del día que acababa de
pasar. Pero fue tu mano la que la escribió; mi mano, simplemente, se limitó a
guiar la tuya.
—No me acuerdo de eso.
—La facultad de recordar no es precisamente una de tus cualidades,
Allington.
—¿Fue por eso por lo que usted me escogió… para ayudarle, o para hacer
lo que se le antoje mandarme?
—¿Cómo hablas de que te haya escogido yo, cuando te has pasado todo el
tiempo yendo en busca mía? Pero, en fin, eso es todo, de momento. Quedan
todavía muchas maravillas por ver.
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Tuve tiempo de admirar la exactitud de mi personal descripción de la voz
—que sonaba como si hubiese sido producida artificialmente, con un acento
mezcla de los de Gloucester y Cork— antes de que se iniciara la
demostración-espectáculo de Underhill. De repente, la habitación se iluminó.
Estaba centelleante de luces. Pero ya no se trataba de la misma estancia.
Ahora era una cueva, o la boca de una cueva. Un grupo de mujeres surgieron
de la nada, componiendo una pieza de «ballet» oriental, de lentos y
serpenteantes movimientos. Su voluptuosidad era extrema y asimismo teórica,
como los dibujos fantásticos de un escolar lascivo e inteligente: senos
enormes, pezones más enormes todavía, en proporción; leves cinturas, anchas
caderas y nalgas, órganos sexuales desplazados hacia delante en la V de la
ingle, como en las esculturas indias. Sonaba una monótona música y se
percibía un fuerte olor a rosas. Yo habría sonreído ante todo esto, de no haber
sido por algo bidimensional que notaba acerca de las danzarinas y sus
movimientos, que me producía la molesta sensación de estar observándolas
como a través de un invisible telescopio. Y no me sentía feliz precisamente
con el par de rojos ojos, pertenecientes, al parecer, a una pequeña criatura,
una culebra o una rata, que estaban observándome desde lo más hondo de la
cueva.
La música se tornó estridente; el olor a rosas se hizo insoportable; un
grupo de hombres negros, desnudos, de atributos físicos tan inmensos como
para desbordar las proporciones normales de las mujeres, saltaron entre éstas,
emitiendo salvajes aullidos. Pronto se inició una orgía, con tal crudeza que
excitó mi hilaridad… Pero ahora había descubierto ya los pálidos y brillantes
anillos de los hongos adheridos a los rocosos muros, al techo; otro segundo
par de encarnados ojos, más grandes que los anteriores, me escrutaban desde
la oscuridad de la cueva, fijados en los míos. A juzgar por su tamaño y
posición, debían de pertenecer a un ser de gran estatura. No se movían ni
parpadeaban.
Con un ondulante movimiento, como si lo que yo estaba contemplando
hubiese sido proyectado mediante una linterna mágica sobre una gruesa
lámina de gelatina, la escena de la orgía cedió sitio a un encuentro entre dos
chicas negras y el que yo supuse un adolescente blanco, aunque presentaba
los mismos atributos físicos que sus predecesores negros y llevara los cabellos
largos, como las mujeres. Esto me gustó menos que lo que viera antes; pero,
sin esperar a que aquello se esfumara, los rostros de las chicas se me
antojaron nada parecidos, ni siquiera en color, a los de las negras que yo había
tenido ocasión de ver. Eran como los esbozos hechos por alguien que se las
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había ideado a base de descripciones. Como fondo de la música, que se había
vuelto torpemente reiterativa, una voz de hombre, que no era la de Underhill,
sonaba demasiado débilmente para que fuesen comprensibles las palabras. Me
pareció vagamente familiar.
Una nueva manifestación tuvo lugar con la presencia de dos muchachas
blancas haciéndose el amor, escena que duró tan sólo unos segundos. Era un
intento abortado para distraerme. Cuando volví a mirar hacia la boca de la
cueva, la hallé vacía. Esperaba haber hecho alguna mueca o gesto que hubiese
revelado a Underhill mi nerviosismo. Yo no quería pensar que él lo hubiese
visto en mi mente. Y aún lo deseaba menos por el hecho de haber aludido a
un recuerdo de la tarde anterior, interpretando erróneamente una aspiración.
En aquel instante, la música no se atuvo ya a ningún ritmo, degenerando en
una serie de ruidos palpitantes, difundiéndose entonces el olor de rosas
marchitas. Pero los dos pares de ojos seguían fijos en mí, como antes.
Lo que llegó después provenía de sus inmediaciones. Se produjo cierta
agitación y empezaron a emerger dos oscuras formas, moviéndose con la
lentitud que yo observara antes. Así quedaban realzadas las partes laterales,
en su avance, artificiosamente. Al iniciar su desplazamiento las dos formas, la
iluminación perdió intensidad, pero quedó luz suficiente para que yo pudiese
descubrir una especie de cuadrúpedo, del tamaño de un pequeño cerdo; luego
le llegó el turno a una criatura bípeda con la misma clase de piel.
Aproximadamente, tendría la forma de un hombre. Pero no era un hombre, ni
ningún tipo de mono u orangután. No podía darles nombres. Las carnes, en
ambos seres, eran blandas y sueltas, cada vez más, a medida que transcurría el
tiempo. Comenzaban a desintegrarse, y al mismo tiempo se formaban otras
nuevas. Las extremidades, si podían ser llamadas así, disminuían y acababan
desapareciendo, mientras recientes brotes se abultaban, salían retorciéndose
del tronco principal, el cual cambiaba continuamente de forma. En
determinado momento, las dos entidades quedaron unidas por una especie de
cuerda de lo que había podido ser materia viviente; después, el más grande de
los dos empezó a dividirse por su más largo eje. Una de dos: o toda aquella
visión era una reproducción realizada por otra inteligencia de las
alucinaciones hipnagógicas a las cuales yo estaba sujeto, o estaba
imponiéndola sobre las ilusiones que estaban siendo dirigidas a mi mente,
esto hallándome completamente despierto y con los ojos abiertos. Sentí que
mi ecuanimidad se resquebrajaba.
El ruido acompañante, aunque carente de ritmo, como antes, conservaba
su capacidad para cambiar de volumen. Distinguí la voz de Underhill,
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expresándose en un tono siempre igual, en el tono litúrgico que percibiera en
aquella parte de la casa durante mi visión de la tarde anterior. Miré a la mesa,
delante de mí. La figura de plata había desaparecido.
Esto era lo más desagradable de cuanto había sucedido hasta entonces.
Había sonado la hora de hacer un movimiento. Cuando me puse en pie, se
hizo inmediatamente la oscuridad, una oscuridad completa. En este mismo
instante, el ruido se transformó en un batir de muchas alas; el olor fue el
normal en una pajarera o gallinero, si bien intolerablemente intensificado. Al
cabo de unos segundos flotaban alrededor de mi cabeza numerosos pájaros
escarlata y verde, diminutos, a docenas, de fosforescentes plumajes,
evidentemente, ya que brillaban lo mismo que si estuvieran bajo los rayos
solares. Y, sin embargo, allí no había ninguna fuente de luz exterior. Cerrando
sus minúsculos picos, giraban incansablemente, lanzándose contra mi rostro,
alcanzándome en la mejilla, en la barbilla, en un párpado, aunque yo no sentía
nada. Luego se desvanecieron, oscilando como una llamita pronta a
extinguirse. Pero, con todo, su número no decrecía. Cerré los ojos; sin
embargo, seguían allí; coloqué las manos sobre los párpados y continuaba
viéndolos; proseguían los ruidos, según pude comprobar al taparme los oídos.
Yo no tenía fuerzas para gritar. Poco a poco, me esforcé para avanzar hacia la
puerta, pero siempre que hacía algún esfuerzo los pájaros se lanzaban sobre
mi cara, y yo me veía obligado a detenerme. Habiéndome desorientado
definitivamente, oí la risa de Underhill… De pronto me vi de pie, junto al
trozo de pavimento levantado, en el comedor del apartamento, metiéndome el
crucifijo en el bolsillo (una acción que olvidé en seguida). Al instante me
descubría de vuelta entre los pájaros, pero sosteniendo todavía en la mano el
crucifijo. Mientras aquéllos arreciaban en sus ataques, armando más alboroto
que nunca, lo arrojé sobre el lugar por donde llegaba la voz de Underhill. Oí
el ruido que produjo al dar contra un muro o el piso.
Lentamente, pero con firmeza, todo fue cambiando. Los pájaros
comenzaron a confinarse hacia la zona central y la situada a mano izquierda
de mi visión; progresivamente, fueron aplanándose, aunque volaban hacia mí
como antes; sus ruidos se tornaban confusos, recordándome el efecto de un
receptor de radio carente de tono. Quedaban todos ya hacia mi izquierda,
aplastándose, formando una especie de oblea, alejándose como si su punto de
procedencia se apartara de mí. Estaba percibiendo un débil y confuso
murmullo. Pronto divisé una línea vertical de luz con motas verdes y
escarlatas. No tardó en hacerse el silencio. Yo me encontraba solo, en medio
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de la habitación, sumido en una oscuridad únicamente quebrada por la luz de
la luna que se filtraba por las ventanas.
Comprendí que debía de haber apagado la lámpara de la mesita en algún
momento anterior e inicié un movimiento hacia los interruptores que se
encontraban junto a la puerta. Me sentí atraído por el brillo de un objeto de
metal que advertí en el suelo, hacia el rincón en que Underhill había hecho
acto de presencia. Me agaché. No era el crucifijo, sino la figurilla de plata.
Inmediatamente oí, fuera, un sonido familiar, hacia la derecha. Era la voz de
Amy, llamándome desde un punto opuesto.
Entré corriendo en el vestíbulo, rumbo a la entrada principal, sin
detenerme para encender las luces. Pero sabía moverme con soltura por allí y
salí de la casa inmediatamente. Amy estaba a un centenar de metros, en la
carretera, vestida con un blanco pijama y llevando algo entre los brazos.
Supuse que se trataba de «Víctor». Mientras avanzaba lentamente hacia el
poblado, miraba a su alrededor. ¿Buscándome? Por el otro lado, aquella
extraña y deshilvanada forma se iba acercando, erguida, con paso lento, pero
firme. Recordaba haber visto su fantasma acelerando el paso al aproximarse a
la casa y con qué resultado, incidentalmente. Esto, sin embargo, era una
realidad, y no un fantasma, y ahora sabía, lo había sabido antes de llegar a la
puerta principal, cuál había sido el segundo propósito de Underhill: no,
simplemente, sobrevivir a la muerte; no el someter a un ser humano vivo a su
voluntad, sino alcanzar desde más allá de la tumba, provocar lo que vería
dentro de un minuto, a menos que fuese capaz de impedirlo.
Aquella criatura avanzaba en aquel momento a saltos, una versión
caricaturesca de un paso ligero y crujiente. Parecía más grande que antes,
pero menos compacta. Quizás era que no había alcanzado todavía su forma
definitiva. Evidentemente, no me había visto hasta ahora. Yo había perdido
tres o cuatro segundos ya. Eché a correr a toda velocidad en dirección a Amy,
a lo largo de la cuneta, lo más silenciosamente que me fue posible. Pero la
niña me oyó cuando me separaba de ellas unos veinte metros, iniciando un
giro. Le grité que no volviera la cabeza… En vano. Me vio; luego vio al
hombre verde; su faz se paralizó, se quedó rígida. La alcancé por fin.
—¿Qué es eso, papá?
—Es algo malo. Ahora, deja a «Víctor» en el suelo y echa a correr hacia
el poblado, con la mayor rapidez posible. Y grita, grita hasta que acuda la
gente.
—¿Y qué vas a hacer tú?
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—No te preocupes por mí —repuse, percibiendo a mi espalda un
movimiento saturado de susurros y crujidos—. Vete de aquí en seguida.
Corre.
Volví la cabeza. La «cosa» se acercaba rápidamente ahora. Sus piernas se
movían poderosamente, acelerando, ayudadas por los movimientos de los
brazos. Si no hallaba ningún obstáculo en su camino, Amy no conseguiría
llegar al poblado. Me planté ante la extraña criatura, apuntando a un sitio a la
altura de la ingle que parecía estar integrado exclusivamente por ramitas y
hojas, un punto quizá vulnerable al puñetazo. Vi ahora su faz por vez primera,
un rostro casi plano de polvorienta corteza, como el tronco de un pino
escocés, con las cuencas de los ojos irregulares, en las que brillaba una
fungoidea luminiscencia; los labios, dilatados en una mueca, mostraban una
docena de dientes hechos de desportillados trozos de madera podrida. Ya
conocía una versión de esa cara. Luego, el hombre verde se lanzó sobre mí,
extendiendo sus desiguales brazos; su grito fue como el silbido del viento al
filtrarse por el follaje, y era tan exultante como amenazador. Antes de que
pudiera trabarme con él, sin perder el paso, me asestó un fuerte golpe en el
pecho, lanzándome al suelo, a un par de metros de distancia. No perdí el
conocimiento; pero, de momento, fui incapaz de reaccionar como era debido.
Amy se había apartado un poco. Luego se detuvo, volviéndose. Entre ella
y la rara masa del hombre verde se encontraba «Víctor», en actitud de desafío,
con el lomo arqueado y el rabo inquieto. Un pie de madera salió disparado
hacia el animal, acompañado por un ruido de ramas o de huesos, y «Víctor»,
un bulto sin vida, cruzó la carretera, yendo a parar a la cuneta opuesta. A
continuación, Amy se volvió de nuevo en la dirección precisa, echando a
correr; corría incansablemente, dando largas zancadas, pero aun así no
lograba sacarle ventaja apreciable al hombre verde. En este momento me di
cuenta de lo que todavía retenía en mi mano, comprendiendo qué era lo que
debía hacer. Me puse en pie y, a mi vez, eché a correr hacia el cementerio.
Delante de mí, la persecución continuaba; desde el sitio en que me hallaba no
podía determinar la distancia que mediaba entre una figura y otra. Ni siquiera
lo intenté. Eché el brazo hacia atrás y arrojé la figura de plata por encima del
muro del cementerio. Oí el sonido que produjo al tocar el suelo e,
inmediatamente, la extraña forma se detuvo. Hizo algo más que detenerse: se
dobló, se echó hacia atrás como contenido por una tremenda fuerza opuesta,
estremeciéndose, vacilando. Ciertas porciones de su cuerpo se desprendieron
y llegaron girando hasta donde yo estaba, dando vueltas en torno a mi cabeza,
en un torbellino de ramas, brotes y hojas. Me incliné, tapándome el rostro con
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los brazos; eludí instintivamente un trozo de tronco que pasó junto a mí como
un proyectil; luego, algo dio en una de mis muñecas; cerré los ojos; un aullido
inhumano, progresivamente atenuado, un aullido de dolor y de rabia, desgarró
mis oídos.
Se hizo el silencio, interrumpido solamente por el rumor de algún que otro
coche avanzando a gran velocidad en dirección a Londres, por la carretera
A595. Me levanté lentamente y di unos pasos; después eché a correr hacia la
población, llamando a Amy a grandes voces. Estaba tendida junto a la
carretera. Tenía manchas de sangre en la frente, en una rodilla, en una mano.
La cogí en brazos, llevándomela a la casa. Una vez allí, la tendí en su lecho,
apresurándome a llamar por teléfono a Jack Maybury.
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V. Un movimiento en la hierba
—Físicamente no tiene nada que pueda ser motivo de preocupación —me dijo
Jack, poco después del mediodía—. Ahora duerme magníficamente. Será un
sueño reparador el suyo. No hay conmoción. No hay fiebre. Esos cortes y
contusiones carecen de importancia. Psicológicamente… Bien. Dudo de que
tengamos muchos motivos para sentirnos inquietos. De momento, al menos.
Sin embargo, he de admitir que me siento un tanto desconcertado a causa del
fenómeno del sonambulismo… ¿Estás seguro de que caminaba como una
persona afectada por ese mal?
Me volví desde donde me encontraba, junto a la ventana. Nos hallábamos
en el cuarto de Amy.
—No sé… Es lo que supuse. —Decidí interiormente que estaba en lo
cierto, a modo de flexible explicación de lo sucedido—. El ruido de la puerta
principal, al abrirse, me despertó. La vi pasar por delante de la ventana.
Entonces salí y…
—Es lo que ya me dijiste. ¿Qué sucedió exactamente cuando te lanzaste
tras ella?
—La llamé, con lo cual, probablemente, incurrí en un error. No pensé en
eso… Ella pareció experimentar un gran sobresalto, dio media vuelta y
tropezó…
—Y dio de cabeza contra la dura superficie de la carretera, lo suficiente
para perder el conocimiento, pero… Nunca hubiera pensado que un golpe de
esa naturaleza pudiera producir una contusión tan pequeña, relativamente.
Habría bastado para dejar lista a una persona fuerte, de más años. Bueno, ¿y
por qué te encontrabas tú en el comedor público en lugar de aquí arriba?
—En ocasiones voy allí. Hay menos probabilidades de que me molesten.
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—Sí. Esta vez, no obstante, fallaron tus cálculos. Bueno; esta tarde
volveré a acercarme por aquí. Mientras, que no se mueva de la cama. Una
comida ligera. Ya veremos cómo se recupera. En el hospital tenemos un buen
psiquiatra. Mañana procuraré localizarlo. Personalmente, yo dudo de que
anduviera por ahí sonámbula.
—¿Qué crees que estaba haciendo?
—Pretendía marchar como una sonámbula. Ha leído cosas acerca del
tema.
—¿Con qué objeto?
—¡Oh! Con objeto de llamar la atención de alguien —respondió Jack, con
una mirada severa, de censura—. Bien. Ahora tengo que irme. ¿Y tú, cómo te
encuentras? —me preguntó con desgana.
—Perfectamente. Un poco cansado.
—Pues descansa un poco esta tarde. ¿No has visto más pájaros?
—No. ¿Quieres beber algo?
—No, gracias.
Al empezar a levantarse, le pregunté, sin la menor premeditación:
—¿Cómo se encuentra Diana?
Jack se quedó inmóvil.
—¿Qué? Se encuentra muy bien, desde luego. ¿Por qué?
—No te lo he preguntado porque haya una razón especial.
—Tengo que decirte algo, Maurice. Me gustan las cosas tal cual son. No
quiero alborotos, ni trastornos, ni que permitas que una parte de tu vida
interfiera la otra. No estoy contra la gente que gusta de divertirse con arreglo
al dictado de sus fantasías, con una condición: la de que no surja nadie que se
comporte como una criatura. ¿Conforme?
—Yo pienso igual —respondí, preguntándome qué era lo que Diana podía
haberle dicho, si bien, en mi calidad de ex amante suyo desde el día anterior,
no hice mucho caso de la pregunta.
—Bueno, hasta la tarde.
Jack abandonó la casa. Poco después, Amy abrió los ojos con la pereza de
quien ha estado durmiendo profundamente durante varias horas. Me sonrió.
Seguidamente deslizó los dedos de una mano por el vendaje de la frente,
palpándolo.
Nos abrazamos.
—¿He estado andando por ahí como una sonámbula, papá?
—Pues… Es posible. Son muchas las personas que hacen lo mismo.
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—Tuve un sueño muy raro, papá —añadió la niña, inmediatamente—. Y
tú formabas parte del mismo.
Era la primera vez aquel día que pronunciaba tantas palabras seguidas.
—¿Qué es lo que pasó?
—Verás… Yo soñé que estaba tendida en esta cama y que tú me
llamabas. Me dijiste que me levantara y que bajase las escaleras, que fue lo
que hice. Me llevé a «Víctor» conmigo porque se encontraba aquí. No me
hiciste ninguna indicación en ese sentido, pero yo pensé que no te importaría.
Luego, al pie de las escaleras, me dijiste que debía salir de la casa y llegar a la
carretera. Todavía no era posible verte, pero fue lo que dijiste… Salí, pero tú
no estabas por allí, de manera que empecé a buscarte.
—Continúa.
—Estoy esforzándome por hacer memoria, pero la verdad es que, después
de eso, me cuesta mucho recordar… Tú me asustaste, si bien, naturalmente,
no era lo que te proponías. Llegaste y me dijiste que debía dejar a «Víctor» en
el suelo, para echar a correr en seguida hacia la población. Te obedecí.
Empecé a seguir tus indicaciones. Luego… He olvidado realmente lo
sucedido. No obstante, me parece recordar que te portaste como un valiente,
papá. ¿Me perseguía un hombre?
—Lo ignoro. Tú estabas soñando.
—No creo que estuviera soñando. ¿Verdad que no soñaba?
Amy me miró con fijeza.
—No —respondí—. Todo fue real.
—Bien hecho, papá —dijo Amy, cogiéndome cariñosamente una mano.
—Bien hecho…, ¿por qué?
—Por no fingir. Y te felicito por ser tan valiente. ¿Qué fue del hombre?
—Huyó. No volverá más.
—¿Y qué le pasó a «Víctor»? El hombre lo mató, ¿verdad?
—Sí, pero todo terminó para él en un instante.
—También se portó valientemente. No fuiste tú quien me dijo que bajara
las escaleras, ¿verdad, papá? ¿Quién fue el que realmente me lo ordenó?
—Yo creo que parte de eso ha debido ser un sueño. Te imaginaste algunas
cosas… Bueno; no, no del todo. Pesaba un hechizo sobre la casa, de manera
que la gente veía y oía cosas no habiendo nadie en ella.
—¿Como el grito del otro día, quieres decir?
—Eso formó parte de ello. Pero todo terminó ya, te lo aseguro.
—Bueno, papá. Quiero creerte. Ahora me encuentro bien. ¿Dónde está
«Víctor»? No estará tendido todavía allí, ¿eh?
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—No. Lo dejé donde nadie podía tocarlo. Dentro de unos minutos lo
enterraré.
—Buena idea. Ven a verme otra vez cuando tengas tiempo.
—¿Quieres que le diga a Joyce o a Magdalena que vengan a hacerte
compañía?
—No. Me encuentro bien así. ¿Quieres darme esa revista sobre Jonathan
Swift que se encuentra encima de mi cómoda?
—¿Jonathan Swift? ¡Ah! Ya la veo.
En la primera página de la publicación se veía la fotografía de un joven
(eso, al menos, supuse) que, evidentemente, tenía que pasar todavía por su
primer corte de pelo o afeitado. Los rasgos aparecían difuminados, y la
instantánea había sido tomada por una cámara situada a sus pies, o quizá
introducida en una hendidura. Puse la revista en manos de Amy, quien,
inmediatamente, se entregó a su lectura.
—¿Qué quieres que te traigan para comer?
—Unas hamburguesas, guisantes, patatas fritas, salsa de tomate, cerezas
en conserva, helado y una coca-cola… ¡Oh, sí, por favor, papá!
—¿Y no será mucho todo eso para ti sola? El doctor Maybury dijo que te
sirvieran una comida ligera.
—¡Oh, papá! Estoy hambrienta. Te prometo no comérmelo todo de una
vez.
—Está bien. Voy a dar las pertinentes instrucciones para que seas
complacida.
Bajé las escaleras en busca de David, a quien encontré en el bar de la
fachada, donde acostumbraba a darse cita mucha gente los domingos por la
mañana. Había allí no pocos hombres de mediana edad, vistiendo floreadas
camisas y bebiendo cerveza; les acompañaban mujeres menos acordes con sus
años, en trajes con pantalones. Éstas bebían preferentemente «Pimm’s».
Hablaban animadamente, pero guardaron silencio al verme, fijando la vista
luego en sus vasos. Parecía la suya una actitud respetuosa ante el demente.
David estaba tomando nota de lo que deseaban los componentes de un grupo
de seis personas, en el que figuraban dos gemelas vestidas con idénticas
ropas. Tuve la impresión de que algo entorpecía aquella operación habitual.
Me saludó tímidamente. Esperaba, sin duda, con cierta justificación, que yo
no me dispusiera a pedirle que preparara una habitación para el conde y la
condesa Drácula. Pareció animarse de pronto, cuando me limité a
comunicarle los deseos de Amy, añadiendo que volvería a hacerme cargo de
todo a las seis. (Había decidido tenerlo todo terminado para entonces).
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Nick y Lucy no habían hecho acto de presencia por allí. A Joyce no se la
veía por ninguna parte. Cogí el martillo y el escoplo que utilizara en el
comedor y coloqué ambas herramientas en el asiento posterior de la
furgoneta. Luego, de la caseta del jardín, saqué a «Víctor», que había sido
envuelto en un saco. Lo había dejado allí antes del desayuno. También cogí
una pala y una hoz. El menos insatisfactorio de los planes que pude concebir
consistía en acercarme lo más posible a la puerta del cementerio, descargar
allí lo que llevaba en las manos, y más adelante estacionar el vehículo donde
pudiera pasar inadvertido. Nadie me vio. En aquellos momentos, todo el
mundo se hallaba en el bar o en la cocina.
Antes de nada, «Víctor». Pronto localicé un agradable y reservado rincón,
cerca del muro, no visible desde el sitio en que yacía Underhill. En aquella
tierra no me costó mucho trabajo abrir un hoyo de las dimensiones del animal,
es decir, algo más. Después de depositar a «Víctor» en el fondo de aquél,
cubrí el hoyo con la tierra extraída, valiéndome de la pala. Mientras realizaba
la operación pensaba en lo mucho que echaría de menos su total falta de
arrogancia y de malos instintos. Un par de días antes, yo habría considerado,
probablemente, la conveniencia de llevar el cadáver de «Víctor» al
veterinario, con la esperanza de establecer algo concreto sobra la causa de su
muerte, algo objetivamente real que respaldara mi historia. Pero ahora había
renunciado ya a tales propósitos: yo había visto lo que había visto, y no habría
manera de convencer a nadie de que las cosas eran así. Valiéndome de las
manos, dejé la tierra bien llana.
La segunda tarea era de más amplios vuelos. Tenía cierta idea en lo
tocante a la dirección, pero muy poca acerca de la distancia, por lo cual
necesité hora y media de tiempo para aclarar unos veinte metros cuadrados de
terreno, encontrando al final, entre unos matorrales, la figura de plata.
Supongo que me sonrió la suerte. La coloqué sobre un trozo de mármol de
forma triangular, un fragmento de lápida sepulcral, y empecé a hacer uso del
cincel y del martillo. Rápidamente, gracias a la blandura del metal, la dividí
en media docena de trozos no fácilmente identificables, los cuales procedí a
enterrar en diferentes partes del cementerio. Hecho lo cual, me sentí más
seguro, aunque en modo alguno a salvo. Algunos esfuerzos más tendría que
realizar para poder alcanzar tal situación.
Iba a iniciar la siguiente operación cuando me asaltó una idea. Me acerqué
al sitio en que Underhill estaba enterrado, dejé las herramientas a un lado y
me oriné en su tumba.
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—Eres un bastardo —le dije—. Quisiste fingir que no me habías escogido
a mí entre todas las personas que vivieron en esa casa después que tú.
Esperaste a que Amy alcanzase la edad de tus preferencias, dedicándote luego
a excitar mi curiosidad. Y, como en tu forma actual no pudiste hacerle lo que
hiciste con aquellas pobres muchachas, intentaste matarla. Por pura diversión.
Muy científico. ¡Qué fin!
Sin que nadie me viera, regresé al lugar en que dejara la furgoneta,
dirigiéndome hacia la población, que, bajo los ardientes rayos del sol, parecía
poseer una especial significación, como si sus habitantes hubiesen sido las
personas más sabias y felices de Inglaterra. Me detuve frente a la rectoría, una
pequeña pero bonita casa estilo Reina Ana, al otro lado de la carretera que
conducía a la iglesia. En el jardín había matas silvestres por todas partes, y el
suelo estaba cubierto con diversas cosas, entre ellas cuadros representando
escenas campesinas, heredadas, evidentemente, con la casa. Dentro de la
vivienda se oía un rumor de música. Tiré de una herrumbrosa cadena y sonó
una campanilla. Al cabo de un minuto, una figura que se me antojó una
versión bastante bien conservada de Jonathan Swift, abrió la puerta. Me miró
fijamente, masticando algo.
—¿Está el párroco en casa? —inquirí.
—¿Quién es usted?
—Uno de sus feligreses.
—Uno de sus… ¿qué?
—Feligreses. Los feligreses son aquellas personas que viven en la
parroquia, por aquí. ¿Está en casa?
—Voy a ver.
Dio la vuelta, pero, entonces, sobre su hombro, surgió, avanzando, la
figura del reverendo Tom Rodney, vestido con una camisa de mangas cortas y
pantalones muy ajustados al cuerpo, negros, de algodón.
—¿Qué pasa, Cliff? ¡Oh!… El señor Allington. ¿Quería usted verme?
—Pues sí. Deseaba verle. Es decir, si dispone de unos momentos.
—Naturalmente. Entre. Dispense usted este desorden. ¡Ah! Señor
Allington: le presento a lord Cliff Oswestry.
—¿Qué tal? —preguntó lord Cliff.
—Encantando, hombre —repuse, no sabiendo si el joven había adoptado
aquel título por alguna razón comercial o lo había adquirido sin más, por las
buenas. Guiándome por sus modales, acabé inclinándome.
—Todavía no he tenido tiempo de poner aquí un poco de orden —dijo el
párroco—. Regresamos aquí alrededor de las tres de la madrugada y he
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atendido a los servicios religiosos de la mañana… ¡Oh, Cliff! ¿No podrías
bajar un poco el volumen de ese tocadiscos? Creo que Cliff y yo nos hemos
ido aficionando demasiado a ese cantante… Benjie es de los que calan en
uno, ¿verdad?
Nos hallábamos en una especie de cuarto de estar: tres paredes
empapeladas de negro, y en oro la cuarta, con un biombo que no ocultaban
nada en particular y unas cuantas banquetas con la parte superior tapizada de
plástico. Vi unas desportilladas piezas de loza, que daban la impresión de que
habían sido dejadas caer donde se encontraban; una pequeña escultura había
hecho en aquel lugar un aterrizaje forzoso; un cantante invisible que parecía
hallarse resfriado hacía cuanto le era posible por alcanzar unas notas
irrazonablemente altas en medio de un gran estrépito orquestal. Muy pronto,
aquello se transformó en un murmullo, tal vez por obra de lord Cliff, lo más
seguro. No volví a verle.
—Bien. ¿Cuál es su problema? —me preguntó el párroco, casi como
suelen hacerlo los auténticos párrocos.
El hombre se producía así a modo de ejemplo de su actitud contra el peso
muerto de la tradición, contra la cual estaba en guardia constantemente, a
veces, como ahora, inadecuadamente.
—No tengo ningún problema —respondí, moviéndome, nervioso, sobre la
banqueta, buscando una posición tolerable—. Hay dos cosas que deseo
exponerle. La primera es ésta: el mes que viene, como usted probablemente
sabe, se cumple el séptimo centenario de la fundación de mi casa, El Hombre
Verde.
—¡Oh, sí! Alguien me lo dijo, hace unos días.
Aquel «alguien» debía de ser el Padre de las Mentiras, puesto que yo
acababa de inventarme la idea del centenario. En idéntico tono de
improvisación, proseguí diciendo:
—He pensado dar una fiesta para celebrar tal acontecimiento. Desde el
punto de vista financiero, el verano se me ha dado muy bien, y, si sigue el
buen tiempo, podré montar un pequeño espectáculo en el jardín. A mi casa
acude de vez en cuando gente destacada, figuras de la televisión, de la moda,
e incluso de la política. Abrigo la intención de invitar a estas personas. Pero
nunca se sabe quién más puede aparecer por allí. Yo deseaba preguntarle si le
gustaría asistir. En compañía de los amigos que usted desee, claro.
Los ojos de las personas no brillan normalmente, a menos que estén
llorando, pero el párroco realizó un convincente simulacro de llanto sin verse
forzado a recurrir a las lágrimas.
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—¿Podría llevar a mi obispo? A él le encantaría ir, verdaderamente.
—Puede usted presentarse allí en compañía del Moderador de la Iglesia
Libre de Escocia, si le place.
—¡Oh! ¡Estupendo! —Los ojos del hombre dejaron de brillar—. ¿Cuál
era la otra cosa?
—¡Ah, sí! Supongo que usted habrá oído decir de mi casa que está
encantada. Bueno; esto ha originado algunos problemas recientemente. Me
gustaría que usted llevase a cabo un servicio de exorcismos, para
desembarazar a la vivienda de los espíritus, o lo que sea…
—Seguramente bromea.
—Le estoy hablando completamente en serio.
—¡Oh! Vamos, vamos. ¿Quiere decirme que, en realidad, ha estado
viendo fantasmas? ¿De veras?
—¡Y tan de veras! De otro modo, no le habría molestado…
—Bueno; no irá usted a suponer que unas cuantas fórmulas religiosas
pueden producir algún efecto, ¿eh? ¿Sobre qué, además?
—No sé… A mí me gustaría probar. Me haría usted un gran favor si
accediese a complacerme.
Me encontraba a punto para continuar hablando, para decirle con toda
claridad que si no había exorcismos no había tampoco invitación a la fiesta
proyectada, pero él se me adelantó. Indudablemente, en el curso de su carrera
sacerdotal había sabido adiestrarse para identificar un quid pro quo
dondequiera que éste se diese. Con un gesto de irritación, que tan bien podía
expresar su rostro, me preguntó:
—¿Cuándo?
—Ahora mismo. Puedo llevarle a mi casa en cosa de tres minutos.
—¡Oh! Sinceramente… —dijo, aunque sin calor. Por unos momentos
permaneció en actitud reflexiva. Me imagino que pensó entonces en el enojo
de lord Cliff al enterarse de la extravagante petición que me había llevado allí
—. Muy bien. Creo, sin embargo, que resulta impresionante enfrentarse con
una persona de su formación que es presa de una superstición tan grosera
como ésa.
Abandonó su taburete con cierta agilidad.
—Sería mejor que fijara sus honorarios por ejecutar mi encargo.
—¡Oh!… —Lord Cliff, a mi entender, entró en sus reflexiones de nuevo.
Se animó un poco—. Supongo que es preferible hacer las cosas
adecuadamente, ya que andamos en ello. Entreténgase. Pruebe esas frutas.
Vuelvo en un periquete.
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Había unos cuantos plátanos en una fuente, sobre la mesa. Di cuenta en
seguida de dos, diciéndome que estaba haciendo mi comida del mediodía.
Pero, de acuerdo con mi experiencia, incluso una comida tan ligera como
aquella necesitaba ser rociada con algo. Me acerqué a un armario de
desagradable aspecto, que había visto nada más entrar en la habitación.
Aparte de lo que podían ser varillas de incienso, y lo que eran, con seguridad,
cigarrillos de marihuana, había allí ginebra, vermuth, Campari, oporto blanco,
un surtido de horribles bebidas del Mediterráneo oriental, un sifón y ningún
vaso. Rechacé la idea de mezclar un martini con ginebra en un cenicero, y
tomé un sorbo de este último licor. La ginebra no ha sido nunca un néctar,
pero me las arreglé para ingerirla sin toser mucho. La rocié con un poco de
soda, proyectada contra mi garganta, directamente —otro tipo diferente de
hazaña—, y luego me llevé una píldora a la boca. Al proceder así, cruzó por
mi cabeza la idea de que si Underhill había sido capaz de fabricar un centenar
de pájaros de plumaje escarlata y verde, podía, ciertamente, haber elaborado
uno. Verdad era que había producido algo como mis visiones hipnagógicas,
que yo había sufrido durante años, desde mucho antes de trasladarme a su
casa, pero su versión de aquéllas había sido una copia pasable, una
falsificación, en tanto que (comprendí por vez primera) los pájaros habían
sido réplicas exactas del original visto por mí en el cuarto de baño… Era muy
suyo aquello de probar un arma antes de valerse de ella formalmente. Bien.
Cuando dispusiese de tiempo para olvidar cuanto me había asustado el
solitario pájaro, surgiría el motivo para aferrarme a la botella; a la media
botella, por lo menos.
Transcurrían los minutos. Delante de mí, en el otro lado de la habitación,
había una estantería llena de libros. Pero decidí no hacer caso de ellos,
sabedor por anticipado de que me irritarían. Había empezado a considerar
gravemente la conveniencia de un nuevo asalto al armario de las bebidas
cuando regresó el reverendo Tom, de sotana, siendo portador de un maletín
recubierto de blanca pana, me pareció. Aparentaba hallarse en forma,
preparado para hacer frente a lo que pudiera venir o a lo sucedido allí
mientras él se cambiaba de ropas.
—¿Nos vamos? —me preguntó, al tiempo que fruncía las cejas y movía
los hombros.
Contesté que sí.
Después de las tres de la tarde, los domingos, el comedor público solía
estar vacío. Entramos por la cocina, sin ser vistos, y yo cerré inmediatamente
con llave la puerta que daba al vestíbulo. Metódico, el párroco dejó el maletín
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sobre una mesita de servicio, sacó del mismo sus vestiduras o como se llamen
esas ropas, aparte de unas cuantas cosas sueltas, se atavió con todo eso y abrió
un libro.
—Ha sido una suerte tener todo esto a mano —dijo—. Estas cosas no son
de las que se utilizan todos los días.
—Muy bien. Puede empezar tan pronto como esté listo.
—De acuerdo. Sigo pensando que lo que se le ha ocurrido hacer es una
tontería, pero, en fin… ¡Oh! —exclamó el hombre después de pasar unas
cuantas hojas del libro.
—¿Qué ocurre?
—Se supone necesaria alguna agua bendita para esto.
—¿Es que no la ha traído usted?
—¿Y qué quiere que haga con una provisión de agua bendita en casa? No
imaginará usted que la guardo como si fuese ginebra, ¿eh? Espere un
momento… Aquí se dice cómo obtenerla. Hay que… Bueno; no querrá usted
que también me ocupe de eso. Se llevará entonces…
—Sí ahí dice que se emplee agua bendita, usted utilizará agua bendita.
Adelante. ¿Qué es lo que ha de hacer?
—¡Oh, diablos! Bien. Necesitaré un poco de agua y sal.
Le llevé desde la cocina una jarra llena hasta el borde. Vertí un poco de
sal en un plato, tras haber quitado la tapa a uno de los saleros del comedor.
—Evidentemente, hay que hacer como si se limpiara la materia por una u
otra razón. —El hombre cogió un poco de sal con los dedos índice y anular—:
Te hago inmaculada, criatura de la Tierra, en nombre del Dios viviente, del
divino Dios —al llegar aquí hizo la señal de la cruz—. Sé purificada de todas
las malas influencias en nombre de Adonai, señor de los ángeles y de los
hombres…
Me acerqué a la ventana. Se me ocurrió echar otro vistazo por allí, en
busca del crucifijo, que en vano intentara localizar cerca del amanecer. Pero
estaba casi seguro de que, habiendo realizado su cometido, había sido retirado
por su propietario. Esperé unos instantes. Al cabo de uno o dos minutos oí
una débil voz que se dirigía a mí. Era tan débil, que sólo hubiera podido ser
percibida a un metro de distancia o poco más.
—¿Qué estás haciendo? ¿Es que quieres destruirme?
Cautelosamente, con los ojos fijos en el sacerdote, asentí.
—Te puse en el camino conducente a la adquisición de grandes riquezas.
Ibas a estar en condiciones de poder tomar cualquier mujer que se te antojara;
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ibas a poseer toda la gloria que la guerra proporciona; ibas a conseguir la
paz… Sin embargo, tú te obstinas en lo contrario.
Moví la cabeza.
—Yo exorcizo para borrar todas las influencias y las semillas del mal —
leyó el párroco—. En nombre de Cristo y de su Iglesia, las conmino para que
se retiren cargadas de cadenas a la total oscuridad; para que no puedan causar
ningún daño a los servidores de Dios, esperando así el día del arrepentimiento
de los espíritus malignos…
Cuando la débil voz retornó, observé en ella un dejo de temor y también
de súplica.
—Yo no seré nunca nada, pues se me ha negado el arrepentimiento para
siempre. Seré algo insensible para toda la eternidad. ¿Está bien que un
hombre haga eso a otro? ¿Es que quieres jugar a ser Dios, Allington? Sin
embargo. Dios, al menos, se apiadaría de quien le ha ofendido.
Volví a hacer un movimiento denegatorio con la cabeza. Hubiera deseado
poder decirle hasta qué punto se hallaba equivocado en lo tocante a aquella
última cuestión.
—Yo te enseñaré a conquistar la paz mental.
Aquí había un ofrecimiento. Di la espalda al sacerdote y miré más allá de
la ventana, mordiéndome los labios con furia. Me imaginé desentendiéndome
de mí mismo para el resto de mi vida, haciendo caso omiso de las mujeres,
apartándome por completo de la bebida. Luego pensé en la chica apellidada
Tyler, en la apellidada Ditchfield, en Amy, en las que pudiera haber después:
privado del hombre verde, Underhill, seguramente, idearía algún medio para
causar daño a las personas jóvenes y desvalidas. Aquello resultaba
convincente; era mi deber con toda claridad; pero yo me he preguntado a
menudo desde entonces qué fue lo que me llevó a tomar la resolución que
tomé. ¿Era completamente inaceptable la oferta? ¿No se basaría aquélla en
que, como todos, me hallaba firmemente aferrado a lo que era, en todos los
sentidos, hasta el punto de pensar que cualquier cambio radical, aunque fuera
para bien, parecía una especie de auto-destrucción? Moví la cabeza,
denegando.
Al otro lado de la habitación, el sacerdote roció con agua bendita el suelo,
diciendo:
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Por la vida que
nos dio Jesucristo, por Su quebrantado cuerpo, por Su preciosa sangre, por las
siete velas de oro, y por el Hijo del Hombre, plantado en medio de esas velas,
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y por el signo y símbolo de Su santa Cruz, manchada de sangre y triunfante,
yo exorcizo para…
En aquel momento, tan débilmente como antes, pero con absoluta
claridad, oí un grito de terror y desesperación, progresivamente decreciente.
No llegó a morir… Se cortó bruscamente. Me estremecí.
El sacerdote levantó la vista.
—Lo siento… ¿Ha dicho usted algo?
—No. Por favor, termine.
—¿Se encuentra usted bien?
—Desde luego que me encuentro bien —repuse salvajemente—. ¿Queda
mucho?
La gente se había interesado demasiado por mi salud en el transcurso de
los últimos días.
—No. Hay aquí solamente otro par de frases… «Visita, ¡oh Señor!, te lo
suplicamos, esta habitación y borra de ella todas las trampas del enemigo.
Haz que Tus santos ángeles moren aquí para mantenernos en paz, y danos Tu
bendición por mediación de Jesucristo, Tu Hijo. Amén». Ya está. Supongo
que se habrá quedado satisfecho.
—Completamente satisfecho. Gracias.
Me imaginé que lo que acababa de hacer allí el sacerdote no produciría
ningún efecto sobre las apariciones, arriba, de la mujer de los cabellos rojos, y
me sentí contento. No abrigaba el menor deseo de poner fin a aquella tímida y
evanescente sombra.
Un par de minutos más tarde, cuando me disponía a acomodarme tras el
volante de mi vehículo, junto al sacerdote, Ramón fue en busca mía.
—Perdone, señor Allington.
—¿Qué pasa?
—La señora Allington desea verle, señor Allington.
—¿Dónde está?
—Abajo. En la oficina.
—Gracias.
Dije al sacerdote que estaría de vuelta al cabo de unos segundos. Joyce
hablaba por teléfono. Dijo que tenía que irse enseguida y colgó.
—Ramón me acaba de decir que querías verme.
—Lo siento, Maurice, pero te dejo.
Contemplé sus grandes y azules ojos, pero sin que nuestras miradas se
encontraran, porque sus ojos no me miraban a mí.
—Ya. ¿Obras así impulsada por alguna razón especial?
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—No me es posible aguantar esto por más tiempo. No quiero seguir
probando. Estoy harta, cansada de intentarlo.
—¿Qué es lo que intentaste? ¿Regir tu parte de la casa?
—No me gusta el trabajo; pero podría con él si las cosas marcharan de
otra manera. Entonces me tendría por completo sin cuidado.
—¿A qué cosas te refieres?
—He intentado amarte, pero tú no me has dejado… Tú tienes tus ideas
personales acerca de todo, en general… Y los otros se mantienen siempre con
firmeza en sus puestos, haga lo que haga una, les diga lo que les diga… No
vale la pena intentar amar a nadie, si la persona a quien se ama anda distraída,
con la mente fija en otras cuestiones.
—He vivido estos días últimos de una forma que…
—Los últimos días, Maurice, han sido como todos los anteriores por lo
que respecta a la cuestión. Bueno; han sido peores. Ha habido la muerte de tu
padre, el asunto de los espectros y demás, y ahora lo de Amy… Era, por lo
menos, para que te dejaras ver, para que no anduvieras siempre por ahí.
—Me he pasado el día de hoy aquí, si bien es verdad que no te he visto…
—¿Intentaste localizarme? No. Y no me digas que tenías algún trabajo por
hacer, ya que aquí cada cual tiene asignado el suyo. No sé de cierto qué es lo
que piensas tú de las demás personas, lo cual ya es bastante negativo, pero la
verdad es que sueles verlas como simples cosas puestas en tu camino.
Excepto cuando se trata de lo sexual… A veces las tratas como si fueran
simples botellas de whisky. Acabada una, la echas a un lado, y… que me
traigan otra. Tú eres el único que tiene derecho a querer o dejar de querer…
¿Cómo te atreviste a pedir a tu propia esposa que se acostara contigo y tu
amiga? Un pequeño experimento, ¿eh? ¿Y por qué no llevarlo a cabo? Era
muy fácil, perfectamente factible. Necesitabas para él dos mujeres y recurriste
a las que tenías a mano… ¿Y por qué no? Hubiera sido más decente, por tu
parte, dirigirte, por ejemplo, a una prostituta para una cosa como ésa.
—A ti el experimento pareció gustarte.
—Sí. Fue una experiencia maravillosa, pero no tuvo nada que ver con lo
que tú te proponías. Diana se viene conmigo.
Comprendí el sentido de las palabras de Jack aquella mañana. A él,
sencillamente, no le habían dado a conocer los hechos básicos, lo cual era de
prever.
—Todo parece indicar que has estado perdiendo el tiempo conmigo.
—Sabía que dirías algo por el estilo. Es lo que a ti tenía que
impresionarte: la faceta de lo sexual. No conoces más tema que éste. Pero a
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mí y a ella no nos liga el sexo. Nuestra unión no tiene absolutamente nada que
ver con eso. Se trata de estar con alguien, con alguien que en los dos últimos
minutos, o en los siguientes, no se vea solicitado por cualquier cosa más
importante. Amy no va a echarme mucho de menos. No he podido ser una
madre para ella porque tú tampoco hiciste nada para que llegara a mirarme
como hija. No me marcho enseguida. Me quedaré aquí hasta que hayas dado
con una persona capaz de desempeñar mis funciones en la casa. Entretanto,
podremos planear nuestro divorcio.
—Supón que yo hiciese un esfuerzo real para enmendarme…
—Haciendo un esfuerzo no lograrás nada. Y lo más seguro es que pronto
te olvidaras de hacerlo.
Así estaban las cosas. Observé sus ojos de nuevo. Reparé en sus rubios
cabellos, ni muy finos ni muy bastos, simplemente abundantes. Eran como
una ligera pero firme onda que se extendía desde la despejada frente hasta los
fuertes hombros.
—Lo siento, Joyce.
Salí de allí. Oí el mido de la llave en la cerradura de la puerta y un
ahogado sollozo. Me resultaba imposible pensar ahora en todo aquello…
Había, sí, una pequeña parte de este asunto a la que no podía sustraer mi
atención. Aquella que tenía que ver con un experimento. Un pequeño
experimento, ¿eh? ¿Por qué no? ¿Era yo realmente capaz de pensar —de
inclinarme a pensar—, tal como dijera ella, en las cosas y en las personas? De
ser así, tenía que haber algo más en relación con las preferencias por mí,
desde el punto de vista de Underhill, como su instrumento, que la copresencia
de Amy en la casa: algo que guardaba relación con una afinidad. Me
repugnaba esta idea e intenté rechazarla cuando me dirigía lentamente hacia el
sitio donde se encontraban mi vehículo y el párroco.
El hombre me obsequió con una mirada más enfática y petulante que de
costumbre.
—Espero que no le ocurra nada grave…
Puse el motor en marcha y empecé a salir del aparcamiento.
—Tom: no sabe usted lo agradecido que le estoy por haberme dedicado su
tiempo viniendo aquí. Máxime teniendo en cuenta que hoy es domingo.
—¿Hay algo especial en los domingos?
—Bueno… Tendrá que atender a algunos servicios religiosos, ¿no? Habrá
de preparar sus sermones, ¿verdad?
—¿Es que se ha imaginado que me dedico a preparar sermones para la
gente que tengo aquí? Tiene usted que comprenderlo: el sermón ha caído en
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desuso, de la misma forma que ciertas prendas de vestir y las botas de
botones.
—Se ha producido una evolución.
—Una evolución, en efecto. De todos modos, será lord Cliff quien se
encargue de la predicación esta noche. No es que esa gente vaya luego a…
¡Eh, amigo! ¿A dónde vamos?
En lugar de dirigirme a la población y al rectorado, había enfilado el
camino del promontorio familiar.
—Creo que nos queda todavía por hacer una visita más.
—¡Oh, no! ¿De qué se trata ahora?
—Nuevos exorcismos… En un bosque que hay por aquí.
—Usted debe de estar bromeando. Yo…
—¿Qué me estaba diciendo acerca de lord Cliff?
Llegados al sitio, le entregué una botella que había sido de vinagre, que
oculté en mi asiento, después de llenarla de agua bendita sin que él lo viera.
La aceptó, ataviándose de nuevo para el servicio. Yo iba de un lado para otro,
buscando señales de la «encarnación» y posterior desencarnación del hombre
verde, encontrándolas: una fresca cicatriz donde la rama de un fresno se
separara, desgarrándose, del tronco; un montón de hojas retorcidas y como
pisoteadas, procedentes de una docena de árboles y arbustos distintos. Tales
habían sido los elementos constitutivos de su forma aquí, en un bosque inglés;
debía originalmente haber nacido, haber sido llamado a la vida, en algún lugar
en el que la vegetación predominante se compondría de árboles de troncos y
ramas uniformemente cilíndricos. Eso, de todas maneras, parecía haber
atestiguado la figura de plata, ahora reducida a fragmentos. Pero él, y su
poder, se habían evidenciado notablemente adaptables a un radical cambio de
emplazamiento.
Reinaba allí una gran paz. Las sombras y los sitios soleados se alternaban
armoniosamente. Seguía oyendo la voz ligeramente desabrida del párroco,
hablando un poco a la ligera.
—Por los símbolos del ojo del ángel, del diente del perro, de la garra del
león y la boca del pez, yo te ordeno que partas, enemigo de la alegría, criatura
perversa… En nombre de los espíritus de las aguas negras y de la montaña
blanca y del desierto sin fin, te ordeno, investido de la autoridad de Cristo,
que regreses al lugar que te corresponde…
De repente, a unos diez metros de distancia, vi y oí un estremecimiento
entre las hierbas y arbustos. Fue un violento movimiento del aire, demasiado
«informe» y multidireccional para llamarlo remolino. Al principio, la
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perturbación se centró en un punto; luego pareció extenderse… No, no se
extendía, se desplazaba, casi imperceptiblemente primero; después con lentos
pasos, con espaciada andadura; seguidamente, con mayor rapidez,
dirigiéndose al sitio donde se encontraba el sacerdote. Describí una curva en
la carrera que inicié, apartando al hombre de su camino. Él vaciló, estuvo a
punto de resbalar; luego se afirmó contra el tronco de un roble, mirándome.
—¿Qué diablos le sucede, señor Allington? ¿Es que ha perdido la cabeza?
Ya está bien, hombre…
Mientras él continuaba su discurso, yo le di la espalda, siguiendo con la
vista la perturbación observada minutos antes. Ésta adquiría velocidad, se
distanciaba del sitio ocupado por el sacerdote y se perdía a lo lejos, más allá
de un acebal. Tal vez, ya lanzada, no podía cambiar de dirección; quizás
aquella orientación hubiera sido una simple coincidencia; tal vez careciera de
cualidades hostiles… Sin embargo, yo me alegraba de haber reaccionado de
aquella manera. Me apresuré a situarme de forma que pudiera continuar en su
avance. En aquel momento había llegado ya a los linderos del bosque.
—Venga aquí, rápido —llamé.
—No pienso hacer tal cosa.
Ya en una zona despejada, el fenómeno se fue extendiendo, se difundió.
En un espacio próximo, de dimensiones parecidas a las de un campo de tenis,
hubo como un movimiento en las hierbas y luego nada ya. Noté que mis
músculos dejaban de estar en tensión. Entonces regresé junto al sacerdote, que
continuaba apoyado en el roble.
—Lamento eso… ¿Es que no lo vio?
—¿Qué? No vi nada.
—No importa. Bueno, ya podemos irnos.
—¡Pero si no he terminado el servicio todavía!
—Es indudable. Sin embargo, ya ha hecho su efecto.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabe usted?
Adiviné, pese al gesto displicente inevitable en él, que le impedía mostrar
emoción alguna, el miedo que infundía yo al reverendo Tom. Ahora bien, yo
no acertaba a dar con una explicación que no sirviera para asustarlo más,
razonando que una dosis de temor, de la procedencia que fuese, no podía
dejar de hacerle algún bien. En consecuencia, murmuré unas palabras acerca
de la intuición y lo puse en movimiento. Soporté primeramente sus continuas
protestas, y luego su hosco silencio, mientras recorríamos el camino de
vuelta. Frente al rectorado, me dijo en tono conciliador:
—Ya me avisará usted con motivo del asunto de la fiesta, ¿eh?
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«¿La fiesta? ¿Qué fiesta? ¿Se ha vuelto usted loco?», fue lo que me
hubiera gustado decirle. Luego pensé que sería mejor llevarlo a la decepción
completa mediante sucesivos grados. De todos modos, le contesté que obraría
de acuerdo con sus deseos. Dándole las gracias por las molestias que se había
tomado por mi causa, emprendí el viaje de regreso a casa.
En el aparcamiento, vi a Nick, con el capó del maletero de su Morris
levantado. Era portador de dos maletas y le seguía de cerca Lucy.
—Nos vamos, papá. Reúnete con Jo y oblígala a acostarse.
—Sí, sí. Bueno, gracias por haber venido; gracias por vuestra ayuda.
Nick miró a su esposa, diciéndome:
—Joyce nos lo ha contado todo. Los dos sentimos mucho lo ocurrido. Sin
embargo, yo nunca pensé que fuese la mujer más adecuada para ti.
—Más atinado es decir que yo no soy el hombre más indicado para ella.
—Bueno; de todos modos… Ven a vernos tan pronto como puedas.
Apártate de esta casa de vez en cuando. Procura que David tenga más
responsabilidades.
—Gracias. Haré la prueba.
—No se limite usted a probar —medió Lucy—. Hágalo. Usted sabe que
puede. Nos agradaría mucho verle por casa. La habitación de los huéspedes se
encuentra en excelentes condiciones ahora, y nuestra pequeña se pasa las
noches durmiendo de un tirón, hasta las ocho.
Besé a Lucy por vez primera desde el día de la boda, si bien mi beso de
entonces no fue de los auténticos. Besé a Nick. Los dos se acomodaron en el
coche. Antes de arrancar, mi hijo bajó el cristal de su ventanilla,
pronunciando unas palabras. Hizo cuanto le fue posible para que Lucy no las
oyera.
—Iba a preguntarte por el asunto del espectro. ¿Todavía está eso…?
—Se acabó. Todo ha terminado. Ya te referiré la historia completa algún
día.
—Algún día, no. La próxima vez que nos veamos. Hasta la vista, papá. Te
telefonearé esta noche. ¡Ah! Amy preguntó por ti. Escúchala, diga lo que
diga… Y tú contéstale. Hazlo así, por favor, papá.
Encontré a Amy sentada en la cama. En la pantalla del televisor se veían
unos candelabros. La voz de un octogenario estaba diciendo:
—Son muy bellos, ¿verdad? Yo diría que datan de los últimos años del
siglo dieciocho. No son ingleses, desde luego…
—Apaga el televisor, por favor, papá.
La complací, sentándome seguidamente en el borde de la cama.
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—¿Cómo te encuentras, Amy?
—Muy bien, gracias. Se marcha Joyce, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo ella. Vino a ver si quería alguna cosa y estuvimos charlando
un rato. Le pregunté si íbamos a pasar el fin de semana en Eastbourne antes
de que tuviera que regresar al colegio, como el año pasado, y me contestó que
era posible que tú y yo fuéramos, pero que para entonces ya no estaría con
nosotros. A continuación me lo explicó todo. Se encontraba muy triste, pero
no se echó a llorar…
—Es extraordinario. Explicarte a ti esas cosas…
—Bueno; no tanto. Siempre ha dicho cosas sin pararse a considerar lo que
pudieran parecerles a los demás.
—Sí, es cierto.
—Al parecer, papá, no tienes mucha suerte con tus esposas. Quizá sea que
no las tratas como debieras tratarlas. Bueno; me puse a pensar en lo que
nosotros debíamos hacer. Ahora tengo trece años. No quiero casarme hasta
que haya cumplido los veintiuno. Tengo por delante, por lo menos, ocho años,
si es que no necesito más tiempo para dar con el hombre que me guste.
Durante esos años puedo ayudarte en lo que sea. La cocina se me da bien, y si
no quieres verme trabajando en la cocina, puedo dedicarme a aprender más
observando lo que se hace en ella. También puedo tomar recados por teléfono
y atender otras cosas por el estilo. Y, cuando sea mayor, estaré en condiciones
de intentar otras tareas. Me ocuparé de las cuentas de la casa, por ejemplo. Te
seré muy útil, ya lo verás.
—No sabes lo que me place tu buena disposición, hija —contesté,
disponiéndome a abrazarla.
Pero ella se echó hacia atrás, mirándome fijamente.
—No tiene importancia —dijo—. No te he dicho todo eso para que tú te
sientas mejor. He estado pensando en estas cosas muy en serio, haciendo mis
planes. Yo creo que podrías empezar ahora por vender este negocio… En esta
casa ha muerto el abuelo, de ella sale ahora Joyce, y luego, el hombre de
anoche… Debiéramos trasladarnos a un sitio en el que yo pudiera seguir
yendo al colegio y vivir en casa. Un lugar ideal sería Cambridge, o
Eastbourne, u otra población parecida. ¿No crees que es eso lo que nosotros
deberíamos hacer?
—Sí. Tienes razón. Tenemos que irnos de aquí. Desde luego, todo
depende de las hosterías u hoteles que se hallen a la venta allí donde nosotros
queramos encaminamos.
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—Esa parte del asunto es cosa tuya. Después, cuando hayamos dado con
el sitio ideal, buscaremos qué colegios hay por allí.
—Empezaremos a hacer gestiones mañana mismo.
—Si es que tienes tiempo.
—No te preocupes: tendré tiempo.
Amy se abalanzó hacia mí, besándome. Yo la retuve entre mis brazos.
Poco después salí de la habitación. Antes me ofrecí para volver a ponerle en
marcha el televisor. Pero la niña no quiso… Me dijo que deseaba continuar
reflexionando.
Había sonado la hora de la ducha. Después me cambiaría de ropa para la
velada. Al iniciar aquella serie de acciones pensé que las cosas se habían ido
desarrollando conforme a unas normas. Algunas de ellas, por lo menos, sí. Me
encontraba en tensión de nuevo y mi corazón latía con fuerza, avanzando
hacia el punto en que comenzaría a vacilar. También, como había estado
sucediéndome en los últimos días, observé lo torpe que me estaba volviendo:
di fuertemente con un hombro contra la puerta del cuarto de baño, me
despellejé los nudillos en los grifos, se me escapó la pastilla de jabón de la
jabonera, como si estuviese bebido, lo cual no era así, o como si mis poderes
de coordinación estuvieran deteriorándose progresivamente. Este pensamiento
me dejó fatigado de una manera insoportable, y lo mismo pasó con la idea de
que al día siguiente comenzaba otra semana: tenía que telefonear a la
compañía de seguros para tratar del Volkswagen, ver al abogado para
ocuparme del testamento de mi padre, gestionar la adquisición de carne, y
depositar en el banco los ingresos, estudiar las compras de frutas y verduras, y
planear siete días más de actividad… Había de pensar, además, en lo de
Joyce, en la venta de la casa, en la búsqueda de otra, en localizar una mujer
que me hiciera compañía en el lecho…
Mucho antes de lo que podía haber esperado (no me había mantenido en
realidad expectante), hallé que había comenzado a comprender el significado
de la profecía del joven, quien afirmara que llegaría a apreciar la muerte y lo
que ella podía ofrecerme. La muerte era el único medio que se me deparaba
de escapar para siempre del cuerpo y de todos sus pseudosíntomas de
enfermedad y de temor, de aquel estar pendiente a todas horas del mismo, de
mi persona, con sus rudezas y sentimentalismos, de los inefectivos, insinceros
e impracticables propósitos de comportarme mejor, de mi atención a mis
propios pensamientos, de la manía de contar por millares para ordenarlos, de
mi afición al whisky… Él había dicho que nunca me vería libre de su
presencia mientras el mundo existiera, y yo le creí. Sin embargo, cuando yo
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muriera me libraría de Maurice Allington por un espacio de tiempo más largo
que ése.
Me puse la chaqueta del smoking, tomé un whisky largo y bajé las
escaleras con objeto de iniciar mi servicio nocturno.
FIN
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Sir KINGSLEY AMIS (Clapham, Londres, Inglaterra, 16 de abril de 1922 -
22 de octubre de 1995, Londres, Inglaterra), fue novelista, poeta, crítico
literario y profesor.
Recibió su educación en la City of London School y en la St. John’s College,
Oxford. Participó en la Segunda Guerra Mundial como teniente de la Royal
Corps of Signals. Desde 1949 hasta 1961 fue profesor de universidades en
Gales, Inglaterra y Estados Unidos.
Amigo fraternal de Edmund Crispin y Philip Larkin (que moriría en casa de
los Amis en 1985), fue uno de los máximos representantes del movimiento de
los «Jóvenes Airados» o «Angry Young Men».
Empezó su carrera literaria como poeta, aunque lo que le llevaría a la fama,
en 1954, fue la publicación de su primera novela, Lucky Jim (galardonada con
el Premio Somerset Maugham). En sus años jóvenes, Kingsley Amis fue
estalinista y miembro del Partido Comunista. No obstante, posteriormente;
coincidiendo con la invasión de Hungría por parte de la Unión Soviética en
1956, Amis se convirtió en un estridente anticomunista, siendo tachado
incluso de reaccionario. Expuso su cambio de pensamiento político en 1967,
en el ensayo Porqué Lucky Jim torció a la derecha (Why Lucky Jim Turned
Right). Escribió más de cincuenta obras, entre ellas veinte novelas, seis
volúmenes de poesía y sus Memorias, en 1991. También colaboró en la
Página 192
redacción de algunas de las novelas protagonizadas por el agente James Bond.
Fue galardonado en 1986 con el prestigioso Booker Prize al mejor libro del
año (Los viejos demonios), premio al que había estado nominado en dos
ocasiones previas. En 1990 fue distinguido con la Orden de Caballero del
Imperio Británico. Murió el 22 de octubre de 1995, en Londres. The Times lo
considera uno de los diez mejores escritores ingleses posteriores a 1945.
Página 193
Notas
Página 194
[1] «Supersticiones y Relatos de Duendes Británicos.» (N. del T.) <<
Página 195
[2] Profesor y miembro de la corporación de un colegio. (N. del T.) <<
Página 196
[3] Es decir, «Jack, de verde». (N. del T.) <<
Página 197
[4]
Feor, forma antigua de fear, temor. Home es también sitio, aparte de casa,
habitación. (N. del T.) <<
Página 198