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Antro Polo Gia Filo So Fica

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ANTROPOLOGIA

Introducción
Hay algunas preguntas que el ser humano se ha hecho repetidamente a
lo largo de la historia, y que cada uno se puede plantear en algún momento
de su vida. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo y hacia dónde se dirige mi
vida? ¿Por qué razón existo? Desde el frontispicio del templo de Apolo en
Delfos ya se invitaba al ser humano a aplicarse a la tarea de conocerse a sí
mismo, y el mismo Sócrates afirmó que una vida no examinada no era digna
del hombre

La aspiración al propio conocimiento es una constante en la historia de


nuestra especie, y la interpretación que hacemos de nosotros mismos —en
cuanto individuos singulares y en cuanto seres humanos— también forma
parte de lo que somos. Así, puede afirmarse que todo ser humano es en
cierto sentido un “antropólogo”, pues a cada uno le interesa el conocimiento
de sí mismo y de sus semejantes, y posee una idea más o menos elaborada
de lo que es “un ser humano”, y de lo que se ajusta o desdice de esta
condición.

Los humanos nacemos y forjamos nuestra identidad en el seno de una


sociedad que tiene una cosmovisión y unos valores que se manifiestan en
sus tradiciones y costumbres. Y en cada cultura se contiene también una
imagen del hombre: una interpretación sobre lo que significa “ser humano”.
Es en el seno de esa tradición a la que pertenece, donde el hombre
empieza a conocerse y a cuestionarse quién es, qué puede llegar a ser y
qué sentido tiene su vida [San Martín 1988: 110].

La Antropología Filosófica es un tipo peculiar de indagación sobre el ser


humano que —si bien tiene un valor transcultural, como se verá más
adelante (Cfr. Apartado 2.2)— tuvo su origen en el marco de la tradición de
pensamiento occidental hace casi 2.500 años. Por las limitaciones de
espacio que impone la naturaleza del presente trabajo, solo se podrá
presentar una visión introductoria básica a este saber: se expondrán sus
principales características, método, teorías, contenidos, y una breve síntesis
de su desarrollo histórico. Se ofrece también una selección bibliográfica de
calidad que permite profundizar en este tema.
2. La Antropología como “conocimiento
del ser humano”
2.1. El conocimiento de la facticidad humana
El ser humano dispone de tres instancias que le permiten conocer el
mundo y reconocerse a sí mismo como parte de él: el conocimiento
espontáneo, el conocimiento científico y su propia autoconciencia.

En primer lugar, el conocimiento espontáneo —en su doble vertiente:


sensible e intelectual— ofrece las primeras respuestas a la curiosidad
natural del ser humano y a su apertura intencional a la totalidad de lo real,
permitiéndole adquirir desde los primeros años de vida, un importante
bagaje de información acerca del mundo y de sí mismo.

El desarrollo exponencial del conocimiento científico —que ya Aristóteles


definió como el saber sistemático y ordenado de la realidad por sus causas
—, proporciona además abundante información sobre la composición
material del organismo humano desde las perspectivas física, química,
biológica, genética, funcional, etc., y de los productos de su actividad:
literatura, economía, historia, arquitectura, ingeniería, etc. En definitiva, las
distintas ciencias experimentales y las humanidades ofrecen un amplio
repertorio de información acerca de cómo está hecho el ser humano y lo
que éste es capaz de hacer.

Por último, hay una dimensión esencial de la vida humana a la que cada
uno tiene un acceso exclusivo: la propia intimidad. La capacidad de
reflexión, de examinar las propias acciones, intenciones, deseos,
aspiraciones, frustraciones y esperanzas más íntimas -la autoconciencia-
constituye una fuente primordial de conocimiento y experiencias humanas,
que permiten también formular hipótesis sobre el mundo interior de los
demás.

2. 2. La pregunta por el sentido de lo humano


La información sobre sí mismo que el ser humano obtiene a través de las
tres fuentes de conocimiento mencionadas, aun siendo abundante y
necesaria para su vida, no resulta completamente satisfactoria. Estos
saberes proporcionan un tipo de información que se circunscribe al ámbito
de lo fáctico: de qué estamos hechos, cómo estamos hechos, etc.; pero no
pueden explicar por qué somos, por qué somos como somos, ni
tampoco para qué existimos. En definitiva, el conocimiento espontáneo, las
ciencias empíricas y las humanidades no pueden responder a la pregunta
por el sentido de lo humano que, de modo más sencillo, podría formularse
así: “¿Para qué existe alguien como yo en un sitio como éste?”.

Ciertamente, la pregunta por el sentido de lo humano no es


cronológicamente la primera que el hombre se formula: antes se cuestiona
por el ser de las cosas o por el orden del universo; y vuelve la mirada hacia
sí mismo en un segundo momento, cuando confluyen paradójicamente
hacia él todos los demás interrogantes.

La pregunta por el sentido —que es, en definitiva, la cuestión de la causa


final— no puede abordarse desde las ciencias particulares sino desde otras
instancias gnoseológicas. En concreto, el ser humano ha intentado hallar
respuestas recurriendo a las grandes tradiciones sapienciales de carácter
más o menos explícitamente religioso y la reflexión filosófica.

Hay tres grandes tradiciones sapienciales que se han planteado la


cuestión del sentido de la existencia humana

— Los textos de los Upanishads, compuestos en la India entre los siglos


VIII y VII a. C., contienen reflexiones acerca de la naturaleza última del
mundo y señalan que la verdadera identidad de los humanos reside en
su íntima conexión con todos los demás seres que componen el
universo.

— En el seno de la tradición China, las Analectas —la recopilación del


pensamiento de Confucio (551-479 a.C.) realizada por sus discípulos—
presentan también una teoría del universo y de la naturaleza humana
junto con prescripciones éticas que intentan responder a las grandes
preguntas sobre el hombre.

— Finalmente, para la tradición judía —recogida en la Biblia como


revelación divina— la razón de la existencia los seres humanos es que
han sido creados por un Dios todopoderoso que les ha destinado a una
vida eternamente feliz en su presencia; pero estos planes se frustraron
por culpa del hombre, aunque Dios prometió restaurarlos en un tiempo
futuro.

Estas tres tradiciones ofrecen una explicación del sentido de la existencia


humana que tiene un carácter sapiencial o religioso; pero en ningún caso
emplean métodos y argumentos de carácter exclusivamente lógico, racional.

Por contraste, la reflexión filosófica busca el conocimiento de la realidad


por medio de la investigación intelectual; constituye un intento de “tomarse
en serio” el conocimiento del hombre y del mundo, hasta llegar a las últimas
causas, empleando exclusivamente procedimientos racionales. Porque el
filósofo, aunque no las rechace ni desprecie, necesita ir más allá de las
explicaciones míticas y el conocimiento divinamente revelado.

Así, mientras que las explicaciones sobre el sentido de la vida humana


que proporcionan las tradiciones sapienciales no pueden considerarse
“científicas” y las ciencias particulares tratan de explicar al ser humano
como un ser en el cosmos (ciencias de la naturaleza) o como agente en la
sociedad (ciencias humanas), la filosofía se orienta al descubrimiento del
sentido de la vida humana. La filosofía no menosprecia la información que
proporcionan las ciencias; pero no pretende ofrecer otra explicación
científica más. La ciencia se limita a constatar y explicar los hechos; la
filosofía busca interpretarlos teniendo en cuenta todas las dimensiones que
son significativas para el ser humano. No es suficiente para el filósofo
conocer cómo está constituido biológicamente el ser humano: la biología
describe la estructura material en la que transcurre la vida humana, que es
el locus en el que se diseñan las posibilidades de cada uno que, a pesar de
que están dadas biológicamente, no están constituidas humanamente; es
decir, asumidas como tales y puestas como principio de las realizaciones
personales [San Martín 1988: 187]. El filósofo busca precisamente esa
comprensión.

Conviene precisar que cuando se habla de filosofía en este contexto no


debe entenderse como un “sistema de pensamiento” acabado, o una “teoría
filosófica”; aquí se emplea el término “filosofía” en un sentido más amplio.
La filosofía se puede considerar como una disciplina académica, como
una técnica o como una actividad humana. Para ilustrarlo, Justin Smith
emplea tres analogías, comparando la filosofía con el ballet, las armas de
fuego y la danza [Smith 2016]. El ballet es una modalidad específica de
danza, que se origina en un lugar y en un tiempo concreto, a la que se
atribuye un valor cultural específico. Las armas de fuego son un tipo de
tecnología militar cuyo origen temporal y geográfico es también
determinable, aunque tienen un valor transcultural y pueden ser utilizadas
por cualquier persona o grupo que las tenga a mano. Por último, la danza es
una práctica inherente a todas las sociedades humanas, que emerge y
asume formas diferentes en tiempos y lugares muy distantes entre sí. Pues
bien, aquí se está hablando de filosofía según la acepción de la segunda
metáfora: como una técnica de reflexión racional sobre la realidad que tuvo
su origen en un tiempo y en una cultura concreta, pero que tiene valor
transcultural, y por eso puede ser empleada con éxito por cualquier ser
humano domine su uso. Más adelante [Cfr. Apartado 3] nos ocuparemos del
desarrollo de la Antropología Filosófica como disciplina académica, según la
primera de las acepciones mencionadas en las metáforas anteriores.

En efecto, la filosofía —como ejercicio de la razón más allá de las


apariencias sensibles, en busca de los primeros principios de la realidad—
surgió en el ámbito cultural griego alrededor del siglo VII a. C. En sus
inicios, los filósofos se preguntaron fundamentalmente por las últimas
causas del mundo físico: el arjé o primer principio del que todo está hecho.

Siglos más tarde, en la ciudad de Atenas, Sócrates orientó por primera


vez la reflexión filosófica hacia los seres humanos, con la intención de
resolver una cuestión práctica: ¿cuál es el modo de vida digno del ser
humano? Para responder a esta pregunta se necesita tener una idea acerca
del hombre, y aunque Sócrates no desarrolló propiamente una teoría
antropológica sino que su reflexión tuvo un carácter fundamentalmente
ético, a él se debe que la pregunta por el ser humano haya estado presente
en la tradición filosófica occidental hasta nuestros días, hasta constituir
posteriormente una rama de conocimiento específica dentro de la Filosofía
como disciplina académica.

2. 3. Otras cinco preguntas básicas de la Antropología


Filosófica
Desde que Platón, siguiendo a Sócrates, formulara la primera teoría
filosófica sobre el ser humano, las preguntas “¿Qué es el hombre?”, y
“¿Qué es lo que nos hace humanos?” —es decir, la cuestión de la
“esencia”, “condición humana” o cualquier otro nombre que se le haya dado
— ha estado siempre presente, hasta nuestros días, en la reflexión
filosófica. Y muchos filósofos están convencidos de que preguntarse por lo
que significa ser una persona humana es la tarea intelectual más importante
que puede plantearse en la actualidad [Ward 2010: 12].

El ser humano experimenta la necesidad de formular una idea, de tener


una visión integral y abarcante de quién es el hombre que pueda dar
respuesta a los múltiples interrogantes que se le plantean en relación con el
sentido de su existencia. Precisa disponer de un concepto, un modelo
intelectual que ordene e integre los conocimientos sobre el ser humano que
posee. Esta “imagen filosófica” de lo que implica “ser humano” resulta
imprescindible para orientar el propio proceso de autorrealización y
cualquier tarea educativa.

Una segunda pregunta, directamente relacionada con la cuestión de la


naturaleza humana, es la que busca si existen algunas características que
distinguen a los humanos del resto de los vivientes. La idea de que los
humanos formamos un grupo aparte, diferente y superior del resto de los
vivientes, ha sido pacíficamente sostenida hasta finales del siglo XIX; solo
después de la formulación de la teoría de la evolución por parte de Darwin
se ha empezado a poner en tela de juicio.

¿Qué tenemos en común y en exclusiva “nosotros, los humanos”, que


nos lleva a considerar “uno de los nuestros” a cualquier nacido de mujer,
aunque se perciban entre “nosotros” grandes diferencias en el aspecto
físico, capacidad intelectual, habilidades técnicas, etc.? [Spaemann 2000]
Las respuestas que se han dado a esta pregunta han sido también muy
variadas [Cfr. Apartado 3.3]; e incluso, actualmente hay filósofos que
sostienen que se trata de una pregunta sin sentido. En cualquier caso, es un
tema que no puede eludirse porque aunque existen fenómenos humanos
que tienen una determinación histórica y una especificidad cultural muy
concreta y no pueden generalizarse e incorporar a la idea de lo que es
“esencialmente humano; y se constatan también fenómenos que no
pertenecen en exclusiva a nuestra especie —como, por ejemplo, la nutrición
—; sin embargo es necesario admitir la existencia de ciertas estructuras
básicas de la realidad humana —como la plasticidad biológica, la
creatividad, la producción cultural, la capacidad lingüística, etc.—, que son
características exclusivas de nuestra especie. Esta común naturaleza no es
un conjunto de factores mostrenco, sino algo dinámico, y no contradice la
posibilidad de que existan modos diferentes de “ser humano” (de expresar o
actualizar la naturaleza humana) y el hecho de que cada persona pueda ser
una instancia particular de “un modo de realizarse una existencia humana
plena”, que puede adoptar formas diversas [Schatcht 1990]. Aunque,
lógicamente, no es posible vivir humanamente “de cualquier manera”.

En tercer lugar, relacionada también con las diferencias entre el hombre y


el resto de los vivientes, está la pregunta por el origen de la cultura. En
efecto, solo los humanos —en cuanto especie— creamos estructuras y
objetos culturales en los que se produce una innovación que es
acumulativa. Con el surgimiento de la Filosofía de la Cultura a inicios del
siglo XX, la “naturaleza humana” deja de considerarse algo opuesto o
enfrentado a la “cultura”, para concebir al hombre como un ser naturalmente
cultural. El ser humano no habita en un universo meramente físico sino
cultural, entretejido por el lenguaje, el mito, el arte, la ciencia, las
costumbres e instituciones, etc., que él ha creado para hacer del mundo
físico un ámbito habitable.

Otra pregunta recurrente en la historia de la Antropología Filosófica ha


sido la cuestión de las relaciones entre las dimensiones material e inmaterial
del ser humano. Desde que Platón formulara la teoría dualista del hombre
—compuesto por dos substancias diferentes: materia corruptible y forma
inmaterial e inmortal—, el tema ha sido abordado por numerosos filósofos,
aunque la manera de plantearlo y la terminología empleada haya variado a
lo largo de la historia. Aristóteles trató de resolver la cuestión de las
relaciones alma-cuerpo con su teoría hilemórfica; el problema se reformula
en el siglo XVI de la mano de Descartes, quien sostiene la
incomunicabilidad entre la res cogitans y la res extensa; el idealismo
posterior lo plantea como las relaciones entre el sujeto cognoscente y
el objeto conocido; y en nuestros días se formula como el estudio de las
relaciones mente-cerebro, etc.

Por último, la Antropología Filosófica no puede dejar de preguntarse por


el origen radical del hombre, cuestión que es correlativa a la pregunta por el
fin de la vida humana. Nadie se da la existencia a sí mismo sino que la
recibe de quienes le precedieron: cada uno es, en ese sentido, el resultado
final de un proceso. ¿De qué tipo de proceso se trata? Esta cuestión puede
sintetizarse formulando tres alternativas: “¿Somos, esencialmente,
productos de la evolución, programados para actuar en interés propio, para
que se reproduzcan nuestros genes o dar cumplimiento a nuestros impulsos
biológicos? ¿O no existe esa naturaleza humana “esencial”, solo la
capacidad de ser modelados por la sociedad y sus fuerzas económicas,
políticas y culturales? ¿O existe alguna razón objetiva trascendente (quizá
divina) para las vidas y la historia humana?” [Stevenson et al. 2013: 2-3]. En
cualquier caso, es un tema que es necesario afrontar si se desea
comprender a fondo la existencia humana en el planeta. Las ciencias
ofrecen explicaciones acerca de qué somos y cómo actuamos, pero sólo la
filosofía es capaz de abordar la cuestión del último por qué y el para qué del
ser humano: cuestiones más inquietantes, sin duda, pero que tienen
también mucho más interés.

En las respuestas que se han dado a estas cuestiones a lo largo de la


historia de la Antropología Filosófica, se contienen los grandes temas que
integran este campo del saber: el sentido de la vida; la muerte y el deseo de
inmortalidad; el alma y su relación con el cuerpo; la sensibilidad, afectividad,
inteligencia, voluntad, libertad; las vinculaciones con otros seres humanos:
el amor, la amistad, las relaciones de poder…; las condiciones de
posibilidad del conocimiento de la realidad; la relación del ser humano con
el mundo, etc. Y más recientemente, al hilo del desarrollo de las ciencias
experimentales y el avance de la técnica, se han ido incorporando otras
cuestiones como el lugar del hombre en el universo; las fronteras entre la
especie humana y los demás vivientes; el origen del hombre; la singularidad
humana; la creación cultural; la intencionalidad; el sentido de la sexualidad
humana; la inteligencia artificial; el futuro de nuestra especie, etc. En
definitiva, todas las dimensiones humanas y cualquiera de sus creaciones
pueden ser objeto de estudio desde la perspectiva de la Antropología
Filosófica.

3. La Antropología Filosófica como


disciplina
Aunque el ser humano siempre se ha interrogado por sí mismo, y desde
Sócrates puede hablarse de una tradición de pensamiento filosófico sobre el
hombre contenida en las obras de muchos pensadores, no siempre ha
existido la Antropología Filosófica como disciplina académica o especialidad
dentro de la Filosofía, sino que su origen suele situarse a partir de Kant.
Veremos ahora cuál es el objeto y el método de esta disciplina.

3.1. El objeto de la Antropología Filosófica


Desde el punto de vista etimológico, “Antropología” significa “Estudio
sobre el hombre” —Anthropos— en la acepción más amplia del término. El
objeto de estudio de la Antropología son los seres humanos en general, sin
considerar inicialmente lo que distingue a unos de otros. Que la
Antropología sea “Filosófica” indica el método propio que se emplea en ese
estudio de lo humano: el ejercicio de la razón, cuando pretende llegar al
conocimiento de las últimas causas de la realidad.

Desde el punto de vista etimológico la cuestión es sencilla, pero cuando


se considera fácticamente al objeto de la Antropología Filosófica se
presentan varios problemas. Por una parte, se advierte que en este saber
coinciden el objeto de estudio y el sujeto que conoce. Esto añade un
considerable grado de dificultad a la tarea de análisis, y la “objetividad “de la
Antropología Filosófica se ve también comprometida por este hecho. Por
eso, se puede decir que el objeto propio de la Antropología Filosófica es “el
ser humano en cuanto interpretado por sí mismo”.

Además de esta “falta de objetividad estructural” de la disciplina, hay que


tener también en cuenta la complejidad misma del ser humano. Se ha
descrito al hombre como un microcosmos, y en él confluyen múltiples
tensiones: la facticidad humana puede ser estudiada con éxito por las
ciencias naturales, pero el hombre posee además una dimensión histórica
esencial que escapa el estudio de las ciencias experimentales, pues se le
ha dado como tarea construir su propia identidad; el ser humano
experimenta también una continua tensión entre lo que ya es y el ideal hacia
el que orienta su existencia. Por otra parte, cada ser humano es un
individuo único, irrepetible, no asumible completamente en la generalización
de la especie; y la imagen que cada uno posee de sí mismo es parte
constitutiva de lo que es, etc. Por lo tanto, la determinación del objeto de
estudio de la Antropología Filosófica no es, en la práctica, una tarea
sencilla.

Finalmente, conviene recordar que toda idea sobre el ser humano se


elabora desde una cosmovisión asumida previamente por el sujeto
[Beorlegui 1990]. El hombre vive en un mundo ya comprendido,
interpretado, y no tiene sentido tratar de encontrar un presunto “estado
humano inicial” que permita reconstruir una idea de ser humano sin
supuestos, “por debajo” o “por detrás” de esa comprensión [Bollnow 1976].
Por lo tanto, si no es posible liberarse de supuestos, conviene recordar con
frecuencia que en cualquier intento de elaboración de una Antropología
Filosófica, hay ya una Antropología implícita, una cierta idea de qué es el
ser humano.

En este sentido, se puede considerar que el objeto y la tarea de la


Antropología Filosófica es también mostrar cómo se ha respondido a la
pregunta por el ser humano a lo largo de la historia del pensamiento; y —
por ser filosófica— contrastar en un plano trascendental las
argumentaciones que ofrecen los distintos saberes sobre el hombre [Morey
1987]. Precisamente la reflexión filosófica ayuda a superar la aparente
imposibilidad de lograr un conocimiento adecuado del ser humano; porque
si bien en el plano empírico se produce cierta falta de “objetividad”, la
filosofía —al situarse en un nuevo ámbito gnoseológico en el que tales
nociones puedan ser consideradas en sí mismas, de modo reflejo y crítico—
tiende a superar ese relativismo. La filosofía se abre al plano trascendental
—metacultural— desde el que cada cultura puede adquirir una conciencia
refleja de sí misma y de los demás sistemas culturales en cuanto tales. Por
eso, en el ámbito gnoseológico propio de la filosofía, la Antropología se
ocupa del análisis de las condiciones de posibilidad de que existan un ser
como el hombre, y un saber como la filosofía en cuanto ejercicio del
pensamiento humano que busca llegar a su comprensión esencial [Choza
1985].

A la hora de estudiar ese complejo ser que es el hombre, la Antropología


Filosófica debe esforzarse por evitar todo reduccionismo, acogiendo
reflexivamente el mayor número de elementos y dimensiones que
componen la realidad humana: corporalidad, cultura, sociabilidad, lenguaje,
capacidades funcionales de todo tipo, dimensiones ética, estética y
religiosa, etc., y corresponde a este saber, como intento de responder
filosóficamente a la pregunta por el sentido de la existencia humana, la
tarea de integrar las aportaciones de las demás ciencias antropológicas
(experimentales y humanas), en una síntesis de un nivel de abstracción
superior (filosófico). No basta con acumular información: es necesario
alcanzar otro nivel de reflexión y de síntesis para poder atisbar el sentido de
lo humano desde la confluencia entre ciencias y la propia filosofía [Beorlegui
1990].

Por eso, la Antropología Filosófica no pretende elaborar una nueva


imagen —otra más— del hombre; sino que constituye un intento
de comprender al ser humano pensándose a sí mismo y pensando el tejido
de la vida que lo constituye [San Martín 1988: 113]. Pero este hombre no
nos es dado solamente como un dato empírico, sino como una totalidad
abierta, en un movimiento de autotrascendencia, como una frontera siempre
móvil abierta a la infinitud. El objeto de la Antropología Filosófica no se
presenta como una “cosa experimentable” sino, sobre todo, como el
horizonte de una pregunta [Ibáñez-Langlois 1978: 45] que nos atañe y
compromete íntimamente.

Para estudiar al ser humano, la Antropología Filosófica necesita integrar


los conocimientos que proporcionan la Antropología Física, la Antropología
Psicológica y la Antropología Sociocultural, con el fin de responder en
términos de esencia a las preguntas por el sentido que afectan a la
corporalidad, sensibilidad, tendencialidad, afectividad, eticidad, sociabilidad,
religiosidad, historicidad, creatividad, etc., del ser humano [Choza 1985:
179].

3.2. El método de la Antropología Filosófica y la


cuestión del punto de partida
Una cuestión metodológica de suma importancia para orientar el
desarrollo de cualquier disciplina es el tema del “punto de partida” [Choza
1989]. A lo largo de la historia de la Antropología Filosófica, hay autores que
han partido de la consideración del ser humano como un tipo de viviente
(Aristóteles), como un sujeto pensante (Descartes), como ser-en-el-mundo
(Heidegger), como elemento insignificante del conjunto social (Marx), como
un absurdo (Sartre), etc. La experiencia muestra que para tratar de integrar
el mayor número de dimensiones y experiencias humanas en una visión de
conjunto coherente, conviene partir “desde abajo”: de las observaciones
generales y comunes que proporciona la experiencia humana –
conocimiento espontáneo y autoconciencia- y de los datos aportados por las
ciencias particulares que estudian al hombre.
La elaboración de la Antropología Filosófica debe evitar dos extremos:
elaborar modelos teóricos inverificables que no pueden dar razón de la
experiencia sensible ordinaria, o caer en reduccionismos positivistas de
corto alcance [Beorlegui 1990: 312]. El método más adecuado será aquél -o
aquellos- que permitan elaborar un saber que, teniendo en cuenta los datos
sobre la facticidad humana aportados por las ciencias experimentales y las
humanidades, proyecte sobre ellos una mirada crítica y reflexiva para
intentar descubrir el sentido profundo de lo que significa ser
humano [Vicente Arregui - Choza 1991].

Según esta propuesta, el primer paso consiste en describir la experiencia


humana con la mayor gama de matices posible para, posteriormente,
profundizar en el conocimiento mediante la pregunta filosófica -metafísica-
por antonomasia: ¿Cómo es en sí misma una realidad a la que
corresponden tales y tales manifestaciones? O, en nuestro caso: ¿Cómo
tiene que estar constituido el ser humano para que tales y tales fenómenos
puedan ser comprendidos en la totalidad de su significado? Se trata, por
tanto, de un método que se despliega en dos momentos -análisis
fenomenológico y desarrollo inductivo o metafísico- que busca comprender
el modo de ser de lo conocido. A éstos, puede seguir un tercer momento
deductivo, en el que se enumeren otras propiedades de la naturaleza
humana que no hayan sido extraídas de la experiencia inmediata [Vicente
Arregui - Choza 1991: 28].

3.3. La pregunta por la “naturaleza humana”


Sin lugar a dudas, uno de los temas centrales de los que se ha ocupado
la Antropología Filosófica a lo largo de los siglos ha sido la cuestión de la
“naturaleza humana”; es decir, la indagación acerca de si existen algunas
características que son compartidas por todos los seres humanos y que son
“esenciales” en el sentido de que definen lo que es “ser humano” [Le Nezet
et al. 2014]:

A esta pregunta se le han dado respuestas muy diferentes, que pueden


agruparse en dos grandes categorías: las posturas esencialistas, que
afirman que existen rasgos o cualidades básicas de carácter estable, que
pueden considerarse la “naturaleza humana”; y las posturas no-
esencialistas que lo niegan. Dentro de cada una de estas categorías se
sitúan a su vez diversas escuelas o estilos de pensamiento. Simplificando,
se pueden resumir las principales respuestas filosóficas a la cuestión sobre
la naturaleza humana en cuatro grandes categorías: dos esencialistas (a y
b) y dos no esencialistas (c y d).

a. Esencialismo intelectualista, que considera al ser humano como un


“animal racional”. Se afirma que existe un conjunto de rasgos que
definen y distinguen a los seres humanos: el más exclusivo y superior a
todos ellos es la razón o capacidad de pensamiento abstracto. Que el
ser humano sea inteligente implica que está dotado de libertad en el
ámbito operativo, lo que supone a su vez la responsabilidad moral.
Entre los principales filósofos que sostienen esta postura están Platón,
Aristóteles, Descartes, Kant, etc. Y entre sus principales críticos pueden
señalarse a Hobbes, Hume, Nietzsche y Foucault.

b. Esencialismo vitalista, que concibe al ser humano como un “animal de


impulsos”. Se considera que el conjunto de rasgos que definen y
distinguen a los seres humanos se identifican y reducen a las
características biológicas de la especie. Se adopta por tanto, un punto
de vista materialista: los seres humanos tenemos en común los mismos
deseos, impulsos y modos de comportamiento, que se derivan de las
estructuras biológicas de nuestra especie y que se explican por las
características físico-químicas del organismo. Los principales
representantes de este modo de concebir al ser humano son Darwin y
Freud.

c. Existencialismo, Determinismo e Historicismo. Sostienen que no existe


un conjunto de características compartidas y estables que definan al
hombre, por lo que no es posible hablar de una “naturaleza humana”
común a todos. Con ello se pretende romper la rigidez que se atribuye
al esencialismo, haciendo hincapié en el carácter dinámico, procesual
del ser humano e intentando conciliar el determinismo propio de la
materia y de los procesos sociales, con la libertad individual. Cada
individuo que llega a este mundo tiene que hacerse a sí mismo: lo que
llegue a ser dependerá de sus propias decisiones (existencialismo), o
de lo que hagan de él los demás (determinismo social y cultural), o de
sus capacidades y disposiciones biológicas (determinismo biológico,
conductismo); y por eso, en cada época y para cada situación, “ser
humano” significará algo diferente (historicismo). Entre los filósofos que
apoyan estas posturas están Locke, Watson y Dilthey.
d. Pensamiento ideológico. Desde hace algo más de un siglo algunos
autores afirman que el solo hecho de preguntarse por la naturaleza
humana y tratar de ofrecer una respuesta, es un síntoma claro de
razonamiento ideológico: es decir, de la imposición de un sistema de
pensamiento para perpetuar alguna forma de poder (postmodernidad).
Entre ellos están Foucault, Horkheimer, Mannheim, Butler, etc.

La respuesta que se dé a la pregunta por la naturaleza humana —si


existe o no; y en caso afirmativo, cuáles son sus principales características
— es la clave que determina la elaboración de esta disciplina. A su
alrededor giran la mayor parte de los temas de investigación de este ámbito
académico; por ejemplo: si el hombre es exclusivamente un organismo
biológico o posee alguna dimensión inmaterial; el tema de las relaciones
alma-cuerpo y otras cuestiones de interés en la actualidad como, por
ejemplo, qué es el yo, el sujeto, la persona, la autoconciencia, o la identidad
personal, etc.

Plantearse esta pregunta —e intentar encontrar una respuesta


satisfactoria— no es una cuestión exclusivamente intelectual o académica,
sino que tiene matices dramáticamente existenciales, pues lo que está en
juego es el modo de asumir la propia vida, y el respeto con el que se trata a
los demás seres humanos. El creciente interés en la defensa de los
Derechos humanos puede considerarse un argumento importante a favor de
la postura que sostiene la existencia de una común naturaleza humana, que
constituye el fundamento de la igualdad radical de todos los hombres.

4. Breve recorrido histórico por la


Antropología Filosófica
La historia de la Antropología Filosófica tiene interés filosófico[2].
Mientras que, por ejemplo, conocer la historia de la aeronáutica no
constituye una ayuda para construir aviones o para pilotarlos, es muy difícil
desarrollar un razonamiento filosófico profundo si no se tiene en cuenta el
pensamiento de los filósofos anteriores.

El conocimiento de la Historia de la Filosofía, como tiene carácter


filosófico, ayuda a clarificar puntos de vista, permite descubrir
incongruencias o contradicciones en las posturas de los distintos
pensadores, sugiere nuevas posibilidades de interpretación, facilita situar
las diferentes teorías dentro de una visión de conjunto más completa y
abarcante, etc. Los límites y el propósito de este trabajo no permiten
exponer detenidamente el pensamiento de los filósofos que han tratado esta
materia; nos limitaremos, por tanto, a señalar las grandes líneas de
desarrollo y las principales concepciones sobre el ser humano formuladas
por algunos.

Como ya se mencionó, toda cultura posee una idea del ser humano, del
mundo, de la divinidad y de sus mutuas relaciones. El pensamiento
filosófico, surge en algunas ciudades de las costas griegas hace más de
2.500 años, precisamente como un intento de superación del pensamiento
mítico y el conocimiento inmediato, empleando una reflexión crítica y
fundante. La historia de la Antropología Filosófica constituye la historia del
saber acerca del hombre que se elabora en el plano de esa reflexión.

Sócrates (470-399 a.C.) fue el primer pensador que se ocupó


filosóficamente del ser humano. Se orienta fundamentalmente a la mejora
de la praxis educativa y política: pretende ayudar a vivir una vida buena —
como buen ciudadano de la polis— de acuerdo con la justicia. Sostiene que
el ser humano tiene un alma inmortal y considera al hombre como un
proyecto no acabado, cuya vida debe protagonizar por sí mismo. Esta tarea
requiere encontrar algún punto de apoyo absoluto que permita orientar bien
su desarrollo. Ofrece definiciones esenciales sobre las realidades humanas
y los valores éticos

Platón (427-347 a.C.), siguiendo a Sócrates, su maestro, defendió el


empleo sistemático de la razón para mostrar cómo se debe vivir bien la vida
humana: el conocimiento y el ejercicio de la virtud conducen a la felicidad
individual y a la estabilidad social. La importancia que atribuye a la
inteligencia por encima del conocimiento que proporcionan los sentidos
representa el punto de partida del ideal del ser humano vigente durante
siglos en la tradición occidental. Su visión dualista del hombre ha tenido
también una gran influencia en la historia del pensamiento: considera que el
ser humano está compuesto por un alma inmortal preexistente que ha sido
castigada a vivir encerrada durante un tiempo en un cuerpo material, y cuyo
destino es volver al mundo de las Ideas al que pertenece para contemplar el
Bien, la Verdad y la Belleza; el Eros es el dinamismo que le permitirá
alcanzar esta meta.
Aristóteles (384-322 a.C.) realiza una síntesis original entre la
concepción platónica y sus propias teorías, particularmente la Física y la
Filosofía de los Vivientes. La composición hilemórfica —que considera a
todo ser vivo como una única substancia compuesta de dos
coprincipios: psyche y materia—, presenta al ser humano como un ser
natural y social -viviente entre los vivientes y humano entre los humanos-
referido cognoscitivamente a la totalidad de lo real a través del logos. La
vida humana tiende naturalmente hacia la felicidad, que se alcanza con el
ejercicio de las virtudes y la contemplación. Formuló la definición del ser
humano como “animal racional, social y dotado de lenguaje” que ha tenido
gran influencia en el pensamiento posterior.

Agustín de Hipona (354-430) lleva a cabo la primera gran síntesis en la


que integra la filosofía griega con los conocimientos revelados sobre el ser
humano contenidos en la tradición judeo-cristiana. Tras su encuentro con el
platonismo y su adhesión a la fe, intentó llevar a cabo una reconstrucción
intelectual del universo —cosmos, individuo, sociedad e historia— donde el
ser humano —cuerpo, alma y espíritu— pudiera comprenderse en su
desarrollo histórico, por referencia a Dios como principio y fin del mundo
creado.

Tomás de Aquino (1224-1274) integra la tradición platónico-agustiniana


cultivada en los ámbitos cristianos, con la aristotélica que se mantenía viva
entre los intelectuales árabes y judíos. Define al ser humano como una
unidad substancial de cuerpo corruptible y alma espiritual e inmortal (no
preexistente), que tiene en Dios su principio último y su destino final; y que
está en este mundo para alcanzarlo ejerciendo su libre albedrío, con la
ayuda de la gracia.

El ambiente cultural del Renacimiento se caracteriza por la revisión


innovadora de la cultura clásica grecorromana, el inicio del conocimiento
científico basado en la observación directa y la experimentación, la
desconfianza en la tradición, y un creciente individualismo. El pensamiento
filosófico abandona el teocentrismo característico de la época medieval, y
convierte el estudio del ser humano en el principal punto de interés.

René Descartes (1596-1650) intenta reconstruir todo el saber filosófico


desde sus fundamentos basándose en evidencias claras y distintas, para
otorgar a la filosofía el grado de certeza necesario para avanzar por el
camino del progreso acumulativo que ya habían comenzado a experimentar
el resto de las ciencias. La Antropología de Descartes repone la visión
dualista del ser humano, como espíritu pensante que vive en una realidad
material extensa. Pero su intento de elaboración científica de la filosofía
fracasa cuando se ve obligado a reconocer que solo puede garantizar la
correspondencia y comunicabilidad entre la res cogitans y la res
extensa apelando a un motivo no científico: la bondad divina. Con Descartes
se abre el camino hacia el empirismo y el idealismo.

David Hume (1711-1776) representa la confianza ciega en el método


experimental de las ciencias naturales: sólo es posible afirmar con certeza
la existencia de aquello que es empíricamente comprobable. En
consecuencia, la noción de substancia —y en concreto, la de sujeto humano
— desaparece y se disuelve en un haz de percepciones que se combinan y
recombinan entre sí.

Immanuel Kant (1724-1804) intenta superar la brecha abierta en el


conocimiento por Descartes, y aborda en sus Críticas una profunda reflexión
sobre el poder y los límites de la razón humana. Kant concluye que no es
posible alcanzar un conocimiento científico sobre el alma humana, el mundo
o Dios; por lo que, aborda el estudio del hombre desde una doble vertiente:
la Antropología Pragmática —como descripción de los caracteres humanos
y su dinámica en el plano fáctico—, y la Antropología Filosófica como
metafísica de las costumbres y de la razón pura práctica. Ésta puede
considerarse el primer trabajo de Antropología Filosófica en el sentido
moderno del término, pero Kant admite que tiene dos graves fisuras: por
una parte, no es posible articularla con la Antropología empírica —el ámbito
de la libertad escapa a la necesidad que rige las leyes de la naturaleza— y,
por otra, al no poder elaborarse un saber científico sobre el espíritu humano,
sus resultados no proporcionan suficiente certeza. La herida causada por
Descartes sigue abierta, y solo es posible continuar haciendo filosofía
partiendo de la unidad del espíritu en cuanto razón; partiendo de la unidad
de la naturaleza en cuanto fuerza en sí; o concediendo valor de verdad
exclusivamente al conocimiento que puede obtenerse a través del método
científico: estos son los caminos emprendidos por el idealismo, los
vitalismos y el positivismo, respectivamente (Choza 1985, 130 y ss.).

Georg W. F. Hegel (1770-1831) identifica la Antropología Filosófica con


la Filosofía de la Historia como despliegue del Espíritu que se
autodetermina a sí mismo a la acción. La Antropología de Hegel es un
intento de sistematización filosófica muy ambicioso y completo, pues incluye
todas las determinaciones del ser humano: los rasgos físicos del individuo,
la interconexión de los individuos en el sistema social y los factores de la
cultura articulados según la forma de necesidad que es propia de la Idea en
su despliegue hasta la autorrealización, etc.; pero resulta deficiente desde el
punto de vista existencial, porque descalifica la singularidad y obstruye el
camino hacia el futuro.

Søren Kierkegaard (1813-1855) en clara oposición a Hegel, representa


la reivindicación del sujeto humano como un individuo ante Dios y frente al
Sistema. Cada hombre tiene en sus manos su propio destino: puede
arruinar su existencia o llevarla a la plenitud pasando del estadio estético al
ético y posteriormente al religioso, eligiéndose a sí mismo en cada decisión.

Karl Marx (1818-1883) despoja al sujeto individual de toda importancia,


convirtiéndolo en elemento anónimo de una sociedad utópica donde reinen
la igualdad y el bienestar material: un fin intramundano que solo se realizara
por medio de la revolución, según la dialéctica de la lucha de clases.

Friedrich Nietzsche (1844-1900) plantea la lucha entre las concepciones


apolínea y dionisiaca del ser humano, y postula el advenimiento del
superhombre —pura voluntad de poder que se realiza a sí mismo en
relación directa con la nada— después de haber dado muerte a Dios.

Charles Darwin (1809-1882) la teoría de la evolución biológica inició un


nuevo paradigma en la consideración del ser humano y su inserción en el
cosmos. La interpretación materialista llevada a cabo por psicólogos y
filósofos de los descubrimientos biológicos realizados por Darwin, han
hecho popular una imagen del hombre en la que solo se da una diferencia
de grado en relación con el resto de los animales, y que niega toda
referencia trascendente de la existencia humana.

Sigmund Freud (1856-1939) aunque no sea filósofo, formula una


explicación global del hombre fundamentada sobre las fuerzas
inconscientes y subconscientes de la psicología humana y del impulso
sexual que gobiernan la existencia, que ha tenido —y tiene todavía— gran
influencia en el pensamiento filosófico y las corrientes de opinión.

Max Scheler (1874-1928) consideró que el planteamiento freudiano caía


en un burdo reduccionismo de la vida humana, y aplicó el método
fenomenológico de Husserl al estudio de los fenómenos emocionales y su
correlato intencional: los valores. Subrayó la importancia decisiva que tiene
la vida emocional en el terreno de la ética, y su obra El puesto del hombre
en el cosmos (1928), es uno de los pilares de la Antropología Filosófica
moderna.

Helmuth Plessner (1892-1985), cultivó una Antropología Biológica que


puede considerarse también una hermenéutica de la naturaleza. Formula la
noción de posición excéntrica del ser humano, en cuanto viviente capaz de
captar estímulos y emitir respuestas que trascienden la satisfacción de sus
necesidades biológicas, situándose así en un ámbito de intencionalidad
abierta.

Arnold Gehlen (1904-1976) es considerado uno de los principales


impulsores de la Antropología Filosófica contemporánea. Su obra El
hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, constituye el arranque
definitivo de la Antropobiología. Gehlen sostiene que si lo consideramos
desde el punto de vista biológico, el hombre es un ser inacabado,
inespecializado, sin instintos y por lo tanto, abierto al mundo; pero es
inteligente, y puede suplir con su entendimiento y con sus manos, a través
de la creación cultural, las carencias del déficit biológico propio de la
especie humana.

A mediados del siglo XX cobra fuerza el Existencialismo, que niega que


el ser humano posea una naturaleza específica, sino que debe hacerse a sí
mismo por medio de sus elecciones. La existencia es un acontecimiento
trágico y la condición humana un absurdo carente de sentido porque, al
final, todo termina con la muerte.

El clima cultural de inicios del siglo XXI se caracteriza por la coexistencia


fáctica de planteamientos y teorías sobre el ser humano incompatibles entre
sí, que está propiciada en parte por el proceso de secularización de la
sociedad, la globalización, el desarrollo de las ciencias biológicas, las
tecnologías de la información y comunicación, la mentalidad positivista y el
relativismo extendido en amplios sectores culturales.

Junto a la pervivencia de los planteamientos propios de la tradición


clásica y medieval y un renovado interés por Aristóteles, se observa también
el desmantelamiento del sujeto que han llevado a cabo los pensadores de la
Postmodernidad, el desarrollo de la Teoría de la Evolución, el psicoanálisis
y los avances tecnológicos en el campo de la Inteligencia Artificial y la
robótica.

En muchos ambientes hoy se concibe exclusivamente al ser humano


como un mecanismo vivo que posee una organización más compleja y
evolucionada que el resto de los vivientes; nada más. Entre el hombre y el
resto de los seres vivos no existiría una diferencia cualitativa esencial sino
solo cuantitativa, de grado. Se considera a la inteligencia como una facultad
de adaptación activa frente a situaciones atípicas más flexible que el instinto
de los animales, que se orienta a solucionar las necesidades vitales del
organismo. Se identifican mente y cerebro, y se pretende explicar la
aparición del pensamiento lógico abstracto exclusivamente con parámetros
de índole material: leyes físicas, reacciones químicas, y fenómenos
electromagnéticos. La creación cultural —la civilización— sería un
subproducto de esos fenómenos.

Por otra parte, el desarrollo tecnológico en los campos de la ingeniería


informática, la inteligencia artificial, la robótica y la ciencia ficción están
propiciando la aparición de una corriente transhumanista, que predice el
triunfo futuro de la especie humana sobre las limitaciones propias de la
condición corpórea, y sobre la misma muerte. La utopía transhumanista
sostiene que la situación actual de la humanidad solo es una fase primitiva
del desarrollo evolutivo de nuestra especie; y llegará en el futuro el
momento de la trans-humanidad, que vivirá para siempre en un ambiente
hiper-confortable, gracias al empleo de super-capacidades que todavía
esperan a ser descubiertas por medio de la tecnología. El transhumanismo
se describe a sí mismo en batalla continua contra la muerte, haciendo uso
de modificaciones biofísicas o con la inserción de herramientas tecnológicas
y extensiones incorporadas al propio cuerpo, que convertirían a los seres
humanos en cyborgs inmortales. Esta transformación de la condición
humana rechaza al mismo tiempo cualquier idea de trascendencia: se trata
de una reposición —más sofisticada— del planteamiento que considera a
los seres humanos exclusivamente como maquinarias biológicas.

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