La Nacion Intima
La Nacion Intima
ISBN: 978-959-209-875-6
Ediciones UNIÓN
Unión de Escritores y Artistas de Cuba
17 no. 354 e/ G y H, El Vedado, Ciudad de La Habana
E-mail: editora@uneac.co.cu
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5
leerse como una referencia a la actualidad cubana de aquel
momento, signada por concentraciones semanales —las lla-
madas tribunas abiertas— televisadas a todo el país y pro-
gramadas para cubrir todo el territorio nacional, lo que per-
cibí en mi única visita a Bellas Artes fue la capacidad de
autorrepresentación de las mujeres como parte integrante
de una sociedad —una voz más en el coro—, y la borradura del
cuerpo femenino en el discurso político como cuerpo espe-
cífico.
Esa ausencia del cuerpo —de todos los cuerpos, cier-
to— y su huella auditiva conformaban, según la artista, el
recorrido de una autobiografía personal, aunque también
colectiva, en la que podríamos reconocernos sus visitan-
tes. La participación de las mujeres en el proyecto nacio-
nal, aún hoy reconocida en subordinación a la de los hom-
bres, quedaba representada así magistralmente. El vínculo
entre la historia nacional y la historia individual se da, en
el caso de las cubanas, con muchas tensiones, pero no por
ello las mujeres renunciamos a ser parte del proyecto, y
reclamamos un lugar dentro de él y un espacio para nues-
tra voz.
Acerca de la presencia de las mujeres en el proyecto
nacional, del modo en que negocian su identidad en la
historia y la representación de la nación cubana, quiere
tratar este libro. En primer lugar, con el estudio de auto-
biografías de mujeres cubanas (análisis que se introducen
con un acercamiento desde la teoría literaria al tema); y,
en su segunda parte, con una relectura del canon cubano
a partir de acercamientos sucesivos a la producción lite-
raria femenina.
La obra de Bruguera es una metáfora reciente de
cuán difícil es aún encontrar el modo de ubicarnos satis-
factoriamente dentro de esa representación de lo nacional.
6
Las lecturas que siguen pretenden encontrar un modo
productivo de leer esas tensiones en la relación de la
escritura femenina con el canon. Espero haberlo conse-
guido.
7
PRIMERA PARTE
La nación íntima
Autobiografía y relaciones de género1
11
más o menos imprecisas de la obra. En tanto norma cul-
tural, el género aparece asimismo como categoría a través
de la cual percibimos los textos literarios”. 2 Así que para
la evaluación crítica de una obra determinada, se hace
indispensable, cuando menos, constatar si rehúsa o respe-
ta tal o cual modelo literario.
En lo referente a la autobiografía, considerada a
menudo más cercana al documento antropológico que a la
literatura, la discusión acerca del género literario se
refuerza además por su cercanía al discurso biográfico.
La relación entre ambos géneros ha sido percibida fre-
cuentemente como de subordinación de la autobiografía a
la biografía. De ello, y aunque muchos autores los han
presentado como discursos opuestos, da fe la consabida
indefinición del discurso autobiográfico.
Vale recordar la definición de Philippe Lejeune, para
quien el género autobiográfico está constituido por todo:
“relato retrospectivo, en prosa, que alguien hace de su
propia existencia y en el cual hace énfasis en su vida
como individuo, en la historia de su personalidad”.3 A
diferencia de la biografía, aquí el autor decide si su propia
vida tiene la cuota suficiente de peculiaridades que hagan
de ella una historia digna de ser contada.4 Para escribirla,
2
Jean Molino: “Les genres littéraires ”, Poétique, no. 93, Paris, 1993, p. 4.
Salvo indicación contraria, las traducciones son de Z.C.C.
3
Philippe Lejeune: “Le pacte autobiographique (bis)”, Poétique, no.
56, Paris, 1983, p. 417.
4
Es curioso cómo la democratización del género influye en que la
decisión sea más libre. Lejeune mismo ha estudiado un corpus
numeroso constituido por textos autobiográficos de autores con
vidas aparentemente insignificantes. Véase su “Women and
autobiography at author’s expense”, en Domna C. Stanton, ed.: The
female autograph, The University of Chicago Press, Chicago, 1987,
pp. 249-260.
12
será necesario estar convencido de la propia importancia.
Por tanto, las relaciones establecidas social y simbólica-
mente entre los individuos tendrán una influencia nada
despreciable en el acto autobiográfico. En primer lugar, en
la frecuencia con que ciertos individuos consideran la
posibilidad de escribir su vida; pero también, en la forma
literaria que los autores adjudicarán a esa materia hasta
entonces informe que es la experiencia personal, y en la
selección —siempre interesada— de los episodios narrados.
El discurso autobiográfico establece un compromiso
muy profundo entre el autor y su texto. Ese compromiso,
que en las autobiografías en primera persona (las más
frecuentes) va a ser determinante, se produce, en princi-
pio, por la identidad entre autor, narrador y protagonista.
El lazo entre esos tres elementos es, también según Lejeune,
indispensable para la existencia del “pacto autobiográfico”
y de la “identidad del nombre”5 que caracteriza este gé-
nero. Tal identidad hace posible, asimismo, la discusión de
la propia existencia. Puesto que lo que está en juego en
el discurso autobiográfico es la constitución del nombre
propio a través de la historia personal y, en cierto sentido,
la pervivencia de ese yo contado, la narración autobiográfica
plantea —e intenta responder— una pregunta acerca de
la identidad de su autor.
Por eso resulta de vital importancia para los estudios
feministas el análisis del discurso autobiográfico, como res-
puesta a la pregunta ontológica esencial que este es, desde
5
Philippe Lejeune: Le pacte autobiographique, Éditions du Seuil,
Paris, 1975, p. 26. Hay textos femeninos que rechazan explíci-
tamente tal “pacto”, como ha hecho notar, respecto a La autobio-
grafía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein, Domna Stanton. Cf.
“Autogynography: Is the subject different?”, en The female autograph,
Ed. cit., pp. 3-20.
13
una perspectiva que incluya las categorías estructurantes de
la identidad, y, en especial, la pertenencia del autobió-
grafo a un género sexual determinado, con una específica
situación de discurso.6
Shoshana Feldman ha planteado el problema de la
comunicación del texto con sus lectores —como provee-
dor de información sobre su autor— en estos términos: “el
lugar del sujeto no se define por lo que éste dice, ni siquiera
por el tema al que se refiere, sino por el sitio —descono-
cido para él— desde el cual habla”.7 El género sexual,
condicionante de ese “lugar desde el cual se habla”, crea-
rá también una situación peculiar, puesto que es un indi-
cador determinante tanto para la recepción de un discurso
como para su emisión.
La “identidad del nombre” estará condicionada tam-
bién por la pertenencia a uno u otro género sexual, así
como el lugar del discurso autobiográfico de un determi-
nado autor con respecto al canon. Según Smith: “La es-
critura masculina del yo muchas veces asume un sitio
privilegiado dentro del canon, la escritura femenina del yo,
6
Según Ducrot, “se llama situación de discurso el conjunto de las
circunstancias en medio de las cuales se desarrolla un acto de enun-
ciación (escrito u oral). Tales circunstancias comprenden el entorno
físico y social en que se realiza ese acto, la imagen que tienen de él
los interlocutores, la identidad de estos últimos, la idea que cada uno
se hace del otro (e inclusive la representación que cada uno posee
de lo que el otro piensa de él), los acontecimientos que han prece-
dido el acto de enunciación (sobre todo las relaciones que han tenido
hasta entonces los interlocutores y los intercambios de palabras
donde se inserta la enunciación”. Véase “Situación de discurso”, en
Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov: Diccionario enciclopédico de
las ciencias del lenguaje, Taurus, Madrid, 1974, p. 375.
7
Shoshana Feldman: Writing and madness, trad. Katherine Leary,
Cornell University Press, Ithaca, New York, 1985, p. 51.
14
una posición devaluada en los márgenes del canon. Una
vez más, el adjetivo sexual prescribe el valor del nom-
bre”.8 El análisis del discurso autobiográfico que realizo
en los capítulos que siguen intenta explicar las causas
—y las consecuencias— de esa exclusión “natural” del
canon. No hay que olvidar, entonces, que el modelo co-
múnmente aceptado como válido tiene también una histo-
ria propia y que, para la autobiografía, la crítica tradicional
ha destacado, en la mayoría de los casos, modelos
autobiográficos masculinos.9
El modo en que el autobiógrafo asume su propia situa-
ción de discurso y las consecuencias que esta relación
tiene para el diseño estructural e ideológico del texto re-
sultante serán analizadas en el próximo epígrafe, donde
exploraré las exigencias de veracidad para el discurso
autobiográfico y la adecuación de la respuesta autoral a
las relaciones entre los géneros sexuales en que el autor
8
Sidonie Smith: A poetic of women’s autobiography. Marginality and
the fictions of self representation, Indiana University Press,
Indianapolis, 1987, p. 16.
9
Una respuesta teórica a la dictadura del canon es la que ofrece el
Personal Narratives Group, que incluye las autobiografías en lo que
llaman “narraciones personales”, un espacio amplio al cual se inte-
gran también la biografía y las historias de vida de los relatos
antropológicos. Ver Joy Webster Barbre et al. (Personal Narratives
Group), eds.: Interpreting women’s lives. Feminist theory and per-
sonal narratives, Indiana University Press, Indianapolis, 1989. Desde
otra perspectiva: “los géneros literarios no son sólo formas, sino
también instituciones. Entre, por un lado, el mercadeo, y por el otro,
la adicción del público, los géneros literarios tienden a hacerse
rígidos, sedimentarse, fosilizarse. El escritor tiene dos respuestas
posibles: revivir la institución o separarse de ella. Son dos estrategias
muy diferentes”. Leslie Dick: “Feminism, writing, postmodernism”,
en Helen Carr, ed., From my guy to sci-fi: Genre and women’s writing
in the postmodern world, Pandora Press, London, 1989, p. 209.
15
respectivo, sea hombre o mujer, se halla inmerso.10 Esas
relaciones llevan directamente a la discusión del espacio
autobiográfico como espacio de poder, un poder cuyo ejer-
cicio estará vinculado a la aceptación o no, por parte del
autor, de ese compromiso, bastante precario en algunos
casos, de decir la verdad. El vínculo de esas estructuras
de poder dentro del discurso autobiográfico con los ele-
mentos psicoanalíticos que informan la propia identidad
conduce, en el apartado posterior, al análisis de las señas
de identidad genérica sexual en la autobiografía y su vín-
culo con el sentimiento narcisista. Ambos enfoques analí-
ticos estarán dirigidos a la posibilidad de discernir ciertas
peculiaridades que marcan, a nivel textual, la identifica-
ción del autor con su género sexual.
10
Es importante destacar aquí que el género sexual concierne tanto a
la experiencia social del individuo, como a los atributos simbólicos
que éste reconoce como propios o que le han sido adjudicados por
visiones ajenas.
16
Entre la verdad y la incertidumbre.
Autobiografía y relaciones
de poder entre los géneros
17
Por otra parte, la validación de un modelo vital, evi-
dente en la escritura biográfica y uno de los factores que
alentaban mi análisis desde una perspectiva integradora del
género sexual, es bastante precaria en la autobiografía,
por esa “identidad del nombre”. La escritura de vidas tiene
siempre el fin de preservar al protagonista del olvido, de
contrarrestar la muerte en la memoria de los otros. Pero
esa condición, que en la biografía es previa a la escritura
—el biografiado de seguro cuenta con el respeto de quie-
nes lo recuerdan—, es el fin, las más de las veces, de la
narración autobiográfica. “La oposición entre esta seguri-
dad del biógrafo y la inevitable incertidumbre del autobió-
grafo arroja luz mejor que ninguna otra consideración sobre
lo que hay de fundamentalmente trágico en el proyecto
autobiográfico”, dice May.3
La ambivalencia del discurso autobiográfico en torno
a las relaciones entre historia (personal y social) y ficción,
es también la causa del carácter interrogativo de muchas
de las reflexiones en torno a él.4 En su aceptación de las
normas de uno u otro discurso estará la marca diferenciadora
de cada texto. El problema de la verdad en la autobiogra-
fía parece tener visos de ficción. Si autor y protagonista
son la misma persona, ¿quién puede decidir si la historia
narrada es falsa o verdadera? Sin embargo, de lo que se
3
Georges May: Ob. cit., p. 193.
4
Louis Renza comienza uno de sus artículos sobre la autobiografía
con una larga serie de preguntas para finalizar con una respuesta a
medias: “Podemos concebir la autobiografía como un eterno prelu-
dio: un comienzo sin medio (el reino de la ficción), o sin final (el
reino de la historia); un proyecto literario incompleto, puramente
fragmentario, incapaz de ser otra cosa que un documento arbitra-
rio en cuanto tal”. “The veto of the imagination: A theory of
autobiography”, New Literary History, no. 1, Baltimore, 1977, p. 22.
18
trata es de estudiar aquí cómo cada autora reinventa el
relato de su vida.
La elaboración del texto autobiográfico a partir de
ciertos presupuestos vinculará asimismo el discurso vital
con el ejercicio del poder dentro del relato. El rechazo o
la aceptación de ciertas normas acerca de la veracidad
textual diseñará una determinada relación con el poder por
parte del autor y condicionará también la reacción de sus
lectores. La relación con la verdad, como tópico del dis-
curso que ella sin duda es, 5 establece una actitud del
enunciante, perceptible en el texto. La validación de una
historia personal estaría determinada, entonces, por esa
actitud y su influencia tanto en el diseño del relato como
en el interés que este provocará en el lector.
La autobiografía suele ser catalogada como un discur-
so eminentemente femenino. Y aunque el primer texto
autobiográfico escrito en español perteneció a una mujer, 6
los modelos sobre los que se ha instaurado la tradición
estilística (e ideológica) del género son fundamentalmente
5
Ya Aristóteles había advertido que “La verdad está en el pensamiento
o en el lenguaje, no en el ser y la cosa”. Nicolás Abagnano:
Diccionario de Filosofía, Fondo de Cultura Económica, México,
1963, p. 1157. También Foucault reconoce que la verdad no es “el
conjunto de cosas verdaderas que hay que descubrir o que hacer
aceptar, sino el conjunto de reglas según las cuales se discrimina lo
verdadero de lo falso y se ligan a lo verdadero efectos políticos de
poder”. Michel Foucault: Microfísica del poder, Las Ediciones de la
Piqueta, Madrid, 1979, p. 188.
6
“Elaine Johnson y Amy Kaminsky, por ejemplo, insisten en que el
Documento escrito de Doña Leonor López de Córdoba fue no sólo
la «primera obra de escritora conocida» en España, sino la primera
autobiografía española”. Domna C. Stanton: “Autogynography: Is the
subject different?”, The female autograph, The University of Chicago
Press, Chicago, 1987, p. 6.
19
masculinos, y se refrendan por un poder externo, percibi-
do por lo general como más cercano a hombres que a
mujeres (Dios en San Agustín, la razón en Rousseau).
La “función autor” adjudica al texto un cierto modo de
relacionarse con los otros textos, con el mundo. Foucault
ha notado que una palabra dotada de autor no es “una
palabra que puede consumirse inmediatamente, sino que
se trata de una palabra que debe recibirse de cierto modo
y que debe recibir, en una cultura dada, un cierto estatu-
to”. Ahondando en el carácter de la atribución autoral, el
teórico apunta que la “función de autor es, entonces, ca-
racterística del modo de existencia, de circulación y de
funcionamiento de ciertos discursos en el interior de una
sociedad”. 7 Pero no se trata aquí de un problema que
surge sólo para la “realización” del texto en el mercado de
las ideas; se trata también de la conciencia del autor de su
propia significación dentro de un sistema específico de
relaciones de poder y de la influencia que ese conocimien-
to pudiera tener —porque efectivamente tiene— en la
elaboración del texto. En ese complejo entramado es
esencial establecer el lugar de las relaciones de género
sexual, a las cuales se asocia inevitablemente la valora-
ción de una obra, mediada por el nombre de su autor.8
7
Michel Foucault: ¿Qué es un autor?, Universidad de Tlaxcala,
Tlaxcala, 1985 (1969), p. 20.
8
Los ejemplos aportados por la crítica feminista sobre el condicionamiento
que la función autor, vinculada al sistema de relaciones (sociales y
simbólicas) entre géneros sexuales, ejerce sobre sus posibles lectores,
son muchos. Domna Stanton se refiere al hecho de que, “durante
siglos, las Cartas portuguesas —un anónimo del siglo XVII— han sido
calificadas de autobiográficas, espontáneas e ingenuas cuando se le
adjudican a una mujer, mas como un texto elaborado, creativo y muy
estilizado cuando se atribuyen a un hombre”. Domna Staton: Art.
20
La presencia del narrador-protagonista (en la autobio-
grafía en primera persona), evidente responsable de la
veracidad del texto, establece un compromiso en el relato
autobiográfico mucho más fuerte entre autor y discurso.
Puesto que de la perfección de ese discurso depende la
posibilidad de proponer la propia vida como modelo, la
verosimilitud será esencial para su éxito. La idea de ve-
racidad y su huella en el texto estará relacionada con la
experiencia previa, vital y de escritura, que tenga el autor en
cuestión. Esa experiencia, condicionada por el género del
autor, permite establecer ciertos rangos para el análisis:
21
En el estudio de esa adecuación o inadecuación a las
normas del género autobiográfico, que reproduce la acti-
tud de aceptar o rebelarse contra las normas impuestas,
basaré mi análisis. Puesto que lo que está en juego en la
narración autobiográfica es la propia identidad, la repro-
ducción acrítica de los modelos tradicionales o su
reelaboración crítica, determinarán la percepción, por par-
te del enunciante, de su lugar en la sociedad. La valida-
ción del discurso propio, donde se incluye o excluye lo que
se desee, va a ocurrir en la expresión autobiográfica fe-
menina a través del juicio ajeno, en la mayoría de los
casos. En ese sentido, el discurso femenino se emite des-
de una posición marginal, cuyo desplazamiento hacia el
centro —condición poco menos que indispensable para la
asunción del discurso autobiográfico (narrativa del yo)—
estará mediada por las relaciones que el texto establezca
con otros discursos más poderosos y centrales. 10
El movimiento pendular entre historia y ficción, entre
realidad e imaginación, estará muy ligado al lugar en el
cual se ubica el autor dentro de la sociedad y en relación con
los discursos que la habitan. Domna Stanton ha descrito
esa relación:
22
reflexivo. Más ampliamente, cada autobiografía asu-
me y reelabora las convenciones literarias de lectura
y escritura, y su textura está a fin de cuentas deter-
minada por los modos en que el significado puede ser
propuesto en un contexto discursivo específico, ya que
siempre hay una frontera (ideo)lógica que confina al
sujeto que narra.11
11
Domna Stanton: Art. cit., pp. 8-9.
12
Sidonie Smith ha notado que “la etiqueta de autobiografía funciona
como marca de autenticidad, al asegurar el valor de certeza del texto”.
Véase “Construing truths in lying mouths: truthtelling in women’s
autobiography”, en Studies in the literary imagination, no. 2, Atlanta,
1990, p. 149.
23
Puesto que la ideología del género hace de la vida de
una mujer una no-historia, un espacio silencioso, un
vacío en la cultura patriarcal, la mujer ideal es aquella
que se oculta, no la que se propone como modelo y
su historia “natural” toma forma no en lo público o lo
heroico, sino en la inapresable, circunstancial y contin-
gente responsabilidad por los otros que, de acuerdo
con la ideología del patriarcado, caracteriza la vida de
la mujer, pero no a la autobiografía. Desde esa pers-
pectiva la mujer no tiene un “yo autobiográfico” en el
mismo sentido que el hombre. Ella no tiene, vista así,
una historia “pública” que contar. Esta ubicación del
autobiógrafo en dos universos del discurso influye en
la poética de la autobiografía de las mujeres y las
hace diferentes. 13
24
genéricas sexuales (o de pertenencia a otros grupos so-
ciales, raciales, etcétera).
El rechazo del discurso autobiográfico femenino a las
formulaciones canónicas patriarcales se expresará de
múltiples maneras que, en primer lugar, tenderán al
desmantelamiento de la idea de una verdad sin fisuras y,
con él, a la expresión —consciente o no— de las peculia-
ridades genéricas sexuales que el ser mujer implica. Claro
está que la asociación entre género sexual y discurso
autobiográfico no es esquemática, sino que, al intervenir
muchos otros factores, el diseño del discurso dependerá
del grado de asimilación que el autor o la autora tenga de
la identidad adjudicada a su género sexual en la sociedad.
Con más fuerza que en la biografía, el discurso autobiográfico
hurga en la historia personal para revelar no sólo una
genealogía significativa, básica para la construcción de la
propia identidad, sino también, para develar uno de los
modos más certeros para su reelaboración. Quizás por ese
vínculo que establece el discurso autobiográfico con la re-
cuperación de ciertas genealogías, éste haya merecido,
con mucha más frecuencia que el biográfico, la atención
de la crítica literaria feminista.
Ya hemos visto que una de las condiciones exigidas al
autobiógrafo es la de tener una vida digna de ser contada.
Dada la frecuente devaluación de las actividades femeni-
nas, tradicionales o no, el sólo hecho de decidir contar su
vida puede resultar contestatario en una mujer. Luego de
esta primera y colosal transgresión del orden patriarcal,
las mujeres elegirán modos diversos de impugnar ese or-
den o de contribuir a su pervivencia, sin desechar estados
intermedios, o, incluso, estrategias de enmascaramiento
discursivo. Tal elección determinará, entonces, las pecu-
liaridades de cada texto.
25
Las autobiografías de mujeres, o de quienes se sitúan
al margen de un discurso unívoco e incontestable, suelen
ser menos impositivas de una historia. Las diferencias
advertidas en el sentimiento narcisista de cada género
sexual, estrechamente relacionado, a su vez, con la cerca-
nía al poder, establecerán también las normas para el acceso
a éste dentro del discurso. El criterio de verdad, evidencia
de la situación del narrador frente al poder, definirá en
más de una ocasión la diferencia entre un discurso con-
servador y otro contestatario, y de las múltiples posicio-
nes intermedias posibles. El discurso autobiográfico feme-
nino que desoye los mandatos de la tradición, evidentemente
patriarcal, estará asumiendo una actitud subversiva frente
a la ideología en la que esa tradición se sustenta.
26
De Narciso y el espejo: Autobiografía,
psicoanálisis y género
1
“Identidad es el conocimiento que hace que la persona se reconozca
como ser separado y distinto de los demás”, según Gema Sancho:
“Identidad femenina: análisis de un caso”, en Alberto Espina y Gema
Sancho, eds., Estructura borderline, psicosis y feminidad, Funda-
mentos, Madrid, 1987, p. 210. Y, sin embargo, la valoración de la
mujer proviene de quienes suelen ser sujetos del deseo. De ese modo,
es difícil que la autobiógrafa se reconozca como ser separado, sino
que acudirá a las valoraciones de los otros sobre sí para constituirse
como individualidad. Esta mediación de la identidad hace del proceso
autobiográfico femenino un discurso múltiple y no uno unívoco,
como sería lógico esperar de aquel que proviene de un sujeto sin
fisuras.
27
no es importante la unidad aislada del ser humano, sino
la presencia y el reconocimiento de una conciencia
otra. Como en general las mujeres no “van” a ningún
lado, para ellas el sentido de la vida no es teleológico.
De ahí la exclusión de sus textos autobiográficos del
canon aceptado.2
2
Germaine Brée parafrasea aquí a Susan Standford Friedman:
”Autogynography”, en James Olney, ed., Studies in autobiography,
Oxford University Press, Oxford, 1962, p. 174.
3
Refiriéndose al psicoanálisis, ha dicho Luce Irigaray: “A pesar de ser
una teoría de la sexualidad, el psicoanálisis desconoce la determina-
ción sexual de su teoría. Por eso deviene ingenuamente metafísico.
Sometido a la autológica de un sujeto apropiado por y para las
necesidades del sexo masculino únicamente, se presenta como indi-
ferente al sexo: La Verdad”. “Le langage de l’homme”, Parler n´est
jamais neutre, Les Éditions du Minuit, Paris, 1985, p. 285. Se trata,
de hacer énfasis precisamente en la manera en que las diferencias
sexuales, por demás evidentes, imponen modos de comportamiento
y relaciones sociales bastante diversas de un género a otro.
4
Néstor A. Braunstein: “Introducción”, En El lenguaje y el incons-
ciente freudiano, Siglo XXI, México, 1982, p. 8.
28
espacio histórico-social, externo, es la que provoca fre-
cuentes alusiones al carácter textual de la exposición del
paciente5 y a las semejanzas entre la labor del analista y
la del crítico literario.
La presencia de un sentimiento narcisista en el discur-
so autobiográfico es bastante evidente. Al construir su
propia imagen en el texto, el autobiógrafo está recuperan-
do la posibilidad de autocomplacencia. La manera en que
se presente este reflejo de sí mismo será un indicador
apropiado para juzgar la relación del texto con la expe-
riencia genérica del autor. El esquema autobiográfico narci-
sista, en el cual la imagen propia se ofrece completa —sin
reconocer las posibles omisiones, olvidos o descuidos—,
será asumido de distinta manera por individuos cuyo ac-
ceso al complejo de castración ha sido distinto.6
Si el biógrafo podía identificarse con el analista, el
lugar metafórico del autobiógrafo es más cercano al sitio
del paciente; un paciente activo en la tarea de contar su
vida y sus experiencias. El autobiógrafo decidirá qué callar,
qué decir y cómo decirlo; y en esa selección y disposición
del “material” estarán las señales inocultables de una
5
“En ambos extremos del sueño, desde los pensamientos latentes al
contenido manifiesto en la dirección del trabajo del sueño, y desde
el contenido manifiesto a los pensamientos latentes en la labor
psicoanalítica, nos encontramos siempre con un texto, con un discur-
so habitado y movido por el deseo.” Frida Saal: ”El lenguaje en la
obra de Freud”, en Néstor A. Braunstein: Ob. cit., p. 29.
6
El complejo de castración define, en términos psicoanalíticos, el
sentimiento de incompletud que acompaña a los seres humanos luego
de trasponer el umbral de la etapa narcisista primaria. Este senti-
miento es el que produce en el individuo la capacidad de ser en
relación con los demás y completarse así simbólicamente. Mantengo
el término a pesar de su evidente sexismo, pues en el caso de las
mujeres la metáfora es un poco forzada.
29
identidad textual asumida en concordancia con su propia
experiencia vital.
Como atributo de la identidad, el nombre “propio” —que
no es propio del mismo modo para individuos de género
sexual diferente—7 determinará no sólo la escritura del
texto, sino también su recepción por parte de los lectores.
La autobiografía compromete profundamente su posición:
el nombre contiene, de cierto modo, la historia vital de aquél
a quien designa, y a partir de él puede evaluarse, sin lugar
a duda, la importancia que tal historia pueda tener para
sus posibles destinatarios.
La “identidad del nombre” elimina, sin embargo, la
posibilidad de la ficción, al mismo tiempo que favorece la
libertad imaginativa, pues si el autor es responsable del
destino de su protagonista, tiene derecho, hasta cierto punto,
de hacer lo que le plazca con su historia, dado que ambos
son la misma persona. Esas “libertades” para la ficción en
el género autobiográfico sólo podrá ejercitarlas quien se
perciba como un ser completo en sí mismo, capaz de
prescindir de los otros para contar su vida. La experiencia
genérica sexual del autor será determinante en la posibi-
lidad de éste para asumirse, y asumir su relato, como un
universo autónomo e independiente de los juicios ajenos.
7
El nombre propio no pasa de ser, para las mujeres, una falacia verbal:
“En nuestra cultura, sin embargo, el nombre propio resulta por lo
menos problemático cuando se refiere a las mujeres. Aun cuando el
nombre inscribe a la mujer en el discurso social al designarla como
hija de su padre, el patronímico borra la línea materna, borrando así
su propia posición en el discurso del futuro. Su nombre «propio»,
por lo tanto, es siempre de algún modo «impropio», porque no es
propio (en el sentido del francés propre), de ella, algo que posee o
que puede a su vez dar”. Sandra Carusso Mortorola Gilbert y Susan
Dreyfuss David Gubar: “Ceremonies of the alphabet: Female
grandmatologies and the female authorgraph”, en Domna Stanton,
ed.: Ob. cit., p. 24.
30
En el caso de las mujeres, esta asunción parece poco
menos que imposible: el no disponer de un nombre verda-
deramente propio determinará una identidad atomizada que
será plasmada en la elaboración del texto autobiográfico,
expresión por antonomasia de la identidad.
Como apuntó Freud, al referirse a la feminidad, no
“siempre es fácil distinguir lo que corresponde a la in-
fluencia de la función sexual y lo que ha de atribuirse al
proceso educativo social”.8 Este proceso educativo social,
en el que las relaciones establecidas entre los grupos gené-
ricos tienen mucha importancia, es también un proceso de
construcción de identidades que termina por proscribir —o
al menos lo intenta— a las mujeres de todo debate ideoló-
gico. Analizaré entonces cómo influye la existencia previa
de esa carencia de autor(idad) en el discurso autobiográfico
femenino.
La idea de completud, conditio sine qua non del
discurso autobiográfico tradicional, remite inmediatamente
a la imagen de Narciso, amante de sí mismo. El narcisis-
mo, sin embargo, es una experiencia que difiere diametral-
mente en los individuos de género sexual distinto, y la
elección final para asignar una determinada estructura al
texto en cuestión, narración de la propia vida, estará con-
dicionada por la experiencia narcisista del autor.
La etapa narcisista de la niña, la feminidad primaria,
es aquella durante la cual la madre es el modelo al que se
adecua totalmente:
8
Sigmund Freud: “Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis: La
feminidad”, en Obras completas, t. III, trad. de Luis López Balles-
teros y de Torres, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, p. 3176.
31
en una de las condiciones fundamentales de su Yo
Ideal, de su sistema narcisista. Tanto la niña como la
madre gozarán de un tiempo en que la representación
de la mujer en tanto género será la sede del poder.9
9
Emilce Dío Bleichmar: “Feminidad primaria y secundaria: dos polos
del narcisismo”, en Alberto Espina y Gema Sancho, coords.: Ob. cit.,
p. 196.
10
Ibídem, pp. 200-201.
32
Con la pérdida de ese Ideal y la comprobación de la
depreciación social de que es objeto, el narcisismo feme-
nino quedará en un estado bastante precario. De ahí la
dificultad frecuente de las mujeres para adoptar discursos
autoritarios donde la verdad esté en función de una pers-
pectiva única, excluyente de opiniones adversas.
La imagen fragmentaria de un discurso contenedor de
versiones múltiples, compendio de opiniones ajenas, opuesta
a la imagen perfectamente bruñida de un relato unívoco y
omnisciente, hace difícil la lectura narcisista del texto
autobiográfico femenino. Como el riachuelo de Wilde,11 el
lector necesita reconocerse en la historia de una persona-
lidad sin fisuras, capaz de un profundo autoconocimiento.
Esta duplicidad narcisista se ve contrariada por el discurso
femenino que, consecuente con la propia experiencia
autoral, confiesa su incapacidad para aceptar la completud
ideológica de una historia autosuficiente, que no necesita
de versiones ajenas. La oposición entre los dos modos de
escribir ha sido descrita en los siguientes términos:
11
Me refiero a la lectura que hace Wilde del mito de Narciso en su
poema “El discípulo”. En él, “el riachuelo de sus arrobamientos” se
pregunta si de verdad era tan bello como dicen para terminar
ironizando: “Amaba yo a Narciso porque, cuando se inclinaba en mi
orilla y dejaba reposar sus ojos sobre mí, en el espejo de sus ojos
veía yo reflejada mi propia belleza”. Oscar Wilde: Obras Completas,
Aguilar, Madrid, 1988, p. 868.
33
orden”, textos que son “desorganizados, fragmentarios
u organizados en evocaciones autosuficientes, más que
en capítulos sucesivos”. Usualmente, se citan las ex-
pectativas culturales o el condicionamiento social como
causante de la diferencia entre la escritura del yo en
hombres y mujeres: Jelinek se refiere a la “dirección
unívoca de las vidas de los hombres versus la
multidimensionalidad de los roles socialmente condi-
cionados de las mujeres.12
34
aparentemente inconexos, la percepción de un Yo comple-
to y satisfecho, que dé forma a una narración sin fisuras,
parece imposible.
En el ámbito latinoamericano, varias investigaciones
sobre el discurso autobiográfico han explorado las posibi-
lidades de esa expresión en las mujeres, pero siempre de
modo puntual, analizando obras específicas. En su libro
Las conspiradoras,13 Jean Franco estudia la representa-
ción de la mujer en México, e incluye numerosas alusio-
nes a obras de mujeres, desde las autobiografías
confesionales de las monjas del siglo XVII hasta la pintura
de Frida Kahlo o Hasta no verte, Jesús mío, de Elena
Poniatowska. Por su parte, Silvia Molloy aborda en Acto
de presencia14 la caracterización de la autobiografía en
Hispanoamérica, y define al yo autobiográfico hispano-
americano como vacilante y dubitativo sobre la pertinen-
cia de su discurso, lo cual provoca múltiples señales de
adscripción a un grupo o a una tradición determinados
que, andando el tiempo, se convertirían en parte de una
“retórica” autobiográfica ad usum. En sus análisis de la
Autobiografía de Juan Francisco Manzano y de Mis doce
primeros años condensa su perspectiva teórica. Es inte-
resante como Molloy data la recurrencia de la infancia en
la autobiografía en el siglo XIX, al tiempo que cuestiona la
utilidad política de una evocación del pasado demasiado
complaciente:
35
estética en la que el pasado individual todavía no ha
encontrado su lugar. Históricamente, esto no debería
sorprendernos. El pasado concreto, inmediato, de es-
tos escritores estaba enraizado en un orden caduco, el
de la Colonia española, y, como tal, podía resultar
incómodamente próximo. Recordarlo en términos per-
sonales (y tanto más añorarlo) acaso llevara a una
valoración afectiva de ese pasado y del mundo que
éste representaba, aventura riesgosa para la cual el
escritor hispanoamericano, y en particular el
autobiógrafo, no está preparado. Ese pasado suyo
reciente, el pasado en que nació o con el cual tiene
vínculos estrechos, está pasado de moda. Como tal, es
el que más necesita olvidar.15
15
Ibídem, p. 117.
36
renovada, necesaria para la retórica de la autofiguración
en Hispanoamérica; ver esa preocupación nacional
como espacio crítico, marcado por una ansiedad de
orígenes y de representación, dentro del cual el yo pone
en escena su presencia y logra efímera unidad.16
16
Ibídem, p. 15.
17
Francine Massiello: Entre civilización y barbarie. Mujeres, Nación
y Cultura literaria en la Argentina moderna, Beatriz Viterbo Editora
(Estudios Culturales), Buenos Aires, 1997 [1992], 318 p.
18
Ana Rosa Domenella, coord.: Territorio de leonas. Cartografía de
narradoras mexicanas de los noventa, Casa Juan Pablos/UAM-
Iztapalapa, México, 2001, 382 p.
19
Aileen Schmidt: Mujeres excéntricas. La escritura autobiográfica
femenina en Puerto Rico y Cuba, Ediciones Callejón (En fuga), San
Juan, 2003, 192 p.
20
Agnes Lugo-Ortiz: Identidades imaginadas. Biografía y nacionali-
dad en el horizonte de la guerra (Cuba. 1860-1898), Editorial de la
Universidad de Puerto Rico, San Juan, 1999.
37
Memoria familiar/memoria nacional.
El “caso” Lola María
38
atmósfera en que esa vida tuvo lugar. Esa recreación,
donde importan tanto los hechos contados como su dispo-
sición en el relato, trasciende el propósito rememorativo
inicial, creando metáforas no sólo de la identidad individual
del autor, sino también diseñando opciones de identidad
grupal y nacional, según el caso.
El establecimiento de la propia genealogía, la descrip-
ción de un mundo en el cual todo rasgo de la personalidad
referida encontrará una correspondencia simbólica, son
constantes en esta clase de escritura que, por lo mismo,
muchas veces sobrepasa el cerco de lo íntimo para
proyectarse —aun cuando sea en sordina— sobre el mundo
circundante.
En el caso de Cuba, fue el género biográfico, entre
otros, uno de los sitios donde, a nivel de discurso, se
delineó la imagen, el deber ser nacional, en la constitución
de lo que Agnes Lugo-Ortiz denomina “ficciones de iden-
tidad”;1 imágenes decisivas en el diseño simbólico del ser
nacional. Ficciones que encuentran consenso y que for-
man parte de la herencia constitutiva de ese concepto
variable pero sostenido en el que solemos reconocernos, o
contra el cual tendemos a reaccionar, según sea nuestra
relación con el mismo.2
1
Agnes Lugo-Ortiz: Identidades imaginadas. Biografía y nacionali-
dad en el horizonte de la guerra (Cuba. 1860-1898), Editorial de la
Universidad de Puerto Rico, San Juan, 1999, p. XXVI.
2
Según Louis A. Pérez, debemos entender la identidad nacional “no
como un modelo fijo e inmutable, sino como un artefacto cultural,
como representaciones coexistentes la mayor parte de las veces
repletas de contradicciones e incoherencias, casi siempre cambiantes.
La identidad es históricamente contingente, es expresión nacional
tanto como construcción individual y posee formas múltiples, a
menudo simultáneas, a veces sucesivas; es tan variable como las
épocas: abierta antes que fija; es más un proceso que un producto.
En este sentido, la cultura existe como sistema de representaciones,
39
Me propongo leer Aquellos tiempos... (tal fue el título
con que las Memorias... vieron la luz)3 desde esa pers-
pectiva: la de la creación de una imagen modélica de la
nación que, como ya he dicho antes, viene a establecerse
desde lo íntimo e irradia a lo social, estableciendo un lugar
ideal donde se concentran experiencias e ideas a través
del relato de vivencias cotidianas, recuerdos propios y
anécdotas referidas por otros. Una construcción donde,
más que una imagen exenta del autor —con el resto de
los personajes como simple trasfondo sobre el que desta-
car su propia singularidad y valía—, la presencia autoral,
para continuar en el plano escultórico, forma parte de un
bajorrelieve en el cual pueden hallarse, incluso, figuras de
mayor destaque y protagonismo.
La representación autobiográfica formula una pregunta
sobre la identidad individual, pero también sobre la identi-
dad sexual, social, nacional. Es importante tener en cuenta
esta interrogante que intentará responder el autor del tex-
to cada vez. En el caso de las mujeres, la respuesta suele
incorporar voces y experiencias ajenas, a modo de mosaico
o de collage, para conseguir la reproducción de una ima-
gen propia, casi siempre mediada, como motivo de esta
incorporación, por las imágenes de los otros.
Estudiando la Galería de hombres útiles, de Antonio
Bachiller y Morales, Lugo-Ortiz ha notado de qué modo
40
las figuras femeninas y la familia son imágenes poco menos
que proscritas de sus textos, definidores de un proyecto
nacional. Las mujeres aparecen siempre recluidas en es-
pacios cerrados, como la Casa de Recogidas o la de Be-
neficencia, instituciones más atentas a mantenerlas aisladas
del espacio público que a garantizar su integración a éste, y,
por tanto, ellas son extrañas a la política nacional. Por otra
parte, Lugo-Ortiz ha notado, en cuanto a la familia, que
4
Agnes Lugo-Ortiz: Ob. cit., p. 53.
41
femenino como espacios oscuros e informes, ajenos a la
racionalidad política y fugitivos permanentes de la idea
globalizadora de una nación fuerte y de una identidad sin
fisuras. La mujer habita, según este esquema, la zona
oscura de la identidad nacional, aquella donde el ser na-
cional en la grandilocuencia de los discursos ad usum
deberá constreñirse al dominio de lo doméstico, un espa-
cio que resulta ajeno, por tanto, a los avatares públicos de
la nación.
El texto de Lola María, cuyas referencias a la vida
matancera de fines del siglo XIX logran convocar la aten-
ción de sus lectores, vio la luz nuevamente en 1983, en
una reedición cuidadosamente revisada y, sobre todo, dis-
minuida, pues su extensión inicial, de setecientas quince
páginas, parecía irreproducible.5
El interés antropológico demostrado por Ortiz en lo
referido a los detalles de la vida cotidiana familiar pero
también de la sociedad colonial, debe haber influido en el
inmediato éxito de las Memorias..., que aparecieron publi-
cadas en libro en cuanto cesó su aparición en la Revista...
Ambrosio Fornet, su editor más reciente, le reprocha a la
autora sus descuidos formales —e incluso gramaticales—
y confiesa con humor que, en pos de mantener intocado
el tono de la obra se ha permitido dejarla intacta “aun allí
donde tachar un gerundio podía justificarse como un acto
piadoso y reubicar un verbo dentro de la oración hubiera
bastado para evitar un hipérbaton intolerable”. 6 Pero el
valor de las Memorias... no reside en su belleza estilística;
5
Publicar la obra en su totalidad parece una empresa editorial de gran
calibre, si se tiene en cuenta que, en su primera edición, ocupó
durante casi cinco años las páginas de la Revista Bimestre Cubana.
6
Ambrosio Fornet: Prólogo a Memorias de Lola María, Letras
Cubanas, La Habana, 1983, p. 14.
42
lo verdaderamente importante aquí es que, como han notado
ya Graziella Pogolotti y Nara Araújo sucesivamente, 7 el
texto “arma” una genealogía femenina que, aun inmersa
en el espacio doméstico, va fraguando un deber ser feme-
nino que se compone con las herencias de las mujeres de
la familia y que queda vaciado, por decirlo de algún modo,
en un texto donde las anécdotas contadas a la autora por
su madre y su abuela gozan del mismo estatuto, en cuanto
a su credibilidad y su ubicación textual, que aquellas pro-
venientes de fuentes más dignificadas por la tradición,
como artículos periodísticos, crónicas, poemas, etcétera.
En esta equiparación de los discursos público y priva-
do subyace una de las más frecuentes estrategias de res-
cate de la tradición femenina en los textos de mujeres. La
dicotomía habitual entre lo público y lo privado, categorías
sobre cuya oposición se funda la ideología patriarcal, que-
da así, cuando no anulada, desestructurada, silenciada, e
incluso, superada, puesto que la palabra de mujer toma
una especial preponderancia una vez ubicada al mismo
nivel que los discursos públicos.
A pesar de sus tropiezos estilísticos, pues el libro está
escrito sin muchas pretensiones literarias, y en ocasiones
llega a hacerse ininteligible en sus circunloquios, el de
Lola María es un testimonio sensible y comprometedor de
la Matanzas de fines del siglo XIX y los albores del XX. La
actualidad republicana desde la cual se escribe es apenas
una sombra en el texto, que se regodea en la descripción
de los tiempos pasados como si éstos pudieran ser el
7
Graziella Pogolotti: “Entre fronteras y mamparas”, en Revolución
y Cultura, no. 6-7, La Habana, 1994, pp. 52-55; y Nara Araújo: “Voz y
voces de aquellos tiempos... Memorias de Lola María”, en El alfiler
y la mariposa, Letras Cubanas, La Habana, 1997, pp. 85-108.
43
presente ideal. La alabanza del ayer esconde un reproche
tácito al ahora, que, eludido, termina siendo el gran ausen-
te de la narración, pues la belleza del pasado, y aun sus
miserias, dulcificadas por la bondad materna y la solida-
ridad humana, parecen entrañar la propuesta de la autora
de una identidad ideal de la nación, limitada, en el texto,
a su Matanzas natal.
En la edición de 1983 el texto fue reducido con el
propósito de hacerlo menos farragoso. De todos modos,
la pérdida no fue demasiado considerable, puesto que
los procedimientos textuales de recurrencia a otras voces
—esenciales en las autobiografías de mujeres— quedan
sumamente representados en la muestra publicada. Sería
provechoso emprender la confrontación de ambas versio-
nes del texto, la original y la editada por Fornet, a fin de
evaluar las consecuencias que el trabajo de edición impli-
có para el texto, aunque, según parece, las supresiones no
resultaron significativas en cuanto a su estructura interna,
pues, aun cuando fueron eliminadas numerosas digresio-
nes, permanecieron otras, haciendo evidente el procedi-
miento de inserción del que hemos estado hablando. El
espíritu de la obra, construida con voces de otros y pla-
gada de citas e historias paralelas, pervive en el texto que
circulara a comienzos de la década de los ochenta.
Ahora, sin embargo, pretendo establecer aquí los modos
de representación personal de la autora y su diseño de
una imagen de la nación cubana, cuyo huidizo perfil aso-
ma una y otra vez en el largo sucederse de esos recuer-
dos privados que, desde su inclusión en el texto, van co-
brando una significación más amplia. Estudiaré, por tanto,
la representación de la nación en el texto “construido” por
Fornet, puesto que es ése el que más ampliamente ha
circulado, aunque me auxiliaré de citas rescatadas de la
edición de la Revista Bimestre Cubana.
44
En cuanto a su estructura, no puede decirse que estas
Memorias… sigan un plan claramente organizado. En un
orden que pareciera querer negar la “desesperante sime-
tría” a que alude la autora refiriéndose a los arreglos
florales de la iglesia el día del bautizo de su hermano,8 la
evocación aquí hilvana lo familiar con los sucesos históri-
cos más notables, las estampas de personajes de la vida
matancera y la rememoración de las veladas culturales en
el Teatro Esteban, con la misma facilidad con que el relato
en primera persona se sustituye por la voz más impersonal
de la prensa o por el tono festivo de las coplas y cancio-
nes populares que tiene a bien incluir a cada paso de su
relato, sin mediar apenas más que un leve aviso.9 Devenido
compendio de saberes populares y pregones, el texto va
de un registro a otro casi naturalmente. Tales devaneos de
la voz narrativa denotan cierta inestabilidad autoral, carac-
terística de los textos autobiográficos femeninos. Sin
embargo, Lola María propone un modelo de identidad
personal solidario, con el cual pretende salvar un pasado
que, en el momento de la escritura, ya era historia. En ese
sentido, su alabanza de la caballerosidad española es una
señal recurrente.
Es la figura de la madre, en función de la cual el texto
se organiza, la que domina de principio a fin la evocación
de “aquellos tiempos”, como rezaba el título propuesto por
Ortiz. Ella será la mediadora entre amos y esclavos prófugos,
auxiliará a prisioneros y proscritos, y, poseedora de una
8
Dolores María Ximeno y Cruz: Ob. cit., p. 53.
9
Esta parece ser su venganza, a nivel estilístico, contra la “monotonía
abrumadora de hoy”, que la hace concluir: “Qué igualdad tan deses-
perante la del día! Se me ocurre que la humanidad concluirá en un
gran bostezo”. Revista Bimestre Cubana, vol. XIX, no. 5, La Haba-
na, sept.-oct., 1924, p. 371.
45
espectacular belleza, alabada en una crónica que su hija
tiene a bien insertar en el texto, funge como el modelo de
una feminidad que reúne donosura, buena educación, inte-
ligencia y un ilimitado amor a Cuba. La madre, pretendida
en su juventud por un joven criollo y por otro español,
toma partido por el primero “por aquello de que la sangre
llama”, según dice la narradora, en un momento en que la
distancia entre cubanos y peninsulares se hacía cada vez
más insalvable. La célebre “gota de miel” que Lola María
alaba, la dulzura con que solucionaba los conflictos entre
hombres, parece ser el deseable ejemplo a seguir por
todas las cubanas, mediadoras ideales, cuya labor se pro-
pone en el texto como una posibilidad real de dar al traste
con las diferencias entre colonia y metrópoli. Por osada,
y al mismo tiempo por sutil, la propuesta de Lola María se
advierte apenas, pero al presentar a la madre como me-
diadora ideal en los desencuentros entre amos y esclavos,
pero también entre los cubanos y el poder colonial, está
proponiendo una participación pública de la mujer, aun
desde los salones de la casa solariega, que parece ser su
modelo de feminidad.
Las memorias se inician con una escena elocuente del
lugar de esta mujer ideal, mediadora en la sociedad colo-
nial, una misión que la madre de la autora cumple
irreprochablemente: Un esclavo fugitivo entra intempesti-
vamente a su casa y ella, a despecho de la violencia de
su perseguidor, lo devuelve a su dueño, luego de hacerles
prometer a ambos —amo y esclavo— olvidar lo ocurrido
y ser bondadosos uno con el otro. “Y el amo fue compa-
sivo y el mayoral benigno y el negro bueno”,10 concluye
el relato, como si la madre tuviera la misión de humanizar
la sociedad colonial y, aun en pequeña escala, lo hubiera
10
Ibídem, pp. 453-455.
46
logrado, aunque sin mayores consecuencias para el status
quo. Tal intromisión en el destino de la sociedad, incluso
cuando se lleve a cabo desde lo mínimo, implica una fe-
minidad participativa, y decisiva, en la transformación de la
sociedad colonial desde lo doméstico.
Lo mismo ocurre en aquellos episodios en que la madre
libera a un preso sospechoso de insurrección o consigue
albergue para una familia despojada de sus bienes por el
poder colonial. Su altura moral, confirmada por una belle-
za y una prestancia cautivadoras, será el ideal sobre el
cual la propia autora proyecta su deber ser. Otras mujeres
ejemplares en su sabiduría cotidiana, como la tía Carmen,
que salva con su ciencia casera al hermano a punto de
morir —el padre de Lola María, a quien los médicos ha-
bían desahuciado y los curas preparado para morir en
paz—, apoyan la presencia materna, pero no consiguen
igualarla, a pesar de que son una muestra más de cómo
el saber doméstico pone en crisis los saberes establecidos.
La primera aparición de la madre la muestra interviniendo
en asuntos públicos y fuera de su casa, en un sorprenden-
te contrapunto con lo que, quizás fingidamente, es la ima-
gen femenina que la autora defiende como ejemplar:
11
Dolores María Ximeno y Cruz: Ob. cit., p. 40.
47
Este modelo de feminidad pertenece al pasado del
texto, pero se contradice con la figura tutelar de la madre,
aunque es perfectamente coherente con otros momentos
de la narración donde la autora alaba “el ñoñeo” que
adoraban los forasteros en las cubanas, las buenas cos-
tumbres de entonces o critica las modas que descubren,
más de lo aconsejable, el cuerpo femenino. Aparecen, sin
embargo, modelos de feminidad alternativos o comple-
mentarios en los que esas “criollas de terciopelo”,12 como
las llama en cierto momento, toman la justicia por su mano,
a veces, estableciendo nexos reprobables con sus escla-
vos, como en esta sabrosa estampa sobre la existencia de
algunas prácticas no muy piadosas:
48
Lola María, y ahora no sabremos nunca si fue decisión
suya separar la estampa referida de esa alabanza o fue
una idea de su editor el dejarla para la próxima entrega,
quizás para atenuarla. De todos modos, hay otras anécdo-
tas que refuerzan la imagen de mujeres vengadoras, como
aquella donde cuenta la historia de una esclava que com-
pró la libertad de su esposo y éste la traicionó. Con la
lección aprendida, “otras, más precavidas, libres ya, com-
praban al marido, dándose el caso de ser ama y mujer…
Y del salario ganado para ella, guardarlo íntegro exigién-
dole como era natural fidelidad a toda prueba en el asque-
roso contubernio y si no los mayores castigos”.15
No hay que desdeñar, sin embargo, la condena explí-
cita de estos comportamientos en los que domina un modo
de entender las relaciones humanas que no es, en su
opinión, digno de su clase. Es por eso que en ambos casos
la participación de negras y mestizos es la que aporta el
componente violento o “asqueroso” de la relación.
Volviendo a la figura de la madre. A diferencia del
padre, ella conserva su prestancia en todo momento, in-
cluso en los más infortunados, e irá cobrando ascendiente
en la narración a medida que ésta avanza hasta dominar
el libro todo. Cuenta Lola María que en los momentos de
contrariedad familiar: “Mi madre, infatigable, a todo pro-
veía. Desde el oficio más humilde hasta la ocupación más
elevada. Animosa, fuerte, de ella recibimos la vida, pues
ya dije que así eran las cubanas. // Mi padre era una
sombra. Encerrábase en su escritorio; sólo para sus libros
parecía existir, y en su exterior acentúabase ese aspecto
característico de los que pronto van a morir”.16
15
Ibídem, p. 373.
16
Dolores María Ximeno y Cruz: Ob. cit., p. 181.
49
Es como si, en el enfrentamiento entre ambos perso-
najes a nivel textual, quedara dicho que quien tenía la
capacidad para llevar a buen puerto el destino familiar, y
quizás también el destino nacional, fueran las mujeres.
Esa imagen es válida, sobre todo, para la segunda parte
del texto, pues la figura del padre no siempre se represen-
ta con esos tintes de ausencia. Antes, en el primero de los
dos segmentos en que se divide el libro, había sido presen-
tado como el patricio fundador de una tradición a cuyo
sostén contribuía de su propio peculio: “Concedíale ade-
más mi padre, privadamente, al elemento joven, protec-
ción material en todos sentidos para determinada empre-
sa, industria o proyecto, carrera universitaria [...] A todo
renunció por amor sin límites a la bella Matanzas, cuna y
pasión inmensa de su vida”.17
Este pasar sin transiciones de lo nacional a lo familiar
y viceversa se constituye en el centro de la evocación. De
ese modo, la situación entre Cuba y España aparece des-
crita en el texto como un conflicto entre padres e hijos, un
drama familiar insostenible que la testarudez del padre y
el no prestar atención a la opinión de la madre ha vuelto
insoluble, pues hubiera sido ella quien habría asumido —aun
sin poder cumplirla— “la misión de suavizar y acercar
aquellos valiosos elementos tan distanciados que de una y
otra parte la rodeaban”.18
La memoria personal funciona aquí como fundadora
de un proyecto nacional alternativo, construido desde lo
íntimo. La familia, que según Lugo-Ortiz había sido eludi-
da por Bachiller en su Galería y aludida por Martí en
Patria como el espacio de un sueño futuro, es el centro
17
Ibídem, p. 80.
18
Ibídem, p. 227.
50
de la evocación autobiográfica de Lola María, un espacio
al que los ecos de lo histórico llegan asordinados y donde,
a fuerza de belleza y buenas maneras, es posible cambiar
las cosas; es el espacio del equilibrio —aunque precario—
que desmiente el gran desorden de la guerra, los horrores
de la reconcentración dictada por Weyler; es el refugio de
una esencia salvadora en los peores momentos de la his-
toria nacional. Los héroes del relato de Lola María apa-
recen vinculados a un heroísmo cotidiano que se practica
desde y en el espacio doméstico: su tía Carmen salvando
al padre con la ciencia incierta de su saber médico prác-
ticamente intuitivo; el joven amigo que cede gustoso su
alimento diario a la joven protagonista para que no muera
de hambre; la madre alabando la sopa de verdolaga como
si fuera un plato exquisito; el desconocido que le cede a
ésta su propiedad para albergar a unos refugiados, son los
modelos de una cubanía que se afirma desde los lazos de
la intimidad de la casa, de la amistad, de la familia. 19
El rumbo de la gran historia de la nación, en sus mo-
mentos de mayor desconcierto y desesperación, en sus
desvíos, es corregido por esas pequeñas maniobras de lo
cotidiano que reparan también, en el relato, la imagen de
la patria envilecida por la esclavitud. Es en los espacios
pequeños, asimismo, donde se localiza la posibilidad
regeneradora a través de la cultura y la educación. En el
19
Nada que ver con el desolado panorama descrito por el padre en
sus cartas y diario de viaje a España, que la propia Lola María
califica de “anodino y soporífero”. Refiriéndose a Madrid, escribe su
padre: “aquí verá usted mucho cumplido, y muchos ofrecimientos,
y «ocúpeme usted» y «mándeme usted», pero el desengaño será
cuando se traten de hacer efectivas esas promesas”. En Revista
Bimestre Cubana, vol. XXI, no. 3, La Habana, mayo-jun., 1926,
pp. 384 y 388-389, respectivamente.
51
mundo ideal de Lola María es en Matanzas, ese petit lieu
paradisíaco, donde se concentran las venturas de una vida
cultural activa y una acción social destinada a engrande-
cer el futuro de la patria, llevadas a cabo por buenos
ciudadanos, como los directores del colegio La Empresa o
su propio padre, donante de becas a jóvenes promesas
matanceras. Evocar ese pasado glorioso se convierte en el
único recurso para salvar a su ciudad del presente medio-
cre que vive. Comparénse estos dos fragmentos, revela-
dores de las diferentes visiones de la ciudad que la autora
tiene en dos momentos de su evocación: “¡Qué atmósfera
tan cordial y tan especial era entonces la de Matanzas, de
ciudad pequeña, sí, pero que sola se bastaba! [...] Ella,
Matanzas, sola se desenvolvía con sus propios recursos,
con sus propias fuerzas, saliendo airosa y triunfante del
laborioso empeño”,20 dice en la primera parte, dominada
por una imagen rutilante de la ciudad cuya decadencia se
perfila en el segundo segmento de la narración:
52
cada hombre debe guardar por el lugar donde ha abierto
los ojos a la vida.21
21
Ibídem, pp. 197-198.
22
Ibídem, p. 139.
53
personal, de resonancia en espacios públicos como la prensa
y la calle.
Aunque las Memorias... se publicaron por primera
vez en 1924, cuando los tiempos descritos eran cosa del
pasado, el vínculo entre Cuba y España ocupa un lugar
central en el texto. Su protagonismo se manifiesta desde el
comienzo de la narración, y se incrementa luego, con la
relación de la matanza de los estudiantes, el entierro del
gorrión, la reconcentración y otros eventos referidos por
la autora. Por eso, cuando toda la alta clase isleña se
preparó para ofrecerle una tremenda recepción a la infan-
ta Eulalia de Borbón, de paso por Cuba, a la que asistió
Lola María, la entonces joven confiesa haber admirado
además a la viuda de Céspedes. Esta simbólica elección
afirma su cubanía, que, una vez más, elige vías indirectas
para expresar sus afinidades políticas.
Para concluir, vale seguir la pauta con que la autora
finaliza sus memorias. La escena de la muerte del tío
granadino, de gran resonancia en cuanto al diseño simbó-
lico, a nivel del texto, de la identidad nacional, se resuelve
en un espacio utópico, irreal. Delirante y enjuto como
aquel otro tío cuya muerte otra sobrina presenciara —otro
modo de vincularse a la tradición hispana— su muerte es
la metáfora del fin de una época. La definitiva clausura de
un tiempo que, a los ojos del presente de la narración, a
cuyas condiciones prácticamente no se alude, se antoja más
heroico y refinado. “¡Cuán saturada quedé del inefable
encanto del siglo XIX! Siglo que en su avance extraordinario
supo conservar su espiritualidad y manifestar el sentimiento
de depurado arte que insensiblemente en todo se difundía.
Nada compensa la secreta nostalgia que de él se siente.23
Otra señal. En su lecho de muerte, el tío de Lola María
imagina un gesto heroico pero imposible: la escuadra
23
Ibídem, p. 202.
54
española invade los Estados Unidos, prende al presidente
Mc Kinley, recupera Cuba. No es casual que ése sea el
final del relato. Veladamente, Lola María opone el pasado
glorioso, cuyo término, desde su perspectiva, no pudo evitar-
se por incomprensión —y aquí se escucha la plegaria
repetida tantas veces por su madre: “Dios mío, ilumina a
España”, donde la oposición entre Cuba y España pasa a ser
muchas veces entendida como una especie de discusión
familiar—, a un presente que ni siquiera es digno de opo-
nerse a aquél.
Es por eso que la añoranza por la época española
domina el libro. Como demuestran numerosos textos del
momento, la vuelta a la herencia hispana funcionó como
una suerte de tácito rechazo a la ingente presencia norte-
americana en la vida del país. Lola María no duda en
afirmar: “Nunca fue Cuba más española que en la época
colonial. Triste es confesarlo”.24 Demostración de lo contra-
dictoria que puede resultar la adscripción a una identidad
determinada es, en el texto urdido por Lola María, la coexis-
tencia de anécdotas sobre el infame Cuerpo de Voluntarios
con afirmaciones similares a la antes citada.
En cuanto a los Estados Unidos, cuya presencia en la
historia del país resulta innegable en el diseño de identida-
des, no logra despertar la admiración y el amor como con-
sigue hacerlo el “alma latina”,25 que la autora considera
propia. Su experiencia allá no puede ser más desalentadora:
55
desconsolador y triste. Aquel realizar constante del
menor deseo sin lucha, sin afán, con sólo oprimir un
botón, sin conocerse siquiera las triviales dificultades
de la vida doméstica por la fácil y rápida solución de
todas ellas fue sorpresa grande.26
26
Ibídem, p. 185.
27
Ibídem, p. 186.
28
Revista Bimestre Cubana, vol. XXIV, no.1, ene.-feb., 1929, pp. 128-129.
56
espacio, nos da la clave del discurso autobiográfico feme-
nino. En cierto lugar afirmé que la inclusión de estos frag-
mentos provocaban, durante la lectura, la impresión de un
texto fragmentario, que no perseguía abarcarlo todo y
ofrecernos una imagen completa y coherente del mundo
que pretende relatar, y ni siquiera de la mujer que escribió
esas páginas. En el caso de Lola María, la intención es
abarcar desde el fragmento, desde lo mínimo. Incluso
cuando narra hechos históricos por todos conocidos, acu-
de al testimonio personal, a las anécdotas que circularon
en la sociedad matancera de entonces. La cercanía de
pregones callejeros con bandos oficiales en el mismo texto
es una de las evidencias de cómo la autora se asume a sí
misma como testigo excepcional de un mundo ido, y pu-
diera ser la clave de un discurso donde el poder se disemina,
se hace retazos, interrumpido por las incursiones textuales
de elementos completamente ajenos a él.
Rehacer su voz comprometiendo las voces de los otros,
armar su historia desde las historias privadas de su gente,
y reconstruir un fragmento de la historia nacional hacién-
dolo desde la reconstrucción de la historia de su ciudad
parecen ser las claves del relato de Lola María, que se
vuelca al pasado e ignora o descalifica el presente. El
proyecto nacional queda, entonces, remitido al reino de lo
utópico, un deber ser que hubiera sido posible si la historia
pasada se hubiera resuelto de otro modo —quizás con la
“gota de miel” femenina— y que, al menos momentá-
neamente, percibimos como suspendido. No hay futuro
para Lola María, una autora para la cual, a pesar de sus
inconvenientes, sólo el pasado es digno de contarse.
57
Identidad y nación. Memorias de una
cubanita que nació con el siglo1
1
Este texto se publicó en La Gaceta de Cuba, no. 3, La Habana,
mayo-junio de 2002, pp. 44-47.
58
una época determinada es uno de los impulsos más fre-
cuentes de todo lector de autobiografías y memorias. Sin
embargo, el caso de la mujer, al decir de una de las estu-
diosas del género, no posee un “yo autobiográfico en el
mismo sentido que el hombre, pues no posee una historia
pública que contar”.2 Es por eso que, por lo general, las
autobiógrafas recurren a textos y experiencias ajenas para
ilustrar las propias, como se ha visto antes en las Memo-
rias de Lola María y, en ocasiones, la inclusión de esos
paréntesis discursivos (por llamarlos de algún modo)
funcionan a modo de parábolas para provocar en los lecto-
res la reflexión sobre la historia contada. Con esa selección
de hechos concernientes a su propia vida, las autoras
construyen no sólo una versión de ésta, sino también de su
época y su mundo.3
El engarce entre vida privada e historia nacional es una
de las estrategias fundadoras del discurso autobiográfico
hispanoamericano, cuyas primeras muestras, según ha
demostrado Silvia Molloy, revelan el interés de quien
2
Sidonie Smith: A poetic of women’s autobiography. Marginality and
the fictions of self representation, Indiana University Press,
Indianapolis, 1987, p. 50.
3
Una comprobación posible de esta idea sería el análisis comparativo
entre las memorias republicanas de Renée Méndez Capote —quien
solía referirse a la repútica, un mal hábito que sus libros perdieron
en posteriores ediciones— y Dulce María Loynaz, cuyas referencias
a la época eran mucho más amables, a pesar de provenir ambas de
familias igualmente ligadas al “nacimiento de la nación”. Dejo apun-
tada esta tentadora y dispareja confluencia en “Dulce María Loynaz,
Renée Méndez Capote. Visiones de la República”, en Anales del
Caribe, La Habana, 2003, pp. 91-96. Una coincidencia más: en la
revista Nosotros, en los nos. 8 y 9, correspondientes a junio y julio
de 1920, aparecieron colaboraciones de ambas autoras, presentadas
juntas. En María Eugenia Mesa: El fulgor de las palabras. Estudios
de la obra de Dulce María Loynaz, inédito, p. 11.
59
escribe por hacerse un sitio en el panteón de los héroes
nacionales. En palabras de esta autora, “la vacilación entre
persona pública y yo privado, entre honor y vanidad, entre
sujeto y patria, entre evocación lírica y registro de los
hechos, son sólo algunas de las manifestaciones de la
vacilación que caracterizó (y acaso sigue caracterizando)
la escritura autobiográfica en Hispanoamérica”. 4 En el
caso de las mujeres, la escritura suele mostrar una incer-
tidumbre que, ligada a la imposibilidad simbólica de
autorrepresentación como integrantes de la ficción de un
ser nacional homogéneo —del cual han sido excluidas—,
participa también de la vacilación que las relaciones entre
verdad y poder imprimen a los textos autobiográficos.
Si atendemos a la afirmación de Benedict Anderson,
según la cual “la nacionalidad es el valor más universal-
mente reconocido en la vida política de nuestro tiempo”,5
entenderemos por qué abordar el estudio de textos
autobiográficos femeninos desde la perspectiva de una
contribución a la imagen de la nación conlleva un gesto
político, además del gesto crítico inicial.6 Insertar sus voces
en el discurso sobre la nación, aun cuando sea desde los
márgenes de ese discurso, nos permitirá recuperar su vi-
sión del proyecto de gestación de la nación cubana. No
4
Silvia Molloy: Acto de presencia, El Colegio de México/Fondo de
Cultura Económica, México, 1996, pp. 14-15.
5
Benedict Anderson: Comunidades imaginadas, Fondo de Cultura
Económica, México, 1991, p. 19.
6
El gesto político vendría a ser, completando el gesto crítico, la
definición de estas escrituras del yo como portadoras de imágenes
contribuyentes a perfilar la imagen incompleta de la nación cubana
desde la representación de la vida personal; el rescate, pues, de lo
que esas “historias privadas” pueden aportar para la comprensión
de la otra historia, la nacional.
60
hay que olvidar, como sugiere el mismo autor, que nacio-
nalidad y nación “son artefactos culturales de una clase
particular” y que, en cuanto “comunidad imaginada”, esa
construcción precisa de discursos ad hoc que la definan
y la fijen.7 Por otra parte,
7
En lo referente a la literatura nacional, Ambrosio Fornet ha descrito
el proceso de introyección de una conciencia nacional en los siguien-
tes términos: “A los adolescentes que, de niños, en la escuela, habían
aprendido a reverenciar los «símbolos patrios» se les enseña todavía
que ciertos textos, empezando por los artículos de Varela y los
poemas de Heredia pertenecen al patrimonio cultural de la nación
porque contribuyeron a formar el arsenal de ideas y las «estructuras
emocionales» en las que se sostiene nuestro sentido de la naciona-
lidad. Una gran parte del sujeto nacional cubano se ha construido a
lo largo de los siglos con el incesante acarreo de esos testimonios y
metáforas”. En “Soñar en cubano, escribir en inglés: una reflexión
sobre la tríada lengua-nación-literatura”, en Temas, no. 10, La Haba-
na, abril-junio, 1995, p. 9.
8
Benedict Anderson: Ob. cit., p. 21.
61
los diferentes gestores de tal o cual proyecto, e incluso, a
nivel del discurso, con sus exponentes.
Lo autobiográfico formula siempre —e intenta res-
ponder— una pregunta sobre la identidad personal. La
autorrepresentación, al ubicarse en un contexto determi-
nado, involucra no sólo elementos de la identidad autoral
en tanto sujeto, sino también en cuanto a miembro de un
grupo social y de una nación. Quedará establecida, pues,
la pertenencia del enunciante a cierta “comunidad ima-
ginada” sobre cuyo proyecto está, de algún modo, re-
flexionando. Esa pregunta sobre la identidad —individual,
nacional— es algo que intenta responder el sujeto que es-
cribe. La ignorancia o apropiación (polos visibles de una
multitud de estrategias textuales posibles) de los modelos
previos, más coherentes con la representación incuestionada
de la nación, definirá no sólo el lugar de la autobiógrafa
dentro del texto, sino también dentro del gran tejido de la
identidad nacional sancionada por éste. Y es que la pre-
sencia de las mujeres en la construcción de la nación, más
que a nivel de la enunciación, suele encontrarse a nivel de
la representación. Figuras de mujeres han sido siempre el
modo más socorrido para representar simbólicamente la
unidad nacional.
La relación nación-nacionalidad se da en Cuba de un
modo bastante similar al del resto de las colonias españo-
las en América. Es con la lucha independentista que va
fraguándose la nación, aunque la conciencia de naciona-
lidad había aparecido mucho antes. Dentro del proceso
histórico de formación nacional, los historiadores coinciden
en señalar la contienda por la independencia como el crisol
donde se fundieron, por primera vez, los distintos compo-
nentes étnicos y culturales de la que sería la nación cu-
bana. A propósito, no debe olvidarse que la nación es un
62
producto histórico, y, como producto de la historia que es,
son los hechos de la historia regional los que conducen,
deslindando rechazos y compartiendo afinidades, a una
identidad nacional más o menos estable.
En el caso cubano, los procesos de liberación han sido
entendidos como el espacio donde la fusión de los distintos
componentes de la nación ha tenido lugar. La idea de la
nación es, sin embargo, variable de acuerdo con el grupo
social o la ideología del sujeto que la propone.9 Hay, sin
embargo, una suerte de consenso al adjudicar a los pro-
cesos de liberación cierto carácter genésico en lo referen-
te a la identidad nacional, por su oposición a la situación
colonial, una manifestación constante del nacionalismo y
la búsqueda de elementos diferenciadores u originales con
respecto a la metrópoli, componente, en cierta medida, del
sentimiento de identidad nacional. En Cuba, una vez procla-
mada la República, el sentimiento de lo nacional aflora in-
termitentemente; pero, como proyecto político, la herencia
libertaria de los mambises de 1868 y 1895 queda aplastada
por la decepcionante realidad de comienzos del siglo XX.
Según Jorge Mañach, “la formación de la conciencia
cubana, que se anunció bajo tan prometedores auspicios,
se quedó detenida al advenimiento de la República”,10 una
república que este autor caracterizaría como “economía
precaria y de mando ajeno; tierra en fuga; moneda y
9
La idea de la nación, el ideal nacionalista, provee al individuo o
grupo de una identidad, estructurada, generalmente, sobre hitos,
mitos o precursores que, aun cuando sean los mismos, no son
interpretados del mismo modo por los distintos sujetos de tal
identidad. La imagen de José Martí, en el caso de Cuba, es una de
estas manzanas de la discordia, concitadora de emociones y admi-
ración en los más distantes programas ideológicos de la cubanía.
10
Jorge Mañach: Historia y estilo, Minerva, La Habana, 1944, p. 97.
63
banca extranjera; españolidad enquistada y cubanidad en
derrota; cultura perezosa y mimética; política vacía de
sensibilidad social; conato de Estado en una patria sin
nación”.11 Tal es el proceso nacional en el cual se inser-
tan las Memorias de una cubanita que nació con el
siglo (1963), de Renée Méndez Capote (1901-1989). Su
padre, activo participante en la última guerra de indepen-
dencia y miembro del primer gobierno republicano, estuvo
siempre en medio de ese grupo que encabezaba los pro-
yectos colectivos. De ese modo, por la educación recibi-
da, por las noticias de la guerra y el contacto con otros
participantes en ella, Renée estuvo muy cerca del proceso
constitutivo de esa entidad cambiante que constituiría la
nación cubana.
Ya hice referencia al hábito patriarcal de igualar las
mujeres al territorio nacional, y usar su imagen para re-
presentar instituciones e ideas que las más de las veces
las ignoraban en su condición de ciudadanas. Pues bien,
desde el comienzo mismo de la narración autobiográfica,
la autora adopta esa práctica común, si bien con un dejo
irónico que cuestiona la validez de ciertos sobreentendidos
acerca de la condición femenina y, por tanto, de la ma-
leabilidad, por decirlo de algún modo, de esa feminidad
convertida en el desideratum de la nación. El libro se
publicó en 1963, a cuatro años del triunfo revolucionario
de 1959, y fue escrito, según el testimonio de su autora,
durante esos primeros años en que el porvenir de la na-
ción cubana volvía a resultar promisorio.12
Hasta aquí he intentado bosquejar el lugar de enuncia-
ción desde el cual Méndez Capote cuenta sus recuerdos,
11
Ibídem, p. 184.
12
Renée Méndez Capote: Amables figuras del pasado, Letras Cuba-
nas, La Habana, 1981, p. 230.
64
eso que Tzvetan Todorov y Oswald Ducrot llaman “situa-
ción de discurso”, y que Shoshana Feldman ha definido
mucho más gráficamente como “el lugar desde el cual se
habla”. En cuanto a las Memorias..., tal “situación de
discurso” se define por ciertas características esenciales:
la primera y más importante, a mi juicio, es que sus relatos
se escriben después de 1959, lo cual los dota de una pers-
pectiva sobradamente crítica con el pasado prerrevolucionario
y comporta, siempre, el rescate de una herencia, de una
tradición independentista y antimperialista que se recono-
ce como el antecedente natural de la Revolución. Por otra
parte, existe una escasa pero contundente producción de
memorias de autoras cubanas que quizás Méndez Capote
conociera y a partir de las cuales, presumiblemente, escri-
bió las suyas. El tercero de los vértices confluyentes en
su escritura será la práctica, más o menos regular desde
la conquista de América, de igualar metafóricamente mujer
y territorio.
En cuanto a las equivalencias alegóricas entre cuerpo
femenino y territorio, la representación del proyecto na-
cional en la figura de una mujer es una práctica común en
Hispanoamérica, y sus implicaciones simbólicas han sido
frecuentemente estudiadas por la crítica.13 De ahí que no
13
Una de las más célebres lecturas, en el caso de Hispanoamérica, es
la que hace Octavio Paz de la mexicanidad y su relación con la figura
de la Malinche, en El laberinto de la soledad. Para el caso de Cuba,
véanse el capítulo de Doris Sommer sobre Sab en Foundational
fictions: the nacional romances in Latin America, University of
California Press, Berkeley/Los Angeles, 1991; el texto de Peter
Hulme: Rescuing Cuba: adventure and masculinity in the 1890s,
University of Maryland, College Park, 1996, —referido a la figura
de Evangelina Cossío en la guerra hispano-cubano-norteamericana;
y de Zaida Capote Cruz: “Imágenes de mujer. Un siglo en la cultura
cubana”, en Tres ensayos ajenos, Letras Cubanas, La Habana, 1994.
65
sorprenda el paralelismo que se establece en el célebre
comienzo de las Memorias..., donde la crítica ha adver-
tido “el programa implícito de una autobiografía escrita en
diálogo cómplice con el destinatario.14 Dice Renée: “Yo
nací inmediatamente antes que la República. Yo en no-
viembre de 1901 y ella en mayo de 1902, pero desde el
nacimiento nos diferenciamos: ella nació enmendada y yo
nací decidida a no dejarme enmendar”.15 Un vínculo que
prosigue mostrándose en fragmentos como el que sigue:
14
Graziella Pogolotti: “Renée Méndez Capote: Viajar en el siglo”, en
Revolución y Cultura, no. 3, La Habana, mayo-junio de 2001, p. 8.
15
Renée Méndez Capote: Memorias de una cubanita que nació con
el siglo, prólogo de Samuel Feijóo, Universidad Central de Las
Villas, Dirección de Publicaciones, 1963, p. 11.
16
Ibídem, p. 12. Nótese la posibilidad aquí de una lectura positivista
del ”cuerpo social” representado por ambas hermanas. Renée, gorda,
saludable y expansiva, es la Cuba posible; su hermana Sarah, pe-
queñita e introvertida, es la Cuba real, la que apenas podía tenerse
en pie después de la ignominia que representaba la Enmienda.
66
alentaban en privado todos aquellos que, sintiéndose trai-
cionados por la historia, no perdían la ilusión de cambiar
las cosas. Como aliento renovador le nace la hijita Renée
a la familia del “hombre civil del 95” y, para comprobar
esa interpretación puede citarse la escena que muestra a
la recién nacida en brazos de Alberto Herrera y Franchi
y Joaquín Llaverías. Ese primer abrazo funciona en el
texto como una recomendación a sus lectores; es una
suerte de concesión de dones feéricos a la manera de las
tradiciones populares: Herrera y Franchi, quien había sido
ayudante del general Méndez Capote durante la guerra,
representa la irrevocable vocación revolucionaria de Renée;
Llaverías, futuro director del Archivo Nacional, le conce-
de simbólica y retroactivamente, en esa primera escena,
la custodia de las memorias de la nación. Ahora bien, de
todas las herencias adjudicadas entonces a la criatura, la
más cabal y orgullosamente asumida es aquella que le lega
su padre, el general Domingo Méndez Capote (1863-1934),
a quien dedicará una biografía como prueba de la admi-
ración que le profesara. Habida cuenta de su labor como
legislador de la República en Armas, y luego como presi-
dente de la Constituyente, el legado del padre sobrepasa
con mucho el evidente parecido físico entre ambos. Su
trabajo de redacción del cuerpo de leyes que regirían el
desempeño civil de la nación marca esa herencia aún más
profundamente que cualquier otro; el padre adorado está,
pues, involucrado en el nacimiento mismo de la nación
cubana. 17 Estos legados que recibiera Renée desde sus
primeros años son el terreno donde arraigará su incansa-
ble labor de recuperación de la dignidad nacional, que
17
¿Será necesario recordar aquí la importancia decisiva de las leyes
en la constitución de una nación? El papel de los letrados en cuanto
a dotar de organicidad lo que hasta entonces habían sido impulsos
67
habrá de ser salvada del olvido en otros libros suyos como
Episodios de la epopeya (1968), Por el ojo de la cerradu-
ra (1977), Amables figuras del pasado (1981) y Hace
muchos años una joven viajera (1983), entre otros, y
que asomaba ya en los tímidos relatos de Apuntes (1927),
el primero de todos.
“Yo no pretendo acercarme siquiera a un historiador”,
dice Renée y nos cuenta sencillos episodios de la vida
cotidiana, “esas pequeñas cosas íntimas que forman la
«pequeña historia» que ayuda a escribir con justicia y
calor humano la gran historia”.18 Y así, de su mano, en-
tramos en el campamento de Columbia, fundado por el
gobierno interventor y lugar de veraneo del gobierno repu-
blicano, a través de la mirada de una niña calzada con
zapatos rojos —para librarse del mal de ojo por recomen-
dación de su nana negra—, mientras ella posa para una
foto de recuerdo de esas primeras vacaciones. La imbri-
cación entre yo privado e historia nacional es constante.
Su familia veranea junto a los demás integrantes del go-
bierno, y a medida que la niña crece y se convierte en
adolescente —que es el punto donde concluye la narra-
ción— va siendo testigo, incluso involuntario, de sucesos
significativos de la vida nacional. La historia, para Renée,
no es algo separado de la vida cotidiana, de las costum-
bres y usos de la época. Sin embargo, a la visión intimista
68
característica de los discursos autobiográficos femeninos,
agrega una peculiaridad en su relación con la historia: en
su relato hay mucho de broma, y el humor es una presen-
cia permanente. Hay, en sus recuerdos, una escena entra-
ñable: Renée, niña traviesa, entorpece el estudio de un
adolescente aplicado lanzándole piedrecitas y bolas de papel
desde una ventana; el adolescente resulta ser Emilio Roig
de Leuschenring. Con la historia, como con la política
republicana, la relación de la autora es la que mantendría
con los hechos un testigo de excepción; diríase que su
procedencia familiar primero, y su proceder vital después,
la ponen en contacto con hechos y personajes trascenden-
tales. Andando el tiempo, ella publicará otros libros y otros
recuerdos, siempre estrechamente cercanos al decursar
de la historia nacional. Incluso en sus relatos para niños
—A Varadero en carreta y Dos niños en la Cuba
colonial—, su obra se sustenta en recuerdos e historias
familiares, abordados con un ligero afán didáctico que
insiste en delinear, para sus jóvenes lectores, los contornos
de la vida y la sociedad cubanas del pasado. Es notorio su
uso del vocabulario criollo más acendrado —“rellollo”, diría
Renée— y la insistencia con que suele describir tipos
diversos, representativos, en su multiplicidad étnica y cul-
tural, de los diferentes componentes de la sociedad cuba-
na de entonces.19 Logradas estampas costumbristas, don-
de retrata modos de vida, usos del comer y el vestir, y
19
El capítulo cuarto reúne las semblanzas del yerbero Maloja, los
gitanos, los chinos, y de personajes que despertaban la admiración
de los niños, como Gorrión, Mrs. Smith y Kins-trons-trin. En su
prólogo a la primera edición de las Memorias..., Samuel Feijóo reco-
nocía la “grande [...] contribución al folclor, con numerosos tipos
populares habaneros ya desaparecidos, apresados en estas delicio-
sas páginas, escritas por grata, sabia pluma”. En Renée Méndez Ca-
pote: Memorias de una cubanita que nació con el siglo, Ed. cit., p. 10.
69
numerosos personajes populares, se intercalan en la narra-
ción de su propia vida, imbricándose en el relato del naci-
miento y desarrollo de una subjetividad.
La política, en el recuerdo, implica siempre algazara,
multitudes, voladores, ambiente festivo; pero también se
vincula al llanto contenido de la madre: “Y la política se
graba en el recuerdo revestida con proporciones de catás-
trofe, misteriosa y mala. Y mientras aprendía que en la
vida feliz podían irrumpir acontecimientos misteriosos y
sombríos que hacían llorar a las madres y ponían prisione-
ros a los niños, mi primer gran dolor, se preparaba”. 20 Ese
primer gran dolor, provocado por la aparición de la política
en el horizonte infantil, no es otro que el exilio en los
Estados Unidos. Lejos de Cuba, los hermanos se refugian
en el raro humor de un payaso español y su presencia en
el Parque Central los alivia del frío y la soledad, privile-
giando el contacto con las raíces hispanas. La triple he-
rencia española, mambisa y africana compone el acervo
de la narradora, que no abandona nunca su buen humor y
su sencillez expositiva. Ya sea refiriéndose al surgimiento
de El Vedado o a las transformaciones que la Interven-
ción trajo consigo en las prácticas políticas al uso, la
llaneza del decir y la facilidad de expresión no la aban-
donan nunca. Léase, a modo de ilustración, su breve
resumen del surgimiento y evolución del barrio habanero
donde nació:
20
Ibídem, pp. 21-22.
70
y de la lucha y se hubiera mantenido puro si los po-
líticos y su secuela de millonarios relámpago no se
hubieran precipitado a afear el paisaje y enturbiar su
atmósfera con palacetes presuntuosos.21
21
Ibídem, p. 51.
22
Ibídem, p. 190.
23
Ibídem, pp. 88-89.
71
figura paterna, siempre tutelar, es el origen de todos los
sentimientos y remembranzas descritos:
24
Ibídem, pp. 169-170.
25
Renée Méndez Capote: Amables figuras del pasado, Ed. cit., p. 205.
26
Refiriéndose a sus crónicas de viaje, Aileen Schmidt ha notado como
en su escritura siempre “asomará una consciencia política democrá-
tica y progresista, afianzada en su orgullo patrio y su responsabilidad
como cubana comprometida con el destino de la nación”. En Mu-
jeres excéntricas. La escritura autobiográfica femenina en Puerto
Rico y Cuba, Ediciones Callejón, San Juan, 2003, p. 111.
72
la ceremonia del corsé, la medicina popular, la llegada del
cinematógrafo, la celebración de la Nochebuena, las sem-
blanzas de Ernesto Lecuona, Manuel Sanguily, Lola
Rodríguez de Tió, entre otros, ilustran esa vertiente prolija
que nos empapa de costumbres pasadas e ideales nacio-
nales. Ilustrativa del humor inteligente de su pluma es esa
jugarreta que introduce al final de una de sus descripcio-
nes del vestuario de la época, atributo indudable de una
feminidad republicana caracterizada por el pudor y el
encierro dentro de los muros de la gran casona familiar;
un modelo de feminidad que tocaría precisamente a su
generación, la de Renée, quebrar: “Los ganchos de som-
brero se remataban con piedras finas, bolas de oro y
plata. Eran un arma casera muy linda”. 27 La ironía que
remata este fragmento constata la estrategia discursiva
que se ha venido apuntando. Usando un recurso común a
otras autobiógrafas, Renée pasa, como de contrabando,
señales de la feminidad real, lejos de los clichés impues-
tos por los modos al uso. Al decir que los alfileres y joyas
—féferes, quizás diría— podrían ser un arma casera, está
juzgando la realidad hogareña puertas adentro con algo
más de realismo y severidad de lo que podrían hacerlo
unas bellas estampas pasatistas. La imbricación de lo
familiar y lo público, de la propia vida con la historia
nacional, son moneda común en su escritura. En palabras
de Graziella Pogolotti, “la cotidianidad transmitía imper-
ceptiblemente una tradición nacional. La mano que escribe
interviene, sin embargo, para reivindicar esta vertiente. Lo
hace mediante la frecuente alusión a la memoria insurgen-
te de sus mayores”.28
27
Renée Méndez Capote: Memorias de una cubanita que nació con
el siglo, Ed. cit., p. 144.
28
Graziella Pogolotti: Ob. cit., p. 10.
73
A despecho de aquella reflexión de Marguerite Yourcenar,
según la cual “la vida de las mujeres es más limitada, o
demasiado secreta”, es decir, que “basta con que una mujer
cuente sobre sí misma para que de inmediato se le repro-
che que ya no sea mujer”, 29 Renée hace gala de una
feminidad participante en la vida nacional. Ella misma
—o el prototipo creado por ella a su imagen y semejanza—
puede considerarse una representación de la nación, del
proyecto de independencia que, frustrado por las circuns-
tancias políticas que atravesaba el país, se hace real en el
espacio autónomo de la escritura, y proyecta la posibilidad
de una nación y una feminidad futuras, como la metáfora
de lo que vendrá.
29
Marguerite Yourcenar: Memorias de Adriano, Trad. de Julio
Cortázar, Editorial Arte y Literatura /Editorial Sudamericana, La
Habana, 2001, p. 214.
74
Una versión negra y pobre del discurso
nacional. Habla Reyita1
1
Una versión anterior de este texto apareció en Extramuros, no.16,
La Habana, enero-abril de 2005, pp. 52-55.
2
Víctor Casaus, presidente del jurado, en la contracubierta. Véase
Daisy Rubiera Castillo: Reyita, sencillamente, Prolibros/World Data
Research Center, La Habana, 1997.
75
quienes conocen la historia de la gestación del texto, el vínculo
con MAGIN (organización de mujeres comunicadoras) es
evidente, pues el prólogo, “Algo para empezar”, está
firmado por Mirta Rodríguez Calderón, miembro del Comité
Gestor del grupo. Esa percepción del libro como resultado
de un trabajo colectivo se constata en la existencia
extratextual de un proyecto “Reyita”, del cual el libro forma
parte conjuntamente con el corto en video Blanco es mi
pelo, negra mi piel.3 Lo mismo ocurre con los epígrafes
utilizados para presentar cada capítulo, tomados de la obra
de Georgina Herrera, poetisa también vinculada a MAGIN,
y, por último, con la colaboración de Sonnia Moro,
historiadora y amiga de la autora, quien la acompañó a
Cárdenas para esclarecer el vínculo con la familia paterna.4
Todo esto hace de Reyita… una obra cuasi colectiva, algo
que la separa definitivamente del resto de los textos
analizados en este libro. También lo hace el hecho de que,
a diferencia de las otras protagonistas y escritoras, Reyita
es una mujer, como suele decirse, común. Negra, pobre,
obligada a ganarse la vida lavando y cocinando para otros,
madre de cinco hijos y víctima de la discriminación racial
desde muy pequeña, no se ajusta a lo que podríamos
llamar el perfil de las otras autobiógrafas estudiadas. De
hecho, el libro no es una idea de Reyita, sino de su hija,
y su escritura es casi el saldo de una deuda de gratitud
con la persona a quien no sólo se le debe la vida, sino
también haber tenido una vida digna y plena. Leerla como
una autobiografía, además de una transgresión genérica
3
Dirigido por Marina Ochoa.
4
Véase su texto “Género e Historia Oral. Un camino para visibilizar
a las mujeres”, en Susana Montero Sánchez y Zaida Capote Cruz,
coords.: Con el lente oblicuo. Aproximaciones cubanas a los estudios
de género, Instituto de Literatura y Lingüística/Editorial de la Mujer,
La Habana, 1999, pp. 67-76.
76
—algo que realmente carece de importancia— es una
transgresión ideológica. Leerla como una representación
posible de lo nacional es asumirla como una visión tan
válida como cualquiera sobre la realidad de la formación
de la nación que somos; e intentar vincular su experiencia
vital —la de Reyita— con la constitución de la nación
cubana, es incluir, en el retablo imaginario en que se
construye la identidad, la voz y la mirada de quienes no
tuvieron una educación y una formación intelectual
disponibles para erigirse en jueces de la historia en la cual
transcurrió su vida.
Nacida en 1902, el mismo año que Renée Méndez
Capote, su vida difiere totalmente de la de aquélla. Nieta
de esclava, la hija más negra de su madre, quien la
maltrataba por serlo, la experiencia vital de María de los
Reyes (nacida el 6 de enero) es un intenso recorrido por
el otro lado de lo que ser cubano significa. Para incorporar
ese lado a menudo ausente, la narración que hace Reyita es
imprescindible. La presencia de la historia de la nación en
una vida como la suya es tangencial desde un punto de
vista convencional, y su relación con eventos de importancia
o con personajes célebres es la de un contacto breve o
casual, y no, como en otros de los casos estudiados, el de
una cercanía continua. Así, los protagonistas de la historia
que aparecen en su vida son ellos mismos marginales del
discurso oficial, como Pedro Ivonet o Evaristo Estenoz,
los líderes negros de la llamada guerra de 1912; 5 o
personajes del mundo cultural —Benny Moré, Celina
5
Sobre este hecho histórico, véanse los recuerdos de Reyita en las
páginas 47-50. La guerrita de agosto, como también se le llamó, es
una de las muestras más claras en este libro de cuál es el lugar de
esta mujer en el entramado social republicano, y de qué manera su
percepción de la historia nacional difiere de la historia establecida.
77
González— que pasan por su vida en los primeros
momentos de su carrera, cuando aún no habían alcanzado
fama alguna, lo mismo que Fulgencio Batista, a quien
conoció siendo casi un niño y de quien recuerda algunas
“travesuras”, entre ellas un robo. Entonces, el libro de
Daisy Rubiera está en los márgenes de la institución literaria
no sólo porque pertenece a un género, el testimonio, cuya
adscripción a la literatura ha sido bastante cuestionada,
sino porque la historia que cuenta no es una historia central,
sino una donde los grandes problemas históricos aparecen
tangencialmente, atravesando la vida de una mujer de
pueblo, cuya excepcionalidad, que no lo es tanto, consiste
en haber forjado una familia y haberla mantenido contra
viento y marea, aun en las condiciones más difíciles, con
su trabajo y su entereza. El libro no ha sido publicado aún
por ninguna gran editorial cubana, a pesar de su éxito de
ventas. Su primera impresión fue una colaboración de dos
instituciones; y la segunda edición en Cuba corrió a cuenta
de las ediciones de las FAR, para ser usada como material
de estudio por los combatientes.6 Resulta evidente que la
historia de Reyita es, desde todo punto de vista, ejemplar,
ya sea para mujeres o para hombres, y contribuye a forjar
la idea de una nación que reconozca también entre sus
padres y madres, es decir, entre sus genitores, a los negros
y negras que hicieron también la historia, lo mismo en la
6
Hasta el momento, estas son las ediciones con que cuenta el libro:
Reyita, sencillamente [Prolibros/ World Data Research Center, La
Habana, 1997]; Ich Reyita [Punto Rojo, Zurich, 2000]; Reyita. The
life of a black cuban woman in the twentieth century [Latin America
Bureau, London, 2000]; Reyita [Duke University Press, Durham,
2000]; y Reyita. Testimonio de una cubana nonagenaria [Ediciones
Verde Olivo, La Habana, 2001]. Agradezco a su autora esta
información.
78
manigua que en las calles de las ciudades o en los campos
de caña.
El libro es un relato más o menos organizado de la
vida de Reyita, y, a pesar de haber sido considerado como
un testimonio, linda con el relato autobiográfico dada la
poca distancia existente entre testimoniante y escritora.
En cierto modo, es también una autobiografía de Daisy, a
quien vemos asomar una y otra vez en el relato de su
madre, ya sea para igualarse a ella en su rebeldía —era
la única de los hijos que no aceptaba los modos déspotas del
padre— o en su sufrimiento —ambas perdieron un hijo—. Y
está también el hecho de que Daisy sea la heredera
espiritual de Reyita, quien delega en ella, una vez que se
le hace difícil dado lo avanzado de su edad, apagar la sed
de los espíritus de sus muertos al mediodía. La imagen
referida de la investigadora y autora de este libro, lanzando
un cubo de agua a la acera hirviente del mediodía habanero,
en espera de que los muertos de su madre se refresquen
y luego vayan a visitarla en Santiago, es una de las más
rotundas muestras de esa sucesión entre la madre y la
hija, de una profunda complicidad. Así, la distancia entre
testimoniante y entrevistadora es mínima. La complicidad
entre ambas es total, aun cuando Reyita decide callar
algunas cosas que no le parece llegado el día de hacer
públicas. Y Reyita no omite, sino calla, y esto, porque el
libro es una larga y animada conversación —que deviene
monólogo con la supresión de las breves intervenciones de
la entrevistadora— sobre su vida. A pesar de haber
aprendido a leer y a escribir, e incluso haber trabajado
como maestra en algunos momentos de su vida, Reyita no
escribe, sino habla, lo cual hace todavía más coherente el
libro con la experiencia que narra, una experiencia aún
más al margen de los grandes discursos sobre la identidad
79
nacional, puesto que no comparte la pertenencia a una
clase ilustrada con las otras autobiógrafas estudiadas aquí.
“El libro de Reyita”7 es también un compendio de
sabiduría popular, y lo mismo ofrece remedios para curar
el empacho o fingir virgos intactos, que no olvida recetas
de dulces caseros. Sin embargo, a pesar de la complacencia
por lo logrado, el aprendizaje fue arduo. Su vida, un rodar
de una casa en otra, víctima de la pobreza extrema de su
madre, hija de esclava, y de la sucesión de hijos que
aquélla tuvo, pues, imposibilitada como estaba de asumir
la crianza y manutención de todos, iba dejándolos con
familiares y amigos que los atendieran, mientras ella
emigraba con el más pequeño de turno en busca de trabajo
y medios de vida.
La pobreza, lo mismo que el racismo, son motivos
recurrentes en todo el relato. Por ser la hija más oscura
de su madre, Reyita debió soportar la constante anulación
de sus ansias de diversión y juego, lo mismo que cierta
inocente presunción infantil, cada vez que su madre la
condenaba al encierro por “mona”, para que los demás no
se rieran de ella. 8 La experiencia tiene que haber sido
terrible, sólo contrarrestada por la figura de su abuela
paterna, una negra independiente y alegre con la cual
Reyita vivió durante un período breve que todavía puede
convertirse en objeto de añoranza: “Yo nunca olvidaré a
Mamacita. ¡Ay, mi hija!, si siempre hubiese vivido con
ella, ¡qué distinta hubiese sido mi vida! No habría sufrido
tantas vejaciones y maltratos, y, sobre todo, no hubiese
tenido que rodar tanto, de casa de un familiar para casa
7
Víctor Casaus: Ob. cit.
8
Dice: “En el fondo Isabel no era mala. Durante mucho tiempo yo
no la comprendí, pero después de vieja me di cuenta de que mi pobre
madre fue una víctima de la desgracia que sufrimos los negros, tanto
en los siglos pasados, como en este.” Daisy Rubiera: Ob. cit., p. 29.
80
de otro”. 9 Ese período en casa de Mamacita, a quien
Reyita define como “una mujer sin prejuicios”,10 es uno
de los mejores de su vida de niña, pero también es
importante porque la provee de un modelo femenino de
independencia, capaz de enfrentar las adversidades sólo a
cuenta suya. Estos son los principales modelos a partir de
los cuales se forja su personalidad, en términos de una
feminidad negra en conflicto con el medio en que debe
existir. Otro de los modelos femeninos de que dispuso fue
la fuerte personalidad de doña Mangá, una tía política en
cuya casa vivió cuando apenas contaba ocho años. 11 Allí
debió trabajar mucho y pudo estudiar, a pesar de los abusos
de su tía, y tener una situación bastante estable, disfrutando
del cariño de su tío. También vivió con una prima, donde
estuvo a punto de conseguir entrar al Instituto de Segunda
Enseñanza, pues tenía los conocimientos necesarios; pero
no pudo hacerlo por carecer de recursos para enfrentar
los gastos necesarios para la habilitación completa
(uniforme, libros, etc.) y por no contar con la solidaridad
de quienes, quizás con un poco de esfuerzo, hubieran podido
ayudarla. El más conmovedor de los relatos no es éste,
sino aquella imagen de Reyita niña atada a la pata de la
mesa, con una escudilla de comida y otra de agua a su
alcance, esperando durante todo el día el regreso de su tía
Casilda,12 cuya actitud disculpa, pues era la única manera
posible de garantizar su supervivencia.
9
Ibídem, pp. 39-40.
10
Ibídem, p. 38.
11
Margarita Planas (doña Mangá) era la presidenta del Comité de
Damas Pro Partido Independiente de Color en La Maya, y en su
casa Reyita conoció a Ivonet, Estenoz y otros miembros del partido.
Después de la masacre, estuvo seis meses en prisión. Ibídem, p. 49.
12
Ibídem, p. 32.
81
Es así que la historia de Reyita es un sucederse de
infortunios a los que sólo ella puede responder, con breves
momentos de alegría casi siempre vinculados a la posibilidad
de estudiar —e incluso de enseñar, porque llegó a ser
maestra— o de ganar algún dinero por su cuenta. Todo
esto, más o menos continuado hasta el momento en que
contrae matrimonio con Antonio Rubiera, un blanco “joven,
buen mozo, lindo, trabajador”, como ella misma confiesa
habérselo pedido a la virgen de la Caridad. Al casarse, por
vez primera, “vislumbraba una estabilidad, el hogar que
nunca tuve, sin que nadie me discriminara, ni se avergonzara
por el color de mi piel ni por mis labios, o por mi nariz; en
fin, iba a entrar en la gloria […] Allí no había nadie de mi
familia ¿para qué? Lo que me estaba jugando era mi
destino, mi futuro; ya se lo avisaría a su tiempo”. 13 Lo
cual pone en evidencia la soledad de esa mujer que debió
construirse un futuro sola, sin el apoyo material ni
emocional de su familia, y que reconoce sin ambages la
necesidad que sentía de vincularse a un hombre blanco
para que sus hijos no sufrieran la discriminación tan
duramente como ella la había padecido.
Como el espacio de la utopía, queda en el relato de
Reyita la época en que se vinculó al movimiento de Marcus
Garvey por la vuelta a África, sin apenas saber a derechas
dónde estaba el continente de sus antepasados, pero con
la esperanza de que allá todo sería diferente. Fue su
primera experiencia política, vivida como correspondía a
sus pocos años, con bastante alegría y entusiasmo, y de
cuya interrupción sacó la única conclusión posible, “¡tenía
que imponerme a la discriminación!”.14 Una experiencia
13
Ibídem, p. 60.
14
Ibídem, p. 26.
82
muy diferente de la que acopió en la guerra de 1912, a
propósito de la cual se pregunta “¿por qué los historiadores
no han profundizado en lo que pasó?”,15 porque es un
vacío en la historia nacional.16 Reyita demanda un espacio
dentro del discurso sobre la historia de Cuba, y, en especial,
en lo referente a la vida de los negros, para lo cual considera
ineludible tomar en cuenta la experiencia de quienes
vivieron en épocas pasadas. Dice: “…últimamente me he
dedicado a leer todo lo que se ha escrito y se escribe sobre
los negros —aunque no es mucho—, pero algunas de las
cosas que se dicen me disgustan; no sé, creo que no se
va al fondo, no se entrevista a los viejos, que fuimos los
que en definitiva sufrimos toda aquella situación. Creo que
en la medida en que nos vayamos muriendo, más se alejarán
los escritores de la verdad”. 17 Así, la obra de Daisy
puede leerse como un doble gesto de inscripción de esa
experiencia ignorada en el discurso sobre la experiencia
nacional. En otra oportunidad, Reyita se referirá a la carencia
de protagonistas negros en los programas televisivos, y el
libro podría convertirse él mismo en argumento de un serial
televisivo o una película, pues guarda la potencialidad
necesaria para ello.
Casada con un blanco, Reyita debe imponerse todo el
tiempo a la discriminación que penetra en su casa. El
15
Ibídem, p. 49.
16
Véase la monografía de Silvio Castro Fernández: La masacre de los
Independientes de Color en 1912, Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana, 2002; y Alejandro de la Fuente: “Mitos de «Democracia
Racial» en Cuba, 1900- 1912”, en Espacios, silencios y los sentidos
de la libertad (Cuba entre 1878 y 1912), Fernando Martínez Heredia,
Rebeca J. Scott, Orlando F. García Martínez, coords., Unión/Editorial
de Ciencias Sociales, La Habana, 2002, pp. 235-269.
17
Daisy Rubiera: Ob. cit., p. 27.
83
padre nunca asistió a las bodas de sus hijos, no la secundaba
en su participación política en las filas del Partido Socialista
Popular, no comprendía su afán de ayudar a otras mujeres
—incluso prostitutas— a encontrar su propio camino, y ni
siquiera aparecía en público con su familia en días de
carnaval. El sueño de que su matrimonio la libraría de ser
discriminada no se cumplió totalmente, pero, a fuerza de
voluntad y resistencia, esta mujer pudo conseguir una vida
más digna que la suya para sus hijos. Y la enseñanza
parece haber cuajado: Reyita cuenta con orgullo cómo
una de sus nietas, blanca, rechazó a un novio por sospechar
que podría tener prejuicios raciales.
Pero, a pesar del éxito en sus empresas propias, debió
lidiar con la discriminación en el terreno de lo íntimo. La
experiencia traumática del descubrimiento de la invalidez
de su matrimonio con Rubiera es uno de los contratiempos
que asimiló y aprendió a sortear viviendo por su cuenta, a
pesar del tremendo dolor que de seguro le causaron esta
clase de engaños (aquí otro punto de contacto con su hija
Daisy, que estuvo en Cárdenas para visitar a la familia de su
padre y todavía hoy no logra entender las razones de tantas
mentiras).18 La figura del esposo es una suerte de anta-
gonista a quien Reyita debe oponerse permanentemente
para realizar sus anhelos y los de sus hijos, y, sin embargo,
nunca ocurre un enfrentamiento frontal. Ella pone en juego
una gran variedad de “tretas del débil”, como las llamara
Josefina Ludmer, para ganar espacios mínimos y componer
un territorio propio que, llegado el caso, defiende
frontalmente. Las pequeñas batallas cotidianas para comprar
ropa a los niños, un radio para escuchar la novela, etc.,
van ampliándose en las tareas en las que de a poco va
18
Véase, sobre esto, el apéndice “Nuevas verdades”, en Ob. cit.,
pp. 165-171.
84
involucrándose Reyita para cambiar el mundo y no sólo su
casa. Aunque no todo fueron victorias, pues hubo atropellos
también, como aquél de la venta de “la máquina”: un
regalo de sus hijos del que no pudo beneficiarse, pues el
esposo vendió el automóvil sin su consentimiento.
Las frustraciones de los deseos de ambas mujeres
pasan por la actitud negadora del padre: “Yo sé que tú
querías ser artista. Si no hubiese sido por tu papá, quizás
lo hubieses logrado”, le dice Reyita a Daisy, pero Reyita,
sencillamente es una respuesta más, un modo de contrariar
la sujeción, el silencio y el acatamiento al deseo del otro.
Darle voz a Reyita es darse voz a sí misma, rescatando
para sí, como para todas, la herencia de esa mujer imbatible
en medio de la pobreza que supo imponerse metas y
alcanzarlas, a pesar de todo, y sin abandonar la solidaridad
por los demás, a quienes nunca despreció por hallarse en
una situación precaria —como sus amigos homosexuales
o las prostitutas a las que ayudó, incluso, en la crianza de
los hijos.
Las teorías sobre lo autobiográfico destacan siempre
la necesidad de estructuración de la “identidad del nombre”,
cómo la coincidencia entre el nombre del narrador y el
protagonista de la historia resulta decisiva en la estructura
del discurso del relato vital. En cuanto al nombre propio
—recuérdense las reservas de Gilbert y Gubar al respecto—,
el caso de Reyita es sumamente ilustrativo. Ella creía que
con tener una casa bien puesta, en un buen barrio, ya
tendría todas las condiciones para ser llamada doña, como
ocurría con algunas de sus vecinas. Sin embargo, luego de
mudarse y ver que el tiempo pasaba y todos seguían
llamándola, simplemente, Reyita, le preguntó a una amiga,
negra también, empleada como sirvienta en una casa del
vecindario. La respuesta merece repetirse, a fin de entender
85
lo profundo de estas diferencias: “¿Por qué te van a decir
doña? A esa gente le dicen doña porque son blancas y
tienen dinero; pero a ti, negra prieta —y casada con un
blanco, sí, pero pobre— ¿doña de qué? ¡Reyita!”.19 Si el
nombre es uno de los elementos estructuradores de la
identidad, pues vale la anécdota para saber cuán arraigadas
estaban las diferencias sociales y la discriminación
subsiguiente. En ese medio, batallando permanentemente
con él, pudo Reyita forjarse una vida propia, trabajando de
la mañana a la noche, ocupándose del bienestar de sus
hijos y su marido sin olvidarse de sus propios sueños.
Fundadora de una familia unida y multicolor, cuyos
miembros permanecen todos en Cuba —un dato aportado
orgullosamente por la autora— el vínculo de Reyita con
la historia no es sólo el de su propia experiencia. En la
explosión de La Coubre perdió a uno de sus hijos, y su
compromiso con la obra de la Revolución es una presencia
permanente en la última parte de la entrevista. Esa familia
numerosa, con lazos de unión establecidos por la abuela
Reyita, se antoja la metáfora de una Cuba mejor, donde
cubanos de todas las razas se relacionen en virtud del
recuerdo imponente de esa abuela negra cuya existencia
negada provocaba la pregunta risueña de Guillén: “¿y tu
abuela, dónde está?”
Incluir Reyita, sencillamente en un estudio dedicado
a perfilar la nación en los textos autobiográficos femeninos
—aun cuando este acercamiento no sea más que eso—
es también restituirle al discurso sobre la nación una voz
cuyo espacio ha sido usurpado muy a menudo, y es también
otorgarle a este libro de Daisy Rubiera un espacio en la
literatura cubana actual, de cuya diversidad y riqueza es
también testimonio.
19
Ibídem, p. 63.
86
SEGUNDA PARTE
Lecturas feministas del canon cubano
El Espatolino de Gertrudis Gómez de
Avellaneda: ¿una secreta impugnación?1
1
Una versión de este texto se incluyó en Unión, a. IX, no. 26, La
Habana, enero-marzo de 1997, pp. 20-22.
89
Cuba que, tiempo atrás, publicara en su revista Recreo
Literario la versión de un artículo aparecido en Europa y
titulado “El famoso Espatolino, bandolero romano”. En una
advertencia al capítulo tercero de la novela, la autora insistía,
respondiendo a sus detractores: “La novela [...] es obra
original de la persona cuyo nombre se encuentra al final
de cada capítulo [el de ella misma]: es creación suya
cuanto puede serlo una novela cuyo protagonista no es un
ser imaginario”.2
Espatolino ha sido clasificada como “novela del
bandolero”, pero su lugar en la historia de la literatura
cubana —pese a la escasa atención que se le ha brindado—
va mucho más allá de esa elemental definición. Para
hacerle verdadera justicia habría no sólo que leerla más
atentamente, sino también retroceder unos años e intentar
establecer las inexploradas relaciones de la novela con
algunos textos aparecidos en el ya mencionado Recreo
Literario y en una publicación de singular importancia en
el siglo XIX cubano: El Plantel.
Editada en La Habana por Torrente entre 1837 y
1838, la serie Recreo Literario sucede a la Biblioteca
Selecta de Amena Instrucción, sin otro propósito
reconocido que el de “entretener y solazar” a sus lectores.
El Recreo… no pretendió vincularse nunca a los creadores
criollos, quienes, por su parte, solían llamar a sus editores,
despectivamente, “los españoles”. Ese desencuentro entre
peninsulares y cubanos iba a culminar, a fines de 1838, en
la catástrofe editorial de El Plantel, una publicación dirigida
por cubanos y que se proponía, como su título sugiere, ser
una especie de escuela de la nacionalidad criolla. El
impresor de la revista, el español Ramón Oliva, después
2
Citada por Emilio Cotarelo y Mori: La Avellaneda y sus obras,
Madrid, 1930, p. 108.
90
de un desacuerdo financiero que terminó en reyerta,
sustituyó a los directores cubanos, Ramón de Palma y
José Antonio Echeverría, por dos españoles: el citado
Torrente y José María de Andueza.3 Domingo del Monte,
en carta a José Luis Alfonso, daba su propia versión: “se
separararon ellos y todos los demás colaboradores, y hoy
está en manos el papel de Torrente y otros bichos de
semejante ralea, que le han quitado el carácter «cubano»
y original que tenía, embutiéndolo de traducciones y
paparruchas: te he borrado de la suscripción”. 4
Así, El Plantel, que había llegado a tener más de mil
suscriptores —una cantidad inusual para la época— los
fue perdiendo gradualmente y cayó en una decadencia de
la que no se recuperaría ya. A juicio de Cirilo Villaverde,
“en su primera aparición prometía sazonados y óptimos
frutos, en todo género literario; pero pronto pasó a manos
torpes e indoctas, y fue efímera y mala su existencia”.5
Con eso se frustró uno de los proyectos culturales más
promisorios de los escritores cubanos del XIX: el de divulgar
los valores nacionales (y nacionalistas) en una revista en
la cual, hasta el desastre, colaboró lo más notable de la
3
“Mediaron razones acaloradas —cuenta Echeverría—, apoyáronse
éstas con sendos mojicones entre Palma, él [Oliva] y otros más; yo
me metí por medio a riesgo de salir descalabrado; fue aquello un
campo de Agramante, y todo se lo llevó el diablo.” Citado en Ambrosio
Fornet: El libro en Cuba, Letras Cubanas, La Habana, 1994, p. 56.
4
Carta a José Luis Alfonso, marqués de Montelo, La Habana, 10 de
febrero de 1839, en Revista de la Biblioteca Nacional, t. IV, La
Habana, 1910, pp. 93-94.
5
Citado en Instituto de Literatura y Lingüística “José Antonio
Portuondo Valdor”. Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio
Ambiente: Historia de la Literatura Cubana. Tomo I. La Colonia:
desde los orígenes hasta 1898, Letras Cubanas, La Habana, 2002,
p. 119.
91
intelectualidad criolla. No hay que olvidar que fue
precisamente en El Plantel donde insertó Echeverría la
primera noticia sobre la existencia del que sería considerado
después el poema fundacional de la literatura cubana,
Espejo de paciencia.
El sentido cambio en la revista se convirtió en uno de
los temas más tratados en la correspondencia de los
cubanos. En carta a Del Monte se quejaba José Zacarías
González del Valle:
6
Matanzas, 9 de febrero de 1839, en Centón epistolario, t. IV,
Imprenta El siglo XX , La Habana, 1930, pp. 15-16.
7
Matanzas, 16 de febrero de 1839, ibídem, p. 28.
92
una mujer ajena al grupo— que es Espatolino. En aquella
defensa de su novela frente a los lectores españoles,
Avellaneda nunca mencionó un relato homónimo, que
seguramente conocía, publicado por El Plantel en su etapa
española. Nada debe extrañarnos ese silencio sobre la
segunda etapa de la revista. Muchos años después
bibliógrafos tan serios como Carlos Manuel Trelles o
Antonio Bachiller y Morales, repitiendo la actitud de los
miembros del círculo delmontino, se permitirían el lujo de
ignorar esa época de la publicación.8 Sumándose a esa
condena al ostracismo, reescribiendo la citada historia en
otra clave, tal vez Avellaneda no hacía más que intervenir
subrepticiamente en el conflicto suscitado en torno a El
Plantel.
La obra desdeñada llevaba el título de Espatolino,
novela tradicional. Su autor, el ya citado Andueza, que
como vimos compartía con Torrente la dirección de El
Plantel, debe haberse inspirado también en la traducción
de su amigo, pero desaprovecha el dramatismo del juicio
final al bandido y convierte la fábula en una sosa historia
de amores postergados. Su relato se ubica en tiempos en
que el bandolero gozaba de completa impunidad y en un
decorado —pues el espacio allí no es más que eso—
vagamente italianizado. La historia que cuenta es la de un
joven enamorado (Adolfo) que debe retar a duelo al rico
pretendiente de su amada. El cortejador no es otro que
Espatolino, que como buen bandolero tan sólo se preocupa
por robarse las joyas de la novia, Adelina. El tipo del
bandido seductor parece haberlo tomado de un texto
anónimo aparecido en el Recreo: “La espiación de un
capricho ó el escarmiento de enamorarse de personas que
8
Véase Feliciana Menocal: Índice general de El Plantel, en Revista de
la Biblioteca Nacional José Martí, a. 3., nos. 1-4, La Habana, 1961,
p. 161.
93
no se conocen”. La originalidad, por lo visto, no era una
preocupación para quien fuera también el autor de una de
las primeras novelas escritas en Cuba, La heredera de
Almazán ó los caballeros de la banda (1837).
Pero veamos de una vez en qué consistió el desquite
de Gómez de Avellaneda. Por un lado, aparecen las
numerosas alusiones al Recreo, algunas de ellas incluso
escandalosas. En su novela repite frases y referencias
empleadas en la revista, como llamar a Napoleón “el coloso
del siglo” y citar a Masaniello, a quien el Recreo dedicó una
semblanza. Hasta aquí todo pudiera ser simple coincidencia
o el aprovechamiento de referentes culturales comunes.
Pero el diálogo intertextual va aún más lejos. Comparemos
los inicios del Espatolino de Avellaneda con el de una
reseña de Torrente a un libro de viajes. Dice éste:
9
Colección escogida de novedades científicas, cuadros históricos,
artículos de costumbres y misceláneas jocosas con el título de Recreo
Literario, t. III, La Habana, 1837-1838, pp. 22-23. En cursivas, los
fragmentos coincidentes entre ambos textos.
94
Y escribe Avellaneda:
10
Gertrudis Gómez de Avellaneda: Espatolino, Letras Cubanas, La Habana,
1984, p. 31.
95
sólo relatará sus peripecias con lujo de detalles, sino que
intentará, una y otra vez, negar su evidente simpatía por
el jefe de la banda. El tono de la narración, vacilante
primero y luego categórico, es una de las más sólidas
ganancias del texto, pues narrador y lector comenzarán
aborreciendo el tema y terminarán cautivados por él. Otro
guiño intertextual, por llamarlo de algún modo, sería la
respuesta al texto de Torrente. Donde él indica pasar por
alto los monumentos, ella se extenderá en su descripción.
Sus referencias al paisaje se harán, en muchos casos, por
medio del apunte de monumentos y lugares históricos
familiares al lector.
A diferencia de Andueza, Avellaneda no desaprovecha
ninguno de los motivos apuntados por Torrente. Ella crea
una historia muy bien pensada como antecedente del juicio
e incluye personajes cuyas individualidades, delineadas
eficazmente —los miembros de la banda, por ejemplo—,
aportan cierto matiz realista a la narración. Históricamente,
lo cual es muy significativo, ubica la acción en Italia, bajo
la ocupación de las tropas napoleónicas. Como el autor
español, utiliza la relación triangular y el disfraz como
elementos impulsores de la trama, pero la disposición de
esas situaciones y su aprovechamiento dramático divergen
ostensiblemente de los de su predecesor.
El motivo de la máscara, tan caro a la narrativa
romántica, aparece en un episodio cardinal. El pérfido
comisario de policía, un italiano traidor, que se ha puesto
al servicio del gobierno francés, ha logrado inculpar a un
inocente. Espatolino finge ser el anciano padre del reo y
se entrevista con el coronel francés Arturo Dainville, quien
ama a Anunziata, la esposa del bandido. Éste no va a
pedir clemencia, sino a ofrecer un trato ventajoso. Promete
delatar a Espatolino a cambio de la libertad del joven
96
condenado. Escena decisiva, en la que Avellaneda repite,
con una ligera pero contundente variación, una frase
atribuida al bandido en la versión de Torrente. En ésta
Espatolino dice al comisario de policía: “a decir verdad,
me parece algo difícil que el gobierno francés esté
dispuesto a perdonarme”;11 y en el texto de Avellaneda el
bandido, bajo la máscara del anciano desesperado, repite:
“el gobierno francés no perdona fácilmente a un italiano”.12
Con la sola adición de una palabra, la autora carga de
sentido nacionalista una frase que antes sólo remitía a lo
personal. En eso radica su maestría. Esta escena es clave
en más de un sentido. Como Espatolino, disfrazado de
anciano, logra burlar a los franceses, burlará Avellaneda
al gobierno español con ese sutil alegato anticolonialista
publicado en sus mismas narices. La simulación, el disfraz,
la máscara son parte de esas “tretas del débil” —al decir
de Josefina Ludmer— necesarias para enfrentar al fuerte;
pero lo que resulta fascinante aquí es que la debilidad no
es más que un simulacro.
Esa tremenda impostura obligará al narrador a falsear
su punto de vista, empleando con frecuencia un tono
peyorativo en las referencias al bandolero, que intentan
encubrir —sin mucho éxito— su simpatía por el personaje.
Obsérvese si no la acumulación de adjetivos degradantes
en esta descripción: “el ruido del galope de un caballo
llegó a anunciar a la infeliz joven que el hombre funesto,
a quien la había unido maléfico destino, corría en busca
de sus cómplices, para aumentar acaso, con una nueva
sangrienta página, la historia terrible de su vida”. 13 Por
11
Ibídem, p. 82.
12
Ibídem, p. 73.
13
Ibídem, p. 117.
97
hiperbólico, resulta sospechoso ese juicio del narrador,
quien siempre ha presentado a Espatolino bajo una luz
favorable. Ese párrafo tan recargado de elementos
negativos cierra el capítulo VII, en el que por fin el bandido
ha contado su historia y explicado por qué su odio a los
ricos y a los poderosos. Él, que perdió su familia y la
felicidad por obra de aquéllos, protegerá a los pobres y
enfrentará al poder. E impugnará también a quienes se
pliegan a él sin resistencia. Por un lado, la narración
desautoriza la actitud del protagonista, mientras, por el
otro, la ofrece como modelo en su oposición al gobierno
invasor.
En una oportunidad la banda de Espatolino atrapa a
dos poetas. Ambos deberán cantar las hazañas de los
bandidos. El primero, fiel a sus ideas, los pinta grotescamente,
exagerando en todo para hacerlos parecer aún más
despreciables. Espatolino, que respeta su independencia y
su pobreza, opta por comprarle sus versos a buen precio.
El otro, un poeta de salón, acostumbrado a adular a sus
oyentes a cambio de un opulento mecenazgo, los alaba. Su
premio son veinte azotes. El bandido lo despide así: “Las
bajezas en que has incurrido te hacen tan indigno de la
condición de hombre, que deberíamos degradarte de ella.
En consideración a tu talento, por mal que lo hayas
empleado, me limito a la ligera pena que acabas de sufrir,
pero que no te acontezca segunda vez prostituir tan
torpemente, como hoy lo has hecho, la noble misión de la
poesía”.14 Ese episodio moralizante indica la repugnancia
de la autora por todo tipo de servilismo ante el poder.
Leerlo como reproche a quienes apoyaban al gobierno
español en Cuba y entenderlo como parte de las escaramuzas
14
Ibídem, p. 130.
98
entre cubanos y españoles por la conquista del “poder
interpretativo”,15 aporta una visión inusual de la novela y
de las relaciones intertextuales entre ésta y otras obras de
la época.
El personaje femenino, que la crítica mojigata consideraba
lo único rescatable del texto, no pasa de ser una máscara.
Anunziata, contrafigura de Espatolino, carece de la
inteligencia y la habilidad de su creadora, y cuando, crédula,
confía en sus enemigos, pierde la libertad. Ella deberá ser
recluida en un manicomio. Ha perdido la razón y se cree
reina y con poderes para indultar al bandido. La locura de
esta mujer es el único recurso con que cuenta para
sobrevivir al terrible final de su historia. En esta obra tan
romántica y, por decirlo con la crítica, tan “femenina”, 16
la mujer no tiene oportunidad de cambiar su destino, ése
que otros trazaron para ella. Pero quizás Anunziata no sea
nada más —o nada menos— que una pantalla, un velo, un
disfraz que, muy a tono con la historia de la novela, oculta,
con su acatamiento de las leyes patriarcales y su silencio
ante la ocupación de su patria, la verdadera razón de ser
de la novela y el interés real de su autora: el de avanzar
una respuesta cubana a la desmañada política de España.
Al crear una mujer tan crédula y vulnerable, Gertrudis
15
Jean Franco: “Si me permiten hablar: la lucha por el poder
interpretativo”, en Casa de las Américas, no. 171, La Habana,
1988, pp. 88-94.
16
Incluso Antón Arrufat, prologuista de la edición cubana de 1984,
se siente en la obligación de aclarar: “El que estas páginas atraigan
singularmente a las mujeres, no implica reproche o limitación. Obras
notables [...] suelen agradar a las mujeres más que otras... Y además,
respecto a las páginas de la Avellaneda, punzante análisis de los
estragos de una pasión desdichada, puede el hombre que las frecuente
alcanzar cierto esclarecimiento de la sicología femenina o de las
prevenciones de la mente varonil”.
99
Gómez de Avellaneda no hacía más que curarse en salud.
Así nadie podría sospechar que ella, una cubana de sólo
treinta años, pudiera hacer suyas las valientes palabras de
Espatolino: “entono el himno de la independencia delante
de los opresores de mi patria”.17
17
Gertrudis Gómez de Avellaneda: Ob. cit., p. 11.
100
Mentes libres, cuerpos supliciados. Las
mujeres de Ofelia Rodríguez Acosta1
1
Capítulo inicial del libro Eros y emancipación. Ejes del feminismo
cubano en la obra de Ofelia Rodríguez Acosta, en preparación.
2
Ésta, como tantas otras de las nuevas comodidades que la moder-
nidad introdujo en la vida de las mujeres (hay que insistir en eso),
vale sólo para mujeres de clase media o media alta. Según testimonio
de Genoveva Navarro, trabajadora del Instituto de Literatura y
Lingüística y ex empleada doméstica, la señora de la casa donde
101
situación de las mujeres de clase media. Con la moderniza-
ción industrial y política vendría también la de la imagen fe-
menina.
Pero ser moderna tenía sus requisitos. La mujer mo-
derna, en consonancia con los nuevos tiempos, además de
activa en política, debía ser saludable y practicar deportes.
Las mujeres norteamericanas comenzaron a ser el modelo
disponible para las jóvenes cubanas. Por arcaica, quedó
atrás la imagen de las mujeres lánguidas y decadentes que
prefería el Modernismo, asociadas también a la sociedad
colonial y a España, y empezaron a emerger siluetas de
mujeres activas, preparadas para la lucha política lo mis-
mo que para ganarse el pan. En los anuncios insertos en
publicaciones de la época3 comparten el espacio las mu-
jeres representadas como madres y esposas, responsables
por la salud y el bienestar de la familia, con aquellas que
ganan un espacio fuera del hogar con su trabajo. Coin-
cidentemente, arraiga una nueva concepción que incorpo-
ra la imagen de la mujer como sujeto de las acciones,
asociada también con la valorización del trabajo fuera de
casa y con su capacidad para hacerse de un lugar en la
lucha política por la ciudadanía efectiva.
Los temas discutidos por hombres y mujeres de fines
del siglo XIX pasaron a ser legislados, y los sueños de más
de un activista se convirtieron en realidad. En 1917 y
102
1918, respectivamente, se aprobaron las leyes de la Patria
Potestad y del Divorcio, muy significativas para la incor-
poración de las mujeres a la modernidad. El Primer Con-
greso Nacional de Mujeres, que sesionó en 1923, permitió
a las militantes feministas y sufragistas tener espacios
públicos de discusión e involucrar a gran parte de la so-
ciedad en sus luchas, pero también garantizó alianzas entre
las organizaciones femeninas y el resto de las fuerzas
políticas. El sufragio, alcanzado por fin en 1934, fue uno
de los grandes triunfos del movimiento feminista cubano,
bastante activo en toda la primera mitad del siglo pasado. 4
La fundación de instituciones femeninas como el Lyceum
(desde 1928), lo mismo que la práctica de un periodismo
feminista por figuras como Mariblanca Sabas Alomá y
Ofelia Rodríguez Acosta, dan fe de la actividad social de
las mujeres cubanas en esa época de efervescencia,5 donde
destacaron también en la lucha política, en la defensa de los
derechos del pueblo cubano y en la organización de accio-
nes de protesta contra el gobierno machadista.6 Una de
las campañas donde la presencia femenina se hizo más
4
Véase Julio César González Pagés: En busca de un espacio. Historia
de mujeres en Cuba, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana,
2003.
5
En una carta del 31 de agosto de 1928 a Mariblanca Sabas Alomá,
Ofelia se ofrece a acompañarla en “ese exilio espiritual que ha de
sufrir usted como consecuencia lógica de su hermoso postulado”. En
Feminismo, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2002, p. 29.
6
El manifiesto “Al pueblo de Cuba”, firmado, entre otras, por Sarah
Méndez Capote, Flora Díaz Parrado, Ofelia Rodríguez Acosta,
Candita Gómez de Bandujo, Ofelia Domínguez Navarro, Teté Casuso
de Torriente Brau, Pura Rodríguez, Pilar Jorge de Tella, Dulce María
Borrero, Rosario Guillaume, Margot Baños de Mañach, Hortensia
Lamar, Judith Martínez Villena de Tallet y Hortensia Rodríguez
Acosta de Varela, era una denuncia directa del hambre, el abuso
103
notoria fue la desarrollada para influir en la redacción de
la nueva Constitución, e incluyó ciclos de conferencias
explicativas (en uno de los cuales participó Ofelia Domínguez
Navarro, quien compartió la tribuna del Salón de
Torcedores con Leonardo Fernández Sánchez, Carlos
Rafael Rodríguez, Enrique Llarch, Gustavo Aldereguía,
Lázaro Peña y Juan Marinello)7 y documentos dirigidos a
la opinión pública como el suscrito por el Comité Ejecutivo
del III Congreso Nacional de Mujeres (1939) en que se de-
clara cuál es “la Constitución que la mujer cubana quiere
para su país”.
Las peticiones de las mujeres a la Constituyente in-
cluían derechos para los obreros tales como la estipula-
ción del salario mínimo y la jornada máxima, seguros varios,
vacaciones retribuidas y derecho a huelga; el reparto
equitativo de las tierras del Estado, el fin de la práctica del
desalojo, el derecho de las mujeres a ser propietarias de
la tierra; la garantía de que Cuba se mantendría, salvo
amenaza a su soberanía, neutral en cualquier guerra del
futuro; la redacción de una legislación civil y penal en que
se eliminara “todo cuanto signifique desigualdad para la
mujer, restricción de sus derechos, limitación de sus facul-
tades o subordinación del ejercicio de aquellos y estas a
la intervención o autorización del hombre”; ampliación de
los derechos de las obreras a las empleadas domésticas;
104
eliminación de la cesantía por embarazo; lucha contra las
causas económicas y sociales de la prostitución y no con-
tra las prostitutas; derechos iguales para los hijos “natura-
les”; garantía de derechos para la infancia; modernización
de la enseñanza; prohibición del trabajo infantil y elimina-
ción de la discriminación en la escuela. Como puede verse,
esta declaración cubre prácticamente todos los aspectos
de interés social para el cambio constitucional. Entre las
firmantes, Edith García Buchaca, Vicentina Antuña, Camila
Henríquez Ureña, Piedad Maza, Ofelia Domínguez, María
Luisa Lafita, Sarah Pascual, Enma Pérez, Mariblanca Sabas
Alomá, Ciana Valdés Roig y Hortensia Lamar.8 La batalla
por el reconocimiento de los derechos de las mujeres
consiguió extenderse, con altas y bajas, a las luchas de
otros grupos sociales, y los vínculos con organizaciones de
izquierda se hicieron frecuentes. Entre los temas incluidos
en la resolución del III Congreso Nacional de Mujeres
estaban el de la unión libre, los hijos “naturales”, el divor-
cio y la manutención de los hijos, la lucha contra la delin-
cuencia femenina con soluciones efectivas a la situación
económica de las más jóvenes, la retribución del trabajo
en presidio y la creación, para ello, de granjas de trabajo,
la lucha contra las causas de la prostitución, la legalización
del aborto y la contracepción sexual, conjuntamente con
una campaña de información sobre los peligros que la
interrupción del embarazo entraña para el cuerpo de la
mujer. Como se ve, la amplitud de miras de aquellas fe-
ministas, resulta aún hoy impresionante.
Ofelia Rodríguez Acosta9 estuvo involucrada en las
luchas políticas y en la acción cívica, y para ello recurrió
8
Archivo del Instituto de Historia, 1/10:5/1.1/1-5.
9
“Rodríguez Acosta, Ofelia (Artemisa, Pinar del Río, 9. 2. 1902-La
Habana, 28. 6. 1975). Estudió bachillerato en el Instituto de La Habana.
105
al periodismo y a la tribuna10 lo mismo que a la literatu-
ra.11 Además, fundó y dirigió una revista, Espartana, cuyo
nombre, lo mismo que la poderosa ilustración de portada
—una figura femenina art déco, hierática, vestida con
una especie de peplo y portadora de una palmatoria— no
deja lugar a dudas acerca de la orientación y propósitos
de esa publicación.
En uno de sus artículos publicados en Carteles,
Mariblanca Sabas Alomá planteaba lo que quizás sea el
problema medular de la novelística de Rodríguez Acosta.
Refiriéndose a la novela La vida manda, la califica como
“a veces demasiado cruda, demasiado veraz […] A veces,
también, demasiado prolija en la descripción de escenas
106
donde la línea del amor se cruza con la línea de la lujuria,
como en la vida cotidiana”.12 La novela había sido tacha-
da de inmoral y comparada con Las honradas, de Mi-
guel de Carrión, y es cierto que la crudeza del relato
urdido por Ofelia Rodríguez Acosta bien podría acercarse
al naturalismo de este autor. Francisco Ichaso, por su
parte, remitía el naturalismo al peso del instinto en el
comportamiento de los personajes al apuntar: “Nos halla-
mos ante una novela naturalista. No por la crudeza de la
fotografía a plena luz con que la autora ha trasplantado la
107
realidad al libro, que en este caso sería más propio cali-
ficarla de realista, sino por lo que fue esencial del
naturalismo como escuela: su rendición incondicional al
imperio de la naturaleza, su determinismo materialista, para
emplear la locución que tan en boga anduvo durante la
segunda mitad del siglo pasado.”13
Hay una escena en las memorias de viaje de Ofelia
Rodríguez Acosta por Marruecos que retrata su pertenen-
cia a una clase de mujer: la emancipada de los años
treinta. Ofelia llega, por equivocación y poca plata, a un
hospedaje común, cuyos clientes son gente del país. Ha
visto con repulsión como la “camarera indígena”14 —así
la llama— hace la cama y, ya decidida a marcharse del
lugar, mientras se pinta los labios, ve asomarse, una enci-
ma de otra, al filo del umbral de su habitación, las caras
entre curiosas y burlonas de los clientes del hotel, todos
hombres, todos nativos. Molesta, fuma ostensiblemente,
como un reto a los mirones que la importunan. Sale tras
sus maletas sin dignarse a mirarlos ni responder sus ex-
clamaciones. En esa mezcla de fragilidad e independen-
cia se retrata el nuevo modelo femenino. La mujer moder-
na hace deporte, fuma, viaja sola y se mantiene a sí misma.
13
Francisco Ichaso: “La vida manda, por Ofelia Rodríguez Acosta”,
en Revista de Avance, no. 41, La Habana, 15 de diciembre de 1929,
pp. 371-372.
14
En este fragmento afloran los conflictos que siempre han dividido
a las feministas, los de pertenencia racial y clasista. Lo cito in
extenso: “Una camarera indígena viene a hacernos la cama. Será
injusto y poco humanitario, pero su sola presencia nos causa
repulsión. […] Despeinada, las trenzas sobre la espalda, sucia,
humilde y con una expresión de servilismo animal, nos inspira a
la vez asco y lástima”. En Europa era así (crónicas de viaje),
Ediciones Botas, México, 1941, p. 43.
108
Es un modelo que se repetirá en muchas de las protago-
nistas de sus libros.
Más que una escritora feminista, Rodríguez Acosta
podría considerarse una feminista escritora. Y esto no es
un huero juego de palabras. Intento decir que ella era,
ante todo, una intelectual, alguien que necesitaba expre-
sar sus ideas sobre la manera en que estaba organizada
la sociedad que habitaba, y muchas veces eligió el camino
de la ficción. Por eso en sus novelas no falta casi ninguna
de las grandes discusiones del momento. El feminismo, la
ley del divorcio, el derecho femenino al voto, la moral
sexual de la mujer nueva (para decirlo con Alejandra
Kollontay, cuya obra de seguro conocía), 15 la lucha
antimachadista, la filosofía existencialista, encuentran
15
No sólo su célebre ensayo La mujer nueva y la moral sexual, sino
también su novela La bolchevique enamorada, donde el conflicto
sentimental está completamente imbricado en el curso de los cam-
bios sociales y económicos de su momento en la Unión Soviética
(está ambientada en la época de implantación de la NEP leninista).
Véase Alejandra Kollontay: La bolchevique enamorada, Ediciones
CYMA, Santiago de Chile, 1957, 237 p. En el prólogo a la novela,
Kollontay, en una declaración que podría suscribir Ofelia, afirmaba:
“Mi intención al escribir este libro es que sirva, aunque sea poco,
para combatir la vieja hipocresía burguesa de los valores morales y
para demostrar una vez más que empezamos a respetar a la mujer,
no por su «moral buena», sino por su actuación, por su sinceridad,
con respecto a los deberes de su clase, de su país y de la Humanidad
en general”, p. IV. Esta relación fue advertida ya en el mismo año
de publicación de la novela. “La nueva concepción rusa del amor
[…] asistimos al nacimiento de una nueva moral. […] esas ideas […]
constituyen la conquista más positiva del feminismo que lucha por
la libertad integral de la mujer”. Lorié Bertot: “Ofelia Rodríguez
Acosta frente a la nueva ética sexual”, en Bohemia, no. 49, La
Habana, 8 de diciembre de 1929, p. 12. Sobre este tema, véase “La
mujer en Rusia”, La mujer moderna, La Habana, diciembre de 1926,
pp. 15-16.
109
lugar en sus obras y a veces, incluso, son el centro mismo
de la anécdota. Sus personajes son casi siempre arqueti-
pos: la mujer emancipada, la profesional feminista, el hom-
bre sensible partidario de la libertad de la mujer, el filósofo
desasido del mundo... Lejos de toda sutileza, sus textos
pretenden dejar testimonio de su momento vital, de los
conflictos más acuciantes de su época. Rodríguez Acosta
difícilmente metaforiza, aunque su obra toda puede ser
leída como una gran metáfora acerca de aquello que
Nemilow llamara La tragedia biológica de la mujer,
tema de varias conferencias ofrecidas en la sede del
Lyceum por Uldarica Mañas, el doctor Ernesto de Aragón
y la propia Ofelia. Para Nemilow, “la tragedia de la vida
femenina estriba en que la mujer, en comparación con el
hombre, se halla abrumada de deberes biológicos impues-
tos por el sexo […] Las condiciones sociales profundizan
y agravan circunstancialmente la tragedia de la vida fe-
menina. En este terreno la revolución no ha triunfado aún
del todo y queda un gran trabajo por realizar”. 16 Sobre
este libro del biólogo ruso publicó Mariblanca Sabas Alomá
una entusiasta reseña —que cito in extenso, puesto que
no llegó a incluirse en Feminismo— en la que reconocía
los valores que su difusión tendría en una sociedad como
la cubana:
16
A. W. Nemilow: La tragedia biológica de la mujer (tercera edición),
Impresiones Modernas S. A., México, 1953, p. 65. Hubo una
edición de Aguilar (Madrid, 1929) que debe ser la que primero se
leyó en La Habana. Otro libro cuya lectura compartieron las socias
del Lyceum fue la Guía de la mujer inteligente para el conocimiento
del socialismo y el capitalismo, de Bernard Shaw, trad. de Julio
Brouta, Aguilar, Madrid, 1928.
110
cuantas explicaciones divulgadoras. […] Por el con-
trario, realiza una acción social: destruye prejuicios y
renueva conceptos, descubre nuevos horizontes al alma
femenina, propugna soluciones y habla con ejemplos.
[…] es un libro honesto, un libro puro, un libro útil.
Como que reconoce nuestra equipotencialidad consti-
tutiva, y propone la creación de nuevas formas socia-
les para que, a la vez que no sintamos tanto el yugo
biológico, podamos demostrar, —como lo están de-
mostrando prácticamente las mujeres rusas—, nuestra
equipotencialidad.
[…] es un aporte de altísimo valor, que, como digo
antes, no debe desconocer ninguna mujer. ¡Menudo
escándalo, señor, si yo me atreviera a recomendar a
todas las madres de Cuba que leyeran en alta voz este
libro a sus hijas adolescentes!... No faltaría, como
cuando califiqué de absurda la división de los hijos en
“legítimos” e “ilegítimos”, quien me acusara de inmo-
ral. Sin embargo, La Tragedia Biológica de la Mujer
divulga, en formas puras, limpias de toda sombra de
erotismo, conocimientos sexuales de capital impor-
tancia. Debe, pues, ser leído por toda persona que
desee contribuir con su esfuerzo personal al mejora-
miento colectivo y a la estructuración de nuevas for-
mas sociales. […] nosotros deseamos, precisamente,
que el conocimiento de este libro robustezca la co-
rriente revolucionaria de opinión viva ya en la con-
ciencia de la juventud de América.
Será preciso que la niña, la joven, la mujer moderna,
pierda el falso pudor de las palabras. Será preciso que
en la escuela se le enseñe el funcionamiento de los
órganos genitales del mismo modo que se le enseña el
funcionamiento del aparato digestivo. El ovario es un
111
órgano tan notable como el corazón. El parto, un fenó-
meno fisiológico criminalmente considerado por la
educación religiosa como impuro. Nuestra moral al
uso considera deshonesta a la muchacha soltera ca-
paz de presenciar un parto, o de hablar de él. A muchas
niñas el proceso fisiológico que las convierte en mujer
les produce una desolada sorpresa; a otras les des-
pierta una morbosa curiosidad. Saben que eso es malo.
Ignorancia engendradora de hipocresía. Falsedad. Yo,
entretanto, —¡pobrecita Mariblanca, como te van a
crucificar!— insistiré en recomendar a las madres
cubanas que se preocupen por el porvenir de sus hijas,
la lectura en voz alta de este gran libro de divulgación
de conocimientos sexuales, imprescindibles para la
formación de un carácter y un temperamento puros,
que es La Tragedia Biológica de la Mujer, del Pro-
fesor de la Universidad de Leningrado A. W. Nemilow.
La madre, en estas cuestiones, ha de ser, siempre, el
mejor maestro.17
17
Véase Mariblanca Sabas Alomá, “La tragedia biológica de la mujer”,
en Carteles, no. 5, La Habana, febrero 2 de 1930, pp. 16 y 67.
Agradezco a Eugenia Leonor Mesa el hallazgo de esta referencia, lo
mismo que el de una carta, dirigida a Mariblanca por D. Novomirsky,
de la Sección Ibero-Americana de la Societé des relations culturelles
entre l’Union des R. S. S. et l’étranger, incluida en un recuadro de
su artículo “Realidad económica”, publicado en el número siguiente
de la misma revista, en que después de ofrecerse para intercambiar
información acerca de la situación de la mujer en la Unión Soviética
y pedirle que envíe sus libros, le dice: “Rogamos muy atentamente
a usted nos informe sobre la escritora Ofelia Rodríguez Acosta y
su libro La vida manda, pues que tenemos interés en recibir obras
que pudieran traducirse y publicarse aquí”.
112
de mujeres que, víctimas de una educación pacata, afron-
tan las relaciones sexuales con hipocresía y total ignoran-
cia de sus consecuencias. Un ejemplo de esto puede
hallarse en el personaje de la prima de Fabiola en su
primera novela, El triunfo de la débil presa (1926). Por
otra parte, todos los proyectos de vida independiente por
parte de las protagonistas de sus novelas resultan a la
postre fallidos. Rodríguez Acosta fabula el dramático
desencuentro entre la educación sexual insuficiente o las
aspiraciones de participación social en condiciones de igual-
dad con el entorno social en que viven sus mujeres ima-
ginadas. El más notorio de todos esos destinos truncos, el
más lacerante, es el de Gertrudis, la heroína de La vida
manda (1929).
Gertrudis es una joven mecanógrafa que trabaja en
una oficina y también por encargo, de modo que tiene
dinero propio y eso le da una envidiable libertad de movi-
miento y pensamientos. Dueña de su destino, partidaria
del sufragio femenino, lleva su idea de la liberación de la
mujer al ejercicio de su vida sexual. Tiene un novio, sólo
para disfrutar una compañía masculina; luego se enamora
de un hombre con el cual comienza una relación íntima.
Aquél, a quien ella había escrito toda la verdad, la encuen-
tra un día en la calle y, despechado, la golpea. Éste es sólo
el comienzo de un via crucis peculiar, en el cual Gertrudis
sufrirá sucesivamente el desengaño moral de saberse
traicionada por su amante, una mordida (literal) de un
primo vicioso, un embarazo triste, fruto de una relación
tardía y amarga con aquel novio suyo de juventud, la
muerte de su hijito apenas nacido y, como colofón, como
castigo supremo, un fallido intento de suicidio que la deja
ciega y presumiblemente loca.
El dramático destino de la protagonista se verá comple-
mentado y quizás reforzado por el de Irene, la prima
113
pobrísima que vive en un mísero cuarto de solar con toda
su familia y que reniega de su feminidad y su belleza
porque parece presentir que en ellas está en ciernes su
condena a padecer una vida desdichada. Irene repite, como
en sordina, el destino de Gertrudis: es bella e inteligente,
tanto como para advertir que esas cualidades, junto con su
pobreza y la bajeza moral de su familia, la condenan a un
destino torcido, que llega a cumplirse cuando un vecino sin
escrúpulos la fuerza y la viola. Irene decide morir y recurre
a un método mucho más popular que el aristocrático pis-
toletazo de Gertrudis; apelando a su experiencia solariega,
en un acto que parece confirmar su pertenencia a ese
mundo, se incinera, o, para decirlo de un modo más cuba-
no, se da candela.
Ya en su primera novela, El triunfo de la débil pre-
sa,18 Ofelia Rodríguez Acosta había manifestado cierta
propensión al melodrama. La protagonista de aquella his-
toria, Fabiola de la Guardia, es una mujer libre y pudiente,
que ya sufrió su castigo por haberle sido infiel al hombre
con quien la casaron cuando era casi una niña. Su marido
se marchó con la hija, cuyo paradero nunca pudo ella
averiguar. Fabiola tiene, pues, la sabiduría ganada con el
sufrimiento y la elegancia de la independencia ejercitada
con madurez. Partidaria explícita de la liberación de la
mujer, aparece en una de las escenas leyendo Un divor-
cio,19 de Paul Bourget. El libro —una diatriba contra el
divorcio, con una trama sutilísima para defender su tesis—
18
Ofelia Rodríguez Acosta: El triunfo de la débil presa, Imprenta y
Papelería de Rambla, Bouza y Cía., La Habana, 1926.
19
Paul Bourget : Un divorce, Librairie Plon, Paris, 1904, 205 p. Este
libro fue muy popular en su tiempo y cuenta con varias ediciones
en francés y en español (en versión de Juan Chabás, fue publicado
por la Editorial Juventud, de Barcelona, en 1928; y dos traducciones
114
no logra, sin embargo, conmover la fuerte convicción de
esa mujer ilustrada que es Fabiola.20
A menudo aflora, en esta primera novela de Ofelia
Rodríguez Acosta, su afán proselitista. En su entusiasmo
por ganar adeptos al feminismo introduce alegatos más o
menos extensos sobre la familia, la moral, los derechos de la
mujer o los vicios políticos de la República, dignos de una
intervención en la Cámara. Su evidente negativa a la sutile-
za, su lenguaje a veces excesivamente directo, hacen de sus
libros documentos valiosísimos para el estudio de la época
republicana, y aunque no hayan conseguido despertar la ad-
miración estética de la mayoría de sus críticos, todos le re-
conocen a Rodríguez Acosta su arrojo y valentía para tratar
temas de actualidad y de gran interés social.
Hay en El triunfo de la débil presa una constante
digna de atención: el cuerpo de su protagonista se descri-
be en detalle, casi con fervor. Siempre que leo la novela,
me desconcierta un poco tanto regodeo erótico en la atra-
yente figura de Fabiola y se me ocurre que tanta insisten-
cia en la belleza y sensualidad de esta mujer libre, culta
y dueña de su destino estaba dirigida a educar a sus lec-
tores en el respeto al ideario feminista, y a contravenir el
lugar común que aún hoy suele identificar el pensamiento
y la acción feministas con algún tipo de masculinización.
115
Ya Nina Menéndez había notado cómo Delia, en La vida
manda, en la escena en que corteja discretamente a
Gertrudis, no aparece corporeizada, hay como un pudor en
Ofelia para describir su cuerpo.21 Aunque para Menéndez
el personaje de Delia Miranda es una salida posible para
Gertrudis, creo —tomando en cuenta que a Rosa, el otro
personaje con rasgos de lesbianismo, quien descubre al
final de Sonata interrumpida que está enamorada de
Fernanda, se le describe con adjetivos muy marcados en
negativo, como satánico, diabólico, etc.— que las lesbianas
de Rodríguez Acosta no tienen un espacio amplio en sus
novelas porque esa estrategia textual evita un protagonismo
demasiado visible que lastraría los fines divulgadores de
su ideario feminista en el medio social cubano donde estas
novelas fueron publicadas. Quizás esa fuera la razón del
énfasis en la capacidad de sus protagonistas para mante-
ner relaciones sexuales satisfactorias con sus congéneres
del sexo opuesto, pues lo mismo ocurre con Gertrudis, la
protagonista de La vida manda, con Fernanda, la escri-
tora de Sonata interrumpida (1943), y con Lucrecia, la
abogada alrededor de quien se teje la trama de Dolientes
(1931). Todas son mujeres decididas a vivir su propia vida,
todas resultan dueñas de su cuerpo, pero también todas
ellas, sin excepción, deben pagarle su tributo a la vida,
tener su cuota de dolor.
En la noche del mundo (1940), publicada en La
Habana por La Verónica, la mítica imprenta de Manuel
Altolaguirre y Concha Méndez, contiene un par de buenos
ejemplos de esa tensión entre independencia personal y
21
Véase su “Garzonas y feministas cubanas en la década del ’20: La
vida manda, por Ofelia Rodríguez Acosta”, en Daniel Balderston
y Donna J. Guy, comps.: Sexo y sexualidades en América latina,
Paidós, Buenos Aires, 1998, pp. 257-275.
116
felicidad que suele caracterizar a las mujeres de Rodríguez
Acosta. Pero aquí el desencuentro es total, quizás por
tratarse de una obra desesperanzada, a tono con los difí-
ciles tiempos en que fue escrita —signados por el ascenso
del fascismo en Europa y la derrota de la España republi-
cana—; esas mujeres librepensadoras no sólo tienen ne-
gada la felicidad, sino incluso la vida. María Elena, la
joven moderna por excelencia, que sustenta a la familia
con su trabajo y hace gimnasia a primera hora del día
enfundada en un maillot —no olvidar que una de las
aficiones de la mujer moderna era el sport— muere atro-
pellada por el tráfico urbano al salir de una juguetería. 22
La más notable de esas mujeres que la vida y la sociedad
parecen rechazar es Natalia, una abogada feminista, muy
activa en la vida política del país, a quien un amante no
correspondido asesina de un disparo en su propio despa-
cho, mientras ella revisaba, para aumentar el simbolismo
de su destino, un discurso que iba a pronunciar en la
Cámara sobre el sufragio.23
22
No hay que descartar la posibilidad de que Ofelia Rodríguez Acosta
esté traspolando a la novela un episodio de su propia vida. En cierta
ocasión, le escribió a Mariblanca Sabas Alomá: “Estuvo a punto de
paralizarse mi vida, muy vulgarmente por cierto, entre las ruedas
encontradas de un automóvil y un camión. Ahora he podido com-
probar que, aunque un poco debilitada y cansada, por las heridas
de mi cabeza y de mi frente no se ha escapado ninguna de mis ideas:
siguen siendo las mismas: tan «inmorales» o «amorales» como
antes”. En “Ofelia Rodríguez Acosta tiene la palabra”, Carteles, no.
36, La Habana, 8 de septiembre de 1929, p. 20.
23
“Ya no defendería más a las mujeres, ni iría a la Audiencia, ni
discutiría con sus amigos, ni podría terminar su libro sobre cues-
tiones sexuales” (p. 196), dice el narrador. Contradictoriamente, su
asesino es un hombre poderoso y superficial, pero es el único amigo
de una pareja de homosexuales delineada con afecto en la novela.
117
El cortejo de mujeres de pensamiento libre y cuerpo
prisionero podría completarse con la lisiada de Hágase la
luz, la novela de un filósofo existencialista (México,
1941). Laura, la única de las mujeres de la novela capaz
de sostener una discusión inteligente con el protagonista sobre
música, filosofía o lo que se ofrezca, no puede unirse al
hombre que ama, atada, como está, a un sillón de ruedas.
En la ya mencionada Sonata interrumpida, una no-
vela muy ambiciosa, que va de los albores de la República
hasta la revolución antimachadista, Rodríguez Acosta se
extrema en el dibujo de mujeres emancipadas y físicamen-
te vulnerables. Mercedes, la mulata que saca a Fernanda
de la Beneficencia, es vieja e inválida. Luego, dos jóvenes
involucradas en la lucha contra el machadato resultan
dañadas: a Olga, un policía le rompe los espejuelos de un
mazazo, dejándola ciega; a Luisa, las mujeres de la porra
machadista la persiguen hasta conseguir “marcarle la cara”,
dejándole una cicatriz que ella suele llamar, para confortar
a sus amigos, “mi condecoración”.24 También Elena, la
profesora de piano, una mujer sensible que ha dedicado
su vida a cuidar al hijo retardado, muere a manos de éste,
de un disparo. Ni la autonomía ni la servidumbre son
beneficiosas. Muy pocos personajes femeninos logran
sobrevivir con dignidad en el mundo imaginario creado por
Rodríguez Acosta; Delia es quizás la más notoria de esas
excepciones. Este libro es el más abarcador de la narrado-
ra, tal vez porque su protagonista, Fernanda, resulta una
24
La violencia de la porra fue denunciada a las autoridades, lo mismo
que la complicidad de militares y policías con las acciones de esa
organización. Véase carta de Ofelia Domínguez Navarro al General
Alberto Herrera, Jefe del Estado Mayor del Ejército, denunciando
una de las acciones de esa “partida […] integrada por hombres y
mujeres de la más baja extracción social”. En el Archivo del Instituto
de Historia, Vilaseca, Doc. 19, 1931, Feb., 18.
118
especie de alter ego de la autora. Como ya mencioné, ahí
están la guerra de 1912, la porra, la composición del tra-
zado urbano de la capital, las polémicas sobre el voto
femenino, la revolución antimachadista con todas sus lu-
chas, la experiencia de la cárcel de mujeres y el exilio que
la precedieron, y hasta el ras de mar de Santa Cruz del
Sur en 1932, con largas escenas que son casi un reportaje,
páginas muy vívidas donde vuelve a aflorar el compromiso
de la autora con su época y su afán de participación
política desde la escritura.
Hay una escena, para volver al tema de los cuerpos
de mujer supliciados por las prácticas sociales, en que
Fernanda se estrena en el sexo. Después del amor, su
pareja se ha quedado dormido encima de ella y la joven,
con frío, hambrienta, ganosa de fumar, elige permanecer
inmóvil para no contrariar al durmiente. En otro episodio,
mientras él pinta su retrato, ella debe posar hasta el ago-
tamiento. Por complacerlo olvida todo: la escritura, su
trabajo en el periódico, las reuniones feministas donde su
presencia ya era habitual…; renuncia casi a ser quien es,
pero termina despertando del letargo y vuelve a ser ella
misma, presumiblemente más sabia. Más tarde, valiéndose
de algunos amigos, recuperará —al comprarlo— su retra-
to. Esa “recuperación de su imagen” a través del mercado
podría leerse como un gesto doble de integración, pues se
hace una (entera) con su imagen del pasado, y porque se
incorpora a la circulación monetaria, a la práctica social
del mercado. Ambas señales apuntan a su madurez como
mujer e inauguran una nueva etapa en su vida, en la que
el amor no pasará de ser platónico. Su cuerpo se borra,
sustituido por el gozo espiritual de vivir la cultura clásica
junto a Jaime, un amigo de infancia de quien termina
enamorándose, y, al ocultarse, vuelve a dejarnos saber
cuán decisivo puede resultar en el destino de una mujer.
Un caso clarísimo es el de Lucrecia, la abogada protagonista
119
de Dolientes, que, al comienzo de la trama, en plena
juventud, tiene una experiencia desconcertante:
25
Ofelia Rodríguez Acosta: Dolientes, Hermes, La Habana, 1931, p. 46.
26
Mariblanca confiesa que le hubiera gustado escribir Ifigenia, pero
no La vida manda, y sale del atolladero diciendo simplemente:
“cuestión de temperamento artístico”, tal vez para no comprome-
terse demasiado. Véase “La vida manda, novela de una mujer”,
p. 53.
120
nador, la novela feminista de vanguardia se encargará de
“poner énfasis en la identidad de la mujer como respuesta
a la narrativa masculina vigente”;27 al crear personajes
femeninos autosuficientes económica, social y emocio-
nalmente. Si se revisan las novelas de Ofelia Rodríguez
Acosta se verá que los personajes más sobresalientes —no
sólo protagonistas— son mujeres. Son pocos los personajes
masculinos que permanecen en el recuerdo de los lectores.
Gertrudis, personaje principal de La vida manda,
responde claramente al afán programático de la novela: es
una mujer independiente en lo económico y en lo moral.
Sin embargo, su destino, como el de tantas protagonistas
de novelas escritas por mujeres latinoamericanas de la
misma época, es la muerte. En su caso, en una vuelta de
tuerca inesperada, esa muerte —como dije antes— no
llega del exterior, sino por su propia mano. No alcanzo a
comprender, a menos que fuera también para romper con
el tabú del suicidio, por qué Rodríguez Acosta eligió esa
clase de muerte para su protagonista, pero lo que resulta
inexplicable es el acto fallido, que termina siendo ridículo.
Gertrudis no muere, queda ciega y quizás loca. Loca, en
medio de su tragedia, alcanza por fin el espacio que le
estuvo negado desde siempre.28 Ahora no deberá regirse
27
Francine Masiello: “Texto, ley, trasgresión: especulación sobre la
novela (feminista) de vanguardia”, Revista Iberoamericana,
Pittsburgh, no. 132-133, 1985, pp. 807-822.
28
Según Susana Montero, “hay mayor realismo en esta figura que
intuye una manera de vivir más plena y más apta para las mujeres,
pero no puede alcanzarla sola, porque se le oponen la propia
educación, las tradiciones y los principios sociales establecidos y,
sobre todo, tropieza con la falta de preparación psíquica y emocio-
nal para enfrentarse a ellos, pues no es más que el producto
deformado de esa etapa social, a favor de sus ideas más avanzadas”.
En Ob. cit., p. 45.
121
por convención o uso moral alguno, pero queda desvalida,
a merced del desamor y tal vez hasta de la venganza de
un hombre que la aborrece.
Hay una amargura insondable en esta historia. Y es
algo que otras de las autoras del momento, María Luisa
Bombal, Teresa de la Parra, Dulce María Loynaz, no
incorporaron de modo explícito a sus libros, menos agre-
sivos tal vez para la sensibilidad de los lectores y la crí-
tica. Por eso se desató una tremenda polémica en la
prensa habanera y cada quien se sintió en el deber de
opinar sobre La vida manda. En la reseña de un home-
naje ofrecido a su autora por la Asociación Nacional de
Repórters —cuyo objetivo era, de seguro, manifestarle el
apoyo de un grupo de amigos e intelectuales solidarios—
se menciona “la conferencia de Enrique Serpa, concienzu-
da, documentada, escrupulosa. Un ensayo de rigorosas
pretensiones críticas, en su mayor parte logradas. Atisbos
certeros, principalmente en el examen clínico de los
personajes de la novela, y al analizar la acusación de
pornografía que se le ha hecho injustamente”.29 La re-
misión al mundo de la clínica y de la pornografía le dio
muchísima notoriedad a Rodríguez Acosta, pero desvirtuó
el sentido de la novela. La exageración de los rasgos de
la protagonista, la teatralidad implícita en algunos de sus
gestos, la inclusión de términos médicos en la narración,
quizá hayan tenido alguna responsabilidad en ello.30 De
cualquier modo, el libro reveló sin cortapisas cuál era la
29
“Homenaje a O.R.A.”, “Almanaque”, en Revista de Avance, La
Habana, diciembre de 1929, pp. 375-376. Cursivas de Z.C.C.
30
Para Susana Montero, “la habilidad con que es conducida la narra-
ción, la soltura del estilo y el interés ideológico de La vida manda,
son incuestionables”. Ob. cit., p. 47.
122
situación real de la mujer cubana, su sujeción, que el di-
seño de portada —unas manos de mujer encadenadas—
se encargaba de subrayar.
Habría que analizar en todo el corpus novelístico de
Ofelia Rodríguez Acosta cómo es que, a pesar de sus
afanes, las protagonistas no consiguen alcanzar la felici-
dad o, al menos, la libertad. Salvo excepciones, sus muje-
res son personajes constreñidos por la realidad. El ideal de
emancipación se ve frustrado por causas diversas, que
confluyen en la muerte o en su antesala. Hay como una
imposibilidad de realización del cuerpo femenino liberado.
Por eso toda la obra de esta autora resulta bastante
melodramática, y está lejos de clasificar entre las mejores
escritas por autoras latinoamericanas de esos años. Su
fuerza radica, sobre todo, en esa urgencia por diseñar un
futuro posible para la mujer cubana en el mundo moderno
que aparece una y otra vez en sus novelas.
Como Fernanda, la protagonista de Sonata interrum-
pida, Ofelia entiende que “luchar por la emancipación de
la mujer [es] una causa digna a la que había que dar todas
sus fuerzas, toda su actividad”.31 Fiel a ese entusiasmo,
Rodríguez Acosta no ceja en su representación de las
mujeres en todos los estratos de la sociedad y con todos
los niveles de compromiso con el emergente feminismo.
Para ella, la lucha de las mujeres por ocupar un espacio
propio debía transcurrir, sí, en el espacio político, en la
tribuna pública; pero también en el terreno del eros y la
sexualidad, en el control de la natalidad, en el espacio
íntimo y secreto de esos cuerpos de mujer que todavía
estaban a expensas de la naturaleza y del instinto. Ese
conflicto, que se le antoja irresoluble, es quizás la causa
31
Ofelia Rodríguez Acosta: Sonata interrumpida, Ediciones Minerva,
México, 1943, p. 96.
123
secreta del destino funesto de sus protagonistas. Mentes
libres que deben habitar cuerpos supliciados, cuerpos don-
de también la negociación de la identidad nacional queda
trunca, irresuelta, en suspenso, a la espera de otros cam-
bios en el porvenir.
124
Camila Henríquez Ureña, feminista1
1
Parte del prólogo en coautoría con Sergio Guerra Vilaboy al t. II: La
mujer, de las Obras y apuntes de Camila Henríquez Ureña, Ban Reser-
vas, Santo Domingo, 2004.
2
Del Lyceum y Pro-Arte Musical dice en “La mujer en Cuba”: “Son
—quiero insistir en esto— instituciones de gran altura y seriedad, visi-
tadas constantemente por eruditos, escritores, artistas y músicos del
mundo entero, que vienen ofrecer conferencias, congresos, exposiciones
y conciertos.” Ibídem, p. 104.
125
difusión de las ideas más avanzadas del momento y coordi-
nó una suerte de resistencia desde la cultura al malestar
republicano. A partir de esos años, y hasta su muerte, el
ideario feminista de Camila Henríquez Ureña cobrará niti-
dez y se organizará en textos con distintos objetivos, ya sea
el de inaugurar un congreso de mujeres o iluminar la vida de
una autora en una conferencia universitaria, pero no cederá
nunca en su empuje y coherencia. Revisando esos escritos,
organizados más o menos cronológicamente, no es posible
hablar de una evolución del pensamiento feminista en Camila
Henríquez Ureña. Su conocimiento del tema de la mujer, su
estudio dedicado, su capacidad para relacionar pasado y pre-
sente, parecen ya acendrados en sus trabajos más tempranos.
El ciclo de conferencias en torno al tema “Mujeres en la
Colonia”, dictado en el Lyceum, reúne sus pesquisas de ar-
chivo y sus inquietudes acerca del modo de contar la historia
de la humanidad desde una perspectiva patriarcal predomi-
nante, que niega la contribución de las mujeres a la cultura.
Se advierte en Camila una preocupación fija por rescribir la
historia desde la perspectiva del rescate de una presencia
femenina activa, influyente tanto en el destino histórico de
los pueblos, como en la gestación de una cultura propia; y
de ahí su interés en reseñar el sitio de las monjas en la Colo-
nia, o el papel de las cortesanas en la Antigüedad. La pre-
ocupación de Camila por el destino de las mujeres en la
sociedad, que cobra forma en este curso, se perfila sin do-
bleces en muchos de sus documentos. Ya sean notas de
archivo, fichas de libros leídos o comentarios de obras espe-
cíficas, la percepción de que la mujer tiene un lugar en el
mundo, y de que para ocuparlo no necesita el permiso de
nadie sino que, por el contrario, debe diseñarlo a su gusto y
en vista de sus intereses de modo que pueda tener una exis-
tencia plena, aparece en todos sus textos. Por eso se pre-
gunta acerca de la ausencia de mujeres en algunas obras
126
sobre la época colonial. De combatir la “leyenda negra” so-
bre la mujer en la sociedad colonial pasa al reconocimiento
de una cultura femenina potente, viva, a fin de llenar esos
vacíos. Leer las vidas de nuestras antepasadas, informarse
de cómo se había construido la identidad femenina en cortes
y conventos, es apenas uno de los aspectos del ideario fe-
minista de Camila.
Su conferencia “Feminismo” (1939) deviene medular
para la comprensión de la situación de la mujer a través del
tiempo y, también, una declaración de los derechos femeni-
nos hecha sin cortapisas, desde la posición de un feminismo
social que no pretendía aislarse, sino integrarse en la lucha
por una sociedad más justa. Ese ensayo deviene esencial
para conocer la historia del feminismo en Cuba y el Caribe,
pero también porque hace un recuento de la situación de la
mujer a través de la historia. En él Camila aborda temas tan
disímiles en apariencia como el trabajo femenino, el control
de la natalidad, la institución legal del matrimonio, la nece-
sidad de educación de la mujer y la inexorabilidad del movi-
miento feminista, en vistas de que todos los avatares de la
“clase social de la mujer”, como la llama —antes había escri-
to en “La mujer y la cultura”: “somos, hemos sido, una clase
de proletariado”—, han tenido como resultado “una
larguísima lista de vidas fracasadas, abortadas, porque la
mujer tenía una sola razón de vivir y esa estaba situada fuera
de su ser, absolutamente ajena al dominio de su voluntad”.3
En su análisis de las causas del sometimiento femenino, llega
a una comprensión cabal del problema, pues concluye, como
lo haría Franca Basaglia4 muchos años después, que par-
tiendo de la educación y luego por su situación social, el de la
3
Camila Henríquez Ureña: “Feminismo”, ibídem, pp. 65-85.
4
Franca Basaglia: Mujer, locura y sociedad, Universidad Autónoma de
Puebla, Puebla, 1983.
127
mujer es un “ser para los otros”, que no se adecua a sus
propias expectativas e ilusiones, sino que vive en función de
los demás. Cambiar ese estado, hacer de cada una un “ser
para sí”, que no olvide su compromiso con el resto de la
humanidad, parece ser el fin de la prédica feminista de Camila
Henríquez Ureña.
Cumpliendo con ese compromiso, participó lo mismo en
reuniones de mujeres que en encuentros por la paz, donde
asistió para brindar sus palabras de esperanza a la posibili-
dad de bienestar para la humanidad. Esta faceta de su acti-
vidad política es una de las sorpresas que nos reserva Camila,
capaz lo mismo de dictar una conferencia para el ciclo de la
Universidad del Aire, que de irse a la Cárcel de Mujeres de
Guanabacoa —fruto de la labor de las integrantes del Club
Femenino de Cuba— a entregar un donativo de libros con el
anhelo de paliar el sufrimiento de las internadas, dándoles al
mismo tiempo recursos dignos para enfrentar su situación y
alimentando en ellas el deseo de conocer y conocerse, esti-
mulándolas a crear, a cultivarse, convencida de que el creci-
miento espiritual siempre resguarda al ser humano de las
iniquidades de la vida.
Sorprende, también, su disposición al debate ideológico
abierto, su propuesta de acudir al Tercer Congreso de Muje-
res para dialogar. En momentos en que el movimiento femi-
nista enfrentaba la amenaza de un cisma peligrosísimo, con-
voca a la unidad, incluso en la diferencia de criterios. Dice
en su “discurso de apertura”:
128
aquí querríamos discutirlas todas, para someterlas a la
prueba de la verdad. Las ideas de mal pueden impo-
nerse al mundo por la fuerza; pero no resisten al
razonamiento. Quienes no osan discutir es porque no
tienen confianza en la validez de sus principios; es
porque no pueden creer en ellos sino en la oscuridad,
en la ceguera.5
5
Camila Henríquez Ureña: “Palabras inaugurales del Tercer Congreso
Nacional Femenino”, ibídem, p. 63.
129
confinadas— en los márgenes de la sociedad. Este alegato
de Camila, que da fe de su preocupación por los problemas
de su momento, uno de gran efervescencia feminista en todo
el mundo, coincide en principio con visiones que marcaron
una época, como la de Alexandra Kollontay, cuya obra pue-
de servir de fondo a este texto que da fe de la dificultad de
conciliar el trabajo intelectual con la condición social de la
mujer, un problema aún irresuelto, coincidiendo con las ideas
expuestas por Ofelia Rodríguez Acosta en sus novelas, ana-
lizadas en el capítulo anterior.
Por otra parte, nos interesa la referencia que hace Camila
al surgimiento, con la conquista del espacio público por las
mujeres, de un “sexo neutro”6 cuyo sitio no comparte. Es su
contribución al debate sobre la feminidad y el garzonismo,
temas que concitaron el interés de muchos de sus contem-
poráneos. Su propuesta, ya mencionada, de rescate de una
“feminidad esencial”, que no se niegue al progreso pero que
tampoco olvide las bondades de la feminidad asumida como
solidaridad y sensibilidad, es otra de las ideas destacables en
su ideario feminista, a pesar de la idealización fácilmente
perceptible en ella. Como dirá, “La primera prueba de capa-
cidad cultural que puede dar una mujer es la seriedad en el
trabajo y ante la vida. Y yo no doy a esa palabra, seriedad,
ningún sentido anticuado”.7 Su responsabilidad, su seriedad,
afloran en cada uno de los textos que ahora reunimos. Es
evidente que su compromiso con la cultura, entendida en
ese sentido, nunca fue abandonado.
Hay también en su papelería textos referidos a litera-
tura y arte —y el binomio está forzado por la inclusión del
6
En “Palabras en la Sociedad de Mujeres Americanas” y “La contribu-
ción de la mujer a la sociedad del futuro”.
7
Camila Henríquez Ureña: “La mujer y la cultura”, ibídem, p. 116.
130
comentario sobre uno de los episodios de la película Lucía8
(Humberto Solás, ICAIC, 1968)—, en los cuales se avizora
el trazado de una suerte de genealogía propia, que va de
Santa Teresa, Sor Juana o Misia Mariquita Sánchez a Gabriela
Mistral y Laura Mestre, y que se reconoce en presencias
contemporáneas como la de Mirta Aguirre, en quien ve con-
tinuada su obra pedagógica. La penetración con que Camila
enfrenta cualquier labor de pensamiento, la profundidad de
sus juicios literarios y el tremendo volumen de información
que su amplia cultura y su dedicación a la investigación le
permitían manejar hacen de estos trabajos, incluso los oca-
sionales que alcanzan apenas una cuartilla, una declaración
de principios acerca de la condición de la mujer intelectual,
así como de su compromiso con aquéllas que pertenecen a
otros grupos sociales y con el resto de la humanidad toda.
Enseñanza contra las pretensiones elitistas de siempre, su
apreciación de que “El verdadero movimiento cultural fe-
menino empieza cuando las excepciones dejan de parecerlo”,9
es una idea que merece recordarse a la hora de analizar la
situación de las mujeres en la hora actual.
Abundan también las notas tomadas acerca de novelas
de autoras hispanoamericanas y los esbozos biobibliográficos
de autoras francesas donde apenas aparecen comentarios
críticos, pero que contribuyen a testimoniar su preocupación
por conocer a fondo la literatura de las mujeres. Referencias
8
En las protagonistas de la película, Camila ve a “la mujer del mundo
moderno en general, en su proceso agónico en busca de sí misma, de la
definición y conquista de una personalidad que las condiciones sociales
desde tiempo inmemorial le han vedado alcanzar”. He aquí otra muestra
de su sensibilidad para entender el problema de la mujer como condicio-
nado por la sociedad, cuya transformación influirá sin duda en la posible
mejora de la condición femenina.
9
Camila Henríquez Ureña: “La mujer y la cultura”, ibídem, p. 112.
131
a otras escritoras aparecerán entreveradas en otros textos
suyos, como ocurre con los comentarios a Ifigenia, de Te-
resa de la Parra.
Cada uno de sus textos dan fe suficiente del activismo
de Camila Henríquez Ureña a favor del feminismo en todos
los terrenos de la cultura, entendida ésta en su sentido más
amplio. La trascendencia de su labor docente ha desdibujado
un poco su figura como perteneciente a la tradición feminis-
ta; pero no hay que olvidar que esa maestra de varias gene-
raciones fue también una mujer pensante que elaboró uno
de los textos más significativos acerca del lugar de la mujer
en la sociedad, tema sobre el cual siguió interrogándose toda
su vida en cada tarea que acometía. En su papelería están,
reunidos, los testimonios de esa inquietud. Allí dialogan Sor
Juana y Silvina Ocampo, al interior de una sensibilidad que
las aúna en su condición de mujeres escritoras y que preten-
de, por el estudio de casos disímiles, llegar a pergeñar la
posibilidad de un modelo de libertad y creación, o, mejor, un
modelo de creación en libertad para todas las mujeres. Eso
y no otra cosa son los ensayos de Camila Henríquez Ureña.
Esperemos que, también para quienes los lean en el futuro,
alcancen a forjar esa imagen ideal que, lejos de obedecer al
ideal femenino ya caduco que ha pretendido imponerle a la
mujer la ideología patriarcal, recrea el ideal de una mujer
que se deja tentar por el mundo, lo explora y trata de pensar-
lo, e incluso, de crearlo. Esa mujer que, en vista de que su
condición de intelectual le hace difícil la vida íntima, opta por
plantearse el problema, pero no calla, comparte con las otras
sus saberes y experiencias, lo mismo que sus dudas y llega,
así, a ser ella misma. Esa es la Camila Henríquez Ureña que
se avizora en estas páginas.
132
Cuba, años sesenta.
Cuentística femenina y canon literario1
La Historia
nos llegó de golpe,
como si nunca
hubiésemos estado en ella.
1
Una versión de este trabajo se publicó en La Gaceta de Cuba, no. 1, La
Habana, enero-febrero de 2000, pp. 20-23.
133
casi completamente el conflicto individual del protagonista
hasta que éste aflora nuevamente en un final kafkiano. Por
su parte, Carlos Pérez Cifredo, el personaje cuya vida es la
trama de Las iniciales…, acaba de casarse, y mientras es-
cucha a su mujer orinar en el cuarto de baño de su habita-
ción de recién casados, en una anticipación finalmente trun-
ca del goce sexual, recibe la noticia —la misma noticia— y
debe abandonar a su esposa en plena luna de miel para alis-
tarse en las milicias.
Aparentemente, la anécdota repetida no tiene relación
alguna con el destino de la cuentística femenina durante esos
años; pero si la tenemos en cuenta a la hora de leer la histo-
ria literaria de la primera década de la Revolución puede
resultar un indicador útil. En primer lugar, porque la crítica
parece repetir la acción de estos personajes: ante el peligro
de invasión, abandonar lo privado y defender lo público.
Ocurrió —y sigue ocurriendo— cuando de caracterizar la
literatura cubana de la década 1959-1969 se trata. La oposi-
ción entre esos dos registros se reflejará, por ejemplo, en la
exacerbada discrepancia entre literatura realista y fantásti-
ca en los acercamientos al uso.
Lo fantástico, lo lírico, lo imaginativo fueron vertientes
poderosísimas en la narrativa cubana durante esa primera
década de la Revolución. La continua negación de la di-
versidad no podrá nunca ocultar la existencia de textos tan
significativos como Celestino antes del alba, de Reinaldo
Arenas; Los niños se despiden, de Pablo Armando
Fernández; o El viaje, de Miguel Collazo.
En el caso de las autoras cuyos libros vieron la luz por
esos años también hay un evidente desnivel entre lo que
dice la crítica y la realidad editorial. Están ausentes de todos
o casi todos los balances, y si, unos años más tarde, se habla
de literatura de mujeres será sólo para constatar una ausen-
cia que no es más que el espejismo complaciente de una
134
crítica androcéntrica, cuando no el resultado de esa práctica
de silenciamiento permanente.2 Las escritoras estaban ahí
—sus libros aún están aquí— pero, como los fantasmas de
sus cuentos, para muchos eran invisibles. Ya he abordado la
ausencia de la cuentística escrita por mujeres en las antolo-
gías más difundidas de la literatura cubana contemporánea
y sé que estoy —al igualar literatura femenina a literatura
fantástica— incurriendo en un nuevo ocultamiento: no toda
la narrativa de autoría femenina fue fantástica, pero buena
parte sí lo era; además, al adscribirse a esa práctica de es-
critura, ellas estaban reviviendo una herencia nada desde-
ñable.3 Así, no fue ésta la voz privilegiada, sino la de aque-
llas pocas que eligieron las pautas del realismo.
En el clima cultural de los sesenta, inmerso en el debate
sobre cómo sería —como debía ser— la literatura de los
nuevos tiempos —puesto que la sociedad se renovaba,
parecía urgente la necesidad de una renovación literaria—
había que eliminar, había que demostrar haber eliminado,
aquello que el Che Guevara llamó “el pecado original” de
los intelectuales cubanos: no ser “auténticamente revolu-
cionarios”. 4
2
Esther Díaz Llanillo, al presentar sus Cuentos antes y después del sueño,
confesaba que había dejado de escribir porque el tipo de literatura que
hacía entonces —y que, como prueba de su autenticidad, continúa ha-
ciendo— no se avenía a aquellos modelos por los que la crítica, salvo
contadas excepciones, mostraba interés. El sueño a que alude el título
bien pudieran ser esos largos años de letargo de los que felizmente ha
despertado.
3
Entre otras, la de Dulce María Loynaz con su Jardín y la de Dora
Alonso en una buena zona de su cuentística.
4
En el mismo texto, sin embargo, el Che preveía el peligro de pautar —e
incluso de intentar hacerlo— la conducta de los creadores: “No debemos
crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni «becarios» que vivan
al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas”. Er-
nesto Che Guevara: El socialismo y el hombre en Cuba (1965), Editora
Política, La Habana, 1988, p. 23.
135
Quizás la búsqueda de ese cambio en la literatura, que
presagiaba transformaciones a nivel de la conciencia social,
de la ideología, fue la causa de que un premio literario tan
disputado como el recién creado Casa de las Américas le
fuera otorgado por dos años consecutivos a autores cubanos.
En 1960 lo ganó José Soler Puig con su célebre Bertillón 166,
un texto ejemplar sobre la lucha clandestina contra el go-
bierno de Batista en Santiago de Cuba. En 1961, Dora Alonso,
con Tierra inerme, una suerte de novela mundonovista con
una visión mucho más actual de los problemas de distribu-
ción de la tierra y un lenguaje que por momentos remedaba
el de un manual de economía: “Allí donde arraigaba un pro-
pietario de la tierra y hacía crecer la bendición de las cose-
chas diversas y capaces, ahí llegó la fuerza implacable del
monocultivo para enterrar la esperanza del futuro”. 5
La novela, como género consagratorio, fue el verdadero
campo de batalla por la nueva literatura; la disputa produjo
polémicas memorables como la sostenida entre José Anto-
nio Portuondo y Ambrosio Fornet. El primero había publica-
do su prólogo a El derrumbe,6 donde aludía a la necesidad de
una “literatura de la Revolución”. Y Fornet defendía la posi-
ción de los jóvenes de entonces, con su estilo desenfadado:
5
Dora Alonso: Tierra inerme, Casa de las Américas, La Habana, 1961, p. 40.
6
José Antonio Portuondo: “José Soler Puig y la novela de la Revolución
cubana”, en Cultura ´64, a. I, no. 5, Santiago de Cuba, mayo, 1964, pp. 2-5.
136
ha estimulado y habrá hecho madurar en diez años es
una novelística nacional; pero puede ser que la novela
de la revolución no se escriba hasta de aquí a diez…
o a cien años, o quizás ya se esté escribiendo y sólo
de aquí a cien años los críticos la reconozcan como la
gran novela de la revolución”.7
7
Ambrosio Fornet: “De provinciano a provinciano”, en La Gaceta de
Cuba, a. III, no. 39, La Habana, 5 de julio de 1964, p. 6.
8
José A. Portuondo: “Respuesta a Fornet”, ibídem, p. 9.
9
Ambrosio Fornet: “Hablando en serio”, en La Gaceta de Cuba, a. III, no.
41, La Habana, septiembre de 1964, p. 13.
10
José A. Portuondo: “Contrarréplica a Fornet”, en La Gaceta de Cuba,
a. IV, no. 42, La Habana, enero-febrero de 1965, p. 32.
137
[…]
Que una cosa es la amplitud de criterios y el respeto
a la libertad de expresión y otra la falta absoluta de
criterio discriminativo, por ignorancia o por carencia
de firmeza ideológica, y el culpable libertinaje que dé
entrada a la confusión e impida la indispensable uni-
dad de pensamiento del pueblo revolucionario.11
[…]
Y no podemos aceptar que quienes son capaces de
vibrar hasta la histeria frente a la fría y aburrida —así
acaba de calificarla con toda justicia Vargas Llosa—
objetividad de la novela francesa, permanezcan in-
sensibles ante el hirviente trajín de todo un pueblo
que atrae hoy sobre sí las miradas asombradas del
mundo. 12
11
Ibídem, p. 33.
12
Ibídem, p. 35.
13
Manuel Díaz Martínez: “El profesor y el poeta”, en La Gaceta de
Cuba, a. III, no. 41, La Habana, septiembre de 1964, pp. 17-18.
14
Juan J. Flo: “¿Estética antidogmática o estética no marxista?”, ibídem,
pp. 10-11, en respuesta a Tomás Gutiérrez Alea.
15
Manuel Díaz Martínez: “¡No me digas que no hay vida en Marte!”, en
138
Puente,16 como porque la posición de Portuondo prefiguró
—o quizás expresó— la ideología que luego se convertiría
en política oficial durante los años setenta. Pero quiero ce-
ñirme únicamente a la primera década de la revolución.
Para continuar con esta suerte de bosquejo de la ciudad
letrada cubana de esos años y el lugar de los jóvenes crea-
dores en ella, valdría mencionar aquí el surgimiento en 1966
de El Caimán Barbudo, un tabloide que ha tenido una larga
vida y muchas épocas, y en cuyo primer editorial se lee:
139
nación, hacia su desarrollo, hacia su autenticidad cul-
tural. Cuba es todavía un país subdesarrollado pero es
ya un país victorioso. Hoy sabemos que el camino al
comunismo es el camino al desarrollo y la autenticidad
cultural. La cultura de Cuba se salvará con Cuba, el
desarrollo del país es el desarrollo de su cultura.18
18
O. Alomá, S. Álvarez Conesa, Iván G. Campanioni, V. Casaus, F.
Contreras, F. Escobar, F. Guerra, R. Hernández, L. R. Nogueras, H. Orovio,
G. Rodríguez Rivera y J. Yanes: “Nos pronunciamos”, ibídem, p. 11.
19
Ibídem, p. 7.
20
El término es, al parecer, de Arturo Arango, quien lo incluyó en 1978 en
un artículo publicado en la revista Universidad de La Habana.
140
visiones distorsionadas de la realidad literaria de esos años,
pues, en vista de la importancia concedida por la crítica a
este tipo de obras, el relieve con que las aborda provoca,
lógicamente, la ignorancia de otros referentes estilísticos e
ideotemáticos que, a menudo, desde esa perspectiva, termi-
nan por hacerse invisibles, incluso para quienes estudiamos
esa época desde la actualidad.
Precisamente en 1966, La Gaceta de Cuba realizó una
encuesta generacional —así la llamó—21 que planteaba a
los encuestados tres preguntas:
21
En la compilación realizada por Graziella Pogolotti de Las polémicas
literarias de los años 60 (Letras Cubanas, La Habana, 2006) aparece
referida como “Encuesta sobre las generaciones”.
22
La Gaceta de Cuba, a. V, no. 50, La Habana, abril-mayo de 1966, p. 8.
23
Ibídem, p. 9.
141
número afloraba el enfrentamiento, más que entre genera-
ciones, entre los distintos grupos, pues Jesús Díaz, para de-
finir a su generación, consideró necesario deslindar proyec-
tos que exhibían, según él, líneas estéticas e ideológicas
distantes, a pesar de pertenecer a la misma generación. A la
tercera pregunta, Díaz respondía:
24
Ídem.
142
es sólo la factura, sino la posición estética de cada
uno de nosotros, sería interesante saber desde qué
posición estética lo hace. En este caso debería tener
presente que ideología no es un estricto equivalente de
posición estética, ni ésta lo es, mecánicamente, de
escuela literaria. Entre unas y otras hay una interacción
dialéctica. O sea, que el hecho de tener agarrada por
la cola la suma verdad ideológica (es una hipótesis
nada más), no le asegura a un grupo que su estética
y escuela literaria favoritas sean las únicas válidas y
revolucionarias. 25
25
Ana María Simo: Ob. cit., p. 4. El subrayado es de Simo.
26
Jesús Díaz: “El último puente”, La Gaceta de Cuba, a. V, no. 52, La
Habana, agosto-septiembre de 1966, p. 4. Cum granum salis, el hecho
de que Pensamiento Crítico —de cuyo consejo de redacción Díaz for-
maba parte— corriera el mismo destino de incomprensión parece una
broma del azar o una confirmación del popular adagio: “Boca no habló
que Dios no castigó”. Sobre el papel de Díaz en esta polémica, véase
su “El fin de otra ilusión: A propósito de la quiebra de El Caimán
Barbudo y la clausura de Pensamiento Crítico”, en Encuentro de la
Cultura Cubana, nos. 16-17, Madrid, primavera-verano de 2000;
143
He reseñado extensamente —quiero suponer que no
inútilmente— la discusión entre Jesús Díaz y Ana María
Simo no sólo porque afloran de nuevo en ella las tensiones
que dominaban el campo cultural cubano durante esa déca-
da, sino —y sobre todo— porque parte de los libros de las
cuentistas cubanas del momento, lejos del gesto consagratorio
de premios y revistas, vio la luz en las cuestionadas Edicio-
nes El Puente y también bajo el sello de Ediciones R. Aún
hoy, para alguna crítica, esas líneas editoriales siguen te-
niendo cierta marca depreciativa. Refiriéndose a ello ha des-
crito Sergio Chaple a un “grupo de autores que básicamente
a través de las Ediciones R y El Puente cultivaron por esos
años una cuentística desasida en modo mayoritario de la
realidad revolucionaria desarrollada en el país y que, por lo
general, centró su interés en temáticas fuertemente influi-
das por la literatura del absurdo, de la crueldad y la ciencia
ficción. En general, una obra básicamente «imaginati-
va»…”27
Como ha podido constatarse en el detallado bosquejo del
ambiente cultural de esos años —que he incluido aquí como
el paisaje en el que esa literatura salió al mundo y que no sólo
me parece necesario, sino también apasionante estudiar, por
cuánto puede explicarnos de los años siguientes e incluso
del momento actual— el desconocimiento o la devaluación
de los textos de aquellas escritoras al conformar el canon de
la cuentística de la Revolución no obedece únicamente al
144
sistema sexo-género y sus dictados patriarcales, sino que el
asunto era —y es— mucho más complejo. Las cuentistas
cubanas de esa década apenas aparecen en las antologías
del género promovidas en Cuba y en el extranjero, que con-
formaron —salvo las excepciones de rigor— el rostro visi-
ble de la literatura cubana no sólo hacia fuera, sino también
hacia adentro. Tanto se las ignoró, que la crítica dominante
terminó por olvidarlas. Aún hoy hay quienes, al referirse a
esa primera década, obvian mencionar la producción de las
mujeres. 28
La que luego sería llamada “literatura de la violencia”,
se convirtió en la literatura revolucionaria por excelencia, en
un esquema que traía apareados —si bien subrepticiamen-
te— la subestimación y el desconocimiento de otros tipos de
literatura.29 Lo cierto es que, junto con esa literatura se es-
cribía (y publicaba) otra narrativa que incluía relatos de la
vida cotidiana, cuentos de ciencia ficción, etc., que nada te-
nían que ver —al menos en apariencia— con el dramático
momento que vivía el país.
Hay un cuento de María Elena Llana, emblemático en
ese sentido, incluido en La reja (1965). “Nochemala” es la
historia —contada desde la perspectiva de una madre— de
una mujer que espera el regreso de su hijo, joven revolucio-
nario, y teme por el destino de su esposo, ex policía batistiano
28
Algunos de los libros en cuestión son: Ada Abdo: Mateo y las sirenas,
Ediciones El Puente, 1964; Esther Díaz Llanillo: El castigo, Ediciones
R, 1966; María Elena Llana: La reja, Ediciones R, 1965; Évora Tamayo:
Cuentos para abuelas enfermas, Ediciones El Puente, 1964; y Ángela
Martínez: Memorias de un decapitado, Ediciones R, 1965.
29
Esa actitud se hace evidente en las lecturas críticas que se hacen hoy
sobre esa década de la cultura cubana. Curiosamente, el predominio de
entonces no excluía la convivencia con otras normas narrativas; pero
para muchos historiadores y críticos actuales esa riqueza ha quedado
reducida a la tradición épica más visible.
145
y ahora empleado en un casino. La anécdota, que trans-
curre toda en ese tono menor de intimidad casera (casi todo
el cuento es una conversación entre los padres sobre el fu-
turo del muchacho), se resuelve con la muerte del joven, a
quien su padre, para mantenerlo a salvo, había hecho ence-
rrar en la cárcel. Con el cambio de guardia, los soldados,
borrachos luego de celebrar la nochebuena, deciden matar a
todos los prisioneros. El relato, en verdad conmovedor y con
una audacia narrativa admirable, ofrece una visión desacos-
tumbrada de la lucha previa a 1959. El cambio está, en mi
opinión, en la adecuación de un tema histórico a una visión
minimalista, de pequeños afectos domésticos. De esa con-
junción fugazmente contradictoria nace su mérito. Para el
discurso crítico dominante será a comienzos de los ochenta
cuando temas de ese tipo se humanizan, por decirlo de algún
modo. Estoy pensando en el papel adjudicado a Un rey en
el jardín, de Senel Paz. Sin embargo, esa visión ya había
sido explorada por la narrativa cubana, pero simplemente
había sido ignorada por sus estudiosos, ubicada en un mar-
gen de dudosa confiabilidad política, dada la importancia
concedida por entonces a la explicitud.
La narrativa femenina de entonces se ubicaba en ese
margen, con relatos sobre todo intimistas, en los cuales la
experiencia revolucionaria inmediata no aparecía, sino como
un evanescente telón de fondo. Relatos del absurdo, con
temas como el juego del doble, la inmortalidad o la relación
entre azar y destino, copaban las obsesiones de las jóvenes
creadoras de entonces. La ausencia de un compromiso evi-
dente y explícito parecía invalidar sus libros para formar parte
de la literatura prefigurada por una crítica cegada por sus
propias expectativas. Esa fue la causa, junto con el predo-
minio de una mentalidad a todas luces patriarcal entre quienes
ejercían la crítica literaria o la dirección de las incipientes
146
instituciones culturales, de que la cuentística femenina de
esos años permaneciera punto menos que ignorada. Pueden
rastrearse las antologías de entonces, y aun las posteriores,
para comprobar la marginación de que esa literatura distin-
ta —tanto ideológica y formal como genéricamente (me
refiero al género sexual)— ha sido objeto de manera siste-
mática.
Estudiar la cuentística femenina de esos años, sin per-
der de vista el contexto en que se produjo y las relaciones
que estableció con él, así como tomar en cuenta la indiscuti-
ble “feminización” de géneros como las memorias y auto-
biografías y la literatura infantil, podrían explicarnos el de-
curso posterior de toda esa narrativa. Es necesario continuar
indagando en las razones de la marginación de que fueron
objeto las autoras, y el por qué de la instauración del discur-
so crítico patriarcal como dominante en la historia de la lite-
ratura de esa primera etapa, discurso que continúa rigiendo,
aunque metamorfoseado, la visión crítica de la literatura
cubana contemporánea. Para rescatar esa corriente semioculta
y otorgarle el lugar que merece dentro de la cuentística cu-
bana de la década iniciada en 1959, enriqueciendo nuestra
comprensión de la literatura de esa época, debemos hurgar
en ese fenómeno de discriminación, quién sabe si incons-
ciente. Esto contribuirá quizás a hacernos entender mejor
las causas que propiciaron —desde el seno mismo de la
institución literaria— lo que Ambrosio Fornet —quien fuera
a su vez editor de muchos de los libros de aquellas auto-
ras— ha definido como el “quinquenio gris” 30 de la literatu-
ra cubana.
30
Véase Ambrosio Fornet: “El Quinquenio Gris: revisitando el término»,
en Casa de las Américas, no. 246, La Habana, 2007, pp. 3-16. Repro-
ducido en La política cultural del período revolucionario: memoria y
reflexión. Ciclo de conferencias organizado por el Centro Teórico-
Cultural Criterios, La Habana, 2008, pp. 25-46.
147
La doncella y el minotauro. Otra vez
sobre la cuentística femenina
en la Revolución1
1
Una versión de este trabajo apareció en Temas. Cultura, ideología, sociedad,
a. 2, Nueva Época, no. 5, La Habana, enero-marzo de 1996, pp. 122-125.
2
Salvador Redonet Cook y Francisco López Sacha: Fábula de ángeles
(Antología de la nueva cuentística cubana), Letras Cubanas, La Habana,
1994.
148
ella el autor habla complacido del clima de tolerancia en que
ve la luz la antología: “Estos cuentos son producto de un
estado de libertad expresiva alcanzado después de una ar-
dua pelea con el ángel propio, en un clima cultural que reco-
noce hoy cualquier tendencia, movimiento o estilo sin
menoscabo de sus ingredientes formales”,3 pero olvida ad-
vertir que esa amplitud de miras no alcanza a justipreciar la
narrativa femenina. Para no insistir en esta antología, añadi-
ré solamente que el énfasis en ciertos valores apuntados allí
—como la virilidad estilística y el tratamiento de los personajes
femeninos— resulta, cuando menos, incómodo.
Esto pasó en la Cuba de los noventa. ¿Qué precedentes
hay para que tal omisión sea posible? En los años treinta,
Federico de Ibarzábal publicó la primera antología del cuen-
to cubano. En esos Cuentos contemporáneos,4 Ibarzábal
se proponía mostrar “el espíritu de nuestras letras”, lo cuba-
no. En sección aparte reunía a las “mujeres cuentistas”, un
grupo que, a su juicio, perfilaba “siluetas de singular relie-
ve”. Allí estaban, con un cuento cada una: Lesbia Soravilla,
Aurora Villar Buceta, Hortensia de Varela, Dora Alonso y
Cuca Quintana. A diferencia de los escritores, con amplias
fichas biobibliográficas antes del cuento respectivo, las de
las autoras se daban todas juntas, en la presentación del
grupo. Pero, segregación a un lado, lo cierto es que ellas
estaban ahí. No quedaron fuera.
La segunda antología del género es la que elaboran la
profesora Emma Pérez y un grupo de estudiantes suyos.5
Pese a que la mayoría de los participantes son mujeres, la
3
Francisco López Sacha: “La pelea cubana entre los ángeles y los demo-
nios”, Ob. cit., p. 7.
4
Federico de Ibarzábal: Cuentos contemporáneos, Ed. Trópico, La Ha-
bana, 1937.
5
Enma Pérez y otros: Cuentos cubanos (Antología), Cultural, S. A., La
Habana, 1945.
149
antología incluye sólo a dos autoras (Dora Alonso y Aurora
Villar Buceta) aunque no olvida mencionar a otras (Horten-
sia de Varela, Cuca Quintana, Rosa Hilda Zell, Berta
Arocena, Lesbia Soravilla y Pura Rodríguez Castells), con
lo que amplía considerablemente el espectro. En su presen-
tación, Emma Pérez sigue el criterio de Ibarzábal: el cuento
ha sido y seguirá siendo “instrumento de denuncia social” y
las mujeres, aunque podrían suponerse ajenas a esta actitud,
“proyectan también en su mayor parte la realidad de la vida
de nuestro pueblo sobre sus creaciones”. Se repite así la
visión que separa lo femenino del quehacer público, político.
De modo que es menester, al mencionar a las autoras, acla-
rar que su denuncia es, más o menos, remedo de la mascu-
lina. En términos políticos, estos datos son más reveladores
de lo que parecen. Ese poner a un lado (o detrás) a las
mujeres, responde a una idea de la nación (y del proyecto
nacional) que no las considera sujetos políticos creadores.
Para Carlos Montenegro, cuya opinión se recoge en el libro,
“el cuento [...] tiene unida su existencia y desarrollo a la
propia existencia de nuestra nacionalidad”. Por eso importa
tanto dejar claro quiénes dirigen el proyecto literario —y
político, por supuesto— cubano.
En 1946, José Antonio Portuondo edita en México Cuen-
tos cubanos contemporáneos, donde incluye textos de
Lydia Cabrera, Dora Alonso y Rosa Hilda Zell, cuya virtud
de “encerrar una gran emoción en breves cuartillas, sin ape-
lar a manidos patetismos del lenguaje” alaba en la nota que
precede a “Las Hormigas”. Siete años más tarde, como parte
de la conmemoración del centenario del nacimiento de Martí,
el Ministerio de Educación publicó la Antología del cuento
en Cuba. 1902-1952, de Salvador Bueno. 6 Más amplia
6
Nótese que las fechas enmarcan la etapa de vida de la República. La
presentación del cuento como un elemento del discurso político de la
nación se hace aquí evidente.
150
que las concebidas hasta entonces, incluía textos de las tres
autoras antes mencionadas y de Aurora Villar Buceta y
Surama Ferrer. La muestra de literatura femenina era ya
habitual en las páginas antológicas; la “penetración” de las
mujeres en el espacio canónico era cada vez más frecuen-
te.7 Pero las cosas cambian cuando hay que decidir cuáles
son Los mejores cuentos cubanos.8 El mismo crítico in-
cluirá esta vez sólo a Dora Alonso y Lydia Cabrera, las in-
discutibles.
Como se ha visto, la presencia de las mujeres en las
antologías previas al triunfo de la Revolución estaba ya es-
tablecida. Con inevitables altibajos, como era de esperar,
pero presentes siempre. ¿Cómo imaginar entonces que pa-
sados tantos años sería posible hablar del cuento cubano sin
mencionar apenas a una mujer? La historia continúa.
En 1962 el Ministerio de Educación imprime una Selec-
ción de cuentos cubanos para uso escolar en la que apare-
cen, nuevamente, Lydia Cabrera y Dora Alonso. Un año
antes había visto la luz Nuevos cuentistas cubanos 1948-
1958, antología novedosa en varios sentidos. Sus autores,
Antón Arrufat y Fausto Masó, se proponían “aportar nuevos
nombres a la cuentística nacional, y quizás nuevas obras”.
La antología, con diseño interior muy atractivo, prometía. La
nómina incluía a Ada Abdo, Esther Díaz Llanillo, Leslie
Fajardo, Josefina Jacobs y Ana María Simo. Esta última se-
ría la única presente en la Antología del cuento cubano
contemporáneo (1967), de Ambrosio Fornet, editada en
7
El lanzamiento de Dora Alonso, por ejemplo, se originó a partir de un
premio otorgado por la sección cultural de Bohemia, en un concurso de
cuento femenino instaurado por Renée Méndez Capote.
8
Salvador Bueno: Los mejores cuentos cubanos, Festivales del Libro,
Lima, ¿1959?
151
México. Este crítico, cuando tres años después decide re-
copilar Cuentos de la Revolución cubana —lo que le
permite ampliar la presencia de autores más jóvenes—
no seleccionará a ninguna mujer, excluyéndolas así,
automáticamente, del “rostro actual de Cuba, [de] la imagen
literaria de la Revolución”.9 Y esto sucede aun cuando el
antologador ha admitido que no toda la literatura de la Revo-
lución puede ser explícitamente revolucionaria, y que lo que
le interesa es mostrar una narrativa de tema actual, o sea,
inspirada “en hechos ocurridos o susceptibles de ocurrir en
la Cuba de hoy, es decir, [que] se basara en conflictos reales
o posibles de la sociedad revolucionaria”. No era esto lo que
caracterizaba la antología de José Rodríguez Feo, Aquí once
cubanos cuentan (Arca, Montevideo, 1967), que ponía el
énfasis en la denuncia del pasado prerrevolucionario como
la mejor manera “de templar nuestro espíritu contra el retor-
no de ese pasado”, a la vez que clamaba por el tratamiento
de otros temas aún insuficientemente abordados: “la lucha
por construir una nueva moral, la campaña de alfabetiza-
ción, los conflictos surgidos en el campo con la socialización
de la tierra... etc.” La conclusión es obvia. No se trataba,
como pudo pensarse en un principio, de que las narradoras
no hubieran asumido con la misma pasión que sus colegas
masculinos los temas “revolucionarios” —cosa que, dicho
sea de paso, es cierta—,10 sino de alguna razón más profunda.
Esa marginación de la mujer del proyecto nacional —ahora
el proyecto revolucionario—, esa ausencia que la excluye,
9
En 1968, José Manuel Caballero Bonald publicó Narrativa cubana de la
Revolución, en la que volvía a aparecer Dora Alonso como única repre-
sentante de las escritoras cubanas.
10
Ni los cuentos de La reja (1965), de María Elena Llana, o El castigo
(1966), de Esther Díaz Llanillo, abordaban el tema de la lucha
152
inconscientemente, del “quehacer” de la Revolución, ya se
había convertido en una costumbre.
Si coincidimos con Hugo Achúgar en que la antología es
“junto con el manual, la historia, la crítica y la docencia lite-
raria [...], uno de los instrumentos desde donde se ejerce la
reproducción ideológica, [un] instrumento docente aunque
no inocente [...] [que] se suma, en las distintas formaciones
ideológicas, a la constitución del discurso hegemónico y a la
lucha por el poder”,11 entonces habrá que reconocer cuán
ajena al proyecto literario de la Revolución concebía la críti-
ca dominante a la literatura escrita por mujeres. Esa visión
patriarcal, excluyente, se fortaleció con la sobrevaloración
de la llamada literatura de la violencia. Todavía hoy sorpren-
de comprobar cómo se repite un esquema que merma la
riqueza creativa de aquellos primeros años. La literatura de
la violencia fue entendida como la literatura revolucionaria
por antonomasia y como el único modelo válido para los más
jóvenes. El empeño por encontrar a toda costa un arquetipo
de “literatura revolucionaria” acabó marginando otros mo-
dos de hacer literatura que coexistieron con los privilegiados
153
por la crítica, y que han permanecido en la sombra de nuestra
historia literaria más reciente. Lo que no es raro, teniendo
en cuenta la efervescencia de aquellos años, donde se dis-
cutía con entusiasmo cuáles debían ser las características
del escritor y de la obra verdaderamente revolucionarios.
En fin, que puede explicarse todo, pero nadie nunca alcan-
zará a comprender por qué ha sido tan precario el lugar
asignado a las mujeres en la narrativa de la Revolución.
La invisibilidad de la escritura femenina en el “gran tex-
to” de nuestra época llegó a tal grado, que en la década de
los ochenta se hablaba incluso de la inexistencia de una narra-
tiva femenina en el país.12 Si bien es cierto que la produc-
ción (publicada, visible) de cuentos de mujeres es escasa,
mucho más escasa es la crítica a esa producción. ¿Hasta
qué punto el desconocimiento y la falta de acicate contribu-
yen al silencio de las autoras? Mucho tiempo después, justo
en 1995, tuve que preparar para una editorial feminista es-
pañola una antología del cuento femenino de la Revolución.
Las editoras habían solicitado cuentos de mujeres sobre mu-
jeres. Cuál no sería mi sorpresa al saber que la editorial
rechazaba los textos seleccionados porque le parecían ¡poco
combativos! Se reproducía así una perspectiva no sólo
empobrecedora de la literatura nacional sino desconocedora
de la labor creativa de un significativo grupo de autoras. Es
obvio que las editoras esperaban encontrar en ellas la litera-
tura convencionalmente entendida como “de la Revolución”,
una definición que —lamentablemente— no alcanza a las
cuentistas.
12
Luisa Campuzano ha denunciado el “cúmulo infinito de restricciones,
de represión, de apocamiento que ha fomentado la cárcel de silencio de
la mujer”. En “La mujer en la narrativa de la Revolución: ponencia sobre
una carencia”, en Quirón o del ensayo y otros eventos, Letras Cubanas,
La Habana, 1988, p. 92.
154
La recepción prejuiciosa que se ha hecho de la literatu-
ra femenina durante los últimos treinta y seis años nos obliga
a saludar con verdadero placer las antologías que incluyen
al menos tres escritoras, como es el caso de El submarino
amarillo (1993), de Leonardo Padura —las antologadas son
María Elena Llana, Mirta Yáñez y Aida Bahr—; pero eso,
bien mirado, no deja de ser un mal síntoma. También pare-
cen dignas de gratitud las menciones in extenso de autoras
cuando se hace un recorrido crítico por la joven cuentística
actual. Veamos una de ellas:
13
Salvador Redonet Cook: “Vivir del cuento (y otras herejías)”, en Te-
mas, no. 4, La Habana, 1995, p. 114.
155
Orlando, donde Virginia Woolf decía que “con tal de que
piense en un hombre, a nadie le parece mal que una mujer
piense”. Podríamos parafrasearla diciendo: “con tal de que
sea un personaje, a nadie le parece mal que una mujer sea
tomada en cuenta por la crítica”.
No es casual que, como lectores formados en la tradi-
ción dominante, los antologadores prefieran los relatos mas-
culinos. Ya he mostrado cómo se armó el canon de la llamada
literatura de la Revolución. Se diría que hay temas y recur-
sos que, desde el conservadurismo patriarcal, y muchas ve-
ces por apartarse de él, deprecian un texto. Pero la diferencia
es, en sí misma, un valor. La riqueza de perspectivas es
preferible a la monotonía de una voz dominante. Es hora de
que juzguemos la calidad de los textos sin olvidar —la gran
coartada de la crítica machista— de quién provienen.14 Las
narraciones de mujeres no sólo pueden ser efectivamente
diferentes (perspectiva, estilo, temas), sino que, como se sabe,
la lectura hace al texto. Por eso, saber quién es el autor —ya
lo dijo Foucault— resulta decisivo para forjar nuestra apre-
ciación. El lugar desde el cuál se narra es tan importante
como aquél desde donde se lee.
14
Un crítico tan respetable (y tan canonizante) como Harold Bloom ha
dicho: “A veces les digo a mis estudiantes que Shakespeare no es:
«europeo, blanco, muerto», sino que todo Shakespeare fue escrito por
una reconocida prostituta de su tiempo, Lucy Nigroe. Era una mulata
de las Indias Occidentales [sic] y me gustaría demostrar que ella es la
dama oscura de sus sonetos, lo que no es, y que ella escribió todo
Shakespeare, lo que no implicaría diferencia alguna. [...] de todas for-
mas daría igual, porque las obras están ahí.” Entrevista de José Antonio
Gurpegui, ABC Cultural, no. 189, 16 de junio de 1995, p. 19. Como
chiste, es delicioso. Ahora bien, entrando en el juego de Bloom, lo que
valdría la pena averiguar sería —teniendo en cuenta la discutida identi-
dad de Shakespeare— por qué la leyenda le adjudicó a un “hombre,
europeo, blanco” y no a una prostituta negra la magistral creación de
sus obras.
156
De travestismo literario está llena la literatura; tal es el
caso de las anónimas Cartas portuguesas, un texto del si-
glo XVII que a través de los tiempos ha sido alternativamente
clasificado como “autobiográfico, espontáneo e instintivo”
(cuando se atribuye a una mujer) o como una “elaborada
ficción” cuando se cree que su autor es un hombre.15 Pero
eso sería apenas un aspecto del problema si las autoras goza-
ran de la misma consideración que sus colegas. Hay exce-
lentes textos en nuestra literatura que permanecen relegados
por la crítica. Para mí, es más que ilustrativo el caso de Olga
Fernández. Sus cuentos rebozan un disfrute íntimo con el
lenguaje, un humor y un conocimiento de la historia como el
de pocos autores en nuestro país y, sin embargo, es prácti-
camente desconocida, a juzgar por la ausencia de opiniones
críticas sobre su obra y su exclusión de las antologías. Aun-
que ha sido favorecida con un Premio de la Crítica, nadie
puede ignorar que una distinción nominal no igualará jamás
el reconocimiento efectivo y amplio que logra una buena
reseña y numerosas citas. Descontando tal vez a Dora
Alonso, indiscutible muestra de la otra literatura, las narra-
doras permanecen en un limbo más o menos insulso, al mar-
gen de las discusiones culturales importantes.
Si estamos de acuerdo en que el problema del género
sexual es también un problema de acceso y empleo del po-
der, coincidiremos en que la crítica puede llegar a establecer
un paradigma que acabe excluyendo la literatura de las mu-
jeres. Esto ha sucedido entre nosotros, sin duda; aquí, du-
rante largo tiempo, la cuentística de autoras —como la
doncella encerrada en el laberinto del minotauro—, ha sido
la víctima propiciatoria. No se trataba de la sobrevivencia
de un pueblo, como en Creta, sino de la afirmación de una
15
Domna C. Stanton: The Female Autograph, The University of Chicago
Press, Chicago, 1987.
157
crítica que necesitaba dar una imagen monolítica de la na-
ción en su literatura y por ello menospreciaba o desconocía
la existencia de esa otra escritura. Y a esa crítica, similar a
la que Elaine Showalter ha llamado represiva, debemos en-
frentarnos. Ése es uno de los objetivos de esta reflexión.
Espero haber sido clara. Y si no, qué le vamos a hacer.
Después de todo, como dice el personaje de uno de los an-
gélicos narradores de la Fábula..., “las mujeres son un de-
sastre comunicándose”, y, siendo así, no sería nada extraño
que no se me entendiera.
158
Eros y emancipación:
ejes del feminismo cubano
159
de Ibsen y el modo en que Virginia Woolf concibió a su
Orlando como un ser libre y, por tanto, con sexo cambian-
te—, tal vez no sea más que uno de los modos más frecuen-
tes de plantear los términos de la sujeción femenina en el
ámbito de lo cotidiano. De todos modos, me aplicaré a su
análisis en la tradición cubana a fin de establecer el rumbo
más o menos visible de ese trasiego de sudores y ardores en
la creación literaria femenina de discursos de emancipación.
Gertrudis Gómez de Avellaneda, una de las ideólogas
del establecimiento de un imaginario femenino propio, fun-
dadora en Cuba de la primera revista femenina del conti-
nente americano, el Álbum cubano de lo bueno y de lo
bello (1860), y entusiasta prologuista de libros de autoras
cubanas, a quienes también pedía versos y fotos con el fin
de publicar en España un álbum donde se mostrara el talen-
to y la belleza de las mujeres de su tierra, nos da una de las
más notorias pautas de ese diálogo contradictorio entre ero-
tismo y liberación que atraviesa nuestra tradición literaria.
Aunque al menos dos de sus obras fueron perseguidas por
la censura colonial española en Cuba, Avellaneda tiene el
cuidado de aclarar en el prólogo a una de sus novelas que
“ningún objeto moral ni social se ha propuesto al escribirlas”
y, seguidamente, que
1
Gertrudis Gómez de Avellaneda: “Prólogo”, en Dos mujeres, Letras
Cubanas, La Habana, 2000 [1843], p. 4.
160
Una advertencia semejante encontraremos casi cien años
después en Jardín. Novela lírica, de Dulce María Loynaz,
en lo que pareciera una recurrente clave de encubrimiento.
Pero si Jardín se mantuvo durante mucho tiempo como un
objeto exquisito y oscuro en la tradición literaria cubana, no
ocurrió lo mismo con Dos mujeres, pues el avezado ojo crí-
tico del censor colonial advirtió enseguida su calidad de obra
subversiva y “contraria a la moral y las buenas costumbres”,
lo cual contribuyó sin duda a su popularidad. Aunque la pro-
pia Avellaneda no la incluyó en sus Obras completas, la
novela ha conocido una amplia circulación. Pero, ¿cuál es el
drama de Dos mujeres? La novela relata las idas y vueltas
del amor en la vida de tres personajes; hay un matrimonio, el
de Carlos y Luisa, y hay, como suele ocurrir, una otra, Cata-
lina. Lo terrible del conflicto es que abandonar a Luisa, su
esposa, hace a Carlos tan desgraciado como a Catalina, quien
prefiere morir a sacrificar el sagrado matrimonio de los jó-
venes. Sin embargo, si Carlos tuviera que elegir, elegiría,
como de hecho lo hace, el amor non sancto de Catalina.
Pero ese amor, incomprendido por la sociedad, es, por eso
mismo, culpable. Así que, para equilibrar las cosas, y que
los buenos puedan tener cierta paz, Avellaneda sacrifica a
Catalina, que se deja morir antes de huir con su amado al
extranjero. Lo incomprensible de la trama es que Catalina
es la mujer elegida por Carlos, quien, aunque no ha dejado
de amar a Luisa, prefiere a su amante. Y Catalina, con su
sacrificio, demuestra ser tan buena —y, por lo tanto, tan
inocente— como Luisa. Es por eso que la novela fue confis-
cada “por estar plagada de doctrinas perjudiciales a Ntra.
Sta. Religión y atacada en ella la Sociedad conyugal y canoni-
zado el adulterio”;2 pero lo que me interesa destacar ahora
2
Véase “Expediente donde se decreta la retención de dos obras de Gertrudis
Gómez de Avellaneda por contener doctrinas subversivas y contrarias a la
161
es el destino de esa mujer que pudo “realizar” su amor. Ese
amor de Carlos y Catalina es desdichado porque va contra
las instituciones: la familia, el matrimonio, la religión, la so-
ciedad en pleno se ve cuestionada por ese amor incómodo;
pero sincero y leal. Y junto con su amor, los amantes culti-
van la piedad por Luisa, la abandonada. Es decir, Catalina es
el personaje más humano de todos, el más real, el que más
derecho tendría a la felicidad, hasta el momento preciso en
que decide morir para dejar a Carlos con una esposa a la que
ya es incapaz de amar. Avellaneda fundaba con Catalina
—también su alter ego—3 un linaje de mujeres libres cuyo
destino sería la muerte, cuando no la desgracia o la locura.
Muchos años después, Graziella Garbalosa volvería a
poner sobre el tapete la discusión acerca de cuál es el desti-
no de la mujer que se atreve a atender sus deseos sexuales.
Josefina, en La gozadora del dolor (1922), ha cedido a los
deseos de su amante y ha quedado embarazada.4 En una de
162
las escenas más estremecedoras de la novela, una coma-
drona le provoca un aborto, proceso que se narra con lujo de
detalles hasta la expulsión del feto, descrito como “un
muñequito de celuloide”. Unas páginas más tarde le llega su
inevitable destino: la muerte. Cecilia, la protagonista, es,
en cambio, una mujer dueña de su vida y artista de éxito.
Desengañada de su amor por Oscar, decide castigarlo por
haber abusado de la ingenuidad de la muchacha. En un capí-
tulo donde el narrador asume la defensa de la mujer y expli-
ca la existencia de unas pocas predestinadas —las “nive-
ladoras” o “equitativas”, responsables de vengar las afrentas
de su sexo—, Cecilia decide envenenar a Oscar para cobrar-
le su infamia pero, inexplicablemente, se suicida con él. La
escena final parece perpetuar la idea de que la entrega sexual
total debe conllevar un castigo. En medio de los retortijones
que le provoca el veneno ingerido, Cecilia tiene tiempo aún
para exclamar, como si estuviera celebrando un orgasmo:
5
Graziella Garbalosa: La gozadora del dolor, Edición de Catharina Vallejo,
Stock Cero, Buenos Aires, 2007, pp. 145-146.
163
militante y periodista incisiva, Ofelia describió en sus nove-
las mujeres cuya frustración vital provenía de esa tirantez
entre eros y emancipación. A los proyectos de liberación
femenina se oponen, en sus textos, las llamadas de los cuer-
pos, deseos no siempre aceptados socialmente que terminan
por lastrar la consecución de esas libertades proyectadas.
Sus mujeres fuertes, deseosas de participación política, son
violadas, agredidas y hasta suicidas… en un interminable
catálogo que parecería ilustrar la imposibilidad de una
emancipación completa. Podría hacerse, y de hecho me he
aplicado a ello en otro sitio, un recorrido por ese leitmotiv en
su obra, que he explicado como la tensión entre “mentes
libres y cuerpos supliciados”, repetida una y otra vez en sus
narraciones.6 Podríamos ahora, a fin de ilustrar este trayec-
to, destacar unas pocas historias de sus protagonistas.
Fabiola de la Guardia, la mujer libre y emancipada de su
primera novela, El triunfo de la débil presa (1926), es prác-
ticamente la única de sus personajes femeninos que, aún
teniendo relaciones sexuales satisfactorias, puede vivir su
libertad con cierta felicidad. Y digo “cierta” porque Fabiola
también ha tenido una desgracia en su vida: casada casi niña
con un hombre mucho mayor al que no amó nunca, fue se-
parada de una hijita cuyo destino desconoce. Al descubrirlo,
se entera de que el hombre que ama fue su yerno, y que su
hija, tras dar a luz, ha muerto. Eso no le impide, no obstante,
continuar con su vida responsable y hasta feliz. Rodríguez
Acosta contaba veinticuatro escasos años cuando escribió
su primera novela. Nunca más repetiría el destino feliz de
Fabiola. La única figura femenina casi completamente libre
6
Zaida Capote Cruz: “Mentes libres, cuerpos supliciados. Las mujeres
de Ofelia Rodríguez Acosta”, en Revolución y Cultura, no. 4, La Habana,
oct.-dic., 2006, pp. 21-25.
164
en el resto de su novelística es Delia, la lesbiana que corteja
con discreción a Gertrudis, protagonista de La vida manda
(1929). Gertrudis, toda una promesa de la liberación femeni-
na —lee, discute de política, gana dinero propio y obedece
sus impulsos sexuales— resulta burlada por la sociedad. El
hombre a quien se une libremente resulta estar casado, su
ascenso en la oficina le gana mala fama y la envidia de sus
colegas, y, cuando intenta salvarse por la maternidad, como
último recurso, pierde a su hijo recién nacido. Acosada por
la realidad, decide suicidarse, pero no lo consigue; la novela
se cierra con una escena que la muestra ciega y enloqueci-
da, como la viva imagen del proyecto frustrado de la libera-
ción femenina. El cuerpo de Gertrudis, golpeado por su
novio, mordido por su primo, vejado por sus amantes, ter-
mina siendo una caricatura de sí mismo. La novelística de
Rodríguez Acosta abunda en esos destinos lamentables para
las mujeres. En esa misma obra, una prima de Gertrudis,
Irene, “se da candela” luego de ser violada por un vecino del
solar, y su muerte podría pensarse como la premonición de
los reveses de prácticamente todos los personajes femeni-
nos creados por la autora. Suicidas, asesinadas, lisiadas, víc-
timas de la violencia política, sus mujeres no dejan mucho
espacio para la idealización de la feminidad en la sociedad
patriarcal. Todas son, a su manera, víctimas del sistema. En
su ensayo La tragedia social de la mujer (1932), Ofelia
explicaba mejor sus ideas acerca de la situación de la mujer,
sujeta muchas veces a la duplicación del drama a causa de
la pobreza, con lo que extendía el margen de la interpreta-
ción a sus claves sociales. En sus ficciones, sin embargo,
incluso las mujeres más cultas y dueñas de sus finanzas veían
repentinamente quebrados todos sus planes. En ese sentido,
es ejemplar el caso de Natalia, la abogada que proyecta un
discurso en la Cámara en defensa de los derechos femeninos
165
y muere baleada por un pretendiente despechado en la no-
vela más ambiciosa y mejor escrita de Rodríguez Acosta,
Sonata interrumpida (1943).
Su coetánea Dulce María Loynaz, en el célebre poema
“La novia de Lázaro”, abogaba por una mujer dueña de su
destino, y en su algo menos leído “Canto a la mujer estéril”
proponía, mucho antes, desdeñar la maternidad como ele-
mento fundamental de la identidad femenina, dándole el mismo
sitio simbólico a la creación intelectual que a la procreación
biológica. El “Canto a la mujer estéril”, publicado en 1937,
acogía uno de los dramas de la vida femenina de entonces.
La esterilidad, vista siempre en sociedad como incompletud,
como imposibilidad, ha sido tan traumática para la percep-
ción que una mujer tiene de sí misma, que varias autoras
han revisado el tema. De hecho, diez años antes, Ofelia
Rodríguez Acosta había publicado en su revista Espartana
“La oblación”, un cuento dedicado a Enrique Serpa —cuyo
poema “La ésteril” había sido el pretexto para la dolorosa
anécdota—, donde una mujer estéril, rechazada casi dulce-
mente por su amado, convencida de su inutilidad y de la
insignificancia de su destino, decide ahogarse en el malecón
habanero. En un guiño que ha sido poco atendido, el narra-
dor de Jardín dice en un momento de la novela, refiriéndose
a las ideas del marino sobre Bárbara:
7
Dulce María Loynaz: Jardín, Letras Cubanas, La Habana, 1993, p. 191.
166
He explorado los códigos de la época y revisado las
discusiones a que muchas de las feministas cubanas, aboga-
das como la propia Dulce María, sometieron los Códigos
vigentes. Pero no encuentro el mentado artículo 364 que
tenga relación alguna con la referencia de la novela. Si des-
cartamos la posibilidad de una errata (la edición de Aguilar
en 1951 tiene el mismo número), sólo nos queda, como casi
siempre con Dulce María, la especulación. Si no existe artí-
culo 364 que se refiera a la situación de las mujeres meno-
res, el 314 sí lo hace, y expresa textualmente: “el matrimonio
es un medio de emancipación de la menor”; según lo citaba
Ofelia Domínguez en su clarificador y combativo artículo
“La situación jurídica de la mujer cubana en 1928” en el
acápite que titulaba, con bastante dramatismo, “Dentro del
matrimonio eres propiedad del hombre”.8 En él terminaba
concluyendo: “Tú verás cómo la menor no se emancipa y
cómo la mayor de edad pierde la emancipación que obtuvo
por la ley, al contraer matrimonio. La menor no hace más
que cambiar de potestad al casarse, por otra que dura tanto
como dura la vida matrimonial”.9
Leer la anécdota de Jardín. Novela lírica en el marco
de la discusión legal de los derechos de las mujeres a la que
Dulce María sin duda asistió, implica recordar, una vez más,
la ironía de la novelista. Bárbara no conseguirá emancipa-
ción alguna con el matrimonio, porque, de hecho, ella es ya
una mujer emancipada. En el jardín, lo mismo que en la casa,
habita en total soledad (y libertad). Sus tíos y la nana son
personajes prácticamente invisibles; ella no tiene obligacio-
nes familiares ni ritos sociales a los que obedecer, lo cual
8
Ofelia Domínguez: 50 años de una vida, Instituto Cubano del Libro, La
Habana, 1971, p. 122.
9
Ídem.
167
queda comprobado, de hecho, en su fuga con el marino.10
Bárbara, esa mujer emancipada que elige su destino, es un
arquetipo de la mujer; quizás por eso no se la describe en
detalle, quizás por eso se eluden las escenas donde el cuer-
po deseante se hace cuerpo textual. La relación con el ma-
rino es bastante superficial, si se quiere, y se da por señales,
más que por actos. Pero su entrada en el mundo le descubre
a Bárbara su pertenencia a ese otro género humano que
son las mujeres:
10
La interpretación llana de la anécdota arroja esta conclusión. Ahora
bien, en una carta a Aldo Martínez Malo —citada por Eduardo Martínez
Malo en su intervención en el homenaje a Dulce María celebrado en
Pinar del Río el 4 de diciembre de 2007— Loynaz respondía afirmativa-
mente a la insinuación de que el jardín representaba a su primer esposo,
Enrique de Quesada. Riquezas y ambigüedades de la literatura.
11
Dulce María Loynaz: Ob. cit., pp. 204-205.
168
maternidad pero también a la explotación de esas capacida-
des, permanecen aherrojados por las leyes y las prácticas
sociales.
Unos pocos años antes de la aparición de esa novela,
Camila Henríquez Ureña, nada sospechosa de sensualismo
si se juzga el resto de su obra ensayística, ponía nuevamente
el dedo en la llaga en un incisivo trabajo apenas conocido.
“La mujer intelectual y el problema sexual” (1942) discutía
sinceramente la inconciliable relación entre las necesidades
eróticas del cuerpo femenino y las posibilidades del desarro-
llo intelectual de las mujeres en la sociedad patriarcal. Ese
texto, breve y afilado, comienza por decir: “Las mujeres que
hemos escogido ser o nos ha escogido la suerte para com-
pañeras intelectuales o iguales intelectuales de los hombres,
nos quedamos, como clase, en una vida sexual incomple-
ta”,12 dando fe de un conflicto irresuelto.
12
Camila Henríquez Ureña: La mujer, pról. de Sergio Guerra Vilaboy y
Zaida Capote Cruz, t. II de Obras y apuntes, Santo Domingo,
BanReservas, 2004, p. 95.
13
Ibídem, p. 96. Énfasis de Camila.
169
Después de alegar que “tenemos que hallar nuestra fór-
mula de realización”, Camila reconoce la peculiaridad de la
mujer como una de las posibilidades de su desarrollo, y ad-
mite la posibilidad del desarrollo personal en sentido inverso
al que ha descrito antes como masculino. Entonces aventu-
ra: “es posible que la mujer como clase no encuentre su
satisfacción y su razón de ser sino partiendo de ese centro
de su yo: amor y belleza que se ofrendan, y afirmando en la
vida ese íntimo sentido, yendo de la pareja a la familia, a la
sociedad, a la nación, al mundo, al Universo”.14 Ese recono-
cimiento de la diferencia como algo valioso, y la resistencia
a negarse a la pérdida de lo que pudiera ser una de las virtu-
des femeninas (el hábito de entrega), pudieran ser una de
las vías para el reconocimiento de un camino posible. Pero
el texto, brevísimo y quién sabe si inconcluso, nos deja una
pregunta: ¿Hay un camino para conciliar maternidad o rea-
lización sexual con trabajo intelectual? Por lo pronto, en otro
de sus textos nos deja la que pudiera considerarse, a medias,
una respuesta: “La primera prueba de capacidad cultural
que puede dar una mujer es la seriedad en el trabajo y ante
la vida. Y yo no doy a esa palabra, seriedad, ningún sentido
anticuado”.15
El asunto de cómo conciliar libertad y sexualidad segui-
rá planteándose con frecuencia en textos de mujeres a lo
largo de todo el siglo XX cubano. Ya en la Revolución, una de
las poetisas de la generación emergente en la década del
sesenta creyó necesario volver la vista atrás en la historia
para poner el tema en boca de una esclava sometida cuya
liberación sólo depende de sí misma. “Amo a mi amo”, el
célebre poema de Nancy Morejón, relata, como se sabe, la
14
Ibídem, p. 97.
15
Ibídem, “La mujer y la cultura”, p. 116.
170
ambigua relación entre una esclava y su dueño. Lo cito am-
pliamente:
Amo a mi amo.
[…]
Amo sus manos
que me depositaron sobre un lecho de hierbas:
Mi amo muerde y subyuga.
Me cuenta historias sigilosas mientras
abanico todo su cuerpo cundido de llagas
y balazos,
de días de sol y guerras de rapiña.
Amo sus pies que piratearon y rodaron
por tierras ajenas.
[…]
Amo su boca roja, fina,
desde donde van saliendo palabras
que no alcanzo a descifrar
todavía. Mi lengua para él ya no es la suya.
Y la seda del tiempo hecha trizas.
Oyendo hablar a los viejos guardieros, supe
que mi amor
da latigazos en las calderas del ingenio,
como si fueran un infierno, el de aquel Señor Dios
de quien me hablaba sin cesar.
[…]
Maldigo
esta bata de muselina que me ha impuesto;
estos encajes vanos que despiadado me endilgó;
estos quehaceres para mí en el atardecer
sin girasoles;
171
esta lengua abigarradamente hostil que no mastico;
estos senos de piedra que no pueden siquiera
amamantarlo;
este vientre rajado por su látigo inmemorial;
este maldito corazón.
16
Nancy Morejón: Octubre imprescindible, Ediciones Unión, Contem-
poráneos, La Habana, 1982, pp. 45-47.
172
distintos. He subrayado el sueña porque la autora de “Amo
a mi amo” tuvo la lucidez o la inspiración necesarias para
expresar esa distancia entre la vida y lo soñado. De ese
modo, el poema podría ser interpretado como un canto de
batalla, como el preámbulo de una rebelión, lo mismo que
como la ilusión de una revuelta que no tendrá lugar. En ese
sentido, esa última frase que queda como flotando en el aire,
una sensación reforzada por el uso de los puntos suspensivos,
podría ser una señal: las campanas, símbolo de la religión y
la cultura europeas, despiertan a la esclava de su ensoña-
ción libertaria: la vuelven al redil. Pero a esos mismos pun-
tos suspensivos debemos también la sospecha de que quizás
el tañer de las campanas sea la señal para el comienzo de la
rebelión. Quizás ese tañido no sea otro que el de la campana
de La Demajagua.
Habría que preguntarse cuál fue la causa de que Nancy
Morejón, en plena experiencia revolucionaria, urdiera un texto
con una carga conceptual tan problemática. La respuesta
posible, sin duda, está en las dificultades que las mujeres
cubanas han enfrentado para sobreponerse al dominio del
machismo en sus relaciones con el resto de la sociedad. La
Revolución no significó el fin de esos males. El cambio en la
mentalidad que se había originado en las grandes conmocio-
nes de los primeros años de la Revolución, para los ochenta,
parecían haberse ido atemperando y había como una nece-
sidad de discusión de la cual ya había dado testimonio De
cierta manera (1977), el filme póstumo de Sara Gómez.
En “Alguien tiene que llorar”17 reaparece el modelo de
la mujer distinta que debe morir. Congregadas alrededor del
cadáver de Maritza, el personaje más lúcido de todos los
17
Marilyn Bobes: Alguien tiene que llorar, Ediciones Casa de las Améri-
cas, Premio, La Habana, 1995, pp. 7-24.
173
que toman voz en el cuento de Marilyn Bobes, todas sus
amigas revisan su propia idea de la feminidad. Las hay más
o menos rendidas a la inercia patriarcal; ninguna enfrentó
abiertamente y sin tapujos la idea de la dependencia femeni-
na de un hombre. Maritza, la solitaria, la desconocida, pero
también la amiga entrañable, solidaria, sensible, termina sui-
cidándose. Y hasta el derecho al llanto por su muerte corre
el peligro de serle arrebatado a aquellas que la quisieron.
Casi una década después, lo que parece ser una herencia
maldita renace del modo menos esperado. Bunny Banana,
cuya historia relata Anna Lidia Vega en Noche de ronda,18
es también una suicida potencial. O real, quién sabe. Su fin
es equívoco. Como señala la voz narradora: “…para ser
sincera, no hay final alguno. Yo inventé a Bunny Banana a
mi imagen y semejanza de toda mi (sic) soledad (a nadie le
importa), de todo mi amor (cada cual en su hueco) y aho-
ra no sé qué coño hacer con ella porque NO se hunde”. 19
La salva su propia pertenencia a un mundo imaginario; la
autorreferencialidad aquí funciona como la alternativa al
suicidio: “Ya no deseaba nada. Acababa de descubrir que
uno puede morir en vida y reencarnar en cualquier otra cosa.
En una estatua, por ejemplo. Las estatuas son muy equilibra-
das. No necesitan comidita, casa ni amor. Tampoco necesitan
esas cosas otras obras de arte, la literatura incluida. No es
tan malo ser la protagonista de un libro, como uno se imagi-
na. Aunque sea el libro más raro del mundo. Siempre queda
pensar que si fueras gente de verdad, podrías salir más mal
parada.”20 Bunny es también una escritora, y, a pesar de su
ironía y su imperturbable ritornello, es su dificultad para
18
Anna Lidia Vega: Noche de ronda, Ediciones Unión, La Habana, 2003.
19
Ibídem, pp. 129-130.
20
Ibídem, p. 130.
174
vivir la feminidad tradicional la causa de su enfrentamiento
a los otros.
La gran liberación (sexual, laboral) que las nuevas prác-
ticas sociales trajeron a las mujeres no las exoneró, como
puede colegirse, de asumir espacios donde la libertad sexual
no significaba un cambio radical en términos de su lugar en
la sociedad. La batalla por la liberación de la mujer muchas
veces se libró en el forcejeo de dos cuerpos amantes, en una
habitación cerrada, como en Retrato de Teresa.
He pretendido este recorrido somero sólo para dar cuenta
de una línea común en la escritura de las cubanas, una línea
que viene del pasado y amenaza con continuar hacia el futu-
ro. En una entrevista reciente, Laidi Fernández de Juan, co-
mentaba:
175
irrestricta) con la vida cotidiana, con las obligaciones fami-
liares que la maternidad y la condición femenina imponen se
repite, una y otra vez, en las autoras cubanas.
Llevar a la ficción esas tensiones de la existencia co-
mún, que nos impelen a rebelarnos contra los ritos de la
costumbre, es algo que, en un registro distinto, acaba de
conseguir Aida Bahr con los magníficos cuentos de Ofelias
(2007), donde las voces femeninas de sus protagonistas,
apenas audibles en el ámbito al que pertenecen, nos dejan
saber de su desasosiego por un destino que no escogieron. Su
relación con los demás, transida de prácticas violentas, impi-
den pensar un destino distinto al de la Ofelia shakesperiana;
estas mujeres, presas de la sevicia de los otros (hombres y
mujeres) apenas se atreven a rebelarse. Leídos como testi-
monios de las feminidades que también son nos develan las
pequeñas tragedias de lo cotidiano: la maternidad, la inde-
fensión, la soledad, la alienación, la vejez, la locura. Las mu-
jeres de Ofelias heredaron de sus antecesoras el drama de
la condición femenina. La aceptación de voluntades ajenas
(de los padres, del novio, de los compañeros de trabajo) ter-
mina por lastrar las relaciones. Todas las protagonistas vi-
ven en esa zona de incertidumbre que es la amenaza de un
peligro apenas conocido, y que, en todos los casos, se cierne
sobre ellas irrecusable, avasallador. Quien vive junto a un
hombre al cual desconoce, con una rutina aplastante que
clausura toda posibilidad de ser feliz; quien se deja maltratar
por familiares y colegas, con tal de que la dejen en paz,
asumiendo inerte su papel de víctima; quien se ve atosigada
por interrogadores que sospechan de ella, de su amor por el
hijo recién nacido; quien se deja llevar por la promesa de la
libertad, asumiendo comportamientos y ritos ajenos, con tal
de ganar la aceptación del grupo; quien ha permitido que un
padre déspota decida su destino; quien no se atreve a asumir
176
su deseo, o más, su amor por otra mujer, con tal de no contra-
riar a su familia, a la sociedad; quien, finalmente, debe labrarse
su día a día sola y termina cometiendo involuntariamente un
crimen. Ninguna de estas mujeres puede salvarse, todas están
como asfixiadas por las circunstancias.
Es notorio como el libro de Bahr se suma a una larga
nómina de obras donde las protagonistas femeninas no con-
siguen alcanzar su libertad sino con la muerte. (Hay un pun-
to de giro, las mujeres de Ofelias no sólo imaginan su propia
muerte, sino también se imaginan matando, eso ya es algo).
Hablo de imaginar porque, en efecto, es en el mundo imagi-
nario de los deseos profundos, de las ensoñaciones, donde
estas mujeres consiguen liberarse, dejarse ir, alcanzar otros
ámbitos de más satisfacción. Ya Aida había explorado estas
zonas en su narrativa anterior pero creo que aquí, en Ofelias,
estos espacios de la imaginación están usados de un modo
más consciente como los reductos de la libertad. La única
mujer que no imagina es la protagonista de “Madrugada”;
con la violación, parece decirnos la mujer que la imaginó a
ella, no hay evasión posible. No hay, pues, una sola mujer
entre las protagonistas de estos cuentos que pueda vivir en
paz consigo misma. Viviendo entre mentiras y fingimientos,
sólo la imaginación, ese interregno fantástico donde podemos
asumir actitudes soñadas, remeda un espacio de libertad. A
veces, como en “Sail away”, esa libertad falsamente conse-
guida acarrea la muerte. Estas Ofelias no llegan a morir (al
menos o todas), una, incluso, llega a matar —lo mismo que
las protagonistas de “Los ojos lindos de Adela”, incluido en
Las historias prohibidas de Marta Veneranda (1997), de
Sonia Rivera Valdés, y las de Cien botellas en una pared
(2003), de Ena Lucía Portela. Sin embargo, las vidas vicarias
que imaginan no llegan a salvarlas, son como muertas
andantes, desahuciadas de un mundo al cual no pertenecen.
177
Aida Bahr ha sabido narrar ese disloque, esa torcedura de la
realidad, con pulso firme y exigencia estilística.
La liberación asociada al sexo no es un tema frecuente
en los relatos femeninos. Y cuando aparece —como ocurre
en Las edades transparentes (2006), de Lourdes González
Herrero— lo hace como un modo de cortar para siempre
con el pasado familiar, con las ataduras de la amistad inclu-
so. Alma Rubens, la protagonista de esa novela, parece es-
tar buscando continuamente un sentido a su vida, un conoci-
miento, y termina encontrándolo en el sexo, cuya práctica
frecuente confunde con la libertad.
Hay otros mil personajes femeninos esperando ser co-
mentados, contados, estudiados. He querido aquí apuntar
sólo la pertinacia de un tema sugerente al cual han vuelto
una y otra vez las autoras cubanas a lo largo de práctica-
mente toda nuestra historia literaria. ¿Tiene algún sentido
pensar en un esquema que se repite incansablemente du-
rante tres siglos de escritura? ¿Qué significa esa insistencia
en la dificultad para conciliar la libertad sexual con la liber-
tad social? No tengo, por ahora, una idea muy clara de cuá-
les puedan ser sus resonancias, pero sí alcanzo a entender
que, para las cubanas, el de Eros no ha sido siempre, como
quería Marcuse, el territorio de la libertad.
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Usos rituales del cuerpo. Una posdata
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cuyo cuerpo había sido durante la puesta alternativamente
vapuleado, violado u orinado, como si se tratara de algo iner-
me, muerto, sumaba al espectáculo un dramatismo extre-
madamente conmovedor. En Stockman, por su parte, las
mujeres apenas eran una sombra de las acciones de los per-
sonajes masculinos y sus actos —sobre todo en el caso de la
esposa— se limitaban a servir y acomodar a los hombres
con quienes compartían la escena. Sólo ahora, a la luz del
exabrupto de mi vieja amiga, veía el modo en que se mos-
traban (o más bien se ocultaban) los cuerpos femeninos en
estas obras.
En otro ámbito, el de la política, también pueden leerse
gestos simbólicos que reducen u ocultan la presencia feme-
nina. En una fecha tan significativa como el 8 de marzo de
2005, que si algo celebra es la participación de la mujer en
las luchas sociales, las delegadas de la Federación de Muje-
res Cubanas, reunidas con Fidel en el Palacio de las Con-
venciones, recibieron de regalo ¡una olla arrocera! Nada
más y nada menos. Alguien me comentaba hace poco que
yo hubiera salido contentísima con mi olla en brazos, y no lo
dudo. Pero como vi el acto por televisión, pude preguntarme
por qué no esperar al 1ro. de mayo (sólo un mes y un poco
después) y entregar las mismas ollas a representantes de los
trabajadores, hombres y mujeres. La entrega de las ollas
implicaba, de paso, que el lugar de las mujeres, por muy
federadas que seamos, sigue siendo la cocina. Luego ven-
dría un corto sobre el uso del aparato en que un hombre
tiene que llamar por teléfono a su esposa para que esta le
indique cómo encender la olla…; pero ya ése es otro tema.
Hubo otro gesto, en la simbólica política, que también
llamó mi atención hace muy poco. En un acto en la Uni-
versidad de La Habana en los días previos a la discusión
en la ONU de la propuesta de Cuba para el fin del bloqueo
180
norteamericano, nuestro ministro de Relaciones Exteriores,
Felipe Pérez Roque, presentó a los estudiantes uno de los
cortos realizados para la campaña. En pantalla aparece un
letrero MIENTRAS MÁS ME BLOQUEAS… Llega en-
tonces un barbudo de Nuez y planta, con un gesto levemen-
te obsceno, una palma que empieza a crecer desmesurada-
mente y entonces aparece el fin de la frase: MÁS ME
CRECE. No hay que ser un genio para identificar a la pal-
ma con el símbolo fálico que evidentemente es, y, como a
menudo nuestra propaganda política carece de sutileza, tam-
poco se puede exigir que los textos sean mucho más rebus-
cados que los habituales; pero utilizar como subtexto una
frase soez no contribuye a elevar el nivel de los espectado-
res, ni deja testimonio del pueblo con un alto nivel educativo
que somos, sino todo lo contrario. Aquí, no sólo el cuerpo
femenino no aparece, sino que se hace de la virilidad (en su
definición más pedestre, la que remite al tamaño de los atri-
butos sexuales) una de las virtudes para la defensa del país.
Me parece lamentable, para decir lo menos.
Pero no he querido hablar aquí del teatro o de la política,
sino de literatura. Sólo intentaba ambientar la discusión…
La Habana, 2008.
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Índice
Liminar / 5
PRIMERA PARTE
La nación íntima
Autobiografía y relaciones de género / 11
Entre la verdad y la incertidumbre. Autobiografía y rela-
ciones de poder entre los géneros / 17
De Narciso y el espejo: Autobiografía, psicoanálisis y
género / 27
Memoria familiar/memoria nacional. El “caso”
Lola María / 38
Identidad y nación. Memorias de una cubanita que
nació con el siglo / 58
Una versión negra y pobre del discurso nacional. Habla
Reyita / 75
SEGUNDA PARTE
Lecturas feministas del canon cubano
El Espatolino de Gertrudis Gómez de Avellaneda: ¿una
secreta impugnación? / 89
Mentes libres, cuerpos supliciados. Las mujeres de Ofelia
Rodríguez Acosta / 101
Camila Henríquez Ureña, feminista / 125
Cuba, años sesenta. Cuentística femenina
y canon literario / 133
La doncella y el minotauro. Otra vez sobre la cuentística
femenina en la Revolución / 148
Eros y emancipación: ejes del feminismo cubano / 159
Usos rituales del cuerpo. Una posdata / 179