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Cuadernos_Concilio.indb 50 13/02/2023 9:38:52


CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA
LUMEN GENTIUM
SOBRE LA IGLESIA

Cuaderno 21

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Cuaderno 21
LA VIDA CONSAGRADA
(LG 43-47)

Verónica Berzosa

INTRODUCCIÓN

El mundo está en llamas, ¿deseas apagarlas? Los brazos del


crucificado están extendidos para arrastrarte hasta su corazón.
Él quiere tu vida para regalarte la suya. Tu salvador está ante ti
con el corazón abierto, él ha derramado su sangre para ganar
tu corazón.
El mundo está en llamas, pero en lo alto, por encima de to-
das las llamas, se eleva la cruz para extender la resurrección.
El mundo está en llamas. ¿Deseas apagarlas? Abrázate a Cristo
crucificado. Desde el corazón abierto brota la sangre del Reden-
tor, ella apaga las llamas de todo infierno.
Deja libre tu corazón a Dios, en él se derramará el amor re-
dentor hasta inundar y hacer fecundos todos los confines de la
tierra.
Tú escuchas el gemido de la humanidad en el corazón de
Cristo, te conmueve el dolor de cada hombre y deseas abrazar
y curar sus heridas más hondas. ¿Oyes el gemir de los heridos
en los campos de batalla? ¿Oyes la llamada agónica de los mo-
ribundos?
Te conmueve el llanto de los hombres y quisieras estar a su
lado, ser consuelo y aliviarles. Abraza al crucificado. Si estás
esponsalmente unida a él, en ti está su sangre. Unida a él es-
tás presente con él y puedes socorrer en Cristo aquí y allí. En el
poder de la cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los
lugares de aflicción y esperanza. A todas partes llevas su amor
misericordioso que derrama su preciosísima sangre, sangre que
alivia, redime, santifica y salva.
La mirada del crucificado está sobre ti y te interroga: «¿Quie-
res sellar para siempre esta alianza conmigo? ¿Cuál será tu res-

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puesta?». «Señor, ¿adónde iremos? Tú solo tienes palabras de


vida eterna» (Teresa Benedicta de la Cruz).

El impacto que me produjo este texto al inicio de mi vida


consagrada, la experiencia vivida por santa Teresa Benedicta de
la Cruz y expresada así con el mismo fuego del Espíritu, me selló
y me acompaña a lo largo del camino del seguimiento a Cristo.
Cada día me sorprende más el don de la vida consagrada vivida
en plenitud, la llamada a vivir más de cerca y a hacer presente la
«forma de vida que asumió el Hijo de Dios al entrar en el mun-
do» (LG 44).
Hoy me siento dichosa de poder agradecer el deseo y asom-
bro cada vez mayor que despierta la vida de tantos hermanos y
hermanas nuestros, que a lo largo de los siglos entregaron su
vida y hoy la siguen entregando a la causa de nuestro Señor Je-
sucristo (Hch 15,26). ¿Por qué? Por esa inconcebible riqueza,
por esa inimaginable profundidad de vida comunicada por la ma-
dre Iglesia a sus hijos...
En mi pobreza de no saber expresarme sigo haciendo mías las
bellísimas palabras de Henri de Lubac: «La Iglesia entera está en
un santo. […] Si mis ojos no supieran descifrarlo, es que no lo sé
mirar. Su belleza será siempre el testimonio de su fuente […]. La
Iglesia tiene la única misión de hacer presente a Jesucristo a los
hombres. Ella debe anunciarlo, mostrarlo y darlo a todos. […]
Noso­tros sabemos que ella no puede dejar de cumplir esta mi-
sión. Ella es y será siempre con toda verdad la Iglesia de Cristo,
[…] pero es preciso que lo que es en sí misma, lo sea también en
sus miembros…» (H. de Lubac, Catolicismo, Madrid 2021). Je-
sucristo extendido y comunicado (cf. Mt 28,20; 25,34-40).

I. MEMORIA VIVIENTE
DEL MODO DE VIVIR DE JESÚS

1. Sin fe la vida consagrada no puede entenderse

Más de medio siglo después de la conclusión del Concilio


Vaticano II, muchas de sus afirmaciones no han dejado de tener

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 629

vi­gencia o incluso se han hecho más punzantes, especialmente


el diagnóstico según el cual Dios aparece como un desterrado
de la vida de los hombres y de la creación (cf. GS 7). El Concilio
alertaba de la gravedad de este destierro porque «por el olvido de
Dios la criatura misma queda oscurecida» (GS 36).
El mundo que se ha olvidado de Dios comprende los fru-
tos de la misión de las personas consagradas cuando atienden
las necesidades de los pobres, pero difícilmente comprenderá su
consagración a Dios, testimonio en medio del mundo de la com-
pasión de Cristo por una humanidad desorientada y del querer
del Padre de que ninguno se pierda (Mt 9,36; Jn 6,39; Mt 18,14).
Solo desde la fe se puede conocer el secreto de la vocación de las
personas consagradas. ¿Cómo se podría captar sin fe el sentido
de una vida llamada a amar a Dios con un corazón indiviso y con
la audaz libertad de ofrecerse por completo a él mediante una
existencia que anhela ser memoria viviente del modo de vivir de
Jesús? Pero ¿cómo hacerlo abandonados a sus solas fuerzas? La
vida de las personas consagradas es una utopía sin la asistencia
del Espíritu Santo y la docilidad a él.
Y… ¿qué pensamos de este mundo? Antes que emitir un jui-
cio, lo amamos. Las personas consagradas amamos y oramos a
cada hijo que nos es confiado con la esperanza y el compromiso
de hacer presentes las primicias del cielo nuevo y la tierra nueva.
Con la madre Iglesia acogemos los dramas de nuestros hijos con un
dolor que camina con nosotros porque no es madre quien no sabe
llorar y hacerse uno con el sufrimiento de las personas que ama.
Pero también nos entregamos con la certeza de que ninguna alegría
materna se puede comparar con la felicidad de encender la luz de
Cristo en la noche de los hijos, como escribía santa Teresa Benedic-
ta de la Cruz. Lo que está en el corazón de Dios está en el corazón
de la Iglesia y, por tanto, en el corazón de las personas consagradas.

2. Apasionados buscadores de Dios


y testigos de lo visto y encontrado

Las personas consagradas aprendemos de Juan a mantener


los ojos fijos en el Maestro para no predicarnos a nosotros mis-

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mos, sino a Jesús, el Señor (cf. Jn 1,35-39). De nuevo, es de-


cir, sin cansarse, como el testigo que espera siempre en su bús-
queda alcanzar la verdad, sin vincularla a su propia persona y
sin olvidar jamás la sed de su propio corazón. Mira y da testi-
monio: mirada y palabra. La mirada descubre; la palabra des-
vela y comunica. Descubre y señala al amor de su vida. La mi-
rada es un gesto que se transforma en testimonio para otros de
quién es aquel al que Juan pertenece: el Cordero de Dios. Juan
guía a sus discípulos hacia Jesús y manifiesta la mediación que
de generación en generación ha perpetuado el seguimiento en la
vida de la Iglesia.
Jesús, que ve cómo los discípulos de Juan Bautista lo siguen,
se vuelve hacia ellos y pregunta: «¿Qué buscáis?». Es la pregun-
ta que ayuda a desvelar la sed que siente una persona llamada
a la consagración. Como escribía Benedicto XVI:
Sois por vocación buscadores de Dios; a esta búsqueda consa-
gráis las mejores energías de vuestra vida. […] Buscáis lo de-
finitivo, buscáis a Dios, mantenéis la mirada dirigida a él. […]
Cultiváis una orientación escatológica: […] buscáis lo que per-
manece, aquello que no pasa. Apasionados buscadores de Dios
y testigos de lo visto y encontrado, somos enviados a ofrecer
el don del evangelio» (Discurso a los superiores y superioras
generales, 2010).

Los dos discípulos, sorprendidos, sin poder casi expresar-


lo con palabras, responden con otra pregunta: «Maestro, ¿dón-
de vives?». No solo quieren conocer a Jesús, sino permanecer
con él. Atraídos por Jesús se sienten llamados a seguirlo para
aprender a vivir y permanecer con él. «Venid y lo veréis». Se
trata de una invitación a acompañarle, sin programa, porque lo
único importante es la persona de Jesús. Es necesario ponerse
en camino con la vida entera en docilidad y quedarse con él
porque la vida ya no se entiende sino compartiendo su camino
y su modo de vivir.
«Eran las cuatro de la tarde». Aquellos discípulos de Juan no
pudieron olvidar la hora en que fueron imantados por la belle-
za, la verdad y la bondad de Jesús; no se trataba simplemente de
perseguir una causa o un impersonal objetivo, sino de un vínculo

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 631

esponsal (LG 44), insustituible e incondicional, con la persona y


misión de Cristo.

3. La vida consagrada es un don de Dios

La consagración a Dios mediante los votos de castidad, po-


breza y obediencia es un don de Dios a la Iglesia que tiene su
fundamento en el Señor, pues hace presente la forma de vida
que asumió el Hijo de Dios al entrar en el mundo y que propuso
a los discípulos que lo seguían. La vida de Jesús dio origen, con
el tiempo, «a una especie de árbol en el campo de Dios, mara-
villoso y lleno de ramas» (LG 43), mediante las cuales se hace
presente «a Cristo en oración en el monte, o anunciando a las
gentes el reino de Dios, o curando a los enfermos y discapaci-
tados, convirtiendo a los pecadores al bien, o bendiciendo a los
niños y haciendo el bien a todos, pero siempre obedeciendo a la
voluntad del Padre que lo envió» (LG 46).
«La vida consagrada es una historia de amor apasionado por
el Señor y la humanidad» (Francisco, Vultum Dei quaerere, 9).
Los consejos evangélicos no pueden tener otro fundamento que
«el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíri-
tu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Y si el Concilio Vatica-
no II presenta el martirio como don eximio y suprema prueba de
amor, señala a continuación como testimonio especial de amor la
consagración mediante la profesión de los consejos evangélicos,
sobre todo el de la castidad, «que el Señor propone en el evange-
lio a sus discípulos» (LG 42).
A la persona consagrada se le desvela en Cristo su llamada,
su identidad y misión. Responde a una llamada que es invitación
a emprender un camino de conformación con la oblación de Jesús
bajo la guía del Espíritu Santo que purifica y libera (cf. LG 46)
para configurarse con Cristo virgen que, por ser solo del Padre,
fue para todos, con Cristo pobre que eligió no tener donde recli-
nar la cabeza, con Cristo obediente al designio de Dios hasta la
muerte por amor. Por eso, la vida de las personas consagradas es
testimonio de entera pertenencia, donación y obediencia al de-
signio de Dios.

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II. LOS EJES DE LA VIDA CONSAGRADA

1. Los consejos evangélicos

La vida consagrada es un enamoramiento de la humanidad


de Cristo pobre, obediente y virgen. Él es el ungido, el consa-
grado,

[…] su ser mismo de Hijo es el voto eterno e indisoluble al Padre.


Él no es obediente: su ser es la obediencia total, y esta es para
él la libertad eterna. Él no es pobre: su ser mismo es la pobreza,
pues su riqueza eterna consiste en no poseer nada que no sea del
Padre y en poner todo a los pies del Padre. Él no es puro: su ser
es la pureza, pues en él no puede haber nada que no discurra de
principio a fin en la perfecta y exclusiva fidelidad de amor al Pa-
dre; poseyendo en sí la más alta fecundidad. El Hijo no tiene so-
lamente una misión: él es la misión del Padre. Él no se pertenece:
él pertenece al Padre (H. Urs von Balthasar).

La vida de la persona consagrada es apertura y acogida de


una llamada con un corazón indiviso que se expresa en la virgi-
nidad, con un corazón liberado que se expresa en la pobreza y
en el vivir sin propio, con un corazón dócil que se expresa en la
obediencia. Para vivir su consagración, no tiene otro camino que
el de la humanidad de Cristo, ni otra fuerza que la unción de su
Espíritu que nos configura a su propia forma de vida. La vida no
aparece así como un camino heroico que se arrastra trabajosa-
mente, sino como fruto del poder infinito del Espíritu (cf. LG 44)
que, acostumbrado a vivir en la carne de Jesús (Ireneo de Lyon),
sigue derramándose en los hombres y haciendo presentes los
aromas filiales del Hijo de Dios (J. J. Ayán), el buen olor de Cris-
to (cf. 2 Cor 2,15).
El voto de castidad no es una renuncia al amor; por el con-
trario, capacita el corazón para amar más y más libremente, para
amar virginalmente a semejanza de Cristo. Se trata de una altu-
ra, an­chura y profundidad del amor que, lejos de ser conquista,
es fruto de la gracia. Es un amor que requiere un cuidado exqui-
sito en la relación personal con Cristo esposo que colma el co-
razón y lo ensancha para donarse y amar a todos con gratuidad.

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 633

Por el voto de pobreza la persona consagrada se adhiere de


todo corazón a la total entrega de Cristo. Comprende que al en-
contrarlo a él ha hallado el incomparable tesoro escondido y
abandona por amor toda posesión y todo impedimento para se-
guir a Cristo con radicalidad, pues no desea otra riqueza que no
sea su Señor. Quiere vivir con sencillez y sobriedad, tal como
vivió Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Cor 8,9).
Experimenta día tras día que Dios es quien nos cuida con su pro-
videncia amorosa.
Por la profesión de la obediencia la persona consagrada se en-
trega gozosamente a la voluntad de Dios que quiere llevarla a ple-
nitud. Desea identificarse con Cristo, el siervo de Dios, y dejarse
guiar por el Espíritu para descubrir el querer del Padre que sale a
su encuentro a través de lo creado. Procura configurar toda su vida
conforme al sí incondicional de Cristo con la actitud de quien eli-
ge amorosamente el querer de Dios, que no violenta a la criatura,
sino que sale a su encuentro para hacerle siempre bien y asociarla
a su obra salvadora (LG 43). A semejanza de Jesús quiere decir
con su vida: «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7): es
libertad fortalecida para seguir el querer de Dios.
El «sí» de la persona consagrada es, a la vez, don de Dios y
respuesta a la fidelidad eterna de Cristo, don de Dios y prome-
sa de consagrar todo el ser y la existencia para ser presencia en
medio de los hombres de la fidelidad eterna de Dios. Y la fide-
lidad eterna de Dios al hombre tiene un nombre: Jesucristo. Por
ello, la vida de la persona consagrada, lejos de ser un lamento y
una queja amarga, es expresión del gozo de una existencia que
se sabe cierta de haber encontrado el tesoro que permite estimar
todo como basura (cf. Flm 3,8) en comparación con el don reci-
bido, que hace que todo se llene de consistencia, de sentido, de
luz, de plenitud.

2. Resurrección y vida eterna

La muerte y resurrección de Cristo han hecho posible que el


creyente tenga ya vida eterna, aunque todavía no la pueda expe-
rimentar en plenitud ni de manera definitiva. En medio de la pe-

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634 Constitución dogmática «Lumen gentium»

regrinación hacia lo definitivo, la pasión por Dios que debe ser la


profesión de los consejos evangélicos es un signo levantado en
medio de la Iglesia por el que se testimonia más palpablemente
que la vida eterna ya está presente en medio del mundo y se pre-
figura la futura resurrección con su gloria y sus bienes, aunque
todavía lejos de su forma acabada, por lo que no se deja de estar
asociado en la vida presente al misterio del anonadamiento de
Cristo en la cruz (LG 44).
San Juan Pablo II expresó con hondura esa anticipación al
comentar la frase de Jesús al joven rico: «Tendrás un tesoro en
el cielo».
En efecto, el mismo Cristo invitando en el Discurso de la Monta-
ña a acumular tesoros en el cielo añadió: «Donde está tu tesoro,
allí estará tu corazón». Estas palabras indican el carácter escato-
lógico de la vocación cristiana, y más aún el carácter escatológico
de la vocación que se realiza en el ámbito de las bodas espiritua-
les con Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos
(Redemptionis donum, 5).

Las personas consagradas están llamadas a ser un retazo de


la Jerusalén celeste en la historia, en el tiempo de los hombres,
que es también el tiempo de Dios, el tiempo que Dios se toma
para llevar a plenitud a sus criaturas. Los consagrados son signo
y realidad de la Jerusalén celeste porque no tienen otra riqueza
que su Dios, no tienen otro querer que el de su Dios y no tienen
otro esposo que su Dios. De alguna manera, los consagrados an-
ticipan el destino al que toda la humanidad está convocada.

3. La eucaristía

La eucaristía es el corazón de la vida consagrada, es el sa-


cramento de la comunión nupcial entre Dios y el hombre: «Dios
quiere vivir corporalmente presente en nosotros» (H. U. von
Balthasar). La eucaristía es el más acabado de los abrazos sal-
vadores que el Creador ha dado a su criatura, «beso de resurrec-
ción» que configura, redime, santifica y salva. En la eucaristía las
personas consagradas abrazan a su Dios y al amor de su vida: «Je-

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 635

sucristo, nuestro inseparable vivir». Reposan, descansan y renue-


van fuerzas en la eucaristía. No hay decaimiento en el amor cuan-
do se vive en verdad de la eucaristía. La eucaristía injerta en el
misterio pascual, introduce en el misterio del amor, donde la vir-
ginidad encuentra alimento y luz para su entrega total a Cristo, se
saborea la obediencia de Cristo que se entrega y se derrama por la
vida del mundo, se encuentra la fuerza para el seguimiento radical
de Cristo obediente, pobre y casto y se invita a convertirse en pan
partido para la vida del mundo. La vida de la persona consagra-
da se hace así presencia y prolongación del misterio eucarístico.
El cuerpo de Cristo, acogido, abrazado y entrañado las hace
capaces de abrazar con él a la humanidad entera, y de escuchar
y hacer suyos los gemidos de la humanidad y participar tam-
bién de sus gozos. «La participación cotidiana en el sacramento
eucarístico —escribía santa Teresa Benedicta de la Cruz— nos
arrasa y va imprimiendo en nosotros el misterio de la encarna-
ción y de la redención. ¿Quién podría participar en la eucaristía
sin ser atrapado por el espíritu de sacrificio, por el deseo de en-
tregar su vida y su existencia en la gran obra de la redención del
Salvador? Sí, entregarse de tal modo que dándote sin medida no
pierdes nada de ti misma. Al entregarte, no pierdes tu naturaleza
de mujer, sino que la ganas en la más perfecta pureza».

4. La intimidad de la oración

La intimidad de la oración hace gustar el don de la consa-


gración y de la esponsalidad e impulsa a la conversión continua.
El amor pide estar con la persona amada para aprender viendo al
Maestro y oyendo su voz: el amor desea contemplar cómo vivió
Jesús en la tierra, cómo se relacionaba, cómo hablaba y escucha-
ba, cómo caminaba, cómo se retiraba a orar incluso cuando la
multitud lo buscaba. Contemplar a Jesús por los caminos de Na-
zaret, en el Cenáculo, en la pasión; ver con indescriptible asom-
bro la presencia radiante del resucitado en nuestra tierra.
Una pasión de amor como la consagración requiere del trato e
intimidad que, con cuidado y mimo, sabe mantener en el corazón
el misterio de una llamada que implica la vida entera. Urge estar

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636 Constitución dogmática «Lumen gentium»

con Jesús, quedarse con él, permanecer en él. Las personas consa-
gradas, a pesar de la vorágine en que la vida se puede ver envuelta
por la escasez de obreros en la mies, han de guardar con exquisi-
tez el trato íntimo con el Señor que permite mirar a las personas y
los acontecimientos desde los sentimientos y el corazón de Cristo
para testimoniar un amor que se hace donación.

5. La manera de María

Las personas consagradas tienen en María, con su fiat, la


mujer de fe, que sabe acoger el designio de Dios en una continua
acción de gracias que proclama la fidelidad eterna de Dios y sabe
guardar todo en su corazón. La Virgen sabe de docilidad incluso
en los momentos en que la desesperanza se obstina en imponer-
se y, junto a su Hijo, ilustra el camino de la oblación total, de la
fortaleza ante los más grandes dolores, de la fidelidad sin límites
(Redemptoris Mater, 46), de servicio continuo, de atención a las
necesidades de los otros, con un corazón despierto que sabe des-
cubrir a Dios en lo pequeño, con una confianza inquebrantable,
aunque en la realidad asome la desesperanza.
El don de la virginidad de María impulsa a las personas con-
sagradas no solo a confiar en la soberanía absoluta de Dios que
inesperadamente puede hacerse presente en la historia, sino tam-
bién a aprender de ella su disponibilidad perseverante y orante
en el ámbito humilde de Nazaret, en la aflicción del Calvario
y en el gozo de la resurrección y Pentecostés. Por ello, las perso-
nas consagradas, que de alguna manera siguen haciendo presente
en la historia el fiat de la Virgen de Nazaret, no pueden sino unir-
se al canto del magníficat de María que proclama la grandeza de
Dios y manifiesta la alegría de la criatura cuando se deja hacer y
enriquecer por su Señor.

6. En misión

En la intimidad con Cristo las personas consagradas acogen


su deseo más profundo: que ninguno se pierda, que todos conoz-

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 637

can el don de Dios (Jn 6,39; Mt 18,14; Jn 4,10). Colaboran con


la misión de la Iglesia de múltiples maneras según la riqueza de
carismas que el Espíritu a lo largo de los siglos ha suscitado. Pero
conviene subrayar que «la misma vida consagrada, bajo la acción
del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo
carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús»
(Vita consecrata, 72).
Para los consagrados el mundo no es un campo de batalla,
sino campo de misión. Los consagrados, desde su propia expe-
riencia de rescate y sanación, extienden la salud de Cristo. Su
vida derramada a los pies del Señor está llamada a hacerse bál-
samo del buen samaritano que sana, alivia, sosiega, alegra... la
vida de los hombres. Su vida no es una existencia cerrada sobre
sí misma; no es una existencia «ensimismada», sino entregada al
Señor en bien de la humanidad. En las más diversas situaciones,
la vida del consagrado señala a su Señor, el sol que es el oriente
de la existencia humana.

7. En la comunión que es la Iglesia

La vida consagrada se realiza en el seno de la Iglesia. Nada


somos sin la maternidad de la Iglesia, por eso las personas consa-
gradas sentimos la urgente llamada a ser presencia eclesial: cuer-
po de Cristo que haga presente al resucitado en el gozo de la uni-
dad y de la comunión para que el mundo crea.
«Mirad cómo se aman», decían al paso de los primeros cris-
tianos: «Conocerán que sois mis discípulos por el amor que os
tenéis» (Jn 13,35). La acogida del Espíritu crea nuestra comu-
nión, nos introduce en la comunión trinitaria y nos une para
que seamos un solo cuerpo y tengamos un solo corazón. Somos
conscientes de que nuestra consagración no se cumple sino en
la comunión que el Señor construye, testimonio de Dios que es
comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Aunque la comunión pueda asumir formas diversas en aten-
ción a los distintos carismas, el bien de la Iglesia ha de estar en
el corazón del gozo de los consagrados y nunca el dolor de la
Iglesia será ajeno al corazón de una vida consagrada. El amor

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638 Constitución dogmática «Lumen gentium»

conduce a velar más por la comunión eclesial que por uno mismo
y por los propios intereses. La unidad debe quedar a salvo por
encima de todas las dificultades y adversidades. Escribía san Ig-
nacio de Antioquía: «Cuando os reunís con frecuencia, las fuer-
zas de Satanás son destruidas, y su ruina se deshace por la con-
cordia de vuestra fe».

III. LA VIDA CONSAGRADA


Y EL MUNDO DE HOY

1. Ante el areópago moderno

Escuchamos con frecuencia que el areópago moderno no está


preparado para recibir el mensaje del evangelio o que no quiere
ser evangelizado. Pero cabe preguntarse si estaban preparados los
contemporáneos de Jesús o si se mostraban inquietos por conocer
el evangelio o si esperaban explícitamente tal anuncio.
Es fácil sucumbir al constatar que la fuente y el centro de
nuestra vida no parece suscitar interés ni entusiasmo. Y ante ello
puede asaltarnos la tentación de edulcorar y desvirtuar el evan-
gelio. Mirar a los comienzos de su anuncio nos puede ayudar a
superar los posibles desalientos, porque doce fueron los apósto-
les para llevar el evangelio a los confines de la tierra, y aquella
primera Iglesia se vio inmersa en un mundo hostil que hacía del
martirio horizonte del ser cristiano.
Nosotros nos hallamos con frecuencia inmersos en un mun-
do no siempre adverso, pero, al menos, ciertamente indiferente.
A veces cunde la sensación de que el areópago moderno no tie-
ne especial interés por la religión y, sobre todo, por el cristia-
nismo que, por otra parte, casi todos creen conocer. San Pablo
nos diría —como hizo en el areópago (Hch 17,19-33)— que los
atenienses eran un pueblo religioso, el más respetuoso de la di-
vinidad, al levantar un monumento «al Dios desconocido». Y
ante el anuncio de la muerte y la resurrección de Cristo dijeron:
«Sobre esto ya te oiremos otro día». A los atenienses, ávidos de
novedades y de novelerías, les expuso el corazón de la fe cris-
tiana: el poder de Cristo resucitado. Pablo no se arredró por el

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 639

inicial rechazo, las burlas, el desprecio y, al parecer, el escaso


éxito de su anuncio.
El punto de partida del discurso de Pablo es sumamente ac-
tual. En todas las culturas, o más bien en cada persona, hay un
monumento «al Dios desconocido». La Iglesia, que es maestra
de evangelización, ha sabido plantarse en todas las épocas en el
areópago de cada cultura para anunciar la Buena Noticia… Hoy,
la situación no es distinta en un mundo que considera el evange-
lio como algo viejo y ya sabido.
El apóstol de Cristo no les grita a los atenienses en son de
reproche: «¡Idólatras!», sino que trata de llegar a su corazón ten-
diendo puentes para hacer presente el evangelio, sin levantar
muros. Les recordó que eran religiosos, cosa verdadera, porque
el susurro de Dios está presente en las vibraciones más profun-
das del ser humano, criatura de Dios. En lo más íntimo de no-
sotros un «Dios desconocido» alienta, siempre bulle la nostalgia
del Creador. A esas vibraciones profundas, y en ocasiones no
adecuadamente interpretadas, ha de llegar el anuncio de Jesús
resucitado a quienes lo esperan aun sin saberlo.
Cuando Jesús no lograba que lo entendiesen, no dejaba de
mirar con amor, lo único que puede desarmar al hombre y tocar
su corazón. Por otra parte, los escépticos, los que nunca han creí-
do o han perdido toda esperanza no han dejado de mirar a los cre-
yentes para provocarnos a dar testimonio. Tantos hoy, como en
otro tiempo filósofos como Nietzsche, nos desafían: «Yo creería
en vuestro Dios si tuvierais rostros de personas salvadas. Mejo-
res canciones tendrían que cantarme los cristianos para que yo
aprendiese a creer en su redentor. Más alegres tendrían que pare-
cerme los discípulos de tal Salvador».
En el fondo de este rechazo hay una invitación a que hagamos
creíble nuestro testimonio, a que vivamos como salvados. Ese es
el desafío, y «nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte
a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14). Es cierto
que la palabra salvación puede chocar y sorprender; es una pala-
bra que desaparece en la medida en que el hombre quiere esquivar
la pregunta por el sentido de la vida y silencia los clamores más
profundos. Hay que liberarse de los estereotipos, como escribía el
papa Francisco: «No tengáis miedo de ir y llevar a Cristo a cual-

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640 Constitución dogmática «Lumen gentium»

quier ambiente, hasta las periferias existenciales, también a quien


parece más lejano, más indiferente» (Christus vivit, 177) y no solo
dedicarles tiempo, sino vida, entrega, cuidado, hasta llevarlos a la
posada de la Iglesia, como el buen samaritano, Jesús, que salió al
encuentro del hombre herido y medio muerto (cf. Lc 10,29-37).
Hay una historia que ha de ser contada, manifestada, testimo-
niada (1 Jn 1,1-3). Los hombres, aunque no lo sepan, están más
preparados de lo que piensan para recibir este anuncio, porque
en toda persona, a veces bajo las apariencias y las realidades más
sencillas, se esconden las grandes cuestiones a las que nadie es-
capa: «¿Por qué cada mañana afronto la vida incluso cuando las
dificultades, como negros nubarrones, parecen ensombrecer pre-
sente y futuro? ¿Vale la pena vivir cuando no tenemos algo por
lo que merezca la pena morir, por lo que dar la vida?». Y esa pre-
gunta que, en muchas ocasiones, no se formula explícitamente,
se responde de manera implícita por la manera de vivir. «Lo más
urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de
conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo
de su existencia» (Fides et ratio, 102). El hombre contemporáneo
sufre este drama: si no existe la verdad, en el fondo no puede ni
siquiera distinguir entre el bien y el mal.
Dios ha puesto en el hombre creado a su imagen y semejanza
unas entrañas que anhelan a Cristo, que no pueden olvidar ni ig-
norar que en su carne está inscrita una memoria, una memoria de
Cristo. Y la insatisfacción, que no se aquieta por más que el hom-
bre viva en un extraordinario bienestar, así como los anhelos más
profundamente verdaderos del corazón humano nos hablan de esa
memoria por la que nuestro ser anhela la configuración con Cristo,
que ciertamente el hombre no puede alcanzar con sus solas fuerzas.
Solo se alcanza en la apertura de la libertad al don que el hombre es
capaz de reconocer y acoger como el anhelo de sus entrañas. La in-
satisfacción y el anhelo de un «todavía más» es vacío de Jesucristo
al que ninguna otra realidad puede sustituir en la vida del hombre.
Amar a los que nos han sido confiados no puede quedarse en
un lamento de impotencia, sino que nos ha de conducir a vivir
como ofrenda martirial nuestra vocación y misión, que Pablo re-
sume en su carta a Timoteo: «Haz memoria de Jesucristo, resuci-
tado de entre los muertos» (2 Tim 2,8).

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 641

2. ¿Cómo evangelizar a los jóvenes?

En un momento crucial de la historia, el Espíritu a través del


Concilio Vaticano II hace presente, en unas profundidades nue-
vas, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. El Conci-
lio sigue siendo una llamada e invitación a volver a la fuente de
la vida, a hacer memoria de un mensaje irrevocable: «Jesucristo
es el mismo ayer y hoy y siempre» (Heb 13,8), el evangelio es el
mismo ayer y hoy, y no hay otro evangelio que el recibido des-
de el principio de la Iglesia y recogido en la tradición viva. Y es
también nuevo e inédito porque cada día se vive creativamente
en la historia bajo la gracia del Espíritu Santo. El hombre es el
mismo ayer y hoy y siempre. No será una fórmula o estrategia la
que nos salve, pero sí una Persona, Cristo vivo, y la certeza que
ella nos infunde: «¡Yo estoy con vosotros!» (Mt 28,20). No hay
nada que inventar, no hay ningún otro nombre que pueda salvar-
nos… ¡Estamos ante una tarea irrenunciable!
Evangelizar a los jóvenes es una urgencia porque el evange-
lio es para todos. Urge anunciar que él es el Camino, la Verdad
y la Vida (cf. Jn 14,6) a una juventud desencantada que, aunque
no lo explicite, espera el evangelio, porque quiere ver florecer
en su tierra la esperanza, la Buena Noticia que por su propio di-
namismo está grávida de futuro. «Nunca un tiempo hizo soñar
tanto a los jóvenes con los miles de atractivos de una vida en la
que todo parece posible y lícito. Y, sin embargo, ¡cuánta insatis­
facción existe!, ¡cuántas veces la búsqueda de felicidad, de rea-
lización, termina por desembocar en caminos que llevan a paraí-
sos artificiales» (Benedicto XVI).
El papa Francisco, que siente a los jóvenes con la mirada de
amor de Jesús, no deja de poner su confianza en ellos:
Hoy los adultos corremos el riesgo de hacer un listado de ca-
lamidades, de defectos de la juventud actual. Algunos podrán
aplaudirnos porque parecemos expertos en encontrar puntos
negativos y peligros. ¿Pero cuál sería el resultado de esa acti-
tud? Más y más distancia, menos cercanía, menos ayuda mu-
tua. La clarividencia de quien ha sido llamado a ser guía de los
jóvenes consiste en encontrar la pequeña llama que continúa
ardiendo, la caña que parece quebrarse, pero que sin embar-

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642 Constitución dogmática «Lumen gentium»

go todavía no se rompe. Es la capacidad de encontrar caminos


donde otros ven solo murallas, es la habilidad de reconocer
posibilidades donde otros ven solamente peligros. Así es la mi-
rada de Dios Padre, capaz de valorar y alimentar las semillas
de bien sembradas en los corazones de los jóvenes. El corazón
de cada joven debe por tanto ser considerado «tierra sagrada»,
portador de semillas de vida divina, ante quien debemos «des-
calzarnos» para poder acercarnos y profundizar en el Misterio»
(Christus vivit, 66-67).

En la desorientación que sufren hoy los jóvenes pienso que


no podríamos hablar de ellos sin remitir a la generación de sus
padres. Ciertamente nuestra sociedad actual ya no es la de hace
50 años, ha cambiado profundamente; el humus cristiano ha per-
dido vigor mientras que la secularización ha ido avanzando has-
ta el punto de que la fe parece algo raro y resulta difícil incluso
comprender los valores cristianos.
Yo pertenezco a la generación que nació en el año en que
finalizó el Concilio Vaticano II. En ese momento la sociedad,
con más o menos coherencia y profundidad, se profesaba cristia-
na. La mayoría recibíamos, al menos, una educación con valores
cristianos en un país de tradición y raíces católicas. La familia
era el lugar donde la fe se transmitía casi espontáneamente, en
la sencilla convivencia de cada día. Pero en cuestiones de fe, el
automatismo hereditario no funciona; no se es cristiano porque
nuestros padres lo hayan sido. La fe que se hereda es necesario
abrazarla para poseerla. La fe que no se arraiga, que se deja apa-
gar, la fe que no es custodiada ni acogida se va perdiendo paula-
tinamente hasta que un día queda una «memoria vacía».
Después del Concilio fue creciendo una rebeldía declarada
contra los padres, educadores, en definitiva, contra toda forma de
autoridad considerada como enemiga de la libertad, con la pre-
tensión de ser libres sin obedecer, sin escuchar, sin seguir a los
que podían ser verdaderos guías y maestros de vida. Se respira-
ba una fiebre de autonomía y de independencia con la ilusión de
sentirse dueño de uno mismo.
La llamada «liberación de los tabúes» nos iba alejando de los
criterios morales tradicionales. Tratábamos de sepultar un pasa-
do tachándolo de inservible y superado, opresivo, con un len-

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 643

guaje y una moral ya obsoletos para nosotros. Alegábamos que


la religión era para unos pocos que tenían «temperamento reli-
gioso» y estábamos tentados de volver la espalda a la Iglesia por
parecernos demasiado retrógrada y demasiado hostil al mundo.
Entre los jóvenes se divulgaba la idea de Dios como un obstáculo
para la felicidad y la libertad, como si viniese a cortar nuestros
caminos, a frenar nuestros planes.
Para nuestra generación la Iglesia era una realidad que es-
taba ahí, pero no determinaba nuestra vida; la veíamos como de
otro tiempo. Y la fe no tenía un gran valor en nuestras vidas
cuando, en realidad, el ser cristiano toca la médula y el corazón
de la vida. Sin embargo, con el tiempo se experimenta que, cuan-
do traicionamos el bautismo, el don del Agua viva termina en un
«bautismo de lágrimas».
Pero hoy la situación es más grave. No se trata solamente
de que el humus cristiano haya perdido vigor, sino que, por des-
gracia, es absolutamente desconocido. El mundo juvenil actual
está caracterizado por dos elementos fundamentales: la pérdida
del sentido del misterio y la debilidad de una cultura sin pun-
tos de refe­rencia verdaderos y estables. Al no recibir la transmi-
sión de la fe, desconocen su contenido, y la Iglesia es una rea-
lidad demasiado lejana. La religión no les interesa, no les dice
nada, lo que se celebra les aburre porque tiene muy poco que ver
con su vida, con sus intereses, y por tanto no se dejan cuestionar.
En el mejor de los casos no miran con desprecio los ámbitos de
Iglesia, pero tampoco se puede decir que experimenten atracción
alguna. Sin embargo, sabemos bien que, donde se guarda silencio
en torno a Dios, se siente el frío aterrador de no tener Padre.
Se ve en los jóvenes carencia de hogar, crisis de filiación,
«jóvenes huérfanos de caminos seguros que recorrer, huérfanos
de maestros de quien fiarse, huérfanos de ideales que caldeen el
corazón, huérfanos de valores y de esperanzas que los sostengan
cada día» (papa Francisco). Los padres son un referente funda-
mental en la vida, pero si hay ausencia, a largo plazo, los hijos
se tambalean. Tantas veces el hijo tiene la percepción de que sus
padres no están accesibles y de que no se hallan presentes en los
momentos fundamentales, a veces por priorizar su carrera profe-
sional o por cuestiones de custodia en padres separados. Se acu-

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644 Constitución dogmática «Lumen gentium»

sa que provienen de familias desunidas, rotas por el aumento de


separaciones, divorcios, sucesivas uniones… que causan en los
jóvenes grandes sufrimientos y crisis de identidad.
Cuando uno no se siente de nadie, se está a merced del deve-
nir de la vida como una barquita abandonada en mar abierto, que
no tuviera timón ni vela. Entonces uno percibe como hostil esa
vida abandonada al oleaje de las circunstancias, y no se percata
de la belleza del mar, sino solo del peligro, de la amenaza y de su
potencialidad de muerte.
Pienso que el evangelio de Juan recoge en este grito el sentir
de los jóvenes: «No tengo a nadie» (Jn 5,7). Es el grito de quien
experimenta una soledad radical en la que ningún hombre puede
vivir. Hay quienes sí tienen el coraje de decir en voz alta: «No
me siento de nadie, no tengo a nadie, tampoco me tengo a mí
mismo». Cuando los jóvenes se acercan a la Iglesia, en su cora-
zón no está como primera duda: ¿quién es Dios?, ¿existe Dios?,
sino la pregunta sobre su propia existencia. Jóvenes derrotados,
que se lamentan de que sufren mucho, de que les cuesta dema-
siado seguir adelante, de que no pueden confiar en nadie. ¿Vale
la pena vivir? ¿Tiene sentido mi vida? ¿A quién le importa mi
vida? ¿Hay alguien que me ame? ¿Hay alguien que me ayude a
saber quién soy yo, si yo mismo no me entiendo? ¿Por qué me le-
vanto cada mañana? ¿Por qué y para qué vivir? ¿Por qué existo?
¿Quién puede salvarme de este abismo de sinsentido?
En las nuevas generaciones aflora un urgente grito de SOS.
Piden ayuda sobre todo cada uno para sí mismo. Quizá porque su
vacío, su dolor es demasiado grande y los mantiene centrados en
ellos. Se adivina en su mirada huidiza y aturdida, una inquietud y
soledad patentes antes de que les den voz. Se percibe en sus ros-
tros una angustia escondida, una llamada muda sin necesidad de
que la den a conocer. Sus preguntas dejan ver el fondo de expe-
riencias aplastantes, de un vacío de valores, de desilusiones por
promesas incumplidas. Pero también se palpa que en ese fondo
hay una sed profunda de Dios y un deseo de conocer el verdade-
ro rostro del amor. No estamos ante una cuestión más, sino ante
la cuestión fundante, ante la incapacidad de encontrar el centro
de la existencia en torno al cual poder construir la identidad y la
pertenencia. Y no se trata de cuestiones reservadas para los filó-

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 645

sofos o para una élite de privilegiados, sino de preguntas arraiga-


das en el corazón del hombre.
Muchos de nuestros contemporáneos o incluso jóvenes en
edades tempranas han experimentado el vértigo de sentir que se
precipitan desde una altura. Se sienten como aquel alpinista que
ha caído en el fondo de un precipicio, gravemente herido y com-
pletamente incapaz de salir de allí por sus propias fuerzas. En esa
situación, todo parecía decir que sobre su vida había caído una
noche sin perspectiva de amanecer.
Quien se encuentra en esas simas tiene necesidad vital de
que alguien escuche su grito; de que a alguien le importe su vida,
descienda hasta el lugar en el que se encuentra y venga a resca-
tarlo. Al tocar fondo, solo le queda una esperanza: escuchar una
voz que pronunciando su nombre venga a su encuentro y ser le-
vantado por una mano fuerte de la que nada ni nadie pueda arre-
batarlo. Existe un punto en el cual todo lo humano se convierte
en un grito que pide rescate, liberación para seguir viviendo, o
quizá mejor, para empezar a vivir una vida nueva. Donde pen-
sábamos que se nos había abandonado y que ya no había salva-
ción alguna, se experimenta la paradoja de que precisamente ese
sufrimiento se convierte para muchos cristianos en lugar de en-
cuentro con Dios; así ha sido y es para muchos cristianos.
Nuestros jóvenes que se abren a Dios reconocen el abismo del
que son salvados por Jesucristo y viven esta memoria llenos de
gratitud, con un sentimiento de consolación y de deseo de entrega.
Se ponen en camino con una decisión irrevocable de ser cristianos;
así, la tierra baldía por largo tiempo recibe el germen viviente de la
fe y se hacen testigos creíbles para otros: «Cristo ha dado la vida
por mí, yo quiero vivir para aquel que ha muerto y resucitado por
mí. Tú y yo valemos el precio de la sangre de Cristo».
¿Seremos capaces de hacer soñar a un joven, en cuyos ojos
debería resplandecer la ilusión, la esperanza, la pasión por vivir,
pero al que vemos, por el contrario, indiferente, sin querer arries-
gar? «Un joven no puede estar desanimado, lo suyo es soñar co-
sas grandes, buscar horizontes amplios, atreverse a más, ser ca-
paz de aceptar propuestas desafiantes y desear aportar lo mejor
de sí» (Christus vivit, 15). ¿Nos atreveremos a mostrar otros sue-
ños que este mundo no ofrece?

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646 Constitución dogmática «Lumen gentium»

3. Anunciar a Cristo en la era digital

Algunas tardes recibimos en nuestra casa a grupos de jóve-


nes con los que compartimos testimonios, inquietudes de la vida,
de la fe. Tantas veces nos miran con cara de asombro, como si
acabáramos de aterrizar desde otro planeta.
Hace unos meses, en uno de estos encuentros preguntamos:
—¿Conocíais personas consagradas?
—Sí, «empantalladas».
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Pues… en la pantalla. Me informé en internet.
—Y, ¿qué encontraste?, ¿qué sabéis de nosotros, los consagra-
dos? Contadnos.
—Pues… se dice de todo, y no siempre bueno.

Uno tras otro comenzaron a contarnos lo que habían encontra-


do en las redes. Parecía que por informarse en Google, con dar un
simple clic, nos conociesen de primera mano, aunque no recorda-
ban ni quién lo había dicho, ni de dónde era, ni dónde lo vio:
—Yo, la verdad, que ni sabía que existían, pensaba que era una
especie en extinción, algo pasado de moda y, desde luego, que
si existían, nada tendrían que ver con mi vida. No me interesa el
tipo de gente que habla de Jesús.
—Yo había oído que erais personas tristes, que vivíais «una vida
heroica», de mucha renuncia y sacrificio; en definitiva, un cami-
no infeliz que te priva de experiencias a las que a mí me parece
imposible renunciar. En fin, como «enterradas en vida».
—¿Acaso es realmente necesario escoger un camino tan radical?
¿No os da pena tener que hacer tantas renuncias? ¿Renunciar a
vuestra familia, a un hogar, a un marido, a unos hijos, a una carre-
ra, a tener libertad, a viajar…? ¿No os da pena renunciar a vuestra
propia realización? ¿No se puede hacer lo mismo sin ser monja?

Y otros directamente preguntaron:

—¿Y estáis obligadas a quedaros para siempre? Si te cansas,


¿no te puedes ir?
—Antes de responderos —dijo una hermana—, os voy a hacer
una pregunta: ¿Qué es lo que más os inquieta?

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 647

Rápidamente intervino un joven:

—Cuando a mi móvil se le acaba la batería o cuando pierdo la


señal de internet.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Es simple, porque me pierdo todo lo que está pasando, me
quedo fuera del mundo, como colgado. En esos momentos ten-
go que salir corriendo a buscar un cargador o una red wifi y la
contraseña para volverme a conectar y, si no, no puedo vivir.
Quedarme sin batería, ¡esto no me puede pasar nunca!

Deslizábamos nuestra mirada sobre cada uno y nos sorpren-


día ver que cuidaban de sus móviles más que de ellos mismos
y que sabían cuánta batería del móvil les quedaba exactamente,
pero no se daban cuenta de que la suya se vacía, de que en plena
juventud se les va apagando la vida.
De repente uno de ellos espantado exclamó:

—¿Es posible vivir sin móvil, sin internet, sin WhatsApp, sin
Instagram, sin estar constantemente enchufado a las redes…? Y
¿no os aburrís de no conocer a más gente?

A partir de este momento se organizó un gran revuelo en la


sala. Lo que más les sorprendía de nosotras era… «¿Vivir sin in-
ternet?… ¡Imposible!».
Vemos jóvenes pasivos que se aíslan frente a sus pantallas; se
conectan con el mundo virtual, pero desconectan de la realidad y
de sí mismos. Tratan de anestesiar los interrogantes más profun-
dos con un bombardeo de información, pero están muy faltos de
formación. Sufren confusión en el sentir, en el pensar y lo expre-
san abiertamente: «No sé nada, no veo nada, no sé cómo soy…».
La identidad no es un dato ni un número de serie que viene dado,
ni una información que pueda buscarse en internet.
Ante la baja autoestima de los jóvenes, con el miedo de fon-
do de no ser amados, las redes les ofrecen cómodamente la posi-
bilidad de camuflar su identidad, y tantas veces se ven obligados
a mostrar un «falso yo» para sentirse aceptados, valorados. Solo
ellos saben lo que sufren y pelean para adecuarse a estándares
irreales e inalcanzables. Sin duda, son jóvenes hiperconectados,

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648 Constitución dogmática «Lumen gentium»

pero a la vez muy sedientos de amistad, de relaciones profundas,


de encuentros verdaderos. Pasando tiempo con ellos conocemos
sus búsquedas, su dolor, sus deseos, sus necesidades…
El encuentro de ese día, que estaba especialmente animado,
podría ser reflejo de ese mundo de lo digital en el que se mueven.
El diálogo fluía entre ellos y prácticamente se quitaban la palabra
unos a otros:

—Sin internet mi vida sería un aburrimiento. ¿No os parece que


las hermanas viven en una nube, en un mundo un tanto irreal?

Una chica desde el otro extremo de la sala saltó:

—Irreales y poco auténticos son nuestros perfiles en las redes,


que todos retocamos para dar la imagen que queremos que vean
los demás, y la imagen real tiene muy poco que ver con la que
exhibimos luego en el «escaparate virtual». Es todo un reto tra-
tar de «inventarse a uno mismo».
—Yo he vivido comparándome con otros, sus vidas me parecían
perfectas, fantásticas, desde luego, siempre mejores que la mía.
Hasta que un día leí: «Ojalá fuera tan feliz como mi perfil de
Facebook», entonces descubrí que su perfil en realidad era tan
poco auténtico como el mío.
—Aunque si somos sinceros, a todos nos coge mucho saber
cuántos likes nos dan, ayuda a superarte, a valorarte.
—A mí me encanta hacerme selfies y enviarlos al mayor número
de contactos posible; ya sabéis lo que dicen: «Se me ve, luego
existo».
—No sé si a alguien le ha pasado y me puede echar una mano…,
antes de la pandemia empecé a salir con un chico que conocí
por internet. A través de la pantalla todo iba genial, pero ahora
que hemos empezado a quedar, no es como yo pensaba. Cuando
estoy con él hace más caso a su móvil que a mí… no habla, no
comparte nada. Y en cuanto nos separamos no para de mandar-
me besos con caritas sonrientes y corazones de todos los tama-
ños y colores… Estoy harta de sus cariñosos emoticonos. Pre-
feriría que tuviese algún gesto de cariño cuando estamos juntos.
—El otro día caí en la cuenta de que en mi casa hay más pan-
tallas que habitaciones. Cuando llega mi familia cada uno se
pone delante de su ordenador, entonces yo también chateo para
no estar solo.

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 649

—¿A vosotros no os da agobio que te entren cada minuto fotos


de comidas, de poses, de miradas al infinito, de «mira qué genial
el sitio al que yo he venido»? Parece que si tú no subes fotos es
que no vives nada… ¿Por qué todo el mundo tiene que saber lo que
hago y dónde estoy?, y si no envías algo al instante te lo echan en
cara. No puedo con eso de sentirte tan controlada, sin privacidad.
—A mí me pasa lo contrario, yo sigo paso a paso a mi influencer
preferida. Sé todo lo que le gusta, lo que hace y dice a diario
y qué piensa sobre cualquier tema. Y además a ella le encanta
que la siga, compartimos una relación casi de amistad profunda
—dijo una joven que había permanecido durante todo el en-
cuentro con la mirada fija en su móvil que tenía medio escondi-
do en su mochila.
—Yo era influencer y tenía muchos seguidores… ¡Cuantos más
mejor! —dijo otra joven muy bella hecha un mar de lágrimas—,
y… no sé si sabéis cómo es ese mundo. Me empezaron a invitar
a fiestas, disponía a mi antojo de ropa de las mejores firmas, mu-
chos me agradecían lo que les ayudaba mi vida y querían saber
todo lo que yo opinaba: lo que vestía, lo que comía, dónde viaja-
ba. Me veía en la obligación de mandar una foto nueva cada día
y a la misma hora, por supuesto con una sonrisa como si fuera la
felicidad en persona… el show debe continuar. ¿Os imagináis lo
que es invertir tiempo y tiempo en alguien que no eres tú, sino
solo apariencia? Sin embargo, yo me sentía vacía, con una vida
tan falsa, o más bien «sin vida», más triste y sola imposible. En
el fondo deseaba que alguien me liberara de ese infierno. Un día
decidí desaparecer de las redes y no me está siendo nada fácil
adaptarme a la realidad, muy pocos me apoyan y comprenden...
¡Dejas las redes y ya no eres nadie!

Intervino una hermana:

—Al escucharos me sorprende que, paradójicamente, el mismo


medio que os acerca al mundo entero os aleja de la realidad.
Habláis de soledad en la era de los dos mil amigos, de que detrás
de un «personaje perfecto» siempre hay una persona que llora.
Decís que es necesario ponerse máscaras para sentirse amado,
valorado… En definitiva, lo que parecía una vía de escape, casi
sin darte cuenta te atrapa y te hace rehén de redes invisibles.
Como los jóvenes sois muy sinceros, ¿alguno se atreve a decir
cómo os sentís en ese mundo virtual?... todos conocemos gente

Cuadernos_Concilio.indb 649 13/02/2023 9:39:18


650 Constitución dogmática «Lumen gentium»

y a veces muy cercana que sufre mucho por tema de adicción a


internet…
—Sí, yo tengo amigos que lo están pasando fatal porque están
enganchados a la pornografía, o a videojuegos, o a juegos de rol;
amigas mías con el tema del «tiendeo», de las compras compul-
sivas, que incluso han necesitado tratamiento para intentar salir
de ahí, y debe ser súper difícil.
—Es difícil porque las notificaciones visuales y sonoras te asal-
tan a cualquier hora, te persiguen con vídeos de todo tipo, imá-
genes a veces degradantes, y por cierto, una imagen puede dañar
más que mil palabras.
—Sí, sí —afirmaba una algarabía de voces—, y luego, aunque
quieras, es dificilísimo arrancarte esas imágenes de la memoria.
Te atropellan, te bombardean, y la mente no se formatea como
un ordenador. Internet siempre te lanza a ver y escuchar más,
pero nunca te dirá: «Por hoy ya es suficiente».
—Yo también he sufrido a causa de las redes. Me han hecho
ciberbullying: insultos, amenazas, ¡de todo y más! Algunos en
el anonimato detrás de un teclado y una pantalla se hacen los va-
lientes, pero cuando te los encuentras en persona, «los leones»
son unos cobardes... ¡me han destrozado la vida!
—Sí, es duro, pero nosotros mismos nos exponemos a recibir
comentarios, somos capaces de mostrar nuestra intimidad y de-
jarla al alcance de cualquiera.

Una hermana puso fin al encuentro con los jóvenes:

—También se puede ser cristiano de fuego y utilizar internet.


¿Habéis oído hablar de Carlo Acutis, el «santo de la informá-
tica», como le llaman? En las redes difundía frases que no te
dejaban indiferente: «Todos nacen como originales, pero mu-
chos mueren como fotocopias». Era muy creativo: por ejemplo,
hizo un proyecto en que se ocupó de investigar 136 milagros
eucarísticos en 20 países y organizó una exposición virtual que
recorrió el mundo.

Su pasión por la tecnología y su fe hicieron que se lo cono-


ciera como el «ciberapóstol de la eucaristía» y que se le mencio­
na­ra como el «primer influencer de Dios», ya que utilizaba el
poder de internet para llevar su Palabra a todas partes.

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 651

Una vez más con los jóvenes de hoy llegamos al punto cru-
cial: ¿cómo evangelizar a las nuevas generaciones tan abstraídas y
dependientes de los medios virtuales? ¿Cómo llegar a su corazón?
Ayudemos a los jóvenes a que «el resplandor de la juventud
no se apague en la oscuridad de una habitación cerrada en la que la
única ventana para ver el mundo sea el ordenador y el smartphone»
(Francisco). Se trata de entrar en el areópago moderno, en el am-
plio y complejo mundo virtual. Que exista un estilo cristia­no de
presencia en el mundo digital es un reto que afrontamos todos jun-
tos en la Iglesia. Gracias a la red, el testimonio cristiano puede al-
canzar las periferias existenciales para anunciar el evangelio y en-
cender los corazones con la luz y la esperanza de Cristo.

Pero internet no es suficiente, la tecnología no es suficiente.


Esto […] no quiere decir que la presencia de la Iglesia en la
red sea inútil, es indispensable estar presentes, siempre con es-
tilo evangélico, en aquello que para muchos, especialmente los
jóvenes, se ha convertido en una especie de ambiente de vida,
para despertar las preguntas irreprimibles del corazón sobre el
sentido de la existencia, e indicar el camino que conduce a aquel
que es la respuesta, la misericordia divina hecha carne, el Señor
Jesús (Francisco).

Por la fragilidad de los tiempos en que vivimos, necesitamos


la presencia del buen samaritano, una mano que levanta, un abra-
zo que perdona y salva, una mirada que inunda de un amor infini-
to, paciente, indulgente, y vuelve a ponerte en camino.
El «tú a tú», el cara a cara con las personas no puede susti-
tuirse por el «tú a tú» del mundo digital. Las relaciones digita-
les y virtuales nunca podrán sustituir a las relaciones humanas, ni
al misterio que se encierra en la ternura de la encarnación. Urge
la presencia del amor encarnado, el bálsamo del perdón, la ternura
de la compasión, la palabra sincera de aliento, la misericordia de la
corrección, la sonrisa que acaricia, porque la vida que Dios nos re-
gala no es una salvación colgada «en la nube» esperando a ser des-
cargada, ni una «aplicación» nueva a descubrir o un ejercicio men-
tal fruto de técnicas de autosuperación. Es una invitación a formar
parte de una historia de amor, una historia de vida que quiere mez-
clarse con la nuestra y echar raíces en la tierra de cada uno.

Cuadernos_Concilio.indb 651 13/02/2023 9:39:18


652 Constitución dogmática «Lumen gentium»

4. El amor encarnado de la consagración


en la comunión eclesial

En un mundo frío y desencantado, donde las personas pa-


san unas junto a otras como viajeros con la mirada distraída y el
gesto impersonal, urge que el amor tome carne. Estamos en una
época que parece querer desmontar el universo como un jugue-
te que se tiene entre las manos; que ha descubierto los espacios
interplanetarios, pero apenas centra su atención en la distancia y
lejanía que separan a unas personas de otras; hemos proyectado
puentes y viaductos gigantescos, pero no sabemos unir las orillas
que nos separan a unos de otros.
En una sociedad que ya no sabe qué es la ternura, urge llevar
a todos el amor tierno y misericordioso de Jesús. En el corazón
del cristianismo está la encarnación: Dios se hace hombre en Je-
sús de Nazaret. Jesucristo ha hecho presente en medio de la his-
toria el corazón de Dios. En Jesucristo se nos ha abierto la intimi-
dad del Padre, la ha expuesto a nuestros ojos, a nuestros oídos, a
nuestro tacto. Dios encarnado en Jesús se deja ver, escuchar, to-
car. Porque Cristo no habla solo con sus palabras, habla con toda
su persona, con todo su ser. Todo lo que es Jesús es revelación de
Dios, manifestación del Padre.
En el evangelio se repiten las escenas en las que la muche-
dumbre doliente se agolpaba en torno a Jesús. Su presencia des-
pertaba la atención de las gentes y muchos lo seguían, necesita-
dos de ser alcanzados por la misericordia del Buen Pastor. Y, a
pesar de que los discípulos intentaran proteger al Maestro, lo-
graban llegar hasta él y tocar, aunque solo fuese, el borde de su
manto.
Hoy hace falta hacer presente a Cristo y es misión fundamen-
tal de la vida consagrada. Los consagrados no podemos guardar-
nos para nosotros la dicha del don que hemos recibido. Hemos
de manifestar el don no como quienes lo poseen todo, sino como
quien solo tiene para ofrecer el secreto más profundo de su ale-
gría: el Señor Jesús.
El Señor no tiene otros labios, otras palabras, otras manos,
otros pies que los nuestros para llevar su amor hasta los confines
de la tierra. A la vida consagrada no se nos pide hacer nada dis-

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 653

tinto a ser en verdad lo que Dios ha soñado con cada uno de no-
sotros. Se necesita vivir con autenticidad la existencia entera, de-
jarle vivir en nosotros, y ese es el desafío que el mundo nos lanza.
Es necesario enamorarse profundamente del rostro, de los
gestos y de los sentimientos del amor encarnado para llevar el
evangelio por todo el mundo… «Todo nuestro ser debe gritar
el evangelio sobre los tejados; toda nuestra persona tiene que
respirar a Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida, deben
gritar que pertenecemos a Jesús, deben presentar la imagen de la
vida evangélica, todo nuestro ser debe ser una predicación viva,
un reflejo de Jesús, que grite «Jesús», que haga ver a Jesús, que
nuestra existencia resplandezca como imagen de Jesús» (C. de
Foucauld, L’esprit de Jésus. Méditations et explications de
l’Évangile, 395).
Porque los cristianos, y especialmente los consagrados, de-
ben ser «un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones
somos el único evangelio que los hombres de hoy todavía leen»
(Benedicto XVI). La vida de los consagrados debe ser una espe-
cie de introducción a la vida de fe, un impulso para que los dis-
traídos, abatidos, descarriados, fijen su mirada y su pensamiento
en Jesús.
A lo largo de los siglos se renueva la misma escena del evan-
gelio de san Juan en la que un grupo de griegos se dirige al após-
tol Felipe para decirle: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta
es la petición que tantas generaciones han dirigido a los creyen-
tes: «Queremos ver a Jesús en la Iglesia de hoy; y después es-
cucharemos vuestras palabras». ¡Hay tanta gente a nuestro al-
rededor que no abrirá nunca el evangelio! No leerán jamás las
páginas de Mateo, de Juan o de Lucas, no leerán nunca los He-
chos de los Apóstoles ni sus cartas... pero, en cambio, mirarán
nuestro vivir y tratarán de leer a Cristo a través de nuestra vida.
No tenemos otra misión que hacer presente a Cristo de tal
modo que puedan tocar la carne de Jesucristo en el hoy de la Igle-
sia, casa encendida que orienta a los que peregrinan, templo del
Dios vivo, pan partido y posada samaritana. La vida consagrada,
en la Iglesia, ha de hacerse compañera de viaje de los hombres
para anunciarles la verdad, la belleza y la bondad que tantas ve-
ces permanecen ocultas en la entraña de la criatura, que espera

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654 Constitución dogmática «Lumen gentium»

adormecida que alguien la despierte, porque Dios siempre busca al


hombre, como guardián que no duerme ni reposa (cf. Sal 121,3), y
nada impide que su libertad pueda hacerse presente en todos nues-
tros caminos en los que los consagrados habrán de ser presencia
del amor, la acogida, el perdón y la vida de Jesús.
Amaos para que el mundo crea (cf. Jn 13,34; 17,21). Y aun-
que nunca faltarán los escándalos y la oscuridad de la infideli-
dad, es urgente, quizás hoy más que nunca, que el encuentro con
Jesús conlleve apreciar la belleza del mosaico eclesial, formado
por miles de pequeñas piedrecillas. Al contemplar el mosaico de
cerca se puede admirar la belleza de cada piedra colocada en su
lugar, pero solo podemos ver lo que expresa si lo miramos en
su totalidad. Y ante esa belleza, ¿quién se preguntaría por la im-
portancia de cada una de las piedrecillas si permanece en solita-
rio, aisladamente?
La tesela de un mosaico no diría jamás: «Yo lo soy todo, me
basto a mí misma...». El misterio del mosaico es que no se per-
ciben piedras individuales. Nadie ha venido al mundo al azar;
cada uno tiene su hueco reservado porque formamos parte de un
mosaico ya existente y no concierne a la piedra buscar su lugar,
sino al maestro de obras.
La vida de los creyentes está entretejida en la estrecha co-
munión que realiza el Espíritu Santo: cada una es única, ninguna
es copia de otra. Cada piedrecilla expresa la infinita creatividad
del Espíritu: son semejantes en una magnífica diversidad. Hasta
la más pequeña tesela es insustituible e irrepetible, tan preciosa
como las demás y hace resaltar la belleza y el valor de las otras.
Y ese gran número de teselas, cada una en su lugar, manifiestan
el rostro de Cristo; todas ellas están llamadas a hacer visible a
Cristo resucitado.
En el mosaico eclesial se hacen visibles los prodigios que
Dios realiza en la fragilidad. Este don se custodia en la humil-
dad: no se nos piden grandes hazañas, ni gestas complicadas,
sino sencillamente dejar arder en nuestra pequeñez el fuego del
Espíritu que nos configura con Cristo y atempera, armoniza y en-
sambla las piedras vivas.
Elocuentemente describió H. Urs von Balthasar esta realidad
en el despuntar de su llamada:

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 655

Tú no tienes que elegir nada, has sido llamado. Tú no tendrás


que servir, tú serás tomado para servir. No tienes que hacer
planes de ningún tipo, eres solo una piedrecilla de un mosaico
preparado desde hace mucho tiempo. Todo lo que yo tenía que
hacer era simplemente dejarlo todo y seguir, sin hacer planes,
sin el deseo de experimentar intuiciones particulares. Solo debía
estar allí, para ver a qué tendría que servir (¿Por qué me hice
sacerdote?, Salamanca 1980, 13-15).

Epílogo
LA IGLESIA ES MI MADRE

Cada una de las personas consagradas podríamos hacer


nuestras estas veraces palabras de Henri de Lubac (Paradosso e
mistero della Chiesa, Brescia 1968, 15-16), con el corazón rebo-
sante de agradecimiento:

La Iglesia es mi Madre porque me ha dado la vida. La Iglesia es


nuestra Madre porque nos da a Cristo, nos hace cristianos; nos
conserva y nos tiene congregados en su seno materno. La Iglesia
es mi Madre porque no cesa de mantenerme y porque, por poco
que yo me deje hacer, me hace profundizar cada vez más en la
vida. Y si todavía en mí la vida es frágil y temblorosa, fuera de
mí la he podido contemplar con toda la fuerza y la pureza de su
pujanza.

¿Qué podría saber yo de Jesús, qué vínculos habría entre no-


sotros sin la Iglesia? Todo lo he recibido de la Iglesia y en la
Iglesia; lo que yo le doy no es más que una ínfima restitución,
sacada por entero del tesoro que ella me ha comunicado. Me en-
vuelve y me desborda, me ha precedido y me sobrevivirá. ¡No
es algo mío!
Amo a nuestra Iglesia, con sus miserias y humillaciones, con
las debilidades de cada uno de nosotros, pero también con la in-
mensa red de santidades ocultas. Amo a la Iglesia de los humil-
des, tan cercanos a Cristo: todo este ejército secreto, reclutado
por doquier, que se perpetúa incluso en épocas de decadencia,
que se consagra, que se sacrifica. Amo a esta Iglesia que a veces

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656 Constitución dogmática «Lumen gentium»

también se ve abandonada de algunos que lo han recibido todo


de ella y se han vuelto ciegos a sus dones.
Los hombres pueden faltar al Espíritu Santo, pero el Espíritu
Santo nunca faltará a la Iglesia. Ella será siempre el sacramento
de Jesucristo, tanto por su testimonio como por sus poderes ina-
misibles. Siempre nos lo hará presente en verdad. Siempre refle-
jará su gloria por medio de sus hijos mejores. Cuando parece que
ofrece señales de cansancio, una germinación secreta le prepara
nuevas primaveras, y a pesar de todos los obstáculos que noso-
tros acumulamos, los santos resplandecerán siempre.
Solo en la Iglesia de Cristo podemos alcanzar y saciar todas
nuestras dimensiones, porque somos criaturas de Dios, y en ella
están todas las fuentes de nuestras posibilidades. Y, si por algún
extraño misterio abandonase la Iglesia, procuraría volver a ella
de rodillas en la última esquina. Suplicaría que me dejaran al me-
nos un rincón, porque fuera de ella no podría ni respirar.
¡Sí, en efecto, «alabada sea esta gran madre», en cuyas ro-
dillas todo lo hemos aprendido, y donde cada día continuamos
aprendiendo todo!:
Tú, Iglesia, madre virgen, que envuelves a tus hijos con lazos
que no tienen otro fin que el de liberarlos y unirlos en estrecha
comunión.
Tú, Iglesia, madre fecunda, que no cesas de darnos, por el
Espíritu Santo, nuevos hermanos.
Tú, Iglesia, madre universal, que cuidas por igual de todos,
de los sencillos y de los grandes, de los ignorantes y de los sa-
bios.
Tú, Iglesia, madre de la comunión, matriz en cuya unidad
todos venimos a ser uno solo en Cristo Jesús (Gal 3,28). Tú
recoges, uno por uno, los hilos de la unidad que tus hijos desga-
rramos constantemente.
Tú, Iglesia, madre sierva, que te inclinas humilde a los pies
de tus hijos para lavarlos y rescatarlos.
Tú, Iglesia, madre misericordiosa, que abrazas hasta lo más
hondo y levantas del polvo sin humillar.
Tú, Iglesia, madre amante, que salvas del abismo y, aun en
las sombras, reconoces a los hijos que has engendrado.
Tú, Iglesia, madre paciente, que esperas sin cansarte a tus
hijos para lavarlos, sanarlos, redimirlos, recrearlos, resucitarlos.

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21. La vida consagrada (LG 43-47) 657

Tú, Iglesia, madre sufriente, que tienes una herida en carne


viva hasta ver a Cristo formado en tus hijos.
Tú, Iglesia, madre dolorosa, que tienes traspasado el corazón
y asumes en ti el pecado y las dolencias de tus hijos.
Tú, Iglesia, madre fuerte, que no temes dejarnos pasar por
la «muerte» para engendrarnos a una vida más alta, más digna,
más santa.
Tú, Iglesia, madre clarividente, que desenmascaras las fal-
sas ilusiones y disipas las tinieblas en que nos adormecemos y
desesperamos.
Tú, Iglesia, madre atenta, que velas y nos proteges, y nos
libras del enemigo.
Tú, Iglesia, madre prudente, que muestras el camino de la
salvación.
Tú, Iglesia, madre liberadora, que garantizas siempre el per-
dón, que atas y desatas.
Tú, Iglesia, madre orante, que estás siempre presente, per-
maneciendo profundamente oculta. Gracias a ti nuestra noche
está bañada de luz.
Tú, Iglesia, madre creadora, que enseñas a tus hijos a ser
dóciles a la forma humano-divina de amar.
Tú, Iglesia, madre pura, que nos conservas en una fe siempre
íntegra y nos devuelves la inocencia.
Tú, Iglesia, madre ardiente, que no dejas que se apague el
celo por Jesucristo en tus hijos.
Tú, Iglesia, madre gozosa, que gozas con la salvación de tus
hijos y en ti el Señor de la vida nos hace felices.
Tú, Iglesia, madre humilde, que ensalzas la grandeza de Dios
al hacer presente que todo gratuitamente lo has recibido y todo
nos lo entregas.
Tú, Iglesia, madre de esperanza, por ti tenemos en Él la es-
peranza de la Vida.
Tú, Iglesia, madre de salvación, que nos muestras que «la
gloria de Dios es el hombre viviente» (Ireneo de Lyon).
Tú, Iglesia, madre de los vivientes, que engendras en la fe y
en el amor hombres vivos y nos confirmas en que «la vida del
hombre es ver a Dios» (Ireneo de Lyon).
Tú, Iglesia, madre eterna, que desbordas los límites del tiem-
po para dilatar nuestra humanidad según la medida de la misma
eternidad.

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