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SANPEDRO INVESTIGADOR - Audition Script

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SANPEDRO, INVESTIGADOR

EL PRIMER DETECTIVE DEL EXILIO CUBANO

Mientras Graciela y yo discutíamos con fragor en la intimidad de la cabina


del «Mercedes» durante el viaje de regreso a su apartamento por la avenida
Red Road, en otra parte de la metrópoli, precisamente en un callejón
sombrío que bordea uno de esos bares de mala muerte que abundan por
Flagler Street, un hombre de mediana estatura y anchos hombros caminaba
(sin saberlo) rumbo a su propia muerte. Llevaba puesto par de gafas
oscuras a pesar de la escasez de luz que dominaba el panorama trasero del
establecimiento, probablemente para no ser reconocido, y su rostro se
escondía entre las sombras proyectadas por la visera de una gorrita de
pelotero, tras un poblado bigote postizo tan falso y negro como la propia
gorra. Llevaba una pesada chaqueta de cuero grueso, a pesar de que la
noche sólo estaba fresca, no fría, y las manos hundidas en los bolsillos
cuando su sombra se desprendió del muro y comenzó a dar pasos
circunspectos hacia un todoterreno que se había estacionado a pocos
metros de distancia, cerca de donde había dejado su camioneta, a la entrada
del callejón.
Desde su posición el hombre no podía escucharla, pero dentro del
vehículo se estaba llevando a cabo una extraña conversación telefónica. La
voz que surgió del otro lado de la línea era anormalmente gruesa y parecía
distorsionada por obra de un efecto electrónico:
—You think he’ll show up? —se escuchó decir en inglés al que llamaba, y
si esto fuese una película con subtítulos en español, en la pantalla se leería:
«¿Crees que aparecerá?»
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El interlocutor, que se hallaba arrellanado tras el volante del todoterreno
con los ojos clavados en la silueta del hombre que se acercaba, era un
espécimen alto y macizo, de cuerpo atlético, también con los ojos
escondidos tras un par de gafas oscuras y la cabeza cubierta por un gorro
tejido. Sin duda era una noche de disfraces aquélla, aunque hacía poco más
de tres meses que ya las fiestas de Halloween habían quedado atrás.
—He’s here —contestó el conductor del todoterreno. «Acaba de llegar.»
—Beware, he is dangerous —le advirtió el que llamaba. «Cuidado, es
peligroso.»
Pero el sujeto sentado tras el timón no se inmutó; parecía muy seguro de
sí mismo cuando contestó al que llamaba con voz queda.
—I’ll handle him —lo cual se traduce a: «Yo puedo con él.»
La conexión telefónica se cortó justo antes de que el hombre solitario que
caminaba por el callejón llegara junto al todoterreno, acercándose por la
ventanilla del pasajero delantero, que permanecía baja. Sobre el asiento, en
el umbroso interior de la cabina del vehículo, descansaba un fusil calibre 22
LR con una delgada mirilla telescópica, una metralleta «UZI» de 9
milímetros y una pistola Colt 45; también había sendas cajas de munición
correspondiente a los calibres de cada una de las armas, y un aditamento
para silenciar los disparos.
El recién llegado sonrió bajo el bigote falso. El tipo tras el volante
también, e inclinó la cabeza en una venia gentil que invitaba al
«comprador» a examinar la mercancía. El del chaquetón de cuero titubeó,
era esta la fase más crítica de la operación porque si el que estaba dentro
del carro resultaba ser un agente encubierto, este era el momento justo para
que entrara en acción. Pero como el tipo duro que era se tragó su
incertidumbre, miró hacia un lado y al otro, y finalmente extrajo la diestra

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del bolsillo para inclinarse hacia delante e introducir el brazo por la
ventanilla del todoterreno.
Cuando su puño se cerró sobre la culata del fusil ─obviamente era esa el
arma que más le interesaba─ el chofer que le sonreía serenamente extrajo
una compacta automática de la cintura de sus pantalones vaqueros y le
disparó.
El ruido que produjo el disparo fue mínimo; se perdió entre los fugaces
sonidos de la noche, sobre todo aquellos emitidos por los automóviles que
transitaban veloces por las a esa hora descongestionadas carrileras de la
calle Flagler, a sólo unos pocos metros de distancia, y porque el proyectil
que le voló la tapa de los sesos, no explosivo, era de calibre 22.
El calibre preferido de los asesinos profesionales.
Pues bien, el occiso resultó llamarse Elpidio Calderón y aquellos que lo
conocieron bien me contaron que fue un hombre de armas tomar, un
combatiente de «la vieja guardia», no uno de esos risibles personajes que
nos gastamos en la comunidad exiliada del Gran Miami; los que «hacen la
guerra» a Fidel Castro con amenazas candentes a través de las ondas
hertzianas. Claro, eso de «la vieja guardia» se lo aplico por su edad,
Calderón hacía ya tiempo que había dejado atrás el «divino tesoro».
Cuando lo asesinaron en un bar de Flagler, tenía cumplido los sesenta y
cuatro años, aunque nadie con sólo verlo lo hubiera adivinado, ya que el
hombre siempre se mantuvo en óptimas condiciones físicas. Era el
arquetipo clásico del exmilitar de carrera. De eso me percaté
inmediatamente al ver las fotos que de él me mostraron durante una
reunión sostenida con exmiembros de «La Brigada», empeñados en
contratarme para desentrañar el misterio de su muerte.

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Lo primero que pude notar en la foto fue que no era el arquetipo del
cubano promedio, no era negro ni mulato claro o «jabao», ni siquiera era
mestizo de moro con cristiano. Más bien se trataba de un espécimen con
pinta de gachupín, o catalán, de piel muy blanca y ojos azules que
observaban al mundo con callado desafío y cierto cinismo disfrazado de
falsa amabilidad. Su rostro era un amasijo de ángulos y planos duros que
me recordaba mucho la faz del actor Paul Newman (¿se acuerdan de él?)
Elpidio Calderón se parecía tanto al gringo Newman como una gota de agua
a otra. Ciertamente un parecido «remarcable», como dicen por estos lares.
A raíz de su muerte el periódico más importante de la ciudad publicó
varios artículos con relación al asesinato. En algunos describían a Calderón
como «un hombre honesto», al cual no se le conocían vicios ni aptitudes
criminales, quien había consagrado su vida a la lucha por una Cuba libre de
toda opresión. Esto era lo que decían sus compatriotas periodistas y todos
los líderes del Exilio.
En los artículos no favorables a Calderón escritos por periodistas
gringos, uno leía que la víctima había sido «un mercenario de la C.I.A.
desembarcado en Bahía de Cochinos» y que en tiempos recientes fue
arrestado más de una vez por traficar con armas robadas, que conseguía en
el mercado negro para un grupo de acción ultrasecreto empeñado en
limpiar las calles de Miami de los espías castristas. También mencionaban,
que a la hora de su muerte Elpidio Calderón pudo haber estado traficando
con droga.
La aparición de tres piedras de crac en la escena del crimen tenía
desorientados a los miembros más honorables de «La Brigada», para
aquellos viejos caballos de batalla traficar con armas no era una ignominia,
porque precisamente armas y hombres dispuestos a usarlas era lo que se

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necesitaba para luchar contra Fidel, pero lo de la droga había sido un golpe
bajo e inesperado para todos ellos…
Para mí también, lo confieso; me molestaba.
Añado al potaje que no era este el único ángulo que nada tenía que ver
con el vigoroso patriotismo atribuido a Calderón, otro artículo endosaba la
muerte de Elpidio a un posible crimen pasional ya que el interfecto, en su
condición de solterón maduro, había sido en vida un mujeriego
empedernido. Pero la espina que seguía hincando más a todos era el
hallazgo de las tres piedras de crac debajo de uno de los asientos de su
camioneta. Todo aquello, cuando la prensa local comenzó a relacionarlo,
tejía una imagen muy distinta de Calderón a la que sus antiguos
compañeros de «La Brigada» guardaban de él.
Cuando me presenté ante ellos, acudiendo a un llamado del viejo Patiño,
me juraron y «rejuraron» por el honor del compañero de armas abatido,
que Elpidio Calderón, el brigadista, nada tenía que ver con el tráfico de
drogas y que si había caído de un disparo en la frente no sería por estar
involucrado con ninguna puta o mujer casada, lo ocurrido tenía que estar
vinculado con una ejecución ordenada por el enemigo.
Todos estuvieron de acuerdo en que yo debía probarlo y cuanto antes.
Pero nunca me dijeron cómo.
Sólo me dieron la dirección de un tal Calvo Galván, de quien se
rumoraba que era el líder de aquel grupo clandestino dedicado a eliminar a
los espías fidelistas en suelo yanqui y me «sugirieron» que fuese a verlo.
Así empezó todo…

FIN

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