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Congregación para La Doctrina de La Fe

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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN SOBRE EL ABORTO

I. INTRODUCCIÓN
1. El problema del aborto provocado y de su eventual liberalizació n legal ha llegado a
ser en casi todas partes tema de discusiones apasionadas. Estos debates serían menos
graves si no se tratase de la vida humana, valor primordial que es necesario proteger y
promover. Todo el mundo lo comprende, por má s que algunos buscan razones para
servir a este objetivo, aun contra toda evidencia, incluso por medio del mismo aborto.
En efecto, no puede menos de causar extrañ eza el ver có mo crecen a la vez la protesta
indiscriminada contra la pena de muerte, contra toda forma de guerra, y la
reivindicació n de liberalizar el aborto, bien sea enteramente, bien por "indicaciones"
cada vez má s numerosas. La Iglesia tiene demasiada conciencia de que es propio de su
vocació n defender al hombre contra todo aquello que podría deshacerlo o rebajarlo,
como para callarse en este tema: dado que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, no hay
hombre que no sea su hermano en cuanto a la humanidad y que no esté llamado a ser
cristiano, a recibir de él la salvació n.
2. En muchos países los poderes pú blicos que se resisten a una liberalizació n de las
leyes sobre el aborto son objeto de fuertes presiones para inducirlos a ello. Esto, se
dice, no violaría la conciencia de nadie, mientras impediría a todos imponer la propia
a los demá s. El pluralismo ético es reivindicado como la consecuencia normal del
pluralismo ideoló gico. Pero es muy diverso el uno del otro, ya que la acció n toca los
intereses ajenos má s rá pidamente que la simple opinió n; aparte de que no se puede
invocar jamá s la libertad de opinió n para atentar contra los derechos de los demá s,
muy especialmente contra el derecho a la vida.
3. Numerosos seglares cristianos, especialmente médicos, pero también asociaciones
de padres y madres de familia, hombres políticos o personalidades que ocupan
puestos de responsabilidad, han reaccionado vigorosamente contra esta campañ a de
opinió n. Pero, sobre todo, muchas conferencias episcopales y obispos por cuenta
propia han creído oportuno recordar, sin ambigü edades, la doctrina tradicional de la
Iglesia (1) . Estos documentos cuya convergencia es impresionante ponen
admirablemente de relieve la actitud a la vez humana y cristiana del respeto a la vida.
Ha ocurrido, sin embargo, que varios de entre ellos han encontrado aquí o allá reserva
o incluso contestació n.
4. Encargada de promover y defender la fe y la moral en la Iglesia universal (2) , la
Sagrada Congregació n para la Doctrina de la Fe se propone recordar estas enseñ anzas,
en sus líneas esenciales, a todos los fieles. De este modo, al poner de manifiesto la
unidad de la Iglesia, confirmará con la autoridad propia de la Santa Sede lo que los
obispos han emprendido felizmente. Ella cuenta con que todos los fieles, incluso los
que hayan quedado desconcertados con las controversias y opiniones nuevas,
comprenderá n que no se trata de oponer una opinió n a otra, sino de trasmitir una
enseñ anza constante del Magisterio supremo, que expone la norma de la moralidad a
la luz de la fe (3) . Es, pues, claro que esta declaració n no puede por menos de obligar
gravemente a las conciencias cristianas (4) . Dios quiera iluminar también a todos los
hombres que con corazó n sincero tratan de "realizar la verdad" (Jn. 3, 21).
II. A LA LUZ DE LA FE
5. "Dios no hizo la muerte; ni se goza en la pérdida de los vivientes" (Sab 1, 13).
Ciertamente, Dios ha creado a seres que só lo viven temporalmente y la muerte física
no puede estar ausente del mundo de los seres corporales. Pero lo que se ha querido
sobre todo es la vida y, en el universo visible, todo ha sido hecho con miras al hombre,
imagen de Dios y corona del mundo (Gn 1, 26-28). En el plano humano, "por la envidia
del diablo entró la muerte en el mundo" (Sab 2, 24); introducida por el pecado, la
muerte queda vinculada a él, siendo a la vez signo y fruto del mismo. Pero ella no
podrá triunfar. Confirmando la fe en la resurrecció n, el Señ or proclamará en el
evangelio que "Dios no es el Dios de los muertos, sino de los vivos" (Mt 22, 32), y que
la muerte, lo mismo que el pecado, será definitivamente vencida por la resurrecció n
en Cristo (1 Cor 15, 20-27). Se comprende así que la vida humana, incluso sobre esta
tierra, es preciosa. Infundida por el Creador (5) , es él mismo quien la volverá a tomar
(Gn 2, 7; Sab 15, 11). Ella permanece bajo su protecció n: la sangre del hombre grita
hacia él (Gn 4, 10) y él pedirá cuentas de ella, "pues el hombre ha sido hecho a imagen
de Dios" (Gn 9, 5-6). El mandamiento de Dios es formal: "No matará s" (Éx20, 13). La
vida al mismo tiempo que un don es una responsabilidad: recibida como un "talento"
(Mt 25, 14-30), hay que hacerla fructificar. Para ello se ofrecen al hombre en este
mundo muchas opciones a las que no se debe sustraer; pero má s profundamente el
cristiano sabe que la vida eterna para él depende de lo que habrá hecho de su vida en
la tierra con la gracia de Dios.
6. La tradició n de la Iglesia ha sostenido siempre que la vida humana debe ser
protegida y favorecida desde su comienzo como en las diversas etapas de su
desarrollo. Oponiéndose a las costumbres del mundo grecorromano, la Iglesia de los
primeros siglos ha insistido sobre la distancia que separa en este punto tales
costumbres de las costumbres cristianas. En la Didaché se dice claramente: "No
matará s con el aborto al fruto del seno y no hará s perecer al niñ o ya nacido"(6) .
Atená goras hace notar que los cristianos consideran homicidas a las mujeres que
toman medicinas para abortar; condena a quienes matan a los hijos, incluidos los que
viven todavía en el seno de su madre, "donde son ya objeto de solicitud por parte de la
Providencia divina" (7) . Tertuliano quizá no ha mantenido siempre el mismo
lenguaje; pero no deja de afirmar con la misma claridad el principio esencial: "es un
homicidio anticipado el impedir el nacimiento; poco importa que se suprima la vida ya
nacida o que se la haga desaparecer al nacer. Es ya un hombre aquel que está en
camino de serlo" (8) .
7. A lo largo de toda la historia, los Padres de la Iglesia, sus pastores, sus doctores, han
enseñ ado la misma doctrina, sin que las diversas opiniones acerca del momento de la
infusió n del alma espiritual hayan suscitado duda sobre la ilegitimidad del aborto. Es
verdad que, cuando en la Edad Media era general la opinió n de que el alma espiritual
no estaba presente sino después de las primeras semanas, se hizo distinció n en cuanto
a la especie del pecado y a la gravedad de las sanciones penales; autores dignos de
consideració n admitieron, para este primer período, soluciones casuísticas má s
amplias, que rechazaban para los períodos siguientes. Pero nunca se negó entonces
que el aborto provocado, incluso en los primeros días, fuera objetivamente una falta
grave. Esta condena fue de hecho uná nime. Entre muchos documentos baste recordar
algunos.
El primer Concilio de Maguncia (Alemania), en el añ o 847, reafirma las penas
decretadas por concilios anteriores contra el aborto y determina que sea impuesta la
penitencia má s rigurosa "a las mujeres que provoquen la eliminació n del fruto
concebido en su seno"(9) . El Decreto de Graciano refiere estas palabras del papa
Esteban V: "Es homicida quien hace perecer, por medio del aborto, lo que había sido
concebido"(10) . Santo Tomá s, Doctor comú n de la Iglesia, enseñ a que el aborto es un
pecado grave, contrario a la ley natural(11) . En la época del Renacimiento, el papa
Sixto V condena al aborto con la mayor severidad(12) . Un siglo má s tarde, Inocencio
XI reprueba las proposiciones de ciertos canonistas laxistas que pretendían disculpar
el aborto provocado antes del momento en que algunos colocaban la animació n
espiritual del nuevo ser(13) . En nuestros días, los ú ltimos pontífices romanos han
proclamado con la má xima claridad la misma doctrina: Pío XII ha dado una respuesta
explícita a las objeciones má s graves(14) ; Pío XI ha excluido claramente todo aborto
directo, es decir, aquel que se realiza como fin o como medio(15) ; Juan XXIII ha
recordado la doctrina de los Padres acerca del cará cter sagrado de la vida, "la cual
desde su comienzo exige la acció n creadora de Dios"(16) . Má s recientemente, el
Concilio Vaticano II, presidido por Pablo VI, ha condenado muy severamente el aborto:
"La vida desde su concepció n debe ser salvaguardada con el má ximo cuidado; el
aborto y el infanticidio son crímenes abominables"(17) . El mismo Pablo VI, hablando
de este tema en diversas ocasiones, no ha vacilado en repetir que esta enseñ anza de la
Iglesia "no ha cambiado ya que es inmutable"(18) .
III. TAMBIÉN A LA LUZ DE LA RAZÓN
8. El respeto a la vida humana no es algo que se impone a los cristianos solamente;
basta la razó n para exigirlo, basá ndose en el aná lisis de lo que es y debe ser una
persona. Constituido por una naturaleza racional, el hombre es un sujeto personal,
capaz de reflexionar por sí mismo, de decidir acerca de sus actos y, por tanto, de su
propio destino. Es libre; por consiguiente es dueñ o de sí mismo, o mejor, puesto que
se realiza en el tiempo, tiene capacidad para serlo, ésa es su tarea. Creada
inmediatamente por Dios, su alma es espiritual y, por ende, inmortal. Está abierto a
Dios y solamente en él encontrará su realizació n completa. Pero vive en la comunidad
de sus semejantes, se enriquece en la comunió n interpersonal con ellos, dentro del
indispensable medio ambiente social. De cara a la sociedad y a los demá s hombres,
cada persona humana se posee a sí misma, posee su vida, sus diversos bienes, a
manera de derecho; esto lo exige de todos, en relació n con ella, la estricta justicia.
9. Sin embargo, la vida temporal vivida en este mundo no se identifica con la persona;
ésta tiene en propiedad un nivel de vida má s profundo que no puede acabarse. La vida
corporal es un bien fundamental, condició n para todos los demá s aquí abajo; pero
existen valores má s altos, por los cuales podrá ser lícito y aun necesario exponerse al
peligro de perderlas. En una sociedad de personas, el bien comú n es para cada
persona un fin al que ella debe servir, al que sabrá subordinar su interés particular.
Pero no es su fin ú ltimo; en este sentido es la sociedad la que está al servicio de la
persona, porque ésta no alcanzará su destino má s que en Dios. Ella no puede ser
subordinada definitivamente sino a Dios. No se podrá tratar nunca a un hombre como
simple medio del que se dispone para conseguir un fin má s alto.
10. Sobre los derechos y los deberes recíprocos de la persona y de la sociedad,
incumbe a la moral iluminar las conciencias; al derecho, precisar y organizar las
prestaciones. Ahora bien, hay precisamente un conjunto de derechos que la sociedad
no puede conceder porque son anteriores a ella, pero que tiene la misió n de preservar
y hacer valer: tales son la mayor parte de los llamados hoy día "derechos del hombre",
y de cuya formulació n se gloría nuestra época.
11. El primer derecho de una persona humana es su vida. Ella tiene otros bienes y
algunos de ellos son má s preciosos; pero aquél es el fundamental, condició n para
todos los demá s. Por esto debe ser protegido má s que ningú n otro. No pertenece a la
sociedad ni a la autoridad pú blica, sea cual fuere su forma, reconocer este derecho a
uno y no reconocerlo a otros: toda discriminació n es inicua, ya se funde sobre la raza,
ya sobre el sexo, el color o la religió n. No es el reconocimiento por parte de otros lo
que constituye este derecho; es algo anterior; exige ser reconocido y es absolutamente
injusto rechazarlo.
12. Una discriminació n fundada sobre los diversos períodos de la vida no se justifica
má s que otra discriminació n cualquiera. El derecho a la vida permanece íntegro en un
anciano, por muy reducido de capacidad que esté; un enfermo incurable no lo ha
perdido. No es menos legítimo en un niñ o que acaba de nacer que en un hombre
maduro. En realidad el respeto a la vida humana se impone desde que comienza el
proceso de la generació n. Desde el momento de la fecundació n del ó vulo, queda
inaugurada una vida que no es ni la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser
humano que se desarrolla por sí mismo. No llegará a ser nunca humano si no lo es ya
entonces.
13. A esta evidencia de siempre -totalmente independiente de las disputas sobre el
momento de la animació n(19)-, la ciencia genética moderna aporta preciosas
confirmaciones. Ella ha demostrado que desde el primer instante queda fijado el
programa de lo que será este ser viviente: un hombre, individual, con sus notas
características ya bien determinadas. Con la fecundació n ha comenzado la aventura de
una vida humana, cada una de cuyas grandes capacidades exige tiempo, un largo
tiempo, para ponerse a punto y estar en condiciones de actuar. Lo menos que se puede
decir es que la ciencia actual, en su estado má s evolucionado, no da ningú n apoyo
sustancial a los defensores del aborto. Por lo demá s, no es incumbencia de las ciencias
bioló gicas dar un juicio decisivo acerca de cuestiones propiamente filosó ficas y
morales, como son la del momento en que se constituye la persona humana y la
legitimidad del aborto. Ahora bien, desde el punto de vista moral, esto es cierto:
aunque hubiese duda sobre la cuestió n de si el fruto de la concepció n es ya una
persona humana, es objetivamente un pecado grave el atreverse a afrontar el riesgo
de un homicidio. "Es ya un hombre aquel que está en camino de serlo"(20) .
IV. RESPUESTA A ALGUNAS OBJECIONES
14. La ley divina y la ley natural excluyen, pues, todo derecho a matar directamente a
un hombre inocente.
Sin embargo, si las razones aducidas para justificar un aborto fueran claramente
infundadas y faltas de peso, el problema no sería tan dramá tico: su gravedad estriba
en que en algunos casos, quizá bastante numerosos, rechazando el aborto se causa
perjuicio a bienes importantes que es normal tener en aprecio y que incluso pueden
parecer prioritarios. No desconocemos estas grandes dificultades: puede ser una
cuestió n grave de salud, muchas veces de vida o muerte para la madre; a la carga que
supone un hijo má s, sobre todo si existen buenas razones para temer que será
anormal o retrasado; la importancia que se da en distintos medios sociales a
consideraciones como el honor y el deshonor, una pérdida de categoría, etcétera.
Debemos proclamar absolutamente que ninguna de estas razones puede jamá s dar
objetivamente derecho para disponer de la vida de los demá s, ni siquiera en sus
comienzos; y, por lo que se refiere al futuro desdichado del niñ o, nadie, ni siquiera el
padre o la madre, pueden ponerse en su lugar, aunque se halle todavía en estado de
embrió n, para preferir en su nombre la muerte a la vida. Ni él mismo, en su edad
madura, tendrá jamas derecho a escoger el suicidio; mientras no tiene edad para
decidir por sí mismo, tampoco sus padres pueden en modo alguno elegir para él la
muerte. La vida es un bien demasiado fundamental para ponerlo en balanza con otros
inconvenientes, incluso mas graves(21) .
15. El movimiento de emancipació n de la mujer, en cuanto tiende esencialmente a
liberarla de todo lo que constituye una injusta discriminació n, está perfectamente
fundado(22) . Queda mucho por hacer, dentro de las diversas formas de cultura,
respecto de este punto; pero no se puede cambiar la naturaleza, ni sustraer a la mujer,
lo mismo que al hombre, de lo que la naturaleza exige de ellos. Por otra parte, toda
libertad pú blicamente reconocida tiene siempre como límite los derechos ciertos de
los demá s.
16. Otro tanto hay que decir acerca de la reivindicació n de la libertad sexual. Si con
esta expresió n se entendiera el dominio progresivamente conquistado por la razó n y
por el amor verdaderos sobre los impulsos del instinto, sin menos precio del placer,
aunque manteniéndolo en su justo puesto -y tal sería en este campo la ú nica libertad
auténtica-, nada habría que objetar al respecto; pero semejante libertad se guardaría
siempre de atentar contra la justicia. Si, por el contrario, se entiende que el hombre y
la mujer son "libres" para buscar el placer sexual hasta la saciedad, sin tener en cuenta
ninguna ley ni la orientació n esencial de la vida sexual hacia sus frutos de fecundidad
(23) , esta idea no tiene nada de cristiano; y es incluso indigna del hombre. En todo
caso, no da ningú n derecho a disponer de la vida del pró jimo, aunque se encuentre en
estado embrionario, ni a suprimirla con el pretexto de que es gravosa.
17. Los progresos de la ciencia abren y abrirá n cada vez má s a la técnica la posibilidad
de intervenciones refinadas cuyas consecuencias pueden ser muy graves, tanto para
bien como para mal. Se trata de conquistas, en sí mismas admirables, del espíritu
humano. Pero la técnica no podrá sustraerse del juicio de la moral, porque esta hecha
para el hombre y debe respetar sus finalidades. Así como no hay derecho a utilizar
para un fin cualquiera la energía nuclear, tampoco existe autorizació n para manipular
la vida humana de la forma que sea: el progreso de la ciencia debe estar a su servicio,
para asegurar mejor el juego de sus capacidades normales, para prevenir o curar las
enfermedades, para colaborar al mejor desarrollo del hombre. Es cierto que la
evolució n de las técnicas hace cada vez má s fá cil el aborto precoz; pero el juicio moral
no cambia.
18. Sabemos qué gravedad puede revestir para algunas familias y para algunos países
el problema de la regulació n de nacimientos: por eso el ú ltimo Concilio, y después la
encíclica Humanae vitae , del 25 de julio de 1968, han hablado de "paternidad
responsable"(24) . Lo que queremos reafirmar con fuerza, como lo han recordado la
constitució n conciliar Gaudium et spes, la encíclica Populorum progressio y otros
documentos pontificios, es que jamá s, bajo ningú n pretexto, puede utilizarse el aborto,
ni por parte de una familia, ni por parte de la autoridad política, como medio legítimo
para regular los nacimientos(25) . La violació n de los valores morales es siempre, para
el bien comú n, un mal má s grande que cualquier otro dañ o de orden econó mico o
demográ fico.
V. LA MORAL Y EL DERECHO
19. En casi todas partes la discusió n moral va acampanada de graves debates
jurídicos. No hay país cuya legislació n no prohíba y no castigue el homicidio. Muchos,
ademá s, han precisado esta prohibició n y sus penas en el caso especial del aborto
provocado. En nuestros días, un vasto movimiento de opinió n reclama una
liberalizació n de esta ultima prohibició n. Existe ya una tendencia bastante
generalizada a querer restringir lo má s posible toda legislació n represiva, sobre todo
cuando la misma parece entrar en la esfera de la vida privada. Se repite ademá s el
argumento del pluralismo: si muchos ciudadanos, en particular los fieles a la Iglesia
cató lica, condenan el aborto, otros muchos lo juzgan lícito, al menos a título de mal
menor; ¿por qué imponerles el seguir una opinió n que no es la suya, sobre todo en
países en los cuales sean mayoría? Por otra parte, allí donde todavía existen, las leyes
que condenan el aborto se revelan difíciles de aplicar: el delito ha llegado a ser
demasiado frecuente como para que pueda ser siempre castigado y los poderes
pú blicos encuentran a menudo má s prudente cerrar los ojos. Pero el mantener una ley
que ya no se aplica no se hace nunca sin detrimento para el prestigio de todas las
demá s. Añ á dase que el aborto clandestino expone a las mujeres que se resignan a
recurrir a él a los mas grandes peligros para su fecundidad y también, con frecuencia,
para su vida. Por tanto, aunque el legislador siga considerando el aborto como un mal,
¿no puede proponerse limitar sus estragos?
20. Estas razones, y otras mas que se oyen de diversas partes, no son decisivas. Es
verdad que la ley civil no puede querer abarcar todo el campo de la moral o castigar
todas las faltas. Nadie se lo exige. Con frecuencia debe tolerar lo que en definitiva es
un mal menor para evitar otro mayor. Sin embargo, hay que tener cuenta de lo que
puede significar un cambio de legislació n. Muchos tomará n como autorizació n lo que
quizá no es má s que una renuncia a castigar. Má s aú n, en el presente caso, esta
renuncia hasta parece incluir, por lo menos, que el legislador no considera ya el aborto
como un crimen contra la vida humana, toda vez que en su legislació n el homicidio
sigue siendo siempre gravemente castigado. Es verdad que la ley no está para zanjar
las opiniones o para imponer una con preferencia a otra. Pero la vida de un niñ o
prevalece sobre todas las opiniones: no se puede invocar la libertad de pensamiento
para arrebatá rsela.
21. La funció n de la ley no es la de registrar lo que se hace, sino la de ayudar a hacerlo
mejor. En todo caso, es misió n del Estado preservar los derechos de cada uno,
proteger a los má s débiles. Será necesario para esto enderezar muchos entuertos. La
ley no está obligada a sancionar todo, pero no puede ir contra otra ley má s profunda y
má s augusta que toda ley humana, la ley natural inscrita en el hombre por el Creador
como una norma que la razó n descifra y se esfuerza por formular, que es menester
tratar de comprender mejor, pero que siempre es malo contradecir. La ley humana
puede renunciar al castigo, pero no puede declarar honesto lo que sea contrario al
derecho natural, pues una tal oposició n basta para que una ley no sea ya ley.
22. En todo caso debe quedar bien claro que un cristiano no puede jamá s conformarse
a una ley inmoral en sí misma; tal es el caso de la ley que admitiera en principio la
licitud del aborto. Un cristiano no puede ni participar en una campañ a de opinió n en
favor de semejante ley, ni darle su voto, ni colaborar en su aplicació n. Es, por ejemplo,
inadmisible que médicos o enfermeros se vean en la obligació n de prestar
cooperació n inmediata a los abortos y tengan que elegir entre la ley cristiana y su
situació n profesional.
23. Lo que por el contrario incumbe a la ley es procurar una reforma de la sociedad, de
las condiciones de vida en todos los ambientes, comenzando por los menos
favorecidos, para que siempre y en todas partes sea posible una acogida digna del
hombre a toda criatura humana que viene a este mundo. Ayuda a las familias y a las
madres solteras, ayuda asegurada a los niñ os, estatuto para los hijos naturales y
organizació n razonable de la adopció n: toda una política positiva que hay que
promover para que haya siempre una alternativa concretamente posible y honrosa
para el aborto.
VI. CONCLUSIÓN
24. Seguir la propia conciencia obedeciendo a la ley de Dios, no es siempre un camino
fá cil; esto puede imponer sacrificios y cargas, cuyo peso no se puede desestimar; a
veces se requiere heroísmo para permanecer fieles a sus exigencias. Debemos
subrayar también, al mismo tiempo, que la vía del verdadero desarrollo de la persona
humana pasa por esta constante fidelidad a una conciencia mantenida en la rectitud y
en la verdad, y exhortar a todos los que poseen los medios para aligerar las cargas que
abruman aú n a tantos hombres y mujeres, a tantas familias y niñ os, que se encuentran
en situaciones humanamente sin salida.
25. La perspectiva de un cristiano no puede limitarse al horizonte de la vida en este
mundo; él sabe que en la vida presente se prepara otra cuya importancia es tal, que los
juicios se deben hacer sobre la base de ella(26) . Desde este punto de vista, no existe
aquí abajo desdicha absoluta, ni siquiera la pena tremenda de criar a un niñ o
deficiente. Tal es el cambio radical anunciado por el Señ or: "Bienaventurados los que
lloran, porque ellos será n consolados" (Mt 5, 5). Sería volver las espaldas al evangelio
medir la felicidad por la ausencia de penas y miserias en este mundo.
26. Pero esto no significa que uno pueda quedar indiferente a estas penas y a estas
miserias. Toda persona de corazó n y ciertamente todo cristiano, debe estar dispuesto
a hacer lo posible para ponerles remedio. Esta es la ley de la caridad, cuyo primer
objetivo debe ser siempre instaurar la justicia. No se puede jamá s aprobar el aborto;
pero por encima de todo hay que combatir sus causas. Esto comporta una acció n
política, y ello constituirá en particular el campo de la ley. Pero es necesario, al mismo
tiempo, actuar sobre las costumbres, trabajar a favor de todo lo que puede ayudar a
las familias, a las madres, a los niñ os. Ya se han logrado progresos admirables por
parte de la medicina al servicio de la vida; puede esperarse que se hará n mayores
todavía, en conformidad con la vocació n del médico, que no es la de suprimir la vida,
sino la de conservarla y favorecerla al má ximo. Es de desear igualmente que se
desarrollen, dentro de las instituciones apropiadas o, en su defecto, en las suscitadas
por la generosidad y la caridad cristiana, toda clase de formas de asistencia.
27. No se trabajará con eficacia en el campo de las costumbres má s que luchando
igualmente en el campo de las ideas. No se puede permitir que se extienda, sin
contradecirla, una manera de ver y, má s aun, posiblemente de pensar, que considera
la fecundidad como una desgracia. Es verdad que no todas las formas de civilizació n
son igualmente favorables a las familias numerosas; estas encuentran obstá culos
mucho má s graves en una civilizació n industrial y urbana. También la Iglesia ha
insistido en tiempos recientes sobre la idea de paternidad responsable, ejercicio de
una verdadera prudencia humana y cristiana. Esta prudencia no sería auténtica si no
llevase consigo la generosidad; debe ser consciente de la grandeza de una tarea que es
cooperació n con el Creador para la trasmisió n de la vida que da a la comunidad
humana nuevos miembros y a la Iglesia, nuevos hijos. La Iglesia de Cristo tiene
cuidado fundamental de proteger y favorecer la vida. Ciertamente piensa ante todo en
la vida que Cristo vino a traer: "He venido para que los hombres tengan vida y la
tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Pero la vida proviene de Dios en todos sus niveles,
y la vida corporal es para el hombre el comienzo indispensable. En esta vida terrena,
el pecado ha introducido, multiplicado, hecho má s pesadas la pena y la muerte, pero
Jesucristo, tomando sobre si esta carga, las ha transformado: para quien cree en él, el
sufrimiento e incluso la muerte, se convierten en instrumentos de resurrecció n. Por
eso puede decir san Pablo: "Considero que los sufrimientos del tiempo presente no
guardan proporció n con la gloria que se debe manifestar en nosotros" (Rom 8, 18) y, si
hacemos la comparació n, añ adiremos con él: "nuestras tribulaciones, leves y
pasajeras, nos producen eterno caudal de gloria, de una medida que sobrepasa toda
medida" (2 Cor 4, 17).
El sumo pontífice Pablo VI, en la audiencia concedida al infrascrito secretario de la
Sagrada Congregació n para la Doctrina de la Fe, el día 25 de junio de 1974, ratificó ,
confirmó y mandó que se publicara la presente declaració n sobre el aborto provocado.
Dado en Roma, en la sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 18 de
noviembre, dedicación de las basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, en el año
del Señor de 1974.

Cardenal Franjo SEPER


Prefecto
Jerôme HAMER
arzobispo titular de Lorium
Secretario.

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