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Astartes (De Ángeles y Demonios) CAra Gonz

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Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los

apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra


por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el
tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra
sin la autorización previa y por escrito de la autora, a quienes se puede contactar
a través de Facebook, Instagram y/o correo electrónico.

Diseño de Portada: Ara Gonz


Julio 2023-Primera edición digital
Todos los derechos reservados ©Safe Creative 2307304926684

Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos


que aparecen son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el
marco de la ficción. Cualquier parecido con personas reales, empresas,
acontecimientos o lugares es mera coincidencia.
Astartes

Un cuento de

ARA GONZ
No es que morir nos duela,
sino que vivir nos lastima más.
.
Emily Dickinson
Ella ascendió a la tierra para escapar de una vida solitaria y triste.
Él descendió para guiar a las almas sufrientes.
Un encuentro imprevisto.
Un momento robado.
Un orgasmo inesperado.
Y sus mundos colapsaron.

«Nuestro destino está escrito en las estrellas».

Él dijo llamarse Levy y utilizó como excusa la peste negra para llevarla
consigo.
Ella obedeció y se perdió en su mirada.
Él creyó en mentiras. Ella, que él estaba muerto.
Él juró venganza; ella se quitó el corazón.

«Haré vino con tus lágrimas, princesa»


Primer recuerdo

Astartes no estaba feliz; su hermano actuaba como idiota. ¿Acaso no


había aprendido de su padre? Negó con la cabeza mientras un extraño sonido
escapaba de su garganta. Todo se complicaría en el inframundo.
Si buceaba en los rincones más oscuros de su mente, el recuerdo más
lejano que tenía era junto a su madre y eso solo provocaba un dolor profundo
que le apretaba el pecho y las lágrimas amenazaban con caer. Respiró profundo y
se negó a llorar; ella nunca lloraba. No, desde aquella fatídica noche cuando le
informaron que sus padres perdieron la vida.
Odiaba al creador.
Aprendió, desde muy pequeña, que las lágrimas eran signo de debilidad y
ella estaba cansada de ser vista como una niña frágil. Además, no servían para
nada pues no revivían a los muertos.
Alzó la falda roja que llevaba y apresuró su andar hasta alcanzar la gran
cripta de la familia. El día era particularmente frío y gris. Un manto de neblina
se elevaba frente a sus ojos y casi se unía con las nubes negras que descendían
sobre sus tierras. Una mañana como las que su padre amaba.
Aquel día, la joven princesa cumplía sus diecisiete años y, en su mundo,
era el día en que se proclamaba su paso a la vida adulta. De nuevo gruñó; ella no
quería ser adulta ni tener que contraer matrimonio con un demonio de otras
tierras. Astartes soñaba con ser libre y visitar la tierra de los mortales, pero su
hermano le negó ese deseo. También le negó la posibilidad de elegir a su
compañero.
Desde que sus padres murieron, Satanás ascendió al trono y la obligó a
mantener una enloquecedora vida solitaria. Por supuesto que comprendía sus
miedos, pero eso no significaba que le sentara bien sus órdenes. También ella
había quedado huérfana, ¡joder!
Su padre fue Belcebú, el primer ángel desterrado; un ser mezquino y
despiadado según las palabras del creador mas ella difería de esa visión; su padre
fue el más maravilloso de los siete reinos. Su único delito fue enamorarse de la
primera guardiana del oráculo y huir junto a ella para ser felices.
Astartes nunca entendió por qué las guardianas del oráculo debían ser
vírgenes. Las excusas del creador eran tontas; ella misma podía ver el alma de
las personas y no necesitaba ser…
Detuvo sus pasos al entender que, si ella manifestaba los mismos poderes
que su madre, era porque aún conservaba su inocencia.
¡Malditos todos!
Retomó su marcha y entró a la cripta. A medida que descendía, el aire se
tornaba más frío y húmedo. Ella prendió una antorcha y terminó de bajar, se
acercó hasta la urna de su madre y acarició con el índice derecho aquella
inscripción que sabía de memoria.

Aquí yace Lilith de Averno, primera reina del inframundo. Diosa justa,
amada esposa y paciente madre. No necesitó alas para vencer y gobernar.

De nuevo, un nudo doloroso se formó en la garganta de Astartes;


necesitaba a su madre.
—Tengo miedo —susurró—. No sé si podré gobernar como tú, madre.
Mi destino es distinto, lo siento aquí —golpeó su pecho con el puño cerrado—.
Por favor, dime qué debo hacer.
Se dejó caer de rodillas y se arrastró hacia el rincón más lejano de la
cripta. Abrazó sus piernas y posó la frente contra las rodillas. Comenzó a cantar
aquella oscura canción de guerra que su madre le cantaba cuando niña, esa que
hablaba de las andanzas de Belcebú y describía todas sus victorias sobre el cielo.
Satanás sería tan buen rey como su padre; ella no podía ser como su
madre.
Pidió un milagro y el cielo tronó. A lo lejos, escuchó el rugido del viento
pero no detuvo sus cánticos. La tormenta aumentó y el cansancio se apoderó de
la solitaria princesa. Quedó dormida poco tiempo después, entre sombras y
melodías de antaño.

Astartes despertó con el sonido de un trueno cercano. El corazón le latía


con fuerza y nada tenía que ver con la tormenta sino con ese extraño sueño que
tuvo. Ella vio a su madre, quien la miró a los ojos y dijo:
«Aquel que te ame es el que perderás una vez; no dos. Te encontrará en
la oscuridad y amará tu luz.
Los caminos estarán llenos de sangre, pequeña Astartes, mas tu destino
será el que una al sol y la luna.
Noche y día serán uno cuando entregues tu alma al guardián de fuego»
¿Qué significaban esas palabras? La joven princesa no tenía idea.
Regresó al castillo con la mente turbada y el corazón palpitando de
manera tan violenta que le dificultaba respirar. Algo sucedería en breve. Ella lo
sabía; su intuición nunca fallaba.
Algo que cambiaría su destino para siempre.

Se suponía que la fiesta era en su honor pero todo cambió cuando


Herlinde ingresó a los grandes salones del palacio. Hacía poco tiempo que su
hermano la había raptado —o, al menos, es lo que decían en las tierras de luz—
y desde el primer momento se ganó la admiración de todos.
Satanás se enamoró de esa guardiana —al igual que su padre cayó
rendido ante su madre— y no dudó en arrebatarla del cielo. Astartes sabía que
aquello era un desafío abierto y descarado hacia el creador.
Cuando la trajo consigo, su hermano no le dijo los pormenores de la
historia y eso le molestó. Era la primera vez que su hermano la dejaba fuera de
su vida. Entendió, pues, que Satanás eligió al ángel por sobre su pequeña
hermana.
Estaba sola en la vida.
Aunque él le dijera que la amaba, cada día que pasaba era prueba
irrefutable de que los deseos caprichosos de Herlinde gobernaban sobre las
súplicas tímidas de Astartes. Ella odiaba a esa bruja.
Herlinde sonrió y avanzó hacia Satanás; la muy bruja llevaba un vestido
de color vino. Astartes apretó los dientes molesta; se suponía que ese era su
color y nadie debía vestirlo en la fiesta. Esa maldita levantó la barbilla y caminó
con soberbia; su hermano le tendió la mano y aceptó bailar con Herlinde,
ignorando todo protocolo.
Se suponía que solo Astartes vestiría de rojo.
Se suponía que ella abriría el baile.
Se suponía que todos admirarían a la hija morena de Belcebú.
Se suponía que aquel era su momento.
Herlinde lo robó todo.
Astartes tuvo deseos de llorar mas no lo hizo. ¿Por qué sentía esa
angustia tan profunda? Algo estaba cambiando dentro de su alma.
Optó por no mostrar debilidad y también por dejar en claro su
descontento; entonces, caminó con cuidado entre los comensales y se deslizó
fuera de la fiesta. Los íncubos de la guardia real la miraron de reojo, sin perder
su postura erguida. Astartes sabía que nadie desconfiaría de ella pues siempre
fue una pequeña obediente.
Desde hoy ya no lo sería.
Simuló ir hacia sus aposentos e informó a su guardia real que necesitaba
un tiempo a solas.
—La fiesta es abrumadora para mí —mintió.
—Por supuesto, su alteza.
Ella cerró sus puertas con llave antes de moverse hacia su pequeño
escritorio. Aquel lugar le perteneció a su madre y se lo dieron cuando cumplió
catorce años; lo amó desde el primer momento pues le recordaba a quien ya no
estaba.
Días atrás, descubrió por azar un pasadizo secreto y vagó por él en las
noches; llegaban hasta el bosque.
Astartes se quitó las ropas y zapatos que tenía y se disfrazó de aldeana. Si
todo lo que leyó en los diarios ocultos de su madre era verdad, ella podía escapar
al mundo de los mortales.
Tenía que intentarlo.
Atravesó los oscuros, húmedos y fríos laberintos de sal hasta alcanzar su
objetivo: la puerta roja. Empujó la hoja con las dos manos y un mundo distinto
apareció ante su ojos: había llegado a la tierra anhelada.
Segundo recuerdo.

Casi pierde el equilibrio a causa de la nieve que se acumulaba bajo sus


pies. No entendía cómo podían los mortales soportar el gélido viento que los
rodeaba. No es que aquello le disgustara pues, en su mundo, el frío era un
elemento de equilibrio; además, los seres alados temían al frío y la oscuridad y
eso los ayudaba a mantenerlos lejos de sus territorios.
Entonces, aquel clima inhóspito no tenía sentido. No, cuando el creador
diseñó un mundo acordé a los gustos de los seres alados. Esa extraña tierra
repleta de humanos, tenía más elementos en común con el inframundo que con el
universo blanco.
Miró hacia el frente y extendió las manos con las palmas hacia arriba.
Los suaves copos que caían le humedecieron la piel y le hicieron cosquillas;
sonrió de lado. Amaba esa sensación.
Aquel lugar era más hermoso de lo que imaginó jamás; también se veía
triste y solitario. Se preguntó si realmente era así o su tristeza empañaba las
vistas. Quizás nunca obtuviera respuesta.
El pequeño poblado dónde se escondió estaba junto al mar. Por extraño
que pareciera, su hermano no envió a sus soldados para regresarla a casa y esa
verdad le apretó el corazón; Satanás solo tenía ojos para Herlinde. Los celos la
mataban; quería a esa intrusa fuera de sus vidas.
También quería a sus padres de vuelta.
Astartes apretó los labios e inspiró con fuerza. La ira fluyó por sus venas
y el viento azotó con más violencia. El sonido de las olas que golpeaban contra
los acantilados se sintió como una dulce canción de cuna. A ella le encantaba
visitar ese lugar cada noche, cuando todos dormían. Se sentía libre… y ella
misma.
Libre para disfrutar del bravío golpe del agua contra los acantilados.
Libre para fluir en su furia y maldecir a su hermano.
Libre para expresar su dolor fiero e inusitado.
Libre para soñar con una vida diferente y moverse en un mundo donde
nada le fuera impuesto o quitado.
Mientras dejaba que la noche acariciara su alma, la falda del vestido se
humedeció y el olor a nieve se mezcló con el de la sal en sus fosas nasales.
Una delicia.
Entonces, lo sintió.
Un leve cosquilleo que nació en su nuca y se extendió por su columna
vertebral, como si fuera un fuego inusitado que la llevó a cerrar la mano derecha
alrededor de su cuello y jadear. Su sexo sintió una corriente eléctrica la atrapara
y la quemazón fue insoportable. Gimió de nuevo y cayó de rodillas; el calor no
paraba.
Astartes se removió inquieta, apretó los muslos más su sexo comenzó a
hervir con tanta fuerza que debió clavar las manos en la nieve. El humo blanco y
espeso que escapó de sus labios se perdió en la oscuridad de la noche y apretó
las piernas un poco más…
Entonces, sus ojos sorprendidos ante las inesperadas contracciones que
sufrió su vagina y una ola de placer desconocido la atravesaba de tal manera que
arqueó la espalda y gritó.
Había experimentado su primer orgasmo.
El mundo giró de manera errática y se esfumaba a su alrededor. Astartes
se perdió dentro de una burbuja de goce tan profundo que comenzó a perder la
conciencia y, mientras lo hacía, divisó a una figura alta que se acercaba hasta
ella.
El extraño tenía los cabellos blancos, largos y sueltos; piel brillosa,
mirada profunda y un aura empañada de deseo irrefrenable.
«Es el ángel más hermoso», pensó y cayó en la oscuridad.

Despertó desorientada y presa de una necesidad que desconocía.


La cama que la cobijó durante los últimos meses se sintió dura y fría; el
olor a humedad y cebollas rancias le recordó dónde se encontraba: en los
calabozos del viejo almirante Lynch. Torció los labios y se sentó en el catre;
odiaba ese lugar.
Odiaba que fuera la única opción disponible cuando quiso pasar
desapercibida en esas tierras y el hambre apretó en sus entrañas.
Odiaba no tener más alternativa que servir a un viejo asqueroso y
tramposo; también odió no poder usar sus poderes porque, de hacerlo, Satanás la
encontraría y volver a casa no entraba en sus planes.
Astartes quiso levantarse mas la voz rasposa de la vieja doncella ciega
del almirante la detuvo.
—No sé qué pasó contigo, niña—murmuró la mujer, con la vista perdida
en la nada—, pero no puedes dormir dos días seguidos.
Astartes frunció el ceño. ¿Dormir dos días seguidos? Imposible. Los
demonios no dormían tanto… excepto que cayeran bajo un hechizo y ella fue
cuidadosa con su origen; las damas de la luna no la invocarían.
La mujer suspiró ante los movimientos de la princesa oscura y caminó
despacio.
—¿Cómo…? ¿Cómo llegué hasta aquí?
—¿No lo recuerdas?
—No.
—Escuché ruidos y vine. Murmurabas entre sueños y, al tocarte, descubrí
que estabas mojada y fría. Te desvestí y cubrí con mi manta.
Astartes miró el catre y sintió un poco de pena por la vieja sirvienta.
Estaba segura que había pasado frío esas dos noches; también se sintió culpable
por haberla obligado a cuidar de ella.
Aquellos sentimientos no eran normales en un demonio y esa verdad la
llevó a fruncir el ceño. ¿Qué estaba mal a su alrededor?
—Lo siento —expresó en voz baja.
—El almirante preguntó varias veces por ti.
—Le dijiste que yo…
—Le dije que estabas mal y que lo mejor sería que te mantuviera aislada;
obedeció porque tuvo miedo que fuera la peste.
—Pero no es peste.
—Quizás no.
—En caso de que lo fuera, no deberías estar aquí —replicó aun sabiendo
que era imposible que contrajera males de los humanos. La vieja doncella no
conocía su identidad y así debía continuar.
—Mi vida está llegando a su fin, pequeña; puedo sentir cómo la muerte
respira a mis espaldas.
Astartes quiso decirle que no se equivocaba pero calló por piedad. Pensó
en lo injusto que era todo en este mundo mientras miraba de reojo a la muerte
que seguía a la mujer con ojos hambrientos.
Tan solo vete y déjala ser feliz.
La dama negra abrió su horrorosa boca y rió sin sonido; Astartes la odió
un poco más. Sabía que no podía intervenir y la impotencia pesó en su espalda.
El silencio las envolvió y eso le sirvió a la princesa para analizar un
montón de detalles que dejó pasar hasta ese momento. Desde su llegada, el
mundo comenzó a cambiar y aquello que llamaban «la peste» se expandía con la
velocidad del viento. Apretó los puños al comprender que eso era parte de su
castigo. No estaba segura si provino de la mano del creador o fue su propio
hermano quien generó los males pero era evidente que estaba dirigido a ella.
¿Debía volver a casa?
La puerta del calabozo se abrió y la luz del sol la llevó a entrecerrar los
ojos. Dos figuras masculinas se dibujaron frente a la abertura; el almirante venía
acompañado. Astartes tragó saliva y bajó la mirada ante una sensación extraña y
angustiante que revoloteó en su estómago. Odiaba tener esos momentos de
incertidumbre que le anticipaban que algo sucedería.
Desde niña manifestó aquella particular condición mas nunca pudo
definir si esos presagios provenían de buenas o malas noticias. Satanás le explicó
que aquel «don» lo heredó de su madre y que solo ella podía enseñarle cómo
interpretarlos.
Una pena que su madre muriera tan pronto.
Otra vez, odió a la muerte por intervenir en su vida.
—Es aquella; la que está sentada en el camastro, doctor.
La voz del almirante la hizo levantar la cabeza. El viejo maldito se
mantuvo en el lugar mientras su acompañante comenzó a descender las
escaleras. Los sonidos de las botas contra los pisos de piedra hicieron eco en el
lugar.
Astartes tragó duro; la sensación en sus entrañas se intensificó y un
escalofrío recorrió su espalda. A medida que el médico se acercaba, distinguió
mejor su figura. Era descomunalmente alto —quizás un poco más que ella— y
con un andar que le quitaba el aliento.
Los calambres extraños que sentía en su estómago se deslizaron ardientes
hasta ese lugar entre sus piernas; ningún humano le había generado aquello.
—Mírame, forastera.
Aquella voz…
Ella ladeó la cabeza, levantó la mirada y frunció el ceño cuando el
extraño se puso en su campo de visión. Inspiró profundamente e intentó
descubrir quién era mas la máscara negra que llevaba le negó esa posibilidad.
Por primera vez en mucho tiempo, deseó que alguien se quitará ese
ridículo disfraz que solían llevar los médicos. Es que aquella horrible cosa con
nariz larga, ganchuda y en forma de pico de ave, la enloquecía por completo y la
curiosidad se instaló en su interior como un ardiente fuego que crecía y crecía.
El hombre la observó en silencio por un tiempo que fue eterno y el
corazón de la princesa latió desbocado.
Esos ojos desconocidos brillaron al mutar del celeste más claro al
amarillo más profundo; fue solo un instante pero ella lo vio.
Él no era humano.
Astartes contuvo el aliento ante aquella revelación. ¿Sería un enviado de
Satanás? Si aquel fuera el caso, no tenía opciones a su alcance; no podía evitar lo
inevitable. Entonces, hundió los hombros, bajó la mirada y cedió ante el extraño.
Se perdió en su propia mente y actuó por inercia. Pocos detalles pudo
retener de aquel momento y de los que le siguieron.
Fue trasladada de lugar; quizás vendida como mala mercancía por un
almirante cruel que trataba a sus sirvientes como objetos de intercambio. Juró en
silencio que pactaría con la muerte para que ese maldito tuviera el peor de los
finales.
—¿Y qué estarías dispuesta a dar? —le susurró la susodicha en su
cabeza.
—Lo que desees.
—Tus lágrimas infinitas.
—No me quedan lágrimas —respondió Astartes mientras subía al
destartalado carruaje que la llevaría a su nuevo destino.
—Derramarás lágrimas de sangre—sentenció la muerte.
—Me da igual todo. Toma mis lágrimas y mi jodido corazón si quieres
pero haz que ese estúpido almirante tenga el peor de los finales.
La princesa oscura miró sus manos y se mantuvo erguida mientras el
extraño se sentaba frente a ella. Un olor particular invadió la caja y sin poder
controlarlo, Astartes aspiró profundo.
Olor a nubes grises y brisas furiosas.
Amaba el perfume de las tormentas.
—Tendrás el mundo a tus pies si me das aquello que te pido —el susurro
de la muerte la hizo regresar de ese extraño momento de éxtasis.
—No sé qué más puedo darte; no tengo nada.
—Me llevaré tu corazón puro y te dejaré de obsequio un manto de
sufrimiento.
—¿Crees que me asustas? Solo haz que sufra.
—Fue tu elección, princesa Astartes.
—Pero no volveré a casa.
—Última oportunidad —insistió La muerte—; la decisión es tuya,
muchacha.
—Es eso lo que decido.
—Bien.
—Bien.
Astartes experimentó una extraña opresión en el pecho y las ganas de
llorar surgieron en su interior. A lo lejos, creyó escuchar un susurro grave —casi
tenebroso— y la respuesta de la muerte sonó como el siseo de las víboras. Ella
no comprendió qué decían.
—Astartes…
—¿Si?
—Haré un trato contigo —develó la muerte—. Es lo que me exigen.
—¿Quiénes?
—Eso no importa ahora. Solo escucha pues ya no me queda tiempo.
—¿Por qué…?
—¡Calla de una vez!
Astartes apretó los puños y miró hacia afuera; el carruaje se alejaba de la
comarca y se acercaba a los caminos que conducían a las altas montañas. ¿Irían a
la casa del misterioso hombre solitario?
—Escucha, niña —insistió la muerte—. Este trato se romperá cuando
decidas sacrificarte por quienes amas y el hechizo acabará cuando tu alma
acepte la luz; mientras tanto, perderás al único dueño de tu corazón y llorarás
su ausencia una y otra vez.
Astartes quiso reír fuerte pero se contuvo; no quería que el extraño que
viajaba a su lado pensara que estaba loca. Él no podía escuchar la charla
silenciosa que mantuvo con su archienemiga codiciosa; tampoco la conocía tanto
como para entender que ella jamás amaría.
Su padre la había abandonado al morir, su hermano al elegir a Herlinde,
¿cómo alguien podía creer que ella entregaría su corazón a un hombre? Ella
jamás amaría a nadie; no de manera romántica, al menos.
—Tenemos un trato —confirmó Astartes antes de recostarse en el asiento
y cerrar los ojos.
De pronto, se sintió cansada; muy muy cansada. Su cuerpo entró en un
estado de angustia generalizada y los músculos se sintieron pesados. ¿Qué le
sucedía? Solo quería dormir y no despertar jamás.
«¿Qué has hecho, pequeña forastera?» Aquella pregunta llegó suave,
lejana y casi acusadora. Aunque quisiera responder, era imposible pues Morfeo
ya la envolvía en un acogedor abrazo y el universo se desvanecía a su alrededor.
Nada importaba más que descansar.
El perfume a tormentas se incrementó y en sus fantasías oníricas volvió a
encontrarse con aquel ser extraño que la observaba en los acantilados; esta vez,
él llegó hasta ella y acarició su mejilla helada. Tenía la piel suave y cálida.
Astartes cerró los ojos ante ese contacto y entreabrió los labios; él
introdujo un dedo en su boca y ella lo chupó. Abrió los ojos ante el gemido de su
acompañante onírico y el más bello de los hombres la miró con deseo. Por
primera vez en la vida, quiso entregar su cuerpo, sentir el placer absoluto en
brazos de aquel extraño. Deseó que la follara aunque ni siquiera sabía de qué se
trataba tal acto.
Y cuando se inclinó para besarlo, él se esfumó de su lado. El vacío y la
soledad la rodearon; la angustia apretó en su pecho. De nuevo, las ganas de llorar
se anudaron en su garganta y le costó respirar.
¿Acaso Morfeo se burlaba de ella o, quizás, aquello era parte del castigo
del que habló la muerte? Tal vez nunca recibiría una respuesta…
¿O sí?

La tormenta de nieve aumentaba en ferocidad a medida que ascendían


por los intrincados caminos de piedra. El sol no lograba atravesar entre las
tupidas copas de los árboles y la humedad reinante coronó con su aroma el
carruaje.
Él miró a la pequeña princesa oscura y algo extraño apretó en su pecho
antes de explotar y expandirse por todo su cuerpo. Nada sabía de esas
emociones; de hecho, no llegó a tener la fama de «señor de hielo» en vano.
Aquella actitud casi apática fue la que le permitió liderar los siete ejércitos y
coronarse vencedor en cada batalla enfrentada.
Inclinó la cabeza hacia un lado y la analizó en silencio. ¿Qué tenía ella de
especial? ¿Sería su piel de chocolate o, quizás, fue esa extraña condición que
pasó desapercibida para todos… menos para él? Astartes cambiaba de color un
ojo cuando las emociones la sobrepasaban.
Aquel detalle le pareció maravilloso y único pero, al mismo tiempo, lo
inquietó. Saber que solo él había reparado en esa condición lo llenó de ansiedad.
¿Por qué solo él? ¿Acaso la hermana de Satanás jugaba con su mente?
Ella se quejó dormida y volvió a meterse en su mente; necesitaba saber
qué pensaba para estar prevenido o, al menos, fue la excusa que se dijo porque lo
cierto era que le encantaba poder apreciarla de cerca y, quizás, atreverse a tocarla
sin que ella se resistiera.
Porque lo odiaría cuando supiera la verdad…
El señor de hielo atravesó los muros erigidos por Morfeo y llegó hasta
ella; la contempló desde lejos y se acercó. Se aventuró a levantar la mano y
acariciar su tersa y morena piel. Casi gimió ante aquel contacto y esos instintos
desconocidos que surgieron en su interior lo impulsaron a invadir su boca con el
pulgar derecho.
Ella cerró los labios.
Ella lo miró a los ojos.
Ella chupó con fuerza.
Y él tuvo una erección.
No pudo contener un gemido desgarrado y sintió un deseo irrefrenable de
obligarla a arrodillarse y exigirle que le comiera la polla con devoción.
Ciertamente, lo estaba embrujando y debía escapar de ese laberinto de espejos y
obscenidad.
Ella era pecado.
Astartes lo enloquecía y su equilibrio tambaleaba. Una bruja
embaucadora que lo haría caer en los infiernos.
Y perdería todo lo que consiguió en su vida.
Tuvo miedo.
También la deseó.
Y debía elegir entre el cielo y el infierno.
¿Podría hacerlo? No tenía respuesta para esa pregunta.
Astartes despertó con el pecho apretado y la sensación de que se moriría
de un momento a otro. Se sentó de manera brusca en la cama y miró a su
alrededor: estaba en su habitación.
Apretó los labios y secó con el dorso de la mano esas lágrimas que lanzó
mientras dormía. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel viaje? La noción del
tiempo se perdía en el inframundo y, sin embargo, el dolor no desaparecía y las
lágrimas de sangre continuaban derramándose noche a noche.
La maldición de la muerte continúa atormentando mis días.
Volvió a acostarse de lado, con la vista perdida en la mañana lluviosa y
los pensamientos asesinos que no la dejan olvidar al único hombre que amó.
¿Por qué todo tuvo que torcerse? Lloró bajito al sentir que era su culpa.
Quizás si hubiera pensado en lo que cedía ante la muerte y controlado su ira
hacia el almirante, él estaría vivo.
Astartes creía que nada fue justo y, sin embargo, regresó a casa. ¿Era
realmente su casa? No lo sentía así.
Mucho tiempo atrás, fue una niña aventurera y soñadora, una guerrera
que desafió todas las reglas y se aventuró hacia un mundo desconocido. Vagó
por las tierras de los humanos y cedió ante la presencia de aquel ser misterioso;
incluso fue con él hasta el viejo y solitario castillo.
Ante esas imágenes, cerró los ojos para verlo una vez más; lo extrañaba
demasiado.
—Buenos días, mi princesa perfecta.
Cuando la voz de Astaroth llegó fuerte desde su espalda, giró y sonrió
con los labios apretados. Él caminó hacia la cama, con una toalla negra que
colgaba de sus caderas como única vestimenta.
El más fiero de los demonios apoyó la rodilla derecha sobre el colchón,
luego ambas manos y se inclinó hacia ella. Plantó un beso en su coronilla y le
acarició la mejilla. De nuevo, Astartes quiso llorar.
—¿Más pesadillas? —ella confirmó, con un leve movimiento de cabeza,
lo que él ya sabía— Lo siento— susurró y se acostó a su lado—. Prometo que no
volverá a suceder.
—No puedes dormir en mi cama cada noche, Astaroth.
—Por supuesto que sí —la abrazó con fuerza y ella suspiró al apoyar la
mejilla contra el robusto pecho del demonio.
—No; esta es mi batalla.
Él suspiró también y comenzó a acariciarle la espalda; sabía que eso la
calmaba.
Desde que la encontró perdida en ese viejo castillo, se prometió
protegerla porque ella no merecía nada de lo que había vivido; solo era una niña
curiosa.
—¿Alguna vez me dirás qué sucedió?
—Ya lo sabes, Astaroth.
—No todo.
—Lo suficiente.
—Pero hay más…
Por supuesto que había más pero no estaba dispuesta a confesarlo en voz
alta porque eso significaba que su dolor fuera más real.
Cerró los ojos y recordó aquella primera vez, cuando el tacto de su
amado sobre su piel la hizo estremecer y anhelar más. ¿Cómo confesar que se
enamoró de un sueño? ¿Alguien creería que fueron suficientes cuatro días para
que sus sentimientos florecieran alrededor de aquel médico?
—Se llamaba Levy y era uno de los médicos más importantes de la
región —susurró Astartes—. Cuando llegué a la tierra de los humanos, acepté
trabajar para un viejo almirante sin alma a cambio de un lugar donde dormir y
comida. Fue allí donde conocí a una vieja sirvienta ciega y mi corazón gritó que
la cuidara.
Astaroth mantuvo el ritmo de sus caricias y la boca cerrada pues era la
primera vez que ella hablaba de los hechos. Astartes contó cómo fue descubrir
ese mundo nuevo y la fuerza interna que implicó no usar sus poderes. El
demonio comprendió que aquellas vivencias la llenaron de sabiduría y, quizás,
también allí aprendió a manipular.
Porque uno aprende a engañar cuando debe sobrevivir.
»Ese maldito era tan cruel —comentó entre susurros—. Merecía un final
doloroso… y yo me aseguré de que así fuera.
—¿Qué hiciste?
—¿Yo? —sonrió perdida en sus recuerdos— Solo pacté con la muerte.
Acepté sus requerimientos a cambio de que ese desgraciado desapareciera. Ella
hizo el trabajo sucio.
—¿Qué te exigió?
—Una noche —continuó, sin contestar esa pregunta—, me escapé hasta
los acantilados. No era la primera vez que lo hacía y me gustaba estar allí
porque, en cierta forma, era como estar en casa; me daba paz. Entonces, sentí
una presencia y…
—¿Y qué?
Astartes inspiró profundo y abrazó más fuerte al demonio. Su silencio no
se trataba de vergüenza sino que venía lleno de agonía.
—Yo estaba parada; él estaba allí y fue como si nuestros mundos
colapsaran. Fue un instante, Astaroth, y todo cambió para mí. Sentí cosas que
jamás había sentido y después de eso, dormí dos días seguidos.
Astaroth frunció el ceño; aquello no era un suceso normal. Los demonios
no solían dormir más que un par de horas y podían pasar mucho tiempo sin que
Morfeo los visitara. Una extraña idea cruzó por su mente y deseó que fuera falsa
porque, de ser verdad, ella se había cruzado con quien no debía.
Y todos estarían perdidos.
»Cuando desperté, Levy estaba en los calabozos del viejo almirante.
Resultó ser el médico a quien llamaban por los apestados y no sé qué trato
hicieron entre ellos pero lo cierto es que me sacó de ese lugar repugnante y me
llevó al castillo donde me encontraste.
»Entonces, temí por mi anciana compañera y pacté con la muerte para
protegerla. Jamás imaginé lo que eso significaba.
—¿Qué sucedió después?
—¿Por qué duermes conmigo, Astaroth? —movió la cabeza para mirarlo
a los ojos.
El más cruel de los demonios tenía la vista pegada al techo y la
mandíbula apretada. Astartes pensó que, de no haber perdido su corazón, quizás
podría amarlo pero el destino es un niño cruel que juega con la existencia de los
demás y se burla de sus desgracias.
»¿Por qué vienes cada noche y me abrazas cuando puedes amanecer en
los brazos de quién te ame? ¿Por qué eliges continuar a mi lado cuando jamás
tendremos sexo? Eso no tiene sentido.
—Son demasiadas preguntas, mujer.
—Y tú no das ninguna respuesta.
—¿Y qué quieres que te diga?
Astaroth giró y se colocó sobre la princesa oscura; ella abrió las piernas y
lo recibió con su calidez habitual. El demonio acarició sus pómulos y sonrió.
Nadie —además de esa triste princesa— conocía ese lado cálido del guerrero.
Astartes era distinta y él daría su vida por ella.
Lealtad.
Devoción.
¿Amor? No, no era eso; su sentimiento era mucho más intenso que el
amor.
Cuando le fue encomendada la tarea de regresarla al inframundo, pensó
que sería una tarea simple. Sin embargo, encontrarla en las altas montañas, en
medio de un castillo solitario, con las alas caídas y cubierta de lágrimas de
sangre, lo rompió por dentro.
Había algo en Astartes que le recordaba a su propia historia y no sabía
por qué. Esa empatía extraña que fluyó por sus venas hizo que prohibiera la
entrada al castillo a sus soldados. Ella no merecía esa humillación.
Cuidó de la princesa rebelde por algún tiempo hasta traerla de regreso y
eso significó dormir a su lado para calmar sus pesadillas; así pues, ese acto se
convirtió en un hábito que compartieron por siglos. Ella podía preguntar mil
veces pero él jamás le diría que eligió ser guardián de sus caminos oníricos.
Astaroth gustaba del sexo y el dolor pero, cuando veía a Astartes, su lado
maligno se achicaba y el león protector que habitaba en su interior se despertaba.
Solo para ella.
Solo por ella.

Astaroth no respondió las preguntas de la princesa ni Astartes avanzó en


su relato. Pasaron la mañana en la cama, abrazados, en silencio y perdidos en sus
propios pensamientos.
Ella se preguntó en qué había fallado. Conocer a Levy no estaba en sus
planes y, sin embargo, le dio su corazón. Él se comportó como un caballero
desde el primer momento. Cuando la vio sin fuerzas, al intentar descender del
carruaje, la llevó en brazos hasta el castillo y fue en ese momento donde se
permitió aspirar su aroma con libertad. Olía a tormentas bravías y peligro.
Un macho alfa.
Apoyó la cabeza contra esos inmensos pectorales y se dejó conducir sin
resistencia. También aceptó la habitación que él destinó para ella; un lugar digno
de una princesa. Con el transcurrir de los días, supo que era la habitación más
bonita del castillo.
El tiempo pasó entre silencios y miradas robadas. Él era solitario y
meditabundo y ella no podía dejar de observar ese porte masculino e imponente,
lleno de valor y fuerza que la hacía sentir segura.
Entonces, sucedió lo que tanto soñaba.
Fue en una noche de tormentas, cuando los aullidos desgarrados de los
lobos resonaron en los bosques que los rodeaban, Astartes ya se retiraba a sus
aposentos y mientras subía las escaleras vio la imagen de Herlinde parada en lo
alto.
La esposa de Satanás mostró esa sonrisa maligna que la caracterizaba y
los ojos se volvieron de color fuego; Astartes se paralizó por unos instantes antes
de intentar correr escaleras abajo y esconderse en algún lugar oscuro del castillo.
Tenía que resguardarse y… resguardar a Levy.
Aquella verdad la hizo enredarse con sus propias faldas y perder el
equilibrio. Entonces, cuando creía que caería de boca, Levy detuvo el golpe al
atraparla entre sus brazos. Astartes vibró ante esa cercanía y alzó la mirada, se
perdió en esos ojos de un azul tan claro y sereno como el más imponente de los
glaciares. Aspiró su aroma a peligro y el ardor se instaló entre sus piernas;
necesitaba ser tocada.
Y así, antes de pensarlo demasiado, borró las distancias y lo besó. Levy
clavó los dedos en cu cintura y gruñó. Su lengua invadió la boca de Astartes y el
mundo se sintió exquisito.
Atrapada en esa nube de deseo y osadía, deslizó las manos por su pecho
hasta alcanzar su melena casi blanca y perderse en la suavidad de sus cabellos.
Lo deseaba demasiado.
Levy envolvió un brazo alrededor de su cintura y ella enredó las piernas
para apresarlo y acercarse un poco más. Sintió la dureza de su masculinidad y
deseó más. Mucho más.
Y estuvo dispuesta a todo si no fuera porque él se alejó de sus labios y
unió sus frentes. La respiración errática de ambos sonó fuerte y clara.
—No es correcto —murmuró él, mirando sus labios.
—¿Por qué no?
—Porque no somos iguales.
Aquellas palabras atravesaron el corazón de Astartes y lo desgarraron.
Por supuesto que él creería que no eran iguales y se sintió impotente al no poder
confesar que no era una simple doncella sino princesa.
Pensar en su linaje le aclaró la mente y recordó el motivo de su caída.
Saltó lejos de él y miró por sobre su hombro. Se sorprendió al descubrir que su
cuñada había desaparecido. ¿Lo habría soñado? No, Herlinde era real pero…
—¿Princesa?
La voz de Levy sonó desorientada y ella negó con la cabeza antes de
correr hacia el bosque. Mientras se alejaba del hombre más hermoso que hubiera
conocido, se preguntó cómo pudo ser tan tonta. Si Herlinde llegó hasta ella,
significaba que Satanás sabía de su paradero y la quería de regreso. Astartes no
quería volver.
Corrió más rápido al escuchar que Levy la llamaba. Las telas húmedas de
su vestido se adhirieron a sus curvas y el frío atravesó su piel haciéndola tiritar,
los cabellos se pegaron a su rostro y el corazón latió desbocado. Debía alejarse;
salvar a Levy de las amenazas del inframundo y vivir una vida solitaria y
desgraciada.
Un fuerte brazo rodeó su cintura y tiró de ella con fuerza. Gritó asustada
e intentó defenderse mas la fiereza de ese ser pudo con ella. Cuando giró, se
encontró cara a cara con el hombre que amaba y el deseo de llorar se liberó en su
corazón.
—No vuelvas a alejarte del castillo —gruñó Levy y la besó con furia.
El sabor dulce de esa boca se mezcló con el salado de sus lágrimas. No
tenía idea de qué significaba aquello que le provocaba ese hombre pero se
parecía demasiado al amor. ¿Sería posible eso? Astartes no buscó una
explicación a lo que sentía.
Quizás debió considerarlo.
Quizás, si en aquel momento prestaba atención a las señales, hubiera
descubierto la verdad: el ser que habitaba ese cuerpo provenía también de otro
mundo.
Pero la necesidad de sentirlo y entregarse por completo la volvieron
descuidada e irracional. Pura emoción. En medio de tantos sentimientos
abrumadores, entregó su alma a quien no debía y el destino de ambos fue escrito
en fuego y pasión.
Azrael caminó por los impolutos pasillos del palacio, directo hacia la sala
de reuniones. No necesitaba que le informaran por qué lo convocaban; sabía que
la guerra era inevitable.
Pasó muchos siglos a la espera de ese suceso y se sentía más que
preparado para bajar al inframundo.
Los guardianes de fuego se inclinaron ante su líder y abrieron las puertas
con solemnidad. Él avanzó e ignoró el silencio que reinó en la sala cuando
descubrieron su presencia. Aquel gesto era habitual y no estaba seguro si lo
hacían por respeto o temor; le daba igual los motivos reales. Ser considerado el
ángel de la muerte tenía sus beneficios y él los usaba a su conveniencia.
Sí, ya no se sentía tan puro como antes. Se había vuelto solitario,
meditabundo e irascible. Nada para lo que fue creado.
Y aun así, el creador me convoca.
El señor de los cielos se recostó en su trono y esperó a que el más
despiadado de sus guerreros llegara hasta él. Por un instante se preguntó si ese
arcángel sin compasión sería el indicado para bajar al inframundo y obtuvo su
respuesta al ver su mirada vacía. Nadie mejor que el arcángel de la muerte para
enfrentar a Satanás.
—Mi señor —dijo Azrael e hincó una rodilla en el suelo, al tiempo que
bajaba la cabeza en signo de respeto.
—Levántate, Azrael —el arcángel obedeció—. Creo que no es necesario
que diga por qué estás aquí, pues tú ya lo sabes.
—Creo saberlo, mi señor.
—Bien.
El creador se acarició los labios con la punta de los dedos antes de
ordenar que todos se fueran de la sala. Aquella acción despertó la curiosidad del
guerrero celestial. ¿Cuándo fue la última vez que el creador habló a solas con
uno de sus arcángeles? No lo recordaba con precisión. De hecho, no estaba
seguro que sucediera alguna vez. ¿Qué era diferente ahora?
Azrael apretó los dientes y se mantuvo firme, con la mirada puesta en su
rey. El creador lo observó maravillado; el ángel de la muerte fue su elección
correcta.
—Te preguntarás por qué estamos solos.
—Mi señor tendrá sus motivos y no soy quien para cuestionarlos.
—Aunque desees hacerlo, ¿verdad?
Azrael apretó un poco más los dientes y no contestó. El creador sonrió de
lado y agitó la cabeza con diversión.
»¿Necesito aclarar que esta reunión es privada y nada de lo que hablemos
debe salir de aquí?
—Por supuesto que no, mi señor. Usted cuenta con mi silencio.
—Muchas cosas cambiarán de ahora en más, Azrael, y me temo que
serás el más afectado con mis decisiones.
—Disculpe si no logro comprenderlo adecuadamente.
—Azrael, mi valiente guerrero de sangre, ¿estás dispuesto a liderar la
legión más grande de ángeles que jamás se haya visto?
—Por supuesto, mi señor; fui creado para defender a mi soberano y su
reino.
—Y si te pidiera una acción que vaya contra tus deseos… ¿te
sacrificarías?
—Sin dudarlo.
—¿Y si dijera que la guerra es inevitable pero no participarás en ella?
—No lo entiendo, mi señor.
El creador sonrió de lado al ver el desconcierto en su arcángel vengador.
Nada le daba más placer que desorientar a todos quienes le rodeaban; un
pequeño juego que mantenía en secreto y lo hacía feliz.
—Bajarás al inframundo, Azrael.
—Bien.
—Solo.
—No temo a Satanás.
El rey de los puros miró a su guerrero y temió perderlo; la soberbia de
Azrael podía ser su fin. Nunca supo las razones por las que se negó a tener una
compañera y tampoco por qué, después de haber descendido a la tierra en su
última misión, la mirada del arcángel cambió.
Sí, él era el amo en las tierras blancas pero, de alguna manera, su ángel
de la muerte se las ingenió para ocultarle un suceso que, intuía, era el detonante
de la muerte de su propia alma. Quizás debió intervenir y ayudarlo pero su ira le
fue conveniente y así pasaron los siglos. Por primera vez en su larga vida, el
creador sintió que se había equivocado. ¿Podría reparar el daño causado por
omisión? No estaba seguro de ello.
—Llevarás un mensaje de mi parte—informó.
—Como mi señor ordene.
—No importa qué sucede después de ese encuentro, Azrael; no
permanecerás en los confines oscuros por más tiempo. Tu misión es clara: llevar
un mensaje, recibir lo que se ofrece como tributo y esconderte donde ya sabes.
»No volverás a estas tierras hasta que recibas mis órdenes y no serás
parte de esta guerra.
—¿Disculpe, mi señor…?
—He sido lo suficientemente claro, Azrael. Tu misión es cuidar el tributo
con tu vida. Pase lo que pase, es tu responsabilidad.
Azrael se sintió incómodo; jamás el creador lo había relegado al
ostracismo. ¿Por qué lo hacía justo ahora, cuando la mayor de las guerras
iniciaría? ¿Acaso ya no confiaba en sus habilidades?
—Piensas demasiado, Azrael, y lo haces de manera equivocada —el
ángel de fuego elevó la mirada, dispuesto a defenderse; entonces, el creador
levantó la mano derecha—. Crees que esto es un castigo y nada más lejos de la
realidad; le doy la más difícil de las batallas al mejor de mis guerreros.
—¿Hacer de niñero es trabajo de un guerrero, mi señor?
—La soberbia será tu perdición, Azrael.
Aquel regaño encubierto incomodó al ángel. Quería decirle que se
equivocaba; que nadie era mejor que él para comandar las legiones puras y que
no estaba seguro de que los demás líderes escogieran las estrategias exactas, esas
que aseguraran la victoria.
El creador se mantuvo en silencio y eso lo incomodó aún más. Lo estaba
evaluando. Una prueba más que debía superar y así lo hizo, escondió sus
emociones y aceptó las órdenes con un suave movimiento de cabeza.

—No esperaba verte tan pronto —la dulce voz de Psique le dio la
bienvenida—. Acércate, Azrael, y entrégame tu mano.
El arcángel avanzó con la mirada puesta en la guardiana del oráculo.
Psique, como siempre, vestía una túnica blanca —casi transparente—, con
ribetes plateados que iniciaban bajo el busto y se enlazaban hacia arriba como si
fueran víboras furiosas que unían las bocas justo en su nuca. Aquella diosa,
aunque no lo supiera, era la más bella de los siete cielos y, sin embargo, no
provocó nada en Azrael.
Él extendió el brazo y ella colocó las manos debajo de la del guerrero,
centró la mirada en las líneas de vida de su visitante y cerró los ojos. Azrael
esperó en silencio.
—¿Qué es diferente está vez, señor de la muerte? —preguntó ella
suavemente— ¿Por qué hoy aceptas ver tu destino? ¿Tienes miedo?
—Sabes que nunca tengo miedo, Psique.
—Hasta hoy —sentenció la adivina mientras abría los ojos—. Hoy tienes
miedo, Azrael.
El arcángel pudo mentir mas no lo hizo; no valía la pena. Psique siempre
sabía todo y mantener una farsa, en esos momentos, era una pérdida de tiempo.
»Buena elección —sonrió la guardiana del oráculo—; las mentiras solo
traen dolor, sangre y guerras. No fuiste hecho para iniciar contiendas bélicas sino
para terminarlas, Azrael. Tu alma sigue siendo clara aunque tu mirada… —
suspiró— Tu mirada no augura nada bueno.
Psique cerró los ojos de nuevo y sonidos suaves, como ronroneos de gato
adormilado, escaparon de su garganta. La armadura azul y plata del ángel brilló a
causa de los rayos del sol que se filtraban por las claraboyas del techo.
»Hay mentiras, Azrael. Mentiras que destruyeron dos almas, que
opacaron la dicha y generaron un mar de lágrimas de sangre. Aunque quisiera,
no puedo interferir ante los designios de la Fortuna; deberás enfrentar tus propias
emociones.
»La guerra que se aproxima es inminente pero esa no es la tuya. Todo lo
que nos rodea, la oscuridad que descenderá bajo nuestros cielos, es mínima ante
tus propias batallas. El creador lo sabe y es esa la razón por la que no
comandarás sus ejércitos.
Psique soltó la mano del guerrero y abrió los ojos. La expresión de
tristeza e impotencia que transmitía su mirada reveló que sabía más de lo que
decía.
—¿No dirás nada más?
—No puedo. Lo siento.
Azrael apretó los labios y aspiró una gran bocanada de aire; ahora era él
quién sentía impotencia.
—Psique, necesito algo más.
—Lo sé —respondió ella y lo miró compungida—. Pero no puedo,
Azrael.
Él exhaló con violencia, asintió con la cabeza y giró para marcharse. Ella
negó en silencio y se sintió de manera horrible, como si fuera una traidora.
—¡Que el destino me perdone por lo que haré! —masculló antes de coger
sus faldas y descender esos escalones que la separaban de su visitante— ¡Espera,
Azrael!
Él detuvo su andar en el preciso instante en que la guardiana del oráculo
tocaba su brazo y miles de imágenes pasadas golpeaban en su consciencia.
Lo vio todo; completamente todo.
Su descenso a la tierra y el encuentro inesperado con aquella princesa.
La conexión extraña cuando ambos experimentaron ese primer orgasmo
sin siquiera tocarse.
Las primeras mentiras que dio en su solitaria existencia solo para poder
llevarla consigo.
El primer beso.
El segundo y los miles que siguieron después de que intentara escapar de
su lado.
Entonces, su encuentro con Herlinde. Una confesión inesperada y el
sentimiento de haber sido engañado: La mismísima hermana de Satanás estaba
prometida con Astaroth. Esa bruja sin corazón jugó con sus sentimientos y él
jamás lo perdonaría.
Sintió la ira que inundó su pecho y que lo llevó a abandonar aquel cuerpo
humano que le fue dado para pasar desapercibido. Entonces, huyó enojado y
cuando ya alcanzaba las puertas del cielo se arrepintió. Lucharía por tenerla.
Se vio regresar al viejo castillo y encontrar el más terrible de los
escenarios: Astaroth la levantaba en brazos y la regresaba al inframundo.
Él la había perdido.
—Tu corazón será puesto a prueba una vez más, señor de la muerte.
Lamento que debas pasar por esta situación —susurró Psique—. Tienes una
oportunidad de ganar y eso implica devolver aquello que has robado.
Azrael sabía de qué hablaba y huyó furioso hacia sus ostentosos
aposentos.
Porque él había capturado el corazón de Astartes y devolverlo implicaba
verla después de mil años.
¿Sería capaz de enfrentarse a la traidora?
Astartes tuvo una vida solitaria y llena de recuerdos que la llenaban de
ira. Ella amó una sola vez en la vida y ese ser maravilloso le fue arrebatado sin
piedad. Jamás perdonaría a Herlinde.
Caminó hacia los acantilados de sal y se detuvo para observar el mar de
lava que corría frente a sus ojos. La belleza del inframundo le parecía
insignificante desde su regreso. Al sentarse sobre las piedras salinas, se perdió
entre sus propios pensamientos. Quiso regresar el tiempo —siempre lo deseaba
— y se contuvo pues sabía de las consecuencias de alterar el destino.
Se preguntó qué hubiera sucedido si revelaba su identidad ante su amado
doctor y le advertía de los peligros que acechaban a su alrededor. De nuevo,
murmuró que fue una cobarde por no exponer la verdad; también justificó sus
acciones con una realidad irrefutable: ella era solo una niña.
Una niña enamorada.
Una niña temerosa del poder de su hermano.
Una niña que prefirió aferrarse a un sueño imposible.
Recordó cuando Herlinde surgió ante sus ojos y dijo:
—Es momento de volver, niña. Satanás no será feliz con tus elecciones.
Si continúas con esta locura, te acusarán de traición a la corona y sabes que eso
siempre se paga con sangre y tormento eterno.
Astartes torció los labios y pensó que, aun cuando obedeció, ese castigo
le fue impuesto; porque no lograba sentirse viva.
Repasó cada detalle de aquella fatídica noche, cuando descendió en
busca de su amado y dispuesta a todo por él.
Después de discutir con Herlinde, ideó el mejor de los planes: escaparía
con Levy y se entregaría en cuerpo y alma. Porque entregarse significaba que ya
no era la niña pura que recibía los mensajes del destino y no sería útil para
Satanás.
El viento silbó con violencia fuera del castillo y las luces de las velas
murieron ante una inesperada ráfaga. Sus pies descalzos no provocaron ruido en
la dura madera y solo podía sentir la ansiedad que fluía por sus venas.
Algo no iba bien.
Gritó el nombre de Levy mientras abría las puertas de todas las
habitaciones. No podía encontrarlo. La angustia despertó solo para unirse a su
ansiedad y danzar el vals más triste del universo justo en su pecho.
¿Dónde estaba Levy?
Lo halló tiempo después, en medio de los salones de baile, tirado en el
suelo y sin vida. Ella enloqueció de dolor y la voz de Herlinde retumbó en las
paredes:
«Es lo mejor que puedo hacer por ti, Astartes. Ahora, vuelve a casa; él
no sufrió».
Todas las emociones se apretujaron en su pecho. Ira, dolor, ansiedad,
impotencia, odio. Y fue demasiado para ella.
Astartes desplegó sus alas blancas cuando atravesó su propio tórax con
las manos para quitarse el corazón; ya no lo quería.
Entonces, la transformación comenzó. Las bellas plumas de sus alas
comenzaron a mutar de blanco a negro y su cuerpo se heló en un abrir y cerrar
de ojos. Se convirtió en la más despiadada de los demonios y jamás perdonó a
aquel que la abandonó; Levy no debió dejarla sola.
Aun cuando sabía que su pensamiento era irracional, lo odió por irse de
ese mundo. ¿Cómo podría ella sobrevivir con tanto dolor?
Así fue como la profecía de la muerte se cumplió y ella lloró lágrimas de
sangre.
También deseó su propia muerte y lo hubiera logrado si no fuera porque
Astaroth la encontró moribunda y cuidó de ella hasta regresarla a su mundo.
Aquel demonio nunca juzgó sus tristezas ni las acciones que tuvo al volver; solo
la cuidó como si fuera el tesoro más valioso.
—Quizás debí amarte, Astaroth —susurró entre lágrimas—, pero no
puedo; no tengo corazón.
Astartes cerró los ojos y se secó las lágrimas con el talón de la mano.
Todavía dolía como si hubiera sucedido ayer. ¿Alguna vez lo olvidaría? Suspiró
cansada y se levantó para volver a casa. Desde su regreso, solo el amor hacia sus
sobrinos la mantuvo cuerda y hoy, después de muchas pruebas, Raquel sería
coronada reina.
Sonrió camino al castillo. Amó a esa niña desde que llegó a sus tierras y
odió todo lo que debió pasar para erigirse como reina de los íncubos y súcubos.
Quizás, sin ese gran don de ver el futuro, la hubiera repudiado como todos lo
hicieron. Chasqueó la lengua al entender que su poder no superaba al del
destino. ¡Pero cómo hubiera disfrutado de torcerlo todo en favor de Baco!
Los sonidos de las cítaras llegaron hasta ella y se mezclaron con los del
laúd y la lira. Los músicos ya animaban la fiesta. Astartes empujó las grandes
hojas de madera negra y subió por las escaleras circulares que conducían a sus
aposentos.
Haber aceptado las habitaciones privadas de su madre fue su mejor
elección; también su peor error. Porque fue allí donde todo empezó, cuando
decidió ser rebelde y escapar hacia la tierra de los mortales.
Se preguntó qué hubiera sucedido si jamás se cruzaba con Levy. El pecho
se le contrajo y una ola de angustia se extendió por su cuerpo.
Estaba parada.
Él estaba allí.
Y sus mundos chocaron.
Por supuesto que aquello fue inevitable pero… ¿Y si no se hubieran
conocido?
Para cuando el sonido de la guitarra morisca se unió a los anteriores, su
mente se había perdido entre recuerdos… otra vez.
—Astartes.
Ella giró el cuello y realizó una mueca extraña que intentó ser una
sonrisa; falló en sus esfuerzos.
Astaroth suspiró frustrado y negó en silencio; no tenía idea de cuándo
dejaría de sufrir. Todos merecían un momento de paz, incluso ella.
—Estoy cansada —susurró y avanzó hacia su habitación. No quería
hablar porque, de hacerlo, se derrumbaría ante su salvador y los monólogos que
escaparían de sus labios no la ayudarían en nada. Nunca lo hacían.
—¡Espera!
—Ahora no, Astaroth
—Debo advertirte, Astartes —ella detuvo sus pasos y giró el cuello.
Elevó una ceja con curiosidad.
—¿Qué es tan urgente?
—Tienes visitas —señaló sus aposentos con la barbilla.
—¿En mi habitación? —frunció el ceño al verlo asentir en silencio—
¿Quién osa profanar mi privacidad sin ser invitado?
—Las parcas.
Algo extraño corrió por sus venas. ¿Miedo, quizás? No estaba segura.
¿Por qué las parcas se presentarían ante un demonio si no era para informar de
su final? Su piel se erizó y un sudor frío recorrió su columna vertebral. ¿Habría
llegado su momento?
—¿Qué quieren?
—No lo han dicho; solo exigieron tu presencia y ya sabes que…
—Sí —exhaló cansada—, no podemos negarles nada.
Astartes inspiró una vez más y abrió las puertas. Las tres hermanas se
encontraban juntas y la miraron con esos ojos vacíos que tenían. El malestar de
Astartes aumentó un poco más. Las manos le temblaron y el corazón le latió con
fuerza.
—Astartes —dijo Nona—, siempre es un gusto verte.
Ella saludó con un leve movimiento de cabeza y avanzó con pasos
temblorosos hasta quedar frente a las tres hermanas.
Tan hermosas como mortales.
—¿Puedo preguntar por qué están aquí?
—No te asustes, aún no es tu momento —intervino Morta.
—¿Entonces?
Décima, que no había emitido palabra hasta el momento, hundió la mano
en un pequeño saco plateado que colgaba de su muñeca y extrajo un ovillo de
hilo dorado. Avanzó hacia la princesa oscura y comenzó a envolverla en él.
Astartes parpadeó sin comprender demasiado. ¿Qué era todo aquello?
Quizás fuera el ritual final antes de perder su aliento y descansar en el séptimo
infierno pero no estaba segura.
—Un ritual de protección —informó Morta como si hubiese leído su
mente—. Lo necesitarás más que nunca.
—¿Por qué?
—Demasiado hilos negros fueron tejidos a tu alrededor —murmuró
Nona y extrajo una tijera de cristal—; es momento de cambiar tu destino.
La mayor de las parcas comenzó a cortar en el aire y un sonido hueco
llevó a Astartes a bajar la mirada. Miles de hilos de nácar negro se
materializaron y cayeron a sus pies; poco a poco, mutaron de forma y pequeñas
víboras oscuras treparon por sus dedos para comenzar a enroscarse en sus
piernas.
—Déjalas, ir, princesa —ordenó Morta—, ¡ahora!
—No sé de qué hablas —gimió Astartes.
—Deja morir tus recuerdos tristes, princesa. Abandona todo aquello que
ya no tiene cabida en tu corazón.
—No tengo corazón —se burló—. ¿Acaso no lo recuerdan?
—La soberbia será tu muerte —la voz de Décima la sobresaltó.
Astartes la miró a los ojos y vio su propio dolor reflejado en esos iris
plateados. Fue tan intensa esa imagen que no pudo evitar gemir. Sin
proponérselo, comenzó a derramar lágrimas de sangre.
Quería gritar que se detuviera, que no era justo revivir una y otra vez sus
desgracias mas las palabras quedaron atrapadas en su garganta cuando el dulce
rostro de Levy se presentó en los ojos de la parca.
Odió verlo y no poder abrazarlo.
—Déjalo ir, Astartes.
—No puedo —gimió y miró a Nona a los ojos—. Por favor, mi dolor es
lo único que tengo.
—Puedes tener más.
—Nada me importa más que…
—¡Calla, mujer! —intervino Décima que ya comenzaba a mover los
hilos dorados otra vez—. Cierra esa impertinente boca antes de destruirte por
completo —inspiró profundo y sus ojos se tornaron blancos, sin vida—. Que
estos hilos dorados tejan momentos de dicha a tu alrededor, que los hilos negros
de dolor se corten y los rojos de la pasión se anuden en tu entrepierna.
—¿Qué…?
—Ha llegado la hora, princesa oscura.
—¿De qué hablas?
—Tu destino ha sido marcado —aseveró Morta— y nada ni nadie puede
cambiar aquello que fue anudado por las parcas.
Dicho esto, las tres hermanas desaparecieron y la noche cayó sobre los
reinos oscuros de Satanás. Astartes lo supo cuando su pecho quemó: todo
cambiaría a partir de ese momento. Pero, ¿qué sería diferente? ¿Por qué las
parcas la buscaron?
«Ve a la fiesta —le susurró el viento—; es momento de iniciar».
—Iniciar ¿qué? —preguntó curiosa.
El viento no respondió.
El silencio que la rodeaba fue profanado por los graznidos de unos
cuervos que revolotearon frente a su ventana. Aquello no era un buen presagio.
Aun así, ella descendió a la fiesta.
Astartes sentía la cabeza pesada y la mente enredada. No podía dejar de
reproducir aquel momento junto a las parcas. Nada tenía sentido.
Deslizó la mirada por el salón y sonrió con calidez a sus sobrinos; pensó
que se había hecho justicia. Raquel, de todas las presentes, era la más hermosa.
Ella adoraba a esa niña guerrera y estaba segura que sería una reina justa y sabia.
Como lo fuiste tú, madre.
Una punzada de dolor atravesó su pecho al entender que nunca tuvo
chance de gobernar; aun cuando Herlinde no hubiera existido. Porque no tenía
esa templanza ni la fortaleza necesaria para dirigir a los súcubos y los íncubos.
Amplió su sonrisa para esconder su desdicha y aplaudió a los bailarines
que ofrecían un espectáculo para la nueva reina.
Un déjà vu traspasó sus pensamientos y lo acaparó todo, como lo hace un
rayo que presagia tormentas. Ella se vio en un momento similar —cuando se
anunciaron sus diecisiete años y Herlinde opacó su presentación—, con una
sonrisa fingida mientras su corazón se rompía. Aquel recuerdo dolió y tuvo
deseos de llorar. Sintió la garganta apretada y la saliva le raspó al tragar.
Necesitaba escapar por un momento, calmar sus emociones y colocarse esa
máscara de perfección que siempre usaba.
Levantó con sutileza sus faldas y se escondió detrás de las columnas de
mármol que precedían a las puertas de salida. Dudó por un instante. ¿Marcharse
era lo correcto? Temió que sus actos desesperados se confundieran con desprecio
hacia la nueva reina y eso no era verdad. Sin embargo, las lágrimas de sangre
pulsaban por salir y controlarse era una tarea casi imposible.
Un paso hacia atrás.
Otro más y lleno de dudas.
Un tercer paso y aspiró profundo.
Un aroma a tormentas perfectas llegó hasta ella y ya no pudo contenerse
más.
Astartes escapó sin dudar. Le dolía el corazón tanto que creyó desfallecer
mientras atravesaba los solitarios pasillos del palacio y la música se desvanecía a
sus espaldas. Su nombre fue dicho por algunos guardias mas no detuvo su
carrera. Levantó el brazo y realizó una equis sobre su cabeza para marcar esa
coraza de protección que necesitaba y aceleró la huida.
Con las mejillas húmedas y la visión nublada, se preguntó por qué, de
pronto, todo le recordaba a su viejo amor. No era justo. Ella no merecía tanto
dolor.
Sintió, pues, que las parcas se burlaron de sus sentimientos, al augurarle
un destino mejor, y corrió enojada.
«Mi dulce princesa rebelde, el tiempo ha llegado. Es momento de
entregar tu alma, tu confianza y aquello que negaste a todos. El viajero blanco
se acerca…»
Siguió corriendo mientras el viento le gritaba cosas que no entendía y ese
perfume entrañable se volvía más y más fuerte. Un tacón se enredó con su falda
y perdió el equilibrio. Astartes jadeó al sentir que caía empero unos brazos
fuertes rodearon su cintura y la acercaron a un pecho aún más firme.
«… y tendrás de regreso tu corazón de plata».
Fue un toque, un aroma y la angustia estalló en su corazón. Dolió esa
cercanía. Comenzó a girar el cuello para ver el rostro de su salvador y no pudo;
el extraño cerró su mano alrededor de su cuello y clavó los dedos en su
mandíbula.
—No —fue todo lo que dijo y su cuerpo se paralizó
Astartes frunció el ceño desorientada. ¿Quién era él? La rebelde que
habitaba en su interior se removió inquieta y la impulsó a actuar. Necesitaba
conocer su identidad. Nadie tenía derecho a limitarla; era la mayor princesa del
inframundo, ¡joder!
»No puedes mirarme —gruñó ese hombre a su oído y clavó un poco más
los dedos en su piel—; no mereces ese honor, princesa bruja.
Aquella voz…
Había algo en esa voz; un dejo de conocimiento y familiaridad que la
perturbaba pero, al mismo tiempo, emitía tanta rabia que la abrumó. ¿Dónde lo
había escuchado antes?
Una nueva punzada en su pecho.
Cerró los ojos y comenzó a implorar a las Moiras para que acudieran a su
ayuda. Solo ellas podían revertir aquello que fue tejido por las Parcas y Astartes
necesitaba olvidar. Ya no quería sentir ni extrañar a Levy.
Los dedos del extraño se clavaron aún con más violencia en su
mandíbula y ese brazo que la apresaba intensificó su agarre. El aroma a
tormentas aumentó y no pudo contenerse por más tiempo; Astartes comenzó a
derramar lágrimas de sangre.
—No —susurró el extraño casi con un hilo de voz al tiempo que su
agarre se debilitaba— No llores.
¿Por qué no quería que llorara? Eso no tenía sentido. ¿La apresaba y no
quería que se angustie? ¡Vaya captor! Ese hombre estaba loco.
Y temió un poco más. Un ser irracional siempre estaba dispuesto a todo y
ella se encontraba a su merced.
Astartes siempre fue aguerrida, temeraria y cruel; sabía enfrentar las
situaciones más difíciles sin dudar un momento pero, frente a ese ser, sus fuerzas
se iban y la angustia bloqueaba su capacidad de acción. Entonces, suplicó en
silencio:
«Bellas Moiras, vengan a mí. Necesito olvidar que alguna vez amé, por
favor».
—Basta —susurró su captor y ella lloró más fuerte.
«Borren a Levy de mi alma», imploró con mayor convicción.
Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se vio transportada al viejo salón
de reuniones militares. ¿Por qué ese lugar? Frunció el ceño desconcertada.
Desde la muerte de su padre, nadie lo había visitado y se notaba tanto en el
polvo que yacía sobre los muebles como en el olor a humedad que se levantaba a
su alrededor.
Las puertas se abrieron de pronto y su familia apareció ante sus ojos. El
terror se deslizó por sus venas.
No, no, no. Tengo que protegerlos.
Una burbuja de luz protectora los envolvió ante los gritos de Raquel. El
miedo aumentó en Astartes pues entendió que ese ser no le era desconocido a la
nueva reina de los súcubos e íncubos.
—Azrael, ¡déjala ir! —ordenó Baco.
¿Azrael? ¿El ángel vengador del creador? ¿Qué buscaría ese ser en…?
Todas las respuestas llegaron cuando el guerrero celestial dijo:
—El Creador ha perdido dos hijas y considera justo que tú también
pierdas, Satanás. Sin embargo, mi señor es misericordioso y está dispuesto a
evitar una guerra.
»Me dio un mensaje para ti, Satanás —continuó Azrael—. Proclama su
derecho sobre el hijo que Lilibeth lleva en su vientre.

El arcángel era consciente de sus propias emociones. No recordaba


cuántos siglos pasaron desde la última vez que se sintió así.
«Cuando ella te mintió», se burló el viento.
La rabia fue in crescendo y quiso destruirlo todo; quizás así calmaría sus
propios tormentos.
Empezaría por ella.
Astartes, la culpable de sus desdichas y la única que supo lastimar su
solitario corazón. No tendría piedad. Y ahora era su oportunidad…
«Perdóname, señor». Imploró en silencio antes de vociferar:
—Mi señor dice, también, que te otorga el libre albedrío y puedes
decidir: o el primer niño blanco… o tu única hermana.
Había mentido; lo sabía. El creador jamás habló de Astartes y, sin
embargo, su enojo lo hizo actuar sin sentido. No pensó en todo lo que implicaría
llevarla y esconderla en su propio territorio. ¿Qué esperaba? ¿Meterla en su
cama, también? Un deseo intenso quemó en su entrepierna y acercó a Astartes
un poco más a su cuerpo.
La odiaba.
También la deseaba.
Y se odiaba por desearla.
—Acepto ser el tributo —la oyó decir y fue todo lo que necesitó para
escapar de aquellas oscuras y frías tierras.
Él había ganado.
Ella aprendería la lección: Jamás debes mentir a un ángel.
La haría sufrir, igual que ella lo hizo, y no tendría piedad ante sus
lágrimas de sangre.
—Haré vino con tus lágrimas, princesa —susurró y cayeron en un bucle
de luz que los impulsaba al séptimo cielo.
Él sería el vencedor. Nada podía fallar.
Azrael estaba furioso. No solo porque la cercanía de Astartes provocaba
a su cuerpo y su perfume lo embriagaba al punto límite de la locura y el
desenfreno sino porque, además, actuó por impulso. Sabía que se equivocó en el
mismo instante en que la transportó a su vieja cabaña aislada y no a sus
dominios dentro del castillo del creador. Porque allí debían estar y no en ese
lugar aislado e inaccesible aún para el resto de los arcángeles.
Su dominio; su tormento.
Aquel lugar fue suyo desde los orígenes de los tiempos y ningún ser
profanó su espacio. Solo una vez el creador lo visitó y fue después de que él
regresara de la tierra y se lamentara por sus desgracias. Aún recordaba sus
palabras:
«Un buen guerrero sabe lidiar con sus emociones y tú eres el mejor de
todos, Azrael».
Hoy, su creador se sentiría decepcionado y no tenía excusas para sus
actos. Eso del libre albedrío era una cuestión complicada y sufriría las
consecuencias de sus elecciones.
Azrael soltó a su prisionera y ella se encogió para alejarse de su lado.
Más ira. ¿No tuvo suficiente con pedir a las Moiras que lo borraran de su vida?
¿Ella quería olvidar? Ella, que había jugado con sus sentimientos y no tardó en
meterse en la cama de Astaroth. ¡Cuánto descaro!
Su pecho ardió y se alejó de la cabaña sin emitir palabras o mirar hacia
atrás. Le daba igual lo que Astartes quisiera o intentara hacer; sus dominios se
encontraban recubiertos de auroras protectoras y jamás lograría escapar.
Sonrió ante esa verdad: estaba a su merced. Suya para lo que quisiera.
—¿Y qué es lo que quieres, Azrael?
Giró sobresaltado ante la voz del creador. Hincó una rodilla y bajó la
mirada.
—Mi señor.
—¿Qué has hecho, guerrero?
—Yo…
—Tenías una misión clara.
—Sí.
—¿Crees que la cumpliste?
—Traje a alguien que le importa a Satanás.
—¿Solo a Satanás?
Azrael apretó los labios con frustración. No podía mentirle al creador
pero tampoco quería reconocer eso que bullía en su pecho.
»Serás su guardián y guía —informó su líder—. Su bienestar es tu
responsabilidad, Azrael; la princesa Astartes no debía estar aquí. Actuaste por
impulso y no logro comprender tus razones. Entonces, respetado señor de la
muerte, ¿qué buscas con esta acción?
—Vengarlo, mi señor.
—No, esa no es la verdad completa, Azrael. La elección de la princesa no
fue azarosa.
—No sé qué pretende decir.
—Creo que lo sabes y me sorprende que me mientas. Comienzas a pecar
y no tengo más opciones que decretar tu confinamiento en el séptimo cielo.
—No puede dejarme aquí —gimió con angustia.
—¿Por qué no?
El creador ladeó la cabeza y entornó los ojos. Azrael se sintió incómodo
pues sabía que rebuscaba dentro de su alma y lamentaba que no pudiera hallar
más que vacío y decepción.
—Eso es imposible —murmuró el arcángel mientras levantaba la mirada
—. Es un demonio y no puedo convivir con alguien como ella.
—Y tú un ángel perdido, muchacho.
—Señor, por favor.
—Debes cumplir tu castigo, Azrael. Permanecerás aislado junto a
Astartes. El tiempo que conlleve esta pena dependerá de ti.
—¿De mí? —se levantó con el ceño fruncido— ¿Qué debo hacer?
—Actuar como corresponde a un arcángel; con sabiduría, misericordia y
el perdón en lo más profundo de tu corazón.
—¿Y qué debo perdonar? ¿La traición?
El creador sonrió de lado y el arcángel cerró los ojos al comprender que
dijo más de lo que se proponía. Su verdad debía ser expuesta. Así pues, comenzó
su doloroso relato mientras vagaban por los solitarios senderos que descendían
paralelos al río.
Azrael dejó salir todo aquello que cargaba en su pecho y los cielos, por
primera vez en siglos, se tornaron de un color gris oscuro. El aroma a tormenta
se levantó a su alrededor y el viento comenzó a soplar con furia.
El creador supo que el castigo impuesto, al final, no sería tal; también se
sorprendió al entender que un ser oscuro como Astartes era la única opción que
tenía para traer de vuelta al mejor de sus soldados.
Ante esa verdad, el soberano de las tierras blancas tomó una decisión:
—No puedes regresar a la cabaña, Azrael; debo hablar con la prisionera.
—¿Señor…? —Azrael detuvo sus pasos.
—Sabrás cuándo hacerlo —continuó sin dar mayores explicaciones—;
coronaré el cielo con un arcoíris.
Entonces, desapareció ante sus ojos.
—¡Por todo lo bendito de este reino! —suspiró el señor de la muerte, al
tiempo que pasaba las manos por el rostro y se dejaba caer sobre una piedra; no
tenía más opciones que esperar.

Astartes estaba furiosa. ¿Cómo era posible que ese lacayo del creador la
insultara de esa manera? Ella era una princesa y, como tal, debía ser tratada.
Aquel bruto le faltó al respeto y pagaría por ello.
No intentó escapar porque entendía que sería un error. Sí lo hacía, lo
complicaría todo y pondría en riesgo a los suyos. Esa fue la razón por la que se
ofreció como tributo y lo soportaría todo si eso implicaba que su nuevo sobrino
creciera feliz.
Sonrió con una maraña de sentimientos encontrados. Por un lado, se
alegraba al saber que un nuevo príncipe llegaba a la familia pero, por otro, le
dolía pensar que, posiblemente, ella jamás lo conocería y odió un poco más a su
captor.
—Podrás verlo pronto, Astartes.
La princesa oscura giró sobresaltada y se encontró cara a cara con aquel
que solo conocía de nombre. No hacían falta presentaciones cuando el aura de
ese ser era tan poderosa como la de Satanás.
—Bienvenida a mi reino, princesa.
—¿Es así como trata a sus… invitados?
—Inclínate ante el creador —exigió él.
—Híncate ante la princesa más poderosa de los siete mundos —le exigió
ella mientras cruzaba los brazos y lo miraba a los ojos.
—Tan soberbia —sonrió al verla elevar el mentón—. Digna hija de
Lilith.
—Usted no merece ensuciarla con sus labios —atacó molesta y se acercó
—. Le prohíbo pronunciar su nombre.
—Y temeraria… Me gustas, pequeña demonio —ladeó la cabeza—
¿Sabías que tú madre era mi favorita, que confiaba plenamente en sus augurios y
fue tratada con el mayor de los respetos? Su traición fue imperdonable.
—Quizás debería rever sus actos… señor. Pareciera que todas las
mujeres que lo rodean eligen pasarse al lado oscuro.
—¿Y tú? ¿Prefieres el lado oscuro?
—Siempre.
—No te apresures a responder. Puede que cambies de parecer.
—Jamás lo haría.
Él sonrió y meneó la cabeza. Astartes apretó los labios con ira. ¿Qué era
tan gracioso?
—Haremos un trato, pequeña.
—No hago tratos con el enemigo.
—Si después de conocer la verdad —continuó sin considerar las palabras
de su prisionera— decides marcharte; eres libre de hacerlo pero, si el amor te
hace dudar, aceptarás quedarte y te inclinarás ante mí. Me aceptarás como tu
señor y tendrás un lugar digno de la realeza.
Astartes rió ante las locuras dichas por ese ser; ella jamás aceptaría
permanecer en el cielo. Su vida estaba junto a los suyos. Aunque fuera doloroso,
era lo único que conocía.
»¿No crees que sería maravilloso, Astartes? La hija de Lilith regresando
a las tierras de sus antepasados.
—Jamás elegiría este lugar.
—De nuevo, hablas sin saber.
—¿Y qué debo saber?
—Por ahora, nada. Con el tiempo, todo. Y mientras llega ese momento,
me aseguraré de tu bienestar.
»No temas a mi arcángel; él cuidará de ti porque es lo que sabe hacer.
Quizás parezca distante y tosco pero no lo es; su corazón se endureció con los
años mas confío en que pueda volver pronto.
»Solo te pediré un favor como muestra de buena voluntad —ella elevó
una ceja y el creador sonrió con complicidad—: no tengas compasión con
Azrael. Muestra quién eres y exige lo que consideras justo.
—¿Me pide que me rebele?
—Sí.
—¿Cuál es la trampa?
—No hay trampa, pequeña princesa. Hay verdades que merecen ser
expuestas.
—No lo entiendo.
—Lo harás… pronto, muy pronto.
Dicho esto, el creador se esfumó ante sus ojos y si antes estaba repleta de
dudas, el maldito la dejó con muchas más. ¿Qué diantres significaba todo eso?
Definitivamente, en el cielo abundaban los desquiciados.
En condiciones normales, ella actuaría de manera fría y despiadada pero
lo cierto era que nada era «normal» en ese lugar. La cabaña era pequeña y
calurosa, producto del maldito sol que entraba de lleno por el gran ventanal que
se extendía y ocupaba toda la pared derecha. El estúpido guerrero ni siquiera
tenía cortinas.
—Un maldito primitivo —gruñó molesta. Deslizó la mirada por la gran
cama de nogal cubierta con sábanas blancas y ante su propio cansancio, se le
antojó deliciosa—. Hagamos de este lugar el más dulce de los infiernos —
susurró y comenzó a obrar su magia.
En un abrir y cerrar de ojos, cortinas rojas cubrieron el ventanal, la cama
fue engalanada con una manta hecha de piel de oso y un gran sillón de pana roja
y ribetes en dorados apareció frente a esa chimenea que se le antojaba
innecesaria. El aroma a especias y limón envolvió el ambiente y se sintió como
en casa.
Lo cierto es que debía estar feliz por su intervención pero el uso de la
magia la agotó. Arrastró los pies hasta la cama y se dejó caer con la poca fuerza
que le quedaba. No tenía idea de porqué estaba tan cansada.
¿Los demonios se debilitaban así cuando entraban a tierras celestiales o
fue el uso de su arte oscura la que intervino? No pudo dar una respuesta exacta
pues sus ojos ya se cerraban y la respiración se ralentizaba. El sueño era un dulce
elixir que deseaba beber hasta el final. Sus párpados se cerraron y comenzó a
caer en un océano tormentoso de aguas oníricas sádicas.
La última vez que me sentí de esa manera fue cuando estuve al lado de
Levy.
Y todo se volvió negro a su alrededor. Aquel nombre amado contrajo su
pecho y lloró bajito hasta ceder ante Morfeo.
No quería despertar jamás.
Sintió frío y tembló. Se acurrucó un poco más y abrió los ojos. Lo vio
parado en la puerta de esa horrible cabaña. Le sonrió con dolor y susurró:
—Volviste.
Él no se acercó y eso le dolió demasiado. Quiso moverse más le fue
imposible; sintió como unos lazos invisibles se enredaban en sus extremidades y
la sujetaban a la cama. Aquellas ataduras le quemaron pero no tanto como lo
hizo la mirada de odio que su amado le daba.
—Levy… —gimió— ¿Qué sucede, amor mío? —los lazos tiraron de sus
extremidades y se encontró boca arriba; entonces, lo vio caminar hacia ella sin
dejar de mirarla a los ojos. Sintió cómo el alma se le desprendía del cuerpo e iba
en busca de aquel ser a quien entregó su corazón— Te extrañé, amor mío —
confesó entre lágrimas de sangre.
Azrael no podía hablar; lo abrumaban sus propios sentimientos. ¿Cómo
podía amar y odiar a la misma persona?
Ella lo miró esperanzada y él debió considerar esa pequeña señal mas el
recuerdo de verla en brazos de Astaroth venció a toda cordura. Apretó los
dientes y avanzó furioso. Ella pagaría por todos sus pecados.
«¿Y quién eres tú para cobrarlos?» susurró el viento. Azrael ignoró esas
palabras.
—Te extrañé tanto…
—¡Mentirosa! —gruñó molesto al mismo tiempo en que se inclinaba y
clavaba los dedos en su mandíbula— Deja de mentirme, demonio impuro.
—Levy… es verdad —el dolor de su alma era insoportable. ¿Qué le
sucedía a su amado?—. ¿Por qué mentiría? —insistió.
El guardián de fuego suspiró con pesadez y se mordió la lengua para no
contestar; ella no lo merecía. La mirada somnolienta de Astartes se llenó de
dolor y desesperación.
El señor de la muerte sabía que actuaba de manera incorrecta; que entrar
en su mundo onírico y manipularla para conseguir su sumisión era un acto poco
noble.
Estoy pecando… y no me importa.
—No quiero despertar, amor. Déjame tocarte, sentir tus besos… —la
mirada desesperada de Astartes comenzaba a hacerlo dudar—. No puedo vivir
sin ti, Levy —confesó—. He pasado muchos años anhelando este momento y
jamás dejé de preguntarme por qué me abandonaste cuando más te necesitaba.
¿Por qué, Levy? —lloriqueó— ¿Por qué decidiste aceptar el beso de la muerte?
Yo te amaba… Aún te amo.
Aquella revelación angustiada lo cambió todo. Azrael perdió el control
ante esas simples palabras vacías.
Porque eran palabras vacías, ¿no?
La duda lo consumió y esa mirada necesitada, que impactó contra la
suya, lo dejó sin aliento. Las ganas de besarla lo impulsaron a actuar sin sentido
alguno. Se inclinó furioso y se apoderó de esos labios que anhelaba desde hacía
muchos siglos. La besó con la pasión de las bestias y se tragó todos los gemidos
de Astartes.
El deseo aumentó cuando sintió cómo ella se desprendía de su alma para
entregársela sin temor. Pensó que solo un demonio tonto ofrecería tan peculiar
regalo y lo aceptó. Aún en contra de su consciencia y voluntad, adoró a esa
embaucadora por tan desprendida acción.
El fuego que surgía en Astartes era uno que desconocía y la ahogó de
necesidad. Se removió inquieta cuando él se colocó entre sus piernas; al fin se
entregaría a su hombre. No le importó que todo fuera un sueño; necesitaba
pensar que era real. De hecho, se sentía tan real que Levy comenzó a fusionarse
con Azrael.
Y eso le encantó.
Nada tenía sentido pues odiaba a ese lacayo del creador pero, en ese
instante, se le antojó hermoso y seductor. Abrió un poco más los labios y su
lengua necesitada asomó. Trazó el contorno de sus labios y se tragó esa esencia
única a tormentas que solo él emanaba. Tiró de las sogas y lloriqueó molesta al
no poder desprenderse. Él gruñó algo inteligible e invadió su boca con
exigencia; no tuvo más opción que entregarlo todo.
Azrael perdió la razón al sentir el calor, el aroma, la suavidad de ese
cuerpo bajo el suyo y esos sonidos suaves que ella dejó salir e impactaron en su
entrepierna. Sin pensar en sus pecados, apresó uno de sus pechos y se sintió
perfecto. Le mordió la mandíbula antes de ir en busca de su cuello mientras
apretaba sus pequeños montículos y la hacía chillar de pasión. Se sintió sublime
saber que podía provocarla de esa manera. Vencedor y poderoso; casi un Dios.
La soberbia será tu muerte, Azrael.
Ignoró aquellas palabras que repiquetearon en su mente y se concentró en
ese delicioso acto de lamerle el cuello mientras la oía suplicar porque la soltara.
¡Maldita sea! Cómo le encantaba tenerla a su merced y tan necesitada.
Mis marcas borrarán la presencia de Astaroth en tu cuerpo, demonio
embaucador.
Le lamió esa vena gruesa que pulsaba en su cuello y hacía eco contra sus
labios. Bebió el sabor único de sus lágrimas. Ferroso y salado. Una delicia que lo
calentó hasta la locura. Entonces, tiró del corpiño y los pechos de su Némesis
quedaron expuestos.
El aire no llegó a sus pulmones ante tan bella imagen. ¡Tantos siglos
esperando por eso! Había llegado su momento. Se lamió los labios y apresó un
pezón con decisión; lo chupó con gula mientras sus manos recorrían esas curvas
perfectas que anheló por una eternidad.
El sabor de Astartes era exquisito y se preguntó si su sexo serian tan
adictivo como aquellas pequeñas piedras de color café que tenía entre sus
dientes. La locura lo consumió un poco más. Ya no podía razonar ni detenerse;
había perdido el control de sus propias emociones.
Astartes susurró el nombre de Levy una y otra vez, sin saber lo que
sucedía en el interior de ese arcángel furioso y enamorado. Su cuerpo ardía de
necesidad y la frustración se elevaba en su pecho al no poder tocarlo; Morfeo era
un jodido perverso que disfrutaba de atormentarla. ¿Por qué no le daba una
oportunidad? Solo una y lo olvidaría para siempre.
Aquel pensamiento rebotó en la mente de Azrael y la furia burbujeó en
su interior. ¿Cómo osaba, siquiera, pensar en olvidarlo? Él no lo permitiría
jamás. Aquel demonio era suyo por siempre.
¿Olvidarlo? ¡Ni por mil infiernos!
Sin control sobre sus propias emociones, Azrael chupó su piel con
decisión; necesitaba marcarla.
Mía.
Mía.
Mía.
No podía ni quería detenerse ante su propia necesidad de poseerla. Aquel
sentimiento imperativo se convirtió en el preludio de su propia enajenación.
Astartes era peligrosa para él. Aun así, ignoró todas las alarmas que surgieron en
su interior y sucumbió a sus encantos.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz enronquecida.
—A ti… —jadeó ella—. A ti, Levy.
Azrael se acercó a su oído, mordió su lóbulo derecho y susurró con
soberbia:
—Cuando acabe contigo, gritarás mi nombre, bruja embaucadora.
—Levy…
—No —cerró la mano derecha alrededor de su cuello y clavó los dedos
en su piel. Ella lo miró con ojos cargados de pasión—. Azrael —aclaró con voz
rasposa—. Dirás mi maldito nombre: Azrael.
Entonces, la besó con fiereza.
Aunque el camino hacia las tierras del placer y el pecado recién
comenzaba, ellos ya se encontraban perdidos. Entre besos y caricias, Astartes se
entregó a ese sueño perfecto y suplicó a Morfeo para que no la dejara despertar
jamás. No podía creer que, al fin, sentiría el placer de estar con un hombre.
No importaba que el señor de los sueños fuera cruel con sus bromas y le
hiciera creer que Azrael era quien la poseía porque ella, aún en medio de su
fantasía, sentía el aroma de Levy. Y se dispuso a darlo todo; entregarse en cuerpo
y alma.
Por primera vez en mucho tiempo, se sintió viva.
Azrael ya no podía pensar en nada más que hacerla claudicar ante su
presencia. Le levantó las faldas antes de sentarse sobre sus talones y admirar la
belleza de esas largas piernas morenas. La necesidad pulsó en su vientre y las
pelotas se le contrajeron al ver ese pubis cálido que lo atraía de manera
primitiva.
Perfecta.
En otros tiempos, él soñó con dejar miles de besos y caricias sobre esa
piel; hoy, solo quería marcarla a fuego. Se inclinó hacia su prisionera y la besó
con fiereza mientras dos de sus dedos atravesaban su dulce vulva y se perdían en
esa cálida y húmeda vagina que no tardaría en reclamar.
Astartes gritó ante el dolor que le provocó aquel avance y no supo cómo
reaccionar. Algo había cambiado en su amado. Nunca imaginó que Levy fuera
así de intenso. El dolor se mezcló con el deseo y perdió la poca cordura que
conservaba.
—Esto es mío —gruñó él y comenzó a mover sus dedos—. ¿Lo has oído,
maldita bruja mentirosa? Es mío.
—Levy… soy tuya —gimió ella—. Siempre lo fui.
Azrael la besó aún con fuerza porque no quería oír sus mentiras. También
relajó sus defensas e hizo desaparecer los lazos que la retenían. Se odió por
ceder y necesitar su tacto.
Ella le acarició los brazos y los hombros antes de clavarle las uñas en la
espalda cuando los dedos de Azrael no tuvieron compasión y la empujaron cada
vez más hacia la lujuria.
—Tan caliente y húmeda.
Estaba seguro que enloquecería si se deslizaba en su interior pero ¿era
momento de hacerlo? No quiso saber la respuesta porque eso significaba
entender que caía bajo un manto de lascivia y pecado y él no estaba dispuesto a
detenerse. Se acomodó entre sus piernas y le quitó los dedos del interior. Jamás
dejó de admirar ese rostro sensual.
Ella era pecado.
Hundió su necesitado falo hasta la empuñadura y descubrió un nuevo
hogar en ella. Un lugar cálido, húmedo y glorioso. Una mezcla de cielo e
infierno que lo catapultó directo a la locura. Y se rindió ante la más embaucadora
de los súcubos.
Su reina.
Su mujer.
Su principio.
Su final.
Su vida.
Su muerte.
Astartes debió hablar; explicar lo que sucedía, mas el deseo la detuvo.
Clavó aún más profundo las uñas en su espalda y le mordió el hombro mientras
él se movía con decisión.
Era tan grande…
Cerró los ojos para disfrutar el momento y los dedos de Azrael se
clavaron en su garganta.
—No; mírame —ordenó—. Mírame a los ojos mientras te vienes a mi
alrededor —ella obedeció encantada.
¿Podrían los ángeles caer en el pecado? No estaba segura pero le
encantaba que así fuera; ya lidiarían con las consecuencias.
Poco a poco, el velo del sueño cayó y la consciencia ascendió con
claridad.
—No es un sueño —susurró.
—Claro que no —dijo él antes de besarla con fiereza. Giró sus cuerpos y
la colocó encima—. Móntame, bruja.
Ella se dejó llevar y meció las caderas al tiempo que arrastraba las uñas
por ese pecho ancho y perfecto que ascendía y bajaba con cada respiración dada.
Azrael era hermoso a su manera. Se perdió en esa mirada de hielo y aumentó su
ritmo.
Él tenía los dientes apretados y los gruñidos retumbaban en su garganta;
ella no podía dejar de gemir.
Lo estaba enloqueciendo; si no paraba, terminaría en pocos segundos.
Entonces, movió sus cuerpos y la puso boca abajo y ella se dejó conducir
gustosa. Clavó los dedos en sus caderas y la colocó a gatas al mismo tiempo que
volvía a penetrarla.
Una jodida locura.
Azrael jamás dijo una obscenidad pero, en ese momento, no le
importaban sus actos oscuros. En realidad, nada importaba a su alrededor más
que la visión perfecta de pieles que tenía frente a sus ojos.
Blanco y marrón.
Día y noche.
Se inclinó para morderle un hombro y deslizó los dedos hasta alcanzar su
clítoris; quería jugar con él.
Astartes gimió más alto y aceleró el movimiento de sus caderas cuando él
le pellizcó el clítoris. Lo vio todo negro y explotó de placer. Entre gritos,
temblores y contracciones irrefrenables, la princesa oscura encontró el Nirvana.
Aquel espectáculo fue tan maravilloso para Azrael que no pudo
contenerse más y explotó en su interior. Sintió cómo su pene latía y se
descargaba. El placer fue mayor al imaginar cómo la abundancia y calidez de su
semen la inundaba por completo.
La había marcado.
Mía.
Mía.
Mía
Le mordió el hombro otra vez y dijo:
—Apuesto a que Astaroth no puede joderte así.
Y fue la peor frase que jamás pudiera decir.
El dolor pesó en el pecho de Astartes hasta hundirla en el mar de la ira.
¿Cómo podía decir tal estupidez aun cuando se encontraba dentro de su vagina?
Se sintió usada, despreciada, vacía y sola. Colocó las manos en el colchón y
empujó su cuerpo hacia arriba. Azrael cayó de lado y ella se alejó con el alma
desgarrada; se sentía furiosa consigo misma. ¿En qué había pensado al ceder
ante su enemigo?
Una punzada de culpa quemó en su pecho al entender que sus acciones
solo la llevaron a traicionar la memoria de su único amor. ¡Estúpida mujer!
Jamás se perdonaría.
Azrael sonrió al verla desequilibrada y pensó que estaba ganando. Al fin
comenzaría a pagar por el daño que le provocó. Ella no merecía ni una pizca de
piedad.
—No tienes idea de lo que acabas de hacer —gruñó la princesa.
El guerrero la miró con soberbia hasta que la vio desaparecer frente a sus
ojos. ¿Ahora escapaba? No se preocupó por sus berrinches pues tenía la certeza
de que atravesar las auroras protectoras le sería imposible. Sonrió de lado;
Astartes no podría abandonarlo aunque quisiera.
Una vez más, él ganaba.
No tenía en claro cómo seguiría su plan pero algo se le ocurriría para
hacerla pagar por todo el daño ocasionado.
La sonrisa de Azrael desapareció en el mismo instante en que una
mancha extraña captó su atención. Frunció el ceño y miró la cama.
Rojo.
¿Qué diantres era eso?
Una idea perturbadora cruzó por su mente y la desechó al instante
porque, de ser verdad, se sentiría el ser más despreciable de los siete cielos.
Y debería sufrir todos los castigos inimaginables…
Cerró los ojos e inspiró profundo; entonces, los recuerdos impactaron en
su mente. Pequeños detalles que apretaron su corazón y le quitaron el aliento: la
mirada dolida de Astartes, el grito inesperado cuando la penetró y la presión
feroz de sus uñas en su espalda.
Todo conducía al mismo destino.
—No puede ser verdad…
Miró su pene. Rojo.
Miró sus dedos; más rojo.
Y se sintió el ser más despreciable de los siete cielos.
—¿Qué hice? —gimió con el corazón destrozado— ¿Es posible que…?
No no no. ¡Maldición, no! Yo la vi en la cama con Astaroth—gritó y se levantó
de prisa.
La soberbia será tu muerte, Azrael.
Odió aquella voz que quebró su paz. Mientras gritaba a Psique para que
saliera de su mente, comenzó a destruirlo todo; él no merecía perdón.
Astartes —su Astartes— era virgen.
—Yo te corrompí —aceptó mientras caía de rodillas y gritaba con dolor
— ¿Qué te hice, amor mío?

Lejos de llorar sus desgracias, Astartes caminó por los senderos boscosos
y dejó que la ira la consumiera; él pagaría por sus actos. No le importó estar
atrapada en tierras enemigas ni las consecuencias que podrían traer sus actos
vengativos.
Aunque debería pensar en mi familia…
¿Por qué todo era tan difícil? Se sentó en una gran piedra y miró a su
alrededor. Un recuerdo lejano la llevó a encoger los hombros y clavar las uñas en
sus palmas.
Levy.
La mirada discreta y serena de su amor distaba mucho de aquella que vio
en su captor. ¿Cómo pudo confundirlos?
—Sabes que no los confundiste —dijo una voz desconocida de mujer.
Astartes frunció el ceño y buscó a sus espaldas a su interlocutora. Nada;
estaba sola. Quizás comenzaba a enloquecer.
—¡Claro que sí! —masculló— No existe otra explicación para mis
estúpidos actos.
—Quizás el amor sea la respuesta —insistió la voz.
Miró por sobre su hombro y una figura difusa apareció a lo lejos.
Astartes nunca se caracterizó por ser prudente y esa vez no fue la excepción; se
levantó y caminó hacia la desconocida.
La mujer más hermosa que viera jamás.
—Mi nombre es Psique —le dijo—, guardiana del oráculo y guía de los
guerreros. Es un placer conocerte al fin, princesa Astartes.
La extraña se hincó de rodillas para reverenciarla.
—Por favor, levántate —pidió Astartes con pudor. Psique se levantó y le
sonrió con calidez—. Eres la primera persona en estas tierras que me saluda de
esta manera.
—Eres una princesa. ¿Por qué no habría de hacerlo?
—Nadie me reconoce como tal.
—Pues muy mal hecho.
—¿Aún si tu creador fuera uno de ellos?
—Sí.
Astartes sonrió encantada.
—Me gustas, Psique —la guardiana del oráculo le sonrió de vuelta—.
¿Por qué estás aquí?
—Para recordarte que nuestro destino está escrito en las estrellas.
—No lo entiendo.
—No podemos cambiar aquello que se tejió en las constelaciones cuando
nacimos. Eres quien eres, Astartes.
—Lo sé.
—¿Realmente lo haces? —preguntó su interlocutora mientras inclinaba
la cabeza.
—Sí.
—Permíteme disentir contigo. Estás perdida… Hace mucho tiempo, en
realidad. Quizás desde que tus padres se marcharon.
Aquellas palabras quemaron en el pecho de Astartes y las ganas de llorar
pujaron dentro con fuerza. Has llorado mucho, princesa, y el tiempo de tristeza
ha finalizado para ti. Es momento de mostrar quien eres verdaderamente.
»Lamento que Herlinde opacara tu luz y también lamento la cabezonería
de Azrael pero puedes con ello. Él está dolido, al igual que tú. La diferencia
entre ustedes es que tú te guías por la ira y él por la soberbia y el rencor.
—Sigo sin comprender.
Psique extendió los brazos y enlazó sus dedos con los de Astartes. Un sin
fin de imágenes vinieron a su mente; recuerdos que no le pertenecían a ella sino
a… Levy.
¿Qué tipo de embrujo era ese?
Astartes vio cómo Levy moría a causa de la peste y un ángel de dulce
rostro y mirada pura entraba en su cuerpo inerte. Lo reconoció al instante:
Azrael.
Y todo ello antes de conocerla.
—¿Qué…? —jadeó la princesa.
Los recuerdos continuaron.
Vio a Azrael vagar por la tierra, trabajando duro para salvar almas o
conducirlas en paz hacia los cielos y le dolió el pecho al comprender que él
actuaba con dignidad y respeto.
Entonces, una imagen lo cambió todo. Azrael estaba sentado en un
rincón oscuro de una taberna, con una copa de vino en la mano y la capucha de
su abrigo cubriendo su rostro. En una mesa contigua, dos forasteros hablaban
entre murmullos. Ella los reconocería con los ojos cerrados: eran miembros de la
guardia real de Satanás.
Su cuerpo tembló al sentir los pensamientos de Azrael; él se propuso
encontrarla primero.
Un cambio de escenario la hizo jadear. Azrael fue el responsable de ese
primer orgasmo en los acantilados y también quien le dio el primer beso.
—¿Cómo es posible? —preguntó a Psique con la garganta apretada de
dolor— Siempre fue él.
—Sí.
—No —agitó la cabeza con frustración y alejó las manos de la guardiana.
—Astartes, si te alejas, no puedo alcanzarte —informó Psique—. Tengo
prohibido salir de los bosques y aún hay más para ver.
—No quiero saber nada.
—Debes conocer la verdad.
—¿Y qué verdad es esa? ¿Qué ese maldito desgraciado me mintió
siempre, que jugó con mi mente y me lo robó todo? Yo me quité el corazón
pensando que lo había perdido y…
Psique logró posar la punta de sus dedos sobre el brazo de Astartes y más
imágenes llegaron.
La verdad fue puesta ante sus ojos.
Azrael mintió para llevarla al castillo y los sentimientos que brotaron en
su pecho lo impulsaron a protegerla. Se sintió feliz de verla cada día y se
desesperó cuando huyó. Astartes comprendió, en ese instante, que él también
había visto a Herlinde.
Lo que no supo, sino hasta hoy, es que él se enfrentó a la mujer de
Satanás y exigió el corazón de la princesa. Herlinde, como buena embaucadora
que era, se lo concedió. También le dijo que, si la amaba, debía dejarla regresar
pues nada podía hacer para salvarla si la acusaban de traición a la corona.
Azrael cedió por amor; no sin antes trazar un plan: ascendería a los cielos
para implorar a su señor por el alma de Astartes y tuvo que fingir su muerte para
iniciar su viaje. Lo vio abandonar aquel cuerpo, sintió su dolor y también su
arrepentimiento. Entonces, él volvió para verla durmiendo abrazada con
Astaroth y enfureció. Fue allí cuando perdió su alma pues creyó que ella lo había
engañado.
Y enloqueció.
Astartes cayó de rodillas ante la verdad expuesta y lloró una vez más.
Recordó las palabras de la muerte y se maldijo por aceptar las lágrimas de sangre
a cambio de una vida sin sentido. El almirante nunca valió tanto y, sin embargo,
ella pagó por sus decisiones.
«Este trato se romperá cuando decidas sacrificarte por quienes amas. El
hechizo acabará cuando tu alma acepte la luz; mientras tanto, perderás al único
dueño de tu corazón y llorarás su ausencia una y otra vez».
Las palabras de la muerte retumbaron en su mente. ¿De qué luz hablaba?
Ella jamás tuvo luz en su interior.
—Quién es capaz de sacrificar su alma para cuidar la de otros; tiene luz
absoluta —dijo Psique.
—No sé qué decir —la miró a los ojos—. Él… él no fue agradable
conmigo.
—Lo siento.
—Yo… —Astartes suspiró— ¿Se puede amar y odiar a la misma
persona?
—Solo tú tienes esa respuesta.
Dicho esto, la guardiana del oráculo desapareció y la brisa se sintió más
fuerte y fría. Astartes caminó hacia esa gran piedra que le sirvió de asiento y
miró al horizonte.
Entonces, lo entendió todo: aquel lugar maravilloso le recordaba a los
acantilados donde se conocieron. ¿Sería posible que Azrael lo hiciera por ella?
¿Tenía ese poder?
Pero esos detalles no borraban sus acciones y ella lo odió por tratarla
como si fuera una promiscua. No tenía derecho a joder ese momento perfecto
con acusaciones sin sentido. Quiso regresar a casa; no le importaban las
consecuencias. Por una vez en la vida, deseó ser egoísta.
«Si después de conocer la verdad decides marcharte; eres libre de
hacerlo»
Las palabras del creador retumbaron en su mente. Se sintió tentada a
invocarlo y exigir su liberación.
«Pero, si el amor te hace dudar, aceptarás quedarte»
No quería dudar; Azrael no merecía ni una pizca de su amor. ¿Cómo
podía ser benévola con alguien que la lastimó de esa manera? Y no se trataba de
perder su virginidad sino de entregarlo todo a un ser cegado por la soberbia, la
desconfianza y la sed de venganza.
—Eres peor que Satanás —susurró.
Volver era la única opción; aunque eso implicaría poner en peligro a los
suyos y la buena y dulce de Lilibeth perdiera a su primer hijo. Aquella idea la
detuvo; no podía ser tan cruel. Astartes entendía lo que significaba crecer sin
madre y no estaba dispuesta a exponer a un inocente a esos dolores.
—¿Qué debo hacer?
El viento reprodujo las palabras del creador: «no tengas compasión con
Azrael. Muestra quién eres y exige lo que consideras justo»
Bien, Azrael pagaría por sus propias decisiones y ella sería su verdugo.
La guerra había iniciado.
Ella volvió. ¡Por supuesto que lo hizo! No encontraba excusas para evitar
aquel encuentro.
El dolor que sintió al principio fue sustituido por la furia. Aquel idiota
creyó que podía manipularla y ese era el mayor de sus pecados. La subestimó y
ahora conocería quién era ella en realidad.
Sus pasos reflejaban la decisión que cargaba su cuerpo y sus ojos
destilaban venganza. Abrió la puerta de la cabaña como si fuera la dueña del
mundo y, en cierta manera, lo era. No fue hasta ese momento que comprendió
que nunca luchó realmente por sus ideales o sentimientos; era tiempo de
empezar.
Quizás Azrael despertó a la guerrera dormida que habita en mí.
Él estaba sentado en la mesa, con la espalda encorvada y ambas manos
sosteniendo su cabeza. Levantó la mirada ante su llegada y suspiró. Astartes
cruzó por su lado y se dirigió a la diminuta cocina donde comenzó a rebuscar en
los muebles. Él frunció el ceño ante tan calmada indiferencia.
—Astartes —nada; ella ni siquiera se sobresaltó—. Astartes —insistió.
Silencio absoluto.
Apretó los puños y se levantó, caminó hacia ella y cerró la mano
alrededor de su brazo mientras repetía su nombre una vez más. Ella giró furiosa
y su mano impactó en la mejilla del arcángel. Azrael pestañeó confundido; no lo
esperaba.
—Me lo merezco —dijo con culpa.
Aquella declaración la enfureció mucho más. ¿Ahora fingía humildad?
Lo odió un poco más. Nuevos golpes fueron lanzados y Azrael los aceptó con
calma.
En algún momento, el sabor ferroso se deslizó por sus papilas gustativas
y se lamió los labios de manera instintiva. Recordó el sabor que ella emanaba y
enloqueció. Cerró la mano alrededor de su nuca y la acercó sin dudar. Sus labios
encontraron los de su amada y se sintió… doloroso pues ella no respondió al
beso.
Desesperado, enlazó su cintura con el brazo libre y la acercó un poco
más. Su cálido cuerpo tembló contra el suyo y eso le dio esperanzas; no le era
indiferente. La alzó de un solo movimiento y la sentó en la oscura encimera de
granito. No continuó insistiendo en ese beso que no obtenía respuesta; por el
contrario, unió sus frentes y la miró a los ojos.
—Lo siento. Realmente lo siento —susurró—. Merezco todo lo que
quieras hacerme porque fui un imbécil. Si te hace feliz castigarme, ¡hazlo! pero
no me tortures con tu indiferencia, amor. Habla conmigo, por favor.
Astartes ladeó la cabeza, apretó los labios y con las manos puestas sobre
su pecho, lo empujó. Él cedió frustrado; la vio bajar de la encimera y alejarse.
Ella no volvió a explotar; solo fingió que no existía y eso fue como la
muerte para Azrael. ¿Podría recuperarla en algún momento? No tenía muchas
esperanzas.
La princesa se detuvo frente a los ventanales y miró hacia ese paisaje que
se alzaba ante sus ojos. Poco a poco, todo comenzaba a mutar. El verde del
bosque se tornó en un blanco precioso cuando la nieve cayó de manera copiosa,
las copas se mecieron con el viento y generaron un silbido claro que le recordó a
sus tierras y el sol desapareció ante las oscuras nubes que se arremolinaban en el
firmamento.
Su propio interior se reflejaba en el afuera y eso la alegró. Entendía que
aquel clima sería un sufrimiento para ese desgraciado y era lo justo.
Durante las siguientes horas, ella se mantuvo aislada, con la vista puesta
en el exterior y la mente perdida entre oscuras emociones.
Tanta distancia dolía en Azrael y se frustró un poco más a cada segundo
porque no obtenía una respuesta a sus súplicas. Se sintió desorientado y ansioso;
no sabía qué más podía hacer. Desde que tenía recuerdos, él logró todo aquello
que se propuso mas ella era distinta; no sucumbía a sus demandas.
La soberbia será tu muerte, Azrael.
Quiso romperlo todo, gritar hasta desgarrar la garganta y extraerse el
corazón para no sufrir. Fue en ese mismo momento en que un recuerdo llegó con
fuerza: él sostuvo el corazón de su pequeña princesa entre las manos. Esa
sensación de sentirlo latir entre sus dedos era un hecho que no podría olvidar
jamás y quizás fue esa la razón por la que lo retuvo consigo.
¿Y si le mostraba la verdad?
Caminó despacio hasta colocarse a sus espaldas, inspiró profundo y se
atrevió a entrelazar sus dedos.
Astartes no estaba preparada para aquella intervención. Cerró los ojos
ante ese contacto tan suave y no solo pudo verlo todo desde los ojos de Azrael
sino que, además, experimentó sus sentir.
Jadeó ante la falta de aire y el dolor que inundó su pecho fue demasiado.
Si tuviera corazón, diría que se desgarraba en ese momento. ¿Fue lo que sintió al
verla con Astaroth? Lo vio alejarse dando tumbos por los pasillos del castillo y
las lágrimas que se deslizaron por las mejillas de Azrael eran similares a las que
ella derramaba en esos momentos.
Tanto dolor sin sentido…
Se sorbió la nariz y pasó la lengua por los labios temblorosos. En un
movimiento instintivo, apretó las manos y él suspiró antes de apoyar la frente en
su hombro y susurrar.
—Amo tu precioso corazón, Astartes. Ha sido mi guía cada día de mi
solitaria vida.
Y ella confirmó que decía la verdad.
Su corazón aún latía dentro de una esfera de cristal. Él colocó el artefacto
sobre una delicada mesa de madera blanca que había junto a su cama y la miró
cada noche, acostado de lado, hasta quedarse dormido. Pudo sentir la tristeza que
emanaba su alma y la soledad que habitaba en ese corazón guerrero.
Miles de momentos similares se repitieron ante sus ojos y entendió, no
solo que jamás tocó a otra mujer sino que, además , jamás pudo olvidarla.
Tampoco yo pude sacarte de mi alma.
Aunque quisiera gritarlo, se mantuvo en silencio y se mordió los labios
para no contestar esa verdad que quemaba en su pecho.
»No estaba en mis planes conocerte —confesó él— y, sin embargo,
sucedió. Fue verte y saber que estaba jodido. Hasta ese momento, nunca creí en
el amor o, al menos, no creí que fuera digno de sentirlo.
»Y vienes tú y cambias el juego. Tu aroma, tu mirada curiosa, la
suavidad de tu sonrisa, la calidez de tu piel… Amor, ¿qué podemos hacer cuando
nuestros mundos colapsan y se fusionan en uno?
Astartes sintió que podía caer de un momento a otro y no quiso; no era
justo. Él la había maltratado y entendía que todo fue una confusión; también
comprendió que habló desde el dolor y la ira pero ¿y sus sentimientos? ¿Y el
respeto que merecía? Nada justificaba sus acciones y estaba dispuesta a ser su
verdugo.
Apretó los labios y tragó una gran bocanada de aire; tenía que alejarse
para poder pensar con claridad. Sus dedos temblaron al aflojar la presión que
ejercía y lo oyó decir su nombre cuando pasó por su lado.
Sin volver la vista atrás, Astartes salió de la cabaña y el viento se
intensificó. Alzó la mirada y sonrió al confirmar que ni un solo rayo de sol
atravesaba ese denso manto de nubes grises que ella creó.
La temperatura descendió un poco más. Aunque los copos de nieve le
dificultaron la visión, se adentró en el bosque y avanzó. Nada mejor que el frío y
la oscuridad para torturar a ese maldito.
—¡Maldito seas, Azrael! —gruñó mientras alzaba sus faldas húmedas y
corría hacia el arcángel desmayado que yacía fuera de la cabaña— ¿En qué
pensabas, estúpido ángel inconsciente?
Se dejó caer de rodillas y apoyó la cabeza del guerrero contra su pecho.
La frialdad de su piel le hizo temer. ¿Eso era lo que le sucedía a los ángeles
cuando las temperaturas bajaban de manera brusca?
Se sintió culpable por alterar el tiempo y no supo qué hacer. Las lágrimas
tiñeron su rostro y cayeron sobre los labios casi inertes de Azrael.
—No te atrevas a dejarme —susurró antes de apretarlo un poco más y
transportarse junto a su amado al interior de la cabaña.
Aquel acto desesperado la dejó sin fuerzas. Definitivamente, en esas
tierras, su magia se alteraba y pagaba las consecuencias con un dolor punzante
en cada uno de sus huesos.
Nada importó.
Con premura, lo desvistió antes de quitarse sus propias ropas húmedas y
cubrirlo con esa manta roja que tanto amó colocar sobre la cama. Se dirigió
hacia la chimenea para encenderla y generar calor dentro de la cabaña. El sonido
de la madera que comenzaba a arder se unió al de su errática respiración y la de
sus pasos descalzos cuando regresó a la cama.
Desesperada, se metió bajo la manta y lo abrazó con fuerza. Él no
reaccionó. Cerró los ojos y volvió a escuchar aquellas palabras que retumbaron
sin sentido en ella durante tantos siglos.
«Es momento de entregar tu alma, tu confianza y aquello que negaste a
todos».
Amor.
Su amor era aquello que jamás pudo entregar y ahora comprendía las
razones. Lo abrazó un poco más fuerte.
—Solo tú, Azrael. No importa el nombre que usaras o el aspecto físico
que eligieras mostrarte ante mí porque… —suspiró— Porque, al final, eres el
alma que me enamoró. ¿Cómo pude arrancarme el corazón?
Posó la mano sobre el vientre de su amado y la subió despacio hasta
llegar a ese punto exacto donde descansaba su corazón. Los latidos suaves
pulsaron contra su palma y su piel se llenó de calidez. Ella nunca disfrutó de esa
dulce sensación… y le encantó.
Giró un poco el rostro y dejó un suave beso en esa inmaculada piel. Él
continuaba sin responder. El dolor se expandió por su interior, al sentir los
temblores intensos del ángel.
—No quiero que me dejes, ¿me oyes? —susurró y se sentó sobre él—
¡No puedes dejarme, idiota! —lloriqueó mientras comenzaba a golpearle el
pecho.
Azrael no despertó.
Así pues, presa de un impulso, se inclinó hasta alcanzar sus labios y
comenzó a besarlo con devoción. Aunque no tuviera corazón, ella lo amaría con
honestidad.
»Te necesito despierto —murmuró contra sus labios.
Subió las manos y acunó sus mejillas. Le acarició los pómulos con los
pulgares y un leve suspiro se deslizó por los labios de su amado. La esperanza
creció un poquito en su interior.
Astartes lo llenó de besos en el rostro, cuello, hombros, pecho y continuó
descendiendo. La tentación la llevó a lamer el hueso de sus caderas y avanzar un
poco más hacia el sur. Posó las manos en los muslos del guerrero y, otra vez, ella
percibió un pequeño temblor.
¡Eso es! Vuelve a mí, Azrael.
Con la punta de la nariz, trazó una vía descarada que nació en el ombligo
de Azrael y terminó justo allí, donde su hombría comenzaba a despertar. Arrastró
los dientes por su labio inferior.
¿Y si fuera el deseo el que lograra su cometido?
No. No podía chuparlo estando inconsciente. Besó su ombligo de nuevo
y se dispuso a ascender hasta sus labios.
—Si este es un maldito sueño —lo escuchó graznar—, más le vale a
Hipnos hacerlo a mi gusto.
Ella levantó la mirada y quiso sonreír ante aquel comentario empero
Azrael seguía tan pálido como antes. Quizás despertó y hablaba tonterías mas no
significaba que se hubiera repuesto.
¿Qué hacer?
Con la punta de la lengua, marcó un camino de deseo que llegó hasta la
boca del ángel y se apoderó de su aliento. Lo besó como si su existencia
dependiera de ello y, en cierta manera, era así. Acunó sus mejillas e invadió su
boca con la lengua. La dulzura de sus labios fueron su perdición.
Y dejó de pensar.
Dejó de resistirse a aquello que sentía.
Dejó de postergarse como siempre lo hizo y tomó aquello que deseaba.
Azrael tembló otra vez y se sintió frustrado; necesitaba hacerla suya y,
sin embargo, no tenía fuerzas.
—¿Qué debo hacer para obtener tu perdón? —murmuró con un hilo de
voz.
Astartes no supo qué responder; aquella venganza que se propuso no
coincidía con lo que sentía. Quizás se arrepentiría luego pero, en ese preciso
instante, solo deseó que él se recuperara.
—Duerme, Azrael —pidió en voz baja y volvió a envolverlo con su
cuerpo.
Apoyó la mejilla contra el pecho frío del guerrero y una lágrima solitaria
se deslizó por su nariz cuando el suave sonido de su corazón latió contra su oído.
Ella deseó tener su corazón de regreso.
Él soñó que podía regresar a la luz si Astartes lo elegía.
El creador oyó las súplicas de Psique.
Astaroth exigió a Satanás firmar una tregua; la princesa debía regresar a
casa.
Las cosas estaban cambiando en el cielo y el infierno. Quizás, todo podía
mejorar… ¿O no?
Satanás apretó los dientes y miró a lo lejos; entendía la propuesta de
Astaroth mas no quería ceder. ¿Cuándo fue la última vez que bajó la cabeza ante
ese desgraciado?
A su criterio, aquel que se autoproclamaba «creador» era un ser tan
mezquino como cualquier habitante del inframundo. Entonces, ¿por qué aceptar
la derrota?
Solo que nosotros no fingimos ante los demás.
Los latidos de su corazón enojado retumbaron en sus oídos y lo vio todo
rojo. Aquel ser despreciable le había tocado las pelotas y no descansaría hasta…
—Mi señor —regresó su atención a Astaroth—, debemos negociar;
Astartes no puede sufrir por… esta situación.
—¡Dilo! —gruñó Satanás— Atrévete a poner en palabra tus más oscuros
pensamientos, Astaroth. Crees que es un capricho y no lo es, ¡joder!
—Ella decidió su destino —intervino Herlinde.
Satanás miró a su mujer y apretó los dientes para controlar sus
emociones. Ella, conocedora de sus atributos, caminó meciendo las caderas cual
víbora seductora y todos en la sala de guerra siguieron su andar en silencio.
Satanás se puso duro de solo verla; aunque pasara la vida, continuaba
siendo la dueña de sus pelotas. Inspiró profundo y se preparó para lo peor;
Herlinde no invadía sus dominios sin un plan en mente. ¿Qué buscaba ahora?
Fuera lo que fuera, él cedería porque siempre lo hacía.
¡Maldita mujer encantadora!
»¿Qué sucedería si ella no quiere regresar? —se detuvo frente a su
esposo— ¿Estarías dispuesto a olvidar esta guerra?
—¿Te has vuelto loca, mujer? Mi hermana jamás me traicionaría.
—Yo traicioné a los míos.
—No. Tú decidiste seguir al amor —Herlinde se cruzó de brazos y elevó
una ceja— ¿Qué? —Satanás frunció el ceño— ¿Qué intentas decir?
—¿Estás seguro de que quieres hablar en frente de todos?
El rey del inframundo miró de reojo; todos sus generales se encontraban
expectantes. ¡Jodida mujer! Odiaba que lo manipulara de esa manera. Sin emitir
palabra, Satanás agitó la mano y sus jefes se levantaron de la mesa. Mientras
desalojaban la sala, él mantuvo una guerra de poder silenciosa con su mujer.
—¿Me dices que mi hermana elige seguir a un ser que no dudó en
desterrar a sus propias hijas o robarles las alas a mi mujer? —ella sonrió de lado
— ¿Qué clase de mierda es esa, Herlinde?
—Lo que intento decir, esposo, es que ella se enamoró una vez… —su
mirada fue de un ojo al otro de su esposo— Se enamoró de alguien que no
debía… —otra pausa dramática y una nueva evaluación— Un ser prohibido
según tus criterios; no los suyos —afirmó.
—¿Qué?
—Mira, Satanás, no soy una hipócrita y lo sabes; entonces, no fingiré que
tengo la mejor relación de todas con tu hermana pero eso no significa que la
entienda porque, ciertamente, comprendo sus sentimientos.
»Podría pretender que no sé lo que sucede y condenarla a la miseria con
mi silencio pero… —inspiró profundo y negó con un movimiento de cabeza—
Una parte de mí aún conserva bondad.
Ante aquella afirmación, fue Satanás quien elevó una ceja y ella frunció
los labios. Herlinde desvió la mirada por un momento, cruzó los brazos con
fuerza y sus pechos se elevaron aún más. Satanás gruñó deseoso y su mente se
centró en esas dos protuberancias que quería degustar sobre esa amplia mesa que
tenía frente a él.
—Deja de mirarme las tetas, Satanás.
—Te vistes de esta manera ¿y pretendes que no tenga pensamientos
lujuriosos?
—Hice lo que creí correcto —confesó ella de repente y él levantó la
mirada.
—¿Qué hiciste? —la antigua reina de los súcubos apretó los labios—
Herlinde…
El tono amenazador de Satanás la llevó a suspirar y claudicar.
—Yo… puede que interviniera en su vida y torciera algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—¿Recuerdas cuando tu hermana desapareció luego de su cumpleaños
número diecisiete?
—Sí.
—Astaroth la encontró poco después de irse y yo intervine para que no la
trajera de vuelta.
—¿Por qué harías eso?
—Porque estaba celosa —confesó—. Era nueva y todos me miraban
como si fuera una maldita plaga. Nadie quería estar cerca de mí y me aferré a ti
con todo lo que tenía. Temí que ella me quitara tu amor y… Me arrepentí poco
después, ¿sabes? Vi tu sufrimiento y me sentí fatal. Entonces, fui a buscarla y no
esperé encontrarme con… todo eso.
—¿Qué fue?
—Astartes se enamoró de Azrael, Satanás; lo vi en su mirada de horror
cuando me presenté ante ella.
—¡Mientes!
—No, esposo; es la verdad. Tu hermana estuvo dispuesta a dejarlo todo y
debí intervenir otra vez.
—¿Qué hiciste?
—Le dije a Azrael que estaba comprometida con Astaroth; también le
recordé lo que sucedería con Astartes si no regresaba y la declaraban una
traidora a la corona. Así pues, le exigí que la dejara marchar.
—¿Y ese cobarde aceptó?
—Al principio sí pero luego se arrepintió y regresó. Lamentablemente,
ya era tarde… y para mí también porque no pude anticipar la reacción de tu
hermana —miró a su esposo con angustia— Ella se arrancó el jodido corazón.
¿Entiendes lo que eso significa, Satanás? Astartes decidió sin siquiera saberlo.
El rey del inframundo cerró los ojos y dejó escapar el aire en medio de
un gruñido frustrado. Su esposa se sentó en su regazo, acunó sus mejillas y
susurró su nombre; él no respondió. Herlinde lo besó con dulzura antes de unir
sus frentes y susurrar:
—Yo te elegí y te elegiría durante mil vidas más, Satanás. Ella también
eligió el amor y debes aceptarlo.
—No.
—Tienes dos opciones: o aceptas y firmas la paz con el creador o…
—¿O qué?
—Te arriesgas a recibir el odio y desprecio de tu hermana para siempre.
De una u otra manera se alejará pero el vínculo que puedan tener dependerá de
tus decisiones.
Y aquella, definitivamente, sería la decisión más difícil de tomar en su
larga existencia. ¿Debía dejarla ir en busca de su felicidad o retenerla cerca y
condenarla a vida en soledad?
—¡Me cago en ti, mujer! —gruñó molesto antes de acostar a Herlinde
sobre la mesa y follarla con furia.
Ya pensaría después.
Astartes despertó agitada y desorientada. Fue una voz dulce que retumbó
en su mente la que activó sus sentidos.
—¡Astartes, despierta! —le susurró una vez más— ¡Vamos! No tenemos
tiempo.
La princesa oscura pestañeó cuando un rayo de sol se filtró entre las
pesadas cortinas e impactó contra su rostro. Giró el cuello y se encontró con el
dulce rostro de Azrael. Por instinto, levantó la mano y le tocó la mejilla; él
continuaba con la piel fría. Aquel hecho la frustró y preocupó demasiado. ¿Qué
podía hacer para ayudarlo?
—Astartes, vuelve al bosque. No puedo atravesar las corazas protectoras.
Tenemos que hablar.
Esa vez, la voz sonó lo suficientemente clara para identificar a su
interlocutora: Psique.
No sabía los motivos reales pero ella se fiaba de esa mujer. Quizás fueran
los ojos tristes de esa diosa o las palabras cálidas y llenas de verdad que salieron
de su boca; cualquiera fuera la razón, ella confiaba en Psique.
Se alejó de la cabaña con cierto recelo pues no le agradaba dejar solo a
Azrael. ¿Y si en su ausencia empeoraba o, peor aún, creía que ella lo abandonó?
Sus pasos se tornaron dudosos por un instante y estuvo a nada de regresar si no
fuera porque el pedido de Psique volvió a retumbar en su mente.
¡Maldita diosa amigable!
El viento trajo consigo la risa suave de la guardiana del oráculo y
Astartes chasqueó la lengua; esa muchacha debía aprender que la vida no era
pura felicidad.
Se encontraba tan perdida en sus pensamientos que no detectó esos
sutiles cambios a su alrededor —transformaciones sutiles para mortales pero no
para quienes habitaban el inframundo—: El viento aumentó en velocidad, los
débiles rayos de sol comenzaban a desaparecer y el aroma picante a especias y
azufre se alzó a su alrededor.
Gran error.
¿En verdad no se percató del olor a azufre?
Una sombra oscura apareció ante sus ojos y la hizo detener. Entonces,
Astaroth se hizo presente. Todo su cuerpo tembló de rabia y temor.
—No, Astaroth —dijo—. No lo hagas.
—Princesa —dio dos pasos hacia adelante y ella retrocedió también—,
no compliques mi trabajo; quiero ser benévolo contigo.
—No.
—Es momento de regresar, Astartes… Lo sabes —informó y cerró la
mano alrededor de su brazo.
Astartes gritó y forcejeó decidida; no cedería esta vez. En otro tiempo fue
sumisa y obedeció las órdenes de Astaroth pero ya no era esa niña temerosa de
antaño; si debía luchar hasta su muerte, lo haría.
Astaroth tiró de ella y envolvió un brazo a su cintura.
—Déjala ir…
Aquella suave voz, que llegó desde su espalda, le hizo girar el cuello.
Astaroth parpadeó ante la visión del ángel más hermoso que habitaba el cielo.
Ella lo miró a los ojos y no reflejaba miedo.
Ella le sonrió con inocencia y volvió a repetir su pedido.
Ella brillaba como nada que hubiera visto y desprendía olor a margaritas
y avellanas tostadas.
Ella era una mujer perfecta.
El corazón de Psique latió ante ese guerrero. Tan grande e imponente que
su vientre sintió los aleteos de millones de mariposas. Se clavó las uñas en las
palmas de las manos cuando percibió su propio aroma a avellanas tostadas; un
jodido perfume que delataba su excitación.
Pero él no lo sabe.
La sonrisa de Psique tembló y un brillo extraño se deslizó en los ojos de
Astaroth.
Astartes, que conocía al mayor guerrero oscuro como nadie, le suplicó
que se marchara; tenía que proteger a Psique.
La guardiana del oráculo no se movió ni desvió la mirada y eso, a un ser
tan oscuro como Astaroth, le encantó. De hecho, quedó impresionado con esa
valiente actitud. ¿En verdad es valiente o está tan loca como yo? De pronto,
quiso saber más de ella.
—Pudiste traspasar las barreras protectoras —murmuró el ángel—; debes
tener tanto poder como Azrael.
—Lo tengo, hermosa.
Las mejillas de Psique se tiñeron de rojo y él se lamió los labios.
—¡Ay, por favor, Astaroth! —refunfuñó Astartes— ¿Ahora coqueteas
con ella?
—¿Celosa? —la miró de lado y sonrió con soberbia.
—No puedo acercarme a ti, guerrero —dijo Psique—; los escudos
protectores me lo impiden y eso es… —apretó los labios frustrada— injusto.
—¿Quieres tocarme, belleza?
—Quiero convencerte para que no te lleves a la única posible amiga que
pueda tener. Tu intención no me gusta, guerrero.
—Astaroth. Mi nombre es Astaroth; líder de los siete regimientos del
inframundo.
—Soy Psique, guardiana del oráculo.
—¡Vaya! La niña virgen.
—¡No soy una niña!
—Pero eres virgen.
—Y tú un idiota que sigue las órdenes de mi estúpido hermano —
intervino Astartes y lanzó un codazo en el abdomen de su amigo— ¡Compórtate,
Astaroth —forcejeó otra vez—, y déjame ir!
—No irás a ningún lado.
Astartes quiso llorar ante esa voz.
Azrael.
Usó todas sus fuerzas para escapar de su captor y corrió hacia su bello
ángel convaleciente.
—Astartes, no me jodas —gruñó Astaroth—. Regresa conmigo, ahora.
—Creo que la princesa ya eligió.
La voz y actitud soberbia de Azrael molestaron a Astartes; ella podía
defenderse sola. Entonces, ¿por qué corrió hacia él? Frunció el ceño y se alejó
del arcángel; él la miró desconcertado.
—Mujer inteligente —murmuró Astaroth.
—Psique —dijo Astartes—, ¿puedes llevarme con el creador?
—No lo hagas, amor —suplicó Azrael.
—¿Puedes? —insistió ella.
—Sí.
Los dos guerreros lanzaron maldiciones por lo bajo pues sabían que nada
podían hacer cuando un miembro de una familia real solicitaba encontrarse con
otro mandatario. Ese pedido jamás podía ser negado o ignorado.
Aunque peligroso, la jugada de Astartes fue inteligente.
Así pues, en un abrir y cerrar de ojos, la princesa oscura desapareció
junto a la guardiana del oráculo; sin pensar en las consecuencias que traerían sus
actos.
Los pasos de Astartes resonaron en los silenciosos pasillos del castillo.
Ella ideó su vestimenta y sonrió al ver cómo todos se asombraban ante su osadía.
—Te dije que era demasiado —murmuró Psique entre dientes mientras
avanzaba con la cabeza en alto y la vergüenza tiñendo sus mejillas.
Astartes encuadró los hombros y siguió camino.
—Me importa una mierda si vestir un traje negro y dorado es demasiado
—respondió.
—Sabes que el problema no son los colores…
Sí, lo sabía y sonrió un poco más. Vestir un corset de encaje negro con
ribetes dorados en el borde superior del corpiño y en la cintura, una falda corta y
vaporosa de tul que mostraba sus largas y morenas piernas, además de botas con
tacones escandalosamente altos, era una clara acción de rebeldía.
Me encanta ser rebelde.
Como si necesitara reafirmar un poco más su posición, Astartes desplegó
sus alas negras en el preciso instante en que se abrían las puertas del salón
principal. El creador apretó las manos contra los apoyabrazos de su trono y
esperó por esa niña descarada. Le recordaba tanto a su propia hija que el pecho
le dolió.
Quizás ese pequeño demonio tenía una misión y la cumplía sin saber.
El rey absoluto de la luz comprendió que ella era un ser rebelde y
temerario porque carecía de una figura paterna; alguien que se preocupara por su
seguridad y bienestar. Y se sintió como la otra cara de la misma moneda.
Le dolió entender que él había fallado como padre. Dos de sus hijas
decidieron marcharse y todo, claramente, fue su responsabilidad.
Quizás si hubiera estado solo en ese momento, lloraría por sus errores,
pero no lo estaba. Se tragó la angustia y dijo:
—¿A qué vienes, Astartes?
—A traer mi respuesta.
—Bien —se acomodó mejor en su sillón—, te escucho.
—¡No! —la voz de Satanás retumbó tan fuerte que las ventanas
temblaron y los ángeles lo miraron horrorizados. El rey del inframundo avanzó
hacia su hermana y cerró su mano alrededor de su brazo—. Nada tienes que
hablar o hacer aquí —gruñó con los ojos de un rojo fuego furioso.
—¿Te atreves a presentarte ante mí, hijo de Belcebú, e incordiar a mi
invitada?
—Ella no es una invitada; la cogieron como rehén.
—¿Has recibido malos tratos, Astartes? —preguntó el creador.
—No.
—¿Fuiste víctima de torturas o privaciones?
—No.
—¿Algún tipo de daño fue causado por tu cuidador?
—¡Que no! ¡No, no y no! —gritó frustrada— Azrael cuidó de mí
siempre.
—Astartes… —le advirtió su hermano.
—¡Es verdad! —insistió ella y tiró de su brazo— Azrael jamás me
lastimaría, hermano —lo miró a los ojos—. Yo lo hice… y me arrepiento.
—No sabes lo que dices.
—Sí, lo sé —levantó la barbilla—. También sé que quiero una vida en
paz. Deseo que esto se termine de una vez y para siempre, Satanás —inclinó la
cabeza y lo miró con angustia—. ¿No estás cansado de luchar? —su mirada vagó
de su hermano al creador y de este a Satanás de regreso—. Ambos —remarcó.
Como respuesta, recibió silencio y seriedad; entonces, suspiró—. No quiero esta
vida, Satanás. Te amo más de lo que puedas imaginar pero no puedo elegirte; no
esta vez.
—Astartes, mi niña… —Satanás intentó avanzar hacia su hermana mas
ella lo detuvo con su mano en alto y una negación silenciosa.
—No, Satanás. Debes escucharme por una vez en la vida. Tienes un reino
a tus pies, un ejército poderoso y a una mujer a la cual amas —su entrecejo
tembló cuando susurró—, ¿y qué tengo yo?
—Tienes…
—¡Nada! No tengo nada, Satanás. Siempre fui una sombra que vagó sin
corazón. ¿Sabes siquiera cuándo o por qué lo perdí?
—Sí —aquella afirmación sorprendió a Astartes— ¿Lo amas?
—Sí, hermano.
—¿Y dejarías todo por…?
—No. Nada dejo pues nada tengo. ¿Es que no lo ves? Siempre estuve
vacía y es el momento de cambiar esa realidad. Si permanezco en estas tierras, lo
ganaré todo, Satanás —ella inspiró con fuerza para darse valentía; la necesitaba
más que nunca—. Si decido quedarme —murmuró—, no solo tendré a mi
corazón de vuelta sino que, además, habrá un ángel que será mi guardián. Lo
siento —susurró con pesar—. En verdad lo siento.
Astartes apretó los labios y contuvo las lágrimas mientras giraba y se
dejaba caer de rodillas ante el creador.
Ella acababa de elegir su destino.
Azrael lo era.
Siempre lo fue.
Azrael pasó la lengua por la comisura de sus labios y el sabor a hierro de
la sangre se mezcló con el salado del sudor. Miró a su adversario y concluyó que
no se encontraba mucho mejor. Astaroth pasó la mano por su boca y una mancha
roja se tatuó en su mejilla derecha. Sonrió de manera loca y los dientes
manchados de sangre le quedaron a la vista.
Ambos se levantaron con dificultad, las respiraciones agitadas y el dolor
de las heridas abiertas que pulsaban hasta sus huesos.
—No la mereces —gruñó Astaroth antes de escupir sangre al suelo—.
Hazte a un lado, Azrael, y deja de destruirla. Has hecho suficiente daño.
—No sabes nada de mí.
—Pero sí sé de ella —aseveró y avanzó—. Sé cómo la encontré y todo lo
que sufrió durante siglos. Fui yo —se golpeó el pecho con el pulgar derecho—
quien la levantó en brazos y curó de su alma. Yo, quién la sostuvo noche a noche
y le prometió que jamás la dejaría sola; el que ahuyentó sus tormentos y calmó
sus pesadillas. Tú no estabas, Azrael.
»Puedes golpearme si eso te hace feliz pero eso no será suficiente para
que abandone mi misión: ella regresará a casa; donde pertenece.
—Ella decidirá.
—¡Por supuesto que lo hará!, y ambos sabemos que preferirá seguirte
pero… la pregunta es… —avanzó y quedó cara a cara con el ángel— ¿Estarías
tú dispuesto a abandonarlo todo por ella? A ser un simple mortal y perder tanto
las alas como tu inmortalidad, ¿o es demasiado para ti?
—No. Nada es demasiado.
La mirada de Astaroth viajó de un ojo a otro de su contrincante y dio dos
pasos hacia atrás.
—¡Puta mierda! —masculló incrédulo— El señor de la muerte realmente
se enamoró… —pasó las manos por sus cabellos alborotados— Y de la hermana
de Satanás.
Hasta ese momento, Astaroth jamás había amado y nada sabía de ese
sentimiento pero eso no significaba que fuera un tonto ingenuo. Vio imperios
caer y guerras iniciarse en nombre del amor.
»Esto es una gran mierda —susurró. Miró a Azrael por un momento y
suspiró—. Cuídala con tu vida, soldado. Entrega tu alma si es necesario —
Azrael asintió con la cabeza— y búscame si necesitas ayuda. Mis diferencias son
contigo; mi lealtad está con Astartes.
Dicho esto, desapareció y el sol se filtró por entre las nubes. Azrael alzó
la mirada y se dio cuenta que algo comenzaba a cambiar.
¿Tendría que ver con su princesa temeraria?
Existía solo una manera de descubrir la verdad; era momento de regresar
al palacio.

Astartes suspiró y miró a su alrededor; todo era diferente en ese lugar. Su


viaje a la tierra le enseñó que el tiempo transcurría de modo diferente al del cielo
y el infierno. Los mortales solían percibir el paso de las horas más lentas o
aceleradas dependiendo sus emociones y eso marcaba el rumbo de sus acciones.
Allí, donde la luz reinaba, el tiempo se asemejaba al inframundo y ellos
podían manipularlo si lo quisieran; aunque eso traía consecuencias para quienes
osaban hacerlo.
Quizás fuera esa la razón por la que vagó tranquila por los jardines del
palacio y se perdió entre muros de gardenias y tulipanes amarillos. Suspiró más
de una vez al recordar el rostro desencajado de su hermano y la sonrisa soberbia
del creador.
El creador…
Ella se sintió tentada de decir su nombre real en voz alta pero se mordió
la lengua; hacerlo significaba joderlo todo.
¿Alguna vez alguien lo hizo? No estaba segura.
—No es mi nombre el que debería preocuparte —dijo el susodicho a sus
espaldas.
Astartes giró sobre sus talones y lo vio avanzar con pasos suaves, lentos
pero seguros y medidos. El creador vestía completamente de blanco y traía las
manos unidas detrás de la espalda. Pensó que su luz contrastaba con la oscuridad
de ella.
—Tienes menos oscuridad de la que imaginas, princesa. Lo entenderás
con el tiempo.
—El tiempo… —suspiró Astartes.
—El tiempo —asintió el creador con la cabeza y se detuvo frente a ella.
—¿Y ahora qué?
Ella lo miró ansiosa y expectante; él le devolvió una mirada cálida y
dibujó una sonrisa amigable.
—Jamás saldrás lastimada de nuevo —prometió el rey de los puro y posó
las manos sobre el vientre de la princesa—. Tu linaje será bendecido y tendrás la
paz que tanto anhelaste.
»Tu presencia trae la luz y equilibra el caos en el que caímos; eso es
bueno para todos. Lamento que sufrieras a causa de decisiones ajenas y quiero
recompensarte por ello.
—¿A mí? —él asintió en silencio— ¿Cómo?
—Desde este momento, te nombro guardiana de la vida. Serás quien
bregue por la maternidad y guiarás a mis soldados en la guerra. Tú, Astartes,
serás quien acompañe a las almas en su camino hasta Azrael y ambos tendrán la
misión de orientar a los sufrientes hasta llegar a su juicio final.
Ella no supo qué responder; aquella era una tarea muy difícil. ¿Y si se
equivocaba? ¿Y si sus acciones provocaban el sufrimiento de otros?
»Jamás podrás equivocarte, princesa —aseveró él—; porque tienes el don
de la sabiduría empática. Tu corazón fue atesorado por aquel que te amaba y te
será devuelto en breve.
»Se necesita mucho más que un corazón, mi niña. Es imprescindible un
alma noble para gobernar con justicia… y tú la tienes —le sonrió con calidez—.
Bienvenida a las tierras de luz… Bienvenida a mi familia.
Astartes sollozó emocionada cuando el creador la abrazó y besó su sien.
¿Así se sentía el amor de un padre? Su cuerpo se llenó de calidez y sintió el alma
en paz.
Todo estaría bien.

Azrael descendió directo a sus aposentos; algo en su interior pulsaba con


desesperación.
No tenía idea qué le sucedía mas el latido alocado de su corazón y ese
deseo primitivo por encontrar a Astartes —y follarla sin parar— era imparable y
alteraba sus emociones hasta el punto de caer en la locura. Quizás todo fuera
consecuencia de esa erección descomunal que palpitaba entre sus piernas y dolía.
¿Por qué, de pronto, necesitaba enterrarse entre sus piernas? ¿Por qué
solo podía pensar en el sabor que tendría su coño cuando se viniera en su boca?
¿Por qué tantos pensamientos oscuros?
Su mente cayó en un espiral de pecado que no pudo manejar.
Azrael apretó los dientes y abrió las puertas de sus aposentos con la firme
convicción de encontrar a su princesa y amarla hasta caer desvanecido.
Entonces, detuvo sus pasos y exhaló con fuerza.
El ratón acababa de cazar al gato.
Astartes lo miró desde el otro lado de la habitación. Se encontraba
sentada en un trono revestido en pana roja y oro; un mueble de los más ostentoso
y equivocado en la cálida decoración de su hogar.
Esa es la porquería más horrorosa del mundo pero, si ella la quiere, aquí
se queda.
Aquella mujer lo volvería loco con sus gustos extraños y esa manía de
cambiarlo todo sin consultar. ¡La amaba tanto!
Sus ojos apreciaron el corsé ceñido que marcaba sus formas y le realzaba
esas tetas perfectas. La diminuta cintura de su princesa era la antesala a unas
caderas suculentas y un par de piernas tonificadas, largas y perfectas. La piel
chocolate de Astartes contrastó con el rojo de la tela y la mirada lujuriosa de su
chica lo impulsó hacia adelante.
Sin dudar, Azrael se quitó la chaqueta, la camisa y los pantalones; ella lo
observó hambrienta mientras pasaba la punta de la lengua por los labios. La
erección doliente de Azrael atrajo su mirada y descruzó las piernas. Él se perdió
en ese pequeño coño que quedó expuesto ante sus ojos.
¡Tan descarada!
Azrael avanzó en silencio y ella, sin dejar de mirarlo a la cara, deslizó la
mano por su propio vientre hasta alcanzar su vagina y comenzar a tocarse.
El arcángel inspiró profundo y maldijo entre dientes antes de caer de
rodillas y clavarle los dedos en los muslos. Astartes suspiró y abrió más las
piernas. Aquella invitación silenciosa fue todo lo que necesitó para llenar su
boca de ella.
Lamió, besó y mordisqueó con pasión.
Es que no solo se trataba de verla provocándolo, sino de lo que sentía
cuando estaba frente al amor de su vida. Quería darle todo… y más.
Su aroma a deseo lo embriagó y los sonidos rasgados que salieron de su
garganta fueron la melodía perfecta.
Si el final de mis días llega en este instante, me iré con una maldita
sonrisa en los labios.
El sabor de su princesa fue más dulce que la miel de algarroba —su
favorita— y el aroma que desprendía de su piel, el más placentero que jamás
olió. Ella lo tenía a sus pies.
Astartes disfrutó de ese arcángel imponente. No tenía parámetros para
compararlo porque nunca estuvo con otro pero ¿eso importaba en ese momento?
No; por supuesto que no.
Lo observó a través de esos párpados caídos que le costaba sostener y el
aire se atascó en sus pulmones. Azrael la miraba con fiereza mientras se daba un
banquete con su coño.
Para ti, mi vida infinita.
La lengua descarada del arcángel jugueteó con su clítoris y la hizo
lloriquear de necesidad. Él deslizó dos dedos en su interior y sus gemidos rotos
se alzaron imponentes para unirse al provocado por la humedad de su sexo.
Cerró las piernas alrededor del cuello de Azrael y levantó las caderas porque
necesitaba tenerlo más cerca, más voraz, más ¡todo!
Imploró por un orgasmo y él no se lo negó. Lo hizo todo bien.
Entonces, ella se vino en su boca, gritando su nombre mientras clavaba
las uñas en la madera del trono, cerraba los ojos y dejaba caer la cabeza hacia
atrás. El espectáculo más maravilloso del universo.
—Y esto solo es el inicio —gruñó Azrael mientras se levantaba y unía
sus labios en el beso más fiero que jamás dio.
Astartes, con las pocas fuerzas que conservaba, lo abrazó y enredó las
piernas alrededor de su cintura cuando la levantó en brazos. Azrael avanzó
deprisa hasta la cama y la acostó despacio, se coló entre sus piernas y avanzó.
Despacio.
Sereno.
Profundo.
Duro y caliente.
Aquello se sintió tan perfecto que no pudo contener ese gruñido de
satisfacción que rasgó su garganta. Ella pestañeó embobada ante la imagen
deliciosa que veía. Alzó las manos y hundió los dedos en esa melena blanca y
suave que le caía sobre los ojos.
—Mío —susurró.
—Por toda la maldita eternidad, princesa —respondió él y se movió con
más fuerza—. Jodidamente tuyo —sentenció y la besó con pasión.
En ese punto, a Azrael no le importaba blasfemar, pecar o caer en la
oscuridad si eso significaba tenerla siempre consigo.
Porque, a veces, los ángeles dejan de ser blancos y puros.
El señor de la muerte se convirtió en un maldito animal primitivo que la
provocó de mil maneras posibles. Le mordió el cuello, lamió sus hombros,
chupó sus tetas, tentó a su clítoris y jamás dejó de mover las caderas.
Astartes ya no podía pensar después del tercer orgasmo y, sin embargo,
no se quejó pues quería más.
Sí, soy un demonio codicioso y lujurioso. Toda la culpa es de este ángel
perfecto.
Azrael no podía dejar de mirarla embelesado; es que tenerla entre sus
brazos era un sueño del cual no quería despertar. Quizás fue ese miedo a perderla
el que lo impulsó a continuar follando aunque ya no le quedaran fuerzas. Rodó
en la cama y la sentó sobre sus caderas. Astartes lo miró con deseo; entonces, se
mordió los labios mientras elevaba las caderas y se dejaba caer duro.
¡Joder!
Cerró los ojos por un momento y disfrutó del placer de dejarse amar.
¿Cuándo alguien le dio tanto? Nunca. La miró y lo entendió todo. Era momento
de actuar.
—Puedes hacer conmigo lo que quieras, princesa —susurró y ella se
envalentonó.
Astartes se meció sin piedad y Azrael debió apretar los dientes para no
venirse en ese instante.
Solo un poco más.
Como si ella pudiera leer sus pensamientos, le clavó las uñas en el pecho
y las arrastró por su abdomen.
—Astartes, detente —gimió.
Ella lo ignoró. Un movimiento circular de caderas y fue su perdición.
Gritó extasiado mientras se derramaba dentro de su mujer.
Ver cómo él perdía el control la hizo estallar en un doloroso, profundo y
destructor orgasmo. Su cuerpo se rompió en mil pedazos calientes y la mente se
perdió en un océano de lujuria inexplicable.
Fue, en medio de ese acto de entrega pura, cuando sus alas se
desplegaron y algo caliente atravesó su pecho.
Miró a su amado y jadeó al comprender lo que sucedía.
Él atravesaba su tórax.
Le devolvía su corazón.
Azrael acababa de completarla para siempre.
Astartes y Azrael permanecieron encerrados por un tiempo infinito y se
amaron día y noche sin control. Nada les importó más que recuperar los siglos
perdidos y hacer crecer ese amor que habitaba en sus corazones.
Sin buscarlo, Astartes comprendió un poco las emociones de su cuñada.
Tuvo que recibir miradas desconfiadas y oír cuchicheos discretos a sus espaldas
para ser consciente de lo que Herlinde vivió al llegar al inframundo. Su corazón
le susurró que sería bueno hablar con ella, cerrar círculos de odio e izar una
bandera de paz.
Fue ese pensamiento el que la llevó hasta el creador y manifestar sus
intenciones. Él la miró en silencio, acarició sus labios con la punta de los dedos
y sopesó la respuesta. La joven princesa temió de haber jodido todo; entonces, lo
escuchó decir:
—No me sorprenden tus palabras, Astartes, pues tienes un alma noble.
Lilith fue una extraordinaria guardiana y tenía planes grandiosos para ella; sin
embargo, se enamoró y eligió.
»Debo reconocer que actué con ira porque me sentí traicionado y eso
inició un enfrentamiento innecesario. Mi odio hacia tu padre me cegó de tal
manera que perdí dos hijas en el camino; luego vienes tú y me enseñas la
grandeza del perdón.
»Tus actos, mi querida niña, dejan en evidencia la luz que habita en ti. La
parte pura de Lilith permaneció en su preciosa hija y quizás fue esa porción pura
de tu alma la que te condujo hasta Azrael.
Aquellas palabras apretaron el delicado corazón de Astartes y le provocó
deseos de llorar. Hasta ese momento, nadie le había dicho que se parecía a su
madre y era el mejor regalo que pudo recibir.
—Tengo una propuesta para ti —confesó el creador.
—¿Para mí? —lo miró con desconcierto— ¿De qué se trata?
Él la invitó a sentarse en su mesa y compartir su desayuno. Ella,
asombrada, aceptó. Entre bollos y té exóticos, el creador confesó sus
intenciones. Aquella fue una mañana de lo más interesante para la ex princesa
del inframundo.
—Esto no saldrá bien —gruñó Azrael cuando ya llegaban a los grandes
salones del creador.
Astartes puso los ojos en blanco y continuó su camino. Las últimas tres
horas fueron una perfecta locura.
—¿No te cansas de protestar?
—No —gruñó él de nuevo.
—Pudiste quedarte.
—¿Y dejarte venir sola? ¡Estás loca, mujer!
—Fue tu decisión, Azrael —le recordó mientras detenía sus pasos y se
paraba frente a él—. Pude hacerlo sola y escogiste acompañarme; nadie te obligó
a venir así que… ¡te aguantas!
Él entrecerró los ojos y masculló algo parecido a «podría ponerte el
trasero rojo, mujer temeraria». Ella le dió una sonrisa libidinosa y retomó su
andar con movimientos exactos de caderas, de esos que volvían loco al arcángel.
Azrael la siguió en silencio y con la vista pegada a ese culo perfecto.
¡Serás culpable de mi locura, mujer!
El sonido de las grandes puertas lo trajo de regreso y sus sentidos se
activaron al ver a Satanás, Herlinde, dos de sus hijos y el imbécil de Astaroth en
el medio de la sala.
Él apresuró los pasos al ver a Baco avanzar hacia su mujer y quiso
golpearlo cuando la abrazó con fuerza. Detuvo sus mierdas cuando escuchó el
saludo emocionado de Astartes. ¡Qué difícil sería aceptar que ella pertenecía
también a esa familia!
Se mantuvo a una distancia prudencial y su vista se deslizó por cada uno
de los visitantes. La incomodidad le erizó los pelos de la nuca y sus instintos
protectores apretaban su estómago.
Solo quería salir de allí.
Astartes, ignorante de todas las emociones de su compañero, se centró en
besar y abrazar con fuerza a sus sobrinos. Algo dentro de su alma le dijo que,
quizás, no tendría tantas oportunidades futuras para hacerlo.
Y eso dolió demasiado.
Saludó a un Astaroth descarado que la abrazó como si fuera suya
mientras sonreía de manera maliciosa. Ella lo reprendió en voz baja pues sabía
que su amigo se comportaba como idiota solo para provocar a Azrael. ¡Tan
inconsciente! ¿No sé daba cuenta que sus acciones podrían desatar una batalla
innecesaria?
Entonces, llegó el turno de su hermano y su cuñada. Fue un saludo
formal, correcto pero muy distante. Una punzada de dolor se instaló en su
corazón.
—No quise que esto sucediera de esta manera —confesó mirando a su
hermano a los ojos.
—Lo hecho; hecho está —respondió él con voz profunda.
Astartes apretó los labios y dio dos pasos hacia atrás; entendió que los
lazos se habían roto para siempre y lamentaba que así fuera.
Miró a Herlinde, quién se mantenía en silencio y con el mentón en alto, y
supo que había llegado el momento.
—Lamento si alguna vez te incomodé, Herlinde; no fui consciente de ello
—la esposa de Satanás la miró asombrada—. No tuvimos buen inicio y tampoco
mejoró nuestra relación en tantos años. Estoy segura que no lograremos jamás
ser amigas pero, al menos, acepta mis disculpas.
»Las cosas aquí no son fáciles para mí —confesó entre suspiros— pero
tengo a un hombre maravilloso que me acompaña y ahora entiendo tu apego con
mi hermano. Supongo que debemos vivir las experiencias para poder
comprender a los demás y es por eso que te pido que aceptes mis más sinceras
disculpas.
»No regresaré al inframundo y eso está bien para mí pero no quisiera
quedarme con este sabor amargo en mi boca. Tienes a mi hermano a tu lado, a
tus hijos y un reino a tus pies; disfrútalo y sé feliz.
»Hermano —miró a Satanás—, quizás nunca me perdones y lo acepto;
no puedo influir en tus decisiones o sentimientos. Sin embargo, quiero que sepas
que siempre te amaré porque eres parte de mí.
»Aquí encontré paz y amor. No quiero que pienses que vivir a tu lado fue
horroroso porque no es verdad; eres el mejor hermano que pude tener. Empero,
es tiempo de vivir mi vida y es aquí donde deseo permanecer.
»Me siento completa y amada; eso es todo lo que siempre soñé. Perdón si
mis palabras te lastiman; no es mi propósito herirte, Satanás. Te amo y lo sabes.
Las respuestas jamás llegaron y eso llenó sus ojos de lágrimas. ¿Que
esperaba? No lo sabía con certeza pero, definitivamente, anhelaba algo más que
ese silencio indiferente y doloroso.
Como si de una coreografía perfectamente ensayada se tratara, las
puertas del salón se abrieron y el creador hizo acto de presencia. Caminó con esa
seguridad y tranquilidad que lo caracterizaba. Era escoltado por cuatro
arcángeles que traían a una Psique desorientada.
Astartes sonrió a su única amiga y se acercó hasta ella; ambas
permanecieron en silencio y con la atención puesta en ambos líderes que se
paraban uno frente al otro.
La tensión se podía sentir en el aire; aún así, nadie se atrevió a hablar.
Satanás y el creador mantuvieron lo que parecía una conversación sin
palabras; solo los sutiles cambios de postura dejaban en evidencia la rispidez de
aquel intercambio.
—No —dijo Satanás.
—Es lo justo —respondió el creador—. Hemos evitado una guerra por
siglos y es momento de decidir: o los campos se bañan de sangre y cuerpos
inertes, donde ambos perderemos a nuestros mejores soldados, o firmamos una
tregua ahora mismo.
—No tendrás a mi nieto.
—También es el mío —le recordó el creador.
—Matarás a Lilibeth con esto.
—Entonces, propón una alternativa.
—¡Eres un viejo manipulador! —gruñó Satanás y sonrió molesto— Lo
tenías todo planeado, ¿verdad?
—Solo puedo ver las alternativas antes que nadie —comentó el creador
con falsa modestia.
—Quieres un bautismo.
—Sí.
Satanás miró a su hermana con dolor; se sintió traicionado en lo más
profundo de su ser.
—Sabes lo que eso significa, ¿verdad?
—Lo sé —respondió ella.
Satanás apretó los dientes para controlar esa furia oscura que fluía por
sus venas.
—Y algo más —informó el creador. El rey del inframundo centró la
mirada en su viejo adversario y esperó—: Una boda.
—Después de renunciar a su linaje, Astartes es tu problema —se burló
Satanás—. Me da igual si se casa con tu lacayo o no.
Azrael quiso asesinar a ese imbécil que osaba menospreciarlo. Y lo
hubiera hecho si no fuera porque Astartes se puso a su lado y entrelazó sus
dedos. Ella siempre sería su calma.
—Astartes recibirá su bautismo en horas —aclaró el creador— y por
supuesto que contraerá nupcias con el mejor de mis soldados. No estamos
pidiendo tu permiso, Satanás.
Aquellas palabras aumentaron la furia del rey oscuro y tuvo que poner
todo de sí para mantener esa diplomacia que necesitaba —si quería evitar el
enfrentamiento—; algo complicado frente a un imbécil que disfrutaba de tocarle
las pelotas.
—Realiza tus peticiones de una vez —gruñó— y terminemos con esta
farsa.
—Tu mejor soldado está aquí, ¿no? —el creador miró a Astaroth
—No me casaré con nadie —masculló el demonio.
—En dos días —sentenció el creador—. Una boda que firme la paz. Tu
mejor soldado y la guardiana de mi oráculo… Es eso o la guerra, Satanás.
El rey de inframundo exhaló molesto, apretó los dientes y dijo:
—En dos días será.
Y así, luego de aceptar el trato, los habitantes del inframundo
desaparecieron ante los ojos de un creador satisfecho, un grupo de arcángeles
preocupados y una Astartes que corría para sostener a Psique que caía
desmayada.
Sí, las cosas se complicarían para la guardiana del oráculo pero esa,
definitivamente, ya es otra historia.
Agradecimientos
Cuando pienso en los agradecimientos, una sensación extaña se aloja en mi
pecho pues no quiero olvidarme de nadie; siento que es injusto.
Así pues, nombrarlas a todas se torna una tarea titánica. Y es que hay muchas
almas brillantes que me llenan de mimos y me impulsan a escribir y escribir.
Jamás me sentí sola.
Cuando inicié este camino, no imaginé que serían tantas historias las que
nacerían en mi cabeza y, definitivamente, nunca imaginé que alguien pudiera
disfrutar de mi arte. Gracias por darme una oportunidad.
Así pues, mi amor infinito va hacia ustedes porque llegaron hasta aquí, porque
eligieron mis historias ( una vez más) y porque el apoyo que dan a mis sueños es
mágico y revitalizante para mi alma.
Sin ustedes, esto no sería posible.

Las abrazo con mis letras,

Ara.

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