Astartes (De Ángeles y Demonios) CAra Gonz
Astartes (De Ángeles y Demonios) CAra Gonz
Un cuento de
ARA GONZ
No es que morir nos duela,
sino que vivir nos lastima más.
.
Emily Dickinson
Ella ascendió a la tierra para escapar de una vida solitaria y triste.
Él descendió para guiar a las almas sufrientes.
Un encuentro imprevisto.
Un momento robado.
Un orgasmo inesperado.
Y sus mundos colapsaron.
Él dijo llamarse Levy y utilizó como excusa la peste negra para llevarla
consigo.
Ella obedeció y se perdió en su mirada.
Él creyó en mentiras. Ella, que él estaba muerto.
Él juró venganza; ella se quitó el corazón.
Aquí yace Lilith de Averno, primera reina del inframundo. Diosa justa,
amada esposa y paciente madre. No necesitó alas para vencer y gobernar.
—No esperaba verte tan pronto —la dulce voz de Psique le dio la
bienvenida—. Acércate, Azrael, y entrégame tu mano.
El arcángel avanzó con la mirada puesta en la guardiana del oráculo.
Psique, como siempre, vestía una túnica blanca —casi transparente—, con
ribetes plateados que iniciaban bajo el busto y se enlazaban hacia arriba como si
fueran víboras furiosas que unían las bocas justo en su nuca. Aquella diosa,
aunque no lo supiera, era la más bella de los siete cielos y, sin embargo, no
provocó nada en Azrael.
Él extendió el brazo y ella colocó las manos debajo de la del guerrero,
centró la mirada en las líneas de vida de su visitante y cerró los ojos. Azrael
esperó en silencio.
—¿Qué es diferente está vez, señor de la muerte? —preguntó ella
suavemente— ¿Por qué hoy aceptas ver tu destino? ¿Tienes miedo?
—Sabes que nunca tengo miedo, Psique.
—Hasta hoy —sentenció la adivina mientras abría los ojos—. Hoy tienes
miedo, Azrael.
El arcángel pudo mentir mas no lo hizo; no valía la pena. Psique siempre
sabía todo y mantener una farsa, en esos momentos, era una pérdida de tiempo.
»Buena elección —sonrió la guardiana del oráculo—; las mentiras solo
traen dolor, sangre y guerras. No fuiste hecho para iniciar contiendas bélicas sino
para terminarlas, Azrael. Tu alma sigue siendo clara aunque tu mirada… —
suspiró— Tu mirada no augura nada bueno.
Psique cerró los ojos de nuevo y sonidos suaves, como ronroneos de gato
adormilado, escaparon de su garganta. La armadura azul y plata del ángel brilló a
causa de los rayos del sol que se filtraban por las claraboyas del techo.
»Hay mentiras, Azrael. Mentiras que destruyeron dos almas, que
opacaron la dicha y generaron un mar de lágrimas de sangre. Aunque quisiera,
no puedo interferir ante los designios de la Fortuna; deberás enfrentar tus propias
emociones.
»La guerra que se aproxima es inminente pero esa no es la tuya. Todo lo
que nos rodea, la oscuridad que descenderá bajo nuestros cielos, es mínima ante
tus propias batallas. El creador lo sabe y es esa la razón por la que no
comandarás sus ejércitos.
Psique soltó la mano del guerrero y abrió los ojos. La expresión de
tristeza e impotencia que transmitía su mirada reveló que sabía más de lo que
decía.
—¿No dirás nada más?
—No puedo. Lo siento.
Azrael apretó los labios y aspiró una gran bocanada de aire; ahora era él
quién sentía impotencia.
—Psique, necesito algo más.
—Lo sé —respondió ella y lo miró compungida—. Pero no puedo,
Azrael.
Él exhaló con violencia, asintió con la cabeza y giró para marcharse. Ella
negó en silencio y se sintió de manera horrible, como si fuera una traidora.
—¡Que el destino me perdone por lo que haré! —masculló antes de coger
sus faldas y descender esos escalones que la separaban de su visitante— ¡Espera,
Azrael!
Él detuvo su andar en el preciso instante en que la guardiana del oráculo
tocaba su brazo y miles de imágenes pasadas golpeaban en su consciencia.
Lo vio todo; completamente todo.
Su descenso a la tierra y el encuentro inesperado con aquella princesa.
La conexión extraña cuando ambos experimentaron ese primer orgasmo
sin siquiera tocarse.
Las primeras mentiras que dio en su solitaria existencia solo para poder
llevarla consigo.
El primer beso.
El segundo y los miles que siguieron después de que intentara escapar de
su lado.
Entonces, su encuentro con Herlinde. Una confesión inesperada y el
sentimiento de haber sido engañado: La mismísima hermana de Satanás estaba
prometida con Astaroth. Esa bruja sin corazón jugó con sus sentimientos y él
jamás lo perdonaría.
Sintió la ira que inundó su pecho y que lo llevó a abandonar aquel cuerpo
humano que le fue dado para pasar desapercibido. Entonces, huyó enojado y
cuando ya alcanzaba las puertas del cielo se arrepintió. Lucharía por tenerla.
Se vio regresar al viejo castillo y encontrar el más terrible de los
escenarios: Astaroth la levantaba en brazos y la regresaba al inframundo.
Él la había perdido.
—Tu corazón será puesto a prueba una vez más, señor de la muerte.
Lamento que debas pasar por esta situación —susurró Psique—. Tienes una
oportunidad de ganar y eso implica devolver aquello que has robado.
Azrael sabía de qué hablaba y huyó furioso hacia sus ostentosos
aposentos.
Porque él había capturado el corazón de Astartes y devolverlo implicaba
verla después de mil años.
¿Sería capaz de enfrentarse a la traidora?
Astartes tuvo una vida solitaria y llena de recuerdos que la llenaban de
ira. Ella amó una sola vez en la vida y ese ser maravilloso le fue arrebatado sin
piedad. Jamás perdonaría a Herlinde.
Caminó hacia los acantilados de sal y se detuvo para observar el mar de
lava que corría frente a sus ojos. La belleza del inframundo le parecía
insignificante desde su regreso. Al sentarse sobre las piedras salinas, se perdió
entre sus propios pensamientos. Quiso regresar el tiempo —siempre lo deseaba
— y se contuvo pues sabía de las consecuencias de alterar el destino.
Se preguntó qué hubiera sucedido si revelaba su identidad ante su amado
doctor y le advertía de los peligros que acechaban a su alrededor. De nuevo,
murmuró que fue una cobarde por no exponer la verdad; también justificó sus
acciones con una realidad irrefutable: ella era solo una niña.
Una niña enamorada.
Una niña temerosa del poder de su hermano.
Una niña que prefirió aferrarse a un sueño imposible.
Recordó cuando Herlinde surgió ante sus ojos y dijo:
—Es momento de volver, niña. Satanás no será feliz con tus elecciones.
Si continúas con esta locura, te acusarán de traición a la corona y sabes que eso
siempre se paga con sangre y tormento eterno.
Astartes torció los labios y pensó que, aun cuando obedeció, ese castigo
le fue impuesto; porque no lograba sentirse viva.
Repasó cada detalle de aquella fatídica noche, cuando descendió en
busca de su amado y dispuesta a todo por él.
Después de discutir con Herlinde, ideó el mejor de los planes: escaparía
con Levy y se entregaría en cuerpo y alma. Porque entregarse significaba que ya
no era la niña pura que recibía los mensajes del destino y no sería útil para
Satanás.
El viento silbó con violencia fuera del castillo y las luces de las velas
murieron ante una inesperada ráfaga. Sus pies descalzos no provocaron ruido en
la dura madera y solo podía sentir la ansiedad que fluía por sus venas.
Algo no iba bien.
Gritó el nombre de Levy mientras abría las puertas de todas las
habitaciones. No podía encontrarlo. La angustia despertó solo para unirse a su
ansiedad y danzar el vals más triste del universo justo en su pecho.
¿Dónde estaba Levy?
Lo halló tiempo después, en medio de los salones de baile, tirado en el
suelo y sin vida. Ella enloqueció de dolor y la voz de Herlinde retumbó en las
paredes:
«Es lo mejor que puedo hacer por ti, Astartes. Ahora, vuelve a casa; él
no sufrió».
Todas las emociones se apretujaron en su pecho. Ira, dolor, ansiedad,
impotencia, odio. Y fue demasiado para ella.
Astartes desplegó sus alas blancas cuando atravesó su propio tórax con
las manos para quitarse el corazón; ya no lo quería.
Entonces, la transformación comenzó. Las bellas plumas de sus alas
comenzaron a mutar de blanco a negro y su cuerpo se heló en un abrir y cerrar
de ojos. Se convirtió en la más despiadada de los demonios y jamás perdonó a
aquel que la abandonó; Levy no debió dejarla sola.
Aun cuando sabía que su pensamiento era irracional, lo odió por irse de
ese mundo. ¿Cómo podría ella sobrevivir con tanto dolor?
Así fue como la profecía de la muerte se cumplió y ella lloró lágrimas de
sangre.
También deseó su propia muerte y lo hubiera logrado si no fuera porque
Astaroth la encontró moribunda y cuidó de ella hasta regresarla a su mundo.
Aquel demonio nunca juzgó sus tristezas ni las acciones que tuvo al volver; solo
la cuidó como si fuera el tesoro más valioso.
—Quizás debí amarte, Astaroth —susurró entre lágrimas—, pero no
puedo; no tengo corazón.
Astartes cerró los ojos y se secó las lágrimas con el talón de la mano.
Todavía dolía como si hubiera sucedido ayer. ¿Alguna vez lo olvidaría? Suspiró
cansada y se levantó para volver a casa. Desde su regreso, solo el amor hacia sus
sobrinos la mantuvo cuerda y hoy, después de muchas pruebas, Raquel sería
coronada reina.
Sonrió camino al castillo. Amó a esa niña desde que llegó a sus tierras y
odió todo lo que debió pasar para erigirse como reina de los íncubos y súcubos.
Quizás, sin ese gran don de ver el futuro, la hubiera repudiado como todos lo
hicieron. Chasqueó la lengua al entender que su poder no superaba al del
destino. ¡Pero cómo hubiera disfrutado de torcerlo todo en favor de Baco!
Los sonidos de las cítaras llegaron hasta ella y se mezclaron con los del
laúd y la lira. Los músicos ya animaban la fiesta. Astartes empujó las grandes
hojas de madera negra y subió por las escaleras circulares que conducían a sus
aposentos.
Haber aceptado las habitaciones privadas de su madre fue su mejor
elección; también su peor error. Porque fue allí donde todo empezó, cuando
decidió ser rebelde y escapar hacia la tierra de los mortales.
Se preguntó qué hubiera sucedido si jamás se cruzaba con Levy. El pecho
se le contrajo y una ola de angustia se extendió por su cuerpo.
Estaba parada.
Él estaba allí.
Y sus mundos chocaron.
Por supuesto que aquello fue inevitable pero… ¿Y si no se hubieran
conocido?
Para cuando el sonido de la guitarra morisca se unió a los anteriores, su
mente se había perdido entre recuerdos… otra vez.
—Astartes.
Ella giró el cuello y realizó una mueca extraña que intentó ser una
sonrisa; falló en sus esfuerzos.
Astaroth suspiró frustrado y negó en silencio; no tenía idea de cuándo
dejaría de sufrir. Todos merecían un momento de paz, incluso ella.
—Estoy cansada —susurró y avanzó hacia su habitación. No quería
hablar porque, de hacerlo, se derrumbaría ante su salvador y los monólogos que
escaparían de sus labios no la ayudarían en nada. Nunca lo hacían.
—¡Espera!
—Ahora no, Astaroth
—Debo advertirte, Astartes —ella detuvo sus pasos y giró el cuello.
Elevó una ceja con curiosidad.
—¿Qué es tan urgente?
—Tienes visitas —señaló sus aposentos con la barbilla.
—¿En mi habitación? —frunció el ceño al verlo asentir en silencio—
¿Quién osa profanar mi privacidad sin ser invitado?
—Las parcas.
Algo extraño corrió por sus venas. ¿Miedo, quizás? No estaba segura.
¿Por qué las parcas se presentarían ante un demonio si no era para informar de
su final? Su piel se erizó y un sudor frío recorrió su columna vertebral. ¿Habría
llegado su momento?
—¿Qué quieren?
—No lo han dicho; solo exigieron tu presencia y ya sabes que…
—Sí —exhaló cansada—, no podemos negarles nada.
Astartes inspiró una vez más y abrió las puertas. Las tres hermanas se
encontraban juntas y la miraron con esos ojos vacíos que tenían. El malestar de
Astartes aumentó un poco más. Las manos le temblaron y el corazón le latió con
fuerza.
—Astartes —dijo Nona—, siempre es un gusto verte.
Ella saludó con un leve movimiento de cabeza y avanzó con pasos
temblorosos hasta quedar frente a las tres hermanas.
Tan hermosas como mortales.
—¿Puedo preguntar por qué están aquí?
—No te asustes, aún no es tu momento —intervino Morta.
—¿Entonces?
Décima, que no había emitido palabra hasta el momento, hundió la mano
en un pequeño saco plateado que colgaba de su muñeca y extrajo un ovillo de
hilo dorado. Avanzó hacia la princesa oscura y comenzó a envolverla en él.
Astartes parpadeó sin comprender demasiado. ¿Qué era todo aquello?
Quizás fuera el ritual final antes de perder su aliento y descansar en el séptimo
infierno pero no estaba segura.
—Un ritual de protección —informó Morta como si hubiese leído su
mente—. Lo necesitarás más que nunca.
—¿Por qué?
—Demasiado hilos negros fueron tejidos a tu alrededor —murmuró
Nona y extrajo una tijera de cristal—; es momento de cambiar tu destino.
La mayor de las parcas comenzó a cortar en el aire y un sonido hueco
llevó a Astartes a bajar la mirada. Miles de hilos de nácar negro se
materializaron y cayeron a sus pies; poco a poco, mutaron de forma y pequeñas
víboras oscuras treparon por sus dedos para comenzar a enroscarse en sus
piernas.
—Déjalas, ir, princesa —ordenó Morta—, ¡ahora!
—No sé de qué hablas —gimió Astartes.
—Deja morir tus recuerdos tristes, princesa. Abandona todo aquello que
ya no tiene cabida en tu corazón.
—No tengo corazón —se burló—. ¿Acaso no lo recuerdan?
—La soberbia será tu muerte —la voz de Décima la sobresaltó.
Astartes la miró a los ojos y vio su propio dolor reflejado en esos iris
plateados. Fue tan intensa esa imagen que no pudo evitar gemir. Sin
proponérselo, comenzó a derramar lágrimas de sangre.
Quería gritar que se detuviera, que no era justo revivir una y otra vez sus
desgracias mas las palabras quedaron atrapadas en su garganta cuando el dulce
rostro de Levy se presentó en los ojos de la parca.
Odió verlo y no poder abrazarlo.
—Déjalo ir, Astartes.
—No puedo —gimió y miró a Nona a los ojos—. Por favor, mi dolor es
lo único que tengo.
—Puedes tener más.
—Nada me importa más que…
—¡Calla, mujer! —intervino Décima que ya comenzaba a mover los
hilos dorados otra vez—. Cierra esa impertinente boca antes de destruirte por
completo —inspiró profundo y sus ojos se tornaron blancos, sin vida—. Que
estos hilos dorados tejan momentos de dicha a tu alrededor, que los hilos negros
de dolor se corten y los rojos de la pasión se anuden en tu entrepierna.
—¿Qué…?
—Ha llegado la hora, princesa oscura.
—¿De qué hablas?
—Tu destino ha sido marcado —aseveró Morta— y nada ni nadie puede
cambiar aquello que fue anudado por las parcas.
Dicho esto, las tres hermanas desaparecieron y la noche cayó sobre los
reinos oscuros de Satanás. Astartes lo supo cuando su pecho quemó: todo
cambiaría a partir de ese momento. Pero, ¿qué sería diferente? ¿Por qué las
parcas la buscaron?
«Ve a la fiesta —le susurró el viento—; es momento de iniciar».
—Iniciar ¿qué? —preguntó curiosa.
El viento no respondió.
El silencio que la rodeaba fue profanado por los graznidos de unos
cuervos que revolotearon frente a su ventana. Aquello no era un buen presagio.
Aun así, ella descendió a la fiesta.
Astartes sentía la cabeza pesada y la mente enredada. No podía dejar de
reproducir aquel momento junto a las parcas. Nada tenía sentido.
Deslizó la mirada por el salón y sonrió con calidez a sus sobrinos; pensó
que se había hecho justicia. Raquel, de todas las presentes, era la más hermosa.
Ella adoraba a esa niña guerrera y estaba segura que sería una reina justa y sabia.
Como lo fuiste tú, madre.
Una punzada de dolor atravesó su pecho al entender que nunca tuvo
chance de gobernar; aun cuando Herlinde no hubiera existido. Porque no tenía
esa templanza ni la fortaleza necesaria para dirigir a los súcubos y los íncubos.
Amplió su sonrisa para esconder su desdicha y aplaudió a los bailarines
que ofrecían un espectáculo para la nueva reina.
Un déjà vu traspasó sus pensamientos y lo acaparó todo, como lo hace un
rayo que presagia tormentas. Ella se vio en un momento similar —cuando se
anunciaron sus diecisiete años y Herlinde opacó su presentación—, con una
sonrisa fingida mientras su corazón se rompía. Aquel recuerdo dolió y tuvo
deseos de llorar. Sintió la garganta apretada y la saliva le raspó al tragar.
Necesitaba escapar por un momento, calmar sus emociones y colocarse esa
máscara de perfección que siempre usaba.
Levantó con sutileza sus faldas y se escondió detrás de las columnas de
mármol que precedían a las puertas de salida. Dudó por un instante. ¿Marcharse
era lo correcto? Temió que sus actos desesperados se confundieran con desprecio
hacia la nueva reina y eso no era verdad. Sin embargo, las lágrimas de sangre
pulsaban por salir y controlarse era una tarea casi imposible.
Un paso hacia atrás.
Otro más y lleno de dudas.
Un tercer paso y aspiró profundo.
Un aroma a tormentas perfectas llegó hasta ella y ya no pudo contenerse
más.
Astartes escapó sin dudar. Le dolía el corazón tanto que creyó desfallecer
mientras atravesaba los solitarios pasillos del palacio y la música se desvanecía a
sus espaldas. Su nombre fue dicho por algunos guardias mas no detuvo su
carrera. Levantó el brazo y realizó una equis sobre su cabeza para marcar esa
coraza de protección que necesitaba y aceleró la huida.
Con las mejillas húmedas y la visión nublada, se preguntó por qué, de
pronto, todo le recordaba a su viejo amor. No era justo. Ella no merecía tanto
dolor.
Sintió, pues, que las parcas se burlaron de sus sentimientos, al augurarle
un destino mejor, y corrió enojada.
«Mi dulce princesa rebelde, el tiempo ha llegado. Es momento de
entregar tu alma, tu confianza y aquello que negaste a todos. El viajero blanco
se acerca…»
Siguió corriendo mientras el viento le gritaba cosas que no entendía y ese
perfume entrañable se volvía más y más fuerte. Un tacón se enredó con su falda
y perdió el equilibrio. Astartes jadeó al sentir que caía empero unos brazos
fuertes rodearon su cintura y la acercaron a un pecho aún más firme.
«… y tendrás de regreso tu corazón de plata».
Fue un toque, un aroma y la angustia estalló en su corazón. Dolió esa
cercanía. Comenzó a girar el cuello para ver el rostro de su salvador y no pudo;
el extraño cerró su mano alrededor de su cuello y clavó los dedos en su
mandíbula.
—No —fue todo lo que dijo y su cuerpo se paralizó
Astartes frunció el ceño desorientada. ¿Quién era él? La rebelde que
habitaba en su interior se removió inquieta y la impulsó a actuar. Necesitaba
conocer su identidad. Nadie tenía derecho a limitarla; era la mayor princesa del
inframundo, ¡joder!
»No puedes mirarme —gruñó ese hombre a su oído y clavó un poco más
los dedos en su piel—; no mereces ese honor, princesa bruja.
Aquella voz…
Había algo en esa voz; un dejo de conocimiento y familiaridad que la
perturbaba pero, al mismo tiempo, emitía tanta rabia que la abrumó. ¿Dónde lo
había escuchado antes?
Una nueva punzada en su pecho.
Cerró los ojos y comenzó a implorar a las Moiras para que acudieran a su
ayuda. Solo ellas podían revertir aquello que fue tejido por las Parcas y Astartes
necesitaba olvidar. Ya no quería sentir ni extrañar a Levy.
Los dedos del extraño se clavaron aún con más violencia en su
mandíbula y ese brazo que la apresaba intensificó su agarre. El aroma a
tormentas aumentó y no pudo contenerse por más tiempo; Astartes comenzó a
derramar lágrimas de sangre.
—No —susurró el extraño casi con un hilo de voz al tiempo que su
agarre se debilitaba— No llores.
¿Por qué no quería que llorara? Eso no tenía sentido. ¿La apresaba y no
quería que se angustie? ¡Vaya captor! Ese hombre estaba loco.
Y temió un poco más. Un ser irracional siempre estaba dispuesto a todo y
ella se encontraba a su merced.
Astartes siempre fue aguerrida, temeraria y cruel; sabía enfrentar las
situaciones más difíciles sin dudar un momento pero, frente a ese ser, sus fuerzas
se iban y la angustia bloqueaba su capacidad de acción. Entonces, suplicó en
silencio:
«Bellas Moiras, vengan a mí. Necesito olvidar que alguna vez amé, por
favor».
—Basta —susurró su captor y ella lloró más fuerte.
«Borren a Levy de mi alma», imploró con mayor convicción.
Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se vio transportada al viejo salón
de reuniones militares. ¿Por qué ese lugar? Frunció el ceño desconcertada.
Desde la muerte de su padre, nadie lo había visitado y se notaba tanto en el
polvo que yacía sobre los muebles como en el olor a humedad que se levantaba a
su alrededor.
Las puertas se abrieron de pronto y su familia apareció ante sus ojos. El
terror se deslizó por sus venas.
No, no, no. Tengo que protegerlos.
Una burbuja de luz protectora los envolvió ante los gritos de Raquel. El
miedo aumentó en Astartes pues entendió que ese ser no le era desconocido a la
nueva reina de los súcubos e íncubos.
—Azrael, ¡déjala ir! —ordenó Baco.
¿Azrael? ¿El ángel vengador del creador? ¿Qué buscaría ese ser en…?
Todas las respuestas llegaron cuando el guerrero celestial dijo:
—El Creador ha perdido dos hijas y considera justo que tú también
pierdas, Satanás. Sin embargo, mi señor es misericordioso y está dispuesto a
evitar una guerra.
»Me dio un mensaje para ti, Satanás —continuó Azrael—. Proclama su
derecho sobre el hijo que Lilibeth lleva en su vientre.
Astartes estaba furiosa. ¿Cómo era posible que ese lacayo del creador la
insultara de esa manera? Ella era una princesa y, como tal, debía ser tratada.
Aquel bruto le faltó al respeto y pagaría por ello.
No intentó escapar porque entendía que sería un error. Sí lo hacía, lo
complicaría todo y pondría en riesgo a los suyos. Esa fue la razón por la que se
ofreció como tributo y lo soportaría todo si eso implicaba que su nuevo sobrino
creciera feliz.
Sonrió con una maraña de sentimientos encontrados. Por un lado, se
alegraba al saber que un nuevo príncipe llegaba a la familia pero, por otro, le
dolía pensar que, posiblemente, ella jamás lo conocería y odió un poco más a su
captor.
—Podrás verlo pronto, Astartes.
La princesa oscura giró sobresaltada y se encontró cara a cara con aquel
que solo conocía de nombre. No hacían falta presentaciones cuando el aura de
ese ser era tan poderosa como la de Satanás.
—Bienvenida a mi reino, princesa.
—¿Es así como trata a sus… invitados?
—Inclínate ante el creador —exigió él.
—Híncate ante la princesa más poderosa de los siete mundos —le exigió
ella mientras cruzaba los brazos y lo miraba a los ojos.
—Tan soberbia —sonrió al verla elevar el mentón—. Digna hija de
Lilith.
—Usted no merece ensuciarla con sus labios —atacó molesta y se acercó
—. Le prohíbo pronunciar su nombre.
—Y temeraria… Me gustas, pequeña demonio —ladeó la cabeza—
¿Sabías que tú madre era mi favorita, que confiaba plenamente en sus augurios y
fue tratada con el mayor de los respetos? Su traición fue imperdonable.
—Quizás debería rever sus actos… señor. Pareciera que todas las
mujeres que lo rodean eligen pasarse al lado oscuro.
—¿Y tú? ¿Prefieres el lado oscuro?
—Siempre.
—No te apresures a responder. Puede que cambies de parecer.
—Jamás lo haría.
Él sonrió y meneó la cabeza. Astartes apretó los labios con ira. ¿Qué era
tan gracioso?
—Haremos un trato, pequeña.
—No hago tratos con el enemigo.
—Si después de conocer la verdad —continuó sin considerar las palabras
de su prisionera— decides marcharte; eres libre de hacerlo pero, si el amor te
hace dudar, aceptarás quedarte y te inclinarás ante mí. Me aceptarás como tu
señor y tendrás un lugar digno de la realeza.
Astartes rió ante las locuras dichas por ese ser; ella jamás aceptaría
permanecer en el cielo. Su vida estaba junto a los suyos. Aunque fuera doloroso,
era lo único que conocía.
»¿No crees que sería maravilloso, Astartes? La hija de Lilith regresando
a las tierras de sus antepasados.
—Jamás elegiría este lugar.
—De nuevo, hablas sin saber.
—¿Y qué debo saber?
—Por ahora, nada. Con el tiempo, todo. Y mientras llega ese momento,
me aseguraré de tu bienestar.
»No temas a mi arcángel; él cuidará de ti porque es lo que sabe hacer.
Quizás parezca distante y tosco pero no lo es; su corazón se endureció con los
años mas confío en que pueda volver pronto.
»Solo te pediré un favor como muestra de buena voluntad —ella elevó
una ceja y el creador sonrió con complicidad—: no tengas compasión con
Azrael. Muestra quién eres y exige lo que consideras justo.
—¿Me pide que me rebele?
—Sí.
—¿Cuál es la trampa?
—No hay trampa, pequeña princesa. Hay verdades que merecen ser
expuestas.
—No lo entiendo.
—Lo harás… pronto, muy pronto.
Dicho esto, el creador se esfumó ante sus ojos y si antes estaba repleta de
dudas, el maldito la dejó con muchas más. ¿Qué diantres significaba todo eso?
Definitivamente, en el cielo abundaban los desquiciados.
En condiciones normales, ella actuaría de manera fría y despiadada pero
lo cierto era que nada era «normal» en ese lugar. La cabaña era pequeña y
calurosa, producto del maldito sol que entraba de lleno por el gran ventanal que
se extendía y ocupaba toda la pared derecha. El estúpido guerrero ni siquiera
tenía cortinas.
—Un maldito primitivo —gruñó molesta. Deslizó la mirada por la gran
cama de nogal cubierta con sábanas blancas y ante su propio cansancio, se le
antojó deliciosa—. Hagamos de este lugar el más dulce de los infiernos —
susurró y comenzó a obrar su magia.
En un abrir y cerrar de ojos, cortinas rojas cubrieron el ventanal, la cama
fue engalanada con una manta hecha de piel de oso y un gran sillón de pana roja
y ribetes en dorados apareció frente a esa chimenea que se le antojaba
innecesaria. El aroma a especias y limón envolvió el ambiente y se sintió como
en casa.
Lo cierto es que debía estar feliz por su intervención pero el uso de la
magia la agotó. Arrastró los pies hasta la cama y se dejó caer con la poca fuerza
que le quedaba. No tenía idea de porqué estaba tan cansada.
¿Los demonios se debilitaban así cuando entraban a tierras celestiales o
fue el uso de su arte oscura la que intervino? No pudo dar una respuesta exacta
pues sus ojos ya se cerraban y la respiración se ralentizaba. El sueño era un dulce
elixir que deseaba beber hasta el final. Sus párpados se cerraron y comenzó a
caer en un océano tormentoso de aguas oníricas sádicas.
La última vez que me sentí de esa manera fue cuando estuve al lado de
Levy.
Y todo se volvió negro a su alrededor. Aquel nombre amado contrajo su
pecho y lloró bajito hasta ceder ante Morfeo.
No quería despertar jamás.
Sintió frío y tembló. Se acurrucó un poco más y abrió los ojos. Lo vio
parado en la puerta de esa horrible cabaña. Le sonrió con dolor y susurró:
—Volviste.
Él no se acercó y eso le dolió demasiado. Quiso moverse más le fue
imposible; sintió como unos lazos invisibles se enredaban en sus extremidades y
la sujetaban a la cama. Aquellas ataduras le quemaron pero no tanto como lo
hizo la mirada de odio que su amado le daba.
—Levy… —gimió— ¿Qué sucede, amor mío? —los lazos tiraron de sus
extremidades y se encontró boca arriba; entonces, lo vio caminar hacia ella sin
dejar de mirarla a los ojos. Sintió cómo el alma se le desprendía del cuerpo e iba
en busca de aquel ser a quien entregó su corazón— Te extrañé, amor mío —
confesó entre lágrimas de sangre.
Azrael no podía hablar; lo abrumaban sus propios sentimientos. ¿Cómo
podía amar y odiar a la misma persona?
Ella lo miró esperanzada y él debió considerar esa pequeña señal mas el
recuerdo de verla en brazos de Astaroth venció a toda cordura. Apretó los
dientes y avanzó furioso. Ella pagaría por todos sus pecados.
«¿Y quién eres tú para cobrarlos?» susurró el viento. Azrael ignoró esas
palabras.
—Te extrañé tanto…
—¡Mentirosa! —gruñó molesto al mismo tiempo en que se inclinaba y
clavaba los dedos en su mandíbula— Deja de mentirme, demonio impuro.
—Levy… es verdad —el dolor de su alma era insoportable. ¿Qué le
sucedía a su amado?—. ¿Por qué mentiría? —insistió.
El guardián de fuego suspiró con pesadez y se mordió la lengua para no
contestar; ella no lo merecía. La mirada somnolienta de Astartes se llenó de
dolor y desesperación.
El señor de la muerte sabía que actuaba de manera incorrecta; que entrar
en su mundo onírico y manipularla para conseguir su sumisión era un acto poco
noble.
Estoy pecando… y no me importa.
—No quiero despertar, amor. Déjame tocarte, sentir tus besos… —la
mirada desesperada de Astartes comenzaba a hacerlo dudar—. No puedo vivir
sin ti, Levy —confesó—. He pasado muchos años anhelando este momento y
jamás dejé de preguntarme por qué me abandonaste cuando más te necesitaba.
¿Por qué, Levy? —lloriqueó— ¿Por qué decidiste aceptar el beso de la muerte?
Yo te amaba… Aún te amo.
Aquella revelación angustiada lo cambió todo. Azrael perdió el control
ante esas simples palabras vacías.
Porque eran palabras vacías, ¿no?
La duda lo consumió y esa mirada necesitada, que impactó contra la
suya, lo dejó sin aliento. Las ganas de besarla lo impulsaron a actuar sin sentido
alguno. Se inclinó furioso y se apoderó de esos labios que anhelaba desde hacía
muchos siglos. La besó con la pasión de las bestias y se tragó todos los gemidos
de Astartes.
El deseo aumentó cuando sintió cómo ella se desprendía de su alma para
entregársela sin temor. Pensó que solo un demonio tonto ofrecería tan peculiar
regalo y lo aceptó. Aún en contra de su consciencia y voluntad, adoró a esa
embaucadora por tan desprendida acción.
El fuego que surgía en Astartes era uno que desconocía y la ahogó de
necesidad. Se removió inquieta cuando él se colocó entre sus piernas; al fin se
entregaría a su hombre. No le importó que todo fuera un sueño; necesitaba
pensar que era real. De hecho, se sentía tan real que Levy comenzó a fusionarse
con Azrael.
Y eso le encantó.
Nada tenía sentido pues odiaba a ese lacayo del creador pero, en ese
instante, se le antojó hermoso y seductor. Abrió un poco más los labios y su
lengua necesitada asomó. Trazó el contorno de sus labios y se tragó esa esencia
única a tormentas que solo él emanaba. Tiró de las sogas y lloriqueó molesta al
no poder desprenderse. Él gruñó algo inteligible e invadió su boca con
exigencia; no tuvo más opción que entregarlo todo.
Azrael perdió la razón al sentir el calor, el aroma, la suavidad de ese
cuerpo bajo el suyo y esos sonidos suaves que ella dejó salir e impactaron en su
entrepierna. Sin pensar en sus pecados, apresó uno de sus pechos y se sintió
perfecto. Le mordió la mandíbula antes de ir en busca de su cuello mientras
apretaba sus pequeños montículos y la hacía chillar de pasión. Se sintió sublime
saber que podía provocarla de esa manera. Vencedor y poderoso; casi un Dios.
La soberbia será tu muerte, Azrael.
Ignoró aquellas palabras que repiquetearon en su mente y se concentró en
ese delicioso acto de lamerle el cuello mientras la oía suplicar porque la soltara.
¡Maldita sea! Cómo le encantaba tenerla a su merced y tan necesitada.
Mis marcas borrarán la presencia de Astaroth en tu cuerpo, demonio
embaucador.
Le lamió esa vena gruesa que pulsaba en su cuello y hacía eco contra sus
labios. Bebió el sabor único de sus lágrimas. Ferroso y salado. Una delicia que lo
calentó hasta la locura. Entonces, tiró del corpiño y los pechos de su Némesis
quedaron expuestos.
El aire no llegó a sus pulmones ante tan bella imagen. ¡Tantos siglos
esperando por eso! Había llegado su momento. Se lamió los labios y apresó un
pezón con decisión; lo chupó con gula mientras sus manos recorrían esas curvas
perfectas que anheló por una eternidad.
El sabor de Astartes era exquisito y se preguntó si su sexo serian tan
adictivo como aquellas pequeñas piedras de color café que tenía entre sus
dientes. La locura lo consumió un poco más. Ya no podía razonar ni detenerse;
había perdido el control de sus propias emociones.
Astartes susurró el nombre de Levy una y otra vez, sin saber lo que
sucedía en el interior de ese arcángel furioso y enamorado. Su cuerpo ardía de
necesidad y la frustración se elevaba en su pecho al no poder tocarlo; Morfeo era
un jodido perverso que disfrutaba de atormentarla. ¿Por qué no le daba una
oportunidad? Solo una y lo olvidaría para siempre.
Aquel pensamiento rebotó en la mente de Azrael y la furia burbujeó en
su interior. ¿Cómo osaba, siquiera, pensar en olvidarlo? Él no lo permitiría
jamás. Aquel demonio era suyo por siempre.
¿Olvidarlo? ¡Ni por mil infiernos!
Sin control sobre sus propias emociones, Azrael chupó su piel con
decisión; necesitaba marcarla.
Mía.
Mía.
Mía.
No podía ni quería detenerse ante su propia necesidad de poseerla. Aquel
sentimiento imperativo se convirtió en el preludio de su propia enajenación.
Astartes era peligrosa para él. Aun así, ignoró todas las alarmas que surgieron en
su interior y sucumbió a sus encantos.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz enronquecida.
—A ti… —jadeó ella—. A ti, Levy.
Azrael se acercó a su oído, mordió su lóbulo derecho y susurró con
soberbia:
—Cuando acabe contigo, gritarás mi nombre, bruja embaucadora.
—Levy…
—No —cerró la mano derecha alrededor de su cuello y clavó los dedos
en su piel. Ella lo miró con ojos cargados de pasión—. Azrael —aclaró con voz
rasposa—. Dirás mi maldito nombre: Azrael.
Entonces, la besó con fiereza.
Aunque el camino hacia las tierras del placer y el pecado recién
comenzaba, ellos ya se encontraban perdidos. Entre besos y caricias, Astartes se
entregó a ese sueño perfecto y suplicó a Morfeo para que no la dejara despertar
jamás. No podía creer que, al fin, sentiría el placer de estar con un hombre.
No importaba que el señor de los sueños fuera cruel con sus bromas y le
hiciera creer que Azrael era quien la poseía porque ella, aún en medio de su
fantasía, sentía el aroma de Levy. Y se dispuso a darlo todo; entregarse en cuerpo
y alma.
Por primera vez en mucho tiempo, se sintió viva.
Azrael ya no podía pensar en nada más que hacerla claudicar ante su
presencia. Le levantó las faldas antes de sentarse sobre sus talones y admirar la
belleza de esas largas piernas morenas. La necesidad pulsó en su vientre y las
pelotas se le contrajeron al ver ese pubis cálido que lo atraía de manera
primitiva.
Perfecta.
En otros tiempos, él soñó con dejar miles de besos y caricias sobre esa
piel; hoy, solo quería marcarla a fuego. Se inclinó hacia su prisionera y la besó
con fiereza mientras dos de sus dedos atravesaban su dulce vulva y se perdían en
esa cálida y húmeda vagina que no tardaría en reclamar.
Astartes gritó ante el dolor que le provocó aquel avance y no supo cómo
reaccionar. Algo había cambiado en su amado. Nunca imaginó que Levy fuera
así de intenso. El dolor se mezcló con el deseo y perdió la poca cordura que
conservaba.
—Esto es mío —gruñó él y comenzó a mover sus dedos—. ¿Lo has oído,
maldita bruja mentirosa? Es mío.
—Levy… soy tuya —gimió ella—. Siempre lo fui.
Azrael la besó aún con fuerza porque no quería oír sus mentiras. También
relajó sus defensas e hizo desaparecer los lazos que la retenían. Se odió por
ceder y necesitar su tacto.
Ella le acarició los brazos y los hombros antes de clavarle las uñas en la
espalda cuando los dedos de Azrael no tuvieron compasión y la empujaron cada
vez más hacia la lujuria.
—Tan caliente y húmeda.
Estaba seguro que enloquecería si se deslizaba en su interior pero ¿era
momento de hacerlo? No quiso saber la respuesta porque eso significaba
entender que caía bajo un manto de lascivia y pecado y él no estaba dispuesto a
detenerse. Se acomodó entre sus piernas y le quitó los dedos del interior. Jamás
dejó de admirar ese rostro sensual.
Ella era pecado.
Hundió su necesitado falo hasta la empuñadura y descubrió un nuevo
hogar en ella. Un lugar cálido, húmedo y glorioso. Una mezcla de cielo e
infierno que lo catapultó directo a la locura. Y se rindió ante la más embaucadora
de los súcubos.
Su reina.
Su mujer.
Su principio.
Su final.
Su vida.
Su muerte.
Astartes debió hablar; explicar lo que sucedía, mas el deseo la detuvo.
Clavó aún más profundo las uñas en su espalda y le mordió el hombro mientras
él se movía con decisión.
Era tan grande…
Cerró los ojos para disfrutar el momento y los dedos de Azrael se
clavaron en su garganta.
—No; mírame —ordenó—. Mírame a los ojos mientras te vienes a mi
alrededor —ella obedeció encantada.
¿Podrían los ángeles caer en el pecado? No estaba segura pero le
encantaba que así fuera; ya lidiarían con las consecuencias.
Poco a poco, el velo del sueño cayó y la consciencia ascendió con
claridad.
—No es un sueño —susurró.
—Claro que no —dijo él antes de besarla con fiereza. Giró sus cuerpos y
la colocó encima—. Móntame, bruja.
Ella se dejó llevar y meció las caderas al tiempo que arrastraba las uñas
por ese pecho ancho y perfecto que ascendía y bajaba con cada respiración dada.
Azrael era hermoso a su manera. Se perdió en esa mirada de hielo y aumentó su
ritmo.
Él tenía los dientes apretados y los gruñidos retumbaban en su garganta;
ella no podía dejar de gemir.
Lo estaba enloqueciendo; si no paraba, terminaría en pocos segundos.
Entonces, movió sus cuerpos y la puso boca abajo y ella se dejó conducir
gustosa. Clavó los dedos en sus caderas y la colocó a gatas al mismo tiempo que
volvía a penetrarla.
Una jodida locura.
Azrael jamás dijo una obscenidad pero, en ese momento, no le
importaban sus actos oscuros. En realidad, nada importaba a su alrededor más
que la visión perfecta de pieles que tenía frente a sus ojos.
Blanco y marrón.
Día y noche.
Se inclinó para morderle un hombro y deslizó los dedos hasta alcanzar su
clítoris; quería jugar con él.
Astartes gimió más alto y aceleró el movimiento de sus caderas cuando él
le pellizcó el clítoris. Lo vio todo negro y explotó de placer. Entre gritos,
temblores y contracciones irrefrenables, la princesa oscura encontró el Nirvana.
Aquel espectáculo fue tan maravilloso para Azrael que no pudo
contenerse más y explotó en su interior. Sintió cómo su pene latía y se
descargaba. El placer fue mayor al imaginar cómo la abundancia y calidez de su
semen la inundaba por completo.
La había marcado.
Mía.
Mía.
Mía
Le mordió el hombro otra vez y dijo:
—Apuesto a que Astaroth no puede joderte así.
Y fue la peor frase que jamás pudiera decir.
El dolor pesó en el pecho de Astartes hasta hundirla en el mar de la ira.
¿Cómo podía decir tal estupidez aun cuando se encontraba dentro de su vagina?
Se sintió usada, despreciada, vacía y sola. Colocó las manos en el colchón y
empujó su cuerpo hacia arriba. Azrael cayó de lado y ella se alejó con el alma
desgarrada; se sentía furiosa consigo misma. ¿En qué había pensado al ceder
ante su enemigo?
Una punzada de culpa quemó en su pecho al entender que sus acciones
solo la llevaron a traicionar la memoria de su único amor. ¡Estúpida mujer!
Jamás se perdonaría.
Azrael sonrió al verla desequilibrada y pensó que estaba ganando. Al fin
comenzaría a pagar por el daño que le provocó. Ella no merecía ni una pizca de
piedad.
—No tienes idea de lo que acabas de hacer —gruñó la princesa.
El guerrero la miró con soberbia hasta que la vio desaparecer frente a sus
ojos. ¿Ahora escapaba? No se preocupó por sus berrinches pues tenía la certeza
de que atravesar las auroras protectoras le sería imposible. Sonrió de lado;
Astartes no podría abandonarlo aunque quisiera.
Una vez más, él ganaba.
No tenía en claro cómo seguiría su plan pero algo se le ocurriría para
hacerla pagar por todo el daño ocasionado.
La sonrisa de Azrael desapareció en el mismo instante en que una
mancha extraña captó su atención. Frunció el ceño y miró la cama.
Rojo.
¿Qué diantres era eso?
Una idea perturbadora cruzó por su mente y la desechó al instante
porque, de ser verdad, se sentiría el ser más despreciable de los siete cielos.
Y debería sufrir todos los castigos inimaginables…
Cerró los ojos e inspiró profundo; entonces, los recuerdos impactaron en
su mente. Pequeños detalles que apretaron su corazón y le quitaron el aliento: la
mirada dolida de Astartes, el grito inesperado cuando la penetró y la presión
feroz de sus uñas en su espalda.
Todo conducía al mismo destino.
—No puede ser verdad…
Miró su pene. Rojo.
Miró sus dedos; más rojo.
Y se sintió el ser más despreciable de los siete cielos.
—¿Qué hice? —gimió con el corazón destrozado— ¿Es posible que…?
No no no. ¡Maldición, no! Yo la vi en la cama con Astaroth—gritó y se levantó
de prisa.
La soberbia será tu muerte, Azrael.
Odió aquella voz que quebró su paz. Mientras gritaba a Psique para que
saliera de su mente, comenzó a destruirlo todo; él no merecía perdón.
Astartes —su Astartes— era virgen.
—Yo te corrompí —aceptó mientras caía de rodillas y gritaba con dolor
— ¿Qué te hice, amor mío?
Lejos de llorar sus desgracias, Astartes caminó por los senderos boscosos
y dejó que la ira la consumiera; él pagaría por sus actos. No le importó estar
atrapada en tierras enemigas ni las consecuencias que podrían traer sus actos
vengativos.
Aunque debería pensar en mi familia…
¿Por qué todo era tan difícil? Se sentó en una gran piedra y miró a su
alrededor. Un recuerdo lejano la llevó a encoger los hombros y clavar las uñas en
sus palmas.
Levy.
La mirada discreta y serena de su amor distaba mucho de aquella que vio
en su captor. ¿Cómo pudo confundirlos?
—Sabes que no los confundiste —dijo una voz desconocida de mujer.
Astartes frunció el ceño y buscó a sus espaldas a su interlocutora. Nada;
estaba sola. Quizás comenzaba a enloquecer.
—¡Claro que sí! —masculló— No existe otra explicación para mis
estúpidos actos.
—Quizás el amor sea la respuesta —insistió la voz.
Miró por sobre su hombro y una figura difusa apareció a lo lejos.
Astartes nunca se caracterizó por ser prudente y esa vez no fue la excepción; se
levantó y caminó hacia la desconocida.
La mujer más hermosa que viera jamás.
—Mi nombre es Psique —le dijo—, guardiana del oráculo y guía de los
guerreros. Es un placer conocerte al fin, princesa Astartes.
La extraña se hincó de rodillas para reverenciarla.
—Por favor, levántate —pidió Astartes con pudor. Psique se levantó y le
sonrió con calidez—. Eres la primera persona en estas tierras que me saluda de
esta manera.
—Eres una princesa. ¿Por qué no habría de hacerlo?
—Nadie me reconoce como tal.
—Pues muy mal hecho.
—¿Aún si tu creador fuera uno de ellos?
—Sí.
Astartes sonrió encantada.
—Me gustas, Psique —la guardiana del oráculo le sonrió de vuelta—.
¿Por qué estás aquí?
—Para recordarte que nuestro destino está escrito en las estrellas.
—No lo entiendo.
—No podemos cambiar aquello que se tejió en las constelaciones cuando
nacimos. Eres quien eres, Astartes.
—Lo sé.
—¿Realmente lo haces? —preguntó su interlocutora mientras inclinaba
la cabeza.
—Sí.
—Permíteme disentir contigo. Estás perdida… Hace mucho tiempo, en
realidad. Quizás desde que tus padres se marcharon.
Aquellas palabras quemaron en el pecho de Astartes y las ganas de llorar
pujaron dentro con fuerza. Has llorado mucho, princesa, y el tiempo de tristeza
ha finalizado para ti. Es momento de mostrar quien eres verdaderamente.
»Lamento que Herlinde opacara tu luz y también lamento la cabezonería
de Azrael pero puedes con ello. Él está dolido, al igual que tú. La diferencia
entre ustedes es que tú te guías por la ira y él por la soberbia y el rencor.
—Sigo sin comprender.
Psique extendió los brazos y enlazó sus dedos con los de Astartes. Un sin
fin de imágenes vinieron a su mente; recuerdos que no le pertenecían a ella sino
a… Levy.
¿Qué tipo de embrujo era ese?
Astartes vio cómo Levy moría a causa de la peste y un ángel de dulce
rostro y mirada pura entraba en su cuerpo inerte. Lo reconoció al instante:
Azrael.
Y todo ello antes de conocerla.
—¿Qué…? —jadeó la princesa.
Los recuerdos continuaron.
Vio a Azrael vagar por la tierra, trabajando duro para salvar almas o
conducirlas en paz hacia los cielos y le dolió el pecho al comprender que él
actuaba con dignidad y respeto.
Entonces, una imagen lo cambió todo. Azrael estaba sentado en un
rincón oscuro de una taberna, con una copa de vino en la mano y la capucha de
su abrigo cubriendo su rostro. En una mesa contigua, dos forasteros hablaban
entre murmullos. Ella los reconocería con los ojos cerrados: eran miembros de la
guardia real de Satanás.
Su cuerpo tembló al sentir los pensamientos de Azrael; él se propuso
encontrarla primero.
Un cambio de escenario la hizo jadear. Azrael fue el responsable de ese
primer orgasmo en los acantilados y también quien le dio el primer beso.
—¿Cómo es posible? —preguntó a Psique con la garganta apretada de
dolor— Siempre fue él.
—Sí.
—No —agitó la cabeza con frustración y alejó las manos de la guardiana.
—Astartes, si te alejas, no puedo alcanzarte —informó Psique—. Tengo
prohibido salir de los bosques y aún hay más para ver.
—No quiero saber nada.
—Debes conocer la verdad.
—¿Y qué verdad es esa? ¿Qué ese maldito desgraciado me mintió
siempre, que jugó con mi mente y me lo robó todo? Yo me quité el corazón
pensando que lo había perdido y…
Psique logró posar la punta de sus dedos sobre el brazo de Astartes y más
imágenes llegaron.
La verdad fue puesta ante sus ojos.
Azrael mintió para llevarla al castillo y los sentimientos que brotaron en
su pecho lo impulsaron a protegerla. Se sintió feliz de verla cada día y se
desesperó cuando huyó. Astartes comprendió, en ese instante, que él también
había visto a Herlinde.
Lo que no supo, sino hasta hoy, es que él se enfrentó a la mujer de
Satanás y exigió el corazón de la princesa. Herlinde, como buena embaucadora
que era, se lo concedió. También le dijo que, si la amaba, debía dejarla regresar
pues nada podía hacer para salvarla si la acusaban de traición a la corona.
Azrael cedió por amor; no sin antes trazar un plan: ascendería a los cielos
para implorar a su señor por el alma de Astartes y tuvo que fingir su muerte para
iniciar su viaje. Lo vio abandonar aquel cuerpo, sintió su dolor y también su
arrepentimiento. Entonces, él volvió para verla durmiendo abrazada con
Astaroth y enfureció. Fue allí cuando perdió su alma pues creyó que ella lo había
engañado.
Y enloqueció.
Astartes cayó de rodillas ante la verdad expuesta y lloró una vez más.
Recordó las palabras de la muerte y se maldijo por aceptar las lágrimas de sangre
a cambio de una vida sin sentido. El almirante nunca valió tanto y, sin embargo,
ella pagó por sus decisiones.
«Este trato se romperá cuando decidas sacrificarte por quienes amas. El
hechizo acabará cuando tu alma acepte la luz; mientras tanto, perderás al único
dueño de tu corazón y llorarás su ausencia una y otra vez».
Las palabras de la muerte retumbaron en su mente. ¿De qué luz hablaba?
Ella jamás tuvo luz en su interior.
—Quién es capaz de sacrificar su alma para cuidar la de otros; tiene luz
absoluta —dijo Psique.
—No sé qué decir —la miró a los ojos—. Él… él no fue agradable
conmigo.
—Lo siento.
—Yo… —Astartes suspiró— ¿Se puede amar y odiar a la misma
persona?
—Solo tú tienes esa respuesta.
Dicho esto, la guardiana del oráculo desapareció y la brisa se sintió más
fuerte y fría. Astartes caminó hacia esa gran piedra que le sirvió de asiento y
miró al horizonte.
Entonces, lo entendió todo: aquel lugar maravilloso le recordaba a los
acantilados donde se conocieron. ¿Sería posible que Azrael lo hiciera por ella?
¿Tenía ese poder?
Pero esos detalles no borraban sus acciones y ella lo odió por tratarla
como si fuera una promiscua. No tenía derecho a joder ese momento perfecto
con acusaciones sin sentido. Quiso regresar a casa; no le importaban las
consecuencias. Por una vez en la vida, deseó ser egoísta.
«Si después de conocer la verdad decides marcharte; eres libre de
hacerlo»
Las palabras del creador retumbaron en su mente. Se sintió tentada a
invocarlo y exigir su liberación.
«Pero, si el amor te hace dudar, aceptarás quedarte»
No quería dudar; Azrael no merecía ni una pizca de su amor. ¿Cómo
podía ser benévola con alguien que la lastimó de esa manera? Y no se trataba de
perder su virginidad sino de entregarlo todo a un ser cegado por la soberbia, la
desconfianza y la sed de venganza.
—Eres peor que Satanás —susurró.
Volver era la única opción; aunque eso implicaría poner en peligro a los
suyos y la buena y dulce de Lilibeth perdiera a su primer hijo. Aquella idea la
detuvo; no podía ser tan cruel. Astartes entendía lo que significaba crecer sin
madre y no estaba dispuesta a exponer a un inocente a esos dolores.
—¿Qué debo hacer?
El viento reprodujo las palabras del creador: «no tengas compasión con
Azrael. Muestra quién eres y exige lo que consideras justo»
Bien, Azrael pagaría por sus propias decisiones y ella sería su verdugo.
La guerra había iniciado.
Ella volvió. ¡Por supuesto que lo hizo! No encontraba excusas para evitar
aquel encuentro.
El dolor que sintió al principio fue sustituido por la furia. Aquel idiota
creyó que podía manipularla y ese era el mayor de sus pecados. La subestimó y
ahora conocería quién era ella en realidad.
Sus pasos reflejaban la decisión que cargaba su cuerpo y sus ojos
destilaban venganza. Abrió la puerta de la cabaña como si fuera la dueña del
mundo y, en cierta manera, lo era. No fue hasta ese momento que comprendió
que nunca luchó realmente por sus ideales o sentimientos; era tiempo de
empezar.
Quizás Azrael despertó a la guerrera dormida que habita en mí.
Él estaba sentado en la mesa, con la espalda encorvada y ambas manos
sosteniendo su cabeza. Levantó la mirada ante su llegada y suspiró. Astartes
cruzó por su lado y se dirigió a la diminuta cocina donde comenzó a rebuscar en
los muebles. Él frunció el ceño ante tan calmada indiferencia.
—Astartes —nada; ella ni siquiera se sobresaltó—. Astartes —insistió.
Silencio absoluto.
Apretó los puños y se levantó, caminó hacia ella y cerró la mano
alrededor de su brazo mientras repetía su nombre una vez más. Ella giró furiosa
y su mano impactó en la mejilla del arcángel. Azrael pestañeó confundido; no lo
esperaba.
—Me lo merezco —dijo con culpa.
Aquella declaración la enfureció mucho más. ¿Ahora fingía humildad?
Lo odió un poco más. Nuevos golpes fueron lanzados y Azrael los aceptó con
calma.
En algún momento, el sabor ferroso se deslizó por sus papilas gustativas
y se lamió los labios de manera instintiva. Recordó el sabor que ella emanaba y
enloqueció. Cerró la mano alrededor de su nuca y la acercó sin dudar. Sus labios
encontraron los de su amada y se sintió… doloroso pues ella no respondió al
beso.
Desesperado, enlazó su cintura con el brazo libre y la acercó un poco
más. Su cálido cuerpo tembló contra el suyo y eso le dio esperanzas; no le era
indiferente. La alzó de un solo movimiento y la sentó en la oscura encimera de
granito. No continuó insistiendo en ese beso que no obtenía respuesta; por el
contrario, unió sus frentes y la miró a los ojos.
—Lo siento. Realmente lo siento —susurró—. Merezco todo lo que
quieras hacerme porque fui un imbécil. Si te hace feliz castigarme, ¡hazlo! pero
no me tortures con tu indiferencia, amor. Habla conmigo, por favor.
Astartes ladeó la cabeza, apretó los labios y con las manos puestas sobre
su pecho, lo empujó. Él cedió frustrado; la vio bajar de la encimera y alejarse.
Ella no volvió a explotar; solo fingió que no existía y eso fue como la
muerte para Azrael. ¿Podría recuperarla en algún momento? No tenía muchas
esperanzas.
La princesa se detuvo frente a los ventanales y miró hacia ese paisaje que
se alzaba ante sus ojos. Poco a poco, todo comenzaba a mutar. El verde del
bosque se tornó en un blanco precioso cuando la nieve cayó de manera copiosa,
las copas se mecieron con el viento y generaron un silbido claro que le recordó a
sus tierras y el sol desapareció ante las oscuras nubes que se arremolinaban en el
firmamento.
Su propio interior se reflejaba en el afuera y eso la alegró. Entendía que
aquel clima sería un sufrimiento para ese desgraciado y era lo justo.
Durante las siguientes horas, ella se mantuvo aislada, con la vista puesta
en el exterior y la mente perdida entre oscuras emociones.
Tanta distancia dolía en Azrael y se frustró un poco más a cada segundo
porque no obtenía una respuesta a sus súplicas. Se sintió desorientado y ansioso;
no sabía qué más podía hacer. Desde que tenía recuerdos, él logró todo aquello
que se propuso mas ella era distinta; no sucumbía a sus demandas.
La soberbia será tu muerte, Azrael.
Quiso romperlo todo, gritar hasta desgarrar la garganta y extraerse el
corazón para no sufrir. Fue en ese mismo momento en que un recuerdo llegó con
fuerza: él sostuvo el corazón de su pequeña princesa entre las manos. Esa
sensación de sentirlo latir entre sus dedos era un hecho que no podría olvidar
jamás y quizás fue esa la razón por la que lo retuvo consigo.
¿Y si le mostraba la verdad?
Caminó despacio hasta colocarse a sus espaldas, inspiró profundo y se
atrevió a entrelazar sus dedos.
Astartes no estaba preparada para aquella intervención. Cerró los ojos
ante ese contacto tan suave y no solo pudo verlo todo desde los ojos de Azrael
sino que, además, experimentó sus sentir.
Jadeó ante la falta de aire y el dolor que inundó su pecho fue demasiado.
Si tuviera corazón, diría que se desgarraba en ese momento. ¿Fue lo que sintió al
verla con Astaroth? Lo vio alejarse dando tumbos por los pasillos del castillo y
las lágrimas que se deslizaron por las mejillas de Azrael eran similares a las que
ella derramaba en esos momentos.
Tanto dolor sin sentido…
Se sorbió la nariz y pasó la lengua por los labios temblorosos. En un
movimiento instintivo, apretó las manos y él suspiró antes de apoyar la frente en
su hombro y susurrar.
—Amo tu precioso corazón, Astartes. Ha sido mi guía cada día de mi
solitaria vida.
Y ella confirmó que decía la verdad.
Su corazón aún latía dentro de una esfera de cristal. Él colocó el artefacto
sobre una delicada mesa de madera blanca que había junto a su cama y la miró
cada noche, acostado de lado, hasta quedarse dormido. Pudo sentir la tristeza que
emanaba su alma y la soledad que habitaba en ese corazón guerrero.
Miles de momentos similares se repitieron ante sus ojos y entendió, no
solo que jamás tocó a otra mujer sino que, además , jamás pudo olvidarla.
Tampoco yo pude sacarte de mi alma.
Aunque quisiera gritarlo, se mantuvo en silencio y se mordió los labios
para no contestar esa verdad que quemaba en su pecho.
»No estaba en mis planes conocerte —confesó él— y, sin embargo,
sucedió. Fue verte y saber que estaba jodido. Hasta ese momento, nunca creí en
el amor o, al menos, no creí que fuera digno de sentirlo.
»Y vienes tú y cambias el juego. Tu aroma, tu mirada curiosa, la
suavidad de tu sonrisa, la calidez de tu piel… Amor, ¿qué podemos hacer cuando
nuestros mundos colapsan y se fusionan en uno?
Astartes sintió que podía caer de un momento a otro y no quiso; no era
justo. Él la había maltratado y entendía que todo fue una confusión; también
comprendió que habló desde el dolor y la ira pero ¿y sus sentimientos? ¿Y el
respeto que merecía? Nada justificaba sus acciones y estaba dispuesta a ser su
verdugo.
Apretó los labios y tragó una gran bocanada de aire; tenía que alejarse
para poder pensar con claridad. Sus dedos temblaron al aflojar la presión que
ejercía y lo oyó decir su nombre cuando pasó por su lado.
Sin volver la vista atrás, Astartes salió de la cabaña y el viento se
intensificó. Alzó la mirada y sonrió al confirmar que ni un solo rayo de sol
atravesaba ese denso manto de nubes grises que ella creó.
La temperatura descendió un poco más. Aunque los copos de nieve le
dificultaron la visión, se adentró en el bosque y avanzó. Nada mejor que el frío y
la oscuridad para torturar a ese maldito.
—¡Maldito seas, Azrael! —gruñó mientras alzaba sus faldas húmedas y
corría hacia el arcángel desmayado que yacía fuera de la cabaña— ¿En qué
pensabas, estúpido ángel inconsciente?
Se dejó caer de rodillas y apoyó la cabeza del guerrero contra su pecho.
La frialdad de su piel le hizo temer. ¿Eso era lo que le sucedía a los ángeles
cuando las temperaturas bajaban de manera brusca?
Se sintió culpable por alterar el tiempo y no supo qué hacer. Las lágrimas
tiñeron su rostro y cayeron sobre los labios casi inertes de Azrael.
—No te atrevas a dejarme —susurró antes de apretarlo un poco más y
transportarse junto a su amado al interior de la cabaña.
Aquel acto desesperado la dejó sin fuerzas. Definitivamente, en esas
tierras, su magia se alteraba y pagaba las consecuencias con un dolor punzante
en cada uno de sus huesos.
Nada importó.
Con premura, lo desvistió antes de quitarse sus propias ropas húmedas y
cubrirlo con esa manta roja que tanto amó colocar sobre la cama. Se dirigió
hacia la chimenea para encenderla y generar calor dentro de la cabaña. El sonido
de la madera que comenzaba a arder se unió al de su errática respiración y la de
sus pasos descalzos cuando regresó a la cama.
Desesperada, se metió bajo la manta y lo abrazó con fuerza. Él no
reaccionó. Cerró los ojos y volvió a escuchar aquellas palabras que retumbaron
sin sentido en ella durante tantos siglos.
«Es momento de entregar tu alma, tu confianza y aquello que negaste a
todos».
Amor.
Su amor era aquello que jamás pudo entregar y ahora comprendía las
razones. Lo abrazó un poco más fuerte.
—Solo tú, Azrael. No importa el nombre que usaras o el aspecto físico
que eligieras mostrarte ante mí porque… —suspiró— Porque, al final, eres el
alma que me enamoró. ¿Cómo pude arrancarme el corazón?
Posó la mano sobre el vientre de su amado y la subió despacio hasta
llegar a ese punto exacto donde descansaba su corazón. Los latidos suaves
pulsaron contra su palma y su piel se llenó de calidez. Ella nunca disfrutó de esa
dulce sensación… y le encantó.
Giró un poco el rostro y dejó un suave beso en esa inmaculada piel. Él
continuaba sin responder. El dolor se expandió por su interior, al sentir los
temblores intensos del ángel.
—No quiero que me dejes, ¿me oyes? —susurró y se sentó sobre él—
¡No puedes dejarme, idiota! —lloriqueó mientras comenzaba a golpearle el
pecho.
Azrael no despertó.
Así pues, presa de un impulso, se inclinó hasta alcanzar sus labios y
comenzó a besarlo con devoción. Aunque no tuviera corazón, ella lo amaría con
honestidad.
»Te necesito despierto —murmuró contra sus labios.
Subió las manos y acunó sus mejillas. Le acarició los pómulos con los
pulgares y un leve suspiro se deslizó por los labios de su amado. La esperanza
creció un poquito en su interior.
Astartes lo llenó de besos en el rostro, cuello, hombros, pecho y continuó
descendiendo. La tentación la llevó a lamer el hueso de sus caderas y avanzar un
poco más hacia el sur. Posó las manos en los muslos del guerrero y, otra vez, ella
percibió un pequeño temblor.
¡Eso es! Vuelve a mí, Azrael.
Con la punta de la nariz, trazó una vía descarada que nació en el ombligo
de Azrael y terminó justo allí, donde su hombría comenzaba a despertar. Arrastró
los dientes por su labio inferior.
¿Y si fuera el deseo el que lograra su cometido?
No. No podía chuparlo estando inconsciente. Besó su ombligo de nuevo
y se dispuso a ascender hasta sus labios.
—Si este es un maldito sueño —lo escuchó graznar—, más le vale a
Hipnos hacerlo a mi gusto.
Ella levantó la mirada y quiso sonreír ante aquel comentario empero
Azrael seguía tan pálido como antes. Quizás despertó y hablaba tonterías mas no
significaba que se hubiera repuesto.
¿Qué hacer?
Con la punta de la lengua, marcó un camino de deseo que llegó hasta la
boca del ángel y se apoderó de su aliento. Lo besó como si su existencia
dependiera de ello y, en cierta manera, era así. Acunó sus mejillas e invadió su
boca con la lengua. La dulzura de sus labios fueron su perdición.
Y dejó de pensar.
Dejó de resistirse a aquello que sentía.
Dejó de postergarse como siempre lo hizo y tomó aquello que deseaba.
Azrael tembló otra vez y se sintió frustrado; necesitaba hacerla suya y,
sin embargo, no tenía fuerzas.
—¿Qué debo hacer para obtener tu perdón? —murmuró con un hilo de
voz.
Astartes no supo qué responder; aquella venganza que se propuso no
coincidía con lo que sentía. Quizás se arrepentiría luego pero, en ese preciso
instante, solo deseó que él se recuperara.
—Duerme, Azrael —pidió en voz baja y volvió a envolverlo con su
cuerpo.
Apoyó la mejilla contra el pecho frío del guerrero y una lágrima solitaria
se deslizó por su nariz cuando el suave sonido de su corazón latió contra su oído.
Ella deseó tener su corazón de regreso.
Él soñó que podía regresar a la luz si Astartes lo elegía.
El creador oyó las súplicas de Psique.
Astaroth exigió a Satanás firmar una tregua; la princesa debía regresar a
casa.
Las cosas estaban cambiando en el cielo y el infierno. Quizás, todo podía
mejorar… ¿O no?
Satanás apretó los dientes y miró a lo lejos; entendía la propuesta de
Astaroth mas no quería ceder. ¿Cuándo fue la última vez que bajó la cabeza ante
ese desgraciado?
A su criterio, aquel que se autoproclamaba «creador» era un ser tan
mezquino como cualquier habitante del inframundo. Entonces, ¿por qué aceptar
la derrota?
Solo que nosotros no fingimos ante los demás.
Los latidos de su corazón enojado retumbaron en sus oídos y lo vio todo
rojo. Aquel ser despreciable le había tocado las pelotas y no descansaría hasta…
—Mi señor —regresó su atención a Astaroth—, debemos negociar;
Astartes no puede sufrir por… esta situación.
—¡Dilo! —gruñó Satanás— Atrévete a poner en palabra tus más oscuros
pensamientos, Astaroth. Crees que es un capricho y no lo es, ¡joder!
—Ella decidió su destino —intervino Herlinde.
Satanás miró a su mujer y apretó los dientes para controlar sus
emociones. Ella, conocedora de sus atributos, caminó meciendo las caderas cual
víbora seductora y todos en la sala de guerra siguieron su andar en silencio.
Satanás se puso duro de solo verla; aunque pasara la vida, continuaba
siendo la dueña de sus pelotas. Inspiró profundo y se preparó para lo peor;
Herlinde no invadía sus dominios sin un plan en mente. ¿Qué buscaba ahora?
Fuera lo que fuera, él cedería porque siempre lo hacía.
¡Maldita mujer encantadora!
»¿Qué sucedería si ella no quiere regresar? —se detuvo frente a su
esposo— ¿Estarías dispuesto a olvidar esta guerra?
—¿Te has vuelto loca, mujer? Mi hermana jamás me traicionaría.
—Yo traicioné a los míos.
—No. Tú decidiste seguir al amor —Herlinde se cruzó de brazos y elevó
una ceja— ¿Qué? —Satanás frunció el ceño— ¿Qué intentas decir?
—¿Estás seguro de que quieres hablar en frente de todos?
El rey del inframundo miró de reojo; todos sus generales se encontraban
expectantes. ¡Jodida mujer! Odiaba que lo manipulara de esa manera. Sin emitir
palabra, Satanás agitó la mano y sus jefes se levantaron de la mesa. Mientras
desalojaban la sala, él mantuvo una guerra de poder silenciosa con su mujer.
—¿Me dices que mi hermana elige seguir a un ser que no dudó en
desterrar a sus propias hijas o robarles las alas a mi mujer? —ella sonrió de lado
— ¿Qué clase de mierda es esa, Herlinde?
—Lo que intento decir, esposo, es que ella se enamoró una vez… —su
mirada fue de un ojo al otro de su esposo— Se enamoró de alguien que no
debía… —otra pausa dramática y una nueva evaluación— Un ser prohibido
según tus criterios; no los suyos —afirmó.
—¿Qué?
—Mira, Satanás, no soy una hipócrita y lo sabes; entonces, no fingiré que
tengo la mejor relación de todas con tu hermana pero eso no significa que la
entienda porque, ciertamente, comprendo sus sentimientos.
»Podría pretender que no sé lo que sucede y condenarla a la miseria con
mi silencio pero… —inspiró profundo y negó con un movimiento de cabeza—
Una parte de mí aún conserva bondad.
Ante aquella afirmación, fue Satanás quien elevó una ceja y ella frunció
los labios. Herlinde desvió la mirada por un momento, cruzó los brazos con
fuerza y sus pechos se elevaron aún más. Satanás gruñó deseoso y su mente se
centró en esas dos protuberancias que quería degustar sobre esa amplia mesa que
tenía frente a él.
—Deja de mirarme las tetas, Satanás.
—Te vistes de esta manera ¿y pretendes que no tenga pensamientos
lujuriosos?
—Hice lo que creí correcto —confesó ella de repente y él levantó la
mirada.
—¿Qué hiciste? —la antigua reina de los súcubos apretó los labios—
Herlinde…
El tono amenazador de Satanás la llevó a suspirar y claudicar.
—Yo… puede que interviniera en su vida y torciera algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—¿Recuerdas cuando tu hermana desapareció luego de su cumpleaños
número diecisiete?
—Sí.
—Astaroth la encontró poco después de irse y yo intervine para que no la
trajera de vuelta.
—¿Por qué harías eso?
—Porque estaba celosa —confesó—. Era nueva y todos me miraban
como si fuera una maldita plaga. Nadie quería estar cerca de mí y me aferré a ti
con todo lo que tenía. Temí que ella me quitara tu amor y… Me arrepentí poco
después, ¿sabes? Vi tu sufrimiento y me sentí fatal. Entonces, fui a buscarla y no
esperé encontrarme con… todo eso.
—¿Qué fue?
—Astartes se enamoró de Azrael, Satanás; lo vi en su mirada de horror
cuando me presenté ante ella.
—¡Mientes!
—No, esposo; es la verdad. Tu hermana estuvo dispuesta a dejarlo todo y
debí intervenir otra vez.
—¿Qué hiciste?
—Le dije a Azrael que estaba comprometida con Astaroth; también le
recordé lo que sucedería con Astartes si no regresaba y la declaraban una
traidora a la corona. Así pues, le exigí que la dejara marchar.
—¿Y ese cobarde aceptó?
—Al principio sí pero luego se arrepintió y regresó. Lamentablemente,
ya era tarde… y para mí también porque no pude anticipar la reacción de tu
hermana —miró a su esposo con angustia— Ella se arrancó el jodido corazón.
¿Entiendes lo que eso significa, Satanás? Astartes decidió sin siquiera saberlo.
El rey del inframundo cerró los ojos y dejó escapar el aire en medio de
un gruñido frustrado. Su esposa se sentó en su regazo, acunó sus mejillas y
susurró su nombre; él no respondió. Herlinde lo besó con dulzura antes de unir
sus frentes y susurrar:
—Yo te elegí y te elegiría durante mil vidas más, Satanás. Ella también
eligió el amor y debes aceptarlo.
—No.
—Tienes dos opciones: o aceptas y firmas la paz con el creador o…
—¿O qué?
—Te arriesgas a recibir el odio y desprecio de tu hermana para siempre.
De una u otra manera se alejará pero el vínculo que puedan tener dependerá de
tus decisiones.
Y aquella, definitivamente, sería la decisión más difícil de tomar en su
larga existencia. ¿Debía dejarla ir en busca de su felicidad o retenerla cerca y
condenarla a vida en soledad?
—¡Me cago en ti, mujer! —gruñó molesto antes de acostar a Herlinde
sobre la mesa y follarla con furia.
Ya pensaría después.
Astartes despertó agitada y desorientada. Fue una voz dulce que retumbó
en su mente la que activó sus sentidos.
—¡Astartes, despierta! —le susurró una vez más— ¡Vamos! No tenemos
tiempo.
La princesa oscura pestañeó cuando un rayo de sol se filtró entre las
pesadas cortinas e impactó contra su rostro. Giró el cuello y se encontró con el
dulce rostro de Azrael. Por instinto, levantó la mano y le tocó la mejilla; él
continuaba con la piel fría. Aquel hecho la frustró y preocupó demasiado. ¿Qué
podía hacer para ayudarlo?
—Astartes, vuelve al bosque. No puedo atravesar las corazas protectoras.
Tenemos que hablar.
Esa vez, la voz sonó lo suficientemente clara para identificar a su
interlocutora: Psique.
No sabía los motivos reales pero ella se fiaba de esa mujer. Quizás fueran
los ojos tristes de esa diosa o las palabras cálidas y llenas de verdad que salieron
de su boca; cualquiera fuera la razón, ella confiaba en Psique.
Se alejó de la cabaña con cierto recelo pues no le agradaba dejar solo a
Azrael. ¿Y si en su ausencia empeoraba o, peor aún, creía que ella lo abandonó?
Sus pasos se tornaron dudosos por un instante y estuvo a nada de regresar si no
fuera porque el pedido de Psique volvió a retumbar en su mente.
¡Maldita diosa amigable!
El viento trajo consigo la risa suave de la guardiana del oráculo y
Astartes chasqueó la lengua; esa muchacha debía aprender que la vida no era
pura felicidad.
Se encontraba tan perdida en sus pensamientos que no detectó esos
sutiles cambios a su alrededor —transformaciones sutiles para mortales pero no
para quienes habitaban el inframundo—: El viento aumentó en velocidad, los
débiles rayos de sol comenzaban a desaparecer y el aroma picante a especias y
azufre se alzó a su alrededor.
Gran error.
¿En verdad no se percató del olor a azufre?
Una sombra oscura apareció ante sus ojos y la hizo detener. Entonces,
Astaroth se hizo presente. Todo su cuerpo tembló de rabia y temor.
—No, Astaroth —dijo—. No lo hagas.
—Princesa —dio dos pasos hacia adelante y ella retrocedió también—,
no compliques mi trabajo; quiero ser benévolo contigo.
—No.
—Es momento de regresar, Astartes… Lo sabes —informó y cerró la
mano alrededor de su brazo.
Astartes gritó y forcejeó decidida; no cedería esta vez. En otro tiempo fue
sumisa y obedeció las órdenes de Astaroth pero ya no era esa niña temerosa de
antaño; si debía luchar hasta su muerte, lo haría.
Astaroth tiró de ella y envolvió un brazo a su cintura.
—Déjala ir…
Aquella suave voz, que llegó desde su espalda, le hizo girar el cuello.
Astaroth parpadeó ante la visión del ángel más hermoso que habitaba el cielo.
Ella lo miró a los ojos y no reflejaba miedo.
Ella le sonrió con inocencia y volvió a repetir su pedido.
Ella brillaba como nada que hubiera visto y desprendía olor a margaritas
y avellanas tostadas.
Ella era una mujer perfecta.
El corazón de Psique latió ante ese guerrero. Tan grande e imponente que
su vientre sintió los aleteos de millones de mariposas. Se clavó las uñas en las
palmas de las manos cuando percibió su propio aroma a avellanas tostadas; un
jodido perfume que delataba su excitación.
Pero él no lo sabe.
La sonrisa de Psique tembló y un brillo extraño se deslizó en los ojos de
Astaroth.
Astartes, que conocía al mayor guerrero oscuro como nadie, le suplicó
que se marchara; tenía que proteger a Psique.
La guardiana del oráculo no se movió ni desvió la mirada y eso, a un ser
tan oscuro como Astaroth, le encantó. De hecho, quedó impresionado con esa
valiente actitud. ¿En verdad es valiente o está tan loca como yo? De pronto,
quiso saber más de ella.
—Pudiste traspasar las barreras protectoras —murmuró el ángel—; debes
tener tanto poder como Azrael.
—Lo tengo, hermosa.
Las mejillas de Psique se tiñeron de rojo y él se lamió los labios.
—¡Ay, por favor, Astaroth! —refunfuñó Astartes— ¿Ahora coqueteas
con ella?
—¿Celosa? —la miró de lado y sonrió con soberbia.
—No puedo acercarme a ti, guerrero —dijo Psique—; los escudos
protectores me lo impiden y eso es… —apretó los labios frustrada— injusto.
—¿Quieres tocarme, belleza?
—Quiero convencerte para que no te lleves a la única posible amiga que
pueda tener. Tu intención no me gusta, guerrero.
—Astaroth. Mi nombre es Astaroth; líder de los siete regimientos del
inframundo.
—Soy Psique, guardiana del oráculo.
—¡Vaya! La niña virgen.
—¡No soy una niña!
—Pero eres virgen.
—Y tú un idiota que sigue las órdenes de mi estúpido hermano —
intervino Astartes y lanzó un codazo en el abdomen de su amigo— ¡Compórtate,
Astaroth —forcejeó otra vez—, y déjame ir!
—No irás a ningún lado.
Astartes quiso llorar ante esa voz.
Azrael.
Usó todas sus fuerzas para escapar de su captor y corrió hacia su bello
ángel convaleciente.
—Astartes, no me jodas —gruñó Astaroth—. Regresa conmigo, ahora.
—Creo que la princesa ya eligió.
La voz y actitud soberbia de Azrael molestaron a Astartes; ella podía
defenderse sola. Entonces, ¿por qué corrió hacia él? Frunció el ceño y se alejó
del arcángel; él la miró desconcertado.
—Mujer inteligente —murmuró Astaroth.
—Psique —dijo Astartes—, ¿puedes llevarme con el creador?
—No lo hagas, amor —suplicó Azrael.
—¿Puedes? —insistió ella.
—Sí.
Los dos guerreros lanzaron maldiciones por lo bajo pues sabían que nada
podían hacer cuando un miembro de una familia real solicitaba encontrarse con
otro mandatario. Ese pedido jamás podía ser negado o ignorado.
Aunque peligroso, la jugada de Astartes fue inteligente.
Así pues, en un abrir y cerrar de ojos, la princesa oscura desapareció
junto a la guardiana del oráculo; sin pensar en las consecuencias que traerían sus
actos.
Los pasos de Astartes resonaron en los silenciosos pasillos del castillo.
Ella ideó su vestimenta y sonrió al ver cómo todos se asombraban ante su osadía.
—Te dije que era demasiado —murmuró Psique entre dientes mientras
avanzaba con la cabeza en alto y la vergüenza tiñendo sus mejillas.
Astartes encuadró los hombros y siguió camino.
—Me importa una mierda si vestir un traje negro y dorado es demasiado
—respondió.
—Sabes que el problema no son los colores…
Sí, lo sabía y sonrió un poco más. Vestir un corset de encaje negro con
ribetes dorados en el borde superior del corpiño y en la cintura, una falda corta y
vaporosa de tul que mostraba sus largas y morenas piernas, además de botas con
tacones escandalosamente altos, era una clara acción de rebeldía.
Me encanta ser rebelde.
Como si necesitara reafirmar un poco más su posición, Astartes desplegó
sus alas negras en el preciso instante en que se abrían las puertas del salón
principal. El creador apretó las manos contra los apoyabrazos de su trono y
esperó por esa niña descarada. Le recordaba tanto a su propia hija que el pecho
le dolió.
Quizás ese pequeño demonio tenía una misión y la cumplía sin saber.
El rey absoluto de la luz comprendió que ella era un ser rebelde y
temerario porque carecía de una figura paterna; alguien que se preocupara por su
seguridad y bienestar. Y se sintió como la otra cara de la misma moneda.
Le dolió entender que él había fallado como padre. Dos de sus hijas
decidieron marcharse y todo, claramente, fue su responsabilidad.
Quizás si hubiera estado solo en ese momento, lloraría por sus errores,
pero no lo estaba. Se tragó la angustia y dijo:
—¿A qué vienes, Astartes?
—A traer mi respuesta.
—Bien —se acomodó mejor en su sillón—, te escucho.
—¡No! —la voz de Satanás retumbó tan fuerte que las ventanas
temblaron y los ángeles lo miraron horrorizados. El rey del inframundo avanzó
hacia su hermana y cerró su mano alrededor de su brazo—. Nada tienes que
hablar o hacer aquí —gruñó con los ojos de un rojo fuego furioso.
—¿Te atreves a presentarte ante mí, hijo de Belcebú, e incordiar a mi
invitada?
—Ella no es una invitada; la cogieron como rehén.
—¿Has recibido malos tratos, Astartes? —preguntó el creador.
—No.
—¿Fuiste víctima de torturas o privaciones?
—No.
—¿Algún tipo de daño fue causado por tu cuidador?
—¡Que no! ¡No, no y no! —gritó frustrada— Azrael cuidó de mí
siempre.
—Astartes… —le advirtió su hermano.
—¡Es verdad! —insistió ella y tiró de su brazo— Azrael jamás me
lastimaría, hermano —lo miró a los ojos—. Yo lo hice… y me arrepiento.
—No sabes lo que dices.
—Sí, lo sé —levantó la barbilla—. También sé que quiero una vida en
paz. Deseo que esto se termine de una vez y para siempre, Satanás —inclinó la
cabeza y lo miró con angustia—. ¿No estás cansado de luchar? —su mirada vagó
de su hermano al creador y de este a Satanás de regreso—. Ambos —remarcó.
Como respuesta, recibió silencio y seriedad; entonces, suspiró—. No quiero esta
vida, Satanás. Te amo más de lo que puedas imaginar pero no puedo elegirte; no
esta vez.
—Astartes, mi niña… —Satanás intentó avanzar hacia su hermana mas
ella lo detuvo con su mano en alto y una negación silenciosa.
—No, Satanás. Debes escucharme por una vez en la vida. Tienes un reino
a tus pies, un ejército poderoso y a una mujer a la cual amas —su entrecejo
tembló cuando susurró—, ¿y qué tengo yo?
—Tienes…
—¡Nada! No tengo nada, Satanás. Siempre fui una sombra que vagó sin
corazón. ¿Sabes siquiera cuándo o por qué lo perdí?
—Sí —aquella afirmación sorprendió a Astartes— ¿Lo amas?
—Sí, hermano.
—¿Y dejarías todo por…?
—No. Nada dejo pues nada tengo. ¿Es que no lo ves? Siempre estuve
vacía y es el momento de cambiar esa realidad. Si permanezco en estas tierras, lo
ganaré todo, Satanás —ella inspiró con fuerza para darse valentía; la necesitaba
más que nunca—. Si decido quedarme —murmuró—, no solo tendré a mi
corazón de vuelta sino que, además, habrá un ángel que será mi guardián. Lo
siento —susurró con pesar—. En verdad lo siento.
Astartes apretó los labios y contuvo las lágrimas mientras giraba y se
dejaba caer de rodillas ante el creador.
Ella acababa de elegir su destino.
Azrael lo era.
Siempre lo fue.
Azrael pasó la lengua por la comisura de sus labios y el sabor a hierro de
la sangre se mezcló con el salado del sudor. Miró a su adversario y concluyó que
no se encontraba mucho mejor. Astaroth pasó la mano por su boca y una mancha
roja se tatuó en su mejilla derecha. Sonrió de manera loca y los dientes
manchados de sangre le quedaron a la vista.
Ambos se levantaron con dificultad, las respiraciones agitadas y el dolor
de las heridas abiertas que pulsaban hasta sus huesos.
—No la mereces —gruñó Astaroth antes de escupir sangre al suelo—.
Hazte a un lado, Azrael, y deja de destruirla. Has hecho suficiente daño.
—No sabes nada de mí.
—Pero sí sé de ella —aseveró y avanzó—. Sé cómo la encontré y todo lo
que sufrió durante siglos. Fui yo —se golpeó el pecho con el pulgar derecho—
quien la levantó en brazos y curó de su alma. Yo, quién la sostuvo noche a noche
y le prometió que jamás la dejaría sola; el que ahuyentó sus tormentos y calmó
sus pesadillas. Tú no estabas, Azrael.
»Puedes golpearme si eso te hace feliz pero eso no será suficiente para
que abandone mi misión: ella regresará a casa; donde pertenece.
—Ella decidirá.
—¡Por supuesto que lo hará!, y ambos sabemos que preferirá seguirte
pero… la pregunta es… —avanzó y quedó cara a cara con el ángel— ¿Estarías
tú dispuesto a abandonarlo todo por ella? A ser un simple mortal y perder tanto
las alas como tu inmortalidad, ¿o es demasiado para ti?
—No. Nada es demasiado.
La mirada de Astaroth viajó de un ojo a otro de su contrincante y dio dos
pasos hacia atrás.
—¡Puta mierda! —masculló incrédulo— El señor de la muerte realmente
se enamoró… —pasó las manos por sus cabellos alborotados— Y de la hermana
de Satanás.
Hasta ese momento, Astaroth jamás había amado y nada sabía de ese
sentimiento pero eso no significaba que fuera un tonto ingenuo. Vio imperios
caer y guerras iniciarse en nombre del amor.
»Esto es una gran mierda —susurró. Miró a Azrael por un momento y
suspiró—. Cuídala con tu vida, soldado. Entrega tu alma si es necesario —
Azrael asintió con la cabeza— y búscame si necesitas ayuda. Mis diferencias son
contigo; mi lealtad está con Astartes.
Dicho esto, desapareció y el sol se filtró por entre las nubes. Azrael alzó
la mirada y se dio cuenta que algo comenzaba a cambiar.
¿Tendría que ver con su princesa temeraria?
Existía solo una manera de descubrir la verdad; era momento de regresar
al palacio.
Ara.