Las Bolsas de Basura
Las Bolsas de Basura
de basura
y otros cuentos insólitos
Maximiliano Figueredo
edición artesanal
Las bolsas de basura
Siempre se ha dicho que la casa del hombre soltero tiende a estar un
poco sucia, que eso es lo normal. Y así se justifica o perdona la mugre
masculina. Yo creo que uno inevitablemente se termina aprovechando de
que a nadie le importe, de que al visitarte nadie te fastidie por la
suciedad, que hasta llega a ser motivo de bromas y risas. Alguien podría
preguntarse cuál es el provecho de vivir en un ambiente así. Y lo que
muchos no entienden es que lo zaparrastroso, esa holgazanería, responde
en realidad a un aristocrático desdén por las tareas domésticas, a la
comodidad que supone no tener que limpiar jamás un plato ni un piso,
pudiendo invertir ese tiempo en actividades más placenteras. Esta clase
de “sucio” en realidad no quiere ensuciarse, no quiere tener nada que ver
con la mugre, y por eso evita acercársele.
De manera que mantengo mi cuerpo y mi ropa en perfecta pulcritud,
pero considero que hasta ahí llega mi jurisdicción. Por un lado estoy yo,
un ser vivo de cuya limpieza es razonable ocuparse, y por otro el mundo
entero, un planeta cada vez más parecido a un vasto basurero de océanos,
suburbios y parlamentos ya imposible de sanear. Puedo, en efecto,
excusarme por la mugre de mi casa argumentando que no perjudica a
nadie más; pero bien sé que, en otro tiempo, cuando convivíamos y la
responsabilidad debía compartirse, sobrecargaba a mi novia con las
tareas domésticas, y que esa es otra de las razones por las que ahora estoy
solo.
Al principio había tratado de mejorar, en todos los aspectos, y
también de tener la casa bastante limpia, esperando que tal vez ella
volviera. Pero eso no ocurrió, y con la esperanza también se desvaneció
la voluntad para barrer o fregar. La casa no tardó en convertirse en una
verdadera pocilga, y como no había nada limpio donde cocinar o servir,
comía refuerzos de pan y fiambre o pedía un delivery si la plata me
alcanzaba. Solo viendo películas, series o documentales lograba
abstraerme de ese espantoso y sucio mundo circundante.
A mediados de aquel año mi situación económica se complicó y tuve
que buscar otro ingreso. Conseguí un trabajo nocturno, así que empecé a
laburar dieciséis horas diarias. Cuando estaba en la casa, como de visita,
1
apenas podía dormir, y nunca más de seis horas. Si antes decíamos que
era una pocilga, ahora teníamos que usar otro nombre porque ya ni
siquiera era capaz de sacar las bolsas de basura a la calle.
También le daba clases de literatura dos días a la semana a un grupo
de tercero en otra ciudad del departamento, como una entrada extra, osea
que en realidad eran tres trabajos. A veces tenía jornadas de más de
cuarenta y ocho horas, y veía hasta tres amaneceres antes de poder
dormir. Mi grado de alienación alcanzó cotas altísimas. Ciertamente no
eran de vigilia todas esas largas horas; soñaba despierto o deliraba con
bastante frecuencia. Cuando por fin llegaba a la cama me costaba
conciliar el sueño, y después tenía breves pesadillas nerviosas en las que
el suelo se desplomaba bajo mis pies y yo caía por un abismo, para
despertarme de súbito transpirando.
Ahora que la prioridad era aprovechar hasta el último minuto
disponible para dormir, la limpieza pasaba a un lugar absolutamente
insignificante, y no volví a mover un dedo. Entonces fui testigo de una
transformación prodigiosa: fruto de mi pasividad y ausencia, entre toda
esa mugre se había creado un rico ecosistema más que propicio para una
amplia gama de seres vivos. Cada vez veía más insectos y alimañas de
toda clase, sobre todo en la cocina, porque en el dormitorio, aunque
tampoco limpiaba, trataba al menos de no ensuciar. La mayor parte de la
casa había sido tomada, ciertamente, pero podía entrar rápido e ir directo
a la cama, que era lo único que me importaba, en definitiva.
Los insectos colonizaron su hábitat por la fuerza, sin pedir permiso,
y ese atrevimiento me parecía respetable. Siempre he considerado por
igual a todos los seres vivos, y no los iba a exterminar solo porque
algunos me parezcan desagradables. De mañana había menos actividad y
podía aprontarme el mate sin temer las picaduras de moscas verdes,
mosquitos o cucarachas. Mientras se calentaba el agua me gustaba
apreciar las rutas de transporte de las hormigas, mi insecto favorito. En
esos pequeños intervalos en la cocina empecé a fijarme en las dos bolsas
de basura que colgaban del picaporte de la puerta, haría ya casi dos
meses. Esas bolsas, que alguna vez habían servido nada más que para
depositar desechos, bullían ahora pletóricas de vida. Producían un
2
zumbido sordo, casi continuo, y se distinguían en su superficie
organismos de toda clase que buceaban y se retorcían en ese
microcosmos casi líquido semejante a un panal de abejas. No podría
decir qué olores despedían las bolsas porque para ese entonces había
perdido el olfato, pero en todo caso ya no eran simples bolsas de basura.
El milagro de la vida había ocurrido en ellas y empezaba a considerarlas
de otro modo.
Seguía preocupado por la mugre, pero realmente no podía hacer
nada al respecto. Una tarde en el liceo casi se me cae la cara de
vergüenza cuando una profesora se quejó porque un tacho de basura no
se había vaciado durante apenas dos días y empezaba a oler feo. Ese
repentino choque con otros estándares de higiene fue un cable a tierra.
Tenía que hacer algo con ese basural que tenía en casa porque la
situación no daba para más, evidentemente.
Un día estaba tan cansado que no sentí el despertador y tuve que
faltar a una clase. Aproveché a descansar como nunca, y cuando me
desperté resolví ponerme manos a la obra. Con suavidad barrí los bichos
de la cocina y toda la mugre, sacándolos para afuera, porque aunque
efectivamente soy animalista, no iba a perder mi propio espacio vital por
cedérselo a ellos. Ese nunca había sido el plan. Estos insectos eran unos
oportunistas que abusaban de mi hospitalidad, y ahora tendrían que vivir
afuera, donde les correspondía.
Lo que no pude hacer fue tirar las bolsas de basura. Estaba
convencido de que en ellas había creado una nueva forma de vida, y me
sentía responsable. Los otros bichos solo entraban buscando comida o
refugio, como meros huéspedes, pero eso que vivía en las bolsas se había
engendrado a consecuencia de mis actos, y no podía estar seguro de que
lograría sobrevivir si lo exponía a las múltiples amenazas y depredadores
del exterior. Tomé la determinación de conservarlo, y por mayor
seguridad cubrí las bolsas con otras que evitaran cualquier posible fuga.
Seguía trabajando como un loco pero al menos me había
acostumbrado a dormir en esos lapsos tan cortos. Llegaba rendido y
permanecía siempre acostado, salvo los escasos minutos que dedicaba a
bañarme. Incluso había encontrado la forma de comer en el trabajo, de
3
modo que mi pasaje por la casa era ya casi imperceptible. Apenas me
hacía un momento antes de salir para revisar que todo estuviera bien con
las bolsas. Apoyaba la mano contra una de ellas y sentía un cosquilleo
que me parecían ser las caricias de mis criaturas. Solo entonces desataba
el nudo y volvía a echarles un poco de basura.
Yo creía que esos engendros eran realmente mis hijos, quizá el único
legado que podría dejarle al mundo si seguía trabajando así, y había
empezado a tomarles afecto. Sobre todo, sentía por ellos una inmensa
compasión. Creados en un descuido, eran tan delicados que podrían
morir con gran facilidad, y eso me conmovía. Antes de irme a trabajar,
algunas veces me demoraba observando cómo mi pobre vida se retorcía
agradecida dentro de esas bolsas. Todos los seres vivientes, pensaba,
igual mis pobres hijos que yo, somos víctimas de este mundo,
involuntarias criaturas de un dios anterior, nacidas para sufrir. Y sin
apenas haber dormido y con dolor en todo el cuerpo, hecho polvo, en una
palabra, volvía a salir al trabajo.
El animalismo es una doctrina de amor y respeto hacia los animales
que suele asumirse con gran hipocresía, entendí. Hablan del maltrato de
perros, de gatos, ¿y de cuántos animales más? Muy pocos. En el fondo,
no dejan de ser tremendamente especistas, porque con deliberación
omiten toda referencia al maltrato de mosquitos, moscas o arañas, por
ejemplo, y jamás osarían denunciar a la poderosa industria insecticida. Ya
estaba tan loco, del tanto trabajar y del poco dormir, que en mis desvaríos
me sentía en la cumbre del iluminismo y la civilización occidental.
Luego todo se fue al garete ya que empecé a sentir envidia de mi
propia creación. Mientras yo en un día cumplía dos jornales de ocho
horas y además enseñaba, para que a ellos no les faltara nada, mis hijos
podían estar en casa como unos bacanes, prácticamente en el paraíso,
porque hasta inmundicia fresca les llevaba todos los días. En absoluto me
enorgullece contarlo, y les aseguro que bastante lloré después, cuando
arrepentido corrí en vano atrás del camión. Pero un día llegué demasiado
cansado, me tomé unas cervezas, y guiado por estos oscuros
pensamientos agarré las bolsas y las tiré en el contenedor de la esquina,
como si solo fueran basura.
4
El almacenero
1
Al salir del laburo, anoche, después de hacer otros mandados, pasé
por el almacén del barrio. Todavía conviene hacer una parada más para
comprar pan o huevos. Es casi en lo único que puede hacerles
competencia a los precios o la variedad del supermercado. Entré y pedí
pan, simplemente, después de saludar. El señor almacenero me preguntó
si quería del chico, como siempre, pero esta vez, al ver que tenían buena
pinta, preferí llevar galleta criolla.
- ¿Cuántas?
- 5.
Las pesó.
- 33 pesos -dijo.
Como tenía 30 en monedas, y un par de billetes de 100 que prefería
no cambiar, le pedí que me sacara una galleta para poder pagar con 30. 4
serían suficientes.
- Muy bien. 30 pesos -respondió, en el mismo instante en que la sacó
de la bolsa, sin volver a pesar. Y casi con la misma velocidad, le dije:
- ¡Momento!, ¿puedo ver esa galleta?
Al parecer no entendió el pedido, de modo que se lo repetí
cortésmente. Me la alcanzó extrañado y confirmé que no era menos
pesada que cualquiera de las otras 4.
- ¡Una galleta estupenda! Si solo cuesta 3 pesos, prefiero llevar 5
iguales a esta, si es que le quedan.
- ¿Qué me estás diciendo?
- Que si cuesta solo 3 pesos, voy a querer 5 como esta, mejor.
¿Serían 15 pesos?
Guardó la bolsa y me dijo:
5
- ¡Andá, pelotudo de mierda! Siempre te hago un descuento o te
pongo un pan de más porque se nota que sos tremendo bichicome, ¿y me
venís a reclamar por 3 pesos...? ¡Andate a cagar y no vuelvas más por
acá, mongólico!
2
Ese almacenero de cuarta no iba a salirse con la suya. ¿Qué se
pensaba? ¿Que podía insultarme así como así, echarme del almacén
adelante de todo el mundo y encima dejarme sin pan, solo con el fiambre
y el queso que había comprado en el súper? No tenía ni idea de con quién
se estaba metiendo. Pobre iluso.
Pedí un adelanto en el trabajo y al otro día volví al almacén con
Rafa, un amigo. Yo me quedé esperando en su camioneta y él entró con
la plata. Tenía que comprar todo el pan que hubiera, costara lo que
costara, sin dejar ni uno, y de ser necesario iba a suplicar, explicando que
de esos panes dependía el éxito de un asado a beneficio de la policlínica.
Al salir, mi amigo me dio las enormes bolsas, yo entré con ellas a esa
pocilga y encaré burlón al almacenero. Mientras terminaba de atender a
otro cliente, pude pavonearme un buen rato delante de sus narices con su
pan, que ahora era mío, hasta que, sin acertar, de pronto me tiró una papa
por la cabeza y salió corriéndome con una escoba en la mano. Rafa tenía
el motor prendido y pudimos huir justo a tiempo.
Así le dejé en claro a ese almacenero quién era el que mandaba. No
podía impedir que yo comprara el pan ahí si me lo proponía. Estaba
humillado. Habíamos conspirado, mentido, y él había sido cruelmente
engañado y se había quedado sin pan por el resto del día, soportando el
mal humor de la gente cuando llega al almacén y no encuentra ese
artículo elemental.
Después Rafa me contó que el tipo accedió a vender todo solo
cuando le ofreció un considerable sobreprecio, pero fue la plata mejor
gastada de mi vida. Si quieren pan, pasen por casa y se llevan una bolsa.
Hasta mañana aguanta bastante bien porque es de buena calidad. Por algo
me tomo tantas molestias para conseguirlo.
6
3
Con la velocidad que solo permiten las redes sociales, en el pueblo
se corrió la bola y para media tarde ya todo el mundo estaba enterado. El
almacenero había sido ridiculizado de una forma muy burda por su
archienemigo, es decir, yo, anteriormente calumniado y expulsado de su
negocio. A través de un intermediario, lo había tentado con unos pesos de
más y él por pura avaricia había privado de pan a medio pueblo. Ahora
yo tenía toda su mercadería y la gente estaba al tanto.
En parte por necesidad, muchos vinieron a casa esa tarde buscando
una tirita para acompañar la cena. Y en parte por clientelismo político, yo
no se las cobré. Con gran facilidad, empecé a recibir más apoyos de los
que esperaba. No era el único al que ese almacenero estafaba con el
vuelto o el pesaje, aparentemente. Y a más de uno también le repugnaba
que te entreverara en una misma bolsa el pan con un sobre de jugo, por
ejemplo, que andá a saber él y quiénes más habían manoseado.
Al otro día, como a las tres de la tarde, me llamó el panadero. “Pasá
por acá cuando puedas -me dijo-, que tendríamos que hablar nosotros
dos”. Cuando fui, después de cebar un par de mates y enseñarme las
instalaciones, Juan, que así se llama, fue directo al grano y me hizo una
oferta. Tenía un acuerdo con el almacenero, según el cual le cedía la
mitad de su producción, pero ya estaba harto de él, de las irregularidades
en los pagos y de la falta de higiene de su comercio, que ensuciaba
también la buena fama del pan. Quería sacarlo de en medio y que yo
ocupara su lugar, haciéndome cargo de la zona norte, ya que mi casa está
a pocas cuadras del almacén y hasta goza de una ubicación más
favorable.
Las cosas no podían marchar mejor. ¿Qué sería de ese almacenero
sin el valioso producto de Juan? ¿Tendría que hacerse traer de la
Conchinchina, o elaborarlo él mismo, para tener que venderlo mucho
más caro que el nuestro? ¿Cómo podía sobrevivir su negocio sin el pan
de cada día? Estaba acabado, y yo firmé su sentencia de muerte cuando
acepté el trato del panadero. Ahora yo sería el almacenero. Renunciaría al
trabajo y montaría mi propia empresa.
7
4
Es increíble que tenga que escribir esto, y en realidad lo hago solo
para pedir disculpas. Ahora mismo estoy en la emergencia del hospital,
esperando mi turno. Disculpas por cometer la grandísima idiotez de
sobrestimar la capacidad lectora de ciertos almaceneros. ¡¿Cómo les
podía pedir a semejantes bestias que distinguieran la ficción de la
realidad?!
Tal vez hayan leído unos relatos que publiqué en Facebook días
atrás, sobre un almacenero, bastante absurdos y de corte humorístico.
Pues parece que alguien muy susceptible se identificó más de la cuenta
con el personaje, que tenía sucio el almacén, robaba con el cambio o
ponía en una misma bolsa el pan que habías comprado con otros
productos. Basarse en hechos reales es perfectamente normal, pero en
esencia esos relatos eran pura ficción. Tengo claro que en ese sentido no
se me puede reprochar nada.
Seguramente algún soplón le fue con el cuento al almacenero del
barrio, al que le compro siempre, de que yo hablaba pestes de él en las
redes sociales. Y este señor, Alberto Benítez, a quien procederé a
denunciar ni bien salga de acá, se apersonó anoche en mi domicilio y me
rompió la cara. Nunca fui un gran púgil, más que nada por vocación
pacifista, pero ni un boxeador profesional hubiera tenido la menor
oportunidad porque el cobarde, sin mediar palabra, y apenas abrí la
puerta, me encajó una soberana trompada que me dejó grogui, y tras otro
golpe me desplomé, perdiendo el conocimiento. Cuando me desperté era
plena madrugada, y me hubiera muerto de frío de no ser porque Adolfo
estaba durmiendo acurrucado contra mi cuerpo.
Ya dije que soy un amante de la paz, y por eso estoy dispuesto a
perdonar. He recapacitado. No deseo perjudicarlo de ninguna manera,
mitad porque su almacén es el que me queda más cerca, y mitad porque
no quiero que vuelva a boxearme. Pero me apenan terriblemente las
víctimas de la deficiencia educativa de este país, donde un tipo adulto no
puede diferenciar el arte o el humor del simple chusmerío. (En una
gráfica que vi hace poco, Uruguay se encuentra entre los países de
Sudamérica con menor porcentaje de jóvenes egresados de educación
8
secundaria, que es donde tienen el primer acercamiento a la literatura y a
los conceptos de ficción, sentido figurado o ironía.)
En el juzgado, si tengo la oportunidad de ir a un careo con el tipo,
voy a ofrecerle retirar la denuncia a cambio de que me deje explicarle
todo eso y me saque una duda existencial que tengo. Ustedes saben que
soy muy curioso. Se la voy a retirar solo si me explica por qué diantres
en los almacenes (al menos de esta zona del país), ya sea que atienda el
dueño o un empleado, cuando te dirigen la palabra te llaman "este
muchacho" o "esta señora". ¿Por qué dicen "este" si te están hablando a
vos? Además a veces lo hacen con cierta indiferencia, como si ni siquiera
estuvieras presente. Siempre quise saberlo y nadie me lo ha podido
explicar.
9
pasillo, sin por ello dejar de agradecer el poder viajar sentado después de
semejante día.
Todo está perfecto hasta que siento un roce muy particular en la
pantorrilla, y con sorpresa me doy cuenta de que son los pies descalzos
de esta mina que quieren acomodarse entre mis piernas y el asiento.
Bruscamente me moví más a la izquierda, incluso le pegué sin querer al
tipo que tenía parado al lado, pero cuanto más me alejaba yo, más
estiraba ella sus pies para volver a recostarlos. Era una situación de
locos. Sin duda estaba soñando que dormía con su marido o por lo menos
con alguna mascota, pensaba yo, completamente desconcertado por lo
que pasaba, que no era correcto. Pero dada la escasez de asientos era
impensable levantarse de ahí, y al principio me daba vergüenza tener que
despertarla para explicarle que me estaba tocando de una forma indebida.
Así que estaba como entre la espada y la pared. Me mantenía lo más
pegado que podía al posabrazos y con los pies hacia el pasillo, pero de
todas formas los suyos seguían muy cómodamente acurrucados bajo mis
piernas. Tanto que, pese a lo disparatado del caso, me era imposible dejar
de sentir cierto placer en ese contacto extraño y a la vez íntimo.
Poco más de un minuto habría pasado cuando, estando ya a punto de
llamarla, se despertó ella sola, y por unos segundos me miró atónita, sin
dar crédito a lo que veía. Por fin, en un español muy correcto pero con
acento extraño (supuse que era una turista), me dijo:
-Ese asiento está ocupado.
-¿Cómo que está ocupado? ¿Por quién?
-Por mi marido.
-¡¿Qué?! ¡¿Y dónde está?!
Miro para todos lados y no veo ningún marido. “¿De qué me habla
esta loca?”, pienso. “¿Seguirá soñando?”. En eso mira hacia atrás y dice:
-Ahí está.
El tipo había ido al baño, al parecer justo antes de que yo subiera al
ómnibus, y con dificultad intentaba atravesar el pasillo atestado de gente.
10
Sin saber qué decir, simplemente me levanté, y al hacerlo ella dijo, como
disculpándose:
-Pensé que eras mi marido.
Un 8 por un 10
Fui a pagar la mensualidad, de 290 pesos. Le di a la empleada un
billete de 1000. Cuando me dio el cambio, puso unas monedas sobre el
escritorio y dijo "300". Después puso un billete de 200, otro de 500, y
dijo "1000". Se suponía que en esas monedas había 10 pesos, pero eran
monedas de 2 y se podía ver claramente que en ese montoncito no había
5. No iba a hacer un escándalo por 2 pesos que me estaba robando, pero
mientras me seguía diciendo algo levanté los billetes y deshice el montón
de 4 monedas, formando con ellas un cuadrado perfecto. Indiferente a la
figura geométrica que descubría el robo, la empleada se despidió como si
nada. ¿A quién le pueden importar dos pesos uruguayos faltantes en un
vuelto? A nadie; basta con disculparse por la falta de monedas, u ofrecer
un caramelito. Lo que me revuelve las tripas y ofende mis más hondos
valores cívicos es la mentira rastrera de hacer pasar un 8 por un 10.
Moscas pesadas
Estaban casi por cerrar, me parece, cuando fui a averiguar algo a la
tienda. Me atendió una muchacha amable, aunque parecía un poco
apurada, y después de hacerle algunas preguntas, en segundo plano, otra
empleada susurró a las demás: "están pesadas las moscas". Mientras
fingía atender a la respuesta sobre los vaqueros, me fijé bien en los
alrededores y no había ninguna mosca. No habían mosquitos ni ningún
otro insecto volador. Y era lo normal, porque estábamos en un shopping.
Conjeturé entonces que, de un modo metafórico, esa empleada podía
estar refiriéndose a mí. Yo me acuerdo que algo aprendí del sentido
figurado en el liceo, y la potencial semejanza con esas criaturas
horrorosas me estremeció de pies a cabeza, aunque estén tan
naturalizadas e incluso a un artista como Dalí le gustara esperarlas con
almíbar en la comisura de los labios. Y por toda esa concatenación de
11
ideas no pude entender ni jota de lo que me estaban explicando.
Consternado, me fui sin decir una palabra, y por mucho rato tuve fija en
las retinas la imagen en HD de la cabeza de una mosca, con esa trompa
gigante y terrible y sus mil ojos espantosos parecidos a un caleidoscopio
de pesadilla, donde nuestra propia cabeza aparece fragmentada,
quebrada, y sus partes dispuestas de cualquier manera, con un ojo bajo la
boca o una pestaña sobre una oreja.
Adiós al almacén
Anoche fui al almacén del barrio, y en la parte de verdulería vi un
pedazo de sandía tremendamente tentador. Enseguida supe que tenía que
ser mío, que era justo lo que mi cuerpo necesitaba. Estaba a temperatura
ambiente, pero si lo ponía en la heladera ni bien llegara a mi casa, para
después de la cena iba a tener un postre delicioso y refrescante. Sin
pensarlo, lo agarré y lo llevé a pesar a la caja, pero por las dudas
pregunté a cuánto estaba el kilo. Se me cayó la cara cuando la
almacenera me contestó que a treinta y cinco. Siendo casi tres kilos y
medio, iba a pagar más de cien pesos por un pedacito miserable de sandía
que ni siquiera estaba recién cortado. "¡Ah, no!", le dije, y en mi gesto
entendió la profunda indignación que sentí. Inmediatamente lo devolví a
su lugar, puteando para mis adentros. (Hace apenas unos días compré en
Valdense la mitad de una sandía gigante a solo ciento treinta pesos. Casi
por la misma plata había conseguido once kilos del manjar más delicioso
que recuerdo haber probado.)
La rabia por haberme quedado sin esa fruta exquisita, después de
años soportando delirantes sobreprecios en casi cualquier artículo, fue la
gota que colmó el vaso. Así que tomé la decisión de no ir nunca más a
hacerme robar ahí. Y como soy débil de carácter, me puse a pensar una
forma de asegurarme de cumplir con mi propósito, ya que no me
apasiona hacer mandados y los demás almacenes me quedan como a dos
cuadras más lejos. Lo primero que se me ocurrió fue ir en algún
momento en que hubiera mucha gente y recriminarles a los gritos toda la
plata que me han robado en este tiempo, aprovechando para tirarles
alguna mercadería de los estantes. La idea no era mala, pero enseguida
12
supe que no podría llevarla a cabo ya que carezco de la agresividad
necesaria. Soy incapaz de algo así, lamentablemente.
De modo que si no podía hacerme echar, iba a tener que buscar otra
forma. Y esta mañana, cuando fui al baño, tuve un instante de
iluminación providencial. Como andaba con diarrea, pensé: "¿Y qué tal
si me cagara encima en el almacén lleno, y mis heces, en su actual estado
líquido, se derramaran en el suelo y ensuciaran todo?" Aun sin que me
sacaran a patadas, estaba seguro de que la vergüenza me impediría volver
a poner un pie en ese lugar.
Seguía bastante flojo del estómago, pero por las dudas desayuné café
con leche frío, jugo de naranja y mate bien caliente. Al sentir los
primeros retorcijones, fui hasta el almacén y me paré en la puerta
esperando que se llenara de gente, o que por lo menos se formara una
cola de dos o tres personas, y mientras tanto me puse a usar el celular.
Por fin entré, y aunque hice todas las fuerzas del mundo, justo cuando
más lo necesitaba, no pude. Creo que me jugó en contra el factor
psicológico. Se me pasó por alto completamente que sería muy difícil
defecar en público, y además parado y vestido. Iba a llegar mi turno, no
sabía qué pedir, y me terminé decidiendo por pan, salame y queso
dambo. Cerca de ciento cincuenta pesos se me fueron en esas tres cositas
y quedé más caliente de lo que estaba.
Ahora sí, ya no me importaba nada. Cagué tranquilo en casa y
guardé esa especie de chocolatada espesa y caliente en una bolsa de
nylon. La idea era guardármela bajo el short y, con una navajita en un
bolsillo, cortarla disimuladamente en el almacén. Ya no había cabos
sueltos, y a la tarde volví. Esta vez tuve un éxito rotundo, a tal punto que
la bolsa se rajó más de lo esperado y toda la mierda se cayó
abruptamente. Fue como si de golpe vaciaran el contenido de una jarra
entera, y la mayoría de los clientes quedó con el calzado y las piernas
salpicadas. Algunos putearon y otros largaron una carcajada que seguí
escuchando desde la calle. La cara de los dueños era impagable. Con
cierta vergüenza, me disculpé y me fui dejando un charco a mis espaldas.
Ya van a aprender estos almaceneros de morondanga a no estafar a la
13
gente. Ahora sí, puedo asegurar que no vuelvo a pisarles ese cuchitril
cagado.
Ficción y realidad
Hace poco me calenté con los del almacén del barrio porque tenían
la sandía demasiado cara y no era la primera vez que veía precios
excesivos. Eso me dio el pretexto para escribir una narración ficticia de
cosas ridículas que hacía para asegurarme de no poder volver a comprar
ahí. Una era tratar de cagarme adentro del almacén. Subí el relato a
Facebook, pero me olvidé que tenía como contacto a una de las
empleadas, ella lo leyó y comentó con caritas de estupor. Antes de
publicar esto voy a tener que borrarla.
Desde entonces, no la vergüenza de haberme cagado encima
mientras compraba (porque eso era ficción), pero sí la de saber que todos
los del almacén pudieron haber leído lo que escribí, me ha impedido
volver a poner un pie en ese establecimiento comercial, que tanto
extraño, porque es el que me queda más cerca y el único en el barrio que
tiene abierto a la hora de la siesta o hasta tarde en la noche. Realmente
me apena, pero no puedo volver, no después de haber escrito eso. Ahora
que los perdí empiezo a valorar detalles como la buena onda o el aire
acondicionado, que no hay en todos lados y daban ganas de quedarse.
A veces tengo que hacer kilómetros en bici solo por evitarlos, y son
mis piernas las que terminan pagando por tanta estupidez.
Mate en el ómnibus
Continuamente nos pasa, por esa costumbre de aprontar el mate y
llevarlo a todos lados porque sí, solo porque nacimos en Uruguay y el sol
volvió a salir, que después de un rato de no tomar lo dejemos
abandonado. Te ponés a hacer cualquier cosa y, sobre todo si estás solo,
de repente te olvidaste por completo que lo tenías. Y fue lo que me pasó
recién. Me subí al ómnibus (venía a visitar a mi familia) y como había
dos asientos vacíos juntos, me senté en el de la ventanilla y en el del
pasillo dejé la mochila, el mate y el termo. Para no perder práctica me
14
puse a jugar al PES 2017 en el celular, un juegazo más que
recomendable, maravilla de este siglo que nos permite llevar el deporte a
todas partes en la comodidad del bolsillo. Había jugado uno o dos
partiditos apenas cuando se me ocurrió que sería más productivo sacar de
la mochila un libro, y recién ahí me acordé del mate. No debe haber
desperdicio más lamentable que dejar que se enfríe, sobre todo en un
viaje, que es una ocasión más que propicia para matear. Cuando dejo el
celular y voy a agarrar el termo, lo veo en posición horizontal y con el
tapón abierto. ¡La pucha, qué mala suerte! Pero además estaba
demasiado liviano, casi vacío, y con terror observé en el piso un reguero
de agua que llegaba hasta la cabina del conductor.
¿Qué podía hacer? ¿Cómo evitar una sanción más que probable? No
podía cambiarme de asiento porque estaban todos ocupados, y temiendo
la famosa severidad de los guardas de ómnibus, para tratar de eludirla o
minimizarla, sin pensarlo demasiado resolví ejecutar un plan que
resultaría de lo más estúpido. Se me ocurrió que saldría mejor parado si
decía que me había meado encima. Está claro que la incontinencia es
prácticamente una discapacidad, y que más que reproches debiera
despertar consuelos. Así fue que, aprovechando que nadie se había
percatado, y para que mi versión fuera más verosímil, me volqué en el
vaquero el agua que le quedaba al termo. Como el último resto
generalmente está frío, lo derramé con toda tranquilidad, pero seguía
hirviendo y sufrí quemaduras en las partes íntimas y la entrepierna.
Cuando uno es castigado de esta forma por la providencia después de
cometer algún acto inmoral, siente una oscura satisfacción. Esa desgracia
nos reanima porque fortalece nuestra secreta esperanza en una suerte de
justicia del destino.
Haberme quemado las pelotas me parecía castigo más que suficiente
(todavía no sabía si podría caminar con normalidad), por lo que soportar
además las reprimendas del guarda me pareció excesivo. Esa convicción
me sería de gran utilidad a la hora de interpretar con éxito el papel del
que es incapaz de controlar sus esfínteres. Puesto que ya me sentía
tremendamente desgraciado por la quemadura, sería muy fácil arrugar la
cara en un gesto patético. Ahora solo faltaba sobrellevar el desagradable
momento de la mentira, castigada con antelación.
15
Pocos minutos después, durante los cuales pude practicar lo que iba
a decir, el guarda salió de la cabina y enseguida resbaló con el agua.
Como era de esperarse, en su cara se definieron perfectamente los
inconfundibles rasgos del odio más visceral. Entonces entendí que no
podría salir tan airoso de aquel trance, y en pocos segundos el estrés hizo
de mí un manojo de nervios. ¡Por qué me meteré siempre en estos
quilombos! Fue fácil dar conmigo siguiendo la marca del agua, y para
cuando me encaró yo ya estaba a punto de largarme a llorar.
Con más tranquilidad de la que esperaba, me dijo: "¿Fuiste vos el
que volcó el agua?". Y yo respondí en voz baja: "Ehhh... En realidad me
oriné, señor". No sé si de verdad no me escuchó, pero tuve que repetir
que me había meado en los pantalones, y como prueba me señalé donde
tenía mojado. El tipo era canoso, y por la soltura con que manejaba la
situación uno podía suponer que tenía muchos años de experiencia en el
rubro. Ahora, con una suspicacia sobreactuada, volvió a preguntarme:
"¿Seguro que no volcaste el agua del termo, no? Porque es algo que
ocurre con bastante frecuencia... Y está claro que semejante perjuicio
amerita una sanción considerable. Secar todo el piso del ómnibus nos
puede llevar un buen rato, como imaginarás. Aunque, si es cierto que te
orinaste, el trabajo es doble, pero nuestro protocolo nos obliga a
resignarnos a limpiar todo con el mayor secretismo procurando mantener
en total reserva la incontinencia del pasajero." Pero el guarda decía eso
en voz alta, de forma que ya medio ómnibus se había enterado, y
considerando la falsa formalidad de su registro intuí que se trataba de una
burla. "Aunque efectivamente todos podemos apreciar aquí la marca de
un líquido, no puedo estar seguro de que sea orina, sobre todo porque no
percibo su olor característico. A los efectos de higienizar el vehículo es
de suma importancia determinar de qué sustancia se trata, por lo que me
veo obligado a realizar una rápida investigación."
Aunque era evidente, el apremio no me había dejado ver que el agua
era esencialmente distinta después de recorrer el sistema digestivo y el
urinario, ya transformada en orina. Pero ante mi absoluta perplejidad,
mientras el hombre estaba a punto de agacharse a tomar una muestra,
ocurrió algo insólito y casi fantástico. En cuestión de segundos, la
gravedad de la situación debió activar unos poderosos resortes
16
inconscientes que me hicieron perder el control de los esfínteres, y
empecé a mearme de verdad. Antes de comenzar el peritaje, el guarda
pudo observar el chorrito amarillento que caía de mi pantalón y así
acabaron todas sus inquisiciones. Puesto que ya tenía la ropa mojada, en
lugar de molestarme, este percance resultaba en un sinceramiento que
volvía a traerme un poco de paz. Me salvé de que me abandonaran en
medio de la ruta y, lo más importante, al final no había faltado a mi
palabra.
17
Comprobando que nadie iba a hacer nada por evitar que estos
pelotudos se mataran, y dejándome llevar por la efervescencia del
entorno y la sangre que me hervía en las venas, decidí intervenir. Les
expliqué el plan a mis colegas, que tenían que ayudarme a separarlos, y
accedieron, aunque con cierta resistencia. Antes de ponerme manos a la
obra hice una rápida evaluación de mis capacidades físicas después de
haber tomado varias cervezas, pero estaban al máximo.
Llegamos al lugar y rápidamente superamos la barrera de los que se
oponían a las injerencias externas (nunca faltan estos padrinos cómplices
y sádicos empeñados en asegurar la realización del combate). Entonces
mis dos amigos agarraron por la espalda al más grandote, y yo hice lo
mismo con el otro. Mientras se llevaban bien lejos al idiota que les había
tocado, al mío le apliqué una llave mataleón que lo desmayó en pocos
segundos. Al caer le pegué varias patadas en las costillas, pero no estaba
conforme. Cambiando de planes, y ante la sorpresa de los demás
imbéciles que observaban la escena, me puse a repartir trompadas en
todas direcciones, empezando por el círculo más cercano de mirones. Vi
cómo al menos cuatro o cinco caían secos con el primer golpe a la
cabeza, pero después perdí fuerza y velocidad, al tiempo que ellos
empezaron a defenderse y pegarme en patota. Pude lastimar a muy pocos
más antes de perder el sentido.
18
refugios nucleares daría igual que recibiéramos el apocalipsis a carcajada
limpia en la calle o muertos de miedo entre cuatro paredes.
Un rato después, en una plaza, unos artesanos ambulantes nos
ofrecen sus mercancías, y aunque mi novia me dice que sigamos, yo
decido comprar una pulserita. Elijo una que me gustó y el tipo me dice
que cuesta cincuenta pesos. Pago con un billete de quinientos, pero en
lugar de darme los cuatrocientos cincuenta sobrantes, el artesano me da
otra pulsera y amaga a irse.
Cuando le pido el vuelto, alterado, el tipo ni se inmuta. Le digo que
me está robando pero parece no importarle. Intento deshacer la compra y
se niega. Le digo que ese billete es todo lo que tenemos (aunque es
mentira), que no nos puede hacer eso, y entonces uno de sus compañeros,
el más grande, se interpone entre nosotros con gestos violentos. Le grito
"¡¿A vos te gustaría que te caguen así?! ¡¿Que te digan que vale
cincuenta y se te queden con quinientos?! ¡¿Ahora cómo hacemos para
volver a Colonia?! ¡Eh! ¡Eh!". No tiene argumentos con qué discutir pero
tampoco se quita de en medio.
Estoy dispuesto a agarrarme a las trompadas. No falta casi nada.
Empezamos a los empujones, y tironeando les rompo a propósito alguna
de las porquerías que vendían. “Los tengo que fajar a los tres. No me
importa nada. ¡Hippies de mierda! ¡Manga de vagos! ¡Vayan a trabajar,
ladrones!”
Me despierto. Noto que el sol está demasiado alto, y cuando voy a
fijarme la hora veo que el celular se me había apagado por falta de
batería. La alarma no iba a sonar, y si seguía durmiendo llegaría tarde al
trabajo y perdería el presentismo mensual. Agradezco a los hippies por
despertarme.
El granito
Todo empezó con un simple granito, uno de esos miserables y
fastidiosos granos que salen raramente dentro de la nariz. Este era
molesto de verdad, muy incómodo, y a la noche, viendo que no le faltaba
mucho para reventar, quise darle el último toque pellizcándolo con las
uñas. Logré sacar un poco de pus, pero pronto el dolor aumentó y noté
19
que la nariz empezaba a hincharse más y más. Preocupado, me acosté un
ratito antes de ir al nuevo trabajo en el hostel. Cuando llegué, le pregunté
a mi compañero si podía trabajar con una bufanda cubriéndome la cara
ya que no quería espantar a los huéspedes con mi deformidad, que me
avergonzaba muchísimo, pero me dijo que no podía cobrar a la gente con
la cara tapada. En pocas horas la infección se había expandido desde la
nariz hacia el labio superior y la mejilla, y seguiría a ese ritmo durante
toda la jornada nocturna.
A las ocho, cuando salí, mi cara era ya una pelota, y durante el turno
apenas me había contenido de ir al hospital. Acudí enseguida a la
emergencia, pero demoraron varias horas en atenderme porque tenían un
caso mucho más urgente, de una chiquilina en coma. Cuando por fin
llegó mi turno, me dieron antibióticos por vena, otros en forma de
comprimidos y me mandaron a casa con licencia médica por el día. Me
acosté a dormir porque estaba agotado, pero al despertarme, como a las
tres de la tarde, parecía un verdadero monstruo. La infección había
alcanzado el párpado y temía que llegara a la cabeza o afectara alguna
otra zona vital. Asustado, volví al hospital de inmediato, y cuando vieron
cómo estaba me internaron.
Estuvieron dos días mandándome litros de antibióticos, calmantes,
antialérgicos y antiinflamatorios, pero la hinchazón no aflojaba. Cansado
de esperar, y con el brazo acalambrado de tener todo el día la vía en la
vena, la segunda noche decidí volver a apretarme el grano para sacar pus,
esta vez con las manos limpias y sin utilizar las uñas. Salió bastante, pero
enseguida se me endureció toda esa parte de la cara y empezó a dolerme
mucho más. Con tan mala suerte, de seguro me había tocado una de esas
bacterias rarísimas, completamente indestructibles. Sentía que los
médicos me tenían descuidado, y los antibióticos de amplio espectro no
le hacían ni cosquillas a ese bicho de mierda. Temía lo peor. Además
estaba loco por fumar; si no me mataba la bacteria me iba a matar la
fisura. Pero a este lúgubre paisaje aún faltaba agregarle otros dilemas
personales.
Si no fue la última, fue la penúltima vez que dormimos juntos. Yo
presentía que todo se podía acabar, y esa noche, cuando me acosté en su
20
divina cama y mientras esperaba a que saliera del baño, invoqué al cielo
y le pedí que por favor me matara en ese instante de felicidad suprema.
Casi hasta las lágrimas, supliqué a quien pudiera escucharme. Si me
moría en ese momento, yo me hubiera podido quedar con esa sensación,
con ella, para siempre. No me morí, pero sí se cumplió lo que temía, y
hoy solo me queda el recuerdo.
Hacía poco tiempo ella me había hecho saber que no quería nada
más conmigo, y a duras penas venía sobreviviendo a eso, pero ahora
esperaba que al menos se preocupara por mi estado y me mandara algún
mensaje, aunque nada. Por no molestar, preferí que nadie de mi familia
viajara a visitarme. Como estaba a prueba, del hostel me habían
comunicado que si no volvía pronto iban a conseguir a alguien más para
reemplazarme, y perder ese nuevo trabajo, que me encantaba, hubiera
sido trágico. Por último, me sentía mal por Adolfo, mi perrito, porque lo
había dejado encerrado en casa. Tenía comida y agua pero de seguro
estaba desesperado por hacer sus necesidades, ya que adentro no le gusta.
Se lo había encargado a un amigo, que iría a sacarlo afuera y reponer
agua y comida, pero se estaba boludeando más de la cuenta. Le mandé
varios mensajes en el correr del día, y me contestó que podía ir cuando
saliera del trabajo, pero pasaban las horas y este pelotudo no iba.
Después de sacarme pus, esa noche, le escribí otra vez y me dijo que en
diez minutos iba. Le volví a escribir una hora más tarde y todavía no
había ido. Bastante caliente, amargado, preocupado por Adolfeta, le dije
que dejara, que yo me encargaba. Inventé una excusa y les pedí a las
enfermeras salir un momento afuera. No sé cómo me dejaron, ya que era
bastante tarde, pero me pude escapar. Agarré la moto, que estaba en el
estacionamiento, y salí a todo trapo. Al saltar en los lomos de burro, me
dolía muchísimo y sentía que se me iba a desprender la vía que tenía
encajada en el brazo. Cuando llegué, dejé a Adolfo suelto unos minutos
para que pudiera hacer lo suyo a gusto, y después lo até afuera porque el
tiempo ya había mejorado. Volví al hospital lo más rápido que pude,
preocupado por que estuvieran buscándome, pero afortunadamente nadie
había notado mi ausencia. Me acosté, entregado, y estaba llorando
cuando más tarde vino una enfermera a reponer el antibiótico, pero por
suerte no lo notó.
21
Al día siguiente, muy temprano, me despertó otra enfermera que iba
a hacer lo suyo, sin contemplaciones. Le pregunté cuándo venía a verme
la doctora, porque necesitaba decirle algo, y me contestó que en algún
momento del día. Me enchufó eso y seguí durmiendo otro rato. Cuando
llegó el desayuno, comí un poco sin ganas. Notaba la cara mucho más
hinchada, y cuando fui al baño a lavarme los dientes, lo que vi en el
espejo me espantó. Un instante me bastó para bajar la cabeza. Volví a la
cama y una enfermera me estaba esperando para darme más de lo mismo.
Quedé acostado, rendido, y empecé a sentir unas palpitaciones muy raras.
El corazón latía a toda máquina, y aunque estaba asustado, no podía ni
moverme. Nadie me quería, las enfermeras ignoraban cuándo iba a venir
la doctora, y hubiera gritado como un loco pidiendo ayuda, pero en
verdad no tenía voluntad para llamar la atención ni molestar a nadie. La
tarde anterior un viejo había muerto en la cama de al lado pero al menos
tenía una sobrina que lo lloró por horas. ¿A mí quién carajos iba a
llorarme? Ahora las palpitaciones empezaban a calmarse, pero
repentinamente me invadió un sueño incontenible, sombrío y a la vez
agradable. Luché un momento tratando de no dormirme, pero enseguida
tiré la toalla. Tal vez era el efecto del antialérgico, pero me dormía y no
sabía si volvería a despertarme. Sentía que me iba, me iba, y yo me
dejaba llevar, solo y tremendamente triste. Con una sola lágrima que
rodó por la mejilla, me fui para siempre. Ese fue el momento más tétrico.
Al otro día me dieron el alta justo después del almuerzo, que fue el mejor
de todos los que sirvieron durante mi hospedaje: un exquisito pollo al
horno con verduras, y de postre, helado.
22
En cierto momento me distraje pensando alguna estupidez, y tarde
me percaté de que ya habíamos llegado a mi destino y que los demás
pasajeros habían terminado de bajar, al tiempo que otros empezaban a
subir. Si no bajaba enseguida, antes que los nuevos pasajeros subieran, el
otro ómnibus podría irse sin mí, y yo no cumpliría con mi compromiso.
Así que en un segundo agarré todas las cosas que tenía sobre la falda
(mochila, papeles, carpeta, celular, botella), y sin guardarlas ni colgarme
la mochila a la espalda, con todo eso en los brazos, corrí como un loco
por el pasillo con la perturbadora idea de que podría estar olvidándome
algo en el asiento.
Al llegar a la cabina del conductor, me encontré con un montón de
viejas que subían frágilmente los escalones. Fue un momento de absoluta
desesperación, y me parece que ni siquiera dije "permiso" o "disculpen".
Intenté deslizarme escalones abajo entre ellas, pero estaban bastante
rellenitas, igual que yo, y cuando me faltaban solo dos viejitas para
terminar de bajar, me encontré en un grave aprieto y tuve que detenerme
porque así no se iba a poder.
Vacilé un instante, considerando el papelón que hacía, y presentí que
estaba a punto de mandarme una cagada aun mayor. En lugar de
retroceder o permitir a las viejas realizar alguna maniobra que lograra
deshacer el embrollo, involuntariamente dejé caer todas mis cosas, luego
me caí yo también, y así descendí del coche, a los empujones. Entre las
carcajadas de medio pasaje, me levanté del piso de tierra, junté las cosas,
y riendo también, me subí al otro ómnibus.
Al final, resultó que este permaneció detenido en la radial casi media
hora porque tenía que esperar a un tercer coche que venía en dirección
contraria, de Nueva Helvecia, por lo que el apuro fue completamente
innecesario, igual que atropellar a las pobres viejas y hacer el ridículo
frente a todo el mundo.
23
Contra la gerontocracia
Recién, subiendo al ómnibus, me pasó algo raro. Unas cuantas veces
me he disgustado cuando una persona comparte con otra bienes de un
tercero, y aunque ese tercero no fuera yo. Osea que no es solo por
amarretear de lo mío. Me molesta la actitud del que viene a atribuirse un
mérito que no le corresponde, a prodigar generosidad a costa de otro, y
sin siquiera mencionarlo.
Y lo que me pasó ahora fue parecido. Paró el coche, y aunque yo
había sido el primero en llegar a la parada, en la pequeña fila que se
formó para subir quedé en tercer lugar, detrás de una pareja de adultos
mayores. Pero comprendo que una cosa es el orden de llegada y otra el
de la fila para subir al coche, y además no estaba tan apurado. En cuarto
lugar quedó otra señora mayor, que también había sido la última en llegar
a la parada.
Subió primero la señora, pero cuando llegó el turno de su esposo,
¿qué fue lo que hizo este señor, en lugar de limitarse a subir? Decidió
que iba a ser generoso, que iba a ser un caballero. Entonces se detuvo un
instante, e interrumpiendo el normal desarrollo del acto se volvió a ver a
la señora que estaba detrás de mí. Le hizo cortésmente un ademán para
que subiera, y yo casi reviento de la calentura. La vieja primero medio
que se hizo rogar, siguiéndole al otro todo ese juego de convenciones,
hasta que por fin subió.
Descontando la pérdida de tiempo que supuso para todos esa
galantería, yo no hubiera objetado nada si el viejo hubiera intercambiado
su lugar con el de la señora, dejándome a mí en mi merecido tercer
puesto, pero en vez de eso se subió después de ella y yo quedé para lo
último. Lo dejé subir, porque soy una persona razonable y no iba a armar
un escándalo por eso, pero tampoco me gusta que me agarren de boludo.
Así que después de subir y que el chofer marcara mi abono, me detuve
donde se había sentado el viejo y le canté las cuarenta.
“Me parece una falta de respeto, oh, venerable anciano, que
aprovechándose de su decrepitud se haya apropiado de mi turno de
subida. Ya estoy hasta las narices de todos esos privilegios que hay que
otorgarles, basados en un contrato social que yo jamás firmé. Si se
24
cumpliera a rajatabla, al menos, podría estar de acuerdo con esa previsión
social que asegura martirios en la juventud y favores en la vejez, ¿pero
cómo puedo saber si en su juventud usted cedió a un mayor el lugar que
ahora me quitó a mí, en vez de hacer una escena como esta? La actitud
usurpadora que acaba de tener más bien apunta a todo lo contrario, y no
me extrañaría, porque si hay tanta cantidad de jóvenes inmorales y
maleducados, no es verosímil que de pronto todos sean beatificados por
obra de las canas.”
El viejo se hizo el sota, no dijo ni mu, como era de esperarse, y su
esposa le cuchicheó al oído pestes de mí. Cuando tomé mi asiento pasó
otra cosa rara, aunque no tiene nada que ver. En el de la ventanilla había
unos lentes idénticos a los míos y una botella de agua exactamente igual
a la que llevaba en la mochila, a tal punto que en la primera impresión no
supe cuáles eran mis cosas y cuáles las que había encontrado, y eso que a
los lentes los tenía puestos.
Canas
Adiós, mundo cruel. Hoy me resigno, me entrego por fin a los
oscuros designios de la providencia. Acabo de verme en el espejo, y
comprobar que la invasión de las canas, iniciada tímidamente hace casi
un año, es ahora imparable y definitiva. ¡Denme con un fierro por la
cabeza y tírenme a una zanja! Al principio me las arrancaba una a una,
con toda paciencia, pero solo podía divisar y alcanzar las de adelante.
Entonces me engañaba suponiendo que atrás no me salían, pero
demasiado crédulo tendría que ser para cerrar los ojos frente a esta feroz
arremetida. Tarde quiero coger el dulce fruto de mi alegre primavera,
ahora que el tiempo airado cubre de nieve la hermosa cumbre.
¿Qué puede haber más repulsivo que las canas? Yo no las puedo ni
ver. Una vez, después de un largo período de soledad, empecé a
escribirme y después tuve una cita muy prometedora con una mina más o
menos de mi edad. Era fogosa, tomaba birra como un camionero y
además me seguía la corriente cuando le hablaba de geopolítica. Pero al
día siguiente la vi a la luz del sol, y tenía la cabeza toda llena de esas
inmundicias, como hilos del mal. Por supuesto fue el final de la relación,
25
y me dio lástima porque tuve que volver a estar solo por bastante tiempo,
pero ¿qué se le podía hacer?
Hoy en día las mujeres mayormente se tiñen. En este momento estoy
frente a mi abuela y mi madre, y no se les puede ver una sola cana.
Alguna vez yo había dicho que el día que me salieran también me iba a
teñir, pero ahora me doy cuenta de que no puedo. No me veo, la verdad,
con la cabeza chorreando tinta por horas, inmóvil en una silla, como un
boludo. Estoy condenado a convertirme en un zorro plateado porque soy
incapaz de hacer semejante sacrificio solo por tener el cabello morocho.
Además, sé que jamás sería mi color original, me sentiría un farsante, y
me indigna pensar que por teñir dos o tres canas estaría también
corrompiendo y envenenando la inmensa mayoría de pelos sanos.
Tiempo es de resignarme y decir adiós a mis sueños y fantasías
juveniles. Con amargura empiezo a entender lo que esto significa: “cómo
se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando”.
Medias blancas
Buenas tardes. Lamentablemente me veo obligado a escribir estas
palabras para deshacer un malentendido y aplacar ciertos rumores que
andan circulando sobre mi persona, en parte porque podría estar en
riesgo mi trabajo. Al parecer unos cuantos colegas, muy observadores
ellos, se han fijado en que uso siempre medias blancas. Pero estos
alcahuetes se figuraron que uso siempre el mismo par, y fueron a decirle
al jefe que ni siquiera me baño, siguiendo un razonamiento bastante
descabellado y nada simpático. Lo voy a aclarar de una buena vez porque
ya no aguanto más esas risitas ni los chistesitos por lo bajo (cuando se
trata de mí): tengo muchos pares de medias, muchísimos, más que la
mayoría de ustedes, pero he decidido usar de un solo color para evitar
problemas de combinación después de cada lavado. Aparte de la
dificultad intrínseca de encontrar el conjunto correcto, sucede que a
Adolfo le encanta robármelas y hacerlas pedazos, y así es que la mayoría
de los pares terminan con una sola media. Pero dos que quedan solteras,
abandonadas, perdidas, al ser todas blancas, rápidamente vuelven a
formar una pareja. Como ven, en el mundo de mi ropa interior, bien
26
organizado, es mucho más sencillo que en el nuestro encontrar una
compañera, aunque también es cierto que hay una altísima tasa de
mortalidad infantil debida a los dientes de mi perrito.
Aclarado ese punto, para que vean que hago valer mi palabra y no
me ando con medias verdades, reconozco que sí, desde chiquito tengo un
olor a pata tremendo y ni yo me lo aguanto. He visto a cuanto podólogo
anda en la vuelta y ninguno ha sabido decirme qué es lo que me pasa ni
darme un remedio efectivo. Es una verdadera tragedia personal que
espero que no sirva para entretener el humor de esta gentuza. Podrán
hederme las patas, pero yo camino con la frente en alto porque tengo
muchos pares de medias blancas, y sobre todo porque no ando difamando
ni mintiéndole a la gente, ¡carajo!
27
Almacenera de mi alma y de queso dambo darme
cien gramos esta mañana,
28
que si no se ponen feos. y global como la ciencia,
No sabés lo que perdés: dios sin templo ni opulencia
con un mate están tremendos. que se expresa con tu voz.
Es mi dios de tallarines
Cada día al despertar más real que el que promete
al cielo tiendo los brazos. o amenaza tras la muerte,
Al igual que en los ocasos, ya que su sacro sabor
le agradezco a mi señor: al vientre sienta mejor
un gran monstruo volador que al alma tales chijetes.
que es el guía de mis pasos.
Un pecado es una mesa
De tallarines con tuco sin su plato de fideos.
fabricamos este dios, Eso piensan los ateos
gaucho criollo como vos
29
que no creen en pavadas, con infierno, no es locura,
en locuras predicadas mi espagueti es la más pura
por tontos y fariseos. religión de mi barriga.
La bondad no es privativa
del que cree en esos cuentos. Papista
Para tener sentimientos
no hace falta ser tarado. Solo cuando dijo el papa
¡Cuánto más nos ha ayudado que tocarse no es pecado,
la ciencia que sus conventos! fue posible que mis manos
empezaran a jalarla.
Con un creyente podemos
coincidir en opiniones. Antes nunca pude hacerlo
Pero pasan por bufones pues la culpa me embargaba.
si de dios te van a hablar, "¡Qué pajero si ingresara
y lo pueden encontrar por la paja en el Infierno!"
en toditos los rincones.
Me imagino que el castigo,
Quizá lastimen mis versos, pese a no sufrir maltratos,
pero deben disculparme. era siempre maniatado
Jamás podría negarme ver el porno preferido.
a cantar a mi señor,
el gran monstruo volador Pero gracias a Francisco
que su pasta vino a darme. todo eso se ha acabado.
Equis Vídeos ha llegado
Y es legado de esta iglesia a la gran mansión de Cristo.
denunciar las religiones,
sus dogmas y privaciones, Yo que siempre fui creyente,
porque es triste ver el daño hoy ya tengo mi consuelo.
que nos hacen desde antaño Con mis pajas voy al cielo
sus culpas e inquisiciones. ya que al alma no pervierten.
30
les conserve el celibato
a los curas pederastas. Veinte pesos en la mano
y hediendo a pura mierda.
Caminando Ni te digo de lo fea
que la tuve en el trabajo.
Caminando iba al liceo
algo triste y cabizbajo, En calzoncillo
entre dientes escondiendo
de las piernas el cansancio, No hay mayor placer que andar
por la casa en calzoncillo.
cuando para mi sorpresa, Me levanto, apronto el mate
a la luz del sol, dorado, y vestirme no preciso.
vi venir por la vereda
un billete a mí rodando. Del verano es lo mejor
ser tan libre como el perro,
¡Cuál no fuera mi contento que en enero o en agosto
viéndolo llegar tan manso no se pone ni un sombrero.
a los pies del nuevo dueño
que sin plata se ha quedado! Mi calzón es lo más grande
porque tiene un agujero
Me agaché a mirar mi suerte que pa' más ventilación
y grité "yo soy un nabo". deja libre el par de huevos.
El billete era de 20,
no podía ser más bajo. La mujer con su bikini
muestra todo menos eso.
Menos pobre no me iba, Ergo, yo con mis calzones
pero al menos un regalo hasta abrir la puerta puedo.
me llevaba en los zapatos,
porque sin querer había Qué me importa si a la playa
no llevé mi short de baño.
un buen sorete pisado. ¿Para qué mojar dos piezas
Esta racha aun mejora, si en calzones ya me apaño?
pues no negarán que ahora
ya me quedo perfumado.
31
Índice
32
Impreso en Colonia del
Sacramento, Uruguay,
en febrero de 2019
33
Un profesor alienado convierte su casa en un basural y se
proclama animalista, un pasajero se orina en el ómnibus queriendo
disimular una falta, un veraneante disfruta de andar en su casa en
calzoncillo, a un uruguayo le cae mal un mate, un pastafarista le canta
al divino espagueti volador y se ríe de las religiones, un cliente
enojado con los precios defeca en el almacén de su barrio, un
desgraciado tiene pies muy hediondos y otro se resigna a ser canoso,
una mujer confundida acaricia las piernas de alguien que no es su
esposo, un bromista se burla de un almacenero infame en las redes
sociales y este le rompe la cara, un católico decide empezar a
masturbarse una vez que el papa aprueba esta práctica, un moralista
desquiciado arremete con salvajismo contra una multitud cómplice.
Maximiliano Figueredo
Meximilianobook
maxiescribe
2019
34