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Flox de Los Colores (Elisabetta Gnone)

El relato describe el verano en el pueblo mágico de Fairy Oak, donde los niños pasan los días en la playa nadando y jugando con sus poderes mágicos. También habla de algunos niños que salen a pescar por la noche con los adultos.

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Andrea Prado
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Flox de Los Colores (Elisabetta Gnone)

El relato describe el verano en el pueblo mágico de Fairy Oak, donde los niños pasan los días en la playa nadando y jugando con sus poderes mágicos. También habla de algunos niños que salen a pescar por la noche con los adultos.

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Les hubiera hecho reír porque la tercera historia era divertida y ahora

que conocían a los protagonistas hubieran reído mucho más aún


imaginándoles mientras bailaban La Danza de la Locura de las
Estaciones. Sobre eso, y sobre la amistad, iba el relato de la tercera
noche.
Fairy Oak es un pueblo mágico, escondido entre los pliegues de un
tiempo inmortal, donde conviven en armonía magos, brujas, personas
Sinmagia y pequeñas hadas.
Elisabetta Gnone

Flox de los colores


Fairy Oak: Cuatro Misterios-3

ePub r1.0
Titivillus 11.07.17
Título original: Fairy Oak. Flox sorride in Autunno
Elisabetta Gnone, 2009
Traducción: Miguel García
Ilustraciones: Elisabetta Gnone

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
A quien sabe colorear el viento…
Querida hadita de nombre
impronunciable:
pero que con un poco de práctica
aprenderé a decir, mi nombre es Lala
Tomelilla y soy una Bruja de la Luz.
Tu nombre me lo ha dado el Gran
Consejo, al que envío esta carta para que
te la haga llegar cuanto antes (como
sabrás, a ningún ser humano le está
permitido escribir directamente a una
Criatura Mágica).
He leído en tu magnífico expediente
que, además de ser muy aplicada, pese a
tu juventud estás dispuesta a trasladarte
a reinos lejanos del tuyo. Quizá hayas
oído hablar del valle de Verdellano y del
pueblo del Roble Encantado; yo vivo allí.
Así pues; muy lejos del Reino del Rocío de
Plata.
De todas formas, puedo asegurarte que
el lugar es bonito y agradable para las
hadas. Muchas de ellas, de hecho, viven
aquí con nosotros y cuidan serenamente
de nuestros niños.
Dentro de algunos meses, mi hermana
Dalia dará a luz a dos gemelos que, en
vista de tus facultades, quisiera confiarte
para que seas su tata. Naturalmente,
vivirás con nosotros y recibirás una
remuneración apropiada a tu labor, que,
te lo digo desde ya, será a tiempo
completo siete días de cada siete.
Te adjunto algunas fotos de nuestra
familia y de la casa para que el
encuentro te resulte de alguna manera
familiar y puedas empezar a
acostumbrarte a tu nueva vida. Confío, a
decir verdad, en que aceptes el encargo.
A propósito de esto, te ruego que me
contestes enseguida. El tiempo apremia y
para mí es muy importante que mis
sobrinos tengan una hada niñera que los
haya visto nacer.
Sí aceptas, tu trabajo con nuestra
familia durará quince años, pasados los
cuales serás libre de nuevo para ocuparte
de otros niños. Felicitándote por tus
excelentes notas y con la esperanza de
tener pronto noticias tuyas, te saludo
cordialmente.

Bruja Lala Tomelilla


LA TERCERA NOCHE…

Todavía Recuerdo…
EL MISTERIO DE FLOX

L as haría reír. Porque el tercer relato era gracioso y divertido. Las


haría reír; porque ahora conocían a todos, o casi todos, los
protagonistas de la historia y se los imaginarían mientras bailaban la Danza
de las Locuras de la Estación… Las haría reír, o al menos sonreír; y
contaría de prisa los acontecimientos tristes. Deseaba que fuese una velada
alegre y por eso, ya desde la mañana, me sentía de excelentesereno humor.
Las hadas se dieron cuenta.
—¿Qué te ocurre, Sifeliztúserás​decírnosloquerrás? ¿Te ha escrito el
Gran Consejo?
—¿Un nuevo encargo? ¿Tan pronto?
—No, no —contesté sonriendo.
—¿Qué es, entonces?
—Pareces de tan excelentesereno humor…
—Estaba pensando…
—¿En qué?
—¿¿En quién??
—En el señor McDale —dije.
—¿Meum McDale, el de Fairy Oak?
—Sí, en él.
—¿El Mago de la Luz un poco sordo y distraído?
—Exacto.
—¿El amigo con el que Cícero y el mago Duff iban de pesca de vez en
cuando?
—Todavía van, espero —precisé.
—¿El marido de la señora Campánula?
—Es simpático, pero ¿por qué te reías al pensar en él?
—Os lo diré esta noche —respondí—, en la laguna, justo después de la
puesta de sol. Sed puntuales.
Se lo había prometido: cuatro historias, una cada noche, para desvelar
cuatro misterios de Fairy Oak que ellas aún no conocían. Ya había contado
la primera, que hablaba de amor y que había confiado a un joven; la
segunda, la noche siguiente, me había servido para hablar del Infinito Poder,
la Magia Absoluta, la suprema, la más antigua. Y había dicho todo, o casi
todo, de aquella que la había recibido, como un don, al nacer Me disponía a
desvelar el tercer misterio.
Quizá os preguntaréis qué era lo gracioso. Y tendríais razón, misterios y
sonrisas no van de la mano, y rara vez aparecen cerca en la misma frase. Lo
misterioso asusta, o por lo menos preocupa, hasta que el enigma es
desvelado. Y sin embargo…
Habían transcurrido quince años desde que la bruja Lala Tomelilla, la
sabiahonorabilísima, me había mandado llamar, y durante quince años yo
había estado a su servicio en el jovial pueblo del Roble Encantado.
Un día de octubre, el día 31 para ser precisa, había visto nacer a sus
sobrinitas, de las cuales había sido niñera quince años, una niñera vigilante
y atenta cada minutoinstante.
Vainilla y Pervinca Periwinkle, ¡mis niñas!
Idénticas y especiales, opuestas e inseparables como sus poderes, Luz y
Oscuridad; mi primera prueba, mi primera esperanza, mi primer e
inolvidable encargo.
Desde hacía pocos días estaba de nuevo en casa, pero mi corazón seguía
allí, con ellas. Bastaba que cerrara los ojos para volver a ver a mi bruja, a
las gemelas, el jardín florido, el invernadero, la gran bahía, y a mamá Dalia
y su cara de bondad, al señor Cícero y sus instrumentos para la previsión del
tiempo, y a todos, todos, todos mis pequeños y grandes amigos, Mágicos y
Sinmagia, a los que había conocido en aquella extraordinaria parte de mi
vida. Roble, el gran árbol charlatán, en torno al cual todo había comenzado;
la bruja Hortensia, a la que Tomelilla tanto quería; Duff Burdock, el
poderoso Mago de la Oscuridad, su inseparable amigo; y el sobrino de Duff
el guapo y valiente Grisam, enamorado de Pervinca y al que ella
correspondía; sus padres, Vic y Marta Burdock, dueños de la pastelería más
tentadora y aromática que se pueda imaginar; y, luego, el anciano señor Joe,
el conserje de la escuela; el mago McDale, en quien se me había ocurrido
pensar aquella tarde, y su mujer Campánula; Prímula Pull, la rubicunda
modista del pueblo; el pequeño y huesudo Robin Windflower, apodado
«Pajarito», que ama el mar y el barco que en otro tiempo perteneció a su
héroe; el educado y respetuoso Acantos, el golosísimo Celastro, la dulce y
pequeña Sophie, y Shirley, Shirley, querida Shirley Poppy, la criatura más
encantadora y libre del reino de las brujas y los magos.
Cuatro relatos, uno cada noche, y después no hablaría de ellos, ni de
Fairy Oak, nunca más.
Miraría adelante y no atrás, como me habían enseñado aquellas que,
mucho antes que yo, habían visto nacer a miles de niños, los habían ayudado
a crecer y un día, a todos, les habían dicho adiós.
Volé hacia un bosquecillo de avellanos para la reunión de la noche,
faltaba poco para mi cita. Los estorninos, en la copa de un viejo nogal,
modulaban su canto en mil melodías, y más arriba, mucho más arriba,
volaban las ocas hacia el sol. El verano estaba terminando, precisamente
como entonces.
Sonreí: me quedaban aún dos historias por narrar; dos ocasiones aún
para recordar…
—¡AQUÍ ESTÁ FELÍ! —exclamó una voz cuando ya anochecía.
La laguna reflejaba el resplandor de las hadas, de forma que el claro
parecía iluminado. Estaban todas, como siempre.
—¡YA VIENE PARA LA TERCERA HISTORIA!
—Venga, Sifeliztúserás​decirnosloquerrás, es el turno de la amistad. Lo
dijiste tú: el amor, la magia, la amistad y, por último, un adiós. Ven y
revélanos el tercer misterio.
Volé para sentarme en el centro del plácido lago; ahora sabía que aquél
era mi puesto y ya no me cohibía sentir todos aquellos ojos fijos en mí.
—¡EMPIEZA, EMPIEZA! —me apremiaban las hadas.
—Está bien, está bien —dije—. Esta noche os hablaré del otoño en Fairy
Oak y de una joven bruja que, aunque no llegó a desvelar lo que para todos
era un misterio, adivinó su origen y con eso bastó.
»Esta noche os hablaré de Flox…
UNO

Los Granos de Arena


EL VERANO EN FAIRY OAK

Antes de contaros el otoño, es preciso que os


describa el verano en Fairy Oak, porque sólo así
podré indicaros el punto exacto, el momento justo
en que todo comenzaba siempre.

E n agosto íbamos a la playa.


La playa de Arran era una larga franja de arena blanca resguardada
por las dunas, entre el promontorio que la separaba de nuestra bahía y los
arrecifes.
En agosto, el mar estaba caliente y los chicos podían permanecer dentro
del agua durante horas. Nadaban y jugaban entre los escollos, buceaban para
observar a los peces, hacían rabiar a los cangrejos, volaban desde las rocas,
los varones a veces se transformaban en cangrejos e iban a pinchar en los pies
a las chicas, que bailaban entre las olas, y ellas, para devolvérsela, se volvían
medusas y obligaban a los chicos a huir.
Hasta que su piel se arrugaba como la de las tortugas y sus labios se
amorataban. En ese momento tenían tanto frío que corrían a rodar por la
arena ardiente y, como lagartijas rebozadas, se adormecían al sol.
Cada día era dulce y perezosamente igual que otro: en la playa desde las
diez de la mañana hasta la hora de la comida y, después, desde las tres hasta
las siete de la tarde, a veces incluso hasta las ocho.
Algunos salían en barca.
A Grisam, a Tommy Corbirock y, sobre todo, a Pajarito les gustaba salir a
pescar con los adultos por la noche, a la luz de los faroles, para echar las
redes. Aceptaban incluso que luego, a las cuatro olas cinco de la mañana, los
despertaran para izarlas, con frío y mar grueso. Con los ojos medio cerrados,
se ponían un jersey, un par de pantalones remendados, un gorro en la cabeza
y un trozo de pan en el estómago para engañar el hambre y no marearse.
Al alba, cuando el sol salía por el horizonte y empezaba a calentar, era
bonito. Soltaban las velas y se deslizaban hacia el puerto. Los barcos se
juntaban y los hombres se contaban cómo había ido la noche, se felicitaban o
bien se lamentaban de que algún pez grande hubiera roto una red o el mar la
hubiera desplazado… En esos momentos, los chicos se sentían parte de algo
importante; se sentían mayores, y eran tratados como mayores: modos
bruscos, voces gruesas y el lenguaje del puerto, que una hada no puede
repetir.
Aprendían desde pequeños: a amarrar un barco, a evitar que no se fuera
contra el muelle o los escollos, a estar de pie en la proa cuando había
marejada, a filar una cadena, a lavar la madera con agua dulce, a quitar las
algas y las incrustaciones de la quilla, a coger en la mano un erizo o una
morena sin que te pinchen o te muerdan, a limpiar el pescado, a zambullirse
en las aguas oscuras, a nadar o, al menos, mantenerse a flote.
El puerto, al alba, no era lugar para niños ni cobardicas, y por eso era
precioso: había que ser hábiles y espabilados, y venga, a despertarse, a
sacudirse la pereza… A los chicos les gustaba participar en aquellas tareas de
hombres. Y, si eran lo bastante mayores, sus padres y tíos, una vez
desaparejados los barcos y descargado el pescado, los llevaban al pub a beber
sidra y comer buñuelos y dulces calientes entre el humo de las pipas, el ruido
de vasos y el olor del mar. Y a escuchar las aventureras peripecias que habían
vivido. Sensaciones fuertes, como comprenderéis.
En cambio, cuando el viento soplaba con fuerza y las olas se alzaban
tanto que mojaban las dunas, entonces caminaban —algunos volaban— hasta
la llanura de las Violetas para bañarse en los laguitos.
Era una excursión un poco más trabajosa, sobre todo para los pequeños
como Sophie y Cecilia Buttercup; para ellos, el camino era largo y el agua de
los lagos, a diferencia de la del mar, no los ayudaba a flotar. Además, estaba
fría todo el año y se les entumecían las extremidades.
Mejor la playa, al menos para mí y para Babú, Vi, Flox y su hada Pífano.
Sentadas en la arena, contemplábamos cómo se ocultaba el sol detrás de los
promontorios, que en ese momento estaban oscuros y silenciosos. Entonces, y
sólo entonces, volvíamos a casa, cuando empezaban a cantar los grillos.
Vi y Babú se sacudían los granos de arena de la ropa y de sí mismas, pero
nunca del todo. Así que luego encontrábamos arena en las camas, en los
zapatos, en el suelo…
Antes de ponerse la ropa, se untaban una a otra un cucharón entero de
crema de consuelda, teniendo cuidado en no arañarse la piel enrojecida. Se
vestían luego con prendas frescas y bajaban a ponerla mesa.
Nada más cenar, Dalia, Cícero y Tomelilla se acomodaban en la veranda
o en el jardín para beber licores frescos y fumar en pipa mientras charlaban,
recordaban… y, si venían sus amigos, entonaban juntos viejas canciones
acompañados por un violín o un acordeón.
Los chicos volvían a salir.
Solían reunirse bajo las ramas de Roble, que, lo sabréis ya, se alegraba
mucho, o bien en el puerto, sobre el muelle, que a aquella hora desprendía el
calor del día. Miraban las estrellas y competían por ver quién reconocía más,
y a veces los chicos mayores señalaban a los pequeños «la estrella que te
lleva a casa». A menudo jugaban al escondite entre las barcas varadas en seco
y las redes extendidas para que se secaran. O al «imito», que era uno de los
juegos que más los divertía, porque en el puerto había muchas cosas que
imitar.
El «imito» era parecido al escondite, pero más mágico. Los chicos se
dividían en dos grupos y, mientras los componentes de un grupo cerraban los
ojos, los del otro tenían diez segundos para dispersarse por la explanada
iluminada a rodales por las farolas. Cada cual, según sus poderes, adoptaba
rápidamente el aspecto de un objeto del puerto: una red, una manga de pesca,
una ancla, un achicador, y cuando el juez de turno, normalmente una de
nosotras, las hadas, decía «¡Ya!», el equipo que se había quedado contando
salía en su busca.
El juego en sí era muy divertido, requería pensar rápido y considerables
habilidades mágicas. Lástima, sin embargo, que siempre o casi siempre
terminara mal.
Algunos eran descubiertos demasiado pronto, porque su transformación
no era perfecta, y se enfadaban; otros no eran descubiertos y entonces a lo
peor se olvidaban de ellos, y se enfadaban el doble; otros más no lograban
recuperar su aspecto y los demás se veían obligados a llamar a un adulto, y
había problemas; a otros los acusaban de mirar mientras los del otro grupo se
transformaban; otros se aburrían y dejaban de buscar; alguno que otro, para
gastar una broma, se iba y dejaba que los demás preguntaran durante horas a
una farola o una cesta de mimbre: «¿Eres Francis o eres Pajarito? ¡Vamos,
habla!».
Y luego estaban las infinitas discusiones: que «La manga de pesca no es
así» y que «Sí que es así», que «Tú has mirado», «No, no es cierto»…
En resumen, que no había vez que el juego terminara sin que alguien
llorase o gritase.
A las diez de la noche llegaba la primera llamada, la de los pequeños
Sinmagia: «¡SOOOPHIEEE!».
A las once, la de los Sinmagia mayores: «¡SCARLEEET!».
Scarlet Pimpernel era la hija del alcalde del pueblo y a menudo se unía a
la Banda para jugar. Ninguno de los jóvenes de Fairy Oak comprendía por
qué. Ninguno de ellos, nunca, había merecido ni un ápice de amabilidad por
parte de aquella chica. Y, pese a esto, la caprichosa joven insistía en querer
juntarse con ellos, siempre y en todas partes.
Los varones sobre todo, y también Vainilla, eran pacientes con ella; ya la
conocían y sabían que convenía dejar que su antipatía les resbalase, como
resbala el agua sobre el plumaje de los patos, en vez de pagarle con la misma
moneda cada vez que se lo merecía.
Pervinca, pese a estar de acuerdo —«discutir con Scarlet es como
estornudar contra el viento», opinaba—, a veces perdía la paciencia. No le
decía nada, pero levantaba una mano y susurraba un hechizo que convertía a
la pobrecilla en algo que «se arrastra y no tiene voz».
Le tocaba luego a Babú devolverle su aspecto normal cuando, a las once,
su madre la llamaba.
—¡SCARLEEET, BIZCOCHITO MÍO, ES HORA DE DESCANSAR! —gritaba
Adelaida Pimpernel desde los escalones de la lujosa casa de la familia.
—¡Viva! —se alegraba entonces Pervinca—. La culebra vuelve a su
agujero. Venga, Babú, vuelve a transformarla.
—¿Por qué siempre yo?
—Porque tú tienes el poder de hacerlo.
—¿Y qué? También Acantos es un Mago de la Luz, y Tommy y
Francis…
—Es verdad, pero tú eres la más generosa y amable de todos, por eso te
sale mejor.
Y todo transcurría así, entre meriendas de fruta y baños de sol, carreras a
todo correr por las pendientes y zambullidas en los laguitos, siestas a la
sombra de un cerezo y trepidaciones renovadas.
Hasta que, una tarde a finales de agosto, la luz cambiaba.
Hinchados nubarrones morados aparecían en el horizonte y, gruñendo y
tronando, iban ascendiendo para disputarse el cielo sobre nuestras cabezas.
Se empujaban y retorcían hasta que, tras su siniestra capa, desaparecía todo
rastro de color celeste. Entonces, una oscuridad antinatural caía sobre el valle,
un velo oscuro que borraba los colores y aplanaba los perfiles.
La playa, calurosa e invitante, de repente se volvía hostil, gris, fría,
lamida por un mar amenazador. Desvanecidas las olas esmeralda, el agua
reflejaba el humor del cielo y se oscurecía, tan densa como el metal fundido,
inmóvil, como si estuviera en trágica espera bajo el cielo plomizo, rebosante
de lluvia.
El primer temporal.
A él, inevitablemente, seguían otros, cada vez más violentos, tenaces,
decididos a barrer el aire tostado del verano para que en su lugar soplara la
punzante brisa de septiembre.
Cuando la columnita de mercurio, extenuada, bajaba y bajaba hasta
marcar los trece, los once grados, los truenos callaban por fin y volvía el sol.
Pero no era el mismo sol de los juegos en la playa. Tímido, distraído,
irreconocible, ahora se quedaba a lo lejos del horizonte y parecía estar yendo
a otra parte.
Y entonces, cuando los granos de arena desaparecían de las camas de los
niños, un cómico misterio tomaba forma.
Es aquí donde comienza mi historia…
DOS

Meum en el Nido
DA COMIENZO EL BAILE

«¡Ventas máximas de la Gaceta de Fairy Oak!


Hoy, la redacción del Periódico ha anunciado con
satisfacción que la distribución pronto será
semanal. ¡ADIÓS!».

E se año, las chicas cumplirían doce años y precisamente estaba hablando


de eso con mamá Dalia y tía Tomelilla, en casa, cuando alguien llamó a
la puerta.
—Soy Rosie —dijo, desde fuera, la voz de la señora Polimón,
ligeramente preocupada.
—Ay… —exclamó Tomelilla mientras iba a abrir.
Dalia, que estaba doblando una sábana, arrugó la nariz y me miró.
—Problemas a la vista —susurró.
—Se trata de Meum —explicó la madre de Flox—. Se ha subido al tejado
y se niega a bajar.
—¿Y qué hace ahí arriba? —preguntó Tomelilla.
—Ha ocupado el nido de la cigüeña.
—¿Y ella qué dice?
—Oh, te lo ruego, Tomelilla, es una cosa seria.
—También lo era mi pregunta —replicó la bruja—. ¡Una cigüeña puede
sacarte un ojo!
—Entonces hemos tenido suerte, el nido está… estaba vacío antes de que
él lo ocupara.
Lala Tomelilla invitó a entrar a su amiga, pero ella dijo que era mejor que
la acompañaran a casa de los McDale.
—Vayan ustedes, yo me quedo a esperar a las chicas —dije—. Deberían
volver de un momento a otro, han ido a estudiar al Museo, pero han dicho
que a las cinco…
—¡Si todos están allí! —suspiró Rosie Polimón—. Vuestras chicas, la
mía y todos los demás chicos. Sólo el cielo sabe cómo hacen para correr la
voz tan de prisa. Yo he sabido lo de Meum por nuestra hada, que ha venido a
avisarme.
—Entonces voy con ustedes —dije.
Dalia dejó para más tarde las sábanas, cogió los sombreritos del perchero
y las tres seguimos a mamá Rosie.
No teníamos aún a la vista la preciosa casita con hiedra roja de los
McDale cuando ya oíamos varias voces gritando.
—EH, MEUM, ¿QUÉ HACES, EMPOLLAS LOS HUEVOS?
—¡MIRA QUE NO ES LA ÉPOCA!
—¡POR AMOR DEL CIELO, PONTE EL SOMBRERO POR LO MENOS! —chillaba la
señora Campánula. La de Pervinca resonó por encima de las demás.
—¡DEJADLO EN PAZ! —dijo.
Al doblar la esquina los vi: el señor Meum en el nido y Vi sentada a su
lado con los pies colgando en el vacío. Sentí un pequeño escalofrío: aquella
chiquilla era una Bruja de la Oscuridad, por el día no podía volar. Dalia se
llevó la mano a la boca; tía Tomelilla, en cambio, no movió ni un músculo.
—Puede convertirse en lo que quiera —rezongó—, no veo por qué hay
que preocuparse. Pero Meum… Me pregunto qué se le ha metido en la
cabeza.
—Creía que el señor McDale también podía transformarse —dije— y
que…
—No son sus poderes los que me preocupan —me interrumpió Tomelilla
—, sino sus reflejos, a nuestra edad ya no son los mismos.
Cuando la señora Campánula nos vio, vino a nuestro encuentro moviendo
apesadumbrada la cabeza. Tendió sus brazos a Tomelilla y la arrastró hasta
delante de la casa, justo debajo del nido.
—Ah, hola, tía —la saludó Pervinca inclinándose y mirando abajo—.
¿También habéis venido vosotras?
—Tomelilla, dile tú a ese viejo cabezota que baje —imploró la señora
McDale señalando a su marido—, que, como se caiga, se mata, es todo
huesos y piel… ¿Quieres hacerme morir de miedo? ¡EGOÍSTA!
—Cálmate, querida, tendrá sus motivos —intervino Tomelilla—. Quiero
decir, no para hacerte morir de miedo, sino para querer estar ahí arriba. ¿Por
qué se ha subido?
La pobrecilla puso cara de «¡Y qué sé yo!». Tomelilla pensó entonces en
preguntárselo al propio interesado.
—¿Va todo bien, querido Meum? —le preguntó—. ¿Necesitas algo?
¿Hay algo que podamos hacer por ti?
Él no se movió y contestó con un gruñido que se convirtió en tos.
—Debe de tener sed —comentó la bruja—. ¿Desde cuándo está ahí
arriba?
—Desde las siete —dijo la señora Campánula—. Se levantó al alba, se
vistió canturreando y se fue al puerto. Volvió casi en seguida, sin embargo.
Estaba de pésimo humor, se lo notaba mientras subía por la calle. Le abrí la
puerta, pero él, en vez de entrar, se fue derecho al tejado y ya no ha bajado.
—¿Ni siquiera para comer? —preguntó mamá Dalia.
—No, y figúrate que le había hecho bacalao, que le encanta. Ay, ¿qué le
habrá pasado?
—¿Tienes un vaso de agua, Campánula? —preguntó Tomelilla
arreglándose el moño, que estaba perfecto, por cierto—. Y dame también su
sombrero, por favor.
Cuando tuvo lo que había pedido, la bruja se agarró los faldones y voló
hasta su amigo, en el tejado.
—Toma —le dijo con una sonrisa tendiéndole el agua fresca y un
sombrero de terciopelo verde que debía de gustarle mucho, y que debía de
ponérselo mucho. Como el mago se empecinaba en su mutismo y permanecía
con los brazos cruzados, Tomelilla le encasquetó el sombrero en la cabeza y
dejó a su lado el vaso lleno.
—Muy bien —dijo—, cada uno de nosotros, aquí, es libre de hacerlo que
quiera siempre que respete la salud, la libertad y la paz del prójimo. Por eso,
si vosotros dos habéis decidido hacer la cigüeña, yo os deseo mucha suerte,
que no os llueva y…
—¡Qué va! —exclamó divertida Pervinca—. Aquí nadie se cree una
cigüeña, ¿verdad, Meum? Díselo, yo he subido para hacerte compañía y tú…
—¿Él todavía puede hablar o he de esperar que abra el pico y castañetee?
—preguntó la tía.
—¡Hablo perfectamente! —respondió cortante el señor McDale—. Y sé
con absoluta certeza que no soy una cigüeña, porque conozco bien a las
cigüeñas, pasan meses sobre mi tejado.
—Ya es algo —susurró Tomelilla. Luego, dirigiéndose a su sobrina,
añadió—: Si él no se la bebe, bébetela tú, tesoro. Que sólo se muera de sed
uno, no los dos.
—Oh, pero si yo voy a bajar ahora —dijo Vi dándole una palmada
amistosa en el hombro al enojado señor—. Sólo he venido a saludar a nuestro
amigo y a decirle que, sea cual sea el motivo por el que protesta, ¡estoy con
él!
—¿Estás protestando por algún motivo, Meum McDale? —le preguntó
Tomelilla, interesada.
No hubo respuesta.
—Sólo espero, por tu bien, que esta noche no llueva.
—¡Pues va a llover! —anunció desde abajo la voz del señor Cicero—.
Acabo de colgar mi previsión en el tablón del ayuntamiento: lloverá, con
fuerte riesgo de temporal, es decir, rayos y truenos.
—Perfecto —dijo Tomelilla con un suspiro.
TRES

La Danza de las Locuras


TODOS ESTÁIS INVITADOS

«Meum McDale se sube al tejado y ocupa el nido


de una cigüeña. El alcalde toma en sus manos la
situación y asciende al secretario Hobbs a
“controlador de vuelos”».

V i bajó para saludar a su padre y Tomelilla volvió con la señora


Campánula.
—¿Han avisado a Duff? —le preguntó sacudiéndose el polvo de la falda,
que se había rozado contra las tejas—. ¿Cómo es que no está aquí?
—Ha salido de pesca con su hermano y Grisam —explicó la señora,
alentada por el hecho de que Tomelilla estuviese allí para ocuparse ella.
Tomelilla, en cambio, habría preferido con mucho que hubiese estado el
señor Duff, porque los hombres del pueblo hacían caso con gusto al gran
mago bueno. Sobre todo Meum McDale.
Él y el mago Burdock estaban muy unidos pese a su diferencia de edad.
Duff era quince años más joven. Siempre habían ido juntos a pescar, y
McDale trataba al otro como a un hijo, un hijo fuerte, sabio y justo. Que, sin
embargo, no estaba allí.
—Es mala suerte —se lamentó Tomelilla.
Aprovechando la escalera, que Pervinca había apoyado en la casa, el
señor Cícero se subió al tejado y fue a sentarse donde un momento antes
estaba su hija. Desde allí sonrió y saludó con la mano.
Era domingo y, frente a la valla de los McDale, se había congregado una
discreta multitud de caras familiares.
Allí estaban el leñador McDoc con su agraciada mujer y la pequeña Inma,
las ancianas y sordísimas primas Beaverbrook, a quienes la artritis les
impedía levantar la cabeza y andaban apuntando con la trompetilla hacia éste
o el otro, preguntando inútilmente qué demonios estaba ocurriendo sobre el
tejado de Campánula. Y también Prímula Pull, la modista del pueblo, que
desde hacía unos minutos medía a palmos el brazo con que el lutier McMike,
que estaba junto a ella, sujetaba de la correa a su perro Mordillo; dos pasos
más allá, Vivian Amory, la jovial vecina de los McDale, asistía a la escena
con una cesta llena de ropa para tender bajo su fornido brazo y sonreía.
Se había quedado viuda de joven y no había vuelto a casarse.
Pretendientes había tenido y aún tenía muchos, porque siempre estaba alegre
y era guapa y «blanda como una hogaza», eso decían los hombres en el pub.
Y cocinaba bien. Era alta, más que muchos hombres, suave como un suflé,
con la piel muy blanca y el pelo rojo, largo y vaporoso, pecas y las manos
muy pequeñas, pequeñísimas, manos de niña, al final de los brazos
gordezuelos y fuertes, capaces de levantar en vilo un ternero.
Si la señora Amory no se había vuelto a casar era porque desconfiaba de
los Mágicos. «No me fío de quienes alzan el vuelo fácilmente», decía. Y
desconfiaba también de los Sinmagia, porque «¿Qué hago con alguien que no
sabe volar alto?». Así que habían pasado los años y ella había seguido siendo
«la viuda Amory».
A unos metros de ella, Lilium Martagón, herrero y herrador, debía de
haber corrido, porque estaba todo colorado y el sudor le aplastaba a la cara su
largo pelo salvaje. Nadie hizo mucho caso, porque estaban acostumbrados a
verlo así, colorado o, mejor, «encendido». Martagón era muy tímido y se
sonrojaba fácilmente.
Además, aunque era dos veces más alto que un chico y hacía ya bastante
que había dejado atrás la edad de los juegos, era un juguetón que adoraba
divertirse con el poder que la Madre Magia le había otorgado: la Luz. ¡Lilium
Martagón podía encender cualquier cosa!
Oh, claro, también sabía hacer los demás encantamientos que un Mágico
de la Luz sabe hacer: conseguir que florezca la madera, crear melodías
pulsando piedras negras y blancas, transformar el agua en hielo, las gotas de
lluvia en perlas y un escarabajo en traje de noche; sabía abrir las cosas
cerradas de un parpadeo, una caja, una puerta la tapa de un bote, y se ele daba
bien aparecer lo que no había, pero ésos eran los habituales encantamientos
de quienes poseen el poder de crear. En lo que sobresalía Martagón, en
cambio, era precisamente en «la luz». Como decía antes, podía encender
cualquier cosa, incluso un clavo de herradura. Le decía, con toda calma:
«Enciéndete, por favor» —Martagón siempre pedía las cosas por favor—, y
el clavo se iluminaba, como hacen ciertas medusas, de la punta a la cabeza,
con creciente intensidad. Luego lo clavaba en la mesa de trabajo y lo usaba
como una especie de vela, aunque más bonita.
A veces, si tenía que trabajar toda la noche, encendía hasta cien, todos a
la vez, y los repartía por el taller. El efecto era precioso: con esos pequeños
resplandores junto a las piedras de las paredes oscuras ahumadas por el fuego
de la fragua, aquel antro, tan graciosamente iluminado, se volvía acogedor
incluso para nosotras las hadas.
Las mesas toscas, los hierros del duro trabajo, el olor punzante del carbón
y del metal quemado, a la luz de aquellos prodigios adquirían un encanto
especial. Ese contraste era Martagón: tenía los pies de hierro fundido y el
espíritu de terciopelo.
Un gigante bueno, que divertía a los niños: el «hombre luciérnaga», lo
llamaban. A varios de ellos les había enseñado el encantamiento de las
orejas-llamita, de los dedos-llamita, de la nariz-candil… y qué se le iba a
hacer si algunos se habían quemado los guantes o las gorras. Martagón habría
sido un padre y un marido perfecto. Pero nunca se había casado. «Demasiado
tímido», decían las mujeres; «demasiado bueno», pensaban los hombres; «¡en
vez de declararse, les prende fuego el pobre!», «¡la culpa es vuestra, que sois
unas insoportables!».
Nadie sabía qué había en el corazón del herrero-herrador. Sus amigos
juraban que nunca le habían oído pronunciar un solo elogio de una mujer que
no fuera simplemente respetuoso y que, ni siquiera presionándolo, había
revelado el nombre de una, una cualquiera, que le gustara. Se sonrojaba, se
encendía y se regocijaba, cohibido. Era un alma sensible, aunque su aspecto
fuera el de un ogro. Extrañamente, aquel día tenía aún la ropa limpia, él que a
las siete de la mañana solía estar ya negro de grasa y hollín. Pero, claro, ¡era
domingo!
Por delante de todos estaba Joe, el conserje de la escuela. Había sido uno
de los primeros en llegar. McDale le había enseñado a jugar al ajedrez, con
satisfacción, y él le estaba agradecido. Juntos pasaban lo que ellos mismos
llamaban «el tiempo mejor».
McDale pasaba también buenos ratos con el educado y culto mago
Sigomur Bugle. De hecho, él también estaba allí, elegantísimo con un traje de
terciopelo marrón. Lo unía a McDale su pasión por las palabras: su origen, su
significado, su forma, su sonido, su pronunciación, los sinónimos, los
contrarios, el color… No, me estoy confundiendo, era a Flox a quien le
apasionaba el color de las palabras.
Algunos pensaron que el señor Bugle había ido para distraerse del
pensamiento que desde hacía unos meses por un lado lo afligía y, por otro, lo
exaltaba: iba a ser padre por segunda vez. Una buena noticia, si no fuese
porque ni él ni su mujer eran ya demasiado jóvenes; Acantos, su primer hijo,
tenía casi doce años.
También se pararon delante de la casa de los McDale la amable señora
Marta, madre de Grisam Burdock y sensacional pastelera, y la señora Roseta,
florista del pueblo. Se quedaron sólo unos minutos, pero porque los domingos
el puesto de flores y la Tienda de las Exquisiteces tenían más trabajo que en
los demás días.
Por supuesto, llegó también el alcalde Pimpernel, que, haciendo honor a
su función de garante del bienestar y de la seguridad de sus conciudadanos,
empezó a soltar un largo discurso que tuvo por efecto que se durmieran las
primas Beaverbrook, Inma McDoc y el perro de McMike. Antes de que se
quedara dormido el propio señor Meum y se cayese rodando del tejado,
intervinieron los hermanos Corbirock, que, a bordo de una carretilla tirada
por el mayor, Bevis, volcaron a pocos metros de la muchedumbre. Sus gritos
y risas le hicieron perder el hilo al pobre alcalde y adiós muy buenas
discurso. Para estar seguros de que no lo retomara, los demás chicos, los
muchos ya presentes, alzaron un clamor tan exagerado a causa de aquel
pequeño incidente que hasta mamá Corbirock, desde su casa, lo oyó y corrió
inmediatamente a repartir, con calibrada justicia y admirable experiencia,
tortazos a todos sus hijos.
En ese punto, perdido para siempre el hilo de lo que estaba diciendo, el
alcalde cumplió con su cometido nombrando allí mismo al secretario
Demencio Hobbs «controlador de posibles vuelos», como si temiera que el
señor McDale quisiera migrar, y a dos de sus concejales «aferradores al
vuelo» de dicho señor.
Hecho esto, se despidió de la señora Campánula con un cálido apretón de
manos, una sonrisa sincera y un pequeño, bostezo hábilmente reprimido. Y,
bostezando, se fue a estirar las piernas en el viejo y amigable sofá de mimbre
del jardín de su suegra, en compañía de una manta escocesa y de sus amados
libros de historia de los archivos. Aparte de las primas Beaverbrook, la
señora Prímula y Lilium Martagón, que ahora no quitaba ojo a la viuda
Amory, e Inma y Mordillo, que estaban dormidos, los demás miraban hacia
arriba. Algunos cerraban un ojo, otros hacían visera con la mano para
protegerse del sol… Cícero volvió a saludarlos y ellos respondieron
cortésmente a su saludo. En realidad, el padre de las gemelas había levantado
la mano por otro motivo.
—¿Dónde está tu hermana? —le preguntó mamá Dalia a Pervinca.
—Ha ido con Flox a llamar a Duff —contestó Vi—. Poco después de que
llegarais vosotros, he visto atracar el Oleander. Las he avisado y ellas han
corrido al puerto. Ya deberían estar aquí.
Cícero, desde arriba, los había visto y los había saludado. Habían
desembarcado y venían ya.
Duff estaba descalzo, con los pantalones arremangados bajo la rodilla, un
pesado saco de tela descolorida al hombro y la cara todavía morena del
verano. En una mano sujetaba el cubo con el pescado —y, por lo poco que se
balanceaba, se veía que había sido una jornada provechosa— y en la otra un
par de botas de pescar. Él y Martagón eran los dos gigantes del pueblo. Altos,
corpulentos y fuertes.
Cerca de él, su sobrino Grisam parecía un junco. Vestía un viejo jersey y
pantalones raídos, e iba descalzo. Vi pensó que estaba muy elegante. ¡Y
guapo! Con ese cabello quemado por el sol y los ojos del color del mar… Si,
estaba realmente guapo. Le sonrió y, señalando a McDale, le guiñó un ojo. Él
le devolvió la sonrisa y se coló entre la multitud para llegar hasta ella.
—¡Ahí está Duff! —exclamó alguien. La multitud se abrió y el poderoso
mago apareció ante la casa de McDale.
Serio y silencioso, dejó el cubo, las botas y el saco en el suelo y se tapó
del sol con la mano para mirar a su amigo a la cara.
—Así que te ha tocado a ti abrir este año la Danza de las Locuras de la
Estación —dijo. Y, sin esperar respuesta, rezongando, se marchó—.
Precisamente me estaba preguntando quién sería.
¿Entendéis cómo empezaba todo?
Un tranquilo día de septiembre, inevitablemente, alguien hacía una rareza
más rara que las habituales. Desde ese momento, durante un mes, a veces
dos, quedaba desterrada la normalidad de Fairy Oak.
Ese año le había tocado al señor McDale dar comienzo a la Danza, al
menos eso parecía.
Creo que era el 23 de septiembre…
CUATRO

Flox de los Colores


UNA TEORÍA EN EVOLUCIÓN

«Roger Littlewalton inventa un mecanismo para


convertir las ráfagas de viento en corrientes
ascendentes sobre las que poder volar. Pero se
precipita al mar».

A principios de octubre, McDale seguía aún en el tejado. De todos


modos, para decirlo a la manera de los jóvenes redactores de la Gaceta
de Fairy Oak, «ya no era noticia». De hecho, otros se habían sumado a él en
la Danza de las Locuras de la Estación y por las calles del pueblo se veían
ahora, y se oían, de todos los colores.
Para que os hagáis una idea, he aquí algunos titulares y recortes de
artículos aparecidos esos días en el periódico redactado por los estudiantes de
la Honorable Escuela Horace McCrips en colaboración con los profesores y
los habitantes de Fairy Oak:

«Joe Shuanmá ensarta 9.5.75 hojas de arce con un tenedor


del comedor del colegio. La directora Flumen lo premia con
una medalla de las pruebas de natación de hace dos veranos.
“No teníamos otra cosa”, explica».

«Hallada el hada Pic: inmediatamente después de haber


probado una gota del mosto de Oldpint, se había unido a un
coro de lechuzas que cantaba en el almendro situado fuera
del puerto. Ahora está en casa recuperándose de la
borrachera».

«Billy Oorbirock ha sido sorprendido por Butomus Rush


debajo de un castaño cuando jugaba al “imito”. Butomus ha
ido cantando a grito pelado “¡He encontrado la seta más
grande del mundo!” hasta las puertas del pueblo antes de
descubrir que la seta no era otra cosa que el pobre Billy
transformado. El joven ha vuelto luego a jugar en el bosque».

«Batido el récord de Begonia Pimpernel; Prímula Pull teje a


ganchillo una bufanda de 17 metros de longitud y dice:
“Protegerá a Roble en los días de helada”».

Y más:

«Festival de colores en los Bosques Altos: la Gaceta de Fairy


Oak convoca un concurso de pintura con las manos y los pies.
Abierta la inscripción hasta el miércoles en la Honorable
Escuela Horace McGrips».

Flox Polimón fue la primera en inscribirse y la más contenta por


participar. En medio de todos aquellos colores, y de aquellas alegres locuras,
la joven Bruja de la Oscuridad se movía como un lenguado en el fondo del
mar, un cerdito en el barro, un pajarillo en el abrevadero de las vacas:
chapoteaba dentro. Y a diferencia de los demás, que consideraban un misterio
lo que desde siempre le sucedía a la gente de Fairy Oak en otoño, Flox tenía
una teoría.
Según ella, en efecto, aquel deseo irresistible de crear, fantasear, soñar,
jugar, proyectar y… sí, también de dormir, que asaltaba a la gente —y no
sólo, también a animales e incluso objetos del pueblo— estaba ligado de
alguna manera a la abundancia de magníficos colores que inundaba el valle
en esa estación.
Pero durante largo tiempo no fue posible saber el cómo y el porqué, pues
Flox no hablaba.
—Más que nada es una sospecha… —decía mientras masticaba un pipo
de manzana o pintaba una lagartija en letargo—, tengo que averiguar más,
hacer indagaciones. Luego os diré.
Entretanto, la joven bruja vagaba extasiada entre los pequeños milagros
de la naturaleza en compañía de Vainilla, Pervinca y los amigos de la Banda.
Cada uno de ellos se sabía de memoria el valle y podía decir, con los ojos
cerrados, cómo estaban dispuestos los árboles y qué árboles eran. Conocían
los bosques mejor que las ardillas, el matorral mejor que los cabritillos y las
ovejas, playas y acantilados no tenían secretos para ellos, y tampoco los ríos,
arroyos ya lagos, puesto que aprendían desde pequeños a bañarse en las aguas
heladas y turbulentas.
Y, sin embargo, Flox todavía conseguía sorprenderlos. Entre millones de
hojas, ella encontraba la más hermosa; entre millones de castañas, daba con la
más brillante y perfecta; entre millones de flores rosa que recubrían los
promontorios, localizaba, de un vistazo, la única jaspeada; entre millones de
manzanas picadas, pescaba la única sana; descubría rostros expresivos en las
manchas de la madera, arco iris en las aguas inmóviles de los cañaverales,
arañas plateadas reflejadas en las gotas de rocío; encontraba mil motivos para
extasiarse observando un moratón; hacía retratos de mariposas, que había
visto volar el día anterior, perfectamente idénticos a sus modelos (lo sé
porque nosotras, las hadas, ¡nos inspiramos en las libreas de las mariposas
para colorear nuestras alas!); reconocía a cada abeja y se asombraba de que
los demás no lograran hacerlo mismo: «¿Cómo podéis confundirlas?», decía,
«¡son muy distintas una de otra!»; sabía distinguir ochocientas sesenta y
cuatro tonalidades de rojo, casi dos mil verdes y una indeciblenorminfinidad
de blancos, rosas y violeta.
Sostenía que cualquier cosa tocada por la luz responde con un color, al
menos uno, y jamás se saciaba de colores. Amaba todos, indistintamente, y
por eso no los elegía y los combinaba al azar, sin prestar atención a tonos ni
matices.
Cuando tenía que coger un lápiz del bote, cerraba los ojos y descubría qué
color había cogido cuando la mina tocaba la hoja y un cielo se volvía verde
bosque, un prado rosa coral o una cara lavanda.
Y se vestía por el mismo método: abría el armario y agarraba esto y
aquello y lo de más allá según su humor, un sueño, la música que le rondaba
por la cabeza en ese momento. Se vestía a capas, cuatro, cinco, seis…
Medias, calcetines y bombachos, pantalones, falda y babi, camiseta, camisa,
jersey y chaleco, chaqueta, abrigo, capa, bufanda, pañuelo, gorro y orejeras…
El invierno era jauja para Flox Polimón.
Pero era en otoño cuando daba lo mejor de sí. Desafiando —y con
frecuencia venciendo— a los arces y las vides, maestros de los rojos y los
amarillos, mezclaba el oro con el violeta, como los Bosques Altos,
superponía a los austeros grises tonalidades galleta, como el mar al atardecer,
y, entrelazando tonos opacos con tonos brillantes, claros con chillones,
oscuros con pasteles, negros con blancos, daba vida a malabarismos de
colores que nunca dejaban de asombrar.
«¿Cómo se habrá vestido hoy Flox?», se preguntaban sus amigos,
deseosos de verla. Imitarla era imposible.
Vainilla sostenía que Flox veía los colores como los matemáticos ven los
números y los poetas las palabras. «Es un don», opinaba.
¡Quién iba a decir que, un problemático día, ese don le proporcionaría a
Flox una buena nota en matemáticas y la clave para descubrir el origen de un
misterio! Quién lo iba a decir…
Pero me estoy adelantando…
Mejor vuelvo a donde lo había dejado, a Meum en el tejado y los niños
yendo al colegio. Sí, el colegio…
CINCO

La Mañana en Fairy Oak


CAMINO DEL COLEGIO

«Matricaria Blossom inventa las castañas de mil


gustos: turrón, pimiento verde, queso y naranja
amarga. El alcalde invita a sus conciudadanos a
probar al menos uno, por amabilidad».

L a profesora De Transvall sacaba todos los días a la pizarra, ponía malas


notas como si fueran medallas y rugía como un oso cuando alguien no
entendía, estaba distraído o no había estudiado.
Temida más que respetada, severa —¿qué digo?, espantosa, o mejor,
terrorífica—, había conseguido que los alumnos de la Horace McCrips
estudiaran sus asignaturas de memoria, tal vez sin comprenderlas, y
parecieran siempre muy atentos en clase. En realidad estaban aterrados.
Durante las lecciones de matemáticas y ciencias, en las clases de
De Transvall no sólo no se oía ni una mosca —jamás se habría atrevido a
volar—, sino que algunos alumnos, sospecho, hasta aguantaban la
respiración.
Para entender cómo era de intransigente esta señora, basta con saber que
una vez a la pobre Blossom, presa de una risita nerviosa de esas que cuanto
más sabes que deberías parar más ganas de reír te entran, De Transvall le
puso un uno en su lista de clase. Cicerbita tuvo que estudiar incluso de noche
para recuperar aquella mala nota. ¿Y por qué, además? ¡Por un ataque de
«risitis aguda» que todo el mundo sabe que no se puede controlar! Y a
nuestra Vi, que se permitió contradecirla, la misma profesora le dictó quince
problemas de álgebra el jueves para que se los entregara resueltos el viernes.
Es fácil imaginar, pues, con qué estado de ánimo los alumnos de la
Horace que tenían matemáticas y ciencias afrontaban el trecho de calle que
separaba su cama del pupitre de la escuela.
Meum, desde el tejado, pese a no saber todavía el motivo, no pudo dejar
de notarlo: algunos corrían, otros arrastraban los pies, algunos cantaban y
otros repasaban la lección en voz alta, alguno que otro sonreía, otros no,
decididamente no.
Aquella mañana los pudo observar bien, porque hacía sol, el aire era terso
por la brisa marina y en el pueblo aún no ocurría ninguna otra cosa
interesante.
El primero en atraer su atención fue Robin Windflower, apodado Pajarito,
que, mientras avanzaba con sus piernecillas huesudas por la cuesta que subía
del puerto, agitaba su gorra hacia su tía Corinna, que estaba asomada a la
ventana; unos metros por delante de él estaba la pequeña Sophie Littlewalton,
que caminaba recitando un viejo trabalenguas inventado muchos años antes
por un alumno con mala memoria para recordar las tablas de multiplicar; dos
calles más allá, Nepeta Rose, con un enfado monumental, andaba junto a un
muro bajo descascarillado por la sal e iba leyendo un libro que no debía de
ser de su gusto, pues la brujita alzaba a menudo los ojos al cielo y soltaba
gemidos de desesperación.
Meum se volvió: Celastro y Cecilia Buttercup, en los escalones de su
casa, reñían en voz alta sobre quién tenía que poner la mesa a la hora de la
comida; cien metros más arriba, Acantos Bugle, veloz, puntual y resfriado,
con una cartera 'mucho mayor que él al hombro y las gafitas rotas ladeadas
sobre su nariz enrojecida, cruzaba el viejo puente contando grandes números
con los dedos, mientras cinco de los siete hermanos Corbirock que todavía
iban al colegio, Ryan, Robert, Tommy, Francis y Billy, tirando por turnos del
carrito cargado de libros y de hermanos por la calle adoquinada, finalmente
habían llegado a la plaza del Roble.
Detrás de la plaza, a la puerta de una bonita casa un tanto decrépita, la
madre de Scarlet Pimpernel arreglaba cada uno de los seis lazos azules que su
hija había distribuido por su vestido y su pelo, y le enroscaba sus largos
tirabuzones rubios.
Billie Ballatel dobló la esquina. El joven «trompetista» de la Banda
caminaba, aún medio dormido, arrastrando tras de sí una larga caña de bambú
y una fila de gatos intrigados por el ruido que la punta de la caña hacía entre
las hojas secas. Hibiscus Castle lo vio y se puso a esperarlo mientras se ataba
un zapato, sin saber que, detrás de él, Campánula Coclery y Emma
Tottergrass reían contándose quién sabe qué secretos.
Cicerbita Blossom, sentada en la valla brillante y retorcida de los
Garlendel, a la sombra rosácea de un arce rojo, —hundida en el ancho baby a
cuadros blancos y verdes, esperaba a su amiga Gabriel con un humeante
pedazo de tarta que, tras el primer bocado, se le cayó de la mano, boca abajo,
y desapareció entre los pliegues del baby. Y también… Ah, sí, Grisam
Burdock, el joven Capitán de la Banda de los chicos de Fairy Oak: antes de
salir, arrancó una manzana del árbol y después, satisfecho, se encaminó,
mordiéndola, hacia la plaza del Roble, donde los chicos se citaban antes de ir
al colegio.
El señor McDale, desde su extravagante emplazamiento, lo siguió con la
mirada hasta que el joven se volvió.
—¡EH, MEUM! ¿CÓMO HAS PASADO LA NOCHE? ¿HAS TENIDO FRÍO? —le gritó
el chico. Y, sin esperar respuesta, añadió—: ¿SABES SI LAS GEMELAS
PERIWINKLE ESTÁN EN LA CALLE? DESDE AHÍ DEBES DE VERLAS.
El mago pensó que, si alguien estaba influido por la Danza de las
Locuras, sin duda ése era Grisam Burdock: ¿por quién lo había tomado? ¿Por
un vigía? No obstante, volvió los ojos, silencioso, hacia nuestro barrio, e hizo
un hosco ademán de que no con la cabeza.
—Van retrasadas, como de costumbre —suspiró Grisam resignado. Con
un gesto de la mano dio las gracias al anciano señor y se despidió de él,
dejándolo irritado y un tanto confundido en el nido de la cigüeña.
¿Qué clase de pregunta había sido ésa? ¿Acaso el sobrino de Duff había
querido tomarle el pelo? ¿O había sido una pregunta en serio? Ciertamente,
se dijo McDale mirando a su alrededor, desde donde se encontraba veía cosas
que los demás, entre los muros de las casas, con seguridad no podían ver.
Por ejemplo, ¿sabía Joe Shuanmá que, mientras estaba atareado en el
huerto, los chicos le robaban los huevos del gallinero para bebérselos frescos
a la vuelta de la esquina? Y Lilium Martagón, ¿estaba enterado del hecho de
que, mientras ataba el caballo de Duff Burdock para herrarlo, su barco
golpeaba contra el muelle? ¿Y adónde iba ahora?
—¡VE AL PUERTO, HERRERO CABEZOTA, AL PUERTO! —le chilló McDale
como si el herrero pudiese oírlo.
Sí, desde aquel tejado gozaba realmente de unas vistas privilegiadas. Y,
puesto que cuanto más ves más sabes, Meum, desde hacía días, sabía más que
los demás.
Sabía que los trapos de McMike, tendidos por la noche, habían volado
hasta el avellano de los Patillasghip, que los estorninos habían movido las
tejas del ayuntamiento y que la viuda Amory daba una vuelta tan larga para ir
de su casa a la frutería que había que pensar que se trataba también de una
locura de la estación. Atajando por la casa de los Blossom y siguiendo por la
calle de las Petunias se llegaba en un periquete. En cambio, la rubicunda
señora caminaba hasta los tres plátanos, bordeaba la pared del taller de
Martagón, aquélla en la que se abrían las grandes ventanas en arco del antro
tiznado del herrero, pasaba el puente y, torciendo en la fuente, volvía sobre
sus pasos por una callejuela oscura.
«Es un recorrido absurdo —pensó Meum McDale—, a esa mujer hay que
decírselo». Se ocuparía él cuando la viera regresar.
Pero algo llamó su atención y le hizo olvidar aquel pensamiento: un
gigantesco sombrero, de radiantes tonalidades, estaba asomando por el
número 5 de la plaza de la Fuente, rebautizada recientemente como «plaza de
Devién». Flox, la joven hija única de Rosie y del pintor Bernie Polimón, la
amada sobrina de la sabia Bruja de la Oscuridad Hortensia Burdock, prima en
tercer grado de Grisam Burdock, se disponía a cruzar la verja seguida por
Pífano, su hada niñera.
Pese a que el reloj de la plaza hubiese dado ya las ocho, la chiquilla no
parecía tener prisa. Mientras recorría el Caminito de su exuberante jardín
familiar, dirigía frases y sonrisas a los grandes árboles llameantes del otoño
y, de vez en cuando, cerraba los ojos y respiraba a pleno pulmón.
Cuando cruzó la verja, se sentó en el borde del lavadero, bajo la copa
púrpura de un manzano silvestre, abrió un grueso bloc de dibujo y,
canturreando, empezó a hojearlo.
—Hoy también tarde… —farfulló McDale moviendo la cabeza. Pero no
se refería a ella en absoluto.
SEIS

Una Mancha Indeleble


ADIÓS, CALMA

«¡Noticia extraordinaria: ¡Elder Foxglove entra en


letargo! En la puerta de su casa han colgado un
pequeño cartel que dice: ¡NO MOLESTAR HASTA MARZO!».

S i la luz del día despertaba en Vainilla las ganas de vivir, probablemente


porque era una Bruja de la Luz, en Pervinca, que era una Bruja de la
Oscuridad, intensificaba el sueño.
Palabra de hada, Vi Periwinkle era una criatura nocturna, tanto como un
búho, un topo o un murciélago. Lo era por naturaleza y por costumbres, y
sacarla de la cama cada mañana era toda una hazaña.
—Un minuto más —te decía durante veinticinco minutos—. Ya voy —y
no venía nunca.
A su hermana le daba tiempo a lavarse y vestirse de punta en blanco
mientras ella ronroneaba aún sepultada bajo las mantas. Hasta que papá
Cícero la amenazaba con subir o Babú le cantaba al oído «Buenos días,
mozuela». Entonces, con un rugido, sacaba un pie, luego el otro y,
trabajosamente, se levantaba de la cama, arrugada y bostezando como un oso.
—¿Por qué no podemos ir al colegio a las tres de la tarde? —refunfuñó
aquel día mientras se arrastraba hasta el baño—. Sería mucho mejor.
—Mejor para ti, no para mí —exclamó Vainilla—. Yo razono mejor por
la mañana. Y te olvidas, además, de los turnos en el Museo del Capitán.
—Eso podríamos hacerlo por la mañana, digamos que… hacia las diez.
—¿Y los deberes?
—Por la noche.
—¿Y el periódico, los juegos, las excursiones con los amigos?
—Haces demasiadas preguntas, Babú.
—Se hace tarde, deja que Vi se lave, tesoro —dije—. Hablaréis por el
camino.
Vainilla se encogió de hombros, no era algo importante. Tenían que
hablar, más bien, de su fiesta de cumpleaños, faltaba menos de un mes el 31
de octubre y, en esa estación, entre las obligaciones y los días más cortos, el
tiempo pasaba veloz.
—¿A quiénes invitamos? —preguntó Vainilla, cerrando tras de sí la
puerta de casa.
Hacía un bonito día, cosquilleante. Guardados ya los trajes de baño y los
linos ligeros, ahora las chicas vestían de lana y franela, tweed, terciopelo y
algodón, tejidos que le gustaban a Babú porque eran blandos. La ropa olía a
la madera de los armarios y al abrótano con que había estado guardada, y las
chicas, tras los meses estivales, se divertían poniéndose también las prendas
viejas, porque, después de tanto tiempo sin verlas, les parecían nuevas.
—A todos menos a ella —contestó Pervinca—. No quiero que ella venga.
—Si no la invitamos nosotras, la invitará mamá o tía Tomelilla, «en bien
de la vida en calma del pueblo».
Babú pronunció la última parte de la frase imitando los gestos y la voz de
su tía.
Pervinca sonrió, pasábamos bajo la casa de McDale, quien nos observaba
con aire de reproche desde el tejado.
—Puede —dijo, irónica, después de saludarlo—, pero a mí me parece un
poco tarde para salvar la calma de este pueblo.
—No es de ese tipo de calma de la que hablo. Ya se sabe que en esta
estación todos estamos un poco raros. Me refiero a las buenas relaciones, a
las relaciones formales, de convivencia pacífica y tolerancia recíproca…
—¡TE LO ADVIERTO, CARDO PITLOCHRY —gritó en ese momento la tía de
Acantos Bugle a su vecino apareciendo en la puerta de su casa—, SI UNA SOLA
HOJA DE TU ARCE VUELVE A CAER EN MI CANALÓN, OS CONVIERTO A TI Y A ÉL EN
RASTRILLOS Y OS USO PARA LIMPIARLO!
—Está bien, está bien, ahórrame el sarcasmo —dijo Babú a su hermana
sin darle tiempo a hacer la broma que tenía en los labios—. Quizá también
sea tarde para confiar en una convivencia totalmente pacífica. De todos
modos, no creo que logremos que Scarlet no esté invitada a la fiesta y… —se
interrumpió. La viuda Amory iba hacia ellas y resultaba evidente que algo no
marchaba bien en su cardado: llevaba el pelo de punta como espigas granadas
y le levantaba el sombrerito su buena cuarta.
—Hola —dijo alegre al pasar.
Pervinca tuvo que bajar la mirada para no reírse en su cara. Pensé que
Babú haría lo mismo, pero ella, en cambio, tragó saliva y se mordió los
labios.
—Bue… buenos días, señora Amory —dijo, aunque con voz trémula.
Por suerte, la señora pasó velozmente y las gemelas pudieron reírse sin
que ella se percatara.
—Bonito pueblo en calma, ah, sí —dijo luego Pervinca echando a correr
—. Muévete o las locuras de la estación te contagiarán a ti también. Y, a
propósito, ahí está Flox…
Todavía estaba sentada en el lavadero hojeando su álbum.
—Pobrecita, hoy también va a llegar tarde por culpa nuestra —dijo Babú
acercándose. Pero Flox tenía otras cosas en la cabeza.
—¡Estoy contenta y tengo planes! —empezó a decir, radiante, poniéndose
en pie de un salto. Grandes flores verdes y amarillas, que ella misma había
confeccionado a ganchillo, le rodeaban el cuello hasta las orejas. Babú pensó
que eran muy alegres.
—Bonito sombrero —comentó Pervinca.
A la capa de paño azul, que todos los alumnos tenían igual o parecida,
Flox le había cosido grandes retales a cuadros o florones, «para romper la
monotonía». Ese día había decidido ponerse pantalones a la zuava de los
mismos tonos que los retales y medias de rayas verticales de los mismos
colores que la bufanda. Los botines, en cambio, estaban atados con cintas de
algodón del color del sombrero. En resumen, Flox.
—¿Qué planes tienes? —le preguntó Babú.
—Hoy, después de comer, podríamos subir al molino.
—No, al molino no —protestó Vi—. Si nos pilla la mujer de Oldpint, nos
hace probar su mermelada de calabaza y no me gusta. Y si nos pilla él, nos
hace probar el mosto nuevo y nos emborrachamos. No, no.
—Iremos sin hacer ruido —insistió Flox—, nos pegaremos a la pared
como salamanquesas.
—No hay salamanquesas en esta estación. Ya están aletargadas.
—Entonces como culebras.
—También están en letargo.
—¿Ranas?
—No.
—¿Grillos?
—¡¿En octubre?!
—¿Lagartijas?
—Si quieres ir al cabo del Viento, Flox, ¿por qué no vamos por el camino
entre las rocas y nos dejamos de problemas? —preguntó Babú.
Flox sonrió e hizo gesto de que no con el dedo.
—¡Quiero pasar por los Bosques Altos! —dijo.
—¿Otra vez? ¡Pero si la semana pasada estuviste allí dos días enteros!
—Por eso he ganado el concurso de pintura —dijo orgullosa la brujita—,
porque los observé bien.
—No, Flox, has ganado ese concurso porque fuiste la única en meter los
dos pies hasta los tobillos en los cubos de pintura cuando fuera hacía cinco
grados —le recordó Pervinca.
—Si es por eso, metió incluso la cabeza —intervino Babú.
—… porque la punta de la nariz es mejor que un pincel —concluyó luego
a coro con Flox.
—Si no voy, nunca podré formular mi teoría sobre la Danza de las
Locuras —explicó la chiquilla— y el misterio seguirá siendo misterioso.
¿Confites? —Flox sacó de los bolsillos un puñado de confites redondos de
colores—. Tengo que ir a los Bosques Altos, porque es allí donde el otoño da
lo mejor de sí. ¿Cuál queréis? Los he hecho verde manzana, rojo fresa,
amarillo limón…
—¡Limón! —escogió Pervinca. Cuando se metió en la boca el confite,
hizo una mueca—. ¡Sabe a almendra y chocolate! —protestó.
—Claro, es un confite.
—¡Creía que sabía a limón!
—¿Por qué? Es un confite.
—Uf, no me gustan las almendras.
—Entonces pídele a tu hermana que lo convierta en un caramelo de limón
—le sugirió Flox—. O escúpelo.
—No, ya lo tengo en la boca y lo he desmenuzado… Y ¿qué es ese álbum
que llevas al colegio?
—Ah, ¿esto? —dijo Flox complacida de que Vi se lo preguntara—. ¡He
completado mi recolecta!
—¿Cuál de tantas? —preguntó Babú—. Tarjetas de felicitación,
invitaciones a fiestas, confites, palabras coloreadas, briznas de hierba,
botones viejos, plumas sucias, bolsitas de té usadas, recortes, flores de tela,
flores de punto, flores a secas, manchas de tinta, manchas de comida…
—¡Ésa! —anunció Flox—. ¡La última que he encontrado es pu-ro ar-te!
—¿Qué mancha es?
Flox guiñó un ojo a su hada.
—¡Una obra maestra! ¿Verdad que sí, Pífano? La cosa fue así: mamá
había dejado los huevos frescos y una cesta de uvas silvestres en la silla. Tía
Hortensia no los vio y puso encima la ropa para planchar, y yo me senté
encima del montón. Ni siquiera oímos el ruido de los huevos al romperse, así
que tuvieron todo el tiempo del mundo para mezclarse bien con el jugo de los
granos de uva machacados, y una hora más tarde… ¡TACHÁÁÁN!
Flox abrió el álbum por la última página.
—¡UAU! —profirió Babú.
—¿A que sí? Es lo mismo que dije yo. Mientras la hacía desaparecer de
las sábanas de mamá, ella gritaba que había montado un desastre. Después,
sin embargo, se puso contenta al ver que las telas estaban tan limpias como
antes y la mancha estaba en mi álbum, con las demás. Le ha gustado mi
álbum, no me lo creía.
—¿Por qué no? —dijo Babú—. ¡Es precioso! Pero será mejor que
corramos, ya no se ve a nadie por la calle.
—A ver qué cara pone nuestra profesora de encantamientos artísticos —
se dijo Flox, entusiasmada—. Fue ella la que me enseñó el encantamiento
trasladamanchas y yo la adoro por eso.
—Afortunada tú, yo me aburro mortalmente con ella —farfulló Pervinca.
Babú, en cambio, estaba de acuerdo con la joven Polimón.
—Artística es una asignatura estupenda —dijo—. No sé cómo puedes
aburrirte, Vi. Ojalá todos los días fueran miércoles…
—¡Es miércoles! —exclamó Flox.
—No, hoy es martes… ¿Por qué te has parado?
—¡Porque hoy es miércoles!
—No, mañana es miércoles. Pífano lo confirmó asintiendo
enérgicamente.
—¡Hoy! —insistió Flox.
El sonido de la campanilla del colegio las avisó de que era hora de entrar.
Pervinca agarró a Flox de una manga y la arrastró con ella.
SIETE

Una Peligrosa Distracción


¡NO PUEDE SER MIÉRCOLES!

«Ayer, en el invernadero de madama Tomelilla,


ante algunas amigas, Fragaría Fres y Híedra Dhelia
presentaron el “Calendario Imaginario”, un original
invento que permite hacer avanzar o retroceder el
tiempo según el deseo o la necesidad…».

E ra tardísimo y, sin embargo, Flox parecía tener las piernas de plomo.


—¿Qué te ocurre? —le gritó Vi volviéndose para mirarla.
Fue un error.
Ahora, ninguna de las dos miraba hacia adelante, así que, antes de que
Babú pudiera advertirlas, arrollaron a la viuda Amory, que estaba parada en
la esquina delante del taller del herrero-herrador.
La pobrecilla cayó al suelo y se echó a llorar.
En realidad, estaba llorando desde antes. A las chicas, que la ayudaron a
levantarse, les dijo, de hecho, que en los últimos tiempos nada le salía bien,
que se había vuelto transparente como el aire y que «ése-de-ahí», además, la
habría pisoteado si se la hubiera encontrado delante.
—¿Quién? —le preguntó Vainilla horrorizada.
—¿Quién va a ser? ¡Ése-de-ahí! —repitió la viuda como si fuese una sola
palabra. Y señaló la escuela.
Las chicas se miraron: ¿con quién la tenía tomada?
Babú notó que la señora Amory sujetaba un sobre. Estaba arrugado y
alguien lo había pisado, se veía con claridad la huella de una bota, de ésas
que tienen la suela con pinchos.
Sin querer, la joven Bruja de la Luz leyó el principio del membrete:
«Queridísimo…». —El resto estaba tapado por su mano.
—¡Tenemos que irnos! —dijo Pervinca.
—Perdonadnos, doña Vivian, por haberos tirado, estáis muy elegante —le
dijo Vainilla despidiéndose—. Lleváis un sombrero primoroso, de verdad.
Mientras se dirigían a la escuela seguían discutiendo acerca de qué día
era.
—Te digo que el miércoles es mañana —replicó Vainilla a Flox corriendo
junto a ella—. Hoy es martes.
—¡Ayer era martes, hoy es miércoles! De hecho, tenemos artística.
—Ayer era lunes, hoy es martes y tenemos matemáticas.
—Te equivocas.
—No, no me equivoco y… ¡ooh! ¡Ahí llega De Transvall! ¡Démonos
prisa!
En los escalones del colegio Flox volvió a pararse.
—¡No puedo! —dijo.
—¿No puedes qué?
—¡Entrar! No puedo. Creyendo que era miércoles, no he hecho los
deberes de geometría.
—¿¿QUÉÉÉ?? ¡De Transvall, Flox! ¿Cómo puede una olvidar que tiene a
De Transvall?
El señor Joe, el conserje de la escuela, apareció en la puerta.
—¿Entráis u os quedáis ahí? Tengo que cerrar —dijo.
Las chicas no le hicieron demasiado caso.
—Yo creo, Flox, que, si se lo pides, McDale te hace hueco en su nido —
comentó irónicamente Pervinca—. Eres la primera alumna en la historia de la
Horace McCrips que se olvida de que tiene matemáticas.
—¿Estás diciendo que quizá me haya contagiado de la Danza de las
Locuras? Hum, podría ser… Para olvidar una cosa así…
—Vuelve a casa, Flox, y di que te duele el estómago.
—¡Me duele el estómago! Pero no puedo volver a casa, ella ya me ha
visto.
—Di que te ha entrado de repente el dolor.
—¡Me ha entrado de repente! Pero a ésa no le interesa. Me pondrá un uno
por no haber entrado.
Pífano giró sobre sí misma y casi se desmaya.
Joe hizo ademán de cerrar el portón.
—¡Apiádate! —le imploró Vainilla—. ¡Tenemos un problema!
Flox tenía razón: si volvía a casa, De Transvall le pondría un uno en su
lista de notas. Pero también se lo pondría si entraba en clase sin los deberes
hechos y sin haber estudiado. Y con un uno no podría ir al cabo del Viento,
no podría ir a los Bosques Altos, no podría ir a ninguna parte. Tendría que
quedarse en casa estudiando. Adiós colores, adiós excursiones, adiós su
teoría.
—Habría una manera… —sugirió Pervinca, y tenía en los ojos aquel aire
de pilluela que… Aclaró—: No es del todo legal.
Ajá.
—¡Si no es legal, no se hace! —dije.
Ella protestó:
—Espera a oírlo que se me ha ocurrido antes de decir que no se puede
hacer, Felí —me dijo—. Podría ser nuestra única escapatoria…
Hay que entender que, para Vi, palabras como «ilegal» o «prohibido»
eran sinónimos de «aventurero» y «divertido», no de «no se debe hacer».
—¿Qué idea se te ha ocurrido? —preguntó Babú.
—Estaba pensando que, mira por dónde, yo ahora tengo artística
precisamente y he hecho unos deberes aceptables, pero no es que me vuelva
loca esa asignatura, y en cambio me gustan las matemáticas, y especialmente
la geometría. Además, nosotros, de Segundo B, vamos una lección por
delante de vosotros, así que…
—¿¿Así qué?? —la acucié.
—Bueno, si adoptase el aspecto de Flox y ella adoptase el mío y nos
coláramos una en la clase de la otra, todo estaría resuelto, ¿no? Yo, que sé de
matemáticas, haría quedar bien a Flox y tú, Flox, que eres la reina de artística,
me harías quedar de maravilla.
—¡Tal vez deberías ir tú al nido de McDale! —dije dándome golpecitos
en la sien con un dedo—. ¡¿No sabes que eso está extrasuperprohibido?! ¡Ni
pensarlo!
—Ojalá se pudiera hacer —suspiró el hada Pífano.
—Pensadlo —replicó Pervinca—. Sólo sería una hora. Acabado el
peligro, volveríamos a nuestros sitios y todo estaría solucionado. En el fondo,
también es culpa mía que Flox esté en apuros. Si me hubiera levantado antes
y hubiéramos llegado puntuales, ella habría descubierto en seguida que hoy
es martes y se habría quedado en casa.
—¿Y qué habría hecho? —preguntó Flox con curiosidad—. Mi madre no
me habría dejado quedarme en casa sólo porque no he estudiado. ¿La vuestra
sí?
Vainilla respondió moviendo de un lado a otro la cabeza, como diciendo
«de ninguna manera».
—No, no, no, la culpa es sólo mía —la tranquilizó Flox—. Me he
distraído, me merezco una mala nota. Estudiaré, como ha hecho Cicerbita, y
la recuperaré.
—Lo siento mucho —le dijo Vainilla—. Haría lo que fuera para sacarte
de esta situación, pero, aunque Pervinca ocupara tu sitio, de todos modos no
ha hecho tus deberes y…
—Es verdad —intervino Pervinca—, pero cuando De Transvall os
pregunte a ti y a Flox, y estamos seguras de que lo hará porque vais
retrasadas, tú, que llevas dos días estudiando, sacarás una buena nota, Babú,
mientras que Flox, que no ha estudiado nada, se quedará muda…
—¡Hasta mañana! —exclamó en ese momento el señor Joe cerrando la
puerta.
Pervinca interpuso un pie y las chicas entraron.
—¿Y bien? —preguntó golpeando el suelo con el pie, impaciente.
—Espera —dijo Babú. Se arrodilló y sacó el libro de geometría—.
Escucha, Flox —le dijo—, si te concentras, quizá todavía logremos hacerlo
de manera legal. Escucha…
Mientras subían, Vainilla trató de hacer un superresumenultra​concentrado
de geometría para Flox.
—Si te pregunta cómo se calcula el área de un cuadrado, tú contestas:
«lado por lado». Si te pregunta la del rectángulo, entonces es «base por
altura…».
—Lado por altura… —repitió Flox.
—No, no, base por altura es la del rectángulo. Mientras que la del
triángulo es «base por altura dividido entre dos». ¿Estamos?
—… rectángulo base por cultura dividido por dos…
—¡Ayayayay! ¿Qué tiene que ver la cultura aquí? No, es «altura», Flox,
la altura del triángulo, ésta, mira… Ahora el área del trapecio: se calcula
sumando la base mayor y la menor, multiplicando el resultado por la altura y
dividiendo el total entre dos. En cambio, la del pentágono es un poco más
complicada. Bien, recuerda, es «perímetro…».
—… por apotema dividido entre dos.
Vainilla miró a su amiga estupefacta.
—¿Cómo lo…? ¡AY, MADRE, SI ERES TÚ!
—Flox no lo conseguirá, Babú, creo que ya te has dado cuenta —dijo
Pervinca con el aspecto de Flox—. Ahora vayamos, las clases ya han
empezado.
Vi a Pervinca entrar decidida en Segundo A mientras, al otro lado del
pasillo, Flox, con el aspecto de Pervinca, abría tímidamente la puerta de
Segundo B.
—¡ESPERA! —gritó en ese momento Vainilla sin levantar demasiado la
voz—. ¡Las hadas! Si queremos que funcione, —¡tenemos que
intercambiárnoslas también! Felí, tú ve con Flox y tú, Pífano, ven con
nosotras.
OCHO

¡En el Lugar de una Amiga!


FÓRMULAS Y COLORES

«¡Shirley Poppy al descubrimiento de los mares!


Voces de albatros cuentan que la han visto frente a
las costas del archipiélago del Lebratillo
entablando amistad con algunos ejemplares de
alondras marinas. Shirley hace saber que tiene
intención de prolongar su viaje hasta las primeras
nieves…».

T odo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos a espaldas de Babú,


que, concentrada en aquel último y extremo intento, no había notado la
incomodidad en la expresión de su amiga. Si la hubiese notado, cuando iba
por el área del rectángulo habría renunciado y cerrado el libro. Por su parte,
Flox había resistido hasta el área del trapecio, luego había mirado a Vi con
una súplica en los ojos: «¡Hazme desaparecer de aquí!».
Un instante después, las dos amigas habían intercambiado su aspecto.
Al principio, todo fue bastante bien…
Pervinca-Flox fue sacada a la pizarra en seguida. Sin los deberes hechos y
con un retraso de diez minutos, sabía que no podía esperarse preguntas
«normales». Y en efecto, De Transvall la examinó de todas las materias:
ciencias, álgebra y geometría. Le preguntó sobre números y fenómenos
atmosféricos, sobre fórmulas y raíces cuadradas… Un verdadero suplicio,
incluso para Vainilla, que no salió a la pizarra pero asistió sintiéndose
profundamente culpable.
Pero Pervinca se metió perfectamente en su papel y tuvo cuidado en
contestar como habría contestado Flox. En efecto, cuando la profesora le
preguntó cómo se halla la dirección del viento, ella respondió que había que
fijarse en la proa de los barcos, la cresta de la olas, las plumas de las ocas, el
color de la hierba, pero que lo más útil de todo eran las banderolas de los
tejados.
La profesora entornó los ojos y Pervinca-Flox, que se lo esperaba, añadió
—aunque tras esperar un poco— lo que sabía desde el principio. Es decir,
que el viento se mide en grados: 0° corresponden al Norte, 90° al Este, 180°
al Sur y 270° al Oeste. Dijo qué era la Rosa de los Vientos y también que la
velocidad se mide en nudos, y explicó qué eran los nudos.
Cuando le pidió que nombrara al menos dos mamíferos que vuelen, se
mordió la lengua y fingió que caía en la trampa, como probablemente habría
caído la verdadera Flox. No porque Flox fuese tonta, al contrario, a su
manera era muy inteligente. Pero sostenía que los demás, todos los demás, lo
eran más que ella y, por eso, las preguntas tramposas la ponían en
dificultades: ¿es posible, se habría dicho en aquel momento, que la profesora
no sepa que sólo los murciélagos vuelan y que las ardillas voladoras no
vuelan, simplemente planean? Se habría convencido de que no, de que no era
posible que no lo supiera, así que ella tenía que ser la equivocada. Y habría
dado la respuesta errónea.
Pervinca hizo más o menos lo mismo: torció la nariz como hacía Flox y,
mirando a izquierda y derecha, simuló que tenía que pensárselo mucho.
Luego, sin embargo, dio la respuesta buena.
—Sólo los murciélagos vuelan —dijo.
A la pregunta «¿Qué necesita una planta para vivir?», evitó contestar:
«Posos de leche, mondaduras de patata y mucho amor», porque se habrían
tirado todo el día allí.
Al final, logró para Flox un 5,5, que era la media de sus notas de aquel
día: 1 (por no haber hecho los deberes y haber llegado tarde) más 10 (por la
excelente exposición) partido por dos (para calcular la media) igual a 5,5.
En el aula de enfrente, mientras, Flox, haciéndose pasar por Pervinca,
estaba inspirando a la profesora de encantamientos artísticos la agradable
sospecha de que Vi Periwinkle tenía corazón. Por primera vez, de hecho, la
joven bruja no sólo no se negó a cantar a coro «La canción de los colores»,
sino que hasta participó con entusiasmo en el ejercicio «Colorea el viento».
La señorita Magnolia Liliflora estaba conmovida. Tanto, que Flox-
Pervinca supo resistir la tentación de enseñarle su álbum de manchas. Sabía
que aquel tipo de colección no era compatible con el carácter sombrío y
rebelde de Pervinca, cuyo papel estaba interpretando. Si hubiesen sido rastros
de serpiente o geometrías de telarañas, arañazos de gato, quizá, pero manchas
de colores no, no eran propias de Vi. Y la señora Liliflora lo sabía.
No sólo eso. Flox era consciente también de que, para no despertar
sospechas, tenía que contener su exuberante cordialidad y limitar sus
generosas sonrisas. Cualquiera habría estado más inclinado a atribuir el
insólito comportamiento de un alumno a un problema digestivo o a las
locuras de la estación antes que a un complot así, sobre todo por parte de tres
alumnas tan educadas y diligentes, pero lo mejor era no arriesgarse.
Por eso, Flox Corazón de Oro reprimió sus sonrisas y entregó a la
profesora los deberes de Pervinca.
«Bien —se dijo orgullosa—. ¡Sigue así, concéntrate!». Si aquella mañana
la señorita Liliflora no hubiese hablado de colores… Sucedió hacia el final de
la hora, cuando Flox ya se sentía a salvo y lista para adoptar su propio
aspecto y volver a su aula. Faltaban diez minutos para el timbre y la profesora
sacó una cartera de madera que contenía cien, quiero decir, CIEN frasquitos
de tinta de cien colores distintos.
—¿Quién viene a decirme el nombre de cada color? —preguntó
sonriendo, como siempre.
Según vosotras, ¿quién levantó inmediatamente la mano?
Pobre Flox, ¡fue su instinto natural!
—¡PERIWINKLE! —exclamó radiante la profesora. Flox se volvió pensando
que habían entrado Vi y Babú.
—Periwinkle —la llamó de nuevo la profesora.
Volé hasta ella y traté de atraer su atención.
Flox movió los ojos y se dio cuenta de que todos la estaban mirando,
incluida la maestra. Y que había un extraño silencio en clase.
—¿Me decís a mí? —preguntó sorprendida, con un hilo de voz.
—Sí, Pervinca, a ti —respondió la señora Liliflora.
—¿¿Pervinca?? —dijo Flox torciendo la nariz.
—¿No es tu nombre?
La joven bruja no sabía qué contestar: ¿acaso a la señorita le estaban
afectando las locuras de la estación, como al señor McDale? Si no, ¿por qué
la llamaba Pervinca? Ella era Flox. ¿O no?
De pronto sintió un hormigueo en la mano derecha. Se la miró y se dio
cuenta de que tenía el brazo levantado y que aquel brazo vestía el jersey de
Pervinca. Entonces volvió en sí y comprendió lo que acababa de hacer. Si
hubiese podido, con un encantamiento, se habría trasladado inmediatamente
al barco de Shirley Poppy y se habría ido con ella al descubrimiento del
mundo marino. Pero no conocía aquel encantamiento, así que trató de
remediar la situación como pudo.
—Sí, sí —balbució cortada, masajeándose los dedos entumecidos—.
Pervinca Periwinkle, soy yo. Pervinca, claro, también conocida como «Vi»,
como «vi» de ver —se esforzó por reírse, pero…—. ¡Yo, yo en persona! —
aseguró—. ¿Qué tengo que hacer?
—¿Te encuentras bien, tesoro? —le preguntó la maestra.
—¡Requetebién! —contestó Flox con un vozarrón casi de chico—.
¡Cómo no, una Periwinkle siempre está perfectamente! —Estaba
completamente fuera de control—. Y bien, ¿qué quiere de mí?
—¿Que qué quiero de ti…? Pero, mi querida niña, tú debes de tener
fiebre, estás toda colorada… Deja que te toque la frente… ¡Santos númenes,
estás ardiendo! Hay que llamar a tu madre o a tu tía, que vengan a buscarte.
—¿¿TÍA HORTENSIA?? —gritó Flox desencajando los ojos—. ¡Por piedad,
no, me mataría!
—¿¿Hortensia?? —exclamó, cada vez más alarmada, la señorita Liliflora
—. Pero, Pervinca, cariño, tu tía se llama Tomelilla. Estás realmente mal.
Dime, ¿te duele la tripa? ¿Ves doble? —Una duda asaltó a la solicita maestra
—. ¿No le habréis hecho un encantamiento por casualidad? —preguntó
dirigiéndose a sus compañeros.
Los chicos negaron con la cabeza.
Todos menos Scarlet Pimpernel. La cotilla hija del alcalde se levantó y,
sonriendo como una gata que ha atrapado al ratón por la cola, se acercó a la
falsa Pervinca.
—Pobrecita —dijo acariciándole una mano—, ¿no te sientes bien?
¿Quieres que te acompañe a casa?
—No, no, gracias —respondió Flox con la cabeza dándole vueltas.
Scarlet levantó una ceja, asombrada.
—¡Olalá, vaya palabra! —dijo riéndose—. Pervinca Periwinkle dándome
las gracias. Sí que debes de tener una fiebre de caballo. ¡Profesora, llame en
seguida a su tía To-me-li-lla! —recalcó bien la última palabra. Estaba claro
que aquella canalla se lo había olido. La verdadera Pervinca la habría puesto
en su sitio, pero ella era Flox, la buena, la dulce, la ingenua, la dubitativa, la
tímida, la hipersensible Flox, que a esas alturas estaba hecha un lío.
Demasiado nerviosa para reaccionar, no consiguió detener a la profesora,
que, en un santiamén, había corrido ya a llamar al conserje.
En ese preciso instante sonó la campanilla que ponía fin a la primera
hora.
«Menos mal —suspiré—. Ahora volverán a adoptar su aspecto y
terminará esta pesadilla».
En cambio…
Flox no se movió de la silla. Petrificada, escuchaba a Scarlet Pimpernel,
quien, con una carcajada sarcástica, le susurraba al oído:
—¡Estáis fritas!
NUEVE

De Mal en Peor
LA JUGADA IMPREVISTA

«Espectacular resbalón de Butomus Rush en la


calle de los Ogros Bajos. Nuestro bravo zapatero
pisó accidentalmente el huesecillo de un fruto de
espino blanco. Tened cuidado…».

E speré angustiada a que De Transvall apilara sus libros de números y


fórmulas y saliera de la clase de Vainilla. Luego volé hasta las gemelas.
—¡PELIGRO, PELIGRO, PELIGRO! —grité con los dientes apretados.
—Lo sabía —bufó Pervinca dejándose caer en su silla. Había sido idea
suya y había conseguido una buena nota para Flox, pero no le había supuesto
ninguna diversión, como había creído. Hacerse pasar por alguien muy
distinto de tino es fácil, Vi acababa de descubrirlo, y ahora no veía la hora de
abandonar aquellas ropas variopintas y volver a ser ella misma.
—¿La han descubierto? —preguntó el hada Pífano.
—Sí, bueno, sólo Scarlet, creo. Pero daos prisa… —Les expliqué lo
sucedido y les dije que en clase creían aún que Flox deliraba por la fiebre y
que Joe se disponía a ir a llamar a tía Tomelilla.
Pervinca empezó a darse pequeños cabezazos contra el pupitre.
—¿¿Por qué, por qué me he fiado si sé cómo es… por qué, por qué, por
qué??
—Porque odias artística —respondió Vainilla—. Y también porque
querías ayudar a Flox. Ahora…
Pífano hizo ademán de volar hasta su protegida, pero Vainilla la detuvo.
—¡No! —le dijo—. Si vas con ella, estamos fritas de verdad. Flox está
bien, no debes preocuparte. Tenemos que pensar, más bien, en cómo hacerla
salir de esa aula. Y en cómo detener a Joe. ¡Aah, ya está!
—¿Le prendemos fuego a la escuela? —preguntó Pervinca cáusticamente.
Babú negó con la cabeza.
—¡Voy yo con ella! Soy su hermana, ¿no? Al menos en apariencia. Si
voy a buscarla y me la llevo a beber un vaso de agua, tú nos alcanzas, os
transformáis y nos salvamos. Felí —me ordenó luego—, ve con Flox,
adviértele que voy para allá y dile que deberá hacer todo lo que le diga.
¡Rápido, que va a empezar la segunda hora!
Llegué hasta Flox precisamente cuando la señorita Liliflora regresaba.
—Cuando llegue Joe, le diremos que vaya a avisar la tu tía, querida, está
tranquila —dijo la amable profesora haciéndole una caricia. Flox tragó saliva.
—Tranquila —le susurré—, tenemos un plan…
—Buenos días, profesora Liliflora —saludó Babú en ese momento—. He
venido para ver cómo está mi hermana. ¿Puedo hablar con ella un momento?
La profesora asintió y, pensando en tranquilizar a las gemelas, añadió en
voz baja:
—Dentro de poco llegará vuestra tía.
—¡Estupendo! —respondió Babú—. Eso es estupendo, gracias.
Por fin se acercó a Flox.
—Ánimo —le dijo sólo con los labios, e inmediatamente puso en práctica
el nuevo plan.
—Te han sentado mal las bayas de espino blanco, ¿verdad? —preguntó a
su falsa hermana, haciendo comprender a Flox que tenía que contestar que sí.
—S… sí —respondió de hecho Flox.
—Se nota —siguió diciendo Vainilla, ahora en voz alta—, estás tan rara,
ni siquiera pareces tú…
—Ya —comentó sarcásticamente Scarlet—. No parece en absoluto
Pervinca Periwinkle, ¿será que no es ella?
Babú no se dejó distraer.
—¿Te apetece beber un poco de agua, Vi? —preguntó levantando a Flox
de la silla—. La señorita Liliflora te daría permiso para salir un momento…
—¡Está prohibido salir del aula entre clases! —exclamó furiosa Scarlet.
Vainilla le sonrió.
—Sí que se puede —replicó con calma—. Se puede salir para hacer pis,
para beber agua si te duele la tripa y…
—Si te duele la tripa te quedas en la cama —sentenció Margarita
De Transvall entrando en clase.
Flox soltó un gemido y de roja que estaba se puso gris ratón.
«¡Perdidas!», se dijo Vainilla, paralizada.
—Si la joven Pervinca está revuelta, que se vaya a casa, este colegio no
necesita ninguna epidemia —ordenó la terrible profesora dejando caer los
pesados libros de sus asignaturas sobre el escritorio—. Si no, que se prepare
para salir a la pizarra. Tiene un minuto para decidirse.
Como suele decirse, «¡de mal en peor!».
Habían transgredido las normas para evitar que Flox se llevase una mala
nota en matemáticas y ahora la mala nota estaba a punto de llevársela
Pervinca. Estaban atrapadas. «Fritas», como había dicho Scarlet: podían
continuar con aquella representación, esperar a que llegase tía Tomelilla y
terminar las tres castigadas el resto de su vida.
O bien podían pedir que no molestaran a tía Tomelilla, Flox seguiría
fingiendo que era Pervinca, le preguntarían la lección y Vi se encontraría con
un 1 en matemáticas.
Pero había una tercera posibilidad, es decir, confesar el engaño, terminar
las tres castigadas para el resto de su vida, tener un 1 en conducta, quedar
pésimamente ante el pueblo entero y que sus familias quedaran igual de mal.
Objetivamente, era una elección difícil.
Pervinca habría dicho que había una cuarta posibilidad, o sea, carbonizar
a De Transvall y librar a la Horace McCrips› de aquella pesadilla de una vez
por todas. Por fortuna, no fue eso lo que decidieron Flox y Vainilla. De
hecho, decidieron no hacer nada, pues en el momento mismo en que se les
acababa el tiempo, en el instante preciso en que De Transvall alzó los ojos,
un decimorrelámpago antes de que Flox se viniera abajo y confesara su
verdadera identidad, y un hilosoplo antes de que Vainilla confirmara todo, el
suelo del colegio tembló.
¡BRRRUM!
Una resquebrajadura levantó las tablas y dividió el aula en dos.
Se hizo un silencio absoluto, pese a que varias bocas estuvieran abiertas
de par en par
Los chicos cruzaron una mirada de terror que, sin embargo, pronto se
transformó en curiosidad. Poco después estaban ya andando al borde de la
grieta.
—¡JOEEE! —chillaba mientras tanto la directora Flumen. Pálida como la
luna en noviembre, entró en nuestra aula y, ante la increíble grieta, vaciló.
—Haz que salgan los chicos —dijo apoyándose en un pupitre—.
Reúnelos a todos en el patio y esperad.
Vainilla ayudó a Flox a levantarse, juntas llegaron hasta Pervinca y las
tres se mezclaron en el río de alumnos que corría ya hacia la salida. Cada una
adoptó su propio aspecto y todo volvió a estar en su lugar.
Exhausta por la tensión, me deslicé en el bolsillo de Vainilla esperando
que todo hubiera acabado, pero entonces oí la voz de Joe.
—¡YA LLEGAMOS! —gritaba.
Temblé: «¿Llegamos?».
Salí con el corazón en la garganta: ¿¿quién estaba con él??
Nadie. Joe venía corriendo hacia el colegio con una pala y guantes, sus
compañeros de trabajo. Solté un suspiro de alivio. No había ido a llamar a
Tomelilla y ahora seguramente tendría cosas que hacer.
Teníamos aún unas horas de vida.
DIEZ

La Patada del Gigante


DESPUÉS DE LA PRIMERA LLEGA LA SEGUNDA

«Piñas y demás 1. El sábado Pasado, el equipo


de las Ardillas Descalzas ganó el concurso de torres
de Piñas construyendo una torre tan alta como
nuestro árbol. Si Roble no hubiera estornudado…».

E l conserje caminaba de un extremo a otro de la grieta sacudiendo la


cabeza, incrédulo.
—Y bien, Joe, ¿cómo ha podido pasar? —le preguntó la directora
Flumen, parada a un lado.
El hombre, con los guantes de trabajo apretados en una mano, torció la
boca. «Que me aspen si lo sé», parecía pensar.
Desconcertado, se detuvo donde las tablas de madera del suelo se habían
levantado más y, de rodillas, observó durante un rato aquel incomprensible
desastre.
—Que me aspen si lo sé —exclamó al final golpeándose una pierna con
los guantes.
—¿Qué podemos hacer, Joe? ¿Crees que el colegio está en peligro?
¿Cómo está abajo? Tú ya has bajado, lo has visto…
—Abajo… Vaya, sí, en fin, algunos daños hay —dijo Joe un tanto
confuso—, pero por suerte él está…
—¿Él? —dijo la directora, asombrada—. ¿Él quién?
—Quería decir ella, ella, la escuela es… sólida. Sí, es decir, no he llegado
hasta los cimientos porque él ya estaba… el edificio, quiero decir, estaba…
En fin, tengo que bajar otra vez para mirar mejor.
La directora agachó la cabeza y pensó que Joe debía de estar muy
afectado por aquel suceso y que, por ello, no era una buena idea dejar que
bajara solo.
—No me parece una buena idea —dijo, de hecho—, la escalera podría ser
peligrosa, quizá se derrumbe todo… No, no quiero que bajes. Trataremos de
saber qué ha pasado desde aquí.
Las arrugas de Joe se curvaron en una expresión divertida.
—Señora, no soy ningún experto —dijo el conserje—, pero, si las tablas
del suelo se han levantado, quiere decir que la tierra ha subido y, si la tierra
ha subido, significa que algo la ha empujado desde abajo. Por eso, es ahí
donde debemos mirar, abajo.
La directora lo miró unos instantes sin hablar, insegura sobre la decisión
que tomar.
—Está bien —dijo por fin—, pero irá alguien contigo. No quiero que
vayas solo.
Joe sonrió, apurado.
—Oíd —dijo descartando esa posibilidad con un gesto—, conozco este
edificio como a mis tripas. Lo que quiero decir es que me es tan familiar
como mi propia casa, y puede que incluso más. En resumen, que he crecido
entre estas piedras y, creedme, las conozco bien, de los cimientos a la
chimenea. No hay rincón, peldaño, estancia o recodo de la vieja Horace que
me sea desconocido. Podría indicar cada madriguera de ratón y cada tela de
araña, deciros la fecha en que se abrió cada una de las grietas y en qué
ladrillos sale salitre en invierno. Y si me dais tiempo, os digo también cuántas
son las piedras que forman sus paredes, cuántas se necesitaron para levantar
las torres y los muros de los huertos, cuántas son las que forman las bóvedas
de las estancias y las del pasillo…
—Está bien, está bien —dijo la directora interrumpiendo la apasionada
arenga del conserje—. Sé que conoces nuestra escuela. No hay por qué
ponerse sentimentales. Ahora…
—¡POR-TODAS-LAS-COSTILLAS-DE-LA-TIERRA! —exclamó el alcalde
asomándose—. ¿QUÉ HA PASADO AQUÍ?
—¡Oh, Pancracio! Gracias por venir en seguida —le agradeció la
directora yendo a su encuentro—. Imagino que te estarán llamando de todas
partes, el pueblo entero estará alarmado. Dime, ¿hay muchos más daños?
—No sé de qué estás hablando, querida —replicó el alcalde salvando una
tabla para ver mejor la grieta—. El pueblo está tranquilo como el vino en los
toneles. Bueno… teniendo en cuenta la estación.
Mientras observaba aquella hendidura, Pancracio Pimpernel sintió la
necesidad de secarse el sudor, así que sacó un pañuelo blanco y se lo pasó por
la frente y el cuello.
—He entrevisto algunos peinados extravagantes —prosiguió con el tono
cada vez más distraído por lo que estaba viendo—, pero no los definiría como
«daños»… Mira qué desastre, increíble… Es decir, que yo sepa, la única
alarma de hoy la ha dado la viuda Amory justo esta mañana. Parece que su
vecina, la pobre Campánula, armada con honda y piedras, ha amenazado a su
marido con abatirlo, como hacen ciertos gamberros con las gaviotas, si no
bajaba inmediatamente del tejado. Pero ¿cómo es de larga esta grieta…?
Ahora está Hobbs con ella y la situación está bajo control, creo. En fin, ¿qué
ha pasado aquí? ¿Ha sido uno de los chicos? ¡No se tratará de una nueva
locura! ¡Los topos! En el jardín de mi suegra casi han hecho derrumbarse el
invernadero. Esos animalejos son una calamidad, excavan y excavan hasta
que el terreno cede y…
—Oh, pero aquí no ha cedido. Si acaso, ha subido —hizo notar el
conserje asintiendo llamativamente, como si dijera «¡Vaya que ha subido!».
La directora, por su parte, no lo comprendía.
—¿Quieres decir que la tierra ha temblado sólo bajo nuestros pies,
Pancracio?
—Creía que habían sido los topos.
—No, no, los topos no tienen nada que ver. Escúchame bien: hemos oído
una fuerte sacudida, como si un gigante les hubiese dado una patada a
nuestros cimientos. —Para explicarse mejor, la docta señora se hinchó toda
ella como un pichón, ensanchó los hombros, apretó los puños delante del
pecho, cerró los ojos y trató de simular que era la robusta Escuela McCrips
mientras la golpeaban—. ¡BADABUM! —exclamó agitándose, de un solo
movimiento, de la cadera a los hombros. Luego se deshinchó y señaló la
grieta—. Y éste es el resultado. A Joe le gustaría echar un vistazo a los
subterráneos.
—Solo no —comentó el alcalde.
—Ay, por caridad… —La directora intentó arrastrar al alcalde fuera de la
clase antes de que Joe empezara otra vez con su perorata. El señor Pancracio
la siguió hasta la puerta, pero luego, como detenido por algo que había visto,
volvió sobre sus pasos. Sacó el monóculo del chaleco y, sujetándoselo a un
ojo con la ceja, se asomó en un punto concreto.
—Hum… —profirió alargando el cuello para ver mejor. No añadió nada
más, porque en ese preciso instante la tierra tembló de nuevo.
¡BRRRUM!
La grieta se ensanchó espantosamente y el alcalde, en equilibrio al borde,
se balanceó adelante y atrás como el mástil de una embarcación.
Probablemente se habría caído dentro si Joe, rápido como un gato, no lo
hubiese agarrado por el corbatín y lo hubiese sujetado. Un instante después,
el suelo se cerró y volvió a estar casi como nuevo.
Los tres adultos se desplomaron al suelo jadeantes, incrédulos y
asustados.
—Pobre de mí, ay, pobre de mí —repetía el alcalde, pálido, abanicándose
con el pañuelo.
Delante de él, la directora, sentada con las piernas estiradas y la espalda
recta, refunfuñó contrariada:
—Esto es exagerado.
ONCE

La Raíz del Problema


FAIRY OAK A VISTA DE CATALEJO

«Piñas y demás 2. Marta Burdock gana, por


octavo año consecutivo, el concurso de suflés de
piña con nata pese a algunos caprichos de la masa».

A sí se los encontró el joven Robin Windflower al entrar en clase. Con


permiso del profesor, había acudido a informar a su padre, carpintero,
del incidente ocurrido en el colegio.
—Ya viene… —había corrido para decirles, pero se quedó a mitad de la
frase—. ¿Todo bien? —preguntó en cambio, asombrado. El alcalde, todavía
por los suelos, tendió una mano al muchacho para que lo ayudara a
levantarse.
—¿El pueblo ha resistido? —preguntó mientras Robin tiraba de él—.
¡Dime, rápido!
—¿Resistido qué?
—¿Cómo que qué? Venga, no bromees. ¿O he de entender que la
situación es tan grave que temes contármelo? —El alcalde había caído en el
mismo error que la directora. Robin tuvo que jurar que, desde que él había
salido del colegio, no había ocurrido nada.
—De todos modos, mi padre ha dicho que viene en seguida; Él conoce
bien las casas del pueblo y, si hay algún problema en los cimientos, ve en
seguida de qué se trata. Lo aprendió de mi abuelo, que lo aprendió de su
padre, que a su vez lo aprendió de…
—¡No es necesario! —gruñó Joe recogiendo sus herramientas—. ¡Yo sé
lo que ha pasado! —anunció. Y, sin añadir nada más, fue a grandes pasos
hasta la salida y, con decisión, tomó la calle que conducía al centro del
pueblo.
Pajarito corrió detrás de él y, cuando los otros chicos los vieron correr de
aquel modo, se unieron en seguida a ellos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Tommy Corbirock a su joven amigo.
—Joe ha descubierto qué es lo que ha hecho temblar la tierra.
—¿Y qué ha sido?
—No lo ha dicho.
—¿Y ahora adónde va?
—Tampoco lo ha dicho.
Por supuesto, nosotras, las hadas, seguimos a los chicos, y lo mismo
hicieron los profesores, y la viuda Amory, que, no sé por qué, estaba parada
delante del colegio y, al ver salir a Joe con aquella cara, se alarmó y lo siguió
también. Niños, profesores, hadas, curiosos… Cada vez éramos más: todos
los que nos veían pasar dejaban de hacer lo que estuvieran haciendo y se
unían a nosotros. Prímula Pull, el pobre lutier McMike, arrastrado por su
perro Mordillo, el leñador McDoc, que iba al bosque pero se dio media
vuelta… En resumen, en cada esquina la multitud crecía, y crecía también el
polvo que levantaban sus pisadas. Un pedacito de papel hizo unas piruetas
delante de Vainilla y se posó en su capa. Babú lo cogió y puso los ojos como
platos de la sorpresa. En él estaba escrito: «Yo estoy aquí». Lo dobló y se lo
metió en el bolsillo.
El señor McDale, mientras tanto, había notado el curioso movimiento.
—¡Callaos un poco ahí abajo! —ordenó al secretario Hobbs y a su mujer,
que discutían en ese momento sobre quién debía sujetar la honda—. Parece
que medio pueblo está persiguiendo a Joe. Pero qué diablos… —Entornó sus
avispados ojillos azules y trató de enfocar el rostro del conserje…—.
¡Campánula! —exclamó a continuación—. Haz algo útil y tráeme el catalejo.
¡Rápido!
Campánula desapareció en la casa y volvió con el catalejo fuera ya de su
estuche.
—¡Aquí está, aquí está! —dijo jadeando mientras subía por la escalera.
Meum lo cogió, se lo aplastó contra un ojo y lo apuntó a la multitud;
finalmente, Joe apareció en el círculo de la lente. McDale enfocó bien.
—Ah, ahora sí —dijo—. Veamos qué quiere hacer. El anciano conserje
se había parado en medio de la plaza y, muy tieso sobre sus piernas
arqueadas, apuntaba con un dedo amenazador a…
—¡Roble! ¿Es posible? ¿Qué lío habrá montado?
—¡TE HAS MOVIDO! —gritó Joe, entre incrédulo y furioso, al Gran Árbol.
A su espalda, la multitud de ciudadanos asistía atónita a la escena.
—¿Qué está pasando? —preguntó Vic Burdock, el padre de Grisam,
abandonando por un momento la Tienda de las Exquisiteces.
—Joe ha acusado a Goble de habegse movido —le contestó el joven
Acantos Bugle en voz baja. El señor Burdock miró el suelo de piedras
blancas de la plaza.
—No veo resquebrajaduras —comentó dubitativo.
—Aquí no, pego tendguía que veg la escuela. En mi clase hay una como
de aquí a allí.
—¡CONFIESA, ROBLE! ¡HAS DADO UN PASO! —insistía entretanto Joe—. ¡TE
HAS DADO CUENTA Y ENTONCES HAS VUELTO ATRÁS! ¡CONFIÉSALO!
Las hojas doradas del árbol temblaron y las ramas altas bajaron. Parecía
como Si Roble hubiera agachado la cabeza.
—Nooo —respondió con el tono grave de los robles, pero todavía más
hondo que de costumbre. Joe no se dejó enternecer.
—¡ERA UN PACTO ENTRE NOSOTROS! —siguió diciendo—. ¡NADA DE PASOS!
¡¡NADA DE PASOS, ROBLE!! ¡Y SOBRE TODO A LA IZQUIERDA! ¡A LA IZQUIERDA ESTÁ
LA ESCUELA!
—Escueeela —repitió el árbol, como diciendo «Yo amo la escuela». Y
era verdad. Roble jamás habría hecho mal a nadie. Jamás a un niño. Era una
madraza para los niños de Fairy Oak, lo había sido siempre, desde que, hacía
mil años, los Mágicos y los Sinmagia de aquel valle habían puesto la primera
piedra del pueblo que hoy se alzaba entorno a él y llevaba su nombre.
—¡TE HE VISTO, ROBLE! HA SIDO UN INSTANTE, PERO TE HE VISTO CON MIS
PROPIOS OJOS. ¡EN AQUELLA GRIETA ESTABA UNA DE TUS RAÍCES! ¡Y ERA BIEN
GORDA!
—Nooo.
—¡TE DIGO QUE SÍ! ¡TE HAS ESTIRADO, ESO ES LO QUE HAS HECHO, HAS
ALARGADO UNA PIERNA!
—Nooo.
—¡ENTONCES ES QUE HAS DADO UN PASO; DECÍDETE! Y MIENTRAS TE LO
PIENSAS, QUE SEPAS QUE, SI HUBIERA HABIDO ALGUIEN ALLÁ ABAJO EN ESE
MOMENTO…
—No exageres, Joe —le susurró el alcalde tocándole en el hombro—. Sea
lo que sea lo que haya hecho, sabemos que no ha sido aposta.
Luego, con voz calma, se dirigió al árbol:
—¿Querías ir a algún sitio, Roble?
—Nooo… —respondió él, cada vez más triste.
—Pero Joe y yo hemos visto moverse una de tus raíces bajo la escuela, y
sabes que allí no puedes ir… ¿Roble?
De repente, el árbol se había puesto a contar:
—… seeeis, sieeete, ooocho, nueeeve…
—¿Qué cuentas…? ¡Ah, a los chicos! No, ellos están todos bien,
tranquilo, Roble, ninguno ha resultado herido, de verdad. Deja de contarlos
ahora, están todos, fíate de mí, venga, y trata de concentrarte: ¿es posible,
querido Roble, que, sin que te hayas dado cuenta, tus raíces hayan, digamos,
crecido?
—Creciiido… Nooo.
—Ah, ya lo sabía yo —dijo Joe moviendo la cabeza—, ¡no se crece
veinte metros de una vez!
Hasta ese momento, McDale se había fijado en los gestos de enfado del
conserje y en las cómicas expresiones del alcalde. Quería entender qué estaba
pasando y, al no poder oírlo que decían en la plaza, escrutaba los rostros en
busca de pistas.
Todos estaban más bien serios, salvo Francis Corbirock y algunos de sus
hermanos. Siguiendo sus miradas divertidas, el mago acabó enfocando las
cejas de la señora Peonía, que, por algún oscuro motivo, le habían crecido un
dedo y la pobrecilla se veía obligada a echar la cabeza hacia atrás para poder
ver.
McDale movió de lado a lado la cabeza y siguió con sus pesquisas.
Tommy Corbirock miraba a Vainilla Periwinkle: ¿qué tenía que ver la
chiquilla? De hecho, ella y su hermana parecían a disgusto, distraídas. Pero,
mirando bien, se dio cuenta McDale, también la joven Polimón tenía la
misma expresión, un poco… vaga.
«Tendrán hambre —pensó el anciano señor—, estarán cansadas después
del colegio…».
Ah, sí, hay que ser una hada o una madre, o tía Tomelilla, para
comprender qué se esconde detrás de una arruguita en la frente, un suspiro
prolongado, una mirada evasiva, una pierna impaciente, un bostezo fuera de
lugar. Alguien llama a eso «remordimiento», otros «mala conciencia».
Nosotras, las hadas, lo llamamos «gusanillotormento».
El gusanillotormento se pasea por tu cabeza gritando de manera que todo
el mundo lo pueda oír: «¡MENUDA LA HAS HECHO! ¡MENUDA LA HAS HECHO!». Y
no para, ni siquiera de noche. Al contrario, de noche se vuelve más cruel y,
además de «¡Menuda la has hecho!», chilla también; «¡VAN A DESCUBRIRTE!
¡VAN A DESCUBRIRTE! ¡MAÑANA SE ENTERARÁN!».
Así que ya no duermes y das vueltas entre las mantas hasta la mañana. Y,
en determinado momento, estás tan cansada y desesperada que confiesas todo
para que el gusanillotormento pare de gritar.
Pero ¿qué podía saber el señor McDale del gusanillotormento que estaba
empezando a aclararse la voz en la cabeza de las tres chicas? Se fijó más bien
en la viuda Amory: por primera vez estaba triste y ceñuda.
—¡Uy, vaya miradita! —exclamó sorprendido—. ¿Y a quién se la dirige?
—Siguiendo la flecha disparada por los ojos gris violáceos de la guapa
señora, el catalejo fue recorriendo la multitud y se detuvo en…
—¡La directora Flumen! ¡Por Baco, mujer, ¿qué te ronda por la cabeza?!
Pero la verdadera mofa le salió cuando la lente encuadró al mago Duff.
—¡Uf! —dijo McDale, contrariado—. Cómo no iba a meter él la nariz.
Duff Burdock era un hombre tranquilo al que le encantaba meterse sólo
en sus asuntos y nunca molestaba a nadie. Transparente y franco, decía
siempre todo lo que pensaba, y era incapaz de mentir. Era un hombre en el
que se podía confiar, de una calma admirable y de pensamiento rápido.
Aquel día pasaba por casualidad por la plaza, iba a recoger su caballo,
aquella mañana se lo había llevado a Martagón para que le cambiara las
herraduras, y se había encontrado con aquella muralla de gente.
—¡AHÍ ESTÁ DUFF! —había gritado alguien, como de costumbre. Las
cabezas se habían vuelto hacia él y la multitud se había abierto para dejarle
paso.
Roble había soltado un suspiro de alivio. Él también sabía que, cuando
llegaba el señor Burdock, las cosas mejoraban inmediatamente, para todos.
—Ha llegado el enderezador de entuertos —rezongó Meum en tono
burlón—. Estaréis contentos, sí, sí…
Contento se puso seguramente el alcalde, que, al ver a Duff, lo agarró del
brazo y no volvió a soltarlo.
—Ven a ver —le dijo—. Créeme, una grieta larga… ¿De cuánto será,
cuatro metros? Puede que más. Tenemos que cerrarla en seguida, Duff, hacer
que la situación vuelva inmediatamente a la normalidad, los chicos no deben
traumatizarse por este incidente, me entiendes, ¿verdad? Tienen que reanudar
las clases mañana mismo. El colegio acaba de empezar… Tenéis que
ocuparos vosotros, los Mágicos, de arreglarla, esta noche o… incluso esta
tarde, para que… —el alcalde señaló a los chicos y bajó la voz— no pierdan
su gran concentración…
—¿Y dices que ha sido él? —dijo Duff, incrédulo.
—Pues claro, lo hemos visto.
—¿Y cómo?
—Yooo meee heee distraííído —confesó en ese momento Roble.
—¿Distraído?
—Sííí.
El Gran Árbol no tenía ojos ni brazos y, sin embargo, si lo mirabas como
se mira a un amigo, comprendías su expresión, sus pensamientos y también
en qué postura estaba y adónde miraba. Después de aquellas palabras, os lo
aseguro, Roble miraba lejos, más allá de los tejados y la muralla de Fairy
Oak, hacia los Bosques Altos.
DOCE

Comida con Tomelilla


NO EXISTE NINGUNA DANZA

«Piñas y demás 3. Calicanto Winter se traga una


piña por una apuesta. El doctor Chesnut, antes de
curarlo, le da un bofetón».

E n el camino de vuelta a casa, las chicas iban calladas.


Pervinca manifestó cierta perplejidad respecto al hecho de que los
árboles pudieran inclinarse para alcanzar a ver lo que normalmente no ven y
protestó contra la señorita Liliflora, que le había puesto un 6 por su dibujo.
—Una que canta la canción de los colores y acepta incluso colorear el
viento se merece mucho más de un 6, ¡¿no?! —refunfuñaba—. Era el retrato
de coleóptero más bonito que he hecho nunca. Está bien, puede que no
tuviera colores llamativos, como le habría gustado a ella, pero si le rascabas
el dorso cobraba vida y se iba de paseo por el folio… ¿Qué más quería?
Eran, más que nada, pensamientos en voz alta. Desde que habían salido
de la escuela, se habían dirigido rara vez la palabra. La joven Polimón ni
siquiera andaba a su lado, se quedaba detrás.
Vainilla se volvió para ver dónde estaba: Flox caminaba mirándose los
zapatos, tan lenta como un caracol, murmurando cosas incomprensibles.
—¿Todo bien? —le preguntó—. ¿Qué murmuras?
—¿Yo? Ah, nombres.
—¿Nombres de quién?
—No de quién sino de qué. Colores.
—Ah. ¿Y por qué razón murmuras los nombres de los colores?
—Era la pregunta de la señorita Liliflora —suspiró la chiquilla— y yo
sabía la respuesta. Por eso levanté la mano. Los sabía todos: amaranto,
frambuesa, rubí, granate, carmín, azul cielo, azul noche, azul zafiro, violeta,
morado, vino, celeste, lavanda, ciclamen, flor de melocotón, rosa fresa, gris
malva, gris azul, gris verde, verde agua, verde botella, verde esmeralda…
—¿¿Te acuerdas aún de los cien??
—Claro —dijo Flox, asombrada—, ¿es que tú necesitas ver a tus amigos
para acordarte de sus nombres?
—No… no, claro…
—Era una pregunta bonita de verdad.
Mientras pasábamos por la calle de los Gusanos, el señor McDale nos
llamó y nos hizo seña de que nos acercáramos. Quería saber qué había
ocurrido en la plaza y, cuando Vainilla le contó lo de la escuela, nos dijo que
estuviéramos tranquilas, que el señor Duff se encargaría. Y a continuación
estalló en una carcajada. Pero era una carcajada falsa. Se sujetaba el
estómago, como cuando se ríe mucho, pero se notaba que no estaba riéndose
en serio.
—Él piensa en todo el mundo —dijo aún simulando reírse. Nos fuimos.
Poco después nos despedimos de Floxy de Pífano: nada de excursiones al
cabo del Viento aquel día, no era un buen día.
Volvimos a casa en silencio.
Tomelilla se había enterado ya del resquebrajamiento del suelo, de lo de
Joe y Roble… ¿Y de lo demás?
—¿Todo bien por el colegio? —preguntó a las gemelas mientras las
ayudaba a quitarse las capas.
Lo sabía. Sabía también lo demás, yo estaba segura.
—Mmm… —asintieron las hermanas con la boca cerrada. Luego, en
silencio, subieron a cambiarse, en silencio bajaron para poner la mesa y,
mientras comían, esperaron en silencio y con el estómago encogido a que su
honorable tía sacase el asunto y se desencadenara el infierno.
En cambio, no sucedió nada.
Tomelilla comió con calma, escuchando a Dalia, que, asustada por lo
sucedido en el colegio, trataba de tranquilizarse contando los pequeños
hechos del día: el hilo de la ropa blanca que se había roto y que había
remendado; el doctor Penstemon, que había pasado a dejar el programa de los
concursos de tiro de soga en barca, para Cícero; Rosie Polimón, que tenía que
tapizar unas butacas y había traído las muestras de terciopelo para que la
ayudaran a elegir; Meum McDale, que había despachado a Hobbs de vuelta al
ayuntamiento porque «mirarme a mino es forma de ganarse el sueldo», eso
había dicho, y Hobbs se había puesto tan contento por irse; y, por último,
Peonía Floribunda, que tenía un agobiante problema con sus cejas. Por lo que
contaban, la pobrecilla había bebido una infusión de invención propia contra
la caída del cabello, que en aquella estación afectaba un poco a todos. La
infusión en cuestión, sin embargo, había dado resultados imprevistos: en vez
de hacer más tupido el pelo, le había hecho crecer las cejas.
Dalia, como todo el mundo por lo demás, dedujo que el error de la señora
Peonía era una de tantas locuras de la estación, pero Tomelilla no estaba en
absoluto de acuerdo. Dijo que estaban sugestionados por una boba
superstición, sin base alguna, pues de hecho existía una explicación para cada
una de las locuras, que ella no llamó así, sino «comportamientos inusitados».
Pero el sentido era el mismo.
—¿Ah, sí? —dijo el señor Cicero—. Entonces explícame qué sucede con
el pelo de Vivian Amory, que le sale de la cabeza como las espinas de la
espalda del puercoespín.
—Una sola palabra, querido cuñado —contestó la bruja—, ¡electricidad!
Es típica de las estaciones ventosas y algunos cabellos son particularmente
sensibles a ella.
—¿Y qué me dices del letargo de John Foxglove? ¿También es
electricidad?
—Eso es sueño —explicó Tomelilla—. Del tipo más puro y sincero.
Afecta a muchos. ¿Has visto cómo bosteza nuestro alcalde? Si pudiera, haría
como John y lo volveríamos a ver en primavera.
—¿Y Martagón, que nunca está en su taller?
—¿Y qué tiene eso de locura? Yo no estaría en ese antro incandescente y
lleno de carbón ni un segundo. No me sorprende que él quiera salir de vez en
cuando. Se habrá hartado.
—¿De su trabajo? Venga ya, Lilium no.
—Bueno, entonces pregúntaselo a él.
El señor Cícero se estiró.
—Será como dices —dijo levantándose de la silla para coger la fruta—.
De todos modos, me asombras, querida cuñada, creía que fenómenos como
éstos eran una bendición para brujas y magos. Comportamientos anómalos,
reacciones estrafalarias, desvaríos, nervios a flor de piel…
—Ésos son los síntomas de la adolescencia, querido Cícero —replicó
Tomelilla—. Nada que ver con nosotros los Mágicos, te estás confundiendo.
Vainilla soltó un gemido.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Dalia.
—No —contestó Babú—. Nosotras… tenemos que deciros una cosa que
ha ocurrido hoy en la escuela, por nuestra culp…
¡Bum!, se oyó bajo la mesa.
—¡Ay! —exclamó Vainilla.
—¿Qué ocurre?
—He sido yo —dijo Pervinca sin dejar de comer—, la he pisado sin
querer. Perdona.
—Ah, sí, la escuela —se acordó en ese momento Dalia con pesar—.
Quién sabe cuánto tiempo estará cerrada. ¿Tú qué crees, Tomelilla?
—Sé que Duff ya está en ello. Me acercaré allí esta tarde y veremos.
—¿Mañana nos quedaremos en casa? —preguntó Pervinca.
—No, tesoro, no creo. De hecho, me da que, con un buen encantamiento,
unas cuantas tablas y su buena ración de trabajo, se repararán fácilmente los
daños. Yo en vuestro lugar haría los deberes tranquilamente y no me
preocuparía, existen daños peores y mucho más difíciles de reparar.
¿Se refería a nosotras? Por supuesto que se refería a nosotras.
¿Por quién se habría enterado de lo de la grieta? ¿Y quién le había dicho
que no había grandes daños? ¿Había hablado con Joe? Pero ¿cuándo?
Se refería a nosotras, palabra de hada. Ella lo sabía todo.
TRECE

¡Crece, Babú!
EL RETO DE PERVINCA

«Horas de angustia Para los Castle: su hijo


Hibiscus persigue a una lombriz bajo los rosales de
la familia y se pierde en el subsuelo. ¡Hallado!».

D espués de haber recogido la mesa, Pervinca se dirigió a su habitación,


pero Babú la detuvo a mitad de la escalera.
—¿Por qué me has dado una patada? —le preguntó en voz baja.
—Porque estabas a punto de confesarlo todo.
—¿Y? Quiero librarme de este peso y poner remedio a los que hemos
hecho; ¿es una equivocación?
—Lo es —replicó Vi bajando—, porque sigues pidiendo ayuda a los
mayores y no creces nunca, Babú. Esta mañana hemos… He infringido una
de las leyes más antiguas y rigurosas de la historia para ayudar a una amiga.
¿Es grave? No lo sé, probablemente sí, pero no voy a remediarlo descargando
mi conciencia y haciendo que me castiguen. Por una vez, Babú, si quieres
asumir tus responsabilidades, ¡ten valor para hacerlo sola!
Cuando la puerta de la habitación de las gemelas se cerró tras Pervinca,
Vainilla se volvió hacia mí y me miró con los ojos muy redondos. Intenté
sonreírle.
—En fin… —dije sin saber en absoluto qué decir.
—Sí… —dijo ella, desorientada, yendo hacia la puerta de la calle. Y
luego añadió—: Voy al jardín.
—Voy contigo.
El tiempo, en aquellas pocas horas, había empeorado, la niebla había
oscurecido el sol y todo aparecía desvaído. Sólo las hojas amarillas, las de
tono más vivo, destacaban aún.
Vainilla bajó los peldaños tratando de no pisar las recién caídas: todavía
estaban blandas, con los bordes intactos y los colores brillantes. Pensando en
las colecciones de Flox, buscó las más bonitas y las dejó sobre la valla.
Luego, despacio, se encaminó por el empedrado que rodeaba la casa y, desde
él, por las sendas improvisadas que se adentraban en el jardín.
Paseó en silencio durante un rato, deslizándose entre las imponentes
siluetas grises de los árboles. Miraba a su alrededor y estaba pensativa. De
repente, bajo un pino, algo se movió y ella lo percibió.
—Hay que decirle a papá y a la tía que no toquen este montón de hojas
hasta la primavera —dijo—. Los ratones lo han elegido como refugio para el
invierno y no podemos quitárselo.
—No son ratones —replicó una voz a nuestra espalda.
—¡Tía Tomelilla! —exclamó Babú dando un respingo.
—¿Te he asustado? —dijo la tía, disgustada—. Perdona, no quería. Creía
que me habías visto enterrando la lana en los rosales.
—Ah… yo, no, no te había visto, con la niebla…
—Son musarañas —continuó Tomelilla arrancando una flor marchita de
dalia—. Creo que es una camada de este año, el montón está ahí para ellas.
—¡Ah, qué afortunadas! Quiero decir, nacer en un jardín tan acogedor.
Dieron algunos pasos juntas.
—¿Ya es tiempo «de abrigo» también para las rosas? —preguntó Babú.
—Si no lo es, pronto lo será —dijo su tía—. Por suerte, había que
cambiar el colchón de Vi y he usado su lana: esparcida bajo los rosales, los
protegerá de las heladas del invierno. Estaba aquí ayer…
—¿Quién, Pervinca?
—Sí, tenía que encontrar alguna idea para los deberes de encantamientos
artísticos y me pidió que la ayudara. No es su asignatura preferida, pero
tuvimos suerte: encontramos un coleóptero, una cetonia. A Vi le gustó mucho
y le hizo un retrato.
—Qué raro —comentó Vainilla—, creía que sólo le gustaban los insectos
repugnantes y que los que brillan al sol como piedras preciosas le daban asco.
Tomelilla sonrió y puso cara de alguien que tiene una revelación que
hacer.
—Sospecho que es a causa de ese pequeño signo en forma de «V» que
tienen las cetonias detrás de la cabeza —confesó a Babú—, pero no se lo
digas a nadie. «Eso es más de Vi —pensó la brujita—, un insecto que lleva
sobre la espalda la inicial de su sobrenombre es sin duda un insecto notable».
—¿Estás aquí por tus deberes? —preguntó su tía.
Vainilla agachó la cabeza.
—En realidad —dijo—, trataba de imaginarme cómo podría… Bueno,
debería remediar una cosa que…
—¡LILAAA! —llamó en ese momento una voz masculina desde el fondo
del jardín.
Era el señor Duff. Estaba bajando los escalones y venía hacia nosotras.
—Dalia me ha dicho que estabais aquí. He venido a buscarte para ir a la
escuela, Pancracio nos espera.
—¡Qué coincidencia! —dijo ella—. Dentro de un cuarto de hora iba a
pasar por tu casa. De todos modos, puesto que estás aquí, ven, voy a
enseñarte una cosa…
Tomelilla tomó del brazo a su amigo y lo condujo al prado, al otro lado
de la pequeña puerta que daba paso al huerto en que la bruja cultivaba las
hortalizas y las hierbas aromáticas, a resguardo de los vientos fríos. Nosotras
los seguimos.
Normalmente era un lugarcito agradable, con bancos de piedra adosados a
los muros recubiertos de parras y hierbas apetitosas mezcladas con las flores
y los frutos que el huerto daba en cada estación.
Ese día, en cambio, estaba distinto: parecía como si la niebla se hubiese
metido a la fuerza, llenando todos los espacios posibles. Era tan densa que
casi podías agarrarla.
Fluctuábamos en un mar de aire blanco.
¿Dónde estaban las judías verdes? ¿Y las coliflores, el romero? ¿Dónde
estaba el sauce? Se había ido y había dejado allí su sombra. Como todos.
Sombras que se diluían.
La de Tomelilla desapareció casi en seguida, y poco después también la
del señor Duff.
—¿Dónde estáis? —llamó Vainilla.
—Aquí, tesoro —respondió su tía—, ¿nos ves?
—No. ¿Dónde?
—Sigue el muro, a la derecha, pero cuidado con…
—¡AY! —gritó Vainilla.
—Con eso precisamente —dijo Tomelilla.
Era una rama del «Trío», en casa lo llamábamos así: tres rosales que, con
los años, habían crecido trepando uno sobre otro, entrelazando sus ramas y
sosteniéndose mutuamente como no habría podido hacer la mano del hombre.
Uno no tenía espinas, florecía en mayo y era de un rosa carmín brillante; el
segundo daba pequeños manojos de flores blancas durante toda la bella
estación; el tercero era veteado y muy espinoso, y todavía tenía flores. Una
rama de éste, quién sabe cómo, colgaba y se había enganchado en una media
de Vainilla.
—¡Mira esa rama! La quito, de un lugar y ella se engancha por otro, es
delgada, pero tenaz. Parece que no quiere dejarme ir.
—Te ayudo —dije.
Nos pinchamos ambas una decena de veces antes de conseguir
desenganchar la rama.
—Aaah, gracias, Felí —se alegró al final Babú—. Y tú —le dijo a la rama
—, quédate donde estás y usa tus espinas para agarrarte bien a las otras
ramas.
Sujetándola con la punta de los dedos, la metió bajo una rama más gruesa
y, de repente, la miró asombrada.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
No contestó. Miraba el Trío y sonreía.
—¿Qué te pasa? —volví a preguntarle.
—Felí —dijo volviéndose hacia mí—, creo que he entendido lo que
debemos hacer.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es?
—¡Las rosas! —exclamó al tiempo que echaba a correr.
CATORCE

El Castigo
EL REMEDIO DE VAINILLA

«Gatos enloquecidos y demás 1. Apple


Colapinta, el gato de los Blossom, camina desde
hace unos días evitando pisar las líneas entre las
piedras. ¿Locura de la estación?».

Babú corrió arriba, abrió de par en par la puerta de la habitación, saltó a la


cama de su hermana, le quitó el libro de las manos y gritó:
—¡TENGO LA SOLUCIÓN!
Pervinca la miró sin expresión.
—¡Tengo la solución! —repitió Babú un poco más calmada.
—¿De qué hablas?
—El castigo, ¡lo he encontrado!
La Bruja de la Oscuridad volvió a coger el libro y buscó la página por
donde iba, que Vainilla le había hecho perder.
—Imagínate que estaba a punto de ir a pedirte perdón por lo que te he
dicho en la escalera… —musitó.
—No, no, has dicho lo que había que decir, en cambio —le aseguró
Vainilla, cada vez más convencida—, tenemos que encontrar un modo de
remediar lo que hemos hecho, ¿no es cierto? Bueno, he estado pensando y…
Deja el libro, luego lo leerás… He encontrado nuestro castigo.
—¿Nuestro?
—¡Sí! Estaba abajo, en el huerto, cuando una rama del Trío me ha
pinchado, ¡y entonces he comprendido!
Pervinca la miró con desconfianza.
—Escucha —prosiguió Vainilla—, nosotras tres somos amigas desde
siempre, ¿verdad? Tú eres mi hermana, pero también eres mi amiga, y
siempre nos hemos apoyado la una a la otra, y cuando una de nosotras está en
dificultades, las otras la ayudan…
—Creo que se refiere a vosotras dos y Flox —dije a Vi, que me miraba.
—Está bien, sigue.
—Pues bien, piensa en nosotras tres como si fuéramos los rosales del Trío
y que la rama que cuelga es lo que ha sucedido esta mañana: nosotras
debemos hacer que las ramas débiles de nuestro Trío no cuelguen nunca solas
en el vacío. Nuestras ramas fuertes deberán sostenerlas. ¿Comprendes lo que
quiero decir?
—No demasiado, Babú.
—No importa. Bien, ¿cuál es la rama débil de Flox?
—¿La sangre fría? —sugirió Pervinca.
—No, tonta, son las matemáticas. Y dime ahora: ¿cuál es tu rama débil?
—¿Tú?
—No, Vi, es artística.
—Es cierto. ¿Y entonces?
—¡Entonces tenéis que entrelazar vuestras ramas! ¡Hacer que las fuertes
sostengan a las débiles!
Pervinca le lanzó una mirada y reanudó la lectura.
—Crees que lo estoy liando todo, pero no, es una idea fantástica: os
enseñaréis una a otra a apreciar las asignaturas que os gustan, con paciencia,
amor y mucha, mucha fantasía. ¿Está más claro ahora, Vi?
—Hum… sí.
—¿Y qué piensas?
—Pienso que no he comprendido qué harás tú.
—Yo os sostendré a ambas —explicó Vainilla, emocionada por la idea de
haber encontrado una manera inteligente de expiar sus culpas.
—¿Cómo?
—Os regalaré el tiempo necesario para vuestros nuevos estudios.
—¿Cómo?
—Bueno, mientras estés aprendiendo a pintar con la nariz, yo pondré la
mesa por ti también; mientras estés coloreando los números para que Flox
por fin los encuentre interesantes, yo tenderé tu colada; mientras estés
aprendiendo a pintar el viento, ordenaré tus cosas, y además haré vuestros
turnos en el Museo, los de la Gaceta, ayudaré a Flox en sus recados…
¡Vamos a verla! ¡Ahora! Por favor, quiero ver qué cara pone cuando le
contemos nuestro plan. Pero ¿te gusta o no?
—Sí, sí, no está mal, pensaba que sería peor.
—¿Y eso por qué?
—Porque eres más del tipo «mamá, mamá, he hecho algo malo».
—¡No es cierto!
Es inútil decir que la idea de Vainilla le gustó un granmontón a Flox,
sobre todo la parte que le correspondía: «Ensenar encantamientos artísticos».
—¿Y cuándo empezamos? —preguntó ansiosa.
—Podéis —empezar ahora mismo— respondió Vainilla.
—¿Tú qué harás?
—Haré chocolate para todas y lo traeré a la habitación con unos
bizcochos de jengibre calientes, dulces de naranja y un chorro de nata
montada.
Fue el castigo más útil, sabroso y divertido que yo recuerde. Y deparó no
pocas sorpresas.
QUINCE

El Cuaderno de Artística
CORRIENDO AL COLEGIO

«Gatos enloquecidos y demás 2. ¡Sí lo tocáis, se


ilumina! Albóndiga Pips, el gato de los Coclery,
desde hace unos días se ilumina al ponerse el sol».

A la mañana siguiente, Tomelilla nos despertó un poco antes que de


costumbre para informarnos de que la escuela estaba arreglada y las
clases se desarrollarían con normalidad.
Las chicas se levantaron en seguida, incluso Vi.
—A partir de hoy quiero llegar puntual —farfulló arrastrándose hasta el
baño—. Es más, antes de la hora…
Mientras estaba preparando la cartera del colegio, se sobresaltó.
—¡No está! —exclamó despertándose del todo.
—¿El qué?
—Mi cuaderno de encantamientos artísticos. Estoy segura de que ayer lo
llevé al colegio.
Miró alrededor y nosotras la ayudamos a buscarlo.
—¿Era el rojo? —le preguntó Vainilla.
—Sí —respondió Pervinca—. No me gustaría haberlo perdido en vuestra
clase.
—Mira bien, vacía la cartera.
—Es inútil, no está.
—¿Sobre el escritorio?
—No —contesté yo.
—¿Bajo tu cama? —Vainilla se agachó para mirar. Tampoco.
—Corramos a la escuela —sugerí—. Si llegamos antes de que empiecen
las clases, puedo buscar bien en nuestra clase o podemos preguntarle a Joe si
lo ha encontrado.
Salimos a la carrera y pasamos a buscar a Flox, que no estaba lista aún y
tuvo que terminar de vestirse por la calle. Podéis imaginar lo que aquello
significó. Mientras Pervinca le sujetaba la cartera, Babú iba pasándole los
«estratos»: el jersey y, encima, el chaleco y, encima del chaleco, la casaca y
luego la bufanda, el sombrero… Ni siquiera se pararon para que se atara las
botas: Flox iba saltando con un pie mientras Pervinca la ayudaba a mantener
el equilibrio.
Llegaron veinte minutos antes de que sonara la campana, dejando de
piedra a McDale, que las observaba desde el nido.
—¿Qué estarán tramando esas tres? —se preguntó el mago, suspicaz,
siguiéndolas con el catalejo hasta la escalera de la escuela.
Vainilla miró a todas partes, debajo y dentro de los pupitres de su aula, y
lo mismo hizo Flox debajo y dentro de los armarios. Dentro de los pupitres
encontraron: sobras de meriendas, canicas rotas y canicas íntegras, notitas
arrugadas, un retrato de la señorita Liliflora volando entre mariposas, lápices
rotos y lápices sin punta, caramelos deshechos y polvorientos, borradores de
todas las formas y colores, pintalabios de fresa, reglas melladas, plumillas
atascadas, frases de amor, adivinanzas, chistes, fotografías, diarios, estuches
de tela, carretes de hilo, agujas de ganchillo, hojas secas, castañas, bellotas,
varios huesos de cereza, cinta adhesiva, papel secante, frasquitos de tinta,
gomas rotas, poemas, horquillas de pelo, peines, cepillos de pelo y cepillos de
dientes, un diente, varios cuadernos, el mango de una honda, algunas piedras
y algunas plumas… Vainilla pensó que podían saberse muchas cosas por el
pupitre de una persona. Por desgracia, sin embargo, ni allí ni en ningún otro
lugar encontraron el cuaderno de Vi.
Lo intentaron incluso con el hechizo «encuentracosas», pero sin
resultado. Babú sólo encontró un botón y una vieja goma que, como suele
ocurrir, al caerse del pupitre había terminado en la «dimensión de los objetos
que nunca habían existido».
Pervinca buscó a Joe.
—Está en los subterráneos, tesoro —le informó la directora Flumen—.
Pero si estás preocupada por tu clase, todo está arreglado, el aula de Segundo
B está como nueva. Ve, tesoro, ve a verlo con tus propios ojos.
—Es una buena noticia —respondió Vi acercándose a la trampilla que se
abría a los subterráneos—. Pero no es por lo del aula por lo que estoy
buscándolo. ¿Puedo esperarlo aquí? Tengo que preguntarle una cosa.
—Pues acaba de bajar, ¿sabes? He visto su sombrero desaparecer ahí
dentro hace un minuto como mucho. Mejor ve a sentarte, dentro de poco
sonará la campana. Venga, venga. Lo verás después de las clases.
En cambio, lo vio antes. Mucho antes, casi en seguida, mientras la
profesora pasaba lista. Pervinca pensaba en su dibujo y en Grisam, con el que
no hablaba desde hacía un día, y así, distraída, miró afuera y vio a Joe, que
estaba trazando las líneas de la cancha de piebalón.
«Entonces no es verdad que había bajado a los subterráneos —pensó
enfadada por aquella mentira—. ¡Y no lleva ningún sombrero!».
DIECISÉIS

¿Quién está en los Subterráneos?


EL ENGREÍDO DE MCDALE

«¡Sed amables y helará! ¿Os divierte patinar pero


aún no es la época? Acercaos al lago de los Zorros
y, con voz amable, decid: “Por favor, querido laguito,
¿me dejas dar un paseíto?”».

A l final de las clases, cuando todos habían salido ya, Vi esperó a Flox y
a Babú y volvió en busca de Joe.
Lo buscaron en la cancha, por los pasillos, en las aulas, en los corrales y
también en la sala de la Gaceta, donde trabajaba la redacción del periódico
del pueblo.
A aquella hora estaba vacía.
—Esta vez estará de verdad en los subterráneos —resopló Pervinca
sentándose a uno de los escritorios—. ¿Os molesta que lo esperemos un
momento?
Se había sentado detrás de una de las dos máquinas de escribir que los
estudiantes tenían a su disposición para redactar los artículos.
Con el tiempo, algunas vocales y ciertas consonantes se habían borrado:
la F de Fairy Oak, por ejemplo, y asimismo la O, y la A, la R, la B de bruja y
la M de mago, la L de luz. La barra espaciadora tenía incrustada la suciedad
del tiempo y algunas teclas se habían torcido, o el carrete se había bajado, no
sé, el caso es que, si tecleabas la G, la veías aparecer dos milímetros más
abajo que las demás letras.
Nadie quería usarla, aparte de Flox, quien, naturalmente, la encontraba
superfantástica porque dejaba muchas manchitas negras en el folio, según ella
muy artísticas.
Pervinca vio que había un folio metido, señal de que alguien había
empezado a escribir un artículo y se había interrumpido, quizá para
continuarlo por la tarde.
Leyó la primera frase. Al principio distraídamente, pero luego…
—Podemos irnos —dijo al final, abatida—. Oíd esto: «Joe Shuanmá,
histórico conserje de la escuela, vela por la seguridad de los estudiantes
como un padre de familia y, para estar seguro de que las viejas piedras de
los antiguos cimientos están firmes en su sitio, pasa varias horas en los
subterráneos…».
—Es capaz de no salir hasta mañana —dijo Vi levantándose—.
Vámonos…
—Espera. —Babú se había acordado de que aquella tarde debía pasar a
máquina los nuevos apuntes que había copiado para la sección «Historia de
las familias del Valle» que ella misma publicaba cada semana en la Gaceta.
¿Y Flox?
—Ya que estamos aquí —le dijo—, déjame ver qué tendrías que hacer
hoy.
Flox abrió el armario y sacó una caja adornada con flores que llevaba su
nombre. La abrió y le enseñó a Vainilla algunos folios. En el primero estaba
escrito con grandes letras: «Los estramboticolores de Flox Polimón». Era la
sección que había decidido redactar para el periódico. Una línea más abajo, el
subtítulo decía: «Cómo crear una manta con calcetines rotos». El resto
estaba ocupado por dibujos y explicaciones a lápiz.
—Tengo que maquetar esto y pasar a máquina los textos —dijo Flox,
para añadir a continuación—: pero no quiero que lo hagas tú, no es justo. Lo
haré yo mañana por la mañana, vendré aquí al alba y…
—¡Ni pensarlo! —protestó Babú tomando los folios—. Nosotras tres
tenemos un acuerdo, ¿se te ha olvidado? Vosotras dos debéis estudiar, así que
me ocuparé yo. Esta noche tu sección estará lista y rematada para ser
publicada. A Estaban saliendo de la sala cuando se encontraron con Grisam
en el pasillo.
—¡Estáis aquí! —exclamó el mago, aliviado—. Fuera está diluviando. Os
esperaba, pero no salíais nunca. ¡Hola, tú! —le dijo a Pervinca—. ¿Todavía
me conoces?
—Sí, y precisamente estaba pensando en ti —contestó ella—. ¿Por
casualidad no habrás encontrado tú mi cuaderno de encantamientos
artísticos? Es broma, bueno, he perdido de verdad mi cuaderno, pero no era
ésa la pregunta. ¿Qué haces hoy?
—De las cuatro a las seis juego a piebalón con los otros —dijo él—. Eso
primero, luego te veo a ti. ¿Estudiamos juntos?
Vi miró a Flox y sonrió.
—Hoy no —le dijo—. Pero mañana sí. De todos modos, si tengo ganas,
más tarde voy a… ¡AHÍ ESTÁ!
—¿QUIÉN?› —gritó Grisam volviéndose.
—¡Joe! —respondió Pervinca echando a correr hacia la trampilla—. Se
ha movido, la he visto.
«¡Qué ojo!», pensé. La trampilla estaba al fondo del pasillo, en el extremo
opuesto al que nos encontrábamos nosotras. Se movió de nuevo y, en ese
instante, asomó también una mano sujetando un farol y un sombrero. Mejor
dicho, la punta de un sombrero de mago.
—¿JOE? —llamó Vi un tanto sorprendida—. ¡ESPERA! TENGO QUE
PREGUNTARTE ALGO.
El hombre salió de la trampilla. Nos daba la espalda y no le veíamos la
cara.
—¡JOE, ESPERA! —gritó de nuevo Pervinca.
En vez de volverse, la figura se puso en pie y huyó.
Sin decirse nada, los chicos lo siguieron. Cuando estuvieron en el patio,
sin embargo, no había ni rastro del misterioso encapuchado.
—¡Caray! —se enfadó Pervinca—. No hay ni una alma a quien preguntar
dónde se ha metido.
Cierto. Era la hora de la comida y las calles estaban vacías. Además,
llovía, una llovizna finísima pero tenaz.
Miraron a su alrededor tratando de adivinar por qué calle podía haber
huido.
—Según vosotros, ¿quién era?
—No tengo ni idea —contestó Grisam—, sólo espero que no fuese Joe.
¡Eh, mirad!
Alguien estaba braceando sobre el tejado de una casa.
—¡Es el señor Meum! —exclamó Vainilla.
—¡Venid!
Desafiando la lluvia, corrimos hacia la casa de los McDale.
—¿Si, qué ocurre? —le preguntó Grisam.
—Nada de nada —respondió el mago.
—¿Entonces por qué nos has llamado?
—¿Y eso cuándo ha sido?
—¡Hace un instante! Braceabas como una gaviota batiendo las alas.
—Estaba desentumeciéndome los huesos.
—Por supuesto. Venga, sabemos que espías a todo el mundo desde que
estás ahí arriba.
—Yo no espío absolutamente a nadie. Si acaso, me mantengo informado
—precisó McDale.
—Informado, claro…
—Se ve que no estudias, sobrino del tal Burdock, si no sabrías que el
hambre de conocimiento sólo se aplaca con el saber —el anciano señor
hablaba con unos humos que a Grisam no le resultaban nuevos—, lo cual
significa, podrida cabeza de mago, que, cuanto más sabes, más quieres saber
—prosiguió— y, puesto que desde hace algún tiempo yo sé muchas cosas,
cada vez quiero saber más.
—Entonces baja de ese nido y lee libros en vez de estar todo el día
pegado al catalejo. En conclusión, ¿lo has visto o no? Aquí está lloviendo y
nos estamos mojando.
—Yo también me estoy mojando y no me quejo. Y… no, ni siquiera se
me pasa por la cabeza el bajar, y… sí, lo he visto y no es la primera vez.
—¿Quién era?
—Desde aquí veo mucho y oigo poco —siguió con las mismas el mago,
eludiendo más que dando respuestas—. Veo moverse las bocas, pero no oigo
las conversaciones, veo ir y venir a la gente, pero no sé con qué propósito,
intuyo las historias, capto su sentido, pero me faltan los detalles.
—Habla claro, ¿qué quieres?
—Ya te lo he dicho, los detalles, la historia entera conforme va
sucediendo.
—¿Es decir? Pon un ejemplo.
—¿Quieres un ejemplo, Grisam Burdock? Está bien, te pondré un
ejemplo: yo, ahora, podría deciros el nombre de quien, desde hace días, entra
y sale furtivamente de vuestra escuela, y vosotros me diréis qué hace cuando
está dentro y por qué.
—Si lo supiéramos… —se dejó escapar Flox.
—¿¿No sabéis nada?? —exclamó el mago—. Entonces estoy perdiendo el
tiempo. Venga, venga, fuera, circulad todos.
—Ha salido por la trampilla de la escuela y, cuando lo hemos llamado, ha
huido —intervino Vainilla—. Nos gustaría saber más y, si nos dices quién es,
trataremos de descubrir por qué ha huido y qué hacía en los subterráneos de
nuestra escuela.
—Ah, así que estaba en los subterráneos… Oh, bueno, quizá había ido a
por castañas —supuso McDale.
—¿A por castañas? —se asombró Flox—. ¿Debajo de la Horace?
—No debajo de la Horace, muchachita arco iris, a través de la Horace.
Hay un pasadizo.
—¿Un pasadizo?
—Pero ¿qué eres, el eco? Te lo acabo de decir, un pasadizo, un pasadizo,
desde quién sabe cuándo.
—No lo sabíamos.
—Me sorprende, en vista de vuestra predisposición a meterla nariz donde
no os llaman. Pero, por lo que parece, lo que ignoráis es tan vasto como el
océano.
—Está bien, está bien, superprofesor, ¡ahora suelta ese nombre! —dijo
Grisam—. Es tarde y nos esperan para comer.
Un inciso: no era tarde, ¡era hiperextratardísimo!
—Lilium Martagón —respondió el mago con el tono altivo de quien sabe
que sabe.
—¿¿Lilium Martagón?? —repitió Pervinca.
—Y dale con el eco.
—No, quiero decir que no puede ser él, porque el tipo que ha huido
sostenía…
—Era Martagón.
—Si estás seguro…
—¡Segurísimo!
DIECISIETE

Si Yo Fuera Tú…
POLÍGONOS Y CONFESIONES

«Piñas y demás 4. Excepcional lanzamiento de


piña en el desafío anual, en el cual se ha visto al
campeón Anthericum Trollius lanzar su piña a media
milla de distancia. Los jueces confirman: “No ha
habido hechizo”. Todos los detalles en página 6.»

D espués de la comida, mientras Pervinca estudiaba la manera de hacerle


más simpáticos los números a Flox, Babú puso en orden la habitación.
—Gracias, hermanita —le dijo Pervinca—. Es algo que odio hacer, poner
orden, no soy capaz, creo… —Se estiró y dejó un momento el lápiz—.
Escucha —añadió—, ahora que no nos oye nadie, según tú, ¿era Joe a quien
hemos visto salir de la trampilla o era de verdad Martagón, como dice
Meum?
—En mi opinión, ni uno ni otro. ¿Qué motivo tendrían ambos para
comportarse de un modo tan raro? Y, además, ¿desde cuándo Joe lleva
sombrero de mago?
—Entonces ¿quién era?
—No lo sé —dijo Vainilla—, pero si alguien entra y sale de nuestra
escuela, seguro que Joe lo sabe. Tú también has leído que pasa horas en los
subterráneos, de día e incluso de noche.
—Por eso, puede que no haya nada oscuro o misterioso, ¿cierto? —
Cierto.
—Lástima —dijo Pervinca reanudando su estudio.
Babú recogió todas las hojas y papeles del suelo y dobló su ropa y la de
Pervinca. Apartó las prendas que necesitaban un lavado y las llevó abajo, al
lavadero. Metió las demás en los cajones. La habitación de las gemelas no
volvió a conocer una época como aquélla: ni una camisa fuera del armario, ni
un calcetín tirado sobre la cama, ni una pluma fuera de su sitio. Durante el
tiempo que duró el castigo imperaron el orden y la limpieza.
Dalia y Tomelilla, pese a maravillarse, se cuidaron mucho de hacer
preguntas: la primera pensó, de hecho, que se trataba de una locura de la
estación; la segunda…
A las tres de la tarde, Babú se preparó para ir a la redacción de la Gaceta,
una hora antes de lo habitual.
—Nos vemos en la escuela —le dijo a su hermana—. Cuando llegues,
pasa por la redacción a avisarme, ¿vale? Mientras, veré si Joe ha encontrado
tu cuaderno.
—Sí, gracias. Pero, antes de irte, dime a qué se parece, para ti, un trapecio
isósceles.
—¿Al tejado en que está sentado McDale?
—Hum… —murmuró Pervinca—. ¿A qué más?
—No sé… A una barca puesta boca abajo. ¿Por qué me lo preguntas?
—Flox encuentra aburrida a muerte la geometría —explicó la Bruja de la
Oscuridad con un suspiro—. Cada vez que ve una figura en blanco y negro le
gustaría colorearla. La idea de tener que usarla sólo para hacer operaciones le
quita las ganas de vivir. Quisiera transformar en cometas todos los rombos
que encontramos en el libro. No va a ser nada fácil hacer que se apasione por
las matemáticas. Por eso, pensaba que, si en vez de calcular el área de una
figura plana con lados idénticos no paralelos, le dijese que tenemos que
colorear el techo de una casa o una barca y para eso debemos saber cuántos
centímetros cuadrados de color necesitamos, ¿crees que se divertiría más?
—No lo sé, pero admiro la idea y tu paciencia —dijo Vainilla
disponiéndose a marcharse—. No debe de ser fácil para ti. Pero, por otra
parte, ¿qué castigo sería si fuese fácil? Consuélate, voy a hacer dos turnos en
el periódico y por la noche, en vez de descansar, terminaré los deberes que no
puedo hacer ahora. ¿Te alegra saber que yo también sufro un poco?
Pervinca sonrió y las hermanas se despidieron.
Poco después, Vainilla atravesaba la plaza cuando le vino a la cabeza que
no le había dado las gracias a Roble: era el momento adecuado para hacerlo,
así que se paró un momento bajo sus ramas.
—No puedo decirte por qué, pero esa raíz tuya, al deslizarse bajo la
escuela, nos ha salvado la vida —le dijo—. Gracias.
—Deee naaada —respondió el árbol—. Peeero la próóóxima veeez
estarééé maáas ateeento.
—¿La próxima vez que te asomarás?
—Sííí.
—¿Para ver qué, si puedo preguntártelo?
—Los booosques —contestó Roble.
—Creía que ya los veías, tan alto como eres.
—Sííi, peeero uuuno…
—¿Hay un bosque en particular que te gusta más que los demás?
—Uuun ááárbol, uuuna amiiiga.
—¿Tienes una amiga árbol en los bosques?
—Sííí.
—¿Qué árbol es?
—Vieeeja amiiiga haaaya.
—¿Y no puedes verla desde donde estás?
—Nooo —respondió Roble.
—Bueno, eso resulta gracioso, ¿cómo puedes ser su amigo si no la ves?
—Amiiiga haaa caííído. Amiiiga se mueeere.
Fue un golpe para Babú.
—¿Por qué no nos lo has dicho? Habríamos ido en seguida a verla.
Iremos mañana y te traeremos noticias suyas, Roble. Quizá sólo está un poco
doblada, y que se haya caído no quiere decir que esté muerta, ¿sabes? A
veces, a vosotros los árboles, que además vivís mil años, basta con
enderezaros. No te preocupes, Roble, la Banda se encargará… Tendrías que
habérnoslo dicho en seguida…
—Graaacias —respondió el árbol—. Eeella y yooo semiiillas juuuntas.
Ni siquiera en Fairy Oak las semillas de los árboles jugaban juntas. En
aquella tierra encantada, las semillas eran semillas, algunas se convertían en
plantas, otras terminaban en el pico de los mirlos, otras se marchitaban o
secaban.
Roble había usado esa expresión sólo porque así Vainilla comprendería:
quería tanto a aquella haya como Babú quería a Flox o a Vi, o a Grisam:
habían crecido juntos, habían sido «niños» juntos, y en mil años se crean
muchos recuerdos.
Babú apoyó una mano en el gran tronco y prometió al árbol que pronto le
traerían noticias de su amiga. Preguntarían también al leñador McDoc,
seguramente él sabía si alguna haya milenaria había caído en los Bosques
Altos en aquellos días.
DIECIOCHO

La Redacción de Fairy Oak.


EL BALÓN Y LA GACETA

«¡Día y noche en los subterráneos! Joe Shuanmá,


Histórico guardián de la escuela, vela por la
seguridad de los estudiantes como un padre de
familia».

U na hora más tarde, Babú estaba terminando de pasar a máquina sus


notas cuando le llegaron de fuera las voces de los chicos, que acudían
a la cancha. Se asomó a la ventana de la redacción y se encontró cara a cara
con Tommy Corbiroek, que se estaba atando una bota.
—Hola —lo saludó—. ¿Vais a jugar?
—Sí —contestó Tommy sonrojándose—. ¿Tú qué haces?
—Estoy mecanografiando las notas que tomé para mi sección.
—Ah. Yo lo hice ayer.
—Lo sé —dijo Babú—. He leído tu artículo, «El lago que se hiela si se lo
pides por favor». Era muy divertido. Tienes mucha fantasía, Thomas
Corbirock.
—¡Ocurre de verdad! Lo descubrieron dos de mis hermanos hace unos
días. Me lo contaron y lo escribí.
—¿Sin comprobarlo? ¿Y si te han tomado el pelo? ¿Cómo sabes que
ocurre de verdad?
—Oh —exclamó el joven riéndose—, si hubieras visto sus caras mientras
contaban que habían patinado en el laguito, que iba helándose bajo sus pies,
tampoco tú habrías tenido dudas.
—¡TOMMYYY, EL BALÓÓÓN! —lo llamaron sus compañeros.
—Tengo que irme.
Vainilla cerró la ventana y volvió a la máquina de escribir. Tenía que
terminar de pasar la historia de la familia Oldpint, que desde hacía años
poseía el antiguo pub del puerto. Babú había entrevistado a su dueño, Brian,
y había escuchado sus anécdotas. La mujer de Brian, la señora de la
mermelada de calabaza, le había proporcionado algunas fotografías desvaídas
del abuelo Oldpint posando delante del cartel del pub y del bisabuelo
Chichenbaus fumando en pipa. Además de ellas, le había dado dos tarros de
mermelada de calabaza, que a Vi no le había gustado nada.
Todos los chicos de la escuela, los mayores, tenían algo que hacer para el
periódico: unos lo componían, otros lo imprimían y otros lo escribían. Grisam
y Tommy, por ejemplo, seguían la actualidad; Pervinca había solicitado
escribir sobre leyes y encantamientos oscuros; Nepeta contaba historias
románticas; Scarlet escribía previsiones para el futuro, y no daba una; Flox
llevaba la sección de arte y creatividad; ella contaba cada semana la historia
de una familia de Fairy Oak.
Le faltaban pocas líneas para concluir, pero ahora estaba distraída:
primero la historia de Roble y ahora Tommy. ¿Le había tomado el pelo o el
laguito se helaba de verdad? A Vainilla le gustaba patinar, y también a
Pervinca y a Flox. Todos los jóvenes de Fairy Oak se divertían a rabiar
deslizándose por el hielo. Las chicas danzaban y hacían piruetas agarradas de
la mano mientras los chicos jugaban a perseguirlas para que se cayeran y se
retaban en competiciones de velocidad, o bien, con largos bastones,
empujaban un disco de hierro metido dentro de un cubo boca abajo. Si el
laguito se helaba de verdad, Billy y Francis se lo habrían dicho a todos, no
sólo a Tommy. Babú decidió que indagaría más tarde. Ahora tenía que
terminar de mecanografiar su sección para luego dedicarse a la de Flox. No
era fácil, ahora que los otros estaban allí afuera jugando. En octubre, además,
gritaban de una manera…
—¡HA SALIDO! —chilló Francis Corbirock en ese momento.
—¡NO, NO ES CIERTO! —replicó Pajarito.
—¡PUES SÍ, MIRA AQUÍ! MIRA LAS HOJAS…
Siempre se peleaban cuando jugaban a piebalón. Y el motivo era casi
siempre el mismo: ¿la pelota había salido del campo o no? Y ¿quién la había
tirado?
Ahora bien, hay que saber que el campito del colegio estaba delimitado
en sus cuatro esquinas por cuatro árboles: un almendro, un cerezo, un endrino
y un manzano. Las líneas, de un árbol a otro, estaban trazadas con arena y Joe
o los chicos, que iban a coger la arena a la playa con cubos, las renovaban
cada semana. Para saber si el balón había salido del campo, aunque fuera un
milímetro, y había vuelto a entrar, había que mirar las líneas. Si la arena
estaba pisada en algún punto, significaba que la pelota había pasado sobre
ella. En octubre, sin embargo, había un problema: las hojas caían de los
árboles y cubrían las líneas.
—¿Ves ésta? Está desplazada respecto a las otras —decía, precisamente,
Francis Corbirock a Pajarito señalándole una hoja de endrino.
—¿Y?
—¡La pelota la ha tocado! Está claro, ¿no?
—¡Puede que haya sido un caracol, genio!
—Los caracoles están aletargados, ¡ha sido la pelota!
—¡NO ES VERDAD!
—¡SÍ LO ES!
En octubre, los chicos discutían más cuando jugaban a piebalón.
Babú oyó también las voces de Acantos y de Nepeta, que venían para
asistir al partido. O quizá ya habían sabido lo del misterioso visitante de los
subterráneos y venían para informarse…
Tenía que darse prisa en terminar el trabajo: «Hasta la próxima semana y
una nueva historia de nuestras familias», escribió al final de la página. Sacó
el folio de la máquina y lo dejó sobre el escritorio del profesor Dot, el
profesor de literatura que seguía todas las fases del periódico. Luego tomó las
notas de Flox y empezó a pasarlas a limpio.
Fue un poco más complicado de lo previsto, porque Flox no era muy
clara y sus notas sobre cómo transformar los pavimentos en jardines floridos,
los armarios en cuadras llenas de animales y los techos en cielos estrellados,
o cómo colorear el vacío, hacer hablar a los remates de la cama, crear ramos
de flores a ganchillo… eran, como poco, liosos. Aquella semana había
decidido enseñar cómo crear una manta con calcetines rotos. Babú se
encontró entre las manos una montaña de dibujos, notas y esquemas en la que
era difícil establecer qué iba antes y qué después.
Cuando llegó Pervinca, afortunadamente había terminado: la sección de
Flox estaba sobre el escritorio de Harold Dot, encima de la suya.
—¿Estás lista? —le preguntó Vi—. Ya se han ido todos afuera.
—Ya voy. ¿Dónde está Flox?
—Ha ido a su casa a dejar los libros.
—¿Has tenido éxito con la geometría?
—Digamos que hemos coloreado un montón de áreas.
—Cómo te comprendo…
Abandonaron la redacción y fueron hasta la escalera que llevaba al campo
de piebalón. Apenas estuvieron fuera, la pelota rodó hasta los pies de Vi, que
la paró y la lanzó de nuevo al campo. Grisam le dijo «hola» con la mano y
ella le devolvió el saludo.
—¿Cómo es que no estás en el campo haciendo de árbitro? —le preguntó
a Acantos yendo hasta el banco—. Tú siempre eres el árbitro.
El joven se encogió de hombros.
—Dicen que no veo las gravesacciones.
—Bah…
En ese momento, Celastro Buttercup cayó precisamente a pocos pasos de
la metabalón, zancadilleado por el infernal Billy Corbirock.
—¡Menudo batacazo! —exclamó Pervinca—. ¡Así que eso es una
graveacción!
—¿Cuál? —preguntó Acantos limpiándose las gafas.
Las chicas lo miraron asombradas: no tenía remedio.
—¿Llevan mucho rato? —preguntó Vainilla a Nepeta cambiando de
conversación—. Tendríamos que reunirnos para hablar de ciertas cosas que
han ocurrido.
—Media hora —contestó la chiquilla. Seguía el partido con gran interés y
alentaba a sus compañeros impartiéndoles órdenes como un entrenador.
—¡PÁSALE EL BALÓN! ¡¿No VES QUE ESTA SOLO?!
—Te has vuelto una experta —hizo notar Vi, maravillada.
—Puedes proclamarlo —respondió la experta—. Si falta el octavo
jugador, hasta me dejan jugar.
—Bien por ti. A mí me parece un juego tan aburrido… Correr detrás de
una pelota que rueda para acá y para allá…
Pervinca no había terminado de hablar cuando el balón se elevó sin que
nadie lo hubiera pateado.
—Pero ¿qué hace? —preguntó Pajarito.
DIECINUEVE

Despistados
EXTRAÑAS PERSECUCIONES

«Tiro de soga en barca: ¡Salsas Verdes 6 —


Tisana de Salvia 0! El equipo de Duff Burdock
derrota por seis tirones a cero al equipo de Cícero
Periwinkle…».

E l balón se puso a girar sobre sus cabezas.


—¡GRISAM, HAZLO BAJAR! —gritó Francis Corbirock. Todos estaban
allí, quietos, con la nariz hacia arriba en el centro del campo, mirando el
balón.
Grisam abrió los brazos y miró a su amigo como diciendo: «¿Y qué
quieres que haga?».
—Yo creo que ha sido Acantos porque no le hemos dejado jugar —dijo
Pajarito.
—¿Has sido tú? —le preguntó el capitán.
—No —respondió el Mago de la Luz, que a lo mejor sabía hacer el
encantamiento, pero no era esa clase de persona.
—Él no tiene nada que ver —confirmó, de hecho, la voz de alguien que
lo conocía bien—. ¡Es la Danza de las Locuras!
—¡Flox! ¿Qué haces ahí?
La brujita se había asomado desde una ventana de la redacción y seguía
divertida las evoluciones del balón.
Y más que ella se estaba divirtiendo Meum McDale, que, desde el tejado,
con el catalejo, los observaba desde hacía ya rato.
—Mira, mira cómo vuela. Ji, ji, ji… —se reía socarronamente—. Ahora
baaaja y luego… ¡Zas! ¡Arriba de nuevo! Ja, ja, ja, qué caras más cómicas,
míralos, todos con la boca abierta… ¡Ju, ju, ju!
Volaba. Pero no es ésa la palabra adecuada. Para comprender lo que
estaba haciendo aquel balón, deberíais cerrar los ojos e imaginar cómo se
comportaría una pelota que, por algún motivo misterioso, de golpe se sintiera
en el séptimo cielo de pura felicidad. Rebotaba en el aire, hacía piruetas, se
aplastaba y retorcía, salía disparada hacia arriba hasta descomponer las nubes
y volvía a caer en picado hasta la hierba del campo para luego volver arriba,
arriba, cada vez más alto, y danzar en el viento.
—Pero ¿por qué hace eso? —preguntó Nepeta agachándose justo a
tiempo para que no la golpeara aquel bólido enloquecido.
—¡Es feliz! —explicó Flox—. Y la trampilla está abierta.
—¿Qué? —dijo Pervinca volviéndose de sopetón—. ¿Qué trampilla?
—La del suelo de nuestra escuela. Está abierta.
—¡¿Por qué no lo has dicho en seguida?! Tenemos que avisar a Grisam.
—Me parecía que esto era más interesante.
Pervinca corrió hasta Grisam y le informó.
—Puede que haya sido Joe —respondió el joven, que no quería
abandonar el campo sin haber recuperado el balón.
—Puede. Pero ¿y si fuese algún otro? Venga, echemos un vistazo. Así,
luego, tendremos algo que contar a McDale y se pondrá contento…
¡Precisamente él! Ahora estaba braceando sobre el tejado.
—Uf, espera —trató de protestar Grisam, pero Vi era implacable. Así
que…
—Vamos —dijo el joven capitán, no demasiado convencido. Los chicos
lo miraron desconcertados.
—¿Adónde vamos?
—Tenemos una misión que cumplir.
—¿¿Ahora??
—¡CUIDADO, BILLY! —gritó Tommy. Su hermano se tiró al suelo y el
balón no le dio por un pelo.
—Tenemos que recuperar el balón. ¿Con qué jugamos mañana, si no?
—Luego lo intentamos, ahora tenemos que irnos.
—Pero ¿adónde?
Mientras iban hacia la trampilla, Grisam contó a sus compañeros la
historia de la misteriosa silueta que salía de la trampilla y huía, y les habló de
McDale, que creía que era Lilium Martagón.
—Cgueo que nunca he visto a Magtagón con un fagol —confesó Acantos
—. De todas fogmas, yo no puedo ig, mi madgue espega un niño.
—¿Y? —replicó Francis—. Lo espera ella, no tú. Y, además, lo espera
desde hace siete meses, Acantos, no es ninguna novedad.
—Lo sé —respondió Acantos—, pego tengo que echagle una mano. Mi
abuela dice que está muy cansada pogque mi hegmanito llega muy tagde.
—¿Y si es una hermanita? —preguntó Nepeta.
—No sé qué segá.
—Has dicho «hermanito»…
—Sí, pego en el sentido de que…
—¿Cómo la llamaréis?
—A mí me gustaguía…
—¿Tendrá una hada niñera? Todos los niños Mágicos la tienen.
—En guealidad, yo no…
—Porque tú eres un varón, Acantos, para los varones es distinto.
—Pego no sé si segá niña o…
—Pobre de ti, llorará todas las noches y no te dejará dormir.
—Si tu familia no tiene niñera, tendrás que hacer tú de niñera.
—¡Niñero, si acaso!
Encontraban normal que Acantos estuviese a punto de tener un hermano o
una hermana, quizá un poco cómico, como mucho. Casi todos tenían uno o
más hermanos. Él, en cambio, siempre había estado solo y ahora estaba tan
emocionado por la idea de que pronto ya no lo estaría… Aunque tendría doce
años más que él, o ella, serían hermanos de todas formas. Qué palabra más
bonita, pensaba Acantos. Cuántas veces, en el pasado, había sentido el deseo
de pronunciar «mi hermano», «mi hermana». Era toda su vida la que iba a
cambiar, y los demás podían tomarle el pelo cuanto quisieran, él era feliz,
feliz como nunca lo había sido. Y también estaba un poco preocupado por su
madre, porque la abuela Bugle tenía razón: el nuevo hijo llegaba un poco
tarde y la señora Molly, en los últimos tiempos, parecía muy cansada. ¿Iría
todo bien?
Por fin llegaron a la trampilla y, uno tras otro, empezaron a bajar por la
estrecha escalera de caracol que se hundía en la oscuridad.
—Compadécelos —dijo en voz baja Vainilla a Acantos tocándole una
mano. Él alzó los hombros.
—Me molestaguía más que no me tomasen el pelo —respondió
colocándose bien las gafas sobre la nariz.
Conocían bien aquella escalera de hierro. O al menos conocían bien los
primeros doscientos setenta y cinco escalones, los que llevaban a la cueva
secreta bajo la escuela. Una vez al mes, la directora Flumen los obligaba a
refugiarse allí y quedarse una hora. Llamaba a aquello «ejercitación».
¡Y era necesaria, palabra de hada!
En caso de necesidad o de un nuevo ataque del Enemigo, los alumnos de
la Horace sabrían bajar aquellos escalones en el más absoluto silencio, sin ser
presas del pánico ni empujar o gritar.
Pero lo que había más allá del peldaño doscientos setenta y cinco era un
misterio. La escalera parecía bajar hasta las profundidades de la tierra y un
aire húmedo subía desde sus entrañas.
Las jóvenes voces se callaron y quienes hablaron lo hicieron en voz baja.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Francis Corbirock. Acababa de
contar doscientos noventa y seis escalones…—. ¡No podemos bajar
eternamente!
—Yo tengo frío —se quejó Nepeta.
En el peldaño trescientos, cuando Acantos estaba por darse media vuelta
y Nepeta se había agarrado al fondillo de sus pantalones para no quedarse
atrás, Grisam dijo:
—¡Veo una luz!
Los otros se asomaron inmediatamente por encima de su hombro y, justo
en ese momento, una ráfaga de viento ascendió de la oscuridad y los
embistió.
—Huele a bosque —dijo Vainilla.
—Y a setas —añadió Flox.
Bajaron rápidamente hasta que el resplandor se hizo más patente y, poco
después, Grisam sintió de nuevo la tierra bajo sus pies.
VEINTE

Las Estancias Secretas


UNOS ESCALONES MÁS ABAJO…

«La Horace, como nueva. Gracias a la intervención de los Mágicos de Fair


Oak, la Honorable Escuela del pueblo ya no presenta ninguna grieta. Roble
pide disculpas a todos los ciudadanos sobre todo a los chicos por su
distracción y asegura: “¡Nooo volverááá a ocurriiir!”».

M aravillado por lo que veía, el joven capitán se quedó inmóvil y no


pensó en apartarse. Así, el resto de la Banda se amontonó,
literalmente, contra él.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué hay?
—¿Qué ves? —preguntaban los jóvenes magos y brujas empujando para
salir de la escalera.
—¡UAUUU! —profirieron a coro apenas estuvieron todos con los pies en el
suelo.
Se encontraban a la entrada de una sala majestuosa.
Excavada en la roca, era casi tan amplia como la escuela entera y el doble
de alta que el Ayuntamiento Viejo. Cuatro altísimas columnas naturales
sostenían el techo abovedado. Sujeta a una columna, chisporroteaba una
antorcha.
Entraron enmudecidos.
Más allá de la primera sala, pasado un amplio vano, se entreveía otra y,
más allá, una tercera.
Pajarito habría ido, y corriendo, a descubrirlas todas si Grisam no lo
hubiera detenido. Había oído voces.
—Viene alguien —susurró—. ¡Rápido, escondámonos!
Sí, pero ¿dónde? No había escondites donde se encontraban. Ni un solo
rincón más oculto, o rocas. Sólo las paredes lisas, las columnas y aquella
antorcha. Y luego estaba, claro, la escalera, pero era empinada y de hierro; si
subían todos a la vez, a la carrera, los oirían.
Flox y Vainilla se escondieron detrás de una columna. Francis, Billy y
Robin Corbirock hicieron otro tanto, y también Pajarito, Acantos, Celastro y
Nepeta. Cuando se les acabaron las columnas, sólo les quedó jugar al «imito»
y adoptar la forma de las piedras del suelo y las paredes. Grisam y Pervinca
se agazaparon en la zona más oscura y simularon ser dos piedras cercanas.
Nosotras, las hadas, desaparecimos dentro de los bolsillos de los chicos.
—¿Por qué tanta prisa en que volvamos? —dijo una voz femenina—.
Quería llegar hasta el fondo. Hace tanto tiempo que no vengo aquí…
—No hay nada más que ver —respondió una voz masculina—. Es mejor
subir, vos y yo llevamos aquí demasiado tiempo, no me gustaría que cierta
gente tuviese motivos para cotillear…
—¿Lo piensas de veras? Pero, Joe, ¿desde cuándo trabajamos juntos? De
toda la vida y… Oh, ese retrato, lo recordaba exactamente así. Tampoco aquí
abajo ha cambiado nada y me alegra haber visto que la roca es aún fuerte y…
¿qué es eso?
La directora había recogido un trozo de tela vieja.
—¿Estará aquí desde entonces? —preguntó Joe, estupefacto—. ¿Acaso
habéis encontrado un… vestigio?
—Por favor, no digamos tonterías —dijo la directora—, ¡en aquel tiempo
no se usaban guantes de trabajo de cuero amarillo!
—Entonces es mío.
—¿Tuyo? ¿Y qué has hecho con él? ¡Está todo quemado!
Eso era, pues, un trozo de guante chamuscado.
—Empezó… empezó a arder.
—¿Mientras lo llevabas puesto?
—Sí, bueno… no, no lo recuerdo. Ocurrió hace mucho tiempo.
La directora miró a Joe, luego el guante, de nuevo a Joe y otra vez el
guante.
—¡Pruébatelo! —le dijo, escéptica.
Es cierto que al guante le faltaban tres dedos de los cinco y buena parte
del dorso, pero aquel guante le quedaba a Joe como le queda a un niño el
guante de un adulto.
—El fuego lo ha agrandado —dijo el conserje.
Pasaron rozando las mejillas de Robin Corbirock, que imitaba las piedras
de la pared, afortunadamente muy bien. Joe se puso de puntillas para coger la
antorcha sujeta a la columna y él y la directora Flumen continuaron hacia la
escalera.
—¿Te das cuenta de que acabas de decir una bobada? —le dijo la
directora.
Él movió desconsolado la cabeza.
—Pero, querida señora, ¿quién queréis que venga aquí abajo para prender
fuego a… a un guante?
—Dímelo tú.
—¡Nunca he visto a nadie! Todos han olvidado este pasadizo, y con
razón: hay un comodísimo camino que lleva exactamente al mismo lugar, es
seguro, está protegido del viento y desde él se goza de magníficas vistas. ¿Por
qué iba a querer alguien pasar por aquí?
—¿Y esa huella, entonces?
—¿Qué huella?
—La que no has querido ver, Joe.
—¿Cómo puede llamarse huella a una media luna que podría ser la marca
de una piedra o de una hoja?
—¡Es la punta de una bota, Joe! Muchos de nosotros tenemos botas
parecidas, que dejan precisamente esa marca cuando se pisa sobre tierra
blanda —insistió la directora.
—Entonces la habré dejado yo.
—¿También tus pies se han agrandado, Joe?
No oímos la respuesta, pues ya estaban subiendo.
Pasaron unos instantes. Luego, con mucha cautela, cada uno de nosotros
fue saliendo de su escondite. Los chicos se llamaron a media voz.
—Grisam, Vi, ¿dónde estáis?
—Aquí.
—¡Nepeta, Pajarito!
—Estamos aquí.
—¿Podemos salir, capitán?
—Sí, creo que sí. Vainilla, Acantos, que alguno de vosotros haga un poco
de luz, por favor.
Babú se frotó los dedos y creó algunas llamitas de luz viva. Acantos
obtuvo el mismo resultado chasqueando dos o tres veces los dedos corazón y
pulgar. Nepeta se echó hacia atrás el pelo y, frotándose los lóbulos, logró
encender una llamita en la punta de sus orejas, cosa que hizo maravillarse a
Francis Corbirock, que inmediatamente intentó imitar a su amiga, pero a él se
le encendió la punta de la nariz.
—Propongo que exploremos la zona, capitán —dijo Pajarito saltando con
la mano levantada por temor a no atraer la atención.
—Propuesta aceptada —respondió Grisam—. Ojos abiertos y oídos
aguzados, os pido, como de costumbre. ¿Dónde creéis que nos encontramos?
—Hummm… —musitaron los chicos mirando a su alrededor.
—¡Un lugar secreto, donde nuestros antepasados creaban pociones
peligrosas y transformaban a sus enemigos en pavos! —sugirió Francis.
—Yo creo, en cambio, que aquí, en otro tiempo, celebraban las bodas
cuando fuera llovía —dijo Nepeta—. Imaginaos esta sala, tan grande e
imponente, toda engalanada y…
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Grisam.
—Yo también lo he oído —dijo Pervinca—, venía de arriba.
Grisam se acercó a la escalera y la tocó.
—¡Alguien baja! —exclamó sin alzar mucho la voz.
—¡Oh, pobgues de nosotgos! —se desesperó Acantos—. ¿Y ahoga qué
hacemos?
—¡Como antes! —propuso Francis—. Escondámonos detrás de las
columnas y transformémonos de nuevo.
—¿Y si quien está bajando se para luego aquí?
—Huyamos por el otro lado —dijo Tommy—. McDale ha dicho que hay
un pasadizo, ¿no?
Grisam lo miró: era una posibilidad. De todos modos, no conocían aquel
lugar. ¿Y si era un laberinto de galerías y vueltas? ¿Y si se perdían?
—Tenemos que llegar hasta la cueva —dijo decidido—. Nos
esconderemos allí. Debería estar más cerca de nosotros que de él. Al menos
eso espero.
—¿Y si, por el contrario, nos lo encontramos?
—¡Mágicos de la Oscuridad, convertíos en polillas! —ordenó el capitán
—. Mágicos de la Luz, transformaos en mariposas, pero sin demasiados
colores, deberéis parecer polillas vosotros también. ¡Y no voléis demasiado
cerca!
Francis, Nepeta, Tommy, Acantos, Vainilla, Pervinca, el capitán
Grisam… Cada uno profirió su hechizo y eligió su librea: alas pequeñas y a
franjas, grises, o beis, alas grandes, teñidas de negro y violeta… Volaron
hacia la cueva, ligeros y silenciosos, pero con un nudo en la garganta. Grisam
no dejó de contar los peldaños bajo ellos… Cien, ciento cincuenta,
doscientos… El ruido de los pasos aumentaba… ¿Dónde estaba la cueva?
Doscientos cincuenta, trescientos… Le había parecido que estaba mucho más
cerca…
Apareció un resplandor, ¡era él! ¡Ya venía!
—¡Hemos llegado! —exclamó en ese momento Grisam en voz baja—.
¡Adentro!
Agazapados en la oscuridad, esperamos a ver quién pasaba por delante de
la cueva. Un resplandor trémulo se deslizó por el suelo y luego desapareció:
quien fuera, llevaba un farol o una antorcha y estaba muy cerca. ¡Ahí estaba!.
¡Stump!, hizo su bota sobre el hierro. La luz de la llama iluminó la
entrada de la cueva y una sombra recorrió las piedras hasta tocar las alas de
Nepeta. Si no hubiese sido una mariposa, la joven bruja habría gritado de
miedo.
Un instante después, la sombra se alejaba detrás de la luz, hacia abajo,
hacia las estancias secretas.
—¿Lo seguimos? —propuso Pajarito, transformado de nuevo en niño.
—Ah, pues claro, metámonos un poco más aún en líos —le reprochó
Nepeta mientras se sacudía el polvillo de las alas que le había quedado sobre
los hombros.
—¡Como Joe nos pille aquí, estamos fritos! ¿Lo sabes o no?
—En todo caso, ése no era Joe —dijo Babú.
—¿Y quién era, entonces?
—Bueno, si tuviera que decir alguien, se parecía a Lilium.
—¿Tú también con lo mismo ahora? —protestó Pervinca—. ¡Llevaba un
farol!
—¿Y qué?
—¿Para qué iba a usar un farol Martagón? ¡No lo necesita!
—Es verdad —dijo Francis—. Con esas manos suyas, lo he visto hacer
algunos encantamientos luminosos…
—Ésas no son manos —intervino Pajarito—, son yunques que despiden
chispas a una orden suya, igual que el hierro incandescente… ¡Fiusss, fiusss!
—imitó el chico el ruido de las chispas.
—Yo, una vez, vi cómo volvía de hielo toda una cascada —dijo Celastro
Buttercup.
—Perdona, pero ¿qué tiene que ver eso con la luz?
—Es que luego la iluminó, desde dentro. Era un espectáculo precioso.
—Yo lo he visto coser a la luz de su nariz.
—Pues yo —dijo Nepeta— una noche lo vi convertir en farolillos las
campánulas del prado de la viuda Amory.
—¿Cuándo? —le preguntó Vainilla, asombrada.
—Bah, hace dos años, me parece. Quizá uno…
—Qué raro, creía que ni siquiera se eran simpáticos, apenas se hablan.
—Sea como fuere, nunca he visto lámparas o faroles en casa de Martagón
—confirmó Tommy—. Y mucho menos en su taller.
—Yo creo que era Joe, que volvía —dijo Nepeta.
—¡Pero si era un metro más alto que Joe por lo menos! —replicó Francis.
—¿Lo has visto bien? Porque yo sólo he conseguido ver la sombra, y la
sombra engaña.
—Está bien, pero ¿qué hacemos? —preguntó Pajarito impaciente—. ¿Lo
seguimos o no?
Grisam estaba tentado de hacerlo.
—Yo tengo que volveg a casa sin falta —dijo Acantos.
—Yo también —dijo Nepeta.
El capitán apoyó la mano en el pasamanos de la escalera.
—Vibra. Eso significa que todavía está bajando —dijo refiriéndose al
misterioso visitante—. Si lo seguimos ahora, se dará cuenta… No, volvamos
arriba.
—¿Es una propuesta? —preguntó Pajarito.
—Es lo más inteligente que podemos hacer —explicó Grisam a su amigo.
Lamentaba más que él no poder lanzarse en su persecución, pero un buen
capitán sabe cuándo debe renunciar—. Acantos y Nepeta tienen que volver a
casa, y yo también —dijo—. Lo seguiremos la próxima vez, ¿de acuerdo?
—Uf… —rezongó el chiquillo.
Esperaron a que el pasamanos dejara de vibrar y subieron. La trampilla
estaba abierta. Grisam miró que no hubiera nadie y luego hizo que salieran
uno a uno y, en silencio, llegaron hasta la escalera que llevaba al campo de
piebalón.
Acantos acababa de asomar la nariz por la puertecita cuando un bólido lo
embistió y lo hizo rodar por la hierba.
—¡EL BALÓN! —gritó Francis Corbirock agarrando la pelota al vuelo.
Justo en ese momento había decidido bajar.
VEINTIUNO

Un Intruso en la Escuela
RAZONAMIENTOS BAJO EL CIELO

«Una noche desplazando estrellas. Como todos los años en esta estación,
algunos Mágicos de la Oscuridad se divirtieron desplazando las estrellas y
revolucionando las constelaciones…».

E n la explanada del colegio, la Banda se separó.


En pequeños grupos, los chicos volvieron a sus casas.
Grisam y Tommy decidieron acompañar a las gemelas.
—Pasemos por la calle de Martagón —sugirió Grisam—. Si Lilium está
en casa, el de los subterráneos no podía ser él.
—¡Exacto!
—¿Y si no está en casa? —preguntó Flox.
—Podría estar cenando en casa de unos amigos —dijo Tommy.
—O bien en los subterráneos de nuestra escuela —apuntó irónicamente
Vainilla.
Soplaba un vientecillo fresco, el cielo estaba límpido y lleno de estrellas.
El grupo se desvió hacia la calle de los Talleres: la casa de Martagón estaba a
oscuras y también la herrería.
—Sólo nos queda preguntarle a Meurn —concluyó Grisam—. Si lo ha
visto ir a casa de alguien, como dice Tommy, tenemos razón nosotros. Si, en
cambio, lo ha visto entrar en la escuela, tiene razón Babú.
Recorrían la estrecha callejuela que llevaba a casa de los McDale cuando
se cruzaron con el carro del leñador, que avanzaba despacio en sentido
contrario.
Se aplastaron contra la pared y lo miraron pasar. Vainilla, con el corazón
en la garganta, midió por encima las dimensiones de los troncos que
transportaba y trató de calcular la edad de los árboles. Todos eran bastante
iguales excepto uno, mayor.
—¿Qué árboles son? —preguntó a McDoc, que iba sentado en el
pescante.
—Chopos sobre todo —respondió él—. Más dos alerces y una haya.
—¿Una vieja haya? ¿Muy, muy vieja? —preguntó la bruja siguiendo al
carro, que continuaba su camino.
—Vieja y consumida —confirmó McDoc.
—¿Y vivía en los Bosques Altos?
—Allí están las más bonitas. Ésta debía de tener casi doscientos años. Por
supuesto, era una jovenzuela en comparación con la Vieja Haya, que por
desgracia también ha caído.
—¿Cuándo?
—Hace tres o cuatro noches.
—¿Y ha… muerto? —Babú sentía, que le flojeaban las piernas.
—Ay —profirió desconsolado McDoc—, tenía más de mil años, ¿sabes?,
y lo siento, porque quedan pocas como ella. Si pienso en todo lo que han
visto… mil años de nuestra historia. En fin, es la vida. ¿Te apasionan las
hayas, joven Periwinkle?
—Sí —contestó ella, triste.
Cada cual retomó su camino.
—Me siento como si hubiéramos perdido a un amigo —murmuró Flox
con la cabeza gacha.
—Lo sé, y no somos los únicos… —Babú contó a sus compañeros la
historia de Roble.
—Si se lo has prometido, entonces pienso que deberíamos decírselo —fue
el comentario de Pervinca—. Tarde o temprano esa haya pasará hecha leña
por la plaza o cerca de ella y a mí, si fuera Roble, no me gustaría enterarme
de esa manera de la muerte de una amiga.
—¿Cuándo se lo decimos?
—Mañana —dijo Grisam—. Iremos a verlo todos juntos, la Banda al
completo.
—Yo creo que deberíamos decírselo también a Joe —sugirió Vainilla—.
Él es sensible a estas cosas y a lo mejor querrá pedirle perdón a Roble.
—En mi opinión, deberíamos decírselo a todos —intervino Flox—. Una
amiga del Antiguo Árbol es también nuestra amiga, ¿no?
—Sí —dijo Grisam— y, en vista de que está ahí, empecemos por
decírselo a McDale…
Arrodillado en el nido, dando la espalda a la calle, Meum observaba un
bosque. No los Bosques Altos, otro bosque, al otro lado del valle, al suroeste.
Apuntaba el catalejo y parecía muy, muy concentrado.
Los jóvenes Mágicos se miraron dubitativos: ¿qué podía ver en la
oscuridad?
—¡Relámpagos! —dijo el anciano señor sin volverse. Evidentemente, los
había oído llegar—. No pongáis esa cara —siguió diciendo—, yo también
veo que no hay ni una sola nube en el cielo. Los rayos provienen del bosque.
Esta noche he visto dos y ayer por la noche tres, un poco más breves, sin
embargo. Sí, más cortos.
Tommy, al ver la escalera apoyada en la casa, hizo un gesto a su amigo
como preguntándole si no sería oportuno subir y echar un vistazo.
—Id vosotros —dijo Pervinca—, nosotras llegamos tarde. Nos vemos
mañana.
Luego miró a Grisam en silencio y le hizo entender con los ojos que,
total, Meum seguramente no había visto nada, estaba vuelto hacia la parte
opuesta a la escuela y estaba demasiado tranquilo.
—Está bien —dijo en ese momento el chico—, os acompañamos y, si
acaso, volvemos luego.
—Buenos chicos, comportaos como caballeros —intervino McDaley—
no os molestéis en volver. Yo estoy bien aquí y tengo que hacer. Se
encaminaron hacia nuestra casa.
—Tal vez, para descubrir quién es ese tipo, nos ayudaría saber adónde
conduce el misterioso pasadizo —dijo Tommy. Caminaba al lado de Vainilla
y parecía especialmente alegre—. Lo mismo lleva a casa de alguien.
—¡Un atajo! —exclamó Flox—. Para evitar hacer un camino «cómodo y
con vistas» —añadió Pervinca, recordando las palabras del conserje—. Lo
dijo Joe, que al lugar donde desemboca el pasadizo llega también un camino.
—Hum… —murmuraron los demás pensando en qué camino podía ser
aquél.
—El camino de la costa, no.
—Entre otras cosas porque no es un verdadero camino, sino una especie
de camino de herradura, estrecho e incómodo —dijo Grisam.
—Y cuando sopla el viento es imposible recorrerlo —añadió Pervinca.
—Pero tiene vistas.
—Sí, pero no está nada protegido, si vas en invierno te hielas.
Al oír esas palabras, a Babú le vino algo a la cabeza.
—¡El lago! —exclamó volviéndose hacia Tommy—. ¿Cómo se llega al
lago helado?
—Por un camino que…
¡Coincidía!
El camino para llegar al lago en el que los chicos patinaban en invierno, y
quizá también en otoño si los hermanos de Tommy habían dicho la verdad,
salía del pueblo, subía suavemente hacia el suroeste y estaba bien trazado.
En lo alto, las agujas de las coníferas cubrían el fondo, que siempre estaba
seco, limpio e incluso blando. Los árboles protegían del viento el paseo y con
frecuencia se veían ardillas y puercoespines trajinando sobre las ramas y en el
sotobosque. En algunos trechos, además, desde ciertas curvas se vislumbraba
la bahía y, si el día era muy claro, se llegaba a ver Punta Romero las
montañas de la isla de Strongcharles.
—Pero allí no vive nadie —señaló Tommy.
VEINTIDÓS

Una Luz Especial


HAY QUIÉN LA TIENE Y HAY QUIEN NO

«Alcanfor Luke y Siringa Beldell sorprenden a


todos al anunciar que se casan. El amor surgió hace
una semana a la sombra de un arce bermejo».

H abíamos llegado a casa.


Grisam dio un beso en la mejilla a Vi y le dijo que la esperaría al
día siguiente en la plaza del Roble o bien delante de la escuela.
—Quedemos delante de la escuela —le dijo Pervinca—. Roble podría
hacer preguntas y preferiría que estuviese toda la Banda para darle la mala
noticia.
—Está bien, entonces nos vemos delante de la escuela. No te retrases.
Tommy miró a Vainilla: a él también le habría gustado darle un beso,
pero se limitó a despedirse con un ademán de la mano. Luego, él y Grisam
acompañaron a Flox.
No estaba bien que una chica fuera acompañada a su casa por un chico
después de la puesta de sol, ni que dos chicos escoltaran a dos señoritas solas,
a menos que fuesen novios oficiales. En pocas palabras, que debían ser
impares: tres, o cinco, era un número perfecto, dos o cuatro, no.
Vi y Grisam se querían y era un hecho sabido por todos que un día se
casarían: las familias darían su consentimiento y ellos mismos se lo repetían a
menudo. Grisam, sobre todo, parecía impaciente y, refiriéndose a Pervinca, la
llamaba «mi novia». De todos modos, no eran lo bastante mayores para estar
comprometidos en serio.
Entre Tommy y Babú, en cambio, sólo había amistad, aunque Tommy
habría querido que fuera algo más. Estaba loco por Vainilla y ya no
conseguía ocultarlo. Estaba pendiente de sus labios y a menudo la miraba con
ojos soñadores. Cualquier pretexto era bueno para llamar a nuestra puerta o
hacerse el encontradizo en nuestro camino.
Incluso mamá Corbirock lo había notado: Tommy, de hecho, le
preguntaba continuamente si tenía algo que entregar a los Periwinkle o algo
que decirle a Tomelilla…
Estaba enamorado, el pobre, lamentablemente sin esperanza. Digo
«lamentablemente» porque era un chico estupendo. Y también era guapo,
alto, recto. Sonreía de buena gana y sus dientes, blanquísimos, destacaban en
su cara como granos de azúcar sobre una tarta de chocolate. Tommy tenía un
color de piel dorado, por eso les gustaba tanto a las chicas del pueblo: bastaba
un rayo de sol para que su piel, en vez de ponerse color gamba y llenarse de
pecas, como la de casi todos los demás chicos, se volviera de color café con
leche. Además, tenía el pelo oscuro y los ojos color avellana, como Jim.
Muchas veces, al verlos juntos, pensé que Vainilla no era del todo
insensible al poder de fascinación de Thomas Corbirock.
Pero estaba Jim.
Vainilla esperaba el regreso del joven inventor desde hacía casi dos años
ya. No había vuelto a tener noticias suyas, nada que le dijera si él estaba bien,
si pensaba en ella y si volvería algún día. Y, no obstante, seguía esperando.
Año tras año…
En casa nos cuidábamos mucho de nombrarlo, y sólo yo sé cuántas veces
esperé que lo olvidara. En cambio, regularmente, al final de cada jornada,
sacaba del escritorio su diario y escribía a Jim.
Durante todos los años en que estuvieron lejos el uno del otro, Vainilla
escribió un diario sólo para él. Miles y miles de páginas en las que le hablaba
de ella y de nosotros.
Palabra de hada, ningún literato, historiador o biógrafo escribió nunca
sobre Fairy Oak mejor que Vainilla en aquellos diarios. Registrados en papel
quedaron los ruidos, los perfumes, los ambientes, los colores, las voces de la
vida en el pueblo. Daba la impresión de verlos: los ritos familiares, las
pequeñas costumbres, los amigos que venían a visitarnos, las historias
graciosas y las tristes de cada habitante, las fiestas, los domingos, las
vacaciones…
Jim le estuvo muy agradecido a Vainilla por aquellos diarios. De hecho,
su primer pesar, nada más regresar, fue haberse perdido tantos años de vida
con ella, no haberla visto crecer en su mundo, entre sus amigos y su familia.
Por fortuna, Babú había conservado todos aquellos años preciosos, los de su
infancia, día tras día.
Aquella noche volvería a hablarle del viaje de Shirley y luego de su
sección en la Gaceta, del misterioso intruso, de sus sospechas y de las de
Meum.
—Ahora volvamos con McDale —dijeron los chicos cuando llegaron ante
la casa de Flox—, puede que nos cuente algo interesante. Aunque… ¿no
tienes ningún consejo que darnos, Flox? A lo mejor en tus investigaciones
sobre la Danza de las Locuras de la Estación has descubierto cómo tratar a
los afectados.
—Como a cualquier otro, imagino —respondió Flox encogiéndose de
hombros—. A fin de cuentas, se pasa apenas empieza a soplar el viento… De
todas formas, Meum no está bailando esa danza.
—¿Ah, no?
—No, no, él no tiene esa luz en los ojos.
—¿Qué luz?
—Hacedme caso —dijo la bruja—, hay una luz especial en los ojos de
quien baila la Danza de las Locuras. Tiene la calidez de un ocaso, pero
también es inquieta y vibrante como… —Alzó los ojos al cielo y pensó un
momento—. ¡Como la llama de la vela que muere en la cera! —dijo—. Es
intensa y fugaz, como la estela de los cometas; de oro, como las hojas de los
arces y de los abedules en otoño. Es una luz… una luz que… —Flox negó
con la cabeza, con decisión—. No, Meum no la tiene, este año no. Pervinca
tiene razón, ese mago está protestando por algo…
VEINTITRÉS

En el Tejado con McDale


LA NOCHE CLARA DE LOS RÉLAMPAGOS

«Llega la gripe estacional. El doctor Chestnut


informa de que los síntomas serán especialmente
molestos: picor en los lóbulos de las orejas y risitis
aguda».

C uando estuvieron de nuevo junto a la casa del mago, Tommy trepó por
la escalera. Grisam, por su parte, alzó el vuelo y aterrizó cerca de la
chimenea.
—Cuidado con dónde pones los pies, sobrino de Burdock —le advirtió
McDale—, ahí están mi sombrero y mi servilleta. Y ya que lo has pisado,
pásame el sombrero, está cayendo el relente.
Grisam cerró los ojos y contó hasta diez. Luego buscó el sombrero, que
estaba en otra parte, y se lo tendió a McDale.
—¿De dónde vienen los relámpagos? —preguntó Tommy sentándose a
horcajadas sobre la cima del tejado.
—Ya te lo he dicho, del bosque.
—El bosque es grande, Meum, ¿de qué punto?
—De allí —respondió el viejo sin señalar ningún lugar. Miraba aún por el
catalejo.
Grisam pensó en contarle lo de Roble y su pequeña aventura en los
subterráneos del colegio.
—Lo siento —dijo McDale—. Quiero decir, por Roble, no se merece un
disgusto así.
«Nadie se lo merece», pensó Grisam.
—Pero es inevitable —siguió diciendo el anciano—. Vosotros sois aún
unos niños de pecho, el tiempo todavía no ha secado del todo la leche en
vuestros labios. Con nosotros, en cambio, es un canalla: nos pasa cerca y se
lleva a nuestros amigos. Uno tras otro, como hojas al viento. Esto es lo que
ocurre cuando uno se hace viejo. Ah, los jóvenes no lo saben y nos descuidan
o, peor aún, nos compadecen, porque de repente somos lentos, ciegos, sordos
y también un poco bobos. Si nos repetimos, piensan que estamos idos, si
pedimos perdón por las molestias, no comprenden que sentimos de verdad el
tener que depender de alguien… —Suspiró—. Antes de hacer una pregunta,
me la repito mil veces en la cabeza, porque sé que una pregunta tonta en boca
de un viejo es tres veces tonta, y los demás alzarán los ojos al cielo… Bah…
—dijo moviendo la cabeza—. Y ¿cuándo tenéis intención de decírselo?
—Mañana —contestó Grisam.
—Dadle mis condolencias —dijo McDale.
—Dáselas tú.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque… tengo cosas que hacer aquí.
—¿Ah, sí? Pero piensa que… —dijo Grisam, sorprendido—. Y pretendes
quedarte aquí para siempre, dices…
—¿Qué perdices? —dijo McDale, enfadado—. ¿Qué tienen que ver las
perdices ahora?
—Te he preguntado si pretendes quedarte aquí para siempre.
—Puede ser, según me dé.
—De hecho, esta noche yo también me quedaría —dijo Tommy
estirándose y mirando alrededor—. Hay una bonita luna, el aire es terso, no
hace ni pizca de frío, la vista es magnífica…
—Sí, pero no te acostumbres —lo interrumpió bruscamente McDale—,
este sitio es mío. ¡Búscate otro tejado!
—No, no, éste me gusta, podría hacerte compañía. ¿Queda sitio en tu
nido? —Tommy dio dos pasos hacia el mago y de repente los zapatos se le
clavaron a las tejas.
—¡Ándate con ojo! —gruñó Meum amenazándolo con el catalejo—. Soy
viejo, lento, ciego, sordo y también un poco bobo por estar aquí hablando con
vosotros, pero todavía sé defenderme de los renacuajos. Da otro paso y
palabra de mago que, con otro hechizo, te clavo también las manos. ¡Vete,
fuera, vuelve con tu tribu!
—¡La veo, allí está! —dijo Tommy indicando una ventana iluminada—.
Aquél detrás de las cortinas es Francis, está poniendo la mesa. Claro que tú,
desde aquí, lo verás todo, ¿eh?
—¡Claro que sí! Y si vosotros me hicierais un poco más de caso, habríais
sabido que llegaba —dijo el mago—. En cambio, os ha pillado por sorpresa.
—¡Entonces lo has visto! —exclamó Grisam—. ¿Por qué no nos lo has
dicho en seguida? Creíamos que mirabas los relámpagos… ¿Quién era,
Martagón?
McDale asintió.
—¿Lo has visto con tus propios ojos?
—Iba tapado con la capa y llevaba un puntanegra, pero…
—¿Un puntanegra? ¿Y eso qué es? —preguntó Tommy intrigado.
—Un sombrero de mago, ignorante. ¿Cómo lo llamáis vosotros?
—Sombrero de mago.
—Bah. En todo caso, no me equivoco: ha salido por ahí y se ha dirigido
allí, y luego ha entrado —dijo McDale indicando el trayecto del herrero
desde su taller hasta la escuela.
—¿Y llevaba una lámpara?
—¿El qué?
—He dicho si llevaba una lámpara.
—¿Quién?
—El tipo que has visto.
—Sí, una cilíndrica, un modelo nuevo, con red de cobre, excelentes
prestaciones y máxima seguridad, ilumina en un diámetro de seis metros, un
instrumento espléndido.
—¿Y no te parece raro?
—¿Por qué? Acabo de decir que es un buen instrumento…
—No, quiero decir si no te parece raro que Martagón lleve una lámpara.
—Hum, no lo había pensado realmente. Pero ahora que lo decís… Bah,
será un regalo para Euforbia, quizá está enamorado de ella, mejor tarde que
nunca.
—¿¿MARTAGÓN ESTÁ ENAMORADO DE… NUESTRA DIRECTORA??
Los chicos no daban crédito a lo que oían.
—¡Ssss! —siseó Meum en voz baja—. ¡Callaos, cornejas comecacao, que
no sois más que eso!
—¿Por eso va a la escuela, para verla?
—Bah, queréis que cotillee y yo no quiero veros más. Me estáis
fastidiando, me embrolláis las ideas. Idos, volad, arrastraos, en pocas
palabras, que desaparezcáis. Lo mismo algún loco está sufriendo por
vosotros.
—Eso sí que sería gordo —dijo Tommy mientras bajaba—. Pero creo que
te equivocas, Meum, porque ese tipo va a los subterráneos y el despacho de la
directora está en el segundo piso.
—Tú, de todas formas, no lo pierdas de vista —le dijo Grisam poniéndole
la chaqueta sobre los hombros—, es muy importante para nosotros. Veas lo
que veas, cualquier información que tengas…
El anciano mago rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó un papelito
que, con un hechizo, hizo posarse en la mano de Grisam.
—Lee —dijo secamente—. Y pon fuerza en la voz, quiero oírte.
El capitán desdobló la hojita y empezó a leer.
—«Fairy Oak, 9 de octubre, a las seis horas y treinta minutos de la tarde.
L. M. se dirige hacia la escuela…». ¿Lo has escrito tú?
—No, merluzo, el cuco. ¡Continúa!
—«Ha entrado hacia las seis horas y cuarenta y cinco minutos y ha
salido a las seis horas y diez minutos de la mañana…». ¿¿Pasó allí abajo
toda la noche??
—¡LEE!
—«F. M lo ha seguido hasta la explanada, pero no ha entrado ni se ha
de… dej… dep…».
—¡Dejado ver! —exclamó McDale—. Por todos los cielos, eres como tu
tío, ni has aprendido a leer.
—Está bien —bufó Grisam—, «… ni se ha dejado ver cuando él, al alba,
ha salido para volver a casa». ¿F M.? ¿Quién es?
—Está en clave, estúpido. Significa «Figura Misteriosa». ¿Qué hacéis en
el colegio, no estudiáis historia? Era una figura alta, imponente. No he podido
saber quién era.
—¡Has anotado todo, Meum, eres grande! —exclamó Tommy—. ¡Qué
fuerte es todo esto! Martagón entrando en nuestra escuela por la noche y una
figura misteriosa que acecha como un cazador.
—Que, sin embargo, luego no dispara —señaló Grisam—. Quiero
decir… ¿por qué lo ha esperado toda la noche si luego no le ha dicho nada?
¿Qué hacía ahí?
—¿Y yo qué sé? —dijo McDale.
—Ah, muy bien, a propósito de las cosas que sabes: dinos dónde
desemboca el pasadizo de los subterráneos de la escuela —le preguntó
Tommy—. Tenemos una sospecha, pero no estamos seguros.
—Fuera del pueblo, ¿adónde podría «desembocar»? —replicó McDale.
—¿Fuera, simplemente fuera, eso es todo?
—Si «desembocase» dentro no serviría de nada, ¿no os parece?
Grisam y Tommy pensaron un momento. Después…
—Era una salida de seguridad —murmuró el primero.
—Una vía de escape en caso de ataque —intervino el segundo.
—¡Qué listos! ¡Unos genios! —dijo McDale sarcásticamente—. Una
intuición formidable, me dan ganas de aplaudir.
—Aplaude si quieres, pero antes contesta aún a esto: ¿El pasadizo
desemboca en el lago?
McDale no dijo nada y se encogió de hombros. Cuando los chicos se
volvieron, sin embargo, farfulló:
—Es de allí de donde provienen los relámpagos.
VEINTICUATRO

El Gusanillotormento
LA HORA DEL CUENTO

«¡El profesor Dot restaurará el Código Brujeril!


Flora Bookworm, responsable del preciado volumen,
abre por primera vez la vitrina…».

A quella noche, a las doce, durante la Hora del Cuento, mientras ponía al
corriente a Tomelìlla de los sucesos de la jornada, tuve dos
sensaciones: la primera, la más fuerte, fue que ella ya lo sabía todo. No sólo
lo de la fechoría de las chicas, también lo del hombre misterioso que bajaba a
escondidas a los subterráneos y el deseo de los chicos de descubrir quién era.
No dijo ni una palabra al respecto, pero aquella sonrisa, aquella mirada…
yo las conocía bien. Tomelilla de los Senderos sonreía y me miraba de aquel
modo cuando esperaba algo. No de mí, no esperaba algo de mí, no quería que
yo le revelase los planes de la Banda o confesase las travesuras de las
gemelas, todo lo contrario, con aquellos ojos encendidos y divertidos me
decía: «Sss, no me digas nada, quiero ver cómo acaba todo».
De todos modos, tenía que estar atenta; si aquella mirada hubiese
cambiado, si la luz se hubiese vuelto sombra, entonces significaría que estaba
callando algo que ella, en cambio, quería saber.
Aquella noche, por suerte, no ocurrió. Tomelilla estaba tranquila, incluso
distraída y atareada. En el invernadero, a la luz de los faroles que ella misma,
con un encantamiento, encendía cada noche, me escuchaba olvidándose allí
las tijeras, aquí la rafia o un guante… Se movía ligera entre las macetas de
barro. Como siempre, rozando los clavelitos recién florecidos, acercándose,
delicada como una mariposa, a la tabla de los ciclámenes… A menudo, sin
embargo, miraba afuera y suspiraba. Esta actitud suya me intrigó al principio,
pero luego, pensándolo bien, recordé que en otoño se ponía melancólica a
veces.
De repente se puso seria, y yo temblé. Pero duró sólo un instante,
mientras me decía que la directora Flumen la había mandado llamar.
—Quiere que mañana acompañe a las chicas al colegio —dijo—, me
pregunto por qué.
—Oh, Tomelilla —empecé a decir, desesperada—, mirad, todo ha
sucedido a causa de…
—Sí, yo también temo, Felí, que sea por un asunto que no va a gustarme
—me interrumpió ella—. Y te digo la verdad, preferiría con creces que fuese
por una travesura de las chicas. Al menos sabría cómo manejar la situación.
En cambio, esto…
¿Esto qué? ¿Qué había pasado? Estaba confusa.
Fue en ese punto cuando tuve la segunda sensación. Me pareció que
alguien estaba escuchando detrás de la puerta.
En un principio, pensé que, si fuera así, Tomelilla lo habría sabido mucho
antes que yo y, con sólo chasquear los dedos, habría vuelto transparente la
puerta y desenmascarado al espía o los espías. En cambio, siguió hablando
como si no ocurriera nada.
Se lamentaba, sospechaba que la directora Flumen quisiera confiarle un
cotilleo y ella detestaba los cotilleos.
Yo cada vez comprendía menos.
—Espero equivocarme —dijo en determinado punto—, y que Euforbia
me haya mandado llamar porque Vi ha gruñido a alguien —dijo exactamente
eso, pero casi enseguida se corrigió—, bueno… —masculló—, quizá me esté
excediendo un poco.
«¿¿Excederse??», me dije. «Si esto es excederse, ¿infringir el Artículo 1
bis del Código Brujeril qué es?».
«¡TE VAN A DESCUBRIR! ¡VAYA SI TE VAN A DESCUBRIR!», chillaba el
gusanillotormento dentro de mí. «ES MÁS, ¡YA TE HAN DESCUBIERTO, FELÍ!».
Era el momento.
—Tomelilla —dije, decidida a confesar—. Yo…
—Ah, muy bien, Felí —me interrumpió ella de nuevo—. Acabas de
recordarme que yo también he de hablarte de una cosa. Concierne a la fiesta
de las gemelas: hay que encontrar un modo para que las chicas inviten a
Scarlet Pimpernel, Sifelíztúserás​decírnosloquerrás, ¡es in-dis-pen-sa-ble!
¡Cataplum!, se oyó detrás de la puerta. Algo, o alguien, debía de haberse
caído. Poco después oí un ruido de pasitos alejándose.
—Se lo diré —respondí sonriendo.
El gusanillotormento se había callado: ella no quería saber. Todavía no.
VEINTICINCO

La Carta Rasgada
EL AMOR PERDIDO

«Torneo de ajedrez I. Voltar Morus amonestado


por “encantamiento ilícito”. El alcalde Pimpernel lo
obliga a sujetar al gato Colapinta durante las
Partidas y a permitirle que se lime las uñas en su
abrigo…».

E n vez de a las siete, aquella mañana las gemelas se despertaron a las


seis, y a las seis y media estaban ya en la cocina desayunando. Tomelilla
bajó poco después.
Estaba vestida para salir y no pareció demasiado maravillada al ver a las
chicas ya listas a aquella hora.
—Tendremos que pasar a buscar a Flox —dijo Babú.
—Sí, pero no sé si estará ya fuera a esta hora —observó Pervinca—.
Normalmente pasamos por su casa cuando son casi las ocho.
—Ya veremos cuando estemos allí —dijo su tía anudándose el sombrero
—. Ahora cubríos bien, más tarde podría llover.
Flox estaba ya fuera.
Esperaba sentada en el borde del abrevadero, moviendo las piernas y con
un folio cuadriculado apretado en la mano. Cuando vislumbró los sombreros
de las gemelas, se puso en pie y agitó el folio hacia ellas, sonriendo y
gritando:
—¡LO HE HECHO, LO HE HECHO!
Pero, al descubrir que también venía Tomelilla, se mordió los labios y
escondió la hoja detrás de la espalda.
—Hola —la saludaron las gemelas, impasibles—. ¿Cómo estás?
—Bien —respondió ella esforzándose por parecer igual de impasible.
A Tomelilla le hizo una pequeña inclinación.
—Hola, Flox, ¿todos bien en casa? —le preguntó ella.
—Sí, gracias.
Nos pusimos de nuevo en camino, pero, cuando estábamos a punto de
entrar en la plaza, Babú se detuvo.
—No pasemos por aquí, por favor —dijo, y contó a su tía la triste historia
de Roble y su amiga haya.
También Tomelilla, como McDoc y Meum, atribuyó la causa de aquella
muerte a la vida.
—Ay, es la vida —suspiró, de hecho.
Alguien, días después, añadiría: «Siempre son los mejores los que se
van», pero ella no lo dijo. En cambio, dijo:
—Pobre Roble —y basta.
Nos disponíamos a cruzar la puertecita de la Horace con media hora de
adelanto, toda una novedad. Alguien, sin embargo, hizo «¡Pssst!» desde
alguna parte.
Miramos alrededor y no vimos a nadie, es decir, a nadie que estuviese
tratando de atraer nuestra atención. Joe barría el patio. La madre de Pajarito
pasaba con la bolsa de la compra y se veía que iba pensando en sus cosas.
Prímula Pull, la modista, limpiaba los cristales de su taller. Apple Colapinta,
el gato, andaba evitando las junturas entre las piedras. El alcalde daba su
paseo matutino.
—¡Pssst! —oímos de nuevo—. ¡Tomelilla!
Una voz femenina llamaba en voz baja a mi bruja. Miramos otra vez a
nuestro alrededor. Luego, provocando un ruido nítido de grava pisada, salió
de las sombras de una casa la señora Peonía, la madre de la señorita Roseta,
la florista.
Se acercó a nosotras con andar circunspecto, tomó las manos de
Tomelilla y le imploró que la ayudara. Llevaba la cabeza echada hacia atrás y
miraba a la bruja por las rendijas entre los párpados.
—¿Ves cómo están? —le dijo—. Ni siquiera consigo levantarlas. Y esta
mañana me las he cortado, ¿sabes?, ¡un trozo así! Pero me vuelven a crecer,
¡¿qué puedo hacer?! Pobre de mí, ahora por las noches estoy agotada y llena
de cardenales. ¡Cómo no voy a estarlo, si me voy chocando con todo! Dime
que conoces una contrapoción para domar estas cejas mías, Tomelilla, ¡es tan
mortificante!
Vestía una capa de paño color leche, sin mangas y hasta los pies; los
brazos le salían de dos cortes laterales y llevaba toda la cabeza metida en una
cofia del mismo color que la capa. No sé en qué me hizo pensar a mí, pero
Flox dijo: «Parece un gusano». Aún hoy, no encuentro mejor manera de
describirla: parecía justamente un gusano de seda con cejas.
Una escena similar, en un día normal, habría hecho que las chicas se
revolcaran por el suelo de la risa. Pero Tomelilla iba a hablar con la directora
y nuestro gusanillotormento estaba más activo que nunca. Tomelilla, en
cambio, mantenía su proverbial flema.
—Debes tener un poco de paciencia, querida Peonía —le dijo a su amiga
—. ¿Cuántas cáscaras de castañas le pusiste a la infusión?
—¿¿Sabes lo de la infusión?? Oh, bueno… trescientos gramos —
reconoció la cómica señora con un suspiro.
—¿Triturada gruesa o fina?
—Gruesa.
—¿Almendra exprimida?
—¡Claro!
—¿Sal y azúcar?
—Por supueeesto, la punta de una cuchara.
—¿Jengibre?
—Noooo —dijo asqueada doña Peonía—, ¡por favor, nunca!
—Menos mal. Creo entonces que dentro de… —Tomelilla hizo un rápido
cálculo— diez, quince días como mucho, el encantamiento desaparecerá.
—¿¿Quince días?? ¡Qué me dices!
—Oh, pero verás cómo día a día la poción irá perdiendo efecto y la cosa
irá cada vez un poco mejor.
—¿Ninguna contrapoción, entonces?
—No, lo siento —dijo Tomelilla.
—¿Y si probara con una infusión de ortigas?
—Te volverías loca del picor.
Llegaron otros alumnos y algunos profesores.
—Tenemos que irnos, tía —dijo Pervinca.
Tomelilla intentó despedirse de la señora, pero la pobrecilla no estaba
dispuesta todavía a dejarla marchar.
—¿Cinco gramos de piel de nabo? —propuso aún, esperanzada.
—No creo que…
—¿Cola de caballo con alcaparras machacadas?
—Si no recuerdo mal, es una vieja receta contra los talones agrietados,
Peonía.
—¿Limón y azúcar?
—Eso ayuda a la digestión.
—Limón y sal, entonces…
—Hace vomitar —respondió secamente Pervinca.
Tomelilla la fulminó con los ojos.
—Quería decir que… es la mejor solución contra la indigestión —se
enmendó la brujita con una sonrisa. En ese instante, sin embargo, estaba harta
y, agarrando a la tía por una mano, la arrastró consigo al otro lado del portón.
—CONSULTA CON PENSTEMON —gritó por último Tomelilla desapareciendo
en el interior de la escuela—. ÉL PODRÍA AYUDARTE A DOMAR… A CURARTE DE
TU PROBLEMA, ¡Y MANTÉNME INFORMADA!
—No sabía que el doctor Chesnut curase también las locuras de la
estación —dijo Pervinca riéndose.
Tomelilla la regañó severamente.
—¡Cuidado con tus palabras, jovencita! —le dijo—. ¡Peonía Floribunda
es una bruja respetabilísima! Y, si de vez en cuando mete la pata con los
ingredientes de las pociones, ¡no te corresponde a ti, ni a nadie, juzgarla!
—Está bien, está bien, perdona —dijo Vi balanceando la cabeza—. Pero
es verdad que el limón y la sal, juntos, hacen vomitar. Oye, ¿estás
completamente segura de querer ir a hablar con la directora? ¿No será
tremendamente aburrido?
La pregunta llegaba tarde, la señora Flumen ya venía a su encuentro.
El modo en que nos recibió nos tranquilizó a nosotras y confirmó los
temores de Tomelilla: el motivo por el cual la había mandado llamar no tenía
que ver con las chicas. La directora sujetaba en su mano una carta que
Tomelilla miró con preocupación. Estaba doblada en cuatro, arrugada y
puede que incluso hubiera sido rasgada, porque la cruzaban largos trozos de
cinta adhesiva. Un pico estaba quemado y estaba manchada de tierra roja, la
tierra de nuestro valle.
La directora tomó del brazo a Tomelilla y, tras desearnos unas «buenas
clases», se alejó con ella hacia su despacho. Hablaba en voz baja,
bisbiseando, pero nosotras la oímos de todas formas.
—Es una situación tan comprometedora… no sé cómo contarte… —
susurraba—. Él me lo había dicho, pero yo, figúrate, me reí, era un
pensamiento tan absurdo… En cambio, tenía razón. Es increíble, ahora tendré
que prestar atención a todo, ¿entiendes?, a cómo me muevo, a cómo le
hablo… Eres la única persona a la que enseñaría una cosa así, pero, créeme,
Tomelilla, estoy en tales dificultades que no sé qué hacer. Mira, mira esto…
—¿Qué es? —preguntó.
—Una carta de amor dirigida a él. La encontré anteayer delante de la
escuela, estaba hecha pedazos…
—¿Y la has leído?
—Juro que estaba tirándola a la basura, había abierto ya el cubo, cuando,
de repente, vi mi nombre. —La directora soltó un hondo suspiro y habló con
desconsuelo—. En fin, ella, la persona que le escribe, piensa que él está
enamorado de mí y está celosa. ¿Qué quieres que te diga? Será la estación, a
mí también me parece una locura.
Tomelilla le devolvió la carta a la directora.
—¿No la lees?
La bruja negó con una sonrisa.
—Ahora dime lo que quieres de mí —dijo.
—Un consejo —contestó Euforbia Flumen—. Si estuvieras en mi lugar,
¿qué harías?
—Depende —respondió mi bruja con sencillez.
—¿De qué?
—¿Sabes quién ha escrito esta carta? ¿Sois amigas, la aprecias? Entonces,
¡habla con ella! Si, en cambio, no sabes quién es…
—Sé quién es, la carta está firmada.
—¿Y entonces?
—Somos amigas…
La puerta del despacho se cerró y la campana sobre nuestras cabezas
lanzó la primera y agudísima llamada a los chicos.
Pervinca corrió hacia la escalera.
—¿Habéis oído lo que han dicho? —dijo despidiéndose de Flox y de
Babú—. En el recreo hablamos, ¿vale? Adiós.
VEINTISÉIS

La Figura Misteriosa
LAS HUELLAS DE JOE

«Torneo de ajedrez 2. Por fin victoria de una


mujer: Hortensia Polimón es la reina absoluta del
torneo. Jaque al rey McDale, así pues, con un
movimiento del caballo que dejó de piedra al mago.
La entrega de premios está prevista para esta
noche en la plaza con fiesta y…».

L as dos primeras horas de clase pasaron tan lentas que me dormí en el


bolsillo de Babú. Y me perdí un gran acontecimiento.
—¡He sacado un 8 en geometría! —anunció Flox a sus amigos delante
del banco del campo de piebalón.
—¿Y cuándo ha sido eso? —pregunté estupefacta a Vainilla.
—Mientras dormías.
La Banda la llamó empollona, pero nosotras, que sabíamos toda la
historia, lo consideramos una meta importantísima.
Flox se había quedado mirando mientras De Transvall escribía la nota al
lado de su nombre, porque no podía creerse que le hubiera ido tan bien y,
nada más sonar la campana del recreo, había corrido a buscar a Vi.
—¡He sacado un 8 en geometría! —gritó de nuevo nada más verla y
saltándole al cuello.
Estaba muy agradecida a Pervinca. ¿Y creeréis que lo estaba más ahora,
por aquel resultado, que por el intercambio de lugares y de aspecto en la
escuela? Porque esto la hacía sentirse orgullosa. Y, si hubiese sido una Bruja
de la Luz, se habría convertido de buena gana en un petirrojo, porque —Flox
acababa de descubrirlo— tener un 8 en geometría era, indiscutiblemente, de
ese color: pecho rojo de petirrojo. Si se lo hubieran dicho antes…
—¡Eh! Bien por ti —le dijo Vi—, pero ¿yo qué tengo que ver?
—¿Cómo que qué tienes que ver? He aplicado tu sistema —explicó Flox
—. ¡Funciona, funciona!
—¿De veras has coloreado los polígonos?
—¡Nooo, he hecho como si los coloreara!
Ahora le tocaba a Vi obtener una buena nota en artística y tenía que
esforzarse.
—Lo estoy intentando —dijo sonriendo—, pero tengo como una
impaciencia encima que me impide quedarme quieta para observar los
colores de una mariposa. Será la estación —añadió.
—Me parece que naciste con esa impaciencia encima, querida Vi —le
dijo su hermana.
—Es cierto, muy cierto —confirmó ella—. Tengo ganas de moverme y…
¿Sabéis una cosa? Me gustaría que estuviese ocurriendo algo muy misterioso
en nuestra escuela. —Se levantó del banco y empezó a caminar de puntillas
alrededor de los amigos—. ¿Quién es la siniestra figura que ronda por los
subterráneos de la Horace y huye cuando la llamamos? —dijo poniendo la
voz ronca y fúnebre y extendiendo sus manos por encima de sus cabezas
como si fueran garras—. ¿Será el alma negra de Joe o bien es el querido y
dulce Martagón, que muestra por fin su lado oscuro?
—Fíjate que el siniestro bribón huyó cuando lo llamaste tú, por eso,
según yo, es Joe quien la tiene tomada contigo —le dijo Nepeta
interrumpiendo la puesta en escena antes de que el miedo se apoderara
completamente de ella.
—Además —intervino Grisam—, para reforzar tu deseo de aventura,
querida Vi, McDale jura que vio a alguien salir del taller de nuestro herrero
ayer por la noche. Iba envuelto en una capa y llevaba un puntaneg… un
sombrero de mago. Entró en la escuela y…
—Ha salido esta mañana al alba —concluyó Tommy—. Y eso no es todo:
parece que había una F. M. fuera esperándolo.
—¿Una Figura Misteriosa? —preguntó Pervinca. Tommy la miró
asombrado.
—Exacto… ¿Cómo lo sabes? Nosotros tuvimos que preguntárselo.
—Es un viejo código. Durante la guerra, nuestros antepasados lo usaban
para engañar a los emisarios del Enemigo: escribían falsas iniciales para
confundir sus mensajes y F. M. significaba «Figura Misteriosa». ¿Es que no
estudiáis historia vosotros? ¿Y qué hizo?
—¿Quién?
—La Figura Misteriosa, ¿qué hizo cuando salió el tipo de la capa?
—Nada, siguió escondida.
Vi abrió mucho los ojos y sonrió.
—Ahora sí que se pone interesante —dijo frotándose las manos—. Así
que los siniestros bribones son dos: uno que entra y sale y otro que lo espera
fuera.
—Pero es raro… —dijo Vainilla.
—¡Vaya si lo es!
—No, quiero decir, que Joe no haga nada. Está aquí día y noche…
—En mi opinión, es su cómplice —dijo Vi.
—O quizá uno de los dos sea él —aventuró Francis.
—¡La antorcha! —exclamó Tommy.
—¿Qué antorcha?
—Cuando estaba en los subterráneos con la directora, Joe sujetaba una
antorcha, ¿verdad? En cambio, el tipo que bajó llevaba un farol en la mano.
¿Por qué ese cambio?
—Quizá la antorcha se había consumido —sugirió Nepeta.
—Y la capa, ¿por qué se puso capa, si antes no la llevaba?
—Porque… ¿tenía frío?
—No, el que bajó no podía ser Joe —concluyó Tommy—. ¿Para qué
tendría que volver abajo? ¡Si acababa de subir! Joe no es ningún niño y esa
escalera te deja baldado.
—Es cierto —replicó Vi—. Pero, entonces, ¿por qué Joe no dio la alarma,
o nuestra directora? Subieron antes que nosotros.
—Quizá no lo vieran.
—Imposible, debieron cruzarse con él a la fuerza.
—Entonces es posible que el misterioso visitante se volviera invisible.
—Ah, sí… —Pervinca estaba cada vez más entusiasmada.
—¿Podguíamos cambiag de convegsación? —preguntó Acantos.
—Espera —le rogó la bruja—, acaba de venirme a la cabeza otro detalle:
si os acordáis, también la directora, al visitar los subterráneos, tuvo la
impresión de que alguien había estado allí, aparte de Joe.
—Pero Joe lo negó —le recordó Vainilla.
—Y eso confirma una vez más que nuestro conserje está ocultando a
alguien —concluyó Vi.
—¿Y si, en cambio…? —Flox iba a decir algo, pero se lo pensó mejor—.
No, nada, perdonad.
—Venga —le dijo Vainilla—. Y si, en cambio, ¿qué?
—No, no, es una tontería.
—Habla, Flox, di lo que querías decir —la animó su capitán.
—Está bien, pero no es más que un pensamiento. Bueno, estaba
pensando: ¿y si Joe, todo un caballero como es, no hubiera querido alarmar a
la directora confirmando sus sospechas y luego, después de que ella se fuera,
hubiera vuelto abajo para comprobar si de verdad había alguien? ¿Y si fuese
ése el motivo por el que vuelve cada noche, para comprobar que no entren
intrusos?
Estas últimas palabras hicieron callar a la Banda. Durante un rato nadie
encontró nada que objetar. Pervinca fue la que planteó la única duda. Es más,
fueron dos dudas.
—Si ese tipo es Joe —dijo—, ¿por qué razón anda por ahí envuelto en
una capa de mago y va y viene entre el taller de Martagón y la escuela?
McDale lo ha visto, ¿no? ¿Y quién es la figura misteriosa que lo espera fuera
y se queda escondida?
Eran dos buenas preguntas y Babú tenía otras dos rondándole por la
cabeza: ¿a quién estaba dirigida la carta rasgada que la directora había
encontrado en la escalera de la escuela? Y ¿quién había escrito «yo estoy
aquí» en el pedacito de papel que había volado hasta su capa?
Se guardó para sí esos pensamientos y recordó a sus compañeros que,
además de resolver el «Misterio de Joe», tenían también otra misión que
cumplir.
—Roble —dijo torciendo la nariz—. Tenemos que ir a darle la mala
noticia. ¿Cuándo?
—Diría que… a las seis, después de terminar los deberes —propuso
Grisam—. ¿Quién está de guardia en el Museo a esa hora?
Nepeta levantó la mano.
—Pondrás un cartel en la puerta. Escribirás que el Museo permanecerá
cerrado por… luto.
VEINTISIETE

Funeral por el Haya


LOS AMIGOS DE MIS AMIGOS…

«Collares de manzanas y coronas de brusco


colgadas de las puertas del pueblo en recuerdo de
la Vieja Amiga Haya. La iniciativa, propuesta por el
alcalde Pimpernel y la joven redacción de la Gaceta
de Fairy Oak…».

A las cinco y media, las chicas empezaron a prepararse.


Cuando salimos, encontramos a Pajarito, que subía del puerto. Se
había vestido bien, con pantalones de franela, chaqueta a juego y una camisa
blanca que se notaba recién planchada.
Poco después nos encontramos también con Tommy y Francis Corbirock.
Llevaban pantalones sin vuelta y jerséis limpios. «Buenos chicos», pensé. A
Francis, el jersey le quedaba un poco grande. Acababa de heredarlo de alguno
de sus hermanos.
Pasamos a buscar a Flox, que venía de camino, y nos dirigíamos a la
plaza cuando Vainilla, de repente, se volvió: había oído un ruido.
—Esperad —nos dijo—. En seguida regreso…
Volvió sobre sus pasos y desapareció detrás de la esquina.
—¡SO! —le ordenó McDoc a su caballo al ver aparecer delante a la
chiquilla.
Vainilla, sin hacerle caso, y tampoco a los enormes cascos de Orestes, se
encaramó a las grandes ruedas del carro y se asomó para ver qué
transportaba: un gigantesco tronco gris cortado en cuatro trozos yacía bajo
una capa de ramas podadas.
—¿Es ella? —preguntó Vainilla.
—¿La vieja haya? Sí —respondió el leñador.
—¿Podéis esperar un momento?
Babú volvió corriendo con sus amigos y los puso al corriente. Pervinca
dijo que se encargaría de advertir a los demás y corrió hacia la plaza mientras
Babú, Tommy, Francis y Flox volvían al carro.
Cuando entraron en la plaza escoltando a la Vieja Amiga Haya, como la
llamaron desde aquel día, todos los jóvenes del pueblo, con las manos
pegadas a los costados y las caras serias, rodeaban a Roble.
El carro avanzó con calma; McDoc había impuesto a Orestes un paso
tranquilo pero no solemne, pues así se lo habían pedido los chicos. Aquella
muerte formaba parte de la vida, ellos también lo habían entendido. Era un
acontecimiento triste, pero natural. Las solemnidades sirven para consolar por
las injusticias, para contrarrestar los agravios, para pasear en triunfo a los
héroes, para exaltar las victorias. Allí no había vencedores ni vencidos, ni
héroes. Una vieja amiga se había ido. Había vivido una laaarga vida, había
visto muchas cosas, había presenciado el cambio de los tiempos y de los
hechos. Rodeada por otras como ella, «las hayas más bellas del valle», con
sus ramas habitadas por ardillas y pájaros, jamás había estado sola. Una
hermosa vida, en suma. Entre amigos.
Así fue aquel inusual funeral: entre amigos.
Cuando el carro se detuvo bajo la copa dorada de Roble, los chicos
estrecharon un círculo en torno a él. Luego ocurrió un hecho extraordinario:
por las esquinas de la plaza aparecieron… ¡los demás! Tomelilla, el mago
Duff, su hermano Vic con la señora Marta, tía Hortensia, Dalia del brazo de
Cícero, la señora Vivian, la señorita Roseta con mamá Peonía, Prímula Pull,
los padres de Pajarito, los señores Corbirock, la madre y la abuela de Nepeta,
los padres de Acantos, los Buttercup, el lutier McMike con Mordillo-Fiddle,
las primas Beaverbrook, la señorita Wormbook, bibliotecaria, Joe… Todos
tenían una palabra amable para Roble. Le acariciaron el tronco y alguno le
dio incluso unas palmaditas como si fuera un hombro.
El alcalde hizo un discurso conmovedor y nadie se durmió, al contrario,
muchos se emocionaron. Recordó cuando, de pequeño, sus padres lo llevaban
a los Bosques Altos para enseñarle «el árbol más grande del valle». Su padre
decía que, cuando él era pequeño, Haya ya era así de alta. Aparecía en varias
imágenes históricas de la región y en todas despuntaba orgullosa por encima
de los demás árboles. Meum, que observaba con su catalejo, murmuró:
—Siempre son los mejores los que se van.
Al final del discurso, McDoc hizo un gesto que conmovió incluso a
quienes habían podido contener las lágrimas hasta ese momento. Volvió al
carro y recogió un nido de las ramas que cubrían el tronco. Luego, con un
salto propio de un jovencito, se subió a la rama más gruesa de Roble, se estiró
y, en un sitio que le pareció seguro, depositó aquel frágil ovillo de paja,
plumas y ramitas que Haya había protegido entre sus hojas.
—Consérvalo tú —le dijo el leñador—. Los pajaritos volverán y te
hablarán de ella.
Por último, el carro retrocedió para llevar el tronco a la carpintería. Joe se
acercó a Roble y se demoró un rato con él, solo. A los chicos les gustó ver
que hablaban.
—¿Has visto? —dijo Babú a su hermana—. Yo creo que le está pidiendo
perdón.
Cuando el conserje se disponía a alejarse, los chicos fueron hasta él y casi
lo cercaron.
—¡Bien por nuestro Joe! —le dijeron—. Así se portan los amigos.
Él no se paró, siguió andando.
—¿Qué queréis? —preguntó desconfiado—. ¿Por qué me venís todos
encima?
—Porque te queremos, Joe —dijo Nepeta.
—Y porque queremos saber cómo estás.
—Estoy bien, gracias.
—¿Qué haces ahora?
—Voy a dar el pienso a las ocas. ›¿A vosotros qué os importa?
—¿Podemos ir contigo?
—No, esfumaos.
Los más pequeños se dejaron convencer y se fueron a jugar en la plaza.
Los otros, en cambio, los mayores, lo siguieron.
—¿Por casualidad no habrás encontrado un cuaderno de encantamientos
artísticos? —le preguntó Pervinca.
—No —contestó él.
—Espera, si todavía no te he dicho cómo es…
—Da igual, si hubiese encontrado un cuaderno rojo por ahí me acordaría.
Pervinca se quedó de una pieza.
En ese momento, Grisam, con el rabillo del ojo, percibió algo que se
movía… Se volvió y vio a Meum braceando hacia ellos de pie sobre el
tejado.
«¿Qué hace?», se preguntó el joven. Una sombra oscura cruzó la calle
que llevaba a la escuela.
Grisam miró a Joe: ¡no podía ser él!
El capitán agarró a Pervinca por un brazo.
—¡Vamos! —exclamó arrastrándola consigo.
Los demás los siguieron atónitos hasta el fondo de la calle. Y allí, por
fin…
—¡A LA ESCUELA! —gritó Grisam echando a correr.
Llegaron al portón, estaba abierto, entraron y…
—¡Alto ahí! —dijo la directora—. ¿Adónde creéis que vais a esta hora?
—Hemos visto entrar a alguien —dijo Vainilla.
—En realidad, verlo no lo hemos visto, pero…
—He estado todo el tiempo aquí y puedo aseguraros que no ha entrado
nadie —aseguró la señora.
—Pero nosotros…
—¡La escuela está cerrada! Volved mañana, ¡y sed puntuales!
Salieron y, sin decirse nada, decidieron que de todas formas iban a llegar
hasta los subterráneos, aunque tuvieran que dar toda la vuelta por el Valle.
VEINTIOCHO

El Pasadizo Secreto
MISTERIOSAS INCISIONES

«El Perro Fiddle, también llamado Mordillo o


Moho por su costumbre de mordisquear cualquier
objeto y dejar babas en los restos masticados,
revela por fin una insospechada cualidad: Huele los
boletus a tres kilómetros de distancia».

L legaron a la orilla del lago y allí se detuvieron.


Era el habitual lago en octubre, el agua oscura y el viento levantando
pequeñas olas negras.
—¿Queréis ver cómo hago que se hiele? —dijo Francis, feliz por poder
mostrar el extraño encantamiento.
—Después —le respondió su capitán—. Ahora buscamos el pasadizo.
—Pero si sólo tardo un segundo. Mirad… —El joven Corbirock declamó
un breve pareado—: «Por favor, querido laguito, ¿me dejas dar un paseíto?».
—Y no sucedió nada.
—¡Venga, Francis! —volvió a llamarlo Grisam—. Luego volveremos
para patinar.
Lo dijo con tono irónico y Francis se enfadó.
—¡Juro que siempre ha funcionado! —dijo—. No sé por qué hoy se
queda así.
Se adentraron entre los chopos.
—¿Veis algo? —preguntó Nepeta en voz baja.
—Hojas, hojas y más hojas —respondió Vi agachándose para esquivar
una rama de Zarza—. ¡Y espinas!
—Ayer por la noche, Meum vio relámpagos provenientes de esta parte —
contó Tommy.
No fue una buena idea, porque Nepeta se impresionó.
—¿De verdad? —dijo, parándose de golpe—. ¿Y no podíais haberlo
dicho antes? No habría venido.
—Piensa que, probablemente, se lo ha inventado —la tranquilizó Grisam
—. Nosotros estuvimos con él una hora y no vimos nada.
—Puede, pero a mí no me gusta este sitio.
Estaba oscureciendo y bajo los árboles ya había caído la noche.
Flox se acercó a Nepeta y le cogió la mano.
—Ánimo —le dijo—. ¿Notas ese buen olor a setas, no te da hambre? A
mí sí…
—¿Setas, dices? —Babú recordó que, mientras estaban bajando la
escalera de los subterráneos, había llegado hasta ellos una extraña corriente
de aire y Flox había percibido olor a setas—. ¡Tenemos que estar cerca! —
dijo.
Se dispersaron: Babú hacia un lado, Pervinca hacia otro, Grisam para acá,
Tommy para allá… Flox se quedó con Nepeta.
—Tranquila —le dijo—, dentro de poco se despertarán los animales
nocturnos y, si tenemos suerte, veremos un búho, o zorros, ¿estás contenta?
Ah, ahí hay uno, ha salido de aquella cueva.
Nepeta se soltó de Flox y corrió chillando hacia el lago.
—¡ESPERA! —gritó Grisam—. ¡HEMOS ENCONTRADO EL PASADIZO!
Estaba oculto por una tupida enredadera. El zorro había salido de allí,
pero no era su guarida, quizá había entrado para curiosear, como ellos. Los
pasos de Grisam lo habían alarmado, así que se había ido.
Después de haber recuperado a Nepeta, el capitán de la Banda abrió
camino a los demás: apartó las largas ramas y penetró en el oscuro pasadizo.
Caminaron en silencio durante un rato, conformándose con la luz
mortecina de nosotras, las hadas.
De repente vi que Pervinca se acercaba a la pared y miraba algo con
interés. Levantó una mano y me hizo una seña para que me aproximara.
—Ilumina aquí, Felí, por favor —me dijo—. ¿Has visto? Son incisiones.
Flox, que hasta ese momento había observado la pared pensando en
dibujos extravagantes, originales de la piedra, entornó los ojos y, con ayuda
de Pífano, observó mejor también.
—Ah, sí —dijo, divertida.
Babú chasqueó súbitamente los dedos y encendió una llamita.
—¡Son miles! —exclamó incrédula.
Tommy hizo lo mismo y Grisam, que era un Mago de la Oscuridad,
aprovechó su luz para leer algunas de aquellas extrañas frases.
—Ésta dice: «Que la sabiduría ilumine la vía»; y esta otra: «William
Burdock McCrips combatió y aquí murió». ¡Uau! ¡William McCrips, el
fundador de nuestras leyes!
—Esto es un dibujo —exclamó Francis—, es una familia huyendo.
—Aquí hay un poema dedicado a la luz… Es bonito.
—También aquí se habla de luz. Escribieron: «Tierra, tierra nuestra,
¿qué será de ti sin luz?».
—Aquí, en cambio, hay iniciales, y también fechas… ¡Madre mía! ¡Se
remontan a hace mil años!
—Oíd esto —dijo Tommy—, es de un enamorado: «Aquí te vi por última
vez, amada mía. Nunca dejaré de buscarte. D. B.». ¡Quién sabe de cuándo
será!
—D. B. son las iniciales de… ¡Doremy Blossom, la abuela de los
Blossom! —exclamó Flox.
—Dice «amada mía», así que quien escribe es un hombre.
—D. B., ¿eh? —dijo Vainilla—. Veamos, D. B., D. B., D. B… ¡Ya lo
tengo, Duff Burdock!
Los chicos se miraron: muchos años antes, cuando el tío de Grisam era
aún un chico, durante un ataque del Enemigo, su amada había sido raptada.
Él la había buscado por todas partes, durante mucho, mucho tiempo. Jamás la
encontró.
—He oído un ruido —dijo Francis.
Nepeta se pegó a Flox. Luego se lo pensó mejor y decidió estar cerca de
Babú.
Grisam hizo una seña a los Mágicos de la Luz para que apagaran las
llamas y, de puntillas, se adentró por el oscuro corredor. Pervinca lo siguió y
lo mismo hicieron Tommy y Francis. Para no quedarse solas, también
Vainilla, Nepeta y Flox entraron en silencio, manteniéndose abrazadas.
¡Cocloc!, oyeron de nuevo. Parecía el ruido de un canto rodando. Grisam
avanzó unos pasos más, luego se paró y señaló algo.
—Hay una especie de habitación —susurró a Pervinca, que era la más
cercana. Ella, no sé por qué, se volvió y de improviso leyó una incisión.
Estaba justo delante de sus ojos. Decía: «¡Cuidado, E M ha estado aquí!».
Era una incisión antigua, lo sabía, pero le entraron escalofríos de todas
formas. Tendió la mano a Grisam, él la agarró y la mantuvo apretada. Dieron
juntos otro paso, lentamente. Luego, con el dedo, él le indicó la habitación.
Se entreveían escalones esculpidos en la roca para entrar y algunos objetos en
el interior, —una mesa, quizá, y una silla o banqueta, cuerdas y…
—Ése parece mi cuaderno de artística —susurró Pervinca inclinándose
hacia adelante para ver mejor. Estaba ya casi dentro, alargó un brazo para
cogerlo cuando…
—¡AAAH! —gritó.
Grisam tiró de ella para atrás y juntos se arrojaron al suelo. Tommy y
Francis dieron un gran bote. Flox puso los ojos como platos. Babú gritó:
Nepeta le había hundido las uñas en el brazo y ahora chillaba tan fuerte que
su voz retumbaba en todo el pasillo. Una figura oscura había salido de la
habitación.
—¿QUIÉNES SOIS?
—¡¿JOE?! —exclamaron los chicos—. Pero, maldita sea, ¿¿es que quieres
matarnos de miedo??
—¿Y me lo decís vosotros? ¿Y yo qué? ¿Qué hacéis aquí?
Resoplaba como un barco de vapor, completamente extenuado, como si
hubiera corrido kilómetros. Debía de haberse llevado un buen susto.
—Sabemos que hay alguien que entra y sale de la escuela a escondidas y
que viene aquí —le dijo Grisam.
—¡Tonterías! —replicó Joe—. Aquí no viene nadie.
—Pero si lo hemos visto —insistió Vainilla.
—Os repito que aquí no viene nadie, si no yo lo sabría.
—¿Qué hay ahí dentro? —le preguntó Pervinca señalando la habitación
detrás del conserje.
—¡Nada! —respondió Joe interponiéndose—. Agua y mantas en caso de
alarma. Toma, éste debe de ser el cuaderno que buscabas. Joe tendió un
cuaderno rojo a la bruja.
—¿Cómo es que ha acabado aquí? —le preguntó Vi.
—Lo he traído yo —contestó Joe—. Estaba arriba, en los pasillos, lo he
encontrado y lo he traído conmigo para no olvidarlo. Y bien, ¿es tuyo o no?
—¿Y cómo es que estaba en el suelo? Lo he visto…
—Se me había caído, señorita, perdóname. Si pusierais atención a
vuestras cosas, no correrían el riesgo de acabar en manos de otros. Ahora
moveos, por esta vez os dejó pasar por aquí, pero como os vuelva a pescar
por estos lugares se lo diré a vuestros padres.
—¿Nos dejas atravesar los subterráneos? —preguntó Francis,
entusiasmado—. Lástima que Pajarito no esté aquí…
Se adentraron en la montaña, entre recodos y habitaciones excavadas en
la roca, puertas secretas y estrechos corredores… Un verdadero laberinto que
olía a piedras mojadas, sal y fuego.
—¿Siempre usas antorchas cuando estás aquí abajo? —le preguntó
Pervinca.
—Sí —respondió el conserje.
—¿No sería más cómoda una lámpara de aceite?
—No sabría de dónde colgarla. En cambio, para las antorchas hay
sujeciones apropiadas.
Era cierto, en cada habitación y pasillo que atravesaron había al menos
tres soportes y la marca negra de la llama en la piedra.
El recorrido era más bien accidentado, pero había también tramos donde
el suelo era blando y compacto. Y en uno de aquellos tramos Babú reparó en
algo.
—Ya casi estamos —dijo Joe.
Andaban muy de prisa, uno detrás de otro, fijándose sobre todo en dónde
ponían los pies, pero la impresión de que seguía habiendo incisiones no los
abandonó en ningún momento.
—¡Ahora no os paréis! —les advirtió el guardián entrando en una
habitación particularmente luminosa.
—¡Uau! —exclamaron los chicos deteniéndose de golpe.
—¡Os he dicho que no os paréis!
¿Y cómo podían pasar por alto tales maravillas?
—¿Quiénes son estas personas, Joe? ¿Quién las ha pintado aquí abajo? —
preguntaron los chicos contemplándolo que los rodeaba.
Toda la estancia estaba pintada con frescos.
Colores claros, alegres. Cielos y horizontes soleados, prados floridos,
bahías tranquilas y gente, mucha gente, adultos y niños vestidos con ropajes
antiguos, riéndose y divirtiéndose.
—¡Ésta es la playa de Arran! —dijo Nepeta señalando un fresco
especialmente vivido y bonito.
—Y aquél es el faro de Aberdur…
—Aquéllos son nuestros acantilados: Punta Romero, las rocas blancas…
—¿Qué sitio es éste, Joe? ¿Por qué es… así?
El conserje suspiró.
—Era… un refugio —dijo.
—¿Un refugio? ¿Para quién?
—Hace mucho tiempo, los Mágicos se escondieron aquí para escapar del
viejo Enemigo. Antes incluso, mucho tiempo antes, en una guerra casi
olvidada, los Mágicos de la Luz vivieron aquí para esconderse de los
Mágicos de la Oscuridad, cuando éstos los perseguían y cazaban para
dominar en las tinieblas.
—Hemos estudiado esa guerra —murmuró Babú.
—Y antes aún eran cuevas habitadas por las hadas, y antes aún dormían
en ellas los osos, y antes aún…
—¿En qué época se hicieron las pinturas, Joe? —preguntó Babú.
—Casi todas se remontan a la primera guerra.
—¿Por qué sólo está pintada esta habitación y en cambio las otras no?
—Las otras se quemaron.
—¡Oh! —profirieron los chicos, impresionados.
—¡Mirad cómo se parece esa señora a la viuda Amory! —exclamó
Nepeta indicando un retrato particularmente brillante—. Pero no puede ser
ella, puesto que en aquel tiempo la señora Amory todavía no había nacido,
¿verdad que no?
—No —dijo el conserje—. Ahora sigamos.
—¿Cómo es que nosotros nunca hemos venido aquí, Joe? —le preguntó
Grisam—. Siempre nos llevan hasta la cueva de ejercitaciones y nunca hemos
pasado de ella.
—Como os acabo de decir, estas estancias no son seguras.
—¿No son seguras porque se prendieron fuego?
—Porque desde aquí podría ser difícil escapar —explicó Joe—. Desde la
cueva, a mitad de la escalera, se sale fácilmente, la salida está bastante cerca.
Grisam había comprendido.
—¿Qué impidió la huida de aquellos Mágicos? —preguntó.
—Raíces —dijo Joe—. Dos gruesas raíces.
VEINTINUEVE

El Taller Abandonado
LA HUELLA NEGRA

«Setas y demás 3. Vivian Amory da las gracias a


la amable y anónima mano que el domingo pasado
dejó en su cesta de las cortesías un magnífico
manojo de setas, armilarias, recién cogidas, frescas
y aromáticas…».

E l día siguiente era domingo.


Las chicas se despertaron tarde, se habían pasado la noche
charlando: de la misteriosa habitación oscura que Joe no había querido que
vieran, del cuaderno de Vi…
—Tiene las tapas chamuscadas… —había notado Pervinca—. Quién sabe
qué habrá pasado. ¿Te he dicho que Joe sabía que era rojo antes de que yo se
lo dijera?
—¿Crees que te lo cogió aposta, que nuestro conserje aspira a convertirse
en mago? —le había preguntado Vainilla, bromeando.
—No lo sé, en todo caso faltan dos páginas…
—Entonces, quizá habría que decirle que los poderes mágicos se heredan
y no se pueden «aprender».
También habían hablado de la expresión de Joe.
—Parecía más fatigado que sorprendido —había dicho Vainilla. Pervinca
estaba de acuerdo con ella.
—En mi opinión, esconde a alguien —había respondido.
—¿El misterioso visitante de los subterráneos?
—¡¿Quién, si no?!
—Me parece que he visto sus huellas…
Babú las había visto al seguir a Joe por los subterráneos.
—Iban en la dirección opuesta y eran mucho mayores que el pie de Joe
—había dicho—. ¿Dónde he visto una marca igual, dónde?
Decidieron que volverían a los subterráneos aquel mismo día.
—¿Pesadillas? —preguntó mamá Dalia al ver asomar en la cocina sus
caritas pensativas.
Sobre la mesa había un paquete.
—¿Qué es? —preguntó Pervinca sentándose ante su taza de café con
leche.
—Un detalle para Lilium —dijo Dalia—. He hecho tarta de manzana y
me ha salido muy bien, blandita blandita, como a él le gusta. Le he apartado
un trozo y se lo llevaré hoy.
—Podemos llevárselo nosotras, si quieres —dijo Vainilla, toda contenta
—. ¡Ahora!
—De acuerdo, gracias. Se lo pondréis en la cestita de las cortesías. No
está bien molestar a alguien el domingo por la mañana.
Salimos poco después. Y, naturalmente, pasamos a buscar a Flox. La
encontramos en el jardín olisqueando el aire, pensativa.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Vainilla.
—Huele a noviembre —dijo la chiquilla.
—¿Y qué olor tiene noviembre?
—A invierno.
—Ah.
—¿Y qué olor tiene el invierno?
—El invierno huele… huele a…
—¿Hojas? —sugirió Vainilla.
—No, no. Huele a…
—¿Humo de la chimenea?
Flox negó de nuevo con la cabeza.
—Es un viento color violeta oscuro… —dijo— y huele a… sí, huele
justamente a final.
¿Qué se le puede decir a quien sabe de qué color es el viento y qué va a
traer? Nada. Y, en efecto, las gemelas no dijeron ni palabra y proseguimos
hacia la casa de Martagón.
—La cesta de las cortesías no está —dijo Vainilla delante de la puerta del
herrero-herrador.
—Ya la habrá retirado —dedujo Vi.
—Entonces es que ya está levantado.
Llamaron.
—Quizá se ha vuelto a la cama.
—Hum, me parece difícil.
Llamaron otra vez. Y vocearon su nombre.
—¡LILIUM!
Nadie respondió.
—Quizá esté en el taller —sugirió Flox.
Probaron allí también, llamaron dos veces y, a la tercera, la puerta se
abrió sola. No había nadie, el lugar estaba vacío. Entraron.
—Parece como si no viniera aquí desde hace siglos —dijo Vainilla. Las
herramientas estaban limpias y colocadas en su sitio, la fragua estaba fría,
pero el suelo aún estaba sucio de herrumbre negra. Vainilla caminaba
rozando el largo banco de trabajo, mirando a su alrededor, cuando, de
repente, la luz que entraba por la puerta se oscureció. Las chicas se volvieron
de golpe: una figura alta e imponente tapaba la entrada y, como estaba a
contraluz, no veían su cara. Finalmente, se movió…
—¡Señora Amory! —exclamó Babú.
Avanzó tímidamente y movió los ojos hacia aquí y hacia allá.
—No está —le informó Vainilla—. También nosotras lo buscamos…
Ella pareció muy disgustada. Estaba particularmente guapa aquel día.
Vestía un abriguito azul sobre un vestido color cacao. Y su sombrero de
costumbre cubriéndole el cabello pelirrojo. Estaba muy bien.
—Le traíamos un pedazo de tarta de manzana de parte de nuestra
madre…
—Ah, también vosotras… —dijo la hermosa señora escrutando el taller,
como si el gigantesco herrador pudiese estar escondido detrás de un raspador
o un martillo, o en la chimenea—. Yo… quería dejarle esta leche y algunas
pastas calientes… No importa, volveré en otro momento.
Hizo una inclinación con la cabeza y, sonriendo, se despidió de las tres
amigas. Cuando salía, de su bolso se deslizó una hojita, que fue a posarse
sobre el suelo del taller. Babú corrió a recogerla y en ese instante vio las
huellas que iba dejando la viuda en la calle, negras como…
—¡El sobre! —exclamó—. Ahora me acuerdo de dónde había visto las
marcas de los subterráneos, aquellas medias lunas… en el sobre de la señora
Amory, aquel que tenía en la mano cuando nos la encontramos. Era la misma
huella, idéntica. Y era negra, precisamente como las que ha dejado ahora al
salir del taller.
—Y como las que dejaremos nosotras al marcharnos —dijo Vi, saliendo
—. ¿Adónde ha ido? Tenemos que alcanzarla y devolverle su hoja…
Vainilla la tenía en la mano. Estaba doblada en cuatro, arrugada y
bastante ajada, la mantenían unida varios trocitos de cinta adhesiva y le
faltaba una parte pequeña, no mayor que un pulgar.
Quién sabe por qué, Babú rebuscó en su bolsillo y sacó aquel mensaje
que había volado hasta su capa la mañana en que Roble se había distraído.
«Yo estoy aquí», decía. Lo estiró un poquito con los dedos y lo sobrepuso a
la parte faltante.
—Encaja —murmuró alzando maravillada los ojos.
—¿Y? No querrás pegarlo, espero —dijo Pervinca.
—¿Por qué no? Es suyo, y así estaría completa.
—¿Completa?
—¿No lo habéis entendido? Es una carta.
—¿Y tú cómo sabes que es una carta? —preguntó Vi—. La hoja está
doblada, podría ser… qué sé yo, una lista de la compra.
—¿Y desde cuándo escribes tú «yo estoy aquí» en la lista de la compra,
Vi? —replicó Vainilla—. Y, de todos modos, no tengo ninguna intención de
leerla, si es lo que te preocupa. Sólo digo que podríamos pegar el trocito que
falta antes de devolvérsela a su dueña. Eso es todo.
—Son cosas que no nos conciernen, Babú —declaró Pervinca, categórica
—. Olvídate de esto y devolvamos la carta, o lo que sea, a la señora Amory…
¿Dónde estará ahora? Estupendo, ha desaparecido. Bien, nosotras… —
Pervinca tomó la hoja de manos de Babú y la dejó sobre el suelo del taller—.
Ahora podemos irnos —dijo luego, levantándose.
—¿En serio quieres dejarla aquí?
—¡Por supuesto! Así, cuando ella se dé cuenta de que la ha perdido,
volverá a los sitios donde ha estado y, cuando venga al taller, la encontrará.
¿Nos vamos?
—¿Y si Martagón la encuentra antes?
—Es cosa suya. Vamos.
Pervinca quería volver a los subterráneos, pero antes tenía que pedirle un
favor a un amigo. Y así, poco después…
—¿Te ocupas tú, entonces? —le preguntó a McDale para asegurarse. Él
asintió.
—Al pasar, le decimos que necesitas hablar con él y luego seguimos,
¿vale?
—Vale.
—¡No tardaremos, mil gracias!
Pasamos por el colegio; Pervinca comunicó a Joe la frase acordada con
McDale y, después, seguimos por el camino que llevaba al lago.
La temperatura había bajado durante la noche y, si respirabas con la boca
abierta, el aire te helaba la boca, la garganta y el pecho igual que hace el agua
fresca después de comer un caramelo de menta.
Las chicas caminaban rápido, envueltas en sus bufandas, y cuando
llegaron al lago encontraron a Francis, a Billy y a Nepeta… eh, sí, patinando.
Patinaban sobre el hielo.
TREINTA

Alas Transparentes
LA BESTIA DEL LAGO

«Desafío a golpes de rosa y azul entre las


abuelas y las tías de la familia Bugle por la ropita del
bebé que va a nacer. El doctor Penstemon prevé el
acontecimiento para finales del mes de diciembre…».

F lox sacó la cabeza de la bufanda como una tortuga de su caparazón y los


miró estupefacta.
—¡UAU! —exclamó.
—¿Cómo lo habéis hecho? —preguntó Vainilla.
—Le hemos pedido «por favor, hiélate», y él se ha helado —contestó
Francis.
—¿Te burlas de mí?
—¡Nada de eso!
Hacía frío, pero no tanto para que se helara un lago.
Flox apoyó un pie en el hielo, cautamente, e hizo fuerza para ver si éste
resistía. Resistía. Muy despacio, apoyó también el otro pie. Ahora estaba
sobre el lago.
—Por favor, no cedas —murmuró, inmóvil.
—Ven tranquila —le gritó Francis pasando como una flecha a su lado—.
¿No ves lo blanco que está?
Cierto, cuanto más claro es el hielo, más abajo está el agua, por lo tanto
allí el hielo debía de ser bastante grueso. ¡Pero también era octubre, no
diciembre!
Flox se atrevió a dar un pasito, luego otro, otro más… no tenía patines,
como los otros, pero cuando te deslizas sobre el hielo desde los tres años, no
te hacen falta cuchillas para divertirte. Ahora patinaba sobre las suelas de los
zapatos, pero patinaba.
Y se divertía.
—¡Venid a dar una vuelta! —dijo a Vi y a Babú, que la miraban—. Una
vuelta pequeñita. Luego seguimos…
No tuvo que insistir.
Flox y Vainilla, como de costumbre, intentaron giros, saltos y piruetas,
mientras que Pervinca trató de alcanzar la mayor velocidad posible corriendo
y resbalando. Hizo dos deslizamientos notables y con el tercero llegó hasta
una zona en que el lago se estrechaba y se convertía en un canal que
penetraba en el bosque.
—¡TEN CUIDADO CON EL HIELO! —le grité.
—Sí, sí, aquí es muy blanc… —No terminó de decirlo. El hielo se quebró
y Pervinca acabó en el agua.
—¡AAAH! —gritó.
Volé hasta ella, segura de que los demás me seguían para ayudarla, pero
justo en ese momento los oí gritar también.
—¡SOCORRO!
—¡SOCORRO!
Me volví: ¡el hielo se había deshecho! ¡Todo! ¡De golpe! Era una
situación terrible. Nosotras, las hadas; no sabíamos qué hacer. Por suerte, Vi
estaba bastante cerca de la orilla y, aunque con mucho trabajo, logró salir del
agua. Vainilla ayudó a Nepeta y Francis llevó a su hermano Billy hasta la
orilla. Los cuatro salieron sin necesidad de nuestra ayuda.
Flox, en cambio, estaba justo en medio del lago.
—¡YA VOY! —grité a Pífano, que trataba de mantenerla a flote. La
agarramos por el cuello del abrigo y tratamos de elevarla, pero pesaba
demasiado con toda aquella ropa empapada de agua. Poco después, una
sombra oscura nadó hacia sus piernas. No sé qué animal era, su forma era
extraña, no se parecía a nada, no era un pez ni una serpiente… tal vez una
tortuga con cola y alas transparentes. Vi que Pífano se ponía blanca y el
corazón empezó a latirme como loco.
—Oh, no, no… —susurré.
—¿Qué… qué será? —preguntó Pífano tartamudeando.
—Viene hacia nosotros. ¡Ya está aquí!
—¡FLOX, TIENES QUE TRANSFORMARTE, RÁPIDO! —le grité—. ¡CONVIÉRTETE
EN PEZ, EN SAPO, RÁPIDO! ¡RÁPIDO!
Pero ella estaba demasiado asustada y aterida para oírme. Y la bestia la
aferró.
Con sus alas delgadas le envolvió los pies y la arrastró consigo.
Intentamos oponer resistencia, tiramos de la pobrecilla con todas nuestras
fuerzas, pero era una lucha desigual, el extraño ser era mucho más fuerte que
nosotras y nos la arrancó de las manos.
—¡NOOO! —chillé volando tras él.
—Espera —me dijo Pífano—. Mira…
Flox se desplazaba sobre el agua.
—La lleva a la orilla.
La extraña criatura levantó a la chiquilla y la posó sobre la pradera. A
continuación se hundió de nuevo y desapareció.
Vainilla corrió en ayuda de Flox. Le quitó las ropas empapadas y la
cubrió con su capa, de la que afortunadamente se había desprendido antes de
entrar en el hielo.
—¿Dónde están los otros? —le pregunté.
—Pervinca los está llevando a la cueva. Allí hace un poco más de calor.
Ayudamos a Flox a ponerse en pie y llegamos hasta ellos.
Francis había encendido fuego. Los chicos se sentaron en torno a él y
tendieron las manos para calentarse.
—Estás temblando —dije a Babú.
—Sí, pero en seguida se me pasa —contestó ella—. Lo importante es que
se caliente Flox. Si tuviéramos unas mantas… ¡Un momento! —exclamó—.
Sé dónde encontrarlas.
También Vi se acordó.
—Voy contigo —dijo poniéndose en pie.
—Yo también —dijo Francis.
—Yo me quedo aquí con Flox —dijo Nepeta, palidísima por el frío. Nos
adentramos en el corredor. Estaba oscuro, pero no teníamos miedo. Volvimos
a ver las incisiones que habíamos leído el día anterior, las piedras salientes…
Sólo había algo distinto: ahora había luz en la estancia al fondo del corredor.
—Joe —llamó en voz baja Vainilla.
Nadie respondió.
—¿Eres tú, Joe?
—¡Esperad! —dije—. Voy yo por delante, podría ser peligroso, no
sabemos quién es y…
—Para eso hemos venido —dijo Pervinca—. Para descubrir quién es. Y,
ahora que estamos aquí, vamos a verlo.
Era curiosa y atrevida. No estaba asustada en absoluto. Se puso a la
cabeza, caminando despacio para no hacer ruido.
Hasta que estuvimos justo delante de la habitación. Pegados a la pared,
avanzamos hacia la entrada y nos asomamos lentamente para mirar dentro.
Había un hombre sentado en una vieja banqueta coja. A la luz de un
candil, chasqueaba los dedos.
Y lloraba.
Nunca habíamos visto llorar así a un hombre, y un gigante como
Martagón hacía más efecto aún. Daban ganas de abrazarlo. ¿Era eso lo que
debíamos hacer? ¿Correr hasta él para consolarlo? ¿O bien teníamos que
hacer como si no hubiéramos visto nada, irnos de puntillas y olvidarlo todo?
Estábamos pensando en ello cuando él, de golpe, se levantó.
Su sombra gigantesca salió de la habitación y se proyectó sobre la pared
de enfrente; comprendimos que estaba secándose la cara con un brazo;
Apartó la banqueta y, como un oso molestado en su letargo, fue a guarecerse
en el fondo de la habitación excavada en la roca. Y apagó la luz.
Instantes después oímos su voz.
—Marchaos —dijo en voz baja. Pervinca bajó la cabeza, se volvió y nos
hizo una seña para que retrocediéramos en silencio.
—¿Podemos hacer algo por ti? —dijo, en cambio, Vainilla con tono
suave y amable.
—No, no, gracias —contestó el mago—. Y perdonadme si os he asustado.
—Le costaba hablar, como si estuviese muy… cansado. Y estaba muy triste.
—¿Seguro que estás bien? —le preguntó el joven Corbirock—. Porque no
lo parece.
—Sí, sí, yo… solamente… he perdido una cosa.
—¿Has probado con el hechizo encuentracosas? Si no, las hadas están
con nosotros, y se les da muy bien encontrar las pequeñas cosas perdidas.
—Oh —profirió él con una sonrisa melancólica en la voz—. Sé que las
hadas son muy buenas en eso, pero cuando pierdes lo que yo he perdido,
nadie, ni siquiera la reina de las hadas, puede ayudarte.
Pervinca se volvió hacia mí con una mueca.
—¿La reina de las hadas? —musitó perpleja.
Me encogí de hombros y abrí los brazos.
—No sé qué decir, creía que sólo existía en los cuentos de hadas —dije
en voz baja—. No tenemos reinas. Quizá se confunde con las abejas.
—Bueno, entonces, si no necesitas nada… nosotras te dejamos tranquilo,
¿vale? —dijo Pervinca—. Volvamos por el camino, ahí están nuestros
amigos y…
—La manta para Flox —le susurró Vainilla.
—Ah, sí… —dijo Vi en voz baja—. ¿Y cómo se la pido ahora? —Tomó
aire, se aclaró la voz y…—. Perdona que te molestemos otra vez, pero… ¿por
casualidad no tendrás una manta? Nos hemos caído en el lago y Flox
Polimón…
—Entrad —dijo Martagón—. Total, ya habéis descubierto mi secreto.
Pero no le diréis a nadie que me habéis encontrado aquí, ¿verdad?
Entramos.
TREINTA Y UNO

La Luz Perdida
¡TE QUIEREN, MARTAGÓN!

«Roger Littlewalton inventa el soplaspirahojas.


Harto de barrer y recoger, el imaginativo diseñador
ha transformado el triciclo de la Pequeña Sophie en
un ingenio de fabulosas propiedades y de
indudable utilidad. El ensayo está previsto para hoy
por la tarde en la plaza del Roble…».

M artagón estaba sentado en una banqueta, de esas que se usan para


ordeñar a las vacas, tan pequeña que desaparecía bajo su cuerpo.
Estaba en la típica posición de quien se siente un poco afligido, con los
antebrazos apoyados en los muslos, las manos apretadas una con otra, la
cabeza baja y la mirada puesta en el suelo.
Miramos a nuestro alrededor: había una vieja mesa, cubierta por apuntes
y fórmulas mágicas, algunas repisas llenas de libros de magia, cuerdas y,
sobre todo, sus clavos, miles de clavos esparcidos por todas partes, y tiovivos
de juguete, veletas y una chimenea; fría y apagada como todo lo demás.
Pervinca encontró las páginas que faltaban en su cuaderno, estaban entre
los apuntes de la mesa. Se las señaló a su hermana, pero no dijo nada y las
dejó allí.
Babú, a su vez, atrajo la atención de Vi hacia un objeto que Lilium
sostenía en una mano: un chisquero, de esos que usan los Sinmagia, o los
Mágicos de la Oscuridad, para encender fuego, antorchas o las mechas de las
lámparas. Los Mágicos de la Luz, normalmente, no los necesitan. Él jamás
había usado uno.
—Ya no está —suspiró el poderoso mago reprimiendo un sollozo—. Se
ha ido. Mi luz me ha abandonado.
Las chicas lo miraron sin comprender.
—Creía que sólo era un poco de cansancio, un problema pasajero —
prosiguió él—, no podía creerme que no lograra encender mis clavos. Luego
empezaron a sudarme las manos… ahora las froto, las froto, y se me escapan
chispas enloquecidas que ya no controlo.
«¡Los rayos!», pensó Pervinca.
—Y, si no tengo cuidado, salgo ardiendo.
«¡El guante quemado!», pensaron las chicas.
—Quemo todo lo que toco… «¡Mi cuaderno!», se dijo Pervinca.
—Y no recuerdo las fórmulas…
—Precisamente…
—El otro día, cuando encontré un cuaderno de encantamientos artísticos
delante de mi taller, pensé que era una señal —contó el mago—. Los colores
de los dibujos, dentro, no eran gran cosa… —Pervinca alzó los ojos al techo
—, pero las fórmulas eran buenas. Por desgracia, muchas eran más adecuadas
para el Poder de la Oscuridad que para el Poder de la Luz, pero había dos o
tres que sí podía intentar… Si me hubiera salido uno solo de esos
encantamientos… Y, ahora, por poco no os mato a todos.
—¿Tú? —exclamó Vainilla—. ¿Cómo?
—Es el único encantamiento que todavía me sale. —Martagón se metió la
cabeza entre las manos—. Ya no creo nada, ya no enciendo nada, ya no
vuelo, pero aún consigo transformar algo, aunque luego el resultado sea éste.
¿Qué he hecho…?
Se levantó y empezó a caminar por la habitación.
—Como cada día, estaba tratando, a escondidas, de recuperar mis
poderes. Estaba haciendo los intentos habituales, ya sabéis… chasquear los
dedos, soplar sobre la madera, parpadear… Estaba ahí concentrado para
transformar una rana en un budín de menta cuando oí voces. Alcé los ojos y,
más allá de los árboles, vi a Francis y a Billy Corbirock. Estaban delante del
lago y decían que no veían la hora de patinar. «He aquí un encantamiento que
en otro tiempo me salía fácilmente», me dije. Soplé sobre el lago y éste se
heló, así, al primer soplo, ante los ojos estupefactos de vuestros amigos. Miré
cómo patinaban, se los veía tan contentos. Por primera vez en muchos meses
me sentí útil de nuevo. Así que seguí haciéndolo. Cada vez que os veía llegar,
esperaba que lo pidierais, ¡Francis había encontrado una formulita tan cortés!,
y cumplía vuestro deseo. Soplaba sobre el lago. Hoy, sin embargo… tú
venías hacia mí —dijo vuelto hacia Pervinca—, temía que me hubieras visto,
que me descubrirías, así que me he puesto nervioso, he perdido el control y el
hielo se ha deshecho bajo vuestros pies. He visto a la pequeña Polimón en
medio del lago y quería ayudarla, pero no lograba transformarme en nada,
hasta que… no sé en qué me he convertido, no respiraba bajo el agua, he
tenido que darme prisa. Espero que esté bien…
—Estoy bien —dijo, tranquila, la voz de Flox. La chiquilla entró seguida
de Nepeta—. Sólo he pasado un poco de frío.
—Por eso… es decir, también por eso hemos venido aquí —dijo Pervinca
—. Joe nos había dicho que había mantas…
Martagón se dirigió a un rincón de la cueva y levantó con un brazo una
pila de viejas mantas escocesas.
—Tomad —dijo repartiéndolas entre los chicos—. Las había traído para
mí… —Suspiró—. Joe fue uno de los primeros en comprender que había algo
en mí que no marchaba —dijo volviendo a sentarse—. Había venido al taller
para que le reparara uno de los tiovivos que le había regalado, pero yo sabía
que ya no podía ayudarlo, así que le dije que se fuera. Él volvió y me trajo
aquí abajo. «Vuelve a encontrarte a ti mismo», me dijo. «Aquí podrás hacerlo
con calma». Fue bueno, y cuando Roble dio aquella sacudida…
—¿¿Tú estabas aquí abajo??
—Salí justo a tiempo —sonrió Martagón por primera vez—. Iba por la
mitad de la escalera cuando me lo encontré delante, pálido como una sábana.
«¡Caray contigo!», me dijo. «¿Estás bien? Estaba preocupado», y se fue
corriendo. Oí la voz de Euforbia llamándolo… Pobre Joe, se había asustado
de verdad. Nunca le estaré lo bastante agradecido por lo que ha hecho por mí.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le dijo Babú—. ¿Por qué vienes aquí a
escondidas?
—Porque yo… en fin, no sé qué me está pasando, me parece un castigo.
Tal vez he hecho algo malo… no sé…
Miraba al suelo y se retorcía las manos.
—Será mejor que ahora nos vayamos —dijo Pervinca agrupando a sus
amigos—. Ya hemos molestado demasiado a Lilium por hoy.
Vainilla esperaba que Martagón las detuviera, que las invitase a quedarse
más rato. Pero él no volvió a hablar.
Nos despedimos y nos encaminamos a la salida.
—No quería que se sintiera incómodo —dijo Vainilla—. Me da pena, ahí
solo…
—Quizá por eso se esconde —le hizo notar su hermana—. Porque no
quiere dar pena. Piensa en cómo te sentirías tú sí de improviso perdieras tus
poderes. Ponte en su lugar: ¿qué harías? Piénsalo.
Babú se sonrojó. Nunca se había puesto en el lugar de un gigante que
tenía cuatro veces su edad.
—Yo… yo… —balbució, pero no acertó a decir nada.
—Vámonos —dijo Vi—. Tenemos que quitarnos estas ropas mojadas o
cogeremos un resfriado.
Volvimos hacia el lago, pero, apenas estuvimos de nuevo en el camino,
Vainilla se detuvo.
—¡Ah, no! —dijo. Y, sin añadir más, volvió sobre sus pasos a la carrera.
Estaba a punto de entrar otra vez en la cueva cuando algo la asustó. Había
alguien escondido entre los árboles.
Babú quiso gritar, pero el grito se le ahogó en la garganta. La figura
misteriosa mostró su cara y dejó que la reconociera. Sonreía, pese a que las
lágrimas bajaran por su hermoso rostro. Vainilla inclinó la cabeza y, con
extrema dulzura, devolvió el saludo.
Luego, corriendo de nuevo, llegó hasta la cueva.
—Si perdiera mi luz —dijo jadeante al mago, que la miraba atónito— me
aterrorizaría —confesó—. Pero no huiría. Tienes amigos en Fairy Oak,
Lilium Martagón. Joe no es el único. Ahí afuera hay alguien que te quiere.
Martagón le dio las gracias.
En el camino de vuelta, Flox, que no había dicho ni palabra en todo el
rato, habló.
—Es una enfermedad —dijo.
Las gemelas se volvieron para mirarla.
—Lo de Lilium. Es una enfermedad. No recuerdo cómo se llama, es muy
rara.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo mi tía, creo que alguien de nuestra familia la padeció… No
hay remedio. Merma la magia y, puesto que la magia forma parte de nuestra
vida, merma también la vida.
—¿Se muere uno de esa enfermedad?
—Se cambia —explicó Flox—. Poco a poco se deja de ser Mágico y
también de pensar como un Mágico. Pero quedan los recuerdos.
—Es decir, quien enferma recuerda la sensación de volar aunque ya no
pueda hacerlo, ¿significa eso?
—Algo así.
—Qué extraño —susurró Pervinca.
TREINTA Y DOS

El Disco de los Colores


HECHIZOS, CONQUISTAS Y PASATIEMPOS

«¡Fiesta del Freso y del Pan Vino! También este


año la Tienda de las Exquisiteces alberga la fiesta
de los sabores tradicionales. El sábado 24 de
octubre, a partir de las cuatro, ¡bailes, cantos y
degustación gratuita para todo el mundo!».

L os días siguientes fueron serenos y bastante normales, pese a la estación.


Los chicos cumplieron su promesa y no dijeron nada de Martagón a
sus padres.
Flox se esforzó en transmitir a Pervinca el amor por los colores y, para
lograrlo, se valió de la… geometría sólida.
Una tarde construyó un prisma y esperó a que Vi llamara a su puerta para
la lección habitual.
Cuando llegó, la asaltó con un haz de luz de mil colores. Pervinca se
quedó asombrada: Flox había recreado para ella el arco iris.
—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó Vi, entusiasmada.
—Con esto —respondió Flox—. Tendría que gustarte, es un «prisma
triangular», o sea, una figura sólida o, más precisamente, un «poliedro» de
lados triangulares. Lo he hecho bien, ¿eh? Me he aprendido la lección y ahora
la utilizo para enseñarte a ti las maravillas de los encantamientos artísticos.
Es bonito, ¿verdad?
Pervinca movió el prisma hasta el haz de luz que se filtraba por la ventana
de Flox.
—¡Es extraincreíblemente bonito! —dijo—. La luz entra blanca y sale
irisada, igual que ocurre cuando llueve y hace sol.
Ciencia y arte, he ahí el truco para llamar la atención de Vi, y Flox
encontró siempre el modo de combinar las dos cosas. No fue tan difícil, de
todas formas: en el fondo se trataba de dar clases que fueran artísticamente
científicas o científicamente artísticas.
Todavía recuerdo algunos ejercicios que Flox mandó a nuestra Vi, entre
ellos: «Mariposas y mimetismo», «Tejidos de retales y matemáticas», y
también «Ganchillo y matemáticas», «Colores y proporciones», «Hélices
naturales» y «El disco blanco de los colores»; este último lo hicimos juntas.
Pervinca recortó un círculo de cartón, lo dividió en cuñas iguales a lápiz y
ella y yo, por turnos, coloreamos cada parte de un color distinto. Yo hice un
agujero en el centro y pasé por él un lapicero, de manera que el disco pudiera
girar. Le di impulso, luego más, y el disco empezó a dar vueltas y más
vueltas, cada vez más de prisa, hasta que los colores desaparecieron y el disco
se volvió blanco.
Mientras nosotras «jugábamos», Babú hizo sus propios turnos, los de Vi y
los de Flox en la redacción y el Museo, encontró tiempo para estudiar, salir
con sus amigos y escribir su diario a Jim.
Joe siguió sin quitarle ojo a la escuela, pero con menos empeño. De vez
en cuando se iba a buscar setas, o bien a pescar.
Martagón cayó enfermo de gripe y el doctor Chestnut lo obligó a guardar
cama una semana. El pobrecillo aprovechó para descansar y estuvo
durmiendo casi todo el tiempo.
Durante un tiempo, McDale dejó de hacer aspavientos; se había puesto a
dar clases de escritura y lectura al menor de los Corbirock, Billy, que dos
veces por semana se subía al tejado y, sentado a su lado, leía en voz alta sus
fábulas favoritas, o aprendía a escribir las mayúsculas y también a distinguir
la ese de la zeta y la ene de la eme mientras defendía sus lapiceros de las
gaviotas, que se los robaban.
Cuando no estaba Billy, McDale se dedicaba a su pasatiempo preferido:
dar información útil a sus conciudadanos, con el fin de que «un pequeño
problema no se convierta en un gran problema».
—Veo humo al oeste, detrás del campo de girasoles… —decía.
O bien:
—El barco de Butomus se ha soltado.
Y también:
—El gato de los Rose está en el tilo de los Bugle.
Y más:
—En la chimenea del tejado de los Pimpernel han anidado las avispas.
Una vez que Duff pasaba junto a su casa, se asomó y le dijo:
—Te estás quedando calvo por la coronilla.
Duff lo mandó al diablo.
—¡Quería serte útil! Una bestia ingrata, eso es lo que eres —protestó
McDale—. Con lo alto que eres, ¿quién más podría darte una información
así? ¿Me oyes, Duff? ¡Eres un ingrato! ¡Un joven ingrato!
No obtuvo respuesta.
El cabello de Vivian Amory seguía estando muy tieso en su cabeza y a
ella seguía trayéndola al fresco, tanto, que la gente se acostumbró a ver aquel
gracioso sombrerito tan levantado por la vaporosa melena roja y, en el fondo,
pensaron que le quedaba bien.
Fueron los días en que doña Vivian empezó a tejer. Se sentaba durante
horas en los escalones de casa, al sol, a hacer punto con agujas de hierro…
tic, tic, tic… y cuando la directora Flumen, al pasar un día, le preguntó qué
estaba tejiendo, ella alzó los ojos y respondió:
—¡Una bufanda para él!
Roble no se quedó nunca solo.
Los artesanos de la plaza dispusieron alrededor de él un saloncito al aire
libre, con sillas, silloncitos y una mesita, y allí se reunían las señoras para
tomar el té y comer pastelillos recién hechos en la Tienda de las Exquisiteces,
y siempre procuraban involucrar a Roble en sus conversaciones. Hablaban de
niños, de las estaciones, de los magníficos colores del otoño…
Los señores se sentaban alrededor de la mesa y jugaban a las cartas o al
ajedrez, y a menudo fingían que necesitaban consejo: «¿Tú qué dices, Roble,
echo ésta o esta otra?». Hablaban del clima, del mar, de la pesca, de las
estaciones, de los magníficos colores del otoño…
También iban los chicos, por turnos.
Estudiaban bajo sus ramas, y con frecuencia también subidos a ellas.
Leían historias de los bosques y antiguas aventuras que Roble, la mayoría de
las veces, había presenciado.
Le llevaron regalos también. Flox, en particular, tuvo una delicada idea:
una tarde llegó con uno de sus álbumes. Se disculpó con Roble por no
haberlo pensado el día del funeral, pero estaba demasiado conmovida, dijo.
Abrió el álbum y le enseñó un dibujo: era la pintura con la que había ganado
el concurso convocado por la Gaceta de Fairy Oak, un magnífico retrato de
los Bosques Altos hecho con las manos, los pies y la punta de la nariz. En
primer término, la Vieja Haya sobresalía, grandiosa, por encima de los demás
árboles.
Roble le dio las gracias muchas veces. Juntos; decidieron que le pedirían
al alcalde que lo incluyera entre los retratos del ayuntamiento, al lado de
aquellos de los ciudadanos más honorables del pueblo.
El señor Littlewalton produjo nuevos y extravagantes inventos; el mago
Vicard, el farero, empezó a dejarse ver más a menudo por el pueblo;
Anthericum Trollius ganó, por segundo año consecutivo, la prueba de
lanzamiento de piña; con retales de percal, Prímula Pull creó magníficos
forros de cuaderno que volvieron locas a las chicas del pueblo; Apple
Colapinta decidió que podía arriesgarse a pisar las junturas entre las piedras,
pero no las hojas secas, que casi siempre cubrían el suelo de la plaza, así que,
durante algún tiempo, vivió en el regazo de las señoras que iban a tomar el té
bajo Roble o sobre la mesa, en medio de las fichas de ajedrez.
Y todo discurrió pacíficamente durante diez días, o quizá más.
Después, una tarde…
TREINTA Y TRES

Un Niño en Peligro
LA ALARMA DE LAS VACAS

«Serpiente a la deriva en una balsa. Rescatada


gracias a una información anónima. El hecho, en sí
bastante extraordinario, se ha revelado aún más
increíble cuando madama Tomelilla ha demostrado
que el animal no era sino Scarlet Pimpernel…».

P ervinca hacía los deberes delante de la chimenea; Babú estaba de


guardia en el Museo y yo estaba con ella.
Estábamos reescribiendo algunos cartelitos que el sol había descolorido.
«Tetera de porcelana de la Marina Real - Isabella II», escribió Vainilla
en el primero. «Taza y plato de porcelana con escudo real - Isabella II»,
escribió luego en el segundo.
El Museo del Capitán requería mucho mantenimiento, quizá porque
estaba junto al mar y contenía muchos objetos. Había que mantener a raya el
polvo, abrillantar la madera y el latón, barrer el suelo, comprobar que los
cartelitos no se descoloraran…
Aquella tarde le tocaba a Vainilla hacer estas cosas y precisamente se
ocupaba de ellas cuando llegaron Tommy y Pajarito.
—¿Habéis visto a Billy o a Francis? —preguntaron.
—No —respondió Vainilla—. Por aquí no han pasado. Estarán con Robin
en el Santón, haciendo trabajitos.
—No, no están. ¿Qué haces tú?
Vainilla le mostró los cartelitos desvaídos.
—Ah. Yo también los había visto, pero no me acordaba de lo que había
escrito en ése… ¿Qué haces luego, cuando termines tu turno? ¿Os apetece ir a
los Bosques Altos?
Babú se llevó una mano a la frente.
—¡Los Bosques Altos! —exclamó—. ¡Me había olvidado por completo!
Se lo prometimos a Flox… Sí, sí, antes de que venga «la ventolera», como la
llama ella, que se lleva consigo todas las hojas. Si, por supuesto. ¿Qué hora
es?
—Las cuatro.
—Bien, yo he terminado mi turno, podemos marcharn… No terminó la
frase, pues una campana había empezado a sonar con fuerza otra vez. Esta
vez, sin embargo, no era la campana del colegio.
—¡La alarma! —dijo Francis—. ¿Qué habrá pasado?
Salimos del museo. Los pescadores corrían ya hacia la plaza.
Vainilla cerró la puerta con llave y corrimos nosotros también. Casi en
seguida nos encontramos con Grisam y Pervinca.
—Íbamos a buscaros —dijeron asustados—. ¡Las vacas han dejado de dar
leche!
—¿Alguno de vosotros ha salido del pueblo? —nos preguntó el señor
Burdock.
—No encontramos a dos de mis hermanos —dijo Thomas—. Francis y
Billy.
En Fairy Oak, y en toda la región del Gogoniant, las vacas dejaban de dar
leche cuando un niño estaba en grave peligro. Aquella señal siempre había
atañido únicamente a niños muy pequeños, precisamente los que aún bebían
leche. Pero… fíate de las vacas, ¿qué saben ellas cuándo deja de beber leche
un niño?
Así que todas las madres estaban alarmadas. Todas.
—¿Quién falta, quién falta? —gritaban por la calle.
—¿El vuestro está, ha vuelto a casa?
—Sí, sí.
—¿Habéis visto a los míos?
—Los acabo de ver…
—¡Llamadlos!
—¡Haced que vuelvan a casa!
Todo el pueblo estaba desperdigado por las calles y las plazas.
Madres que agarraban a sus hijos de la manga y los arrastraban a casa,
padres que los llamaban, tíos y abuelos que iban tocando de puerta en puerta
en busca de sus sobrinos o nietos, amigos y conocidos que rastreaban
rincones y sótanos…
—Quien no encuentre a su hijo, que venga inmediatamente a la plaza a
decirlo —avisó el alcalde, jadeante.
—Francis y Billy Corbirock —informó Duff al secretario Hobbs, que
estaba sentado a la mesita.
—¿Tenéis idea de adónde pueden haber ido?
Duff miró a Tommy.
—Al lago de los Zorros —contestó el chico—. No estoy seguro, pero
podrían estar allí.
Babú se volvió: estaba segura de haber visto… Eh, sí, era Martagón el
que acompañaba a Celastro y a Cecilia Buttercup a su casa. Y si él estaba
allí…
—¡El lago no puede helarse hoy! —exclamó Vainilla.
Notando la mirada del señor Burdock, se corrigió:
—No puede helarse en esta estación. Pero esos dos no quieren
entenderlo…
—Voy a buscarlos —dijo el mago—. ¿Falta alguno más?
Hobbs comprobó sus hojas.
—No, por ahora no.
Duff había alzado el vuelo cuando McDale gritó desde el tejado:
—¡VUELVEN DOS! Y EL CIELO ES TESTIGO DE LO DE PRISA QUE CORREN.
—¿Quiénes son?
—LOS CORBIROCK, BILLY Y FRANCIS.
—Menos mal —dijeron Tommy, Duff y todos los demás, animados.
—Así pues, están todos. Pero, entonces, ¿por qué esos estúpidos animales
tienen las ubres vacías?
—Se habrán equivocado —dijo Hobbs levantándose.
—Puede ser —dijo el señor Burdock, pensativo—, pero será mejor estar
alerta y vigilar.
—Poco después, las calles y plazas estaban desiertas, sólo quedaba el
viento haciendo revolotear las hojas.
Fuera oscureció y en los fuegos se puso a cocer la cena. En la mesa se
habló de las cosas de costumbre y de la fiesta de las gemelas. Babú dio la
noticia de que invitarían también a Scarlet Pimpernel, y mamá Dalia se
felicitó por la sensatez de las chicas.
Faltaban pocos días.
Después de quitar la mesa, las chicas se reunieron con Tomelilla en el
invernadero, donde la bruja estaba encendiendo la chimenea. Las gemelas se
pararon para mirarla mientras soplaba suavemente sobre la leña apagada.
Cuando surgió la primera llama, suspiraron. Deseaban hablar de
Martagón, contarle lo de su enfermedad; y no sólo de eso, tenían ganas de
ponerla al corriente de la mentira en la escuela, del castigo que se habían
impuesto y de cómo se iba desarrollando…
No sé si lo habrían hecho de verdad, no lo sé porque ella se les anticipó.
—Se llama «Oscurancia» —dijo Tomelilla atenta aún al fuego.
—¿Oscurancia? ¿Qué es? —dijeron las gemelas corriendo a ocupar las
butaquitas delante de la chimenea.
—Es el nombre de la enfermedad de Martagón.
—¿¿Lo sabes??
—Sé que la padece desde hace algún tiempo.
—¿Y por qué no lo ayudas? —preguntó Babú—. Está tan triste y solo en
aquella cueva…
—No está solo, Joe está con él.
Babú volvió a pensar en el extraño encuentro del bosque: no sólo estaba
Joe…
—Y para contestar a tu pregunta, Babú —prosiguió Tomelilla—, no lo he
ayudado porque él no me lo ha pedido. Mira, la oscurancia es una
enfermedad muy particular, difícil de tratar. El primer paso, el más doloroso,
es aceptarla. Lilium aún tiene que hacerlo. Aceptar que se ha «oscurecido». Y
debe hacerlo solo. Después podrá pedir ayuda. Y la encontrará, puedes estar
tranquila. Hay un momento para todo, Babú: un momento para disfrutar y un
momento para sufrir. Hay que tener paciencia… Ahora háblame de los
retratos, ¿habéis reconocido a alguien de nuestra familia?
—Oh, tía, ¿también sabes que hemos visto los retratos?
—¿¿Y quién es de nuestra familia??
Esa noche nadie durmió.
A la mañana siguiente las vacas aún no habían vuelto a dar leche.
TREINTA Y CUATRO

El Remo Roto
AMISTAD SIGNIFICA TAMBIÉN RESPETO

«Brusco descenso de las temperaturas y alarma


en toda la región; las vacas no quieren volver a dar
leche. Los jóvenes se ofrecen para entregar a
domicilio, a las familias con niños pequeños, leche
de cabra…».

D urante tres días y tres noches, los adultos no pegaron ojo y McDale
vigiló a cualquiera que fuera pequeño y asomara, aunque sólo fuera la
cabeza, de su casa.
—¿Ves algo raro, viejo? —le preguntaba el señor Burdock de vez en
cuando.
—Nada —respondía él secamente.
La mañana del 30 de octubre, el viento soplaba con rabia y la pregunta
del señor Duff cambió.
—¿Tienes frío, viejo? —le preguntó.
—No —respondió él.
—¿Quieres una manta, viejo?
—No. —¿Compañía, tal vez?
—No, no. Y deja de molestarme, me distraes —protestó McDale aquel
día, harto de aquella solicitud.
Duff volvió a mandarlo al cuerno.
—Sólo quería ser amable… —dijo—. A ver si aprendo de una vez a
meterme en mis asuntos…
—Ah, no te preocupes, ¡en eso eres ya un as! —exclamó el anciano
mago.
—¿Ah, sí? ¿Y cuándo has cambiado de opinión, si puede saberse? Creía
que me considerabas un metomentodo.
—Mi opinión sobre las personas cambia cuando cambian las personas —
explicó McDale.
—Justamente, viejo sapo, ¡¿has pensado alguna vez que tú también
podrías cambiar, A MEJOR?! —El Señor Burdock le apuntó con un dedo—.
Casi me habías convencido, ¿sabes? —le dijo mirándolo de mala manera—.
Las primas Beaverbrook te están agradecidas por encontrar a su gato, en el
ayuntamiento ya no hay goteras y el mérito es tuyo, Billy Corbirock te manda
decir «gracias» porque, también mérito tuyo, ha tenido un 9 en lengua; has
consolado a Roble en las noches solitarias, has entretenido a Joe y vigilado a
los chicos de día y de noche… «Anda, mira», me he dicho, «McDale sabe ser
útil cuando quiere, ¡hasta amable! Va a resultar que es conmigo con quien la
tiene tomada, ¡que a mí me reserva lo peor de sí!». ¿Es así?
—¡Si lo hago, bestia egoísta, y hasta obtusa, habrá un motivo!
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
—¡Pues que me tratas como a un pobre tonto!
—¿Cuándo, cuándo lo he hecho?
—¡Ya no me llevas de pesca!
—Pero ¿qué…? Si sólo… ¡Aah, la mañana en que te dejé en tierra! —
Duff soltó una carcajada sarcástica y se palmeó una pierna—. ¡Te subiste al
tejado! ¡Te enfadaste conmigo porque no te llevé a pescar! ¡No me lo puedo
creer, es… es de locos!
—¡Nada de eso, no lo es!
—Estás expuesto al viento y a la intemperie desde hace tres semanas sólo
porque… porque… ¡Ah, es increíble!
—¡Me trataste como a un remo roto, Duff! ¡Fuiste cruel!
—¿Cruel? ¿¿CRUEL?? ¿Y tú, entonces? Hablas siempre sin ton ni son, no
haces más que criticar y pincharme todo el tiempo… «Esto no está bien,
aquello no se hace así, bestia obtusa, mira lo que has hecho…». ¡NO TE LLEVO
A PESCAR CONMIGO, MEUM MCDALE, PORQUE ERES INSOPORTABLE!
—¡Son consejos lo que te doy!
—¡LO QUE HACES ES, PURA Y SIMPLEMENTE, TOCARME LAS NARICES, Y CASI
SIEMPRE POR COSAS SUPERFLUAS!
—¿Ves cómo reconoces que de vez en cuando son útiles?
—Son útiles las escasas veces que dices algo oportuno, en el momento
oportuno y en el lugar oportuno, con tono respetuoso y cuando no lo repites
mil veces, es decir, ¡CASI NUNCA!
—… Pero ocurre.
—Si aprendieras de una vez a refrenar esa lengua tuya y no derramaras
sobre mi paletadas de insultos, como haces siempre, querido Meum, TAL VEZ,
digo TAL VEZ, ¡con mucho gusto iría de pesca contigo!
—¿Eso es todo? Te bastaba con decirlo.
—Hace veinte años que lo digo.
—Como ves, sé portarme y ser…
¡Plaf!
Una gaviota desdeñosa acertó de lleno en el sombrero de McDale.
—¡Te está bien empleado! —le dijo el señor Burdock alejándose—. Me
extraña que no estés cubierto de la cabeza a los pies.
—No estoy cubierto porque las gaviotas me respetan más que tú. ¡¿ME
HAS OÍDO, BURDOCK?! ¡LAS GAVIOTAS SON MÁS RESPETUOSAS QUE TÚ!
—Entonces quédate con ellas masculló Duff.
—Y VOSOTROS, ¿QUÉ HACÉIS POR AHÍ? —McDale se dirigió con el mismo
tono ofendido y furioso a los tres chicos que pasaban junto a su casa.
—Llevamos leche de cabra a las familias que tienen niños pequeños —
contestó Flox mientras empujaba la carretilla que ella, Acantos y Pajarito
habían tomado prestada a los Corbirock y en la cual habían cargado una gran
lechera—. Inma McDoc no bebe leche desde hace tres días y llora.
—¿Hay más como vosotros por ahí?
—Están las gemelas, con Grisam Burdock y Tommy Corbirock, y luego
están…
—Ah, sí, sí, los veo —dijo McDale mirando alrededor—. Tres o cuatro
grupitos, ¿verdad? Bueno, daos prisa y volved en seguida a casa, ¿entendido?
Repartimos leche de cabra toda la tarde, y fue un trabajo enorme. Los
chicos tuvieron que empujar las carretillas y carritos cuesta arriba, oponiendo
toda su fuerza al viento que soplaba siempre en contra, y en las cuestas abajo
tuvieron que buscar la manera de que no se les cayera la carga y se vertiera en
el suelo.
Llegamos a casa muertas de cansancio.
—¿Alguna novedad? —preguntó Pervinca a mamá Dalia dejándose caer,
exhausta, en una de las sillas de la cocina—. Dime que las vacas han vuelto a
cumplir con su deber, no quisiera tener que repetir todo esto mañana.
—Por desgracia, no, tesoro mío, todavía no.
—¡Pero nadie está en peligro! Hoy hemos visto a todos, niños pequeños y
grandes, ¡y nunca en su vida han estado mejor!
—No sé qué deciros. Tampoco nosotros lo entendemos… ¿Han llamado a
la puerta?
—Sí —dijo Babú entrando en la cocina, agotada—, pero no me quedan
fuerzas ni para ir a abrir.
—Voy yo —dijo Dalia.
Volvieron a llamar, esta vez con más insistencia.
—¡De prisa, de prisa! —dijo la madre de Flox—. ¿Qué sucede?
—¡Es Molly Bugle, está dando a luz!
—¿¿Ya?? Pero si falta más de un mes para que salga de cuentas…
—¡Por eso! —dijo Rosie—. ¡Es un parto prematuro! El doctor Chestnut
ya está allí y… Oh, Dalia, Molly está muy mal, la pobrecilla.
—¡Vamos en seguida!
Dalia llamó a las chicas.
—Id corriendo a avisar a vuestra tía, está abajo, en la Habitación de los
Hechizos, y…
—Aquí estoy —dijo Tomelilla, lista para salir. Tendió el sombrerito y la
capa a su hermana, mientras que las gemelas corrían a vestirse.
—¡Nosotras también vamos!
TREINTA Y CINCO

La Noche de la Magia
EL HIJO DE MOLLY

«Un Feliz acontecimiento. Presentada a los


ciudadanos la nueva hada de los Bugle.
Pétaloblanco​queprediceamor, ése es su nombre, es
una hada muy agraciada y, asegura el tío Bugle, con
gran experiencia. Pétalo, su nombre abreviado,
estará con nosotros los próximos quince años…».

H asta delante de la casa de los Bugle llegaron amigos y parientes.


Esperaban noticias del médico a la luz de los faroles.
—¿Cómo está? —preguntaron Rosie y Dalia uniéndose al grupo de los
Burdock y los Polimón.
La señora Marta, la madre de Grisam, movió de lado a lado la cabeza,
dando a entender que aún no sabían nada.
—Penstemon está dentro desde hace una hora —dijo tía Hortensia—.
Daos cuenta, era él el niño en peligro.
—No podíamos saberlo porque todavía no había nacido.
—Y ahora llega demasiado pronto…
—Pobre Molly…
Las gemelas fueron con los demás chicos.
—¿Habéis visto a Acantos? —preguntó Vainilla.
—¡Ahí está!
El joven salía acompañado por uno de sus tíos. Ambos estaban muy
pálidos. EL hombre se fue a hablar con los adultos mientras Acantos se vio
rodeado inmediatamente por sus amigos.
—Eh —le dijo Grisam poniéndole una mano en el hombro—, ¿qué tal?
—Bueno —contestó él subiéndose las gafas.
—¿Estás preocupado?
—Un poco.
—Venga, hombre —le dijo Tommy alborotándole el pelo—. Si supiera a
quién va a tener por hermano el pobrecillo… no tendría tantas ganas de venir
al mundo. Rieron y le arrancaron una sonrisa.
—No debes preocuparte —trató de tranquilizarlo Babú—, el doctor
Chestnut ha traído al mundo a todos los niños de Fairy Oak, ¡incluso a ti!
—Ggacias, Vainilla —dijo él, tan educado como siempre.
—¡Arriba ese ánimo, todo va a salir bien!
—Sólo se está adelantando un poco, ¿sabes?
—Debe de ser una costumbre de familia, tú también te adelantas siempre.
—¿Qué nombre le van a poner?
—No lo sé…
—Según tú, ¿es niño o niña?
—Para mí que es niño —dijo Robin Windflower—. Y espero que sea más
delgado que yo, así será él «Pajarito».
—Yo quiero que sea una niña —dijo Sophie—, así ya no seré la más
pequeña y dentro de unos años podremos jugar juntas.
—Ahoga tengo que volveg —dijo Acantos, pero los chicos no dejaron
que se fuera.
—Quédate con nosotros —le dijeron—. ¿Qué vas a hacer ahí dentro? No
te necesitan para nada.
—No, ya lo sé, pego…
—Quédate con nosotros.
—No nos puedes dejar solos.
—¡Queremos vivir este momento contigo!
—¡No todos los días se asiste al nacimiento del hermano de un amigo!
—¡Es lo más emocionante que he vivido nunca! —exclamó Nepeta—.
Cuando nació mi hermana, yo era demasiado pequeña para darme cuenta de
lo que pasaba.
—Tú eres afortunado, Acantos, podrás hablarle de cuando nació, de
cuánta gente estaba fuera esperando y animándoos, a él y a vuestra familia.
—A mí nadie me animó —dijo Billy Corbirock.
—Me lo creo —le respondió su hermano Bevis—. Eras el séptimo varón.
Aquel día, Tommy y yo nos fuimos de pesca y, cuando volvimos, tú ya
estabas llorando.
—Yo no me acuerdo de cuando nació Cecilia —dijo Celastro—. ¿Y
vosotros? —dijo volviéndose a las gemelas.
—Imagínate —le contestó Pervinca—. ¡Vinimos al mundo a la vez! Es
decir, casi a la vez…
Aquella tarde, mientras estaban en vela por mamá Bugle y su niño, cada
chico contó cómo había venido al mundo y qué recordaba del nacimiento de
sus hermanos. Flox, que era hija única, escuchaba con curiosidad y, de vez en
cuando, ella y Acantos se miraban con complicidad. ¿Cómo sería tener un
hermano?
Hablaron largo rato de hermanos y de más cosas, del invierno que se
acercaba…
—Mañana o pasado —les informó Flox.
—¿Cómo lo sabes?
—¿No notáis el olor del viento?
—Es verdad, el viento se ha calmado —señaló Francis—. Mira los
árboles, no se mueve ni una hoja.
—Ah, pero volverá —dijo Flox mirando el cielo—. Y será más fuerte
todavía, el gran vendaval del espectacular final. Mañana o pasado.
Hablaron de la fiesta de Vi y Babú, de Scarlet, que aquella noche, por
supuesto, no se dejó ver y se quedó en la cama tan tranquila; de Meum, que
los observaba con el catalejo… Lo saludaron y Grisam le hizo seña de que no
había noticias. Él, sin apartar el ojo del aparato, devolvió el saludo y les dio
las gracias.
Poco distantes del grupo de los chicos, los grandes bisbiseaban.
—Es culpa de la luna —decía alguno.
—Se ha cansado demasiado, pobre Molly.
—Si no me equivoco, también Acantos nació un poco antes de tiempo.
—No, no, querida, te confundes con Hibiscus Castle. Acantos fue
puntualísimo.
Alguien llevó sillas, la abuela Bugle ofreció café caliente a todos los
reunidos y mamá Dalia llevó una taza también a Meum y a su mujer
Campánula, que, sentada en la hamaca delante de su casa, estaba a la espera
de noticias.
—¿Todavía nada? —preguntó separándose del respaldo para tomar la
taza hirviente.
—Lamentablemente, no.
Luego, en aquella noche en suspenso, entre los murmullos de los mayores
y las risitas de los jóvenes, el café caliente bebido en la calle y el aliento del
mar, se produjo el primer hecho mágico.
Llegó Martagón con su lámpara de aceite, encendida y bien a la vista, y
con una tímida sonrisa en la cara. Se unió a los otros saludando con discretos
movimientos de cabeza.
Duff se dio cuenta en seguida de lo que estaba ocurriendo y, sin hablarle
—porque ¿qué había que decir?— le pasó un brazo por los hombros y lo
estrechó vigorosamente, como hacen los hombres para consolarse entre ellos.
Ese gesto atrajo la atención de quien no se había dado cuenta aún de que el
Mago de la Luz llevaba una lámpara, así que, un momento después, Lilium
estaba rodeado por amigos que le daban palmadas en la espalda, lo abrazaban
y consolaban.
A pocos pasos de él, la viuda Amory lo miraba sin acercarse. En aquella
confusión de besos y abrazos, ebrio por aquella maravillosa demostración de
amistad, pensando que también ella estaba allí para decirle cuánto lamentaba
lo que le pasaba, Martagón la agarró y la atrajo hacia sí. La abrazó con fuerza
y ya no la soltó. Nunca más.
Un par de horas más tarde, el doctor Chestnut apareció en la puerta. Se
veía que estaba muy cansado, tenía la cara pálida, las mangas de la camisa
arremangadas hasta los codos y el pelo despeinado.
—¿Dónde está Acantos Bugle? —preguntó, serio.
Los murmullos cesaron.
Acantos bajó de la valla y se puso al alcance de su vista.
—Aquí estoy —dijo.
—Bien, chico. Entonces ven a coger en brazos a tu hermana; tu madre y
tu padre tienen que descansar y su hada todavía no ha llegado. Se llama
Margarita.
Un grito de alegría estalló en la calle, los sombreros volaron por los aires,
las mujeres se abrazaron y los chicos estuvieron a punto de tirar al suelo a
Acantos con todas las palmadas que le dieron en la espalda.
—Bien por nuestro empollón, ¡ahora tienes una hermana y también una
hada!
Eso era la amistad en Fairy Oak, a dondequiera que te volvieras te la
encontrabas, y a veces era tan impetuosa que te dejaba moratones. Y no sólo
en la piel…
Poco antes del alba, Campánula McDale oyó llamar a la puerta. Era su
marido, que le pedía que le hiciera sitio en la cama.
—Está volviendo a levantarse el viento —dijo entrando y cerrando la
puerta—. Y yo he terminado de estar allá arriba.
TREINTA Y SEIS

El Gran Final
LA TEORÍA DE FLOX

«Matricaria Blossom colorea y recorta 1.567.895


hojas y adorna con ellas los árboles desnudos de su
jardín “para consolarlos por las hojas caídas”. El
espectáculo es notable».

A tracado en el muelle, el Santón cabeceaba y daba tirones a la amarra.


Soplaba viento de tierra y el mar estaba agitado incluso en el pequeño
puerto de Fairy Oak. Pajarito desató el barco y lo llevó a una zona más
reparada.
—Ven, amárralo aquí —le dijo el señor Burdock, que estaba haciendo lo
mismo con su Oleander. Estaba atando la amarra inclinado sobre la bita
cuando dos zapatos aparecieron en su campo de visión.
—¡Ah, muy bien, así se golpeará con la proa! —dijo una voz por encima
de él.
El señor Burdock levantó lentamente la cabeza y miró al hombre con la
expresión más funesta que Pajarito había visto nunca en los ojos de un mago.
—Bromeaba —dijo el tipo que estaba en el muelle—. No pensaba que
tampoco tuvieras sentido del humor. Hazte a un lado, ya lo hago yo.
Duff se apartó y McDale ató el barco.
—Ahora dame también aquella amarra… Veamos, el nudo de albañil se
hace así, si no, no podrás soltarlo, y luego lo amarras también en la popa,
así…
Jamás cambiaría, Duff lo sabía. McDale seguiría tratándolo como a un
chiquillo y él se mordería la lengua hasta la próxima vez. De todos modos,
Pervinca y Flox habían sido perspicaces: subirse al tejado no había sido un
arrebato de locura, sino una protesta. Meum McDale había protestado contra
el tiempo, que, según pasaba, hacía que se sintiera cada día más viejo e inútil,
bueno únicamente para ocupar un nido vacío. Una protesta, pues, pero
aquellos días por encima de los tejados de Fairy Oak habían abierto su mente.
«Cuanto más alto subes, más redondo es el mundo», decía una hada que ya
no está con nosotros. Y quería decir que, cuanto más arriba subes, mejor ves
las cosas en conjunto. Por mi parte, siempre he pensado que también estarse
un tiempo «metido en el caparazón» surte el mismo efecto.
Es cierto que McDale no volvió a llamar bestia obtusa a su amigo Duff,
sino sólo… Duff. También aprendió a cerrar la boca de vez en cuando, y el
señor Burdock pensó que ya era bastante.
—¿Vamos a los Bosques Altos? —preguntaron las gemelas a Flox
aquella mañana—. Es ahora o nunca, esta tarde es nuestra fiesta.
—Es demasiado tarde —dijo Flox—. Mirad a vuestro alrededor…
Tenía razón, los árboles ya estaban casi del todo pelados, los remolinos
de viento barrían las hojas y las amontonaban contra las aceras y las puertas
de las casas. Sólo algunas resistían aún en las ramas, pocas.
—Oh, Flox, cuánto lo siento —dijo Babú—. ¿Y qué vas a hacer ahora
con tu teoría?
—Oh, no importa, habrá otros otoños. Y, además, alguna corroboración sí
he hecho. Venid, quiero enseñaros una cosa…
Se encaminó hacia la plaza del Roble por la calle de los Talleres. Se paró
a mitad de camino y les indicó que miraran hacia adelante: de pie sobre un
pequeño taburete, Martagón el herrero estaba colgando un farol fuera de su
taller. Tenía una bufanda verde alrededor del cuello y, cada vez que se volvía
para coger un clavo o alguna herramienta, sonreía a la mujer que,
diligentemente, se los tendía.
—Hacen una buena pareja —dijo Vainilla.
Realmente la hacían, y no sólo por su corpulencia. Vainilla pensó, de
hecho, que la providencia, a su manera, había hecho a Martagón
verdaderamente perfecto para la viuda Amory: aquel hombre había sido
mago, ya no podía volar, pero siempre recordaría lo que significa «volar
alto». Y ella, como había escrito en su carta, siempre estaría ahí para él.
Llegaron a la plaza y se encontraron con doña Peonia, que, desinteresada
del mundo que la circundaba, admiraba su imagen en la puerta de vidrio de la
tienda de encajes. Cada tanto echaba hacia atrás la cabeza, pero ahora sus
cejas, como Tomelilla había predicho, tenían un aspecto más normal.
Parecía absorta en la imagen del vidrio oscuro de la puerta. Ciertamente,
no era el reflejo de un gusano de seda… Tal vez el de una hermosa muchacha
a la que el viento hacía revolotear el vestido y lagrimear los ojos.
Poco más allá, el señor Hobbs retiraba los carteles con el programa de las
pruebas de otoño, ya concluidas. Al otro lado de la plaza, dos de los
hermanos Corbirock, los mayores, después de lanzarse por la cuesta en el
viejo carrito, estaban subiendo de nuevo mientras decían que aquélla sería la
última vez, al menos por aquel año.
Las chicas fueron a sentarse debajo de Roble.
En ese momento, de la Tienda de las Exquisiteces les llegó el ruido de
una explosión y la voz de la señora Marta, que protestaba.
—¡Ha vuelto a explotar la masa de las tartas! —dijo Pervinca riéndose—.
No le apetece nada hincharse hasta el punto justo…
—Esta noche todo habrá terminado —anunció Flox.
Estaba sentada en el respaldo del banco, miraba las nubes blancas que
pasaban a toda velocidad sobre ellas y sonreía un tanto melancólicamente.
—¿Veis? —dijo—. El viento ha empezado ya a despejar el cielo, las
velas restallan, el mar se enfurece, las gaviotas gritan y los colores refulgen
por última vez. Adiós, paleta de rojos y amarillos. Adiós, violeta; adiós,
verdes…
—Pero todavía no es invierno —dijo Vainilla—. Faltan dos meses.
—Según el calendario, no, pero este año se está adelantando. Ya dije que
el otoño iba a durar poco. Llegan el frío y la lluvia: los días se acortan, los
jardines se quedarán silenciosos, las calles se vaciarán y…
—En resumen, que es el final de todo —comentó tristemente Babú.
—No, sólo el final del otoño —dijo Flox saltando del banco. Luego,
dirigiéndose a Pervinca, le preguntó por curiosidad—: ¿Qué tal te fue con los
deberes de artística?
—Me ha puesto un 7 —contestó ella mirando a otra parte.
—¿Un 7? —exclamó Babú—. Antes sacabas siempre un 6. Ya es algo.
Realmente lo era: ¿quién habría creído que dos personas tan
profundamente diferentes como Pervinca Periwinkle y Flox Polimón
lograrían entrecruzar sus «ramas» tan bien, y tan sólidamente, como para
hacerse más fuertes recíprocamente…?
—Tenemos que celebrarlo —dijo Babú—. ¡Chocolate caliente y buñuelos
para el trío de rosales!
—¡Espera! —la detuvo Vi—. ¿No hemos venido aquí porque Flox quería
enseñarnos algo?
—¿Es que no lo habéis visto? —respondió la chiquilla, sorprendida.
—¿Visto el qué?
—Que todos estamos dentro de la misma danza, nosotras, los árboles, los
animales…
—Es lo que sostienes desde el principio, Floxecita, pero ¿qué es lo que
tendría que habérnoslo hecho comprender a nosotras, aquí y ahora?
—El hecho evidente de que, igual que los árboles están perdiendo sus
colores chillones, nosotros estamos dejando de hacer locuras. Aunque no sé
por qué nos obstinamos en llamarlas así, la locura no tiene nada que ver.
—¿Y qué es, entonces?
—¡La euforia! —dijo la niña de los colores—. El último tributo a la vida
que la naturaleza le rinde con gran pompa, desahogando toda la energía que
le quedaba después del exuberante verano y antes del somnoliento invierno.
Las gemelas abrieron de par en par los ojos.
—¿No somos nosotros parte de la naturaleza?
—Sí —dijo Babú—. Pero…
—Pues bien, si en otoño no nos volvemos amarillos como los arces o
rojos como las vides, tenemos una manera particular, nuestra, de despedir al
sol y decir «adiós» a otro año que se va. Lo visteis en los ojos de doña
Peonía, en la mirada de los chicos Corbirock, yo lo noté también en
Martagón, cuando llegó a casa de los Bugle, ayer por la noche, y en ciertas
sonrisas melancólicas, en todas las ideas extravagantes y divertidas de las que
hemos escrito en estos días: bufandas gigantescas, lanzamiento de piñas,
inventos originales, retos imposibles… Tenemos ganas de realizar algo que
requiera toda nuestra habilidad, nuestra fuerza, nuestro talento, nuestro
ingenio, fantasía y, ¿por qué no?, también belleza… —Flox hablaba inspirada
—. Deseamos sentirnos vivos, ahora más que nunca, proyectamos futuros
ambiciosos y ponemos un montón de energía en lo que hacemos, porque…
bueno, porque sabemos que pronto será invierno, caerán el silencio, la
oscuridad, llegará el largo sueño… ¿Sabéis cómo hacen los niños cuando no
quieren irse a dormir, verdad? Tomemos a Inma McDoc, por ejemplo:
cuando tratas de meterla en la cama, pese a que se haya tirado el día jugando,
todavía quiere seguir, y parece más despierta a las diez de la noche que a las
dos de la tarde. Son sus últimas energías, que no quieren ser desperdiciadas y
por eso, en el poco tiempo que queda antes de dormir, ¡explotan, todas a la
vez! Pues bien, nosotros y los árboles, en otoño, somos un poco como Inma.
Y no es casual que Martagón se haya declarado a la viuda Amory
precisamente ahora: ha sido el último latigazo de esta estación fantástica. Le
ha dado la energía, la euforia que necesitaba para levantar su moral y llevar a
cabo… una hazaña.
—Como se suele decir, «ahora o nunca» —dijo Babú sonriendo.
Estábamos impresionadas por la teoría de Flox.
—Es extraordinaria —dijo Vainilla.
—Sí —dijo Pervinca—, aunque… ¿cómo explicas el letargo de Foxglove
y los bostezos de nuestro alcalde? Ellos no parecen tan eufóricos.
—Todos no somos iguales… —dijo Flox tomando el camino de su casa
seguida por las otras—. Mira, también ciertos árboles pierden las hojas antes
que los demás, algunos ya a mediados de septiembre parecen palillos secos;
otros, en cambio, esperan incluso a la nieve antes de deshojarse. Lo mismo
les ocurre a los hombres: para algunos, las luces rosadas del otoño, el viento
frío, el olor de la chimenea son una invitación irresistible a la cama y las
mantas. Si fuesen animales, cavarían una madriguera bajo las hojas, igual que
los puercoespines o los lirones, y no volveríamos a verlos hasta la primavera.
Otros, en cambio, seguirán jugando y desfogándose hasta bien entrado
diciembre. En todo caso, es una teoría todavía incompleta, espero que el
otoño dure un poco más el año que viene, así podré estudiarla mejor.
Para mí así era ya preciosa. Quizá no explicaba todo, por ejemplo por qué
el gato Colapinta, de repente, no tuviese ganas de pisar las junturas entre las
piedras o por qué la pelota de piebalón hubiera decidido volar, pero, para
decirlo a la manera de Flox, decididamente tenía sentido.
Y, total, era ya bastante, al menos por aquel año.
Pronto, dentro de las casas, se encenderían chimeneas, las chicas beberían
a sorbitos chocolate caliente delante del fuego y, charlando, recordarían estos
días y planearían nuevas aventuras mientras esperaban la primavera.
Sí, era una buena teoría, a Tomelilla también le iba a gustar.
Pero tal vez ella ya la conocía.
ELISABETTA GNONE, nace en Génova el 13 de abril de 1965 y, tras cursar
estudios clásicos, en 1990 entra en Disney y se hace periodista.
Su colaboración con la publicación semanal Topolino (Mickey Mouse) fue
sólo el comienzo de una carrera que unirá su nombre a los mayores éxitos
editoriales de Walt Disney Company Italia: colabora en la creación de las
publicaciones mensuales Bambi, Cip e Ciop (Chip y Chop), Minni & Co. y
La Sirenita, y en 1997 lanza el mensual Winnie the Pooh.
Directora de las publicaciones preescolares y femeninas de Disney, en 1997
crea la serie W.I.T.C.H., destinada a ser un éxito mundial y publicada en más
de 20 países, así como la revista mensual homónima, para la que escribe
también las historias «Haloween» y «Los doce portales», aparecidas en los
dos primeros números.
Con la experiencia de ese éxito, Elisabetta vuelve al trabajo y en los últimos
años desarrolla la idea de Fairy Oak, un mundo mágico en el cual tienen
lugar las historias recogidas en la Trilogía inicial y en la nueva serie Los
Cuatro Misterios.

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