Infancia en Berlin Hacia 1900 - Walter Benjamin
Infancia en Berlin Hacia 1900 - Walter Benjamin
relatos breves (no más de cuatro o cinco páginas cada uno), caracterizados
por una gran densidad poética. A través de estas pequeñas piezas el autor
caracteriza la ciudad que en 1892 lo viera nacer. Si bien no dejan de ser
breves anécdotas sobre las plazas, el hogar, las calles, los libros, el tiovivo —
episodios de la infancia que pueden parecer nimios en una primera lectura—
la ternura de estas páginas no oculta el rico pensamiento subyacente en el
cual se podrá reconocer al gran pensador.
Si bien lo hace desde los ojos del niño que una vez fue, Walter Benjamin está
evocando una ciudad decadente en la antevíspera de la catástrofe, la Gran
Guerra. Algunas décadas más tarde, durante la Segunda Guerra, el propio
Benjamin terminaría su vida en el exilio, suicidándose mientras intentaba huir
de la GESTAPO.
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Walter Benjamin
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Título original: Berliner Kindheit Um Neunzehnrundert
Walter Benjamin, 1950
Traducción: Klaus Wagner
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A mi querido Stefan.
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«Oh, Columna Triunfal tostada
con azúcar de nieve
de los días de la infancia».
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«Llegando tarde», «La despensa», «Escondrijos», «El tiovivo» y «Armarios» se
publicaron por vez primera y de forma distinta en el libro Calle de dirección única
(1928).
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Tiergarten
Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una
ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las
calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las
callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las
hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que
los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros.
No, no los primeros, pues antes hubo uno que ha perdurado. El camino a este
laberinto, que no carecía de su Ariadna, iba por el Puente de Bendler, cuyo suave arco
significaba para mí la primera ladera. A su pie, no lejos, se encontraba la meta:
Federico Guillermo y la reina Luisa. En sus pedestales redondos se erguían sobre las
terrazas, como encantados por mágicas curvas que una corriente de agua, delante de
ellos, dibujara en la arena. Sin embargo, me gustaba más ocuparme de los
basamentos que no de los soberanos, porque lo que sucedía en ellos, si bien confuso
en relación con el conjunto, estaba más próximo en el espacio. El que hubiera algo
especial en este laberinto lo comprendí desde siempre por la ancha e insignificante
explanada, que no revelaba en nada que aquí, a pocos pasos del corso de los coches
de plaza y carrozas, duerme la parte más insólita del parque. De ello percibí pronto
una señal. Pues aquí, o a poca distancia, debía de haber tenido su lecho Ariadna, en
cuya proximidad comprendí por vez primera, para no olvidarlo jamás, lo que sólo
más tarde me fue dado como palabra: Amor. Sin embargo, en su mismo origen surgió
aquello de «señorita» que lo cubría como una fría sombra. Y así, este parque que
parece abierto a los niños como ningún otro, para mí quedaba cerrado por algo difícil
e imposible de realizar. Como sucede rara vez, distinguía los peces del estanque de
las doradillas. ¡Cuántas cosas prometía por su nombre la Avenida de los Monteros del
Rey y cuán poco cumplía! ¡Cuántas veces buscaba en vano el bosquecillo en el cual
había un quiosco construido como con ladrillos de juguete, con torrecillas rojas,
blancas y azules! ¡Con cuán pocas esperanzas renacía cada primavera mi afecto por el
príncipe Luis Fernando, a cuyos pies florecían los primeros crocos y narcisos! Una
corriente de agua que me separaba de ellos los hizo tan intocables como si hubiesen
estado debajo de una campana de cristal. En esta frigidez debía de estribar la belleza
de lo principesco, y comprendí por qué Luisa von Landau, con la que me reunía en la
tertulia hasta que murió, había tenido la necesidad de vivir en el Lützowufer, casi
enfrente de la pequeña maleza de cuyas flores cuidaban las aguas del canal. Más tarde
descubrí nuevos rincones; sobre otros fui adquiriendo nuevos conocimientos. Pero
ninguna muchacha, ninguna experiencia y ningún libro pudieron contarme nada
nuevo sobre aquél. Por eso, cuando treinta años más tarde, un campesino de Berlín,
conocedor de la tierra, cuidaba de mí al volver a la ciudad, tras larga y común
ausencia, sus pasos cruzaban este jardín sembrando en él la semilla del silencio. Él se
adelantó por los senderos, todos cuesta abajo. Bajaban, si no a los orígenes de todo
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ser, sí a los de este jardín. Al pasar por encima del asfalto sus pasos despertaron un
eco. Las hierbas que se dibujaban sobre el empedrado arrojaron una luz confusa sobre
este suelo. Las pequeñas escalinatas, los pórticos, los frisos y los arquitrabes de las
villas del Tiergarten —por primera vez los vimos claramente—, sobre todo las
escaleras que, con sus cristales, seguían siendo las mismas, aunque en el interior
habitado habían cambiado muchas cosas. Aún recuerdo los versos que, al término de
las clases, llenaban los intervalos de los latidos de mi corazón, cuando me detenía al
subir por las escaleras. En la penumbra los vi sobre un cristal, donde salía de la
hornacina una mujer suspendida como la Madonna Sixtina, que sujetaba entre sus
manos una corona. Levantando ligeramente con los pulgares las correas de la mochila
que llevaba sobre mis hombros leí: «El trabajo es la honra del ciudadano, / la
prosperidad el premio del esfuerzo». Abajo, la puerta volvió a cerrarse como el gemir
de un fantasma que se recoge en la tumba. Puede que lloviera afuera. Una de las
ventanas con cristal de colores estaba abierta, y al compás de las gotas continué
subiendo las escaleras. De las cariátides, atlantes, angelotes y pomonas que me
miraron entonces, preferí aquellos del linaje de los guardianes del umbral cubiertos
de polvo, que protegen el paso a la vida o al hogar. Pues ellos entendían algo de la
espera. Y les importaba poco aguardar a un extraño, el retomo de los antiguos dioses
o al niño que hacía treinta años pasaba a hurtadillas con su mochila delante de sus
pies. Bajo este signo, el antiguo Oeste[1] se hizo el Occidente de la antigüedad, de
donde les viene a los navegantes el céfiro que hace remontar lentamente por el
Landwehrkanal su barca con las manzanas de las Hespérides, para tomar puerto en la
pasarela de Heracles. Y una vez más, como en mi infancia, Hidra y el león de Lerna
tuvieron su lugar en los solitarios alrededores de la glorieta del Grosser Stern.
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Panorama imperial
Debido al gran atractivo de las estampas de viaje que se encontraban en el
Panorama Imperial, poco importaba con cuál de ellas se comenzara la visita. Como la
pantalla con los asientos delante formaba un círculo, cada una iba pasando por todos
los huecos, desde los cuales se veía, a través de sendas ventanillas, la lejanía de tenue
colorido. Siempre se encontraba sitio. Y, particularmente, hacia el final de mi
infancia, cuando la moda comenzaba a volver las espaldas a los panoramas
imperiales, se acostumbraba uno a «viajar» con el recinto medio vacío. No había
música en el Panorama Imperial, esa música que hacía que más tarde el viajar con las
películas fuese algo fatigoso, porque corrompe la imagen de la que podría alimentarse
la fantasía. Sin embargo, me parece que un pequeño efecto, en el fondo discordante,
supera todo el encanto engañoso que envuelve los oasis en un ambiente pastoral o las
ruinas en marchas fúnebres. Cuál no sería aquel tintineo que sonaba segundos antes
de desaparecer bruscamente la imagen para dejar paso, primero a un vacío, y luego a
la siguiente. Y cada vez que sonaba se embebían de un ambiente de melancólica
despedida los montes hasta sus pies, las ciudades con sus ventanas relucientes, los
indígenas pintorescos de tierras lejanas, las estaciones de ferrocarril con sus
humaredas amarillas, los viñedos hasta en la más pequeña hoja de sus vides. Me
convencí por segunda vez —pues la contemplación de la primera imagen suscitaba
regularmente esta sensación— de que sería imposible apurar todas las delicias de una
sola sesión. Y surgió el propósito, jamás cumplido, de volver al día siguiente. Pero
aún antes de decidirme por completo se estremecía toda la máquina, de la que estaba
separado tan sólo por un tabique de madera; la imagen flaqueaba para desvanecerse
acto seguido hacia la izquierda. Las artes que aquí perduraban aparecieron con el
siglo diecinueve. No demasiado temprano, pero a tiempo para dar la bienvenida al
romanticismo burgués. En 1838, Daguerre inauguró su Panorama en París. A partir de
entonces, estas cajas relucientes, acuarios de lo lejano y del pasado, tienen su lugar en
todos los corsos y paseos de moda. Allí, como en los pasajes y quioscos ocuparon a
snobs y artistas antes de convertirse en cámaras, donde, en el interior, los niños
hicieron amistad con el globo terrestre, de cuyos meridianos el más alegre, bello y
variado cruzaba el Panorama Imperial. Cuando entré allí por vez primera, hacía
tiempo que había pasado la época de las delicadas pinturas paisajísticas. Pero no se
había perdido nada del encanto cuyo último público fueron los niños. Así, una tarde
quiso persuadirme, a la vista de la imagen transparente de la villa de Aix, de que yo
había jugado en la luz oliva que fluye a través de las hojas de los plátanos sobre el
ancho Cours Mirabeau, en una época que nada tenía que ver con otros tiempos de mi
vida. Pues esto era lo que hacía extraño aquellos «viajes»: el que los mundos lejanos
no siempre fueran desconocidos y que las añoranzas que despertaban en mí no fueran
siempre de las que hacen tentador lo desconocido, sino de las otras, más dulces, por
regresar al hogar. Puede que fuera obra de la luz de gas que caía tan suavemente
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sobre todo. Y cuando llovía, no tenía que estar delante de los carteles donde figuraban
puntualmente, a dos columnas, las cincuenta imágenes. Entraba y entonces
encontraba en los fiordos y en las palmeras la misma luz que iluminaba mi pupitre
por las noches, cuando hacía mis deberes, a no ser que un fallo del alumbrado
produjera de repente aquella extraña penumbra en la que desaparecía el colorido del
paisaje, que quedaba entonces oculto bajo un cielo color ceniza. Era como si hasta
hubiera podido oír el viento y las campanas, si hubiese estado más atento.
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Columna Triunfal
Se encontraba en medio de la ancha plaza, como la fecha impresa en rojo sobre el
calendario de taco. Deberían de haberla arrancado el último Día de Sedán. Sin
embargo, cuando yo era pequeño, no se concebía que hubiese un año sin el Día de
Sedán. Después de Sedán no hubo más que desfiles. Por eso estuve con mi institutriz
entre la multitud, cuando en mil novecientos dos Ohm Krüger, después de la perdida
guerra de los bóers, recorrió la Calle de Tauentzien. Pues resultaba inimaginable no
admirar a un señor que, con su chistera, estaba recostado sobre el asiento acolchado y
que «había hecho una guerra». Así dijeron. A mí me pareció grandioso y al mismo
tiempo poco formal, como si el hombre hubiese llevado consigo un rinoceronte o un
dromedario, haciéndose famoso por ello. ¿Qué pudo haber después de Sedán? Con la
derrota de los franceses, la Historia Universal parecía haber bajado a su glorioso
sepulcro, sobre el cual esta columna se elevaba como estela funeraria y en el que
desemboca la Avenida de la Victoria. Siendo alumno de tercer curso, subí las anchas
gradas que conducían a los soberanos de mármol, no sin presentir de una manera
confusa que más de una entrada privilegiada se me franquearía más tarde, al igual que
estas escalinatas, y luego me dirigí a los dos vasallos que, a izquierda y derecha,
coronaban la parte de atrás, ya que eran más bajos que sus soberanos y se dejaban
examinar con más comodidad. Por otra parte, porque me satisfacía la certeza de saber
a mis padres tan distantes de los poderosos del momento como lo fueron estos
dignatarios de los gobernantes de su época. Entre ellos preferí a aquel que salvaba a
su manera el abismo entre alumno y hombre de Estado. Era un obispo que tenía en la
mano la catedral de su jurisdicción y que aquí era tan pequeña que podría haberla
construido con mis juegos de construcción. A partir de entonces no he dado con
ninguna Santa Catalina sin que reparase en su rueda, con ninguna Santa Bárbara sin
percatarme de su torre. No olvidaron explicarme de dónde procedía el adorno de la
Columna Triunfal. Pero no comprendí exactamente qué había de particular en los
cañones que lo componían: si los franceses entraron en la guerra con cañones de oro
o si nosotros los fundimos con el oro que les habíamos quitado. Con ello me pasaba
lo mismo que con un libro espléndido de mi propiedad, la Crónica Ilustrada de esta
guerra, que tanto pesó sobre mí, porque nunca terminaba de leerlo. Me interesaba y
era un experto en los planes de las batallas, pero, no obstante, la desgana que me
causaba su cubierta impresa en oro iba en aumento. Menos soportable aún era el débil
resplandor del oro del ciclo de los frescos de la rotonda que revestía la parte inferior
de la Columna Triunfal. No pisé jamás este recinto iluminado por una luz
amortiguada y reflejada por la pared del fondo; temí encontrar allí imágenes de la
clase de los grabados de Doré sobre el «Infierno» de Dante, que jamás abrí sin pavor.
Los héroes, cuyas hazañas dormitaban allí, en la galería, me parecían para mis
adentros tan depravados como la multitud de aquellos que gemían azotados por
huracanes, empalados en troncos sangrantes, congelados en bloques de hielo del
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oscuro cráter. De esta manera, la galería representaba el Infierno, justamente lo
opuesto al círculo de la Gracia que rodeaba, arriba, la figura esplendorosa de la
Victoria. Había días que la gente se estacionaba en lo alto. Delante del cielo, sus
contornos negros semejaban figurines de pegatinas. ¿No tomaría acaso las tijeras y el
cazo de la cola para repartir, una vez terminado el trabajo, las figuritas delante de los
portales, detrás de los arbustos, entre las columnas o donde se me antojara? Las
gentes, allá arriba, en la luz, eran las criaturas de tan alegre capricho. Los envolvía un
eterno domingo. ¿O acaso sería un Día de Sedán eterno?
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Teléfono
Puede que sea por culpa de la construcción de los aparatos o de la memoria, lo
cierto es que, en el recuerdo, los sonidos de las primeras conversaciones por teléfono
me suenan muy distintos de los actuales. Eran sonidos nocturnos. Ninguna musa los
anunciaba. La noche de la que venían era la misma que precede a todo
alumbramiento verdadero. Y la recién nacida fue la voz que estaba dormitando en los
aparatos. El teléfono era para mí como un hermano gemelo. Y así tuve la suerte de
vivir cómo superaba, en su brillante carrera, las humillaciones de los primeros
tiempos. Pues cuando ya habían desaparecido de las habitaciones exteriores las
arañas, pantallas de estufa, palmeras, consolas y balaustradas, el aparato, cual mítico
héroe que estuviera perdido en un abismo, dejó atrás el pasillo oscuro para hacer su
entrada real en las estancias menos cargadas y más claras, habitadas ahora por una
nueva generación. Para ella fue el consuelo de la soledad. A los desesperados que
querían dejar este mundo miserable les enviaba el destello de la última esperanza.
Compartía el lecho de los abandonados. Incluso llegaba a amortiguar la voz estridente
que conservase desde su exilio, convirtiéndola en un cálido zumbido. Pues, ¿qué más
había menester en lugares donde todos soñaban con su llamada o la esperaban
temblando como el pecador? No muchos de los que hoy lo utilizan recuerdan aún qué
destrozos causaba en aquel entonces su aparición en el seno de las familias. El ruido
con el que atacaba entre las dos y las cuatro, cuando otro compañero de colegio
deseaba hablar conmigo, era una señal de alarma que no sólo perturbaba la siesta de
mis padres, sino la época de la Historia en medio de la cual se durmieron. Eran
corrientes las discusiones con las oficinas, sin mencionar las amenazas e invectivas
que mi padre profería contra los departamentos de reclamaciones. Sin embargo, su
verdadero placer orgiástico consistía en entregarse durante minutos, y hasta olvidarse
de sí mismo, a la manivela. Su mano era como el derviche que sucumbe a la
voluptuosidad de su éxtasis. A mí me palpitaba el corazón; estaba seguro que, en
estos casos, era inminente que la funcionaria recibiera una paliza por castigo. En
aquellos tiempos, el teléfono estaba colgado, despreciado y proscrito, en un rincón
del fondo del corredor, entre la cesta de la ropa sucia y el gasómetro, donde las
llamadas no hacían sino aumentar los sobresaltos de las viviendas berlinesas. Cuando
llegaba, después de recorrer a tientas el oscuro tubo, apenas dueño de sí mismo, para
acabar con el alboroto, y arrancando los dos auriculares que pesaban como halteras,
encajando mi cabeza entre ellos, quedaba entregado a la merced de la voz que
hablaba. No había nada que suavizara la autoridad inquietante con la que me asaltaba.
Impotente, sentía cómo me arrebataba el conocimiento del tiempo, deber y propósito,
cómo aniquilaba mis propios pensamientos, y al igual que el médium obedece a la
voz que se apodera de él desde el más allá, me rendía a lo primero que se me
proponía por teléfono.
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Caza de mariposas
Salvo algunos viajes de verano, y antes de que yo fuera al colegio, ocupábamos
todos los años diferentes residencias veraniegas en los alrededores. Durante mucho
tiempo aún la espaciosa vitrina que colgaba de la pared de mi cuarto las evocaba, con
las primeras piezas de una colección de mariposas, cuyos ejemplares más antiguos
habían sido capturados en el jardín del Brauhausberg. Mariposas blancas con los
extremos gastados, cleopatras con las alas demasiado deslucidas daban cuenta de las
acaloradas persecuciones que tantas veces me habían apartado de los cuidados
caminos del jardín, arrastrándome hacia las partes silvestres, donde me enfrentaba,
impotente, a la confabulación del viento y de los perfumes, de las hojas y del sol, que
posiblemente regían el vuelo de las mariposas. Revoloteaban hacia una flor y se
quedaban por encima de ella. Alzando la red, esperaba que el hechizo que la flor
parecía obrar en el par de alas consumase su efecto, cuando el delicado cuerpo se
deslizaba con suaves movimientos de las alas hacia un lado para dar, igualmente
inmóvil, sombra a otra flor y abandonarla de repente sin haberla tocado. Cuando una
ortiguera o una esfinge del aligustre a las que hubiera podido alcanzar cómodamente,
me burlaba, vacilando, titubeando y demorándose, me hubiera gustado convertirme
en luz y aire para aproximarme inadvertido a la presa y reducirla. Y hasta tal punto se
hacía real el deseo que cada vez que las alas que me tenían prendado se agitaban y
mecían, era a mí a quien rozaba el aire haciéndome estremecer. Entonces empezaba a
dominarnos la antigua ley de cazadores: Cuanto más me asimilaba al animal en todo
su ser, cuanto más me convertía interiormente en mariposa, tanto más adoptaba ésta
en toda su conducta las facetas de la resolución humana, y parecía, finalmente, que su
captura fuera el premio con el que únicamente podía recuperar mi existencia humana.
Pero, aun cuando lo conseguía, me quedaba el fatigoso camino para volver del lugar
de mi afortunada cacería al campamento, donde saldrían de la caja de herborista el
éter, el algodón, alfileres con cabezas de colores diferentes y las pinzas. ¡En qué
estado dejaba atrás el recinto! Las hierbas habían quedado tronchadas, las flores
aplastadas, ya que, por añadidura, el cazador había lanzado su cuerpo detrás de la red.
Y por encima de tanta destrucción, rudeza y violencia, se sostenía en un pliegue de la
red, temblando pero llena de gracia, la asustada mariposa. Por este camino penoso, el
espíritu de la condenada a muerte pasaba a formar parte del cazador. Ahora
comprendía algunas de las leyes del extraño lenguaje en el que, delante de sus ojos,
se habían comunicado la mariposa y las flores. Su instinto de matar había ido
disminuyendo, en tanto que se acrecentaba el optimismo. Sin embargo, el aire en el
que se mecía entonces aquella mariposa, continúa aún hoy preñado de una palabra
que desde decenios no volví a oír ni la pronunciaron mis labios. Ha conservado lo
inescrutable de lo que contienen las palabras de la infancia que le salen al paso al
adulto. El haberlas silenciado durante largo tiempo las transfiguró. Así vibra, en el
aire perfumado de mariposas, la palabra Brauhausberg. En el Brauhausberg, cerca de
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Potsdam, teníamos nuestra residencia veraniega. El nombre ha quedado vacío de todo
significado, pues ya no posee nada de una fábrica de cerveza; en todo caso, es un
monte envuelto en un color azul, que surgía en verano para albergarme a mí y a mis
padres. Y por eso, el Potsdam de mi infancia yace en un aire azul, como si los
antíopes o las vanesas atalantas, los pavos reales y las auroras estuvieran distribuidos
sobre uno de los resplandecientes esmaltes de Limoges, sobre cuyo fondo azul oscuro
se destacan las almenas y murallas de Jerusalén.
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Partida y regreso
¿Acaso la franja de luz debajo de la puerta del dormitorio no era la primera señal
de un próximo viaje, en la víspera, cuando los demás todavía estaban levantados?
¿No penetraba esa misma franja de luz en la noche del niño llena de expectación,
como, más tarde, bajo el telón en la noche del público? Creo que la nave fantástica de
los sueños que nos recogía entonces llegaba bamboleándose basta nuestras camas,
por encima del ruido de las conversaciones y el tintineo de los platos en el fregadero,
y por las mañanas temprano nos devolvía enfebrecidos, como si hubiésemos
realizado ya el viaje que íbamos a emprender. Era un viaje en un ruidoso fiacre que
rodaba a lo largo del Lanndwehrkanal; el corazón se me afligía, no ciertamente por lo
que iba a suceder o por la despedida. Era más bien el aburrimiento de estar sentados
juntos, que duraba y perduraba, no desvaneciéndose siquiera por el sabor de la
partida, como lo hiciera un fantasma ante el amanecer, y que hacía que me invadiera
la tristeza. Pero no por mucho tiempo. Pues cuando el coche había dejado atrás la
avenida, mis pensamientos se adelantaban de nuevo ocupándose de nuestro viaje en
tren. Desde entonces, para mí, las dunas de Koserow o de Wenningstedt llegan hasta
la Invalidenstrasse, donde los demás no ven sino la masa de piedra de la Estación de
Stettin. No obstante, de madrugada, la meta era más próxima, la mayoría de las veces.
Se trataba de la Estación de Anhalt[2] que, como indica su nombre, era el paradero de
todos los ferrocarriles, donde las locomotoras debían de tener su casa y los trenes su
parada. No había lejanía más lejana que el punto donde convergían los raíles en la
niebla. También se alejaba lo próximo, lo que basta hacía unos instantes me había
rodeado. La casa se presentaba cambiada en el recuerdo. Con sus alfombras
enrolladas, las arañas envueltas y cosidas en arpillera, las butacas cubiertas; con la
media luz que se filtraba por las persianas dio lugar —a la hora que pusimos el pie en
el estribo del coche de nuestro Exprés— a que esperásemos extrañas pisadas y
silenciosos pasos que, arrastrándose tal vez pronto sobre el suelo dibujarían los
rastros de los ladrones en el polvo que desde hacía una hora se estaba instalando
pausadamente. Esto hacía que me sintiera como un apátrida cada vez que volvíamos
de las vacaciones. Hasta la más perdida de las cuevas de algún sótano donde ya ardía
la lámpara —que no había que encender— me parecía envidiable comparándola con
nuestra casa que oscurecía en el Oeste. De ahí que a nuestro regreso de Bansin o de
Hahnenklee, los cortijos me ofrecieran muchos humildes y tristes asilos. Pero luego
la ciudad los absorbía de nuevo como si se arrepintiera de tanta complacencia. Y si el
tren se demoraba algunas veces, parándose delante de ellos, era porque una señal
cerraba la vía poco antes de que efectuara su entrada. Cuanto más lentamente se
movía, más rápido se desvanecía la esperanza de escapar, detrás de los muros de
fuego, de la cercana casa de mis padres. Sin embargo, todavía hoy tengo un vivo
recuerdo de esos minutos que restan, antes de que todo el mundo se apee. Más de una
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mirada los habrá rozado tal vez de la misma manera que a las ventanas de los patios
empotrados entre muros deteriorados, detrás de las cuales ardía alguna lámpara.
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Llegando tarde
El reloj del patio del colegio parecía estar herido por mi culpa. Daba las
«demasiado tarde». Y hasta el pasillo llegaba el murmullo de deliberaciones secretas
procedentes de las puertas de las aulas que pasé rozando. Detrás de ellas profesores y
alumnos eran amigos. O bien todo estaba en silencio, como si esperasen a alguien.
Imperceptiblemente toqué el picaporte. El sol bañaba el lugar donde me encontraba.
Así profané el joven día y entré. Nadie parecía conocerme. Como el diablo se quedó
con la sombra de Peter Schlemihl[3], así el profesor se había quedado con mi nombre
al comienzo de la clase. Ya no me tocaba el turno. Colaboraba en silencio hasta que
dieron la hora. Pero todo fue en vano.
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Mañana de invierno
Cada cual posee un hada que le tiene reservado un deseo por cumplir. Sin
embargo, son pocos los que recuerdan el deseo que expresaran algún día, y sólo
pocos reconocen más tarde en la vida el cumplimiento del mismo. Conozco el que se
me cumplió y no puedo decir que fuera más inteligente que el de los niños del cuento.
Tomaba forma en mi mente con la linterna, cuando ésta se acercaba a mi cama a las
seis y media de las tempranas mañanas de invierno arrojando la sombra de la niñera
sobre el techo. Se encendía el fuego en la estufa. Poco después veía la llama que
parecía encerrada en un cajón demasiado pequeño, donde apenas podía moverse con
tanto carbón. Sin embargo, era algo enormemente poderoso lo que empezaba a
instalarse en la más cercana proximidad, más pequeño que yo, y hacia lo que la criada
tenía que agacharse aún más que hacia mí mismo. Una vez atendido, ella metía una
manzana en el horno para asarla. Pronto la rejilla de la chimenea se dibujaba con un
llameante rojo sobre el suelo. Y a mi cansancio le parecía que con esta imagen tenía
bastante para el día. Siempre era así a esta hora; sólo la voz de la niñera impedía que
la mañana de invierno acabara de acostumbrarme a las cosas de mi cuarto como solía.
Aún no se había subido la persiana cuando yo apartaba, por primera vez, el cierre de
la puertecilla de la estufa para olfatear la manzana en el horno. Algunas veces su
aroma apenas había cambiado aún. Y entonces esperaba pacientemente hasta que
creía oler el perfume espumoso que salía de un rincón más profundo y recóndito de la
mañana del invierno que el aroma mismo del Árbol, el día de Navidad. Allí estaba el
oscuro y caliente fruto, la manzana, que se me presentaba familiar y, no obstante,
cambiado, como un buen conocido que hubiera salido de viaje. Era un viaje por el
oscuro país del calor de la estufa, por el que había ido tomando los aromas de todas
las cosas que el día me tenía preparado. Y por eso no tenía nada de extraño que
vacilase en morderla, cuando calentaba mis manos en ella. Presentía que la fugaz
nueva que transmitía con su aroma podía escapárseme fácilmente por el camino de la
lengua. Era aquella nueva la que, en ocasiones, me animaba de tal manera que aún
me consolaba en el camino hacia el colegio. Al llegar allí, todo el cansancio que
parecía haberse disipado, volvía, incluso diez veces mayor, cuando tocaba el banco, y
con él, el deseo de dormir a mi gusto. Tal vez lo tuviera miles de veces y, más tarde,
se cumplió realmente. Pero tardé mucho, hasta que me di cuenta de que la esperanza
de conseguir una posición y tener el pan asegurado siempre había sido vana.
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Calle de Steglitz, esquina a Genthin
En las vivencias de los niños de aquella época imperaban todavía las tías que no
salían ya de sus casas y que siempre que aparecíamos con nuestra madre a hacerles
una visita nos habían estado esperando y, desde la ventana del mirador de siempre,
sentadas en la mecedora de siempre, nos daban la bienvenida, vestidas siempre con la
misma cofia negra y con el vestido de seda de siempre. Como hadas que animan todo
un valle sin bajar jamás a él, ellas regentaban calles enteras, sin aparecer nunca por
las mismas. Uno de estos seres era la tía Lehmann. Su buen apellido alemán del norte
garantizaba su derecho a ser, durante una generación, la dueña del mirador bajo el
que desemboca la calle de Steglitz en la de Genthin. Esta parte era de las que apenas
sufrieron los cambios de los últimos treinta años. Únicamente se cayó en este tiempo
el velo que me la ocultaba siendo niño. Pues no era todavía para mí la de Steglitz. El
pájaro Stieglitz, el jilguero, le dio su nombre. ¿Y, acaso, la tía no vivía en una
pajarera como un pájaro que habla? Siempre que entraba estaba llena de los trinos de
este pequeño pájaro negro que había sobrevolado todos los nidos y cortijos de la
Marca, donde en su origen estuvo asentada la familia, y que conservaba en la
memoria los nombres de pueblos y parientes, que a menudo eran iguales. La tía
conocía los parentescos, domicilios, golpes de fortuna y desgracia de todos los
Schoenflies, Rawitscher, Landsberg, Lindenheim y Stargard, que en el pasado
vivieron en la Marca de Brandeburgo y Mecklemburgo como tratantes de ganado y
negociantes de trigo. Ahora, sus hijos, y tal vez sus nietos, tenían sus casas en el
antiguo Oeste, en calles que llevaban los nombres de generales prusianos o, a veces,
los de los pequeños pueblos de los que salieron para establecerse aquí. Años más
tarde, cuando mi tren expreso pasaba como un rayo por aquellos apartados lugares, vi
desde el terraplén chozas, cortijos, graneros y tejados a dos aguas y me pregunté si
eran aquéllos cuyas sombras habían abandonado hace tiempo los padres de estas
viejecitas que visitaba siendo niño. Una voz frágil y quebradiza me daba los buenos
días con un timbre cristalino. Sin embargo, en ninguna otra parte era tan exquisito y
acorde con lo que me esperaba como en casa de la tía Lehmann. Apenas había
entrado cuando ella cuidaba de que colocaran delante de mí una caja grande de cristal
que albergaba toda una mina animada, donde se movían al compás puntual de un
mecanismo de relojería pequeños mineros y capataces de minas con carros, martillos
y linternas. Este juguete —si se me permite decirlo— pertenecía a una época que
concedía también al niño de la rica burguesía echar un vistazo al mundo del trabajo y
de las máquinas. Entre todos se distinguía desde siempre la mina, porque no sólo
mostraba los tesoros que se sacaban con un duro trabajo, en provecho de todos los
hombres capacitados, sino también la plata de sus filones por la que se perdió el
Biedermeier[4] con Jean Paul, Novalis, Tieck y Werner. El piso con el mirador estaba
doblemente protegido, como corresponde a lugares que guardan esas cosas preciosas.
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Traspasando el portal se encontraba, a la izquierda del zaguán, la puerta del piso con
el timbre. Después de franquearla había una escalera empinada y vertiginosa que
conducía hacia arriba, parecida a las que más tarde encontraría únicamente en algunas
casas de campo. Bajo triste luz de gas que fluía desde arriba estaba la vieja criada
bajo cuya protección cruzaba en seguida el segundo umbral que conducía a esa
sombría vivienda. Con todo, no hubiera podido imaginármela sin una de esas viejas.
Como compartían con su señora un tesoro, aunque éste no fuera sino de recuerdos
silenciados, no sólo se entendían a la perfección con ella, sino que sabían
representarla con todo decoro ante cualquier extraño. Y ante nadie mejor que ante mí,
con quien se entendían casi mejor que con su señora. Yo, a cambio, tenía para con
ellas miradas de respeto y hasta de admiración. Eran, por lo general, más macizas e
imponentes que sus señoras; no sólo en lo que respecta a su físico. Y ocurría, a veces,
que el salón con el juguete de la mina o con el chocolate, no me significasen tanto
como el vestíbulo donde la vieja ama me quitaba, al llegar, el abrigo como si fuese
una carga y, cuando me iba, me colocaba el gorro como si quisiese bendecirme.
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La despensa
Cual un amante, por la noche, mi mano penetraba por la rendija apenas abierta de
la despensa. Una vez que se había orientado, palpaba el azúcar o las almendras, pasas
o confituras. Y como el amante abraza a la amada antes de besarla, el sentido del
tacto se daba cita con esas cosas, antes de que la boca probara su dulzor. ¡Cuán
lisonjeros se entregaban la miel, los montones de pasas e incluso el arroz! ¡Cuánta
pasión había en el encuentro, una vez que se escapaban de la cuchara! Agradecida e
impetuosa, como la muchacha a la que se acaba de raptar de la casa de sus padres, la
mermelada de fresa se dejaba probar sin panecillos, desnuda bajo los cielos de Dios, e
incluso la mantequilla respondía con cariño al atrevimiento del pretendiente que
penetraba en su cuarto de soltera. La mano del joven don Juan pronto había entrado
en todos los ángulos y rincones, derramando detrás de sí capas y montones
chorreantes: la virginidad que se renueva sin lamentaciones.
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Despertar del sexo
En una de aquellas calles que más tarde rondaría por las noches en mis
interminables andadas, que nunca se acabaron, me sorprendió, cuando hubo llegado
el momento, el despertar del instinto sexual en las circunstancias más extrañas. Era el
día del año nuevo judío, y mis padres habían dispuesto llevarme a la celebración de
uno de los cultos. Probablemente se trataba de la comunidad reformada, por la que mi
madre, debido a la tradición familiar, sentía cierta simpatía, en tanto que mi padre por
su familia estaba acostumbrado al rito ortodoxo. Pero hubo de ceder. Me habían
confiado este día a un pariente lejano, al que debía recoger. Puede que olvidara la
dirección o que no me orientase en el barrio, el hecho es que se hacía más y más tarde
e iba errando cada vez más desesperado. No era cuestión de si me atrevería a entrar
yo solo en la sinagoga, ya que las entradas las tenía mi protector. La culpa de mi mala
suerte la tenía principalmente la aversión a la persona casi desconocida de la que yo
dependía, y el recelo frente a la ceremonia religiosa que no me prometía sino
desconcierto y apuro. En medio de mi confusión me invadió una sofocante ola de
miedo —«demasiado tarde para llegar a la sinagoga»— y aún antes de que
decreciera, incluso en el mismo instante, una segunda de absoluta falta de conciencia
«sea como sea, a mí no me concierne». Y ambas olas se golpearon incontenibles en la
primera gran sensación de placer, en la que se mezclaban la profanación de la fiesta
con lo que de alcahueta tenía la calle, que me hizo presumir, por vez primera, los
servicios que debería prestar a los instintos que acababan de despertarse.
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Noticia de un fallecimiento
Se ha descrito muchas veces lo «déjà vu». No sé si el término está bien escogido.
¿No habría que hablar mejor de sucesos que nos afectan como el eco, cuya
resonancia, que lo provoca, parece haber surgido, en algún momento de la sombra de
la vida pasada? Resulta, además, que el choque con el que un instante entra en
nuestra conciencia como algo ya vivido, nos asalta en forma de sonido. Es una
palabra, un susurro, una llamada que tiene el poder de atraernos desprevenidos a la
fría tumba del pasado, cuya bóveda parece devolver el presente tan sólo como un eco.
Es curioso que no se haya tratado todavía de descubrir la contrafigura de esta
abstracción, es decir del choque con el que una palabra nos deja confusos, como una
prenda olvidada en nuestra habitación. De la misma manera que ésta nos impulsa a
sacar conclusiones respecto a la desconocida, hay palabras o pausas que nos hacen
sacar conclusiones respecto a la persona invisible: me refiero al futuro que se dejó
olvidado en nuestra casa. Puede que tuviera cinco años, cuando una noche, estando
ya acostado, entró mi padre, probablemente para darme las buenas noches. Pienso
que fue casi contra su voluntad que me comunicara la noticia de la muerte de algún
primo. Era un hombre ya entrado en años que no me interesaba demasiado. No
obstante, mi padre me dio la nueva con todo lujo de detalles. A mi pregunta, describió
con gran prolijidad lo que es un paro cardíaco. No fue mucho lo que comprendí de su
relato. Sin embargo, aquella noche grabé en la memoria mi habitación y mi cama,
como quien se fija en el lugar al que se supone ha de volver algún día para buscar
algo olvidado. Sólo muchos años más tarde me enteré de qué se trataba. En esta
habitación mi padre me había ocultado parte de la noticia, y es que el primo había
muerto de sífilis.
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El mercado de la Plaza de Magdeburgo
Ante todo, piénsese que no se decía Markt-Halle. No, se pronunciaba «Mark-
Thalle». Y al igual que esas dos palabras se desgastaron por el uso del habla, de
manera que ninguna de ellas conservaba su significado primitivo, así, por la
costumbre de pasearme por ese mercado, se desgastaron las imágenes que presentaba,
de modo que ninguna se prestaba al primitivo concepto de la compra y de la venta.
Después de dejar atrás el vestíbulo con sus pesadas puertas, que giraban en forma de
fuertes espirales, la vista se fijaba en las baldosas resbaladizas por las aguas sucias
procedentes de los fregaderos o de los puestos de pescado, y en las cuales se podía
resbalar fácilmente al pisar zanahorias u hojas de lechuga. Detrás de unas alambreras,
cada una provista de un número, ocupaban sus tronos las pesadas mujeronas,
sacerdotisas de la venal Ceres, vendedoras de toda clase de frutos del campo, aves,
pescados, mamíferos comestibles; medianeras, colosos sagrados metidos en punto de
lana, que se comunicaban de un puesto a otro, ya fuera mediante los grandes botones
fulgurantes, ya fuera con unas palmadas en sus delantales, o con unos suspiros que
hacían crecer sus senos. ¿Acaso no había algo que gorgoteaba, brotaba, crecía por
debajo del dobladillo de sus faldas? ¿No era aquello la tierra verdaderamente fértil?
¿No era, acaso, el dios mismo del mercado quien arrojaba la mercancía en su seno,
bayas, crustáceos, setas, pedazos de carne y coles, y cohabitaba invisible con ellas,
que se le entregaban, mientras que, apoyándose perezosas en toneles o sosteniendo
las balanzas, con las cadenas aflojadas entre las rodillas, examinaban las filas de amas
de casa que, cargadas de bolsas y mallas, trataban de surcar, con dificultades, en
medio de la turba, las calles resbaladizas y malolientes? Luego, cuando, a media luz,
se cansaba uno, iba hundiéndose cada vez más, como un nadador agotado, y
finalmente flotaba en la tibia corriente de los clientes mudos que, como peces,
miraban fijamente los arrecifes espinosos, en los que náyades fofas llevaban una vida
regalada.
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Escondrijos
Ya conocía todos los escondrijos del piso y volvía a ellos como quien regresa a
una casa estando seguro de encontrarla como antes. Mi corazón palpitaba, contenía la
respiración. Quedaba aquí encerrado en el mundo material, que se me hacía
manifiesto de una manera fantástica, tocándome silenciosamente. Sólo así debe darse
cuenta el que van a colgar de lo que son la soga y el madero. El niño que está detrás
de la antepuerta se convierte en algo que flota en el aire, en algo blanco, en fantasma.
A la mesa del comedor, debajo de la que se ha agachado, la hace convertirse en ídolo
de madera del templo, cuyas columnas son las cuatro patas torneadas. Y detrás de una
puerta él mismo será la puerta, llevándola como máscara pesada, y como mago
embrujará a todos los que entren desprevenidos. A ningún precio debe ser hallado. Se
le dice, cuando hace muecas, que sólo es preciso que el reloj dé la hora, y él se
quedará así. Lo que hay de verdad en ello lo experimenté en los escondrijos. Quien
me descubría podía hacer que me quedara inmóvil como un ídolo debajo de la mesa,
que me entretejiera para siempre como fantasma en la cortina o que me encerrara
para toda la vida en la pesada puerta. Por eso dejaba escapar con un alarido al
demonio que de esta manera me transformaba, cuando me agarraba quien me estaba
buscando; incluso no esperaba el momento y salía hacia él gritando, con lo cual me
liberaba a mí mismo. De ahí que no me cansara de la lucha con el demonio. La casa
fue el arsenal de las máscaras. Sin embargo, una vez al año había regalos en los
lugares recónditos, en sus cuencas vacías, en sus bocas rígidas; la experiencia de la
magia se convertía en ciencia. Como si fuese el ingeniero, desencantaba la sombría
casa y buscaba huevos de Pascua.
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El señor Knoche y la señorita Prudent
Entre las postales de mi colección había algunas de las que recuerdo mejor la
parte del texto que el lado de la imagen. Llevaba la bella y clara firma: Elena Prudem.
La P con que empezaba era la P de pundonor, puntualidad, pelota; la D significaba
dócil, diligente, decoroso, y por lo que respecta a la M al final resultaba ser el signo
de manso y meritorio[5]. Si se hubiese compuesto únicamente de consonantes, como
las semíticas, esta firma no sólo hubiese sido la encarnación de la perfección
caligráfica, sino la fuente de todas las virtudes.
Niños y niñas de las mejores familias del barrio burgués del Oeste estaban en la
clase de la señorita Prudem. No eran muy rigurosos sobre el particular, de modo que
incluso una chica de la nobleza podía perderse en el grupo de los burgueses. Se
llamaba Luisa von Landau y su nombre pronto me tuvo fascinado. Se quedó aunque
no por esa razón. Fue, antes que nada, el primero entre los de mi misma edad en el
que oí caer el acento de la muerte. Sucedió cuando, después de salir de nuestro grupo,
era alumna del primer curso del Instituto. Y cuando pasaba por el Lützowufer
siempre buscaba con la mirada su casa. Se daba la circunstancia de que se encontraba
enfrente de un pequeño jardín que, en la otra orilla, bajaba hasta el agua. Con el
tiempo se unió tan íntimamente con el amado nombre que, finalmente, llegué a
convencerme de que el cuadro de flores que aparecía intocable enfrente era el
cenotafio de la pequeña fallecida.
La señorita Prudem fue relevada por el señor Knoche. A partir de entonces fui
realmente al colegio. Lo que sucedía en el aula me repugnaba, por lo general. Sin
embargo, no es por uno de sus castigos por lo que el señor Knoche me viene a la
memoria, sino por su función de vidente que predice el futuro; y no le sentaba mal.
Era en la clase de canto. Se ensayaba la canción de la caballería del Wallenstein:
El señor Knoche quería que la clase le dijera lo que debía significar el último
verso. Naturalmente, nadie supo dar una respuesta. No obstante, al señor Knoche le
parecía bien así y declaró: «Lo comprenderéis cuando seáis mayores».
En aquella época la orilla del ser adulto me parecía separada de la mía por el
cauce de muchos años, como aquella orilla del Canal desde donde se veía el cuadro
de flores y que durante los paseos, llevado de la mano de la niñera, jamás se pisaba.
Más tarde, cuando nadie me imponía el camino a tomar y cuando comprendía incluso
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la canción de la caballería, pasaba a veces cerca del cuadro de flores en el
Landwehrkanal. Pero entonces parecía florecer menos. Y del nombre que antaño
habíamos convenido tampoco sabía más que lo que aquel verso de la canción de la
caballería, ahora que lo comprendía, contenía del significado que nos había
profetizado el señor Knoche en la clase de canto. La tumba vacía y el corazón
dispuesto, dos enigmas, cuya explicación la vida seguirá debiéndome.
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La nutria
Con los animales del Zoológico me pasaba lo mismo que le sucede a uno con su
vivienda y el barrio donde vive, y que le proporciona una idea de su naturaleza y de
su modo de ser. Desde los avestruces delante de un fondo de esfinges y pirámides
hasta el hipopótamo que vive en su pagoda cual sacerdote hechicero que está a punto
de fundirse con el propio demonio al que sirve, no había animal cuya morada no
amase o temiese. Los más extraños entre ellos fueron los que tenían algo especial por
la situación de su hogar, que eran, la mayoría, habitantes de las partes periféricas del
parque, es decir, de aquellas partes que lindan con las cafeterías y el Palacio de
Exposiciones. El más notable de los habitantes de esos parajes era la nutria. De las
tres entradas, la de la Lichtensteinbrücke era la más próxima. Era, con mucho, la
menos usada y conducía a las regiones más solitarias del parque. La avenida que allí
esperaba al visitante se parecía, con las tulipas blancas de las farolas, a uno de los
paseos abandonados de Eilsen o Bad Pyrmont, y mucho antes de que estos lugares
quedaran tan desiertos que resultan más antiguos que las Termas, este rincón del
Zoológico anunciaba lo venidero. Era un rincón profético. Pues, al igual que hay
plantas de las cuales se dice que poseen el don de hacer ver el futuro, existen también
lugares que tienen la misma facultad. En su mayoría son lugares abandonados, como
copas de árboles que están junto a los muros, callejones sin salida, jardines delante de
las casas donde jamás persona alguna se detiene. En esos lugares parece haber pasado
todo lo que aún nos espera. Sucedía en aquella parte del Zoológico, siempre que me
perdía por ahí, que tuviera el placer de mirar por el brocal del pozo que estaba allí, un
poco como los que se encuentran en el centro de los parques de los balnearios. Era el
recinto de la nutria, que estaba cercado, por cierto, ya que fuertes barrotes formaban
un enrejado en el antepecho de la piscina en la que se encontraba el animal. Unos
pequeños refugios en forma de rocas y grutas bordeaban, en el fondo, el óvalo de la
piscina. Debían de ser la morada del animal; sin embargo, no lo encontraba jamás
dentro de ellas. Así que permanecía a menudo esperando incansablemente delante de
aquella profundidad oscura e inescrutable con el fin de descubrir en alguna parte a la
nutria. Si lo conseguía por fin, sólo era por un momento, ya que al instante el
morador resplandeciente de la alberca volvía a desaparecer en las oscuras aguas. Por
cierto, y a decir verdad, no era en una alberca donde se tenía a la nutria. No obstante,
mirando las aguas, tenía siempre la sensación de que la lluvia desaguaba por todos los
sumideros con el único fin de desembocar en esta piscina y alimentar el animal que
en ella vivía. Era un animal delicado el que tenía aquí su morada, y la gruta vacía y
húmeda le servía más de templo que de refugio. Era el animal sagrado de las aguas de
la lluvia. Sin embargo, no hubiera podido decir si se había formado de las aguas,
fueran las de la alcantarilla o no, o si sus ríos y corrientes únicamente le alimentaban.
Siempre estaba ocupadísimo, como si fuera indispensable en las profundidades. No
obstante, hubiera podido apretar durante días y días la frente contra la reja sin
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cansarme de mirarlo. También en esto se manifestaba su íntima afinidad con la lluvia.
Pues nunca me gustaba tanto el día, por largo que fuera, como cuando la lluvia le
peinaba lentamente durante horas y minutos con sus dientes finos y rudos. Obediente
como una niña pequeña, yo agachaba la cabeza ante este peine gris. Y entonces lo
contemplaba insaciablemente. Esperaba; pero no que cesara, sino al contrario, que
cayera cada vez con mayor intensidad. Oía cómo golpeaba las ventanas, cómo fluía
por los canalones y desaparecía con gargarismos por los tubos del desagüe. En esta
lluvia saludable me sentía totalmente a salvo. El futuro se me aproximaba con un
murmullo comparable a la nana que se canta junto a la cuna. Comprendí
perfectamente que se crece en la lluvia. En tales momentos, tras la ventana
empañada, me sentía como en casa de la nutria, aunque no reparé en ello hasta que no
estuve otra vez ante su recinto cercado. Y una vez más tuve que esperar largo tiempo
hasta que surgió con ímpetu el cuerpo oscuro y reluciente para volver a sumergirse
acto seguido en busca de sus urgentes negocios.
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Blumeshof 12
No había timbre que sonara más amable. Detrás del umbral de este piso estaba
más a salvo que en el de mis propios padres. Por cierto, no se decía Blumes-Hof, sino
Blumezoof, y era una gigantesca flor de felpa, metida en un envoltorio rizado, que me
daba en la cara. En su interior estaba sentada mi abuela, la madre de mi madre. Era
viuda. Si se visitaba a la anciana dama en su mirador cubierto de alfombras y
adornado con una pequeña balaustrada que daba al Blumeshof, difícilmente se podía
creer que hubiera realizado largos cruceros e incluso expediciones al desierto
organizadas por «Viajes Stangen», a las que se unía siempre desde hacía algunos
años. La Madona di Campidoglio y Brindisi, Westerland y Atenas y de donde quiera
que mandase tarjetas en sus viajes: en todas ellas existía el aire del Blumeshof. Y la
letra de grandes y agradables rasgos que envolvía la parte inferior de las estampas o
que cubría cual nubes su cielo, las mostraba totalmente animadas por mi abuela, de
tal manera que se convertían en colonias del Blumeshof. Cuando la patria la recibía
de nuevo, yo pisaba las tablas del entarimado del suelo con tanto respeto como si
hubiesen bailado junto a su dueña sobre las olas del Bósforo o como si en las
alfombras persas se ocultase todavía el polvo de Samarcanda. ¿Con qué palabras se
podría describir la sensación desconocida de seguridad burguesa que emanaba de esta
vivienda? Los objetos de sus muchas habitaciones hoy no harían honor a ningún
baratillero. Por muy sólidos que fueran los productos de los años setenta, como
posteriormente lo serían los del Art Nouveau, lo inconfundible en ellos era el
descuido al que se abandonaban las cosas en el transcurso del tiempo, confiándose, en
lo que respecta a su porvenir, a la solidez del material, y no en modo alguno al
cálculo racional. Para la miseria no había sitio en estas estancias, donde ni siquiera lo
tenía la muerte. En ellas no había sitio para morirse. Por eso sus moradores morían en
los sanatorios; los muebles, en cambio, pasaron en la primera transmisión hereditaria
a manos del trapero. Para ellos no estaba prevista la muerte. Por eso aquellas casas
durante el día parecían acogedoras y de noche se convertían en escenario de malos
sueños. La escalera que subía resultaba ser la sede de una pesadilla que, al principio,
hacía que mis miembros se volvieran pesados y sin fuerzas, para encantarme
finalmente, cuando sólo faltaban unos pocos pasos hasta el umbral anhelado. Tales
sueños eran el precio con el que pagaba mi sosiego. Mi abuela no murió en el
Blumeshof. Frente a ella vivió durante largo tiempo la madre de mi padre, que era ya
mayor. También ella murió en otra parte. Así, aquella calle llegó a ser para mí el
Eliseo, el reino de las sombras de mis abuelas inmortales, aunque desaparecidas. Y
puesto que a la fantasía, una vez que echa el velo sobre el lugar, le gusta rizar sus
bordes con unos caprichos incomprensibles, convirtió una tienda de ultramarinos, que
se encontraba cerca, en monumento a mi abuelo que era comerciante, por la única
razón de que el propietario se llamaba también Jorge. El retrato de medio cuerpo del
que falleciera antes de tiempo, de tamaño natural y haciendo juego con el de su
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mujer, estaba colgado en el pasillo que conducía a las partes más apartadas de la casa.
Diferentes circunstancias las volvían a la vida. La visita de una hija casada abría una
habitación que hace tiempo no se utilizaba, otro cuarto interior me recogía a mí
cuando los mayores dormían la siesta, y había un tercero del cual salía el ruido de la
máquina de coser los días que una costurera venía a la casa. Para mí, la más
importante de esas estancias era la galería, fuera porque los mayores la apreciaban
menos por estar amueblada más modestamente, fuera porque el ruido de la calle subía
amortiguado, fuera porque me franqueaba la vista sobre patios ajenos con porteros,
niños y organilleros. Por otra parte, el barrio era distinguido y la vida de sus patios no
estaba nunca muy movida; algo del sosiego de los ricos, para los cuales se llevaban a
cabo trabajos en ese lugar, se había comunicado a éstos, y todo parecía dispuesto a
abandonarse de repente a una profunda paz dominical. Por eso mismo, el domingo
era el día de las galerías. El domingo, al que las otras habitaciones, como si
estuvieran en mal estado, no pudieron captar nunca del todo, pues se filtraba a través
de ellas. Únicamente la galería, que daba al patio y a las otras galerías, con sus barras
para sacudir alfombras, lo captó y ninguna de las vibraciones de las campanadas con
las que las iglesias de los Doce Apóstoles y de San Mateo la colmaban, se deslizaba,
sino que se quedaban amontonadas allí arriba. Las habitaciones del piso no sólo eran
numerosas, sino que algunas de ellas eran muy vastas. Para darle los buenos días a la
abuela en su mirador, donde al lado del costurero encontraba frutas o chocolate, tenía
que atravesar el gigantesco comedor y cruzar seguidamente la habitación donde
estaba aquel mirador. Sin embargo, sólo el día de Navidad ponía de manifiesto para
qué servían estas habitaciones. El comienzo de la gran fiesta creaba todos los años
unas extrañas dificultades. Se trataba de las largas mesas que estaban repletas, en
función del reparto de los regalos, debido al número de los agasajados. Se obsequiaba
no sólo a la familia en todas sus ramas, sino que también la servidumbre tenía su sitio
debajo del Árbol y, al lado de la activa, también la antigua ya jubilada. Por muy
próximos que estuviesen por ello los asientos, jamás se podía estar a seguro de
pérdidas inesperadas de terreno, cuando, a medio día, al final del gran banquete, se
servía todavía a algún antiguo factótum o a algún niño del portero. No obstante, la
dificultad no radicaba en eso, sino en la puerta de dos hojas que se abría al comienzo.
En el fondo de la gran sala brillaba el Árbol. En las largas mesas no había sitio que no
invitase al menos con un plato de mazapán y sus ramas de abeto, además de los
muchos juguetes y libros. Más valía no comprometerse demasiado. Me hubiera
podido estropear el día estando de acuerdo precipitadamente con los regalos que
luego, por derecho, pasaran a ser propiedad de otros. Para evitarlo, me quedaba
inmóvil en el umbral, con una sonrisa en los labios, de la cual nadie hubiese podido
decir si era provocada por el resplandor del Árbol o por los regalos destinados para
mí, a los que no me atrevía a acercarme, embargado por la emoción. Pero quizás
había otro motivo que era más profundo que las razones fingidas e incluso más
auténtico por ser el mío personal. Pues allí los regalos pertenecían todavía un poco
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más a los que los hacían que no a mí mismo. Eran frágiles; grande era el miedo de
tocarlos con torpeza delante de los ojos de todo el mundo. De nuestros nuevos bienes
sólo podíamos estar totalmente seguros fuera, en el vestíbulo, donde la criada los
envolvía en papel de embalar y su forma desaparecía en paquetes y cajas para
dejarnos en su lugar la garantía de su peso. Esto ocurría horas más tarde. Luego,
cuando salimos al crepúsculo con las cosas bien envueltas y atadas bajo el brazo, el
coche de alquiler estaba esperando en la puerta, la nieve pura en las cornisas, sobre
las vallas y más deslustrada sobre el adoquinado, cuando se comenzaba a oír desde el
Lützowufer el tintineo de los trineos y se encendían uno tras otro los faroles de gas
marcando el rumbo del farolero, quien tuvo que echarse al hombro su pértiga incluso
en la tarde de esta dulce fiesta, entonces la ciudad estaba abismada como un saco que
se me hacía pesado a causa de mi felicidad.
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Mummerehlen
En un antiguo cántico figura la «Muhme Rehlen». Como «Muhme» no me decía
nada, esa criatura se convirtió para mí en un espectro, la «Mummerehlen». La mala
comprensión me transformaba el mundo, aunque de buena manera, ya que me
señalaba el camino que conducía a su propia esencia y naturaleza. Para ello cualquier
motivo era válido.
Así dio la casualidad que en una ocasión se hablase de grabados en mi presencia.
Al día siguiente saqué la cabeza debajo de la silla, y eso para mí significaba
«grabado[6]». Aunque desfigurase con esto a mí mismo y a la palabra, no hacía sino
lo que debía para arraigarme en la vida. A tiempo aprendí a envolverme en las
palabras, que no eran más que nubes. El don de descubrir parecidos no es más que un
débil reflejo de la sugestión de asimilarse y comportarse de una manera conforme.
Influía sobre mí a través de palabras manipuladas, pero no eran ésas las que se
asemejaban a modelos o moralidades, sino las que correspondían a viviendas,
muebles y vestimentas.
Pero jamás a mi propia imagen. Por eso no sabía qué hacer cuando se me pedía
identificarme conmigo mismo. Como sucedía en el fotógrafo. Adonde quiera que
mirase me veía cercado por pantallas, cojines, pedestales que me codiciaban como las
sombras del Hades codician la sangre de la víctima. Por último, me sacrificaban a una
vista de los Alpes toscamente pintada, y mi mano derecha, que tenía que sujetar un
sombrerito tirolés, proyectaba su sombra sobre las nubes y las cimas cubiertas de
nieve perpetua del fondo. Sin embargo, la sonrisa afectada que se asomaba a los
labios del pequeño pastor de los Alpes no resultaba tan triste como la mirada del
rostro infantil que se me grababa a la sombra de la palmera. Ésta formaba parte de
uno de aquellos estudios que tienen algo de salón y de cámara de tortura, con sus
taburetes, trípodes, tapices y caballetes. Estoy de pie, la cabeza descubierta, en la
mano izquierda un enorme sombrero de ala ancha al que sujeto con estudiada gracia.
La derecha se ocupa de un bastón, cuya empuñadura inclinada puede verse en el
primer plano, en tanto que la punta se esconde en un ramillete de plumas de avestruz
que desciende de una jardinera. Muy apartada, junto a la antepuerta estaba mi madre,
inmóvil, con el vestido muy entallado. Como un maniquí mira mi traje de terciopelo,
a su vez recargado de pasamanerías, que parece proceder de una revista de moda. Yo,
en cambio, estoy desfigurado por la uniformidad con todo lo que me rodea. Como un
molusco vive en la concha, vivo en el siglo XIX que está delante de mí, hueco como
una concha vacía. La coloco al oído.
¿Qué es lo que oigo? No escucho el ruido de los cañones, ni la música de
Offenbach, ni tampoco el silbido de las sirenas de las fábricas, ni los gritos que a
mediodía resuenan por la Bolsa, ni siquiera el ruido acompasado de los caballos en
los adoquines, ni la música de las marchas militares del cambio de la guardia. No, lo
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que escucho es el breve estruendo de la antracita que de un cubo de hojalata va
cayendo en la estufa de hierro; es el chasquido sordo con que la llama de la mecha de
gas se enciende y el tintineo de los globos de la lámpara sobre las llantas de latón
cuando pasa un carruaje por la calle. Había también otros ruidos, como el chacolotear
de la cesta con las llaves, los dos timbres, el de la escalera principal y el de servicio,
y, por último, había también el breve verso que decía: Te voy a contar algo de la
«Mummerehlen».
El pequeño verso está deformado; sin embargo, en él cabe todo el mundo
desfigurado de la infancia. La «Muhme Rehlen», la que encerraba antaño había
quedado en el olvido, cuando por vez primera me lo explicaron. Más difícilmente aún
se podía seguir el rastro de la «Mummerehlen». A veces creía reconocerla en el mono
que nadaba en el fondo del plato de caldo turbio de tapioca o cebada perlada. Me
comía la sopa para esclarecer su imagen. Puede que morase en el lago de Mummel[7]
y sus aguas inertes la cubriesen como si fueran una pelerina. Lo que me referían de
ella o, quizás, sólo querían contarme, no lo sé. Era lo mudo, lo movedizo, lo borroso
que va nublando el centro de las cosas dentro de pequeñas bolas de cristal. A veces yo
flotaba en medio. Ocurría cuando estaba dibujando con tinta china. Los colores que
mezclaba, me teñían. Aún antes de aplicarlos me envolvían. Cuando, húmedos, se
confundían sobre la paleta, los recogía con el pincel con tanto cuidado como si fuesen
unas nubes que se desvanecen.
De todo lo que reproducía, preferí la porcelana china. Una capa multicolor cubría
esos floreros, recipientes, platos y cajitas que ciertamente no eran sino una mercancía
barata de exportación. Me fascinaban, no obstante, como si ya entonces hubiese
conocido la historia que después de tantos años me llevó una vez más al mundo de la
«Mummerehlen». Procede de la China y cuenta de un pintor que dejó ver a los
amigos su cuadro más reciente. En el mismo estaba representado un parque, una
estrecha senda cerca del agua que corría a través de una mancha de árboles y
terminaba delante de una pequeña puerta que, en el fondo, franqueaba una casita.
Cuando los amigos se volvieron al pintor, éste ya no estaba. Estaba en el cuadro,
caminando por la estrecha senda hacia la puerta; delante de ella se paró, se volvió,
sonrió y desapareció por la puerta entreabierta. De la misma manera me encontraba
yo, traspuesto de repente en el cuadro, cuando me ocupaba de botes y pinceles. Me
parecía a la porcelana, en la que hacía mi entrada sobre una nube de colores.
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Los colores
En nuestro jardín había un pabellón abandonado amenazando ruina. Le tenía
cariño por sus ventanas de cristales coloreados. Si pasaba la mano en su interior me
iba transformando de cristal a cristal, tomando los colores del paisaje que se veía en
las ventanas, ahora llameante, ahora polvoriento, ya ardiente, ya exuberante. Lo
mismo me sucedía cuando pintaba en colores y se me abrían las cosas en su seno, tan
pronto que las llenaba con una nube húmeda. Con las pompas de jabón ocurría algo
parecido. Viajaba con ellas por la habitación metiéndome en el juego de los colores
de los globos hasta que reventaban. Me perdía en los colores por lo alto del cielo, lo
mismo que en una joya, en un libro; pues en todas partes los niños son su presa. En
aquella época se podía comprar el chocolate en unos paquetitos, en los que cada una
de las tabletas, dispuestas en forma de cruz, estaba envuelta en papel de estaño de
diferentes colores. La pequeña obra de arte, sujetada por un rudo hilo de oro,
resplandecía de verde y oro, azul y naranja, rojo y plata. Jamás se tocaban dos piezas
del mismo envoltorio. Venciendo un día la barrera, los colores me asaltaron y aún
siento la dulzura con la que entonces se empaparon mis ojos. Fue lo dulce del
chocolate con el que esta dulzura iba a deshacérseme más en el corazón que en la
boca. Pues antes de que sucumbiera a las tentaciones de la golosina, de golpe un
sentido elevado dentro de mí dejó atrás a otro más bajo y me quedé embelesado.
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Veladas
Mi madre tenía una alhaja de forma ovalada. Era tan grande que no se podía
llevar en el pecho, y así, aparecía, cada vez que se la ponía, colgada de la cintura. La
llevaba sólo cuando iba a una fiesta; en casa únicamente cuando nosotros dábamos
alguna. Su brillo consistía en una piedra grande fulgurante y amarilla que formaba el
centro de la misma, y de una serie de otras, más o menos grandes —verdes, azules,
amarillas, rosas, púrpuras— que la encerraban. Esta alhaja me embelesaba cada vez
que la veía. Pues, perceptible para mí, había una música de baile que radicaba en los
miles de pequeños rayos que irradiaban desde sus bordes. El momento más
importante, cuando mi madre la sacaba del cofrecillo donde solía estar, hacía que se
me manifestara su doble ascendiente: para mí era la sociedad cuyo centro, en
realidad, era el cinturón de mi madre, pero también era para mí el talismán que la
protegía de todo mal que podría amenazarla desde fuera. A su amparo yo estaba
igualmente a salvo. Lo único que no podía impedir era que en esas veladas tuviera
que irme a la cama, lo que me disgustaba doblemente si la fiesta se daba en nuestra
casa. Ésta traspasaba, no obstante, el umbral de mi cuarto y así estaba continuamente
informado tan pronto como sonaba el primer timbre. Durante un rato la campanilla
acosaba el corredor incesantemente y de una manera alarmante, porque repicaba más
breve y con más precisión que otros días. No me engañaba que se manifestaran en su
sonido unas pretensiones que fueran más allá de las que de ordinario hacía valer. Con
tal motivo, la puerta se abría al momento y en silencio. Luego llegaba el momento en
que la reunión parecía morir apenas había comenzado a formarse. En realidad, sólo se
había retirado a las habitaciones más alejadas, para desaparecer allí, en medio del
bullicio y del poso de los muchos pasos y conversaciones, como un monstruo que
busca refugio en el fango húmedo de la costa tan pronto como el oleaje lo arroja a la
misma. Y ya que el abismo que había arrojado a ese monstruo era el de mi clase
social, trabé conocimiento con ella por primera vez en estas veladas. Me desazonaba.
Tuve la sensación de que aquello que entonces llenaba las habitaciones era
inaccesible, resbaladizo y siempre dispuesto a estrangular a los que rodeaba; ciego a
su tiempo, ciego al buscar alimento, ciego en la actuación. La brillante camisa de frac
que llevaba mi padre me parecía esa noche toda una coraza, y descubrí que sus
miradas que pasearon hacía una hora por las sillas vacías estaban armadas. Entretanto
un susurro se había infiltrado en mi cuarto. Lo invisible se había robustecido3 y se
disponía a consultarse a sí mismo por todas partes. Escuchaba su propio murmullo
sordo como quien coloca al oído una concha. Era como las hojas en el viento que
deliberan entre sí, crepitaba como un tronco en la chimenea y luego se desmoronaba.
Entonces llegó el momento en que me arrepentía de haber preparado pocas horas
antes el camino a la veleidad. Esto había ocurrido con una maniobra por medio de la
cual la mesa del comedor se desplegó y un tablero, abierto mediante dos bisagras,
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cubría el espacio entre las dos mitades, de manera que treinta personas cupieran en
ella. Luego me dejaron ayudar a poner la mesa. Por mis manos pasaron no sólo los
utensilios que me honraban, como las pinzas de bogavante y el abreostras, sino que
también los de uso diario se exhibieron de una forma solemne. Así las copas de
cristal verde para vinos del Rin, las pequeñas talladas para el Oporto, las de
champaña cubiertas de filigranas, los saleros en forma de tonelitos de plata, los
tapones de las botellas en forma de pesados gnomos y animales de metal. Y,
finalmente, me permitieron colocar encima de una de las muchas copas de cada
cubierto una tarjeta que indicaba al invitado el lugar que le esperaba. Con esta tarjeta
se coronaba la obra, y cuando, por último, di con aire de admiración, una vuelta
alrededor de la mesa, delante de la cual únicamente faltaban todavía las sillas, sólo
entonces me penetró profundamente el pequeño símbolo de paz que me saludaba
desde todos los platos. Eran las centaureas azules cuyo menudo dibujo cubría el
servido de impecable porcelana: una señal de paz, cuya bondad sólo concebía la
mirada que está acostumbrada a aquella otra, guerrera, que tenía delante todos los
demás días. Pienso en el dibujo de cebolla azul. ¡Cuántas veces le había suplicado
auxilio en el transcurso de los desafíos y en las batallas decisivas que se
desencadenaban en la misma mesa que ahora estaba delante de mí en todo su
esplendor! Infinidad de veces había seguido las ramificaciones, hilos, flores y
volutas, con mayor entrega que frente al cuadro más bonito. Jamás se ha tratado de
granjearse más sinceramente una amistad que yo lo hacía con esta muestra de cebolla
de color azul oscuro. Me hubiera gustado tenerla por aliada en la lucha desigual que
tantas veces me amargaba el almuerzo. Pero jamás lo conseguí. Esta muestra era
venal como un general de la China, la cual, al fin y al cabo, la había visto nacer. Mis
solicitudes se desbarataron por los honores con los que mi madre la colmaba, por los
desfiles a los que convocaba a la tropa, por las elegías que resonaban desde la cocina
por cada miembro caído. Pues, indiferente y rastrera, la muestra de cebolla se resistió
a mis miradas sin enviar la más pequeña de sus hojitas para cubrirme. El solemne
espectáculo de esta mesa me liberaba del dibujo fatal, y sólo eso hubiera bastado para
entusiasmarme. Pero cuanto más avanzaba la noche, más se cubría con un velo aquel
brillo y encanto que me había prometido por la tarde. Y5 si mi madre, a pesar de
haberse quedado en casa, entraba por un momento para darme las buenas noches,
sentía doblemente cuál era el regalo que otros días me dejaba a esta hora sobre el
cubrecamas: el conocimiento de las horas que le reservaba aún el día y el que yo me
llevaba para dormirme, como la muñeca en tiempos pasados. Eran horas que le caían
silenciosamente, sin saberlo, sobre los pliegues del cubrecama que me arreglaba, eran
esas horas que me consolaban incluso en las noches en las que ella se disponía a salir,
cuando me tocaban disfrazadas de las puntillas negras de su mantilla, que ya se había
colocado. Me agradaba, y por eso no me gustaba dejarla marcharse, y cada momento
que ganaba a la sombra de la mantilla y de la piedra amarilla, me hacía más feliz que
los bombones fulminantes que, sin falta, tendría seguros por la mañana. Cuando mi
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padre la llamaba desde fuera, su partida me llenaba de orgullo, por dejarla ir a la
fiesta de una forma tan radiante. Y en la cama, poco antes de dormirme comprendía,
sin conocerlo, la verdad del dicho que afirma: cuanto más avanzada la noche, más
brillantes los invitados.
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Juego de letras
Jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos. Quizás esté bien así. El
choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instante deberíamos
dejar de comprender nuestra nostalgia. De otra manera la comprendemos, y tanto
mejor, cuanto más profundo yace en nosotros lo olvidado. Del mismo modo que la
palabra perdida, que acaba de huir de nuestros labios, nos infundiría la elocuencia de
Demóstenes, así lo olvidado nos parece pesar por toda la vida vivida que nos
promete. Lo que hace molesto y grávido lo olvidado tal vez no sea sino un resto de
costumbres perdidas que nos resultan difíciles de recuperar. Quizás sea la mezcla con
el polvo de nuestras moradas derrumbadas lo que constituye el secreto por el que
pervive. Como quiera que sea, para cada cual existen cosas que forman en él
costumbres, unas más duraderas que otras. Por medio de ellas se van desarrollando
facultades que serán condicionantes de su existencia. Para la mía propia lo fueron leer
y escribir, y por eso, nada de lo que me ocupaba en mis años mozos evoca mayor
nostalgia que el juego de letras. Contenía, en unas pequeñas tablillas, unos caracteres
que eran más menudos y también más femeninos que las impresas. Se colocaban,
gráciles, sobre un pequeño atril inclinado, cada uno perfecto, y fijado uno tras otro
por las reglas de su Orden, cual es la palabra a la que pertenecían por ser ésta su
patrón. Me admiraba cómo podía existir tanta sencillez unida a tan grande
majestuosidad. Era un estado de gracia. Y mi mano derecha que, obediente, lo
buscaba con empeño, no lo encontraba. Tuvo que quedarse fuera, como el portero que
debe dejar pasar a los elegidos. De esta manera su trato con las letras estaba lleno de
resignación. La nostalgia que despierta en mí demuestra cuán estrechamente ligado
estaba a mi infancia. Lo que busco realmente es ella misma, toda la infancia, tal y
como sabía manejarla la mano que colocaba las letras en el atril, donde se enlazaban
las unas con las otras. La mano aún puede soñar el manejo, pero nunca podrá
despertar para realizarlo realmente. Así, más de uno soñará en cómo aprendió a
andar. Pero no le sirve de nada. Ahora sabe andar, pero nunca jamás volverá a
aprenderlo.
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El tiovivo
La tabla con los solícitos animales gira próxima al suelo. Tiene la altura en la que
mejor se sueña ir volando. La música ataca, y con unas sacudidas, el niño gira
apartándose de la madre. Primero tiene miedo de abandonar a la madre. Pero luego se
da cuenta de que es leal consigo mismo. Está sentado en un trono, como leal soberano
sobre un mundo que le pertenece. En las tangentes, árboles e indígenas cubren la
carrera. Reaparece en algún Oriente la madre. Luego surge de la selva una cima tal
como el niño la vio hace ya milenios, y como acaba de verla en el tiovivo. Como
Arión mudo va viajando sobre su mudo pez; un Toro-Zeus de madera lo rapta cual
Europa inmaculada. Hace tiempo que el eterno retorno de todas las cosas se ha
convertido en sabiduría infantil, lo mismo que la vida en una embriaguez ancestral
del poder, con la orquestina que resuena en el centro. Si toca más lento, el espacio
empieza a balbucir y los árboles comienzan a vacilar. El tiovivo se hace inseguro. Y
aparece la madre, como el palo tantas veces abordado, hacia el que el niño que,
arriba, echa el cabo de sus miradas.
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La fiebre
El principio de todas las enfermedades demostraba una y otra vez, con qué
delicadeza certera, con qué cuidado y arte se me presentaba la adversidad. No le
gustaba llamar la atención. Empezaba con algunas manchas en la piel o con náuseas.
Y parecía que la enfermedad tenía la costumbre de aguardar hasta que el médico le
preparase la cama. Éste venía, me examinaba e insistía que esperase lo demás en la
cama. Me prohibía que leyera. Detodas maneras no tenía que hacer nada de
importancia. Pues ahora comenzaba a repasar lo que iba a suceder, hasta que se me
embrollaba la cabeza. Medía la distancia entre la cama y la puerta, preguntándome
hasta cuándo la podrían salvar mis llamadas. En mi mente veía la cuchara, cuyos
bordes colmaban los ruegos de mi madre, y cómo, después de habérmela acercado
con cuidado, descubría de repente su verdadera esencia haciéndome beber la amarga
medicina. Como el hombre embriagado calcula y piensa a veces, sólo para comprobar
que todavía puede, así contaba yo los aros luminosos que, proyectados por el sol,
bailaban en el techo de mi habitación, y ordenaba una y otra vez los rombos del papel
pintado formando diferentes conjuntos.
He estado enfermo muchas veces. De ahí resulta tal vez que lo que otros llaman
mi paciencia en realidad no se parece en nada a esa virtud. No es más que la
propensión a ver acercarse desde lejos todo lo que me importa, como las horas que se
acercaban a mi lecho de enfermo. Sucede, pues, que pierdo las ganas de hacer un
viaje, si no puedo esperar durante largo tiempo la llegada del tren en la estación, e
igualmente ésa debe de ser la razón por la que hacer regalos se haya convertido para
mí en una pasión. Lo que sorprende a los otros, yo, el que los hace, lo preveo de
antemano. Ayudada por el tiempo de la espera, como el enfermo se apoya en las
almohadas que tiene en la espalda, la necesidad misma de aguardar lo venidero ha
hecho que más tarde las mujeres me pareciesen más bellas cuanto más tiempo y más
confiadamente las había esperado. Mi cama, en otros tiempos el lugar más retirado y
tranquilo, adquiría ahora rango y categoría públicos. Por algún tiempo no seguiría
siendo el coto de empresas sigilosamente llevadas a cabo por las noches: nada de
lecturas ni de sombras chinescas. Ya no estaba debajo de la almohada el libro que,
por estar prohibido, se solía esconder allí todas las noches con un último esfuerzo.
Durante semanas se acabaron también los ríos de lava y los pequeños incendios que
hacían fundirse la estearina. Puede que en el fondo la enfermedad no me privara sino
de aquel juego mudo y silencioso que, en lo que a mí se refiere, nunca había estado
libre del miedo encubierto, precursor de aquel otro que acompañaría más tarde el
mismo juego al mismo filo de la noche. Había tenido que presentarse la enfermedad
para proporcionarme una conciencia pura. Y ésta, sin embargo, era tan limpia como
cualquier parte de la sábana lisa que me esperaba por las noches los días en que se
mudaba la ropa de la cama.
Por lo general, mi madre me preparaba la cama. Desde el diván observaba cómo
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sacudía las almohadas y las sábanas, y recordaba las noches que me bañaban y luego
me servían la cena en la cama, en una bandeja de porcelana. Debajo del vidriado,
entre zarzales de frambuesas silvestres se abría paso una mujer afanándose por
entregar al viento una bandera con el lema:
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franqueaba la vista hacia tentadoras visiones que se movían debajo del velo de llamas
detrás de los párpados cerrados. A pesar del mucho cuidado y cariño, no era posible
insertar continuamente en la vida de nuestra casa la habitación donde estaba mi cama.
Tenía que esperar que llegase la noche. Luego, cuando se abría la puerta delante de la
lámpara y la esfera de su globo se movía hacia mí por encima del umbral, parecía que
la bola dorada de la vida, que hacía girar cualquier hora del día, encontrase por
primera vez el camino de mi cuarto como si éste fuese una casilla olvidada. Y antes
de que la noche quedase instalada a gusto, para mí comenzaba una nueva vida,
aunque, a decir verdad, era la de la antigua fiebre que renacería de un momento a otro
debajo de la luz de la lámpara.
Sólo la circunstancia de estar acostado me permitía sacar de la luz un provecho
que otros no podían obtener tan pronto. Aprovechaba mi ocio y la cercanía de la
pared, de los que disfrutaba en la cama, para saludar la luz con sombras chinescas.
Entonces todos aquellos juegos que había permitido a mis dedos se repetían una vez
más sobre el papel pintado, aunque de manera menos precisa, pero más vistosa y
hermética. «En lugar de temer las sombras de la noche —así decía mi libro de juegos
—, los niños alegres se sirven de ellas para divertirse». A continuación venían,
ricamente ilustradas, instrucciones de cómo se podían proyectar sobre la pared de al
lado de la cama cabras montesas y granaderos, cisnes y conejos. Por lo que a mí
respecta, raras veces logré más que las fauces de un lobo. Sólo que eran tan grandes y
abiertas que debían ser las del lobo Fenris[8], al que ponía en movimiento como
destructor del mundo en la misma habitación en la que se me disputaba incluso la
enfermedad infantil.
Un buen día se fue. La inminente convalecencia rompía, como el parto, lazos que
la fiebre había estrechado. Los criados comenzaron a sustituir más a menudo a la
madre en mi existencia. Y una mañana, tras el largo paréntesis y con pocas fuerzas
aún, me dediqué de nuevo a escuchar cómo sacudían las alfombras. El ruido subía
por la ventana grabándose en el corazón del niño más hondamente que la voz de la
amada en el del hombre; ese sacudir de alfombras que era el idioma de la clase baja,
de gentes realmente adultas, y que nunca se interrumpía, ni se desviaba jamás,
tomándose su tiempo a veces, lento y moderadamente dispuesto a todo, para recaer de
nuevo en un inexplicable ritmo galopante, como si abajo se apresurasen ante el temor
de la lluvia.
De la misma manera imperceptible como había comenzado, la enfermedad se
despidió. Pero aun cuando iba a olvidarla del todo, me llegó su último adiós en la
hoja de estudios. Al pie de la misma estaba anotado el total de las horas que había
faltado. De ningún modo me parecían grises, monótonas como las que había pasado,
sino que estaban allí, enfiladas como las cintas de colores sobre el pecho del
mutilado. Es más, la nota «faltas a clase: ciento setenta y tres horas» simbolizaba una
larga fila de condecoraciones.
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Dos charangas
Nunca habría nada tan deshumanizado y tan desvergonzado en la música como
aquello de la banda militar que atemperaba la corriente de personas que se empujaban
entre las cafeterías del Zoológico a lo largo de la «avenida del mentidero». Hoy
comprendo lo que supone el poder de estas corrientes. Para los berlineses no había
más alta escuela para el flirt que ésta, rodeada de los arenales de los ñus y cebras, por
los árboles desnudos y las grietas donde anidaban los alimoches y los cóndores, por
las cercas hediondas de los lobos y por los nidales de los pelícanos y de las garzas.
Las voces y los gritos de los animales se mezclaban con el ruido de los bombos y
platillos. Este era el ambiente en el que, por vez primera, la mirada del muchacho
trataba de acercarse e importunar a alguna de las transeúntes, en tanto que se afanaba
por hablar con el compañero. Y tal fue su esfuerzo por no traicionarse por el timbre
de la voz, ni por la mirada, que nada vio de aquella que pasaba.
Mucho antes conoció otra charanga. Pero cuán distintas eran las dos: ésta que se
mecía sofocante y seductora bajo el techo de hojas y de lona, y aquélla más antigua,
que nítida y aguda permanecía en el aire frío como debajo de una fina campana de
cristal. Invitaba desde la Isla de Rousseau, animando a los patinadores del Neuen
See[9] a ejecutar sus vueltas y sus quiebros. Yo también estaba entre ellos, mucho
antes de sospechar el origen del nombre de la isla, por no hablar de las dificultades de
su grafía. Por su situación, este patinadero no se igualaba a ningún otro, sobre todo
por su vida a lo largo de las estaciones del año. Pues ¿qué hacía el verano de los
demás? Pistas de tenis. Aquí, sin embargo, se extendía bajo las amplias copas de los
árboles de la orilla el mismo lago que, puesto en un marco, me esperaba en el
comedor sombrío de mi abuela. En aquella época gustaba pintarlo con sus
laberínticas corrientes de agua, y ahora, deslizarse, al son de un vals vienés, bajo los
mismos puentes desde cuyo pretil, en verano, se solía contemplar el paso lento de los
botes por las oscuras aguas. En las cercanías había caminos sinuosos, y, sobre todo,
los apartados refugios y los bancos: «Sólo para mayores». De forma circular estaban
allí repartidos los cajones de arena, en los que los pequeños jugaban distraídos hasta
que alguno tropezaba con otro o le chillaba desde el banco la niñera que, detrás del
cochecito, leía dócil algún novelón, llamando al orden al pequeño sin levantar apenas
la mirada. Hasta allí llegaron hombres viejos y achacosos que, mediante el periódico,
reivindicaban la seriedad de la vida en medio de la turba de necias mujeres y el
griterío de los niños. Pero dejemos de hablar de estas orillas. El lago, sin embargo,
pervive en mí por el tacto, que siento todavía, en los pies entorpecidos por los
patines; tras un giro por el hielo advertían de nuevo el entarimado y, tambaleándose,
irrumpían con estruendo en una caseta donde había una candente estufa de hierro.
Cerca estaba el banco, donde se volvía a sentir el peso de los pies antes de decidirse a
desatarlos. Luego que el muslo descansaba al soslayo sobre la rodilla y se aflojaban
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los patines, parecía que nos crecían alas en ambos pies, y arrastrando nuestros pasos
sobre el suelo helado, salimos al descubierto. Desde la isla, la música me
acompañaba durante un rato en mi camino a casa.
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Libros
Los que más me gustaban los conseguía en la biblioteca del colegio. En las clases
inferiores se repartían. El profesor de la clase pronunciaba mi nombre, y entonces el
libro hacía su camino por encima de los bancos. Uno lo pasaba a otro, o se
balanceaba por encima de las cabezas hasta que llegaba a mí, que lo había pedido. En
sus hojas estaban marcadas las huellas de los dedos que las habían vuelto. El cordel
que cierra la cabezada, y que sobresalía arriba y abajo, estaba sucio. El lomo, sobre
todo, tenía que haber soportado mucho; de ahí que ambas cubiertas se dislocasen y
que el canto del tomo formase escaleritas y terrazas. Sin embargo, al igual que el
ramaje de los árboles durante el veranillo de San Martín, de sus hojas colgaban a
veces los débiles hilos de una red en la que me había enredado cuando aprendí a leer.
El libro estaba encima de la mesa, demasiado alta. Mientras leía me tapaba los oídos.
Sordo de esa manera, recuerdo haber escuchado narrar. Desde luego no a mi padre. A
veces, en cambio, en invierno, cuando estaba frente a la ventana en el cuarto caliente,
los remolinos de la nieve, allí fuera, me contaban cosas en silencio. Lo que me
contaban no lo pude comprender nunca con exactitud, pues era demasiado denso y
sin cesar se mezclaba presuroso lo nuevo entre lo conocido. Apenas me había unido
con fervor a un grupo de copos de nieve cuando me di cuenta que tenía que
entregarme a otro que de repente se había metido en medio. Entonces había llegado el
momento de buscar, en el torbellino de las letras, las historias que se me habían
escapado estando en la ventana. Los países lejanos que encontraba en ellas
jugueteaban, intimando los unos con los otros al igual que los copos de nieve. Y
debido a que la lejanía, cuando nieva, no conduce a la distancia, sino al interior, en el
mío habitaban Babel y Bagdad, Acón y Alasca, Tromsoe y Transvaal. El templado
aire de la lectura, que lo penetraba, captaba irresistiblemente, con sangre y peligro, mi
corazón que seguía fiel a los deslustrados volúmenes.
¿O acaso, seguía fiel a otros más antiguos, imposibles de hallar? Es decir a
aquéllos, maravillosos, que sólo una vez en sueños pude volver a ver. ¿Cuáles eran
sus títulos? No sabía sino que habían desaparecido hace mucho y que no había
podido encontrarlos nunca más. Sin embargo, ahora estaban allí en un armario, del
que, al despertar, me di cuenta que antes nunca me lo había encontrado. En sueños
me parecía conocido desde siempre. Los libros no estaban de canto, sino tirados, en el
rincón de las tempestades. Y tempestuoso fue lo que sucedía en ellos. Abrir uno de
ellos me hubiese conducido a su mismo seno, en el que se formaban las nubes
cambiantes y turbias de un texto preñado de colores. Eran burbujeantes, fugaces, pero
siempre llegaron a componer un color violeta que parecía proceder del interior de un
animal de sacrificio. Indecibles y graves como este condenado color violeta eran los
títulos, de los cuales cada uno me parecía más singular y familiar que el anterior. Pero
aun antes de que pudiera asegurarme de cualquiera de ellos, me había despertado, sin
haber vuelto a tocar, siquiera en sueños, los antiguos libros de la infancia.
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Un fantasma
Era una tarde, cuando tenía siete u ocho años, delante de nuestra residencia
veraniega. Una de nuestras muchachas permanece todavía un rato junto a la verja que
conduce a no sé qué avenida. El gran jardín, por cuya periferia cubierta de maleza
había merodeado, quedó cerrado para mí. Ha llegado el momento de acostarse. Puede
que me haya hartado de mi juego favorito, tirando en alguna parte de los arbustos que
crecen junto al cerco de alambre, con mi pistola «Eurecka», a los pájaros de madera
que, por el bote del proyectil, se cayeron del panel donde estaban posados en medio
del follaje pintado. Todo el día había guardado para mí un sueño —el sueño de la
última noche pasada—. En el mismo se me había aparecido un fantasma.
Difícilmente hubiera podido describir el lugar donde estaba atareado en sus negocios.
Sin embargo, tenía algún parecido con otro que me era familiar, aunque de manera
impenetrable. Era el cuarto donde dormían mis padres; un rincón revestido de una
raída cortina violeta de felpa, detrás de la cual estaban colgadas las batas de mi
madre. La oscuridad detrás de la cortina era insondable. El rincón, sin embargo, hacía
un desacreditado juego con el paraíso puro que se me abría en el ropero de mi madre.
Los estantes del mismo, por cuyos cantos se extendía, sobre ribetes blancos, un texto
tomado de La Campana de Schiller, soportaban pilas de ropa de cama y de casa,
sábanas, sobrecamas y servilletas. Un olor a lavanda salía de los pequeños saquitos
repletos que colgaban de la parte interior de ambas puertas del armario, por encima
del forro fruncido. Era ésta la antigua y misteriosa magia del tejido y de la hilatura,
que antaño tuvo su lugar en el torno de hilar, dividido en paraíso e infierno. Pues
bien, el sueño tenía que ver con este último: un fantasma se atareaba en un anaquel
del cual colgaban cosas de seda. Las sedas las robó el fantasma. No las recogía, ni las
llevaba a ninguna parte; bien mirado, no hacía nada de ellas ni con ellas. Y, no
obstante, yo sabía que las robaba, al igual que en las leyendas las gentes que
descubren un festín de fantasmas que no comen ni beben se dan cuenta que se está
celebrando un banquete. Este era el sueño que había guardado para mí. La noche
siguiente observé, a una hora desacostumbrada —y fue como si un segundo sueño se
sobrepusiera al primero—, que mis padres entraban en mi cuarto. El que se
encerrasen conmigo ya no lo vi. Por la mañana, cuando desperté, no había nada para
desayunar. Comprendí que habían robado la casa. A mediodía vinieron unos parientes
con lo más indispensable. Una banda numerosa de ladrones se había introducido
furtivamente. Y era una suerte, así decían, que el ruido que hicieron en la casa
permitiera inferir su número. La peligrosa visita duró hasta la madrugada. En vano
mis padres habían aguardado el crepúsculo con la esperanza de poder hacer señales a
la calle. Yo también quedé envuelto en el suceso. Aunque no supe declarar nada
acerca del comportamiento de la muchacha que al atardecer había estado junto a la
verja, mi sueño de la noche anterior llegó a ser atendido. Al igual que la mujer de
Barba Azul, la curiosidad temeraria penetró en su alcoba mortífera. Aterrado me di
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cuenta, al hablar, de que jamás debía de haberlo revelado.
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El pupitre
El médico encontró que yo era miope. Y me recetó no sólo unas gafas, sino
también un pupitre. Estaba construido de una manera ingeniosa. Se podía variar el
asiento de tal forma que se colocaba más próximo o más alejado del tablero de plano
inclinado que servía para escribir; tenía además un travesaño horizontal en el
respaldo que brindaba su sostén a la espalda, sin mencionar el pequeño estante
regulable que coronaba el todo. El pupitre cerca de la ventana se convirtió pronto en
mi sitio preferido. El pequeño armario que estaba oculto debajo del asiento no sólo
contenía los libros que necesitaba en el colegio, sino también el álbum de los sellos,
además de otros tres que comprendían la colección de postales. Y de la sólida percha
en la parte lateral del pupitre colgaba, al lado de mi cartapacio, no sólo la cestita de la
merienda, sino también el sable de uniforme de húsares y la caja de herborista. Más
de una vez, cuando volvía del colegio, lo primero que hacía era celebrar el
reencuentro con mi pupitre convirtiéndolo en campo de acción de cualquiera de mis
más caras ocupaciones, como las calcomanías, por ejemplo. La laza con el agua
caliente no tardaba en ocupar el sitio en que poco antes había estado el tintero y
comencé a recortar las estampas. ¡Cuántas cosas me prometía el velo tras el cual me
miraban fijamente, encerradas en pliegos y cuadernos! El zapatero inclinándose sobre
la horma, y los niños sentados en lo alto de un árbol cogiendo manzanas, el lechero
delante de una puerta nevada, el tigre agachado y presto a lanzarse sobre el cazador,
cuya escopeta está escupiendo fuego, el pescador en la hierba delante de un riachuelo
de aguas azules, la clase atenta al profesor, quien, escribiendo en la pizarra, cuenta
algo, el droguero en su tienda abundantemente surtida y multicolor, el faro y los
veleros delante, todo ello estaba cubierto por una cortina de niebla. Sin embargo,
cuando posaban sobre la hoja de papel trasluciendo suavemente, cuando la gruesa
capa se deshacía en delgadas pelotillas bajo las yemas de mis dedos que frotaban el
dorso rasgando y raspando, con unos movimientos giratorios, cuando por último, el
color irrumpía suave y netamente por el dorso agrietado y maltratado, entonces era
como si sobre el mundo turbio, mañanero y descolorido saliese el sol radiante de
septiembre, y todo, humedecido por el rocío que lo refrescaba en el crepúsculo,
resplandecía por la proximidad de un nuevo día de la creación. Aun cuando me
hartaba de este juego, siempre encontré otro pretexto para demorar las tareas del
colegio. Me gustaba revisar viejos cuadernos cuyo valor radicaba en el hecho de
haberlos sustraído al profesor que tenía un derecho sobre ellos. Entonces mi mirada
descansaba en las notas puestas con tinta roja y me llenaba una satisfacción serena.
Pues, al igual que los nombres de los difuntos en las lápidas, que ya no pueden ser de
provecho ni causar daño, las notas estaban allí tras haber transferido su fuerza a otras
anteriores. Pero también de otra manera, y con la conciencia más tranquila, se podía
pasar el tiempo manejando cuadernos y libros de texto. Había que envolver los libros
en un recio papel de embalar azul y, en lo que se refiere a los cuadernos, existía la
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orden de adjuntar a cada uno un papel secante de forma que no se perdiera. Para ello
había unos cuadernitos de obleas. Procurando cierta variedad del colorido se podían
conseguir las más diversas composiciones, las más armoniosas, y también las más
llamativas. De esta suerte, el pupitre se asemejaba al banco del colegio, aunque en el
pupitre estaba a salvo y tenía libertad para cosas de las que el banco no debía saber
nada. El pupitre y yo éramos solidarios frente a él. Y cuando lo acababa de recuperar
después de una jornada aburrida de colegio, me daba nuevas fuerzas. No sólo podía
sentirme como en casa; sino, más aún, como en una celda, comparable únicamente a
uno de los clérigos que pueden verse en los cuadros medievales, sentados en su
reclinatorio o pupitre, al igual que dentro de un caparazón. En esta morada comencé a
leer Debe y Haber y Dos ciudades. Escogía las horas más tranquilas del día y este
lugar, el más recóndito de todos. Luego abría la primera página sintiendo la misma
sensación festiva, como quien pisa un nuevo continente. Y, en efecto, era un nuevo
continente, en que la Crimea, El Cairo, Babel y Bagdad, Alaska y Taschkent, Delfos
y Detroit quedaron casi solapados como las doradas medallas de las cajas de puros
que coleccionaba. No había nada más confortante que estar encerrado de esta manera
con todos los instrumentos de mi tormento —cuadernos con los vocablos, compás,
diccionarios—, cuando los derechos de éstos quedaban anulados.
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Un ángel de Navidad
Todo empezaba con los árboles de Navidad. Una mañana, aún antes de las
vacaciones, quedaron fijados en las esquinas de las calles los sellos verdes que
parecían sujetar la ciudad por todas partes, como un gigantesco paquete de Navidad.
Pero, a pesar de todo, un buen día estalló, y juguetes, nueces, paja y adornos para el
árbol brotaban de su interior: era el mercado navideño. Pero también surgía algo más.
La pobreza. Pues al igual que en la bandeja navideña podían exhibirse, al lado del
mazapán, manzanas y nueces con un poco de oropel, así también, en los barrios ricos,
las gentes pobres con la plata en láminas y las velas de colores. Pero los ricos
hicieron que se adelantaran sus hijos para comprar a la pobre corderitos de lana o
para repartir limosnas que a ellos mismos, por vergüenza, no les salían de la mano.
Entre tanto ya estaba en el balcón el árbol que mi madre había comprado en secreto y
mandado subir al piso por la escalera de servicio. Pero más maravilloso aún que todo
lo que le confería la luz de las velas fue ver de qué manera la fiesta próxima iba
entretejiéndose cada día un poco más en sus ramas. En los patios, los organilleros
empezaron a demorar con sus cánticos el último plazo. Por fin expiró, no obstante, y
volvió uno de esos días que estoy recordando como uno de los más tempranos.
Esperaba en mi cuarto hasta que dieran las seis. Más tarde, en la vida, ninguna fiesta
posee esta hora, que vibra como una flecha en el corazón del día. Había oscurecido
ya; sin embargo, no encendí la lámpara por no apartar la vista de las ventanas oscuras
del patio, detrás de las cuales pude ver las primeras velas. De todos los momentos que
integran la existencia del árbol de Navidad es el más misterioso, cuando sacrifica a la
oscuridad las hojas y el ramaje para no ser sino una constelación inaccesible y, no
obstante, próxima, en la ventana empañada de uno de los pisos interiores. Sin
embargo, por la manera en que una de esas constelaciones agraciaba de cuando en
cuando una de las ventanas abandonadas, en tanto que muchas seguían
permaneciendo oscuras, y otras, más tristes aún, decaían a la luz de gas de las
primeras horas de la tarde, me parecía que estas ventanas navideñas encerraban la
soledad y la miseria, todo lo que la gente pobre pasa en silencio. Luego recordé los
regalos que estaban preparando mis padres, pero apenas me aparté de la ventana con
el corazón entristecido, como sólo lo consigue la proximidad de la dicha segura, sentí
algo distinto y extraño en la estancia. No era sino un viento, de modo que las palabras
que formaron mis labios quedaron como los pliegues que una vela inerte produce de
repente ante una brisa fresca.
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Con estas palabras se esfumó el ángel que acababa de tomar cuerpo en ellas. Yo
no seguí por más tiempo en la habitación desierta. Me llamaron a la de enfrente, en la
que el árbol acababa de entrar en la gloria que me lo arrebataba, hasta que, despojado
de su pie, sepultado en la nieve o reluciente en la lluvia ponía fin a la fiesta que había
comenzado con un organillo.
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Armarios
El primer mueble que se abría obedeciendo a mi voluntad fue la cómoda. Tenía
que tirar tan sólo del tirador y la puerta saltaba, empujada por el muelle. Dentro se
guardaba mi ropa. Entre mis camisas, calzoncillos, camisetas que deben de haber
estado allí y de los cuales no recuerdo nada, había, no obstante, algo que no se ha
perdido y que hacía que el acceso a este armario me resultase una y otra vez seductor
y fantástico. Tenía que abrirme camino hasta el rincón más recóndito; entonces daba
con mis calcetines que estaban amontonados allí, enrollados y plegados según
antiquísima costumbre, de forma que cada uno de los pares presentaba el aspecto de
una pequeña bolsa. Para mí no había mayor placer que el meter mi mano lo más
profundo posible en su interior; no sólo por el calor de la lana. Era la «tradición» la
que, enrollada en su interior, tomaba siempre en mi mano y que me atraía de esta
manera hacia la profundidad. Cuando la tenía abrazada con la mano, y me había
asegurado en lo posible de la posesión de la masa suave y lanuda, entonces
comenzaba la segunda parte del juego, que conducía a la revelación emocionante.
Pues ahora me disponía a desenvolver «la tradición» de su bolsa de lana. La
aproximaba cada vez más hacia mí, hasta que se obraba lo más sorprendente, que «la
tradición» saliese por completo de su bolsa, en tanto que ésta dejaba de existir. No me
cansaba nunca de hacer la prueba de esta verdad enigmática: que forma y contenido,
el velo y lo velado, «la tradición» y la bolsa, no eran sino una sola cosa. Y había algo
más, un tercer fenómeno, aquel calcetín en el cual se convertían las dos. Si ahora
pienso cuán insaciable fui para conseguir este milagro, me siento tentado a suponer
que mis artificios no fueron sino la pequeña pareja hermanada de los cuentos que
igualmente me invitaban al mundo de la fantasía y de la magia para acabar por
devolverme de la misma infalible manera a la simple realidad que me acogía con el
mismo consuelo que un calcetín. Pasaron años. Mi confianza en la magia ya se había
perdido y hacían falta estímulos más fuertes para recobrarla. Empecé a buscarlos en
lo extraño, lo horrible y lo fantástico, y también esta vez era ante un armario donde
trataba de saborearlos. El juego, no obstante, era más atrevido. Se había acabado la
inocencia, y fue una prohibición la que lo creó. Y es que tenía prohibidos los folletos
en los que me prometía resarcirme con creces del mundo perdido de los cuentos. Por
cierto, no comprendía los títulos: «La Fermata» — «El Mayorazgo» —
«Haimatochare». Sin embargo, de todos los que no comprendía, debía responderme
el nombre de Hoffmann, «el de los fantasmas» y la seria advertencia de no abrirlo
jamás. Por fin logré llegar a ellos. Sucedía algunas veces por la mañana, cuando ya
había vuelto del colegio, antes de que mi madre regresara del centro y mi padre de los
negocios. En tales días me iba a la biblioteca sin perder el más mínimo tiempo. Era
un extraño mueble; por su aspecto no se veía que albergara libros. Sus puertas, dentro
de los bastidores de roble, tenían unos cuarterones que eran de cristal, es decir se
componían de pequeños cristales emplomados, cada uno separado de los otros por
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unos rieles de plomo. Los vidrios eran de color rojo y verde y amarillo, y totalmente
opacos. De esta manera, el vidrio no tenía sentido en esta puerta, y como si quisiera
tomar venganza por el destino que le deparaba este uso impropio, brillaba con unos
reflejos enojosos que no invitaban a nadie a acercarse. Pero, aunque me hubiese
afectado entonces el ambiente malsano que rodeaba ese mueble, no hubiese sido sino
un estímulo más para el golpe de mano que tenía proyectado a esta hora silenciosa,
peligrosa y clara de la mañana. Abría bruscamente la puerta, palpaba el volumen que
no había que buscar en la primera fila sino detrás, en la oscuridad, y hojeando
febrilmente abría la página donde me había quedado; sin moverme, comenzaba a
recorrer las páginas delante de la puerta abierta, aprovechando el tiempo hasta que
vinieran mis padres. De lo que leía no comprendía nada. Sin embargo, los terrores de
cada una de las voces fantasmales y de cada medianoche, de cada maldición,
aumentaban y se extremaban por los temores del oído que esperaba en cualquier
momento el ruido de la llave y el golpe sordo con el que, fuera, el bastón de mi padre
caía en la bastonera. Un indicio de la posición privilegiada que los bienes espirituales
mantenían en casa era que este armario fuera el único entre todos que quedara
abierto. A los demás no había otro acceso que la cestita de las llaves que acompañaba
en aquella época a cualquier ama de casa por todas las partes del hogar, la cual, no
obstante, era echada de menos a cada paso. El ruido del montón de llaves al
revolverlas precedía cualquier faena en la casa. Era el caos que se revelaba antes de
que se nos presentase la imagen del orden sagrado detrás de las puertas de los
armarios abiertos de par en par como el fondo de un relicario del altar. También a mí
me exigía veneración e incluso sacrificio. Después de cada fiesta de Navidad y de
cumpleaños había que decidir cuál de los regalos había que ofrendar al «nuevo
armario» del que mi madre me guardaba las llaves. Todo lo que se encerraba
permanecía nuevo por más tiempo. Yo, en cambio, no pensaba conservar lo nuevo,
sino renovar lo antiguo. Renovar lo antiguo mediante su posesión era el objeto de la
colección que se me amontonaba en los cajones. Cada piedra que encontraba, cada
flor que cogía y cada mariposa capturada, todo lo que poseía era para mí una
colección única. «Ordenar» hubiese significado destruir una obra llena de castañas
con púas, papeles de estaño, cubos de madera, cactus y pfennigs de cobre que eran,
respectivamente, manguales, un tesoro de plata, ataúdes, palos de tótem y escudos.
De esta manera crecían y se transformaban los bienes de la infancia en los anaqueles,
cajas y cajones. Lo que antaño pasaba de una casa de campo a formar parte del
cuento —aquel último cuarto que está vedado a la ahijada de la Virgen María[10]—,
en una casa de ciudad queda reducido al armario. El más sombrío entre los muebles
de aquella época fue el aparador. Lo que era un comedor y su misterio sólo podía
apreciarlo quien lograba explicar se la desproporción de la puerta con el aparador
ancho y macizo cuyas cimas llegaban hasta el techo. Parecía tener unos derechos
heredados sobre su espacio, lo mismo que sobre su tiempo, en el cual se erguía como
testigo de una identidad que en épocas remotas podría haber unido los bienes
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inmuebles con los muebles. La limpiadora, que despoblaba todo por doquier, no
podía con él. Sólo podía quitar y amontonar en un cuarto de al lado los enfriadores de
plata, las soperas, los jarrones de Delft y mayólicas, las urnas de bronce y las copas
de cristal que estaban en los nichos y debajo de las hornacinas, en sus terrazas y
estrados, entre los portales y delante de sus revestimientos. La elevada altura donde
ocupaban su trono anulaba todo uso práctico. Con razón el aparador se asemejaba en
eso a los montes cubiertos de templos. Además, podía exhibir unos tesoros tales
como los que a los ídolos les gusta rodearse. El día más oportuno para ello era cuando
se daba alguna fiesta. Ya a mediodía se abría la montaña dejándome ver el tesoro de
plata de la casa en sus galerías cubiertas de un terciopelo parecido a musgo verde
gris. De todo lo que allí yacía no sólo se podía disponer diez, sino veinte y hasta
treinta veces. Y cuando veía estas largas, larguísimas filas de cucharitas de moca y
posa-cubiertos, cuchillos para pelar fruta y desbulladores de ostras, se mezclaba el
goce de ver tanta abundancia con el temor de que aquéllos a quienes se esperaba se
parecieran los unos a los otros como nuestros cubiertos.
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Mendigos y prostitutas
En mi infancia estuve aprisionado por el antiguo y el nuevo Oeste. Mi clan vivía
por entonces en los dos barrios, con una actitud en la que se mezclaban la obstinación
y el amor propio que hacía de ambos un ghetto al que consideraba como su feudo. En
este barrio de propietarios quedé encerrado, sin saber nada de los otros. Para los niños
de mi edad, los pobres sólo existían como mendigos. Y supuso un gran paso adelante
en mis conocimientos cuando, por primera vez, la pobreza se me traslució por la
ignominia de un trabajo mal pagado. Era una pequeña composición, la primera tal
vez, que había redactado para mí. Tenía que ver con un hombre que reparte hojas y
con las humillaciones que sufre por parte del público que no tiene interés en las hojas.
Así sucede que el pobre, y con esto concluía, se desembaraza con disimulo de todo el
paquete. Ciertamente, la manera más ineficaz para aclarar la situación. Pero entonces
yo no alcanzaba a comprender ninguna otra forma de sublevación sino la del
sabotaje, y ésta, sin duda, por propia experiencia. Recurría a ella cuando trataba de
eludir a mi madre. Sobre todo en los «recados», y con una porfía y terquedad que a
menudo desesperaban a mi madre. Y es que había adquirido la costumbre de
quedarme siempre rezagado. Era como si de ningún modo quisiese hacer frente
aunque fuera a mi propia madre. Lo que tenía que agradecer a esta resistencia
soñadora durante los paseos comunes por la ciudad se mostró más tarde, cuando su
laberinto se franqueó al instinto sexual. Éste, sin embargo, no buscaba el cuerpo con
los primeros tanteos, sino a Psyque, cuyas alas relucían pútridas a la luz de una farola
de gas o reposaban, sin haberse desplegado, cual ninfa, debajo de la pelliza. Entonces
me regalaba con una mirada que no parecía captar ni la tercera parte de lo que en
realidad abarcaba. Pero ya en aquella época, cuando mi madre me regañaba por mi
hosquedad y mi modo de andar soñoliento, sentí la posibilidad confusa de librarme
más tarde de su dominio, en unión de estas calles, en las que aparentemente no me
orientaba. En todo caso, no cabe duda de que la sensación —engañosa, por desgracia
— de abandonarla a ella, a su clase y a la mía, era la causa del impulso sin igual de
dirigirme a una prostituta en plena calle. Podían pasar horas hasta que llegué a
ponerlo en práctica. El pavor que iba sintiendo era el mismo que me hubiese
producido un autómata al que una simple pregunta fuera suficiente para ponerlo en
marcha. Y así eché mi voz por la hendidura. Luego me zumbaban los oídos y no era
capaz de recoger las palabras que cayeron de la boca pintarrajeada. Me fui corriendo,
para repetir la misma noche, y en otras muchas, el temerario intento. Y cuando me
detenía, a veces al amanecer, en algún portal, los lazos asfálticos de la calle me tenían
enredado sin remedio y no fueron precisamente las manos más limpias las que me
liberaron.
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Hallescher Tor
Las tardes de invierno, mi madre me llevaba consigo, a veces cuando iba a hacer
la compra. Era un Berlín oscuro y desconocido el que, a la luz del gas, se extendía a
mi alrededor. Nos quedamos en la parte del antiguo Oeste, cuyas calles eran más
uniformes y modestas que aquellas que se prefirieron más tarde. Los frisos y los
miradores que constituyen el adorno de estas casas de alquiler se encontraban en la
oscuridad. Pero en las fachadas se veía una luz que de manera peculiar llegaba hasta
las ventanas. ¿Sería debido a los visillos de muselina, a las cortinas amarillas o a la
camisa de una lámpara colgada? El hecho es que esta luz revelaba poco de las
habitaciones iluminadas. Existía por sí misma, colocándose seductora, aunque tímida,
en las ventanas. Me atraía y me hacía reflexionar. Cuando luego volvía a casa, abría
mi álbum de tarjetas postales y me buscaba el Hallescher Tor. Sobre un fondo de
color azul oscuro se veía la Plaza de la Bellealliance en un azul tenue, con las casas
que la enmarcan; el primer plano lo constituían las arcadas y en el cielo se veía la
luna llena. La luna y las ventanas estaban, sin embargo, libres de la capa superior de
la tarjeta. Se destacaban, descoloridas, del cuadro, y tenía que colocar la tarjeta contra
la lámpara para sentirme tranquilizado y feliz a la vista del resplandor amarillo que de
repente surgía de las nubes nocturnas y de las ventanas. ¿Era la amistad que la luna y
las casas habían contraído? ¿Era la certidumbre de que nada ocurría detrás de las
ventanas? No sé por qué esta tarjeta me hacía dichoso.
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El costurero
Nosotros ya no conocemos el huso que picó a la Bella Durmiente haciendo que
durmiera cien años. Pero, al igual que la madre de Blancanieves, la reina, estaba
sentada junto a la ventana cuando nevaba, nuestra madre estaba también sentada
junto a la ventana con su costurero, y no cayeron tres gotas de sangre porque llevaba
dedal mientras trabajaba. En cambio, la cabeza de éste era de un pálido color rojo y le
adornaban pequeñas concavidades, huellas de antiguas puntadas. Si se le ponía contra
la luz, se encendía al final de la cueva oscura en la que nuestro dedo índice se
orientaba tan bien. Pues nos gustaba apoderarnos de la pequeña corona que en secreto
podíamos ceñir. Cuando yo la colocaba en el dedo, comprendía el tratamiento que las
criadas daban a mi madre. Querían decir «señora», pero durante mucho tiempo me
parecía que, trocando la palabra, decían «sastra[11]». No se hubiera podido encontrar
otro tratamiento que, para mí, expresara mejor la plenitud de poderes de madre.
Como todos los auténticos tronos de soberanos, también el suyo, junto al costurero,
tenía su propio fuero. Y en ocasiones tuve que sufrirlo. Inmóvil y con la respiración
contenida estuve allí. Mi madre acababa de descubrir que había algo que remendar de
mi traje, antes de poder acompañarla a hacer una visita o ir de compras. Entonces
sujetaba con la mano la manga de mi marinera, en la que ya había metido el brazo,
para coser el cuello blanco y azul o para dar, con unas rápidas puntadas, los últimos
toques al lazo. Yo estaba a su lado y mordía el elástico de mi gorro que sabía a agrio.
En tales momentos, cuando los avíos de costura me dominaban de la manera más
dura, empezaba a sentir en mi interior la obstinación y la indignación. No sólo porque
este cuidado por mi traje, que aún llevaba en el cuerpo, sometía mi paciencia a una
prueba demasiado dura, sino porque, lo que se hacía conmigo no estaba en la más
mínima relación con el surtido multicolor de las sedas, las finas agujas y las tijeras de
diferentes tamaños que estaban delante de mí. Se me vino la duda de si esta caja
servía realmente para la costura, una duda parecida a la que ahora me asalta a veces
en plena calle, cuando no sé distinguir desde lejos, si estoy viendo una confitería o el
escaparate de una peluquería. Y no me hubiese extrañado nada, si entre los carretes
hubiera habido uno que hablase, Odradek, al que conocería casi treinta años más
tarde[12]. El poeta suele llamar «cuitas del padre de familia» a las que merodean
elocuentes y enigmáticas por las escaleras y los rincones. Sin embargo, será el caso
del cabeza de una de estas familias dudosas en las que los papeles de los sexos están
invertidos. En todo caso, ya entonces sentía al menos que los carretes de hilo y torzal
me torturaban con tentaciones infames, Y es que éstas tenían su sede en el hueco
donde gira el eje, cuyas rápidas vueltas devanaban el hilo en el carrete. Después, el
agujero a ambos lados desaparecía debajo de la etiqueta que generalmente era negra y
llevaba impreso con letras doradas el nombre de la firma y el número. Demasiado
grande era la tentación como para no apretar la punta del dedo contra el centro de la
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etiqueta, demasiado intensa la satisfacción cuando se rompía y yo palpaba el agujero
que había debajo.
Además de las regiones superiores de la caja, donde estaban colocados los
carretes, unos al lado de los otros, donde relucían las libretas negras con las agujas y
donde estaban las tijeras metidas cada una en su funda de cuero, había el fondo
oscuro, el caos, donde predominaban los ovillos abiertos, trozos de elásticos,
corchetes y corchetas y pedazos de seda. Entre tantos restos había también botones,
algunos de una forma tal, que jamás se vieron en ningún vestido. Sólo más tarde
encontraría algunos que se les parecían, pero fueron las ruedas del carro de Thor, el
dios del trueno, como las dibujó un insignificante maestro de escuela a mediados de
siglo en algún libro de texto. Tanto tiempo debía transcurrir hasta que, a la vista de un
pálido dibujo, se confirmase mi sospecha de que toda esa caja estaba predestinada a
otros menesteres que no a la costura.
La madre de Blancanieves cose y la nieve va cayendo fuera. Cuanto más silencio
se hace tanto más gana en prestigio la más silenciosa de las labores caseras. Cuanto
más temprano oscurecía más a menudo pedíamos las tijeras. Pasábamos horas
siguiendo la aguja de la cual colgaba perezoso un hilo gordo de lana. Sin decirlo,
cada uno se ponía a coser y embastar platos de cartón, limpiaplumas, fundas,
bordando flores de acuerdo con los dibujos. Y mientras el papel se abría a la aguja
con un ligero crujido, yo caía de vez en cuando en la tentación de enamorarme del
enrejado del envés, el cual se volvía cada vez más enredado, en tanto que la parte del
haz iba aproximándome a la meta.
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Accidentes y crímenes
La ciudad me los prometía cada mañana de nuevo y por la noche quedaba
debiéndomelos. Cuando ocurrían, desaparecían tan pronto como yo llegaba al lugar
de los sucesos, al igual que los dioses que sólo disponen de un instante para los
mortales. Una vitrina robada, una casa de la que habían sacado un muerto, el lugar de
la vía donde cayera un caballo, me plantaba allí para saciarme de la fugaz esencia que
los sucesos dejaron, pero en el mismo instante se fue esfumándose, dispersada y
llevada por la multitud de curiosos que acabaron de disgregarse. ¿Quién podía
competir con los bomberos que, a galope, eran llevados a incendios desconocidos,
quién podía mirar a través de los cristales opacos al interior de una ambulancia donde
al lado de la camilla estaría sentado un acompañante? En estos coches se deslizaba
por las calles la desgracia tempestuosa cuyo rastro no lograba alcanzar. Había
vehículos aún más extraños que guardaban su secreto con la misma tenacidad que los
carros de los gitanos. Y en esos otros también fueron las ventanas las que me parecían
sospechosas. Barrotes de hierro las protegían. Y aunque la distancia de unos a otros
fuera tan pequeña que, en ningún caso, nadie hubiese podido pasar por entre ellos,
siempre estaba pendiente, sin mostrarlo, de los malhechores y criminales que en el
interior estaban presos, como yo mismo me sugería. En aquel entonces no sabía que
eran solamente coches que transportaban expedientes, aunque por eso los comprendía
mejor aún como depósitos sofocantes de la desgracia. De cuando en cuando me
entretenía también el Canal en el que las aguas fluían oscuras y lentas, como si se
tratasen de tú a tú con toda la tristeza del mundo. Inútilmente cada uno de los muchos
puentes estaba desposado con la muerte por el aro de un salvavidas. Siempre que los
pasaba los encontré vírgenes, y al fin, aprendí a contentarme con las tablas que
muestran los esfuerzos para reanimar a los ahogados. No obstante, tales luchas me
resultaron tan indiferentes como los guerreros del Museo de Pergamon. De esta
manera la desgracia rondaba por doquier; la ciudad y yo la hubiésemos acogido
dulcemente, pero no se dejaba ver por ninguna parte. Si al menos hubiese podido
mirar a través de las contraventanas firmemente cerradas del Hospital de Santa Isabel.
Me había dado cuenta, cuando pasaba por la calle de Lützow, que algunas ventanas
estaban cerradas en pleno día. A mi pregunta, se me había dicho que en aquellas
habitaciones estaban los «enfermos de gravedad». Desde entonces, siempre miraba
hacia ellas. Puede que los judíos, cuando oyeran hablar del Ángel de la Muerte que
con su dedo señalaba las casas de los egipcios cuyos primogénitos debían morir, se
figurasen estas casas con el mismo horror que yo las ventanas que permanecían
cerradas. Pero ¿en realidad el Ángel de la Muerte llevaba a cabo su cometido? ¿O tal
vez las contraventanas se abrirían un buen día y el enfermo de gravedad
convaleciente se asomaría por la ventana? ¿Acaso no hubiera gustado ayudar a la
Muerte, al fuego o simplemente al granizo que golpeaba los cristales de mi ventana,
sin romperlos jamás?
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Y resulta asombroso que, cuando, por fin, se presentaron la desgracia y el crimen,
la experiencia aniquiló todo lo que lleva consigo, incluso el umbral entre la Muerte y
la Realidad. Por ello no recuerdo si procede de un sueño o si tan sólo se repetía con
frecuencia en el mismo. En todo caso, estaba presente en el momento de tocar la
«cadena». «No olvides poner la cadena», me decían, cuando se me permitía abrir la
puerta. El miedo al pie que se coloca en la puerta me ha acompañado toda mi
infancia. Y en medio de los temores se expande, infinito como un tormento infernal,
el horror que sentí sólo porque la cadena evidentemente no estaba puesta. En el
gabinete de trabajo de mi padre hay un señor. No viste mal y no parece notar en
absoluto la presencia de mi madre; habla como si no existiera. Mi presencia en el
cuarto de al lado le importa menos aún. El tono con el que habla resulta tal vez cortés
y en ningún caso demasiado amenazador. Más temible es el silencio cuando se calla.
En la casa no hay teléfono. La vida de mi padre pende de un hilo. Tal vez no lo sabe,
y al levantarse del secreter, que ni siquiera tuvo tiempo de abandonar para echar al
señor que se había colado y se había instalado, éste se le adelantará, echará la llave y
se quedará con ella. A mi padre se le corta la retirada, y con mi madre, el otro no
tiene problemas. Lo terrible es que le haga caso omiso como si ella cooperara con él,
el asesino y chantajista. Pero como esta tribulación de las más tenebrosas también
pasó sin darme la solución del enigma, siempre he comprendido a aquellos que
corren para acogerse al primer avisador de incendios que encuentran. Estos están en
las calles como altares, ante los cuales se hacen votos a la Diosa de la Desgracia. Me
imaginaba que para uno de esos valientes, más excitante que la llegada del coche de
bomberos debía de ser el momento en el que, siendo el único transeúnte, oyera tocar,
aún lejos, la alarma. Era como si este lugar tuviera que realizar todavía un largo
trabajo antes de que pudiera parar el coche. No obstante, en estos momentos se
disfrutaba de la mejor parte de la catástrofe, ya que en el supuesto de que se llegara a
tiempo a una de ellas no se veía nada. Era como si la ciudad cuidara celosamente de
aquellas raras llamas, nutriéndolas en las profundidades de un patio o en el entramado
del tejado, envidiando a todo el mundo la vista de las aves candentes y magníficas
que venía criando. Y aunque los bomberos salieran de cuando en cuando del interior,
no parecían ser merecedores del espectáculo que debía de llenarles. Sólo los mirones
estaban atentos a todo. Si luego se presentaba una segunda brigada de bomberos, con
mangueras, escaleras y coche cisterna, parecía caer en la misma rutina, tras las
primeras maniobras apresuradas, y los refuerzos, con casco, parecían ser más los
guardianes de un fuego invisible que sus enemigos. Por lo general, no llegaban más
coches; al contrario, de repente se notaba que incluso los policías se habían ido uno
tras otro y que el fuego estaba apagado. No había quien quisiese confirmar que había
sido intencionado.
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Logias
Al igual que la madre coloca a su pecho al recién nacido sin despertarlo, así trata
la vida por algún tiempo los tiernos recuerdos de la infancia. Nada fortalecía más los
míos que la vista de los patios, una de cuyas logias, sombreada en verano por las
marquesinas, fue mi cuna, donde la ciudad puso al nuevo ciudadano. Puede que las
cariátides que soportaban las logias del piso de arriba abandonaran su sitio por un
instante para cantar junto a esta cuna una nana que no contenía casi nada de lo que
me esperaba más tarde; en cambio incluía el vaticinio por el que el aire de los patios
habría de tener siempre un efecto embriagador sobre mí. Creo que algo del elemento
adicional de este aire envolvía aún los viñedos de Capri, donde tenía abrazada a la
amada; y es este mismo aire en el que aparecen las imágenes y alegorías que dominan
mis pensamientos, como las cariátides de las logias reinan sobre los patios del Oeste
de Berlín. El compás del ferrocarril metropolitano y el sacudir de las alfombras me
arrullaban. Era el cobijo donde se formaban mis sueños. Primero los informes, en los
que se mezclaban tal vez el fluir de las aguas y el olor a leche; luego los largos y
enredados sueños de viajes y de la lluvia, y, finalmente, sueños más concretos del
próximo juego de las canicas en el Zoológico o de la excursión del domingo. La
primavera hacía nacer aquí los primeros brotes delante de la fachada posterior gris, y
cuando, avanzando el año, un techo de hojas cubierto de polvo rozaba mil veces al
día el muro de la casa, el roce me daba unas lecciones a las que aún no era capaz de
seguir. Todo el patio me servía de aviso. Cuántos mensajes no había en el alboroto de
las persianas verdes que se levantaban, y cuántas malas noticias dejaba yo
discretamente sin abrir en el escándalo de las cortinas corredizas que caían
estrepitosamente al anochecer.
Lo que más hondamente me afectaba era el lugar del patio donde se encontraba el
árbol. Habían dejado abierta una parte del pavimento, en el que estaba hincado un
ancho aro de hierro. Le atravesaban unas barras, de tal modo que formaban una reja
por encima de la tierra desnuda. Me parecía que no la tenían cercada inútilmente; y a
veces reflexionaba sobre lo que pasaba en aquel hoyo del que salía el tronco. Más
tarde amplié mis indagaciones hasta la parada de los coches de punto. Los árboles allí
habían echado sus raíces de manera parecida, si bien estaban cercados además por
una estacada. Y los cocheros colgaban de las estacas sus pelerinas mientras llenaban
para el caballo el abrevadero colocado en la acera con el chorro de agua que se
llevaba los restos de heno y avena. Estas paradas, cuya tranquilidad se interrumpía
raras veces por la llegada o salida de los coches, eran para mí provincias alejadas de
mi patio.
Se podía inferir muchas cosas de las logias: el intento de entregarse al ocio del
atardecer, el deseo de anticipar la vida familiar en el campo, el afán de aprovechar el
domingo. Pero, a fin de cuentas, todo era en vano. La situación de estas piezas
cuadradas, una encima de la otra, enseñaba mejor que nada cuántos negocios
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fatigosos iba transmitiendo un día al siguiente. Cuerdas para tender la ropa corrían de
una pared a la otra; la palmera se veía tanto más desamparada por cuanto su patria ya
no era el Continente Negro, sino el salón vecino. Así lo quería la ley del lugar, al que
en otros tiempos envolvieran las ilusiones de sus habitantes. Pero antes de que cayera
en el olvido, el arte había intentado transfigurarlo a veces, fuera porque una lámpara,
un objeto o porque un jarrón chino se introdujera secretamente en su ambiente. Y, a
pesar de que las antiguallas raras veces enaltecían el lugar, las logias fueron
adquiriendo en el transcurso del tiempo un carácter arcaico. El rojo pompeyano que a
menudo recorría las paredes en forma de ancha cinta era el fondo adecuado de las
horas que se estancaban en esa soledad. El tiempo envejecía en esas sombrías piezas
que se abrían hacia el patio. Y por eso, la mañana ya era la mañana hacía mucho
tiempo, cuando la encontraba en nuestra logia, parecía ser ella misma mucho más que
en cualquier otro sitio. Lo mismo sucedía con las otras partes del día. Jamás pude
esperarlas; siempre me estaban esperando a mí. Estaban allí hacía ya tiempo, pasadas
de moda, por decirlo así, cuando por fin conseguía dar con ellas.
Más tarde descubrí de nuevo los patios desde el terraplén. Y cuando los miraba
desde lo alto del tren, las tardes sofocantes de verano, parecía que éste se había
encerrado en ellos y había abandonado el paisaje. Los geranios que se asomaban con
sus rojas flores en las jardineras le correspondían menos que los colchones rojos que
se habían colgado por la mañana sobre los antepechos para airearlos. En las noches
que seguían a esas tardes, se nos veía reunidos a veces en la logia a mí y a mis
compañeros. Nuestros asientos eran muebles de jardín de hierro que parecían
trenzados o cubiertos de junco. Y sobre los libros de bolsillo caía la luz de gas que
salía de un globo de llamas rojas y azules y en el cual zumbaba el mechero
incandescente: un círculo de lectura. El último suspiro de Romeo vagaba por nuestro
patio en busca del eco que le tenía reservado la cripta de Julieta.
Desde mi infancia las logias habían cambiado menos que otras estancias. Pero no
sólo por esto me siento todavía allegado a ellas, sino por el consuelo que emana de su
condición de inhabitables para quien apenas llega a establecerse fijo en alguna parte.
En ellas, las moradas de los berlineses tenían sus límites. Berlín, el dios de la ciudad
mismo, nace en ellas. Allí permanece fiel a sí mismo y nada efímero prevalece a su
lado. Bajo sus auspicios se encuentran y se reúnen el lugar y el tiempo. Ambos se
colocan aquí a sus pies. El niño, en cambio, que antaño fue partícipe, se encuentra en
su logia, abrazado por ese grupo como dentro de un mausoleo que hace tiempo le está
destinado.
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Pfaueninsel y Glienicke
El verano me acercaba a los Hohenzollem. En Potsdam fueron el Palacio Nuevo o
Sanssouci, el parque y Charlottenhof; en Babelsberg el palacio con sus jardines, que
eran vecinos de nuestras residencias veraniegas. La proximidad de estas creaciones
dinásticas jamás me estorbó en mis juegos, ya que me adueñaba de los lugares que
estaban a la sombra de las edificaciones regias. Se pudiera haber escrito los anales de
mi reinado, que duraba desde mi investidura, recibida de un día de verano, hasta la
restitución de mi reino al otoño. Mi existencia se agotaba por completo en las luchas
por mi territorio. El misterio que encerraba no era el que tenía que ver con un
antiemperador, sino con la Tierra misma y con los espíritus que convocaba contra mí.
Fue una tarde en la Isla de los Pavos Reales cuando sufrí una grave derrota en una de
esas luchas. Me habían dicho que buscase en el césped plumas de pavo real. Por
tratarse del lugar donde podía hallar tan fascinante trofeo, la isla me parecía más
seductora que nunca. Pero, después de haber buscado en vano lo prometido por todas
partes, me invadió tristeza, mas no el rencor contra los animales que se paseaban con
su plumaje indemne delante de las pajareras. Los hallazgos son para los niños lo que
las victorias para los adultos. Había buscado algo que me hubiera entregado y
franqueado toda la isla exclusivamente para mí. Con una sola pluma hubiese tomado
posesión de ella; y no sólo de la isla, sino de la tarde, del viaje en el transbordador
desde Sakrow: todo ello, con la pluma, hubiese sido mío exclusiva e
incontestablemente. La isla se perdió y con ella incluso la patria: la Tierra de los
Pavos Reales. Sólo entonces, antes de regresar a casa, leí en las ventanas relucientes
del patio del Palacio las imágenes que el brillo del sol colocaba en las mismas: que
hoy no debía penetrar en el interior. Sin embargo, lo mismo que entonces mi dolor no
hubiese sido tan inconsolable si no hubiese perdido con la pluma que se me escapó
una propiedad solariega, la dicha de haber aprendido en un día a montar en bicicleta
no hubiese sido tan grande si con ello no hubiese conquistado nuevos territorios.
Ocurrió en una de las pistas cubiertas y asfaltadas, donde, en el apogeo de la moda
del ciclismo, se enseñaba este arte que ahora los niños aprenden unos de otros. La
pista se encontraba en el campo cerca de Glienicke; ofrecía el mismo aspecto que los
gimnasios de Zander[13]. Evidentemente pertenecía a una época en la que el deporte y
el aire libre no eran todavía realidades inseparables en modo alguno. Las diferentes
maneras de entrenamiento aún no se habían unificado en un adiestramiento común y
corriente. Al contrario, cada una trataba celosamente de distinguirse aislándose de las
demás mediante instalaciones propias e indumentaria extravagante. Era, además,
característico de aquellos tiempos pioneros el que las excentricidades marcasen la
pauta en el deporte, y más aún en el que se practicaba aquí. Por eso se veía, a veces,
junto a bicicletas de caballeros, señoras y niños, unos artilugios cuyas ruedas
delanteras eran cuatro o cinco veces más grandes que las traseras, y las sillas en todo
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lo alto eran como asientos de acróbatas que ensayaban su número. Las piscinas
públicas disponen a menudo de secciones separadas unas de otras para nadadores y
para los que no saben nadar; en este sentido había también una diferenciación que
separaba a los que tenían que practicar sobre el asfalto de los que podían salirse de la
pista y pedalear por el jardín. Pasó algún tiempo hasta que fui promovido a este
segundo grupo. Un verano me dejaron salir. Estuve aturdido. Era un camino cubierto
de grava; los guijarros rechinaban, y por primera vez, nada me protegía del sol que
me cegaba. El asfalto había estado a la sombra y no tuvo el camino marcado y fue
cómodo. Aquí, en cambio, los peligros acechaban en cada curva. La bicicleta rodaba
de un modo espontáneo, a pesar de que no tenía el piñón libre y el camino era llano.
Tenía la sensación de que nunca jamás la había montado. Una voluntad ajena empezó
a manifestarse en el volante. Cualquier bache iba a hacerme perder el equilibrio. Hace
tiempo que había olvidado caer, y ahora sucedía que la fuerza de gravitación hacía
valer sus derechos, a los que había renunciado durante años. Tras una pequeña
subida, el camino bajaba de repente; la elevación que me hizo descender del altillo se
deshizo en una nube de polvo y de guijarros. Al pasar a toda prisa, las ramas me
rozaban la cara, y cuando estuve a punto de perder toda esperanza en poder parar, me
sonrió la suave subida de una entrada. El corazón me palpitaba, pero con todo el
empuje que me había dado la cuesta que acababa de dejar atrás, me metí, subido en la
bicicleta, en la sombra de la pista. Cuando eché pie a tierra estaba seguro de que en
este verano Kohlhasenbrück con su estación, el lago de Griebnitz con sus pabellones
abovedados que, bajando, conducían a los embarcaderos, el palacio de Babelsberg
con sus graves almenas y las cabañas ahumadas de Glienicke me habían caído en
suerte con la misma facilidad que ducados y reinos caen por enlaces matrimoniales en
los bienes alodiales del emperador.
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La luna
La luz que fluye de la luna no va dirigida al escenario de nuestra existencia
diurna. El espacio que ilumina de una manera incierta parece ser el de una antitierra o
de una tierra vecina. Ya no es aquélla a la que la luna sigue como su satélite, sino la
que ella misma transformó en satélite de la luna. Su ancho seno, cuyo hálito fue el
tiempo, ya no se mueve; por fin, la creación ha retornado a su origen y puede cubrirse
de nuevo con el velo de viuda que el día le había arrancado. Me lo dio a entender el
pálido rayo que penetró por la persiana de mi cuarto. Mi sueño resultó intranquilo. La
luna lo cortaba con su ir y venir. Cuando estaba en mi habitación yo quedaba
desalojado, pues no parecía querer albergar a nadie sino a ella.
Lo primero sobre lo que recayó mi mirada fue en las dos jofainas de color crema
del lavabo. Durante el día jamás se me ocurrió reparar en ellas. En cambio, a la luz de
la luna me disgustaba la franja azul que trazaba la parte superior del lavabo.
Aparentaba como un tejido que se entrelazaba en un ribete. Y, en efecto, el borde del
lavabo estaba plisado como una golilla. Gruesas jarras reposaban en el centro, entre
ambas jofainas, de la misma porcelana y con el mismo ornamento floral. Tintineaban
cuando me levantaba de la cama, y este tintineo continuaba sobre el tablero de
mármol del tocador alcanzando platillos, tarros, vasos y garrafas. Sin embargo, por
muy alegre que me volviese al escuchar en el ambiente nocturno una señal de vida,
aunque no fuera más que el eco de la mía, no era sino una señal poco segura que, cual
falso amigo, acechaba para engañarme en el momento que menos lo esperaba.
Ocurría cuando alzaba con la mano la garrafa para llenar el vaso de agua. El glogló
del agua, el ruido que hacía al dejar primero la garrafa y luego el vaso, todo llegaba a
mi oído en forma de eco. Pues el pasado parecía tener ya ocupados todos los rincones
de aquella tierra satélite en la que me encontraba desplazado. Así, cada sonido y cada
momento venía a mi encuentro como su propia sombra. Y después de sufrirlo durante
un rato, me acercaba a mi cama lleno del temor de encontrarme a mí mismo estirado
en la misma.
El miedo sólo se me pasaba del todo cuando volvía a sentir el colchón con mi
espalda. Luego me dormía. La luz de la luna avanzaba lentamente para salir de mi
cuarto. Y a menudo, ya estaba a oscuras, cuando volvía a despertarme una segunda o
una tercera vez. Era primero la manola que tenía que cobrar ánimo para asomarse por
el borde de la trinchera del sueño, en la que había encontrado protección de las
ensoñaciones. Y, al igual que después de un combate uno es alcanzado por una
granada no estallada, la mano seguía esperando sucumbir en el camino a un sueño
retrasado. Luego que la luz flameante le alentase a ella y a mí mismo, se vio que nada
subsistía del mundo, sino una única y tenaz pregunta. Puede que esta pregunta
estuviese en los pliegues de la cortina que colgaba delante de mi puerta para apartar
los ruidos. Puede que no fuera sino un residuo de muchas noches pasadas. Y puede
ser, por fin, que fuera la otra cara de lo extraño que la luna me infundía. Era la
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siguiente: ¿por qué había algo en el mundo, por qué existía el mundo? Con asombro
me di cuenta que nada en él me podía obligar a pensar en el mundo. Su no existencia
no se me hubiera ofrecido más dudosa que su existencia, que parecía guiñar a la no
existencia. La luna tenía un juego fácil con este existir.
Mi infancia casi había quedado atrás cuando parecía resuelta a reivindicar el
derecho sobre la tierra y su semblante diurno, que antes sólo había reclamado durante
la noche. En lo alto del horizonte, grande, pero pálida, así estuvo en el cielo de un
sueño encima de las calles de Berlín. Aún era de día. Los míos me rodearon, un poco
rígidos, como en una daguerrotipia. Sólo faltaba mi hermana. ¿Dónde está Dora?, oía
decir a mi madre. La luna llena que había estado en el cielo, de repente había ido
creciendo. Aproximándose más y más despedazó al planeta. El parapeto del balcón
de hierro donde nos habíamos sentado todos, encima de la calle, se hizo pedazos y los
cuerpos que lo habían poblado se desintegraron rápidamente por todas partes. Todo lo
absorbió el embudo que la luna formó con su llegada. No había esperanza de que
nada lo atravesara sin ser transformado. Sentí cómo reconocía «si ahora existe el
dolor, no hay Dios», y recogí, al mismo tiempo, lo que quería salvar. Lo metí todo en
un verso. Era mi despedida. «¡Oh, estrella y flor, espíritu y forma, amor, sufrimiento
y tiempo y eternidad!». Sin embargo, ya estaba despierto, cuando traté de entregarme
a estas palabras. Y sólo entonces, el espanto, con el que la luna acababa de cubrirme,
parecía anidar en mí para siempre y sin esperanza. Pues a diferencia de otros, este
despertar no fijó su meta al sueño, sino que me descubrió que la había fallado y que
el gobierno de la luna, que había experimentado siendo niño, fracasó hasta otro evo.
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El hombrecillo jorobado
Cuando era pequeño me gustaba mirar durante los paseos por aquellas rejas
horizontales que permitían colocarse delante de un escaparate incluso cuando se abría
el escotillón que servía para proporcionar un poco de luz y aire a los tragaluces que se
encontraban en las profundidades. Los tragaluces no daban afuera, sino, antes bien, a
lo subterráneo. De ahí la curiosidad por mirar por entre los barrotes de cada reja que
iba pisando, para quedarme con la vista de un canario, de una lámpara o de uno de los
moradores. No siempre era posible. Si de día lo intentaba en vano, podía ocurrir lo
contrario por las noches, y era preso por miradas que me apuntaban. Gnomos con
caperuzas las lanzaban. Pero apenas me había asustado hasta los tuétanos, cuando ya
desaparecían. Para mí no había ninguna diferencia estricta entre el mundo que
animaba esas ventanas durante el día y el otro que por las noches me asaltaba en mis
sueños. Por eso supe enseguida a qué atenerme cuando encontré en mi Libro para
niños, de Georg Scherer, el pasaje que decía:
Conocía a esa pandilla que se empeñaba en hacer daño y travesuras; no tenía nada
de extraño que se sintiera en el sótano como en su casa. Eran «gentuza». Pensándolo,
recordaba enseguida los dos compinches del cuento que al anochecer topan con el
gallo y la gallina; me refiero al alfiler y a la aguja de coser, que gritan que «pronto
estaría oscuro como boca de lobo[14]». Lo que hicieron luego con el posadero que los
acogió les parecería una broma tan sólo. A mí me producía horror. El jorobado era de
la misma casta. Sólo ahora sé cuál era su nombre. Mi madre me lo reveló sin saberlo.
«El Torpe» te envía saludos, decía cuando había roto algo o me había caído. Y ahora
comprendo de qué hablaba. Hablaba del hombrecillo jorobado que me había mirado.
A quien este hombrecillo mira, no pone atención, ni en sí mismo ni tampoco en el
hombrecillo. Se encuentra sobresaltado ante un montón de pedazos:
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Llevaba las de perder, donde apareciera. Las cosas se sustraían, hasta que,
pasando el tiempo, el jardín se hubiera convertido en jardincillo, mi cuarto en un
cuartito y el banco en un banquillo. Se encogían y parecía que les crecía una joroba
que las incorporaba por largo tiempo al mundo del hombrecillo. El hombrecillo se me
adelantaba a todas partes. Atento, me atajaba el paso. Por lo demás, no me hacía
nada, este genio protector gris, sino recaudar de cualquier cosa que tocaba el tributo
del olvido:
Así encontré al hombrecillo muchas veces. Sin embargo, jamás lo vi. En cambio
él me veía, y tanto más claro cuanto menos veía yo de mí mismo. Pienso que eso de
«toda la vida» que dicen pasa ante los ojos del moribundo se compone de las
imágenes que el hombrecillo tiene de todos nosotros. Pasan corriendo como esas
hojas de los libritos de encuadernación prieta que fueron los precursores de nuestros
cinematógrafos. Con una ligera presión, el pulgar pasaba por el canto; entonces
aparecían por segundos unas imágenes que apenas se diferenciaban las unas de las
otras. En su fugaz decurso se podía reconocer al boxeador en su faena y al nadador
luchando con las olas. El hombrecillo tiene también imágenes de mí. Me vio en el
escondrijo, delante de la piscina de la nutria, en la mañana de invierno, en el teléfono
del pasillo, en el Brauhausberg con las mariposas, en el patinadero, con las charangas,
delante del costurero, inclinado sobre mi cajón, en el Blumeshof y cuando estaba
enfermo en la cama, en Glienicke y en la estación del ferrocarril. Ha terminado su
labor. Sin embargo, su voz, que recuerda el zumbar de la mecha del gas, me sigue
murmurando más allá del fin del siglo las palabras: «Hijo mío, te lo ruego, reza
también por el hombrecillo».
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Epílogo
Walter Benjamin nació en Berlín y vivió allí hasta su emigración, largos viajes y
prolongados períodos de ausencia en París, en Capri, en las islas Baleares no
hicieron que la ciudad le perdiera. Nadie mejor que él conocía a fondo sus barrios;
los nombres de sus lugares y calles le eran tan familiares como los del Génesis. Hijo
de una antigua familia judía de Berlín —y de un anticuario—, aún la falta de
tradición de la capital de la Alemania moderna le parecía desde siempre abonada
por tradición: lo más reciente como parangón de lo más antiguo.
Infancia en Berlín fue escrita a principios de los años treinta. Pertenece al ámbito
de aquella protohistoria de «lo moderno», a la que Benjamin se dedicó afanosamente
durante los últimos quince años de su vida, y constituye el contrapeso de los ingentes
materiales que reunía para la obra proyectada sobre los Pasajes de París. Los
arquetipos históricos que quiso desarrollar en la misma, desde su origen pragmático
social y filosófico, destellarían en el libro sobre Berlín, ante lo espontáneo del
recuerdo, con la fuerza del dolor por lo irrecuperable que, una vez perdido, cuaja en
la alegoría del propio ocaso.
Pues las imágenes que trae a una extraña proximidad no son ni idílicas ni
contemplativas. Sobre ellas se proyecta la sombra del Reich de Hitler. Como en
sueños enlazan el horror del mismo con el pasado. Con pánico terror, el ingenio
burgués se descubre a sí mismo —como ilusión— en el «aura» de su propio pasado
biográfico, que se desmorona. Es significativo que Benjamin no llegara a ver
publicado el libro en su conjunto, que por los apuros económicos sufridos durante
los primeros años de la emigración tuviera que ceder muchos de los capítulos a
periódicos, principalmente al Frankfurter Zeitung y al Vossische Zeitung, para que
fueran publicados por separado y, a menudo, bajo seudónimo.
No llegó a fijar el orden; éste varía según los diferentes manuscritos. No
obstante, «El hombrecillo jorobado» debe estar al final. Si la figura de éste recoge lo
que se perdió para siempre, la del narrador se parece a Rumpelstifchen[15], que sólo
puede vivir mientras nadie sepa cómo se llama y es él mismo quien nos revela su
nombre. El ambiente de los escenarios que empieza a tomar vida en el relato de
Benjamin es mortífero. Sobre ellos cae la mirada del condenado, y como condenados
los percibe. Las ruinas de Berlín responden a las inervaciones que influyen sobre la
ciudad hacia 1900.
Sin embargo, el ambiente mortífero es el del cuento, lo mismo que
Rumpelstilzchen, que se ríe a socapa, pertenece al cuento y no al mito. Incluso en las
miniaturas delicadas y siniestras, Benjamin seguía siendo el custodio de la Filosofía,
el príncipe de los duendes. Como un consuelo, el estallido de la desesperación
descubre el país de las hadas, del cual se habla en una poesía apócrifa y atribuida a
Hölderlin. Suena como el escrito de Benjamin, y él le tomó cariño:
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Con rosas envuelven
la vida de los mortales
las hadas generosas;
se mueven y obran
en miles de formas,
ya feas, ya bellas.
Allí donde mandan
todo es risa, con flores
y verdor de esmaltes.
Su aula de topacios
soberbios adornos
tiene de vasos de diamantes.
Los aromas de Ceilán
perfuman, eternos,
los aires de los jardines.
Las sendas, no de arena
sino de perlas, están cubiertas,
como suelen en estas tierras.
Desde Salomón, no llegó
al fantástico reino
ningún aeronauta.
Esto, en confianza, según figuras
en tumbas de momias,
me dijo un silfo.
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WALTER BENJAMIN (Berlín, 15 de julio de 1892 – Portbou, 27 de septiembre de
1940) fue un filósofo, crítico literario, crítico social, traductor, locutor de radio y
ensayista alemán. Su pensamiento recoge elementos del Idealismo alemán o el
Romanticismo, del materialismo histórico y del misticismo judío que le permitirán
hacer contribuciones perdurables e influyentes en la teoría estética y el Marxismo
occidental. Su pensamiento se asocia con la Escuela de Frankfurt.
Con la llegada del nazismo a Alemania y la posterior persecución de judíos y
marxistas, abandonó Berlín para siempre y se trasladó a Ibiza, Niza, y finalmente a
París.
Walter Benjamin murió el 26 o 27 de septiembre de 1940 en Portbou, (España), tras
ingerir una dosis letal de morfina en un hotel de la localidad fronteriza pirenaica,
después de que el grupo de refugiados judíos que integraba fuera interceptado por la
policía española cuando intentaba salir de Francia.
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Notas
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[1] Distrito de Berlín. (N. del T.) <<
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[2]Juego de palabras entre el nombre de la estación y anbalten (parar[se]). — Halt
(parada). (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 77
[3] Peter Schlemihl, protagonista de la narración La maravillosa historia de Prier
Schlemihl, de Adalbert O. Chamisso, que vende su sombra por dinero, causando por
ello el horror y el desprecio entre los hombres. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 78
[4] Biedermeier: época del romanticismo burgués (1815-1848). (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 79
[5]En el original, el apellido de la profesora es Pufahl Por razones obvias, hubo que
cambiarlo por el de Prudem, cuyas letras proporcionan el suficiente número de
sinónimos aliterados que pide el contexto. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 80
[6]En el texto original el juego de equívocos se produce por la equiparación de la
palabra Kupferstich (grabado) con Kopfverstich, que no tiene ningún significado real,
a no ser, en todo caso, el de «sacar la cabeza». (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 81
[7] Lago legendario de la Selva Negra. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 82
[8] El más peligroso de los demonios de la mitología nórdica. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 83
[9] Lago de Tiergarten. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 84
[10]Alude al cuento recogido por los hermanos Grimm, cuyo título en español es «La
hija de la Virgen»; véase Cuentos completos de los Hermanos Grimm Traducción
directa del alemán por Francisco Payaroles. Revisión y prólogo por Eduardo Valentí.
Barcelona, Editorial Labor, 1957, págs. 7-11. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 85
[11]El juego de palabras en el texto original consiste en que «gnadige Frau» (señora),
con la pronunciación descuidada del habla cotidiana, se convierte en «na Frau». que,
a su vez, es fonéticamente idéntico a «Nahfrau» (costurera, sastra). (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 86
[12]«El más extraño bastardo que la prehistoria haya engendrado en Kafka mediante
la culpa es Odradek», escribe W. Benjamin en Angelus Novus [Barcelona], Edhasa,
1971, página 117. El autor se refiere al relato de Kafka. Las preocupaciones de un
padre de familia de la colección Un Médico Rural, donde se lee «A primera vista
[Odradek] parece un carrete de hilo, chato, con forma de estrella; y es que, en
realidad, parece estar cubierto de hilos; claro que se trata solamente de hilos
entremezclados, viejos, anudados unos con otros, pero hay también, entremezclados y
anudados, hilos de otros tipos y colores. Pero no es simplemente un carrete, sino que
del centro de la estrella emerge perpendicular un pequeño palito, y a éste se le agrega
otro de ángulo recto. Con este último palito por un lado, y uno de los rayos de la
estrella por el otro, el todo puede estarse derecho, como sobre dos patas. (…).
[Odradek] se aloja, según los casos, en desvanes, escaleras, corredores, vestíbulos».
Para Benjamin, «es la forma que las cosas asumen en el olvido. Se deforman, se
vuelven irreconocibles. Tal es “la preocupación del padre”, de quien nadie sabe qué
es». (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 87
[13]
Institutos de gimnasia terapéutica en los que se aplicaban los métodos del médico
sueco Gustaf Zander. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 88
[14]Lumpengesindel es el título del cuento que en la traducción española se llama
Gentuza. Sus protagonistas son el gallo y la gallina, así como el alfiler y la aguja de
coser. Véase Cuentos completos, edición citada, pigs. 45-47. <<
www.lectulandia.com - Página 89
[15]Rumpelstilzchen es el protagonista del cuento al que da título. En español se
llama «La hija del molinero». Véase Cuentos completos, edición citada, págs. 575-
577. (N. del T.) <<
www.lectulandia.com - Página 90