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Hesse Hermann - Knulp

El documento presenta la llegada de Knulp, un vagabundo, a la casa de su viejo amigo Emilio Rothfuss, un peletero. Knulp es recibido calurosamente por Emilio y su esposa a pesar de llegar tarde en la noche y bajo la lluvia. Cenan y conversan amigablemente, aunque la esposa parece un poco incómoda al principio. Knulp acepta la oferta de Emilio de quedarse con ellos por un tiempo.

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Hesse Hermann - Knulp

El documento presenta la llegada de Knulp, un vagabundo, a la casa de su viejo amigo Emilio Rothfuss, un peletero. Knulp es recibido calurosamente por Emilio y su esposa a pesar de llegar tarde en la noche y bajo la lluvia. Cenan y conversan amigablemente, aunque la esposa parece un poco incómoda al principio. Knulp acepta la oferta de Emilio de quedarse con ellos por un tiempo.

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Knulp

Hermann Hesse

Introducción a la primavera

A principios del año noventa nuestro amigo Knulp


hubo de pasar varias semanas en el hospital y cuando
fue dado de alta -a mediados de febrero- hacía un
tiempo infernal, de suerte que a los pocos días de
andar por la calle volvió a sentirse un poco febril
y tuvo que permanecer en algún cobijo. Nunca le
faltaron amigos y fácilmente hubiera podido lograr
una acogida amable en casi todos los pueblos de la
comarca. Mas para eso era particularmente orgulloso,
hasta el extremo de que podía considerarse que hacía
un honor si aceptaba algo de un amigo.

En aquella sazón acordóse del peletero Emilio


Rothfuss, vecino de Lachstetten. Era de noche
cuando, bajo la lluvia y el viento del Oeste llamaba
a su puerta, ya cerrada. El peletero entreabrió los
postigos de la buharda y preguntó dirigiéndose a las
tinieblas de la calleja:

—¿Quién está ahí? ¿No podía esperar a que fuese de


día?

Knulp, pese a su cansancio, se despabiló no bien


hubo oído la ~ voz del viejo amigo. Se acordó de una
cancioncilla que había hecho años atrás, durante un
viaje de cuatro semanas con Emilio, y cantó al punto
en dirección a la casa:

Un caminante se sienta

fatigado, en una venta;

y por cierto, como ves,

el hijo pródigo es.

El curtidor abrió de golpe los postigos e


inclinándose, sacó bufando parte de su humanidad
fuera de la ventana.

—¡Knulp! ¿Eres tú o un fantasma?

—¡Soy yo! -exclamó Knulp-. Pero... deberías bajar


por la escalera. ¿O es que quieres hacerlo por la
ventana?

Con alegre precipitación bajó el amigo, abrió la


puerta e iluminó el rostro del recién llegado con un
candilejo humeante, haciéndole parpadear.

—Pero, ¡pasa adentro, hombre! -profirió con


vehemencia, al tiempo que introducía a su amigo en
la casa-. Ya me contarás todo más tarde. Todavía
queda alguna cosilla para cenar y también pillarás
una cama. ¡Santo Dios, qué asco de tiempo! Por lo
menos llevarás unas buenas botas,

¿no?

Knulp le dejó preguntar y asombrarse, desarremangó


cuidadosamente sus pantalones y a través de la
oscuridad subió seguro por la escalera, a pesar de
que no había pisado la casa desde hacía cuatro años.

En el pasillo del piso alto, ante la puerta de la


habitación, se paró un momento y detuvo con la mano
al curtidor, que le invitaba a entrar:

—¡Eh, tú! -díjole al oído-, te has casado,


¿verdad?

—Cierto.

—Bien... No olvides que tu mujer no me conoce.


Puede que no le haga mucha gracia mi presencia. No
quiero molestaros.

—¡Vaya molestias! -rió Rothfuss, abrió de par en


par las puertas y empujó a Knulp dentro de la
iluminada estancia.

Sobre una amplia mesa de comedor, pendía de tres


cadenas la gran lámpara de petróleo; una tenue
humareda de tabaco flotaba en el aire y era
impulsada en finos cendales hacia el tubo de la
lámpara, en cuyo extremo se arremolinaba
atropelladamente y desaparecía. Sobre la mesa había
un periódico y una vejiga de cerdo llena de tabaco.
Del estrecho canapé que estaba junto a la pared
levantóse la joven dueña de la casa con cierta
entrecortada viveza, como si se hubiese despertado
de un sueño y no quisiera dejarlo advertir. Knulp
pestañeó unos instantes como desconcertado por
aquella luz hiriente, miró luego a la mujer a los
ojos agrisados y le dio la mano con urbano
cumplimiento.

—Aquí tienes a mi mujer -dijo el maestro


sonriendo-. Y éste es Knulp, mi amigo Knulp, ya
sabes, de quien hemos hablado varias veces.
Naturalmente será nuestro huésped y usará la cama
pequeña. Ahora está desocupada. Pero por lo pronto,
bebamos unos vasos de mosto y veamos qué podemos dar
a Knulp para comer. ¿No quedaba por ahí una
morcilla?

La mujer salió deprisa y Knulp la siguió con la


mirada.

—Un poco asustada parece -comentó en voz muy baja.


Pero Rothfuss no quiso darse por enterado.

—¿No tenéis niños? -preguntó Knulp.

En esto volvió ella. Traía el embutido en un plato


de estaño que colocó junto a la panera, en cuyo
centro había media pieza de pan moreno, con la
encentadura esmeradamente puesta hacia abajo.

Al rededor de su borde, una inscripción tallada


permitía leer: "El pan nuestro de cada día dánosle
hoy."

—¿Sabes, Lis, lo que me acaba de preguntar Knulp?

—¡Déjalo! -intentó defenderse éste. Y volviéndose a


ella sonriente dijo-: ¡Oh, he sido demasiado
atrevido, señora!

Pero Rothfuss no le dejó continuar:


—Ha preguntado que si no tenemos hijos.

—¡Bah! -prorrumpió ella riendo y salió otra vez


apresuradamente.

—¿No los tenéis? -preguntó Knulp cuando ella hubo


salido.

—No, aún no. Ella se ha tomado algún tiempo, ya


sabes, y para el primer año es mejor así. Pero ve
comiendo y que te aproveche.

En aquel momento traía la mujer una jarra de fina


loza azul con sidra y sirvió acto seguido tres vasos
llenos. Hízolo con destreza. Knulp la miró y sonrió.

—¡A tu salud, viejo amigo! -exclamó el menestral,


levantando el vaso hacia Knulp. Pero éste, galante,
dijo:

—¡Primero las damas! ¡A su preciosa salud, señora


ama! ¡A la tuya, patrón!

Chocaron sus vasos, bebieron y Rothfuss en tanto,


radiante de satisfacción, hacía guiños a su mujer
como preguntándole si había notado los fantásticos
modales de su amigo.

Pero ella ya los había observado hacía un buen


rato.

—Mírale—dijo—. El señor Knulp es más atento que tú


y sabe lo que son cumplidos.

—¡Oh, por favor! -murmuró el huésped-. Todos


conservamos esas cosas como las hemos aprendido, ni
más ni menos. En lo que toca a modales, puede usted
apabullarme fácilmente, señora ama. ¡con qué
perfección nos ha atendido, como en el mejor hotel!

—En efecto -rió el maestro—, eso lo aprendió bien.


—¡Ah! ¿Si? ¿Y dónde? ¿Es acaso hotelero su señor
padre?

—No, falleció hace tiempo; apenas le conocí. Pero


he estado un par de años sirviendo en la hostería
del Buey. No sé si usted la conoce.

—¿Del Buey? Antes era la mejor hospedería de


Lachstet -alabó Knulp.

—Y lo es todavía, ¿verdad, Emilio? Casi todos los


huéspedes eran viajantes y turistas.

—Lo creo, señora ama. ¡Seguro que allí habría


vivido a su gusto y obtenido buenas ganancias! Pero
siempre es mejor gobernar la casa propia, ¿no es
así?

Despacio y con delectación fue extendiendo Knulp


la pastosa morcilla en el pan. Puso el limpio
pellejo sobrante sobre el borde del plato y de
cuando en cuando se echaba un trago de la excelente
sidra dorada.

El patrón miraba con agrado y respeto cómo lo


hacía todo con sus esbeltas y finas manos, tan
pulcra y juguetonamente; también la mujer le
observaba con placer.

—Pero no tienes muy buen aspecto empezó a


reprocharle Emilio a continuación.

Y ahora Knulp tendría que confesar que últimamente


las cosas le habían ido mal y que había estado en el
sanatorio. Sin embargo, se reservó todos estos
detalles penosos. Cuando su amigo le hizo preguntas
al respecto—lo cual esperaba desde un principio—, y
después de ha berle sido ofrecidos cordíalmente mesa
y lecho por tiempo indefinido —cosa que en realidad
de verdad era lo que Knulp esperaba y con lo que
había contado—, esquivó no obstante la respuesta en
un acceso de encogimiento, dio las gracias
evasivamente y aplazó el coloquio sobre tal punto
para más adelante.

—Mañana o pasado podríamos hablar de ello -insinuó


con desidia-, los días, a Dios gracias, no se van a
acabar, y en último caso, puedo quedarme aquí una
temporadita.

No le gustaba hacer planes ni promesas a largo


plazo. Si no podía disponer de los días venideros a
su pleno albedrío, no se sentía cómodo.

—En el caso de que efectivamente deba quedarme


aquí por una temporada—prosiguió entonces—, será
menester que me admitas como obrero tuyo.

—¡De ningún modo! -el maestro soltó una carcajada-


. ¡Tú obrero mío! Además no entiendes una palabra de
peletería.

—No importa, compréndelo. No me interesa la


peletería, aun cuando debe de ser un bonito oficio,
y carezco de aptitudes para el trabajo. Pero a mi
diario de viaje le vendrá bien, créeme. Y además mi
pobre bolsillo de enfermo irá medrando.

—¿Podría echar un vistazo a tu diario?

Knulp hurgó en el bolsillo interior de su traje


casi nuevo y extrajo el objeto, limpiamente
protegido por una funda de hule.

El peletero lo miró y rióse:

—¡Siempre impecable! Se diría que hubieses salido


de viaje hoy mismo de la casa de tu madre.

Estudió luego los asientos y sellos y accionó con


la cabeza, profundamente admirado:
—¡Bueno, esto sí que es orden! ¡Qué elegante eres
conservando todas tus cosas!

Llevar en regla el diario de viaje constituía una


verdadera pasión de Knulp. Dentro de su
irreprochabilidad, significaba ello una algodonosa
ficción o poesía; las inscripciones oficialmente
visadas insinuaban claramente gloriosas etapas de
una vida honorable y activa, ~ que tan sólo parecía
resaltar la afición a los viajes a través de
frecuentes cambios de residencia; con aquel vivir a
pasos oficialmente certificados, y merced a cien
artificios, arrogábase Knulp una existencia
aparencial pendiente a menudo de un hilo—, y aun
cuando en estricta realidad pocas cosas prohibidas
hacía, como vagabundo sin modo llevaba una vida baja
y al margen de leyes. Naturalmente había de serle
difícil afianzar el éxito de su linda fábula y
continuar sin ser molestado: no todos los guardias
iban a ser benévolos con él. Solían dejarle en paz
dentro de las posibilidades viendo en él un hombre
jovial y entretenido, cuya superioridad de espíritu
y seriedad apreciaban. No tenía antecedentes penales
(poco le faltaba para ello), ni se le pudo probar
hurto o mendicidad; además tenía por doquier amigos
respetables. Así se le dejaba pasar, un poco al modo
como se permite compartir la vida casera a un bonito
gato al que todos parecen tolerar con indulgencia,
en tanto que él, indolente pasea una existencia
descuidadamente elegante y opíparamente señorial, en
medio de los hombres afanosos y llenos de agobio.

—Pero... ya estarías hace tiempo en la cama si no


hubiera venido yo -exclamó Knulp.

Knulp, mientras, recogía sus papeles. Levantóse y


dirigió un saludo a la patrona.

—Vente, Rothfuss, y enséñame dónde está mi lecho.


Acompañóle el artesano con una lámpara por la
angosta escalera arriba hasta la buhardilla y le
señaló el cuarto del ayudante. En él se veía el
vacío armazón de hierro de una cama arrimado a la
pared y al lado otra de madera provista de sábanas.

—¿Quieres un calentador? -preguntó paternalmente


el anfitrión.

—¡No faltaba más! -bromeó Knulp-. Por supuesto,


maese no lo precisa, porque tiene una linda
mujercita.

—En efecto -manifestó acucioso Rothfuss-, hete


aquí en el lecho de un obrero, en la buhardilla—y
otras muchas veces en otro peor—e incluso en
ocasiones sin lecho alguno y teniendo que dormir en
el heno. Uno, en cambio, tiene un negocio y casa y
una esposa guapa. Pues bien; tú hace tiempo que
podrías ya haber llegado a maestro y a más que yo,
con sólo habértelo propuesto.

Knulp, entre tanto, habíase desvestido a toda


prisa y tiritando, se metió entre las frías sábanas.

—Y ¿sabes qué más te digo?

—Estoy cómodo y te escucho.

—Que he hablado en serio, Knulp.

—También yo, Rothfuss; pero no debes pensar que el


matrimonio es un invento tuyo. Así que

¡buenas noches! .

Al día siguiente se quedó Knulp en la cama.


Sentíase aún algo débil y hacía un tiempo tal que
con dificultad habría podido salir de casa. Al
peletero, que se presentó en el cuarto por la
mañana, le rogó que le dejase descansar y que a
mediodía no le trajesen más que un plato de sopa.

Así estuvo echado todo el día, en la penumbra de


la alcoba, tranquilo y contento; notó cómo le iban
desapareciendo el frío y el cansancio y se abandonó
con placer a una cálidá sensación de seguridad.
Escuchó el asiduo golpetear de la lluvia sobre el
tejado y el correr del viento austral, blando,
inquieto, a ráfagas caprichosas. Alternaba estas
atenciones con algún sueño de media hora o lectura -
mientras la claridad fue bastante- de su biblioteca
de viaje. Constaba ésta de algunas cuartillas en las
que había copiado poesías y máximas y de un pequeño
legajo de recortes de periódico. También había entre
éstos algunas estampas recortadas de semanarios. Dos
de ellas eran sus predilectas y, de tanto sacarlas,
presentaban un aspecto quebrajoso y descabalado: una
representaba a la actriz Eleonora Duse y la otra
mostraba un velero en alta mar, azotado por el
viento. Por el Norte y por el mar sentía Knulp desde
la adolescencia una fuerte atracción y a menudo
había dirigido sus pasos hacia allá; en cierta
ocasión llegó hasta Brunswick. Pero, aun siendo ave
de paso que siempre venía de camino y en ningún
sitio podía parar, sentía una extraña angustia y el
amor a su patria chica invariablemente acababa por
hacerle volver en rápidas marchas hacia la Alemania
del Sur. Bien pudiera ser también que su habitual
despreocupación se evaporase en llegando a comarcas
de dialectos y costumbres extraños, donde nadie le
conocía y en las cuales le resultaba difícil seguir
llevando en regla su legendario "vademecum".

A mediodía el peletero subió sopa y pan. Pisaba


quedo y hablaba con tono apagado y medroso, pues
tenía a Knulp por enfermo, mientras que él, en
cambio, jamás había tenido que guardar cama a la luz
del día desde el tiempo de las enfermedades
infantiles. Knulp, que se encontraba muy bien, no se
tomó la molestia de comunicárselo y solamente le
aseguró que para el día siguiente ya estaría bueno y
se levantaría.

A la tarde llamaron a la puerta del cuarto. Knulp


se hallaba medio dormido y no dio contestación. La
mujer del artesano entró cautelosamente y puso una
taza de café con leche, en el lugar del plato de
sopa vacío, en la repisa, junto a la cama.

Knulp, que se había dado cuenta de su entrada,


permaneció (por cansancio o por capricho) con los
ojos cerrados y en nada dejó notar que estaba
despierto. La patrona, con el plato vacío en la
mano, lanzó una ojeada al durmiente, cuya cabeza
reposaba sobre los brazos a medio cubrir por las
mangas a cuadros azules de la camisa. Llamaba la
atención la finura de sus oscuros cabellos y la
belleza casi aniñada de su rostro libre de cuidados.
Se quedó en pie un rato y contempló al garrido mozo,
del cual tantas maravillas le había contado el
maestro. Observó sobre los cerrados ojos las espesas
cejas, la frente despejada y tersa y las mejillas
magras, pero bronceadas; la delicada boca, de rojo
pálido, y el esbelto cuello. Y todo ello le gustó, y
pensó en tiempos en que era camarera de la posada
del "Buey": en cualquier momento, bajo las
veleidades de aquella época primaveral, se había
dejado amar por un joven forastero y apuesto como
aquél. Mientras soñadora y excitada ligeramente se
inclinaba un poco hacia Knulp para verle todo el
rostro, escurrióse del plato la cuchara de estaño y
cayó al suelo. Grande fue el sobresalto de la mujer
al quebrarse el sigilo y ante la confusa
clandestinidad de la situación.

Abrió entonces Knulp los ojos pausadamente, a la


manera del que ha estado sumido en sueño profundo y
nada sabe. Volvió la cabeza e hizo visera con la
mano sobre los ojos durante un instante y dijo con
una sonrisa:
—¡Aaah, es la señora ama! ¡Y me ha traído café! Un
buen café caliente, precisamente la cosa con que
estaba soñando en este momento. Así que ¡muchas
gracias, señora Rothfuss! ¿Sobre qué hora será?

—Las cuatro -dijo ella aceleradamente-. Bébaselo


ahora, antes de que se le enfríe; después volveré
por la taza.

Dicho esto, salió aprisa como si le faltasen los


minutos. Knulp la siguió con la mirada y estuvo
escuchando cómo corría presurosa escaleras abajo.
Entornó pensativo los ojos, lanzó un suave silbo a
modo de alado donaire después de cabecear un rato y
tornóse a su café.

Pero una hora después de oscurecido, el


aburrimiento empezó a apoderarse de él; se
encontraba bien, perfectamente descansado, y sentía
deseos de volver a estar durante otro poco de tiempo
entre la gente. Con sensación de bienestar se
levantó y vistió, deslizóse silenciosamente en la
oscuridad escaleras abajo, como una marta, y se
escabulló de la casa sin ser notado. El viento
soplaba aún persistente y húmedo, procedente del
sudoeste, mas no llovía ya y en el cielo había
grandes trozos despejados.

Vagó Knulp fisgoneando por las calles vespertinas


y por la desierta plaza mayor, paróse luego ante la
puerta abierta de una herrería. Observó al aprendiz
que hacía la limpieza, inició una conversación con
el oficial y acercó las frías manos al rojo oscuro
de la fragua, cuya lumbre iba mermando. Acto seguido
hizo preguntas acerca de algunos conocidos de la
ciudad, informóse de bodas y defunciones y dejó que
el herrador le tomase por un colega; tan familiares
le eran el léxico y contraseñas de todos los
oficios.
Durante este tiempo la mujer de Rothfuss hizo la
sopa para la cena, cencerreó con los férreos aros
del reducido fogón y peló patatas. Cuando hubo hecho
todo esto y preparado la sopa sobre un débil fuego,
subió a su habitación con la lámpara de cocina y se
detuvo ante el espejo. Allí encontró lo que buscaba:
un rostro lleno, de mejillas frescas, con unos ojos
gris-azulados. Para dar mejor apariencia a sus
cabellos, se los arregló rápidamente con diestros
dedos. Después se pasó las manos recién lavadas por
el delantal, cogió la lamparilla y subió con premura
al sotabanco.

Llamó con tiento a la puerta del cuarto y después


con más fuerza, y como no recibiese respuesta, dejó
la luz en el suelo y abrió aquélla cuidadosamente
con ambas manos para que no rechinase. Entró de
puntillas, dio un paso y topó con una silla que
había junto a la cama.

—¿Está usted durmiendo? -preguntó a media voz. Y


aún repitió-: ¿Está usted durmiendo? Sólo quería
recoger la vajilla...

Como todo estaba en calma y ni siquiera se oía


respirar, alargó la mano hacia el lecho; pero en
seguida retrocedió intranquila y corrió a coger la
lámpara. Al encontrar vacío el dormitorio y la cama
cuidadosamente aderezada, incluso con las almohadas
y el edredón mullidos, se volvió corriendo a su
cocina, confusa y con una sensación de miedo y
decepción.

Media hora más tarde, cuando el peletero vino a


cenar y la cena estaba dispuesta, se puso la mujer a
pensar si debía contar al marido la visita hecha a
la buhardilla; mas le faltaron los ánimos. En esto
llegó de abajo, procedente del portal, un rumor de
pasos ligeros sobre el adoquinado corredor y por las
acodadas escaleras arriba. Apareció Knulp, quitóse
el airoso sombrero de fieltro marrón y les saludó
deseándoles buenas noches.

—¡Cómo! ¿De dónde vienes? exclamó sorprendido el


maestro—. ¿Habráse visto...? Estar enfermo y
marcharse a callejear por la noche... ¡Te has
propuesto matarte!

—Exactamente -dijo Knulp-. ¡Hola, señora Rothfuss!


Ya me e repuesto del todo. Desde la plaza del
mercado vengo oliendo su excelente sopa. ¡Ella
ahuyentará a la muerte!

Sentóse a la mesa. El dueño de la casa estaba


locuaz y se glorió de su condición casera y de su
jerarquía de maestro. Usó de bromas con su huésped y
luego le dijo en serio otra vez que debía dejar
definitivamente su perenne holganza y vagabundeo.
Knulp escuchó sin comentar y la mujer del maestro
peletero no pronunció palabra alguna. Estaba enojada
con su marido, que, al lado del simpático y cortés
Knulp parecíale grosero, y demostró al invitado la
buena opinión que le merecía correspondiéndole con
hospitalaria deferencia. Al sonar las diez dio Knulp
las buenas noches y pidió al curtidor una navaja de
afeitar.

—¡Qué limpio eres! -alabó Rothfuss al tiempo que


le entregaba la navaja-. Apenas te raspa la barba y
ya tienes que rapártela. Bueno, hombre; buenas
noches y que te mejores. -

Antes de entrar en el cuarto asomóse a la tronera


que había sobre el extremo de la escalera y echó
otro vistazo al tiempo y a las inmediaciones. Casi
no había viento y entre los tejados era de ver un
trozo de cielo negro en el que claras estrellas
refulgían con brillo húmedo.

Estaba a punto de retirar la cabeza y cerrar el


ventanillo, cuando de pronto, se iluminó una pequeña
ventana a la altura de aquél en la casa frontera.
Vio un aposento reducido y humilde, muy parecido al
suyo, por cuya puerta entraba una joven criada
llevando en la mano derecha una palmatoria de latón
provista de vela, y en la izquierda un gran Jarro de
agua que dejó en el suelo. Colocó luego la vela de
manera que alumbrase sobre el angosto catre de
servicio; éste, modesto y limpio, con un basto
cobertor rojo de lana, convidaba al sueño. Dejó el
candelero no se sabe dónde y se sentó en un baúl
bajo, pintado de verde, parco igual al que suelen
tener todas las domésticas.

Knulp, tan luego como empezó a desarrollarse


enfrente la inesperada escena, había apagado su
propia luz y en aquel momento permanecía quieto y
agachado, espiando desde su tragaluz.

La muchacha era del tipo que a él le agradaba:


tendría acaso dieciocho o diecinueve años y no era
corpulenta; su rostro era trigueño y agradable y su
cabellera espesa y oscura. Aquella dulce y
silenciosa fisonomía no parecía en manera alguna
alegre; toda su persona, así como se hallaba allí,
sentada sobre el duro baúl verde, revelaba
pesadumbre y aflicción; así que Knulp, tan conocedor
del mundo como de las muchachas, dio en la flor de
pensar que aquella joven, poco tiempo atrás, estaba
todavía con el baúl en su lejana región y ahora
sentía nostalgia. Dejó ella descansar sus manos
morenas y delgadas en el regazo; sin duda buscaba
fugaz consolación en seguir sentada todavía un rato
-antes de irse a dormir- sobre su menguada hacienda
y evocar el cuarto que tenía en su casa natal.

Tan inmóvil como ella en su alcoba, permaneció


Knulp en su ventanuco y con mirada tensa y curiosa
continuó observando aquella vida humana, pequeña y
forastera, que de una manera tan cándida guardaba
sus tiernas penas a la luz de la candela sin
sospechar que alguien pudiera avizorarla. Contempló
sus ojos pardos y animosos; tan pronto se
ensombrecían sin disimulo, como se cubrían presto
con largas pestañas. La roja luz de la bujía jugaba
con sus graciosas y morenas mejillas; Knulp detuvo
su mirar en las delgadas manos jóvenes, que estaban
como cansadas, y se resistían morosas al último y
débil esfuerzo de ir desabrochando las ropas, al
tiempo que reposaban sobre el vestido de algodón
azul oscuro.

Finalmente la doncella, con un suspiro, enderezó


la cabeza en la que las trenzas prendidas formaban
un moño a manera de nido—, miró muy pensativa y no
menos acongojada al vacío y agachóse luego a desatar
los cordones de sus zapatos.

Hubiérase retirado Knulp de allí a disgusto, por


más que le pareciese incorrecto y casi cruel
quedarse mirando cómo se desnudaba la pobre
criatura. Habría preferido llamarla para charlar un
poco con ella y, con algún chiste, haberla hecho ir
a la cama más contenta. Pero temía que se asustara y
apagase inmediatamente la luz si la llamaba. En vez
de esto comenzó entonces a poner en práctica una de
sus muchas pequeñas habilidades. Empezó a silbar con
infinita delicadeza y dulzura—como si el sonido
proviniese de la lejanía—; silbó la melodía "Ya gira
la rueda del molino en el frescor de la profundidad.
Tan suave y encantadora le salió, que la moza estuvo
escuchando un rato sin acertar a comprender qué son
fuese aquél, y sólo al llegar la tercera estrofa se
fue levantando lentamente, se puso en pie y se asomó
a la ventana para seguir escuchando. Sacó la cabeza
y estuvo oyendo con atención el distante y tenue
silbido de Knulp. Llevó el ritmo de la música con
la cabeza durante un par de compases, alzó la vista
de repente y cayó en la cuenta de dónde salía la
canción.

—¿Hay alguien ahí enfrente? -preguntó a media voz.


—Un simple obrero curtidor -fue la respuesta, en
voz ligeramente apagada—. No quisiera molestar a la
señorita en su sueño. Vi que tenía un poquito de
morriña y me puse a silbar una canción también sé
cosas alegres. ¿Eres también forastera, chica?

—Soy de la Selva Negra.

—¡Vaya, de la Selva Negra! Yo también, así que


somos paisanos. ¿Qué te parece Lachstetten? A mí no
me gusta ni pizca.

—¡Oh, no puedo decir nada todavía! Sólo llevo aquí


ocho días. Pero tampoco me acaba de gustar por
ahora. Usted lleva más tiempo aquí, ¿no?

—No? tres días. Pero, mujer, los paisanos se


tratan de tú.

—No, no puedo, no nos conocemos de nada.

—Lo que no es, puede llegar a ser. La montaña y el


valle no pueden ir el uno al otro, pero las personas
sí. ¿Cuál es su pueblo, señorita?

—Usted no lo conoce.

—¿Quién sabe? ¿O es que se trata de un secreto?

—Achthausen. No es más que-un villorrio.

—Pero es bonito, ¿verdad? Nada más entrar, a un


lado hay una capilla, y también por allí está el
molino, o una serrería y tienen un perro de San
Bernardo, grande y claro. ¿Concuerda la cosa o no?

—¡Ah, sí señor, el Bello!

Tan luego como ella vio que él conocía su aldea y


que realmente había estado allí, una buena parte de
su desconfianza y agobio la abandonó y mostróse muy
solícita.

—¿Conoce también a Andrés Flick? -preguntó con


vivacidad.

—No, no conozco a nadie de allá. ¿A qué es su


padre?

—Sí.

—Bien, bien... Así que es usted una señorita


Flick, y si ahora supiera yo su nombre de pila
podría escribirle una tarjeta cuando pase otra vez
por Achthausen.

—¿Tiene entonces intenciones de volver?

—No he pensado en ello; lo que sí quiero es saber


su nombre, se ñorita Flick.

—¡Y qué! Yo tampoco sé-el suyo.

—Lo lamento, pero eso se puede enmendar. Me llamo


Karl Eber hard y ahora ya sabe cómo me tiene que
llamar si nos volvemos a en contrar cualquier día. Y
a usted, ¿cómo tengo que llamarla?

—Bárbara.

—Muy bien y muchas gracias. Por cierto que es un


nombre algo dificilillo de pronunciar y casi me
apostaría algo a que en su casa la llaman Barbele.

—También algunas veces. Sin embargo, si lo sabe


todo ya, ¿por qué hace tantas preguntas? Además ya
se ha terminado la jornada y hay que descansar.
Buenas noches, curtidor.
—Buenas noches, señorita Barbele. Que duerma bien.
Pero antes quiero silbar una vez más. No se escape,
que no cuesta nada.

E inmediatamente púsose a silbar con arte sumo una


frase a la tirolesa, bitónica y con trinos,
chispeante como una dan~a. Escuchaba ella con
admiración ante aquella maestría, y cuando se hizo
el silencio cerró las contraventanas suavemente y
aseguró sus postigos, mientras Knulp se encontraba
en su alcoba sin luz.

Por la mañana se levantó Knulp -esta vez a buena


hora- y cogió la navaja de afeitar del peletero con
intención de usarla. Pero éste llevaba ya desde años
atrás barba cerrada y la navaja estaba tan
descuidada que Knulp tuvo que invertir su buena
media hora en afilarla pasándola por sus tirantes
antes de que sirviese. Cuando estuvo listo, se puso
la americana, cogió los zapatos en la mano, y bajó a
la cocina, donde se estaba caliente y olía a café.

Pidió a la esposa del maestro peletero cepillo y


betún para lustrarse el calzado.

—¡Cómo! -exclamó ella-. Eso no es asunto de


hombres. Déjeme a mí.

Mas él no consintió, y cuando por fin ella con


desmañada risa le puso delante los utensilios de
limpieza hizo el trabajo concienzudamente, con
pulcritud y al mismo tiempo como jugando, a la
manera del hombre que sólo ocasionalmente y por
capricho -si bien luego con esmero y alegría-
emprendiese un trabajo manual.

—Eso me gusta -alabóle la mujer observándole-.


Todo de punta en blanco, como si se dispusiera a ir
a ver a la novia.
—Eso sí que me gustaría hacerlo más que cualquier
otra cosa.

—Lo creo.- Seguro que será guapa -volvió a reirse,


de esta impertinencia-. Incluso tendrá más de una,
tal vez, ¿no?

—¡Ah, eso no estaría bien! -amonestó Knulp con


viveza ofreciendo enseñarle también un retrato suyo.

Se acercó a él, ganosa, en tanto que Knulp sacaba


de su bolsillo interior la carterita de hule y
extraía de ésta el retrato de la Duse. Ella
contempló interesada la efigie.

—Muy distinguida es -empezó a alabar


prudentemente- una verdadera señora. Sólo que...,
francamente, parece flaca. ¿Estará bien de salud?

—Ya lo creo, muy bien. Bueno, y ahora vamos a ver


al amo, ya se le siente en la habitación.

Subió y saludó al maestro curtidor. La sala estaba


acicalada. Knulp echó una ojeada amistosa y
familíar al claro artesonado, al reloj, al espejo y
a las fotografías de la pared. "Un aposento tan
aseado -pensó Knulp- no está mal en invierno, pero
no merecía la pena casarse para eso." No le producía
ninguna satisfacción la complacencia que mostraba la
mujer del maestro hacia él.

Después de haberse bebido el café con leche,


acompañó a Rothfuss en dirección al patio y
cobertizo y dejó que le enseñase toda la tenería.
Conocía casi todos los oficios e hizo preguntas tan
propias de un experto, que su amigo estaba
asombradísimo.

—¿De dónde sabes todo eso? -preguntó impulsivo-.


Cualquiera que te oyese creería que realmente eres
un oficial de curtidor o lo has sido.
—Se aprende de todo cuando se viaja -dijo
modestamente Knulp- Por lo demás, en lo que
concierne a peletería, tú mismo has sido mi
instructor. ¿No te acuerdas? Hace seis o siete años,
cuando fuimos juntos de viaje, has tenido que
referirme todas esas cosas.

—¿Y todavía lo recuerdas todo?

—En parte, Rothfuss. Pero no quiero molestarte


ahora. ¡Lástima que no pueda ayudarte un poquito!
Con gusto lo habría hecho, pero está tan húmedo y
sofocante eso de ahí abajo, que me haría toser
mucho... Así pues, viejo amigo, ¡adiós! Me voy un
ratito a la ciudad ahora que no llueve.

Tan pronto como abandonó la casa y empezó su


cachazudo zanganear por la calle de las tenerías
hacia el corazón de la ciudad, se puso Rothfuss a la
puerta y le enfiló con la vista observando cómo se
alejaba ingrávido el gozador, escrupulosamente
cepillado, y cómo evitaba con cuidado los ch'arcos
producidos por la lluvia.

"En verdad, tiene todo lo que desea", pensó el


maestro con cierto remusgo de envidia. y mientras se
dirigía a sus noques, recapacitaba acerca de su
estrafalatio amigo, que no pretendía de la vida más
que presenciarla. Rothfuss no sabía si llamarle
presuntuoso o humilde. Él, que trabajaba e iba
prosperando, tenía esto por mucho mejor; pero nunca
podría poseer unas manos tan encantadoras y
refinadas ni caminar de tan elástica y garbosa
manera. No; Knulp tenía razón al obrar de aquella
suerte y al hacer aquel uso de su existencia -cosa
en la que muchos no podían imitarle-, al dirigir la
palabra como un niño a todas las gentes y ganárselas
y al decir lindas ternezas a todas las muchachas y
mujeres; todos los días eran domingos para él. Era
menester dejarle seguir siendo como era, y si le
iban mal las cosas y necesitaba un cobijo era un
placer y un honor acogerle, y casi había que
quedarle agradecido, pues entronizaba la alegría y
la claridad en la casa.

Entre tanto, su huésped, curioseando complacido,


ambulaba por la ciudad y silbaba entre dientes una
marcha militar. Empezó a escrutar sin prisa los
lugares y personas que conocía de antes.
Primeramente se dirigió a los escarpados arrabales,
donde conocía a un pobre sastre remendón. A Knulp le
daba lástima de él, pues solía recibir solamente
encargos de zurcir pantalones viejos, y apenas
alguna vez le encomendaban hacer un traje nuevo;
realmente tenía algunos conocimientos; en otro
tiempo había tenido aspiraciones y trabajo en buenos
obradores. Pero se había casado prematuramente;
tenía ya un par de hijos y su esposa tenía poco
espíritu para llevar un hogar.

A aquel sastre, Schlotterbeck, buscaba y encontró


Knulp en un tercer piso interior de una casa del
suburbio. El pequeño obrador estaba colgado en el
aire como un nido de pájaro sobre el vacío, pues la
casa se erguía en una ladera, y mirando por la
ventana verticalmente hacia abajo no sólo se veían
los tres pisos, sino que daba vértigo la desbandada
de la montaña en su descenso desde el pie de la casa
entre huertos míseros y abruptos y herbosas
pendientes. Todo ello terminaba en un laberinto gris
pardo de corrales, cabrerizas, conejeras y resaltos
de fachadas traseras; más allá de este destartalado
paraje veíanse ya los tejados de las casas
inmediatas, empequeñecidos, acostados en lo más
hondo del valle. Por tanto, el cuarto de trabajo del
sastre era luminoso y aireado, y sobre la estrecha
mesa, al lado de la ventana, se encorvaba el
diligente Schlotterbeck en la clara altura, por
encima del mundo, como el vigía en un faro.
—Se te saluda, Schlotterbeck -dijo Knulp desde el
umbral.

El maestro, ofuscado, defendió sus ojos de la luz


y avistóle

—¡Oh, Knulp! -exclamó radiante y le estrechó la


mano- ¿de nuevo por aquí? Y ¿qué es lo que necesitas
para haber subido a mi casa?

Knulp atrajo hacia sí una silla con sólo tres


patas y se sentó.

—Dame una aguja y un poco de hilo, pero que sea


marrón mejor; quiero pasar revista a mi vestimenta.

Tras esto se quitó la americana y el chaleco,


escogióse un hilo, lo enhebró y recorrió con atenta
mirada todo su traje, que todavía tenía muy buen
aspecto y parecía casi nuevo; en seguida reparó con
los sedosos dedos insignificantes defectos,
trencillas aflojadas, botones a medio caer.

—Y ¿cómo andan tus otras cosas? -preguntó


Schlotterbeck-. El tiempo que hace no es como para
alabarlo. Pero, en fin de cuentas, mientras haya
salud y no se tenga familia...

Carraspeó Knulp polémico.

—Sí, sí -dijo negligentemente-. El Señor envía la


lluvia a justos y pecadores, y solamente el sastre
se ha quedado seco. ¿Te has de estar quejando
siempre, Schlotterbeck?

—¡Ay, Knulp; no quiero decir nada! Tú mismo oyes


cómo gritan los niños ahí al lado. Ahora son cinco
ya. Aquí se sienta uno y se mata a trabajar incluso
toda la noche, y ni siquiera así llega a ser
bastante ¡Y tú no haces otra cosa que andar de
paseo!
—Te equivocas, buen viejo. Cuatro o cinco semanas
he estado en el hospital de Neustadt, y allí ni
retienen a la gente más tiempo del estrictamente
necesario, ni tampoco puede uno quedarse más de lo
debido. Los caminos del Señor son maravillosos,
amigo Schlotterbeck.

—¡Déjate de versículos!

—Nunca te sientes piadoso, ¿eh? Pues yo


precisamente me estoy volviendo pío y por eso he
llegado hasta tu casa. ¿Cómo andan las cosas del
alma, viejo trashoguero?

—¡Déjame en paz y no me vengas con devociones!


¿Has dicho en el hospital? Eso si que me apena.

—No hay por qué afligirse; ya pasó. Y ahora,


cuéntame de una vez: ¿cómo te va con el Eclesiastés
y con la Revelación? En el hospital disponía de
tiempo, ¿sabes?, y además había una Biblia; me la he
leído casi toda y ahora puedo hablar de estas cosas
con mejor fundamento. Es un libro curioso la Biblia.

—Tienes razón. Curioso..y la mitad debe de ser


mentira, porque ninguna cosa concuerda con las
demás. Quizá tú te des más cuenta, ya que en tiempo
fuiste a la escuela de latín.

—De aquello se me ha quedado poco.

—Mira, Knulp... -el sastre escupió al abismo a


través de la ventana abierta y miró con dilatados
ojos y con cara de exasperación-. Mira..., la
religiosidad no sirve para nada. No resulta, y te
diré además que me importa un rábano. ¡Me importa un
rábano!

El andarín, meditabundo, le miró.


—¡Eh, eh! Eso es mucho decir, compadre. Me parece
a mi que en la Biblia hay cosas francamente
razonables.

—Sí... Y si sigues hojeando el capítulo, siempre


encuentras lo contrario en otro pasaje. No; para mí
ha concluido eso: he tarifado con todo ello.

Knulp se había levantado y había cogido una


plancha.

—¿Puedes echarme aquí un par de carbones?

—¿Para qué?

—Quería plancharme un poco el chaleco... y además


el sombrero se me ha puesto bueno con la lluvia.

—¡Siempre elegante! -profirió Schlotterbeck un


tanto indignado-. ¿Para qué necesitas ir tan
atildado como un conde si no eres más que un muerto
de hambre?

Knulp sonrió impasible.

—Tendré mejor aspecto y me proporcionaré una


alegría. Si no quieres hacerlo por piedad, hazlo
simplemente por gentileza y para complacer a un
viejo amigo, ¿eh?

Salió el sastre y volvió en seguida con la plancha


caliente.

—Eso está bien -alabó Knulp-. ¡Muchas gracias!

Comenzó a alisar con cautela el ala del sombrero


de fieltro, y como en este quehacer no estuviese tan
ducho como en costura, su amigo hubo de quitarle la
plancha de la mano y continuar el trabajo.
—Esto me place -dijo Knulp, agradecido-. Ahora
vuelve a ser un sombrero de domingo. Pero fíjate en
una cosa, sastre: exiges demasiado de la Biblia.
Cuál sea la verdad y cómo esté propiamente ordenada
la vida, son cosas que cada cual tiene que
figurárselas y que no pueden aprenderse en libro
alguno; ésa es mi opinión. La Biblia es antigua y
antaño no se sabían aún muchas cosas que hoy se
conocen y saben; con todo, ahí perduran sus muchas
excelencias y bellezas y, sobre todo, sus muchísimas
verdades. A trozos me ha parecido que era como un
hermoso libro de estampas, ¿sabes? Cuando la
muchacha aquella, Ruth, va por los campos y recoge
las espigas sobrantes..., ¡qué delicadeza!..., se
percibe la calidez del más delicioso verano, o
cuando el Salvador se sienta junto a los niños
pequeños y dice "¡En verdad, vosotros me sois mucho
más queridos que todos los mayores juntos con su
orgullo!" Encuentro que en esto tiene razón, hay ahí
algo que aprender de Él.

—Bueno, sí -concedió Schlotterbeck, pero no quiso


acceder a darle la razón-. Sin embargo, eso es más
fácil de hacer cuando se trata de hijos ajenos que
cuando se tienen cinco propios y no cómo
alimentarlos.

Abismóse de nuevo en la amargura y en el


desaliento. Knulp podiaba verle así y deseaba decir
alguna palabra benévola antes de irse. Reflexionó
unos momentos. Luego se inclinó hacia el sastre, le
miró de cerca y gravemente al rostro con sus claros
ojos y dijo en voz baja:

—Entonces, ¿no quieres a tus hijos?

El sastre, muy asustado, abrió bruscamente los


ojos.

—Pero ¿qué te has creido? Naturalmente que los


quiero, sobre todo al mayor.
Knulp cabeceó con gran seriedad.

—Me marcho ya, Schlotterbeck. Te quedo muy


agradecido. Mi chaleco vale ahora el doble. Aparte
de esto, es menester que con los chicos te muestres
cariñoso y de buen humor, que eso sólo vale por
medio comer y beber. Escúchame bien: voy a decirte
algo que nadie sabe y que no debes propalar.

Miróle el maestro sastre, atenta y sumisamente, a


los lindos ojos, que se habían tornado sobre manera
serios. Knulp hablaba ahora tan quedo, que el sastre
tenía que esforzarse para entender

—Fíjate en mí; me envidias y piensas: "¡Qué fácil


es todo para él, sin familia y sin preocupaciones!"
Pero no hay tal. Tengo un hijo chiquillo de dos
años; han tenido que recogerlo unos extraños, nadie
conoce al padre y la madre murió de sobreparto. No
hace falta que sepas en qué ciudad está; yo lo sé, y
cuando paso por ella, un momento me voy a rondar la
casa, me detengo ante la cerca y espero por si tengo
suerte y veo al chiquitín, me encuentro con que no
puedo darle un beso, ni siquiera alargarle una mano;
a todo lo más, de pasada le envío un silbo... Así
son las cosas. Y ahora, adiós, y ¡alégrate tú que
tienes a tus hijos!

Knulp reanudó su paseo por la ciudad, paróse un


rato a platicar ante la ventana del taller de un
tornero y contempló el rápido juego de las rizadas
virutas; saludó también, siguiendo su camino, al
guardia, que le era adicto y le ofreció rapé de su
tabaquera de abedul. Por doquier se iba enterando de
cosas de mucha y poca entidad acerca de la vida de
las familias y sobre las artes y oficios; así supo
que recientemente habían fallecido la esposa del
jefe de contabilidad municipal y el malogrado hijo
del burgomaestre; a su vez contaba él nuevas de
otros lugares y solazábase con aquel vínculo, débil
y eutrapélico, que le unía con la vida de la gente
sedentaria y proba, en su calidad de conocido de
éste y amigo del de más allá y sabedor de aquello y
de lo otro. Era sábado, y en la entrada de una
cervecería preguntó al oficial tonelero dónde se
podría bailar aquella noche y el domingo.

Había varios bailes, pero el mejor era el de El


León, en Gertelfingen, a sólo media hora de camino.
Decidió llevarse allí a la joven Barbele de la casa
vecina.

Muy poco faltaría para la hora de comer, cuando


Knulp estaba ya subiendo la escalera de la casa de
Rothfuss. Le salió al encuentro un penetrante y
apetitoso olor que la cocina despedía. Se detuvo,
preparó las ventanas de la nariz para husmear y
aspiró la delicia con infantil regodeo y curiosidad.
Mas pese a su sigiloso llegar, le habían oído ya. La
esposa del maestro curtidor abrió la puerta de la
cocina y apareció en el luminoso vano, acogedora,
envuelta en los vapores del condumio.

—¡Hola, señor Knulp! -dijo muy afectuosamente-.


¡Qué bien que haya llegado tan a tiempo! Es que hoy
tenemos Leberspatzen, ¿sabe? Y además he pensado que
tal vez podría asar un trozo de hígado como plato
especial para usted, si le gusta. ¿Qué le parece?

Acaricióse Knulp la barba e hizo un ademán


caballeresco.

—¡Oh! ¿Por qué razón ha de hacer un plato


extraordinario para mi? Me contento con una sopa.

—¡Eh, eh! El que ha estado enfermo es menester que


se cuide convenientemente. Si no, ¿cómo se las
arreglaría para recuperar fuerzas? ¿O es que quizá
no le apetece el hígado? Hay quien no lo toma.

Rió él comedidamente.
—No soy de ésos. Un buen plato de Leberspatzen es
manjar de domingo. Me daría por contento si, en lo
que me queda de vida, pudiera comerlo todos los
domingos.

—Con nosotros nada ha de faltarle. ¡Para qué he


aprendido a guisar! Espero que no rechace el trozo
de hígado sobrante que he reservado. Le vendrá bien.

Se acercó más a él y sonrióle con rostro


insinuante. Knulp comprendió bien lo que ella
pretendía; por otra parte, la hembra era gentil;
pero él hizo como si nada hubiera notado. Jugueteó
con el sombrero de fieltro que le había planchado
el pobre sastre y desvió la mirada.

—Gracias, señora ama, pero los Spatzen me gustan


de verdad he sido bastante mimado por ustedes.

Sonrióle ella y le amenazó con el índice.

—No necesita hacerse el vergonzoso; además, no le


creo. El ¡Spatzen!, y como es debido: con su
cebolla, ¿no?

—A eso no puedo decir que no.

Corrió solícita a su fogón, y él, sintiéndose ya a


cubierto, buscó un asiento en la estancia. Estuvo
leyendo una revista del día anterior hasta que se
presentó el maestro y la sopa fue servida. Comieron
y en la sobremesa jugaron los tres un cuarto de hora
a las cartas, con la baraja Knulp dejó maravillada a
su anfitriona, pues sus juegos de manos eran nuevos
y atrevidos, eran una filigrana. Sabía barajar con
juguetona negligencia y ordenar los naipes en un
santiamén: los echaba con elegancia sobre la mesa, y
varias veces recorría con el pulgar el canto de la
carta. El maestro le contemplaba con admiración e
indulgencia, del modo como un trabajador y burgués
tolera habilidades muy poco lucrativas; en cambio,
la mujer observaba con caladizo interés aquellos
barruntos reveladores del hombre de mundo que sabe
vivir. Su mirada se clavaba atenta en las manos de
Knulp, largas, finas, no afeadas por ningún trabajo
pesado. A través de los pequeños vidrios de la
ventana se deslizó en el aposento un tenue y
precario rayo de sol incidiendo sobre la mesa y los
naipes, y débilmente por el piso, jugando caprichoso
y trémulo, describió un arco en el techo revocado de
cal Con ágil pestañeo, la mirada de Knulp percibió
todo aquello; el brillo del sol de febrero, la
serena paz del hogar, el semblante de su amigo -cara
seria de laborioso menestral- y los velados ojos de
su mujer. No le gustó; no era su objetivo ni su
felicidad. "En cuanto me haya repuesto y se acerque
el verano -pensó- no he de quedarme aquí ni una hora
más."

—Quiero aprovechar el sol un rato -dijo cuando


Rothfuss una vez recogida la baraja, miró el reloj.

Bajó la escalera con el maestro, le dejó en el


tendedero con sus pieles y se perdió en el inculto y
estrecho praderío que, interrumpido por
noques,bajaba hasta el riachuelo. Allí el curtidor
había construido un puentecillo de tablas, desde el
cual podía lavar los cueros. Sentóse Knulp en él,
dejando que las suelas de su calzado rozasen casi la
silenciosa y rauda corriente; se recreó siguiendo
con la vista a los veloces y oscuros peces que
escapaban debajo de él, y luego empezó a estudiar
con curiosidad el terreno, pues buscaba una ocasión
de poder hablar con la mocita de enfrente.

Los huertos confinaban entre si, separados uno de


otro por una cerca deteriorada. Abajo, junto a las
aguas, por los sitios donde los palos de la cerca
estaban desde tiempo atrás podridos o habían
desaparecido ya, era posible pasar de una finca a
otra sin trabas. El predio vecino parecía haber sido
cuidado con más solicitud que el inculto herbazal
del peletero; veíanse en aquél cuatro filas de
bancales limpios de hierba y encharcados, como
suelen hallarse después del invierno; lechugas
silvestres y espinacas tempranas crecían raquíticas
en sendas platabandas; surgían de la tierra pequeños
rosales encorvados con las corolas soterradas. Más
allá erguíanse, ocultando la casa, dos hermosos
pinos.

Knulp se adelantó hasta ellos, sin hacer ruido,


una vez que hubo contemplado el ajeno huerto;
entonces vio entre ambos árboles la casa, cuya
cocina daba a la fachada trasera, y no llevaba
esperando mucho tiempo, cuando avistó también a la
muchacha, con los brazos arremangados, trajinando en
la cocina. Delante estaba su señora, la cual tenía
mucho que mandar y aleccionar, como de ordinario les
acontece a aquellas amas de casa que son reacias a
pagarse una criada profesional, y que luego no saben
ponderar lo bastante a sus aprendizas, anualmente
renovadas, una vez que éstas han salido de la casa.
Las instrucciones y quejas de la señora se
producían, empero, en un tono desprovisto de
crueldad, y la chica parecía habituada ya a ello,
pues hacía su trabajo sin titubeos y con aire
desenvuelto.

El intruso permanecía en pie, apoyado en un


tronco, la cabeza adelantada, ávido y vigilante a
manera de cazador; aplicaba el oído con atenta y
regocijada paciencia, como hombre cuyo tiempo es
barato y que ha aprendido a participar de la vida en
calidad de observador y escucha. Se alegraba con el
espectáculo de la muchacha, haciéndose visible a
través de la ventana; del acento de su ama dedujo
que ésta no era natural de Lachstetten, sino de
algún lugar distante un par de horas valle arriba.
Se pasó media hora y una hora entera espiando
sosegadamente, mientras mascaba una olorosa rama de
pino, hasta que la señora desapareció y tornó el
silencio a la cocina.

Esperó todavía un breve rato; luego avanzó


cautamente y llamó a la ventana de la cocina con una
rama seca. La muchacha no reparó en ello, y tuvo él
que llamar dos veces más. Llegóse entonces ella a la
ventana entreabierta, la abrió del todo y miró
afuera.

—¿Qué hace ahí? -profirió a media voz-. Por muy


poco, me da un susto.

—¿Yo? No era tal mi intención -manifestó Knulp, y


sonrió-. Quería simplemente decirle ¡hola! una vez y
ver cómo le va. Y cabalmente hoy es sábado, me
gustaría preguntar si va usted a estar libre la
tarde de mañana para dar un paseito.

Ella le miró y movió la cabeza, ante lo cual puso


él una cara tan desolada y mohina que a ella le
apenó de veras.

—No -dijo amigablemente-. Mañana no tengo libre


más que el tiempo preciso para ir por la mañana a
misa.

—¡Vaya! -refunfuñó Knulp-. Pero... podríamos salir


juntos aunque fuera esta misma tarde.

—¿Esta tarde? Sí, la tengo libre; pero quería


escribir una carta a casa, a los míos.

—¡Oh, es que también puede aplazar la escritura


una hora! La carta, de todos modos, no saldría esta
noche. ¡Mire, me había alegrado ya tanto con la idea
de poder charlar otro ratito con usted!... Cuando
anochezca, si no se nos viene encima algún
chaparrón, ¡podríamos dar un paseo tan agradable!...
Ande, sea amable. ¡No irá a tener recelo de mí!
—De verdad que no le tengo ni pizca de miedo; pero
no estaría bien. Si alguien me viera ir de paseo con
un hombre...

—Pero, Barbele, ¿quién la conoce aquí?... Además,


no es ningún pecado, y a nadie le importa lo que
usted haga. Ya no es ninguna colegiala, ¿no? así que
no se olvide: a las ocho estaré abajo, cerca del
gimnasio, donde están las vallas del mercado de
ganados. ¿O le parece mejor que venga más temprano?
Por mi parte, estoy conforme desde ahora...

—No, no; más temprano, no... En resumidas cuentas:


de ninguna manera debe venir. No está bien, y yo no
puedo...

Volvió a aparecer la tribulación en el aniñado


rostro de Knulp.

—¡Sea, ya que usted no lo quiere de ningún modo! -


dijo melancólico— Me había imaginado que, siendo
aquí forastera, y estando sola y teniendo con
frecuencia añoranzas, igual que yo, hubiéramos
podido contarnos el uno al otro alguna cosilla. Me
hubiera gustado volver a oírla hablar de Achthausen,
ya que estuve allá una vez. Bien, no puedo
forzarla... No me tome en mala parte lo que le he
pedido.

—¡Si no se lo tomo a mal! Pero es que no puedo...

—Quedará libre en cuanto anochezca, Barbele...


Sencillamente, es que no quiere. Pero tal vez se lo
piense aún. Tengo que marchar me ahora; al anochecer
estaré junto al gimnasio; esperaré, y si no viene
nadie, me iré a pasear solo; pensaré en usted y en
que en ese momento estará escribiendo a Achthausen.
así, pues, vaya con Dios, y sigamos tan amigos como
antes.-
Saludó brevemente con un movimiento de cabeza, y
se alejó antes que ella pudiese decirle algo. La
muchacha le vio desaparecer tras de los árboles y
puso cara de incertidumbre. Retornó luego a sus
quehaceres, y súbitamente -la señora había salido-
empezó a cantar algo y con hermosa voz.

Knulp la oyó bien. Volvió a sentarse en el


puentecillo del curtidor, e hizo bolitas de pan con
unas migajas que había recogido de la mesa.
Paulatinamente dejólas caer una tras otra, y
contempló pensativo cómo se hundían, desviadas algún
tanto por la corriente, y cómo los peces,
silenciosos, fantasmales, las atrapaban abajo en el
oscuro fondo.

- —Bueno -dijo el maestro curtidor en la cena-; ya


estamos en noche de sábado, y no puedes hacerte idea
de lo agradable que resulta cuando se ha trabajado
de firme toda la semana.

—Ya me lo imagino -sonrió Knulp.

La mujer del artesano sonrió también, y miróle


pícaramente a la cara.

—Esta noche -prosiguió Rothfuss en tono festivo-,


esta noche nos beberemos juntos un buen jarro de
cerveza; irás en seguida a buscarlo, ¿verdad,
querida mía? Y mañana, si hace bueno, haremos los
tres una excursión. ¿Qué te parece, amiguito?

Diole Knulp unas palmadas vigorosas en el hombro.

—Se pasa bien en tu casa, hay que reconocerlo; en


cuanto a la excursión, mucho me place, desde luego.
En cambio, esta noche tengo que hacer; está aquí un
amigo mío con el que he de reunirme; ha trabajado en
la herrería de arriba, y mañana se marcha de viaje.
Lo siento de verdad; pero, en fin, mañana nos tocará
a nosotros estar juntos todo el día; si no, de
ningún modo me hubiera comprometido.

—¡No querrás ponerte a callejear por la noche,


estando medio enfermo!...

—¡Bah! No puede uno permitirse hábitos demasiado


regios. No volveré demasíado tarde. ¿Dónde dejas la
llave, para poder entrar?

—Eres un testarudo, Knulp. Así que vete donde te


plazca. Encontrarás la llave detrás del postigo del
sótano. ¿Sabes dónde digo?

—Sí. Bueno, me voy ya. Acuéstense en seguida, ¿eh?


Buenas noches. Buenas noches, señora ama.

Fuese, y cuando estaba ya abajo, cerca de la


puerta de la calle, le alcanzó a toda prisa la mujer
del maestro, que venía corriendo trás él. Traía un
paraguas; Knulp debía manifestar sí lo quería o no.

—¡Tiene que cuidarse mucho, Knulp! -dijo. Y ahora


voy a enseñarle dónde encontrará luego la llave.

Cogióle de la mano en la oscuridad y le condujo


hasta la esquina, se paró delante de un ventano que
estaba cerrado con postigo de madera.

—Detrás del portillo dejamos la llave -informó


excitada y susurrante, y acarició la mano de Knulp-.
No tiene más que alargar la mano por el hueco; está
sobre la moldura.

—Sí, muchas gracias -dijo Knulp con timidez, y


retiró la mano.

—¿Le guardo una cerveza para cuando vuelva? -


volvió a avanzar ella, y se apretó levemente contra
él.
—No, gracias; no suelo tomarla. Buenas noches,
señora Rothfuss y muchas gracias.

—¿Tanta prisa tiene? -cuchicheó ella


cariñosamente, y le pellizcó en el brazo.

Sus rostros estaban muy cercanos, y, en medio de


un silencio embarazoso, él, como evitase rechazarla
con violencia, rozó con su mano los cabellos de la
mujer.

—Ahora es menester que me vaya -exclamó él de


repente en voz muy alta, y retrocedió.

Mirábale ella sonriendo; en su boca entreabierta


pudo él ver brillar sus dientes en medio de la
oscuridad. Y la mujer dijo en voz bajísima:

—Esperaré a que estés de vuelta en casa, querido.

Escapó él entonces aceleradamente por el tenebroso


callejón, el paraguas bajo el brazo, y, en llegando
a la esquina más próxima comenzó a silbar con el
propósito de vencer la tonta opresión que se había
apoderado de él. La música era de la canción Crees
que te aceptaré, mas no es ésa mi intención. Tendría
que avergonzarme si estamos juntos los dos.

El aire corría tibio, y a las veces aparecían


estrellas en el cielo negro. Gente joven alborotaba
en una taberna a la espera del domingo. En "El Pavo
Real", tras las ventanas de la nueva bolera, vio
Knulp un corro de señores aburguesados, en pie, en
mangas de camisa, cigarro en boca y en las manos las
bolas, que sopesaban.

Se detuvo al lado del gimnasio, y miró en torno.


En los desnudos castaños cantaba el viento húmedo;
el río corría inaudible bajo la profunda negrura, y
reflejaba un par de ventanas iluminadas. Al
vagabundo le hacía bien la suave noche en cada fibra
de su ser; respiró husmeando, y presintió primavera,
calor, calles secas y peregrinaje. Su inagotable
retentiva abarcaba la ciudad, el valle y la comarca
entera; conocía él todos los rincones; rúas y
senderos, aldeas, villorrios y alquerías; éranle
familiares los albergues nocturnos. Reflexionaba
tenazmente y hacía planes para su próximo viaje,
pues no podía fijar su residencia en Lachstetten
para siempre. Sólo deseaba, si la mujer no se ponía
demasiado pesada, quedarse aquel domingo para
complacer a su amigo.

"Tal vez -pensaba- debería haber advertido al


peletero respecto a su mujer." Pero no quería
entrometerse en los ajenos cuidados, y tampoco le
urgía ayudar a las personas a hacerse mejores o más
cuerdas. Lamentaba que las cosas tomaran tales
rumbos, y sus juicios acerca de la excamarera de "El
Buey" no eran benévolos en modo alguno; pero no pudo
menos de evocar con cierta sorna la digna oración
del artesano sobre la vida hogareña y sobre la dicha
conyugal. Sabía que, cuando alguien blasona o se
jacta de su felicidad o de su virtud, las más de las
veces no hay nada de ello; lo mismo había ocurrido
antes con el sastre remendón y la religiosidad. Se
podía contemplar a las gentes en su sandez; podía
uno reirse de ellas o compadecerlas; pero había que
dejarlas seguir su camino.

Con un suspiro caviloso apartó de si estos


pensamientos. Recostóse en lo hueco de un añoso
castaño, enfrente del puente, y prosiguió las
reflexiones sobre su itinerario. De buena gana
hubiera cruzado al sesgo la Selva Negra; pero por
las alturas haría frío en aquel tiempo;
probablemente habría aún mucha nieve; se estropearía
las botas, y las coyunturas para bien dormir eran a
largos trechos. Aquello no resultaba hacedero; tenía
que continuar por los valles y quedarse en pueblos.
El molino de Hirschen, a cuatro horas de camino río
abajo era la primera etapa segura; podría permanecer
en él uno o dos días en caso de mal tiempo. Cuando
se hallaba absorto en estos pensamientos, sin
acordarse apenas de que estaba esperando a alguien
apareció de entre la oscuridad y la corriente del
aire una figura temerosa, y se aproximó vacilando
desde el puente. Reconocióla en seguida; contento y
agradecido corrió a su encuentro y agitó el
sombrero.

—¡Qué bien que haya venido, Barbele! Ya casi creía


que no lo haría.

Iba a su izquierda, y la llevó por la alameda en


dirección contraria a la corriente del río. Ella
tenía miedo y le daba vergüenza.

—Pero esto no está bien -decía una y otra vez-.


¡Si alguien nos viera!...

Mas Knulp tenía mucho que preguntar, y pronto los


pasos de la zagala se hicieron tranquilos e iguales;
terminó por andar ligera y retadora al lado de él,
al modo de camarada; las preguntas y objeciones
despertaron su cálido interés, y contaba con ganas y
acucia cosas de su tierra, de su padre, hermanos y
abuelita, de los patos y gallinas, de granizadas y
enfermedades, de bodas y fiestas aldeanas. Abrió el
pequeño tesoro de sus experiencias, y era más vasto
de lo que ella misma hubiera creido. Finalmente vino
la historia de su empleo, la despedida de los suyos,
su actual trabajo de sirvienta y el gobierno de la
casa de su señor, todo por turno. Se habían alejado
bastante del pueblo, sin que Barbele hubiese
prestado atención al camino. Con la cita acababa de
liberarse de una larga y turbia semana; tratar con
extraños, sufrir y callar. Ahora sentíase toda
alborozada.

—Pero ¿dónde estamos? -exclamó, súbitamente


extrañada-. ¿Adónde vamos?
—Si le parece bien, vamos hasta Gertelfingen; ya
casi hemos llegado.

—¿Gertelfingen? Y ¿qué hemos de hacer allí? Es


mejor que volvamos. Se hace tarde.

—¿Cuándo tiene que estar en casa, Bárbele?

—A las diez. Ya es hora. Ha sido un bonito


paseo...

—Aún falta bastante para las diez -dijo Knulp-;


pero le aseguro que lo tendré muy presente; de
manera que llegará a casa a tiempo, ya que nunca nos
hemos reunido tan presta y expeditamente, bien
mirado, podríamos hoy aventurarnos a bailar... ¿O
acaso no le gusta?

Ella le miró con interés y sorpresa.

—¡Oh, el baile me encanta! Pero ¿dónde? ¿Aquí


fuera, en medio de la noche?

—Sepa que estamos a un paso de Gertelfingen: en


"El León" hay música. Podemos entrar, bailar, aunque
sólo sea una vez, y después irnos a nuestras casas.
Pasaremos una buena velada.

Barbele se quedó dudando.

—Sería divertido -repuso despaciosamente-. Pero


¿qué pensarían de nosotros? No quiero que me mire la
gente por una cosa así. Tampoco quiero que crean que
me corteja.

Y de improviso se echó a reir con petulancia, y


exclamó:

—Si algún día llegara a tener novio, desde luego


no será un curtidor. No es mi intención ofenderle;
pero el de curtidor es un oficio nada limpio.
—Quizá tenga razón -dijo Knulp bienhumorado-. Y,
además, tampoco debe usted casarse conmigo. Bien:
nadie sabe que soy curtidor ni que usted es tan
orgullosa; las manos me las he lavado; así que, si
acepta un baile conmigo, queda invitada. Si no,
volvámonos.

Vieron en la noche la primera casa de la aldea: su


frontispicio descolorido surgía de entre la
vegetación. Knulp dijo de pronto: "Pts", y alzó el
dedo; de la aldea les llegó el sonido de la música
de baile; percibieron un acordeón y un violín.

—¡Sea, pues! -rió la muchacha, y apretaron el


paso.

En "El León" bailaban sólo cuatro o cinco parejas,


exclusivamente gente joven, que Knulp no conocía.
Todo marchaba de una manera tranquila y decorosa, y
nadie importunó a la pareja forastera, que se allegó
para bailar. Tomaron parte en una alemandal y en una
polca; después vino un vals, y Barbele no sabía
bailarlo; se quedaron a verlo, y bebieron sendas
cervezas; el peculio de Knulp no alcanzaba para más.

Barbele se había enardecido con la danza, y miraba


el saloncillo con ojos brillantes.

—Es el momento apropiado para ir a casa -dijo


Knulp cuando eran las nueve y media.

Levantóse ella; parecía algo cariacontecida.

—¡Qué lástima! -dijo en voz baja.

—Podemos quedarnos todavía...

—No, es menester que vuelva. ¡Con lo bien que se


está!...
Se pusieron en marcha; mas en la puerta misma se
le ocurrió a la joven:

—No hemos dado nada para los músicos.

—Sí -murmuró Knulp, un tanto azorado-. Bien se


habrían merecido un zwanziger; pero... las cosas me
han ido tan mal, que no queda nada.

Ella se sintió solícita, y sacó de la cartera su


pequeño monedero de malla.

—¿Por qué no me lo ha dicho antes? Aquí tiene un


zwanz Déselo.

Tomó él la moneda y diósela a los músicos. Luego,


al salir, no pudieron menos de detenerse un instante
ante la puerta hasta acertar a ver el camino en
medio de la cerrada opacidad. El viento era fuerte,
y arrastraba gotas sueltas de lluvia.

—¿Abro el paraguas? -interrogó Knulp.

—No, con este viento no adelantaríamos nada. Se


pasaba bien dentro... Baila usted casi como un
maestro, curtidor.

Seguía parlando alegremente. Su amigo, en cambio,


permanecía callado, tal vez porque estaba cansado,
tal vez porque temía la despedida que se avecinaba.

Inopinadamente empezó ella a cantar:

Ya siego junto al Neckar, ya siego junto al Rin.

Su voz vibraba cálida y pura; en la segunda


estrofa entró Knulp, cantó la segunda voz con tal
firmeza, gravedad y primor, que ella quedó
escuchando con placer.
—Se ha pasado ya la morriña, ¿eh? -preguntó él al
final.

—¡Oh, sí! -dijo con risa clara la joven-. Otro día


hemos de repetir este paseo.

—Lo siento mucho -replicó él con voz apagada-.


Éste será el último.

Ella se detuvo. No le había entendido bien; pero


el tono contrariado de las palabras la había
chocado.

—Pues ¿qué sucede? -preguntó ligeramente


intimidada-. ¿Tiene usted algo contra mi?...

—No, Barbele; pero mañana he de marcharme de aquí;


me han despedido.

—¡Qué me dice! ¿Es cierto? Sí que lo siento...

—Por mí no debe apenarse. De todos modos, no me


habría quedado aquí mucho tiempo; además, no soy más
que un curtidor. Pronto tendrá usted un novio, y muy
guapo; luego, la nostalgia no volverá jamás. Ya lo
verá.

—¡Ah, no hable así! Bien sabe que estoy a gusto a


su lado, aunque no sea usted mi novio.

Ambos callaron; soplábales el viento en el rostro.


Knulp aflojó el paso. Estaban ya cerca del puente.
Finalmente se detuvieron.

—Quiero despedirme ya; es mejor. Siga sola ese par


de pasos.

Miróle Barbele con expresión de sincera pena.


—Entonces, ¿va en serio?... Tengo que darle las
gracias por todo. No lo olvidaré. Y que le vaya muy
bien.

Tomó él su mano y la atrajo hacia sí, y mientras


ella le miraba angustiada y sorprendida a los ojos,
cogió él su cabeza, cuyas trenzas había humedecido
la lluvia, con las manos, y musitó:

—Adiós, Barbele. Como despedida quiero un beso


suyo para que no me olvide del todo.

Quedó un tanto perpleja y se echó hacia atrás;


pero en la mirada de Knulp había bondad y tristeza,
y sólo ahora percibió ella la hermosura de sus ojos.
Sin cerrar los suyos, recibió seria el beso; y como
luego él, con feble sonrisa, permaneciese indeciso,
vinieron lágrimas a los ojos de ella y correspondió
valerosa con otro beso.

Acto seguido alejóse de allí a más andar, y cuando


ya se hallaba en el puente, volvióse de repente, y
desanduvo el camino. Él seguía en pie en el mismo
sitio.

—¿Qué ocurre, Barbele? -preguntó-. Debería irse a


casa.

—Sí, si, ya voy. ¡No piense mal de mi!

—Líbreme Dios de hacer tal cosa.

—Y ahora, ¿cómo se las va a arreglar, curtidor?


¿No me dijo antes que estaba sin dinero? ¿Ni
siquiera ha podido recabar algún salario antes de
marcharse?

—No, no he atrapado nada de salario. Pero... no le


hace; ya saldré del apuro; así que... no piense más
en ello.
—¡No, no! Es menester que lleve algo en la
faltriquera. ¡Tome!

Púsole en la mano una moneda grande; él notó que


era un táler.

—Ya tendrá ocasión de devolvérmelo o de enviármelo


algún día.

La mano de Knulp retuvo a la muchacha.

—Esto no está bien. ¡No puede desprenderse así de


su dinero, es... nada menos que un táler.
¡Recójalo!... No...; tiene que recogerlo... ¡Así!
¡No se pueden hacer locuras! Si tiene ahí algo
suelto funfziger o cosa así, eso si lo aceptaría
gustoso, porque lo necesito. Pero nada más.

Todavía disputaron otro poco, y Barbele tuvo que


enseñar el portamonedas, porque afirmaba que no
tenía más que el táler. Pero no era cierto: tenía
también un marco y una monedita de plata de veinte
pfening de las que a la sazón circulaban. Quiso él
quedarse con ella, pero, según ella, era demasiado
poco; entonces él expresó su decisión de no aceptar
nada en absoluto y retirarse; por fin, cogió la
pieza de un marco. Ella corrió al trote hacia su
casa.

De camino iba pensando constantemente por qué él


no la había besado ahora por segunda vez. Tan pronto
lo sentía, como lo hallaba particularmente amable y
decente. Por fin, se atuvo a este último punto de
vista.

Una hora larga tardó Knulp en llegar a casa. Vio


luz encendida todavía en la sala de arriba, es
decir, que la patrona estaba levantada aún y le
esperaba. Escupió irritado; en aquel momento se
hubiera embutido a escape en plena noche. Pero
estaba fatigado; llovería; además no quería hacerle
eso al peletero; por último, empezaba a prometerse
el placer de cierta mesurada travesura nocturna.

En efecto: fuese al escondrijo, pescó la llave,


abrió con cautela como un ladrón la puerta, cerróla
tras de sí, echó la llave sin ruido, apretando los
labios, y la colocó cuidadoso en su antiguo sitio.
Subió luego la escalera en calcetines, con los
zapatos en la mano; vio luz a través de una rendija
de la entornada puerta del aposento, y oyó la
pausada respiración de la dueña, que en su larga
espera habíase quedado allí dormida profundamente
sobre el canapé. De seguida subió sin ser oído a su
alcoba, la cerró bien por dentro y se metió en la
cama. Pero al siguiente día -era cosa decidida- se
ausentaría.

Mi evocación de Knulp

Éranse aún los risueños tiempos de la mocedad, y


Knulp vivía todavía. A la sazón, durante un ardiente
estío, recorríamos él y yo cierta comarca fértil.
Nuestras preocupaciones eran pocas. De día andábamos
vagando por los amarillos trigales, o también nos
tendíamos bajo un fresco nogal o en las márgenes del
bosque. Al anochecer prestaba yo atención a Knulp,
que refería historias a los aldeanos, enseñaba
sombras chinescas a los niños y prodigaba sus
canciones a las muchachas. Yo le escuchaba con
placer y sin envidia. Tan sólo cuando estaba entre
las chicas y su moreno rostro relampagueaba y ellas
se le reían y burlaban, mas quedaban pendientes de
él con mirada fija, parecíame algunas veces que él
era una rara ave feliz, o yo lo contrario; entonces
más de una vez me apartaba para no estar allí de
sobra, y bien saludaba al párroco en sus lares con
miras a una sesuda conversación vespertina y a un
alojamiento nocturno, o bien me sentaba en la posada
al lado de un vaso de vino sin decir nada a nadie.

Una tarde—lo recuerdo—pasábamos por delante de un


cementerio que estaba abandonado—así como su
capillita—en medio de los campos, lejos de la
primera aldea, y que descansaba en el caldeado
terruño con sus muros coronados de oscuros matojos,
lleno de augusta y vernácula paz. Junto a la verja
de la puerta había dos grandes castaños; estaba
cerrada, y yo quería proseguir nuestro camino; pero
a Knulp no le apeteció, y ya se disponía a saltar
por encima de la tapia.

Pregunté:

—¿Cómo? ¿Haciendo fiesta otra vez?

—Pues si. Es que, si no, los pies empiezan a


dolerme en seguida.

—Y ¿tiene que ser precisamente en un cementerio?

—Anda, vente sin el menor escrúpulo. No es para


envidiar la vida de los campesinos, bien lo sé. Sin
embargo, bajo tierra quieren encontrarse
holgadamente. Por eso no escatiman esfuerzo alguno,
y lo hacen de buen grado -para alindar con plantas
las tumbas y alrrededores.

Habiéndome subido con él, observé que tenía razón


y que bien valía la pena de encaramarse al murete.
Dentro se hallaban las sepulturas yuxtapuestas en
hileras rectas o combas, las más provistas d cruz
blanca de madera, y, encima y en torno, todo estaba
esmaltado de verde y flores. Ardía el viento
alegremente; los geranios, bañados de oro en la
densa sombra aun a aquella hora avanzada; los
rosales, pletóricos de rosas pendientes, y los
saúcos y las lilas, se estiraban entre troncos y
frondas.
Lo contemplamos todo un rato, y luego nos sentamos
en el césped que de trecho en trecho estaba alto y
florido; descansamos y nos pusimos contentos y
frescos.

Knulp leyó el nombre de la cruz más cercana, y


dijo:

—Se llamaba Engelbert Auer, y llegó a alcanzar los


sesenta años. En cambio, ahora yace bajo resedas -
por cierto exquisitas flores reposa ya. En su día me
gustaría también tener resedas, y, por lo pronto,
voy a llevarme alguna de las de aquí.

Le dije:

—Déjalas y coge otra cosa. Las resedas se


marchitan en seguida.

Arrancó, no obstante, una, y se la puso en el


sombrero, que había dejado al lado en la hierba.

—¡Qué tranquilito se está aquí! dije.

—En efecto. Y, si hubiera más silencio todavía,


podríamos incluso oír a los que hablan ahí debajo.

—No creo. Ya han dejado de hablar.

—¿Quién sabe? Suele decirse que la muerte es un


sueño, y en sueños se habla a menudo y hasta se
canta a veces.

—Tú, quizá...

—¿Por qué no? Si estuviera muerto, el domingo me


esperaría que vinieran las chicas y se llegasen por
aquí a coger flores de los sepulcros; entonces me
pondría a cantar en voz muy baja.
—¿Si? ¿El qué?

—¿Qué? Cualquier canción.

Se tumbó a la larga en el suelo y empezó a cantar


acto seguido con voz queda e infantil:

Porque me he muerto tan joven, debes cantar para


mí, niña, una copla de adiós. Cuando vuelva, cuando
vuelva he de ser un guapo mozo.

No pude menos que reirme, si bien la canción me


había agradado bastante. Cantaba bien, con ternura;
aunque la letra no tenía muchas veces sentido
completo, la melodía era muy delicada, y el conjunto
resultaba delicioso.

—Knulp -dije-, no prometas demasiado a las


muchachas; de lo contrario, dejarán pronto de
escucharte. Eso de volver, no está mal; pero de
cierto nadie lo sabe; y en cuanto a lo de guapo
mozo, después del retorno, eso sí que no es muy
seguro...

—Seguro no lo es, de acuerdo. Pero me gustaría que


así fuese. ¿Recuerdas, anteayer, aquel rapazuelo de
la vaca, al que preguntamos por el camino? Como ése
me agradaría volver a ser. ¿A ti no?

—No; a mi, no... Conocí una vez a un anciano que


pasaba ya de los setenta; ponía la vista en las
cosas con tal bondad y calma, que me parecía como si
sólo en él pudieran estar lo bueno y lo prudente, y
lo plácido. Y desde entonces, dondequiera que me
halle, pienso que me gustaría llegar a ser también
así.

—¿Si? Pues todavía te falta un rato, ¿sabes? Y en


resumidas cuentas: esto de los deseos resulta
cómico. Si yo ahora, al instante, simplemente con
mover la cabeza, pudiera convertirme en un lindo
chiquillo, y tú también con otro sencillo movimiento
de cabeza fueras capaz de transformarte en un viejo
pío y distinguido, ninguno de los dos haríamos tal
movimiento, sino que muy a gusto nos quedaríamos
como estamos.

—Eso también es verdad.

—¡Claro! Y si no, mira otra cosa: muchas veces me


da por pensar que lo más bello, lo más primoroso de
todo cuanto existe, es una esbelta doncellita de
cabellera rubia. Pero no hay tal, porque con
bastante frecuencia se ve alguna morena casi más
hermosa aún. Además, otras veces me ocurre opinar
que lo más bello y lo más delicado de todo es un
hermoso pájaro cuando se le ve cernerse, tan
libremente, en las alturas. Y, en cambio, en otra
ocasión no resulta en manera alguna tan maravilloso
como una mariposa (una blanca, con ojos rojos en las
alas, por ejemplo), ni tampoco como un rayo de sol
al atardecer, entre nubes, en el cielo, cuando todo
resplandece alegre e intensivamente.

—Exacto, Knulp. Todo es así de hermoso cuando lo


contemplamos en el mejor momento.

—Sí. Y creo más: creo que la belleza máxima lo es


siempre contra la suerte, que al margen de su placer
hay por añadidura alguna cor o duelo.

—¿Cómo es eso?

—En mi forma de pensar, a una joven hermosísima no


se la encontraría quizá tan encantadora si no se
supiese que ella tiene su época que, pasada ésta, ha
de envejecer y morir. Si las cosas bellas
permaneciesen iguales por toda la eternidad, supongo
que llegaría a sentir un gran placer; pero entonces
las consideraría más fríamente y pensaría "Lo que
ves es para siempre, no te es necesario hoy mismo."
En cambio, al ver lo perecedero, lo que no puede
seguir siendo siempre igual, lo contemplo, y no sólo
siento alegría, sino también la correspondiente
lástima.

—Cierto.

—Por razones parecidas, tampoco conozco nada más


hermoso que unos fuegos de artificio por la noche,
en cualquier parte. Hay balas relucientes, azules y
verdes, que se remontan por las tinieblas, y en el
preciso instante en que son más bellas, describen un
pequeño arco y se extinguen. Al presenciarlo, se
experimenta gozo y también, al mismo tiempo,
angustia: las cosas tornan a ser como antes; pero
conviene que así suceda, y la hermosura es mucho
mayor que si llegase a durar más tiempo, ¿no?

—Bien puede ser. Pero esa fórmula no valdrá para


todos los casos.

—¿Por qué no?

—Por ejemplo: si dos personas se quieren y se


casan, o si dos llegan a trabar mutua amistad, lo
hermoso radica precisamente en que sea para mucho
tiempo y en que no se termine en seguida.

Knulp me miró con atención, parpadeó luego,


haciendo jugar sus negras pestañas, y dijo
meditabundo:

—Justo. Pero también eso tiene su fin alguna vez,


como todo. muchas circunstancias que pueden degollar
una amistad y lo mismo un amor.

—. Muy cierto; mas no se piensa en ello antes que


ocurra.

—No lo sé... Mira, yo he estado enamorado dos


veces en mi vida -me refiero al vverdadero amor- y
las dos veces tenía la certidumbre de que aquello
era para siempre y de que sólo podía concluir con la
muerte. Pues bien; en ambas sazones la cosa se acavó
y yo no me he muerto. Tuve también un amigo -que
vive aún en nuestra ciudad-, y no me cabía en el
pensamiento que pudiésemos vivir separados. Sin
embargo, nos hemos desjuntado hace ya tiempo.

Callóse y no supe qué decir al respecto. Esa


dimensión dolorosa latente en toda relación entre
seres humanos no había llegado todavía a ser
vivencia en mí y no había aprendido aún que entre
dos personas, por muy íntimamente ligadas que estén,
permanece siempre abierto un abismo que sólo el amor
puede franquear y aun sólo de hora en hora con un
puente de emergencia. Cavilaba yo sobre las
anteriores palabras de mi camarada, de las que me
complacían superlativamente las atañederas a las
balas luminosas, pues yo mismo lo había sentido así
con frecuencia. Los irisados fuegos, suavemente
rizados, ascendiendo en la oscuridad y ahogándose
allá instantáneamente, parecíanme ser un símbolo de
todo humano deleite, que, cuanto más bello es, tanto
menos sacia y tanto más presto se va desvaneciendo.
así se lo expuse a Knulp.

Pero no se prestó a entrar en pormenores.

—Sí, sí -dijo tan sólo; y más tarde, después de un


buen rato, habló con voz apagada-: Los productos del
intelecto y de la meditación no tienen ningún
mérito, y tampoco se obra según se piensa, sino que
en realidad cada paso es dado de una manera tan
absolutamente desatinada... como lo estaba deseando
el corazón. Sin embargo, con las amistades y los
amores acontece tal y como yo opino. En definitiva,
cada ser humano tiene lo suyo enteramente para sí y
no quiere saber nada de los demás. Se observa
también esto cuando alguien muere. Se le llora, se
le guarda luto un día, y un mes, y hasta un año,
pero después... el muerto lo está y muerto sigue;
exactamente lo mismo daría que dentro de su ataúd
yaciera cualquier obrero ambulante desconocido y sin
patria.

—Oye, Knulp: no me parece bien eso. A menudo hemos


hablado tú y yo de que la vida ha de acabar teniendo
un sentido y de que tiene su mérito el ser bueno y
amable en vez de ser malo y hostil. Pero si la
realidad fuese como tú dices ahora, todo nos daría
igual y podríamos perfectamente robar y matar.

—No, no podríamos, querido. ¡A ver, asesina sin


más ni más a unos cuantos ciudadanos, los primeros
que nos encontremos, si eres capaz! O pídele a una
mariposa amarilla que sea azul. Se reirá de ti.

—Tampoco quiero decir eso. No obstante, si todo


nos fuera indiferente, carecería de sentido querer
ser bueno y honrado. La esencia del bien no existe
si lo azul vale tanto como lo amarillo y lo malo
como lo bueno. Entonces cada uno de nosotros sería
lo mismo que un animal en la selva y obraría según
su instinto, sin tener por ello merecimiento ni
culpa.

Knulp suspiró.

—¡Ah, qué decir a eso! Tal vez sea así, como


dices. Entonces viene a ser también una necedad el
afligirse a menudo por tal motivo sin advertir que
la voluntad no tiene ningún valor y que todo anda
por su camino sin contar en absoluto con nosotros. A
pesar de ello y aun por su causa, algo de culpa hay
incluso en aquel que no ha podido ser otra cosa sino
malo. Pues, con todo, ese tal lo percibe en sí. Y
por eso lo acertado tiene que ser el bien, puesto
que se queda uno satisfecho de él y tiene la
conciencia tranquila.

Noté en su semblante que estaba hastiado de esta


conversación. Ocurríale así con frecuencia; se
avenía a filosofar, sentaba algunas proposiciones,
hablaba en pro y en contra de ellas y de pronto
volvía al silencio. Antes me había puesto a pensar
si estaría él cansado de mis deficientes respuestas
y objeciones. Pero no; era que se daba cuenta de que
su afición a especular le conducía a un terreno en
donde sus conocimientos y medios de expresión no
bastaban. Pues si bien era verdad que había leído
muchísimo -a Tolstoi entre otros-, no siempre sabía
discernir con precisión entre los razonamientos
verdaderos y los falsos y él mismo se percataba de
ello. Hablaba de los sabios como un niño aventajado
habla de los adultos; no podía menos de reconocer
que tenían más poder y recursos que él, pero los
desdeñaba por el hecho de que a pesar de todo no
servían para nada ni eran capaces -con todas sus
habilidades- de resolver un acertijo.

Acto seguido tendióse de nuevo con la cabeza sobre


ambas manos, clavó una mirada en el cielo azul
ardiente a través del oscurisimo follaje de los
saúcos y susurró entre dientes una vieja canción pop
renana. Recuerdo todavía los últimos versos:

He llevado una levita roja; ahora he de vestir


levita negra, seis años, siete años, hasta que mi
amada se torne carroña.

Ya muy avanzada la tarde nos sentamos en la linde


umbrosa de un soto, el uno enfrénte del otro, cada
uno con un gran trozo de pan y medio salchichón;
comimos y nos pusimos a contemplar la anochecida.
Momentos antes, los alcores se hallaban todavía
iluminados por los áureos reflejos del cielo
crepuscular y se diluían en plumosos nimbos de luz
flotante; ahora, empero, erguíanse oscuros ya y
recortados; sus árboles, crestas y matorrales
decoraban de negro el firmamento, que aún tenía un
poco del celeste azul diurno, aunque mucho más del
profundo turqui de la noche.
En tanto que duró la claridad nos dedicamos a
leernos el uno al otro graciosos pasajes de un
librito que se titulaba Ecos de las Musas de los
organillos de Alemania y que contenía festivas
coplas de pacotilla -pura tontuna-, acompañadas de
pequeñas xilografías. Acabóse esto al mismo tiempo
que la luz del día. Cuando hubimos terminado de
comer, quiso Knulp oír música; saqué la armónica,
que estaba llena de migajas, la relimpié y toqué las
dos o tres melodías de más boga. La lobreguez que
nos rodeaba hacía ya rato, habíase ido explayando
ante nosotros hasta las lejanas y múltiples
convexidades del horizonte; el cielo había perdido
también su pálido claror e iba dejando que en la
creciente negrura se encendiesen de quedo, una tras
otra, las estrellas. Las notas de nuestra armónica
volaban ligeras, tenues, campo adelante y se
desvanecían aprisa en el vasto espacio.

—No podemos echarnos a dormir tan pronto -le dije


a Knulp-. Cuéntame alguna historia, no hace falta
que sea verdad, o una leyenda.

Knulp recapacitó.

—Sí -dijo-; una historia que es también fábula a


la vez. Se trata sencillamente de un sueño. El otoño
pasado lo soñé y desde entonces se me ha repetido
dos veces en forma muy parecida. Voy a contártelo:
"En un pueblo semejante a los de mi tierra había un
callejón; todas sus casas alineaban las fachadas
sobre el arroyo, pero eran de mayor altura que la
común; iba por él y era como si, después de mucho,
mucho tiempo, volviese al fin a casa; sin embargo,
sólo a medias me sentía contento, pues no todo
estaba en regla; no sabía con entera seguridad si me
hallaba en lugar mentido o verdadero, ni siquiera
sabía si me encontraba en mi patria. Más de un
rincón aparecía tal como era, y lo reconocí en el
acto; muchas casas, en cambio, eran extrañas,
inusitadas, y tampoco encontré el puente ni el
camino a la plaza mayor; en lugar de ésta hallé un
jardín desconocido y una iglesia, que era como las
de Colonia o Basilea, con dos altas torres, en
contraste con la iglesia de mi lugar natal, la cual
no tiene torre, sino sólo un torrejón descabal con
un tejadillo de urgencia, porque se había edificado
con excesivo gasto en tiempos anteriores y no pudo
ser concluida la torre.

"Lo mismo pasaba con la gente. Algunos, a quienes


vi de lejos, me parecieron perfectamente conocidos;
sabía sus nombres, que me venían a la boca, y ya me
preparaba para llamarlos; mas éste entraba en una
casa o aquél por una bocacalle y otros se alejaban,
y si alguno llegaba y pasaba por mi lado, íbase
trasmudándo hasta hacérseme extraño; no obstante,
una vez que había pasado y de nuevo crecía la
distancia, al seguirle yo con la vista paraba
mientes en que era él, mi conocido, pese a todo, y
en que debería haberle identificado. Asimismo vi a
un par de mujeres juntas en pie delante de una
ventana, y una de ellas hasta me parecía ser una tía
mía ya fallecida; como me encaminase hacia ambas,
dejé, empero, de reconocerlas, e incluso oí que
hablaban en un dialecto completamente foráneo, que
apenas podía entender.

"Finalmente pensé que, aun en el supuesto de que


me encontrase otra véz fuera de la localidad, ella
era mi tía, y, sin embargo, no lo era. A despecho de
todo, nunca dejaba de correr en dirección hacia tal
casa conocida o de acudir al encuentro de tal rostro
familiar; todos me tomaban una y otra vez por loco.
No por ello me encolerizaba ni me ponía de mal
humor, sino tan sólo triste y muy medroso; quise
citar una plegaria y rebusqué en mi memoria con
todas mis fuerzas, mas no me venían a ella más que
frases inútiles o estúpidas -como por ejemplo, "Muy
señor mio" y "En las presentes circunstancias..."- y
las profería entre dientes, confuso y afligido.
"Me parece que aquello se prolongó un par de
horas, hasta que quedé rendido y completamente
sofocado; sin voluntad, seguí avanzando entre
incesantes tropezones. Era ya de noche; me proponía
preguntar al primero que pasase por un albergue o
por la carretera, pero no pude dirigir la palabra a
nadie, pues todos pasaban junto a mí como si yo
fuese de aire. Muy poco faltó para que llorase de
cansancio y desesperación.

"En esto, al rondar otra vez más por una esquina,


vi de improviso que delante de mi se hallaba nuestra
vieja calle, un poco cambiada; adornada en verdad;
mas esto no me turbaba ahora gran cosa. Empecé a
andar por ella y fui reconociendo claramente alguna
que otra casa, pese a los arabescos que el ensueño
agregaba, y por fin también nuestra antigua casa
paterna. Era asimismo sobrenaturalmente otra, mas
por otra parte estaba casi exactamente como en los
buenos tiempos, y la alegría y la emoción me
subieron corriendo por la espalda como un
estremecimiento.

"Pero en el umbral me encontré a mi primer amor,


que se llamaba Henriette. Se la veía mayor y un poco
distinta de como era antes; se había puesto más
hermosa todavía. Al acercarme pude ver incluso que
su belleza era como un milagro y se revelaba de una
manera enteramente angélica; en cambio, observé
también en aquel momento que era rubia clara y no
morena como Henriette, mas era ella de pies a
cabeza, si bien transfigurada.

"¡Henriette! exclamé, y me quité el sombrero, pues


su traza era tan exquisita, que no sabía yo si ella
tendría a bien reconocerme. Volvióse del todo y me
miró a los ojos. Pero cuando me estaba mirando de
tal guisa, no pude menos de maravillarme y
avergonzarme, pues no era en absoluto aquella a la
que yo había llamado, sino que era Lisabeth, mi
segunda novia, a la que hiciera el amor durante
mucho tiempo.

"¡Lisabeth!—hube, pues, de gritar, y le alargué la


mano.

"Me contempló de un modo que me llegó al corazón—


como si Dios mirase a un mortal—, no con severidad,
no con una punta de altanería, sino clara y
serenamente, tan espiritual, tan excelsa, que yo me
sentía a la altura de un perro. Grave y triste, alzó
la vista; luego denegó con la cabeza cual si oyese
una pregunta indiscreta, y tampoco aceptó mi mano,
sino que se dio vuelta hacia la casa y
silenciosamente cerró la puerta tras de sí. Oí que
echaba el cerrojo.

"Me volví y continué adelante. Aunque apenas podía


ver, cegado por las lágrimas y la pesadumbre, noté
que algo singular acaecía; en efecto: la ciudad se
había transformado otra vez. Cada calle, cada casa y
todo estaba exactamente, como en tiempos pasados, y
el desorden había desaparecido del todo. Los
frontones ya no eran tan altos y tenían sus antiguos
colores; las personas eran verdaderamente ellas
mismas y, al reconocerse, me miraban con alegría y
asombro; incluso varios me llamaron por mi nombre.
Mas no me era posible contestarles ni pararme. Por
el contrario, corría con todas mis energías por el
conocidísimo camino, por el puente, hasta salir de
la villa, y lo vislumbraba todo con ojos humedecidos
por la pena. Y, sin saber por qué, lo daba por
perdido. Tenía que huir, privado de la honra. Más
tarde, cuando quedó atrás la población, como
estuviese entre los chopos y hubiese de detenerme
unos momentos, se me ocurrió por primera vez pensar
que había estado en mi pueblo, delante de mi casa,
cerca de mis padres, hermanos y amigos, y no había
tenido un solo recuerdo para ninguno de ellos. Había
en mi corazón más pesar, vergüenza y turbación que
nunca. Pero no pude regresar y poner remedio, ya que
el sueño se acabó y me desperté."

Dijo Knulp:

—Cada ser humano tiene su alma; las almas no


pueden conpartirse. Dos personas pueden andar
juntas, hablarse, estar juntas. Pero sus almas son
como flores que prenden cada una en su sitio y
ninguna puede allegarse a otra, a no ser que
abandonen sus propias raíces y justamente esto es
imposible. Las flores se envían sus perfumes y
simientes, ya que de buena gana ellas mismas se
juntarían; mas nada puede hacer para que un grano de
polen llegue al destino adecuado; es el viento el
que lo lleva y trae de acá para allá, cómo y donde
quiere...

Y más tarde siguió:

—... El sueño que te he relatado tiene quizá igual


significación. No me he comportado injustamente a
sabiendas ni con Henriette ni con Lisabeth, sino que
en fuerza de haberme enamorado de ambas y haber
pretendido conquistarlas se han resuelto para mí en
una que se asemeja a las dos sin ser ninguna de
ellas. La imagen es exclusivamente mía, pero ya no
es cosa viva. así también he tenido que pensar
muchas veces en mis padres. Creen que soy un
pequeñuelo, que no soy como ellos. Mas, aun cuando
he de amarlos también, lo cierto es que para ellos
soy un extraño a quien no pueden comprender.

Lo que es capital en mí -tal vez precisamente mi


alma- lo encuentran accesorio y me lo cargan en la
cuenta de mis pocos años o de mis caprichos.
Gustosos me tienen a su lado y me dedican todo su
cariño. Un padre puede transmitir al hijo en
herencia la nariz y los ojos y hasta la
inteligencia, pero no el alma. Ésta es nueva para
cada hombre.
No tenía yo nada que decir a todo esto, pues a la
sazón no había andado todavía por aquellos
vericuetos mentales, al menos por pura necesidad. En
verdad aquel sutilizar me hacía muchísima gracia,
como quiera que a mí no me llegaba a apasionar
suponía que para Knulp también debía ser más un
juego que una contienda. Además, era idílicamente
hermoso para los dos estar tendidos en la seca
hierba, esperar la noche y el sueño y contemplar las
primeras estrellas.

Le dije:

—Knulp, eres un pensador. Deberías haberte hecho


profesor.

Rió y movió la cabeza.

—Más fácil sería que otra vez me fuese al Ejército


de Salvación -repuso luego pensativo.

Para mí aquello era demasiado.

—¡No me vengas con músicas!—le dije—. ¿Es que


ahora quieres convertirte en un santo varón?

—Pues sí; aspiro también a ello. El hombre es


santo si de veras hay seriedad en sus propias ideas
y acciones. Quien tenga por derecho alguna cosa debe
hacerla. Y si yo en un momento dado considero que lo
justo es que me marche al Ejército de Salvación, es
de esperar que así lo haga.

—¡Y dale con el Ejército de Salvación!

—¡Que sí, hombre! Y voy a decirte el porqué. He


hablado ya con mucha gente y he escuchado muchas
peroraciones. He oído hablar a curas, a maestros y a
síndicos; a socialdemócratas y a liberales; pero me
parece que en ninguno de ellos la seriedad era
absolutamente sincera; al menos, no les creería
capaces de sacrificarse, en caso necesario, por sus
respectivos saberes. En cambio, en el Ejército de
Salvación, con toda su solfa y su bulla, he visto y
oído en tres o cuatro ocasiones a personas para las
cuales la cosa iba en serio.

—¡Tú qué sabes!

—Eso salta a la vista. Por ejemplo, hubo uno que


pronunció un discurso en una aldea, en domingo, al
aire libre, en medio de tal polvo y calor, que
pronto enronqueció completamente. Aparte de esto,
tenía un parecer nada robusto. Cuando no podía echar
más palabras, consentía que sus tres compañeros
cantasen unos versículos, y, entre tanto, se bebía
un trago de agua. Medio pueblo—chicos y grandes-
estaba a su alrededor; tomábanle por loco y le
criticaban. Detrás de él un joven subalterno, que
tenía un látigo, soltaba de cuando en cuando un
chasquido formidable a fin de sacar de tino al
orador; a cada golpe todos se echaban a reir. El
pobre hombre, sin embargo—aunque no era ningún
tonto—, y con su resto de voz supo imponerse sobre
el alboroto, y se sonrió en ocasión en que otro
cualquiera hubiera lanzado alaridos o maldiciones.
Bien sabes que eso no lo hace nadie por mor de un
sueldo mísero ni por divertirse; por el contrario,
hay que llevar dentro una claridad y una certidumbre
grandes.

—Admitido; pero lo que está bien en un caso, no


está bien en todos. Y quien, como tú, es hombre
sensible y delicado, no toma parte en semejantes
escándalos.

—O quizá al contrario, si se trata de un hombre


que conozca o posea algo muchísimo mejor que toda la
sensibilidad y que toda la delicadeza. Sin duda, lo
que es aplicable en un caso no lo es en todos; pero
la verdad tiene que ser válida en todo caso.
—¡Ah, la verdad! Y ¿quién te ha dicho que ellos,
con sus aleluyas, posean la verdad?

—Eso no se sabe; completamente de acuerdo. Pero


sólo te digo qué si alguna vez descubro que la suya
es la Verdad, estoy decidido a seguirles.

—Si es así... Pero tú cada día encuentras una


verdad y al día siguiente la abandonas por inválida.

Miróme consternado.

—Eso que me has dicho es duro.

Quise disculparme, pero me lo impidió y quedó


callado. En seguida me dio las buenas noches y se
acostó tranquilamente. Creo, no obstante, que no se
durmió al momento. También yo estaba desvelado;
permanecí bastante más de una hora tendido, apoyado
sobre los codos con la vista dirigida a la tierra
cubierta por la noche.

A la mañana siguiente noté en seguida que Knulp


iba a estar de buen humor aquel día. Se lo dije así;
me miró radiante, con sus ojos infantiles, y dijo:

—Acertaste. Y a propósito, ¿sabes de dónde viene


el estar de buen humor?

—No. ¿De dónde?

—Nace de haber dormido bien durante la noche y de


haber tenido los más hermosos sueños. Pero no
siempre puede uno recordarlos, esto me ocurre hoy a
mí. Mi sueño ha sido a la vez divertido y
sencillamente magnífico, pero lo he olvidado todo;
en estos momentos sólo sé que ha sido soberanamente
bello.
Y antes de llegar al pueblo inmediato, todavía en
ayunas, lanzó a la serena mañana tres o cuatro
flamantes canciones con aquella voz suya, cálida,
ágil, sin asomo de cansancio. Anotadas e impresas,
esas melodías acaso resultaran muy poco
presentables. Mas, si bien Knulp no era un gran
poeta, sí lo era menor ciertamente; y sus canciones
-mientras fuese él mismo quien las cantara- se
parecían a menudo unas a otras, a las más hermosas,
como hermanas bonitas. He retenido estrofas y
pasajes aislados que son auténticamente bellos y
para mí tal vez más valiosos. Nada de ello ha sido
anotado; sus versos llegaban, vivían y fenecían
ingenuamente y sin responsabilidad, como soplan los
vientos; así y todo, han proporcionado bastantes
cuartos de hora gratos y amables no sólo a él y a
mí, sino a muchos otros, niños y mayores.

Radiante y endomingado cual damita ante el portal,


asoma rubio y altivo por encima del pinar...

así cantaba Knulp aquel día al sol, que casi


siempre figuraba y era ensalzado en sus tonadas.
Y... cosa curiosa: así como en la conversación
apenas podía dejar de especular, así también con la
mayor naturalidad le brotaban sus versillos
escapando como limpios niños con sus claros vestidos
de verano. A menudo los hacía donosamente carentes
de sentido, y le servían sólo para que libremente
pudiera fluir la exultación que le desbordaba.

Aquel día se me había contagiado por entero su


jovialidad. Después de saludar a cuantos veíamos en
nuestro camino, les embromábamos, de suerte que a
nuestras espaldas se producían alternativamente
carcajadas e improperios y pasamos todo el día en
continua fiesta. Nos referíamos mutuamente anécdotas
y chistes de los años escolares; poníamos motes a
los aldeanos que pasaban y con frecuencia también a
sus caballerías y bueyes; junto al escondido
valladar de un huerto nos hartamos de grosellas
robadas; y, en fin, conservamos las fuerzas y las
suelas de nuestros zapatos, ya que casi cada hora
hacíamos un alto en el camino.

Me parecía que desde que trataba a Knulp -cosa


reciente- nunca le había encontrado tan fino, amable
e interesante; yo esperaba gozoso que a partir de
entonces habría de iniciarse la verdadera
convivencia, el peregrinaje y esparcimiento en
común.

A mediodía se levantó bochorno y estuvimos más


tiempo tumbados en la hierba que andando. Cuando
atardecía, concentróse un vaho de tormenta y la
atmósfera se adensó de tal manera que determinamos
buscar cobijo para la noche. Durante aquel rato,
Knulp se fue aquietando paulatinamente y empezó a
cansarse un poco; sin embargo, él apenas lo notaba,
pues seguía riendo efusivamente conmigo y con
frecuencia me acompañaba en mis canciones; yo mismo
me sentía aún retozón y más de una vez noté que se
encendía dentro de mi una como fogata de regocijo.
Quizás a Knulp le ocurría a la inversa y en él iban
entremuriendo ya las luminarias festivas. Por aquel
entonces solía acontecerme que, en los días alegres,
a medida que la noche se acercaba, me iba animando
progresivamente y no sabía hallar el fin de la
jornada: efectivamente, muchas veces, después del
holgorio trasnochaba horas enteras, yendo de acá
para allá solo, cuando ya los demás se habían
cansado hacía un buen rato y dormían.

Esta fiebre de júbilo entre dos luces me acometió


también en aquella sazón, y mientras íbamos andando
valle abajo hacia un pueblo de muy buen ver, me
refocilaba ante la perspectiva de una noche risueña.
Por lo pronto escogimos para albergue nocturno un
henil que había en lugar apartado, fácilmente
accesible; entramos luego en la población y nos
metimos en un hermoso merendero, pues aquí había yo
prometido convidar a mi amigo y pensaba obsequiarle
con un pastel de yemas y un par de botellas de
cerveza; a fin de cuentas aquél era un día de
alborozo.

Por su parte, Knulp había aceptado con gusto la


invitación. Nobstante, cuando tomamos asiento junto
a un velador, bajo un hermoso platanero, dijo medio
sonrojándose:

—Oye, no iremos a empezar una orgía, ¿eh? Una


botella de cerveza sí que me la bebo de buen grado;
sienta bien y es un placer para mí, pero más de eso
apenas lo aguantaría.

No insistí y pensé: "ya hablaremos de la cantidad


cuando nos hayamos alegrado". Nos comimos el dulce
de yemas caliente y además un pan de centeno del
día, sabroso y moreno. Desde luego hice traer una
segunda botella de cerveza para mí, en tanto que
Knulp tenía su primera mediada aún. Yo lo estaba
pasando bien de verdad pues volvía a sentarme,
opiparamente y a lo principe, ante una linda mesa, y
pensaba disfrutar todavía un buen rato aquella
noche.

Cuando Knulp hubo terminado su botella, no aceptó


otra a pesar de mis instancias y me propuso
callejear un poco por la villa y luego a dormir
temprano. No eran ésas, en modo alguno, mis
intenciones mas no quise contradecirle, francamente.
Y como mi botella no estaba aún vacía, nada tenía yo
que objetar al hecho de que él se marchase de
momento; ya nos reuniríamos de nuevo más tarde.
Fuese, luego. Seguí con la vista su cómoda y gozosa
andadura de hombre que cree terminado su trabajo;
con una flor de amelo tras la oreja bajó la fila de
escalones hasta la ancha calle y, en lento paseo, se
internó en la villa. Y si bien me molestó que no
hubiese querido vaciar conmigo una botella más, no
pude menos de pensar, mientras le miraba con
ternura, que era un gran muchacho.
Entre tanto el bochorno tomaba constante
incremento, a pesar de que el sol ya se había
ocultado. Daba gusto estar allí sentado, con calma,
ante una bebida fresca a la entrada de la noche con
un tiempo como aquél, y decidí quedarme algún rato
más al lado de mi mesa. Como yo fuese casi el único
parroquiano, la camarera tuvo tiempo sobrado para
dedicarlo a una charla conmigo. Le encargué además
que me trajese dos cigarros, de los cuales destinaba
en principio uno a Knulp, aunque me fumé yo los dos
más tarde por distracción

Aproximadamente una hora después, volvió, en


efecto, Knulp y quiso recogerme. Pero yo me había
vuelto sedentario, y como él estaba fatigado y tenía
sueño, quedamos de acuerdo en que se marchara a
nuestro echadero y se acostara. Allá se dirigió,
pues. Inmediatamente la camarera empezó a hacerme
preguntas acerca de él, pues llamaba la atención de
todas las muchachas. Nada tenía yo que oponer; él
era amigo mío y ella no era mi novia. Le alabé -y
aun demasiadamente-, pues tengo para mí que las
alabanzas siempre están bien y no hay que negárselas
a nadie.

Empezaba a tronar y a soplar vientecillo sobre el


platanero cuando, ya tarde, conseguí por fin
levantarme. Pagué, dejé para la muchacha una moneda
de diez céntimos de marco y me puse en camino sin
prisa. Al partir me di cuenta de que había bebido
una botella de más -en los últimos tiempos me había
pasado rigurosamente sin bebidas fuertes- y, sin
embargo, ello me producía sólo una sensación
placentera, al demostrarme que era yo capaz de
resistir un poco; aún fui cantando entre dientes por
todo el camino, hasta que volví a encontrar nuestro
alojamiento. Subí sin hacer ruido y hallé—como era
debido—a Knulp durmiendo. Sobre la extendida
chaqueta marrón, en mangas de camisa, yacía y
respiraba rítmicamente; me quedé mirándole; su
frente, el desnudo cuello y una mano distante del
cuerpo -había extendido uno de los brazos- producían
un pálido resplandor en medio de la nebulosa
penumbra.

Me acosté vestido; la excitación y el dolor y


pesadez de cabeza me desvelaban a cada instante; por
fin, cuando ya empezaba a medio clarear afuera, me
dormí como un tronco. Fue un sueño profundo,
letárgico, cual modorra, pero no bueno; me sentía
pesado y decaído y tuve ensueños confusos y
torturantes.

A la mañana siguiente me desperté tarde: era ya


pleno día y la clara luz me molestó en los ojos. Mi
cabeza estaba vacía y nublada y mis miembros
fatigados. Tras prolongado bostezo, me froté los
ojos y estiré los brazos; mis articulaciones
crujieron. A pesar del cansancio, conservaba un
resto, una reminiscencia del temple del día anterior
y pensé que debía librarme de mis pequeñas miserias
lavándome en la primera fuente clara.

Mas sucedió de otro modo. Cuando miré en torno


mío, Knulp ya no estaba. Le llamé y silbé, pues al
principio nada sospechaba. Sólo cuando llamadas,
silbidos y búsqueda resultaron infructuosos,
comprendí de pronto que me había abandonado. Sí;
había marchado, se había ido furtivamente, no había
querido quedarse más tiempo conmigo. Acaso porque le
repugnaba mi sobrebeber de la víspera, o porque se
avergonzara de sus propias travesuras durante la
jornada precedente; tal vez sólo por capricho, o por
escrúpulos acerca de mi compañía; quizá porque se
despertó en él la súbita necesidad de miento. Pero
probablemente la culpable fue mi gula de cerveza

Mi alegría se eclipsó; la vergüenza y el pesar se


adueñaron por entero de mí. ¿Dónde estaría mi amigo
en aquellos momentos? A despecho de sus palabras, me
parecía haber comprendido un poco su alma y tener
parte en él. Pero ahora que se había ido y quedaba
yo desengañado y solo, debía echarme la culpa más a
mi que a él: era menester que probase ya por mi
mismo aquella soledad, en la que según opinión de
Knulp todos viven, aunque yo nunca había querido
creer por completo en ella. Era amarga; y no lo ha
sido sólo en aquel primer día. Después, por el
decurso del tiempo ha venido en ocasiones a hacerse
más livíana; mas desde entonces no se ha decidido a
abandonarme del todo.

El fin

Era un claro día de octubre; el aire, leve,


penetrado de sol, se agitaba en breves y versátiles
corrientes; desde campos y huertos ascendía en
tenues y morosas cintas el humo azul pálido de las
fogatas otoñales y llenaba el luminoso paisaje con
su olor agridulce de hojas y madera verde quemadas.
En los huertos aldeanos florecían ásteres silvestres
de vivos colores, más lejos desvaídas rosas y
dalias, y aledañas a los cercados flameaban todavía
algunas encendidas capuchinas acá y allá sobre el
vago brillo albarizo de la hierba, ya descolorida.

Por la carretera de Bulach avanzaba lentamente el


calesín del doctor Machold. La pista subía
suavemente monte arriba; a la izquierda quedaban
trigales segados y patatares, en los que aún se
estaba recogiendo la cosecha, y a la derecha, un
pinar joven, compacto y medio asfixiado, un pardo
seto de varales y ramas enjutas en tupido
apiñamiento, y el suelo, de un bruno monocromo y
seco, materialmente cuajado de pinochas mustias. La
estrada, rectilínea, parecía conducir al mórbido
azul del cielo otoñal, como si el mundo se acabara
en aquella altura. Con las riendas flojas en la
mano, el doctor dejaba al gastado caballejo andar
como quisiera. Venía de asistir a una moribunda, a
la que ya no podía prestar más ayuda, a pesar de que
la mujer había luchado tenazmente por vivir hasta el
último instante. Se encontraba cansado y disfrutaba
del plácido viaje en tan benigno día. Los
pensamientos se le habían adormilado y en su ligero
aturdimiento se iban involuntaríamente tras el
reclamo de los recuerdos, borrosos y gratos, que se
elevaba con el aroma de las pequeñas lumbres
campesinas; unos se remontaban a días autumnales de
asueto, allá por los años estudiantiles; otros, más
remotos, hasta el sonoro y amorfo ocaso de la
infancia. Pues se había criado en la comarca y sus
sentidos espontáneos y expertos seguían todos los
signos campestres de las estaciones y de las labores
relativas a cada una.

Estaba a punto de dormirse del todo, cuando le


despabiló la parada del coche. Cruzaba oblicuamente
la carretera un arroyuelo, en el que se habían
atascado las ruedas delanteras; el caballo,
agradecido, se había quedado parado y, con la cabeza
baja, aprovechaba el descanso esperado.

Machold, reanimado merced al repentino


enmudecimiento de las ruedas, recogió las riendas;
tras algunos momentos crepusculares comprobó
sonriendo que bosque y cielo continuaban sin novedad
en la soleada claridad e incitó al rocín a proseguir
la subida con un fianzudo chascar de lengua. Después
se enderezó en su asiento -le gustaba dormitar
durante el día- y encendió un cigarro. La marcha se
reanudó a paso lento; desde la gleba, le saludaron
dos mujeres que buscaban sombra tras de una larga
hilera de sacos llenos de paja.

La cima estaba ya cerca: el caballo alzaba la


testa lleno de expectación, con el ánimo muy
dispuesto a trotar cuesta abajo tan luego como
rebasara el vasto culmen de la loma local. En esto
apareció arriba en el vecino y lúcido horizonte, una
figura humana, un caminante; destacóse un instante
circuido de soflama azul, escueto y alto; descendió
y tornóse gris y pequeño. Se fue acercando -era un
hombre flaco de barba escasa, mal vestido, y
evidentemente no tenía otro hogar que los caminos—;
andaba cansada y muy trabajosamente, pero se quitó
el sombrero con la mayor cortesía y saludó.

—Adiós -dijo el doctor Machold siguiendo con la


vista al forastero, que ya había pasado; y de súbito
paró al jamelgo, se volvió irguiéndose sobre la
capota de cuero que chirriaba, llamó-: ¡Eh, ¡Venga
acá un momento!

El viandante, que estaba cubierto de polvo, se


detuvo y miró atrás. Sonrió débilmente al médico,
otra vez desvió la vista como si se dispusiera a
continuar su marcha, pero luego reflexionó y dio la
vuelta sumiso.

A los pocos instantes se hallaba junto al humilde


carruaje, sombrero en mano.

—¿Adónde va..., si se puede saber?—exclamó


Machold.

—Voy camino de Berchtoldsegg.

—¿No nos conocemos?... Lo que pasa es que no puedo


acordarme de su nombre... Y usted ¿sabe quién soy?

—Usted es el doctor Machold..., me parece.

—Así es... Y usted, ¿cómo se llama?

—El señor doctor me reconocerá en seguida. En


tiempos nos hemos sentado juntos en la clase de
latín del profesor Plocher y solía usted copiar de
mi los ejercicios.

Machold se había bajado aprisa y miraba al hombre


a los ojos. Luego, sonriente, le dio unas palmadas
en la espalda.

—¡Ah, si!—dijo—. Tú eres el famoso Knulp, mi


compañero de estudios. Deja que te estreche la mano,
amigo mío. Cierto soy que han pasado lo menos diez
años sin vernos. ¿Sigues corriendo mundo?

—Sí. A medida que el tiempo pasa, se va uno


quedando en aquello a lo que se ha acostumbrado.

—En eso tienes razón. Y ¿adónde diriges tus pasos?


¿Otra vez a tu tierra?

—Exactamente. Quería ir a Gerbersau; tengo que


hacer allí alguna cosilla...

—¡Vaya, vaya! ¿Vive todavía alguno de los tuyos?

—No.

—Francamente, tienes un aspecto nada juvenil,


Knulp. Sin embargo no hemos pasado de los cuarenta,
ni tú ni yo. Y eso de que sin más ni más hayas
querido pasar de largo por mi lado, no estuvo bien
hecho por tu parte... Me está pareciendo que
posiblemente tengas necesidad de un doctor. ¿No es
así?

—¡Bah! No me hace falta para nada. Y, tocante a lo


que me hace falta, ningún médico podría curarme.

—Eso ya se verá. Ahora sube al coche y vente


conmigo, que así podremos hablar mejor.
Knulp retrocedió un poco y se puso el sombrero.
Con expresión azarada, se resistió cuando el doctor
quiso ayudarle a subir.

—¡Ah, no se moleste! El caballito no va a salir


corriendo mientras estemos aquí.

En diciendo esto, le sobrevino un acceso de tos y


el médico, que sabía ya de qué se trataba, le asió
sin demora y le sentó en el vehículo.

—Bueno -decía Machold ya en marcha-, por fin


estamos dentro, y con este trote, en media hora nos
hallaremos en casa. No te conviene hablar con esa
tos, ya continuaremos la conversación en casa.

—¿Qué?

—No, ahora no tendrás más remedio que meterte en


la cama; es donde deben estar los enfermos, y no por
la carretera. ¿Sabes qué te digo? Que si en otros
tiempos me ayudaste con bastante frecuencia en
latín, ahora me toca a mí asistirte.

Recorrieron la eminencia y, con estridente freno,


bajaron por la larga lomada; enfrente se veían ya
los tejados de Bulach entre árboles. Machold acortó
riendas sin quitar ojo del camino y Knulp,
sonriendo, rindióse medianamente gustoso al placer
de viajar en coche y a la imperiosa hospitalidad de
su amigo. "Mañana -pensaba-, mañana lo más tarde, he
de continuar hacia Gerbersaur, si conservo aún
unidos los huesos." Ya no era ningún mozalbete para
andar perdiendo los días y los años, sino un hombre
enfermo y viejo, sin más deseo que el de ver una véz
más su tierra natal antes de que todo acabara.

Habiendo llegado a Bulach, lo primero que hizo su


amigo fue introducirle en la sala de estar y darle
pan con jamón y leche. allí platicaron y, poco a
poco, volvieron a hallar la intimidad. Después el
médico le sometió a un reconocimiento, que el
enfermo soportó de buen talante y un tanto burlón.

—¿Sabes lo que te pasa en realidad? -preguntó


Machold al final de su examen.

Lo dijo a la ligera, sin darle importancia, y


Knulp le quedó agradecido por ello.

—Sí, ya lo sé, Machold, es la tisis, y también sé


que no puedo durar mucho.

—¡Hombre, quién sabe! De todos modos, por lo mismo


debes comprender que necesitas una cama y cuidados.
Por de pronto puedes quedarte aquí conmigo;
mientras, me ocuparé de conseguirte una pieza en el
hospital más próximo. Llevas dentro un espíritu
malo, creciendo, y tienes que hacer un esfuerzo para
darle de una vez su merecido.

Knulp se puso de nuevo la chaqueta. Volvió su


rostro macilento y gris hacia el doctor, y con
expresión de picardía dijo bondadosamente:

—Te tomas muchas molestias, Machold. Muchas, para


ser por causa mía. Pero no debes esperar mucho de
mí.

—Ya veremos. Ahora siéntate al sol, mientras aún


siga dando en el jardín. Lina te preparará la cama
de los huéspedes. Tenemos que vigilarte, Knulpillo.
A decir verdad, no es normal que un hombre que ha
pasado toda su vida al sol y al aire libre, se haya
destrozado los pulmones.

Dicho esto, se marchó.

Eso de dejar a un vagabundo en el cuarto de los


huéspedes no le hizo ninguna gracia a Lina, el ama
de llaves, que opuso cierta resistencia. Pero el
doctor le cortó la palabra.
—Sea buena, Lina. Ese hombre ya no vivirá mucho;
que encuentre al menos en casa una chispa de
bienestar. Por otra parte siempre ha sido limpio y
antes de que se vaya a la cama le meteremos en el
baño. Sáquele una de mis camisas de dormir y, si
acaso, mis zapatillas de invierno. Y no lo olvide:
es un amigo mío.

Knulp durmió once horas. El neblinoso alborear


proyectaba débil luz sobre el lecho, donde el
enfermo apenas pudo hacer otra cosa que recordar
poco a poco cuya era la casa en que se hallaba.
Cuando el sol hubo salido, Machold le permitió
levantarse.

Después de comer, sentáronse ante sendos vasos de


vino tinto en la soleada galería. Tras el copioso
yantar y con su medio vaso de vino, Knulp se sentía
alegre y decidor. El doctor se había concedido una
hora libre para dialogar otra vez con el singular
compañero de colegio y quizá para saber algo más de
aquella insólita vida humana.

—así que. .. ¿estás contento de la vida que has


llevado?—preguntó sonriendo—. En tal caso, todo va
bien. De lo contrario, no hubiera tenido más remedio
que decirte que es una verdadera lástima lo que
haces. Un hombre como tú no habría tenido que llegar
a ser necesariamente párroco o profesor; pero se
habría hecho de ti tal vez un naturalista o algo
parecido a un poeta. No sé si has aprovechado o
perfeccionado tus dotes, pero si que te las has
gastado en ti solo. ¿O tampoco?

Knulp apoyó el mentón con su rala barbita en lo


hueco de la mano y contempló las bermejas
luminosidades que, detrás del vaso de vino, jugaban
sobre el mantel expuesto al sol.
—No estoy completamente de acuerdo -dijo
pausadamente-. Con esas dotes, como tú llamas, no se
llega a tanto. Sé silbar con un poquito de arte y
tocar el acordeón; hago algunos versillos; he sido
un buen andarín y no he bailado mal. Eso es todo: he
sido una fuente de alegría, pero no sólo para mi.
Conmigo lo han pasado divertidamente la mayor parte
de mis camaradas, jovencitas y niños, que varias
veces me han quedado agradecidos por ello. Vamos a
dejar las cosas como están, y todos contentos.

—Sí -dijo el doctor-, lo dejaremos. Pero aún tengo


que preguntarte una cosa. En los buenos tiempos
fuiste conmigo a la escuela de latín hasta quinto
curso, bien lo recuerdo, y eras un buen alumno,
aunque no un chico modelo. Después dejaste de ir y
se dijo que asistías a un grupo escolar. De resultas
de tal separación, no podía yo, como alumno de
latín, tener un amigo que fuera a la escuela
primaria. ¿Como pudo ocurrir aquello? Más tarde,
cada vez que oía hablar de ti, pensaba: si se
hubiese quedado Knulp con nosotros en la escuela de
latín las cosas hubieran sucedido de muy distinto
modo. ¿Qué fue pues? ¿Es que se te quitaron las
ganas de seguir, o que tu padre no quiso pagar más
matrículas o qué?

El paciente tomó su vaso en la magra y morena


mano, pero no bebió; miró solamente a través del
vino en dirección a la verde soledad del jardín y
luego volvió a poner cuidadosamente el vaso sobre la
mesa. Sin decir palabra, cerró los ojos y se abismó
en sus pensamientos.

—¿Te contraría hablar de aquello? -preguntó su


amigo-. No tiene por qué ser así...

A esto abrió los ojos Knulp y dirigióle una larga


mirada de malestar.
—Yo, sin embargo -dijo indeciso todavía-, creo que
así tiene que ser. Debes enterarte de que jamás se
lo he contado a ningún ser humano... Pero ahora,
acaso sea muy conveniente que alguien lo escuche. Se
trata simplemente de una historia infantil; no
obstante, para mí ha tenido su importancia y me ha
hecho trajinar durante muchos años. ¡Es curioso que
precisamente tú me hayas preguntado acerca de esto!

—¿Por qué?

—He tenido que pensar muy repetidas veces sobre el


asunto en estos últimos años, y por tal motivo me he
vuelto a poner en camino hacia Gerbersau.

—Bien, cuéntame...

—Mira, Machold: tú y yo éramos buenos amigos


entonces, por lo menos hasta tercer curso o cuarto.
Después, empezaron a disminuir nuestras reuniones,
hasta el extremo de haber tú silbado en vano varias
veces delante de nuestra casa.

—¡Santo Dios, sí que es cierto! No había vuelto a


acordarme de eso desde hace más de veinte años. ¡Qué
memoria tienes, hombre! ¿qué más?

—Te diré lo que pasó. Las chicas tuvieron la


culpa. Se me despertó el interés por ellas bastante
temprano; cuando tú creías todavía en la cigüeña y
en la fábrica de niños de París, ya sabía yo
aproximadamente lo que pasa entre varones y hembras.
Para mí era entonces lo importante, y por eso salía
muy poco con vosotros a jugar a los indios.

—Por entonces tenías doce años, ¿no?

—Casi trece; soy un año mayor que tú. En cierta


ocasión en que me encontraba en cama indispuesto,
recibimos la visita de una prima que tendría tres o
cuatro años más que yo y en seguida se puso a jugar
conmigo. Cuando me repuse y levanté, fui una noche a
verla a su cuarto. así fue como se me dio noticia
acerca de la exterioridad femenina; me quedé
lamentablemente asustado y huí de allí. Ya no quise
cruzar una palabra más con mi prima; se disgustó
conmigo y acabé por sentir miedo delante de ella;
pero como la cosa no se me iba de las mientes, a
partir de entonces, durante un largo periodo, no
hice más que ir detrás de las muchachas. A la casa
del curtidor Haasis—que tenía dos hijas de mi edad—
acudían también otras mocitas de la vecindad; allí
jugábamos al escondite en los oscuros desvanes y
menudeaban las risitas pícaras, las cosquillas y los
secretos. Las más veces era yo el único chico de
aquella pandilla y en ocasiones me permitía hacerle
las trenzas a alguna de ellas, u otra me daba un
beso; éramos todos unos críos todavía y no estábamos
muy al corriente que digamos, pero todo nos parecía
lleno de atractivos, y cuando se bañaban ellas me
ocultaba entre matorrales para contemplarlas. Y un
día vino una muchacha nueva, del arrabal, hija de un
obrero afecto a la fábrica de géneros de punto.
Llamábase Francisca, y ya desde el primer momento me
gustó.

—¿Cómo se llamaba su padre? Tal vez yo les


conozca.

—Perdona, prefiero no decirlo, Machold. No tiene


nada que ver con esta historia y quisiera que nadie
se enterara de cosas de ellos. Pues bien, la
muchacha era mayor y más fuerte que yo. En diversos
momentos y lugares nos habíamos tratado y peleado, y
cuando me estrechaba contra sí hasta hacerme daño,
sentía una mezcla de mareo y bienestar parecidos a
los de la embriaguez. Me enamoré de ella, y como
quiera que me llevaba dos años y ya hablaba de que
pronto iba a tener novio, toda mi ansia llegó a
cifrarse en serio. Una vez se hallaba sola, en el
huerto de la tenería, sentada a la orilla del río,
con los pies dentro del agua. Acababa de bañarse y
solamente llevaba puesta la camisa. Llegué y me
senté a su lado. Por una vez tuve valor y le dije
que quería hacerme novio suyo y tenía que
conseguirlo. Pero me miró compasivamente con sus
ojos pardos y dijo: "Tú eres todavía un nene de
pantalón corto; ¿qué sabes tú de novias y de estar
enamorado?" Contesté que de todos modos sabía ya de
todas esas cosas y que si no quería hacerse mi
novia, la tiraría al agua y luego me tiraría yo.
Entonces se me quedó mirando atentamente, con una
mirada como de mujer y dijo: "Ya veremos. ¿Sabes
besar?" Dije que sí y le di rápidamente un beso en
la boca; crei que bastaría. Mas ella me agarró la
cabeza, la sujetó fuertemente y me besó a su vez,
pero de veras, como una mujer, de tal suerte que
casi perdi el sentido. Luego rió con su tono
profundo y dijo: "Tú podrías servirme, chico... Pero
no hay manera; no puedo tener un novio que va a la
escuela de latín; ahí no hay gente de la buena. Para
novio necesito un hombre de verdad, un obrero o un
trabajador, no un letrado. Conque... no hay nada que
hacer. Sin embargo, me había recostado en su regazo,
y era tan agradable aquella sólida tibieza, aquel
dejarse estar entre sus brazos, que no quería ni
pensar en tener que abandonarlos. así pues, prometí
a Francisca que no volvería nunca a la escuela de
latín y que me haría obrero. Empezó a reírse, pero
yo no cejé y, por último, después de besarme otra
vez, me prometió que si yo dejaba para siempre los
latines y su escuela, consentiría en ser mi novia y
lo pasaríamos bien juntos.

Knulp hizo una pausa y tosió un poco. Su amigo


estaba pendiente de él: permanecieron los dos en
silencio y al poco rato prosiguió

—Bien, ahora ya conoces la historia. Naturalmente,


la cosa no fue tan aprisa como te la he contado. Mi
padre me dio un par de bofetones cuando le comuniqué
que no quería ni podía volver jamás a la escuela de
latín. No sabía qué partido tomar; reiteradamente
concebí el propósito de pegar fuego a la escuela.
Eran ideas de chiquillo; pero como se referían a lo
que más me importaba, las tomaba en serio. Por fin
se me ocurrió la única solución: sencillamente, no
hacer nada a derechas en la escuela, ¿no recuerdas?

—La verdad, creo que me está volviendo a la


memoria algo de eso. Durante una temporada larga te
castigaron casi a diario.

—Sí. Hacía novillos, contestaba mal, no llevaba


los temas hechos y fui perdiendo los cuadernos de
clase; cada día me pasaba algo. Finalmente, acabé
por sentir satisfacción con estas cosas y con
hacerle la vida imposible a cada paso al profesor.
Además, el latín y todas las materias perdieron
desde entonces para mi toda su importancia. Sabes
que he tenido siempre buen olfato, y cuando
rastreaba alguna cosa nueva, ya no había en el mundo
otra para mí por una temporada; así me ha ocurrido
con la gimnasia y después con la pesca de la trucha
y con la botánica. Y cabalmente lo mismo me estaba
sucediendo a la sazón con respecto a las chicas; y
hasta que no hubiera pasado todo lo que había que
pasar y adquirido la correspondiente experiencia,
ninguna otra cosa me parecía importante. Consideraba
estúpido estar acurrucado en un banco practicando
conjugaciones como un colegial cualquiera, cuando
secretamente se tienen los cinco sentidos sólo en
que la tarde anterior se ha estado espiando el baño
de las chachas... ¡Bah! En fin... Los profesores
debieron de notarlo tal vez en términos generales me
querían y fueron indulgentes connmigo mientras fue
posible, sin que yo intentase nada para merecer ese
trato. Pero por aquellos días empecé a amistarme con
el hermano de Francisca. Iba a la escuela primaria,
al grado de los mayores, y era individuo maligno;
mucho aprendí de él, pero nada bueno, y he tenido
que aguantar muchas cosas suyas. En medio año logré,
al fin, mi objetivo: mi padre casi me mató de una
paliza, pero me expulsaron de vuestra escuela y a
poco me sentaba en la misma aula del grupo escolar a
que concurría el hermano de Francisca.

—¿Y ella, la chica?—preguntó Machold.

—ahí está lo malo, que a pesar de todo no llegamos


a ser novios. Desde que, acompañando a su hermano,
empecé a frecuentar su casa, recibí de ella peor
trato, como si entonces valiera menos que antes; y
cuando ya llevaba dos meses en la escuela pública y
había tomado por costumbre salir de casa a
hurtadillas al anochecer, me enteré de la verdad. Un
día, caida ya la tarde, andaba yo a la briba por el
bosque de los cañaverales y, como ya había hecho
otras veces, acechaba a una pareja de novios que
estaba en un banco; cuando me decidí a acercarme, vi
que ella era Francisca y estaba con un mecánico. En
ningún momento repararon en mi; él tenía el brazo
alrededor del cuello de ella y un cigarrillo en la
mano, la blusa de la chica estaba abierta y, en
resumen, aquello era horrible. así, pues, todo había
sido en vano.

Machold le dio unas palmaditas en el hombro.

—¡Ea!, tal vez así haya sido mejor para ti.

Pero Knulp cabeceó brusca y enérgicamente.

—No, de ninguna manera. Aún hoy daría mi mano


derecha por que hubiese ocurrido de otro modo. No me
digas nada acerca de Francisca; no podría
permitirlo. Si me hubiera ido bien en aquella
coyuntura, mi aprendizaje del amor habría sido bello
y venturoso, lo que acaso hubiese contribuido a
reconciliarme con la escuela y con mi padre. Porque
mira, no sé cómo decírtelo... desde entonces, aunque
he tenido diversos amigos, conocidos, camaradas y
amores, jamás he confiado en la palabra de un ser
humano, ni por mi parte me he ligado a nadie por
medio de palabra. ¡Jamás! He vivido como me ha
venido en gana y no he carecido de libertad ni de
cosas bellas, pero me he quedado solo.

Asió luego el vaso, apuró concienzudamente el


último sorbito de vino y se levantó.

—Si me lo permites, voy a acostarme; no tengo


ganas de hablar más de esto. Y tú, con seguridad,
tendrás algo que hacer.

El doctor denegó con la cabeza.

—Espérate un momento. Voy a escribir hoy al


hospital pidiendo una plaza para ti. Quizá no te
parezca bien, pero en tu caso no hay alternativa.
Vas a la ruina si no te sometes inmediatamente a
tratamiento.

—¡Y qué! -exclamó Knulp con vehemencia no habitual


en él-. ¡Déjame que reviente! Todo es inútil ya, lo
sabes igual que yo. ¿Para qué voy a dejarme enjaular
ahora?

—No es eso, Knulp, sé razonable. Sería un médico


detestable si te dejara ir por ahí así. Es seguro
que en Oberstetten encontraremos sitio para ti;
llevarás una carta mía y dentro de ocho días iré yo
mismo a verte. Te lo prometo.

El andariego volvió a hundirse en su asiento. Casi


parecía que iba a romper en llanto y se restregó las
delgadas manos como si tuviera frío. Después miró al
doctor a los ojos con expresión suplicante e
infantil.

—Sea -dijo a sovoz-. No he sido justo; ¡has hecho


tanto por mí! este vino tinto y... todo...,
demasiado bueno y delicado para mí. Pero todavía
tengo un ruego importante que hacerte... No te
enfades conmigo.
Machold le dio en el hombro unas palmadas
tranquilizadoras

—Sé juicioso, amigo. Nadie te va a poner un


collar. ¿De qué se trata?

—¿No estás disgustado conmigo?

—Claro que no. ¿Por qué?

—Entonces, Machold, te suplico que me hagas un


gran favor; ¡no me mandes a Oberstetten! Si de todas
formas he de ir a un hospital, quisiera al menos que
fuese el de Gerbersau; allí me conocen, está en mi
tierra. Además quizá sea mejor, por haber sala de
beneficencia; he nacido allí, a fin de cuentas, y...

Sus ojos imploraban con fervor; apenas podía


hablar a causa d la emoción.

"Tiene fiebre", pensó Machold. Y dijo


sosegadamente:

—Si lo que tienes que pedir no es más que eso,


puede arreglarse pronto. Tienes toda la razón,
escribiré a Gerbersau. Ve ahora a echarte; estás
cansado y has hablado en demasía.

Su mirada siguió los pasos lánguidos del enfermo


hasta que éste se internó en la casa. Y de sopetón
se encontró pensando en aquel verano en que Knulp le
había enseñado a pescar truchas, en aquella manera
sagaz y dominadora con que sabía tratar a los
compañeros, en la encantadora fogosidad de los doce
años de aquel rapaz de casta.

"Pobre hombre", se dijo, enternecido por una


emoción que le contrarió, y, al instante, levantóse
para ir a su trabajo.
La mañana siguiente trajo niebla y Knulp
permaneció todo el día en la cama. El doctor le
llevó algunos libros; pero apenas los tocó. Sentíase
deprimido y desalentado; desde que disfrutaba de
cuidados, desvelos, buena cama y alimentos
delicados, percibía con claridad creciente que
aquellas cosas—y él con ellas—tocaban a su fin.

"Si sigo tendido así durante otra tirada—pensaba


malhumorado—, ya no me levantaré más." Ya poco le
quedaba por hacer en la vida; los caminos habían
perdido muchos de sus atractivos para él en los
últimos años. Pero antes de morir quería volver a
ver Gerbersau y despedirse en secreto de muchas
cosas: del río y del puente, de la plaza mayor y del
jardín de la casa paterna y de aquella Francisca.
Sus posteriores idilios estaban en el olvido, pues
que ahora, tras lo pasado, se le revelaba como cosa
mezquina e intrascendente la larga cadena de sus
años de andador errabundo, mientras que en cambio
los misteriosos tiempos de la mocedad ganaban
esplendor y hechizos nuevos.

Contemplaba con detenimiento la cómoda habitación:


hacía muchos años que no moraba tan regaladamente.
Estudió con mirada objetiva y sensible dedo, el
tejido de la ropa blanca de cama, el suave cobertor
de lana que conservaba su color natural, las finas
fundas de las almohadas. También le interesó el
pavimento de recia madera y la fotografía que se
veía en la pared; representaba el palacio del Dux de
Venecia y estaba enmarcada en mosaico vítreo.

Después se tendió otra vez durante un buen rato


con los ojos abiertos, sin mirar nada, fatigado y
sólo atento a lo que sordamente acontecía en su
cuerpo enfermo. De pronto, se incorporó bruscamente
y, ladeando presto medio cuerpo hacia fuera de la
cama, pescó con presurosos dedos los zapatos para
someterlos a un escrupuloso examen pericial. No
estaban en buen uso, pero todavía era octubre y
resistirían hasta las primeras nieves. Después, todo
habría concluido. Se le ocurrió la idea de que
podría pedirle a Machold un par de zapatos viejos.
Pero no; esto le haría desconfiar; en el hospital no
se necesitaba calzado con urgencia. Precavido, palpó
las partes quebrajosas de las palas. Dándoles de
grasa convenientemente durarían por lo menos otro
mes. Excusaba preocuparse; probablemente el viejo
par de zapatos había de sobrevivirle y aun haría
algún servicio cuando él mismo hubiera desaparecido
de las carreteras.

Dejó caer los zapatos y probó a respirar hondo,


pero sintió dolor y tuvo que toser. Entonces
permaneció echado, inmóvil y expectante respiró
quedo a quedo y tuvo miedo de que le pasara algo
malo antes de dar satisfacción a sus últimos deseos.

Se esforzó en meditar sobre la muerte, como tantas


otras veces, pero su entendimiento se fatigaba y
quedó sumido en una especie de duermevela. Al
despertarse, al cabo de una hora, parecióle que
había dormido días enteros y se sintió repuesto y
tranquilo. Pensó en Machold y ocurriósele que
debería dejarle alguna señal de su agradecimiento
antes de partir. Y en vista de que el doctor le
había preguntado el día anterior por sus poesías,
intentó poner por escrito una para él; pero no pudo
acordarse de ninguna completa, ni le agradaba
ninguna. Desde la ventana vio flotar la niebla en el
bosque cercano y estuvo mirándola con fijeza durante
un largo intervalo, hasta que le vino una
inspiración. Con un cabo de lápiz que había hallado
y recogido el día anterior en la casa, escribió
algunos renglones en el limpio papel blanco que
servía de forro al cajón de la mesilla de noche:

Las flores no pueden menos de marchitarse cuando


llegan las nieblas, y los seres humanos tienen que
morir: la tumba los acoge. También los hombres son
flores: todos vuelven al llegar su primavera, sin
que los aqueje ya enfermedad ninguna, y todo les es
perdonado.

Dejó de escribir y leyó. Aquellos versos no


reunían los requisitos que suelen exigirse para un
carmen perfecto y carecían de rima; pero en ellos
estaba lo que él había querido expresar. Y
humedeciendo el lápiz con los labios, consignó al
pie: "Para el honorable señor doctor Machold, de su
agradecido amigo K."

Acto seguido dejó el papel en el cajoncito.

Al día siguiente la niebla se hizo aún más densa;


pero empezó a soplar un aire duro y fresco, de
suerte que podía confiarse en ver el sol a
mediodía. Como pidiese encarecidamente al doctor
permiso para levantarse, Machold se lo concedió y
manifestó que había plaza para él en el hospital de
Gerbersau y que le esperaban allá.

—Entonces, me marcharé inmediatamente después de


almorzar -concretó Knulp-, pues voy a tardar cuatro
horas, tal vez cinco.

—¡Sólo faltaba eso!—exclamó Machold riéndose—. No;


las caminatas se han acabado para ti. Irás conmigo
en el coche, si no encontramos antes otra
oportunidad. Al momento mando recado al alcalde, por
si acaso va su coche a la ciudad a llevar fruta o
patatas. De un modo u otro, en un día se te resuelve
el problema.

El huésped se sometió. Luego, como se supo que al


día siguiente el criado del alcalde iría a Gerbersau
con dos terneros, se decidió que Knulp fuera con él.

—A lo mejor te hace falta allí una chaqueta de más


abrigo—dijo Machold—. ¿Podrías ponerte una mía? ¿O
te estará demasiado ancha?
Nada había que objetar a aquella previsión. Se
mandó a buscar la chaqueta; fue probada y le estaba
bien. Knulp al notar que era de buen paño y estaba
decorosamente conservada, se la abotonó incontinenti
con aquella su pueril fatuidad de otros tiempos. El
doctor, regocijado, le dejó hacer y además le dio un
cuello de camisa.

Por la tarde, en la más absoluta clandestinidad,


Knulp se probó su nueva ropa y, viéndose de nuevo
con tan buen talle, empezó a deplorar para sus
adentros el hecho de haber dejado de afeitarse en
los últimos tiempos. No se atrevía a pedir al ama de
llaves la navaja de afeitar del doctor, pero conocía
al herrero del pueblo y decidió hacer una tentativa
al respecto.

Pronto encontró la herrería, entró en el taller y


pronunció la antigua salutación gremial:

—Herrero forastero ofrece trabajo.

El maestro le inspeccionó fríamente.

—Tú no eres herrero—dijo con aire de resignación—.


Vete con el cuento a otra parte.

—Acertaste—rió el vagabundo—. Aún tienes buena


vista, maestro, y sin embargo, no me reconoces. He
sido antes músico ambulante, y muchos sábados por la
noche has bailado tú en Haiterbach a los sones de mi
acordeón, ¿recuerdas?

El herrero frunció las cejas y siguió dándole a la


lima unos cuantos vaivenes más; después condujo a
Knulp a la luz y le remiró con atención.

—Si, ahora caigo—rió brevemente—. así que tú eres


Knulp... ¡Cómo se le notan los años a una persona
cuando pasa tanto tiempo sin verla! Y ¿qué buscas en
Bulach? Si tratas de sacar un zehner o un vaso de
mosto, no quiero saber nada.

—Es lo correcto en ti, herrero, y lo acepto con el


mismo agrado que si me hubiera bebido el vaso. Pero
lo que quiero es otra cosa. ¿Me podrías prestar por
un cuarto de hora tu navaja de afeitar? Voy
esta tarde al baile.

El artesano le amenazó con el dedo índice.

—Eres una talega de embustes, pero están muy


gastados. Con esa estampa que tienes, no me creo que
puedas presumir de nada en un baile.

Knulp, divertido, rióse a socapa.

—¡No se te escapa una! Lástima que no te hayan


hecho alcalde. Pues sí: tengo que ingresar mañana en
el hospital, al que me envía Machold, y comprenderás
que no voy a entrar en él así, hechho un osso
peludo. Déjame la navaja; dentro de media hora la
tienes otra vez.

—Sí, ¿eh? Y ¿adónde piensas ir con ella?

—ahí, a casa del doctor. Es donde duermo. Bueno,


¿me la dejas?

Al herrero no le parecía muy digno de crédito todo


aquello. No confiaba.

—Te la voy a dejar. Pero te advierto que no es un


verduguillo cualquiera. Es de vaciado Solingen
legítimo. Me gustaría mucho volverla a ver.

—En cuanto a eso no te preocupes.

—Sí, claro. Oye amiguito: llevas una buena


chaqueta y no la necesitas para afeitarte. Mis
condiciones son éstas: quítatela, déjala aquí;
cuando vuelvas con la navaja recuperarás la
chaqueta.

El vagabundo torció el gesto.

—Está bien. No eres muy desprendido que digamos,


herrero. Pero, por mi parte, aceptado.

El menestral fue a buscar la navaja, Knulp le dejó


la chaqueta en prenda, pero no consintió que la
tocase el tiznado herrero. Y al cabo de media hora
regresó y devolvió a éste su navaja de Solingen. Las
incultas barbas habían desaparecido y parecía otro.

—Sólo te faltan unas lilas detrás de la oreja, y


ya puedes irte de conquista -aprobó decididamente el
herrero. Pero Knulp no estaba ya para
bromas. Recobró su chaqueta, dio lacónicamente las
gracias y se marchó.

Al volver a casa se encontró delante de la mansión


al doctor, que le detuvo sorprendido:

—¿En dónde te has metido? A ver qué aspecto


tienes. ¡Ah, te has rasurado! Qué chiquillo eres...

Con todo, no dejó de agradar a Machold el detalle,


y aquella noche Knulp volvió a recibir el obsequio
de unos tragos de vino tinto. Los dos antiguos
condiscípulos, al reunirse antes de la inminente
despedida, mostráronse tan joviales como les fue
posible y procuraron no dejar que se trasluciese
apesaramiento ni cosa parecida.

En las primeras horas del día siguiente vino en


coche el criado del alcalde. Traía, en efecto, dos
terneros en compartimientos de rejilla; como la
mañana era muy fría, los animales iban ateridos
hasta el punto de que las choquezuelas les
castañeteaban. Había caído la primera escarcha en
las praderas. Knulp se acomodó en el pescante al
lado del criado, pusiéronle una manta sobre las
rodillas, el doctor le estrechó la mano y dio al
criado medio marco de propina; con grande ruido se
puso en marcha el carruaje en dirección al bosque,
en tanto que el criado encendía su pipa y Knulp
entornaba los soñolientos ojos frente al azul claro
de la fría alborada.

Pero más tarde tuvieron sol y a mediodía llegó a


hacer verdadero calor. Departiendo los dos en el
pescante lo pasaron de perlas, y cuando llegaban a
Gerbersau quiso el sirviente a toda costa dar el
correspondiente rodeo con el vehiculo y los dos
terneros a fin de dejar a Knulp en la puerta misma
del sanatorio. No obstante, el enfermo logró pronto
disuadirle de ello y ambos se separaron
amigablemente a la entrada de la población. Quedó
Knulp de pie y siguió al coche con la mirada hasta
que éste desapareció entre los arces contiguos al
mercado de ganados.

Sonrió y partióse por un sendero entre huertos,


flanqueando setos, conocido solamente de los del
lugar. ¡Volvía a ser libre! Ya podían esperarle en
el hospital.

Una vez más el retorno al terruño traía aparejado


para Knulp la fruición de la luz y el aroma de los
ruidos y efluvios de la patria chica; saboreaba, en
fin, toda esa suma -emotiva, plenamente
satisfactoria- de intimidades inherentes al hecho de
hallarse en su tierra; la gran concurrencia de
aldeanos y burgueses en la feria de ganados, las
sombras entreveradas de sol, de los pardos castaños,
el vuelo melancólico de tardías y oscuras mariposas
de otoño en las inmediaciones de la muralla, el son
de la fuente de los cuatro caños en la plaza mayor,
el olor a vino y los golpes de martillo sobre
madera hueca en el abovedado acceso a la bodega del
maestro tonelero, conocidísimos non de calles, todo
ello macizamente guarnecido por un impaciente tropel
de recuerdos. Con toda su alma, aquel hombre sin
arraigo bebía a sorbos los variados encantos de
estar en casa, enterarse de esto, saber aquello,
recordar lo otro, sentirse camarada de cada esquina,
de cada guardacantón. La tarde entera se la pasó
dando barzones, incansable por las calles todas; a
la orilla del río escuchó al afilador, observó al
tornero a través de la ventana de su taller, en
rótulos recién pintados estuvo leyendo los antiguos
nombres de familias muy conocidas... Mojó sus manos
en el pétreo pilón de la fuente principal, bien que
previamente apagara su sed allá abajo, en la
fuentecilla del Abad, sita en el bajo de un
antiquísimo casal, de la que continua y
misteriosamente como desde el principio del tiempo -
brotan las aguas murmurando entre las losas bajo el
extraño claror crepuscular del aposento manantial.
Largo tiempo permaneció junto al río, apoyado en la
baranda de madera, sobre las corrientes aguas, en
las que ondulaban oscuras algas de luenga cabellera,
mientras encima de trémulos guijarros se
estacionaban, negros y mansos, los estrechos lomos
de los peces. Luego empezó a andar por la vieja
pasarela y al llegar al centro se dejó caer doblando
las piernas, para sentir dentro de sí -como en sus
tiempos mozos- la sutil y vibrante reacción del
elástico puentecillo.

Sin prisas, prosiguió su paseo. Nada quedó en el


olvido: ni el atrio de la iglesia, con su parcela de
césped ni el azud del molino en la parte alta del
río, antaño su lugar favorito para bañarse. Se
detuvo delante de una casita, en la que antiguamente
había habitado su padre, y durante algunos instantes
apoyó con ternura sus espaldas en el altivo portal.
Fue a entrar en el jardín, y su vista, pasando por
éncima de una displicente alambrada, se encontró con
un plantío recién hecho..., pero los peldaños de
piedra, redondeados por obra de las lluvias, y el
orondo y rollizo membrillero que había cerca de la
puerta eran los mismos de antes. En aquel paraje
había pasado Knulp días mejores, antes de provocar
su propia expulsión de la escuela de latín: allí
había paladeado en otro tiempo una dicha completa,
satisfacciones plenas, bienaventuranzas sin mezcla
alguna de amargura, cerezas hurtadas con fortuna en
los veranos, y también la extática y fugitiva
felicidad de jardinero vigilante al cuidado de sus
flores -amables alhelíes amarillos, ledas
campanillas, pensamientos cariciosamente
aterciopelados-: allí fueron conejares y taller,
construcciones de cometas y de tuberías de rama
hueca de saúco, ruedas de molino hechas con carretes
de hilo y con trocitos de ripia a modo de paletas.
No había tejado cuyos gatos no conociera, ni huerto
cuya fruta no hubiese probado, ni árbol que no
hubiese escalado y en cuya copa no hubiese poseído
un verde nido de sueños. Aquella partija de mundo le
había pertenecido; él la había amado y había llegado
a conocerla en la más honda intimidad. Cada arbusto,
cada coto, habían tenido trascendencia, sentido e
historia para él, cada chaparrón o nevada le habían
dicho algo; en sus deseos y ensueños habían vivido
aquel aire y aquella tierra: él les daba la réplica,
tenía parte en su aliento vital. Y aún hoy—pensaba
Knulp—no hay quizá en estos contornos vecino ni
hortelano a quien todo esto le haya pertenecido más
que a mi, le haya parecido más valioso, le haya
dicho más cosas, dado más respuestas, reavivado más
recuerdos.

Entre los tejados próximos, clavábase en la


altura, buído y sobresaliente, el hastial gris de
una enjuta casa. Tiempos atrás había vivido en ella
el curtidor Haasis: allí habían ido hallando fin los
juegos de niño y los deleites pueriles de Knulp, en
medio de los primeros secreteos y tiernas querellas
con las muchachas. Muchas tardes desde aquella casa
había regresado Knulp a la suya, a través de calles
a media luz, con incipientes vislumbres de placeres
amorosos; allí había desenlazado las trenzas a las
hijas del curtidor y se había tambaleado con los
besos de la bella Francisca. Decidió llegarse más
tarde hasta la casa, al anochecer o tal vez al día
siguiente. Pues en aquel momento le atraían poco
tales remembranzas y gustoso las hubiera cambiado
todas por la memoria de una sola hora de los
tiempos—más remotos-de su infancia.

Más de una hora permaneció parado junto a la valla


del jardín, con la mirada baja; lo que veía no era
el jardín nuevo y desconocido que allí había ni sus
arbustos de bayas, jóvenes, mas ya sin frutos, con
la apariencia que presta el otoño. Veía el jardín de
su padre y las flores de los días de la niñez en su
pequeño arriate, en el que el domingo de
Resurrección se plantaban aurículas y cristalinas
nicaraguas, y las montañitas de guijas sobre las que
él había soltado cientos de veces a sus prisioneras
las lagartijas, sin éxito, ya que ninguna quiso
quedarse allí a vivir ni hacerse animal doméstico, a
pesar de lo cual cada vez que capturaba otra volvía
a repetir la experiencia, siempre lleno de
expectación y esperanza. Podían regalarle en aquel
instante todas las casas, jardines, flores, lagartos
y pájaros del mundo y no serían nada en comparación
con el esplendor de una sola de aquellas flores
estivales que antiguamente crecían en el pequeño
jardín paterno enrollando delicadamente sus
primorosos pétalos en el capullo. ¡Y los groselleros
que había en aquel entonces, de cada uno de los
cuales conservaba todavía recuerdo exacto!
Desaparecieron; no podían ser eternos, no eran
indestructibles, alguien los había descuajado, y
tras de extenderlos en torno había hecho una hoguera
con ellos; troncos, raices y ramas secas habían
ardido juntamente, sin que nadie lo lamentase.

Si; allí había tenido a Machold muchas veces a su


lado. Ahora era un doctor, un señor, e iba en su
carruaje a visitar a los enfermos; aparte de esto,
seguía siendo una persona excelente y leal; mas bién
aquel hombre inteligente y fornido, ¿qué era en
comparación el de antes, con el muchacho crédulo de
otros tiempos, asustado y ávido de cariño? En
aquella área le había enseñado Knulp a hacer jaulas
para moscas y torrecillas de ripia para los
saltamontes; había sido el maestro de Machold y su
más grande, discreto y admirado amigo.

El saúco vecino había envejecido, y a consecuencia


del musgo había ido arideciendo; el pabellón de
vigueta del jardín adyacente se había desmoronado, y
por más que sobre su solar se llegase a edificar
algún día cualquier otra cosa, nunca jamás podría
aquel lugar volver a cobrar una hermosura, una
beatitud y una autenticidad como la de antaño.

Empezaba a caer la tarde y a refrescar, cuando


Knulp abandonó el sendero invadido de hierba. De la
torre de la iglesia recién construída -que alteraba
la fisonomía de la población-, venía distintamente
el clamor de una nueva campana.

Por la puerta de la tenería se deslizó dentro del


huerto del curtidor; el trabajo había cesado ya y no
se veía a nadie. Sin ser oído, avanzó por el blando
piso cubierto de casca sorteando los hoyos que se
abrían a su paso y en los que se hallaban las pieles
enlejiadas, hasta llegar al murete, a cuyos pies
discurría el río, oscuro ya, sobre las piedras
verdecidas de musgo. Era el sitio en que cierta
tarde, en otro tiempo, estuvo sentado una hora en
compañía de Francisca, chapoteando en las aguas con
los pies desnudos.

"Y si entonces no me hubiera abandonado yo a una


espera inútil -pensó Knulp- todo hubiera sucedido de
otro modo. Aunque hubiese faltado a clase y
desatendido la latinidad y los estudios, habría
tenido energía y voluntad bastantes para llegar a
ser alguien." ¡Qué sencilla y clara era la vida! En
aquella sazón se había envilecido y no había querido
ya saber nada de osa ninguna, y desde entonces se
fue conformando con esa actitud y nada exigió por
él. Por de fuera, no había sido más que un
sobrancero y gorrón, bienquisto allá en sus buenos
años, solitario ahora en la enfermedad y en la
vejez.

Se apoderó de él una gran fatiga; sentóse en el


costoncillo, y el río murmuraba sombríamente por
entre sus cavilaciones. En esto, una ventana se
iluminó frente a él, lo que le recordó que era tarde
ya y que no debían encontrarle allí. Sin hacer ruido
se escabulló del huerto de la curtiduría franqueando
la puerta del cercado, abrochóse la chaqueta y pensó
en irse a dormir. Tenía el dinero que le había
proporcionado el médico, y tras breve reflexión
decidió ocultarse en una fonda. Hubiera podido ir a
El Ángel o a El Cisne, donde era conocido y habría
encontrado amigos; pero en tal ocasión no le pareció
conveniente.

En el pueblo se advertían numerosas transiciones,


que antes le hubieran interesado hasta en el más
menudo pormenor; pero esta vez no quiso ver ni saber
nada que no tuviese relación con sus verdes años. Y
cuando, tras breves preguntas, se enteró de que
Francisca ya no existía, todo palideció en torno, y
parecióle que había venido exclusivamente por ella.
No; no tenía sentido alguno andar como un alma en
pena por las calles o entre los huertos dejándose
gastar piadosas bromas por aquellos que le
reconocieran. Como casualmente se cruzase con el
médico-jefe del partido en el estrecho callejón de
correos, se le ocurrió de pronto que en el sanatorio
acabarían por echarle de menos y le seguirían la
pista. Tan luego como hubo comprado en una tahona
dos panecillos, se los metió en los bolsillos de la
chaqueta y salió de la ciudad -todavía no era
mediodía-, subiendo por una escarpada senda de
montaña. En lo alto, junto a la última revuelta del
camino, en una de las márgenes del bosque, un hombre
cubierto de polvo estaba sentado sobre un montón de
piedras y partía en trozos la lumaquela azul-gris
con un martillo de largo mango.

Knulp le miró, saludó y se detuvo.

—Hola -dijo el hombre, y siguió golpeando sin


levantar la cabeza.

—Me parece que este tiempo no ha de durar—tanteó


Knulp.

—Puede ser -rezongó el picapedrero, y cegado por


el reflejo de la luz meridiana sobre el claro
sendero, alzó la vista un instante-. ¿Adónde quiere
ir?

—A Roma a ver al Papa -dijo Knulp-. ¿Falta mucho


todavía?

—Hoy no llega usted. Y si tiene que pararse en


todas partes y molestar a la gente que se ocupa en
sus quehaceres entonces no llegará allá en un año.

—¿Eso cree? Bueno; a Dios gracias, no tengo


prisa... Es usted hombre laborioso, señor don Andrés
Schaible.

El picapedrero se protegió los ojos con una mano y


pasó revista al viandante.

—así que me conoce... -dijo con prudente lentitud-


, y también yo le conozco a usted, me parece. Sólo
me falta acordarme del nombre.

—Tendría que preguntárselo al viejo posadero de El


Cangrejo donde muchas veces hemos estado juntos
usted y yo allá por el noventa. Pero ya no vivirá...

—Ya hace tiempo que no... Pero... ahora caigo,


compadre; tú eres Knulp. Siéntate un momento aquí,
hombre, y que Dios te guarde también.
Knulp se sentó. Había subido con demasiada prisa y
respiraba penosamente. Pudo ver entonces, a las
primeras, cuán hermosa se tendía en lo hondo la
villa, el pulido azul del río, el enjambre de
tejados pardo-rojizos y, por en medio, los verdes
islotes de arbolado.

—Bien estás en estas alturas -dijo tomando


aliento.

—Sí; no puedo quejarme. ¿Y tú? En tiempos te


subías las cuestas con más facilidad, ¿no?... Jadeas
de un modo atroz, Knulp. ¿Cómo, vienes a hacer otra
visita a tu tierra?

—Si, Schaible, y ésta será la última.

—¿Por qué?

—Porque tengo los pulmones muy averíados. Y ya


sabes que no tiene remedio.

—Si te hubieras quedado en casa, amigo mío, y


hubieras trabajado como es debido, y tenido mujer y
chicos, y tu cama todas las noches, quizá las cosas
te hubieran ido de otra manera. En fin, sobre esto,
conoces mi parecer desde hace mucho tiempo. Ahora
nada se puede hacer. ¿así que... tan mal estás?

—¡Ay, yo qué sé! O, mejor dicho, sí lo sé. Esto va


como rodando monte abajo, cada día un poco más
aprisa; después, cuando un día quede solito y no sea
carga para nadie, la cosa volverá a ser perfecta.

—Según como se tome; esto es asunto tuyo. De todas


formas lo siento.

—No es necesario. Algún día se tiene uno que


morir, y esto ha de ocurrirles hasta a los
picapedreros. Si, paisano; henos aquí ahora sentados
uno al lado del otro, y... no creo que ninguno de
los dos podemos ponernos muy anchos... Porque tú has
tenido otros planes en la sesera. ¿Qué ocurrió con
aquel intento tuyo de pasar a ferrocarriles?

—¡Ah, ésas son historias viejas!

—Y tus chicos, ¿están bien?

—Que yo sepa, si. Jacobo ya se gana la vida.

—¿Si? ¡Ay, cómo pasa el tiempo! Bien, y ahora he


de seguir andando otro poco; creo que será lo mejor.

—No corre tanta prisa. ¡Hacía mucho tiempo que no


nos veíamos! Dime, Knulp: ¿puedo ayudarte en algo?
Mucho no tengo aquí; será como medio marco...

—Puedes necesitarlo para ti, vejete. No; muchas


gracias.

Quiso añadir algo más, pero el quebranto de su


corazón le obligó a callar. El picapedrero le dio a
beber de su botella de mosto. Durante un rato
permanecieron mirando hacia abajo, a la ciudad. Del
caz del molino venía el intenso fulgor de los rayos
solares que allí se reflejaban; por el puente de
piedra pasaba despacio un carro y por bajo de la
presa nadaba indolentemente una escuadra de albos
gansos.

—Ya he descansado y tengo que continuar... empezó


otra vez Knulp.

El obrero seguía cavilando e hizo algunos


movimientos de cabeza.

—Oye: tú hubieras podido llegar a ser más que un


pobre diablo andorrero—dijo lentamente—. Pero toda
la culpa ha sido tuya. Bien sabes que no soy ningún
dómine, desde luego; mas creo muchas cosas que están
escritas en la Biblía. Debías pensar también en eso.
Tendrás que rendir cuentas de ti y no es tan fácil.
Has tenido talentos, mejores que los de otros y, sin
embargo, no has sabido salir adelante. Y no te
enfades conmigo si te lo digo.

A esto sonrió Knulp, mientras le asomaba a los


ojos un destello de su antigua e inofensiva
picardía. Palmoteó amigablemente en el brazo a su
camarada de otros tiempos y se levantó.

—Ya nos veremos, Schaible. A buen seguro que Dios


Nuestro Señor no me ha de preguntar: "¿Por qué no
llegaste a juez de primera instancia?..." Tal vez me
diga a secas: "¿Otra vez por aquí, cabeza de
chorlito?", y me dé allá arriba algún trabajo fácil:
vigilar a los niños o algo así.

Andrés Schaible se encogió de hombros bajo su


camisa a cuadros blancos y azules.

—Contigo no se puede hablar en serio. Te crees que


cuando Knulp llegue allá, el Señor no tendrá otra
cosa que hacer más que bromear.

—¡Ah, no! Pero... podría ser, ¿eh?

—¡No hables así!

Se dieron la mano, y en la de Knulp puso el


picapedrero una moneda que disimuladamente había
sacado del bolsillo del pantalón. Y Knulp la aceptó
sin hacerse rogar; no quería estropear al otro su
satisfacción.

Echó otra mirada en dirección al viejo valle


natal, dedicó un saludo último a Andrés Schaible;
después empezó a toser y, apresuró el paso,
desapareció en seguida por el ángulo superior del
bosque.
Catorce días más tarde -tras algunos de fría
niebla, los hubo bién soleados, con acompañamiento
de campánulas y frescas moras maduras- sobrevino
inopinadamente el invierno. Las heladas fueron
rigurosas, y después, al tercer día, con viento más
suave, cayó una rápida y copiosa nevada.

Knulp había estado caminando todo aquel tiempo;


incesantemente y sin rumbo rondaba por los contornos
de su tierra natal y aun una segunda vez, desde muy
cerca, escondido en el bosque, había visto y
observado al picapedrero Schaible, sin llamarle.
Tenía demasiados motivos para entrar en cuentas
consigo; por vías largas, ímprobas e inútiles había
venido a parar a aquella condición, hundiéndose más
y más cada día en la maraña de su vida malograda
como en un zarzal tupido, sin encontrar en ella
consolación ni sentido.

Después, su enfermedad se recrudeció, y poco faltó


para que, a despecho de anteriores designios, no
apareciera un día por Gerbersau y llamara a la
puerta del sanatorio. Sin embargo, cuando, tras días
enteros de soledad, acertó a mirar de nuevo a la
ciudad acostada en lo hondo, saliéronle al encuentro
extrañas y hostiles resonancias y se le hizo patente
que nunca perteneciera a aquel ambiente. De cuando
en cuando compraba algún pedazo de pan; además, la
avellana abundaba todavía. Las noches las pasaba en
los refugios de los leñadores o en el campo, entre
haces de paja.

Helo ahora sobre la espesa capa de nieve que cubre


el Monte Lobo. Viene andando y se dirige al molino
del valle. A despecho del agotamiento, de la mortal
fatiga, se sostiene sobre sus piernas y camina sin
tregua como si tuviera que sacar partido intensivo
del mezquino resto de sus días y correr, correr
siempre en busca de todas las veredas y lindes de
los bosques. Por muy enfermo y cansado que esté, sus
ojos y las aletas de su nariz conservan su antigua
movilidad, ojeando y husmeando con sensibilidad de
fino podenco, identifica todavía -aunque ya sin
finalidad alguna- cada declive del terreno, cada
soplo de viento, cada rastro de animal. Su voluntad
no interviene, sus piernas se mueven por sí mismas.

Se imagina -al igual que casi sin intermisión


desde hace días- que una vez más está delante del
buen Dios y que habla constantemente con Él. No
siente temor; sabe que Dios no va a hacerle nada.
Por el contrario, los dos -Dios y Knulp- dialogan
acerca de la carencia de fines que ha informado su
vida, de cómo ésta podría haberse arreglado de otro
modo, de los porqués de esto y de aquello y de las
razones por las que ni lo uno ni lo otro pudieron
suceder de distinta forma.

—Ha sido en aquella ocasión -insiste Knulp


reiteradamente-, en aquella ocasión, sí, cuando
tenía yo catorce años y Francisca me dejó. Entonces
era capaz todavía de dar cuantos frutos se esperasen
de mí. A partir de aquel momento, algo, no sé qué,
se me ha ido destruyendo dentro o se me ha echado a
perder, y precisamente desde entonces no he servido
para nada. ¡Ay, el error ha consistido,
sencillamente, en no haberse dejado morir a los
catorce años! De esa suerte, mi vida hubiera sido
tan hermosa y perfecta como una manzana madura.

El buen Dios, empero, sonríe sin cesar; a menudo


su semblante se esfuma enteramente en la nevisca.

—¡Ea, Knulp! -dice en tono admonitorio-, acuérdate


de tus mocedades, de aquel verano en Odenwald y de
la época de Lachstetten. ¿No has danzado como un
corzo y sentido hasta los tuétanos cómo vibraba la
belleza de la vida? ¿Acaso no has sabido cantar y
tocar la armónica de tal suerte que las muchachas se
te comían con los ojos? ¿Recuerdas los domingos en
Bauerswil?
¿Y tu primera novía Henriette? ¿Es que nada de eso
vale?

Knulp no puede menos de reflexionar, y como


lejanas hogueras montesas tornan radiantes hasta él
las alegrías de la juventud con su recóndita
hermosura; exhalan grávido y dulce aroma, como de
miel y vino, y resuenan con profundos tonos, cual
viento tibio vencedor de la última nieve en la
primera noche invernal. ¡Santo Dios, qué hermosas
habían sido aquellas horas: hermoso el placer y
hermosa la tristeza, y grande lástima habría sido la
falta de uno solo de aquellos días!

—¡Ay, si que fueron hermosos! -concede, aunque muy


lloroso y protestón, como un chiquillo fatigado-.
Aquel tiempo fue delicioso. Sin duda, culpas y
duelos también los hubo, pero en verdad fueron años
buenos; tal vez a muy pocos les ha sido dado vaciar
copas, encabezar danzas y festejarse en noches de
amor como las de entonces. Pero después... ¡después
debió haber acabado todo! Ya en medio de esa
felicidad hubo una espina, no se me olvida, y luego
no volvieron tiempos tan buenos. No; nunca más han
vuelto.

El buen Dios se ha desvanecido lejos, tras la


barrera de nieve. Knulp se detiene un instante para
recobrar el aliento y escupir un par de manchitas
sanguinolentas sobre la nieve. De improviso
reaparece el Señor y le da respuesta.

—Pero dime, Knulp: ¿no te parece que eres un poco


ingrato? ¡Me hace reir lo desmemoriado que te has
vuelto! Hemos evocado la época en que eras el rey de
los salones de baile y a tu Henriette, y no has
tenido más remedio que admitir que todo ello ha sido
bueno, hermoso y benéfico y que tuvo su sentido.
Pues bien, si así piensas acerca de Henriette, ¿qué
dirás al poner mientes en lo de Lisabeth, querido?
¿Es posible que la hayas olvidado del todo?
Y de nuevo se yergue ante los ojos de Knulp, como
una montaña distante, un fragmento más del pasado, y
si bien no tiene una apariencia tan gayarda y
placentera como el anterior, brilla en cambio d
manera mucho más velada y entrañable, como sonrisas
femeninas entre lágrimas. De sus tumbas se
levantarán horas y días en los que había pensado
desde hace mucho tiempo. Y en medio está Lis con sus
hermosos ojos tristes y el bebé en brazos.

—¡He sido un miserable! -empieza otra vez a


lamentarse-. no he debido vivir desde que murió
Lisabeth.

Pero Dios no le deja continuar. De los luminosos


ojos del Señor llega hasta él una penetrante mirada,
y Dios prosigue a su vez:

—¡Calla, Knulp! Has causado mucho dolor a


Lisabeth, no podemos negarlo; pero bien sabes que,
con todo, ha recibido de ti más ternura y cosas
bellas que ruindades y no te ha guardado rencor ni
por un solo instante. ¿Tampoco eres capaz de ver la
razón de todo esto, pecho de cántaro? ¿No ves que
por ello tuviste que ser un calavera y un
trotamundos, para poder llevar a todas partes un
poco de risa y enajenación pueriles, para que por
doquier los hombres hubieran de amarte un poco,
burlarse de ti otro poco y quedarte un tanto
agradecidos?

—Tal vez sea verdad -conviene Knulp a media voz


tras de algún silencio-. ¡Pero todo ello me ocurrió
hace ya mucho tiempo, cuando era joven aún! ¿Por qué
no me sirvió de lección, por qué no he llegado a ser
un hombre cabal? Todavía hubiera estado a tiempo...

Hay una pausa en la nevasca. De nuevo, Knulp se


detiene un momento y quiere sacudirse la espesa
nieve del sombrero y vestidos, no puede; tan absorto
y agotado está. Cerca, en pie frente a él, se halla
el Señor, con los celestes ojos extremadamente
abiertos y radiantes como soles.

—Confórmate de una vez -le exhorta Dios-. ¿De qué


te sirven las quejas? ¿De veras no sabes ver que
todo se ha ido consumando en regla, que no hubiera
podido ser de otra manera? ¿Y ahora se te antoja ser
un caballero o un menestral de pro y tener esposa e
hijos y leer el semanario por la tarde? ¿Acaso no te
marcharías otra vez a escape y te irías a dormir al
bosque entre los zorros y a poner trampas para los
pájaros y a domesticar lagartos?

Knulp reemprende la marcha; de puro fatigado,


flaquea, mas sin apenas percatarse de ello. Le ha
dejado muy satisfecho lo que Dios le ha dicho, y,
reconocido, asiente a todo con inclinaciones de
cabeza.

—Mira -habla el Señor-: no cabía que me sirviese


de ti de otro modo que como tú eres. Has peregrinado
en Mi nombre; era menester que constantemente
comunicaras a la gente sedentaria un poco de la
nostalgia de libertad. En Mi nombre has hecho
simplezas y has consentido que se mofen de ti. Yo
mismo me he reído contigo y he sido amado de ti.
Eres ciertamente mi hijo, mi hermano, una porción de
Mi mismo y no has catado ni sufrido cosa alguna que
Yo no haya experimentado contigo.

—Sí -dice Knulp, y de nuevo asiente fatigosamente


con la cabeza-. Así es; en verdad siempre me lo ha
parecido.

Se acuesta en la nieve; sus miembros se aligeran


de sumo y sus inflamados ojos sonríen.

Cuando los cierra para dormir un poco, oye la voz


de Dios que le habla una vez más, y una vez más le
mira a los ojos claros.
—¿Así que ya no hay más quejas? -pregunta la voz
de Dios.

—No, nada más -cabecea Knulp y sonríe cohibido.

—¿Y todo va bien? ¿Está todo como es debido?

—Sí -afirma con otro movimiento de cabeza-; todo


está como es debido.

La voz de Dios se va apagando, y suena ora como la


de su madre, ora como la de Henriette, ora como la
bondadosa y suave voz de Lisabeth.

Cuando Knulp vuelve a abrir los ojos, luce ya el


sol y le ofusca, hasta el punto de obligarle a bajar
los párpados a toda prisa. Siente cómo la nieve se
le va sedimentando pesadamente en las manos y quiere
sacudírselas; pero la voluntad de dormir ha llegado
a ser en él más fuerte que cualquier otro deseo.

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